Espacio y Movimiento
Espacio y Movimiento
Espacio y Movimiento
La Revolución Científica
Prof. Augusto Salinas, Ph.D.
DOCUMENTO N° 5
ESPACIO Y MOVIMIENTO
Sin embargo, no fue nada fácil librarse del sistema antiguo. Este estaba
completamente integrado en la organización del saber de la Baja Edad Media, que
sometía íntimamente el estudio de la naturaleza al credo religioso. Por cierto que, con sus
epiciclos y sus ecuantos, la astronomía estaba muy lejos de las esferas cristalinas de
Aristóteles, pero concordaba perfectamente con la idea de la física y la teología
medievales de que el Sol gira en torno de la Tierra, y no a la inversa. Estar de acuerdo
con Copérnico significaba, en pocas palabras, cambiar de física y admitir que los
teólogos, cualquiera fuese su autoridad, estaban equivocados por lo menos en un punto.
Lo absoluto y lo relativo
Si uno confía en los datos sensoriales, pareciera, a primera vista, que los copernicanos
están equivocados. Cualquiera puede comprobar que la Tierra parece inmóvil bajo
nuestros pies y que el Sol se mueve de este a oeste durante el día. Sin embargo,
sabemos que los datos sensoriales pueden ser engañosos. Por ejemplo, imaginemos que
estamos en el mar, a bordo de un barco, y que observamos a otro barco pasando al
nuestro. Supongamos que nos hemos alejado tanto de la costa que lo único que vemos
es el otro barco. Basándonos sólo en los datos sensoriales nos es imposible determinar si
nuestro barco está detenido y el otro en movimiento, o si es el otro barco el que está
detenido y el nuestro el que navega hacía atrás. En ambos casos, si el mar está calmo,
nuestro barco parecerá inmóvil bajo nuestros pies.
Desde luego podríamos dar una interpretación más general y afirmar que ambos
barcos presentan una velocidad no nula cuya diferencia es exactamente igual a la
velocidad aparente con la que el segundo barco pasó al nuestro. Esas interpretaciones,
compatibles con nuestros datos sensoriales, indican que nuestros sentidos son incapaces
de determinar la situación real. En otras palabras, los datos sensoriales nos revelan, no
nuestro movimiento real, sino sólo nuestro movimiento en relación con otros cuerpos,
como ocurre con el segundo barco. Para comprender mejor esta situación, vamos a
introducir una distinción, aquella planteada por Newton entre dos tipos de movimiento, el
movimiento "absoluto" y el movimiento "relativo".
Después de comprobar que los datos sensoriales no nos permiten decidir entre
aristotélicos y copernicanos, debemos examinar si esta limitación de los sentidos vale
para todo experimento físico. Para ser más precisos, supongamos que un cuerpo
cualquiera, la Tierra o un barco en alta mar, está equipado con instrumentos de medición
manejados por un experto. Supongamos, además, que el cuerpo en cuestión está
efectivamente animado por un movimiento absoluto. ¿Existe algún experimento cuyo
resultado le permita al experimentador concluir que está animado por un movimiento
absoluto? Si es así, realicemos el experimento y sabremos si los copernicanos tienen la
razón, es decir, si la Tierra realmente está en movimiento. De este modo nos enfrentamos
a la cuestión de si la física acepta un experimento cuyo resultado depende del movimiento
absoluto del experimentador.
Imaginemos ahora un experimento: estamos en uno de los dos barcos y dejamos caer
una piedra desde la cima del mástil. Si el barco está inmóvil, la piedra caerá exactamente
a los pies del mástil. Pero, si el barco está en movimiento, se puede pensar que la piedra,
que durante su caída no ha tenido ningún motivo para seguir el desplazamiento del barco,
debería caer en un punto ubicado hacia la popa del barco; incluso podría caer sobre la
estela del barco, por poco que éste se desplace lo suficientemente rápido. Si este
razonamiento es válido, disponemos de un experimento físico cuyo resultado permite
concluir si el barco está en movimiento absoluto o en reposo absoluto. Trasladándolo al
caso de la Tierra, puede plantearse de la siguiente manera: si la Tierra está en
movimiento, una piedra lanzada en forma vertical caerá bastante más atrás del punto de
lanzamiento. La Tierra describe en un año una órbita prácticamente circular alrededor del
Sol de un radio de 150 millones de kilómetros (el valor dado por Copérnico no difería
mucho), así que un pequeño cálculo demuestra que posee una velocidad de
aproximadamente treinta kilómetros por segundo. Si la piedra pudiera quedarse unos
segundos en el aire, debería caer a varias decenas de kilómetros de su punto de
lanzamiento. Sabemos que no ocurre así: en la Tierra' una piedra lanzada verticalmente
cae sobre su punto de lanzamiento. Por ende, podemos deducir que la Tierra no está
animada por un movimiento absoluto; en pocas palabras, los copernicanos están
equivocados y los aristotélicos tienen la razón.
Sin embargo, incluso en el marco de la física aristotélica, la situación no era tan simple,
y los filósofos escolásticos de la Baja Edad Media estaban conscientes de ello. Si todo
movimiento depende de una causa, ¿cómo explicar entonces que una piedra continúe su
movimiento después de haber dejado la mano que la ha arrojado? Al igual que la piedra
lanzada desde la cima del mástil no tuvo ningún motivo para seguir al barco, ya que no se
ejerció ninguna fuerza horizontal sobre ella, la arrojada con la mano no tuvo ningún
contacto con un cuerpo que actuase sobre ella durante el vuelo. ¿Cuál es entonces la
causa que permite a las piedras seguir su curso una vez que han sido lanzadas?
Fue el mismo Aristóteles quien respondió esta pregunta, diciendo que, una vez que la
piedra deja la mano, es impulsada por el aire que la rodea. La respuesta no era
satisfactoria, ya que difícilmente tino podría imaginar hipotéticos remolinos de aire lo
suficientemente poderosos como para mover una piedra pesada. Los escolásticos del
siglo catorce inventaron el concepto de ímpetu, una especie de "impulso" que la mano
imprime a la piedra y que es la causa de la continuación de su movimiento. Pero este
concepto invalidaba el argumento que "rechazaba" a los copernicanos: la piedra
abandonada desde lo alto del mástil seguirá al barco, ya que éste le ha comunicado un
"ímpetu" en la dirección de su movimiento, y por lo tanto caerá exactamente a los pies del
mástil. Y la piedra lanzada a la superficie de la Tierra caerá en un lugar muy cercano a su
punto de lanzamiento, incluso si la Tierra está realmente en movimiento. Es cierto que la
física de Aristóteles no estaba compuesta por diferentes tipos de movimientos, como el
vertical de la caída libre de la piedra, y el horizontal de la escolta del barco bajo la
influencia del "ímpetu". Pero este principio aristotélico de separación de los movimientos
tenía a su vez problemas para describir ciertas trayectorias, como la del lanzamiento de
una piedra, en que el proyectil traza una trayectoria compuesta por dos movimientos
rectilíneos sucesivos; primero un vuelo horizontal bajo la influencia del "ímpetu" y luego
una caída vertical hacia la Tierra. Ahora bien, los peritos balísticos, que observan los
cursos parabólicos de los proyectiles disparados, saben que las cosas no funcionan así y
que las balas no caen en forma vertical sobre sus blancos. El principio de separación de
los movimientos ya era pues bastante problemático.
Uno podría preguntarse por qué este debate se limitó al nivel teórico. ¿No era acaso
más simple que los aristotélicos demostraran con experimentos sus puntos de vista, por
ejemplo lanzando una piedra desde la cima del mástil de un barco en movimiento, para
observar lo que ocurría? Quizás se podría haber invalidado la idea de la composición del
movimiento inducido por el "ímpetu" con el movimiento de caída libre, con la piedra
aterrizando a una distancia del mástil lo suficientemente grande para que no pudiera
imputársele a la resistencia del aire, refutando así la postura copernicana de la movilidad
de la Tierra.
Los aristotélicos que debatían con Galileo probablemente no creían en una solución
tan fácil. Por lo demás, la experimentación no jugaba un papel decisivo en su visión del
mundo. Para ellos, la autoridad de los intérpretes de la Sagrada Escritura o de Aristóteles
era más importante que un experimento de resultado incierto. En cambio, para Galileo
sólo contaba el experimento, que, según decía, nos permite leer directamente el 1ibro de
la naturaleza". En el caso de la piedra lanzada desde el mástil de un barco en movimiento,
Galileo afirmó que, olvidando la resistencia del aire, la piedra caería exactamente a los
pies del mástil. Sin embargo, parece que nunca llevó a cabo la prueba y simplemente se
conformó con efectuarla en su mente. Fue Pierre Gassendi quien efectivamente la realizó,
a bordo de un barco frente a las costas de Marsella, y el resultado que obtuvo concordaba
con las intuiciones de Galileo; la piedra cayó a los pies del mástil. No se puede, por lo
tanto, utilizar la caída vertical de los objetos en la Tierra para rechazar las ideas
copernicanas.
La lectura de los escritos de Galileo revela que él extendía la validez del principio de
inercia a los movimientos circulares, por ejemplo, a los movimientos sin fricción en la
superficie de la Tierra o al movimiento de la Tierra en tomo del Sol. Hoy en día, sin
embargo, seguimos a Newton, quien, diferenciando entre movimientos circulares y
movimientos rectilíneos, enuncia como primera ley del movimiento que "Todo cuerpo
permanece en estado de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme, a menos que alguna
fuerza que actúa sobre él lo obligue a modificar ese estado".
El principio de inercia puede considerarse desde un punto de vista más general. Como
ya vimos en el ejemplo de los barcos, se requerirá de nuestra capacidad para resolver,
por medio de un experimento, si estamos realmente en movimiento o en reposo: sólo el
movimiento relativo puede reconocerse por medio de experimentos. Nuestros navegantes
pueden comprobar si sus barcos están animados por un movimiento relativo, por lo
menos si se mantienen dentro de los límites definidos por el principio newtoniano de la
inercia, es decir, si son rectilíneos y uniformes. Podemos entonces enunciar un nuevo
principio que llamaremos "principio de relatividad del movimiento donde dos
observadores, animados cada uno por un movimiento rectilíneo uniforme, obtienen
resultados experimentales idénticos. En otras palabras, pueden utilizar las mismas leyes
físicas para explicar sus experimentos.
Al adoptar el principio de relatividad del movimiento, la teoría de Newton deja de lado la
idea de que un experimento mecánico (habiendo trazado el movimiento de los cuerpos)
pueda revelar la existencia de un movimiento absoluto. Además, puesto que el principio
de relatividad contiene implícitamente el principio de inercia, esos dos principios no son
completamente independientes. Al aceptar la validez del principio de relatividad estamos
considerando un cuerpo en movimiento en relación con nosotros, y no bajo la influencia
de una fuerza exterior. Para demostrar que el principio de inercia deriva del principio de
relatividad, debemos demostrar que, si este cuerpo tiene en un momento dado una
velocidad determinada, ésta permanecerá constante en el tiempo. Imaginemos ahora a un
observador animado por un movimiento rectilíneo uniforme, cuya velocidad en cierto
momento coincide, en valor y en dirección, con la del cuerpo en movimiento. Según el
principio de relatividad, el observador comprueba que el cuerpo no está siendo
influenciado por ninguna fuerza, ya que las mismas leyes: Físicas deben aplicarse a éste
tanto como a nosotros. Sin embargo, en el momento que su velocidad coincide con la del
cuerpo, el observador ve su cuerpo inmóvil. Toda teoría física razonable, incluyendo la de
Aristóteles, excluye que un cuerpo inmóvil pueda, en ausencia de una fuerza, ponerse
espontáneamente en movimiento. El cuerpo debe, por lo tanto, permanecer relativamente
inmóvil ante nuestro observador, no sólo en el instante preciso, sino que en todo
momento, ya sea pasado o futuro. Ahora bien, relativamente para nosotros quiere decir
que el cuerpo se mueve con el observador y conserva un movimiento rectilíneo uniforme.
En otras palabras, el principio de inercia se aplica a ese cuerpo, lo que demuestra que
deriva del principio de relatividad. Desde este punto de vista, el hecho de que un cuerpo
permanezca en movimiento en ausencia de fuerzas externas se explica por medio de la
indetectabilidad del movimiento absoluto, y no por la idea aristotélica de un impulso
(ímpetu) o de una "fuerza de inercia" que, actuando en el cuerpo, lo obligaría a continuar
su movimiento. Recordemos también que el mismo Newton tenía sus dudas sobre este
punto, y hablaba indistintamente de "fuerza de inercia" y de movimiento relativo. Esto no
debe llamarnos la atención; como todo verdadero creador de ideas, Newton vivió a
caballo entre dos mundos conceptuales irreductibles, el mundo antiguo al que debía su
educación y el mundo nuevo que él construyó a partir de sus propias reflexiones.
Claro que este concepto no deja lugar a la idea de "espacio vacío", desprovisto de
cuerpos. Si el espacio es el conjunto de relaciones espaciales entre los cuerpos, la
ausencia de cuerpos implica la ausencia de espacio. Esta era la visión del filósofo alemán
Gottiried Wilhelin von Leibniz, contemporáneo de Newton. Lo que nosotros llamamos
"espacio" no es más que el conjunto de relaciones espaciales que e3dsten entre los
cuerpos y no posee ninguna realidad independiente. Así, según Leibniz, preguntarse si los
copernicanos o los aristotélicos tienen realmente la razón no tiene mayor importancia. Si
el espacio absoluto no existe, es absurdo preguntarse si la Tierra o el Sol están en
movimiento en relación con una cosa que en realidad no existe. Como máximo podríamos
decir que la descripción de Copérnico de la evolución de las relaciones espaciales entre
los cuerpos del sistema solar es matemáticamente más simple. Pero esto no significa que
esté más cerca de la verdad.
Al igual que casi todos los científicos de los siglos dieciocho ~ diecinueve, Newton
rechazó el punto de vista de Leibniz. Para él, el espacio es absoluto, existe incluso en
ausencia de cuerpos y de movimiento, y posee un significado real. Esta convicción se
basó en la idea de que, a diferencia de los movimientos rectilíneos uniformes, los
movimientos acelerados originan efectos perceptibles cuya aparición invalida el principio
de relatividad. En la mecánica newtoniana, se dice que un movimiento es "acelerado"
cuando su velocidad cambia, ya sea en intensidad o dirección. Como vemos, este adjetivo
posee un significado más general que el que se utiliza en el lenguaje cotidiano, ya que
engloba los movimientos rectilíneos a velocidad descendente y los movimientos circulares
a velocidad constante. Si un tren que se desplaza por una vía recta es sometido a una
ralentización repentina, su velocidad disminuye y su movimiento se acelera. Un pasajero
del tren siente la ralentización, y, si realiza en el mismo instante un experimento, el
resultado estará seguramente influenciado por ella. Con, esta misma intención, Newton
imaginó un cubo lleno de agua girando en tomo a su eje vertical. En un principio el agua
no parece moverse y su superficie permanece plana, como si el cubo estuviera en reposo.
Sin embargo, poco a poco el movimiento del cubo pasa al agua por intermedio de las
fuerzas de fricción y ésta termina por girar junto con el cubo. Un observador ubicado
sobre el cubo (por lo tanto girando junto con él) no puede invocar las mismas leyes físicas
que un observador en reposo. En efecto, además de las fuerzas ya existentes percibe una
nueva, la fuerza centrífuga, que empuja el agua hacia el borde del cubo y provoca una
forma cóncava en la superficie. El puede comprobar el movimiento absoluto del agua
observando la concavidad de su superficie, a pesar de que, en relación al cubo y a sí
mismo, el agua parezca inmóvil. Así, incluso en ausencia de movimiento relativo, un
observador puede comprobar que está animado, al igual que los cuerpos que lo rodean,
por un movimiento de rotación absoluta.
Este fenómeno es general: todo observador unido a un sistema físico animado por un
movimiento acelerado ve cómo se desarrollan dos fuerzas "ficticias" que no están de
ningún modo ligadas a los cuerpos físicos presentes. (Esas fuerzas se llaman también
"fuerzas de inercia", expresión engañosa en la medida en que nos hace recordar la fuerza
aristotélica que mantiene a un cuerpo en movimiento rectilíneo uniforme.) Esas fuerzas
ficticias sólo aparecen en la descripción de procesos físicos por parte de un observador
animado por un movimiento acelerado, e independientemente de este observador no
tienen existencia objetiva. Como ejemplo de fuerzas ficticias podemos citar la fuerza
centrífuga en el agua del cubo de Newton, o la fuerza que hace que el pasajero se incline
hacia adelante en el momento del frenazo del tren. En tanto la acción de esas fuerzas nos
permite discernir una aceleración, el principio de relatividad del movimiento es pues
inaplicable en el caso de los movimientos acelerados.
Tanto Einstein como Leibniz pensaron que era absurdo preguntarse si el Sol o la Tierra
están realmente en movimiento, ya que ambas posibilidades son igualmente probables.
Si, al igual que los físicos actuales, aceptamos la teoría de la relatividad de Einstein, no
podemos decir que "objetivamente hablando" los copernicanos tenían razón y los
aristotélicos estaban equivocados. Sin embargo, desde el punto de vista histórico, queda
claro que los copernicanos salieron triunfantes. En el siglo diecisiete, el mundo aristotélico
estaba en dificultades. No podía más que recordar a un pasado medieval en decadencia,
tanto en lo físico como en lo político. La postura copernicana estaba impulsando el
surgimiento de la ciencia moderna, que transformaría profundamente casi todos los
aspectos de la existencia humana durante los siglos venideros. Claro está que, a
diferencia de lo que ellos pensaban, los copernicanos no poseían la verdad absoluta. Pero
la idea medieval de una verdad absoluta a la que el espíritu humano puede acceder es
tan abstracta como la idea del espacio absoluto de Newton. No obstante, la historia
reconoce que, a pesar de la situación en que se encontraban, los copernicanos supieron
escoger la solución correcta en el momento adecuado. Retornando la expresión de Pierre
Duhem, fueron ellos, y no los aristotélicos, quienes demostraron tener "buen sentido".