Jose Rerez
Jose Rerez
Jose Rerez
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MEMORIA *
AMOR Y VERDAD
II
C.D.V.
Autor:
Foto de contratapa:
Tristón Álvarez Igarzábal
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A “mi criatura ”
“««ú niña ” "esta niñita de nada ”
de la cual soy "padre ante Dios"
y a quien bauticé María Dolores
regalo este libro con su hilo de oro
en sus 44veinte pétalos-frescos-el Amor”
y en sus 44veinte espinas-pun&ntes-el Dolor ”
44tal, hija mía, el rigor del corazón humano
K-
T.;
"Nimirum hoc ipsum quod dico: qui non cre-
dideret, non intelliget".
Es muy claro esto mismo que afirmo: nada
entenderá quien no creyérede.
San Anselmo de Canterbury
Fedro, 273-277
I
Dificultades. Parece que Cristo debió exponer su doctrina por
escrito.
IN S T J IT U 7 0 D E F O R A C I O N Ü O C F N T P
gentinos, enojarse uno con el teólogo en cuestión por su actitud de
policía que nos ha visto “la cana” es deponer clara evidencia que
no admitimos ninguna otra autoridad en nuestro camino de salva
ción eterna más que nuestro propio y exclusivo criterio con el cual
pretendemos fundar nuestra —verdadera para mí solo— religión..
No otra cosa hace un Ramón nonato cualesquiera que lo es de por
vida: siempre un no nacido, sin madre que puje y sin partero que
lo ayude a salir del vientre.
Pero aquí, en lo que nosotros referimos, no se trata de Pérez
y Garcías comunes y silvestres quienes enceguecidos en su misma
ignorancia despotrican contra el noble oficio de los filósofos y el
ya sacro deber de los teólogos, sino de Pérez y Garcías ya profe
sionales. Con ellos, filósofos y teólogos, me resulta del todo pla
centero discutir y mostrar cuán ciega y extraviada está su memoria.
Podrán, en efecto, los filósofos, firmes en sus calculados silogis
mos, sonreírse sobradoramente irónicos cuando oyen las palabras
severamente conminatorias de los teólogos, pensando en secreto
para sus adentros —e inverosímilmente desparramando para todos
lados con todos los medios publicitarios posibles, urbi et orbi, sus
pustulentos resentimientos de teólogos frustrados— que no existe
otra autoridad en materia de Cielos y Dioses, de la Tierra y de sus
hombres que la que determinan con certera precisión sus propias
circunvalaciones cerebrales o sus exclusivas cachondeces. Por su
parte los teólogos, de cualquier cofradía que fueren y ya frente a
este caso de protervia, podrán también ellos extender seguros hasta
el mismo límite de los infiernos sus exorcismos y excomuniones
contra opiniones no coincidentes con sus exclusivos linderos,
como si los silogismos claros de los filósofos, simples mortales
ellos, fuesen operaciones propias del Diablo, de Satanás, del Ma
ligno, olvidando, ellos mismos teólogos, esta simple verdad teoló
gica: que el ángel Luzbel es un ángel, caído, pero no tan mal
desbarrancado que haya perdido en su precipitado descenso su pro
pia naturaleza convirtiéndose de ahí en más en un hombre pobre
hombre necesitado de lentos y arduos y, a veces — ¡cuántas veces,
Dios mío!—, equivocados silogismos. Protervia: ¡qué manera de
decir tonterías un hombre y de hacérselas decir a un dios más ton
to que él! No hay que haberse equivocado nunca en un silogismo,
menos en cien ni en mil, para atreverse a decir muy suelto de cuer
po que mi supuesto amigo, el hombre, es un perverso por hacer tal
o cual afirmación o negación lógica. Puede suceder de hecho que
un hombre no se haya nunca equivocado lógicamente por la simple
razón de que, en su bendita y garantida vida, no hizo siquiera un
solo silogismo; sólo así se explica crea que, sacando un conejo de
su galera, demuestra.
El común de los mortales no dispone habitualmente de la
facilidad habilidosa que le brindan el conejo y la galera, y, aunque
ya Goethe en su Fausto se haya reído de sus aparentemente ac
titudes seguras diciendo: "Se presenta el filósofo / y os demuestra
que eso tiene que ser así: / lo primero es así, lo segundo así, / y por
eso es así lo tercero y lo cuarto, / y si no se dieran lo primero y lo
segundo, / tampoco se darían lo tercero y lo cuarto.”, sin embargo,
en las discusiones entre los hombres las cosas suelen suceder de
este otro muy distinto modo: ha demostrado usted la primera propo
sición, y también asegura la segunda, así al menos parece que es la
cosa, pero —siempre un "pero” interpuesto por un filósofo pone
nervioso hasta a un muerto si no es más bien que “ocasiona” la
muerte del otro filósofo— pensando más detenidamente el asunto,
la segunda afirmación no contiene ningún término universal, ¿cómo
es que entonces usted pretende que la conclusión se aplique a to
dos? ¡Vuelta, pobre diablo hombre, a empezar! Es por esa misma
razón que los conjuros no son aplicables jamás, porque en su mis
ma naturaleza pueden serlo, al hombre, excepto naturalmente que
este mismo hombre esté endemoniado, que no es lo mismo decir
“en poder del demonio” lo cual cualquier cristiano que se encuentra
en pecado lo está, de seguro, y también de seguro lo sabe, pero no
sotros creemos —es nuestra más firme convicción— que el hombre
contemporáneo no está, ni de lejos, endemoniado. Es sólo “El hom-*
bre que está solo y espera” extraviado (S calabrini O rtiz).
Es claro, por otra parte, que si el teólogo fuese un hombre
entero y no un filósofo frustrado tal cual aparece generalmente en
sus connaturales execraciones; si no fuese también él un hombre
débil, un Ramón nonato cualesquiera, analizaría seguramente uno
por uno todos y cada uno de los silogismos de los filósofos, to
mándolos así muy en serio como corresponde cuando de amar a un
hombre verdaderamente se habla y mostraría la verdad, incluso del
error, pues de eso se trata siempre de mostrar la verdad y no de
condenar así como así en nombre de supuestas verdades teológicas
y filosóficas. El filósofo, en efecto, no condena como lo hace, en
su ley, el teólogo o el profeta, sino demostrando siempre en la
suya propia. Pero, del teólogo —no del profeta— se requiere, sin
ninguna duda, sea filósofo en serio como lo es cualquier mortal en
ese oficio, honorable oficio por ser siempre lo más humano de lo
humano (Jaspers) . ^
Lo diremos directamente: hace rato, mucho rato de tiempo,
que nuestros filósofos no saben y, como ha mucho que ignoran, no
quieren tampoco saber ya más nada de qué diablos y cosas, almas
y dioses hablan los teólogos; como reacción natural —no lógica-
mente'comprensible— sucede entonces que los teólogos, exaltados
algunos, enervados los más en su consecuente soledad al no oir ya
más el eco de su propia voz en el camino, se han vuelto capaces de ’
disfrazarse de cualquier cosa con tal de no quedar en plena calle,
desnudos, saludando en el vacío. Lo más asombroso de esta rela
ción entre teólogos pseudo-filósofos y filósofos pseudo-teólogos se
da en el hecho, fácilmente verificable en cualquiera de esas reunio
nes llamadas eufemísticamente “mesas redondas”, de una simula
ción de disfraces a todas luces camestolendos: teólogos los unos,
simulan estar solos en el mundo y, filósofos los otros, simulan
estar acompañados en el mismo mundo; la mascarada aparece
completa cuando en esta amorosa reunión, denominada diálogo
humano, cada uno de los invitados se dedica con seriedad total a
sospechar permanentemente cuál o quién es su pareja preguntándo
se sin cesar si será teólogo o más bien filósofo.
Viene ahora lo más interesante de esta novela; quien camina
por la vereda de enfrente, todo filósofo él, sólo en apariencia se
hace obviamente muy bien el distraído, poniendo la misma cara de
inocente indiferencia como ponen los perros su cara perruna si al
guien, por casualidad, los sorprende en uno de esos momentos apre-
miosos de sus vidas; pero ningún hombre, que yo sepa, está nada
distraído en estas cuestiones naturalmente las decisivas. ¡Cómo lo
podría estar! No pierde, en efecto, detalles manifestativos de la son
rojada vergüenza que le embarga al teólogo si en la indiscreción de
la conversación y en un gesto evidente de mal gusto y de pésima
educación se ha atrevido a hablar, en pleno siglo XX, igual fuera un
perfecto retrógrado medieval, del mal —digámoslo con las letras de
fuego quemante que corresponde—, del pecado original y del peca
do de todos los días sucedidos desde el mismo día primero en el
que el hombre y su mujer comenzaron a andar fuera de la casa pa
terna, de los ángeles y de los diablos, de los cielos y de los infier
nos y del Unico Dios “la Augusta Trina Asamblea” y el Verdadero
Redentor, Hijo del Padre y de María Virgen —’’madre de grata
memoria”— (copla popular, C arrizo), el Señor Jesucristo, según lo
declaró ya hace muchos siglos —reviejos y carcomidos por la po
lilla— la Santa Madre Iglesia Católica, Señor de los caminos que
vino una sola vez a salvamos crucificado y vendrá también segura
mente una sola vez más, pero ya Imperial y a juzgamos definitiva
mente... ¿a qué seguir con la retahila de sandeces...? se avergüenza
dentro de su misma mundana conciencia nuestro teólogo contempo
ráneo sin envergadura. Es por eso que “La Religión ruborosa, vela
sus fuegos sagrados” (M cL uhan). Observen, ustedes, si no creen lo
que yo digo, el papelón condigno que experimentará y sufrirá este
Doctor de la Iglesia en Ciencias Sagradas y Religiosas si se atreve
a decir públicamente —ese ha sido desde siempre su oficio— que
hay sólo una sola religión verdadera y que es imposible de todo
imposible, pues es una herejía, i.e., error en materia de fe católica,
que el liberalismo, el capitalismo, el fascismo, el nazismo, el mar
xismo staliniano y del otro, etc., etc. —parezco ya un escolástico
de última categoría— coincidan y se ajusten a la justicia y no sean
precisamente, en cuanto criterio de relación Divino-humana y de
hombre con hombre, sino la corrupción de esa inmemorial y sagra- j r ,
da justicia.
Así vemos nosotros está hoy la mayoría de la peonada en el
tablero y en esta partida. Si alguien tiene interés de conocer pun
tualmente a qué me refiero cuando hablo de teólogos contempo
ráneos avergonzados y sin envergadura puede leer —no le llevará
ni diez minutos de su día— el Capítulo Primero, de la Sección , íj
Primera, de la Cuarta Parte: “Quién es Jesús para nosotros”, del j
libro: Jesús. La Historia de un Viviente, del teólogo católico holán- ¡
dés Edward Schillebeeckx, de 692 páginas in-82. ¡Menos mal que
yo no soy ni teólogo, ni holandés! No aguanto las ganas, pues me
resulta absolutamente imposible calmar mi “alma naturalmente
cristiana” (T ertuliano), ni me puede siquiera detener mi “patrio
tismo hispánico: al fin es hombre devoto y pío, y posee aprobacio
nes eclesiásticas” (C astellani), de transcribir la noticia que puse
— ¡tal cual!— en el final de ese Capítulo Primero. Dice así: “Es
absolutamente lamentable la infantil puerilidad con la que un teó
logo de esta envergadura despacha semejantes «problemones» en
apenas tres o cuatro líneas que no contienen nada de ciencia, nada
de filosofía, nada de teología, i.e., nada de mate. ¿De qué hondura
y profundidad será la crisis de la verdad entre los europeos que sus
hombres «digieren» como algo absolutamente normal las livianda
des que con todas las letras de molde dice este hombre pertene
ciente a la Iglesia Católica? Obviamente y en general se puede
concluir que ya los teóricos europeos no creen «ni en su abuela»,
volviéndose, no niños como dijo Platón refiriendo a los griegos,
sino viejos, gá, gá. Sería muy conveniente enviarles de regalo un
solo ejemplar, dentro de los tercios de yerba mate de la fiisis tara-
güí, del Martín Fierro, bárbaro no civilizado, gracias a Dios y a su lo\
Bendita Madre, por holandeses, sino por gallegos atrasados: por lo °
menos nosotros seguimos creyendo en Dios y «en las benditas áni
mas del Purgatorio», porque de estas otras «ánimas» de las que
y-V
nos habla Edw ar^j—patos que son conejos y gatos que son lie
bres— cualquier gaucho que lo sea de «ley» sabe perfectamente
son en la pampa y durante noches obscuras, fosforescencias de los
huesos de cadáveres de animales muertos, hace ya un tiempito
pero no demasiado largo, y que tales luces no asustan ni siquiera a
un «gurí», cuantimás a un hombre libre en la pampa de estas
cosa’e gringos. Dicho de otra manera, si el hombre es na- j
turalmente lo que dicen de él las ciencias de hoy, «un ser físico-
bío-sico-social» (¡sic!), obviamente el lenguaje de semejante bicho '
—por compasión llamémosle humano— es sólo una luz de Neón
en la noche psicodélica de la historia del Planeta. Tal la teología y
la filosofía de estos «gringos», hoy de guardia en el Fortín”.
Del reciente Catecismo Católico para Adultos. La fe de la
Iglesia, texto publicado por la Conferencia Episcopal Alemana, no
queremos ni hablar, pues seguramente diría de ellos el viejo Caste- V
llani: “son éstos, teólogos desmadrados”.
No es mi intención, y menos en una Introducción, dedicarme
a criticar a nadie, sea teólogo, filósofo, político o simplemente un
hombre o un cristiano cualquiera. No. Sólo saco, así como así y
totalmente al azar, un botón de muestra y sin ningún ánimo ofen
sivo y cuya verificación corre por cuenta del mayor o menor inte
rés del lector. Yo, de mi parte, me tomo muy en serio los mensajes !'
que de continuo remiten por mi intermedio teólogos y filósofos y 1
que yo puntualmente transcribo y guardo celosamente en mi honra
do corazón. Yo sé perfectamente que, y además lo siento inm edia-1
tamente, cuando caigo con el mensaje que me da el filósofo no le
agrado al teólogo instalado en su teología, y menos aun si el men
saje es del teólogo al filósofo nunca seguro del todo en sus silogis
mos; ¿qué diré de lo que me pasa cuando el mensaje es ya doble
mensaje, el del teólogo y el del filósofo, para el científico encerra
do y defendido con triple llave en su cómodo y acomodado labora
torio? Supongo debo parecerles un modelo inédito de marciano.
Yo podría, sin duda y no es ninguna jactancia, escribir un centón^
de muchas páginas, recopilando textualmente las palabras que|
siempre leo en los mensajes de algunos combatientes en esta pelea;
^diaria pelea ya varias veces centenaria. No es ese mi oficio y, por
consiguiente, tampoco mi intención. Yo solamente hojeo y ojeo sin
cesar los papeles que me entregan, en el camino, y también andan
do sin respiro, hasta en los descansos —¿es que los hay?— me y
pregunto desde hace ya un tiempito lo siguiente:¿qué es lo que'
sucede entre la teología y la filosofía? ¿Cómo es posible que un j •
hombre-teólogo no pueda comunicarse directamente con el otro,
también hombre, pero filósofo? Volviendo más general la pregun
ta, ¿cómo es posible que hoy un hombre no pueda hablar con su
semejante? Si un hombre no habla con otro hombre de seguro lo
hará con otros seres semejantes también, pero inferiores; lo hará
con los animales, con los vegetales y con «el cascote tierra” y los
demás cascotes de la Vía Láctea. Pero, decía mi padre, es malo v->'
cuando un hombre en el campo habla, no sólo consigo mismo, sino
con los animales. ¿Por qué hoy los seres humanos no se entienden ¡
entre sí y de tanto no entenderse ya ni siquiera se escuchan pues, I
dicen, a qué perder el tiempo? J
¿Para qué caminó si no tiene siquiera veredas? me digo yo
solo para mis adentros, buscando vecino. Por eso mismo hoy es
cribo lo que estoy escribiendo. ••
En el año 1970 escribí Amor y Verdad, precipitadamente,
para los muchachos ya mis alumnos los que, delante de mis pro
pios ojos y narices, preparaban eufóricos sus avíos, para luchar y
morir, proporcionados por sus profesores en las universidades ar
gentinas, algunos de ellos colegas míos, quienes, o bien lúcidos
pero cobardes, o bien valientes pero sin cacumen, o bien entre
nados estrategas lúcidos, los empujaron a luchar y los mandaron a
la muerte. Y ellos murieron. Es muy fácil mandar a cualquier par
te a hijos ajenos. De eso no hay aún memoria humana. “Sería
mejor que cada padre pudiese matar a su hijo como los antiguos
romanos; sería mejor, porque entonces no se mataría a nadie”
(Chesterton). Como era de suponer y yo todavía ignoraba, porque
aun no conocía el quid de toda la cuestión aunque ya aparecía
claramente enunciada, los jóvenes no pudieron en medio de los
fragores y de los olores oír lo que yo les dije con letras claras de
molde, las que ignoro si leyeron los colegas. Y aunqué así corres
pondía sucediese, marechalianamente hablando, sin embargo están
ahí de pie y acusadoras pues tú también has de saber, querido pro
fesor y amigo colega, que “la injusticia es inmortal”, y yo ahora no
hago de juez sino sólo de{aguacil)
Con lo que vengo diciendo ya se ve con claridad que hoy ya
no me interesa más dirigirme directamente a los jóvenes. “Hasta
los treinta años he vivido entre hombres obsesionados por la since
ridad” e, igual que Paul Valéry hablando de André Gide, me pre
gunto “¿cómo es posible que un hombre admita que los jóvenes
sean jueces de lo que él piensa?... Además lo que a mí me interesa
es la lucidez, no la sinceridad. Me c... en eso” (M alraux). A quie
nes ahora me dirijo directamente y con el mayor de los respetos,
los que no me han de llevar de ningún m odoy en ningún momen
to a aflautar la voz —¡oh melifluas canciones de sirenas!—, es a
los hombres hoy responsables de mi pueblo, pero, no a “los humil
des hombres del pueblo” con quienes comparto en el corral, igual
los amigos de Job, un respetuoso y jurado silencio de acuerdo a lo
convenido por Martín Fierro, sus hijos, y también el hijo de su,
amigo Cruz, “Pues aun cuando vengan ellos / cumpliendo con suá1
deberes, / yo tengo otros pareceres, / y en esa conduta vivo: / que)
no debe un gaucho altivo / peliar entre las mujeres”. Me dirijo, en
primer lugar, al señor papa, su Santidad Juan Pablo II y luego a
los señores, Obispos, teólogos, curas, filósofos, juristas, políticos,
militares y civiles, científicos, profesionales, profesores, maestros,
ministros, padres y madres, investigadores, a los poetas, y, ¿por
qué no?, también a los señores dirigentes obreros y a sus patrones
industriales, del campo y de la ciudad: a todos, en fin, los que tie
nen ya arrugas en la frente y callos en las manos.
Yo sólo he meditado largamente en una sola cosa. Y esto
que aquí, gustoso, entrego es memoria de lo anotado en el sende-,
ro. No se trata de mi vida personal, ni tampoco de narrarla, aunque
también en lo que diga está obviamente mi experiencia de la vida,
pero, no me interesa, en absoluto, que ella, mi vida, tenga mucha
o ninguna importancia, ni siquiera, que la manera de decirla sea o ^J,(
no sea la manera correcta y apropiada según el lógos kalós dc Pla
tón. Eso sí, una sola cosa es todo mi interés y es decirla. Me resul-,
ta de este modo imposible callar lo que a todas luces veo, pues yo
mismo, y por mí mismo verificado, conozco todas y cada una de
las defensas invocadas, durante mucho tiempo, hasta en nombre de
los más sagrados intereses para así, leguleyo, salvar y eludir mi ,
propia responsabilidad de hombre y de cristiano, libre en el proce- *
„so, cualquiera, frente al insobornable Poder. ¿De qué puedo hoy
pretender ensayar un auto-defensa ya estando yo redimido?
És Sampay quien me alcanza el texto que expresa con toda
claridad lo que ahora intentaré explicar; es un texto de Santo To
más de Aquino comentando el Libro de Job: “La corrupción de laj ^
justicia, dice,_tiene dos causas: la astucia del sapiente que falsifica^ °
el recto enjuiciamiento, y la violencia de los poderosos, que sub
vierte lo que es justo”. Arriesgaré decirlo por mi cuenta haciendo
un comentario que ignoro si Sampay mismo sospechó. El hombre
de hoy no es ni más malo ni más bueno que lo fuera el hombre
griego, medieval o moderno; eso sí, paréceme más lúcido, no que
el hombre griego afirmado impávido sobre sus dos pies en la tierra
dentro del Cosmos, ni, menos aun, que el hombre medieval quien
supo muy claramente lo que era y lo que quería ser, sino que el
vhombre moderno, para mí, ingenuo aun más ingenuo que un infan
te. “Toda la filosofía moderna, tanto ética como cristianamente,
está basada en una ligereza” (K berkjegaard); en efecto, con la sin
ceridad sola resulta imposible medir la categoría humana de un
hombre pues, en tal caso, esperaríamos, durante la obscura noche,
aun una estrella con sus Reyes Magos y seguiríamos, confiados,
los perdidos pasos de un embriagado. ¡Mire que creerse él, por sí
solo —alias soberano y autónomo—, con poder para sostener con
sus propias y exclusivas fuerzas humanas la fe, la esperanza y la
caridad cristianas las que, obviamente, son operaciones misteriosas
de solamente la Santísima Trinidad y de nadie más! Por esa misma
razón los griegos siguen y seguirán siendo clásicos en Occidente
pues no se les dio ni siquiera la posibilidad de intentar tamaño
disparate. Erasmo de Rotterdam resulta ciego cuando se lo compa
ra con Pascal jansenista y con la ironía divertida de un Rabelais y
cuyas clarividencias sólo serán superadas por el consecuente nihi
lismo de un Nietzsche. Mil quinientos años (1500) de cristianismo
no son “naturalmente” moco de pavo. ¡Cuánto tiempo de camino y
de vida y de verdad divino-humanos! Nosotros, los americanos,
llegamos los últimos casi, y sin casi somos los Benjamines de ape
nas quinientos (500) años, a participar en la “Divina Comedia”:
sólo así se explica que las arrugas de nuestra cara y callos de nues
tras manos sean apenas terrestres, pues desconocemos la seriedad
de los amoríos divinos ignorando “...un dolor todavía mayor que
los mayores humanos” (K ierkegaard). De allí mismo y debido a
esta nuestra situación es que nos resultará dificultoso comprender
la baquía de los hombres que mentamos en la presente memoria.
| ¿Quién, entre nosotros, puede, acaso, sospechar siquiera la profun-
didad de las palabras dichas al ladito nuestro, casi al oído, cual un
recatado gemido: “cuando dos caminos se encuentran, no se sabe
■si allí comienzan o terminan, no se sabe si lo que se vive es la
¡Vida o es la muerte” (Cam illoni)? Nunca, aun, nuestras lágrimas
han sido de desesperado y absoluto descontento. Sólo así se expli
ca que cualquier juguete es más que suficiente para reiniciar nues
tros infantiles juegos. No es esta una resentida crítica o autocrítica
que yo me hago como expresión de una nueva y reiterada infanti-
lidad. Es sólo la constatación de un hecho: ¡mire que llamarme
Pérez!
He de decirlo con la exacta puntualidad que en este caso co
rresponde cuando de la fe, de la esperanza y de la caridad cristianas
se trata: son mil quinientos años de la profesión de un mismo Cre
do para todos los hombres cristianos con esta única diferencia, que
no es ninguna diferencia, unos dijeron “yo creo” y otros, “nosotros
creemos”; y cuando un hombre dice “yo creo” es para creerle lo que
está diciendo, pues se le podrá obviamente discutir —yo me pre
gunto cómo alguien puede discutirle si no tiene él mismo esa fe
cristiana—• que lo que cree es una reverenda necedad, pero lo que
siempre y necesariamente quedará fuera de cualquier discusión es el
hecho innegable de que tal hombre verdaderamente cree. Ese fulano
no payasea, y esto de tal modo que si, por ventura, se nos ocurriese
insinuarlo, lo único que pondríamos en evidencia es nuestra triste
mojiganga. Si, además, esos mismos hombres rezaron, día tras día
y noche tras noche durante ese milenio y medio, la Oración que Je
sucristo les enseñó: “Padre nuestro que éstas en los Cielos...”, jun
tándose continuamente en la misma esperanza, resulta un poco .^o1
difícil imaginar ellos sospecharan detrás de las nubes y las estrellas ^
no hubiese nada. Y si por temor al Diablo y al infiemo-cosa-de-no-
solo-el-Malo, imaginado en el centro mismo de la tierra, le castañe
teaban los dientes desde el mismo Papa y el Emperador para abajo
a todos, y le temblaban las tabas hasta a los hombres más recios,
haciendo penitencia periódicamente por el hecho de no poder cum
plir, casi nunca, con los diez mandamientos —la ley del amor— al
menos con todos ellos a la vez, no vamos nosotros a pensar fuesen
estos hombres tontos e infantiles, pues, “los que suprimen el infier
no en la otra vida, resulta se les viene encima en ésta, como decía
mi nonna doña Magdalena” (Castellani).
Apuntaremos algo solamente sobre la fe. Durante esos largos
mil quinientos años el hombre contribuyó con esa verdad en la que
creía, aportando esforzadamente el material muy bien sopesado
como el de mejor calidad, para así construir con él la Casa de Dios
vuelta, también de aquí en más, la suya propia. Los Santos Padres
y Doctores, duchos teólogos como cualquier ducho filósofo, calcu
laron el peso, el tamaño y la resistencia de todos y de cada uno de
los elementos y luego de ponerlos en el homo a alta temperatura,
los fraguaron. La astucia de los sapientes sostuvo el recto cálculo
administrando sin descanso el Debe y el Haber del hombre en la
casa ubicada con justeza y precisión en el casco de la Estancia.
Pero, durante la Edad Moderna el muro — el katejon que se dice—
se quebró sin remedio y la casa, desde entonces, se vino abajo. La
filosofía, por sí sola, ¡oh ilustres hombres de la Liberté de ci oches-
ca!, no pudo sostener ni el muro ni las tejas y, por su lado, la teo
logía ¿qué podría hacer con un Jesucristo, de aquí en más un. 007?
Muy prontito no más llegarán a ser estas ciencias, clásicamente
denominadas teología y filosofía, sólo Gaya'Ciencia. Aquí se en
cuentra para nosotros la principal causa, el meollo mismo del ori-
gen de la corrupción de la justicia y, aquí también, la razón, esta s í 1
ya consecuente de la causa anterior, de la violencia de los po
derosos. El sabio falsifica el recto enjuiciamiento, es decir, no
acierta con la adecuada relación que necesariamente debe haber
entre la verdad de salvación que le da la fe cristiana y la verdad
A racional que le muestra la metafísica y entonces y necesariamente
se deduce el mandón queda libre de mandar donde quiere y lo que
\ quiere y cuando quiere. La única diferencia que de aquí en más se
' puede establecer, si es que se puede establecer alguna dentro de un
criterio donde justamente no se puede establecer ninguna, es que
algunos hombres pretenden aun, ¡cosa inaudita!, seguir llamándose
así como así cristianos y otros, solamente y nada más que hom
bres, cuando resulta evidente para quien tenga dos dedos de frente
que para que alguien pueda ser llamado cristiano necesariamente se
^requiere sea hombre y para que el hombre siga siéndolo, ¡parece
mentira!, se requiere también necesariamente Dios le dé una mani
ato y lo sostenga en su misma dignidad de hombre, ayuda que se
mantiene indeclinable por parte de Dios así el hombre la desconoz
ca e, incluso mismo, la rechace.
Es por esta misma razón que la admiración que sentimos, sin
retáceos, por el hombre ya contemporáneo se origina en su lucidez
sobre este mismo problema, la que nos otorga, gratuitamente, a
nosotros también la misma lucidez. ¿En qué reside tal lucidez? En
el hecho verificado una y otra vez, sin anestesia ni consuelos para
él, de saber ya a ciencia cierta y de acuerdo a las coordenadas es
tablecidas por la Edad Moderna que no podemos ya más creer, ni
esperar, ni amar aquello que por sí mismo creyó, esperó y amó el
íbre burgués: a sí mismo y a los demás hombres considerados
^ i l e s y hermanos y libres, i.e.,_humanos y cristianos. Ya no so
mos más niños que podamos engañamos con niñerías, ni decir lo
que en versión versificada de la Coena Cypriani dice el mismo
papa Juan VIII, y repite, lúdico también él, el aparentemente ino
cente “gordito” Eco: "Ludere me libuit, ludentem, papa Johannes,
¡ accipe. Ridere, si placet, ipse potes”, y que nosotros, con cierta
ingenuidad habíamos apresuradamente traducido así: “Oye, papa
Juan, lo que me agradó jugar, juguetón. Tú mismo puedes, si agra
da, reír”; pero, luego, y meditando más detenidamente el texto, nos
¡sonó del todo más duro al oído, si cabe, así: “Recibe lo que yo
¡papa Juan me agradó jugar, juguetón. Si agrada, tú mismo puedes
Ireír”. Obviamente no es cosa de reír con “una parodia tan sacrile
ga” representada por un papa de la Iglesia Católica, sino, más bien,
de llorar a mares si no fuera que para estos europeos de hoy tam
poco tiene ningún sentido llorar. ¿Cómo podrán ver nuestras lágri-
ilmas si ellos ya no tienen ojos siquiera para ver ni, tampoco ya,
([^conservan la memoria de lo acontecido entre el Cristianismo y
•¡[América? Nosotros, siempre en la frontera y en estos valles de su
propiedad y reserva, lloramos, porque nos duele y mucho, pero al
mismo tiempo cantamos —y si alguien aun no cree en este círculo
cuadrado que lo pregunte a nuestro Martín Fierro— y no solamen
te pensando en el día postrero, el cual siempre resulta ser lo más
nuevo de lo nuevo, sino sobre todo pensando en nosotros mismos
y, también, en ellos: eso, al menos, vemos con toda claridad, aun
que los europeos, con su papa Juan VIII, rían a carcajadas porque
les parezca reidero. A todas luces son aun una máscara de hombre
y no han salido todavía del estado de alumnos del gran maestro
que han tenido, i.e., no son siquiera un hombre, sino sólo tienen, \
porque ellos mismos se lo han otorgado, el “nombre” de hombre: j
¡Pobre Nietzsche con semejantes discípulos, aún en la edad del
jopo y la indecisión, a ojos vistas, en sus hormonas! Terna él toda
la razón del mundo cuando trató de aldeanos a los tontos europeos:
ellos juegan juguetones; efectivamente “Hay hombres que pierden
todo su valor cuando escapan a su servidumbre” (N detzsche) y vi
ven la vida prendidos a “las faldas maternales” (K ierkegaard).
Es clarísimo, por otra parte, que todo lo que podemos decir
desde esta orilla sureña del mar Atlántico a esos nórdicos, ahitos'*
de carne humana y sus asesinos sacrificios humanos, no les signi
fica absolutamente nada ni, tampoco, a quienes por estos pagos
pampeanos y operando desde aquí entraron de lleno a participar en
el juego —esos mismos, no otros, son hoy los señores colorados a
quienes enfrentó mi abuelo, pero no siendo ya más, ni siquiera,
señores, sino solamente colorados con la sangre de los hijos aje
nos—, pues, desde que Fichte con todas las letras dijo: “Mi siste-
ima es del comienzo al fin un análisis del concepto de libertad' y
■desde esa perspectiva le sobran todas las objeciones”, sabemos ya
perfectamente y con toda claridad y sin ningún género de dudas
que no se nos permitirá “cuestionar” nada de lo que su voluntad
arbitraria y despótica, libre ya de toda inteligencia ordenadora de
cide. Lo sabemos. Sólo sufrimos menos porque lo sabemos, pero j¡
sin ninguna envidia de semejante barbarie y civilización, ni tampo
co rencor o resentimiento pues, gracias en primer lugar a nuestro
Dios y también a sus hombres, americanos y europeos, recordamos
ese no fue el camino del Cristianismo, ni, tampoco, el del hombre
clásico, ni tan siquiera el del noble e inocente animal cuadrúpedo
domado por el indio. Conservamos íntegra la memoria.
¿Qué es lo que nosotros conservamos vivo en la memoria?
¿Cuáles son las “Erótida Veneranda”? Lo que conservamos ínte
gramente en la memoria no puede ser sino aquello que muy clara
mente entendemos, pues, ¿qué mérito puede haber en aquello que
ignoramos? (S an B ernardo). Así es como de tal modo “elemental
y animoso” (B orges) conocemos la verdad que hallaron los filóso
fos griegos (N imio de A nquín) y la contenida en los catecismos
traducidos por los conquistadores que nos hemos dado cuenta :—de
allí mismo nuestra desnuda claridad— de que resulta imposible de
todo imposible pretender infantilmente conservar, no digamos las
virtudes cristianas, sino siquiera las virtudes humanas más primor
diales, si el método de hallazgo y conservación de esa verdad no
es el adecuado. Todo y el único esfuerzo —y permanente— ha
sido y es ahora llamar la atención de mis compatriotas sobre una
sola cuestión: “Puede ser verdad que, mientras la razón humanalL
permanece una e idéntica al tratar con los diferentes órdenes de|í
problemas, necesita, sin embargo, acercarse a ellos por caminos|
diferentes” (G ilson).
Nosotros conocemos con nuestra propia capacidad racional el
camino de regreso a nuestra propia casa después de haber estado
un tiempo borrachos andando a los tumbos y diciendo, lo primero
de todo, no, no estoy borracho. De ahí mismo es por lo que el
título de este libro pudiera adecuadamente haber sido fides quae-
rens intellectum, lo que expresa así una fe que busca claridad. De
ahí el recto orden de las cosas divino-humanas que me enseñaron
mis padres y mis abuelos y que no puede la razón del hombre, si
es astuta, ignorar, pues es signo evidente de equilibrio y cordura,
repetir siempre que si primero no creo en El-Camino no caminaré) |
nada y cada vez, si no creo, entenderé menos cómo debo y puedoj
regresar a las casas; pero también me enseñaron muy bien que, de
hecho, puedo de entrada no más creer en El-Camino-El-Únicó,
bendito sea El y su Madre, pero, si no uso todas las mañas y ar
timañas de mi propia inteligencia para ver de ir esquivando los
obstáculos en su recorrido, soy, en ese caso, no ya un beodo que
anda más perdido que a propósito molestando a las gentes en la
calzada y haciendo un soberano papelón en el estrado, sino, cosa
aun más grave, soy un paralítico —”4S) Enfermo el hombre de esa
manera, ciego de entendimiento, cojo en las obras, se hace árido en
el afecto” (Santo T omás) — que, además de mostrar la grotesca
invalidez de los músculos y piel resecos a los fortuitos transeúntes,
muestro mi alma miserable, desnudada sin piedad (¿...?) por Bau
delaire: MMi alma es una tumba, donde, mal morabito / Desde una
eternidad yo discurro y habito / Nada embellece el muro se esa
cárcel de enojos” (Castelxani), cuyo original dice así: “—Mon
âme est un tombeau que, mauvais cénobite, / depuis V éternité je
parcours et j ’habite... / Ríen n ’embellit les murs de ces cloitres
odieux...".
Nosotros, los cristianos argentinos, holgamos en nuestro cris
tianismo; por eso mismo somos y aparecemos tristes porque no llo
ramos: tumbón es nuestro nombre, o sub-nombre. En este preciso
sentido nos agrada la ironía de estas palabras de Sarmiento: “Noso
tros ni cristianos somos. Convencidos como estamos de que hemos
nacido católicos y que fuera del girón de la Iglesia no hay salvación,
descansamos en la dulce y consoladora esperanza de que todos
los demás se condenarán. Aquí son mil millones de seres humanos
que no entran en la geografía católica: cuestión de geografía la sal
vación”; pero aun más nos agrada lo que con todas las letras nos re
cuerda Marcelino Menéndez Pelayo: “Pueblo que no sabe su histo-,
ria es pueblo condenado a irrevocable muerte; ... afanándonos enj
correr tras todo espejismo de doctrina n u ev a,... ni menos con el in
fame recurso de renegar de nuestra casta y lanzar sobre las honradas!
frentes de nuestros mayores las maldiciones que solo deben caer so- *
bre nuestra necedad, abatimiento e ignorancia”. Eso mismo dicho de
los españoles; me refiero a lo de “abatimiento”, pues muy bien re
cuerdo la honrada y abatida frente de Francisco Sánchez, sus sudo
res y sus lágrimas: “¡Este es el fin de nuestros estudios, este es el
premio de tantas y tan vanas fatigas, vigilias perpetuas, trabajos,
cuidados, soledad, privación de todo género de deleite, vida se
mejante a la muerte, viviendo con los muertos, hablando y pensando
con ellos, absteniéndonos del trato de los vivos, abandonando la so
licitud de los negocios propios, ejercitando el espíritu y matando el
cuerpo, de donde vienen al sabio innumerables enfermedades, mu
chas veces el delirio, y en breve tiempo la muerte!” Nosotros, mien
tras tanto, andábamos argentinos ya abatidos pero con Montaigne.
¿Qué conocemos de nuestra propia historia que nos ha veni
do, querrámoslo o no, por los españoles? ¿Qué, de esta lucha sin
cuartel llevada a cabo por Francisco Sánchez, solo, contra la deca
dente escolástica medieval? ¿Guardamos, acaso, veneranda memoria
de ella? Hemos, por el contrario, realizado tan pocos esfuerzos por
entendemos a nosotros mismos que, sí, es exactamente así lo que
voy ahora a decir, si somos partidarios de Francisco Sánchez mal
decimos a Francisco Suárez y si lo somos de Suárez, maldecimos e
insultamos a su tocayo, maldiciones que sólo caen sobre nuestra
propia necedad e ignorancia, no sobre los dos Franciscos quienes
lucharon cuerpo a cuerpo como hombres y como cristianos. No pre
tendo decir seamos partidarios bien de uno, bien de otro, o de nin
guno de los dos. Yo sólo digo que si nosotros, los argentinos, ño
hacemos el mismo esfuerzo que realizaron ellos en la batalla, somos
irrevocablemente pueblo condenado a muerte por “renegados de
nuestra casta”. Es por eso que la palabra que nos define, no en
nuestro destino amorosamente previsto para nosotros —’’Cuando se
recibe un nombre / Se recibe un destino”—- sino en la inmediatez de
lo que ahora somos, es “argentino” puesto que, y ya en este siglo,
¿quién podrá dudar de que “Hemos dormido en todas las vigilias
del hombre”?, nos recuerda una y otra vez nuestro poeta Leopoldo
Marechal.
Cuando sospechemos, siquiera “alguito” nomás, como dice el
salteño Miguel con su alguito Facundo, lo que también repite in
cansablemente mi buena amiga y poetiza Doña Lila Perrén de Ve-
lasco: “La realidad realísima de Dios, la realidad inmediata de la
Patria y la realidad íntima del Honor”, comenzaremos a crecer so
bre nuestros propios pies, cambiándose la voz al volverse grave.
Pero también ya sabemos que "no es aún el tiempo ni es aún la
hora”, pues “Uno es como una lombriz solitaria en un intestino de
cemento” y “si se apaga el sol, aquí no nos enteramos” (A rlt).
Hasta un inglés solícito y educado nos aconseja: “La verdad, como
el oro, no es menos por ser nuevamente sacado de la mina; es el en
sayo y el examen lo que fija su precio; no el dictado de una vetusta
moda cualquiera; y aunque no ostente el cuño del curso corriente,
bien puede, pese a todo, ser tan antiguo como la naturaleza misma,
y, por cierto, no por eso menos genuino” (L ocke).
¿Cómo será de evidente nuestro andar mareado en el camino
que nuestros “filósofos latinoamericanos” propician para noso
tros como último modelo histórico de realización y de identidad na
cional el —¿será masculino, femenino o no tendrá sexo?— REI ' f c
KOKU TAI “a la japonesa” (C asalla)? Paréceme absolutamente
normal que los japoneses sean ellos japoneses, Le., que posean su
propia identidad, pero yo, por mi parte, ando lejos, demasiado lejos,
de poder, siquiera, entenderlos —en esta actitud va mi respeto por
ellos— y de desear yo mismo ser ahora súbdito del divino Empera
dor —y en esto va mi respeto por mi propia y exclusiva dignidad—
. Obviamente, “de poco vale un paisano sin caballo y en Montíel” y
“Es muy claro esto que afirmo: nada entenderá quien no creyérede”
y, por fin, “la consecuencia es, si ha de hacerse algo, que se debe
intentar nuevamente introducir el cristianismo en la cristiandad”,
evitando así que la lumbre natural de nuestros ojos no sea la prime
ra en encandilamos y engañamos para ir a Dios.
Cuando nuestros hombres de Iglesia retrocedan frente al tem
bladeral como, por instinto, lo hace el caballo y, por decisión pro
pia y la gracia de Dios, lo hizo mi querido amigo el Cura Doctor
Don Calixto Camilloni —diez años enteros no son poco tiempo en
la vida de un hombre, más bien son un reguero de días, meses y
años multiplicados al cubo. Eso yo espero— entonces nosotros,
simples peones en el tablero, no sufriremos ni temeremos más nues
tra propia debilidad en la pelea. Siendo común nuestro Credo, será
también certera la esperanza en el Alto Amor verdadero. “El propio
sujeto con la humildad que sus límites le infunden, debe sentarse
silencioso a la escucha de una palabra que interprete y plenifique su
existencia humana” (C amelloni). Pues, en efecto, “Dos horas son de
vida, grandísimo el premio” y “¡Buenos quedarían los soldados sin
capitanes!” (S anta T eresa de Jesús). “Así es que te rogamos por
todos; pues nadie es capaz de nombrar a cada individuo, desde lue
go, aunque pueda reseñar por encima todas las diferencias. Mas per
mítasenos nombrar todavía una diferencia. Te rogamos por aquellos
que son los ministros de la Palabra, por aquellos cuya tarea consis
te —en cuanto un hombre es capaz de ello— en atraer a los hom
bres hacia Ti. Y te rogamos por los cristianos seglares, para que
ellos —atraídos hacia Ti— no piensen tan corto de sí mismos como
si no les hubiese sido dado también a ellos el atraer a otros hacia Ti,
en cuanto un hombre sea capaz” (K ierkegaard).
Los catorce capítulos que componen este librito dedicado a
conmemorar el acontecimiento de los quinientos años del descu
brimiento de nuestra América, fueron escritos en distintas opor
tunidades y por distintos motivos durante estos últimos veinte años.
Su estilo, lo verá enseguida cualquier lector, es distinto y, a veces,
chocantemente diferente. De eso se hace absolutamente cargo el au
tor. Pero, si alguien tiene realmente la paciencia de llegar hasta el
final notará con toda claridad dos cosas, para m í personalmente,
muy importantes:
l 2. Todos ellos no son sino expresión de un mismo intento:
mostrar cómo resulta absolutamente razonable que la filosofía de
un hombre creyente cristiano es el mejor instrumento del que dis
pone para regresar, cada vez más suelto de cuerpo, con menos tro
piezo, a su Patria de origen; y
29. —y esto para mí ya es de absoluta importancia— verá
cómo a medida que yo avanzaba hacia esa luz de salvación verda
dera, intentada durante mucho tiempo por la práctica de una filoso
fía autónoma de la fe que me dieron mis padres, que Dios tenga en
su Gloria, esa misma especulación me sirvió para hacer de mí “un
hombre atento” (K ierkegaard) llevándome de la mano de maes
tros apropiados a encontrarme, de golpe y saltando yo de contento,
con mi propio corazón racional, aquietado. Por esta última razón
ha cambiado no sólo mi vida entera, sino, mi modo de contarla,
obviamente alborozado.
Todo lo que aquí digo, más o menos felizmente, lo digo para
que alguien, si anda buscando la receta de la felicidad, “no revuelva
la polenta sin anteojos” según el magistral consejo de Doña Petrona
C. de Gandulfo. “Y la palabra original porque decimos aqui revol
ver, quando se dice de las cosas del ánimo, ordinariamente signifi
ca la vuelta que hace al bien, quando se retira el mal. Y ansi, aqui,
pensamientos que me revuelven propiamente son pensamientos que
me refrenan, y que me llaman al bien siempre, enseñándome la na
turaleza de la virtud y del vicio, y lo que á Dios se debe, y lo que
amenaza y promete.” (Fray L uis de L eón). Y o le facilito en estas
páginas solamente la receta, como obsequio gratis de la casa. Pues,
como dice Pichuco —Aníbal Troilo—, “yo soy gratis, señor...; es
decir,... pobre con certificado” (Julián C enteya).
Tampoco tienen mucha importancia mis anteojos. Sólo la tie
ne la “Patria” del Cielo, pues quien tienen ojos propios para ver
sabe con absoluta certeza que “Allí todos son justos y santos, que
gozan del Verbo: Palabra de Dios sin lectura y sin letras. ¡Qué pa
tria! Es la Gran patria; desdichados son los que peregrinan lejos de
ella” (S an A gustín).
¡Qué negro, el Beréber, celeste!
\
A mi mujer
Myriam Irma Corti
Que ya ejecutó este Círculo
no vicioso, sino de salvación.
I. Organon o- ^
II. A claración
2f CIENCIA Nv
l Teología-Filosofía J
7 / EDUCACION 8/ TEOLOGÍA \
Católica-Neutra / ^ R e v e la d a -Ñ a ^
V. Citas
VI. Conclusión
CÓ M O M O VERSE AQUÍ
CIENCIA-C0SAS
TEMPORALES
\
FIDES QUAERENS o^INTEIXECTUM Tmimm SPECIES
^ CIENCIA-C0SAS
ETERNAS
CÓ M O M O VERSE A LLA
MEDITACIÓN DE UN JOVEN HOMBRE AGRADECIDO
Resumen.
Conversión.
¿Qué es amar?
Conclusión
Realidades indiscutibles de la fe y el am or
L a cuestión de la fe
Resumen
13.octubre.1973.
LA METAFÍSICA, HOY. MÉTODOS
Monismos y dualismos
Primera afirmación
Los ñlósofos
¿Quién es filósofo?
Nuestro método
Introducción
PENSAR Y SER
I
El M o d o d e F ilo s o f a r C ris tia n o
Para ello, nada nos parece mejor que traer en este momento
a colación lo que hemos afirmado sobre “La cuestión de un méto
do y la filosofía” en las Jomadas de Filosofía tituladas Filosofía
actual y Crisis del hombre en la Facultad de Filosofía y Humani
dades de la Universidad Católica de Córdoba en el año 1983. En
esa oportunidad decíamos lo siguiente: “Pareciera que la cuestión
que ahora plantearemos estuviese ya resuelta, sin más ni más, y
esto de tal modo que nuestra tarea de hoy no pudiese aparecer te
niendo otro significado que el de una franca pérdida de tiempo
frente a los gravísimos y más que urgentes problemas con los que
nos vemos todos, y todos los días, enfrentados sin posibilidad de
retardo o dilación alguna. Es muy cierta esta última impresión
que todos experimentamos, casi sin pausa. No nos hemos de dete
ner en ella.
Nos detendremos, sí, en la segura impresión que experimen
tamos de la importancia en esta cuestión de un método y la filoso
fía. Nos nos referimos, evidentemente, al método de la filosofía,
sino, a uno de los métodos y la filosofía. Si la cuestión que preten
diésemos plantear fuese la del método de la filosofía, resuelto éste,
no cabría obviamente la posibilidad de ensayar ninguna respuesta
filosófica fuera de él. Nuestra pretensión es más simple: intenta
remos mostrar cómo la filosofía puede funcionar dentro de un cier
to método, funcionamiento que, en absoluto, le impedirá funcionar
fuera de él. Avanzando un poco más, afirmaremos que la filosofía,
no sólo puede, sino, debe funcionar dentro del método propuesto,
lo cual reiteramos, no le quitará que pueda y deba funcionar, tam
bién, fuera de él.
El problema es antiguo como el cristianismo; lo cual no sig
nifica, necesariamente, su falta de actualidad ni, tampoco, de res
ponsabilidad histórica en la actual crisis del hombre; y, en ciernes,
aún más antiguo, ya que el cristianismo no inventó la filosofía,
sino, más bien, y luego de una muy larga disputa entre criterios
distintos, la incorporó al cuerpo de su doctrina, e.d., la convirtió en
un instrumentos esclarecedor de la misma revelación. Para decirlo
de otro modo: nos sólo los entonces doctores cristianos establecie
ron la posibilidad de filosofar dentro de la fe, sino, lo que es mu
cho más severo, pusieron en evidencia la necesidad ineludible de
su uso como signo de la madurez de un hombre creyente.
En este problema la actitud de los medievales es distinta de
la nuestra contemporánea. Para nosotros, en efecto, que somos he
rederos directos de los modernos, quienes establecieron la autono
mía de la razón y de la filosofía respecto de la teología cristiana,
todo el problema se centra en no desvirtuar la filosofía, i.e., la
razón del hombre, en su contacto con la fe. ¿Qué fuerza y poder
dignos del hombre podría mantener la razón que confiesa paladi
namente su incondicional servicio a la ciencia, no del hombre,
sino, del Dios revelado? ¿Qué libertad y honor humanos resultarían
sostenibles en la expresa declaración de esclavitud ante la autori
dad del Dios creador y redentor?
La situación de los medievales frente a esta formulación apa
rece exactamente como la otra cara de la moneda; ¿Cómo lograr
que la razón del hombre, creatura de Dios y miserable pecador re
dimido por ese mismo Dios, no desdibuje aún más con atrevidas
formulaciones lógico-racionales el misterio insondable de lo que
Dios mismo dice de sí que es y de lo que él hizo, y no adelgace,
aún más, con su obrar inseguro e inestable los hilos que le aguan
tan para que no naufrague trágicamente? ¿Cómo no desvirtuar, es
decir, restarle todo poder de salvación a la palabra revelada con la
intromisión de la razón?
Así fue como el medieval estableció una muy estrecha rela
ción entre la fe y la filosofía a través del clásico método fides
quaerens intellectum, por medio de cuya aplicación la razón del
hombre intentó entender esa misma fé salvadora estructurando los
contenidos inteligibles revelados en una ciencia llamada con toda
seguridad teología.
No hemos de historiar el intento de reunión, ni, tampoco, el
intento de separación radical de la fe y de la razón en el Occiden
te cristiano, pues no es esa nuestra intención. Sólo observaremos
lo siguiente: Hoy, habiendo aún fe cristiana, hay hombres que se
autodenominan teólogos, y, siendo hombres que aún usan la ra
zón, filósofos; en todos ellos se da una característica muy peculiar
de modo tal que apenas aparecen en escena muestran el problema
que queremos plantear: Efectivamente, cuando en un mismo hom
bre se da la fe y la razón aparece en él, con toda seguridad, un
problema aparentemente insoluble, mejor dicho, un conflicto que
pareciera no dejarle otra alternativa que ésta, o bien eliminar la fe
para seguir siendo hombre, o bien abandonar la razón para seguir
siendo creyente. jEl mismo viejo problema y el mismo viejo mal
entendido!
Nuestra propuesta reza así: la única manera de que no sobre
venga, necesariamente, semejante disyunción consiste en volver al
método por medio del cual se llega, también necesariamente, a la
conclusión de que, por más viejo que sea el problema, resulta
siempre de máxima actualidad su ya clásica solución.
Observaciones
Malentendido
Es aquí donde nos encontramos con un malentendido. No
pretenderemos desatar todos los nudos del problema, sino indicar
solamente por dónde va el hilo de su madeja para así no realizar
un esfuerzo que nos dé por resultado lo contrario de lo que se
quisiera lograr.
Es un lugar común que se diga lo siguiente: la filosofía no
es teología y, por supuesto, la teología no es filosofía. Con sólo
dos aclaraciones a esta afirmación se pondrá al desnudo el
malentendido.
PRIMERA ACLARACION.
SEGUNDA ACLARACIÓN.
CONSECUENCIA
Observaciones
II
E nte y S er
EL CAMINO DE LA VERDAD
III
L a C r e a c ió n d e l a N a d a
Razón Fe
Ser Dios
Ente Creatura
Inmanencia Trascendencia
Unidad Multiplicidad
Participación Analogía
Univocidad Equivocidad
Filosofía Teología
Mostración Demostración
Potencia Posibilidad
Necesidad Contingencia
Orden Caos
Justicia An-arquía
f ^/V - v
0 ú /* - r ^ '
que entre los cristianos, católicos y protestantes, hacía ya mucho
I (tiempo había desaparecido la noción medieval de teología.”7
° v' ^ ¡Hubo dos modos de destruirla: uno, el usar de la filosofía,
como si no se usara de ella, para elaborar una teología.'/En el como-
^ si-no-se-usara-de-ella está la anormalidad.^Bso mismo es lo que
hicieron todos los escolásticos confundiendo, Ingenuamente, un mé- ^
todo didáctico de enseñanza de la filosofía, con la filosofía. De tal
modo es esto obvio, ¡aun hoy y aquí!, que los escolásticos creen
(7
que su filosofía, generalmente de manual, es —¿quién lo podría po-
ner en duda?— la filosofía. Es autónoma, como cualquier filosofía, <?■0 <2.
de la fe cristiana y de su ciencia, la teología. Pero, goza de las pre-
rrogativas de infalibilidad de las mejores verdades reveladas: ¡es la
única filosofía verdadera! Si alguien se atreve a disentir, en cual
quier cuestión filosófica, de ella, inmediatamente se le aplica una
resolución conciliar de tal o cual concilio de la Iglesia católica y
queda solucionado, ya, el problema. G ilson vivió personalmente
este modo permanente y extraño, por demás, para un filósofo, de
plantear y resolver cualquier problema.
/E l otro modo de destrucción de la teología medieval fueren
viendo los teólogos protestantes este solipsismo de algoritmos ló
gicos que pretendía autobastarse a sí mismo hasta el límite, inaudi
to, de fundar en su pretensión la misma revelación cristiana, fue,
decimos,^ííegar la filosofía, cualquiera fuere, en nombre de una
teología sin logos; sin logos es decir poco, ya que se pretendió que
la fe fuese un contra-/0(g05.jNuevamente volvía a escena la vieja
discusión medieval, pero, ya no eran los mismos ni los actores, ni
el escenario, ni, siquiera, la misma la significación de la letra en el
guión.
Mientras tanto, los demás, los filósofos no creyentes, no po
dían menos que negar la teología, afirmando, sin más, la filosofía,
pero, en un intento, de progresividad creciente, de desteologización
de la misma filosofía. Con un ejemplo sólo bastará para mostrar la
situación actual de este proceso: la vieja noción de teología medie
val entró en la substitución sucesiva de métodos y, por lo tanto,
también de contenidos; se habló prim eram ente de teología natural;
luego de teodicea, para desembocar finalm ente en la filosofía de la
religión, fenom enología de la religión, psicología de la religión,
sociología de la religión, etc., o sea, en una teoría científica en
permanente y seguro progreso. En realidad, la teología fue siguien
do todos los senderos recorridos por lá mism a filosofía. Por ejem
plo, muchos intentaron, sobre todo a partir de K ant, convertir la
teología en filosofía; mejor dicho aún, convertir la teología en
antropología, conservando algunos, como en el caso del mismo
Kant, el dios despótico de su filosofía. E n realidad de verdad,
quien, así planteadas las cosas, saca todas las consecuencias y tie
ne, por consiguiente, toda la razón del m undo, es N ietzsche, esta
bleciendo, ya en el pasado siglo, la única conclusión coherente: los
cielos han pasado; sólo queda la tierra, y todo lo que hay en ella.
Definitivamente el hombre es ahora el único dios omnipotente.
Se quedó G ilson mirando el cielo pero, sin poder dejar de
ver la tierra y con tal agudeza en la mirada que se volvió necesa
riamente un filosofante. ¿Quién es G ilson? No es un filósofo es
colástico de los corrientes. No es un teólogo católico, ni
protestante; tampoco, un filósofo protestante. No tiene el estilo de
los filósofos modernos que intentaron conservar a Dios, como
pudo haberlo pretendido K a n t o el m ism o H egel. M enos que me
nos tiene el aire de aquellos que como Feuerbach, N ietzsche o
M arx, intentaron excluir totalm ente a Dios de la realidad. No es,
tampoco, un filósofo contemporáneo que nos m uestre la “libera
ción de la teología” o “la miseria de la teología”.^Gilson es un fi
lósofo escolástico del mejor estilo m ed ie v aljL a palabra utilizada
por él para describir la situación lo define y perfila, sin posibilidad
de confusión, a él mismo: “El espíritu de la filosofía m edieval”.
Pero como^ estos filósofos escolásticos no fueron con precisión ¡
filósofos sino exactamente t e ó l o g o s ^ G i L S O N es un filósofo, y, tam-í
bién, mas en segundo lugar, un historiador que transitó una y otr^
vez la historia de la teología y de la filosofía intentando entender la
relación entre ambas, y quedándose sin poder llevar a cabo la obra
propia de aquella^Toda su robusta alegría brotando en cualquiera
de sus páginas escritas le viene de haber entendido esta relación,
pero, también de allí le viene todo el dejo de tristeza que aflora, de
vez en cuando, como una queja, por no disponer ya más de tiempo
suficiente para dedicarse por entero a lo que en realidad se dedica
ron todos los medievales: conocer quién es Dios investigando, para
ello, lo que Dios hizo. Ya volveremos sobre esto mismo. G ilson
tiene la impresión, a medida que envejece sobre los textos, de ha
ber perdido el tiempo precioso de su vida hablando entre sordos.
No es precisamente, nos dirá, que los hombres no quieran ver ni
oir, menos que menos, los creyentes, como, así tampoco, los hom
bres no creyentes, sino quedara ver y oir lo que hubiere que ver y
escuchar se requiere, como en todo el método apropiado. Sin él,
sin el método con el cual se estructuró por lo menos una teología,
la medieval, resulta imposible el intentar siquiera mantener en pie
los contenidos verdaderos y de salvación^ Este es, pues, el meollo
de la experiencia de G elson: “La filosofía es sierva de la teología,
está claro.” Por eso se convirtió, en pleno siglo veinte, en aquello
jfeque los medievales denominaron con justeza: un filosofante.
El Ser y la Verdad
Córdoba, 19.septiembre.1984.
PROSLOGION SEÜ FIDES QUAERENS INTELLECTUM
Aclaraciones
1. Creer y filosofar
2. El método
7. Filosofía cristiana
EL POETA ...
EL TEÓLOGO-FILÓSOFO
A mii cuñado-amigo,
Enrique Camilo Corti,
partícipe, como mi consorte,
del Círculo, y, también, padrino.
¡Qué suene común la nuestra!
L a pezuña de oro
La pezuña de plata
La pezuña de oro-plata
El hombre fanático
Para mi coleto resulta del todo evidente que ambos a dos, en
frentados en tal situación, inevitablemente se vuelven recíprocos
caza-brujas. Y por más que proclamen megafónicamente lo con
trario, los libertarios-humanistas contra los libertarios-absolutistas y
los libertarios-absolutistas contra los libertarios-humanistas, ambos
se vuelven en todas sus relaciones déspotas sin límites, nada más
que solapados, unos detrás de la verdad absoluta y los otros, detrás
de verdades relativas, lo cual me parece desde todo punto de vista
coherente en cuanto que necesariamente es la única operatividad
efectiva con la que pueden contar, aunque obviamente no verdade
ro, sino falso de toda falsedad. Es evidente que los humanistas son
responsables de sí mismos en lo que hacen o dejar de hacer; pues es
eso obvio todo vez que del hombre se trata y no, de una vaca, pero
no soy yo quien pueda en estos tiempos exigirles el rédito de lo que
es hoy para ellos un imposible crédito, pues me rechazarían de pla
no cualquier pretendida hipoteca. Más bien lo que a mí me tiene ya
hace un tiempo desvelado es la responsabilidad mía —exclusiva
mente mía— la de filósofo creyente cristiano, la de hombre y la de
redento, que, en cuanto tal, no puedo darme el lujo de entrar a pas
tar, y menos que menos a pastorear, en cualquier campo. En este
permanente estado de vigilia en que consiste mi oficio, cada día que
pasa, veo brillar con más brillo la pezuña de plata de mi querida ter
nera, en la exacta proporción en que se me aclara la luminosidad de
su pezuña de oro, y es aquí, mirando yo insistentemente éstas sus
dos pezuñas, donde veo brotar el brillo luminoso, que ya no encan
dila mis ojos nocturnales, de la otra pezuña, la de oro-plata, la Sa
grada doctrina y teología, y a su misma luz verdadera discierno con
claridad meridiana su única, su exclusiva responsabilidad en todo lo
que está desde hace siglos aconteciendo. ¿Qué equilibrio vivo podrá
mantener mi novilla y con qué pundonor bailará ella su danza sacri
ficial-final si la teología ignora cuál es el oro verdadero y cuál la
verdadera plata y, por consiguiente, pretende avanzar hacia el Altar
sin pezuña de oro, sin pezuña de plata, dejando de tener también la
pezuña de oro-plata verdadera, sólo quedando entonces “una niña de
voz y pies desnudos”? Sólo se queda mi ternera con una sola pezu
ña, y, ésta, de lata. Lo que estoy diciendo se parece a un cuento e
infantil: ¡Ojalá lo fuera!
La pezuña de lata
La Gaya Ciencia
L a lagaña en el ojo
I - ÓRDENES COGNOSCITIVOS
X. Conocimiento científico.
2. Conocimiento filosófico.
3. Conocimiento teológico.
E - LA METAFÍSICA Y LA TEOLOGÍA
Pero hay otra manera de ver la realidad según la cual las afir
maciones metafísicas adquieren, porque en sí mismas lo son, un ca
rácter de absojutez intemporal e inespacial. Si algo es verdad
metafísicamente, lo fue sin duda en el pasado cuando se lo afirmó
por vez primera, como lo es en el presente y lo será, sin ninguna
duda, en el futuro. Mientras la pura temporalidad resulta inconcebi
ble, el tiempo y la eternidad pueden lograr una relación. Esta posi
ción dice expresamente que el ser es ese algo inespacial e
intemporal, lo cual no quiere decir que el ser del espacio y el ser del
tiempo no son reales. Todo el problema consiste en que haya una flfVfD&Q
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BREVE Y PREVIA CONSIDERACIÓN METÓDICA
Decisión y V erdad
Conclusiones
Única Conclusión
(Chesterton)
Ahora hoy mismo en el año del Señor 1992, y ahicito nomás
en las sierras de Alta Gracia de esta Córdoba de la Nueva Anda
lucía, la señora Rosa Centeno, venerable abuela de 95 años de
vida, señaló dulcemente con el dedo a mi amigo diciendo con voz
fírme: “Usted, m ’hijo, es mi Pascua”, eco exacto de las palabras
textuales de Benito, no el de Amsterdam filósofo, sino el de Nur-
sia monje.
Un sucedido nunca es un cuento, me enseñó, a su vez, a mí
desde muy pequeño, mi abuela Doña Isidora Varela viuda de Pé
rez. Yo también creo que mi abuela estaba en la verdad.
LETTRE DE BETTINE SUR LA MUSIQUE ”
Introducción ............................................................................. 21
I. ¿América y Cristianismo? ........................................ 53
II. Meditación de un joven hombre agradecido....................... 63
DI. La unidad viva del hombre concreto........................... 85
IV. La Metafísica, hoy. Métodos............................................... 103
V. A la memoria de Carlos Astrada. El Marxismo y el
Cristianismo......................................................................... 111
VI. Filosofía y Teo-filosofía: Nimio de Anquín....................... 125
VII. Étienne Gilson: Un extraño filosofante entre elviejo y
el nuevo mundo durante el siglo X X ................................ 191
VID. Proslogion sen fides quaerens intellectum........................... 209
IX. Don Benya el Meditabundo................................................. 241
X. Conmemoración de Romano Guardini................................. 279
XI. Yo, Leopoldo Marechal, el redento..................................... 283
XII. Desteologización de la filosofía y situación dé lafilosofía
de la religión....................................................................... 303
XIII. Breve y previa consideración metódica............................... 317
XIV. Renacimiento y la historia de una nacimiento. Real
alternativa............................................................................ 333
Conclusión......................................................................................... 347
“No se haría nada, si no fuera por los hijos. ’