Jose Rerez

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AMOR Y VERDAD

JOSÉ RAMÓN PÉREZ

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MEMORIA *
AMOR Y VERDAD
II

EDICIONES ALFA-BETA BIBLIOTECA


CÓRDOBA DEL TUCÜMÁN INSTITUTO DE FORMACION DOCENTE
1992 " D O M IN G O S A V IO ”
9 de Juüo 1050 ■ Tel.: 4 2 88563

C.D.V.

Autor:
Foto de contratapa:
Tristón Álvarez Igarzábal

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Queda hecho el depósito que marca la ley N° 11.723


Ediciones Alfa-Beta
Córdoba, octubre de 1992

í
A “mi criatura ”
“««ú niña ” "esta niñita de nada ”
de la cual soy "padre ante Dios"
y a quien bauticé María Dolores
regalo este libro con su hilo de oro
en sus 44veinte pétalos-frescos-el Amor”
y en sus 44veinte espinas-pun&ntes-el Dolor ”
44tal, hija mía, el rigor del corazón humano
K-

T.;
"Nimirum hoc ipsum quod dico: qui non cre-
dideret, non intelliget".
Es muy claro esto mismo que afirmo: nada
entenderá quien no creyérede.
San Anselmo de Canterbury

*7En cuánto peligro y temor vive el hombre


pues la misma lumbre de sus ojos natural
con que se ha de guiar, es la primera que le
encandila y engaña para ir a Diosr.
San Juan de la Cruz

"La cristiandad fui abolido el cristianismo,


sin darse propiamente cuenta; la consecuen­
cia es, si ha de hacerse algo, que se debe
intentar nuevamente introducir el cristianis­
mo en la cristiandad".
Kierkegaard

“De poco vale un paisano/ sin caballo y en


Montiel".
Atahualpa Yupanqui
T
"55. SÓCRATES: Que, oh Tysias, antes de que vinieras estábamos
casualmente diciendo que esa tal verosimilitud se engendraba en la ma­
yoría por semejanzas con la verdad; en cuanto a las semejanzas dijimos
largamente poco ha que quien conoce de idea la verdad sabe siempre
encontrarlas bellísimamente. Si, pues, tienes alguna otra palabra que
decir acerca de esta arte, la escucharemos; si no, asentiremos a lo que
se acaba de explicar: que, quien no sepa contar y discernir las naturale­
zas de los futuros oyentes ni dividir los seres según tipos eidéticos y no
sea tampoco capaz de abarcar cada cosa según unidad y con una idea,
jamás llegará a técnico en razones y palabras en cuanto le es posible al
hombre. Posesión es ésta que sin mucho ejercicio no se alcanza, y es
preciso que el varón prudente tome sobre sí este trabajo no para hablar
y tratar con hombres, sino para poder decir cosas gratas y hacer, a la
medida de sus fuerzas, obras del todo agradables a los dioses.
Así que, oh Tysias, nuestros mayores sabios afirman que hombre
cuerdo no se preocupará de agradar a consiervos, a no ser por apéndi­
ce, sino a señores buenos y de buenas cualidades. De manera que si la
vuelta es larga, no te admires, que por amor a las grandes cosas hay que
dar muchas vueltas; al revés de lo que tú crees. Y afirma nuestro razona­
miento que, si uno se lo propone, las grandes cosas resultan por las
vueltas acrecibles en belleza.
FEDRO: Bellísimamente dicho, Sócrates, a mi parecer, si es que
hay alguien que de ello sea capaz.
SÓCRATES: Pero, en fin, tómese por empresa de sus manos lo
bello y pásele a uno en este punto lo que lo pasare.
FEDRO: Enteramente de acuerdo.
SÓCRATES: Y baste con esto acerca del arte de la palabra y del
que no lo es.
FEDRO: Bien.
SÓCRATES: Falta, con todo, tratar de la propiedad e impropie­
dad en los escritos de manera que se hayan bellamente, y de los modos
de impropiedad. ¿No es así?
FEDRO: Sí.
59. SÓCRATES: ¿Sabes, pues, el modo de que, al ocuparse o ha­
blar acerca de discursos, se agrade máximamente a Dios?
FEDRO: No en absoluto; ¿y tú?
SÓCRATES: Por cierto que hay en éste punto una leyenda de
nuestros antepasados; ellos sabrán lo que haya de verdad. Mas si noso­
tros mismos encontráramos la verdad, ¿acaso tendríamos que preocupar­
nos todavía de opiniones humanas?
FEDRO: Donosa pregunta. Mas di lo que afirmas haber oído.
SÓCRATES: He oído, pues, que hubo en Naúcratis de Egipto un
dios, de los antiguos allí; cuya ave sagrada recibió el nombre de Ibis; y
este demonio, el de Teut. Primer inventor del número y del cálculo, de la
geometría y de la astronomía, del ajedrez y los dados, y lo que es más,
de la escritura. Reinaba a la sazón sobre Egipto entero Thamos, desde
aquella gran ciudad del Egipto superior que los griegos llaman Tebas de
Egipto y a su dios Ammón. Viniendo, pues, a él Teut le mostró sus artes
y le dijo ser menester comunicarlas a los demás egipcios. Preguntóle el
otro cuál era la utilidad propia de cada una; y, habiéndola explicado,
según que le pareció bellamente o no bellamente dicho censuró o alabó.
Muchas fiieron las cosas, como se cuenta, que, sobre cada una de
las artes, en pro y en contra, Thamos y Teut se dijeron. Largo fiiera re­
ferirlas. Mas cuando se llegó a la escritura, dijo Teut: He aquí, oh rey,
una enseñanza que hará a los egipcios más sabios y memoriosos, que
con ella se inventó el remedio para memoria y sabiduría. Quien a su vez
contestó: ¡Oh artífice de artífices, Teut; uno es el capacitado para dar a
luz las cosas de arte, otro el apto para juzgar el lote de daño o provecho
que reportarán quienes las emplearen. Y en este caso tú, padre de la
escritura, le has atribuido por benevolencia lo contrario de lo que pue-
de; porque la escritura producirá en las almas de los que la aprendieren
el olvido precisamente, por descuidar la memoria, ya que, confiados en
lo escrito>desde afuera y por extrañas improntas y no desde dentro de sí
mismos les vendrá el recuerdo. Inventaste, pues, no remedio para la
memoria sino para la reminiscencia.
En cuanto a sabiduría, proporcionarás a los discípulos su apa­
riencia, no su realidad de verdad, porque te resultarán resabidos, no
instruidos; parecerán grandes conocedores, siendo en realidad ignoran­
tes de casi todo, y además insoportables en el trato, pues resultarán sa­
bios aparentes en vez de sabios reales.
FEDRO: ¡Con qué facilidad, Sócrates, compones relatos egipcios
y de donde quieres!
SÓCRATES: Querido, otros afirmaron que en el santuario de Jú­
piter de Dodona salieron de un roble las primeras palabras adivinato­
rias. Y a estas gentes, por no ser como vosotros los jóvenes, sabias, les
bastaba en su simplicidad escuchar lo que decían robles y piedras, con
sólo que dijeran verdad. Para ti, por el contrario, hay tal vez que distin­
guir quién lo dice y de dónde es, porque no miras sólo si las cosas son
así o asá.
FEDRO: Pegas bien; y me parece que, sobre la escritura, las co­
sas son como el Tebano las dijo.
60. SÓCRATES: Por tanto, quien piense haber dejado tras sí en la
escritura un arte y quien, a su vez, lo reciba cual si de las letras hubiese
de sacar algo en claro y en sólido, extremara su simplicidad, y descono­
cería en su realidad de verdad el oráculo de Ammón, si cree que pala­
bras escritas valen para mucho más que para recordar lo escrito a quien
ya lo conoce en idea.
FEDRO: Exactísimamente.
SOCRATES: Terrible cosa, Fedro, es esa semejanza tan verdadera
que se da entre escritura y pintura; que las creaturas de éstas preséntan-
se cual cosas vivas, mas si se las pregunta algo se callan con grande y
solemne silencio. Lo mismo hacen las palabras escritas: creyeras que
entienden lo que dicen, mas si, con intención de aprender, les preguntas
algo de lo que dicen, indican por signos una y la misma cosa siempre. Y
una vez escrita, toda palabra rueda en todas direcciones, hacia los
entendidos exactamente lo mismo que hacia los que en nada se interesan
por ella, y no sabe a quiénes debe decirse y a quiénes no. Si se la trae
a despropósito, si contra justicia se la calumnia, necesita siempre de
paterno socorro, porque ella de sí no puede ni defenderse ni ayudarse.
FEDRO: También esto lo dijiste correctísimamente.
SÓCRATES: Y ¿qué en cuanto estotro?: ¿consideramos cómo se
engendra otro discurso, gemino hermano del primero, y de qué manera
llegará a hacerse mejor y más poderoso que él?
FEDRO: ¿De qué discurso hablas y cómo dices se engendra?
SÓCRATES: Del que se escribe con ciencia en el alma del apren­
diz, poderoso a defenderse a sí mismo, sabedor de a quiénes debe hablar
y callar.
FEDRO: ¿Hablas de la palabra de conocedor con idea, palabra
viviente y animada, de la que la palabra escrita dijérase con justicia no
ser sino imagen o ídolo?
61. SÓCRATES: Así es del todo. Pero dime: un labrador inteli­
gente, cuidadoso de las semillas y con voluntad de que lleven frutos, al
sembrarlas durante el verano en algunos jardincillos de Adonis, ¿se ale­
grará en serio de ver cómo en ocho días se ponen bellos? O de hacerlo
¿no será por juego y en gracia de la'fiesta? Que si lo toma en serio,
utilizará el arte agrícola, sembrará en terreno apropiado y se dará por
satisfecho si la sementera llega a sazón en ocho meses.
FEDRO: Así es, Sócrates, que en un caso lo tomará en serio y en
otro de otra manera: de la que dices.
SÓCRATES: mas del sabio en cosas justas, bellas y buenas ¿ha­
bremos de decir que tiene para sus propias semillas menos inteligencia
que el labrador?
FEDRO: En manera alguna.
SÓCRATES: No irá, pues, en serio a escribirlas con agua negra,
sembrando mediante ¡a pluma con discursos, impotentes por igual para
enseñar suficientemente la verdad.
FEDRO: No es verosímil por cierto.
SÓCRATES: No lo es, en efecto. Al contrario, por juego sembrará
y escribirá esos jardincillos de letras —tal me parece—; más, en caso de
escribirlos, atesorará para sí en ellos recordatorios para cuando le lle­
gue la desmemoriada vejez y para cuantos sigan sus mismas huellas; se
deleitará viendo sus delicados brotes; mientras otros echarán mano a
otros niñerías —buscando su refrigerio en banquetes y en otras cosas
hermanas de ellos—, me parece que aquél pasará su tiempo divirtiéndo­
se en vez de con aquéllas con estotras cosas que digo.
FEDRO: De bien bella diversión hablas, Sócrates, en parangón
con las otras: de las de quien puede divertirse con palabras, componien­
do mitos acerca de la justicia y demás cosas de que tú hablas.
SÓCRATES: Pues así es, en efecto, Fedro querido. Mas los es­
fuerzos en este punto resultan más bellos cuando, sirviéndose del arte
dialéctico y tomando alma apropiada, se plantan y siembran con ciencia
palabras tales que se basten para ayudarse a sí mismas y a su sembra­
dor, y no sean estériles sino fecundas en otras semillas con que otras
palabras, nacidas en naturales diversos, sean a su vez capaces de repro­
ducir lo mismo, inmortalmente y para siempre, haciendo a quien las
poseyere feliz lo más que le es permitido al hombre.
FEDRO: Muy más bellamente dicho

Fedro, 273-277
I
Dificultades. Parece que Cristo debió exponer su doctrina por
escrito.

1. Para esto se inventó la escritura, para conservar la memoria de la


doctrina en el futuro; pero la doctrina de Cristo debe durar por siempre,
según aquello de San Lucas: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis pa­
labras no pasarán *. Luego parece que Cristo debía encomendar su doc­
trina a la escritura.

2. La ley vieja precedió a Cristo como su figura, según lo que leemos en


los Hebreos: “La ley es la sombra de los bienes futuros’'. Pero la ley
vieja fue escrita por Dios, conforme a lo que se lee en el Exodo: *Te
daré dos tablas de piedra y la ley y los preceptos que en ellas escribí”.
Luego parece que Cristo debió escribir su doctrina.

3. A Cristo, que venía a iluminar a los que moran en las tinieblas y


sombras de muerte, tocaba excluir toda ocasión de errar y abrir el ca­
mino de la fe. Esto lo hubiera hecho poniendo por escrito su doctrina,
pues dice San Agustín que “suelen algunos mover esta cuestión: ¿Por
qué no escribió nada el Señor y nos obligó a recibir de otros escritores
lo que de El hemos de creer? Esto dicen, sobre todo, aquellos paganos
que no se atreven a culpar a Cristo o blasfemar de El y que le atribuyen
una altísima sabiduría, pero que le tienen por puro hombre. Y afirman
que los discípulos lo exaltan por encima de la verdad, diciéndole Hijo
de Dios, Verbo de Dios, por quien todo ha sido hecho. Luego, el mis­
mo Santo añade: "Parece que éstos están preparados a creer lo que de
sí mismo hubiera escrito, pero no lo que otros, según su capricho, pre­
dican de E ln. Luego parece que Cristo debió consignar por escrito su
doctrina.
Por otra parte, en el canon de las Escrituras ningún libro hay que
lleve su nombre.

Respuesta. Por diversas razones fue conveniente que Cristo no ex­


pusiera por escrito su doctrina. Primero, por la dignidad de El mismot A
más alto doctor corresponde más alta manera de enseñarr y a Cristo,
como a excelentísimo doctor, correspondía este modo de enseñar, que
consiste en imprimir la doctrina en los corazones dé los oyentes. Por
esto leemos en San Mateo “que enseñaba como quien posee autoridad
Aun entre los filósofos gentiles, Pitágoras y Sócrates, que fíieron eminen­
tes doctores, no escribieron nada. Los escritos a esto se ordenan, a im­
primir la doctrina en los corazones de los que leen.
Segundo, por la excelencia de la doctrina de Cristo, que no puede
encerrarse en un escrito, según aquello que dice San Juan: “Muchas
otras cosas hizo Jesús que, si se quisieran escribir una por una, todo el
mundo no bastaría para contener los libros que se escribirían ". Lo que
San Agustín declara, diciendo: “No quiero decir que el mundo no podría
contener los libros en su espacio sino que no podían ser comprendidos
por la capacidad de los lectores En suma, si Cristo hubiera puesto por
escrito su doctrina, los hombres hubieran medido la alteza de su doctri­
na por sus escritos.
Tercero, para que su doctrina ordenadamente llegase de El a to­
dos los demás. De este modo, El enseñó a sus discípulos, los cuales lue­
go, de palabra y por escrito, enseñaron a otros. Si hubiera escrito, su
doctrina llegaría inmediatamente a todos. Por esto se dice de la Sabidu­
ría que “envió sus doncellas a convocar desde lo alto de la ciudad”.
Conviene saber, sin embargo, al decir de San Agustín, que al­
gunos paganos pensaban que Cristo había escrito algunos libros de arte
mágico, con los que hacía milagros. Pero la doctrina de Cristo condena
semejantes libros. *Esos que afirman haber leído tales libros no son
capaces de realizar los milagros que ellos admiran en ellos. Juicio de
Dios es que yerran diciendo que tales libros iban dirigidos a Pedro y a
Pablo, porque en muchos lugares ven a éstos pintados con Cristo. Ni es
maravilla que se dejen engañar por los pintores que esto inventan, sien­
do así que, en todo el tiempo que en carne mortal vivió Cristo con sus
discípulos, Pablo no era de ellos todavía ”.

Soluciones. L Dice San Agustín en la misma obra que "Cristo es


la cabeza de sus discípulos, los cuales son miembros de su cuerpo. De
manera que, cuando ellos escribían lo que El les había enseñado, se pue­
de bien decir que es El mismo quien lo escribía, puesto que los miembros
realizan lo que al dictado de la cabeza entendieron. Todo cuanto quiso
El que nosotros leyésemos de sus hechos y dichos, eso es lo que El man­
dó que escribiesen aquellos que hacían de manos suyas n.

2. La ley vieja se daba en imágenes sensibles, y por eso fue bien


que se escribiera con signos sensibles. Pero la doctrina de Cristo es “ley
del Espíritu de vida " y debió ser escrita “no con tinta, sino con el Espí­
ritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del
corazón ”, según dice el Apóstol.

3. Cuantos se niegan a prestar fe a lo que los apóstoles es­


cribieron de Cristo, tampoco hubieran creído los escritos del mismo
Cristo, de quien opinan que realizó sus milagros por arte mágica ”.

S. Th., 3 q.42 a 4 (B.A.C.)


INTRODUCCIÓN

Mi abuelo Ramón Pérez, a comienzos de siglos, logró salvar


su vida milagrosamente debido a su pingo parejero que montaba.
El abuelo criaba caballos de carrera en su campo en la Banda
Oriental de Uruguay. Declarada la lucha civil allá por el 1900 en­
tre blancos y colorados cayó él, con otros paisanos, prisioneros de
estos últimos. De a uno se les iba indicando se fuesen yendo al
trote y despacito —igual un desfile— y, también, de a uno, lo eli­
minaban a medida que se alejaban en sus respectivos caballos.
Cuando le tocó el tumo al abuelo nadie sé percató de su monta.
Sucedió así, cuando al pasar entre sus adversarios y futuros ejecu­
tores del ejercicio mortal, pegó el grito a su caballo —igual fuera
una carrera cuadrera— desprendiéndose como un relámpago del
grupo pero sin poder impedir la herida de un plomo en su cuerpo
maniatado. Galopó así hasta que, agotado tanto él como el noble
animal, fue a parar a las casas de gente que al verlo en ese estado
lo atendieron y curaron de las heridas: eran éstos, los dueños, seño­
res colorados.
Luego más adelante, y viendo ya la lucha emprendida detrás
de la bandera azul y blanca de Don Aparicio Saravia perdida en
esa partida, él con sus hijos, sin mujeres, y dejando todo en sus
tierras, se cruzaron durante “una noche obscura” al Entre Ríos, sin
ser vistos ni oídos, por el río Uruguay, unos a nado, otros prendi­
dos a las colas de sus caballos; uno entre todos ellos venía mi
padre.
Mentó este sucedido para mostrar simplemente que la vida
de un hombre, como también la de sus mujeres, por lo menos la de
los míos, es una batalla y que resulta imposible para un criollo de
estas pampas, cuchillas y estos ríos, el río Uruguay es aún más
ancho que el río Paraná, librar una batalla, cualquiera sea, sin bue­
nos caballos, fíeles a la tierra y al torrente caudaloso de sus aguas.
“Profunda es esta guerra y combate, porque la paz que espera ha
de ser muy profunda” (S an J uan de la C ruz).
Para un hombre de estos pagos “martinfierreredos” todo el
asunto consiste en la averiguación de dónde se encuentra el centro
de la gran batalla entre los Cielos y la Tierra, y los infiernos; y
'"'asi no comience a vaguear en vano tras las pisadas de las com­
pañías” (San J uan de la C ruz).
Sin pingos, y estos parejeros, resulta del todo imposible
afrontar sus riesgos y sus enredos. ¿Cómo podrá entenderse un
europeo español con los indios de las Américas si no cuenta con
un baquiano, quien al quedarse olvidado — ¡qué falta de memo­
ria!— de la expedición conquistadora se encontró, primero él, per­
dido y entreverado por un tiempo entre las tribus de indios de
lanzas y boleadoras, y también —¿por qué no?—, cómo podrían
los autóctonos americanos comprender a estos hombres de­
sembarcados del ancho mar si primero no los vieran bajados de sus
caballos, sin ameses, sin sus aceros escupidores de fuegos morta­
les, y en cueros a la cordobana, solamente con el color de la piel
distintos por descolorida y no, como ellos, tostados por el sol?
La baquía de un hombre y de un pueblo en esta vida consis­
te en saber cómo llegar más rápido y mejor a un común destino,
evitando en lo posible los extravíos y soportando con paciencia los
inevitables tropiezos en los avíos necesariamente indispensables.
En tratándose, pues, de un viaje, ¿qué mejor entonces que un buen
pingo para la carrera y otros más de reserva y a su lado? Y si la
ruta trazada es la de las Indias y sus especierías muy pronto se
verá se trata de un viaje accidentado entre dos continentes de cul­
turas y civilizaciones distintas; en tal situación ¿habrá mejor mon­
ta para elegir que la de baquianos europeos y la de baquianos in­
dios autóctonos, muy buenos conocedores ellos del camino por
haberlo recorrido, y a pie —recordamos a Severo Reynoso en sus
dolidos versos: “¡Carbón! no puedes emprender/A pie, como el
Hombre, / Todo el Camino!”—, desde el comienzo al fin, y sin
una sola noche que no fuese siempre una noche de vigilia en el
carajo de sus barcos y en el mangrullo de sus tierras? Fue, es y
aun sigue siendo una batalla entre indios y europeos. Para mí eso
es lo bueno pues se trata de que me he hecho naturalmente amigo
de estos hombres desvelados en las fronteras; con ellos he visto y
recorrido los lindes de la “civilización y la barbarie” tocando con
las manos el firmamento de su relación y, por consiguiente, de
todas y de cualquiera de sus aparentemente complicadas relaciones.
Yo los he visto calculando geométricamente —brújula y compás
en mano— hasta el alcance de sus mismos fuegos de artificios
camestolendos, pues no en balde conocen con absoluta seguridad
el rostro de sus hombres, es el suyo propio, confundido entre blan­
cas nieves invernales y curtido por el sol del desierto como, asi­
mismo, sus obvias mascaradas. Nada ha quedado fuera sin ser
puesto en la balanza y, luego de ser cuidadosamente sopesado,
anotado.
Nos referimos lógicamente a los filósofos, a los teólogos y a
los poetas quienes nos engancharon en su cortejo de reyes y de
reinas, y en sus torneos. Debo confesar abiertamente lo que me ha
acontecido — ;oh grato acontecimiento!— : de tanto andar, yendo y
volviendo, llevando mensajes escritos de un lado para otro, me ha
sucedido lo mismo sucedido a los analfabetos indios mensajeros
entre españoles: obviamente para mí, que no soy “un hombre de
letras”, las palabras escritas en sus mensajes “como patitas de
mosca sobre el papel” son evidentemente y sin ninguna nube de
duda seres vivos e inmortales, duendes que hablan sin ser vistos y
se mueven, de un lado para otro, sin ser oídos (Fedro, 275). Suce­
de a veces, una sola palabra es más que suficiente para que se
alborote todo el avispero y suenen clarines, gritos, gestos y danzas
preparatorias de la guerra y, también, “sucede, sucedió y sucederá”,
La-Palabra-Ella-Sola basta para que se calme y aquiete del todo
ese mismo corazón guerrero.
Así fue cuando cruzando yo esta vez, no el río Uruguay, sino
ya el río Paraná que estrecha el fresco abrazo sobre mi tierra (Mas-
tronardi) me topé, de golpe y sin posibilidad de retroceso, recuer­
do era un lluvioso viernes “gris” en la ciudad recostada sobré el río
y la laguna de Guadalupe, con Don Nimio de Anquín, cordobés, y
sentí inmediatamente —pues entender lo que decía me llevaría
mucho tiempo— cómo sus pausadas y monótonas palabras conmo­
vían los cimientos de esa ciudad llamada Santa Fe de la Vera Cruz
y las mismas columnas, matemáticamente calculadas como soste­
nes, de su puente sobre el río. Apareció luego París a través de
Gilson en las notas confrontadas —pequeñas fichas— con la Ale­
mania de Heidegger por nuestro Profesor Echauri, rosarino; por su
colega compoblano Profesor Vasconi también se nos dibujó el
ambiente estudiantil del Barrio Latino, el Café Flore y la Sorbona,
pero la rigurosa precisión en los firmes labios de la Profesora Ro­
sita Andrilli nos impidió desbocamos nosotros mismos; apareció
también la infaltable discusión, dentro y fuera de la escolástica,
sobre el problema de la filosofía cristiana y durante una clase de
Historia de la Filosofía Medieval con sus textos y lecturas de tex­
tos se asomó San Anselmo de Canterbury, monje. Verlo —dialéc­
tico como Abelardo— discutir fue para mí y desde entonces lo
más normal de las Escuelas; mucho lo escuché; casi y sin casi
entender de qué hablaba, un buen día me convenció; era tan ele­
mental el planieo de este monje meditativo que resultaba imposible
no entender la manera cómo funcionaba su inteligencia dentro de
su fe creyente. El largo tiempo que me llevó el conocer esa su
operación autorredentora, suya primero y luego ya mía propia, se
debió solamente al arraigo de mis inveterados prejuicios como él
mismo lo señala insistentemente. Algo me ayudó Guardini y sus
minuciosas descripciones; pero, más mucho más me aclaró el poe­
ta Leopoldo Marechal y sus novelas. Y finalmente un teólogo-
poeta-cura-chaqueño-santafecino, Don Leonardo Gastellani, puso
varios puntos sobre las íes. Ya viviendo en Córdoba me resultó
imposible ignorar lo que planteó y dijo el otro filósofo cordobés
¡Carlos Astrada, aparentemente en la vereda de enfrente.
Con tantas notas y noticias, mensajes y novedades, me
encontré de posta y, un buen día, me animé a hablar yo por mi
misma cuenta, vuelto ya un veredero, de puro contento que estaba
de gozar de tal compañía, así sólo fuese de mandadero. No es, en
efecto, ninguna deshonra para nadie que lo manden si viene bien
mandado lo mandado: ninguno de todos los que he nombrado, y
desde luego venero —espero no se ría ya más de mí mi prima
hermana Veneranda Erótida Boffelli—, manda de puro mandón
que es seguramente el hombre sin respetado venero. Al revés.
Todos ellos fueron, para mí, hombres plantados y enteros, y por su
intermedio descubrí durante una larga y tibia madrugada —recuer­
do las casi silenciosas y develadas y desveladas palabras de mi
amigo Miguel Bemik pronunciadas bajo el tintineo musical de las
azoradas estrellas— lo que Chesterton expresa sin posible remedo:
“Tengo razones más profundas e inapelables para aceptarle (al cris­
tianismo) como fe, en vez de aprovechar alguna de sus doctri­
nas dispersas. Y helas aquí: la Iglesia Cristiana es, prácticamente,
una enseñanza viva para mi alma, no una enseñanza muerta: no
sólo me ha enseñado el ayer, sino que me enseñará el mañana ...
Platón os comunicó una verdad; pero Platón ha muerto. Shakes­
peare os deslumbró con una imagen; pero no podrá volverlo a ha­
cer. Mas figuraos lo que sería vivir con un hombre de aquéllos,
saber que Platón podría leemos mañana algo inédito o que, en
cualquier momento, Shakespeare podía conmover al mundo con
una nueva canción. El que está en contacto con lo que él tiene por
Iglesia viviente es como el que espera encontrarse con Platón o
Shakespeare todos los días, en el almuerzo; y siempre aguarda que
se produzcan verdades para él desconocidas. Sólo hay un estado
comparable a éste, y es el de nuestra infancia común” (C hes­
terton).
Sin querer yo, peor aún, sin saberlo, me volví un baquiano
entre los indios y europeos y al encontrarme siempre de mensajero,
en el centro mismo de la pelea, descuidé obviamente las escaramu­
zas que entre ellos se suscitan, durante los recreos, “porque las
gentes divertidas en varios cuidados y pensamientos, como son los
públicos, saben poco de esto que es amar con verdad” (Fray Luis
de León). Toda la cuestión para mí, ya su declarado mandadero,
iba y va siempre cifrada en el mensaje y no en las distracciones
que se suscitan en el camino, alegres unas, tristes las más, y a su
vera. Las palabras que llevp conmigo son siempre vivas y verdade­
ras: me las sé de memoria, de tanto repetirlas por el sendero, y no
soy por ello uno de “los papagayos del bosque, amigo mío” (M al-
raux). Cada partida me dan las novedades y más nuevas las en­
cuentro siempre a la llegada, pues es ya para mí una cosa obvia de
toda obviedad que siempre, desde el mismo momento en el que
salgo, llego.
To^do^sucede d d rm sm o modo como en una partida de aje“
drez (FedrOy 174, D). Ejecuto yo, y con las piezas blancas (32), el
primer movimiento: peón cuatro (4) reina. Ya he ejecutado el jue­
go entero pues, eLsolo hecho_de poder mover dos cuadros de en­
trada nomás, signifkaJhabeLdado eJLpasQ. adecuado„erL eLtab]ero
abriendo el espacio desde donde se puede trabar y destrabar el jue-
go, abrir y cerrar el trueque y el trastrueque de una y de cualquier
pieza. Y ya sin vuelta de hoja será por el amor de la blanca que el
peón negro realizará luego cualquier movimiento situado siempre
dentro del tablero, pues no se puede contestar ninguna seña sin
previa noticia —amorosamente justiciera— del peón blanco men­
sajero. El poder de iniciativa incontrastable de este particular peón
es tal por la sencilla razón de que tiene detrás suyo rey y reina.
Reina es, en efecto, la filosofía que como tal, es decir, como reina,
^ajoga faimliarmeiUe con su rey, igual, dice Kierkegaard, como
hace en Dinamarca del siglo pasado una lavandera cualquiera reina
también ella de su rey, él mismo encantado de su reina, así ella
enamorada de su rey.
Precisamente la potencia —virtud- del peón en los dos cua­
dros avanzados de entrada hablan a las claras de la potencia de la
razón del hombre en su precisa relación ordenada con la fe divina de
salvación cristiana. Dicho de modo directo: ostenta el necesario,
amoroso y libre, maridaje indisoluble de la filosofía con la teología.
De aquí en más cualquier movimiento que se realice dentro
del campo de batalla brindado por estos dos cuadros, sin alambra­
das y menos de púas, será procedente, i.e,, será necesariamente un
avance y, de seguro, triunfal. Triunfo en este caso significa exacta­
mente lo siguiente: ese mismo peón, u otro cualquiera que se halle
en las mismas condiciones y moviendo con mayor celeridad que el
mismo rey, ya es reina, por supuesto, de ese su rey. Y esto por la
sencilla razón de que antes de mover este mismo peón, mirando
con todo el indispensable detenimiento hacia atrás, ha visto con
suficiente claridad que está sostenido en su movimiento por torres,
alfiles y caballos que son más poderosos precisamente por recos­
tarse y defender el palacio Real y que, además, están, con todo su
poderío, en función de que él, precisamente él, se corone reina; y,
con mayor claridad aun, si cabe, ha visto también al mirar hacia
adelante que todos los peones negros alineados enfrente suyo son,
como lo es él, simples peones que han decidido hacer frente a la
partida pero — ¡oh desgracia la suya!— con reina sola divorciada
de su rey, o bien con un rey despótico culpable del asesinato de la
reina, o bien, y ya en el extremo máximo de la ridiculez guerrera,
directamente con grandes torres que parecen tocar el cielo, con in­
mensos elefantes de pies torpemente pesados y grotescos movi­
mientos y con un tropel de caballos aparentemente ligeros y
livianos, superadores de la barrera del sonido y pronto, muy pron-
tito nomás, de la misma celeridad de la luz (Freyer), pero, todos
ellos y su impresionante potencial bélico, sin rey y también sin
reina. ¿Habráse visto alguna vez en la historia de cualquier historia
de todas las por nosotros conocidas semejante grosería?
¿Cómo no percatarse entonces de que este mismo peón no
sólo no puede dudar un solo instante en moverse con la máxima
celeridad en el avance, sino que lo hará con total seguridad de lle­
gar necesariamente a coronarse reina y que ya desde ahora mismo
se siente y lo es, antes de serlo, reina que habla cuando ella quiere
con su rey? ¿Cómo podrá ella, la filosofía, durante su regia con­
versación sentirse molesta por los movimientos de peones que an­
dan —eso sí— haciendo mucho ruido y alharaca, precisamente
buscando disimular su falta habitual de palacio y de su correspon­
diente recato (San Juan de la C ruz) puesto que ya se encuentra
vacía su cámara nupcial de la Real pareja? Cuanto más gritan más
ponen de manifiesto el miedo que les embarga al sentirse solos en
el inconmensurable y desierto terreno donde no hay, porque no
puede haberlos, enemigos Reales, sino solamente fantasmas y som­
bras de sí mismos inventados moviéndose oscilantes, mejor dicho,
sombras que parecen moverse pero que no se mueven nada, porque
¿cómo podríamos afirmar, peones nosotros, que nos movemos, o
nos hemos movido, o que nos moveremos en el futuro sin tener
detrás nuestro un rey, plantado caballero con su, para él, encanta­
dora reina? ¿Cómo no acordarse de esta amarga queja del Guillén
de la dulce isla del Caribe: “¿Qué se yo de ajedrez? / Nunca moví
un alfil, un peón. / Tengo los ojos ciegos / para el álgebra, los
caracteres griegos / y ese tablero filosófico / donde cada figura es
/ una interrogación”? Así la situación, ¿cómo rumbear en un cam­
po de batalla donde no existen más que sombras y sus grotescos
pasos perdidos? (Cf. D ostoevski).
Obviamente un peón que así ve y actúa en la partida se vuel­
ve invencible por intocable, i.e., inviolable como lo es mismo una
reina que es en su reinado enteramente de su rey; y esto por la
simplicísima razón de que una reina, al menos esta, no tiene ene­
migos, excepto el enemigo del rey, el que a todas luces no pueden
jamás de los jamases serlo los pobres negros peones negros que
encuentra enfrente suyo y cuyo lamentable engaño y consecuente
debilidad consiste precisamente en moverse “como-si” fuesen,
ellos por sí mismos, reinas sin rey, o, cosa ya más imposible aun,
reyes sin reina. No puede sino dar mucha pena el verlos en su
pantomima de una pseudo-realidad y sin palabras verdaderas: ¡mire
usted que disfrazarse de piedras, de tronco y ramas, de monos más
o menos evolucionados de los mismísimos procesos físico-quími­
cos y, ya descendidos de los árboles, de hombres de la City, aje­
treados como si estuviesen en un “misión-secreta-imposible” entre
la tierra y las estrellas, "todos ... hermanos en la orden mendican­
te” (M alraux) con la seriedad monástica invertida y, por lo tanto,
vacía de lógica y jalea Reales!
Conclusión: quien del modo indicado mueva sus peones, ha­
blo solamente de peones, en la dirección indicada en estas conside­
raciones metódicas generales encontraráse, de seguro, con que no
ha perdido sus pasos en el vacío. Ya aclararemos más la cuestión
que llevamos entre manos al hablar ahora de la memoria.
El término memoria podría dar lugar a confusiones. Conviene,
pues, que aclaremos en qué sentido lo usamos. En primer lugar dire­
mos en qué sentido no lo usaremos. Si ya hemos dicho algo sobre
filosofía y teologías cristianas inmediatamente se vienen a la mente
las diversas variaciones que sobre la imagen humana de la Santísi­
ma Trinidad elaboró Sán Agustín y a la cual pareciera hacer referen­
cia el mismo título de nuestro librito'. Memoria, Amor y Verdad.
¡Vaya uno a saber qué tendrá de copia di vino-humana lo escrito en
sus páginas! Pero no será esa nuestra cuestión temática. Tampoco, y
retrocediendo un poco en el tiempo, el término hace referencia a la
recordación y reminiscencias de un alma platónicamente engendrada
viviendo entre sombras extrañas y desterrada de su natural origen
divino y pudiendo en esa situación ser engañada por la memoria al­
fabética de Teut. Y, ya más contemporáneamente, tampoco tenemos
en cuenta a Bergson en su tratados memoriosos.
¿Qué diremos de los Balances y Memorias anuales cuidado­
samente elaborados por inconmovibles contadores, sino solamente
que los sufrimos por nosotros y por todos los que estamos metidos
de prepotencia en este infierno, continuamente flagelados en las
dos columnas del “Debe” y el “Haber” — ¡salud Teología con­
vertida en Antropología kantiana!—, del Sagrado negocio de sal-
vación por el “Ingreso” y el “Egreso” de capitales — ¡oh mi amigo
Breppe entrerriano campeón en bicicleteadas internacionales!—,
del “otorgado (¡íic!) Plazo de Gracia”, de la “Liberación de la
Deuda”, del perdón de los pecados y de la vida perdurable por los
siglos de los siglos de los siglos (Trisagio) AMEN? La economía
ya es dueña, por habérsela apropiado, de la palabra-sagrada-reden-
tora de la vieja teología occidental. Pero, si hay alguien que al res­
pecto pueda aun tener algunas dudas le recomiendo hojee el
capítulo “Las concesiones ignoradas”, págs. 32-33, del librito Vir­
tudes de la Imposición Teórica. Reflexiones sobre la Verdad, en la i
“Colección filosófica”, “Serie menor” —¿por qué le habrán puesto
menor?—, de mi amigo Carlos Parajón de quien guardo por ese
libro “agradecida memoria”, pero a quien no hago responsable de
las consecuencias que yo derivo.
Y ya que estamos —y al presente— en este infierno, con
diablos que torturan sin término a los condenados pero todos ellos
también desgraciados condenados, podríamos recurrir, para ali­
viamos, a la memoria de nuestra propia mujer —¿viva o muer­
ta?— representada en una fotografía para así con ella “superar” el
presente y tener suficientes fuerzas para “trascender” hacia el futu­
ro en una cálida y amorosa “logoterapia” que nos haga vivir desde
ya eufóricos y con sentido “cosechando aplausos”. No ensa­
yaremos tan nefario tratamiento pues se nos vendría inexorable­
mente encima —y nos aplastaría muy aplastados— la Antimemoria
de un parisino que poco y nada tiene ya que ver con Zeus y Mne-
mosine, sino, más bien, con la terrible Némesis; y también Nietz-
sche y Freud podrían damos una mano, según nos cuenta Rosa
Coll, y libramos de nuestros purulentos y podridos resentimientos
ligados a nuestra memoria, pero ya es más que suficiente con estas
aclaraciones negativas respecto a la cuestión de la memoria que
trataremos ahora de determinar.
Vamos a nuestro asunto, “porque es natural del amor deleytar-
se, y como saborearse de traher siempre en la memoria, y en la boca
a lo que ama, por cualquier ocasión que sea” (F ray L uis de L eón).
Para que un hombre —cualquiera— pueda reparar las rajadu­
ras de un muro se requiere, según Chesterton, que quien lo haga no
las tenga él en el cerebro pues si “al mundo le falta un tom illo”
(Cadícamo) es conveniente, al llamar a alguien para que lo venga a
arreglar, no disquemos el número telefónico de un mecánico justa­
mente destornillado; lo mismo una casa que se viene abajo, nos in­
dica el de Aquino, se ha de reparar según el plan originario, ya que
resulta obvio que hacerle agregados y retoques fuera de los cimien­
tos previamente planificados sólo hace más peligroso el derrumbe.
La cuestión de un muro rajado y de una casa, la nuestra, enclenque
es algo que obviamente preocupa a cualquiera y preocupa mucho.
Pero no es esto, tampoco, lo que con exactitud desarrollamos a lo
largo de los diversos capítulos del libro; más bien a través de todos
('ellos “vuelvo a los cuidados y preocupaciones de los hombres, cuya
/razón, aunque la memoria está ciega, con todo eso anda en busca
;del sumo bien, y sucédele como al embriagado, que no sabe por qué
jcalle ha de echar para volver a su casa” (B oecio).
Que un filósofo trate de borracho a sus congéneres humanos
. me parece la cosa más común y normal de toda la historia de la
filosofía, incluida la mía propia personal, y también es de lo más
común y ordinario que uno se enoje con un filósofo porque señala
con el dedo el camino de regreso a nuestra propia casa, ponien­
do precisamente en total evidencia nuestro propio extravío y nues­
tra borrachera, bien sea ésta debida a nuestra juvenil inexperiencia
de mezclar inconscientemente las bebidas o ya bien viciosa deses­
peración alcohólica con sus ratas volanderas, — joh delirium tre-
mensl—. Y más absolutamente normal me parece, si en lo que
vamos a decir ahora cabe decirlo así, que el teólogo no sólo nos
trate de beodos sino que, directamente sacando sus candados y gri-<
lletes, nos inmovilice tras las rejas para que, por lo menos, si no­
sotros no acertamos porque caminamos despistados de la calle'
conducente a “las casas”, no impidamos a otros el camino de acce­
so libre a ella. Ahora bien, y ya esta actitud sí que resulta común,
diaria y ordinaria a la mayoría de los mortales preferentemente ar-

IN S T J IT U 7 0 D E F O R A C I O N Ü O C F N T P
gentinos, enojarse uno con el teólogo en cuestión por su actitud de
policía que nos ha visto “la cana” es deponer clara evidencia que
no admitimos ninguna otra autoridad en nuestro camino de salva­
ción eterna más que nuestro propio y exclusivo criterio con el cual
pretendemos fundar nuestra —verdadera para mí solo— religión..
No otra cosa hace un Ramón nonato cualesquiera que lo es de por
vida: siempre un no nacido, sin madre que puje y sin partero que
lo ayude a salir del vientre.
Pero aquí, en lo que nosotros referimos, no se trata de Pérez
y Garcías comunes y silvestres quienes enceguecidos en su misma
ignorancia despotrican contra el noble oficio de los filósofos y el
ya sacro deber de los teólogos, sino de Pérez y Garcías ya profe­
sionales. Con ellos, filósofos y teólogos, me resulta del todo pla­
centero discutir y mostrar cuán ciega y extraviada está su memoria.
Podrán, en efecto, los filósofos, firmes en sus calculados silogis­
mos, sonreírse sobradoramente irónicos cuando oyen las palabras
severamente conminatorias de los teólogos, pensando en secreto
para sus adentros —e inverosímilmente desparramando para todos
lados con todos los medios publicitarios posibles, urbi et orbi, sus
pustulentos resentimientos de teólogos frustrados— que no existe
otra autoridad en materia de Cielos y Dioses, de la Tierra y de sus
hombres que la que determinan con certera precisión sus propias
circunvalaciones cerebrales o sus exclusivas cachondeces. Por su
parte los teólogos, de cualquier cofradía que fueren y ya frente a
este caso de protervia, podrán también ellos extender seguros hasta
el mismo límite de los infiernos sus exorcismos y excomuniones
contra opiniones no coincidentes con sus exclusivos linderos,
como si los silogismos claros de los filósofos, simples mortales
ellos, fuesen operaciones propias del Diablo, de Satanás, del Ma­
ligno, olvidando, ellos mismos teólogos, esta simple verdad teoló­
gica: que el ángel Luzbel es un ángel, caído, pero no tan mal
desbarrancado que haya perdido en su precipitado descenso su pro­
pia naturaleza convirtiéndose de ahí en más en un hombre pobre
hombre necesitado de lentos y arduos y, a veces — ¡cuántas veces,
Dios mío!—, equivocados silogismos. Protervia: ¡qué manera de
decir tonterías un hombre y de hacérselas decir a un dios más ton­
to que él! No hay que haberse equivocado nunca en un silogismo,
menos en cien ni en mil, para atreverse a decir muy suelto de cuer­
po que mi supuesto amigo, el hombre, es un perverso por hacer tal
o cual afirmación o negación lógica. Puede suceder de hecho que
un hombre no se haya nunca equivocado lógicamente por la simple
razón de que, en su bendita y garantida vida, no hizo siquiera un
solo silogismo; sólo así se explica crea que, sacando un conejo de
su galera, demuestra.
El común de los mortales no dispone habitualmente de la
facilidad habilidosa que le brindan el conejo y la galera, y, aunque
ya Goethe en su Fausto se haya reído de sus aparentemente ac­
titudes seguras diciendo: "Se presenta el filósofo / y os demuestra
que eso tiene que ser así: / lo primero es así, lo segundo así, / y por
eso es así lo tercero y lo cuarto, / y si no se dieran lo primero y lo
segundo, / tampoco se darían lo tercero y lo cuarto.”, sin embargo,
en las discusiones entre los hombres las cosas suelen suceder de
este otro muy distinto modo: ha demostrado usted la primera propo­
sición, y también asegura la segunda, así al menos parece que es la
cosa, pero —siempre un "pero” interpuesto por un filósofo pone
nervioso hasta a un muerto si no es más bien que “ocasiona” la
muerte del otro filósofo— pensando más detenidamente el asunto,
la segunda afirmación no contiene ningún término universal, ¿cómo
es que entonces usted pretende que la conclusión se aplique a to­
dos? ¡Vuelta, pobre diablo hombre, a empezar! Es por esa misma
razón que los conjuros no son aplicables jamás, porque en su mis­
ma naturaleza pueden serlo, al hombre, excepto naturalmente que
este mismo hombre esté endemoniado, que no es lo mismo decir
“en poder del demonio” lo cual cualquier cristiano que se encuentra
en pecado lo está, de seguro, y también de seguro lo sabe, pero no­
sotros creemos —es nuestra más firme convicción— que el hombre
contemporáneo no está, ni de lejos, endemoniado. Es sólo “El hom-*
bre que está solo y espera” extraviado (S calabrini O rtiz).
Es claro, por otra parte, que si el teólogo fuese un hombre
entero y no un filósofo frustrado tal cual aparece generalmente en
sus connaturales execraciones; si no fuese también él un hombre
débil, un Ramón nonato cualesquiera, analizaría seguramente uno
por uno todos y cada uno de los silogismos de los filósofos, to­
mándolos así muy en serio como corresponde cuando de amar a un
hombre verdaderamente se habla y mostraría la verdad, incluso del
error, pues de eso se trata siempre de mostrar la verdad y no de
condenar así como así en nombre de supuestas verdades teológicas
y filosóficas. El filósofo, en efecto, no condena como lo hace, en
su ley, el teólogo o el profeta, sino demostrando siempre en la
suya propia. Pero, del teólogo —no del profeta— se requiere, sin
ninguna duda, sea filósofo en serio como lo es cualquier mortal en
ese oficio, honorable oficio por ser siempre lo más humano de lo
humano (Jaspers) . ^
Lo diremos directamente: hace rato, mucho rato de tiempo,
que nuestros filósofos no saben y, como ha mucho que ignoran, no
quieren tampoco saber ya más nada de qué diablos y cosas, almas
y dioses hablan los teólogos; como reacción natural —no lógica-
mente'comprensible— sucede entonces que los teólogos, exaltados
algunos, enervados los más en su consecuente soledad al no oir ya
más el eco de su propia voz en el camino, se han vuelto capaces de ’
disfrazarse de cualquier cosa con tal de no quedar en plena calle,
desnudos, saludando en el vacío. Lo más asombroso de esta rela­
ción entre teólogos pseudo-filósofos y filósofos pseudo-teólogos se
da en el hecho, fácilmente verificable en cualquiera de esas reunio­
nes llamadas eufemísticamente “mesas redondas”, de una simula­
ción de disfraces a todas luces camestolendos: teólogos los unos,
simulan estar solos en el mundo y, filósofos los otros, simulan
estar acompañados en el mismo mundo; la mascarada aparece
completa cuando en esta amorosa reunión, denominada diálogo
humano, cada uno de los invitados se dedica con seriedad total a
sospechar permanentemente cuál o quién es su pareja preguntándo­
se sin cesar si será teólogo o más bien filósofo.
Viene ahora lo más interesante de esta novela; quien camina
por la vereda de enfrente, todo filósofo él, sólo en apariencia se
hace obviamente muy bien el distraído, poniendo la misma cara de
inocente indiferencia como ponen los perros su cara perruna si al­
guien, por casualidad, los sorprende en uno de esos momentos apre-
miosos de sus vidas; pero ningún hombre, que yo sepa, está nada
distraído en estas cuestiones naturalmente las decisivas. ¡Cómo lo
podría estar! No pierde, en efecto, detalles manifestativos de la son­
rojada vergüenza que le embarga al teólogo si en la indiscreción de
la conversación y en un gesto evidente de mal gusto y de pésima
educación se ha atrevido a hablar, en pleno siglo XX, igual fuera un
perfecto retrógrado medieval, del mal —digámoslo con las letras de
fuego quemante que corresponde—, del pecado original y del peca­
do de todos los días sucedidos desde el mismo día primero en el
que el hombre y su mujer comenzaron a andar fuera de la casa pa­
terna, de los ángeles y de los diablos, de los cielos y de los infier­
nos y del Unico Dios “la Augusta Trina Asamblea” y el Verdadero
Redentor, Hijo del Padre y de María Virgen —’’madre de grata
memoria”— (copla popular, C arrizo), el Señor Jesucristo, según lo
declaró ya hace muchos siglos —reviejos y carcomidos por la po­
lilla— la Santa Madre Iglesia Católica, Señor de los caminos que
vino una sola vez a salvamos crucificado y vendrá también segura­
mente una sola vez más, pero ya Imperial y a juzgamos definitiva­
mente... ¿a qué seguir con la retahila de sandeces...? se avergüenza
dentro de su misma mundana conciencia nuestro teólogo contempo­
ráneo sin envergadura. Es por eso que “La Religión ruborosa, vela
sus fuegos sagrados” (M cL uhan). Observen, ustedes, si no creen lo
que yo digo, el papelón condigno que experimentará y sufrirá este
Doctor de la Iglesia en Ciencias Sagradas y Religiosas si se atreve
a decir públicamente —ese ha sido desde siempre su oficio— que
hay sólo una sola religión verdadera y que es imposible de todo
imposible, pues es una herejía, i.e., error en materia de fe católica,
que el liberalismo, el capitalismo, el fascismo, el nazismo, el mar­
xismo staliniano y del otro, etc., etc. —parezco ya un escolástico
de última categoría— coincidan y se ajusten a la justicia y no sean
precisamente, en cuanto criterio de relación Divino-humana y de
hombre con hombre, sino la corrupción de esa inmemorial y sagra- j r ,
da justicia.
Así vemos nosotros está hoy la mayoría de la peonada en el
tablero y en esta partida. Si alguien tiene interés de conocer pun­
tualmente a qué me refiero cuando hablo de teólogos contempo­
ráneos avergonzados y sin envergadura puede leer —no le llevará
ni diez minutos de su día— el Capítulo Primero, de la Sección , íj
Primera, de la Cuarta Parte: “Quién es Jesús para nosotros”, del j
libro: Jesús. La Historia de un Viviente, del teólogo católico holán- ¡
dés Edward Schillebeeckx, de 692 páginas in-82. ¡Menos mal que
yo no soy ni teólogo, ni holandés! No aguanto las ganas, pues me
resulta absolutamente imposible calmar mi “alma naturalmente
cristiana” (T ertuliano), ni me puede siquiera detener mi “patrio­
tismo hispánico: al fin es hombre devoto y pío, y posee aprobacio­
nes eclesiásticas” (C astellani), de transcribir la noticia que puse
— ¡tal cual!— en el final de ese Capítulo Primero. Dice así: “Es
absolutamente lamentable la infantil puerilidad con la que un teó­
logo de esta envergadura despacha semejantes «problemones» en
apenas tres o cuatro líneas que no contienen nada de ciencia, nada
de filosofía, nada de teología, i.e., nada de mate. ¿De qué hondura
y profundidad será la crisis de la verdad entre los europeos que sus
hombres «digieren» como algo absolutamente normal las livianda­
des que con todas las letras de molde dice este hombre pertene­
ciente a la Iglesia Católica? Obviamente y en general se puede
concluir que ya los teóricos europeos no creen «ni en su abuela»,
volviéndose, no niños como dijo Platón refiriendo a los griegos,
sino viejos, gá, gá. Sería muy conveniente enviarles de regalo un
solo ejemplar, dentro de los tercios de yerba mate de la fiisis tara-
güí, del Martín Fierro, bárbaro no civilizado, gracias a Dios y a su lo\
Bendita Madre, por holandeses, sino por gallegos atrasados: por lo °
menos nosotros seguimos creyendo en Dios y «en las benditas áni­
mas del Purgatorio», porque de estas otras «ánimas» de las que
y-V

nos habla Edw ar^j—patos que son conejos y gatos que son lie­
bres— cualquier gaucho que lo sea de «ley» sabe perfectamente
son en la pampa y durante noches obscuras, fosforescencias de los
huesos de cadáveres de animales muertos, hace ya un tiempito
pero no demasiado largo, y que tales luces no asustan ni siquiera a
un «gurí», cuantimás a un hombre libre en la pampa de estas
cosa’e gringos. Dicho de otra manera, si el hombre es na- j
turalmente lo que dicen de él las ciencias de hoy, «un ser físico-
bío-sico-social» (¡sic!), obviamente el lenguaje de semejante bicho '
—por compasión llamémosle humano— es sólo una luz de Neón
en la noche psicodélica de la historia del Planeta. Tal la teología y
la filosofía de estos «gringos», hoy de guardia en el Fortín”.
Del reciente Catecismo Católico para Adultos. La fe de la
Iglesia, texto publicado por la Conferencia Episcopal Alemana, no
queremos ni hablar, pues seguramente diría de ellos el viejo Caste- V
llani: “son éstos, teólogos desmadrados”.
No es mi intención, y menos en una Introducción, dedicarme
a criticar a nadie, sea teólogo, filósofo, político o simplemente un
hombre o un cristiano cualquiera. No. Sólo saco, así como así y
totalmente al azar, un botón de muestra y sin ningún ánimo ofen­
sivo y cuya verificación corre por cuenta del mayor o menor inte­
rés del lector. Yo, de mi parte, me tomo muy en serio los mensajes !'
que de continuo remiten por mi intermedio teólogos y filósofos y 1
que yo puntualmente transcribo y guardo celosamente en mi honra­
do corazón. Yo sé perfectamente que, y además lo siento inm edia-1
tamente, cuando caigo con el mensaje que me da el filósofo no le
agrado al teólogo instalado en su teología, y menos aun si el men­
saje es del teólogo al filósofo nunca seguro del todo en sus silogis­
mos; ¿qué diré de lo que me pasa cuando el mensaje es ya doble
mensaje, el del teólogo y el del filósofo, para el científico encerra­
do y defendido con triple llave en su cómodo y acomodado labora­
torio? Supongo debo parecerles un modelo inédito de marciano.
Yo podría, sin duda y no es ninguna jactancia, escribir un centón^
de muchas páginas, recopilando textualmente las palabras que|
siempre leo en los mensajes de algunos combatientes en esta pelea;
^diaria pelea ya varias veces centenaria. No es ese mi oficio y, por
consiguiente, tampoco mi intención. Yo solamente hojeo y ojeo sin
cesar los papeles que me entregan, en el camino, y también andan­
do sin respiro, hasta en los descansos —¿es que los hay?— me y
pregunto desde hace ya un tiempito lo siguiente:¿qué es lo que'
sucede entre la teología y la filosofía? ¿Cómo es posible que un j •
hombre-teólogo no pueda comunicarse directamente con el otro,
también hombre, pero filósofo? Volviendo más general la pregun­
ta, ¿cómo es posible que hoy un hombre no pueda hablar con su
semejante? Si un hombre no habla con otro hombre de seguro lo
hará con otros seres semejantes también, pero inferiores; lo hará
con los animales, con los vegetales y con «el cascote tierra” y los
demás cascotes de la Vía Láctea. Pero, decía mi padre, es malo v->'
cuando un hombre en el campo habla, no sólo consigo mismo, sino
con los animales. ¿Por qué hoy los seres humanos no se entienden ¡
entre sí y de tanto no entenderse ya ni siquiera se escuchan pues, I
dicen, a qué perder el tiempo? J
¿Para qué caminó si no tiene siquiera veredas? me digo yo
solo para mis adentros, buscando vecino. Por eso mismo hoy es­
cribo lo que estoy escribiendo. ••
En el año 1970 escribí Amor y Verdad, precipitadamente,
para los muchachos ya mis alumnos los que, delante de mis pro­
pios ojos y narices, preparaban eufóricos sus avíos, para luchar y
morir, proporcionados por sus profesores en las universidades ar­
gentinas, algunos de ellos colegas míos, quienes, o bien lúcidos
pero cobardes, o bien valientes pero sin cacumen, o bien entre­
nados estrategas lúcidos, los empujaron a luchar y los mandaron a
la muerte. Y ellos murieron. Es muy fácil mandar a cualquier par­
te a hijos ajenos. De eso no hay aún memoria humana. “Sería
mejor que cada padre pudiese matar a su hijo como los antiguos
romanos; sería mejor, porque entonces no se mataría a nadie”
(Chesterton). Como era de suponer y yo todavía ignoraba, porque
aun no conocía el quid de toda la cuestión aunque ya aparecía
claramente enunciada, los jóvenes no pudieron en medio de los
fragores y de los olores oír lo que yo les dije con letras claras de
molde, las que ignoro si leyeron los colegas. Y aunqué así corres­
pondía sucediese, marechalianamente hablando, sin embargo están
ahí de pie y acusadoras pues tú también has de saber, querido pro­
fesor y amigo colega, que “la injusticia es inmortal”, y yo ahora no
hago de juez sino sólo de{aguacil)
Con lo que vengo diciendo ya se ve con claridad que hoy ya
no me interesa más dirigirme directamente a los jóvenes. “Hasta
los treinta años he vivido entre hombres obsesionados por la since­
ridad” e, igual que Paul Valéry hablando de André Gide, me pre­
gunto “¿cómo es posible que un hombre admita que los jóvenes
sean jueces de lo que él piensa?... Además lo que a mí me interesa
es la lucidez, no la sinceridad. Me c... en eso” (M alraux). A quie­
nes ahora me dirijo directamente y con el mayor de los respetos,
los que no me han de llevar de ningún m odoy en ningún momen­
to a aflautar la voz —¡oh melifluas canciones de sirenas!—, es a
los hombres hoy responsables de mi pueblo, pero, no a “los humil­
des hombres del pueblo” con quienes comparto en el corral, igual
los amigos de Job, un respetuoso y jurado silencio de acuerdo a lo
convenido por Martín Fierro, sus hijos, y también el hijo de su,
amigo Cruz, “Pues aun cuando vengan ellos / cumpliendo con suá1
deberes, / yo tengo otros pareceres, / y en esa conduta vivo: / que)
no debe un gaucho altivo / peliar entre las mujeres”. Me dirijo, en
primer lugar, al señor papa, su Santidad Juan Pablo II y luego a
los señores, Obispos, teólogos, curas, filósofos, juristas, políticos,
militares y civiles, científicos, profesionales, profesores, maestros,
ministros, padres y madres, investigadores, a los poetas, y, ¿por
qué no?, también a los señores dirigentes obreros y a sus patrones
industriales, del campo y de la ciudad: a todos, en fin, los que tie­
nen ya arrugas en la frente y callos en las manos.
Yo sólo he meditado largamente en una sola cosa. Y esto
que aquí, gustoso, entrego es memoria de lo anotado en el sende-,
ro. No se trata de mi vida personal, ni tampoco de narrarla, aunque
también en lo que diga está obviamente mi experiencia de la vida,
pero, no me interesa, en absoluto, que ella, mi vida, tenga mucha
o ninguna importancia, ni siquiera, que la manera de decirla sea o ^J,(
no sea la manera correcta y apropiada según el lógos kalós dc Pla­
tón. Eso sí, una sola cosa es todo mi interés y es decirla. Me resul-,
ta de este modo imposible callar lo que a todas luces veo, pues yo
mismo, y por mí mismo verificado, conozco todas y cada una de
las defensas invocadas, durante mucho tiempo, hasta en nombre de
los más sagrados intereses para así, leguleyo, salvar y eludir mi ,
propia responsabilidad de hombre y de cristiano, libre en el proce- *
„so, cualquiera, frente al insobornable Poder. ¿De qué puedo hoy
pretender ensayar un auto-defensa ya estando yo redimido?
És Sampay quien me alcanza el texto que expresa con toda
claridad lo que ahora intentaré explicar; es un texto de Santo To­
más de Aquino comentando el Libro de Job: “La corrupción de laj ^
justicia, dice,_tiene dos causas: la astucia del sapiente que falsifica^ °
el recto enjuiciamiento, y la violencia de los poderosos, que sub­
vierte lo que es justo”. Arriesgaré decirlo por mi cuenta haciendo
un comentario que ignoro si Sampay mismo sospechó. El hombre
de hoy no es ni más malo ni más bueno que lo fuera el hombre
griego, medieval o moderno; eso sí, paréceme más lúcido, no que
el hombre griego afirmado impávido sobre sus dos pies en la tierra
dentro del Cosmos, ni, menos aun, que el hombre medieval quien
supo muy claramente lo que era y lo que quería ser, sino que el
vhombre moderno, para mí, ingenuo aun más ingenuo que un infan­
te. “Toda la filosofía moderna, tanto ética como cristianamente,
está basada en una ligereza” (K berkjegaard); en efecto, con la sin­
ceridad sola resulta imposible medir la categoría humana de un
hombre pues, en tal caso, esperaríamos, durante la obscura noche,
aun una estrella con sus Reyes Magos y seguiríamos, confiados,
los perdidos pasos de un embriagado. ¡Mire que creerse él, por sí
solo —alias soberano y autónomo—, con poder para sostener con
sus propias y exclusivas fuerzas humanas la fe, la esperanza y la
caridad cristianas las que, obviamente, son operaciones misteriosas
de solamente la Santísima Trinidad y de nadie más! Por esa misma
razón los griegos siguen y seguirán siendo clásicos en Occidente
pues no se les dio ni siquiera la posibilidad de intentar tamaño
disparate. Erasmo de Rotterdam resulta ciego cuando se lo compa­
ra con Pascal jansenista y con la ironía divertida de un Rabelais y
cuyas clarividencias sólo serán superadas por el consecuente nihi­
lismo de un Nietzsche. Mil quinientos años (1500) de cristianismo
no son “naturalmente” moco de pavo. ¡Cuánto tiempo de camino y
de vida y de verdad divino-humanos! Nosotros, los americanos,
llegamos los últimos casi, y sin casi somos los Benjamines de ape­
nas quinientos (500) años, a participar en la “Divina Comedia”:
sólo así se explica que las arrugas de nuestra cara y callos de nues­
tras manos sean apenas terrestres, pues desconocemos la seriedad
de los amoríos divinos ignorando “...un dolor todavía mayor que
los mayores humanos” (K ierkegaard). De allí mismo y debido a
esta nuestra situación es que nos resultará dificultoso comprender
la baquía de los hombres que mentamos en la presente memoria.
| ¿Quién, entre nosotros, puede, acaso, sospechar siquiera la profun-
didad de las palabras dichas al ladito nuestro, casi al oído, cual un
recatado gemido: “cuando dos caminos se encuentran, no se sabe
■si allí comienzan o terminan, no se sabe si lo que se vive es la
¡Vida o es la muerte” (Cam illoni)? Nunca, aun, nuestras lágrimas
han sido de desesperado y absoluto descontento. Sólo así se expli­
ca que cualquier juguete es más que suficiente para reiniciar nues­
tros infantiles juegos. No es esta una resentida crítica o autocrítica
que yo me hago como expresión de una nueva y reiterada infanti-
lidad. Es sólo la constatación de un hecho: ¡mire que llamarme
Pérez!
He de decirlo con la exacta puntualidad que en este caso co­
rresponde cuando de la fe, de la esperanza y de la caridad cristianas
se trata: son mil quinientos años de la profesión de un mismo Cre­
do para todos los hombres cristianos con esta única diferencia, que
no es ninguna diferencia, unos dijeron “yo creo” y otros, “nosotros
creemos”; y cuando un hombre dice “yo creo” es para creerle lo que
está diciendo, pues se le podrá obviamente discutir —yo me pre­
gunto cómo alguien puede discutirle si no tiene él mismo esa fe
cristiana—• que lo que cree es una reverenda necedad, pero lo que
siempre y necesariamente quedará fuera de cualquier discusión es el
hecho innegable de que tal hombre verdaderamente cree. Ese fulano
no payasea, y esto de tal modo que si, por ventura, se nos ocurriese
insinuarlo, lo único que pondríamos en evidencia es nuestra triste
mojiganga. Si, además, esos mismos hombres rezaron, día tras día
y noche tras noche durante ese milenio y medio, la Oración que Je­
sucristo les enseñó: “Padre nuestro que éstas en los Cielos...”, jun­
tándose continuamente en la misma esperanza, resulta un poco .^o1
difícil imaginar ellos sospecharan detrás de las nubes y las estrellas ^
no hubiese nada. Y si por temor al Diablo y al infiemo-cosa-de-no-
solo-el-Malo, imaginado en el centro mismo de la tierra, le castañe­
teaban los dientes desde el mismo Papa y el Emperador para abajo
a todos, y le temblaban las tabas hasta a los hombres más recios,
haciendo penitencia periódicamente por el hecho de no poder cum­
plir, casi nunca, con los diez mandamientos —la ley del amor— al
menos con todos ellos a la vez, no vamos nosotros a pensar fuesen
estos hombres tontos e infantiles, pues, “los que suprimen el infier­
no en la otra vida, resulta se les viene encima en ésta, como decía
mi nonna doña Magdalena” (Castellani).
Apuntaremos algo solamente sobre la fe. Durante esos largos
mil quinientos años el hombre contribuyó con esa verdad en la que
creía, aportando esforzadamente el material muy bien sopesado
como el de mejor calidad, para así construir con él la Casa de Dios
vuelta, también de aquí en más, la suya propia. Los Santos Padres
y Doctores, duchos teólogos como cualquier ducho filósofo, calcu­
laron el peso, el tamaño y la resistencia de todos y de cada uno de
los elementos y luego de ponerlos en el homo a alta temperatura,
los fraguaron. La astucia de los sapientes sostuvo el recto cálculo
administrando sin descanso el Debe y el Haber del hombre en la
casa ubicada con justeza y precisión en el casco de la Estancia.
Pero, durante la Edad Moderna el muro — el katejon que se dice—
se quebró sin remedio y la casa, desde entonces, se vino abajo. La
filosofía, por sí sola, ¡oh ilustres hombres de la Liberté de ci oches-
ca!, no pudo sostener ni el muro ni las tejas y, por su lado, la teo­
logía ¿qué podría hacer con un Jesucristo, de aquí en más un. 007?
Muy prontito no más llegarán a ser estas ciencias, clásicamente
denominadas teología y filosofía, sólo Gaya'Ciencia. Aquí se en­
cuentra para nosotros la principal causa, el meollo mismo del ori-
gen de la corrupción de la justicia y, aquí también, la razón, esta s í 1
ya consecuente de la causa anterior, de la violencia de los po­
derosos. El sabio falsifica el recto enjuiciamiento, es decir, no
acierta con la adecuada relación que necesariamente debe haber
entre la verdad de salvación que le da la fe cristiana y la verdad
A racional que le muestra la metafísica y entonces y necesariamente
se deduce el mandón queda libre de mandar donde quiere y lo que
\ quiere y cuando quiere. La única diferencia que de aquí en más se
' puede establecer, si es que se puede establecer alguna dentro de un
criterio donde justamente no se puede establecer ninguna, es que
algunos hombres pretenden aun, ¡cosa inaudita!, seguir llamándose
así como así cristianos y otros, solamente y nada más que hom­
bres, cuando resulta evidente para quien tenga dos dedos de frente
que para que alguien pueda ser llamado cristiano necesariamente se
^requiere sea hombre y para que el hombre siga siéndolo, ¡parece
mentira!, se requiere también necesariamente Dios le dé una mani­
ato y lo sostenga en su misma dignidad de hombre, ayuda que se
mantiene indeclinable por parte de Dios así el hombre la desconoz­
ca e, incluso mismo, la rechace.
Es por esta misma razón que la admiración que sentimos, sin
retáceos, por el hombre ya contemporáneo se origina en su lucidez
sobre este mismo problema, la que nos otorga, gratuitamente, a
nosotros también la misma lucidez. ¿En qué reside tal lucidez? En
el hecho verificado una y otra vez, sin anestesia ni consuelos para
él, de saber ya a ciencia cierta y de acuerdo a las coordenadas es­
tablecidas por la Edad Moderna que no podemos ya más creer, ni
esperar, ni amar aquello que por sí mismo creyó, esperó y amó el
íbre burgués: a sí mismo y a los demás hombres considerados
^ i l e s y hermanos y libres, i.e.,_humanos y cristianos. Ya no so­
mos más niños que podamos engañamos con niñerías, ni decir lo
que en versión versificada de la Coena Cypriani dice el mismo
papa Juan VIII, y repite, lúdico también él, el aparentemente ino­
cente “gordito” Eco: "Ludere me libuit, ludentem, papa Johannes,
¡ accipe. Ridere, si placet, ipse potes”, y que nosotros, con cierta
ingenuidad habíamos apresuradamente traducido así: “Oye, papa
Juan, lo que me agradó jugar, juguetón. Tú mismo puedes, si agra­
da, reír”; pero, luego, y meditando más detenidamente el texto, nos
¡sonó del todo más duro al oído, si cabe, así: “Recibe lo que yo
¡papa Juan me agradó jugar, juguetón. Si agrada, tú mismo puedes
Ireír”. Obviamente no es cosa de reír con “una parodia tan sacrile­
ga” representada por un papa de la Iglesia Católica, sino, más bien,
de llorar a mares si no fuera que para estos europeos de hoy tam­
poco tiene ningún sentido llorar. ¿Cómo podrán ver nuestras lágri-
ilmas si ellos ya no tienen ojos siquiera para ver ni, tampoco ya,
([^conservan la memoria de lo acontecido entre el Cristianismo y
•¡[América? Nosotros, siempre en la frontera y en estos valles de su
propiedad y reserva, lloramos, porque nos duele y mucho, pero al
mismo tiempo cantamos —y si alguien aun no cree en este círculo
cuadrado que lo pregunte a nuestro Martín Fierro— y no solamen­
te pensando en el día postrero, el cual siempre resulta ser lo más
nuevo de lo nuevo, sino sobre todo pensando en nosotros mismos
y, también, en ellos: eso, al menos, vemos con toda claridad, aun­
que los europeos, con su papa Juan VIII, rían a carcajadas porque
les parezca reidero. A todas luces son aun una máscara de hombre
y no han salido todavía del estado de alumnos del gran maestro
que han tenido, i.e., no son siquiera un hombre, sino sólo tienen, \
porque ellos mismos se lo han otorgado, el “nombre” de hombre: j
¡Pobre Nietzsche con semejantes discípulos, aún en la edad del
jopo y la indecisión, a ojos vistas, en sus hormonas! Terna él toda
la razón del mundo cuando trató de aldeanos a los tontos europeos:
ellos juegan juguetones; efectivamente “Hay hombres que pierden
todo su valor cuando escapan a su servidumbre” (N detzsche) y vi­
ven la vida prendidos a “las faldas maternales” (K ierkegaard).
Es clarísimo, por otra parte, que todo lo que podemos decir
desde esta orilla sureña del mar Atlántico a esos nórdicos, ahitos'*
de carne humana y sus asesinos sacrificios humanos, no les signi­
fica absolutamente nada ni, tampoco, a quienes por estos pagos
pampeanos y operando desde aquí entraron de lleno a participar en
el juego —esos mismos, no otros, son hoy los señores colorados a
quienes enfrentó mi abuelo, pero no siendo ya más, ni siquiera,
señores, sino solamente colorados con la sangre de los hijos aje­
nos—, pues, desde que Fichte con todas las letras dijo: “Mi siste-
ima es del comienzo al fin un análisis del concepto de libertad' y
■desde esa perspectiva le sobran todas las objeciones”, sabemos ya
perfectamente y con toda claridad y sin ningún género de dudas
que no se nos permitirá “cuestionar” nada de lo que su voluntad
arbitraria y despótica, libre ya de toda inteligencia ordenadora de­
cide. Lo sabemos. Sólo sufrimos menos porque lo sabemos, pero j¡
sin ninguna envidia de semejante barbarie y civilización, ni tampo­
co rencor o resentimiento pues, gracias en primer lugar a nuestro
Dios y también a sus hombres, americanos y europeos, recordamos
ese no fue el camino del Cristianismo, ni, tampoco, el del hombre
clásico, ni tan siquiera el del noble e inocente animal cuadrúpedo
domado por el indio. Conservamos íntegra la memoria.
¿Qué es lo que nosotros conservamos vivo en la memoria?
¿Cuáles son las “Erótida Veneranda”? Lo que conservamos ínte­
gramente en la memoria no puede ser sino aquello que muy clara­
mente entendemos, pues, ¿qué mérito puede haber en aquello que
ignoramos? (S an B ernardo). Así es como de tal modo “elemental
y animoso” (B orges) conocemos la verdad que hallaron los filóso­
fos griegos (N imio de A nquín) y la contenida en los catecismos
traducidos por los conquistadores que nos hemos dado cuenta :—de
allí mismo nuestra desnuda claridad— de que resulta imposible de
todo imposible pretender infantilmente conservar, no digamos las
virtudes cristianas, sino siquiera las virtudes humanas más primor­
diales, si el método de hallazgo y conservación de esa verdad no
es el adecuado. Todo y el único esfuerzo —y permanente— ha
sido y es ahora llamar la atención de mis compatriotas sobre una
sola cuestión: “Puede ser verdad que, mientras la razón humanalL
permanece una e idéntica al tratar con los diferentes órdenes de|í
problemas, necesita, sin embargo, acercarse a ellos por caminos|
diferentes” (G ilson).
Nosotros conocemos con nuestra propia capacidad racional el
camino de regreso a nuestra propia casa después de haber estado
un tiempo borrachos andando a los tumbos y diciendo, lo primero
de todo, no, no estoy borracho. De ahí mismo es por lo que el
título de este libro pudiera adecuadamente haber sido fides quae-
rens intellectum, lo que expresa así una fe que busca claridad. De
ahí el recto orden de las cosas divino-humanas que me enseñaron
mis padres y mis abuelos y que no puede la razón del hombre, si
es astuta, ignorar, pues es signo evidente de equilibrio y cordura,
repetir siempre que si primero no creo en El-Camino no caminaré) |
nada y cada vez, si no creo, entenderé menos cómo debo y puedoj
regresar a las casas; pero también me enseñaron muy bien que, de
hecho, puedo de entrada no más creer en El-Camino-El-Únicó,
bendito sea El y su Madre, pero, si no uso todas las mañas y ar­
timañas de mi propia inteligencia para ver de ir esquivando los
obstáculos en su recorrido, soy, en ese caso, no ya un beodo que
anda más perdido que a propósito molestando a las gentes en la
calzada y haciendo un soberano papelón en el estrado, sino, cosa
aun más grave, soy un paralítico —”4S) Enfermo el hombre de esa
manera, ciego de entendimiento, cojo en las obras, se hace árido en
el afecto” (Santo T omás) — que, además de mostrar la grotesca
invalidez de los músculos y piel resecos a los fortuitos transeúntes,
muestro mi alma miserable, desnudada sin piedad (¿...?) por Bau­
delaire: MMi alma es una tumba, donde, mal morabito / Desde una
eternidad yo discurro y habito / Nada embellece el muro se esa
cárcel de enojos” (Castelxani), cuyo original dice así: “—Mon
âme est un tombeau que, mauvais cénobite, / depuis V éternité je
parcours et j ’habite... / Ríen n ’embellit les murs de ces cloitres
odieux...".
Nosotros, los cristianos argentinos, holgamos en nuestro cris­
tianismo; por eso mismo somos y aparecemos tristes porque no llo­
ramos: tumbón es nuestro nombre, o sub-nombre. En este preciso
sentido nos agrada la ironía de estas palabras de Sarmiento: “Noso­
tros ni cristianos somos. Convencidos como estamos de que hemos
nacido católicos y que fuera del girón de la Iglesia no hay salvación,
descansamos en la dulce y consoladora esperanza de que todos
los demás se condenarán. Aquí son mil millones de seres humanos
que no entran en la geografía católica: cuestión de geografía la sal­
vación”; pero aun más nos agrada lo que con todas las letras nos re­
cuerda Marcelino Menéndez Pelayo: “Pueblo que no sabe su histo-,
ria es pueblo condenado a irrevocable muerte; ... afanándonos enj
correr tras todo espejismo de doctrina n u ev a,... ni menos con el in­
fame recurso de renegar de nuestra casta y lanzar sobre las honradas!
frentes de nuestros mayores las maldiciones que solo deben caer so- *
bre nuestra necedad, abatimiento e ignorancia”. Eso mismo dicho de
los españoles; me refiero a lo de “abatimiento”, pues muy bien re­
cuerdo la honrada y abatida frente de Francisco Sánchez, sus sudo­
res y sus lágrimas: “¡Este es el fin de nuestros estudios, este es el
premio de tantas y tan vanas fatigas, vigilias perpetuas, trabajos,
cuidados, soledad, privación de todo género de deleite, vida se­
mejante a la muerte, viviendo con los muertos, hablando y pensando
con ellos, absteniéndonos del trato de los vivos, abandonando la so­
licitud de los negocios propios, ejercitando el espíritu y matando el
cuerpo, de donde vienen al sabio innumerables enfermedades, mu­
chas veces el delirio, y en breve tiempo la muerte!” Nosotros, mien­
tras tanto, andábamos argentinos ya abatidos pero con Montaigne.
¿Qué conocemos de nuestra propia historia que nos ha veni­
do, querrámoslo o no, por los españoles? ¿Qué, de esta lucha sin
cuartel llevada a cabo por Francisco Sánchez, solo, contra la deca­
dente escolástica medieval? ¿Guardamos, acaso, veneranda memoria
de ella? Hemos, por el contrario, realizado tan pocos esfuerzos por
entendemos a nosotros mismos que, sí, es exactamente así lo que
voy ahora a decir, si somos partidarios de Francisco Sánchez mal­
decimos a Francisco Suárez y si lo somos de Suárez, maldecimos e
insultamos a su tocayo, maldiciones que sólo caen sobre nuestra
propia necedad e ignorancia, no sobre los dos Franciscos quienes
lucharon cuerpo a cuerpo como hombres y como cristianos. No pre­
tendo decir seamos partidarios bien de uno, bien de otro, o de nin­
guno de los dos. Yo sólo digo que si nosotros, los argentinos, ño
hacemos el mismo esfuerzo que realizaron ellos en la batalla, somos
irrevocablemente pueblo condenado a muerte por “renegados de
nuestra casta”. Es por eso que la palabra que nos define, no en
nuestro destino amorosamente previsto para nosotros —’’Cuando se
recibe un nombre / Se recibe un destino”—- sino en la inmediatez de
lo que ahora somos, es “argentino” puesto que, y ya en este siglo,
¿quién podrá dudar de que “Hemos dormido en todas las vigilias
del hombre”?, nos recuerda una y otra vez nuestro poeta Leopoldo
Marechal.
Cuando sospechemos, siquiera “alguito” nomás, como dice el
salteño Miguel con su alguito Facundo, lo que también repite in­
cansablemente mi buena amiga y poetiza Doña Lila Perrén de Ve-
lasco: “La realidad realísima de Dios, la realidad inmediata de la
Patria y la realidad íntima del Honor”, comenzaremos a crecer so­
bre nuestros propios pies, cambiándose la voz al volverse grave.
Pero también ya sabemos que "no es aún el tiempo ni es aún la
hora”, pues “Uno es como una lombriz solitaria en un intestino de
cemento” y “si se apaga el sol, aquí no nos enteramos” (A rlt).
Hasta un inglés solícito y educado nos aconseja: “La verdad, como
el oro, no es menos por ser nuevamente sacado de la mina; es el en­
sayo y el examen lo que fija su precio; no el dictado de una vetusta
moda cualquiera; y aunque no ostente el cuño del curso corriente,
bien puede, pese a todo, ser tan antiguo como la naturaleza misma,
y, por cierto, no por eso menos genuino” (L ocke).
¿Cómo será de evidente nuestro andar mareado en el camino
que nuestros “filósofos latinoamericanos” propician para noso­
tros como último modelo histórico de realización y de identidad na­
cional el —¿será masculino, femenino o no tendrá sexo?— REI ' f c
KOKU TAI “a la japonesa” (C asalla)? Paréceme absolutamente
normal que los japoneses sean ellos japoneses, Le., que posean su
propia identidad, pero yo, por mi parte, ando lejos, demasiado lejos,
de poder, siquiera, entenderlos —en esta actitud va mi respeto por
ellos— y de desear yo mismo ser ahora súbdito del divino Empera­
dor —y en esto va mi respeto por mi propia y exclusiva dignidad—
. Obviamente, “de poco vale un paisano sin caballo y en Montíel” y
“Es muy claro esto que afirmo: nada entenderá quien no creyérede”
y, por fin, “la consecuencia es, si ha de hacerse algo, que se debe
intentar nuevamente introducir el cristianismo en la cristiandad”,
evitando así que la lumbre natural de nuestros ojos no sea la prime­
ra en encandilamos y engañamos para ir a Dios.
Cuando nuestros hombres de Iglesia retrocedan frente al tem­
bladeral como, por instinto, lo hace el caballo y, por decisión pro­
pia y la gracia de Dios, lo hizo mi querido amigo el Cura Doctor
Don Calixto Camilloni —diez años enteros no son poco tiempo en
la vida de un hombre, más bien son un reguero de días, meses y
años multiplicados al cubo. Eso yo espero— entonces nosotros,
simples peones en el tablero, no sufriremos ni temeremos más nues­
tra propia debilidad en la pelea. Siendo común nuestro Credo, será
también certera la esperanza en el Alto Amor verdadero. “El propio
sujeto con la humildad que sus límites le infunden, debe sentarse
silencioso a la escucha de una palabra que interprete y plenifique su
existencia humana” (C amelloni). Pues, en efecto, “Dos horas son de
vida, grandísimo el premio” y “¡Buenos quedarían los soldados sin
capitanes!” (S anta T eresa de Jesús). “Así es que te rogamos por
todos; pues nadie es capaz de nombrar a cada individuo, desde lue­
go, aunque pueda reseñar por encima todas las diferencias. Mas per­
mítasenos nombrar todavía una diferencia. Te rogamos por aquellos
que son los ministros de la Palabra, por aquellos cuya tarea consis­
te —en cuanto un hombre es capaz de ello— en atraer a los hom­
bres hacia Ti. Y te rogamos por los cristianos seglares, para que
ellos —atraídos hacia Ti— no piensen tan corto de sí mismos como
si no les hubiese sido dado también a ellos el atraer a otros hacia Ti,
en cuanto un hombre sea capaz” (K ierkegaard).
Los catorce capítulos que componen este librito dedicado a
conmemorar el acontecimiento de los quinientos años del descu­
brimiento de nuestra América, fueron escritos en distintas opor­
tunidades y por distintos motivos durante estos últimos veinte años.
Su estilo, lo verá enseguida cualquier lector, es distinto y, a veces,
chocantemente diferente. De eso se hace absolutamente cargo el au­
tor. Pero, si alguien tiene realmente la paciencia de llegar hasta el
final notará con toda claridad dos cosas, para m í personalmente,
muy importantes:
l 2. Todos ellos no son sino expresión de un mismo intento:
mostrar cómo resulta absolutamente razonable que la filosofía de
un hombre creyente cristiano es el mejor instrumento del que dis­
pone para regresar, cada vez más suelto de cuerpo, con menos tro­
piezo, a su Patria de origen; y
29. —y esto para mí ya es de absoluta importancia— verá
cómo a medida que yo avanzaba hacia esa luz de salvación verda­
dera, intentada durante mucho tiempo por la práctica de una filoso­
fía autónoma de la fe que me dieron mis padres, que Dios tenga en
su Gloria, esa misma especulación me sirvió para hacer de mí “un
hombre atento” (K ierkegaard) llevándome de la mano de maes­
tros apropiados a encontrarme, de golpe y saltando yo de contento,
con mi propio corazón racional, aquietado. Por esta última razón
ha cambiado no sólo mi vida entera, sino, mi modo de contarla,
obviamente alborozado.
Todo lo que aquí digo, más o menos felizmente, lo digo para
que alguien, si anda buscando la receta de la felicidad, “no revuelva
la polenta sin anteojos” según el magistral consejo de Doña Petrona
C. de Gandulfo. “Y la palabra original porque decimos aqui revol­
ver, quando se dice de las cosas del ánimo, ordinariamente signifi­
ca la vuelta que hace al bien, quando se retira el mal. Y ansi, aqui,
pensamientos que me revuelven propiamente son pensamientos que
me refrenan, y que me llaman al bien siempre, enseñándome la na­
turaleza de la virtud y del vicio, y lo que á Dios se debe, y lo que
amenaza y promete.” (Fray L uis de L eón). Y o le facilito en estas
páginas solamente la receta, como obsequio gratis de la casa. Pues,
como dice Pichuco —Aníbal Troilo—, “yo soy gratis, señor...; es
decir,... pobre con certificado” (Julián C enteya).
Tampoco tienen mucha importancia mis anteojos. Sólo la tie­
ne la “Patria” del Cielo, pues quien tienen ojos propios para ver
sabe con absoluta certeza que “Allí todos son justos y santos, que
gozan del Verbo: Palabra de Dios sin lectura y sin letras. ¡Qué pa­
tria! Es la Gran patria; desdichados son los que peregrinan lejos de
ella” (S an A gustín).
¡Qué negro, el Beréber, celeste!

Córdoba del Tucumán, 4.febrero.l992

NOTA: A los pocos días de escrita la presente ‘'Introducción” me


entero de la muerte de Doña Petrona C. de Gandulfo; siguiendo inmedia­
tamente el sabio consejo de Doña Elvia Rosbaco viuda de M arechal, recé
piadosamente un responso por el descanso eterno de su alma cristiana.
“Te rogamos por el ama de casa, a quien toca la vida tranquila, más alejada
de la dispersión y fárrago mundanos, para que ella en el amable ajetreo del
hogar defienda en el más profundo sentido la concentración serenadora,
sintiéndose más y más atraída hacia Ti” ( K i e r k e g a a r d ) . En los mismos mo­
mentos en los que escribía la necesidad de reconstruir la casa según el plan
original para evitar derrumbes en la misma, sucedió la caída y muerte de
cuatro muchachos desde un balcón en una localidad marítima y balnearia:
recé también un responso por sus juveniles almas cristianas y para que Dios
diera consuelo a sus afligidos padres. “Te rogamos por el varón, para que su
importantísima labor —si de un quehacer tal se trata en su vida—, o su aje­
treada actividad o su penoso trabajo no le hagan olvidarse de Ti, sino que él
en su labor, en su actividad, en su trabajo se sienta cada día más atraído a
Ti" ( K i e r k e g a a r d ) . Cuando finalmente, por recuerdo de un amigo, decido
colocar el epígrafe de Don Atahualpa junto al de San Anselmo, y al de
Kierkegaard y San Juan de la Cruz, cumplió el 31 de enero de 1992, aquel
paisano del “alazán-cinta-de-fuego” 84 años de recorrido del camino: para él
lo inverosímil de mi memoria. “Te rogamos por el anciano en el atardecer
de su vida...** ( K i e r k e g a a r d ) . Vale.
*

\
A mi mujer
Myriam Irma Corti
Que ya ejecutó este Círculo
no vicioso, sino de salvación.

I. Organon o- ^

Lo primero que debemos aclarar es el instrumento con el cual


se dilucida generalmente ydilucidaremos, también nosotros, esta
cuestión de América y Cristianismo.
Esta relación entre América y el Cristianismo, si bien es una
relación histórico-geográfica y, por lo tanto, cultural, sin embargo,
puede ser reducida al problema de la fe y de la razón o al de la
filosofía escolástica y la teología cristiana.
Se sabe que la lógica de Aristóteles no es la de Kant, ni,
tampoco, estas dos son las mismas que la lógica de Hegel, y que
hoy tienen vigencia otros métodos no expresables lógicamente,
como, por ejemplo, la fenomenología, la hermenéutica y, el más
: importante de todos, la sola praxis, pragmática o dialéctica, el que
J parece regir hoy todas las relaciones. A " ' " '' r
Y bien,; en el problema que intentaremos señalar, el de la re­
lación entre la fe y la razón, su planteo y resolución siempre fue
abordado por la escolástica primera, segunda y tercera con la lógica
de Aristóteles. No decimos que no se hayan utilizado otros instru-
mentos y que hoy mismo no se sigan utilizando, y abundantemente;
pero resulta casi un lugar común dentro de la escolástica el uso de
la lógica del Estagirita, regida por el principio de no contradicción
y sujetada (ousía) a una metafísica de tipo realista griego.

II. A claración

Ya el mismo signo de interrogación que envuelve nuestro tí­


tulo pone en evidencia nuestras dudas respecto al correcto planteo
lógico y metafísico del problema en dicha relación.
Nuestra respuesta es coincidente en un todo con la escolás­
tica medieval, principalmente con la de Santo Tomás de Aquino,
en el siglo XIII, primera escolástica nacida en el siglo XI con San
Anselmo de Canterbury. En efecto, la segunda escolástica, la del
siglo de oro español, ya no nos parece exactamente la misma que
la medieval; ni qué decir tenemos de la diferencia de la tercera
escolástica, la del papa León XIII para acá, con la vieja teología
medieval. Esta última, la tercera, pelea denodadamente por diferen­
ciar siempre su filosofía de la teología católica, no sólo pretendien­
do una autonomía respecto de la fe católica sino afirmando
enfáticamente que es esa la tarea realizada con sus distinciones
formales por su maestro Santo Tomás, ya en el mismo siglo XIII
en lo que, natural e históricamente, está aparentemente en lo cierto
pero que, de hecho y de derecho, nosotros vemos equivocada.
Naturalmente que nos es del todo imposible plantear y resol­
ver en estas pocas páginas todos y cada uno de los problemas
mencionados, bien sean históricos, bien, sistemáticos.

III. Resumen esquemático de algunos distintos niveles

En la siguiente página mostramos con círculos algunos de


los problemas que se pueden y se suelen plantear y resolver de
modo incorrecto.
GENERO ANIMAL
Especies
Irracional Racional

2f CIENCIA Nv
l Teología-Filosofía J

Y RELIGIÓN 5 Z ' CULTURA


X Cristiana-R eligiones/ \C ristiana-Profana,

7 / EDUCACION 8/ TEOLOGÍA \
Católica-Neutra / ^ R e v e la d a -Ñ a ^

IV. Breve explicación

No creemos ser infieles, por medio de estos plásticos ocho


círculos esquemáticos, en el planteo de los problemas que, en dis­
tintos niveles, hace la tercera escolástica y en su resolución cohe­
rente de todas y cualquiera de estas relaciones. No pretenderemos
agotar todos los problemas ni, tampoco, explicarlos uno por uno.
Solamente diremos que todos ellos dependen de la diferenciación,
ya clásica, que se hace, por ejemplo, en el género animal de dos
especies distintas, la especie irracional que comprende lo que vul­
garmente entendemos por un animal cualquiera y la especie racio­
nal que abarca lo que se entiende, en general, por hombre. Son dos
especies dentro de un mismo género, el próximo, y en este caso,
dos substancias o esencias reales distintas concebibles y formula-
bles lógicamente. Por ser formas específicamentes diferentes den­
tro de un mismo género se diferencian y se relacionan lógicamente
entre sí y, también, por supuesto, en la realidad, pues son, obvia­
mente, esencias reales.
Esta manera de entender la realidad que para cualquier filó­
sofo aristotélico, y Santo Tomás lo es, es verdadera, i.e., es conce­
bible y expresable lógicamente, o sea, algo evidente y claro de
toda claridad, sin embargo, vuélvese riesgosa si no se entiende
cabalmente de qué se está hablando cuando de la verdadera fe ca­
tólica se habla; resulta riesgosa, repetimos, de un malentendido
fatal para la misma fe cristiana y, también, para la misma verdad
filosófica.
En efecto: la verdad de salvación que trae la fe nunca puede
estar en el mismo nivel —género— que la verdad que el hombre
logra ver con su propia capacidad racional, pues ambas verdades
no pueden nunca jamás ser dos especies distintas de verdades den­
tro de un mismo género de verdad abarcador de las dos verdades.
Eso lo imposibilita la misma empresa de salvación inventada y
revelada por Dios al hombre a través de Jesucristo y también, y
por supuesto, la misma lógica natural de Aristóteles.
Exactamente lo mismo deberemos afirmar necesariamente de
los restantes círculos que hemos dibujado plásticamente: el de la
ciencia, la doctrina, la religión, la cultura, la sociedad, la educa­
ción, y el de la teología.
Ahora bien, si se da este malentendido, como de hecho nos
parece que se da en la tercera escolástica, entre la fe católica y la
lógica y metafísica, obviamente que se deberá entonces o bien se­
parar una especie de la otra especie por ser en sí mismas ex-
cluyentes una de la otra, o bien se deberá anular la diferencia en el
intento, coherente lógicamente, de absorción de una por la otra. No
queda otra alternativa de solución pues, recordémoslo, se trata de
solucionar siempre el problema con la lógica aristotélica.
Pero es este un problema mal planteado in radíce, como puede
fácilmente observar cualquiera, y hasta de manera visual. Y si, por
si acaso, alguien aún no lo puede entender así traeré entonces gusto­
samente, ante su amable consideración, algunos breves textos de au­
toridades que lo son —nada más ni nada menos— por haber resuelto
con total claridad, y ya hace bastante tiempo, este viejo y siempre
actual problema de la relación entre la teología y la filosofía.

V. Citas

1. Oigamos a un parisino del siglo XX, nacido a mediodía


en el centro mismo de París: “Este carácter santo o sagrado
del conocimiento lo pone en un orden aparte del de la filoso­
fía. Los filósofos también tienen una teología; la llaman,
incluso, la ciencia divina, porque su objeto es Dios, pero es
Dios en cuanto respuesta a las cuestiones que la razón se
plantea sobre el mundo, y como primera causa conocida por
la luz natural del entendimiento. La teología del teólogo
cristiano es completamente diferente. Difiere de ella no sim­
plemente con una diferencia específica —como una especie
diferente de otra especie de teología en el seno de un mismo
género que contendría a una y otra—, sino con una diferen­
cia genérica. Ahora bien, es preciso recordar que la diferen­
cia de género a género es extrema; lo que se predica de dos
objetos genéricamente diferentes es objeto de una predica­
ción, no unívoca ni siquiera análoga, sino equívoca.”

2. Escuchemos ahora a un argentino, chaqueño-santafecino,


también de este siglo: “He aquí el Dios —que— habla / La
ciencia del Dios —que— habla, / Theo-Logia.”
“Teología es el saber de lo divino” (C astellani).
NOTA: El genitivo “de lo divino” puede ser genitivo obje­
tivo o un genitivo subjetivo. Si es el primero, se refiere al
saber que el hombre tiene de lo divino. Se llamó ya desde
antiguo teología física y más tarde, metafísica. Si es un ge­
nitivo subjetivo se refiere obviamente al saber que Dios tie-
ne de sí mismo y que comunicó al hombre por la fe. Se lla­
ma teología revelada, doctrina sagrada. La relación adecuada
—justa— de la fe católica y de la teología natural dio por
resultado la teología cristiana. Ejemplo: Summa Theologiae.
Y por si alguna duda quedase, concluye: “Esencialmente
esta herejía (Modernismo) consiste en bajar lo sobrenatural
al plano de lo natural, conservándole intacta su form a, lo
cual por lo mismo se convierte en figura y luego en cascará
vacía y mentirosa.”

3. La vieja autoridad venerable del Pseudo-Dionisio tam­


bién viene espontáneamente a nuestra memoria: “Si hay un
hombre, en efecto, que sea totalmente rebelde a la enseñanza
de las Escrituras, semejante hombre no entenderá nada de
nuestra manera de filosofar: ya que si él no presta ninguna
atención a la sabiduría divina de las Escrituras, ¿cómo noso­
tros, por nuestra sola cuenta y riesgo, nos desvelaríamos in­
tentado entienda siquiera algo de la ciencia teológica? Mas
si, contrariamente, quien nos allega las dificultades tiene
presente la verdad de las Escrituras, entonces sí, usando tam­
bién nosotros de esta norma y de esta luz, nos tomaremos el
trabajo, realizado con todas nuestras fuerzas, de defender
osadamente nuestra tesis.” (Es nuestra la traducción).

4. Ahora del fundador de la escolástica de quien sólo men­


cionaremos el título de dos de sus obras: Monologion seu
exemplum meditandi de ratione fidei y Proslogion sen fides
quaerens intellectum (Opera Omni a), que traducimos: Mo­
nólogo: un ejemplo de cómo se debe meditar en la racio­
nalidad de la fe, y Alocución: una fe que busca inteligencia,
i.e., el cristianismo andando.

5. Y como no podía ser menos, la claridad de un meridio­


nal se hace insoslayable. Abreviemos: así como el hombre
no debe obrar por pasión, sino, siempre por razón pero en
obrando por razón deberá, para lograr la plenitud y per­
fección de su acto, obrar siempre con pasión como corres­
ponde a un hom bre entero, así tam bién un hom bre nunca
deberá creer por razones sino, siempre, por autoridad pero en
creyendo por autoridad ese mismo hombre, para ser un cris­
tiano cabal, deberá creer con razones, siendo “los doctos
quienes mayores méritos tienen en su fe, cuando no la aban­
donaron a causa de los ataques de los filósofos y herejes
contra ella” (¡sic!) (S anto T omás).

6. Finalmente nos congratulan las palabras de un arrabalero


parisino, también contemporáneo nuestro: “Ya lo he dicho
veinte veces: la lucha (una lucha mortal), el debate, la lucha,
no está entre el mundo cristiano y el mundo antiguo (y, na­
turalmente, en el mundo antiguo incluyo todos los mundos
de los filósofos). La lucha planteada está entre el mundo
moderno por una parte, y por la otra, todos los demás mun­
dos juntos. Y especialmente entre el mundo moderno, por
una parte, y por la otra, el mundo antiguo y el mundo cris­
tiano juntos... La filosofía es la sierva de la teología. Enten­
dido. (María también es al sierva del Señor). Pero que la
criada no busque disputas a su ama, y que el ama no riña a
su criada. Llegaría un extraño que, al punto, las pondría de
acuerdo.
Cuando llegue el acreedor (el acreedor, el acreedor universal,
es el dinero) y cuando haya hecho vender la casa, ¿dónde
encontrará la criada su humilde cocina, y dónde el ama, su
sala y su comedor?
¿Dónde encontrará la criada su antecocina, y el ama, su ora­
torio y la cuna de sus hijos? Así, pues, no se levante la fiel
criada contra su ama, y no se rebaje el ama fiel contra su
criada. Llegaría un hombre tan duro como nunca se vio, que
las reduciría a ambas a una bajeza común y a una común
servidumbre... La desconfianza con que se persigue a la filo­
sofía es idéntica a la desconfianza con que se persigue a la
teología; y recíprocamente, y aun diría mutuamente. El odio
con que se persigue a la filosofía es idéntico al odio con que
se persigue a la teología. Y recíproca y mutuamente. Se per­
sigue siempre a la metafísica, al pensamiento, a lo espiritual,
a la libertad y a la fecundidad.” (P éguy).

Y con ésta, basta de citas que traje expresamente extensas


para no desfogarme yo.

VI. Conclusión

El equívoco y, por consiguiente, el malentendido entre la fe


y la razón, entre la teología y la filosofía, que aparece con toda
claridad en lo que hemos expuesto anteriormente y que se ha co­
menzado a efectivizar históricamente a partir de la segunda esco­
lástica, precisamente la gran escolástica española del siglo de oro
que vino a América, y se ha radicalizado más aun en la tercera
escolástica, es el mismo equívoco que percibimos claramente en el
título que da origen a la conmemoración, por medio de este Con­
greso de Filosofía de la Sociedad Católica Argentina de Filosofía,
de los quinientos años de relación entre el viejo continente y el
nuestro nuevo americano. Relación que no es la misma que aque­
lla que se da entre el Cristianismo y América, o el Cristianismo y
Europa, o el Cristianismo y cualquier realidad humana. El conteni­
do verdadero de la fe de salvación es siempre cosa de Dios y el
contenido verdadero dilucidado por la metafísica es, también siem­
pre, cosa del hombre y de su honor. En estas delicadas cuestiones
de órdenes adecuados la suppositio juega un papel decisivo, no
pudiendo ser en este caso cuestión de meras analogías humanas,
por más metafísicas que fueren. La permanente tentación del hom­
bre occidental ■ —ya cristiano— ha sido, es y seguirá siendo siem­
pre naturalizar el Cristianismo, i.e., ponerlo en este caso en el mis­
mo nivel que América, El Cristianismo, en efecto y según lo esta­
blecieron justicieramente casi todos los medievales, no se deja
domeñar por nada ni por nadie, y esto de tal manera que no hay, ni
existe, ni acontece nada humano realizado por el hombre creyente
cristiano que no sea sólo y exactamente instrumento puesto a la
total escucha de esta Unica Palabra de Salvación. El instrumento
principal, entre otros menos importantes, es, obviamente, el intel-
lectus, y su ciencia, la filosofía, porque es precisamente el poder
que el hombre tiene en sí mismo y por sí mismo de dilucidar todas
y cualquiera de las diferencias y sus obvias y naturales relaciones,
también esta, la primera en importancia, entre su fe cristiana y la
filosofía.
Con la libertad que graciosamente se me otorga en esta reu­
nión y en ocasión, magna ocasión, de estos cinco siglos, para mí
benditos, invito yo a todos los congresales a meditar seriamente en
lo que hemos dicho, así no cometemos garrafales equivocaciones
lógicas ocasionando inevitables pérdidas en la vida de nuestra mis­
ma fe de salvación eterna.

Córdoba del Tucumán en el día de la exaltación de la Santa Cruz,


I4.septiembre.91.

CÓ M O M O VERSE AQUÍ

CIENCIA-C0SAS
TEMPORALES
\
FIDES QUAERENS o^INTEIXECTUM Tmimm SPECIES
^ CIENCIA-C0SAS
ETERNAS
CÓ M O M O VERSE A LLA
MEDITACIÓN DE UN JOVEN HOMBRE AGRADECIDO

Afincado en esta Córdoba de la Nueva Andalucía yo vengo


de una provincia, geográficamente casi Banda Oriental del Uru­
guay, donde “un fresco abrazo de agua la nombra para siempre”
(Mastronardi). Pero, vengo de más lejos, “lleno de horizontes, / y
un cansancio de siglos y de leguas” (Jeannot Sueyro), heredero
“de la «substancia intelectual» de Europa” (M arechal). Como se
trata de nosotros, de quienes somos, de donde venimos, es por lo
que la conversación ha comenzado de esta precisa manera, con un
tono adecuadamente familiar. Según el donde hay un mar entero
que nos relaciona con España y según el cuando, un medio milenio
que nos familiariza con ella. Pero, nuestro asunto viene de aún más
lejanos horizontes y de ya milenarios tiempos. De tal madurez he­
mos sido engendrados biológica y culturalmente. Engendrar bioló­
gicamente un hombre no es una cosa del otro mundo, por ser una
cuestión naturalmente animal, aunque en nuestro caso fuese todo
una epopeya de una Imperio europeo, pero el habernos enseñado
que “Al rey la hacienda y la vida / se ha de dar, pero el honor / es
patrimonio del alma / y el alma sólo es de Dios.” (C alderón),
semejante Paideia griega y Paideia de Cristo (Jaeger) no se reali­
za en un día; es, y también naturalmente una tarea de largo alien­
to, el mismo que hoy y aquí, nos anima y nos convoca al festejo
de semejante acontecimiento.
Tratándose de una conmemoración es conveniente que nos
refiramos a hechos que a todos nos atañen. Cuando se mentan he­
chos en cualquier familia es normal no sólo que aparezcan diferen­
cias entre sus miembros, sino que estas mismas diferencias
originadas en viejos rescoldos se aviven de nuevo y encendidos.
fogones calienten y alumbren a los integrantes del hogar, sobreto­
do, como es éste el caso, cuando parte de sus componentes no han
descendido de las carabelas de Colón.

Primer hecho: Pertenecemos a la cultura europea.

Aquí ya estamos frente al primer hecho, con la característica


propia que consigo trae cada hecho. Un hecho es siempre innega­
ble y aunque no nos agrade del todo o bien directamente nos de­
sagrade, no podemos obviarlo de nuestro camino. Podemos en
efecto, renegar de todo lo que somos y hemos sido pero la única
manera de realizarlo es hacerlo con los mismos instrumentos que
nos han dado o —según se mire— impuesto quienes nos han
engendrado.
Y bien, ¿cuál es este primer hecho que está a la vista de
cualquier latinoamericano? El hecho de nuestra pertenencia a la
cultura europea, seamos autóctonos americanos o europeos tras­
plantados. Y pertenecemos a la cultura europea, venida a estas tie­
rras, a través de la España que no es totalmente identificable con la
Europa moderna. Yo sé, soy plenamente consciente de que cada
palabra que digo tiene su propio rescoldo; por eso mismo la digo.
De seguro que habrá quienes no quieran ser españoles ni europeos
sino, sólo americanos, así como otros no querrán de ninguna ma­
nera ser europeos, que sí, españoles; también, por qué no, algunos
que no pueden siquiera oír hablar de España porque se sienten
europeos; alguien que lamenta ser americano porque le impide ser
totalmente europeo, y, por fin, alguno, más bien raro, que prefiera
ser cualquier cosa con tal de no ser europeo, ni español, ni ame­
ricano.
Así es una familia en crisis, en una gran crisis de identidad.
Sus integrantes al no haberse aún encontrado a sí mismos no pueden
obviamente aceptar el hecho de ser ellos mismos y no otros. Pero,
el hecho está ahí; lo que podemos discutir entre nosotros será posi­
ble solamente con los instrumentos que están a la vista. Hablamos
obviamente en la lengua castellana derivada del latín y por lo tanto
de la lengua griega; no nos comunicamos en quichua ni en guaraní.
Las leyes que rigen nuestra discusión vienen todas derivadas de
la ciencia y filosofía de los griegos y a través de la escolástica
española. Nuestras normas de convivencia político-sociales son las
del derecho imperial romano. Y, por fin, y no en último lugar, la
religión es para nosotros la religión católica originada en la religión
judeocristiana, i.e., en el Antiguo y en el Nuevo Testamento de la
Biblia. Tal el hecho y su inexorabilidad. De seguro que frente a él
y según sea nuestro temperamento podremos en la discusión mos­
tramos belicosos o melancólicos, por consiguiente, apasionados.

Segundo hecho: La cultura europea moderna es derivada


de la medieval.

Pero, y esto es también parte de nuestra herencia, y muy im­


portante, podemos preguntamos, con la cabeza fría y el corazón ar­
diente, el por qué de tan ardua y apasionada discusión. Con ésta
pregunta nos situamos ya frente al otro hecho que constituye el
motivo decisivo de todas nuestras aparentes divergencias. Hemos
ingresado a la cultura pero no de una sola época histórica, sino de
dos, puesto que hemos abierto los ojos dentro de una crisis histó­
rica de la así luego llamada civilización occidental y cristiana. En
ese momento en Europa, no teniendo ya más vigencia la Edad
Media, no se había formado todavía la Edad Moderna. Europa en
general se movía aceleradamente en la nueva dimensión histórica.
España, en pleno esplendor de sí misma, pretendió detener el pro­
ceso de ruptura con la Edad Media. Pero fue vencida tanto en el
plano político como en el ámbito teórico de las ideas. En medio de
esa lucha dimos nosotros nuestro primer vagido. Los latinoame­
ricanos somos pues hijos de semejante crisis pero sin haber aún sa­
lido de la misma. De lo dicho se sigue lo siguiente: resulta imposi­
ble comprender la Edad Moderna si previamente no entendemos la
Edad Media. ¿Cómo entender la ruptura llevada a cabo por la Edad
Moderna si no comprendemos aquello de lo cual quiso distanciarse?
Es aquí donde aparece la dificultad mayor que experimentamos los
americanos: ¿cómo comprender una edad histórica que no hemos
vivido y realizado nosotros sino precisamente los europeos? Noso­
tros, en efecto, no tenemos históricamente Edad Media; más bien
nuestra conciencia histórica es, metódicamente hablando aunque no
decisivamente, moderna. La idea que nosotros tenemos de la Edad
Media nos vino por medio de España. Pero España, pese a todo su
intento frente a la Edad Moderna, no era ya más y enteramente me­
dieval. Entonces no demoremos más la pregunta: ¿Qué es la Edad
Media? Si nos formulamos la pregunta de imposible contestación
en estos breves momentos es porque evidentemente tenemos cierta
posibilidad de esbozar alguna respuesta.
Cualquier respuesta a cualquier pregunta que se hace el hom­
bre depende principalmente del método con el que se ha planteado
la posibilidad de su solución. En cualquier cuestión, obviamente, lo
más importante es siempre el método, como también el método de­
pende de la cuestión que el hombre tenga entre manos. Y bien,
¿cuál era el asunto más importante que preocupaba al hombre me­
dieval desde que comenzó hasta que finalizó la Edad Media? Su
asunto fue salvarse, i.e., ir al cielo y, por consiguiente, evitar caer
en el infierno. Así de simple. Para ello terna un salvador, Jesucris­
to, quien era para él el camino, la verdad y la vida (Jh. 14, 6). La
autoridad de la Iglesia lo engendraba a esa vida divina, lo alimenta­
ba para que creciera en ella y lo conducía seguramente por ese ca­
mino. No vamos a desarrollar aquí toda la creencia medieval. Sólo
hemos afirmado que tema fe en esta verdad de salvación, esperanza
en su Salvador, amando a Dios a través de su Hijo, Jesucristo. Éra­
le ésto de tal obviedad que, cuando estos primeros creyentes se en­
contraban de hecho con otras respuestas que también presumían de
verdaderas, no tuvieron dificultad en afirmar que una viejita igno­
rante sabía más que Platón y Aristóteles (Santo T omás). Tal afir­
mación no puede menos que causar estupor. A cualquiera. Estupor
evidentemente causó al hombre sabio que no creía en Cristo, y es­
tupor aún mucho mayor al creyente, de entre ellos muchos también
sabios, de su aparentemente inverosímil posibilidad de salvación.
Esta sorpresa inédita fue la que diferenció a la edad antigua de la
nueva edad a ojos vistas naciente. Como no podía menos de suce­
der, el entusiasmo de la fe en su verdad de salvación llevó a algu­
nos creyentes a despreocuparse absolutamente de cualquier otra
respuesta que no fuese aquella por la cual vivían y esperaban vivir
eternamente. Nada de otra religión, nada de filosofía y de ciencia,
nada de política ni de arte, nada de todo lo que los hombres se ha­
bían seriamente preocupado y habían pacientemente hecho hasta ese
momento. Solo la fe. Solución comprensible —más adelante dire­
mos por qué— pero, en el fondo demasiado fácil por simplista. Por­
que, si bien es cierto que el hombre por medio de la verdad
cristiana entraba en el negocio definitivo de su posible salvación y
en lo importante sin adjetivos, también lo era que la verdad que el
hombre había adquirido por su propio esfuerzo alguna relación de­
bía necesariamente tener con su propia empresa de salvación. Y esta
relación no podía ser otra que la de instrumento clarificador de ese
su mismo camino de salvacióiy^Qué mejor idea que echar mano de
la filosofía, elaborada por los grandes sabios, para de ese modo en­
tender más y mejor a ese Dios en quién creía clarificando en lo po­
sible todo lo que ese mismo Dios había realizado por él, y al mismo
tiempo iluminar en esa relación el abismo de profundidad del mis­
mo hombre y de sus obras? Y en esa tarea, considerándose como
enanos sobre los hombros de semejantes gigantes, se embarcaron
durante siglos, tratando de entender con la filosofía aquello mismo
en lo que creían.
Este método, usar la filosofía como sierva de la teología, es
lo que se expresa en la fórmula inigualable —FIDES QUAERENS
INTELLECTUM— (A nselmo). De la adecuada relación entre la
verdad j e la fe y la verdad de la filosofía resultó la teología reve­
lada o doctrinajsagradEL
Falta una observación más e importante respecto del método
usado por los medievales para plantear y resolver el asunto que les
interesaba. Si la filosofía era un instrumento de la fe, debía ser un
instrumento idóneo y apropiado para tal fin. Analizaron pues las di­
versas posiciones filosóficas y adoptaron, obviamente, la que a cadá
cuál pareció la más conveniente. Pero, en general, se puede afirmar,
sin cometer un grave error histórico, que la filosofía adoptada fue
sin duda una filosofía realista, dándole a tal término la significación
que ellos dieron, i.e., opuesto a lo que llamaron ¡nominaíismó;] en
otras palabras, suscribieron una filosofía que les posibilitó moverse
dentro de un ámbito de verdad concebible, formulable y expresable
—comunicable— por y para el hombre. De este modo establecieron
una unidad de los seres, una unidad de los conocimientos y una uni­
dad de las acciones divino-humanas (M. C orti).
La fe, la esperanza y al caridad fueron claves de bóveda con
las que estructuraron el sentido de la vida del hombre. Incluso ése
fue el orden que priorizaron: la verdad, la esperanza, el amor.
“Este es el orden que nos enseñaron los Apóstoles, el más confor­
me también con la recta razón. Pues, en efecto, no puede haber
amor puro y recto si no se determina el fin legítimo de la esperan­
za, ni puede haber esperanza si falta el conocimiento de la ver­
dad.” (A quino). Este recto orden es expresión del orden medieval.
Es su equilibrio. Su guardián, naturalmente, es un teólogo. De él
se requiere como funcionario de la verdad el máximo de tensión y
energía. Jugar, en efecto, con la verdad es, a todas luces, jugar con
la esperanza y jugar con el amor del hombre y, por más que luego
se pregone lo contrario, lo único que se está diciendo en tal caso
es que ya no se es más medieval, porque intentar mantener la espe­
ranza del hombre y querer establecer todas las relaciones amorosas
que se sueñen, sin conocer previamente la verdad es realmente es­
tar soñando y no de vigilia con los ojos abiertos.
Pues bien, ese hecho fue el que precisamente ocurrió. Frente
a las dificultades que la filosofía presentaba al guardián de la ver­
dad de salvación y de la verdad metafísica heredada, a ese teólogo
no se le ocurrió como solución sino la más simplista: negar al ins­
trumento, la filosofía, su capacidad de concebir y formular —comu­
nicar— la verdad.
Ockam seguramente pensó que de este modo, quitando toda
posibilidad de discusión humana sobre la verdad, resguardaba la
dignidad del hombre y la dignidad de Dios, cuando de hecho lo
que estaba haciendo era minar metódicamente el cimiento mismo
de todo el edificio medieval.
La fe siguió su camino de salvación de los hombre y, como
no podía ser de otro modo, la razón del hombre —léase filosofía—
tomó el suyo propio autónomo de toda autoridad revelada, i.e,, de
la autoridad del teólogo, pues él mismo, y en nombre de la fe,
había abdicado de su ineludible responsabilidad de tal.
Otro gran teólogo cristiano, pero esta vez no católico, Lutero,
precipitó este despido, incluso injurioso, contra la razón del hombre
desde la fe y su ciencia la teología.

Tercer hecho: Autonomía de la filosofía respecto de la fe.

De aquí en más todos los filósofos, ellos mismos creyentes


cristianos, filosofaron fuera de la fe. No les quedaba otro recurso si
es que pretendían seguir siendo simples hombres, además de redentos.
Apenas comenzaron a filosofar pusieron en cuestión el su­
puesto de dichos teólogos: no cualquier amor es verdadero amor al
hombre y a Dios si no es precisamente una amor que sea ver­
dadero.
Intentaron evidentemente sostener el edificio. Ellos, Suárez y
Descartes, merecen naturalmente nuestro más franco elogio porque
decidieron filosofar, i.e., no perder la joya de la dignidad del hom­
bre abandonada desaprensivamente por un creyente católico y vo­
mitada violentamente por otro creyente protestante.
Decidieron honorablemente hacer frente a quienes decían ha­
blar en nombre del mismo Dios de todos. Y lo hicieron. Lo que es
ya una hazaña. Una hazaña que logró mantener, por un tiempo si­
quiera, la estructura medieval.
Pero el tiempo es inexorable. Un error de método, tratándose j.
de los principios, es fatal en sus consecuencias. Para sacar éstas
sólo es cuestión de lucidez por parte del hombre y de decisión en
mantener esas mismas consecuencias. Para mí, y es mi opinión
personal, aquí reside el honor del hombre. Todo su honor. Un ho­
nor que mientras haya hombres que no claudiquen de su propia
responsabilidad, y me refiero indudablemente a los filósofos, alien­
tan en uno mismo la esperanza de solución del problema que sólo
al hombre se le plantea y al que sólo el hombre intentará, una y
otra vez, responder: cuál es la unidad, por supuesto, de todo. Por­
que no se puede siquiera pensar —y menos hablar— de la unidad
si no se ve, de algún modo, la verdad. Pero ésta es una cuestión
teórica en la que no queremos incursionar, porque lo que pretende­
mos señalar es un hecho, el hecho del método medieval que confi­
guró esa edad como tal y el hecho del nuevo método inaugurado
por Suárez y por Descartes que determinó necesariamente una edad
distinta, la moderna.
Aparece aquí un mismo método consistente ahora en plantear ¡
los problemas de la filosofía fuera de la autoridad de la fe y de la ¡
autoridad de Aristóteles, i.e., fuera del ejido de la teología. Es cla­
ro, por otra parte, que este mismo modo de filosofar tomó de en­
trada caminos distintos. <
El de Descartes pretendió romper del todo con el método ;
realista clásico inaugurando _el proceso de conversión de la subs­
tancia en espíritu. Por él contrario, Suárez continuó el realismo de !
la escolástica medieval inaugurando lo que luego sería denominada ¡
segunda escolástica, la gran escolástica española; así es como en la
Edad Moderna cuando se habla de escolástica generalmente se so­
breentiende el modo de filosofar de Suárez y de los españoles,
porque si bien es cierto que a este filósofo se le opuso intemamen-
te la corriente derivada de Santo Tomás de Aquino,[los tomistas!
también adoptaron el criterio de filosofar fuera de la fe, es decir,;
fuera de la teología revelada, filosofía que en la tercera escolástica
—la que deriva del Papa León XIII para acá—, los mismos tomis­
tas denominaron filosofía aristotélico-tomistajo bien, filosofía pe­
renne, y ya con una denominación totalmente equívoca, y por
supuesto falsa, filosofía del sentido común.
No es nuestra intención señalar las peripecias de la filosofía
moderna, bien sea en la línea idealista cartesiana, bien, en la línea
escolástica como tal.
Lo que nos interesa observar es el hecho, obvio para cual­
quiera, que todos los filósofos modernos, siendo en general cristia­
nos, intentaron mantener las verdades contenidas en las viejas
teologías medievales.
Y bien, ¿en qué afecta este hecho a nuestro asunto? En todo.
En todo lo que nos interesa señalar. Por supuesto que el cris­
tianismo que trajeron los españoles a América fue el contenido en
el catecismo católico que los españoles sabían de memoria y ense­
ñaron a los indios, incluso en sus propias lenguas, las cuales ellos
mismos aprendieron con tal fin (Sierra). Este catecismo, cuyo
modelo fue el catecismo romano de 1566, contiene sistemática­
mente las verdades religiosas de la teología medieval elaborada por
Santo Tomás de Aquino. La posibilidad de su comprensión depen­
día obviamente del mismo método empleado durante siglos en su
elaboración. Pero los siglos de ahora no eran los siglos anteriores.
,Lo que había cambiado radicalmente era el método con el cual el
hombre europeo intentaba ahora comprender y formular las proble-1
m asJPor lo tanto, junto con los catecismos de la doctrina cristiana,!
también vino a América esta nueva metodología. La más importan­
te fue de seguro la filosofía escolástica española, donde notoria­
mente aparece la influencia de Suárez concordante con las verdades
de la fe. Estos mismos escolásticos, aunque en discusión con ella,
trajeron la filosofía cartesiana pretenciosa por sí misma de mayor
justeza con la fe católica. Todos, sin excepción, querían indudable- j
mente conservar la fe de sus padres pero, también todos, sin excep­
ción, querían ser modernos.

Cuarto hecho: Imposibilidad de relación entre la filosofía


y la teología.

¡¿Era posible semejante empresa? De lo que estamos seguros i


es de que la intentaron.]“Más los escolásticos querían volverse f i - :
lósofos más ellos se obligaban a desteologizar y descristianizar su
enseñanza. Pero no podían públicamente reconocer esta intención.
Se encontraban pues embretados en esta ambigüedad: filosofar en
vista de la teología cristiana como si su filosofía no tuviese reía- ¡
ción esencial con la fe. Descartes cortó el nudo al declarar que su I
filosofía sería tal sin relación con ninguna teología. Seguramente ■
que su doctrina permanece aún comprometida con la de los teólo­
gos quienes, siendo clérigos, sacerdotes o monjes, no han jamás
seriamente intentado filosofar fuera de toda influencia religiosa,
pero él, Descartes, concibió la idea de hacerlo” (G ilson).
'[Son muchas las variables que pueden aparecer cuando se tra­
ta de la relación entre fe y razón. Nombraremos sólo dos. En pri­
mer lugar, en tal separación, resulta obvio que el hombre puede]
mantener, aún separado, tanto lo que cree como lo que racional- j
mente entiende, como, así mismo, perder su fe de creyente, pero, I
nunca su razón humana.jEn éste último caso, el más común, el I
hombre puede sostener hasta límites inusitados ciertas afirmaciones
que miradas objetivamente causan asombro, pero, en definitiva, se
verá forzado a sacar todas las consecuencias de su actitud. No hay
sino que ver cómo, desde dos posiciones totalmente distintas y que
se ignoran entre sí, se coincide sin embargo en afirmar, por ejem­
plo, que la única filosofía cristiana que existe es precisamente la
de Hegel (Steenberghen, T erzag a). En segundo lugar, separada laj
razón de la fe, se puede intentar sin embargo establecer siempre
alguna relación. Y ésta es la actitud permanente tanto de la esco- i
lástica española que vino a América como de la escolástica actual,,
sea europea o argentina} (F urlong). La respuesta que a ésta acti- j
tud dio el filósofo cordobés Nimio de Anquín, luego de su porfia­
da —durante su prolongada vida y hasta el final de la misma—
lucha con el problema, nos parece sin un ápice de dudas, paradig­
mática, aunque obviamente no les agrade a los escolásticos argen­
tinos y españoles, demasiado superficiales en el planteamiento y
resolución de este único serio problema en expresión exacta del
inefable Kierkegaard.jjPero, en estas cuestiones de método no es
cuestión de agrados o desagrados sino, de coherencia. En efecto,
pretender mantener las verdades cristianas de salvación de nuestros
catecismos a través de una filosofía que se autocalifica de indepen­
diente y autónoma de esa misma fe, nos parece una empresa tan
imposible!—y más imposible aún— como la de los teólogos que
en nombre de la fe quisieron impedir el uso de la razón. El de la
verdad es un edificio de cristal dentro del cual se puede vivir vien­
do claramente el sentido de la vida sólo si se cumplen ciertas y de­
terminadas condiciones. Estas condiciones fueron precisamente las
establecidas por los doctores medievales.
\La ruptura de la Edad Moderna con la Edad Media consistió j
exactamente en no respetar estas mismas condiciones.] Oigamos la 1
justeza de las siguientes palabras: “La gente de hoy no es perversa;
en cierto sentido aún pudiera decirse que es demasiado buena: está
llena de absurdas virtudes supervivientes. Cuando alguna teoría
religiosa es sacudida, como lo fue el cristianismo en la reforma, no
sólo los vicios quedan sueltos. Claro que los vicios quedan sueltos
y vagan causando daños por todas partes; pero también quedan
sueltas las virtudes, y estas vagan con mayor desorden y causan
todavía mayores daños. Pudiéramos decir que el mundo moderno
está poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto
locas. Y se han vuelto locas, de sentirse aisladas y de verse vagan­
do a solas. Así sucede que los hombres de ciencia se preocupen
por establecer su verdad, y que la verdad les resulte luego despia­
dada. Así, que los humanitarios solo de la caridad se preocupen, y
que su caridad (siento decirlo) resulte muchas veces falsa” (C hes-
terton ). Se ha de disculpar esta extensa cita, pero no pude menos
que transcribirla porque expresa exactamente lo que, desde ya cier­
to tiempo, vengo señalando como la clave de bóveda de todo pro­
blema que a nosotros, argentinos, nos viene sucediendo y que, de
seguro, nos seguirá aconteciendo. Me refiero a mi propio país por­
que es el que más inmediatamente me afecta, pero es el mismo
acuciante problema que aqueja y aquejará cada día más pronuncia­
damente a Latinoamérica. En efecto, se pueden buscar muchas va­
riables independientes de explicación de este fenómeno histórico;
que somos nosotros mismos los latinoamericanos. Pero lo cierto de
verdad es que la fe católica que comenzamos a tener desde que los
españoles desembarcaron en éstas playas atlánticas, no es, porque
no puede serlo, una variable más junto a otras posibles variables, y
menos que menos, independiente.
La verdad de salvación que nos da la fe católica es verdade­
ra y es la única, para nosotros, verdadera. Se llama Jesucristo.
Desde esta clave de bóveda se pueden traer y sacar las variables
que se quieran o se pueden señalar como explicativas del fenó­
meno latinoamericano, pero sin esta referencia consciente y que­
rida no nos entendemos, siquiera, ni a nosotros mismos. Tal el
problema más grave que tenemos aún entre nuestras propias ma­
nos, y menos mal que todavía lo tenemos sin resolver porque esto
quiere decir justamente que sólo nosotros tenemos toda la res­
ponsabilidad de resolverlo adecuadamente, cuando ya de hecho los
europeos y los nórdicos en general lo han evidentemente resuelto
desde las coordenadas absolutamente modernas.
Es a todas luces evidente que desde una razón que funciona
fuera de la fe no se puede mantener sino pretendidas virtudes cris­
tianas, pero locas. Por eso mismo no es loco el hombre que viendo
lo que realmente acontecía declaró enfáticamente que esas verda­
des locas en realidad de verdad estaban muertas. Infantil es nuestra
propia fe cristiana y tonta nuestra razón humana si no nos hemos
aún dado cuenta de la clarividente afirmación de Nietzsche. Y por
si acaso, alguno de nosotros tiene alguna duda al respecto de lo
que hemos señalado sobre los europeos, que escuche con atención
lo que nuestro más grande poeta cristiano del siglo XX —cual vi­
gilante gallo madrugador— nos ha alertado: “En sus ojos de allen­
de se borraba una costa / y en sus pies forasteros ya moría una
danza / «ellos vienen del mar y no escuchan», me dije. / «Llegan
como el otoño, repletos de semillas, vestidos de hoja muerta»”
(Marechal). Del árbol frutecido medieval han caído durante la
Edad Moderna sus hojas, pero su semilla vino a enterrarse en estas
tierras prometedoras de una nueva primavera (M arechal). Este es
nuevamente un hecho, ¿quién podría negarlo? Sólo quién no lo
vea; pero precisamente quien no lo ve, sea creyente o no lo sea, es
el primer testigo del hecho que hemos señalado.
Porque estamos grávidos de pasado es por lo que seguramen­
te tenemos futuro.

Resumen.

Resumamos los cuatro hechos que ya hemos señalado: el


hecho que pertenecemos a la cultura europea; el hecho que la cul­
tura europea es moderna pero derivada de la medieval; el hecho
que las verdades cristianas han querido ser mantenidas por una ra­
zón autónoma de esa misma fe y, por fin, el hecho de la
imposibilidad de semejante empresa; todos ellos constituyen de
hecho un planteo teórico del problema, hecho que explica precisa­
mente el por qué de lá crisis de la ortodoxia católica, crisis de
decrepitud en Europa, incluida España, crisis de nueva gestación
en América Latina.
Resulta bien claro de nuestra sumaria exposición que lo úni-1
co que hemos intentado es señalar sólo hechos. Imposible aquí y i
ahora abordar su explicación. En efecto, no hemos incursionado e n ;
los contenidos sino, más bien, hemos hablado sobre el m étodo,
apropiado de su tratamiento. !
Pero, de todas maneras es ésta una cuestión teórica y donde
se trata de cuestiones teóricas rige ahí, del lado que se lo mire, la
lógica y donde rige la lógica no hay saltos ni sobresaltos. En efec­
to, lo que hemos querido señalar en todo lo expresado an­
teriormente puede resumirse en una sola frase: desde la filosofía no
hay tránsito a la teología revelada. No se puede pasar, y menos
saltar, desde la verdad que ve el filósofo en su filosofía a la Verdad
de la salvación. En criollo: nadie cree en Jesucristo por razones.
Menos que menos se puede pasar, saltar, desde la ciencia a la fe,
ya que tampoco se da la posibilidad de pasar de la ciencia a la fi­
losofía por la sencilla razón que en la ciencia no hay verdad ni
pretensión de verdad, de ninguna verdad filosófica, ni teológica. La
verdad es redonda. No hay en ella hiatus ni abismos que deba el
hombre andar saltando.

^ Quinto hecho: De mi misma vida de hombre.

Pero, y es también un hecho, la vida concreta de un hom bre'


es un salto y, más que un salto, un sobresalto continuo. ¡Qué salto i
que es la vida misma y, por consiguiente, la muerte! Cuando se
habla de la vida no se puede menos que estar hablando de mi pro­
pia e intransferible vida, de mi única vida, de un ipse, no de un
idem. Yo mismo, no otro que yo mismo, fui engendrado por mis
padres. ¿Puede darse salto más grande que ése? Sí; pero esta vez
resulta absolutamente inefable: ser engendrado a la vida divina,
nuevamente uno mismo, no cualquiera, sino yo. Si es un salto la
vida, ¡qué sobresalto, la muerte! No ya más su mirada, ni su voz,
ni su gesto; ni el mío. Y, entre la vida y la muerte, ¿Cuántos sal­
tos? Hay para elegir, incluso las distintas escalas de los respectivos
distintos saltos. Cada especialista en su ciencia sabe perfectamente
de la complejidad de ésto. Pero, obviamente, no hablaremos de
todos estos saltos. Sólo haremos referencia a algunos saltos claves
en esta cuestión que estamos tratando. Por supuesto que si se trata
de la vida, del hecho de mi vida, no puedo menos que hablar de
ella, como lo dice magistralmente Rayuela desde mi propio seudó-
podo (C o rtá z ar). Sólo quien haya experimentado lo mismo que
intentaré aquí describir asentirá a lo dicho. Alguien, desde otro
periscopio, verá seguramente otras costas. Por lo tanto, de antem a-;
no pido disculpas por decidirme a hablar públicamente de expe- ¡
riendas que necesariamente no son objetivas, es decir, de hechos ¡
que no son expresables lógicamente. Intentaré decir algo del hecho i
cristiano, de mi experiencia de ser cristiano. 1

Imagen religiosa de mi vida infantil. |

Y bien, yo he sido cristiano prácticamente desde que nací. )


Cuando era chico me enseñaron que si me portaba bien, iría al cie­
lo, pero, si me portaba mal caería en el infierno Por supuesto que
para lograr la primera posibilidad, me dijeron, terna los poderes
mas poderosos a mi favor, aunque el riesgo de la segunda posibi­
lidad era tal porque no solamente yo sino seres más poderosos que
yo no querían que yo estuviese contento. También me previnieron
que si durante la siesta salía de la casa me iba a agarrar “la sola­
pa”, y si salía de ella sin permiso en cualquier momento, “el viejo
de la bolsa”. Así fue que cuando me portaba bien, por ejemplo,
durante la realización de la primera comunión sentía realmente que
entraba en el cielo, y cuando me portaba mal, durante la noche,
sentía muy vividamente que el diablo me agarraba tirándome de
los talones.
Tal la imagen religiosa de mi vida infantil. Debo confesar
que hoy, luego de, para mí largo, medio siglo de vida, no ha varia­
do mucho esa misma imagen. Sólo que me parece entender con
cierta claridad algunas relaciones expresables lógicamente las que,
en absoluto, están ni pueden estarlo desconectadas y menos que
menos en contradicción con mi propia experiencia de la vida. Lo ¡
que quiero decir es lo siguiente: que siendo un hombre adulto sus- !
cribo y firmo bajo mi sola y única responsabilidad lo que me ense-!
ñaron mis padres y maestros. No estoy refiriéndome, obviamente, a
la tabla de multiplicar, ni al universo de Newton, ni al infierno en
el centro de la tierra, ni a las rondas infantiles cuando se “ponía” el
sol y comenzaba a brillar la luna. Aunque sí puedo decir que co­
nozco con toda claridad quién es “la solapa” y también, quién “el
viejo de la bolsa”. ¿Qué argentino hoy ya no lo sabe? “Pérez anda,
Gil camina / tonto es quien no lo adivina”. Entonces, ¿qué es lo
que enseñaron? Algo muy simple pero para mi propia vida la cosa
más decisiva de ella. Ellos me dijeron, indicándomelo con el dedo !
para que no hubiera ninguna duda sobre ello, que el único respon- j-
sable de todo lo que sucedía en mi vida era yo, exclusivamente yo. |
No lo eran, en efecto, ni Dios, ni mi padre, ni mi madre, ni mi
abuelita, ni “la solapa”, ni “el viejo de la bolsa”, ni nadie. Sólo yo.
Por supuesto, me dijeron y me lo demostraron, ¡vaya cómo!, que
no estaba solo pero sí, me lo volvieron a decir y a demostrar, que
yo solo era responsable de lo mío. Me dieron justamente toda la
posibilidad de ser yo mismo. Por eso si alguien ríe de las aparen­
tes tonteras que estoy diciendo, yo mismo, que por supuesto río el
primero de mí mismo, lloro por él, por lo que está diciendo, pues
pone claramente en evidencia que todavía no sabe por experiencia
propia lo que constituye la radical y específica pobreza humana. Es
muy difícil esta experiencia. Difícil no quiere decir imposible, sino
sólo que se logra, cuando se logra, con gran dificultad.

Gravedad de la experiencia del m al j

¿Cuál es esta experiencia? La experiencia consiste en darse j


cuenta con toda claridad que el hombre es un pobre hombre (An~ 1
selmo), un pequeño hombre pequeño. “En cuanto a hombre, soy el
príncipe de las criaturas; pero, como hombre particular, soy el úl­
timo de los pecadores” (C hesterton). Ya estamos en el terreno
apropiado. El hombre se da cuenta de lo que es él mismo cuando
descubre, generalmente de golpe, el mal, pero no el mal —también
descubierto comúnmente de improviso— que hace otro o los otros
hombres, sino el mal del cual es uno el único responsable. Cuando
uno pasa el tiempo, día y noche, hablando del mal que hacen los
demás es seguro que aún no se ha dado cuenta de las responsabili­
dad exclusiva que le compete a uno mismo y no, precisamente, a
otro. El mal es algo absolutamente temible para el hombre por la
simple razón de que el mal consiste puntualmente en el autoenga-
ño. Si el engaño es un autoengaño, ¿quién puede desengañar al
hombre? Nadie. Ni Dios, ni nadie más sino sólo él. Aquí sí el
hombre se encuentra solo con su vida y experiencia. ¿Qué es la
experiencia de la vida sino lo que a mí, sólo a mí, ha acontecido y
el sentido que yo, sólo yo, veo claramente en ella? Nadie puede, ]
en efecto, substituir mi propia experiencia ni yo puedo pretender ,
imponer a nadie la mía propia. El percibir el mal significa que se
lo ha visto como lo que es: como una equivocación de su propia
vida. Si se ha visto que el camino estaba extraviado no queda otra
alternativa que retroceder el mismo camino andado. Pero aquí re­
cién comienzan en realidad los problemas serios para ese hombre
porque no es nada despreciable el ya darse cuenta de lo que en
verdad ha sucedido. Uno obviamente se puede arrepentir, y de he­
cho se arrepiente al volver sobre sus propios pasos; su anhelo más
recóndito sería poder decir: borrón y cuenta nueva; pero eso sólo
sucede en las matemáticas. Tratándose del hombre no hay ninguna
posibilidad de borrón ni de cuenta nueva, pues todo ha cambiado y
cambiado de tal modo que el arrepentirse de verdad consiste en
darse cuenta de este apesadumbrante cambio que uno mismo ha
producido en la vida de los demás y en la suya propia.

Consecuencias inexorables del mal. !

¿Cómo evitar las consecuencias, los efectos inexorables de un


paso en falso cuando el paso es precisamente en falso no porque
uno en su andar ciego haya caído en un abismo vacío, sino preci­
samente porque uno produjo, de hecho, en otro hombre un abismo
de hendidura tal que con el transcurrir del tiempo se percibe más
honda y más grave? En efecto, con sólo preguntar cómo aprende u n 1
padre a ser padre la respuesta está a la vista: por sus hijos; y un pro­
fesor, por sus alumnos; un cura, por sus pecadores; un gobernante, |
por sus súbditos; un niño, por sus hermanos; un amigo, por sus |
amigos y finalmente y siempre un hombre aprende a ser hombre a ;j
costa de otros hombres. Tal la situación de todo, de cualquier h o m - i
bre. Nadie puede aquí y ahora disimular su condición humana di­
ciendo con desparpajo que él ha nacido de un repollo o que él, el
único, ha sido un regalo traído por la cigüeña desde París, o bien, y
ya en serie y de un modo perfecto, sin olores ni sudores, ha sido
engendrado in vitro. Si el paso lo ha dado uno, es uno quien cae en
el pozo; pero a esta altura —profundidad— de la experiencia del
hombre no es por eso que se vuelve desgraciado. No. Lo inédito de
la experiencia consiste en darse cabal cuenta de que la desgracia que
hemos ocasionado a los seres queridos, precisamente a los seres
más queridos, es ahora nuestra propia e intransferible desgracia. Im­
posible imaginar desgracia más desgraciada. Y en este terreno la
realidad supera siempre cualquier imaginación humana. Pero esta
descripción recién muestra el comienzo del regreso del hombre.
Aún cree el hombre en sí mismo, i.e., aún no está tan malherido,
que decide nuevamente avanzar con su propia fuerza: lo que me ha
sucedido no volverá jamás a suceder, dice uno ingenuamente. En la
palabra “me” y en la palabra “jamás” aparece el desconocimiento de
lo que es un “suceder” humano. En realidad no me ha sucedido
nada nuevo si todavía no me doy cuenta de que, al primer cambio
de circunstancias, volveré a hacer lo mismo que antes pero ahora y
obviamente mucho más desgraciado. Porque una cosa es haberlo
hecho sin darme cuenta de ello, pero, otra mucho más grave, ha­
biéndome dado cuenta antes que no debía hacerlo, volver a andar el
mismo camino.
Cada vez en nuevas experiencias que posibilitan una pavoro­
sa claridad se ve que, paso dado, es un paso que trae, de seguro,
mayor desgracia. Aquí sí que se cumple el cuento de la buena pipa.
A mayor experiencia, mayor lucidez y, por lo tanto, mayor dolor
humano. Como incluso el intento de no dar un paso más es también
y fatalmente un otro paso, el hombre se encuentra literalmente aco­
rralado, inmóvil, en el sentido de no poder salir de sí mismo, pero
al mismo tiempo abierto, absolutamente abierto, pero paralizado, en
el sentido de sentir el clamor desesperado del desequilibrio que él
mismo y no otro ha producido. No hay ahora mal, cualquiera, sufri­
do o realizado por cualquier hombre que no hiera su propia y exclu­
siva herida. Y aquí no hay hasta dónde ni hasta cuándo. Así es
como pareciera esta situación, en la que se embreta el hombre, no
tener límite alguno, “ ...parece que el tiempo duerme olvidado de su
carrera continua... Porque estoy desnudo y vestido, desnudo como
pobre, y vestido como miserable” (Fray L uis de L eón). Sin embar­
go tiene límite y una valla muy fácil de saltar: las cosas acontecen
de tal modo que inexorablemente el hombre dase cuenta de su au-
toengaño, lo que quiere decir que no volverá a engañarse, pues ya
está totalmente autodesengañado.

Conversión.

De golpe se le abre todo el espacio sin límite y todo el tiem­


po sin término. De un salto descubre, como si fuese un recién na­
cido, y lo es de verdad, lo que ya había oído desde su infancia:
que hay un cielo y hay un camino vivo y verdadero por donde lle­
gar a él. Descubre de un modo absolutamente inverosímil para sus\
propios cálculos humanos cuidadosamente elaborados que todo es !
un don. No hay nada, absolutamente nada, de todo lo que ha acón- I
tecido en su vida, que no sea gratuito. Ha descubierto su radical
pobreza y en ese mismo descubrimiento ha encontrado su máxima
riqueza y todo su poder tan poderoso en sí mismo que no hay po­
der en ningún lugar y en ningún tiempo capaz de engañarlo.
¿Cómo, en efecto, podrá alguien engañarlo si el engaño precisa­
mente consistía en autoengañarse encontrándose ahora autodesen­
gañado? No confía ya más en sí mismo. Convertido, exclama
liberado: “y en Jesucristo creo” como canta acertadamente la Misa
Criolla, no cometiendo el praepostere imposible luego de superar;
en efecto, el creo que, agraciado y agradecido pronuncia el hom­
bre, no está antes de Jesucristo, sino donde debe estar, obviamente
después de El: ahora es el hombre quien es arrastrado, en su co-
rrentada de un regreso redituable en una verdadera ascensión de
salvación, a su Patria celeste. Con esta fe viva renace en el hombre
la esperanza de salvación. No hay, en efecto, esperanza humana de
salvación sin esta garantía gratuita, sin esta Palabra Divina que se
hizo hombre como uno cualquiera de nosotros. Inverosímil pero
verdadero, teórica y existencialmente. Se ha cerrado el círculo de
la verdad bien redonda. Es éste, no otro, el regalo que Dios hace al
hombre. Como todo regalo es gratuito. De aquí en adelante es el
hombre un agraciado y desde el pobre desgraciado que se sentía y
era se vuelva, de ahora en más, agradecido, i.e., convertido en el
hombre más rico y feliz del mundo. Es un hombre que ha sido
curado de su insalvable mal, evidenciando el signo mismo de la
salud al sentirse y manifestarse agradecido.

¿Qué es amar?

Ahora bien, si el hombre en este proceso de su propia vida


se ha percatado de que la misma, desde el nacimiento hasta la
muerte, es un ininterrumpido recibir, inmediatamente también se
ha de dar cuenta de que su misma vida futura —sin vuelta de
hoja— no puede consistir sino en devolver, en devolver precisa­
mente todo lo que se le ha dado. El quisiera —¿quién no?— que
también fuese ininterrumpido su amor, pero ya sabe por su propia
experiencia que su devolución no es definitiva como lo es la gra-
tuidad de lo que se le ha dado. Su esfuerzo confiado y tranquilo no
se inquietará ya más por sus propias y ajenas interrupciones.
¿Cómo puede un hombre enojarse con otro por sus desgraciados)’
errores? Su urgente tarea consistirá en un intento permanente de
volver cada día más ininterrumpida su responsable devolución. Y
así como en la etapa anterior su equivocada vida consistió en bus­
car su propio espacio impidiendo el libre desenvolvimiento de los
demás, consistirá ahora su tarea en todo lo contrario buscando re­
sarcir, por lo menos en algo, la desgracia ajena vuelta ahora su
propia y exclusiva vivificadora mortificación. No es dando como el
hombre se encuentra a sí mismo. Ese fue precisamente su fracasa­
do plan anterior al pretender ser él el don y el donante. Esta acti­
tud juvenil fue la que le trajo en su andar inconsciente todos los
tropiezos. ¿Qué puede dar el hombre de sí mismo si lo único que
es de su exclusiva responsabilidad son sus desgraciadas y desgra-
ciadoras equivocaciones? La vida es una simple, simplísima devo­
lución. Amar, de verdad, es devolver. Se supone que cuando un
hombre ha devuelto todo, si es ésto posible en un hombre, se en­
cuentra recién entonces y de verdad consigo mismo. La verdad y el
amor han coincidido en la realidad de sí mismo. Pero esto es ya
sabiduría, anhelo de cualquier hombre, de todo pueblo y sentido
cabal de la historia humana. En ésta misma dirección la Hispani­
dad aparece como el resultado de la desilusión humana y de la fe
cristiana (Sierra).

Conclusión

Cuando se logra distinguir y, por consiguiente, relacionar


adecuadamente el ámbito teórico concebible y expresable lógica­
mente con la propia vida, en sí misma en un solo sobresalto iné­
dito, se comprende perfectamente que la ciencia de quien habla de
la vida por propia experiencia no puede ser comprendida por aquél
que pretende hablar de ella pero de oídas (Anselmo).
Es en esta historia y en esta experiencia divino-humana en la
que estamos todos los latinoamericanos embarcados desde el mo­
mento, 1492, cuando unos hombres de hierro, a caballo y vomitan­
do fuego descendieron en estas playas ante los atónitos ojos de sus
aborígenes. Aún siguen atónitos nuestros ojos. No hemos salido to­
davía de nuestra sorpresa. Los hechos, algunos expresables lógi­
camente y otros balbuceables en su secreto manifiesto, son
continuidad esbozada recién de los primeros pasos que dieron los
españoles en nuestra propia tierra. De las diferencias que este ca­
mino suscita y suscitará seguramente entre nosotros los lati­
noamericanos no nos preocupemos demasiado. No son, en efecto,
diferencias definitivamente resueltas sino propias del crecimiento
de un pueblo joven y, como tal, pleno de futuro, de un futuro que
ya no posee más el hombre nórdico vuelto un hiperbóreo al haber
olvidado la ortodoxia de su venerable pasado. Nosotros, por el
contrario, en nuestra característica juventud ya “sabemos que las
diferencias están hechas para el amor*’ (Cástellani).
Es a esta vida a la que nos engendró España. No hemos
encontrado mejor modo de agradecérselo que recitando los versos
del poeta (Mastronardi):

"Siempre fu e tuya la rudeza franca del pueblo.

y digo que en tus ojos he mirado el porvenir. ”

Córdoba (República Argentina), 28.julio. 1989.


LA UNIDAD VIVA DEL HOMBRE CONCRETO

"...per hoc quod, sicut omnia desiderant bo-


num, ita desiderant unitatem, sine qua esse
non possunt, nam unumquodque in tantum est,
inquantum unurn est”.
“Del mismo modo que todas las cosas buscan
su plenitud, así desean su unidad, sin la que
les resulta imposible ser lo que son, puesto que
todas ellas se realizan en la misma proporción
en que armónicamente se equilibran”.
(S anto T o m ás)

Esta frase nos da la clave y el método de un filosofar con­


creto, pues la búsqueda de la plenitud no es otra cosa que la bús­
queda de la unidad y relación de todas las cosas. La realidad, en
efecto, no es otra cosa que el logro de la unidad y el logro de su
plenitud.

Ahora bien, si hablamos de un deseo de unidad y de un de­


seo de plenitud de acuerdo a los cuales las cosas se realizan, es
decir, se hacen reales, es porque, evidentemente, las cosas en gene­
ral no son en sí mismas ni por ellas solas ni la plenitud, ni la uni­
dad, ni la cosa. Sin embargo, las cosas sólo son reales por su
unidad, y sólo también por ella logran su plenitud. Si este es el
caso de cualquier cosa y de toda cosa, se sigue necesariamente que
semejante búsqueda resulta de total importancia cuando de la rea-
lidad concreta del hombre se trata y de su historia, de los pueblos
y de las relaciones de los pueblos entre sí; tan así es esto que “El
único patrón para valorar con acierto una época es preguntarse has­
ta qué punto se desarrolla y alcanza en ella su auténtico significa­
do la plenitud de la existencia humana, teniendo en cuenta el
carácter peculiar y las posibilidades de dicha época" (G uardini).
Por otra parte, si tenemos en cuenta lo que San Agustín dice:
“Un pueblo es un grupo de seres racionales unidos entre sí porque
aman las mismas cosas: de modo que para saber qué es cada pue­
blo, preciso es señalar las cosas que ama", y si como observa aún
más acertadamente San Anselmo, “ ...no podemos decir que ame­
mos algo hasta tanto no lo tengamos presente en nuestra memoria
abrazándolo con nuestra capacidad de entendederas”, inmedia­
tamente comprenderemos el sentido de la siguiente afirmación: “no
tiene nada de casual que la destrucción de la memoria sea una
medida típica de la dominación totalitaria. La esclavitud del hom­
bre comienza cuando se le quitan sus recuerdos. Aquí reside el
principio y fundamento de toda colonización” (M etz).
Demasiado rica es la palabra recordar, si la interpretamos
como un volver en sí mismo, como un volver hacia el centro si el
centro es el corazón y, siendo este racional, se constituye en la
fuerza viva del hombre: la unidad latente y continuamente latiente
de esta fuerza es lo que plenifica a un hombre porque lo realiza, es
decir, lo hace ser lo que es, precisamente un ser vivo humano con­
creto. Así de este modo, concordando un hombre consigo mismo
es como puede concordar con otro ser semejante, dándose entonces
la posibilidad real de una verdadera relación humana. De este re­
cordar y de este concordar es de lo que queremos hoy hablar; de su
plenitud y de su unidad: de la realidad humana; de esa realidad
concreta expresada en la palabra hombre.
Que se pueda, en general, conocer cuál sea la unidad que se
expresa en la palabra hombre resulta de una importancia decisiva
para el hombre en sí mismo. Pero, cuando la cuestión a dilucidar
se plantea, en particular, en el ámbito universitario, la presupo­
sición de su conocimiento es de tal obviedad que, por eso mismo,
se vuelve difícil el intento de expresar dicha unidad. Sin embargo,
se está obligado a saber decirla porque de este único modo se
demuestra que se está, de verdad, en la Universidad, precisamen­
te porque se conoce cuál sea la unidad expresada en la palabra
hombre.
La palabra humana, en efecto, es siempre expresión de una
unidad. Cuando es esta una unidad viva, la palabra que la diga
será, sin duda, también una palabra viva. Es esta palabra viva, ex­
presión de una unidad viva, la que intentaremos comprender y,
además decir.

La pregunta del hombre joven

Sea cual fuere nuestra respuesta a la pregunta sobre lo que es


el hombre, es del todo seguro que no podemos evadir la inte­
rrogación. ¿Qué somos nosotros mismos, no es, por ventura, ésa la
pregunta que, con sólo miramos, todo hombre joven nos dirige
todavía? Decimos expresamente todavía porque no sabemos por
cuanto tiempo aun seremos dignos de tan severa interrogación.
Ellos, en efecto, los jóvenes aun nos miran; pero, hoy su modo de
mirar, tal vez, no sea ya el que nosotros, románticamente, creemos
debe ser. La:pregunta formulada en las miradas críticas, nerviosas
y aún, incluso, desorbitadas de muchos de ellos, o en el gesto des­
preciativo de los más, o en la mano que sigilosamente prepara, lle­
va y coloca una bomba, o, crispada, empuña bien alto un fusil, nos
debiera hacer caer en la cuenta, si de repente mejor, de que, quizás,
su actitud sea el testimonio vivo, sensiblemente verificador, de que
ha tiempo —siempre demasiado largo para un tiempo juvenil—
que nosotros no honramos la Palabra como es lo debido; que de­
jamos imperdonablemente de filosofar, es decir, que olvidamos
“dirigir nuestras vidas y acciones a caminar en búsqueda de la Ver­
dad” (S anto T omás).
Es esta una larga historia, aunque reciente, pero larga, muy
larga como el tiempo de la pena y la desgracia para que ahora in­
tentemos narrarla. Lo que sí podemos afirmar es que el tiempo —
largo— de la pena y la desgracia no se lo debe cargar sobre los
hombros de los jóvenes por la sencilla razón que ellos no tienen
aún tiempo y, por consiguiente, responsabilidad sobre el tiempo ya
pasado. Eso es, indudablemente, cosa nuestra, y, como tal, la. ten­
dremos que asumir y aguantar con mucha paciencia.
Por lo tanto, no hablaremos de la historia de la conciencia
moderna, la infantil conciencia burguesa, que pretendió establecer
la absolutez del hombre en el hombre mismo y que, hecha añicos,
se cae hoy en pedazos. Sólo traeremos, de paso, su propio testimo­
nio, en las palabras del recientemente desaparecido Ándré Mal-
raux; “En nuestra civilización sin mundo de arriba” nos lo dice con
todas las letras: “El problema que está en la base de cuanto escri­
bo es el siguiente: Cómo hacer que el hombre se dé cuenta de que
puede edificar su grandeza sin religión, sobre la nada que lo aplas­
ta”. No hablaremos del pequeño hombre burgués.
Hablaremos, pues, del hombre y daremos una respuesta que
consideramos verdadera. Ella no nos aliviará de ninguna pena,
pero, sí, podemos afirmarlo, de seguro no habrá pena capaz de
destrozamos. Decimos esto pensando en los jóvenes. ¿Qué mayor
pena, en efecto, puede afectar a un hombre que el ver a sus propios
hijos enrostrarle, airados, el sentido de su vida? Si llegan los jóve­
nes a comprender la unidad del hombre que nosotros compren­
demos y les proponemos, indudablemente que será menor nuestra
pena. Pero, si ellos nos dicen aún que no la comprenden, de seguro
no será porque no quieran saber cual es la unidad y el sentido del
hombre, sino, y esto resulta obvio, ha de ser, seguramente, porque
nosotros aún la ignoramos o no sabemos enseñársela, lo cual es lo
mismo decir que no la sabemos.
Nuestra época es una época obscura, de ocultamiento de la
Verdad. Pero, tan obscura se ha puesto la cosa para el hombre de
hoy, que nosotros sospechamos ya el despuntar de la madrugada
de la Verdad y es desde su luz que nos atreveremos a hablar.
Como lo expresara bellamente Leopoldo Marechal en “Laberinto
de Amor” :
“En su noche toda mañana estriba:
de todo laberinto se sale por arriba
El hombre es algo muy complejo, de tal complejidad que
toda respuesta simplifícadora no logra sino obscurecer el sentido
del hombre. Supondremos, por lo tanto, el conocimiento de la
magnífica complejidad de lo físico, de lo anatómico, de lo funcio­
nal, de lo biológico, de lo psicológico, como, asimismo, de lo
económico, de lo social, de lo político, de lo histórico, de lo ar­
tístico, de lo religioso, etc., es decir, de lo cultural en general; tam­
bién daremos por supuestas las relaciones del yo con todas estas
complejidades. Sólo intentaremos decir algo de la complejidad es­
piritual humana y de su real unidad. Desde esta unidad humana
podremos comprender toda la complejidad y grandeza del hombre,
incluida su miseria. Todo será valioso en él porque nada que sea o
realice el hombre dejará de tener sentido. Todo el hombre, más
concretamente aún, todo hombre tiene sentido, porque, y en gene­
ral, nada hay, absolutamente nada, que no lo tenga.
Esta unidad del hombre no es una unidad simplifícadora,
puesto que no es una unidad que elimine la complejidad. Por el
contrario, es una unidad que presupone una multiplicidad, pero,
logrando su sentido, es decir, integrándola en una unidad. Pero,
como toda unidad que lo es de una multiplicidad viva, es una uni­
dad viva. Queremos decir que no es una unidad dada de una vez y
para siempre, por la sencilla razón que si es una unidad de una
multiplicidad, y ésta multiplicidad viva, no, muerta, su unidad
debe, deberá ser siempre una unidad viva. Unidad viva quiere de­
cir que continuamente se logra y se deshace para volverse a lograr,
más rica y honda a la vez en su unidad y más rica y honda en su
real multiplicidad. Toda unidad muerta lo es porque mata la rique­
za viva de la multiplicidad, simplemente porque se logra sólo a
costa de ella.
Luego de esta pequeña introducción al problema, vayamos
directamente a poner en claro la multiplicidad de elementos que
vemos unificados en la palabra HOMBRE. Hablaremos no del
hombre en general, sino, del hombre que somos nosotros mismos:
occidental y cristiano. Resulta conveniente establecer ahora dos
aclaraciones: en primer lugar y sistemáticamente, hablar del hom­
bre occidental y cristiano no significa, en absoluto, ignorar la re­
alidad humana de los demás hombres no comprendidos bajo esa
denominación cultural, lo que depende de lo que se entienda, pre­
cisamente, por occidental y por cristiano; en segundo término e
históricamente, no nos preocupa, en absoluto, el hecho verificable
a diario de que alguien, apenas escuchada la palabra occidental o la
palabra cristiano, nos execre y nos maldiga. Sabemos que lo que
tal hombre execra y maldice no es más que una máscara que los
occidentales y cristianos hemos dejado del rostro vivo del hombre.
Ya hemos dicho que no nos interesa mostrar la máscara del hom­
bre ni su cadáver, sino, su rostro vivo (F anón).

Las tres dimensiones humanas

La verdad es algo vivo, en Sí Misma y absolutamente. Tam­


bién y relativamente la verdad es algo vivo en el hombre.
El rostro vivo del hombre y, por consiguiente, su verdad apa­
rece cuando tres dimensiones vivas logran su unidad en la exis­
tencia de un hombre. Estos ámbitos son: primero, la fe cristiana;
segundo, la razón del hombre y tercero, la experiencia personal de
este mismo hombre.
El sentido pleno de la vida del hombre es lograr realizar la
unidad de estas tres dimensiones humanas. He aquí el problema
del hombre. Decimos problema porque es una cuestión que sólo el
hombre y también cada hombre, debe plantear y responder. No hay
quien pueda hacerlo por nosotros. Allí se origina su responsabi­
lidad histórica, ya que en su respuesta se juega el destino de cada
cual y la decisión de su vocación humana: ser uno mismo, es de­
cir, encontrarse consigo mismo y disponer de sí mismo. En esta
cosa el acierto o la equivocación es siempre responsabilidad de
sólo el hombre, de cada hombre.
Deberemos, por consiguiente, hablar ahora de cada una de
estas esferas del espíritu del hombre para, recién después, esta­
blecer su relación, o sea, su unidad.
En la fe el principio de unificación es Dios que se mani­
fiesta, o sea, el Cristo.
En la razón el principio de unificación es el ente, primer
principio de inteligibilidad de todo conocimiento humano.
En la experiencia personal el principio de unificación es el
amor y la libertad que se experimentan.
Hemos puesto la unificación de la razón entre la de la fe y la
de la experiencia existencial con toda intención, ya que nos parece
no hay posibilidad de ninguna dimensión humana donde la inteli­
gencia del hombre no se halle presente. Por supuesto dentro de
ciertos límites que intentaremos determinar. Así como no existe
gesto humano donde el corazón del hombre no esté vivo y palpi­
tando, de la misma manera, no hay gesto y experiencia del hombre
donde no se encuentre presente la noble cabeza humana; ni, tampo­
co y felizmente, existen los conocimientos del hombre y sus rela­
ciones humanas fuera del ámbito de la creación y redención
inventadas por Dios. Dicho de otro modo: el hombre no vive deca­
pitado; como así tampoco el hombre puede pensar descorazonado
y, menos aún, puede vivir el hombre ni pensar sin ser sostenido
por el Dios que lo ha creado y redimido. Ahora bien, los ámbitos
de la fe, de la experiencia y de la razón humanos son distintas di­
mensiones de realización de la unidad del hombre. Distintas no
quiere decir separadas y, menos aún, irreconciliables; al contrario;
luego veremos por qué. Por el momento sólo afirmaremos y de­
mostraremos lo siguiente: tanto el mundo de la fe cristiana en un
hombre como el de su experiencia de la vida son ámbitos indiscu­
tibles. El único lugar donde se puede establecer la discusión es el
de la razón del hombre. Expondremos a continuación los alcances
de semejantes afirmaciones.

Realidades indiscutibles de la fe y el am or

Efectivamente, la fe y la experiencia del amor en la vida de


un hombre son realidades indiscutibles. No sé pueden discutir, es
decir, afirmar o negar por tales o cuales razones, simplemente
porque ni un hombre cree en Cristo por tales o cuales razones,
ni un hombre ama a otro hombre por razones. Dicho inver­
samente: no se deja de creer en Cristo por razones ni se puede
dejar de amar a un hombre por ninguna razón. Desde el momen­
to en el que un hombre intenta llegar a la fe o al descubrimiento
del amor por medio de razones se encuentra en un camino sin
salida, es decir, se encuentra queriendo caminar en un camino
que no existe; camina, pues, en el vacío; mejor dicho, no avanza
nada. Y desde el momento en el que un hombre intenta negar por
razones la realidad del Cristo y la realidad del hombre como her­
mano suyo se encuentra en medio de una pesadilla, porque se
mueve en un círculo vicioso, o, lo que es lo mismo decir, hacien­
do pie en lo que no existe. Lo que no es, no es. Lo que en
tal caso cree el hombre ver de verdadero no es sino y nada más
que un espejismo. Situación tremenda, casi diríamos trágica;
pero, no; no es una situación trágica. Lo sería si la absoluta ver­
dad humana fuese esta verdad vacía, o sea, si esta situación en
la que se embretase el hombre fuese definitivamente así: una
horrenda pesadilla.
Pero, precisemos esta cuestión de la fe y del amor.

L a cuestión de la fe

La fe, lo que un hombre cree, lo cree porque Dios se lo ha


dicho. Así de simple. Creemos que Cristo es la Palabra de Dios
encamada porque Cristo, la Palabra de Dios hecha hombre, nos ha
dicho que El es la Verdad, El Camino y la Vida. (Jn. 14, 6).
El nos ha dicho que El es la Verdad. El nos ha dicho que El
es el Camino. El nos ha dicho que El es la Vida.
Pues bien, tener fe es aceptar su invitación a entrar en el
cono de luz que es la Verdad que es El. Es comenzar a andar por
ese Camino que es El mismo. Es entrar en la órbita del Círculo
vital que es El, el Cristo. Lo asombroso de todo esto es que, inclu­
so, la aceptación de esta invitación a participar en esta Veracidad
divina, a caminar por este Sendero divino y a vivir de esta Vida
divina, es un obsequio, un don enteramente gratuito que Dios nos
hace. Es un regalo. No, no es un regalo: es El Regalo de Dios
hecho al hombre. Porque no es nada más ni nada menos que El
mismo quien llama y lleva al hombre hacia su luz verdadera, hacia
su camino acertado, hacia su vida plena.
Parece que ya se ha dicho todo. ¿Qué más se puede agregar?
Algo más, si es expresable. Un hombre de fe es un hombre que ve
todo, absolutamente todo, desde, mejor dicho, con el Ojo de Dios.
¿Cómo puede ser esto? Puesto que se trata de una mirada no se lo
puede explicar; pero, es así. Todo es cuestión de ver. Cómo un
hombre puede verlo todo con el Ojo de Dios es cosa indu­
dablemente de Dios; no, del hombre. Pero, lo asombroso, induda­
blemente también, es que sea el hombre quien vea. Porque es
verdaderamente el hombre quien es el que lo ve todo así. Obvia­
mente que no podemos ver a Dios en esta vida, sólo lo vemos como
“en enigma y misterio” (I Cor. 13, 12). Sin embargo, desde este
enigma misterioso podemos ver toda la realidad, y, sobre todo, ver
dónde se resuelve y se aclara el misterio y el enigma del hombre.
Un hombre de fe es un hombre que cada vez sabe más y más qué
sea el hombre, cuál, su sentido, porque cada vez realiza más y más
lo que significa ser un hombre: ser sencillamente él mismo.
Los problemas humanos, todos los- grandes y pequeños pro­
blemas que diariamente se nos plantean, un hombre de fe los ob­
serva desde esa luz divina y, por consiguiente, desde ella los
resuelve. ¿Cómo puede ser esto así? Se lo debemos preguntar a ese
hombre de fe. Mejor dicho, preguntárselo ya significa que también
nosotros somos invitados a ingresar en ese Círculo de luz desde
donde tal hombre juzga todo, incluso a nosotros mismas que va­
mos a él preguntando y buscando la explicación de su juicio. Su
juicio, en efecto, ilumina nuestra propia existencia.
¡Cosa misteriosa esta de la fe! Su luz es la salvación de to­
dos los posibles extravíos humanos. El mayor de los extravíos es
no aceptar esta Palabra de Dios que se hizo hombre como uno
cualquier de nosotros. ¿Cómo podríamos, de aquí en más, creer en
la palabra de un hombre cualquiera? Es una desgracia y una pena
humanas el no poder entonces encontrarse el hombre consigo mis­
mo. Simplemente porque no acepta este principio de unificación
divino-humana que se le manifiesta en el Cristo.
Esto respecto de la fe cristiana. Con ello basta.

La cuestión del amor

La cuestión del amor es otra situación existencial del hombre


donde la lógica, al igual que en la dimensión de la fe, encuentra su
límite. Felizmente para el propio hombre. No hay razones lógicas
para amar o dejar de amar a alguien. Cuando se insiste demasiado
en que se ama a fulano de tal por tales o cuales razones, por ejem­
plo, por razones físicas, biológicas, sociales, religiosas, económicas,
y culturales en general, téngase por seguro que no se lo ama. Asi­
mismo, cuando alguien explica demasiado el hecho de haber dejado
de amar a alguien, es clarísimo que nunca le amó. Para quien ama,
en efecto, no hay razón alguna, del tipo que sea, que pueda ser mo­
tivo para dejar de amar. Mientras que, contrariamente, para quien
no ama, cualquier ocasión es una razón para dejar de amar. La rela­
ción del amor es una relación mucho más honda que la relación ex-
presable lógicamente. Por consiguiente, no puede romperse la
relación personal lógicamente. Quien así lo pretenda habla de un
fantasma, de algo que no existe, y, por consiguiente, entonces sí,
puede engañarse al pretender negar la realidad de la relación perso­
nal lógicamente, ya que lo que pretende negar lógicamente, no exis­
te. Simplemente porque no es objeto de leyes lógicas. Y, por lo
tanto, si no es objeto de las leyes lógicas mal puede el hecho de la
experiencia de la relación personal estar en contradicción con la ló­
gica. Para estarlo debería caer dentro del campo de las afirmaciones
y negaciones regidas por ella; cosa que quien quiera gobernar toda
la realidad por las necesarias leyes lógicas contradice. Pero su mis­
ma contradicción está verificando que su proceder no es lógico de
ninguna manera, ya que se empecina en negar por medios lógicos
una relación que no puede establecerse en el sentido de descubrirse
por razones lógicas. Lo que, en definitiva, nos está indicando que
tal empecinamiento logicista es un fanatismo, expresión de la des­
esperación de un hombre que porque no logró en su vida descubrir
el ámbito de la libertad humana, no otra cosa es el descubrimiento
del amor, quiere concluir contra toda lógica, que su realidad no
existe. Similar actitud a la de aquel que porque se pasó toda la vida
intentando llegar a la luna, concluyese, luego de experimentar una
y otra vez su fracaso en lograrlo, que la luna no existe. Conclusión
que es muy comprensible a nivel humano, pero, falsa lógicamente,
ya que la verdadera conclusión debiera haber sido que él no pudo
llegar hasta ella, lo que no es lo mismo decir que la luna no existe.
Este logicismo es un ejemplo típico de simplificación humana. Se
logra aparentemente de este modo uno unidad, pero, una unidad a
todas luces muerta, ya que para ser tal debe, incluso ilógicamente,
pretender negar una realidad humana, én este caso la más enrique-
cedora de todas las experiencias humanas, la de la libertad.
La conclusión que de ello se puede sacar es inesperadamente
la siguiente: verificamos nuevamente la importancia de la lógica,
ya que si bien intentamos decir que la realidad del amor, como el
mundo de la fe, no pueden constituirse lógicamente, debemos con­
cluir que, por lo menos la lógica nos sirve a nosotros los hombres
para no cometer garrafales equivocaciones lógicas.
Una equivocación lógica no acarrea al hombre mayores pro­
blemas cuando, por ejemplo, de la luna se trata. Pero, tal extravío
en el camino que lleva al descubrimiento del corazón humano ya
no resulta, siquiera, comprensible a nivel humano, ya que con tal
desacierto se pretende hacer desaparecer absolutamente toda posi­
bilidad de relación humana.
Debemos saber, por lo menos, que se trata de realidades,
inconmensurables: ¡tan honda es la profundidad de la interioridad
del hombre que sólo por el respeto absoluto se la puede recién en­
tonces vislumbrar!
Este respeto absoluto ante la presencia de todo ser humano
tiene nombre: la libertad. Lo asombroso en el descubrimiento de la
libertad es que consiste precisamente en que por vez primera en la
vida, el hombre ve, de golpe y para siempre, la importancia que
significa él mismo, por el hecho simple de ser él, precisamente, él
mismo y no, otro.
Su importancia es tal que resulta él, el más importante de to­
dos los hombres, no precisamente porque él pretenda serlo, sino
porque lo es, de hecho, para otro ser humano. En efecto, cuando
un hombre ve que él es el tú de otro hombre descubre que su ser
yo, su ser justamente él mismo y no otro que él mismo, es para el
otro insustituible. El tú es de hecho y de derecho insustituible para
el yo.
Hablando en general, no se puede negar ningún hecho, por­
que el hecho está ahí no para que nosotros lo desconozcamos sino
para que lo tengamos en cuenta en lo que él es. Ahora bien, el
hecho del descubrimiento del amor está ahí de tal modo que para
quien lo experimenta resulta imposible desconocerlo. Tan así es
esto que incluso la pretensión que alguien pueda tener de negarlo
no lo afecta en lo más mínimo a quien sostiene la realidad del
amor, sino precisamente a quien pretende negarlo.
¡Cosa también misteriosa esta del amor! Pareciera, desde
fuera la realidad más débil del ser humano, la más deleznable y
despreciable. No hay sino que leer lo que sobre él dicen los “espí-
ritus que se autotitulan fuertes y superiores”. Y, sin embargo, el
amor es como una roca viva de diamante, la más dura, que res­
guarda a cada hombre de la prepotencia de todo mito de domina­
ción extraña a él mismo y a su ley, la libertad. Y esto por la
sencilla razón de que ya este hombre sabe definitivamente que él
mismo no es una fiera salvaje a la que o bien se domestica en una
jaula o, en su imposibilidad, se la mata. No. Este hombre sabe que
es un hombre libre de toda jaula y de toda muerte. Sabe también
—y esto en ocasiones resulta intolerable— que quien se enjaula a
sí mismo y se autodestruye desgraciadamente es quien se dedica a
querer aprisionar entre barrotes lo que entre ellos no cabe, precisa­
mente porque su esencia consiste en liberar al hombre de todos los
barrotes. Sabe que “Cuando un hombre azuza un perro contra su
hermano, el perro se humaniza y el hombre se hace perro fatalmen­
te” (M arechal).
Es también una gran desgracia y una pena grande el que el
hombre no pueda lograr experimentar el principio de unificación de
su vida; que ignore el honor del amor y de la libertad.
Esto respecto del amor y la libertad. Con ello basta.
Con lo que ya llevamos dicho queda demostrado que tanto la
fe cristiana de un hombre, como, asimismo, su intransferible expe­
riencia de la libertad son realidades humanas indiscutibles.

El ámbito de la discusión: la metafísica

Sin embargo, del hecho ya verificado que no puedan negarse


estas preciosas realidades humanas, no se sigue lógicamente que en
el ámbito de esa realidad, también preciosa, que denominamos
noble cabeza humana no pueda la inteligencia encontrar una sín­
tesis viva, integradora de toda realidad viva del hombre.
Tendremos ahora la oportunidad de explicar lo más asombro­
so de todo lo que hemos dicho hasta aquí: no sólo existe una ver­
dad de salvación manifestada desde Dios a través de la fe en El y
una verdad experimentada por el hombre en el amor y la libertad,
sino que es posible también establecer una verdad, esta sí, ló­
gicamente expresable, por la cual el hombre logra unificar en una
sola y misma verdad, en la Verdad Absoluta, en Dios, la verdad
última, el sentido último, la unidad última de lo que expresamos
en la palabra HOMBRE.
“La perfección, en efecto, de toda naturaleza espiritual radica
en el conocimiento de la verdad”. Y esta verdad lógicamente enun-
cjable, metafísicamente verificable, esta “sublime verdad” es la
máxima posibilidad de plenitud humana. “La perfección final hacia
la que el hombre se dirige se encuentra en el conocimiento perfec­
to de Dios” (S anto T omás).
El ámbito de la razón, la discusión metafísica, es el lugar na­
tural de comunicación humana. Queremos decir que es el lugar de
discusión común donde los hombres todos, conozcan o no la verdad
de la fe cristiana, sepan o no de su propia libertad, pueden estable­
cer el diálogo verdaderamente humano. Las cuestiones racionales
allí deben proponerse y, allí mismo, resolverse. La lógica obliga, es
decir, mantiene en la verdad a toda naturaleza racional.
Lo cual no significa, como ya hemos tenido oportunidad de
analizar, que toda verdad sea regida lógicamente. Esto último de­
pende seguramente de la concepción metafísica que pueda soste­
ner el filósofo. Pero, esto es precisamente lo que se puede y debe
discutir. Nosotros no creemos que en esta cuestión, la de la di­
mensión de la razón, haya un solo hombre manco. Por el con­
trario, todo hombre es capaz de afirmar o negar un sentido por tal
o cual razón. Simplemente queremos observar, de paso, que por
no ser el hombre sólo razón, lo inteligible como tal puede no ser
visto por la inteligencia humana por razones ajenas a las razones
inteligibles. Del mismo modo que la plenitud de la inteligencia
puede verse afectada por una falla orgánica o psíquica, así tam­
bién, y con mayor razón, la inteligencia puede verse impedida de
asentir a lo inteligible por múltiples razones. Basta recordar lo
que Platón decía de los jóvenes, de la dificultad que tienen de
entender, “...pues en esa edad los deseos son fugaces y dan mil
vueltas contradictorias sobre sí mismos" y, más adelante lo que
observa de todos los hombres en general: “...si las disposiciones
son naturalmente malas, y este es, en la mayoría de las personas
el estado natural del alma, tanto por lo que se refiere a la capaci­
dad de aprender como a lo que se llama carácter moral..., a estas
personas ni el propio Linceo podría hacerles ver con claridad”. Se
debe, en efecto, adquirir la nobleza que confiere “a la mano el uso
del compás y la brújula en ejercicios de orientación metafísica”
(M arechal).
Por nuestra cuenta queremos dejar establecido el criterio al
respecto: para que un filósofo pueda admitir en el plano de lo in­
teligible que el Ser, absolutamente hablando, coincide con el Dios
de la Biblia, deberá filosofar dentro del ámbito de la fe cristiana
(Santo T omás) y dentro de la dimensión de la libertad humana.
Hasta tanto el hombre no crea en la Revelación cristiana y no se
sienta absolutamente libre en su relación con todo hombre, ni el
propio Dios podría hacerle ver con claridad en el campo de la
metafísica que El es el SER-DIOS.
Volviendo ahora a la metafísica, no es este el momento opor­
tuno de discutir los planteos y las respuestas metafísicas. Sólo
enunciaremos la posibilidad de plantear el problema y la respuesta
que entendemos es la verdadera.
En primer lugar, el hombre es un ser que puede conocer la
realidad porque conoce de entrada nomás, en la primera experien­
cia que tiene al contacto con la realidad sensible, el principio de
toda inteligibilidad humana. Conoce, en efecto, el ente y los pri­
meros principios del conocimiento. Este hecho de poder conocer el
ente le proporciona el objeto y, por consiguiente, la necesidad de
una ciencia, la ciencia llamada clásicamente metafísica. Esta virtud
humana ineludible lleva al hombre, a través de los senderos meta-
físicos, a buscar la raíz última de toda realidad; a encontrarla y a
decirla. La inteligencia del hombre no descansa hasta que puede
indicar cuál es el Ser, absoluta razón de todo lo que existe, y, por
consiguiente, también del hombre mismo. Lo que dependerá, sin
duda, del modo cómo el metafísico entiende el ente.
Cosa esta no misteriosa, puesto que estamos en la dimensión
de la razón, pero, sí, difícil. La más difícil de todas las que encara
el hombre, ya qué el hombre se mueve aquí en el límite de toda
inteligibilidad. No se puede, en efecto, recurrir a otros conocimien­
tos, de tal modo que la única manera de entender lo que es el ente,
es entenderlo dando vueltas sin cesar alrededor de él. No hay otro
modo de lograrlo.
Ahora bien, que la dificultad sea grande no significa que el
hombre no pueda lograrlo. Significa sólo que lo puede lograr con
gran dificultad. Y, tanto es así, que lo logra, y, lo logra de forma
tal que puede con su inteligencia llegar a señalar la existencia del
Ser, causa creadora del ente.
Debido a que, en esta formulación de la realidad y de su
causa, la única manera lógica de entender el ente es entenderlo
como creatura, es decir, como creado de la nada por el Ser, es por
lo que y, por consiguiente, este Ser Absoluto es concebido, no
como un principio impersonal, sino como un principio personal,
coincidente así con el Dios de la Biblia. En efecto, la inteligencia
del hombre llega a concebir que la única razón que ha tenido Dios
para crear el ente de la nada es una sinrazón, o sea, una entera li­
bertad de parte de Dios por la cual Dios ha querido que la realidad
fuese real, y, no sólo real, sino que fuese admirablemente real
como lo es en el caso de la realidad del hombre, el hombre mismo.
El hombre descubre aquí, por su misma razón, que la razón de
todo lo que existe es el amor y la libertad porque no es sino una
misma cosa con el Ser y la Verdad.
“Esta es la clave de unión y relación de toda multiplicidad.
Cuando el hombre se sitúa en esta clave es un factor decisivo de
unidad entre todas las cosas. Y de todas las cosas. Las cosas en esa
relación con el hombre se abren y florecen; las relaciones humanas
crecen sin límites y Dios se goza en esa multiplicidad verdadera­
mente real porque es una con El Mismo, ya que eternamente la ha
querido desde la raíz de Sí Mismo: desde su propio Amor, desde
su Propia Libertad.
Esa es la Paz y la Justicia. Ese es el Orden y la Autoridad.
Esa es la Ley y la Libertad. Es esa, sin duda, la Verdad, el Bien y
toda la Belleza. Porque la Belleza no es sino el esplendor de toda
esa armonía.”
Resulta obvio que tal riqueza humana no sea totalmente
realizable en la Ciudad terrena. Pero, y es esto lo más importante
de todo lo que se ha querido decir, resulta lógica la consecuencia
de la responsabilidad de todo hombre de filosofar, es decir, de
buscar incansablemente esta unidad, única que, por otra parte, hará
que la sociedad humana, universal ya de hecho, lo sea también de
derecho, puesto que hará que se constituya precisamente en una
sociedad humana (Gilson).
A esta noble tarea, de la cual ningún hombre puede hoy
desligarse, quedan invitados a participar especialmente los hombres
encargados profesionalmente de honrar la palabra HOMBRE.
El modo específico de hacerlo, lo hemos dicho, es en primer
lugar saberla y, consecuentemente, saber decirla a otro hombre, si
hay alguien que aun pregunte. Máxima nobleza humana porque
está ligada esencialmente a la Verdad. Sólo la Verdad ob-liga al
hombre porque sólo la Libertad vive ob-ligada a Ella.

Resumen

Verdad de la fe, verdad del amor y verdad de la razón; todas


ellas dimensiones verdaderas y vivas del hombres. Pero, no lo se­
rán plenamente hasta tanto no se hayan unificado en la rica unidad
viviente de un mismo hombre. No hay realidad sin unidad. En el
caso del hombre, no hay realidad humana sin esta unidad viva y,
por consiguiente, viviente. Sólo esta unidad viviente es la que en­
gendra la vida del espíritu. Ahora bien, y, volviendo a lo que diji­
mos al comienzo, ¿Qué otra cosa reclama el hombre joven sino
esta vida del espíritu? ¿Para qué la vida sin un sentido viviente y
pleno de la vida? El sentido de la vida no se lo podemos exigir a
quien recién comienza a buscar ese sentido. Se supone que debe­
mos poner el nuestro a su entera disposición. En ello consiste la
tarea primordial de la educación. Es, en efecto, el hombre joven, y
sólo él quien tiene todo el derecho a exigímosla. Esta exigencia
juvenil es el tribunal que inexorablemente nos juzga, porque no es
sino el juicio, aún no definitivo, de la misma Verdad.

13.octubre.1973.
LA METAFÍSICA, HOY. MÉTODOS

¿Cómo anda la metafísica, hoy? Pareciera que el sentido de


la pregunta “hiciera referencia a cómo anduvo ayer y cómo andará
mañana. Se puede detener la atención, entonces, en una investiga­
ción histórica, y, tomando experiencia de la porfía metafísica a tra­
vés de los siglos, confiar en el destino seguro de la respuesta
metafísica, por lo menos en cuanto respuesta, pasada o presente, y
como pregunta futura.

Dos sentidos de la pregunta

Ahora bien, e inmediatamente, a esta cuestión del andar


metafísico se le pueden dar dos interpretaciones;
Un primer sentido encerrado en término hoy podría significar
seguramente que este resulta constitutivo de la misma metafísica
de modo tal que el mero intento de considerar, siquiera, como ver­
dadera una respuesta del pasado metafísico, sería ya, sin ninguna
duda, declaramos sin futuro metafísico. Sería esta una buena cues­
tión y una pretendida respuesta metafísica contemporánea.
Esta misma pregunta que formulamos en el comienzo,
¿cómo anda la metafísica, hoy?, puede girar 180 grados en su sen­
tido, no dependiendo, entonces, la metafísica del hoy, del ayer y
del mañana, sino, el hoy, el pasado y el futuro, de la misma
^ metafísica. La posible pregunta y la posible respuesta metafísicas
| abarcarían y juzgarían todo, por supuesto, también el tiempo, sea
ipasado, futuro o presente. Sería esta un buena cuestión y, opuesta
a la anterior, una pretendida respuesta metafísica clásica.
Pero, también, y frente a la misma pregunta, podría prestarse
atención a una formulación meramente metódica, en este sentido:
| ¿En qué condiciones y cómo deberán plantearse las cuestiones me-
| tafísicas para, así, lograr una más adecuada respuesta?

Monismos y dualismos

Las respuestas, cualesquiera sean, no parece que puedan cali­


ficarse monistas o dualistas, ya que tales denominaciones no sólo
obscurecen el entendimiento de las mismas, sino, que, aún más
gravemente, comprometen el ámbito mismo metafísico, porque
toda respuesta metafísica intentará, necesariamente, relacionar toda
multiplicidad reduciéndola a una unidadjy, en tal sentido cualquier
respuesta resulta siempre monista; como, asimismo, por tratarse no
sólo de una unidad, sino de la multiplicidad, toda respuesta, de
algún modo, resulta siempre dualista, con lo que queda claramente
dicho que semejante terminología no expresa ni la intención ni el
alcance de la metafísica.
En efecto, si por solución monista se entiende, como es lo
usual, una respuesta que pretende establecer que toda la realidad es
de una misma naturaleza, parece muy difícil no llegar in­
mediatamente a la conclusión que toda otra pretendida respuesta
que no sea monista, no sea precisamente dualista.
Las recíprocas acusaciones de monistas y dualistas son pro­
pias de los críticos históricos originadas, a su vez, en los epígonos
de los metafísicos, es decir, originadas en un malentendido, cuya
\ raíz, sí, creemos, puede ser llamada también histórica) aunque, in­
dudablemente, se nutre de la vitalidad misma de la metafísica, con­
sistente en lo siguiente: El metafísico se mueve siempre dentro de
lo que es, porque, ¿dentro de qué otro cosa, distinta de lo que es,
podría instalarse, y, por consiguiente, moverse? /La metafísica in­
tenta el conocimiento de lo que es; la verdad de lo que esjf Si de
verdad se trata, siempre la verdad metafísica será redonda, es de­
cir, no podrá en ella permitirse hiatus, sean estos de cualquier na­
turaleza que sean. Qué es lo que sea lo que es, o qué es lo que
quepa, o no, dentro de lo que es, es lo que se pregunta el metafí-
sico, pero, tanto la pregunta, como, su respuesta, presuponen siem­
pre la unidad real, verdadera y redonda.
Precisamente aquí encontramos el espacio para la claridad de
lo que pretendemos señalar en el presente trabajo: queremos in­
dicar los métodos que nos parecen los más adecuados para plantear
los interrogantes metafísicos, de modo que sean los que mejor nos
posibiliten una respuesta verdadera, en el sentido de que, en este
permanente transitar dentro de lo que es, no nos encontremos con
hiatus insalvables que nos inclinen a ver monismos y dualismos
donde no puede haberlos de ningún modo, pues dentro de lo que
es, dentro de todo lo que es y dentro de cualquier cosa que sea,
seguramente que está la unidad, pero —y aquí está, quizás, el
meollo de la metafísica— la unidad para ser verdadera no requiere
de la multiplicidad, ni de la totalidad de la realidad múltiple, ni de
una sola de entre todas las cosas múltiples. —

Primera afirmación

Por lo tanto, nuestra primera afirmación consistirá en decir


que, para que podamos hablar propiamente de metafísica, esta de­
berá instalarse de entrada dentro de una pluralidad de seres que por
serlo, presuponen ya el ser.] La metafísica, en efecto, no puede in-
mediatamente/inltálarsejjsniy.ser, porque ¿cómo podría Juego afir­
marse entre la diversidad de seres? Es muy cierto que los seres lo
son por el ser; pero, ¿podríase afirmar, de manera cierta e incontes­
table, que el ser lo sea por los seres? ^Si el ser fuese lo que es por
los seres, sería uno más entre los seres, y, no, precisamente, el ser.
Por lo tanto, el ser es lo que es, haya o no haya seres. ¿Cómo,
entonces, podríamos, siquiera, hablar del ser y de los seres si no
estamos ya instalados dentro de los seres??
El problema deriva ahora en el siguiente: ¿Dentro de qué se­
res habremos de instalamos de entrada para poder encontrar y de­
cir la verdad redonda, e.d., una verdad que no deje nada dé lo que
es de lado?
No parece que podamos hablar sino de los seres que siendo
inferiores al hombre, posibilitan a éste encontrar su propia dife-
Jrencia de ellos, y, por consiguiente, su relación adecuada con
ellos, e.d., su unidad. Este modo de encarar la cosa, si bien afirma
la supremacía del hombre, en cuanto que lo propio del hombre
consiste en encontrar todas las relaciones de la compleja realidad
dentro de la cual vive inmerso, no dice, porque tampoco puede
decirlo sin riesgo de eliminar la misma metafísica, que sea él mis­
mo la unidad, sino, precisamente dice lo contrario; dice sólo que
el hombre es el único que busca la unidad, ya que si él mismo la
fuera, en absoluto, ni siquiera hablaría de seres inferiores, buscan­
do su unidad de ellos y de sí mismo, búsqueda que, si bien esta­
blece el ámbito de la metafísica, nos indica a las claras que el
hombre está, él también, y necesariamente, entre los seres. El
hombre no es el ser, sino, un buscador del ser. Es el hombre
quien, estando entre los seres y formulando la pregunta metafísica,
intenta encontrar en una unidad, real y verdadera, la textura misma
de lo que es.
Este ha sido el método que ha adoptado la vieja antigüedad
actual de los griegos. Si se respeta este método inmediatamente se
ve que la inteligencia humana deja de ser lo que es, es decir, la
mayor riqueza viva, en la misma proporción en que busca unidades
más efectivas, aparentemente, pero, endémicas, metafísicamente, o
sea, pseudounidades.
Pero, hay además otra metodología que nos ayuda a clarificar
la espesa densidad de la complejidad de la realidad, por momentos
abrumadora.
Segunda afirmación

Nuestra segunda afirmación dice que la misma metafísica de-


berá funcionar dentro de la fe cristiana, de acuerdo con el famoso y
ya clásico método, f\des quaerens inteüectiim, p araq u e así el meta-
físico no pierda, de entrada, la p osibi 1i dad de moverse dentro de la
misma substancia viva de la divina realidad. Si así no se procede,
necesariamente se producirá un hiatus entre la metafísica y la teolo­
gía, hasta el límite, incomprensible para un griego o un medieval,
no de intentar descalificarse recíprocamente con los adjetivos mo­
nista y dualista según ya lo hemos señalado, sino, precisamente,
con los nombres más dignos que conocemos de toda la larga tradi­
ción del Occidente: con los adjetivos teólogo y filósofo. ¿Hasta qué
limites pueda extenderse la incomprensión y el malentendido en la
cuestión clave de todas las cuestiones claves que el mayor insulto
que un filósofo pueda sugerir es llamar teólogo a otro filósofo y, a
su vez, la máxima deshonra que un teólogo pueda enrostrar a otro
teólogo es acusarlo de filósofo? ¿Qué ser será el de la metafísica y
qué Dios, el de la teología pretenciosos de tales extremos?
O bien, ni la teología ni la filosofía habitan ya dentro del
ámbito de la verdad, o bien, la supuesta posesión de la verdad de
una de las dos ha querido incluir o excluir, en el sentido de domi­
nar, a la otra.
Nos parece que algo de todo esto es lo que ha sucedido y su­
cede hoy. No es este el momento de demostrarlo, sino, sólo, de
indicarlo, como, asimismo, el momento de indicar el camino ade­
cuado de un mutuo entendimiento constructivo. Pero, como se tra­
ta de un método, es decir, de un camino, el mero indicarlo no es,
precisamente, recorrerlo, con lo que se dice que sin su previo reco­
rrido resultará absolutamente imposible la pretensión de entender
siquiera algo. Por lo tanto, la breve indicación que haremos será
sólo una invitación a recorrer un camino.
Sólo en el supuesto de que la esencia del hombre no diga
ninguna relación con la verdad se podría pretender ignorar la mag-
na cuestión occidental de la relación entre verdad revelada cristiana
y verdad metafísica.
La cuestión resulta ineludible para el filósofo cristiano, pues
el solo hablar de un intento de relación entre un conocimiento re­
velado y un contenido racionalmente evidente implica que la cien­
cia de la verdad racional, léase filosofía, está ya funcionando
dentro de la ciencia de la verdad revelada, léase teología. De otro
modo no se entiende en absoluto que se pretenda tal relación, así
sea para rechazar la misma relación entre verdad revelada y verdad
filosófica.
Hoy ya resulta evidente que desde la verdad filosófica no se
puede acceder a una verdad de fe. Ño hay, en efecto, tránsito des­
de la filosofía a la teología. De lo que, evidentemente, se concluye
i que el intento de hablar de teología revelada, aún desde el punto de
vista filosófico, presupone que el punto de vista filosófico, la filo­
Í.A sofía, y, por supuesto, el mismo filósofo, deberán estar instalados
y->S) ZT'O
ya dentro de la teología, e.d., de la fe.
Tal problema de relación lo tiene, pues, el filósofo cristiano,
y, no, el filósofo no creyente, aunque este último no pueda evitar
la confrontación con cualquier pretendida verdad que se le presen­
te. ¿Cómo evitar lo inevitable cuando de la verdad se trata? No
parece pues tener salida la encrucijada que la teología plantea a la
filosofía. Mejor dicho, ¿cómo podrá la teología dilucidar el proble­
ma si no filosofa y, también, cómo podrá el filósofo, si no ingresa
dentro del ámbito teológico, intentar solucionarlo? ¡Grave proble­
ma! ^Problema inteligible para quien filosofa creyendo y absoluta­
mente ininteligible para quien intenta creer filosofando.
Este también ha sido el método que ha adoptado la vieja
antigüedad actiiál de los medievales, conservando viva la verdad
apresada por la metafísica griega, pero, ahora, dentro de una ver-
Ù'' dad viva inconmensurable para aquella: la teología.
¿k c Caa .& -Ia ‘c ¿
Hasta el más simple de los teólogos conocía por su fe que
Dios había creado el mundo y el hombre de la nada, de lo cual,
. c X o C\A\
ü hasta el más simple de los metafísicos dedujo que el método me-
O k&ic/C
tafísico no podía consistir jamás en instalarse, de entrada, dentro
del Ser-Dios, ya que, en tal caso, la metafísica desaparecería por su
imposibilidad para dar lugar a ninguna multiplicidad. ¿Cómo, en
efecto, deducir una realidad, la de la multiplicidad, que libremente
depende de la realidad de la unidad? ¡Grave problema! Problema
ahora inteligible para cualquiera, sea o no creyente.
De lo cual se deduce esta insospechada tesis histórica: si
hubo intentos en toda la historia de Occidente de dar consistencia
real y verdadera a la multiplicidad, a toda realidad y a cualquier
realidad, ¡cualquiera!, este fue, precisamente el intento de los me­
dievales.
En efecto, si el camino racional hacia el Dios en el que
creían por la fe y al que amaban por su vida pretendía ser ver­
dadero y, por lo tanto, real, debía serlo desde el mismo comienzo
de su especular. Dicho de otro modo, para un medieval el camino
es real de cabo a rabo, de cualquier lado que se lo mire: desde la
fe o desde la razón. En efecto, se puede decir sin ningún temor a
equivocarse, que el mayor mérito de los viejos medievales consis­
tió en haber logrado afirmar que uno mismo es el camino que des­
ciende —el de la fe— y uno mismo, el que asciende —el de la
razón— de tal modo que no hay ninguna posibilidad de hiatus
{dentro de esta verdad redonda que, por ser verdad teológica, es,
/también, filosófica. Dicho históricamente: la filosofía cristiana es
la vieja teología actual de los medievales.
Hoy la búsqueda del hombre por encontrar la consistencia de
la multiplicidad, búsqueda que aparece en la inmediatez de lo po­
lítico vuelto ya casi trágico, puede ser cubierta, sin ninguna duda,
por una metafísica como la propuesta, funcionando, como lo he­
mos señalado, dentro de la teología.
El realismo, en cualquiera de sus significaciones, griega,
metodológica y, aún, la misma significación pragmática, deberá ser
retomado por el hombre, si es que hoy tiene, aún, algo de sentido
esperar. De otro modo, el hombre estaría, ¿quién lo duda ya?, solo
en su espera.
Hoy resuenan como nunca las palabras del más grande poeta
cristiano argentino contemporáneo: “Y es verdad, Elbiamor, que
ninguno está solo”.

Córdoba del Tucumán, noviembre. 1981.


A LA MEMORIA DE CARLOS ASTRADA
El Marxismo y el Cristianismo

"Escuchar con los ojos a los muertos"


(Q uevedo)

"En el Exodo (Cap, 20, V, 18) está escrito:


«El pueblo veía la voz del Señor», La voz se
oye más bien que se ve: pero está escrito así
para darnos a entender que la voz del Señor
es visible a otros ojos por los cuales ven los
que lo merecen. Y en verdad que en el Evange­
lio no se ve la voz, sino la palabra que es más
excelente que la voz "
( O r íg e n e s )

"Mirad, pues, cómo oís ”


(Le. 8, 18)

“Non ridere, non lugere, ñeque detestari, sed intelligere”,


como si dijera: nada adelantamos con reír, ni llorar, menos que me-
nos con insultar, cuando toda cuestión consiste siempre en entender,
es un muy buen consejo que, definiendo su propia actitud, nos ha
brindado en su oficio simbólico un filósofo pulidor de cristales. Ya
en su escucha dejemos de lado, por un momento siquiera, nuestros
propios sentimientosy no para anularlos sino, precisamente, a la
espera de verlos florecer en alguna primavera perfumando y colo­
reando lo que en sí mismo halaga sólo a la desnuda inteligencia.
Nuestras burlas, como así mismo nuestras lamentaciones y no diga­
mos nuestros desprecios, sólo alimentan nuestra propia inepcia y de­
bilidad mental cuando a un filósofo se refieren, lo mismo que
nuestras obsequiosas alabanzas. En realidad de verdad cuando proce­
demos de este modo nos autodefinimos y yendo ingenuamente en
contra de nosotros mismos nos declaramos a ojos vistas esclavos. En
efecto,]“Radix totius libertatis, estin ratione constituía”, esto es, la
raíz de la totalidad de la libertad está fundada en la razón^ nos dijo
ya hace mucho tiempo un teólogo, fraile mendicante medieval,
que se rió de algunas cosas, lloro por otras y detestó principalmente
una sola entre todas ellas, la falsedad de una afirmación por más tri­
vial que aparentemente alguien profiriere; y en este caso idéntica ac­
titud la suya coincidente en todo con la del judío de Amsterdam pero
que él había aprendido ya en su mocedad de su maestro, el viejo sa­
bio alemán de Colonia, enojado de veras como así corresponde con
“los brutos animales que ultrajan y pisotean lo que ignoran”.
Parejas van la inteligencia y la voluntad en el hombre y esto
de tal modo que cuando éste se vuelve parejero de la voluntad sólo
queda una única explicación de semejante defección: no sólo ya no
sabe sino no quiere ya ese hombre saber más nada ni de sí mismo
ni de los demás hombres, actitud que a las claras pone en eviden­
cia o bien el juvenil desconocimiento del laberíntico camino de lo
humano, o bien el resignado reconocimiento de su misma derrota y
completo extravío dentro del mismo No serán ya más la inteligen­
cia ni la razón las que gobernarán el corazón y los pies del hombre
controlando justicieramente su equilibrio sino serán la misma razón
y el mismo intelecto los que buscarán, no ya más sólo entender,
a n o servilmente justificar la propia y ajena esclavitud.}Detrás de^
los irresponsables juegos, de las llorosas lamentaciones y de los
enervantes escepticismos siempre nos encontramos, cuando de re­
laciones humanas se trata, con la debilidad de una inteligencia que
dejando de cumplir con su inalienable función entra a depender de
un poderío aparente de oropeles y colores, exactamente igual a una
pompa de jabón iluminada por el sol, pero que en sí mismo es sig­
no de la máxima debilidad en un hombre. ¿Puede, en efecto, darse,
en cualquier relación que fuere, debilidad más radical que la de
una libertad absolutamente arbitraria?]j)e la voluntad depende ob­
viamente la función ineludible e insoslayable de mantener cual­
quier tipo de relación si hay que relacionar, pero, en tal caso, la
propia voluntad es sostenida, por toda diversidad y por su unidad
vuelta en sí misma indestructible. Pero, si la voluntad se vuelve el 0
criterio de toda relación no hay ya qué relacionar distinto de la
propia decisiónj i.e., no existe otra cosa, ni realidad, que una solip-
sista voluntad sm dominio sobre nada, ni sobre sí misma porque en
tal caso no hay, porque en absoluto puede haber, unidad, ni siquie­
ra la aparente unidad de una leve pompita de jabón y, menos que
menos, la posible existencia de un sol que ilumine su irisencia.' 1
Sólo un necio, i.e., un hombre que ignora la raíz de su propia li- i
bertad, puede acomplejarse o amilanarse frente a aparentemente |
poderosas técnicas y estrategias cuidadosamente elaboradas por j
una voluntad despótica y arbitraria, no hablemos de la voluntad de J
un mortal común y vulgar como lo es uno mismo y cualquier
hombre, sino, ni siquiera, de la de un Daimon o de la del mismo
Dios de un crédulo papanatas.
Por consiguiente, de sólo, entender se trata en esta magna
cuestión que, queramos o no, siempre tenemos entre manos, y, por
ello, de ser uno justamente uno mismo como lo dice “estremecida-
mente” Carlos Astrada: “Queremos ser sólo lo que podemos ser. 1
La esencia del hombre está en lo que éste realmente es, y no más
allá”, y nosotros, gustosos de entrar en el diálogo, agregaríamos ya
por nuestra cuenta, ni tampoco más acá, sino, en el centror¿Cómo i
lograr dar con el centro de uno mismo en el laberinto cuando es de \
uno mismo de quien se trata? Obviamente que ni los dioses afron- —
tan el problema ni ningún otro ser, que no sea el hombre, lo puede
plantear siquiera. ¿Adonde iremos si, yendo a donde vayamos, so­
mos inexorablemente nosotros mismos, y no otros, los que vamos?
No hay, no existe en ningún lado, miremos donde miremos, quien
pueda aliviamos de esta tarea, tampoco por momentos, nosotros
mismos, ya que si no sabemos aun ni quienes somos, i.e., de dón­
de venimos y adonde vamos, ¿de qué nos servirá repetir —deses­
perados— nuestro propio nombre, como Kim, el huérfano de
Kipling, frente al muro, esperando en vano apresamos en el eco de
las palabras que continuamente se desvanece en nuestros oídos, lo
que nos obliga a repetir, hasta el límite del agotamiento, la vana
operación? Una sensación de total desnudez vergonzante y de una
más amarga ridiculez, si creemos que alguien nos ha descubierto
en nuestro solitario ejercicio, nos invade el alma y el cuerpo y
todo: somos, por un instante, sólo esa sola sensación. ¡Qué carajo
el nuestro! ¿Cómo y por dónde salir de él? No pudiendo parar el
zangoloteo aparecemos y somos un perfecto zanguango.

Los ñlósofos

Si por una casualidad —aparente— se cruza en nuestra vida


un-transeúnte-fil ósofo-seguro-en-su camino que nos permita diri-
■v-^girle la palabra, a él recurrimos; pero de manera inverosímil, ante
V ^ u graciosa, precisa e incomprendida respuesta, reaccionamos con
¿..una contenida violencia inusitada exigiéndole que ella sea sencilla,
!'/\.(.no tan difícil y complicada. Nos defendemos, entonces, de él, sea
^filósofo o teólogo, huyendo con prontitud a ocultamos o bien en
^ nuestros anteriores juegos infantiles, o bien en nuestras recientes y
secretas lágrimas ardientes y salobres, o bien terminamos de sola­
pamos adoptando un aspecto, aparentemente indestructible, de in­
conmovible desprecio en nuestra marmórea mirada e irónica sonri­
sa. Esfuerzo el nuestro obviamente en balde. Nada nos alivia sino
" transitoriamente. Entender es la cuestión quej>ara nosotros se vuel-
ve desde entonces la cuestión ineludible. No nos queda, en efecto,
otra salida y decididamente ponemos manos a la obra. Nos olvida­
mos definitivamente de nuestras tonteras de querer vivir por el sólo
hecho de vivir y de nuestros estentóreos y vacantes reclamos. Deci­
dimos, recién ahora de verdad, prestar toda la atención a lo que
—severos— nos indican con el dedo y siguiendo su índice bienhe­
chor andamos por un tiempo, nosotros también sus propios pasos
en el sendero. Pero, ¡ay!, muy poco tiempo dura nuestro alivio.
Luego de cada recorrido caemos en la cuenta de que son diversos
cada uno de los caminos indicados, más aun, inconciliablemente
contrapuestos. En efecto, son distintos los cielos con sus dioses,
también la tierra con sus cosas, el hombre y sus destinos.
¿Qué diablos podré yo hacer, y menos decidir, si todos me
convencen por igual? Podríamos, acaso por una mínima prudencia,
abandonar a nuestros ya logrados amigos, pero, ¿dónde encontrar
otros que, aunque sea de muy lejos, se les parezcan en algo, al me­
nos? Ellos, los teólogos o filósofos, entre sí todos se parecen por la
sencillísima razón de que no existe entre los demás hombres nada
parecido. Toda su rareza consiste, hablen o permanezcan en silencio,
en su mirada siempre llena de inteligencia y siempre lo suficiente­
mente lúcida como para percibir inmediatamente la menor seña de
cualquiera de sus compañeros. Y —cosa más rara aún pero en todos
ellos manifiesta— hasta los más aparentemente apresurados cami­
nan como si tuviesen todo el tiempo del mundo en sus bolsillos.
Forman obviamente una comunidad y no esotérica que sólo puede
parecer tal —esotérica— a quien no ve sino sólo hasta su propia na­
riz que por más extendida que la sienta no deja de ser sino la de un
pendenciero Cyrano de Bergerac más en la comedia. Sólo nosotros,
que aun no vemos, nos mostramos inquietos y desarraigados, y
siempre apresurados. No olvidaré jamás la respuesta que a mi pre­
gunta en el fondo irónica por inquisidora dio uno de ellos, también
cordobés como Astrada: “ ¡Piénselo, m ’hijito!”. Fue en Santa Fe de
la Vera Cruz, ahora con su puente colgante destruido.
¡Qué distintos indudablemente son ambos filósofos mediterrá­
neos pero cuánto más son de parecidos! Que los filósofos estén de
acuerdo o aparezcan en un estruendoso desacuerdo no es la cuestión,
por lo menos la posibilidad, para nosotros de entender sus respues­
tas. ^Imposible de toda imposibilidad resulta nuestra pretensión de
entender una respuesta, cualquiera sea, si previamente no nos detene-
mos morosamente —con todo el tiempo del mundo por delante— en
¡ lo que el mismo filósofo plantea y, principalmente, en el preciso
modo como él enfoca todos los problemasJPor supuesto que lo que
nos interesa es su respuesta pero, en nuestro ahogo, la exigimos de la
misma manera como un enfermo reclama del médico, en su urgente
espera, la receta. Muy pronto nos damos cuenta de que en estas cues­
tiones no hay recetas ni curaciones milagreras. Es entonces cuando
nuestro apresurado paso hacia el futuro necesariamente se vuelve un
lento andar retrocediendo hacia el pasado. Hemos pagado la cuota de
ingreso para estar en su honorable compañía y se nos otorga gratuita­
mente el carnet de compañon, pues es ésa la permanente e inmediata
sensación que un filósofo produce a los demás hombres quienes,
como Aquiles el de los pies ligeros, saben en su indubitable y segura
efectividad, aparentemente, lo que quieren. Ante semejante mentali­
dad el filósofo aparece siempre andando con pies de plomo pues, se­
gún este sentir común, porque no avanza, no vive, más bien siempre
se lo ve retrocediendo y medio muerto. Obviamente un hombre así es
un rémora para todos que se vuelve absolutamente insoportable
cuando, impertinente, indica con severa certeza e incontestable auto­
ridad el talón de Aquiles. ¿Cómo parar el combate y la danza de la
vida y de la muerte? Ante esta tremenda pregunta y antes de que el
gusano de la duda carcoma la madera el hombre se apresura a excla­
mar, aun triunfante: ¡No existe el talón; sólo, Aquiles! Evidentemen- J &
te, para quien no ve no existe aquello mismo que no ve. Así de S
simple. ¿Será porque no hay luz que el hombre anda ciego o, más
bien, porque estando ciego el hombre dice que no hay luz? De cual­
quier talante que sea la posible respuesta, sólo existe, para el hombre,
lo que él solo ve.

¿Quién es filósofo?

íjJn_ filósofo es un hombre que ve con sus ojos. No necesita


de nadie que le diga lo que debe ver pues en esta tarea es él solo
quien se ha decidido irrenunciablemente a ver por sí mismo, no,
por lo que otro le indica!] Ya en otra circunstancia, muy especial
para nosotros, y en memoria del primer aniversario de la desapari­
ción del otro filósofo de Córdoba del Tucumán mostramos la situa­
ción de cualquier filósofo, desde la partición misma de los
tiempos. Decíamos en el año 1980: “Nihil magis praestandum est,
quam ne pecorum ritu sequamur antecedentium gregem, pergenies
non qua eundum est, sed qua itur” (Séneca), y libremente había­
mos traducido: “Para que no sigamos siendo uno más del rebaño
como las multitudes anteriores, se ha de tener sumo cuidado en
recorrer hasta el final el camino por donde se va, y no por donde,
dicen, se ha de ir”. Confiar en sí mismo sin término ni desfalleci­
mientos es todo el honor del hombre y su dolor, i.e., el peso in­
conmovible que le permite moverse, luego de un prolongado
espacio de tiempo abarcador generalmente de toda su entera vida,
con un ritmo ajustado por severo, pero con soltura leve por gracio-
sa.fCada filósofo danza su propio ritmo con un certero movimien­
to. O bviam ente que nuestro filósofo, al igual que un común mortal
cualquiera, ríe y llora, también desprecia, pues sería imposible
imaginamos un hombre que así no lo hiciere, pero, siendo uno
mismo un poco perspicaz logra, al igual que él, también ver y en­
tender por qué hay que reír, cuándo, llorar y cómo y qué cosas
despreciar. Reírse de un filósofo — ¡oh ía siempre revivida mucha­
cha tracíá!—, compadecerlo luctuosamente o cordialmente odiarlo
no lo afecta a él, precisamente, sino, a nosotros mismos.
En realidad nuestro problema, cuando rememoramos como
hoy la aparente desaparición de un filósofo, consiste en compren­
der nosotros mismos lo que él pensó detenidamente, entendiéndolo
con claridad y formulándolo necesariamente con mucha dificultad.
Así, de este modo, nuestra coincidencia o nuestra disidencia sólo
es posible si tenemos ya aclarada nosotros mismos la manera como
entendemos la cuestión dentro de la cual estamos, al igual que él,
también felizmente embarcados sin remedio. Discutir y, menos que
menos, pretender refutar en un irresponsable y breve juicio suma-
rio conclusiones nos parece una actitud que pone en evidencia que
quien así procede no ha navegado aún en los ríos de lo humano.
j^Lo que primeramente se necesita en esta empresa es una embarca-
v ción adecuada con su proa, su popa, con su profundidad en rela-
ción directa con su altura, es decir, su puente vuelto el puesto. de
mando por ser el lugar —el más riesgoso— desde donde observan-
do se ve. Sólo en el cruce de estas, dos líneas, la horizontal y la
• (f vertical, encuentra el hombre el punto de equilibrio asegurado. Sea
^ lo que sea lo navegado depende de la nave y su piloto. Lo que se
intentará entender de entrada es, por lo tanto, las coordenadas en
base a las cuales se calculan distancias y tiempos de recorrido.
Sólo así resulta comprensible lo avanzado —también lo retrocedi­
do— de una madurez humana.^

Don Carlos Astrada y "La escatología cristiana”

No nos parece adecuado desarrollar en estos momentos una


exposición del pensamiento de Carlos Astrada; imposible nos re­
sultaría la tarea que, por otra parte, ya ha sido virtuosamente rea­
lizada por su discípulo Alfredo Llanos, aunque nos hubiese
agradado que el comentador mostrase más lo que el filósofo in­
tentó señalar positivamente en su respuesta y en el serio problema
por él planteado, y no tanto lo que de hecho y a veces reiterativa­
mente el mismo Astrada criticó. Su observación de que Carlosí
Astrada en El marxismo y las escatologías logra una síntesis de su
pensamiento nos parece una observación feliz. Es en un solo capí-i
tul o de esta obra del filósofo en la que nos agradaría sobremanera
detenemos aunque sea sólo unos instantes. Se trata del capítulo
III, “La escatología cristiana”. La pequeña introducción al mismo
que no llega, ni siquiera, a abarcar el espacio de dos páginas esr
una síntesis apretada y exacta de lo que es la escatología cristiana.]
Muy clara tema el filósofo cordobés la respuesta que el cristianis­
mo, heredero de la fe judía, propone al hombre como camino de
salvación definitiva, más allá de esta tierra y aun del tiempo histó­
rico en el que está ahora viviendo. Es esta misma claridad, que a
mí personalmente me produce asombro el verla expresada en el
siglo XX por un filósofo marxista argentino cordobés, la que le
posibilitará luego afirmar, con seguridad indubitable, su propia
posición en el sentido de que ésta, la suya, no puede en absoluto
ser confundida con la esjatología cristiana. Estas pocas páginas me
muestran, para mí sobradamente, la envergadura y, por consi­
guiente, la seriedad con las que Astrada planteó y resolvió el pro­
blema. ¡Qué nivel el suyo! Que luego en su manera de expresarse
sea aparentemente demasiado duro y hasta grosero para quien se
arrima, por primera vez, a consultarlo me parece también com­
prensible ya que en nuestros ambientes de intelectuales “pajuera-
nos”, como él mismo lo expresa gráficamente en un “eufemismo
argentino”, la chachara de la última novedad distrae sus tardes in­
terminables y sociales.
En una tierra seca y dura como lo es esta bendita provincia
mediterránea, además de serrana, y con un sol ardiente que destiñe
rápidamente los trapos, pero que curte al mismo tiempo en­
dureciendo el rostro de sus hombres, y en una ciudad, la del Su-
quía, donde lo religiosa cristiano católico, transido aún de España
medieval y de su lucha con los moros, aparece siempre en la ma­
raña, de a momentos tempestuosa y turbulenta, de su río, de sus
sierras y de su cielo, no resulta nada extraño que aparezcan hom­
bres claros que definan sus colores, siempre vivos, y contengan en
sus letras el fuego quemante de su ardiente temperatura. Yo no
dudaría un instante en declarar a la ciudad de Córdoba del Tucu-
mán la Capital de los Filósofos en la Argentina, la “civitas philo-
sophorum" (A lberto el G rande), ya que según el decir
clarividente de Martín Fierro, “Entre dos no digo a un pampa: / a
la tribu si se ofrece.”, y Córdoba obviamente que ya los tiene de
vigías en el mangrullo. No es retórico lo que expreso. Manifiesta­
mente es una verdad de hombres estremecidos y hechos al comba­
te, a la lucha que inexorablementé se entabla entre el Cielo y la
Tierra con sus dioses y sus hombres. En esa lucha se plantaron al
nacer, desnudos, con las.piernas abiertas y muy firmes en el suelo,
así vivieron y murieron. Es el Dios, el único Dios verdadero del
Catolicismo contra el que entra en lid personal Carlos Astrada. Ese
solo hecho mide la dimensión de la pelea. Todo el valor de Astra­
da reside en que, en el fragor de la batalla, pone en total evidencia
que en estas cuestiones tan altas no hay, porque no puede haberlos,
términos medios y el hecho que él personalmente se haya resuelto
decididamente a favor de la Tierra con sus dioses, en contra del
Dios del cristianismo con su Cielo, sólo es consecuencia ineludible
del método moderno aplicado y Utilizado por el filósofo cordobés
para plantear y resolver todos sus problemas.

El método de Carlos A strada

En efecto, moderno, i.e., autónomo e independiente de la


verdad de la fe cristiana de salvación, es el método aplicado por
Carlos Astrada para entender la verdad, la esperanza y el amor del
hombre. Coherentemente llegó a la conclusión que debía llegar
necesariamente: la filosofía es cosa sólo del hombre y de su tierra
y nada más. Hablar, como irresponsablemente se suele aun hablar,
de otro mundo trascendente a éste de tierra y agua, aire y fuego, no
sólo es una fantasía, i.e., falta de inteligencia sino, en el fondo es
también una cobardía, o sea, una falla de la decisión de un hombre
que no se aguanta la proclamada soberanía de su poder frente a
cualquier otro poder.
Carlos Astrada, conocedor del hombre argentino, de su per­
manente indecisión y de sus archisabidos compromisos espurios,
sabía lo que decía. Una sola observación basta para demostrarlo;
en su lucha permanente contra el cristianismo con sus cristianos y
contra toda la empresa de la conquista española en América no
asombra, en absoluta, lo que expresa en palabras más claras, fuer­
tes y, por consiguiente, perdurables que el mármol por el hecho
solo de provenir de sus labios referidas al Padre Leonardo Caste-
llani, en un tiempo sacerdote jesuita. No puedo menos que trans­
cribirlas textualmente: “...nuestro grande y admirado amigo don
Leonardo Castellani. En su elogio hubiese podido decir Rabelais
(en el libro V de su Pantagruel) y en su lenguaje drolatique: «Frai­
le de verdad si los hubo desde que el mundo fraileado frailea frai­
lerías.» Con don Leonardo Castellani —prescindiendo de la
religión, del culto, del rito, de la liturgia y de aquello tan peregri­
no de que la moral se funda en la religión— coincidimos en lo
fundamental, pues no vamos a hacer cuestión de sutiles diferencias
metafísicas, por más que éstas no sean del todo pequeñas.” (Pról. a
la 2- ed., 1969). Resulta obvio que cuando un hombre se topa con
otro hombre sabe reconocerlo inmediatamente.

Similitud entre el filósofo y el fraile

Muchas similitudes podríamos señalar entre el filósofo y el


fraile que nos mostrarían su hombría pero, ahora, indicaremos una
sola.
La lucha original que llevó a cabo Carlos Astrada en el in­
tento de conciliación entre la inexorabilidad del proceso dialéctico
marxista en su interpretación de la historia y la libertad individual
del hombre como autor y realizador de la misma historia es muy
parecida, y no sé cuál de las dos más apasionadamente intensa, a
la que entabló durante casi toda su vida el Padre Leonardo Caste­
llani en su búsqueda de conciliación entre la omnipotencia de Dios
y su propia libertad individual, problema ya famoso en el decir de
Bosón, discípulo de San Anselmo de Canterbury. Así se explica
que miraran, sin pestañear siquiera, las cosas hasta las más horri­
bles que suceden, cosa de nunca acabar, entre los hombres. Contra
el mal fue su lucha sin cuartel. Y esa ininterrumpida discusión del
fraile con la Iglesia Católica argentina y sus Obispos ¿no es, aca­
so, la misma que libró Astrada con la endurecida ortodoxia rusa?
Y ese amor a la Patria, a su Argentina Patria ¿no era el mismo
amor que ardía en sus nobles corazones? Los dos fueron patriotas
peregrinos, clamando en el desierto. Los dos en efecto, se sintieron
fuera de la Patria aunque, a todas luces, concibieran su destino, el
de su Patria, de modo muy distinto: el uno, inmanente a esta tierra
y en el tiempo totalmente, el filósofo; trascendente y en la eterni­
dad definitiva, el otro, el teólogo-fraile.
Castellani no es de los que, teniendo las ideas poco claras en
teología y en filosofía y en la historia de cualquier historia, como
es hoy, sin dudas, el pan de cada día en cualquiera de estos anda­
riveles, le vaya a ceder a Carlos Astrada un ápice, pues en ello no
hay detalles, de su propia ortodoxia católica excluyente, sin reme­
dio, de la interpretación marxista de la historia, ni, tampoco, el fi­
lósofo cordobés es un marxista que, por conveniencia o por táctica
y estrategia, pensase alguna vez en su vida hacer y decir lo que
dijo con intenciones de conquistarse alguna Iglesia, o a su clero,
para así lograr más efectivamente el triunfo inmediato de su idea.
Sólo hombres de nivel relacionados por este respeto mutuo para
consigo mismos pueden ser expuestos como modelos de un diálo­
go honorablemente humano. Este diálogo no consiste en como yo,
más rápida y solapadamente engaño a mi adversario —¿enemi­
go?—, igual se tratase de un negocio de trashumantes andariegos,
sino es exactamente al revés: sólo hay diálogo auténticamente hu­
mano en la exacta proporción de la claridad de las posiciones en el
campo, y en su riego. En tratándose de la Verdad no hay regateo,
como así ocurre necesariamente cuando de cosas y larailas y baga-
llos se trata.
Esta lucha franca, en todas y en cualquiera de las cuestiones
en las que crucen dos hombres sus aceros, manifiesta que lo único
que a ambos interesa poner en evidencia en la pelea es lo que cada
uno de ellos ve, i.e., la verdad. Es por ella, por la mismísima ver­
dad sin concesiones, por la que dos hombres “cruzan invisibles
aceros” templados y recíprocamente reconfortados por su mismo
espíritu en el fragor horrendo de la batalla. Es por ella, por la ver­
dad, por la que se mide todo y cualquier respeto, todo honor y li­
bertad humanos. Solamente quien no sienta el mismo ardor por
ella, dos veces abrasador y simultáneamente abrazador, puede sen­
tirse ofendido, por disminuido, con lo que un filósofo o un teólo­
go de envergadura declare con la autoridad que gratuitamente le
otofga su intelligere. Su palabra impera que nadie, si es un hom­
bre, llore, ni se mofe, ni adopte actitud alguna despectiva, ni, me­
nos que menos, payasee.
Pero, amigos míos, el entender la verdad de cualquiera y de
toda relación es la tarea más ardua, por difícil, a la que se puede
abocar un hombre por ser tal. Pero, no es precisamente el hombre
una realidad que, como pretendieron algunos, filósofos, pueda ex­
presarse en sólo fórmulas matemáticas, igual que si fuese una fun­
ción, ni, y ya en el otro extremo que sin embargo — ¡oh pa­
radoja!— se tocan, obscurecerlo del todo en una noche mística
como murmuran en silencio algunos poli-teólogos. Siendo, por lo
tanto, esa su situación y presupuesto el ardor infatigable en su cora­
zón de encontrar la identidad consigo mismo, se necesitan varios
recaudos insubstituibles para no extraviar el camino de su centro en
equilibrio. Según sean, pues, los elementos o coordenadas que se
manejen, suponiendo habilidad en su manejo, serán los resultados
—decisivos— de su afán. Demás está decir que no hay cosa más
importante que poder acertar con la respuesta verdadera pero, como
ésta, en nuestro caso y en todo caso, debe ser lógica y coherente,
además de verdadera, se ha de tener muy en cuenta qué es lo que se
plantea y cómo se lo plantea. Resulta esto último de tal obviedad
que, hasta tanto dos filósofos no se pongan de acuerdo en los crite­
rios con los cuales cada uno de ellos enfoca los problemas, no ha­
brá ninguna posibilidad de diálogo verdadero. Es muy raro este
diálogo pues sólo dos hombres, que lo son entero, a él se atreven.
De lo cual resulta que es de suma importancia el prestar decidida
atención, antes aun que a las respuestas, al modo como el filósofo
ha encarado la cuestión y, si se trata de uno mismo, en realizar el
mayor esfuerzo para poner en evidencia manifestando con la mayor
claridad posible cuáles son las pautas precisas de nuestro propio
modo de filosofar. Estas pautas suelen regir constituyendo una épo­
ca histórica completa. Así de simple.

Nuestro método

En estas cuestiones, y siendo para nosotros las únicas graves


que tenemos en “juego”, en expresión del mismo Astrada, no en­
contramos ya ninguna dificultad de aclarar ahora nuestro propio
criterio en el asunto, en la imposibilidad obvia de desarrollarlo. Sin
la utilización precisa del método medieval, fides quaerens intel-
lectum, resulta, no difícil, sino imposible de toda imposibilidad el
pretender osadamente hablar del Dios del cristianismo, del cielo,
del hombre y de su inalienable responsabilidad en su propia y ex­
clusiva libertad, del mal, ¡oh el mal!, temible en su sola enuncia­
ción y terrible en su real inexorable consecuencia: el infierno y el
olor de sus azufres nos impide tranquilamente respirar, parándose
el corazón, azorado en su latir.
Yo sé perfectamente lo que me contestaría don Carlos Astra­
da porque entiendo lo que pretende en su filosofar y aunque él a mí
no me comprendería ni me concedería consecuentemente esta ma­
nera de ver la filosofía y la teología, sin embargo* también me ayu­
da y me consuela su franquicia pues me define a mí mismo con una
claridad de mediodía, aunque él mismo conmigo no coincida.

Córdoba del Tucumán, 6.octubre.l990.


VI

FILOSOFÍA Y TEO-FILOSOFÌA: NIMIO DE ANQUÍN

Introducción

1La cuestión de la metafísica!es la cuestión sin más, puesto


que jes la cuestión de lo inteligible, o sea, del ser y de su relación
con la inteligencia.J
Con esta afirmación no se adelanta ninguna respuesta metafí­
sica a la cuestión por ella planteada. Precisamente, al afirmarse que
la cuestión de lo inteligible sea la cuestión de la metafísica, lo
único que se afirma es qué sea lo que se cuestiona la metafísica, y,
por consiguiente, qué sea la misma metafísica.
Tampoco con esta afirmación se dice nada sobre quién sea el
que pueda, o deba, plantear la cuestión sobre lo inteligible, y ha­
cer, por lo tanto, metafísica.
Sin embargo, y de acuerdo con lo que veremos en adelante,
se dice, de algún modo, todo ello, y, aún, más.

1. En primer lugar, la palabra cuestión no es sinónimo de


duda. Precisamente, plantear una cuestión, en general, es no dudar, ^
en absoluto de ella. Se puede dudar sobre los límites que tenga esa
cuestión, como, asimismo, sobre las posibles respuestas que res­
pecto a ella puedan encontrarse, o, también, la duda puede recaer
sobre la propia capacidad de quien la plantea. Pero, la duda no tie­
ne en sí misma sentido. Más bien, es al revés; sólo una cuestión
puede traer consigo una duda, y, no sólo una duda, sino, general­
mente muchísimas dudas para quien investiga. Mas, la duda por sí
misma nunca es una cuestión. Nunca, en efecto, se puede confun- ’
dir la duda sobre los límites de algo, o la duda sobre las posibles '
respuestas, o la duda sobre la capacidad misma del planteo, o la
equis cantidad dé dudas que abrumen al investigador de úna cues­
tión cualquiera, con la cuestión susodicha.
JEn todos estos casos, la duda es relativa a la cuestión JS er
relativo a la cuestión planteada significa que, desaparecida la cues­
tión, desaparece necesariamente la duda. Es por eso que si alguien
pretendiese afirmar que, para plantear una cuestión, sea cualquiera
ella, se debe comenzar por dudar absolutamente de esa cuestión, se
puede asegurar que no sabe lo que dice. Una cosa es, en efecto,
que la cuestión planteada sea la duda misma, y, otra, muy distinta,
que se dude acerca de una cuestión cualesquiera.
Siendo esto así, no se ve qué asidero pueda tener el afirmar,
sin ninguna duda, h.e., como principio de investigación, la duda en
sí misma. Lo que se pretende decir, en tal caso, es que la cuestión
decisiva es la duda, y, siendo, como es, la duda la cuestión decisi­
vamente planteada, ¿cómo se puede siquiera imaginar que haya
posibilidad de plantearse seriamente una cuestión, sólo una, así sea
ésta, la de la duda?
Ahora bien, la desaparición de una cuestión, y, por consi­
guiente, la desaparición de la o las dudas sobre la cuestión, puede
acontecer por dos razones; en realidad, por una sola razón: o bien,
porque se ha encontrado la respuesta, o bien, porque la respuesta la
cuestión dice que no tiene ningún sentido el plantearse tal cuestión.
Haber encontrado la respuesta a la cuestión planteada significa
eso: haber encontrado la respuesta. La respuesta encontrada elimina
las dudas originadas en la ignorancia de la respuesta sobre la cues­
tión planteada. De la misma manera, afirmar que no tenga ningún
sentido el plantearse una cuestión es, también, una respuesta sobre la
cuestión planteada, y, por ende, eliminatoria de toda duda.
Aquí corresponde dejar muy en claro que la respuesta es ver­
dadera respuesta para quien se haya planteado la cuestión, porque el
simple leer una respuesta no implica, generalmente, el haberla en­
tendido. Para decirlo de otro modo, todas las dudas que asaltan a
quien ha realizado el único esfuerzo de leer una respuesta, no signi­
fican sino, y, sólo, esto: que no se ha entendido la respuesta.
De todo lo dicho hasta ahora se puede concluir lo siguiente:
el plantear una cuestión, o el responder al planteo de una cuestión,
cualquiera sea, no puede llevar nunca a la conclusión de que la
duda, en cuanto duda, de por sí, sea una cuestión, y, menos aún, de
que la duda sea la cuestión fundamental. En tal caso, en efecto, no
hay posibilidad de planteo de ninguna cuestión, o sea, no hay, en
absoluto, nada de cuestión. El plantearse una nada-de-cuestión es
lo mismo que plantearse una cuestión-de-nada, hablando siempre,
por supuesto, de la duda. La nada-de-cuestión no es jamás origen
de ninguna cuestión, y, ni, tampoco, origen de ninguna duda, y ni
origen, por consiguiente, de ninguna respuesta. En efecto, no hay
respuesta a una pregunta sobre nada; ni, tampoco, dudas sobre ello;
que nunca lo que no es, en absoluto, cuestionable, puede dar ori­
gen a una cuestión, y, menos aún, a una respuesta.

2. La obviedad de lo afirmado anteriormente pone de mani­


fiesto que cuestión, cuestionable significan que algo no es aún enten­
dido. Lo que quiere decir que no siendo aún entendido, puede ser
entendido. Algo puede ser entendido porque es entendible. ¿De qué
otro modo podría cuestionarse algo si no se diese por sentado que es
inteligible? Toda pregunta presupone lo inteligible. Dicho de otro
modo: no habría posibilidad de ninguna pregunta, de planteo de nin­
guna cuestión, si no se presupusiese lo inteligible. Mejor dicho aún:
no se daría, ni siquiera la posibilidad de ningún tipo de respuesta, si
no se hubiese ya supuesto, de entrada nomás, lo inteligible.
Sin embargo, puede darse el hecho de que una cuestión no
tenga respuesta, y no tenerla por tratarse de una falsa cuestión. Mu­
chas veces, en efecto, sucede que la investigación se ha propuesto
un falso camino o un falso problema. Pero, no poco logro es el dar­
se cuenta ya de esta situación. Aparece, entonces, la ocasión de co­
menzar la interrogación con nuevos bríos, siendo el espíritu joven,
pues ya se sabe que, por lo menos, por ese lado no va la cuestión.
Ahora bien, si algo, para ser cuestionado, presupone que deba
ser inteligible, nada más que, por ser aun no entendido se ha vuelto
precisamente cuestionable, significa que lo que es cuestionable, en
cuanto tal, presupone siempre un ser inteligente que se plantee la
cuestión. Sin inteligencia no hay cuestión que valga. ¿Cómo podría
hablarse, siquiera, de lo inteligible, sin una inteligencia que viera lo
inteligible? El no ver aun lo inteligible, es decir, el plantearse una
cuestión, es propio de una inteligencia, puesto que, de otro modo
¿cómo es que se podría decir —tan siquiera— que se plantea una
cuestión? Por consiguiente, cualquier cuestión presupone también
una inteligencia que se haga cargo de la cuestión.
Con lo que aún no se ha dicho todavía de qué inteligible se
trata ni, tampoco, qué inteligencia esté en juego.

3. Lo que sí podemos ya afirmar es que el ámbito de lo inte­


ligible sustenta toda posibilidad de cuestionamiento. Lo que quiere
decir: lo-aún-no-entendido y el-posible entendedor, ambos se mue­
ven siempre dentro de lo inteligible, sin poder jamás salirse de él.
En efecto, lo aún no entendido es aquello aún no visto como inte­
ligible. El posible entendedor es aquel que aún no ha visto aquello
inteligible. De allí mismo el origen de la cuestión: ésta presupone
como punto de partida y como punto de llegada lo inteligible. No
hay tránsito, para ninguna inteligencia, incluida la del hombre, si
no se presupone este ámbito de lo inteligible. Este transitar perma­
nente de la inteligencia del hombre por este ámbito de lo siempre
inteligible es lo que caracteriza la realidad del hombre mismo. Este
carácter, dado por el transitar dentro de lo inteligible, significa que
el hombre es hombre, no sólo por el mero hecho de estar dentro de
lo inteligible, sino que, decisivamente lo es, por tener también la
posibilidad de cuestionar todo lo inteligible.
Esta afirmación: posibilidad de cuestionar todo lo inteligible,
puede significar varias cosas. En primer lugar significa que más allá
del límite de lo inteligible resulta imposible avanzar o retroceder. El
límite, en efecto, de lo inteligible,-en el sentido de lo que no es, de
la nada, es siempre lo absolutamente ininteligible.
Pero, en segundo término, de lo recientemente afirmado en
el sentido de que haya imposibilidad de tránsito dentro de lo que
es absolutamente ininteligible, no se sigue necesariamente que,
dentro de lo que es inteligible, no lo haya. Precisamente, tránsito
puede haberlo sólo en lo inteligible. Lo que quiere decir que lo
inteligible es presupuesto de todo tránsito. Pero, además, se dice
que hay tránsito; y hay tránsito porque hay posibilidad de cues-
tionamiento. Ya se ha dicho, más arriba, que cuestión implica
inteligible, pero, inteligible-aún-no-entendido. Es por eso mismo
que, habiendo cuestión, hay posibilidad de tránsito hacia lo inte­
ligible y, por consiguiente, hay también posibilidad de respuesta
inteligible. Aún-no-entendido no es sinónimo de ininteligible. Lo
primero, en efecto, significa cuestión. Lo último es una respues­
ta. Y ambos presuponen lo inteligible. Por lo tanto, ahora se pue­
de ya afirmar más claramente que, siendo lo inteligible el límite
de toda cuestión, el límite de lo inteligible es siempre lo inteli­
gible mismo.
En tercer lugar, y es esto lo que aquí interesa decirse, el
cuestionar todo lo inteligible significa que hay cuestiones y cues­
tiones, pero, hay, también y necesariamente, una cuestión límite,
sin el planteo de la cual no hay posibilidad de ninguna cuestión, es
decir, de ninguna inteligibilidad. Esta es la cuestión decisiva, la
máxima cuestión, la cuestión de lo inteligible a secas, en una pala­
bra: la cuestión del ser. Es esta cuestión, la cuestión que plantea la
metafísica. Con lo cual queda dicho, por consiguiente, que lo que
caracteriza la realidad del hombre es su posibilidad de plantear el
problema de la metafísica.
Siendo así la cosa, se puede seguramente afirmar que lo que
también distingue al hombre es su inteligencia, por medio de la
cual tiene éste la capacidad de plantear la cuestión de la meta­
física. Pero, esta cuestión del hombre, y, en este caso, la de su
inteligencia, es sólo una cuestión, importante, por cierto, entre
otras también importantes; pero, por ser sólo una de las cuestio­
nes, no es, evidentemente, la cuestión. Sin embargo, no deja ésta
cuestión de estar presupuesta, puesto que, si fuese de otra ma­
nera, no se ve cómo podría afirmarse que lo inteligiblé sea la
cuestión de la metafísica. En efecto, sólo es posible que la inteli­
gencia del hombre afirme que la cuestión de la metafísica sea lo
inteligible. Mejor dicho, sólo a la inteligencia humana le compe­
te naturalmente afirmar que lo inteligible es la cuestión de la
metafísica.
Además, no sólo se presupone la inteligencia del hombre
cuando se afirma que la cuestión de la metafísica es lo inteligible,
sino que, también, lo inteligible, cualquiera sea, presupone, en ab­
soluto, la inteligencia. Pero, con esto no se dice que la inteligencia
presupuesta sea, precisamente, la del hombre.
Lo único que se afirma ahora es que la realidad del hombre
es de tal modo que la cuestión de lo inteligible sin más no puede
ser negada por él. En efecto, para que la pudiese negar habría que,
o bien negar lo inteligible, o bien negar que lo inteligible sea la
cuestión. Pero, en ambos casos, se presupone el planteo previo de
la cuestión de lo inteligible, y, por consiguiente, también en ambos
casos, lo único que se intentaría afirmar sería algo absolutamente
ininteligible, pues, ¿desde qué ámbito de inteligibilidad se determi­
naría la ininteligibilidad?
Por consiguiente, ninguno de los dos extremos enunciados
son viables para el hombre, por ser ambos inconcebibles: ni la
negación lisa y llana de lo inteligible resulta concebible para nin­
guna inteligencia humana, ni, tampoco, la negación de la cuestión
de lo inteligible, inteligible. En ambos intentos desaparecería, sin
duda, la metafísica; en el primero, porque se destruiría su ámbito,
es decir, lo inteligible; y, en el segundo, porque ya no habría cabi­
da para el planteo de la cuestión de lo inteligible.
Necesariamente se ha de volver a afirmar nuevamente que
sólo el ámbito de lo inteligible sustenta toda posibilidad de cues-
tionamiento y de respuesta.
Siendo, por lo tanto, la cuestión de la metafísica lo inteli­
gible, resulta lógico afirmar que la cuestión propia de la metafísica
consista en averiguar qué inteligible sea su cuestión. Lo que, evi­
dentemente, presupone que se conozca ya qué inteligencia está en
juego, es decir, qué inteligencia pueda plantearse la cuestión de lo
inteligible como tal.
Nosotros, y esto es ya una afirmación, no conocemos otra
que la inteligencia del hombre, de tal manera, que nos vemos
obligados a afirmar que lo propio del hombre, la ciencia eminente­
mente humana, es, sin ninguna duda posible, la metafísica. La
verdadera categoría humana se encuentra en la misma posibilidad
dada al hombre de plantear la cuestión de la metafísica. Mejor di­
cho aún, la verdadera posición humana consiste en tener entre sus
manos, ineludiblemente, esta cuestión de la metafísica. De allí que,
al no haber metafísica, como es el caso en cualquiera de los dos
sentidos enunciados más arriba, debamos inexorablemente salimos
de lo humano.
Por supuesto que, de hecho, el hombre podría, encogiéndose
de hombre; exclamar: ¿y, si desapareciese la metafísica, qué? Pero,
este mismo hombre, con los mismos labios de su boca abierta con
tal exclamación, no podría pretender hablar de humanismo.
Sin metafísica, no hay humanismo.
De allí, entonces, que el primer deber de un hombre que pre­
tenda ubicarse como hombre, sea, el plantearse esta cuestión de la
metafísica.

4. Es necesario precisar, aún más, el tema.


Qué sea lo inteligible, dejamos dicho anteriormente, es la
cuestión de la metafísica.
Qué relaciones exige lo inteligible es lo que necesariamente se
ha de preguntar quien plantee la cuestión de qué sea lo inteligible.
Preguntarse qué sea lo inteligible y averiguar sus relaciones
es andar buscando la médula de la verdad —la verdad redonda—
desde la cual todo, absolutamente todo, adquiere su sentido.
En efecto, desde ella se entienden: lo inteligible, las rela­
ciones de lo inteligible, y, el mismo andar del hombre en averi­
guación de lo inteligible y de sus relaciones.

5. Que la inteligencia del hombre no pueda menos que bus­


car ineludiblemente qué sea lo inteligible, resulta una evidencia.
Seguramente que el hombre puede y debe buscar la inteligibilidad
de muchas cuestiones. Así lo hace generalmente buscando el sen­
tido de aquello que se le presenta con mayor urgencia. Siempre,
además, el hombre vive en el ámbito de cuestiones graves y muy
urgentes.
Pero, no hay cuestión, por urgente que sea, que suplante, en
principio, la cuestión de la metafísica, esta cosa de lo inteligible
sin más. Porque ¿qué sentido tendría el plantearse la inteligibilidad
de todas las cuestiones que se quiera, o, se pueda, y, aún la urgen­
cia dramática de algunas de ellas, si no se conoce ya el sentido de
lo inteligible como tal y, por consiguiente, el sentido de lo verda­
deramente urgente?
Siempre se presupone el sentido de lo inteligible sin más.
El intento mismo de negar que tenga algún sentido el plante-
arse la cuestión de la metafísica, ya presupone que se tenga un sen­
tido de lo inteligible, mejor dicho, un pretendido sentido inteligible,
ya que, en este caso, lo que preténdese como tal no es nada más que
un sentido ininteligible para cualquier inteligencia humana.
Es ésta la evidente situación humana: estar siempre dentro
del ámbito de lo inteligible. Por más que quiera el hombre salirse
de él, habita siempre en él, de modo que lo único que se dice
cuando se niega lo inteligible es que se ignora qué sea lo inteligi­
ble. Ahora bien, de la ignorancia de lo inteligible no se sigue que
el hombre habite en lo ininteligible, porque no existe nada que no
sea inteligible, incluida la ignorancia misma de lo inteligible. En
efecto, es completamente inteligible lo ininteligible. ¿Cómo podría
ser de otro modo? El hombre está, de verdad, en el ámbito de lo
inteligible cuando se da cuenta de que, efectivamente, no puede ser
de otro modo.
La diferencia entre el estar siempre en el ámbito de lo inte­
ligible y el estar-siempre-de-verdad en él es lo que marca la dife­
rencia entre el estar el hombre en la cuestión de la metafísica y el
estar, este mismo hombre, en cualquier otra cuestión, cuya impor­
tancia sólo puede ser medida desde la inteligibilidad del ser.
Esta simple y sencilla observación solamente puede chocar a
una inteligencia que ha transitado siempre dentro de la inteli­
gibilidad de cuestiones, incluso las más arduas, pero, ignorando,
en definitiva, la verdad de lo inteligible.
La posibilidad de superación del estado de extrañeza produ­
cido por lo dicho no puede nunca consistir en afirmarse como ex­
traño, puesto que tal intento presupone el no ser ya un extraño, o
sea, presupone el estar ya dentro de la cuestión de lo inteligible.
No otra cosa pretenda la metafísica: Plantear la cuestión de lo in­
teligible.
El hombre ha de preguntarse: ¿Qué es lo inteligible?

6. Esta pregunta lleva necesariamente a quien se la formula a


preguntarse por las relaciones que exige lo inteligible. Pero, esto no
resulta ya tan evidente como el punto anterior. Para ello, en efecto,
se debe conocer ya qué sea lo inteligible, porque, de otra manera,
¿cómo se puede, siquiera, buscar tales relaciones? Esto, por un lado.
Pero, por otro lado, el buscar relaciones entre lo inteligible presupo­
ne ya que la inteligencia del hombre se ha encontrado con el hecho
de que hay inteligibles. Lo que, a su vez, reenvía a lo dicho ante­
riormente, e.d., se puede hablar de inteligibles, previa noticia de lo
inteligible. Pareciera todo esto una ronda de niños, y, sin embargo,
no lo es. Es, sí, un juego viviente entre lo inteligible y la inte­
ligencia del hombre. En efecto, la cuestión de la metafísica es un
juego, pero, un juego que tiene sus leyes, las leyes más rigurosas
que conozca el hombre. Las leyes, en este juego, las establece la
realidad dentro de la cual todo hombre busca su propia posición.
Aquí, sí, se puede afirmar, sin exageración, que un mínimo error de
cálculo resulta fatal para el hombre mismo. Sin el conocimiento de
las leyes lógicas no puede el hombre ingresar de verdad en el ámbi­
to de lo inteligible que sustenta toda posibilidad de cuestionamien-
to. Estas leyes, en efecto, son las leyes de la inteligencia, de lo
inteligible y de sus relaciones. Respecto de la lógica sólo esta única
observación: Las leyes lógicas no son previas al ámbito de lo inteli­
gible, i.e., al ámbito del ser. Si fuese de este modo, se pretendería
decir que lo ininteligible es la medida de lo inteligible; dicho de
otra manera, lo irracional, el criterio de lo racional. La lógica esta­
blece las leyes descubiertas por la inteligencia dentro de lo inteligi­
ble y de sus relaciones. Es esta la razón por la cual cualquier
movimiento dentro de lo inteligible, las presupone conocidas.

7. La pregunta decisiva es la siguiente: ¿Por qué, en abso­


luto, es cuestionable el ámbito de lo inteligible?
La respuesta es la respuesta a la cuestión de la metafísica.
Sobre ella ya se ha adelantado lo siguiente:
• Es cuestionable el ámbito de lo inteligible precisamente
porque se trata de un ámbito inteligible que aún no es entendido.
• Este ámbito, no siendo aún entendido, presupone, sin más,
lo inteligible.
• Que todo ello sea inteligible sólo resulta obvio para una
inteligencia. En este caso, para la inteligencia del hombre.
• Pero, también es manifiesto que esta misma inteligencia
del hombre no es lo inteligible mismo, de cualquier lado que se lo
mire. De no ser así, ¿cómo habría posibilidad de cuestionamiento
alguno de lo inteligible?
Ahora bien, las relaciones inteligibles no pueden ser ni re­
laciones, ni inteligibles, si la inteligencia del hombre no averigua
lo inteligible absoluto que permita el sentido de cualquier inteligi­
bilidad, y, por ende, de cualquier relación.
La respuesta a la pregunta decisiva dice así: se puede, en ri­
gor, afirmar que el ámbito de lo inteligible sea cuestionable porque
el hombre no es ni lo inteligible absoluto, ni, tampoco, la inteli­
gencia absoluta, pero, sí, siendo inteligente, puede lograr el senti­
do de todo lo inteligible, y, por lo tanto, de su propia inteligi­
bilidad, cuando encuentra lo inteligible absoluto que da sentido, es
decir, vuelve inteligible el mismo andar del hombre en búsqueda
de lo inteligible y sus relaciones.
Pero, esto es ya lo menos evidente de todo. Es, en efecto, no
la cuestión de la metafísica, sino, la respuesta a su pregunta, y, por
consiguiente la respuesta que encuentra el hombre sobre el sentido
de su propia existencia. Pero, es también evidente, y, como tal, no
puede ser negada, porque es la médula de la verdad, sin la cual
nada puede serle comprensivo.
Toda vez que el hombre no logra ver la verdad redonda que,
consigo, trae la metafísica, verdad que cubre, protege, ampara y
sustenta toda situación humana, ronda los límites peligrosos de la
gran pesadilla que inmoviliza inexorablemente todo andar humano:
no se puede dar un solo paso, ni adelante, ni atrás, es decir, no se
puede afirmar nada, ni siquiera que todo sea absurdo. Y, sin em­
bargo, no otra cosa se pretende decir cuando se afirma que no hay
verdad redonda. Pero, está visto que esto no lo puede jamás el
hombre afirmar sistemáticamente. Sí, puede sufrirlo, y sufrirlo en
tal extremo, que intente, incluso contra toda lógica, afirmarlo.

8. Siempre la cuestión de lo inteligible a secas es la cuestión


más urgente que un hombre puede y debe plantear. Pero, no hay si­
tuación histórica en que aparezca con mayor urgencia la necesidad
de plantearse la cuestión de la metafísica, que aquella en la que se
intenta precisamente negarla, ya que, en tal caso, detrás de semejan­
te negación sólo puede existir una voluntad irracional, es decir, la
voluntad de una inteligencia que pretende mantenerse y transitar por
lo ininteligible, cuando ya se sabe que la voluntad, para que pueda
llamarse humana, deberá ser siempre la de un ser racional.
No sólo es, entonces, urgente plantearse la cuestión, lo que
es de máxima evidencia, sino, también, buscar sus relaciones, tarea
que ya no resulta tan evidente como la anterior, y, además, encon­
trar y mantener a toda costa la respuesta, que siempre es evidente,
pero, indudablemente, la más difícil e importante de todas las cues­
tiones que el hombre pueda plantearse y resolver, pero, precisa­
mente, la única que establece verdaderamente la categoría humana.
De esta última, en definitiva, depende que el hombre vea la impor­
tancia y no se arredre, por consiguiente, delante de su dificultad;
porque difícil no quiere decir imposible. Sólo significa que se pue­
de encontrar con mucho esfuerzo.

9. Ahora bien, quien se ha enfrentado con la cuestión difícil,


porque ha planteado la cuestión de la metafísica, preguntando qué
sea la inteligibilidad del ser, cuáles, sus relaciones, y, cuál, la ver­
dad de lo inteligible y de sus relaciones, es decir, quien ha habitado
permanentemente y en verdad dentro del ámbito de lo inteligible,
merece un nombre venerable. Merece el nombre de filósofo. Sólo
un necio o un insipiente pueden despreciar lo que en sí mismo es
venerable.

10. La presente Introducción fue escrita con el título: “La


cuestión de la metafísica” y junto con el trabajo de Carlos Parajón:
“F. Nietzsche. Afirmación del devenir como imposibilidad de una
fundamentad ón crítica del conocimiento” y el de Myriam Corti:
“Heidegger y el Ser” constituyeron el homenaje que dedicamos a
Nimio de Anquín con motivo de cumplir sus ochenta años. Su
PROLOGO, muy breve, decía así: “Los tres escritos presentes
quieren testimoniar su homenaje a Nimio de Anquín. A manera de
escrito conmemorativo son reunidos bajo el título Pensar y Ser.
Con esta expresión se hace referencia a la siempre renovada cues­
tión, en la cual la perseverancia y profundidad de la obra de de
Anquín se reconocen como los mejores atributos de su ejemplari-
dad y enseñanza.” Córdoba, agosto de 1976.
Nos han parecido, en esta oportunidad, las palabras más ade­
cuadas para la presentación del presente trabajo, pues, creemos,
expresan el esfuerzo realizado por quien fuera nuestro Profesor y
Maestro en la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica de
Santa Fe, Argentina.

PENSAR Y SER

La tesis que pretenderemos desarrollar consistirá en mostrar


cómo un método en filosofía, o sea, el uso que se haga de la mis­
ma, es la causa explicativa de las consecuencias a las cuales se
arriba, i.e., de los mismos contenidos de dicha filosofía.
De Anquín puede ser catalogado como un filósofo que du­
rante mucho tiempo, y de acuerdo con su misma calificación, espe­
culó dentro de lo que él llamó una “filosofía de los cristianos”
(“Jerarquía de los bienes”, 4, in finem , 1949, transcripción de Jor­
ge Linossi), que no es lo mismo decir “filosofía cristiana”, deno­
minación que de ningún modo resultaría aceptable para de Anquín
de acuerdo con su propia posición en este problema. Pero, llámese­
la como se la llame, es la tercera escolástica, desde el papa León
XIII para acá, lo que se significa cuando se habla de este modo.
Ahora bien, ésta intentó siempre y en general establecer una rela­
ción armoniosa entre la razón de la filosofía y las afirmaciones de
la teología cristiana, siguiendo este orden preciso: acceder desde la
razón a la fe revelada no presuponiendo ninguna relación previa de
aquella con ésta. En efecto, siempre se pensó y así se dijo que los
preambula fidei constituían el presupuesto de esta misma fe, no
dándose cuenta de que si la razón natural, propia de la filosofía,
hablaba de los preambula fidei era porque la razón misma presu­
ponía necesariamente en su intento de relación con la fe, esta mis­
ma fe como punto de partida. Por consiguiente, en este problema
sólo se logra la respuesta verdaderamente adecuada si se aplica el
método consistente en, partiendo siempre de la fe, entender ésta
con la razón, i.e., con la filosofía.
Así es como de Anquín, representante típico de esta tercera
escolástica, llega a la conclusión de que el ser de la filosofía no
puede coincidir con el Dios de la revelación, conclusión correcta
dentro del método utilizado pero no, precisamente, la conclusión
verdadera. Sólo el Dios de la revelación coincide, si coincide, con
el ser de la filosofía cuando el filósofo ha partido en su especular
desde la fe en la palabra revelada de este mismo Dios, ya que cuán­
do, inversamente procede partiendo del ser de .la filosofía para in­
tentar acceder al Dios de la revelación nunca puede encontrar esa
relación. Efectivamente, tiene razón de Anquín cuando afirma que
la filosofía de los cristianos no és filosofía cristiana, pero, no por la
razón que él aduce, razón que, por su parte aduce en general toda la
tercera escolástica, sino porque en lugar de filosofía cristiana se
debe hablar de teología así como hablaron todos los teólogos me­
dievales quienes jamás supusieron que por hablar de este modo no
pudiesen filosofar sino que, contrariamente, pensaron era el mejor
modo de filosofar y no sólo el mejor modo sino el único adecuado
para un creyente pues, de esta manera, no podía ni debía arrojar por
la borda lo mejor que había el hombre elaborado con su razón: la
ciencia y la filosofía. Esta, en tal tesitura, no es jamás autónoma de
la fe sino, y precisamente y siempre, su instrumento.
Ahora bien, y en una segunda etapa, mostraremos cómo, se­
gún de Anquín, el ser no coincide con Dios y por qué razón. En
efecto, para que podamos hablar de Dios desde la razón ésta con­
cebirá a Dios de acuerdo con el modo como concibe la realidad,
i.e., el ser. Si se concibe el ser en el mejor estilo parmenídeo de
Anquín deberá necesariamente entender la relación de éste con
Dios como un obscurecimiento de la diáfana inteligibilidad de la
realidad toda: se tratará entonces no del ser sino de algo totalmente
distinto, trascendente al ente; se tratará de la creación bíblica. Esta
creación bíblica presupondrá crear de la nada.
En una tercera etapa, se intentará mostrar qué entiende de An­
quín por nada y cómo el modo de entendimiento de esta misma
nada lo reenvía nuevamente al ser, el cual, evidentemente, no pue­
de coincidir entonces con el Dios en el cual cree de Anquín y en el
cual seguirá, pese a todo, creyendo, posibilidad ésta que no será
contradictoria con lo afirmado lógicamente, ya que, para salvar su
fe, de Anquín la incluirá, no en un juicio lógico, e.d., verdadero,
sino en un juicio que él llama asuntivo, i.e., de valor o mítico.
Alrededor de este tema en estos tres jalones ha girado todo
el pensamiento de de Anquín, desde sus primeros escritos hasta
sus últimas preocupaciones. De esto se quiere hacer cargo el pre­
sente trabajo. Comenzaremos con la primera parte.

I
El M o d o d e F ilo s o f a r C ris tia n o

Que de Anquín haya usado el método de la tercera


escolástica resulta evidente con sólo consultar el orden que dispu­
so de los capítulos de su único libro publicado en España en la
Editorial Gredos; nos referimos a Ente y Ser. Perspectivas para
una filosofía del ser naci-ente. En efecto, recién en el último ca­
pítulo se dedica a la relación entre la razón y la fe: al problema
de la filosofía cristiana. En esto el método es común con la esco­
lástica: desde la filosofía se enfoca el problema de la fe; así una
vez que se han tratado todos los problemas de la filosofía, se in­
tenta considerar la posible relación de la razón con la fe, dándose,
en general, por supuesta esta relación que se considera positiva.
Pero la consideración de de Anquín es negativa resolviéndola en
dos páginas que dejan fuera de toda duda la posición del autor.
Allí en efecto dice así: “Por ello no hay más que dos posibilida­
des: la revelación exterior y la religión racional. La primera es
absolutamente externa y por allí es extraña a la razón y a todas
sus construcciones; la segunda es un aspecto de la vida de la ra­
zón, y nada más. No puede haber, pues, estrictamente hablando,
ninguna influencia religiosa en la filosofía, no puede haber una
filosofía cristiana.” p. 216.
Es bien sabido, por otra parte, que toda la escolástica es una
método que consiste en filosofar de tal modo que todo su especular,
por más autonomía que reclame respecto de la fe, es una prepara­
ción para la teología de tal manera que siempre la filosofía, según
los escolásticos, queda abierta a un horizonte que la rebasa, que la
sobrepasa, que la trasciende. Todo su esfuerzo consiste en encontrar
una filosofía abierta a la trascendencia, e.d., a la revelación. Así y
todo siempre se afirma reiterativamente que es una filosofía autó­
noma de toda influencia extraña a la razón.
De Anquín durante mucho tiempo de su especulación intentó
esta relación y esta apertura de la razón a la fe cristiana; pero, lue­
go de infructuosos esfuerzos llegó a la lógica conclusión de que
desde la filosofía no se puede acceder al Dios de la revelación
puesto que aquella se basta a sí misma no admitiendo, por consi­
guiente, ninguna realidad más allá y distinta de sí misma. Es por
esto mismo que no puede haber ninguna influencia extraña a la
razón y a todas sus construcciones.
Solamente traeremos dos citas para mostrar las vicisitudes de
esta aparente paradoja. En Génesis interna de las tres escolásticas
de Anquín había afirmado: “Yo, como laico no creo que la Esco­
lástica sea un «Robot» inventado para una guerra, sino que se trata
de una morada acogedora de la razón humana.” p. 8, año 1953;
luego, casi veinte años más tarde, en De las dos inhabitaciones en
el hombre de 1971, p. 54, diría su opinión definitiva: “El deseo del
hombre por conocer a Dios vivo nunca recibió ningún estímulo de
parte de la escolástica, que vista de afuera parece ahora un castillo
de sillares húmedos y callados, inhabitable por el hombre ambicio­
so de luz y de pensar.”
¿Cómo llegó de Anquín a semejante conclusión? Intentare­
mos mostrarlo desde distintos niveles. Que de Anquín sea el hom­
bre ambicioso de luz y de pensar no hay quien lo pueda poner en
duda, y, también, que su manera peculiar de concebir el cristia­
nismo, el tomismo y el conocimiento en general le impidieran du­
rante mucho tiempo el logro de su ambición lo demuestran estas
pocas citas de un trabajo juvenil. En Nota preliminar a una f i ­
losofía de la inteligencia fechado en Hamburgo, octubre 26 de
1928, expresa en distintos lugares lo siguiente: “El conocimiento
confuso, en cuanto conocimiento humano, es el sello peculiar de la
humanidad limitada, finita, condenada a ver en espejo: el sello de
la humanidad caída.” p. 7; “El tomismo ... es, considerado en este
sesgo, una prueba maestra de la incapacidad de la filosofía para
franquear los aledaños de la humanidad finita, condenada a ver en
espejo.” p. 20; “Los elementos racionales utilizados en este proce­
so no son más que los rastros más comprensibles para la determi­
nación del ser, indicios adecuados a la limitación de las categorías
que, como cosas humanas, están certificadas con el sello de nues­
tra pequeñez y de nuestra culpa.” p. 31, y, en la misma pág. 31 y
para que no queden dudas, agrega: “Es una dicción que desciende
en un proceso creciente de adecuación a las facultades humanas y
que se condensa en las fórmulas racionales como el grado más
accesible al ser caído, condenado a ver en espejo; pero no debemos
deducir de este hecho que la inteligencia medieval está totalmente
incluida en el racionalismo escolástico, ni que este limite sus
ambiciones a la determinación lógica y transitoria de Dios.” Esto
último lo dice porque él mismo distinguirá luego en la Edad Media
entre teoría y doctrina, dándole a aquella mayor alcance cognos­
citivo que a ésta.
Y bien, si éste es el modo de entender la historia bíblica, la
escolástica y el conocimiento en general, resulta del todo compren­
sible que su esfuerzo consista en desprenderse de esta finitud, ori­
ginada en la caída y en la culpa, que le impide ver con claridad lo
que ansiosamente desea ver: el Ser y, en este caso, también Dios.
Después de mucho trajinar llegará a la conclusión de que a Dios no
lo puede ver con claridad porque se encuentra en una distancia
infinita que resulta imposible recorrer debido a que el ser se ha
vuelto necesariamente creador de la nada. En efecto, caída y culpa
son actos de responsabilidad de una creatura frente a su Señor-
Dios creador y el ver en espejo y la ceguera, consecuencias de ta­
les actos. ¿Durante cuánto tiempo de Anquín pensó de esta mane­
ra? Oigamos sus propias palabras: “...en mis años de sueño dogmá­
tico con frecuencia me hallaba perplejo frente al gran problema del
universal y del particular” les dijo en el año 1977 a los egresados
del Colegio Nacional de Monserrat de quienes fuera profesor du­
rante un cuarto de siglo, pues “Conocer rigurosamente es conocer
por conceptos, y conocer por conceptos es ser capaz de captar lo
universal y lo particular en una síntesis viva, en que ambos aspec­
tos no se excluyan sino que se integran”, cuando en la misma Nota
preliminar a una filosofía de la inteligencia había afirmado: “Por
ello, concepto omniinclusivo es una expresión poco feliz, pues
universalidad y concretidad, es decir, abstracción y vida, se exclu­
yen dentro del concepto, si se considera éste como una finalidad
de la investigación filosófica y como el órgano por excelencia para
la investigación de la verdad”, afirmación que, por otra parte, había
sido dada en contestación a una observación hecha por él mismo
dos años antes en Un aspecto de la neoescolástica, vueva forma
del realismo inmediato donde había dicho textualmente: “El con­
cepto debe ser omniinclusivo ... luego el concepto deberá ser uni­
versal concreto o universal histórico. Universalidad y concretidad
son caracteres esenciales.” p. 27. Resulta muy clara la perplejidad
del filósofo confesada públicamente frente a sus propios ex-alum-
nos. Nosotros, de nuestra parte, confiamos en que con el correr de
lo que vayamos afirmando, lograremos aclarar estas aparentes con­
tradicciones del autor.
De cualquier modo que sea ya va apareciendo con suficiente
claridad el porqué de Anquín cierra cualquier posibilidad de rela­
ción entre filosofía y teología. Por supuesto que el problema es
mucho más complejo, pero, ya desataremos más adelante esta com­
plejidad y en base a lo que el filósofo mismo haya ido viendo y
afirmando durante el transcurso de su larga vida intelectual. Lo
iónico que nosotros, por ahora, queremos destacar es que las conse­
cuencias a las que al final arribó de Anquín ya estaban in nuce
desde el comienzo mismo de su especular, de tal modo que dedu­
cir las consecuencias resultaba cuestión de tiempo y decisión. Lo
cual significa que si alguien retoma luego el problema planteándo­
lo en los mismos términos, deberá, aunque no lo quiera ni preten­
da, arribar a las mismas conclusiones. Nosotros creemos que todos
los malentendidos que se han dado entre Nimio de Anquín y la
escolástica, dentro de la cual habitó durante mucho tiempo, se de­
ben no a una incoherencia en nuestro filósofo, sino, precisamente a
una inconsecuencia de la misma escolástica. No puede filosofar un
creyente como si la fe no existiera. Esta, en efecto, condiciona y
determina todo su modo de filosofar que se vuelve de este modo
un filosofar dentro de la fe. Ahora bien, si la filosofía de un cre­
yente pretende ella lógicamente filosofar separada de la teología
téngase por seguro que sus conclusiones, así sean verdaderas, no se
las podrá hacer coincidir con el Dios de la fe, pues esta pertenece
a otro género de conocimiento, no siendo, por lo tanto, la verdad
revelada la que se encuentra más allá del camino de la razón como
nos lo quieren hacer entender los mismos escolásticos. Así la alter­
nativa resulta del siguiente modo: o bien la fe está de entrada en la
especulación del creyente, o bien no se la encuentra más en una
relación adecuada con la razón, e.d,, con la filosofía.
Tal también la experiencia del proceso seguido por de An­
quín quien llevó hasta sus últimas consecuencias el método que se
practicaba dentro de esta misma tercera escolástica. Que luego los
escolásticos se sientan molestos con Nimio de Anquín nos resulta
comprensible, pero no nos parece lógico, como así tampoco de la
coherencia en el planteo del problema realizado por de Anquín se
sigue que sea verdad lo que dice. Pero, ya es mucho el ser cohe­
rente en el planteo y respuesta del problema, porque no hay cohe­
rencia que no ayude a clarificar la verdad, que es lo que busca
tanto el filósofo como el teólogo.
A de Anquín le produciría horror el ser catalogado como teó­
logo o filósofo cristiano, el mismo horror que le produce a cual­
quier escolástico el ser denominado teólogo, pues en tal caso, y
esto es lo que se presupone, no podría jamás ser filósofo. Nada
más y nada menos que de Anquín no sólo pretende ser filósofo,
sino que afirma que no hay ninguna relación entre la filosofía y la
teología, en lo cual demuestra realmente ser filósofo ya que, por su
parte, los escolásticos pretender ser filósofos filosofando fuera de
la fe y luego, e inconsecuentemente, intentan hacer que las conclu­
siones de la filosofía coincidan con la teología. La verdad es que
no se ve cómo pueda ser esto factible.

La cuestión de un método y la filosofía

Para ello, nada nos parece mejor que traer en este momento
a colación lo que hemos afirmado sobre “La cuestión de un méto­
do y la filosofía” en las Jomadas de Filosofía tituladas Filosofía
actual y Crisis del hombre en la Facultad de Filosofía y Humani­
dades de la Universidad Católica de Córdoba en el año 1983. En
esa oportunidad decíamos lo siguiente: “Pareciera que la cuestión
que ahora plantearemos estuviese ya resuelta, sin más ni más, y
esto de tal modo que nuestra tarea de hoy no pudiese aparecer te­
niendo otro significado que el de una franca pérdida de tiempo
frente a los gravísimos y más que urgentes problemas con los que
nos vemos todos, y todos los días, enfrentados sin posibilidad de
retardo o dilación alguna. Es muy cierta esta última impresión
que todos experimentamos, casi sin pausa. No nos hemos de dete­
ner en ella.
Nos detendremos, sí, en la segura impresión que experimen­
tamos de la importancia en esta cuestión de un método y la filoso­
fía. Nos nos referimos, evidentemente, al método de la filosofía,
sino, a uno de los métodos y la filosofía. Si la cuestión que preten­
diésemos plantear fuese la del método de la filosofía, resuelto éste,
no cabría obviamente la posibilidad de ensayar ninguna respuesta
filosófica fuera de él. Nuestra pretensión es más simple: intenta­
remos mostrar cómo la filosofía puede funcionar dentro de un cier­
to método, funcionamiento que, en absoluto, le impedirá funcionar
fuera de él. Avanzando un poco más, afirmaremos que la filosofía,
no sólo puede, sino, debe funcionar dentro del método propuesto,
lo cual reiteramos, no le quitará que pueda y deba funcionar, tam­
bién, fuera de él.
El problema es antiguo como el cristianismo; lo cual no sig­
nifica, necesariamente, su falta de actualidad ni, tampoco, de res­
ponsabilidad histórica en la actual crisis del hombre; y, en ciernes,
aún más antiguo, ya que el cristianismo no inventó la filosofía,
sino, más bien, y luego de una muy larga disputa entre criterios
distintos, la incorporó al cuerpo de su doctrina, e.d., la convirtió en
un instrumentos esclarecedor de la misma revelación. Para decirlo
de otro modo: nos sólo los entonces doctores cristianos establecie­
ron la posibilidad de filosofar dentro de la fe, sino, lo que es mu­
cho más severo, pusieron en evidencia la necesidad ineludible de
su uso como signo de la madurez de un hombre creyente.
En este problema la actitud de los medievales es distinta de
la nuestra contemporánea. Para nosotros, en efecto, que somos he­
rederos directos de los modernos, quienes establecieron la autono­
mía de la razón y de la filosofía respecto de la teología cristiana,
todo el problema se centra en no desvirtuar la filosofía, i.e., la
razón del hombre, en su contacto con la fe. ¿Qué fuerza y poder
dignos del hombre podría mantener la razón que confiesa paladi­
namente su incondicional servicio a la ciencia, no del hombre,
sino, del Dios revelado? ¿Qué libertad y honor humanos resultarían
sostenibles en la expresa declaración de esclavitud ante la autori­
dad del Dios creador y redentor?
La situación de los medievales frente a esta formulación apa­
rece exactamente como la otra cara de la moneda; ¿Cómo lograr
que la razón del hombre, creatura de Dios y miserable pecador re­
dimido por ese mismo Dios, no desdibuje aún más con atrevidas
formulaciones lógico-racionales el misterio insondable de lo que
Dios mismo dice de sí que es y de lo que él hizo, y no adelgace,
aún más, con su obrar inseguro e inestable los hilos que le aguan­
tan para que no naufrague trágicamente? ¿Cómo no desvirtuar, es
decir, restarle todo poder de salvación a la palabra revelada con la
intromisión de la razón?
Así fue como el medieval estableció una muy estrecha rela­
ción entre la fe y la filosofía a través del clásico método fides
quaerens intellectum, por medio de cuya aplicación la razón del
hombre intentó entender esa misma fé salvadora estructurando los
contenidos inteligibles revelados en una ciencia llamada con toda
seguridad teología.
No hemos de historiar el intento de reunión, ni, tampoco, el
intento de separación radical de la fe y de la razón en el Occiden­
te cristiano, pues no es esa nuestra intención. Sólo observaremos
lo siguiente: Hoy, habiendo aún fe cristiana, hay hombres que se
autodenominan teólogos, y, siendo hombres que aún usan la ra­
zón, filósofos; en todos ellos se da una característica muy peculiar
de modo tal que apenas aparecen en escena muestran el problema
que queremos plantear: Efectivamente, cuando en un mismo hom­
bre se da la fe y la razón aparece en él, con toda seguridad, un
problema aparentemente insoluble, mejor dicho, un conflicto que
pareciera no dejarle otra alternativa que ésta, o bien eliminar la fe
para seguir siendo hombre, o bien abandonar la razón para seguir
siendo creyente. jEl mismo viejo problema y el mismo viejo mal­
entendido!
Nuestra propuesta reza así: la única manera de que no sobre­
venga, necesariamente, semejante disyunción consiste en volver al
método por medio del cual se llega, también necesariamente, a la
conclusión de que, por más viejo que sea el problema, resulta
siempre de máxima actualidad su ya clásica solución.

Observaciones

Ahora sólo pondremos algunas observaciones a consideración.


1. Hoy ya resulta obvio que al ámbito de la fe no se puede
acceder filosofando. No es la razón del hombre el funda-
mentó de la fe en un creyente, sino, y como lo ha sido
siempre, es Dios mismo quien se autorrevela y participa
por medio de la fe su Verdad salvadora al hombre.
2. Si las vías de acceso a la fe no son construidas por la
razón del hombre, tampoco pueden ser obstruidas estas
vías por la razón humana.
Todas las afirmaciones de la filosofía jamás logran al­
canzar una sola verdad de la fe y ninguna afirmación de
la filosofía puede negar, ni siquiera poner en duda, ya sea
real o metódicamente, todas las afirmaciones de la fe. Es
decir, la filosofía no puede, de manera alguna, absorber a
la teología, ni, por ello, negar la teología.
3. La filosofía funciona y se estructura como ciencia de
acuerdo con sus propios principios, que por ser propios
de la actividad del hombre funcionan siempre en él, sea
creyente o no creyente. La filosofía, en efecto, no es nun­
ca una doctrina de salvación, e.d., una religión y, menos
aún, la religión revelada cristiana.
4. La teología no es una ciencia que esté más allá del cono­
cimiento alcanzado por el filósofo. En efecto, la teología
no es una trans-filosofía ni una trans-metafísica. La teolo­
gía es una doctrina Sagrada, es decir, su clave de bóveda
es Dios y su instrumento, la filosofía.
5. Toda teología cristiana, en efecto, siempre utiliza los co­
nocimientos logrados por el admirable esfuerzo del hom­
bre, especialmente los conocimientos filosóficos, para
dilucidar y esclarecer el camino de salvación que Dios ha
puesto a disposición del hombre.
6. Toda la cuestión se le plantea únicamente y siempre al
teólogo, es decir, al hombre creyente, y, no, al filósofo no
creyente. ¿Qué problema, en efecto, puede ser para un
hombre que no entiende de qué se le habla cuando se
menciona la fe, la relación entre esa misma fe y la filoso­
fía? Por cierto, ninguno.
7. La única manera, humana y digna del hombre, de plan­
tear al filósofo esta cuestión consiste en filosofar con él
en el mismo ámbito por él establecido cuando filosofa,
discutiendo todas las cuestiones que la misma filosofía
intenta plantear y resolver.
8. La peor manera de filosofar, para un creyente, es su pre­
tensión de filosofar como un filósofo no creyente, es de­
cir, pretender filosofar fuera de la fe. Resulta obvio, en
efecto, que para la fe cristiana no puede haber nada fuera
de la fe, menos que menos, la razón humana y su tarea
principal, la filosofía.
9. Todos los filósofos cristianos, defensores de su filosofía
autónoma de la revelación en el sentido de que la razón no
tiene nada que ver con la fe, lo único que ponen de ma­
nifiesto es que han perdido la vieja noción de teología es­
tructurada de acuerdo al método medieval Fides quaerens
intellectum, porque filosofar fuera de la fe no es lo propio
de un filósofo creyente, sino, precisamente de un filósofo
que nunca ha creído o ha dejado ya de creer en la reve­
lación.
10. De lo cual no se deduce que el creyente no pueda filoso­
far. Sólo se dice que el filósofo creyente puede y debe
filosofar dentro de la fe, precisamente para intentar avan­
zar ininterrumpidamente en el esclarecimiento de esa
misma fe.
11. Filosofar dentro de la fe de acuerdo con lo dicho es lo
que se denomina filosofía cristiana, eufemismo que no
puede de ninguna manera suplantar la clásica denomina­
ción: teología cristiana o doctrina sagrada.
12. Ahora bien, la situación contemporánea ha colocado al
hombre creyente filósofo en tal incomodidad que el hecho
de atreverse a decir públicamente que la tarea por él re­
alizada es teología lo descalifica inmediatamente como
filósofo, e.d., como un hombre que ha logrado su adultez
en la proporción de su decisión de usar la razón fuera de
toda fe.

Malentendido
Es aquí donde nos encontramos con un malentendido. No
pretenderemos desatar todos los nudos del problema, sino indicar
solamente por dónde va el hilo de su madeja para así no realizar
un esfuerzo que nos dé por resultado lo contrario de lo que se
quisiera lograr.
Es un lugar común que se diga lo siguiente: la filosofía no
es teología y, por supuesto, la teología no es filosofía. Con sólo
dos aclaraciones a esta afirmación se pondrá al desnudo el
malentendido.

PRIMERA ACLARACION.

En primer lugar, resulta obvio que la realidad de un hombre


no es la misma que la realidad de un tronco, aunque todavía siga
hoy resonando la palabra de Erasmo frente a ineptos doctores de la
Sorbona: **truncus verius quam homo”. Dicho de otro modo, la
esencia, la esencia humana y la vegetal, no es la misma, o, si se
quiere decir así, la esencia vegetal no constituye la esencia humana.
En este caso estamos hablando de cosas reales, que existen, y que,
por consiguiente, o bien son lo uno, o bien son lo otro, sin poder
ser ninguna de las dos la misma cosa, a la vez, en la realidad.
En segundo término, también es obvio que cuando se dice
filosofía, ésta no es teología, y, cuando se habla de teología, ésta no
es filosofía. La filosofía, en efecto, puede ser y es generalmente su­
jeto de definición: La filosofía es tal o cual, etc. Del mismo modo,
también la teología es objeto de definición: La teología es tal por
cual, etc. Es decir, tanto la teología como la filosofía son sujetos
lógicos de predicación en tanto se pueda predicar de ellos las dife­
rencias. Pero, y aquí se encuentra uno de los nudos de los que ha­
blábamos antes, no todo sujeto lógico es necesariamente un sujeto
real. Tanto la filosofía como la teología son nociones abstractas de
un acto o acción concreta, filosofar, en el primer caso y teologizar
en el segundo caso. De algún modo entendemos el verbo filosofar a
través de lo que concebimos abstractamente como filosofía, y, tam­
bién nos resulta más fácil entender la acción de teologizar cuando
logramos apresarla en una definición abstracta, teología. Un ejem­
plo más común clarificará lo que intentamos señalar; carrera es la
explicación o definición o descripción de una acción concreta, co­
rrer; carrera es la definición abstracta de lo que es la acción concre­
ta de correr. Ahora bien, la relación de carrera a correr, de filosofía
a filosofar o de teología a teologizar no es la misma que la de esen­
cia a ser (S. T omás , S.Th. I, 5 4 , 1, ad 2).
Toda esencia es siempre un sujeto que es real. En el caso del
que hablábamos anteriormente, la esencia real del hombre es dis­
tinta de toda otra esencia real que no sea, precisamente, hombre.
El sujeto lógico carrera no es real; lo que es real es el sujeto
que corre.
El sujeto lógico filosofía —supongamos su definición, cual­
quiera sea ella— no es real; lo que es real es el sujeto que filosofa.
El sujeto lógico teología —supongamos, también, su defini­
ción, cualquiera sea— no es real; lo que el real es el sujeto que
teologiza.
Y, aunque carrera —i.e., correr— no sea lo mismo que filo­
sofía —i.e., filosofar— o teología —i.e., teologizar— no se ve
cómo un mismo sujeto, en este caso el hombre, cualquiera fuere,
no pueda real y verdaderamente correr, filosofar y teologizar; o,
teologizar, filosofar y correr; o, filosofar, teologizar y correr, e,
incluso, al mismo tiempo. Se puede en efecto, correr y filosofar, o
también teologizar y correr. ¿Se recuerda que los peripatéticos fue­
ron llamados así porque filosofaban caminando o, porque camina­
ban filosofando?
Conclusión: Ni correr, ni filosofar, ni teologizar son la esencia
real del hombre, sino, sólo actos realizados por éste. Por consiguien­
te, del mismo modo que un hombre puede ser corredor, también lo es
el que pueda ser filósofo y, también, ¿por qué no?, teólogo; o ser
teólogo-filósofo; en realidad, como ya señaláramos anteriormente,
no podría ser teólogo si no filosofase, del mismo modo que puede ser
filósofo sin teologizar, e.d., ser filósofo sin ser teólogo; pero este fi­
lósofo que no es teólogo mal filósofo será si no entiende —y es lo
común— que pueda haber un filósofo que teologice o un teólogo que
filosofe. Filosofantes llamábanles los medievales; filósofos, cristia­
nos les llamamos en la actualidad, pero el término que dice cón exac­
titud lo que son es el término clásico teólogos.
Es muy claro, por otra parte, que todo lo que estamos di­
ciendo presupone una mayor complejidad de la peculiar manera de
entender la fe, Dios, la realidad, el hombre, la esencia, el ser, el
conocimiento, la teología, la filosofía, la lógica, el lenguaje, etc.;
por lo tanto, puede haber y hay, por supuesto, otras maneras de
entender todas estas cuestiones que llevan, consecuentemente, a
conclusiones distintas de las nuestras. Precisamente aquí se aclara,
también, lo que afirmamos en el parágr. 5: Toda teología cristiana
utiliza siempre una filosofía; de lo que podemos deducir una con­
clusión aparentemente extraña: El problema de la teología siempre
lo dilucida la razón, i.e., la filosofía; una filosofía, en efecto, que
funciona como instrumento, como esclava, de la teología. El centro
de la discusión es siempre qué filosofía sea o no sea la más ade­
cuada como instrumento de la fe, e.d., de la teología, problema que
sólo la razón puede plantear y resolver.
Mientras haya teología, tendrá que haber necesariamente filo­
sofía. El filósofo puede estar seguro de que mientras el hombre
tenga fe en la revelación cristiana habrá seguramente filosofía. Lo
que no quiere decir, en absoluto, que no haya filosofía fuera de la
fe. El cristianismo no inventó la filosofía y, cuando la encontró, no
sólo no la rechazó, sino, la exigió para constituir el ámbito de la
teología. Hoy la filosofía funciona, en general, fuera de la fe. No
ha de ser la fe la que la niegue sino, al revés, será nuevamente una
cuidadosa discusión filosófica dentro de la fe la que nos dirá qué
puede y qué no puede la razón del hombre creyente instrumentali-
zar para entender lo que ya cree.
Pero, nos hemos excedido en las conclusiones, ya que la
única conclusión a la que podemos arribar en esta primera aclara­
ción es la siguiente: Lo que existe realmente es siempre el hombre
concreto que, si no cree, puede filosofar y si es creyente puede
también filosofar. Demos ahora un paso más.

SEGUNDA ACLARACIÓN.

En lo que hemos dicho hasta ahora en la primera aclaración


hemos supuesto, con toda intención, que tanto la filosofía como la
teología revelada están en un mismo plano de conocimiento, i.e.,
el conocimiento humano. Decimos con todas las letras “supuesto”.
¿Qué implica esta suposición? Exactamente todo lo que los viejos
doctores medievales se temían: El esfuerzo realizado por el hombre
para reducir el conocimiento que da la fe al conocimiento que lo­
gra la razón humana a través de la filosofía. Pero, tal intento no es
posible, dijeron; y, con toda razón, porque tal intento presupone fi­
losofar fuera de la fe, lo cual no es, de ningún modo, posible para
un hombre creyente en la Palabra revelada, i.e., encamada. En
efecto, la teología revelada es la ciencia del Dios-que-habla. La
filosofía, i.e., la metafísica, también llamada ya por Platón y por
Aristóteles teología, no es la palabra de ningún dios sino, del hom-
bre-que-habla. La Palabra de Dios es camino de salvación para el
hombre. La palabra del hombre es sólo palabra humana, y ésta
nunca puede absorber el ámbito de la Palabra divina, reduciéndola
a su mismo nivel; pero, sí puede, y debe, estar al servicio de ella,
y, lo cual supone, decisivamente, que ya el hombre cree en ella al
filosofar dentro de ella.
“Cuando, en efecto, se supone que la fe y la razón pertene­
cen a un mismo ámbito de conocimiento, como si fuesen dos espe­
cies dentro de un mismo género, ineludible resulta el concluir que
la Teología, en cuanto tal, deba excluir la Filosofía e, inversa­
mente, la Filosofía, excluir, también, la Teología.
En semejante formulación, y, consecuentemente, la situación
de un teólogo es la de no poder filosofar, y, también, la situación
de un filósofo es la de no poder hacer ninguna referencia a lo que,
como creyente, cree.
Este supuesto es hoy lo más común y habitual.” (Cf. nuestro
trabajo: “ Fides quaerens intellectumi Coordenadas antropológico-
metafísicas” presentado en el Primer Congreso mundial de Filoso­
fía Cristiana y publicado en La Filosofía del cristiano, hoy,
U.N.C., Córdoba, 1981, T. III, p. 1129).
Por lo tanto, nuestra conclusión de la segunda aclaración es
la siguiente: Un supuesto equivocado, por más común y habitual
que sea, no es, de ningún modo, una razón. Este supuesto, en efec­
to, equivoca el camino de relación entre la fe y la razón, entre la
teología revelada y la filosofía, puesto que el camino adecuado es
siempre el que se expresa a través del método fides quaerens inte-
llectum, método que dice con toda exactitud y verdad que la filo­
sofía se vuelve instrumento para entender la revelación.
El hombre, ahora, no sólo cree sino, también, intenta enten­
der con su razón lo que ya cree.
Hemos visto, por lo tanto, que este método es el adecuado,
en el sentido de posible, porque, ni en la situación concreta de un
hombre real es correcto afirmar que no pueda éste filosofar siendo
creyente y teologizar siendo filósofo, ni en el ámbito abstracto re­
sulta, tampoco, correcto afirmar que ambas, la teología y la filoso­
fía, estén en un mismo nivel de conocimiento. De este modo,
usando de la filosofía, es como la teología se estructura como cien­
cia, pero, sin dejar de ser lo que siempre ha sido de entrada: Cien­
cia Sagrada, doctrina sagrada, i.e., ciencia y doctrina de lo que
Dios habla.
Filosóficamente hablando no se puede afirmar que la filosofía
no pueda ser servidora de la teología. Pero, nosotros hemos afirma­
do aún más. Ya lo hemos dicho anteriormente varias veces, y de
hecho, siempre sucede así (parágr. 5): Toda teología cristiana utili­
za siempre una filosofía, pues toda teología debe usar siempre la fi­
losofía. Una fe que no use la razón para entender lo creído corre el
riesgo de permanecer infantil. Pero ésta es ya otra cuestión, la de
poner en evidencia el núcleo del método medieval, que por ser pre­
cisamente el de un camino a andar sólo puede acceder a él aquel
que lo haya transitado, i.e., su experto, lo que nosotros llamamos un
baquiano de la fe y de la filosofía. Nada diremos de esta cuestión,
ya que lo único que nos interesó ha sido desatar algunos nudos que
impiden ver cuál sea la vía de acceso a la verdad, lo que no es, evi­
dentemente, hablar de la verdad (Cf. nuestro trabajo: Fides quae-
rens intellectum y la cuestión de la metafísica en san Anselmo de
Canterbury, Acta Scientifica n. 17, U.C.C., Córdoba, 1982).

CONSECUENCIA

Queremos ahora, en el poco tiempo que nos queda, señalar


una consecuencia de todo lo que hemos dicho, pero, frente a un
problema que, para nosotros los argentinos cristianos, se ha vuelto
ya casi dramático, sin pretensiones de incursionar en lo inme­
diatamente histórico para no herir la posición de nadie. Nos re­
ferimos al problema de la relación entre la fe y la política, problema
que siempre aparece en las largas disputas sobre la vieja noción me­
dieval Christianitas (S. Anselmo, O 10, 188), cristiandad.

Observaciones

Aquí también sólo propondremos algunas observaciones a


consideración.
1. El problema de la relación entre la fe y la política es el mis­
mo que el de la relación entre la teología y la filosofía.
2. Por consiguiente, aquí son numerosos los malentendidos,
pero, básicamente, son los mismos que se dan entre la fe
y la razón, bien sea en el hombre concreto como en el
planteo teórico.
3. Pero, como los problemas políticos aparecen, en general,
como urticantes y siempre urgentes, y cada día más san­
grientos, es por lo que se corre más fácilmente el riesgo
de equivocar el camino de su solución adecuada.
4. El planteo y la solución de este arduo problema depende
de los filósofos creyentes cristianos, i.e., de los teólogos.
No depende, por consiguiente, ni de los no creyentes, ni,
tampoco, de los creyentes de otras religiones, cualesquie­
ra sean.
5. Un hombre creyente cristiano puede y debe plantear y re­
solver esta cuestión.
6. El peor método que puede aplicar un hombre creyente
para resolver el problema de la relación entre la teología
y la política consiste en pretender que esta última, su fi­
losofía, sea autónoma de la teología.
7. Pero, y aquí aparece con toda claridad el malentendido
que se da hoy, de manera casi inevitable, sobre estas
cuestiones: La fe y su ciencia, la teología, no es, en abso­
luto, ni nacional, ni, tampoco, internacional en el sentido
político del término.

Católico, en efecto, no significa internacional, ni, conse­


cuentemente, negación de lo nacional. No es el cristianismo afir­
mación o negación de lo político, sea este nacional o internacional,
por la sencilla razón de que la Iglesia no es una trans-nacional, ni
una inter-nacional, ni un estado nacional. Las organizaciones polí­
ticas, estructuradas o no jurídicamente, internacionales o naciona­
les son obra del esfuerzo humano, i.e., intentos de relación humana
estructurados por los hombres. Mientras que la organización cris­
tiana llamada Iglesia es una estructura de salvación constituida por
los hombres creyentes en base a su clave de bóveda, Jesucristo, el
Salvador de todos los hombres.
Por consiguiente, ser un hombre, creyente o no, significa
obviamente pertenecer en cuanto tal a u n ámbito político. Sólo
que, en el caso de un hombre creyente, éste pertenece siempre,
sin que podamos decir también, a un ámbito que no es político,
sino, religioso. La religión, por lo menos la religión católica, no
sólo le posibilita el vivir en una comunidad política, como lo
hace cualquier hombre, sino le indica la necesidad, ineludible, de
responsabilizarse de los asuntos políticos humanos, sea que se
trate de su elaboración teórica como, asimismo, de su realización
histórica.
Queremos significar lo siguiente: Un hombre cristiano puede
y debe decidir, según un criterio político, ser de derecha, de centro
o de izquierda; pero, lo que no puede jam ás pretender es, precisa­
mente, que semejante decisión sea identificable con el cristianis­
mo, ya que éste, en cuanto tal no es, ni jamás lo será, ni de
derecha, ni de centro, ni de izquierda, nacional o internacional, lo
cual, lamento sinceramente tener que decirlo, parecen saberlo me­
jor los hombres no creyentes que los mismos cristianos, y esto por
la sencilla razón de que no teniendo ya la cuestión que le plantea
al hombre el cristianismo sus decisiones no tienen, en absoluto,
que preocuparse por el supuesto Dios de los cristianos.
Es siempre la razón humana príncipe y juez de todo lo que
hay en el hombre (S. A nselmo, I, 10, 1-2), incluida, por supuesto,
la fe. Nada más —y nada menos— que en la propuesta de nuestro
método, la razón funciona siempre dentro de la fe, de modo tal que
es a ella, a la razón, a la que le compete dilucidar qué política sea,
o no sea, más concorde con la misma fe.
Ahora bien, cuál sea la situación de los organismos políticos
actuales en relación con la fe cristiana es otra cuestión, sobre la cual
no tenemos ninguna dificultad en expresar nuestra opinión. Así
como el cristianismo no inventó la política, i.e., se encontró con
ella, así hoy la situación contemporánea ha colocado al hombre cre­
yente en tal incomodidad que cuando éste formula públicamente lo
que acabo de señalar es acusado inmediatamente de in-sano o de
solapado enemigo de la obra humana política. La política contem­
poránea, en efecto, se caracteriza porque no sólo de hecho no tiene
nada que ver con la fe, sino, porque no quiere —decididamente—
tener nada que ver con la fe cristiana.
Como conclusión, nos parece que si los cristianos plantea­
sen y entendiesen adecuadamente el problema de acuerdo con
todo lo que hemos dicho, tal vez, algún día que nos parece bas­
tante lejano, podrán comenzar a hablar de política cristiana, y, tal
vez, algún día vivir dentro de una estructura política que posi­
bilite el desenvolvimiento de su vida cristiana. Mientras tanto, es
bueno tener presente que “De las dos posibles clases de tontera,
hay una que es peligrosa y la otra no. La tontera del tonto es
anodina, pero la tontera de los inteligentes es la cosa más peli­
grosa del mundo. Una de estas últimas formas consiste en expli­
carlo todo con argumentos que parecen excelentes, que son muy
buenos, que se tienen muy erguidos, sólo que están fuera de la
cuestión” (M allea). La cuestión que hoy planteamos es res­
ponsabilidad de sólo los creyentes, que teniendo una fe verda­
dera, i.e., una fe viva, estructuren lo que se debe estructurar —y
es ésta nuestra observación más importante— para conservar “la
semilla en su carozo y el carozo en su tierra y esta tierra en su
invierno” como lo profirió ya — ¡con qué caracterizada lucidez! —
el más grande poeta cristiano argentino del siglo XX”, Nos refe­
ríamos en esa circunstancia, sin duda, a Leopoldo Marechaí,
quien en su Heptatnerón, nos da este consejo coincidente, por
otra parte, con el que con una significación totalmente distinta,
nos dio Nimio de Anquín en “La Argentina en el nuevo eón del
mundo” de Escritos políticos, Instituto “Leopoldo Lugones”, San­
ta Fe - Argentina, consejo este último que resulta de una clarivi­
dencia elocuente dentro del pensar deanquinatense.
Filosofía vs. Teología

Luego de este largo paréntesis, volvamos nuevamente a de


Anquín quien no sólo separa la filosofía de la teología, como lo
haría cualquier escolástico, sino considera que la filosofía es elimi­
nada en nombre de la teología. “El cristianismo, dice en Las dos
inhabitaciones en el hombre, eliminó a la filosofía, que solamente
servía para la inmanencia” p. 41. En otras palabras, toda trascen­
dencia es eliminatoria de la filosofía. Ya tendremos oportunidad de
ver más adelante las razones de semejantes afirmaciones.
De todas maneras nos resulta ya claro que no sólo hay separa­
ción entre filosofía y teología sino una eliminación que deberá ser
mutua. En este momento de nuestro desarrollo no interesan las ra­
zones por las cuales se produce esta exclusión. Nos referimos a te­
mas tales como inmanencia-trascendencia; Ser-Dios; ente-creatura;
participación-analogía; etc.; sino que el alcance de nuestra afirma­
ción es el siguiente: La exclusión entre filosofía y teología debía
darse de cualquier modo, cualesquiera fuesen las razones que el fi­
lósofo adujese para ello puesto que el problema era enfrentado me­
todológicamente desde la filosofía y no desde la teología, como
debiera ser para lograr una resolución favorable a su relación. Es así
como al no poder encontrar la posibilidad de relación el filósofo de­
bía dar razones que supuestamente explicasen esa misma falta de
relación. Pero, estas razones eran precisamente la consecuencia de
la falta de relación y no las causas reales y verdaderas de esa mis­
ma falta de relación. Ese es, pretendemos, el alcance de nuestra
afirmación. Del mismo modo que quien establece la relación entre
teología y filosofía busca y encuentra luego razones que justifiquen
tal relación, así, quien no puede encontrar la relación entre la fi­
losofía y la teología busca y encuentra razones que justifiquen esa
falta de relación. En absoluto quiere esto decir que las razones no lo
sean en ambos casos. Los dos, tanto el teólogo como el filósofo
pretenden que lo sean, y toda la cuestión consiste en este caso en
saber si son o no son razones verdaderas.
Pero, este intento de averiguar si las razones lo son es un
problema distinto y posterior a lo que nosotros queremos mostrar
en este momento, y en cualquier caso. En efecto, cualquier intento
de relación entre la filosofía y la teología, como ya lo hemos dicho
anteriormente, presupone que la filosofía está ya dentro de la teo­
logía; dicho de una manera más simple; todo intento de relación
entre la razón del hombre y la fe cristiana de este mismo hombres
presupone siempre que el hombre crea primero en lo que cree y
recién luego intente con su razón entender lo creído. ¿Qué otra
cosa hacen el teólogo y la teología? Por consiguiente, la filosofía
aparece de entrada instalada dentro de la teología y esto de tal
modo que cuando aquella pretende funcionar fuera de ésta, no pue­
de jamás encontrar un nexo con ella. Y cuando esto sucede es este
método el que lleva luego al filósofo que ve una y otra vez la
imposibilidad de la relación a buscar razones que expliquen esa
misma falta de relación. Esta cuestión resulta tan acuciante que se
vuelve una preocupación en Nimio de Anquín. Casi podríamos
afirmar que a medida que pasa el tiempo se lo ve más y más pre­
ocupado. ¿Por qué? Evidentemente porque el filósofo no quiere
perder su fe. La razón, en efecto, es imposible que la pierda mien­
tras siga siendo hombre y filósofo; pero la fe sí la puede perder sin
dejar por ello de ser hombre; de Anquín siempre sostuvo que el
cristianismo era un accidente en la naturaleza humana. Circunstan­
cia que muestra directamente el asunto más importante que poda­
mos señalar hasta el momento y que es el siguiente: si el hombre
no pueda lograr una relación, así fuese la mínima, con lo que cree
por su fe cristiana y así y todo mantiene personalmente esa misma
fe contra toda razón y contra todas las razones que la razón en­
cuentra de esa falta de relación es porque la fe no es cosa humana,
sino cosa de Dios. Y así es nomás. La fe es una cuestión divina
que sólo puede ser admitida por el hombre si Dios le da la
posibilidad de acceder a ella. No hay otra explicación al hecho de
que un hombre se vuelva creyente en la palabra de Dios. Todas las
razones del mundo de la filosofía no rozan, siquiera, una sola afir­
mación de fe, no porque la fe no tenga nada que ver con ella, que
sí tiene que ver y mucho, sino porque la fe pertenece a otra dimen­
sión que la humana; es, en efecto, de origen divino. Como no se
cansó de repetirlo de Anquín expresándolo de un modo lógico,
para hablar de la fe debemos hacer un cambio de género, del cono­
cimiento humano debemos trasladamos al conocimiento divino, no
en el sentido del conocimiento que el hombre pueda tener de ello,
sino en el sentido del conocimiento divino que Dios posee de Sí
mismo, conocimiento que es el origen del conocimiento que por
medio de la fe el hombre puede tener de Dios. Y no en vano recor­
daba siempre las palabras de San Pablo, 2 Cor. V, 17: “las cosas
viejas pasaron, he aquí se han hecho todas nuevas” (De las dos
inhabitaciones en el hombre, p. 42). Demasiado duramente han de
sonar estas palabras en un oído acostumbrado a los razonamientos
de la filosofía. La fe, en efecto, es cosa de Dios; la razón, por su
parte, cosa humana. Al respecto nuestra tesis dice lo siguiente:
Cómo la razón de un hombre pueda aparecer contradiciendo un
contenido de la fe cristiana es una cuestión no de una razón inteli­
gible verdadera, sino principalmente de una equivocación de méto­
do en el tratamiento de estos dos términos, la fe y la razón. Desde
la razón sola no puede solucionarse el problema, sino desde una fe
que utiliza la razón. De lo cual se deduce que cualquier acerca­
miento entre la razón y la fe, habiendo previamente equivocado el
método, es un seudoacercamiento, cosa que quien no cree percibe
inmediatamente; lo que no acontece tan fácilmente con quien cre­
yendo pretende filosofar como si su razón no tuviese nada que ver
con su fe. Sus denominadas aperturas a la revelación desde la filo­
sofía son seudoaperturas. En efecto, que el hombre abra su razón a
las verdades de la fe sólo es posible para quien sea ya creyente de
esta misma verdad revelada. A nosotros nos resulta del todo asom­
broso el hecho de que tengamos que decir esto. Sin embargo, no
nos asombra tanto cuando logramos ver con alguna claridad el mal
planteo metódico del problema. Se filosofa diciéndose y diciéndo-
nos continuamente que las razones filosóficas nada tienen que ver
con las verdades reveladas y luego, ya en el final de la investiga­
ción filosófica, se dice y se nos dice que la filosofía conduce a la
verdad de salvación que nos brinda la fe, sistematizada en una teo­
logía. Semejante actitud resulta ilógica de cualquier lado que se la
mire, ya sea del lado de la razón como del de la fe. De ésta porque
semejante método presupone poner la fe divina en el mismo nivel
que la razón humana, diluyendo, por lo tanto, la substancia viva de
la fe y de aquella porque significa hacer afirmaciones que a todas
luces van más allá del alcance de la misma razón.
Tal modo de ver las cosas es confirmado tanto por el teólogo
que filosofa, como por el filósofo que no cree, por la sencilla razón
de que quien cree filosofa aunque en un orden distinto de quien no
cree, que también filosofa. Evidentemente que estamos hablando
desde un punto de vista metódico sin que pretendamos por ello afir­
mar que uno filosofe y el otro no. Ambos, en efecto, filosofan;
pero, uno dentro de la fe y el otro fuera de ella. Por lo tanto, se ten­
ga o no se tenga fe, por más duros que suenen en nuestros oídos
ciertos términos, lo que se debe hacer siempre es usar la razón; de
este modo cuando veamos un filósofo manteniendo su fe contra
viento y marea entenderemos claramente la razón de ello; nos dare­
mos cuenta, en efecto, de que la fe la da Dios al hombre, sea o no
sea filósofo, y, si en el caso de éste último su razón no coincide con
su fe, se deberá sin duda al método equivocado en el uso de la ra­
zón puesto que si se intenta una relación de ésta con la fe, siempre
se deberá hacerlo dentro de la misma fe, y, nunca, fuera de ella.
Tal el caso, creemos, de Nimio de Anquín, quien desde que
comenzó a filosofar dio vueltas alrededor del problema entre la fi­
losofía y la teología. Más adelante tendremos oportunidad de ana­
lizar algunas de las razones que adujo para separarlas. Por ahora
sólo enunciaremos una afirmación que se repite reiterativamente en
todas las exposiciones que hizo el filósofo: que la creación de la
nada no tiene en absoluto algo que ver con la filosofía. Pero esto
lo desarrollaremos bien entre la segunda y tercera parte, discutien­
do si es o no es verdadera esta misma afirmación.
Lo que siempre nos ha causado asombro ha sido el ver al
filósofo negando por un lado la posibilidad de acceso racional a
Dios y afirmando por otro verdades reveladas por este mismo
Dios. La insistencia del filósofo en plantear de esta manera el pro­
blema y la persistencia de nuestro asombro nos llevó a pensar en el
problema de la relación entre la fe y la razón, y hemos llegado,
luego de analizado y consultado el problema con san Anselmo de
Canterbury, a la misma conclusión que de Anquín, pero por razo­
nes distintas. “Uso el término «Escolástica» en un sentido lato, en
cuanto es aplicable a todas las escuelas católicas o a la «Escuela
católica», para emplear un universal que comprehenda tanto a to­
mistas, como a escotistas o a suarecianos... La «escuela» a que no­
sotros nos referimos es, pues, la de filósofos de fe católica en toda
su latitud.” (Génesis interna de las tres escolásticas, p. 3).
Que de Anquín manejara de punta a cabo toda la literatura
de la tercera escolástica de fines del siglo pasado y de todo el co­
rriente siglo da testimonio este escrito recién citado. Precisamente,
y es una afirmación nuestra, el haber entrado a la primera escolás­
tica, la medieval, a través de la segunda y tercera escolástica, nos
parece que ha sido la causa de que de Anquín no pudiese de entra­
da comprender el modo de filosofar de aquella. Evidentemente'
que, como dice y ya lo hemos citado, no puede haber filosofía
cristiana, porque la filosofía cristiana es un nombre desafortunado
que se aplicó a la escolástica cuando ésta perdió su verdadero
nombre: teología. De Anquín dice que la filosofía cristiana o la
escolástica es teología; es teo-filosofía como gusta denominarla
(uLas cuatro instancias filosóficas del hombre actual” ARKHÉ, ju ­
nio 1965, Cba., p. 5). Pero con ello quiere decir que no puede ser
filosofía. Por otra parte, los escolásticos, y durante mucho tiempo
el mismo de Anquín, dijeron que la escolástica era filosofía y no,
teología. ¿Cómo entender este aparente cambio de posición? Sin
embargo resulta coherente, ya que si en primera instancia se ha
afirmado que la filosofía no puede ser teología, y luego, en una
segunda instancia se afirma que es teología, deberá afirmarse con-
sedientemente que no puede ser filosofía. Esto sucede así porque
metódicamente se ha separado la filosofía de la teología. La ver­
dad de la cuestión es que la escolástica es teología, pero, también
es filosofía. Dicho con más precisión: es un modo de filosofar
propio de un teólogo consistente en usar la razón dentro de la fe.
Como ya lo hemos señalado no aparece ninguna contradicción en
esa manera de proceder.
De Anquín no sólo separó la filosofía de la teología sino que
hizo más; hizo que aquella no pudiese ni desde dentro ni desde
fuera coincidir con la revelación, pues todo el esfuerzo realizado a
través de la participación no puede impedir que se borre la analo­
gía, como tendremos más adelante posibilidad de analizar, porque
por más que la analogía implique relación ¿qué relación puede
darse entre dos términos que están infinitamente separados? De
Anquín contesta que ninguna aunque siempre agrega que debe ha­
ber alguna relación; pero, evidentemente el modo según el cual
entiende de Anquín la cuestión impide de derecho tal relación; en
efecto, si no hay ya más equivocidad, habrá sólo univocidad, des­
apareciendo entonces la analogía y quedando sólo la participación
en el Ser, e.d., con el todo. Con toda intención hemos sido ambi­
guos en la expresión de la relación, pues quisimos manifestar la
misma ambigüedad permanente que aparece en todos los escritos
de de Anquín; sin embargo, la cuestión se clarifica, como tendre­
mos oportunidad de verlo hasta lograr, como el mismo filósofo lo
dice en la “Introducción” de Ente y Ser, p. 17, un pensar coheren­
te; no podía ser de otra manera si se presupone que Ser (realidad)
es lo mismo que pensar. Ahora bien, cuando el filósofo logra esa
claridad en su propia posición, volcará todo su esfuerzo en salvar
la fe y esto de tal modo que la reiteración permanente de la cues­
tión pondrá nerviosos a creyentes y a no creyentes, cuando en rea­
lidad de lo que se trata es de coherencia en el planteo del
problema; un creyente podrá encontrar todas las razones que se
pueda o se quiera para no creer, pero, si es creyente de verdad,
seguirá creyendo por la sencilla razón de que este mismo hombre
es un hombre creyente por la gracia de Dios y no por méritos o
deméritos de sus razones lógicas.
¡Qué ejemplo digno de ser meditado la precisa actitud de
Nimio de Anquín en esta cuestión! Para ello, aquietado ya el áni­
mo, se debe plantear esa misma cuestión. Es lo que, creemos, he­
mos hecho hasta aquí.

II
E nte y S er

Vayamos ahora al segundo punto que queríamos plantear: la


no relación entre el ser de la metafísica y el Dios de la revelación.
Para ello, lo primero que deberemos hacer, de acuerdo con el mé­
todo seguido por Nimio de Anquín hasta aquí, es plantear la cues­
tión de la metafísica y según ese planteo ver por qué no coinciden
el ser y Dios.
Nos vemos obligados a hacer primeramente una referencia a
la “Antropología de los tres hombres históricos” publicado en 1951
en la Revista de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la
Universidad Nacional de Córdoba, Año III, N05 1-2-3, p. 9-43. La
indecisión en la formulación categórica de los mismos nos de­
mostrará, de paso, que lo que hemos afirmado en la primera parte
de este trabajo no andaba del todo desacertado. En efecto, allí de
Anquín establece tres hombres históricos: el hombre judío, el hom­
bre griego, y por fin, el hombre cristiano. Cuando habla del hom­
bre judío sigue textualmente a Hegel: “la separación absoluta del
Universal y de lo Singular, es característica del Judaismo” p. 14;
señala “la falta de un trabajo personal en la fúndamentación de su
fe” p. 16, indicando que “no adquirió el hábito de inquirir por el
propio y personal esfuerzo los arcanos del ser” p. 17. Luego prosi­
gue su descripción: “Ahora vamos a pasar al otro extremo de la
antropología: de! hombre judío que recibió la predestinación de ser
elegido y que tuvo todo de Dios y por Dios y para Dios, nos
trasladamos al hombre griego que tuvo todo de sí, por sí y para
sí.” p. 17. Ahora bien, “Entre estos dos tipos antropológicos ¿no
cabe ninguna reconciliación? ¿Forman una antítesis irreductible?
Creemos que no y creemos que la fusión de ambos se realiza en el
HOMBRE CRISTIANO.” p. 23. Estamos frente al tercer tipo an­
tropológico determinado por de Anquín: Cristo, “la fusión de lo
divino y de lo humano, el gran misterio, del Teandrismo.” p. 23.
Doce años más tarde, en 1963, en la conferencia que dio en
la ciudad de Santa Fe: “Presencia de Santo Tomás en el pensa­
miento contemporáneo”, Cuad. 4, Ed. Hostería Volante, p. 19, de­
finirá el problema: “Entre la concepción judía y la griega no había
conciliación posible”. Este “no había” — ¡oh pretérito melancó­
lico!— nos remite indudablemente al monólogo continuado que el
pensador mantenía, en voz alta y delante de nosotros, consigo mis­
mo. Sin embargo, y casi inmediatamente, agrega: “...está presente
(en la teología de Santo Tomás) el deseo profundo de reconcilia­
ción del pensamiento griego del Ser eterno con la conciencia cris­
tiana de creación.” p. 20-21. Aún no está definida del todo la
posible relación entre el Ser y Dios, pero ya se van dando los ele­
mentos que posibilitarán una respuesta definitiva. En efecto, se
puede observar que cambia el orden mismo de la antropología de
los tres hombres históricos; no digamos, su contenido cuanto afir­
ma “...todo depende del fondo natural de cada uno. Por eso se es
como uno se despierta en la admiración.” p. 6. En las palabras
subrayadas por el mismo autor está la clave del bóveda de toda la
respuesta: lo natural es el ser, y siendo el Ser lo natural, es la rea­
lidad primordial y protointeligible, e.d., principio de inteligibilidad
de cualquier otra realidad. Por consiguiente, cuando el autor dice
casi inmediatamente: “La primera es la actitud originaria del hom­
bre griego.” p. 7, la palabra “primera” no tiene una significación
de un orden meramente temporal, sino, metafísico, aunque sí po­
dríase decir también con significación temporal si entendiésemos,
como se ha de entender, que el tiempo no es nada más que la
medida acompasada de la misma eternidad, que es, obviamente, el
Ser. Así, “Quien despierta a su contorno con alegría y sin temor,
se ve en relación filial o fraternal con él; como una parte de él,
como si hubiese descubierto a sí propio en el contorno.” p. 6. Esta
actitud inspira los poemas perl physeos. La segunda, la de quien se
despierta a su contorno con temor o apenas con desconfianza ve en
él un otro al que teme o de quien desconfía, la del judío, ha inspi­
rado los Salmos. Y la tercera, la del indu, inspiradora de los Upa-
nishads, es la de quien despierta con indiferencia, asume úna
actitud pasiva y mira al contorno como si nada. p. 7.
En la “Introducción antropológica” que entregó a F ermín
C hávez y que éste publicara en Megafón Ns 9/10, año V,
En.-Dic., 1979, Ed. Castañedas, de Anquín logra precisar aun más
su pensamiento. Allí leemos lo siguiente: “Visto el problema des­
de Occidente, hay por lo menos tres manifestaciones filosófico-
antropológicas, a saber:
l e La propia del hombre griego.
2S La propia del hombre semita.
3S La propia del hombre asiático.
Puede haber otras, pero por el momento carezco de compe­
tencia para determinarlas con suficiente precisión.” p. 278. Este
“por lo menos” y el “puede haber otras” nos impiden afirmar que
este esquema sea definitivo en el pensador; pero no nos impide
decir que actuó de un modo decisorio en su posición, pues él mis­
mo nos lo dice, aunque a través de un rodeo: “Nuestro esquema,
que anticipamos al comienzo de estas reflexiones, tiene la ambi­
ción de ser libremente inspirado y deja margen para una elección.
Por las razones que se darán y que juzgamos discretamente válidas,
discriminamos la oportunidad que corresponde a cada uno de los
tipos que hemos discernido, y necesariamente reservamos una op­
ción, movidos por razones de analogía y por un sentimiento de
simpatía que no puede ni debe quedar excluido de esta decisión.
Buscamos razones para justificamos y confiamos haberlas hallado,
como se verá por una descripción de los tres tipos históricos que
hemos determinado en libertad desde nuestra posición tridimensio­
nal, que corresponde a la del nuevo mundo americano, acerca de
cuya absolutidad o de su novedad misma no acertamos a encontrar
una prueba suficiente.
Corresponde ahora determinar el perfil metafísico de cada
tipo antropológico según nuestra comprensión, para ahondar luego
un estudio somero de cada uno de ellos. Resulta, así, el siguiente
esquema:
l e El hombre “Capax entis”.
2- El hombre “Capax Dei".
3a El hombre “Capax resignationis”.
Como se comprueba por la simple inspección de los dos
esquemas que proponemos, el “hombre capax entis” corresponde al
hombre griego; el “hombre capax Dei” corresponde al hombre se­
mita y con mayor precisión judío, para evitar equívocos; el “hom­
bre capax resignationis" corresponde al hombre asiático, y con
mayor precisión, budista, que es el más definitorio de Asia, el
máximo exponente del gran complejo asiático.” p. 280/281.
Como se puede fácilmente apreciar ha desaparecido él
originario “hombre cristiano” y como ni siquiera se pregunta ahora
por la posible relación entre el hombre “capax entis” y el “capax
Dei” suponemos con mucho de fundamento que la cuestión estaba
ya casi decidida en la conciencia de de Anquín. Pero, lo que en
este momento nos interesa hace referencia al orden dentro del cual
planteó el problema, según lo hemos visto en la Primera Parte de
este trabajo. Si se parte del hombre “capax entis”, es decir, de la
filosofía, y con mayor precisión, de la metafísica, nunca se puede
lograr una relación con un hombre “capax Dei”. Esta imposibilidad
llevará necesariamente al filósofo, como en este caso lo llevó a de
Anquín, a encontrar en esta capacidad de Ser la explicación de esa
falta de relación con esa otra capacidad de Dios.
Volviendo ahora a lo que estamos comenzando a desarrollar
en esta Segunda Parte, corresponde en primer lugar que nos
preguntemos ¿Qué significa “capax entis”? Traducido textualmen­
te significa “capacidad de ente” o, también, “capacidad del ente”
según sea un genitivo objetivo o subjetivo el que prime en la tra­
ducción. Sin embargo ninguna de las dos versiones logran expresar
lo que se quiere significar con la expresión latina. Si preguntamos
de otra manera quizá aparezca lo que queremos mostrar: ¿Cuál es
la capacidad del ente? Obviamente, su capacidad es Ser. El Ser es
el lleno del ente. Y este, el ente, plenitud de Ser. Estamos de lleno
en la cuestión de la metafísica como la entendía Nimio de Anquín,
Demoremos nuestros pasos en ella. Andaremos por “Ser, nada y
creación en la Edad Media” de Ente y Ser, p. 153/202; “Las cuatro
instancias filosóficas del hombre actual” ARKHÉ, Córdoba, 1965,
p. 3/22 y, por fin, De las dos inhabitaciones en el hombre, p. 7/62,
sin citas entorpecedoras para nuestro andar, puesto que estos tres
trabajos de Nimio de Anquín constituyen una misma meditación
sobre él enigma del Ser y el misterio de Dios. A propósito de
Notas, nos parece que el propio filósofo ha sido víctima de juicios
equivocados respecto de sus permanentes notas eruditas en casi
todos sus ensayos, notas que constituyen un seguro magisterio en
este preciso sentido: ellas indican a las claras que los juicios emi­
tidos sin su debida confrontación resultan a lo largo de la vida
prejuicios que imposibilitan entender la cuestión que el filósofo
pretende plantear y resolver.
De Anquín se sitúa en el centro y desde él plantea y resuelve.
Dice: El Ser. Desde allí saca la línea y tira: Hay Ser. Entonces gira
y dice: Solamente hay Ser. Volviendo se cierra en el centro: El Ser
es la razón de ser. Es el corazón de la verdad totalmente redonda
que le contaba la diosa a Parménides. Nada ha cambiado ni nada
cambiará más acá o más allá de esta afirmación. Son puntos incon­
movibles a través de los siglos, incluyentes de todo el pensar grie­
go y del futuro pensar occidental. Des-cubrimiento del Ser,
originario y primitivo, necesario e irreductible, aunque predicado en
sus múltiples apariencias. Siempre que el Ser se dice de diversos y
múltiples modos se lo dice por referencia a un solo principio, al uno
y a una cierta naturaleza. Decir Arkhé, en y physis es decir el Ser,
el cual es el Principium, el Uno la Naturaleza. La univocidad rige
las múltiples apariencias. Siempre que el Ser rige, es la univocidad
la que impera. La analogía pretende salvar úna distancia que siendo
infinita se vuelve irreductible y otológicam ente equívoca. Todo, en
efecto, es de una misma naturaleza porque el Ser es todo. Y Todo
es el Ser. Porque no hay más que Ser. El Ser es todo y es solo. La
escuela de Elea es la más importante de todas por ser la descubri­
dora del Ser, y que haya Ser es el acontecimiento frente al cual to­
dos los demás, sin excepción, empalidecen. El entusiasmo crece a
medida que el filósofo avanza. Se trata de una revelación; de una
buena nueva; de un evangelio. Así dice que el Perí Physeos de Par­
menides “es como un evangelio filosófico” De las dos inhabitacio-
nes en el hombre, p. 42. Este adjetivo “filosófico” nos dice a las
claras de la envergadura consciente de su propia afirmación que hay
seguramente en lo afirmado por el filósofo.
Sigamos. Este Ser tiene sus propias características que el
filósofo denomina los primeros trascendentales del Ser. Ellos son:
1. Inteligibilidad, 2. Necesidad, 3. Verdad y 4. Unidad.
Si la inteligibilidad es protointeligibilidad la inteligibilidad
será necesariamente la primera característica del Ser. Es lo que he­
mos querido expresar en la larga introducción al presente trabajo,
aunque, obviamente, cuando allí hablamos de la cuestión de la me­
tafísica intentamos ensayar una inteligibilidad distinta a la determi­
nada aquí por Nimio de Anquín. Pero que decir ser sea significar
inteligibilidad ningún metafísico lo pondrá jamás en dudas. Ahora
bien, si es protointeligible el Ser se presupondrá en toda demostra­
ción. Pero, entonces, la demostración será tautológica. Por consi­
guiente, y de cualquier lado que se lo mire, el Ser es mostrable,
no, demostrable. En lo que puede aparecer como demostración se
va de lo mismo a lo mismo, lo cual significa que no se va; simple­
mente se ve, y se ve con tal necesidad que resulta imposible su de­
mostración a posteriori, por la sencilla razón de que no hay, no
puede haber ninguna contingencia a partir de la cual se pretendería
una demostración inductiva, sino, al revés, todo es siempre necesa­
rio, i.e., a priori.
La necesidad será la segunda característica del Ser. Si lo in­
teligible exige la necesidad de cualquiera de sus posibles re­
laciones, es porque, también, la inteligencia es lo mismo que lo
inteligible, lo cual es la verdad. Pero, entonces, la verdad no es la
relación entre lo inteligible y la inteligencia, es, más bien, lo mis­
mo inteligible y es la misma inteligencia. Esto mismo es el Ser. El
Ser es lo inteligible y la inteligencia que es lo que se dice unidad,
porque siendo el Ser lo inteligible = necesario = inteligencia =
verdad = unidad, el Ser es uno. Son los trascendentales del Ser.
Donde hay Ser, hay inteligibilidad. Donde, inteligibilidad, necesi­
dad. Donde, necesidad, verdad. Donde, verdad, unidad. Donde,
unidad, Ser. Queda cerrado el círculo; mejor dicho, la esfera. La
cual vista desde fuera —es imposible ver desde fuera— o desde el
centro parece quieta —”EI movimiento circular del retomo en rea­
lidad no es movimiento, porque el principio coincide en él con el
fin, por lo que en cualquier parte está el comienzo y en cualquier
parte está el fin.” op. cit., p. 16— pero, hasta tanto no se vea el
centro parece inquieta. ¿Qué es lo que impide ver el centro y des­
de él toda la quietud? Seguramente que otros factores que no son
ni el Ser, ni la inteligibilidad, ni la necesidad, ni la verdad, ni la
unidad. Ahora bien, y esto es ya una dificultad, si el Ser es todo,
¿cómo puede haber algo distinto del Todo? Para de Anquín lo ha
habido y de gran influencia en Occidente; se llama Dios; Dios
creador; Dios creador de la nada. Imposible el intento de relación
entre el Ser y Dios, pues implicaría la creación, y ésta, la nada, y
la nada no puede ser entendida por de Anquín de ningún modo,
porque lo único inteligible, nos dirá una y mil veces, es el Ser. Es
lo que precisaremos en la Tercera Parte. Pero ahora, ya que esta­
mos hablando de este asunto, queremos mostrar cómo lo que pare­
ce imposible de relacionar, en este caso el Ser concebido como lo
concibió Parménides, con el Dios de la Biblia puede, si se aplica el
método adecuado que desarrollamos en la Primera Parte, intentarse
su relación. Lo interesante del caso es que fue un autor que gozó
de gran simpatía por parte de Nimio de Anquín, al menos, en los
comienzos de su juvenil filosofar: nos referimos a san Buenaventu­
ra y a su librito Itinerarium mentís in Deum. De Anquín anduvo
recorriendo un tiempo este itinerario. Véase en una simple compa­
ración textual lo que dijo Parménides y lo que dijo este fraile del
siglo XIII en el Cap. V de dicha obra, texto, por otra parte, verifi-
catorio de esta afirmación del mismo de Anquín, cuando escribió
allá en Hamburgo, 1928, en “Nota preliminar a una filosofía de ia
inteligencia”, p. 19, lo siguiente: “Toda la Edad Media, época del
señorío pleno de la inteligencia que logra afrontar los más pro­
fundos problemas, es una pugnación por expresar el Ser... el pri­
mado teologal... no admite la especulación racional sino como una
escala en la ascensión de la mente hacia Dios.”, agregando apenas
más adelante esta, para nosotros, preciosa frase: “el filósofo medie­
val era necesariamente teólogo.”
La coincidencia de Nimio de Anquín con san Buenaventura, y
la de ambos con Parménides parece un hecho. Veámoslo en este
“Camino de la verdad”, trabajo presentado en las Sextas Jomadas
Nacionales de Filosofía, Vaquerías-Valle Hermoso, Córdoba en no­
viembre de 1982 y publicado por la Universidad Nacional de Cór­
doba, Facultad de filosofía y humanidad, Escuela de Filosofía, en
las Actas que llevan el título: El problema de la verdad, p. 351-356.

EL CAMINO DE LA VERDAD

El título hace referencia al método apropiado para plantear


así co-rrectamente el problema de la verdad según Parménides y
san Buenaventura. Dieciocho siglos de diferencia, con la partición
de los tiempos de por medio, no impiden que la cuestión sea pues­
ta sobre el tapete y, por supuesto, también, respondida. Como la
sola lectura de los fragmentos de Parménides (D.K., Die Frag. d.
Vors., 8, 1956) y del Capítulo V del Itinerarium mentís in Deum
de san Buenaventura (Obras San Buenaventura, 3a ed. bilingüe,
BAC., Madrid, 1968: se cita el cap., el parágr. y la pág.) produce
la sensación de estar contemplando simultáneamente dos pinturas
superpuestas hasta el límite extraño de no poder distinguir cuál de
los dos cuadros es el soñado y cuál, el visto, es por lo que nos
resulta particularmente oportuna la ocasión para la breve presenta­
ción de los mismos.
Parménides, el afortunado del Derecho y la Justicia, el mor­
tal que ve, es guiado por doncellas al famoso y ancho camino que,
atravesando todas las ciudades, conduce desde la morada de la obs­
curidad nocturna hacia la puerta de la luz diurna. La Diosa, al
recibir afectuosamente al joven compañero de inmortales conducto­
res, le dice que el camino que lo instala en el corazón impertur­
bable de la Verdad bien redonda no es un camino humano, pues
la verdadera creencia no es, evidentemente, una opinión de los
mortales.
Es éste el resumen de lo que suele denominarse el Proemio
de los versos atribuidos a Parménides.
Luego aparece muy claramente la metodología que se apli­
cará, destacándose tres posibilidades:
El Ser.
El no-Ser.
El Ser y el no-Ser.
Como el camino del no-Ser es intransitable, pues siendo éste
impensable e inexpresable porque de ninguna manera es real, se
descarta, también, el camino constituido por la mezcla del Ser con
el no-Ser en el que andan los mortales ignorantes, extraviados, bi­
céfalos, incapaces, vacilantes, arrastrados, sordos, mudos, estupe­
factos, sin criterio alguno, moviéndose continuamente con la mirada
borrosa, con el oído aturdido y triscada la lengua.
Según Parménides, no parecen exagerados los abundantes
calificativos que aplica a quienes la indecisión de su capacidad in­
telectual los hace ir y venir constantemente en distintas direc­
ciones, cuando, en realidad de verdad, un único camino queda: es.
Comienza, entonces, el fidedigno discurso y pensamiento
sobre la Verdad. Ya que del Ser se trata siempre, es necesario de­
cir y pensar que lo que es, es. No habiendo, en efecto, partes que
se dispersen, ni tampoco, partes que deban ser reunidas, da igual
por donde comience pues lo mismo es el pensar y el Ser.
La deducción que sigue nos muestra la claridad y la eviden­
cia con las que Parménides vio el Ser: ingénito; imperecedero;
completo; imperturbable; sin fin, es todo a la vez; uno; continuo;
sin momento en el cual no haya sido y, también, será; ni ha nacido
ni, tampoco, nada nacerá a su lado; indestructible; ni está dividido;
no es más ni menos; es un lleno de Ser; inmóvil sin comienzo ni
fin; lo mismo permanece en lo mismo asentado firmemente en sí
mismo; no es infinito, i.e., es acabado y perfecto como la masa de
una esfera totalmente redonda igual en fuerza a partir del centro
por todas partes; homogéneo; inviolable, i.e., sin dentro ni fuera,
de modo tal que es igual en todas direcciones y alcanza de igual
manera sus propios límites.
Se cierra el discurso y pensamiento sobre la Verdad del Ser.
Lo que luego viene es ya un orden engañoso de palabras que ex­
presan las opiniones mortales y dentro del cual, tampoco, nadie, ni
nada lo ha de superar, aunque ya se sabe que nadie, ni nada, supe­
ra a nadie, ni a nada, fuera de la Verdad, según ha quedado firme­
mente establecido por las poderosas cadenas envolvente del Hado y
de la Necesidad.
Hasta aquí Parménides.

San Buenaventura proporciona un itinerario completamente


detallado para el amigo (VII, 5, 533) que, purificado por la justicia
(I, 6, 422), desea ingresar en la Verdad divina (I, 2, 480). Sólo
indicaremos algunos de estos detalles y una de las etapas del cami­
no que conduce de las tinieblas a la admirable luz divina (II, 13,
499), a través de la única puerta que es necesario franquear para
disfrutar de la Verdad (IV, 2, 510). Es la caminata de tres días,
alejada de todas las cosas, en el desierto (I, 3, 480) y elevada, lue­
go, a seis iluminaciones entre alas de serafines y querubines.
Hasta aquí esta pequeña introducción al Capítulo V del Jtine-
rarium, el cual es una consideración de uno de los dos modos que
versan sobre Dios: el que fijando la vista en el mismo Ser, ve y
dice que el Ser es el primer nombre de Dios.
Muy claramente es, también en este caso, expuesta la meto­
dología. Son consideradas tres posibilidades:
El Ser.
La nada.
El ser particular-universal.
El Ser pone en total fuga a la nada y la nada, al Ser. Supuesta
la nada, nada habría de ser. Pero, la nada se entiende como no-Ser,
i.e., privación del Ser. Por consiguiente, es por referencia siempre al
Ser que podemos pensar y hablar, incluso de ser en potencia y de
ser en acto. Este Ser puro es lo primero que entiende el entendi­
miento, y es el Ser divino. Vista la necesidad de afirmar, en primer
lugar, el Ser divino, queda en fuga la nada, pero, no quedan exclui­
dos los seres particulares, aunque este camino, destaca san Buena­
ventura, pone en evidencia la extraña ceguera del entendimiento
que, acostumbrado a la obscura multiplicidad de los seres, parécele
no ver nada cuando intuye la misma luz del sumo Ser.
Comienza ahora una atenta deducción de los esenciales de
este Ser que pone de manifiesto la deslumbrante claridad con la que
san Buenaventura vio el Solo-Dios-Ser-Uno. Siempre aparecen como
giros que buscan reconcentrar, más y más, los seis esenciales divinos.
Nosotros, abreviando, los señalaremos en un solo lugar, por vez.
1. Porque no viene de la nada, ni, de otro ser, considéreselo
como se lo considere, siempre es Primero y Ultimo, es el
Principio y la Consumación, el Alfa y la Omega, Origen
de todas las cosas y Fin que las perfecciona.
2. Sin principio ni fin, es Eterno y siempre Presente, no
deriva de otro, ni deja de ser lo que es, ni se degrada de
uno en otro, no teniendo pasado ni futuro envuelve y
compenetra todas las duraciones.
3. Sin aleaciones, es Simplicísimo y Máximo en poder que,
por estar reconcentrado, es Infinito, estando todo dentro y
todo fuera de todas las cosas, siendo, por ello, “la esfera
inteligible cuyo centro está en todas partes y en ninguna
su circunferencia.”
4. Sin ninguna posibilidad, es lo más Actual y totalmente
Inmutable, no necesita de novedades, ni pierde lo adqui­
rido, no pudiendo cambiar, es el punto fijo que mueve el
universo.
5. No faltándole nada, es Perfectísimo, no pudiendo pensar­
se nada mejor, más noble, más digno ni mayor más allá
de El mismo pues, siendo Inmenso, está dentro de todo,
pero, no incluido; fuera de todo, pero, no excluido; sobre
todas las cosas, pero, no levantado; debajo de ellas, pero,
no aplastado.
6. No teniendo nada múltiple, es sumamente Uno; Principio
universal de cualquier multiplicidad y la Causa universal
que todo lo realiza, lo modela y perfecciona, pero, no es
la esencia de todas las cosas sino, la Causa superexce-
lentísima, universal ísima y más que suficiente de todas
las esencias; siendo todo en todas las cosas, es la Unidad
simplicísima todo poder que puede todo, la Verdad sere­
nísima todo modelo que sabe todo, la Bondad sincerísima
pura comunicación que todo lo relaciona.
Hasta aquí san Buenaventura.

He aquí el camino de ía Verdad que proponen Parménides y


san Buenaventura. No hemos de afirmar ahora que sean hoy el mis­
mo camino, o, más bien, caminos opuestos; que, quizás, sean parale­
los, o, más bien, continuación uno del otro; que, tal vez, sólo se
crucen o, mejor aún, que no tengan un solo punto en común. Lo que
no podemos asegurar, de ningún modo, es que sean caminos de nada.
Dejando a un lado esta aproximación textual que nosotros hi­
cimos para que mejor se pudiese apreciar su gran similitud, y vol­
viendo ahora a lo que estábamos desarrollando, veremos que la
aparente coincidencia de estos pensadores fue transitoria en el caso
de Nimio de Anquín. Pasando revista a los filósofos griegos, in­
cluidos ya dentro del hombre “capax entis”, el filósofo, no ya más
teólogo, deducirá una a una las notas constitutivas del Ser, las que,
a medida que vayan apareciendo, lo alejarán definitivamente del
Ser-Dios, relación que, como tendremos la ocasión de verlo, inten­
tó hasta casi los últimos días de su vida en un prolongado y porfia­
do esfuerzo. Esta deducción la realizará, en primer lugar, en Ente y
Ser y, luego, en De las dos inhabitaciones en el hombre.
Veamos lo que señala en Ente y Ser. “Parménides acuñó la
fórmula exacta y definitiva de la filosofía occidental, que no ha
sido ni puede ser modificada nunca más. Pero no fue totalmente
una intuición, como acaso nosotros mismos dijimos alguna vez,
sino también una deducción parcial, que tuvo antecedentes histó-
rico-filosóficos dentro de la misma escuela de Elea.” p. 169, El
modo mismo de comenzar este aparente análisis histórico muestra
a las claras la ubicación desde donde de Anquín ve la realidad.
La convicción de Tales será la del Ser naciente originario; el
Ser eterno y auroral.
El ápeiron de Anaximandro será identificado con el concep­
to de physis o naturaleza, “principio en sí mismo”, inmanente y
mismificante.
“La fórmula definitiva del pensamiento occidental está ya
dada con el sistema de Parménides del Ser eterno, subsistente, uní­
vocamente predicado en relación con los Entes.” p. 180/181.
El Ser platónico será eterno como el de Parménides, unívo­
co, sin creación de la nada.
El pensamiento de Aristóteles es el del Ser substancial, sin el
mínimo vestigio de Nada. El Estagirita es tan greco-parmenídeo
como Platón mismo. La reducción de Aristóteles a Platón y de éste
a Parménides es evidente. Todo el intento de Nimio de Anquín ha
sido reducir santo Tomás de Aquino, en cuanto es una síntesis de
la Edad Media, a Aristóteles, tarea en la que finalmente se declaró
vencido, puesto que la equivocidad de la analogía de un medieval,
según de Anquín, será imposible de relacionar con la univocidad
de un griego, aunque esta afirmación nunca la hayamos visto escri­
ta en lo que hemos podido comprobar, pero, sí, la hemos podido
oir de sus propios labios. En efecto, el título mismo De las dos
inhabitaciones en el hombre, e.d., de la inhabitación del Ser grie­
go y del Dios cristiano en la conciencia del hombre, esta diciendo
claramente que en el año 1971, cuando el filósofo tenía ya 75
años, no estaba aún definida del todo la cuestión. Creo que se pue­
de hablar, sin falsa modestia, de una gigantomaquia cristiana y, si
pensamos en la Argentina, única.
En este último librito recién citado, de Anquín hace un aná­
lisis sistemático de los filósofos griegos prescindiendo, como es lo
habitual en cualquier escolástico, de la revelación que “nos enseña­
ron nuestros padres cristianos, cuando nos dijeron: «tú eres una
creatura de Dios» —prescindamos digo de esa revelación y nos
daremos con esta comprobación fundamental: somos, simplemente
porque somos manifestación del Ser o porque somos seres y nada
más.” p. 8/9. Oigámosle.
“El descubrimiento que debe atribuirse a Anaximandro, según
mi deducción, es el de la inmensidad, o el Ser como inmenso.” p. 12.
Viene luego el análisis de Parménides, en quien se produce
“La «revelación» del Ser como protoprincipio.” p. 12. Dice allí de
Anquín que “La sentencia que enuncia este hecho único en la his­
toria del pensamiento conceptual es lapidaria, y quedará acuñada
para siempre: El Ser es, el no Ser no e s ” p. 14. Tenemos la impre­
sión de que cuando de Anquín escribió “lapidaria” estaba pendien­
te de las otras tablas de Moisés, las de la ley, que no son ni
conceptuales, ni pensamientos, precisamente, porque no son.
Su discípulo Zenón dejará establecido irrefragablemente la
perfección de la inmovilidad del Ser eterno, mientras que Meliso
establecerá el de su unidad.
Heráclito establece la relación uno-todas las cosas que “enca­
ja al filósofo rebelde en el círculo del Ser y lo substrae a la an­
arquía ontológica.” p. 21.
Cuando menciona a Empédocles, de Anquín observa que “La
mostración del Ser sobreviene por alguna de sus perfecciones, no
por todas a la vez.” En este caso se tratará de la eternidad y de la
ingeneración del Ser.
Cuando considera el Espíritu de Anaxagoras de Anquín pre­
cisa que “No se busca nunca una trascendencia en el sentido rigu­
roso del término, es decir, paso de un género a otro, sino una
trascendencia específica dentro de un género inviolable y único.
No se trata de romper una inmanencia constitutiva y fatal, sino de
lograr descripciones más variadas y ricas de una misma realidad.”
p. 24/25. Es “el Ser presente como Espíritu, como el principio de
inteligibilidad de las cosas.” p. 26.
Siguiendo esta deducción ontològica se refiere ahora al com­
plejo Leucipo-Demócrito que al establecer el vacío, que no es la
Nada semítica, posibilita “afirmar con convicción que el Ser es
también múltiple.” p. 29.
“El Ser es, pues, de acuerdo a nuestra indagación, inmanente,
inmóvil, uno, todo, eterno, ingenerado, inteligible, múltiple, necesa­
rio... Platón es el receptor de esta riqueza metafísica única... logró
agregar a las perfecciones del Ser dos nuevas...: primeramente agre­
gó al Ser la belleza... La segunda perfección que Platón agrega al
Ser parmenídeo es la participación.” p. 29/30/32.
Y llegamos, por fin, nuevamente a Aristóteles, de quien de
Anquín ha tomado este modelo de análisis que está llevando a cabo.
Es la substancia el Ser, “pero solamente vista según el criterio del
más y el menos: el mínimo acto es la potencia, pues no puede darse
el aniquilamiento de la potencia; y por ello, el proceso ontològico
se reduce en realidad a sólo el acto, que en su extremo mínimo se
llama potencia, y en su extremo máximo se llama acto puro... O sea
que si a la materia no se la reduce a la nada —lo cual grecamente
no es pensable—, el proceso se extiende de una inteligibilidad mí­
nima a una inteligibilidad máxima o absoluta.” p. 34.
Lo que viene luego de Aristóteles es decadencia, y “nada
tendremos que ver, pues, con griegos, lo cual es un antecedente
importante para nuestro problema del Ser parmenídeo-piatónico-
aristotélico.” p. 38. En efecto, ni el ultimo de los grandes, Proclo,
logró añadir nada más, ya que la trinitariedad del Ser no tiene
mayor validez.
Hemos recorrido un camino que en sus diversas etapas nos
muestra a las claras qué entendía de Anquín cuando pensaba y ha­
blaba del Ser. En efecto, hemos establecido los tres hombres histó­
ricos; hemos resumido lo que dijo Parménides, prototipo del
“capax entis” determinado por el filósofo y hemos visto las princi­
pales características que algunos filósofos griegos dedujeron de su
manera de ver la realidad. Es la relación Ente y Ser la que está
presente en todas estas consideraciones. Siendo el ente de la misma
naturaleza que el ser, es una manifestación suya necesaria. Si es
necesaria la relación es tautológica: da lo mismo decir ente que
decir Ser. Esto resulta claro. Pero, ¿da lo mismo decir Ser que
decir ente? Nos parece que de Anquín ha escrito el título Ente y
Ser pensando en el subtítulo: Perspectivas para una filosofía del
Ser naci-ente. Pero, ¿se puede, en rigor, hablar de un Ser naci­
ente? Si el Ser es, ¿nacerá algo a su lado? Evidentemente que de
Anquín quiere con esto indicar que el Ser es, para nosotros los
americanos, auroral, virginal con, apenas, un vagido por voz y lo-
gos. Por eso le llama ente: y ente no es algo distinto del Ser según
el filósofo. Es un pensar que apenas balbucea el Ser. Pero, ¿cómo
se puede hablar de balbucear? SÍ el filósofo balbucea el Ser es
porque su translúcida claridad está opacada, y, por consiguiente, la
misma inteligencia, obnubilada. Según de Anquín la inteligencia
del hombre occidental está obnubilada por 2.000 años de cristianis­
mo creacionista. Es por eso que el hombre parece ver el Ser, pero,
no lo ve del todo; parece sacar las consecuencias que se siguen de
esa visión, pero, no las saca del todo. El bagaje del cristianismo es
todo un parque completo, aún. Más, el catolicismo dentro del cual
nació, luchó, vivió y murió Nimio de Anquín así cumpliendo en sí
mismo ajustadamente con los acordes de Fierro: “de aquel que en
duros tormentos / nace, crece, vive y muere.” Más, la escolástica
tomista de la cual fue indudablemente una figura destacada. Por
mas que pensó, y pensar es Ser, no pudo de Anquín dejar de ser lo
que era: un hombre, a la vez, capax Dei y capax entis. Hemos vis­
to en la Primera Parte cómo su razón no coincidía con su fe, y, sin
embargo, cómo mantuvo esa misma fe. Hemos visto ahora su no­
ción de Ser encerrada dentro de una univocidad tal que resulta to­
talmente excluyente del Dios de la Biblia. Veremos ahora cómo
entiende de Anquín lo que cree por su fe y lo que sabe por la filo­
sofía. Lo que cree lo cree cualquier creyente de la revelación bíbli­
ca: que Dios es el creador de todo. Lo que sabe lo sabe cualquiera
que entienda su noción de Ser: El Ser es increado. Y bien, ¿Qué
hará el filósofo?

III
L a C r e a c ió n d e l a N a d a

Hay una frase en “Los griegos y el problema de la demostra­


ción de la existencia de Dios”, publicada en Revista de Humanida­
des, Córdoba, Argentina, 1971, p. 33, que dice así: “...porque lo
fundamental para una idea de Dios, no es que sea móvil o inmóvil
sino que sea creador o que tenga la posibilidad de serlo, y de esto
no hay —no podía haberlo como no fuese por accidente— ni rastro
en Jenófanes, ni en ninguno de los filósofos griegos de todos los
tiempos, cuyo problema fue siempre el Ser inteligible.” No nos pa­
rece que cometamos una exageración si afirmamos que en esta fra­
se está compendiado todo el esfuerzo de toda la vida filosófica de
Nimio de Anquín. Obviamente, que sea móvil o inmóvil la idea de
Dios no es el problema; los procesos trinitarios bastan para confir­
mar esto; pero, además, porque este problema es también el proble­
ma del Ser, aunque ya hemos visto que, siendo el movimiento
circular, el movimiento del Ser no es movimiento lineal, es decir,
es un movimiento que no tiene principio ni fin, y al no tenerlo no
se ve cómo se pueda hablar de un cambio real; más bien debiera
decirse que el cambio es aparente, en el sentido de que aparece
como si comenzara y aparece como si terminara, cuando en realidad
de verdad nunca comenzó y nunca terminará, porque esa impresión
no es nada más que la impresión que nos da el tiempo, pero, éste no
es sino la imagen móvil de la eternidad inmóvil. Y el Ser inteligi­
ble es eterno; eterno en el sentido de necesario; necesariamente el
Ser es. Por consiguiente, el Ser es increado, h.e., excluye la idea,
mejor dicho, el principio de creación que resulta totalmente extraño
a la razón iluminada por la inteligibilidad del Ser.
Dios creador y Ser inteligible se excluyen. La creatura y el
ente, también. Porque la creatura es creatura de un Dios creador y
el ente es el ente del Ser. Si, por otra parte, el ente naturalmente es
ente del Ser, el hecho que el ente se vuelva o pueda ser llamado
creatura es un accidente, algo que le ocurrió al ente, algo de otra-
naturaleza, de una sobre-naturaleza, de una a-naturaleza, de cual­
quier modo que se lo denomine la creatureidad proviene de algo
que no es natural. ¿Cómo determinarlo si no es natural? Natural
quiere decir siempre Ser. Ser quiere decir siempre real; así, la po­
tencia es real, siempre real; por ejemplo, la materia. La posibilidad
es otra cosa; es, en efecto, lo opuesto a lo necesario; y, si lo nece­
sario es el Ser, lo opuesto a lo necesario será lo opuesto al Ser. Lo
opuesto al Ser es la nada. Si el Ser es inteligible y protointeligible,
su opuesto, la nada será ininteligible y protoininteligible. La crea­
ción de la nada será necesariamente ininteligible. Un Dios creador
será, a fortiori, ininteligible. La posibilidad de una creatura, tam­
bién. Toda la cuestión está en que Dios, como lo expresa exacta­
mente de Anquín, sea creador o tenga posibilidad de serlo. El tema
se centra, entonces, en la creación de la nada. ¿Cómo podremos
entender la creación de la nada?
Si la posibilidad de entendimiento de cualquier cuestión para
un filósofo depende siempre de lo que él entiende por ser, porque
siendo el ser lo primero concebido por la inteligencia del hombre en
él se resolverán necesariamente todos los demás conocimientos, se
deduce que según entienda el ser, entenderá de seguro cualquier
cuestión. También ésta de la creación de la nada. Ahora bien, si el
filósofo entiende el ser del modo como lo entendió de Anquín,
como ya hemos tenido oportunidad de verificarlo ¿cómo entenderá
cuando se le habla del Ser-creado? Seguramente que entenderá que
el Ser es creado. ¿Cómo podrá entender a Dios sino como el Ser-
creador? ¿Cómo podrá comprender la nada a partir de la cual, se le
dice, Dios crea todo? Y la creatura, ¿cómo entenderá la creatura?
Donde está el tema mejor desarrollado por el autor es en el
Capítulo “Ser, nada y creación en la Edad Media” del libro Ente y
Ser. Ensayaremos la comprensión de su contenido. El título ya in­
dica por sí mismo la respuesta. En efecto, “En la Edad Media” ya
nos está señalando que se trate de una mediación. Esta, la media­
ción, es exigida porque se ha producido una ruptura en el Ser. Es
la Nada la que ha roto la inteligibilidad cerrada del Ser. La Nada
es la fisura del Ser. Si el Ser es concebido sin fisura alguna, por­
que el Ser es, y lo que se opone al Ser, la nada, nada es, la única
manera de entender la creación de la nada es entender que el Ser
no es ahora increado, sino, creado. Ahora bien, ¿cómo entender
que el Ser es creado? Deberemos entender que hay un Ser creador,
Dios y un Ser creado, el ente, que ahora se ha vuelto creatura. ¿Por
qué el Ser se ha vuelto creador? Porque se ha vuelto omnipotente,
característica que no aparece en ninguna de las deducciones onto-
lógicas realizadas por un filósofo griego. Y, ¿Por qué el Ser debe
ser ahora omnipotente? Porque, como está ahora dividido, escindi­
do por la nada, trata obviamente de eliminar de sí esa escisión, esa
división, para recuperar su unidad originaria. Resulta evidente que
si la Nada rompe la unidad cerrada del Ser, debe, deberá ser tan
real como lo es la realidad del Ser. De Anquín le llama Nada-nada
o, también, Nada ontológica, para diferenciarla de la mera priva­
ción —lo que Aristóteles llamó stéresis— del Ser, que en nada se
opone al Ser, ya que lo que no es ¿cómo podrá ofrecer alguna re­
sistencia a la beatitud inmutable de lo que es? Si ofrece resistencia
es porque es real; pero esta resistencia no puede ser sino una resis­
tencia negativa respecto de lo que es real, de lo que es el Ser. Es
la esfera de Ser que concibió Parménides, pero, ahora con un cuño
dentro que la divide de su unidad prístina y originaria. O, si se
quiere usar otra imagen, es la línea sin principio ni fin del Ser, de
la cual emergen los entes, como emergen las olas en el horizonte
del mar, la que se ha visto ahora quebrada, impidiendo que los
entes logren su unidad natural con su origen, el Ser.
Es entonces cuando el tiempo tiende a ser real; es decir, a ser
decisorio del propio destino. El individuo prima sobre lo universal
al pretender no sujetarse al destino del Ser, sino de sí mismo. La
multiplicidad destruye la unidad de la realidad. La parte adquiere
mayor importancia que el Todo. La libertad despótica destruye todo
orden porque inaugura el caos. Estamos en el reino de la crea tura.
Pero, no nos adelantemos. Decíamos que el Ser tiende a ser crea­
dor. Crear es crear creaturas; pero, la creatura no es el ente. Este
emergía espontáneamente del Ser para volver a él naturalmente. La
creatura sale del Ser y de la Nada; es decir, no es sólo Ser como el
ente, sino que está compuesta de Nada y de Ser. Entonces, en !a
proporción en que el Ser-Dios, el Ser flanqueado por la Nada, crea
creaturas, en esa misma proporción abre más la brecha de la Nada
que pretendía con la creación cerrar. La Nada se vuelve un Anteo
invencible; la creatura, una realidad contradictoria; Dios, un Ser
ininteligible. El Ser-Dios no puede ser entendido como Ser-Dios, ya
que se sigue concibiendo la realidad del Ser como el Ser de Parmé­
nides y con la misma necesidad que la del eléata. ¿Qué es la
omnipotencia del Ser-Dios sino la misma necesidad del Ser? ¿Dón­
de queda la libertad del acto creador y la relación meramente lógica
de la unidad con la multiplicidad creada? ¿Cómo juzgar de la con­
tradicción, sea de la creatura como del creador, sin el Ser? Y, final­
mente, ¿Cómo entender ahora las siguientes afirmaciones: el Ser es
ahora el Ser amenazado; hay Ser y Nada; no hay solamente Ser; el
Ser y la Nada son la razón de Ser? Si el Ser no puede ser amenaza­
do por nada; si no se puede hablar de que haya nada; si no puede
haber otra cosa distinta del Ser y si no hay otra razón que el Ser,
¿de qué estamos hablando cuando hablamos de la creación de la
nada? Obviamente que no hablamos de nada. Para que haya dia-lo-
gos, se requiere siempre hablar del Ser. En realidad no se habla del
Ser, sino que, más bien, es el Ser el que habla. Ahora, uno se pre­
gunta ¿Por qué el Ser habla? Mejor dicho, ¿cómo puede uno pre­
guntarse por qué el Ser habla? Pareciera una pregunta sin sentido.
En realidad de verdad pareciera que ninguna pregunta sea cual fue­
re, tuviese sentido. ¿Cómo, tratándose del Ser, puede haber enigma,
puede haber problema? Porque una pregunta presupone un enigma,
un problema, una cuestión. Toda cuestión presupone siempre igno­
rancia. En efecto, si el Ser es protointeligibilidad, ¿cómo puede ha­
ber obscuridad, e.d., no inteligibilidad? De Anquín dirá que se debe
a ese obscurecimiento insólito de la creación de la nada que hace
que el Ser lleve ahora una sombra negativa que lo acompaña
implacablemente, haciéndole tener conciencia de que él no está solo
en la existencia ontològica, p. 158. Pero, entonces, la pregunta se
vuelve aún más general: ¿Es que puede, no darse, sino, siquiera,
pensarse que se dé un posible obscurecimiento? Esto resulta un ver­
dadero misterio. Para de Anquín Dios es un misterio porque no hay
ninguna relación entre el Ser y Dios. Para nosotros, más bien, un
Ser sin Logos es el misterio, un misterio tenebroso sin logos. Dicho
de otra manera, el misterio siempre coincide con el logos, es decir,
con el Ser. Si así no fuese, el Ser sería mudo, pues no se expresa­
ría. Ahora bien, si el Ser se expresa ¿qué es lo que lo impulsa a
manifestarse? Qué relación tenga este misterio con Dios y la crea­
ción es un problema cuya respuesta no pretenderemos ensayar aquí,
pero que, evidentemente, no será coincidente a primera vista con lo
que de Anquín ha dicho. Más bien tratemos de sacar algunas con­
clusiones dentro de lo que, en general, nos hemos propuesto en el
trabajo.
La conclusión de que el Ser no coincide con Dios, porque en
tal caso el Ser tendría que ser creador y un Ser creador es con­
tradictorio porque su efecto, la creatura, es contradictoria por estar
compuesta de Ser y Nada, lleva a la conclusión de que la filosofía
no coincide con la teología, porque la razón no coincide con la fe.
Esta, la teología, será llamada en muchas ocasiones Teo-filosofía,
en un intento por diferenciarla y separarla de la filosofía. Esta, nos
dice de Anquín, no tiene nada que ver con Dios ni con ninguna
Teodicea. Sin embargo, ¿por qué de Anquín la llama Teo-filosofía?
Quizás una frase nos clarifique el problema. “Me atrevo a decir
que toda la historia de la filosofía es la historia del esfuerzo cons­
tante del hombre por lograr la mostración de Dios creador, así
como lograra en la inspiración parmenídea la mostración del Ser
eterno.” p. 53 en De las dos inhabitación en el hombre; y un poco
antes, en p. 51: “La historia de la analogía, que ya puede escribir­
se, es un esfuerzo sostenido de la teología por explicar la relación
Dios (creador) - creatura.” Ha sido, dice, una analogía sin partici­
pación; es decir, una equivocidad sin univocidad, ya que cuando
luego se intenta incorporar la participación, siendo ésta metafísica
como ya lo hemos visto, tiende a la univocidad y se vuelve, por
consiguiente, contradictoria con la analogía, porque la participación
es metafísica, no, teológica. Es, lo recordamos, uno de los nombres
del Ser establecido por Platón.
El problema que Nimio de Anquín plantea es el siguiente: Si
la multiplicidad es creada de la nada por la unidad, la relación
entre la multiplicidad y la unidad será necesaria, pero, no, in­
versamente; la relación de la unidad a la multiplicidad será lógica,
no, real; es decir, será una relación libre; en efecto, la manifesta­
ción de la multiplicidad a partir de la unidad será libre, no, necesa­
ria. La dificultad, entonces, será comprender una relación que no
es una relación real. Esto por el lado de la relación creatura-creador
que de Anquín entiende en este caso de la manera como se la ha
entendido ya clásicamente, pero, por el otro lado, por el de la rela­
ción entre el ente y el Ser, de Anquín dirá que, de donde se lo
mire, la relación será real, ya sea del ente al Ser, como, del Ser al
ente. Ahora bien, si el Ser expresa la unidad y el ente, la multipli­
cidad, ¿qué consistencia tendrá el ente que deberá pagar pena y
castigo por su individuación según la ley del tiempo? Si es tan
breve, hablando metafísicamente, la consistencia del ente, ¿qué re­
lación real podrá establecer con el Ser? Tampoco, en este caso, se
ve con claridad la relación. Intentemos mostrarlo de otra manera.
El acceso a la unidad puede intentarse desde la multiplicidad. Se
logra, en esta situación, una unidad creadora. Pero, si la unidad es
creadora de la nada, el paso de la unidad a la multiplicidad no es
necesario, sino, libre. La dificultad consiste en ver la relación en­
tre la unidad-multiplicidad, e.d,, como no se ve totalmente la uni­
dad porque no se la es, no se puede ver, tampoco, su relación con
la multiplicidad. Pero este acceso puede intentarse también desde
la misma unidad. Se sitúa el pensamiento en la unidad y desde allí
pretende descender a la multiplicidad. Pero, entonces, lo que no se
ve con claridad es la multiplicidad, porque lo que en realidad se ve
no es la real multiplicidad, sino los reflejos evanescentes de la
misma unidad. Desde cualquiera de los extremos que se intenta ver
la relación, bien sea desde la unidad, bien, desde la multiplicidad,
no se logra indudablemente una claridad absoluta. En un caso no
se ve con claridad la unidad y en el otro, la multiplicidad.
Lo que queremos señalar es que de Anquín ha mostrado la
dificultad llevada hasta la contradicción que se encuentra en la
creación de la nada, y por eso mismo rechazada como inteligible,
pero, no se ha arredrado ante la otra dificultad cuando se habla de
la manifestación necesaria del Ser sin la creación. Resulta imposi­
ble la analogía, porque lo real, todo lo que es real, lo es por la
participación necesaria del Ser.
Nos parece que ha llegado ya el momento dentro de lo que
venimos desarrollando de mostrarlo en un esquema:

Razón Fe
Ser Dios
Ente Creatura
Inmanencia Trascendencia
Unidad Multiplicidad
Participación Analogía
Univocidad Equivocidad
Filosofía Teología
Mostración Demostración
Potencia Posibilidad
Necesidad Contingencia
Orden Caos
Justicia An-arquía

Con este esquema se puede leer y entender la aparentemente


confusa literatura de Nimio de Anquín, porque, según el interés del
problema planteado, el autor relaciona un tema con otro, y, hasta
que no se logra ver la relación pertinente de dicho tema con todos
los otros temas, no resulta evidentemente fácil la intelección de lo
que se lee. Por ejemplo, cuando se habla de Orden y Justicia, opues­
to a Caos y An-arquía y se los aplica también a un orden o desorden
políticos, no resulta muy fácilmente acertable la interpretación que
se suele hacer de la concepción política de Nimio de Anquín, por la
sencilla razón de que lo que el filósofo entiende por Orden y Justicia
depende en este caso y en todos los casos, obviamente, de lo que él
mismo entiende por Razón, Ser, Ente, Inmanencia, Unidad, Partici­
pación, Univocidad, Filosofía, Mostración, Potencia, Necesidad, y
sus opuestos que aparecen en la otra columna, y, como se puede fá­
cilmente apreciar, siendo todos temas que no pueden dilucidarse de
un día para otro, arriesgar una interpretación política del filósofo es
arriesgarse a poner en evidencia que se ignora totalmente de lo que
se está hablando. Nosotros no plantearemos ahora este urticante
tema, pero, hecha la observación anterior, está, creemos, salvada la
cuestión y entendida la afirmación de de Anquín cuando nos habla
del bien del aquende y del bien del allende.
Cuando, en efecto, se logra relacionar la razón con el Ser,
viendo la inmanencia que significa el ente en el Ser; la unidad
entre el ente y el Ser por la participación, lo cual implica la univo­
cidad, se ve entonces todo el contenido de la Filosofía, mejor di­
cho se “muestra” su inteligibilidad, hasta la inteligibilidad de la
materia, que por ser el acto mínimo, es Ser, es decir, perfección
que expresa la necesidad de punta a cabo, el orden y la justicia,
características todas que son siempre del aquende. Pensar y Ser es
lo mismo, y el hombre es, en tal caso, “capax e n t i s En cualquier
sentido en que se recorra el camino, se está siempre dentro del
mismo camino.
Cuando, por su parte, la revelación bíblica nos habla de
Dios, el hombre cambia de género, se re-genera, se convierte por la
fe en creatura. La creatura, el hombre “capax De i” intenta acceder
a través de la multiplicidad que se expresa en la analogía, superan­
do así la equivocidad creatura-creador, a Dios. Es la elaboración
propia de la teología que se carga con demostraciones de la exis­
tencia de Dios a través de las posibilidades y contingencias de las
creaturas. Resulta imposible superar este caos porque, en sí mismo
es an-árquico, i.e., sin Ser.
Nimio de Anquín ha recorrido todas las relaciones entre los
términos de estas dos columnas. Ha ensayado una y otra vez su po­
sible relación. Incansablemente. No hay oportunidad en la que al
hablar de Ser, no nos hable del Ser-Dios. Si es del ente del que se
trata, nos remite a la creatura. ¿Cómo decir inmanencia sin proferir
trascendencia? La participación unívoca se enfrenta con la analogía
equívoca; la filosofía, a la teología. La mostración es mostración
del Ser; la demostración no de-muestra a Dios, sino que vuelve a
mostrar el Ser. El acto y la potencia excluyen la posibilidad y la
contingencia. En una palabra: no ha podido expresar un solo pensa­
miento —no olvidemos que pensar es Ser— sin una relación expre­
sa a la fe creyente cristiana. Que coincida o no coincida lo que de
Anquín pensó con la fe cristiana de sus padres, es obviamente un
problema. Nosotros hemos visto, en la Primera Parte, por qué no
podía coincidir. En la Segunda y Tercera Parte hemos, creemos,
mostrado por qué no coincidía su metafísica con su Dios. Pero, la
cuestión es siempre, más allá de cualquier coincidencia o no coinci­
dencia, que de Anquín, cuando habla y cuando escribe, plantea una
y otra vez el problema. En su propia terminología: plantea el enig­
ma y el misterio. Enigma es el del Ser. Misterio, el de Dios.
Perifonía

No hemos encontrado mejores palabras para finalizar las


nuestras prosaicas que las redondas letras de nuestro amigo, el po­
eta Daniel Vera, Perífrasis Griegas, en este soneto en memoria de

NIMIO DE ANQUÍN (1896 - 1979)

"Pensaste lo más hondo. Nada más.


¿Qué más incumbe al hombre por ser hombre?
¿Qué, después de buscar el quieto nombre
de la Esfera sin siempre ni jamás?
¿Qué, más que la razón de las razones
—razón de ser del astro y de la rósa­
la razón que ilumina cada cosa
cuando el hombre despoja sus visiones?
y tal fu e señalado tu destino,
tu tiempo, tu vigilia, tu esperanza,
tu labor, tu fatiga, tu templanza,
tu palabra, tu amor y tu camino,
y así, sin más, tu vida se ha cumplido
como un Enigma pleno de sentido. ”

Córdoba de la Nueva Andalucía, 16.mayo. 1989.


ÉTIENNE GILSON: UN EXTRAÑO FILOSOFANTE
ENTRE EL VIEJO Y EL NUEVO MUNDO
DURANTE EL SIGLO XX

“Nació en el tajo de un interrogante,


como los ríos, como las ideas.
Viene de lejos, lleno de horizontes,
y un cansancio de siglos y de leguas. ”

No hemos encontrado un modo de expresar mejor la experien­


cia de Éttenne G ilson que estos versos, no dedicados a él, del Pbro.
Luis J eannot Sueyro, en Huellas y Cantos, puesto que nos mues­
tran de una manera elemental y casi plásticamente el rostro de G il-
son, maduro, desde su nacimiento, en pleno mediodía, durante
aquel 13de junio de 1884, en París, el París mismo de Alcuino.
¿Quién, en efecto, sospecharía entonces que este niño, recién naci­
do, maduraría hasta el punto de ser el lugar proporcionado de en­
cuentro de una idea corriente, venida de muy lejos, turgente de
horizontes, y, que él mismo, con un cansancio de siglos y de le­
guas, la brindaría al siglo XX, “problemático y febril”? Durante casi
toda su larga vida no sería, sino, un extraño filosofante tanto en la
vieja Europa como en la joven América. Hoy, de seguro, no hay, no
existen casi, filosofantes. El haber tenido que ir a buscar tanto más
lejos lo que debía encontrarse a la mano hizo de él con justeza lo
| que fuefun hombre creyente que usó todos los instrumentos que
utilizó con habilidad, principalmente la filosofía, el arte, la política
y la ciencia de la investigación histórica, para intentar clarificar su
| propio camino de salvación^ Pero, en esa tarea se le fue toda la
¡ vida, una vida larga, pero, no lo proporcional mente fecunda que hu­
biese podido ser, de no haber tenido que realizar, por sí mismo,
dueño de su exclusiva libertad en la que lo educó y lo dejó la Sor-
bona, ese largo y prolongado y dificultosísimo esfuerzo.
Lo más extraño de esta situación fue que quienes le hicieron
gastar fuerzas y más fuerzas, casi en balde, fueron precisamente
aquellos que se autoconsideran los herederos de la, comúnmente
llamada así, única filosofía verdadera, la filosofía perenne, la filo­
sofía aristotélico-tomista. ¡Qué suerte grande la suya por ignorar a
santo Tomás de Aquino! Podrá, luego de estar sesenta años fre­
cuentándole, exclamar entre muchas dudas: ¡mi santo Tomás de
Aquino!, expresión que no dice sólo el serio problema de investi­
gación histórica que se encuentra en esa “conciencia cerrada” sino,
y, sobre todo, la amistad que le brindó, en pleno siglo XX, aquel
teólogo meridional. Nada menos que cuarenta años de su vida le
llevaría volver a encontrar la vieja noción tomista de teología me­
dieval, ciencia ordenadora, por demás; y veinte años, que no son
pocos, el entender la noción de ser de santo Tomás, noción de la
cual depende todo en filosofía; y treinta años de tarea el llegar a
comprender las incomprensibles divisiones entre las izquierdas y
derechas cristianas en Francia. Reconfortable resulta para nosotros,
—que apenas hemos hurgado entre sus obras—, la sensación de
entera libertad de movimiento que se experimenta entre ellas
como, así también, de clara entereza en su soledad.

Luego de esta pequeña introducción vayamos a lo que


ensayaremos en esta conmemoración. En primer lugar, nuestra pre­
tensión no será el desarrollar un trabajo científico de investigación
con títulos de obras, citas de las mismas, opiniones críticas sobre
ellas, etc., pues no es este el lugar, ni esta la oportunidad, ni cree­
mos, lo que es lo más importante, la intención del mismo G dlson.
Por ese meridiano no pasa lo que G ilson ha visto, aunque para él
haya sido, casi, su misma vida. Un esfuerzo en tal sentido, necesa­
rio por otra parte, puede sin embargo, ocultamos el meollo de la
cuestión por él planteada y desarrollada. En segundo término, tam­
poco nos parece lo apropiado para esta ocasión el mero repetir
epigonal mente lo dicho por el filósofo, en una actitud de incondi­
cional obsecuencia y admiración, pues su obra entera es una invi­
tación a no volver a incurrir nuevamente en semejante error; error
este que oculta, lo mismo que su opuesto, la liviandad con la que
se aceptan o rechazan las afirmaciones de un autor logradas luego
de muy prolongados esfuerzos. No; no cometeremos ese imperdo­
nable desliz. En efecto, si algo nos ha enseñado este maestro de la
historia de la filosofía es que ella no es el recuento de cadáveres
de enemigos muertos por combatientes victoriosos, sino, el lugar
donde veneramos a todos los que han librado un muy noble com­
bate. Así es como nos hemos dado cuenta de que en este camino
verdaderamente humano no hay amigos y enemigos, sino, sólo,
amigos. Amigos son aquellos que quieren y buscan las mismas
cosas, dijo su maestro repitiendo, a su vez, a sus aún más antiguos
maestros. No es precisamente la alabanza ni la denigración las que
nos permitirán ingresar en el círculo de su amistad.
¿Qué es, pues, lo que, con el ir de la pluma, ensayaremos
hoy? Dos cosas sencillas:'
1. Y también primero debido a su importancia metódica,
mostraremos que, no en balde, G ilson colocó el epígrafe que colo­
có en el comienzo del libro que constituye su autobiografía espiri­
tual: ^La filosofía es sierva de la teología, está claro.’’f ]
2. pero primero en importancia de contenido, señalaremos
que toda [su obra no es otra cosa que un extenso y, aparentemente
no relacionado comentario a los trascendentales del ser, la verdad,
la belleza, el bien y la unidad, trascendentales que se reordenan en
la unidad mismas de la teología reconquistada por este infatigable
investigador^
i K1 método: La filosofía es sierva de la teología.
Entremos en el primer tema. Estudiando el pensamiento mo­
derno, D escartes a la cabeza,^Gilson descubre que sus filósofos,?
llegados a la mayoría de la edad, y, por consiguiente, bajo su sola
capacidad de ver y de decidir,(formulan una serie de afirmaciones
filosóficas que él mismo, leyendo a los griegos, no encuentra entre
ellos.|ínvestiga, entonces, a sus queridos medievales. ¡Oh, San
Agustín, Santo Tomás, San Buenaventura, Duns Scoto, San Ber­
nardo, Dante y Abelardo!—,(encontrándose con la susodicha serie
de verdades, pero, no dentro de una ciencia llamada filosofía, sino,
precisamente, teologíajLlega, por lo tanto, a la lógica conclusión
de que tales afirmaciones de los modernos, síendcP en sí mismas
filosóficas^ no hallándose así entre los griegos, sino justamente en
las teologías medievales, deberían, aun en éstas, ser filosóficas;
nadíT liÑ ^ menos, que ubj^dás^erT un” orden teológico,
como es lo natural. Fue de este modo que dijo lo que vio son sus
propios ojos, pues no se requería otra cosa para verlo que el tener
ojos, y, no sabiendo cómo nombrar esta ciencia la denominó filo­
sofía cristiana ignorando, aun, su coincidencia con el mismo León
XIII papa. Pero, £a GiLSON^mismo, laico, no clérigo, profesor
universitario, en el París de pleno siglo XX, (cómo pudo ocurrirse-
le juntar filosofía con cristianismoT^No encontró casi quien a su
lado, y, sí, prácticamente a todo el mundo intelectual, en contra.
Aquí está la clave de bóveda de Étienne G ilson. En efecto,
experimentar semejante fenómeno por haber tocado este punto
neurálgico ha hecho de él uno de los personajes más lúcidos de
este siglo, ya que, en lugar de resentirse, fue acicateado a usar más
y mejor el instrumento científico, el de la investigación histórica,
proporcionado por sus maestros, pero, que, en su caso, tuvo una
aplicación insospechada, por lo inédita. Volvió a verificar, esta vez
y cada vez con mayor rigor científico, lo que vio de entrada: eran
todas afirmaciones filosóficas de la mejor cepa, pero, ubicada en
un orden teológico. ^Se dio entonces cuenta, en primer lugar, de

f ^/V - v

0 ú /* - r ^ '
que entre los cristianos, católicos y protestantes, hacía ya mucho
I (tiempo había desaparecido la noción medieval de teología.”7
° v' ^ ¡Hubo dos modos de destruirla: uno, el usar de la filosofía,
como si no se usara de ella, para elaborar una teología.'/En el como-
^ si-no-se-usara-de-ella está la anormalidad.^Bso mismo es lo que
hicieron todos los escolásticos confundiendo, Ingenuamente, un mé- ^
todo didáctico de enseñanza de la filosofía, con la filosofía. De tal
modo es esto obvio, ¡aun hoy y aquí!, que los escolásticos creen
(7
que su filosofía, generalmente de manual, es —¿quién lo podría po-
ner en duda?— la filosofía. Es autónoma, como cualquier filosofía, <?■0 <2.
de la fe cristiana y de su ciencia, la teología. Pero, goza de las pre-
rrogativas de infalibilidad de las mejores verdades reveladas: ¡es la
única filosofía verdadera! Si alguien se atreve a disentir, en cual­
quier cuestión filosófica, de ella, inmediatamente se le aplica una
resolución conciliar de tal o cual concilio de la Iglesia católica y
queda solucionado, ya, el problema. G ilson vivió personalmente
este modo permanente y extraño, por demás, para un filósofo, de
plantear y resolver cualquier problema.
/E l otro modo de destrucción de la teología medieval fueren
viendo los teólogos protestantes este solipsismo de algoritmos ló­
gicos que pretendía autobastarse a sí mismo hasta el límite, inaudi­
to, de fundar en su pretensión la misma revelación cristiana, fue,
decimos,^ííegar la filosofía, cualquiera fuere, en nombre de una
teología sin logos; sin logos es decir poco, ya que se pretendió que
la fe fuese un contra-/0(g05.jNuevamente volvía a escena la vieja
discusión medieval, pero, ya no eran los mismos ni los actores, ni
el escenario, ni, siquiera, la misma la significación de la letra en el
guión.
Mientras tanto, los demás, los filósofos no creyentes, no po­
dían menos que negar la teología, afirmando, sin más, la filosofía,
pero, en un intento, de progresividad creciente, de desteologización
de la misma filosofía. Con un ejemplo sólo bastará para mostrar la
situación actual de este proceso: la vieja noción de teología medie­
val entró en la substitución sucesiva de métodos y, por lo tanto,
también de contenidos; se habló prim eram ente de teología natural;
luego de teodicea, para desembocar finalm ente en la filosofía de la
religión, fenom enología de la religión, psicología de la religión,
sociología de la religión, etc., o sea, en una teoría científica en
permanente y seguro progreso. En realidad, la teología fue siguien­
do todos los senderos recorridos por lá mism a filosofía. Por ejem ­
plo, muchos intentaron, sobre todo a partir de K ant, convertir la
teología en filosofía; mejor dicho aún, convertir la teología en
antropología, conservando algunos, como en el caso del mismo
Kant, el dios despótico de su filosofía. E n realidad de verdad,
quien, así planteadas las cosas, saca todas las consecuencias y tie­
ne, por consiguiente, toda la razón del m undo, es N ietzsche, esta­
bleciendo, ya en el pasado siglo, la única conclusión coherente: los
cielos han pasado; sólo queda la tierra, y todo lo que hay en ella.
Definitivamente el hombre es ahora el único dios omnipotente.
Se quedó G ilson mirando el cielo pero, sin poder dejar de
ver la tierra y con tal agudeza en la mirada que se volvió necesa­
riamente un filosofante. ¿Quién es G ilson? No es un filósofo es­
colástico de los corrientes. No es un teólogo católico, ni
protestante; tampoco, un filósofo protestante. No tiene el estilo de
los filósofos modernos que intentaron conservar a Dios, como
pudo haberlo pretendido K a n t o el m ism o H egel. M enos que me­
nos tiene el aire de aquellos que como Feuerbach, N ietzsche o
M arx, intentaron excluir totalm ente a Dios de la realidad. No es,
tampoco, un filósofo contemporáneo que nos m uestre la “libera­
ción de la teología” o “la miseria de la teología”.^Gilson es un fi­
lósofo escolástico del mejor estilo m ed ie v aljL a palabra utilizada
por él para describir la situación lo define y perfila, sin posibilidad
de confusión, a él mismo: “El espíritu de la filosofía m edieval”.
Pero como^ estos filósofos escolásticos no fueron con precisión ¡
filósofos sino exactamente t e ó l o g o s ^ G i L S O N es un filósofo, y, tam-í
bién, mas en segundo lugar, un historiador que transitó una y otr^
vez la historia de la teología y de la filosofía intentando entender la
relación entre ambas, y quedándose sin poder llevar a cabo la obra
propia de aquella^Toda su robusta alegría brotando en cualquiera
de sus páginas escritas le viene de haber entendido esta relación,
pero, también de allí le viene todo el dejo de tristeza que aflora, de
vez en cuando, como una queja, por no disponer ya más de tiempo
suficiente para dedicarse por entero a lo que en realidad se dedica­
ron todos los medievales: conocer quién es Dios investigando, para
ello, lo que Dios hizo. Ya volveremos sobre esto mismo. G ilson
tiene la impresión, a medida que envejece sobre los textos, de ha­
ber perdido el tiempo precioso de su vida hablando entre sordos.
No es precisamente, nos dirá, que los hombres no quieran ver ni
oir, menos que menos, los creyentes, como, así tampoco, los hom­
bres no creyentes, sino quedara ver y oir lo que hubiere que ver y
escuchar se requiere, como en todo el método apropiado. Sin él,
sin el método con el cual se estructuró por lo menos una teología,
la medieval, resulta imposible el intentar siquiera mantener en pie
los contenidos verdaderos y de salvación^ Este es, pues, el meollo
de la experiencia de G elson: “La filosofía es sierva de la teología,
está claro.” Por eso se convirtió, en pleno siglo veinte, en aquello
jfeque los medievales denominaron con justeza: un filosofante.

2. El contenido: los trascendentales y la unidad.

V eam os ahora el segundo punto a tratar, i.e., “la unidad de


la experiencia filosófica” elaborada por G ilson. De entrada, nomás,
podem os afirm ar q u ^todo su esfuerzo, y desde el comienzo mismo
de su investigación sobre D escartes, fue redescubrir el significado
adecuado de la inteligencia del hombre crecida desde su propia raíz
en el ser, y por su relación, en la verdad/^Ju resolución del proble­
ma^ planteado en las fuentes de lo escrito por los grandes filósofos,
^consistió en darse cuenta de que el hombre no podía ser una inte­
ligencia alim entada de sus propios pensamientos, sino, la inteligen­
cia de un ser, el suyo, descubridor de otros seres, que encuentra en
este descubrim iento la verdad de sus afirmaciones^/así es como la
verdad vista le permite buscar el amor de todos los seres, pero, sin
extravíos, y detenerse gozoso ante la belleza creada y recreada, sin
limitaciones. Esta unidad de la filosofía que logra integrar toda la
compleja verdad de la realidad en la unidad misma de la teología,
hará que el orden descubierto por él, sea, no sólo un orden huma­
no, sino, y, sin más, i.e., de entrada nomás, un orden de salvación
cristiano.

El Ser y la Verdad

Comencemos diciendo dos o tres palabras sobre el ser. He­


mos ya señalado que jen filosofía todo depende de la evidencia que
el ser proporciona a la inteligencia,"] que, por ser tal, es decir, la
primera concepción de la inteligencia, resulta del todo imposible su
refutación. Lo que quiere decir lo siguiente: (No hay manera de
demostrar a un filósofo que está errada su noción de ser, porque,
hasta la misma erranza es por él entendida desde el modo cómo
concibe lo real, así como y desde otra manera de entender lo-que-
es se conoce que sea verdadero .JN0 hay manera, por consiguiente,
de zafarse del ser, como, tampoco la hay de demostrarlo. ¿Qué
hacer? Lo mismo que hacen, que han hecho seguramente y harán
todos los grandes metafísicos: verlo de tal manera que no haya
realidad alguna que no quede, a su luz, iluminada. Esa es la tarea
del filósofo. Ya tendremos oportunidad de indicar algunos alcances
de esta observación.
Además,[el hombre es un ser que se conoce a sí mismo tanto
y cuanto conoce a otros seres afirmando la verdad de ellojsjLRero,
estos seres, dada la peculiaridad del hombre, serán seres inferiores
a él mismo, no superiores, y de su conocimiento de ellos aparece­
rá, con toda claridad, su diferencia de él, e.d., su posibilidad de
verdad^En esta cuestión de la verdad G e . son no se ha cansado de
insistir que resulta del todo imposible un realismo crítico por su
incomprensible compromiso con el idealismo. La noticia de los
seres exteriores a la conciencia del hombre es la primera evidencia.
Por supuesto que el hombre puede, tal como lo realizó D escartes,
partir de la evidencia de la propia conciencia. Pero, a otras conse­
cuencias llevaría indudablemente semejante método.
Queda, por consiguiente, aclarada cuál sea la naturaleza hu­
mana, pero, no, aún definitivamente, ya que el análisis del ente,
i.e.. de lo-que-tiene-ser, nos llevará hasta la afirmación de un puro-
acto-de-ser-subsistentc que, no siendo ya un ente, aparece como
tundamento del e n t e por un tipo de relación muy peculiar expresa­
do en la creación de la nada y coincidente con el Dios de la Biblia.
El ser coincide con Dios: la verdad v la inteligencia, también: asi­
mismo, la hondad v su amor, pura libertad en la unidad de un es­
plendor enteramente bello. Esta identificación —o no— del ser con
Dios lleva en sí misma el siguiente riesgo: en la misma proporción
en que Dios no se relacione con la metafísica, i.e., con el ser, éste,
el ser, comienza a obscurecerse de tal modo que termina desapare­
ciendo por completo de la inteligencia del hombre, dejándole sin
luz, a obscuras, que es lo mismo que pretender decir, afirmando,
que el hombre queda sin inteligencia. Así es como toda la potencia
de su vida se constituye en un poder obscuro que no puede, ni a sí
mismo, ni por sí mismo, siquiera, llamarse obscuro. Y,_en .1&_mis­
ma proporción en que la metafísica no se relacione con el ser, es
Dios entonces quien comienza a obscurecerse, desapareciendo por
completo de la inteligencia del hombre, dejándole sin luz, en ti­
nieblas, respecto de lo divino. Así es como, también, la vida divi­
na se convierte en sí misma y para el hombre en un puro poder,
obscuro y tenebroso.
Ahora bien, y aunque G dlson no pudo, ya lo hemos observa­
do, dedicar su vida a preguntar, como lo había hecho su maestro,
¿Quién es Dios?, sin embargo, siempre vio con claridad que Dios,
el Dios en el cual ya creía, era también el ser, lo cual, para el ca­
mino de salvación no es ni mucho, ni poco, pero, para la filosofía,
todo. En efecto, saber que Dios, el ser, es la causa creadora del
ente es, también, conocer el fundamento del ente, i.e., es conocer
qué sea el ente. Y, aunque no podamos aprehender conceptualmen­
te el verbo ser que hace que el ente sea ente sino, y, por lo tanto,
solamente a través del sujeto que lo posee, o sea, de la misma
noción de ente, sabemos que el ente es real y que el conocimiento
que tenemos de la realidad, cuando la concebimos como ente, ver­
dadero. Así, también, y del mismo modo, conocemos que cuando
afirmamos que Dios es el puro ser, sabemos que Dios, es real.Y
verdadero, aunque ignoremos qué sea para Dios ser lo que es: el
Ser. Dios, en efecto no es un ente,j.e., un sujeto que posea el ser,
sino, que Él lo ES. Lo que ya nos dice que siendo Dios translúci­
do a sí mismo, la verdad es en El, El mismo. Con esto queremos
decir que las cosas todas, por ser entes, tienen ser, pudiendo, ade­
más, al relacionarse con la inteligencia del hombre aparecérsenos
como verdaderas, pero, y, sobre todo, Dios es el Ser y la Verdad
y, consiguientemente, el fundamento inteligible, i.e., translúcido,
de todas las relaciones y de su unidad, tanto de todas las cosas
como de la naturaleza del hombre mismo.
De este modo así expuesto es como la potencia de la inteli­
gencia adquiere suficiente vigor para no extraviarse el hombre, lo
que sería demasiado ingenuo, entre los seres inferiores a él; ni, lo
que sería mucho más grave, dentro de la profundidad de sí mismo;
ni, lo que en tal caso sería terrorífico, entre los seres superiores a él;
ni, lo cual lo anonadaría totalmente, frente a un poder divino omní­
modamente despótico. Así es nomás: la claridad de lo divino, si
bien imposible de ser vista en sí misma por el hombre, es, sin em­
bargo, vista; y, es vista por él en los seres entre los cuales el hom­
bre vive. Esta luz con la que el hombre transita dentro de la
realidad, en la metafísica, es lo suficientemente clara como para que
le permita mantener siempre erguida su cabeza respecto de los seres
inferiores, entre los seres iguales, frente a los seres superiores y
frente al mismo SER-DIOS. La creación de la nada significa exac­
tamente que Dios ha creado al ente de la nada, lo que, y para decir­
lo de manera inversa, significa que el ente es real tanto como Dios
y esto de tal modo así que, por más equivocación que.pueda un ente
cometer, en este caso, supongamos, el hombre, nunca puede éste, y
por su sola equivocación, dejar de ser lo que es, un ente. El anona­
damiento no es de incumbencia de ningún ente, del mismo modo
que no lo es su creación, y, por eso mismo. Pero es indudable que
la herida que infligirse pueda a sí mismo y a todos los demás seres,
principalmente a sus semejantes, e incluido el SER-DIOS, es pro­
funda necesariamente en la misma dimensión de su propia perfec­
ción. jQué misterio haya en la profundidad del propio desequilibrio
de los límites del alma del hombre sólo queda guardado para Aquel
que siendo creador del ente, y creador del hombre, quiso recrearlo
de nuevo, en una dimensión que late con el mismo latido de la inte­
rioridad sacratísima y secretísima del Dios mismo cristiano!

De la belleza y sus a rtista s

De la belleza sólo esbozaremos dos trazos. Cualquier planteo


que se pretenda en la cuestión de lo bello no podrá realizarse sino
sobre el supuesto mismo de la belleza: es ella un trascendentad del
ser y como tal, también, estructurado con la unidad, la verdad y el
| bien, y del mismo modo en el que el hombre, al realizarse a sí
mismo, puede favorecer siempre la unidad, el bien y la verdad,
más aún puede, y de un modo del que solamente los artistas po­
seen el secreto, acrecentar el esplendor de cualquiera y de todas
estas relaciones.
¿Cómo crean belleza los artistas? Se lo deberemos preguntar
a ellos mismos. Ellos pondrán a nuestra disposición, en sus propias
obras de arte, toda y su única explicación. Son las obras de arte,
precisamente, las que nos hablan de un lenguaje que dejando de ser
prosaico vuélvese sólo canto. De allí que la cantidad de gozo y de
admiración que regala al mundo y a cualquier época un artista es
proporcionada a su propia capacidad de crear cosas bellas, pero,
también, a la propia capacidad de recrearlas que posea quien las
contemple. Por ello, aunque ni la teología, ni la metafísica pueden
producir una obra de arte, sin embargo, la verdad sobre Dios, sobre
el ser y sobre el hombre nos facilita, en una adecuada proporción,
el no confundir nuestra propia incapacidad para admirar una nueva
creación de la belleza obrada por un nuevo genio creador con la
violación a unas supuestas realidades, verdades o bienes que, tal
vez, ni siquiera entendamos ni querramos en sí mismos. En efecto,
por lo menos hemos de damos cuenta de que el ámbito de la repre­
sentación intencional nunca es lo mismo que el ámbito de lo méta-
físico y, además, que muy pocas realidades nos son lógicamente
representables. No así como así podemos invocar esencias y verda­
des y bienes metafísicos para juzgar con ellos, concretamente, una
obra de arte. En todo caso y siempre lo que podamos señalar en
una obra de arte lo deberemos hacer desde la belleza misma mos­
trada en esa obra concreta, obra que poseyendo la belleza, la ejerce
y la irradia.
Por supuesto que no hay posibilidad de obra de arte alguna si
no es contando con el artista y con los elementos de que dispone
ese mismo artista. Lo que más asombra, indudablemente, en los ar­
tistas es ese poder creador, de algún modo divino, con el que, des­
de el caos más caótico y miserable, son capaces de extraer armonías
insospechadas y, siempre, sublimes. ¿Hasta qué punto la belleza,
mostrando siempre un refulgente punto de equilibrado sostén, no
mantiene la dignidad de lo que, aparentemente, no guarda ninguna?
Desde que el Obscuro lo dijo sabemos que la armonía oculta lo es
más que la manifiesta. La obra de arte es una armom'a manifiesta y
el artista, su hacedor; buen ofició es el suyo. El teólogo y el filóso­
fo sólo pueden, al reconocerlo en su ejercicio, respetarlo en él. Ten­
drán así y siempre de qué asombrarse y admirarse dando gracias.

Del bien y del mal y la política

Aunque en todo lo que hemos dicho hasta ahora hemos habla­


do permanentemente de cosas reales que están a la vista, sin em­
bargo, siempre que se intenta decir algo del bien nos encontramos,
de seguro, con mayores dificultades. ¿Cómo evitaremos la sola
mención del mal si pretendemos hablar del bien?; y la sola mención
del mal contemporáneo nos deja con la sangre helada en las venas.
Siempre el dolor de nuestras propias entrañas nos dificulta hasta la
posibilidad de pensar. Pero, en medio de una sierra cordobesa hir­
suta, hemos escuchado el eco de una voz benedictina clamando en
el desierto: “El pensamiento debe bajar al corazón, a las pasiones,
al infraconciente. Pero el corazón y el vino no deben subir a la ca­
beza.” (Hna. C ándida M aría C ymbalista O.S.B.). En otras pala­
bras, el bien es un trascendental del ser, como lo son la verdad y la
belleza. Con esta garantía, la del ser, que impide desequilibrar nues­
tro corazón y hasta la médula, perdiendo la cabeza, nos atreveremos
a destacar dos o tres observaciones de G ilson.
La primera observación que nos hace, luego de haber vivido
intensamente en Europa dos hecatombes mundiales, es_—¿quién
puede ponerlo en duda?— que los dioses y el Dios del cristianismo
están, sin más, muertos en el corazón racional del hombre. Es esta
una revolución sin precedentes en cualesquiera de las civilizaciones
por nosotros conocida. Y nos lo dijo haciendo referencia a lo que
sucedió, hace mil años, a orillas del mar, en Auxerre, Francia.
Hoy, 19 de septiembre de 1984, hacen, apenas, seis años de su
muerte acaecida allí, en Auxerre. En nuestra coleta, para quien
ama, no hay símbolo que, además de bueno, no sea verdadero.
Hablo del amor de Dios a Étienne G ilson. Mientras tanto, a noso­
tros apenas nos llega el eco lejano de su voz, y tenuemente, pues
nuestros oídos aldeanos no están prestos aún para semejantes vo­
ces. Y nos dice: si quieren enterarse de qué cosas hablo, desde que
he tomado la pluma para escribir la primera página de las que lue­
go llegarían a miles y miles, no tienen más que mirar ese bello
rostro de hombre, de poblados bigotes, ojos claros debajo de una
frente ancha y despejada, que vino, vio y dijo ante nosotros y an­
tes xque todos nosotros, lo que nuestra indolencia y nuestra ceguera
nos impidieron, hasta ahora, ver con claridad: que el Dips del cris­
tianismo en el que Occidente ha creído durante 2.000 años, ha
muerto. Esta observación no es, porque no puede serlo, si de ver­
dad lo es, una observación más entre otras observaciones. Es úni­
ca. ¿Cómo es que aún no nos hemos percatado de ella? No hay
sino que ver y escuchar una reunión de creyentes cristianos, deli­
berando, para percibir inmediatamente que no están enterados de
nada. En efecto, no conocen aún el Acontecimiento.
Si hay un problema que deriva consecuentemente del proble­
ma de la relación entre la fe y la razón, o sea, entre la teología y la
filosofía, es, para los creyentes en el Dios cristiano, el problema que
plantea la política. Las mismas objeciones que suelen dirigirse a
cualquier intento de relación entre la fe revelada cristiana y la razón
del hombre occidental, observaciones siempre cruzadas y excluyen-
tes, por consiguiente, de toda posible relación, son las que se formu­
lan cada vez que se pretende —o no— establecer una relación entre
el cristianismo y la política. No hablaremos de las dos ciudades per­
fectas, concepto inventado tardíamente y, no, precisamente, con la
significación que encontró adecuadamente san A gustín , pues seme­
jante terminología resuena en los oídos del mismo modo que las
clásicas distinciones formales que inmediata y continuamente salen
a relucir fuera de su clave de bóveda, complicando más el malenten­
dido. Haremos sólo una nota sobre el bien común del hombre y,
también, ¿por qué no?, sobre el bien, común de los cristianos; y se
sabe que Cristo es su lugar común. Esto bien en claro, todo creyen­
te sabe perfectamente de la importancia que en su misma realidad
humana significa la realidad divino-humana. No hay, en efecto, ac­
tividad humana que no se vuelva instrumento de la fe. Ya lo hemos
visto respecto de la filosofía, i.e., respecto de la verdad. La verdad
que el hombre pone al servicio de la verdad que salva.
Resulta, también, obvio que el bien común político sea, para
un creyente cristiano, instrumento del bien suyo de salvación. Y,
de la misma manera que se puede decir claramente que quien no
use su razón, léase filosofía, para entender lo creído, tiene, en rea-
lidad de verdad, una fe muerta, así, podríase atender a la importan­
cia que tiene el obrar del hombre en todas sus relaciones, desde las
personales, familiares y sociales hasta las políticas, nacionales e
internacionales para avanzar en el camino de la salvación, de modo
que quien no disponga enteramente del atelaje del alma y del cuer­
po para el cumplimiento de la perfección de la lev, que es el amor.
tiene, en realidad de verdad, un amor seco, i.e., muerto. Esto,
como dice G ilson citando a P égxjy, es claro, Pero, ¿qué es lo que
sucede en realidad? Sucede que, hablando sólo en un nivel político
nacional, apenas los cristianos comienzan a obrar aparecen los
malentendidos. Digámoslo directamente: nosotros, los cristianos, no
entendemos el método adecuado con el cual plantear y resolver este
grave problema. Lo peor de la situación estriba en que ni siquiera
nos hemos dado cuenta nunca de que alguna vez hemos de decidir­
nos a tomar el toro por las astas y no, por la cola, para luego no
quejamos así —¡de los hombres no creyentes, precisamente!— de
que no nos comprenden, ni nos aceptan. Lo que sucede es que no
nos entendemos ni siquiera a nosotros mismos, ni como hombres,
ni como creyentes. Casi siempre confundimos nuestras elecciones
humanas que, en cuanto hombres, debemos tomar bajo nuestra ex­
clusiva responsabilidad, con elecciones de carácter divino. Obvia­
mente, y como no puede ser de otro modo, cualquier hombre no
creyente ve en nuestras propias decisiones la responsabilidad, no
nuestra, sino, de nuestro Señor Salvador. Como ese hombre se
encuentra solo con su sola decisión y posee, indudablemente, en lo
que hace dignidad y responsabilidad, no le queda otra alternativa
que rechazar nuestra opción, si la suya no coincide con la nuestra.
En realidad lo único que hemos hecho con él, mis queridos amigos,
es equivocar su camino de salvación, ya que hay un solo camino de
salvación, que no somos nosotros, precisamente, y, también, equi­
vocar nuestro camino de comunidad política. Ahora bien, del hecho
de que nosotros equivoquemos nuestro propio ámbito de realización
política porque imposibilitemos en nombre de nuestra fe de creyen­
tes, una relación política adecuada, no se siguen sino consecuencias
graves para nosotros y para 1os demás, i.e., para el bien común de
J a ciudad, hoy la humanidad toda. Pero, que nosotros con nuestra
actitud desviemos a otros hombres del camino de salvación porque
desaprensivamente, sea por indolencia o ceguera, equivocamos
nuestro propio camino de salvación ya resulta grave, sin más. Ofre­
cer amor seco, es serlo. No hay otra razón de la violencia que los
cristianos pretendemos imponer a los demás hombres que este mal­
entendido que subyace sin clarificación en cualquier obrar cristiano.
^Cómo es posible, nos dice G ilson —hace ya medio siglo, en el
año 1934— hablándonos del “orden católico”, que los cristianos
quieran apoderarse del poder del estado para, desde allí, obligar jpor
medio de la ley a los no creyentes a que ayuden a los creyentes,
económicamente incluso, es decir, obligarlos a proceder como si
fuesen cristianos? Lo que es nuestra ineludible obligación, de entra­
da nomás, como creyentes y, consecuentemente como ciudadanos,
de construir estructuras cristianas por nosotros mismos y poder así
realizamos como cristianos, lo delegamos, y más que delegamos, lo
exigimos justamente de aquellos que, no siendo cristianos, quere­
mos, además de que nos ayuden, convertir al cristianismo. En crio­
llo: en nombre de Dios exigimos a los no creyentes construyan la *1
ciudad celeste y las estructtuas Jium a^ „para que podamos, noso- í
tros los cristianos, seguir participando cual zánganos parásitos de i
ambas ciudadanías,.,Lo que hemos dicho pareciera demasiado duro j
para nosotros, cristianos. Sin embargo, nuestra desgraciada equivo­
cación mucho más dura resulta, y sin punto de comparación, para
los hombres que no tienen nuestra misma fe, pues le impedimos el
acceso a ella, i.e., a su salvación.
No hemos de decir nada, ya en un ámbito social-nacional,
respecto de lo que ha sido denominado de distintas maneras y con
significaciones diversas, v.gr., enseñanza privada, educación priva­
da, enseñanza libre, etc., como un bien de la educación en el cual
los cristianos han participado siempre contra lo que ha sido deno­
minado enseñanza laica o estatal. En un asunto de carácter interna­
cional y de máxima gravedad como lo es la guerra y que pone en
peligro el bien común de la humanidad, la paz y la vida, no se han
cansado de insistir, condenándola terminantemente, los últimos
cristianos Papas de la Iglesia católica. G ilson, ya en 1948 casi fue
desterrado de Francia por oponerse al pacto de la OTAN. Sin em-
bargo, los cristianos no parecen haberse dado cuenta de la grave­
dad de la situación, y al no ver nosotros ninguna solución y, ni
siquiera, la más remota posibilidad de planteo de la cuestión, nos
viene a la memoria aquel verso del poeta cristiano que nos descri­
be durmiendo en todas las vigilias del hombre. En efecto, todo es
cuestión que se ha de plantear y resolver dentro de la vieja noción
de teología, nos dice nuestro filosofante. Es sobreabundante la can­
tidad de escombros que la ocultan, pero no en el límite de no dar­
nos cuenta de lo siguiente: en la proporción exacta que filosofando,
nos hemos ido desembarazando de ella, liberándonos de su regio
señorío, en esa misma y exacta proporción nos hemos vuelto sin
valor alguno, como nos lo recuerda, también, a todos los creyentes
cristianos, Zaratustra, “Hay hombres que pierden todo su valor
cuando escapan a su servidumbre” (N detzsche). ¡Poco sería, sin
duda, el tiempo que pudiéramos dedicar a meditar la profundidad
encerrada en las palabras de Zaratustra, si a través de ellas sospe­
cháramos, por vez primera, cuán muerta está nuestra verdad revela­
da; cuánto, la misma verdad de la filosofía, y, cuán achicharrado
nuestro pobre corazón!
Étienne G dlson , nacido hace un siglo que son cien años, de­
dicó el esfuerzo de toda su vida a buscar la juntura por donde se
jprodujo tamaña fisura entre Dios y el hombre, mejor dicho, entre
éste y Dios. ¿Podremos decir que este nuevo prototipo de monje
laico occidental pasó su vida entera meditando, a la sombra de la
Palabra encamada, las graves palabras de los hombres? Efectiva­
mente, no hizo otra cosa. Y, desde el inicio mismo en la tarea de
investigación de la palabra del hombre occidental, no nos ha deja-
do de repetir una y otra vez que su palabra, la del hombre, se vuel­
ve humana en la equilibrada proporción en que ya ^ra divina,
creadora y redentora. La médula de su extensa obra, escrita y dicha
en la vieja Europa y en la joven América, ha sido un muy cuidado
comentario sobre el ser, la verdad, el bien, la belleza y la unidad,
nombres severos de las cosas por medio de los cuales balbucea el
hombre los nombres divinos.
Yo sé, y así también lo siento, que en lo íntimo de su cora­
zón suspiró, más de una vez, por el ardiente deseo de realizar una
otra tarea. ¿Quién, en efecto, podría sospechar, siquiera, lo que
hubiese sido, en pleno siglo XX, un sabroso comentario suyo sobre
la fe, la esperanza y el amor cristianos al mejor estilo de todos sus
sabios maestros y teólogos medievales?
Libremente decidió entrar este filósofo al servicio de la te-7
ología, y más libremente aún se movió dentro de su servicio a ella;
pero no hubo en su vida reposo, sino, vigilia. Después de Étienne
G ilson ha quedado un ancho camino despejado invitando a realizar
nuestra propia libertad dentro de un orden, y, ¡gracias a Dios!, de
salvación: fides quaeretis intellectum.

Córdoba, 19.septiembre.1984.
PROSLOGION SEÜ FIDES QUAERENS INTELLECTUM

Aclaraciones

Tratándose de un método, el que establece cómo se ha de


usar la razón —léase filosofía— que busca entender lo que ya cree,
nos resulta indispensable hacer previamente algunas aclaraciones:
En primer lugar, como cualquier método, que pretende indi­
car lo que es lo apropiado para movemos con cierta soltura dentro
del nivel que corresponda, requiere necesariamente de la ex­
periencia de quien, habiéndola tenido, sabe cómo establecer sus
mismas condiciones.
Estas condiciones son solamente eso: condiciones. Obvia­
mente que quien ya sabe de estas condiciones, entiende perfec­
tamente que no se puede hacer otra cosa que, indicándolas,
cumplirlas; pero, sabe, también, que son indicaciones preciosas
para aquel que, interesado en la cuestión, no sabe aún cómo abor­
darla. Se trata, siempre, de una invitación. Pero, como toda invita­
ción, ha de ser ésta aceptable para quien la recibe. El método, en
este caso, de San Anselmo, consiste en mostrar lo aceptable que
resulta el usar la razón dentro de la fe cristiana.
En segundo lugar, aquí también rige la lógica. Pero, el fun­
cionamiento de sus leyes resulta convincente, y por su misma co­
herencia, solamente para aquel que sigue las indicaciones, aunque,
y éste es el nudo del problema, la no aceptación de la invitación
propuesta, nunca puede, sin ninguna duda, invalidarlas.
En tercer lugar, y aunque, de entrada, parezca una prepara­
ción para una discusión lógica, sin embargo, se tratará, más bien,
de mostrar un camino, y, más que mostrarlo, se tratará de andarlo.
Ponerse en movimiento, para caminar este camino, será, sin duda,
lo más pesado de la tarea, pero, sólo si se llega hasta el final,, se
verá lo andado, y, sobre todo, se verá claramente si se ha perdido
o ganado el tiempo, precioso, de su propia vida.
Por ello, finalmente, se ha de decir que, tratándose de un
proceso dentro del cual se ve comprometido el mismo hombre que
lo realiza, no se puede exigir, de entrada, conclusiones definitivas,
ni, y por ello mismo, se podrá evitar la sorpresa que causarán, sin
duda, ciertas afirmaciones.
Pero, también es muy cierto que, siendo joven el espíritu, de
seguro, recomenzará la interrogación con nuevos bríos, apenas se
dé cuenta de que la búsqueda de la realidad no va ya más por cier­
tos niveles, pues, y en esto consiste el darse cuenta de la equivo­
cación, el mero hecho de caminar o haber el mismo hombre
transitado por ellos no hace que el camino se vuelva necesaria­
mente camino, ya que senda es la que conduce y, no, evidente­
mente, la que extravía; aunque el extraviarse sea, generalmente,
para el caminante una posibilidad de encontrarse realmente cami­
nando cuando, en el momento preciso, reconoce el desvío.
Ahora bien, el reconocimiento de la posibilidad de extraviar­
se, es decir, de darse cuenta que se está fuera del camino —¿qué
otra cosa significa extra-vio?— es el seguro reconocimiento de que,
en general, existe el camino. Pero, reconocer que se anda extravia­
do, fuera-de-el-camino, significa, en particular, que se conoce de
nuevo —¿no significa eso la palabra re-conocer?— la existencia del
verdadero camino, reconocimiento que posibilita el juicio verdade­
ro sobre el andar fuera de lugar.
La obviedad de lo que las palabras expresan es tal que se
puede afirmar, sin ninguna duda, que así como todo desvío es vía
muerta, así también el tomar conciencia del desvío es estar vivo,
saludablemente vivo. No es otra la reacción de un espíritu joven.
Solamente un niño juega en una vía muerta, pues el juego
consiste en la no pretensión de llegar a ninguna parte; pero, un
hom bre ya no juega porque todo —léase la vida— adquiere la se­
riedad de lo que no es un mero juego.
Sin embargo, toda vez que nos encontremos en el ámbito de
lo humano nos encontraremos, de seguro, con la posibilidad de
vías muertas, puesto que ni el hombre, ningún hombre, es el cami­
no, la verdad y la vida, ni, tampoco, el camino, la verdad y la vida
son jamás realidades ajenas al hombre, a cualquier hombre (Opera
Omnia, Me, III, 42). Es por esta precisa razón que el hombre pue­
de, a menudo, extraviarse demorándose en vías muertas. Aquí ya
entramos en lo que nos interesa.

1. Creer y filosofar

El más extraño despiste consiste en creerse él, el hombre


mismo, el camino, la verdad y la vida. Todo hombre corre ese
riesgo; y, casi todos los hombres seguramente que es por ahí por
donde se desorientan. Desorientarse es la palabra que expresa rigu­
rosamente lo que al hombre le acontece en semejante circuns­
tancia. Efectivamente, el hombre pierde su origen, su principio, su
raíz, la fuente de su propia vida del espíritu cuando imagina ser él
el origen, el principio, la raíz y la fuente.
No se encontrará otra razón de lo que se entiende por autono­
mía. La más engañosa de las autonomías es, indudablemente, la de
la razón, puesto que cuando la filosofía se considera a sí misma
autónoma, como es frecuente que se considere, lo único que se
indica con ello es que el hombre, en tal caso, anda por una vía
muerta, o sea, se dice que no anda, que no camina, porque andar
despistado, descaminado, extraviado, desviado, desorientado no es,
precisamente andar encaminado, i.e., andar-en-el-camino. Pero,
¿cómo, entonces, darse cuenta de la equivocación cuando es la ra­
zón, la misma razón del hombre, la que ha perdido el rumbo?
La mejor manera de no equivocar el camino, seguramente de
hecho, consiste en que la razón humana y su ciencia, la filosofía,
acepten, de entrada no más, que Cristo es la verdad, el camino y la
vida. ¿Qué cosa más normal, en el sentido de más racional, en tal
caso, que la razón admita como punto de partida de todo su especular
lo que ha dicho la verdad divina encamada? (V, 376,4; Jh. 14, 6).
Por supuesto, es lo propio de la razón el cuestionarse sobre
todas las cosas. A fortiori, ha de ser característico de ella el hacer­
se cuestión sobre Dios, sobre las cosas divinas, también, sobre el
hombre, las cosas humanas y sobre todas las cosas y principalmen­
te sobre esa realidad divino-humana que dice ser, ella misma, la
palabra de Dios encamada: Cristo.
Pero, la palabra cuestionar tiene dos posible significados, de
los cuales uno es el que acierta con el rumbo, mientras que el otro
yerra y equivoca el camino, puesto que extravía. El hombre, en
efecto, yerra cuando entiende que cuestionar a Cristo significa du­
dar de él. Y, en tal caso, yerra por dos razones. La primera, y es
esta una cuestión netamente racional, porque entiende que lo más
racional de la razón reside en dudar de todo, de modo que, para este
modo de equivocación, la palabra cuestionar sea siempre sinónimo
de duda. Sobre esto mismo ya hablaremos más adelante establecien­
do que la duda no es la cuestión. Además, y es ésta ciertamente, y
también, una cuestión racional, pero, que toca y roza el misterio,
porque entiende que lo más racional que la razón reside, precisa­
mente, en dudar de la palabra de Dios, cuando resulta obvio que el
dudar de la palabra de Dios significa, sin ninguna duda, que el hom­
bre no cree en ella. Por consiguiente, si el hombre no cree que Cris­
to sea el camino, la verdad y la vida, ¿a qué viene el que hable de
dudar de la palabra de Dios? Más coherente sería decir directamen­
te que todas estas cuestiones son cuestiones sin el menor sentido y,
por consiguiente, cuestiones imposibles de dilucidación racional. En
tal caso, la cuestión máxima que la razón podría plantearse con­
sistirá en averiguar si Cristo existió o no, como cualquier otro he­
cho histórico, y, asimismo, si dijo o no dijo tal o cual otra cosa,
etc., pero, seguramente, que traspasar esos límites sería —para esa
razón— entrar en un ámbito sin sentido donde resultaría absoluta­
mente imposible su funcionamiento.
Por supuesto, lo podemos afirmar, este último yerro tiene mu­
cho que ver con el primero, si no es, más bien, el primero el que
tiene mucho que ver con el segundo. He ahí toda nuestra cuestión.
Extraviarse, de entrada, es no acertar con la cuestión. Cues­
tionar"a Dios no puede nunca significar de ninguna manera, dudar
de Dios, sino, todo lo contrario. Cuestionar el hombre a Dios sólo
puede tener un solo significado que sea verdadero: significa exac­
tamente que el hombre se pregunta cómo puede ser verdadero lo
que El le ha dicho por intermedio de su propia Palabra. Jamás
podría ser su significado el preguntarse si (Ii, 283, 22-24) es verda­
dero lo que dice la Verdad; a no ser que el hombre sea un insensa­
to (Cu¿ 95, 18-20) y, porque no entienda cómo puede ser
verdadero, dude de que lo sea. Lo propio de un hombre sabio sigue
siendo hoy, como lo fue siempre, el preguntarse cómo es posible y
no, si es posible. Dicho de otra manera: que trate siempre de en­
tender con su razón lo que ya conoce y cree por la fe. Lo cual,
evidentemente, presupone ya esta misma fe.
En estas cuestiones de la fe no hay términos medios porque
no puede haberlos: o se cree o no se cree.
Si no se cree, la razón y, por consiguiente, la filosofía, adop­
tará con seguridad una actitud, no de incredulidad, pues no se tra­
taría ahora de eso, sino de juez supremo frente a todo lo que se le
proponga, incluida la proposición de la misma fe, de tal modo que,
lo que no sea entendido por esa misma razón, no podrá, de ningu­
na manera, ser aceptado por ella como racional, sino, precisamen­
te, como de fe, entendida ésta del único modo posible que le
resulte aceptable.
Pero, si el hombre cree, necesariamente adoptará la actitud
de filosofar dentro de la fe.
Ahora bien, este modo de usar la razón humana dentro de
la razón divina es lo que ha vuelto clásica una época: se llama
generalmente Edad Media, aunque esta denominación viene im­
puesta, no ya por ella misma, sino, por otra época que se autodeno-
minó Edad Moderna en contraposición con la misma Edad Media
(Jaeger); G ilson, hablando de la Crónica de San Gally del monje
germánico Nokter Labeo (hacia el 885), dice que “Este supra cae-
teros modernorum temporum advierte oportunamente, por lo demás,
que nuestra noción de «Edad Media» es moderna”; en particular se
denomina escolástica este modo de filosofar dentro de la fe, o bien,
indirectamente, filosofía cristiana, o bien, directamente, teología.
Con lo dicho ya estamos en condiciones de aseverar que
nosotros nunca fuimos medievales y, menos aún, por lo poco que
hemos podido verificar, escolásticos. Lo que, según se lo mire,
puede resultar una gran pérdida, pero, de acuerdo con nuestro pun­
to de vista, nos da lugar a una gran ventaja, ya que, en semejante
situación, tampoco podríamos afirmar ser “modernos” en el senti­
do cabal del término. Y es aquí donde reside nuestra ventaja ma­
yor, pues, ni siquiera hemos tenido aún la posibilidad de usar
nuestra razón como sinónimo de duda respecto a la fe, en particu­
lar, y a la misma realidad, en general. Para dudar, en efecto, siem­
pre es menester dudar de algo, así sea, y en última instancia, de la
misma capacidad de la razón. Es decir, la duda no es, para noso­
tros, porque no puede serlo, la cuestión. Sino, toda duda presupo­
ne siempre la cuestión, cualquiera sea la cuestión. Nuestra ventaja,
por consiguiente, está en el hecho de que podemos ya plantear la
cuestión, quizás de modo similar a como lo hicieron esos hombres
anteriores a los modernos (Cu, 95, 18-10).
Por lo tanto, y ya que si ni siquiera hemos planteado aún la
cuestión entre la fe y la razón, ¿en nombre de qué razón dudaremos
de la fe, es decir, de la palabra de Dios, Cristo?; y, también, ¿en
nombre de qué fe negaremos la posibilidad de filosofar, e.d., de ha­
cer uso estricto de la razón humana? Mejor filosofemos dentro de lo
que es, a todas luces, una fe rudimentaria, y, quizás, logremos las
dos cosas: creer y filosofar. Para ello, ¿qué mejor manera de alcan­
zarlo que considerar el modo como lo logró un escolástico en los
inicios de la escolástica? Nos referimos, evidentemente, a San An­
selmo de Canterbury, con quien ahora dialogaremos.

2. El método

Ya Clemente de Alejandría había establecido que filosofar


significa conversar sobre las cosas divinas y humanas (S an C le­
mente). Dar vueltas alrededor de la cosa para ver qué sucede entre
Dios y el hombre (C, 277, 30). En ese, para nosotros, orden preci­
so. Mejor dicho, en el “recto orden” de las cosas (Cu, 48 16-18).
En efecto, así como el recto orden, nos dice San Anselmo, exige
que, en primer lugar, creamos las cosas profundas de la fe cristia­
na antes de apresuramos a indagarlas con la razón, del mismo
modo me parece a mí, agrega, infantilidad si, una vez que estamos
confirmados en la fe —en los dos posibles sentidos de la palabra
confirmar, en el sentido edilicio del término, bien fundados, asen­
tados, y en el sentido jurídico de estar ratificados por la autori­
dad— no nos empeñamos en entender lo que ya creemos.
Con la claridad que lo caracteriza y la precisión que utiliza
en todos sus escritos, San Anselmo señala al lector el método que
utilizará en toda su especulación. El método es simple: consiste en
usar la razón del hombre, creyente en la palabra divina, para enten­
der lo creído (Ca, 242, 28; 243, 5, 11, 14 y Cu, 48, 16-18).
Pero, del hecho que el método sea simple, no se sigue sea
de fácil utilización, sino sólo se dice con ello que es lo apropiado,
de tal modo que quien no eche mano de él, mal podrá pretender
acercarse al asunto que se va a tratar. El asunto, recordémoslo una
vez más, es la cuestión de lo divino y de lo humano, con lo que
ya se ha dicho que el contenido de esta conversación es, evidente­
mente, de la más rara profundidad, deduciéndose de lo cual que
quien lo maneje deberá cumplir con ciertas condiciones, también,
poco comunes. Puesto que, del hecho, también común, en el sen­
tido de habitual, que vivamos en un ambiente donde todos los
días se habla de Dios, de Cristo, como, asimismo, del hombre y
de su dignidad y libertad inalienables, no se sigue necesariamente
que sepamos, siquiera, de aquellas cosas que estamos tratando
cuando hablamos de este modo; así, no resulta ninguna sorpresa
el hecho fácilmente verifícable que alguien, escuchando por un
lado lo que se dice y mirando, por otro, lo que realmente sucede,
no entienda absolutamente qué relación pueda tener el lenguaje
con la realidad.
Estando, por consiguiente, en juego el contenido de la fe,
como, asimismo, las posibilidades de la razón, resulta obvio que
de entrada se exija a quien pretenda hablar de estas cosas cierta
preparación. Cuando se dice preparación respecto a la posibilidad
de establecer, o no, una relación entre los contenidos de la fe y los
de la razón, suele pensarse inmediatamente en una preparación de
carácter intelectual, lo que ciertamente es también verdadero. Pero,
quizás no sea del todo exacta la interpretación que se haga de lo
intelectual si, por ello, se entiende que se trata solamente de una
serie de conceptos o nociones que, afirmados o negados, o, ni lo
uno ni lo otro, en nada afectarían al hombre que así procediese.
No, no es así. Pues, si de este modo fuese, se trataría sólo de pa­
labras vacías y no, de un hombre, sino, de un cacatúa. En efecto,
no se trata aquí de la mera palabra sino del sentido que se percibe
en ella, y de lo que esta realidad de sentido construye en el cora­
zón racional del hombre (C, 270, 21-30).
El hombre vive con sentido, es decir, es dueño de sí mismo
y de su propio destino, en la misma proporción que, ya baquiano
de la fe, se vuelve también un baquiano de la razón. Ese ritmo
vivo del corazón humano que va de la fe a la razón y nuevamente,
de la razón a la fe, es lo que se expresa en la fórmula, ya clásica,
fides quaerens intellectum (P, 94, 7).
Por consiguiente, no siendo, de entrada, fácilmente inteligible
el sentido de la fórmula que expresa el método anselmiano, preciso
nos será dar previamente un rodeo para localizar su núcleo, oculto
en su propia situación histórica, y, en la nuestra, creemos, olvidado.
Para situamos, más rápidamente, nada nos parece mejor que leer
con detenimiento las reiteradas observaciones que suele hacer en los
prólogos y prefacios de sus obras. Inmediatamente llama la atención
su machacona insistencia para que aquellas personas que transcri­
biesen sus páginas no se olvidasen de poner delante de todas ellas
las mismas previas observaciones; lo que ya nos está sugiriendo que
el autor tenía plena conciencia de que el modo como él planteaba la
cuestión no era del todo habitual, y que por eso mismo las escribía
pidiendo su transcripción. Aquí sólo citaremos el Monologion. En
efecto, allí se lee: “Y ruego y vehementemente pido, por lo que más
quiero, si alguien quisiese transcribir este opúsculo, que tenga cui­
dado de poner antes este prefacio en el encabezamiento del librito y
antes de los capítulos” (M, 8, 21-26), porque mucho ayudará para la
inteligencia de lo allí escrito el conocer el método con que ha sido
discutido, y, también, si se topa con alguna afirmación que ponga
en crisis su propio criterio, se librará de formarse un juicio superfi­
cial y, de seguro, equivocado de la cuestión. Más explícito no se
puede ser (M, 8, ibid.).
Habiéndole hecho Lanfranco unas observaciones al manus­
crito, San Anselmo le contesta diciendo que su intención fue, en
todo el desarrollo del mismo, no afirmar nada que no se fundase
indudablemente en las SS.EE. y en San Agustín, y que, por más
que lo ha releído varias veces, no alcanza a ver que haya afirmado
otra cosa (E, 77, 17-21).
Esta Epístola demuestra la novedad de su propio método al
insistir, en ella, nada menos que frente a su maestro, en la correcta
interpretación de su obra. En efecto, todo el tratado es, según sus
propias palabras, un ejemplo de meditación sobre la razón de la fe
(P, 94, 6-7). Lo que, y de acuerdo con todo lo que luego desarrolla­
remos, presupone la misma fe como punto de partida indiscutible de
cualquier especulación racional. Establecido en el Monologion, obra
primeriza que merece, entre todas las obras de San Anselmo, quizás
la mayor admiración, en opinión de Schmitt, opinión que nosotros
compartimos totalmente, este método será aplicado prácticamente
en todas sus obras posteriores.
La novedad de todo el esfuerzo de San Anselmo se centra en
la justificación de la utilización permanente y casi exclusiva de la
razón —léase lógica— dentro de la fe, pero, a su vez, el método
también responde a un intento de justificación de la fe en este pre­
ciso sentido: no sólo es posible el uso de la razón dentro dé la fe,
sino que la razón es un elemento indispensable y su uso resulta de
irrecusable necesidad para que la fe sea fe, es decir, sea una fe
viva, de modo tal que una supuesta fe que pretendiese negar, y, por
consiguiente, no cultivar lo racional-inteligible que hay, sin duda,
dentro de la misma fe, no sería sino el cadáver de la fe.
San Anselmo se enfrenta en su época a los dialécticos y a los
anti-dialécticos. Su relación implica una cuestión histórica que no
nos interesa, pues lo que solamente nos preocupa ahora hace refe­
rencia al contenido del problema mismo, i.e., ¿qué significa afir­
mar, como lo hace, incluso dando el nombre a una de sus obras, el
Proslogion, que toda su especulación es fid es quaerens intellectum?
Pero, antes de abordarlo, queremos hacer una referencia.

3. Interpretaciones y observación previa

Es un hecho que la mención de esta fórmula expresiva del


método medieval nos vuelva convictos de los comentarios contem­
poráneos. Sólo diremos, de paso, que muchas de las interpretacio­
nes actuales están inspiradas en la interpretación de Karl Barth,
teólogo protestante que escribió un hermoso libro sobre San Ansel­
mo, pero, usando y agudizando toda su razón, como buen subsi­
diario del planteo kantiano, para quitar todo lo racional-inteligible
que hay seguramente en la fe, según San Anselmo. La tesis de
Barth se mueve dentro de un contexto complejo que, dentro de
este trabajo, resulta imposible dilucidar. Lo único que nosotros
observaremos es que una cosa es San Anselmo y, otra, muy distin­
ta, por cierto, K arl B arth. Sólo quien no haya leído a San Ansel­
mo y, a la vez, sienta un pronunciado disgusto por la metafísica y
la lógica puede engañarse creyendo que, porque leyó a B arth, en­
tendió a San Anselmo. Esto, visto desde la perspectiva'de una fe
que intenta por todos los medios racionales a su alcance negar que
el intellectus pueda percibir lo inteligible. En este preciso sentido
es hermoso el libro de Karl B arth.
Más común es que haya filósofos que, en nombre de la ra­
zón, descalifiquen a San Anselmo porque, dicen, pretende usar la
razón humana dentro de la fe, y, hasta llegan a afirmar que su
método, fides quaerens intellectum, es un imposible ya que, por
supuesto, hay contradicción entre entender y creer, y, por con­
siguiente, más lógico, según ellos, sería establecer el método atri­
buido a Tertuliano, credo quia absurdum. Mal puede pretender
filosofar, dicen estos filósofos, quien dice filosofar y cree el mis­
mo tiempo verdades reveladas por Dios. Uno queda perplejo, ya
que ahora, no en nombre de la fe, sino, en el de una pretendida
razón se afirma algo que, en primer término, tiene poca cienti-
ficidad, por lo menos en cuanto a San Anselmo se refiere, ya que
la más superficial de las lecturas de sus escritos desmiente, por
boca de su mismo autor, semejantes afirmaciones. En este sentido,
el trabajo de K arl B arth es más serio y concienzudo, mientras
que, de lo afirmado por los filósofos, lo que se puede deducir, en
general, es que no han leído lo que San Anselmo ha escrito y,
además, en segundo término, que no tienen fe, pero, lógicamente,
nada más. Y, en el caso de no tener fe, lo ilógico de sus afirma­
ciones estriba en lo siguiente: si no se sabe lo que es la fe, porque
no se la tiene, ¿cómo es que se puede afirmar que hay contradic­
ción entre ella y la razón? Pero, B arth, también, resulta convicto
de la misma observación, pero formulada inversamente; en efecto,
¿cómo se puede demostrar, si no es de una manera racional-inteli-
gible, que la fe excluye la razón? Desde ya sospechamos que se­
mejantes planteos extremos se deben a una incomprensión, bien
sea de la fe, bien sea de la razón, lo que es lo mismo decir, que
no se trata en ninguno de los dos casos de fides quaerens intellec-
tum, como el mismo San Anselmo lo estableció al enfrentarse, ya
en su época, con incomprensiones similares.
Sin embargo, la sensación que pueda experimentar quien
penetre, siquiera un poco, en la lectura de las obras de San Ansel­
mo, es, seguramente, la siguiente: en primer lugar, siendo el lec­
tor un hombre del s. XX, le parecerán libros religiosos, incluso de
una religiosidad muy afectiva, y, tal vez, chocantemente senti­
mental. Pero, en segundo término, sobre todo si los lee en su idio­
ma original, sin traiciones de traducción, se encontrará con una
malla tal de argumentos y razonamientos que, entrando en la mole
(M, 34, 8-9 y el c. XIX, p. 33 y ss.) de ellos, difícil le resultará
no pensar que está más cerca de la vieja lógica aristotélica que de
la Biblia, como ya lo observara el mismo Lanfranco. Sin embar­
go, y pese a esta impresión del lector de aparente contradicción en
el autor, éste no se cansará de insistir que él lo único que preten­
de es meditar sobre la fe, pero, que su meditación es la de un
hombre que, habiendo dejado de ser niño, y ya adulto, trata de
entender con su razón lo que ya cree por la fe. Por lo tanto, lo
único más sensato que se puede hacer, si es que no se quiere pro­
ceder temerariamente —contra lo que continuamente previene San
Anselmo (M, 8, 21-26)— es leer detenidamente lo que dice el
autor, verificando que no hay manera de hacerle decir otra cosa
distinta de lo que afirma, una y otra vez, explícitamente.
/j(si pudiéramos expresar en una frase el esfuerzo realizado en
todos sus escritos por San Anselmo, diríamos que es un hombre,
como ya San Agustín dijo de sí mismo, afectado de tal manera por
la verdad que, impacientemente, desea comprender lo que es ver­
dadero, no sólo creyéndolo, sino, queriéndolo también entender; o,
en menos palabras, un hombre beréber que deseó ver con la in­
teligencia lo que ya creía.
Ahora bien, ¿qué es lo primero que se requiere en un hombre
para que podamos hablar que está afectado por la verdad d é tal
modo que no se conforma con el solo creer, sino que desea ar­
dientemente entender con la razón?
Volviendo aún más general la pregunta: ¿qué hace que una fe
se vuelva la cuestión de la inteligencia?
La respuesta no puede ser sencilla. Intentaremos encontrarla
describiendo brevemente algunas etapas clarificadoras de esta bús-
queda.J

4. Primera etapa de la búsqueda

£La respuesta, tratándose de un hombre, no puede ser otra que la


vida; mejor dicho, la experiencia de la vida, de su propia vida. Todo
hombre es “tocado” por la vida de tal modo que nunca resulta una
exageración afirmar que es la vida misma la que diploma al hombre
como perito en la vida. ¿Guál es, entonces, la experiencia en la vida
de San Anselmo? La respuesta se la encuentra leyendo su “Oración a
Dios”, y se la puede sintetizar en esta frase: “Líbrame Dios de todo
lo malo, y llévame, por medio del Señor, a la vida eterna.” Esta frase
resume el curriculum vitae anselmiano ( 0 , 1 , 16-17).J
[E n efecto, este es su proceso: todo lo malo que acontece en
su vida es debido a sus desgraciadas equivocaciones (O, X, 33).
La vida se parece a un monte —en el sentido de bosque— de ma­
leza tupida y endiabladamente enmarañada. El hombre, todo hom­
bre, ingresa en él a machetazos limpios buscando realizar el
descampado donde el agua y la luz den reposo a su esfuerzo.
Muchas veces lo intenta y, muchas, también, son las veces que
regresa sobre sus propios pasos, sobre su propio camino, si es que
camino se puede llamar a sus propias huellas, para comenzar, al
día siguiente, el desmonte sin piedad. Así, al menos, y siendo el
menor de los cinco hermanos, me lo dijo hace tiempo mi herma­
no Alejo Antonio. Hasta que en un buen día se topa, de golpe,
con la barbaridad de lo que ha hecho, quedándose literalmente sin
aliento (O, X, 36-37); se paraliza; tirado entre los deshechos, lo
único que siente es que está cómo abandonado de la mano de
Dios (O, X, 62-63). Semejante afirmación no es hablar por hablar;
no es, como peyorativamente se suele decir, literatura. Todas es­
tas cosas las ha sufrido de la vida (O, X, 65). Peto, el solo darse
cuenta de que todas las desgracias humanas que lo abruman se
deben a sus propias equivocaciones es comenzar a estar vivo de
verdad, pues comienza entonces el verdadero dolor humano, ya
que todo lo que anteriormente era llamado dolor, incomprensión,
soledad, no era más que tontera humana adolescente.. El dolor
humano saludable, en efecto, es el dolor que el hombre experi­
menta al ver lo bárbaro que es y que ha sido con otros hombres;
al contemplar su falta de humanidad. Es este el dolor que más de
cerca toca la enfermedad del hombre, puesto que le hace estar
vivo, y ahora, saludablemente vivo. Mucho habría que decir de
estas cosas de la vida, pero, no es este el momento ni, tampoco,
el gusto nuestroy(SóIo hemos traído a colación este “límite exis-
tencial” para mostrar precisamente el momento en la vida de un
hombre a partir del cual éste se vuelve constructor de la vida y,
no, ya más, destructor implacable de ella. No hay, de seguro, si­
tuación más difícil para un hombre que ese momento de paraliza­
ción que le embarga en medio del tráfago febril de la actividad
humana: “Y, para que sea aún más miserable, si es que puede
serlo, lo que las desgracias humanas han hecho miserablemente
conmigo, sobre el montón de escombros que me aplastan se agre­
ga esta mole: la realidad es verdaderamente así de lamentable,
pero, para mí, es como si nada, como si no lo fuese. En efecto,
indudablemente, así es al realidad, pero, a mí no me afecta. Mi
cabeza se da cuenta, pero, mi corazón no revienta." (O, X, 38-43).
En efecto, lo que más intolerable le resulta al hombre es dar­
se cuenta cabalmente de la situación, pero sentir, al mismo tiempo,
la total impotencia para mover un dedo (O, X, 129-130).
¿Cómo salir del atolladero?

5. Segunda etapa de la búsqueda

Aquí ya estamos frente a otra etapa de la vida. Encontrándo­


se el hombre en semejante situación desesperada, y advirtiendo la
senda que Cristo y San Pablo le señalan, se arroja en ella sin
dudar, mejor dicho, se acuerda que ya hace mucho tiempo que
ha oído rumores de la existencia de ese camino que, ahora y de
golpe, se le hace patente. ¿Qué otra salida le queda que jugarse el
todo por el todo, jugarse el resto, es decir, empeñarse totalmente?
(O, X, 85-86). Y, así lo hace, efectivamente. Cambia de rumbo.
Pero, una cosa es creer, es decir, ver la señal y al que señala
el camino y el mismo señalado camino y, otra cosa, muy distinta,
el creer de verdad, o sea, el caminal/ El hombre, en efecto, puede
creer, tener fe, pero resulta evidente que el hombre que, en esa si­
tuación ha empeñado su vida, es precisamente su vida lo que ha
empeñado. Empeñarla es, sin ninguna duda, entrar en la vida de la
fe. Mas, estar encaminado sólo se logra caminando. Es muy recien­
te su experiencia del nuevo-verdadero camino y muy prolongada la
experiencia de sus viejos desvarios, de suerte que, apenas echado a
andar por la vía de la fe, se da cuenta inmediatamente que su fe es
una fe muerta. En efecto, para que la fe sea lo que es deberá ser
viva; y, viva lo es solamente por las obras. O sea que la fe se hará
fe viva viviendo para adelante, no, demorando el paso y viviendo
hacia atrás. Pero, ¿cómo expresar lo que significa para el hombre
ese preciso momento en el que no está ni aún adelante, ni ya más
atrás? Es una situación, a no dudarlo, peor que la anterior. Más
pesado se hace el peso de la vida. Oigamos a San Anselmo: ¡Vaya
desgracia!, antes la abundancia de la maleza me prohibía albergar
la esperanza de ver la luz y ahora la falta de espacio me prueba
que estoy sin fe en la vida (O, X, 92-93). No resulta de ningún
modo exagerado decir que se está más muerto que vivo, que de
nada sirve el haber nacido y el estar vivo si no se vive el sentido
de la vida que se percibe claramente, pues, en tal caso, ésta se ^
vuelve miserable, es decir, indigna de ser vivida (O, X, 115-116).
¿De quién volverá a recibir la vida perdida, sino de quien la reci­
bió la primera vez? (O, X, 155-156).
A esta altura de nuestro análisis ya podemos damos cuenta
de lo que significa para San Anselmo el estar afectado. Estar afee-
tado significa estar vivo, i.e., vivir. Vivir no puede sino significar
el ser experto de la vida, el saber cómo manejarla, en una palabra,
y en criollo, el ser baquiano con ella. Es claro, por otra parte,
cuando hablamos del hombre que sabe lo que es la vida, que nos
referimos, sin duda, a aquel que sabe también lo que es la muerte,
o sea, a aquel que ya ha aguantado las calamidades de la vida. Su
experiencia lo ha llevado a darse cuenta que no está perdido del
todo, que no es un paria, ni, siquiera, está huérfano (Jh. 14, 18).
Tiene, en efecto, madre; y, también, padre. Tiene a ambos. Darse
cuenta de ello es creer en Cristo, salvador del hombre. ¿Hay, aca­
so, cristiano, nos dice, que, siguiendo tu palabra, no haya sido un
nacido y un robustecido en la fe viva? Digno sentido de la vida es
el que nos anima y alimenta (O, X, 180-181). San Anselmo finali­
za su oración agradeciendo su filiación cristiana (O, X, 214-215).
Siempre es signo de buena salud el ser agradecido.
Antes de proseguir, debemos hacer una pequeña observación;
se trata de la misma con la cual San Anselmo previene al lector de
sus oraciones y meditaciones. En efecto, dice, deben ser leídas, no
en el “ruido”, sino, en la calma; no al vuelo y rápidamente como
se hojea el periódico o el diario, sino, despaciosamente en una me­
ditación severa y exigente (O, Ad. ProL, 2-5). El lector puede ha­
cer la experiencia, si puede, o bien leyendo la primera oración, la
dirigida a Dios (O, I, 3 y ss.), o, sino, la misma oración que noso­
tros hemos seguido casi textualmente hasta ahora, la larga oración
dirigida a San Pablo (O, X, 3 y ss.), o bien leyendo la meditación
que el Abad de la Casa de Dios, Durando, habiéndose enterado por
dos jóvenes de Bayeux, versados en las letras, Roger y Guillermo,
le solicitaba a San Anselmo en una carta (E, 70, 3 y ss.), un escri­
to dice Durando, que comenzaba así: Terret me vita mea, namque
diligenter discussa, que traducido dice: me aterroriza la vida mía
por la diligencia que he puesto en desperdiciarla (Me, I, 4-5). Sin
exagerar, podemos asegurar que esta severidad y esta exigencia
meditabunda llevará al lector algunos años de su propia vida. Pero,
esto es ya cosa que depende del interés de cada cual. Nosotros nos
damos por cumplidos con sólo obsérvalo según lo hace el mismo
San Anselmo.
Habíamos quedado en la situación de un hombre que tenía fe,
h.e., sentido de la vida, y, por consiguiente, esperanza y deseos de
llegar a alcanzar lo que cree, pero, nada ha hecho aún para lograrlo.
De lo cual San Anselmo concluye en un perfecto silogismo que no
tiene fe (O, X, 95-100), pues tener una fe muerta es evidentemente
no tener ninguna fe verdadera. Demasiado fuerte resulta esta última
afirmación. Más adelante volveremos sobre esto mismo.

6. T ercera etap a de la búsqueda

Ahora, en esta nueva etapa, no queda otra alternativa que po­


ner manos a la obra, e.d., hacer que la fe se vuelva una cosa viva, o
sea, que deje de ser una mera cosa. ¿En qué consiste el hecho que
la fe, de muerta, se vuelva viva? ¿Qué es lo que anima la fe? ¿Qué
es lo que, en general, da vida? Lo que da vida es el corazón.
“El corazón es por cierto lo que hace que la vida viva; no es
la materia, no es el espíritu; sólo por el corazón vive el espíritu
humanamente y vive humanamente el cuerpo del hombre. Sólo por
el corazón el espíritu se convierte en alma y la materia en cuerpo
y sólo por él existe, pues, la vida del hombre como tal con sus
dichas y sus dolores, sus trabajos y sus luchas, miserables y gran­
de al mismo tiempo” ( G u a r d i n i ) .
En castellano existe una expresión cabal de esta falta de hu­
manidad cuando no se da este corazón en un hombre; se dice, en
efecto, que “no tiene corazón”. Podrá tener músculos, nervios de
acero, inteligencia lúcida y voluntad indomable pero, si no tiene
corazón, le falta precisamente la plasticidad que vuelve humanos
v
todos esos elementos. Asi es como “Los grandes perversos no son
locos ni degenerados: Son lúcidos y agilísimos como fieras. La
psicología del perverso el pueblo la define bien cuando afirma que
son «sin corazón»; toda la parte media del psiquismo humano, la
afectividad, la efusividad cordial, la liberación de sí mismo, está
como abolida y sustituida por un egoísmo absoluto, instintos ro­
bustos conectados sin medio con el entendimiento, el cual está al
servicio de la voluntad, y no al contrario; intelecto de medio y no
de fines: el fin perverso de la voluntad pura, la afirmación del pro­
pio yo por ella misma... la voluntad vaciada y suelta, el gusto del
mando por el mando, el poder por el poder y el hacer por el hacer,
que conduce al gusto de destruir.” Y así, también, es como “...todo
acto virtuoso puede trocarse en vicioso, si falta la debida prudencia
o si en él se rompe el debido orden de la caridad” ( C a s t e l l a n i ) .
Lo que, por lo tanto, dará vida a la fe muerta será el latir del
corazón racional, cor rationale, fórmula inigualable que, aunque el
autor utiliza en un contexto que deja totalmente fuera de duda que
está hablando de la razón del hombre, expresa, sin embargo mucho
más (Pr, 215, 18-19).
Este corazón racional, como potente motor, será el que siem­
pre estará en medio del camino animando al caminante a no aflojar
el paso, a no decaer, a no perderse en la obscuridad de la noche in­
mensa de lo desconocido siempre por venir, a no perder de vista el
fin perseguido. Como siempre lo ha sido y siempre lo será, es la ra­
zón del hombre, su inteligencia, lo que hace del mismo hombre una
cosa distinta de las demás cosas, h.e., un ser racional. Digámoslo
con mayor precisión: “Porque, para una naturaleza racional, ser ra­
cional no es otra cosa que el poder discernir lo justo de lo que es in­
justo, lo verdadero de lo que no es verdadero, lo bueno de lo que no
es bueno, lo más bueno de lo que es menos bueno” (M, 78, 21-23).
La raíz de toda decisión humana es siempre lo que es racio­
nal. ¿De qué otra manera podría ser una decisión humana? Como
gusta decirlo San Anselmo: “La semilla del querer rectamente es...
todo lo que la mente concibe (verdadero)” (C, 270, 24-27). O,
también, como lo dice monolíticamente Santo Tomás de Aquino:
“La raíz de la entera libertad se asienta en la razón.” Nos estamos
yendo del tema, pero, resulta bueno afirmar que es la razón la que
siempre ha constituido la dignidad del hombre. De allí mismo la
importancia de nuestra cuestión, puesto que la máxima dignidad de
la razón, es decir, el uso más racional que el hombre pueda hacer
de ella es hacerla funcionar entre la fe y la wspecies” —léase vi­
sión celestial— como un medio entre ambas (Cu, 40, 5-10).
En sus comienzos, la fe no es sino solamente esa luz que sig­
nifica para el hombre el saber que existe la luz, en toda su claridad,
e.d., en sí misma. No es ver aún la luz; es sólo saber que existe la
luz. Para ver esa luz el hombre lleva consigo —capimus— el inte­
lecto, de tal suerte que, en la proporción en que alguien avance en
el entendimiento de la fe, se acercará a la visión que todos anhela­
mos de la realidad en sí misma (Cu, 40, 10-12). La vida es un lati­
do entre lo que no se ve del todo, pero, se ve, y lo que es en sí
mismo pura y absoluta luz. Equilibrio vital que mantiene el corazón
racional del hombre. Ya volveremos al ñnal sobre esto mismo.
Mientras tanto, lo más importante en la vida de un hombre consiste
en mantener, por propia decisión (M, 78, 14-16), la imagen divina
impresa en su naturaleza, ya que se ha de saber, aunque sólo sea a
mero título informativo, que San Anselmo concibe al hombre como
imagen de Dios, porque, de todas las cosas creadas es la única que
puede acordarse de sí misma, entenderse y amarse, y, por consi­
guiente, nada hay más digno para el mismo hombre y que más lo
asemeje a la suprema Sabiduría que el poder acordarse de ella, el
poder entenderla y amarla (M, 78, 7-11). El entender, por tanto, está
entre las cosas mejores que un hombre debe elegir.
Pero, antes de poner manos a la obra, es decir, antes que la
inteligencia se cuestione sobre la fe, o sea, antes que la fe se vuel­
va la cuestión de la inteligencia, se requiere el cumplimiento de
ciertos recaudos, ya que, como resulta obvio, si por la fe el hom­
bre ha encontrado el sentido de su rumbo, de modo que lo que
ahora más ansia es andar ese rumbo, no va ese mismo hombre a
ser tan tonto como para no tomar ciertas precauciones que le con­
serven con seguridad siempre dentro del mismo camino. La baquía
de la vida consiste en no ser insensato.
Y, bien, ¿cuáles son estas condiciones previas? ¿Cuáles con
las preceptivas de esta meditación?
Utilizaremos sólo dos lugares de los innumerables lugares
donde San Anselmo recomienda a sus lectores lo que debe hacerse
previamente a la consideración de estas cuestiones, porque ambos
terminan del modo mismo que interesa directamente a nuestra
cuestión.
El primer texto que utilizaremos corresponde al capítulo I
del Proslogion. La lectura íntegra de este primer capítulo co­
rrobora todo lo que hemos intentado mostrar hasta aquí, de manera
breve y ciara. Vamos a mostrarlo inmediatamente a guisa de ejem­
plo. El capítulo se divide en grandes párrafos, cada uno de los
cuales comienza con una interjección, para rematar en una conclu­
sión. El párrafo más breve es el primero, y, el único que aquí ana­
lizaremos (P, 97, 4-10).
Sólo un hombre experimentado en las cosas humanas y en las
cuestiones divinas puede comenzar con una interjección de aliento
que amablemente hace violencia sobre el hombre para que no se de­
tenga en el umbral. En efecto, la altura de lo divino parece no ser
para el hombre, y, sin embargo, el hombre, que no es divino, ha
sido hecho para semejantes alturas. La expresión: Eia nunc, homun-
cio, dice ambas cosas. Dice, en efecto, que San Anselmo conoce
perfectamente la grandeza y la miseria, pero, que ninguna de ellas
lo apabulla, por el contrario, en su equilibrio justo manifiesta ser un
baquiano, es decir, todo un hombre. Frente a la grandeza de lo divi­
no el hombre no desaparece, aunque evidentemente sea un “pobre”
hombre. Frente a la miseria humana, su dignidad de hombre tampo­
co desaparece, puesto que es un pobre “hombre”. Siempre es un
hombre; pero, en esta situación de relación entre la plenitud de la
riqueza y la miseria de la pobreza no hay mejor término que llamar­
le así: ¡pobre hombre!, y, a la vez, darle un empujoncito para que
no se arredre: eia nunc. El auténtico y verdadero aliento humano va
siempre por este lado. No olvidar, en efecto, que el hombre es un
pobre hombre es, sin duda, ser un baquiano en la cosa divina y hu­
mana que hay siempre dentro de esa realidad a la que llamamos
hombre. Perder ese equilibrio es, seguramente, salirse de lo normal.
Establece inmediatamente el primer requisito: juge paululum
occupationes tuas; hay que dejar, por un momento tan siquiera, de
creer que la razón es la solución de todos los problemas; la razón
y la actividad del hombre, o, mejor dicho, la actividad de la razón.
No deja de ser algo bastante difícil, particularmente para un filóso­
fo, el escapar de sus propios razonamientos, o mejor dicho, de los
hábitos, ya automáticos en él, del razonamiento. Pero, dice, es lo
primero que se ha de intentar. Como, también, y es su segundo
consejo, se ha de dar un pequeño paso atrás frente a los desordena­
dos proyectos o ideas no elaboradas, o, también, frente a la serie
de prejuicios que inmediatamente nos asaltan apenas oímos la pa­
labra Dios o la palabra fe en Dios: Absconde te modicum a tumul-
tuosis cogitationibus tuis, lo que resulta aún más difícil, pues,
¿cómo hacer para no ser víctimas ni, como ahora se dice, de la
precomprensión ni de la ideología? Pero, ambos consejos deberán
cumplirse aunque sea paululum et modicum, por poco tiempo y en
pequeñas dosis. También el hombre deberá ahora descargar sus
pesadas responsabilidades: no hay deber que valga, nos dice en
tercer lugar y, sin damos siquiera un respiro, agrega, ya en cuarto
lugar: se debe posponer el lleno de las actividades, et postpone
laboriosas distentiones tuas; se ha de dejar de lado la agenda.
En una palabra, estas cuatro condiciones exigen que el hom­
bre deje de lado todo lo importante que pueda tener entre manos y
abandone toda su actividad responsable.
Bien, pero, ¿para qué semejante paréntesis? Vaca aliquantu-
lum Deo> para estar disponible un minuto sólo para Dios. Logrado
eso, debe el hombre tomarse un buen respiro en Dios: requiesce ali-
quantum in eo; respirando muy hondo ha de tomar aliento de nuevo
y tranquilizarse. Ahora, sí, ya tranquilo, serenado, el hombre debe
entrar en el remanso de su alma: Intra in cubiculum mentís tuae. Y,
una vez que uno, muy dentro de sí mismo, se encuentra consigo
mismo, ya acostumbrado el ojo a la penumbra de los postigos en­
tornados, se ha de sacar, entonces, fuera todas las cosas, dejando
sólo a Dios y a aquello que nos predisponga a buscarlo; cada cual
sabe lo que es lo más apropiado para tales circunstancias: exelude
omnia praeter Deum et quae te iuvent ad quaerendum eum.
Cumplido lo aquí indicado, se debe realizar lo más importan­
te de todo: bloquear la entrada, de modo que no haya posibilidad
de que nada ni nadie entre, ni tampoco, de salir uno mismo. Aquí,
creemos nosotros, está el nudo gordiano en esta cuestión de la fe
en lo divino. El hombre no se encontrará, de seguro, con lo que
busca, si aquí no quema las naves. En efecto, no se ha de revelar
lo divino a quien en su búsqueda de Dios deja la puerta entreabier­
ta por si, acaso, no encuentra nada. ¿Quién dudará que aquí esta­
mos ante la verdadera y auténtica soledad humana, en el centro, en
pleno corazón humano, el cual, desde que ha comenzado a latir,
busca sin reposo? Et clauso ostio quaere eum.
Décima recomendación: por fin, ahora sí, mi todo corazón
mío, repite una y otra vez a Dios: “Dice de ti mi corazón: / ‘busca
su rostro’ / Sí, Yahvéh, tu rostro busco: / no me ocultes tu rostro.”
(Ps., 27, 8, 9).
Finaliza así el primer párrafo del cual hablábamos y al que,
creemos, hemos simplemente traducido. Luego comienza el si­
guiente párrafo con una nueva exclamación, esta vez dirigida a
Dios. Pero, no hemos de seguirlo ahora, ya que con lo señalado
hemos mostrado lo que nos interesaba traer a nuestra memoria.
Sólo haremos una muy breve observación sobre los diez consejos
anteriores. Todos comienzan con un verbo, y, en tiempo presente
del modo imperativo; en efecto, dice: fuge, absconde, abiiee, pos-
tpone, vaca, requiesce, intra, exelude, quaere, para finalizar repi­
tiendo dos veces, dic, dic, que quiere decir escapa, esquiva, aparta,
pospone, vacaciona, descansa, entra, excluye, anhela, di, di. Es
indudable, al margen de la riqueza experiencial de la vida que cada
verbo encierra, es indudable, decimos, que no queda otra real posi­
bilidad que cumplir con lo imperado si es que verdaderamente se
quiere entender lo que luego dirá San Anselmo.
Ahora sólo nos interesa la conclusión del largo capítulo I, la
que dice así: pues este es mi método: si primero no creyérede,
nada he de entender luego, Nam et hoc credo: quia nisi credidero,
non intelligam (P, 100, 19). Ya volveremos sobre esta afirmación
cuya inteligibilidad estamos buscando poner en evidencia.
Corresponde ahora volver nuestra atención a las condiciones
establecidas en otra de sus obras, en Epístola de incarnatione ver-
biy Carta sobre la encamación del verbo, condiciones estas no tan
existencialmente expuestas como las que acabamos de ver, pero,
no menos difíciles y verdaderas (I, 5, 7 y ss.).
Lo que inmediatamente llama la atención, en el comienzo, es
el uso de la misma expresión para referirse a sí mismo: ego con-
temptibilis homuncio, ¡yo, pobre hombre insignificante!, pero dicho,
ahora, en relación no sólo a las cosas divinas, sino, también, a aque­
llos hombres santos y sabios —sancti et sapientes— que asentados
firmemente en lo divino pondrían, sin ninguna duda, su ridiculez al
desnudo, si él, con sus palabras humanas, pretendiesedas fundar o
cimentar la verdad divina. Obviamente, si la santidad y la sabiduría
les ha venido a estos hombres desde el mismo fundamento divino,
mal podrían no verlo a él haciendo el ridículo en su pretensión. Por
consiguiente, antes de hacer ningún movimiento en estas cosas divi­
nas y humanas, se ha de mirar cuidadosamente a su alrededor para
apreciar cómo han procedido tantos sancti et sapientes para no re­
presentar el papel del mons parturiens mus, invertido. Encontrar el
sentido de la propia ubicación en esta cuestión del amor-a-la-sabidu-
ría es ya signo del amor de la misma sabiduría. Y, aun cuando, pro­
ducida la desubicación en estas cosas, esta cuente con la aprobación
del ne-scio, lo único que se logra no es mayor conocimiento, sino,
sólo, que sean, en lugar de uno, dos los ignorantes. Siempre se debe
observar lo que hace el santo y el sabio si se anda en busca de la sa­
biduría y de la santidad, cosas que, indudablemente, coinciden con
lo divino. Precisamente, andar buscando la sabiduría significa, para
el hombre, andar buscando “cómo salir de pobre”, puesto que no
hay mayor pobreza humana que el ignorar lo que un hombre debe
saber: el propio sentido de su vida, es decir, de sus actos y de sus
gestos. No otra cosa significa, en esencia, alienación.
Negar, por consiguiente, que el amor-a-la-sabiduría consista
precisamente en el reconocimiento de esta pobreza, específica­
mente humana, es sin ninguna duda, hacer el ridículo. Como, por
el contrario, reconocer que no se tiene sabiduría es, en primer lu­
gar, reconocer, es decir, ya darse cuenta de que existe la sabiduría i
Y este reconocer, este percatarse, este darse cuenta de, es el princi­
pio mismo de la sabiduría. Principio con las dos significaciones de
la palabra principio: en el sentido de origen y en sentido de causa.
Tanto el origen como la causa son el firmamentum humano (I, 5,
6). Queremos decir que lo específicamente humano consiste en ras­
trear —indagine— con la razón —rationis eius— este firmamen­
tum (Cu, 40, 1-2).
En efecto, la consecuencia inmediata del previo reconoci­
miento humano de la existencia de la sabiduría es el reconocimiento
de que el hombre no es ni tiene la sabiduría, y, que por lo tanto, en
el buscarla se encuentra su máxima riqueza, e.d., posibilidad. Deci­
mos muy claramente: buscar-la. Porque el amor-a-la-sabiduría con­
siste en buscar la sabiduría. No decimos que la sabiduría consista en
la búsqueda por el buscar mismo, lo que es propio de un in-sipien-
te. El caminar, en efecto, por el caminar mismo no hace, en absolu­
to, el camino. Este concepto de libertad no expresa lo que es la
libertad humana; no sólo no logra expresarla, sino que pone de ma­
nifiesto no entender nada qué es libertad. Pues, indudablemente, es
el camino lo que posibilita el caminar, si hay caminante que vea,
quiera y pueda transitar el camino.
El hombre se vuelve ya un caminante cuando de algún modo
reconoce el camino, consistiendo entonces su andar en conocer
cada vez mejor el camino, es decir, en conocer, con cada paso, el
sendero y en recorrerlo, cada vez, con menos tropiezos. En esto
consiste, precisamente, el andar de un hombre que se ha vuelto
baquiano de la vida.
El hombre pierde esta baquía cuando pierde pie, o sea, cuan­
do no asienta ya más sobre el firmamentum, sino, sobre el vacío.
En tal circunstancia resulta comprensible que el hombre, de tanto
estribar sobre el vacío, llegue a la consecuencia de creer que el
amor-a-la-sabiduría comienza en la duda misma sobre la existencia
de la sabiduría. Esto mismo, que, mirado y sufrido en ciertas cir­
cunstancias históricas, vuelve digno de compasión al hombre por­
que pretende hacerlo miserable, no puede ser establecido como
modelo humano, es decir, como su máximo orgullo, simplemente
porque ya no es más sabiduría.
Sin embargo, si la duda es establecida como el principio de la
sabiduría y, por ende, como el signo de la madurez del hombre,
h.e., como lo más racional y específico del hombre, resulta del todo
coherente afirmar que la búsqueda, en sí misma, sea el fin de la
búsqueda; el caminar, el fin del camino, mejor dicho, el no terter
.término, el destino del hombre; el preguntar, la esencia de la sabi­
duría, es decir, el no-saber, la razón del saber. En tal caso, la filo­
sofía consiste en el método, o sea, el método se vuelve el contenido
de la filosofía. Todo esto, en criollo, se llama perder los estribos.
Porque la verdad no es la consecuencia del amor-a-la-verdad, sino,
exactamente al revés: el amor-a-la-verdad es la consecuencia de la
verdad cuando el hombre se da cuenta de la situación humana. Que­
remos decir lo siguiente: el amor-a-la-sabiduría es un don, el máxi­
mo, que la verdad otorga al hombre. Dicho inversamente, el hombre
acierta con su propia hombría cuando acepta agradecido, como el
don más precioso, la propia realidad de sí mismo. Esta realidad
consiste, sin ninguna duda, en ser un buscador de la verdad.
Volviendo ahora a lo que decíamos, el hombre debe saber
ubicarse, para no verse ridículo, en estas cuestiones mayores. De
allí que se haga indispensable, si se quiere entrar a dialogar de las
altísimas cosas divinas, el cumplimiento de una serie de requisitos
previos. Los enumeraremos solamente (I, 8, 7 y ss.):
1. Se ha de cambiar el corazón racional por la fe. El punto de
partida del cor rañónale ha de ser siempre la fe. Si no se acepta y
adopta de entrada tal actitud, de seguro, no se entenderá nada.
2. Si se cumplen los preceptos del Señor se verá con nuevos
ojos la realidad, puesto que esta será ahora vista con los ojos de Dios.
3. Se ha de tener el sensible oído de un niño, presto a es­
cuchar la palabra, es decir, a confiar enteramente en ella, estando
atento a lo que Dios dice de sí mismo en la Biblia.
4. Y, sobre todo: “¡Mire cada cual cómo construye! Pues
nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo.” (Ii,
283, 19-15 y 1 Cor., 3, 11).
De todos estos puntos establecidos se debe concluir que si no
se posee una inconmovible certeza en lo que se cree, lograda por el
propio peso de la vida y el equilibrio que da la sabiduría, no se
puede, sino temerariamente, incursionar en la densidad de las cues­
tiones divinas (I, 9, 16-19 y Ii, 283, 30-31). Hemos vuelto nueva­
mente a la experiencia de la vida, pero, ahora, se habla ya de una
experiencia fundada en Cristo. Para poder entender, se nos dice, se
debe construir sobre este fundamento vivo. Evidentemente que
quien no cree no entenderá lo que se está aquí hablando, puesto
que quien no cree no tiene experiencia de la vida de la fe, y un
inexperto es precisamente uno que no entiende de la cosa. Pues,
una cosa es vivir y, otra, muy distinta, el simple discurrir sobre la
vida, de suerte que la ciencia de aquel que vive siempre resulta
incomprensible para el mero conocimiento de aquel que habla de
la vida, pero, de oídas (I, 9, 5-8). Lo cual es obvio para cualquier
ámbito, sea cual fuere, pero, lo es más, sin ninguna duda, cuando
de las cosas divinas se trata. Le debiera estar vedado al hombre el
hablar de ellas con una fe muerta, es decir, de oídas.
Finalmente el autor vuelve a sintetizar todos los recaudos en
una sola frase que es la que nos interesa: es muy claro esto mismo
que digo: quien no creyérede, no entenderá, Nimirum hoc ipsum
quod dico: qui non crediderit, non intelliget, frase muy similar a la
que citamos anteriormente, Nam et hoc credo: quia nisi credidero,
non intelligam (Ii, 284, 26-27). La diferencia está en que en ésta
refiérese a sí mismo, y en la otra, a cualquiera, sin distinción, sien­
do ambas una cita textual de Isaías, 7, 9 b.
En lo que hemos dicho hasta aquí aparece con toda claridad
que lo característico del método anselmiano es establecer la fe
como punto de partida de cualquier posibilidad de análisis o cues-
tionamiento que se pueda hacer el hombre sobre ella. Pero, este
punto de partida en las tres etapas y en algunas de las condiciones
establecidas, si bien es en sí mismo simple, no parece, sin embar­
go, fácilmente utilizable por el hombre. Debido a ello es que he­
mos dado este largo rodeo que nos sitúa en el recto orden de las
cosas (Cu, 48, 16-18).

7. Filosofía cristiana

A esta altura de nuestro análisis podemos ya adelantar los


siguiente: según San Anselmo no sería lúcido de parte del hombre
no sólo el pretender con la razón, cualquiera fuese su creída capa­
cidad, poner en duda lo que no puede aún llegar a comprender,
sino, que, también, implicaría falta de sensatez de su parte si no
estableciese esto mismo que cree como principio de toda especu­
lación, pues de otro modo nos se vería cómo y en qué sentido se
hablaría de una fe verdadera, h.e., viva. Queremos decir que lo
más racional es que la razón viva, es decir, funcione como tal den­
tro de una fe, también, viva; pero, a su vez, la fe es viva y fun­
ciona como tal en la proporción en que se aclara a sí misma, o sea,
se entiende.
Ya se ha observado que lo característico del hombre es su
corazón racional, pues mantiene el equilibrio del movimiento vivo
del hombre que camina en búsqueda de la realidad. La tarea hu­
mana consiste en caminar ese camino. Sólo se camina si se va en­
tendiendo la verdad de esa realidad. Pues, entonces, no sólo se
vive, como lo hace cualquier ser vivo, sino que, también, se sabe
de esa vida, siendo este saber de la vida lo que vuelve humana la
misma vida, ya que aquel que sabe de la vida, su baquiano, puede
señalar el camino que conduce a esa vida. Precisamente, el señalar
el camino es la tarea específica de la razón. Señalamiento que va
indicando, cada vez con mayor claridad, el camino verdadero y
evitando el propio extravío.
Se ve el camino “De tal modo que no puedo apartarme de él
ni hacia la derecha ni hacia la izquierda” dice el discípulo y el
maestro le contesta “no es que yo te conduzca, sino aquel de quien
hablamos, y sin el cual nada podemos, es quien nos mantiene en la
verdad” (Cu, 106, 5-8).
Pero, como en esto se juega el sentido de la vida, de toda la
vida, el plantear esta cuestión se vuelve una cosa no muy fácil,
sobre todo si se pretende que su respuesta resulte inteligible para
todos (Cu, 48, 6-9).
Al hombre, en efecto, le resulta muy difícil admitir, por
ejemplo, que sería necio de su parte no creer en la verdad, cuando
la verdad ha dicho y dice su propio nombre, y, más difícil aún,
declarar que no creyendo en ella se autoengaña (V, 176, 4). Como
ya lo hemos expresado de varias maneras, reconocer el error o el
engaño es ya conocer la verdad, y, por supuesto, creer ya en ella.
La sabiduría humana comienza en el reconocimiento de su falta de
sabiduría. Pero, la falta de este reconocimiento es lo que, sin em­
bargo, vuelve siempre un necio al hombre, porque la verdad a na­
die falla. Quien falla y se engaña a sí mismo es el hombre que
ignora la verdad (Me, III, 32-34). Estas palabras son verdadera­
mente palabras muy duras, pero, duramente las aprendió San An­
selmo por propia experiencia; como además aprendió también que
quien ve la verdad se engañaría nuevamente a sí mismo si no la
siguiese, sin desmayos, hasta el final. Es entonces cuando todo se
vuelve más difícil para el hombre, ya que quien nunca conoció la
verdad indudablemente que resulta un ne-scio; pero, quien dejó de
ser necio una vez porque vio la verdad, si vuelve a ser necio nue­
vamente es ya dos veces necio. Situación que a cualquiera resulta
insoportable.
El hombre se vuelve insospechadamente necio cuando, cono­
ciendo la verdad, sin embargo, la odia. No hay otro infierno que el
del odio a la verdad, que coincide con el odio de sí mismo, porque
no otra cosa es el infierno. Ningún hombre odia la verdad como
para llegar al límite de eliminarla, es decir, de querer matarla (Cu,
115, 16-18). Esto ya es diabólico. No, humano. Pero, ver la verdad
y volverle uno la espalda es casi la común e incorregible nescien­
cia humana.
En efecto, ver la verdad significa que se ha de seguirla, en­
caminándose tras ella. Es ella, ya lo hemos dicho, la que es preci­
samente el camino, de modo tal que su amor por ella hace que la
vida del hombre sé vuelva una vida humana. Queremos decir que
para caminar por ella y tras ella se debe ir dejando atrás todo lo
demás como lo que, efectivamente, es: como vías muertas, de
modo que se viva por lo que realmente está vivo, e.d., es verdade­
ro, porque todo cargar con cosas muertas impide el paso libre por
la vida. Pero, al hombre le gusta andar por el camino llenando la
alforja de cosas inútiles que le traben el camino. El hombre se
engaña y se extravía cuando cree que vive por esas cosas muertas.
Es, entonces, cuando comienza a ver espejismos en el camino. En
efecto, el simple caminar lleno de bagayos, es caminar hacia ellos.
Entonces, el camino del hombre se vuelve un postergar la verdad.
¿Qué otra cosa es perder la fe en la verdad que el pos-tergar-la, es
decir, dejarla permanentemente a las propias espaldas? La verdad
ya no sirve sino para ser tirada, por arriba del hombre, como des­
hecho. En efecto, a menudo creemos o queremos creer o no quere­
mos dejar de creer —hay mil y una variantes— que siempre hay
cosas más importantes que el saber, de una vez por todas, qué es,
en verdad, lo más importante.
Lo más importante en este caso, y, en todo caso, es no vol­
verle uno mismo las espaldas a la verdad, sino buscar incansa­
blemente las espaldas de la verdad. ¿Cómo será la hermosura de
su rostro, si sus espaldas son las que constituyen el camino, i.e.,
el sentido de la vida humana? No cabe ninguna duda que perder
su rumbo es perder el rumbo y el sentido de la propia dignidad
humana.
Una de las maneras, la más común, de volverle las espaldas
es no saber leer aquello para lo cual el hombre tiene ojos. Toda
negligencia es, en efecto, ceguera o incapacidad de leer.
Cuando la fe deja de ser la cuestión de la inteligencia, o sea,
cuando deja de ser la luz de la razón humana, es porque la fe ha
muerto.
Hay dos maneras de no tener fe; una, más vale rara y poco .
común, consiste en creer que el hombre está libre de toda ligazón
con la verdad, de modo tal que crea que su realidad esencial no con­
siste, precisamente, en tender hacia la verdad, en estar sujeto a ella.
Hay momentos en la vida de un hombre, como hemos tenido opor­
tunidad de verlo, en los que sinceramente cree que es él, y, sólo él,
quien decide todo, absolutamente todo. El hombre es, entonces, su
propio sentido. El mismo es su propio camino (Ca, 242, 3-6).
Hay otra manera, menos rara y, diríamos, casi común de no
creer en la verdad. En efecto, no parece que cree en ella ni quien
piensa que no tiene ya por qué seguir buscándola, ni quien, porque
ya cree, no tiende de hecho hacia ella (M, 83, 23-25). Este modo de
no creer consiste en usar lo que se cree precisamente para no verse
ob-ligado por la verdad. Dicho de otra manera, quien piensa que la
verdad es una cosa adquirida de una vez y para siempre evidente­
mente que no sabe de qué habla, es decir, no está en contacto ver­
dadero con ella. Esta falta de contacto es lo que se pone de
manifiesto cuando se piensa que, porque se cree, no se debe aplicar
todo el esfuerzo humano a entender lo que ya se cree.
El medio para entender es la inteligencia. Es, en efecto, la
inteligencia la que, a medida que entiende más la verdad, va es­
tableciendo qué es lo vivo y, por consiguiente, lo digno de vivirse,
y qué es lo muerto, y, consecuentemente, lo indigno del ser huma­
no. Aquí aparece con toda claridad cuál es el riesgo del hombre.
No hay, en efecto, cosa más difícil que ser uno mismo parte y juez
en el asunto. Por eso mismo, y sólo funcionando la inteligencia
entre la fe y la visión total de la verdad, es como el hombre corre­
rá bien su propio riesgo. Pero, dijimos bien, funcionando. Porque,
si bien es cierto que nadie puede dirigirse a la verdad sin creer
previamente en ella, sin embargo, de nada sirve proclamar que se
cree en ella si en realidad se la ha tirado por la borda, al no cami-
nar hacia ella (M, 84, 11-13). Dicho esto mismo con una precisión
insuperable: cuando se cree sólo lo que se debe creer, la fe es una
cosa muerta, un peso muerto que no deja avanzar, ya que, cuando
la fe es viva lo lleva al hombre por un camino cada vez más escla­
recido (M, 85, 5-9).
Entre la obscuridad que va quedando atrás y la claridad que se
va viendo adelante está siempre la inteligencia (Cu, 40, 5-10).
Ahora bien, si por filosofía cristiana se entiende una filosofía
que admite como principio de su propio especular ciertas verdades
conocidas por la fe, resulta evidente que si la fe no es viva, sino,
más bien, está muerta, no hay, porque no puede haberla, filosofía
cristiana. Dicho de otra manera: la filosofía cristiana es el testimo­
nio de que la fe está viva en el hombre, o, lo que es lo mismo de­
cir, que el hombre vive de la fe, ya que sólo la filosofía cristiana es
la filosofía que pretende hacer de la fe una cuestión.
A la pregunta que hicimos al comienzo, ¿qué era lo que hacía
que la fe se volviese la cuestión de la inteligencia?, se debe respon­
der, como siempre y sin ninguna duda, que es la fe el principio, en
el sentido de origen y causa, de que la inteligencia se la cuestione.
La fe, en efecto, es el origen, el permanente origen de que la inteli­
gencia busque entender esa misma fe, como, por otra parte, este
mismo buscar la inteligencia el entender la fe es el efecto de esa fe,
porque la fe se vuelve viva en la proporción en que ya quiere ver
aquello en que, desde luego, cree. Dicho de otra manera: tanto la fe
como la inteligencia son cosas vivas; queremos decir que son cosas
que se mueven en círculo, de modo que apenas deja una de mover­
se también la otra se inmoviliza. El origen del movimiento de la
inteligencia humana es la fe en la verdad. Es decir, no hay fe en la
verdad si la inteligencia no se mueve en búsqueda de ella. Pero, la
verdad es viva sólo si la inteligencia se mueve en su búsqueda, pues
de otro modo, ¿qué verdad sería sino una verdad muerta?, i.e., no
sería seguramente ninguna verdad.
La verdad fundamental de la filosofía cristiana consiste en
que este modo de filosofar admite, de entrada no más, como ver­
dad indiscutible, o sea, como principio, que Cristo es el camino, la
verdad y la vida. Esto es exactamente lo que expresa la fórmula
inequívoca de San Anselmo, fides quaerens intellectum. Cuando la
inteligencia camina por ese camino divino-humano, buscando en­
tender más y más el misterio de la verdad es porque está viva. Su
amor-a-la-sabiduría es verdadero, vivo e inequívoco amor humano
que, siempre, para ser tal, es amor a lo divino.
Si, por otra parte, la filosofía es, como desde muy antiguo se
viene diciendo, la ciencia del amor a la verdad, se deduce que todo
hombre que ama la verdad busca, sin ninguna duda, la misma cosa
que busca quien, creyendo ya en ella, intenta ardientemente cono­
cerla también con la razón (Cu, 50, 18-20).
El ámbito de esta común búsqueda es un mismo ámbito, con
estructuras y leyes características que ambos a dos deberán respe­
tar, si quieren mantener el equilibrio vital cuyo guardián es el co­
razón racional del hombre.
Pero, esto es ya otra cuestión.
DON BENYA EL MEDITABUNDO

Estas palabras, dedicadas al amigo


Anselmo Weizetfel, van dirigidas
a él solicitando me preste,
la tercera vez es ¡a última
gauchada, la Escritura de su casa
definitiva, construida por el
Arquitecto Pedro de Craón
entrerriano, para que me sirva
de garantía, no sé aún por
cuanto tiempo, de la mía. Como
me acompaña en el pedido nuestro
común amigo, Don Leonardo Castellani,
doy por descontado el préstamo
por tiempo indeterminado. Gracias.

Cuando uno está ya transitando un camino que lleva soixante


años de duración puede ufanarse del crédito acumulado en su más o
menos azaroso recorrido. Posta tras posta han aparecido los caballos
de recambio preparados y dispuestos allí gratuitamente para que se
cumplan inexorablemente las palabras de Artigas: “Vengo de una
tierra donde siempre sale el sol y nunca se pone”. Andando siempre
en dirección al Occidente voy yendo cada vez con mayor facilidad
y aceleración hacia el sol bajo una gran cascada luminosa de luz
plateada, la suficiente para distinguir durante la noche de la travesía
—en blanco y negro— cualquier silueta señalera en la inmensidad
lejana del desierto. Nunca en esos trances difíciles cuando me en-
contraba tirado boca arriba contemplando el puñal y las tres Marías
y la Cruz del Sur me han “faltado” los amigos. ¡Uno por uno!,
como lo expresa admirativa y plásticamente mi amigo Tiraboschi,
fueron apareciendo —no puedo sino verlos siempre como “apareci­
dos”— en cada una de las circunstancias de mi vida de tal suerte
que, sin autoengaño, puedo decir parafraseando a Ortega, con un
sentido que el verboso filósofo español ni remotamente imaginó,
“yo soy yo y mi circunstancia”. Puedo asegurar que:
“No hemos de perder el rumbo,
los dos somos güeña yunta;
el que es gaucho va ande apunta,
aunque inore ande se encuentra;
pa el lao en que el sol se dentra
dueblan los pastos las p u n ta s” (Fierro).
Como no podía ser menos, uno de estos mis amigos es teó­
logo-filósofo y encima de tal, poeta y ya en la cima de las cum­
bres, y de yapa, cura católico abajado a los tenebrosos hondones de
nuestras propias vizcacheras. Yo nunca lo vi físicamente; sólo sa­
bía de seguro que él estaba, allá, ahicito nomás cruzando el río. Es
por eso mismo que hablar hoy de Don Leonardo Castellani, a los
diez años de su muerte física, me tiene a mí este hecho cronológi­
co tan sin cuidado como lo mismo hablar de la muerte del Cruci­
ficado hace ya un tiempito más prolongado y a quien tampoco vi
jamás en mi vida. Así es como supe desde hace ya un tiempito que
“el amor puede ser de lo visto y de lo no visto, de lo presente y de
lo ausente” (Santo T omás). En realidad el tiempo se vuelve pro­
longado, tanto más o menos extenso en su prolongación cuanto sea
la proporcionada y geométrica distancia —en tres dimensiones—
en la que se encuentra uno mismo respecto de sus estaqueadas, no
horizontales sino verticales, figuras. La suerte mía ha consistido en
que yo, por más aparente alejamiento intentado siempre los tuve al
lado mío, pegados a mí como la sombra, cosarios y seguidores
como perros de sulky.
EL CURA

Católico o no, uno puede intentar despreciar a un cura. Toda


la cuestión reside en que el cura no me desprecie a mí. Si des­
graciadamente tal cosa ocurriese, Dios nos libre, quedo encerrado en
mi propio túnel y sin salida. Lo que me ha acontecido lo mismo ha
sucedido a mis padres y a esa “novia del acontecer” (L. M arechal),
mi querida Patria. ¿Cómo puede ella aguantar, así como así, a un
cura que, desde el Aconcagua, de viva voz y con hisopo de jacaran-
dá florido en la mano la roció desvergonzadamente de cabo a rabo
con agua bendita? A ningún siestero y amodorrado playero tirado al
sol como el lagarto le agrada que lo zambullan de golpe en las he­
ladas aguas del Bautismo. ¡Salud, amigo Marechal, la Patria ya tie­
ne Bautismo! El cura del policial cinturón de cuero •—“...y la correa
de cuero, con que se ceñía como Elias (4 Reg. 1), es indicio de
mortificación.” (Santo T omás)— , cada vez que cumplió ritual men­
te con su oficio arruinándonos la farra, recibió, sintiendo, nuestra
bronca o nuestro desprecio, una y otra vez, y una y otra vez hizo
sonar su silbato gritándonos: mal estacionado o contramano, y con
una boleta —por triplicado— en la que anotó, severo e inflexible,
nuestro nombre y apellido. Pero él, sabedor de su oficio, magná­
nimo de corazón, con ira misericordiosa, repitió sin cansarse jamás
el mismo gesto: no me despreció porque amó a mis padres extravia­
dos en un laberinto aparentemente sin salida. En efecto, cuando en­
flaquecen las cosechas “de las mieses y el ganado”, unos más
rebeldes escupimos contra el Cielo mientras otros, más tímidos y
llorosos, lo invocamos pero, apenas nos favorecen las lluvias en la
sequía, nos olvidamos, como los chicos, de los terremotos y del
Cielo, “qué Argentina al sur / ni Argentina al norte / lo que yo quie­
ro / es bailar con corte”.
Viendo Castellani que nosotros hemos nacido acostumbrados
a jugar a dos puntas según convenga en la partida —¡oh la indeci­
sión argentina! — nos indicó durante el juego,. y . siempre_con„el „
dedo, la carta marcada. El juego del hombre y del cristiano no es
un juego de “fulleros”. A los cristianos nos repitió hasta el hartaz­
go y constantemente que lo que hoy necesita la Iglesia son hom­
bres; no, santos. Igual me decía mi padre: “primero la obligación,
después la devoción”. Y a los otros, los cristianos y no cristianos,
argentinos y uruguayos, les zampó crudamente en La mosca de
oro: “No hay cosa más despreciadora que el hombre mediocre y
satisfecho. Tu mujer debió ser una mujer mediocre. Pero probable­
mente pecaste contra ella de falta de firmeza. La mujer debe ser
sostenida. Una mujer sin religión es punto menos que una vaca.
No la culpes a ella sola. Jamás el hombre debe culpar de sus des­
dichas a los demás solamente”, (p. 166). Por supuesto que literal­
mente se refiere a la mujer pero todos sabemos muy bien que la
Patria es una rica-hembra y la Iglesia, una Santa Madre. Castellani
ha lidiado con todas las mujeres: |Cuánto desvelado amor el suyo
por cualquiera de Ellas! Dirigidas van siempre sus palabras a “los
varones de mi tierra”: un argentino liberal no quiere a su Patria
puesto que la prostituye y la vende como si fuera punto menos que
una vaca y un fariseo cristiano no sirve y cuida a su Madre, la
Iglesia, sino que la expone en subasta pública a cualquiera que se
cruce en su camino. La piedad no es cuestión de devotos acarame­
lados sean éstos ateos o creyentes. Es una cuestión viril de hom­
bres nacidos de varona y hechos a la lucha, y de cristianosjque„.lo „
son por un pacto de sangre y. no. con cualquier indio, por más Ata-
hualpa que sea.
La piedad es una virtud religiosa puesto que pertenece al or­
den de la justicia, dijo claramente el otro fraile, y si así no fuera.
si todo fuese y estuviese sujeto a la arbitrariedad de la voluntad
divina, por más amorosa que la imaginemos, estaríamos diciendo
la más grande blasfemia. Por la justicia un hombre debe desenvai­
nar su espada y no guardarla sin honor. Para muchos, sin embargo,
blasfemo resulta el que dice que lo dije. ¿Qué le vamos a hacer?
Claro que hay una diferencia entre el héroe pagano y el héroe cris­
tiano. En efecto, “Héroe se llama el hombre que hace mientras los
otros dicen y que crea mientras los otros hacen. El hombre pagano
es un hombre gigantesco, consciente de su poder, que telegrafía al
Senado una victoria con las palabras Veni, vidi, vici, o delante de
un micrófono desafía a un Imperio, se burla de él, arrebata a millo­
nes de hombres y asombra al mundo. Mas el héroe cristiano es
todo lo contrario, es un hombre crucificado. La autoconciencia que
tiene es de un continuo fracaso” (Crítica Literaria, p. 381). De lo
afirmado se deduce necesariamente que los comportamientos son a
todas luces distintos, tan distintos que por ellos se puede discernir
inmediatamente quien es un hombre, quien, un hombre cristiano y
quien no es ni hombre ni cristiano. Por el Padre Castellani, por él
precisamente, sabemos todos los argentinos que el cristianismo no
es “mulero”. Las cartas que baraja este cura con soltura son sin
engaño ni trapisondas. No hay quien, entre nosotros, pueda incul­
parlo de no ser cristiano ni, tampoco, de extranjería. Es las dos
cosas a la vez en equilibrio. Es un varón piadoso.
Su amor a su Patria terrestre y a la suya celeste no tolera im-
pjedad alguna contra ninguna de las dos. La lucha así obviamente
resulta una cuestión religiosa en sí. Yo creo, personalmente, que él
mismo ha sospechado esta batalla con sus entreveros, lanzazos, he­
ridas, gritos y “la erupción candente de las maldiciones” subiendo a
la boca y los anatemas que escupen los labios (Jauja, 1967). Y, es
más, yo siento e imagino que la ha anhelado desde lo más profundo
de sí mismo y, más de una vez, la ha visto desfilar en su feraz ima­
ginación como un carretel de cinematografía. Y ya desde Aristóte­
les sabemos que la naturaleza no desea nada en vano, menos que
menos, la misma naturaleza del cristiano. Ahí lo tenés, “de chi qui­
lín mirando de afuera la ñata contra el vidrio” queriendo ansioso vi­
vir la vida de los héroes y de los santos, también la vida de linyeras,
crotos y estafaos. Era, en ciernes, el desarrollo de la naturaleza de
un drama divino-humano^ Desde muy gurí supo el intercambio que
necesariamente se da entre la sangre v la Palabra. Vio v sintió mo-
_rir a su padre periodista asesinado por la autoridad, y a traiciójLjfoo
no se olvida. Jamás. La venganza está en la naturaleza de un hom-
bre y solamente es cuestión de tiempo para poder planearla v llevar­
la a cabo. Pero, en estas cuestiones y en todas las cuestiones huma-
nas, incluidas las del amor y la libertad, el cristianismo resulta mal­
dito para la naturaleza natural de un hombre. La venganza del héroe
cristiano resulta mortal para el héroe pagano: en efecto, para los
paisanos-judíos, no digamos para los gohim-no creyentes, resulta un
ejemplo de típico fracaso; pero el héroe cristiano “muere Contento
pues ha batido al enemigo” aunque parezca ello mentira del lado
que se lo mire.
Cuando un criollo, medio maula por “estar fuera de la ley”,
de los pagos de Crucesita, allá en Nogoyá en el centro del Entre
Ríos, recibe, por resistirse a la Autoridá, en pleno cuerpo un
plomazo de un revólver 38 largo exclama al tumbarse: “ ¡a los
pastos mi alma!”, pero se levanta una y otra vez hasta que, acribi­
llado finalmente a tiros, su instrumento —el cuerpo— cae desplo­
mado en el suelo sin poder obedecer ya más a su alma. Pero, cae
con el facón en la mano, y, si es cura gaucho, con “su gran cruci­
fijo de bronce, el crucifijo de los votos, que llevaba siempre atra­
vesado al cinto como un facón, al modo misionero”. (La mosca de
oro, p. 167). El facón ni el crucifijo pueden jam ás permanecer
envainados cuando de batalla justa y rugiente entre hombres se tra­
ta. Eso sería cobardía, es decir, falta de honor, cosa imposible de
tolerar para un santafecino bebedor de “vino de quebracho” y de
“Faz de gringo acriollado / con intelecto de criollo agringao” (Au­
torretrato). Ya en el 1937, en el Homenaje a Descartes (Tomo 3),
el fraile jesuita, aún con traje talar de gala, escribió: “lo que nece­
sita el sabio (“más amo el cordado reproche que la inconsiderada
alabanza”, Velázquez) no es precisamente que lo alaben o que lo
palmoteen, sino que lo tomen en serio, aunque no sea más que
encarcelándolo abusivamente”, frase que no es sino presentimiento
repetido por un discípulo americano de Séneca cuando éste sos-
terna: “pensamos mejor cuando nos encontramos entre adversida­
des: la prosperidad nos quita la rectitud de juicio”. (Carta XCIV).
Pero son presentimientos de lo porvenir de un talentoso ya genial.
Véase, si no, este diálogo:
“¿Quieres saber cuál es ahora tu único camino?
El judío (que había asesinado a un hombre para salvar la
apariencia de su honor) asintió vigorosamente.
—Vivir para tus hijos como esclavo de ellos— continuó el
fraile. — No como padre. Rebajándote en tu corazón hasta la tie­
rra, servir a Dios en esas criaturas tuyas.
—¿Nunca más podré apagar, borrar, olvidar esta horrible
vergüenza y repugnancia, esta molestia insufrible que sentí ahora
al tomar mi nena en brazos?
—Es muy difícil— dijo el otro. —A menos que no resucite
el muerto... o bien algún día salves la vida a un hombre, o bien...
El fraile miró largamente la lejanía, y cuando volvió a ha­
blar, su gesto tenía casi la seguridad de un profeta sacro.
— Algún día aparecerá tu mujer en tu casa— profirió—, más
degradada que una perra, fea, vieja, gastada y humillada hasta la
tierra por la lascivia del hombre; y sin embargo, orgullosa, capri­
chosa y depravada, Y entonces tú la recibirás en tu casa y curarás
sus pústulas con la energía sobrehumana que no tuviste para impe­
dir que se fuera. Esta es tu redención única. Esa es tu penitencia.”
(La mosca de oro, p. 166-167).
Ya Papa Juan XXIII, Jerónimo del Rey, en 1964 nos cuenta:
“De lo mío brevemente: hice un matrimonio desdichado, mi mujer
salió muy diversa de lo que aparecía de novia: creo que era (o es, si
vive) seriamente enferma, aunque no aparentemente. Quisiera ol­
vidar todo eso, pero es imposible, porque su conducta me ocasionó
el primer colapso nervioso, que ha sido la mayor desdicha de mi
vida. Cuando usted lo vio, nada le conté de sus causas. Mi mujer me
disparó dos tiros de pistola: uno me dio en el hombro, cuando exas­
perado por sus frecuentes y descaradas infidelidades (que como dije
atribuyo a enfermedad) quise un día castigarla. Después desapareció,
mientras yo estaba en el sanatorio. Un solo hijo que tuvimos, murió
poco tiempo después de nacido... Y si apareciese ahora, trataría de
ayudarla, aunque no por cierto para reanudar la vida en común. Yo
me acuso de debilidad en mi conducta para con ella.” (p. 240-241).
En este cura argentino, en el siglo XX, “Cambalache” según
ya lo profiriera Discepolín, se cumplió geométricamente en el
tiempo oportuno —kairós— su diálogo con el Rabino sefardí gi-
miente, cuando textualmente le dijo: "—Tu Dios es mi Dios... Tu
caso es común— le dijo el fraile, reteniéndole una mano— No.
eres el primero ni el último” (p. 165). Yo, “pagano impenitente”, y
por el tenor de esta misma frase textual paréceme no ser el único,
necesitaba la mano compasiva de un sacerdote de la Iglesia Católi­
ca y la tuve estrechando la mía en el momento exacto, para cuidar­
me y sanarme, al oir, sin creer lo que veían mis ojos, las siguientes
palabras dichas con un “hablarse seco, desapasionado, intelectual,
hipnotizante” pero referidas a mi propio caso: —Vaya, amigo, no
tenga ya más cuidado, pues está sano. ¿Alguien lo ha condenado?
Yo lo perdono. No lo haga más. ¿Puede darse Autoridad más
poderosa entre los Cielos y los Infiernos que la ejercida por este
mano santa compasivo? Pontifex es su oficio verdadero; pontone­
ros llamamos nosotros a ese cuerpo especializado de Ingenieros
que en una guerra construye rápidamente el paso entre las dos ori­
llas de un río; y yo, agradecido, les llamo, operadores divinos, o
según sea el apetito, “despenseros” (San Juan de la Cruz). Desde
afuera, todo esto parece un cuento de Hadas y de Duendes y una
“historia”. Y lo es de verdad: es mi propia historia de salvación. Si
yo soy yo y estoy vivo, sano y salvo, y lo digo y lo repito alboro­
zado ¿a quién ofenderé en mi confesión? Todo lo que es de arriba
está en la cima de lo humano, es sobrehumano y viene de arriba de
pura yapa no más. Es más que verdadera, más que bueno, más que
bello, más que inolvidable, más que serio, más que nada y más que
todo, es como dice San Juan de la Cruz, “y muy mejor y más”. Ese
más que más —encamado— es un enviado, ángel con cara de
hombre, del Padre de todos los hombres: es, nada menos, un sim­
ple cura. Leonardo Castellani sacerdote, cura o fraile, es no más
que eso, j>or lo menos para quien tenga sano el olfato propio de un
creyente cristiano católico. Para los que no saben aún en qué con­
siste el ser cristiano es o bien un cura loco, o bien, a lo sumo, un
literato. “Eso de llamar Dios a Cristo no distingue hoy más a los
cristianos de los herejes: éstos hoy día no tienen reparo en hacerlo
pero han enturbiado el nombre; se ha gastado el cuño de la mone­
da. Lo que distingue a los verdaderos cristianos es que esperan la
Segunda Venida... (Los papeles..., p. 426).

EL POETA ...

Pero, y aunque lo niegue enfáticamente, es también poeta. Y


así es cómo, en la escala jerárquica que él mismo nos brindó ha­
blando de Paul Claudel, el poeta viene ubicado debajo del sacer­
dote, pues “Su trato, no es de las cosas eternas sino de las
temporales, pero para volverlas eternas”. (Crítica Literaria, p.1
100)> y en el caso de nuestro Autor, para volverlas instrumentos
de salvación en primer lugar de sí mismo, y en todos los sentidos,
incluido el sentido físico, biológico, psíquico y social y luego,
también, de salvación de los demás seres humanos, porque ¿en
razón de qué hemos de despreciar el adornar el camino de regreso
a nuestra Patria —Species—, y no “dar gracias a Dios por el vino
que alegra el corazón del hombre y por el aceite que embellece el
rostro de la mujer” (Ps. 103)? Castellani fue un juglar de Dios
entre los —como él los llama siempre en todos sus escritos—C a ­
balleros de Loyola de quien hoy, 31 de julio de 1991, se conme­
moran los quinientos años de su natalicio y los 450 años de la
fundación, por el mismo Ignacio, de la Compañía de Jesús (1540).
¿Por qué, señores, no alegrar con payadas, entre mate y mate
—símbolo éste de la amistad humana en el cuadro pintado por
Grela—, las largas noches de campamento alrededor del fogón, y
aliviar el dolor de las heridas de los soldados caídos en combate,
contándoles hazañas de grandes batallas y al consolar al triste con
el canto “Martinfierreheredo” (Jauja, 1967) trompetear al mundo
el triunfo definitivo de los aceros? En efecto, “«Consolar al
triste...»— Y eso no con palabras sino con ayuda verdadera, es la
mayor de las obras de misericordia.” (Los papeles..., p. 35) “Yo
he vencido al mundo” no es algo que pueda ocultarse así como
así, más bien es cosa de ya preludiarlo —entre la prima y la bor­
dona— como victoria absolutamente definitiva, pues Ese mismo
dijo: “Vendré de nuevo”. Todo, desde entonces a acá, queda da­
do vueltas patas arriba: Veni, vidi, vici. Y nosotros creemos dos
veces creemos en El, porque no solamente lo dijo y lo hizo sino
que LO ES. Esa es también nuestra esperanza certera y ese mismo
nuestro amor inviolado. Este chaqueño-santafesino, medio indio
toba, pero muy bien retobado en sí mismo, cantó, riendo y lloran­
do, lo que de ninguna manera ojo humano puede ver, hijo de mu­
jer, esperar y corazón de hombre, amar. Pero su ardiente corazón
racional lo supo, en una tensa espectativa de “espera y esperanza”
al preciso ritmo de su roja sangre latente, desde el momento mis­
mo en el que la Mujer lo engendró, lo parió, lo educó, aunque de
a ratos, “La Providencia es una madre maula: nunca ayuda todo de
golpe para que no emperecezca uno” (Jauja, 1967), hasta que en
sus brazos y después de un prolongado esfuerzo, exánime, aun re­
belde, y fracaso, expiró. Pero siempre cantó:
“Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar,
y cantando he de llegar
al pie del Eterno Padre:
dende el vientre de mi madre
vine a este mundo a cantar ” (Fierro).

EL TEÓLOGO-FILÓSOFO

Es demasiado ramplón lo que yo decir puedo de un poeta


cantor; solamente pues me queda, acallar ya mi verba prosaica y
disfrutar, oyéndolo devoto, de su obra. Pero una poesía sin fi­
losofía y, por estos mis pagos, sin teología, como cualquier pa-
labra y gesto del hombre, es puro viento, i.e,, flatus vocis
(Chesterton) . En efecto, ya viendo — theorein — preludió el pue­
blo griego; oyendo, entendiendo y sintiendo centraron el ritmo y la
melodía los “bárbaros” medievales, y ¡vaya desgracia! olvidaron la
partitura los hombres nórdicos modernos pero, gracias a Dios y a
su bendita Madre, la conservaron en su memoria algunos zaparras­
trosos gauchos argentinos arrojados violentamente a la frontera.
Sin tragedia, la “historia” es muy simple y aunque dramática, es
una “Comedia” y “Divina” puesto que es la “Historia” de salvación
del hombre, no por él mismo, sino por el Unico Dios Verdadero:
Visto por el hombre el Logos, y venida a este mundo, ¡quién lo
creyera!, la mismísima Divina-Palabra-Encamada fue, desde enton-
ces y para j5Íempre, todo hombre fundado y sostenido en el Verbo
del Dios Cristiano, Quien loado sea por siempre jamás. Así fue
nomás que se dijo: “En el principio era el Verbo — En arjé en o
Logos— ¡n principio erat Verbum (Jh. 1.1)”. Y hasta Ariel Ramí­
rez canta hoy alborozado “En Jesucristo creo”, repitiendo el coro.
Siguiendo con esta sencilla historia vino, luego de los “retrógra­
dos” medievales, un hiperbóreo que, siendo un buen nórdico, anda­
ba, como turco, perdido en la neblina o, como judío, perdido en el
desierto o, como gringo apostado de guardia en el Fortín asustado
en la frontera de la pampa sin saber la castilla y sin poder quedar­
se quieto en su lugar, ese mismo vino y dijo tontamente, y el coro
repitió también alborotado, que lo que estaba en el principio no era
el Verbo sino la ACCIÓN (Fausto), y algunos de los nuestros,
argentinos, más bien puebleros ingenuos creyeron y ¡aún lo creen a
pie juntilla! que a ese principio, el de la Acción, sinónimo de Li­
bertad, si le agregaban la palabra bendita “Católica” o si, enojados
otros con el catolicismo, se la quitaban —para el caso da lo mis­
mo— ya está, ¡Abracadabra!, todo problema humano y divino so­
lucionado. ¡Qué ingenuidad propia de un hombre infantil por el
lado que se lo mire incluido el lado cristiano! Ya estoy viendo la
mirada irónica de todos y de cualquiera de los parisinos que conoz­
co, por lo menos desde Alcuino. No hablemos de cualquier hombre
ruso o chino. Para quedamos solamente en Occidente afirmamos
—y por eso mismo somos hombres libres— : con sólo el Amor v
sin la Verdad desde la más portentosa hasta la más mínima acción
del hombre nos damos inevitablemente de frente con el gesto vacío
de un cacatúa o de un androide, con esta diferencia en la compara­
ción, favorable al loro, al mono, y más aun al caballo, ya que a
este ni por “pienso” se le podría ocurrir semejante disparate, pues
se quedaría inmediatamente sin el alimento de su vida. La verdad
es solamente una cuestión de una inteligencia, la del hombre, no
de la voluntad, ni siquiera de la voluntad de un dios totalmente
papanatas, y es tonto de toda tontería pretender una “buena volun­
tad”, i.e., una relación amorosa con los dioses, con el Dios Unico
Verdadero, o con los humanos, sin la verdad que ve cualquier in­
teligencia.
Así es, señores, de estas cosas sí quiero hablar y, siguiendo
en esto el consejo de Martín Fierro: “Procuren, si son cantores, / el
cantar con sentimiento, / ni tiemplen el instrumento / por solo gus­
to de hablar, / y acostúmbrense a cantar / en cosas de jundamen-
to.”, no por el solo gusto de hablar con Don Leonardo Castellani,
Doctor en Teología por Roma, ad gradum cum licentia ubique
docendi, título este que, según nos cuenta por primera vez Irene
Caminos en 1991, nadie ha obtenido desde el descubrimiento de
América, Doctor en Filosofía por París y en Política por Londres y
Pavía. Así, nomás, el hombre. Castellani se ha reído luego de sí
mismo a través de sus personajes noveleros. Véase el joven teólo­
go que en Roma discute pedantemente con Don Benya, sobrenom­
bre que el Autor da a Don Benjamín Benavides, y que a nosotros
se nos ocurre oirlo como el clamor apocalíptico: ¡Señor, Ven ya!
de un niño que azorado ve muy bien lo que acontece. Pero estas
cuestiones no nos interesan pues los industriales investigadores,
que son todos aquellos hombres que en estas cosas no son “medi­
tabundos”, es decir, no son ni curas, ni poetas, ni filósofo-teólo­
gos, tienen material de sobra para sus minuciosas indagaciones
que, en el caso de Leonardo Castellani, y es nuestra firme opinión,
tendrán que volverse cautos y meticulosos, muy meticulosos para
no cometer garrafales extravíos por ignorantia elenchi, por lo me­
nos, si son investigadores argentinos, pues todos conocemos la sig-
nificación que le damos a la palabra argentino cuando queremos
claramente indicar que no tenemos ni tomamos ninguna responsa­
bilidad en un asunto. Yo solamente, ante un argentino así, atino a
recordar los versos de Fierro:
“Pero tantos bienes juntos
al darle, malicio yo
que en sus adentros pensó
que el hombre los precisaba,
que los bienes igualaban
con las penas que le dio. ”
Tantas vueltas le he dado al rollo que al desenvolverlo ahora
espero no decepcionar a “naides”. Es un problema que queremos
abordar conversando con este teólogo argentino, y lo hacemos por
la simple razón que, según nuestro criterio, es el único teólogo
argentino de los que conocemos desde el descubrimiento del Río
de la Plata, que más se ha aproximado a la respuesta correcta. El
problema es el problema clave del Occidente y, por lo tanto, de su
respuesta adecuada depende la explicación cabal de la crisis de
nuestra cultura y también de nuestra América. Nos referimos a la
manera cómo se ha concebido la Teología y la Filosofía, a cómo se
han cambiado no sólo los nombres, sino también sus métodos y
sus contenidos:......
“Sin ninguna intención mala
lo hicieron, no tengo duda;
pero es la verdá desnuda,
siempre suele suceder:
aquel que su nombre muda
tiene culpas que esconder ” (Fierro).
Lo que más nos asombra leyendo cualquiera de los escritos
en géneros tan diversos de Castellani es el modo suyo personal y,
por lo tanto, original que tuvo para aproximarse a la relación entre-------
la fe cristiana católica y la filosofía. Nos parece que dos hechos le
han posibilitado acomodar en el camino cargas aparentemente hoy
C-'O'v'V t v.o-: C\. ^ 1
254 José Ramón Pérez

divorciadas por disímiles y lograr —casi— el clásico equilibrio


establecido en el siglo XIII por los medievales.
El primer hecho notable se da en la situación de su misma
formación. Nadie ignora qué, contrariamente a lo que nos sucede a
los argentinos, los europeos, luego de la caída del Sacro Imperiò
Romano Germánico, se han vuelto filósofos generalmente naciona­
listas, por no decir crudamente chauvinistas (Sc r ib e ). Dos o tres
ejemplos nos serán más que suficientes para mostrar lo que hemos
afirmado. Todo francés nace cartesiano pero, dice irónicamente Gil-
son, estudiando se vuelve aristotélico. Nosotros podríamos decir pa­
rodiando: todo alemán, envidiando a Roma y a París, nace
eckartiano, cusano, kantiano, hegeliano, heideggeriano, etc., però yo
ignoro lo que le sucede a un alemán cuando estudia. Resulta eviden­
te de quien dependen los ingleses: con sólo hojear ojeando lo que
dice y escribe uno, según ellos mismos, de los mejores metafísicos
de la Isla, Alfred North Whitehead, cualquiera se da cuenta inme­
diatamente en qué cosas —y entre cosas— andan navegando los ru­
bios de Albi ón: no han salido nunca de David Hume. Un español, y
esto nos toca de cerca, mejor dicho, en un tiempo nos fue más alle­
gado, aunque según nuestro Castellani es uno de los responsables
directos de nuestro autodegüello, tiene siempre a Francisco Suárez j
detrás. Y hoy, de los europeos en general podemos casi afirmar,
y sin casi afirmamos con absoluta seguridad, tienen a Nietzsche
como padre: son de este modo y aparecen cada vez que actúan sus
devotos hijos y herederos lúcidos ocultando siempre, para que na­
die tenga posibilidad de robarlos, su más que clara-nítida-obvia-
confortable heredad terrestre. Esto que aquí señalo parece broma
para un argentino acostumbrado por medio de su educación siste­
mática a estar abierto a todo el mundo que quiera habitar este suelo
generoso y maravilloso. A mí me causó muchísima gracia lo que,
sin querer, verifiqué textualmente cuando leí algo sobre San Ansel­
mo, fundador de la escolástica, aunque otros doctores dicen que el
fundador fue Pedro Abelardo, a mi entender equivocados, en el si­
glo XI. Abbagnano, en efecto, lo llama Anselmo de Aosta del Pia-
monte; Anselmo de Bec en Normandía — prieur et abbé du Bec
en Normandie (C ousin)” — lo apelan los franceses; por su lado a los
ingleses, además del argumento ontológico discutido con la lógica
simbólica (\sicl), les encanta que sea Arzobispo de Canterbury; por
ser ario y no semita lo alaban en general los alemanes y, por fin, y
no sin gracia andaluza, los españoles descubren que es ibero pues lo
eran sus padres (Pérez de U rbel).
Lo sucedido viene a poner en evidencia que Castellani mien­
tras fue estudiante “filósofo” tuvo que escuchar y estudiar ofi­
cialmente a Suárez a través de sus profesores je suítas, muchos de
ellos españoles, que lo enseñaban y exigían a los alumnos en los
exámenes. Lo va notable de la situación, contada por el mismo
aprendiz de brujo, fue que él, por su cuenta y riesgo, estudiaba
paralelamente la Sumrna Theologiae de Santo Tomás de Aquino.
obra esta cuya nueva versión al castellano comenzó en el Club de
Lectores —sólo los primeros cinco tomos de los veinte que sa­
lieron en la edición fueron anotados, explicados y comentados por
él— y tarea que, según él mismo afirma, ha sido lo más im­
portante que hizo en su vida, pero trunca. Avis rara: un pichón de
tomista entre pichones suarecianos en el mismo gallinero. Haremos
una sola anotación por nuestra cuenta. En Suárez va aparece el
método de la Edad Moderna distinto del orden establecido en el
siglo XIH, pues ya el au to rfilogofa fuera de la Teología y también
fuera de la autoridad de Santo Tomás; por ejemplo, en cuestión tan
decisiva como la noción de ser no admite la composición, de. essen-__
tia-esse en el ente. Esta diferencia fundamental junto con la incom­
prensión de Cayetano respecto de su maestro Santo Tomás ha
hecho que, según lo testimonia uno de los mejores especialistas en
Descartes y aun mejor especialista en Tomás de Aquino, Étienne
Gilson, cada vez que hoy se habla de Santo Tomás lo que en rea­
lidad generalmente se entiende siempre no es lo que hizo y dijo
este fraile dominico del siglo XIII, sino, más bien, este jesuíta ya
moderno en todo su planteo y, según pl mismo Leonardo Castella­
ni, responsable directo de llevar “el cuchillo a la garganta de la
tradición occidental” cuando “en el siglo XVII opuso el intelecto
práctico al especulativo y lo puso por encima” del teórico (Jauja,
1967) y, más fuerte aun si cabe, cuando se pregunta y contesta:
“¿De dónde vino, pues, el abandono de esta cordura que la inteli­
gencia debe gobernar, pues es ella la que “ordena”, o sea, percibe
el orden? Creo que el abandono y aun el rechazo de esa ley de
prudencia inmemorial arranca del filósofo Francisco Suárez; el
cual, apartándose de Santo Tomás, sostuvo no solamente la distin­
ción real de los intelectos especulativo y práctico, sino también la
primacía del práctico; vale decir, de la voluntad.” (Jauja, 1969) y
agrega, de yapa, esta es la razón por la que hoy mandan los man­
dones y no los que ven. Nosotros diremos más adelante por qué
hoy el hombre no ve y, por consiguiente, por qué hoy mandan,
según el “mago” de Colonia, los bruta animalia que, obviamente,
blasfeman, persiguen y anatematizan lo que ignoran y, por lo tan­
to, la misma guerra entre mandones no es ya ni siquiera total como
lo determinó Ludendorff, sino absoluta; aunque hoy todos los nór­
dicos, i.e., los yankees, los europeos y los rusos, se disfracen cohe­
rentemente de tiernos y pacíficos corderitos; y en estas cuestiones
tan graves y globales no hay, como se suele decir mefistofélica-
mente, variedad (variété) de alternativas, sino el aut-aut aristotéli­
co: o hay que ser realmente un tonto de capirote creer y repetir
como un cacatúa que el capitalismo puede dejar de ser salvaje y
humanizarse democrática y cristianamente y el marxismo dejar de
ser tal pues ha muerto, se dice, al vender democráticamente los
rusos unos ladrillos y algunos metros de alambre de púa y decir
que hoy asistimos jah gran suerte la nuestra! a la muerte definitiva
de las ideologías, ¡ah potente ideología que autoproclama su propia
muerte y resurrección pero ya no más ideológica sino ver­
daderamente divina!; o si no se es un tonto, estar obviamente con
las manos hasta el codo en la masa y en pleno amasijo. Por su­
puesto que en tal panadería y laboratorio humanos las masas son
libres o serán libertadas del poder del amasijo y de la probeta, y
desde el amasador más principal hasta el cadete de los mandados
dirán y jurarán que no están enharinados ni huelen, con sólo respi­
rar en el ambiente, ni despiden el olor de los acres alcaloides. Es
una simple cuestión de ojo y de olfato. Parodiando a Discepolín
cantemos y bailemos hermanos todos juntos tomados de la mano:
El mundo fue y será una ideología, ya lo sé, o sea, un cambalache.
Todo orden que ve cualquier inteligencia resulta necesariamente el
juicio inexorable de todo y de cualquier cambalache, y la única
posibilidad de no pertenencia al lodo. Ver es la única y sola cues­
tión. Nosotros lamentamos de veras que el talento de Castellani no
haya tenido la posibilidad concreta de dilucidar temáticamente ta­
maña diferencia, una de las claves, pero no la más importante, del
desequilibrio entre la tradición y la edad moderna naciente; nos
referimos a la posibilidad de una investigación puntual en Santo
Tomás y Suárez del grave problema, aunque en todos sus escritos
aparecen continuamente afirmaciones en este mismo sentido pues­
tas por el autor con total evidencia; ya tendremos oportunidad de
señalar algunas.
Otra observación nos interesa destacar sobre el hecho que
afectó en su formación a nuestro teólogo-filósofo. Ya en Europa su
maestro en filosofía fue Joseph Marechal perteneciente a la escuela
de Lovaina, y de cuya principal obra, El punto de partida de la me­
tafísica, el discípulo tradujo uno de los cinco Cuadernos. El esfuer­
zo de Marechal buscó la conciliación gnoseológica de Kant y Santo
Tomás. Si es esto posible de llevar a acabo o no, no lo vamos a di­
lucidar ahora, aunque el salto que habría que dar entre ambos nos
parece arriesgado del todo, principalmente porque en Kant hasta la
misma religión y la teología cristianas se convierten en mera antro­
pología de Königsberg (Kaliningrado) y, además, porque entre po­
siciones realistas, en el caso de Santo Tomás y cualquier idealismo
en el sentido moderno del término, y más aun crítico como lo es el
de Kant, no se ve cómo pueda echarse un puente: pues lo que resul­
ta del todo natural para un alma, para un espíritu resulta mortal y a
la inversa. Lo único que queremos destacar es lo siguiente: la Es­
cuela de Lovaina, desde su fundación por el Cardenal Mercier hasta
hoy pertenece obviamente a la Escolástica católica, pero no nos en­
gañemos con las palabras, su manera de filosofar no se parece en
casi nada a la Escolástica medieval, ni siquiera a la Escolástica es-
pañola, sino, más bien, a la Tercera Escolástica; esta posición filo­
sófica, y muy en particular la belga, siempre protesta enfáticamente
que su filosofía no tiene nada que ver, así sea realizada en su ma-
yoría por sacerdotes católicos, frailes y monjes, con la fe creyente
cristiana ni con la teología. Este es el tema que más nos interesa y,
evidentemente, el que se lleva todo nuestro asombro cuando de
Leonardo Castellani se trata. En efecto, según nuestro ya afianzado
parecer, una filosofía cristiana, incluida la Escolástica moderna,
después de San Anselmo y Santo Tomás, por no citar nada más que
dos medievales, es siempre la filosofía de un teólogo, es decir, es
lisa y llanamente la teología medieval, aunque ya que estamos en el
asunto, no aguantamos el traer una sola cita del Pseudo Dionisio el
Areopagita de Los nombres divinos, dedicado al sacerdote Timoteo:
“(640 A) S ’il existe un homme, en effet, qui soit totalement rebelle
à renseignement des Écritures, un tel homme sera parfaitement
étranger à notre façon de philosopher: or, s'il n'a point souci de la
sagesse divine des Écritures, comment nous soucierions-nous à no­
tre tour de l ’introduire dans la science théologique? Si Vobjectant
prend garde tout au contraire à la vérité des Écritures, usant nous
aussi de cette règle et de cette lumière, nous aurons soin alors, au­
tant q u ’il est en notre pouvoir, de défendre hardiement notre thèse”
( A u b i e r , p. 79-80). “Si hay un hombre, en efecto, que en absoluto
no acepte la enseñanza de las Escrituras, semejante hombre no en­
tenderá nada nuestra manera de filosofar: ya que si él no presta nin­
guna atención a la sabiduría divina de las Escrituras, ¿cómo
nosotros, por nuestra cuenta y riesgo, nos develaríamos para que en-
j tienda siquiera algo de la ciencia teológica? Mas si, muy con-
! trariamente, quien pone las dificultades tiene presente la verdad de
i las Escrituras, entonces sí, usando nosotros también de esta norma
| y de esta luz, nos tomaremos el trabajo según nos den las fuerzas de
‘ defender osadamente nuestra tesis.”
No logramos entender cómo la filosofía de un creyente cris­
tiano católico pueda funcionar fuera de la fe y autónomamente res­
pecto de la teología. Por supuesto que la filosofía, bien funcione
dentro o bien funcione fuera de la fe cristiana y de su ciencia la
teología, es siempre ella misma, i.e., es filosofía pues cualquiera y
todas sus afirmaciones han de ser siempre racionales, demostradas,
evidentes para cualquier hombre, y por consiguiente, discutibles en
sí mismas; pero, y es esta también una afirmación filosófica evi­
dente, ende demostrada, la filosofía de un creyente es sólo y siem­
pre necesariamente el instrumento, el más importante pues de la
verdad de la fe se trata, de la propia salvación que le ha traído de
regalo esa misma fe. No es tampoco el momento de demostrar esta
nuestra afirmación, pero debíamos traerla y ponerla con toda clari­
dad, en cuanto afirmación, delante de los ojos de quien quiera y
pueda ver lo que resulta obvio para cualquier mirada que logre
zafarse, ¡o témpora, o mores\, del prejuicio de la autonomía mo­
derna que no es nada más que eso, apenas moderna, i.e., una sim­
ple novedad.
Ahora bien, pese a esta metodología equivocada del aprendi­
zaje y del uso y del cultivo de la filosofía, aparentemente in­
dependiente de la fe católica, en las Escuelas y Universidades
Católicas modernas, y cuyos efectos podemos fácilmente verificar
también en el Padre Castellani, sin embargo aparecen en casi todos
sus escritos fulgurantes afirmaciones que nos manifiestan a todas
luces que su inteligencia ha logrado, como ha podido, equilibrar
las cargas andando en el camino, lo que es para nosotros el signo
más distintivo de la agudeza de su intellectus. 44Se llama agudo a
un entendimiento, nos apunta Santo Tomás, cuando puede penetrar
hasta lo íntimo las cosas que se le proponen.” ¿Cómo, en efecto,
ha logrado una relación, me atrevo a decir natural, entre su filoso­
fía, también su ciencia, y su fe católica? Obviamente que su inte­
ligencia es de pura cepa teológica. La totalidad de su obra escrita
lo es, y, en este país, creemos, la más, si no más bien la única,
destacada. “Había nacido para el más alto oficio, para la más alta
dignidad que hay en la tierra, que es buscar y enseñar la verdad.”
(Las muertes del Padre Metri, p. 157) ¿Cómo ha logrado mantener
un equilibrio razonable en esta difícil época, difícil no sólo para la
teología católica, sino también para la filosofía y, por eso mismo,
para la teología en general? Como lo dice “camperamente” un
amigo mío, si se quiere enlazar un novillo dentro deí corral se lo
debe hacer cerca del palenque, porque sólo éste lo puede sujetar,
de otro modo el fandango se vuelve infernal y salimos de él ente- j
ramente más perfumados que alpargatas de vasco tambero. En esta ¡
cuestión que estamos desollando nos parece claro que este argén-
tino tiene muy cerca suyo y de palenque —“mi maestro Santo
Tomás de Aquino”— al fraile dominico del siglo XIII. Es de ahí
mismo que resulta imposible a ninguna ternera zafar la tirantez de
su lazo certero. Cuando hablamos de novillo nos referimos, sin
duda, al hombre —creyente o no— de la edad moderna. ¿Quién,
en verdad, teniendo mentalidad moderna puede aguantar oir en el
siglo XX con sus absolutamente autónomos oídos las clarinadas y
trompeteadas heterónomas que resopla este fraile y no fraile, cura
y no cura, pero siempre un argentino de ley que siguió, al pie de
la letra, el consejo de un buen resero de la “pampa madre” : “SÍ
sos gaucho en de veras, no has de mudar, porque ande quiera
que vayas, irás con tu alma por delante como madrina’e tropilla”.
(Cap. XXV)?
Recordemos brevemente algunas muestras: Cada vez que
nombra a San Jerónimo dice siempre con devota admiración “mi
patrono”. Karaí fuerte como un león “era un cristiano, pero no un
cristiano cualquiera, sino una especie de cristianismo andando”.
(Los papeles...y p. 433). “Lo que me interesa no es relatar, sino
interpretar. No soy un profesor de ESCRITURA sino una fe que
busca inteligencia.” Esta sola frase lo define y a nosotros mismos,
llenándonos de dulce consuelo. Aquí otra frase que destaca nítida­
mente el perfil de su imagen en el horizonte de la frontera: Yo no
soy de esos “muchos teólogos” que “parecen más abogados que
hombres de ciencia, es decir, ergotizadores aptos para buscar y
hacer argumentos, a veces sutilísimos, en pro de una tesis que les
dan a defender —o la contraria—, más bien que pensadores se­
dientos de la verdad.” (Los papeles..., p, 25). Y por último esta
cita que mi amigo Gait recordó por estos días enviándomela desde
el Chaco formoseño y que llegó como el mejor regalo de cumplea­
ños: “Al fin, la Teología no es más que el Evangelio con filoso­
fía.” (.Jauja, 1968), junto a otro regalito de su propia parra interior:
“—El Verbo Resucitando... / es el VERBO, compañero— Hemos
dado en venir a parar, sin ninguna duda, al lugar común de los
cristianos, Palenque Unico y Verdadero que sujeta a cualquiera y
sostiene firmemente toda fuerza en equilibrio. El primero, brioso y
sujetado, es Castellani. Demostrarlo significaría citar casi todo lo
que ha escrito este fraile. No exagero. En realidad de verdad todo
lo que ha escrito, según su propio testimonio, ha sido por El, para
El y en El. Y, consecuentemente también para nosotros, por noso­
tros y en medio de nosotros, aunque aun no veamos lo por él es­
crito ni, siquiera, por las tapas. Nos cuenta en un dejo de
melancolía que, según su maestro Schopen (Schopenhauer) hay una
diferencia entre el talento y el genio. El talento ve y llega hasta
donde ve; mientras el hombre común ve también pero, pobre de
capacidades, no puede tocar la meta. “El genio tira y da en un
blanco que los otros ni ven” cuadrado ni redondo, (Crítica Litera-
ria, p. 190-191). Esa es la razón, dice Castellani, por la que lo
toman por loco. ¿Cómo no catalogarlo de este modo si los hom­
bres, en general, no entiende ni uno siquiera de todos y de cual­
quiera de los gestos por él realizados? La experiencia de ver bailar
a alguien, en apariencias solitario, sin poder oir la melodía que lo
lleva ligero de pies, de manos, de cabeza, de torso y contorno re­
sulta muy singular (Fray L uis de L eón). Sin música ¿qué es un
gesto humano? y la música es melodía en el oído y también, y por
supuesto, es ritmo en todos los huesos. Lo más dulce de lo dulce
es siempre lo más serio. Igual la dulzura de la tuna mañanera entre
las espinas, diría el otro Marechal que, dicho sea al pasar, me pa­
rece ha prestado cuidadosa atención a todo lo dicho en su momen-
to y a las aventuras de este “cura loco” que anda viendo, en el
monte, al obscurecer, rondando un puma ¿o será yaguareté? dicen
los otros, los puebleros de la City, tranquilizándose entre ellos por
el solo hecho de constatar que el demente no está, no puede jamás
estar, en sus cabales: ¡no es un indio de esa tribu!
Es un idioso, diría de él con exactitud mi padre Don Alejo
León Pérez, indicando con ello que es un hombre a quien resulta
muy difícil seguir bien sea en lo que piensa, en lo que dice o en lo
que hace, sobre toda para que nosotros, contemporáneos-america-
nos-argentinos y porteños, podamos así como así rumbear su huella
andada con la soltura de un baquiano en estas tierras, originarias
nada más que en su aitía material, no formal. Pero no pretendamos
describirlo ni, siquiera, definirlo pues él mismo ya nos ganó de
mano al decir, muy campante, esta sonante —con todas las signifi­
caciones de esta palabra, negativas o positivas según el lado del que
se mire— autodefinición: “Yo soy demasiado bruto para tanta finu­
ra y prefiero los quebrachos colorados de mi tierra, que tienen nidos
de tordo y camachuises. Yo soy demasiado escolástico y no me
gustan los libros que no se pueden reducir por activa o pasiva de al­
guna manera a Aristóteles. Yo soy demasiado religioso y no me
gustan los libros (como decía Agustín de Cartago) donde no en­
cuentro el nombre de Jesús.” (Crítica Literaria, p. 328).
Hasta aquí hemos descrito sumariamente el hecho de enfocar
y solucionar el problema teórico de la relación entre la teología y la
filosofía con los elementos que tuvo el doctor Castellani a su alcan­
ce y su soldadura —"electrogénicamente” lograda— con la punta
filosa de su peculiar inteligencia. Pero, el hombre, cualquiera, no es~A
sólo inteligencia, aunque en el “caso Castellani” sea la inteligencia
de un claro brillo ático, raíz de su sana alegría natural, pues “...el
que ve, señores, no está triste: porque el que ve, sabe adonde va;
porque el que ve, camina seguro; el que ve, no tropieza en la piedra
ni cae en el hoyo.” (Cristo ¿vuelve o no vuelve?, p. 155).
Y bien, aquí se nos manifiesta con una claridad meridiana el
otro hecho que queremos .señalar, más decisivo si cabe que el se-
ñalado anteriormente. La sangre —latente— con la que latió ar­
dientemente este “corazón maduro de niño” al encontrarse con la
Palabra debía necesariamente —y del todo libremente—, al en­
gendrar su obra “como un hijo”, no solamente “restar sangre de su
corazón” (G abriela M istral), sino, verterla y derramarla abundo­
samente, como así justamente corresponde cuando del amor verda­
dero se trata y no de simples “chamullos” estériles por convenien­
cias idolátricas. La alegría de un hombre por ser tal lo es recién
cuando es una alegría responsable, i.e., libre. Devolver, agradecido,
su propia sangre es signo evidente del honor maduro. Ese es el
riesgo seguro y exclusivamente propio de quien enseña, pues jamás
puede quien ve, callarse para sí lo que vé. Y aunque en apariencia
“La palabra es una cosa débil, es un soplo, un vientito, unas patas
de mosca sobre un papel; pero aun en el orden humano es bien
rudo aquel que no conoce el tremendo poder de “las palabras con­
certadas en orden”, que dijo Belloc. Mas cuando ese vientito se
conecta con el viento de Pentecostés; cuando sale de la boca de un
hombre que se ha vaciado de sí mismo para ser un simple resona­
dor de la verdad... entonces el «medio pobre» de la palabra es fue­
go y es luz, es estoque y es daga, es alimento y es arma.” (El
E v a n g e lio .p. 259). Pero ver lo que es visible y se ve con luz
meridiana y proferirlo, nos previene por propia experiencia Cas-
tellani, nos lleva, con o sin camilla, directamente al hospital. La
alegría y la felicidad es propia de un corazón racional, pero es ab­
solutamente racional que, cuanto más vea la inteligencia de un
hombre que vive entre los hombres amándolos con amor verdade­
ro, más sea el dolor de ese corazón exactamente proporcionado a
esa su alegría. ¿Quién puede, no que sea cristiano sino un simple
animal humano, en estas crudas noches de invierno y al cubrirse
del frío con una cobija (M istral), dormirse tranquilo sin pensar en
los millones de seres humanos desguarnecidos y, al lado, al mismo
ladito mío? No es su propia muerte lo que un hombre teme. Todo
su “temor y temblor” es afrontarla sin el honor debido a su misma
“condición humana”. Y es propio, intransferible de la condición
del hombre, de cualquier hombre, el mal y la muerte. Según sea
esta su experiencia del mal y de la muerte será enteramente viva o
definitivamente mortal toda la existencia de un hombre. Viva o
mortal, la alegría de la existencia de un hombre es siempre propor­
cional al dolor:
“Veinte pétalos, frescos, el amor;
Veinte espinas, punzantes, el dolor;
¡Tal el rigor del corazón humano/"
escribía yo juvenilmente sin saber, aun, lo que decía. Pero, el co­
razón del hombre sólo equilibra su dolor, y esa es su alegría, cuan­
do ve que el dolor del mal y el dolor de la muerte no son
absolutamente mortales. Su “temor y temblor” sólo lo es porque,
de hecho, ej mal y la muerte pueden volverlo desgraciado del todo
y definitivamente. Mas el hecho no es responsabilidad de la Vida.
La Vida es, por principio, la Vida. Es decir, siendo la Verdadera
Vida lo es sin muerte. Ese es su Derecho e Inmutable. Y esa es su
Decisión y su Querer, también inmutables. Sin saberlo, ya lo sos­
pechó Platón. Claro y manifiesto me resulta a mí que el creer y el
saber y el experimentar lo que acabamos de decir fue, obviamente,
para el cristiano Castellani lo que posibilitó que su sonrisa en su
; cara de niño-grande fuese precisamente grande por su transparente
niñez y niña por su madura grandeza, la que no resulta sólo huma­
na, sino una obra propia, exquisitamente preparada para regalo, del
mismo Dios, Creador y Redentor del hombre, sí, es cierto, un mi­
serable pecador, pero todo un hombre y, de pura yapa, redento.
Las obras de este nuestro Dios cristiano, loado sea, son aparente­
mente al revés de las —por supuesto— honorables obras del hom­
bre. Lo cual nos da la exacta medida y proporción entre el horrible
abismo que significa el mal y la profundidad inalcanzable del dig­
no corazón del hombre. ¿Qué hay en ese centro oculto para todos
nosotros, pobres diablos, que Dios codicia y resguarda tanto? “Tú
mi único” escribía Eloísa monja a Abelardo, también monje, repi­
tiendo como un eco lejano pero ardientemente real y luminoso lo
que mismo dice Dios de cada uno de nosotros. ¿Qué me vio El a
mí? La culpa del amor viene de El y ¡qué gracia, El es El!, excla­
ma Castellani. La otra culpa, ya no es de El, sino es mía, exclusi­
vamente mía. ¡Vaya, qué amoríos!
Y bien, amigos m íos,.en llegando a estos límites secretos
de nuestra exclusiva interioridad inabordable por nadie sino sólo
por mi Amor, también para mí, mi Unico, quiero expresar una
experiencia que, no siendo la mía propia, me llena aún más de
admiración por este misterioso acontecimiento que yo entiendo
perfectamente en mi caso pero que, en el caso ya de Castellani, me
deja sin palabras, con la boca abierta, como un bobo chico mi­
rando una vidriera repleta de juguetes. “Aunque, a la verdad, la
vidriera, aunque se parece al mismo rayo, tiene su naturaleza dis­
tinta del mismo rayo; mas podemos decir que aquella vidriera es
rayo o luz por participación” (S an J uan de la C ruz). No entiendo
aun, pues estoy de este lado de la vidriera, sin poder todavía jugar
con ellos. Pero, ahí están. ¿No los ven, ustedes?
Desesperado, yo ingresé —aun no he egresado pues sigo
convaleciente— al hospital caminando y por mis propios pies. Así
es, nomás, la cosa: mi descubrimiento del mal ha sido el descubri­
miento de mi propio mal, de esa herida incurable que yo me he
infringido a mí mismo al no ver, miope de toda miopía, el daño
ocasionado a cualquier ser humano por mí querido, pero no amado
con el método apropiado. Efectivamente, apropiarse, como si fuera
de uno, del tiempo de otro corazón latiente y brutalmente pialar
por los pies el espacio del andar humanos es el robo descarado de
un ladrón profano. Es, ¿quién dudarlo puede?, un sacrilegio.
¿Quién curarme puede si no es, El mismo, curandero y divino? Es,
¿alguien podrá dudarlo?, el Sacrificio. Curado ya, ¡cosa imposi­
ble!, pero curado, “la cicatriz me dura” (M arechal), y, cuando el
tiempo no anda bien, me duele. ¿Acaso puede el dolor que alguien,
también sin querer, me ocasiona compararse, por enorme que sea,
con el mío, por el solo hecho de ser sólo mío? No hay un solo
punto de comparación que disminuya mi dolor porque siempre, sea
lo que fuere, yo soy yo solo y mi circunstancia, es decir, soy el
único responsable y ya no necesito de nadie que me indique ni me
lleve en la camilla. Fui yo. A mí no me interesa que alguien, com­
pasivo, me sugiera que puedo equivocarme en lo que afirmo; que
exagero. Sea lo que fuere soy yo el único responsable. Hace ya un
tiempito que dejé de ser un niño.
Así es como, en este preciso sentido, y sólo por ello he men­
cionado mis íntimos amores y dolores, crece sin término mi admi­
ración por el dolido hermano litoraleño, y escuchando sus roncos
gritos e intermitentes gemidos me quedo yo sin comprender lo que
le ha acontecido en su vida. Palos porque bogas y palos porque no
bogas ha sido indudablemente la consigna para con él. ¿De quién?
¿Por qué? ¿Desde cuándo? ¿Hasta dónde? Yo no lo sé, ni puedo
saberlo. Pero sí le oí decir a él que esta resultaba una historia har­
to repetida desde hace siglos. “Cristo murió para que la Iglesia
pudiera nacer” dijo en tiempos difíciles el negro Beréber. Y nues­
tro admirado hombre de dolores quebrado y separado quedó del
todo: a los cincuenta años de su todita vida se encontró “sólito y
solo” (Notas a caballo..., p. 565) en el medio de la pampa sin pin­
go sin rancho y sin mujer. “Y esto íue, como digo —quien habla
es San Juan de la Cruz—, al tiempo y punto que este Señor estuvo
más aniquilado en todo... De donde David (Sal. 72, 2) dice de El:
Ad nihilum redactus sum, et nescivi... y sepa que cuanto más se
aniquilare por Dios, según estas dos partes, sensitiva y espiritual,
tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace”. Pueden a Fie­
rro dejarlo sin rancho, sin mujer y mandarlo, de prepo, a la fronte­
ra. Pero, dejar a un criollo sin caballo entre el inhóspito suelo y las
lejanísimas estrellas... —”Todo es cielo y horizonte / en inmenso
campo verde” (Fierro)— eso vuelve y hace a un hombre menos
que hombre. Esa es la razón de su andar dificultoso siempre arras­
trando espuelas y de sus “lloronas” más pinchudas que las de Cruz
y Fierro juntas: “Varón de dolores” arrastrándose como “gusano”.
Lleváronlo otros hombres, sus hermanos, en camilla y a la morgue
(Fray L uis de L eón) “Enterrado vivo” ni más ni menos su com­
pleta condición. En el trayecto se enojó el bendito con Dios, con
su Madre, y con quien se le pusiera delante, y a los gritos para que
alguno, oyendo, lo socorriese. Igualito que Job, y más igual que su
querido hermano Kirkegord. Y que no venga ahora un necio infan­
til en los que abunda el mundo, y destaca la Argentina, a querer
decimos a nosotros, escandalizado en su impoluta prudencia de
rasgarse farisaicamente sus vestiduras, que no puede un hombre,
menos que menos este re-toba chaqueño americano, discutir, llaga­
do y andrajoso, con su Obispo, con el Papa, con Dios Padre Todo­
poderoso y ¡oh humor redentor! “con Perón mismo”, si es el caso,
porque son varios los Doctores, únicos en su especie por lumbre­
ras, que le saldrán al cruce atajándolo y desplazándolo de su cómo­
da cuna de sedas le quitarán su etiquetada mamadera. Ni el hombre
ni el cristiano, que lo son endeveras, son nunca nenes de mamá o
de papá. Quien dice que un hombre, cuando le duele, no debe gri­
tar e insultar con improperios es porque no sabe lo que es doler,
dijo certeramente aquel fraile que por referir ciertos amores divino-
humanos fue a parar con sus huesos a la cárcel, y de cuyo libro,
Los nombres de Cristo, su doble tocayo Leonardo Luis dijo ser el
mejor libro en castellano (El Evangelio..., p. 193). Y aquel otro
fraile, ocurrente de la más inesperada ocurrencia, en el siglo XIII,
de traerse bajo el brazo los libros del pagano Aristóteles de quien
eran dueños los herejes y descaradamente pasear su gruesa estam­
pa, en pleno centro de la Cristiandad, por las mismas calles de
París ese mismo no fue menos drástico comentando antes aun que
el otro fraile agustino el libro de Job: la cuestión cuando se discu­
te no es con quien se discute —sería cosa de tontos— sino, lo que
se discute y, cosa la más importante, quién es el que tiene razón.
Y, a veces, el hombre tiene razón, por lo menos así lo testimonió
Dios contra los tres amigos de Job quienes, usurpando el mismo
nombre de Dios, lo atacaron e hirieron injustamente. Soy inocente,
clamaba Job balando como el cordero que llevan a degüello, aun­
que nadie en el universo mundo lo creyese.
Lo mismo dijo Castellani hasta el cansancio y hasta el can­
sancio clamó y gritó a Dios que lo dejara en paz, que lo dejara mo­
rir y deseó morirse. Pero, rodeado de tinieblas y llenos de costras
—por dentro y por fuera—, jamás desesperó de Dios ni del hombre.
Sólo se quejó; me duele demasiado hasta el límite de resultarme in­
soportable. ¿Quién, siendo un hombre y no un “hereje” sino cristia­
no, puede leer sin estremecerse hasta las tabas, el capítulo XIII de
Su Majestad Dulcinea! “La serie de desgracias que me han perse­
guido implacablemente hasta reducirme á este estado de pura mise­
ria, sin la gracia de Dios, me hubiesen hecho perder la esperanza, y
caer en la tentación terrible del calvinismo, de que hay hombres
predestinados infaliblemente por Dios a la perdición. Pero la fe me
sostiene; ella me persuade que mi destino es quizá ser un testigo de
las angustias de la época, de las cadenas de mis hermanos, del des­
orden del mundo, de los dolores de la inteligencia oprimida, de la
caótica subversión que acecha hoy poderosa, hasta el último instan­
te, debajo de ios pequeños y de los grandes amores del corazón hu­
mano.” (Los papeles..., p. 300). ¿Cómo este hombre equilibró su
corazón? Lo ignoro. “Cosa’e mandinga” contaría él mismo, riendo
y llorando. Y la verdad es que ha sido contemporáneamente y muy
de nosotros, por estos pagos de Dios, un nuevo caso de mandinga.
El diablo no caza cachilos, pues estos se cazan solos: ¿no ven uste­
des que siempre están los cachilitos en grupo, muy amontonaditos,
formando comunidades? Muchas, muchísimas reuniones veo todos
los días y durante las noches cuando cae el sol, y fundaciones y dis­
cusiones y organizaciones encargadas por “carisma” de transformar
el Cielo, la Tierra y los Infiernos (cf. M ax W eber). De vez en cuan­
do aparece un hombre pero siempre fuera de la sinagoga. ¡Qué al­
boroto que produce un patito —feo todo él— entre las gallinas!
Castellani mismo lo testimonió diciendo: “no hay cosa que más se
odie en este mundo nuestro enfermo de toda enfermedad que la in­
teligencia y la alegría.” Siendo la inteligencia la que siempre ve to­
das las diferencias su consecuencia es la alegría pues entonces
“sabemos que las diferencias están hechas para el amor” (Juan
XXIII, p. 118) y “yo reiré en mi día postrero” (Id., p. 119), aunque
yo no entiendo del todo por qué sólo en el último día. Y bien, el
dolor que produce el hecho de no ser tolerado por esas dos condi­
ciones propias de un hombre redento es precisamente el testimonio
innegable de la redención del mundo y de que la Madre estando
viva realmente engendra hijos, y los pare luego sin necesidad de
ningún remedio y ayuda terrestre. Ese mismo odio es el que la pre­
sencia de un hombre libre produce necesariamente como reacción al
esclavo resentido en sus cadenas. ¿Por qué no se suelta de ellas
cuando quiere? Porque no hay libertad, dice acoquinado el muy co­
barde mientras espera, contra toda esperanza, que la haya algún día
en el futuro próximo o lejano, olvidando o ignorando lo que nos re­
cuerda —ya en el 1200 un fraile impertinente—: “...lo imposible no
cae bajo la esperanza, como se ha probado”. En realidad, temblan­
do, teme a la muerte definitiva, acusando de cobarde precisamente
a aquel que sabe ya que la vida es eterna y, según espera, completa­
mente feliz. Por lo menos hiciera como el otro parisino, el del siglo
XX, quien mofándose de todo y de todos, —uno mismo, medio ale­
jado, descubre la cara de estupor de todos los europeos descubier­
tos infraganti en sus muecas— se siente él mismo responsable,
estúpidamente responsable de su exclusiva y estúpida libertad. No
me vengan a mí con bautizos y remedos. Menos que menos, la li­
beración del mal, mejor dicho, “el perdón de los pecados y la vida
perdurable” la va a encontrar o conseguir el hombre diciendo, jule-
peado, que él no es el responsable de lo ya acontecido, ni de lo que
hoy está sucediendo pero, dándonos su falsa palabra, contra toda y
cualquier lógica que pueda quisque inventar, de que lo será recién
en el futuro. Que se la crea un tonto sólo más tonto que él. No son
otras las excusas que aduce un chiquilín, habiéndose robado un ca­
ramelo. — ¡No, m ’hijito”!, estarías libre de toda culpa personal si el
hombre jam ás fuese libre ni, por consiguiente, resucitara. Pero toda
injusticia es inmortal. ¡Salváte, si podés, pequeño-hombre-pequeño!
Estás ya de seguro en el infierno mientras no cambiés “libremente”
de rumbo y parecer. Yo te lo digo, nació y dijo tartamudeando Cas-
tellani, y te lo redigo repitió, ya sin trabas en la lengua, en todos los
tonos y bemoles y en todas las estaciones de los cuatro “Ferrocam-
les Argentinos”, hasta que lo pisó el tren y lo dejó mas chato que
una sartén. Pero, dicen algunos criollos del pago, que en noches de
luna llena, mientras los perros ladran asustados —"Decían entonces
las viejas, / como que eran sabedoras, / que los perros cuando llo­
ran / es porque ven al demonio.” (Fierro)— y algunos otros —los
menos— lloran extrañando a su Dueño, pasa de nuevo, fugazmente,
este lobo salvaje y feroz queriendo rondar los alrededores del corral
donde duermen —apacibles— las ovejas, pobrecitas ternuras todas
ellas. Pero, naturalmente, esos deben ser sólo cuentos que almas ig­
norantes “del campo” imaginan en su primitivez consecuente y que
no pueden asustar a hombres “iluminados” con las luces de Neón
quien, junto con Eos su mujer y el Verbo interior, garantizan el ale­
jamiento definitivo de las tinieblas medievales.
Ahora bien, del hecho de no haber conocido de entrada su
propia heredad —olvidada desde el siglo XIV en adelante—
consistente en el equilibrio originario de la teología y la filosofía y
la ciencia, aunque, como también lo hemos ya señalado, su rara
capacidad se las arregló como pudo para recomponerlo, y de este
otro hecho grave y serio, haber descubierto el mal, no por el lado
del mal que él mismo infligió a otros hombres, sino por el daño
que los hombres —y mujeres— cometieron, qué cosa más extraña,
casi empecinadamente con él y, por consiguiente, sentido perma­
nentemente y visto como una injusticia sin ninguna explicación
natural satisfactoria, de esos dos hechos nace esa insistencia —casi
una obsesión permanente— en el Padre Don Leonardo Castellani
sobre la inminencia de la Segunda Venida de Cristo como el Juez
de todos los hombres, y, por consiguiente, esa manera peculiar y
muy suya de ver estos tiempos, humanamente tan inhumanos que
nos “toca” vivir a nosotros, como quizá, y creo que sin quizá, los
últimos en los que la Bestia, el Maldito, el Diablo hace de las su­
yas, es decir, como el Eón inminente de la Justicia Divina.
La primera observación que queremos hacer es la siguiente:
solamente el terrible dolor y soledad de un muy noble corazón ra­
cional de cristiano partido por el medio y equilibrado en su latir
por la misteriosa ayuda de Nuestro Señor Jesucristo, adorado sea,
ha podido sentir hasta los tuétanos, y de ahí mismo todo su dere­
cho adquirido e inalienable —que no posee cualquier Pérez— de
gritarlo con toda la voz que el mismo Dios le otorgó, ha podido
sentir, decíamos, en su propio caracú la fisura, sin posibilidad hu­
mana aparente de soldadura, entre la teología de la Iglesia Católica
y el occidente moderno ya contemporáneo y venidero. Yo, perso­
nalmente, lo veo un prototipo universal y americano argentino de
lo que está aconteciendo y de lo que necesariamente, ¡oh desgra­
cia!, seguirá aconteciendo. Es evidente que quien ve no cae en el
hoyo ni tropieza con la piedra pero eso no significa, en absoluto,
como se puede ingenuamente malentender, que Castellani no esté
dentro del hoyo y aplastado por la piedra. No se habla de abismos
y durezas sin experiencia. La única diferencia entre la suya y nues­
tra experiencia está en que él sabe cómo salir del hoyo y cómo
soportar todo el peso del cascote Tierra sin desesperar. Sufre ob­
viamente al igual que cualquier común mortal el estar aplastado y
dentro del hoyo, pero, en mirando y en viendo sin pestañear todo
el asqueroso manoseo que está aconteciendo y va a seguir aconte­
ciendo con la Hembra, ya sin Amante celestial, por la cruel lasci­
via del hombre, la imagen es clásica por ptolemaica, sufre también
en su limpio corazón de niño por todos los demás seres humanos.
No hablaremos hoy, porque no es el tiempo oportuno aun, de todo
lo que sufre por causa de nuestra ingenua infantilidad argentina de
hombres y de cristianos y de mujeres: sólo a un tonto se le puede
ocurrir decir que es católico y liberal. Y esta afirmación, también
nuestra, es válida en todos los niveles de la realidad que no, en los
del discurso, donde como en una reenloquecida perinola, joh el
alma cusca del hombre contemporáneo!, siempre se dice: “Todo
Vale”. Castellani no habla generalmente, cuando habla, del libera­
lismo político y económico, aunque obviamente de él también se
encarga en cuanto es una consecuencia. Éste Señor Doctor Univer­
sal de la Iglesia argentina se refiere, como por obligación corres­
ponde a un teólogo católico, a la herejía moderna llamada preci-
sámente Modernismo. Pero como incansable buscador de la Ver­
dad, no habla en el aire, pues no es “un clavel del aire”, sino reco­
rre siempre todas las ramificaciones de la sabia que alimenta y
sostiene sus raíces, su tronco y también sus ramas, hasta sus insta­
lados nidos de tordo renegrido de pura ave negra que es y sus
dulces camachuises de miel dorada. Quien siendo occidental no
entiende de Teología católica, no puede obviamente abrir la boca
para hablar de la política. Muy bien saben esto aquellos hombres
occidentales que no coinciden con esta Teología. Es por eso mis­
mo que siempre —irónicos— sonríen. Tampoco la puede abrir, a
la boca, sin hacer un papelón condigno, alguien que no sabe de
qué cosas trata la Metafísica, pues es ese preciso instrumento del
que se vale la Teología, por lo menos la Teología Católica. ¿Cuál
es el error político de Argentina? se pregunta y responde siempre:
edificar sobre arena y por eso, dice, vamos para donde sopla el
viento; en criollo vamos para cualquier lado que decidan los hiper­
bóreos nórdicos. E vía dicendo.
Yo, profesional mente, abuso de la paciencia de mis alumnos
de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Universidad
Católica de Córdoba del Tucumán cuando les digo y repito que no­
sotros, los argentinos, por ser lo que somos, o sea, “argentinos”, no
entendemos, y siendo nosotros también americanos, ni siquiera a un
yankee. ¿Qué podremos comprender de un europeo, de un viejo eu­
ropeo, siendo mismo occidentales? Y de un ruso ¿qué diremos o
sospecharemos siendo él bizantino? ¿Y de un chino o japonés?: que
nos resulta chino y oriental aunque no de la Banda Oriental. ¿Aca­
so entendemos a los judíos o a los árabes y siendo todos nosotros
bíblicos? y así, también, podemos seguir.
Leonardo Castellani, hombre de tierra adentro, es, y son sus
palabras, la encamación de este país aquejado y sufriente por “mis-
tongo”. Dios lo ha elegido, maldita sea mi desdichada suerte, pa­
ra sufrir lo que otro no podría soportar. Y la Patria no es sino
una imagen viviente, como lo es el hombre, de su origen divino.
De la Iglesia argentina tentados estamos de hablar, pero segui­
remos puntualmente el consejo del cura-tío de Castellani, ¡oh Don
Quijote!: con el clero mejor no meterse, y nada menos que dado
por él, quien siempre anduvo haciendo líos y no dejando en paz
a “nadies”.
La otra observación que queremos dejar apuntada, pues tam­
bién un Pérez común y corriente puede tener inteligencia y un
noble corazón, es una breve, muy breve indicación: Hay un equili­
brio entre lo que piensa y dice Castellani y su propia vida d e cris­
tiano argentino. Pero es un equilibrio inestable. Nosotros no vemos
ajustados del todo ni el nivel teórico en sí mismo ni el nivel exis-
tencial en su impenetrable misterio, y, por lo tanto, tampoco vemos
totalmente ajustada la relación entre los dos niveles. Podríamos
hacer algunas precisiones para la relación entre la Teología y la
Filosofía, y, también, algunos ajustes, ya estos más difíciles, pero
para nosotros no menos claros, en la propia experiencia de la vida
de cada cual. Pero, tampoco es este el momento. Además todas
estas cuestiones más bien son para ser conversadas a la lumbre
tenue de las madrugadas, que discutidas en torneos floridos y ple­
nos de curiosos distraídos y turistas.
La última no será una observación. Serán dos descripciones
aplicadas a Leonardo Castellani, “Don Benya, el meditabundo”, las
que no serán obviamente nuestras ni tampoco comentadas por noso­
tros pero que expresan cabal, verdadera y bellamente nuestra reve­
rente veneración y admiración por este gran hijo de su Madre bendita
Mujer y de sí mismo, y nuestro agradecimiento a nuestro Dios Padre,
loado sea siempre El en sus magníficas demostraciones.
He aquí la primera, se refiere al hombre, y es de Séneca: “Ex­
pongamos actos loables y encontrarán imitadores. ¿Crees útil que te
procuren señales para conocer un caballo noble...? ¡Cuánto más no
lo será conocer las características del alma excelente, ya que nos es
dable transponerlas de ella a nosotros!
“El potro de noble raza, a poco de nacido, lleva ya erguida la
cabeza / al andar por los campos, alza y baja a tiempos las patas li­
geras, I y antes que ningún otro se atreve a seguir un camino y a
entrar en un río, / y a confiarse a un mar desconocido, / y no teme
los ruidos vanos. Muestra altiva la cabeza / y afilada, el vientre pe­
queño y la grupa redonda, / y el valeroso pecho abundante en mús­
culos. / Entonces, si a lo lejos percíbese el rumor de las armas, / no
consigue estarse quieto, vibran sus orejas y le tiemblan sus miem­
bros, / y exhala, resoplando, el cálido aliento de sus belfos.”
Mientras intentaba describir otra cosa, nuestro Virgilio des­
cribe el hombre valeroso: yo, ciertamente, no haría otro retrato del
gran hombre”. (Carta XCV).
Y se va la segunda y postrera referida al cristiano y la Pala­
bra: “En nuestras provincias, como en España, se dice de varios
modos: Doce palabras torneadas, mal torneadas, tornadas, retorna-
das, porque a cada pregunta reproduce la respuesta anterior.
Pocas veces oímos llamar cuento a este dialoguillo, porque
nuestro pueblo lo ha usado como conjuro contra los espantos.
A continuación transcribiremos la versión tipo, la umversal­
mente conocida en nuestras provincias:
Diz que un viejito, muy viejito, que salía del rastrojo camino
a su casa, al anochecer, y cuando apenas había colocado la última
tranquera, se le apareció un desconocido y le dijo:
—¡Amigo, si usted es mi amigo, dígame las Doce Palabras
Tomadas! A lo que repuso el viejito con miedo:
—No sé, señor... no sé... El desconocido que no era otro que
el mismo diablo le replicó: Vea amigo, si mañana, en el rastrojo,
no me dice Las Doce Palabras Tomadas lo llevaré al más profun­
do de los infiernos. El viejito muy asustado siguió su camino mas
volviendo de a rato en rato la cabeza y rezando. En eso oyó una
voz amiga que le dijo: No te aflijas, mañana yo te enseñaré lo que
te han preguntado, soy San José a quien tú rezas todas las noches.
Al día siguiente el viejito se fue al trabajo muy triste pen­
sando que al atardecer se toparía nada menos que con el diablo en
persona, pero el malo que andaba apurado por llevárselo, apenas el
viejito bajó la última tranquera del rastrojo, se le apareció y le dijo
resueltamente;
1 P. Amigo, de las Doce Palabras Tomadas, dígame la Una.
El viejito como si de siglos supiera lo que iba a responder
contestó:
R. Amigo, no soy su amigo, pero le diré:
Una es la Virgen María que parió en Belén y quedó pura.
El diablo diz que se espantó a! sentir el santo nombre de
María, pero como tenía interés en llevarse el alma del viejito, vol­
vió a la carga y esta vez con la segunda pregunta:
2 P. Amigo, de las Doce Palabras Tomadas, dígame las
Dos.
El viejito casi adelantándose a la pregunta le replicó lo que
San José le dictaba por un bajito:
R. Amigo, no soy su amigo, pero le diré:
Dos, las Dos Tablas de Moisés.
Una, la Virgen María que parió en Belén y quedó pura.
3 P. Amigo, de las Doce Palabras Tomadas, dígame las
Tres.
R. Amigo, no soy su amigo, pero le diré:
Tres, las Tres Marías.
Dos, las Dos Tablas de Moisés.
Una, la Virgen María que parió en Belén y quedó pura.
4 P. Amigo, de las Doce Palabras Tomadas, dígame las
Cuatro.
R. Cuatro, los cuatro Evangelistas.
Tres, las Tres Marías.
Dos, las Dos Tablas de Moisés.
Una, la Virgen María que parió en Belén y quedó pura,
Y así sucesivamente y siempre volviendo para atrás, pro­
siguió:
5 Las Cinco Llagas.
6 Las Seis Candelas que arden y queman en Galilea.
1 Los Siete Coros.
8 Los Ocho Gozos.
9 Los Nueve Meses.
10 Los Diez Mandamientos.
11 Las Once Mil Vírgenes.
El diálogo concluyó con la décima segunda pregunta, así:
12 P. Amigo, de las Doce Palabras Tomadas, dígame las
Doce.
R. Amigo, no soy su amigo, pero le diré:
Doce, los Doce Apóstoles.
Once, las Once Mil Vírgenes.
Diez, los Diez Mandamientos.
Nueve, los Nueve Meses.
Ocho, los Ocho Gozos.
Siete, los Sietes Coros.
Seis, las Seis Candelas que arden y queman en Galilea.
Cinco, las Cinco Llagas.
Cuatro, los Cuatro Evangelistas.
Tres, las Tres Marías.
Dos, las Dos Tablas de Moisés.
Una, la Virgen María que parió en Belén y quedó pura,
Al decir la última palabra el viejito lleno de gozo por su
triunfo agregó, por su cuenta:
Quien dice doce y llega a trece
Reviente, ese que en infierno padece.
El diablo al verse derrotado dio un reventón y huyó a per­
derse en las oscuridades de la selva.
En otra versión conocida en nuestras provincias la primera
respuesta termina con este verso:
Uno es el Niño que nació en Belén;
la casa santa de Jerusalén,
donde reinan: el Padre, el Hijo
y el Espíritu Santo. Amén.
(Juan A lfonso C arreo , La poesía tradicional argentina, Anales
del Ministerio de Educación, La Plata, 1951, p. 26-29).

Córdoba del Tucumán, 31.julio.1991.


NOTA: Luego de concluido este trabajo y habiéndonos llamado la
atención el número doce de las palabras “torneadas” —obsérvense las dos
significaciones—, encontramos su origen teológico en el artículo ocho, de la
cuestión primera, de la segunda-segunda de la Suma de Teología de Santo
Tomás de Aquino (B.A.C., p. 113): *T>e igual modo, son también siete los
artículos sobre la humanidad de Cristo. El primero es el de la encarnación o
concepción de Cristo, el segundo, el de su nacimiento de la virgen; el ter­
cero... Algunos, sin embargo, distinguen solo doce artículos: seis referentes
a la divinidad y otros seis a la humanidad,.. Igualmente forman uno solo de
los artículos de la concepción y del nacimiento”.
Además también nos llamó poderosamente la atención lo que el vieji-
to "agregó, por su cuenta: Quien dice doce y llega a trece / Reviente ese que
en infierno padece.”, y, quién sí no, el mismo Castellao i nos sacaría del apu­
ro diciéndonos: "El número diez significa en la Escritura universalidad en lo
humano; así como el doce universalidad en lo sacro”.
Y aunque nosotros no tengamos ninguna autoridad teológica pero con­
tagiados de la de Don Leonardo, y por ser simples fieles cristianos, hemos
decidido poner expresamente esta NOTA, no con una finalidad científica ni
religiosa, sino como lamentación de la blasfemia central, consecuencia obvia
de nuestros propios pecados, del libro de Ruiz Núñez, La cara oculta de la
Iglesia. Don Benya.
O:
CONM EM ORACIÓN DE ROMANO GUARDINI

Si en una sesión compuesta de filósofos se propone decir unas


breves palabras en homenaje dedicado a conmemorar el centenario
del nacimiento de un teólogo, lo primero que ha de plantear, uno '
mismo filósofo, es la cuestión de la posibilidad de diálogo entre
ambos: entre un hombre filósofo y un hombre teólogo, teniendo, en
tal caso como es el de hoy, sentido la cortesía humana sólo si efec­
tivamente nos disponemos a prestar atención de verdad a lo que nos
dice el teólogo en cuestión sobre el asunto.
En primer lugar, y de hecho como cualquier otro teólogo,
Guardini ha usado de la filosofía para concebir y formular la teolo­
gía, lo que ya nos está indicando que alguna relación ha visto en­
tre ellas.
En segundo lugar, el diálogo realizado por Guardini teólogo
lo ha sido con un modo de filosofar característico de la Edad Mo­
derna, la cual estableció definitivamente la autonomía de la filoso­
fía respecto de la teología.
Así las cosas, nos' parece que para haber posibilidad real de
1 . diálogo entre la teología y la filosofía se requieren necesariamente
^ dos condiciones:
l 9 Que tanto la teología como la filosofía tengan algo que
ver con la verdad, pues sólo en tal caso la pregunta por su relación
resulta ineludible para cualquier inteligencia;
2s que, supuesta la verdad de salvación y la verdad lograda
por la filosofía, la relación entre la verdad revelada y la verdad
filosófica la intente establecer la teología, ya que cualquier intento
desde una filosofía autónoma de la fe que pueda lograr el acceso a
la teología, la invalidaría como tal, i.e., como teología. En efecto,
ninguna verdad revelada por ningún Dios, menos que menos por
un Dios encamado, puede ser vista por una inteligencia que metó­
dicamente sé ubica fuera de la fe para, así de este preciso modo,
funcionar como razón; esto resulta evidente tanto desde la perspec­
tiva de cualquier creyente cristiano, como desde la razón de cual­
quier ser humano.
Toda la cuestión viene, entonces, a parar en lo siguiente: si la
filosofía, tal como la concibió la Edad Moderna, e.d., autónoma e
independiente de cualquier otra relación, incluida por supuesto la
relación con la fe, puede funcionar, como instrumento de la teolo­
gía, entonces, y para ello, tendría la filosofía que dejar de ser autó-1
noma. Ahora bien, si la filosofía dejara de ser autónoma, ¿dejaría
por eso de ser ella filosofía? Esto por un lado. Pero, por otro lado,
no siendo ya autónoma y en tal caso ya tampoco filosofía, ¿instru- i
mentó de qué teología podría ser? Parece este un problema insolu- |
ble. En efecto, si la autonomía es constitutiva de la filosofía en
cuanto tal, pareciera que no puede haber teología, por lo menos una
teología cuya pretensión fuese expresarse racionalmente. Pero, en
caso contrario, si hubiese realmente y de verdad teología, desapare­
cería inexorable e irremisiblemente la filosofía, es decir, esa capaci­
dad en el hombre de concebir y expresar racionalmente cualquier
problema, incluido este mismo problema, el religioso. Precisamente
esto es lo que afirma desde su perspectiva la razón de un hombre
que no quiere saber nada con la fe cristiana, y desde la suya, la fe
de un hombre que no quiere saber nada con la razón.
La respuesta que da Guardini a este problema no puede me- ■
nos que venir, en primer lugar, desde la misma fe y, en segundo
lugar, desde la razón misma y es la siguiente: Dios es creador. La
creatura es creada de la nada por Dios. De aquí se deducen dos
consecuencias que hacen a la respuesta del problema planteado:
l 2 No existe autonomía de la creatura racional, sea en su propia
naturaleza, sea en cualquiera de sus operaciones. 2- Pero, creatura
racional significa que al ser creada por Dios de la nada no puede
ser absorbida por Dios; es, en efecto, de otra naturaleza que en
absoluto es divina, sino, creada; ni, tampoco, puede a sí misma
nadificarse en cuanto naturaleza creada y en cuanto tal naturaleza,
pues es, en efecto, siempre una naturaleza. Por lo tanto, en este
caso el hombre, opera siempre como tal naturaleza, e.d., como
I racional.
Que la filosofía funcione dentro de la fe hace que esta se
estructura en una teología. Pero, en tal caso, ni la filosofía absorbe
y anula la fe, ni, tampoco, la teología elimina el uso filosófico de
la razón.
Así es como resulta comprensible para mí que en una re­
unión de filósofos se realice un homenaje a un teólogo, en este
caso, a un teólogo católico, Romano Guardini, nacido un 17 de
febrero de 1885 y fallecido el día 2 de octubre de 1968. Ese mis­
mo día, 2 de octubre de 1968, y si se me permite expresar una
experiencia personal, estaba yo dando una clase a un grupo de
alumnos quienes, a una mención mía sobre Guardini, me observa­
ron que Guardini había muerto hacía ya un tiempito. Asombrado
yo sostuve que no podía ser así como ellos decían pues, en tal
caso, me hubiese enterado del hecho. Quedamos luego de común
acuerdo en averiguar si estaba realmente vivo aun o si ya había
muerto. Al día siguiente, y olvidado yo del asunto, cuando ingreso
al aula donde habitualmente se desarrollaba la clase, percibo
inmediatamente el ambiente y pregunto el por qué de esa cara de
circunspección que guardaban recogidos mis alumnos. Fue enton­
ces cuando me contestaron lo siguiente: profesor, ayer murió Guar­
dini. Se hizo, entonces y de súbito un silencio claro, expresión de
una relación profundamente viva. Si hay algo, en efecto, de lo cual
habló Guardini, desde que comenzó su tarea de pensador, fue in­
dudablemente de la unidad indisoluble del ser vivo concreto.
No quisiera terminar estas breves palabras de homenaje —de
mi parte agradecido— sin hacer referencia, solamente, a la pre­
ocupación que Guardini tuvo por el poder, tema de estas 109 Joma­
das de Filosofía, organizadas por la Escuela de Filosofía de la
Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional
de Córdoba del Tucumán, República Argentina, interés que expre­
sa su preocupación permanente por el hombre y su riesgo, y que lo
vuelve obviamente, y por eso mismo, un hombre contemporáneo
nuestro.

Vaquerías, Valle Hermoso, Córdoba, noviembre. 1986.


YO, LEO PO LD O M ARECHAL, EL REDENTO

A mii cuñado-amigo,
Enrique Camilo Corti,
partícipe, como mi consorte,
del Círculo, y, también, padrino.
¡Qué suene común la nuestra!

Hoy, iniciando la última década del siglo XX y ahora, 17 de


agosto de 1990 y aquí, en el Instituto Superior Católico del Profe­
sorado de Córdoba del Tucumán, delante de Uds. como testigos,
me encuentro alegremente dispuesto a sacrificar ante nuestro Dios,
loado sea, mi mejor ternera engendrada durante la primavera en las
inmensas pampas australes conforme a las cuatro causas exigidas
por Aristóteles en la elaboración de una obra: la causa material, la
primera necesaria en su inmediatez, no, en importancia, y gracias a
la cual podemos afirmar con soltura que nuestra ternera se encuen­
tra estructurada de pies a cabeza con los cuatro elementos divinos
empedocleos indispensables, el agua y el fuego, la tierra y el aire
—”¡Oh bosques y espesuras!” (San Juan de la C ruz) —; la causa
formal en su inocente animalidad vacuna; la causa eficiente en su
operabilidad racionalmente armónica y, por último, no, en impor­
tancia pues es ella la primera, la causa final determinante desde ya
de la bondad de su inexorable destino, Y realizo este acto como un
recatado homenaje ofrecido a mi hermano, Leopoldo Marechal el
redento, recordando, hoy más vivido a los veinte años de distancia,
su último paso de danza en este mundo chillonamente visible. En
los días de ese feliz año, 1970, yo, entrerriano “elemental y animo­
so”, hablaba ingenuamente de la Rosa y pretendía, aún más infan­
tilmente, dedicarle el homenaje de “la beatitud de la azucena”
citando equivocado, como así por necesidad correspondía, el mis­
mo título de su soneto “Del amor navegante”: no era obviamente
el tiempo ni la hora para mí de distinguir entre el amor errante en
mi propio desierto de aquel otro amor, el verdadero, que “afronta
el ceño de la mar tonante”. Por supuesto que, frente a tamaña
equivocación mía, podrán venir los escrutadores noctámbulos y
nocturnos de toda obscuridad, especialistas en las exterioridades
psíquicas y lingüísticas, que me explicarán, con una claridad
indudable —¿cómo puedo dudar de ella “sólo yo solo”?— la razón
de mi lapsus linguae, y también los atentos profesores de literatu­
ra que me pescarán irremediablemente en sus muy bien tramadas
redes de lecturas inter-textuales, y además los discretos agrónomos
sociales, hoy de moda, que medirán exactamente con su vara mis
terrenos interiores para ver si coinciden con los sagrados intereses
de la polis, y los abrumadores doctores en citas al pie de página
que ficharán, presurosos en su tarea, mi error en un intento por
lograr de este modo la posibilidad de disponer las condiciones de
una futura discusión crítica, aumentando así el volumen de las pá­
ginas sobre el grave tema en cuestión y, ¿por qué no?, su propio
curriculum celosamente engordado.

Las pezuñas de mi ternera

Dejemos de lado su centón de ciencia aldeana pues ni ella, ni


ninguno de sus habituales contertulios podrán ya despistarme como
yo mismo y por mí mismo anduve, en un largo tiempo, despistado
de mi propio corazón racional. Sobre cuatro patas firmes en su sóli­
da geometría se asienta y vive y muere hoy mi ternera sacrificada.
Pero, ¿cómo me atreveré yo, Leopoldo Marechai delante, a hablar
de nuestra ternera de oro? ¿Cómo evitaré su sonrisa leve, entre se­
vera e hilaría, esbozada en medio de las lentas volutas de humo des­
prendidas de su cachimba ardiente y encendida? No cometeré seme­
jante desafuero impertinente. No fijaré mis ojos a otra altura que la
que alcanzan en sus patas las pezuñas verdaderas, pero sabiendo yo
a ciencia cierta que toda su animada y creciente estructura sobre
ellas descansa y se desplaza. Todo lo que de aquí en más diga es de
mi propio invento, de mi propia cosecha. Nadie podrá dudar, por
tanto, que cuatro pezuñas son las pezuñas de mi ternera, y no gaste
lazo quien no las vea: una de oro, la primera; de oro-plata estoy ya
viendo la segunda; obviamente que ya tengo la tercera y es de pla­
ta, siendo de hierro nuestra cuarta y última pezuña.

L a pezuña de oro

Por la pezuña de oro “nos ha llegado el nuevo / Señor de los


caminos”, Centauro domador-resero de hombres sureños. Nos en­
contramos ambos a dos, Leopoldo Marechal y yo, en una bendita
mañana “...cuando el lucero / brillaba en el cielo santo” y mientras
“...los gallos con su canto / nos decían que el día llegaba”, concha­
bados, contentos en la misma Estancia.
Todavía me parece inverosímil pero así nomás fue la cosa:
los dos hermanos por redentos. Naturalmente que aquí no se trata
de quien es más ni quien, menos, sino, sólo de quien es quien; la
cuestión es, en efecto, desde todos los tiempos y lugares, “que el
hombre muestra en la vida / la astucia que Dios le dio.” según nos
lo conjurara el mismo Martín Fierro.
En este terreno tampoco se trata de llegar hasta la Estancia
por senderos humanos. Absolutamente imposible le resulta al hom­
bre —por inédito e inverosímil— el libre acceso al Casco de la mis­
ma. El hombre habla “de la esfera y el centro” sólo cuando su
Patrón lo ha invitado expresamente a ingresar, —dicho con más
exactitud—, a regresar a la Casa. Solamente aquel que, luego de la
graciosa invitación, se decide a caminar, a seguir fielmente sus pa­
sos se encontrará, en andando los seguros pasos del Otro, con que
resuenan firmes sus-mismos-propios-pasos. Esto, camino andado,
resulta obvio de toda obviedad: “La de los pies clavados es la mar-
cha segura”. Añicos quedan los silogismos de los planificados ca­
minos del hombre. El hombre se vuelve un cuscungo aquietándose
su alma cusca. Ha encontrado y efectivizado en sí mismo la cuadra­
tura del círculo, su rostro de veras, su prístina imagen, la que con
sus pies andariegos merodeó sin sosiego. Y es, desde entonces, cla­
ro de toda claridad que “Sólo tiene una estrella la mañana del hom­
bre”. Es por eso mismo que quien no vivió esta cabal experiencia
sureña cristiana, no entiende, no sólo de lo que ahora estoy hablan­
do, sino que no entenderá nada, en absoluto, de todo lo que, de aquí
en más constituirá necesariamente la “oferta gratuita” de encontrar­
se el hombre consigo mismo.
Hemos de saber que tres hijos tiene Dios, nuestro Padre, ve­
nerado sea, de los cuales uno salió, según él, al descampado per­
diéndose en el monte convertido en hacienda baguala, hasta que el
otro “Hijo vivo del Vigilante” y que con El estuvo desde siempre
salió al Rodeo, muy al trotecito y sin apuro, volviendo luego de
“muerto y resucitado” a la casa de su Padre. “¿No es, acaso, un
viaje la vida del hombre?” y resulta del todo gracioso hablar el
hombre de la “necesidad” de la encamación, pero no podemos ig­
norar que “Algo es necesario, nos recuerda el Aquinate, para algún
fin de dos modos: Primero, por necesidad absoluta, sin lo cual
algo no puede existir, como el sustento es necesario para la conser­
vación de la vida humana; segundo, en la medida en que por me­
dio de tal cosa se llega mejor y más convenientemente al fin, como
el caballo es necesario para realizar un viaje”. Consumado el viaje
y desde entonces, sólo quien ha caído al jagüel con la seca — ;oh
silogismos quemados!— encontrará su sed calmada: la madura vi­
vencia de la verdadera salvación del hombre experimentada gratui­
tamente en Jesucristo es la única y necesaria convalidación que nos
posibilita hablar con entera libertad y coherencia de la pezuña de
oro-plata. ¿Qué otra cosa es la teología cristiana de Occidente que
la historia sistematizada lógicamente y comunicable en un lengua­
je en su intento expresivo de esta misma inédita vivencia? De lo
cual se deduce que no podemos hablar de teología si no contamos,
de entrada, con la otra pezuña, la de plata.

La pezuña de plata

La verdad que el hombre logró encontrar por sí mismo, su­


puesto lo dicho anteriormente, nos lleva necesariamente a esta con­
clusión: no hay pezuña de plata si no es por la pezuña de oro y, lo
que a mí más me interesa, para la pezuña de oro, la que también
necesita la que es de plata. Estoy hablando, obviamente, de la filo­
sofía. Lo propio, lo específico del hombre es ser filósofo: andarán
sus pies entonces y tocarán laberinto y hondura. ¿Quién puede me­
dir y decir las vueltas y revueltas dentro del laberinto como si las
diese un taladro vivo, latiente y sangrante, que busca y rebusca lle­
gar al mismo caracú de sus propios huesos? La médula, eso mismo,
la médula de la verdad es lo que quiero, lo que más quiero, lo úni­
co que quiero. Nada más que eso quiero: la verdad. La noche podrá
ser la noche y ésta volverse cada vez más obscura pero, siempre sal­
drá necesariamente “la luna que brilla con luz prestada”. Esta cata­
rata de luz plateada es la que pretende fundar la verdadera y
alentadora esperanza del hombre de pies andariegos midiendo sus
propios pasos en la hondura. ¿Qué diremos de su amor si éste no es
verdadero? Todo el aliento, toda la vida de un hombre en su imper­
térrito latido presupone necesariamente el no extravío definitivo de
su mismo corazón; de otro modo y si así no fuese no hay, en abso­
luto, ni siquiera aliento para hablar de ni vivir, ni de no vivir.

La pezuña de oro-plata

Ahora bien, esta experiencia humana ya con barbas, la de la


filosofía, es la que lleva al hombre creyente de una fe madura, no
infantil, a elaborar la ciencia llamada teología. La experiencia de
su propia salvación —i.e., la relación ajustada del Dios verdadero
con el hombre, su creatura y de éste con El, que en eso consiste la
religión cristiana— junto con esta obra experiencia de su propio
latir racional, también él verdadero, se abrazan —con s y por ello
con z— en un mismo corazón que ahora muestra y demuestra pal­
mariamente su acelerado y tranquilo ritmo de sístole y de diástole.
Sólo a quien no tenga alguna de estas dos experiencias, vivas y
funcionando al unísono, se le puede insólitamente ocurrir que no
hay posibilidad de relación entre la verdad de la fe y la verdad de
la filosofía y, menos que menos, poniéndose a resoplar fogosamen­
te, reclamar estentóreamente que la verdad para ser tal debe ser
viva, como si la verdad por ser expresable lógicamente no lo fue­
se. La verdad consiste siempre en que siendo viva conoce que es y
está siempre vivita y coleando y ¡vaya cómo! Es por eso mismo
que la verdad no necesita de apologías que siempre intentan impo­
nerla por la fuerza en lo que sólo se demuestra la ignorancia del
verdadero poder de la verdad, la que nunca necesita de nada ni de
nadie para ser lo que es, precisamente, verdad. Solamente un muy
largo prejuicio histórico puede equivocar el camino de relación
entre la filosofía y la teología cristianas.
La filosofía entra obviamente en relación con la teología y en
una relación de dependencia: la filosofía es sierva de la teología.
Esta es la Señora y aquella su comedia esclava. Esta afirmación
sólo puede sonar mal a quien no sabe lo que es la fe creyente cris­
tiana y a quien ignora también lo que es filosofía. Es siempre la fi­
losofía de un creyente, i.e., la misma evidencia de la verdad
racional, la que lleva necesariamente al filósofo a la conclusión ló­
gica dé que la filosofía es el instrumento clarificador de su único
camino de salvación. La autoridad de la fe cristiana jamás se impu­
so despóticamente sobre la evidencia racional de la filosofía, excep­
to cuando, y éste es un hecho histórico fácilmente constatable y de
decisiva influencia, no se entendió de modo adecuado la misma fe.
La ignorancia o la falsificación de la verdadera fe no sólo afecta a
la religión, i.e., a la justa relación que ha de darse entre el hombre
y su Dios, sino, también, afectó a la misma filosofía. Es por ello
que la única posibilidad de su relación depende obviamente de que
esté en claro de qué cosa hablamos cuando de fe hablamos y tam­
bién, seguramente, de qué posición adoptamos al intentar esta rela­
ción. Pero, el esfuerzo puntual de esta relación es obviamente una
tarea propia del hombre creyente filósofo. No puede un hombre que
no ha filosofado más que de oídas pretender filosofar sobre la rela­
ción de la fe y de la razón. No hablemos del hombre que filosofan­
do de veras, pero ignorante de lo que es la experiencia religiosa de
salvación, pretende intentar su relación ya sea que en su conclusión
llegue a establecerla o negarla. ¿Cómo podrá, en efecto, afirmar la
relación con aquello que ignora y, menos aún, negar dicha relación
cuando, tanto por medio de la afirmación como de la misma nega­
ción, lo único que demuestra es que ignora absolutamente de qué fe
está hablando?
Es muy claro, por otra parte, que si el hombre filósofo no
puede formular la verdad en un juicio lógico, el teólogo tampoco
podrá lograrlo por sí mismo en la teología. Se verá entonces que
tanto la filosofía como también la teología buscarán sus puntos de
contacto o de separación por otros caminos distintos de los permiti­
dos por la formulación lógica verdadera. Exactamente lo mismo que
le acontece a la filosofía es lo que padece necesariamente la teolo­
gía. No en balde esta pezuña es de oro-plata. Pero nos estamos yen­
do en el terreno y entrando en el cuestionamiento sobre cuál es el
contenido verdadero de la fe y de la filosofía. No es esta nuestra in­
tención. Más bien, y volviendo directamente a lo anteriormente
planteado, podemos afirmar, con mayor claridad, que cualquiera
que piense con cierto detenimiento en la posible relación se ha de
percatar con toda evidencia que a la razón se le impone necesaria­
mente, i.e., lógicamente, la situación, nueva para ella, de funcionar
dentro de la fe en un intento normal de clarificación del camino de
salvación traído por Dios mismo en favor del hombre extraviado y
ya vuelto de sus andadas; hablamos del hombre ya plenamente
consciente de su redención. Ahora bien, y enfocando ahora el pro­
blema al revés, es también la razón del hombre la que ve, con abso­
luta claridad, que le resulta del todo imposible el pretender poner lí­
mites a la operabilidad divina, i.e., a la misma fe. ¿Cómo podría, en
efecto, esta razón del hombre creado y redimido por ese mismo
Dios verdadero, osar decirle a Dios lo que debe o no debe hacer o
dejar de hacer? Realmente, en tal caso, la necedad de la razón supe­
raría todas las barreras de su propia operabilidad. Sólo dejando el
hombre de ser lo que es, un ser racional, podría empeñarse en seme-
jante alocada empresa. De lo cual se deduce que cuando el hombre
se empeña en ella no es, evidentemente, porque el hombre no sea ya
más creyente, sino sólo y nada menos que por esto: no sabe más el
pobre hombre ni siquiera quién es él mismo de verdad y los demás
hombres ni quién es, tampoco, de verdad el único Real Dios Verda­
dero pues no conocer, en efecto, quien es Dios es ignorar segura­
mente quien es el hombre y no saber quien es uno mismo es no
conocer el mismo Dios verdadero. Este es el quid de cualquier rela­
ción justa y honorable que mantiene en equilibrio la dignidad de
Dios y del hombre. La dignidad es siempre otro modo de expresar
la relación, como lo es el amor, la libertad, también la belleza. To­
dos son graciosos nombres de la Verdad.

El hombre fanático

La consecuencia inexorable de tal situación, la de la falta de


la verdad, en la que se encuentra embretado el hombre es el fana­
tismo. Un hombre fanático es un hombre que ignora lo que es la
verdad. Este fanatismo es siempre el mismo porque siempre es el
mismo su origen, nada más que oculto de diversas maneras. Indi­
caremos sólo dos formas que muestran con toda evidencia su es­
condrijo: o bien todo el fanatismo del hombre se vuelve contra el
único Dios y pretendidamente a favor de sí mismo y de los demás
hombres, o bien el fanatismo se vuelve contra sí mismo y contra
otros hombres en nombre de una pretendida defensa del honor y
dignidad de Dios. La máxima expresión de semejantes fanatismos,
que es ya desesperación, acontece cuando el hombre, ya vuelto y
convertido en un ser absolutamente irracional, fuera, por consi­
guiente, de todo control racional, i.e., fuera de la vigencia de toda
necesidad lógica verdadera que obviamente ob-ligaría a su libertad,
insiste reiterativamente, en un claro gesto de paz bovina, o leonina
—para el caso da lo mismo— en la afirmación de que la verdad
absoluta, la verdad válida en cualquier lugar —espacio— y en
cualquier momento o época histórica —tiempo—, esa verdad en sí
misma y por sí misma, i.e., por ser lo que es, o sea, absoluta,
impediría la libertad del hombre. Es del todo evidente que una
pretendida paz entre hombres que afirman fanáticamente la imposi­
bilidad radical de una verdad absoluta es, deberá ineludiblemente
ser, sólo una paz de vacas repetidas, paz que, por otra parte, a las
mismas vacas, gozosas obviamente de su inocencia bovina, no se
les ocurriría ni po r un solo instante tan siquiera herir o quebrantar
con ninguna de sus cuatro pezuñas sólidamente vivas y seguras en
su estabilidad y desplazamiento campestre. Para eso tiene la vaca
sus patas y sus pezuñas. Dijimos, de paso, que la paz sería leoni­
na, porque obviamente no todas las relaciones son de sólo vacas
que pastan y rumean, pacíficas, en la tierra gorda. Y como no pue­
do sacarme la didáctica de encima, igual le sucede a mi colega
Leopoldo Marechal, se me ocurre que si fuese el zorro el que caca­
rease estos mismos conceptos en el gallinero sólo un cerebro de
gallina —¡salud Irma Castaño porque siempre las compadece fren­
te al despiadado atropello del hombre y sus criaderos!— podría
tomarlo en serio ya que si, inversamente, fuese una gallina la que
esto cacarease no habría obviamente zorro, dentro o fuera del galli­
nero, que no se riese de las gallinas. ¿Cómo no reírse, en efecto, de
una gallina que no ve ninguna diferencia entre los zorros y ella?
Pero el zorro, más inteligente que la gallina, no se reirá obviamen­
te delante de las gallinas —¡oh las madrigueras y sus zorras!—,
por el contrario, delante de ellas sostendrá, muy formal en su caca­
reo, que efectivamente no hay diferencia alguna expresable lógica­
mente entre ellas, las gallinas, y él, el zorro, ya que si no hay
verdad más que lo que inapropiadamente se denomina verdad reía-
tiva ¿qué importancia y diferencia decisiva podría pretender esta­
blecerse en cualquier relación? De seguro que ninguna; y, obvia­
mente, que no estoy hablando de gallinas, de zorros, de leonas, de
vacas o novillos. Leopoldo Marechal ya lo cantó claramente cuan­
do nos habló de la justa y, por consiguiente, amorosa relación que
felizmente se da entre la paloma y el gavilán y no en balde decla­
ró: “Es mi moneda la sangre del Cordero”.

Objeción a la Verdad absoluta

Por supuesto que ya conocemos la objeción que hemos oído,


oímos, y seguramente, escucharemos machaconamente repetida
hasta el hartazgo —cual un disco rayado de toda rayadura, remedo
de un sincrónico cacareo—; en efecto, siempre que he tenido opor­
tunidad de hablar y he hablado hasta en los niveles más altos de la
cultura de la existencia necesaria de una verdad absoluta, y no ima­
ginemos lo que sucede si a la verdad le pongo nombre y apellido
como me corresponde hacerlo cuando de Ella se trata pues, enton­
ces, no sólo tengo lío con los filósofos sino, también, con los mis­
mos teólogos, teológicamente escandalizados, me he encontrado en
semejante circunstancia, de frente y no enfrentado, con un hombre
bondadoso y encamación en sí mismo de una moralidad muy dul­
ce —casi maternal— que se empeña en describir morbosamente
los horrores y brutalidades sin cuento de la historia humana debi­
dos, según él, al error, éste sí imperdonable, de toda una época
histórica y de sus hombres que han sostenido, como yo acabo de
hacerlo, la necesidad, ineludible para cualquier condición humana,
de afirmación de una verdad absoluta que rija y domine soberana
sobre todo espacio y sobre todo tiempo. Es esta una historia que,
cuando de la Verdad se trata, conocemos ya hace dos milenios por
repetida: ¡Horror: ha blasfemado! ¡Ha dicho, todos lo han oído, que
El es el Unico Verdadero Hijo del Unico Verdadero Dios!, dijeron
los dirigentes primero y luego aplaudieron los humildes hombres
del pueblo; de todos ellos, y ya agonizando crucificado, El Cristo,
bendecido sea, dirá: no saben lo que hicieron, lo que traducido sig­
nifica: cuando se den cuenta del error estarán redentos, y eso es lo
que quiero, pues a eso vine puntualmente y puntualmente estoy cla­
vado en el madero.
La contestación a tan abrumadora, persistente y aparentemen­
te victoriosa objeción contra la afirmación de una verdad absolu­
ta resulta dé una simplicidad tan elemental que cuando uno se da
cuenta de ella es porque logró evidentemente liberar a su propio co­
razón racional de la desesperante situación a la que lo había llevado
su latir equivocado por andar errante en su propio desierto, en lugar
de ser lo que debe ser, el latido de un corazón navegante —¡Salud
correntino Córaggio!— ¿Quién, en efecto, puede ocultar ignorando
las temibles venganzas que trama un corazón racional de hombre
engañado cuando todo su engaño radica precisamente en atribuir lo
que le acontece, entre la vida y la muerte, no a la responsabilidad
exclusiva de él mismo, sino, de otros, bien sean éstos otros hom­
bres del pasado, del presente o del futuro, bien, el dios de cualquier
diablo que sea? Nadie ignora ni nadie puede, en absoluto, ignorar
esta situación del hombre en el pasado histórico, en general, y, en
particular, en el suyo individual y en el presente también histórico.
¡Tal es la potencialidad salvaje de todo salvajismo que anida en el
propio corazón! No se pueden ignorar las barbaridades que ha
cometido el hombre para así, en su intención, eliminar e impedir en
el futuro la barbaridad. Claro que la barbaridad más temible de to­
das las conocidas consiste en el intento desesperado de eliminar
todo criterio absoluto de verdad verdadera. ¿Cómo habrán sido y
aún son las atrocidades cometidas en nombre de una pretendida ver­
dad absoluta para que el hombre llegue a la conclusión, ilógica del
lado que se la mire, de que la responsable de todo ello es la misma
absolutez de la verdad? ¿Cómo estará ese corazón humano de achi­
charrado y oprimido por el mal que sólo atina a gritar desesperado
que muera la verdad y que su sangre chorree sobre nosotros y sobre
nuestros hijos? También este cansancio del hombre frente al mal
tiene su explicación verdadera que, obviamente, no se encuentra en
la eliminación de la absolutez de la verdad, sino, justamente en una
severidad mayor de su búsqueda, actitud que de entrada ya supone
la existencia de una verdad absoluta por definitiva. Ya lo sé, he
vuelto a decir sonoramente que toda búsqueda del hombre presupo­
ne la existencia real de la verdad y ya está nuevamente resonando
en mis oídos la objeción: ¡otra vez la misma!

Dos notas sobre la Verdad

No puedo evitar transcribir una notita de mi cosecha: “Quien


no admite que haya o exista la verdad, el bien, la belleza percibe y
siente con tal claridad su situación que, para no caer inexorablemen­
te en la desesperación y melancolía absolutas en su propia, única e
intransferible vida, logra una finura muy particular en el desarrollo
de su capacidad para encontrar, describir y, por lo tanto, conservar
entre los mortales todas las pequeñas verdades, las pequeñísimas
justicias y bondades que siempre se dan entre seres humanos, aun
entre los más degenerados. ¡Qué gesto más valioso aquel gesto que
realizado hacia mí me consuela un momento en mi permanente e
infranqueable desconsuelo: es un bálsamo en mi herida! ¡Cómo será
de trágica mi herida que bendigo y me agarro y describo con una
exquisitez de miniatura china el bálsamo que sólo existe porque
existe mi herida! “...dice la Glosa: «Ninguna otra causa tuvo Cristo
Señor para venir, sino la de salvar a los pecadores: quitad las
enfermedades, quitad las heridas, y no hay lugar para la medicina»”
(Santo T omás). Esta situación me recuerda mi infancia de los Re­
yes magos: somos felices y su venida cura momentáneamente nues­
tras más profundas heridas y cuando nos enteramos que son pura
fábula seguimos creyendo en ellos y en su venida; por un tiempo
pudimos así seguir viviendo en la infancia elaborando fantasiosa­
mente nuestros sueños eidéticos pequeñines.
Todo lo contrario sucede con aquellos hombres que admiten
la verdad, el bien, la belleza, la justicia. Como les resulta de tal ob­
viedad la existencia de los viejos trascendentales suelen descuidarse
en los detalles, si es que en tal caso puede hablarse de detalles, el
mayor de los cuales indudablemente consiste en correr el siguiente
riesgo: creer que su Verdad, la de ellos, su bien, su belleza y su jus­
ticia son la Verdad, el Bien y la Justicia. Vuélvese entonces el hom­
bre fanático y excluyente de cualquier relación que no entra en mi
verdad, en mi bien, en mi belleza, en mi justicia: el cielo es mío y
lo lograré aún mejor si te meto, ¡oh amigo hombre!, en él así sea a
la fuerza, y aunque el otro pobre diablo clame y grite desesperado
por estar y querer salir de semejante infierno yo duermo a pierna
suelta porque he amado, amo y amaré al hombre y a Dios sin des­
fallecimientos. Semejante grosería suele ser propia nuestra de los
creyentes cristianos pero, en sí misma, no es otra cosa que inhuma­
nidad disfrazada de sacralidad divina revelada. Y es ése el motivo
que lleva generalmente a los humanistas a no ser o a dejar de ser
creyentes porque creen, por lo que ven con sus propios ojos y su­
fren en sus propios riñones, que serlo o seguir siéndolo los lleva
inexorablemente a convertirse también ellos en caza-brujas”.
Cada vez que me encuentro en la ciudad del hombre con
semejante grosería, lo ha dicho Marechal, encuentro mi propio ros­
tro odioso dibujado en un espejo.

Los recíprocos caza-brujas

Para mi coleto resulta del todo evidente que ambos a dos, en­
frentados en tal situación, inevitablemente se vuelven recíprocos
caza-brujas. Y por más que proclamen megafónicamente lo con­
trario, los libertarios-humanistas contra los libertarios-absolutistas y
los libertarios-absolutistas contra los libertarios-humanistas, ambos
se vuelven en todas sus relaciones déspotas sin límites, nada más
que solapados, unos detrás de la verdad absoluta y los otros, detrás
de verdades relativas, lo cual me parece desde todo punto de vista
coherente en cuanto que necesariamente es la única operatividad
efectiva con la que pueden contar, aunque obviamente no verdade­
ro, sino falso de toda falsedad. Es evidente que los humanistas son
responsables de sí mismos en lo que hacen o dejar de hacer; pues es
eso obvio todo vez que del hombre se trata y no, de una vaca, pero
no soy yo quien pueda en estos tiempos exigirles el rédito de lo que
es hoy para ellos un imposible crédito, pues me rechazarían de pla­
no cualquier pretendida hipoteca. Más bien lo que a mí me tiene ya
hace un tiempo desvelado es la responsabilidad mía —exclusiva­
mente mía— la de filósofo creyente cristiano, la de hombre y la de
redento, que, en cuanto tal, no puedo darme el lujo de entrar a pas­
tar, y menos que menos a pastorear, en cualquier campo. En este
permanente estado de vigilia en que consiste mi oficio, cada día que
pasa, veo brillar con más brillo la pezuña de plata de mi querida ter­
nera, en la exacta proporción en que se me aclara la luminosidad de
su pezuña de oro, y es aquí, mirando yo insistentemente éstas sus
dos pezuñas, donde veo brotar el brillo luminoso, que ya no encan­
dila mis ojos nocturnales, de la otra pezuña, la de oro-plata, la Sa­
grada doctrina y teología, y a su misma luz verdadera discierno con
claridad meridiana su única, su exclusiva responsabilidad en todo lo
que está desde hace siglos aconteciendo. ¿Qué equilibrio vivo podrá
mantener mi novilla y con qué pundonor bailará ella su danza sacri­
ficial-final si la teología ignora cuál es el oro verdadero y cuál la
verdadera plata y, por consiguiente, pretende avanzar hacia el Altar
sin pezuña de oro, sin pezuña de plata, dejando de tener también la
pezuña de oro-plata verdadera, sólo quedando entonces “una niña de
voz y pies desnudos”? Sólo se queda mi ternera con una sola pezu­
ña, y, ésta, de lata. Lo que estoy diciendo se parece a un cuento e
infantil: ¡Ojalá lo fuera!

La pezuña de lata

Nos podemos reír socarronamente —y a carcajadas— de la


metafísica con sus ya venerables y plateadas barbas y aún con ma­
yor sonoridad juvenil, si cabe, de la dorada teología con su adora­
ble Dios verdadero, pero no pretendamos —incoherentes de aquí en
más— pensar definitivamente satisfechos: “¡Qué carcajadas de pía­
la!” las nuestras ni siquiera durante un solo ciclo de Calipo y me­
nos aun imaginemos que haya alguien, ya sea que se encuentre muy
arriba o muy abajo o bien, muy cerca a nuestro lado que la escuche
y nos devuelva el cálido o gélido aliento de su eco y la tierna o iró­
nica mirada de su rostro. La memoria no me traiciona y me recuer­
da las palabras de oro aún no rescatado —es la oculta cara de la
luna— de otro Coraggio y felizmente no fluvial ni correntino: "Ya
no volverás a orar, ya no volverás a adorar, ya no volverás a des­
cansar en una confianza ilimitada; te negarás a detenerte ante una
última sabiduría, un último bien, un último poder...; ya no tendrás
guardián ni amigo para tus siete soledades..., ya no habrá razón en
todo lo que acontezca, ningún amor en lo que a tí te acontecerá...
Te defenderás contra una paz última, querrás el eterno retomo de la
guerra y de la paz”. ¡Salud, Nietzsche marítimo! Por habérmelo di­
cho tan claramente en el siglo pasado yo te cebaré gustoso unos
buenos mates amargos muy calientes con el fruto de la füsis taragüí,
porque ya encontramos en el monte el ñandubay encendido y con el
cual podemos tranquilamente y sin apuro cebarte mil, como decía
lúcidamente mi amigo Sallenave, tu tocayo. Pero estas son ya cues­
tiones de montieles entrerrianos con su “Rama dorada” contenidos
para siempre en “un fuerte abrazo de agua”.
Hoy nuestras voces, nuestros pensamientos, nuestros gestos
todos se han vuelto de lata, puro blá, blá sin sentido verdadero, sin
esperanza segura, sin amor inviolado. No es más nuestra ternera,
pues ya calza, se asienta y se desplaza enteramente sobre el barro
lujoso de su propio barro lujuriante y su monstruosa dimensión ya
no es medida ni siquiera con la cifra sagrada de Pitágoras. Ya no
hay más teología; sólo, “Gaya ciencia”.

La Gaya Ciencia

¿No se han dado cuenta Uds., por ventura mis testigos, de la


desesperada vacuidad vistosa de nuestra teología vuelta hoy de pa­
cotilla, sin flete acreditado en la navegación y con un falo de térra-
cota en lugar del verdadero? No hay ya más logoi spermaticoi;
sólo, terrestres. En efecto, nos hemos quedado primeramente sin la
pezuña de oro, con el Jesús en nuestra boca de hierro, que ya no es
más el Cristo verdadero y con su solo nombre ahora una “palabra
perdida”. No hay ya sol en nuestro invierno, y por lo tanto, tampo­
co hay luna en nuestra noche cerrada y, obviamente, sin estrellas
quedándose nuestra ternera descalza de su pezuña de plata, tam­
bién, y fatalmente, desguarnecida de su pezuña oro-plata. No hay,
no existe ya más entre nosotros los hombres de hoy otra comuni­
dad con Autoridad que la comunidad de los científicos, especialis­
tas en “vistosas exterioridades”. ¿Cómo atrevemos hoy a hablar en
público de la Comunidad de los Santos, dentro de la cual nacieron,
vivieron y murieron los viejos medievales sin que nuestros compa­
sivos oídos no oigan, con seguridad, las estruendosas carcajadas, y
cómo no ver con nuestra mirada las ciegas pupilas perdidas en el
vacío si, por la sola casualidad, se nos ocurre nombrar, al pasar, la
vieja y venerable Comunidad de las Ideas? ¿Qué mínimo asombro
nos podrá causar semejante actitud en el hombre de hierro, nuevo
niño encantado con el juego de sus juguetes electrónicos, si ni si­
quiera tiene la capacidad de oír con sus geodésicos oídos y, menos
aún, de gravar en su corazón computarizado la obvia gravedad se­
vera de las palabras de un grande, gigante de los de antes y el gi­
gante —sin duda— del futuro? Nietzsche sabía, al menos, quien
era Dios, el Dios del Cristianismo y, por consiguiente, quien, el
hombre. Nuestro infantil muñeco de plástico, sea o no creyente
cristiano, ya no lo sabe pues cree —esta vez sí con fe verdadera—
que el laberinto y la hondura del corazón racional del hombre es,
como el suyo, también de acrílico y que el Dios, palabra verifica­
da o falsada —¡da lo mismo!— en su computadora electrónica, no
existe, y de lo que ignoramos, dice ufano, mejor ni hablar siquiera
no sea que, siendo un diablillo juguetón y travieso, venga a entor­
pecer los exactamente calculados proyectos cibernéticos. Baraja él,
día y noche —¿qué diferencia hay?— en la mesa del altar de la
madre ciencia “de pechos agrios de logaritmos”, cifras matemáticas
con sus omnipotentes ceros y, mediante ellos, construye también
su espesa y laberíntica teología, apropiada, actualizada y adecuada
a nuestra época, con el único oro auténtico, pesado y medido si­
gilosamente en el adorable y rentable negocio de salvación con
su nueva, siempre nueva, Tabla de cotizaciones del libre Mercado
de valores.

Unica Autoridad oficiante

Vemos así, no sin asombro, que nuestra nueva autoridad ofi­


ciante no será ya más creyente religioso porque sus astronómicas
cifras redondean y explican un Universo totalmente completo por
cerrado en sí mismo y por sí mismo, un Cosmos parecido a la es­
fera inmóvil de Parménides, ¡perdón, Eléata!, sin necesidad de que
venga entonces ningún dios extraterrestre a querer entrometerse
dándole una mano: la suya enteramente de hierro, callosa “de fae­
nas y teñida aún de materiales terrestres”, basta y sobra para “ben­
decir y curar” todos los males del hombre, también y sobre todo
ese “mal de ojo” causado por un Dios brujo que envió, dicen algu­
nos recalcitrantes retrógrados, a su Hijo desde un cielo mítico en
esa misión especial y espacial. Pero, dentro del mismo templo y en
el altar de al lado, veremos oficiar, no sin “temor y temblor”, a un
sabio creyente que lo es de veras —¿quién podrá dudarlo?— por­
que la fabulosa cantidad de sagrados ceros aritméticos que él ma­
neja con soltura no cierran el balance calculado, i.e., no logran
explicar —¡qué contingencia!— totalmente el universo, por ejem­
plo el de la vida, frente a la cual y a su ciencia teo-biológica, y a
sus cantidades inimaginables y casi misteriosas, las otras cantida­
des “astronómicas”, también inimaginables, de los físicos y astro­
físicos en su profunda dimensión macrocósmica y microcósmica
son, y lo digo con su misma textual palabra, “desechables”. Es
entonces cuando nuestro sabio, doblando reverente sus frías rodi­
llas de hierro calentadas en una fragua de hierro — ¡salud, Severo
Arcàngelo!— clama en su anodina angustia existencial por su sal­
vación a un deus ex máchina y, si es religioso cristiano, ora devo­
to para que prontamente se efectivice la esperada llegada del Sal­
vador-Jesús-Cristo-Punto-Omega, sacrificando sobre la mesa su
psicodélica becerra. Y uno, pobre diablo llamado Pérez, volando
en semejante alturas, con un aire enrarecido para su mediocre y re­
trógrada capacidad de entendederas, no sabe si reír de pena o llorar
de alegría: ¡tal es la seguridad de salvación incuestionable que ños
brinda la novísima Autoridad de nuestra comunidad actual de
nuestros hermanos científicos, vueltos, en este último caso, metafí-
sicos y teólogos! Hermano Marechal: no me deja mentir aquel
“acólito”, memorable hombre de hierro que, en el momento cuan­
do el primer Astronauta pisó el sagrado suelo lunar, comunicó la
buena nueva a todos los habitantes libres del “cascote tierra”, reve­
lada en la inédita hazaña de su Robot que nos donó gratuitamente
una mayor familiaridad con Dios y con su Cielo. Tan sólo con un
día de diferencia nos llegó a través de la primera plana de un dia­
rio —la biblia contemporánea según el conjuro de Hegel- la noticia
de la hazaña prometeica efectivizada por el otro Robot dialéctico,
no mecánico, que logrando subir hasta el mismo trono celestial del
dios trascendente, bajólo, como necesariamente correspondía, a su
lugar de origen, la Tierra. Quedó ante nuestra atónita mirada veri­
ficada ritualmente la “Gaya ciencia”.

L a lagaña en el ojo

Nadie, que yo sepa, Marechal tampoco, desprecia ni desco­


noce la costosa investigación científica y su titánico esfuerzo por
engendrar in vitro su adorable Robot “atorado de fichas”, ni tam­
poco, en estas tierras nadie ignora, después de Fierro, los gauchos
que mueren y morirán de toda inanición en la frontera. Pero no­
sotros, los últimos gauchos, sabemos que en esta cuestión de pla­
ta, hierro y oro, i.e., de teología, metafísica y ciencia, “no es
bueno descender a la materia / sin agarrar primero los tobillos del
ángel” y que “lo inteligible continúa siendo lo inteligible y su
dificultad es apenas una cuestión de lagañas en el ojo del intelec­
to”. La mayor lagaña en esta encuesta de vital importancia para el
hombre es que éste crea que la ciencia de hierro de su época de
hierro es la única ciencia y ¡verdadera! En la ciencia —lo afirma­
mos— hay coherencia pero no hay verdad; lo que quiere decir
exactamente lo siguiente: la ciencia para ser lo que es debe seguir
siendo lo que verdaderamente es, sólo ciencia y no, metafísica y,
menos que menos, teología. Con la Verdad divino-humana no se
juega y si, así y todo, el hombre pretende jugar con Ella que no
se atreva a negar entonces que no quiere jugar también con la
esperanza y el corazón de los hombres, de todos los hombres. Ya
no hay quien no sepa que no somos ni podemos ser ya más ino­
centes niños jugando felizmente a los dados, no quedándonos,
por consiguiente, otra alternativa en este aparente juego irrespon­
sable que reconocemos tramposos jugadores de nuestro propio
miserable destino. La claridad meridiana, por un lado, de un me­
diodía parisino ilumina esta timba sin sentido — ¡oh “la filosofía
de ia miseria” y “la miseria de la filosofía” y “la miseria de la
teología” y “la miseria de la historia” en la cual estamos todos
embarcados!— pero, por otro lado, —y éste es nuestro lado—,
esta precoz pampa argentina en una clara madrugada luminosa de
plata y húmeda de rocíos ha engendrado y parido una metafísica,
obviamente inverosímil para el agrónomo social Bemini: haz de
saber amigo Scalabrini Ortiz que desde entonces el hombre no
está, ya nunca más, solo; sólo espera que crezca su ternera apoya­
da en el perfecto y calculado equilibrio de sus cuatro escarpines
“de acuerdo a una celosa geometría”.
Por último, nos quedaría señalar con claridad, es un trabajo de
vialidad, “el anchuroso camino que recorre y atraviesa todas las ciu­
dades” y sus vueltas y revueltas en los recodos —el laberinto de lo
humano— que ha llegado hasta nosotros, vueltos peregrinos —el
corazón maduro ya por morado— por haber retrocedido como el
cangrejo “digno de la inmortalidad como ninguno”. Pero, no es éste
el lugar ni aun la hora.
Saludo de despedida

Leopoldo marechal, mi hermano redento, no sólo fue un re-


dento igual que yo que también soy su hermano, sino que fue un
poeta argentino que haciendo penitencia durante cuarenta cortos
días en el desierto volvió de él, cubierto con un rojo poncho sal-
teño, convertido en El Poeta y sabiendo que aun no podía “romper
los tímpanos del mundo con una Oda”. La totalidad de su estruc­
tura en cualquiera de sus dimensiones fue un canto vivo y sin fi­
nal, o sea eterno, con sólo puntos suspensivos. Tocase donde el
Verbo lo tocase vibraba en un solo canto su beatífico corazón ra­
cional vuelto desde siempre un intelecto de amor por la Única Be­
lleza sin desfallecimientos.
Yo, en cambio, atado inexorablemente —tal mi destino
declarado—, al surco lento de los silogismos pretenciosos de apre­
sar, en su vuelo “rampante y ansioso, como la inteligencia mis­
ma”, la verdad, ¡oh, la Verdad!, me parezco indudablemente a un
gris y vulgar caballo percherón de la tierra y sus arados, admirado
de ver pasar delante de mi yugo, contento yo también en mi yu-
gueta, este hermoso alazán de viento y fuego, adelantado libremen­
te en la carrera. Es muy fugaz mi visión de su galope, pero sé
perfectamente a ciencia cierta a donde va, y me consuela, porque
sé, igual que él, de donde viene.

Córdoba del Tucumán, 30.julio.1990.


DESTEOLOGIZACIÓN DE LA FILOSOFÍA
Y SITUACIÓN DE LA FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN

Si se habla de desteologización de la filosofía es, segura­


mente, porque se ha dado, en un proceso anterior, una teologización
de la filosofía. Esta desteologización de la filosofía ha incidido na­
turalmente en la misma filosofía y esto de tal modo que, por reci­
procidad, la filosofía ha influido en la teología. Esta influencia
mutua ha dado lugar a la situación de la filosofía de la religión. De
qué entendamos por teología y de qué, por filosofía dependerá, sin
duda, qué entendamos por filosofía de la religión. Con lo cual ya
estamos indicando de que se trata de un problema subsidiario de la
teología, si no es que tenemos que decir, más bien, que se trata de
un substituto de la misma teología. En efecto, ya sea que religión
derive de reeligere, relegere o de religare, siempre se trata en la fi­
losofía de la religión de una relación del hombre con Dios (Santo
T omás). La ciencia de esta peculiar relación humana se llamó clási­
camente teología. Esta denominación, teología, caída en desuso, ha
dado lugar a lo que hoy denominamos filosofía de la religión. Para
verificar esta afirmación basta con la siguiente observación: ningún
filósofo de la religión se llama, ni desea ser llamado, teólogo, recha­
zando con tanta mayor vehemencia esta denominación cuanto ma­
yor parecer ser la relación. Este simple hecho significa que lo que
la filosofía de la religión tiene entre manos no tiene ya práctica­
mente nada que ver con lo que interesaba a la teología. Indudable­
mente que ha cambiado el método de la filosofía y, por supuesto,
en tal caso, también el contenido de la teología. Es esta afirmación
la que queremos desarrollar en el presente ensayo. Para ello dare­
mos un rodeo volviendo finalmente a las afirmaciones que hemos
hecho hasta aquí, con la pretensión de que entonces resulten claras
y coherentes, además de verdaderas.

I. Trataremos, en primer lugar, de la distinción y de la re­


lación que se puede dar entre la teología, la filosofía y la ciencia en
general.
II. En segundo término, trataremos de aclarar qué sucede entre
la metafísica y la filosofía, y por consiguiente, con la misma teología.
III. Y finalmente, al mostrar el método adecuado de la filoso­
fía para tratar de estas cuestiones, resolveremos cuál sea la situación
de la filosofía de la religión.

I - ÓRDENES COGNOSCITIVOS

Todo conocimiento tiende hacia una unidad, o sea, manifies­


ta una relación. La posibilidad de relación entre los conocimientos
depende del nivel en que se encuentra ubicado cada conocimiento.
Cada nivel de conocimiento posee su propio criterio de unidad y
esto de tal manera que los órdenes no son intercambiables. Sólo si
existe algo de común entre los conocimientos es posible su rela­
ción. Lo común en todo conocimiento denominado científico es
que el punto de partida que posibilita toda relación, es decir, cual­
quier demostración, es siempre indemostrable. Si el punto de par­
tida, además de indemostrable, es evidente, da lugar a una
coherencia que pretende ser verdadera.

X. Conocimiento científico.

Todo conocimiento científico es coherente en cuanto tal;


pero, no todo conocimiento coherente, verdadero. Tal el caso de la
ciencia que funciona con hipótesis y postulados inventados por el
científico. Como el común de los hombres adquiere sólo este tipo
de conocimientos, cree, en general, que es el único conocimiento
verdadero que existe. En realidad el conocimiento científico no im ­
plica ningún conocimiento verdadero, por la sencilla razón de que
la hipótesis posibilita, obviamente, la coherencia de todas las afir­
maciones, pero, no, su verdad, ya que para ello debiera pretender
ser ella misma verdadera resultando evidente que ninguna hipótesis
pretende tal cosa. Cuando, en efecto, se busca otra cosa que la mera
coherencia, se entra en un terreno que, por no ser el propio, trae di­
ficultades insolubles. Una hipótesis no es contradictoria de otras hi­
pótesis; es sólo una otra hipótesis, es decir, una hipótesis distinta.
Lo cual hace que ninguna afirmación en cualquier sistema hipotéti-
co sea absolutamente excluyente de cualquier afirmacjón^ de otro
sistema hipotético. La hipótesis la inventa el hombre científico
como posibilidad de relación de los fenómenos que pretende cono­
cer. De tal modo es esto así que, cuando con una hipótesis no se
puede explicar un fenómeno, se cambia de hipótesis. Esta situación
de la ciencia no resulta para ella una desventaja, sino, precisamen­
te, toda su ventaja. La ciencia es una búsqueda ilimitada de expli­
cación y, en esa misma proporción, ninguna explicación resulta ni
puede pretender ser absoluta. No hay en el conocimiento científico
ninguna afirmación definitiva sino, más bien, provisional y, por lo
tanto, modificable, es decir, ubicable dentro de hipótesis distintas.
Así es como se entiende el crecimiento de la misma lógica que po­
sibilita expresar tales relaciones cada vez más complejas. Estas, las
relaciones, posibilitan cualquier afirmación coherente pero, ninguna
afirmación verdadera.

2. Conocimiento filosófico.

Una afirmación verdadera presupone el ámbito de la verdad,


pero, entonces, el punto de partida es ahora no sólo indemostrable,
sino, también, verdadero, es decir, evidente. Esto suele traer difi­
cultades para una mentalidad científica, pero el nivel del conoci­
miento científico no obstaculiza el nivel del conocimiento filosófi­
co. Simplemente, lo ignora. La ignorancia es, precisamente, falta
de conocimiento filosófico. Es la evidencia la que funda el conoci­
miento filosófico, lo cual significa que entre una afirmación y otra
puede haber contradicción, de tal modo que una de ellas resulte
verdadera y la otra falsa. Que una afirmación sea verdadera quiere
decir que es real el contenido que en ella se expresa, de lo cual se
deduce que lo que expresa la afirmación falsa, no es real, precisa-
mente porque no es verdadera. Esta, en efecto, hace referencia a
lo que es, es decir, W serjsiem p re la relación entre lo que es y
lo que la inteligencia W 'es la verdad. Y ésta es la primera eviden­
cia que, por ser primera, resulta indemostrable, siendo todo otro
conocimiento afirmable a partir de esta primera posibilidad de de­
mostración. Es, por consiguiente, la evidencia, es decir, la verdad
y, no, la indemostrabilidad, el criterio de la filosofía. Por supuesto
que los principios de la filosofía son indemostrables pero, lo que
queremos decir, es que no son meramente hipotéticos. Por ser in­
demostrables y evidentes los principios de la filosofía posibilitan
que esta sea una ciencia y verdadera.

3. Conocimiento teológico.

Ahora bien, la teología, nos referimos a la teología revelada


cristiana, pretende también ser ciencia y ciencia de la verdad.
¿Cómo podemos entender esto? Obviamente que ahora el problema
tiene que ver con la filosofía y no con la ciencia hipotética. ¿Cómo
puede haber dos ciencias d e jo verdadero?^Si ya a la filosofía co­
rresponde el ámbito de lo verdadero, no puede darse un plus de
verdad más allá de la verdad que ve la filosofía. Planteado de este
modo el problema resulta obviamente insoluble. Mejor dicho, su
solución implica que la teología no es ciencia y, menos aún, cien­
cia verdadera. Pero, de este modo está mal planteado el problema.
Para que haya posibilidad de relación entre la verdad filosófica y la
verdad teológica, se d e ^ entejider que ésta deriva de principios de
otro orden. Es obviamente un orden de vérda9rpefo~3éverdad re-
'velada. Ño es una verdad que el hombre por sí pueda alcanzar,
sino una verdad que Dios dice ser tal a través de la fe en la Pala­
bra encamada: Jesucristo. Es esta una afirmación religiosa. Para
plantear entonces adecuadamente el problema, debemos necesaria­
mente estar instalados dentro del camino de salvación que trae la
religión.\Primero un hombre debe creer y luego filosofar sobre la
relación con la fe. Pero, entonces, la filosofía entra dentro de un
orden que anteriormente a la fe le estaba vedado. La verdad de
salvación es cosa de Dios. A El se la debemos preguntar. La ver­
dad de la filosofía es cosa del hombre y a él debemos consultar.
Consultado un hombre creyente que filosofa sobre la relación exis­
tente entre la filosofía y la teología, contestará evidentemente que
la filosofía entra, en este caso, dentrQ^^dé^uri 'o rd éñ 's^r^d ó rila'-
mado doctrina sagrada o doctrina de salvación. Es allí lo que debe
ser: un instrumento de clarificación de fiTmisma fe. ~~

Como conclusión de este primer punto podemos decir que la


ciencia nada puede decir ni de la verdad de la teología ni de la
verdad de la filosofía, y que ésta sólo logra la relación con la ver­
dad de la teología cuando ingresa y se encuentra instalada en el
orden establecido por ella.

E - LA METAFÍSICA Y LA TEOLOGÍA

Ya en este segundo punto parece importante determinar la


metafísica que permitirá a la teología formular afirmaciones vale­
deras. En efecto, hemos dicho anteriormente que el ser es lo prime­
ro conocido, o sea, que lo que es es el ámbito dentro del cual se
mueve permanentemente el metafísico. Las diferentes posiciones
metafísicas dependerán obviamente de lo que cada metafísico en­
tienda por ente. No vamos a desarrollarlas; sólo haremos algunas
observaciones que interesan a nuestra cuestión. En primer lugar,
)
308 - José Ramón Pérez d / ) 2.,
,y
hay dos maneras de ver la realidad metafísicamente; una dice que lo
que es, el ser, es tanto en cuanto se desarrolla y desenvuelve. Así es
como el tiempo resulta constitutivo de toda realidad, aunque se ha­
blará también de ciclos o de eterno retomo ¡y de epocal cuando el
ser es concebido históricamente. Retomo, ciclo, época, hacen refe­
rencia a un movimiento que, volviendo sobre sí mismo, posibilita,
de algún modo, la afirmación de una unidad consistente en dejar de
ser permanentemente unidad sin dejar de serlo. Es esta relación lo
que se quiere expresar al hablar de este modo. En este caso, el ha­
blar de posiciones metafísicas pretéritas puede tener un solo signi­
ficado: pudo ser verdad en su tiempo, pero no puede, en absoluto,
serlo contemporáneamente. La verdad afirmada por la metafísica es,
en efecto, una verdad constitutivamente histórica.

Pero hay otra manera de ver la realidad según la cual las afir­
maciones metafísicas adquieren, porque en sí mismas lo son, un ca­
rácter de absojutez intemporal e inespacial. Si algo es verdad
metafísicamente, lo fue sin duda en el pasado cuando se lo afirmó
por vez primera, como lo es en el presente y lo será, sin ninguna
duda, en el futuro. Mientras la pura temporalidad resulta inconcebi­
ble, el tiempo y la eternidad pueden lograr una relación. Esta posi­
ción dice expresamente que el ser es ese algo inespacial e
intemporal, lo cual no quiere decir que el ser del espacio y el ser del
tiempo no son reales. Todo el problema consiste en que haya una flfVfD&Q
■ u n í «» IJ»l i li»■ “I

unidad y, a su vez, haya, también realidades distintas de esa unidad, y


pero relacionadas con ella. De tal manera es éste el problema cen- f^f/^TÍPUC
tral de la filosofía que, frente a él, encontramos dos términos que
tienden a expresar las respectivas respuestas. Es así como se habla
de monismos y dualismos metafisieos, denominaciones no muy fe­
lices ya que, en lugar de aclarar el problema, lo obscurecen. En
efecto, si por monismo entiéndese lo que es de una misma naturale­
za y, opuestamente, por dualismo se sobreentiende lo que es de dis­
tinta naturaleza, resultará obvio que, en nombre del monismo, se
rechace todo dualismo y viceversa. Unidad no es lo mismo que mo-
nismo; multiplicidad no es idéntico a dualismo. En tal caso, el dua­
lismo rechazaría la unidad y el monismo, a su vez, no admitiría la
multiplicidad. La unidad está dentro de lo que es, sea lo que sea lo
que es. La pregunta adecuada es cómo la unidad puede ser unidad
sin negar la realidad de la multiplicidad. Este modo de preguntar
presupone que el hombre está inmerso dentro de la multiplicidad,
pero no separado de la unidad. Su pregunta consiste en buscar el
conocimiento explícito de la unidad, porque ésta está presupuesta
en la misma pregunta por la realidad de la multiplicidad. La res­
puesta lo es cuando dice la relación entre la unidad y la multiplici­
dad. Esta respuesta que dice la relación presupone la realidad,
tanto de la unidad como de la misma multiplicidad. No es cuestión
de negar nada de lo que es real sino de afirmar todo lo que es,
porque todo lo que es real es el objeto de la pregunta metafísica, y
esta ciencia habla siempre de lo que es real y de las relaciones de
lo real y, sobre todo, de esa relación fundamental entre la unidad y
la multiplicidad. <

Así es como la metafísica es el núcleo de la filosofía. Su


unidad es el Ser que por ser lo que es es la Verdad absoluta. O
sea: toda otra verdad lo es por relación a esta Verdad; cualquier ser
lo es por relación con este Ser y cualquier unidad es tal por esa
relación con la Unidad. Hasta aquí llega la inteligencia del hom­
bre. Obviamente que, desde este punto de vista, no hay un plus
para esta misma inteligencia. En efecto, ¿cómo puede haber un
más allá de la verdad, de la realidad y de la unidad absolutas? Sin
embargo, resulta de la máxima importancia que el Ser ^oincida con
el Dios de la Teología pues, de este modo, este Dios aparece fren­
te a la conciencia- del.hpmbre, no como una obscuridad te n eb ro sa ^
terrible, sino como la verdad, en sí misima máxima inteligibilidad
y, por consiguiente, unidad de toda realidad. En la búsqueda de tal
coincidencia consistirá el esfuerzo de la filosofía; pero de una filo­
sofía que se ha instalado dentro de un orden revelado, es decir,
teológico, como ya hemos señalado en la primera parte. La verdad
revelada y la verdad metafísica rigen cualquier sentimiento huma­
no que pretenda identificar a Dios con lo tenebroso, casi, en casos,
demoníaco, como es común concebir también lo divino (Otto). La
trascendencia y super-excelencia del Poder divino no aplasta al
hombre, sino, al revés, lo sostiene desde lo más íntimo del hombre
mismo. No se puede hablar adecuadamente de lo divino si no sé lo
hace con un lenguaje metafísico. Este dice la verdad de lo qué es
la realidad de Dios y la verdad de lo que es el hombre. El hombre
ha creído primeramente en su relación intentando luego entenderla
por sí mismo. La conjunción de este esfuerzo es lo que constituye
el núcleo de la teología, término que, en sí mismo, expresa el logro
del esfuerzo: dilucidar toda la inteligibilidad que se pueda sobre lo
divino. Desde esta perspectiva cualquier inteligibilidad puede y
debe ser incorporada. Fuera de ella, no hay inteligibilidad que resul­
te verdadera sobre lo divino. Esta verdad aparece en la creación de
la nada, uno de los pilares de la manifestación libre de Dios. Pero,
de que Dios se haya manifestado libremente no se sigue que en la
realidad no haya necesidad; necesidad que en Dios coincide siempre
con su libertad, y en la creatura, a veces, y de hecho así ha sido, no
coincide. El problema del mal es el testimonio de ello. De este
modo, el mal nunca es un principio que se opone al principio de la
realidad divina, ni ésta, responsable de él; simplemente es el hecho
de la deficiencia de la naturaleza de la creatura en su relación no
adecuada al orden de lo divino. La religión reestablece precisamente
el hecho de esa relación. Pero, el hecho no es ciego en sí mismo,
pues está resguardado por la Verdad que es Dios y a la cual se aco­
ge el hombre en el misterio de la redención divina. La teología pue­
de afirmar entonces una inteligibilidad unida en la realidad de Dios,
haciendo que el hombre no se pierda y extravíe en su propio andar,
; incluso equivocado. Dicho de otra manera: el hombre se da cuenta
\\ por sí mismo de su propia equivocación. Darse cuenta de la propia
^ equivocación es darse cuenta del camino verdadero. La complejidad
del hombre es mayor, y el mero darse cuenta no es toda la solución;
pero es, obviamente, el principio de la solución. De otra manera,
sin, el conocimiento de la verdad no existe ninguna solución. Sien­
do verdadera la fe el hombre puede saber lo que puede esperar y,
sobre todo, saber lo que debe y no debe amar. El núcleo de la reli­
gión está en lo que el hombre debe saber, en aquello que puede es-i
perar y, luego, en aquello que debe amar. No hay así separación I
entre la doctrina, el rito ni la moral. La teología no es religión,
pero, la religión cristiana da lugar a una teología, porque la filoso­
fía no puede ser obviada ni por lo sagrado de una religión.

Este es el proceso que se dio en la Edad Media de teologiza-


ción de la filosofía. No sólo esta edad intentó acceder a una unidad
en la vida, sino que logró sistematizar científicamente esta unidad
en la teología. Lo que viene luego es un intento de desteologiza-
ción de la filosofía. Esta, la filosofía, no funcionará ya más dentro
de la fe cristiana. De aquí en más, ¿cómo podrán mantenerse los
valores cristianos? jC on la caída de la teología no sólo caen los
valores cristianos dentro de la filosofía, sino así al menos parece
ser, la misma filosofía. El criterio de la evidencia que trae el ser,
es decir, la metafísica, desaparece del todo para dar lugar al ámbi­
to de lo científico hipotético. Desaparece la verdad del horizonte
del hombre. También desaparece Dios en tanto diga alguna rela­
ción con el Ser y la verdad. ¿Qué es, en síntesis, la filosofía de la
religión sino un intento, por parte del hombre, de lograr una teoría
científica sobre el fenómeno religioso? ¿Qué orden a Dios puede
pretender establecer una filosofía que desconoce cuál sea la verdad l
coincidente con Dios, y que ignora cuál sea la realidad del hombre
que determina cualquier metafísica? Ni siquiera la filosofía de la
religión puede establecer en qué consiste la relación de Dios con el
hombre y de éste con Dios. Dicho en otras palabras, todo fenóme­
no religioso tiene el mismo valor dentro de la religión; mejor di­
cho, Jto d a j^ H g jó rM ^ e d m i^ o j^ lo r^ e n tre todas las religiones,
ya que ¿con qué criterio, si no es con el de la verdad absoluta se_
puede establecer sus diferencias? Es precisamente por eso mismo
que lo más difícil en cualquier filosofía de la religión consiste en
definir su objeto. En realidad no hay posibilidad de definición, es
decir, de unidad. Si no hay posibilidad de unidad es porque no hay
posibilidad de establecer las relaciones adecuadas entre las diversas
religiones. Podemos estar seguros de que cada vez que la filosofía
de la religión intenta establecer estas relaciones se las pide presta^
das a una teología o, dicho de otra manera, se vuelve teología recu­
rriendo subrepticiamente a una metafísica. En efecto, la verdadera
relación de orden entre Dios y el hombre, en lo que consiste la reli-
gión, presupone siempre que sepamos a ciencia cierta qué es el
hombre y qué, Dios. Este presupuesto, cjué sea el hombre no se
puede dilucidar en un nivel científico siempre hipotético y proviso­
rio, como ya hemos visto anteriormente. Su conocimiento depende
de la filosofía. Menos que menos puede la ciencia decimos algo de
la realidad de Dios; sí lo puede la filosofía que pretende entender a
Dios desde lo que El mismo ha dicho que es y desde los principios
metafísicos de esta misma filosofía. Esto entendido, se entiende en­
tonces cabalmente lo que es el hombre, porque el hombre resulta
ininteligible si no aparece en él esa relación de orden a lo divino. Es
decir, se ve esta relación desde lo que dice el mismo Dios y desde
lo que el hombre ve por sí mismo. En ese orden preciso: desde la
fe a la razón y desde ésta a la fe, lo cual presupone obviamente en
el hombre esta misma fe dentro de la cual se mueve la razón sin sa­
lir nunca de aquella. Es lo que los escolásticos medievales estable­
cieron en una frase inigualable: fides quaerens intellectum, que
encierra todo el esfuerzo que realizaron cuando se dedicaron casi
exclusivamente a entender lo que era Dios y lo que hizo este mis­
mo Dios. Esfuerzo no sólo de los cristianos sino, también, de los
árabes y judíos. Sus filosofías eran lisa y llanamente teologías, e in­
cluso distintas, según fuese el criterio metafísico que manejaran.
Las influencias han sido recíprocas y bienhechoras. Es claro que los
cristianos usaron la inteligencia desde su propia fe, distinta de las
de las otras religiones, y desde allí, discutieron todas las cuestiones
que se les presentaron. El instrumento de la discusión fue, in­
dudablemente, la filosofía griega.
ni. SITUACIÓN DE LA FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN i/\0* 9 i J

La tesis que pretendemos sostener es que la separación de la 4


fe y la razón, o sea, la teología de la filosofía, tenía que acarrear,
necesariamente, una pérdida en la densidad de la fe e incluso en la
densidad de la misma filosofía. En efecto, en lo que afirmamos pre­
suponemos que la fe trae consigo un contenido inteligible/^erda d ^ ^
ro. Precisamente porque la inteligencia del hombre no lo puede ver
es porque lo acepta por la fe. La fe hace referencia a algo verdade­
ro. Si, por otra parte, presuponemos, como lo hemos hecho hasta
aquí, de que la filosofía hace referencia a la verdad porque es la
metafísica que trata del ser su núcleo, evidentemente que alguna re­
lación debe haber en la dimensión de la verdad. Pero hemos afirma­
do con toda claridad que esta posible relación sólo se da dentro de
un orden sagrado, es decir, dentro de la teología. El fundamento de
la fe de cualquier creyente es que Dios es la verdad. Nada más y
nada menos que la verdad de salvación del hombre. El camino de la
verdad que el hombre ve con su propia capacidad inteligente coin­
cidirá con aquella verdad. Pero, si la verdad se separa de la revela­
ción, como lo ha hecho la Edad Moderna al separar la filosofía de
la teología, resulta obvio que el Ser no puede coincidir ya más con
el Dios de la revelación. Si el Dios de la revelación no coincide ya
más con el ser, tampoco puede ser Dios la verdad, y del hecho de
decir que Dios no es la verdad a afirmar que la fe es una cosa que
depende absolutamente de la voluntad o, como luego se dijo des­
pués de Kant, del sentimiento, hay un paso. Obviamente que el de­
cir, por ejemplo, que la fe es un sentimiento y, por consiguiente,
algo irracional, es un intento desesperado de un creyente en quien
hace mucho tiempo que la fe no tiene nada que ver con la verdad ni
con ningún juicio lógico. Es como si la fe hubiese sufrido histórica­
mente un proceso de acorralamiento y, en la medida en que fue per­
diendo terreno, se la mantuviese en otro lugar que no es el suyo. No
es que nosotros sostengamos que la fe no tiene nada que ver con la
voluntad ni con el sentimiento, pues ahí está toda la filosofía de la
religión que, también, nos lo recordaría, sino que decimos que ha­
cer tal afirmación es intentar reducir toda la verdad de la revelación
a lo arbitrario de una decisión o a la obscuridad de un sentimiento.
Lo asombroso en esta cuestión es que no sólo vemos que la teolo­
gía ha perdido densidad verdadera, es decir, realidad, sino, que la
misma filosofía se encuentra, hace ya un tiempo, fuera de cualquier
realidad metafísicamente formulable. Es decir, la misma filosofía se
ha ido acorralando en un ámbito que no da ya más lugar para nin­
gún juicio lógico que pretenda ser verdadero. La que ahora preten­
de juzgar a ésta y a la teología es la ciencia. Dicho directamente: la
filosofía de la religión ha substituido a la teología, pero, como de
filosofía sólo tiene el nombre, debemos afirmar que la ciencia de la
religión ha suplantado también a la filosofía. La filosofía de la reli­
gión no es nada más que una teoría científica sobre los fenómenos
religiosos de los cuales logra una unidad, una relación, según la hi­
pótesis que ha preestablecido arbitrariamente el investigador, y así
nos encontramos con la inverosímil situación de unos filósofos de
la religión que sostienen la realidad de lo religioso en el hombre;
otros, que la niegan lisa y llanamente, y los más que investigan lo
religioso del mismo modo como se investiga lo biológico o lo me­
ramente físico-químico. Como el aparato científico es impresionan­
te, no falta nunca algún hombre impresionado ante tal despliegue de
cientificidad: Así es como hemos visto a teólogos contemporáneos
afirmar cualquier posibilidad con tal de salvar al hombre de seme­
jante escepticismo. Baste recordar que se ha propiciado una religión
sin Dios y un Dios sin religión. El fenómeno, por supuesto, es mu­
cho más complejo, pero, en esencia, responde indudablemente a una
pérdida de la densidad metafísica, como lo han señalado acertada­
mente algunos filósofos, y a una pérdida de la substancia viva de la
fe. La pérdida más importante, y es esta nuestra afirmación en el
presente trabajo, ha sido separar la filosofía de la teología. La des-
teologización de la filosofía, según nuestro criterio, ha significado
una perdida, tanto para la teología como para la misma filosofía, lo
que no quiere, de ningún modo, significar el rechazo del ámbito
científico, porque, como ya lo hemos dicho, y lo repetimos para
evitar cualquier malentendido, la ciencia tiene su propio criterio de
estructuración que le posibilita cada vez más y progresivamente
avanzar en el conocimiento del fenómeno; en el caso de la filosofía
de la religión, del fenómeno religioso. El resultado del conocimien­
to científico es siempre de gran ayuda, tanto para el filósofo como
para el teólogo. Esos conocimientos científicos, en efecto, posibili­
tan a ambos nada menos que el poder formar siempre una nueva
imagen del mundo, pero, ni la filosofía ni la teología están consti­
tuidas por imágenes intercambiables según las hipótesis, sino, por
la verdad que permaneciendo lo que es puede, también, vestirse de
imágenes, como corresponde a todo fenómeno humano.

Córdoba, febrero. 1987.

Vo\
BREVE Y PREVIA CONSIDERACIÓN METÓDICA

Resulta del todo imposible el intento de abordar temas con


los propuestos sin antes determinar con claridad el método preciso
con el que serán tratados. No vale, en efecto, la pena de discutir
conclusiones ni contenidos elaborados con distintos métodos, sino,
más bien, se ha de prestar toda la atención previa al modo cómo se
han planteado las cuestiones. Las coincidencias o los rechazos de
las afirmaciones, cualesquiera sean, se han de establecer dentro de
ciertas relaciones que vienen posibilitadas por el previo entendi­
miento del asunto en cuestión y del instrumento con el que se lo
ha abordado. Así se podrá coincidir o no con ciertas afirmaciones
pero lo que no se podrá en absoluto es discutir la coherencia de las
mismas alcanzadas dentro de las coordenadas correspondientes. Es
por eso mismo que para poder nosotros discutir conclusiones dis­
tintas de las nuestras lo primero que deberemos tener en claro es la
coherencia de nuestras propias afirmaciones, válidas por supuesto
en sí mismas, pero comprensibles para otro hombre sólo si éste
tiene en cuenta el método con el que han sido discutidas. Por con­
siguiente, en la proporción en que ya hemos clarificado el método
con el que planteamos el problema en la misma proporción nos
daremos cuenta inmediatamente de que cualquier discusión que no
lo tenga en cuenta es una discusión en balde. Si en cualquier cues­
tión que se quiera plantear las coordenadas no son las adecuadas
las conclusiones no podrán menos que poner de manifiesto lo que
de ninguna manera cabe dentro de ellas. En estas condiciones se
podrán realizar esfuerzos tendientes a contener el avance del proce­
so, pero un proceso una vez iniciado resulta absolutamente irrever­
sible de modo que las conclusiones del mismo, nos gusten o no
nos gusten, estarán a la vista de cualquier mirada perspicaz. Todo
será cuestión de tiempo para que el hombre prosiga el plan­
teamiento del problema y no se arredre en mantener decididamente
las conclusiones, afecten a quien afecten, incluido él mismo. En tal
caso la afección, i.e., la sinceridad, no cuenta sino, la coherencia,
i.e., la lucidez. Esta, como el tiempo, es inexorable e ineludible.
Siendo así la cosa se ve con toda claridad que en una discusión no
es cuestión de soberbia o contumacia por parte del hombre sino de
adecuadas coordenadas. Cuando éstas se logran establecer bien, las
conclusiones, con mucho tiempo y aun más paciencia de por me­
dio, se irán desenvolviendo solas apareciendo cada vez con mayor
evidencia indiscutibles. ¿Cómo dudar, en tal caso, de que sean las
conclusiones verdaderas? Absolutamente imposible. Solamente al­
guien que no ha prestado la debida atención al modo cómo se han
encarado los problemas podrá, equivocadamente, presuponer una
inteligencia inferior o, lo que es mucho más grave, otras intencio­
nes en nosotros.

Decisión y V erdad

A mí, personalmente, me parece que la mayoría de nuestras


discusiones son discusiones entre sordos y como tales, al no poder
ninguno entender de qué habla el otro, llenas de suspicacias morbo­
sas. Las patologías, en este caso recíprocamente contagiosas, susti­
tuyen a la lógica. Se enfrentan conclusiones contra conclusiones
coherentemente deducidas como si fuesen afirmaciones de seres
malignos. Yo no veo ninguna malignidad en una afirmación no
coincidente con la mía así como tampoco espero benignidad de
quien coincide con las mías en sus afirmaciones. La malignidad y la
benignidad son cuestiones que dependen, no de la inteligencia y de
sus más o menos coherentes afirmaciones, sino de la voluntad, me­
jor dicho, del control de la voluntad. Como entiendo que la volun­
tad no interviene directamente para nada en la cuestión de la verdad
filosófica —no quiero ahora hablar de la fe cristiana— comprendo
perfectamente que alguien, no pensando de la misma manera que
yo, atribuya a mis posibles afirmaciones lógicas intenciones subrep­
ticias de mi propia voluntad. Yo entiendo la coherencia de su afir­
mación aunque no comparto precisamente el que una afirmación
pueda ser verdadera, i.e., expresable lógicamente, porque un hom­
bre lo decida. La decisión de la verdad o falsedad de una afirmación
no pasa por una decisión de la voluntad de nadie. Si así fuese, nin­
guna decisión podría ser considerada falsa precisamente porque nin­
guna decisión sería nunca verdadera, excepto que lo fuese por
carambola; pero, en la cuestión de la verdad no hay carambolas. Si
alguien coincide con nuestra manera de ver la cosa no puede, si se
trata de la verdad o falsedad de afirmaciones lógicas, ni siquiera
insinuar, menos que menos afirmar una subrepticia mala voluntad
detrás de posiciones no coincidentes con las suyas. Para que tal
cosa no suceda, en cualquier caso es mucho más clara una posición
franca que afirma que es verdad porque yo lo decido no ocultando
entonces una decisión en la presunta pretensión de verdad objetiva.
De otro modo no aparece manifiesta ni la objetividad de la verdad
ni la subjetividad de la arbitrariedad y en ambos casos sí que apa­
rece con claridad meridiana la imposibilidad de cualquier diálogo
humano.
Sea lo que fuere de una discusión, me parece evidente que
para poder incluso hablar de su simple posibilidad se necesita de
una inteligencia que vea las diferencias y sus relaciones pudiéndolas
expresar lógicamente. Lo que hemos adelantado es que, para que la
inteligencia pueda captar y expresar las relaciones de cosas distin­
tas, se requería un método adecuado para ello, de modo que si el
método no resultaba apropiado no podía la inteligencia establecer la
realidad de alguna de ellas y, por lo tanto, tampoco su posible reía-
ción. Hablamos de formulaciones teóricas, coherentes y verdaderas.
En tal supuesto lo que obviamente conviene al hombre es mantener
con su voluntad las diferencias vistas por su inteligencia, lo que
quiere decir sostener las relaciones de esas diferencias. Pero preci­
samente tanto la unidad como sus relaciones presuponen las dife­
rencias sin anularlas ni separarlas. Cuándo se niega al hombre la
posibilidad teórica de la verdad queda en él un otro poder descon­
trolado de toda justicia. La voluntad niega toda y cualquier diferen­
cia. Su decisión en este caso se constituye en una decisión arbitra­
ria. No queda ni se puede encontrar otra razón de la decisión que la
misma decisión. Acabóse la posibilidad de cualquier discusión teó­
rica ya que la única discusión —si es que así se puede llamar— que
queda en pie es la de dos decisiones arbitrarias arbitrariamente en­
frentadas. La discusión se resuelve entonces no por quien tenga ra­
zón, i.e., verdad, sino por aquel que posee mayor poder para
mantener su propia decisión, poder que se manifiesta bien sea en el
propio fortalecimiento de su decisión como en el intento de debili­
tamiento del poder de cualquier otra decisión distinta. Lo que más
molesta a una decisión arbitraria es que aparezca una otra decisión
que pretenda ser justa, no meramente arbitraria, porque en ese caso
aunque se elimine a quien sostiene semejante decisión sigue obvia­
mente en pie que su decisión es justa e injusta la mía. Cualquier
justicia verdadera que rija a la voluntad imposibilita en la raíz que
su decisión se vuelva arbitraria. De aquí que todo el esfuerzo del
poder de una decisión arbitraria vaya dirigido entonces buscando
destruir —sí o sí— el ámbito independiente de la inteligencia, i.e.,
de la verdad, puesto que la clarividencia que proporciona la verdad
impide que cualquier decisión de la voluntad se justifique en sí
misma, i.e., en su propia arbitrariedad; por el contrario, exige que
sea según justicia. Resulta obvio que este según justicia es válido
para cualquier decisión de cualquier voluntad de cualquier hombre
de cualquier lugar y época histórica. Es esta última afirmación la
que resulta a todas luces intolerable para un poder olímpicamente
arbitrario, pues un poder arbitrario no puede menos que ser un po­
der absoluto. Poder absoluto quiere decir que en ningún caso admi­
te por supuesto otro poder arbitrario y, menos que menos, un poder
que pretenda —según él mismo— precisamente no ser arbitrario.
Resulta muy simple de explicar lo intolerable de esta última situa­
ción; un poder, en efecto, arbitrario puede ser definitivamente anu­
lado porque precisamente en su arbitrariedad está toda su debilidad,
pero un poder que no lo sea no puede de ningún modo ser anulado
porque todo su poder reside en no ser arbitrario. Esto en principio.
De hecho una decisión arbitraria puede pretender anular una deci­
sión justa, pero lo único que en este caso pone en evidencia es su
falta de decisión justa, no que no haya justicia, sino que tal decisión
es meramente un hecho: una decisión ciega. Todo escepticismo so­
bre la verdad resulta de una pura decisión arbitraria que en algunos
filósofos de honorable valentía aparece en la crudeza dé todas sus
consecuencias, pero que en espíritus timoratos y cobardes se encu­
bre a través de pretendidas relaciones amorosas y personales. La
cuestión de la verdad vuelve a ser entonces la cuestión decisiva.
Como siempre lo ha sido y siempre lo será es la verdad que ve la
inteligencia del hombre la que impide al hombre que su decisión
sea, más allá de su valentía o de su cobardía, una decisión inhuma­
na. No hay mayor engaño en el que el hombre pueda incurrir que el
pretender arbitrariamente que en él no hay posibilidad de verdad y,
por lo tanto, de engaño.
Aclarado ya que sin el ámbito de la verdad no podríamos si­
quiera intentar discusión alguna y aclarado que este mismo ámbito
de la cuestión de la verdad no puede abordarse si no es con el méto­
do apropiado, vayamos ahora a la dilucidación, no de la verdad, sino
de cuál es, en Occidente, el modo de su tratamiento adecuado.

Primer presupuesto: la fe cristiana

Lo primero que aparece obviamente presupuesto en esta


cuestión de cualquiera de los temas propuestos para su tratamiento
es la verdad de la fe, la verdad de-la salvación de la religión cris-
liana. Apenas decimos fe creyente cristiana resuenan en nuestros
oídos los ecos medievales, por consiguiente, el sonido de voces ya
lejanas. Pero, si nosotros queremos responder al mismo problema
que ellos plantearon y resolvieron, deberemos obviamente no con­
formamos con el eco de sus voces bastante desfigurado por el
transcurso del tiempo, y prestar oído atento a sus mismas palabras
originales sin traductor de por medio, ni intérprete, ni comentador,
excepto que sea él mismo medieval. Resulta a tpdas luces imposi­
ble pretender entender ni a un solo medieval con el prejuicio mo­
derno. Nosotros creemos no ser infieles a su respuesta. Así nos
resulta naturalmente comprensible que la sorpresa que a sus vidas
trajo la verdad de salvación llevase a algunos de ellos a descuidar
sin más los caminos trabajosamente construidos por el hombre.
Pero esta misma verdad de salvación les indicaba también con toda
claridad que esa solución no era la ajustada. En efecto, si alguien
cree que Dios es el Creador y el hombre y las cosas sus creaturas
y, si es cristiano, que ese mismo Dios se hizo hombre en Jesucris­
to para salvarlo, no puede, en absoluto, descuidar ni disimular la
tarea realizada por el hombre, por ningún hombre.
Por supuesto que la salvación es cosa exclusiva de Dios,
pero también del hombre, de un hombre dedicado en todo su es­
fuerzo a la empresa de su propia salvación. Toda tarea humana se
vuelve instrumento al servicio de la verdad de salvación y vuélve­
se precisamente instrumento por medio de aquello que constituye
lo específico del hombre, por su capacidad intelectual de ver la
verdad y su capacidad volitiva de mantener y sostener el bien vis­
to por la inteligencia y aceptado por la fe. Así fue como la filoso­
fía ingresó de lleno al servicio de la fe dando como resultado de
esa adecuada relación lo que luego se denominó teología, doctrina
sagrada o doctrina cristiana. Este preciso modo de enfocar y resol­
ver el problema que entre manos tenía el medieval posibilitó un
equilibrio que se expresa en la fórmula que caracteriza toda esa
edad histórica: fides quaerens intellectum. El guardián de dicho
equilibrio obviamente no fue un filósofo, sino un teólogo-filósofo.
Si el teólogo tenía que vérselas con las máximas energías del hom­
bre como lo son su inteligencia y su poder de decisión, en él pre­
cisamente se requería una decisión indeclinable de mantenimiento
de la relación justa entre la verdad de salvación y la verdad de la
filosofía. Esta afirmación significa exactamente lo siguiente: ni la
verdad de la fe absorbe a la verdad de la razón, ni la verdad de
ésta absorbe a la de la fe.

Relación entre la fe y la razón

Veamos con cierto detenimiento la cuestión. Que la razón en­


tre al servicio de la fe no es ninguna imposición de la fe ni ninguna
decisión arbitraria de la voluntad sino, precisamente, una decisión
inteligente de la misma razón de un hombre creyente. Como es ló­
gico, la resolución de la razón de entrar al servicio de la fe presu­
pone esta misma fe en el hombre. Sería del todo ilógico que un
hombre no creyente concluyera que su filosofía es instrumento de
una fe religiosa, pero, también lo sería el que este mismo hombre
pretendiese que la filosofía de un creyente no puede ser filosofía
por estar al servicio de la verdad revelada cristiana. La filosofía es
filosofía siempre, se halle donde se halle, dentro de la fe para un
creyente y sin ninguna relación con ella para un hombre no creyen­
te. Ni el filósofo deja de ser filósofo por ser un hombre redento, ni
el hombre no creyente lo es, filósofo, por ser precisamente no cre­
yente. Pero, si' bien es cierto, como hemos visto, que la fe no anula
la razón, sin embargo, ésta ingresa en un ámbito de verdad, en el
ámbito de la verdad de salvación, al que por sí misma jamás podría
acceder. Pero esto mismo no quiere decir, como comúnmente se
suele oir, que habiendo llegado la razón en su funcionamiento hasta
cierto límite, límite donde se encuentra con otra verdad, la de la fe,
en viendo de este modo su propio límite, su limitación, su finitud,
hay muchos modos de expresarlo, esta misma razón decide dar el
paso, ingresando oronda y lirondamente en lo que se encuentra más
allá de ella misma: es así como el paso de la razón a la fe es enton­
ces, se dice, un paso razonable, y la razón, se repite, es ahora no
sólo razón sino también fe, o, mejor dicho aun, la fe es desde ahora
racional. Todo este modo de encarar la cuestión, con sus diversas
variantes, es imaginación y mala imaginación no respetuosa ni de la
fe, ni, tampoco, de la razón. Digo imaginación por no decir que es
la resolución de un problema lógicamente mal planteado. En efecto,
si se presupone que desde la razón se pasa así a la fe, se está presu­
poniendo que la verdad de fe está en el mismo nivel que la verdad
de la razón, actitud que muestra muy claramente la falta de entendi­
miento de lo que es precisamente la verdad de salvación, la que ob­
viamente no es un plus de alguna otra verdad. Así es como a la fe
no se puede acceder por la razón, porque la fe no es límite de nada,
menos que menos, la fe puede ser límite de la razón. La razón ad­
mite la verdad revelada no porque haya visto su propio límite de
verdad racional frente a un otro supuesto ámbito de verdad religio­
sa. Reconocer su propio límite es tarea de la razón misma sin com­
paración con ningún otro referido nivel que el de su propia
capacidad de funcionamiento; así sucede que el hecho de ver que
debe funcionar dentro de la fe es conclusión de la misma razón de
un hombre creyente y no, imposición de la fe sobre la razón, y
cuando la razón está ya funcionando dentro de la fe tampoco ésta se
constituye en su límite, porque hasta dónde puede ver la razón fun­
cionando dentro de la fe es la razón la que ve, no la fe la que se lo
indica a la razón. La razón funciona sin otro límite que su propia
capacidad de funcionamiento, bien sea que esté fuera de la fe, bien
que ya esté dentro de ella. Quien no entienda esta muy elemental
afirmación es porque ignora lo que es la razón del hombre sujeta
sólo a la verdad que ella misma ve y que, por consiguiente, nadie
puede imponerle. ¿Cómo se puede siquiera pensar en obligar a la
inteligencia del hombre a ver lo que ella no ve y a no ver lo que
ella evidentemente ve?; pero también ignora, y lamento decirlo, lo
que es la fe. El problema no es la tendencia, aunque ella también
existe, a absorber el orden de la verdad natural en el orden de la
verdad de la fe —ya hemos visto su imposibilidad— sino, exacta­
mente al revés, es la tendencia que se da en el hombre cuando no
acierta con el método apropiado a absorber el orden revelado de sal­
vación en el orden natural, pues en este caso el hombre se queda,
no sin razón lo que es en si mismo imposible, sino que se queda sin
la salvación, lo que es siempre un riesgo posible. Quedarse sin fe
para un hombre creyente cristiano religioso es lo peor de lo peor
que le puede acontecer. Y eso es precisamente lo que sucede, aun­
que en la mayoría de las veces sólo de boca para afuera, lo que tam­
bién pone en evidencia la ligereza con la que se aborda el tema.
Quienes afirman, en general, que la razón es el fundamento de la fe,
i.e., que el hombre cree por equis.razones, suelen ser los mismos
que luego afirman, coherentemente, pero con total desparpajo, que
si el hombre logra demostrar con su razón una verdad que previa­
mente creía ya no la puede lógicamente creer más, puesto que aho­
ra la conoce racionalmente. En criollo están diciendo, nada más ni
nada menos, que no tienen más fe pues ésta ha sido substituida por
el conocimiento filosófico. Semejante falta de seriedad respecto de
lo que es precisamente la verdad de salvación no sólo de uno mis­
mo que es ya creyente, sino sobre todo de la posibilidad de salva­
ción de los demás hombres no creyentes, así como semejante
desprecio de lo que es la capacidad racional y, por supuesto, todo el
honor de los hombres no creyentes, tiene una sola explicación. Re­
cordemos que ningún hombre no entiende porque tenga mala volun­
tad para entender. En la cuestión de la verdad no existe un solo
hombre masoquista. Los problemas generalmente no son, siquiera,
comprendidos porque no están en claro los métodos con los que de­
ben ser tratados.

Ruptura de la relación entre la fe y la razón

En nuestro caso, en el de la fe y la razón, no se entiende


adecuadamente su relación porque ya hace mucho tiempo, dema­
siado quizás y sin quizás, que esa misma relación fue celosamente
rota y rota por quien debiera haber sido el último de los hombres
en intentarlo. Todos los equilibrios humanos son muy difíciles de
mantener, pero, si no se mantiene el equilibrio que el teólogo debe
mantener entre la verdad de salvación y la verdad que ve el hom­
bre por su propia capacidad de entendederas, no queda obviamente
un solo equilibrio cristiano, tampoco humano, que se pueda mante­
ner. Inmediatamente el desequilibrio afecta a la teología e incluso
—aunque no lo parezca— a la misma filosofía. La situación de la
filosofía de rompimiento de su maridaje con la fe no es idéntica, a
todas luces, a la situación que tuvo cuando aun no conocía la ver­
dad celestial. La crisis actual de la teología católica tiene exacta­
mente el mismo origen: ¿dónde y cómo conseguir una nueva
filosofía que clarifique la fe? En efecto, quítesele al hombre su
propia y específica capacidad de ver la verdad, y cuando hablo de
la verdad estoy hablando de la verdad absoluta, no de una verdad
a la que supuestamente se la denomina verdad relativa, afirmación
en sí misma incomprensible, y se verá inmediatamente que se in­
gresa en un terreno no humano donde lo único que queda es jugar
a los dados, como lo hace un niño o un tramposo jugador, con su
propia esperanza y su infatigable corazón. Y cuando semejante
barbaridad, porque es barbarie pura, se hace en nombre de la fe
cristiana, del Dios de la salvación, de la autoridad de la Madre
Iglesia y del amor de ese Dios o del amor de los hombres, pronto
se verá con toda claridad que no queda nada en pie; ni la dignidad
de ese Dios salvador ni la dignidad del propio hombre presunta­
mente redento.

Arbitrariedad en Ockam y en Lutero

Desaprensivamente Ockam y Lutero, en nombre de la verdad


de la fe y del amor cristianos negaron al hombre su capacidad
natural de concebir la verdad. Si la teología arroja fuera de sí a la
filosofía porque supuestamente no necesita ya de sus servicios,
obviamente que la filosofía seguirá funcionando liberada del seño­
río de su propia señora. En tal caso ya no se verá de qué es señora
la teología pero, sí se verá a la filosofía, herida en su máxima dig­
nidad, despechada y buscando su propia autonomía, filosofar fuera
de toda autoridad. Desde entonces y hasta hoy mentarle la autori­
dad a la filosofía es traerle a la memoria desgraciadas y desprecia­
tivas actitudes de la teología hacia ella. Nada se gana con seguir
acusando aún hoy y en nombre de una presunta filosofía cristiana
autónoma de la fe a los filósofos de su encono frente a la fe cris­
tiana. Por supuesto que se equivoca la filosofía cuando pretende
con supuestas razones impedir que un creyente pueda filosofar,
pero, su misma equivocación nos está claramente indicando por lo
menos dos cosas: primeramente que se equivocó de medio a medio
la: misma teología con respecto a la filosofía y, en segundo lugar,
que hoy nuestro modo de filosofar cristiano es seguramente visto
por los filósofos como una nueva y solapada teología que pretende
ahora dominar nuevamente a la filosofía. Es comprensible esta ac­
titud de los filósofos porque la equivocación en la relación entre la
fe y la razón no provino de la filosofía sino más bien de la arbi­
trariedad de la teología, y, luego de acontecida la equivocación de
la teología, de los mismos filósofos, creyentes cristianos, ya sean
escolásticos o cartesianos, que decidieron en semejante situación
filosofar fuera de la fe. En cuanto que decidieron seguir filosofan­
do pese a la prohibición lanzada por los teólogos en nombre del
mismo Dios del Cristianismo merecen nuestro mayor respeto y
gratitud, pero en cuanto que decidieron hacerlo fuera de la autori­
dad de la fe nuestra opinión es que se metieron en un callejón sin
salida. El más tajante fue obviamente Descartes quien rompió con
la autoridad de la teología y con la autoridad de Aristóteles; los
escolásticos siguieron siendo aristotélicos pero pretendidamente fi­
lósofos independientes de la teología, aunque de hecho su tarea
concreta fuese una propedéutica a dicha teología. Este modo esco­
lástico de filosofar moderno, aunque separado de hecho didáctica
y, luego, metódicamente de la teología católica, tiene una perma­
nente preocupación de buscar concordancias con las verdades de
ella, actitud que lo lleva al así autodenominado filósofo hasta las
más inverosímiles acrobacias intelectuales, cuya variable puede ve­
rificarse precisamente en las respuestas que se suelen dar a su nun­
ca del todo rota relación con la fe y a su siempre pregonada
pretensión de autonomía frente a esa misma fe, actitud que desde el
punto de vista metódico adoptado no resulta muy airoso que diga^
mos ya que, cuando estos mismos filósofos se topan con algún filó­
sofo no creyente, quien por lo tanto ni siquiera siente la necesidad
de decir que filosofa independientemente de la fe, y que casi segu­
ramente saca conclusiones distintas que las de sus filosofías, a este
filósofo le recriminan precisamente su falta de seriedad y preocu­
pación en la búsqueda de esas mismas relaciones que ellos intentan
encontrar desde el comienzo mismo de su especular filosófico. No
entendiendo, en absoluto, el filósofo en cuestión de qué cosas le ha­
blan cuando le exigen más o menos amistosamente — ¡Dios nos li­
bre de los amigos que de los enemigos me cuido solo!—, que
relacione de algún modo, por sí o por no, sus afirmaciones filosó­
ficas con las verdades de la fe cristiana, llega ineludiblemente a la
conclusión de que quienes le piden semejantes esfuerzos son teó­
logos; pero cuando, irónica o ingenuamente, así se los dice, ellos
protestan a su vez rechazando tal denominación y expresando enfá­
ticamente su condición de filósofos tan libres de la teología como el
filósofo de marras.

Situación de la teología y de la filosofía

A mí personalmente me parece bastante ridicula la situación


de la teología y de la filosofía. Me parece que la ridiculez es debi­
da precisamente al método adoptado por los creyentes cristianos
modernos de filosofar fuera de la fe. Un creyente cristiano no pue­
de intentar filosofar fuera de la fe y al mismo tiempo pretender
mantener con su filosofía estas mismas verdades de la fe. La muy
conocida afirmación de Chesterton cuando con absoluta justeza
afirma que en la Edad Moderna es más el daño que ocasionan las
virtudes cristianas locas que los mismos vicios está dicha en este
preciso sentido. Es tan evidente lo que estamos diciendo que ni
siquiera resulta necesario afirmar que tal hibridez la descubre in­
mediatamente cualquiera que filosofe sin preocuparse de la fe cris­
tiana. El problema grave está en que quienes adoptaron semejante
método aun hoy siguen sosteniendo que es el método adecuado.
Yo no lo veo así de ninguna manera, pero esta opinión mía resulta
obviamente discutible. Lo que sí me parece absolutamente eviden­
te es que éste no fue el método medieval, y cuando digo medieval
no me refiero a un argumento meramente histórico sino metódico
y, por consiguiente, también sistemático. El hecho concreto es que
hoy los filósofos ven en este modo ambiguo de filosofar a pseudo-
teólogos y éstos, a su vez, ven en los filósofos a pseudofilósofos.
En ambos casos estas denominaciones suelen ser insultos elegan­
tes, pero éstos se suceden, casi digo necesariamente, cuando no
habiendo claridad en el modo de planteamiento del problema y de
los problemas no se comprenden las soluciones y sí, entonces y
desgraciadamente, se sospecha de las intenciones. Y con la palabra
sospecha ya estamos en un tema que apasiona a algunos filósofos
contemporáneos, entre ellos varios cristianos, deseosos de poner en
evidencia las intenciones de los demás, que no las suyas propias.
Pero, creemos, son éstas consecuencias del mal planteamiento del
problema del método que hemos brevemente señalado y con cuya
pérdida hemos también extraviado seguramente la posibilidad de la
verdad divino-humana.
Nos quedaría aun decir aunque sea una muy breve palabra de
un nivel que no es expresable de ninguna manera teóricamente pero
que tiene estrecha relación, incluso decisiva para su misma com­
prensión, con él. Nos referimos al hecho que una cosa es hablar de
la fe cristiana en su posible relación con la verdad de la filosofía,
ámbito éste teórico y por lo tanto regido por la lógica donde no hay
evidentemente saltos ni sobresaltos, y otra, muy distinta, el tener la
experiencia de ser cristiano. Sin una experiencia madura de la ver­
dad de salvación, de la propia salvación, y estoy hablando de Jesu­
cristo, no se logra evitar a menudo ciertas incongruencias lógicas en
la comprensión de la verdad, del bien, de la justicia y, sobre todo,
del mal que continuamente amenaza y aqueja con la desesperación
al hombre, a todo y a cualquier hombre, sea o no sea creyente. En
este ámbito no rige obviamente la lógica, sino, más bien se da el
hecho de nuestra propia vida entre saltos y sobresaltos. Pero, no es
éste el momento ni la oportunidad de hablar sobre ella. Sóio
observaremos que la hemos tenido muy en cuenta en todo el plan­
teo del problema que hemos apenas insinuado.

Conclusiones

En lo que resta sólo haremos algunas afirmaciones a modo


de conclusión.
1. Lo que podamos afirmar sobre el sentido del hombre
como persona, de la política y de la historia depende, para nosotros,
de la utilización del método que encontraron los medievales, quie­
nes creyendo en la verdad revelada instrumentalizaron la verdad de
la filosofía con el fin de clarificar su propio camino de salvación.
2. De ahí que la filosofía, la política y la historia siendo los
instrumentos de la fe constituyesen para ellos su misma posibilidad
de filosofar, de hacer política y lograr un ámbito de sentido histó­
rico luego mal denominado por otra edad histórica, la Moderna,
como Edad Media.
3. Que sus afirmaciones filosóficas estuviesen dentro de la
teología, i.e., dentro de la fe, no significó para ellos en ningún mo­
mento que fuesen o tuviesen el carácter sagrado de la autoridad de
Dios, sino sólo el carácter discutible que tiene en sí misma cual­
quier afirmación hecha por un hombre. La prueba de ello se encuen­
tra en las variadas posiciones filosóficas que adoptaron dentro de
una misma fe.
4. Donde aparece mayor dificultad inmediata, en la cuestión
que venimos planteando, es en el ámbito de lo político. En efecto,
las opciones políticas, y la política en general, son para un creyen­
te también instrumentos de su propia salvación. Pero, aquí aparece
un bemol aparentemente muy grande: ninguna opción política ni
ninguna estructura política humana puede ser identificada con la
revelación de Jesucristo. Ahora bien, el Imperio medieval fue
caracterizado como sagrado. ¿Cómo una estructura humana histó­
rica elaborada por ios creyentes cristianos pudo ser sacralizada?
Aunque comprensible históricamente ya que a los cristianos, luego
de su lucha centenaria y sangrienta con el Imperio Romano, y lue­
go, ya cristiano este mismo Imperio, con los bárbaros nórdicos,
con los árabes orientales, y con todos los herejes en general, hecho
que ya pone en evidencia que esas duras luchas fueron milenarias,
les pareció entonces lo más natural del mundo el que todo debía
ser obviamente cristiano, nos parece esto, decimos, un grave error
de orden mantenido aun hoy por creyentes cristianos que sostienen
inconscientemente que la ruptura de dicho Imperio es una profana­
ción. Justamente el Imperio no es la Iglesia católica, como quedó
muy en claro en la Edad Media durante la lucha por las Investidu­
ras. Este, para nosotros, malentendido aun pervive en románticas
nostalgias, por ej., en la nostalgia de Moscú como tercera Roma.
Menos mal que el marxismo de este siglo ha liberado a Jesucristo
de semejante equívoco, aunque el marxismo de hoy vuelve nueva­
mente por el equívoco llamándose a sí mismo cristiano, ¡oh viejos
bizantinos de hoy y de siempre!
5. El riesgo más grande que se corre en todas estas cuestio­
nes no es el hecho, por otro lado equivocado, de que siempre apa­
rezca alguna autoridad religiosa que arbitrariamente pretenda en
nombre de Dios impedir al hombre el uso de su propia capacidad
racional, intentando de este modo absorber la razón con la fe, sino
el hecho de la pretensión del hombre de apoderarse él mismo de la
autoridad de la revelación. Sacralizar cuestiones discutibles, cua­
lesquiera sean ellas, es la tentación permanente, sobre todo e iróni­
camente, de quienes suelen afirmar que su modo de filosofar no
tiene nada que ver con lo sagrado cristiano. No fue otro el núcleo
de la lucha entablada, ya en el siglo pasado, por el gracioso Seve­
ro Jardín de la Iglesia (K ierkegaard), con Hegel y con todo el
“Occidente Cristiano” devenido obviamente, no pagano, sino após­
tata del Cristianismo. Quienes ya no tienen o nunca tuvieron esa fe
cristiana no corren obviamente ese riesgo, aunque esto, luego de la
partición de los tiempos, no puede afirmarse de un modo absoluto.
Redimido y todo el hombre sigue siendo siempre creatura de Dios,
siendo su responsabilidad el obrar como tal. Y así como nunca sil
obrar será otro que su mero y simple obrar humano en absoluto
identificable con el obrar divino, del mismo modo y menos que
menos, jamás la decisión divina puede ser garantía de una decisión
arbitraria de nuestra propia voluntad. La indeclinable responsabili­
dad de vigilancia de una inteligencia que funciona libremente den­
tro de esa misma fe ve con claridad los límites de las cosas, de
todas las cosas y, por consiguiente, ve también con claridad su
adecuada relación. Toda la cuestión humana consistirá en mantener
por la decisión justa de su voluntad la existencia de las diferencias,
pero, también, su aparentemente inverosímil unidad.

Córdoba, 13. agosto. 1989.


RENACIMIENTO Y LA HISTORIA DE UN NACIMIENTO.
REAL ALTERNATIVA

Las dos edades: Media y Moderna

¿Qué es lo sucedido entre las dos edades, la dada en llamar


Edad Media y la Edad Moderna europeas? ¿Y, nosotros, los ameri­
canos, no hemos nacido, acaso, entre el tañer de estas dos grandes
campanadas históricas? ¿Qué hay, de verdad, entre todo lo que se
dijo, o se dejó de decir; entre lo que no se quiso o, no se pudo
dejar de decir?
I Las opiniones y las posiciones, cuando de estos temas se tra­
ta, aparecen inmediatamente y siempre rencorosas, enardecidas y,
aparentemente, inconciliables. Nuestra sugerencia, aún antes de que
1 abramos desmesuradamente nuestros ojos ante la vorágine de lo
nuevo que, aunque todavía no aparezca a simple vista en nuestro
horizonte aldeano, está ya, sin embargo, en cuanto planificado,
acontecido, es que escuchemos muy atentamente lo que han dicho,
por sí mismas, ambas edades.
Oiremos, seguramente, idénticas palabras tañendo el mismo
sonido pero, significando, obviamente, caminos distintos. ¿Es que
podremos, acaso, decir y ni, siquiera, pensar qué significa una pala­
bra, para nosotros americanos, cuando, dicha la palabra, alguien nos
mira como si fuésemos seres aparecidos desde otro planeta? ¿Podrá,
tal vez, una palabra, una sola palabra, cualquiera, significar algo di­
verso si no es por relación a lo mismo y, lo que es mucho más difí­
cil, podrá esto mismo aparecer si no es, precisamente, y a través de
lo diverso?
He aquí, queridos amigos, toda la cuestión que traemos entre
manos. No pretenderemos ensayar una respuesta, pues, ¿cómo po­
dríamos, siquiera, tener la pretensión de decirlo? Solamente indica­
remos al finalizar el instrumento que hemos encontrado arrumbado
entre los escombros para intentar luego sentir dentro de qué melo­
día pueda ensayar cada uno su propio sonido (Cf. H. A. M urena).

Séame permitido, expresarme de manera personal. No hay


hoy alumno que, puesto frente a la filosofía, mejor dicho, frente a
la pregunta sobre lo tratado por ella, no conteste diciendo sin dudar
que la filosofía trata de averiguar qué sea el hombre. Pero, no
malentendamos la respuesta. Cuando alguien, hoy, nos dice que
quiere saber qué sea el hombre, no es, precisamente, lo que sea el
hombre aquello que desea saber, sino, más bien, esto otro: ¿Quién
soy yo? De allí que las respuestas, o, dicho con mayor precisión, la
respuesta que aparezca de algún modo prescindiendo de mí, aquí y
ahora, no tenga, porque no puede tenerlo, sentido. De lo cual se de­
duce que la respuesta a lo que se anda buscando no sea, tampoco,
quién sea uno, sino, más bien, ¿qué hago?; dicho más exactamente
aun: ¿Qué haré yo? Si quisiéramos darle a la pregunta un tinte de
solidaridad humana —¿se podría, en tal caso, decir humano?— pre­
guntaremos del siguiente modo: ¿Qué haremos nosotros? Resulta
evidente que con este modo de preguntar estamos lanzados inexora­
blemente hacia el futuro, siendo, por lo tanto, el sentido de la pre­
gunta el siguiente: Lo que yo haré necesariamente, lo harás tú,
también, necesariamente, o sea, lo haremos nosotros. En un primer
momento, si alguien se atreve a preguntar ¿por qué haré yo, y, por
qué haremos nosotros?, la respuesta expresará, seguramente, porque
así lo dice el destino, otro claro nombre del futuro; pero, dicha pa­
labra apenas disimulará, en un segundo momento, lo que, en reali­
dad, se oculta detrás de ella: lo que haré yo, lo que yo he decidido
hacer, lo que yo continuamente decido hacer, eso, eso mismo, y, no
otra cosa, es decir, otra decisión distinta de la mía, es lo que harás
tú, o sea, y por consiguiente, desde ahora y desde aquí no tú, ni yo,
sino nosotros. Yo soy nosotros y nosotros soy yo. ¡Yo haré eso!
¡Terrible situación la nuestra si no somos nosotros quienes de­
cidimos! ¡Trágica situación la mía si no soy yo quien decido! Pero,
el destino dice, cual un nuevo oráculo, que debemos decidir.
Es por eso que cuando el alumno contesta a nuestra pregunta
sobre aquello de que trata la filosofía, en realidad de verdad, nos
contesta. En efecto, ya ni siquiera hay lugar para preguntar, ni, tam­
poco, hay ya quien pregunte. No tiene hoy ningún sentido pregun­
tar, bien sea para quien pregunta como, tampoco, y sobre todo, para
quien pretenda responder a la pregunta, pues no queda hoy un solo
resquicio, un solo intersticio, por el cual quepa, siquiera, la insinua­
ción de una pregunta. Estamos, por lo tanto, todos embarcados en
el destino de un mismo futuro. El único intento de diferenciación, a
todas luces una pura apariencia, es que yo creo —¡aún!— que soy
yo quien decide. No hay hoy y aquí un solo esfuerzo humano que
no esté dirigido a hacerme creer que soy yo quien decido mi propio
y personal destino.
¡Qué jóvenes se manifiestan mis alumnos y qué antiguo, vie­
jo y enmohecido me parece mi propio modo de plantear frente a
ellos todos los problemas! Que un hombre joven crea que es él
quien decide su propio destino me parece naturalmente normal. Lo
que no m e parece del todo naturalmente equilibrado es que un hom­
bre ya maduro siga creyendo, aún hoy, 1984, y aquí, Argentina, que
él, cual un fresco jovenzuelo, sea quien dirige sus propios pasos. Se
nos sigue diciendo que la madurez de un hombre, sea éste joven o
viejo, consiste hoy en la decisión irremisible e irrevocable de deci­
dir por sí su propio destino. No queremos expresamente utilizar, a
modo de ejemplo, ciertos términos repetidos hoy ininterrumpida­
mente hasta el agobio para no poner la ocasión de que ciertos senti­
mientos obscurezcan lo que intentaremos señalar.
Luego de esta aparente disgresión personal vayamos a nuestro
asunto que nos proporcionará los elementos con los cuales podre­
mos entender el sentido de lo que se interroga y el sentido de lo que
se responde. Para ello, oigamos primeramente algunas palabras de
un solo filósofo moderno, las de Kant y, luego, las palabras de un
solo teólogo medieval, las de Santo Tomás de Aquino.

Las preguntas de Kant

Cuando termina uno de leer la Crítica de la razón pura, en


su segunda parte Kant nos dice, luego de haberse preguntado por
“la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia
de Dios”, que “En su uso especulativo, la razón nos ha conducido
a través del terreno de las experiencias, y como allí no había para
ella la debida satisfacción, nos ha guiado a las ideas especulativas,
las cuales (i.e., la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma
y la existencia de Dios), a su vez, nos han traído otra vez a la
experiencia. Pero aún nos queda por realizar un ensayo... Todo el
interés de nuestra razón, así especulativo como práctico, está resu­
mido en estas tres preguntas:
Ia ¿Qué puedo saber?
2a ¿Qué debo hacer?
3a ¿Qué puedo esperar?
La primera es simplemente especulativa... La segunda pre­
gunta es simplemente práctica... La tercera pregunta es a un tiem­
po práctica teórica, de manera que el orden práctico nos lleva
como un hilo conductor a la solución de la pregunta teórica, y al
elevarse a ésta, a la cuestión especulativa”.
Kant continúa hablándonos de “un corpujp (¡s/c!) mysticum
de seres racionales entre sí” diciéndonos, más adelante, que “Leib-
niz... llamaba a aquél el reino de la gracia, para distinguirlo del
reino de la naturaleza.”, agregando, luego, esta asombrosa afirma­
ción de que “no debe haber más que una única voluntad suprema
que abarca todas las leyes. ¿Cómo encontrar, en efecto, una perfec­
ta unidad de fines en voluntades diferentes? Esta voluntad debe ser
todopoderosa, con objeto de que le sean sometidas teda la natura­
leza y su relación con la moralidad en el mundo”. Palabras claves
que nuestro alumno en cuestión resuelve hoy de un modo ingenua­
mente fresco, como un dios naciente, no desde la voluntad del
Dios de Kant, sino, desde su única voluntad suprema todopodero­
sa (M urena). A continuación nos dará ya su propia opinión sobre
la misma noción de Teología y el sentido común.
En su “Introducción a la lógica” de las Lecciones de lógica
editadas en 1800 y traducidas al castellano por Julián M arías con
el titulo: Sobre el saber filosófico vuelve Kant sobre la misma
cuestión. Oigamos, una vez más, sus textuales palabras: “Pues filo­
sofía en el último sentido es ciertamente la ciencia de la relación
de todo conocimiento y uso de la razón con el fin último de la
razón humana, al cual, como el más alto, están subordinados todos
los demás fines y tienen que reunirse con él en su unidad.
El campo de la filosofía en esta significación mundana se
puede reducir a las siguientes cuestiones:
1. ¿Qué puedo saber?
2. ¿Qué debo hacer?
3. ¿Qué puedo esperar?
4. ¿Qué es el hombre?
A la primera cuestión responde la metafísica, a la segunda la
moral, a la tercera la religión y a la cuarta la antropología. Pero
en el fondo se podría poner todo esto en la cuenta de la antropolo­
gía, porque las tres primeras cuestiones se refieran a la última”.
Con esta última cita ya tenemos suficiente.

Las preguntas de Santo Tomás

Hemos querido leer en voz alta estos recientes textos escritos


por Kant en 1781 y en 1800, i.e., en el siglo XVIII, casi siglo
XIX, para poder, así, confrontarlos auditivamente con otras pala­
bras escritas en la segunda parte del siglo XIII por un teólogo,
Santo Tomás de Aquino. En efecto, en la Exposición de los dos
mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley, este
fraile dice: “Tres cosas son necesarias al hombre en orden a su
salvación: conocimiento de lo que ha de creer, conocimiento de lo
que ha de desear y conocimiento de lo que ha de poner en prác­
tica. El primero se adquiere en el símbolo* donde se enseña la
doctrina de los artículos de la fe; el segundo^ en la oración domi­
nical; el tercero, en la ley”.
En el Compendio de teología, probablemente una de sus úl­
timas obras, en su “Presentación” dice nuevamente así: “ 1. El Ver­
bo del Padre Eterno, que en su inmensidad abarca todas las cosas,
quiso reducirse a nuestra humilde pequenez sin despojarse de su
majestad, para levantar al hombre caído por el pecado y remontarle
a la excelsitud de su divina glória. Y con el fin de que nadie pu­
diera excusarse de no conocer la doctrina de la palabra divina, en­
cerró en un compendio sucinto, para utilidad y provecho de
aquellos que tienen poco tiempo, todas las nociones que con más
extensión y lucidez está consignadas, para los hombres de ciencia,
en los diferentes libros de la Sagrada Escritura.
Como se sabe, la salvación del hombre consiste y se funda
en el conocimiento de la verdad, para que el entendimiento huma­
no no se oscurezca con los diversos errores; también consiste en la
búsqueda del fin debido, para que no se extravíe de la verdadera
felicidad buscando fines indebidos; e igualmente se funda en el
cumplimiento de la justicia, para que no se mancille con los vi­
cios. Por consiguiente, Dios ha compendiado en poco y sucintos
artículos de fe la enseñanza de la verdad necesaria para la sal­
vación del hombre... Dios ha rectificado también la intención del
hombre por medio de una oración corta, mediante la cual, no sólo
nos enseñó a orar, sino que, al mismo tiempo, nos mostró el fin al
que debemos dirigir nuestra intención y en el que debemos fundar
nuestra esperanza. Y El ha resumido en un solo precepto de cari­
dad toda la justicia humana, que consiste en el cumplimiento de la
ley; porque “el amor es el cumplimiento de la ley” (Rom. 13, 10).
Por esta razón, al dirigirse el Apóstol a los corintios les enseña que
toda la perfección de la vida presente se podría compendiar en tres
capítulos, que son la fe, la esperanza y la caridad. Y así, les dice:
“Ahora permanecen estas tres virtudes, la fe, la esperanza y la ca­
ridad” (1 Cor. 13, 13); las tres cosas en que, como señala San
Agustín, está basado el culto a Dios.
2. Con el fin de ofrecerte, mi querido hijo Reginaldo, un
compendio de la doctrina cristiana que puedas tener siempre a la
vista, me propongo tratar en la presente obra de tres cosas: prime­
ro, de la fe; segundo, de la esperanza; tercero, de la caridad. Esie
es el orden que nos enseñaron los Apóstoles, el más conforme
también con la recta razón. Pues, en efecto, no puede haber amor
puro y recto si no se determina el fin legítimo de la esperanza, ni
puede haber esperanza si falta el conocimiento de la verdad; segun­
do, la esperanza, que dirige nuestros deseos a su legítimo fin; y
tercero, la caridad que ordena totalmente los afectos”.
Con esta cita ya tenemos más que suficiente.
A las preguntas sucesivas formuladas por Kant y resumidas
en la pregunta por el hombre, vuelta hoy ya un lugar común, San­
to Tomás había ya contestado, siguiendo en esto un lugar vuelto
común desde San Pablo (1 Cor. 13, 13), comentando el Credo, el
Padre nuestro y los mandamientos. ¿Qué ha pasado, entonces, en­
tre el siglo XIII y el siglo XVIII, que los mismos problemas ex­
presados exactamente en las mismas palabras sean abordados por
disciplinas que aparentemente no guardan ninguna relación entre
sí, puesto que una ha sido elaborada por un teólogo y otra, por un
filósofo? En efecto, aquella ciencia se denominó Ciencia Sagrada,
Doctrina Cristiana, o, sencillamente Teología, como p. ej., en este
caso recién citado “un compendio de la doctrina cristiana”, mien­
tras que esta otra ciencia abarcadora de la metafísica, de la moral y
de la religión se llamará antropología según el resumen de cuentas
hecho por el mismo Kant. Ambas ciencias, según las propias pala­
bras de sus autores, pretenderán poner de manifiesto el camino de
salvación del hombre. Nos parece obvio que Santo Tomás no llama­
ra antropología a la teología por él elaborada. Actitud que, por otra
parte, no ha variado mayormente en la Iglesia Católica, lo que se
puede apreciar en este detalle: El compendio de teología de Santo
Tomás de Aquino, del año 1273, comienza así: Aeterni Patris Ver-
bum, El Verbo del eterno Padre; la encíclica del papa León XIII so­
bre la filosofía cristiana, de 1879, también comienza: Aeterni Patris
Unigenitus Filius, El Hijo Unigénito del Padre eterno, siendo, final­
mente, el comienzo de la primera carta encíclica deí reciente papa
Juan Pablo II, de 1979, así: Redemptor hominis, Jesús Christus, Je­
sucristo, Redentor del hombre. No hay aquí ninguna variación en el
método de planteo y de respuesta a los problemas. También nos pa­
rece evidente que lo que Kant denomina antropología no es lo que
en la Edad Media se denominó teología, o, para decirlo de otro
modo, esta se ha convertido en aquella, y el camino de salvación
del hombre de divino que era en la Edad Media se ha vuelto defini­
tivamente humano en la Edad Moderna.
En efecto, la teología medieval fue, desde vieja data, un co­
mentario a la fe, a la esperanza y al amor. La filosofía moderna
fue, desde el comienzo, decididamente independiente de la teolo­
gía, e.d., autónoma, palabra casi identificatoria de Kant. Para él,
lo que un hombre pueda saber, lo que deba esperar y lo que tenga
que hacer será ya una cuestión, no de la teología, sino, de la fi­
losofía; más concretamente aún, será una cuestión de la antropo­
logía. Digámoslo en palabras lisas y llanas: lo que para los
medievales era decididamente una cuestión de Dios, incluido, por
supuesto, el hombre, para los modernos esto mismo será deci­
didamente una cuestión del hombre, incluido, por supuesto, el
mismo Dios. Antes Dios había dicho al hombre por medio del
Verbo, Hijo Unigénito del Padre Eterno, Redentor del hombre,
Jesucristo, lo que éste necesitaba saber para bien conducirse en el
camino de salvación; lo que él, el hombre, podría esperar de El,
Dios; y, también, lo que debía realizar el hombre para poder lle­
gar sin mayores tropiezos al fin de toda su vida, i.e. a su feli­
cidad: Dios. Ahora será el hombre que está solo y espera
( S c a l a b r i n i O rtiz) quien decidirá con sus solas fuerzas, sean ra­
cionales, volitivas o sentimentales, el camino humano de realiza­
ción, porque, ¿cómo puede haber un camino humano para el
mismo hombre que no sea, precisamente, un camino del hombre?
Cualquier otro pretendido camino, provenga de donde proviniere,
podrá ser tenido en cuenta sólo si entra dentro de los calculados
planes decididos por y desde el mismo hombre.

América: nuestro nacimiento y el Renacimiento

Volviendo ahora a las preguntas que inicialmente nos formu­


lamos señalaremos un acontecimiento aparentemente intrascenden­
te pero que, para nosotros mismos, se ha constituido en elemental;
así es como, entre El otoño de la Edad Media (H uizinga) y la
configuración plena de la Edad Moderna, dos edades típicamente
occidentales y cristianas, se destaca un período de adolescencia ju ­
guetona, no ya más infantil, y ansiosa de hacerse hombre cabal,
llamado comunmente Renacimiento. Podríamos expresar esta épo­
ca de muchas maneras diferentes, como p. ej., decir que es el ama­
necer de una milenaria noche obscura, o, una libertad naciente
independizándose de una autoridad despótica, etc., y, luego plan­
tearlo consecuentemente como corresponde. Pero, no. Sólo dire­
mos una sola cosa que nos interesa y que es, según nuestro
criterio, la clave de bóveda para resolución de cualquier otro pro­
blema. Hemos dicho que lo sucedido durante ese período ha sido
para nosotros, americanos, elemental. Efectivamente, lo ha sido.
Hemos nacido en medio de dos campanadas históricas, aunque no
sea del todo exacto imaginamos con un pie en la Edad Media y el
otro en la Edad Moderna. Esa imaginería sería, sin duda, europea.
No puede obviamente ser americana, por la sencilla razón de que
nosotros, los americanos, no tenemos Edad Media detrás de noso­
tros. Pero, ésa es la edad de nuestro nacimiento. Justamente en
estos días, 14 de julio de 1984, se cumplen cuatro siglos del “pri­
mer impreso hecho en Sudamérica” en Lima del Perú (S ierra), ti­
tulado Pragmática sobre los diez días del año. “En el mismo año
se dio fin a la impresión del Catecismo” trilingüe (en quichua, ai-
mará y castellano), lo que ya nos muestra incorporados de lleno
en la cultura de la época. Hemos conocido, apenas nacidos, el
contenido de la ajustada —durante siglos— herencia medieval ex­
presado en los innumerables catecismos de la doctrina cristiana
impresos abundantemente en este nuevo continente. Pero, y aquí
tocamos el problema que queremos plantear, el espíritu y el méto­
do con el que se enfocaron todas las cuestiones ya no pertenecía
sino a una nueva edad. Es, creemos, de su propiedad exclusiva.
Ella, la Edad Moderna, pudo, sin ninguna duda, vivir amparada
y sostenida a la sombra de la verdad revelada. Por un tiempo, tan
siquiera. Hoy, y como lo hemos ya señalado, en la respuesta de un
alumno común, como cualquier alumno-discípulo de Kant, se pone
en evidencia que un contenido verdadero no puede ser abordado
por medio de cualquier método, de tal modo que, si éste no es el
adecuado, mal se podrá pretender conservar lo que no cabe, de
ninguna manera, dentro de él. Hoy, la diferencia nuestra, la de
Latinoamérica, con la Europa occidental y oriental, que ya ha
llevado al límite todas las consecuencias del método moderno que
la creó y construyó como tal, estriba en que nosotros mantene­
mos aún el credo, el Padre nuestro y los mandamientos, pero fue­
ra del método elaborado por los medievales y sistematizado por
Santo Tomás de Aquino. He aquí la razón de la sensación de
hibridez que produce cualquier actitud de un latinoamericano fren­
te a cualquier occidental. Ahora bien, lo que pretendemos discutir
aquí no es si lo que dice Kant es o no, verdadero, y si lo es, o no,
lo que escribió Santo Tomás, y señalar, luego de finalizada la dis­
cusión —como es lo habitual hacer—, que éste tiene razón y Kant
se equivoca, o bien, que éste es el filósofo y Santo Tomás sólo un
neófito en filosofía, etc. Por de pronto, los dos han sido cristia­
nos. Si a alguno se le ocurriese lo contrario que lea lo que con
justeza le señala Nietzsche al cristiano Kant. Pero, el método usa­
do por Santo Tomás es el método encontrado por los escolásticos:
fides quaerens intellectum, que dio como fruto maduro la teolo­
gía, ciencia sagrada que instrumentalizando la ciencia elaborada
por el hombre, la filosofía, intenta mostrar cuál sea el camino de
salvación inventado por Dios para la salvación del hombre. Mien­
tras que el método de Kant es, filosofando fuera de la fe revelada
de la vieja teología y asumiendo todo, incluida ésta, en la filoso­
fía llamada antropología, mostrar cuál sea el camino de salvación
inventado por Kant.

Única Conclusión

Nuestra afirmación es la siguiente —y la única—: De tal


modo es grave para el hombre la cuestión del método adecuado
para el tratamiento de las cuestiones de la salvación cristiana que,
suponiendo, hipotéticamente, que lo que diga Kant sea verdadero,
cuanto más verdadero lo sea, por decirlo de algún modo, peor será
seguramente la situación del hombre. En efecto, si una filosofía es
o no verdadera, hasta donde lo sea y hasta donde no lo sea, lo ve
cualquier hombre que filosofe; pero, si lo que dice cualquier filo­
sofía coincide o no con la fe de la revelación cristiana, eso sólo lo
puede saber un teólogo, e.d., un hombre que usando la razón para
entender lo que ya cree, se da cuenta con su misma razón lo que
de ésta coincide —o no coincide— con aquello mismo que cree,
lo que no puede intentar, de ninguna manera, un filósofo que filo­
sofe sistemáticamente fuera de esta misma fe, o sea, que diga,
como se dice continuamente, que siendo filósofo no puede, de nin­
guna manera, ser teólogo. Por consiguiente, cualquiera que plantee
el problema como lo estamos nosotros planteando deberá conside­
rarse un filósofo-teólogo, pues eso es precisamente un filósofo
cristiano: un hombre que usa de la filosofía como instrumento
para comprender mejor el propio camino de salvación instaurado
por Dios para el hombre. Si no se procede de este modo y se quie­
re, a la vez, conservar las verdades verdaderas de la salvación del
hombre, téngase por seguro que lo único que se logra, y a lo
sumo, es que la razón del hombre absorba en sí misma las verda­
des de la fe, o sea y en criollo, que no sean ya más verdades de la
salvación del hombre, como Dios así lo ha querido, sino, simple­
mente el camino de sólo fulano de tal, camino que puede ser de
validez universal y, también, verdadero, y, por consiguiente, uno
de los caminos más dignos del hombre, comprendidos, incluso,
sus mismos extravíos, pero que, indudáblemente, no es el mismo
camino que Dios tiene dispuesto para la propia dignidad y para la
exclusiva indignidad del hombre. Esta es la cuestión, y, para noso­
tros, toda la cuestión.
La persistencia inveterada en el mal planteo de estas cues­
tiones, sobre todo por los se dicentes filósofos cristianos, sólo sig­
nifica que:
1. hemos perdido desde ya hace un tiempo la substancia viva
de la fe, y, por lo tanto y también, la vieja noción de teología, y
2. hemos perdido también la posibilidad de plantear la cues­
tión de las diferencia vistas por la inteligencia dentro, por supuesto,
de la fe cristiana, diferencias que consecuentemente debería intentar
respetar cualquier actividad humana, si quiere permanecer el hom­
bre viviendo dentro de un equilibrio digno del hombre y de Dios,
equilibrio que no puede ser mantenido, de ningún modo, por la sola
libertad de la voluntad del hombre, la que, obviamente y por sí mis­
ma, nunca percibió —porque no es su función propia— ninguna di­
ferencia, estando por ello más allá del bien y del mal.
La insistencia en no querer sacar estas consecuencias, o sea,
en no querer ni siquiera plantear este problema nos trae el recuerdo
de las mismas palabras de Kant: “Ha comprendido y retenido bien,
pero, a pesar de eso, él no es más que la máscara (Gipsabdruk) de
un hombre... y quedan toda su vida en alumnos”.
Así creemos que están las cosas para nosotros y así espera­
mos que se las haya podido ver en este pantallazo de fotografías
yuxtapuestas.
¿Qué podemos hacer nosotros mismos? Es una clara pregun­
ta que nos remite o bien a Kant, o bien a Santo Tomás de Aquino.
Idénticas palabras que expresan los mismos problemas del hombre,
pero, enfocados desde métodos distintos. Toda la cuestión de la
verdad dependerá, seguramente, del método, "Las verdades más
valiosas son los métodos" (Neetzsche).

Córdoba, 12.julio. 1984.


CONCLUSIÓN

“Todo hombre es rey —explicó el filósofo invertido—; lue­


go todo sombrero es corona. Pero ésta es una corona bajada del
cielo.”

“Revolución es éso: dar la vuelta entera. Toda revolución,


como todo arrepentimiento, es una vuelta... Dios ha dado a cada tri­
bu su propio tipo de rebelión... Pero mi revolución, como la de us­
tedes, como la de la tierra, va a terminar en el lugar santo y feliz, el
lugar celestial e increíble: el lugar en que estábamos antes.”

“¿Quiere usted decir de veras —exclamé— que ha llegado


aquí dando toda la vuelta al mundo? Su acento es de inglés, pero
llega del oeste.
Mi peregrinación no ha terminado aún —repuso tristemen­
te—. Me he hecho peregrino para curarme de estar desterrado...
Mi abuela —insinué en voz baja— hubiera dicho que todos
estamos desterrados, y que ninguna casa terrena puede curar la san­
ta nostalgia de la casa eterna que nos prohíbe descansar.
El guardó silencio largo rato, y observó a un águila aislada
que se deslizó por los aires más allá del Dedo Verde, hacia el va­
cío cada vez más oscuro.
Entonces dijo: —yo creo que su abuela estaba en la verdad,”

(Chesterton)
Ahora hoy mismo en el año del Señor 1992, y ahicito nomás
en las sierras de Alta Gracia de esta Córdoba de la Nueva Anda­
lucía, la señora Rosa Centeno, venerable abuela de 95 años de
vida, señaló dulcemente con el dedo a mi amigo diciendo con voz
fírme: “Usted, m ’hijo, es mi Pascua”, eco exacto de las palabras
textuales de Benito, no el de Amsterdam filósofo, sino el de Nur-
sia monje.
Un sucedido nunca es un cuento, me enseñó, a su vez, a mí
desde muy pequeño, mi abuela Doña Isidora Varela viuda de Pé­
rez. Yo también creo que mi abuela estaba en la verdad.
LETTRE DE BETTINE SUR LA MUSIQUE ”

«Le trouble et l'inconscient, qui dans tout art et science


sont à la source de magique, ont, en musique, atteint au plus haut
degré; et personne ne veut se décider à Vapprofondir. Éternel­
lement s ’impose, à Varrière-fond, la médiocrité annihilante des
pédants. Tous veulent s ’exprimer raisonnablement en musique; (et
le propre de la musique est justement q u ’elle commence là où
s ’arrête la raison.) En toute bonne fo i et innocence ils ont cette
opinion; ils emploient, sans s ’en douter, les formules magiques
tantôt à moitié, tantôt à rebours; et maintenant, celles-ci qui
avaient tant d ’élan et d ’éclat sont figées dans leur moisissure
glacée et leur mortel ennui.
Mais dans le coeur un secret mouvement se fa it sentir, il
paraît et disparaît, sans trahir son origine.
Soudain, éclate en sa plénitude le génie, qui depuis long­
temps, était déjà diffus dans le chaos désordonné, mais qui a
grandi, degré par degré... (Beethoven). Tel est maintenant l ’état
de la musique. Le génie y est toujours solitaire et méconnu, car il
s ’est fa it lui-même son chemin, non pas en pleine lumière, mais
presque sans s *en rendre compte et sans avoir conscience de soi-
même.
H fa u t beaucoup d ’hommes pour una apparition du génie.
Et en retour, il fa u t que le génie ait une action vive et persistante
sur le commun des hommes: sans quoi, pas de génie. — Sans
public, pas de musique.
Volupté, aux siècles passés, de pénétrer comme au travers
d'un cristal, l'intelligence qui domine l ’oeuvre, qui la conduit,
l'élan de l'esprit... Jamais plus, dans la musique! Ce qui s ’est
éteint avait son temple propre; le temple s'est écroulé! Et main­
tenant c ’est affaire au coeur où doit retentir l ’esprit de la musi­
que, et au tempérament individuel. Mais quel musicien peut se
conserver assez innocent et pur, pour ne sentir (et exprimer) que
ce qui est bon?
Étrange destin de la langue musicale: n'être pas comprise!
De là, toujours la fureur contre ce qu ’on n 'a pas encore entendu,
—non seulement parce que ce n'a pas été compris, mais parce
que ce n ’était même pas connu. L ’homme se raidit en face de la
musique, comme un morceau de bois. Ce qui est connu, il le to­
lère, non parce qu ’il le comprend, mais parce qu ’il y est accou­
tumé: comme l'âne à sa charge quotidienne. Je n'ai encore
rencontré personne, qui ne se soit détourné de la musique, avec
fatigue et accablement, s ’il en a entendu pendant un certain
temps. C 'est là une conséquence nécessaire, que l'on comprend
beaucoup mieux que le contraire: que peut encore un homme qui
a de grands desseins, s ’il ne commence pas par se libérer de la
routine du travail automatique, s ’il ne mène pas sa vie propre, où
aucun autre homme ne peut fourrer ses mains?... Il peut bien
“fa ir e ” de la musique, mais il ne pourra pas délivrer les esprits
de la lettre de la loi. Chaque art se fa it fo rt de repousser la mort,
de guider l ’homme aux deux; mais là où les Philistins montent la
garde autour, il se tient, la tête tondue, et humilié: ce qui doit
être libre volonté et libre vie n ’est plus que mécanisme; et dès
lors, on a beau attendre et croire et espérer: il n ’en sortira rien.
On ne pourrait atteindre (à ces hauts buts) que par des chemins
qui maintenant son ensablés: —par la prière et la concentra­
tion du coeur, par r amour attaché éternellement à s o î i Dieu.
—Mais ici, nous arrivons aux montagnes inaccessibles. Et cepen­
dant, là-haut seulement, on apprend à connaître la volupté de
respirer...».
R. R olland
CONTENIDO

Introducción ............................................................................. 21
I. ¿América y Cristianismo? ........................................ 53
II. Meditación de un joven hombre agradecido....................... 63
DI. La unidad viva del hombre concreto........................... 85
IV. La Metafísica, hoy. Métodos............................................... 103
V. A la memoria de Carlos Astrada. El Marxismo y el
Cristianismo......................................................................... 111
VI. Filosofía y Teo-filosofía: Nimio de Anquín....................... 125
VII. Étienne Gilson: Un extraño filosofante entre elviejo y
el nuevo mundo durante el siglo X X ................................ 191
VID. Proslogion sen fides quaerens intellectum........................... 209
IX. Don Benya el Meditabundo................................................. 241
X. Conmemoración de Romano Guardini................................. 279
XI. Yo, Leopoldo Marechal, el redento..................................... 283
XII. Desteologización de la filosofía y situación dé lafilosofía
de la religión....................................................................... 303
XIII. Breve y previa consideración metódica............................... 317
XIV. Renacimiento y la historia de una nacimiento. Real
alternativa............................................................................ 333
Conclusión......................................................................................... 347
“No se haría nada, si no fuera por los hijos. ’

S an C le m e n te , V a lle d e C a la m u c h ita , Sierras de C ó rd o b a , 1992

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