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Escobar, Alberto
12 Mi recuerdo de Sebastían
27 La gravitación de Sologuren
Tensión, lenguaje y estrucutura:
Las Tradiciones Peruanas
A la memoria de D. Raúl Porras, quien inspiró mi Vocación por la obra de D. Ricardo
Palma
La crítica palmista ha sido unánime al reconocer dos modos, que corresponden a dos
períodos, según los cuales Palma concibió la Tradición. A la segunda etapa, época de la
madurez artística, pertenece la obra que dio celebridad al escritor limeño. Sobre ella se
han ejecutado investigaciones que estudian la Tradición en cuanto género literario, sus
fuentes documentales, su importancia social y rasgos de su factura estética. Así como
su plaza en la historia de la literatura peruana, es igualmente copioso el material reunido
en torno de la biografía del autor. El examen del estilo palmista, en cambio, hasta donde
alcanzan mis noticias, ha sido tarea con menor fortuna.
En 1958, Bákula Patiño hizo público el hallazgo de tres obras juveniles de Palma, a las
que la crítica tradicional no ha tenido acceso.1 Una de ellas, Mauro Cordato, aparece
reescrita en la cuarta serie de 1877, en versión que quedará en las Tradiciones
Peruanas autorizadas por Palma, años más tarde, como forma definitiva, y que sirve de
base a las más difundidas ediciones de su obra.2 Nos proponemos cotejar ambos
textos, y apoyándonos en el examen de las variantes, ascender al estudio del lenguaje
palmista y del concepto de realidad configurado por él.3
Mauro Cordato
Capitulo I
Séanos permitido dar una rápida ojeada á la epoca en que acontecieron los sucesos que
sirven de argumento á este romance.
1
El 26 de Julio de 1806 entró en Lima el Virrey D. José Fernando de Abascal y Souza,
caballero del hábito de Santiago, siendo pocos días después nombrado arzobispo el
Illmo Sr. Las-Heras.
Durante su gobierno se concluyeron las fábricas del Cementerio General de Lima y del
Colejio de Medicina llamado de San Fernando, hoy de la Independencia.
El cobarde rey Fernando, que sin valor para sostener en su frente la corona, entregaba
aherrojado a sus enemigos al valiente pueblo español; ese rey de farsa y entremés,
exasperó el sufrimiento de las colonias por medio de las gabelas continuas que les
imponía.
Y ¿qué mucho que Fernando, traidor á su padre Carlos IV, comerciante de la honra de
su pueblo, fuese tambien un mezquino usurero para con las colonias?
La América española estaba minada, faltaba solo una mano que condujese la antorcha
que debia ocasionar la esplosión.
La juventud solo podia elejir entre las tres carreras, únicas para las que el porvenir le
abría sus puertas.
La toga.
La sotana.
La espada.
Verdad es que hoy con ser republicano y libres, segun se dice (cosa que yo me guardaré
muy bien de propalar porque acá para mis adentros, tengo otra creencia) no hemos
adelantado mucho á este respecto.
Presentado este incompleto cuadro de lo que eramos á principio del siglo del gas y del
carbon de piedra, entraremos en materia.
Y aqui como por via de episodio seanos licito contestar á los criticos de Lida pobre hija
de nuestros ratos de ocio, que al escribir nuestros romances no hemos concedido parte
á la vanidad del literato sino á la inspiración del hombre y del americano, qué hojea con
ansiedad las pajinas de la historia de su patria.
2
Reclamamos induljencia pero no obstante agradecemos la censura porque, a Dios
gracias, nos sentimos con fuerza para aprovechar mucho de ella.
Capitulo II
El Café de Bodegones
El café de Bodegones, donde hoy solo concurren las momias vivientes para quienes el
siglo 19 no ha logrado aun abrir las puertas del sepulcro, era entonces el lugar donde se
reunia lo mas escojido de la juventud limeña.
Y he aquí que las cosas, á imitacion de las personas, pasan por terribles situaciones. Lo
que ayer era emporio de la elegancia, hoy ha tenido que humillarse ante la moda y el
buen gusto.
Hacia el lado donde hoy se halla el billar, estaban varios jóvenes de la aristocracia
entretenidos en una animada conversación.
– Pardiez, señores, decia uno, que el tal Mauro Cordato es hombre afortunado si los
hay. Se acerca á una mesa de juego y los dados le protejen á placer. Propónese
conseguir el cariño de la mas apuesta dama y en verdad que nosotros hacemos un
ridiculo papel. Tu, conde de Santella, á quien reconocemos por el galan mas feliz has
tenido que cederle la conquista de la Perla, esa divinidad de bastidores. Por mi santo
patron, caballeros, que esta es mucha verguenza. ¿Tendremos que retroceder siempre
a la presencia de ese títere?
– Como soy, amigos, que pienso que ese hombre tiene algun diablo familiar.
Aquí todos los apuestos mancebos se santiguaron; porque en aquellos dias poco
importaba la depravacion del alma con tal que se diese culto á una supersticion esterna.
– Oh! Caballeros: medios nos sobran para deshacernos de ese rival, dijo aquel á quien
habian designado con el título de conde de Santella.
– Un desafio!
– Niñada! Exitemos los celos de Mauro y acabará por despreciar á María ó por vengarse
porque esta vez está perdidamente enamorado.
3
– A vuestra salud.
– Señores, son las siete y apenas nos queda tiempo para llegar al teatro antes de
levantarse el telon.
Tomaronse del brazo los jóvenes despues de pagar el conde el gasto que habían hecho
y salieron del café con dirección al teatro.
Capítulo III
Detrás de bastidores
El teatro de Lima es el edificio más apropósito para desacreditar una capital. Su platea
incómoda y estrecha donde con gran trabajo pueden colocarse seiscientas personas,
tres órdenes de palcos con pretensiones de cuartuchos, su techo amenazando
desplomarse, y si se añade el comercio que se hace encadenando un crecido número
de asientos, comercio que la policía tolera; ya tendrá el estrangero una débil idea de
este local.
El pueblo, decidido partidario de las comedias, acudia en tropel á las llamadas de majia
y aplaudia con frenesí cada fantasma que se asomaba por escotillón, y cada anjelito que
volaba desde la escena á la cazuela con ausilio del tramoyista.
Aquella noche se daba La Flecha de Amor en que á Cupido con sus alas doradas y su
aljaba de carton le tocaba el rol más importante.
Imajinamos que a nuestros lectores les interesa muy poco el argumento de la comedia.
Los conduciremos pues á uno de los cuartos del vestuario.
Un candelabro de plata ilumina la estrecha vivienda, cuyos únicos muebles son: un sofá
y tres sillas forradas en terciopelo carmesí. Sobre una mesita de ébano hay un elegante
necesser y la luz refleja sobre un espejo de cuerpo entero.
En el sofá se encuentra reclinada una bellisima dama y á sus pies sobre un taburete
está sentado un apuesto mancebo que la mira con ternura.
Ah! ¿porqué Dios habrá fijado en los ojos la espresion de los sentimientos intimos?
Cuántas veces si nuestros labios fingen un sentimiento, los ojos están diciendo –
mentira!
4
Y cuando el hombre siente que su espiritu vaga en un espacio sembrado de ilusorias
armonias, cuando se desencadenan los raudales de amor que el corazón encierra entre
nuéstras manos temblorosas estrechamos las de la mujer querida; por mas que
pretendamos ocultarlo. Los ojos nos traicionan y publican – ese hombre ama.
Lenguaje misterioso que nadie nos enseña en la tierra; porque solo de la Divinidad
pudimos aprenderlo.
La dama era una actriz a quien por su hermosura llamaban la Perla sin rival. Débil es
nuestra pluma para trazar el bosquejo de tanta belleza. Su nombre era María.
El joven es Mauro Cordato cuyo retrato intentaremos presentar: frente espaciosa, negras
y pobladas cejas; la mirada audaz del águila, tez pálida; pequeños bigotes sobre labios
en que se hallaba incrustada una sonrisa a la vez melancólica y desdeñosa, tal era el
semblante de Mauro.
Ordinariamente vestía pantalon negro y un abrochado redingote del mismo color. Era lo
que antes se nombraba un lechuguino y hoy un lyon.
Hacia un año que estaba en Lima y su fortuna en amores daba bastante que hablar en
las tertulias. Por el pronto era el amante de una actriz y es fácil de concebirse cuan
crecido seria el número de envidiosos rivales que lo miraban de reojo.
Sobre este particular tan adelantado está quien escribe estas líneas como los rivales que
se interesaban en averiguar la vida del prójimo, crónica divertidísima y siempre llena de
atractivos.
Unos lo suponían italiano ó francés, otros griego, los mas mauritano y no pocos andaluz.
De su historia se sabía tan sólo que habia llegado al Perú con una fortuna de 10.000
duros, la que le proporcionaba medios para vivir con holgura.
Por lo demás su existencia era un misterio para todos, incluso para nosotros que en
nuestra calidad de narradores nada debiamos ignorar.
– Cuando te veo aplaudida con entusiasmo por el pueblo grande es mi dicha, María,
grandes mis celos también. Por que yo te amo, yo pobre estrangero que sólo puedo en
ofrenda a tu hermosura darte mi corazón: No puedo mirar con sangre fría esa turba de
amantes aduladores que te obsequian y que ansian deslumbrarte con sus riquezas, mas
dime ¿no es verdad que soy un insensato en dudar de ti? ¿no es cierto que tu corazón
es solo mío?
– ¿Por qué desconfiar, Mauro? ¿Quieres que abandone el teatro y me retire del bullicio a
buscar solo goces en tu cariño? Habla y te obedeceré.
5
– No, María: tus triunfos también me embriagan y me parece que el mundo me envidia tu
amor.
– Ah! Mauro! Ahora te manifiestas confiado, pero mañana volverá a tener celos y tus
celos me martirizan.
– ¡Lisonjero!
Capítulo IV
Celos
Hay un sentimiento que es imposible dominar por la fuerza del raciocinio. Los celos.
Cuanto mas enamorados estamos, cuanto mas pruebas de amor, recibimos, tanto mas
sospechamos del objeto amado.
Mauro acababa de jurar á María que ya no tendría celos, ¡Cuan presto iba á ser perjuro!.
Atravesaba el corredor para dirijirse al patio, cuando á su lado oyó una voz que decia:
–Yo te aseguro que la Perla recibirá esta noche mi carta, y que mañana no faltará á la
cita que le doy en la Alameda.
Mauro procuró conocer al que asi hablaba, pero al instante se perdió en un pasadizo.
Luchando con los celos estuvo durante la comedia y tanta era su distracción que para él
pasó desapercibido el triunfo que se tributaba á su querida.
Por aquellos días la más espléndida ovación que podía darse a una actriz, era esmaltar
la escena con onzas de oro arrojadas desde la luneta. El pueblo tenia entonces una
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manera especial de comprender el arte y al artista. Los ramilletes y las coronas son de
reciente introduccion en Lima.
Quien ha sentido alguna vez el aguijon de los celos, podrá comprender cuan terrible
noche de insomnio pasaria el desgraciado.
................................................................................................................................
«Si amais vuestra felicidad; si amais como la vuestra la vida de Mauro, no dejeis de ir
mañana á las ocho a la Alameda de los Descalzos donde una persona que vela por vos
os proporcionará los medios de evitar una catástrofe. Os recomiendo el secreto».
Lloró un momento, con aquel llanto salido de lo intimo del corazon, con aquellas
lagrimas que vertidas por unos bellos ojos representan la epopeya del amor.
Capítulo V
Desengaño
Las seis de la mañana daba el reloj de los Desamparados, y Mauro atravesaba el puente
con dirección á la Alameda.
Pardas nubes encapotaban la atmósfera y el sol luchaba por romper el manto que en
rededor de su disco habia estendido la mano del Ser que rije las estaciones.
Triste, muy triste es en estas horas, hallarse á solas en medio de los árboles, porque si
bien el alma quiere elevarse hasta Dios, el recuerdo de nuestros sufrimientos viene
como una gota de acíbar á mezclasre entre las ilusiones del porvenir. La desgracia nos
hace pensar solo en la tierra, y hasta dudar de la Divinidad.
7
Habia hecho un ídolo de una mujer, le habia dado su corazón por pedestal y el ídolo no
era mas que un pedazo de barro.
Fatalidad! ¿Hay acaso un poder invisible que nos arrastra hácia tí?
Porque en verdad, el desencanto en amor seca la sabia de esa flor delicada que
llamamos el sentimiento.
Felices los que amando por primera vez no habeis apurado aún hasta las heces el cadiz
del desengaño! Felices los que viven porque sienten!
Ya volvia á ser feliz cuando ¡maldición! fijó sus miradas en un estremo de la Alameda y
vió aparecer distintamente las formas esbeltas de su María.
Llevó la mano a su puñal, tocó el mango de una pistola, y cayó desplomado sobre un
banco de adobes, diciendo:
Capítulo VI
Catástrofe
«Ayer lunes 9 se han cometido dos crímenes espantosos en esta capital. La Perla sin
compañera, actriz favorita del público, fué asesinada en la Alameda de la Recolección
de los Descalzos por Mauro Cordato, su amante, en un arrebato de celos. Intentando la
justicia aprehender al criminal, éste se descerrajó un tiro á bala que diez minutos
después le ocasionó la muerte.
«El Exmo. Señor Virrey ha ordenado de acuerdo con el Señor Arzobispo, que el cadáver
del suicida sea privado de sepultura eclesiástica.
Capítulo VII
Conclusión
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–Desgraciados amantes! Pensaron algunos. Uno de los jovenes y el Conde de Santella
se dirijieron una mirada de inteligencia, y el último con sonrisa diábolica dijo:
–Ya me sabía yo que esos amores habian de tener un fin ... como de trajedia.
FIN
(1807)
Apuesto, lector limeño, a que entre los tuyos has conocido algún viejo de esos que
alcanzaron el año del cometa (1807), que fue cuando por primera vez se vió en Lima
perros con hidrofobia, y a que lo oíste hablar con delicia de la Perla sin compañera.
Sin ser yo todavía viejo, aunque en camino voy de serlo muy en breve, te diré que no
sólo he oído hablar de ella, sino que tuve la suerte de conocerla, y de que cuando era
niño me regalara rosquetes y confituras. ¡Como que fue mi vecina en el Rastro de San
Francisco!
Pero entonces la Perla ya no tenía oriente, y nadie habría dicho que esa anciana,
arrugada como higo seco, fue en el primer decenio del siglo actual la más linda mujer de
Lima; y eso que en mi tierra ha sido siempre óptima la cosecha de buenas mozas.
Allá por los años de 1810 no era hombre de gusto, sino tonto de caparazón y gualdrapa,
quien no la echaba un piropo que ella recibía como quien oye llover, pues callos tenía el
timpano de oír palabritas melosas.
Yo no acertaré a retratarla, ni hace falta. Básteme repetir con sus contemporáneos que
era bellísima, pluscuambellísima.
Hasta su nombre era precioso. Háganse ustedes cargo: se llamaba María Isabel.
Eso sí, el marido era también gallardo mozo y vestía a la última moda, muy currutaco y
muy echado para atrás. Los envidiosos de la joya que poseía por mujer, hallando algo
que criticar en su garbo y elegancia, lo bautizaron con el apodo de Niño de Gonces.
La parejita era como mandada hacer. Imagínate, lector, un par de tortolitas amarteladas,
y si te gustan los buenos versos te recomiendo la pintura que de ese amor hace
Clemente Althaus, en una de sus más galanas poesías que lleva por título Una carta de
la Perla sin compañera.
9
II
Llegó por ese año a Lima un caballero que andaba corriendo mundo y con el bolsillo
bien provisto, pues se gastaba un dineral en sólo las mixtureras.
Después de la misa del domingo acostumbraban los limeños dar un paseo por los
portales de la plaza, bajo cuyas arcadas se colocaban algunas mulatas que vendían
flores, mixturas, sahumerios y perfumes, y que aindamáis eran destrísimas zurcidoras de
voluntades.
Los marquesitos y demás jóvenes ricos y golosos que regateaban para pagar un doblón
o media onza de oro por una marimoña, un tulipán, un arirumba, un ramo de claveles
disciplinados, un pucherito de mixtura o un cestillo enano de capulíes, nísperos,
manzanitas y frutillas con su naranjita de Quito en el centro.
Oigan ustedes hablar de esas costumbres a los abuelitos. El más modesto dice: «¡Vaya
si me han comido plata las mixturas! Nunca hice el domingo con menos de una
pelucona. Los mozos de mi tiempo no éramos comineros como los de hoy, que cuando
gastan un real piden sencilla o buscan medio vuelto. Nosotros dábamos hasta la camisa
casi siempre, sin interés y de puro rumbosos; y bastábanos con que fuera amiga nuestra
la dama que pasaba por el portal para que echásemos la casa por la ventana, y allá iba
el ramo o el pucherito, que las malditas mixturas sabían arreglar con muchísimo primor y
gusto. Y después, ¿qué joven salía de una casa el día de fiesta sin que las niñas le
obsequiasen la pastillita de briscado el nisperito con clavos de olor, y le rociaran el
pañuelo con agua rica, y lo abrumasen con mil finezas de la laya? ¡Aquello si era gloria,
y no la de estos tiempos de cerveza amarga y papel-manteca!».
Pero dejando a los abuelitos regocijarse con remembranzas del pasado, que ya vendrá
para nuestra generación la época de imitarlos, maldiciendo del presente y poniendo por
las nubes el ayer, sigamos nuestro relato.
Entre los asiduos concurrentes al Portal encontrábase nuestro viajero, cuya nacionalidad
nadie sabía a punto fijo cuál fuese. Según unos, era griego; según otros, italiano, y no
faltaba quien lo creyese árabe.
El animal era, pues, parte integrante o complementaria del caballero, casi su alter ego; y
tanto, que hombres y mujeres decian con mucha naturalidad y como quien nada de
chocante dice: «Ahí van Mauro Cordato y su perro».
10
III
Sucedió que un domingo, después de oir misa en San Agustín, pasó por el Portal la
Perla sin compañera, de bracero con su dueño y señor el Niño de Gonces. Verla Mauro
Cordato y apasionarse de ella furiosamente todo fue uno. Escopetazo a quemarropa y ...
¡aliviarse!
Echóse Mauro a tomar lenguas de sus amigos y de las mixtureras más conocedoras y
ladinas, y sacó en claro el consejo que no perdiera su tiempo emprendiendo tal
conquista, pues era punto menos que imposible alcanzar siquiera una sonrisa de la
esquiva limeña.
Picóse el amor propio del aventurero, apostó con sus camaradas a que él tendría la
fortuna de rendir la fortaleza, y desde ese instante, sin darse tregua ni reposo, empezó a
escaramucear.
Pasaron tres meses, y el galán estaba tan adelantado como el primer día. Ni siquiera
había conseguido que lo calabaceasen en forma, pues María Isabel no ponía pie fuera
de casa sino acompañada de su marido; ni su esclava se habría atrevido, por toda la
plata del Potosí, a llevarla un billete o un mensaje; ni en su salón entraba gente libertina,
de este u otro sexo, que era el esposo hombre que vivía muy sobre aviso, y no
economizaba cautela para alejar moros de la costa.
Mauro Cordato, que hasta entonces se había creído sultán del gallinero empezaba a
llamar al diablo en su ayuda. Había el libertino puesto en juego todo su arsenal de
ardides, y siempre estérilmente.
Y su pasión crecía de minuto a minuto. ¡Que demonche! No había más que dar largas al
tiempo, y esperar sin desesperarse, que por algo dice la copla:
IV
Pero la casualidad, o el diablo, que no duerme, hizo que Mauro Cordato y su perro
estuvieran también respirando la brisa matinal y paseándose por la extensa alameda de
sauces que conducía a la Recolección franciscana.
11
El osado galán encontró propicia la oportunidad para pegarse a la dama de sus
pensamientos, como pulga a la oreja, y encarecerla los extremos de la pasión que le
traía sorbido el seso.
Encocoróse Mauro de estar fraseando con una estatua, y cuando vió que la joven se
encontraba a poquísima distancia a la portería del convento, la detuvo del brazo,
diciéndola:
–¡Atrás, caballero! –contestó ella desasiéndose con energía de la tosca empuñada del
mancebo– Está usted insultando a una mujer honrada y que jamás, por nadie y por
nada, faltará a sus deberes.
La esclava echó a correr, dando voces, y la casi siempre solitaria (hoy como entonces)
Alameda fue a poco llenándose de gente.
Mauro Cordato, apenas vió caer a su víctima, se arrodilló para socorrerla, exclamando
con acento de desesperación:
–«¡Qué he hecho, Dios mió, que he hecho! He muerto a la que era vida de mi vida».
La herida de la Perla sin compañera no fue mortal; pues, afortunadamente para ella, el
arma se desvío por entre las ballenas del monillo. Como hemos dicho, la conocimos en
1839, cuando ya no era ni sombra de lo que fuera.
Hacia medio siglo, por lo menos, que no se daba en Lima el escándalo de un suicidio.
Calcúlese la sensación que éste produciría. De fijo que proporcionó tema para conversar
12
un año; que, por entonces, los sucesos no envejecían, como hoy, a las veinticuatro
horas.
Tan raro era un suicidio en Lima, que formaba época, digámoslo así. En ese siglo, y
hasta que se proclamó la Independencia, sólo había noticia de dos: el de Mauro Cordato
y el de Don Antonio Errea, caballero de la orden de Calatrava, regidor perpetuo del
Cabildo, prior del Tribunal del Consulado y tesorero de la acaudalada congregación de la
O. Errea, que en 1816 ejercía el muy honorífico cargo de Alcalde de la ciudad, llevaba el
guión o estandarte en una de las solemnes procesiones de catedral, cuando tuvo la
desdicha de que un cohete o volador mal lanzado le reventara en la cabeza, dejándole
sin sentido. Parece que, a pesar de la prolija curación, no quedó con el juicio muy en sus
cabales, pues, en 1819, subióse un día al campanario de la Merced y dio el salto mortal.
Los maldicientes de esa época dijeron ... (yo no lo digo, y dejo la verdad en su sitio),
dijeron ... (y no hay que meterme a mí en la danza ni llamarme cuentero, chismoso y
calumniador...). Con que decíamos que los maldicientes dijeron... (y repito que no vaya
alguien a incomodarse y agarrarla conmigo) que la causa de tal suicidio fue el haber
confiado Errea a su hijo político, que era factor de la Real Compañía de Filipinas, una
gruesa suma perteneciente a la congregación de la O, dinero que el otro no devolvió en
la oportunidad precisa.
Ni los compañeros de libertinaje, con quienes derrochara sus caudales el infeliz joven,
dieron muestra de aflicción por su horrible desventura. Y eso que, en vida, contaba los
amigos por docenas.
Rectifico. La fosa de Mauro Cordato tuvo durante treinta días un guardián leal que no
permitió que se acercase nadie a profanarla; que se mantuvo firme en su puesto, sin
comer ni beber, como el centinela que cumple la consigna, y que al fin quedó sobre la
tumba muerto de inanición.
Desde entonces, y no sin razón, los viejos de Lima dieron en decir: «El mejor amigo...,
un perro».
FIN
1.1 El cap. I del texto M trae una serie de datos concernientes a la época en que sucede
la trama del romance y a la fecha en que éste es escrito: llegada del Virrey,
nombramiento del Arzobispo, actos notables del gobierno, mudanza ideológica y social
en el mundo y en el Perú; aguda mención del estado y perspectiva de la sociedad
limeña, y alusiones a una reciente crítica.
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Aunque ciertos pasajes revelan leve participación del autor, (por ejemplo al tratar de la
forma republicana o responder a un cronista literario), los rasgos de este capítulo están
más emparentados con el tono discursivo, propio de una exposición teórica, que –se nos
ocurre– con la transformación de vivencias esperable en las piezas de creación. Es muy
visible la distancia que aísla al autor de los hechos que enumera y, por ende, apenas
reacciona el lector ante ellos. Las oraciones mantienen gran independencia, el texto, en
cuanto conjunto, surge por yuxtaposición del material, antes que por su asociación o
combinación. El énfasis enunciativo de las oraciones, informan al lector, pero no le
inspira resonancia estética. En resumen, es evidente que el ideario romántico liberal de
Palma
AUTOR MARIDO
MUJER
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virtuosa;
casada con un comerciante;
LECTOR
limeño;
entre los tuyos;
has conocido:
algún viejo de esos;
lo oíste hablar con delicia;
LA PAREJA
AMBIENTE
No hay dilaciones, en este cap. de P, que nos impidan percibir de inmediato la mejor
integración de los factores personales o ambientales. Dicha fuerza cohesiva empieza
con la relación "narrador-lector", y se prolonga con el testimonio individual: el haber
conocido Palma a la "Perla sin compañera" y los pormenores sobre su admirable
belleza, domicilio, cualidades morales, descripción del marido, etc. Si bien el texto M
extiende un cúmulo de sucesos e ideas, el conjunto –ya lo dijimos– no forma parte de la
acción cuentística. En cambio en P, gracias al franco acento de experiencia personal,
vivida o evocada, y a las connotaciones descubiertas en la voz del narrador y en los
enlaces oracionales, presenciamos cómo se dispone el escenario e inclusive,
identificamos a los actores, comprometiendo nuestro interés en una actitud de
expectativa. Se ha forjado ya un nuevo elemento; invisible, pero actuante: la tensión
narrativa.
1.2. También difieren nuestros textos en el cap. II. En M, un grupo de limeños comenta
los amores entre Mauro y María y se propone frustrarlos. La escena acontece en "El café
de Bodegones", local que da nombre al cap. La charla del grupo nos llega en forma de
conversación, siendo su nota más saltante la falta de naturalidad. Pero conviene que
observemos de qué modo, antes de transcribir el coloquio, el autor ha dado noticias del
Café.
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Y he aquí que las cosas, á imitacion de las personas,
pasan por terribles situaciones. Lo que ayer era emporio de
la elegancia, hoy ha tenido que humillarse ante la moda y
el buen gusto.
Esta nota final, que explica el estado del Café por el desplazamiento que sufren los usos
pretéritos ante las preferencias contemporáneas, constituye el término de comparación
entre nuestros textos.5 En líneas inferiores descubriremos que en la evaluación de lo
temporal, las versiones M y P no han aplicado un mismo rasero.
El texto P detalla los antiguos usos limeños en halago de la belleza femenina; un
anciano cuenta el ostentoso placer que movía a los galanteadores, y el código de
homenaje y agradecimientos con el que correspondían caballeros y damas. En contraste
con M, en esta versión hay un elogio del pasado, al que inclusive se prefiere en cierto
aspecto, aunque el autor no se adhiera –abiertamente– a esa opinión. El aclara en
acápite sucesivo:
Pero dejando a los abuelitos regocijarse con
remembranzas del pasado, que ya vendrá para nuestra
generación la época de imitarlos, maldiciendo del presente
y poniendo por las nubes el ayer, sigamos nuestro relato.
Pienso que esta variante marca un cambio sustantivo en la idiosincracia de Palma, y que
deberá ser entendida, como lo discutiremos en su lugar, en cuanto estructura básica de
su concepto del tiempo y de la realidad. El fruto del cotejo textual, en este caso concreto,
nos encamina, no sólo en la desemejanza de las versiones M y P, sino que arrojará luz
sobre valores que atañen al "estilo palmista" en un más amplio marco de referencias.
Pocas líneas bastan al autor, antes de concluir el cap. II, para trazar la figura de Mauro
Cordato, forastero que solía pasear acompañado de un perro de aguas. Por dicha
causa, cuenta el autor que los limeños solían decir: "Ahí van Mauro Cordato y su perro",
y dando noticias de estos hechos, Palma incorpora un nuevo personaje: el animal. En la
nueva versión, la tragedia humana ya no será el centro de gravedad; el acento recae,
casi ex abrupto, en el curioso y humanizado vínculo entre Cordato y su Perro, realidad
menos altisonante que en M. Dicha lógica nos explica el título de la segunda versión. El
mejor amigo..., un perro, y en indicio clarísimo del relieve que han ganado los aspectos
insólitos, la pintura de detalles y el uso de los giros idiomáticos y los refranes.
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en P es materia del capítulo IV; en el III, en realidad, sólo presenciamos la desazón del
pretendiente, sus afanes, su amor propio herido, el crecimiento de su pasión, y frente a
todo ello, la vida hogareña de María, que, al ser inaccesible, frustraba las intenciones de
Cordato. De esta manera hemos asistido al surgimiento de un carácter y del problema
(el clásico nudo) que aguarda solución.
Podríamos resumir nuestras notas así: el cotejo nos permite apreciar en el texto P un
más firme concepto de la obra como entidad unitaria, el cual se logra por la mejor
configuración y enlace de los caracteres. Y, a su turno, la definición de éstos aparece
más precisa, por el enriquecimiento y mejor flexibilidad de los recursos calificativos.
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¡Cuan presto iba á ser perjuro!
1853 es la fecha de publicación original de esta pieza, cuando Palma contaba con 20
años de edad. No parecerá inaudito, pues, que le reprochemos un defecto frecuente en
los escritores noveles: que la «realidad representada» necesite ampararse en premisas
genéricas sobre el carácter humano o enunciados abstractos. No hay en el párrafo
transcrito "re-creación literaria" de ningún tipo de realidad, ni material ni ideal. Palma no
dice cómo se implican las situaciones ni cómo fermentan los conflictos personales; dice
apenas que ellos se producen. Pero su afirmación, inconvincente y no compartida de
ningún otro modo por el lector, desdibuja el cuadro. Cuanto hubiera podido asomar de
unicidad en el problema o en los personajes, a los que por paradoja –en nuestro texto–
se quiere ubicar en un ambiente local (Romance Nacional), acaba por diluirse en la
asimilación a los tipos genéricos, con lo que sin advertirlo el escritor contaría su voluntad
más íntima.
1.5. Los breves caps. VI y VII de M reseñan el final desgraciado y la responsabilidad que
en él incumbe al Conde de Santella. El cap. correspondiente en P, el V, narra hechos
diversos. María Isabel no fallece (¡la protege el monillo!); Palma dice que alcanzó a
conocerla, siendo niño. Nos informa el autor, además, del eco que produjo en Lima el
suicidio de Cordato, el segundo producido en la primera década del XIX, y del personaje
que años antes había alarmado a los limeños con decisión análoga. Concluida la
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digresión retorna Palma al hilo principal; Cordato no pudo recibir sepultura cristiana y
debió ser enterrado en un paraje solitario. Añade otra vez elementos marginales, al
anotar que los amigos olvidaron muy pronto a Cordato; en ese punto introduce al perro
en la trama principal. Luego nos dirá, ya sin aludir a los amigos, que el animal veló la
tumba de Cordato durante treinta días y después murió de inanición. Según Palma, la
lealtad del perro inspiró un dicho a la gente de Lima: "El mejor amigo..., un perro", y en
esa forma, evocando el origen de la frase que da título a la "tradición", se nos ocurre que
Palma traza un círculo en el que encierra el relato. Que con ese acto refuerza y destaca
el valor unitario de la obra, su carácter concéntrico, diferente de la impronta rectilínea,
pareja de la infinitud sentimental que apreciamos en el texto de 1953.
1.6. Comparemos todavía dos párrafos con el deseo de averiguar el modo como actúan
en M y en P, interrelacionándose, ciertos factores ya entrevistos. No abundaremos en
las características antes discutidas.
Del texto M:
19
1) Ortografía.- Palma sigue en este texto la reforma ortográfica que en época alcanzó
relativo auge en Sudamérica.7 2) Construcciones anafóricas y paralelas.- Se inspiran en
un modelo escrito las siguientes: "habia hecho un ídolo de una mujer; le había dado su
corazón"; "Felices los que amando... Felices los que viven..."; "Ya se reprochaba sus
celos... Ya volvía a ser feliz..."; "Me vendía; me engañaba". 3) Ausencia de diminutivos.-
En el texto de M no hay diminutivos; "angelitos" es una forma gramaticalizada. 4)
Redundancia (perisología).- Abundan las frases recargadas innecesariamente: "El sol
luchaba por romper el manto que en rededor de su disco había estendido la mano del
Ser que rije las estaciones"; "El desencanto en amor seca la sabia de esa flor delicada
que llamamos sentimiento". 5) Mención de los conceptos abstractos de divinidad,
Felicidad, fatalidad y relacionados.
Pasemos ahora a releer los párrafos iniciales del texto P:
20
de conocerla"; "no era hombre de gusto, sino tonto de caparazón y gualdrapa". 5)
Aseveración por negativa de contrario.- En lugar de los enunciados categóricos, se
prefiere la sugerencia que, eliminando al contrario, deja margen a la imaginación. Ejms:
"la Perla ya no tenía oriente"; "sin ser yo todavía viejo"; "su esposo no era ningún
potentado". Este último recurso está en la misma línea de otros que atraen al lector
hacia la obra y lo invitan a participar con la imaginación; recuérdese estos casos:
"Apuesto, lector limeño..."; "Hasta su nombre es precioso, háganse Uds. cargo";
"Imagínate, lector, un par de tortolitos"...; he ahí tres requisitorias al lector.
1.7. Luego del cotejo estamos en condiciones de afirmar que en la prosa de P hay
indicios que no se dan en M, y que contradicen la impronta de lengua escrita de la
versión primitiva; por el contrario, ellos generan un acento que aproxima este texto a la
lengua de la conversación. No se trata, sin embargo, del fácil abandono de la técnica
literaria o de la renuncia a una voluntad de estilo; se trata de la conquista de un nuevo
ideal de lengua literaria que no puede ser sino fruto de la elaboración, y cuya naturalidad
–como la de la naturaleza– posee encubiertas complejidades.
A la viveza y fluidez oral que conceden al estilo palmista un vigor inédito, llega el autor
por medio de la articulación sucesiva que, gracias a la atribución, cohesiona
sintácticamente los elementos oracionales. Esos se asocian en una escala que asciende
de lo simple a lo complejo, y las formas compuestas se remiten a otra forma, ya sea
simple o compuesta, modificándose. En la nueva época Palma utiliza las construcciones
endocéntricas con frecuencia desusadas en su prosa anterior. Ya con la frase, ya con la
atribución predicativa, pero, por efecto de ambas, sus períodos asemejan aquellas cajas
de sorpresa que ocultan dentro de sí incontable número de cajas más pequeñas; o sea,
aquel tipo de encadenamiento que los norteamericanos denominan nesting. El cambio
ha sido posible porque a la oración simple o a la yuxtaposición, Palma va a preferir en
esta etapa los períodos amplios. He aquí un ejemplo gráfico:
21
vale decir, entre las dos etapas del estilo palmista. Esa impresión es un efecto de
síntesis, producto no de un elemento aislado, sino resultante de una serie de rasgos de
estilo que interactúan al servicio de una nueva norma.
1.8. Al desprenderse del antiguo patrón literario, Palma ha debido esforzar su control del
idioma y pulir el esquema formal de la Tradición, así descubrirá la realidad por el estilo,
inspirado en un modelo de lengua coloquial. Este es sin duda el milagro de palma;
milagro que Don Ricardo no contó, pero que yace en su obra y puede ser explicado.
II
La magia verbal
2.1. En el ámbito de lo que es una Tradición peruana, el encanto que seduce al lector no
proviene exclusivamente de los temas. Convengamos en que no menos decisiva es la
habilidad con que Palma desenvuelve el motivo que inspira su quehacer; ‘el cómo lo
dice’. Asombrará, por citar un caso, la sencillez y facilidad con que diseña,
rapidísimamente, los rasgos más característicos del personaje o de la situación
descritos.
22
dar fe, se habia quedado sin pizca de fe, porque en el oficio
gastó en breve la poca que trajo al mundo (513).
Y en otro pasaje se lee.
mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniera, o
déme longevidad de elefante con salud de enfermo, si en el
retrato, así físico como moral, de Tijereta, he tenido
voluntad de jabonar la paciencia a miembro viviente de la
respetable cofradía del ante mí y del certifico (514).
Empleos de esta índole, es decir, paronomasias o juegos verbales sobre la homofonía
(dar fe - pizca de fe), relieves por intensificación (en breve la poca), relieves por
contraste (longevidad del elefante con salud de enfermo), o aplicación de términos
pertenecientes a lenguas especiales (ante mí, certifico), son frecuentes en la pieza que
hemos elegido para nuestro análisis –no sólo en el retrato–, y en gran parte de las
escritas a partir de 1863. Su uso, por tanto, puede considerarse con justeza como un
rasgo estilístico de toda la prosa palmista.
2.2. En la misma tradición, Palma asume la defensa de Eva, dado que Adán –a su
juicio– habría podido, de desearlo y disponer del coraje suficiente, rechazar la tentación
de la manzana. Mas, aunque descarga a Eva de responsabilidad en el pecado original,
no censura a su compañero; lejos de animar reproches, explica que "la golosina era
tentadora para quien siente rebullirse una alma en su almario". (514) Curioso enfoque de
la escena bíblica, retiene en la superficie –en comprometida apariencia–, el disloque
entre la ‘materia’ (golosina) y el espíritu (alma), pero en la profundidad que oculta su real
intención, asocia los valores gustativos de un término a la especial connotación de
sensualidad del otro, y consuma, con leve irreverencia, la desfiguración de la leyenda
cristiana. Nuestra sonrisa al dar lectura a este pasaje repite, muy posiblemente, aquélla
que el autor no pudo reprimir cuando lo redactaba; índice de que el desenfado de Palma
se mantiene en un nivel de fineza que abona en favor de su apreciación humorística.
Que Palma cultivó la ironía, el humor, la sátira, lo sabíamos. Pero nos sorprende que
ese cultivo estuviera ligado tan íntimamente a la alquimia verbal. Que en la enunciación,
sus palabras se encuentren o rechacen, guiadas en secreto por su naturaleza fónica.
Que al provocar asociaciones semánticas y efectos sinestéticos en una amplia gama de
sugerencias, los sonidos gobiernen y trasfundan la rigidez convencional de los
significados. Lo aparentemente adjetivo compite, en estos párrafos, con lo habitualmente
esencial; la imaginación acomete la ruda tarea de rectificar a la lógica (la leyenda o la
historia) y lo consigue cuando Palma arroja luz hacia algún rincón de la realidad.
23
2.3. En la lengua de las tradiciones, los sonidos suelen descubrir similitudes o contrastes
yacentes bajo la envoltura etimológica, conquistando para la palabra –en el contexto–
una aura inédita que unas veces sugiere y otras evoca. Cuando ocurre lo último, los
vocablos suscitan reminiscencias que sobrepasan la función comunicativa y conectan al
lector con determinados ambientes profesionales, o lo remiten a distintos medios
geográficos o estratos de la sociedad. Algo semejante acontece con las formas arcaicas
y las locuciones latinas que Palma interpola en sus textos, las que contribuyen a
restaurar el sabor de antigüedad que en esas situaciones persigue el autor. Pero
volvamos a la tradición de Tijereta y observaremos, operando en acto, además del ante
mí y del certifico (significa-tivamente sustantivados), un conjunto de expresiones de la
terminología jurídica: devolver el recurso por improcedente, notificarla un saludo,
exponerla el alegato de bien probado de su amor, festinación en el procedimiento, fecho
y actuado, nulo y contra la ley. 8 Con estas expresiones casi sin que lo advirtamos,
Palma consigue bosquejar el ambiente más propio de su personaje.
2.4. Miremos otro lado esencial en la lengua de las tradiciones. Al comentar los capítulos
II y III (1.2, 1.3) de El mejor amigo..., un perro, subrayamos que su diferencia con la
prosa de Mauro Cordato, en lo concerniente a léxico, se funda en la intensidad de la
carga expresiva. Ya por recursos formales implícitos en el sistema, o por referencias
semánticas dependientes del medio cultural, el vocabulario de la segunda versión
aparece enriquecido expresivamente. Pensamos en una vitalidad léxica contraria del
atildamiento neoclásico, y distinta de lo que es el valor emocional en los términos
románticos, el que sabemos, proviene del significado extremo que se les reconoce en el
inventario de la lengua.9 La expresividad léxica en la prosa palmista difiere de los
antecedentes señalados. Surge en virtud del provecho de mecanismos orales –
subestimados por la norma literaria entonces en uso–, pero ni acoge la chabacanería ni
cede al vulgarismo. Por este conducto, Palma infunde en su prosa la nota de color local
y la viveza espontánea de la conversación. La fantasía, el humor y la sátira adquieren
cuerpo en la lengua y contribuyen a transfigurar la abigarrada realidad; la que muda su
rostro solemne, patético o de falso idealismo, chocante para el espíritu de nuestro limeño
del siglo XIX.
24
como dos luceros y más matadores que espada y basto en
el juego de tresillo y rocambor. ¡Cuando yo digo que la
moza era un pimpollo a carta cabal! (TPC, pp. 514-5).
Desde otro ángulo, el solo nombre de Tijereta, si se mide la poca propagación del sufijo -
eta en español, excita ya la fantasía del lector que pretenderá hacer gráfica la figura, mal
erguida, del escribano. Los nombres mencionados en las tradiciones encierran, como
éste, un caudal de sugerencias –picarescas o llanamente tipificadoras– que se apoyan
en el procedimiento que exponemos. Hecho análogo en el empleo de don, en el acápite
del retrato de Tijereta, cuando Palma lo aplica maliciosamente con un propósito
humanizador que en algo equivale a la sustantivación, y que en algo también evoca el
habla de ciertas áreas rurales; he aquí el ejm. "Conocíale el pueblo por tocayo del buen
ladrón a quien don Jesucristo dio pasaporte, etc." Escuchemos al autor en otro pasaje:
"Tijereta dio a la vejez, época en que los hombres y las mujeres huelen no a patchouli,
sino a cera de bien morir, en la peor tontuna en que puede dar un viejo" (514); más
adelante anticipa la conducta de Visitación con estas palabras: "pero ya le encontramos
caminito de Santiago, donde tanto resbala la coja como la sana". Y he aquí otro ejemplo
que nos interesa: "Yo no entiendo de tracamundanas, señor don Dimas. Véngase
conmigo y guárdese sus palabras en el pecho, para cuando esté delante de mi amo".
Algunos términos incluidos en estos párrafos invitan a meditar en el funcionamiento de lo
que llamamos expresividad léxica. Discutamos los privilegios de tontuna, caminito de
Santiago y tracamundanas, con el objeto de explicar el relegamiento de los esperables.
Tontería, camino de Santiago, y artilugios o argumentaciones. Tontuna no equivale a
tontería o tontera, a causa de lo extraño del sufijo una, por lo que se le siente más como
un superlativo; y éste, por el mérito de su intensidad, cubre una función singularizadora
que calza con el retrato de Tijereta. El diminutivo caminito subraya, no que nos
encontremos ante un camino más corto, pero sí ante un camino que pícaramente
demanda la complicidad del autor y lector, en agravio de las debilidades de la bella
Visitación. Y en fin, el tercer ejemplo pone de relieve la atracción exótica que inspiran
vocablos de desusual sonoridad y significado poco conocido. Pero en todos estos casos
hay una marca común: más que lo designado nos atrae la estimativa que dimana esa
mención: la expresividad.
2.5. El que fenómenos semejantes o análogos a los presentados se reiteren, nos mueve
a pensar que no son rasgos ocasionales, sino que constituyen una forma estilística de
muy activo rendimiento en la prosa de Palma. A ellos atribuimos la dosis de fantasía que
se desgaja de la anécdota y de la descripción concreta y que insufla un aliento de
irrealidad en la esfera de lo verosímil: rasgo de los más propios en la Tradición peruana.
Metamorfosis que desconcierta al lector con una especie de superrealismo y que lo
conduce por los dominios de Satán, de las brujas, los aparecidos, de las alucinaciones,
de lo extraordinario anidado en lo habitual, y que de pronto se esfuma. Pero aún así nos
quedan insospechados matices psicológicos que ensanchan el modo de ser, del
personaje y del ambiente, y una actitud, la del autor, que gobierna imperceptiblemente
las diferencias entre la realidad y la fantasía.
25
2.6. Sigamos con la tradición de Tijereta, a fin de averiguar qué otros elementos
caracterizan la prosa palmista. Como será fácil corroborar en muchos textos, ella se vale
de un lenguaje salpicado de dichos y frases que proceden de la lengua oral, y que, por
participar del énfasis que distingue a la forma coloquial, están investidos de una frescura
y, en ocasiones, de un valor metafórico que exaltan el aspecto simbólico de la palabra.
Obsérvese las expresiones que siguen: "en punto a picardías era la flor y nata de la
gente del oficio"; "era a la postre un pobrete educado muy a la pata la llana"; "se
enamoró hasta la coronilla de Visitación"; "trajes de rico terciopelo de Flandes, que por
aquel entonces costaban un ojo de la cara"; "llegó el día en que Tijereta tuviese que
hacer honor a su firma"; "una tisis tuberculosa de padre y muy señor mío". Estos giros
del idioma, que poseen un valor sintagmático establecido en el español estándar,
aportan a la Tradición –y no debe asombrar– un tono de actualidad que, a menudo,
compensa la lejanía cronológica de la trama, y, por lo mismo, excita la respuesta del
lector. En sentido análogo, por lo que tienen de convención, operan fórmulas que
tradicionalmente sirven para introducir y terminar relatos populares: "Erase que era..."
registrada al empezar la tradición de Tijereta, o al final de Los ratones de Fray Martín:
"Y... y... y... ¿Pajarito sin cola? ¡Mamola!" (TPC, P. 265).
2.7. Continuemos. Cuando Tijereta hubo alcanzado los favores de la hermosa Visitación,
disfrutó de su dicha durante tres años. Para entonces, estipulaba el pacto que debía
entregar su almilla a Satanás. Palma alude a esta circunstancia en los términos que
siguen: "Como no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague, pasaron, día
por día, tres años como tres berenjenas..." (517). En las páginas de las Tradiciones los
refranes y locuciones proverbiales aparecen, frecuentemente, irradiando un colorido sui
generis. Introducen en los salones cortesanos, en las plazas coloniales, en el bullicio de
los primeros días de nuestra república, en el mundo total que representan las
Tradiciones, un atisbo del eco popular, un aliento nivelador que transporta el relato a
planos de convención general, revividos amablemente por el lenguaje. Porque el refrán
aclara e instruye, y lo hace con un patrón de medida familiar y común, por el cual
accedemos a un depósito de sabiduría popular. Pero no es sólo eso; no tampoco su
prestigio castizo o su fisonomía local. Los refranes deben ser situados junto a las coplas
que Palma interpola a manera de miniaturas finamente esmaltadas. Con unos y otros
estimula nuestra adhesión e instituye un trato informal, a la vez que designa la realidad
sintéticamente.10 Con la misma agudeza que distingue en la palabra las posibles
alianzas de sonido y significado, Palma percibe la musicalidad traviesa de las coplas y la
vitalidad comprimida en un refrán.
26
No te canses, Periquillo, que si esperas a que tu mujer
venga a abrir, tarea te doy hasta el día del juicio por la
noche; que la mujer, como el vino, engaña al más fino. Y
aunque bocado de mal pan, ni lo comas ni lo des a tu can,
avísote que, desde que volviste la espalda, alzó el vuelo la
paloma, y está muy guapa en el palomar de Quiñones,
que, como sabes, es gavilán corsario. Por lo demás, hijo,
en lo que estamos benedicamos, y confórmate con la
lotería que te ha caído, que, en este mundo redondo, quien
no sabe nadar se va al fondo. Y aunque mal me quieren
mis comadres porque digo las verdades, ponte erguido
como gallo en cortijo, y no te des a pena ni a murria, que
eso sería tras de cornamenta, palos, y motivo para que
hampones y truchimanes te repitan: modorro ya entraste
en el corro. Deja a un lado la vergüenza o dala un
puntapié, que la vergüenza es espantajo que de nada sirve
y para todo es atajo: verde es la vergüenza y se la come el
burro de la necesidad. Etc., etc. (451).
Doña Pulquería es una graciosa caricatura de la afición refranesca que cundía entre
nuestros abuelos, y de la que Palma da testimonio con las versiones que recoge; pero
especialmente, con la activísima función que esas cumplen en la misma entraña de su
prosa.11
3.1. El siglo XIX ofrece a Palma un modelo de lengua lo menos idóneo para lo que su
madurez de escritor se propone; pero le entrega también una preocupación fundamental,
común a todos los espíritus cultos en toda América hispana: la preocupación por el
idioma. Ni Palma, ni Arona, ni Prada, aunque en este asunto con muy inferior calidad a
Bello o a Cuervo, se plantearon el problema de la lengua en América como una
curiosidad caprichosa. Es más, podría afirmar que los peruanos identificaron la cuestión
creativa con el tema lingüístico como vertientes de una misma exigencia espiritual.
Producida la emancipación política, la vida independiente y la reacción antihispanista de
los antiguos dominios coloniales parecía afectar la unidad de la lengua española, y
27
presagiaba –para muchos– su posible fragmentación. Recuérdese que Bello dedicó su
célebre gramática a los "españoles americanos", que el renacimiento de la filología
hispánica tuvo su origen en los grupos de Bogotá y Santiago de Chile. Ricardo Palma
asumió una actitud frente al lenguaje, en muchos aspectos coincidente con el interés de
la cultura de su tiempo,12 pero fogueada en sus quehaceres de escritor, en los que,
antes que por la vía filológica, halló respuesta para algunas de sus inquietudes
lingüísticas. Sostengo que Palma no debe ser mirado como un especialista en
cuestiones de lenguaje, sería insensato; pero insisto con igual énfasis en que en tanto
creador, sintió hondamente el tema de la lengua al que tuvo acceso desde doble vía.
3.2. Citaré un caso instructivo. En la tradición Un litigio original (TPC, pp. 488-496),
presenciamos en un crucero céntrico de Lima, el conflicto que surge cuando las carrozas
de dos nobles, un marqués y un conde, impedidas de avanzar simultáneamente, se
detienen en espera de paso. Ambos personajes reclaman preferencia por el mérito de su
mayor alcurnia, y puesto que no logran resolver el conflicto, solicitan al Virrey opinión
dirimente. Escuchemos los argumentos:
...a oírlos no sabía uno decidir cuál de los dos era de
nobleza más limpia y cuartelada; pues al que le faltaba un
grifo le sobraba un castillo, y váyase lo uno por lo otro. El
de Santiago decía que un marqués era más que un conde;
pues la palabra marqués en casi todas las lenguas
conocidas (y ésta es una curiosa observación de los
filólogos) significa vigilante o custodio de las fronteras,
límites o marcas del territorio. El de Sierrabella contestaba
que el título de Conde viene del comes latino, que quiere
decir compañero, y por ello todo conde era un compañero
del príncipe y guardián obligado de su persona (495).
No es esta una pieza técnica, pero sí un indicio valioso. Revisemos otras noticias útiles.
Los títulos de muchas tradiciones son simples modismos o refranes castellanos, en lo
que sorprendentemente revela Palma su percepción de una identidad entre la vida social
y el lenguaje, intuición que lo guía hasta el último de sus aciertos creativos. Ya
discutimos que en las tradiciones tienen lugar de privilegio, tanto los más delicados
juegos con la materia fónica de la palabra, que parecerían prestados a la inspiración
lírica, cuanto los giros idiomáticos y los refranes; la disyunción presumible entre estos
grupos, hemos visto que Palma la disuelve subordinándolos a un ideal literario de
oralidad. Por eso, con ambos por igual, nos entrega la versión desbordante de realismo
o el aletazo súbito de la fantasía, y en ambos casos trasciende el impacto vital. Pero aún
no hemos señalado que, en los usos de refranes citados anteriormente, el autor arranca
de ‘hechos’ para llegar a la construcción literaria, mientras que, en los ejemplos que
siguen, el procedimiento sucede a la inversa: reléanse Los Refranes Mentirosos en la
cuarta serie, (TPC, pp. 144-146). Palma recoge el impulso inicial de la realidad
idiomática y desde ahí avanza hasta descubrirnos la otra, la realidad objetiva. En
especial, en la sétima y octava series de las Tradiciones, el tradicionista dedica varias
páginas al refranero. En la octava, concretamente al Refranero Limeño (1187-1192), y
tomando apoyo en el enunciado del refrán o modismo, surgen las historias que nos
28
explican el porqué de la frase, el sentido de su sentencia, no en la exposición erudita del
técnico sino en el torrente ameno de la Tradición. En esas páginas aprendimos el "soy
camanejo y no cejo", el "sunicuijo", "el no tener ni cara en qué persignarse", "el servir
para lo que servía Benito", el "sermón de la samaritana", el "ser de padrenuestro", aparte
de los más castizos "estar a tres dobles y un repique", "estar a la cuarta pregunta",
"Fíate en el Justo Juez...y no corras", "salir con un domingo siete", bellas historias fruto
de su genio creador.
3.3. Igualmente serán dilema para Palma la selección de vocabulario y las limitaciones
del purismo. En que no se sometiera totalmente a la Academia influyeron, sin duda, su
espíritu liberal, su fe en un nacionalismo positivo, y su imagen dinámica, vitalista del
lenguaje. De esta preocupación con el vocabulario nacen Neologismos y Americanismos
(1896) y Papeletas Lexicográficas (1903). Tal fue el origen de sus afanes en las jornadas
académicas de 1892-93, en las que no logró convencer a sus colegas peninsulares
sobre la oportunidad de recibir en el Diccionario Académico voces de empleo muy
extendido en América, y algunas, incluso, en la misma península.
Los argumentos invocados por Palma merecen ser atendidos. Se remite a dos fuentes:
la consagración de esas voces por el uso popular constante, así como su empleo por los
escritores latinoamericanos; es decir, la fuente oral y la fuente escrita. Sostenía que
"Todo verbo que alcanza a generalizarse en el lenguaje de un pueblo, es sólo porque
satisface una necesidad de expresión clara. ¿A qué rodeo y perífrasis, añadía, cuando
con un vocablo podemos exteriorizar nuestro pensamiento?" (P.L., p.v.). Para Palma el
lenguaje no podía vivir de espaldas a los requerimientos de la vida material y cultural de
los hablantes, aunque repite que ese liberalismo tiene su control en la aceptación
popular y en el uso literario. Por eso rechazaba el purismo; por estacionario:
Muchos hacen estribar el purismo –escribe– en emplear
sólo las palabras que trae el diccionario. Si una lengua no
evolucionara, si no se enriqueciera su vocabulario con
nuevas voces y nuevas acepciones, si estuviera
condenada al estacionarismo, tendrían razón los que así
discurren. Para mí el purismo no debe buscarse en la
corrección del vocabulario sino en la corrección sintáctica,
que la sintaxis es el alma, el espíritu característico de cada
lengua. (P.L., p. VI)
Frente al llano prejuicio de la corrección, Palma anticipa el concepto de la ejemplaridad.
Y aunque no fuera lingüista y sus etimologías no merezcan crédito, tuvo intuiciones
felices. El concebir en la lengua una naturaleza dinámica y autorreguladora, lo libró de
las zozobras que la idea de la fragmentación produjo en estudiosos de justo renombre;
asimismo su concepto del peruanismo o americanismo, a pesar de no corresponder
siempre con sus ensayos lexicográficos, tenía la novedad de ensanchar el criterio
fonético-morfológico, convirtiéndolo más bien en un particularismo semántico.
3.4. Queda claro en este examen que el tema de la lengua, en tanto problema cultural,
entrañó en el sentimiento de Palma antes que como especulación como experiencia
29
creadora. Pero ambos planos se corresponden: su visión de la lengua aparece en las
Tradiciones con plenitud y transparencia inhallables en pocas líneas teóricas o en las
listas de los opúsculos citados; y, a su turno, la unicidad artística de las Tradiciones
demanda ser vinculada con aquella imagen de la lengua que preside sus páginas.
3.5. Por ende, si estudiamos el estilo de las Tradiciones no hay modo de soslayar esa
otra línea del quehacer palmista, dispersa, pero significante en su mundo novelesco. Al
rechazar la intransigencia purista y aceptar los límites que imponen el uso popular y el
literario. Palma asume dos actitudes que tienen realidad material en su prosa. No
obstante su aparente sencillez, esta relación es el esquema de toda la complejidad
espiritual y literaria que adquiere forma en las Tradiciones peruanas. Ahí refluyen
diluidas las antinomias de: a) tradición y renovación: el afecto por las voces con solera
castiza y el neologismo, el tono arcaizante y la invención estilística; b) el impulso popular
y el influjo cultural conservado por la literatura: su gusto por giros populares, los
refranes, y la realización de una voluntad de estilo; c) el paradigma de oralidad y su
versión literaria; d) la presencia del factor hispánico y la impronta nacional y
americanista; e) la rebeldía romántica y la formulación de la ejemplaridad idiomática; f) la
evocación colonial y la ambición republicana; g) el espíritu democrático y el principio de
selección cualitativa, por citar sólo las más destacadas oposiciones en contienda. Ellas
reflejan la intensidad y riqueza del vivir y crear de don Ricardo, y lo muestran
participando en las preocupaciones esenciales de su tiempo, e inscribiéndolas, luego de
pasarlas por el ceñido tamiz de su lengua y estilo, en la prosa y el mundo espléndidos de
las Tradiciones.
Resulta paradójico que la crítica no haya sido unánime en percibir en la lengua el signo
del elemento temporal en que se funda la obra palmista; que se tomara por desplante
romántico lo que fue sincera profesión estética, renovada en los años de mayor
prestigio:
Yo creo que el poeta y artista han de ser, ante todo,
hombres de la época que les cupo en suerte vivir. Bello es
soñar, imaginarse lo que fue; pero más bello es aún
30
extasiarse en las conquistas del presente, para deducir de
ellas las maravillas que lo por venir encierra (1892) (TPC.
RdE. En Barcelona, p. 1335)
3.7. La tradición peruana, entendida como módulo literario, le entroncó Riva-Agüero con
la novela histórica a lo Walter Scott y el costumbrismo hispánico, noticias a la que se
suma el estudio de Caillet-Bois que amplía el marco de antecedentes.13 Importa el
conocimiento de esa perspectiva internacional, porque esa fue la ruta que siguieron,
desde los albores del romanticismo, la idea del llamado ‘espíritu creador del pueblo’ y las
formas que recoge el folklore e intentan reconstruir el pasado común. Pero la
perspectiva foránea es menos útil cuando –como ahora– se pretende establecer lo que
Palma da de sí, lo que entrega al patrimonio ulterior de las letras hispánicas. En el
análisis de la prosa palmista, la toma de conciencia de las circunstancias literarias
nacionales que la anteceden, esclarece cuál es la ubicación de las Tradiciones en
nuestro decurso literario. Hemos dicho, en otro lugar, que con Palma concluyó en la
literatura peruana la disyuntiva planteada por Felipe Pardo (1806-1868) y Manuel A.
Segura (1805-1871).14 La frontera que separa los afanes puristas de Pardo del
vulgarismo atrevido de Segura, supone, en términos literarios, que ambos comparten el
mismo problema. Puestas a un lado las clasificaciones didácticas, Pardo y Segura
coinciden en la búsqueda de un ideal de lengua literaria. Escritores de un país
sudamericano en agudo proceso de cambios político-sociales que cuestionaban su
destino cultural, la obra de ellos prueba hasta dónde es sentida esa desazón por fijar un
patrón literario adecuado. Palma no siguió el gusto purista de Pardo, pero se acoge
como él a un rigor estético y al beneficio de la tradición española; a Segura lo acerca su
amor por las cosas del pueblo, que expresará en los temas y en el sabor coloquial de su
prosa. Al lograr aquella conjunción en una norma literaria cuyo paradigma es la oralidad,
Palma resuelve un dilema que en nuestras letras se atestigua desde los años del primer
Mercurio Peruano (1791-1795). Por eso resuenan tan vivamente en la prosa de las
Tradiciones todas las formas, materiales o ideales, de aquella sociedad que superponía
al atuendo colonial los anhelos burgueses de la nueva república. En esta conjunción que
asciende y torna del tema a su realización literaria, intermitentemente, arraiga el signo
más hondo del estilo palmista, y se explica que su acento nacional radique en la versión
que recrean no de la Colonia, que es lo adjetivo sino de la peripecia social y espiritual de
nuestro siglo XIX.
III
Realidad y Estructura
31
los materiales para construir la extraña unidad que admiramos en las piezas de Palma.
Ese centro de referencia suele ser un ángulo de mira, desde el cual se visualiza y anima
la escena: el "perspectivismo".
Entre los temas, o para decirlo en forma más desnuda, entre la historia y la elaboración
que nos obsequia Palma, media una constante decisiva: el uso de un modo de sentir el
lenguaje, con el que el autor categoriza la realidad temática y la recrea desde su
perspectiva en un estilo personal.
4.1. Pienso, por tanto, que si al estudiar las Tradiciones consideramos que los temas del
pasado sostienen lo que podríamos llamar la base real o argumental de la obra,
podríamos ser víctimas de un espejismo.15 No será fácil esclarecer tan antigua
confusión. El núcleo de la obra palmista está impregnado de una sensibilísima
percepción de la temporalidad pero hay que distinguir entre el acontecimiento (hecho,
noticia, anécdota), es decir lo pasado, que en la obra de Palma sirve de motivo y, de otra
parte, el papel que toca a la evaluación de lo temporal, la conciencia de tiempo, el fluir
del tiempo que se va haciendo pretérito, cuando es medido con relación a un presente y,
cuando desde ese presente se forja la norma que discierne y deslinda las aristas de la
nueva realidad literaria. Y esto ya no es el motivo; es la consecuencia, la creación. Si no
deja de importar la huella del material previo, lo definitivo es el enjuiciamiento a que ése
es sometido, pues sólo así logra incorporarse en la estructura estética. En ella consigue
ese velo de misterio que trasciende lo anecdótico y lo asimila en una realidad ideal, la
que, como para toda obra de arte, será la realidad exclusiva de la Tradición.
4.2. ¿Cómo maneja Palma los llamados temas históricos? Hemos rastreado dos formas
predilectas. En ciertos casos apela a una fuente escrita: describe el documento o libro, lo
glosa, señala su paradero, cómo llegó a él, transcribe algunos párrafos, y lo invoca cada
vez que juzga indispensable acogerse a su autoridad. Por ejemplo:
Arreglando para su encuadernación algunos volúmenes de
manuscritos en la Biblioteca Nacional, he tropezado con un
proceso de 390 folios, proceso que, a mi juicio, vale la
pena de emprender la tarea de extractarlo. Es curioso y
entretenido. El 18 de mayo de 1589 el padre Diego de
Torres, rector del colegio... (TPC, p. 212).
En otras oportunidades, la penetración en la historia elige un curso diverso: es, o casi es,
autobiografía o cuando menos testimonio personal, si no del todo, de algunas de las
partes. En contra de lo que se supone a menudo, no es éste un procedimiento extraño
en la mecánica de las Tradiciones. Palma interviene entonces en cuanto testigo o
informante y le confiere la autoridad que procede del vínculo con la realidad externa.
Será del mayor interés contemplar el verdadero alcance de ese vínculo.
Ahora bien, aunque no proponemos división tajante, a estas alturas deberíamos admitir
que el empleo de una fuente escrita, pomposamente histórica, o el uso de noticias
espectadas, vividas personalmente o escuchadas, tiene que imponer desemejanza
apreciable entre los textos redactados con una u otra fuente. Nuestra experiencia de
32
lectores nos dice, sin embargo, que no la encontraremos; y esto es de gran significado,
pues piénsese que debería existir tal diferencia, siempre que el material ‘histórico’ fuera
lo decisivo en la naturaleza de la Tradición.
Desde otro punto de vista, quedamos obligados a meditar en lo que sigue: si no son
escasas las piezas en las que el autor acoge hechos y personajes que conoció en algún
pasaje de su vida, y especialmente en la mocedad, ¿qué criterio nos induce a calificar
ese material de histórico? No hace aún cincuenta años de la muerte de Palma y han
transcurrido apenas ochentidós desde que apareció la Primera Serie. Pero dejemos de
lado nuestra reacción y pensemos, más bien, en la de sus contemporáneos o en la
crítica novecentista. ¿Por qué percibieron ellos tan intensamente, quizá más allá de lo
justo, la intervención de lo histórico en las Tradiciones peruanas? No sé hasta qué punto
pueden haber interferido criterios extraliterarios; o hasta dónde se aceptó sin inventario
la ejecutoria de historiador que Palma reclamaba por sus ensayos; quizá se pueda
pensar también en el influjo de los métodos de estudio, por aquella época
predominantemente historicistas o sociológicos. Sin embargo, es indudable que a pesar
de su imprecisión y de la falsedad que encierra ese juicio, hay en él una porción de
acierto que nos encamina hacia una buena pista: el que las tradiciones provocan en el
lector la impresión de ser historia.
4.3. Pienso que si nos preguntamos, ¿por qué la materia elaborada por Palma, la remota
y la de sus días, se nos revela como si fuera historia?, apuntaremos al meollo de la
cuestión: hacia la estructura de la realidad en las Tradiciones.
La realidad en la Tradición consiste en un sentido que nivela el suceso remoto o el dato
cotidiano, cuando reflejan ambos la disposición profunda que caracteriza el mundo
externo del motivo que es aprovechado desde el perspectivismo del autor. Es decir, que
la realidad literaria ahonda hasta el carácter fundamental, hasta las leyes ocultas pero
determinantes de la realidad preliteraria. En la medida que las recoge, selecciona, juzga
y traslada a la obra, se forja la estructura de una realidad estética, que es el verdadero
mundo de la Tradición.
33
elaboración creativa de una verdad interior, transformada y transformante. En cambio,
"Para don Ricardo Palma –no lo olvidemos– la historia es perenne motivo de poesía".16
4.4. Aquí creemos sorprender una prueba indirecta de que en la obra de Palma arraiga
la problemática más característica, la más genuina que pudiera encarnar en artista
peruano del siglo XIX. Esa identidad con la angustia e ilusión de sus contemporáneos,
que Palma convierte en arte en las Tradiciones, es, también, la razón de su valor social y
de que en ellas insurja con claro perfil la sociedad que le tocó vivir. Pero ha sido causa,
asimismo, por error en la apreciación, de que se haya instituido el supuesto pasadismo
de Palma, que atendía indiscriminadamente a los motivos y olvidaba que la precedencia
de éstos a la versión escrita es una constante natural. Por no cuidar del deslinde entre el
motivo y la creación estética, Riva-Agüero supuso que las Tradiciones perderían en
claridad al ser leídas fuera del Perú, y que, inclusive en este país se les apreciaría
menos con el transcurso de los años. No será necesario recordar que Palma es, muy
posiblemente, el peruano más leído y celebrado en el extranjero; y que para las nuevas
generaciones de peruanos, el mundo de las Tradiciones y su encanto no reside en la
exactitud de la fuente histórica, sino en el trasmundo poético generado en ellas. O sea,
que si Palma escritor recogió materiales, las Tradiciones, su creación, lograron un
mensaje elaborado y distinto, ceñido a una visión artística. Como lo hizo advertir
Xammar en su hermoso trabajo, podría decirse que la Tradición palmista es leal a la
etimología de su nombre, y que si recoge y transforma un acervo común, es más, y
literalmente más importante, lo que entrega y trasmite.17
4.5. No será sensato, pues, repetir que las Tradiciones peruanas son el álbum de
anécdotas o personajes del pasado; su realidad radica más que en la fecha cronológica
del suceso que les sirve de tema, en la perspectiva desde la que el autor lo juzga e
interpreta: en la perspectiva lingüística que aprisiona la problemática de la temporalidad.
Procederemos a examinar un texto: Las mentiras de Lerzundi (TPC, pp.1093-96):
Allá en los primeros años de mi niñez, conocí al general de
caballería don Agustín Lerzundi.
La declaración personal sustituye, en esta oportunidad, al documento empolvado; ella
nos sitúa frente al personaje. Pero, gocemos de la entretenida versión antes de pasar al
análisis:
Era él, por entonces, aunque frisaba con medio siglo, lo
que las francesas llaman un bel homme. Alto, de vigorosa
musculatura, de frente despejada y grandes ojos negros,
barba abundante, limpia y luciente como el ébano, elegante
en el vestir, vamos era el general todo lo que se entiende
por un buen mozo. Añadamos que su renombre de valiente
en el campo de batalla era de los ejecutoriados y que, por
serlo, no se ponen en tela de juicio.
34
Cuéntase que, siendo comandante, recibió del Ministerio
de la Guerra órdenes para proveer a su regimiento de
caballada, procurando recuperar los caballos que hubieran
pertenecido al ejército y que se encontraban en poder de
particulares. Don Agustín echó la zarpa encima a cuanto
bucéfalo encontró en la ciudad. Los propietarios acudieron
al cuartel reclamando la devolución, y Lerzundi,
recibiéndoles muy cortésmente, les contestaba:
35
Sara Bernhardt contaba que, representando en un teatro
de América, después del segundo acto entró en su camarín
a visitarla el presidente de la República. Terminó el tercer
acto, y entró también a felicitarla un nuevo presidente. De
acto en acto había habido una revolución. ¡Cosas de
América!.. contadas por franceses, como si dijéramos por
Lerzundi, pues lo único que ha sobrevivido a este general
es su fama de mentiroso.
El célebre Manolito Gásquez, de quien tanto alardean los
andaluces, no mentía con más gracejo e ingenio que mi
paisano el limeño don Agustín Lerzundi. Dejando no poco
en el tintero, paso a comprobarlo.
5. La técnica del retrato es favorecida por el conocimiento personal, aunque por ser un
personaje masculino, su pintura nunca alcanza el esmero que Leavitt admiró en los
dedicados a muchas de las mujeres que figuran en las Tradiciones.18 Palma da primero
la visión física del general, y luego, antes de ingresar al despliegue mismo de la trama,
diseña el rasgo más saltante de la personalidad de Lerzundi, el cual es objetivado en la
anécdota de los caballos, las marcas y las iniciales. Para nosotros, ese párrafo encierra
un doble interés: por la versión sicológica de la agudeza y sagacidad del personaje,
cuanto por el adecuado provecho del juego verbal que asocia las iniciales a nombres de
la terminología militar. En él advertimos factores que ya hemos deslindado: a) el papel
de las sugerencias invívitas en la lengua, y en este caso, además, el indicio del alta
estima en que la sociedad de entonces colocaba el dominio oral del lenguaje, ya en el
conversador animado o en el orador diestro.19 b) el que Palma escriba sin empacho
"cuéntase", "se dice", "un dia estalló", sin importarle más el criterio de autoridad que
prestara aval a su relato. Ha desaparecido esa preocupación, porque la premisa que
sirve de nexo con la realidad objetiva es el conocimiento personal, aunque no se sepa
con exactitud el grado de éste. Repárese en que el autor no da fe de las aventuras que
atribuye a Lerzundi; sólo asume el respaldo del retrato físico y moral que ha bosquejado;
pero en él ya están en ciernes las fantasías del militar, y sobre esa base se desarrollarán
las secciones siguientes de la tradición, que, en buena cuenta, presentan la conducta del
general de acuerdo con el perfil que Palma diseñó al empezar la pieza. c) Anotemos,
asimismo, que Palma avanza, sin embarazo, del recuento de los hechos que atañen a
Lerzundi y constituyen la acción central, hasta confundir en el desarrollo de ésta una
anécdota de Sara Bernhardt, emitir opinión sobre las revoluciones en Hispanoamérica,
arrojar al disimulo una puya a los franceses, y reasumir, en fin, el hilo de la acción de
Lerzundi, aludiendo a su debilidad mitomaníaca que lo equipara con el Manolito
Gásquez andaluz. ¿Cuál es el propósito de semejante distorsión argumental? Veremos
mejor la peculiaridad de este desarrollo, si lo comparamos con un pasaje de Entre
jesuitas, agustinianos y dominicos (TPC, pp. 212-218).
El 18 de Mayo de 1859 el padre Diego de Torres, rector del
colegio de la Compañía de Jesús en el Cuzco, presentóse
ante don Luis de Rivera, clérigo, beneficiado de Santa
María de Belén, querellándose de que los frailes agustinos
36
y dominicos hacían circular unas coplas injuriosas al padre
jesuita Lucio Garcete y al buen nombre de la Compañía.
..............................
37
se detuvieron a la puerta de la picanteria, y una voz
aguardentosa que gritó:
38
y me exigiese retractación) que entre un centenar, por lo
menos, de generales que en mi tierra he alcanzado a
conocer, ninguno me pareció más general a la de veras
que don Agustín Lerzundi. ¡Vaya un general bizarro! No se
diría sino que Dios lo había creado para general y... para
mentiroso.
III
Pero un día no estuvo el teniente López con el humor de seguir
aceptando humildemente complicidad en las mentiras. Quiso echar por
cuenta propia una mentirilla y ése fue el día de su desgracia, porque el
general lo separó de su lado, lo puso a disposición del Estado Mayor, éste
lo destinó en filas, y en la primera zinguizarra o escaramuza a que
concurrió lo desmondongaron de un balazo.
39
Historiemos la mentira que ocasionó tan triste suceso.
Hablábase de pesca y caza.
– ¡Oh! Para escopeta la que me regaló el
emperador del Brasil. ¿No es verdad,
teniente López?
– Sí, mi general... ¡Buena!... ¡Muy buena!
– Pues, señores, fui una mañana de caza, y
en lo más enmarañado de un bosque
descubrí un árbol en cuyas ramas habría por
lo menos unas mil palomas... Teniente
López ¿serían mil las palomas?
40
temporales que arrastran detrás de sí una serie de premisas de orden cultural, o para
decirlo de otro modo, que imponen en cada caso un criterio distinto y una diversa
sensibilidad en el enjuiciamiento de los hechos. La exposición en dos niveles, pero que
corren estrechamente soldados, concierta con un recurso que analizamos en otra pieza,
cuando discutíamos la participación que Palma exige del lector, quien funciona –mirado
desde adentro del texto– más como un oyente, e incluso en algunos casos, como
interlocutor.
Uno de los niveles del relato, que si atendemos a la entonación es el más grave, el que
enhebra las interpolaciones actuales del autor, se convierte en atalaya desde donde
autor y lector contemplan el curso de la acción principal. En esa forma, otro
procedimiento añade sus efectos del perspectivismo, cuyo punto de mira está
emplazado en el disloque temporal.
6. No hace mucho que Caillet-Bois puso orden en la cronología de las relaciones entre el
ideario político de Palma y la formación del estilo que hizo célebre al tradicionista.21 Fija
entre 1851 y 1870, conviniendo en la última fecha con Riva-Agüero, la llamada primera
etapa del estilo palmista; y dentro de ésta marca como hito básico los años 1860-63, que
fueron los del exilio en Chile. Es oportuno recordar esa etapa, pues el contacto con los
radicales sureños hizo comprender a Palma la complejidad de la lucha por el progreso
social; de ese modo el idealismo romántico de vagas teorías humanitarias sobre el que
se asentaba el arte individual del joven Palma, comenzó a ceder. Por este camino, que
41
ha documentado Feliú Cruz, el liberalismo palmista asume un carácter social y subordina
el sentimiento a la disputa entre la realidad y la imaginación.22
6.1. Las bases de esta interpretación han sido normalmente aceptadas por la crítica
palmista, reduciéndose las discrepancias a la fecha límite del primer período.
Personalmente, preferiríamos rebajarla a 1864, un año después de publicados los
Anales de la Inquisición y de cumplidos los clásicos treinta años, y época en que Palma
data Don Dimas de la Tijereta. Dicha pieza, aunque no anule vacilaciones que subsisten
en el estilo de otras obras, atestigua suficientemente que se ha operado un cambio
sustancial en la estética y en la prosa del autor (V. supra el análisis de esa tradición: 2.1-
2.8).
6.2. Años después de la edición original de los Anales, Palma se refiere a ellos en los
términos que siguen:
42
– Aquí maestro, multiplicando –contestó el
apostol.
Y añadió que el demonio la había hecho parir perritos (en lo que agrego yo, el analista
dice Palma, no hizo más que imitar a aquella condesa de Flandes, de la cual refiere
Torquemada que parió trescientos sesenta y seis ratones). ¿Qué pensaba esta mujer
entre días, que así soñaba de noche? Y aún cuando así soñase, ¿por qué, a ley de
recatada, no lo callaba? Refiere más, como si quisiese acreditarse de entender el
vocabulario verde de las rameras, que yendo un día por la calle de San Agustín la
enamoró el pulpero de la esquina diciéndola:
Ya por el examen del lenguaje o por el estudio de las ideas, se encontrará el reflejo de
aquél en la obra de Palma, sea que compitan, la mentalidad confesional y la mentalidad
laica, o la visión mítica y la visión lógica de la realidad. Lo que importa establecer es que
Palma, marcado por el signo de su sociedad, acoge en su obra y trasfunde la disforme
ambivalencia que excitaba su racionalismo. Una serie de calas parciales podría probarlo;
pero bastaría, por ejemplo, perseguir el papel que corresponde a la mujer y al amor en
las Tradiciones y la diferente estimativa a que los somete el autor.24
6.4. Como argumento final, creo que podríamos invocar en el estudio de las ideas, los
trabajos de Basadre sobre el siglo pasado, en los que hallaremos no lo que nosotros
43
divisamos a la distancia, sino aquello que los peruanos de entonces apreciaron como
rasgos y tareas de su tiempo: ‘la promesa’, la ilusión de realizar la promesa que
encarnaba el ideal republicano, y paralelamente, el desencanto que seguía a las
frustraciones que desvirtuaron la imagen ideal.25
Para el Palma de la madurez, que ya no era romántico, tanto en el mundo objetivo como
en el lenguaje –y ambos constituyen las vertientes de su temporalidad–, se ha instituido
un crucero de realidades y de tempos. En él hay una trampa, un reto, que no disuelven
ni la admonición ni el idealismo, pero que se reduce en el apunte irónico o en la versión
apicarada de su signo. Palma, desde su arte, pudo ver así en la hondura de nuestro
diecinueve, acertó en el hallazgo de los símbolos con que trazó el mural de los patrones
culturales y sociales encubiertos en su época. He ahí su testimonio: sin acritud y con
auténtica pasión de creador.
44
república como pálida reminiscencia del pasado colonial
(TPC. P 1171).
no lo explicaremos como simple añoranza o fácil caricatura de los tiempos idos. La
perspectiva impone un prisma a la temporalidad "un par de horitas por lo menos", "esas
misas sí que eran ricas y no insulsas como las de hogaño", o la sonora enumeración que
mezcla instrumentos, animales y niños, indica que en el cuadro se entrecruzan la
imagen del rito y la poca devoción del presente.
En otros casos, Palma describe hasta dónde el pretérito inunda el presente, negándose
a ser relegado.
Ella había sido educada en un convento de monjas –pienso
que en el Santa Clara–, con lo que está dicho que tenía
sus ribetes de supersticiosa, que creía en visiones y que se
encomendaba a las benditas ánimas del purgatorio (TPC,
p. 1438).
En esta complejidad descansa, insistimos, buena parte de la riqueza que cuaja en el
estilo palmista.
7.1. Citaré otro ejemplo ilustrativo. Palma es más enfático cuando concluye de este
modo:
También hay de curioso en el alegato que el abogado
tacha el testimonio de un testigo "por ser hermafrodita, y no
guardar sexo, como está probado, andando unas veces
vestido de hombre y otras de mujer, y a esto se junta el
haber parido, como lo deponen algunos testigos". Esto es
típico. Las anchas tragaderas del letrado eran muy propias
de todos los que comían pan en este siglo de brujas y
sortilegios. (TPC, p. 499).
En la misma Tradición Palma se hace una pregunta y le concede inmediata respuesta:
"¿cuál fue el fallo recaído en estas dos causas? Eso no hemos podido averiguar ni hace
falta" (p. 99). He ahí otra declaración de D. Ricardo que no debe quedar inadvertida: el
"no hace falta", especie de non finito literario, nos instruye sobre lo que el autor concebía
esencial en su realidad literaria y el modo de relacionar ésta con la realidad objetiva. La
realidad de la Tradición –una vez más– no se define ni en la verosimilitud puntual, ni en
la descripción minuciosa de los hechos; no aparece con el triunfo ni con el destierro de
las tendencias subyacentes, al contrario, brota en el instante en que los medios artísticos
traducen la tensión con que aquellas corrientes se entrecruzan, chocan, distorsionan, es
decir, se revelan en su bullente integridad.26 Es así que lo menudo se convierte en
trascendental, o que un juego de palabras desvela una revelación.
Lo gracioso de la causa es que siete testigos declararon
que don Alonso dijo: "Pícaro será el muy cornudo". Y otros
siete afirmaron que lo dicho por el reo fue: "Pícaro será el
muy cabrón". La verdad es que de palabra a palabra no va
más filo de la uña sino el de que el uno lo es sin saberlo y
el otro lo es por su gusto. (TPC, p. 499).
45
En las Tradiciones la verdad literaria se filtra entre insignificantes detalles gobernados
por la perspectiva estructural.
8. Los elementos hasta aquí enumerados, la risueña ficción que se amalgama con la
anécdota, qué pueden ser sino la asimilación que hizo Palma del sentir de su época, de
los horizontes que desde ella se divisaban, y de su personal impronta, que al tropezar
con fantasmas, escribanos o inquisidores, vibra desde el lado poético o trágico que más
hondamente lo toca. Ese es el instante de la alquimia; ese es el momento en que
transforma la materia y la convierte en obra literaria. Es ahí cuando el sentido trágico se
muda en la ironía sonriente que empapa las páginas de las Tradiciones.
Tal puede ser una de las maneras, quizá más común, como Ricardo Palma construye la
tradición y recrea la realidad. El testimonio personal o el documento, el retrato, el sentido
del devenir y la transformación; la precipitación simbólica del lenguaje, la fantasía que
acaba en ironía y el non finito literario: he ahí los pasos. El refluir del tiempo y su
percepción renuevan la materia, y al lograrlo, el lenguaje nos introduce en los dominios
de la imaginación; pero luego, hecha palabra la perspectiva decimonónica, la ironía y la
duda fina, que no niega plenamente, pasan por el tamiz de una nueva realidad.
46
La serpiente de oro o el río de la vida
A Betty, a Anna María, a Susanne,
a Silvana y a Bettina.
Nota preliminar
La primera versión de este trabajo constituyó una parte de los requisitos para la
obtención del grado de Dr. Phil. en la Ludwig-Maximilians Universitaet de Munich. Sin
embargo mi afición por estudiar La serpiente de oro empezó en Madrid, cuando cursaba
el doctorado y cuando Don Rafael Lapesa me ayudó a despejar mis dudas sobre la
validez de este proyecto. Entonces gozaba de la Beca Javier Prado, discernida por la
Universidad de San Marcos, para continuar estudios de Filología Hispánica. Merced al
apoyo de la Alexander von Humboldt Stiftung pude viajar a Alemania y seguir estudios
en el Seminario de Románicas de Munich.
Así empezaban a cobrar realidad los antiguos proyectos de Madrid, con Luis Alberto
Ratto y César Delgado Barreto; de Florencia, con Fernando Antonio Martínez y José
Sabogal Wiesse; de Friburgo, con Víctor Li Carrillo y Rafael Gutiérrez Girardot; y de
Munich, con Carlos Patiño Roselli y Julio Ramón Ribeyro. Como quiera que fuere, esta
obra ligó mis ilusiones a maestros extranjeros, doctrinas y libros que conservo con
devoción. Me alentaron Hans Rheinfelder y Gerhard Rohlfs. A fines del 57 pasó por
Munich D. Rafael Lapesa para dictar algunas conferencias. Con mucha emoción,
recuerdo ahora cómo consiguió horas libres para revisar conmigo la investigación
lingüística que estaba bastante avanzada. En casa de Carlos Claveria tuve la suerte de
gozar de la generosidad, minucia y rigor del maestro ejemplar.
Esta es la obra de mi primera juventud, tarea compartida y aligerada por Betty, Anita y
Susy. Cuando llegó el tiempo de las correcciones y añadidos, había cumplido 30 años
de edad. ¿Cómo olvidar o desconocer este libro? Me une a él una chochera incurable,
con perdón de los académicos.
47
ALBERTO ESCOBAR
La interpretación literaria
48
directo, al decir, tratando del corrido, "es un cristiano como todos: como usted, como
yo"(197).
Llega esta declaración cuando el contacto fortuito, ocurrido al empezar la lectura, ha sido
relegado por lazos de una solidaridad creciente. El "narrador" conquistó la lectura atenta
del lector y, además de su amistad, ganó su asentimiento. Nótese que los párrafos
finales del libro aparte de constituir un recuento: "han pasado ya cinco inviernos.
¿Contar? Bueno: contar…", consagran un mirador humano cuya perspectiva se
ensancha hacia el futuro; emplazado en él, Lucas Vilca, el "narrador" que nos condujo
por Calemar y las orillas del Marañón, presiente satisfecho que nuestra adhesión
continuará a su lado. Que al suprimirse los obstáculos que nos impedían apreciar las
hazañas del río y el apasionado vivir de los balseros, se nos revelará su mundo –y por
contraste el nuestro– como una vivencia inolvidable y luminosa.
Suele ser natural para el hombre de campo, concebir el objeto por el rasgo más
destacado de su aparecer: el color. Cuando desfalleciente sobre la balsa, Arturo, más
cerca de la muerte que de la salvación, se atreve a pensar en la familia, en la casa, la
bondad de la vida y el deseo de salvarse no pueden ser mejor expresados que en el
instante en que recuerda la chacra: "El cocalito estaba ya verde, verde… y al ají lo dejé
coloreando"(109), los colores –el verde y el amarillo rojizo– agudizan su angustia y le
dan la medida de los bienes lejanos. O en otras circunstancias subrayan la intensidad
emocional, merced al valor asociativo que se reconoce en sus grados, y permiten que la
confesión parca de los amantes, bajo su efecto mágico, a través de la convención de
palabras, que sin embargo son algo más, adquiera una riqueza que concierta con la
policromía de la realidad: "Cambian pañuelos. La garganta de Arturo desaparece bajo un
lienzo de un azul violento mientras la muñeca de la china queda esposada con el rojo
subido del que llevó el vallino. La color es intensa cual la emoción. Los ojos tienen un
49
glauco lloroso y un pardo turbio de río. Pañuelos y ojos y colores. La feria ha
desaparecido por un momento para ellos. Sólo hay pañuelos y ojos y colores…"(41).
En Calemar, un pueblo apartado, los materiales que la naturaleza brinda son bienes
preciosos. La madera se torna instrumento de trabajo y es más aún, pues sin ella los
balseros no podrían atravesar el río. Pero ningún árbol, como el de balsa, excita tanto
sus expectativas: palo venerado lo llama el narrador, y para darnos una idea del árbol
que suscita querellas y consiente al hombre afirmar su existencia, no le viene a los
labios descripción más exacta que lo distinga de cedro, paltos, naranjos o ciruelos:
cenizo de color, dice, y aquello basta. Basta porque en la policromía del paisaje, para el
balsero, son intercambiables nombres y colores: pañuelos y ojos y colores. Unos u otros
llevan la misma connotación pictórica, y con éstos y ésos reconstruye los matices que un
rayo de luz sorprende en su haz maravilloso.
50
Muchas casas ostentan banderolas que ondean al viento
anunciando diversos artículos de venta: las rojas pregonan
chicha; las verdes coca; las azules cañazo y guarapo; las
blancas pan. Los celendinos extienden en sus patios sus
atados de mercaderías: colorean percalas, brillan
espejuelos y cuchillos, blanquean sombreros. Nada falta.
(113).
Nada porque de todo se adueña la expresividad del color.
De poco serviría al balsero apreciar la realidad a través del color, si por él no pudiera
adivinarla, presentirla. En su contacto con la naturaleza, él ha aprendido a mirar y a
entender los lenguajes de sus elementos; si una balsa es arrastrada por el río puede
decir: "Parece que viene de muy lejos y se ha humedecido mucho, pues el pardo de los
palos tiene un matiz oscuro" (167). En el bosque evita el verde pardo o amarillo de las
serpientes, asocia el tono prieto del río al terror de la tormenta, y contra la claridad de la
jornada, la oscuridad remueve en su fantasía un cúmulo de leyendas y supersticiones,
de anhelos y zozobras que incitan a la charla. La oscuridad es el refugio de lo
extraordinario. Oscuros, bordeados de un tono azulenco son los ojos de las mujeres que
aman; y negra es la selva, que, como la noche, cubre un mundo insospechado cuyos
límites se confunden con la imaginación.
Sonido y silencio
Cuenta el narrador en las frases iniciales, que el río avanza entre las peñas de la sierra
peruana, que en su carrera incesante corta cerros; invade sembríos, arrastra árboles y, a
veces, también, derrota al balsero perdiéndolo en el agitado trajín de las aguas. El
lugareño escucha el rumor del río con el oído atento, descifra el timbre y las
entonaciones de su estruendo, y sabe en esa forma de los días de creciente máxima, o
de las horas tranquilas, cuando es posible sorprender a los peces en los remansos
deformados en la orilla. A través del oído, el balsero aprehende una nueva dimensión de
su mundo, desde una perspectiva que es diversa a la del color, pero de origen y
significados idénticos; él interpreta la realidad por estas vías sencillas antes que por la
reflexión, y bien se entiende que ocurra así, pues el contraste sujeto-objeto se ha
disuelto, para él, en una armoniosa compensación de influjos. Recuérdese que en el
valle:
Los bohíos se despiertan entre un concierto de chiroques y
chiscos al que los jergones añaden el coro de sus voces
estridentes. Se aduermen arrullados por el canto de los
tucos y las pacapacas y todo el día sienten la melodiosa
parla de los pugos y las torcaces. Hay siempre música de
aves en la floresta, y el Marañón, con su bajo tono mayor
acompasa la ininterrumpida canción. (27).
Música de aves y música de río. El paisaje no es sólo la superficie poblada de
volúmenes, sombras y colores. Parte suya es una constante acústica que en sus
oscilaciones forja otra simbólica desprendida del contorno inmediato. Y el balsero,
espectador único, encerrado en su propio escenario, por ser consciente de la pugna del
51
agua con las peñas y de su combate personal con el río y los cerros, ha cifrado su
sabiduría en la norma de la experiencia, pues "en estos lugares hay que saber lo que
ellos mismos enseñan" (69). La realidad se le revela, predominantemente, por el color y
los sonidos: para indicar que Lucinda es mujer del cholo Arturo, recurre a un dicho que
resume la función significante del sonido; cuenta que "cercana a la del viejo Matías, está
la casa del Arturo Romero, y la Lucinda es quien hace allí sonar los mates" (27).
A cada fase de la jornada –recuérdese– corresponde un sonido: al comienzo del día, a la
convocatoria del balsero mayor, a las horas de merienda y charla; un rumor que en el
oído del balsero es comprendido, y, más aún, esperado. Mas no es tan sólo la rutina
diaria: por el sonido del río distingue los sonidos que acechan su balsa, esquiva piedras
ocultas, advierte pasos difíciles, calcula la distancia. A través de la intensidad del rumor,
de su gravedad o agudeza, predice si la tormenta lanzará una sección del cerro sobre
las riberas. Y no lo duda ya cuando escucha "un ruido convulso y potente –cercano éste
sí– (que) llega a sus oídos simulando el redoble de un tambor húmedo" (161). Entonces
los perros aúllan sin cesar, porque, como sus dueños, han entendido la proximidad del
desmonte.
Los vallinos hablan en voz alta, hablan como si desearan ponerse a tono con la
naturaleza. El eco toma parte en sus charlas y responde a sus gritos de júbilo, igual que
al mugido de las vacas o al estampido de un disparo: de su señal no se puede
prescindir. La familiaridad con los sonidos les permite reconocer acentos que conciernan
con los estados de ánimo; en las noches de fiesta, por ejemplo: "el viento bambolea los
árboles en medio de la música que llena el valle", y cuenta el narrador que "parece que
ellos (los árboles) danzaran también, y que el río cruzara dando una risotada de
satisfacción y que los ecos que suceden a nuestros gritos de júbilo fueran las voces con
que las peñas se mezclan al alborozo" (114). Sirve la música además para olvidar la
soledad; acompaña en su ruta a las pastoras. Y como la música y los ruidos, el silencio:
frente a la naturaleza ilimitada o ante las desdichas del destino. Ni una palabra, ni un
rumor quiebran el silencio que causa la muerte del compañero, que es un anticipo de la
propia muerte. En las horas inciertas, cuando acosan temores ancestrales, los sonidos
se tiñen de una cadencia interna y "las horas transcurren lentas, silenciosas, porque el
rumor de la lluvia y el rugido del río, tan monótonos (entonces), son considerados como
silencio" (152). ¿De qué vale la palabra o la queja si la creciente arrasó el campo y
destruyó la cosecha? ¿De qué el lamento si el lodo y las aguas cubrieron la casa y
dejaron al hombre, desolado, bajo la amplitud del cielo? Silverio mira, observa, sufre
interiormente su desgracia y calla, mientras el río corre con su rumor indomable, con sus
tonos altos y bajos, con su voz sin fatiga. De pronto, como si la corriente penetrara en el
cholo, "el rumor embravecido del río suena en los oídos del Silverio como una canción
de serenidad y confianza, y dice de nuevo, seguramente: –Seré balsero, ¿pa qué más?".
Y así se ata otra vez a la ilusión de la vida (163).
La claridad del verano y el gris ceniza del invierno se suceden en el valle, mientras el
balsero interpreta su lenguaje. Alegre o triste, sabe que esos días oscuros, en los que el
cielo pesa como una amenaza y obliga a recluirse en las chozas, duran sólo un período.
Que luego llegará el sol y, una tarde cualquiera, la cuesta que conduce al valle se llenará
otra vez de "gritos y colores" (209).
52
Visión de la realidad
La voz del río, potente, se ahonda en el alma del vallino, tanto como su amor por la
tierra: la querencia. La corriente, en fin "es un ocre de mundos" que ha hecho del
poblador del Valle, a su semejanza, un andariego; quizás si, como cuenta el balsero,
"porque el río –¡nuevo Dios!– nos plasma con el agua y la arcilla del mundo" (9). El río
es el espejo donde la realidad y el hombre se reflejan; pero éste sabe de los vaivenes
caprichosos de la corriente, y que su bondad, en forma inusitada, puede mudarse en
destrucción. Don Matías conoce historias en las que el nombre del Marañón es sinónimo
de muerte, y en sus charlas con los jóvenes recuerda que en el valle nada falta y que
todo se debe a la corriente, pero subraya además que "cuando menos se piensa, ya los
mató su río lindo, ya los mató de repente…" (206).
En otras ocasiones son las lluvias: los cielos invernales "desatan broncas tormentas que
desploman y muerden las pendientes de las cordilleras y van a dar, ahondando aún más
los pliegues de la tierra, a nuestro Marañón" (8). Entonces el agua y los derrumbes
53
acrecen el caudal del río y los cercos de la chacra son débiles para contener la
inundación que arrastra cuanto encuentra a su paso. De ese modo se unifican para el
balsero los conceptos de realidad y río. El influjo de éste incide tanto en la noción de
aquélla, que a menudo se convierte en patrón de medida: "Conocemos muchos valles
más, formados allí donde los cerros han huido o han sido comidos por la corriente, pero
no sabemos cuántos son río arriba, ni río abajo" (9). Con su fluir constante cargado de
expresión para el oído del vallino, el río es símbolo de lo ilimitado y desconocido, de la
fortuna y adversidad misteriosas: "No sabemos dónde nace ni dónde muere este río que
nos mataría si quisiéramos medirlo con nuestras balsas, pero ella nos habla claramente
de su inmensidad" (8). La idea del devenir encarnada por el río se asocia al concepto del
tiempo, subordinándolo según el ciclo de sus fases: "Un rumor profundo que palpita en
todos los ámbitos, denuncia la creciente máxima que ocurre en febrero" (7) pero, cuando
ya marzo llega a sus finales "el río está mermando" (15). Del verano es sabido que
adviene con "suavidad de espuma ribereña" (81); y cuando es menester precisar qué
tiempo ha corrido desde la fecha de un suceso, el cálculo no puede ser diverso del
razonamiento que sigue: "Hace cinco o seis años –sí, seis– porque nuestro Marañón ha
cargado seis veces desde entonces…" (29).
El año del balsero dispone solamente de dos estaciones, está encerrado entre un ciclo
de vaciante y otro de creciente; el tiempo es anunciado por el color y ritmo de las aguas,
y los años del calendario, los otros, no son sino "un remolino que se ahonda en la tierra
sorbiendo a los cristianos" (215).
La tierra
Tierra y río sostienen una contienda cuyos resultados parciales el tiempo dilucida
lentamente. Contra el ímpetu de las aguas, la tierra se defiende "con bravura de puma
acosado" (7); y el hombre aprende que rocas y cerros son asimismo fuertes, y que
mientras resista el peñón que protege a Calemar, subsistirá la vida.
La faja de terreno fértil que los nutre, tanto como la cordillera que se alza imponente
hasta rasgar el cielo, pueden ser castigados por la tormenta; los cerros podrán huir o
serán conquistados por el caudal del río, pero siempre la tierra caerá primero, en gesto
solidario con el hombre. Ella es campo y hogar, refugio y horizonte. Sobre sus predios
crece la vegetación que el poblador precisa; de árbol en árbol prolongan las aves su
música, y no lejos del agua el pasto aguarda a los animales del valle, la tierra es severa,
sí, pero menos incierta que el río; consuela, fortifica y exige en el poblador un
compromiso con el paisaje, pues "esta abrupta extensión dura de rocas, rumorosa de
río, fresca de árboles, ardida de sol, es ruda y tiempla al hombre invitándolo a ser fuerte,
a la vez que lo acaricia con su atmósfera cálida" (198).
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dicha, crece a la sombra de los árboles grandes, y en los pastos antiguos se alimenta el
ganado del hombre. Cuando el peligro acecha, el riesgo los unifica más; el balsero se
enardece y defiende la vida de sus animales: "Qué es un muerto ante la vida, ante la
amada vida de los animalitos del hombre, a los que hay que cuidar y guardar a toda
costa?" (145). Si faltaran los perros lanudos, de ojos acuosos, ¿quién anunciaría la
proximidad del derrumbe y la inundación? ¿De no existir el canto permanente de los
pájaros, no cambiaría la fisonomía del paisaje? Pero, también repentinamente rocas y
árboles, cerros y animales pueden variar el signo de su influjo y trocarse en elementos
tan agresivos como el río: "No diremos que deja de ser güeno relata el viejo Matías pero
la bondá pura nues deste mundo…" (206). La realidad se le aparece al balsero, pues, de
un modo ambivalente; todo es pasible de ser bueno y malo, como el agua, sí, o la tierra,
o el mismo hombre. Si, por ejemplo, una balsa es sorprendida en el centro del río por
una palizada, no habrá salvación para sus ocupantes; e igual ocurriría si los cerros se
"desploman", e igual si el puma asalta los corrales, o si en la maraña de la floresta ataca
una serpiente. En verdad, podría decirse que todo esto es una cuestión de suerte, que
siempre ha sido así, pues el valle es la región que el balsero heredó de sus padres, y
también la que conviene mejor a su esperanza. Una copla popular cuenta de esta
identidad en forma humorística:
Balsero calemarino
forastero en tierra ajena.
Pobrecito forastero,
poncho al hombro y sin sombrero.
El balsero vive pegado al terruño y si se aleja a contemplar la belleza de otros lares, un
sentimiento indomable, profundo, lo devuelve a su valle.
Aire y fuego
Si río y tierra forman una antinomia que actúa en el paisaje según normas fijadas por su
contienda eterna, aire y fuego rivalizan en otra disputa, que para el hombre es signo de
realidad tangible.
El viento posee, como el Marañón, como las aves, un canto que se desliza a veces
suavemente entre el follaje y refresca el ambiente; porque los rayos solares, abrigan sí,
es cierto, pero amodorran gran parte del año, y hace falta el alivio del viento que
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convierte las horas de sofocación en descanso agradable. En las tierras cálidas el viento
es suave, fresco, esparce el polen fecundo que multiplica la vegetación; diverso es, en
cambio, el "bravo viento jalquino" que corta y quema la piel, y penetra con su frío hasta
los huesos.
En el cielo, el aire tiene una coloración que el balsero interpreta según sus matices. A
veces, liviano y claro, ilumina la gama de colores que hiere la retina del hombre; a veces,
gris y sombrío, contagia su melancolía; y otras, cuando se escucha el retumbar de los
truenos, "el viento parece que gritara" y el aullido de los perros lo acompaña. Aire y sol
rivalizan por la atmósfera del valle, y si el equilibrio se inclina en favor de uno de ellos, el
hombre se recluye en su habitación mientras el viento brama, y se tiende a la sombra de
un árbol cuando el "aire hierve al sol". Este es el gran fuego que abrasa a los vallinos.
Su luz refulge en los lomos lustrosos de caballos y asnos, en las venas que semejan
ramajes, en el acero de las herramientas y en las caras sudorosas de los cholos.
Cuando se oculta el sol, se encienden las antorchas, o largas varas que atraviesan
sucesivos frutos de higuerilla y al arder crepitan.
Si la noche sorprende en el campo, se busca una peña y junto a ella se prende el fuego,
a fin de preparar la comida, si lo permite el viento. En la oscuridad, el fuego es un
vínculo que ata a la vida. Combate el temor de la noche y reúne en círculo a los balseros
ansiosos de escuchar y referir sus historias: colabora en el cultivo del campo cuando es
necesario "quemar monte" para obtener terreno laborable; sirve en fin para ahuyentar
con su humo a los zancudos, para despedir a los muertos, o, para con el aroma de
yerbas escogidas, devolver la salud a los enfermos. Lucas Vilca se sume en reflexiones
mientras contempla el fuego de la hoguera; siente la atracción de las llamas y se explica
que haya gente para quienes quemar los objetos sea una diversión. Reconoce en la
hoguera esa ambivalencia de lo bueno y lo malo que lo recobra a la realidad: "Es una
furia salvaje y fervorosa la de las llamas, que gesticulan y se retuercen queriendo
convertir toda la tierra en una brasa viva" (105). De suceder aquello, sería la muerte:
pero no ocurrirá, él sabe seguro, porque en "la floresta canta el viento un himno a la
existencia ubérrima" (215).
Dinámica interna
En la compleja dinámica revelada a través del color y el sonido, los elementos dan forma
a un paisaje imponente que es descrito de manera inequívoca. Ha querido el autor
resaltar, frente al contorno de la naturaleza, la ubicación del habitante; frente a lo
singular de un paisaje, diferente el costeño al serrano, está la existencia en su poblador
de un profundo sentimiento de posesión, de dominio de la realidad. Como si hubiera así
deseado subrayar que a regiones de peculiar naturaleza corresponde un habitante de
personalidad original.
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insistencia con que el narrador resalta la singularidad, tanto del pueblo como del
habitante. A través del relato, deja entrever, el narrador, que, el apego a la tierra y las
alusiones frecuentes a objetos que se vinculan con la tipicidad del pueblo, forman una
ecuación invariable con las cualidades del hombre. Por tanto, no es insensato señalar en
esta premisa una de las constantes de La serpiente de oro, reconocible en toda la
estructura de la novela.
De los ya mencionados caminos añade que, por el más cercano "vienen los forasteros y
nosotros vamos a las ferias de Huamachuco y Cajabamba…" (9), y por el otro, "llegan
los indios a cambiarnos papas, ollucos o cualquier cosa de altura, por coca, ají o
plátanos que aquí abundan" (10). La antítesis aparece además en otros casos: el
hombre crecido en la libertad del paisaje se defiende de la justicia que lo conducirá a
Lima, ciudad de la que únicamente sabe que posee una cárcel en la que "se entra" pero
"muy pocas veces se sale". La incredulidad de los cholos rechaza el relato de Silverio y
él admite la refutación de mala gana: "será entón –dice– pero así contaba mi mamita",
(131) la Hormecinda tiene un pequeño hijo rubio "que no puede llamar al taita, pero a
quien llaman ya las balsas" (215). Las distintas formas de antítesis dan expresión a un
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modo de contemplar el mundo, en el que lo característico reside en la convivencia de
elementos en oposición. La dinámica interna es un rasgo esencial, su definición: el
contraste, la pugna, el combate. Río y tierra, sol y viento, naturaleza y hombre. La
personalidad del balsero está marcada con el sello que ha impreso en su ser esta visión
del mundo, y a ella responde él con una concepción vital que más adelante
estudiaremos.
Realidad y estatismo
58
que "en torno" define la noción espacial. La imagen del río como fluencia, destaca el
estatismo de la superficie por donde se desliza y evoca, sin duda, los valores de
permanencia que encarna la tierra.
Veamos otro ejemplo en el que se logra efecto análogo, pero con medios diferentes:
El valle de Shicún, allá al fondo, tiene un verdor intenso. La
luz matinal tira sobre la arena de las playas dos franjas de
oro y el río asoma muy arriba, volteando un recodo, y se
pierde lejos, lejos, tras otro, extendiendo en su anchura
una superficie ondulada y azul que se orla de blanco en las
riberas… (53).
Desempeña esta vez la determinación adverbial un rol importante: allá al fondo, muy
arriba, lejos, lejos producen una inequívoca sensación de lejanía, desde la cual el valle
es descompuesto en sus rasgos más visibles, y recompuesto luego en una imagen
apretada. Hay aún más: verdor intenso, la arena de las playas, dos franjas, anchura,
superficie, toda una terminología que atrae la mirada del lector a lugares concretos,
hacia un espacio prefigurado en la palabra. No omitamos la naturaleza de los verbos ni
la concatenación de las oraciones; pero quizá podamos convenir en que es del ritmo de
la prosa, de la proporcionalidad de sus miembros, de donde proviene esa especie de
atmósfera idílica que comunica tan notable quietud.
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Si aceptamos que el propósito del novelista es elaborar un escenario general, integrado
por la asociación de cuadros parciales coordinados en la imagen del valle, habremos
descubierto un aspecto importante en la estructura de la novela. Pero un aspecto que se
perfecciona cuando advertimos que, de ese modo, nos instruye el narrador en la
peculiaridad del universo que diseñan las palabras.
El hombre
Semejante a la corriente que abrió cauce en lucha con las rocas, que no se sabe cómo
ni dónde acabará, que recoge en su caudal cuanto llega a sus aguas de las tierras que
cruza, igual al río que se enfurece y perdona, que tiene ratos de alegría y horas de
pesadumbre, pero que sigue adherido a su lecho, arraigado a él, desafiando a los
obstáculos, dispuesto a tropezar con los montes y continuar su marcha afirmando su
ímpetu conquistador, así es el hombre de Calemar que muestra la novela.
El hombre es igual al río, profundo y con sus reveses, pero
voluntarioso siempre. (11)
Cuadrado como las rocas, habla en voz "alta y tonante, apta para los grandes espacios o
el diálogo con las peñas" (16). Hospitalario, generoso, valiente, justiciero, enamorado,
bullicioso; la vida constituye –para él– el sumo de los bienes, y la vida es la lucha con la
naturaleza. El Marañón encarna mejor que ningún elemento esta vocación combativa, y
en pugna incesante con él, los cholos sienten "que son de la corriente más que de la
tierra" (203). Aman la vida natural y ésta es para ellos cruzar el río, con aguas quietas o
agitadas, dominándolo desde una balsa en gozoso desafío: "Aquí estamos nosotros, los
balseros de Calemar: Aquí están nuestras palas y nuestros brazos" (140).
60
La novela contrasta a los cholos del valle con los indios del Ande, de quienes sabemos
que no se adaptan a las tierras cálidas y padecen por el clima y la fauna. Intervienen
además personajes de Shicún, caserío de cierta mayor importancia que Calemar, dotado
de autoridades, vías de comunicación, habitado por propietarios blancos y trabajadores
cholos. Calemar es, en cambio, una comarca homogénea en su composición
demográfica, todos son mestizos; y como viven en un rincón apartado, entre la floresta,
el río y los Andes, conservan una relativa independencia frente a los centros
administrativos y las convenciones sociales. Los modales y el lenguaje de su gente
revelan este apartamiento. El contraste más acentuado surge al oponer la figura de un
joven ingeniero limeño a la de los cholos del valle. En ellos está transfigurada la
oposición de dos mundos radicalmente distintos: el hombre de la metrópoli, instruido en
el culto a la ciencia, afanado por imprecisos anhelos de reforma social y beneficio
económico, imbuido de prejuicios tradicionales, poseedor de indumentaria, acento
idiomático y modales totalmente extraños al vallino. En frente está, con un cierto aire
primitivo, el balsero; sin horizontes más amplios que los del río y los cerros, sin
instrucción escolar, pero con un extraordinario, aunque simple, ejercicio lógico adquirido
en su trajín con la naturaleza. Algo hay aquí que evoca la controversia entre civilización
y barbarie, más centrado el interés no en la antinomia en sí, cual aparece en la
novelística del siglo diecinueve, sino antes bien, en la función que ésta desempeña en la
estructura general de la novela. Escuchemos la descripción del visitante:
Era un joven de botas, pañuelo de seda al pescuezo y alón
sombrero de fieltro. Su elegancia resaltaba ante nuestra
elemental indumentaria de vallinos: sombrero de junco,
camisa de tocuyo, pantalón de bayeta, rudos zapatones u
ojotas chocleantes y acaso también un gran pañuelo rojo
que envuelve el cuello defendiéndolo del sinapismo del sol.
Su caballo era un zaino grande y bueno, sólo que bisoño
en estos lugares y tuvimos que remolcarlo desde la balsa
con una soga. El apero relucía en sus piezas plateadas, lo
mismo que las espuelas del jinete y la cacha de su
revólver, metida en funda que pendía de un cinturón de
gran hebilla. (15)
Al visitar el ingeniero, páginas adelante, a un hombre blanco, instruido, pero con años de
residencia en la falda de la cordillera, lo alegró el ver "una cara blanca y una mano fina,
pero su contento fue mayor al escuchar, aunque con el acento de la región, un
castellano claro y suelto" (58). Para ambos constituyó la charla motivo de regocijo, era el
reencuentro con un mundo perdido a cientos de kilómetros. Don Oswaldo se quejaba de
que fuera imposible conversar con los cholos de Calemar, porque no hablan sino de lo
suyo: "no nos entenderíamos", aseguraba. En efecto, las horas que el joven limeño
había transcurrido en Calemar fueron de mutuo asombro. A los balseros les extraña que:
"Este señor" responda a la ligera a sus preguntas, y que
necesite aclaraciones "de todo". Tenemos que darle
explicaciones hasta de nuestros checos caleros, diciéndole
que estos pequeños calabazos sirven para guardar la cal y
se queda mirando el mío que tiene un cuello labrado en
61
asta de toro y una tapa del mismo material donde se
acurruca un monito con la cara fruncida de risa (17).
El ingeniero siente curiosidad por los instrumentos, vocablos, usos; pregunta por las
variaciones del tiempo, el trabajo en las balsas, y se asombra de cuanto escucha. A su
vez los vallinos aguardan un relato de la ciudad lejana y famosa de donde viene el
visitante, pero éste nada cuenta, y se limita a ofrecer sus cigarrillos y licores "finos" cuyo
aroma los resarce de la vana espera.
En realidad, otro diálogo sería imposible, pues los interlocutores pertenecen a esferas
cuyos intereses mutuamente se ignoran. Para el ingeniero, ese trozo de tierra es un
rincón desgraciado, al margen de la civilización; y sus habitantes, tanto como la tierra,
deberán aguardar un período de progreso que los atraiga al ritmo de la capital
occidentalizada. A Calemar lo condujo la ambición de fortuna, pero el mundo y su
poblador no le inspira otra actitud que curiosidad. Los vallinos ven en el recién llegado
un forastero, y como a tal lo acogen, lo observan y lo ayudan. ¿Cuál podría ser el mejor
aporte de estos hombres sencillos? Reconocer en el limeño, por cierto, su calidad de
forastero y adiestrarlo –a través del relato de sus peripecias y recuerdos– en el mundo
de los objetos, de los nombres, en la lectura de la naturaleza y de las normas vitales de
la región. Le explican por eso cómo es el trabajo en el río, qué sucede si llega la
creciente, cómo se pasan las bestias, cómo se junta el agua, contándole todo con la
satisfacción de quien sabe que esas tareas, exigen una sabiduría sólo poseída por los
bravos balseros. El aprendizaje "por la experiencia" es, para ellos, la vía más autorizada
del conocimiento, y su propia vida no consiste sino en el uso y aumento de esa
sabiduría. En cierta ocasión, discutiendo un grupo de vallinos sobre la muerte de las
aves, lo que era a sus ojos un enigma, Arturo sugiere que "los letrados" (129) que viven
en los pueblos, es decir, los hombres instruidos, son quienes saben a dónde terminan
los pájaros cuando mueren; pero el viejo Matías, que deja hablar por su boca a la
tradición del valle, y cuya opinión es por eso la más respetada, replica: "Esos dicen que
saben, pero nues lo mesmo que saber e verdá" (129). Y agrega, resumiendo cuanto
examinamos ya sobre el "modo de conocimiento", que eso no es lo mismo "que haberse
dado cuenta con los meros ojos diuno" (129).
La experiencia es, pues, el método válido para descifrar este mundo de intrincada
naturaleza, y la forma de alcanzarla consiste en observar con atención las mutaciones y
características de la realidad. Al poseerla se juzga el balsero a la altura de las fuerzas
contra las que defiende su derecho a la vida, y las valora en su extremo poderío como
elementos personificados, convertidos en alegorías que pueden, incluso, arrancar de sus
labios sinceras plegarias. Es ese el secreto que ignora el forastero. Y el narrador, que
desea conducir a los lectores hasta el meollo de la existencia en el valle, no olvida que el
lector es, también, un forastero en esta región de río y hombres asombrosos. Cuida por
eso de ganar paulatinamente nuestra confianza, y en tanto lo consigue, adelanta noticias
que valen para establecer la relación exacta de la vida en el valle. A lo largo de su relato
se detiene cada vez que estima indispensable hacer una aclaración, intercalando en el
texto, de ese modo, una serie de figuras descriptivas que tienen la virtud de
convencernos de la habilidad de nuestro narrador, de ayudarnos a penetrar en un
62
ambiente que de otra forma nos resultaría extraño, para poder al fin participar con
familiaridad en el contenido de la historia. Apenas iniciado el relato, he ahí ya la
indispensable explicación:
¿Qué son las palizadas? "Troncos que se contorsionan como cuerpos, ramas desnudas,
chamiza y hasta piedras que navegan en hacinamientos informes aprisionando todo lo
que hallan a su paso" "¡Ay de la balsa dice que sea cogida por una palizada!" (8) ¿Qué
hacen los balseros si la palizada los sorprende en el río, cómo es una balsa, o las nasas;
cómo debe prepararse la pesca con dinamita; qué es un pongo y cómo se atraviesa la
escalera o se evita el salto de las víboras; cómo se arrastran las bestias remolonas para
que atraviesen el río, o cómo se ordena una vacada que baja de la cuesta? Nos habla
también del mensaje que una balsa solitaria deposita en el alma del balsero, de su pena
y vanas deducciones acerca del motivo de la tragedia. Detalles que muestran fases de
un hombre y una realidad normalmente desconocidos por el lector, y que sólo merced al
relato encontrarán en él comprensión adecuada.
Socialidad y leyenda
Con el blanco, con el forastero en general, adopta el indio una actitud de reserva, como
si previera la necesidad de guardar un secreto. El recelo proviene de un proceso remoto
que le aconseja liberar su expresión, solamente, en "los coros fraternos formados en
familia a la puerta de las chozas o comunitariamente al borde de las eras o las chacras"
(72). Ahí comentan las incidencias de la vida diaria, escuchan relatos que hablan de
actos extraordinarios oídos ya por sus padres en grupos semejantes, por ejemplo:
La maravillosa historia de Tungurbao: "que apareció por
Chuquitén y era un hombre que no se supo ni de dónde
vino ni a dónde se fue, pero que estuvo mucho tiempo allí,
tañendo su flauta de oro en las noches de luna, atrayendo
y seduciendo a las mocitas con el hechizo de su música
melodiosa, clara y alta –tanto como para llenar con ella la
comarca– nunca oída antes ni después. Tungurbao
desapareció acaso porque le apenaran las lágrimas de las
madres o porque terminara su pacto con el diablo. esto
sucedió hace mucho, pero mucho tiempo… (73)
En el valle siente el hombre, en cambio, la imperiosa necesidad de la charla, de la
comunicación franca con el compañero de faena o con el visitante. Como el río, su vida
es un caudal de hechos, de sucesos que retiene la memoria y que, evocados, recobran
la vivacidad de una realidad distinta, fantástica, remozado mirador desde el cual
contempla el devenir del tiempo. El pasado es una suerte de reservorio donde se
almacena un cúmulo de fórmulas mágicas, útiles para averiguar qué existe más allá del
conocimiento empírico. En él se sedimentan antiguas creencias, secretos revelados a
algún antecesor en fortuito encuentro con seres sobrenaturales: ese tiempo remoto,
nebuloso, oscuro, es fecundo en versiones que en la ronda de los cholos alternan
vivazmente con sucesos del día.
63
Propicia es la noche a la imaginación del balsero. Con ella se anuncia ese mensaje
insondable conservado a lo largo de generaciones, que llega y se adueña del corazón
del vallino y de la naturaleza fiera. Hay en especial noches pesadas, negras, violentas;
son noches de encantamiento y brujería, temidas por el hombre que no acierta con su
significado y espera ansiosamente la luz de la mañana. En ellas se teje la suerte de una
revelación, o la burla tramada por los seres poderosos contra el morador incauto.
Cierta vez que un puma asaltó el caserío, fue inútil darle caza, y los cholos comenzaron
a sospechar que aquello era obra del encantamiento. Mientras con el arma en la mano,
detrás de un cerco, aguardaba Arturo la aparición de la fiera, recordaba haber
escuchado:
de hombres que enflaquecieron sin saber por qué a pesar
de que comían mucho, pues tenían un hambre de buitre. Y
después murieron. Y esos hombres contaban siempre de
encantamientos de lagunas, de cerros, de ríos, de pumas.
Y todo les había pasado en el atardecer o en la noche
(149).
Poco tiempo después el puma tenía para todos en Calemar "un obscuro azul de río, pero
brillante, encendido, mágico" (151). ¡Era puma encantado! Fue la luz natural, días más
tarde, la que curó de sus dolencias al Arturo y otros cholos, en tanto que doña Mariana
gritaba, agitada y furiosa: "¡Si es como todos… medio pardo, medio amarillo… el puma
azul!" (154).
El río anuncia otras veces esa atmósfera inefable, fuente de descubrimientos e ilusiones
que se refugian en la penumbra o en el pasado invisible. Hay noches en que el Marañón
brama "haciéndose espumarajos y creciendo como cosa de brujería" (19), nadie duda
entonces de que las aguas advierten contra el Coayguash, el monstruo que nadie ha
logrado ver, pero que no obstante aseguran "que es como un lobo con cien manos y no
aparece sino cuando el río tiene que tragar por fuerza a alguno para darle de comer al
maldito" (20).
64
El narrador afirma que:
El cordel no tiene por objeto asegurar las mantas
solamente. Sirve de manera principal para que del cuerpo
preso no pueda salir el alma a penar por la tierra y se
escape por la cabeza –por eso la piel de carnero deja la
coronilla descubierta– y vaya derecho al cielo a ser juzgada
por Dios. (141)
Tradición oral y coca
En las charlas nocturnas rehacen los balseros trozos de tradición muy querida. No sólo
es ese otro lado de la realidad que a ratos los sorprende y deslumbra, y a ratos los
espanta; en ellas escuchan narraciones que en forma fabulada tratan del origen y
destino del hombre. Por su intermedio se avecinan a los temores y creencias de los
antepasados, y los incorporan, interpretándolos, a la realidad actual. "Me contó un señor
–decía una vez D. Matías– que en tiempos antiguos los peruanos adoraban como meros
dioses al río también y también a la serpiente. Y yo digo que tal vez fue porque la
diferencia es poca, y al no saber cual era más ni menos, velay que pa los dos tuvieron
adoración" (207). Y así, por ejemplo, remontándose al pasado descubren el sentido del
río, de su Marañón, serpiente de oro, por su longitud y su riqueza, pero serpiente que
envenena y mata, y que en esa dualidad reproduce la ambivalencia de la realidad y la
vida.
Otros relatos se han convertido en texto venerado, que durarán lo que duren las aguas.
Una vez, D. Matías, el mismo viejo sabio, ofreció contar cómo fue que el Diablo esparció
los males por la tierra, y cómo éstos no se hubieran propagado, de no ser por la
maldición que constituye el desaliento. Voy a contarles –dijo– y no lo olviden poques
cosa que un cristiano debe tenerla presente (207). En suspenso siguió el auditorio el
relato del anciano; dirigiéndose a nosotros, comenta el narrador:
Y relató la historia que nosotros no olvidaremos jamás y
que diremos a nuestros hijos con el encargo de que la
repitan a los suyos, y así continúe trasmitiéndose para que
nunca se pierda. (207).
Se olvida en esas horas la agresividad del paisaje y la atracción del río; la realidad
queda relegada, en penumbra, mientras emerge otro mundo, protegido en la niebla de
leyendas, supersticiones y risueños acertijos para la imaginación. Nueva realidad que se
burla de la materia ruda y la captura, o que la suspende en silencio por los espirales de
lo inverosímil, para dejarla caer, después, y mostrar que en su meollo de realidad y
fantasía, siendo distintas, no obstante se integran. Que si bien constituyen dos mundos
enfrentados, e indispensables, entre los que de tanto en tanto hay indicios de
superstición, carecen sin embargo de un deslinde neto. Entre ambos existe una especie
de tierra de nadie, donde su antinomia concluye ante el imperio de otra norma.
Realidad y fantasía se tocan al influjo de la coca: cada una puede derivar en la otra,
porque la coca hace aún más inciertos los límites que las deslinda. El gusto por la hoja
de coca es un hábito antiguo. Con ella forman bolas que retienen por horas en la boca,
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agregándoles cal, bañándolas con la saliva y el recuerdo, presionándolas con la punta
de la lengua y la ansiedad vehemente. Lo mismo se acoge el cholo a sus hojas en las
horas adversas, que en la diversión; igual si goza del reposo nocturno después de la
tarea, o durante ésta. Mas si un problema, o una duda, o una decisión son el motivo que
lo incita a consultar la coca, el acto reviste la hondura del río.
Lucas Vilca recordaba que a su padre "la hoja" le mostró su destino. Con ese
antecedente le ruega que también a él le señale su suerte, que se ponga dulce, porque
la dulzura significa que asiente a su esperanza y que el bien llegará. Si la coca amarga,
por el contrario, su presagio niega las expectativas, y el cholo no debe faltar al mandato
con insistencia inútil. Pero aun sin que se le invoque, la coca trasmite noticias que
previenen contra las desdichas: a Don Matías una vez le supo a hiel, y fue porque su hijo
menor había muerto en el río.
Ella suele brindar consuelo para el dolor, energías para la fatiga, estímulo para el
espíritu. Puede ser vago preanuncio de algo que ocurrirá y que se ignora, pero entonces
el hombre aguarda prevenido, vigilante. El cholo está convencido de la sabiduría de la
hoja: de que con sus sabores lo aconseja y le allana la vida, por eso la llama "coca
amauta", maestra en el difícil negocio con la realidad y las ilusiones. Cuando se asoma
al futuro a través de la hoja, abandona su fuerza terrenal, renuncia a la lógica más
simple, y se entrega con fidelidad absoluta a descifrar la respuesta de la coca. Es como
si penetrara en ella, como si la habitara días y noches mientras llega el mensaje:
Pensando en mi coca, preguntándole a mi coca amarga,
pidiéndole consejo y esperando que endulce mi boca con
aquella dulzura que es el milagro. (193)
Para el forastero ese vínculo humano con la coca tiene más el carácter de un uso
vicioso, enervante, poco saludable. No comprende que los pobladores del Ande y del
valle tengan, gracias a él, un asidero firme sobre la realidad y una ventana abierta hacia
la fantasía. Y que oscilando con la coca entre una y otra, extraigan de ella, además de
una extraña energía corporal, una dosis que alivia el desacompasado ritmo de la
satisfacción y las ambiciones, de la felicidad y la desventura.
Pero incluso para los costeños incrédulos, la hoja reserva sorpresas. De no ser por su
ayuda, D. Oswaldo habría sido víctima del "mal de altura" cuando ascendió a la cima del
cerro Campana. La coca le quitó la angustia, la opresión en el pecho, detuvo la
hemorragia nasal y lo invadió luego con una serenidad que, por primera vez, le permitió
divisar la ilimitada extensión del paisaje, al mismo tiempo que en el pecho oía resonar la
admonición del destino.
Don Oswaldo reconoció su salvación a la coca, pero el trato con ésta no es fruto del
acaso. En las tierras cálidas o frías la creencia en ella forma parte de una tradición que
inserta el pasado en el presente. Hace falta probar, ensayar, ganarse paulatinamente la
gracia de la hoja y, entre tanto, quedar expuesto a su influjo exaltado en los novicios.
Meses después, a un año de la visita a Calemar, el ingeniero pidió una porción de hojas.
Pero si la primera vez la coca le brindó el sosiego que en la altura le hacía falta, ahora lo
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hace revolverse poseído de una agitación extraña; acezante mira con nuevos ojos el
paisaje y, sólo ahora, comprende el sentido de la realidad y grita alucinado: "el río, el río"
supremo hacedor del valle y de sus hombres, cual si fuera ésta la primera vez que lo
contempla.
Ayudado por la coca domina el balsero las horas hostiles, descifra los signos de una
esfera fantástica que lo desconcierta y seduce, vive confiado en sus brazos y en la voz
amiga de su "casa amarga". Cuanto le sucede lo ha sabido ya antes la coca. A ella
retorna agradecido o desolado y escucha las noticias que colman su esperanza "con el
alma puesta en la hoja bendita" (196).
La coca está arraigada en lo más íntimo de la vida del balsero; en ella se refleja su
mundo y por ella le llega una confianza insólita frente a los azares del destino. Por eso
dice D. Matías que "la coca lo vuelve a uno ‘cristiano’ destos valles y destas punas"
(174).
Composición
El capítulo que vamos a interpretar (Cap. XI, pp. 127 - 132) mostrará, que al igual que en
la tradición narrativa más remota, la función del personaje expositor es un vínculo
indispensable entre la historia y el auditorio, es decir el lector que atiende el relato de
ésa:
Sólo chirapas cayeron al principio; pero después los cielos
se fueron encapotando densamente, las nubes tomaron el
color del plomo y del fierro oxidado y estallaron al fin en un
desplome de agua, truenos y relámpagos.
Ya es posible reconocer en estas líneas ciertas estructuras que caracterizan la técnica
del novelista. El escenario está constituido por el paisaje; en él actúan las fuerzas
naturales con un signo agresivo y se ordenan según la función que realizan en la
escena: chirapas (lluvia), cielos encapotados, nubes. El autor emplea la perspectiva
colorística y señala el "color del plomo" y del "fierro oxidado". Las aguas caen con
violencia y simultáneamente truenos y relámpagos coordinan luces y sonidos.
Obsérvese que la posición del adverbio "sólo", a cuyo sentido se añade la locución "al
principio" produce, merced al valor adversativo de la oración que empieza en "pero
después", un juego antitético que trasmite la imagen de la lluvia creciente.
Ya está aquí el invierno nuevamente. Se nos vino encima.
He ahí la conclusión esperable. Invierno sustituye a chirapas, cielos encapotados,
nubes, desplome de agua, truenos y relámpagos, los sintetiza. El cielo se desploma, es
decir, la idea de la lluvia se asocia con el sintagma popular caer encima, venir encima
que significa repentineidad. Más adelante dirá el personaje: "el cielo pesa como una
amenaza", figura que lo concibe igualmente como objeto material y evoca su caída y el
efecto de ésta en el ánimo del poblador.
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En las líneas sucesivas aparece otro recurso de empleo frecuente: el desarrollo
simultáneo del tema propio de la acción y su efecto en el medio circundante: la lluvia cae
–el río crece– la tierra se esponja cálida y jugosa. Luego, como si el narrador mirara
desde el interior de la choza, describe el horizonte. El paisaje es visto así, primero desde
una relativa lejanía, desde afuera del escenario; después, desde el lugar donde ocurrirá
la acción, repitiéndose los mismos elementos discernidos en el párrafo inicial, mas ahora
en una visión sintética. La oración introducida por "pero" recorta la intención de su
subordinante, y reconduce el relato a la idea central.
Esta vez el tema de la lluvia se concentra en un día de invierno, en un lugar
determinado, y aparecen los actores y el mismo narrador:
Y la lluvia cae tarde y noche, cuando no en la mañana
también, obligándonos a permanecer en nuestros bohíos.
Ya retiramos las balsas a mucha distancia de la orilla para
que la creciente no las arrastre. Ya cerramos las tomas de
las acequias a fin que el abultado caudal de la quebrada no
inunde el valle. Ahora vengan coca y charla, si es que a
algún cristiano no se le ocurre pasar.
El enlace oracional reúne juicios que a pesar de mantener relativa independencia, dejan
en claro la intención descriptivo-acumulativa del autor. "Y la lluvia cae tarde y noche",
"Ya retiramos las balsas", "Ya cerramos las tomas de las acequias". El aspecto iterativo
aparece además en: cuando no en la mañana también, cuya negación aparente se suma
de manera positiva al enunciado de la oración principal. La conjunción inicial "y" destaca
el enlace con la cláusula anterior, al par que contribuye a mantener la secuencia de los
juicios.
El narrador cree que es necesario aclarar por qué retiran las balsas y cierran las
acequias, atrayendo así al lector a su centro de interés, que el sentido condicional del
último período hace más visible.
La lluvia prosigue y la atmósfera del valle es invadida por el rumor del río y los ruidos del
viento al soplar entre los árboles. La intensificación de "llueve, llueve", y la referencia a
chirridos de grillos, graznidos de tucos, así como la búsqueda de refugio emprendida por
los pájaros, suscitan en el lector, y posiblemente en los personajes, una doble sensación
de apatía y desasosiego, contra los que obrarán charla y coca. El revuelo de las aves,
que ya fue anticipado, hace pensar a los balseros en el destino de los pájaros una vez
muertos.
"¿Cómo y dónde acabarán las aves? Las que no caen ante sus enemigos –hombres y
fieras– ¿por qué y cuándo morirán?". En este punto conviene subrayar otra constante
del sistema narrativo de Alegría. Los pasos de un tema a otro se producen
concatenadamente, en proyección lineal, respetando, también en esto, las exigencias
impuestas por la oralidad, y suscitando con acierto un símil con el curso progresivo de la
palabra y el discurrir del río, medida de cuanto acontece en la novela. Antes de tratar un
nuevo tema, sin embargo, el autor lo sugiere en párrafos precedentes, da un anticipo de
él y permanece aguardando el "instante propicio" para desarrollarlo. Tal ocurre con el
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vagabundaje de los pájaros, que sirve de coyuntura para esbozar otra constante del
libro, el paralelismo entre los hombres y el paisaje unas veces, o los hombres y los
animales en otras.
Líneas adelante comunica el narrador mayores detalles sobre la reunión y las personas
asistentes. Hasta ahora el relato ha sido unas veces en forma indirecta, en apariencia
objetiva; otras, en el tono más próximo de la charla directa, en la que abundan las
oraciones explicativas, preguntas, y la presentación del ambiente más íntimo: la rueda
de cholos. Hasta aquí el castellano es normal, con los giros corrientes de la
conversación, y con ese lenguaje ha reflejado el novelista el ambiente de invierno y el
estado anímico de los balseros. De ese modo ha conseguido apoderarse de nuestra
atención de lectores, y consciente ahora que escuchemos de más cerca el coloquio de
los cholos.
Sí, pué -dice don Matías- cosita que quisiera saber es la
muerte e los pajaritos… Nunca mei encontrao ni uno
muerto puel campo salvo al que lo haiga desplumao una
culebra o cualesquier animal o un tiro, pero entón se
nota… Muerto po su muerte mesma, nunca…
Hemos ingresado en una nueva fase del relato. La impresión más sorprendente la causa
el carácter dialectal del habla del anciano. Numerosos fenómenos de índole fonética y
morfológica, de manera especial, concentran el efecto a lograr por el medio lingüístico.
El contraste entre este lenguaje y el usado hasta hace apenas un instante, produce la
sensación de un efectivo ingreso en un ambiente rural.
A la pregunta del viejo Matías responden en primer lugar las mujeres: Doña Melcha y
Lucinda, pero antes de escuchar su voz ya ha intervenido la del narrador para comentar
qué hacen, en qué lugar están sentadas, etc. En seguida cuenta que el hijo de Arturo
también se halla presente, aunque sin comprender lo que hablan los mayores. Luego,
opina Arturo que esos problemas los deben conocer tan sólo los "letrados" que viven en
los pueblos; pero don Matías replica que poco vale lo que digan, pues ellos no han visto
cómo mueren los pájaros. Para absolver la pregunta es necesario haber visto con "los
propios ojos", saber por experiencia personal, según es costumbre en el valle. En ese
momento interviene Silverio Cruz y reclama atención para explicar el caso. El narrador
ha ido comentando las frases de los participantes en la reunión, ha ido aclarando las
situaciones, y de ese modo se han formado dos planos correlativos: el de la charla de
los vallinos en su lenguaje especial, y el de las frases que el narrador, en el español
corriente, dirige a nosotros, los lectores, para hacer más inteligible el curso del coloquio.
No ha querido dejarnos extraviar en un ambiente que sabe es extraño al lector, y no ha
deseado, tampoco, que por esta dificultad permaneciéramos sin entender los detalles de
la conversación. El tema es interesante, pero difícil, pues la mayoría de balseros ha
reconocido su incompetencia. Al intervenir, de pronto, Silverio Cruz y ofrecer revelar el
enigma, las pausas e interrupciones anteriores, las palabras a media voz que nos dejó
escuchar el narrador, no pueden ser vistas sino como suspensiones que han servido
para crear el clima de expectativa y ansiedad en el que resonará ahora la voz clara de
Silverio:
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Cuanduera muchacho mi mama contabuna historia quella
loyó tamién cuando muchacha… Dicen quiun cristiano se
jué a cortar leñita y como no lencontraba cerca se jué
yendo, yendo po una quebrada… Iba puen medio diun
montal y leña güena nuabía sólo meros palos verdes
hallaba… y más lejos toavía siba cuando velay quioye un
canto e pajaritos… y se jué acercando cuando dizqué vidun
campito espaciao onde los pajaritos siabían aposentao en
las ramas e to la güelta… Y bía to clase e pajaritos… unos
coloraos, unos verdes, unos pardos, unos amarillos, que
digo huanchacos, que digo chiscos, que digo rocoteros,
que digo quienquienes… yotros pajaritos quél no conocía
puen su vida los bía reparao nunca, nunquita… Asies
questaban ai cantando yel cristiano se quedó parao ai,
embelesao, oyendo aquel canto… pué toítos cantaban
diacuerdo yerelcanto más lindo quiun cristiano haiga
escuchao. Cuando diun momento los pajaritos se callaron y
uno dellos questaba en la rama más alta yera ya dejuro
medio viejo, pue tenía la pluma sin brillo, levantuel vuelo
subiendo, subiendo, dando güeltas, hasta quel cristiano ya
no lo vio y los otros pajaritos tamién no lo vieron poque
subió pa las nubes, más arriba e las nubes, poque subió
pal cielo…
La versión de Silverio, que él oyó relatar a su madre, y que ella ya había escuchado
cuando era muchacha, ha conquistado el asombro de todos. Incluso el nuestro. Tiene el
encanto respetado de la tradición. Don Matías exclamó un expresivo "Guá, hom…". Y el
mismo Silverio entusiasmado prosigue relatando:
Güeno, pué… Yeneso los pajaritos vieron ondel cristiano
yuno delloe voló pa una rama cerca del y dizque habló
como si juera otro mero cristiano tamién yasí jué que le
alvirtió: "Yas visto lo que niun cristiano ve. Si cuentas,
mueres". Yentón el cristiano dijo que no contaría, yasí
como dijo así luizo, pue e contar tenía que morir…
Ahí concluye su relato. El narrador describe la satisfecha vanidad de Silverio.
El Silverio Cruz sopla la callana avivando el rojo fulgor de
las brasas. Luego la deja a un lado, sonríe y mueve el
checo y masca su coca con un aire de satisfacción.
Pero Arturo no tarda en destrozar la atmósfera de fantasía creada por la leyenda del
cholo: "Güeno, pero siel cristiano no pudo contar y nua contao como dices, ¿cómo pa
ver sabido dispués?…". La ilusión de un instante ha desaparecido entre las sonrisas del
auditorio y Silverio Cruz, mortificado un tanto, se dispone a marchar.
El clima estético ha sido logrado merced a lo insólito del tema, a la simpática ingenuidad
de las personas, a la tensión creciente del relato, y al factor más activo: el lenguaje, que
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al reunir a los anteriores e identificarse a cada paso con ellos, se transforma de
instrumento significante en elemento significativo.
La lengua rural deslinda el mundo de los balseros del que es propio al lector; construye
una especie de vasta vitrina a través de la cual apreciamos, desde una cierta distancia,
su peculiar sistema de valoraciones, su ordenamiento lógico, su forma afectiva. A través
del lenguaje rural concebimos además la interacción constante de la esfera real y el
ámbito fantástico, índices categóricos del mundo del balsero. Pero eso no es todo, el rol
del narrador dista de ser superfluo; de la participación anónima ha ido avanzando hasta
presentarse claramente en la intimidad de la acción. Situado en ella, el narrador nos ha
provisto de indicaciones útiles y gracias al contraste de las realidades, ha logrado
atrapar nuestro interés e introducirnos, por un instante, mientras Silverio hablaba, en su
órbita de lógica ingenua. Nótese que los vallinos descartan la explicación de Silverio no
por inverosímil; la censuran por incongruente. Su inclinación por los sucesos fantásticos
los predisponía a aceptarla, pero el sentido práctico, tratándose del conocimiento
humano, es el que mueve la objeción de Arturo. Sólo ahí se quiebra la veracidad del
relato.
El capítulo concluye con dos rasgos más que interesa observar: "Con la callana bajo el
pocho, entra a enredar en sus lomos los hilos de la lluvia y luego se pierde tras de los
árboles". Como en este pasaje, en muchos otros, el autor ensaya la imagen poética en
sus descripciones. Los recursos de que se vale son diversos, en el ejemplo transcrito, vr.
gr., ha convertido a "los hilos de la lluvia" en objeto de la acción, mientras que, en una
construcción ordinaria, habrían aparecido en la función de actor. Por último, antes de
terminar el capítulo, don Matías le pregunta a Silverio si no teme que la tempestad
ocasione el derrumbe de los cerros, si no ha escuchado ladrar a los perros, y deja fijado
en esa forma el anuncio con el que se eslabonará, capítulos adelante, el tema del
desmonte e inundación.
Contraste idiomático
Medio eficaz para reconocer fronteras sociales y literarias es el uso idiomático. A través
de este rasgo de estilo se suele identificar el lugar de origen, el ambiente social, el nivel
de instrucción del hablante, etc. Por estas condiciones sirve espléndidamente a la
intención estilística del escritor, que gracias al contraste entre la lengua rural y la
corriente, deslinda con el uso dialectal el sello peculiar de las personas, y en forma
simultánea menciona la realidad y los objetos. En el contraste de las normas lingüísticas
se cimenta gran parte de la originalidad de La serpiente de oro y tiene su apoyo literario
el ser privativo del mundo novelado.
Comprobamos que el lenguaje de los campesinos aparece sólo en los diálogos; que
para la descripción, para el relato puesto en los labios del narrador, se ha escogido
como base el español general, aunque desde ahora conviene adelantar que, no exento
de vocablos y giros regionales. En el primer caso, el de la lengua rural, existe hasta
ciertos límites un propósito restrictivo; ya sabemos la causa, lograr la fuerza unitaria que
constituye el fundamento del grupo hecho personaje, y subrayar su pertenencia a una
71
realidad desconocida para el lector. En el caso segundo, en cambio, predomina el
impulso comunicativo; pero el lenguaje del narrador, advertimos, está teñido por distintos
matices que incluyen en el español corriente un acento particular, de sabor local. No
bastará decir que su tono y vocabulario se presentan como una lengua de coloquio,
respondiendo, también en esto, a la estructura conversacional de la novela, y, a la
proclividad por la charla, natural en el balsero: no debe olvidarse que: "Las noches del
Marañón con su cálida oquedad tremante, invitan a la conversación mientras el sueño
llega. Por lo demás es un gusto –confirma el narrador– acercarnos a nuestras
peripecias, recordar los duros trajines y agregar retazos nuevos a la visión de todos los
días" (172).
La misma función caracterizadora es cumplida por las palabras arcaicas, por la abusiva
creación de verbos, adjetivos, adverbios, participios activos, etc.; por los sonidos o
morfemas de sustrato quechua; y finalmente, por los nombres de animales, árboles e
instrumentos desconocidos en la lengua urbana, que ya con el significado local o con un
nuevo valor semántico, contribuyen a resaltar los rasgos peculiares de un ambiente
diverso.
Leamos atentamente el relato que trata de la muerte de las aves, (pp. 130-131) del que
ya nos ocupamos, y percibimos el fundamento de nuestra apreciación. Pero escojamos,
mejor, otro capítulo, el XIV (pp. 165-167) La balsa solitaria.
"Río Marañón, déjame pasar". El chapoteo terco y vigoroso
de las palas nos recuerda el canto. "Río Marañón, tengo
que pasar". Las mangas remangadas dejan ver los cetrinos
y recios antebrazos. Jadean los músculos bajo venas
abultadas y las palas se hunden rumorosamente triando la
balsa a la ida o la vuelta hacia adelante… oscilando sobre
tumbos prietos, sorteando tallos matreros que se esconden
bajo el agua dejando ver apenas alguna rama, venciendo
rápidos y eludiendo escondidas rocas, crujiendo,
remando… siempre hacia adelante.
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negras y lacias, brillantes de sol o retintas de lluvia. "Río
Marañón tengo que pasar".
73
Y las rodillas dobladas como para orar afirmándose en los
intervalos de los maderos, y los maderos ya pesados, pues
se han llenado de agua en el continuo trajín, y los
pasajeros que van al centro mirando temerosamente el río
hinchado, convulso, voraz, parecen decir todos a una: "Río
Marañón, déjame pasar".
Junto al efecto de las conjunciones habrá que suponer otros factores: la acumulación de
adjetivos (hinchado, convulso, voraz), la repetición de maderos; el estribillo "Río
Marañón, déjame pasar", que es correlativo de "Río Marañón, tengo que pasar". En esa
forma se ha logrado referir la totalidad del discurso, como una sola secuencia, a la
imagen de la travesía del Marañón, esbozada en el párrafo inicial del capítulo. Se ha
logrado, asimismo, presentarla como una visión unitaria, distinta de lo que hubiera sido
una descripción. La inevitable secuencia material de las oraciones es anulada por la
"precipitación acumulativa" de los elementos, que concluye en "para decir" todos a una
"Río Marañón, déjame pasar".
No sería insensato pensar que los enlaces oracionales juegan en el ejemplo transcrito el
rol más ponderable, pues no sólo contribuyen a la constitución de la figura unitaria, sino
que aportan al discurso una noción de continuidad, de devenir oral, de reiteración; rasgo
importante, porque podría postularse que el autor desea comunicar, hacer sentir el ritmo
uniforme, pendular –a la ida o a la vuelta– en el cruce del río. Reléase el párrafo y
quedará en claro ese desplazamiento, marcado por el esquema entonacional, esa
oscilación reiterada entre dos direcciones opuestas, que a la postre es un tipo de
"balanceo". Pues bien, esa impresión es conquistada por los elementos sintácticos y
rítmicos aún antes de que aparezca el enunciado lógico en la línea inmediata: "Esta es la
escena que se repite incesantemente". A ella, a su significado, se encadenan las dos
cláusulas sucesivas, que añaden solamente detalles al conjunto.
La sintaxis contribuye una vez más a relievar el sentido del texto. En los enlaces
oracionales predomina la noción disyuntiva. La construcción copulativa le ha cedido su
preeminencia, manteniéndose ahora en un plano secundario, desde el cual coopera
enumerando elementos positivos y negativos. Pero aquí insistamos nuevamente en el
ritmo. Persiste ese ligero vaivén, esa atracción de los extremos (que viene quién sabe de
qué sitio –que irá a acabar sabe Dios dónde); que nos sorprendió ya antes, y que ahora
74
es una especie de puente por el cual se comunican las dos partes constitutivas del
capítulo.
Acaso el agua la lleve más al costado aún y la golpee
muchas veces contra los pedrones que surgen en las
orillas o los rocosos recodos y la desamarre y despedace.
Tal vez llegue en momentos en que algunos balseros estén
cruzando el río y ellos la atrapen, o puede ser también que
alguien que nada en regla la vea venir en buen momento y
se tire al río y la alcance. Pero ahora se encuentra ya a
nuestra altura y nadar hacia ella sería tarea inútil.
Cuando al concluir el capítulo dice el narrador que al volver a sus casas la comida se les
vuelve ácida y la vida entera se torna un responso, ha concretado la impresión que los
períodos anteriores habían suscitado en nuestro ánimo. En la disyunción de las
posibilidades, en el quién sabe, o sabe Dios dónde, en el tal vez o puede ser, en el
acaso y la serie de empleos de las conjunciones o, e, y cuando intensifica los valores
previos, consigue expresarse aquella variedad de causas y amenazas. Subyacente
debemos presumir la norma vital que domina su mundo; ahí está ella con su rostro
ambivalente, incierto. La incertidumbre del destino, la impenetrabilidad de su solución,
coinciden con las oraciones que nos dan la figura del paso de la barca, de su
alejamiento, de su lejanía, de la obscuridad que perdura en los ojos como una mancha.
En el Marañón el destino es como el río, y lo que hoy es espectáculo, mañana puede ser
experiencia personal. Por eso faltan las palabras, como ante el misterio:
La balsa avanza ondulando. Se aleja. Ya se pierde en la
lejanía, empequeñecida por la distancia y la majestuosa
amplitud del río. Por último se confunde en la obscuridad
del crepúsculo y la turbiedad de las aguas y en nuestros
ojos sólo queda una mancha.
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Cuando llegamos a nuestras casas contamos el hecho y
todos sentimos que la comida es ácida en nuestras bocas y
que la vida entera se nos vuelve un responso, para
expresar el cual nos faltan las palabras
Lenguaje y experiencia
Las comparaciones, sobre las que algo dijimos, sirven fácilmente a la construcción de
los caracteres; por ejemplo, aluden a cualidades de animales o de plantas para indicar
propiedades o rasgos físicos del hombre: "No sé qué mirada tiene para mí, si mirada de
paloma, o de tuco, o de víbora" (190); "aquí sí pintamos como el ají en su tiempo" (10);
"una pelusa de melocotón verde entre la cual una que otra barba surge solitaria como
maguey en pampa" (17). Con mecanismo análogo se describe, en ciertos pasos, a la
naturaleza: "…la sierra peruana tiene una bravura de puma acosado" (7); "la noche
entera aúlla" (153); "la noche aletea con alas de cóndor" (43); y, extendiendo las
referencias que sirven de término de comparación, el autor establece un paralelismo de
índole sentimental entre la naturaleza y el personaje: "la noche negra y triste como una
76
mortaja" (104). "Y ya no son solamente relinchos, balidos, gritos… Hasta el rumor de la
lluvia, el estremecimiento de las hojas, el silbo del viento y el bramido del río hablan
ahora del puma azul" (151), que condice con la interpretación animista, propia de la
cultura rural, y cuyo motivo primario reside en la identidad profunda que existe entre
habitante y paisaje (entre sujeto y objeto); entre el río y lo que éste significa, y el hombre
del valle. El propósito del narrador es inequívoco: apunta a introducir al lector en el
ámbito de la novela, pero instruyéndolo, adaptándolo a las exigencias de la realidad
imperiosa. El ajuste a las normas vitales, en grado diverso ya se trate del forastero o del
lugareño, es una constante en La serpiente de oro.
77
- No, Rogito… No te tires, hom…
Vida y libertad
Ha querido el autor iniciar el libro con la presentación del medio natural: "Por donde el
Marañón rompe las cordilleras…" (7) y, sólo después que el escenario estuvo diseñado,
apareció el personaje. El argumento versa sobre la actividad de un tipo humano, el
balsero, en un caserío situado a orillas del río Marañón: Calemar. Hombre y escenario
son los hitos a los que se refiere el curso novelesco, que carece de la unidad que en
otras obras forjan nudo y desenlace. El tema está dado para un conjunto de escenas, de
relatos breves que a su vez contienen historias más pequeñas, como si todas ellas, que
surgen por mérito de su relación con la vida del hombre, fluyeran en una corriente
equiparable al río.
Veamos ahora cómo es la vida del habitante de Calemar, cómo está expresada en La
serpiente de oro.
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rasgos que lo comparan con el río. Ambos son fuertes, por eso combaten; ambos son
una sucesión de hechos que va haciendo historia y se mantiene en el tiempo, no
obstante de que a cada paso son diversos: "Junto al río la vida es como él: siempre la
misma y siempre distinta" (214).
La vida opone obstáculos de índole distinta a los de la naturaleza: los que surgen del
orden social. Con los primeros ha crecido en trato continuo y en lucha con ellos se
habituó a su presencia, a dominarlos, a salvar el peligro; en cambio las instituciones
sociales, crean un género de inconvenientes cuyo carácter le es menos comprensible.
La serpiente de oro no propone el tema sino en forma secundaria, apartándose de la
literatura nacional, que, por la época de la aparición del libro, centraba el interés
novelístico en la discordia entre el régimen imperante, favorable a los hacendados y
patronos, y el oprimido de los grupos mestizos e indígenas. Le bastaba al autor indicar
por momentos, que en la medida en que ambos regímenes se encuentran, el orden
oficial constituye un instrumento adverso a los vallinos, quienes de hecho viven al
margen del dominio centralista de las capitales.
El aparato estatal es descrito como una conjunción policíaco-jurídica que provoca, por
rechazo, un sentimiento rebelde, proclive a la justicia personal, el que ya se hizo
evidente con ocasión de la muerte de Julián y es causa de las acciones sangrientas del
Riero. De ese modo se consolida una vez más el concepto de la autonomía local.
En pocas líneas es presentada la actuación de la Guardia Civil. El párrafo primero de la
página 42 resalta las diferencias sociales que en el pueblo aíslan a los policías de los
miembros pertenecientes a la clase distinguida, y las que los separa asimismo de los
cholos lugareños. Ante unos se revelan esas diferencias por un mal aceptado respeto;
con los otros, por un desdén abusivo.
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La represión policial recurre al tópico del servicio militar obligatorio y la libreta de
conscripción, invocados a causa del interés que suscita la belleza de una mujer
comprometida, a cuyo galán es necesario descartar. La respuesta de los balseros,
queriendo ser airada, es, no obstante, una actitud personal, extrema; casi el gesto de
quien se bate conocedor de su desventaja, en inútil afán defensivo.
Se halla de por medio el dilema de la vida, que para el trabajador del valle y para el
balsero en especial, es sinónimo de libertad. El "Corrido" es, por ende, el personaje
nativo que encarna mejor ese anhelo ancestral arraigado en el corazón del vallino,
afirmado en su pugna por la subsistencia. ¿Quién es el corrido? Un hombre al que
La justicia lo persigue y él dejaría primero escapar gota a
gota toda su sangre antes de dejarse atrapar y conducir a
los pueblos, donde lo dejarían enmohecer como a un trasto
inútil en el rincón de cualquier cárcel en tanto que sobre
una mesa, se amontonaría el papel sellado. (197).
El narrador comenta que, de ser hecho prisionero, tendría el fugitivo que permanecer
durante muchos años en prisión, y se pregunta dirigiéndose al lector, si "¿Veinte años o
más sin libertad no son acaso también la muerte? (porque) Así se cumpla la condena el
hombre quedará prisionero para siempre, pues tendrá los ojos tatuados de rejas
encerrando su alma y macerada la carne y rotos los nervios y oxidados los huesos"
(198).
La historia del corrido puede ser la de cualquier poblador de las regiones apartadas. Su
vida sin tregua empieza un día en que, por coincidencia fatal, las circunstancias o la
suerte lo inducen a infringir normas impuestas por un grupo al que no pertenece y no
entiende, y por el que tampoco es comprendido. Para eludir la persecución se recluye en
el campo, y a través de él deja correr su caballo e inquietudes. La naturaleza es su
cómplice, las instituciones sus jueces y verdugos. El corrido se entrega totalmente a la
naturaleza, comulga con ella y ambos defienden con ahínco la libertad.
80
El narrador describe al corrido en los términos que siguen: "Como el agua del río, no
está quieto jamás. Pero él viene y va, y tan pronto sube el cañón como lo baja" (197). No
es un bandolero, tampoco un homicida fuera de la ley. Es un ciudadano que, de acuerdo
con normas locales, ha forjado su ley, su justicia; que sabe que sólo será respetado
mientras pueda matar y mientras pueda cruzar, ocultándose, de una a otra orilla,
perdiéndose luego entre la floresta o las peñas; en tanto el río coloque, entre él y sus
perseguidores, una muralla bienhechora.
Para el vallino el corrido es un amigo en desgracia, una víctima que escogió la libertad, a
quien debe ayudarse y en quien se contempla una imagen que la vida reserva a todo
hombre. Pues la vida y el corrido son un símbolo indisoluble fundido por la dignidad,
aunque la suya sea una vida agitada, melancólica, incierta. Así como llegó una noche a
la puerta de Lucas Vilca, repentinamente continuó su viaje:
Era el amanecer, pero me pareció que para ese cristiano
no llegaría el día. Que estaría siempre en la sombra en una
continuada noche de herida y zozobra. Pero con todo sería
noche sin muros y sin hierros; noche con libertad: noche de
estrellas (202).
De ser preciso, cada balsero elegirá la suerte del corrido por defender su derecho a vivir
en el mundo donde aprendieron a amar la libertad, la condición del hombre, "la alegría
de vivir, de sembrar y cosechar, de cruzar el río una y otra vez, de oír el vasto murmullo
de la floresta, el correr imperturbable de las aguas eternas…" (192). Ellos saben que la
vida, como el Marañón, tiene reveses; que como el río es brava y, frente a ella, en los
instantes de dificultad, como ante la corriente, debe el balsero luchar, combatirla, "no le
juimos –repite don Matías– porque semos hombres y tenemos que vivir comues la
vida"(110). El corrido es el símbolo trágico de esta lucha viril por la libertad y la
existencia.
Sensualismo
La mujer no está ausente en la historia de Calemar. Hemos oído al narrador: "Sus bellos
nombres nos endulzan la boca. Ellas mismas nos endulzan la vida" (56) y que, a orillas
del Marañón no faltarán balseros, porque: "la Lucinda y la Florinda y todas las chinas del
valle tienen siempre tamaños vientres por nuestra causa". (215)
El amor aparece uncido a los rasgos del reclamo elemental. La figura femenina surge
rodeada de una aureola de sensualidad, de complaciente exaltación de la forma, que
evoca, al mismo tiempo, la plasticidad del paisaje. Quizás sea menester añadir que el
sensualismo que describe a la mujer, participa en su descaro pícaro de la rudeza de los
personajes masculinos; que está impregnado de su observación de la hembra, y
coincide, por tanto, con el tono y tema generales del relato. Nada muestra, no obstante,
el deleite enfermizo, la morbosidad tendenciosa. Muy al contrario, un espontáneo don de
sobriedad, un logrado sintetismo metafórico, nos trae la versión de la mujer confundida
con la sensualidad de la palabra:
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La Lucinda es poblana, en sus ojos verdes llueve con sol y
es ardilosa al caminar cimbrando todo el cuerpo flexible
como una papaya (27).
El diseño de los personajes femeninos, aunque sean de importancia secundaria, avanza
al primer plano del relato en virtud de la visualización que consigue el autor al resaltar
las formas corporales.
Quince años retozan en su cuerpo delgado y macizo, en el
cual las caderas ondulan en una curva que la amplia
pollera de lana no logra ya disimular, y los senos palpitan
aprisionados por la blusa de tocuyo como en un
entrecortado acezar de ansiedad. La cara alegre tiene un
claro trigueño mate y los ojos son una negra noche con
luciérnagas (17).
Para describir el cuerpo femenino, Alegría se vale de cotejos con el ambiente inmediato.
Traslada, de manera súbita, a la naturaleza, rasgos de la persona descrita, y con una
suerte de montaje lingüístico, superpone figuraciones que el lenguaje calza sobre la
imagen de la mujer.
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toman ebrios de alcohol y de ansia, plenos del fuego con el
que encandilan carne y alma las tórridas noches del
Marañón (115).
Con el mismo recurso son sustituidas algunas descripciones cuyo carácter, merced a
esta técnica, surge en el relieve de los detalles significativos: "…y la vieja Melcha lloró
metiendo la faz rugosa entre los turgentes senos trémulos de la Lucinda".
El sensualismo es, pues, una constante plástica cuyo valor debe alinearse junto a otros
rasgos típicos, y por ser así, desempeña rol principal en su mundo y se revela a nuestros
ojos como legítima estructura del universo novelado. Su empleo siempre es concurrente:
confluye en la elaboración de la escena, del retrato; los integra, los vitaliza con la pasión
propia de las tierras cálidas y las razas sanas, y en virtud de este concepto de su
función, la técnica lo distribuye en el esquema general de la obra como un signo más del
complejo humano, como un aspecto natural y saludable en la vida del hombre.
He aquí el análisis de un ejemplo que comprueba lo dicho:
Una mañana voy a los carrizales que crecen arriba, junto al
río, al pie del peñón donde se inicia el valle, a cortar cañas
para antaras y oigo un canto claro que se extiende como la
luz del sol. Me gusta y lo rastreo, igual que el perro al
dueño, para ver quién lo canta. Es la Florinda que después
de lavar se ha desnudado y se baña. Las camisas
empenachadas sobre los carrizos, bostezan un vaho
húmedo. La Florinda es un cedro tallado hembra. En los
huertos cercanos los árboles grávidos hacen oscilar sus
frutos blandamente. La Florinda sigue cantando y yo siento
que canta en mi corazón para siempre, con un canto de
piedra y agua viva sobre ella. Con un canto de río (190).
Ambos párrafos circunscriben la escena, señalan los personajes y sugieren la relación a
entender. El narrador traslada la respuesta emotiva al símbolo erótico de las camisas, y
con recurso semejante, a árboles y frutos que aluden directamente al cuerpo de
Florinda. "Florinda sigue cantando y yo siento que canta en mi corazón para siempre…".
La canción le reveló la presencia de la mujer; el canto le predice el futuro: "Con un canto
de río". Queda así plasmada ya la integración del suceso con la visión del mundo
personal del vallino. Insinuada asimismo la prosecución de la historia, su autenticidad y
permanencia.
El Marañón tiñe su cuerpo núbil con un azul de
inmensidad. Viene el viento y el carrizal es un cantar de mil
voces. La Florinda sigue allí, desnuda, en medio de la
naturaleza que la rodea en un gesto de admiración. Hasta
las peñas rudas la atisban afilando sus salientes. Su carne
tiene el color de la arcilla cocida. Sus muslos son fuertes, el
vientre combo y los senos se yerguen inhollados y
henchidos de vida bajo la luminosa sonrisa de sus labios
carnosos. Sus grandes ojos pardos, bordeados de las
ojeras azulencas que tienen las mujeres de estos valles,
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miran distraídamente las ágiles manos que chapotean y
juegan con el agua clara de mayo.
El río da color al cuerpo de la mujer y le concede el tono que concierta con el anhelo de
Lucas Vilca. Azul de río, azul de cielo. El soplo del viento desliza una música que
envuelve a ambos con su melodía y la mujer desnuda se convierte en el centro rodeado
por la naturaleza y la devoción del hombre. Nuevamente el color: su carne tiene el color
de la arcilla. Los muslos fuertes, el vientre combo, los senos henchidos de vida se
yerguen bajo la "luminosa sonrisa de sus labios carnosos". Los ojos pardos, las ojeras
azulencas y el agua clara de mayo. Aparece la mujer como una escultura que emerge
del río: concreta, real, casi tangible; y tiene, no obstante, un hálito de idealidad que no
contrasta con el ardor que suscitan sus formas, ni con la pasión de los ojos que la
reverencian.
Yo me he ido acercando quedamente entre el carrizal.
Esta oración es como un murmullo. Sí, como un rumor levísimo, fundado en la variedad
vocálica, en el influjo de las sibilantes, fricativas y vibrantes, y en la fluencia de las
sinalefas.
¡Florinda! –grito con una voz que nunca me he escuchado.
- Florindaaa…
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Ironía
Cuando Adán, el pequeño hijo de Arturo, corre hacia su padre y se esfuerza por
alcanzarle la escopeta, mira "de reojo ese misterioso fulminante que brilla como los
dientes de oro de los señores" (28). En otro aparte, el sacerdote que con su presencia
realza la fiesta popular, cede al alborozo general y "no se queda tras de nadie bebiendo"
y "echando pañuelo": pero recuperado a la seriedad de su oficio, se asoma de tanto en
tanto a la puerta de la casa y habla gravemente a los indios: con palabras que suenan
muy allá, más allá de su vientre abultado como una loma" (41).
Parte del festejo anual consiste en rogar por el descanso de los difuntos, pues al lado del
baile, la bebida y las riñas, el párroco suele decir misa rezada por aquellas almas cuyos
parientes satisfagan el derecho convenido. Esta vez, lo cuenta la novela, don Casimiro
Baltodano, que recogió a tiempo el dinero ha resuelto dedicar sólo una misa para todos
los difuntos del valle. En vano una comisión de mujeres reclama el procedimiento
tradicional, o sea: a misa por alma, y cada misa por tres soles. El cura responde:
- La intención es la que vale, hijitos míos… Se puede decir
una sola misa por muchos cristianos a la vez… Si se pide
su eterno descanso en brazos del Señor, lo mismo da pedir
por todos que pedir por uno en una sola misa… (117)
Y lleno de convencimiento y autoridad agrega con voz de orador:
Todo esto es permitido por la Santa Madre Iglesia, regida
por el Santo Padre que está en Roma y es el representante
de Nuestro Señor, que está en los cielos… (117)
El afán de justificarse en las sucesivas delegaciones jerárquicas, contrasta el tono
magnífico y espiritual con la candidez del auditorio y la picardía del ministro.
La devoción de los balseros a la Virgen del Perpetuo Socorro de Calemar, no es
afectada por la conducta del párroco. La Virgen conoce la fe sencilla de sus fieles y la
alegría sincera que los invade cuando hablan de sus milagros, pues tienen a orgullo que,
"siendo pequeñita y con iglesia chica" (104), conceda más milagros que la Virgen del
Perpetuo Socorro de Santiago, "que es grande y tiene buena iglesia y ceras ardiendo
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todo el año al pie del anda", (104). El predicamento que la Virgen de Calemar goza ante
el Creador, el éxito de sus intervenciones en beneficio de sus devotos, lo explican los
vallinos por razones muy claras y sin disminuir la reverencia que les inspira la imagen:
"será –dicen– porque nuestra Virgen es gringa, chaposita y con los ojos llorosamente
azules y le hace más gracia al Señor!" (104).
Caso digno de ser recogido es el de Florencio Obando, aclamado por el pueblo Teniente
Gobernador, y el que gracias a la popularidad de su elección, fue reconocido de manera
oficial por las autoridades del departamento. Desde entonces, Obando, con la madurez
de sus años, ha administrado justicia guiándose por el buen sentido, sin recurrir a
trámites legales, ni aceptar sobornos u obsequios; y, sobre todo, sin abusar de su
autoridad. Los vallinos lo respetan y obedecen; en él ven el símbolo de la justicia y la
autonomía locales. Don Florencio se afana por ser independiente en sus decisiones y
prefiere resolver los problemas en el pueblo, sin enviar los detenidos a la capital de
provincia y cursar los oficios del caso. Pero, de cuando en cuando, tiene que hacerlo
aunque contraríe sus preferencias íntimas. Si debe escribir al gobernador de
Bambamarca "atenuando las faltas atribuidas a los vallinos o justificando alguna captura
frustrada, su hijo es quien traza los garabatos, pero él, acaso para estar de acuerdo con
la solemnidad del acto o para que conste que ratifica íntegramente lo que allí se dice,
estampa el sello en las cuatro esquinas del papel" (116), pues parte de su mérito
consiste en no saber escribir.
Narra también que era verano cuando Don Oswaldo regresó a Calemar: que los
zancudos impedían permanecer en las chozas y debieron trasladarse a la ribera del río,
y que la misma noche de su llegada, el ingeniero habló de fundar una compañía para
recoger oro en la cuenca del Marañón. Decidieron acostarse a la orilla del río donde el
viento refresca y ahuyenta a los insectos. En los días sucesivos, al despertar,
encontraban las mantas del ingeniero ya bien dobladas, indicando "un alejamiento
juicioso" (181). Una mañana Lucas Vilca vio llegar a su huerta a don Oswaldo,
enmudecido, agotado. Le ofreció plátanos, agua; el ingeniero no habló, respondía
apenas. El narrador lo observa y supone que el ingeniero medita en cosas muy serias:
"Será en su compañía, sin duda", dice (182). He ahí el primer indicio del romance del
limeño con la pastora Hormecinda.
86
veces a una intención sensual, se inscribe con esta tendencia, en un modo gozoso,
despreocupado y optimista de observar la realidad, que contrasta con el aspecto trágico
de la disputa con la naturaleza. En el conflicto con el equivocado ministerio de su
religión, la ironía es revuelta atenuada por el sentimiento profundo. Sensualismo e ironía
conforman parte activa de la estructura vital del balsero, y en la novela, son recursos de
estilo que tocan la esencia de su valor poético.
Las vicisitudes del destino se enmarcan, para el poblador de Calemar, entre un ritmo de
"creciente" y otro de "vaciante". El paso del tiempo repite las jornadas en el campo y
sobre el río. El morador sabe que su suerte ya está escrita, "vivir la vida como es", es
decir, como un desafío optimista a los obstáculos.
En el valle la vida puede:
tomar mil direcciones y sentidos; puede herir, dar y quitar,
proyectar torrenteras de angustia y ahondar chorreras de
muerte y desolación; puede agitar ventarrones de odio y
lanzar rayos fulminantes, henchir los frutos y colmar el
amor; puede hacer cantar y también llorar… pero una vez
al año, durante quince días, ella tiene una misma
expresión, todo se junta en un haz ebrio de sinos: "la
fiesta"… "se comercia, se bebe, se come, se baila. Es
entonces, pues, la plena bienaventuranza". (111)
La celebración consiste de varios actos: la feria organizada por los naturales, con
quienes los visitantes truecan productos oriundos de sus regiones; el culto a la Patrona
del pueblo, dirigido por el Párroco de una localidad vecina, que viaja expresamente para
la ocasión; el recuerdo de los muertos, por cuyo descanso se reza y oye misas; y el goce
ilimitado de todos los placeres: comida, música, embriaguez, amor. Durante dos
semanas, Calemar es dominada por el desenfreno; el año –el año del balsero– llega a
su punto de inflexión; y el habitante, en el centro de su universo reducido, cumple sus
obligaciones con la divinidad y los difuntos, y se aferra al placer en desquite por las
horas de existencia incierta. Es como si la "bienaventuranza" terrena lo ubicara en un
lugar de privilegio, desde el cual la vida se despoja de su sino trágico y la muerte
adquiere un acento familiar.
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las nuevas donosas de Shicún; pero después la coca nos llegó al corazón como para
que sintiera, una vez más, la tristeza que dormita en lo hondo de nuestra vida, pronta a
despertar y mostrarse". Mas ante los hechos trágicos "El cañazo que en otras ocasiones
se hace charla o grito o carcajada o canción, ahora, ante un cadáver se hace silencio.
Fraternidad
88
En respuesta al reto de la naturaleza y de su vivir arriesgado, los balseros fortalecen el
vínculo social que los estrecha; la comunidad y el individuo se confunden sin conflictos
en el trabajo y en la vida personal. El apartamiento, la posesión del suelo y de los
instrumentos de labranza les permite ignorar al gran propietario y la consecuente
explotación del hombre por el hombre. El concepto de prójimo, de ayuda mutua, se
mantiene vigente, reavivado por el destino común que reúne, incluso, voluntades en
discordia, al servicio de un imperativo: la supervivencia, el dominio de la naturaleza o el
rechazo a eventuales incursiones de la norma foránea.
La novela expone la vida de una agrupación humana reunida por solitarios lazos
ancestrales y tareas comunes; identidad que en plano estético asume la forma de un
coro fraterno, de un coloquio íntimo en el que se recuerdan los acontecimientos de la
faena, y se les mide por su conexión con los hechos que han fijado las pautas del tiempo
afectivo. Concebida la fraternidad como una fuerza que insurge del destino mismo, su
valor se asocia a la idea de la tierra y a su correlato con el habitante.
Ese común fondo afectivo se revela en los ratos de serenidad, cuando sobre el tumulto
de las exigencias vitales, la vista recorre los contornos polícromos del paisaje familiar;
cuando replegándose sobre el recuerdo, el pasado anticipa los signos que dominan el
porvenir incierto: ante la tragedia del prójimo, que es, también, en parte, dolor propio.
Puede ser el contenido de una frase amable o la amargura de una comprobación. Por
eso, el principio de la hospitalidad es aún norma de comportamiento, de exigencia moral,
quienquiera sea que la solicite:
- No darasté posadita, don Matish, mañana pasaremos…
Esta generosidad es una forma de amor que se vierte como síntoma inequívoco de
señorío, de posesión de la vida. A través suyo la obligación ética para con los
semejantes, vivos o muertos, se troca en un acto afirmativo de la condición humana. Se
perdona, se sanciona o se olvida; la mujer ultrajada descubre el camino del amor; e
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incluso, el mugido de las vacas que son alejadas de sus predios, encuentra un eco
melancólico en el sentimiento del hombre:
Pero siempre dan pena los animalitos. Uno, que también
tiene su querencia, se figura lo que será dejarla al otro lado
de un río que a menudo quita la esperanza (213).
Igual que los remansos de la corriente, el sentimiento hace pausas en el río del hombre.
La muerte
90
ciclo vital. La muerte es el reposo que devuelve a la entraña de la tierra, y es bella
porque su expresión armoniza con la vida y el paisaje.
Nota final
91
que produce La serpiente de oro, se enlaza ahora con un conocimiento razonado que
realza sus valores.
La lección del libro se nos entrega a través de una medida humana en su concepción y
en su factura, y su mensaje artístico reconduce al sentido del mundo, a la realidad del
vivir sin reservas. Por eso, en su decantación simbólica, la serpiente, el Marañón y la
vida se subliman en una imagen tradicional y permanentemente renovada: el río de la
vida, calmo o tormentoso, mientras el balsero sigue "apuntalando las regiones que
separan, anudando la vida" (169).
El nuevo siglo hizo evidente una mudanza en los ideales y técnica artísticos de nuestros
escritores, y de manera especial, entre los dedicados a la narración. Poco es lo que se
sabe; no ha sido puesto en claro, por ejemplo, en qué medida ese cambio afectó al arte
del cuento, ni se impuso pautas en el estilo de la prosa o en la noción de la realidad
literaria; queda por debatir, igualmente, qué caracteres podrían establecer las posibles
afinidades –o fundar esperables divergencias– entre autores que, por la calidad de su
obra, demandan además del encuadre histórico, que se les enjuicie atendiendo a los
rasgos que respaldan la unicidad de su creación; y, desde los cuales, quizá podría
inferirse el sentido exacto de su papel en el proceso del cuento nacional, así como su
vínculo con predecesores y herederos, en el marco de la renovada continuidad que
significa toda tradición.
Las líneas que siguen no bastan para dar respuesta definitiva a las cuestiones
pendientes, pero tampoco lo pretenden; son –ya el título lo dice– meras incisiones en
textos que representan, con suficiente propiedad, la obra de Clemente Palma, Manuel
Beingolea y Ventura García Calderón.1 Ojalá que su examen arroje alguna luz, y que
ésta, dado el orden de las cosas vigente, pueda avivar el interés por el asunto y suscitar
otros estudios.
92
La idea del egoísmo femenino, la lección de desconfianza que frente a la mujer debe
observar el hombre, proceden de muy atrás y no carecen de apoyo en la concepción
cristiana. Pongámonos de acuerdo, al menos en la versión vulgar del Paraíso: de Eva y
la serpiente; pues es sabido, de otra parte, que el cristianismo inició la dignificación de la
mujer en el plano social. Bástenos, por ahora, coincidir que estamos en presencia de un
tópico; de uno de aquellos temas reelaborados incesantemente a lo largo de la cultura
de occidente. Que éste, además, posee crédito en la mente popular y rueda de boca en
boca, con el gratuito brillo de lo tradicional, de la verdad recibida y trasmitida, a la que,
por paradoja común, nadie se somete, pues, muy por el contrario, y muy a sabiendas,
consentimos en ser víctimas de la seducción o persuasión femeninas. En el caso de
Clemente Palma, no sería improbable que lo hubiese influido, en algún grado, el tema de
la vivacidad e ingenio, desenvoltura y agudeza de la limeña, tan trabajado por su padre,
el célebre Don Ricardo, en las Tradiciones Peruanas. Y más allá de esta hipótesis vaga,
otra tampoco más precisa: que influyera en él esa actitud crítica y reverente, burlona y
galante, que en el siglo pasado y primeras décadas del actual, se cultivó en Lima, como
tributo a la belleza, picardía e impiedad de la mujer.
La composición del cuento es simple. Obsérvese que un narrador antecede a Jym y
describe brevemente su biografía, al par que traza el escenario con escuetas noticias.
Acto seguido, Jym expone en primera persona su historia y conduce la atención del
lector a Lina, a Christhianía; habla de su amor; de la belleza y hondura de ese amor,
pero asimismo del drama que él encierra, al planteársele como una disyuntiva. El propio
Jym, adelantándose a nuestra ansiedad, admite, que, llegado un momento, hacía falta
resolver el obstáculo. Así las cosas, el incidente ocurrido la noche en que pide la mano
de Lina, su inesperada enfermedad, el retorno al cuarto en penumbras, el deseo de
zanjar el problema en aras de una felicidad duradera y común, son pasos que nos
conducen cautamente, impasiblemente, hasta el clímax del relato. Llega éste con el
obsequio que Lina hace de sus ojos –prisioneros ya en un estuche– al amado. Aquí
cesa, quebrada, la voz vigorosa del marino. Aparentemente ha concluido la versión de
Jym y reaparece la voz del primitivo narrador, quien, sustituyéndolo, nos reconduce a la
escena del grupo de amigos. El tono narrativo varía: en suspenso, transidos de
melancolía y asombro, suponemos en los asistentes una disposición anímica, análoga a
la que se apodera del lector cuando lee este pasaje.
En contraste con ese clima de respetuoso silencio, en forma repentina, Jym interrumpe
el recogimiento, la adhesión del auditorio a su infeliz experiencia y, en medio de
exclamaciones y carcajadas, se burla de los oyentes; declara que la historia es
inverosímil, imagina cuál hubiera sido el desenlace de tratarse de un hecho verídico y
responsabiliza de la paternidad de la ficción a una botella de ajenjo.
Se suceden, pues, en el relato, cuatro instantes perfectamente caracterizables: 1) la
presentación inicial; 2) la historia de amor con su clímax tensivo; 3) el retorno al
ambiente del camarote, bajo el influjo de la versión escuchada; 4) la revelación y ruptura
del efecto extraordinario. Creo que no debe desdeñarse el significado que genera la
interacción de estas cuatro estancias, y que debe apreciarse en qué medida cada una
de ellas funciona respecto de las otras, al servicio de una norma que gobierna el decurso
del todo. Esos cuatro cuerpos de la narración corresponden, primariamente, a otros
tantos cambios de actitud en el personaje expositor y de perspectiva entre autor y lector.
Cada estancia de la obra usa de un tono narrativo que se dirige a la postre al lector y lo
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requiere para que se adapte al estado general, al ánimo de la realidad que nos propone
el cuentista. Es más, dichos cambios y las mutaciones de perspectivas entre la verdad, o
realidad interna de la pieza, y la persona que la relata o evoca, producen en quien lee, o
escucha el cuento, el efecto de un diálogo. Diálogo que altera el ángulo visual desde el
que se contempla el suceso y que modifica, consecuentemente, el signo de su
percepción afectiva y emocional.
El teniente Jym de la Armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía
Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en
alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un
insigne bebedor de whisky y ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar
con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde
fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para
San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre,
por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y
aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían
las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo
Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en su sofá; puso en una
mesita próxima una botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y
comenzó a hablar del modo siguiente:
No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se
trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta
hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo
súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la
llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi casa, que
mi esposa os hará con mucho gusto los honores (45).
Pasemos al examen de ciertos detalles de estilo. Sugeriría marcar en los párrafos
transcritos, los términos que siguen: Jym, Armada inglesa, Noruega, whisky y ajenjo,
baladas escandinavas, incluidos en las primeras líneas, y observar más adelante:
leyenda del norte: por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés; y el
nombre de la ciudad de Lina, Christhianía. Si se reflexiona acerca del sentido de estas
palabras, se concluirá que ellas aportan una connotación de distancia, una atmósfera
distinta de la circundante que en cierto grado trasladan el relato a un ámbito
desconocido y dejan en el texto una invitación al desplazamiento imaginario. Pero
releamos ambos parágrafos, deteniéndonos minuciosamente en los detalles que restan;
tropezaremos con otra serie de conceptos: era nuestro amigo, le veíamos cada mes y
pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela; era un insigne bebedor,
cantaba baladas escandinavas, es verdad, pero luego las traducía, incluso San
Francisco, opuesto a Christhianía, resulta más ubicable y concreto. Aquella noche se
contaban historias y aventuras de nuestra vida; ya eran las dos de la mañana, hora de
complicidad para los noctámbulos: nótese el énfasis al decir hoy se trata de una historia
verídica, de un episodio de mi vida de novio; y, finalmente, la reducción del nombre de
Axelina en Lina. Esta nueva serie obedece, si nuestra intuición no extravía, a un
propósito análogo al del primer grupo, pero con un objetivo puntualmente opuesto. Es
decir, la primera serie estimula en la sensibilidad del lector la vocación por lo no común,
por lo extraño; la serie última, al contrario, lo predispone para un ambiente inmediato,
habitual; si la primera lo aleja y seduce su fantasía, la segunda lo retiene y apela a su
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experiencia. He aquí pues planteada –quizá– la primera estructura posible del cuento: un
intermitente trajín de lo cotidiano a lo extraordinario, de lo racional a lo fantástico, de lo
frecuente a lo insólito.
Nuevos detalles habrán de confirmarnos en lo que hasta ahora, pese a los indicios
reunidos, no pasa de ser una hipótesis. Téngase en cuenta que en el español del Perú,
(hoy quizá menos que hace 50 ó 100 años), se mantiene con vigor el empleo tradicional
de las formas pronominales; que solemos usar lo y la para sustituir al llamado acusativo,
le para el dativo singular, sin distinción del sexo, les para el dativo plural, y los y las para
el plural del acusativo. La norma peninsular es, en cambio, le para el acusativo
masculino y la para el femenino; le para el dativo masculino y la para el femenino, con
sus respectivos plurales. Pues bien, éste es el uso que ha escogido Palma: "le veíamos
(a Jym) cada mes"; "Me senté junto al lecho y la hablé apasionadamente"; "me llamó
Lina para mostrarme el vestido de azahares, que le habían traído…"; "y yo con
galantería de enamorado, la besaba la mano". Sin duda el cambio de norma no impide la
inteligibilidad; pero, leve como es, impone sin embargo un reajuste en la perspectiva
lingüística del lector. Obsérvese otro detalle paralelo: "no voy a referiros", "ya sabéis",
"cuando tengáis", "arrancándoos", etc. No hace falta repetir que en la lengua del Perú, la
segunda persona del plural ha desaparecido en la conjugación, reemplazada por
‘ustedes’ y los sufijos de la tercera persona (ejm.: no voy a contarles, etc.); ¿pero
entonces, cómo deben interpretarse estas preferencias del autor? Cabría pensar que
habiendo aparecido la obra en España, Palma quiso resolver aquellos rasgos
divergentes entre el castellano peninsular y el hispanoamericano; sí, no es ésta una
observación desatendible, pero aun en el caso de que fuera exacta, coincidiría con una
motivación de índole estética que, para nosotros, constituye el factor decisivo.
Recuérdese que en el momento literario en que nuestro autor escribe, se operaba un
cambio de gusto y de arte poética en muchos autores hispanoamericanos, quienes, en lo
básico, se definen por su rechazo a los patrones del llamado naturalismo y
costumbrismo, y en cuyas obras la lengua es expuesta a un celoso proceso selectivo
que la escande artísticamente y la opone al ideal de oralidad espontánea. Aquellos
autores postulaban la identidad de prosa y poesía y fundaban así su escrupulosa
elección de los vocablos y su vocación por los usos foráneos, que, por infrecuentes en la
comunidad, resplandecían con un sabor minoritario, aristocrático, lo más alejado del
aplebeyamiento costumbrista o de la tosca réplica del naturalismo.
En relación con estos valores habría que mencionar otro aspecto saltante, y que
impresiona al lector apenas iniciada la lectura del cuento:
El teniente Jym / de la Armada inglesa / era nuestro amigo.
Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores / le
veíamos cada mes / y pasábamos / uno o dos noches con
él / en alegre francachela. Jym había pasado / gran parte
de su juventud / en Noruega, / y era un insigne bebedor de
whisky y ajenjo; // bajo la acción de estos licores / le daba
por cantar / con voz estentórea / lindas baladas
escandinavas. / que después nos traducía. Una tarde
fuimos a despedirnos de él / a su camarote, / pues al día
siguiente / zarpaba el vapor / para San Francisco (45).
95
Los rasgos de este párrafo son extensibles a todo el texto. Quien lo lea en voz alta
advertirá mejor el ritmo de la prosa, la proporcionalidad de los elementos que
constituyen el período; la secuencia sonora que fluye del equilibrio entre miembros que
demandan velocidad o pausa, en una suerte de curso musical que extiende su amplitud
o realza su brevedad, y que, sin causar monotonía, suscita una impresión uniforme, de
serenidad y dominio menudo, sobre la que se afirma el privilegio de la narración ágil o la
descripción feliz.
Pero he ahí que nuestra curiosidad crítica nos regala con nuevas sorpresas. Debemos
admitir que el discurso de Jym interpola exclamaciones de franco acento coloquial,
verbigracia: "le daba por cantar"; "cantar a voz en cuello"; "me decía yo, vaya ya están
pasando los peces"; "Pero bah! Soy un desordenado"; "Hombres de Dios"; o
expresiones del tipo: "cuando tengáis la ventolera"; "hacer los honores"; "erizarse los
cabellos de espanto" que, en general, pertenecen al lenguaje de la conversación y
poseen, por lo mismo, un signo distinto al de los signos mencionados en el acápite
anterior. Tal es el caso, igualmente, de buen número de tecnicismos –llamémoslos así–
a través de los que se manifiesta una aparente interpretación mecanicista del desarreglo
emocional que trastorna al personaje; ellos son: "sistema nervioso", "estados psíquicos o
fisiológicos", "entidades inmateriales", "esclerótica", "retina", "cerebro", "células",
"encéfalo", gama de voces que proclama su discordancia con un contexto sentimental o
poético, o aparenta reducirlo a una pesquisa pseudocientífica.
Si quisiéramos proponer una explicación del empleo de las normas lingüísticas
divergentes, y el patrón rítmico de la prosa, de un lado, y en el extremo opuesto, del
reguste por las voces y giros de origen coloquial, así como por los tecnicismos, quizá el
conflicto exterior quede resuelto en el cuadro de una nueva antinomia, o para ser más
exactos, de una dicotomía en la que perviven los que identificamos como primera
estructura posible, es decir, lo raro (por fantástico o por no habitual) frente a lo ordinario
(por frecuente, por no poético). La distinta norma en el uso de los verbos y pronombres,
el ritmo de la prosa y su innegable búsqueda de melodía cooperan a espiritualizar la
atmósfera del cuento, a concederle un temple elevado y excepcional que concierta con
su apego por lo extravagante. En cambio, los giros de naturaleza oral y el recurrir a
dichos comunes y tradicionales reintroducen en el cuento un círculo de cotidianidad, de
realidad conocida y próxima, con lo que se reinstala aquella tensión que percibíamos
entre lo extraordinario y lo ordinario, lo normal y lo extravagante, lo exclusivo y lo
popular.
No menos sugestivo será el análisis de las descripciones contenidas en Los ojos de
Lina, las cuales pueden ordenarse según dos tipos muy distintos y claramente definibles.
Unas procuran darnos la representación, mas no del objeto descrito, sino de las
impresiones que éste suscita en el personaje que narra Jym:
Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba,
me sentía inquieto y con los nervios crispados, me parecía
que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro
y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío
doloroso galopaba por mis arterias, la epidermis se me
erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al
salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta
96
peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las
uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al
mirar una gran profundidad.
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el sentir de las impresiones. Lo conocido y lo imaginado son, pues, los términos a los
que transferimos, en esta oportunidad, el pleito entre lo ordinario y lo fantástico.
Esta penetración de lo extraordinario en lo ordinario se desenvuelve a lo largo del cuento
y nos transporta hasta un clima heroico, que conmueve al lector al quebrar la norma
común con un gesto excepcional y fijar un nuevo deslinde entre los predios que
configuran la realidad del texto. Pero acto seguido, concluye el predominio de lo insólito:
se acaba la penumbra de la alcoba, termina la oscuridad cómplice, y, a la luz de la
ventana junto a la cual contempla Jym el pequeño estuche, la lección de la experiencia
surge con toda pujanza, después de un breve lapso de encantamiento, y quiebra el
balance tensivo: una carcajada, burlona, como pesado cascabel, apunta hacia la
realidad diaria. Como ya en diversos pasajes de la obra, la falta de luz (ya sea
penumbra, noche, anteojos negros, etc.) encubre lo verdadero, protege la ficción;
mientras que la claridad (ya sea punto de luz, color, o iluminación) lastima al personaje y
triza el misterio:
…éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero
una vez abiertos y lucientes las pupilas, allí de mis
angustias. Nadie me quitará de la cabeza que Mefistófeles
tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran
ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama,
y sus más complicadas combinaciones. A veces me
parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por detrás
por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y
rojizas que despedían se erizaban poco a poco y pasaban
por mil cambiantes, como las burbujas de jabón, luego
venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlo todo, y
en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante
por los tonos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervores
de la sangre de Lina, sus tensiones nerviosas, sus
irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de
su espíritu, se denunciaban por el color que adquiriría ese
punto de luz misteriosa.
(47 - 48)
o en el instante decisivo:
- Mírala la luz –me dijo– son piedras preciosas, cuyo brillo
conviene apre- ciar debidamente. (51)
Luz y sombra constituyen en Los ojos de Lina el correlato de la realidad verosímil y la
realidad imaginada o extravagante; en su cambiante oposición se nos muestra además
como el ambiente natural que concierta con el comportamiento humano y la celada
demoníaca, y en cuyo dominio se instituye la disyuntiva que frustra la esperanza del
amante, en tanto se perfila el sentimiento de adhesión y rechazo, pues, según
escuchamos, "Lina tenía los ojos más extrañamente endiablados del mundo". "Y lo peor
es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso
que me hacían sus ojos", los que "una vez abiertos y lucientes las pupilas, allí de mis
angustias. Nadie me quitará de la cabeza –sigue Jym– que Mefistófeles tenía su
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gabinete de trabajo detrás de esas pupilas"; "sentí que me arrancaban el alma para
triturarla y carbonizarla entre dos chispazos de esas miradas de Luzbel". A nadie más,
sino a Jym, torturan los ojos de Lina, y a nadie sino a él se manifiestan en su poder
satánico, corrosivo, para dejarlo "ardiendo de amor y de ira" a causa de sus "tonos
felinos y diabólicos". Hay pues un designio personal, irrevocable, que agudiza el
infortunio de Jym y se le impone como una revelación, incoercible, sobre la que crece
lentamente un misterioso acento trágico. Éste se nos descubre en la reiterada confesión
del amor que Jym profesa a Lina y de manera especialísima cuando confía: "Lo más
curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería". Pero una
confidencia tal es algo más, mucho más, que la ratificación de un sentimiento. Es por
cierto, la clave el desasosiego del hombre e inspira el sacrificio de Lina, pero también es
el gozne que articula los dos horizontes de la realidad y estructuras literarias. En ese
dualismo fatal, en su ciega atracción y repulsa vigorosa, en su institución y
aniquilamiento simultáneos, se nos da ahora, transfigurado, el esquema disyuntivo de
realidad y fantasía. Por eso, como un cristal sometido al análisis químico,
repentinamente el brillo mágico se apaga cuando Jym renuncia a mantener la ecuación
necesaria entre los elementos primarios que han configurado el cuento, y se apoya en el
exclusivo mandato del raciocinio. Entonces, casi en rebeldía ante la crudeza de la
"verdad ordinaria", el lector (e igualmente los amigos de charla), posa la mirada en la
botellita de ajenjo que "parecía una solución concentrada de esmeraldas", y, por virtud
de la imagen –que sustituyéndose tiende otro puente hacia lo imaginario–, mitiga el
desencanto y evoca aquella norma dual que, no obstante su íntimo conflicto, le permitió
avistar la penumbra y la diafanidad de una invención, resarciéndolo así de su
empobrecida jornada en el mundo ordinario.
II. Mi corbata
Abre el cuento una estancia en la que Beingolea ha querido reunir los elementos
primordiales en la configuración de la obra; ahí encontramos a Marta; el narrador que
nos confiará su biografía; la célebre corbata, y la caja de jabón Windsor. En torno de
ellos discerniremos otros datos, menudos, que valen para caracterizar a los personajes:
Marta, "provincianita"; Idiáquez, "seductor con aplomo y modales de limeño"; la corbata,
fabricada de un retazo de seda rosa, "oriundo quizá de algún vestido en receso", con
florecillas azules bordadas con puntos gordos e ingenuos; y la caja de jabón, "¡que olía
muy bien!". La lectura mostrará que este párrafo comprime el desarrollo virtual de la
pieza, y que son éstas las figuras que Beingolea desplazará libremente antes de
plantearlas con nuevo mensaje en el remate del texto.
El relato propiamente dicho empieza al evocar el narrador un pasado remoto, el de su
juventud, y podría subdividirse en tres porciones: a) el periodo anterior a la fiesta, b) los
incidentes ocurridos en ésta, y c) las decisiones que asume el personaje después de su
aventura en casa de las Bocardo.
Varios son los rasgos de estilo que tejen la unidad de este período. El primero proviene
de la identidad del tiempo verbal, de ser presentación en pretérito, como un ciclo
perfecto que es revivido solamente en virtud de la memoria. En su ojeada retrospectiva,
el narrador se identifica y retrata sin omitir ni soslayar caracteres: "Yo por aquel tiempo –
dice– era un pobrete que me comía los codos y andaba de Ceca en Meca, galopando
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tras de un empleo en alguna oficina del Estado". Nos confía además que un sueldo de
cincuenta soles habría colmado sus expectativas, ya que el amor de Marta, "la dulce
serranita", alentaba su confianza en el porvenir y la felicidad; que ella, Marta, tenía
"bonito pelo, ojos tiernos, y tocaba en el piano ‘Al pie del Misti’ con bastante
sentimiento"; y que, ni la poca fe de él ni los rivales que asediaban a Marta, "los horteras
endomingados que le hacían la rueda, mientras le vendían media vara de surah o un
corte de indiana", amenazaban la solidez del idilio, si bien tornaban urgente la necesidad
del empleo.
En esta enumeración, breve y por fuerza incompleta, se aprecia el surgimiento de un
ánimo crítico –benevolente, pero crítico– que enjuicia con trabajada ironía la pobreza
económica, la estrechez de ambiciones, y el precario modelo estético y social. En
compensación, el desenfado del limeño y el ningún disimulo con que expone su estado e
intenciones, adosan a la sencillez de los valores implicados, un optimismo que se
justifica por el auténtico anhelo de felicidad.
Esta suerte de soltura para colocarse a sí mismo como objeto de inspección crítica, y
para representar sin pudor los trances ridículos en los que el destino lo embroma, se
convierte en la corriente más vigorosa en el relato del personaje: la inexplicable
invitación se le ocurre un recado celestial, a causa de su crónico y obligado ayuno; la
invitante, una gran personalidad, emparentada con alguna "lumbrera del foro peruano", y
que, como tal, podría disponer de muchos empleos de cincuenta soles. Alborozado con
la perspectiva que le ofrece la tarjeta, Idiáquez invita al lector a contemplar el delicioso
proceso de su arreglo, a imaginar la residencia de las Bocardo y a disfrutar, más tarde,
de su infeliz participación en la fiesta. Escuchemos:
Me emperejilé lo mejor que pude, con un chaquet de
diagonal ribeteado con trencilla, unos pantalones de esa
tela a cuadritos que parece un trazado para jugar al "León
y las ovejas"; un chaleco despampanante, escotado hasta
el ombligo, dejando al descubierto la dudosa pechera de mi
única camisa formal, donde figuraba un grueso botón de
doublé y un sombrero hongo de copa no más alta que una
cáscara de nuez, de esos que puso de moda en Lima el ya
olvidado actor Perrín. Y en medio de todo esto,
resplandeciente como un astro de primera magnitud, mi
famosa corbata. Famosa sí. ¡Voto al chápiro!
100
bailaban atropellándose. Grupos animados conversaban en
los rincones, en el hueco de las ventanas; algunos jóvenes
se paseaban solos, con las manos entre los bolsillos. Vi,
asimismo, niñas a quienes nadie sacaba a danzar, bien por
negligencia o ignorancia del baile. Yo hubiera querido
ponerme a órdenes de la dueña de casa, como se estila en
semejantes ocasiones, pero, la verdad, sentí embarazo. No
me atreví preguntar dónde se la podía encontrar. Una linda
morena vestida color malva, sentada en el extremo de un
sofá, me cautivó desde el primer instante. Resolví bailar
con ella. Cuando se lo propuse, pareció sorprendida y me
miró de arriba a abajo. Sin embargo, me dijo con
amabilidad exquisita:
101
En cada una de estas tres instancias, la textura de la escena depende de un específico
valor situacional; en cada caso, la posición de Idiáquez, rescatada merced a su
testimonio, insufla el sentido de creciente ridículo que avanza a lo grotesco y
fundamenta el éxito del humor de Beingolea. Pero este efecto concertado, recuérdese,
surge como una consecuencia del ejercicio visual al que se convocó al lector, y de los
innumerables detalles que el autor ha dispuesto pródigamente, a fin de que ése los
recoja y ordene en una doble casilla que alinee las ilusiones y los desengaños que
sobrecogen al embarazado personaje.
La parcela tercera del cuerpo central transcribe el enojo de Idiáquez con doña
Grimanesa de Bocardo, "grandísima tía", y su rechazo a "la muy serrana" de Marta, así
como su desprecio por la estrafalaria corbata. Pero si antes de asistir al té, Idiáquez
concebía la felicidad como una conjunción del cariño de Marta y el empleo público, y
suponía que se cree en Dios a partir de cincuenta soles de sueldo, después de aquella
tarde comprendió que había algo "mejor que empleos de cincuenta soles" y descubrió un
mundo opulento, atractivo, que repugnaba de la miseria y el mal gusto provinciano, y al
cual él se decide a penetrar en el más breve plazo. Aquello significa, en el plano ético, la
resonancia de la ruptura en el nivel sentimental.
Para ejecutar su propósito, ingresan en acción el mejor sastre de Lima, la propietaria del
albergue, el retrato de un coronel fallecido (marido de la dueña de casa), y los
imprescindibles ternos y corbatas. Vemos pasear a Idiáquez por la calle de Mercaderes,
elegantísimo, mundano, transformado; asistimos a su encuentro con la bella morena que
lo desairó en casa de las Bocardo, pero que ahora le coquetea y se le rinde; y, en pocas
líneas, nos enteramos de su cambio de estado civil, social y financiero. Entretanto, la
construcción estilística añade al repertorio de situaciones y detalles, y al arte de
visualizarlos, un elemento dinámico, de representación del movimiento –enérgico,
incisivo, vehemente– y confiere al perfume un valor significativo, que lo incluye en el
código con el que, nuestro personaje, confía descifrar el secreto de la bonanza y la
felicidad.
Cuando cesa el pretérito en la narración y aparece el presente: "Hoy soy padre de una
numerosa familia…" (47) hemos llegado al epílogo del cuento. Leemos la confidencia de
un hombre maduro, curtido en el negocio de vivir una ilusión y descubrirse defraudado;
desatendido por la mujer y los hijos, dependiente de la fortuna y del estatus que
simboliza la corbata elegante, y aunque libre de apremios económicos, infeliz. Entonces
evoca a su "arequipeñita", extrae la vieja corbata rosada de su gaveta y aspira,
recordándola, el débil olor del jabón. La última línea opera como un lazo que anuda, con
inútil gracia, el final con el principio: "Decididamente la verdadera dicha debe oler a jabón
de Windsor", y la fragancia de ese aroma instala en la corbata un nuevo símbolo, el de lo
auténtico y la felicidad desperdiciada.
La impresión más poderosa y constante que nos suscita el cuento es la de asistir a un
continuo ejercicio de lo ridículo, de escenas y circunstancias en las que el desaire o lo
cursi predominan. Entendemos que este sacar a luz la desproporción de los elementos o
las acciones, sea de personas, ideas o expectativas, invita a la sonrisa benevolente, sin
herir en hondura la caracterización humana del personaje, ni siquiera en los párrafos que
culminan con una imagen grotesca. ¿Cómo consigue el autor este efecto? ¿Cómo una
vez logrado, lo controla? La historia novelada, tal como aparece en las instancias más
saltantes que hemos anotado, es coherente y podría incluso ser verídica; pero si
102
atendemos a la exposición de los hechos, habremos de descubrir la sagacidad de
Beingolea para insertarlos en un contexto especial. Son las situaciones, pues, las que
motivan esa persistente aureola de mordacidad que apuntala el sarcasmo con que se
juzga el mundo material, ideal y simbólico del cuento. Las situaciones que, trasladadas
al lenguaje, se apoyan en matices inherentes a la palabras: así la correlación entre lo
enunciado y lo psicológicamente esperable, entre lo ejecutado y lo socialmente
establecido. Al quebrantarse el equilibrio (entre lo dicho y lo que se presume debe ser la
consecuencia; entre lo hecho y lo que suele hacerse), al fracturarse la ecuación, aflora
un tipo de incongruencia social o lingüística que alerta al lector acerca de ese producto
inesperado (aunque ni original ni exclusivo), pero que al advenir en el circuito ‘novedoso’
del cuento, resulta imbuido de una expresividad agresiva, violentísima. Ese activo
ingrediente fluye, por arte del autor, en la pequeña ridiculez de la frase, del vocablo
elegido por su disonancia, del detalle cursi o cínico, de la disgregación formal de las
ideas, valores y expresiones con que tropieza nuestra diaria hipocresía.
Volvamos a releer los primeros párrafos y advertiremos un descaro chulesco en el joven
criollo, en su alardeado desplante de "limeño", que coincide con la descripción de la
corbata, fabricada con un disminuido retazo: "oriundo quizá de algún vestido en receso",
sobre el cual la donante había bordado "con puntadas gordas e ingenuas multitud de
florecillas azules, que no pudo reconocer si eran miosotis". Un vestido antiguo, un
retazo, la proliferación de las flores, la imperfección de las puntadas, el defecto en el
dibujo, si son detalles para describir la corbata obsequiada por la amante, resultan, por
cierto, como mirar la escena teatral desde atrás de las bambalinas y tomar demasiada
conciencia de la falsedad de los castillos o el lago de la escenografía. Insisto en que se
vea que los trazos del bordado son deficientes, y que esta calificación basta para
caracterizar a la autora, tanto como el que las flores hubiesen sido dibujadas de una
manera que impedía reconocer a Idiáquez si era miosotis. ¿Y cuáles son las miosotis?
Comúnmente solemos llamarlas, escúchese: "no me olvides", y su dibujo abunda en el
álbum de las quinceañeras lo mismo que en las coplas sencillas que acompañan a los
bombones semifinos; término y figura que habiendo pertenecido alguna vez al lenguaje
cortesano, revelan hoy extracción popular y gusto apenas cultivado. De modo que el
traje en receso, las puntadas gordas e ingenuas, la dificultad para reconocer los "no me
olvides", su apretujamiento en el dibujo, el origen provinciano de Marta, etc. contribuyen
a tipificar la circunstancia encarada por el aplomo y modales mundanos del personaje
masculino. Su conquista no puede haber sido, según este testimonio, una faena difícil;
pero vano y presumido como se presenta nuestro héroe, ¿por qué la cuenta? ¿No se
trata acaso de una de aquellas aventuras que, ya antes de nacer están condenadas a la
clandestinidad? No, sin duda; existe una más honda, más oculta ligazón entre esas
actitudes y el decurso general del texto. Sobre ellas se organiza la condición primordial:
la situación, como la suerte, está ya echada. Toda ella ha de caber, como la corbata de
Marta, en una caja de jabón, que cifrada en el lenguaje amatorio habrá de mantener la
intensidad de su fragancia. De esta primera situación, parecería desprenderse que el
aroma de la caja fuera lo único valioso para el personaje. Que el amor de Marta, su
candor provinciano, su lealtad conocida, descienden a un plano inferior, o que lo
accidental, lo involuntario, se imponen sobre lo sustantivo, sobre lo deseado y deseable.
Los mecanismos que confieren su efecto incisivo a las situaciones obedecen a una sola
norma, aunque organizan sus elementos de muy diverso modo. En cada ocasión, el
103
objetivo consiste en traducir con ingenuidad natural esa atmósfera incómoda en que se
instala la figura del ridículo; pero véase cuánto más eficaz resulta éste en la confidencia
de la propia víctima, nótese cómo de un lado se exaltan así las aristas de la burla y
como de otro se atenúa con la ironía la crueldad de la intención, liberando al actor de su
embarazo, y desdoblándolo en el juego múltiple de sujeto crítico y objeto reservado:
Yo por aquel tiempo era un pobrete que me comía los
codos y andaba de Ceca en Meca, galopando tras de un
empleo en alguna oficina pública del Estado. Ser
amanuense era entonces mi mayor ambición. Cincuenta
soles de sueldo eran para mí, inestimable tesoro, que sólo
muy pocos mortales podían poseer. ¡Oh cincuenta soles de
sueldo!
(41)
Con mayor nitidez aún resalta el procedimiento en la experiencia de la fiesta:
Yo me senté a su lado, sin saber qué decirla al pronto. Me
concreté a olerla. Y qué bien olía, ¡Voto al chápiro! ¡Qué
pobre me pareció Marta con su jabón de Windsor! Ésta, en
cambio, embriagaba. De su seno elevado y palpitante se
escapaban oleadas que me desvanecían. Indudablemente
la dicha debería oler a eso. Empezaba a dirigirla la palabra,
cuando un joven se acercó, la dio el brazo y desapareció
dejándome lelo. Entonces me juzgué en la obligación de
sacar a una esbelta rubia… Miróme de hito en hito y me
dijo secamente: estoy cansada. Luego creí oportuno…
Volví a la carga… Recorrí las restantes… Y lo mejor es que
salían con el primero que se las presentaba.
(43-44)
Pasaje cuyo efecto se actualiza a través del tono del relato, de la impertinencia del
personaje relievado con las alusiones ya cortesanas y deportivas y la confesión del
fracaso personal. En otros momentos, lo ridículo asciende por gestión del cinismo que
luce el actor, verbigracia, cuando declara: "Por lo pronto, era menester vivir elegante y
usar corbatas atravesadas por un alfiler de oro" y añade "haciendo acopio de todo el
aplomo que me quedaba, me lancé donde el mejor sastre de Lima…" (45); o cuando
desencantado de su éxito explicó: "Mi mujer no contenta con hacerme rico, ha querido
hacerme célebre: gracias a ella he sido diputado, senador y… lo demás. Todo sin más
esfuerzo que un cambio de corbata" (47). La construcción más frecuente, no obstante,
es aquella que torna contiguos valores disociados: "¡Con esa suma asegurada hubiera
yo doblado el cabo de la felicidad!"; "Con ella y mis cincuenta soles hubiera sido feliz";
"Sólo se cree en Dios a partir de cincuenta soles de sueldo"; o cuando en instantáneo
desliz abandona cierta insinuación picaresca: "La despatarré con una docena de
corbatas hábilmente combinadas. La pedí en matrimonio y a los cuatro meses me
casaba con ella entrando en posesión de una fortuna respetable"; o por fin, cuando
aprovecha simbólicamente la sustitución de elementos: "Hoy soy padre de una
numerosa familia que da bailes a los que concurren las mejores corbatas de Lima". Sin
104
embargo, debemos insistir en la atmósfera de benigna tolerancia con que el autor nos
predispone para juzgar a su criatura, en la falta de encono o resentimiento de sus
remembranzas y protestas; pues bien, intentemos averiguar el surtidor que causa esa
sensación tan pareja en el curso del relato; quizá ella provenga del tono sentimental, (a
veces risueñamente sentimental, por lo recargado), que tachona la narración; por
ejemplo, desde los diminutivos: provincianita, pobrete, florecillas, mi arequipeñita; o
desde la pretendida espontaneidad de los raptos exclamativos: "¡Voto al chápiro!" "¡Una
corbata que no servía ni para ahorcarse!", "Lo que es yo… ¡Que si quieres!" Pero
además, así como el personaje se ubica bajo el lente que destaca su ridículo porte, así
también, no lo callemos, ha desplegado una jactanciosa leyenda en torno de sus
relaciones con Marta: "Sólo yo era el preferido", "la dulce serranita me amaba", "muchos
pretendientes había despachado por mi causa" pues era "distinto a los jóvenes de su
tierra", es decir, que este elogio del seductor limeño a costa de la provincianita sencilla,
compensa la erosión que produce la ironía y nos brinda, junto con la imagen ulterior del
cazador de fortunas, un cuadro, equilibrado, del favor y disfavor con que la suerte y las
mujeres trataron a Idiáquez, condicionando la burla con la pedantería, el desplante con
el desaire, el fracaso con el suceso, que, por fluir del recuerdo se enhebran en la
evocación melancólica, en la añoranza sentimental de la última confesión, que habrá de
reordenar la secuencia del cuento.
Atisbar los pormenores desde los que fermenta el impacto del ridículo y descubrir el halo
de afectividad que aminora su sarcasmo, es la tarea esencial que Beingolea ha
planteado al lector de Mi corbata. Para acceder hasta el meollo de la composición, dos
son las vías que conducen a través del cuidadoso desorden de imágenes y emociones
que asedian al actor: la visualización del arte con que se han edificado los ambientes, el
sentido dinámico que trasunta la inescrupulosa ansiedad del personaje. Si retornamos a
aquellos párrafos que dibujaban la indumentaria usada por Idiáquez para concurrir al té,
así como su cándida satisfacción al suponerse modelo de elegancia, percibiremos un
disloque de líneas que grafican el desacuerdo entre lo supuesto y su efectiva apariencia:
"… Un chaquet de diagonal ribeteado con trencilla, unos pantalones de esa tela a
cuadritos que parece un trazado para jugar al ‘León y las ovejas’; un chaleco
despampanante, escotado hasta el ombligo…" La ironía se aguza, perfilándose
conforme avanza la acumulación de los detalles y se nos revela la ponderación inversa
que conquista la imagen visual. Algo semejante acontece con el cuadro de la casa de las
Bocardo: "La casa de Aumente 341, era un majestuoso prodigio de simetría. Constaba
de dos ventanas de reja, una a cada lado de la puerta, dos balcones, uno sobre cada
ventana. Adentro, dos departamentos uno a cada lado del zaguán. En el fondo una
mampara de vidrieras con una ventana a cada lado. Todo allí parecía en equilibrio,
repartido a ambos lados de alguna cosa, como hecho exprofeso para demostrar la ley de
compensaciones. "Al aproximarse Idiáquez a la casa se produce el primer estado de
contigüedad entre elementos disociados; se propicia la ruptura de esa ley de
compensaciones, que en el relato adquiere expresión geométrica, y por la que los trazos
subrayan la coincidencia y disidencia que delínea el sentimiento de desubicación y
subsecuente ridículo. Escúchese la pausa del narrador, luego dice: "Entré", y luego
nueva pausa. A partir de ese instante empieza a crecer lentamente, tenuemente, una
noción de movimiento, rítmico al comienzo y agitado después: "Yo me senté a su
105
lado…", "Empezaba a dirigirla la palabra, … y desapareció", "… me juzgué en la
obligación de sacar una esbelta rubia…", "… creí oportuno dirigirme a otra señorita…",
"Volví a la carga con otra que también me despachó…", "Recorrí las restantes…", "Y lo
mejor es que salían con el primero…", "rogué a un joven que discurría…", "Salí
avergonzado…"; el predominio y vigor del aspecto verbal es notable; el énfasis del relato
incide en el instante de iniciación de los actos, que, al frustrarse, denotan el clima de
desconcierto y sarcasmo. Ya en la calle, la convicción del ridículo que lastima al
personaje nos llega con la impotencia reprimida en los infinitivos: aporrear, abofetear,
pisotear a alguien; y cuando Idiáquez decide emprender la conquista de ese mundo
fragante y vistoso, los verbos nos alcanzan nuevamente la imagen dinámica que
acompaña su ascenso veloz y su mundana estrategia: "me lancé donde el mejor sastre
de Lima", "Apenas lo vi torcer la esquina me colé a la casa…", "Corrí a mi tugurio, lo dejé
sobre mi camastro y volví donde mi patrona desolado…", "Pero prefiero mostrarme en
Mercaderes…". Vale decir que el dinamismo que señalamos no es sólo un factor
denotativo en el texto de Beingolea, no; con él se expresa la secuencia psicológica, el
salto de normas y valores, y se perfecciona la técnica situacional engarzando las
escenas en una perspectiva óptica que se disloca (externa e internamente) con un ritmo
instituido dentro de la escena, por la ansiedad del personaje.
En este ejercicio visual a que nos ha sometido la técnica de Beingolea, hemos ido
deteniéndonos en los detalles menudos que se aglutinaban en torno de las situaciones o
del desplazamiento del personaje entre ellas; pero circunstancias, personas, efectos,
anhelos, etc., se han definido por virtud de innumerables detalles minúsculos. De esta
manera, aquellos aspectos que habitualmente dejamos de advertir, que los
presuponemos sin atender a su presencia, se han revelado y descubierto un peso
significativo que no sospechábamos. Fue también en este crucero donde ocurrió el
desconcierto de nuestro personaje: los detalles sustituyeron al todo y la apariencia se
confundió con la esencia. Así la corbata deviene símbolo de miseria o abundancia (¡o
camino a la abundancia!), y la felicidad se anticipa a través del olor del perfume de una
morena hermosa.
La confusión entre lo adjetivo y lo esencial, entre el parecer y el ser, desordena las
situaciones y las reemplaza por una alucinación: la frivolidad de las corbatas y la
felicidad que ellas alcanzan; así Marta y su regalo se alejan cada vez más y acaban
diluyéndose en la escena. Pero la experiencia, el presente, desempolva los genuinos e
imperceptibles lindes de la realidad, y el símbolo esperanzado y optimista que es la
corbata se trueca en expresión de un destino frívolo y vacío, mientras el olor del perfume
cede el privilegio de anunciar la dicha al higiénico aroma del jabón Windsor.
De la estructura goznada entre lo aparente y lo esencial, trasciende el recado ético del
cuento que concierta con su amena ironía y se resuelve en un planteamiento de
autenticidad; y ésta se instituye como premisa del ser uno mismo en el infortunio o en la
dicha. Pero la lección, como suele ocurrir en las bellas ficciones, nos subyuga –sin que
lo adivinemos– al reconciliarnos con Marta, su modesta corbata y el desvaído aroma del
jabón.
III. El alfiler
106
El cuento despliega una atmósfera que se nos antoja distinta de la que usualmente
conocemos, y que nos atrapa por ciertos rasgos indefinibles, que, más que enlazados a
la apariencia material de la representación del ambiente, se inscriben en un propósito de
recreación del espíritu de una época, configurando así una instancia que difiere y evita el
presente, y asciende hasta un período remoto en busca de un paradigma de vida familiar
y valores éticos, exaltado por el prestigio de la antigüedad:
La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y
sangre, mientras el jinete, en un santiamén, saltaba a tierra
al pie de la escalera monumental de la hacienda de
Ticabamba. Por el obeso balcón de cedro asomó la cabeza
fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando
al recién venido que temblaba.
107
remotos, pero reviviscente en la endecha de la raza
humillada, como los cantos de Sión en la terquedad
sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de
sementera, había divagado la procesión de santos
antiquísimos, que ostentaban en el ruedo de velludo
carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio
tan feliz de una linda moza con el simpático y arrogante
Conrado Basadre terminaba así… ¡Badajo! (81-82).
Podría postularse que el ambiente que concibe el autor es, en primer término, de orden
psicológico-cultural, y que sobre el centro de esa construcción gravita la conducta
patriarcalista de don Timoteo: "viejo tremendo", de cabeza fosca y voz sochantre.
Sólo después, un tanto en el fondo, se insinúa el perfil arquitectónico de la hacienda:
escalera monumental, obeso balcón de cedro y la lista de indicaciones concurrentes y a
veces sólo decorativas, que bosquejan las costumbres lugareñas en fugaz apunte:
indumentaria, formas de tratamiento, celebración del matrimonio, festejos religiosos, en
fin, un mundo colonial, cuya jerarquía se instala sobre un régimen de temido
autoritarismo y suntuosa opulencia provinciana.
Ambos estratos se combinan en el discurso cuentístico, el que, por instantes, alcanza un
nivel de idealización espiritual y, otras veces, se engolfa en el diseño miniado de signos
que confinan las formas físicas:
Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba,
aterrado, en aquel festejo trágico. Quería llegar en cuatro
horas a Sincavilca, el antiguo feudo de los Basadre. En la
tarde, ya vencida, se escuchó otro galope resonante y
premioso, sobre los cantos rodados de la montaña. Por
prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
- ¿Quién vive?
108
grandes salones desiertos, sin quitarse las espuelas
nazarenas, hasta llegar a la alcoba de la muerta, en donde
sollozaba Conrado Basadre. Con voz empañada por el
llanto, rogó el viejo a su yerno, que lo dejara solo un
momento. Y cuando hubo cerrado la puerta con sus
manos, rugió su dolor durante horas, insultando a los
santos, llamando a Grimanesa por su nombre, besando la
mano inanimada, que volvía a caer sobre las sábanas,
entre jazmines del Cabo y alhelíes. Seria y ceñuda por
primera vez, reposaba Grimanesa como una santa, con las
trenzas ocultas en la corneta de las carmelitas y el lindo
talle prisionero en el hábito, según la costumbre religiosa
del valle, para santificar a las lindas muertas. Sobre su
pecho colocaron un bárbaro crucifijo de plata que había
servido a un abuelo suyo para trucidar rebeldes en una
antigua sublevación de indios.
109
insuflan así, con este factor, la impronta de mayor rango en la caracterización de la obra,
al traducirse en la imagen plástica que incrusta la percepción sensorial, su gozoso
deleite, entre el esfuminado aliento de idealidad y la blasfema soberbia: "… besando la
mano inanimada, que volvía a caer sobre las sábanas, entre jazmines del Cabo y
alhelíes. Seria y ceñuda por primera vez, reposaba Grimanesa, como una santa, con las
trenzas ocultas en la corneta de las carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito,
según costumbres religiosas del valle, para santificar a las lindas muertas". Fundidos en
el fuego de inadmisibles alianzas, al eco de remotos prestigios: lo temporal, religioso y
costumbrista, acuñan el plasticismo que enmarca el escorzo del cuento.
Desde el punto de vista de la técnica narrativa, El alfiler ha sido compuesto sobre un
molde sencillo, en el que la secuencia de las acciones conduce linealmente hacia el
efecto final. Los actos, sin embargo, se distribuyen en un contrapunto de movimientos
súbitos y suspensiones transitorias, con el que fraccionan el avance de la pieza en dos
períodos deslindados por un misterioso silencio de siete meses. Pero ese mismo
contrapunto acabará unificando la trama y reunirá a los hombres en el compromiso de
un secreto, y dramatizará el flujo escalonado hasta el desenlace terminal. E inclusive,
éste mismo, como se verá habrá de surgir de la combinación certera de ambos recursos.
Esa es la forma en que García Calderón conduce a su lector en una suerte de sobresalto
continuo, sumiéndolo en abrupto desconcierto o distrayéndolo con la evocación histórica,
el relato de costumbres o el cuadro paisajista. El mérito de su arte reside en la habilidad
con que calzan ambas versiones hasta concurrir, confundidas, en pos del clima tensivo
que acontece en el efecto final:
Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el
hacendado y no le llamó con el respeto de siempre "don
Timoteo", sino que murmuró, como en el tiempo antiguo,
cuando era novio de Grimanesa:
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– ¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!
– Sí, mi padre.
– Sí, mi padre.
– ¿Nadie lo sabe?
– No, mi padre.
– Sí, mi padre.
– Sí, mi padre.
111
fase –tensiva– del movimiento era distendida en un lapso de suspensión transitoria, y
que, de esa manera, en correlato constante, se articulaba la dinámica de la pieza; en
efecto, podríamos sobreponer a la enumeración anterior otra secuencia que la reproduce
desde la vertiente opuesta, de silencio o pausa, y que aparentemente interrumpe el
curso del movimiento, pero que en verdad lo estimula con el ingrediente del suspenso, el
que deviene, por tal mérito, otra de las fibras subterráneas que contribuyen a la
formulación dramática de las escenas. Léanse los pasos siguientes ajustando su función
en la obra al sentido constructivo que acabamos de examinar: "asía con desesperada
mano el sombrero de jipijapa"; aquellas líneas de evocación de la boda: "el inmenso
portalón clausuraba el patio de la hacienda…"; la imagen de Grimanesa, ya muerta; la
descripción del topo; el diálogo final; la reminiscencia del "rito caballeresco".
Los párrafos últimos potencian el ritmo y la emoción del cuento y arremolinan todo su
curso anterior en el desenlace. Un tono de grandiosa solemnidad campea en la escena:
asistimos a una reedición de la vieja ceremonia medieval y presenciamos la entrega de
las armas al nuevo caballero. Cada uno de los detalles evoca un tiempo remoto,
legendario, el tiempo antiguo: el salón en el que sobrevive la colonia, la caja de hierro de
"antiguo estilo y complicada llavería", el "santo y seña", el nerviosismo de Conrado, el
retraído silencio de don Timoteo, son elementos que hábilmente se adosan, en el arte
del autor, al alfiler indígena que corona en forma de hoja de coca, y procuran una
simbiosis estética, por cuya virtud, la épica hispánica se aposenta en el contexto
mestizo, y el esquema de los valores y usos de la caballería europea, transitoriamente
ilumina el paisaje rural, asoleado, de la hacienda andina. En paulatino avance se
consolida la posesión de la escena costumbrista y se la recubre con un halo de leyenda
arcaica que orea su vetusta pátina con el rudo vigor de la vida en la norma campestre,
reforzándola con la crudeza de su código humano y el entrevisto horizonte de la gleba
indígena.
Cuando don Timoteo extrae de su caja el alfiler manchado con la ya negra sangre de su
hija, el relato ha llegado a la cima más alta. El diálogo que sobreviene, entre el
hacendado y su yerno, es una réplica de los motivos y promesas que responden al
refuerzo de la tradición que encarna en el aspirante a caballero cristiano; la terca, la
agudísima insistencia en el tratamiento de "mi padre" –en señal de sumisa obediencia– y
el juramento de venganza, así como la contricción precedente, combinan una vez más el
emparejamiento del odio y el amor, de la justicia y la violencia feudal, que sustentan la
ficción del mundo novelado. Observante escrupuloso de la pauta técnica que lo guía,
García Calderón, súbitamente convierte el diálogo en una nueva suspensión transitoria,
propicia otra ruptura, y muestra a don Timoteo entregando el alfiler a Conrado en un
gesto de transferencia de omnímoda autoridad: lo hace con aquellas palabras que en su
sobriedad bastan para tipificar al personaje y reducir a una imagen vibrante el clima de
su fábula: "Si ésta también te engaña, –dice– haz lo mismo… ¡Toma!…" y cierra el relato
con esa escogida ecuación entre el viejo abuelo: Don Timoteo Mondaraz; el nuevo
caballero: Conrado Basadre; la espada: el alfiler indígena. La brutalidad y ceguera de la
justicia patriarcal, en el abandonado reducto de la hacienda serrana, se aglutinan en el
sucesivo efecto del desenlace, y apenas si se aminora su impacto al insinuarse el
reprimido llanto del anciano. Ha finalizado el cuento con una certera identificación del
estado afectivo de los personajes; el clímax tensivo del discurso y la desconcertada
respuesta del lector, sobrecogido de asombro y de rechazo.
112
Se consuma así la vitalización estética de un ideal conservador de lealtad cristiana
(arrepentimiento y promesa), de hombría (discreción, secreto), de valor (no pudo
castigarlo, pues el traidor huyó), de dignidad (jura matarlo), con el sustento del
cañamazo sobre el que García Calderón disimula su aparente verismo coloquial y
poético. Los atributos de una justicia, local, privativa, ejercida en el reducto de un
omnímodo hacendado serrano, asimilan el arbitrario e ilimitado poder de su clase en un
enfoque que apunta a su trato con el propio grupo familiar; y de ese modo, se ensambla
el clima de violencia en una cristalización del espíritu heroico que se resuelve en una
ficción de elaborada factura. La barbarie, la rudeza incluso en el trato cordial, el sentido
de severidad ante la vida ajena y la vida propia, asordinan el flujo de una vertiente lírica,
lo subyugan largamente; pero al fin, éste, concentrado, desborda las últimas líneas como
una remembranza de idealidad poética, y se consume en la quimera de un pasado
legendario y su distorsionado extrañamiento real.
Epílogo
Son dos las notas sobre las que se podría iniciar el trazo de un debate consciente,
acerca de los rasgos comunes y diferenciales que, en los textos escogidos, acreditan la
peculiaridad de los autores.
La primera sería el ideal de lengua y su realización concreta, tal como aparece al
análisis. En este punto, nuestros escritores coinciden en lo primordial: es decir, su prosa
está cifrada sobre un patrón de lenguaje literario, escrito, de consecuente propósito
artístico; pero la norma que rige esa prosa se renueva en el frescor e inventiva del habla
coloquial, asimilándola, en un frecuente y feliz cultivo dialógico. ¡Qué fluidez y belleza la
de esos diálogos! El plasticismo de las imágenes es recogido unas veces en una
perspectiva táctil; otras, visual, y otras de emotividad violenta, y se acompasa con un
deliberado provecho del ritmo y el movimiento, la cadencia musical y el silencio. Ningún
factor lingüístico escapa de esta alquimia: niveles sociales del habla, estados históricos,
forma escrita y oral, contenido lógico y afectivo del estrato semántico, voces castizas y
neologismos, concurren todos en este gozoso proceso de decantación de la palabra
hasta su más sugestivo contexto. Hay pues, en las tres obras, una definida conciencia
del fenómeno verbal como flexible límite e inacabada aventura simbólica.
La noción de la realidad (de la hechura artística que se instituye en la realidad poética,
recuérdese), en cambio insinúa matices por los que se adivina el sesgo peculiar con que
han plasmado tres intuiciones diversas. En Palma la irrealidad de lo extraordinario es el
camino que nos conduce al descubrimiento de la posibilidad real, merced a una presión
exterior que invita al desborde imaginario e incita al desplazamiento fantástico en vana y
repetida hazaña; en Beingolea sucede a la inversa, es en el área de lo posible y
cotidiano donde fermenta el deslumbramiento de la irrealidad, como fuego tardío y
purificador; y, en García Calderón, el imposible absoluto se asienta sobre la realidad
concreta, pero sin destruirla ni revelarla, apenas en un vértigo de fugaz coincidencia. En
cada caso, la realidad poética reduce el reto de lo fantástico con lo racional y nos
asombra en su perenne valor de enigma humano, diario, terreno, y en su función de
signo en rebeldía, en revuelta perpetua contra la dimensión dual de nuestra experiencia
lógica, de su empecinado deslinde entre la fantasía y la razón. Su realidad, la de ellos, al
contrario, emerge cuando se desvanece esa frontera.
113
Símbolos en la poesía de César Vallejo
Para inaugurar este año los festejos en homenaje de la lengua española, nos hemos
congregado a revivir en su poesía la aventura de un hispanohablante genial: César
Vallejo.
Pero el tema de la lengua y la comunidad hispánica que en ella se devela, así como la
poesía de Vallejo, hacen fuerza en mí para que rinda tributo a Concha Meléndez, la
maestra a quien especialmente se honra en estos días y a cuyo esfuerzo débese en alto
grado, el aprecio y estudio de la literatura hispanoamericana en Puerto Rico.
Muchas son y valiosas las páginas que la Dra. Meléndez dedicó a las letras de mi país, y
entre ellas, unas muy lúcidas al autor de Poemas humanos; pero como éstas, me ha
conmovido el juicio cordial, el amoroso mirar con que descubrió paisajes y hombres de
mi tierra, y la emoción auténtica que desborda su libro Entrada en el Perú. Súmese
pues, a los justos reconocimientos que se le han de ofrecer, la palabra sencilla, pero
cálida, de un peruano agradecido.
114
temas, pues, en los genuinos creadores, ésos se trasfunden en símbolos, y desde éstos
trasciende la visión y la voz personal del artista.
De modo que ese reencuentro con los padres podría insinuar la convicción de una
identidad fundamental que el poeta reserva, y de la que no desearía apartarse ni ser
despojado. Si atendemos al simbolismo del verso final, hemos de coincidir en que en el
área expresiva de partir están implícitos valores de muy activa participación en el mundo
vallejiano; a saber: distancia, ausencia, despedida, añoranza, tópicos que consiguen
tratamiento peculiar en las Canciones de Hogar, y que, en el consenso de la crítica,
revelan un rasgo de los más personales en las piezas de Heraldos.
Una de ellas, Los pasos lejanos (74) desvela el ambiente de la casa paterna, estancia
que –hemos visto– perdura en el recuerdo con hondísima impronta espiritual; el autor
dirá cómo la imagina cuando él se halla ausente y cuando su alejamiento enturbia la
apacible quietud del hogar provinciano. Veamos en qué modo su palabra aglutina
emociones que destilan en cuatro elementos: a) la figura patriarcal del padre, puesta en
relieve con los atributos que le extiende su corazón generoso; b) la madre, que paladea
su tristeza en el horizonte estrecho de la casa y los huertos, y en cuyo pesar se sublima,
trasfundiéndose en la esencia del amor; c) el hijo, el ausente, y por lo mismo el lado
115
amargo en la armonía pequeña, pero inapreciable, del círculo familiar; y, finalmente d) la
atmósfera de melancólica ternura, de ingobernable impulso al reencuentro.
Cuán maduros se dan en el primer libro de Vallejo los temas del hogar y de la ausencia,
los mismos que alcanzarán acento dramático en la última creativa etapa del poeta. En
Heraldos Negros, en el poema que insertamos y en A mi hermano Miguel (74) y
Enereida (75), son ya visibles la problemática y la técnica que irán decantando un
imagen perspectivística de la ausencia. "Los pasos lejanos", nótese, usa desde el título
un rasero humano que transcribe en la medida de lo físico la vehemencia emocional, y la
dispone en un conjunto de niveles, cuya ruptura origina el impacto afectivo que reagrupa
a los miembros de la familia. Observemos, por ejemplo, en la primera estrofa, la
oposición de: está ahora/ seré yo (3ª pers., el padre/1ª pers., el hijo), la cual es
modificada por tan dulce/ amargo, que encarnan poéticamente las funciones relativas al
estar en presencia y en ausencia. Acontece otro tanto en los dos versos finales de la
estrofa segunda, en los que el vínculo entre las personas primera y tercera resulta
connotado, ya no en el nivel del sentimiento sino de la relación espacial: cerca/ lejos. Es
obvio que estos versos de la estrofa segunda revierten sobre el efecto creado por los de
la primera, y realzan los factores que modifican el enlace de las personas, ya en el plano
emocional, ya en el plano material. Agréguese que, en ambos casos, la frase "si hay
algo" –de amargo o de lejos– en el "apacible corazón" del padre, alude tanto al carácter
excepcional de ése, cuanto a la insignificancia de calidades (bondad, perfección) del hijo
ausente. El papel del hijo es la contrafigura, la sombra (¿fue egoísta al marcharse?), que
resalta la generosidad inherente en el cariño paterno; vale decir, su capacidad de amor y
sacrificio.
116
La estrofa tercera concibe a la madre en actitud dinámica: "pasea allá en los huertos",
verso que depende –en buena parte– del valor que dimana de allá y que se aclara en la
línea siguiente con la repetición de sabor, con el resultado negativo que puntualiza la
desazón materna. La madre, como si huyera de la casa en donde falta el hijo, sufre en
silencio, en soledad (quizás, si para que no lo advierta el padre); y el factor dinámico del
pasear se transfiere al recordar (revivir), que carece ahora del sabor propio de años
remotos, cuando el hijo era un niño; en la infancia sin sombras. En el vivir hacia adentro,
en el padecer silencioso, la figura de la madre asciende y cristaliza en la imagen del
amor maternal: "Está ahora tan suave/ tan ala, tan salida, tan amor", en la que la
estupenda aliteración de la a y la progresiva secuencia semántica, nos comunican una
plenitud de bondad y pureza, digna del amor sin reproche.
La última estrofa diseña el ambiente que traduce el estado emocional de los padres, y
traza la perspectiva desde la que se ilumina ese cuadro: la vivencia del poeta y su
empecinado retorno en el afecto, a despecho del espacio y de las épocas.
Las correspondencias discernibles en otros pasajes del libro entre alegría y dolor, y vida
y muerte, se ajustan también al mundo del hogar, interpenetrándose, condicionándose,
repitiendo la dialéctica característica de nuestro poeta. Sin embargo, hay un aspecto en
el que el mundo del hogar y la adhesión a los padres, al hermano, a la memoria de la
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infancia, a los bienes ligados a ese período vital y emotivo, parece que se distinguen con
un signo de excepción frente a los valores concurrentes en la obra.
El círculo de la casa paterna y los elementos adheridos a ese núcleo dan la impresión, a
primera vista, de ser el más firme punto de referencia al que se acoge el poeta cuando
sucumben, por su irreductible mudanza y carácter conflictivo, las experiencias del amor
a la mujer, las relaciones con Dios o las relaciones con los otros hombres. Cuando el
poeta, es decir, el hombre como personaje de esta poesía, admite la irreversible crisis de
los valores que se frustran y frustran la experiencia humana; la memoria y la
actualización de la infancia y del hogar insurgen como un refugio que conserva en su
genuina pureza la autenticidad de un amar, de un estar cerca de Dios, de un fraterno
convivir con el prójimo: relaciones –obsérvese– inaccesibles para el adulto en la ciudad
lejana. La infancia, el hogar, la visión del pueblo renacen alumbrados por la impronta
emocional, por la atormentada búsqueda de calor fraterno y esencias permanentes.
Desde el pasado, o hacia el pasado, desafiando la lógica de los hechos, siente el poeta
que reaparece el único consuelo que lo alivia en su absoluto desamparo, que lo protege
de la definitiva alienación del mundo; siente que, en ese vivir hacia adentro halla una
pausa para su vivir errático; para su estarse confinado por las contradicciones que
enturbian la inteligencia de la realidad, y que, destruyéndolo, lo hacen más consciente
de estar vivo, perdido, sufriente, privado del hogar y la alegría.
Por esta conciencia de lo que se carece, téngase en cuenta, este tener que insertar el
futuro en el pasado y deber reconstruir la realidad actual sobre el patrón de los bienes
perdidos, esfumados en el tiempo, señala una vez más en los Heraldos, rotundamente,
el ilogicismo del destino y el sentido nihilista de la proscripción del hombre. Revela en un
nivel más hondo del análisis que el poeta, desgajado del grupo familiar por la vida y la
realidad, se siente desguarnecido y padece de otro límite que recorta su humanidad
virtual. Entendida así, la afición por la familia y la niñez no es un consuelo en el
desventurado universo vallejiano; al contrario, es la estancia que nutre su más acre
censura, su grito más agudo.
En Trilce, cuatro años más tarde, Vallejo expone un tipo de concepción poética, que de
manera general se ha llamado vanguardista, y de manera específica algunos filian con el
superrealismo. Lo evidente es que el lector se desconcierta apenas iniciada la lectura: ni
el título del libro, ni los números romanos que encabezan cada poema, le entregan
referencias útiles. El lenguaje se ha obscurecido, las contradicciones se acentúan, y
poco a poco se adivina que una temporalidad subjetiva y subyacente, y un concepto
simbólico de lo numérico, entretejen el mundo caótico de esa poesía. Sólo después se
entiende que el autor ha emprendido una revuelta total contra las formas y contra su
concepción del mundo y del destino, y que el motivo de su canto no es ya la búsqueda
de un absoluto, necesario frente a un destino hostil, por irracional, sino la exaltación de
la pureza de lo absurdo, contemplado desde un mirador individualista.
¿De qué manera se manifiesta en la nueva estancia poética de Vallejo el tema del
hogar, y por su intermedio, el tópico de la ausencia? ¿Cuál es su textura inmediata y
cuál su emanación simbólica? Recojamos el testimonio inscrito en el poema III de Trilce:
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1 Las personas mayores
2 ¿a qué hora volverán?
3 Da las seis el ciego Santiago,
4 y ya está muy oscuro.
5 Madre dijo que no demoraría.
6 Aguedita, Nativa, Miguel,
7 cuidado con ir por ahí, por donde
8 acaban de pasar gangueando sus memorias
9 dobladoras penas,
10 hacia el silencioso corral, y por donde
11 las gallinas que se están acostando todavía,
12 se han espantado tanto.
13 Mejor estemos aquí no más.
14 Madre dijo que no demoraría.
15 Ya no tengamos pena. Vamos viendo
16 los barcos ¡el mío es más bonito de todos!
17 con los cuales jugamos todo el santo día,
18 sin pelearnos, como debe ser:
19 han quedado en el pozo de agua, listos,
20 fletados de dulces para mañana.
21 Aguardemos así, obedientes y sin más
22 remedio, la vuelta, el desagravio
23 de los mayores siempre delanteros
24 dejándonos en casa a los pequeños,
25 como si también nosotros
26 no pudiésemos partir.
27 Aguedita, Nativa, Miguel?
28 Llamo, busco al tanteo en la oscuridad.
29 No me vayan a haber dejado solo,
30 y el único recluso sea yo.
Quisiera prevenir que no se entienda esta pieza como poesía infantil. En ella Vallejo se
apoya en la infancia, sí, pero para trascenderla en un símbolo. El poeta, adulto, nos
retrae a la niñez a fin de explorar al hombre Vallejo. En segundo lugar, recuérdese la
característica de temporalidad que atribuimos a Trilce; véase junto a la superposición de
edades, que es una marca de aquello, el decantamiento de la angustia que se desgaja
de la tardanza, de la hora y el temor a la sombra. Desde el sexto verso al
vigesimocuarto, presenciamos un horizonte de acontecimientos que se definen por la
duración, sucesiva o simultánea, ya en virtud de formas gramaticales, ya en virtud del
estrato semántico; así mismo, vemos un intento por confinar el espacio, el aquí,
encarándolo con el tiempo: dijo, no demoraría. Pero además nos conmueve el
renunciamiento, la resignación que se aviene al imperio de los hechos "Aguardemos así,
obedientes y sin más/ remedio, la vuelta", es decir, el desagravio; desagravio ganado por
el sufrimiento, por la turbación que causa el atravesar por la experiencia del desamparo.
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El que se va, el que se marcha origina el dolor, fomenta la desazón del que se queda, es
cierto; pero la fuente genuina del dolor está en el partir, en el causar ausencia, en el ya
no estar en presencia. Por eso, los versos 25 y 26 resuenan con un eco de desquite
virtual, no empecé la edad, no empecé el apego a quienes amamos. Las preguntas "¿A
qué hora volverán?", y "Aguedita, Nativa, Miguel?" no hallan respuesta, y de ese modo
relievan la espera impaciente, acucian el espanto. La comprobación es súbita: la
orfandad anímica enseñorea en la conciencia del desesperado. Los versos finales
proyectan su oscuridad sobre el desasosiego creciente, y en ese enceguecimiento, por
paradoja, se hace la luz y resplandece la verdad: el solitario se transforma en recluso, en
extrañado. "Los mayores, siempre delanteros" se han marchado de casa, quizá también
de la vida. Al desvanecerse el correlato de la projimidad, del amparo afectivo, la vida, la
del solitario, se asemeja a la cárcel, a la condena y subsecuente privación del amor.
Y bien, si tornamos los ojos a la lección global que extrajimos de Trilce, (a pesar de
haber escogido en su tipo, una poesía de las menos complejas y, en apariencia,
puramente narrativa), se nos desvela la construcción de un desarrollo poético goznado
sobre un punto de equilibrio que asocia el hogar y la ausencia, pero no ya como medida
de la frustración personal, aquella que asomaba en el recuerdo y se inclinaba para
avizorar los bienes perdidos, sino como una instancia equivalente al desajuste pleno del
vivir con el con-vivir. Como una desarticulación incesante frente a la realidad y los seres,
que ni siquiera amaina en el engaño, al refugiarse el poeta en el pasado, pues la
dinámica del tiempo, tolerando las sustituciones de edad, el trastorno de las épocas,
subraya insistentemente la discordia que enturbia la objetivación de esos factores.
Sentencia así la proscripción del hombre, deshallado en su morada, y realza el absurdo
de habitar en el linde de los tiempos, no ya como una aventura existencial, como un
vértigo alucinado, sino más bien como una requisitoria esencial, que, por desoladora,
acaba conduciendo las interrogantes del destino hasta un individualismo nutrido por la
certeza del absurdo, y por la inoperancia de un encuentro redentor. Nada existe más allá
del yo mutilado, cercenado, desdoblado. Si en Los heraldos negros el adulto regresa a la
casa y reconstruye el pesar que produjo su partida a los padres, y es una razón
espiritual la que anima su retorno, en Trilce la infancia arrebata al adulto y lo confirma en
su ineptitud para escapar hasta un reencuentro afectivo o metafísico. Mas no es el
destino como acontecer exterior; es la esencia, el ser mismo, el que yace subyugado a
la antinomia destructiva de la partida y el regreso, del alejamiento y el reencuentro; y el
que sucumbe en su anhelo de recomponer la unidad del amor, del vivir, del trascender
hacia alguna perfección accesible.
120
entusiasmo por la revuelta formal, como expresión del absurdo, Vallejo hombre y poeta,
no encuentra respuesta valedera, ni estética ni vital, para sus interrogantes. La crisis de
Vallejo no podía acabar, por ende sino en tres soluciones: 1) la religión, pero su contacto
con ella no le mostró proyecciones totalizadoras, 2) el suicidio, que gracias a Dios no
cometió y 3) el comunismo, es decir, la ideología política entendida como instrumento de
acción. Hay testimonio escrito, recogido por Larrea, del impacto que produjo en Vallejo la
lectura del siguiente pensamiento de Marx: "Los filósofos se han limitado a interpretar el
mundo de diversas maneras. Lo que importa es transformarlo". Vallejo, al igual que una
serie de artistas de su época, optó por el hacer y se unió al combate y a la prédica
político-social. Corrían 1928 y 1929 cuando nuestro autor viajó a Rusia; desde su retorno
se consagró a un diligente quehacer en prosa, en teatro y en activismo partidario. Véase
que elegido el camino, el político, Vallejo sin embargo no vuelve al ejercicio poético;
cuando lo hace, procede angustiado por la catástrofe de la guerra española, y su poesía
es paradigma de integridad moral y autenticidad creadora. Por ello alcanza dimensiones
que exceden a la circunstancia y rebalsan las premisas de partido; Vallejo canta como
hombre, como ser doliente y rabioso, y en su poesía se agolpa y replantea toda la
problemática de heraldos negros y de Trilce, pero ensanchada, enriquecida y
configurada por un lenguaje en el que se resuelven las disyuntivas de estilo, por acceder
al tono humanísimo, de hispanidad-universal, que nos sobrecoge en sus versos. Los
libros Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz fueron escritos paralelamente,
en el mismo período; la motivación común fue la experiencia española hacia fines de
1937.
Pues bien, ¿qué ocurre con nuestro tema en Poemas humanos? En "El buen sentido",
que refleja un encuentro con la madre y acumula evocaciones y juicios sobre ella, Vallejo
escribe: "La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de
espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós
y por el regreso" (238). Obsérvese de momento, a) que el ausentarse y el reencuentro
manifiestan una relación equivalente de posesión, de propiedad: "que soy dos veces
suyo"; b) que la antítesis múltiple desemboca, por primera vez en lo que llevamos
examinado, en una síntesis, en una tercera instancia en la que se acoplan los contrarios,
mas no como en la disolución del absurdo, sino en su revelación positiva. Pasemos
ahora a examinar otro texto del mismo libro: "Algo te identifica con el que se aleja de ti y
es la facultad común de volver: de ahí tu más grande pesadumbre. Algo te separa del
que se queda contigo, y es la esclavitud común de partir: de ahí tus más nimios
regocijos" (230). Causa escalofrío el acento enigmático, el tono patético que traslucen
estos versos. Escuchen la conclusión del poema: "Alejarse! Quedarse! Volver! Partir!
Toda la mecánica social cabe en estas palabras" (230). Inadvertidamente hemos llegado
a concebir lo que Vallejo denomina mecánica social como una red de interacciones
personales, de adioses y reencuentros; de ese modo sabemos que la relación madre-
hijo se ha desbordado en esa realidad más dilatada, articulándola sobre el cimiento de lo
inter-personal.
121
humanos, el adensamiento poético es velocísimo, nos sorprende a cada paso.
Escuchemos:
El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad
humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado". Y líneas más abajo, en el mismo
texto: "Todos han partido de la casa, en realidad, pero todos se han quedado en verdad.
Y no es el recuerdo de ellos lo que queda sino ellos mismos. Y no es tampoco que ellos
queden en la casa, sino que continúan por la casa". (231)
P.C. p. 172
122
que apenas se atisba en Trilce. Esta vez el otro no se halla en posición adversativa
frente al ego, pues por encima de la unidad descompuesta prevalece lo que el poeta
llama su "coartada", es decir, la identidad esencial; de la que participan el ego, el otro, y
la serie de objetos con que cierra la poesía. De esta manera, en la dinámica del partir y
quedarse se instituye un cruce dialéctico de equilibrio, de silencioso misterio, de crucero
del tiempo, del espacio, y la vida y la muerte. He ahí el sustento del nuevo rigor que
confiere a la antítesis un signo afirmativo y postula en la parte la encarnación del todo.
Así aprendemos que hay una comunidad que se proyecta de persona a persona a través
de los objetos y los actos; y distinguimos en el conflicto entre la vida y la muerte un
circuito incesante. Todo es, en esta poética, "partir o volver". Todo "alejarse o quedarse".
No sólo la propia muerte: lo es también la de aquellos y aquello con quienes fundamos
nuestra projimidad. Tal aparece rotundamente en "La violencia de las horas" (239 - 240),
en la que después de enumerar muertos, amigos, parientes, el perro Rayo, objetos, etc.,
Vallejo concluye el poema con un verso categórico e iluminador: "Murió mi eternidad y
estoy velándola". Es decir, murió con ellos. Algo mío, una dimensión virtual a la vez que
objetiva, desapareció con ellos.
Extendamos nuestro comentario a una pieza más, el poema VIII de España, aparta de
mí este cáliz. Helo aquí:
1 Aquí,
2 Ramón Collar,
3 prosigue tu familia soga a soga,
4 se sucede,
5 en tanto que visitas, tú, allá, a las siete espadas, en Madrid,
6 en el frente de Madrid.
7 ¡Ramón Collar, yuntero
8 y soldado hasta yerno de tu suegro,
9 marido, hijo limítrofe del viejo Hijo del Hombre!
123
10 Ramón de pena, tú, Collar valiente,
11 paladín de Madrid y por cojones; Ramonete,
12 aquí,
13 los tuyos piensan mucho en tu peinado!
14 ¡Ansiosos, ágiles de llorar, cuando la lágrima!
15 ¡Y cuando los tambores, andan; hablan
16 delante de tu buey, cuando la tierra!
17 ¡Ramón! ¡Collar! ¡A ti! ¡Si eres herido,
18 no seas malo en sucumbir: ¡refrénate!
19 Aquí,
20 tu cruel capacidad está en cajitas;
21 aquí,
22 tu pantalón oscuro, andando el tiempo,
23 sabe ya andar solísimo, acabarse;
24 aquí,
25 Ramón, tu suegro, el viejo,
26 te pierde a cada encuentro con su hija!
27 ¡Te diré que han comido aquí tu carne,
28 sin saberlo,
29 tu pecho, sin saberlo,
30 tu pie;
31 pero cavilan todos en tus pasos coronados de polvo!
32 ¡Han rezado a Dios,
33 aquí;
124
al miliciano cómo discurre la vida hogareña en su ausencia. No debe quedar inadvertido
el efecto que parece generarse, semánticamente, por la acumulación intensificadora de
las formas: prosigue, soga a soga, se sucede, las cuales configuran una serie dinámica,
opuesta a visitas y siete espadas, connotadas por un matiz estático, espacial. Sobre el
asunto y su recta lección tornaremos más adelante recapitulando el análisis.
La estrofa que sigue intensifica esta repetida fragmentación de la unidad que venimos
espectando. Ramón/ Collar/ a ti; tres vocativos distintos y una sola persona. Y luego el
pedido angustioso, común, coral: ¡refrénate! No te entregues, no cedas, no concedas
con tu muerte: es casi un apelar contra la muerte desde una apoyadura total sobre la
vida. ¿Y por qué? ¿Y para qué? Del verso 19 al 37 nos invade un flujo de lirismo
intensísimo, adelgazado en la desazón y esperanza, nutrido en el amor y la llaneza de
los nexos más simples, pero significantes por su conmovedora humanidad. Descubrimos
que Collar no fue despiadado ni sanguinario; lo destaca con giro punzante el diminutivo
en: "tu cruel capacidad está en cajitas"; el pantalón se personifica y anima el impulso,
reiterado, que emana del mirar amoroso que la familia deposita en las prendas del ahora
miliciano; a pesar de la ausencia, para el suegro, cada vez que tropieza con su hija, el
recuerdo del yerno se apretuja súbitamente en el corazón. Y a la hora de la cena, el bolo
alimenticio pasa con lentitud y torna ácimo, mientras el pensamiento, el cavilar, restituye
a Ramón al ambiente casero, cuando ellos, los que se quedaron, reviven la última
imagen de Collar, aquella que asaltó sus retinas cuando él marchaba al frente. Él, cuyos
pasos, heroicos, sin embargo, no conocerán otra corona que no sea el polvo del camino
o de la fosa.
La figura divina readquiere su perfil consolador: los parientes, la cama y los objetos, las
cositas, están sumidos en soledad, moviéndose por la soledad que es el no estar físico,
pero el estar proyectado en el mundo casero; y con la palabra, y la charla, con el
recuerdo, ya al coger el arado, ya al atender el caballo, cada quien va y viene hasta la
realidad de Collar, o sea, hacia aquello que lo continúa en la casa y en los suyos.
125
La carta concluye, finalmente. El aquí insiste, abreviándola, en la distancia y en su
rendición ante el cariño. "Salud hombre de Dios, mata y escribe" es la despedida y el
mensaje. Escribe, porque el paso del miliciano por Madrid, medido de semana a
semana, no es, no quiere entenderse sino como una visita. Lo permanente, lo que se
continúa y lo continúa, el territorio al cual pertenece Collar es el aquí, según se intuye
con la claridad desde aquellas series opuestas a la estrofa primera, con las que se
destaca la disociación accidental. Son varios los estratos significativos que condensa
este sintagma; todos urgentes, afilados, penetrantes: vive, por ser hombre de Dios, y por
ser bueno, y por ser revivido y representante para la familia y los amigos; y, por lo
mismo, por ser hombre cabal, completo: mata. Mata al malo, mata a lo que acosa todo
ello que es preservado en la casa lejana, todo aquello que ha motivado la ausencia y la
callada angustia de quienes se quedaron. Mata para que la bondad subsista; que es el
amor, la justicia, la familia, lo que se está peleando en el frente de Madrid. De esta
manera, el "mata y escribe" se nos antoja forjando un vínculo inédito entre la vida y la
muerte: para que concluya definitivamente la separación y retorne al calor de la casa, al
caballo, al pantalón y las cositas; para que todo ello siga empapado de vida,
encubriendo y velando su humanidad total, mata y escribe. Mata y regresa.
126
Sobre la novela y la crítica
Sólo que este razonamiento, si pretende coherencia, debe proseguir hasta su conclusión
natural; esto es, debe implicar un cambio sustantivo en el modo como es "razonado";
debe aparejar un reajuste metodológico en el estudio de la literatura de América Latina.
127
Subrayamos que son factores de carácter extraliterario; insistimos en su condición
externa, ajena al nivel creativo y a lo que las obras artísticas significan en cuanto
producto individual, y en cuanto impulso y efecto en la dinámica de la realización
espiritual de hombres, que, como seres reales habitan un continente y generan una
porción de la historia. Pero ni la cercanía geográfica, ni la afinidad histórica, ni la
variedad lingüística, imponen de modo necesario y fatal la unidad en el nivel literario, ni
dictan las formas en que esa unidad se recrea en el acto estético; ni tampoco, por
argumento inverso, impiden o destruyen la tendencia unitaria. He aquí el punto nuclear
de nuestra meditación. Si se acepta detener la avalancha de elementos histórico-
sociales en el proceso de análisis y clasificación literarios, ya no será difícil vislumbrar
qué nuevo ordenamiento es el pertinente, ni cuál la vía de lograrlo. Ello, sin embargo, no
anticipa ni compromete en qué concluirá el punto de la unidad literaria iberoamericana.
En este sentido, por ejemplo, es oportuno citar el estudio de Hugo Friedrich sobre la
lírica europea contemporánea, por encima de la diversidad idiomática y de las
divergencias político-sociales; y con la misma línea de pensamiento, pero en sentido
opuesto, habría que suponer que la proximidad geográfica no basta para consolidar la
literatura árabe clásica con las letras europeas; o la norteamericana con la
iberoamericana.1 La posibilidad de sistematizar elementos estéticos y estudiarlos en su
interconexión es, pues, variable y relativa; no decimos que carezca de nexo con el resto
de la vida cultural y social; sí que sus características merecen tratamiento justo, y que
por obra de éste serán visibles las constantes que constituyen la unidad o sustentan la
fragmentación.
Compromiso
Hasta aquí parecería que proponemos una paradoja: aceptamos como evidente una
literatura iberoamericana, pero negamos los criterios con los que se ha formulado ese
juicio; rechazamos los razonamientos deductivos que se apoyan en esa premisa, pero
convenimos en que la validez de ella puede ser rescatada. Ahora bien, que se la rescate
dependerá de que se la pruebe en el nivel estético, de que se avance desde la expresión
fragmentaria, desde la vivencia del lector y el sentimiento de una participación espiritual,
hasta la organización de los valores simbólicos y realizaciones de sus estructuras –
actuales y pretéritas– configurados en un plano ideal: el cual, según conceptos críticos
idóneos, no debe ser confundido con los planos de la realidad objetivo-material o de la
realidad histórico-social; y no debe ser confundido, precisamente, para que en la visión
antropológica de la cultura sea posible encuadrarlo en relación con las otras esferas del
quehacer humano. El sentido unitario de las letras latinoamericanas es una intuición
vital, profunda, y por ende, legítima en su ambiente estricto; pero se torna discutible
cuando en los estudios literarios se le toma por hecho confirmado, se le asume como
punto de partida y se le explica con tópicos histórico-sociales o con generalidades, que,
a lo mejor, contienen verdad, pero que no deja de ser una aventura consagrarlas a priori.
De lo dicho sigue que el método crítico que nos permitirá verificar el tema de la "unidad",
hasta ahora intuición tradicional, tiene que proceder a la inversa; que debería comenzar
con el análisis parcial de las estructuras estéticas y realidades simbólicas en las obras
literarias; que debería interpretarlas observando de qué modo, sentimientos, ideas y
128
lenguaje se transfunden en un "metalenguaje" expresivo; y, sólo luego del cotejo de las
diversas formas que éste adquiere, podría derivarse con certeza qué es lo que nos
permite afirmar que la literatura iberoamericana fue lo que fue o es lo que es.
II
Emplearé como base de discusión los textos de tres autores peruanos, cuya obra, de
acuerdo con el criterio impugnado, debería incluirse bajo el marbete de problemática
entre el hombre y la tierra, concebida ésta ya como propiedad o como paisaje.2 Nuestra
129
conclusión insinuará calidades y horizontes más ricos; dejará entrever el lado más
personal del proceso creativo, aquel que escapa por la malla de la deducción genérica.
Primera instancia
En el primer libro, la pugna de los pobladores contra el río Marañón, contra las
inundaciones y derrumbes configura un tipo de personaje que se distingue frente al
costeño y al andino.3 Los actores de la novela, los balseros de Calemar, ostentan
orgullosamente su estirpe modelada dentro de la zona –un valle oriental de los Andes– y
en consonancia con la geografía del área. Una despierta percepción del concepto
territorial, de los límites del valle, el cual halla ocasión para la autonomía merced al
aislamiento, es aparejada con la conciencia profunda de disponer de una norma vital
propia, establecida en armonía con los requerimientos del duro oficio de vivir y sortear a
la naturaleza, presente, y a la sociedad urbana, distinguible en la lejanía. La imagen del
balsero, gobernando su embarcación sobre el torrente del río, sometido al azar del
destino y a la magnitud de su pericia, es, asimismo, la imagen de la vida: acción,
aventura y entrega plena de coraje. El río es una serpiente de oro, tanto por su bondad
paternal al forjar al hombre a su semejanza, cuanto por los minerales que yacen en su
cauce; pero es serpiente, también, por lo sinuoso e imprevisible de su curso y por su
despiadada y repentina agresividad. El hombre y el río y la divinidad se compensan y
presuponen en su necesaria oposición: el discurrir de esta contienda es el río de la vida,
como en el tópico latino. A la postre, el universo del balsero es el valle que demarca la
geografía más la impronta afirmativa de su propia norma vital, es decir, "un mundo
pequeño, pero propio".
En Los perros hambrientos el paisaje cambia. Las zonas altas reemplazan la visión
subtropical y los personajes rurales son indios. Otra vez, sin embargo, asistimos a la
duplicación de la realidad en una esfera simbólica por encima del conflicto entre
indígenas y grandes propietarios, problema en cuya base radica la posesión de la tierra,
surgen a nivel de personajes una serie de perros pastores. La historia de su crianza,
nombres, actitud frente a los forasteros; su encariñamiento con los niños, su afición por
las tareas y su especialización en las faenas, etc., se suceden en rápida y vibrante
galería. Llega luego la sequía y sus efectos equiparan en el sufrimiento a animales y
personas. El derecho a la supervivencia incita a la crueldad y torna irreconocibles a
ambos. Pero la sequía concluye y renace la ilusión de una nueva cosecha que diluirá en
la memoria la hambruna y el frío, y devolverá los perros al corral casero; en cambio, el
despojo, el abuso, el inhumano rigor de los hacendados no ha conocido fin. Un grupo
indígena, los huarinos, a quienes se arrebató la tierra que cultivaban por generaciones,
deambula desesperado y hambriento en busca de nueva sede donde trabajar. Al final, la
130
situación del hombre es tanto o más angustiosa que la de los animales durante la
sequía; Don Mashe, personero de los huarinos, cuenta la tragedia de su comunidad y
concluye: "Y es así como hemos llegao a mendigar un pequeño lugar, más que seya un
sitio chico en la grande tierra"… Y su interlocutor, Don Simón, comenta: "Uno busca un
pequeño sitio en el mundo y nuay, o se lo dan prestao… Y es solamente un pequeño, un
pequeño lugar en el mundo" (p. 270). La vastedad del espacio y la persistencia en la
negación y la búsqueda insuflan un ritmo patético, de traslación irredenta. Perros y
hombres erran en pos de un lugar, ávidos de pan y de justicia.
Segunda instancia
A los 21 años José María Arguedas escribió Warma Kuyay, cuento de los más bellos
publicados en el Perú. El texto empieza con la imagen del escenario: Noche de Luna en
la quebrada de Viseca; luego, en sucesión de versos, diálogos, y comparaciones con
animales del campo, es perfilado el coro de indios y el papel de Ernesto, niño mestizo,
frente a la ronda indígena. Tres ambientes se entrecruzan en el desarrollo de la pieza: el
grupo de sirvientes indios, el paisaje circundante y el estado emocional del niño; cada
cual con una norma de relación independiente. Su intersección se visualiza, no obstante,
en el simbolismo inspirado en nombres de animales y las creencias animistas de los
agricultores.
Una indiecita hermosa, Justina, ha despertado la pasión inocente de Ernesto; pero ella
es la amante de un capataz de la hacienda, quien además tiene a su cargo el cuidado
del niño. A ambos este hecho los unifica y separa; los une frente al patrón que codicia y
abusa de Justina, y los distancia en la reacción de venganza contra él y en la actitud
hacia la mujer amada. El aspecto social y el conflicto de conceptos divergentes del amor,
aunque razonados en el marco de tipicidad campesina que es la tónica del cuento, se
131
interiorizan hasta trocarse en la expresión del odio y amor puros, esenciales, como
elementos del desarraigo y de la frustración personal.
El Sexto, breve novela de Arguedas (1961), cuenta las experiencias de Gabriel durante
su prisión en la conocida cárcel limeña. La fetidez, el aspecto sombrío, el envilecimiento
de la persona son las notas primeras que diseñan la forma de la cárcel y su mundo
cerrado. Gabriel ingresa en ella a causa de su actividad como líder estudiantil: al
hacerlo, tiene la impresión de haber penetrado en una ciudad turbulenta y desconocida.
Los personajes que encuentra (criminales, maleantes, degenerados, presos políticos y
estudiantes), su conducta, los hechos insólitos convertidos en norma carcelaria, la
estratificación del penal –especie de jaula rectangular dividida en tres pisos
horizontales– en donde se distribuyen, de abajo hacia arriba: vagos y asesinos,
maleantes no avezados, y detenidos políticos; la noche y la mañana contempladas
desde la celda, todo esto, por fin, en frente de Gabriel, y al mismo tiempo en su
contorno, lo impele a buscar perspectivas –íntimas y externas– para ordenar la
secuencia de figuras disformes que lo cercan.
132
Esa realidad –que no es paisaje natural– cosificada en el volumen oscuro de la cárcel, lo
incita al recuerdo de la infancia serrana, bajo el sol brillante que fustiga el campo. La
lluvia menuda, el cielo descolorido le recuerdan que la cárcel está en Lima; el ruido de
los automóviles, la torre de la iglesia cercana, no obstante su proximidad, le recortan el
espacio y lo insertan en el paisaje de la prisión, crucero principal de la ciudad moderna.
El Sexto, erguido y voluminoso, se le antoja un monstruo que tritura a sus huéspedes
impertubablemente. En diálogo con Cámac, su compañero de celda, sindicalista minero,
intuitivo y serrano como él, Gabriel aprende las más claras lecciones sobre la cárcel y la
vida. Cámac tenía un ojo enfermo que le supuraba sin pausa; pero por el sano irradiaba
una luz convincente, de tenaz rebeldía. La opacidad y el fulgor de sus ojos impresionan
a Gabriel y trasuntan la lucidez y el desvarío de las pláticas; entretanto, el monstruo
cosificado adquiere otra significación: en él se apretuja la estructura humana y
económica del Perú contemporáneo, sólo que, paradójicamente, el sector popular ocupa
el nivel más alto, cual si se hubiese invertido la pirámide.
La vida carcelaria debería ser entonces una experiencia compartida, mas, puesto que en
ella se revelan igual que al microscopio los vicios y virtudes del país, Gabriel descubre
que el suyo, como el problema de los otros políticos, no es un caso personal, no es un
caso de conciencia, y sin embargo está anegado de individualismo. "La soledad no se
goza; la soledad se sufre": junto a la escoria humana, en El Sexto se hallan los seres
más idealistas del país; sin embargo, la discrepancia en las cuestiones prácticas aleja a
los hombres más que las ideas, y lo que distingue a la persona, –para Gabriel
¡intelectual!– no son las teorías, sino la conducta. Frente al monstruo cosificado, los
hombres se autodefinen y desunen, a pesar de haber comprendido el secreto de la
cárcel y de la sociedad.
Después de oír las opiniones de Cámac sobre el estado del Perú y el remedio de su
crisis, Gabriel comenta: "Aun en la cárcel me parecían temerarias esas palabras". "Tenía
23 meses de secuestro en el penal y había recuperado allí el hábito de la libertad" (p.17).
No se había juzgado con tan punzante amargura a nuestros regímenes dictatoriales; en
ellos, la cárcel, negación de la persona, disforme reflejo de la sociedad, le ofrece al
hombre lo que la vida ciudadana le arrebata: la libertad de comprender y de expresarse;
le promete, en fin, el sueño de un nuevo país. Y aunque sólo sea en el plano simbólico,
esta realidad se desborda del prisma, y expande e incorpora las secciones parciales del
133
territorio en un nuevo "todo" ideal. Ese ideal habita en el Sexto; en ese sentido uno de
los reclusos dirá "Esta es nuestra casa…".
Julio Ramón Ribeyro ha publicado a la fecha cuatro libros de cuentos, una notable pieza
teatral y Crónica de San Gabriel, por la que nos interesamos ahora. La obra se extiende
según la ruta y el relato de un forastero, cuyo itinerario comienza en Lima, sigue por la
costa hasta Trujillo y se interna luego en la sierra norteña de La Libertad, para llegar a
San Gabriel, antigua hacienda de un tío lejano. Lima y Trujillo son apenas puntos
geográficos que indican el desplazamiento y que manifiestan un signo común: el mar.
Las primeras reacciones del joven limeño las motiva la impresión del paisaje: "En San
Gabriel había demasiado espacio para la pequeñez de mis reflejos urbanos… En San
Gabriel vivía derramado, extrañamente confundido con la dimensión de la tierra. Cada
tarde, al regresar de mis andanzas, debía hacer un esfuerzo para reconstruirme en torno
a mi conciencia, pero no podía evitar que muchas de mis pisadas, de mis hallazgos,
quedaran allí, perdidos en el campo, sin haber sido rescatados por la memoria" (p. 17).
El párrafo transcrito, como otros tantos, sugiere la desubicación del forastero, en un
proceso que asciende del nivel espacial a la resonancia interior; pero la definición de los
ámbitos personales, en la estructura simbólica, se realiza a través del análisis de la
interpretación de formas de vida, y en el conflicto de intereses e ideales de los grupos
entremezclados.
134
él, tenía lazos sentimentales con San Gabriel, ni vivía la "querencia"; eran aventureros,
oportunistas, viajeros. El copropietario trastornado mentalmente, que sorprendía por su
extraordinaria lucidez, encarna el tipo de hombres y de sociedad ahí reunido: "tenía
todas las apariencias de ser un fin de raza, una de esas tentativas donde la especie
humana se extravía y se extingue" (p. 122). Por eso la realidad ideal es la huida, la fuga.
Todos la pretenden, aunque algunos ignoran hacia dónde escapar. Y éste es un secreto
mayor que el del origen de sus privilegios o el de su múltiple corrupción. También en
esto "se habían convertido en los custodios de una verdad que no se atrevían a revelar"
(p. 66).
Cuando Luis distingue la playa en el horizonte, San Gabriel queda a sus espaldas,
mientras el vehículo desciende hacia la costa: "Entonces, –dice– ya no pensé en otra
cosa que en el mar, en sus vastas playas desiertas que las aguas mordían a dentelladas
lentas y espumosas".
Apunte final
En Resumen, es cierto que Alegría, Arguedas y Ribeyro manejan en sus obras una
noción de naturaleza y paisaje, pero en cada caso ella connota funciones tan
particulares que de ningún modo su sola presencia podría servir como término de
definición. Lo característico no es el elemento primario; lo esencial es el rol que compete
a ese elemento una vez enfrentado con los restantes que integran la obra: así, la
estructura del espacio natural alcanza significaciones ambivalentes (pequeño-propio;
ancho-ajeno) en las novelas de Alegría; en Warma Kuyay, de la discontinuidad
geográfica fluye la melancólica conciencia del desarraigo espiritual, mientras en El Sexto
la cosificación volumétrica de la cárcel captura la composición de la sociedad peruana y
le devuelve, simbólicamente, el ejercicio de la libertad. En Ribeyro, la tensión entre la
territorialidad real e ideal descubre que una verdad destruida aprisiona a los personajes
en un nuevo mito.
135
preferencias; y así hemos tomado por ejemplares los hitos que demarcaban su
autonomía o los que revelaban entronques o influjos latentes. En esto, propios y
extraños hemos cedido a la atracción de factores históricos y presiones ideológicas.
Sólo que este razonamiento, si pretende coherencia, debe proseguir hasta su conclusión
natural; esto es, debe implicar un cambio sustantivo en el modo como es "razonado";
debe aparejar un reajuste metodológico en el estudio de la literatura de América Latina.
136
argumento inverso, impiden o destruyen la tendencia unitaria. He aquí el punto nuclear
de nuestra meditación. Si se acepta detener la avalancha de elementos histórico-
sociales en el proceso de análisis y clasificación literarios, ya no será difícil vislumbrar
qué nuevo ordenamiento es el pertinente, ni cuál la vía de lograrlo. Ello, sin embargo, no
anticipa ni compromete en qué concluirá el punto de la unidad literaria iberoamericana.
En este sentido, por ejemplo, es oportuno citar el estudio de Hugo Friedrich sobre la
lírica europea contemporánea, por encima de la diversidad idiomática y de las
divergencias político-sociales; y con la misma línea de pensamiento, pero en sentido
opuesto, habría que suponer que la proximidad geográfica no basta para consolidar la
literatura árabe clásica con las letras europeas; o la norteamericana con la
iberoamericana.1 La posibilidad de sistematizar elementos estéticos y estudiarlos en su
interconexión es, pues, variable y relativa; no decimos que carezca de nexo con el resto
de la vida cultural y social; sí que sus características merecen tratamiento justo, y que
por obra de éste serán visibles las constantes que constituyen la unidad o sustentan la
fragmentación.
Compromiso
Hasta aquí parecería que proponemos una paradoja: aceptamos como evidente una
literatura iberoamericana, pero negamos los criterios con los que se ha formulado ese
juicio; rechazamos los razonamientos deductivos que se apoyan en esa premisa, pero
convenimos en que la validez de ella puede ser rescatada. Ahora bien, que se la rescate
dependerá de que se la pruebe en el nivel estético, de que se avance desde la expresión
fragmentaria, desde la vivencia del lector y el sentimiento de una participación espiritual,
hasta la organización de los valores simbólicos y realizaciones de sus estructuras –
actuales y pretéritas– configurados en un plano ideal: el cual, según conceptos críticos
idóneos, no debe ser confundido con los planos de la realidad objetivo-material o de la
realidad histórico-social; y no debe ser confundido, precisamente, para que en la visión
antropológica de la cultura sea posible encuadrarlo en relación con las otras esferas del
quehacer humano. El sentido unitario de las letras latinoamericanas es una intuición
vital, profunda, y por ende, legítima en su ambiente estricto; pero se torna discutible
cuando en los estudios literarios se le toma por hecho confirmado, se le asume como
punto de partida y se le explica con tópicos histórico-sociales o con generalidades, que,
a lo mejor, contienen verdad, pero que no deja de ser una aventura consagrarlas a priori.
De lo dicho sigue que el método crítico que nos permitirá verificar el tema de la "unidad",
hasta ahora intuición tradicional, tiene que proceder a la inversa; que debería comenzar
con el análisis parcial de las estructuras estéticas y realidades simbólicas en las obras
literarias; que debería interpretarlas observando de qué modo, sentimientos, ideas y
lenguaje se transfunden en un "metalenguaje" expresivo; y, sólo luego del cotejo de las
diversas formas que éste adquiere, podría derivarse con certeza qué es lo que nos
permite afirmar que la literatura iberoamericana fue lo que fue o es lo que es.
137
el fenómeno recreativo; esto, observando tan sólo la perspectiva del nativo. Ahora,
desde el punto de mira del europeo o del extranjero, perdería importancia la avidez por
lo exótico, y se esclarecería que la expresión estética no exige absoluta identidad de
patrones culturales entre autor y lector; hecho no discutido –por lo demás– cuando se
lee a los griegos, a pesar de nuestro diferente concepto de la mitología; o cuando se lee
a Petrarca no empece la estimativa contemporánea del Amor. 2) Salvaríamos incurrir en
categoría, simplistas, cual suelen ser las caracterizaciones a priori en las que prevalece,
sin concierto, lo inmediatamente observable y comparable en un cúmulo de obras que
provienen de muy disímiles períodos, y se omite indagar por la función interna (en las
obras) que aquellos factores desempeñan, y por el valor trascendente que generan
desde la interacción estructural hacia el ámbito de las estimativas del creador y del
lector. Y, ahora sí, a través de ellas, en los ideales de la cultura total y de la historia de
su época.
II
Emplearé como base de discusión los textos de tres autores peruanos, cuya obra, de
acuerdo con el criterio impugnado, debería incluirse bajo el marbete de problemática
entre el hombre y la tierra, concebida ésta ya como propiedad o como paisaje.2 Nuestra
conclusión insinuará calidades y horizontes más ricos; dejará entrever el lado más
personal del proceso creativo, aquel que escapa por la malla de la deducción genérica.
Primera instancia
138
opresión ejercida sobre el indígena con la amplitud del territorio; y de la combinación de
acciones que envuelven a grandes hacendados, a campesinos y al territorio fluye un
pronunciamiento sobre la condición humana, cuyo sentido se instituye en términos de la
posesión de la tierra y del significado de ésta para el hombre.
En el primer libro, la pugna de los pobladores contra el río Marañón, contra las
inundaciones y derrumbes configura un tipo de personaje que se distingue frente al
costeño y al andino.3 Los actores de la novela, los balseros de Calemar, ostentan
orgullosamente su estirpe modelada dentro de la zona –un valle oriental de los Andes– y
en consonancia con la geografía del área. Una despierta percepción del concepto
territorial, de los límites del valle, el cual halla ocasión para la autonomía merced al
aislamiento, es aparejada con la conciencia profunda de disponer de una norma vital
propia, establecida en armonía con los requerimientos del duro oficio de vivir y sortear a
la naturaleza, presente, y a la sociedad urbana, distinguible en la lejanía. La imagen del
balsero, gobernando su embarcación sobre el torrente del río, sometido al azar del
destino y a la magnitud de su pericia, es, asimismo, la imagen de la vida: acción,
aventura y entrega plena de coraje. El río es una serpiente de oro, tanto por su bondad
paternal al forjar al hombre a su semejanza, cuanto por los minerales que yacen en su
cauce; pero es serpiente, también, por lo sinuoso e imprevisible de su curso y por su
despiadada y repentina agresividad. El hombre y el río y la divinidad se compensan y
presuponen en su necesaria oposición: el discurrir de esta contienda es el río de la vida,
como en el tópico latino. A la postre, el universo del balsero es el valle que demarca la
geografía más la impronta afirmativa de su propia norma vital, es decir, "un mundo
pequeño, pero propio".
En Los perros hambrientos el paisaje cambia. Las zonas altas reemplazan la visión
subtropical y los personajes rurales son indios. Otra vez, sin embargo, asistimos a la
duplicación de la realidad en una esfera simbólica por encima del conflicto entre
indígenas y grandes propietarios, problema en cuya base radica la posesión de la tierra,
surgen a nivel de personajes una serie de perros pastores. La historia de su crianza,
nombres, actitud frente a los forasteros; su encariñamiento con los niños, su afición por
las tareas y su especialización en las faenas, etc., se suceden en rápida y vibrante
galería. Llega luego la sequía y sus efectos equiparan en el sufrimiento a animales y
personas. El derecho a la supervivencia incita a la crueldad y torna irreconocibles a
ambos. Pero la sequía concluye y renace la ilusión de una nueva cosecha que diluirá en
la memoria la hambruna y el frío, y devolverá los perros al corral casero; en cambio, el
despojo, el abuso, el inhumano rigor de los hacendados no ha conocido fin. Un grupo
indígena, los huarinos, a quienes se arrebató la tierra que cultivaban por generaciones,
deambula desesperado y hambriento en busca de nueva sede donde trabajar. Al final, la
situación del hombre es tanto o más angustiosa que la de los animales durante la
sequía; Don Mashe, personero de los huarinos, cuenta la tragedia de su comunidad y
concluye: "Y es así como hemos llegao a mendigar un pequeño lugar, más que seya un
sitio chico en la grande tierra"… Y su interlocutor, Don Simón, comenta: "Uno busca un
pequeño sitio en el mundo y nuay, o se lo dan prestao… Y es solamente un pequeño, un
pequeño lugar en el mundo" (p. 270). La vastedad del espacio y la persistencia en la
139
negación y la búsqueda insuflan un ritmo patético, de traslación irredenta. Perros y
hombres erran en pos de un lugar, ávidos de pan y de justicia.
Segunda instancia
A los 21 años José María Arguedas escribió Warma Kuyay, cuento de los más bellos
publicados en el Perú. El texto empieza con la imagen del escenario: Noche de Luna en
la quebrada de Viseca; luego, en sucesión de versos, diálogos, y comparaciones con
animales del campo, es perfilado el coro de indios y el papel de Ernesto, niño mestizo,
frente a la ronda indígena. Tres ambientes se entrecruzan en el desarrollo de la pieza: el
grupo de sirvientes indios, el paisaje circundante y el estado emocional del niño; cada
cual con una norma de relación independiente. Su intersección se visualiza, no obstante,
en el simbolismo inspirado en nombres de animales y las creencias animistas de los
agricultores.
Una indiecita hermosa, Justina, ha despertado la pasión inocente de Ernesto; pero ella
es la amante de un capataz de la hacienda, quien además tiene a su cargo el cuidado
del niño. A ambos este hecho los unifica y separa; los une frente al patrón que codicia y
abusa de Justina, y los distancia en la reacción de venganza contra él y en la actitud
hacia la mujer amada. El aspecto social y el conflicto de conceptos divergentes del amor,
aunque razonados en el marco de tipicidad campesina que es la tónica del cuento, se
interiorizan hasta trocarse en la expresión del odio y amor puros, esenciales, como
elementos del desarraigo y de la frustración personal.
140
imaginación sitúa en el otro extremo de la vida y de la geografía al Kutu, el capataz
infeliz. "Él quizá habrá olvidado", se dice; lo supone tranquilo en algún pueblo lejano,
festejado por su habilidad de domador de potrancas; "mientras yo, prosigue, aquí vivo
amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre
los arenales candentes y extraños".
El Sexto, breve novela de Arguedas (1961), cuenta las experiencias de Gabriel durante
su prisión en la conocida cárcel limeña. La fetidez, el aspecto sombrío, el envilecimiento
de la persona son las notas primeras que diseñan la forma de la cárcel y su mundo
cerrado. Gabriel ingresa en ella a causa de su actividad como líder estudiantil: al
hacerlo, tiene la impresión de haber penetrado en una ciudad turbulenta y desconocida.
Los personajes que encuentra (criminales, maleantes, degenerados, presos políticos y
estudiantes), su conducta, los hechos insólitos convertidos en norma carcelaria, la
estratificación del penal –especie de jaula rectangular dividida en tres pisos
horizontales– en donde se distribuyen, de abajo hacia arriba: vagos y asesinos,
maleantes no avezados, y detenidos políticos; la noche y la mañana contempladas
desde la celda, todo esto, por fin, en frente de Gabriel, y al mismo tiempo en su
contorno, lo impele a buscar perspectivas –íntimas y externas– para ordenar la
secuencia de figuras disformes que lo cercan.
141
una luz convincente, de tenaz rebeldía. La opacidad y el fulgor de sus ojos impresionan
a Gabriel y trasuntan la lucidez y el desvarío de las pláticas; entretanto, el monstruo
cosificado adquiere otra significación: en él se apretuja la estructura humana y
económica del Perú contemporáneo, sólo que, paradójicamente, el sector popular ocupa
el nivel más alto, cual si se hubiese invertido la pirámide.
La vida carcelaria debería ser entonces una experiencia compartida, mas, puesto que en
ella se revelan igual que al microscopio los vicios y virtudes del país, Gabriel descubre
que el suyo, como el problema de los otros políticos, no es un caso personal, no es un
caso de conciencia, y sin embargo está anegado de individualismo. "La soledad no se
goza; la soledad se sufre": junto a la escoria humana, en El Sexto se hallan los seres
más idealistas del país; sin embargo, la discrepancia en las cuestiones prácticas aleja a
los hombres más que las ideas, y lo que distingue a la persona, –para Gabriel
¡intelectual!– no son las teorías, sino la conducta. Frente al monstruo cosificado, los
hombres se autodefinen y desunen, a pesar de haber comprendido el secreto de la
cárcel y de la sociedad.
Después de oír las opiniones de Cámac sobre el estado del Perú y el remedio de su
crisis, Gabriel comenta: "Aun en la cárcel me parecían temerarias esas palabras". "Tenía
23 meses de secuestro en el penal y había recuperado allí el hábito de la libertad" (p.17).
No se había juzgado con tan punzante amargura a nuestros regímenes dictatoriales; en
ellos, la cárcel, negación de la persona, disforme reflejo de la sociedad, le ofrece al
hombre lo que la vida ciudadana le arrebata: la libertad de comprender y de expresarse;
le promete, en fin, el sueño de un nuevo país. Y aunque sólo sea en el plano simbólico,
esta realidad se desborda del prisma, y expande e incorpora las secciones parciales del
territorio en un nuevo "todo" ideal. Ese ideal habita en el Sexto; en ese sentido uno de
los reclusos dirá "Esta es nuestra casa…".
Julio Ramón Ribeyro ha publicado a la fecha cuatro libros de cuentos, una notable pieza
teatral y Crónica de San Gabriel, por la que nos interesamos ahora. La obra se extiende
según la ruta y el relato de un forastero, cuyo itinerario comienza en Lima, sigue por la
costa hasta Trujillo y se interna luego en la sierra norteña de La Libertad, para llegar a
San Gabriel, antigua hacienda de un tío lejano. Lima y Trujillo son apenas puntos
geográficos que indican el desplazamiento y que manifiestan un signo común: el mar.
142
El planteamiento de Ribeyro es diferente pues no describe la situación del indígena
andino, ni pretende novelar la experiencia de serranos transferidos a la costa; es otro el
tipo de personajes que le permite entretejer la trama novelesca: la familia, en sentido
lato, que vive en San Gabriel, y los que llegan a la hacienda y se detienen, como en la
tregua de un viaje más largo; entre ellos Luis, el propio narrador. Pero ambos grupos,
más el paisaje y la peonada y la gente de las minas, elementos marginales aunque
ligados al solar principal por vínculos muy diversos, constituyen a la postre el mundo
extenso de San Gabriel.
Las primeras reacciones del joven limeño las motiva la impresión del paisaje: "En San
Gabriel había demasiado espacio para la pequeñez de mis reflejos urbanos… En San
Gabriel vivía derramado, extrañamente confundido con la dimensión de la tierra. Cada
tarde, al regresar de mis andanzas, debía hacer un esfuerzo para reconstruirme en torno
a mi conciencia, pero no podía evitar que muchas de mis pisadas, de mis hallazgos,
quedaran allí, perdidos en el campo, sin haber sido rescatados por la memoria" (p. 17).
El párrafo transcrito, como otros tantos, sugiere la desubicación del forastero, en un
proceso que asciende del nivel espacial a la resonancia interior; pero la definición de los
ámbitos personales, en la estructura simbólica, se realiza a través del análisis de la
interpretación de formas de vida, y en el conflicto de intereses e ideales de los grupos
entremezclados.
143
Cuando Luis distingue la playa en el horizonte, San Gabriel queda a sus espaldas,
mientras el vehículo desciende hacia la costa: "Entonces, –dice– ya no pensé en otra
cosa que en el mar, en sus vastas playas desiertas que las aguas mordían a dentelladas
lentas y espumosas".
Apunte final
En Resumen, es cierto que Alegría, Arguedas y Ribeyro manejan en sus obras una
noción de naturaleza y paisaje, pero en cada caso ella connota funciones tan
particulares que de ningún modo su sola presencia podría servir como término de
definición. Lo característico no es el elemento primario; lo esencial es el rol que compete
a ese elemento una vez enfrentado con los restantes que integran la obra: así, la
estructura del espacio natural alcanza significaciones ambivalentes (pequeño-propio;
ancho-ajeno) en las novelas de Alegría; en Warma Kuyay, de la discontinuidad
geográfica fluye la melancólica conciencia del desarraigo espiritual, mientras en El Sexto
la cosificación volumétrica de la cárcel captura la composición de la sociedad peruana y
le devuelve, simbólicamente, el ejercicio de la libertad. En Ribeyro, la tensión entre la
territorialidad real e ideal descubre que una verdad destruida aprisiona a los personajes
en un nuevo mito.
Impostores de sí mismos
Hace cuatro años, cuando leí Los jefes (Edit. Rocas, Barcelona, 1959), presentí la talla
de narrador que distingue a Vargas Llosa. Aquel libro se me antojaba un desafío abierto
en el tiempo, en virtud del cual, el autor tentaría la difícil destreza que define al novelista.
De habérseme preguntado por las expectativas que vislumbraba en su futuro, hubiera
elegido por el sí del hallazgo; pero sin imaginar que en tan breve lapso disfrutaría del
gozo que produce reconocer la obra cabal, el deslinde entre el aprendizaje y el logro
maduro, entre el propósito y la realización acabada. Se ha dicho con serenidad y buen
juicio que la de Mario Vargas Llosa es una contribución apreciable a la novela en lengua
española, y, por lo mismo, en ningún lugar como el Perú, tierra natal del novelista, será
menester que la crítica razone y convenza a los incrédulos. Para ellos escribo estas
cuartillas, que –y lo confieso sin eufemismos– presupone una convicción: la calidad
excepcional de La ciudad y los perros, e importan una respuesta de simpatía hacia la
hazaña del autor.
144
Recientemente un estudioso chileno proponía sustituir aquellos criterios que, intentando
categorizar la novela, apelan a su indefinición; más claramente, esa serie de juicios que
insisten en la naturaleza proteica, multiforme y ambigua de la novela como forma
literaria. Para José Echeverría, la novela –repárese que va sin adjetivo, ni moderna ni
antigua– es una variedad del hecho literario que podría precisarse por el concierto de
algunos ejes formales y otros rasgos inherentes a su propósito y sentido; pero en
término definitorio, los primeros no son sino una remanación de los últimos. Dicho de
otra manera, la novela es la obra literaria con la que el escritor representa a su o sus
personajes en el acto de imaginar y realizar su destino imaginario.
Pues bien, y ésta sería otra conclusión, tengo para mí que, muy pocas veces, un escritor
peruano ha conseguido elaborar su material de una manera que satisfaga la exigencia
expuesta; que sobran los dedos de ambas manos si, partiendo de un juicio semejante,
queremos enumerar las novelas peruanas. Entiéndase que éste es un punto en que
nociones como evasión, compromiso o nacionalismo se vacían de importancia, y que en
él radica la garantía de que la buena novela pueda ser de izquierda o de derecha,
conformista o subversiva, tradicional o renovadora; términos que a la postre parten de
otros criterios para juzgar obras y personas. Pero aún así, liberándonos de todo
descrimen, la novelística peruana es exigua.
145
se funda en las referencias y críticas a un centro de enseñanza, que sirve de escenario a
buena parte de la obra. Ambas suposiciones, si fueran aceptadas, harían flaco servicio a
la novela y una precipitada evaluación del talento de Vargas Llosa.
Para Vargas Llosa, moralista quizá si a pesar suyo, la nivelación entre el recinto cerrado
(el colegio) y el abierto (la ciudad) no es un secreto, ni un enigma; por el contrario, es
una condición; y la novela consigue explicitar convincentemente esa condición, aún más,
es la condición a través del trajín de los personajes que la realizan, realizándose a sí
mismos, y que la contienen en sí y en su dintorno. Sólo que el autor ha elegido una
perspectiva para construir el microcosmos novelesco, y al hacerlo optó por proyectar la
luz de adentro hacia afuera, del efecto al impulso inicial, de la peripecia de los jóvenes
dentro del grupo hacia el confuso y, en apariencia, menos identificable tumulto exterior.
Creo que ese sesgo visual, analítico, ha sido un hallazgo evidente; pero no nos dejemos
confundir por él y no vayamos a pensar que la novela es un diario o una crónica escolar.
Tornando sobre algo ya dicho, el mundo de la novela es el cerrado y el abierto, la
integración de ambos a pesar de su accidental disociación. Decimos que la perspectiva
es un acierto, porque en el ámbito cerrado el autor ha podido tabular hasta el detalle
nimio, aprovechando el ideal de regularidad y disciplina; ha logrado concertar rasgos
psicológicos sociales, éticos, culturales que interactúan en la presentación de lo que sólo
es una ruptura aparente de las normas humanas; ha transferido al decurso novelesco la
interpolación sucesiva de infracciones personales; el desbalance callado, frustrante, de
cada una de sus criaturas y, por asimilación del grupo todo.
Pero si el grupo, en tanto cual, y cada uno de sus miembros en particular, obró
originariamente por una intención positiva, la novela nos enseña cómo se desfiguran y
distorsionan las intenciones, y cuán cruelmente se enajenan las circunstancias que
definen la condición del adolescente, del adulto, del maestro, del grupo colegial, del
círculo familiar y de la ciudad. A su hora cada uno de los perros postuló al Colegio casi
en un acto de fuga, si bien con esperanza: actuó inspirado por un anhelo acuciante de
asegurar el futuro (propio, el familiar), aunque sin atreverse a encararlo; y en su
oportunidad, cada uno de ellos y sus familiares renunció al derecho y al riesgo que
146
conlleva la búsqueda individual que los sobrepondría a aquella condición aturdidora.
¿Qué sucede, sin embargo? Deprime observar cómo, uno a uno, los integrantes del
grupo fracasan cada vez que creen salvarse; cómo se embriagan en círculos de
ilusiones mezquinas; cómo se empeñan ahora en una nueva fuga, pero esta vez en
dirección inversa a la anterior: hacia la calle, símbolo y escenario de la ciudad. Según
crece este deseo de huida, esta ansia de liberación, cada vez de manera más nítida los
de adentro se identifican con los de afuera, con aquellos y aquello de lo que huyeran
primitivamente, y adquieren una fisonomía que magnifica su continente defraudado y
decepcionante.
147
ensombrece en la soledad del grupo (cohesionado sólo para esconder la verdad
menuda), y acaba diluyéndose en el desamparo y la ineptitud para actuar libremente.
Para mí, y en esto discrepo con Valverde, la recusación de Vargas Llosa no se dirige a
los jóvenes, victimarios y víctimas, simultáneamente. Creo que su requisitoria nos
envuelve a todos, creo que mueve a preguntarse qué vida, qué hogar, qué ideales son
los de esta sociedad que rehuye su quehacer moral y lo transfiere al adolescente
irreflexivo y perturbado; y lo hace sin saberlo educado en la libertad como signo de
adhesión a valores propios del hombre en tanto persona; sin haberlo adiestrado en un
decidido desprecio por cuanto niegue la dignidad de uno mismo en la dignidad del
prójimo. Éste, ciertamente, no es fenómeno exclusivo de Lima, ni circunscrito a un
colegio o un barrio; es, por desgracia, como en la secuencia del libro, un orden, una
crisis regularizada que cala en sociedades en donde la premura por el éxito y la
seguridad roba tiempo a la lenta jornada de aprender a ser hombre, de llegar a serlo con
medios distintos a la fuerza, a la coacción y al cinismo de los impostores. De esa
manera, me parece, se conjugan en el libro de Vargas Llosa la apelación de lo actual y
la validez genérica que cobija el mensaje amargo de La ciudad y los perros.
Tratándose de una obra artística y, en especial, por ser el autor un hombre joven que
con este libro accede a la fama internacional, es imposible discurrir sobre los méritos
que califican a La ciudad y los perros sin subrayar la estructura y dominio técnico que le
dan coherencia. Para mí, personalmente, lo que asombra en el libro de Vargas Llosa es
su temprana madurez de narrador. Hace cuatro años, repito, Vargas Llosa era aún un
aprendiz; brillante, con talento, apasionado ante el conflicto de sus personajes, pero
envuelto todavía muy de cerca en la experiencia y la realidad que configuraba; cediendo
a la presión del tema e imponiéndole la energía de sus intenciones. A la fecha se nos
presenta otro autor: posee tal control de sus materiales, tal percepción del carácter que
los singulariza, que puede montar una maquinaria expositiva de suma complejidad.
Geométricamente, ésta podría representarse de modo más gráfico con una serie de
anillos que se superponen y cruzan parcialmente, enlazándose en una serie de
movimientos circulares en torno de una misma preocupación fundamental y dos focos
capitales. El número dos, como concepto y signo, el par, es decisivo en la simbología y
desarrollo de la pieza (el colegio-la ciudad, el poeta-el jaguar, Teresa-Marcela, los
padres-Alberto, Gamboa-Pezoa, etc., etc.). El número dos o par sustenta la vigencia del
diálogo como recurso expositivo pero a la vez funciona como basamento de la
ambivalencia ética, y del sistema contrapuntístico que sirve de carril al decurso
novelesco. Por análogo origen, la oposición, el contraste, son los mecanismos que con
más frecuencia relievan los caracteres íntimos o las circunstancias externas; de la
misma fuente proviene el disloque temporal (pasado-presente, pasado-futuro, presente-
futuro), o la intensidad psicológica que subraya la dicotomía proyecto-posibilidad,
anhelo-frustración, entereza-cobardía. Es de una variedad ponderable el instrumental
técnico que usa el escritor para producir concertadamente elementos tan dispares y
dispersos, y para gobernarlos a través del desorden visible que ocasiona al violentar las
unidades básicas de que se sirve en la realidad literaria. No es sólo un saltar imprevisto
de capítulo a capítulo, o un cambio repentino de tonos emocionales; hay casos en que
un breve pasaje, una oración, ilustran convincentemente de esta mezcla de formas
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expositivas que, con su desacuerdo, nos van entregando la discordancia vital y
espiritual, el desajuste permanente en que resisten y sucumben los personajes
agobiados por su irresponsabilidad, voluntaria o impuesta.
La guerra silenciosa
Para el lector de Agua, Yawar fiesta y Los ríos profundos, el libro último de Arguedas,
reserva algunas sorpresas que, más que por su novedad, valen en el cambio que
introducen en el método constructivo y en la dimensión ideal de la realidad. En cuanto a
lo primero, se ha desbordado el dualismo simple de la estructura y ordenamiento lineal
149
del desarrollo; respecto de lo segundo, se ha fracturado la noción del espacio humano,
en favor de una presentación plurivalente que, desplazada sobre un eje de
simultaneidades, se revela en un cúmulo de personajes que circulan, en disloque
constante, por los ámbitos que no sean el propio, y que, en su repetido roce o
intersección, imponen la ley interna de una sociedad múltiple.
De esta manera podría explicarse que algunos lectores echen de menos –en la reciente
novela– la precipitación lírica o la remembranza mágica tan propias de Los ríos
profundos y de Agua; o que otro lector le reproche detalles imprecisos que, desde un
punto de vista sociológico o desde una estética verista, podrían imputarse al autor. No
es el caso justificar o rebatir esas reacciones; con estas notas ensayamos explicar el
cambio operado en el arte de Arguedas, pero al mismo tiempo, la causa de su identidad
profunda, de su relación con los textos precedentes, no obstante que, por otros
aspectos, el nuevo libro aparezca tan radicalmente diverso.
Todas las sangres merece, en primer término, ser entendido como lo que es: la novela
de un escritor maduro que llega a la plenitud de su carrera literaria, cuando ese
esplendor coincide con el ensanche de su experiencia humana y su análisis del mundo y
de los hombres que le prestan la inspiración creadora. Quisiéramos, por tanto,
asomarnos a la intimidad de la obra: penetrar en ella con entusiasmo, sin prejuicios, y
sin el vano afán de cotejarla con el libro que cada uno de nosotros quisiera reclamar a
Arguedas, y que quizás él alguna vez escriba.
Antecedentes
Las anteriores novelas de José María Arguedas nos han habituado a un cierto tipo de
caracteres, que presuponemos en su técnica y en la realidad figurada de aquéllas. Uno
de éstos, extraordinario por el vigor que comunica y el acento de autenticidad que
traduce, es, sin duda, el corte autobiográfico de la mayoría de sus páginas. Entiéndase
que puede resultar cierto o falso que el hombre-Arguedas haya experimentado
situaciones equivalentes a las que produce el escritor-Arguedas; lo que se señala en
este caso es la técnica de concebir a un personaje de la obra como actor y relator de la
historia novelada.
En cada ocasión, es decir, Agua, Warma Kuyay, Diamantes y pedernales, El Sexto, Los
ríos profundos, Arguedas encomienda a un personaje el testimonio y la función de referir
el curso de la aventura con el contexto literario; en cada circunstancia, ese personaje se
instituye en una suerte de crucero desde el cual se nos entrega e ilumina la realidad, y, a
menudo, el que la tarea se halle a cargo de un niño, de un adolescente o de un adulto
que evoca el pasado, ha permitido que la ruptura de la visión lógica ensamble este factor
con la vertiente mágico-sentimental que aflora del horizonte indígena, integrándose con
una intensidad deslumbradora e ingenua.
Creemos que este rasgo estilístico se vincula con dos situaciones fácilmente
discernibles: a) la innegable virtud sugestiva de las evocaciones y cuadros descriptivos,
en los pasajes más logrados de nuestro escritor: su colorido emocional y la estricta
150
pureza que conquistan en dicha versión los sentimientos; y, b) el arreglo de la acción en
torno de un eje de referencias que dispone personas y sucesos desde un ángulo visual,
el que se diluye en un correlato apretado, personalísimo de los planos objetivo y
psicológico de la trama. Sobre este esquema se articulan los hallazgos más lúcidos de la
prosa narrativa de Arguedas, y de la misma fuente, casi por paradoja, se desprenden las
vacilaciones de estructura de alguna de sus piezas. De cualquier modo, el esquema es
distinto en Todas las sangres; no tenemos por exacto que sea un personaje concreto el
que trasmita la visión esencial de la novela, la criatura que insertada en el nivel literario,
deje un testimonio encubierto del autor; esta vez el foco ha desaparecido: por instantes,
la multitud de personajes accede a la postulación de su verdad y es desplazada luego
por la réplica de otras criaturas, y en ese continuo disloque de planos y autores se
expande el mundo real e individual de las criaturas de la obra. El impersonalismo del
método expositivo propicia, pues, este descentramiento del foco de la acción, y, al
conseguirlo, incluye un factor, dinámico, que impone en el texto un elemento rítmico de
tempo narrativo, con el cual se favorece el recuento de la historia múltiple y
multitudinaria que es Todas las sangres.
Estructura
La fluencia natural que cautiva en las buenas novelas descansa siempre en un requisito
menos visible, oculto a los ojos del lector, pero indispensable para que el conjunto
novelesco se organice en un orden (o desorden) que fundamenta su sentido, el literario
por cierto; es decir, aquella necesidad interna que asimila el bagaje de experiencias, de
ideales o sentimientos, y despoja a la realidad material e ideal del mundo en que
vivimos, para conformar la creación de un universo que, frente a aquél, puede o no
revelar su parentesco, pero que sólo adquiere razón de ser en la medida que alcanza
autonomía, y se sostiene por el poder verbal de su arquitectura y su alquimia simbólica.
En verdad, no hay una manera exclusiva de conseguir la estructura novelesca; al
contrario, existen posibilidades sin límite para hacerlo; pero según las épocas y según
los autores, esa opción sin recortes cede ante preferencias más o menos constantes. En
el caso de Arguedas, p.e., Yawar Fiesta revela la manera más simple, más próxima al
esquema típico del siglo diecinueve: el curso novelesco depende de una previa
introducción en el escenario y luego asoman los actores, tipos de grupos en conflicto
social, y, en secuencia cronológica, se adiciona la trama, la captura de Misitu y el
desborde vital, épico, que difiere los proyectos del sector oficialista y de los jóvenes
civilizados en la capital. En El Sexto, la coyuntura se organiza sobre un espacio cerrado,
que, en virtud del aguzamiento existencial que evidencian los actores, reclusos,
cuestiona la noción de realidad y la objetiva, desbordándola en el plano simbólico, en la
figura física de la cárcel como imagen volumétrica de la sociedad y el destino plural. Los
ríos profundos establece, si no nos equivocamos, una composición que combina los
factores más activos en los textos citados y, por ello, descubre una medida espacial
abierta, pero visible, material, subrayada por la vigencia del campo y los caminos; pero
de otra parte adosa a ese elemento primario una dimensión de idealidad, conquistada
por la remembranza o la interpretación infantil, que, confundida con la noción de
espacio, nos procura esa dualidad físico-mágica de la realidad y los actores.
151
Si juzgamos en términos estrictamente constructivos, quizá pueda explicarse así que
Yawar fiesta aparezca como la obra, entre esas tres, de más firme composición, y que
sea, aunque muy simple, muy bien integrada. Tratándose de El Sexto, en cambio, se
advertirá que la fuerza unitaria deviene de la imagen que decanta –en segunda
instancia– el discurrir de los actores, y que por tal causa, en alguna medida se excusa la
prematura muerte de Cámac. En Los ríos profundos descubrimos la vigorosa alianza de
realidad e irrealidad con la resultante poética como nervio central, la que, no obstante el
moroso tiempo de los capítulos primeros y la repentina pérdida de "el Viejo", trasunta la
brutalidad feudal y su contrapunto mítico en la vertebración de un texto dramático,
incluso en la tersura de su lirismo.
Todas las sangres es, sin riesgo de error, también en este punto una instancia diversa
en el arte novelístico de Arguedas. Véase que no sólo se ha desplegado, como un
espectro, la noción espacial; sino que este hecho, en concierto con la retracción del
personaje narrador o del contexto autobiográfico, hace posible la presencia de una serie
de personajes de la más surtida naturaleza psicológica y social: tipos caracterizados
individualmente, como Don Bruno y Don Fermín, o el padre de ambos; personajes
colectivos como Paraybamba o Lahuaymarca; actores singularizados en el ambiente
local, como Asunta, Anto o Rendón Wilka; criaturas míticas como Pukasira y Apukintu;
presencias invisibles como el consorcio o la patria; personas agentes mandatarios
simbólicos, como los miembros del sistema político, Cabrejos o los accionistas, por citar
apenas una selección estrecha. Pues bien, esta concurrencia de personajes que
alternan y al hacerlo demarcan los cambios de escena, el tiempo cronológico y el tiempo
novelesco, define el recorte o la ampliación incesante del mundo de la novela, y son
ellos, por el mérito de su función, los que definen no sólo el ensamblamiento de las
partes en un vasto mosaico, sino también la configuración del espacio geográfico, social,
mítico de la obra; pero esta vez, su actuar es siempre consecuencia de un ajuste o
redefinición sobre los otros miembros o grupos, y en ese planteamiento dual, que los
disocia e integra, se construye un equilibrio engrapado a las distintas normas, que ya en
el conflicto o en el acuerdo de sus intereses, cimenta la extraordinaria solidez estructural
de la obra.
Desde este mirador, lo dicho podría resaltarse sosteniendo que la problemática del libro
se difunde y fragmenta en la problemática social y psicológica de los actores, y que ésta
152
descansa sobre el amasijo del contacto intercultural que sustenta su caracterización.
Véase, para confirmar estas líneas, que según avanza la novela y se incluyen en ella
distintas perspectivas personales, ideológicas, económicas, sociales, el conflicto total, es
decir, el nudo novelesco, padece modificaciones que, sin desvirtuarlo, lo enriquecen y
trasladan hasta nuevos ángulos, y acumulan su intensidad, de acuerdo con la mudanza
de la perspectiva que corresponde al sujeto. En ese respecto, y aunque pudiera
señalarse un asunto genérico que subyace en la obra, ésta es más bien el resultado de
la exposición de una serie de estratos y cortes perpendiculares que proceden de la
problemática encarnada y revivida en cada uno de los personajes dominantes. El estrato
semántico de la novela se resiste a la identificación temática a priori; su clasificación en
las categorías tradicionales de indigenismo, ruralismo, lucha por la tierra, por el poder,
empalidece la multivalente postulación que emerge del flujo fabulado; circunscribe el
factor determinante de esta sustitución continua, que, en el texto, sirve de hilván y fibra
al encadenamiento de un mundo más complejo que cualquiera de las dicotomías que
pudieran aislarse en la novela, y que, en las obras precedentes, constituían el apoyo
primario del aparato novelístico. Si en el "haber" creativo de Arguedas se había
reconocido ya el desvelamiento del mundo anímico de los seres del Ande; si, desde
Agua, este hallazgo se incrementó con la interiorización de un sentimiento natural,
fogueado por una conciencia mítica de la realidad, y en desbalance con el agrietamiento
de la norma social, en ningún caso, como en Todas las sangres, se había compuesto el
mural desde la problemática social y psicológica de una galería de personas que, en su
contraste, se compensan y forjan esa necesidad destructiva o hiriente; la articulación
que se refleja con patética verosimilitud en un cuadro individual y comunitario, lugareño y
nacional, realista y mágico, providencial y empírico, político y humano. Y este decurso
múltiple se integra progresivamente por obra del quehacer de figuras que, como Bruno o
Fermín, Cabrejos o Rendón Wilka crecen en la novela e instalan en ella la valencia
abigarrada de su carácter individual y su conducta contextual, como una aventura
singular, pero sometida al reajuste con todos los planos por los que discurre la realidad
de la novela.
La verdad subyacente
153
Esta vez asistimos a una expansión gradual de la controversia. No falta la figura
paternalista y arbitraria, ni el señorío despiadado e inicuo; pero esa voracidad ha
encajado en un marco más amplio que la comprende y sitúa dentro de un sistema
económico y moral. Por eso conforme se desarrolla la trama, la problemática se amplía
como el fuelle de un acordeón, y difunde el abuso, el despojo, la usurpación, el
empobrecimiento material y ético. Y cada uno de estos pasos se ilustra con varias
resonancias objetivas, con las distintas réplicas sociales, con la transformación de los
hombres y de un carácter en el discurso general de la historia. Si de un lado el patrón
grande se querella con la esposa y maldice a los hijos, de otro los Aragón de Peralta,
Don Bruno y Don Fermín, se destruyen en silencio, y los dos acosan, aunque por
razones distintas, a los hacendados colindantes, y son amenazados por ellos; y todos en
conjunto asedian a los vecinos de San Pedro. Pero éstos, a su vez, son un escalón del
peso que soportan los indios, quienes, por ocasionales diferencias, no representan un
grupo homogéneo, definible por su oposición a los vecinos y gamonales. Sin embargo, el
esquema de la pugna no se agota en esta lista; la rivalidad y la insidia entre los vecinos,
la ambición o la venganza entre algunos de los indígenas, en especial entre aquéllos
próximos a los grupos de poder, la competencia sorda entre Cabrejos y Don Fermín,
entre el consorcio extranjero y el empresario local, entre el repentino nacionalismo y la
complicidad oficialista, y, superpuesto a todo ello, entre la visión patriarcal, cínicamente
eglógica y cristiana de Don Bruno, y la imagen de un torpe progresismo material de Don
Fermín hacen el correlato polifónico a una subyacente controversia entre un ideal
aborigen de vida y cultura, y el paradigma de un deforme desarrollo productivista. Todas
estas facturas se dan a plenitud en la novela y exaltan un sucesivo enfrentamiento de la
honestidad y la ignominia, campaña en la que el valor humano, en un espiral de
frustraciones sucumbe ante la voracidad creciente de quienes, desde una jerarquía de
poder, testimonian de un modo irreversible la nueva repartición del Perú, aquella lucha
impersonal, según el ingeniero Cabrejos (p. 156); aquella réplica, en pequeño, de la
distribución de los países débiles entre las grandes potencias, después de cada gran
guerra; el desvaimiento de los rasgos locales o internos, en una amalgama indescifrable
que desconocíamos en nuestra literatura.
Lirismo
¿Por qué vías llega al circuito novelesco esa dosis de ternura irradiante o de violencia
catártica? Son innumerables los canales por los que emana esa persistente
presentación del sentimiento en su estado más fino, en su expresión más tersa y
154
vehemente, y el cual aparece en las circunstancias menos previsibles, como, por
ejemplo, cuando el sacristán, abocinando las manos pregona:
155
notable libertad para frasear el espíritu del hablante quechua; para incluso, con sólo
ciertas acotaciones y algunos recursos de tipo gramatical, dejar la impresión de que el
personaje se expresa en su lengua nativa, y que, como tal, puede encomendar a ella
toda la delicadeza o gravedad que sus vivencias demandas.
Visión de la realidad
La realidad de Todas las sangres se nos aparece no como una secuencia espacial,
abierta o cerrada; no como un territorio discontinuo; no como una imagen simbólica; no
como una frontera entre indios y blancos, o siervos y patrones, sino como todo eso a la
vez y mucho más. Ya hemos visto en qué forma los personajes componen una
articulación multitudinaria y polivalente; de otra parte, recordemos que la problemática se
ensancha y transfigura en sucesivas expansiones; sabemos también que el decurso
tensivo de la obra se apoya en un intermitente cotejo de las distintas versiones en
conflicto y que el estrato económico y ético, a que podría reducirse la entraña del
fenómeno humano y social, se nos entrega no como un todo continuo, sino como las
caras distintas de un poliedro sobre el que se refracta la luz constante de las pasiones
humanas, sus miserias, y la cual, al rozar y atravesar los distintos planos y secciones de
ese objeto, se difunde y transmuta, se fracciona y rehace, y proyecta como las variantes
de una versión repetida por muy distintos ecos. La realidad de Todas las sangres está
pues atrapada en la interacción constante de sus criaturas y en la pugna de los intereses
envueltos en aquella lucha impersonal que los enfrenta y rechaza, que los reúne y
disocia, y al hacerlo configura la imagen de una sociedad definible por el aislamiento,
pese a la relación necesaria de cada una de sus partes, pero víctima de una
desintegración que la aniquila. Este mundo complejo, recorrido por pasiones turbulentas,
por fríos cálculos, por voraces apetitos, por teorías inhumanas, por vocaciones
frustradas, se identifica en un signo de negación constante, de extravío irredento.
Mensaje
156
del río por la masa indígena dispuesta a morir (Los ríos profundos), en la medida en la
que el ámbito indígena se difunde y colora a los otros grupos y realidades; en la medida
que se proyecta sobre ellos, la diversidad de sangres, cultura e interés adquiere el
frescor rudo de una esperanza inédita, y la sabiduría absorta de quien empieza a
reconocer su fortaleza.
La Hacienda y la realidad en la obra de J. María Areguedas
Tanto es así que, en rigor, su visión del mundo peruano puede definirse como
estructurada por rasgos culturales, sociales y, en especial mágico-religiosos, propios de
las áreas rurales de la sierra centro-sureña (Valle del Mantaro, Ayacucho, Huancavelica,
Apurímac, Cusco). Pero además, y vale la pena subrayarlo, nuestro escritor ligó la
creación literaria con el quehacer etnológico: interés persistente en la cultura popular –
llamada por otros folklore–; investigaciones sobre el cambio social; estudio comparativo
de las comunidades de España y del Perú; interés en los temas de las lenguas en un
contexto multilingüe y sus implicaciones en el campo educativo y en las relaciones
interétnicas. Véase qué conjunto tan matizado por la pluralidad de sus aspectos, los que
en sí son maneras de aproximarse a contemplar la realidad concreta, la inmediata y que
estaba ante sus ojos; pero, igualmente, también la aposentada en la historia o en el
recuerdo personal y en la leyenda. Pues bien, ambas son maneras o ventanas para
lograr acceso a una visión más rica, que permita construir una imagen global de las
sociedades que coexisten en el Perú del siglo XX.
Por eso nos inclinamos a pensar que un cotejo analítico de las fibras más tensas y
durables del enfoque arguediano, ya sea como creador o estudioso o actor relevante en
la vida cultural de su país entre 1935 y 1969, nos llevan a situarlo entre los que se
identifican con el país profundo, para usar la bella rotulación de Basadre.
157
La llegada del hombre hispánico al territorio del Tahuantinsuyo indujo, desde el siglo
XVI, una compleja mecánica colonial. Ello, no obstante la desestructuración del Antiguo
Perú, no llegó a destruir ni cancelar del todo instituciones, tablas valorativas y lenguas;
legado cultural que pervivió –aunque en condiciones duras– refugiado en el campo y, en
particular, en la región de la sierra. La configuración especial de la sociedad republicana,
después de la independencia política ocurrida en el primer cuarto del siglo XIX, tampoco
disolvió la polaridad generada por la experiencia de la conquista y el dominio colonial, y,
desde otros ángulos y por causas diversas, paulatinamente acentuó el contraste entre la
ciudad y el campo, entre el ámbito urbano y los espacios campesinos, amparando un
régimen siempre favorable a las ciudades y, sobre todo, a la capital. De modo que al
concentrarse en la franja costanera y particularmente en Lima, tanto el poder político
como el económico y el pensamiento ilustrado de los sectores directos e intelectuales,
se favoreció una distorsión del proyecto nacional. Según este desenfoque, nuestro
ligamen con el extranjero o el centro dominante (España, Europa o EE. UU.) es el punto
normal de referencia y validación, a través del cual se define nuestra identidad como
sujetos o como país. Esta es una verdad aceptada, pero sólo por un segmento social
predominantemente urbano, hispanohablante, alfabeto y usufructuario de los ingresos en
promedio más altos del Perú. La zona andina, por el contrario, y dejando a un lado al
grupo señorial (aunque con ciertas reservas), es la región más influida por las
poblaciones campesinas, por la vigencia de una cultura tradicional de raíces orales, y
muestra combinaciones disímiles de los legados hispánicos y aborígenes; en suma,
resalta como el sector menos occidentalizado, menos castellano–hablante y alfabeto, y
con un nivel de ingresos muy por debajo de los promedios nacionales. Dichas las cosas
así, en forma tan apretada y sucinta, se corre el riesgo de una terrible simplificación;
pero, aun cuando la ciencia social haya postulado modelos minuciosos para representar
las relaciones entre estos dos universos de manera mejor tramada de lo que a primera
vista aparece como una dicotomía, no se puede desconocer que el contraste, el
dualismo, si bien se apoya en una interacción compleja de la economía y el poder
político, se manifiesta dramáticamente en el conflicto cultural de un país que, desde la
perspectiva legal es unitario, occidental y cristiano, pero también, y a la vez, sin la menor
duda, multicultural y plurilingüe (Cotler 1978; en especial los capítulos 5, 6 y 7).
Por eso Basadre proponía la existencia de un "país legal", tal como se le descubre
formalmente representado en la interpretación tradicional –de ayer y de hoy–, y un "país
profundo", tal como se le percibe de inmediato en el reconocimiento de los desarrollos
desiguales, de la distribución del ingreso y de la praxis de los segmentos populares de la
sierra y la costa, aunque esta última aseveración hoy parezca quizá demasiado enfática
y restrictiva (véase Basadre 1947, 2ª ed., pp. 265-281).
Ahora bien, en el desajuste entre el Perú legal y el Perú profundo y los consecuentes
enmascaramientos así generados, Arguedas optó al empezar la década de los años 30
–precisamente cuando se definía su vocación como escritor–por recursar las imágenes
de lo andino y de lo indio difundidas por la literatura y la cultura oficiales, es decir
urbanas o europeizadas. De este modo, Arguedas se impuso una tarea que, ya antes
que él, había asumido el movimiento indigenista y, todavía antes, aunque sin los mismos
alcances, algunos escritores influidos por la requisitoria de Manuel González Prada. Sólo
158
que, como es fácil comprobar, en Arguedas más que la prédica o el pronunciamiento
programático o teórico-político, fue la acción personal la que plasmó en la creación y el
estudio científico. Pero, en lo fundamental, sus trabajos responden al deseo de denuncia
del orden social existente, y de réplica a los estereotipos fijados sobre lo indio y lo
andino; y, al proceder de esa forma, con su empeño contribuyó a revalorar una parcela –
no sólo ensombrecida– de la realidad peruana, sino también, a vislumbrar proyecciones
insospechadas para la consolidación de una fisonomía nacional.
II
159
religiosa, y, por fin, el hallazgo fortuito de una solución individual: la fuga. Ernesto, el
niño que funciona como yo-narrador, después de haber herido en la cabeza al
hacendado, huye ante las amenazas y la ira de éste, y la imposibilidad de contar con
defensa en ese círculo completamente subordinado y controlado por el "principal".
Las líneas finales del texto aportan varios indicios valiosos. Ernesto el narrador, cuenta:
160
análisis sociológico del libro y ha mostrado la organización social y los valores en que se
apoya la coexistencia del universo de los indios y el de los mestizos (véase también en
la Recopilación de textos sobre J.M.A., 1976, pp. 209-225). Yawar Fiesta importa para
nuestra indagación, en la medida en que prueba las capacidades positivas, los valores
solidarios y el esfuerzo creador, orgulloso, de las autoridades indias y de los integrantes
de los cuatro ayllus de Puquio. En este respecto, el rol en la novela es mucho más
significante en cuanto reivindica la potencialidad de los comuneros y la contrasta con el
comportamiento y el código moral de los mistis y chalos.
Pero pienso que es en Los ríos profundos en donde se ofrece con mayor transparencia
el planteamiento más conspicuo de la narrativa de Arguedas, para lo que nos concierne
ahora. En efecto, en las notas al calce de este libro publicado originalmente en Buenos
Aires (1958) y que tenía por destinatario a un lector latinoamericano, Arguedas señala
explícitamente, desde un comienzo, quiénes son los colonos: "indios que pertenecen a la
hacienda" (p. 7), y quién es el pongo: "indio de hacienda que sirve gratuitamente, por
turno, en la casa del amo" (p. 9). De Abancay, capital del departamento y escenario de
gran parte de la novela, se dice: "Es un pueblo cautivo, levantado en la tierra ajena de
una hacienda" (p. 37). Y en otro pasaje, el narrador de la obra hace esta declaración, a
propósito de un peregrino y cantor: "Era un indio como los de mi pueblo. No de
hacienda. Había entrado a la chichería y había cantado";… (p. 185). En cambio los
colonos de la Hacienda Patibamba ni siquiera se habían atrevido a contestarle el saludo,
ni habían abierto la puerta de su casa y era evidente que se conducían bajo el imperio
del terror; jamás acudían a Abancay y tenían no sólo la apariencia de seres míseros sino
brutalmente disminuidos, acobardados y sometidos. No puede dejarse de subrayar en
este libro el contraste, clarísimo, que se advierte entre el comportamiento de las
chicheras, cholas con una dinámica y conciencia social que las enfrenta con resolución a
los mistis, a los empleados del estanco de la sal, a los gendarmes, al ejército y a la
policía; y, de otro lado, la postración y casi inexistencia, como grupo humano, de los
colonos. La comparación es evidente, intencional y significativa. Las chicheras son en
este caso un prototipo del grupo designado como cholo emergente, y como tal, posee
actividad económica; hablan alternadamente en quechua y español, y merecen por sus
actitudes desenvueltas, el apelativo de insolentes de parte de los señores y señoras de
Abancay.
Pues bien, lo particularmente notable en Los ríos profundos es el capítulo XI, el cual
lleva por título "Los colonos". Este capítulo es casi una suerte de gradación que pasa de
acotaciones acerca de los militares, a los señores de la localidad, los hijos del coronel,
los costeños, algunos hijos de hacendados de la zona, para concluir con la epopeya de
los colonos, que es el clímax y remate del libro.
161
saben que la peste ya alcanzó la otra banda del río y que los colonos son portadores de
ella; por tal razón se niegan a consentir al deseo de los indios y se oponen por todos los
medios a su petición. Para evitar que los colonos se trasladen a la ciudad, se corta el
puente y se destaca a todos los guardias con instrucciones precisas; sin embargo,
ninguna medida pudo frenar el masivo y concertado avance de los indios, quienes
atraviesan el río en oroyas y ordenadamente, y en medio de cánticos y rezos penetran
en la ciudad. En vista de la situación de hecho, las autoridades y notables terminan
aceptando la celebración de la misa en el templo, y aunque ningún disturbio ni desborde
se produce, toda la población se recluye y abandona prácticamente el pueblo al dominio
de los colonos invasores. Estos escuchan el oficio religioso con profunda unción, y tal
como llegaron y se desplazaron por Abancay, se retirarán después a Patibamba.
La lección de este pasaje fue entendida por César Lévano3 y confirmada varias veces
por el autor, quien lamentó que las primeras críticas no descubrieran el simbolismo de su
mensaje, y el rol que en él cabe al capítulo final. Pero asimismo se extrañó de que no se
percibiera que, si esos seres –degradados por el régimen de hacienda hasta un nivel
infrahumano– eran capaces de movilizarse y de sobreponerse a sus temores y
represiones, impulsados por una causa mágico-religiosa, lógicamente se podría pensar
en su capacidad para la rebelión, cuando estuvieran persuadidos y poseídos de una
convicción político-social liberadora. El empeño reivindicador y la apuesta al futuro,
juegan esta vez a la carta de los más débiles y maltrechos seres del mundo andino, y
alcanzan en estas páginas una de las cimas del trabajo de José María Arguedas.
Diría además que Los ríos profundos me parece más relevante para la perspectiva que
hemos escogido en nuestro tema, que Todas las sangres, pues en esta última se
propone un amplio mural para ilustrar la descomposición del sistema de hacienda y las
tendencias modernizadoras en la región andina, al compás de los intereses de las
grandes empresas multinacionales. Pues bien, en Todas las sangres los hermanos
Aragón de Peralta (Don Bruno y Don Fermín) y Rendón Wilka encarnan la lucha entre
alternativas para el desarrollo de la futura sociedad andina; una de las cuales implica la
posibilidad de liquidar el latifundio sin fomentar el rechazo a la propia cultura y la
vergüenza por los valores sobre los que se asienta la tradición rural. A pesar de lo dicho,
el libro apunta en una dirección que desborda la correlación que hemos venido
observando y, por lo mismo, los roles de ciertos sucesos o personajes, para lo que nos
concierne, tienen otra significación. Entiéndase que esto en nada supone discutir los
méritos o aciertos del libro, pues no se trata de ello ahora.
162
La única forma de salvar esta contradicción aparente en el pensamiento literario y social
de Arguedas, que de otra parte se desenvuelve con tanta coherencia interna, sería que
nuestra lectura de Todas las sangres desembocara en la siguiente lección: "todo el país,
en verdad, es gobernado y sufrido como una gran hacienda". Hipótesis que no es
descabellada, puesto que ya vimos que la hacienda es igual a una cárcel de indios; y, de
otro lado, El Sexto o la novela de la cárcel limeña, en nuestra lectura es la antípoda, el
microcosmos que reproduce en el volumen del edificio carcelario la totalidad del país, y
lo más puro y pervertido de su gente.
III
Oponiéndonos a una versión hasta cierto punto alimentada por el propio autor, quien por
modestia insistía en lo precario de su formación educativa universitaria, creemos que es
justo resaltar la notable agudeza y ponderación de sus juicios al comentar sus propias
obras y su interpretación de las culturas del país y de las sociedades andinas. Por esta
razón, pensamos que conviene recordar, un par de párrafos de una conferencia dictada
por Arguedas en 1968, en la Casa de las Américas de La Habana:
163
Ahora ¿qué es lo que piensan los indios al respecto de los
señores? Se han descubierto últimamente algunos mitos,
que son la expresión más cabal de lo que los indios
piensan respecto de los señores.
164
indios también consideran a los otros como una humanidad
enteramente aparte.
165
levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el
lugar que le correspondía, ni ese lugar correspondía a
nadie. (p.17)
Pero un día, ante el asombro del patrón y de todos los presentes a la hora del rezo,
cuando la servidumbre se reunía en el corredor de la hacienda, el hombrecito de la
historia abrió la boca. Se dirigió al patrón y le pidió licencia para hablar. Dijo, ante el
suspenso general y el asombro del amo y de todos, que quería contar el sueño que
había tenido, y así llegamos al clímax del relato.
En síntesis, contó que en su sueño habían muerto los dos, el patrón y él, el pongo. Que
naturalmente habían ido sus almas al cielo, en donde ambos fueron recibidos como
merecían, o sea el señor con honores, y él como siervo. Que luego San Francisco, con
auxilio de un ángel hermoso, el más hermoso de todos los ángeles, y del más viejo y feo
de los mismos, los habían cubierto, de miel al señor y de excremento al indio.
166
no corresponde a nadie, no debe corresponder a nadie. De este modo, el gran escritor
iluminó nuestro conocimiento del Perú con insólito brillo y pasión y verdad, de lo cual
estas páginas quieren ser un esbozo, en el empeño de aproximar la literatura y la ciencia
social.
Mi recuerdo de Sebastián
Fueron varios los motivos que influyeron en mi amistad con Sebastián Salazar Bondy y
en la manera casi automática de cultivarla. Buen fundamento fue el momento de la vida
nacional, el cual reclamaba el intercambio de experiencias culturales y políticas, para
asentar la apertura del remanso de la vida colectiva, a fin de que pudiéramos compartir
los años por venir.
Ahora que inicio este recuento cae por su peso la hondura de ese poema extraordinario
de Sebastián, que aún conservo ante mis ojos: Testamento ológrafo, sobre el cual he
discurrido varias veces1. Siempre aturdido por la belleza y la profundidad de su sentido.
Lo primero que salta a mi memoria, es la desenvoltura –variada y diversa– de sus
formas expresivas, no sólo trabajadas con ahínco, si no también con tesón inusitado;
especie de salvaje impulso para que percibamos su visión del arte y del artista y su
reclamo a los amigos y seguidores.
POPE
TESTAMENTO OLÓGRAFO
167
Dejo mi sombra,
una afilada aguja que hiere la calle
y con tristes ojos examina los muros,
las ventanas de reja donde hubo incapaces amores,
el cielo sin cielo de mi ciudad.
Estancias poéticas en
El tacto de la araña
El tacto de la araña empieza con un poema que debe leerse como dedicatoria y como
testimonio. Dedicatoria que invoca al amor definitivo: testimonio de adhesión a una
168
actitud frente al mundo, categorizado ideológica y estéticamente; y testimonio de fe en la
capacidad del ser humano para ser él mismo, consciente de su condición precaria y su
voluntad por trascenderla. Los poemas que lo siguen serán ordenados, por el análisis,
en varias secciones que habrán de mostrar de qué modo, con qué intensidad y ante qué
incitaciones, se vuelca esta poesía, especie de parábola contemporánea, y cómo el libro
es un múltiple, aunque unitario, asedio a la realidad plena, ante la cual el poeta consume
su vocación de aprehender y describir la verdad trágica, pero hermosa y cautivante, de
la entraña temporal que configura el ser del hombre y de su creación.
169
se llama carroña
y todos la olvidan
La vie en rose
Tal certeza irreversible, que nos remite al tiempo y a la muerte, fluye en el libro con una
intensidad excepcional. Importa saber que no aparece en un discurso teorético; que, por
el contrario, advenimos a su revelación tras sinnúmero de instancias en las que la
experiencia individual o individualizada, nos atropella con una premura que dice de la
lucidez del autor, y con una melancolía que no empaña la aceptación del destino
irrevocable. He aquí un fino ejemplo de esta problemática:
Cuántos relojes he visto, cuántas veces
he ido de prisa a encontrarme con un vacío…
todos ellos son ciegos y crueles,
uno pierde el tren lo mismo,
uno envejece igual
y caen los alcatraces, la vida, los años gota a gota.
Contra el reloj
El tiempo es, pues, la sustancia esencial, el horizonte en el que transcurrimos y
desaparecemos. Es el tiempo adherido a las y viejas tenaces maderas, el rasgo que las
califica: ellas "vieron a tantas familias despedirse, volverse polvo y llovizna". En esa
incidencia con el eje temporal se funda nuestra respuesta o receptividad, nuestra deuda
como la concibe el poeta en Patio interior: deuda que Salazar, angustiado por vivir en el
tiempo, por encararlo plenamente en adhesión y en revuelta, liquida cuando exclama:
Patio interior,
cuervo de ociosas neblinas
entre cuyas largas plumas los amantes
se deslíen como una inscripción de pañuelo
os debo ahora mismo mi fosforescente vicio,
y os habito,
os corrijo,
os firmo con mi rápido nombre de cuchillo.
La misma lógica que impone el cambio y que en la visión poética nos entrega a la
persona y su mundo en unas migas, o el hilo de las sucesiones en una fila de alcatraces
que caen, como los años, gota agota, va extendiendo su imperio y acomete a otro amor
de Sebastian: la ciudad. Cuenta el autor que arrebataron la noche a la ciudad moderna,
y quedamos en ella "como búhos que buscan oscuridades"; pero dice también que esta
otra noche, la modificada por los tubos fluorescentes, no es sino un remedio frustrado,
"un antifaz fetal del día que pasó". Y con Life vest under your seat, ese rótulo neutro que,
no obstante, inquieta al pasajero cuando ocupa su plaza en el avión, Salazar
reconstruye la atmósfera indefinible y desproporcionada que lo sobrecoge en el
aeropuerto moderno:
Aeropuerto, piano de cola del planeta,
suenan en tu dentadura ciudades, cifras y apellidos,
y tus espesos ropajes de hierro amortiguado
170
retardan mi paso bajo tus horcas,
mi larga sombra ante tus lacios flecos eléctricos.
Ese frío impersonal, ese bullicio sin afecto conocido, esa maquinaria compleja e
imponente lo que ha marcado la reacción del escritor, lastimándolo con la falta de
resonancia para su ansiedad de viajero o su ilusión de cazador de vibraciones. Lo
invade, por ello, un sentimiento de soledad, de solitario; el mismo que a veces lo
introduce en el claustro de la calle, y le trae la mofa de la aurora; aquella conciencia de
que, sin tenerlo, pierde el día, aquél que late, como la ciudad auténtica, la vital y poblada
de seres concretos, distinguibles, queridos, y de la que por vida estuvo "pendiente en
cada sueño y pensamiento". Los poemas: Mendigo, Rayo de Cadáver y Operación
Ayacucho subliman la percepción de un nuevo recorte que nos cercena en cuanto
hombres y victima con el furor de la máquina, con la impiedad de la guerra, con el
estigma de la injusticia. En cada instancia, el testimonio aflora como pérdida personal,
como un reconocer que hemos cambiado, que nos han mutilado, y que, en cualquier
caso, hay un tiempo que viene, el de los hijos ajenos o propios, que nos juzga en
silencio pero sin piedad. Otra estancia del libro está compuesta por un espectro cargado
de memorias: niñez, adolescencia, personas, objetos, casa, que en la alquimia del verso
son rescatados para que el ayer se introduzca en el hoy. El tono nostálgico que a ratos
campea en estas líneas, no triza la convicción de que se vive a este lado del tiempo; no
encubre la realidad con la leyenda desvanecida; se limita a comprobar que el hoy es el
ayer más la huella que impuso el paso de los años, la interrogante cargada como un
signo que cada quien posee, como una sombra que empalidece los perfiles. Grabación
para Augusto ilustra esta gama poética que también encontramos en Rosa sólo escrita y
en Improbable juventud, del cual copio un fragmento:
Quise ser un quimérico libro
abierto al azar por la brisa de su canción,
y hoy sólo tengo ausencias,
el dorado vacío de la improbable juventud
apretado en el pecho,
empobrecido ya y cayendo como la tarde.
Hay implicada toda una poética de lo memorable cuando Salazar escribe: "Espejo a
medio día, el recuerdo es un oro impotente que nadie nos envidia"; por eso, sólo el
recuerdo es capaz de oponerse a la Astucia del olvido, y frente a éste sólo el nombre –
en el contexto del poema– puede redimir a "la improbable Hilda, a la no sé si Elba u
Olga, de la muerte que ahora es su despiadada madre". Nuevamente los viejos tópicos
de la muerte y el olvido se estrechan y confunden como en tantos pasajes del libro. En el
texto A unos poetas, el autor habla de los mágicos labios comunicantes de unos libros
dilectos; en los Convidados el aprecio y el nombre reconstruyen el encuentro con los
amigos lejanos; y en Salutación del pequeño optimista, frente a la toma de conciencia de
algo que escapa a nuestra voluntad, asoman la memoria y la palabra, el recuerdo y el
buenos días, y nos reintegran a nuestra entraña humana, el gozoso reencuentro con el
prójimo y la vida plena, por virtud de la palabra que se hace poesía, y que, al descartar
al olvido (y en consecuencia, a la muerte) se hace vida.
171
La imagen del hombre se nos ha revelado así desde una doble coyuntura: como recluso
y como despojado. Recluso o solitario, privado de afectos, incomunicado; y desposeído,
avasallado por el artificio, la técnica o la despersonalización colectiva.
La muerte que Salazar describe "es un florido artefacto mecánico". No hay duda que lo
técnico y lo cosmopolita distorsionan el contacto humano y proscriben el perfil personal,
generando ese desajuste que hiere al poeta en la calle sin noche, en el aeropuerto sin
eco afectivo, en los jardines de escaparate; pero el tiempo que rige las sucesiones e
invita al olvido, a pesar de la memoria, al despojarnos nos urge a vivir de remanentes, y,
cada día, nos hurta un poco más, al extremo que el poeta se pregunta por la tierra
perdida:
Y cómo seré capaz de tomar un mapa escolar y
encontrar
en sus minucias el lugar tórrido de la inocencia,
la tierra que perdí bajo los pies antes de irme
y cómo, al fin, he de aceptar sin más mi plato de
lentejas.
Así llega Sebastián Salazar a un tercer estadio en el que los mundos individual y urbano
se incluyen en la visión de la sociedad como fenómeno sociológico. Persiste el acento
cordial y la configuración de la imagen se desgaja desde la experiencia concreta; por ello
su palabra está henchida de vigor, desprovista de estridencia; su tono es enfático sin ser
retórico; y la condensación del pensamiento nos llega en el interrogatorio a los héroes
por la herencia prehispánica, por los mitos de que nos hicieron creyentes, o en el
reproche por la paz interior y exterior que nos enajenaron.
Digamos que el arte poética de Salazar Bondy aparece con diafanidad en los breves y
limpios versos de su Recado para un joven poeta:
No estés solo,
no hables contigo de ti mismo,
no mires demasiado
tu cinema en penumbra.
Pero que igualmente aflora cuando escribe el enamorado o discurre sobre la poesía, y
cuando confiesa que espera que ésta lo consuma y maltrate, antes que proclamarse su
trovador o su dueño. Poética construida en función de un tú y un destino solidarios;
dispuesta para contagiarnos la conciencia del tiempo que se agazapa en el ritmo del
verso, y que nos acomete con la cuidada disonancia del léxico, con el expresionismo
incisivo, sarcástico de las figuras, para, finalmente, precipitarse y subyugarnos con la
intensidad plástica de las enumeraciones que decrecen y se renuevan, y que, en su
dinámica, redefinen el valor de los símbolos tradicionales.
Si la poética nos dibuja al enamorado y al hombre que renacen en la entrega absoluta y,
palabra a palabra, recomponen su lección sobre el tiempo y el olvido, la muerte es el
meollo fundamental del libro, y de muerte se nutre su palabra poética: los nuevos
tiempos, los nuevos versos, la nueva violencia no acallarán su mensaje: "si borrase las
cosas atroces / que nos emparentan con la muerte"; y aunque el autor no la define, las
líneas que siguen identifican a la muerte y nos previenen:
Sin duda la verdadera muerte es lo que nos niega.
Ya nada cabe agregar a estos versos; ellos nos devuelven al poeta entero:
172
Tengo los siglos del mundo
y soy la ansiosa nariz
de un animal del tercer día
donde ya está el hombre,
donde estuvo Dios antes de morir,
donde mañana estaré
todo claro purificado.
Y así está ahora, Salazar, en su poesía.
Abre el poemario Del orden las cosas, texto indispensable para apreciar la organicidad
del libro, pues define la ubicación de la autora ante el fenómeno de la poesía y la
realidad. Alienta en él un buscado tono reflexivo, de sentencia, que no obsta para que el
discurso cruce los linderos entre lo imaginario y el mundo de los objetos circundantes,
entre lo exterior y lo interno, entre lo personal y lo genérico, asociando estos niveles en
incontrolable y transfigurada unidad. Sin embargo, el acento de la composición pretende
impresionarnos (y lo consigue) por un impuesto rigor objetivo, cuidadosamente
impersonal; de ese modo afianza la premisa según la cual lo imaginario y lo fáctico se
impenetran como experiencia que nutre a la creación:
173
El orden en materia de creación no es diferente. Hay
diversas posturas para encarar este problema, pero todas
a la larga se equivalen. Me acuesto en una cama o en el
campo, al aire libre. Miro hacia arriba y ya está la máquina
funcionando. Un gran ideal o una pequeña intuición van
pendiente abajo. Su única misión es conseguir llenar el
cielo natural o el falso. (7-8)
El quehacer creativo se revela, además, a la autora, como una problemática, en la que la
retención de la imagen con la que llenamos el cielo natural o el falso demanda un
empeño inaudito, pues tenderá a esfumarse y a hacernos patente, en consecuencia, un
nuevo vacío. Ante norma tan frecuente como previsible, la autora declara:
Hay que saber perder con orden. Ese es el primer paso. El
abc. Se habrá logrado una postura sólida. Piernas arriba o
piernas abajo, lo importante, repito, es que sea sólida,
permanente (8).
Su poética, pues, se resume en una voluntad de vigilia frente a esta incesante privación
que nos trastorna el mundo en que vivimos y en que quisiéramos vivir: ahí radica el
absurdo del llamado mundo real. Pero su respuesta es tajante; al creador, gracias a su
lucidez, no debe confundirlo este signo adverso de la realidad; al contrario, él debe
convertirlo en un conocimiento instrumental que le permita fijar su orden disonante, o
sea, debe asumir una posición de impasible crudeza frente a la destrucción sistemática
de lo imaginario y lo fáctico; destrucción en la que está incluido el propio personaje
creador, que no puede ni debe sustraerse de esta dinámica sórdida, sino más bien,
incorporarla en el destino de su testimonio. La creación, entendida así, no es un fin, no
puede serlo; es un ejercicio hondo, auténtico; es el punto móvil, el único estado de
disposición válido per se, e inalienable ante las presiones y recortes que destruyen y
distorsionan el contorno del hombre.
Tengamos estas reflexiones como guía para examinar el resto de la obra. Calle Catorce
reduce lo precedente a la representación de un tú y un yo simbólicos, que se descubren
envueltos en esa atmósfera entrevista, y que experimentan el desconcierto de la
revelación. Ésta adviene como un ritmo reiterado que se impone por su circularidad; por
su persistencia. Por él hacen crisis las nociones de certidumbre (Acaso es cierto?) y de
veracidad; se diluyen las imágenes en planos superpuestos y cruzados; la enumeración
caótica, las frases breves, la dispersión de los objetos, se precipitan en una secuencia
cinematográfica, de la que no se evaden ni el tú ni el yo. Vano será el mirar con asombro
las aristas móviles de la realidad, pues nada captura su cambio, y la fuga de
sensaciones, al igual que las flores, subraya que estaban destinadas a morir cada día. El
mundo real y el imaginario son evanescentes, frágiles, engañosos, incitan a desconfiar
de lo que es, e incluso, de lo que aunque próximo, nos está vedado poseer. En este
desconcierto nada es y puede intentarse seguir siendo lo que no se es; en otras
palabras: aquello equivale a la frustración renovada en la que nos hallamos inscritos. Ni
la memoria, ni el recuerdo oponen una valla al deslizarse constante hacia el no-ser, que
inunda la realidad de apariencias:
174
Siéntate conmigo en esta plaza fantasma, en esta ciudad
fantasma y contemos todas las luces, no sólo las que
iluminan este fracaso sino las posibles (13).
Nuevamente el absurdo y el círculo vicioso: "Puerta giratoria por donde entro y salgo
siempre al mismo lugar:…" y en donde se emparejan el azar y el odio como agentes del
destino. No importa ni vale exaltar "las bellezas de la vida" incrustadas en la viscosidad
del hastío, de la noria que no sabemos controlar, y de la que no somos responsables:
pero que terminamos consagrando con un estoicismo que disimula, más que
resignación, la indiferencia cultivada en el permanente extravío. Indiferencia, sin
embargo, que no basta para renunciar a vivir "un día más y un día más y un día"
sumidos en ese espasmo obsesionante.
Canto en Ithaca escarba en la virtualidad del recuerdo y su función catártica, pero para
negarla. "¿Qué hacer con los recuerdos? Confundir seres, lugares, caricias. Cruzar todo
el océano para llegar a este parque que queda a una cuadra de casa" (15). Contra el
desborde inconexo de la memoria, el presente acumula visiones deshilvanadas, cuya
nota en relieve es el alejamiento de los otros; la soledad se enseñorea del ambiente y
desdibuja las imágenes retrospectivas:
El cielo es siempre el mismo: desierto, a oscuras,
deslumbrante. Cielo amarillo de Lima, balcón de cenizas,
muladar de astros (16).
175
una convicción admirable. ¡Qué ejércitos, qué legiones, qué rebaños combatiendo y
pastando en ese campo de hielo y silencio!" (24). Entonces, fríamente, también el
optimismo empieza a recortarse.
Los poemas agrupados en Muerte en el Jardín detectan, en conjunto, un acento
personal que los distingue de aquellos de la primera sección; en éstos escuchamos el
testimonio de una voz que categoriza su mundo y su realidad personal, en concierto con
la poética desarrollada en la parte primera. La organización de este nuevo horizonte se
produce lentamente, extendiendo el clima opresivo y solitario, de melancolía y nostalgia,
con un signo intelectual que rehúsa apoyarse en la confidencia. La autora se exige una
severidad, una gravedad en el lenguaje, y en cada disyuntiva de transferir a símbolos la
intuición personal, o resolverla en una vaga reminiscencia en la que la palabra se diluye
en paisaje; en esta alternativa se concreta la calidad mejor del libro, que en sus puntos
más altos accede, como en los poemas iniciales, a una sublimación constreñida en las
incisiones que esos símbolos incrustan en la realidad, recreando la síntesis de un
desapasionado mirar el tiempo, el amor y la vida.
El tiempo irrumpe ya no como una afluencia iterativa, pero externa, neutral; el fluir hiere
y envuelve esta vez a una persona más concreta, obligándola a reconocerse en su
contacto con otros, con anhelos y valores llamados comúnmente humanos. El tiempo "es
un árbol que no cesa de crecer" (35); es "esa gota de luz que será / que fue un día" (36);
es la "imagen que perdí ayer / El mismo árbol en la mañana / y en la acequia / el pájaro
que bebe / todo el oro del día"(37). El poeta absorbe, interioriza la inquebrantable
repetición, el invariable fracaso que nos arrebata lo que ha sido, lo que es, lo que podría
ser; o dicho de otra manera, el tiempo actúa la gran privación que no asume en la
soledad, a causa del despojo.
La naturaleza humana es reacia a convenir en el destierro de la esperanza; fabrica y
renueva posibles vía liberadoras. Ninguna como el amor para incitar al sueño, para
impulsar a la reconstrucción y al nuevo comienzo; pero en Vals (41-42), esta inspiración
que nos confirma el apetito de una razón vital, del amor como norma perfecta, apenas
concretada se esfumina: "No he buscado otra hora, ni otro día, ni otro dios que tú"; el
empecinamiento por sustentar en el tú y el amor una reconciliación con la esperanza se
frustra también, en la medida que la actualización del ideal se pierde, en las horas y los
días, entre insignificancias: "en la humedad del guisante, en la hinchazón de la ola, en el
sudor de la raíz". Mientras tanto, la agonía del amante permanece impasible, vale decir,
asimilándose al tiempo "detenido para siempre" en su calidad, y de otro lado, la
búsqueda reiniciada en cada paso concluye con su figuración "como una piedra
encadenada al aire", en tanto que el ser, ansioso de perfección, continúa exigiendo su
razón de luz, la razón de amor que le ilumine el mundo y devuelva un sentido vital a los
días.
La recta lectura de Vals, se nos ocurre que no es la del lamento o canto al desengaño; el
propio título escogido, como las líneas entre paréntesis, exhiben un ánimo de ironía que
usa lo grotesco para representar la banalidad con la que, de sustituir lo auténtico nos
precipitamos en la réplica del absurdo, engañándonos. No es el reproche al tú, incapaz
por la naturaleza y el dictado de la realidad. "No eres tú / siempre yo / …Siempre
saliéndome al paso" (39); pero tampoco es por defecto de la persona que ama y requiere
la perfección del amor: es por causa del "No estar", de aquello imposible de fundar en
descripción positiva: "esto es la noche. Esto soy yo" (43). Así aparece, igualmente,
176
cuando en una proyección de lo íntimo a lo comunal, la autora se pregunta por la
realidad del país, por lo que hoy, al percibirse, se manifiesta como lo que es el país:
entonces, después de preguntar "¿Cómo fue ayer aquí?", responde: "Sólo hemos
alcanzado estos restos…", aquello fue fracturado en el "círculo roído por la luz y el
tiempo". De esa manera se acoplan bajo un signo único la realidad íntima, la del país, y
un concepto generalizador de las realidades material e imaginaria del poeta, como si un
nuevo símbolo de privación y de fracaso encubriera la superficie de lo que percibimos, e
impidiera realizar lo que anhelamos. La carencia de una razón vital, encarnada en el
amor, es análoga para el ser individual y para el ser social. Llegados a este punto del
discurso poético, el conocimiento de un pasado histórico (en el caso del país) se
empareja con el recuerdo de la memoria personal, y en Máscara de Algún Dios (47-8)
una nostalgia por lo que fue, por lo que debería o podría ser asciende con imperio, en
procura de una explicación: si el presente se suprime a sí mismo, habrá "¿siempre algo
que romper, abolir o temer?"; "¿Y al otro lado? ¿Al revés?" (48), se repite y nos
pregunta. Un otro lado y un revés sociales e íntimos. Asoma entonces, fugazmente, la
sonrisa, el mérito del tal vez, del condicional que hace el pasado y el futuro; de la
virtualidad escondida en un trasmundo:
Tal vez el otro lado existe
y es también la mirada
y todo esto es el otro
y aquello esto
y somos una forma que cambia con la luz
hasta ser sólo luz, sólo sombra. (48)
El final no es la derrota de la negación o de la duda; no es el dominio de la condición
perfecta imaginada en el amor; el poeta no se atreve a imaginar una instancia ideal y
postula "una forma que cambia con la luz / hasta ser sólo luz / sólo sombra"; que es la
primera rotunda afirmación, en el plano personal, del predominio del tiempo y, por su
efecto, de la privación constante.
Invierno y Fuga (51-2) repite el intento de quebrar el absurdo que nos limita. Este poema
acota al titulado Plena Primavera de la sección inicial, y es una variante sobre el mismo
fermento; pero lo que allá es actitud reflexiva, aquí es respuesta vital: "Este es el día en
que llega / la ácida primavera / en que es dulce la herida / de estar vivos" (51). Mas, ¿por
qué nuestro participar en el mundo debe polarizarse, indefinidamente, entre al aspiración
y el fracaso: Padecemos un destiempo, fatal que nos avecina sólo a lo que queda, que
únicamente nos permite asomarnos a los restos, que nos impone una tardanza o una
anticipación irrelevable. La realidad ya no sólo nos circunda, nos ha invadido y desde
nosotros retorna proyectada a lo externo; la vida es la secuencia del destiempo, la
muerte llena de oro: es la no-vida. La vida plena, la otra, la esperada, sólo es activo
sueño.
Más de una vez la autora vacila ante la afirmación de un destino tan privado de
esperanza; reinicia la persecución de un ideal contrapuesto a la realidad, pero fracasa;
imagina un trasmundo, el otro lado de la realidad que la limita y se desengaña; acaba
preguntándose si es falta de amor lo que enturbia su visión, o si la dureza de su mirar le
impide discernir aquellas instancias en que se verifica la rotura del tiempo y del vínculo
vicioso. En cada oportunidad, sin embargo, la comprobación negativa trasciende
177
implacablemente. El epílogo del libro, no obstante, se titula Victoria (55); pero victoria
que afinca en un lenguaje cuyos signos han aceptado las correcciones que el tiempo
inflige a nuestro querer ser: la nostalgia será sólo un relámpago instantáneo, acicateado
por el ayer y el presente que nos trastorna el tiempo; el amor un despojo sin tregua; en
fin, "La primavera es breve a ambos lados del camino". Pero al aceptar que la realidad
se le aparece así, y que así hay que encararla, la victoria, su victoria, sólo podrá llegarle
del reconocer, crudamente, lúcidamente, el absurdo y el mundo derruido que lo nutre. La
poética general se actualiza entonces en un acto de desafío que la decide a aceptar esa
realidad, tal como es, ante la luz diurna, liberada de la penumbra engañosa del sueño y
el recuerdo. Mundo de agostamiento, de zozobra, que la poesía de Blanca Varela
subyuga con un temple de contención y de estoicismo admirable; y en el que la
búsqueda de la belleza y la verdad atestiguan el triunfo liberador de la poesía.
Once años después de Ñahuín, el nuevo libro que publica Vargas Vicuña invita a
averiguar por la suerte de un escritor y de un modo narrativo que entonces cautivaron a
la crítica. Como Ñahuín, Taita Cristo es una colección de cuentos; el primero de ellos
presta su nombre al volumen, los otros son: La Pascualina, Pobre Negro, Tata Mayo, En
la altura, Ojos de Lechuza, El desconocido y Memoria por Raúl Muñoz Mieses. Si bien
publicados en diarios y revistas en ocasiones diferentes, ahora, reunidos en volumen,
entregan un testimonio unitario del trabajo lento y silencioso, pero constante, de Vargas
Vicuña.
Sería útil que pretendiéramos revisar en esta nota cada una de las piezas que
componen el libro; pero una enumeración dispersa de las impresiones suscitadas por su
lectura, posiblemente, serviría de poco al lector de nuestro comentario. Intentaremos
organizar nuestro discurso, por consiguiente, de modo que ofrezca una idea muy general
sobre el conjunto, a fin de concentrarnos en dos reflexiones que, a juicio nuestro,
enfocan hacia méritos sustantivos de la obra.
Sobresalen en el volumen Taita Cristo y Tata Mayo por ser los textos de arquitectura
más nítida y por preservar el equilibrio entre la crudeza patética, el ritmo detenido de la
acción, y el continente lírico en que se sublima ese desconcertante mirar o contar, del
que fluyen el impasible retorcimiento del dolor y la amargura irredenta de la resignación.
Como en las mejores páginas de Vargas Vicuña, en ambos cuentos actúa también, en
forma invisible pero activísima, una dimensión espacial constituida por el plano sonoro;
parecerá pueril esta observación, pero no lo es, y por el contrario, reviste importancia
suma para entender la factura, la mecánica constructiva del cuento, así como el efecto,
el punto en el que se apaga la anécdota y emergen los símbolos que proyecta la historia.
Ya se ha dicho, a propósito del estilo de Vargas Vicuña, cuán feliz resulta en su prosa el
aprovechamiento de un vocabulario y un tono coloquiales; pero ello se refiere, y no hay
objeción en contrario, al nivel en el cual escoge el autor la norma de lengua de la que se
sirve en sus obras. Sin embargo, a lo que se desea apuntar en este caso es a una
estructura oral de los cuentos, a una atmósfera, a una lógica interior, a un acento oral.
Podríamos agregar aún, que, a diferencia de los escritores contemporáneos de Vargas
178
Vicuña, éste favorece a la fuente oral como surtidor de motivos para sus cuentos. En
efecto, a menudo rehace leyendas, se apoya en supersticiones, reelabora sucedidos que
le han contado y que, en su versión escrita, conservan ese carácter de literatura oral, de
posesión común enriquecida en su correr de boca en boca.
Con toda seguridad que, si Vargas Vicuña se limitara a transmitir lo que le cuentan o ha
escuchado en sus repetidos viajes por la sierra peruana, sus textos difícilmente
mantendrían la tensión y el nivel artístico que los distingue, y que son el sello de su labor
creadora. El hecho que debemos considerar es, pues, precisamente, que, en tanto
escritor, Vargas configura un estilo y un mundo que depuran el carácter de sus fuentes,
y lo consigue añadiéndoles la perennidad de lo escrito, sin renegar de la impronta
espontánea, arbitraria y evanescente del relato oral. A la inversa de lo que ocurriría si
escucháramos una grabación recogida en el campo, en la que comúnmente se
interpolan digresiones y referencias, los cuentos de Taita Cristo, y en modo especial esa
pieza, están poseídos de un tono grave y mediativo, que insufla hondura poética al curso
de la palabra. Nada es banal en él; incluso los detalles nimios manifiestan o pueden
ocultar una desconocida fuerza que los torne relevantes.
Como lector, creo que accedo a la representación de Taita Cristo cuando, a las grafías
sobre las que poso los ojos, asocio una imagen sonora que se puebla inmediatamente
de voces, gritos, música, murmullos, que surgen a primer plano o se asordinan, para que
una voz mejor templada conduzca el hilo principal del relato. La lectura que prescinde de
esta exigencia, se me ocurre que mutila parte esencial del encanto y de la realidad de
Taita Cristo, y en general de la obra de Vargas Vicuña. En cambio, de procederse así, se
advertirá cómo se suceden las voces, mientras los personajes secundarios sirven de
marco para que encuadren los constantes disloques de la acción dominante, a la par
que gana en sentido la morosidad con que se desplaza la línea de mira del escritor, y se
nos presenta el ambiente colectivo, popular, expuesto dentro de un paisaje animado por
una actitud rural, que le transfiere valores y creencias locales.
La oralidad del estilo no es pues sólo léxica o sintáctica; la arquitectura de la obra asedia
los saltos y esguinces de la conversación; los ruidos y murmullos entretejen la atmósfera
de coro, o de escenario abierto, en el que actores y narrador se confunden. De ese
modo la construcción de la historia conquista una solemnidad de rito, mientras la palabra
se hincha y gana en sugestiones que, por instantes, resuenan con el eco conmovedor de
los salmos, la revelación luminosa de la parábola, o la corrosiva insistencia de la letanía.
Creemos que los cuentos de este libro comparten un motivo de raíz cuasi-religiosa, sin
que ello necesariamente afecte al tratamiento que merecen en la obra, ni a la índole de
su mensaje. Pero en todos ellos percibimos un conjunto de incitaciones que se
desprenden de una idea de la culpa, del castigo o sacrificio y de su subsecuente
expiación. El contexto cultural en el que se sitúa ese motivo es el peculiar a una aldea de
los Andes, con su mezclado sentimiento católico, al que se aparejan credo y
supersticiones que, vistos desde el punto religioso anterior, serían paganos. Ahora bien,
Vargas Vicuña trabaja finamente sobre esta perspectiva y, desde ella, elabora o modifica
nociones del bien y del mal, de la vida y la muerte, del destino y el azar, del honor y la
179
felicidad, que son explayadas y encarnadas por el actuar de sus personajes, con una
fuerza y simplicidad insólitas.
El rasgo primario de su realidad es, por paradoja, el del misterio, lo inédito y mágico que
se oculta en lo simple y cotidiano de la vida aldeana; y el modo de desvelar y capturar
ese otro lado de la realidad en un hablar que aprovecha la soltura de la sintaxis coloquial
y se vale de ella como medio de composición que agota las combinaciones de términos,
modifica el orden habitual, suprime partículas y nexos, y asigna especiales contenidos
semánticos, por ejemplo, a verbos como conocer y comprender, sentir y reconocer, que
resumen una sabiduría vitalista, indefinible por totalitaria y tradicional. No puede callarse,
no obstante, que así como este reacomodo con la lengua le ofrece espléndidas
posibilidades a Vargas Vicuña, y buena prueba son Taita Cristo y Tata Mayo, de otro
lado constituyen algo así como el talón de Aquiles de su estilo, en tanto podrían recortar
la inteligibilidad de su obra, si se decidiera a hurgar en esta vía hasta mayor extremo.
De otra parte, y Taita Cristo será en este caso el ejemplo indicado, hay un elemento
novedoso en esta pieza, si se le compara con las de Ñahuín. Obsérvese con cuánta
discreción se ha procedido a superponer la versión de los acontecimientos y personas
locales sobre la versión cristiana, y cómo se las distingue o unifica a través de los
comentarios dispersos que se recogen entre el público que especta la procesión. Véase
así mismo cómo hay una constante percepción ética del comportamiento externo e
interno de las personas, con la cual se va componiendo ese mosaico que es el pueblo
todo, reunido para presenciar el renovado sacrificio del hombre. La abnegación y la
villanía se entrecruzan con la ingenuidad y la sencillez, con las costumbres y las
devociones regionales, con un colorido dinámico que se transforma ante la hondura
reflexiva de ciertas instancias. Finalmente, después de haberse unificado los dos planos
del relato, la imagen de lo local reaparece con su valor de escenario y sobre ella se
consagra un reanálisis del destino humano, entre la condena y la redención.
En once años Vargas Vicuña ha tenido tiempo para meditar y ejercitarse en la búsqueda
de un desarrollo literario que le permita, afirmando las calidades de su estilo y de sus
vivencias provincianas, consolidar una obra que perdure por la calidad estética, antes
que por el fervor nacionalista. Según entendemos, su esfuerzo ha sido recompensado,
pues ya es casi imposible forzar el lenguaje narrativo más allá del punto a que lo ha
sometido este autor. Pero además, otra lección valiosa de Taita Cristo reside en la forma
como resuelve el indispensable ascenso del motivo local a un nivel de verdad poética y
humana, que nos libere del ciego pintoresquismo. Y en este respecto, también acertó
Vargas Vicuña.
Decía, dice...
Carlos Germán Belli
Me place y me honra ser testigo y dar fe de la carrera feliz y vistosa que ha hecho Carlos
Germán Belli. Poeta que es ahora leído, gozado, comentado y entendido o no entendido,
180
y por lo mimo, envidiado en varios idiomas. Y mientras aumentan las traducciones y las
tesis dedicadas a estudiar su escritura y las invitaciones para leer ante públicos
abarrotados de estudiantes y jóvenes escritores, recuerdo –mirando la conducta sencilla
y cordial, del estudioso de prestigio y de moda, que es ahora Carlos Germán Belli mucho
más conocido en el extranjero que aquí entre los suyos, donde el éxito irrita a muchos y
distancia a algunos–, que fue amigo de clase en el Colegio Italiano Antonio Raimondi,
donde nos conocimos y fuimos condiscípulos, desde la primaria hasta la finalización de
la secundaria, en 1945.
En aquella época los azares nos habían llevado a compartir la caminata por la calle
Alejandro Tirado, siguiendo por al avenida Cuba rumbo a Jesús María, barrio en el que
ambos vivíamos. Cada uno de nosotros cuidaba de un hermano menor, rebeldes y
alertas para aprovechar nuestro descuido. Era también el tiempo, en el cual cada lunes
participábamos en las discusiones sobre los resultados del fútbol, del fin de semana. El
paso de los años no ha disminuido ni la amistad estudiantil ni la afición a nuestras
preferencias futbolísticas: en cambio ha incrementado nuestra conversación acerca de
las vías para asediar a la poesía.
Una breve y fugaz revista literaria de los años sanmarquinos, –donde compartíamos
nuevamente el colegio universitario de entonces, en la Facultad de Letras–, revista que
preparamos Rogelio León Seminario y yo con el rimbombante título de Mensajes
Humanos, publicó uno de los poemas que Carlos Germán Belli mantuvo en las ceñidas y
escogidas piezas que presentó –años después– en su primer cuaderno édito: Poemas
(Lima: Talleres Gráficos Villanueva S. A. 1958).
Así corre el tiempo y de vuelta de mi primera estancia en Nueva York, en Ithaca, estaba
preparando una selección de estudios y una antología de la poesía peruana (Ediciones
Nuevo Mundo, 1965). Ya entonces, leyendo los nuevos poemas y libros de Belli, tuve la
evidencia que el trayecto del 58 al 65, había consolidado la antigua promesa en una
tangible realidad: bajo mis ojos fluía la palabra labrada de un gran creador.
181
Releo cautamente y me desasosiega la variada, flexible y desproporcionada sintaxis que
es el telar en el cual Carlos rehace el mundo, el cosmos de hombre y de la poesía
musitada, herida e insumisa.
Al tiempo que cuide al desvelado fluir de la salud del poeta; y al arte que proyecte su
vida en poesía.
II
182
combinación de un rasgo negativo con un positivo, según puede advertirse en el patrón
sintáctico adversativo de los tres versos. En efecto, obsérvese que no–sino invisible–
más, no–de aire, articulan una misma mecánica:
no dentro de los ojos, sino fuera,
invisible, mas perenne,
si de fuego no, de aire.
que, a nuestro juicio concurre con el sentido de la primera estrofa: avance del no ser al
ser, de la privación a la plenitud, progresiones que no se identifican históricamente como
ayer y hoy, como era y es sino se definen más bien por un concierto de atributos que
califican a ese amor hacia el que se tiende y desde el cual se pretende conseguir,
cualquiera fuese el tiempo, aunque sea más allá del límite mortal, siempre que sea un
amor liberado (fuera), indesmayable (perenne) y vivificador y circundante (como el aire).
Un amor que esté más acá del encanto mágico y prerracional de las hadas y del
concertado control de la técnica: simplemente humano, puro, y por lo mismo, hasta hoy
–en las palabras del poeta– negado en toda época al hombre enamorado y vivo.
III
El texto que sigue apareció en el cuaderno, con que desde 1958 Belli había
desconcertado a la crítica literaria, y lo seguiría haciendo con una puntualidad
intermitente. En mi caso debo admitir que este poema –uno de los más antiguos que
recuerdo de Belli–, me ha sorprendido a pesar de su conocimiento y repetición, a veces
sin buscarlo ni desearlo, como una imposición repentina, muestra de su cautiva
reiteración y de su callado enigma. Tanto es así que al rememorar este texto, se me
superponía a "algún día el amor/yo al fin alcanzaré…". De modo tal, que de manera
inconsciente funcionaba en la memoria de mis preferencias, como un espacio
intertextual hacia el cual convergían ambos poemas. Leamos:
1. Nuestro amor no está en nuestros respectivos
y castos genitales, nuestro amor
tampoco en nuestra boca, ni en las manos:
todo nuestro amor guárdase con pálpito
5. bajo la sombra pura de los ojos.
Mi amor, tu amor esperan que la muerte
se robe los huesos, el diente y la uña,
esperan en el valle solamente
tus ojos y mis ojos queden juntos,
10. mirándose ya fuera de sus órbitas,
más bien como dos astros, como uno.
Poemas, p. 5.
Quizás ahora valga anotar algunos elementos que me asediaban, como cruzadas vigas
semánticas, que emergían de la estructura estrófica misma, con el peso connotativo de
su significación.
Será más fluida nuestra lectura, si advertimos que los versos del 1º al 5º forman la
primera unidad o estrofa; y del 6º al 11º la segunda o estrofa final. La diferencia se
183
aprecia en los rasgos del pensamiento poético y las marcas formales del lenguaje y las
figuras retóricas y plásticas, que enseguida paso a referir.
Si se lee en voz alta, se apreciará que el v.1 se encabalga con el v.2 con una pausa
medial, signada con la propagación del sentido que se va componiendo. El siguiente v.2
se extiende por medio de otro encabalgamiento en el v.3, que expande dos
constituyentes nuestra boca y manos. El signo de dos puntos ‘:’ esta vez aporta una
pausa que propone la corrida de los versos 4 y 5 para dar al fin realce al tono
recapitulador y sentencioso de la construcción recolectiva "Todo nuestro amor guárdase
con pálpito/ bajo la sangre pura de los ojos".
Todo [es la suma yo y tú; mío y tuyo] guárdase con pálpito podría transcribirse como [se
protege, se aposenta] bajo la sangre pura de los ojos [la circulación sanguínea retiene el
pulso en la transparencia de los ojos] (tópico renacentista). El torbellino pasional de los
amantes es avistado a través del fulgor de los ojos de la amada; pero, pese a su control,
late el ímpetu del deseo individual, ingobernable. Es entonces cuando cambia la escena
y el escenario completados. Se traslada del panorama interno de los amantes y de la
circulación sanguínea en su búsqueda recíproca, y se pasa a la segunda estrofa. Pero
adviértase, que si en la inicial alcanzaba relieve singular ‘nuestro amor’, ‘nuestros
respectivos y castos genitales’, ‘nuestro amor tampoco en nuestra boca ni en las manos’,
ahora en la nueva estrofa aparece en el escenario el valle terrenal esperando a la
muerte en el completo agostamiento del cuerpo físico. De suerte que los ojos: tus ojos y
mis ojos queden juntos, esta vez mirándose fuera de órbita [repárese en el plural sentido
de órbitas], y en el insólito mudar de la perspectiva visual, extendida a dimensiones
cósmicas. Según el poeta, los ojos de los amantes se desplazan por el espacio ultra
terreno, más bien como dos astros, pero en seguida corrige, y en un corte vibrante y
ceñido, dice como uno.
La pareja aparece así navegando en el espacio sideral, realizándose en la identidad
amatoria, merced a los ojos convertidos en un astro, a través del azul intenso
chagaliano, en el cielo poético de Carlos Germán Belli.
La inclusión en dos tomos de los cuatro primeros libros de Julio Ramón Ribeyro, además
del atractivo de dos colecciones hasta ahora inéditas, confiere relieve especial a la
aparición de La palabra del mudo,2 título común que nos alcanza las ya inhallables
ediciones de Los gallinazos sin plumas (1955), Cuentos de circunstancias (1958), Las
botellas y los hombres (1964), Tres historias sublevantes (1964), junto a las nuevas
series Los cautivos (1972) y El próximo mes me nivelo (1972).
184
sobrepasado a la atención por las novelas del mismo autor, así como a su producción
dramática y crítica. Alguna vez, quizás los estudiosos extenderán sus indagaciones al
universo novelesco de Ribeyro, con un objetivo que exceda al simple cotejo entre novela
y cuento como formas expresivas, o como raseros de una alternante aprehensión en su
continuo asedio a la realidad y a la fábula.
Esta reseña se propone una tarea menos ambiciosa. Quiere celebrar la oportunidad de
disponer, al fin, de una edición pulcra de los cuentos conocidos, e intentar asimismo un
avance crítico acerca de Los cautivos y El próximo mes me nivelo. Examinar en qué
medida estos conjuntos muestran la progresión del cuentista consagrado merced a las
cualidades que lo hicieron famoso; hasta qué grado hay una ruptura o evolución en el
arte de Ribeyro; hasta qué punto el singular despliegue retórico alcanzado por la
narrativa contemporánea y, en particular, por la hispanoamericana, afecta o se refleja en
el quehacer de nuestro escritor, y determina un reajuste en la apreciación de su
significado actual.
Porque, y en esto los nuevos libros que trae La palabra del mudo son testimonio
irrecusable, ni el mérito, ni la originalidad de los orbes ribeyrianos se apoyan en el
deslumbre de su repertorio formal, ni en la descomposición de las pautas espacio-
temporales. No más de cuatro textos (entre diecinueve)6 exploran en esa dirección, y
son –apenas– hitos de una búsqueda en función de la problemática fijada en el contexto,
ajena a una redefinición en el correlato lector-fábula-realidad. O sea, que en primera
instancia, nos atrevemos a postular que los últimos cuentos de Ribeyro se inscriben en
la misma modalidad de conceptualizar el ligamen entre hecho creativo y presencia
objetiva u objetivable (física, social, histórica y psicológica), que sostiene la totalidad de
su universo artístico. Que, a veinte años de su presentación al público, la estructura
185
estética que utiliza Ribeyro persiste en depurar el hallazgo de su obra temprana, y sigue
perfilando de manera ejemplar la tesitura de una representación artística de la realidad
que, ahora, exhibe sin vacilaciones el dominio preciso, ése que llega con la sobriedad
maestra. Pero si su discurso no es fruto de impericia ni de pobreza técnica ¿cuáles son
los goznes de apoyo, los casi inadvertibles soportes sobre los que descansa esa
arquitectura que, a primera vista, podría confundirse con el relato llano de una anécdota,
con el bosquejo de una personalidad reducida en su propio conflicto? Creemos no estar
descaminados si, como segunda hipótesis planteamos que el vigor de la obra de Ribeyro
proviene de una composición que mezcla varios estratos de representación de la
realidad. Que ésta, en las piezas de nuestro escritor, emerge del punto de mira desde el
cual, en combinación dialéctica, se desestructura y recompone la realidad, iluminándola
simultáneamente desde laderas complementarias y antagónicas. De este modo se
suceden o convergen en la composición: un nivel de realidad aparente, uno de irrealidad
real (lo que en otros términos se conoce como la antinomia realidad e irrealidad), que se
conjugan con un tercer nivel, el de la realidad tradicional (o imperio de la convención y
los mitos encubridores) y un cuarto nivel, el de la realidad ideal o de la ruptura de la
malla mágica y de la desmitificación por mérito de una explícita e implícita alquimia
visionaria.7 De modo que antes que por la reorganización de los métodos expositivos
encomendada al lector, Ribeyro compromete a éste con la multivalencia combinatoria de
los estratos literarios que concurren en la construcción fabulada; e intenta así una suerte
de equilibrio entre el punto de vista del personaje-narrador y la perspectiva propuesta
por la lectura. Más que el hallazgo del orden lógico que integrará las piezas del
rompecabezas, sus cuentos demandan una lectura paralela que deslinde y sintetice,
sobre varios pentagramas de la representación, de la manera en que ocurre en las
composiciones musicales. Por eso, siendo su relato aparentemente lineal y naturalista,
logra ese notable efecto simbolizador gracias a la irradiación semántica que surge de la
visión contrapuntística y, a ratos disonante, de la integración de los niveles de la
realidad. Dicho de otro modo, la realidad artística de los cuentos de Ribeyro depende de
una forma de conocimiento análogo al de la metáfora, que es esencial y sintético y,
como tal, distinto del que se nutre de un conocimiento analítico o incidental. De modo
que resulta engañosa la unidimensionalidad del relato ribeyriano, puesto que su
configuración simbólica deviene del sucesivo apareamiento de representaciones
verbales de la realidad que, a la postre, se insertan en una estructura de valencias
dinámicas.
186
defensivo que la mención al tiempo viejo y el antepasado: "Sí, pero en Chaclacayo no
vivió mi abuelo, como en Tarma" (p. 288).
2. IR (irrealidad real). Puesto que el ropero no era un mueble más, sino "una casa dentro
de la casa" (p. 285), se entiende que en él se aovillan una serie de líneas virtuales de
interpretación: "era un verdadero palacio barroco", un "universo que olía a cedro y
naftalina", en suma un territorio que además de la memoria de los mayores, avivaba la
imaginación de los niños.
4. RI (realidad ideal). El corazón o el alma del ropero era el hermoso espejo biselado. En
éste, el padre "más que mirarse miraba los que en él se habían mirado" (p. 286). "Sus
antepasados estaban cautivos, allí, en el fondo del espejo" (p. 286)). De forma que "mi
padre penetraba por el espejo al mundo de los muertos, pero también hacía que sus
abuelos accedieran por él, al mundo de los vivos", produciéndose así una suerte de
retención del pretérito o de asomo del presente en el pasado superponiéndose en lo que
el narrador entiende como "espacio irreal" (p. 286).
Pues bien, el cuento hilvana cuatro secciones que, desde lo que podríamos llamar la
composición del lugar, progresan en base a correspondencias, a resonancias de los ya
citados estratos, de forma que el apartado segundo completa al anterior con la
contemplación del tránsito al presente actual; a los hijos de los amigos de antaño (que
son los nuevos actores), y al afecto del agua regia del conflicto entre la desgana
señorial, el replanteo juvenil y la ostentación burguesa. El peso de lo pasado (con su
gente y su círculo y el sello marcado por el ropero) empieza a diluirse como una
remembranza empalidecida en el presente. La penúltima sección condensa una
anécdota encaminada a mostrar la rotura del misterio, la conclusión del hechizo vital y
temporal: la pelota "había alcanzado al espejo del ropero en pleno corazón". La
intersección de los planos es total y subyuga a la familia entera; sólo queda en pie la
evidencia de lo inútil de retener (o pretender retener o reacomodar) el estilo de las viejas
amistades, la presencia de los abuelos y su difusa opresión desde el recuerdo
melancólico. En su brevedad, la parte final muestra el desplazamiento, por obra del mirar
despierto de los niños, hacia el porvenir, hacia la muerte o la nada (o la vida). Para
entonces, el pasado ya había dejado de atormentar al padre con sus cíclicas
convocatorias al lado de figuras señeras. El espejo no ha sido, tampoco en este cuento,
el reflejo del camino (recto o curvo) de la vida: no la imagen directa, de frente, sino en
espiral; una instancia crucero, definitiva y reveladora (cf. Los jacarandás, p. 254). Pero la
revelación que nos hace el discurso narrativo fluye, simultáneamente, de un concepto de
187
realidad mucho más vasto y con mayor profundidad; más rico e íntegro de lo que –a
primera vista– podíamos presumir.
En síntesis apretada, digamos que la arquitectura del cuento consigna la fase última del
ocaso de una comunidad regida por modelos señoriales, descrita con resignación o
ironía alternadas, según sea el ángulo del personaje que narra y las implicancia anexas
de edad y época. Que la erosión de ese horizonte (el de los viejos o antepasados, el del
ayer que se desvanece), es relievada por los valores que se instalan tras el poder del
dinero y las relaciones burguesas. Que, en el decurso que nos lleva a reconocer el
estado actual y diferenciar el pasado, el conflicto entre ambos polos temporales en la
sociedad es visto a través del ojo crítico del narrador o de la despreocupada inteligencia
de los adolescentes. Por obra de la partición de éstos espectamos, casi como en una
metamorfosis, como imperioso y grotesco desvelamiento, los saldos desvaídos de un
mito caduco, y, en consecuencia, no sólo se quiebra el espejo sino una versión de la
vida en sociedad, de la relación con los otros (los íntimos y los distantes), y aflora la
repentina toma de conciencia que nos libera. No sólo los abuelos eran los cautivos; el
cautiverio mayor consistía en no divisar el curso del tiempo hacia lo porvenir, en ser
prisioneros de una herencia.9
Fuga en el mar
Crónica de San Gabriel
Mirando hacia atrás, en la década del cincuenta nos sorprende la repentina difusión de
una preferencia por la narrativa, y, en especial, por el cuento corto. En este renacer de
una forma literaria que en el Perú había sido declarada en estado de agotamiento, sin
duda influyó el ambiente creado en torno de varias revistas que, por entonces,
empezaron a circular con mayor o menor continuidad, y en particular, la atmósfera que
reunía a jóvenes de distintas regiones del país alrededor de Letras Peruanas, la revista
que en 1951 auspició y dirigió Puccinelli. Las lecturas privadas en las sesiones del
comité de redacción, o las públicas llevadas a efecto en algunas instituciones culturales,
antecedían, por lo común, a la inserción de las piezas en la revista, y suscitaban un
interés muy vivo por las preocupaciones teóricas y estilísticas que, casi uniformemente,
se orientaban hacia el hallazgo del mundo urbano o campesino, pero entrevistos desde
una perspectiva psicológica, y configurados en un lenguaje que –sin desconocer los
rasgos individuales de cada autor– intentaba desbrozar el idioma, aligerarlo y desgajarlo
188
de la impronta que, en el género, impuso un poderoso movimiento gestado en los
comienzos de los años treinta, y prolongado sin mayores variantes por casi dos
décadas.
Julio Ramón Ribeyro (1929) era, por entonces, un cumplido estudiante de Leyes en la
Universidad Católica de Lima. Sin embargo, su interés por la literatura lo agrupó con la
gente que, en la Universidad de San Marcos, conformaba el taller humano de esa
experiencia común y hermosa en que se convertía la preparación de cada número de
Letras Peruanas. Y, de ese modo, muy tímidamente, pasó un día de la categoría de
consumidor a la de creador, exhibiendo unas cuartillas de las muchas que ya guardaba
con celo y con pasión de ferviente enamorado. Se habló entonces de influjos de Kafka,
de Flaubert, de la novelística francesa del diecinueve y, en efecto y por fortuna, todo ello
era cierto, pues, al margen de las horas consagradas al estudio de los códigos, Ribeyro
fue siempre un voraz lector de las letras francesas y uno de los más finos y sensibles
comentaristas de Flaubert y Eça de Queiroz, contrastando la suya con la formación
reducida y mayormente hispánica de sus compañeros de promoción. A la distancia,
todos estos datos resultan anecdóticos; aunque, de otro lado, contribuyen a situar los
antecedentes del autor de Los gallinazos sin plumas, quien en 1952 abandonó el país en
uso de una beca de estudios que lo introdujo en Europa, en donde ha permanecido
desde entonces –salvo un breve retorno– radicado en París, y consagrado a su obra
artística y a oficiar de traductor.
Julio Ramón Ribeyro ganó rápido y merecido aplauso por la calidad de sus cuentos y la
extraña alianza de realismo y poesía que lo singulariza. Ellos constituyen quizá el
aspecto más difundido de su labor creativa; pero ésta es varia y, curiosamente, de
calidad muy homogénea, a pesar de lo diverso de los géneros: cuento, novela, teatro,
ensayo, reseña periodística. Crónica de San Gabriel (1960) reveló el ingreso de Ribeyro
en el dominio de la novela y, salvo el primer capítulo, un tanto inseguro, es un bello libro
que desenvuelve una trama común, enriquecida en virtud del apunte psicológico y desde
el análisis social que desde él se infiere, por lo que no sólo fabula con el destino de una
familia y la suerte de un huérfano, sino que traza limpiamente la fractura de un mito y
descubre el grave e irreversible acabamiento de una clase social y de un código de
valores e ideas de vida.
Lo que cautiva en esta novela es, a mi juicio, el arte con el que Ribeyro deja la
naturaleza en la periferia y se concreta a describir y acatar la red de relaciones
personales, "el paisaje humano". De modo que el planteo de Ribeyro difiere del que
describía la sierra del indígena y, en general, de toda la corriente indigenista, pues los
189
habitantes de San Gabriel constituyen una tradicional familia lugareña que subsiste en
una etapa en la que su hegemonía y poder económico empiezan a quebrantarse. La
novela nos introduce, pues, en las peripecias y rutinas de un grupo blanco, aunque
ubicado en la sierra, y en general concibe a dicho grupo como una familia en el sentido
extenso de este término, oponiéndolo a una galería diversa de personajes que pasan, o
hacen un alto y se detienen transitoriamente en San Gabriel. El narrador de este relato,
Luis, adolescente limeño, es uno de éstos; la novela se nos entrega como el recuento de
sus vacaciones; su sensibilidad y condición de forastero descubrirán, a la postre, un
horizonte humano mucho más complejo y sorprendente que el que apuntan los perfiles
desconocidos de la naturaleza.
Por ello es importante, a lo largo de toda la estructura de la obra, el deslinde entre los
personajes o grupos que pueden calificarse como nucleares, esto es, los residentes de
la hacienda, y aquéllos que son los elementos marginales, como la peonada indígena,
los trabajadores de la mina, y el propio paisaje. La conjunción de ambas categorías
configura el mundo total de San Gabriel, pero es de la tensión de esos órdenes, de su
encuentro, que fluirá nítidamente el mundo más entrañable y peculiar de la obra.
Las primeras reacciones del joven limeño las motiva la impresión del paisaje: "En San
Gabriel había demasiado espacio para la pequeñez de mis reflejos urbanos… En San
Gabriel vivía derramado, extrañamente confundido con la dimensión de la tierra. Cada
tarde al regresar de mis andanzas, debía hacer un esfuerzo para reconstruirme en torno
a mi conciencia; pero no podía evitar que muchas de mis pisadas, de mis hallazgos,
quedaran allí, perdidos en el campo, sin haber sido rescatados por la memoria". El
párrafo transcrito, como otros tantos, sugiere la desubicación del forastero, en un
proceso que asciende del nivel espacial a la resonancia interior; pero la definición de los
ámbitos personales, en la estructura simbólica, se realiza a través del análisis de la
interrelación de formas de vida, y en el conflicto de intereses e ideales de los grupos
entremezclados. Para construir el universo imaginario, Ribeyro elabora simultáneamente
varios estratos de representación. En el de la realidad-aparente, la hacienda organiza la
propiedad e ideales del grupo familiar; su funcionamiento es producto de la cooperación
entre parientes, inspirados en al salud y bienestar común. En el de la irrealidad-real,
"San Gabriel no es una casa… ni un pueblo. Es una selva". "Aquí el pez más grande se
come al chico. Los débiles no tienen derecho a vivir". La vida en la hacienda estaba llena
de trampas, de tradiciones, de apetitos, de anhelos difícilmente contenidos a la espera
de una oportunidad; pero lo más grave era que contra ello "no podían ni la virtud ni el
heroísmo". En el plano de la realidad-tradicional se actualizan la superstición y la
arbitrariedad, ya a través de los sujetos, ya a través del grupo comunitario. Desde el
contorno poblado por los dependientes, avanza la multitud y se agolpa tras el ojo del
supuesto asesino; entonces la gente de San Gabriel se identifica transitoriamente, como
ante toda amenaza exterior, pero desvanecido el peligro, la codicia y la deslealtad
corroen sus intenciones. En el plano de la realidad-ideal, la hacienda como grupo
humano se define negativamente; los que no parten, los que no se quedan. El resto es
un marco rural: el afecto por la tierra y su cultivo apenas subsisten en el ya fatigado y
destruido jefe de familia. Nadie, aparte de él, tenía lazos sentimentales con San Gabriel,
ni vivía la querencia; eran aventureros, oportunistas, viajeros. El copropietario
190
trastornado mentalmente, que sorprendía por su extraordinaria lucidez, encarna al tipo
de hombres y de sociedad ahí reunidos: "tenía todas las apariencias de ser un fin de
raza, una de esas tentativas donde la especie humana se extravía y extingue". Por eso
la realidad ideal es la huida, la fuga. Todos la pretenden, aunque algunos ignoran hacia
dónde escapar. Y éste es un secreto mayor que el del origen de sus privilegios o el de
su múltiple corrupción. También en esto "se habían convertido en los custodios de una
verdad que no se atrevían, ciertamente, a revelar".
Cuando Luis distingue la playa en el horizonte, San Gabriel queda a sus espaldas,
mientras el vehículo desciende hacia la costa: "Entonces –dice– ya no pensé en otra
cosa que en el mar, en sus vastas playas desiertas que las aguas mordían a dentelladas
lentas y espumosas".
Juan Gonzalo
o la poética de la antipoesía
A Julio Cotler
A Carlos Franco
Una gama de factores explica el optimismo que cundía en el país después de 1945 y la
apertura de perspectivas, en concierto con la situación y el ánimo que siguió al fin de la
guerra. La historia registró hace ya mucho lo efímero de ese lapso y la clausura de la
repentina ilusión, al ocurrir el fracaso del régimen del Presidente Bustamante y Rivero y
consolidarse la denominada Guerra Fría. Ello no obstante, en lo literario corresponde a
esa etapa el comienzo de un hacer que dejará huella en las letras nacionales, y que, en
aquel entonces, fue apoyado por la propagación de revistas, recitales, grupos o peñas
de afinidad más o menos constante, y un creciente interés público que auspiciaba el
ingreso de nuevos autores en el taller de la creación. Como ha ocurrido siempre,
llegaban los entonces nuevos poseídos del arrogante candor de los años mozos,
191
persuadidos de aportar un mensaje y deseosos de tentar su aptitud para verterlo,
preferentemente en las formas de la poesía y el cuento. Gonzalo Rose fue uno de esos
jóvenes y uno de los que sin desmedro de sus credos alternó con uno u otro grupo,
protegido por esa espontánea facilidad que lo distinguió para el apunte y la réplica
humorística, recubierto por la cordialidad de su gesto bohemio, y centrado en su
propensión a contemplar personas y objetos en sencillo correlato de afectos y aventuras
insólitas.
Así fueron llegando paso a paso los versos y los días de alegre asombro o desazón
turbadora, de activismo y clandestino faenar en la resistencia a la dictadura,
compaginados atropelladamente con su heterodoxo régimen académico (inconcebible
de otro modo), y un declarado compromiso con la causa de la Paz y el lejano ideal
socialista.
Su obra, como la de todos en aquellos días del rito inicial, no era extensa ni mayormente
édita; se difundía en copias a máquina, leída entre amigos, y en recitales que –por
entonces– solían ocurrir con frecuencia relativa en distintas instituciones anfitrionas.
En el curso de esos años nuestro autor tuvo ante sí el esquema de una polaridad que
circunscribía y agudizaba su vocación más honda: la dialéctica nada fácil entre
acontecimiento exterior, que presionaba en la retina del foco político, y la incontrolable
tendencia a impregnar la realidad circundante, personal y objetiva, con un halo de tierna
intimidad, de menuda aunque indeleble huella sentimental. En esta tensión, entre el
volcarse al exterior o aposentarse en el centro de la morada interna, ocurren los más
192
nítidos hallazgos y extravíos (título de un libro antológico ulterior, seleccionado por el
propio Rose), que calzan con la primera visión poética de Juan Gonzalo.
En Cantos desde lejos (1957), libro crecido al rescoldo del afecto y el silente gozo de la
amistad, asoma ya sin veladuras la antinomia inscrita en el meollo de La luz armada
(1954). La alternativa implícita se muestra ahora más circunstancial que consistente: de
un lado la impronta épica y su representación plena de gravedad; del otro, la paulatina
transferencia de sus motivos hacia la vertiente de la contención lírica y su luminosidad
instantánea, pero memorable. Así empieza a adensarse una voz desprovista de angustia
metafísica y renuente al anhelo que cultiva la frase acabada. De ahí el porte de su verso,
más de una vez descabalgado y abrupto; de ahí también la afición por el relieve de lo
trivial, lo casero y las súbitas remembranzas familiares, que en conjunto orean su
palabra con un resplandor natural, adverso a ceremonias inútiles. Pero la opción
empieza a definirse, el conflicto tiende a parecernos cada vez menos un enfrentamiento
y, en cambio, podríamos suponer que una fusión de ambas líneas está en la trama del
acento mejor de este libro: en efecto, Cantos desde lejos contiene una serie de textos
que alisan la fricción y ligan las figuras y la curva melódica. Lejos de la simetría
convencional y más cerca de la construcción del símbolo aglutinante o de la imagen
recolectora, este libro –desigual, si se quiere–, pero ahíto de visiones logradas,
pausadamente inclina la obra de Rose hacia la pendiente elegíaca en torno del bien
extraviado, arrebatado, si no oculto en el tiempo pretérito. Es así cómo la voz del
expatriado, cómo la evocación del aliento materno y el entorno familiar de la infancia en
el decaído balneario chorrillano, plasman en el crispado sosiego que recorren los bellos
versos de Reloj de sombra, Carta a María Teresa y El vaso.
La disyuntiva que distraía al poeta alcanza una transitoria solución años más tarde.
Digamos, con ánimo de ser más precisos, que si de un lado los motivos se despliegan y
centran en la constelación que acredita el vacío presente, de otro su irradiación sugiere
esa vacancia o frustración, de la no existencia actual, que desencadena el hilo de la
memoria, atiza el ardor que alienta la querella y testimonia la mutilación en que se
esfuma la humanidad recortada (ya íntima, ya cívica, ya colectiva, ya histórica). En
Simple canción (1960) Juan Gonzalo decanta la pluralidad de esas vertientes y al
cribarlas, con el más fino cedazo de su primera disposición lírica, encuentra el acento
musical y el compás de más sosegado equilibrio. En suma, acepta el desvelamiento de
una querencia original: remonta al eco de una tradición que regresa a la fuente oral y,
aunque de manera difusa, pretende integrarse en ajuste con las constantes del ser
específico y la mudanza crónica de su contorno. La breve plaquette replantea toda su
visión del arte y lo hace a través de una progresión, en la que culmina y cierra un
período poético. Así descubre y toma conciencia de su hallazgo, no como nueva manera
de poetizar, sino de concebir la relación del poeta con su palabra y, por su intermedio,
con la embriagante mudanza de los días, los hombres y el paisaje. Pero esa palabra ya
no tiene por destino a un interlocutor solitario; el diálogo cede su plaza al coloquio: "y
hoy día mis cantares / se van / de mano en mano...".
193
Es así como la alquimia combinatoria de su código se expande y la comunión con lo
desconocido configura un modo distinto de conocimiento. El horizonte se multiplica y
enriquece en Las comarcas (1964); el verso rebalsa los moldes medidos y breves; la
textura poética asume un rol descriptivo a la vez que recapitulador. Rostros, recuerdos,
leyendas y panoramas se disponen en desordenada secuencia y acarrean parcelas de
una realidad desconcertante. Ante ella, el asombro es la vía legítima para conocer una
realidad enhebrada por una nostalgia irredenta, que nos agobia con curiosas
remembranzas y las realza al transfigurar el pasado, a fin de postular el "día
inextinguible". La presencia iluminada que avanza del arte del recuerdo a un arte de la
contemplación, sin aferrarse a la sabiduría cifrada en el orden natural. Las comarcas es
un libro dispar y controvertible; pero también menos conocido de lo que en verdad
merece. Lo primero, por cuanto supone una ruptura fragmentaria con la línea del arte
inmediatamente precedente y el que le es contemporáneo; lo segundo, por su entraña
anticon-vencional y el fulgor que logra al invertir el rol de la nostalgia, al trastocarla.
Viajes y puertos penden de la invención y lo ignoto, del desvelamiento con que el futuro
confirme los grotescos diseños en que se rehace la realidad, la cual sigue siendo
novedosa y antigua, pero en cuya conquista se comprueba el despojo de lo aún no
ocurrido, de lo no poseído; la inquieta exaltación en que el presentimiento se torna
saudade y el recuerdo (cual sucede en La proclama del pastor) adviene a su función de
testimonio y, como tal, rectifica el camino y el sentido de la verdad prisionera en el mito.
Por eso la síntesis en que se anudan los niveles de representación acreditan, de por sí,
la solidez de un espacio imaginario-evocativo que, como veremos, sólo con la reiteración
del vislumbre se va haciendo forma, imagen, palabra y así nueva revelación de la verdad
antigua, de la invariable y antigua melodía. En ésta, la renominación no viene a ser sino
el vagar exploratorio por el rostro ensombrecido del recuerdo y el inasible confín de la
ausencia y de lo ignoto. Las comarcas asoman en la vigilia que incendia en la memoria
pequeña del pretérito individual, y se distribuyen como islas de un océano imprecisable.
Por eso las coordenadas alternan para confundir remembranza y presentimiento, para
disolver la soledad en la ilusión, para aprehender la fortaleza del movimiento y su
energía capaz de generar una cosmogonía particular, por encima del conflicto que
reordena el espacio sideral, que redistribuye el tiempo y los recuerdos, en una suerte de
distinto trajín de la dialéctica.
194
hilo fascinante de los rumbos inciertos y las nuevas comarcas que me esperan
pronunciando su nombre bajo el sol".
La palabra plena
El libro siguiente publicado por Juan Gonzalo reúne cinco colecciones. En el volumen el
orden cronológico aparece alterado, pues, Informe al Rey (1967) , que da título al
conjunto y abre la serie, fue escrito en último término. A pesar de lo cual la disposición
no es arbitraria, ya que si trastorna el proceso del trabajo poético, ofrece de manera
directa el carácter de la nueva instancia en la que Rose apoya su fábula.
Discurso del huraño (1963) es un conjunto breve, pero capital para desentrañar cómo el
poeta, después de haber acometido su visión de la vida en el mundo y del vivir la
intimidad de la experiencia o su resplandor colectivo, procede a ejecutar un inventario de
la hebras dominantes en su pensamiento poético. La ironía se cuela levemente en el
rótulo común con que designa a cada una de las piezas: son discursos. Discursos que
tratan de la memoria que se alimenta en el olvido; de la muerte, del sufrimiento, del gozo
en el amor y en el placer; de la remota huella que con inflexible tropismo enrumba hacia
la claridad del canto; de la autenticidad, de la lealtad para asumir los juegos trágicos de
la quimera y la autodestrucción. He ahí en síntesis, los motivos de quien siente el agobio
de tensiones que lo llevan por un viaje interior, asediándolo con antinomias que, a punto
de neutralizarse, se sustituyen y enardecen en prolongado aletear para mantener el
vuelo, para sostenerse gracias a su irremovible negación sistemática. El paralelismo de
los mensajes semánticos superpuestos confiere una riqueza singular al lenguaje, otra
vez condensado, con el que Rose selecciona su intencionalidad expresiva: "Tan
solamente un muro nos separa / del país de los muertos. / Hay noches que habitamos /
en la mitad del muro / con un alambre tumbado en la memoria."
195
bíblica, nos renueva la versión del opresor y el oprimido, del poderoso y el impotente, de
la hipocresía y la candidez sumisa. La vida de los hombres y la poesía constituyen un
partida en la que se decide si cada mañana "Capablanca o yo escupimos el tablero", si
la luz de la palabra sólo refulge en la cómplice oscuridad de la alquimia retórica, o si
sobrevive al esplendente aunque moroso desvelar que insurge con la claridad del día y
las verdades cotidianas y minúsculas.
No sólo es obra de madurez la que plasma en los versos de Informe al Rey (1967);
también llegan con ella varios de los mejores textos que Rose logró en su trabajo de
escritor. Porque si finalmente ha conciliado la dicotomía inicial que hacía de sus libros
conjuntos bimembres, ahora consolida ambas laderas en la unidad del simbolismo de
cada poema. Y, al haberlo alcanzado, consigue bruñir la visión imaginaria compuesta a
base de figuras que replican al macrocosmos en la construcción aislada,
subordinándolas a la perspectiva testimonial que se yergue sobre la escrupulosa
claridad de sus símbolos. Cada vez más lejos del azar de los predios de lo inconsciente
o automático, en tour de force con las tentaciones que invitan a ceder al intelectualismo
verbal, acopia las instancias desde las que tentó contraponer su palabra a la realidad
entera y lo hace convencido de una premisa crucial, enunciada en el corto poema a
Machu Picchu: "… dos veces / me senté en tu ladera / para mirar mi vida. / Para mirar mi
vida / y no por contemplarte, / porque necesitamos / menos belleza, Padre, / y más
sabiduría". Como una resultante de este explícito cambio de óptica advertimos un temple
diverso en el lenguaje. Para acomodarse a esta voluntad de trizar las representaciones
engañosas y punzar en la verdad encubierta, habrá de acoger con mayor frecuencia un
repertorio de alianzas o aproximaciones de términos y una manifiesta función estridente:
"Yo te perdono, Lima, el haberme parido / en un quieto verano/ de abanicos y moscas".
En esta preparación del oficio que reserva al poetizar, aparte de la conciliación léxica
observamos el peso que ganan las expresiones de uso coloquial, en sorpresiva
concurrencia con giros desgastados por el trámite y el burocratismo literarios, de modo
que así fomenta un clima grotesco para lo que se supondría una confidencia y, por tanto,
una versión cuasi secreta o cuasi sentimental:
196
el sol, una nostalgia, / un gato:… /". El sentido de la burla alcanza en medida importante
al yo poético y lo involucra en la misma condición de sujeto y objeto de un pequeño
universo indolente, desde el cual con mimético afán de escribano inicia los informes para
el supuesto Rey. Fabrica así el montaje que pone en el trasfondo la figura picaresca,
jovial y dramática de Guamán Poma, recreada ya no en los caminos polvorientos del
reino, sino en el mismo centro, en el diapasón de la urbe moderna, construida sobre las
fisuras de varios mundos desintegrados. De tal forma que en lugar de una versión
solidaria, se delatan los conflictos latentes que hacen del crucero urbano y su gente una
especie de "pequeña gran feria del mundo", una aventura desmedida y sin grandeza,
despojada a la par de rencor y de esperanza. En virtud de la composición lograda con el
montaje y desplazamiento de su utilería, podría decirse que Rose ya no hurga en la
historia ni lo inspira la ejemplaridad, por relación al antecedente colonial; en verdad, se
haya empeñado en poetizar una sociología de los valores y tensiones que acompañan al
código de éstos en el ambiente citadino. De forma que con las distorsiones que éstos
padecen, su versión mide la imagen del país que le duele y alucina, que lo seduce con
su atracción y lo erosiona con su rechazo. Por eso rehúye la cadencia melódica que en
ciertos pasajes traiciona su intención de aguafuertista, y carga la tinta para realzar el
contraste de las catedrales en que jamás creyó, de la voz de orden (o estilo), de los
cánticos del orondo (ya no de la sirena), del ejercicio que domestica por la Jeta o los
secretos de una increíble vieja destreza culinaria, en las prácticas del canibalismo
político. De la burla al sarcasmo y de lo grotesco al elogio del cinismo, se extiende una
galería congestionada por los antimodelos de la antiejemplaridad tras cuyo actuar se
descubre una poética del libro entero, que es, quizá, el más feliz hallazgo y el más
definido en la obra de Juan Gonzalo Rose. El encuadre de sus límites nos sorprende de
improviso, al preguntar el autor y preguntarnos: "¿Quién es el Rey?" Pues bien,
responde: "El Rey es lo que queda después de los incendios. / El Rey sólo es el tiempo.
/ / Y esto, Guamán, / –añade– el Rey no lo sabía".
Con la desmitificación del poder ganada por la contención de lo irónico y la verdad así
empapada en poesía, Rose pone de cabeza el arte que había aceptado en sus libros
primeros y abre una visión más amplia, mucho más rica, para su testimonio poético.
Engloba en ésta los diversos rasgos que definían a aquélla, pero los somete –primero– a
un proceso de inversión, y luego los reordena en el ensayo de resituar al personaje
concreto (a los menguados y a los poderosos), bajo la luz de su constante conflicto de
intereses, de creencias de lenguas y linajes, y al margen de la felicidad y la paciencia.
Guamán Poma es el prototipo extraído de la historiografía y la leyenda para calar el
porte del escribano (personaje narrador en nuestra poesía), que en la ficción de suprimir
los extremos del tiempo nos entremezcla las épocas, y al desvelar antojos y torpezas,
costumbres y apariencias, alumbra un país cuyas categorías remotas subyacen en la
pulpa de la antiparábola reescrita en la República. Pero Guamán y Poma o Guamán
Poma es, así mismo, un interlocutor que expande la medida del diálogo y aparece en el
libro, no como fuente de citas o criterio de autoridad textual, sino más bien como veedor
alterno, como hito de un quehacer que se consume al ritmo que acaba la actitud
sentenciosa, que se tuerce ("Tuerzo, luego existo") y contagia del afán por influir en la
dispensa de favores y sanciones. Situación dialogal, paralela a la correspondencia con el
Rey, que por instantes se ensancha cuando el recuento es suspendido y el escribano se
dirige al lector, a ti, a mí, y nos interroga. Para entonces ya estamos completos en ese
197
círculo que es el dominio de alguien, del Rey o del enano enorme que detenta el poder
sobre los otros seres y, otra vez entonces, se hace evidente que nada aprendimos de los
maestros ni de los padres espléndidos. Que la verdad, que no distingue entre lectores ni
escribanos, no es propiedad privada, no patrimonio familiar, no versión de un período.
Que el cambio de las épocas concluye proponiéndonos –a todos– admitir nuestra
incapacidad para entender los sueños que los infantes sueñan, y la cordura del silencio
o de la huida. Dramática disquisición para un cronista: insustancial alternativa en el
poeta.
El último poema del libro recoge la voluntad testamentaria. Contiene la biografía de
quien eligió servir renunciando a toda tentación de rebeldía; identificándose con la ley
del Señor Severísimo, inclusive en la debilidad de escamotear las verdades. Consciente
de sus faltas, el escribano-personaje narrador admite conocer la pena que le
corresponde, y sólo entonces se pregunta para sí, quién escuchará sus íntimos secretos,
mimados sueños personales. La respuesta no le es desconocida: Nadie. Pero en el
hondón de su postrer miseria, el escribano, el testigo, el veedor, el servil, el cínico,
adviene a su revelación, a su menguada verdad, que aunque frágil o corta, olvido o
acallo, amaestrado como vivía por las lisonjas del ejercicio que halagaba su soberbia.
("¿Y la frase pensada subido / en un camello? ¿Y el poema / que dije conversando con
Walter, / y mis leyes de Niza, y mi ópera / al sacarme la corbata?"). Como en la borrosa
penumbra del sueño descubre aturdido que la sombra, la contrafigura, al revés del
imperio y del poder reside en sus predios: que él es, por paradoja, la antípoda del Rey y
su pareja:
Pero entre los aperos de tus largos veranos,
¡Oh Rey del Exterminio!, seguirás
encontrando mis mensajes:
éste es mi oficio.
Y esta fugacidad:
todo mi reino.
Giro de sabor renacentista y contemporánea poética de la inconformidad, conjuga la voz
propia en la cantata del coro; el equívoco sueño de asir lo eterno u olvidar el tiempo, con
la hirviente pasión de lo fugaz; el maltrecho ideal de identidad con la comprobación de
su definitiva y polar fractura; el conflicto histórico de testigo ficticio con la ficción
testimonial de la conflictiva historia humana, entre la fantasía del artista y las decisiones
del gobernante. Soñar o hacer, soñar y hacer, soñar hacer. Qué atajos, qué vertientes,
qué caminos en cuyo curso el dilema del atónito escribano se sublima en la canción o el
absorto silencio de la poesía. Vale decir, toda peripecia imaginada por los hombres o
creada para gozo instantáneo de la memoria (o del olvido).
El conjunto inédito con que concluye este volumen: Cuarentena (1968) puede inducir a
una lectura engañosa, si se entendiera como una suspensión de la teoría poética con la
que Rose accedió a su más genuino valor artístico. Desde varios puntos visibles para el
lector, hay más de un indicio, de un acontecimiento, que podría interpretarse como una
ruptura, como un replanteo. Para nosotros esa posibilidad se descarta luego de la
lectura global, cuando la pausa, el autoexamen que a primera vista parece
circunscribirse a la propia poesía, se confunde e imbrica con la contemplación que
desde ésta se expande hacia el sentido de la vida y de la muerte; cuando el
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distanciamiento que sirve de parámetro al enjuiciar los malos poemas, se usa además
para cernir la secuencia de edades y experiencias acuñadas en el tiempo y por ello esos
altos refluyen trocados en inquisitivos y plurales ¿para qué?
La contemplación de una y otra facetas sugiere que quizás "hay algo más verdadero que
lo hermoso", aunque la indecisión perdura sin que se establezca "¿a quién la preferente
preferencia?" ¿Qué queda a estas alturas en la tabla de prioridades? Ya no la nostalgia,
no el recuerdo ni el olvido; ni la infancia evocada en los días de madurez, a la vista de un
estímulo sugeridor; ni la belleza, sí, ni la belleza. ¿Qué subsiste junto a la poesía, entre
el saldo de vida y los restos de muerte o de soledad o hastío? ¿Qué es lo que se
agazapa en el contorno y nos asedia del ayer al presente, de la remembranza a la
memoria en blanco, del hallazgo del día a la pérdida de la noche? ¿Qué?, se pregunta
con insistencia el poeta, y no sin estremecimiento leemos este desgarrador examen y su
serena conclusión:
Desde la ventana de Heráclito
– ¿o ya tendrá otro nombre?
veíase
el esplendente río
de la ciudad
y
sabíamos que
a la vuelta del pórtico
el olvido
la muerte
nos miraban
y
por ello mismo
notábamos con más detenimiento
la veloz melodía
del antiguo cuchillo.
"la veloz melodía / del antiguo cuchillo". Un impulso inmediato nos mueve a asociar este
verso con aquel ya distante de Simple canción: "No he inventado ninguna melodía". Ni
en el arte ni en la vida, la novedad conduce el sentido de las verdades por las que un
hombre se salva o se condena. Ahora sí apreciamos que es más justo entender que la
Cuarentena atañe a la relación total entre la poesía, en su versión escrita y
convencional, y la vida indetenible e ingobernable, como el tiempo.
Si son lícitas las hipótesis, hay dos líneas recurrentes en los distintos textos que, con lo
dicho en el párrafo anterior, tienden a componer una explicación del gran mural que
contemplamos.
La continua presentación del yo poético con voz y figura agobiadas, envuelto en soledad
y una atmósfera sombría, consumido por la abulia, indica el ocaso de la energía
reveladora que en otros libros, y en particular en Las comarcas e Informe al Rey,
sustentaba el hecho literario: esa voz que en ellos opera como agente, como máscara o
persona poética. Entonces, por intermedio de ella se descubría el horizonte, se percibía
los confines, los bordes del panorama físico y las aristas, los puntos de intersección con
199
la sensualidad de la materia y las reacciones –subjetivas o grupales– que los hombres
conservan de la confidencia o la dualidad ética de las convenciones sociales. En uno y
otro caso la palabra descubría en su imagen la fragilidad del encubrimiento y rescataba
a la luz los contrastes, en que se agota la querella entre la eternidad y lo fugaz, entre la
remembranza y el despojo; pues bien, hacia el final del libro, es esta vocación
testimonial y de confianza en la palabra como conciencia y del poeta o su máscara como
cronista o como juez, lo que está en crisis, lo que llega a su ocaso. La antigua vena
irónica lo subraya en Retrato en Tesis, en Abismo; apenas hay un lugar para un
remanso melancólico que se empina hacia el pasado en Mas y su ya tardía revaluación
del crepúsculo.
Con este libro cancela Rose varias ilusiones diluidas en su trajín poético: la
postromántica exaltación del elegido, en querella con el destino; la posmodernista
orquestación del eje musical y el repertorio de imágenes fastuosas; el asedio
postvanguardista a la expresión antitética e insólita; la postulación social que nutriera la
retórica de su promoción de los años cincuenta, y la esquiva forma de desenredar la
madeja de un antiguo juego de falacias y autoengaños, que inútilmente persiguen
embellecer el rostro de la miseria y asordinar la impotencia. Decíamos que, persuadido
de haber llegado al extremo de un camino ciego, Juan Gonzalo se decide a mostrar la
evidencia:
Pues caso estimable es el del bicho
que más alumbra
cuanto más se muere.
Y no el del hombre
que se opaca a pocos
y es mucho más obscuro
cuando dura.
No en vano, hace un tiempo, Juan Gonzalo ha volcado en bellas canciones –que hoy
circulan "de mano en mano", como fue su ambición desde un principio–, la palabra
sencilla que, trasmitida por la voz o la tonada de anónimos cantantes, entreteje las
hebras sobre las que se afirma un surco nuevo en la vieja heredad de la canción criolla.
La obra íntegra de Rose, con sus textos más altos y sus ocasionales descensos es,
pues, la excitante memoria del cronista que narra la metamorfosis del poeta y la poesía
escrita, y su reencuentro con el signo del trovador que la reinscribe en el dominio de la
música y los compases de una canción que es popular, tanto por su destinatario como
por la función que le reserva el auditorio.
200
conocidas con rapidez en el ámbito sudamericano. Ello ocurrió más tarde, a través de
antologías nacionales y continentales y del revuelo iniciado por los libros de los más
afortunados novelistas, quienes habían sido lanzados al mercado internacional ante la
remozada calidad de las letras hispanoamericanas. Sucedió entonces que, como en una
suerte de remanso, se fueron decantando las constantes de ese sugestivo proceso y
empezaron a reconocerse, a la vez, los méritos y el signo personal de quienes
enriquecieron y expandieron nuestra narrativa, y para lograrlo, cribaron los temas
desvaídos, cuestionaron las fronteras del quehacer artístico y renovaron las estrategias
de composición.
Carlos Eduardo Zavaleta es un caso que merece subrayarse por una serie de razones
personales y profesionales. Una temprana vocación lo aleja de los ya iniciados estudios
de medicina y lo transfiere a las aulas de la Facultad de Letras, en la Universidad de San
Marcos. En ésta, el azar, la amistad y la pasión de los años mozos se encargaron de
unirlo a un grupo de jóvenes que, como él, y con igual ilusión, sentían por el destino del
escritor, y en la avidez de los estudios literarios, un compromiso que les extendía una
razón fundamental y suficiente para realizarse. Las revistas, los concursos, los premios,
las distinciones académicas, la coyuntura nacional, los primeros viajes a Estados Unidos
y a Europa, en calidad de becario y estudiante de postgrado, lo van convirtiendo en el
trabajador tenaz y silencioso de una producción que se multiplica y dispersa, a causa de
su ulterior ingreso en el servicio diplomático; y que, por lo mismo, lo aleja de ese primer
amor, trajín azaroso pero también estimulante, del quehacer universitario, donde llegó a
profesar la Cátedra de Literatura en lengua inglesa.
De aquel período formativo como lector, cuentista, novelista, traductor, devoto del teatro
y de la crítica cinematográfica, ya han corrido varias décadas, y el currículum de
Zavaleta ha crecido al impulso gradual de títulos y referencias geográficas, disolviendo
en combinación feliz la vocación y el oficio, el trabajo en soledad y el servicio colectivo,
el recuerdo transparente del Callejón de Huaylas y el horizonte incendiado bajo el sol de
otras tierras.
Durante años he sentido una especial debilidad, una especie de afición casi cómplice,
por algunas piezas sobre las que se fue definiendo la garra del escritor vigoroso que, sin
duda, es Carlos Zavaleta. Al releer hace poco La batalla (1954), Los Ingar (1955),
201
Vestido de luto (1961), he rastreado el progresivo escorzo de un universo multivalente
que se transformaba y renacía sin empalidecer, sin aquietar su turbulencia visceral y su
rebeldía ingénita. Libros que sin atrapar al lector, lo cautivan o lo persuaden de la
habilidad y las virtudes del discurso narrativo. Otros, en fin, que son hitos, anticipos o
balances del talento en trabajo, y entre ellos Niebla cerrada (1970) y Los aprendices
(1974), demarcan el ejercicio de quien llega a la madurez tras pausada labor, todavía
empapado de las aguas que lo conducen de la esperanza a la pasión y de ésta al
hallazgo concreto. Vale lo dicho para dejar en claro que Un día en muchas partes del
mundo significa para mí, que también soy peruano y contemporáneo del autor, la
oportunidad de encararme con una serie de textos que he leído con ansiedad, del
primero al último, refrenando la emoción y el entusiasmo; y, por eso, al final, puedo decir
satisfecho que Un día en muchas partes del mundo es un libro cabal, conseguido con la
penetrante y lúcida belleza que la obra lograda obsequia a quienes contemplan la
literatura y la vida, y las comparten, apreciándolas.
Nuestros narradores del cincuenta derrumbaron las murallas que aislaban lo rural y lo
urbano y concedieron prioridad a este ámbito: introdujeron en la literatura el universo
suburbano, los sectores medios citadinos, las llamadas poblaciones marginales (la
barriada establecida por la invasión de terrenos baldíos), el segmento designado por la
ciencia social como "cholo emergente" y que procedía del agro provinciano y se volcaba
hacia las ciudades y, en particular, en la macrocefálica y cautivante capital. De ese
modo, toda una temática entretejida por los condicionantes y los procesos
socioeconómicos de la época coincidió con las curiosidades de orden técnico y artístico
que estimuló la postguerra. En muy corto lapso la narrativa peruana adquirió un ritmo de
experimentación, de aperturas y búsquedas que foguearon las preferencias de los
autores tras una u otra vía o en una y otra, según las etapas de la carrera creativa; pero
que, en el caso de Zavaleta, constituyen un mosaico, en el cual como en un prisma
asoma la gama de luces y colores en que se disocian las sociedades nuestras, sus
contrastes y mitos colectivos.
Por eso ni los personajes ni los cuentos de este volumen están desprovistos de un rasgo
o acento o desplante que los hilvana con la memoria o el paisaje abiertos en los años
cincuenta, tanto en las artes como en el pensamiento y la vida social; vale decir, en ese
lindero que reinicia la expansión de los horizontes a escala universal. Y Zavaleta, viajero
y escritor, se embarca en pos de los aparejos que lo habiliten para captar lo múltiple a
través del redescubrimiento de lo que le es más próximo, convencido de que en la
aventura del personaje y sus situaciones se reproducen los mismos cruceros que son
transitados "en muchas partes del mundo". Poco a poco nuestro autor ha depurado su
virtuosismo en el dominio de la prosa narrativa, en la novedad del suspenso, en el
diseño de la coartada del relato; paulatinamente ha conseguido seguir el cálculo de una
trama subyacente que organiza las historias y las comprime en las aristas de una
tragedia estéril, equívoca, que a veces se convierte en una victoria que es también un
modo de destrucción o de vergonzosa venganza; que otras fluye al compás de un
desquite que se alimenta del odio o se impone como una liberación sin venganza o una
rebeldía incapaz de coraje. Pero en la transparente trivialidad de ese tránsito, las
criaturas encienden el fulminante escondido en el castillo de los fuegos de artificio, y se
202
desencadena la explosión que produce la secuela de luces, sorpresas y
enceguecimiento ulterior. Luego, tras la incidental y sin embargo agobiante frustración, ni
el cinismo ni el odio, y ni siquiera el amor o el azar, preservan de la violencia la simetría
de líneas, sentimiento o costumbres, que distinguieron la ideología a deshora de aquella
pequeña burguesía, desubicada y desguarnecida ante una modernidad que rechaza, y
que tampoco entiende si sabe transformar, no empece que ésta le vaya convirtiendo la
vida, de día en día, en una apuesta miserable, desencantada, por su oquedad y
desenfado.
Aunque la escritura, como el arte todo, es celosa de su lección más secreta, también
veladamente rehace nuestra ansiedad de fábula y catarsis; Zavaleta lo sabe y se
empeña en cautivarnos. Y, con este libro, una vez más y mejor que ninguna, gana otra
batalla.
203
ocurrió, fuera verdad o fuera mentira, fuera historia o fantasía, la poesía del Inca
Garcilaso trasmutó varios siglos después en la aventura de un joven escritor, quien no
tenía una historia personal, pero daba pie para imaginar una historia encontrada entre
varias desperdigadas en la época de los sesenta. El poeta invitaba a narrar
colectivamente; fue así como mezclando estos elementos, sólo en lo aparente
inconciliables, Cisneros echó las bases de su estilo sarcástico, los surcos de su humor,
las huellas de esa distancia para situarse frente al pasado, escudriñar a los personajes,
rehacer los dibujos y los colores, otear a los hombres de distintas épocas, de varias
poblaciones. En este libro ya estaban trazados los signos persistentes, los más saltantes
del poeta joven de entonces. Su arte arremetió desde esos años con una especie de
candor e insolencia, que sería cada vez más palpable, en la continua rotura con el
testimonio personal, sentimental, familiar e intelectual que bordeaba y recorría los temas
eróticos, los asuntos escabrosos y que se complacía en exhibir una y otra vez las formas
sexuales, los códigos que invitaban a inventar las figuras para enfatizar la soledad o el
encuentro, o las poéticas sucesivas que hacían del cerdo o el eructo o el excremento,
materiales que diseñan la vitalidad y la placidez, que el idioma adquiere en la medida
que expresa la comunicación coloquial. El discurso se mueve en un registro del lenguaje
oral, que reniega de lo académico, y, busca el vigor del hablar espontáneo.
204
tanto como en la crítica cada vez más copiosa, como en sus presentaciones públicas, en
los debates, en las simpatías y en las enemistades, pues se le pone como referencia
para medirse con respecto a su obra y a su renombre.
Encontraremos después en El libro de Dios y de los húngaros (1978) otra poética, una
que olvida los premios, el deseo de escribir para halagar a los amigos, la ansiedad por
hacer la obra y recibir el reconocimiento amical, para finalmente admitir que sólo la obra
queda, y con ella basta la marca de la escritura. Pero esta valiosa colección, El libro de
Dios y los húngaros, ha sido leída apresuradamente, sobre todo por lo que significa por
el efecto de la reconversión de su autor al catolicismo; el autor mantiene su confesión
religiosa y, al mismo tiempo, postula su opción por el ideal del socialismo. De modo que
esta aparente dicotomía, entre una opción política y una fe religiosa, ha sido vista como
el centro de la escritura de este poemario. Tales marcas, al contrario, son –para mí–
expresión evidente de su convencimiento de que ambos factores se combinan, y en
base a ésos consigue asumir una función directiva dentro del pensamiento no sólo
literario sino también político en tiempos recientes.
En 1984 Cisneros se alejó del Perú por un tiempo y residió en Berlín, donde gozó de una
beca de escritor visitante. Lo más notable ahora de la producción poética de nuestro
autor es la Crónica del niño Jesús de Chilca (1981), volumen presentado al concurso
Rubén Darío de Managua, donde obtuvo una honrosa distinción. La Crónica plantea una
serena reordenación de los juicios literarios, críticos y teóricos del arte poético narrativo
que practica Cisneros, ahora en su versión más acabada, mejor elaborada y más
unitaria. Para decirlo en pocas palabras, en este breve poemario se muestra la historia
de una comunidad de pescadores y agricultores, situada a pocos kilómetros de Lima, en
el desierto costeño. Durante siglos había existido una comunidad que poseía las Salinas
de Chilca y cambiaba sal por el beneficio que le reportaba el uso de los antiguos canales
de riego de origen andino. Los pueblos de la zona alta de Huarochirí, conservaban
limpios los canales, a cambio de la sal, y el agua que llegaba así al desierto lo hacía
florecer para los comuneros. Gracias a esta recíproca compensación que funcionaba
entre los hombres de la altura y los hombres de la costa, la memoria colectiva contaba
cómo la vida, el trabajo, la pesca y el cultivo, el amor y los percances eran parte de la
experiencia de todos los comuneros de Chilca. La comunidad estaba consagrada al Niño
Jesús, pero con el tiempo se inició un proceso de miseria y dispersión de sus miembros,
a consecuencia del cual las gentes emigraban de la tierra. La emigración fue una
consecuencia de la urbanización del territorio. Tiempo después las playas de lujo
reemplazaron a las playas que fueron transitadas antiguamente por los pescadores y
sus familias. La hermandad del Niño Jesús había desaparecido, y para el escritor de la
historia hay una sincronía entre el hecho de la existencia de la comunidad como vida
comunal y la identificación de la comunidad con el factor religioso; puesto que la unidad
social estaba consagrada al Niño Jesús. En la medida que uno de los elementos de esta
ecuación se rompió, se trizó la totalidad que es esa comunión, entre el hombre y su vida
cotidiana, y entre el hombre y su trabajo, y su libertad para elegir la forma de optar por
una norma solidaria. Diré que en este último libro, a diferencia de los previos, aunque los
continúe, el poeta asume un tema que pone al mismo nivel el componente religioso y el
factor social. Ahora se puede percibir perfectamente, que el hilo conductor a través de
205
los momentos más logrados de la versión de Cisneros, fluye por una decisión que atrapa
la poesía como una narración. La voz plural que surge de las varias voces, de los varios
testimonios, del conjunto de personas que se definen a través de una historia popular y
que plasma en la intensidad y su revelación en la cotidianidad del hacer comunal,
hundido en historia y que difunde perspectivas para entender y valorar el sentido de lo
narrado y de la sociedad englobante. La palabra, en el intercambio de la lengua, es un
metro de la humanidad de la vida. Para mí, este factor es el más atractivo de la Crónica
del Niño Jesús de Chilca. El libro convoca no sólo al recuerdo de todos, a través de las
distintas voces, de distintos personajes, en varios momentos del discurso histórico, sino
que los personajes hablan y, en su hablar traducen una versión que recrea el proceso
que ha sido vivido, por una cantidad de hombres y mujeres existentes o no existentes,
pero que dejaron una huella espiritual entre muchos de sus parientes, en sus vecinos y
que, todos juntos, se agrupan en la pugna por construir una comunidad. Así quieren
demostrar cómo se afianza el respeto por la persona humana y el peso de sus derechos
prioritarios, frente a los utilitaristas que fraccionan la totalidad de la comuna, entendida
como el cuerpo de un espíritu que la encarna. Por eso se puede decir, que la poesía de
Cisneros se define, al mismo tiempo, como creencia e historia populares y como actitud
política. No hay duda que es, historia vieja y poesía nueva o, al revés, es historia nueva
y poesía vieja. Pero, lo evidente es que el autor desde los Comentarios hasta este último
libro, no sólo ha pasado por una reconversión religiosa, sino que, también ha depurado
los matices de sus distintos enfoques, para distanciar y privar la exposición de los
elementos de sus antiguos libros y recibir el documento más convincente de lo que
puede entenderse por poesía narrativa colectiva. Esta se aparta de la poesía intimista e
individualista, pues el poeta no es el autor ni el emisor, sino es solamente la voz, la
mano que consigue, al mismo tiempo, varias voces que configuran una narración
percibida y reencontrada por los oyentes. La poesía es verdad, palabra compartida con
la comunidad, oración transcurrida en la memoria y las tinieblas. Verdad o luz, es la
poesía narrada por Cisneros.
El evento internacional reunido en Madrid (abril, 1990) tuvo la virtud de poner a los
asistentes en actitud de airear, refrescar y repensar nuestras adhesiones, dudas y viejos
amores –fogueados a la sombra de las páginas de nuestro Inca Garcilaso–.
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ellos ya difuntos– hacen avanzar propuestas y contribuciones que se han ido acopiando
al corpus del que ahora se dispone.
En esta ocasión –tanto en Madrid como en Montilla– los aportes que me han remecido y
me han invitado a pensar nuevamente en antiguos temas, los quiero dividir en dos
clases de enfoques, ligados al carácter interdisciplinario de este congreso. Puedo decir
que después de las sesiones, en conversaciones formales e informales, todos hemos
cambiado un poco nuestro modo de juzgar, y leer la obra principal, difícil y fascinante de
Garcilaso.
Son muchas las áreas, los temas y las cuestiones propuestas hasta ahora y, por cierto,
aparecerán otras más, y no se dude. Pero de todas, dos tipos de cuestiones me
plantean nuevas preguntas, pues se remiten a la forma de encarar el estudio y la
colación de los escritos.
Esta coyuntura nos remite a la traducción de los Diálogos de Amor hecha por Garcilaso,
del italiano (toscano) al español, hito que es sabido ocurrió en 1590, como primera obra
édita en español, por un escritor del Nuevo Mundo.
Sabemos también, por una de las anotaciones puestas por el Inca en Historia de las
Indias de Gómara (Porras Barrenechea 1955: 230), que no dejan dudas que el plan
global incluía en su proyecto la descripción de vida de los Incas, en honra a las líneas
materna y paterna, de cuyas culturas tenía prendas.
Veamos ahora –desde esta orilla del tiempo– ¿cómo abordar metodológicamente la
recolección de datos y, cómo situarnos frente a los Comentarios (1ª y 2ª partes)? ¿Con
qué estatuto argumentativo transitar de la oralidad a la escritura, y recoger las versiones
del otro en la representación y en la memoria?
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¿Cuál es el papel reservado a las técnicas modernas, después del quehacer filológico y
de la historia de las ideas, implicadas previamente? Aquí quiero rendir un homenaje a
otro maestro sanmarquino: Mariano Iberico, quien puntualizó la importancia del
neoplatonismo en la obra del Inca, con ocasión de otro congreso, habido en el Cusco.
Existe, a la fecha, una extensa información para rastrear cómo influyó en la prosa del
Inca, la cosmovisión neoplatónica que sustenta el andamiaje de los Diálogos de Amor.
La familiaridad con la obra literaria y su relación con el registro histórico, implican una
suerte de enlace que nos lleva a comprender el sentido que fluye de la primera
traducción del Inca a su esquema de la obra Imperial y Teocéntrica de la Historia, que,
aún patrocinaba España, visión ésa, que el Inca exaltaba –en parte, por razones
subjetivas y biográficas–, con la vehemencia del converso.
Importa reparar en el itinerario del autor que motiva esa primera traducción de Garcilaso,
la cual fue publicada en 1590, recuérdese.
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una serie de documentos ligados al proceso de Micaela Bastidas, en una perspectiva
ulterior, dentro de un proyecto del siglo XVIII.
Todo lo anterior nos pone en la pista de que el tópico de orden y concierto que ha sido
recorrido y acectado, como constante desde los Diálogos, a través de La Florida y Los
Comentarios, fluye que Garcilaso asumió el Incario como un arquetipo de sociedad. Esto
es una sociedad ideal que se completa con una concepción armónica, debido al
providencialismo de la visión platónica, que conciliaba Garcilaso con la armonía
universal, de origen agustiniano y escolástico. De modo que lo anterior propone un todo
ordenado y formado por partes. "Cada parte individual es, con respecto a toda la
comunidad, lo que parte respecto al todo". La antítesis en Garcilaso queda subsumida a
lo que él llama orden y concierto. Y esto último es una simetría establecida por la
Providencia, que se trasluce en el cosmos integrado por sus partes.
Tal razonamiento ha servido a los garcilacistas para entender el todo con las partes, o
sea: las repúblicas de indios y españoles que constituyen la armonía, bajo el imperio del
reino y bajo la obediencia a la Divinidad.
De modo que esta arquitectura que hemos diseñado, en cuanto a la concertación del
todo y las partes en lo social y político, se extiende también a interpretar la relación del
hombre con el cosmos, y del individuo con las partes del cuerpo humano. No se puede
negar que el pensamiento de Garcilaso surgía de un esquema elaborado y coherente, y
por eso es posible perseguirlo en distintos momentos, desde la traducción de los
Diálogos hasta La Florida y los Comentarios, en ambas partes.
Un texto muy citado porque lo señaló en un tiempo Avalle Arce, aparece en La Florida:
"Un cacique estornudó y los indios le saludan El sol te salve. Los españoles quedan
admirados que tengan igual salutación que ellos. Hernando de Soto dice a los
españoles: ¿No miráis cómo todo el mundo es uno? (Lib.V, p. 2, cap. 5). También el
cuerpo político del Estado y de la Iglesia o de la Comunidad tienen también un orden
orgánicamente establecido donde la armonía y la complementariedad funcionan como
elementos que mantienen a la humanidad y conciertan las partes con el todo "como un
solo cuerpo". Por la misma razón se explican las comparaciones entre el rol que cumple
el Cusco, a semejanza de Roma, y el quechua como lengua de cultura, semejante al
latín.
Vistas estas apostillas, tiene sentido decir que Los Comentarios Reales son una
"escritura que reflexiona sobre su propia naturaleza, que termina por cuestionarse en
varios órdenes. La palabra que se desdobla y que en sus estados óptimos de tensión
suscita la condensación epigramática, la imagen o el relato autosuficiente" (Pupo-
Walker, 1982: 146). Por tanto persisto en reconocer, que la escritura de Los
Comentarios se apoya sobre una perspectiva lingüística, como comento y glosa, que en
sí califica alguno de los aportes documentales más importantes que contiene la obra: "A
su manera el Inca trabajó, como el historiador humanista, que al traducir y explicar
temas clásicos rescataba, desde varios ángulos la sabiduría de un pasado glorioso. En
última instancia, el ángulo crucial de afinidad entre Los Comentarios y sus modelos
209
italianos radica, pues, en que el código lingüístico se asume, en varios planos, como
base epistemológica de la realidad" (Pupo-Walker 1982:147, Bendezú 1986: 34-40).
Creo pertinente volver la mirada a Benveniste (1966: 86) y sus comentarios sobre el
discurso : "Se puede al nivel del lenguaje precisar que se trata de procedimientos
estilísticos del discurso… es en el estilo, más bien que en la lengua, que tendremos un
término de comparación con las propiedades que Freud ha revelado como señales de
identificación de un lenguaje onírico. Las analogías que se bocetan aquí son
asombrosas. El inconsciente hace uso de una verdadera retórica, que, como el estilo,
tiene sus figuras y su viejo catálogo de tropos, y ofrece un inventario apropiado a los
registros de la expresión. Allí se encuentran, de una parte y de otra, todos los
procedimientos de sustitución engendrados por el tabú: el eufemismo, la ilusión, la
antifrase, la preterición, la litotes. La naturaleza del contenido hará aparecer todas las
variedades de la metáfora…" (1956: 86-87).
Eugenio Asencio (1954: 583-589) es enfático al decir que "La breve correspondencia con
el Lic. Juan Fernández Franco nos brinda las segundas Confesiones del Inca y algunos
datos aprovechables para la historia textual de La Florida y el León Hebreo. Las
Confesiones primeras, contenidas en la dedicatoria a los Diálogos a Felipe II, con su
tono entre festivo y solemne de memorial de servicios, carecen de amargura. Las
segundas nos lo muestran sangrando por heridas que nunca se cerrarán; ingratitud de
Juan de Austria y desvío del monarca, penuria monetaria, nostalgia de América" (1955:
267).
210
históricos, existe una evidente tendencia a poner en tela de juicio el valor histórico de la
obra del Inca Garcilaso. Desde la primera edición de mi trabajo sobre el Lenguaje e
historia en Los Comentarios Reales publicada en Sphinx Nº 13, 1960, aunque una
segunda edición, en 1965, es la más conocida por haber sido recogida en Patio de
Letras, tengo que admitir que, para mí, tienen validez todavía los primeros párrafos de
ese trabajo, que dediqué a Fernando Martínez, amigo muy querido y compañero en las
clases de la Universidad de Florencia. En ese entorno me convencí de lo que sigue: "De
Los Comentarios habrá que decir aquello que Vossler escribió (1943: 67-84) de la
Cultura del Renacimiento de Burckhardt y la Historia de la literatura italiana de De
Sanctis, esto es que, aunque la crítica histórica le reste valor probatorio, su lugar e
influencia en la historiografía son inconmovibles, porque su calidad más duradera radica
en el hallazgo artístico y en concertar el destino de un pueblo con la expresión individual
del creador".
Por tanto, para un estudioso de la cultura y de la prosa, es obvia la validez de la obra del
Inca. Quizá sea posible, que las opiniones de los unos y los otros, historiadores y
críticos, haya cambiado con el tiempo; pero, la del Inca, nos sobrevivirá, sin duda.
LEÓN HEBREO, Diálogos del Amor. Introducción y notas de Andrés Soria Olmedo,
traducción de David Romano. Madrid, Tecnos, 1986.
La traduzion del indio de los tres Diálogos del Amor de León Hebreo hecha de Italiano
en Español por Garcilaso Inga de la Vega, natural de la gran ciudad del Cuzco, cabeça
de los Reynos y Provincias del Pirú. Introducción y notas por Miguel de Burgos Núñez.
Sevilla. Quinto Centenario. Junta de Andalucía. Padilla Libros. 1989.
La Florida del Inca, Historia del Adelantado Hernando de Soto. Gobernador y Capitán
General del Reino de la Florida, y de otros heroicos caballeros españoles e indios,
escrita por el Inca Garcilaso de la Vega, capitán de su Majestad, natural de la gran
ciudad del Cozco, cabeza de los reinos y provincias del Perú. Prólogo de A. Miró
Quesada, estudio bibliográfico de José Durand, edición y notas de Emma Susana
Speratti Piñero. Mexico-Buenos Aires. F. C. E., 1956.
Historia General del Perú (Segunda parte de Los comentarios reales de los Incas),
edición al cuidado de Ángel Rosenblat, Buenos Aires, 1944.
Bibliografía General
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de Filología Hispánica, VII, 1953, pp. 583-593.
Avalle-Arce, Juan Bautista. 1968. "Nuevos Documentos sobre el Inca Garcilaso" San
Marcos 7, 2ª época, pp. 5-28.
CEHMP. 1956. Nuevos estudios sobre el Inca Garcilaso de la Vega. Actas del simposio
realizado en Lima del 17 al 28 de junio de 1955.
Cerrón-Palomino, Rodolfo. 1991. "El Inca Garcilaso o la lealtad idiomática". Lexis XV, 2,
pp. 133-178.
Durand, José. 1988. El Inca Garcilaso de América. Serie Perú libros. Lima, Biblioteca
Nacional del Perú.
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Tomo de la Colección Documental del Bicentenario de la Revolución Emancipadora de
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Buenos Aires. Editorial Losada.
En efecto, la reciente lectura constituyó –para mí– un dilema real, por su autenticidad y
su sorpresa. No podía dejar de preguntarme, si los poemas de Chariarse del 52 no
habían sido víctimas de mi ceguera, o cómo explicar mi reacción de entonces. ¿No
habíamos ganado nuevas perspectivas para asir el mundo poético entrevisto en Los ríos
de la noche?, o hacía falta apelar a una lectura más demorada, más allá de los escollos
surgidos en el medio del camino de la vida, como lo sugería el mismo Aligheri? La
confusión y mi sorpresa me indujeron a articular las reflexiones de 1975, cuando nos
hemos encontrado en Lima, pasajeros de distintos navíos, y situados frente a la
aparición en las prensas del Instituto Nacional de Cultura del Perú (INC), de una
cuidadosa edición, con prólogo de Julio Ramón Riberyro1 , como creador y amigo que
participó en el viaje del Américo Vespucci, surcando la mar, bajo estelas marineras, y
213
rompiendo las olas y las espumas de los océanos desde el Callao hacia Barcelona. En
suma, estas cuartillas atestiguan mi sorpresa e intentan revelar mi regocijo.
Nos interesa retener y subrayar que el joven autor, salvo el título que no existía, cedía a
los otros elementos de esa composición transmitir las señales de los textos, y la
conjunción del pensamiento poético, que las distinguía. Procedamos a leer lentamente
los dos poemas.
G. A. Bécquer
II
214
13 Mañana,
Mar del Sur, Año II, Nº 11. Mayo-Junio, 1950. Lima (14).
215
13 Mañana,
Después, cuando el rayo alumbre Todo lo van alejando, todo lo sumer- la cabellera roja
y sombría del alba, gen en sus límpidas aguas, o en el fon- tal vez volveremos do
fangoso, (tan grato al que en vida no halló descanso, ni un lugar para el sueño, ni otros
brazos más dulces que la fría corriente.
En el primer poema, las coordenadas de éste nos remiten al tiempo y/o a la certeza frágil
del sueño ("a orillas de las últimas aguas"). Sólo entonces podrá darse la condición
poética, esto es, la del punctum: "tal vez volveremos".
En el segundo poema "Los ríos y los hombres", el cuadro se extiende entre el curso
fluvial –claro, distinto– y los residuos brumosos del olvido del amor. Un lugar edificado
para sortear la defensa del sueño y el amor. Tal sería, pues, la fórmula vivida para
invertir el brillo y la fragancia que nos despierta la poesía de Leopoldo Chariarse; forma
simple e intensa, además de eficaz.
"Los días del amor" (7-8, 9, 10) es una composición que abarca varias estancias, a
través de las cuales surge un entramado que extiende varias perspectivas. Éstas
recubren una visión múltiple que asedia a la teoría del amor, propugnada por el inicial
libro de Leopoldo Chariarse.
216
2 paseaba, bajo estos mismos claustros, entre estos
mismos patios?
18 y aún no se ha separado?
217
27 que detiene una hoja ante tu cristal de invierno
28 y te lleva mi voz.
II
218
12 van las casas, los ríos, las ciudades,
18 Sólo yo te he olvidado
La lectura lenta y demorada de esta estancia, vale más que cualquier función retórica
que siga la variada cualidad del diseño imaginativo, a saber: la fluencia de los términos,
su hilación; la peculiar manera de enlazar los modificantes con sus diversos modificados;
la cronología de las áreas se definen por la relación afectiva entre los actores y sus
reacciones inusitadas frente al mundo, el tiempo y el amor.
Por eso, el último verso de esta estancia es el décimo octavo que se desarrolla
ferozmente: frente a la enunciación, sólo hay rastros feroces. Frente a la palabra, sólo
cabe apelar al olvido:
18 Sólo yo te he olvidado.
En la última estancia:
III
219
la imbricación del tiempo físico y del tiempo afectivo es un carril que se desplaza en
todos sus contornos. Pero la relación imaginativa es la más elocuente y personalizada
por el uso sabio de las figuras (versos 1-3). Los versos 4-8 ilustran el panorama
extendido a su alrededor. Y los versos 9-15 hacen el recuento de los hechos y el reflejo
de una cosmovisión nos alumbra y conmueve en lo personal, y al imaginar en su pasar
final por el cosmos.
Dedico esta nota sobre la poesía de Leopoldo, y al hacerlo rindo homenaje a la obra
multifacética de Luis Hernán Ramírez, recordado amigo y colaborador sanmarquino y de
la Academia de la Lengua. Es así, que, para nosotros, la Paideia y el recuerdo caminan
de la mano, la dupla de ambos, las estrecha con mis sentimientos mejores.
En la partida
220
Hay rostros de personas y rasgos de escritos que se fijan en nuestra memoria, de una
manera que las hace imborrables. Ocurre así, en especial, en los días primeros de
nuestro acercamiento a las fuentes de la naturaleza poética o artística.
Entonces, sin deslinde nítido entre herramientas y los procesos, para abordar el examen
de una imagen, o un ritornello que subrayaba y que hasta lo aposentaba entre los bienes
más queridos, en los días y los años por venir.
La confidencia que sigue se refiere al hecho que empecé por el principio, es decir, por
La casa de cartón, e incluso, cuando uno de nosotros, José Bonilla Amado, lo editó
cuando era imposible hallarlo en el mercado de los libros recientes u olvidados; y nos
deslizábamos por su prosa y su poesía. Fue así mismo, como este pequeño librito sirvió
para iniciar la sección contemporánea de la narración en el Perú1.
Todo lo anterior vale, pues, para revisar los ecos de Martín Adán tan ligados al proceso
intelectual de mi generación, tanto en torno de Juan Mejía Baca, Sebastián Salazar
Bondy, Emilio Westphalen y Francisco Moncloa, amigos muy queridos, y con contacto
con sus centros de trabajo y producción. Vivíamos lúcidamente el impacto de la vida y la
obra de Adán, quien rondaba nuestros sueños mágicos en el arte y las frases célebres
del poeta: "Hemos vuelto a la normalidad... "
Con los años y revisando los sonetos de Diario de poeta (Lima, 1ª Ed. 1975) mi vista se
ha detenido varias veces en poemas que exigen la atención del lector, no sólo por su
construcción e incitaciones laterales, sino también para confirmar un tejido subterráneo
que aparece en el tramado de sus líneas más sensibles. Una visión estructural, dentro
del horizonte sobre el cual Adán proyectó su obra y su luz, es obvia. He escogido seis
poemas según la paginación de la primera edición del volumen Diario de Poeta, Inti Sol
editores, 1975. Y además Obra poética, Tomo I, de Edubanco (Lima, 1980), a cargo de
Ricardo Silva Santisteban.
II
221
La que, en el seno de su noche obscura,
Ver no deja otra luz que su mirada.
Después de los dos versos iniciales, éstos se orientan a los tercetos finales al
conocimiento dominante o buscado: ¿Qué es la poesía? Pregunta insistente en la obra
de Adán.
Repárese que al pasar al ejemplo segundo, el poema VII [página 37(465)] traza la
ecuación "muerte-vivir", "tiempo-apuro", "impulso-deshora".
VII
Lo pone en evidencia el carril –el tacto y la idea– vamos a decir el vacío que lo agita y
¡La agazapada muerte que lo habita!
El tercer ejemplo, el poema IX, tiene para nosotros una claridad que se refleja en la
forma de entender el ritmo como la onda inmóvil de ese eterno río, "el tiempo" en el cual
222
crece constantemente la cruda eternidad con que aparece. En las figuras siguientes:
albedrío, cristal ardiendo, fuego frío, el cuerpo que labra sus lucideces. La luz y la
estrella y la luz cuajada que dormita reclaman pronto el tiempo que llega con ¡La
agazapada muerte que te habita!
IX
p. 41 (466)
El interlocutor adelanta que este día de tiempo no es el día del poeta. No se olvide, no lo
es porque la luz crea las sombras, no es el día sin noches y sin ideas; No es tu día
eterno en alegrías. Al contrario, una especie de sentencia luminosa se esparce en el
poema IX.
En el poema siguiente, se me hace más palpable de revelación implícita el soneto
anterior –Este día de tiempo no es tu día; y siguen las razones,
No lo es, que es la luz que sombras crea; / No es el día sin noche y sin idea;/ No es tu
día de eterno en alegría. Para finalizar sosteniendo una premisa. Creatura de dioses
eventuales / Y de naturaleza de las cosas?.../ No es tu día, Poeta, día eterno. p. 47
(462).
El soneto XVIII [p. 59 (459)] complementa el perfil que estamos rehaciendo sobre el
Tiempo, todo y puro, exento de fines..., así seguro / Como es el dios divino los bastante!
Pero finalmente De ser tal, que Prescinde de lo amado / Y está solo en su límite de
pecho!
Es así como emerge una brillante y conmovedora visión de Dios y del hombre. Martín
Adán traza un soneto memorable: XX, [p. 63 (448)]
223
XX
Mi Ángel no es de la Guarda.
Mi Ángel es del Hartazgo y Retazo,
Que me lleva sin término,
224
Tropezando, siempre tropezando,
En esta sombra deslumbrante
Que es la Vida, y su engaño y su encanto.
Cuando lo sepas todo...
Cuando sepas no preguntar...
Sin roerte la uña de mortal,
Entonces te diré mi vida,
Que no es más que una palabra más...
La toda tuya vida es como cada ola:
Saber matar,
Saber morir,
Y no saber retener su caudal,
Y no saber discurrir y volver a su principio,
Y no saber contenerse en su afán...
De desengrandar infinitudes,
No sino un trasgo3
Eterno, sombra apenas de apetito de algo?
La cosa real, si la pretendes,
No es aprehenderla sino imaginarla.
Lo real no se le coge: se le sigue,
Y para eso son el sueño y la palabra.
¡Cuídate de su atajo!
¡Cuídate de su distancia!
¡Cuídate de su despeñadero!
¡Cuídate de su cabaña!
¿Quién soy? Soy mi qué,
Inefable e innumerable
Figura y alma de la ira.
No, eso fue al fin... y era al principio,
Antes de donde el principio principia.
Soy un cuerpo de espíritu de furia
Asentada y de aceda ironía.
No, no soy el que busca
El poema, ni siquiera la vida...
Soy un animal acosado por su ser
Que es una verdad y una mentira.
En otro nivel de esta correlación hombre-Dios, asume otro signo en Escrito a ciegas. Al
contestar a Celia Paschero, Adán enfatiza: "Lo real no se le coge: se le sigue, / Y para
225
eso son el sueño y la palabra". Y esa es la lección más depurada y concisa de Martín
Adán.
Mi última ficha sobre la producción de Washington Delgado (Cuzco 1927) reza así:
Historia de Artidoro (Seglusa Editores, 1994). Éste es un breve libro que añade a su
magisterio de gran creador de mundos y personajes, entregados a un público que se
adivina y reconoce en sus poemas. La historia de Artidoro, es un río de recuerdos,
refraseados por el personaje que cuenta (narra, inventa, asegura, insinúa) memorias y
valoraciones, su pasión por la palabra sabiamente escogida, para confiar al desgaide
sus manías íntimas o atrevidas:
La obra poética de Francisco Bendezú (Lima, 1928) se distingue por factores que,
releyéndola, me inducen a situarla –una vez más– en un punto de equilibrio constante,
pero siempre regulado por su notable pericia técnica y la arrebatadora explosión de su
material constructivo.
226
Quiero decir que la inspiración y el hacer del poeta con respecto a la realidad textual en
sus poemas, se confunden y plasman de manera intermitente. Es así como emerge en el
escenario lo que será el cauce normal para la ilusión de las historias del amor terrestre,
transformándose permanentemente, a través de situaciones celebrativas, u homenajes y
evocaciones, que, al fin, procesan el realce laudatorio o expresan la queja
desesperanzada.
Entre uno y otro hito, discurre el cauce memorable del poeta en Los años y Cantos; es
decir, la notable producción poética de Francisco Bendezú Prieto*
ELEGÍA
RIMBAUD
GARCÍA LORCA
CANTOS
MÁSCARAS
¿Qué baila detrás de nuestras frentes?
¿Quién vela al otro lado? ¿Qué nos espera?
Nadie. Nada.
Solamente una luz fuliginosa.
O nuestros brazos como remos de inmóviles mareas.
Ni punto ni círculo ni línea
ni la barca del tiempo.
(Yo no sé si la voz no es más que un sueño
ni si el amor es un casto paroxismo de amapolas.)
Yo sé que las estatuas sorben llanto en la arboleda.
227
Yo sé que el otoño acumula silencio en las botellas.
Yo sé que en la estación los guardagujas duermen.
Solamente un solsticio de sordas mariposas,
o inútiles carruajes con teas de tinieblas,
o esqueletos de gallos
cantando eternamente por albas que no rayan.
Mujeres sin sombra, apariciones,
espejos insondables con lentos naufragios a distancia,
y fuegos fatuos, y en las landas
el tierno gemido de las mandrágoras recién arrancadas,
y el siempre y el jamás ardiendo juntos.
Ni torres ni molinos
ni el tórax misterioso de las tardes.
¿Para qué las cabelleras desplegadas
como estelas sobre el mundo?
¿Para qué los púlpitos, las bazas,
los óvulos, los cascos, los marbetes?
(¿Y las águilas inmunes de alta mar?
¿Y los granos –óleo y luz – de los sarcófagos?)
¿Para qué los mástiles, los cables,
las epístolas, las gafas, las briznas de los nidos,
el agua magnetizada, los muñones,
las escuadras de cuencas vacías, los gramiles,
las sinuosas membranas briscadas de los armarios,
las filacterias, la sal, los meteoros?
¿Es, acaso, inútil la esperanza?
¡Embestid contra las rodillas doradas de la muerte!
¡Combatidla cuerpo a cuerpo!
¡Ella corta con su espada el alambre que nos ata al fuego puro!
La gravitación de Sologuren
"Las Décimas de entresueño" cabalmente recogidas bajo ese título, van dando paso a la
tarea metódica de compartir el impulso inicial con el remanso de su desarrollo. Leamos
este desplazamiento sobre la superficie del papel, y cómo así se enhebran los pasos y
contrapasos de su dibujo evanescente y repetido.
228
naufrago en olivar, y renacido
a cuenta de sus ramas verdecido,
recuerdo, acaso, la virtud del verde,
descanso de la vista que se pierde
en sueño rondador no repetido.
Al poner mis ojos –después de muchos años– sobre el poema, se me ocurre ahora que
él condensa, lo que podría ser aprehendido como el emblema de la producción poética
de Javier Sologuren.
¿Por qué? Dejemos correr el lápiz, para que después de tanto tiempo madure esta
postulación.
Frente al muro donde las estaciones miran y sorprenden al tiempo como a un fruto
olvidado o visto madurar sin impaciencia. La piel, aquí, encarnada, en suaves círculos se
aparta del cuerpo recóndito y dulce del estío. Desnuda el aire. Prolijamente barre los
decorados escombros, el polvo carminado de la flora; álzase y vuelve en fríos planos
como una hoja creciente en la que alguien ha puesto una frase delicada.
229
(que fui que a veces soy
despierta) ve
la mariposa en el jardín
que yo no sueño.
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artículos que pueden designar cuando lo efímero se muestra hondo y su curiosidad hace
conocer lo lejano y lo próximo; México y el Perú, Noruega y París, lo andino y lo
cosmopolita, que se unen en su disertación para consolidar y ampliar la sensualidad
estética, en distintos apartados nacionales. Lo que imprime una invalorable serie social
entre lo humano y las artes del hombre, en todo el mundo.
Ahora creo entender, la postulación a la que me referí al empezar El Morador que fija el
emblema de la vida y de la poesía de Javier Sologuren, poeta, editor, maestro de
muchas generaciones. Finalmente, todos los libros poéticos de Javier, los ha rotulado
como otro emblema externo, que toca a su foco profesional: Vida continua obra poética
(1939-1989)
231