Gabriel García Márquez Un Señor Muy Viejo
Gabriel García Márquez Un Señor Muy Viejo
Gabriel García Márquez Un Señor Muy Viejo
Márquez
Aracataca, Magdalena, 6 de marzo
de 1927Ciudad de México, 17 de
abril de 2014
Escritor, guionista, editor y periodista colombiano.
Premio Nobel de Literatura 1982.
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los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se
movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que
acercarse mucho para descubrir que era un hombre
viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y
a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse,
porque se lo impedían sus enormes alas. Asustado por
aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda,
su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño
enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos
observaron el cuerpo caído con un callado estupor.
Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas
unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy
pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de
bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda
grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y
medio desplumadas, estaban encalladas para siempre
en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta
atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy
pronto del asombro y acabaron por encontrarlo
familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les
contestó en un dialecto incomprensible, pero con
una voz de navegante. Fue así como pasaron por alto
el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy
buen juicio que era un náufrago solitario de alguna
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nave extranjera abatida por el temporal. Sin
embargo, llamaron para que lo viera a una vecina
que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a
ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
—Es un ángel —les dijo—. Seguro que venía por el
niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado
la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de
Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso.
Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los
ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes
fugitivos de una conspiración celestial, no habían
tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo
vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con
su garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a
rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el
gallinero alambrado. A media noche, cuando terminó
la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando
cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y
con deseos de comer. Entonces se sintieron
magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa
con agua dulce y provisiones para tres días, y
abandonarlo a su suerte en alta mar. Pero cuando
salieron alpatio con las primeras luces, encontraron a
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todo el vecindario frente al gallinero, retozando con
el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de
comer por los huecos de las alambradas, como si no
fuera una criatura sobrenatural sino un animal de
circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado
por la desproporción de la noticia. A esa hora ya
habían acudido curiosos menos frívolos que los del
amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas
sobre el porvenir del cautivo. Los más simples
pensaban que sería nombrado alcalde del mundo.
Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería
ascendido a general de cinco estrellas para que
ganara todas las guerras. Algunos visionarios
esperaban que fuera conservado como semental
para implantar en la Tierra una estirpe de hombres
alados y sabios que se hicieran cargo del Universo.
Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido
leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó en
un instante su catecismo, y todavía pidió que le
abrieran la puerta para examinar de cerca aquel
varón de lástima que más bien parecía una enorme
gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba
echado en un rincón, secándose al sol las alas
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extendidas, entre las cáscaras de frutas y las sobras
de desayunos que le habían tirado los madrugadores.
Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas
silevantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su
dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el
gallinero y le dio los buenos días en latín.
El párroco tuvo la primera sospecha de su impostura
al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni
sabía saludar a sus ministros. Luego observó que
visto de cerca resultaba
demasiado humano: tenía un insoportable olor de
intemperie, el revés de las alas sembrado de algas
parasitarias y las plumas mayores maltratadas por
vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable
estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los
ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un
breve sermón previno a los curiosos contra los
riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio
tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de
carnaval para confundir a los incautos. Argumentó
que, si las alas no eran el elemento esencial para
determinar las diferencias entre un gavilán y un
aeroplano, mucho menos podían serlo para
reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió
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escribir una carta a su obispo, para que éste
escribiera otra a su primado y para que éste
escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el
veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia
del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al
cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de
mercado, y tuvieron que llevar la tropa con
bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a
punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo
torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo
entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar
cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una
feria ambulante con un acróbata volador, que pasó
zumbando varias veces por encima de la
muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus
alas no eran de ángel sino de murciélago sideral.
Vinieron en busca de salud los enfermos más
desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde
niña estaba contando los latidos de su corazón y ya
no le alcanzaban los números, un jamaiquino que no
podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las
estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a
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deshacer dormido las cosas que había hecho
despierto, y muchos otros de menor gravedad. En
medio de aquel desorden de naufragio que hacía
temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de
cansancio, porque en menos de una semana
atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila
de peregrinos que esperaban turno para entrar
llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio
acontecimiento. El tiempo se le iba en buscar
acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor
de infierno de las lámparas de aceite y las velas de
sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al
principio trataron que comiera cristales de alcanfor,
que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia,
era el alimento específico de los ángeles. Pero él los
despreciaba, como despreció sin probarlos los
almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y
nunca se supo si fuepor ángel o por viejo que terminó
comiendo nada más que papillas de berenjena. Su
única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia.
Sobre todo, en los primeros tiempos, cuando lo
picoteaban las gallinas en busca de los parásitos
estelares que profilaban en sus alas, y los baldados le
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arrancaban plumas para tocarse con ellas sus
defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras
tratando que se levantara para verlo de cuerpo
entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue
cuando le abrasaron el costado con un hierro de
marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar
inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó
sobresaltado, despotricando en lengua hermética y
con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que
provocaron un remolino de estiércol de gallinero y
polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía
de este mundo. Aunque muchos creyeron que su
reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde
entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la
mayoría entendió que su pasividad no era la de un
héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo
en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la
muchedumbre con fórmulas de inspiración
doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante
sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de
Roma había perdido la noción de la urgencia. El
tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía
ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el
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arameo, si podía caber muchas veces en la punta de
un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con
alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y
venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento
providencial no hubiera puesto término a las
tribulaciones del párroco.
Sucedió que, por esos días, entre muchas otras
atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron
al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se
había convertido en araña por desobedecer a sus
padres. La entrada para verla no sólo costaba menos
que la entrada para ver al ángel, sino que permitían
hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda
condición, y examinarla al derecho y al revés, de
modo que nadie pusiera en duda la verdad del
horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de
un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero
lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino
la sincera aflicción con que contaba los pormenores
de su desgracia: siendo casi una niña se había
escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y
cuando regresaba por el bosque después de haber
bailado toda la noche sin permiso, un trueno
pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella
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grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en
araña. Su único alimento eran las bolitas de carne
molida que las almas caritativas quisieran
echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado
de tanta verdad humana y de tan temible
escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al
de un ángel despectivo que apenas si se dignaba
mirar a los mortales. Además, los escasos milagros
que se le atribuían al ángel revelaban un cierto
desorden como el del ciego que no recobró la visión,
pero le salieron tres dientes nuevos, y del paralítico
que no pudo andar, pero estuvo a punto de ganarse
la lotería, y la del leproso a quien le nacieron
girasoles en las heridas. Aquellos milagros de
consolación que más bien parecían entretenimientos
de burla, habían quebrantado ya la reputación del
ángel cuando la mujer convertida en araña terminó
de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó
para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió
a quedar tan solitario como en los tiempos en que
llovió tres días y los cangrejos caminaban por los
dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar.
Con el dinero recaudado construyeron una mansión
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de dos plantas, con balcones y jardines, y con
sardineles muy altos para que no se metieran los
cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las
ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo
estableció además un criadero de conejos muy cerca
del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo
de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas
satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda
tornasol, de los que usaban las señoras más
codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El
gallinero fue lo único que no mereció atención. Si
alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las
lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle
honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de
muladar que ya andaba como un fantasma por todas
partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al
principio, cuando el niño aprendió a caminar, se
cuidaron que no estuviera muy cerca del gallinero.
Pero luego se fueron olvidando del temor y
acostumbrándose a la peste, y antes que el niño
mudara los dientes se había metido a jugar dentro
del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a
pedazos. El ángel no fue menos displicente con él
que con el resto de los mortales, pero soportaba las
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infamias más ingeniosas con una mansedumbre de
perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al
mismo tiempo. El médico que atendió al niño no
resistió a la tentación de auscultar al ángel, y le
encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos
en los riñones, que no le pareció posible que
estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo,
fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en
aquel organismo completamente humano, que no
podía entenderse por qué no las tenían también los
otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo
que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El
ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como
un moribundo sin sueño. Lo sacaban a escobazos de
un dormitorio y un momento después lo encontraban
en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo
tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que
se repetía a sí mismo por toda la casa, y la
exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era
una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles.
Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le
habían vuelto tan turbios que andaba tropezando
con los horcones, y ya no le quedaban sino las
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cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó
encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo
dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron
que pasaba la noche con calenturas delirando en
trabalenguas de noruego viejo. Fue ésa una de las
pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban
que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había
podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno,
sino que pareció mejor en los primeros soles. Se
quedó inmóvil muchos días en el rincón más
apartado del patio, donde nadie lo viera, y a
principios de diciembre empezaron a nacerle en las
alas unas plumas grandes y duras, plumas de
pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo
percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la
razón de esos cambios, porque se cuidaba muy bien
para que nadie los notara, y para que nadie oyera
las canciones de navegante que a veces cantaba bajo
las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando
rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un
viento que parecía de alta mar se metió en la cocina.
Entonces se asomó a laventana, y sorprendió al ángel
en las primeras tentativas de vuelo. Eran tan torpes,
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que abrió con las uñas un surco de arado en las
hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo
con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la
luz y no encontraban asidero en que abrió con las
uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a
punto de desbaratar el cobertizo con aquellos
aletazos indignos que resbalaban en la luz y no
encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar
altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por
ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las
últimas casas, sustentándose de cualquier modo con
un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo
hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió
viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo
pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo
en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte
del mar.
-FIN-
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