04 El Espíritu Santo, Fuente de Carismas

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EL ESPÍRITU SANTO, FUENTE DE CARISMAS

Y DE MINISTERIALIDAD EN LA IGLESIA

“Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida…


y que habló por los profetas”

El Espíritu Santo, Tercera Persona de la Divinidad

El Espíritu Santo es la fuerza de Dios para el hombre; hace referencia al hombre y


por el hombre, al mundo. San Ireneo decía que Dios era el Padre, el Hijo y ser humano
vivificado en comunión con Dios por el Espíritu, es decir, el Espíritu Santo en cuanto
vivifica y diviniza al hombre. Con esta forma de hablar de la Trinidad se enfatiza que la
acción creadora y santificadora de Dios está encaminada, por su Espíritu, al hombre, a la
adopción, a la visión de Dios, a la comunión con Dios, y a la inmortalidad. Que el hombre
está incluido en el misterio trinitario, porque posee el Espíritu de Dios. Que la acción de
Dios hacia fuera culmina en la inclusión del hombre en el misterio de Dios.

El Espíritu Santo es la vida de Dios que se da en su plenitud a Cristo y por él, al


hombre. El Espíritu Santo es la vida de Cristo en nosotros, y por él llegamos a ser partícipes
de la filiación divina. El Espíritu Santo es un proceso de relación interpersonal con Cristo;
como un proceso de amistad. Es lo que hace posible en nosotros la relación de
comunicación, de comunión y diálogo con Dios.

El Espíritu Santo es lo divino que hay en el hombre y está en profunda relación con
la vida que vivimos y no solamente con la vida en el orden de la gracia. El Espíritu Santo
está en función de la misión que Jesús confía a sus discípulos. Se les ha dado para que sus
palabras tengan fuerza y lleguen al corazón de los hombres. Jesús no funda una comunidad
de místicos inactivos, sino una comunidad de apóstoles. La misión tiene especial
importancia por la Pascua: a aquellos que han tenido una experiencia existencial, que lo han
visto y oído, sobre todo que han recibido su Espíritu, los envía a todo el mundo a predicar
el Evangelio a toda la creación. El Espíritu es el elemento de continuidad y plenitud entre el
Jesús prepascual y Cristo glorificado; entre Cristo glorificado y la comunidad de creyentes.

Su Espíritu es la misma vida de Dios en cuanto se expresa inicialmente en la


experiencia histórica de Cristo, que ha llegado a su plenitud en la glorificación, de la que ha
hecho partícipes a los hombres; difundido en ellos y en el mundo, es fruto de la
resurrección como principio vital del Reino futuro en el momento presente. El Espíritu
Santo es Dios mismo, que con el Padre y el Hijo se nos comunica a través del Espíritu.

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Escribe San Basilio: “Al Espíritu Santo se le conoce después que al Hijo y por el
Hijo, el Hijo manifiesta al Espíritu por sí y consigo… No puede pensarse ningún corte o
separación que divida al Espíritu del Hijo… Entre las tres personas hay que establecer
una comunión inefable e incompresible al mismo tiempo que una diferencia; la distinción
en las personas no elimina la unión en la naturaleza, ni la comunidad de esencia destruye
la propiedad de las notas diferenciales”.

En hebreo, Espíritu es femenino “Ruah”, es la fuerza o vida de Dios. En griego y en


latín es masculino, “Pneuma”, “Spiritus”, y significa aliento y soplo. La traducción al
masculino favoreció la personificación y la distinción de las otras personas divinas. Es
evidente que el lenguaje tiene mucho que ver en nuestra misma fe, dado que la fe llega a
nosotros, o nosotros llegamos a la fe, por el oído. El dar razón de nuestra fe exige una
manera de pensar y una manera de expresarnos capaz de ser comprendida, al menos en
parte.

El Espíritu Santo, principio de la vida nueva

El Espíritu Santo, huésped del alma, es la fuente íntima de la vida nueva con la que
Cristo vivifica a los que creen en él: una vida según la “ley del Espíritu” que, en virtud de la
Redención, prevalece sobre el poder del pecado y de la muerte, que actúa en el hombre
después de la caída original. San Pablo mismo se sumerge en este drama del conflicto entre
el sentimiento íntimo del bien y la atracción del mal, entre la tendencia de la “mente” a
cumplir la ley de Dios y la tiranía de la “carne” que somete al pecado (cf. Rm 7,14-23). Y
exclama: “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?”
(Rm 7,24).

Pero aquí entra la nueva experiencia íntima que corresponde a la verdad revelada
sobre la acción redentora de la gracia: “Ninguna condenación pesa ya sobre los que están
en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley
del pecado y de la muerte...” (Rm 8,1-2). Es un nuevo régimen de vida inaugurado en los
corazones “por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5).

Toda la vida cristiana se desarrolla en la fe y en la caridad, en la práctica de todas


las virtudes, según la acción íntima de este Espíritu renovador, del que procede la gracia
que justifica, vivifica y santifica, y con la gracia proceden las nuevas virtudes que
constituyen el entramado de la vida sobrenatural. Se trata de la vida que se desarrolla no
sólo por las facultades naturales del hombre – entendimiento, voluntad, sensibilidad – , sino
también por las nuevas capacidades adquiridas (superadditae) mediante la gracia, como
explica santo Tomás de Aquino (Summa Theol., I-II, q. 62, aa. 1, 3). Ellas dan a la
inteligencia la posibilidad de adherirse a Dios-Verdad mediante la fe; al corazón, la
posibilidad de amarlo mediante la caridad, que es en el hombre como “una participación

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del mismo amor divino, el Espíritu Santo” (II-II, q. 23; a. 3, ad. 3); y a todas las potencias
del alma y de algún modo también del cuerpo, la posibilidad de participar en la nueva vida
con actos dignos de la condición de hombres elevados a la participación de la naturaleza y
de la vida de Dios mediante la gracia: “consortes divinae naturae”, como dice san Pedro (2
Pe 1,4).

Es como un nuevo organismo interior, en el que se manifiesta la ley de la gracia: ley


escrita en los corazones, más que en tablas de piedra o en códices de papel; ley a la que san
Pablo llama, como hemos visto, “ley del espíritu que da vida en Cristo Jesús” (Rm 8,2; cf.
san Agustín, De spiritu et littera, c. 24: PL 44, 225; santo Tomás, Summa Theol., I-II, q.
106, a 1).

Así pues, el Espíritu Santo influye y sostiene la vida de la Iglesia mediante sus
dones que Él concede para el desarrollo de toda la comunidad. La misma multiplicidad de
dones se realiza en la vida cristiana personal: todo hombre recibe los dones del Espíritu
Santo en la condición existencial concreta en que se halla, en la medida del amor de Dios,
del que derivan la vocación, el camino y la historia espiritual de cada uno.

Lo leemos en la narración de Pentecostés, en la que el Espíritu Santo llena a toda la


comunidad, pero llena también a cada una de las personas presentes. Efectivamente,
mientras del viento, que simboliza el Espíritu, se dice “que llenó toda la casa en la que se
encontraban” (Hch 2,2), de las lenguas de fuego, otro símbolo del Espíritu, se precisa que
“se posaron sobre cada uno de ellos” (Hch 2,3). Así, pues, “quedaron todos llenos del
Espíritu Santo” (Hch 2,4). La plenitud se da a cada uno; y esta plenitud implica una
multiplicidad de dones para todos los aspectos de la vida personal.

Entre estos dones, queremos recordar e ilustrar brevemente aquí los que en el
catecismo, así como en la tradición teológica, suelen llamarse dones del Espíritu Santo. Es
verdad que todo es don, tanto en el orden de la gracia como en el de la naturaleza y, más en
general, en toda la creación. Pero el nombre de dones del Espíritu Santo, en el lenguaje
teológico y catequético, se reserva a las energías exquisitamente divinas que el Espíritu
Santo infunde en el alma para perfeccionamiento de las virtudes sobrenaturales, con el fin
de dar al espíritu humano la capacidad de actuar de modo divino (cf. Summa Theol. I-II, q.
68, aa. 1, 6).

Hay que decir que una primera descripción y enumeración de dones se halla en el
Antiguo Testamento, y precisamente en el libro de Isaías, en el que el profeta atribuye al
rey mesiánico “espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de conocimiento y temor del Señor”, y luego nombra dos veces el sexto don
diciendo que el rey “le inspirará en el temor de Yahveh” (Is 11,2-3).

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En la versión griega de los Setenta y en la Vulgata latina de san Jerónimo se evita
la repetición; en el sexto don se ha puesto “piedad” en vez de “temor de Dios”, de forma
que el oráculo termina con estas palabras: “Espíritu de ciencia y de piedad, y será lleno del
espíritu de temor del Señor” (v. 2-3). Pero se puede decir que el desdoblamiento del temor
y de la piedad, cercano a la tradición bíblica sobre las virtudes de los grandes personajes del
Antiguo Testamento, en la tradición teológica, litúrgica y catequética cristiana, se convierte
en una relectura más plena de la profecía, aplicada al Mesías, y en un enriquecimiento de su
sentido literal. Jesús mismo, en la sinagoga de Nazaret, se aplica a sí mismo otro texto
mesiánico de Isaías (61,1): “el Espíritu del Señor sobre mí...” (Lc 4,18), que corresponde
al comienzo del oráculo que acabamos de citar, inicio que dice así: “reposará sobre él el
espíritu de Yahveh” (Is 11,2). Según la tradición recogida por santo Tomás, los dones del
Espíritu Santo «los nombra la Escritura como que existieron en Cristo según el texto de
Isaías», pero se hallan, por derivación de Cristo, en el alma cristiana (cf. I-II, q. 68, a. 1).
Las referencias bíblicas que acabamos de hacer se compararon con las actitudes
fundamentales del alma humana, consideradas a la luz de la elevación sobrenatural y de las
mismas virtudes infusas. Así, se desarrolló la teología medieval de los siete dones, que aún
sin presentar un carácter dogmático absoluto y, por tanto, sin pretender ofrecer un número
limitado de los dones ni de las categorías específicas en las que se pueden distribuir, tuvo y
sigue teniendo una gran utilidad, tanto para la comprensión de la multiplicidad de los
mismos dones en Cristo y en los santos, como cauce para el buen ordenamiento de la vida
espiritual.

Santo Tomás (cf. I-II, q. 68, a. 4, 7) y los demás teólogos y catequistas han sacado
del mismo texto de Isaías la indicación para una distribución de los dones con miras a la
vida espiritual, proponiendo una ilustración de ellos que aquí sólo podemos sintetizar:

1) Ante todo, está el Don de sabiduría, mediante el cual el Espíritu Santo ilumina la
inteligencia, haciéndole conocer “las razones supremas” de la revelación y de la vida
espiritual y formando en ella un juicio sano y recto sobre la fe y la conducta cristiana:
de hombre “espiritual” (pneumaticòs), diría san Pablo, y no sólo “natural” (psychicòs) o
incluso “carnal” (cf. 1Cor 2,14-15; Rm 7,14).
2) Está también el Don de inteligencia como agudeza especial, dada por el Espíritu
para intuir la palabra de Dios en su profundidad y sublimidad.
3) El Don de ciencia es la capacidad sobrenatural de ver y determinar con exactitud el
contenido de la revelación y de la distinción entre las cosas y Dios en el conocimiento
del universo.
4) Con el Don de consejo el Espíritu Santo da una habilidad sobrenatural para
regularse en la vida personal por lo que se refiere a la realización de acciones arduas y
en las opciones difíciles que hay que tomar, así como en el gobierno y en la guía de los
demás.

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5) Con el Don de fortaleza el Espíritu Santo sostiene la voluntad y la hace pronta,
activa y perseverante para afrontar las dificultades y sufrimientos, incluso extremos,
como acontece sobre todo en el martirio: en el de sangre, pero también en el del
corazón y en el de la enfermedad o la debilidad.
6) Mediante el Don de piedad el Espíritu Santo orienta el corazón del hombre hacia
Dios con sentimientos, afectos, pensamientos, oraciones que expresan la filiación con
respecto al Padre que Cristo ha revelado. Hace penetrar y asimilar el misterio del “Dios
con nosotros”, especialmente en la unión con Cristo, Verbo encarnado, en las relaciones
filiales con la bienaventurada Virgen María, en la compañía de los ángeles y santos del
cielo, y en la comunión con la Iglesia.
7) Con el Don del temor de Dios el Espíritu Santo infunde en el alma cristiana un
sentido de profundo respeto por la ley de Dios y los imperativos que se derivan de ella
para la conducta cristiana, liberándola de las tentaciones del “temor servil” y
enriqueciéndola, por el contrario, con el “temor filial”, empapado de amor.

Esta doctrina sobre los Dones del Espíritu Santo es para nosotros un magisterio de
vida espiritual utilísimo para orientarnos a nosotros mismos y para educar a los hermanos
en un diálogo incesante con el Espíritu Santo y en un abandono confiado y amoroso en su
guía. Está vinculada y se puede referir siempre al texto mesiánico de Isaías que, aplicado a
Jesús, habla de la grandeza de su perfección y, aplicado al alma cristiana, marca los
momentos fundamentales del dinamismo de su vida interior: comprender (sabiduría, ciencia
e inteligencia), decidir (consejo y fortaleza) permanecer y crecer en la relación personal con
Dios, tanto en la vida de oración como en la buena conducta según el Evangelio (piedad,
temor de Dios).

Por eso, es de fundamental importancia sintonizar con el eterno Espíritu-Don, tal


como nos lo da a conocer la revelación en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: un único e
infinito Amor, que se nos comunica mediante una multiplicidad y variedad de
manifestaciones y donaciones, en armonía con la economía general de la creación.

El Espíritu Santo y la Iglesia primitiva

El cristianismo nació de tres elementos que al mismo tiempo son las columnas que
lo sustentan:
1. Las palabras y obras de Jesús de Nazaret unidas a su pasión y muerte.
2. Las apariciones del mismo Jesús resucitado.
3. Las experiencias del Espíritu en la Iglesia postpascual.

La comunidad cristiana vio en Jesús la fuente de toda donación del Espíritu, pues
“Dios ha mandado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo” (Gal 4,6) y era también el
modelo cuya imagen debíamos reproducir por la acción del Espíritu. Si tomamos el agua

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desde la fuente, vemos que en la Escritura, el Espíritu significa fuerza y vida por lo que está
presente en la creación. Es el que habla por medio de los profetas, el que prepara la
humanidad para la recepción del Hijo, el que viene sobre María para hacerla receptiva y
fecunda a fin de que el fruto de su vientre sea el Hijo de Dios en la historia, y el Mesías. El
Espíritu es el que mueve a Jesús para predicar el Reino, el que le induce a ir al desierto, el
que le ilumina y fortalece para que venza las fuerzas demoníacas, el que viene sobre la
humanidad para hacerla receptiva a la presencia nueva y personal de Cristo y hace surgir a
la Iglesia, el que prepara a los oyentes ante el anuncio apostólico del Evangelio, el que los
orienta en una dirección misional.
El Espíritu aparece como protagonista en la obra de Cristo en momentos
fundamentales como la concepción y el bautismo. Pablo menciona el origen humano de
Jesús, y no lo atribuye al Espíritu Santo: “Nacido del linaje de David, según la carne” (Rm
1,3). Considera distintos el envío del Hijo y del Espíritu. San Pablo no menciona al Espíritu
como agente de la resurrección de Cristo y sí le atribuye nuestra propia resurrección. Los
textos neotestamentarios, subsiguientes a la resurrección, conciben el Espíritu con
referencia a Cristo y en dependencia de él.
El Espíritu es “la promesa” que Jesús hace a los apóstoles, que él enviará, y así
serán revestidos del Poder desde lo alto. La fe en Dios que nos salva a través de su Hijo y
que sigue actuando en sus seguidores por medio de su Espíritu, llevó a la Iglesia primitiva a
muchas y diferentes fórmulas y expresiones trinitarias. “En esto se manifestó el amor que
Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único… como propiciación por
nuestros pecados… y nos ha dado de su Espíritu” (1 Jn 4,9-14). Tienen especial
importancia las fórmulas bautismales: “Vayan, pues, y hagan discípulos míos a todas las
gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
“Bautizar” tiene sentido de purificación, de perdón, de justificación y santificación. La
preposición “en”, “eis”, en griego, tiene sentido de inclusión, de inmersión, de ubicación.
Juan bautizaba en el Jordán. Cuando se une al nombre, tiene sentido de dirección, de
pertenencia. El “nombre” es el modo hebreo de subrayar el sentido personal de la acción;
el nombre equivale a la persona misma. En el hecho de que se digan los nombres en
singular y no en plural, se ha visto la unidad divina en la trinidad de personas. La
enumeración de las personas deja entrever un principio, un orden, una secuencia salvífica y
trinitaria. La triple enumeración expresa la trinidad de las personas en condición de
igualdad, que luego se interpretará como igualdad de naturaleza.

El saludo trinitario de la Eucaristía nos recuerda el misterio central de nuestra fe:


“La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios nuestro Padre, y la comunión del
Espíritu Santo estén con ustedes”. Escribe San Ireneo: “Al colocar al Espíritu en el
hombre, el mismo Señor se hizo cabeza del Espíritu, y dador del Espíritu para que sea
cabeza del hombre, pues por su medio vemos, oímos y hablamos”. Así como desde toda la
eternidad el Verbo es el que se había de encarnar, así el Espíritu es el que se había de
difundir. Argumentando Tertuliano con el texto del Génesis, decía: “En plural, dijo Dios:

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“Hagamos a nuestra imagen”. ¿A quienes se refería? ¿Con quienes lo hacía semejante?
Ciertamente se refería al Hijo, que había de manifestarse (induturus) como los hombres, y
al Espíritu, quien los habría de santificar (sanctificaturus). Hablaba con ellos, con el Hijo
y el Espíritu Santo, como ministros y colaboradores en la unidad de la Trinidad”.

Dentro del misterio de la Trinidad podemos hablar de prioridades, siempre que no


signifiquen ni prioridad en el tiempo, ni diferencia sustancial, pero sí en nuestro orden
lógico y en el orden de revelación y salvífico. Ese orden queda señalado al nombrar
primero al Padre, luego al Hijo y después al Espíritu Santo, al reconocer que el Padre es el
no engendrado, el Hijo el engendrado y enviado, y el Espíritu Santo el don difundido entre
los seres humanos. Por esta razón no se dice que Jesús sea Dios o el Hijo de Dios por el
Espíritu que se le ha dado, aunque se le haya dado en plenitud. Por otra parte, el Espíritu
Santo es el Espíritu del Padre, pero también del Hijo, y es un don de pascua, que no
hubiéramos recibido si Cristo no hubiera resucitado. Podríamos decir, glosando a San
Pablo, que si Cristo no resucitó, no hay Espíritu de vida eterna para los hombres. Al Padre
se localiza, por decirlo así, en el cielo, al Hijo, en la tierra y en todas partes y tiempos, y al
Espíritu Santo, en el corazón del hombre.

El Evangelio es la buena nueva sobre Jesús, no sobre el Espíritu Santo. Es de


advertir que aunque el Evangelio fue escrito en la Iglesia primitiva, y aún después de
algunas de las epístolas paulinas, y bajo un fuerte influjo y múltiples experiencias del
Espíritu, los evangelistas no retro-proyectaron sobre Jesús las funciones y los dones del
Espíritu Santo, como para salvaguardar la diferencia y prioridad salvífica de Cristo sobre el
Espíritu. Sin embargo, la fuerza del Espíritu Santo sobre Jesús tampoco la ignoran; por eso
dice Pedro: “Ustedes saben los sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después
que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret, le ungió con el Espíritu
Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el
diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10,37-38).

El Espíritu Santo no es la visualización de Dios; Dios no se nos revela en el Espíritu


Santo, sino por el Espíritu Santo. Si se presenta como viento, paloma o llama de fuego, es
para darnos a entender que no es ninguna de esas tres cosas; que tiene la fuerza del viento,
la libertad de la paloma y la luz y el calor de la llama de fuego, pero no se encarnó en la
paloma, ni en la llama, ni en el viento. Tampoco se nos reveló para ser adorado
separadamente de Jesús, ni ser reconocido en nuestros hermanos, que son imágenes de
Cristo y no del Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos lleva hasta dar la vida por Cristo, como
sucedía con los primeros cristianos, y Cristo no nos lleva a dar la vida por el Espíritu. Por el
sello del Espíritu pertenecemos a Cristo y no al Espíritu. El Espíritu es don que nos
pertenece, pero nosotros no pertenecemos al Espíritu, sólo en cuanto nos llena y por cuanto
obramos movidos por su fuerza, así como por ser la Tercer Persona de la Trinidad. El
Espíritu es un don para nosotros, pero nosotros no somos un don para el Espíritu. En el

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concepto de don, regalo, gracia y favor, lo importante no es tanto el don, sino aquél que lo
hace. Nosotros no permanecemos en el Espíritu, sino que el Espíritu permanece en
nosotros. Nosotros somos los destinatarios del Espíritu. Nosotros no seguimos o vamos al
Espíritu, sino que el Espíritu viene a nosotros. El Espíritu Santo no es prototipo del ser
humano, ni es imitable; pero es la fuerza creadora de Dios nos impulsa a seguir e imitar a
Cristo de forma creativa.

En la Iglesia primitiva, el Espíritu Santo era la comunicación del Espíritu de Cristo.


Y es Cristo, quien, comunicándonos su Espíritu, nos hace hijos como él: “La prueba de
que somos hijos, es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que
clama ¡Abbá, Padre!” (Gal 4,6). Por esto, el Espíritu Santo nunca se ha de separar del
seguimiento inmediato de Jesús, de la fe, el amor y la confianza puesta en él, que es el fruto
principal del Espíritu en nosotros. Orígenes escribió: “Ha habido hombres sabios que,
teniendo a Dios, nos han referido sus palabras; sin embargo, solo parcialmente poseían el
Espíritu de Dios… pero el Salvador, enviado a transmitir la palabra de Dios, no da el
Espíritu parcialmente, porque no lo comunica a los demás por haberlo recibido él mismo,
sino que él, que ha sido enviado de lo alto y es superior a todos, él mismo da el Espíritu,
porque es su fuente”. En la Iglesia primitiva, el Espíritu Santo se concibió ligado a la
persona de Jesús, a sus obras y palabras. Después de la resurrección lo característico del
Espíritu es que hace presente a Jesús de modo permanente; por él estamos ligados a la
humanidad de Jesús, al Evangelio, a su presencia y acción, y formamos una comunidad que
llamamos “Iglesia” de la que Jesús es la cabeza, y el Espíritu Santo, el alma.

El Espíritu Santo, como don personal

No sólo la comunidad cristiana, sino cada uno de los que la formamos puede llamar
a Dios Padre mío, por el Espíritu que se nos ha dado a cada uno por el bautismo. El Espíritu
Santo está en referencia directa y primaria con el ser humano, con Jesús, como
“Primogénito” de todos los hombres y de toda la creación, y por los hombres a las
instituciones, como a la Iglesia y a la jerarquía. Aunque Bernini haya representado al
Espíritu Santo sobre la sede de Pedro, el Espíritu no viene sobre la sede, sino sobre el que
se sienta en ella. Es propio del Espíritu animar, dar fuerza y vida, y por eso su sede es el ser
humano, no las cosas ni las construcciones. La Iglesia apostólica concibe al Espíritu como
fuerza, impulso, motor, agente, guía, no como meta o término, ni como objeto de culto
separado de las otras personas divinas. Si se representara como objeto de culto, entonces
habría que pedir “otro” espíritu que nos llevara al Espíritu. La tarea del Espíritu es
conducirnos a Cristo y por Cristo al Padre. Pero esto no impide que pidamos al Espíritu que
venga en nuestro auxilio para orar como conviene y para conducirnos a Cristo y dar
testimonio sin temor, y que lo glorifiquemos con el Padre y el Hijo y por ser del Hijo y
venir junto con él.

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El Espíritu procede total y absolutamente del Padre para el Hijo, por el Hijo, y junto
con él para el hombre. En función del hombre fue enviado al mundo. El Espíritu es vida y
verdad. Es la comunicación de todo Dios al hombre y el que hace al ser humano capaz de
abrirse a Dios. Es la vida del hombre y todo lo que hay en él de divino. Es lo que Dios le ha
dado y le puede dar de sí mismo, sin que sea algo distinto de lo que Dios es, ni de lo que se
nos da por Jesucristo; en pocas palabras: es lo que el hombre tiene de Dios, de trinitario y
de cristocéntrico, y por el Espíritu participa de la vida común al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo; esta es la vida trinitaria, la vida divina.

Será un verdadero maestro porque nos enseñará todo lo referente a Dios y nos
recordará lo que Jesús nos ha dicho. Jesús nos lo enviará de tal manera que si no es
glorificado, el Espíritu no podrá venir a nosotros, es el don de pascua. Su Espíritu será un
verdadero guía que nos conducirá hasta la verdad plena sobre Jesús. El Espíritu recibirá del
Padre lo que pertenece a Jesús, para entregárnoslo. El Espíritu Santo es un regalo que os
hace Jesús para que se convierta en nosotros en una fuente de donde correrán ríos de agua
viva, de buenas acciones. El Espíritu Santo nos hace ser hijos de Dios y nos impulsa a vivir
como tales. “Tener el Espíritu de Cristo” significa lo mismo que “vivir en Cristo”, esto es,
vivir en el amor a él y a los demás, lo que se traduce en una nueva vida, una nueva
sociedad, un nuevo mundo. Y la tarea de los apóstoles consiste en que el Evangelio que
predican signifique la transformación del mundo entero, en una forma de ser y de vivir cada
vez mejor. En este sentido, el Espíritu Santo es aquel que nos impulsa e inspira a
transformar nuestras estructuras y nuestra sociedad. Aunque lo propio del Espíritu sea
darnos vida, esto no debe ser entendido en un sentido exclusivamente intimista.

El Espíritu Santo nos va haciendo, poco a poco, semejantes a Jesucristo. Ha sido


enviado a nuestros corazones para configurarnos con Cristo. El Espíritu Santo es principio
de vida y comunión con Cristo. San Pablo escribió: “El que se une al Señor se hace un solo
Espíritu con él” (1Cor 6,17). Para San Ireneo, el Espíritu es quien nos une a Cristo de
modo personal. “La imagen” es la referencia de todos los hombres a Jesucristo, “la
semejanza” es la vocación que todos los hombres tenemos a reproducir en nuestras vidas
las actitudes de Jesús, mediante la fe, los sacramentos, la acción de la Iglesia, y
principalmente nuestro trabajo personal, movidos por el Espíritu. Así dice, pues San Ireneo:
“El Espíritu nos hará semejantes a él y llevará a cabo el beneplácito del Padre, como
quien modela al hombre a imagen y semejanza de Dios” (Adv Haer V, 8,1).

“El Espíritu Santo, dice Jesús, dará testimonio de mí”, porque está conmigo, “y
también ustedes darán testimonio de mí, porque están conmigo desde el principio” (Jn
15,16). Así pues, el Espíritu Santo está vinculado con el trabajo misionero y apostólico.
“Quienes temen a Dios y creen en la venida de su Hijo y mediante la fe instalan en sus
corazones el Espíritu de Dios, se dirán con justicia hombres limpios, espirituales, vivientes

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para Dios. Pues tienen el Espíritu del Padre que purifica al hombre y le levanta a la vida
de Dios” (Ireneo, Adv Haer V, 9,2).
Por el Espíritu Santo tenemos la comunión con Dios, lo que produce necesariamente
la salvación y la inmortalidad. Por eso el Espíritu Santo, que ha hemos recibido, es prenda
de nuestra herencia: “Donde está el Espíritu del Padre, ahí está el hombre viviente… la
carne poseída en herencia por el espíritu; olvidada de sí misma para asumir la cualidad
del Espíritu, hecha con la forma del Verbo de Dios encarnado” (Ireneo, Adv Haer V, 9,3).
Por su parte, San Pablo ve como fruto del Espíritu Santo la gran libertad en que debe vivir
el cristiano: “Donde está el Espíritu del Señor ahí hay libertad” (2 Cor 3,17). El Señor nos
hace libres por medio de su Espíritu, hasta llevarnos a la completa libertad de los hijos de
Dios. Tertuliano decía: “El Señor envió su Espíritu paráclito, para que el hombre, poco a
poco fuera dirigido, se ordenara y fuera conducido a la perfección por el mismo vicario,
sustituto, del Señor, que es el Espíritu Santo. ‘Muchas cosas tengo que decirles a ustedes,
pero aún no pueden entenderlas; pero cuando venga el Espíritu de la Verdad los conducirá
a toda la verdad, y su venida les traerá un mensaje’. Además el mensaje será saludable por
su acción. Pues qué tiene de positivo la intervención del Paráclito sino esto: que dirige
nuestra conducta, que nos revela las Escrituras, que renueva nuestro entendimiento, que
nos conduce a lo mejor” (Tertuliano, Virg 1,4)

El Espíritu, no en cuanto Tercera Persona, sino en cuanto fuerza, vida y forma de


ser de Dios, es común a las tres personas. El Padre es Espíritu, pero no es el Espíritu Santo
y lo mismo el Hijo. Para los Padres de la Iglesia, de la misma manera como Jesús es “Dios
de Dios”, así el Espíritu Santo es Espíritu del Espíritu, pero la relación con el Padre no es
de filiación, sino de procedencia, porque el Espíritu no es revelación ni visualización, ni
expresión ajena a la de Jesús, sino que es quien la hace posible. Los adjetivos que
convienen al Espíritu Santo están en estrecha relación con nosotros, porque nos santifica,
porque es don, porque es comunión, porque nos da fuerza y vida, porque es otro intercesor,
Paráclito.

Para Jesús, “encontrar la vida” es vivir con Dios y la vida sobrepasa el concepto
psico-biológico (yuch,) y se refiere a la vida propia y específica de Dios (zwh,) que en otras
partes se expresa como Espíritu. La vida de Dios es lo que salva la vida del hombre, es su
plenitud, lo que ansía, lo que necesita y lo único que lo puede satisfacer: “Pues tienen el
Espíritu del Padre que purifica al hombre y le levanta a la vida de Dios” (Ireneo Adv Haer
V, 9,2). La vida eterna, o participación de la vida intratrinitaria, la suele expresar en
términos de visión, de comunicación: “Y el hombre será preparado por el Espíritu, como
hijo de Dios, y el Hijo nos conducirá al Padre; el Padre nos dará la incorruptibilidad y la
vida eterna, que a cada uno acaecerá como consecuencia de ver a Dios” (Ireneo, Adv
Haer IV, 20,5).

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El aspecto de comunión con Dios por el Espíritu Santo fue de suma importancia en
los primeros siglos de la Iglesia, incluso para la fe en la divinidad del Espíritu Santo.
Decían, por ejemplo, “¿Cómo no va ser Dios, si nos diviniza?” La divinización por el
Espíritu significa la máxima comunión posible para el ser humano con el ser divino, con el
Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, esto es, la participación del hombre en la vida
trinitaria; lo cual se nos da en razón de nuestra adopción, es decir, por gracia, sin mérito
proporcional de nuestra parte. Lo propio del Espíritu para el hombre no era la santificación
solamente, sino la divinización, con lo que se designaba la inmortalidad, la visión divina:
“Seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3,2). Todo esto no era otra
cosa que la plenitud de la salvación. ¿Cómo podríamos librarnos de la muerte y del pecado
sino en la máxima comunión con Dios? Tendremos que participar de lo que Dios es para
poder vivir con Dios. Sólo “en su luz podremos ver la luz” (Sal 36,10). Ver y conocer
significa en le lenguaje de Juan, y en general de la Biblia, la máxima comunicación con
Dios. Si el Espíritu no fuera Dios, sino creatura, “¿cómo podría hacerme dios o unirme a
la divinidad?”. San Gregorio aplica al Espíritu Santo el mismo argumento de Atanasio con
respecto al Hijo: “Si no es Dios, ¿cómo podemos ser divinizados por él?” (Gregorio
Nacianceno, Discurso 31,4). Podemos decir que el Espíritu Santo es la donación del Padre,
a través de Cristo, al hombre en esta vida y en la vida eterna. Toda la actividad del Espíritu
Santo, que mueve sin cesar la vida cristiana en el hombre, impulsa a la Iglesia e inspira al
mundo entero, se finaliza en la comunión con Dios. Y el fin último del ser humano es la
participación de la vida divina trinitaria: con el Padre, con el Hijo, con el Espíritu Santo,
aquella que procede del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Y cada una de las personas
divinas se nos comunicará en su peculiaridad.

Así como Jesús es para siempre Dios encarnado, y desde siempre, el que se había de
encarnar (incarnandus, induturus), así el Espíritu Santo es Dios que se comunica, que se
había de difundir (effundendus). Es “la posibilidad de Dios”, si se puede hablar así, de
entrar en comunicación continua y personal, tripersonal, en términos de amor, con el Padre
y con el Hijo y con el ser humano.

Entre las muchas imágenes que utiliza la Biblia para describir la acción y los efectos
del Espíritu Santo (aliento, aire, viento, agua viva, fuego, unción, sello, paz) las de don y el
amor han sido las más frecuentes en la historia de la teología. El Espíritu es, según la
Biblia, el don escatológico de Dios y, como tal, la plenitud de las obras de Dios. El Espíritu
es considerado como don puro. Las afirmaciones neotestamentarias sobre el Espíritu
emplean a menudo los verbos “dar” y “recibir”. El Espíritu Santo es quien “habló por los
profetas” preanunciando a Cristo. Y de esa manera no es sólo “Espíritu Creador”, sino
también presencia y acción histórica. Para subrayar la naturaleza relativa del Espíritu, dice
el Magisterio, que en vez del nombre de “Espíritu Santo”, que no expresa suficientemente
la relación, se puede aplicar el término de “Don”, pues el Espíritu Santo existe como
“Don”, y así se expresa más la idea de gracia, regalo, comunicación. “Porque es

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concedido a los fieles por el Padre y por el Hijo, con quienes es de una esencia en todo”. Y
aunque el Espíritu Santo es “Don”, existe como tal antes de ser dado a las creaturas.
Vivimos en comunión de vida con el Padre y el Hijo por medio del Espíritu Santo y
en el Espíritu Santo, y no vivimos unidos y en comunión con el Espíritu por el Padre y el
Hijo. El Espíritu Santo no se manifiesta en sí mismo, ni es el objeto primario de la
revelación, sino el que la hace posible, y se manifiesta a través de Cristo, de los profetas, y
de nosotros.

El Espíritu Santo, fuente de carismas y de ministerialidad

Leemos en la constitución Lumen Gentium: “El Espíritu Santo habita en la Iglesia y


en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3,16; 6,19), y con ellos ora y da
testimonio de su adopción como hijos (cf. Gal 4,6; Rm 15-16.26). Guía a la Iglesia a toda
la verdad (cf. Jn 16,13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con
diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1
Cor 12, 4)” (n. 4).

Tras haber referido en lo anteriormente dicho la estructura ministerial de la Iglesia,


animada y sostenida por el Espíritu Santo, siguiendo la línea del Concilio consideremos
ahora el tema de los dones espirituales y de los carismas que él otorga a la Iglesia como
Dator munerum, Dador de los dones, según la invocación de la Secuencia de Pentecostés.

También aquí podemos recurrir a las cartas de san Pablo para exponer la doctrina de
modo sintético. Leemos en la primera carta a los Corintios: “Hay diversidad de carismas,
pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo;
diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos” (12,4-6). La
relación establecida en estos versículos entre la diversidad de carismas, de ministerios y de
operaciones, nos sugiere que el Espíritu Santo es el Dador de una multiforme riqueza de
dones, que acompaña los ministerios y la vida de fe, de caridad, de comunión y de
colaboración fraterna de los fieles, como resulta patente en la historia de los Apóstoles y de
las primeras comunidades cristianas.

San Pablo hace hincapié en la multiplicidad de los dones: “A uno se le da por el


Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro,
carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, fe en el mismo Espíritu; a otro, poder
de milagros, a otro, profecía; a otro, diversidad de lenguas” (1Cor 12,8-10). Es preciso
resaltar aquí que la enumeración del Apóstol no reviste un carácter limitativo. Pablo señala
los dones particularmente significativos en la Iglesia de entonces, dones que tampoco han
dejado de manifestarse en épocas sucesivas, pero sin agotar, ni en sus comienzos ni
después, el horizonte de nuevos carismas que el Espíritu Santo puede conceder, de acuerdo
con las nuevas necesidades. Puesto que “a cada cual se le otorga la manifestación del

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Espíritu para provecho común” (1Cor 12,7), cuando surgen nuevas exigencias y nuevos
problemas en la “comunidad”, la historia de la Iglesia nos confirma la presencia de nuevos
dones.

Cualquiera que sea la naturaleza de los dones, y aunque den la impresión de servir
principalmente a la persona que ha sido beneficiada con ellos (por ejemplo, la “glosolalia”
a la que alude el Apóstol en 1Cor 14,5-18), todos convergen de alguna manera hacia el
servicio común, sirven para edificar a un Cuerpo: “Porque en un solo Espíritu hemos sido
todos bautizados, para no formar más que un cuerpo... Y todos hemos bebido de un solo
Espíritu” (1Cor 12,13). De ahí la recomendación de Pablo a los Corintios: “Ya que
aspiráis a los dones espirituales, procurad abundar en ellos para la edificación de la
asamblea” (1Cor 14,12). En el mismo contexto se sitúa la exhortación “aspirad... a la
profecía” (1Cor 14, 1), más “útil” para la comunidad que el don de lenguas. “Pues el que
habla en lengua no habla a los hombres sino a Dios. En efecto, nadie lo entiende: dice en
espíritu cosas misteriosas. Por el contrario, el que profetiza, habla a los hombres para su
edificación, exhortación y consolación..., edifica a toda la asamblea” (1Cor 14,2-3).

Evidentemente Pablo prefiere los carismas de la edificación, podríamos decir, del


apostolado. Pero, por encima de todos los dones, recomienda el que más sirve para el bien
común: “Buscad la caridad” (1 Cor 14,1). La caridad fraterna, enraizada en el amor a
Dios, es el “camino perfecto”, que Pablo se siente instado a indicar y que exalta con un
himno, no sólo de elevado lirismo, sino también de sublime espiritualidad (cf. 1Cor 13,1-
3).

El Concilio Vaticano II, en la constitución dogmática sobre la Iglesia, recoge la


enseñanza paulina acerca de los dones espirituales y, en especial, de los carismas,
precisando que “estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y
difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles
a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente
ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el
juicio de la autenticidad de su ejercicio razonable, pertenece a quienes tienen la autoridad
en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y
retener lo que es bueno (cf. 1Tes 5,12 y 19,21)” (LG 12). Este texto de sabiduría pastoral
se coloca en la línea de las recomendaciones y normas que, como hemos visto, san Pablo
daba a los corintios con el propósito de ayudarlos a valorar correctamente los carismas y
discernir los verdaderos dones del Espíritu.

Según el mismo Concilio Vaticano II, entre los carismas más importantes figuran
los que sirven para la plenitud de la vida espiritual, en especial los que se manifiestan en las
diversas formas de vida “consagrada”, de acuerdo con los consejos evangélicos, que el
Espíritu Santo suscita siempre en medio de los fieles. Leemos en la constitución Lumen

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Gentium: “Los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de
obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados por los
Apóstoles y Padres, así como por los doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino
que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre. La autoridad de la
Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de interpretar estos consejos, de regular
su práctica e incluso de fijar formas estables de vivirlos... El estado religioso... muestra
también ante todos los hombres la soberana grandeza del poder de Cristo glorioso y la
potencia infinita del Espíritu Santo, que obra maravillas en la Iglesia. Por consiguiente, el
estado constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la
escritura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible a su vida y
santidad... La misma jerarquía, siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite
las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, y las aprueba auténticamente” (nn. 43-
45).
Es muy importante esta concepción del estado religioso como obra del Espíritu
Santo, mediante la cual la Tercera Persona de la Trinidad hace casi visible la acción que
despliega en toda la Iglesia para llevar a los fieles a la perfección de la caridad.

Por lo tanto, es legítimo reconocer la presencia operativa del Espíritu Santo en el


empeño de quienes – obispos, presbíteros, diáconos y laicos de todas las categorías – se
esfuerzan por vivir el Evangelio en su propio estado de vida. Se trata de “diversos órdenes”,
dice el Concilio (LG 13), que manifiestan la “multiforme gracia de Dios”. Es importante
para todos que “cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido” (1 Pe
4,10). De la abundancia y de la variedad de los dones brota la comunión de la Iglesia, una y
universal en la variedad de los pueblos, las tradiciones, las vocaciones y las experiencias
espirituales.

La acción del Espíritu Santo se manifiesta y actúa en la multiplicidad y en la riqueza


de los carismas que acompañan a los ministerios; y éstos se ejercen de diversas formas y
medidas, en respuesta a las necesidades de los tiempos y de los lugares; por ejemplo, en la
ayuda prestada a los pobres, a los enfermos, a los necesitados, a los minusválidos y a los
que están “impedidos” de un modo u otro. También se ejercen, en una esfera más elevada,
mediante el consejo, la dirección espiritual, la pacificación entre los contendientes, la
conversión de los pecadores, la atracción hacia la palabra de Dios, la eficacia de la
predicación y la palabra escrita, la educación a la fe, el fervor por el bien, etc. Se trata de un
abanico muy grande de carismas, por medio de los cuales el Espíritu Santo infunde en la
Iglesia su caridad y su santidad, en analogía con la economía general de la creación, en la
que, como nota santo Tomás, el único Ser de Dios hace partícipes a las cosas de su
perfección infinita (cf. Summa Theologiae, II-II, q. 183, a. 2).

No hay que contraponer estos carismas a los ministerios de carácter jerárquico y, en


general, a los “oficios”, que también han sido establecidos con vistas a la unidad, el buen

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funcionamiento y la belleza de la Iglesia. El orden jerárquico y toda la estructura
ministerial de la Iglesia se halla bajo la acción de los carismas, como se deduce de las
palabras de san Pablo en sus cartas a Timoteo: “No descuides el carisma que hay en ti, que
se te comunicó con intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio
de presbíteros” (1 Tm 4,14); “Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en
ti por la imposición de mis manos” (2 Tm 1,6).

Hay, pues, un carisma de Pedro, hay carismas de los obispos, de los presbíteros y de
los diáconos; hay un carisma concedido a quien está llamado a ocupar un cargo
eclesiástico, un ministerio. Se trata de descubrir, reconocer y aceptar estos carismas, pero
sin presunción alguna. Por esta razón el Apóstol escribe a los Corintios: “En cuanto a los
dones espirituales, no quiero, hermanos, que estéis en la ignorancia” (1Cor 12,1). Pablo
empieza precisamente en este punto su enseñanza sobre los carismas; indica una línea de
conducta para los convertidos de Corinto quienes, cuando aún eran paganos, se dejaban
“arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos” (manifestaciones anómalas que debían
rechazar). “Por eso os hago saber que nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede
decir: ¡Jesús es Señor!” (1Cor 12,3). Esta verdad, junto con la de la Trinidad, es
fundamental para la fe cristiana. La profesión de fe en esta verdad es un don del Espíritu
Santo, y esto es mucho más que un mero acto de conocimiento humano. En este acto de fe,
que está y debe estar en los labios y en el corazón de todos los verdaderos creyentes, “se
manifiesta” el Espíritu Santo (cf. 1Cor 12,7). Es la primera y más elemental realización de
lo que decía Jesús en la última Cena: “Él (el Espíritu Santo, el Espíritu de Verdad) me dará
gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,14).

BIBLIOGRAFÍA

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