Alvarez Monica G - Guardianas Nazis - El Lado Femenino Del Mal

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MÓNICA G.

ÁLVAREZ

GUARDIANAS NAZIS
El lado femenino del mal
«Lo que queda de esa noche como ninguna otra es una sensación irremediable de
pérdida, de despedida. Mi madre y mi hermana se marcharon, y nunca les dije adiós.
Todo sigue siendo irreal. Es solo un sueño, me dije mientras caminaba colgada del
brazo de mi padre.
Es una pesadilla que me ha arrancado de las personas a las que amo, que están
golpeando a la gente hasta la muerte, que Birkenau existe y que alberga un gigantesco altar
donde los demonios de fuego devoran nuestro pueblo.
Es una pesadilla de Dios que los seres humanos estén lanzando a las llamas a niños
vivos judíos.»
(Elie Wiesel, superviviente del Holocausto).
Para que nunca olvidemos los principios humanos que nos alejan
irremediablemente del crimen y el castigo, me gustaría dedicar este libro:
A todas las víctimas de la injusticia, a las de entonces y a las de ahora.
A aquellos que murieron por la libertad.
AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, me gustaría dar las gracias a José Antonio y Diego Fossati
por creer en este proyecto nada más conocernos. Por sus consejos y por la
tranquilidad que me transmitieron durante el proceso. A mi editora Esperanza
Moreno, por tratar con tanto mimo no solo el libro sino a mí. A la Das Bundesarchiv
y a la U.S. National Archives, por permitirme utilizar su hemeroteca y por el
material fotográfico que me enviaron para completar esta obra. Las improntas que
aquí incluyo nos permiten conocer más de cerca a nuestras protagonistas. A los
traductores de inglés, polaco, francés y alemán que han formado parte de este
proceso literario. A Robert Wojno, Sergio Gómez y Katarzyna Czaplinska, por
atender tan amablemente el llamamiento que hice en Twitter para encontrar
traductor de polaco. A Anne Pfeifer, Laura Alvarado y Alexander Müller, por el
ímpetu mostrado desde Düsseldorf. A Begoña Sagarduy López, por querer
incorporarse a esta aventura. A Robbie McNicol por las tardes que pasamos
delante del ordenador escudriñando en inglés cada uno de los libros que me
llegaban. A todos ellos, un millón de gracias. A Madonna Anne Lebling, Director of
Newsroom Research en el periódico The Washington Post por darme acceso a
información privilegiada y por enviarme personalmente artículos publicados en su
diario sobre las tan temidas guardianas. A la Oxford University Press y al Oxford
Journals, que me dieron acceso a importantes documentos sobre los procesos
judiciales de Bergen-Belsen y Auschwitz. A Johannes Schwartz, Director of the
Lichtenburg Memorial Site, por facilitarme uno de sus trabajos sobre la
Oberaufseherin Dorothea Binz. A Flint Whitlock autor del libro The Beasts of
Buchenwald, por enviarme dedicado uno de sus ejemplares desde el otro lado del
charco y que tanto me sirvió para documentarme. A Katie Rushforth y Catherine
Lawn de la Eurospan Group por hacerme llegar manuscritos inaccesibles desde
España. A Eric Frattini por las comidas celebradas en su «cuartel general», por
ofrecerme versados consejos y sobre todo por su valiosa amistad. Al doctor José
Cabrera Forneiro, por lanzarse sin paracaídas a escribir el prólogo de este libro. A
Pietro y Lucía, por las charlas sin reloj, por las risas, los nervios y porque me
enseñaron que los sueños también se hacen realidad. A Carles Lamelo, por las
noches delante del micrófono hablando de misterios. A Javier Silvestre, porque su
risa llena la sala de mi memoria. A Lorena Montón, por su calidad humana. A
Blanca Jiménez Barrau por sujetarme en los peores momentos. A Alessandra
Martín, la «hermana» pequeña que siempre quise tener. A David Barrientos,
porque le sobra humanidad y la comparte con los que somos sus amigos. A Luisa
Puerto, por ser mi familia desde hace más de 15 años. A mi querida Grachi, porque
nunca he conocido un ser tan sabio sobre la faz de la tierra. A Bertita por sus
remedios alquimistas. A Mónica Montes, por ser más «solar» que nunca. A Eva
Margalef, porque es sinónimo de nobleza y lo demuestra cada día. A Bego Llácer,
por ser mi alma gemela. A Tania Ruiz Otero, porque nuestra amistad siempre
saltará la barrera de la distancia. A Paloma Ramón, por poner música a las
palabras. A Chus, porque sé que está viendo todo desde arriba; te pienso cada día.
A mis padres y hermano, por ser parte de mi alma. A Elena, por ser mi inspiración
diaria. Al resto de mis incondicionales, que no os olvido, por estar siempre a mi
lado cuando más lo necesito. Y por último, y muy en especial, un agradecimiento a
todas aquellas personas y organismos que me dieron la espalda, que me pusieron
toda clase de escollos para evitar que este libro fuese como es hoy. Ello me ha
permitido agudizar mi ingenio y, por tanto, mi investigación. A todos ellos, la más
sincera de las gratitudes. Una parte de este libro es de todos ellos.
PRÓLOGO

Cuando un psiquiatra se pone a prologar, las cosas se convierten en


impredecibles, ya que sabemos escuchar, hablar a medias, pero escribir muy mal.
Pero, como alguien dijo, es lo que hay. Para prologar desde la perspectiva
psiquiátrica caben dos opciones: tratar de entender el contenido de la obra en sus
matices psíquicos, o entender al autor en sus motivos para escribir dicho
contenido, y en ambos casos siempre resulta arriesgado encargar a un psiquiatra
una introducción o un prólogo, ya que el riesgo nace de la «manía» o también
llamada «deformación profesional» de estos sujetos, es decir, en este caso de un
servidor por desentrañar los intríngulis psíquicos de aquello que prologan, de
buscar los fantasmas inconscientes que siempre yacen tras las conductas humanas,
y cómo no tras las palabras escritas como representación éstas últimas de la
personalidad del autor. Pero el que así arriesga, ya sea autor o editor, demuestra su
valentía, y en cierto modo se desnuda para ofrecer con sinceridad una obra y el
esfuerzo que esta siempre implica. Vivimos un mundo convulso y con miles de
criterios y marcos morales donde a veces resulta difícil seguir una senda, por eso
conviene mirar atrás en nuestra historia y aprender de lo que en ella, con fortuna o
no, ha hecho el ser humano. Ese es el gran reto de los escritos que bucean en
nuestras luces y en nuestras sombras. Y de sombras vamos a hablar en estas
palabras que servirán como prólogo, sombras perversas y negras que pintaron un
capítulo mucho más que trágico de la humanidad, un capítulo de horror sin
sentido, donde el cerebro más animal e irracional gobernó el mundo en una espiral
que llenó los cementerios y aun nos asusta en su recuerdo. La autora ha
desentrañado unas vidas de personas, mujeres en concreto, que debieron ser
insignificantes o al menos sencillas y grises, y, sin embargo, encarnaron unas
conductas tan crueles e inimaginables que los psiquiatras titubeamos a la hora de
etiquetarlas. Y es que cuando sucede algo trágico o criminal todo el mundo recurre
al profesional de la psiquiatría para que de inmediato ponga un diagnóstico o al
menos explique el motivo de tal o cual conducta, como si al etiquetar o explicar,
nuestra angustia por lo bestial e incomprensible se aliviara y de esta forma
pudiéramos seguir saliendo a la calle sin la sensación de que en algún momento un
semejante puede hacer tal o cual cosa. De los campos de concentración tenemos
libros y libros, textos y textos y hasta filmaciones que nos erizan el cabello y nos
secan la boca, incluso tenemos descripciones de profesionales de la salud mental
que estuvieron presos, me vienen a la memoria Víktor Frankl y Bruno Bettelheim a
los que hay que leer por obligación, científicos de renombre como Primo Leví,
inolvidable, y también hay quienes nos avisaron con dolor de lo que se viviría
como Stefan Zweig, que se quitó la vida lejos de su patria por ese dolor inasumible.
Pero no teníamos un fichero tan detallado de unas mujeres que hicieron de su
condición el más flaco favor que se puede hacer hoy a la condición femenina;
fueron las torturadoras, algunas de ellas, que hoy gracias a la autora conocemos
con detalle. Y es en este punto en el que el psiquiatra se pregunta ¿Por qué? ¿Había
otras opciones para estas mujeres? ¿O un cruel fatalismo las empujó a perder el
rumbo intoxicadas por una atmósfera delirante proaria, que llevaron hasta sus
últimas consecuencias? ¿Qué decir de la personalidad de estas mujeres? ¿Pero qué
es la personalidad antes de todo? La personalidad es lo que conocemos
coloquialmente como «forma ser», y la deducimos de la conducta que cada uno
tiene consigo mismo y en relación con los demás. Esta forma de ser, si lo
resumimos de manera didáctica, estaría compuesta por dos parámetros claramente
diferenciales: el temperamento y el carácter. El primero, al que hemos denominado
temperamento, tendría un gran componente genético, es decir, se transmitiría a
través de la herencia, procedentes de ambos progenitores. En cambio, el segundo
sería básicamente adquirido en función de las relaciones y del ambiente que
rodean al sujeto desde su nacimiento hasta el momento presente. Lo que vemos de
la personalidad, lo que percibimos, lo que se exterioriza, es lo que llamamos
conducta o comportamiento. No hay acuerdo entre los autores y las escuelas sobre
cuál de los dos elementos es más determinante a la hora de la conducta del sujeto,
habiendo quien dice que la herencia determina definitivamente la conducta (idea
un tanto fatalista) y quien por el contrario habla de la herencia como una
vulnerabilidad sobre la que se impresionan los acontecimientos vitales que rodean
al sujeto en su vida desde la infancia hasta la edad de adulto. En cualquier caso,
todos hemos visto diferentes situaciones que parecen inclinarse hacia un lado u
otro de la balanza, pero cada vez son más los que opinan que como decía Cajal: «El
hombre es el escultor de su propio cerebro». Lo que conocemos como Trastornos
de la Personalidad (TP) serían formas «anormales» de ser y de relacionarse con
uno mismo y con los demás, desde un punto de vista estadístico. Se inician muy
precozmente y provocan malestar al sujeto y/o a los que conviven con él. En
realidad, muchos que denominamos «raros» son auténticos trastornos de la
personalidad, trastorno que se patentiza de otra forma dependiendo del medio
social donde vive el sujeto. Es en esta línea de pensamiento que deberíamos
encuadrar hoy a aquellas mujeres, y entonces las preguntas siguientes serían:
¿Nacieron así?, ¿Se hicieron así por contagio ideológico? O lo que es más duro de
aceptar: ¿eran simplemente así?, luego el mal existe. A los psiquiatras no nos gusta
hablar del mal y del bien, porque son conceptos morales íntimos de las personas y
han cambiado a lo largo de la historia según ideologías, cambios de poder... etc.,
pero lo cierto es que en ocasiones nos encontramos con personas que no tienen
criterios morales ninguno y entonces no podemos diagnosticar un trastorno,
simplemente alejarnos cautelosamente de ellas. Yo creo que el caso de estas
mujeres es en síntesis este último. No podríamos definirlas como personas con
trastornos psiquiátricos, vivían en un mundo tóxico en el que la moral se la
impusieron y ellas simplemente por vanidad, egoísmo, celos, ambición y otras
muchas razones «no psiquiátricas», hicieron del mal una herramienta perversa de
proyección de sus pobres vidas, y esto lo ha recogido magistralmente la autora
Mónica González Álvarez, mujer actual, trabajadora e investigadora de la historia,
a la que auguramos un gran éxito con esta descripción detallada de aquellas
Guardianas Nazis que hoy gracias a ella vuelven a la luz para que todos
mantengamos la alerta viva ante las ideologías extremas y radicales.

Dr. José Cabrera Forneiro

Psiquiatra y Doctor en Medicina Legal

Académico de la Academia Médico Quirúrgica Española


INTRODUCCIÓN

«La idea de aceptar un trabajo en Auschwitz era particularmente seductora,


puesto que el trabajo respondía a la necesidad que tenía de experimentar día tras
día la propia superioridad y la propia fuerza, el derecho a decidir sobre la vida y
sobre la muerte, el derecho a infligir la muerte, personalmente o al azar, y el
derecho a abusar del poder sobre las otras detenidas». Así formuló Anna
Pawelczynska, prisionera polaca convertida en guardiana del campo de Auschwitz
y actual socióloga, su paso por este centro de internamiento durante la Segunda
Guerra Mundial. No fue la única. A partir de 1939 cientos de mujeres alemanas se
alistaron a la Bund Deutscher Mädel (Liga de la Juventud Femenina Alemana) y al
Partido Nazi (NSDAP) para acatar los nuevos preceptos erigidos por Adolf Hitler
y su Tercer Reich. No echaban de menos un hogar íntimo, un marido cariñoso o
unos niños felices, como manifestó el Führer en más de una ocasión. No. Estas
féminas —pese a lo que declararon ante sus respectivos tribunales—, fueron
conscientes de la barbarie y la consternación a la que se enfrentaron. Decidieron
formar parte de un sistema de tortura, sadismo y muerte aún contraviniendo las
leyes internacionales en tiempos de conflicto. Pero ¿cómo es posible que alguien
corriente se convierta en un criminal de guerra? La respuesta más recurrente y la
que, por desgracia, he intentado reflejar a través de este libro, es que todas y cada
una de las personas que participaron de la maquinaria bélica del horror nazi, ya
tenían esa semilla asesina en su interior. Esa maldad era innata, oculta en algún
rincón de su conducta pero tan palpable que tan solo fue necesario trabajar en un
campo de exterminio, entre cadáveres y llanto, para despertar a las bestias más
despiadadas que se han conocido jamás. Si los hombres de Hitler fueron perversos,
ellas, las «guardianas» de los campamentos de concentración, supusieron la mano
ejecutora e implacable de la justicia aria. No hubo juez más atroz que María
Mandel, Ilse Koch, Irma Grese, Hermine Braunsteiner, Dorothea Binz y así hasta 19
nombres. Todas y cada una de ellas establecieron un patrón de entrenamiento para
enseñar a sus secuaces cómo debían golpear, apalear, fustigar, maltratar y vejar a
sus reclusas hasta el óbito. Durante esta fase de instrucción, llevada a cabo
principalmente en el campo de Ravensbrück, las futuras asesinas aprendieron a
practicar sacrificios y a comportarse como animales salvajes. La inhumanidad fue
su ilustre pilar. Los miles de internos de Birkenau, Buchenwald, Majdanek,
Ravensbrück, Auschwitz o Stutthof sufrieron en sus carnes el ensañamiento voraz
de unas mujeres que, lejos de impartir paz, y "guardar" la integridad personal, les
arrancaron de cuajo la poca esperanza que podían tener en la vida. En Guardianas
nazis nos encontraremos con una recopilación de la vida de las 19 supervisoras,
guardianas, responsables de bloque y auxiliares más sangrientas de los campos de
concentración alemanes entre 1939 y 1945. Aparecen divididas en dos significativas
partes: «Las 7 Arcángeles del Terror» y «Las 12 Apóstoles del Reich». Los términos
de «arcángel» y «apóstol» que utilizo para este fin, no pretenden ofender a nadie.
Si es así, mi más sinceras disculpas. El motivo por el que he decidido usar ambos
vocablos es por el significado implícito que llevan consigo. Nada tiene que ver aquí
la religión o la fe con el nazismo, pero sí lo que subyace. Entendemos por
«arcángel» como aquel «espíritu bienaventurado, de orden medio entre los ángeles
y los principados». Si hacemos acoplo de esta palabra a las siete supervisoras
germanas, hay que decir que estas fueron seres «venerados» por su régimen y que
se encontraban entre Hitler (la divina providencia) y los distintos rangos de las
Waffen-SS (los principados). En el caso de «apóstol», que sería aquel que predica, el
propagador de cualquier género de doctrina importante, las 12 restantes fueron
evangelizadoras de unos ideales. Se dedicaron a difundir entre sus fieles la semilla
de la religión aria. Este libro nace de la necesidad de sacar a la luz las sombras del
nacionalsocialismo, unas sombras donde las mujeres también tuvieron gran culpa
del exterminio semita. Como decía su Líder: «Sigo el camino que me marca la
Providencia con la previsión y seguridad de un sonámbulo». Ellas lo siguieron,
hasta el final, meneando la cola de la maldad a su paso. Sentían satisfacción ante lo
que generaban sus actuaciones, no por provocar sufrimiento en el otro, sino por el
dominio de llevarlo a cabo. Por el poder de elegir lo que era o no correcto en cada
momento. Si para Hitler el judío era de naturaleza satánica, una vez que lean las
fatales costumbres de nuestras protagonistas, pensarán que el Innombrable a su
lado era solo un mero aprendiz.
Parte I. Las 7 arcángeles del terror
ILSE KOCH. LA ZORRA DE BUCHENWALD

Yo nunca contemplé la posibilidad de ser llevada a juicio, porque nunca hice


ninguna de las cosas que se han presentado en mi contra.

Ilse Koch durante su primer juicio el 10 de julio de 1947

Dicen que detrás de un rostro angelical siempre se esconde un alma


diabólica y en el caso de Ilse Koch, no podría ser de otro modo. Mujer de cabellos
rojos y largos, de gran belleza y fuerte poder de seducción, supo cautivar a sus
camaradas de las Escuadras de protección para convertirse en supervisora de uno de
los campos de concentración nazi más importantes de la época. Su sadismo no
conocía límites y entre sus fechorías destacaba la creación de todo tipo de lámparas
con piel humana. De ahí su terrible apodo: La zorra de Buchenwald. Margarete Ilse
Köhler, que era así como se llamaba antes de casarse, nació el 22 de septiembre de
1906 en el seno de una familia de clase media en la localidad alemana de Dresde
(Sajonia). Hija de Anna y Emil, un labrador que posteriormente llegó a encargado
de fábrica, Ilse se comportaba como cualquier otra niña de su edad. De carácter
tranquilo, responsable y de buen comportamiento, llegó a hacerse muy popular
entre los compañeros de escuela. Nada hacía presagiar que se transformaría en una
asesina tiempo después. De hecho, poco se conoce acerca de su educación y de
cómo podría haber sido tratada o maltratada por sus progenitores. Evitó la escuela
secundaria para adquirir conocimientos de taquigrafía y secretaría en la academia
de oficios, pero a los 15 años aparcó definitivamente los estudios. Pese a que en un
primer momento, empezó a trabajar en una factoría, fue en 1922 cuando se
convirtió en dependienta de una librería de Dresde. Por ese entonces, Alemania
estaba sumida en un increíble estancamiento económico y todavía padecía las
consecuencias de la Primera Guerra Mundial. Inmersa en la soledad de esas cuatro
paredes, la joven Köhler inició un interés desmedido por los nuevos y enérgicos
personajes que se asomaban a través de los volúmenes que llenaban diariamente
los estantes. Eso y las continuas visitas, sobre todo de una rama oficial del Partido
Nazi, hicieron que esta joven atractiva y pelirroja, de personalidad arrolladora y
embaucadora, no tardase en abrirse paso entre sus filas llegando a tener aventuras
con varios miembros de las Waffen-SS. Una década más tarde, en 1932, Ilse se afilió
al Partido Nazi Alemán (NSDAP). Era el número 1.130.836 y una de las primeras
mujeres en llevarlo a cabo. La cercanía con la alta esfera estaba cerca. Su
fascinación por los uniformes llegaba a tal extremo que tenía citas exclusivamente
con miembros del Reich: oficiales de las SS y de las Sturm Abteilung (SA o Camisas
Pardas), de tal forma que lo natural era enamorarse de un militar vanidoso y
grandilocuente. Ocurrió de la siguiente forma. Gracias a su trabajo como
mecanógrafa en la empresa de cigarrillos Reetsma en Dresde, la vida de Ilse
cambiaría para siempre en mayo de 1934. En su camino se cruzó Karl Otto Koch,
un Obersturmführer (teniente) de las SS que se encontraba casualmente en la zona
por un breve periodo de tiempo. Gracias a su belleza pelirroja de ojos verdes y a su
ademán sexy y provocativo, la muchacha conquistó rápidamente el corazón del
oficial. Y aunque Karl era un hombre robusto, de cara redonda, calvo, diez años
mayor que ella y divorciado, Köhler no pudo evitar mantener un romance con él.
Durante ese mes su amor continuó floreciendo. Incluso después de que lo
trasladasen de Dresde al campo de concentración de Hohnstein (Sajonia) el 30 de
junio de 1934 y en octubre al de Sachsenburg. No obstante, y antes de proseguir
con la historia de nuestra terrible protagonista, Ilse Koch, es imprescindible que
conozcamos también la trayectoria y personalidad del que sería su marido. Karl
fue para Ilse lo más parecido a un maestro, quien la enseñó a practicar diversos
suplicios y vejaciones. La crueldad de ella fue en parte tan descomunal gracias a
las directrices de su cónyuge.

LOS ANTECEDENTES DE KARL


Karl Otto Koch nació en Darmstadt (Alemania) en 1897 cuando su madre
tenía 34 años y su padre, un funcionario del gobierno de Darmiggadta, 57. Los
padres se casaron dos meses después de su nacimiento; sin embargo, cuando él
tenía ocho años, su progenitor falleció. Este hecho provocó en él un sentimiento de
aislamiento que derivó en una mala conducta en la escuela, que unido a malas
calificaciones, hizo que Karl dejase pronto la escuela y se fuese a trabajar a las
fábricas de mensajería local. Cuando tenía diecisiete años, se alistó en el ejército.
Por entonces, la Primera Guerra Mundial ya se estaba poniendo en marcha en
Europa Occidental. Cuando su madre se enteró, intervino, habló con la oficina de
reclutamiento y le mandaron de nuevo a casa. En marzo de 1916, a la edad de
diecinueve años, el muchacho se las arregló de nuevo para formar parte del
regimiento, pero la contienda le tenía algo preparado: terminar en un campo de
prisioneros. Milagrosamente, salvó la vida y regresó a una Alemania enojada a la
par que destrozada. Se cree que esta experiencia marcó tan negativamente su
talante, que Karl inició una etapa de rabia desalmada contra sus inferiores. Lo
constató siendo ya coronel del campo de concentración de Sachsenhausen. Tras el
fin de la Primera Guerra Mundial, el exsoldado continuó con su vida y obtuvo el
puesto de empleado de banca. En 1924 se casó por primera vez, pero dos años más
tarde el banco se derrumbó y Karl se quedó sin trabajo. Por aquel entonces mozos
desempleados sin recursos ni motivaciones encontraban en las ideas nazis un
verdadero chaleco salvavidas. Se afilia al partido en 1931 con número 475.586 y
comienza a trabajar en la oficina de la administración de la sede regional del
partido en Dresde. Su matrimonio se estaba yendo a la deriva y el divorcio se
materializa ese mismo año. En el mes de septiembre Karl Koch decide unirse a la
elite de las Waffen-SS. Para ello tenía que pasar por una previa y ardua
investigación para comprobar que no tenía antecedentes judíos. Una vez
demostrado que todo estaba correcto, comenzó su periplo nazi. Durante los años
siguientes y previos a enamorarse de Ilse, Karl fue destinado a varios
campamentos de concentración. Según afirmaba el comandante de la unidad
Totenkopf, Theodor Eicke: «su habilidad estaba por encima de la media y hacía todo
lo posible por el triunfo de los ideales nacionalsocialista». Dichas cualidades
llevaron a Koch a ser bien mirado por sus superiores, quienes buscaban entre sus
filas hombres como él. Por eso recibió su primera asignación. Desde entonces, Karl
pasó de dirigir la unidad conocida como SS-Sonderkommando «Sachsen» en el campo
de concentración de Sach-senburg, a ser el ayudante principal y hombre de
confianza de Heinrich Himmler, jefe de las SS y de la Gestapo. Para este último,
Karl era un hombre preparado, dispuesto y capaz de llevar a cabo las más
escalofriantes órdenes, alguien que podría llegar muy lejos dentro de los círculos
nazis y de las Escuadras de Protección. Una de sus máximas era: «Meine Ehre heiBt
Treue» (Mi honor es la lealtad).
LA BODA DE LOS KOCH

Una vez que la SS Rasse-und Siedlungshauptamt (la Oficina Central de las SS


para la Raza y el Reasentamiento) investigó la genealogía tanto del coronel Karl
Otto Koch como de la joven Ilse Köhler, se procedió a realizar la liturgia.
Necesitaban cerciorarse que no tenían sangre «impura», es decir, parentesco judío
alguno. En la noche del 29 de mayo de 1937 la parte de atrás del KL Sach-
senhausen, se convirtió en el lugar elegido por Karl e Ilse para contraer
matrimonio. Un bosque repleto de robles fue el principal testigo de una ceremonia
engalanada con impresionantes antorchas. Fue un enlace con todos los rituales y
adornos de las SS. Por aquel entonces y así lo asegura Andrew Mollo autor del
libro A pictorial History of the SS. 1923-1945, las bodas cristianas fueron
reemplazadas por ritos pseudopaganos:

«Los matrimonios ya no se llevaron a cabo en las iglesias, sino al aire libre


bajo un limonero o en un edificio decorado con runas de las SS, girasoles y ramitas
de abeto. Una eterna llama ardía en una urna frente a la cual la pareja
intercambiaba anillos y recibía el regalo oficial de las SS, el pan y la sal, símbolos
de la fecundidad y la pureza de las tierras».

Tras la ceremonia y hasta que su nueva casa en Sachsenhausen estuviera


terminada, los Koch vivieron en el apartamento alquilado de Ilse en las costas de
Lehnitzsee, un lago cercano a Oranienburg. Karl acababa de ser nombrado coronel
del campo de concentración que estaba construido en las proximidades de la
capital. Allí permanecieron durante varios meses, hasta que en 1938 fue destinado
al centro de trabajo de Buchenwald, uno de los campamentos inaugurales del
Imperio nazi durante la II Guerra Mundial. Aquel Konzentrationslager acabó siendo
uno de los mayores recintos de exterminio alemán junto con el de Auschwitz,
debido a los experimentos médicos que se efectuaban con los prisioneros. Fue
precisamente allí donde se dieron cita las macabras atrocidades de la pareja Koch.

BUCHENWALD: EL CAMPO DE LOS HORRORES

Construido en 1937 en la región rural de Weimar, Buchenwald fue uno de


los primeros y más grandes campos de concentración nazi. Cada individuo que
soprepasaba el portalón de estas instalaciones tenía que leer: «Con justicia o sin
ella, ¡mi patria!». Se dividía en tres secciones principales. En el «gran campo» se
albergaban prisioneros de cierta antigüedad; en el «campo pequeño» se alojaban
los que estaban en cuarentena; y en el «campo de tiendas de campaña», miles de
detenidos polacos, enviados después de la invasión alemana del país en 1939. Pero
Buchenwald incluía otra faceta todavía más sobrecogedora: la investigación
médica. Consistía en la realización de esterilizaciones sin anestesia, inyecciones
experimentales de nuevas drogas y disparatadas pruebas de resistencia humana
ante el dolor, el calor y el frío. Además, inyectaban enfermedades letales a las
víctimas para después someterlas a un estrecho seguimiento. Los primeros meses
en Buchenwald fueron totalmente «corrientes» para los Koch, ya que dedicaron ese
tiempo a tener hijos, en este caso tres, Artwin, Gisele y Gudrun. Esta última murió
de forma repentina mientras Ilse y Karl estaban de vacaciones esquiando. A pesar
de los intentos de su niñera, Erna Raible, para convencer al matrimonio de que
regresasen lo antes posible, hicieron caso omiso y la niña falleció sin estar ellos
presentes. Cumplido el trámite de la paternidad que se exigía a los miembros más
antiguos del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, la normalidad dejó paso al
sadismo. Era de esperar, si contamos con la brutalidad ejercida por Karl durante su
incursión en los diversos campos de concentración donde estuvo destinado. Su
codicia personal arrasaba allá donde iba. Según las víctimas que sobrevivieron,
este impartía latigazos a los prisioneros utilizando una fusta cuyo vértice constaba
de fragmentos de cuchillas de afeitar. Además, entre las torturas que se le acuñan
estaba la de utilizar un hierro candente para marcar a los reos o la del agarre de los
dedos. Ambos martirios, empleados a su vez en la época medieval, se realizaban
de forma cruel si alguien violaba las reglas del campo. Nadie escapaba del
tormento del dolor si Karl Koch así lo decidía. Lo cierto es que también lo puso en
práctica su esposa Ilse, quien, pese a su apariencia seductora, escondía tras de sí a
una verdadera asesina en potencia. Él le enseñó todo lo relacionado con la
inmolación y el sacrificio.

EL PICADERO

La pesadilla comenzó en «Villa Koch», como formalmente era conocida, y se


extendió hacia el exterior. Se trataba de una gran casa de aproximadamente 125
hectáreas sobre la colina Ettersberg. En un principio, aunque Ilse era la esposa de
uno de los siete oficiales de las SS destinados en Buchenwald, no era de aquellas
que hacían amigos fácilmente. Pronto, la señora Koch se transformó en una mujer
«endemoniada». La maternidad no la había ablandado, ni más lejos de la realidad,
sino todo lo contrario. El efecto positivo que podía subyacer en ella se había
convertido en algo destructivo y mordaz. De hecho, no se relacionaba con ninguna
de las otras cónyuges. Su carácter colérico, sádico, degenerado, de gran sangre fría
y hambrienta de poder, se lo impedían. Algunos informes médicos posteriores la
llegaron a tildar hasta de ninfómana. Para la realización de esta clase de
depravaciones y fiestas, el comandante Koch mandó construir también una especie
de «picadero», donde su mujer podría desplegar sus malas artes, tanto amatorias
como criminales. El lugar en cuestión, lejos de ser algo pequeño, tenía 40 × 100
metros de extensión y unos 20 metros de altura. Esta gigantesca morada se
encontraba a poca distancia del campo de concentración, así que los prisioneros de
los barracones más cercanos podían escuchar perfectamente lo que ocurría en su
interior. La construcción tuvo que llevarse a cabo con tanta rapidez que unos
treinta prisioneros tuvieron accidentes mortales y algunos de ellos fueron
asesinados durante el trabajo. Los gastos de edificación ascendieron a un cuarto de
millón de marcos de la época (unos 250.000 euros). Una vez terminado, Ilse
empezó a utilizarlo varias veces por semana. Efectuaba sus paseos matutinos a
caballo que duraban entre quince y treinta minutos, mientras la orquesta de las SS
tocaba la música de acompañamiento sobre un tablado especial. A modo de
curiosidad, señalar que dentro del «picadero» Frau Koch mandó colocar una pista
con las paredes recubiertas de espejos como ingrediente adicional en sus orgías
colectivas. Tras su encarcelamiento en la prisión de la Policía de Weimar en 1943, la
célebre alcoba sirvió de almacén para trastos viejos.
TÉCNICAS DE CASTIGO Y TORTURA

Al principio, Ilse solo se tomó pequeñas libertades, como por ejemplo, exigir
a los prisioneros que la llamasen Gnädige Frau (señora), pero no tardó en abarcar
otras actividades. Su comportamiento era el de una mujer obsesionada con su
aspecto, hasta el punto de mandar traer vino de Madeira para bañarse en él,
mientras miles de prisioneros morían de hambre a pocos metros de su casa. Pero
aquellos baños no solo tenían como ingrediente principal el preciado alcohol.
Según parece, entre las tropas de las SS empezó a correr el rumor de que la señora
Koch utilizaba el zumo de limón para frotarse la piel, otro posible complemento
para nutrir la epidermis. Y por si esto fuera poco, Ilse ordenaba a su peluquero
particular, un prisionero del campo, realizar esta labor todos los días. Su
preocupación por el atractivo físico dio como resultado tener armarios repletos de
costosas prendas, calzado y pieles, y a ser dueña de los mejores perfumes de la
época. Además, tanto el sótano de su casa como la bodega albergaban cientos de
exquisitos productos procedentes de los mejores lugares de Europa, y su finca se
encontraba siempre impoluta teniendo a su cargo dos cocineros y varias criadas.
Después, se dedicó a pasearse por el campamento látigo en mano, pegando a
aquellos prisioneros cuyo aspecto le era desagradable. Como vemos, para ella la
belleza era lo más importante. Finalmente, su crueldad comenzó a desatarse sin
ningún tipo de escrúpulo ni límite, haciendo del campo de internamiento nazi su
terreno de juegos predilecto. Su placer perverso la llevaba a lanzar perros contra
las embarazadas. Les provocaba entrar en una fase de terror absoluto donde las
víctimas llegaban a creer que morirían despedazadas por aquellas bestias. Una vez
que Ilse conseguía su propósito, chillaba encantada. De noche organizaba orgías
lésbicas con las esposas de los oficiales, para después dedicarse a practicar sexo con
los subordinados de su marido. Las aventuras sexuales de la señora del
comandante le llevaron a tener aventuras hasta con doce personas a la vez. Su
depravación iba creciendo. El expreso de Buchenwald, Eugen Kogon, escribió:

«Un capítulo especial fueron las reuniones sociales de las SS que se iniciaron
en Buchenwald con una magnífica fiesta al aire libre... Lo realizaban para el
personal de la sede una vez al mes. Ellos comían y bebían de forma desmedida, lo
que casi siempre terminaba en orgías salvajes».
HABLAN LOS TESTIGOS

La fascinación por técnicas de castigo y tortura que había conocido gracias a


su marido, le sirvieron para ganarse una fama de sanguinaria que jamás dejó atrás.
De hecho, uno de sus múltiples y retorcidos placeres consistía en permanecer a la
entrada del campo a medida que llegaban nuevos prisioneros. Los esperaba con los
pechos desnudos y ávida de lujuria. Cuando los presos se daban cuenta de lo que
ocurría, Ilse pasaba a la acción. Comenzaba a acariciarles, a sobar su cuerpo
libidinosamente, mientras gritaba comentarios subidos de tono. Si alguno cometía
el error de mirarla fijamente a los ojos lo golpeaba hasta perder el sentido.

«...un domingo de febrero de 1938, los prisioneros tuvieron que permanecer


en pie desnudos en la plaza durante tres horas mientras hombres de las SS
examinaban su ropa. Durante este tiempo, la esposa del asesino masivo Koch y las
de otros cuatro oficiales de las SS estuvieron ante la valla de alambre espino
mirando lascivamente a los prisioneros desnudos» 1.

Koch se había convertido en la principal torturadora de internos de


Buchenwald. Las historias sobre ella y el uso que hacía de la fusta eran
interminables. Otro testimonio es el de un prisionero, un hombre llamado Peter
Kleschinski, que aseguró que en el verano de 1938, mientras había una cuadrilla de
trabajo cerca de Villa Koch, vio a la señora acercarse a un prisionero judío,
golpearle en la cara con el látigo y ordenar a un hombre de las SS que lo azotara.
Ese mismo verano el interno Walter Retterpath estaba trabajando en un lado de la
carretera cuando Ilse Koch se acercó, se dio cuenta de que la miraba y se enfrentó a
él. «¿Qué te crees que estás haciendo mirando mis piernas?», gritó. Y lo abofeteó
con su fusta. Otra declaración nos lleva hasta el recluso Franz Scheneewciss, que
afirmó que mientras estaba trabajando cerca de la cantera, Ilse pasó montada en su
caballo. Él cometió el error de mirarla y enojada le preguntó: «¿Por qué me
miras?». Entonces procedió a golpearle repetidas veces en la cara con la pequeña
fusta de cuero haciéndole perder la visión durante unos instantes. En otro
incidente Hans Ptaschnik, un preso político al borde de la inanición, estaba
limpiando las jaulas del zoológico cuando empezó a ingerir un poco de comida de
los animales y a rellenar sus bolsillos con el resto. En ese momento Frau Koch se
acercó, le ordenó vaciarlos y mientras lo estaba haciendo, le golpeó en la cara con
la fusta de montar hiriendo gravemente uno de sus ojos. Otro confinado, Max
Kronfeldner, aseguró que mientras él y otros dos prisioneros enfermos iban
caminando a la enfermería, la «Comandanta» y su compañero de equitación y a
veces amante, el adjunto Hermann Florstedt, cabalgaron hasta el trío. «Ella vino
hacia nosotros», dijo, «y nos golpearon con la fusta... porque estábamos mirándola.
Vimos a una mujer a caballo y nosotros miramos». Este hombre no se había dado
cuenta de que la dama en cuestión era Ilse Koch, pero cuando los otros reclusos le
preguntaron más tarde el motivo por el que había recibido una buena zurra en su
cara, el respondió que se lo había hecho una muchacha de cabellos rojos que
montaba a caballo. Entonces, le mencionaron que ella era la esposa del
comandante, a lo que Kronfeldner añadió: «¡Bromeas! Bueno, ¡ella puede besar mi
culo!». Siguiendo con la ristra de testificaciones, habría que señalar que Eugen
Kogon al que hemos mencionado anteriormente, aseguraba que los prisioneros
eran registrados de vez en cuando durante el pase de revista, para buscar
productos de contrabando tales como dinero y tabaco. Si alguien tenía, era
automáticamente decomisado por un oficial de las SS para uso propio. Este preso
recordaba en particular que en una gélida jornada de febrero...

«...los prisioneros se vieron obligados en más de una ocasión a permanecer


de pie completamente desnudos durante tres horas. La esposa del Comandante
Koch, en compañía de las mujeres de los otros cuatro oficiales de las SS, se
asomaban a la valla de alambre para regodearse de las desnudas figuras».

Un día los guardias ejecutaron a unos reclusos mientras trabajaban. A Ilse le


gustó tanto esta escena, que cogió una pistola y añadió veinticuatro víctimas más a
la lista de muertos. Todos los internos de Buchenwald, incluso aquellos con mucha
experiencia en el campo, se preguntaban de qué manera era posible librarse de
aquella jungla de castigos y maltratos. No veían salida alguna. Otro de estos
ejemplos habla de la prohibición de entregar leña a los jefes de las SS para su uso
particular. Tal restricción tuvo graves consecuencias, sobre todo porque el personal
del campamento se la saltaban por alto. En una ocasión y contraviniendo dicha
orden, el kapo de la serrería facilitó a la mujer del entonces médico del campo un
cesto repleto de leña. En situaciones tan excepcionales, era mejor saltarse las
normas si con ello se podía vivir más tranquilo y no alterar a las altas esferas. No
obstante, debido a la enemistad existente entre esta señora y la esposa del
comandante, la temida Ilse Koch, esta dio parte a su marido sobre el asunto. Al
enterarse, el kapo fue castigado con veinticinco bastonazos. A la mañana siguiente
Frau Koch mandó buscar un saco de leña de la serrería. Pero el kapo se negó a
dársela, expresándola que si lo hacía iba a contravenir de nuevo una regla, además
de que acababa de recibir su castigo. A consecuencia de ello, y por haberse negado
a ejecutar una «orden de la comandanta», su superior le hizo tenderse otra vez
sobre el potro de martirio. El miedo que despertaba esta mujer a su paso era tan
grande que hasta los presos políticos de otras regiones retrataban verbalmente su
figura:
«Conocí a Ilse Koch. Sin embargo, sería más correcto decir que tenía miedo
de encontrármela, así que evité el encuentro desde que se convirtió en una de las
personas más temidas en el campo. Ella vivió y se benefició, junto con su famoso
marido, de lo que exprimieron de la administración del campo, de las decenas de
miles de miserables prisioneros y de la malversación de fondos. Le encantaba,
entre otras cosas, montar a caballo, ya fuese en el vecindario del campo o en la
gran academia de equitación en la que, más tarde, prisioneros inocentes fueron
ejecutados. Hubo incluso una banda de música, compuesta por presos, que tenían
que participar para entretenerla. Conocerla era mala suerte para un recluso. A
veces se ponía furiosa, porque [el prisionero] no la saludaba, otras veces porque se
atrevía a saludarla, algunas porque la miraba, e incluso simplemente porque tenía
un enfermo estado de ánimo. Nosotros los prisioneros teníamos la obligación de
mirar estas palizas como un castigo adicional. Cuando no éramos observados,
cerrábamos los ojos para no ver la sangre corriendo por las heridas abiertas, y
cerrábamos nuestros oídos para no escuchar los gritos desgarradores de los
castigados. Pero la señora Ilse Koch hacía más difícil las cosas. Ella fue capaz de
permanecer en la valla del campo y mirar aquellas brutales palizas con gran
interés. No era sorprendente que una gran cantidad de hombres en el campamento
tuvieran razones para tanto miedo y adversidad a Frau Koch, la mujer a la que nos
referíamos a sus espaldas como 'Commandeuse' (la Dama Comandante)» 2.

Otro interno y médico checo llamado Paul Heller declaró ante el subcomité
del senado que conocía personalmente los abusos a prisioneros por parte de Ilse
Koch. Según su testimonio, un domingo la esposa del comandante apareció con los
perros. Se colocó delante de ellos y se mantuvo de pie durante dos o tres horas. Los
reos enmudecieron del miedo. Entonces, varios miembros de las Waffen-SS
iniciaron una larga tanda de duros y severos golpes. Ella observaba la escena muy
tranquila. La expresión de su rostro indicaba a sus secuaces cuánto tenían que
aumentar el ritmo de las palizas. «Había muchas esposas de oficiales en el campo y
fuera de él, y nadie más hizo nada de eso. Creo que ella lo hacía por placer y por
eso ella era la única responsable de su propia conciencia. No le pagaron por ello.
No llevó el uniforme de las SS. Ella siempre llevaba un abrigo de piel y vestía como
si fuera a alguna clase de celebración... Ella permaneció allí fascinada y
aparentemente le gustaba», aseveró Heller. Como vemos, según este y otros
testigos, Ilse aparentemente no tenía ningún «deber» ni siquiera «orden» por parte
de ningún superior para tener esta clase de actuación. Aunque es bien cierto que su
marido, el comandante Koch siempre fue influyente en todos los ámbitos de su
vida, no hay ningún testigo que explique que su mujer debía desarrollar tales o
cuales aberrantes acciones bajo su supervisión.
COLECCIÓN DE PIEL HUMANA

Decía el Marqués de Sade que «la crueldad, lejos de ser un vicio, es el


primer sentimiento que imprime en nosotros la naturaleza. Es la educación y el
adiestramiento lo que nos hace racionalmente bondadosos». No le faltaba razón, ya
que en el caso de Ilse Koch, esposa del comandante de Buchenwald, esto último
debió de perderlo por el camino. Y es que cuando los presos totalmente exhaustos
creían que no habría una tortura más terrible, su sadismo reinventaba nuevas
atrocidades. Entre sus diversiones más significativas cabría resaltar su particular
colección de tatuajes descuajados y objetos fabricados con despojos humanos.
Durante las revistas diarias en el campo ella ordenaba a los prisioneros
desprenderse de las ropas para que le mostraran su piel tatuada. Solo manifestaba
interés por aquellos que tenían dibujados símbolos llamativos o exóticos. Entonces,
se posaba en sus ojos una sonrisa sádica con cierto brillo carnívoro. Eso significaba
que había encontrado otra víctima. Frau Koch tenía varios delatores que
aseguraban que ella se involucraba diariamente en las operaciones del
campamento, incluyendo la selección de estos presos tatuados para su posterior
asesinato, cosa que ella siempre negó. Una vez muertos, su piel se convertía en
objeto de decoración en la casa de la pareja. Destacaban las macabras pantallas de
las lámparas, zapatillas, guantes, fundas de cuchillos, tapices y portadas de discos.
Pero, ¿cuándo comienza Ilse a ganarse la fama de coleccionista de tatuajes? Al
parecer todo se origina cuando un médico del campo de Buchenwald, el doctor
Erich Wagner, SS-Sturmbannführer (capitán), desarrolló un morboso interés hacia
los internos con tatuajes. Esto le llevó a confeccionar una especie de «proyecto de
investigación» y en última instancia, una espeluznante conferencia. Con la
complicidad del Coronel Karl Otto Koch, Wagner tenía fotografiados a los
prisioneros de Buchenwald. Esta facilidad le sirvió para trasladar a sus favoritos a
la enfermería, donde se les inyectaba una dosis letal de fenol o de alguna otra
sustancia venenosa. Después, la piel tatuada de los reos era extirpada de sus
cuerpos y «bronceada». Así podría preservarse y amoldarse mejor a varios
artefactos. Kurt Glass, preso jardinero de los Koch y testigo en los juicios de
Dachau de 1947, determinó durante el proceso:

«[...] Era una mujer muy hermosa de largos y rojos cabellos, pero con la
suficiente sangre fría como para disparar a cualquier preso en cualquier momento.
Tenía en mente fabricar una pequeña lámpara de piel humana, y un día en el
Appellplatz se nos ordenó a todos desnudarnos hasta la cintura. Los que tenían
tatuajes interesantes fueron llevados ante ella, para escoger los que le gustaban.
Esos presos murieron y con sus pieles se hicieron lámparas para ella. También
utilizaron pulgares momificados como interruptores [...]».
LÁMPARAS HUMANAS

El tema de las lámparas de piel humana siempre ha constituido uno de los


temas más controvertidos del despiadado currículum de Ilse Koch. Aunque
durante la confiscación de todos sus bienes, aparecieron fotografiados numerosos
objetos relacionados con estos hechos, las pruebas del informe forense no
encontraron ninguna evidencia científica al respecto. Reseñar que dicho expediente
médico se realizó para verificar y confirmar el supuesto origen humano de las
pieles como peritaje judicial en los procesos de Dachau. Para la vista judicial solo
se incluyeron tres trozos de uno de los tatuajes extirpados más famosos, por lo que
jamás se pudieron probar estos incidentes. Y pese a las evidencias visuales y de
aspecto, las pruebas no fueron concluyentes. En este sentido cabría mencionar un
dato llamativo. Durante la liberación del campo de Buchenwald, el mismísimo
director de cine Billy Wilder realizó un documental sobre el estado y los objetos
encontrados en este lugar. La imagen de la mesa con los tatuajes, las cabezas
disecadas y la «supuesta» lámpara dieron la vuelta al mundo, convirtiéndose en
símbolo de la barbarie.

«El Dr. Wagner y yo nos llevábamos bien y, entre otras cosas, yo le escribí la
tesis al doctor Wagner. El tema, "Tatuaje" fue impartido en la Universidad de Jena.
La pregunta era: "¿Los hombres tatuados muestran alguna inclinación criminal
debido a su tatuaje?". El coronel Koch le dio permiso a Wagner para realizar esta
tarea. Gracias a la base de este trabajo Wagner recibió su título de médico. Rudolf
Gottschalk me informaba que la mujer del coronel Koch tuvo la idea de utilizar la
piel tatuada de los prisioneros para objetos de arte industrial, que también hizo» 3.

Otro de los internos, Gustav Wegerer, recordó el día en que el comandante


Koch junto al cirujano de las Schutzstaffel, Müller, aparecieron en su equipo de
trabajo, la sala de Anatomía Patológica. Cuando se personaron en ese preciso
instante, Gustav estaba haciendo la pantalla de piel humana tatuada y bronceada.
Koch y Müller pasaron a seleccionar de entre unos curtidos de piel fina, aquellos
tatuajes que mejor se adecuarían a la pantalla. De aquella conversación Wegerer
afirma lo siguiente:

«Se podría deducir que Ilse Koch no estaba satisfecha con los colores
elegidos previamente. Así que en esta visita Koch también ordenó un estuche para
una navaja de bolsillo hecha de un suave curtido humano, así como una cajita para
los instrumentos de manicura. Ambas tuvieron que ser realizadas con piel
humana, también».
Como vemos, los cuerpos con cierto «valor artístico» se entregaban al
laboratorio forense, donde eran tratados con alcohol y productos especiales para el
cuidado de la dermis. A continuación se secaban, se engrasaban con aceite vegetal
y se empaquetaban en bolsas especiales. Uno de los presos, un judío llamado
Albert Grenovsky que se vio obligado a trabajar en el laboratorio de patología de
Buchenwald, manifestó después de la guerra que Ilse elegía personalmente los
tatuajes de los internos que se llevaban a la clínica. Una vez allí, eran asesinados
mediante una inyección letal. Mientras tanto Ilse se superaba en sus habilidades.
Cuando el cuero se cerraba, ella empezaba a coser mallas de ropa interior y
guantes. «Tatuajes adornan las bragas de Ilse. Yo las vi en la parte trasera de un
gitano en mi barracón», instaba Grenovsky. Al parecer, el monstruoso
entretenimiento de Ilse Koch lo empezó a poner de moda entre sus colegas de otros
campos de concentración. Para ella, era un placer coincidir con las esposas de los
comandantes de los otros recintos y darles instrucciones detalladas sobre cómo
trocar la piel humana en exóticas encuadernaciones de libros, pantallas de
lámparas, guantes o manteles de mesa. Mientras la mayoría de las madres
alemanas tejían bufandas y calcetines de lana para sus hijos, Ilse había puesto en
marcha toda una «industria» de productos artesanos con restos humanos. De
hecho, muchas de estas piezas acabaron convirtiéndose en regalos a altos mandos
nazis que llegaron incluso a la ciudad de Berlín. Gracias a esa fama de
maquiavélica, salvaje y sin entrañas, Koch se ganó el sobrenombre de «la Zorra de
Buchenwald». Así y todo también se la recuerda con el apelativo de «la Perra de
Buchenwald», «Frau Shade» (mujer sombra) o «la Bruja de Buchenwald». El
desprecio de sus prisioneros era innegable, pero sorprende aún más el que sentían
por ella sus camaradas. Sus propios compañeros la temían. En el libro Sidelights on
the Koch Affair de Stefan Heymann el autor señala que poseer lámparas hechas con
piel humana no era una hazaña propia de los Koch, ya que no los distinguía de
otros oficiales nazis. Ellos expusieron las mismas obras de arte confeccionadas
especialmente para sus hogares.

«Es más interesante que Frau Koch tenga un bolso de señora hecho del
mismo material. Ella estaba tan orgullosa de ello como lo estaría una mujer de la
isla del Mar del Sur con sus trofeos caníbales».

Sin embargo, el salvajismo no acabó ahí. A Ilse le encantaba adornar su casa


con las cabezas humanas de los presos. Para ello ordenaba encogerlas
químicamente. El resultado: un comedor repleto de cabezas humanas colgadas del
techo que acompañaban a la familia Koch en cada una de sus celebraciones.
Llegaron a tener hasta doce. Otro de los testimonios que apoya este dato, es el del
reo Petr Zenkl que explicó cómo en el denominado departamento patológico había
visto una gran exposición de elementos anómalos. Se trataba de la cabeza de un
prisionero reducida mediante un elaborado método para alcanzar el tamaño de un
puño, además de toda una colección de tatuajes de uno o varios colores. Una gran
cantidad de muestras de piel tatuada, en especial aquellas con ilustraciones
obscenas, fueron sacadas por miembros de la administración del campo y por los
visitantes más destacados. Una de las mejores evidencias que demuestran las
despiadadas actuaciones de los Koch, es un documento interno de las SS dirigido a
la enfermería del campo. En él piden que frenen la publicidad de los abusos,
atrocidades y excesos que se cometían en los procesos de confesión y extorsión de
los internos. El corazón mismo de la barbarie pedía clemencia y prudencia a sus
propios soldados de doctrina, suplicando que no exhibieran también los «trofeos»
de piel humana. Según registros de la sala de curas del campamento tan solo en el
recinto sanitario se produjeron 33.462 asesinatos de presidiarios, sin contar con los
martirizados por los distintos experimentos y truculencias que se efectuaban con
sus cuerpos.

LOS KOCH: INVESTIGADOS Y JUZGADOS POR LAS SS

La vida de lujos, excesos, orgías sexuales, depravaciones y asesinatos


perpetrados por el matrimonio Koch ya no podía ocultarse por más tiempo. A
pesar del alto rango, el comandante no podía evitar las continuas inspecciones de
sus superiores al campo de concentración de Bu-chenwald. Una de aquellas visitas
fue el principio del fin de los Koch. El aristócrata Josias Erbprinz Waldeck —el que
fuera Comandante de la Policía para la principal división territorial de Fulda-
Werra y posterior General de las Waffen-SS—, estaba detrás de la pista de quién
podría ser el autor o autores de los homicidios cometidos contra Walter Krämer y
Karl Peix, dos prisioneros que ejercían como médicos en Buchenwald. La evidencia
más probable era que el propio Karl Koch hubiese ordenado su ejecución.
Semejante maniobra impediría que los susodichos denunciaran la elaboración de
aquellos secretos estudios. Pero quedaba un cabo suelto. Necesitaba ocultar
definitivamente dichas pruebas. Para ello el comandante, presuntamente, mandó
falsificar los certificados de defunción de los reos alegando que habían sido
disparados mientras trataban de escapar. A finales de 1941 y bajo las órdenes de
Waldeck, las SS comienzan a investigar los libros de contabilidad del campo
dirigido por Koch. Allí encuentran numerosas irregularidades que apuntan a que
el propio Comandante sisaba dinero del campamento, de los prisioneros, de los
contratistas y de aparentemente todo el mundo. Si hasta el momento Karl e Ilse
habían vivido unos años de gran comodidad y poder absoluto, de importante
posicionamiento social y autoenrequecimiento, la bajada que iba a acontecer, era
monumental. Cuando Waldeck fue informado sobre este asunto inmediatamente
asignó al abogado y juez de las Escuadras de Protección, Georg Honrad Morgen,
para averiguar todo lo referente a los asuntos de la familia Koch. Morgen, que se
había especializado en derecho internacional antes de intervenir en procesos
penales en el tribunal de las SS, se propuso descubrir la verdad. Apuntar que
durante su carrera este abogado conocido por el sobrenombre de «Bloodhound
Judge» (el juez sabueso), llevó más de 800 casos de asesinato y corrupción ante los
tribunales de las Schutzstaffel. Para Karl e Ilse Koch, Morgen sería su peor pesadilla.
Durante un registro sorpresa en «Villa Koch» el equipo de Morguen se vuelve a
casa con evidencias claras de corrupción, robo y malversación de fondos. Pero Ilse
ya había dado el chivatazo sobre las transacciones ilegales de su marido al jefe de
la policía de Weimar, el SS-Gruppen-führer (teniente general) Paul Hennicke, a
quien confiesa que hay dinero tirado por toda la casa. Aquella revelación provoca
en ella un estado de enloquecimiento. De repente, «la Bruja» comienza a gritar
histérica diciendo que su marido era «un sinvergüenza, un criminal y un asesino»,
que ella no quería ser cómplice de sus crímenes y que su intención era contarle
todo esto a Himmler. Quería librarse de cualquier cargo y/o responsabilidad. Los
dos amantes de Ilse, el doctor Hoven y el comandante adjunto Florstedt, tampoco
querían verse implicados en la trama, ya que este último había empezado a
conspirar en secreto contra su comandante y marido de Ilse. Florstedt pretendía
relevarlo en sus funciones tanto dentro como fuera de la oficina. Temiendo por su
vida, los dos galanes urdieron un plan. Decidieron convencer a Hennicke de que la
perturbada de Ilse estaba padeciendo mucha tensión debido al traslado inminente
de su marido, y que no podía tomar en serio ninguno de esos arrebatos. Fue
entonces cuando el teniente general determinó no presionarla más con este asunto
y no dio importancia al incidente. El 6 de diciembre de 1941 y una vez pasada la
vorágine, Ilse escribe a Thedore Eicke, el inspector de los campos de concentración,
en un esfuerzo por limpiar el nombre de su marido describiendo sus vidas en
Buchenwald como «ascéticamente apartada». La señora Koch echa la culpa a
Waldeck alegando que era enemigo de Karl y que estaba haciendo todo lo posible
por desacreditarle. De todos modos Morgen ya había reunido suficientes pruebas
para incriminar a los Koch de incontables asesinatos no autorizados, fraude masivo
y la apropiación indebida de fondos que deberían de haber ido destinados al
Imperio alemán. El «juez sabueso» pone rumbo a Berlín para presentar sus
conclusiones al Jefe de la Oficina de la Policía Criminal del Reich, Artur Nebc. Tras
escuchar de boca de Morgen todas aquellas acusaciones y ojear las pruebas, el alto
mando decide lavarse las manos. Los hechos eran irrefutables. Nebc le sugiere que
dé a conocer este suceso a Ernst Kaltenbrunner —el que fuera sucesor de Heydrich
como jefe de la GESTAPO y de las SD—. Pero Kaltenbrunner también se niega a
tocar el asunto. Nadie quiere destapar esta truculenta historia. La insistencia de
Morgen le lleva a plantarse delante de Himmler, pero lo recibe con reticencia. Al
final, el Reichsführer no tuvo más remedio que dar luz verde al abogado para que
siguiera adelante con el caso. El 17 de diciembre de 1941 Morgen acusó al coronel
Koch de corrupción. Fue apresado y llevado a la sede de la GESTAPO en Weimar.
Según palabras del juez, Koch «era muy frío, intelectual, un criminal refinado y
superior, psíquicamente por debajo de la media. Rara vez se le oye hablar en voz
baja». Un día después de su arresto y según órdenes directas del jefe de las SS,
Heinrich Himmler, el envilecido coronel era puesto en libertad. La condición, que
sería trasladado a Majdanek en breve. Sin embargo, tanto Karl como Ilse temían
que con la marcha del primero hubiesen más investigaciones por parte de las
Waffen-SS. Una desgracia de este tipo descubriría todo el parapeto que habían
montado en el KL Buchenwald en los últimos años. La marcha de Karl Otto al
nuevo centro de exterminio de Majdanek se produjo el 1 de enero de 1942.

LA INVESTIGACIÓN CONTINÚA

Poco duró Koch en su nuevo destino. Pese a que sus internos probaron y
conocieron de buena tinta sus lúgubres métodos, sus superiores volvieron a
trasladarlo debido a su incompetencia. Majdanek se había convertido en uno de los
campamentos con mayor número de fugas por parte de prisioneros de guerra
soviéticos, algo intolerable. Su destitución fue menos severa de lo esperado. El
apoyo de Himmler seguía salvándole el pellejo. De ahí que tan solo fuese
degradado de rango y transferido a un puesto como administrativo en el servicio
de seguridad postal de Saaz (Checoslovaquia), la actual Zatec. Pero ni Morgen ni el
príncipe Waldeck se habían olvidado del escándalo de corrupción en el que estaba
metido el matrimonio Koch. Retomaron las pesquisas y durante más de ocho
meses estudiaron cada uno de los puntos para dar con la clave. A lo largo de ese
tiempo el «juez sabueso» descubre que el patrimonio de los Koch «había crecido en
más de 100.000 marcos, algo imposible dado su salario. Que no había vivido de
manera modesta ni humilde; que se había gastado gran parte del dinero en líos de
faldas. Compraba constantemente lotería y apostaba a las carreras. Las
investigaciones apuntaban que finalmente y sin ninguna duda más de 65.000
marcos fueron malversados». Algo impactante también es que el comandante Koch
se beneficiara ampliamente de la llamada «Noche de los Cristales Rotos» de
noviembre de 1938, cuando un gran número de judíos fueron llevados hasta
Buchenwald. Una vez allí se les ordenaba depositar los objetos de valor en grandes
cajas. Cuando algunos de estos prisioneros fueron puestos en libertad se les hizo
firmar un documento afirmando que el dinero, las joyas u otras posesiones de
valor en realidad no les pertenecía. Koch ya se había encargado de confiscarlo todo
para su provecho. Según Morgen, esta apropiación indebida ocurrió de la siguiente
forma:
«Koch dio órdenes a uno de las peores criminales profesionales que
Buchenwald ha visto nunca, y a quien le había hecho Kapo de la cantina de líderes,
un tal Bernhard Meiners, para que comprase alimentos y "comida de lujo". Meiners
fue protegido por (Koch) en todos los sentidos. Para él no había peinado corto; él
se vestía de traje, conducía un coche y vivía fuera del campo. Estuvo viajando por
toda Alemania, compraba todo lo que podía y vendía su mercancía sobre todo a
los prisioneros, usando sus ganancias como capital flotante. Meiners reclama que él
dio a Koch 90.000 RM que no estaban en los libros, mientras Koch solo confesó que
recibió 40.000».

Ilse Koch no fue la víctima del engaño de su marido, como aparentemente


quiso hacer creer en un primer momento. Morgen también tenía pruebas
concluyentes de que la «Commandeuse» se había beneficiado de regalos y otras
riquezas. Lucía abrigos de piel propios, sombreros, zapatos y vestidos, y hasta un
atuendo especial para montar a caballo. Curiosamente, desde que Ilse contrajo
matrimonio con Karl, esta pasó de usar ropa de segunda mano a incrementar su
patrimonio de 120 marcos en 1938, a más de 25.000 en 1943. El astuto investigador
había descubierto que el carácter de la amada esposa era tanto o peor que el del
comandante.

JUICIO EN WEIMAR

Reunidas todas las pruebas y teniendo como parte principal del entuerto,
no solo la malversación de fondos y la corrupción, sino el asesinato que ordenó
Koch contra los médicos internos Kramer y Peix, Morgen pone sobre la mesa el
informe de las SS y son detenidos. Ya no podían pasar por alto todas las
barbaridades de sangre, sadismo y vejaciones que habían dejado tras de sí el dúo
Koch en el campo de Buchenwald. Ni tampoco el continuo robo de dinero que en
un principio iba destinado a las arcas del Reichsbank. Himmler y el príncipe
Waldeck son informados de lo sucedido y el comandante en jefe por fin se da
cuenta del engaño y la traición de su mano derecha. Los Koch fueron juzgados en
dos ocasiones por un tribunal de las SS en Weimar: la primera a finales de 1943 y la
siguiente un año después. Durante la vista judicial inicial Karl fue encontrado
culpable; pero en relación con Ilse no se hallaron pruebas suficientes que la
involucrasen en el caso de corrupción que se mencionaba. Quedó libre. En febrero
de 1944 Frau Shade comienza una nueva vida. Sale de Buchenwald con sus hijos
Artwin y Gisele y se marcha a un apartamento situado en Ludwigsburg, un
suburbio de Stuttgart, que resultó ser la misma ciudad donde residía su cuñada
Erna. Hasta 1947 Koch llevó una vida tranquila, bastante aislada y solitaria, a pesar
de los rumores que se vertían en el vecindario en torno a ella. Según su casera,
María Klaus, Ilse «recibía muchas visitas masculinas y organizaba fiestas que
duraban hasta altas horas de la madrugada. Ella tenía mucho dinero porque ella no
trabajaba». Uno de los caballeros que la cortejaba en su piso era un cuarentón
austriaco llamado Willi Baumgartner. El 18 de diciembre de 1944 se inicia un
segundo juicio en Weimar, que tiene como presidente del tribunal al SS-
Obersturmbannführer (Teniente Coronel) Richard Ende. Karl desmiente todos los
cargos que se le imputan de una manera enfática y asegura que todo ha sido un
complot del príncipe Waldeck para desprestigiarle. Incluso alega en su defensa,
que tan solo cumplía órdenes de sus superiores. Sus lamentos no acallaron la voz
del tribunal, con Ende a la cabeza, encontrando a Karl Otto Koch culpable de
corrupción por el robo de dinero y propiedades asignados al Reichsbank. Estas
pertenencias debían de haberse ingresado directamente al Banco Central Alemán,
en vez de a cuentas secretas de un banco suizo. El acusado además fue condenado
por tres cargos de asesinato sin autorización durante su mandato en el campo de
concentración de Buchenwald. Por estos crímenes la corte de las SS le sentenció a la
pena capital. Es curioso cómo para los altos mandos del Reich fue más indignante
la apropiación indebida de dichos bienes, que la tortura y la ejecución de
prisioneros. Por ende, a Ilse se le permitió regresar con sus hijos a su apartamento
en Ludwigsburg mientras que su marido permanecía encerrado en la cárcel de
Weimar a la espera de ser ejecutado ante un pelotón de fusilamiento.

EJECUCIÓN DEL COMANDANTE

No tardó mucho en morir... El 3 de abril de 1945 Karl Otto Koch fue


trasladado en camioneta y con los grilletes puestos de la prisión de Weimar al que
había sido su hogar durante los mejores años de su vida: el campo de
concentración de Buchenwald. Una vez allí, fue llevado al campo de tiro cerca del
edificio donde se realizaba la desinfección de los presos y atado a un palo de
madera. El que fuera su último ayudante en el campo, Hans Schmidt, se acercó a él
para vendarle los ojos. Koch rehusó de forma contundente. Ni siquiera quiso decir
su última palabra. Ante la mirada atenta del batallón armado, Schmidt dio la orden
de abrir fuego. Una multitud de fogonazos derribaron al antiguo comandante, que
cayó muerto ipso facto. Uno de los médicos que presenciaron el ajusticiamiento
comprobó que Karl no tenía pulso y certificó su muerte a los cuarenta y siete años
de edad. Su cuerpo ensangrentado fue llevado directamente al crematorio, lugar
que había utilizado en infinidad de ocasiones para deshacerse de sus prisioneros
una vez despellejados, mortificados y bárbaramente asesinados. Por obra del
destino Koch fue quemado en los hornos y reducido a cenizas, igual que miles de
sus víctimas.
EL JUICIO DE DACHAU

A partir del 6 de abril de 1945 los oficiales de Buchenwald dieron la orden


de enviar a los judíos —en aquel momento había unos 100.000— a las llamadas
«marchas de la muerte». Cuatro días después el general americano Eisenhower
ordena que su 80ªDivisión libere el campo de concentración, y tras sus muros
descubren una estela de horror y barbarie. Derrocado el régimen del Führer Ilse
Koch tenía miedo de ser descubierta, aunque ya había sido juzgada previamente
por el tribunal militar de las SS. Jamás huyó del apartamento que tenía a las
afueras de Stuttgart hasta que el ejército americano de ocupación dio con ella poco
después. Nadie sabe cómo la encontraron, simplemente sucedió. «La Bruja» fue
arrestada y sus hijos Artwin y Gisele se quedaron bajo la tutela de su cuñada, Erna
Raible. Pese a que en un primer momento Koch creyó que sería juzgada por el
desfalco a las arcas del Reich, lo cierto es que la sorpresa fue grande cuando
conoció los verdaderos motivos. Las autoridades estadounidenses la acusaron de
abusar, pegar, torturar y asesinar a los prisioneros del Koncentrationslager de
Buchenwald en el periodo que estuvo como «Comandanta». Había llegado el
momento de que sus actos no quedasen impunes. En el impasse que permaneció
en la prisión de Forman Kaserne en Ludwigsburg —más conocida como Läger 77
—, Ilse llegó a leer artículos donde contaban cómo ordenó fabricar lámparas con
piel humana tatuada, e incluso que la estaban acusando de perpetrar los crímenes
más espantosos e inimaginables en época de guerra. Tras dieciséis meses en el
Lager 77, la Zorra de Buchenwald es trasladada a una celda del antiguo campo de
concentración de Dachau, donde precisamente se queda embarazada. Los rumores
apuntaban a que el padre era un prisionero alemán que trabajaba en la cocina del
barracón. Otros, en cambio, daban por sentado que había sido obra de un guardia
polaco. Ya hemos llegado al mes de abril de 1947. El Tribunal por fin se reúne el
día 11 para celebrar el juicio contra los inculpados. Un total de 31 personas, treinta
hombres y una sola mujer, Ilse Koch. Antes de dar comienzo la vista el capitán
Emmanuel Lewis, abogado defensor de los acusados y procedente de las oficinas
militares americanas, pide la venia a la corte para tomar la palabra:

«Durante las dos últimas semanas la radio y la prensa alemana y


estadounidense han estado repletas de alegaciones en contra de los acusados. La
fiscalía no ha perdido la oportunidad de calificar a esta gente como archicriminales
sin darles la ocasión de responder a los cargos. No negamos el derecho de la
prensa a informar sobre los hechos, pero este caso fue tratado en los diarios antes
de ser traído a este tribunal de justicia, y pedimos permiso para sondear a los
miembros de la corte de forma individual»4.
A lo que el Presidente de la Audiencia, el General Emil C. Kiel, contesta:

«Kiel: Ningún miembro del tribunal se ha formado una opinión. Puesto que
no hay motivo para el desafío, el tribunal se declara debidamente constituido.
¿Cómo se declaran los acusados? Lewis: Como abogado de la defensa entro en una
declaración de no culpable para todos los acusados»5.

Este fue el principio de un largo juicio donde Lewis replicó absolutamente


todos los supuestos cargos de asesinato, torturas y ensañamiento por parte de sus
clientes. Uno de los primeros testigos del Fiscal William Denson fue el exprisionero
del campo de Buchenwald, Eugen Kogon, ya mencionado con anterioridad. Este
describió al Tribunal cómo les afeitaban el vello del cuerpo y luego les pasaban a
un tanque para desinfectarles. Si no obedecían las reglas del campamento,
acababan recibiendo fuertes palizas y amenazas de muerte. El quinto día del juicio
los testigos comienzan a mencionar a Ilse Koch como una de las mayores
instigadoras del salvajismo vivido en el recinto. El doctor Kurt Sitte, prisionero en
Buchenwald desde 1939 hasta la liberación, aportó uno de los testimonios más
incriminatorios contra la Commandeuse. Sitte espetó que durante su estancia en el
departamento de patología donde él trabajaba, conocía de primera mano que
bronceaban piel humana. Además, certificó haber visto en una ocasión un marco
para una pantalla de lámpara en el laboratorio y que colegas suyos, que ocuparon
su lugar antes que él, ya sabían de la existencia de una pantalla fabricada con la
epidermis de una persona. Su destinataria: la señora Koch. A continuación el
doctor Sitte señaló que había escuchado a los reclusos mencionar que Ilse anotaba
los números y nombres de los que tenían tatuajes. Es decir, que la acusada llevaba
un control de los individuos que podrían ser asesinados para convertir su piel en
algún objeto decorativo. Según su declaración, el superviviente habría presenciado
personalmente el abuso que Ilse Koch ejercía contra los prisioneros:

«Cada vez que se acercaba un grupo de presos que trabajaban alrededor de


su casa o de otros funcionarios, sus guardias de las SS intensificaban su violencia
contra los reclusos golpeando y azotando con más severidad que de forma
habitual. Ilse Koch permanecía allí a veces durante más de una hora y miraba este
"cuadro". También frecuentemente tomaba parte activa, golpeando con su fusta
cuando ella iba de camino hacia el picadero. En otras ocasiones, ella llamaba a un
guardia de las SS para "castigar" a un preso que tuvo la mala suerte de llamar su
atención. Repetidas veces se le vio tomando los números de esos prisioneros que
luego fueron puestos en el "búnker de arresto" después de su regreso al
campamento, ya sea para ser castigado en uno de los modos habituales después de
un par de días (es decir, los azotes en el "Bock", donde los brazos colgaban de un
árbol), o bien el castigo más cruel, que sería ser dejado allí en el "búnker" por un
tiempo indefinido. Durante aquellos periodos en el "búnker" su sádico guardián,
Som-mer, podría ejercer su ingenio para buscar métodos especialmente refinados
de tortura. En estos días (1940-1941) un gran porcentaje de aquellos que fueron
llevados al búnker fueron asesinados allí».

A este testimonio tan impactante, le siguieron otros donde el doctor Sitte


afirmaba que tanto Ilse Koch como sus hijos disfrutaban con el espectáculo de ver a
los internos caer rendidos hasta la extenuación por el ejercicio extremo al que eran
sometidos en las largas jornadas de Buchenwald. E incluso aquel donde el abogado
defensor de Ilse, el capitán Lewis, trataba de justificar la eliminación de tatuajes de
algunos presos del campo, aludiendo que esto era debido a las investigaciones
científicas que el Dr. Wagner realizaba a delincuentes habituales. A lo que el
testigo respondió: «En mi época, la piel fue arrancada de los prisioneros tanto si
eran criminales como si no. No creo que un científico responsable pudiese definir
esta clase de trabajo como ciencia».
LAS PRUEBAS

El tema de las lámparas fabricadas con la piel humana tatuada de algunos


reclusos, fue el principal punto a tratar durante gran parte de la vista judicial de
Buchenwald en Dachau. A lo largo de la misma se aportaron como evidencia tres
piezas concretas que se rescataron de Villa Koch y un informe realizado por el U.S.
Army's Seventh Medical Laboratory con fecha del 25 de mayo de 1945. El abajo
firmante, el Mayor Reuben Cares, miembro del cuerpo médico y jefe de Patología,
describió con todo lujo de detalles los trozos humanos aportados.

«PIEZA A: 13 × 13cm, es transparente y muestra la cabeza de una mujer en


el centro y un marino con un ancla cerca de la orilla. PIEZA B: 14 × 13cm, es
transparente y es un tatuaje de varias anclas que descansa sobre un negro de masa
indefinida. A la derecha de esta masa es la cabeza de un hombre. PIEZA C:
trapezoidal, mide 44 cm en la base. La parte superior es de 30 cm y los lados miden
46 cm. La piel es transparente y muestra dos pezones en la parte superior. Están
separados 16 cm. Desde el nivel del pezón al ombligo hay 23 cm. El tatuaje de un
ave de gran tamaño, con una envergadura de ala de 28 cm, se presenta en el centro
de la piel, en la parte superior. Un dragón negro, con fuego saliendo de la boca,
mide 28 cm de longitud y está presente en el centro de la piel. A la izquierda del
dragón hay un hombre en una armadura, con una espada que parece atascada en
el dragón. El tatuaje del hombre es de aproximadamente 22 cm de longitud.
EXAMEN MICROSCÓPICO: El tejido está formado por amasijos de colágeno que
muestran ocasionales restos epiteliales de las glándulas y el sudor. Se observan
gránulos de pigmento negro entre algunos de los amasijos. Basándonos en los
resultados, se puede concluir que las tres muestras son piel humana tatuada».

Durante la declaración del doctor Kurl Sitte y tras ver una copia del informe
del Mayor Cares sobre estas piezas, el primero reconoce haber visto el tatuaje de la
cabeza de un indio americano en el brazo de un interno. Y además apunta
señalando la fotografía: «Es obvio que el hombre estaba vivo en ese momento». Las
explicaciones que da al respecto son:

«Es un afortunado accidente que este trozo de piel no estuviera bronceado,


en el caso de que lo estuviera, los informes normalmente no mostrarían con
exactitud cuando fue llevado a cabo el proceso, pero como fue preparado en una
solución de conservación, tanto la fecha del primer tratamiento y el día de
finalización están registrados. Por eso somos capaces de probar que este
tratamiento de la piel fue hecho unos días después de que sacasen las fotografías».
A partir de ahí el juicio contra los treinta y un acusados se convirtió en un
desfile de testigos de la acusación, un total de diez, que tan solo querían narrar su
terrible experiencia de abusos y maltratos recibidos de la ya afamada, Zorra de
Buchenwald.

LOS TESTIGOS, SUS VERDADES Y SUS MENTIRAS

Entre los declarantes que subieron al estrado se encontraba Joseph Broz,


recluso que pertenecía a la cuadrilla de trabajo que estuvo en el exterior de la casa
de los Koch durante el verano de 1941. Según su testimonio, Ilse descubrió a
algunos de los hombres comiendo las bayas silvestres que crecían alrededor de su
mansión. Estos reclusos estaban muertos de hambre, muy flacos. Broz asegura que
la señora Koch le dijo a un guardia que pusiese fin a esa situación. Tanto él como el
resto de sus compañeros fueron golpeados por los gendarmes. Paul Schilling, otro
expreso de Buchenwald, aseveró que el Comandante Karl Koch golpeó a un
recluso después de que su esposa dijese: «Este sucio cerdo judío se atrevió a
mirarme». El siguiente testigo, Ludwig Gehm, garantizó haber visto a la señora
Koch pegar con un palo o una especie de fusta a un prisionero judío en la cara y en
todo el cuerpo. Otro exinterno del campo de concentración, Josef Löwenstein, dijo
al Tribunal que un miembro de la cuadrilla de trabajo fue fuertemente golpeado
con un látigo después de que la comandanta contase a su marido: «Echa un vistazo
a ese sucio canalla judío que está ahí, es demasiado perezoso para trabajar. Yo no
quiero verlo nunca más. Todo lo que hace es mirar de todos modos». Löwenstein
también explica un segundo suceso, donde uno de los reos de la obra que estaba
sufriendo cólicos y diarrea, se dispuso a hacer sus necesidades en el suelo. En ese
momento Ilse Koch se acercó, llamó a un oficial de las SS para que supervisase la
faena y le ordenó: «¿Has echado un vistazo a esto? ¿Tiene que ocurrir en mi
presencia? Ponga fin a esto de una vez». Como castigo, el camarada nazi obligó al
confinado a realizar un trabajo extenuante hasta que se desplomó. Löwenstein
ratificó que el preso murió esa misma noche. No obstante, en el interrogatorio que
le hizo el Capitán Lewis, salió a la luz que el único conocimiento que el testigo
tenía sobre la muerte de dicho preso, se limitaba a un informe recibido en su
barracón. Uno de los presidiarios que quizá tuvo un contacto más personal con la
familia Koch y en concreto con Ilse, fue Kurt Titz, que trabajó durante dos años
como Kalfaktor, asistente en la casa. Titz corroboró la existencia de pantallas de
lámparas elaboradas con piel humana tatuada en el hogar. También admitió haber
birlado un poco de licor de las provisiones de los Koch y haberse emborrachado
alguna vez. Cuando la señora Koch se enteró de esto último, ordenó a los guardias
que le golpeasen y le colgasen de los brazos durante varias horas. Aquella
circunstancia le hizo entender que el Comandante Koch y su esposa gobernaban
juntos Buchenwald. Titz también corroboró que Ilse anotaba de forma regular los
números de los presos que trabajan alrededor de su casa. Si hacían algo que la
pudiese disgustar, daba parte a los guardianes y eran castigados inmediatamente.
Pero el abogado de Koch, el capitán Lewis, no estaba muy convencido de su
declaración, así que en un intento de impugnar al testigo, le preguntó si era cierto
que durante una de sus borracheras había roto los muebles de un salón y destruido
parte de la ropa que se encontraba en el ropero de Frau Koch, y que fue en ese
momento, cuando las SS lo sacaron de allí a rastras para castigarle. Para sorpresa
de los allí presentes Titz admitió que era verdad. Un nuevo testificante subió al
estrado. Esta vez le tocaba a otro expreso, Herbert Fröboss, que contó que mientras
él y otro interno estaban cavando una zanja, la señora Koch apareció «mal
vestida». Cuando levantaron la vista hacia ella, dijo: «¿Qué estáis haciendo
mirando hacia arriba?» y procedió a azotarles con su fusta. Fröboss además
aseguró que Ilse había anotado el número de un preso que aparentemente había
estado hablando de ella; el convicto fue llamado a la entrada y no se le volvió a ver
jamás. Por último, el testigo manifestó haber contemplado un álbum de fotos y un
par de guantes realizados a partir de piel humana, y estar presente durante la
selección de un interno que tenía tatuajes. El individuo no tardó en desaparecer del
campamento. Otro de los testimonios aportados por la acusación fue Kurt Leeser,
que expuso el caso del recluso, Josef Collinette, de quien dijo que le asesinaron por
su tatuaje. La primera vez que Leeser aprecia ese tatuaje lo hace en la piel de su
compañero cuando estaba vivo. Más tarde lo encuentra suelto en el laboratorio.
Allí lo avista reconvertido en una pantalla de una lámpara. Siguiendo con los
declarantes, llega el turno de otro exprisionero, Ignatz Wegerer, que dice haber
visto personalmente a la señora Koch abusar físicamente de confinados. Insiste que
como trabajador del laboratorio de patología, estaba muy familiarizado con la
fabricación a partir de piel humana tatuada de pantallas para una lámpara,
estuches para navajas de bolsillo o cajitas para utensilios de manicura. Lo normal
era que se realizasen específicamente para ella. Poco a poco cada testigo fue
lanzando acusaciones directas contra la que fuera esposa del comandante de
Buchenwald. La prensa internacional —británica, alemana y estadounidense—
puso en jaque a Ilse Koch, a la que directamente declararon culpable de algunos de
los peores crímenes de la historia: incitación al homicidio y abusos y humillaciones
a los reclusos del campo donde se paseaba regularmente.
EL TURNO DE LA VIUDA «INOFENSIVA»

El 10 de julio de 1947 fue el día clave para Ilse Koch. Por fin tenía la
oportunidad de contar su verdad y de justificar todas y cada una de las
acusaciones que se le imputaban. Tal fue la expectación que levantó su presencia
que la sala del Tribunal estuvo al completo. Más de doscientas personas se
congregaron entre periodistas, clérigos y ciudadanos corrientes que querían saber
de primera mano la versión de la célebre «Commandeuse». La viuda del ya fallecido
comandante Karl Otto Koch se personó en el recinto de la Corte, caminó hasta el
ascensor mientras era observada por una multitud de gente que allí se congregaba.
Todos señalaban su vientre y murmuraban acerca de su evidente embarazo. Una
vez en el estrado, tomó juramento y se sentó. El primer turno de preguntas fue
para su abogado, el capitán Lewis, quien puso sobre la palestra uno de los puntos
más sensacionalistas de la vista: la presunta posesión de lámparas hechas con piel
humana tatuada en su casa. A lo que ella respondió: «Nunca he oído hablar de
pantallas de este tipo hasta este momento y nunca he visto ninguna». Cuando
Lewis la interrogó acerca de los objetos encontrados en su casa por las tropas
americanas el día de la liberación de Buchenwald, Frau Koch repuso sin titubear:

«Eso era una pantalla que jamás estuvo en mi poder, porque si los
estadounidenses encontraron una pantalla de lámpara en Villa Koch en 1945 —la
casa que yo había evacuado ya en 1943— es imposible que fuese mía, y es posible
que esta perteneciese a alguien que vivió en la casa después de mí».

Sin embargo, y siguiendo con las respuestas que Ilse dio a los
razonamientos de su abogado, habría que destacar que ella sí admitió haber
paseado por el campo en alguna ocasión alegando que:

«eso fue en un momento en que los presos se encontraban ya en el recinto


de la cárcel... Entonces había que recoger el correo casi todos los días. Yo siempre
solía llevar a mis hijos delante. También era necesario comprar los alimentos que
usábamos a diario. Podíamos hacer esto en el comedor, ya que para las mujeres
que vivían allí estaba demasiado lejos de Weimar. Por otra parte, no había
ferrocarril alguno en aquel momento y no se nos permitía utilizar los coches en
tiempos de guerra. Todo esto fue fuera del recinto penitenciario».

Incluso contestó que no, cuando Lewis le preguntó si alguna vez había
llevado consigo un látigo o una fusta. Según Koch, ni siquiera tenía por qué anotar
el número de los prisioneros, ya que era «un ama de casa», dijo textualmente, y
que su energía no abarcaba tanto entre la casa y los hijos como para llevar a cabo
determinados incidentes que allí se habían escuchado. Negó categóricamente que
su esposo le contase lo malo que ocurría en el campamento, sobre todo si se trataba
de casos incompatibles con la dignidad humana. «Él trazó una estricta línea entre
su hogar y su oficina», rebatió la acusada. Koch también habló acerca de su arresto
en Ludwigsburg en mayo de 1945, señalando que no tenía ni idea de por qué se la
estaba relacionando con las atrocidades cometidas en Buchenwald. Ella se había
enterado de dichas acusaciones gracias a la revista Life. El magazine publicó un
artículo con una foto suya y con una serie de «barbaridades». Algo sorprendente
de esta última declaración es que en ningún momento el reportaje que se divulgó
el 8 de octubre de 1945 hablaba sobre Ilse, sino en este caso de la SS Oberaufseherin
Irma Grese y sus perversiones con una fusta. Entonces, ¿por qué Koch mencionó
algo así, si en realidad no se referían a ella? Casi con toda seguridad, porque estaba
mintiendo descaradamente. Asimismo, y durante el tiempo que estuvo en el
estrado, Ilse refutó las afirmaciones de algunos testigos como Sitte, Fröboss y Titz
que certificaron que ella había poseído artefactos hechos con piel humana o que
había ordenado que los fabricaran. También negó las aseveraciones de los testigos
que dijeron que montaba frecuentemente a caballo por el recinto, aduciendo que
estuvo embarazada durante gran parte de su tiempo en Buchenwald. En definitiva,
Ilse Koch aseguró que todos los testificantes que había presentado la acusación
estaban mintiendo y que se habían puesto en su contra. La Zorra resaltó que era
absolutamente inocente y que ignoraba los posibles abusos que pudiesen haber
tenido lugar durante los más de seis años que residió en el centro de internamiento
de Buchenwald. Momentos antes de que concluyese el interrogatorio por parte del
capitán Lewis hacia su testigo, Ilse Koch quiso decir unas palabras a través de la
intérprete del Tribunal, Herbert Rosenstock:

«Se ha hablado mucho de mí en la prensa en los últimos dos años. No creo


que exista una expresión en la lengua alemana demasiado vulgar que hayan usado
contra mí. Aunque en estos dos años he logrado mantenerme a distancia de estas
cosas para no sufrir mental y físicamente [sic] demasiado. Por tanto, a pesar de
esto, yo, como madre, no puedo mantenerme al margen mientras mis hijos llegan a
estar en un estado en el que ni siquiera quieren ir al colegio. Son extremadamente
tímidos y ellos no tienen el valor de hablarle a nadie sobre sus problemas reales. En
los periódicos, me pintan como la cima del sadismo, la perversión y corrupción.
Me dicen que tengo una colección de objetos hechos de piel humana en mi casa y
dicen cosas peores de mi vida privada. No tengo ni idea de quien está propagando
estas historias. Ciertamente, es imposible saber cualquier cosa de mi vida privada a
menos que alguien tuviese un dispositivo para hacerse invisible y, con ese
dispositivo, entrar en mi casa a verme. Las expresiones en los periódicos son del
estilo más vulgar y la forma en la que fue publicado que no estaba bajo sospecha,
sino que era un hecho que fuese dueña de pantallas de lámparas hechas de piel
humana, sin que hubiese tenido lugar ningún juicio. Sufrí suficiente durante los
dieciséis meses que estuve encarcelada por la investigación. Durante este tiempo,
hubiese sido muy fácil para mí conseguir papeles falsos y vivir en otro sitio bajo un
nombre falso. También hubiese sido muy fácil cambiar mi imagen. Pero, sobre
todo, teniendo en cuenta el hecho de que el juicio de mi marido (por las SS) dio
lugar a mi absolución, yo no tenía ningún motivo para desaparecer. Ni siquiera se
me pasó por la cabeza la posibilidad de que me llevaran a juicio porque nunca hice
ninguna de las cosas que se han presentado contra mí».

Su discurso de inocencia sonó a extrañeza en toda la sala del tribunal de


Dachau. ¿Tantos testimonios y pruebas podrían estar verdaderamente equivocados
y formar parte de una conspiración contra la denominada Perra de Buchenwald?
Ahora tocaba el turno de preguntas de la Fiscalía. William Denson cortó de golpe
el halo de victimismo que irradiaba la acusada para mostrarle una de las pruebas
claves del juicio. Se trataba de la P-14, la cabeza reducida de un prisionero. Ilse se
espantó al verla justificando indignada que no lo había visto antes y menos en el
despacho de su esposo en el campo de concentración. Mantuvo su testimonio en
todo momento, negando rotundamente haber golpeado, maltratado, abusado o
incluso asesinado a alguno de los prisioneros. Desmintió que hubiese tenido
constancia de la existencia de un búnker donde se practicaran todo tipo de
perversiones en unas pequeñas celdas. Inclusive, avaló que su única ocupación se
limitaba a su hogar, subrayó «ser una buena esposa y madre», y que desconocía
completamente el funcionamiento del campamento y por consiguiente, las
actividades que se efectuaban en su interior. Ante las continuas e inquisidoras
preguntas de Denson, el abogado de Koch protestó por el «linchamiento» que se
estaba ejerciendo contra ella, a lo que el fiscal miró a los jueces y dirigiéndose a
ellos, replicó:

«Con la venia del tribunal. Este acusado ha tratado de dar la impresión al


tribunal de ser adorable, una madre amorosa cuyo interés estaba en su casa. Tomo
la posición de que esta mujer no está siendo acusada por esta corte por no haber
sido una madre encantadora y adorable. Ella está acusada de haber conspirado en
un diseño común para matar y maltratar a los prisioneros. Sus costumbres no son
la preocupación del tribunal ni de nadie más bajo el sol que ella misma».

Las asiduas «salidas por la tangente» de la imputada exaltaron aún más el


ritmo de las preguntas que Denson profería durante su turno. Buscaba «pillarla» a
contrapié, señalar como mentira una de sus múltiples negativas para demostrar
que, en realidad, aquella inofensiva mujer era una despiadada asesina. Si hacemos
un resumen de lo que durante aquella larga jornada se pudo escuchar en la sala,
tendríamos que destacar por ejemplo, que Ilse no supo responder a una pregunta
sencilla: cuánta distancia había de su casa al campo de concentración donde se
encontraban los internos. Titubeó porque no se encontraba tan cerca como para
estimarlo. En seis años de convivencia en Buchenwald, ¿cómo podía ser esto
posible? ¿Estaba negando la evidencia de algo tan simple? Ni siquiera recordaba
haber dicho sobre su marido que era un asesino y un sádico, cuando el Dr. Morgen
les detuvo la primera vez acusados de maltratar y liquidar a reclusos del campo.
Todo aquello ya estaba registrado —y ya lo pudimos leer aquí mismo con
anterioridad—. Por tanto, Ilse Koch mentía. Ante el acorralamiento al que estaba
siendo sometida, la inculpada insistió en su inocencia y sobre todo en su
desconocimiento. Seguía afirmando que jamás había visto vejar a los internos y por
supuesto, ella no había realizado tal macabra acción u ordenado a alguno de los
guardianes de las SS que lo hiciera. Después de algunas cuestiones más William
Denson terminó su turno de palabra e Ilse Koch regresó a su sitio ante la mirada
atónita de los allí presentes.

UN NUEVO ESCÁNDALO MEDIÁTICO

El 28 de julio de 1947 la revista Newsweek publicó un polémico reportaje


sobre el juicio de los acusados de Buchenwald en Dachau, que levantó ampollas
entre la opinión pública, máxime por la información que aparecía sobre Ilse Koch.
El artículo de dos páginas con siete fotografías, hablaba específicamente del pasado
del matrimonio Koch, Karl e Ilse, y establecía un juicio paralelo con una serie de
acusaciones directas. Entre los datos que aportaba el semanario, apuntar que
acusaban a la pareja de llevar una vida amorosa y sexual fuera de lo común,
libertina y lujuriosa, donde ambos cónyuges realizaban toda clase de prácticas
sexuales. Incluso aseveraron que Ilse había tenido sexo con al menos cinco de los
acusados mientras permanecían retenidos en Dachau. De hecho, se especulaba
también con la posibilidad de que un guardia polaco se hubiese colado en la celda
de Koch en Dachau en la Nochebuena de 1946, dejándola embarazada. Este
reportaje fue un jarro de agua fría para la defensa de Ilse, hasta el punto de que el
propio autor, James O'Donnell, declaraba aunque sin fundamentos: «hay buenas
razones para creer que él (Karl Koch) no era el padre de los tres hijos». Y concluyó
diciendo al estilo más sensacionalista: «El pensamiento verdaderamente aterrador
que se apodera de uno en uno en todos estos juicios por crímenes de guerra es que
los acusados siempre se ven sorprendentemente normales». Entre las siete
improntas publicadas en la revista se encontraba un desaparecido álbum de fotos
que, a juicio de Ilse Koch, habría resuelto las dudas acerca de los artefactos
realizados con piel humana tatuada. La acusada tuvo la coyuntura de explicar la
situación durante la vista del 12 de agosto de 1947, señalando en primer lugar que
todos los documentos de su propiedad se encontraban en aquel momento en el
Gobierno Militar de Estados Unidos, de ahí que se hubiese filtrado a la prensa y en
concreto a la publicación del Newsweek de finales de julio. Y en segundo lugar
apuntó y cito textualmente:

«En estos álbumes a los que me estoy refiriendo, las fotografías de mi casa
fueron pegadas en diferentes fechas. Estas eran fotografías grandes, 18 × 24
centímetros. Me parece que sería muy fácil de determinar de qué están hechas
estas pantallas de lámpara, y dado que estas son fotografías privadas —las mismas
que fueron publicadas en Newsweek— también sé que tienen todos los álbumes.
Por tanto, sería muy fácil de determinar si el testigo [Herbert] Fröboss dijo la
verdad sobre la encuadernación. No fueron cubiertos con piel humana sino con
cuero oscuro. Los testigos de mi defensa siempre han verificado este hecho. Ahora
debería hacer una declaración sobre las partes del artículo [del Newsweek]
referentes a mi vida privada, porque lo que importa no es solamente yo sino mis
hijos también. [sic] Con respecto a los otros cargos, me parece que olvidé lo
siguiente cuando estaba en el estrado, y me gustaría declarar esto, dado que no va
a haber ningún argumento: fui encarcelada por 16 meses, durante este tiempo
hubo un juicio contra mi marido [es decir, el juicio de las SS trial en 1943]. Fui
absuelta. En aquel momento todos los prisioneros tuvieron la oportunidad de
lanzar acusaciones contra mí. Ellos pudieron haberlo hecho si hubiese golpeado a
alguien o, por cualquier motivo, hubiese ordenado a alguno que le castigara. Eso
no ocurrió. Y no es verdad, como lo intentó demostrar el Sr. Denson durante el
interrogatorio que me hizo, que los prisioneros hubiesen sido castigados por dar
tal testimonio. Fue, de hecho, demostrado por un testigo que los presos fueron
puestos en libertad porque testificaron contra mí y mi marido. Yo era madre y ama
de casa. Yo no tenía nada que ver con los campos de concentración, y mi marido
nunca me habló de ello, y yo nunca vi ni oí nada de todas las cosas que se están
hablando aquí».

Tras su defensa Ilse Koch esperó a escuchar el veredicto del Tribunal de


Dachau. Mientras tanto su abogado el capitán Lewis, se mostraba indignado por la
nada disposición de la Audiencia a aportarle la prueba clave de los álbumes de
fotos a los que se refería su defendida, y que fueron publicados en la revista
Newsweek. Jamás se lo facilitaron, así que tuvo constancia de su existencia una vez
finalizada la vista. Se estaba cometiendo un delito de retención de pruebas, una
buena táctica, aunque absolutamente ilegal. Pero a esas alturas poco podía hacerse
ya para cambiar las circunstancias. La fase de sentencia del juicio estaba a punto de
dar comienzo.
PETICIÓN DE CLEMENCIA

Cuando llegó el turno de Ilse Koch, el general Emil Kiel, presidente del
Tribunal de Dachau, la condenó a cadena perpetua con trabajos forzados en la
cárcel de Landsberg (Bavaria), lugar donde precisamente fue encarcelado en 1923
Adolf Hitler.

«Mientras que actuaba en conjunto con las partes cómplices, con


premeditación, [ella] maltrató físicamente o perjudicó la salud de por lo menos
treinta prisioneros, la mayoría de los cuales eran presos políticos alemanes, y mató
o intentó matar a al menos 200 prisioneros, en su mayoría alemanes» 6.

El abogado defensor de Koch, el capitán Emmanuel Lewis, estando


totalmente en desacuerdo con la postura de la Corte, decidió interponer ante la
autoridad revisora, la denominada «Petición de Clemencia». El letrado estaba
completamente seguro de la inocencia de su defendida y de que el Tribunal se
había equivocado con ella. La habían sentenciado injustamente. Y más aún, habían
permitido multitud de irregularidades, que según Lewis, eran inadmisibles. En
dicha moción el abogado, junto con el mayor Carl Whitney, explicaron la falta de
argumentos de los testigos, los prejuicios y las opiniones que previamente tenía la
Audiencia sobre el asunto, y las exageradas distorsiones de la realidad de algunos
exreclusos de Buchenwald. Lewis tenía dos motivos fundamentales para pedir
clemencia al tribunal: uno, porque Ilse estaba embarazada; y dos, porque la Fiscalía
había ocultado los dos álbumes de fotos que mencionaba la acusada y que la
mostraban como una mujer cercana, cariñosa y hogareña con los suyos. Mientras
que el letrado luchaba por conseguir que admitieran a trámite esa «petición de
clemencia» para su cliente, el 29 de octubre de 1947 Ilse daba a luz a su cuarto hijo
en la prisión de Landsberg. Lo llamó Uwe y le puso su apellido de soltera, Köhler.
Tan solo unos días después del alumbramiento las autoridades le quitaron al niño
y lo llevaron a la agencia alemana de bienestar infantil, Evangelische Fürsorge. Uwe
pasó su infancia en un orfanato y la criminal jamás desveló el nombre del padre. Si
bien al principio la moción de la defensa fue relegada en segundo plano debido a
las circunstancias políticas que se estaban viviendo —la Guerra Fría ya daba sus
primeros coletazos—, Lewis no desistió hasta que el teniente general Lucius
Dubignon Clay comenzó a supervisar las conclusiones, pruebas y sentencias acerca
de la condena impuesta a Ilse Koch. Una de sus primeras deducciones fue que, a
pesar del veredicto de culpabilidad, en realidad no existían los suficientes
fundamentos incriminatorios para acusarla de perpetrar selecciones, maltratos y
crímenes en Buchenwald, o de ordenar la fabricación de enseres con piel humana
tatuada. El general Clay reiteró que la pena interpuesta a la acusada era excesiva.
Más adelante veremos cómo su condena fue rebajada de cadena perpetua a tan
solo cuatro años, incluyendo el tiempo cumplido hasta el momento. Tras los
trámites pertinentes el 9 de marzo de 1948 se presentó ante la División de
Auditoria, EUCOM (Comando Europeo de los Estados Unidos), un análisis
acompañado del expediente completo del juicio y de todos los documentos anexos.
Pocos meses después, y coincidiendo con el primer aniversario del Juicio de
Dachau, Ilse Koch solicita al juez defensor de la División de la Subdirección de
Crímenes de Guerra del Comando Europeo del Ejército de los EE.UU., su
inmediata liberación de la prisión de Landsberg:

«En el juicio principal de Buchenwald me condenaron a cadena perpetua el


14 de agosto de 1947, porque presuntamente tenía en mi posesión pantallas de
lámparas y álbumes de fotos forrados con piel humana de los internos. Además,
porque supuestamente había ordenado que los prisioneros fueran flagelados.
Durante la revisión del juicio, la condena fue reducida a cuatro años. Tan solo con
esta reducción queda demostrado que la acusación no podía sostenerse cuando las
Autoridades de Revisión reconsideraron el caso. En aquel momento, pedí que me
dejaran en libertad por el bienestar de mis hijos. [sic]. Nunca poseí objetos en mi
casa que estuvieran hechos de piel humana. La prueba material para eso fue que
durante el juicio de las SS en 1943 contra mi marido y yo, donde hicieron
acusaciones similares, no encontraron ni un objeto hecho de piel humana en mi
casa».

Las pruebas presentadas hicieron mella en el general Clay y en la tarde del


16 de septiembre de 1948, tan solo un año y un mes después de la primera e
«injusta» sentencia, se conmuta la condena de Frau Shade que queda rebajada a
cuatro años. Clay se limitó a decir a los medios de comunicación allí congregados
que «no hubo ninguna evidencia convincente de que ella seleccionara a los presos
para exterminarlos con el fin de asegurar la piel tatuada o de que ella tuviese
algunos objetos hechos de piel humana». Tras el revuelo que se formó por estas
declaraciones, un sector de la prensa comenzó a insinuar que Clay tenía una
especial simpatía por la criminal. Una semana después el General tuvo que
desmentirlo y añadir que «el examen del expediente, en base a los informes que he
recibido de los abogados, indican que las acusaciones más graves se basaban en
rumores y no en pruebas, por eso la sentencia fue conmutada». El senado de los
Estados Unidos fue más allá y pidió que se hiciera una audiencia sobre este asunto.
La denominaron Comisión Ferguson, porque estaba presidida por el senador de
Michigan, Homer S. Ferguson. La investigación se inició a finales de ese mismo
año en Washington. Volvieron a declarar muchos de los testigos que, siendo
internos en Buchenwald, habían sufrido las vejaciones de Koch. Los presos en
cuestión fueron los doctores Petr Zenkl, Paul Heller y Kurt Sitte. También
testificaron el secretario del Ejército Kenneth Royall; el mayor Thomas H. Green,
juez abogado general; el general de Brigada Emil Kiel, presidente del Tribunal en
el juicio por crímenes de guerra; William D. Denson, el fiscal de Ilse; el mayor Carl
Whitney, abogado jefe de la defensa de la acusada; y algunos expertos más en ley
militar. Tras un primer «informe provisional», la comisión Ferguson lo tiene claro
y escribe en el dossier: «La reducción de la pena de Ilse Koch a cuatro años de
prisión no se justifica». Y continúa diciendo:

«el subcomité es profundamente consciente de los propósitos y objetivos de


los juicios militares de los criminales de guerra nazis. Crucial para estos fines es la
reivindicación de los principios democráticos por los que se libró la guerra y por la
que nuestros hombres y mujeres lucharon y murieron. Nuestra preocupación en el
caso se basa en nuestro interés primordial en estos principios democráticos de
justicia. El error en el caso de Koch es una mancha aislada de la vigilancia y la
seguridad de esta justicia democrática. Su repetición se debe evitar».

Contrario a lo que podamos pensar y tras cumplir un periodo de cuatro


años en prisión, finalmente las autoridades norteamericanas deciden liberar a Ilse
Koch. Nuevamente la envían al sistema legal de Alemania del Este. Para evitar la
posibilidad de la doble incriminación, ella sería juzgada por presuntos delitos
cometidos contra ciudadanos alemanes, cargos que además nunca se incluyeron en
el juicio por los crímenes de guerra de Dachau de 1947. Curiosamente, incluso
antes de que Ilse fuese liberada de la cárcel de Landsberg, las autoridades de
Alemania Occidental ya iniciaron la preparación de un nuevo caso legal en su
contra.

ÚLTIMO JUICIO EN AUSGBURG

Aunque Ilse Koch fue puesta en libertad por Estados Unidos en la prisión
militar de este país en Munich, esta no duró mucho, ni siquiera cinco minutos. A
su salida la policía alemana ya la estaba esperando para ser escoltada en un
vehículo oficial hasta la Prisión de la Mujer del Estado de Baviera en Aichach, a
unos treinta kilómetros al noroeste de Augsburg. La viuda del comandante de
Buchenwald se mostraba sonriente tras su «liberación», pero veremos que no le
esperaba un futuro prometedor. El 17 de octubre de 1950 comienza un nuevo
proceso contra la terrible Frau y con él un nuevo espectáculo. Su entrada al Palacio
de Justicia de Augsburg fue tranquila y con expresión sonriente pese al gran
número de medios de comunicación acreditados para la ocasión. De hecho, la
propia Koch improvisó unas declaraciones en medio del pasillo donde insistió en
su inocencia y negó que hubiese dado a luz a un hijo fuera del matrimonio en la
prisión de Landsberg. Doscientos cuarenta testigos pasaron por el estrado del
Tribunal para volver a explicar concienzudamente las perversiones, abusos,
suplicios y asesinatos que ocurrieron en Buchenwald a manos de la nuevamente
acusada, Commandeuse. Era tanta la presión soportada por la detenida que una
semana antes de Navidad, Ilse estalló y gritó a sus compañeras de Aichach: «¡Soy
culpable! ¡Soy una pecadora!». La Zorra de Buchenwald comenzaba a desmoronarse.
La revista Time publicó un artículo que explicaba que durante aquel frenesí Ilse
habría destrozado los muebles de la celda y farfullado sobre el cielo, el infierno y el
pecado. Aquella histeria le pasaría factura durante la vista manteniéndola como
ausente hasta el final. El día del juicio final llegó. Pero Koch no se encontraba en
disposición de acudir ante el Tribunal. Un nuevo ataque de histeria la había dejado
sin fuerzas. En la fría mañana del 15 de enero de 1951 y sin la presencia de la
procesada la sala enmudeció al escuchar al presidente de la Corte, Georg Maginot,
leer el veredicto:

«culpable de un cargo de incitación al asesinato, un cargo de incitación a la


tentativa de asesinato, cinco cargos de incitación al maltrato físico severo de los
presos, y dos de maltrato físico. Ilse Koch, condenada a cadena perpetua con
trabajos forzados en la prisión de mujeres de Aichach».

El Dr. Alfred Seidl, abogado de Ilse, apeló la sentencia ante el tribunal


supremo alemán que tardó un año en tramitarla. En abril de 1952 la Corte Suprema
de Alemania se negó a anular el veredicto de Augsburg. Frau Koch había perdido
la batalla y con ello el resto de su vida.

SU TRISTE FINAL

Catorce años después de aquella apelación, concretamente en octubre de


1966 y a los sesenta años de edad, Ilse Koch a través de su abogado, hace un último
intento por recuperar lo que supuestamente era «suyo». Presenta una demanda
contra el gobierno de Baviera para cobrar los seguros de vida de su difunto marido
que la tienen a ella como beneficiaria. Pero no consigue nada. Durante ese tiempo
Uwe Köhler, el hijo que Ilse dio a luz mientras estaba en prisión, se enteró de quién
era y empezó a visitarla regularmente para alegría de la criminal. Pero el 1 de
septiembre de 1967, a los sesenta y un años de edad, Ilse decide poner fin a su vida
ahorcándose con las sábanas de su cama en la prisión de Aichach. Como cada
sábado, su vástago estaba esperando su turno para entrar a verla. Cuando Uwe dio
el nombre de su madre, uno de los funcionarios le informó de la triste noticia. No
se lo podía creer. Tan solo había dejado una última carta que decía: «Ich kann nicht
anders. Der Tod ist für mich eine Erlösung» (No hay otra salida para mí, la muerte
es la única liberación).
IRMA GRESE. EL ÁNGEL DE AUSCHWITZ

Los prisioneros tenían que formar de a cinco.

Era mi deber que lo hicieran así. Entonces, venía el doctor Mengele y hacía la
selección.

Irma Grese

«Ha sido descrita como la peor mujer de todo el campo. No había crueldad
que no tuviese relación con ella. Participaba regularmente en las selecciones para la
cámara de gas, torturando a discreción. En Belsen, continuó con el mismo
comportamiento, igualmente público. Su especialidad era lanzar perros contra
seres humanos indefensos». Estas graves acusaciones recogidas en las actas del
juicio de Bergen-Belsen en 1945, corresponden a Irma Grese, supervisora de los
campos de concentración nazis en Auschwitz, Bergen y Ravensbrück, que
martirizó a cientos de sus reclusas hasta causarles la muerte. Irónicamente la
apodaron El ángel de Auschwitz, apelativo que a ella particularmente le
enorgullecía. Durante la celebración del litigio Grese mantuvo una actitud que
oscilaba entre la indiferencia y el desprecio. Las decenas de testimonios
confirmando su perversión y sadismo provocaban en ella una apatía aún más
profunda. A pesar de su corta edad, tan solo tenía 22 años, el 13 de diciembre de
1945 fue condenada y ejecutada en la horca por los aliados. Irma Ilse Ida Grese
nació en Wrechen el 7 de octubre de 1923 en el seno de una familia
desestructurada. Su padre, Alfred Grese, un lechero disidente del Partido Nazi se
había quedado viudo después de que su mujer se suicidase en 1936. Dos años más
tarde de la muerte de su madre, Irma decidió dejar los estudios. Nada le motivaba.
Tenía quince años y el único interés que mostraba era su especial fanatismo por la
Bund Deutscher Mädel (Liga de la Juventud Femenina Alemana), que su padre no
aprobaba. Aun así, antes de iniciar su carrera en las Waffen-SS, la joven estuvo
empleada durante seis meses como jornalera en una granja y otros seis como
dependienta en una tienda de Luchen. Después consiguió un puesto de limpiadora
en un hospital en Hohenlychen, donde permaneció dos años y al intentar
graduarse como enfermera, la Oficina de Trabajo no se lo permitió alegando que
no era apta para el puesto. Pese a ello, el director del centro, el doctor Karl
Gebhardt —acusado de realizar experimentos quirúrgicos a prisioneros de los
campos de concentración de Ravensbrück y Auschwitz y juzgado en el Doctor's
Trial de Nuremberg— la animó a que no decayera. Al fin y al cabo, se había
autoproclamado su tutor durante su estancia en el hospital y esta impresionada
quinceañera había sucumbido a las fauces de su reputación e influencia. Durante
los dos años que Grese se rindió al encanto y poder de Gebhardt muy poco se sabe
sobre las tareas encomendadas en el sanatorio. De hecho, fue el propio médico
quien al ver, como decía, el afán de Grese por su trabajo, le insistió para que
contactase con uno de sus amigos de Ravensbrück. No quería que desperdiciara su
talento y quizá allí lo verían tanto como él. En marzo de 1941 Irma arribó al
campamento para reunirse con el colega de Gebhardt. Sin embargo, le emplazaron
a que regresase seis meses después, una vez cumplida la mayoría de edad. Pero no
lo hizo hasta un año y medio más tarde. Durante ese tiempo Grese trabajó en una
lechería en Fürstenberg. Si hay un rasgo que caracteriza a Irma Grese y que supo
aprovechar muy bien es el de la belleza física. La suya era excepcional. Rubia de
ojos claros y de dulzura aparente, su rostro escondía una personalidad sombría y
tétrica que hacía estremecer a todo aquel que se acercase a ella. Muchos la
admiraban como si de una actriz de cine se tratase. Se pasaba horas y horas delante
del espejo y se mofaba de estrenar constantemente ropa nueva que mandaba tejer y
coser a su modista. Llegó a tener los armarios atiborrados de vestidos procedentes
de las casas más importantes de París, Viena, Praga, Ámsterdam y Bucarest. Tal
era la atención que generaba a su alrededor e incluso entre los propios presos que
un superviviente de Kalocsa llegó a afirmar:
«Hubo una mujer bellísima llamada Grese que iba en bici. Miles y miles de
personas permanecieron allí arrodilladas en un calor sofocante, y ella se deleitaba
mirándonos».

Nada debía interponerse entre Grese y su futuro en las dependencias de las


SS, ni siquiera ser madre y formar una familia. La propia Olga Lengyel, deportada
judía que logró salvarse de las garras de la muerte, ratificaba en su libro Los hornos
de Hitler que cuando Irma se quedó embarazada ordenó a otra confinada, una
antigua doctora húngara llamada Gisella Perl, que le practicase un aborto. Esta
temía tanto a Grese que la ayudó y aunque le prometió pagarle un abrigo a cambio
de su silencio, la prenda jamás llegó a sus manos. Quizá esa frialdad fue el motivo
por el que en marzo de 1942 y a la edad de 18 años, finalmente Irma Grese lograse
entrar como voluntaria en el campo de Ravensbrück, tras un intento previo fallido.
Allí empezaría su entrenamiento. Hasta entonces el gobierno del Führer no le había
permitido acercarse lo suficiente. De hecho, su nueva tarea como administrativa en
la Oficina de Trabajo del Tercer Reich no hizo las delicias de su familia; más bien,
al contrario. Su padre estaba tan furioso con ella que la echó de casa tras aparecer
vestida con el uniforme de las SS durante un permiso. La muchacha había
experimentado una transformación significativa, la adhesión a la causa nazi
merecía más respeto que su propia familia. Ravensbrück, con capacidad para
20.000 prisioneras, se había convertido en su nuevo hogar y sus camaradas en su
verdadero linaje. Fue allí donde además de ocuparse de la «administración» del
centro se familiarizó con las arduas labores que se practicaban en el recinto. En
aquel lugar formaban a todo el personal femenino de las SS, cerca de 3.500 mujeres,
que después pasaban a supervisar otros campos. De aquí salieron guardianas tan
sádicas como Ilse Koch, Hidelgard Neumann, Dorothea Binz o María Mandel. Tras
este periodo de aprendizaje, en marzo de 1943 Irma Grese fue trasladada a
Auschwitz y asignada al Konzentrationslager (KL) de Birkenau, donde en un primer
momento realizó labores de control de provisiones, manejo de correo y de la
Strassenbaukommando, el comando de la unidad de carreteras. Aún no había
cumplido los veinte años y su carrera seguía en ascenso. En otoño de ese mismo
año Grese fue nombrada SS Oberaufseherin (supervisora) con un sueldo de 54
marcos al mes, unos 28 euros.

LA BESTIA BELLA

Irma Grese era la segunda mujer de más alto rango en el campamento


después de María Mandel, lo que suponía que estaba a cargo de unas 30.000
reclusas de origen judío, en su mayoría polacas y húngaras. Las nuevas
responsabilidades de la joven nazi incluían el control directo de las presas, así
como la selección de las condenadas a la cámara de gas. Bien es cierto que durante
su juicio y haciendo gala de un cinismo auténticamente brillante Irma siempre
negó este hecho señalando que solo tuvo noticias de dichas ejecuciones en masa
por boca de las propias reas.

«Los prisioneros tenían que formar de a cinco. Era mi deber que lo hicieran
así. Entonces, venía el Dr. Mengele y hacía la selección»7.

Pese a que inculpase a Mengele con el que supuestamente mantenía una


estrecha relación sentimental, la realidad no era tal y como la pintaba. Durante el
proceso de selección Irma Grese, el «Dr. Muerte» y la vigilante Margot Drechsler
decidían quién vivía y quién no.

«Estas mujeres fueron incluso más crueles que Mengele... Las selecciones se
hicieron de la siguiente manera: primero, las mujeres desnudas se refregaban
delante de Mengele con los brazos en alto; y después delante de Greze y Drechsler.
Mengele hizo las primeras selecciones, mientras las mujeres pudieron seleccionar
también a la gente que Mengele dejó de seleccionar. El Dr. Mengele nos
seleccionaba a menudo, y como yo estaba bastante en forma me eligió entre las
fuertes, pero Grese dijo que no le gustaba la manera cómo andaba, así que el Dr.
Mengele me llamó de nuevo y me envió al búnker y cuando volví a pasar, una vez
más me dio un bofetón»8.

Los múltiples testimonios de las supervivientes se acumulaban para


describir con todo lujo de detalles las barbaridades realizadas por la que
decidieron llamar el Ángel de Auschwitz, la Bestia Bella o la perra de Belsen. Estos
calificativos tan solo hacían acrecentar su mala fama en todo el campo. Su excesiva
impiedad llevó a Irma Grese a ser acusada de asesinatos y torturas. Por lo que
aseguran los testigos, este ser «caído» del cielo se paseaba por los pabellones con
su uniforme impecable, su pelo rubio milimétricamente colocado, unas pesadas y
relucientes botas altas, un látigo y una pistola. Durante su recorrido la
acompañaban sus perros, siempre hambrientos y furiosos, que Irma utilizaba a su
gusto. Una de sus diversiones era lanzar a estas fieras contra las reclusas para que
fueran devoradas. Otro de sus modus operandi consistía en asesinar a las internas
pegándoles un tiro a sangre fría. Los abusos sexuales y las vejaciones a niños
constituían prácticas habituales. Irma no conocía ni tenía límites. Su extremada
inmoralidad la llevó a dar feroces palizas con un látigo trenzado hasta provocar la
muerte de las víctimas. En este sentido, la joven guardia de Auschwitz solía buscar
mujeres judías de buena figura con la intención de destrozarles los pechos.
Después, eran llevadas a una reclusa doctora para ser objeto de una dolorosa
operación. Dicho episodio era contemplado por Irma Grese bajo una gran
excitación. Una interna anónima declaró:

«Ella la golpeó en la cara con los puños y, cuando la mujer cayó al suelo, se
sentó sobre ella. Su cara se volvió azul...».

Cualquier pretexto era suficiente para desencadenar el castigo y en la


mayoría de las veces la muerte. Las cautivas eran tratadas como meros conejillos
de indias, cualquier ensayo médico valía si con ello se conseguía impartir un
sufrimiento extremo. Todo era lícito, sobre todo si era para uso y disfrute de la
furibunda nazi. «Llegó a sacar los ojos a una niña al pillarle hablando con un
conocido a través de la alambrada», aseguraba un superviviente de Técsö.
Actualmente se sigue sin saber con exactitud el número concreto de asesinatos que
la Bestia podría haber infligido en el galpón C del campo de Birkenau de
Auschwitz, se dice que el promedio diario era de treinta crímenes y la capacidad
de su pabellón era de 30.000 reclusas. Pese a la crueldad de estos hechos la
administración de Auschwitz jamás interfirió en las actividades de Grese y dicha
pasividad estuvo a la orden del día en las SS respecto a acciones similares. Uno de
sus lemas decía: «Tolerancia significa debilidad» y nadie se podía permitir el lujo
de que los prisioneros les vieran ningún punto de flaqueza. Bien es cierto que
excepcionalmente y a modo de reprimenda, algunos de estos guardianes sufrieron
el traslado a otros campamentos por sus malas acciones, pero también que dichas
decisiones se basaban más en un utilitarismo económico que en criterios de
humanidad. Auschwitz-Birkenau no fue el único campo de concentración que
padeció el encarnizamiento de Irma Grese. Durante un breve lapso de tiempo —de
enero a marzo de 1945—, la joven regresó nuevamente al campamento de
Ravensbrück para después ser enviada a Bergen-Belsen, cerca de Hannover,
Alemania.
LOS TESTIMONIOS

Podríamos describir a Irma Grese como una auténtica depravada sexual,


sanguinaria, fría, atroz y sin escrúpulo alguno, carente de empatía y de bondad.
Estos rasgos unidos al poder que se le otorgó fueron un cóctel explosivo que se
materializó en cientos de muertes semanales en los centros de concentración que
supervisaba.

«La hermosa Irma Grese se adelantaba hacia las prisioneras con su andar
ondulante y sus caderas en movimiento. Los ojos de las cuarenta mil
desventuradas mujeres, mudas e inmóviles, se clavaban en ella. Era de estatura
mediana, estaba elegantemente ataviada y tenía el cabello impecablemente
arreglado. El terror mortal inspirado por su presencia la complacía
indudablemente y la deleitaba. Porque aquella muchacha de veintidós años carecía
en absoluto de entrañas. Con mano segura escogía a sus víctimas, no solo de entre
las sanas, sino de entre las enfermas, débiles e incapacitadas. Las que, a pesar de su
hambre y penalidades, seguían manifestando un poco de su belleza física anterior
eran las primeras en ser seleccionadas. Constituían los blancos especiales de la
atención de Irma Grese. Durante las selecciones, el «ángel rubio de Belsen», como
más adelante pasó a llamarla la prensa, manejaba con liberalidad su látigo. Sacudía
fustazos adonde se le antojaba, y a nosotras no nos tocaba más que aguantar lo
mejor que pudiésemos. Nuestras contorsiones de dolor y la sangre que
derramábamos la hacían sonreír. ¡Qué dentadura más impecable tenía! ¡Sus dientes
parecían perlas! Cierto día de junio del año 1944, eran empujadas a los lavabos 315
mujeres seleccionadas. Ya las pobres desventuradas habían sido molidas a
puntapiés y latigazos en el gran vestíbulo. Luego Irma Grese mandó a los
guardianes de las S.S. que claveteasen la puerta. Así fue de sencillo. Antes de ser
enviadas a la cámara de gas debían pasar revista ante el doctor Klein. Pero él las
hizo esperar tres días. Durante aquel tiempo, las mujeres condenadas tuvieron que
vivir apretujadas y tiradas sobre el pavimento de cemento sin comida ni bebida ni
excusados. Eran seres humanos, ¿pero a quién le importaban?»9.

Esta no fue la única historia vivida por una de sus reas. La rea rusa Luba
Triszinska, por ejemplo, declaró que «cuando las mujeres caían, rendidas por el
trabajo, Grese solía lanzarles los perros. Muchas no sobrevivían a estos ataques».
Gisella Pearl, médico de los prisioneros, observó lo siguiente:

«Grese gustaba de azotar con su fusta en los senos a jóvenes bien dotadas,
con el objeto de que las heridas se infectaran. Cuando esto ocurría, yo tenía que
ordenar la amputación del pecho, que se realizaba sin anestesia. Entonces ella se
excitaba sexualmente con el sufrimiento de la mujer».

Isabella Leittner y Olga Lengyel informaron de que «Irma Grese tenía


aventuras bisexuales y que en los últimos tiempos había mantenido romances
homosexuales con algunas internadas, a las que después mandaba al crematorio».
Helene Klein explicó que «Grese 'hacía deporte' con los internos, obligándolos a
hacer flexiones durante horas. Si alguien paraba, Grese le golpeaba con una fusta
de equitación que siempre llevaba consigo». Gitla Dunkleman y Dora Szafran
testimoniaron «haber visto a Grese pegando a los internos». Szafran además
ratificó que Ilse «era una de las pocas mujeres de las SS a las que se le permitía
llevar un arma de fuego. En el Barracón 9 del Campo A, dos chicas fueron
seleccionadas para la cámara de gas; ellas saltaron a través de la ventana y cuando
yacían en el suelo Grese las disparó dos veces». Klara Lebowitz declaró que «Grese
obligaba a los internos a permanecer en formación, durante horas, sosteniendo
grandes piedras sobre sus cabezas»; y Gertrude Diament sostuvo que «Grese era
también responsable de la selección para las cámaras de gas en Auschwitz». Ilona
Stein corroboró que en otra ocasión una madre estaba hablando con su hija en otro
barracón cuando Irma lo vio.

«Ella entró en cólera y antes de que la madre pudiera escapar fue golpeada
y pateada duramente por ella».

Y añade:

«En la selección de una mujer húngara intentó escapar para reunirse con su
hija. Grese se dio cuenta y ordenó a uno de los guardias de las SS que la
disparasen. No escuché la orden, pero vi a Grese hablar con el guardia y él disparó
enseguida».

Helene Kopper contó que, durante su estancia en el comando de castigo,


«Grese había sido responsable de, al menos, 30 muertes diarias». Edith Trieger, una
judía eslovaca espetó que «en Agosto de 1944 vio a Grese disparar al pecho
izquierdo de una judía húngara de treinta años» y «golpear y dar patadas a los
presos que estaban tratando de escapar de la cámara de gas». Otro de los
aterradores testimonios sobre la sádica conducta de la Aufseherin Irma Grese nos lo
proporciona de nuevo Olga Lengyel, quien presenció cómo la supervisora de
Auschwitz le propinaba una paliza a una joven prisionera en sus aposentos:

«Grese se acercó al sofá, arrastrando a una mujer desnuda por el pelo.


Cuando llegó al diván, se sentó, pero no soltó la cabellera de la mujer, sino que fue
tirando cada vez más de la mata espesa de pelo, mientras descargaba una y otra
vez, la fusta sobre las caderas de la mujer. La víctima se veía obligada a acercarse
más y más. Finalmente se quedó de rodillas ante su verdugo. —Komm hier —gritó
Irma, dirigiéndose a un rincón de la habitación que caía fuera de mi visión. De
nuevo repitió: —Ven acá. ¿Vienes o no? Y blandió el látigo una vez más, obligando
brutalmente a ponerse de pie a la mujer».

Ya lo dijo en una ocasión, el eminente periodista y escritor austríaco Karl


Kraus: «ya no estamos en el país de los poetas y de los pensado res, sino en el país
de los jueces y de los verdugos». Irma Grese había pasado de ser una joven
aparentemente dulce y afable, a comportarse y sentir —que es aún peor— como
una martirizadora. No había nada más terrible que ver procesiones de pellejos
andantes caminando hacia la muerte, como muñecos sin vida. La esclavitud y total
sumisión a la que sometieron la guardiana y sus ayudantes a una población
asustada por los acontecimientos convirtieron a Irma Grese en una de las figuras
más perversas del Grossdeutsches Reich, del Gran Reich Alemán. Aquellos
habitáculos denominados centros de reeducación política acabaron siendo campos
de exterminio y destrucción, donde la violencia física y psíquica eran sus
principales armas.

LAS FIERAS DE BELSEN

Durante la madrugada de la rendición, del 14 al 15 de abril de 1945, el


comandante Josef Kramer negocia la rendición con los británicos. Mientras tanto y
con el recinto de Bergen-Belsen aún en manos alemanas, el personal de vigilancia
dispara contra varios prisioneros que intentaban escapar. A primer hora de la
mañana llegan los aliados y se encuentran con un personal teutón en hilera,
pulcramente uniformado, impecable e implacable y entre ellos a una glacial Irma
Grese de mirada arrogante. Tras los portones del campo de concentración les
esperaba el tifus, la disentería, la lepra, el hambre, la miseria, la locura y sobre todo
muertos, miles de muertos. La desgracia humana campaba a sus anchas en aquel
recinto. Los barracones repletos de cadáveres sembraban el horror de un ejército
británico que no podía hacer otra cosa que amontonar los cuerpos en unas
gigantescas fosas construidas al efecto. Aunque la mayor parte del personal del
campamento se había escapado el día anterior, 80 de los miembros del personal se
mantuvieron en sus puestos con el fin de ayudar a los británicos. Los alemanes
acataron sus órdenes sin pestañear. Entre toda esa ola de espanto y consternación
Irma Grese seguía impertérrita. Los ingleses impresionados por su porte
decidieron trasladarla a un calabozo donde fue interrogada durante dos días. Su
talante daba a entender que tenía un cargo importante. El 17 de abril por la
mañana fue fotografiada aún en las instalaciones de Belsen junto a Kramer
vistiendo sus pesadas botas altas. Su aspecto, aunque bastante desmejorado, aún
irradiaba cierta altivez. Dichas improntas, que cruzaron el mundo a través de la
prensa internacional, ocuparon las primeras páginas de todos los periódicos,
siempre con el mismo titular: Las Fieras de Belsen. De acuerdo a lo expuesto por
Eberhard Kolb, el presidente del Consejo Académico Asesor para la Ampliación y
Reconstrucción de la Memoria de Bergen-Belsen, de los 80 miembros de las SS que
quedaron en el campo de concentración, veinte de ellos murieron después de que
los ingleses tomaran el control. Kolb aseguró que la mayoría de ellos murieron de
tifus, pero que otros lo hicieron por envenenamiento al comer alimentos en malas
condiciones proporcionados por los británicos. Estos negaron tales acusaciones.
Con la caída del gobierno alemán, Irma Grese fue arrestada por los ingleses y
juzgada en septiembre de 1945, junto con el comandante de Bergen-Belsen, Josef
Kramer y otros cuarenta oficiales. Estaban acusados de cometer crímenes de guerra
y tenían varios cargos de asesinato y malos tratos a los prisioneros de los campos
de concentración de Bergen-Belsen y Auschwitz. Casi todos eran hombres e Irma
fue una de las pocas mujeres enjuiciadas y condenadas por actos contra la
humanidad.

JUICIO POLÉMICO

El 17 de septiembre de 1945 comienza en Lüneburg (Alemania) el juicio


contra Grese y los otros 44 acusados. El proceso se caracterizó por imputar a los
condenados por dos importantes cargos. El primero, donde todos —incluida Irma
Grese— y excepto Starotska, fueron acusados de cometer un crimen de guerra. Así
lo hace saber la corte presidida por el general de División Berney-Ficklin, alegando
que según la Regla 4 del «Reglamento para el enjuiciamiento de criminales de
guerra»:

«En Bergen-Belsen, Alemania, entre el 1 de octubre de 1942 y el 30 de abril


de 1945, a pesar de ser el personal del campo de concentración de Bergen Belsen
responsable del bienestar de las personas recluidas allí, en violación de la ley y de
los acuerdos de guerra, cooperaron en el maltrato de dichas personas, causando la
muerte de Keith Meyer (británico), Anna Kis, Sara Kohn (ambos de nacionalidad
húngara), Heimech Glinovjechy y María Konatkevic (ambos de nacionalidad
polaca) y Marcel Freson de Mon-tigny (de nacionalidad francesa), Maurice Van
Eijnsbergen (de nacionalidad alemana), Maurice Van Mevlenaar (de nacionalidad
belga), Jan Markowski and Georgej Ferenz (ambos de nacionalidad polaca),
Salvatore Verdura (de nacionalidad italiana), y Therese Klee una ciudadana
británica de Honduras), nacionales de los Países Aliados, y otros nacionales de los
Países Aliados cuyos nombres son desconocidos, y causando sufrimiento físico a
otras personas presas allí, nacionales de los Países Aliados y en particular a Harold
Osmund le Druillenec (de nacionalidad británica), Benec Zuchermann, una interna
llamada Korperova, una interna llamada Hoffmann, Luba Rormann, Isa Frydmann
(todas de nacionalidad polaca) y Alexandra Siwidowa, de nacionalidad rusa y de
otros Países Aliados cuyos nombres son desconocidos».

Y el segundo, donde los detenidos —Kramer, Grese, Bormann, Lothe y


otros ocho más— eran acusados de cometer crimen de guerra en:

«Auschwitz, Polonia, entre el 1 de octubre de 1942 y el 30 de abril de 1945, a


pesar de ser el personal del campo de concentración de Auschwitz responsable del
bienestar de las personas recluidas allí, en violación de la ley y de los acuerdos de
guerra, cooperaron en el maltrato de dichas personas, causando la muerte de
Rachella Silberstein (de nacionalidad polaca), nacionales de los Países Aliados, y
otros nacionales de los Países Aliados, cuyos nombres son desconocidos, y
causando sufrimiento físico a otras personas presas allí, nacionales de los Países
Aliados y en particular a Ewa Gryka and Hanka Rosenwayg (ambas de
nacionalidad polaca) y de otros Países Aliados cuyos nombres son desconocidos».

Desde un primer momento la Aufseherin se convierte en la estrella


indiscutible del proceso judicial. Cada día los niños corean su nombre al llegar al
litigio, mientras ella sonríe de forma coqueta. La prensa sigue con entusiasmo la
vista y centra toda su atención en la más joven de los acusados. Pero una vez que la
guardiana entra en la sala, su proceder cambia por completo. Esta oscila entre la
indiferencia y el desprecio. Se muestra ausente y distraída a lo largo de todo el
proceso, como si supiera exactamente a donde iba a conducir todo aquello.
Garabatea dibujos en una libreta, se desentiende de los testimonios en su contra y
sus declaraciones —que veremos con más amplitud un poco más adelante— son
de una sobriedad extrema plagadas de «No», «No sé» y «Nunca vi nada de eso».
Su carácter se seguía mostrando impasible. Aquella «Bestia Bella» se había
convertido en una criminal despiadada, cuyos finos rasgos de sus inicios se habían
desvirtuado debido al salvajismo de sus acciones. Es curioso comparar algunas de
sus más famosas improntas. Asimismo, el Tribunal hace especial atención a los
cargos que se le imputan:

«La acusada n° 9, Irma Ilse Ida Grese fue Aufseherin en diferentes


comandos de trabajo y, temporalmente, Aufseherin de un comando femenino de
castigo en Auschwitz. Ha sido descrita como la peor mujer de todo el campo. No
había crueldad que no tuviese relación con ella. Participaba regularmente en las
selecciones para la cámara de gas, torturando a discreción. En Belsen continuó con
el mismo comportamiento, igualmente público. Su especialidad era lanzar perros
contra seres humanos indefensos».

Extracto del juicio de Belsen.

The Belsen Trial, Volumen II.

Si bien la mayoría de los supervivientes de Belsen testificaron contra ella, la


rea siempre se declaró inocente de los cargos específicos presentados. Si
recopilamos los testimonios más impactantes, nos encontramos con testigos que
hablaron de los golpes y los disparos arbitrarios hacia los presos, del ataque feroz
de sus perros bien entrenados y hambrientos contra los detenidos, también de la
selección de reclusos para las cámaras de gas y del placer sexual que sentía durante
estos actos de inhumanidad. Su sadismo era exagerado. Los testigos además la
acusaron de haber utilizado métodos físicos y emocionales para torturar a internos
del campo y de disfrutar matando a sangre fría con un tiro en la cabeza. En este
sentido hay que mencionar también que tras la detención de la supervisora nazi se
procedió al registro de su vivienda. Allí se topó con el horror a modo de trofeos.
Las pantallas de varias lámparas estaban hechas de piel humana. Ella misma se
había encargado de despellejar y eliminar con sus propias manos a tres presos
judíos. Algunos de los mantras nacionalsocialistas escritos por sus superiores
calaron hondo en un personal ávido de sangre y honor. Uno de ellos lo resumió en
su diario el ministro de propaganda del Reich, Joseph Goebbels, cuando escuchó
un discurso del Führer sobre la cuestión judía:

«No sentimos compasión por los judíos, la única compasión es hacia el


pueblo alemán. Si el pueblo alemán ha vuelto a sacrificar dieciséis mil muertos en
la campaña del este, los instigadores de este sangriento conflicto tendrán que pagar
con su vida»10.

Entretanto los medios de comunicación habían hallado en Irma Grese una


mina de oro. La palabra sexo vendía y cada uno de sus movimientos eran revisados
diariamente con lupa. Revistas como Life o Time publicaban el juicio y
fotografiaban cada uno de los movimientos de la acusada número 9. Parecía que
Grese finalmente sería una especie de icono, pero no del cine precisamente.
LA HERMANA DE EL ÁNGEL DE AUSCHWITZ DECLARA
DURANTE EL JUICIO

Entre la multitud de testigos que pasaron por el Tribunal Militar británico


para certificar que los acusados practicaban tareas delictivas y criminales, se
personó una de las hermanas de Irma Grese, Helena, quien aseguró:

«desde el momento en que entró en el campo de concentración la vi dos


veces. En 1943 llegó a casa de permiso, y lo único que nos dijo acerca de su trabajo
fue que su tarea consistía en supervisar los presos para que no se escaparan».

Y añadió:

«La vi cuando salió de Auschwitz en 1945, y ella me dijo que había estado
trabajando durante un tiempo considerable en una especie de oficina de correos,
recepción y distribución de correo, y que algunas veces había ejercido funciones de
guardiana. Le preguntamos: ¿Qué hacen los prisioneros para conseguir comida y
por qué han sido enviados a un campo de concentración? Y ella respondió que no
le permitían hablar con los prisioneros y que no sabía qué clase de comida ellos
obtenían».

IRMA GRESE Y SU RÉPLICA

A pesar de la insensibilidad y el desdén mostrado, la SS Oberaufseherin


rompía su desgana con chispazos ocasionales de afilada soberbia diciendo cosas
como: «Yo soy incapaz de hacer planes. Nunca hice ningún plan para matar
prisioneros»; «Yo debería saber mejor que usted si tenía o no tenía un perro. ¿No le
parece?»; «Jamás disparé a ningún prisionero» o «Me gustaría que dejara usted de
repetir la palabra "regularmente"». Su palpable sequedad era doliente a oídos
ajenos que escuchaban cómo la acusada n° 9 se defendía de sus cargos afirmando:
«Himmler es responsable de todo lo que ha ocurrido, pero supongo que tengo la
culpa tanto como los demás por encima de mí». Era imposible que durante la vista
nadie se llevara las manos a la cabeza con tales aseveraciones, sobre todo cuando
intentaba tergiversar una realidad palpable y testimoniada detalladamente: «Las
revistas extraordinarias y el ejercicio físico son formas de castigo habituales en el
ejército alemán», respondía Grese al ser preguntada por el trato que recibían los
presos en los campos de concentración donde ella era la segunda de abordo.
Tampoco tuvo desperdicio alguno el interrogatorio que su abogado defensor, el
Mayor Cranfield, hizo a la guardiana de Auschwitz durante el juicio de Bergen-
Belsen:
P: ¿Llevó usted un bastón en Auschwitz? R: Sí, un bastón normal y
corriente. P: ¿Llevó usted un látigo en Auschwitz? R: Sí, hecho de celofán en la
fábrica de tejas del campo. Era muy ligero, pero si golpeé a alguien con él, le
dolería. Después de ocho días el Comandante Kramer prohibió los látigos, sin
embargo seguimos usándolos. Yo nunca llevé una porra de goma. P: ¿De dónde
vino la orden de lo que llamamos «las marchas de selección»? R: Eso vino por
teléfono de la Rapport-Führerin o de la Oberaufseherin Dreschel. P: Cuando llegó
la orden, ¿le explicaron para qué eran las «marchas de selección»? R: No. P: ¿Qué
tenían que hacer los prisioneros cuando sonaba el silbato? R: Formar grupos de
cinco, y mi tarea era verificar que lo hacían. Después llegaba el doctor Mengele
para hacer la selección. Como era responsable del campo, mis responsabilidades
eran saber cuánta gente iban a marcharse y tenía que contarlas, y apuntarlo en un
libro de «fortaleza». Después de la selección eran enviados al campo «B». Dreschel
me llamó y me contó que había ido a otro campo en Alemania por motivos de
trabajo o para un tratamiento especial, lo que yo pensaba que era la cámara de gas.
Después anoté en mi libro de «fortaleza» tantos para enviar a otros campos en
alemania, o tantos para S.B. (Sonderbehandlung). Era muy conocido en todo el
campo que S.B. significaba la cámara de gas. P: ¿Sus oficiales superiores le
contaron algo sobre la cámara de gas? R: No, me lo contaron los presos. P: La han
acusado de escoger presos en estas marchas de selección y enviarlos a la cámara de
gas. ¿Usted ha hecho tal cosa? R: No, yo sabía que los prisioneros eran gaseados. P:
¿No era muy simple saber que esta selección era para la cámara de gas, porque
solo los judíos fueron seleccionados? R: Personalmente yo solo tenía Judíos en el
Campo C. P: ¿Entonces todos tendrían que presentarse a la selección para la
cámara de gas, no? R: Sí. P: Como se le dijo que tenía que esperar a los médicos,
entonces, ¿usted sabía perfectamente lo que era? R: No. P: Cuando esta gente
estaba desfilando frente a usted, ¿no es el caso que muchas veces estaban desnudos
y les inspeccionaban como ganado para adivinar si servían para trabajar o para
morir? ¿Es eso cierto? R: No como ganado. P: Usted estaba ahí para mantener el
orden, ¿no? Entonces si alguien intentaba escapar, ¿usted le traía de vuelta y le
daba una paliza? R: Sí.

Las respuestas del Ángel Rubio cargadas de total ambigüedad exasperaron a


la sala y más aún al Tribunal. Fue entonces cuando tocó el turno de preguntas del
Coronel Backhouse, representante de la Fiscalía. Sus cuestiones trataron de
dilucidar ante todo los acontecimientos acaecidos tras los muros de los campos de
concentración supervisados por Grese. Sin embargo, sus contestaciones eran
monosilábicas y petulantes. Negó que le gustase llevar siempre consigo una pistola
y un látigo, pero dio detalles acerca de este último: «era transparente como vidrio
blanco». «¿El tipo de látigo que se usaría para un caballo?», preguntó Backhouse.
«Sí», respondió tajante la guardiana nazi. Siguiendo con el cuestionario, habría que
resaltar que Irma Grese no titubeó ni un ápice cuando afirmó que a pesar de no
tener órdenes directas de sus superiores para golpear a los prisioneros, ella lo hizo
contraviniendo los reglamentos.

CONCLUSIONES DE SU ABOGADO EL MAYOR CRANFIELD

En su último alegato el letrado Cranfield quiso dar la vuelta a la tortilla


basándose en determinadas incoherencias que cometían los supervivientes ante el
Tribunal y su torturadora al recordar las más terribles de sus vivencias.
Apoyándose en el miedo de las víctimas dijo lo siguiente:

«La evidencia de Diament contra Grese en relación con las


responsabilidades de esta última para seleccionar víctimas para la cámara de gas,
fue imprecisa. Con respecto a la alegación de Lobowitz contra Grese, el Tribunal
preguntó si, a pesar de que la acusada era consciente, ¿no fue un absoluto sin
sentido sugerir que las revistas duraban de seis a ocho horas cada día? Él también
puso en duda la credibilidad del testimonio de Neiger. Aparte de la cuestión de la
validez de las pruebas de Trieger, la Corte mostró que la víctima del supuesto
disparo de Grese era de nacionalidad húngara y no de los Países Aliados. En
contra de la alegación de Triszinska sobre el perro de Grese, el Tribunal escuchó a
la acusada negar que ella hubiera tenido un perro, y que eso podía verificarse por
los demás acusados y por otros testigos de Auschwitz. En referencia a la historia de
Kopper sobre el Kommando de castigo, el letrado se refiere a la evidencia de que
Grese solo estuvo a cargo del Kommando de castigo durante dos días, y en el cargo
de Strassenbaukommando, que fue un tipo de Kommando de castigo, durante dos
semanas. La alegación de Kopper en su declaración jurada fue que ella estuvo a
cargo del Kommando de castigo en Auschwitz desde 1942 a 1944, pero en el
estrado dijo que la acusada estuvo a cargo de la compañía de castigo trabajando
fuera del campo unos siete meses. En el estrado ella no pudo conciliar estas dos
declaraciones. ¿Era probable que Grese estuviese a cargo, la única supervisora, de
un Kommando de 800 personas, con un hombre de las SS, Herschel, para
ayudarla? Si treinta prisioneros fueron asesinados cada día, ¿no tendría que haber
alguna corroboración de esta historia? Once testigos habían reconocido a Grese en
la Corte. De estos once, cinco no hicieron ninguna alegación de ninguna clase
contra ella. Ese hecho puso en duda la evidencia de estos testigos que dijeron que
era una infame y feroz salvaje, la peor mujer de las SS».

A pesar de que el Mayor Cranfield hizo un «buen trabajo» a la hora de


defender a Grese poniendo en tela de juicio todos los testimonios, hechos y
testigos, y captando multitud de contradicciones durante el mismo, eso no libró a
la Aufseherin de ser condenada a la horca. No obstante, hay que añadir que durante
el proceso el abogado quiso recordar a la Corte que la madre de Grese había
muerto cuando ella tenía 14 años, que con 16 se marchó de casa y que a la edad de
18, fue reclutada para servir en un campo de concentración. Según Cranfield, Irma
era tan solo «una niña maleducada con diecinueve años cuando llegó a la terrible
atmósfera de Auschwitz».

SENTENCIA Y MUERTE

En el 54° día del juicio Irma Grese fue declarada culpable de los siguientes
cargos: haber cometido por un lado, crimen de guerra en el campo de
concentración de Bergen-Belsen, Alemania, entre el 1 de octubre de 1942 y 30 de
abril de 1945; y por otro, el mismo delito en el de Auschwitz, Polonia, entre el 1 de
octubre de 1942 y el 30 de abril de 1945. Según el Tribunal, aun siendo responsable
del bienestar de los prisioneros allí, en ambos lugares violó las leyes y costumbres
en tiempos de guerra y formó parte de maltratos de algunas personas causándoles
incluso la muerte. Tras el juicio, ocho hombres y tres mujeres fueron condenados a
muerte y 19 a diversas penas de prisión. El presidente de la Corte pronunció su
dictamen sobre la acusada de la siguiente manera:

«N° 6 Bormann, 7 Volkenrath, 9 Grese... La sentencia de este tribunal es que


sufran la muerte por la horca».

Si la guardiana no había mostrado ningún tipo de emoción o interés


durante el juicio salvo para exhibir su prepotencia ante los presentes, tampoco lo
iba a hacer tras escuchar el veredicto. Y así fue. Cuando le comunicaron su
condena y se lo tradujeron al alemán, «Tode durch den Strang», literalmente, «la
muerte por la cuerda», ella mostró una total indiferencia. El Ángel de Auschwitz
había destapado a la temida bella «bestia» convirtiéndose a su vez en la alemana
más popular de los Estados Unidos. Tras el proceso los prisioneros fueron llevados
a la prisión de Lüneburg donde pasarían sus últimos días antes de su
ajusticiamiento. En cambio, Grese y ocho de los otros condenados hicieron un
llamamiento al mariscal de campo Montgomery para pedir clemencia. Justo lo que
jamás tuvieron con sus víctimas: indulgencia alguna. Mas no tuvieron éxito
alguno, ya que todas las súplicas se habían rechazado con anterioridad. El tribunal
se había curado en salud para evitar la polémica entre la opinión pública.
Lícitamente lo anunció el sábado 8 de diciembre, cuando ordenó que trasladasen a
los once condenados de la prisión de Lüneburg a la de Hamelín (Westfalia) para su
posterior condena a muerte. Precisamente para esta circunstancia los ingenieros
reales del Ejército Británico construyeron una cámara de ejecución en uno de los
extremos del corredor de la cárcel, donde a su vez, permanecían los condenados en
una fila de pequeñas celdas. Según aparece en la biografía de Albert Pierrepoint —
el verdugo de la Aufseherin y de otros muchos procesados—, se decidió que fuese
Irma Grese, la más joven de todos, la primera en ser ejecutada debido a que los
presos podían escuchar el sonido de la trampilla cuando un reo moría en la horca.
Si la ajusticiaban primero, la librarían de cualquier clase de trauma. Luego le
siguieron Elisabeth Volkenrath y por último Juana Bormann. Los ocho hombres
fueron colgados en parejas para ahorrar tiempo. Una de las paradojas de dichas
ejecuciones es que en el comunicado de prensa enviado a posteriori se dijo que en
realidad la exfuncionaria fue la segunda en morir después de Volkenrath. La
prensa nunca entendió el por qué de esta contradicción. Al fin y al cabo, se sabía de
antemano que algunos funcionarios de prisiones podrían ser entrevistados y, como
veremos, Pierrepoint tenía detalles escabrosos que comentar.

EL VERDUGO DE GRESE

Albert Pierrepoint, el que fuera ejecutor de la célebre Perra de Belsen y de


tantos otros, era un verdugo profesional con gran experiencia que fue trasladado
en avión desde Gran Bretaña a Alemania, para dar muerte a los once convictos. La
faena del verdugo consistió en lo siguiente: el 12 de diciembre de 1945 se procedió
a pesar y medir a los reos. Gracias a este sistema se podía calcular el ajuste exacto
que tenía que tener la horca para cada uno de ellos y de este modo soslayar fallos
durante el ajusticiamiento. A la mañana siguiente, Pierrepoint subió las escaleras
hacia el corredor donde residían los condenados. Su primera ejecución: Irma Grese.
Un oficial alemán escoltaba la puerta de la celda. El Brigada Paton-Walsh miraba
su reloj de pulsera para contabilizar el tiempo. El verdugo, que caminaba
impacientemente a través del pasillo, dijo al llegar:

«"Irma Grese...". (...) Una puerta se abrió, pero la entrada era demasiado baja
para mí. "Sígame", dije en inglés, y O'Neil repitió la orden en alemán. Ella salió de
su celda y se dirigió hacia nosotros sonriendo. Era una chica guapa, alguien con
quien a uno le gustaría quedar para dar un paseo. Respondió a todas las preguntas
de O'Neil, pero, cuando le preguntó su edad, ella hizo una pausa y sonrió. De
repente, nos encontramos sonriendo con ella, mientras caíamos en la cuenta de lo
inconveniente que resultaba siempre preguntar a una mujer joven acerca de su
edad. Inmediatamente dijo: "Veintiuno", dato que sabíamos no era correcto
(acababa de cumplir 22)»11.

A las 9:34 de la mañana Irma Grese se dirigió a la sala de ejecuciones en


compañía de su verdugo. Al entrar, contempló durante unos instantes a los
funcionarios que allí se encontraban y después subió los escalones hasta la
trampilla tan rápido como pudo.

«Se situó justo en el centro de la plataforma, sobre la marca de tiza. Se


quedó allí, muy firme. Cuando iba a colocarle el capuchón blanco, repitió, con voz
lánguida: Schnell!! (rápido)»12.

Veinte minutos más tarde su cuerpo fue descolgado, puesto en una caja y
conducido al cementerio de la prisión de Hamelín. El cálculo previo que hizo
Pierrepoint para ajustar la horca de Grese fue de siete pies y cuatro pulgadas. Un
golpe certero. A ella le siguieron la plana mayor del juicio de Belsen: Volkenrath,
Bormann, el doctor Klein y el comandante Kramer. Era el 13 de diciembre de 1945.
Ahora bien, estudios recientes han revelado que algunos de estos prisioneros
recibieron previamente inyecciones de pericárdico de cloroformo para detener su
corazón. De esta forma obviaban la necesidad de mantenerlos colgados durante
una hora para cerciorar su muerte, práctica muy habitual en Inglaterra por aquel
entonces. A día de hoy sigue sin saberse a ciencia cierta si a Grese se le administró
tal medicación. A juzgar por el procedimiento posterior a su muerte existen
bastantes posibilidades. Algo que resulta llamativo es que unas pocas horas antes
de que Irma Grese muriese en la horca, esta no quiso renegar de la ideología
ultraderechista. Aunque intuía que estaba cerca del final, jamás repudió sus
convicciones favorables al nacionalsocialismo, pero tampoco llegó a entonar los
cantos marciales de las SS en la víspera de su ejecución. Nunca reconoció su culpa
por los delitos que se le imputaban y, como hemos visto, se declaró inocente una y
otra vez. Tampoco se pudo determinar la incumbencia de Grese en un número
concreto de homicidios. Para evitar que los alemanes la convirtieran en mártir, el
Presidente del Tribunal que la condenó, ordenó que fuera enterrada no en el
cementerio de la prisión de Hamelín, sino en el patio. Finalmente, fue en el año
1954 cuando sus restos fueron trasladados y se le dio sepultura en el cementerio de
Am Wehl. Otra versión al respecto sitúa dicho acontecimiento en un río. Es decir,
al parecer después de su ejecución, su cuerpo fue mutilado e incinerado para
después arrojar las cenizas a un afluente de desagüe.
MARÍA MANDEL. LA BESTIA DE AUSCHWITZ

Entiendo que usted sueña con una patria, pero recuerde que no hay vida para los
que no se rinden.

María Mandel

Esta «mujer» desempeñó un papel estelar, casi brillante y maquiavélico a la


par que importante, dentro del holocausto. Supo ganarse el respeto de sus
camaradas y el miedo de sus inferiores. A estos últimos, los reclusos que la vieron
crecer en poder y sadismo, les puso el nombre de «mascotas judías», porque hacían
todo lo posible por alegrar sus aburridas tardes en Auschwitz. Su naturaleza
atormentada y confusa hizo que María Mandel, así se llamaba la mayor Bestia de
este campo de concentración, se comportase como dos personas diferentes, como si
tuviera doble personalidad. Bien podía sumergirse en la música clásica
interpretada por la banda del barracón, como golpear hasta la saciedad a un
prisionero que se atrevía a importunarla con su mirada. Atroz, repugnante y
depravada fueron algunos de los calificativos que se escucharon durante su juicio y
cuyo tribunal la condenó a muerte. María Mandel, también deletreado Mandl,
nació el 10 de enero de 1912 en la localidad austriaca de Münzkirchen, al norte del
país, un municipio perteneciente al distrito de Scharding en la alta Austria y que
resultaba ser un lugar casi idílico. Ubicado en un pequeño valle, rodeado de
montañas y parajes verdosos, en la confluencia del Danubio entre Innu y la
frontera austrobávara, allí creció María. Procedente de una de las familias más
queridas de la aldea, pasó su infancia rodeada de calzado y remendones. Su padre,
Franz Mandl, era zapatero de profesión y se dedicaba a la venta de toda clase de
zapatos y sandalias. Recorría los barrios no solo de Münzkirchen, sino de pueblos
vecinos como Schardenberg, Wernstein am Inn y Rainbach im Innkreis. Su madre
se llamaba Anna y conoció al que sería su esposo tiempo después, Franz, en uno de
los viajes que este realizó a la localidad donde ella residía en Strobl. Allí la familia
de la joven se dedicaba a la herrería. Por desgracia, Anna murió en 1944 a los 63
años de edad en la población de Wassersucht tras una larga enfermedad. Padecía
hidropesía, retención de líquidos en el peritoneo, es decir, en el vientre. Y aunque
en sí misma no constituía una enfermedad independiente, sí provocó un mal
funcionamiento del aparato digestivo y los riñones. María fue la cuarta hija del
matrimonio y también la pequeña, quizá por eso siempre fue una niña mimada y
consentida que constantemente tuvo la atención de sus progenitores. Pasó su
infancia y pubertad en su pueblo natal donde se crió como cualquier otra niña de
su edad, sana y entre algodones. Se convirtió en una persona muy popular no solo
entre sus congéneres, sino incluso en la escuela, donde gracias a su atractivo físico
se ganó el favor de sus compañeros. Su educación siempre fue exquisita, de ello se
preocuparon bien Anna y Franz que intentaron contra viento y marea que
estuviese siempre por encima de la media. La propia María escribió en su celda de
la prisión de Montelupich que «mis años de infancia y de los 16 a los 17 de la
juventud, son los más hermosos de mi vida». La relación de María con sus
hermanos siempre fue buena, por no decir que «demasiado buena». Ella sabía bien
cómo ganarse el cariño de los suyos. Comprendía que siendo zalamera y
aduladora llegaría lejos y, como veremos más adelante, ese talante le ayudó mucho
en su emergente carrera dentro de las SS. Los padres de María, de nacionalidad
alemana aunque ciudadanía austriaca, eran creyentes y practicantes y como la
mayoría de los habitantes de Münzkirchen, iban a la iglesia para los servicios
dominicales. «Ellos eran religiosos, iban a la iglesia el domingo», explicó en una
ocasión Mandel durante una investigación en 1947. De los cuatro hermanos de la
familia Mandel, el único que se preparaba para ejercer la profesión de zapatero del
progenitor era el hermano mediano (el tercero). Practicaba en el garaje haciendo
remendones. En cambio, la primogénita decidió marcharse del pueblo y casarse
con un agricultor de la zona y, la segunda hermana, se trasladó a Suiza para
contraer matrimonio con un conductor de tren. María seguía siendo la menor de
todos y aunque en un principio le atrajo el mundo del calzado y los remiendos, sus
padres fueron los que en realidad decidieron que ella podía llegar a algo más.
Después de terminar la escuela en Münzkirchen la muchacha se muda a la otra
parte de Baviera, a varios kilómetros de su casa, para graduarse en el Colegio de
Bürgerschule. Parece ser que estuvo allí cuatro años, aunque durante el primero
también asistió a la escuela de negocios. No obstante, existen informaciones
contradictorias respecto a esto último, aludiendo a que por tiempo y fechas,
Mandel no hubiera podido concluir todos estos cursos en las fechas que se apunta.
Por consiguiente, y para evitar errores, simplemente me limito a referenciar estos
datos como meras anécdotas de la vida de la futura SS-Lagerführerin (Líder de
Campo) de Auschwitz.

MALA RELACIÓN MATERNOFILIAL

Una vez finalizada su graduación María Mandel comienza a buscar trabajo


sin éxito alguno. Tras este pequeño fracaso decide volver al hogar familiar en
Münzkirchen y ayudar a su padre en la venta de calzado. Aunque en un principio
los progenitores encontraron en la joven una ayuda incondicional, pronto su
madre que por entonces comenzaba a notar los síntomas de la hidropesía, inició
una batalla en contra de su propia hija. María se convirtió en una de sus peores
enemigas. En este sentido no se sabe si debido al trastorno nervioso provocado por
esta patología o por las diferencias subyacentes, María avivaba en su madre
estados de exagerada tensión e ira. Cualquier cosa que esta hiciese activaba en ella
una reacción extrema de explosiva violencia. La situación llegó a ser tan
insostenible entre ellas que María decidió, motu propio y con gran tristeza,
abandonar el hogar familiar en 1929 y poner rumbo a Suiza. Una vez allí se dedicó
a trabajar de cocinera en la casa de un doctor adinerado de la ciudad de Brig-Glis,
en el cantón de Valais, a solo 60 kilómetros de su capital Sión, donde estuvo quince
meses, pero acabó renunciando al empleo para regresar de nuevo a la casa de la
familia. La única razón por la que María decidió volver a Münzkirchen, a pesar de
los últimos acontecimientos, fue por el visible empeoramiento de la enfermedad de
la madre. Este suceso hizo que Franz decidiese pedir ayuda a su hija preferida
porque él no conseguía tirar adelante solo. Por tanto, María se convirtió en un gran
apoyo no solo físico, sino también emocional, ese brazo indispensable para asistir a
Anna en los cuidados que se requiriesen. Durante esta parte de su vida y hasta
1934 María se estableció en Münzkirchen. Tras casi cuatro años al pie del cañón y,
una vez que los síntomas de la enfermedad disminuyeron considerablemente, la
joven volvió a abandonar el hogar familiar para trabajar como criada en una casa al
oeste de Austria, en la localidad de Innsbruck. Hasta ese momento su única
ocupación real desde que se graduó había sido bregar en viviendas de personas
adineradas y cuidar de su madre. La situación dio un giro radical en el verano de
1937, cuando consiguió un puesto como funcionaria administrativa en la oficina de
correos de su localidad. Tan solo un año después y tras la ocupación alemana de
Austria María fue despedida. Durante la investigación que llevaron a cabo en
Polonia, Mandel afirmó que la razón por la que la cesaron de su cargo, fue porque
no era nacionalsocialista. Algo francamente curioso, porque tiempo después el
destino «quiso» que esta mujer se convirtiera en una de las piezas claves dentro del
Gran Reich Alemán. A este respecto, habría que destacar que otras de las hipótesis
que barajan algunos historiadores, es que en realidad, María fue destituida no por
ese motivo, sino porque el novio que tenía en Münzkirchen era un ferviente
opositor del nazismo. Es evidente que de ser así, esa sería una de las mayores
contribuciones.

AL SERVICIO DE LAS SS EN LICHTENBURG

Ese mismo año de 1938 y tras su catástrofe laboral María Mandel acudió a
un tío suyo que vivía en Munich —del que jamás se supo si era hermano del padre
o de la madre, siempre empleó este término indistintamente—, donde ocupaba una
importante plaza como superintendente de la policía. Su obsesión era trabajar en la
policía criminal, ya que conocía de buena mano el alcance de la faena que suponía
aquello. Aparte de porque tenía entendido que los agentes cobraban un buen
sueldo. Gracias al consejo y ayuda de este pariente el 15 de octubre de 1938 María
logra entrar como Aufseherin (guardiana) en el centro de internamiento de
Lichtenburg, uno de los primeros «campos salvajes» alemanes del Imperio Nazi
situado en Prettin, cerca de Torgau (Alemania), y que en mayo de 1939 se convirtió
en un subcampo del de Ravensbrück. Estas instalaciones se destinaron para
encerrar a mujeres tanto judías como de la resistencia al régimen del canciller.
Siendo vigilante de Lichtenburg, María Mandel trabajó con otras cincuenta mujeres
de las Waffen-SS con quienes compartía mucho más que un posible acercamiento al
gobierno alemán. En este caso la mayoría de las chicas con educación moderada se
habían encontrado con una difícil situación financiera y bajos salarios, y ese
empleo era una salida a sus problemas. De ahí que Mandel se sintiera
prácticamente obligada a tomar la radical decisión de formar parte de uno de los
primeros Konzentrazionslager femeninos. No obstante, cuando en su momento se le
preguntó si sabía de primera mano lo que suponía un cargo como el de SS-
Aufseherin, la guardia nazi aseguró que desconocía completamente cuáles iban a
ser sus funciones y que de hecho, su intención era obtener un empleo como
enfermera. Este dato es cuanto menos curioso, ya que Mandel jamás recibió una
educación ni pertinente ni conveniente en este sentido. Por tanto, ante la
incongruencia en sus palabras, los investigadores que llevaron su caso dieron por
sentado que, o bien les estaba mintiendo, o bien les estaba ocultando la verdad.
Respecto a las funciones que María Mandel realizó como vigilante de las SS en
Lichtenburg, estas quedaron recogidas en el acta levantada en Cracovia el 19 de
mayo de 1947 por la investigadora Jana Stehna.

«Elegí este trabajo porque oí decir a los supervisores de las mujeres de los
campos de concentración que ganaban mucho dinero y esperaba ganar más de lo
que podía hacerlo como enfermera. Antes de mi servicio en el campamento de
Lichtenburg no sabía lo que eran los campos de concentración ni lo que era su
equipo».

El auto no solo especificaba el protocolo empleado por María Mandel en el


campamento, sino que hacía hincapié en el hecho de que a los presos se les
proporcionaba unas condiciones de vida razonables. Si por desgracia morían, era
debido a la vejez. Ni siquiera la Aufseherin mencionó los castigos corporales que
hipotéticamente se aplicaban a los prisioneros de las instalaciones:

«Comencé a trabajar en Lichtenburg el 15 de octubre de 1938. Inicialmente y


durante el primer trimestre trabajé allí de prueba. En ese tiempo a solas no cumplí
ninguna función sin estar acompañada de una de mis compañeras para
familiarizarme con el trabajo en el campamento. El campamento estaba ubicado en
un antiguo castillo, donde se encontraban cerca de 400 reclusas alemanas que en su
mayoría eran asociales, después la mayor parte representaban a escritores,
sindicatos criminales, judíos y un pequeño porcentaje de presos políticos. Además,
allí trabajé con 12 supervisores de la Guardia Senior (Oberaufse-herin), el primero
fue Stolberg y Johanna Langefeld, que más tarde trabajaron en Birkenau. Al final
del cuarto periodo de prueba, fui contratada como guardiana en Lichtenburg y así
hasta el 15 de mayo de 1939».

Como vemos, su estancia en el KL de Lichtenburg fue relativamente corta,


no llegó al año, sobre todo porque dichas instalaciones comenzaron a quedarse
pequeñas. Uno de estos hechos nos remonta a mayo de 1939 cuando en torno a mil
prisioneras de Lichtenburg fueron trasladadas al recién inaugurado campo de
Ravensbrück, cerca de Fürstenberg, a 90 kilómetros al norte de Berlín y
considerado un monumental campo de concentración para mujeres en territorio
alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Junto a las reclusas también se
reubicaron a decenas de supervisores. Les ofrecían un excelente alojamiento en un
edificio de viviendas construido para la tripulación de las SS y situado a poca
distancia del recinto. A partir de entonces Ravensbrück se convirtió en el principal
campo femenino. Su control fue absoluto pasando a desempeñar las mismas
funciones que en su momento tuvo el de Lichtenburg. Se calificó a Ravensbrück
como «campo de concentración modelo», todo un ejemplo para los futuros centros
de internamiento para mujeres que luego se transformarían en los mayores
habitáculos de destrucción humana de la historia.

RAVENSBRÜCK, UN PUNTO Y APARTE

En «El Puente de los Cuervos», fúnebre traducción de la palabra alemana


Ravensbrück, María rápidamente impresionó a sus superiores por dos motivos:
primero por su físico, era muy atractiva, de estatura mediana, pelo rubio, ojos
grandes y azules, de tez rosada, rasgos regulares y buena constitución, además de
joven, tan solo tenía 30 años de edad; y segundo, por las aptitudes y actitudes que
mostraba en la ejecución de sus funciones. La severidad y la extralimitación fueron
piezas claves para conseguir un rápido ascenso como SS-Oberaufseherin
(supervisora) en junio de 1942. Sin embargo, ese aspecto enigmáticamente hermoso
y bien constituido y tan típicamente ario, aparte de proferirle el beneplácito de sus
dirigentes, le sirvió para ganarse la simpatía de sus internas en las distancias
cortas. En el campamento María pasaba lista de forma estricta sobre los trabajos y
tareas que diariamente tenían que llevar a cabo las prisioneras, si alguna no
cumplía con lo requerido les infligía como consecuencia un duro castigo. Las penas
que recibían eran de una iniquidad tal que Mandel pasó a tratar a sus reclusas
como «mascotas judías». Tras pegarles palizas y practicarles todo tipo de
flagelaciones y torturas, las condenaba a muerte. Dichas ejecuciones las consumaba
cuando se cansaba de sus «conejillos de indias». Aquel uso indebido sobre los
judíos fue tan impresionante que de los 55.000 guardias que prestaron servicio en
el campo de Ravensbrück, de las cuales 3.600 eran mujeres, jamás destacó nadie
por encima de Mandel. La inflexibilidad y el salvajismo de sus acciones y los
injustos asesinatos que perpetró siempre sobresalieron sobre sus camaradas. De las
250.000 mujeres que trabajaban para el régimen nazi las 3.600 de Ravensbrück
estaban integradas en el llamado SS-Helferinnenkorps (Cuerpo Auxiliar) por lo que
no formaban parte de la Schutzstaffel (escuadras de protección) abreviado por las
siglas SS. Es decir, estas féminas no tenían realmente ninguna deferencia militar, lo
que significaba que no estaban autorizadas a portar armas ni nada que se le
pareciese, y desde luego, no podían impartir órdenes a ningún varón, cualquiera
que fuese su rango. Es por ello que a este cuerpo jamás se le permitió convertirse
en miembro de las SS con igualdad de derechos. Aunque por otro lado, las
supervisoras femeninas sí vestían su uniforme y recibían un salario procedente de
este grupo. Como vemos, detalles incoherentes. Estas empleadas de las Waffen-SS,
eran en su mayor parte campesinas reclutadas en la Bund Deutscher Madel (BDM),
Liga de Muchachas Alemanas, a través de la Oficina de Trabajo, familiares de
combatientes caídos o heridos en combate. En un principio, su cometido se
limitaba al ámbito administrativo: correos, comunicaciones, intendencia... Pero a
partir de 1943, la reubicación forzosa de buena parte del personal civil, en
combinación con las circunstancias especiales derivadas de la guerra, dio lugar a
un universo nuevo de posibilidades. Aquellas jóvenes nazis podrían tener más voz
y más voto dentro de estas instalaciones de sangre y muerte. Entre las víctimas que
lograron salvarse de esta hecatombe, se encuentra Urszula Winska que afirmó que
«Mandel estaba intoxicada por su propia autoridad». No era para menos, si
contamos con el hecho de que las mismas prisioneras comentaban de ella que era
una auténtica «bestia» oculta bajo la piel de una mujer. Señalar además que
durante el testimonio judicial presentado en Cracovia, María Mandel siempre
ocultó conscientemente la magnitud de los crímenes cometidos entre mayo de 1939
y octubre de 1942. Incluso intentó pormenorizarlos y reducirlos a pequeñas
muestras correctivas. A pesar de sus frustrados intentos, la documentación
recopilada por el personal de Auschwitz que contiene multitud de informes y
memorias de expresos acerca de las actividades de María Mandel, actualmente se
halla en posesión del Museo de Auschwitz-Birkenau. Uno de los extractos se
refiere al testimonio de Helena Tyrankiewiczowa, reclusa número 7.604, que
explica todo lo relacionado a la principal supervisora del campo de Ravensbrück:

«Han introducido un nuevo gerente de Ravensbrück, la hermosa Mandel,


sedienta de sangre y antijudía por supuesto. Fue animal resistente, de naturaleza
hermosa, siempre enojada; pantera de cabellos dorados con los ojos relucientes;
lince que sabe llegar silenciosamente por detrás donde nadie lo espera y golpea
contra el suelo con la mano de acero con un pequeño pero fuerte golpe. Los ojos de
Mandel brillaban como el fósforo en la oscuridad, apretaba los dientes blancos y
puntiagudos y su voz implacable lanza palabras de veneno, odio y desprecio. ¿Por
qué golpear y patear? Por la suciedad en los zapatos, por volver la cabeza, por
limpiarte la nariz. Golpear en un paroxismo de furia le causó placer, y,
evidentemente, era su forma de cultivar la belleza, porque después de cada
ejecución, se hizo más hermosa. Los ojos verdes le brillaban como estrellas, su
rostro adquiría un color rosa e incluso el pelo de oro parecía brillar más. Mandel
generalmente fluía entre judío y hacer un pogromo (devastación) real».

Como vemos, Mandel levantaba «pasiones» en todos los sentidos a la par


que toda clase de repulsiones. Su belleza instigadora se colaba entre los
pensamientos de las internas y sus propios compañeros alababan su personalidad
sombría y brusca que rompía la armonía que reinaba a lo largo y ancho del campo.
Entre las mentiras que Mandel certificó durante una audiencia en la Corte, estaba
aquella que apuntaba a la información sobre los tratamientos que habían tenido
lugar en Ravensbrück. La supervisora parecía no saber a qué se estaban refiriendo
cuando hablaban exactamente del mal «trato» durante su servicio. Las pruebas
aportadas aludían a los obvios experimentos pseudomédicos efectuados a los reos
durante su estancia en el campo y que teóricamente ella desconocía. Durante ese
tiempo y hasta octubre de 1942, el número de presos aumentó hasta casi 8.000, en
su mayoría polacos y rusos. Según palabras de Mandel, estos confinados se
utilizaban para labores de costura, tejidos, fabricación de abrigos, agricultura,
cocina, para trabajo de oficina, extracción de arena, etc. Pero en ningún momento
tuvo constancia de los procedimientos experimentales que impartían los doctores
del campamento, porque simplemente ella era una mera vigilante o guardiana.

VEJACIONES EN EL BÚNKER

Dotada de una gran inteligencia, de ese físico aterrador que ya


comentábamos anteriormente y con un carácter inflexible, hicieron de Mandel, una
obsesa del trabajo. Esa obstinada dedicación por hacer cumplir las normas en el
campo de internamiento para mujeres originó que desde el otoño de 1941 hasta la
primavera de 1942 condenase a muerte y sin apenas pruebas a innumerables
presos por delitos menores. Para llevar a cabo sus andanzas la Aufseherin utilizó el
edificio de ladrillo que estaba situado fuera del campamento, del que también era
la directora. Se trataba de una especie de búnker dividido en tres apartados: el
primero, destinado para las reclusas que habían cometido crímenes de campo; el
segundo, para las que habían cometido delitos políticos; y por último, la tercera,
para las denominadas Sonderhäftlinge (prisioneras especiales). Entre las acciones
que se evaluaban como delito y que estaban prohibidas dentro del campamento:
caminar del brazo por las calles del campo, visitar a los presos que se encontraban
en la habitación de la enfermería, permanecer en el exterior del bloque sin orden
alguna, hablar o mirar a un superior sin su permiso. Destacar también que los
presos que habían cometido delitos políticos estaban bajo la supervisión de
Ludwika Ramdohra, jefe de la División Política. Su principal deleite era una
tortura de lo más sofisticada, una especie de inyección de tinta, que utilizaba con
los subordinados «más especiales». Una vez administrada, se obligaba a la víctima
a desnudarse para rociarla con agua. El único afán que perseguían era que su piel
cambiase de color. Jamás se consiguió tal efecto. En aquel temido búnker también
se practicaron muy diversas aflicciones y flagelaciones. Se empleaba especialmente
para encarnizadas actividades. De hecho, en la soledad de la noche, tan solo el
silencio era roto por los gritos y llantos de las prisioneras sacrificadas entre
aquellas cuatro paredes. Lo que empezó siendo un refugio para el aislamiento y
simples castigos, acabó transformándose en una especie de mazmorra con fines
oscuros, sin mesas ni sillas, ni siquiera camas. Tan solo había un lavabo y un
retrete. Las internas que desgraciadamente eran recluidas en aquel búnker
permanecían allí de 7 a 14 días. Algunas lo sufrieron durante casi dos meses. En
este tiempo las instalaciones permanecían cerradas a cal y canto y solo podían
entrar María Mandel y algunas de sus más devotas auxiliares y guardianas. La
interna Aleksandra Steuer afirmaba con rotundidad: «Mandel fue una vigilante
muy cruel en el búnker». Al fin y al cabo, en aquel tétrico edificio las víctimas eran
despojadas de sus ropas y zapatos, y permanecían desnudas por completo durante
todo el confinamiento. Dos veces a la semana eran alimentadas con víveres
previamente cocidos o con un café y un pedazo de pan duro. Frecuentemente, las
aberraciones eran tan severas que durante tres días las reas no podían comer nada,
y también eran obligadas a hacer huelga de hambre con cualquier pretexto de lo
más trivial. A lo largo de este correctivo los castigos mínimos fueron el
fustigamiento y los golpes, al menos 25 latigazos, después 50, 75 y hasta 100.
Posteriormente se duchaba a la persona con agua fría y la sacaban al exterior para
dejarla a la intemperie. Su época favorita era el invierno, por lo que la mayoría
expiraba de hipotermia. El búnker estuvo al servicio de los supervisores y
guardianes más peligrosos y decadentes del campamento. Mandel, como directora
del mismo y hasta su nombramiento como Oberaufseherin en abril de 1942, también
hizo las delicias más pérfidas y agresivas que nos podamos imaginar.

«En el momento de mi llegada al campo María Mandl sirvió allí como


Bunkeraufseherin (guardia del búnker). (...) Mandl era conocida como una
guardiana muy cruel e infame en todo el campamento. Desde el búnker al
campamento se escuchaban los terribles gritos de los prisioneros torturados por
Mandl. Ella propinaba golpes y patadas por todo el cuerpo mientras el recluso
torturado caía sin fuerzas y se hacía un ovillo. Ella tenía la costumbre de sacarse el
guante de su mano para azotar. En el tiempo que Mandl estuvo en el búnker
muchos presos murieron de hambre. Mandl no lo ocultaba y los reclusos que
informaban sobre lo que habían experimentado y lo denunciaban, les notificaban
que estaban equivocados y que no se quejaran más. Los casos de muerte por
hambre se repetían muy a menudo en el búnker de la disciplinada Mandl» 13.

Siguiendo con los testimonios, cabe destacar aquellos que están recogidos
en el proceso de Auschwitz-Birkenau, concretamente en el volumen 57, donde se
explican las actividades que Maria Mandel realizaba en Ravensbrück. Una de las
internas asegura que cuando llegó al campamento en abril de 1940, la supervisora
ya se caracterizaba por la atrocidad en sus acciones. Una vez y debido a las
habladurías que surgían respecto a las actividades tan inusuales de la directora,
esta ordenó a su subordinada que le hicieran una lista con las reclusas sospechosas.
No había expedientes personales, así que anotaron el número por el que las
llamaban. Mandó que se pusieran en formación y después de enviarlas a trabajar
hasta la extenuación, las acompañó al búnker. Una vez allí y en uno de los
laterales, las dispuso en fila. Durante unos minutos tan solo se oyeron ráfagas de
disparos. Nunca más se vieron a aquellas mujeres. Otra víctima que logró escapar
de las garras de Mandel, describió sus seis días de cautiverio en la parte
subterránea del búnker. La obligaron a hacer huelga de hambre. Después de ese
tiempo la Aufseherin la interrogó. «Mandel caminaba constantemente con un látigo
en busca de víctimas», especificó otra de las prisioneras. Cualquier pretexto era
bueno para cortar el pelo a las presas, afeitarles la cabeza o insultarlas diciendo,
Polnische Schweine (cerdas polacas) o Polnische Banditen (canallas polacas). María
sentía un odio descomunal por Polonia y así lo hacía saber siempre. «Era una
persona cruel, golpeaba y maltrataba a los presos a la menor ocasión», describió
María Hanel-Halska, una reo dentista y exempleada del doctor Mengele. Otro caso
de abuso de autoridad por parte de María Mandel lo sufrió una prisionera
holandesa llamada Netia Eppker, que había trabajado como comadrona para la
reina Guillermina de los Países Bajos (Wilhelmina Helena Pauline Maria van
Oranje-Nassau). Apuntar aquí que previamente a la guerra y durante la misma
esta soberana se había convertido en un símbolo inquebrantable de resistencia
contra Hitler, a quien le tenía como uno de sus mayores enemigos. Es evidente que
una vez que Eppker fue detenida y recluida en Ravensbrück, su historial laboral
pasó de ser intachable a todo un inconveniente para las guardianas nazis y en
especial para la Aufseherin. Pero en esta ocasión la víctima tuvo el coraje de
plantarle cara y reprender su tiranía, algo inusual y que había sucedido pocas
veces. Su osadía hizo que recibiera una rigurosa reprimenda.

«En la calle principal del campamento, llamada Lagerstrasse, Eppker vio


cómo Mandel golpeaba a una prisionera. Corrió hacia ella y exclamó: «¿Por qué
pegas a esta anciana que podría ser su madre?». Mandel levantó la mano y quiso
pegarle a Eppker. En eso que le agarró de la mano y dijo: «Yo soy una dama y no
tiene derecho a pegarme». Una consecuencia de esto fue el castigo más grave que
Mandel como Oberaufseherin pudiese vengar»14.

Eppker fue encerrada en el búnker durante seis semanas en completa


oscuridad. Intervalo en el que sufrió el castigo de la flagelación, el ensañamiento
contra partes tan delicadas del cuerpo como la cabeza, y continuos insultos de la
directora del recinto, la tan temida Mandel. Aun sabiendo la reacción de su
castigadora, la partera holandesa repetía continuamente: «Ich bin eine Dame und du
darfst mich nicht schlagen» (Soy una dama y no hay que pegarme). Cuanto más se
quejaba la mártir, mayor era la penitencia ejercida contra ella. La maquiavélica
guardiana llegó a ordenar a sus secuaces que la atasen a la pared con cadenas, para
propinarle diariamente con su fusta incesantes latigazos. Entretanto, decía
riéndose: «Du bist eine Dame, und ich schlage dich» (Usted es una dama y le golpeo).
Una vez transcurridas las seis semanas, Eppker regresó a su barracón enferma, con
las piernas rotas y llena de profundas heridas por todo su cuerpo. Al salir de su
cautiverio y según comentan algunos testigos, la señora levantó la cabeza para
mirar directamente a los ojos a sus verdugos, entre ellas Mandel. Dicho incidente
corrió como la pólvora entre los corrillos, no solo de las propias reclusas, sino
también de sus camaradas, quienes aplaudían las acciones desempeñadas por su
superior. Era evidente que el miedo a contravenir aquellas indicaciones estaba en
el rostro de todas esas mujeres. Finalmente, Netia Eppker pasó a ser una de las
primeras internas que gracias a la Cruz Roja Sueca evitó su inminente liquidación.
Salió del campo de concentración justo a tiempo. Una vez recuperada de las
heridas físicas, que no mentales o emocionales, la holandesa regresó a su país
terriblemente exánime. Concluida la guerra, Eppker formó parte del grupo de
atestiguantes que declararon en el juicio contra sus captores. Jamás volvió a tener
una salud plena. Todas y cada una de las testimoniantes habían sido valientes al
poner sobre la mesa los retorcidos disparates efectuados por la Mandel. La
dramaturgo Dorothy Parker escribió: «Luchan mucho más que por sus vidas.
Luchan por la oportunidad de vivirlas». Y así día tras día.
LA TIGRESA DE GUANTES BLANCOS

La presencia de Mandel en el campo de concentración, paseando por el


recinto, despertaba un pánico generalizado entre las cautivas. Todas eran
conscientes de su impiedad, todas conocían sus obscenidades y martirios. Al punto
de que la Aufseherin acabó siendo una de las personas más odiadas y repudiadas
del centro. Su modo de caminar, su uniforme y sus tan demonizados guantes
blancos —que siempre la acompañaban y que colocaba escrupulosamente en el
bolsillo de su chaqueta—, le dotaban de gran altivez para controlar a sus inferiores.
Esta prenda, aparentemente inofensiva, era una pieza clave en los maltratos.
Cuando Mandel lo usaba, golpeaba en la cabeza y por encima del cuello a la
víctima, o entre la nariz y los ojos, haciendo que irremediablemente cayese al suelo.
No había forma de que se tuviese en pie. Siempre acababa con los guantes llenos
de sangre. Suponemos que le gustaba ver el sufrimiento de aquella forma, ya que
por lo general, los supervisores llevaban guantes de cuero negro. Mandel prefirió
cambiar esa costumbre y declinarse por el fetichismo del blanco. «Mandl hacía
estragos en torno al campamento para mujeres. Siempre se la vio usando guantes,
golpeando, pateando, mirando a los presos, insultando de forma grosera. Eran
tantas las prisioneras heridas que es difícil para mí citar los nombres de las que
fueron agredidas con crueldad»15. La brutalidad descargada contra las reas en
forma de guantazos y tormentos, y el empleo de métodos de castigo y
hostigamiento de lo más sofisticados, le valieron el sobrenombre de «la tigresa».
Pasó a ser la perfecta administradora de penas. Con solo un golpe fuerte en el
estómago o un puñetazo en la mandíbula podía dejar kao a cualquiera. El efecto
era tal que la superviviente caía al suelo de inmediato, completamente aturdida y
confundida sin oportunidad alguna de defenderse por sí misma. A principios de
mayo de 1942, María Mandel ya estaba actuando como una SS-Oberaufseherin
(supervisora senior). Al fin y al cabo, el manejo que hacía de los judíos era tan
impresionante que nadie quiso poner en duda que merecía el cargo. Al contrario,
su nuevo rango la hizo ser más dañina e inhumana, provocando serios problemas
de salud a sus internas. Una de sus normas más destacadas fue que todas las
presas debían ir descalzadas por el campamento, aun sabiendo que podrían
dañarse los pies por la cantidad de grava que tenía el suelo. No contenta con esto,
decretó que realizasen desfiles durante varias horas. El resultado se tradujo en
atención médica urgente a causa de las llagas y la sangre producida por esta
acción. Si alguna se atrevía a negarse a caminar descalza o paraba en algún
momento, automáticamente se la enviaba al búnker para ser flagelada. Mandel no
mostraba piedad alguna, nunca la demostró. Si veía a alguien en el suelo se
acercaba y sin mediar palabra le pateaba de manera sádica. «Durante su mandato»,
cuenta la reclusa Józefa W^glarska en el juicio de Cracovia, «las revisiones podían
durar varias horas. Tenía que permanecer de pie descalza en el patio del campo sin
importar el tiempo y había días en que hacía mucho viento y nevaba. Mandel
propinaba golpes y patadas a una presa ante la más mínima ofensa. Así, por
ejemplo, durante la revista deslicé inconscientemente una pierna unos cuantos
centímetros hacia adelante. Mandel se acercó a mí y me pateó con toda su fuerza
en la pierna. Después durante dos semanas me estuvo golpeando en la pierna
dañada». En la primavera de 1942 se inició la ejecución de las mujeres polacas y
Mandel dedicó varios días a infligirlas infinidad de golpes y patadas antes de
exterminarlas. Sus rostros fueron mutilados, rasgados y cubiertos de sangre y
moretones. Sabía cómo asestar porrazos certeros tanto en la parte inferior del
abdomen como por encima del cuello. Estas masivas ejecuciones se iniciaron el 15
de abril de 1942 y se llevó por delante la vida de 14 personas. El 18 de abril asesinó
a otras 14 y así días tras día, hasta que en enero de 1945 acabó disparando,
masacrando y aniquilando en torno a 160 mujeres polacas tras los muros de
Ravensbrück. Una de las prisioneras que sufrió la violencia de la guardiana en sus
propias carnes fue Regina Morawska que afirmó ante el Tribunal que ella era
«como un monstruo en carne humana». Y seguía explicando:

«María Mandl golpeó con el puño en la cara de una de las reclusas por
haber caminado por la zona del campamento del brazo de otra presa. Además,
tenía la costumbre de caminar en la parte de atrás de las filas y al azar, de acuerdo
con su capricho, golpeaba con el látigo a las crías de las prisioneras».

«CONEJILLOS» Y EXPERIMENTOS MÉDICOS

El envilecimiento y la truculencia imperaban en cada rincón del campo de


internamiento femenino de Ravensbrück. También en el departamento médico,
donde las prisioneras más aptas, aquellas «mejor preparadas», eran
específicamente elegidas por Mandel para ser estudiadas en angustiosas
operaciones y experimentos. Si la Oberaufseherin no tenía misericordia alguna,
durante las jornadas de selección la tenía aún menos. Su buen ojo hizo las delicias
de sus camaradas los médicos alemanes. Al punto que en julio de 1942 y ante un
ambiente repleto de especulaciones y miedo, mucho miedo, se inició un
procedimiento que embarcó a jóvenes reclusas de veinticinco años, tanto civiles
como militares, a formar parte de profusos ensayos. En el libro Y tengo miedo de mis
sueños publicado en 1998, su autora Wanda Póitawska, una médico y escritora
polaca que fue miembro de la resistencia durante la ocupación nazi y que estuvo
interna en el Puente de los Cuervos, describe con todo lujo de detalles el proceso
de «contratación» que existió para escoger a ciertas presas a las que asignarían
determinadas operaciones. Desgraciadamente, esto no se limitaba a una mera
investigación, sino a experimentos empíricos que, a largo plazo, significaron
incidentes tan aberrantes como ir en contra de la voluntad de las mujeres
intervenidas, provocarles una discapacidad permanente, o convertirse en una
especie de «conejillos» de la muerte dentro del campo. Así era como denominaban
a las víctimas de unos ensayos criminales perpetrados por médicos nazis y
supervisados por la propia Mandel. Como decíamos anteriormente, en aquel
momento esta delincuente ya había tomado la posición de Oberaufseherin, por lo
que sabía perfectamente lo que allí estaba ocurriendo. Bien es cierto que ella
intentó ocultar, tergiversar y mentir descaradamente sobre el tema, pero era
inevitable que los hechos salieran a la luz. Había demasiados testigos y víctimas,
por no mencionar a las fieles auxiliares que la acompañaban y que sabían de buena
tinta lo que estaba pasando. Sin embargo, había algo peor que el conocimiento o no
de estos asesinatos y experimentos tan atroces. Lo dramático del asunto era que
María Mandel junto con el médico en jefe de este campo y Generalleutnant
(Teniente General) en las Waffen-SS, el Dr. Karl Gebhardt, fueron los responsables
de elegir personalmente a las prisioneras y de enviarlas a la sala de operaciones. La
primera vez se escogieron a cinco jóvenes polacas totalmente sanas, cuyo «pecado»
fue ser presas políticas y luchar en contra del nazismo. El 1 de agosto de 1942 las
sometieron a diversas pruebas dirigidas por el Dr. Gebhardt. No estaba solo, lo
acompañaban su ayudante el Dr. Fritz Fischer y otros doctores del campamento
como Schiedlausky, Rostock y Herta Oberheuser. Después de dos semanas de
investigaciones, un nuevo grupo de reclusas polacas se sometió a cirugía. En el
transcurso de esta nueva etapa de pruebas y exámenes, los médicos alemanes
dieron un paso más hacia delante. Ahora no solo sometían a pequeños grupos de
reas a toda clase de duros controles y suplicios, sino que además, emprendieron
una nueva táctica: la experimentación en masa. Esta especie de operación
ejercitada sobre un conglomerado concreto de mujeres, supuso un avance científico
que logró verificar hasta qué punto era viable un tratamiento contra determinadas
enfermedades o infecciones. Por ejemplo, rompían parte de las extremidades de
estas «conejillas de indias» para constatar cuál era el proceso por el que los huesos
rotos volvían a reconstituirse; cómo se producía la regeneración del músculo de los
nervios; si era necesario un trasplante; inclusive llevaron a cabo operaciones que
finalmente causaron infertilidad en las mujeres y por tanto, erradicación de una
raza. A pesar de los resultados obtenidos, nadie asumía que estas investigaciones
fueran ilícitas y siguieron su curso. Si ampliamos esta información, habría que
añadir que las reas fueron sometidas principalmente a un control exhaustivo de la
médula ósea, lo que les permitía estudiar la velocidad de crecimiento del conjunto
de huesos rotos que hemos citado. Este análisis posibilitaba hacer un seguimiento
de su recuperación. En este sentido, mencionar que algunas de las jóvenes
utilizadas para estos estudios fueron expuestas a tratamiento quirúrgico tras ser
golpeadas con un martillo o un cincel, para después suturar la herida y escayolar la
parte afectada. Días después se retiraba el yeso y se examinaba concienzudamente
la tasa de fusión de los huesos. Se procedía a coser de nuevo la herida y poner un
nuevo «parche». Otro caso era que los trozos de hueso de un conjunto de
extremidades amputadas o de la articulación de la cadera, eran guardados y
transportados hasta Hohenlychen para ser implantados en los soldados alemanes
heridos durante la guerra. Pero estos experimentos no se ciñeron exclusivamente
en torno a los huesos, llegaron como bien decíamos, hasta los sistemas muscular y
nervioso. Semejantes intervenciones fueron diseñadas para probar la velocidad de
mejoría de los músculos y los nervios para el uso de la cirugía plástica. Estas
consistieron en la extirpación de los nervios y los músculos del muslo o la
pantorrilla, pero sin condiciones básicas de higiene y salubridad. Los ensayos se
realizaron sin una anestesia adecuada, sin cambiar las gasas, algodones y vendas
por cada paciente. Se abandonaba a las enfermas sin ningún tipo de supervisión, a
sabiendas que la reclusa podría tener una fiebre alta, perder las fuerzas y morir al
intentar pedir ayuda. Algunas de las supervivientes de estos macabros
procedimientos, tardaban meses en recuperarse parcialmente. Muchas de ellas
habían perdido parte de sus extremidades o se habían convertido en mujeres
estériles sin capacidad de procrear. La impotencia era lo único que les quedaba
hasta que un día, hablamos de los primeros meses de 1943, dijeron «¡Basta!». En
ese preciso instante, varias de estas prisioneras decidieron escribir una petición
formal y expresa donde alegaban su radical oposición a la cirugía experimental
que se estaba ejecutando tras los muros de Ravensbrück. La carta se hizo en secreto
y a espaldas de María Mandel y significó un último aliento de valentía y fuerza
para las desdichadas víctimas. Esta oportunidad, única por otra parte, era
indispensable para informar a las altas autoridades del campamento acerca del
trágico destino que les estaban imponiendo. Que lo descubrieran quizá salvaría sus
vidas. O no... La misiva decía lo siguiente:

«Inmediatamente nos pusimos a escribir una petición. Escribimos una nota


breve, que nosotras, prisioneras políticas y cuyas firmas aparecen abajo,
preguntamos al señor Comandante, si sabía que en el campo se hacían cirugías
experimentales a unas mujeres sanas —prisioneras políticas—. Dichas cirugías
causan discapacidades e incluso la muerte. Nosotras, sujetas a las cirugías,
protestamos contra dicho procedimiento. Lo firmamos todas y fuimos en filas de
cuatro a entregárselo. Las mujeres que nos vieron caminar por la calle Lagrowa nos
miraban con cara de pánico. Nadie más en el campo sabía qué estaba pasando.
Hacía un día muy soleado. Despacito, pierna tras pierna, íbamos adelante. Los
vendajes blancos contrastaban drásticamente con el color negro de la calle. El
camino "nach Vorne" (alemán-al frente) nos pareció eterno. Al final llegamos y nos
paramos enfrente del edificio, donde se ubicaba el despacho. El Comandante no
quiso salir. Mandó una secretaria que nos dijo que las cirugías son "un invento
histérico de las mujeres"»16.

Pese a los débiles intentos de estas jóvenes cobayas humanas por impedir
que la máquina de destrucción masiva continuara, su petición fue declinada
automáticamente. Las esferas superiores del campo de Ravensbrück hicieron oídos
sordos y siguieron permitiendo la experimentación científica y criminal con
personas de carne y hueso hasta 1945. El coraje inicial de estas reclusas dejó de
nuevo paso a la impotencia. Eran conscientes de que su destino final era la muerte
y que Alemania jamás las permitiría sobrevivir. Mandel era una de las piezas del
engranaje nazi que no les dejaría vivir con dignidad. Por suerte para las mujeres
enclaustradas en Ravensbrück, la Oberaufseherin fue asignada al campo de
Auschwitz en otoño de 1942. Un suspiro de alivio inundó las calles de la
Lagerstrasse. Según parece, los jefes estaban tan contentos con su trabajo que
decidieron enviarla allí como un acto de promoción. Al enterarse de la buena
nueva, Mandel se jactó que su nuevo puesto pretendía restablecer el orden e
intensificar el terror entre los confinados.

NUEVO DESTINO: AUSCHWITZ

El 7 de octubre de 1942 María Mandel fue trasladada de Ravensbrück a


Auschwitz II Birkenau en Polonia. Primeramente, ejercería como Oberaufseherin.
Las circunstancias que rodearon su traslado al nuevo campamento no fueron lo
suficientemente claras. Se barajan varias hipótesis aparte de la supuesta y merecida
promoción. Si bien, algunas conjeturas llevan a pensar que en realidad fue
transferida a Auschwitz con el único fin de sustituir a Johanna Langefeld, quien no
cumplía escrupulosamente con su función dentro del campo. De hecho, Mandel
argumentó a su partida de Ravensbrück que iba a «estructurar» las cosas allí, por
lo que podemos entender que existía una presunta desorganización o mal
funcionamiento. Hay otros hilos que apuntan a que la supervisora intentó
desobedecer a su superior e impedir su marcha a Auschwitz. El motivo era obvio,
aquel recinto era nido y caldo de tifus, piojos y diferentes enfermedades acaecidas
por las terribles condiciones de higiene y saneamiento que padecían sus habitantes.
Mandel intentó renunciar a su cargo, pero su Comandante Fritz, le insistió que la
decisión estaba tomada y que debía trasladarse a Auschwitz lo antes posible. Lo
anecdótico de este caso es que la guardiana intentó justificar este hecho en el juicio,
alegando que pasó por alto la orden de su superior, cuando todos sabemos que eso
no era posible. La acusada jamás se atrevería a discutir la orden de un alto mando
porque simplemente la obediencia era testimonio de su honorabilidad. Sea como
fuere, su nuevo destino le supuso un avance innegable en su carrera. Si su anterior
puesto como Oberaufseherin llegó a dotarla de suma importancia y
responsabilidades, Auschwitz no podía ser menos. En Ravensbrück se había
convertido en un modelo a seguir para el resto de mujeres que servían al Tercer
Reich. La veían como una luchadora nata. Por el contrario, sus víctimas solo
recibieron de ella continuas muestras de inhumanidad, soberbia y perversión. El
nuevo campamento ubicado en Polonia suponía un verdadero desafío para la atroz
Mandel. Auschwitz todavía no se había convertido en uno de los cementerios más
sombríos y grandes de Europa. Con ella al mando pronto sus calles parecerían un
camposanto. La primera tarea que la confiaron nada más arribar fue la de crear un
centro casi desde cero, para mujeres apresadas por su oposición y lucha contra el
imperio del Führer. Aunque la labor no fue nada fácil, el reconocimiento adquirido
por su anterior trabajo en el campo de Ravensbrück, hicieron que Mandel
sorprendiera gratamente a su comandante el SS-Obersturmbannführer (teniente
coronel), Rudolf Hoss. Así describió el oficial los primeros días en las instalaciones:
«En el campo de mujeres prevalecieron las peores condiciones en todos los
sentidos. (...) Pronto llegaron a Auschwitz las supervisores de las mujeres —
ninguna voluntaria— que tuvieron que construir desde cero el nuevo campamento
en las condiciones más difíciles. Ya en la primera semana, la mayoría de ellas
querían escapar y regresar a un lugar tranquilo, la vida agradable y tranquila en
Ravensbrück»17. La construcción de aquel Frauenkonzentrationslager (campo de
concentración femenino) dentro del monstruo de Auschwitz, se hizo en Birkenau y
supuso el traslado de 13.000 presos entre mujeres y niños. Este nuevo espacio fue
una filial del primero, donde las condiciones de vida fueron físicamente mucho
peor que en Auschwitz I. Durante los primeros meses Hoss observó a la recién
llegada María Mandel, a quien como Oberaufseherin le correspondía controlar todas
las mujeres del campo de Auschwitz. Lo estaba haciendo tan bien que el
comandante pretendía asignarla como única responsable de las prisioneras de este
campamento y de los subcampos femeninos de Hindenburg, Lichtenwerden, Budy
y Rajsko. Pero Himmler se oponía a que una señora fuese la directora del campo.
Era totalmente inflexible con este tema. Por lo que se nombró como gerente al
Obersturmführer (Teniente) Paul Mueller y a María Mandel como Lagerführerin
(líder o jefa del campo femenino). Esta última, a pesar de tener un rango inferior al
de un hombre, ejerció un dominio abismal sobre cada interna. La subordinación
femenina desplegada fue absoluta.

EN CONDICIONES INFRAHUMANAS

Aquel nuevo campamento contaba con diversos refugios hechos de ladrillo


y madera y construidos como si de una cuadra para caballos se tratase. En
circunstancias normales aquellos establos albergarían a unos 52 caballos, pero en
principio Mandel había ordenado colocar a 300 personas para comprobar su
efectividad. Una vez definidas las barracas de cada bloque y como si estuviesen
ajustando la capacidad de un almacén de alimentos, la Lagerführerin comenzó a
utilizar dichas instalaciones a modo de pequeños cuarteles. Pasaron de convivir
120 personas a unas 1.000. Del espacio necesario para que cada individuo pudiese
vivir de manera normal, solo disponían de 0,28 metros cuadrados y de 0,73 m³de
aire. Es decir, si comparamos estos asfixiantes habitáculos con las cárceles que
había en Polonia antes de estallar la Segunda Guerra Mundial, estas últimas
permitían que el recluso tuviese 13 m³de oxígeno en un espacio común y 18 m³en
uno individual. La angustia de las reas era escalofriante. Además, las paredes que
habían fabricado para esta especie de cuartelillos, estaban elaborados con una
mampostería de tan solo 12 centímetros, con unos techos sin tejas, suelos sin
azulejos llenos de tierra y una única puerta de entrada. En esta situación y debido
sobre todo al terreno pantanoso donde se ubicaron, tenemos que imaginarnos en
pleno invierno cómo el frío entraba por cada grieta de la pared o de la techumbre,
haciendo insoportable la vida en su interior. Ni siquiera las dos estufas que
colocaron en cada uno de los cuarteles eran capaces de calentar aquellos establos. Y
es que debido a la rapidez con la que se construyó este nuevo emplazamiento, no
hubo tiempo ni para el aislamiento. Aunque podemos presuponer que si lo
tuvieron, tampoco hicieron nada al respecto. Al fin y al cabo, «hasta el niño en la
cuna debe ser pisoteado como un sapo venenoso. Vivimos en una época de hierro,
en la que es necesario barrer con escobas de hierro», afirmaba con contundencia
Heinrich Himmler en septiembre de 1941. El momento de dormir era siempre el
más complicado. Mil personas conviviendo codo con codo, sin apenas libertad de
movimientos y con tan solo tres pisos de camas. Se trataba de obsoletas literas que
si en un principio pretendían albergar a cuatro internas, en los momentos de gran
congestión seis de ellas tenían que compartir catre. Era del todo inaguantable. En
las primeras semanas y antes de aquel hacinamiento masivo, las condiciones eran
más o menos tolerables. Pero una vez que Mandel inició la etapa de acumulación
de gente, aquellos cuarteles se convirtieron en verdaderas máquinas de matar.
Durante el desbordamiento las mujeres pasaron a dormir en el suelo o de pie
porque ya no había más sitio. Aquella angustiante situación sin luz y ninguna clase
de saneamiento o baños, provocaba asfixia, crisis nerviosas y agotamiento en las
prisioneras. Sufrían de insomnio, era imposible descansar adecuadamente. La
propia María Mandel recordaba ante el tribunal que la juzgó en Cracovia en 1947
cuáles eran las condiciones de vida en los barracones de Birkenau:

«El sitio no había sido canalizado, el barro llegaba hasta las rodillas, en los
módulos no había suelo, las paredes tenían concavidades húmedas y fangosas,
había una grave falta de agua. Tanto por dentro de los bloques como por fuera,
había cuerpos amontonados y nadie los retiraba».

La alimentación de las confinadas también se vio dañada hasta límites


insospechados. Tanto mujeres como hombres habían llegado a una delgadez tan
extrema que su peso no alcanzaba los 35 o 40 kilos. Cuando la supervisora nazi
gritaba que comenzase la revista diaria, se podían observar a verdaderos
esqueletos humanos, consumidos y agónicos, aguantar sin fuerzas, para no ser
enviados automáticamente a la cámara de gas o a las celdas de castigo y tortura.
Era evidente que las comidas que les ofrecían no llegaban ni al mínimo necesario y
elemental de los requisitos propios de la nutrición. De forma frecuente les
cocinaban sopa con carne podrida o descompuesta de animales como caballos y
empleaban sobras para aderezar el guiso. Cualquier trozo de molla era aceptable.
Tal fue la insuficiencia alimentaria, que el organismo de los supervivientes inició
un declive abismal. Comenzaron a enfermar y a tener continuas diarreas y
enfermedades o afecciones intestinales. La inanición y la extenuación los estaba
conduciendo, poco a poco, a la muerte. La escasez de alimentos y de buenas y
salubres instalaciones dieron paso también a la falta de ropa apropiada para las
reclusas. Mientras Mandel y sus cómplices se resguardaban de las bajas
temperaturas con buenos abrigos, las internas vestían un uniforme a rayas de
algodón que para nada les protegía contra el frío y la humedad. Este fue el inicio
de cuantiosos decesos por hipotermia y entumecimiento. No podían llevar nada
más que aquel característico traje. No conformes con eso, las propias guardianas
evitaban a toda costa que sus insignificantes presas se mudasen de ropa
habitualmente. De hecho, una de las primeras epidemias graves que hubo y que
causó la muerte de cientos de mujeres, fue que recibieron la ropa mal lavada y con
ello la transmisión de infecciones.

«Durante la epidemia el hospital estaba más que lleno. A los enfermos no se


les cuidaba. El médico venía de vez en cuando, firmaba unos papeles y a los
enfermos ni los miraba. Las prisioneras enfermas de los bloques tenían miedo del
hospital. Entonces las contagiadas se quedaban al lado de las sanas y la epidemia
se expandía»18.

Otro apartado importante de su uniforme eran los zapatos, una especie de


zuecos incómodos y muy duros que producían abrasiones y llagas. Era imposible
caminar con ellos. Tal y como hizo anteriormente en el campo de concentración de
Ravensbrück, la supervisora en jefe volvió a prohibir el uso de zapatos a sus
internas. No obstante, estos escabrosos métodos que ya había puesto en práctica
antes, no consiguieron el beneplácito del comandante. No le prestó excesiva
atención cuando se enteró, y por tanto, no revocó la orden de restricción de
Mandel. Por otra parte, si hay algo que caracteriza escrupulosamente a Birkenau es
la trágica falta de agua que padecían. Ya en junio de 1942 se declaró que el agua de
las nuevas instalaciones de Auschwitz no era adecuada ni potable para su consumo
y ni siquiera para hacer un enjuague bucal. Seguramente por eso el campamento se
encontraba en tan malas e insalubres condiciones. A mediados de 1943 solo se
podía utilizar un pequeño pozo de agua destinado principalmente para la cocina.
El agua residual que provenía de la cocina fluía hacia los canales de desagüe
ubicados bajo el suelo, así que en época de lluvias Mandel decidía que algunas de
las presas más fuertes cavasen zanjas para sacar agua de allí. Aquella medida lo
único que hizo fue empeorar las cosas y el resultado final fue el inicio de fuertes
epidemias. Una vez realizado el trabajo cada interna tan solo podía utilizar una vez
al día los grifos de agua instalados con motivo de la buena nueva. Otro de los
mandatos de la Lagerführerin fue que durante los periodos de tormenta se
utilizasen los charcos surgidos de forma espontánea en el Lagerstrasse para lavar
los platos y las ropas. De nuevo, la propagación de virulentas plagas asoló el
campamento y con ello la vida de muchas cautivas de Birkenau. Si bien es cierto
que la lluvia fue beneficiosa en algunos casos, en este en concreto se trató de toda
una maldición, especialmente cuando la tierra mojada se convertía en lodo. Pese al
barro, las prisioneras tenían la obligación de seguir el precepto instaurado por su
supervisora. Una de las supervivientes al Holocausto explicó con todo lujo de
detalles ante la Corte de Cracovia lo que vio cuando llegó a su nuevo «hogar»:

«He encontrado el campo en un estado terrible. En ese momento, alrededor


de 70.000 presas se encontraban inmersas en un estado de agotamiento total, no se
preocupaban por la vida y no mostraban ninguna inclinación por ella, por lo que el
resultado era que todo el campo parecía una aglomeración. Aunque había letrinas
en el campamento, las presas no se beneficiaban de ellas, se vigilaban todas las
funciones fisiológicas de los bloques y del bloque de al lado, porque en ese
momento había una epidemia de tifus».

Entre los años 1942 y 1943 el Frauenkonzentrationslager no contaba con


ningún baño destinado exclusivamente para las presas, así que tenían que aliviar
sus necesidades en los inodoros construidos en el interior del cuartel/establo. Por la
mañana ellas mismas vaciaban su contenido en la parte de atrás del
emplazamiento. No fue hasta 1944 cuando el comandante de Birkenau ordenó que
los construyeran. Hasta entonces este problema se zanjó fabricando primitivas
letrinas colectivas donde las mujeres se podían sostener con un palo. A menudo y
debido a la inestabilidad de estos sanitarios, las mujeres caían en las heces
contenidas en el comedero. La diarrea por depauperación prevaleció en este campo
de concentración durante varios meses, dando lugar a la aparición de
enfermedades tan contagiosas como: la fiebre tifoidea, la sarna, el paludismo o la
tuberculosis. Durante su reinado María Mandel jamás hizo nada por paliar la
difícil situación. Si cabe, fue aún más estricta, pécora y altanera que antes. Si hay
alguien que empeoró las condiciones de vida de aquellas féminas encerradas entre
cuatro paredes, esa fue sin lugar a dudas la Bestia de Auschwitz, que fue así como la
bautizaron. Curiosamente, el parecido entre Irma Grese y María Mandel, era
abismal. Al fin y al cabo, la Lagerführerin había sido su maestra, enseñándola
muchas de las técnicas de tortura que posteriormente desarrolló contra sus
reclusas. Profesora y alumna se ganaron la repugnancia del barracón gracias a sus
desalmados comportamientos. En pleno invierno de 1943 y debido al malestar
generalizado entre las reas, María Mandel procedió a pasar revista y exigió que
todas las mujeres salieran a la calle principal del campamento para desnudarse.
Fue entonces cuando la supervisora comprobó que llevaban jerseys debajo del
uniforme para paliar el terrible frío. La ira de Mandel emergió repentinamente al
ver que este colectivo había contravenido una decisión suya. El precepto indicaba
claramente que solo podían vestir la ropa que se les ofrecía en el centro. Fue tal la
impotencia que sintió la guardiana nazi, que dejó que durante varias horas
permaneciesen desnudas al frío en el exterior del barracón. Muchas de ellas se
desmayaron y algunas más sufrieron de hipotermia. Después de este pase de
revista, las prisioneras tuvieron que atravesar, de una en una, la puerta del
campamento. De pie frente a ellas se encontraban las autoridades del campo, el SS
Unterscharführer (Jefe de la Escuadra Juvenil) Adolf Taube, María Mandel y
ayudantes como Margot Drechsel. «Todos ellos empujaban a la zanja a todas las
mujeres que entraban torpemente, se tropezaban y caían. Entonces, descargaban a
la mujer en el bloque de la muerte (Bloque 25) antes de ser gaseada. Mandel optó
por llevar a la mayoría de las mujeres al bloque de la muerte», atestiguó la
superviviente polaca Janina Unkiewicz. La Lagerführerin discrepó durante el juicio
de Cracovia que en realidad ella no participó de forma directa en esta especial
selección, argumentado lo siguiente:

«Abarcando con la mirada al campamento ni siquiera era capaz de estimar


el número de presos que había, el cual no coincidía en unas 500 personas. Para
establecer un orden tuve que realizar un inventario de los presos. Para ello, con el
acuerdo y la cooperación de la sección política, se efectuaron dos revistas de
domingo (Zahlappell). Con el desorden que he encontrado y la ausencia de
cualquier tipo de organización, estos pases de lista duraban muchísimo tiempo, y
se extendían el día entero. Tuvieron lugar de la siguiente manera: a todas las
presas que se podían mover las echaban al prado detrás de la puerta de acceso al
campamento, de esta forma en el campamento únicamente se quedaban las que
estaban hospitalizadas y no se podían mover. En ese prado las presas permanecían
de pie hasta el fin de la revista, es decir, todo el día. No recuerdo si las presas que
permanecían de pie durante este pase de lista recibieron alimento alguno. Afirmo
categóricamente que durante esa revista de domingo no ha muerto ninguna presa.
Únicamente ocurrió que algunas prisioneras, debido al agotamiento, cayeron. A
estas las devolvieron vivas al campamento. A los presos enfermos les separaron de
los presos sanos, y les aislaron en los bloques número 25 y número 26».

Sin embargo, el recuerdo que tenían las internas de aquellos pases de


revista a horas intempestivas o en condiciones climatológicas adversas, no
correspondían con el testimonio dado por la supervisora en jefe durante su
procesamiento.

«Durante el invierno de 1942/43, en un día muy frío, Mandl convocó a todas


las del FKL (Frauenkonzentrationslager) a una revista que llegó a durar 5 horas.
Todas las prisioneras tenían que salir al prado enfrente del campo (...) muchas no
aguantaron el frío y el cansancio y cayeron ya en el prado»19.

Otra de las circunstancias a destacar fue el despioje parcial y realizado a las


cautivas en las dependencias de Birkenau. El saneamiento inadecuado, la suciedad
y la mugre dentro y fuera del recinto provocó un contagio generalizado de piojos
que degeneró en pediculosis. Por su parte, esta dolencia fue la causa principal del
tifus epidémico que experimentaron la mayoría de las reas. Así que una de las
soluciones que dispuso María Mandel, fue consumar las célebres desinfecciones de
forma regular. Para ello las prisioneras tenían que desnudarse completamente en el
exterior, sin que a la supervisora o a sus ayudantes les importase lo más mínimo el
clima o la estación del año que fuese. Después de fumigarles la ropa, procedían a
desinfectarles el cuerpo salpicándoles un tinte. Luego las bañaban con agua
caliente y en seguida con fría. Aunque a veces solo las rociaban con agua helada.
Tras el colorante y el baño, les pasaban un trapo humedecido con un desinfectante
llamado Cuperx y les frotaban la cabeza y otras partes del cuerpo con vello,
inclusive las partes íntimas. Una vez terminada la fase de desinfección, las reclusas
tenían que esperar en la pradera durante varias horas hasta que su ropa fuese
purificada. Por desgracia, el personal de las SS se confundía constantemente en la
devolución de las prendas a sus dueñas. Esto generó casos donde el presunto
uniforme recién lavado, en realidad correspondía a un fallecido víctima del Zyklon
B, el insecticida utilizado en las cámaras de gas durante el Holocausto. Tales
equivocaciones, supuestamente inocentes aunque con un fundamento
intencionado, acabaron con la vida de cientos de personas. Aquel líquido en
contacto con el aire producía cianuro de hidrógeno gaseoso, venenoso y mortal no
solo para los humanos sino para cualquier ser vivo. Quiero apuntar explícitamente
que todas las actividades relacionadas con la petición de Mandel de desinfectar a
todas aquellas prisioneras, estuvo bajo la supervisión de sus superiores de las SS,
quienes permitieron las más dementes de las barbaridades. La presencia de los
alemanes riéndose y avergonzándose de los confinados mientras desempeñaban
dichas tareas, fueron minando la confianza de unas mujeres que, por imperativo
nazi, permanecían desnudas esperando a que les devolviesen sus harapos. Las ya
mencionadas desinfecciones que se efectuaron durante la mala gestión de María
Mandel en el campo de mujeres de Birkenau, aparte de ser obligatorias, entrañaron
un aire de descuido y una sanguinaria falta de coordinación con respecto a otras
partes del campamento. Una de las primeras en producirse tuvo lugar del 6 al 8 de
diciembre de 1942, la segunda del 9 al 11 de julio, una más en el segundo semestre
de ese mismo año y la última durante 1944. En general, ningún prisionero podía
librarse de la tan angustiosa desparasitación. Ni siquiera los camaradas nazis,
incluida Mandel, podían abandonar el barracón durante esta fase. Cumplían
órdenes directas de los altos mandos de Auschwitz, cuya gestión emplazaba a sus
empleados a trabajar allí hasta el final de la esterilización. Aquel proceso sometía a
los pacientes a un duro tratamiento cuyo final era primeramente permanecer en la
enfermería del centro de internamiento, para después y por lo habitual, acabar
muriendo. Llegados a este punto hay que recordar uno de los trágicos
acontecimientos acaecidos en el invierno de 1942-1943. Concretamente un domingo
muy frío donde como venía siendo costumbre, Mandel pasó revista en el
Frauenkonzentrationslager a las cinco de la madrugada. En un santiamén, la
perturbadora desinfección se volvió trágica cuando tras las órdenes de la SS-
Lagerführerin unas 1.000 prisioneras murieron congeladas. Después de aquello,
muchas fueron las reclusas que lograron sobrevivir a aquel horror para contar su
historia. Entre ellas y muy especialmente Erna Laskówna, quien afirmó que
durante las largas horas que duraba la fumigación, Mandel se entretenía pegando
tiros a determinadas reclusas asesinándolas en el acto. La supervisora de Birkenau
no solo se limitó a no admitir tales acciones durante el proceso de posguerra, sino
que además aseveró que no podía recordar esta actuación.

TESTIMONIOS / LA POLÍTICA DEL TERROR

En las interminables horas de trabajo forzoso las presas más débiles por la
falta de alimentos y agua caían como moscas ante la atónita mirada del resto de sus
compañeras. Decenas de miles de muertos se apilaban en grandes zanjas después
de haber sufrido desnutrición e infinidad de enfermedades. El trato de Mandel y
las subordinadas que tenía a su cargo, como las Rapportführerin (supervisoras de
comunicación), las Aufseherin (guardianas) o las Kommandoführerin (líderes del
comando o unidad), atormentaban diariamente a las víctimas con brutales
maltratos y vejaciones. Incluso los llamados Kapos se integraron en una política del
terror a la espera de ser los siguientes en la lista de defunciones. Pero mientras
tanto y para retrasar su trágico futuro inmediato, lo más adecuado era seguir la
estela y las órdenes de sus enemigos. Aquella situación pasó de ser puntual a algo
generalizado y normal entre los integrantes de las SS. Los testimonios que se
sucedieron a partir de entonces reflejaron la iniquidad y la deshumanización de un
pueblo alemán ávido de poder y control sobre el resto del mundo. Y en esta
coyuntura, sobre inocentes sin voz ni voto. Mujeres, niños y ancianos que luchaban
hasta la muerte por mantener ese hilo de vida en condiciones tan adversas y
perversas como aquellas. Ya lo decía Voltaire «la civilización no suprime la
barbarie, la perfecciona». Algunas de las mujeres húngaras que sobrevivieron a la
era de Mandel y sus fieles devotos explican con pelos y señales lo ocurrido tras los
muros de Birkenau. Para ellas fue todo un infierno sobre la tierra. Uno de estos
casos nos habla de tres hermanas de apellido Hermann, que llegaron desde la
población de Munkács al Bloque 24 Sección BIIc del campamento Birkenau.

«Había 1.000 personas en cada barracón. No había trabajo que hacer;


solamente había revistas continuamente. Ellos normalmente gastaban seis horas al
día, pero si pasaba algo, por ejemplo, faltaba alguien, duraba más tiempo aún, y
podía ocurrir que nos quedásemos de rodillas hasta el final. Una mujer de las SS le
dio un golpe con un garrote en la cabeza de Erzsi, por lo que tuvo una herida
supurante durante ocho semanas. También le hicieron cirugía en el Campo A.
Cinco minutos después de volver de la operación tuvo que arrodillarse durante
cinco horas por una revista. Las noches eran terribles porque la cabeza de Erzsi
estaba supurante y podían pasar días antes de que le cambiasen el vendaje. Olía
muy mal, y no solo nosotras que estábamos a su lado, sino todas las que estaban
tumbadas cerca sufríamos de ello. Preguntamos a la Aufseherin que la permitiese
quedarse durante la revista, por lo menos cuando lloviese, pero ella la echó fuera
con solo una venda de papel en su cabeza diciéndole "tú vas a perecer aquí de
todas formas". La lluvia caía en el barracón, pero no era la única razón por la que
no podíamos dormir. Lo peor era que oíamos y veíamos llegar un transporte
seguido por el otro. Oíamos los gritos, los llantos desesperados pidiendo ayuda y
los chillidos»20.

Entre las descripciones que se hicieron de las guardianas del campo


femenino de Birkenau destacan, por ejemplo, aquella donde las reas Kottmann y su
hija procedentes de Kispest aseguraban que «estas mujeres eran también muy
groseras y terribles con nosotras, por lo general mucho peor que los hombres
alemanes. Ellas nos golpeaban, pateaban y empujaban por cualquier nimiedad».
Pero el castigo físico hacia las mujeres del barracón no era el único ejercido por las
supervisoras nazis, el maltrato mental era aún mucho peor. Llegaban a
amenazarlas con seleccionarlas para ser mano de obra del crematorio y si no
aceptaban de buena manera acabarían dentro del incinerador. El terror se había
extendido por todos los rincones de Birkenau y sus presas, judías principalmente
húngaras, no conseguían vencer a la imparable máquina del nacionalsocialismo.
Otro de los testimonios que menciona sin tapujos lo acaecido allí, nos lleva a
Stanislawy Marchwickiej, una de las damnificadas por la Bestia de quien decía que
era un demonio en carne y hueso que se libraba de los bebés recién nacidos
después del parto. Metía su pequeña cabeza dentro de un cubo de agua, en el
horno crematorio, o bien los arrojaba al patio aún vivos para ser devorados por las
ratas. En otra ocasión la interna Janina Kosciuszko alegó haber visto a Mandel
arrebatarle a una prisionera el bebé de cinco meses que había dado luz a
escondidas, para inmediatamente después, lanzarlo a las llamas ante la dramática
mirada de su madre. Eran incomprensibles aquellas inicuas reacciones en la
supervisora, ya que, como veremos, a veces mostraba especial ternura por los
retoños de sus víctimas. Ahora bien, la ferocidad prevalecía por encima de la
presunta bondad de aquella salvaje criminal. El testimonio de la prisionera polaca
Zofia Ulewicz número 30.700 durante la vista judicial por los crímenes de guerra
perpetrados en Auschwitz, conmocionaron a la opinión pública al explicar la
historia de un niño gitano en el campamento. Parece ser que su padre era el rey de
los gitanos en Alemania, así que, como era de esperar, fue enviado junto a su
esposa a morir en la cámara de gas. El pequeño que solo hablaba alemán se había
quedado huérfano, pero la supervisora comenzó a cogerle cariño y a llevarle
consigo montada a caballo. Al fin y al cabo, ella era la «cabecilla» de las mujeres.
En diciembre de 1943 Zofia vio a Mandel llevar en trineo al pequeño gitano,
envuelto en mantas y atado a él. De forma intencionada la SS volcó el patín y el
crío se cayó al suelo mientras la guardiana se reía a carcajadas. La bipolaridad en
sus actuaciones la invitaban a seguir haciendo el mal pero a disfrutar de la
ingenuidad del bien. Esta historia también aparece en el libro La orquesta de las
mujeres de Auschwitz de la pianista francesa Fania Fénelon, quien aseguraba haber
visto a la Lagerführerin pasear con un niño en sus brazos a quien vestía con ropas
caras, como si fuera un pequeño millonario.

«Vestía ropita azul, encantadores pantaloncitos y blusita. Era guapísimo.


Dirigió a ella la mirada llena de confianza y enseñando las perlitas de dientes,
gorjeaba. Ella engatusando, respondía: ¡nein, nein! (no, no). —¿Bonito verdad? —
pregunta. El Niño da vueltas, patea ágilmente, de nuevo sube encima de su muslo
y a ella no le preocupa que sus pequeños zapatitos le ensucien la tan siempre
cuidadosamente mantenida falda del uniforme oficial. El pequeño la abraza el
cuello con sus manitas, la besa y sus pequeños labios están untados de chocolate.
Por primera vez, llenas de desconfianza, vemos que Mandel sonríe. Unos días
después, por la tarde, cuando hacía viento y las gotas de lluvia golpeaban nuestras
ventanas, entró Mandel cubierta por su gran capa gris. Anormalmente pálida, con
los ojos hundidos y ojerosos, exigió que reprodujeran el dueto de Madame Butterfly
de Puccini. ¿Lo estaba escuchando? Los labios apretados, la cara cerrada, parecía
ausente. Al acabar el canto, se fue callada. Al día siguiente Renata entregó el
mensaje que Mandel llevaba personalmente al niño a la cámara de gas. ¿Iba este
afán a hacerla todavía más dura?».

Se cree que este asunto fue el único donde la supervisora mostró una
verdadera humanidad, piedad y gran compasión. Por el que sufrió y lloró, e
incluso, amó sanamente. Mas la Bestia seguía paseándose por el campo
infundiendo pánico. Su cólera alimentaba la atrocidad de sus movimientos. No
obstante, era un tanto llamativo ver que las guardias femeninas podían
desmoralizar a sus reclusas hasta límites insospechados, despojarlas de su
dignidad y arrastrar sus vidas por el fango. Durante las sesiones de castigo muchas
de las víctimas anhelaban que su campamento estuviese dirigido exclusivamente
por hombres, quienes probablemente hubieran sido algo más piadosos. Si echamos
un vistazo a los registros de la enfermería, sorprende que casi ningún director
fuese tratado por enfermedades venéreas en época de epidemias. María Mandel la
primera. La líder del Frauenkonzentrationslager prefería que hubiese plagas de
afecciones porque la servían como ayuda a la hora de liquidar al gran número de
población que habitaba en Auschwitz-Birkenau. Sus órdenes eran expresas:
maltratar, pegar, acuchillar y vejar hasta la extenuación a las internas. Una vez
terminado el proceso, les pegaban un tiro o les llevaban a la cámara de gas.
Muchas de las mujeres castigadas de ese modo, aún teniendo un hilo de vida, eran
arrojadas sin contemplaciones al horno del crematorio. Los gritos y sollozos se
escuchaban en todo el campamento. Hasta el personal de la enfermería llegó a
quejarse ante sus superiores del comportamiento de Mandel sin éxito alguno. El
modus operandi de la SS-Lagerführerin en Auschwitz fue el mismo que empleó en
Ravensbrük. Se impartían sanciones por las más ínfimas de las acciones, como
fumar o tener las manos en los bolsillos. Respecto a fumar, la secretaria del que
fuera el presidente de la antigua Checoslovaquia, Edvard Benes, se llevó una de las
amonestaciones más sangrientas. La castigaron a permanecer de pie en el búnker
durante tres semanas y fue salvajemente torturada. Mandel propuso incluir a estas
sesiones de extrema violencia a toda mujer que hubiese ajustado demasiado su
pañuelo, usado cinturón, o no caminase en absoluto. No era de extrañar que todas
las presas la temiesen.
LA ORQUESTA FEMENINA DE AUSCHWITZ

Otra de las pasiones de María Mandel era la música clásica. Su melomanía


era tan fuerte que se convirtió en la creadora de la primera Orquesta de Mujeres de
Auschwitz. Dicha agrupación constaba de prisioneras cualificadas con amplios
conocimientos en instrumentología, cuya misión principal era amenizar la entrada
de nuevas reclusas al campamento a modo de bienvenida. Pero no solo eso, estas
féminas debían tocar cuando se realizaban las selecciones a la cámara de gas;
cuando separaban a las personas sanas de las enfermas; durante el desfile de
compañeras que eran desgraciadamente elegidas para tal fin; e incluso, como
acompañamiento en discursos oficiales o en la llegada de cualquier transporte al
emplazamiento. Aquellas piezas animaban el horror de Birkenau, el destino y la
muerte de sus víctimas. Auschwitz fue uno más de los centros de exterminio que
dispuso de músicos propios como parte integral de la vida diaria. Aunque nos
parezca sorprendente, durante el Tercer Reich los nazis concibieron el papel de la
música y el canto como otra forma más de degradar, humillar y ultrajar a los
reclusos, de menoscabar sus esperanzas. Fue una técnica más para estimular la
atrocidad cotidiana y una fórmula para destruir un ansia de fortaleza. También es
cierto que para los privados de libertad se trataba de un modo más alegre de
luchar por la supervivencia y, en definitiva, por la vida. Dejando a un lado la mera
función lúdica y de entretenimiento en aspectos tan nimios como visitas o
discursos oficiales, la música se empleaba diariamente para martirizar a los
internos. Tanto en la realización de trabajos forzados como en las rutinarias
marchas, se les obligaba a entonar cánticos que dejaban constancia del poder
ejercido sobre ellos. Escuchaban melodías reproducidas a través de megafonía
durante largas horas, pero si decidían de modo espontáneo tararear melodías
propias se les castigaba severamente. La música era escogida con sumo cuidado.
Había cánticos concretos que sonaban durante la selección y otros cuando llegaban
trenes al campamento. Esto les interesaba por dos razones: para enmascarar el
verdadero fin de aquellos centros y para que se llevasen una impresión positiva de
ellos. Cualquier estrategia servía para engañar y acabar con la vida de judíos,
polacos, húngaros o presos políticos. Aunque también se sabe que la música les
valía para tapar los escabrosos gritos de los reclusos introducidos en la cámara de
gas. De hecho, la tasa de suicidio entre los concertistas fue superior a la de la
mayoría de los trabajadores del campo. A diario veían con impotencia cómo sus
amigos, familiares y compañeros morían de manera lacerante mientras ellos
participaban de aquel espectáculo tan ruin. La autora Krystyna Henke que
entrevistó a Louis Bannet, el trompetista de Birkenau, escribió en un artículo:

«Por muy raro que parezca, y al contrario de un entorno cuya función es


erradicar estilos más bajos de vida humana, así definido por los Nazis, incluyendo
todas las formas de su expresión cultural, la música sí que se oía en muchos de los
campos, aunque no en todos. Hay una importante fuente de la literatura, basada
primeramente en los testimonios de los supervivientes, que ilustra la vida musical
en los campamentos. Por ejemplo, nos encontramos con 'The Terezin Requiem' de
Josef Bor, o 'Music in Terezin 1941-1945' por Joza Karas, ambos describen la rica
vida musical en Theresienstadt, un guetto que a través de tergiversaciones y
propaganda fue alzado como un campo modelo por los Nazis con el fin de mitigar
con éxito cualquier duda que la Cruz Roja o cualquier otra autoridad internacional,
pudiese haber tenido con respecto al trato humano de los prisioneros».

Volviendo de nuevo a Auschwitz y a su primera orquesta integrada por las


mujeres del campo de Birkenau, hay que señalar que aunque fue creada por la SS-
Lagerführerin María Mandel, el comandante Josep Kramer siempre dio el visto
bueno. La agrupación tenía el beneplácito tanto de la supervisora como del resto
de camaradas de las Waffen-SS. Para ello contaban con un barracón especial, el
número 12 y en otoño de 1943 el número 7. El cuartel tenía suelo de madera,
algunos tableros y una estufa a fin de proteger de la humedad los instrumentos
musicales. Allí podían dormir más cómodamente que el resto de sus compañeras,
ya que recibían muchos más cuidados. Por ejemplo, una alimentación más
abundante y de mejor calidad. De hecho, cuando alguna de las concertistas
enfermaba recibía una atención más especial que el resto de reclusas. Sin embargo,
las exigencias de Mandel eran generalmente desmesuradas. Tenían que tocar
durante horas y horas, independientemente de las condiciones meteorológicas que
hubiese, haciendo que las prisioneras trabajasen al ritmo de la música. Si alguna de
las componentes se atrevía a parar, era brutalmente castigada. Mientras que las
víctimas de trabajos forzados veían en la orquesta una salida agradable a la
supervivencia, estas normalmente sentían haber caído en desgracia. No podían
dejar de agradar a Mandel y los altos mandos de las SS porque si no lo hacían
acabarían en la cámara de gas. Entre su público más fiel destacaban el doctor Josef
Mengele, criminal donde los haya y gran amante de la música clásica; y el
comandante Kramer al que le encantaban los conciertos orquestales que las
mujeres de Birkenau realizaban todos los domingos para los SS. Poco a poco el
conjunto femenino fue acaparando la atención de verdugos y víctimas que
escuchaban con atención cada una de las piezas interpretadas. Entre sus
componentes caben mencionar algunas tan célebres como Anita Lasker-Wallfisch
(cello), Alma Rosé (viola), Esther Béjarano (acordeón) y Fania Fénelon (piano y
canto).
LA OBSESIÓN DE ALMA ROSÉ

La popularidad de la orquesta aumentó con la llegada de la judía Alma


Rosé, violinista, sobrina del compositor Gustav Mahler y cuyo padre fue el director
de la Filarmónica de Viena y fundador de la mundialmente conocida Rosé Quartet.
Alma que continuó con la tradición familiar, se casó con un alemán y fue
deportada desde Holanda hasta el campo de Auschwitz-Birkenau en julio de 1943.
Aunque nada más llegar la joven violinista enfermó y estuvo a punto de morir,
logró curarse y ganarse el favor de las guardianas del Bloque Experimental. Según
parece durante la celebración del cumpleaños de un alto mando, Rosé se acercó y
se ofreció a tocar para él. Su virtuosismo dejó tan impresionados a los allí presentes
que decidieron trasladarla al campamento de Birkenau y más concretamente al
cuartel de la orquesta dirigida por Mandel. Entonces, fue nombrada directora de la
Madchenorchester von Auschwitz (Orquesta femenina de Auschwitz), que aunque ya
existía gracias a los esfuerzos de Mandel y de la maestra polaca, Zofia Czajkowska,
con la llegada de Alma se inició una etapa musical más profesional. Siempre se ha
dicho que Rosé moldeó la banda convirtiéndola en un conjunto excelente digna de
tocar en recintos más apropiados. Con la venia de la supervisora, ella dirigió,
organizó y a veces tocó solos de violín durante los conciertos. Con el tiempo y
gracias a su magnífico talento, la joven judía se ganó la simpatía y el respeto de sus
castigadores Kramer, Mengele y Mandel, algo muy inusual con esta clase de
internos. Además de ser la directora de la orquesta femenina, Rosé tenía el estatus
de Kapo en el campamento, lo que la llevó a obtener determinados privilegios y
comodidades, al contrario que el resto de sus compañeras. Entre ellos se incluía
comida adicional de buena calidad y una habitación privada. Pese a que las otras
miembros de la banda no tenían tantos lujos, sí gozaban de una ropa más
adecuada y se libraban de los trabajos manuales más duros y pesados. Alma Rosé
era toda una artista. Inflexible en la organización de los conciertos, con una gran
perseverancia a la hora de ensayar, siempre buscando nuevas partituras que
interpretar para ganarse la admiración de Mandel y sus secuaces. Todas aquellas
aptitudes y actitudes lograba trasladárselas a sus compañeras de agrupación,
quienes la obedecían fervientemente. El repertorio no era demasiado extenso, pero
interpretaron piezas tan destacadas como fragmentos de óperas de Wagner, valses
de la familia Strauss, el primer movimiento de la Quinta de Beethoven, fragmentos
de la Novena de Dvorak y algo de Schumann, Verdi, Chopin y Tchaikovsky. Para
Rosé, la orquesta femenina se convirtió en prácticamente una obsesión, el único
modo de no perder la cordura y la razón y de encadenarse a la vida. Si el horror
terminaba por instalarse en su cabeza, las consecuencias serían nefastas. Así que se
volcó al cien por cien en la música. Llegó incluso a amonestar a sus compañeras
por equivocarse en alguna nota o a interrumpir uno de los conciertos porque un
grupo de guardias conversaban en un tono más elevado. Alma exigía silencio y
concentración como si se tratase de la Filarmónica de Viena ante un público de lo
más exigente. Según palabras de la escritora polaca encarcelada en 1942 en
Auschwitz-Birkenau, Seweryna Szmaglewska, Rosé «dirige calmadamente, como si
no estuviera viendo nada a su alrededor. Ella se controla, y sus elegantes
movimientos parecen estar dedicados solo a la música». Alica Jakubovie, una
mensajera del campo que pudo escuchar los ensayos, afirma que no le gustó tanto
la música como cuando Alma Rosé estaba tocando. «Ella no solo era una artista
famosa, sino también una maravillosa camarada», escriben Szymon Laks (miembro
de la orquesta de hombres de Birkenau) y Rene Coudy. Y Manca Svalbova describe
a su amiga con estas palabras: «Ella vivía en otro mundo. La música significaba
para ella su amor y sus decepciones, su pesar y sus gozos, su anhelo eterno y su fe,
y esta música flotaba muy por encima de la atmósfera del campamento». Una de
las explicaciones más acertadas sobre la orquesta de mujeres se la debemos a la
doctora nazi Lucie Adelsberger que afirmó lo siguiente:

«La música era algo así como un perrito faldero de la administración del
campo, y los participantes estaban claramente favorecidos por ella. Su barracón era
incluso mejor atendido que la oficina de la administración o la cocina. La comida
era abundante, y las chicas de la orquesta llevaban ropas de tela buena y gorras».

Antes de saber cómo termina la historia de la violinista y directora de


orquesta Alma Rosé, habría que hacer un alto en el camino y mencionar a la
pianista y cantante, Fania Fénelon, quien, además de escribir sus memorias sobre el
tiempo que permaneció en la agrupación, se convirtió en el segundo de los
miembros musicales más destacados de Birkenau.

PLAYING FOR TIME

Bajo este título se conocen las memorias de la superviviente del campo de


exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau, Fania Fénelon, quien además de
participar en la orquesta musical femenina, fue una de las damnificadas del
Holocausto. Ella consiguió dar una segunda versión sobre Alma Rosé y María
Mandel y rodearse de controversia. Pero comencemos por el principio. Fania
Fénelon era hija de un ingeniero judío y de una católica francesa. Estudió en el
conservatorio de París y se especializó en piano y canto. En 1943 fue arrestada por
ser medio judía y por ayudar a sus amigos de la resistencia. Fue trasladada en
enero de 1944 al campo de Birkenau. Poco después de su llegada y mientras
permanecía en su cuartel, un Kapo entró y comenzó a gritar que se buscaban
cantantes o músicos. Pese a su debilitado estado, Fénelon se ofreció como
voluntaria. La llevaron a una habitación donde tocó Madame Butterfly de Puccini
ante la que sería su directora, Alma Rosé. Allí empezó su periplo y el comienzo de
una nueva etapa en el barracón de los músicos. Según la pianista, siempre había
una gran tensión entre los músicos judíos y los polacos antisemitas no judíos. No
obstante, Fania disfrutó mucho integrándose en una orquesta femenina con nuevos
privilegios y favoritismos. En este sentido la joven no entendía cómo María
Mandel o el comandante Kramer podían emocionarse con una pieza de Schubert y
después ser unos asesinos despiadados que mataban y gaseaban a miles de
personas al día.

«Nunca habíamos tocado tanto ni tan frecuente. Dábamos hasta tres


conciertos cada domingo. Durante el día y también la noche, los oficiales de las SS
venían a nuestros barracones y nos exigían su asignación musical. La música, vez
tras vez tras vez. En Birkenau, la música era lo mejor y lo peor. Lo mejor: consumía
el tiempo y nos permitía olvidar como una droga; después te quedabas sin sentido
y agotado. Lo peor, nuestro público —por una parte los asesinos, y por otra, las
víctimas—. Y nosotros, ¿también nos estaríamos convirtiendo en verdugos en
manos de nuestros asesinos?»21.

Gracias a Fania y sus memorias podemos conocer mejor la incoherencia, no


solo de un momento histórico único y esperemos que irrepetible, sino sobre todo la
contradicción latente entre los pensamientos y actuaciones de cada uno de los
miembros del imperio nazi. Mandel fue una de ellas, por quien la joven pianista
sintió una especie de «admiración». Así lo demuestra a través de Playing for time:

«Mandel, cuyas manos se posaban elegantemente en sus caderas —largas,


blancas, delicadas manos que resaltaban sobre la tela gris de su uniforme— nos
miraba, sus duros ojos de porcelana azul se prolongaban inquisitivamente en mi
cara. Esa fue la primera vez que un representante de la raza alemana me había
mirado, se había dado cuenta de mi presencia. Se quitó la gorra y su pelo era de un
rubio dorado maravilloso, recogido con unas trenzas gruesas alrededor de su
cabeza —en mi imaginación volví a ver el mío otra vez, arreglado por la chica
polaca—. Observé todo de ella: su cara, sin ningún rasgo de maquillaje (prohibido
por las SS), era luminoso, sus dientes blancos grandes pero bonitos. Ella era
perfecta, demasiada perfecta. Un ejemplo espléndido de la raza maestra; de alta
calidad para la reproducción. Por tanto, ¿qué hace aquí en vez de reproducir?».

En este sentido, nos topamos con una descripción aún más particular y
sorprendente de María Mandel y que recoge de forma excelente la autora Mary
Deane Lagerwey en su libro Reading Auschwitz. A través de sus líneas personajes
como Fania tienen una voz especial al ser uno de los testimonios más relevantes
sobre Auschwitz y muy concretamente, sobre la supervisora nazi. Este es uno de
estos extractos:

«María Mandel representaba la perfecta mujer joven alemana que salía en la


propaganda. Tenía una voz hermosa estilo Dietrich, gutural en el registro inferior.
Ella me señaló: "Me gustaría que me cantaras mi pequeña cantante, Madame
Butterfly en Alemán". ...Mandel se había quitado su capa y había tomado asiento, y
parecía muy bella. ¿Podría ser que se imaginase a ella misma como una geisha
sentimental? Me odiaba a mí misma en pensar que le daba placer... Este fue el peor
momento, el momento más difícil para no tirar la toalla. Después de todos los
autodiscursos que me di, haber entretenido a esta mujer de las SS después de una
selección me llenó de asco al máximo».

A través de estos relatos Fania Fénelon explica su experiencia como


miembro de la orquesta de mujeres de Birkenau, donde a pesar de los privilegios
que recibió —ropa limpia, duchas diarias y un aporte de comida razonable—, tuvo
que entonar melodías mientras era testigo de las barbaridades más salvajes
posibles. Los conciertos privados eran muy frecuentes, sobre todo para la alta curia
nazi. De una de estas situaciones fue testigo la pianista que explica cómo una
mujer corrió emocionada, abrió la puerta y gritó:

«"¡Atención! ¡¡Rápido, mujeres!! ¡Se acerca el señor comandante Kramer!".


Paralizadas en una calma impresionante esperábamos a Kramer. Él entró,
acompañado de dos oficiales de la SS. ...Camina hacia una de las sillas, se sienta, se
quita la gorra y la pone a su lado... Todavía en calma, como debe ser, cuando una
habla con un oficial, Alma pregunta temerosa: "¿Qué desea escuchar el señor
Comandante?". Los sueños de Schumann. Y muy emocional añade: "Esa es una pieza
admirable, que le llega a uno al corazón...". Relajado levanta su cabeza y dice:
"¡Qué hermoso, qué emocionante!"».

A lo largo de sus memorias Fénelon también narra la cara oculta de su


compañera de banda, Alma Rosé. La tacha de «autócrata fría que se había rebajado
ante los alemanes por sus intereses personales», y enfatiza que era «abusiva con los
músicos». Esta nueva caracterización de la líder de la orquesta saltó la voz de
alarma entre los investigadores. La consideraron excesiva e indignante, ya que lo
descrito no se correspondía en nada con la realidad. Algunos expertos aseguraron
que Fania había distorsionado el papel de Rosé en la agrupación, seguramente por
celos, ya que lo que en verdad hizo esta reclusa judía fue proteger a sus
compañeras y mantener un nivel musical alto para intentar complacer a sus
captores nazis. Cualquier táctica era válida si con ello nadie moría. Y así fue.
Durante el tiempo que Alma Rosé formó parte de la orquesta femenina de
Birkenau ningún miembro fue asesinado. Es por eso que podemos afirmar que
ciertos textos de Fénelon han surgido de la ficción, sobre todo por la incongruencia
en fechas y hechos inexactos. Aunque hay algunos pasajes reales, muchos de ellos
son invención de la propia autora. Pese a estos desacuerdos, es verdad que tales
memorias suponen un poderoso documento acerca de la vida de los músicos en los
campos de concentración nazis.

EL FIN DE LA ORQUESTA FEMENINA

En la primavera del año 1944 Alma Rosé contrajo una enfermedad, no se


sabe concretamente cuál, pero se cree que padeció tifus. En el periodo que la
directora de orquesta estuvo gravemente indispuesta, Mandel se las arregló para
que la trasladaran a una habitación individual obviando un dato importante, que
era judía y que, por tanto, debía de ir a la cámara de gas. Pero no solo eso, el
mismísimo Dr. Mengele le proporcionó todo tipo de cuidados, porque, aun siendo
uno de los mayores torturadores y asesinos que ha dado la historia, apreciaba a la
violinista por el virtuosismo que mostraba al interpretar la música de Schumann.
Rosé no pudo vencer a la enfermedad y falleció en abril de 1944. Con su muerte
Auschwitz se quedó definitivamente huérfana, sin orquesta femenina. Nadie logró
reemplazarla y María Mandel lloró al enterarse de su fallecimiento. Si algo debían
de agradecerle a Rosé sus compañeras y supervivientes de la agrupación es que la
música les salvó la vida y que vivieron para contarlo, un futuro que otras
prisioneras de Birkenau no tuvieron la suerte de tener. A finales de ese mismo año
Fénelon y el resto de músicas fueron trasladadas a Bergen-Belsen, un campamento
sumido en el caos y con una grave falta de organización y suministros. A causa de
las malas condiciones en las que vivían, un nueva epidemia de tifus arrasó el
barracón del que precisamente fue víctima Fénelon. Tuvo suerte y no murió allí, ya
que coincidió con la liberación británica en abril de 1945. Una vez recuperada
realizó una nueva actuación retransmitida por la BBC donde cantó «God Save the
Queen» y el himno comunista «La Internacional». Tras la guerra Fénelon viajó
mucho. En la década de 1960 se estableció en la República Democrática Alemana,
convirtiéndose en una exitosa cantante y maestra de canto, cuyas memorias la
hicieron famosa y víctima de la controversia. Fénelon murió en París en diciembre
de 1983.

FUGA DE DACHAU: EL FIN DE SUS CRÍMENES

En el verano de 1944 y gracias a los logros conseguidos durante su estancia


como SS-Lagerführerin de Auschwitz-Birkenau, María Mandel la Bestia es
homenajeada con la Cruz al Mérito Militar Segunda Clase. Aquel premio
recompensaba las actividades de una mujer delgada que aunque de facciones
delicadas, poseía un temperamento extremado, insoportable y violento. Su
«especialidad» era golpear a las prisioneras hasta romperles los dientes o
propinarles puñetazos contra su abdomen de tal atrocidad que acaban por
desvanecerse del dolor. Tras dos años de escrupulosa obediencia al comandante
Kramer y de «excelentes» trabajos de supervisión en Birkenau, en noviembre de
1944 Mandel es transferida al subcampo de Mühldorf, en el KL Dachau. Este
recinto se construyó como apoyo al complejo principal de Dachau, donde la mano
de obra prisionera se dedicaba entre otras cosas, a fabricar el Messerschmitt 262
(Me-262), un avión de combate diseñado para desafiar la superioridad aérea aliada
sobre Alemania. La delincuente era una de las guardianas que se aseguraba de que
todos los internos cumpliesen con sus tareas de forma escrupulosa, colaborando
como no podía ser de otra manera, en las «selecciones» a la cámara de gas. Allí
permaneció hasta abril de 1945 cuando al percatarse de la próxima llegada de los
aliados, huyó a través de las montañas del sur de Baviera con destino a su ciudad
natal de Münzkirchen (Austria). Tras de sí dejó un pedestal construido a la
consternación, el crimen y la maldad con unos 3.600 reclusos intentando sobrevivir
a la última etapa de Mühldorf. Imagino que la tan temida supervisora creyó que
ese sería un buen plan, que nadie la encontraría. Todo lo contrario. Después de su
espantada, el 10 de agosto de 1945 María Mandel por fin fue detenida por los
norteamericanos en su pequeño pueblo. Durante su cautiverio fue interrogada
concienzudamente y dejó entrever su inteligencia, manipulación y la especial
dedicación empleada durante todos esos años en todos los campos de
concentración donde estuvo destinada. Permaneció encerrada un año bajo la
supervisión americana. Fue extraditada a Polonia en octubre de 1946 y en
noviembre de 1947, tras dos años de custodia, la terrible supervisora es finalmente
juzgada por crímenes contra la humanidad en una corte de Cracovia
correspondiente a los primeros juicios de Auschwitz. La vista judicial concluyó el
22 de diciembre de ese mismo año, donde todo el personal capturado fue acusado
de ejecutar selecciones para las cámaras de gas e innumerables experimentos
médicos y torturas a los convictos. Un apunte importante aquí es que tan solo 63
de los aproximadamente 7.000 integrantes de las SS que sirvieron en Auschwitz,
Birkenau y Buna-Monowitz, incluyendo otros campos satélites, fueron juzgados
después de la guerra. El primero de estos juicios se celebró en Cracovia, donde se
sentenció a 41 personas, entre ellas María Mandel; y la segunda vista se celebró en
Francfort entre diciembre de 1963 y agosto de 1965.
PENA DE MUERTE EN CRACOVIA

Treinta y seis hombres y cinco mujeres pertenecientes al régimen del Führer


y que sirvieron con orgullo a su país, tomaron asiento en la sala de Cracovia ante
un tribunal expectante por conocer los detalles más escabrosos que se dieron cita
en los campamentos de concentración de Auschwitz y Birkenau. Entre los
acusados se encontraba la cúpula de la jerarquía: los comandantes Rudolf Hoss y
Arthur Liebehenschel, María Mandel que controlaba el campo de las mujeres,
Johann Kremer un médico de alto rango, entre otros. El máximo responsable de los
acusados, Rudolf Höss, testificó a favor de la acusación como parte de los famosos
Juicios de Nuremberg. Durante el mes que duró esta vista se pudieron escuchar no
solo los testimonios de los implicados activamente en la masacre, selección y
asesinatos de judíos, como fue el caso de la Bestia de Auschwitz, sino también a los
supervivientes de aquella catástrofe humana que de forma valiente decidieron
alzar la voz y señalar a sus verdugos sin temor a represalias. Los funcionarios de
Auschwitz estaban acusados de pertenecer a una asociación criminal con el
objetivo común de cometer asesinatos en masa. Y aunque veinticuatro fueron
condenados a morir en la horca —entre ellos Rudolf Hoss, Liebehenschel y Mandel
—, la Corte salvó la vida de los procesados con una conducta menos implacable.
Tres de los cuarenta y uno recibieron cadena perpetua, siete estuvieron en prisión
entre tres y diez años, y uno fue absuelto. Sin embargo, antes de que la Corte
dictase sentencia muchas fueron las versiones escuchadas, algunas con verdadero
asombro y otras con auténtico pavor. En su defensa, el abogado de María Mandel,
aunque sí reconoció el cargo oficial que poseía la inculpada durante su estancia en
Auschwitz-Birkenau, SS-Lagerführerin, terminó por cuestionar de manera tajante la
participación de su cliente en las selecciones a la cámara de gas. Se basó en los
documentos conseguidos del centro de internamiento, así como en las
declaraciones de los testigos, donde señalaba a los médicos de las SS como los
únicos responsables de tales encargos. Asimismo, la defensa siguió insistiendo que
los casos de ciertas guardianas eran diferentes al resto, ya que eran «personas
sencillas de inteligencia limitada, que obedecían ciegamente y llevaban a cabo las
órdenes de sus superiores» (Juicio del Personal de Auschwitz-Birkenau, carrete
número 15, volumen 84). Cuando llegó el turno de María Mandel, la supervisora
quiso dejar claro que ella había tratado a las prisioneras de manera justa y que solo
había golpeado a quienes habían violado la «disciplina» vigente en el campo.

«Yo no tenía ni látigo ni perro. Cumpliendo con mi servicio en Auschwitz


me vi obstaculizada por la terrible severidad de Hoss, dependía totalmente del
comandante y yo no podía impartir ninguna pena. Maria Mandel-Lagerführerin
del campo femenino: ¡Estimado Tribunal Superior! Es la primera vez en mi vida
que se me acusa de algo ante el juez. De la selección se encargaban los médicos y el
comandante del campo. El Bloque 25 ya existía antes de mi llegada. Los enfermos
que allí se ubicaban han sido seleccionados por médicos para la acción del Sonder-
behandlung. El día 1 de septiembre de 1943 desde Berlín ha llegado el
Oberscharführer Hössler y yo le he cedido todas mis responsabilidades de jefa del
Campo femenino. Hasta su retirada yo trabajaba en el despacho. Hossler ha sido
retirado de su puesto por su crueldad. Yo no tenía ni látigo ni perro. Mi servicio en
Auschwitz ha sido más difícil por la crueldad de Hossler. Yo dependía totalmente
del comandante y no pude penar a nadie».

Sus palabras también crearon cierto revuelo cuando la procesada se dirigió


a la superviviente Bertha Falk y le dijo: «Entiendo que usted sueña con una patria,
pero recuerde que no hay vida para los que no se rinden». Al pronunciar aquellas
palabras, una fuerte emoción embargó los rostros de los inculpados y sus
defensores. Se consideraban inocentes, los damnificados de un sistema a quien
señalaban como el único culpable del atroz exterminio. Mandel y el resto de los
convictos creían ser simples ruedas, meras piezas de un engranaje mayor
conducido por Adolf Hitler. Las víctimas que sufrieron aquella mole de odio y
crimen, lloraban desconsoladamente. Quizá aquí se cumpliría la máxima del Líder
alemán cuando decretaba: «las grandes masas sucumbirán más fácilmente a una
gran mentira que a una pequeña». ¿Verdugos o víctimas? Llega el último día del
juicio. El 22 de diciembre de 1947. Ante una gran expectación, el presidente del
Tribunal, el Dr. Alfred Eimer, inicia la lectura de la sentencia a los acusados. Son
las 9,40 a.m. y fiscales y abogados defensores ya ocupan sus asientos. En la sala
reina un silencio unánime mientras los prisioneros muestran un gran nerviosismo.
Los acusados principales: Arthur Liebehenschel, Hans Aumeier, Maximiliano
Grabner, Karl Mockel llevan uniformes militares, mientras que María Mandel lleva
un abrigo marrón desabrochado y mira de forma inexpresiva hacia delante.
Algunos observan con ansiedad a los jueces. La sala está repleta de curiosos y
medios de comunicación que no quieren perderse la lectura de la sentencia.
Incluyo a continuación la información que escribió el periódico Echo Krakowa sobre
aquel día tan crucial:

«Con puntualidad, a las 9:50, el juez Eimer empieza a leer la sentencia, que
está traducida simultáneamente a varios idiomas. Los acusados, con auriculares
puestos, están de pie. Pasan los minutos y ellos se quedan a la espera. Sus caras,
demuestran síntomas de una enorme tensión y nervios —informaba el diario Echo
Krakowa del día 24 de diciembre 1947—. La cara de Liebenschl parece una máscara.
Está pálido, con los labios apretados y los ojos cerrados durante toda la lectura de
la sentencia. María Mandel tiene un aspecto diferente. Está intentando controlar
sus emociones con todas sus fuerzas pero no lo consigue. La mujer que con un
gesto de la mano condenaba las prisioneras del campo a la muerte, ahora respira
muy rápido, le tiembla el rostro y tiene rubores en la cara. ¿Y qué pasa con
Aumeier? ¿El asesino principal de Auschwitz? Durante todo el proceso estuvo muy
atrevido y audaz y ahora también está de pie, con la cabeza levantada, escuchando
la sentencia sin mover ni un músculo de la cara. Grabner es su antítesis. Está
desesperado. Cabeza gacha, brazos encogidos que demuestran una apatía total de
este verdugo de Auschwitz, tan activo en su tiempo. Orlovsky y Bogusch no se
controlan, no pueden parar las lágrimas. El Dr. Jerzy Ludwikowski de Wisnicz
estuvo presente en el dictamen de la sentencia. Se acuerda de una sala muy
grande. Para una parte del público había sillas, el resto estaba de pie. No pudo ver
de cerca a los acusados, porque estaba más lejos y de pie, pero se acuerda de la
tensión que había en la sala. Hacía calor y bochorno, el juez seguía leyendo la larga
sentencia para concluir dictando la pena».

Durante la lectura del veredicto de más de cien páginas el tribunal permitió


a los reos que permanecieran sentados para explicar entre otras cosas que la
legislación de Nuremberg también se reflejaba en la legislación polaca; que se
trataba de un decreto sobre el castigo de los criminales de guerra nazis en manos
de organizaciones criminales, de organizaciones con delitos por crímenes de
guerra, por crímenes contra la paz y contra la humanidad. Los jueces de Auschwitz
corroboraron que los dictámenes más altos, incluida la pena de muerte, sería para
aquellos que dieron las órdenes destinadas al exterminio y la destrucción de los
presos hasta causarles directamente la muerte. Por el contrario, los obedientes
«siervos» tendrían un futuro más alentador. La lectura de la sentencia duró todo el
día y al finalizar, los presos fueron trasladados a la cárcel de Montelupich
(Cracovia), prisión que durante la Segunda Guerra Mundial ya había sido utilizada
por la GESTAPO para encarcelar a presos políticos, miembros de las SS y del
Servicio de Seguridad (SD) culpables de alta traición, espías británicos y soviéticos,
o soldados que habían desertado de las Waffen-SS. Al finalizar la contienda,
Montelupich se reformó en prisión soviética donde la NKVD (Policía Secreta de la
Unión Soviética) torturaba y asesinaba a soldados polacos del Ejército Nacional.
Una vez que los funcionarios nazis fueron llegando al centro penitenciario
cracoviano, sus abogados defensores iniciaron una serie de medidas de clemencia
para librarles de la muerte. De hecho, enviaron cartas escritas en lápiz y en lengua
alemana pidiendo al entonces presidente polaco, Bolesiaw Beirut, que perdonase la
vida de estos cautivos. La más completa fue la petición del SS-Oberscharführer
(suboficial) Maximilian Grabner con siete páginas; el SS-Obersturmbannführer
(Teniente Coronel) Arthur Liebehenschel y la SS-Lagerführerin María Mandel con
dos páginas; y por último, el Lagerführer (Líder del Campo) Hans Aumeier con una.
Todos los manifiestos tenían los mismos argumentos, mantenían su absoluta
inocencia y aseguraban no haber cometido los asesinatos que tristemente se les
imputaban. Pero los días fueron pasando y sus clemencias no obtenían respuesta
alguna. El nerviosismo comenzaba a inundar las celdas de los verdugos nazis.

EL DÍA DE LA EJECUCIÓN

Un día antes de que María Mandel fuese ejecutada la entonces supervisora


de Auschwitz tuvo la oportunidad de «purgar sus pecados» en el baño común de
la prisión. Esa mañana Mandel y su compañera Therese Brandl se encontraban en
las duchas cuando se percataron de una cara que les resultaba del todo familiar. Se
trataba de la exsuperviviente Stanislawa Rachwalowa, reclusa de Auschwitz que
particularmente había sufrido las agresiones y vejaciones de la afamada bestia
nazi. Pese a su liberación al final de la guerra, volvió a ser encarcelada por sus
actividades contra el comunismo y enviada a prisión, la misma donde dormían sus
verdugos. La joven polaca jamás se imaginó que algo así podría ocurrirle, más bien
soñaba con ver a sus carceleros detenidos y degradados esperando su condena con
miedo y desesperación, tanta como la que había sentido ella tras las rejas de
Birkenau. La situación fue muy inquietante porque de repente Stanislawa observa
que Mandel se dirige hacia ella. Volvían a encontrarse cara a cara después de tanto
tiempo. Pero la polaca estaba aterrorizada, sin saber qué hacer, desnuda y mojada.
Durante esos instantes rememoró los castigos más severos que la supervisora le
propinó en un pasado. Sin embargo, Mandel la miró con el rostro bañado en
lágrimas y con un sentimiento absoluto de humillación dijo lentamente y con
claridad: «Ich bitte um Verzeihung» (Le ruego que me perdone). Entonces, el
rencor y el odio que Stanisiawa pudiese tener hacia ella se esfumó completamente
al responderle: «Ich verzeihe In Haftlingsnahme» (Le perdono en nombre de los
prisioneros). Esto hizo que Mandel se pusiese de rodillas y comenzase a besarle la
mano. Tras el agradable incidente todas regresaron a sus respectivas celdas, pero
antes de perderse de vista Mandel volvió la cabeza y sonriendo dijo en perfecto
polaco: «Dzinkuje» (Gracias). Fue la última vez que víctima y verdugo se vieron. El
24 de enero de 1948 a las 7:09 de la mañana, María Mandel fue llevada a la sala de
ejecución junto con otros cuatro confinados. En la estancia se prepararon cinco
nudos corredizos pero la primera en ser ejecutada fue la supervisora. La Bestia
había caído en su propia trampa, la de la muerte, aquella a la que tantas veces
había desafiado en nombre de otros. Sus últimas palabras antes de ser ahorcada
fueron: «¡Viva Polonia!». Quince minutos después su cuerpo y el de sus camaradas
fueron examinados, declarados muertos y enviados a la Escuela de Medicina de la
Universidad de Cracovia. Allí los estudiantes se toparon con el cadáver de una
mujer rubia de 36 años de edad, de 1,65 m, 60 kilos de peso y con marcas en su
cuello.
HERTA BOTHE. LA SÁDICA DE STUTTHOF

Qué quiere decir, ¿que cometí un error?, no... no estoy segura de lo que debería
responder, ¿cometí un error? No. El error fue el campo de concentración, pero yo tenía que
hacerlo, de otra forma yo habría sido puesta ahí. Ese sí fue mi error.

Herta Bothe

Los rasgos marcados de su cara, su pesada mandíbula y su mirada


desafiante caracterizaron a otra de las guardianas más aterradoras que ha dado la
historia del Tercer Reich. Herta Bothe, exenfermera reconvertida en Aufseherin en
Stutthof, Ravensbrück y Bergen Belsen, fue descrita como una «supervisora
despiadada», ruidosa y arrogante que irrumpía repentinamente en el Judenältester
(el campamento judío) emitiendo teatrales y calculados gritos a sus prisioneras
cada vez que estas no realizaban correctamente sus tareas. Me refiero a lavar los
platos o incluso a hacer la cama. Si tales quehaceres no se habían hecho con el
suficiente cuidado, Bothe abofeteaba duramente y sin miramientos a las
«responsables» de aquel desaguisado. Su único objetivo era intimidar, atormentar
y humillar a una población recluida entre cuatro paredes. Numerosos testigos
aseguraron durante el juicio que La sádica de Stutthof—así denominada entre sus
camaradas— maltrataba sin ninguna piedad a los reclusos hasta el punto de
dispararles a bocajarro. Día tras día y sin motivo alguno Bothe castigaba
impunemente a unos siete u ocho internos mediante la privación de comida. Les
retiraba el pan, el agua o cualquier alimento que pudiesen ingerir. Sus visitas no
tenían otro propósito que el de causar la consternación, la humillación y como no,
la muerte. Durante el juicio de Belsen celebrado en septiembre de 1945, Herta
Bothe negó todos los cargos que se le imputaban y aunque los testimonios
ratificaban que ella había sido responsable de numerosas muertes violentas,
simplemente fue condenada a diez años de prisión por usar su pistola contra los
confinados. Para remate y como un acto de indulgencia por parte del Gobierno
Británico, Herta fue liberada el 22 de diciembre de 1951. La ciudad alemana de
Teterow, en el distrito de Mecklenburg al noroeste del país, vio nacer el 8 de enero
de 1921 a Herta Bothe, una de las mujeres más relevantes de los Konzentrazionslager
nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Si bien la mayoría de las guardianas de
las Waffen-SS apenas sabían leer o escribir, Bothe se caracterizó no solo por trabajar
desde una edad muy temprana, sino por su especial interés en ayudar al prójimo.
Su incansable vehemencia hizo que en 1938 y a la edad de 17 años compaginase
diferentes tareas. Por un lado, Herta se dedicaba a ayudar a su padre en la pequeña
tienda de maderas que tenía en su pueblo natal, un negocio relevante en aquella
época; y por otro, bregaba temporalmente en fábricas además de ejercer como
enfermera en un hospital industrial. Su conducta para con los demás era
prácticamente ejemplar. Desgraciadamente, este cambió poco tiempo después. No
se conocen quiénes fueron sus progenitores, ni sus nombres, ni tampoco si tuvo
hermanos o familiares cercanos que pudiesen esclarecer más detalladamente quién
fue Herta Bothe. Es como si esa parte de su vida, la infancia y la adolescencia,
hubiera querido borrarlas de un soplo, enterrarlas.

DE ESPÍRITU ARIO Y NAZI

Podemos decir que sus «mejores años» comenzaron tras su ingreso en la


Bund Deutscher Mädel (La Liga de Mujeres Alemanas-BDM), que fundada en 1930
como rama femenina de las Juventudes Hitlerianas y establecida por el Partido
Nazi (NSDAP), sirvió para captar nuevos miembros que estuvieran dispuestos a
dar la vida por su patria. A cambio les esperaría el honor y la gloria. Aunque el
alistamiento no era de carácter obligatorio, Herta encontró en aquella organización
unas tradiciones que la entusiasmaron. La doctrina nacionalsocialista flasheó
sobremanera a una jovencita que necesitaba sentir que su nación contaba con ella.
Al fin y al cabo, pertenecer a la BDM era un privilegio solo meritorio para
ciudadanos alemanes, arios y sin enfermedades hereditarias. En 1939 Bothe se unió
a la organización donde inmediatamente destacó en el ámbito deportivo. La
vitalidad que desplegaba en cada una de las disciplinas entusiasmaron tanto a sus
superiores, que en septiembre de 1942 la reclutaron como guardia del campo de
concentración de Ravensbrück. Durante cuatro semanas se llevó a cabo el proceso
de entrenamiento y adiestramiento de Herta para formar parte de las SS y del
personal de supervisión. Allí se topó con Irma Grese o Dorothea Binz con quienes
casualmente compartiría sus inhumanas fechorías, sus sangrientos suplicios y sus
atroces perversiones. Aun así, cuando durante el juicio le interrogaron sobre el
motivo por el que trabajó en este campamento, Bothe simplemente dijo que en
realidad se había negado a hacerlo pero que no le hicieron caso. No sabemos si
aquella instrucción le sirvió para despertar su espíritu criminal o para fomentar las
múltiples degeneraciones, pero tras treinta días en el «Puente de los Cuervos», la
joven alemana inició su terrorífica carrera. Antes de acabar el año el 21 de
noviembre de 1942 Herta Bothe fue enviada por fin a su primer destino: el campo
de concentración de Stutthof, ubicado cerca de Danzig al este de Gdansk (Polonia).
Allí desarrollaría tareas como Aufseherin.

LA SÁDICA DE STUFHOF

Este campamento fue el primero en ser construido por el régimen nazi fuera
de sus fronteras. Originalmente y desde noviembre de 1939 Stutthof fue un centro
de internamiento civil administrado por la policía de Danzig. Ahora bien, en 1941
se convirtió en lo que llamaron un campo de «educación laboral» administrado por
el Sicherheitsdienst (Servicio de Seguridad Alemana-SD), para acabar siendo
finalmente en enero de 1942 un campo de concentración regular. Emplazado en
una zona aislada, húmeda y boscosa al oeste del pequeño poblado de Stutthof, su
ubicación lo hacía ser aún más «especial». Allí perecieron más de 85.000 personas
de las 110.000 deportadas pero no solo por las condiciones catastróficas del
campamento, el hambre y las enfermedades, sino por las muertes y ejecuciones
generales que el personal encargado efectuaba diariamente. No había escapatoria
alguna. Stutthof, como el resto de campos de concentración levantados por los
nazis, se encontraba amurallado y rodeado por alambradas, algunas de ellas
electrificadas. A medida que la población del cuartel crecía iban construyendo más
barracones. En los dos años previos a la liberación de los aliados en mayo de 1945,
se edificaron treinta nuevas naves y se añadió un crematorio y una cámara de gas.
Fue en 1943 cuando Stutthof se incluyó en el programa de la tan temida Solución
Final, convirtiéndose por tanto en un campo de exterminio de masas. Tal llegó a
ser la sobresaturación de reclusos, que según llegaban a las instalaciones eran
automáticamente eliminados en las cámaras de gas del centro. Como complemento
a esta medida, algunos murieron después de pasar por unos vagones móviles con
el mismo gas letal. Tenían capacidad para 150 personas por ejecución. El óbito se
cernía en aquel recinto donde los presos estaban expuestos a la esclavitud laboral
en empresas propiedad de las SS. La malnutrición, las pésimas estipulaciones
sanitarias, enfermedades y epidemias acabaron con muchos de ellos, sin contar con
las torturas físicas y psicológicas procedentes de ciertas guardianas —como Herta
Bothe—, fusilamientos, ahorcamientos, inyecciones letales y un largo etcétera. Las
condiciones de vida no solo eran infrahumanas, sino sobre todo brutales. Herta
Bothe fue una de las 130 mujeres que sirvieron en el complejo de los campos de
Stutthof durante el periodo más cruel y trágico. Treinta y cuatro de aquellas
guardias femeninas incluyendo ella, fueron acusadas de crímenes contra la
humanidad al final de la guerra. Si alguna vez se habló de horror fuera de
Alemania este fue en Stutthof. Su liberación se produjo el 9 de mayo de 1945
gracias a las tropas del Ejército soviético, pero poco pudieron hacer ya para salvar
la vida de los reos asesinados, ciudadanos de más de 25 países diferentes (polacos,
rusos, judíos, italianos, españoles, gitanos, etc.) entre hombres, mujeres y niños.
LA AGONÍA DE LAS VÍCTIMAS

De los testimonios recopilados para documentar fielmente este capítulo, me


he encontrado con el de la rumana Teréz Mózes, quien en su libro Staying Human
Through the Holocaust explica cómo vivió la guerra y su paso por los diferentes
campos de concentración, Stutthof y Auschwitz incluidos. Respecto al primero, a
Teréz le impresionó que las mujeres que esperaban a la entrada del campamento
debían desnudarse, mientras otras de uniforme las hablaban y gritaban. Era
prácticamente imposible conocer a nadie en aquel tumulto. Cada arribada a un
nuevo centro nazi traía consigo acontecimientos aún más inesperados.

«En Stutthof, no nos llevaron a los baños. No nos dieron ropa. No nos
quitaron nada. En los barracones a los cuales estábamos asignadas, nuestras
supervisoras eran una mujer de pasado dudoso llamada Ilse y su amiga Max.
Según las normas, la revista tenía que hacerse tres veces al día, pero en realidad era
cuando les apetecía, a veces muchas veces al día. Ilse y Max, una con un palo y la
otra con un látigo, nos pegaban con todas sus fuerzas mientras pasábamos a través
de la puerta. Teníamos tanto miedo de las palizas que preferíamos saltar desde la
ventana, y no éramos las únicas. Cuando daban la señal, huíamos. Sin embargo,
después de unos días, nuestros brazos y espaldas estaban cubiertos de heridas y
las piernas y brazos estaban magullados por saltar desde la ventana»22.

Aquellos primeros días eran demasiado similares al del resto de cautivas de


otros Konzentrazionslager. Unas pocas órdenes, inquebrantables y mezquinas,
hicieron que cientos de guardianas obedecieran sin rechistar a sus superiores
alegando que podía tocarles a ellas. Habría que imaginar el rostro de los
supervivientes mientras buscaban a sus familiares entre el montón de cadáveres
apilados esperando ser sepultados. Cuando creían haberlos encontrado, estaban
tan demacrados y destrozados que no podían ni contener el llanto. La máquina de
exterminio seguía jugando con ellos.

«Aunque Stutthof fue solo una décima parte del tamaño de algunos campos
más conocidos como Auschwitz y Dachau, en gran medida seguía siendo la misma
fábrica despiadada de muerte. Con sus chimeneas elevándose sobre el campo
escupiendo humo humano lo suficientemente denso como para oscurecer el cielo a
su alrededor, causando una nube brumosa casi permanente en el sitio, era tan
severo y tan mortal como los campamentos en el sur y el este» 23.

El testimonio de Alexander Lebenstein, único superviviente entre los


miembros de 19 familias judías que habían estado viviendo en Haltern am See, nos
da una idea de la catástrofe que supuso para él el Holocausto Nazi de la Segunda
Guerra Mundial. El joven Alex que cuando fue detenido tenía tan solo once años,
perdió su casa, sus posesiones, su vida pero sobre todo su familia. Tras el conflicto
decidió regresar a su ciudad natal pero allí se topó con amigos de la infancia,
muchos de los cuales eran nazis, que le dejaron bien claro que aún querían un
pueblo Jude frei (libre de judíos). Él juró que jamás volvería a Alemania. La guerra
había acabado, pero todavía no se había terminado con los prejuicios ni con las
demenciales ideas que la había originado años atrás. «Una era construye ciudades.
Una era las destruye», sentenció en más de una ocasión el ilustre Séneca. Entre los
recuerdos que decidió plasmar sobre el papel se encuentra aquel donde rememora
cómo guardianas como Herta Bothe, disparaban a los prisioneros con cualquier
pretexto. Se trataba de un acto cotidiano que con el tiempo consiguió hacerle
inmune a la monstruosidad.

«Recuerdo estar de pie durante horas y horas en los pases de revista dos o
tres veces al día, de cara a las chimeneas del crematorio escupiendo nubes negras
noche y día, llenando el cielo de un olor horrible a carne quemada. Si llovía, el
humo no subiría al cielo y tendríamos polvo y ceniza en nuestra piel y ropa. Lo
peor era el olor de los crematorios que lo impregnaba todo en el campo».

La muerte estaba en todas partes, lo inundaba todo, pero hubo quienes


consiguieron librarse de ella, simplemente viviendo sin pensamientos de un
mañana. El futuro no existía, todo era presente y sobrevivir la única cuestión
importante. Para Alexander Lebenstein las puertas del infierno se encontraban en
Stutthof y Herta Bothe se había reencarnado en el Innombrable. Si había un ser
perverso en aquel tétrico recinto, esa era la Sádica de Stutthof que aprovechó su
corta estancia para practicar numerosas aberraciones y para sembrar el pavor entre
los internos. Su fama incendió de tal forma los barracones que la Aufseherin logró
colarse y entrometerse en todos y cada uno de los centros adonde fue trasladada
tiempo después. Su siguiente destino fue uno de los subcampos de Sutthof
designado para mujeres conocido como Bromberg Ost. En julio de 1944 y tras la
orden de traslado de su superiora Gerda Steinhoff, la joven se unió al equipo de
inspección del campamento junto con otras seis camaradas. En esta ocasión su
cargo fue de Oberaufseherin.
EN BERGEN-BELSEN

El 21 de enero de 1945 y tras el apoyo «logístico» en el subcampo de


Bromberg Ost, Herta Bothe, que contaba ya con 24 años de edad, fue una de las
guardianas responsables de acompañar a las denominadas «marchas de la muerte»
que consistieron en la migración de reclusas desde la Polonia central hacia el
campo de concentración de Bergen-Belsen en el estado de Baja Sajonia (Alemania).
Para que nos hagamos una idea, la distancia entre un campo y otro era de unos 700
kilómetros y las internas estaban obligadas a hacerlo a pie. Durante el largo
recorrido las más débiles terminaron muriendo por agotamiento, inanición y por el
trato vejatorio de sus «niñeras». Si a esto le sumamos que en la ruta hacia Bergen-
Belsen se desviaron otros 600 kilómetros más para acampar en el KL Auschwitz-
Birkenau, la sensación de extenuación iba in crecendo. Durante los pocos días que
permanecieron en este campamento, las confinadas que aún seguían vivas tuvieron
que aguantar la actitud descortés, por no decir denigrante, de sus anfitrionas. Tras
el parón la marcha se reanudó para llegar a Belsen entre el 20 y el 26 de febrero de
1945, unos 30 días después de su partida de Bromberg Ost. En el tiempo que Herta
Bothe formó parte del personal del campo de concentración de Bergen-Belsen —
unos dos meses aproximadamente— la guardiana aria desempeñó diversas tareas
al igual que el resto de compañeras. Según su propio testimonio, nada más llegar
tuvo que encargarse de la supervisión de los baños públicos; en días posteriores,
trabajó en la cocina con sus camaradas masculinos para llevar comida a los cerdos;
y sobre mediados de marzo, se dedicó a supervisar a la Brigada de Mujeres para la
Búsqueda de Madera que estaba compuesto por 60-65 convictas. Pero nada más
lejos de la realidad. En el juicio de Belsen celebrado el 17 de septiembre de 1945 las
declaraciones juradas de los testigos de aquella masacre indicaban todo lo
contrario. A pesar de que la Aufseherin pretendía pasar desapercibida en
comparación con sus homólogas Irma Grese o María Mandel, finalmente sus actos
salieron a la luz. El escándalo de aquel litigio se tornaba a ser aún más
sobrecogedor cuando las protagonistas en cuestión fueron las guardias femeninas
del campo. Uno de los primeros en subir al estrado fue un superviviente checo de
17 años llamado Wilhelm Grunwald, quien tras ver diversas fotografías aportadas
como prueba, reconoció en la número 25 a una de las mujeres de las SS. Era Herta
Bothe.

«Entre el 1 y el 15 de abril de 1945 vi llevar a varias reclusas muy débiles un


recipiente de comida desde la cocina hasta el bloque. Como estaba lleno y pesaba
mucho, las mujeres no podían aguantar el peso y lo ponían en el suelo para
descansar. En ese momento vi a Bothe disparar a las dos presas con su pistola.
Ellas se desplomaron, pero no puedo decir si estaban muertas o heridas, pero como
estaban muy débiles, delgadas y desnutridas, no me cabe la menor duda que
murieron»24.

RETAHÍLA DE PRUEBAS

A Katherine Neiger, checa de 23 años, las guardianas de Belsen la habían


puesto a registrar el número de mujeres (internas) que fallecían a diario en el
campo. Durante los primeros días, las cifras eran bajas, pero a medida que fueron
llegando las prisioneras, las muertes aumentaron. La joven rea aseguró ante el
Tribunal que durante el mes de enero de 1945 morían diariamente entre 15 y 20
personas y que hasta el último día de marzo contabilizó un total de 349. Esta cifra
no era exacta ya que no se reportaban todas las defunciones y la mayoría de los
cadáveres acababan siendo apilados a la intemperie. Unas 900 mujeres de su grupo
murieron en aquel periodo a causa de la desnutrición, las enfermedades y por
supuesto, por los malos tratos perpetrados por el personal femenino de las Waffen-
SS. Gracias a las pruebas testificales fotográficas expuestas en su interrogatorio,
Katherine logró reconocer a prácticamente todas las acusadas que se sentaron en el
banquillo. Entre ellas, Elisabeth Volkenrath, Herta Ehlert, Gertrud Sauer y por
supuesto, Herta Bothe. A esta última también la señaló en la impronta número 25,
diciendo que solía verla golpeando a las niñas enfermas con un palo de madera.
Aquella fotografía número 25 estaba sirviendo para que los múltiples
supervivientes recordasen algunos de los sucesos más trágicos vividos durante su
encierro. Casi se podía respirar su angustia y su dolor. Otra de las declarantes fue
la polaca de 18 años Sala Schifferman que trabajaba en la cocina número 4 del
campamento de las mujeres y que aseguró que un día en concreto —no recuerda si
en el mes de enero o febrero de 1945—, algo trágico le ocurrió a una amiga suya
por culpa de la demente Aufseherin.

«... una húngara a quien yo conocía por el nombre de Eva, de 18 de edad, se


acercó a la cocina para comer algunas cáscaras de nabo que se encontraban en un
montón fuera de la cocina. Esta niña vivía en el mismo bloque que yo, que era el
bloque 203. Como ella estaba cogiendo las cortezas, Bothe vino de un lugar de
trabajo cercano. Ella ordenó a una de las chicas de la cocina que trajera un gran
trozo de madera y entonces comenzó a golpear a Eva con él. Después de los
primeros golpes la chica se cayó. Yo y otras chicas de la cocina gritamos a Bothe
que Eva era demasiado débil para soportar la paliza. Bothe replicó: "La golpearé
hasta la muerte". A continuación Bothe le pegó a la chica en la cabeza y por todo el
cuerpo. Después de unos diez minutos paró y Eva se quedó muy quieta,
sangrando profusamente de la cabeza. Luego Bothe me ordenó a mí y a otras
chicas que llevásemos el cuerpo a una habitación en el bloque al lado del hospital
donde ponían todos los cadáveres. Definitivamente la chica fue asesinada por la
paliza. Una interna que yo creo que era médico examinó el cuerpo y dijo que la
chica estaba muerta. No sé el nombre de la doctora. No la he visto desde la llegada
de los británicos».

Luba Triszinska, una judía rusa detenida y llevada a Belsen, describió a la


Corte que los maltratos impartidos a las reclusas estaban a la orden del día. Ella
había sido testigo de algunas de esas palizas que en ocasiones causaban la muerte
de las víctimas. Entre las responsables que mencionó se encontraba Bothe, que por
entonces se ocupaba de un Kommando de vegetales. «Las palizas a las que me
refiero se las dieron con un palo pesado», recalcó Luba. Hildegarde Lohbauer fue
otra de las supervivientes de este campo de concentración que delató las artimañas
de Bothe durante el juicio. De nacionalidad alemana, Lohbauer fue recluida en un
centro de internamiento al negarse a trabajar en una fábrica de municiones. Estuvo
en Auschwitz, Ravensbrück y finalmente en Bergen-Belsen hasta su liberación.

«Al principio yo fui una presa común, pero en los últimos dos años mi
trabajo ha sido como Arbeitsdienstführerin (ayudante en jefe de la mano de obra),
cuyo deber es reportar el número de personas especificadas por las autoridades del
campo para los grupos de trabajo».

Este nuevo cargo le permitió relacionarse más directamente con sus


supervisoras de las SS y conocerlas un poquito mejor. En innumerables ocasiones
fue testigo del trato vejatorio a sus compañeras, de actuaciones severas carentes de
razones ante las que Lohbauer no podía hacer nada. Si movía un dedo ella sería la
siguiente víctima. No quería revivir lo que le sucedió en Auschwitz en 1943 cuando
recibió 15 latigazos en la espalda por fumar. «El castigo fue llevado a cabo por dos
compañeras de prisión, una de ellas me retuvo sobre un taburete de castigo,
mientras que la otra me pegaba con una palo de madera maciza». Curiosamente,
ella misma dilucidó que a veces y debido a su cargo como Arbeitsdienst también
había pegado a las internas, pero solo con la mano y para mantener el orden.
¿Hasta qué punto se contagiaba este salvajismo? La exrea afirmó además que pese
a que el personal de las SS no podía llevar pistolas, en verdad sí lo hacían. «Los SS
iban armados y creo que los disparos se llevaron a cabo en el exterior de las zonas
de trabajo de Belsen y Auschwitz, aunque yo nunca fui testigo». Finalmente,
Lohbauer señaló a Herta Bothe como una de las mujeres de las Waffen-SS que debía
ser castigada por haber pegado y maltratado a los confinados. Lo había visto con
sus propios ojos.

«Me preguntaron si había visto que estaban golpeando a los presos y dije
"si", y me preguntaron cómo deberían ser castigados y mi respuesta fue "yo, como
prisionera, realmente no puedo decir qué tipo de castigo deberían de haber
infligido"».

Cada uno de estos testimonios y los que veremos más adelante de forma
más extensa en relación con el proceso judicial de Belsen, nos dan una ligera idea
de lo que en realidad Herta Bothe fue capaz de hacer durante su estancia en este
campo de concentración. Podía negar lo que hizo —y así fue— pero las pruebas
hablaban por sí solas. Su carrera como personal de estos campamentos de
exterminio no fue otro que la de ayudar a aniquilar a los miles de confinados que
se amotinaban en los barracones. ¿Para qué les interesaría a las SS la figura de
Bothe si no era para esta faena? El Kommando de madera al que inicialmente ella
hacía referencia no conllevaba en absoluto la crueldad que desplegó durante sus
escasos 60 días en Belsen, sin mencionar el resto de homicidas actuaciones
consumadas en sus destinos previos. Si durante sus paseos matutinos llevaba o no
un arma de fuego podía ser hasta irrelevante. El cúmulo de víctimas y las
declaraciones de los supervivientes serían lo que haría justicia posteriormente.

ARRESTO Y PROCESO JUDICIAL

El 15 de abril de 1945 el personal del campo de concentración de Bergen-


Belsen con el comandante Kramer a la cabeza se rindió y el ejército británico
procedió a la liberación. A su llegada se dieron de bruces con la tragedia
personalizada. En montones, como si se tratasen de sacos de patatas, había 10.000
cuerpos sin enterrar y unos 40.000 prisioneros enfermos y moribundos. Unos días
después 28.000 internos murieron. Ni los aliados pudieron hacer nada para
salvarlos. Una vez que el ejército inglés arrestó a todo el personal nazi, separando a
las guardianas del resto, pudieron mirar de frente a las responsables de aquella
barbarie. Herta Bothe, descrita por muchos como la mujer más grande que nadie
había arrestado hasta el momento, permanecía con una media sonrisa en espera de
conocer su futuro inmediato. Aquella mujer no solo sobresalía por su altura, sino
porque era una de las pocas que usaba zapatos civiles normales y corrientes en
comparación con el resto de Aufseherinnen —como Irma Grese— que vestían botas
altas de cuero negro. En las siguientes horas los británicos obligaron a los
detenidos a arrojar los cadáveres de los cautivos muertos en fosas comunes al lado
del campo principal. En cambio, Herta Bothe fue una de las pocas guardianas que
se ofrecieron voluntariamente a ayudar, imagino que pensando que con ello
purgaría sus pecados. Lejos de ello, fue llevada a juicio como criminal de guerra.
En alguna de las instantáneas incluidas en este volumen puede verse a la
Aufseherin demacrada y con ojeras después de enterrar cerca de 30.000 cadáveres.
Por entonces la Sádica de Stutthof recuerda que durante los días de la liberación, se
sentía aterrorizada porque los aliados no les permitían usar guantes para enterrar a
los difuntos. De hecho, temía contraer el tifus por la descomposición que
presentaban los cuerpos. Bothe explicaba que cuando trataba de levantar los
cadáveres, estaban tan podridos, que los brazos y las piernas acababan por
separarse del tronco. También recordaba cómo aquella extracción de cuerpos
esqueléticos le causó dolor de espalda. Eran lo bastante pesados como para que
tuviera que pararse a descansar cada cierto tiempo, algo que ella jamás permitió a
quienes ahora estaba sepultando. Pese a que las tropas británicas trajeron
excavadoras para cooperar en el transporte de los cadáveres a las fosas comunes, la
mayor parte del trabajo lo hicieron los exguardias del campo de forma manual.
Aquel pudo ser el primer justo correctivo por las horribles condiciones en las que
habían dejado el campamento. Una vez que completaron los entierros masivos,
Herta y el resto del personal fueron detenidos y llevados a la prisión de Celle. A
partir de aquí arrancó la odisea judicial de los 45 responsables de Belsen con el
comandante Josef Kramer a la cabeza. El 17 de septiembre de 1945 fue la fecha
elegida para juzgar a estos criminales de guerra en la Corte de Lüneburg (Baja
Sajonia).

NUEVOS TESTIMONIOS CONTRA BOTHE (Y A FAVOR)

La Aufseherin también sufrió lo que denominamos como traición entre los


suyos. Es decir, sus propias camaradas, compañeras en el campo de concentración,
detallaron sin ningún escrúpulo las andanzas de su supervisora. Ejemplo de ello
fue el caso de Herta Ehlert, una vendedora alemana que decidió alistarse en las SS
y que durante tres años recibió instrucción en Ravensbrück. Terminó en Belsen a
principios de febrero de 1945. Las condiciones con las que se encontró eran las
peores que había visto nunca. Fue en aquel tiempo cuando conoció a Herta Bothe.
De ella afirmó sin ningún miramiento que fue responsable de golpear a reclusos
indefensos, además de mentir respecto a sus ocupaciones reales en el campamento.
Una vez concluido el interrogatorio por parte del capitán Phillips, Ehlert ni
siquiera quiso cruzar mirada alguna con la que había sido su superior, la número
37. Dos hermanas, Ilse e Ida Forster, que se alistaron en las SS sobre el año 1944 y
que trabajaron en las cocinas del campo de Belsen, narraron al Tribunal que
normalmente tenían que abofetear a los prisioneros para evitar que robasen
comida o que cogieran más de la que les correspondía. Para ellas era normal esta
clase de maltrato a los internos, pero en ningún caso sentían ninguna emoción
cuando lo llevaban a cabo. De este modo habló de Ehlert, Volkenrath o Bothe,
como algunas de las guardianas que ejecutaban estas acciones junto a ellas.
Durante el interrogatorio efectuado por los diferentes abogados, tanto Ilse como
Ida dudaron acerca del trabajo que tenía la Aufseherin Bothe. Mientras una decía
que era la encargada del Kommando de los vegetales, la otra aseguraba que
supervisaba el de madera. Otra de las acusadas que se sentó en el banquillo junto a
Herta Bothe fue Charlotte Klein, una asistente de laboratorio que el 1 de agosto de
1944 fue reclutada por las Waffen-SS para su formación en el campo de
Ravensbrück. Tras cuatro días de instrucción fue enviada a Stutthof donde
permaneció hasta mediados de septiembre de ese mismo año. Poco tiempo
después, entre el 20 y el 26 de febrero, llegaron a Belsen en compañía de Bothe con
un convoy de mujeres. Eran las famosas Marchas de la Muerte. Acababan de
evacuar Bromberg Ost. Ya la primera noche en Belsen Klein tuvo que encargarse
de los baños para después hacer lo mismo con el Kommando de madera y en la
tienda del pan. No obstante, poco después enfermó de tifus y permaneció en cama
hasta el día de la liberación. La actitud de la acusada era distante mientras era
cuestionada por el fiscal y los abogados. Como se suele decir, no soltaba prenda.
De hecho, cuando el capitán Phillips le preguntó sobre Bothe, ella se limitó a decir
que tan solo compartió habitación con ella en Belsen y que jamás la había visto
llevar pistola. Este primer acto de camaradería llenaba con un pequeño halo de luz
el sombrío destino que se iba tejiendo en torno a la Sádica de Stutthof. Por suerte
para ella no fue el último. Una enaltecida Gertrud Rheinholdt, reclutada por las
Waffen-SS en julio de 1944, quiso dejar claro que sí había conocido a Herta Bothe.
Lo hizo en el campo de concentración de Bromberg Ost y llegó con ella a Belsen
entre el 20 y el 25 de febrero de 1945. Casualmente, también fueron compañeras de
cuarto y tampoco —como ratificó Klein— la había visto portar armas o por lo
menos no sabía si tenía una. Aquellas tres guardianas se habían convertido en
buenas y viejas amigas, algo contra lo que el Tribunal no podía competir. Llegó el
turno de la protagonista. Herta Bothe debía declarar.
NEGACIÓN ABSOLUTA

El lunes 29 de octubre de 1945 y tras varios días escuchando los testimonios


que avalaban su culpabilidad, Herta Bothe se subió al estrado y después de jurar
toda la verdad y nada más que la verdad, comenzó una retahíla de insólitas
«certezas». Era el momento de escuchar su defensa. Durante varios minutos la
guardiana aclaró cuáles fueron las tareas que cumplió en los diversos campos
donde permaneció y las fechas en las que estuvo. Ahora bien, no mencionó
fechoría alguna hasta que el capitán Phillips inició su turno de preguntas. Negó
que llevase pistola y por supuesto que disparase a dos jóvenes reclusas que
porteaban comida. Según Bothe, el testigo que afirmó tal dato, Wilhelm Grunwald,
mentía. También impugnó la declaración de Schifferman que la acusaba de haber
matado con un palo a una niña llamada Eva, aunque reconoció haber pegado en
alguna ocasión a algún confinado:

«Sí, con mis manos, porque robaban madera y otras cosas. Nunca he
golpeado a nadie con un palo, un trozo de madera o una porra de goma. (...)
Nunca he pegado a prisioneros. Yo no tenía nada que ver con los internos».

Durante el turno de preguntas del coronel Backhouse, este cuestionó a la


inculpada su instrucción en el campo de Ravensbrück en octubre de 1942. Incluso
le preguntó qué es lo que había aprendido y si entre las tareas que la enseñaron se
encontraba la de golpear a los presos de manera regular. La guardiana respondió
con un tajante «No». De hecho cada vez que el letrado le cuestionaba su
declaración en relación con los maltratos a reos, Herta continuaba rechazando
cualquier implicación al respecto. Su severo talante no dejaba entrever ni una pizca
de verdad en todo aquello, o por lo menos, la realidad que se había contado allí
hasta el momento. No evidenció ni el más mínimo arrepentimiento o
remordimiento cuando salió a la palestra el tema de la escasa alimentación que
recibían los reclusos. Bothe se limitó a responder con un «yo no podía decir que era
demasiado para ellos» a lo que el abogado siguió preguntándole...

«P: Yo sugiero que en uno de los días en los que usted pasaba por la cocina,
vio a una chica coger algunas cáscaras de nabo, y que usted ordenó a las chicas de
la cocina traer un palo o un trozo de madera y comenzó a pegarle con él. ¿No es
así? R: No. P: ¿No le gritaron las chicas en la cocina, diciéndole que parara, y usted
dijo que la golpearía hasta la muerte, y entonces continuó pegándole hasta que
finalmente murió? R: No, eso no es cierto. P: ¿No le ordenó a algunas de las
mujeres, incluyendo Schifferman, llevarse el cuerpo? R: No».
El testimonio de la Sádica de Stutthof estuvo llena de contradicciones. Una de
ellas aludía nuevamente a los agravios a los prisioneros en el campo de Bergen-
Belsen. Si anteriormente negaba haber perpetrado actos de esta clase, ahora
afirmaba haberlo hecho pero a modo de reprimenda.

«P: Cuando los presos eran sorprendidos robando, ellos generalmente


recibían una paliza bastante severa, ¿no es así? R: Cuando los prisioneros
trabajaban en mi Kommando y eran pillados robando, entonces los abofeteaba en
la cara. P: ¿No les golpeó de forma severa con un palo? R: Era muy raro que pillase
a alguien. Los abofeteaba en sus caras. Generalmente uno hacía guardia y el otro
robaba, y siempre que llegaba ellos ya se habían escapado».

A medida que Herta Bothe iba respondiendo a las preguntas del Tribunal,
más se iban destapando algunas mentiras y se iban descubriendo muchas
verdades. ¿Cómo era posible que esta mujer no hubiese visto los cuerpos
depauperados de los internos al lado de las fosas? Según la vigilante nazi, nunca
vio nada parecido. Todo lo contrario que el Ejército británico, que a su llegada a
Belsen se topó con 10.000 cadáveres inertes apilados unos encima de los otros. Las
alegaciones finales por parte de su abogado, el capitán Phillips, tenían que ser
concluyentes si quería que su cliente se librase de una muerte segura. Aquel
discurso logró convencer a la Corte.

JUSTIFICANDO LA BARBARIE

Dicen que el mejor ataque siempre es una buena defensa y en el caso de


Herta Bothe así fue. El alegato final que su abogado expuso ante el Tribunal de
Belsen corroboró lo que todos temían desde hacía días, que el Capitán Phillips
conseguiría que la Aufseherin no muriese en la horca. En un intento por disculparla
de las supuestas acciones perpetradas durante sus años en los diferentes campos
de concentración, el letrado quiso exculparla de toda responsabilidad
argumentado lo siguiente:

«La pregunta, sin embargo, se rige por el principio fundamental de que los
miembros de las fuerzas armadas están obligados a obedecer las órdenes legítimas
y que por tanto, no pueden eludir su responsabilidad si, en obediencia a un
mandato, ellos cometen actos en el que ambos violan las reglas impugnadas tanto
de la guerra como de la indignación de la opinión general de la humanidad».

Pero, ¿por qué otros camaradas de Bothe sí eligieron contravenir las órdenes
de sus superiores en pos del bien común? A este punto el capitán Phillips prefirió
eludir tal grado de responsabilidad y echar esa carga a los altos cargos de la
jerarquía nazi que dirigían los centros de internamiento donde la acusada estuvo
destinada. Al fin y al cabo, cuando parece que no hay elección siempre hay una
salida o un camino correcto. La historiadora Kathrin Kompisch así lo asegura:
«Siempre ha habido opciones, incluso dentro del Tercer Reich, y las mujeres
tomaban a menudo sus propias decisiones tanto como los hombres». Después de
todo y como estamos viendo a lo largo de este libro, no solo el hombre tuvo una
parte importante y destacada dentro del Nazismo, la mujer también participó de
los delitos más infames y brutales de todas las esferas del gobierno alemán. El
destacamento femenino supuso el brazo ejecutor e indispensable para que el
mecanismo nazi siguiera adelante. Después de aquella breve introducción y tras
mencionar la defensa de otras compañeras de Bothe, llegó el turno de la Sádica de
Stutthof. De ella dijo que lo único que probaba su culpabilidad eran las
declaraciones juradas ante la Audiencia. Ciertamente, no se había encontrado
evidencia alguna que la implicase en tales delitos. A partir de ahí el abogado
afrontó un discurso implacable donde empezó por desmontar una a una las
confesiones de los testigos. Mencionó primeramente a Wilhelm Grunwald, ya que
cuando le tomaron declaración tan solo tenía 17 años, algo pertinente para tenerlo
en cuenta en la evaluación. Respecto a la posesión de un arma, Phillips se apoyó en
los testimonios de sus «buenas amigas» Charlotte Klein y Gertrud Rheinholdt, que
ratificaron que nunca poseyó una pistola y que jamás se encontró prueba que lo
demostrase. Cuando mencionó el crimen de la joven húngara llamada Eva, el
capitán se excusó en que ni las fechas ni el lugar donde se produjo coincidían con
las presentadas por su defendida. Por tanto, aquel asesinato no pudo haberse
cometido tal y como reveló la testigo. Esta acusación debió de hacerse por algún
tipo de rencilla personal contra su carcelera. Por otro lado, Phillips incidió en la
falsedad de los testimonios escuchados durante el proceso judicial, argumentando
que si bien Bothe había reconocido haber abofeteado a algunas de sus internas por
robar, la verdad era que jamás les provocó daños severos o la muerte. Aquí se
amparó en la poca certeza que demostraron los atestiguantes cuando les pidieron
que señalasen a la inculpada. Parece ser que nadie lograba identificar su cara.
Finalmente, el alegato del abogado defensor concluyó diciendo:

«Ningún testigo de la acusación que había llegado a la Corte, tenía nada que
decir en contra de Bothe; y sin embargo, sus tareas habían sido de carácter público.
Sin duda, la deducción debe ser clara, ella no había hecho nada muy malo, ¿no?».

Ahora tocaba al Tribunal de Justicia determinar la culpabilidad o inocencia


de la procesada, de quien no solo debía considerar la participación en la
responsabilidad de sus acciones —tal y como acotaba el capitán Phillips—, sino
también las condiciones generales por las que lo hizo. En conclusión, el abogado
sugirió que lo importante era averiguar el grado de control que los encausados
podían ejercer en aquellas condiciones, y no podían olvidar que Herta Bothe
solamente estuvo a cargo del Kommando de madera. Por tanto, ¿qué dominio
podía tener ella sobre esas circunstancias cuando llegó al campamento? «Todas
ellas eran gente de pueblo, y era deber de la Corte limitar el castigo a los
delincuentes reales», instó el letrado. Su defendida tenía derecho a ser absuelta.

LA RESPONSABILIDAD DE LA ACUSADA

El capitán Phillips ya se lo había pedido al Tribunal durante su discurso de


clausura, que la sanción a la acusada fuese proporcional a su participación en la
responsabilidad de los hechos. Si no ocupaba un cargo importante, no debía de ser
sentenciada como tal. Llegado el momento, el General de División Berney-Ficklin
que presidía la Corte aquel 17 de noviembre de 1945, procedió a leer la sentencia.
La número 37, Herta Bothe, fue encontrada culpable del primer cargo. Es decir, de
cometer crimen de guerra en Bergen-Belsen (Alemania) entre el 1 de octubre de
1942 y el 30 de abril de 1945, cuando violó las leyes y costumbres de la guerra al
maltratar a algunos de los reos que tenía a su cargo causándoles incluso la muerte.
Por ello, la Aufseherin fue condenada a pasar 10 años en prisión, una sentencia
digamos menor, en comparación con las de sus homólogas que supuestamente
habían cometido los mismos delitos que Bothe.

SU VIDA DESPUÉS DE LA GUERRA

Seis años tardó Herta Bothe en salir de la cárcel de Celle donde fue
internada nada más terminar la vista judicial. Aún no había cumplido la pena
completa, cuando el 22 de diciembre de 1951, y como acto de clemencia del
Gobierno Británico fue puesta en libertad. Su buen comportamiento, además del
buen hacer de los ingleses, le había servido para olvidarse de su pesadilla y
germinar una nueva etapa al margen de los nazis. Algunos datos apuntan a que la
Sádica de Stutthof logró casarse y cambiar su apellido por el de Lange. Aquella fue
una buena forma de poner tierra de por medio y desechar quien había sido hasta
ese momento. De este modo nadie la reconocería, nadie sabría quién había sido,
qué había hecho durante la guerra y por qué había salido de la cárcel. Podemos
decir que consiguió su propósito, disminuir su responsabilidad diciendo que en
verdad eran los hombres los únicos engranajes posibles del Führer. Los únicos que
daban las órdenes. Un conocido director de cine documental alemán llamado
Maurice Philip Remy, aseguró en el 2009 que fue la última persona en entrevistar a
Herta Bothe. Lo hizo para un reportaje llamado Holokaust en el año 2000. En
declaraciones hechas al periódico The Sun, Remy espetó por ejemplo:

«Ella tenía recuerdos horribles de los campos de concentración pero no


tenía capacidad de dar sentido a su papel en ellos. (...) Ella no tenía ningún
remordimiento. Ella no podía entender que había hecho algo mal. Sentía que era
una víctima».

A sus 79 años y desde su residencia en una comunidad modesta al noroeste


de Alemania, Herta Bothe accedió a hablar para el equipo de Remy y el
documental que estaban preparando sobre el Holocausto. Durante la entrevista
hubo momentos donde la Exaufseherin se puso a la defensiva en lo que respecta a la
cuestión de si debió entrar o no como guardiana en los campos de concentración. A
pesar de los años transcurridos, aún se la veía nerviosa pero capaz de responder
cosas tan espeluznantes como esta:

«Qué quiere decir, ¿que cometí un error?, no. No estoy segura de lo que
debería responder, ¿cometí un error? No. El error fue el campo de concentración,
pero yo tenía que hacerlo, de otra forma yo habría sido puesta ahí. Ese sí fue mi
error».

En la actualidad nadie sabe de su paradero. Si aún sigue viva con más de 90


años, o si finalmente murió el 16 de marzo del 2000. Los expertos no logran
ponerse de acuerdo. De lo que sí podemos estar seguros es de que vivió apartada
del mundo, en silencio, sin querer llamar la atención, ni para recordar. Y cuando lo
hizo, con aquellas nefastas afirmaciones, la herida del Holocausto volvió a abrirse.
Toda aquella pantomima sobreactuada durante el juicio le había servido para ser
libre, pero no para arrepentirse.
DOROTHEA BINZ. LA BINZ

En el juicio, a la pregunta de su abogado sobre el maltrato a las prisioneras,


Dorothea Binz responde: Creo que prefieren eso a ser privadas de su comida, o algo más.

Basó toda su carrera en ser miembro de las SS en el campo de concentración


de Ravensbrück donde desempeñó todo tipo de degeneraciones, martirios y
humillaciones. Lejos de captar la atención de sus camaradas con respecto a sus
«inusuales» hábitos, Dorothea Binz fue quizá, una de las guardianas del
Nacionalsocialismo que pasaron más «desapercibidas» al no generar demasiados
escándalos. Esto no quiere decir que no se convirtiera en una de las peores
criaturas que ha tenido el equipo de supervisión de un campamento. Binz rebosó
absoluta inclemencia como Oberaufseherin (supervisora). Golpear y azotar sin
piedad a los prisioneros era una de sus habituales costumbres, además de entrenar
a sus alumnas más aventajadas en lo que pasó a definir como «placer malévolo».
Una de sus pérfidas pupilas fue Irma Grese, ese Ángel de Auschwitz que antes de ser
transferida pasó un tiempo en Ravensbrück bebiendo de la miel del crimen. Todo
cuanto Grese aprendió sobre crueldad y sacrificios se lo debió a Mandel y a Binz.
Esta última caminaba por el recinto con un látigo en la mano y siempre
acompañada de un fiero pastor alemán. Los abusos y las torturas estaban a la
orden del día, hasta que con el fin de la guerra decidió huir. Fue capturada en
mayo de 1945 y condenada a morir en la horca el 2 de mayo de 1947 por incurrir en
crímenes de guerra. Tenía 27 años. Su nombre completo era Dorothea Theodora
Binz y nació el 16 de Marzo de 1920, en la localidad alemana de Groß-Dölln
(Forsthaus Düsterlake) en el seno de una familia de clase media. Precisamente, esta
población se encuentra ubicada muy cerca del que sería su «hogar» años después:
Ravensbrück. Se sabe relativamente poco sobre su vida familiar temprana. Era la
segunda hija del matrimonio formado por Walter Binz, un ayudante de técnico
forestal, y la heredera de un vivero y de varias de tierras de cultivo de la zona. Se
desconoce su nombre. Cuando la niña tenía cuatro años, el clan Binz decide
trasladarse a la localidad de Friedrichsfelde en Joachimsthal (Brandemburgo)
donde el progenitor ejerce como ingeniero forestal. Durante este periodo Dorothea
tiene una nueva hermana. Sin embargo, en diciembre de 1933 y tras la jubilación
del padre, emprenden una nueva vida mudándose a Alt-Globsow muy próximo a
Fürstenberg/Havel. En ese tiempo Dorothea asiste a un colegio de primaria y
secundaria, así como a la Escuela Secundaria Superior, pero a los quince años
abandona las clases. En algún momento de su adolescencia trabajó como ama de
llaves, empleo que desempeñaba con poco esmero y que aceptó debido a la
necesidad económica por la que atravesaba su parentela. Según parece después
recibió una especie de aprendizaje sobre el servicio de alimentos y tuvo una corta
«carrera» en la industria alimentaria. De hecho, en su declaración durante el
proceso de Ravensbrück celebrado en el barrio de Hamburgo, Rotherbaum, ella
afirmó haberse formado como «directora de cocina». Aunque como veremos más
adelante, la realidad fue bien distinta. Jamás llegó a aprender un oficio concreto y a
lo sumo ejerció como Tellerwäscherin (fregaplatos) en algún momento puntual.
Imagino que como le ocurrió a otras guardianas, Dorothea Binz se dejó seducir por
la radiante estela del nazismo que dejaba tras de sí una especie de inagotable
fascinación. El enigmático encanto que desplegaba el Führer impregnaba cada uno
de los símbolos del Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei (Partido
Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores), NSDAP, sobre todo los flamantes
uniformes, vehículos, y por supuesto, los considerables «beneficios» económicos.
De este modo la joven Dorothea decidió acudir a la oficina local de las SS en su
localidad para ofrecerse como voluntaria en la cocina del campo de concentración
de Ravensbrück. Lo consiguió. El 26 de agosto de 1939 Binz comenzó una nueva
vida. Por un lado, iniciaba una etapa como miembro del Partido Nazi y todo lo que
eso conllevaba; y por otro, empezaba la formación necesaria para convertirse en
guardiana del campamento junto con otras compañeras. Allí encontró uno de los
mejores lugares para dar rienda suelta a su naturaleza sádica, oculta hasta ese
momento para los demás, e incluso, para ella misma.

SE INICIA EL ENTRENAMIENTO
Para las mujeres afiliadas al NSDAP llegar a Ravensbrück significaba
adiestramiento. Ellas serían las encargadas de «cuidar» y salvaguardar la
seguridad de un recinto que, poco a poco, fue trastocándose en una gigantesca
celda de castigo. La salubridad brillaba por su ausencia, dejando paso al continuo
fluir de muertes y cadáveres, víctimas según los informes del departamento de
control y administración de Ravensbrück, de enfermedades tales como
tuberculosis, tifus, disentería o neumonía. Pero la realidad era otra. Más de 300
mujeres morían cada día por culpa del hambre, el frío, el exceso de trabajo y por
supuesto, de las vejaciones perpetradas contra ellas. Imaginémonos por un
momento qué supuso para aquellas presas ver cómo mensualmente se sumaban
nuevas aprendices de Aufseherin deslumbradas por el protocolo y el poder del
nazismo. Terror e incertidumbre es lo que había en sus caras. Lo podemos
corroborar en las innumerables improntas y vídeos de prestigiosos documentales.
La vida de aquellas prisioneras se había transformado en extenuación y miseria,
desasosiego y conformismo ante un final tristemente predecible. La primera vez
que Dorothea Binz se paseó por las calles de su flamante morada, pudo comprobar
un caos indescriptible y aun así, no salió corriendo. En lugar de sentir un pasmoso
recelo ante esta situación como haríamos cualquiera de nosotros, debió de tener
una sensación de familiaridad y preponderancia. Durante el tiempo que Binz
residió en Ravensbrück hasta su huida en 1945 estuvo bajo las directrices de
camaradas tan conocidas como Emma Zimmer, la tremenda María Mandel,
Johanna Langefeld, Greta Boesel o Anna Klein-Plaubel. Con un equipo como este
era evidente que Dorothea también se dedicara a escribir con sangre su propia
historia. En el proceso judicial Binz declaró haber trabajado «un año entero entre
otros vigilantes de Außenkommandos (comandos exteriores)». Conforme al
Arbeitseinteilung Kontrollbuch (libro de control de la división de trabajo), que se
puede consultar en el Museo Memorial de Ravensbrück y que a su vez forma parte
de la Fundación de Museos Memoriales de Brandemburgo, esto no sería cierto, ya
que se puede verificar que entre octubre y noviembre de 1939 montó guardia en el
aserradero de madera donde había diez mujeres trabajando; en mayo de 1940
también se encargó de supervisar a las prisioneras que se dedicaban a la
conducción de basuras, la limpieza de suelos o la cocina; e incluso, llegó a
gestionar al personal de construcción del campamento. Por tanto, su testimonio era
totalmente incoherente. Binz había sido parte activa de aquella inclemencia tan
difícil de entender por sus nuevos verdugos. Un buen rendimiento y una excelente
disposición a la obediencia le valieron a finales de verano del año 1940 un ascenso
como subdirectora del bloque de celda que tenía como supervisora directa a
Mandel la Bestia. En los dos años que estuvo en Ravensbrück instó a Binz a que la
ayudara en la ardua labor de ejecutar castigos corporales en el turbador búnker. La
nueva pupila se convirtió prácticamente en su ojito derecho y cumplieron con los
sacrificios más duros. A partir de aquel instante Dorothea fue tildada como la
«guardiana de la barbarie». De nada le valieron las diferentes divisiones en las que
estuvo —cocina o lavandería—, su trabajo preferido lo realizaba en la celda de
castigo. Mandel y Binz torturaron y asesinaron mano a mano a cientos de reclusas
con inanición. Su único pecado, no ser de raza aria. Esta etapa, casi idílica, le valió
a Dorothea para actuar como una segunda instructora de Irma Grese. Binz y
Mandel enseñaron a la rubia con carita de ángel todo lo necesario para impartir el
miedo y la perversión a su llegada a Auschwitz. Las tres mujeres, cada una a su
manera, se llegaban a coordinar cuando querían atormentar a sus presas con
atroces prácticas sexuales. Con ellas afloraron las aguas poco profundas de la
bestialidad. Como vemos, Ravensbrück más que ser un centro de entrenamiento
donde aprender a controlar a los confinados, era la mayor universidad de la saña y
el homicidio. Las principales vigilantes y guardianas que salieron de estos
espantosos «cursillos» se comportaron como verdaderas «asesinas en serie». A
pesar del bucólico paraje que rodeaba a Ravensbrück, con casitas de maderas
pintadas con colores ocres y verdes en medio de la vegetación, así como la
magnífica vista del lago, lo cierto es que aquel campo inaugurado con prisas llegó a
parecer un almacén de cadáveres en muchos momentos. Una de las supervivientes,
Barbara Reimann, recuerda que aunque los altos mandos del campamento eran
hombres, la verdadera inhumanidad provenía de sus vigilantes, especialmente de
las guardianas femeninas. Las Aufseherinnen eran las responsables de impartir la
férrea disciplina diaria repleta de normas, castigos y restricciones, y «donde la
amenaza del búnker de castigo era casi una sentencia de muerte», afirmaba
Kristina Ussarek. Con la promoción de su adorada camarada María Mandel para
ser trasladada a Auschwitz en otoño de 1942, la sustituye Johanna Langefeld. Pero
a partir del 3 de julio de 1943 Dorothea asume los asuntos oficiales
correspondientes al cargo de Oberaufseherin. Desde entonces Binz pasa a ejercer
como Arbeitsdienstführerin (ayudante en jefe de la mano de obra) e incluso como
Stellvertretende Oberaufseherin (adjunta de la supervisora jefe) en colaboración con
Gertrud Schreiter. Su carrera comienza a ser meteórica hasta que por fin la
recompensa llega en forma de ascenso. En febrero de 1944 Dorothea es
oficialmente Oberaufseherin, la nueva supervisora en jefe de Ravensbrück.

SE DESATA LA VIOLENCIA

Detrás de una apariencia francamente atractiva y dulce, de hermosos


cabellos rubios y ondulados y ojos claros, se escondía una de las dementes con
mayor sangre fría de todo el campamento. Binz era tan concienzuda a la hora de
desempeñar sus funciones que rara era la ocasión en que sus víctimas
sobrevivieran. Como miembro del personal de mando entre 1943 y 1945 dirigió la
formación y la faena asignada a más de 100 guardias de sexo femenino. Entrenó a
las féminas más violentas de las Waffen-SS como la anteriormente mencionada,
Irma Grese, alumna más que aventajada junto a Ruth Closius, que impresionó
gratamente a sus superiores por la brutalidad demostrada hacia las internas.
Gracias a su despiadado arrojo fue promovida como Blockführerin (supervisora del
barracón). Tal y como se recoge en la documentación guardada por el archivo
oficial del gobierno británico acerca del Caso Ravensbrück, las tareas realizadas
por Dorothea Binz como supervisora en jefe consistían en lo siguiente:

«La ejecución de las primeras revistas comenzó dos veces por día. [...]
Intercambio de prisioneros en el campo de concentración, resumen de entradas y
salidas, controles de bloqueo, reportes de acceso, registro de quejas de los
prisioneros, breves interrogatorios».

Pero estos deberes nada se correspondían con la realidad. El ensañamiento


practicado por Dorothea y sus adeptas era inflexible y destructor. Numerosos
testimonios acusan a la nazi de haber golpeado, abofeteado, pateado, azotado,
pisoteado y abusado de las internas de forma continua. Los testigos afirmaban que
cuando Binz se personaba en la gran plaza central conocida como Appellplatz para
hacer revista y hacer el recuento, «se hacía el silencio». Estaba prohibido hablar,
sentarse, mirar al compañero y por supuesto a los superiores. Los llamamientos
podían durar entre dos y cinco horas todas las mañanas, incluso en pleno invierno
cuando el gélido viento azotaba aquellos cuerpos desnudos tan solo cubiertos con
algún harapo. En Ravensbrück los pases de lista eran obligatorios, sobre todo
porque cada día morían decenas de reclusas víctimas de la fiereza. Después de
terminar el recuento pertinente se hacía otra convocatoria para que cada interna se
personase en el Lagerstrasse ante su fila de trabajo. Una vez organizadas y antes de
abandonar el lugar recibían un poco de líquido. La miseria alimentaria se ceñía
sobre esta pobre gente. Durante su interminable jornada las reas se hacían cargo de
la limpieza del terreno frío y pantanoso que rodeaba el campo, y por supuesto, de
la perforación del suelo para construir fosas donde se lanzarían los cuerpos inertes
de muchas de sus compañeras. Al mediodía una nueva señal avisaba a las esclavas
laborales que era la hora de comer. Para entonces las asistentes de Dorothea
distribuían un pedazo de pan, alimento insuficiente para que una persona adulta
pudiese vivir dignamente. Pero no había más, no les daban nada más, por lo que
las prisioneras solo podían acostumbrar a su estómago a callar y a arreglárselas
con aquella miseria. Mediante la privación de enseres los nazis les robaron el
orgullo y la autoestima, les atacaron en la honorabilidad. Las cautivas que
sobrevivían a los azotes de la injusticia se fueron desfigurando hasta ser pellejos
andantes muertos en vida. Su única esperanza, morir rápidamente y sin dolor.
Pero los trabajos forzados eran cada vez más duros, más largos y más agotadores.
La debilidad fue impregnando el aliento de unas mujeres que sintieron la
inclemencia de su propio género ávido de crimen y sangre. Con la noche reinaba el
silencio, la oscuridad y posiblemente el descanso, pero no tuvieron esta suerte.
Para estas mujeres encarceladas en una prisión donde el martirio era la voz
cantante, el crepúsculo se mezclaba con el dolor y la ansiedad. A veces era mucho
peor que el día. De hecho, cada dos semanas las presas de Ravensbrück tenían
turnos que iban desde la puesta del sol a las siete de la tarde. La intimidación, las
imágenes de golpes y abusos y los gritos ensordecedores recorrían el campo de
internamiento. De igual modo se tenía constancia de que la Oberaufseherin
deambulaba por el recinto con un látigo en la mano y que siempre iba acompañada
de su fiel amigo, un pastor alemán entrenado para atacar a la menor señal.
Cualquier cosa que pudiera molestar mínimamente a la supervisora de las SS era
suficiente para atizar en la cabeza de una mujer hasta causarle la muerte, o efectuar
fusilamientos, o selecciones masivas que llevarían a las víctimas a la cámara de gas.
La Binz, que era así como fue apodada por sus reas, no tenía escrúpulo alguno y
jamás lo había conocido. El hambre, el abandono, el maltrato severo y el frío fueron
algunos de los ingredientes básicos para lograr «domar» a todo un campamento
femenino. Su mayor objetivo eran las mujeres más débiles y desnutridas que nada
podían hacer ante agotadoras jornadas de trabajo o depravaciones injustificadas e
inhumanas. Su destino más próximo: la muerte.

«El hambre era nuestro compañero más cercano. Estaba con nosotros
cuando nos levantábamos y venía con nosotros a la cama sin dejarnos ni un
segundo»25.

Efectivamente, el hambre era lo único que ocupaba día y noche la mente de


las internas. Las raciones de comida eran tan escasas, por no decir que
insignificantes, que no pensar en ello hubiera sido cuanto menos extraño. «El
hambre era el demonio del campo», recordaban algunas de las supervivientes.
Incluso Primo Levi se atrevió a afirmar: «The Lager is hunger» (El campamento es
el hambre). Esta había pasado a ser una nueva forma de aniquilación. La salvaje
Binz podía cometer los apaleamientos más crueles que pudiésemos imaginar,
cargados de esa actitud despreocupada y arrogante que le caracterizaba. Un
ejemplo de ello fue la ocasión en que Dorothea se encontraba en un
Arbeitskommando (destacamento de trabajo) en un bosque a las afueras del
campamento. Una de las reclusas agazapada tras un árbol contaba lo siguiente:
«Dorothea observó a una mujer que pensaba que no trabajaba lo suficiente.
Dorothea se acercó a la mujer, y la abofeteó hasta el suelo, después cogió un hacha
y empezó a rajar a la prisionera hasta que su cuerpo sin vida no era más que un
masa sangrienta. Una vez acabado, Dorothea limpió sus botas brillantes con un
trozo seco de la falda del cadáver. Se montó en su bicicleta y pedaleó sin prisa de
vuelta a Ravensbrück como si no hubiera pasado nada». Otra de las exprisioneras
del campo de internamiento, la francesa Genevieve de Gaulle-Anthonioz, sobrina
de Charles de Gaulle (el 18° presidente de la República Francesa) y activista de los
derechos humanos, comentó después de la guerra, haber visto a una de las
secuaces de Binz, la famosa Ruth Closius «cortar el cuello de un prisionero con el
borde de la pala». Asimismo, apuntar que el escritor Frédérique Neau-Dufour
recoge en su libro Genevieve de Gaulle-Anthonioz: l'autre De Gaulle, numerosas
declaraciones de la que fuera sobrina de uno de los dirigentes franceses de la
década de los años sesenta, explicando:

«Fui deportada a Ravensbrück en un convoy de mil mujeres, procedentes


de todos los medios, muchachas, ancianas, comunistas, anarquistas, monárquicas.
Una cosa teníamos en común: el haber rechazado, en un momento dado de nuestra
vida, lo inaceptable».

No consentir lo inadmisible le supuso vivir uno de los episodios más


dramáticos de su vida que años después plasmaría en varios volúmenes. Por el
contrario, muchas de sus compañeras no corrieron la misma suerte. Sus esperanzas
se desvanecieron por el camino, y la locura de la aberración y la inmolación acabó
con su existencia. Entre la documentación requisada existe un informe que dice
que la mismísima Dorothea Binz, se hizo con un hacha para matar a un prisionero
polaco procedente de la mano de obra del campamento. Como vemos, la necesidad
de atacar a los enfermos y a los débiles era abrumadora. Ya lo señalaba
anteriormente. Y si en este lance empleó una guadaña para asesinar a uno de sus
inferiores, la realidad era que el látigo se había convertido en una extensión de su
propia mano. En una ocasión, y según cuenta una superviviente del Holocausto,
durante la etapa de supervisión de Dorothea Binz, trajeron al campo a 50
camaradas para recibir instrucción. Las novatas fueron separadas y llevadas ante
las reclusas. Una vez delante de ellas, la Aufseherin les ordenaba que las golpearan
sin ningún escrúpulo. De las 50 mujeres tres habían pedido explicaciones para
cumplir el mandato y tan solo una se había negado. Esta última fue encarcelada
más tarde. Semejante «prueba» permitía a la supervisora jefe del campamento ver
la posible trayectoria sádica de sus futuras ayudantes. A este respecto, después de
1945 el experto nazi el Dr. Eugen Kogan escribió un informe para los aliados acerca
de las guardias del sexo femenino. En él indicaba algo clave:

«Simplemente fueron atraídas hacia la ideología de las SS como la forma de


vida que les gustaba y que les hacía sentir cómodas. Aquí podían proyectar su
"hijo de puta interno" en otra persona y patearlo con un entusiasmo que oscilaba
hasta el sadismo».

CRIMEN Y CASTIGO

A lo largo de la biografía de su antecesora María Mandel ya conocimos de


cerca las inusuales actividades que se practicaban en el interior del famoso búnker.
Pero si con la Bestia aquel espacio fue de lo más pérfido, con Dorothea la cosa no
fue a menos. Más bien todo lo contrario. Escuchar la palabra búnker por parte de
algunas de las guardianas provocaba un inmediato terror en las prisioneras. Se
podría decir que era uno de los términos relacionados con el horror en
Ravensbrück. Ser «invitada» a pasar una temporada en el interior de aquel
emplazamiento significaba estar condenada a padecer las mayores torturas que
jamás te hubieras imaginado. De hecho, pocas de las internas que visitaron este
lugar salieron con vida. Existía una alta probabilidad de morir allí dentro. Me
gustaría recordar a grandes rasgos que este edificio de apariencia inocua se
encontraba dentro de las paredes del campamento y más concretamente en la zona
principal del mismo. Contenía 78 células primitivamente amuebladas repartidas en
dos pisos y se experimentaban las formas más severas de castigo oficial que
Ravensbrück podía ofrecer. Las convictas que eran enviadas allí estaban acusadas
de delitos muy graves. Las dos transgresiones más importantes eran: participar en
un sabotaje y tratar de escapar. A pesar de todas las precauciones y la vigilancia de
las guardianas, se registraba una buena cantidad de quebrantamientos en los
lugares de trabajo de Ravensbrück. Una de las formas más habituales de
desobediencia era la desaceleración en el ritmo de trabajo de las internas lo que
disminuía la producción. Cuando se localizaba a la persona responsable de esta
clase de atentados, se procedía a la ejecución inminente de la presa, pero sin atraer
la más mínima atención. En claro contraste con las ejecuciones realizadas a los
hombres, que se hacían abiertamente. De ahí que los ajusticiamientos femeninos
hayan permanecido tanto en secreto y que solo se hayan conocido gracias al
testimonio de sus supervivientes. Sin embargo, nadie podía tachar a estas rebeldes
de ser infractoras de algunas de estas faltas ya que no había ningún procedimiento
legal que determinase su inocencia o culpabilidad. El mecanismo era el siguiente:
una guardiana hacía un informe, posiblemente por recomendación de la
funcionaria de prisioneras (Dorothea Binz), que a su vez era enviado al líder del
campo. Este podría realizar una investigación y/o proceder a la orden de
encarcelamiento al búnker durante un máximo de tres días. Un encarcelamiento
más largo requería la aprobación del comandante. No había audiencia alguna, la
única evidencia existente era lo que la supervisora aseguraba que había ocurrido
para que la interna fuese castigada. Una confinada recuerda cómo fue llevada
hasta su celda en el búnker:

«Se llevaron mis zapatos. Entonces Binz [la supervisora jefe] me llevó por
un pasillo detrás de un escalera de hierro hasta una celda en la planta baja. Se cerró
la puerta y estaba completamente oscuro. A tientas, me topé con un taburete que
estaba fijado al suelo. Frente a una mesita plegable, en la esquina izquierda, había
una litera; al lado de la puerta del baño, delante de las tuberías del agua y justo a la
derecha de la puerta, había un radiador frío. En lo alto de la pared arriba de la
puerta había una pequeña ventana con una persiana que quitaba toda la luz. La
celda tenía cuatro pasos y medio de largo por dos pasos y medio de ancho»26.

Como ocurrió durante la etapa con María Mandel, las detenciones


perpetradas en el búnker de Ravensbrück significaban simplemente fustigación.
Las reclusas permanecían en una oscuridad casi total, sin comer durante varios
días, debido al cautiverio que les habían impuesto. Con la llegada del invierno las
condiciones en el edificio del crimen empeoraban considerablemente. Los
habitáculos de la planta baja no tenían calefacción y tampoco les facilitaban mantas
por lo que muchas internas morían congeladas después de horas de palizas y
vejaciones. Casi cada día las presas eran despojadas de sus pocas ropas para
lanzarlas chorros de agua congelada a presión. Tras el manguerazo pertinente se
iniciaba una serie de golpes y puñetazos que terminaban con la víctima al borde de
la muerte. Incluso habían creado una cuadrilla de presidiarías que se encargaba de
amontonar los cadáveres. Le habían asignado la difícil tarea de recoger los cuerpos
de sus compañeras asesinadas, tanto en el búnker como en cualquier parte del
campo. Una de las más veteranas era la comunista alemana, Emmi Handke, quien
señaló que casi todos los cuerpos que sacaban del búnker mostraban signos de
violencia. Una de sus peores experiencias fue tener que retirar los restos de una
mujer embarazada de veinte años que pertenecía a su propio bloque. Esta no solo
había sido linchada, sino que, además, su cuerpo permanecía congelado en el suelo
de la celda. En este sentido es necesario apuntar que el castigo corporal del que
hacían gala Binz y sus auxiliares ya dio comienzo en 1940 durante la visita del
Reichsführer-SS Heinrich Himmler a las instalaciones de Ravensbrück, cuando las
prisioneras fueron golpeadas por la supervisora en presencia del comandante y de
un doctor. Dos años más tarde el propio Himmler ordenó «afilar» los castigos
corporales. A partir de entonces las reclusas fueron azotadas y apaleadas en sus
desnudas nalgas en presencia de las autoridades del campo. En lugar de las
guardianas ahora los guantazos los darían las propias internas extranjeras a sus
compañeras de celda y todo a cambio de recibir pequeñas primas de comida o
cigarrillos. Eso sí, Himmler estipuló también que las féminas jamás azotarían a
prisioneros alemanes. Este procedimiento de castigo se realizaba en una sala
especial en la planta baja del búnker denominada Prügelraum, algo así como la
«habitación de los azotes». Entre las detalladas descripciones sobre estas
sanguinarias «convocatorias» está la de la víctima Martha Wolkert, una campesina
arrestada por desarrollar lo que los alemanes denominaban Rassenschande o
«profanación de la raza». Supuestamente estaba siendo acusada de mantener
relaciones sexuales con trabajadores polacos, mientras que su marido permanecía
ausente en el servicio militar. En su defensa, Martha alegó que de lo único que
podían inculparla es de haberles regalado ropa vieja de su esposo porque sentía
pena por ellos. Pero alguien informó a la GESTAPO por su indiscreción y ahí acabó
su suerte. Después de raparle la cabeza públicamente en la plaza principal de su
ciudad, la joven agricultora fue enviada a Ravensbrück. Una vez allí ella y otras
veinte y dos mujeres fueron escoltadas hasta el búnker para recibir su castigo una
por una. Así lo vivió Martha:

«[La supervisora jefe] Binz me leyó la orden de arresto y mi castigo: dos


tandas de 25 latigazos [Schlage, "hits"]. Después [el Comandante] Suhren me
ordenó subirme al potro. Mis pies fueron fijados en una abrazadera de madera, y el
de la placa verde me ató. Me levantaron el vestido por encima de la cabeza para
mostrar mi parte posterior. (Teníamos que quitarnos nuestra ropa interior antes de
salir de los barracones). Luego me envolvieron la cabeza en una manta,
presumiblemente para amortiguar los chillidos. Mientras estaba siendo atada,
respiré hondo para que no me pudiesen atar tan fuerte. Cuando Suhren se dio
cuenta, se arrodilló y apretó la correa tan fuerte que me causó un dolor horrible.
Me ordenaron contar cada látigo en voz alta, pero solo llegué hasta once. Solo oía,
muy aturdida, como el de la placa verde seguía contando. También grité porque
me parecía que disminuía el dolor. En aquel momento me di cuenta que alguien
me tomaba el pulso. Sentí mi trasero como si estuviera hecho de cuero. Cuando salí
fuera, me encontré terriblemente mareada».

Menos de una semana más tarde Martha Wolkert regresó al búnker para
recibir una segunda tanda de 25 latigazos. Apenas llegó a contar hasta siete antes
de perder el conocimiento. Después de aquello su simpática jefe de bloque la llevó
al cuartel de los enfermos. La mayoría de las ejecuciones que se vivieron en
Ravensbrück se realizaron mediante fusilamiento. En ocasiones estas se efectuaban
fuera de los parámetros del mismo campamento, en las zonas boscosas del sur,
aunque otras veces, se practicaban en la parte principal del recinto, en lo que se
conocía como Erschiessungsgang o «pasillo de tiro». Sin embargo, nadie podía ver
aquellas trágicas escenas, tan solo las mujeres que habían sido condenadas ya que
se encontraban fuera de los muros del campo. Además, el único acceso posible era
a través del crematorio. De hecho, el posicionamiento de esta zona no era casual,
porque una vez que la víctima había recibido el disparo, su cadáver podía ser
arrojado a través de la ventana abierta del horno. Uno de los presos que trabajaba
en el incinerador fue Horst Schmidt, uno de los mayores testigos en las ejecuciones.
En concreto Horst recuerda la de dos mujeres a manos de un par de camaradas de
las SS. Las dispararon a quemarropa o Genickschuss. El sonido podía escucharse en
todo el bloque, pero las reclusas jamás diferenciaban de qué parte del
emplazamiento provenía. A veces, incluso, utilizaban armas equipadas con un
dispositivo silenciador para evitar despertar la curiosidad del resto del barracón.
Se sabe que miles de mujeres fueron ejecutadas en Ravensbrück, pero a falta de
pruebas, ni siquiera conocemos los espantosos correctivos que finalmente
recibieron. La mayor parte de los registros de las SS fueron borrados o eliminados
y únicamente nos quedan los diarios y documentos escritos por sus víctimas. Uno
de los testimonios más oportunos sobre los mártires de este campo de
internamiento es el poema titulado Necrologue, escrito por la reclusa y miembro del
Partido Comunista Johanna Himmler, que nada tiene que ver con el líder de las SS:

Un día hermoso llega a su fin se acaba el día laboral en el campo. Inmóvil y


en silencio se queda el trozo de bosque que rodea al campo. Inmóvil y en silencio
Ocho mil mujeres en el pase de revista de la tarde. Ocho mil mujeres, ¡Desde niños
a mujeres mayores! Todo parece tranquilo y apacible Sin embargo en estas caras
hay Una pregunta que les corroe, con esperanza de algo.... ¡Crack! ¡Un disparo
repentino! Los disparos irrumpen en el silencio, Lágrimas en los corazones y Los
nervios de ocho mil mujeres. Otra vez silencio profundo, ni un sonido, Las caras
aún más pálidas a causa De los disparos, cabezas gachas, y En muchos ojos
aparecen lágrimas. Ellos saben que en el otro lado del muro Tienen camaradas
femeninas quienes En la flor de la juventud están respirando por última vez,
Algunas muy jóvenes. —Sin embargo por la mañana Iban riendo y diciendo adiós
camino a las celdas de la muerte. Solo podemos permanecer de pie y permanecer
de pie Y usar el silencio como un tipo de ceremonia interna de despedida, Un pase
de revista por sus muertes grandes y valientes. ¡Ocho mil mujeres! ¿Quién podría
tener este honor? La tarde ya está desapareciendo, La oscuridad lo esconde todo
En su bruma pacífica, hasta Cubrir los crímenes nacidos del odio ciego. De los
corazones de ocho mil mujeres Viene el grito no pronunciado: ¿Por cuánto tiempo
más? ¿Por cuánto tiempo más?

Como vemos, el sistema nazi dio rienda suelta a un poder virtual de


miembros destacados de las SS como fue el caso de las supervisoras. Si en algún
momento el Führer y sus secuaces pensaron en regular aquellas atrocidades, esta
quedó en el olvido, porque la decadencia continuó hasta el final de la guerra.
LA BINZ ENAMORADA

Las sesiones de tortura y crueldad despiadada, de sangre mezclada con las


lágrimas de las confinadas, eran una constante en el campo de concentración
liderado por Dorothea Binz. Existían evidencias claras de que la supervisora
pegaba, abofeteaba, pateaba, azotaba, disparaba y abusaba de las mujeres durante
largos periodos de tiempo, además de entrenar perros para atacarlas. Sin embargo,
muchas de las reclusas que probaron la severidad de su trabajo concuerdan en
afirmar que esta estaba enamorada. Algo curioso para una persona (si le podemos
denominar con este calificativo) que supuestamente irradiaba felicidad por los
cuatro costados. Hasta aquí podríamos pensar que llegamos a su punto débil, pero
lejos de la realidad. Aquel por quien suspiraba no era otro que Edmund Bräuning,
SS-Schutzhaftlagerführer y adjunto del comandante Rudolf Hoss, un individuo
particularmente violento. De hecho, algunos expertos subrayan que el
ensañamiento de Binz podría explicarse por aquella romántica relación que
mantenían entre ambos camaradas, ya que Bräuning animaba a su amada a
perpetrar todo tipo de abusos. Durante sus largos y apasionados paseos alrededor
del campamento, Edmund la incitaba a acompañarle para observar las afrentas
efectuadas a las reas, para a continuación, alejarse riéndose por lo que acababan de
ver. La relación duró hasta finales de 1944, cuando Bräuning fue trasladado al
campo de concentración de Buchenwald. Vivieron juntos durante casi dos años en
una casa fuera de las murallas del campamento, haciendo de su morada un hogar.
En este sentido podríamos definir la violencia de Dorothea Binz como un acto de
amor. «Por amor» explican numerosos expertos. No obstante, ¿hasta qué punto el
amor había cambiado la personalidad de la Aufseherin? ¿Este era el verdadero
culpable? Si echamos mano de los acontecimientos, nos damos cuenta de que
ciertamente no era así, que la líder nazi ya poseía rasgos criminales que se
reflejaban en su rutina diaria.

HABLAN LAS VÍCTIMAS

Mientras tanto el tormento del látigo en el búnker hacia mella en las más
rebeldes de Ravensbrück. En una ocasión la rusa Zina M. Kudrjawzewa fue
víctima de varias tandas de azotes debido a que le habían confiscado un billete
donde había garabateado un pequeño poema. Las prisioneras ni siquiera tenían
derecho a expresarse mediante la escritura. Su castigo fueron 15 latigazos y la
privación de alimentos durante veinticuatro horas. Unos días después fue
conducida de nuevo al búnker por el mismo motivo. Permaneció tres días sin
comer al fondo de un calabozo frío y húmedo. Creyó que moriría. La Binz ya se
había ganado la mayor de las famas, ser la peor de las guardianas del
campamento, la más perversa y maquiavélica del momento. Aunque tanto sus
antecesoras como sus sustitutas no se quedaron atrás. Sus ademanes denostaban
una irrefrenable autoridad digna de temer por todo aquel que la rodease, tanto
internas como camaradas y auxiliares. Nadie se libraba de la brusquedad de sus
manos. Disfrutaba paseándose y regodeándose ante sus inferiores. Así lo admitió
durante el interrogatorio que le hicieron el 6 de enero de 1947 ante el tribunal
militar británico en Hamburgo, cuando sostuvo que abofeteó y golpeó con una
regla a las presas que se mostraban «insolentes» o si negaban «las acusaciones ya
probadas». Creía que «la verdad ya había sido establecida». El tradicional castigo
de «el látigo» era muy conocido por todos los habitantes del campamento en
Ravensbrück. 25, 50 o 75 eran los golpes que debían soportar las víctimas en
aquellas palizas infrahumanas que nos hacen remontarnos incluso a la época de los
romanos. Siguiendo con la recopilación de testificaciones, me gustaría mencionar
una que se encuentra en el libro titulado Ravensbrück escrito por Germaine Tillion,
antropóloga de la resistencia francesa y otra de las víctimas de Binz, que durante
su estancia en el centro de internamiento fue testigo de lo que sucedía durante las
actividades habituales de la Aufseherin y su célebre «25», «50» o «75» latigazos.

«La víctima estaba tumbada semidesnuda, aparentemente inconsciente,


llena de sangre desde los tobillos hasta la cintura. Binz la miraba y sin mediar
palabra la pisoteó en sus sangrientas piernas y empezó a mecerse a sí misma,
equilibrando su peso desde los dedos de los pies hasta los tacones. Quizá la mujer
estuviese muerta; de cualquier modo ella estaba inconsciente porque no movía
nada. Después de un rato cuando Binz se fue, sus botas estaban embadurnadas de
sangre».

Disfrutaba tanto asistiendo a aquellas penas de flagelación infligidas a una


detenida. «El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres»,
decía Karl Kraus. Leyendo estos escalofriantes testimonios se podría pensar que en
realidad hasta le producía un verdadero éxtasis sexual, como ha sido el caso de
alguna de sus secuaces. Binz se divertía hasta la saciedad ordenando a las
prisioneras que se pusieran en posición de firmes durante horas y horas, mientras
ella las abofeteaba la cara con total impunidad. Incluso cuando algunas de aquellas
mujeres se derrumbaban víctimas del agotamiento, Dorothea se acercaba hasta
ellas y se reía sonoramente. Aquella risa un tanto diabólica, como sus internas se
atrevían a cuchichear, se basaba en el placer malicioso de ver el sufrimiento ajeno
hasta límites insospechados. Lo que para los nazis era una «muerte natural» para
la gente corriente y cuerda se trataba de hambre, palizas y un trabajo agotador. La
muerte en este campo de concentración estaba científicamente organizada. Hasta
un funcionario alemán llegó a escribir en octubre de 1944 que la «mortalidad en
Ravensbrück era insuficiente y debería llegar a 2.000 muertos al mes con efecto
retroactivo de 6 meses». No me extraña que las mujeres retenidas allí fueran presas
del pánico al ver a la que sería su tutora, Dorothea Binz, pasearse con gesto tétrico
por los barracones. Con cada golpe que propinaba a aquellos despojos humanos,
los ojos de la guardiana brillaban con una alegría a veces infame a veces voraz.
Una superviviente llamada Olga Golovina, que había sido encarcelada en
Ravensbrück a la edad de 21 años, explicó 39 después y con lágrimas en los ojos:

«Recuerdo a la guardiana Dorothea Binz paseando por el campamento. Aún


puedo verla ante mis ojos. Una prisionera agotada pasa a su lado, tropieza y cae.
Con denodados esfuerzos se pone de pie y se va tambaleándose. Semejante escena
era suficiente para Dorothea. Ella pedaleó más fuerte, aumentó la velocidad y
atropelló a la miserable interna. Luego llamó a los perros y se los lanzó. ¡Los perros
eran salvajes, feroces, adiestrados especialmente para destrozar a la víctima hasta
que dejaba de respirar!».

Uno de los testimonios quizá más impactantes acerca de la bestialidad


infligida por Dorothea Binz, es lo que describe la reclusa Charlotte Müller —
detenida por negarse a renunciar a sus creencias—, acerca de la paliza que dieron a
una compañera suya. La ya mencionada anteriormente, Martha Wolkert.

«Un martes por la mañana durante el conteo de presos, me dijeron que


debía acudir antes de la construcción de celdas. Mi Blockalteste me llevó allá. Allí
esperaban veintidós mujeres de diferentes bloques. La Oberaufseherin Binz llegó,
abrió la puerta y nosotras debíamos organizamos de dos en dos a la entrada del
sótano. No se dijo ni una sola palabra, cada una estaba ocupada consigo misma.
Todas tenían miedo. Después de un rato llegó el Lagerkommandant Suhren, el
médico del campo —él siempre debía estar presente—, un hombre de las SS y
Schlagerin, una Grünwinklige (alguien que se encarga de dar golpes). A
continuación, Binz llamó a cada mujer por su número para que entrara en el cuarto
de castigo. Después debían volver al final de la fila. Yo fui llamada casi al final. Mi
corazón se me quería salir del miedo, cuando alcancé a ver cómo la Grünwinklige
arrastraba a mi compañera de delante hacia la puerta de la habitación contigua.
Binz dictó mi orden: "¡Dos tandas de veinticinco golpes!". (...) Se me ordenó contar
en voz alta los golpes, pero solo llegué a hasta once. Sentí mi trasero como si
estuviera hecho de cuero. Cuando regresé a la fila, me sentí mareada. Por fin
habíamos sobrepasado el castigo corporal. Suhren, la Binz y el comandante de las
SS Pflaum llegaron a la entrada del sótano. Entonces Suhren dijo en un tono
áspero: "¡Hagan todas fila! ¡Dense la vuelta y levántense las faldas!" A
continuación, los tres miraron nuestros traseros. Se reían y hacían comentarios
vulgares. ¡Después de esta tortura, esta humillación y esta burla! [...]».

Los desprecios y desdenes de las guardianas del campo, incluida Binz,


constituían una norma común entre las camaradas nazis. El deporte nacional en
Ravensbrück era mofarse de la degeneración de unas pobres mujeres al borde del
óbito. Las reclusas veían a los famosos appells como la única forma de degradación
que tenían sus superiores para vencer su resistencia mental. Esta se debilitaba por
momentos gracias al trato vejatorio sometido. Sin embargo, es curioso cómo eran
las propias víctimas las encargadas de construir todo lo necesario para el buen
funcionamiento del campo. Desde oficinas, almacenes, hasta fábricas pasando por
la estructura de otros campamentos secundarios. Todo lo que se ponía en marcha
allí era gracias a las cientos de supervivientes que hacían precisamente eso cada
día, sobrevivir al horror y a la desmesura, no ya de una guerra sino de la condición
humana en la que se había corrompido todo. Tal y como asegura otra de las
damnificadas de esta historia, la componente de la resistencia francesa, Marie Jo
Chombart de Lauwe, en el libro Ravensbrück, el infierno de las mujeres: «el señor
Himmler nos explotaba hasta la muerte mientras obtenía grandes beneficios». Y es
que Marie Jo fue otra de las testigos de la saña que se vivió en aquellas cuatro
paredes, de la rabia desatada por la Aufseherin Binz. La veía a menudo porque
obligatoriamente tenía que pasar por delante del barracón de las guardianas
cuando iba a trabajar. Dorothea se colocaba delante junto al jardín, siempre
acompañada de un perro, esperando a «la deportada idónea sobre la que pudiera
descargar su ira».

«Un día muy frío de invierno no me di cuenta que ella estaba allí sentada.
Yo llevaba las manos dentro de las mangas para protegerme del frío, lo que no nos
estaba permitido. Me vio y me pegó con la porra en la nariz y la cara hasta que caí
al suelo»27.

Alemania no solo era nazismo, también existía esa parte rebelde y en


continua lucha ferviente contra el régimen de Hitler, que en absoluto profesaba ni
sus ideas ni sus convicciones. Los propios alemanes se enfrentaron al Mesías Negro
—que era así como proclamaban al Canciller visionarios ocultistas como Eckard—
para erradicar un sistema político dictatorial, racista y por supuesto, criminal.
Entre los grupos que combatieron apasionadamente por la libertad se encontraba
el Partido Comunista de Alemania (KPD). Una de sus miembros, Barbara
Reimann, fue detenida por la GESTAPO por realizar campaña contra el
nacionalsocialismo y por formar parte de esta ideología. En un primer momento
fue recluida en Ravensbrück como medida disciplinar. Allí coincide con La Binz a
quien describe con estas palabras:
«Dorothea Binz era la jefa de las guardianas y una mala bestia. Tenías que
mantenértela lejos, porque era realmente muy peligrosa. Con su látigo golpeaba a
izquierda y a derecha, y la gente echaba a correr. Y si no eras lo suficientemente
rápida, o si ella estaba de mal humor, podía dar una paliza a una prisionera y
dejarla muy malherida. Se ponía caliente apaleando prisioneras»28.

Uno de los instantes más angustiosos y temidos por Barbara era el de las
selecciones. La Aufseherin se personaba gritando en cada uno de los barracones
para hacerlas formar en el patio, empezando primeramente por el pabellón de la
enfermería. En una ocasión la comunista fue testigo de cómo una joven polaca con
bronquitis era sacada a rastras de la sala y aunque ella quiso ayudarla, un hombre
de las SS le amenazó diciéndola: «Un paso más y te vas tu también con el
transporte». Nadie pudo hacer nada por aquella chica de tan solo diecinueve años,
que se convirtió en la primera mujer gaseada y quemada de su barracón. «Aquella
fue la primera selección que presencié y no lo olvidaré nunca», explicaba Barbara.
La impunidad que dotaba el Grossdeutsches Reich a las guardianas y sus
aberraciones eran sobrecogedoras. Y nadie de las allí presentes podía hacer nada
para evitarlo porque ponía en riesgo también su propia vida. Ayudar o morir,
siempre fue el gran dilema de las reclusas de estos campos de concentración.

SUPERVIVIENTES ESPAÑOLAS EN RAVENSBRUCK

Más de 132.000 mujeres procedentes de 40 países cruzaron la entrada de «El


Puente de los Cuervos». Entre ellas hubo 400 españolas que fueron apresadas por
su lucha contra el Gobierno alemán y sus consignas. Aquel pantanoso lugar
albergó la parte más dantesca e implacable de un centro de internamiento, y
aunque poco se habla de la deportación femenina, hay que decir que fueron las que
mayor carga soportaron. Tanto hombres como mujeres sufrieron y lloraron por la
fiereza que les rodeaba, por el olor constante a muerto y el hedor de la
descomposición, pero las internas se llevaron si cabe, sufrimientos adicionales
actualmente impensables en un país del Primer Mundo. Me refiero a experimentos
propios de la condición femenina: pruebas médicas tales como la esterilización, la
aceleración de la menopausia, el asesinato de sus hijos en presencia suya, y por
supuesto, la prostitución. El impacto que sufrieron estas féminas superó con creces
el aspecto físico o psicológico, penetrando con gran angustia en la moral. Entre las
miles de reas que padecieron humillaciones y atrocidades a lo largo de su estancia
en el campamento se encontraba un grupo de jóvenes españolas que llegaron hasta
Ravensbrück alzando su puño en busca de libertad. Sus gritos se ahogaban entre
los sollozos de la cámara de gas y aunque el silencio era lo único que les mantenía
en pie, siempre tuvieron fe —si podemos llamarlo así— en salir vivas de aquella
locura vestida de infierno.

NEUS CATALÁ

Esta catalana procedente de la localidad de El Priorat (Tarragona), de raíces


campesinas y diplomada en enfermería, fue miembro fundador del PSUC (Partit
Socialista Unificat de Catalunya).

«Junto con su primer marido, Albert Roger, fallecido durante la


deportación, participó en actividades de la Resistencia francesa y llegó a ser enlace
interregional con seis provincias a su cargo. Su casa era un punto clave donde
escondía a guerrilleros españoles y franceses y a antiguos combatientes de las
Brigadas Internacionales. Centralizaba la transmisión de mensajes, documentación
y armas. Hasta que fue denunciada a los nazis»29.

Tras su detención por la GESTAPO el 11 de noviembre de 1943, fue


trasladada a la prisión de Limoges, donde la maltrataron salvajemente. Ese sería el
principio de su historia. Dos meses después, la llevaron a Ravensbrück a bordo de
un tren de ganado.

«Con una temperatura de 22° bajo cero, a las tres de la madrugada del 3 de
febrero de 1944, mil mujeres procedentes de todas las cárceles y campos de Francia
llegamos a Ravensbrück. Era el convoy de las 27.000, así llamadas y así conocidas
entre las deportadas. Entre esas mil mujeres recuerdo que habían checas, polacas
que vivían o se habían refugiado en Francia, y un grupo de españolas. Con 10 SS y
sus 10 ametralladoras, 10 "aufseherin" y 10 "schlage" (látigo para caballos), con 10
perros lobos dispuestos a devorarnos, empujadas bestialmente, hicimos nuestra
triunfal entrada en el mundo de los muertos»30.

A su llegada al campo de concentración dio comienzo el ritual del terror.


Primeramente las duchas de «desinfección», pelo rapado al cero, inspección de
todos los rincones del cuerpo, uniforme de rayas y la asignación del número de
prisionera. El de Neus fue el 27.534 y allí se topó con una realidad escalofriante:
una mujer electrocutada, enroscada y enganchada en la alambrada eléctrica; dos
kapos arrastrando a otra mientras una SS la golpeaba con el látigo sin darse cuenta
que ya había muerto hacía unas horas. «En Ravensbrück se acabó mi juventud el 3
de febrero de 1944...», asintió Neus. Entró en un mundo inconcebible para la
mentalidad del ser humano. Un infierno como describieron cada uno de los
supervivientes de aquel horror. «Dante ha descrito el infierno, pero no ha conocido
Ravensbrück, ni Mauthausen, ni Auschwitz, ni Buchenwald. ¡Dante no podía ni
imaginar el infierno! Yo tengo una película en la cabeza en blanco y negro, tal
como era todo, porque allí no había colores», seguía explicando la damnificada
española. No había colores pero sí olores. Olores a carne quemada, a llagas,
gangrena, suciedad... Aromas a los que tanto Neus Catalá como el resto de sus
compañeras se tuvieron que acostumbrar. Pero ¿cómo se puede uno habituar a
vivir así? Dicen que el hombre ante las vicisitudes se crece y desarrolla
mecanismos nuevos de defensa. Eso fue lo que precisamente hicieron aquellas
mujeres. Entre las denigrantes situaciones que tuvo que pasar se encuentran los
exhaustivos controles ginecológicos desempeñados sin ninguna higiene y en
condiciones asombrosamente penosas. De hecho, utilizaban el mismo utensilio
para examinar a todas las reas y aquellas que estaban embarazadas tenían poca,
por no decir ninguna, esperanza de siquiera sobrevivir.

«A todo mi grupo nos pusieron una inyección para eliminarnos la


menstruación con la excusa de que seríamos más productivas. Ocurrió en 1944; no
la volví a tener hasta 1951. (...) Se salvaron muy pocas; los bebés nacidos eran
automáticamente exterminados, ahogados en un cubo de agua, o los tiraban contra
un muro o los descoyuntaban. Ellas agonizaban por las malas condiciones
higiénicas del parto o se volvían locas por la impotencia de presenciar tales
asesinatos»31.

La tierra de Ravensbrück se convirtió en la peor de las pesadillas, en la


mayor película de terror creada hasta el momento. Si allí lloraron las víctimas fue
sangre y no por los muertos, sino por los vivos que permanecían hechos ovillos
esperando ser golpeados de nuevo. Muchas de estas mujeres pensaron en quitarse
la vida ellas mismas. ¿Y quién no en su situación? Sin embargo, Neus decía que
aunque «jamás pensé en el suicidio, sí que deseé un día irme a dormir y no
volverme a despertar». Algo que me llama poderosamente la atención de Neus
Catalá, la joven republicana encarcelada en Ravensbrück a la edad de 29 años, es
que aún viviendo entre salvajes, llegó a reírse en muchos momentos y a sentirse
una mujer redimida. «He sido deportada, he estado esclava en el campo y me he
sentido libre a pesar de todo», razona con total tranquilidad en la obra
Ravensbrück, el infierno de las mujeres.

CONCHITA RAMOS

De padre francés y madre española, tan solo contaba con 19 años cuando
fue trasladada a Ravensbrück. Participó de forma activa en la Resistencia
organizando grupos de maquis en la zona francesa del Ariege. Tras su arresto por
la GESTAPO, se iniciaron un total de siete interrogatorios cuya herencia fue el
desencadenamiento de una fuerte artrosis a partir de los años 50. Durante aquellos
suplicios su único objetivo fue no hablar, a pesar de los golpes y bastonazos que
recibió por parte de los camaradas nazis. «Vi cómo les arrancaban las uñas de pies
y manos a hombres y mujeres. Tenía miedo de hablar, pero no lo hice». Conchita
junto con su tía Elvira y su prima María, fueron conducidas al «Puente de los
Cuervos» en un convoy al que denominaron «Tren Fantasma». Llegó a haber 700
hombres y 65 mujeres. Tardaron dos meses en arribar a su destino final. A su
llegada, Conchita con el número 82.470, recuerda la primera selección:

«En Ravensbrück he visto a las SS pegar con saña por cualquier cosa, a
mujeres mayores, a los niños, y hemos pasado horas inmóviles al pasar lista en la
Appellplatz. Allí, quietas bajo un frío tremendo y débiles, algunas caían y no las
podías ayudar o te echaban a los perros encima»32.

Las guardianas del campamento eran tan fieras como sus animales y
agasajaban y maltrataban brutalmente a las mujeres que yacían en el suelo.
Aquellas palizas impactaron sobremanera a Conchita, quien además presenció
cómo los más pequeños eran atizados y asesinados sin escrúpulo alguno. El tema
de la maternidad siempre fue uno de los temas más dolorosos a recordar para esta
hispanofrancesa.

«Muchas fueron detenidas y no supieron durante años qué pasó con sus
hijos. Los buscaron después con la ayuda de la Cruz Roja. Algunas tuvieron suerte
y los encontraron en orfelinatos. Otras jamás volvieron a saber nada más».

Una de las vivencias que le marcó especialmente, fue cuando


accidentalmente contempló el asesinato de tres niños a manos, y así nos da a
entender por los datos recopilados, de Dorothea Binz, la supervisora en jefe en esa
época. Aquel suceso le embargó de horror, llenándole de impotencia.

«Lo recuerdo perfectamente. Uno de ellos, el más pequeño, tenía solo tres o
cuatro años y corría por la calle de los barracones. Una de las Aufseherinnen le gritó,
pero el niño no la escuchó y ella le lanzó el perro. Lo mordió y lo destrozó.
Después ella lo remató a palos».

El único pensamiento de Conchita y del resto de sus compañeras era cavilar


que quedaba un poquito menos, que pronto se terminaría todo. La idea de ser
liberadas era lo único que las hacía resistir y mantenerse con vida. Pero no se lo
ponían nada fácil a aquellas prisioneras que trabajaban de sol a sol, víctimas de la
esclavitud y la agresividad. En el caso de la joven española, al finalizar su jornada
—dado que trabajaba en la fábrica a las afueras de Ravensbrück—, siempre dormía
fuera, al borde de la carretera. Daba igual si hacía frío, nevaba, si llovía o había
hielo, su casa era el suelo del prado. Incluso allí también se vivían dramáticas
escenas repletas de sangre.

«Una noche llegamos a un bosque de pinos. Los árboles eran jóvenes, y las
ramas bastante bajas, lo que hizo que nosotras enseguida buscáramos uno grueso
para reunirnos todas bajo el árbol. Encontramos un pino que las ramas tocaban casi
al suelo; nos pusimos todas debajo, como pudimos, y aquella noche los SS,
dispararon con las ametralladoras y mataron a todos los que quedaban de la
columna; todos, hombres y mujeres, fueron asesinados mientras dormían. Cuando
se hizo de día y vimos aquella carnicería, es indescriptible el horror que sentimos,
sabíamos que eran malvados y sin entrañas, pero ver estos crímenes gratuitos»33.

Al igual que le ocurrió a Neus Catalá, Conchita Ramos también fue testigo
de cómo los supuestos médicos del campamento realizaban toda clase de
aterradores experimentos para probar absurdas teorías científicas.

«Cuando me dijeron "te enseñaremos a las petites lapines —conejitas—", yo,


inocente, preguntaba si acaso conseguiríamos conejos para comérnoslos. Nos
llevaron a un barracón donde vi mujeres a las que les habían operado las piernas,
cortado tendones, los músculos, rasgado la piel, se les veía el hueso, todo para
experimentar con el cuerpo humano. Tenían unas cicatrices horribles. A otras les
inoculaban productos químicos o las amputaban».

Un tiempo más tarde y debido a su juventud fue conducida junto a su tía y


su prima a un Kommando a las afueras de Berlín llamado Auberchevaide. Allí
trabajarían día y noche fabricando material de aviación. Junto a ellas otras 500
mujeres. «Yo debía controlar las piezas, pero hacíamos sabotajes. Lo hacíamos
todas. Me dieron muchos bastonazos», contaba orgullosa Conchita. Con la llegada
del bando aliado, la española salvó su vida y quedaron solamente 115 mujeres
más. Su valentía le valió numerosas condecoraciones como la Legión de Honor del
Gobierno francés y la Medalla de la Resistencia. Sin embargo, nada podía borrar ya
las huellas de la inhumanidad, el salvajismo y la tortura. El silencio fue traumático,
pero el reencuentro con su familia y el nacimiento de su primer hijo en noviembre
de 1947 lograron eliminar poco a poco sus angustias y miedos.

«Cuando vuelvo el pensamiento atrás, me digo siempre: "Después de lo


vivido, no hay que desesperar; estamos juntos en vida, ya encontraremos la
solución". Los que hemos vivido tanta tragedia, nos volvemos filósofos y
optimistas, como quieras»34.
MERCÉ NÚÑEZ

«Paquita Colomer», que era así como Mercedes Núñez era conocida entre
sus compañeras del campo de concentración de Ravensbrück, nació en Barcelona
en 1911 en el seno de una familia acomodada con una joyería en Las Ramblas. De
padre gallego y madre catalana, Mercé a la edad de 16 años ya trabajaba como
secretaria de Pablo Neruda, en aquel entonces, cónsul de Chile en la ciudad condal.
Ejerce labores burocráticas en las sedes del comité central del PSUC y UGT hasta
que en enero de 1939, decide trasladarse a Francia para asumir la organización del
PC en La Coruña. Poco después es detenida y llevada hasta la prisión de Betanzos.
En 1940 la trasladan a la Cárcel de las Ventas de Madrid donde fue condenada a 12
años y un día por «auxilio a la rebelión militar». No se sabe si por un error o por
obra del destino, el General Juez del Juzgado de delitos de espionaje procesa la
orden de su liberación y Mercedes es excarcelada el 21 de enero de 1942. A partir
de ese momento, comienza una vorágine: primero huye a Francia, donde pasa un
tiempo en el campo de internamiento de Argelés; después se convierte en parte
activa de la Resistencia; y cuando se encontraba trabajando como cocinera en el
Cuartel General de Carcassone facilitando toda clase de información, un chivatazo
hace que la GESTAPO la encuentre y la detenga en 1944. Inicialmente la llevan al
campo de Saarbrücken para acabar en el de Ravensbrück. Para Mercé los alemanes
no hablaban un idioma, no emitían palabras, más bien expresaban aquel fanatismo
y brutalidad mediante «ladridos». Lo que hacían era «ladrar»:

«Grupos de SS. Ladrando insultos; [sic] el "obermeister" ladra de tal manera


que le puedo ver todas las muelas de oro y hasta la garganta; [sic] los altavoces
ladran en alemán.»35.

De hecho, la prisionera española, perpleja ante los acontecimientos que allí


se sucedían, no daba crédito a cómo los nazis mantenían a las presas durante horas
y horas totalmente desnudas, exponiéndolas en público mientras se mofaban de
ellas y las maltrataban. La respuesta de Mercé era permanecer impertérrita
mientras le chirriaban los dientes del desespero. Cuando alguna de las
supervisoras la miraba no tenía «vergüenza en verme desnuda en su presencia,
como si fuese un perro más o una piedra. Es el momento en que termino por
excluirlos de la comunidad humana. Para mí son bípedos y basta». Pese a la
aparente fortaleza física que mostraba la catalana, en realidad, su salud no era para
nada buena. Cada día intentaba disimular su empeoramiento. Esto le ayudó a
salvarse de la cámara de gas y para ser tildada de apta en el trabajo. Ese «premio»
le valió para iniciar tareas en el combinado metalúrgico HASAG donde fabricaban
obuses en un campo de concentración a las afueras de Leizpig. Su afán por
entorpecer el buen funcionamiento de la máquina del Imperio Nazi, comenzaba
por la propia cadena de producción donde ella se encontraba.

«Muy concienzudamente me harto de enviar al desguace obuses buenos, de


dar como perfectos los defectuosos y enviar a desbarbar los que tienen medidas
correctas. Tenemos que recordar que cada obús inutilizado son vidas de los
nuestros ahorradas».

La lucha interna de Mercé por derribar la monstruosidad de aquellas gentes


se hacía constar en cada una de sus maniobras. Y aunque su salud seguía de mal
en peor, ella aguantaba y soportaba, no solo las palizas que la propinaban, sino,
sobre todo las humillaciones consumadas contra algunas de sus camaradas. El
sufrimiento era uno de los ingredientes más difíciles y crueles en el día a día de
estas mujeres, que veían cómo el hambre y la muerte las rodeaba continuamente.
Los niños fueron las víctimas más débiles de esta barbarie. Cuenta Mercé que en
una ocasión una de las guardianas arrebató a una joven madre su bebé de tres días.
La condenó a trabajar y a producir para una de las empresas alemanas que
practicaba la esclavitud laboral. Si le quedaban fuerzas para vivir, tenía que ser
destinado para ellos. El niño fue llevado a la cámara de gas. A este respecto, hay
situaciones límite que a la misma Mercedes le generaban vergüenza por los
sentimientos que le removían. Me refiero, por ejemplo, a aquella donde los mandos
superiores del campo procedían a escoger cincuenta mujeres, que bien por tener
una mala salud, o bien por no ser aptas para el trabajo, acabaron siendo designadas
como «transporte» (la cámara de gas). Es en ese preciso instante cuando Mercedes,
que como apuntaba tenía una salud muy deficiente, temiendo ser elegida se hizo
esta reflexión: «¿Por qué aquella idea indigna, por qué aquella especie de alivio
cada vez que el comandante señala una nueva víctima? Me doy asco a mí misma».
Desgraciadamente, era su vida o la de sus compañeras. Era una triste realidad
ensombrecida de extrañas emociones. Pero siguiendo con la historia que explicaba,
llegó el momento del macabro cómputo final, y cuando ya habían sido escogidas
cuarenta y nueva mujeres, la joven española ayuda a Madame P. susurrándole que
se quite las gafas y las esconda. Eso era signo inequívoco de debilidad en un centro
de trabajo, pero decide no condenarla. ¿Quién es ella para hacerlo? Así que Mercé
ayuda a la pobre mujer aún a sabiendas de que podría no salvarse y terminar en la
fosa. No practica el silencio y ambas mujeres consiguen escapar a la muerte.
Hazañas como esta, a veces salpicadas por tentaciones y debilidades egoístas, son
las que inundan todos los campos de concentración nazis. A comienzos de abril de
1945 Mercedes, aquejada por una grave hemotitis (hemorragia en el aparato
respiratorio), es ingresada en la enfermería del Schoenenfeld (Revier), la antesala de
la cámara de gas. Pero tuvo suerte, el mismo día que iba a ser gaseada —el 14 de
ese mes— las tropas aliadas llegan a las instalaciones. La joven republicana se
había salvado por los pelos. A partir de aquí inicia una nueva vida. Se casa con
Medardo Iglesias, capitán de asalto durante la república, y tienen un hijo, Pablo
Iglesias Núñez. El 10 de abril de 1959 el gobierno francés le concede la Médaille
Militaire y el Presidente de la República Charles de Gaulle, el título Chevalier de la
Légion D'Honneur, el 2 de enero de 1960. Una de las más famosas reflexiones de
Mercé, alias «Paquita Colomer», la hizo en su segundo libro El carretó dels Gossos,
mencionado anteriormente. Este pensamiento, al finalizar la obra, le dota de cierto
sentido moral al narrar sin ningún tapujo:

«Escribo porque se tiene que contar, aunque no sepa demasiado, con mi


vocabulario empobrecido por el auxilio; porque no se trata de hacer obra literaria,
sino de decir la verdad. [sic] Después hubo un largo paréntesis de sanatorios,
hospitales casas de reposo, recaídas y quirófanos. Hubo que vencer el miedo de
volver a la vida normal, aprender de nuevo, como una criatura pequeña, los gestos
sencillos: pagar el alquiler, ir al horno a comprar el pan, saludar a un vecino; salir
del ghetto moral, del "yo ya no soy como los demás", "los que no han ido a los
campos no pueden comprender". Y no decirse nunca "yo ya he hecho bastante,
ahora que los jóvenes...", sino darse a la vida plenamente, caminar siempre al lado
de los que van adelante sin dejarse como dice Maragall, "llevar a la tranquila agua
mansa de ningún puerto"».

SECUNDINA BARCELÓ

Durante el proceso de rigurosa investigación y documentación para la


creación de esta obra, se ha dado la circunstancia de que en el caso de Secundina
Barceló no hay muchos datos biográficos, ni siquiera fotos públicas. De hecho, el
único testimonio que existe es el que dejó a Neus Catalá, otra de las supervivientes
de Ravensbrück a la que ya hemos hecho referencia, para el libro que esta publicó
con testimonios de otras 49 mujeres españolas y que tituló: De la Resistencia y la
Deportación. Por lo que sabemos, en febrero de 1939 Secundina Barceló entra en
Francia huyendo hacia el exilio a través de la frontera de Puigcerdá. Miles de
republicanos españoles la acompañaban. Pero fue apresada e internada un par de
días en un hangar de la estación de La Tour de Ca-rol, junto a otras mujeres, niños
y hombres de edad avanzada. De allí fue trasladada a Los Andelys, alojándose en
una antigua cárcel de menores hasta junio de 1940. Poco después huyó de las
tropas alemanas junto al resto de la población. Finalmente acabó en París. Tras
pasar unos días refugiada en un «garaje de asilo» permaneció en el cuartel Les
Tourelles junto a un numeroso grupo de españoles donde su compañero, Rafael
Salazar, entró en contacto con José Miret, uno de los dirigentes españoles de la
MOI (Mano de Obra Inmigrada-Main d'oeuvre immigrée). En el cuartel
emprendieron un trabajo de organización, distribución de octavillas y prensa
clandestina entre los españoles. A su vez se utilizó a Secundina de enlace y para el
reparto de diarios, hasta que en enero de 1941 se marchó a Orleáns. Allí realizó las
mismas actividades, pero a mayor escala. En enero de 1942 su compañero Rafael
Salazar es enviado a la Bretagne y Secundina se queda sola en Orleáns con su hijo
de 9 años:

«... a pesar de tener que trabajar para poder comer, continué las actividades
clandestinas, poniendo a la disposición de la organización clandestina la
habitación que ocupábamos y que fue a menudo utilizada para reuniones de los
dirigentes de la MOI y de los "maquis" de la región; y también algunos
perseguidos por los nazis o la Milicia se camuflaban varios días en mi casa, hasta
que se les podía encontrar otro sitio seguro o los medios para hacerles pasar a zona
no ocupada»36.

En cambio, alguien que quería librarse de la cárcel y que trabajaba para la


resistencia, la denunció y fue detenida el 19 de julio de 1944. Los agentes de la
GESTAPO irrumpieron en su casa a las tres de la tarde haciendo un registro
general e incautando la prensa, las octavillas y lo que encontraron de valor. Si
dicha incursión se hubiera realizado horas antes, la hubieran descubierto en plena
reunión con otros responsables españoles, franceses y de la MOI. Tras su captura,
Secundina fue llevada a las oficinas de la GESTAPO en Orleáns, donde la tuvieron
15 días de interrogatorio «acompañados de bofetadas, puñetazos, quemaduras con
cigarrillos en los brazos. Ante mi silencio, más tarde emplearon la matraca, luego el
lavabo y finalmente, el suplicio de la bañera. Como continuaba sin querer hablar,
me amenazaron con que, si no daba los nombre y domicilios de los responsables de
la Resistencia local y regional, detendrían a mi hijo y lo colgarían». Durante ese
tiempo algunos de sus compañeros de batalla fueron detenidos, y cuando por fin
permitieron a Secundina salir al patio, estaba tan desfigurada que sus camaradas
tan solo pudieron reconocerla por los zapatos que llevaba.

«A principios del mes de agosto de 1944 fui de Orleans a la cárcel de


Fresnes, donde estuve hasta el 15 del mismo mes, en que fui deportada a
Ravensbrück, siete días y siete noches de viaje, 70 mujeres por vagón de
mercancías, en las condiciones trágicas conocidas por todos los deportados. Hice la
cuarentena en Ravensbrück, que duró menos de un mes, en un block infecto (como
todos), hacinadas y maltratadas (como todas) y nos hicieron trabajar transportando
arena de un lado para el otro, y al mediodía la clásica "gamella" de un líquido
pomposamente llamado "sopa", que era tan infecto como el block...».
Tras un tiempo en Ravensbrück, soportando toda clase de aberraciones y
tratos inhumanos, transfieren de nuevo a Secundina, pero esta vez al campo
satélite de Abteroda donde estuvo unos meses trabajando en una fábrica de
material de guerra. Cumplido el plazo, vuelve a ser deportada ahora al campo de
Markkleeberg. De día cumplía tareas con un pico y una pala y por la noche como
refuerzo en la descarga de vagones de carbón. Sin embargo, cuando los aliados
empezaron a ganar terrenos a los alemanes, estos decidieron abandonar el recinto
junto con las prisioneras a quienes hicieron caminar por la carretera en dirección a
Checoslovaquia. Fueron días interminables. A lo largo de esa caminata y en un
despiste de los guardias, Secundina y otras tres compañeras suyas consiguieron
escapar corriendo campo a través hasta que por fin dieron con uno de trabajadoras
voluntarias. Allí les dieron de comer y las escondieron hasta la llegada de las
tropas soviéticas ocho días después. A finales de 1945 y tras pasar unos días en un
hospital de campaña americano, Secundina consiguió llegar a París y refugiarse en
el hotel Lutetia. Su afán de lucha y supervivencia dotaron a esta española de unas
ganas inmensas por derrocar el sistema de gobierno nazi pese a las trabas físicas y
emocionales a las que fue sometida. La resistencia que tuvo le valió su ulterior
liberación.

LA FIESTA DE NAVIDAD DE 1944

Si hay algo inaudito en toda la historia de Dorothea Binz, no son ya los


ademanes bruscos, ni las miradas ávidas de depravación, ni siquiera sus
actuaciones repletas de encarnizamiento, o delincuencia. Si existe algo que me ha
dejado noqueada mientras investigaba a este demonio vestido con piel de mujer, es
la incongruencia mostrada en la Natividad de 1944, cuando permitió que un grupo
de prisioneros de Ravensbrück organizasen una fiesta de Navidad para los niños
encarcelados. Si hasta aquí hemos conocido la faceta más sádica de la personalidad
de la Oberaufseherin, a lo largo de las próximas líneas descubriremos que detrás del
monstruo también había una persona de carne y hueso. O eso parecía. Aquí me
pregunto, ¿por qué esperar a las Pascuas para sacar su «verdadero yo»? ¿Es posible
que inusualmente la Binz supiese lo que era la compasión? Veamos qué sucedió.
Un mes antes de la Navidad de 1944 una organización conocida como el Comité
Internacional de la Infancia vio la luz en el centro de internamiento de
Ravensbrück, cuyos representantes procedían de casi todos los barracones. Su
objetivo principal era planear, organizar y dar una fiesta navideña a los infantes
que allí residían en un intento por llenar de alegría y color un lugar horrible con
circunstancias aún más tétricas. En este sentido, si para aquellos chiquillos la
Navidad era un momento indispensable en sus vidas, para los integrantes del
comité supuso una válvula de escape ante tanta muerte y destrucción. Una vez que
la idea de la fiesta recorrió todos los rincones del campamento, las reclusas
comenzaron a entusiasmarse. La expectativa y la emoción que suscitaba toda
aquella celebración les hacía olvidarse de su propia tragedia personal. Nada les
entusiasmaba tanto como regalar solidaridad a unos críos que no tenían ni culpa ni
pena de lo que los adultos estaban haciendo. Todo el mundo quería colaborar,
planificar, dar ideas y sobre todo participar en aquella risueña gala. Para ello, a
principios de diciembre se idearon cuentos y canciones especiales para la ocasión;
contarían con el llamado «Hombre de la Navidad», el equivalente a Santa Claus; y
por supuesto, habría comida extra para los niños, así como pequeños regalos. Todo
era poco para alegrar la vida de una infancia truncada por la guerra y por el
radicalismo del Nacionalsocialismo. Una de las partes del programa más especial y
que inspiraba una mayor agitación entre las féminas encargadas de llevarla a cabo,
era un espectáculo de Kasparltheather (títeres). La imaginación y las risas estaban
aseguradas. Aquí me gustaría recalcar que cualquier actividad que se hiciese en el
campamento debía de ser aprobada por las autoridades del campo. Todo lo que
sucedía y sucediese tras aquellas rejas debía de pasar por las manos de la
supervisora en jefe Binz y sus ayudantes. De hecho, en cuanto al evento navideño
se desconocen qué negociaciones se produjeron y cómo consiguieron su
aprobación. Pero así fue, permitiendo al comité usar un cuartel que recientemente
había sido anulado y desinfectado y que se conocía como Bloque 22. Tras la
obtención del permiso el equipo de trabajo de la madera se encargó de construir el
escenario y el teatro de marionetas; el de la pintura de dejarlo todo listo y
embellecido; y los presos soviéticos de dejar apunto la iluminación y los aspectos
más técnicos. Una artista checa fabricó las cabezas de los títeres y las reclusas
francesas cosieron sus trajes. Incluso, talaron un magnífico árbol navideño para
que todo fuera perfecto decorándolo con papel de aluminio y velas. La celebración
de esta fiesta también contemplaba la comida, así que la mayoría de las presas
comenzaron a guardar pan y mermelada por si sus captores no cumplían su
palabra de dar ración extra a los niños. Además, las internas fabricaron los regalos
con sus propias manos, sirviéndose de las telas robadas de alguna de las fábricas
textiles de las SS donde trabajaban a diario, e incluso, idearon la forma de hacer
juguetes con cualquier cosa que se encontraban. Pero una semana antes de la
celebración de la fiesta, el personal nazi con Dorothea a la cabeza, empezó a
sospechar que sus reas estaban robando materiales, por lo que iniciaron una
especie de controles en los que se confiscaron algunos de estos regalos. Tras el
incidente, el comité infantil decidió ser más cuidadoso con el tema de los presentes.
Para ello en vez de entregarles los juguetes el mismo día de la fiesta, sería el
Hombre de Navidad quien se los colocaría bajo sus almohadas. Aunque el
entusiasmo de los adultos era evidente con tal de hacer felices a las criaturas, lo
cierto es que a causa de los conflictos internos surgidos entre las reclusas durante
la organización del evento, finalmente hubo una escisión en el comité. Las
desavenencias vinieron de parte del grupo de reclusas de Polonia que querían una
fiesta religiosa con historias procedentes de la Biblia y música genuina para los 96-
100 niños polacos del campo. Para ellas el evento organizado por el Comité
Internacional de la Infancia, del que formaban parte las comunistas, se estaba
convirtiendo en una celebración demasiado laica en la que no estaban para nada de
acuerdo. Así que ahora había dos fiestas de Navidad. Llegó el gran día. La tarde
del 23 de diciembre de 1944 el Comité Internacional de la Infancia en Ravensbrück
inició su especial fiesta navideña para todos los niños del campo de concentración,
excepto para los polacos. El Bloque 22 fue transformado completamente y a la
llegada de los más pequeños se encontraron con tableros forrados de papel de
aluminio donde se habían depositado raciones de salchichas y mermelada. En otra
de las estancias del barracón, aquel donde se encontraba el escenario del teatro de
títeres, se habían apilado filas de taburetes para que no se perdieron el más mínimo
detalle. Todos se encontraban sentados ya cuando las confinadas encargadas de
tocar música llegaron a la sala. Aquella tarde la habitación tenía una iluminación
especial. Las velas del árbol de Navidad lo inundaban todo, aportando un
ambiente cálido al frío bloque. Momentos antes de que todo diera comienzo, los
niños se sentían entusiasmados, alegres, esperando expectantes. En la puerta, una
de las representantes del comité notificó al oficial al cargo el tiempo que duraría
aquella velada. Entonces, la Oberaufseherin Binz y su amante el SS-
Schutzhaftlagerführer, Edmund Bräuning, entraron en la sala para unirse al
espectáculo. Al verles, los chiquillos se pusieron firmes. Allí de pie, los pequeños
escucharon un breve discurso del ayudante del comandante que los alentaba a ser
buenos compañeros para que pudieran celebrar la próxima Navidad en casa. Los
menores lo miraban temerosos, le tenían pavor. Al finalizar el banal alegato, dio
comienzo la fiesta mientras el coro interpretaba Oh Tannenbaum. Entretanto los dos
superiores se colocaron en la primera fila. Todos cantaban con aparente felicidad.
Pero repentinamente, los niños dejaron de alzar la voz. De sus labios no salía ya
ninguna nota, no podían cantar más, así que comenzaron a llorar y sollozar.
Primero en silencio, pero después más y más fuerte. Los recuerdos de su última
Navidad en casa les hizo derrumbarse y acordarse de que no tenían a sus familias
cerca. Nadie podía cantar. El coro tan solo dio unos pequeños compases, pero no
pudo evitar que las lágrimas corrieran por sus rostros. La sala se llenó de absoluta
tristeza, de rabia contenida, de miedo por no saber si volverían a sus hogares tal y
como les había recordado Bräuning en su sombrío discurso. Y entonces sucedió lo
que nadie se esperaba.

«La brutal Oberaufseherin Dorothea Binz, se levanta pálida y sale


corriendo, tras ella sale Bräuning. ¿Tal vez se sintió culpable, o quizá le quedaba en
el último rincón de su corazón, un poco de compasión que no quiso demostrar?
¿Acaso sentían la injusticia que les habían causado a estos niños? Nosotras
respiramos con alivio cuando ellos salieron de la habitación. Las compañeras se
calmaron rápidamente. Apagaron las velas y encendieron lamparitas de colores en
el teatro de muñecos: cuando Kasperle apareció y fue engañado por el insolente
Atze, lentamente los niños olvidaron sus penas. Ya se podía escuchar una tímida
risa. El barullo detrás del telón se hizo cada vez más alegre, Atze cada vez mas
descarado, y Kasperle saltaba de un lado para el otro del escenario. En ese instante
estalló una fuerte risa. Lo habíamos logrado, los niños comenzaron poco a poco a
olvidar la realidad que les rodeaba. Las luces del árbol de Navidad fueron
encendidas nuevamente y ahora llegó la hora de abrir los regalos: ¡Dos rebanadas
de pan para cada niño!»37.

Desde su apertura el 15 de mayo de 1939 la Navidad de 1944 supuso el


mayor acto de solidaridad jamás visto en el campo de Ravensbrück. La propia
Dorothea Binz, una de sus más atroces maltratadoras y asesinas, también
sucumbió aparentemente a aquel espíritu navideño. Son bastantes las conjeturas
que podemos extraer tras su inesperada reacción. Imagino que ver a todos aquellos
niños llorando porque en el fondo sabían que esa iba a ser la última vez que
celebrarían algo así, la debió de conmover o si cabe, remover las extrañas. De todas
formas, para reclusas comunistas como Erika Buchmann, la momentánea
generosidad exhibida por sus verdugos no significaba un acto solidario en sí
mismo, sino el pánico que tenían al saber que el ejército soviético ya se iba
acercando. Porque, ¿hasta qué punto criminales de la talla de Binz mostrarían un
arrojo de humanidad si por otro lado, participaban activamente en la selección de
niños para experimentación y gaseamientos? No podemos hablar de lógica, porque
es evidente que todo lo que acontecía tras los muros del campamento, no la tenía.
Los miembros del Tercer Reich jamás la tuvieron.
HUIDA DEL «PUENTE DE LOS CUERVOS»

La guerra iba avanzando y el bando aliado iba ganando terreno a los


alemanes, quienes poco a poco iban sintiendo lo que era el miedo, pero no el temor
a ser encarcelados y juzgados, sino el pavor a perder el poder que habían
conseguido en los últimos años. Ya lo auguró el ministro de Propaganda nazi,
Joseph Goebbels, en uno de sus muchos artículos correspondientes a los diarios
publicados bajo el título Die Tagebucher von Joseph Goebbels: «No sentimos
compasión por los judíos, la única compasión es hacia el pueblo alemán». En
aquellas palabras radicaba la crueldad de unos actos ejecutados por sus
subordinados, que en obediencia a Hitler y a la ideología nazi, aniquilaron a seis
millones de personas. «No podemos fusilar a tres millones y medio de judíos, no
podemos envenenarlos, pero tenemos que ser capaces de dar los pasos suficientes
para llevar a cabo con éxito su exterminio», declaró en otra ocasión el político
germano. Este espíritu de superioridad, oriundo de las más altas esferas, era el que
también reinaba a pie de campo, en los de Ravensbrück, Auschwitz, Bergen-Belsen,
Dachau y tantos otros. Allí el personal responsable de vigilar a los reclusos, como
la supervisora en jefe Dorothea Binz, repartía todo tipo de maltratos. En su afán
por mantener su rango y poder sobre los demás, continuó con su rutina de
sacrificios y aberraciones tanto en el interior del temido búnker como fuera de él.
Pero el tiempo corría velozmente y el régimen nazi iba perdiendo terreno con
relación a sus enemigos. Era el momento de alejarse y Binz no podía quedarse
atrás. Unos días antes de la liberación del campo de concentración de
Ravensbrück, la Oberaufseherin y el resto de guardias procedieron a evacuar el
campamento para evitar ser sorprendidos por el ejército ruso, quien según las
noticias que les llegaban, estaba cada vez más cerca. De este modo y para evitar
que el mundo supiera de la existencia de estos centros de exterminio, no solo se
procedió a la destrucción de toda clase de documentación que les incriminara sino
que además, se iniciaron las llamadas «marchas de la muerte». Estas consistían en
el traslado forzoso de miles de prisioneros, unos 20.000 en aquel momento, de
Ravensbrück hacia el interior de Alemania. Entre los cabecillas de aquella magna
evacuación se encontraba, cómo no, la Binz. Durante aquellos días, hablamos que
esta situación se produjo hacia el 27 de abril de 1945 y que la liberación del campo
fue tan solo tres días después, no se sabe a ciencia cierta qué ocurrió en aquellas
largas caminatas donde los reclusos, hombres y mujeres, no tenían nada que
llevarse a la boca. Muchos murieron por el camino, otros fueron asesinados por
convertirse en un lastre y algunos más, quizá mentalizados por las circunstancias,
preferían seguir andando hasta la extenuación. En cambio, algunas informaciones
apuntan a que en realidad esta supervisora decidió huir por su cuenta,
deshaciéndose de su uniforme y de su identidad y dejando atrás la destrucción de
la que había formado parte. Por suerte, mientras Ravensbrück era liberado del
horror por militares rusos el 30 de abril, Dorothea Binz era capturada por los
británicos en Hamburgo el 3 de mayo. Al final, el demonio había sido enjaulado.
La criminal y varias auxiliares de las SS fueron trasladadas a una prisión de
reciente creación en la ciudad de Recklinghausen, lugar antiguamente utilizado
como satélite por el despreciable campo de concentración de Buchenwald. La
Oberaufseherin Binz y sus camaradas fueron juzgados en Hamburgo entre el 5 de
diciembre de 1946 y el 3 de febrero de 1947. Esta vista fue la primera de los siete
procesos que se celebrarían para averiguar lo acontecido en este campo de
concentración. Recibieron el nombre de los Juicios de Ravensbrück. Todos los
inculpados (Dorothea Binz, Johann Schwarzhuber, Gustav Binder, Rolf Rosenthal,
Greta Bosel, entre otros) fueron acusados conjuntamente de:

«cometer un crimen de guerra en cuanto que ellos, siendo miembros del


personal del campo de concentración de Ravensbrück entre los años 1939-1945, y
en violación de la ley y de los acuerdos de guerra, cooperaron en el maltrato y
asesinato de los internos nacionales de los Países Aliados».

PRIMER JUICIO DE RAVENSBRÜCK

Durante aquel proceso judicial presidido por el mayor V.J.E. Westropp la


estrategia del abogado defensor de Dorothea Binz, el Dr. Alfred Beyer, fue clara:
acarrear toda clase de responsabilidades a sus superiores directos respecto a las
decisiones tomadas en el campo de concentración. Es decir, todo cuanto la
Oberaufseherin hizo o deshizo durante su estancia en Ravensbrück, fue gracias al
cumplimiento de órdenes que recibía de la comandancia. Sin embargo, ¿por qué y
para qué se interrogaba a las prisioneras del campamento? Esa era una de las
muchas cuestiones que emergieron a lo largo de la vista y que Binz respondió
argumentando que era una forma de proteger el centro. También se habló de los
famosos castigos corporales que «supuestamente» infligía en primera persona —
como hemos visto anteriormente, lo hacía con severidad—, y que según parece
solo debían de llevarse a cabo en situaciones excepcionales. Cuando su abogado
pregunta a Dorothea sobre la posibilidad de que las presas en realidad se sentían
satisfechas con el trato recibido, ella replica: «Creo que prefieren eso a ser privadas
de su comida, o algo más». Aquí la supervisora dejó entrever los castigos que
imponían el comandante del campo y el Schutzhaftlagerführer (su adjunto). Según
datos aportados por la acusada, ella llegó a entregar a sus superiores en torno a 50
o 60 denuncias escritas por las prisioneras. Estas se las entregaban al
Funktionshaftlinge (prisioneros que se utilizaban como guardias), quien a su vez se
las hacía llegar a la Oberaufseherin. Durante su interrogatorio Binz confesó haber
abofeteado o golpeado con una regla a alguna rea impertinente, pero negó que
hubiera denuncias ya probadas sobre el tema. Incluso indicó haber sido testigo
presencial de aquellos presuntos delitos y que si en algún momento se volvió
violenta, fue tan solo una cuestión de hacer cumplir «el orden y la disciplina» en el
centro. La única forma de garantizar que los 30.000 presos pasaran lista para ir a
trabajar era recurriendo a la fuerza. La cobertura de prensa en el juicio de
Ravensbrück fue fundamental para dar a conocer al mundo lo que había sucedido
durante la guerra. Al fin y al cabo en este proceso declararon numerosos
supervivientes, por lo que se hacía imprescindible la participación de la mayoría
de países de Europa. La cadena BBC fue una de las encargadas de informar sobre
los experimentos realizados, aunque las mejores improntas se obtuvieron gracias a
una cámara robada del campamento donde había fotografías de las propias
víctimas con sus heridas infectadas y sus piernas mutiladas. Aquello conmocionó a
la opinión pública. En las primeras tres semanas de juicio y procedentes de nueve
países diferentes, un total de veintiún testigos declararon sobre las condiciones de
vida que prevalecieron en el campo. Y a principio de enero de 1947 los reportajes
de los periódicos empezaron a mostrar la magnitud de las vejaciones realizadas
por los médicos alemanes en los recintos de internamiento. Los diarios británicos
como el Daily Mail, The Sunday Dispatch y The Dotty Express enviaron
corresponsales propios para cubrir el juicio e informar diariamente sobre lo que
sucedía en la sala. Había opiniones para todos los gustos. Algunos se posicionaban
a favor de los acusados, disculpándolos completamente, mientras que otros los
señalaban para ser ajusticiados por un verdugo. De hecho, una mujer que conocía
Ravensbrück puso en duda la calidad de los declarantes pese a sentir júbilo por la
condena a muerte de la mayoría de los imputados. En una carta escrita en marzo
de 1947 a una amiga suya le cuenta:

«He seguido el juicio de Ravensbrück y estoy satisfecha de que la bruja,


Binz (la acusada), esté acabada. Ahora su cabeza de ángel comenzará a pudrirse.
No estoy contenta con el resto de los veredictos. Tuve la sensación de que los
testigos no fueron lo suficientemente claros. Bien, dime Kate, ¿dónde están los
demás?. Aún están desaparecidos; ¿no fueron detenidos?» 38.

Por otra parte, durante las ocho semanas que se prolongó este primer
proceso, acudir a la corte se había convertido prácticamente en un evento social.
Una vez dentro, la gente comentaba qué ocurría en su interior, pero sobre todo
cuál era el verdadero comportamiento de los acusados. «Ellos están sonriendo y
moviendo sus manos», decía un testigo.

«Pero sus caras muestran claramente que son completamente indiferentes al


juicio. Estas bestias que arrancaron los dientes de oro de gente inocente y que les
golpearon y destrozaron, no se dan cuenta de que son justamente acusados por la
nación alemana y no por la británica. La mayoría de ellos son bastante jóvenes, y
aunque parecen algo cambiados, uno se da cuenta enseguida de que han
terminado con su vida. El excomandante del campo parece como un gitano
viejo»39.

El 3 de febrero de 1947 el Major Westropp leyó el veredicto. Juzgaba y


condenaba a Dorothea Binz, Oberaufseherin de Ravensbrück, a morir en la horca
por cometer crímenes de guerra. Los dramáticos y escalofriantes testimonios que se
escucharon en la sala la señalaron como uno de los brazos ejecutores e indiscutibles
de aquella masacre.

MURIÓ CON ENTEREZA

A las nueve de la mañana del 2 de mayo de 1947 en la prisión de Hamelín,


Dorothea Binz se encontró cara a cara con su verdugo, el británico Albert
Pierrepoint, quien le señaló dónde debía colocarse para proceder a la ejecución.
Justo en ese mismo lugar, pero dieciséis meses antes, tres de sus alumnas más
aventajadas, Irma Grese, Elisabeth Volkenrath y Juana Bormann, habían
encontrado la muerte. Curiosamente, la supervisora nazi se enfrentó a su ejecución
con la misma entereza y serenidad con la que tiempo atrás lo habían hecho sus
camaradas. Allí se encontraba Binz, con los pies en la trampilla, esperando a que
Pierrepoint le colocase la capucha negra y la soga alrededor del cuello. Unos
segundos después se pudo escuchar el crujido de la muerte. Dorothea Binz, la
despiadada criminal que había asesinado cruelmente a miles de mujeres, acababa
de morir.
HERMINE BRAUNSTEINER. LA YEGUA DE MAJDANEK

Después de 15 o 16 años, ¿por qué molestan a la gente? Yo fui castigada lo


suficiente.

Estuve en la cárcel durante tres años.

Tres años, ¿te lo puedes imaginar?

¿Y ahora quieren algo de nuevo de mí?

Hermine Braunsteiner

No siempre la justicia apresa a quienes cometen delitos del calibre que


entraña este libro: los crímenes de guerra. Hermine Braunsteiner fue una de las
«afortunadas». Célebre por su sadismo en los campos de concentración de
Ravensbrück y Majdanek, la guardiana nazi desplegó sus malas artes contra
mujeres y niños ensañándose con ellos a patada limpia. Aquella crueldad acababa
normalmente con la muerte de sus víctimas. De ahí que la denominasen la Yegua.
Una de sus coces podía dejar fuera de combate a cualquiera. Pero la atrocidad de la
Aufseherin no solo se reducía a este tipo de castigos, muchas de las supervivientes
del centro de internamiento relataron durante el juicio cómo en una ocasión había
matado de un tiro en la cabeza a un pequeño al que su padre pretendía ocultar, o
cómo parecía disfrutar propinando severos latigazos en el rostro de sus
prisioneros. Pero toda aquella violencia quedó impune ante la ley cuando tres años
después de su detención, hablamos del año 1950, fue puesta en libertad. Entonces,
Braunsteiner decide mudarse a Estados Unidos y tras su boda con un electricista
americano se cambia el apellido por el de Ryan. Se había transfigurado en la vecina
perfecta del barrio neoyorquino de Queens. Su tranquilidad concluye cuando, pese
a conseguir la nacionalidad americana, el famoso «cazador de nazis» Simon
Wiesenthal da con su paradero en el año 1964 e informa inmediatamente a las
autoridades. A partir de aquí se inicia una batalla para obtener su extradición al
país de origen y para que sea juzgada de nuevo. El proceso se lleva a cabo en
Düsseldorf en el año 1975 y concluye seis años después —uno de los juicios contra
criminales de guerra nazis más largo de la historia—. Aún siendo sentenciada a
dos cadenas perpetuas por asesinar a un total de 1.082 personas, en abril de 1996 el
primer ministro alemán Johannes Rau, le perdona el resto de la pena merced a su
mala salud. Muchos ratifican que la Aufseherin murió en 1999 en Bochum; ahora
bien, un periodista del New York Times aseguró que pudo entrevistarla en el 2004.
Hermine Braunsteiner vino al mundo el 16 de julio de 1919 en la ciudad austríaca
de Viena en el seno de una familia de clase trabajadora y humilde. Su padre
Friedich Braunsteiner trabajaba de chófer de una fábrica de cerveza, aunque hay
informaciones que apuntan a que además, ejercía como carnicero. Su madre,
María, era asistenta del hogar y se dedicaba a limpiar negocios y casas. La pequeña
Hermine, la más joven de siete hermanos, fue instruida bajo la más estricta
educación católica, algo sorprendente cuando profundizamos sobre su «carrera
profesional» en los campos de concentración. De hecho, en su casa no se hablaba
de política, ni se discutía sobre ello. Ninguno de los miembros de su familia
mostraba interés alguno ante tal circunstancia, podemos decir que sus progenitores
sentían una total indiferencia frente a los temas gubernamentales o estatales. No
obstante y contra todo pronóstico, su hija acabaría formando parte de uno de los
aparatos políticos más descabellados del siglo XX: el nazismo. Aquella jovencita
alta, rubia y de ojos azules, bastante atractiva y de mirada intensa, tenía un sueño:
ser enfermera. Imaginamos que aquel afán por dedicar su vida ayudando a sus
allegados, tenía mucho que ver con el acérrimo sentimiento católico que le habían
inculcado desde niña. Su frustración fue grande al no poder hacer realidad su
deseo —solo estuvo ocho años en el colegio—, así que tuvo que conformarse con
trabajar en una fábrica de cerveza además de como empleada doméstica. Entre
1937 y 1938, un año antes de afiliarse al partido nazi, se marchó a Inglaterra para
ejercer como asistenta en la casa de un ingeniero estadounidense. El 15 de marzo
de 1938 tras el Anschluss (unificación) de Alemania y Austria donde el país
austríaco se incorporaba a la Alemania nazi como una provincia del III Reich —
pasando de denominarse Osterreich a Ostmark—, Hermine se convierte
automáticamente en ciudadana alemana y decide regresar a Viena. Pocos meses
después y ante las pocas expectativas laborales, vuelve a mudarse, pero esta vez a
Berlín. Allí conoce la política de Hitler y tal y como les sucedió a muchas de las que
serían sus camaradas, la fascinación le llevó a afiliarse al partido nazi. Aquella
nueva ciudad le abre los ojos y le descubre un mundo muy distinto al que ella
estaba acostumbrada. Para mantenerse encuentra trabajo en las fábricas de aviones
Heinkel, factoría de donde salieron algunos de los aviones más rápidos de la
época. Pero el sueldo que era más bien bajo no daba ni tan solo para vivir
dignamente. Así es que Braunsteiner, dicen las malas lenguas que presionada por
su casero, se arriesga a presentarse como guardiana de prisioneros en los campos
de concentración. La tentación de cobrar cuatro veces más le hizo caer
irremediablemente en la trampa y el 15 de agosto de 1939 comienza su
entrenamiento como Aufseherin a las órdenes de María Mandel en el campamento
de prisioneros de Ravensbrück.

GUERRA ENTRE «BESTIA» Y «YEGUA»

Aquel verano se preveía diferente para la recién llegada Hermine


Braunsteiner. Después de su polifacética trayectoria laboral, «El Puente de los
Cuervos» sería un nuevo escalafón, un reto a superar día tras día. Su único objetivo
era demostrar ante sus camaradas que ella sí servía para el puesto de guardiana y
si tenía que contentarles de alguna forma un tanto «especial», lo terminaría
haciendo. Lo que empezó siendo una corta etapa de instrucción, tal y como les
había sucedido a otras compañeras, acabó por ser su primer destino como
Aufseherin a cargo de un número determinado de prisioneros. Se exhibía ante ellos
con ciertas dotes de soberbia, altivez y sobre todo violencia. Poco a poco fue
desplegando su lado más inhumano y bárbaro. Practicaba originales
procedimientos infringiendo patadas a los internos hasta dejarles inconscientes.
Entre las supervisoras que Braunsteiner tuvo durante su etapa más dorada estaban
las Oberaufseherin Emma Zimmer, Johanna Langefeld o María Mandel, quienes
conocían a la perfección su modus operandi. Ninguna de ellas le replicó lo más
mínimo si se excedía en sus acciones, más bien todo lo contrario. Con la única con
quien llegó a tener problemas en los últimos meses de permanencia en
Ravensbrück fue con La Bestia de Auschwitz. Ambas se hacían notar, de eso no cabía
duda; sus sanguinarios métodos eran muy populares en todo el recinto y ninguna
quería perder ni su hegemonía ni su poder frente al comandante Max Koegel. Esto
es, de marzo a octubre de 1942 Mandel y Braunsteiner empezaron una batalla
campal para ver quién continuaba con la supervisión de Ravensbrück. Sin
embargo, Hermine perdió y la relegaron a ser su auxiliar. Si las perversiones
tuvieron nombre, esas llevaban el de las dos criminales nacionalsocialistas. En las
dilatadas jornadas en el temido búnker donde se castigaba a las reclusas por
cualquier disparate, Mandel y Braunsteiner desplegaban su lado más maquiavélico
dando rienda suelta a sus fantasías más enfermizas. Los gritos de sus víctimas se
podían escuchar en varios kilómetros a la redonda. La aparición de estas dos
féminas hacía tremular al mismísimo lucifer. Algunos escritores y dramaturgos
como Eugene Ionesco, se atrevieron a garantizar que «la única explicación para el
Holocausto Judío está en la demonología». Pero algún día tenía que zanjarse esa
insostenible situación entre las dos guardianas. Por ello, en octubre de 1942
mientras que María Mandel fue transferida al KL Konzentrazionslager de Auschwitz,
Hermine Braunsteiner hizo lo propio pero al de Majdanek donde ejercitó todo lo
aprendido en su destino anterior. Su espeluznante fama ya la precedía, por lo que
cuando llegó, muchos de los confinados que esperaban el milagro de la liberación
supieron que no llegarían a conocerla jamás.

MAJDANEK Y EL GASEAMIENTO DE PRESOS

Aquel centro de destrucción humana fue construido por la Alemania nazi


en la Polonia ocupada. Ubicado a unos cuatro kilómetros de la ciudad de Lublin —
cerca de la frontera con Ucrania— este centro se erigió en 1941 por órdenes
expresas del comandante de las SS Heinrich Himmler. El principal cometido era
recibir a prisioneros de guerra polacos capturados por los nazis. En cambio, bajo la
supervisión del comandante Karl Otto Koch este fue transformado en un
campamento de internamiento para toda clase de reclusos. Si comparamos a
Majdanek con otros campos de su misma índole, podemos destacar que este no
estaba escondido en ningún lugar apartado para que nadie supiera de su
existencia. Ni tampoco tenía un bosque alrededor o estaba cercado por zonas de
exclusión. Cualquier civil que se pasease por los aledaños podía divisar lo que
acaecía en su interior. Al principio, Majdanek albergó a unos 50.000 prisioneros de
guerra pero con la llegada de judíos deportados en febrero de 1943, la población
aumentó a 250.000 reos. Fue en ese preciso instante cuando este campo de
concentración se transformó en uno de exterminio. Su capacidad iba en aumento.
Las avalanchas de trenes plagados de deportados inundaban las calles de un
recinto que, poco a poco, tuvo que ampliarse y dividirse en seis campos diferentes.
Por un lado, tenían una zona de aislamiento para mujeres dirigida y supervisada
por guardianas tan depravadas como Elisabeth Knoblich, Else Erich y la
mismísima Hermine Braunsteiner. También disponían de un hospital para
desertores rusos; había una zona de alejamiento para prisioneros políticos polacos
y judíos de Varsovia; y el número cuatro, albergaba a prisioneros soviéticos y
rehenes civiles. En el campo cinco habían levantado un hospital para hombres y en
el número seis, la zona de las cámaras de gas y crematorios. En el distinguido
como «Campo de mujeres» los niños acompañaban a las féminas y eran
custodiados, seleccionados y eliminados por sus cuidadoras. En menos de tres
años la población de Majdanek se redujo de 500.000 seres humanos —de 28 países
y de 54 grupos étnicos— a 250.000. Los nazis se encargaron de asesinarles y
seleccionarles para las cámaras de gas —entre ellos a 100.000 mujeres—. Inclusive,
cuando se daban casos donde la madre no quería separarse de su pequeño, esta era
liquidada con gas junto a su hijo. La situación que soportaban los cautivos en
Majdanek era humanamente insostenible. La esclavitud a la que estaban sometidos
era increíble. Trabajaban doce horas al día y los únicos alimentos que recibían era
medio litro de té a la hora del desayuno y poco menos de un litro de sopa en la
comida. Las bajas por inanición iban in crescendo a diario, aunque en verdad, el
motivo real por la que toda esta gente moría era la violencia ejercitada contra ellos.
Braunsteiner era una de las más «respetadas» por la temeridad que irradiaba
contra sus prisioneras. Sobresalía por su crueldad y sadismo, por patear a las
ancianas hasta matarlas, por pisotear sin escrúpulos. Por eso la apodaron the mare
(la yegua), kobyla (en polaco), o la Stute von Majdanek (en alemán). Aquellas patadas
eran estrepitosamente insoportables. Desde el 16 de octubre de 1942 la muchachita
rubia de ojos azules que había engatusado a sus superiores con tan solo 23 años,
campaba a sus anchas en Majdanek. Después de su llegada al campamento la
Aufseherin pasó de trabajar en una fábrica de ropa a cumplir la orden de ayudar en
lo que se conocería como «el exterminio total». Durante aquel otoño el comandante
Koegel decreta el gaseamiento masivo de presidiarios a causa de la sobrepoblación
que estaba sufriendo el campo. Como en un primer momento, el número de
reclusos destinados a morir no eran muchos, se utilizaron botellas de monóxido de
carbono. Al final, con el transcurso de los meses, se determina que la eliminación
total de la población reclusa judía de Majdanek se haría usando el Zyklon-B. En
enero de 1943 y gracias a su talante demoledor Braunsteiner fue promovida como
asistente de guardia de su camarada Elsa Erich y de otras cinco mujeres más. Aquí
su papel fue crucial, ya que se ocupó de las selecciones de reos que morirían en las
cámaras de gas. Majdanek tuvo dos patíbulos, siete cámaras de gas y varios hornos
crematorios.

EL GRITO DESGARRADO DE LAS REAS


Según numerosos testigos, Hermine Braunsteiner realizaba su ronda por el
«Campo de las mujeres» vistiendo unas botas altas negras con tacones reforzados
de acero. Con ellas podía patear y golpear a las internas hasta la muerte. En el caso
de que los ataques no terminasen con la vida de la rea, los impactos habían sido
tan demoledores que le podía dejar con la cara completamente desfigurada. Sus
azotes con un látigo también eran del todo conocidos por las prisioneras del
campamento, acciones que jamás fueron reprendidas por las demás compañeras.
Su sombrío talante hacía temblar a todo aquel que se presentase a su lado. Algunas
de las testificaciones más lúgubres describen a Braunsteiner como una mujer atroz,
excesivamente sádica y de sangre fría. En el tercer juicio de Majdanek celebrado en
la ciudad de Düsseldorf en noviembre de 1975 —casi veinte años después de la
puesta en libertad de Braunsteiner—, una de las internas que había conseguido
sobrevivir declaró haber visto a la acusada ayudando a cargar en los camiones a
los niños que iban a ser conducidos a las cámaras de gas. Eva Konikowski,
exprisionera católica y polaca que fue apresada por ayudar a familias judías,
aseguró ante la Corte que en un ocasión la Yegua le había golpeado con una «porra
de goma» por no haber efectuado apropiadamente las tareas de lavandería del
campo. Aún conservaba las marcas de aquella paliza en su brazo. También señaló
que esta criminal junto con su supervisora Else Ehrich, habían conducido a las
cámaras de gas a numerosos pequeños. «Les dieron a los niños algunos caramelos
y llevaron a los pequeños a las cámaras de gas», concluyó Konikowski. Otra de las
cautivas que narró más fechorías de la guardiana en Majdanek fue la interna Mary
Finkelstein, que señaló a Braunsteiner como la nazi que la había golpeado en
incontables situaciones y que había matado a otra de sus compañeras. Aaron
Kaufman de 71 años, superviviente de ocho campos de concentración, tuvo la
desgracia de conocer a Hermine en Majdanek. La Aufseherin —y así lo explicó el
interno— había azotado hasta la muerte a cinco mujeres y a un niño en su
presencia y en la de más compañeros. Cuando Kaufman le chilló para que
terminase con aquellos terribles golpes, varias auxiliares le sacaron del barracón y
le propinaron 25 latigazos en la espalda. En este sentido, el antiguo recluso contó
que durante su estadía en Majdanek vivió diversos episodios angustiantes con la
vigilante. Algunos de los que se especifican a continuación aparecen en dos
artículos: el primero publicado el 9 de octubre de 1972 en el periódico The New
York Times bajo el título "U.S. Deportation Hearing Here Told Woman Killed 6 as a
Nazi"; y el segundo publicado el 10 de septiembre de 1972 en The Washington Post
titulado: "Nazi Camp Inmate tells of 6 killings". El primero de ellos, el de The New
York Times, relata a través de varios párrafos que Kaufman tuvo que sobornar para
conseguir un puesto de trabajo como «caballo». Es decir, para transportar
alimentos al complejo de mujeres que distaba cerca de un kilómetro de la cocina.
También porteó carbón junto con otros 40 hombres. Asimismo, una mañana de
mayo de 1942, mientras cargaban esta piedra negra, Kaufman vio a cinco mujeres
en un pasillo alambrado quitando mala hierba.

«De repente, apareció Braunsteiner, habló a las mujeres durante un minuto


y luego empezó a golpear a dos de ellas. Ambas murieron».

El testigo conocía a las mujeres que estaban siendo apaleadas a unas seis
yardas de su puesto. Una de ellas era Sara Fermeinska de 26 años y la otra se
llamaba Secholovic de unos 30. Kaufman también declaró que el asesinato de la
tercera y cuarta mujer había tenido lugar un día que describió como «El Segundo
Campo». Aquella tarde, él y otros hombres llevaban madera de un lado a otro del
campamento y al llegar a la altura donde se encontraban algunas internas que
recolectaban piedras y madera, se detuvieron para hablar.

«Cuando las guardianas vieron a los hombres y a las mujeres y a nadie más
allí, la señora Braunsteiner se presentó, y cuando ella miró, empezó a usar su látigo
de nuevo y mató a otras dos mujeres».

El tercer incidente que sufrió Kaufman a manos de Braunsteiner sobrevino


cuando junto con otros compañeros, tuvo que transportar un cargamento de
alimentos hasta el campo número 5 de mujeres. Ya en la puerta fueron bloqueados.

«... porque había tres o cuatro centenares de mujeres allí. La señora


Braunsteiner dijo a las mujeres que tenían que deshacerse de sus hijos porque los
niños iban a ir a un campamento de verano donde obtendrían leche dos veces al
día. Las madres no querían renunciar a sus hijos porque sabían lo que pasaría. La
señora Braunsteiner comenzó a golpear a una mujer mayor con un niño, tanto que
la señora se desplomó. La mujer había muerto y el niño estaba muerto. Nosotros
tuvimos que apartarles y dejar que entrara nuestro vagón. Eso fue en junio».

Por último, una dentista de Varsovia, Danuta Czaykowska-Medryk, juró


ante la Audiencia de Düsseldorf que había avistado a la acusada mientras escogía a
mujeres que los médicos o bien habían pasado por alto o bien habían incluso
descartado. Entonces llegaba Braunsteiner y las seleccionaba para ser gaseadas.

«En ese día, algunas mujeres polacas tiraban de las mujeres judías
intentando esconderlas. Braunsteiner corrió hacia una de esas mujeres que quería
ocultar una mujer judía y le pateó y le pegó»40.

En el mismo artículo se especifica que en ese mes la doctora Czaykowska-


Medryk declaró haber visto a la guardiana agarrar a los niños y echarlos al camión
para ser arrastrados a las cámaras de gas. «Una policía se negó a ayudar y
Braunsteiner la golpeó en la cara», reseñó la exreclusa. El primer contacto de la
superviviente con su captora fue en febrero de 1943, cuando otra de las vigilantes
les ordenó que llevasen arena y ladrillos. Entonces, «la supervisora Braunsteiner se
acercó con un perro y nos hizo correr usando un látigo. Ella nos golpeaba con el
látigo». Un mes más tarde la Aufseherin usó de nuevo la fusta para hacer que las
presas se movieran más rápido en el entretanto que llevaban ladrillos y arena. No
paraba de vociferarles: «¡más rápido, más rápido!» a la par que manejaba un látigo
y un palo contra las piernas de las internas.

«Ella tenía una capa sobre su uniforme y un perro. Lo recuerdo claramente,


porque ella fue la primera mujer con un perro. Era un perro policía, sin bozal, pero
agarrado con una correa. (...) En su comando, el perro se tiraba hacia los
prisioneros»41.

En otra ocasión la testigo detalló cómo una tarde la Yegua empezó a darle
patadas tanto a ella como a otras reclusas del campamento. Eran coces frecuentes e
inhumanas, de gran violencia, lo mismo que reflejaba su sobrenombre de The Mare.
Justo antes de abandonar el estrado la doctora polaca señaló a Hermine
Braunsteiner Ryan como la exguardiana de la prisión. «El momento en el que
entré, la reconocí». En ese preciso instante a la Aufseherin se le escuchó comentar a
su marido que estaba sentado a su lado, «fácil de decir». El próximo testimonio
desgarrador es el de una polaca llamada Stella Kolin que había sido capturada en
el gueto de Varsovia y enviada directamente al campamento de Majdanek. Un día
del mes de mayo de 1943, la joven vio a su padre al otro lado de la alambrada que
separaba el campo de las mujeres del de los hombres. Se acercó para abrazarlo,
pero les distanciaba una valla doble electrificada. A pesar de que se estaba
muriendo de hambre, Stella quiso darle su ración diaria de pan. Estaba demasiado
delgado. Le tiró el pedazo en su dirección pero no logró alcanzarlo. Rebotó contra
los cables. Entonces, empezó a sonar la aguda alarma en todo el campo.

«Casi de inmediato, yo estaba rodeada de guardias. Ellas me arrastraron


delante de Hermine Braunsteiner, la peor de las bestias del campo. Me castigó a 25
latigazos y miró cómo una de las guardias llevaba a cabo el castigo con un látigo.
Me desmayé después del noveno golpe. Estoy tumbada en mi litera, medio muerta
y sangrando. Tengo miedo de que si no voy mañana a trabajar, me enviará a la
cámara de gas»42.

La imagen detallada y desoladora que estos testimonios aportaron sobre las


condiciones de vida en este campo de concentración, fueron cruciales para conocer
más de cerca el comportamiento de esta criminal nazi. También para no olvidar
ninguno de sus despiadados asesinatos veinte años después de su primera puesta
en libertad en 1951.

ERRORES EN EL PRIMER JUICIO

Analizando algunos de los casos de las vigilantes que participaron en la


aniquilación de millones de personas durante la Segunda Guerra Mundial, sale a
relucir el analfabetismo de muchas de ellas —víctimas también del sistema alemán
—. Aquella situación pareció inclinarlas a cumplir unas órdenes impensables en
otro momento, pero que en ese instante eran imprescindibles si no querían
engrosar la lista de muertos. Muchas declararon que lo hicieron obligadas, pero
Hermine Braunsteiner no pertenecía a esa mayoría. La Yegua de Majdanek
disfrutaba haciendo el trabajo que le había proporcionado el nuevo orden
ultraderechista. Quizá no sabía leer ni escribir correctamente, pero sí golpear,
maltratar, vejar y asesinar sin ningún pudor a prisioneros indefensos. Aquel valor
y arrojo ante el más débil le otorgó uno de los honores más importantes para todo
empleado de las Waffen-SS: la Kriegsverdienstkreuz Zweiter Klasse (Cruz de Segunda
Clase por Servicios en la Guerra) que recibían todos los que cumplían tres años de
servicio. Para sus superiores Braunsteiner tenía mucha valía y su merecimiento fue
aplaudido de forma unánime por el resto de camaradas. Su nuevo trofeo le sirvió
para aumentar, si cabe, su mala fama y para no levantar el pie del acelerador
respecto a sus feroces costumbres. Se puede decir que 1943 fue uno de sus mejores
años, laboralmente hablando. Para sus víctimas, el demonio vestido de mujer. No
obstante, el destino le tenía preparado una nueva sorpresa. Con la llegada del
ejército soviético a Majdanek, la evacuación tenía que ser inminente. En enero de
1944 deciden trasladarla de nuevo al campo de concentración de Ravensbrück para
ejercer esta vez como Oberaufseherin. Su área de actuación sería el subcampo de
Genthin con unas 700 reclusas bajo su responsabilidad. Entre sus compañeros se
encontraba la doctora Elsa Oberhauser, juzgada tiempo después por inyectar a los
presos ácido fenólico en las venas. Había encontrado una buena forma de
asesinarlos. Braunsteiner siempre negó que hiciera este tipo de experimentos
médicos durante su estancia. Durante el año que la supervisora nazi dirigió su
pequeña «parcela», las aberraciones y crímenes no cesaron. Pero nadie hacía
ninguna objeción, por lo que Braunsteiner continuó machacando física y
psicológicamente a sus internas. Según testimonios posteriores, un látigo era su fiel
compañero de juegos. Dicen que cuando un barco se hunde los primeros en salir
corriendo son las ratas... Este fue el caso de Hermine. Cuando vio que los aliados
ya se iban acercando, temió por su vida y decidió escapar. Huyó junto a otros
alemanes hacia el oeste y estuvo desaparecida desde mayo de 1945 hasta que fue
arrestada con otros civiles por las tropas estadounidenses. Pocos meses después
fue puesta en libertad —imagino que por desconocimiento— y puso rumbo a
Viena. Trabajó como mujer de la limpieza para un antiguo jefe hasta que en mayo
de 1946, fue apresada de nuevo y trasladada a Alemania bajo custodia británica
por los crímenes de guerra cometidos en Ravensbrück. Nadie se refirió jamás a los
asesinatos perpetrados en el campo de Majdanek. Como nadie la acusó
oficialmente de ningún delito ni la llamó como testigo, permaneció en la cárcel
hasta el 18 de abril de 1947. Una vez más quedaba libre, pero poco después volvía
a ser capturada. Tantas idas y venidas tuvieron su fruto. Se celebra el juicio en la
localidad austríaca de Graz, que la condena por cometer tortura, malos tratos de
prisioneros y crímenes contra la humanidad y la dignidad humana en
Ravensbrück. Insisto en que nadie habló nunca sobre Majdanek. Por ello fue
sentenciada a tres años de prisión donde ingresó el 7 de abril de 1948. Entre los
testimonios que pudieron escucharse sobre la acusada me gustaría destacar los
siguientes:

«Hermine Braunsteiner trató a los internos muy mal, los golpeaba en


cualquier ocasión o los perros se cebaban con ellos y rasgaban en pedazos los
cuerpos de los presos... Ella golpeó a mujeres mayores con un látigo de cuero con
plomo en la punta. Ella zurró a una mujer hasta que perdió el conocimiento por
haber comprado un trozo de pan a gente que trabajaba fuera del campo, en contra
de las reglas del campamento»43. «Hermine Braunsteiner propinó golpes y patadas
a los prisioneros con la mano y con el pie (calzado con botas) sin mirar donde les
pegaba. Algunos de los presos sangraban por la nariz (después) le golpeaba con su
puño. Uno puede decir con seguridad que ella daba palizas todos los días. Cada
vez que uno pasaba por el cuarto de la ropa se la podía oír maldiciendo a los
prisioneros y verla golpearles»44.

Cuando llegó el turno de la acusada, ella intentó negar todas las acusaciones
escuchadas hasta el momento y afirmó, sin ningún pudor, lo siguiente:

«Algunas de las personas (los prisioneros) se comportaban de tal manera


que no podía evitar golpearles en la cabeza con el fin de detener sus peleas y
discusiones. En aquel momento no pensé que un día yo sería responsable de
golpear en la cabeza, porque yo era demasiado joven para esa tarea. Yo quería
renunciar pero ya no tenía la posibilidad de hacerlo. Yo era consciente de que
Majdanek era uno de los supuestamente llamados campos de exterminio donde las
mujeres eran exterminadas en las cámaras de gas. Sin embargo, yo no tenía nada
que ver con eso y yo no podía hacer nada contra ello».
No pasaron ni tres años desde la sentencia interpuesta por la Corte de
Austria, cuando en virtud de una amnistía legislativa general de la Republica
austríaca, el resto de la condena que faltaba por cumplir fue cancelada
oficialmente. Los crímenes perpetrados por Braunsteiner fueron «perdonados».
Tras su salida de la prisión en abril de 1950 Hermine se dedica a trabajar para
restaurantes y hoteles de Viena. Fueron siete años intentando ocultar su nombre y
su pasado. En 1958 mientras trajinaba como camarista en un motel, conoce al que
posteriormente sería su marido, Russel Ryan, un mecánico estadounidense cuatros
años menor que ella que estaba de vacaciones. La pareja se enamora locamente y
en el mes de octubre deciden emigrar a Nueva Escocia. Unos días después de su
llegada al país contraen matrimonio. Ryan tiene que viajar habitualmente a Nueva
York mientras que Braunsteiner trabaja para un granjero canadiense, así que
primero se mudan a Canadá para después hacerlo a los Estados Unidos. En abril
de 1959 arriban a Nueva York y la Oberaufseherin obtiene una visa permanente de
residente en el país. Se convierte en Hermine Ryan.
EN EL PAÍS DE LAS OPORTUNIDADES

La nueva ama de casa norteamericana y su marido se instalan en el barrio


de Maspeth en Queens donde compran una casa. A pesar de no tener hijos, el
matrimonio lleva una vida del todo apacible. Ella trabaja en una fábrica de tejidos
y él continúa como mecánico. Unos años después, concretamente el 19 de enero de
1963, Hermine ya es oficialmente ciudadana estadounidense. Los días transcurren
sin complicaciones, eran una pareja feliz. Pero la dicha les iba a durar bien poco. El
infatigable cazanazis Simon Wiesenthal, director de la Federación de las víctimas
judías del régimen ario en Viena, había seguido su pista por medio mundo hasta
dar con ella en el barrio de Queens. Era el año 1964 cuando Wiesenthal declara que
los cargos de asesinato contra la guardiana aún estaban pendientes ante la
Audiencia Provincial de Graz (Austria). Así se lo hizo saber mediante cartas
enviadas desde Viena a las autoridades israelitas en Tel Aviv y al servicio de
inmigración de EEUU. Pero a sabiendas de que deportar a una ciudadana
norteamericana sería una tarea cuanto menos difícil, Wiesenthal decide alertar al
periódico The New York Times sobre los hechos y les explica que una excriminal
nazi podía estar viviendo en Queens con un hombre de apellido Ryan. El rotativo
asigna a uno de sus reporteros, Joseph Lelyveld, para buscar a la tal «señora Ryan»
y hablar con ella. Logran encontrarla fácilmente. El 17 de julio de 1964 The New
York Times publicó la noticia bajo el siguiente titular: "Former nazi camp guard is
now a housewife in Queens" (Exguardia de campo de nazi ahora es una ama de
casa en Queens).

«La mujer cumplió una condena de prisión por sus actividades en otro
campo de concentración. Pero aquí el Servicio de Inmigración y Naturalización
dijo que cuando entró en los Estados Unidos, ella negó que hubiese sido declarada
culpable de un delito. La mujer, antes conocida como Hermine Braunsteiner, ya es
ciudadana americana. Ella vive en Maspeth, Queens, con su marido Russell Ryan.
Cuando fue entrevistada sobre el informe de sus actividades durante la guerra, la
Señora Ryan estaba pintando en la casa, que recientemente había comprado en la
52-11 72d Street con su marido, un trabajador de construcción».

La noticia corrió como la pólvora en todo Nueva York y Hermine Ryan fue
descubierta y expuesta ante la opinión pública como la Yegua de Majdanek. El
interés que suscitó el caso llevó a los medios de comunicación de todo el mundo a
escribir sobre el tema durante varios años. Aquella mujer de huesos grandes,
mandíbula ancha y pelo rubio canoso con la que se había encontrado el reportero
del The New York Times, era en realidad una criminal de guerra. Cuando el
periodista inició su rueda de preguntas acerca de su pasado en los campos de
concentración, Braunsteiner respondió en un marcado acento inglés:

«Todo lo que hice es lo que hacen los guardias en los campamentos ahora.
En la radio solo hablan de paz y de libertad. Muy bien. Después de 15 o 16 años,
¿por qué molestan a la gente? Yo fui castigada lo suficiente. Estuve en la cárcel
durante tres años. Tres años, ¿te lo puedes imaginar? ¿Y ahora quieren algo de
nuevo de mí?».

Su presente se había parado y el pasado volvía de nuevo a llamar a su


puerta. El suplicio que le impusieron no había sido lo suficientemente justo para
todo el sufrimiento causado. Intentó narrar que había permanecido un año en
Majdanek, de los cuales ocho meses los había pasado enferma en la enfermería del
campamento, y que después de la guerra fue apresada por los británicos otros
ochos meses y puesta en libertad poco después. Pero los hechos hablaban por si
solos. En un intento por convencer a Lelyveld de que aquella denuncia no podía
ser cierta, su marido, Russel Ryan, le espetó por teléfono:

«Mi esposa, señor, no le haría daño ni a una mosca. No hay una persona
más decente en esta tierra. Ella me dijo que era una tarea que tenía que realizar.
Fue un reclutamiento. Ella no estaba a cargo de nada. Por supuesto que no, ya que
Dios es mi juez y su juez. Estas personas solo están balanceando las hachas al azar.
¿No han oído nunca la expresión: "Dejen que los muertos descansen"?».

Aquel era un esposo desesperado intentando luchar por la inocencia de su


mujer. Pero cualquier cosa que dijese caería sobre saco roto. Ryan desconocía
completamente el pasado de Braunsteiner. La ex Aufseherin le había ocultado que
había sido condenada a prisión y que en realidad había trabajado como vigilante
de un campo de concentración. Gracias a los múltiples artículos que me envió
personalmente Madonna Anne Lebling, directora del Departamento de Noticias de
Investigación de The Washington Post, podemos conocer de primera mano cuál fue
la reacción de sus protagonistas una vez que su historia salió a la luz. En el
reportaje del 8 de junio de 1972 titulado "From a dark past, a ghost the U.S. won't
let rest" de la periodista Nancy L. Ross, nos encontramos con toda la trama, desde
la localización de la guardiana hasta su posible extradición del país. Pero no
adelantemos acontecimientos. Aquí me gustaría destacar las declaraciones más
llamativas de Hermine Braunsteiner y que fueron recogidas por el Post.

«Este es el final de todo para mí. Hemos vivido con miedo desde 1964.
Durante cinco años he dormido con una escopeta a un metro de mi cabeza. Esta
carga de 25 años continuos nos ha seguido como una plaga».
Debido a la nueva situación Braunsteiner fue despedida automáticamente.
Resultó que su jefe era judío. Desde aquel momento, tan solo pudo trabajar en una
fábrica como operadora donde ganaba 64 dólares a la semana. A partir de 1969 no
pudo encontrar más empleos. Tanto sus amigos más cercanos, como la familia de
su marido, no supieron manejar la situación y prefirieron mantenerse al margen.
Los vecinos de los Ryan hacían comentarios de todo tipo. Unos la defendían, otros
la criticaban. La mayoría ni siquiera quería dar sus nombres por temor a que les
ocurriese algo malo.

SU INEVITABLE EXPULSIÓN

Los esfuerzos de Wiesenthal para que extraditaran a Braunsteiner tuvieron


su recompensa. Aunque tardaron nueve años en echarla del país y enviarla de
nuevo a Alemania, el departamento de extranjería norteamericano la acusó
primeramente de falsear su solicitud. En todo momento había ocultado que había
sido condenada por un tribunal austríaco años antes de entrar en Estados Unidos,
además de haberse beneficiado de la amnistía, algo que debía de constar. De este
modo y después de violar la ley, en 1971 Braunsteiner tuvo que asistir a un nuevo
juicio. Ni siquiera la inestimable ayuda de sus vecinos, que no podían creerse las
aberrantes acusaciones, contribuyeron en el pleito. Numerosas personas decidieron
testificar a su favor.

«La señora Ryan me invitó a entrar en su casa cuando le toqué el timbre


para informarle que J había roto su ventana sin querer con una pelota de béisbol.
Ella me dio unas tortitas con azúcar. Tampoco nos dejó pagar la ventana. Es una
señora muy amable»45.

Hasta diversos grupos neonazis americanos tomaron partido en la causa de


Braunsteiner organizando una campaña de recogida de fondos. Gracias a
publicaciones como la revista Liberty Bell, el dinero recaudado sirvió para pagar el
abogado y la manutención de la familia durante el juicio. Pero las testificaciones de
algunos exsupervivientes contribuyó a que por fin Hermine Ryan (Braunsteiner)
entregase la nacionalidad durante la celebración del proceso judicial neoyorquino.

«Si escuchabas el nombre de Hermine, entonces sabías que no venía nada


bueno. Ella nos gritaba, "¡tu cerdo, tu maldito judío, ponte recto!". Ella ha cambiado
el color de su pelo; creo que solía ser oscuro. Pero tiene la misma boca apretada)» 46.

Para evitar males mayores la exguardiana nazi decidió entregar su


certificado como ciudadana norteamericana. De primeras impediría que la
deportaran. Pero la historia no acaba aquí. En 1973 la República Federal de
Alemania presentó una diligencia al Secretario de Estado de los EEUU para
efectuar su extradición. El motivo: una corte alemana había emitido una orden de
arresto alegando que Hermine Ryan (Braunsteiner) había cometido múltiples
asesinatos como guardia de las Waffen-SS en el campo de concentración de Lublin-
Majdanek. Se la hacía responsable de la muerte de 200.000 personas. Nuevamente,
un jurado norteamericano tenía que decidir acerca de su futuro. Pese a que en
primera instancia la normativa denegaba expatriar a un ciudadano americano a
Alemania, en realidad los cargos eran por delitos políticos incurridos por una
residente «no alemana». En conclusión, el juez certificó su extradición el 1 de mayo
de 1973. El 7 de agosto de 1973 Hermine Braunsteiner Ryan se convirtió en la
primera criminal nazi expulsada de Estados Unidos a Alemania.

1975: TERCER JUICIO DE MAJDANEK

Nada más aterrizar en Alemania Braunsteiner fue conducida directamente a


la cárcel de Düsseldorf, donde estuvo en prisión preventiva. A la espera de la
celebración del juicio, poco tiempo después fue puesta en libertad bajo fianza y el
matrimonio Ryan adquirió un pequeño apartamento próximo a los juzgados. El
memorable «juicio de Majdanek» dio comienzo el 26 de noviembre de 1975
prolongándose hasta el 30 de junio de 1981. Fueron prácticamente siete años de
testimonios, interrogatorios y aportación de pruebas, donde Hermine Braunsteiner
y otros 15 antiguos miembros de las SS del campo de concentración de Majdanek
se jugaron su futuro ante la Corte alemana. Aquella comparecencia volvió a crear
un revuelo mediático. Las declaraciones de los testigos asegurando que la
Aufseherin «agarraba niños de los pelos y los tiraba dentro de camiones que se
dirigían a las cámaras de gas» hacían estremecer a los allí presentes. De nuevo se
escucharon las salvajes prácticas y las despiadadas palizas que ejecutaba Kobyla. A
lo largo de las 474 sesiones que duró aquel proceso judicial —el más duradero y
caro celebrado en Alemania— la fiscalía intentó que todos y cada uno de los
inculpados pagaran por los asesinatos acometidos. En una ocasión Simon
Wiesenthal declaró: «la muerte es más rápida que la justicia alemana. Y pronto no
habrá más testigos contra esta gente». Y no le faltaba razón, porque algunos de los
acusados murieron sin ser juzgados como debían. En el caso de Braunsteiner por
un total de 200.000 prisioneros aproximadamente. Sin embargo, la Audiencia
dictaminó falta de pruebas en seis apartados de la acusación y la condenó tan solo
por tres: asesinato de 80 personas; inducir al asesinato de 102 niños y colaborar en
la muerte de 1.000 mediante la participación en la selección de mujeres y niños
judíos a las cámaras de gas. El trabajo de su abogado defensor, Vincent A. Schiano,
fue excepcional, en especial porque llegó a recusar prácticamente todo al Tribunal.
«Ella estaba en Ravensbrück, fue declarada culpable, creo que después de
un curso de conducta en Ravensbrück por golpear a los internos, pero nunca fue
juzgada ni condenada [para] un curso de comportamiento en el campo de
concentración de Majdanek en Polonia. Recuerden esto, la acusación en su contra
por la deportación no fue necesariamente un tipo de conducta durante ese periodo
de tiempo, sino una condena por un delito que implicaba la depravación moral en
Austria. Ahora, eso fue importante en referencia a esta exposición, porque si el
único cargo era que ella mintió cuando consiguió el visado, lo habrían evitado
como ella decía, porque el apartado 241 dice que en el fondo si usted está casado
con un ciudadano, automáticamente le exoneran de su fraude» 47.

Asimismo, en el interrogatorio que realizó a su defendida, llevó a cabo la


siguiente táctica:

«P: En todos los seis años que estuvo en estos campos, ¿entiendo bien que
no había nada de lo que usted hizo que la avergonzara? R: No, yo solo hice mi
trabajo, lo mejor que supe, lo que tenía que hacer».

En los últimos meses del juicio la prensa internacional se hizo eco de cada
una de las actuaciones representadas en la Audiencia germana. De hecho, me
gustaría destacar principalmente el reportaje escrito por el diario español El País,
cuando el 27 de febrero de 1981 publica «El fiscal del proceso Majdanek pide 20
cadenas perpetuas contra cinco nazis criminales de guerra». A través de sus
páginas, encontramos un apartado especial a la Yegua Hermine:

«Los veintitrés supervivientes de los prisioneros recluidos en Majdanek han


coincidido en reconocer a La Yegua Hermine como ayudanta de la comandanta del
campo, Ehrich, y autora de numerosos crímenes. Los exprisioneros han reflejado la
gran satisfacción de esta nazi cuando veía el terror que producían a los que
esperaban en la 'rosaleda' (el patio anterior a la cámara de gas) los gritos agónicos
de los que iban muriendo dentro de ella»48.

El 30 de junio de 1981 la Corte condenó a Hermine Braunsteiner a dos


cadenas perpetuas consecutivas. Aquel martirio fue el más brutal de los
adjudicados al resto de sus compañeros en la acusación por los crímenes
perpetrados en el campo de concentración de Majdanek. Kobyla fue trasladada a la
prisión femenina de Mülheimer, donde, según el periodista del The New York
Times, Lelyveld, esta se negó a hablar con el resto de sus camaradas. Se pasaba el
tiempo cosiendo muñecos y peluches. Pero su salud empeoró. Sufría de una
diabetes severa que le ocasionó la amputación de una pierna. Aquellas
complicaciones la llevaron a ser excarcelada de Mülheimer en abril de 1996. Tras
su liberación Hermine decidió marcharse junto a su marido a una residencia de
ancianos en Bochum-Linden. Un semanario alemán, Süddeutsche Zeitung Magazin,
escribió acerca de la pareja en 1996, diciendo que habían visto al Sr. Ryan empujar
la silla de ruedas de la exsupervisora. Caminaban a través del mercado. Cuando su
marido le preguntó si le gustaría un ramo de flores, ella ni siquiera respondió, miró
su reloj y continuaron su camino. La mayoría de investigadores y datos
encontrados apuntan a que Hermine Braunsteiner falleció el 19 de abril de 1999 en
Bochum (Alemania). Por el contrario, algunos expertos aseguran que en realidad
aún seguía con vida en el 2005. Esta última hipótesis no se puede contrastar con
ningún documento oficial. De todos modos, lo que sí podemos afirmar es que la
Yegua de Majdanek llevaba unas botas altas y pulidas, con punta de acero, y que sus
patadas fueron tan famosas como el sonido de su látigo. Tras el escándalo que
rodeó la deportación y enjuiciamiento de Hermine Braunsteiner, en 1979 el
gobierno de los Estados Unidos puso en marcha una oficina para buscar criminales
de guerra. Su pretensión era encontrarlos para retirarles la nacionalidad —si la
tuviesen— y expatriarlos para ser juzgados. Simon Wiesenthal podía sentirse
orgulloso del esfuerzo y del ímpetu empleados en la caza de Kobyla.
JUANA BORMANN. LA MUJER DE LOS PERROS

Cuando no obedecían las órdenes o lo que les había dicho que hicieran, entonces les
golpeaba su cara o les daba un bofetón en sus orejas, pero nunca de una forma que les
saltasen los dientes.

Juana Bormann

Escogía a sus víctimas de forma cuidadosa hasta el punto de provocar


situaciones de insolencia para tener motivos más que suficientes para matar a
sangre fría. No empleaba sus manos, sino las fauces de unos perros lobos que ella
misma entrenaba y adiestraba. Ellos ya se encargaban de despedazar y devorar a
las prisioneras ante la mirada atónita de sus propias compañeras. Las
supervivientes hablan de circunstancias verdaderamente dantescas donde el placer
sádico de la supervisora les dejaba sin aliento. Sin embargo, para Juana Bormann
aquello era un simple entretenimiento. Su actitud impertinente, fría y atemorizante
le valió el apodo de La mujer de los perros. No había nada ni nadie que se le
resistiera durante sus largos paseos por los barracones del campo de
concentración, primero de Lichtenburg y después de Ravensbrück y Auschwitz.
Bajo un aspecto duro y despiadado, de mirada arrogante y mezquina, la carcelera
nazi sostuvo durante su juicio en Nuremberg que el motivo de su ingreso a las SS
en el año 1938 no fue otro que el económico. Necesitaba el dinero para subsistir.
No obstante, de nada le sirvió su defensa. Aun siendo verdad que el ambicioso
sueldo fue la razón principal por la que se alistó, ¿cómo podía explicar los
asesinatos que perpetró durante su estancia? Juana Bormann fue ejecutada en la
horca el 13 de diciembre de 1945, el mismo día que su camarada Irma Grese. Sin
mostrar arrepentimiento alguno en el momento de su ajusticiamiento, sus últimas
palabras en alemán fueron: «tengo mis sentimientos...». Juana o Johanna Bormann,
nació en la ciudad de Birkenfelde en el estado de Thuringia, una región en el
centro del país que pertenecía por aquel entonces a la Prusia Oriental. Parece ser
que la fecha de su nacimiento no está muy clara. Se debe a que cuando la
capturaron y también durante el juicio, ella alegó tener 42 años de edad, cifra que
no concordaba con la supuesta fecha real de su nacimiento, el 10 de septiembre de
1893, y que entonces retrasaría tal acontecimiento hasta el año 1903. Sea como
fuere, se cree que la supervisora nazi llevó a cabo dicha treta con el fin de que la
ayudase a evitar el castigo por los crímenes cometidos. Como veremos, se equivocó
pasmosamente. Aquel despiste no la salvó de la horca. De hecho, su aspecto —tal y
como recojo en fotografías a través de este libro— no es propio de su edad, se la ve
muy mayor y con arrugas, por lo que simular juventud no fue el mejor papel a
representar durante la vista. A la hora de investigar la vida que Juana Bormann
tuvo previamente a su incorporación en las Waffen-SS, me sorprende la poca
información que existe sobre su circunstancia personal. Esta es casi nula y tan solo
se pueden vislumbrar ciertos datos inconexos, aunque sorprendentemente
llamativos. La que sería con los años una asesina aventajada de crueldad excesiva y
soberbia inaudita es descrita como un ser mediocre, que no tuvo apenas educación
o, mejor dicho, que tuvo muy mala instrucción y de la que se desconoce
absolutamente su vínculo familiar o emocional. No hay documentos que revelen —
o si los hay desgraciadamente yo no he dado aún con ellos— cómo creció Juana, si
tuvo hermanos, novios, amigos cercanos o compañeros de clase que pudieran
testimoniar quién era esta mujer antes de transformarse en el peor de los
monstruos. Podemos aventurarnos a decir que, si los había, la tenían tanto miedo
que prefirieron callar y permanecer en el anonimato. Con relación a la
documentación recopilada, sabemos que hay fuentes que apuntan a que Bormann
fue una mujer profundamente religiosa y que incluso trabajó como misionera en
algún país antes de unirse a las SS y ejercer como guardiana de un campamento de
internamiento. Aunque si este apunte fuese cierto, me costaría mucho de creer.
¿Alguien con una fe profunda en el hombre es capaz de comportarse como
Lucifer? Dicho esto, añadir que Juana tenía un problema grande de autoestima, le
faltaba confianza en sí misma. Imagino que de ahí viene su salvaje conducta e
imposición hacia sus súbditas e inferiores. Aplastar al prójimo era una manera de
no dar señal alguna de debilidad. No tenía una profesión concreta ni siquiera un
oficio apropiado con un buen sueldo, lo único que llegó a tener fue un trabajo en
un manicomio donde recibía un salario mensual bastante bajo. Fue ese motivo, el
económico, lo que supuestamente —y así se lo hizo saber al tribunal durante la
vista judicial— la llevó a unirse a las auxiliares de las SS como trabajadora civil en
el campo de concentración de Lichtenburg en 1938. Allí comenzó a ganar tres o
cuatros veces más dinero que en el psiquiátrico.

LICHTENBURG Y LOS SUCESIVOS DESTINOS

El campo de concentración nazi de Lichtenburg estaba ubicado en un


castillo renacentista en Prettin, cerca de Wittenberg —a orillas del río Elba—, en
Alemania del Este. Dicho campamento junto con el de Sachsenburg, fue uno de los
primeros en ser construido por los nazis tras el nombramiento de Hitler como
canciller en enero de 1933. Fue en aquella época cuando las autoridades alemanas
levantaron centros de internamiento en todo el país para retener a las miles de
personas apresadas por sus acciones subversivas contra el régimen. En junio de
1933 las Waffen-SS iniciaron su actividad en el Konzentrationslager de Lichtenburg,
manteniéndose activo hasta el final del Tercer Reich. Y aunque se desconoce el
total de víctimas que pasaron por sus estancias, se cree que entre 1933 y 1937 llegó
a albergar hasta 2000 cautivos entre hombres y mujeres. En efecto, este recinto
comprendido entre lo que denominaban «campos salvajes», fue un punto de apoyo
importante para el gobierno nacionalsocialista. El 15 de mayo de 1939 se convierte
en un subcampo del campamento de Ravensbrück, lugar destinado primeramente
para presos políticos y después como cárcel femenina. Actualmente el castillo
alberga un museo regional y la exposición sobre el uso de Lichtenburg durante la
etapa nazi. Después de este breve y crucial inciso sobre el campamento de
Lichtenburg, la historia de Juana Bormann hace referencia al trabajo que
inicialmente llevó a cabo para las SS. Parece ser que la que fuera Aufseherin de
Ravensbrück y Auschwitz se estrenó en las cocinas del campamento junto con otra
auxiliar de nombre Jane Bernigau. A pesar de su reducida estatura, esta aventajada
asesina siempre negó cualquier implicación con crímenes, selecciones y cualquier
tipo de maltrato o sacrificios a los confinados. Su vida en Lichtenburg pasó casi sin
pena ni gloria. Al poco tiempo de llegar, Bormann fue informada acerca de su
nueva ocupación que no era otra que el de supervisar a las mujeres del grupo de
trabajo que estaban construyendo el novedoso y emergente campo de
concentración de Ravensbrück. Efectivamente, en mayo de 1939 casi todo el
personal de Lichtenburg ya había sido trasladado allí para ayudar a concluir la
edificación del famoso «Puente de los Cuervos». Bormann persistió en aquel lugar
hasta 1942.
«Major Munro: ¿A dónde fue por primera vez cuando se unió a las SS?
Juana Bormann: A Lichtenburg, Sajonia, donde trabajé en la cocina. Permanecí allí
desde 1938 hasta mayo de 1939, cuando todo el campamento fue evacuado a
Ravensbrück y estuve en Ravensbrück hasta 1943, donde trabajé un año en la
cocina, un año en los comandos externos, y luego en la finca del Obergruppenführer
(general) Pohl»49.

Por otro lado, hay que recalcar que su actividad criminal la ejerció no como
Aufseherin (supervisora) de Ravensbrück, sino más adelante en los campos de
concentración de Auschwitz-Birkenau y de Bergen-Belsen, donde compartiría toda
clase de hazañas con una de sus camaradas más terribles, Irma Grese, el Ángel.
Verdaderamente, no se tienen datos extensos sobre la estadía de Juana Bormann en
Lichtenburg y Ravensbrück, tan solo su palabra durante la vista judicial y algunos
documentos que acreditaban que formó parte del personal de aquellos
campamentos. En vista de la documentación cosechada al respecto, puedo
evidenciar que esta mujer (que nada tiene que ver con Martin Bormann, secretario
personal de Adolf Hitler y Jefe de la Cancillería) atesoró múltiples destinos
laborales dentro de las SS para dar apoyo a las Oberaufseherinnen de cada centro. Ni
siquiera permaneció más de un año en cada uno de ellos, algo asombroso a la vista
de los acontecimientos leídos en las biografías del resto de sus compañeras de filas.
Si bien en primera instancia, Juana fue transferida de Lichtenburg a Ravensbrück,
donde aquí sí estuvo unos cuantos años para ayudar en la puesta apunto del
campamento, en verdad una vez ultimada su faena fue llevada a Auschwitz a
modo de «parche». En marzo de 1942 Bormann fue una de las seleccionadas para
prestar su servicio a este campamento de Polonia y siete meses después al de
Birkenau. Allí dio apoyo a supervisoras de la talla de María Mandel, Margot
Dreschsel e Irma Grese.

EL HORROR DE AUSCHWITZ-BIRNKENAU

Juana Bormann y la jovencísima Irma Grese tuvieron mucho en común


durante su estancia en este centro de internamiento. Si bien la primera era mucho
mayor que la segunda, ambas compartían un especial interés por el masoquismo y
toda muestra de aberraciones físicas. Pese a que el Ángel usaba sus propias manos
para desarrollar sus quehaceres delictivos, la Wiesel (comadreja) —así denominada
por las reas a su cargo— instruyó y educó a perros para contribuir a sus feroces
crímenes. A lo largo de su alegato delante del tribunal Bormann arguyó que
adquirió un pastor alemán en junio de 1942, cuando trabajaba en la residencia de
Oswald Pohl, militar alemán que alcanzó el rango de Obergruppenführer (general)
durante el Holocausto. Pero más adelante, negó tajantemente que utilizase al
canino para perpetrar cualquier canallada. Aun así, los testimonios acerca de la
brutalidad con la que actuaba la Bormann quedaron recogidos en el proceso de
Bergen Belsen de 1945, donde numerosas supervivientes declararon sus terribles
vivencias a cargo de la vigilante nazi. Una de ellas fue la judía polaca Ada Bimko,
doctora en Medicina, que el 4 de agosto de 1943 fue detenida y enviada de
Sosnowitz a Auschwitz junto con otros 5.000 judíos. La joven cuenta que cuando el
tren los dejó en la estación del cuartel, tuvieron que formar filas separando a los
hombres de las mujeres y los niños. Después, un médico de las SS empezó a
señalarles diciendo: «derecha» e «izquierda». Ella salvó su vida porque debido a su
juventud fue enviada al campamento. Al resto los cargaron en camiones y fueron
asignados directamente al crematorio para ser gaseados. Unas 4.500 personas
murieron durante aquella selección. Bimko también afirmó que fue testigo de más
selecciones de este tipo ya que estuvo trabajando como doctora en el hospital del
campo. Una de las más terribles se produjo durante la celebración de lo que los
judíos denominaban como el «Día de la Expiación».

«Había tres métodos de selección. El primero de ellos inmediatamente


después de la llegada de los prisioneros; el segundo en el campo entre los presos
sanos; y la tercera en el hospital entre los enfermos. El médico del campo siempre
estuvo presente y otros hombres y mujeres de las SS. (...) Los doctores de las SS que
tomaron parte en las selecciones fueron el Dr. Rohde, el Dr. Tilot, el Dr. Klein, el
Dr. Koning y el Dr. Mengele».

Cuando el coronel Backhouse le preguntó acerca de la acusada número 6,


Juana Bormann, la antigua reclusa afirmó reconocerla porque tenía un perro muy
grande en Auschwitz.

«La idea era que el perro debía vigilar a los prisioneros que estaban fuera de
los grupos de trabajo, pero observamos sobre todo en el hospital que muchos de
los que participaron en los grupos de trabajo fueron mordidos por el perro,
especialmente en las piernas».

Pese a sus palabras, la antigua interna no pudo confirmar haber visto a un


perro atacar a un preso, pero sí apunta que atendió a numerosos enfermos en el
hospital víctimas de mordiscos. Y aunque tampoco logró dar una descripción real
del animal que acompañaba en todo momento a la guardiana Bormann, sí pudo
ratificar que ambos «eran inseparables». Anni Jonas, una judía de Breslau, declaró
bajo juramento que fue detenida el 17 de junio de 1943 y enviada a Auschwitz,
donde permaneció hasta el 25 de noviembre de 1944. Durante el interrogatorio
identificó a varios de los acusados que se encontraban en la sala, una de ellas fue
precisamente Juana Bormann, de quien dijo que la vio estar presente durante las
selecciones del Kommando y decir al Dr. Mengele: «Este se ve muy débil». La judía
de 22 años Dora Szafran, fue otra de las testigos más relevantes por inculpar de
forma clara a la Aufseherin de haber asesinado impunemente a sus confinadas. La
joven procedente de Varsovia había sido detenida el 9 de mayo de 1943 y enviada
en un primer momento a Majdanek. Estuvo siete semanas y el 25 de junio de ese
mismo año acabó en Auschwitz. Seis mil personas estaban encerradas en aquel
gigantesco terreno donde nada más llegar las iban tatuando. El primer contacto
que Dora tuvo con aquella realidad fue el gran golpe que uno de los Kapos le dio
en un brazo. Simplemente la atizó por ser judía. En su turno de preguntas el
coronel Backhouse indagó acerca de las actividades que había visto hacer a Juana
Bormann. La testigo replicó:

«En 1943, cuando estábamos en el Bloque 15 de Auschwitz, volvíamos de


trabajar y una del Kommando tenía una pierna hinchada y no podía seguirnos el
ritmo. Bormann puso su perro sobre ella. Creo que era un pastor alemán. Primero
ella incitó al perro y este se tiró a las ropas de la mujer; entonces ella que no estaba
satisfecha con eso, hizo que el perro fuese a la garganta. Tuve que volver la cara, y
entonces Bormann señaló con orgullo su trabajo a un Oberscharführer (brigada o
sargento mayor). Vi que traían una camilla, y creo que aún seguía con vida.
Bormann también participó en las selecciones».

Aquella despiadada imagen se le quedó grabada a Dora Szafran para el


resto de su vida. Los gritos y chillidos de terror y angustia que se oían en los
diferentes barracones, pronosticaban que la muerte en forma de diablo estaba
llamando a las puertas de los miles de prisioneros que se encontraban por entonces
en Auschwitz-Birkenau. El hospital del campamento donde trabajaba la joven judía
estaba infectado día y noche de cientos de pacientes-reclusos que estaban
sufriendo toda clase de miserias. El hambre era la mínima de sus preocupaciones y
afecciones. La iniquidad podía respirarse en todos los barracones que conformaban
el recinto. Las terribles selecciones practicadas en base a la debilidad, la
enfermedad o las taras físicas o mentales, se convirtieron en algo más que habitual
durante los años que duró la dictadura del Führer. La selección pasó a ser un nuevo
sistema de aniquilación. Aquí me gustaría recordar uno de los terribles pasajes que
Hitler escribió en su Mein Kampf y que magníficamente explica el libro Hitler, los
alemanes y la solución final: «expresaba su creencia de que "el sacrificio de
millones de hombres en el frente" no habría sido necesario si "doce o quince mil de
estos judíos corruptores del pueblo hubiesen sido sometidos a los gases tóxicos"».

Sobre la cuestión de la Solución Final, el Canciller alemán no pudo por


menos que elucidar a sus subordinados —tras una cena el 10 de octubre de 1941—
que «la ley de vida prescribe la muerte selectiva, de manera que queden vivos los
mejores». Así de jactancioso se mostraba un líder que transmitió a sus secuaces
toda la ira y el odio impensables hacia lo que ellos designaban como una «raza
inferior». Una de las peores y más palpables realidades sobre el asunto de la
Solución Final fue la construcción de instalaciones de reclusión, inhumanidad y
muerte por doquier, siendo el campo de Auschwitz uno de sus abanderados y, si
cabe, el más sangriento. Tras sus paredes se cometió uno de los mayores
exterminios en masa de convictas donde se asesinaron entre 1,5 y 2,5 millones de
personas. Los crematorios erigidos en pos de una nueva humanidad, eran
vigilados por los propios reclusos cuyo trabajo era ver morir a sus compañeros de
barracón. Se respiraba mucha impotencia. Sin embargo, era eso o pasar a formar
parte de la gigantesca pila de finados. La supervivencia y su faena diaria en los
Sonderkommandos supuso el mejor de los pasaportes para tener una vida mejor, si
es que podía haberla allí. La mayoría veía aquella situación —entre carga y
descarga de cadáveres y desinfección del crematorio—, como una especie de
privilegio que no podían desperdiciar, si lo hacían guardianas como Juana
Bormann podían arrebatarles, con su irónico sadismo, el último aliento de
esperanza.
LOS TESTIGOS SUBEN EL TONO

Siguiendo con el testimonio de la anterior testigo, Dora Szafran, esta


aseveró ante la Corte que mientras ella trabajaba en el Kommando 103
transportando tierra y carbón, había visto al comandante Kramer pegar a sus
prisioneros. El 25 de septiembre de 1945 y durante el octavo día de la vista judicial
Szafran narró al Mayor Munro que en el Bloque 25 se encerraba a la gente que
posteriormente iría a la cámara de gas. Una vez dentro se les incomunicaba
durante semanas y se les retiraba toda clase de alimento y agua. Tiempo después
dicho barracón sirvió para albergar a las personas con infecciones tales como la
sarna. Por otra parte, Szafran insistió en la peligrosidad de la Aufseherin Wiesel
quien en abril de 1943 atacó a una mujer del Bloque 15 en el Läger B.

«Dora: Ella ha cambiado mucho, pero es la misma mujer. El perro era casi
tan alto como la acusada, y era negro. Munro: Cuando el perro atacó a la mujer,
¿usted se encontraba dentro o fuera de los barracones? Dora: No era mi
Kommando el que estaba marchándose. Solo lo vi. Munro: ¿No fue el caso que la
mujer a cargo del perro intentó parar que atacase a la otra mujer? Dora: Cuando el
perro se fue para la ropa de la mujer, ella lo reprendió y le instó a ir a por la
garganta de la mujer. Munro: Nos ha dicho que la mujer a cargo del perro se
jactaba de ello a un hombre de las SS. ¿No es el caso que lo que oyó a la mujer decir
al hombre de las SS fue un reporte de lo que había ocurrido? Dora: El cuerpo yacía
allí y me dijo: "Es mi trabajo", y lo señaló. Munro: ¿Usted tiene conocimiento
personal de si la mujer murió o no? Dora: Sí, lo sé a ciencia cierta. Fue llevada en
camilla por el Kommando empleado especialmente para llevar cadáveres. Ella
podía haber tenido algo de vida, pero en todo caso los muertos eran enviados junto
con los vivos».

En el transcurso del juicio los interrogatorios fueron subiendo de tono,


sobre todo por las impactantes declaraciones de unas testigos que, a pesar del
miedo, sacaron fuerzas de flaqueza para contar su verdad. Una verdad que aunque
conocida por todos en Auschwitz, había sido impensable hasta aquel momento por
el bando aliado. Otra de las deponentes claves del juicio contra Bormann, fue una
judía de 23 años de la antigua Checoslovaquia, Vera Fischer. Declaró que la
espantosa Aufseherin solía hacerse cargo de las mujeres que trabajaban fuera del
campamento, que tenía un perro grande y que normalmente lo manejaba para
instigar a las reas más débiles y por tanto, incapaces de trabajar. Muchas de ellas
fueron trasladadas al hospital del barracón y murieron por envenenamiento de la
sangre. Algunas más acabaron en el Bloque 25, es decir, en la cámara de gas.
Alegre Kalderon, una judía de nacionalidad griega encerrada en Auschwitz a la
edad de 17 años, también señaló a Juana Bormann como la responsable de cometer
brutales y salvajes agresiones a las internas. No se lo habían contado sus
compañeras, lo había visto con sus propios ojos. Durante los siguientes cuatro
meses a su arresto 45.000 judíos griegos fueron llevados a este campo de
concentración donde se les privó de alimentos y se les trató de manera atroz. Esta
mujer sobrevivió porque principalmente trabajó como modista, permitiéndole
escapar de la cantidad de malos tratos que sufrían el resto de sus compañeras. La
ira desplegada por los alemanes contra los judíos rebasaba los límites de la razón.
El mundo aún no sabía ni la mitad de las barbaridades cometidas en los
campamentos de internamiento, que no eran sino prisiones convertidas en
máquinas de sacrificio donde los reclusos (hombres, mujeres y niños) eran llevados
al límite de la vida y la muerte. En el preciso instante de la liberación de estas
gentes, se pudo ver el horror y la incredulidad en el rostro de los aliados. Nadie
daba crédito a lo que Hitler y sus secuaces habían materializado durante la
contienda. Aquello no fue una guerra, fue un degradado exterminio en toda regla.
Siguiendo con los testimonios acopiados durante el juicio de Bergen-Belsen de
1945, nos topamos con el de otra judía polaca de 23 años llamada Rachela Keliszek,
quien reconoció perfectamente a la acusada como guardiana de Auschwitz. La
muchacha la señaló en la fotografía número 19 que el Tribunal había admitido
como prueba. Durante su interrogatorio, Keliszek relató una triste anécdota que
sufrió a manos de Bormann.

«En el verano de 1944 fui una de las 70 mujeres del Strafkommando cuyo
castigo era estar de pie todo el día en el mismo sitio y golpear el suelo con un pico.
Bormann era la encargada del grupo y aparecía en el puesto de trabajo como
cuatro veces al día. Un día no estaba satisfecha con la tarea de un grupo de diez
chicas, al que pertenecíamos mi amiga y yo. Solo conocía a mi amiga por el nombre
de Regina. Ella tenía 18 años de edad. Bormann siempre llevaba con ella un perro
grande, y en este día ordenó al perro atacar a nuestro grupo. Yo fui la primera en
ser mordida en la pierna, y después Bormann ordenó al perro atacar a Regina que
estaba a mi lado. El perro la mordió primero en la pierna y como estaba tan débil
se cayó. El perro entonces empezó a morder y despedazar todo su cuerpo,
empezando por sus piernas y subiendo para arriba. Bormann incitaba al perro y
cuando Regina estaba sangrando por todas partes y se derrumbó finalmente, ella
ordenó al perro que le dejara y se marchó del lugar de trabajo. Después, cuatro de
las presas llevaron a Regina al hospital. Solía visitarla cada día. Ella estaba muy
débil y había heridas abiertas por todo su cuerpo que nunca le taparon de ninguna
manera. Creo que su cuerpo acabó sufriendo un envenenamiento de la sangre
porque el resto de su piel se había transformado en un color azul oscuro. Durante
mis visitas ella estaba trastornada y nunca hablaba de manera coherente. Un día,
unos quince días después del ataque, fui a verla pero la enfermera me dijo que
había muerto. No me cabe la menor duda que su muerte fue por culpa del ataque
del perro ordenado por Bormann».

Yilka Malachovska, una judía procedente de Polonia que durante el juicio


tenía 18 años, también señaló la instantánea de Juana Bormann como una de las
mujeres que pertenecían a las Waffen-SS en Auschwitz. Malachovska aseguró que
una mañana de enero de 1943 la Aufseherin participó en la selección de un grupo de
trabajo de 150 niñas. Durante la clasificación para saber quiénes serían las
próximas víctimas en ir a la cámara de gas, se encontraba el Rapportführer Tauber
acompañado de la tan temida Comadreja.

«Él no participó en la selección. Bormann fue una de las responsables de


selección de las SS y eligió 50 chicas de nuestro grupo de trabajo de 150. Mi
hermana fue una de las seleccionadas. Después, las demás nos marchamos del
campo para ir a trabajar y al volver por la tarde, entrando por la puerta, nos
pasaron 8 o 10 camiones repletos de mujeres y niñas. Los camiones iban en la
dirección del crematorio, que estaba ubicado justo fuera del campamento. Nunca
volví a ver a mi hermana ni a ninguna de las chicas seleccionadas esa mañana».

Cualquier excusa era buena si con ello se podían quitar de en medio a 50,
100 o hasta 500 personas diarias en el campo de Auschwitz o en cualquiera
perteneciente al Imperio alemán. La violencia colmaba un hábitat del todo
irrespirable para unas víctimas que poco a poco se fueron convirtiendo en
supervivientes. Muchos murieron, pero otros tantos se salvaron gracias a las
fuerzas de flaqueza gastadas cada día y a la fe que profesaban a la vida. Entre las
mujeres que sobrevivieron a este caos de enajenación y saña estaba la judía
alemana Elga Schiessl, que formaba parte del grupo de trabajo que solía encargarse
de limpiar las cámaras de gas dedicadas a la masacre. Esta chica aclaró quiénes
fueron los responsables de las miles de vidas aniquiladas en aquellos recintos,
como por ejemplo Klein, Hoessler, Mengele, Tauber o Kramer. También señaló a
Juana Bormann como una de las vigilantes de las SS que con frecuencia veía arrear
a las reclusas con una porra de goma. Dora Silberberg, judía polaca de 25 años,
declaró que el 15 de junio de 1944 mientras se encontraba en un grupo de trabajo
fuera del campo de Auschwitz junto con su buena amiga Rachella Silberstein, esta
empezó a encontrarse indispuesta. Se sentía muy débil y sin fuerzas para poder
desempeñar las tareas encomendadas aquel día. Pese a no poder andar para acudir
a su puesto de trabajo, Dora ayudó a su compañera llevándola prácticamente en
brazos. Cuando llegaron, Rachella tuvo que sentarse porque estaba sufriendo unos
terribles dolores que le impedían siquiera moverse. Sin embargo, Bormann, que
estaba supervisando al equipo, le ordenó que se levantara rápidamente y que se
pusiera a trabajar de inmediato.

«Dado que mi amiga casi no podía hablar por el dolor intervine y le dije a
Bormann que Silberstein estaba demasiado débil para trabajar. Bormann me dio un
puñetazo en la cara, arrancándome dos de mis dientes, y me dijo que volviese a
trabajar. Mientras me marchaba me golpeó por todo el cuerpo con un palo grueso
que llevaba. Después ella ordenó a un perro grande, que siempre la acompañaba,
que atacara a Silberstein, que estaba sentada en el suelo. El perro le agarró su
pierna con sus dientes y la arrastró dando vueltas hasta que ella finalmente se
derrumbó. Luego Bormann ordenó al perro que dejara suelta a mi amiga. Después
de unos diez minutos Silberstein recobró la conciencia, pero se quedó tumbada en
el suelo todo el día. Yo no pude ver las heridas abiertas, pero la pierna que le había
agarrado el perro se hinchó y se tornó a un color negro azulado. Tuve la impresión
de que era un envenenamiento de sangre».

Silberberg continuó describiendo durante su intervención delante del


Tribunal que cuatro de sus compañeras trasladaron a Rachella hasta el
campamento y que a su llegada la ingresaron en el hospital. Cuando al día
siguiente decidió ir a visitarla, la encontró tan débil que no podía hablar ni comer.
Un día más tarde, el 17 de junio de 1944, el director la informó de que su amiga
había muerto y que su cadáver se había dispuesto en el patio. Dora fue hasta allí y
vio un cuerpo cubierto con mantas. «Levanté las mantas y reconocí a mi amiga
muerta». Alexandra Siwidowa fue otra de las internas del campo de concentración
de Auschwitz que distinguió a Juana Bormann, no solo como una de las
Aufseherinnen encargadas de su supuesta «seguridad», sino como el brazo ejecutor
de numerosas e injustificadas escenas de violencia y degradación.

«La vi golpear a muchas prisioneras por llevar ropa buena. Ella ordenada a
las presas que se desnudaran y que hicieran ejercicios extenuantes. Cuando ya
estaban demasiado cansadas para seguir vi a Bormann golpearles en la cabeza, la
espalda y todo el cuerpo a veces con una porra de goma y otras veces con un palo
de madera. Mientras estaban en el suelo también las pateaba».

Otra de las supervivientes que vivió para contarlo fue la judía polaca Ester
Wolgruth, quien afirmó que durante su estancia en el campo de concentración de
Auschwitz en el año 1943, había visto a Bormann instigar con su perro a una
compañera suya que tenía una rodilla hinchada y que no podía continuar el día
junto al resto del grupo de trabajo. Fue entonces cuando el canino agredió
gravemente a la rea mutilándole varias partes del cuerpo. Unos días después
murió a consecuencia de las heridas. La doctora Ella Lingens-Reiner fue una de las
médicos austriacas que estuvo confinada en este centro de destrucción. Conoció
muy de cerca a Bormann. La nazi amenazaba a Lingens para que fuese muy dura
con sus compañeros, tenía que cooperar en esa política de «correcta dureza». Pero
la doctora no lo hizo y la guardiana comenzó a odiarla. La austriaca llegó a escribir
sobre su superior cosas como esta: «Ella era miserable, una criatura infeliz que no
fue amada por nadie, que no amaba a nadie más que a su perro... No es de extrañar
que esta mujer se negase a apelar su sentencia de muerte. Para ella la derrota de su
Alemania fue el final»50. En los casi cuatro años que Bormann supervisó los campos
de Auschwitz y Auschwitz-Birkenau fueron muchos los prisioneros que
desaparecieron y engrosaron las listas de muertos por causas tan diversas como, la
inanición, desnutrición y por supuesto los llamados intentos de fuga. Estos no eran
otra cosa que la propia diversión de los guardianes. Se sabe que en muchas
ocasiones los miembros de las SS combatían el aburrimiento haciendo que los
reclusos corrieran hacia las vallas electrificadas con la promesa de que obtendrían
una ración de comida extra. Pero al final se encontraban con un tiro a sangre fría
por la espalda. Las risas sucumbían al estruendo de las balas y de la muerte. La
Mujer de los Perros tuvo una carrera militar un tanto movidita. Una vez cumplida
su tarea en Auschwitz-Birkenau decidieron trasladarla de forma eventual hacia
Budy, que no era si no un subcampo cercano donde según diversos testimonios, la
Bormann siguió abusando de los prisioneros. No obstante aquella eventualidad le
sirvió para que a finales de 1944 fuese de nuevo trasladada a otro campo satélite,
esta vez en Hindenburg (Silesia), antes de regresar a Ravensbrück en enero de
1945. En marzo de ese año fue enviada al campo de concentración de Bergen-
Belsen, su última asignación, donde desempeñó diversas funciones —entre ellas la
vigilancia de la pocilga—. Estuvo bajo el mando del comandante Josef Kramer y de
las supervisoras Irma Grese y Elisabeth Volkenrath, con quienes ya había tenido
un estrecho contacto en Auschwitz-Birkenau tiempo atrás.

LA PARTE MÁS TÉTRICA DE BERGEN-BELSEN

Desde el año 1936 y hasta su liberación por las tropas británicas el 15 de


abril de 1945, el campo de concentración de Bergen-Belsen albergó a unos 95.000
detenidos judíos de ambos sexos que padecieron el hambre, el deterioro físico y
sobre todo la ignominia de la injusticia y el crimen. El nivel de mortandad ascendió
de 30.000 a 50.000 víctimas debido, en la mayoría de ocasiones, al hacinamiento de
reos, a la propagación de enfermedades como el tifus y al maltrato ejercido contra
ellos. El personal de este centro de internamiento había instaurado una política de
calvario, pánico, espanto y deceso. El brazo ejecutor del Führer se materializaba
gracias a los guardianes que custodiaban los barracones. Bergen-Belsen sirvió al
caos y a la demencia. La inclemencia corría por las venas de los mandamases como
Kramer, Grese y compañía, que utilizaban a secuaces como Juana Bormann para
poner en práctica toda clase de experimentos y perversiones dignos de una
película de terror. Aquí la Wiesel continuó ejerciendo su papel de asesina en
potencia mientras se paseaba junto a su Pastor Alemán en busca de una nueva
víctima a la que destripar y lanzar a la fosa común. Una y otra vez las reas sufrían
los brutales ataques del animal que, incitado por la guardiana, arremetía a
mordisco limpio contra todo lo que se moviese. Bormann acompañaba tales
incidentes con latigazos perpetrados con una fusta. La ira se apoderaba de ella a la
menor infracción de sus subordinados. Durante el periodo de investigación sobre
Juana Bormann encontré datos de gran interés acerca de su terrorífica
personalidad. Entre ellos me topé con la biografía de la superviviente polaca Dina
Frydman Balbien, que magníficamente recogió la escritora Tema N. Merback en su
libro In the face of Evil: based on the life of Dina Frydman Balbien. Este volumen cuenta
los detalles de los vaivenes sufridos por su protagonista durante su
encarcelamiento e internamiento en campos de concentración como el de Bergen-
Belsen. Desgraciadamente, allí conoció la soberbia de la Aufseherin y cómo actuaba
en su rutina diaria. Una de las anécdotas de Dina Frydman dice que Bormann se
había percatado de cómo el SS-Unterscharführer (jefe de la escuadra juvenil) Tauber
se había enamorado de una de las reclusas judías del campamento, una muchacha
llamada Esterka Litwak. Este hecho provocó que la vigilante amenazase a su
camarada con hacer un informe a la sede central contando lo sucedido —lo que
provocaría su traslado automático—, si no le quitaba los ojos de encima a la
prisionera. Aquella actitud dejaba entrever que a Bormann lo que en realidad le
molestaba era que este joven no le prestara la suficiente atención. Llegó el invierno
y las tormentas de nieve comenzaron a ser muy frecuentes en la zona. Mientras se
realizaba el recuento, algunos reclusos debían de permanecer desnudos en el
Appellplatz. Una vez concluido, se iniciarían las marchas hasta las fábricas a donde
llegarían prácticamente congelados de frío, con los pies y las manos entumecidas y
el viento helado incrustado bajo su piel.

Una de estas madrugadas Frydman decidió meterse las manos en los


bolsillos para calentarse, sin darse cuenta de que Bormann y su pastor alemán
caminaban a través de las filas de mujeres. De repente, se pusieron delante de ella.
La jovencita se apresuró a sacar las manos para ponerse firme. Ya era demasiado
tarde. «Ella levanta su mano con el guante negro y abofetea tan fuerte mi cara que
toda mi cabeza siente como si cayera y veo estrellas bailando ante mis ojos. Me
caigo de rodillas incapaz de respirar, mi mejilla quema como fuego y los ojos se
llenan de lágrimas que tornan a estalactitas mientras se deslizan por los lados de
mi nariz. "¿Cómo te atreves a meter las manos en los bolsillos, Judía? Si te pillo
haciendo algo parecido otra vez dejaré suelto mi perro contra ti y entonces tendrás
algo que lamentar". Mientras lo dice, el perro está gruñendo y ladrando a unos
centímetros de mi cara luchando contra la correa de cadena listo para la orden de
ataque. Puedo oler el aliento cálido húmedo del animal y sentir la saliva espumosa
golpeando mi cara. "¡Levántate ahora!", ordena. Temblando y llorando
desconsoladamente me pongo de pie. "Sí, Aufseherin Bormann, lo siento no lo haré
de nuevo". "¡Asegúrate de que no!". Ella se marcha arrastrando el perro mientras
este continua ladrándome ferozmente enfadado porque le quitaban de la caza.
Silenciosamente rezo para que Dios se lleve consigo a ella y a su bestia».

Sin embargo, el destino quiso que tras la liberación del campo de Bergen-
Belsen, la inexperta polaca devolviese a Bormann —casi con la misma moneda—
parte del sufrimiento que esta le había infringido previamente. Frydman no daba
crédito a lo que le estaba ocurriendo. Aunque por fin era libre no comprendía la
realidad, hasta que vio al personal de las Waffen-SS con las manos en la cabeza y
con miedo en sus ojos.

«Con la poca fuerza que me queda cojo una piedra y la lanzo en su


dirección. Golpeo a la Aufseherin Bormann justo en el entrecejo y ella se estremece
mirándome, su cara está horriblemente gris y con miedo. De repente, estoy llena de
fuerza mientras la sangre corre por mis venas. Con el gozo de la venganza
alimentándome, escupo en su dirección».

Si en Bergen-Belsen antes nadie sonreía por culpa de los castigos de sus


superiores, a partir de aquel instante las víctimas —ahora convertidas en
inmediatos supervivientes— comenzarían a sentirse aliviados por salvarse de una
triste muerte anunciada. Como decía Calderón de la Barca, «la venganza no borra
la ofensa», pero es cierto que contribuye a sentirse aliviado. Durante la ronda de
interrogatorios celebrados en septiembre de 1945 a colación del juicio de Bergen-
Belsen, me gustaría destacar los que hacían referencia a la actividad efectuada por
Juana Bormann durante su estancia en el campamento. Este último ciclo fue
decisivo para juzgar los crímenes perpetrados en las Waffen-SS. Entre las víctimas
que lograron salvarse destacaba la judía procedente de Hungría, Ilona Stein que,
tras ser detenida y enviada a Auschwitz el 8 de junio de 1944, terminó su reclusión
en Belsen en 1945. Allí conoció a la Aufseherin que, y así consta textualmente,
«golpeaba a la gente con frecuencia». Asimismo, gracias al texto Law Reports of
Trials of War Criminal. Volumen II The Belsen Trial —ya mencionado con
anterioridad—, podemos conocer datos relevantes. Como aquel que se refiere a la
testigo judía polaca Hanka Rozenwayg, que tras ser apresada y encerrada en
Auschwitz en 1943, la transfirieron a Bergen hasta la liberación del centro. Allí
conoció a Juana Bormann que era famosa por atemorizar con un perro grande a los
presos y por practicar modalidades de ferocidad y castigo. Rozenwayg también
recordó la vez que encendieron un fuego en la habitación para calentarse del frío.
Bormann se presentó en su barracón y comenzó a golpear en la cara de todas las
chicas. Anita Lasker, que vivía en Breslau antes de su detención, fue enviada a
Auschwitz en diciembre de 1943 y trasladada a Belsen en noviembre de 1944. Entre
las acusaciones que realizó, hubo una que hacía referencia a la clara participación
del comandante Kramer y del Dr. Kelin en las selecciones de reclusos para la
cámara de gas. Y aunque rememoró que Juana Bormann infringió miedo a los reos
gracias a su pastor alemán en su largas caminatas por las instalaciones, no pudo
afirmar que fuese testigo de ninguna de las barbaridades que se escucharon en la
vista. Anita Lasker nunca vio a la inculpada hacer nada malo y por tanto, no tuvo
ningún motivo para quejarse de ella. No obstante, como estamos viendo a la largo
de este libro, no todos los testigos tenían recuerdos tan favorables sobre las
criminales nazis. Uno de ellos fue el Dr. Peter Leonard Makar de 37 años, que
escapó de Polonia en enero de 1940 por difundir propaganda británica. Durante su
huida recorrió Yugoslavia, Zagreb y Malinski, donde fue capturado finalmente por
los italianos y enviado a Dachau en 1944. Su traslado a Belsen se produjo en el
verano de ese mismo año. En su declaración Makar reconoció a Juana Bormann por
ser entonces la encargada de la pocilga y de otros quehaceres nada agradables.

«En Marzo de 1945, la vi golpear a prisioneras en dos ocasiones. La primera


vez golpeó con sus puños a una chica, cuyo nombre no sé, en la cara y en la cabeza
porque le había pillado robando verduras. La chica se cayó al suelo y su amiga la
ayudó a marcharse. La segunda vez, una chica intentó robar ropa del almacén, así
que Bormann le golpeó en la cara y lo hizo con sus puños. Cuando me marché,
seguía golpeando a la chica cuyo nombre no sé».

Según Makar, la violencia empleada por Bormann hacia las confinadas era
demencial, propia de una persona sin entrañas. Este tratamiento tan específico
consistía en una serie de puñetazos en la cara de la chica y patadas en todo su
cuerpo y siguió sucediéndose hasta la liberación del campo de concentración en
1945. El pánico de aquellos internos se podía ver en sus ojos. «Cada fibra de mi
cuerpo me advirtió que tuviese cuidado. Estas guardianas femeninas no eran las
mismas que nos habían visitado antes en el dormitorio. Mi instinto me dijo que
estas dos mujeres eran muy diabólicas», contaba Hetty E. Verolme, una de las
supervivientes de este campo de concentración en su libro The Childrens house of
Belsen. El temor y la turbación iban haciendo mella cada vez más en el ánimo de
unas gentes —hombres, mujeres y niños— que suspiraban todos los días por salir
indemnes de una dramática situación sinsentido. No eran cobardes por doblegarse
ante el «enemigo», eran valientes por aguantar hasta la extenuación disparatadas
fechorías, a veces sangrientas a veces depravadas, procedentes de otros seres
humanos ciegos de ira, rabia y ávidos de sangre. Curiosamente, no solo las
prisioneras hablaban mal de Juana Bormann, Helena Kopper antigua reclusa
polaca del centro de interna-miento de Auschwitz y posterior trabajadora en el de
Bergen-Belsen durante 1945, afirmó que a pesar de tener tatuado un número en el
brazo los golpes que le propinaron pararon cuando ella se quejó a sus superiores.
«Estaba trabajando muy bien y no había razón para pegarme», apuntó Kopper al
teniente Jedrzejowicz. Cuando se le preguntó por la denominada como La Mujer de
los Perros ella testificó lo siguiente:

«R: En Ravensbrück y Auschwitz, ella tenía un perro marrón oscuro con


manchas claras. Ella siempre andaba con este perro. P: En su declaración usted
habló sobre dos casos independientes de Bormann ordenando a un perro que
atacase a la gente —una vez a usted misma—. ¿Existe alguna posibilidad que usted
confunda a Bormann con una Aufseherin llamada Kuck? R: Conocía a las dos muy
bien y no confundiría la una con la otra. P: Cuándo Bormann ordenó al perro que
le atacase a usted, ¿fue deliberado? R: Sí. P: Con respecto al otro incidente, ¿estuvo
muy herida la mujer que mencionaba? R: Ella estaba muerta, y el
Leichenkommando llevó el cadáver al bloque 25. Había unas 30 chicas en aquel
Kommando. P: ¿Llevar cadáveres cada día a la morgue era su única tarea? R: Sí,
era su única y permanente tarea. P: Cuando Bormann ordenó a su perro que la
atacase y usted fue al hospital, cuando le dieron el alta ¿recibió otra paliza por el
mismo delito de tener cigarrillos? R: Sí. Hizo un informe escrito y recibí 12 días de
prisión».

Era evidente que Bormann no generaba ninguna simpatía ni entre sus


subordinadas ni entre sus propias camaradas. Las exabruptas medidas que
impartía y las decisiones o conclusiones a las que llegaba, no eran santo de
devoción de ninguna de ellas. Helena Kopper señaló a la guardiana como la peor
persona del campo, la más odiada, que jamás se separaba de su perro y a quien vio
en más de una ocasión cómo se acercaba a una reclusa, le sacaba algo del bolsillo y
entonces comenzaba a golpearla. No contenta con esto la tiraba al suelo para que el
animal la mordiese hasta hacerle sangre. Aquel grado de violencia también lo
sufrió Kopper debido al ataque del perro de Bormann que la mantuvo seis
semanas en el hospital del campamento. Pese a ello esta polaca convertida en
Kappo durante su incursión en el centro de Bergen-Belsen fue condenada a 15 años
de prisión por participar en los malos tratos a prisioneros. Otra de las Kappos que
corrieron la misma suerte que Helena Kopper fue Stanislawa Starostka que, pese a
su descendencia polaca, trabajó para el personal nazi de Bergen-Belsen ayudando
en las labores de repartición de la comida a los presos. Fue condenada a 10 años de
prisión por impartir toda clase de penitencias y guantazos a sus correspondientes
compañeras. Tal y como queda recogido en su declaración ante el Tribunal
Starostka admitió que prácticamente estaban muertos de hambre y que los
guardianes les trababan muy mal. De hecho, la muchacha con el número 6.865
tatuado en su piel señaló a Bormann como una de las Aufseherinnen que se
encontraban en los barracones de Belsen, siempre acompañada por su pastor
alemán. Gran parte de los vigilantes colocados en Komandos externos instigaban a
los internos con estos animales.

ESPAÑOLES EN EL RECINTO

La ciudad griega de Salónica se convirtió a partir de 1492 en el refugio de


aquellos judeoespañoles que fueron expulsados de nuestro país por los Reyes
Católicos. Desde entonces esta población pasó a ser modelo de urbe receptora de la
inmigración judía en Europa, especialmente de los llamados sefardíes. A pesar de
su riqueza cultural, la maquinaria nazi decidió arrasarla durante la Segunda
Guerra Mundial implantando su tan terrible antisemitismo destructor. La
aniquilación de este pueblo se originó por el traslado de sus habitantes a los
diversos campos de concentración alemanes distribuidos en especiales puntos
neurálgicos. Dichas localizaciones les sirvieron para mantener un control
prácticamente absoluto sobre la población de sus países vecinos a la par que
enemigos. A partir de aquí se acomete la deportación de los 48.000 sefardíes de
Salónica al campamento de Auschwitz-Birkenau ante la pasividad del gobierno
español que actuó con gran insolidaridad. De hecho, el régimen nazi envió varios
telegramas a Franco —consistían en una serie de mensajes secretos cifrados—
donde Eberhard Von Thadden, encargado de ejecutar tales destierros en el verano
de 1943, explicaba desde Grecia a Berlín lo que estaba sucediendo:

«El gobierno español fue informado en abril de que todos los judíos deben
salir de Salónica por razones de seguridad policial. Pese a graves dudas respecto la
emisión de visados de salida para unos 600 judíos, se prometió la repatriación al
gobierno español. Poco antes de la expiración de plazo la embajada española pidió
una prórroga. Después de la expiración del segundo plazo la embajada española
ya no pidió ninguna prórroga más. Mediante sugerencias el gobierno español dio a
entender que la repatriación no le interesa. Miembros de la embajada española se
lo confirmaron explícitamente al Ministerio de Asuntos Exteriores. No se prevé
intervenir ante el gobierno español. (...) Otra prórroga de la solución de la cuestión
judía en Salónica es inaceptable. Los judíos españoles se enviarán por el momento
a campos de tránsito en el Reich. La embajada española local está informada.
Ruego informar al encargado español en Atenas. Fin de la orden de Atenas» 51.

La respuesta del Gobierno alemán en Grecia fue contundente y exigió «la


evacuación de los judíos españoles al campo especial de máxima seguridad en
Bergen-Belsen para finales de este mes (julio, 43) si para entonces el gobierno
español aún no ha pedido la repatriación colectiva a España. Ruego al comando
local que se organice el transporte a Bergen Belsen no como habitualmente se hace,
sino manteniendo las formas para que una eventual salida posterior de algún judío
hacia España no dé lugar a propaganda del terror [sic]». Posteriormente se inicia
una guerra abierta entre el gobierno español y uno de sus cónsules en el país
griego, Sebastián Romero Radigales, que había sido destinado a Atenas entre los
años 1943 y 1944. El diplomático no daba crédito al comportamiento del gobierno
español que poco estaba haciendo por salvar la vida de unos judeoespañoles que
acabarían como internos en los centros de exterminación. Así que decide actuar
por su cuenta logrando salvar a 150 refugiados de la capital ateniense para que
pusieran rumbo a Palestina. Con todos sus esfuerzos, el cónsul no pudo evitar el
traslado de unas 400 personas al campo de Bergen-Belsen. De hecho, el pasotismo
del sistema franquista sobre la posible repatriación de estos judíos sefardíes hizo
que finalmente Alemania ordenase su reclusión en este campo de aniquilación.
Tras doce días de viaje en condiciones infrahumanas 367 judíos sefardíes llegan a
Bergen-Belsen el 13 de agosto de 1943, entre ellos 40 menores de 14 años y 17
mayores de 70. Una vez instalados y ante la insistencia del cónsul, el dictador
español cedió y aceptó que estos exiliados regresaran de nuevo a España. Es
entonces cuando, gracias a un telegrama alemán, tenemos constancia de la
evacuación que de forma inmediata procedería a realizar Radigales.

«Asunto: Judíos españoles de Tesalónica. 366 judíos españoles fueron


deportados de Tesalónica (...) los demás judíos viajaron ilegalmente con un tren de
turistas italiano a Atenas. La embajada española informó que el gobierno español
ha decidido readmitir a los judíos españoles llevados a Alemania. La repatriación
(según el gobierno español) debería organizarse en grupos de unas 25 personas y
espaciada en el tiempo. Instancias internas (alemanas) opinan que la propuesta es
inaceptable e insisten en una rápida repatriación en grupo de los 366 judíos a
España. Compartimos esta opinión porque, de lo contrario, el transporte se
alargaría a 6 meses y se originarían muchos gastos para personal de vigilancia y de
acompañamiento. También bajo aspectos propagandísticos, una única repatriación
en grupo parece mejor que frecuentes transportes individuales que recuerden el
asunto repetidamente. Por favor, transmita al ministerio de Asuntos Exteriores de
allí (español) nuestro punto de vista y consiga una rápida aceptación del transporte
agrupado, para el caso que la repatriación se lleve a realmente cabo. Por favor,
tomen precauciones a tiempo para evitar en la medida de lo posible el uso
propagandístico maligno de esta repatriación»52.

La batalla diplomática llegó a su fin y el éxito fue rotundo, se habían


salvado vidas. La mayoría de estas personas pasaron de estar confinadas en un
campamento en las peores condiciones humanitarias posibles a ser trasladados a
Barcelona, Marruecos e incluso a Palestina. Pero una bofetada golpeaba
nuevamente al pueblo judeoespañol. En marzo de 1944 miembros de las Waffen-SS
arrestaron a 155 judíos españoles que tuvieron que retornar a Bergen-Belsen. Allí
permanecieron hasta que fueron liberados por el ejército británico en 1945. Entre
las historias de españoles en este campo de concentración podemos extraer la de
Teresa Encuentra de Bescos, nacida en Abiego (provincia de Huesca) en el año
1910 y que, tras ser detenida por los alemanes por participar en la resistencia, fue
encarcelada primeramente en París para después ser deportada al campo de
Ravensbrück en la primavera de 1944. Allí ingresó el 18 de mayo con el n° 39.260,
aunque posteriormente fue trasladada al centro de Bergen-Belsen donde sufrió
terribles palizas por parte de algunas de sus guardianas. Vivió para contarlo
gracias a la liberación del campamento por las tropas aliadas en la primavera de
1945. Santiago Labara Cantarelo es otro de los prisioneros españoles que
padecieron la ira de Bergen-Belsen. Nacido en Candasnos (Huesca) en 1895, era
militante de La Confederación Nacional del Trabajo formando parte del Comité
local creado de inmediato después del estallido de la Guerra Civil junto a José
Sampériz y otros. Desgraciadamente, murió en el campo de Bergen-Belsen a los 49
años justo dos meses antes de su liberación. Jamás se conocieron las causas de su
muerte, aunque probablemente, y, tal y como se puede extraer de la
documentación revisada hasta el momento, es posible que fuese por inanición.
Gracias a las gestiones realizadas por la Cruz Roja Internacional, su familia pudo
conocer el paradero de Santiago y su triste final. Otro de los casos que aquí nos
ocupa, es el de Felicitat Gasa apodada Porcar y que, gracias al Archivo General de
Ravensbrück (Fürstenberg) hoy podemos comprender qué fue lo que le ocurrió a
Felicitat y cómo fueron sus últimos días en Bergen-Belsen. Esta mujer nacida en
Segria (Lleida) en 1905 fue apresada por resistente y enviada en mayo de 1944 en
un convoy a Ravensbrück junto con otros 567 presos. Allí fue marcada para los
restos con el número 39.297. De «El Puente de los Cuervos» la trasladan a pie a
Hannover y de allí a Bergen-Belsen. Durante los tres días que duró aquel
desmesurado viaje Felicitat recuerda cómo muchas de sus compañeras caían
exhaustas mientras las guardianas nazis las golpeaban una y otra vez. Aquí
destaca el incidente de una compañera madrileña llamada Monique de la que no
recuerda el apellido. Esta estuvo apunto de caerse por el camino y fue Felicitat y
otra reclusa quienes la cogieron del brazo a pesar de que ella insistía que la
dejasen, que ya no podía más. Cuando llegaron al campo de concentración, se
dieron cuenta de que en realidad se trataba de un centro de aniquilación y
exterminio. En el poco tiempo que allí permaneció —pronto llegarían los ingleses
para sacarlos de la truculencia— pudo ver montañas de cadáveres esperando ser
enterrados al lado de una zanja ya que los hornos ya no funcionaban por la falta de
carbón. Aquí me gustaría puntualizar que, cuando los alemanes procedieron a huir
de aquella estela de barbarie, no tuvieron tiempo de enterrar las pilas de muertos
así que pidieron a los prisioneros que cavaran algunas fosas. De este modo se
podía ver a los hombres del campo transportar un cadáver para después arrojarlo a
la zanja. Incluso había un almacén lleno hasta el techo de despojos de mujeres.
Otro de los recuerdos que Felicitat contó a su compañera Neus Catala, fue cómo
una periodista se acercó hasta aquel montículo de fiambres que esperaban ser
enterrados, mientras los reclusos se sentaban sobre ellos como si fueran un montón
de leña. El día de la liberación de Bergen-Belsen las tropas inglesas se toparon de
bruces con la atrocidad del régimen nazi y con miles de cuerpos masacrados.
Enfermedades tan contagiosas como el tifus fue lo más liviano que vieron en aquel
gigantesco recinto. Una vez que Felicitat Gasa se convierte en una mujer libre, la
única visión que la acompañará hasta el final de su vida, es la de dos niños muy
pequeños, de unos seis años, pero con apariencia de ancianos, como si la vejez les
hubiera azotado gravemente. «Estos pequeños iban a recoger la sopa que los
ingleses habían preparado para la tropa y los deportados una vez liberado ya el
campo», comentaba la superviviente española. Y dos preguntas le rondaban la
cabeza al ver esa escena: «¿qué habían hecho ellos para estar en el campo? Las
mujeres habían hecho la resistencia pero los niños, ¿qué habían hecho los niños?».
Mónica Jene Canovas nació en Cataluña en 1911, pero vivió en Francia desde los
seis años. En 1942 se unió a un grupo de la resistencia, Alibí Morris, para ser
detenida por los alemanes tan solo un año después. Fue confinada en la cárcel de
Fresnes donde permaneció un mes sola y a oscuras, pellizcándose para no volverse
loca y ver si todavía seguía viva. Al cabo de un mes la trasladaron a una celda
donde coincidió con la mujer de un diplomático polaco, la esposa de un general
francés y su hija y una señora gala. En total eran cinco personas para un calabozo
destinado simplemente a una. El 4 de febrero de 1944 la portan a Compiegne para
desde allí ser enviada a Ravensbrück en un vagón de ganado junto con 70 u 80
mujeres más. En este campo de concentración dedicó su vida a trabajar en los
coches de arena de los trenes, pero unas fiebres muy altas la llevaron a la
enfermería. Una vez recuperada, la conducen a una fábrica de máscaras de gas en
Anovre. Junto con otras compañeras urde todo tipo de sabotajes. En una ocasión
hace saltar los plomos paralizando la confección. Finalmente, el 8 de abril de 1945
fue deportada a Bergen Belsen. Nada más llegar Canovas cuenta cómo le
impresionó encontrarse con una pila de cadáveres en descomposición tirados en el
suelo a punto de ser enterrados, además de un rimero de zapatos propiedad de los
difuntos. Por suerte, a los pocos días el bando aliado arriba al campamento de
exterminación salvando a todos los supervivientes de una muerte segura. Unas
horas antes de aquel acontecimiento el personal nazi y entre ellas Juana Bormann,
les obligaron a cavar una zanja para que los aliados no vieran los interfectos. Un
prisionero intentó coger uno de los cuerpos, pero, al hacerlo, se quedó con un
brazo descompuesto entre las manos. Ese fue el principio del fin. Los mismos reos
se rebelaron contra sus verdugos al tiempo que los aliados les apuntaban con sus
armas. Coloma Serós, alias Anta, nació en 1914 en la comarca de Segria (Lleida) y
llegó a Ravensbrück en el convoy de las denominadas 27.000 que salió de
Compiegne junto a Neus Cátala. Ambas reclusas permanecieron en el Bloque 22
del campo desde el 3 de febrero de 1944. La tatuaron el número 27.037, aunque
pocos días después la enviaron a Bergen-Belsen para ser exterminada. Fue liberada
antes de proceder a su ejecución. Según datos aportados por el Archivo General de
Ravensbrück y por libros tan impactantes como Els Catalans als camps nazis, esta
maestra leridana fue detenida por intentar cruzar la frontera española con sesenta
niños. Quería evitar que los devolviesen a la «España de Franco». Según contó
nuestra protagonista a la autora de este libro, Montserrat Roig, había tres niños
avispados pero muertos de miedo. Eran hermanos y Coloma intentó obstaculizar
que se los llevasen, sobre todo cuando se encontró a la más pequeña llorando
porque alguien le acababa de decir: «Vamos, arrodíllate y reza por el alma de tu
padre, que era un asesino».

LA LIBERACIÓN DE BERGEN-BELSEN

Aunque en primera instancia este campo de concentración ubicado cerca de


la ciudad alemana de Hannover fue construido para servir como centro de tránsito
de confinados, la verdad es que con el tiempo sus funciones fueron cambiando.
Finalmente se utilizó como un recinto de recogida y exterminio. Desde julio de
1943 y hasta el 15 de abril de 1945 unas 50.000 personas murieron en sus
instalaciones. Por ejemplo, las víctimas sufrían hacinamiento a causa de los
numerosos traslados que se organizaban en las famosas «marchas de la muerte». Si
a esto le sumamos el trato vejatorio a los confinados que iba desde la privación de
alimentos y la vestimenta, las continuas palizas, el frío infernal y la aparición de
epidemias como el tifus, nos topamos con un campamento dedicado
exclusivamente a la aniquilación humana. Si en diciembre de 1944 la población de
Bergen-Belsen era de 15.257 personas, durante los primeros meses de 1945 y hasta
el día de su liberación, la cantidad se elevó hasta los 60.000 prisioneros. Sin
embargo, tal cual llegaban los internos tal cual morían a los pocos días, llegando a
tener 7.000 muertos en febrero, 18.168 en marzo y 9.000 durante la primera quince
de abril. La consternación se podía vislumbrar en el rostro de los más fuertes,
aquellos que lograban sobrevivir a toda aquella ignominia. El 7 de abril de 1945,
ocho días antes de que el Ejército Británico irrumpiera en Bergen-Belsen, el jefe de
la Oficina Principal de Seguridad del Reich (RSHA), Ernst Kaltenbrunner, ordenó
al comandante Josef Kramer matar a todos los reclusos que aún seguían con vida.
No le dio tiempo a cumplir su dictamen. El 15 de abril de 1945 la 11ªdivisión
blindada de las tropas británicas irrumpieron en el campo de concentración donde
los muertos se contaban por miles y las mujeres y los niños permanecían desnudos
en el exterior de los barracones. Según parece una de las razones por la que los
alemanes decidieron rendirse finalmente fue que muchos de sus cautivos se
hallaban enfermos. De hecho, esas grotescas imágenes impactaron de sobremanera
a los aliados hasta el punto de obligar a todo el personal de las SS a cargar y
enterrar a los muertos que aún no habían tenido sepultura. Una vez terminado su
trabajo, todos los miembros nazis de Bergen-Belsen —comandante, supervisores,
guardianas y auxiliares— fueron arrestados y puestos a disposición judicial en la
cárcel de la localidad cercana de Celle. Entre ellas se encontraba, cómo no, Juana
Bormann, que fue a juicio acusada de crímenes contra la humanidad. En las
semanas siguientes a la liberación las tropas británicas incineraron 10.000
cadáveres en fosas comunes y quemaron el resto del campo para evitar la
propagación del tifus. Otros 10.000 supervivientes no lograron recuperarse tras su
puesta en libertad y murieron unas jornadas después. «Un hombre, cualquier
hombre, vale más que una bandera, cualquier bandera», enunciaba el escultor
español Eduardo Chillida. En este caso los que perecieron no tuvieron esa valía.

LA BATALLA DE BELSEN: ¿SE HIZO JUSTICIA?

Al término de la guerra y en vista de las situaciones encontradas en los


últimos meses en aquellos campos de muerte y destrucción, los tribunales militares
británicos iniciaron una serie de juicios para dictaminar hasta qué punto el
personal subyacente en dichos recintos era responsable del fallecimiento de miles
de presidiarios. Una de estas vistas judiciales fue el denominado «Juicio de Bergen-
Belsen» —anteriormente mencionado en el capítulo de Irma Grese— donde el
comandante Josef Kramer y otros 44 acusados fueron inculpados de crímenes
contra la humanidad por su atroz participación en el Holocausto y la alta
mortandad registrada en su campo. Como veremos más adelante, la mayoría
fueron ejecutados en diciembre de 1945 en la población alemana de Hamelín. El
proceso que duró 54 días (del 17 septiembre al 17 noviembre de 1945) se realizó en
presencia de unos 200 periodistas y observadores internacionales quienes
pacientemente esperaban a conocer los testimonios y declaraciones, no solo de las
víctimas, sino sobre todo de sus verdugos. ¿Hasta qué punto serían capaces de
negar la brutalidad ocurrida tras las paredes del centro de Bergen-Belsen? Este
campamento de exterminio fue el único que estuvo bajo el control del Ejército
Británico, de ahí que no tuvieran jurisdicción alguna para juzgar y acusar al resto
de los criminales de guerra pertenecientes a otros centros de internamiento nazi.
Aunque las pruebas presentadas fueron claras, no solo por la aportación de los
testimonios de los supervivientes de la masacre, sino por el material fotográfico y
de archivo incautado en los múltiples registros, el personal de Bergen-Belsen por
orden del comandante Kramer intentó borrar todas las posibles huellas que les
señalasen como lo que en realidad habían estado siendo: unos asesinos. Debido a
la envergadura de las causas que se procederían a enjuiciar en los días posteriores,
el Tribunal tuvo muy claro desde el primer instante que los acusados eran
inocentes hasta que se demostrase lo contrario. Creían en la presunción de
inocencia y así se lo hicieron saber a los 45 detenidos a quienes se les proveyó de
un abogado defensor. En total dispusieron de doce letrados de los cuales once eran
británicos y uno polaco. La Aufseherin fue representada por el mayor Munro. Juana
Bormann fue acusada, como la mayoría de sus camaradas, de dos cargos
importantes: uno perpetrado en Bergen-Belsen entre el 1 de octubre de 1942 y el 30
de abril de 1945, cuando, siendo miembro del personal de dicho campamento,
violó las leyes y costumbres de la guerra vejando física y psicológicamente a los
internos hasta causarles la muerte; y el segundo, en Auschwitz del 1 de octubre de
1942 al 30 de abril de 1945, cuando siendo responsable de velar por el bienestar de
los reclusos, ejerció malos tratos contra sus prisioneros hasta verlos morir. Entre los
nombres de las víctimas que se suman a su lista de asesinatos —la mayoría
procedentes de países aliados—, se encuentran el de Rachella Silberstein, Ewa
Gryka, Hanka Rosenwayg y otras personas anónimas. Tanto la Aufseherin como el
resto de sus compañeros se declararon inocentes de los cargos hechos en su contra.
El 17 de septiembre de 1945 da comienzo la vista judicial. En este primer día todas
las miradas se centraron en la enigmática y sádica Irma Grese, compañera de
«correrías» de Bormann, quien acaparó la atención de todos los medios de
comunicación presentes en la sala. Pero a medida que pasaban los días, la temida
Wiesel, con el número 6 en el pecho, se fue haciendo un hueco ya que las testigos la
incriminaban como una de las mayores responsables de las torturas perpetradas en
Bergen-Belsen. Las tornas cambiaron después de su espeluznante declaración.

SÓLIDO INTERROGATORIO

Viernes, 12 de octubre de 1945, es el día elegido por la Corte para interrogar


a la acusada Juana Bormann. Los nervios se pueden palpar en el ambiente. Existe
gran expectación al respecto, especialmente después de los testimonios escuchados
en jornadas anteriores. La guardiana nazi sube al estrado y esta es examinada
escrupulosamente por el mayor Munro. Desde un primer momento existen
discrepancias en torno a ella. La fecha de su nacimiento no concuerda en absoluto
con su apariencia física, ni por supuesto, con la documentación requisada.
Inclusive fue sorprendente escuchar de su boca que el único motivo por el que
había ingresado en las SS, supuestamente como empleada civil, era para «ganar
más dinero». Tras la descripción hecha por Bormann de las fechas y lugares donde
se encontraba en la época de los presuntos crímenes, aparte de sus funciones en
tales campos de concentración, vinieron las respuestas cargadas de total frialdad e
impunidad. Negó rotundamente haber sido parte activa en la selección de
prisioneros para la cámara de gas en Birkenau; haber visto siquiera el crematorio, a
pesar de que los camiones tenían que pasar por la carretera principal. Se ceñía a
decir que no sabía dónde se dirigían aquellas camionetas. Su única función se
limitaba a estar presente en los pases de revista que se hacían por la mañana y por
la noche. «Yo no tenía tiempo para asistir», espetó. Bormann admitió que tenía un
perro de su propiedad en Belsen a modo de mascota, pero desmintió haber
incumplido los reglamentos del campo al intentar instigar a los reclusos
ayudándose del animal.

«P: Un gran número de testigos ha dicho que se acuerdan de verla a usted


con un perro. ¿Tenía usted un perro? R: Sí, lo llevé conmigo. Se lo di al
Sturmbannführer Hartjenstein a principios de junio. Cuando cazaba quería llevarse
el perro, y me lo devolvió sobre principios de marzo de 1944, cuando el perro se
enfermó. P: Ambas testigos Szafran y Wohlgruth dicen que usted ordenó que su
perro atacara a una mujer, y que usted se jactó de lo que había hecho a un hombre
de las SS que pasaba en aquel momento. ¿Es eso cierto? R: Las prisioneras lo alegan
pero no es verdad. Yo nunca tuve un pastor alemán. Nunca ordené a un perro que
atacase a personas, y es más, en Birkenau nunca tuve perro. P: ¿Era usted la única
Aufseherin en Birkenau con perro? R: No, había muchas Aufseherinnen que tenían
perros negros. Mi perro no era negro. Dos Aufseherinnen llamadas Kuck y Westphal
tenían perros adiestrados profesionalmente. Mi perro era mío, no un perro oficial,
y no me permitían que atacase a los prisioneros. Si lo hubiera hecho habría recibido
un castigo severo. P: ¿Cómo eran estas Aufseherinnen? R: Kuck era bastante
parecida a mí y luego me enteré por las reclusas que muchas veces nos confundían
la una con la otra. Westphal también era morena, pero era más alta que yo»53.

La supuesta confusión de los internos sobre si era ella o no quien tenía


aquel peligroso perro, sembraron la duda en la Corte. Desafortunadamente no
fueron capaces de encontrar ningún registro que les llevara a la tal «Kuck». De ahí
que la conclusión que sacasen fuese que Bormann estaba llevando a cabo una
especial estratagema para ser absuelta de los cargos por mala conducta. La
criminal nazi rechazó las declaraciones de algunos testificantes que la establecían
en determinados lugares y en fechas muy concretas. No obstante, Bormann hizo
gala de su brusquedad manifestando que los testimonios tenían una base falsa
porque realmente ella no estaba donde decían cuando ocurrieron los presuntos
delitos. Aquí me gustaría puntualizar que la guardiana no estuvo destinada de
forma permanente en un solo centro de internamiento, sino que como hemos
comprobado con anterioridad, sus superiores la iban transfiriendo durante
temporadas muy cortas para apoyar a las camaradas de los campamentos que
resultaban más problemáticas o necesitadas de mano dura. Ahora bien, el empeño
de la acusada no le valió de mucho, las pruebas entregadas al Tribunal echaban
por tierra todas sus mentiras. Helena Kopper fue una de las supervivientes que se
refirió a La Mujer de los Perros como la vigilante más odiada del campamento y tuvo
la valentía de admitir que sus funciones no se circunscribían a lo expuesto hasta
entonces. Bormann fue responsable del racionamiento de ropa en una de las
tiendas del recinto. Esta se limitó a contestar: «No, nunca estuve a cargo de la
tienda de ropa y en 1944 no estuve en Birkenau». Otra de las testigos, Keliszek,
apuntaba en su declaración previa que en el verano de 1944 la Aufseherin había
participado en un Strajkommando de 70 mujeres. Allí las hacía permanecer todo el
día de pie golpeando con un pico el suelo, mientras Bormann se divertía
lanzándoles los perros. La acusada solo repetía que en aquella época no había
estado en Birkenau y que jamás había salido del campo con ningún Kommando.
Otra de las preocupaciones que rondaba al Tribunal era si en verdad Juana
Bormann había maltratado y asesinado o no a los prisioneros, tal y como muchos
de los supervivientes habían explicado en días anteriores. Si nos ceñimos a las
pruebas testificales deberíamos decir que sí, pero la réplica que lanzaba la
protagonista de dichas imputaciones se mantenía tan firme que podía dar lugar a
la duda.

«P: ¿Alguna vez pegó usted a las chicas? R: Sí, Cuando no obedecían las
órdenes o lo que les había dicho que hicieran, entonces les golpeaba su cara o les
daba un bofetón en sus orejas, pero nunca de una forma que les saltasen los
dientes. P: Se ha dicho que usted administró un tratamiento salvaje y brutal a
internas hambrientas y que solía golpear a mujeres con su porra de goma. ¿Es eso
cierto? R: No, yo ni sabía lo que era una porra de goma hasta que estuve en la
prisión de Celle cuando vi una por primera vez en las manos de un soldado
británico. P: Siwidowa dice en su declaración que usted zurró a muchas
prisioneras por llevar ropa buena, y que usted las obligó a que se desnudaran y a
hacer ejercicios extenuantes. ¿Es eso cierto? R: Igual me había llevado su ropa,
porque intentaron sacarlas del campamento para venderlas a la población civil,
pero de ningún modo les golpeé y no tenía ningún derecho para que hicieran
deporte. P: ¿A veces usted consideró necesario abofetear las orejas de las chicas? R:
Si no obedecían las órdenes o si repetidamente hacían cosas que estaban
prohibidas. Era muy difícil controlarlas, Birkenau era un campamento muy
grande».

Aquel detalle del bastón de goma enfureció a los testigos que se


encontraban expectantes ante las palabras de Bormann. Negar una evidencia era
de necios, ¿o de tontos? Quien sabe si replicando de esta guisa la inculpada podía
vislumbrar que sería puesta en libertad. Sus esfuerzos por conseguirlo cayeron en
saco roto, también después de afirmar que intentó salir de las SS en el año 1943. La
guardiana decidió enviar una carta a su Oberaufseherin para marcharse de allí:

«Ella me reenvió la carta, y la recibí con la noticia de que el permiso no


estaba concedido. Después una fábrica quería que les asistiera y me enviaron una
carta diciendo que debería ir, pero no me lo permitieron».

Ahora le tocaba el turno de preguntas al coronel Backhouse quien presionó


a la acusada sobre la cuestión del dichoso animal. Bormann siguió manteniendo su
versión, que se trataba de un perro doméstico y que jamás le había entrenado para
atacar a nadie y menos aún a los cautivos. Otra de las imputadas, la número 8,
Herta Ehlert, opinaba todo lo contrario sobre la Aufseherin y así se lo hizo saber
tanto al presidente como al resto de miembros del Tribunal cuando aseguró en su
declaración lo siguiente. Y cito textualmente:

«Desde mi conocimiento personal sobre Johanna Bormann y por trabajar


con ella creo que las historias sobre su brutalidad hacia las prisioneras son verdad,
aunque yo misma no lo he visto. Muchas veces vi al perro que ella tenía y escuché
que lo dejaba suelto para atacar a las reclusas. Aunque no lo he visto perfectamente
puedo creer que es verdad».

Bormann insistió en que su camarada, la que había sido su compañera en el


campo de concentración, estaba mintiendo. Algo contradictorio si nos fijamos en la
respuesta que la procesada dio al coronel Backhouse, al cuestionarle si el
tratamiento que empleaba con las internas era más severo que el de otras
Aufseherinnen. «Solo quería mantener el orden. (...) Yo tenía que vigilar los bloques
para ver que las camas estuviesen correctas, y si todo estaba limpio, y para
mantener el orden. Yo era la única Aufseherin haciendo eso», replicó. Aquella
sugerencia dejaba entrever a los allí presentes que en realidad estaba preparada
para hacer lo que fuese necesario para alcanzar ese objetivo. El castigo y la muerte
podrían ser dos buenos pretextos. Otro de los temas que turbaron a la criminal
nazi fue cuando el coronel Backhouse le preguntó acerca de la piara de cerdos de la
que fue responsable en Belsen hasta la liberación del campo. Bormann comentó
que hasta ese momento tenían 52 gorrinos y que los alimentaba a base de patatas y
nabos.

«P: ¿Y así fue mientras los prisioneros se morían de hambre? R: Durante el


tiempo que estuve allí era lo que teníamos para ellos».

Si había comida para estos puercos, ¿por qué dejaban morir de hambre a los
cautivos? Ese era el quid de la cuestión. Los argumentos que desarrollaba Bormann
sobre esta cuestión eran de lejos razonables pero abominablemente reales.

ALEGACIONES DE SU ABOGADO DEFENSOR

Antes de llegar a la resolución del juicio y conocer la sentencia que se le


impuso a la acusada número 6, Juana Bormann, su paladín el mayor Munro hizo
un discurso de clausura donde pretendía probar la inocencia de su cliente y la
falsedad de las pruebas aportadas durante la vista. El letrado inició su alegato
aludiendo a que no era tarea de la Corte juzgar la política de la exterminación o la
persecución de los judíos. Que «la Corte tenía que juzgar a las personas llamadas
obligatoriamente por sus gobiernos para participar en la ejecución de sus políticas,
al igual que él y los miembros de la Corte habían sido llamados por su Gobierno en
virtud de los poderes de emergencia que le confiere el Parlamento. Cuando hay un
conflicto entre derecho interno e internacional, un hombre no se supone que sabe
de Derecho Internacional y lo aplica en contra de su propia ley». Tras este breve
inciso en su conclusión continuó explicando que el primer cargo por el que se
acusaba a Bormann de ser culpable, era por tener un perro grande y cruel que
atacaba a las mujeres del campo. Si bien la acusada admitió poseer este animal, a
excepción de un corto periodo de tiempo, la realidad fue —y así lo atestiguó en su
declaración jurada— que le gustaban los caninos. Asimismo, el mayor Munro
insistió en que la propia Bormann sugirió que aquellos testigos que la señalaban
como un ser despreciable, en verdad la habían confundido con una tal Kuck. El
letrado argumentó que la equivocación producida sobre la identidad de la número
6, no surgió solo de una sugerencia hecha por ella misma, sino que mientras unos
testigos aseguraban que tenía un perro negro otros decían que se trataba de uno
marrón. De este modo, y así lo expresaba la defensa, este error podía ser el punto
de inflexión para demostrar que Juana Bormann, guardiana de Bergen-Belsen y
Birkenau, no era la responsable de tales salvajadas. El segundo cargo en su contra
aludía a que la Wiesel golpeaba a sus víctimas con sus puños y las maltrataba con
una porra de goma. Aunque su defendida había admitido que en ocasiones
sacudía a las reclusas con las manos para mantener la disciplina, aquí Munro hizo
la observación general sobre el significado de las palabras empleadas durante el
interrogatorio, no solo de la Aufseherin, sino también de las testigos. Y es que
mientras que la palabra en inglés beat significa «golpear»; en cambio el término
alemán schlagen puede significar muchas más cosas y tener más sentidos. Es decir,
que cuando la palabra inglesa se refiere a golpes reiterados y severos, la alemana
podría ir desde un solo golpe hasta una paliza. Aquí el abogado intenta encontrar
un nuevo punto de confusión y añade que cuando se produjeron los incidentes de
abril de 1943, Bormann aún no había llegado. Lo hizo supuestamente un mes
después, así que la defensa del letrado se basó en la negación total y absoluta de
los supuestos ataques que Bormann perpetró a sus internas en aquella fecha. En
este sentido hay tres declaraciones juradas que se refirieron a los ataques de
Auschwitz y uno al de Belsen, pero Munro señaló a la Corte que era inconcebible
que la inculpada pudiera infligir tales castigos a los confinados ya que se trataba de
una mujer pequeña y frágil. Además, recordó que Bormann había negado
tajantemente haber utilizado un palo de goma o algo parecido para pegar a nadie.
En relación con la presunta participación de la acusada en las selecciones de la
cámara de gas —tercer cargo en el que estaba involucrada Bormann—, el
argumento de Munro para negarlo fue que ella debía de haber visto alguna
comitiva o algún otro tipo de clasificación de la gente para sacarlos fuera y que los
declarantes habían cometido un error. Según recoge el documento The Belsen Trial.
Volumen II, en su página 97 —se trata de los informes de los juicios de los
criminales de guerra elaborados por The United Nations War Crimes Commission en
1947—, el mayor Munro termina su alegato arguyendo lo siguiente:

«En relación con el Artículo 8 de la Orden Real, el abogado llegó a la


conclusión mediante el examen de la cuestión de la "acción concertada". En primer
lugar, ¿qué era "acción concertada"? El significado de "concertado" en el
diccionario era "planificado junto", "coordinado" o "planeado juntos", y él sostuvo
que la palabra no podía tener otro significado que su "significado normal y con
sentido común del diccionario". ¿Dónde está la prueba en este caso de cualquier
"planificación", "invención" y "organización"? No había. ¿Podría ser, por ejemplo,
que se acordó y planeó mutuamente enviar todos esos millones a la cámara de gas,
o que Hoessler, Bormann, Volkenrath y Ehlert planificaron y coordinaron en
Belsen provocar una acción deliberada y homicida de hambruna? Si el tribunal se
mostró satisfecho al no haber dicha prueba, los acusados no podrían ser juzgados
por ninguna otra cosa que lo que ellos habían demostrado que habían hecho.
Parecía que cada uno de sus cuatro acusados tenían derecho a un veredicto
favorable, pero si el tribunal los declaraba culpables, según la exposición del
abogado en este caso, les podrían "juzgar colectivamente por otros actos de
carácter similar pero nada más grave". Si ellos eran declarados culpables de haber
golpeado a gente, ellos no podrían ser juzgados colectivamente por disparar. La
prueba de la responsabilidad colectiva sería solo la evidencia "prima facie", y
podría ser rebatido. En contestación, la Fiscalía tendría que mostrar lo que el
acusado pudo haber hecho y no lo que dejó de hacer para evitar el uso de la
cámara de gas o la hambruna de los prisioneros en Belsen».

Una vez que todos y cada uno de los abogados de los 45 acusados
expusieron sus argumentos, llegó el turno de la Fiscalía y del Coronel Backhouse.

ÚLTIMAS IMPUTACIONES

El fiscal del juicio de Belsen inició su discurso expresando que su deber allí
consistía simple y llanamente en revisar ante el Tribunal el caso de enjuiciamiento
de los inculpados. La ardua labor del coronel en encontrar contradicciones le llevó
a lanzar la primera pregunta a la Corte sobre Bormann: «¿Pueden aceptar la
palabra de una mujer que dice que durante todo el tiempo que estuvo en el campo
de concentración jamás vió una selección o a una guardiana pegar a alguien?».
Curiosamente, Backhouse se estaba refiriendo a una de las Blockführerinnen
responsables de los barracones. Por ello citó textualmente el párrafo 383 del
Manual de la Convención de la Haya, que dice claramente:

«Es la tarea del ocupante ver que las vidas de los habitantes son respetadas,
que su paz interior y el honor no se vean perturbadas, que no se interfiera en sus
convicciones religiosas y en general, que los ataques de coacción, ilegales y
criminales a sus gentes, y las acciones delictivas contra sus propiedades, sean igual
de punibles como en tiempos de paz».

El cometido del Fiscal era reseñar que el maltrato de un prisionero de


guerra es un crimen de guerra en sí mismo, porque precisamente ese es el delito
más común que se dictamina en los tribunales militares. Blackhouse cuestiona
cómo es posible que Juana Bormann negara poseer un perro si el único momento
en el que se la vio conmovida o sintiendo la más mínima emoción, fue al
mencionar al nocivo animal. Conforme a los testigos, eran inseparables. Por
último, el abogado sugiere que el comportamiento de la acusada respecto a la
posible confusión o no con otra guardiana llamada Kuck, quedaba patente en la
declaración de Ehlert. Mientras aseguraba que nunca la había visto instigar a nadie
con su perro, a la vez añadía «he oído hablar de ello y me lo creo bastante después
de haber trabajado con ella». En cuanto a las selecciones, Backhouse recordó los
diversos testimonios reunidos en el proceso donde indicaban a la acusada número
6 como una de las participantes de las selecciones a la cámara de gas.

SENTENCIA Y VEREDICTO

El 17 de noviembre de 1945 a las 10.57 de la mañana el Tribunal suspende la


sesión para deliberar. Casi cinco horas más tarde, a las 16.05, se inicia la vista final
del juicio de Belsen contra Kramer y los 44 acusados. El presidente Berney-Ficklin
inició su discurso:

«Me gustaría dejar perfectamente claro a los acusados que los fallos de
culpabilidad deberán ser confirmados por la autoridad militar superior. Los fallos
de no culpabilidad son concluyentes, y absuelven a los acusados del cargo
particular por el que estaban siendo juzgados. Todos ustedes, a excepción del n°
48, Stanislawa Starostka, fueron llevados ante el Tribunal de Justicia acusados de
cometer crímenes de guerra en Bergen-Belsen, Alemania, como se detalla en la hoja
de cargos. Voy a referirme a esto como la primera acusación».

De los dos cargos por los que Juana Bormann había sido acusada, el
Tribunal tan solo la encontró culpable del segundo. Es decir, por maltratar y
asesinar a sus confinados mientras fue la responsable del campo de concentración
de Auschwitz, entre el 1 de octubre de 1942 y el 30 de abril de 1945. De la primera
acusación, que se refería a las actuaciones perpetradas en el campamento de
Bergen-Belsen en las mismas fechas, fue encontrada no culpable. «La sentencia de
esta Corte es que sufra la muerte por ahorcamiento», concluyó el presidente
Berney-Ficklin. Al final de la causa Juana Bormann, al contrario que sus otras dos
camaradas, Elizabeth Volkenrath e Irma Grese, no suplicó clemencia ante el
tribunal para que la librase de la muerte o para que por lo menos le redujeran la
pena y la condenaran si cabía la posibilidad a cadena perpetua. La criminal nazi
aceptó sin rechistar la resolución de la Corte. Aquí comenzaba su purgatorio.

MUERTE EN LA HORCA

Aquel 17 de noviembre de 1945 concluyó uno de los procesos más difíciles


de los que se llevarían a cabo tras la Segunda Guerra Mundial. Los testimonios,
víctimas, réplicas y verdugos que pasaron por esta sala durante los 54 días que
duró el juicio, hizo palidecer a la opinión pública. Los medios de comunicación
siguieron con inagotable interés cada uno de los instantes vividos por los 45
condenados. Los rotativos españoles lo fueron plasmando en las páginas de sus
diarios mediante importantes titulares que describían hasta los más mínimos
detalles del sumario. Algunos como el periódico La Vanguardia, reflejaron lo
sucedido en su publicación del miércoles 26 de septiembre de 1945, página número
seis, bajo el titular «El proceso de Luneburgo. Dora Szafran reanuda su
declaración».

«Después señaló a Juana Bormann como una de las guardianas que más se
distinguía por su crueldad para con los prisioneros. A este prepósito relató que
una vez la vio azuzar a su perro dogo, y como este solo se lanzara a las piernas de
la presa que se le había señalado, su dueña le gritó: "¡A la garganta!". Otro defensor
intervino entonces para pedir a la testigo que identificara a la procesada. Juana
Bormann se puso de pie, y Dora Szafran exclamó, sin vacilar, designándola con un
grito: —¡Esa es! El defensor preguntó entonces: —¿Podría usted decirnos qué
tamaño tenía el perro? Dora Szafran, midiendo de una ojeada la estatura de Juana
Bormann, que seguía en pie, contestó: —Era tan alto como ella, y negro. Luego
añadió: —La prisionera sobre la que esta mujer lanzó su perro, diciéndole que
saltara a la garganta, murió a consecuencia de las mordeduras. Muchos nos
reunimos alrededor del cuerpo exánime, y cuando se acercó un guardia para saber
lo que pasaba, Juana Bormann le dijo, señalando el cadáver: "Esto lo he hecho yo".
A continuación refirió diversos castigos corporales sufridos por ella misma, y al
hablar de una ocasión en que fue golpeada con un palo, el comandante Grafield, de
la defensa, le interrumpió para preguntarla: —¿Era redondo el palo o tenía nudos?
La testigo provocó la risa del público al responder rápidamente: —No lo sé. Solo lo
sentí».

El mismo día que concluyó el juicio de Belsen, Juana Bormann y el resto de


los condenados fueron transferidos a la cárcel de Lüneburg donde esperarían hasta
el día de su ajusticiamiento. Al fin y para evitar revuelos de ningún tipo, el 8 de
diciembre el Tribunal ordenó su traslado a la prisión de Hamelín (Westfalia) para
proceder a la pena máxima. El día antes de su ejecución, el verdugo oficial de Gran
Bretaña Albert Pierrepoint —al que ya hemos aludido en más de una ocasión a
través de estas páginas— realizó las pertinentes evaluaciones. Pesó y midió a la
acusada con 45 kilogramos y 1,52 metros de altura respectivamente. Bormann
pasaría a ser la última de las mujeres en ser ahorcada, por detrás de Irma Grese y
Elizabeth Volkenrath. Cada una fue ajusticiada por separado y de forma
individual, al contrario que los ocho hombres restantes que, aun corriendo la
misma suerte, lo hicieron en parejas. A las 10.38 del viernes 13 de diciembre de
1945 todo estaba listo para proceder a su condena. Juana Bormann se acercó a la
trampilla donde le esperaba Pierrepoint. Le tapó la cabeza, le pasó y apretó la
cuerda alrededor de su cuello y puso en marcha el mecanismo. Su cuerpo
permaneció allí durante veinte minutos, tiempo suficiente para comprobar que la
Wiesel había muerto. El cadáver se guardó en un simple ataúd de madera para
después ser enterrado en los jardines de la prisión. Posteriormente, el que fuese la
mano ejecutora de estos criminales alemanes, escribió unas pocas palabras acerca
de la tan temida Juana Bormann. Todo ello se recoge en la autobiografía que le da
nombre, Executioner Pierrepoint: An Autobiography.

«Elisabeth Volkenrath fue seguida por Juana Bormann, La mujer de los perros,
quien habitualmente instigaba a los prisioneros con su pastor alemán para hacerles
pedazos. Ella cojeó por el corredor luciendo muy avejentada y demacrada. Tenía
solo 42 años, midiendo solamente 1,52 metros, y ella tenía el peso de un niño, unos
45 kilogramos. Estaba temblando y se colocó sobre la balanza. Dijo en alemán: "Yo
tengo mis sentimientos"».
Parte II. Las 12 apóstoles del Reich
HILDEGARD NEUMANN

Fueron muchas las guardianas nazis que fueron sentenciadas y condenadas


a muerte por la justicia del bando aliado. Aquella fue la réplica más contundente
ante la inhumanidad ejercida durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo,
no todas pasaron por este «calvario». Hildegard Neumann fue una de ellas. La
Oberaufseherin del campo de concentración de Ravensbrück y Theresienstadt,
decidió huir en mayo de 1945 poco antes de que la Cruz Roja arribase a Terezin.
Muchas han sido las conjeturas y suposiciones que determinados investigadores se
han hecho al respecto. Incluso, personajes incansables como el cazanazis Simon
Wiesenthal, fue uno de sus más cruentos perseguidores. En cambio, nadie pudo
dar con ella. Es como si tras su desbandada, Neumann hubiera desaparecido de la
faz de la tierra sin dejar el menor rastro. Se conocen muy pocos datos de esta joven
rubia de ojos claros y rostro dulce y afable. Si bien existe alguna impronta de quién
era físicamente, en relación con su biografía personal antes de enrolarse a las filas
de las Waffen-SS, todo queda reducido a que nació el 4 de mayo de 1919 en
Jablonné v Podjestédí, localidad conocida como Deutsch Gabel (Checoslovaquia).
Si ahondamos un poco más, esta ciudad se encuentra a los pies de las Montañas
Lausitzer al norte de la actual República Checa y tiene aproximadamente 3.700
habitantes. Durante los años del conflicto bélico mundial miles de alemanes
sitiaron su residencia en esta población, donde apenas 200 checos participaban de
las funciones propias del pueblo. Conociendo estos detalles, no es de extrañar que
Hildegard Neumann terminase cayendo en las redes del Partido Nacionalsocialista
Obrero Alemán, inscribiéndose posteriormente en alguno de los grupos femeninos
nazis. La afiliación a la causa ultraderechista le sirvió para iniciar una vertiginosa
incursión en las diversas e imprescindibles tareas que toda camarada debía
cumplir. En primer lugar, y como ocurrió con todas y cada unas de estas
guardianas-criminales, la parada iniciar para alcanzar un buen entrenamiento
acorde con las necesidades del Gran Reich Alemán era el campo de concentración
de Ravensbrück. Neumann llegó en octubre de 1944 y conoció a compañeras tan
famosas como Dorothea Binz, Erna Rose o Elsa Erich. Su instrucción fue intensa y
de lo más severa, no solo por el adiestramiento diario sino por las zancadillas que
encontraba a su paso. Todas querían brillar por encima de las demás y llegar a ser
supervisoras en jefe. Pero la táctica empleada por Hildegard fue mantener una
buena conducta para con sus superiores. Aquella actitud le valió que en poco
tiempo y antes de acabar el año, fuese ascendida a Oberaufseherin. Junto con
algunas de sus más sádicas parteners, como Dorothea Binz entre otras, compartió
charlas y métodos de tortura que posteriormente pondría en práctica sobre sus
prisioneras. Y como recompensa a su «buen hacer» fue trasladada hasta el campo
de concentración y gueto de Theresienstadt. Aún no había comenzado el año 1945
e Hildegard Neumann tenía la suerte de cara. En poco menos de tres meses había
conseguido el reconocimiento de las altas esferas con un nuevo destino para
demostrar por qué debería tener una medalla en su pecho. Aquel centro de
internamiento, Theresienstadt, en realidad era el nombre en alemán de la pequeña
población fortificada de Terezin, ubicada a unos 55 kilómentros al norte de Praga.
Durante el mes de noviembre de 1941 se transformó en un gueto donde se
reunirían los judíos más notables de Alemania, Holanda, Dinamarca y
Checoslovaquia, además de artistas de Bohemia y Moravia, y unos 15.000 niños. En
los cuatro años que Theresienstadt permaneció operativo, cerca de 140.000
personas fueron transportadas hasta aquel lugar. Mas aquel campamento era en
realidad una especie de pantomima, ya que a los ojos del mundo, se trataba de una
ciudad ideal donde judíos con cierta relevancia social eran al parecer confinados
para obtener «protección y toda clase de cuidados». Theresienstadt cumplía dos
objetivos: por un lado, dar una imagen al resto de naciones de que los judíos no
eran asesinados tal y como publicaban todos los rotativos internacionales; y por
otro, para las continuas visitas que la Cruz Roja realizaba con el fin de buscar
alguna prueba que pudiese demostrar que el gobierno nazi estaba cometiendo
genocidio contra la población semita. Cuando la vigilante Neumann entró por
primera vez en este disfrazado campo de concentración, se topó con el cartel de
Arbeit Macht Frei (el trabajo libera) y con una especie de urbe a pequeña escala
donde las calles y plazas tenían nombre y numeración, donde existían jardines,
biblioteca, guarderías y escuelas, e incluso numerosos comercios —desde talleres
de sastrería, orfebrería o carpintería—. El Krunen se convirtió en la nueva moneda
de dicha localidad y todo para enmascarar una terrible realidad. Por decirlo de
algún modo, Theresienstadt cumplía un papel destacado en el lavado de cara nazi
ante las presiones mundiales del resto de gobernantes y medios. Ahora bien, los
crímenes se sucedían lejos de la mirada atenta de la Cruz Roja o de cualquier
representante político. Aunque nos cueste creerlo, la ferocidad practicada en su
interior no tenía nada que envidiar al de Auschwitz o Bergen-Belsen. En menos de
seis meses Hildegard Neumann había dejado la impronta del sadismo en la piel de
miles de prisioneros gracias a su látigo. El pánico que infundía corría como la
pólvora en aquella pequeña ciudad de falacia. La truculencia desplegada por la
susodicha hizo mella incluso en sus propias camaradas, entre diez y treinta SS, que
ayudaban a la supervisora a vigilar en torno a 20.000 reclusas judías. Aquellas
féminas nazis sabían que si su «jefa» les pillaba incumpliendo alguna de sus
órdenes, no dudaría en ser igualmente despiadada con ellas. Las flagelaciones eran
uno de sus martirios preferidos. Lo aprendió en Ravensbrück gracias a las
instrucciones recibidas en el famoso búnker. A partir de ahí la principal tarea de
Neumann en Theresienstadt consistió en observar a las internas en todo momento.
Bien fuese mientras trabajaban en los Kommandos, durante el traslado que hacían
a otros campos y, por supuesto, en el interior del guetto. Nadie se libraba de ser
escrupulosamente inspeccionado. Asimismo, y como destacaba anteriormente, la
Oberaufseherin se ganó la simpatía de sus superiores y en especial del
superintendentente Hans Nelson, con quien colaboró conjuntamente. Gracias a él,
Hildegard ayudó en la deportación de más de 40.000 mujeres y niños del campo de
Theresienstadt al de Auschwitz y Bergen-Belsen, donde serían asesinados. Unos
días antes de que el campamento fuese entregado a la Cruz Roja y de que las
tropas rusas lo liberasen —hablamos del 3 y del 8 de mayo de 1945
respectivamente—, Hildegard decidió huir. Con más de 55.000 muertes a sus
espaldas, la guardiana nazi jamás fue enjuiciada por los crímenes de guerra
ejecutados. A partir de entonces muchas han sido las conjeturas establecidas:
algunos expertos apuntan a que murió durante su éxodo, y otros que se cambió de
nombre y que se mudó al otro lado del charco. Sea como fuere, no sabemos cómo
ha podido sobrellevar el pesado lastre del crimen durante todos estos años y si a
día de hoy sigue viva. Nos quedaremos con esa incertidumbre.
GERDA STEINHOFF

Esta supervisora de campamentos de prisioneros nazis nació el 29 de enero


de 1922 en Danzig-Langfuhr, uno de los municipios ubicados al norte de la ciudad
polaca de Gdansk. Desde entonces y hasta la invasión alemana de Polonia en 1939,
nada se supo sobre su vida personal. No se le conocen progenitores o hermanos,
tampoco el nombre de los colegios donde estudió. La pista sobre Steinhoff aparece
cuando el Tercer Reich inicia su demoledora ocupación en poblaciones polacas. Es
en aquella época cuando descubrimos datos especialmente reveladores. Contrae
matrimonio con un conductor de tranvía y tiene un hijo —de los que jamás se supo
nada—, y trabaja primero como sirvienta en Tygenhagen, después como panadera
en Danzig para acabar convirtiéndose en cocinera. Varios años al frente de la
restauración en diversos negocios de hostelería le llevan a entablar amistad con
algunos de los soldados nazis destinados en la zona de Danzig-Langfuhr. De este
modo se entera de que están buscando nuevos simpatizantes que ayuden en las
tareas de supervisión de los centros de internamiento y decide alistarse. El 1 de
octubre de 1944 Gerda Steinhoff —cuyo apellido presumiblemente lo asumió tras
la boda— se convierte en Blockführerin del campo de mujeres SK-III en Stutthof.
Allí se responsabiliza de vigilar diariamente a los internos, supervisar el trabajo
que hacían y distribuir las raciones de comida. Era responsable de un total de 400
presas. Aquí la joven guardiana se encargó de seleccionar a miles de prisioneros
para ser enviados a las cámaras de gas. Treinta días más tarde sus superiores
deciden promocionarla como SS-Oberaufseherin y acaban asignándola el campo
satélite de Danzig-Holm, desde donde daría órdenes tanto a confinados como a
otras supervisoras. Como vemos, Steinhoff fue recompensada rápidamente en el
centro de internamiento con un elevado puesto dentro de la jerarquía nazi. Aquello
le costó las envidias de muchas de sus camaradas que veían en ella a una enemiga.
Y no era para menos. El 1 de diciembre de 1944 le reasignan a otro subcampo
femenino de Stutthof conocido como Bromberg-Ost y que estaba localizado en
Bydgoszcz, no muy lejos de Gdansk. Hacia el 25 de enero de 1945 y según órdenes
directas del comandante Werner Hoppe, Steinhoff recibe la Cruz de Hierro por su
lealtad y servició al Imperio germano, por sus grandes esfuerzos en tiempos de
guerra. Aquella condecoración debería de haber sido a la crueldad impartida hacia
sus inferiores, porque desde su llegada a Stutthof sus bruscos ademanes y su
depravada perversión se difundieron a lo largo y ancho de este campo y de los
demás campamentos alternativos. Gerda llevó hasta el extremo su devoción por el
trabajo «bien hecho». Palizas, vejaciones, sacrificios, flagelaciones, asesinatos a
sangre fría. Esta clase de atrocidades se hicieron cada vez más necesarias para
poner orden e infundir respeto. Cuando el juez le preguntó durante el proceso
judicial si había golpeado alguna vez a algún prisionero, Steinhoff simplemente
respondió: «llevaba la oficina de todo el campo pero no tenía contacto directo...».
Cuando el 9 de mayo de 1945 el campo de concentración de Stutthof fue liberado,
no había rastro alguna de la susodicha. Días antes había decidido regresar a su
hogar y continuar con su vida. Por suerte, el 25 de mayo fue arrestrada por
funcionarios polacos y enviada directamente a la prisión de Danzig. Permaneció
recluida durante un año a la espera de la celebración del juicio: el renombrado
StutthofTrial. Tras la liberación de este campo de concentración y por culpa de la
cantidad de detenidos que había, se tuvieron que realizar cuatro juicios. Se
juzgaron a 84 exfuncionarios nazis. La primera de estas vistas se celebró en la
misma localidad de Danzig del 25 de abril al 31 de mayo de 1946. Durante ese mes
se sentenciaron a un total de trece personas, incluida Gerda Steinhoff, quien no
paraba de hacer bromas y de comportarse con una actitud de lo más insolente. El
día del veredicto fue declarada culpable y condenada a morir en la horca por
abusar sádicamente de los prisioneros y por su participación en las selecciones. Fue
ajusticiada públicamente el 4 de julio de 1946, en Biskupia Gorka Hill, cerca de
Gdansk. Tenía 24 años.
HILDEGARD LÄCHERT

Su extrema brutalidad y la fiereza de sus zarpazos le valió el apodo de la


Tigresa, mas otros prisioneros decidieron denominarla Brígida la sanguinaria.
Aquella mujer alta, rolliza, de espeso cabello castaño, gozaba fustigando a los
internos que con miedo, ni tan solo se atrevían a mirarle a la cara. Hildegard
Lächert parecía un «demonio demente», tal y como aseveraban los supervivientes.
Era como si una fuerza maligna se hiciera dueña de su mente y de su cuerpo.
Hasta la expresión de su cara tornaba cuando sentía esa violenta necesidad de
golpear y asesinar. Esta temida criminal nazi, de nombre completo Hildegard
Martha Lächert, había nacido el 20 de enero de 1920 en Berlín. En cambio, lo único
que se conoce de ella es que se dedicó a la enfermería en la capital alemana y que
tuvo varios hijos. Dos de ellos antes de los 22 años y justo antes de ingresar en el
campo de concentración de Majdanek como Aufseherin, y el tercero lo tuvo en 1944
mientras servía en el centro de exterminio de Auschwitz. Pero vayamos por partes.
Apuntar primeramente que Lächert ni siquiera formaba parte del NSDAP antes de
ser guardiana, simplemente decidió alistarse a las SS para «ayudar» en el
Frauenlager (campamento femenino) de Majdanek. Su profesión como enfermera
podría servirles de mucho al personal del campo en cuestión. Aunque como
veremos, sus tareas se extralimitaron. Durante sus andanzas en este centro de
internamiento algunas testigos como Janina Latowitcz, contaron durante el juicio
de Majdanek que Lächert «era como una bestia, hambrienta de sangre». Se trataba
de una mujer perversa y retorcida. A pesar de tener dos hijos pequeños, los niños
sufrieron los peores maltratos. Era como si les profesase un odio especial. La
Aufseherin era el «azote sádico del campo», como llegó a argüir otra de las
supervivientes. Pese a que físicamente tenía apariencia de «buena niña» e incluso
«muy bella», Henryka Ostrowska declaró que:

«... cuando hablaba con los hombres de las SS o con sus camaradas, ella era
encantadora y muy divertida. Pero cuando ella nos hablaba y nos golpeaba, la (su)
cara era horrible. La cara no era la cara de una mujer».

El sobrenombre de Brígida la sanguinaria no era por casualidad. El motivo


más horripilante era que le encantaba azotar a las reclusas hasta que la carne
empezaba a sangrar a borbotones. Aquella «puta sádica brutal» —como la
denominaba su compañera Christa Roy— se divertía jugando con el látigo,
azotando una y otra vez a la espalda y el pecho de los internos. Ninguna parte de
su cuerpo se libraba de su seña de identidad. Lächert siempre salía bien armada a
pasear por el campo. Llevaba consigo una pistola y siempre alardeaba ante los reos
de ser una buena tiradora. Era la mejor manera de infundirles pavor. Otras veces,
cuando veía a alguien robando comida utilizaba una barra de metal. Era en ese
instante cuando la Tigresa embestía atrozmente contra la víctima hasta dejarla sin
conocimiento. Curiosamente, el mayor Schiffer presentaba a la aludida como un
modelo de mujer nazi, ya que mostraba una «firmeza necesaria». Esta descripción
chocaba de lleno con la que hacían sus reclusas. Estas manifestaban que la
guardiana normalmente corría por el campo gritando como alma que lleva el
diablo, mientras abofeteaba a todo aquel que no se quitase el sombrero cuando
pasaba. De las 500.000 personas que poblaban el campamento, la mitad fueron
asesinadas impunemente y seleccionadas a morir en las cámaras de gas. La
extremada irritación que sentía por los niños de Majdanek, le llevaron al menos en
dos ocasiones, a gasear a grupos de más de cien pequeños. Para conseguirlo, les
daba caramelos. De este modo se ganaba su confianza a la hora de subirlos a los
camiones. Durante el último año de servicio en Majdanek se queda embarazada y
tras dar a luz a su tercer hijo, en 1944 deciden trasladarla al campo de
concentración de Auschwitz. Allí permaneció hasta el mes de diciembre. Escapa
cuando se entera de la inminente llegada del Ejército Soviético. Pero las referencias
sobre lo que ocurrió después no son concluyentes. Hay informes que sitúan a
Hildegard como supervisora de Bolzano, un campo de detención en el norte de
Italia, mientras que otros insisten en que estuvo en el campo de Mauthausen-
Gusen en Austria. Sea como fuere, el 24 de noviembre de 1947 la Tigresa se sienta
en el banquillo de los acusados con otros 23 exmiembros de las SS, en el famoso
juicio de Auschwitz. Entre los procesados de esta primera vista judicial celebrada
en Cracovia (Polonia), destacan criminales como María Mandel, Luise Danz, Alice
Orlowski o Therese Brandl. El 22 de diciembre el Tribunal llega a un veredicto y
condena a Hildegard Lächert a 15 años de prisión por los crímenes de guerra
cometidos en Auschwitz y Piaszów. Enviada a una cárcel de Cracovia, la ex
Aufseherin pasa allí parte de su pena, tan solo nueve de los quince años que la
interpusieron. En 1956 es liberada. Durante casi veinte años Hildegard recuperó su
vida. Se hizo ama de casa, cuidó de sus pequeños y pasó desapercibida entre la
comunidad de vecinos. Pero cuando parecía que todo había acabado para la
exguardiana nazi, el gobierno alemán decide reabrir el caso y detener a 16 antiguos
vigilantes del campo de concentración de Majdanek. Este proceso —considerado
uno de los más largos en la historia de los crímenes de guerra nazi— se inició el 26
de noviembre de 1975 y concluyó el 30 de junio de 1981 en una Corte de
Düsseldorf. Uno de los principales motivos por los que se alargó tanto fue que la
mayoría de los testigos no querían que sus antiguos verdugos los vieran, ni pasar
de nuevo por el horror de contar lo sucedido. Respecto al iracundo
comportamiento de Lächert en el campamento, gran parte de los testigos la
describieron como la «peor» persona de todo el campo, «la más cruel», «la bestia»,
«el pánico de los reclusos». Uno de los principales cargos que se le imputaron fue
el de haber incitado a uno de los perros que siempre la acompañaba, a que atacase
a una presa judía. Su único delito: haber sido violada y embarazada por un oficial
de las Waffen-SS del que la Aufseherin se había encaprichado. El animal acabó
destrozando a la confinada. Asimismo, también se la acusó de emplear
constantemente una fusta de montar reforzada con bolas de acero y con la que
provocó la muerte a más de un preso; de disparar a sangre fría a una judía griega
después de que su perro le diese caza; de ahogar a dos internas en el pozo negro
por no haber limpiado suficientemente los retretes del campo; y como no, de
formar parte en la selección a las cámaras de gas. En su defensa, la acusada intentó
negar lo sucedido.

«Yo nunca lesioné gravemente o maté a nadie, ni siquiera tomé parte en la


selección (de personas para ser asesinados)».

Brígida la sanguinaria se enfrentaba a ocho cadenas perpetuas por los cargos


anteriormente citados, al final, el Tribunal la condenó a tan solo 12 años de prisión.
Cuando la gente congregada en la abarrotada sala escuchó la sentencia y el
veredicto, comenzaron a gritar y exclamar: «esto es un escándalo» y «una ofensa
para las víctimas del nazismo». De todos los inculpados, solo uno de ellos había
sido condenado a cadena perpetua. Aquel 30 de junio de 1981 terminaba en
Düsseldorf «el último gran juicio» del Nazismo bajo las airadas protestas de los
asistentes. Tras cumplir su pena Hildegard Lächert fue puesta en libertad. Pasó sus
últimos años en su ciudad natal, Berlín, donde murió en el año 1995.
RUTH CLOSIUS NEUDECK

La sangre fría de nuestra siguiente protagonista dejó atónitos, a la vez que


satisfechos, a los mandamases de los campos de concentración donde Ruth Closius
fue destinada. Las aberraciones perpetradas durante su estancia en Ravensbrück y
Uckermarck, marcaron la vida de más de 5.000 mujeres y niños que cayeron
fulminados por el popular gas Zyklon B. Sus malvadas selecciones llevaron a esta
brutal guardiana hasta el escalafón de la inhumanidad femenina dentro del
nazismo. En realidad, se sabe muy poco de la vida personal previa a su incursión
en las Waffen-SS, Ruth Closius —que adquirió el apellido Neudeck cuando contrajo
matrimonio— nació el 5 de julio de 1920 en la ciudad de Breslau (Alemania) en el
seno de una familia germana. En su época de estudiante, especialmente después de
1933 cuando el Partido Socialista de Hitler comenzaba a emerger, se dieron a
conocer diversas organizaciones juveniles que se dedicaban a captar a nuevos
simpatizantes. Una de ellas fue la Liga de Jóvenes Alemanas, asociación para
adolescentes de sexo femenino, que fomentaba el apoyo de los rasgos arios y
germánicos, y donde se incluía la belleza, la salud y la pureza étnica. Ruth se dejó
seducir por aquellos preceptos que lejos de sonarle racistas, sucumbieron con su
«encanto». La educación que recibió a través de este grupo instauró en ella un
sentimiento de repulsión hacia los judíos, a quienes describía como seres
esencialmente inútiles y peligrosos que amenazarían la pureza racial. Gracias a este
adoctrinamiento, Closius dejó los estudios en su ciudad natal, se independizó e
inició su carrera laboral. Tuvo varios trabajos, pero siempre mal pagados y sin
ninguna motivación. Se casó con un hombre de apellido Neudeck y del que nada
se sabe actualmente. Tampoco su nombre de pila. La oportunidad llamó a su
puerta en julio de 1944 cuando envió una solicitud para trabajar como guardiana
de campamentos dirigidos por personal nazi. Fue admitida. Bien es cierto que tal y
como les pasó a varias de sus camaradas, no se exigía tener estudios ni experiencia
previa. De hecho, la mayoría de ellas eran analfabetas. Pasados los trámites
pertinentes, Closius fue enviada al campo de concentración de Ravensbrück para
proceder a su formación. Según parece, y tal y como sucedió con la temida Irma
Grese, la nueva integrante causó una muy buena impresión a sus superiores, en
particular por el tratamiento aplicado en el barracón de las mujeres. El nivel de
crueldad de la Aufseherin sucumbió a los oficiales de las SS que admiraron su gran
interés y eficacia. Esto le valió para escalar un nuevo puesto y ser promovida como
Blockführerin (supervisora de barracón). El cargo actual le trajo consigo una mayor
experiencia y ante todo nuevas amistades. En ese momento fue cuando conoció a
su superior, Dorothea Binz, quien la entrenó para abusar, torturar y vejar a las
prisioneras. Estuvo bajo su protección durante casi cuatro meses, tiempo más que
suficiente para que Closius aprendiese todos los escabrosos detalles para llevar a
cabo sacrificios humanos de lo más viles. El búnker se convirtió en su lugar
preferido. Allí Ruth ayudaba a la Binz a acuchillar en los brazos y en la cara de las
víctimas, a patearles la cabeza hasta que perdían el sentido, a flagelar 20, 40 o 50
veces en la espalda, e incluso, a disparar en la cabeza de las reclusas. Todo lo que
podamos imaginarnos se queda corto si lo comparamos con lo que ambas
criminales podían llegar a ejecutar en una mañana cualquiera. Aquella brutalidad
quedó reflejado en el libro The Dawn of Hope: A Memoir of Ravensbrück escrito por la
francesa Genevieve de Gaulle-Anthonioz, sobrina de Charles de Gaulle, quien
aseguró haber visto a Closius «cortar el cuello de un prisionero con el borde de la
pala». Las buenas referencias de Dorothea junto con el trabajo bien hecho, hicieron
que en diciembre de 1944 Ruth fuese ascendida a Oberaufseherin y trasladada al
centro de exterminio de Uckermark, construido en las cercanías de Ravensbrück,
concretamente en Fürstenberg/Havel. En sus inicios aquel campamento estuvo
destinado a recluir a chicas criminales y difíciles de entre 16 y 21 años, pero a partir
de 1945 se usó —según recoge el libro Opfer und Taterinnen. Frauenbiographien des
Nationalsozialismus— para liquidar a «las mujeres que estaban enfermas, que no
eran lo suficientemente eficientes, y que tenían más de 52 años». A este respecto,
Closius llegó para dar apoyo a sus camaradas Lotte Toberentz o Johanna Braack,
pero también, para imponer algo de «orden». Al fin y al cabo alguien tenía que
enviar a aquellas mujeres a las cámaras de gas. Aunque la mayoría de las
confinadas sufrían toda clase de enfermedades, como el tifus o la disentería, sin
mencionar el hambre, ningún miembro del personal de Uckermark parecía
inmutarse al ver tales atrocidades. Muchas de ellas estaban infectadas con piojos,
tenían cortes y heridas mal curadas que no paraban de sangrar, pero nadie hacía
nada. Mientras Closius y el resto de sus secuaces decidían quién vivía y quién
moría, los presos seleccionados eran obligados a desnudarse y a permanecer de pie
durante horas. Daba igual que hiciese calor o frío, que nevase o lloviese, debían
esperar su turno. Aquí me gustaría subrayar la hipótesis que circula en algunos
documentos encontrados que aseguran que durante aquellas selecciones Closius
llevaba un bastón con un gancho que utilizaba para agarrar a los presos, sacarlos
de las filas equivocadas y situarlos donde correspondían. Gracias a este artilugio,
la Oberaufseherin evitaba cualquier contacto físico con ellos. Desde su llegada a
Uckermark, 300 mujeres murieron diariamente después de haber sido escogidas
para las cámaras de gas construidas para la ocasión, aparte de aquellas internas
que fueron como consecuencia del hambre, la enfermedad, la falta de higiene y por
supuesto, los malos tratos. Según fuentes independientes, durante el periodo
comprendido entre febrero y abril de 1945 unas 7.000 mujeres perecieron en este
centro de exterminio. En marzo de 1945 y una vez finalizado su terrorífico trabajo,
la su-pervisora decidió marcharse al subcampo de Barth —allí se construían
aviones Heinkel— para continuar con los homicidios. Un mes más tarde el ejército
aliado irrumpió en el campamento y Closius huyó despavorida en compañía de
varios de sus camaradas. La fortuna no estaba de su lado, porque unos días
después y pese a sus grandes esfuerzos, los británicos la localizaron y la apresaron.
Los militares ya habían podido comprobar el horror de los cadáveres muertos en el
campo de Uckermark. La criminal nazi fue trasladada a la prisión de
Recklinghausen donde se quedó hasta el día del juicio. El proceso denominado
Uckermark Trial y que forma parte de los siete famosos juicios de Hamburg
Ravensbrück Trials, fue el tercero en producirse. Se inició el 14 de abril de 1948, casi
dos años después de su detención, y tuvo lugar en Hamburgo donde condenarían
a cinco de las oficiales del campo de exterminio de Uckermark. Durante la vista
Ruth Closius admitió plenamente su complicidad en el maltrato y muerte de las
prisioneras que tenía a su cargo tanto en Ravensbrück como en Uckermark. En su
declaración ante el tribunal militar británico la inculpada no solo mostró fuertes
dotes de altivez, sino que además se vanaglorió de los allí presentes:

«A medida que me hice cargo del campo de Uckermark, allí había alrededor
de 4.000 prisioneros de todas las nacionalidades. Cuando me trasladaron unas seis
semanas después, solo quedaban 1.000 presos en el campo. Durante mi tiempo allí
alrededor de 3.000 mujeres fueron seleccionadas para las cámaras de gas».

Pero no contenta con eso continuó explicando que:

«Cuando las camionetas se llenaban por completo, los hombres de las SS y


yo conducíamos hacia el crematorio, donde descargábamos los prisioneros en un
cobertizo de herramientas. En mi papel como Oberaufseherin les ordenaba que se
desnudaran y cuando lo habían hecho, un hombre de las SS disfrazado con un bata
blanca llevaba a las mujeres, una por una, a otro cobertizo para herramientas.
Cuando esta nave se llenaba, entonces se cerraba. A los reclusos varones se les
ordenó subir al techo y ví cómo dejaban caer algo dentro de una abertura que se
cerró enseguida. Después de que los prisioneros bajasen del techo, se encendían los
motores de los camiones para que no se pudieran escuchar los gritos de las
víctimas».

El 26 de abril de 1948 concluye el juicio y el Tribunal Británico emite un


claro veredicto respecto a la exsupervisora nazi. Ruth Closius es culpable de todos
los cargos y debe ser condenada a morir en la horca. De las cinco ella fue la única
en ser ajusticiada. Durante la mañana del 29 de julio de 1948 el verdugo Albert
Pierrepoint fue el encargado de colocar a la Oberaufseherin en posición y llevar a
cabo el ahorcamiento en la prisión de Hamelín.
HERTA EHLERT

Pasó a la historia por ser una más de las guardianas encargadas de impartir
golpes, patadas y latigazos a los reclusos del campo de concentración que vigilaba.
Todos la conocían como Herta Ehlert, pero en realidad su verdadero nombre era
Herta Liess. Esta alemana rubia de mirada penetrante, gesto severo y actitud
brusca, nació en Berlín el 26 de marzo de 1905. Se desconoce por completo lo que
sucedió durante los primeros años en la capital germana. Lo más que se encuentra
es documentación que sitúa a la futura criminal en un puesto como vendedora.
Pero no especifica a qué se dedicaba verdaderamente esta mujer. De cualquier
forma, un dato importante aquí es que cambió su apellido por el de Ehlert una vez
que contrajo matrimonio en la ciudad berlinesa unos años antes del estallido de la
Segunda Guerra Mundial. Tras la llegada al poder de Adolf Hitler, la propaganda
nazi empezó a expandirse por cada rincón de la localidad. Grupos de partidarios
de la pureza aria recorrían las calles en busca de algún alma caritativa que quisiera
ayudarles en su lucha. De este modo el 15 noviembre de 1939 Herta fue reclutada
por oficiales de las SS para formar parte de su personal de campo. «El Puente de
los Cuervos» se convertiría en su primer hogar nazi. Ravensbrück la formó, la
instruyó en las artes de la vigilancia, la adiestró para maltratar a los presos sin
impunidad alguna y hasta la muerte y, ante todo, impulsó a que emergieran
sentimientos maquiavélicos. La disciplina recibida fue tan manipuladora a la vez
que poderosa que sacó lo peor de ella. Imaginamos que debido a ese cambio en el
carácter, que se reflejaba perfectamente en la dureza de su rostro, se divorció del
que hasta entonces era su marido. Se despojó de su vida anterior y enterró todos
sus recuerdos personales. En Ravensbrück murió y nació una nueva Herta Ehlert.
Ya en octubre de 1942 y cumplido su fiel entrenamiento, fue transferida como
Aufseherin al campo de exterminio de Majdanek cerca de Lublin. Según la
declaración de la propia acusada, sus superiores no estaban contentos con ella,
porque se mostraba de lo más afable, condescendiente, y porque ayudaba a los
prisioneros entregándoles más comida. A pesar de que estos apuntes están basados
en su particular testimonio, nos enfrentamos a una gran contradicción. Las
testificaciones de las supervivientes que narraron con todo detalle cómo fueron
golpeadas por la criminal chocaban radicalmente con su versión. No obstante, y
siguiendo con tales declaraciones, parece ser que Ehlert tuvo que regresar
nuevamente al campamento de Ravensbrück en 1943 para tomar, y siempre
presuntamente, otro curso de entrenamiento. Su nueva supervisora: Dorothea
Binz. Insisto en que estos datos no cuadran con la realidad ya que durante sus tres
primeros años en el «Puente de los Cuervos», su superior fue María Mandel, más
conocida como La bestia de Auschwitz, una de las Oberaufseherin más terroríficas del
momento. Por consiguiente, sería extraño que Herta no se hubiera doblegado a la
mezquindad de su jefa. Un nuevo traslado en noviembre de 1944 hizo que la
Aufseherin se mudara al campo de concentración de Auschwitz donde supervisó un
Kommando de los grupos de trabajos forzados. Entre las tácticas empleadas para
que los internos rindieran más estaba la de pegar con sus propias manos en el
rostro de cualquiera que no hiciese lo correcto. Aquellas bofetadas llevaban
impresas tanta brutalidad que los más débiles se caían súbitamente al suelo. Tan
solo dos meses después de su llegada y coincidiendo con la evacuación del
campamento en enero de 1945 Herta Ehlert fue destinada al campo de
concentración de Bergen-Belsen donde estuvo bajo las órdenes de Irma Grese y
Elisabeth Volkenrath. En esos tres escasos meses su principal tarea fue la de
controlar la alimentación de los reclusos. Pero los testigos de aquella barbarie
explicaron actuaciones de lo más dispares durante los interrogatorios oficiados en
el juicio de Bergen-Belsen. Por ejemplo, la judía polaca Lidia Sunschein dijo que:

«Ehlert siempre estaba en la puerta de Belsen cuando los Kom-mandos iban


a trabajar. Golpeaba a las prisioneras por cosas como tener una bufanda puesta
incorrectamente o los cordones de las botas mal hechos. Ella golpeaba a la gente
sobre todo con sus manos».

Estos hechos fueron corroborados por otras supervivientes como Helene


Klein, Regina Bialek o Etyl Eisenberg. Esta última, una semita belga, declaró que a
veces la SS sustituía a la Oberaufseherin Völkenrath y que al hacerlo también se
comportaba de una manera despiadada. Tenía por costumbre golpear ferozmente a
las reclusas y tirarles de los pelos. En este sentido, Hilda Loffler además aseguró
que Ehlert y otras compañeras fueron las responsables del hambre, los golpes y el
exceso de trabajo en el campo. Una de sus víctimas fue Helen Herkovitz, a quien
golpeó broncamente y mantuvo aislada durante dos semanas sin apenas comida ni
bebida en un refugio antiaéreo. Cuando el 15 de abril de 1945 los aliados llegan al
campo de Ber-gen-Belsen, arrestan a todos los miembros del personal nazi y Herta
Ehlert es puesta a disposición judicial y conducida a la cárcel de Celle. Durante el
proceso de Bergen Belsen celebrado entre el 17 de septiembre y el 17 de noviembre
de 1945 en Lüneburg, la inculpada explicó que quedó tan sorprendida ante las
pésimas condiciones en las que se encontraba Belsen, que acudió al comandante
del campo para intentar mejorar la situación. Y aunque negó que fuese inhumana
con los prisioneros, admitió haber golpeado a alguno de ellos pero solo cuando era
estrictamente necesario. Reseño a continuación un pequeño fragmento del
interrogatorio realizado por el Major Munro a Ehlert:

«P: ¿Se ha dicho que usted era muy cruel, no es así? R: Depende de cómo
entienda uno la palabra "crueldad". Admito que abofeteé la cara de las prisioneras,
pero siempre cuando había una grave razón para ello. Nunca abofeteé sus caras
con ambas manos, solo con una. P: Lidia Sunschein y Helen Klein dijeron que
usted solía estar en la puerta y que golpeaba a las prisioneras al pasar mientras les
hacía el control. ¿Es eso cierto? R: Así es, pero la razón es porque pusieron sus
mantas alrededor de los hombros, lo que no estaba permitido, y las cortaban para
fabricar diferentes tipos de ropa incluso sacaban zapatos de ellas. Solían llevar
paquetes, lo que no estaba permitido».

En todo momento la guardiana intentó camelar a la Corte arguyendo que su


conducta con los reos era poco menos que digno de admirar. «Era demasiado
buena con ellos», insistía Ehlert. Su argumento era que si bien muchas veces
pillaba a alguno contraviniendo las reglas —esto es, enviar mensajes a familiares o
pasar paquetes—, ella les ayudaba haciendo de intermediaria. Una de las
declaraciones que más impactaron por estar hecha a su favor, la hizo Jutta
Madlung. Esta alemana conoció a la Aufseherin en el campo de Ravensbrück, de
quien se llevó un grato recuerdo tal y como reconoció ante el Tribunal:

«Ehlert estuvo a cargo de nuestro equipo de trabajo en Siemens, y nos


trataba muy bien. Ella no nos pegaba, no nos hizo ningún daño y también era muy
amable con las rusas. Me dio pan para mi hermana que estaba enferma, y me dio
manzanas y otras cosas para comer. Nunca la vi maltratar a nadie».

Para Madlung la criminal nazi fue la excepción que confirmaba la regla de


toda aquella inmoralidad humana. Al finalizar el juicio, Herta Ehlert fue
condenada a 15 años de prisión por cooperar en el maltrato y asesinato de
prisioneros en el campo de concentración de Bergen-Belsen entre el 1 de octubre de
1942 y el 30 de abril de 1945. La mujer «decente» —como su abogado defensor la
llamó en alguna ocasión— permanecería encerrada en la prisión de Hamelín hasta
su puesta en libertad el 22 de diciembre de 1951. Sin llegar a cumplir la totalidad
de su pena y tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, esta delincuente decidió
cambiar su nombre por el de Herta Naumann. Vivió sin la intromisión de ningún
cazanazis hasta su muerte en abril de 1997. Acababa de cumplir 92 años.
LUISE DANZ

A la hora de catalogar a las guardianas, nos encontramos con diversas


escalas. Aquellas donde se encuentran las criminales más perversas y bestiales —
con miles de muertos a sus espaldas—; pasando por vigilantes causantes de cientos
de maltratos físicos y psicológicos; hasta las que sin haber formado parte de la
selección de prisioneros a las cámaras de gas, destacaron por su especial crueldad
hacia los prisioneros. Este cargo no le valió la muerte, pero si una cadena perpetua.
Hablamos de Luise Helene Elisabeth Danz. La exguardiana nació el 11 de
diciembre de 1917 en Turingia en el seno de una familia protestante. Sus padres se
llamaban Heinrich y Anna y tuvo varios hermanos, ahora bien, no se conoce el
número exacto. Se graduó en la escuela primaria y con 20 años, la joven Luise
decidió abandonar el hogar familiar para mudarse hasta Branderburgo. Allí
trabajaría como dependienta en una panadería de la ciudad. En 1940 tuvo que
regresar a la casa de los padres para su cuidado, se estaban haciendo mayores.
Entonces inició un curso para entrar en la oficina de correos y durante unas
vacaciones en Ulm conoció al Dr. Freiherr Franz von Bodman. Este hombre resultó
ser médico en el campo de concentración de Majdanek. Danz intentó mantener un
romance con él, pero Bodman ya estaba casado y tenía tres hijos. Aun así, la
convenció para que se alistase en las Schutzstaffel. La labor de las mujeres solteras
durante la guerra lo hacía indispensable. Para ello solo tenía que cumplir dos
condiciones: gozar de buena salud y no tener antecedentes penales o haber estado
condenada nunca. Según parece, Luise Danz explicó ante el tribunal —una vez
detenida— que fue reclutada por la fuerza para ser guardiana de un campo y que
intentó rechazar el servicio. Sin embargo, todos y cada uno de los empleados
tenían que firmar un contrato, y su rúbrica estaba en él junto con la de Bodman a
modo de beneplácito. Por lo que aquella excusa no le servía de nada. Asimismo, es
necesario dejar claro que Danz no fue miembro en ningún momento del partido
nazi, sino que fue el 24 de enero de 1943, cuando se incorpora directamente como
Aufseherin dentro del sistema de los campos de concentración nazis. Su primer
destino, como el de la mayoría de aquellas mujeres, fue Ravensbrück. Aquel centro
de entrenamiento habitual para las guardias de sexo femenino se hacía
indispensable para aprender las reglas y preceptos en cuanto a la supervisión de
prisioneros de cualquier campamento. Una vez concluida su instrucción, el 22 de
marzo de 1943 la trasladan al campo de mujeres de Majdanek donde pese a su
supuesto recelo, acabó comportándose de la forma más bárbara posible. Una de las
testigos que informó en Lublin, durante el juicio de Ma-jdanek, acerca de dicha
conducta, fue Danuta Medryk:

«Al principio a Luisa Danz le dio la impresión de que solo entraba por
casualidad en la banda de los Alemanes comunes. [...] Pero después de un mes ella
también cambió. [...] Más tarde ella detuvo a prisioneros, les pateaba. Todo esto lo
veía como una diversión»54.

Presuntamente la tarea principal de la guardiana nazi estribaba en llevar a


grupos de prisioneras de la puerta del campo a sus puestos de trabajo, vigilarlas
durante su jornada laboral y traerlas de vuelta al campamento. También supervisó
los grupos de trabajo en el vivero, la sastrería o la cocina de las SS. El 10 de
diciembre 1943 fue trasladada a Auschwitz-Birkenau donde tuvo mucho que ver
en la ejecución de las penas a los reos. Danz era la responsable de informar sobre el
número diario de confinados que entraban en Birkenau y de apuntar aquellos que
fallecían. Su mano, digamos que participativa, le sirvió para ganarse el beneplácito
de sus jefes y para que fuese condecorada por sus servicios. A lo largo de la
Segunda Guerra Mundial muchas de estas guardianas tuvieron la suerte de
ganarse esta medalla al mérito. Poco después y gracias a ese pequeño impulso, la
Aufseherin pasó a asumir las funciones de jefa del transporte de prisioneros de
Auschwitz y a principios de enero de 1945 se convirtió en Oberaufseherin del campo
de concentración de Malchow —su campo de Ravensbrück—. Ya tenía un nuevo
cargo en su currículum. Podemos decir que este centro de internamiento fue el
súmum de su carrera profesional. Por el contrario, las condiciones sanitarias eran
de lo más deplorable. Los reclusos, hacinados en el interior de los barracones,
tenían una salud tan mala que muy pocos servían para trabajar en una fábrica de
municiones de la zona. Ante tal situación Luise determinó deshacerse de los más
débiles. Ahí comenzó a asesinar a un número ilimitado de mujeres judías y
durante tres meses, mantuvo la estrategia de matarlas de hambre. No contenta con
esto les ordenaba salir desnudas en medio de la noche y permanecer de pie
durante horas. A continuación se abalanzaba sobre algunas de ellas dándoles
continuos puñetazos en la barbilla, golpes en todo el cuerpo o rodillazos en su
estómago mientras emitía innumerables insultos. Sus víctimas acababan
inconscientes ipso facto. Aquella rabia impactaba cruelmente sobre las cientos de
reas que soportaban los latigazos diarios y los castigos sinsentido de la temida
Danz. Algunos de estos ataques fueron recogidos por investigadores merced al
testimonio de sus supervivientes.

«Yo misma también he sido golpeada por ella. Esto sucedió durante el
conteo de presos. En primer lugar ella me pegó con la mano en la cabeza, en la
zona de la oreja izquierda. Cuando pregunté el por qué, ella dijo "por esto" y me
pegó en el otro lado de la cabeza. A partir de ese momento tengo trastornos de
equilibrio y miedo cuando intento moverme hacia abajo»55.

Poco antes de que las tropas soviéticas liberasen el campo de concentación


de Malchow a principios de mayo de 1945, la superintendente trató de escapar en
compañía de otras camaradas. Por suerte, fue pillada in fraganti en el momento de
la huida. Fue llevada a la cárcel de Cracovia (Polonia), donde un año después fue
acusada ante el Tribunal de crímenes contra la humanidad cometidos durante la
prestación de su servicio en los campamentos de internamiento. Durante el famoso
Primer Juicio de Auschwitz, celebrado entre el 24 de noviembre y el 22 de diciembre
de 1947, Danz y otros 39 antiguos miembros de las SS, comparecieron para dar
explicaciones de sus actos. El Tribunal Supremo de Polonia condenó a la
exguardiana nazi a cadena perpetua. Entre los delitos que se le imputaban estaba
el de haber abusado física y moralmente de los prisioneros, además de
despreciarlos, golpearlos, patearlos y privarlos de ropa y alimentos. Tras la
sentencia fue llevada a prisión donde estuvo hasta 1956, fecha en la que quedó en
libertad por buena conducta. Nuevamente, una criminal nazi pisaba la calle sin
haber cumplido la totalidad de su pena. Ni tan siquiera una parte. Durante
cuarenta años Luise Danz cambió de vida, intentó que nadie rastreara sus
movimientos y jamás volvió a hablar sobre su paso por los campos de
concentración nazis. Sin embargo, en 1996, el fiscal de la ciudad alemana de
Meiningen decidió reabrir un antiguo caso y buscar a la exvigilante alemana.
Quería demandarla por el asesinato que supuestamente había perpetrado contra
una niña cuando era Oberaufseherin en el campamento de Malchow. Según los
datos aportados por el letrado, esta había matado a golpes a la pequeña valiéndose
de su poder y mando. Después de un año de idas y venidas, los médicos germanos
alegaron que la inculpada era demasiado anciana para soportar un nuevo
procedimiento judicial y se retiraron todos los cargos. El Tribunal archivó el
asunto. Desde entonces, hablamos del año 1997, no se tiene constancia alguna de
cuál es su paradero, de si llegó a casarse —tampoco se supo antes— o de si alguien
descubrió su verdadero pasado. Fuentes fiables aseguran que Luise Danz sigue
viva. Si así fuera, ahora contaría con 96 años.
EWA PARADIES

Mucho se ha hablado de la espiritualidad de los nazis, de cómo algunos de


ellos se sintieron cercanos a la religión. Aunque es bien cierto que esto sería un
sinsentido, porque los preceptos del nazismo no incluían la adoración a ningún
dios, sino solamente al Führer. Sin embargo, individuos como Ewa Paradies tenían
fe y antes de ser reclutados por las Waffen-SS cumplían los mandamientos de la
religión cristiana protestante. Esta mujer, que como veremos se convirtió en
guardiana de uno de los campos de concentración, creció en una familia creyente
alemana que se había instaurado en la ciudad polaca de Lauenburg —la actual
Lebork—. Dicho municipio la vio nacer el 17 de diciembre de 1920. Allí pasó su
infancia y parte de su juventud. Estudió en un colegio público de la zona hasta que
en 1935 decidió dejarlo e iniciar su carrera laboral. Con todo y con eso son pocos
los detalles que se recogen sobre las tareas en las que estuvo empleada. Lo único
que podemos destacar es que trabajó en ciudades como Wuppertal, Erfurt y por
supuesto Lauenburg. Se podría decir que llevaba una vida de lo más normal, si
bien no se la conocen relaciones amorosas, hijos o familia cercana. Como muchas
mujeres criadas bajo el ala protectora del nacionalsocialismo, su mundo anterior
carecía de total importancia por lo que normalmente borraban todas las «huellas»
que habían dejado antes de enrolarse. Con la llegada de Adolf Hitler al poder y la
instauración del Tercer Reich en Alemania sembrando de terror y horror no solo el
país germano, sino ante todo sus adyacentes, Ewa Paradies determinó que era
necesario dejar atrás su rutinario devenir y ayudar al nuevo gobierno. Fue en
agosto de 1944 cuando la muchacha se inscribió en uno de los grupos femeninos de
las SS que precisamente estaba captando partidarios para trabajar en alguno de sus
centros de internamiento. Próximo destino: Stutthof SK.III, ubicado en el antiguo
territorio de la ciudad libre de Danzig y a unos 34 kilómetros al este de Gdansk
(Polonia). Durante dos meses Paradies recibió la formación pertinente y la
instrucción necesaria para poder controlar, vigilar y supervisar un campamento de
presos. Fueron largas horas de entrenamiento, de disciplina, pero sobre todo de
explícitas informaciones referentes a cómo debía «sujetar» a sus reclusos para que
la respetasen. Golpear, dar patadas, azotar o realizar cualquier tipo de maltrato
físico o verbal acabó siendo el modus operandi de todas las féminas que
conformaron el personal del centro de Stutthof. Tras sesenta días de fuerte
adiestramiento Paradies fue nombrada Aufseherin y reasignada en octubre de 1944
a uno de los campos satélites que tenía Stutthof: Bromberg-Ost. Aquel
Konzentrationslager tenía poco tiempo de vida —tan solo un mes— y albergaba
estrictamente a mujeres. Desde la fecha de su inauguración, el 12 de septiembre de
1944, millares de internas eran trasladadas diariamente hasta su nuevo hogar. Las
30 primeras mujeres que pisaron el campamento se toparon con siete guardianas
pertenecientes a la Schutzstaffel, vestidas de uniforme y con un ademán de lo más
insolente y altivo. Entre ellas, despuntaba la Oberaufseherin Johanna Wisotzki y
subordinadas de la talla de Ewa Paradies. Esta, junto con Herta Bothe o Gerda
Steinhoff, se ocuparon de hacer de aquella cárcel un verdadero calvario de sangre
y muerte. En cuanto amanecía arribaban más prisioneras a Bromberg-Ost,
momento que Paradies aprovechaba para seleccionar las que no le eran del todo
útiles para trabajar. Aquellas selecciones no tenían ninguna lógica, pero el disfrute
que obtenía viendo cómo acababan en la cámara de gas, le aportaba una sensación
única. Durante los pases de revista a primerísima hora de la mañana la vigilante se
dedicaba a golpear en la cara y el cuerpo de las reas. En los días de nieve le
fascinaba echar agua fría sobre los desnudos cuerpos de unas mujeres que
intentaban sobrellevar como podían aquel tiempo invernal. Si finalmente alguna
de las confinadas caía sobre el terreno debido al frío, Paradies le azotaba con un
látigo hasta dejarla sin conocimiento. Nadie movía un músculo. Si alguien se
atrevía a hacer la menor réplica, habría sido castigada de la misma forma. La
criminal nazi no sabía lo que era la piedad ni la había conocido. De ahí, que poco a
poco fuese creciendo su mala fama por ser una de las guardianas más crueles de
todo Bromberg-Ost. Ewa Paradies se había transformado en una especie de
eslabón indispensable para sus superiores, así que después de permanecer tres
meses en el mencionado subcampo, decidieron traerla de vuelta al campo principal
de Stutthof. Desde comienzos de 1945 y hasta su huida en abril de ese mismo año
la Aufseherin se dedicó —bajo mandato de sus jefes— a seleccionar a los llamados
prisioneros «no útiles» y que tenían que morir en las cámaras de gas.
Complementó dicha tarea con una no tan distinta y que consistía en vejar,
sacrificar y maltratar a los presos que se habían atrevido a desafiarla. Pero Paradies
no estaba dispuesta a ver cómo el campamento de exterminio era liberado por los
aliados y, por tanto, apresada por el enemigo. Así que, aprovechando que tenía
que acompañar un convoy de reclusas de Stutthof al subcampo de Lauenburg,
decidió escapar. Un mes después y coincidiendo prácticamente con la llegada del
ejército ruso al recinto de Stutthof, Ewa fue arrestada por oficiales polacos en
Lebork —su ciudad natal—. Fue trasladada de inmediato a la prisión de Danzig
junto al resto de sus camaradas. Un año después se procedió a la celebración del
juicio. El 25 de abril de 1945 se inaugura el «Juicio de Stutthof» en la ciudad de
Danzig, donde Ewa Paradies y otros doce acusados serían juzgados ante un
tribunal penal especial del conjunto soviético/polaco. Durante la vista numerosos
testigos señalaron a la guardiana como la responsable de multitud de abusos
físicos cometidos contra los prisioneros. Uno de los supervivientes aseguró ante la
Corte:

«Ella obligó a desnudarse a un grupo de reclusas en pleno invierno.


Después, ella vertió agua helada sobre ellas. Si se movían, entonces ella [Paradies]
las golpeaba».

A pesar de estas y otras tantas declaraciones, los inculpados hacían caso


omiso de lo que ocurría en la sala. Pasaban el tiempo mofándose del talante de
todo aquel que se subía al estrado. Mostraban una auténtica desvergüenza ante el
sufrimiento que habían causado a sus internos. Cuando el 31 de mayo de 1946 el
Ministerio Público condena con la pena de muerte a Paradies por los crímenes de
guerra perpetrados, ella se derrumba y comienza a llorar. Suplica entre sollozos
que le perdonen la vida. Implora clemencia, algo que jamás tuvo para con sus
inferiores. Las apelaciones fueron rechazadas por el presidente polaco. Una vez
dictada sentencia, se procedió a completar el ajusticiamiento. A las cinco de la
tarde del 4 de julio Ewa Paradies y diez de sus compañeros del campo de
concentración de Stutthof llegan a Biskupia Górka cerca de Gdansk. Allí se
celebraría su ahorcamiento ante miles de personas —seis hombres y cuatro mujeres
—. A la hora indicada el verdugo le colocó la soga alrededor del cuello mientras
conversaba con un sacerdote. Se subió a una silla y poco después se escuchó el
sonido de la horca con su cuerpo suspendido en el aire. Fue una caída corta. Los
allí presentes pudieron ver con claridad la muerte en el rostro de la guardiana. No
llevaba capucha.
RUTH ELFRIEDE HILDNER

Fueron cientas las «marchas de la muerte» que los nazis llevaron a cabo
durante la Segunda Guerra Mundial. Centenares de caminatas donde los
prisioneros de guerra eran forzados a recorrer largas distancias sin nada que
llevarse a la boca. Los que se desmayaban víctimas de la inanición, eran dejados a
su suerte o incluso ejecutados por los guardias que les acompañaban. Una de las
más llamativas la protagonizó Ruth Elfriede Hildner, cuando en 1945 formó parte
del convoy de mujeres judías que atravesó 800 kilómetros desde Slawa (Polonia),
pasando por Helmbrechst (Alemania) hasta llegar a Volary (Checoslovaquia). De
esta joven nazi nacida el 1 de noviembre de 1919 se tienen pocos datos fehacientes
respecto a su vida. Ni siquiera el lugar de nacimiento. Algunos documentos
apuntan a que era de Berlín capital, mientras que otros aseguraban que era de un
pueblecito al norte de Alemania. Por mi parte, prefiero dejar esta reseña en el aire y
continuar con lo que sí sabemos. En julio de 1944 Hildner fue reclutada para
formar parte del personal del campo de concentración de Ravensbrück. Durante
todo ese verano recibió una instrucción severa como guardiana. Quedaba menos
de un año para el fin de la contienda y los oficiales nazis no querían dar nada por
perdido. Es por ello que durante 1944 e incluso 1945 siguieron recibiendo nuevos
reclutas a los que aleccionar en las artes del sistema nacionalsocialista. Hildner
enseguida hizo buenas migas con sus compañeras, sobre todo con su supervisora
Dorothea Binz, de quien aprendió ejemplos de suplicios, actos inhumanos y
depravaciones. Si había un arma mejor para maltratar a un prisionero, ese era un
barrote. Con él podía dar rienda suelta a fieros golpes que descargaban sobre su
víctima el peso de su rabia. Tras finalizar su entrenamiento en Ravensbrück, en el
mes de septiembre la transfieren al campo de Dachau. Allí pondría en práctica
todo lo cultivado en sus «clases» de violencia y sadismo. En aquel momento ya
ejercía como Aufseherin. Su faena era la propia de cualquier centinela nazi: vigilar
que los presidiarios no violaran las normas del campamento usando, a ser posible,
un duro correctivo. Tres meses después de su llegada, en diciembre de 1944,
oficiales de las SS deciden enviarla a un pequeño campo cerca de Hof (Alemania).
Se trataba de Helmbrechts, un subcampo para mujeres perteneciente al campo de
concentración de Flossenbürg. Un total de 27 guardias femeninas sirvieron en este
destino, donde Ruth Hildner destacó sobre las demás por su especial temeridad.
La población del recinto era principalmente no-judía y la mayoría murió víctima
de los golpes perpetrados por su verdugos. La Aufseherin fue la más implacable de
todas. Durante las largas jornadas laborales Hildner le gustaba pasearse por los
pasillos de la fábrica para vigilar que nadie se ausentara de su puesto. Al más
mínimo descuido la criminal sacaba su vara con la que apaleaba ferozmente a sus
víctimas. Si alguna de las presas moría, trasladaban nuevas manos de obra del
campo principal de Flossenbürg a Helmbrechts. A principios de abril de 1945 el
comandante Doerr ordenó la rápida evacuación del centro debido a la inminente
presencia del ejército norteamericano. Hildner y el resto de sus camaradas
emprendieron una huida que concluyó con cientos de muertos por
desfallecimiento y maltrato. La Aufseherin terminó asesinando con su palo a
numerosas jóvenes que, extenuadas, no lograban ponerse en pie. Fueron cientos de
kilómetros desde Helmbrechst (Alemania) hasta llegar a Volary (Checoslovaquia).
Pero no fue la única marcha de la muerte en la que Hildner participó. La guardiana
nazi también acompañó otra en Zwodau, subcampo de Flossenbürg
(Checoslovaquia). De allí evacuaron a los presos hacia el oeste del país. En la
última de las caminatas tuvo que volver a Polonia, esta vez a Slawa, cruzarse
Alemania para llegar de nuevo al campo de Volary en Checoslovaquia. Durante la
liberación de los distintos campos de concentración alemanes a principios de mayo
de 1945 Hildner y las demás supervisoras nazis consiguieron huir temporalmente
al hacerse pasar por refugiadas. Pero en marzo de 1947 las autoridades checas
finalmente dieron con ella y fue llevada a prisión. Tenía 27 años cuando fue
juzgada por el Tribunal Popular Extraordinario de la localidad de Písek. El 2 de
mayo de 1947 el presidente de la Corte dictó sentencia y Ruth Hildner fue
declarada culpable de cometer crímenes de guerra. Condenada a morir en la horca,
fue colgada tan solo seis horas más tarde en la prisión central de Praga.
IRENE HASCHKE

El político canadiense, John Abbot, explicó en una ocasión que «la guerra es
la ciencia de la destrucción». Y yo humildemente añadiría, «y de la miseria». Al fin
y al cabo, todo lo que se termina recogiendo tras el término de cualquier contienda
es eso, desgracia, infortunio, penuria. No obstante, mientras observo el perfil de
Irene Haschke, una desdichada empleada textil que se formó como Aufseherin en
uno de los tantos campos de concentración alemanes, me pregunto: ¿cómo puede
alguien corriente convertirse en criminal de guerra? Podríamos enumerar mil y
una respuestas, tantas como opiniones e individuos que pueblan el mundo. Pero la
más recurrente y la que, por desgracia, he intentado reflejar a través de este libro es
que todas y cada una de las personas que participaron de la maquinaria bélica del
horror nazi, ya tenían esa semilla asesina en su interior. En el caso de Haschke
aquella simiente «floreció» al ingresar en las Waffen-SS. Previamente a su
alistamiento como parte del personal del Imperio Ario, Irene era una niña normal.
Nacida el 16 de febrero de 1921 en la localidad polaca de Friedeberg, la actual
Strzelce Krajenskie, su vida se limitó a estudiar en el colegio y a trabajar en las
fábricas de la provincia desde una edad muy temprana. Se especializó en la
industria textil. Pero la propaganda alemana comenzó a irrumpir en Polonia como
agua que se lleva el diablo lo que hizo que sintiera un especial interés por los
preceptos del nazismo y a simpatizar con ellos. Al final, Haschke cayó en las redes
de la Bund Deutscher Madel (La Liga de Mujeres Alemanas) y el 16 de agosto de
1944 fue reclutada. Durante cinco semanas recibió un severo entrenamiento como
guardiana en el campo de concentración alemán de Gross-Rosen situado en la Baja
Silesia —ahora llamada Rogoznica—. Aquel centro de internamiento —que en 1940
se construyó como satélite del de Sachsenhausen— fue creciendo hasta tal punto
que en 1944 llegó a tener hasta sesenta subcampos ubicados en el este de Alemania
y en la Polonia ocupada. La gran actividad de Gross-Rosen se reflejaba en la
elevada cantidad de prisioneros internos tras sus barracas. Un total de 125.000
judíos de diversas nacionalidades vivían hacinados en su interior presos del dolor,
la miseria, la hambruna, el salvajismo y la muerte. Cuando Irene Haschke llegó al
reconocido como el campo más duro del Tercer Reich, se encontró con miles de
desechos humanos, presos sin fuerzas a causa de la falta de alimentación y, sobre
todo, al exceso de trabajo. La instrucción que recibió durante ese poco más de un
mes que vivió en Gross-Rosen, fue en ella despertando sentimientos de
inhumanidad y perversión. El tratamiento ejercido contra los confinados se podía
calificar de salvaje. A partir de aquí nos topamos con documentación
contradictoria. Algunas reseñas aseguran que tras el periodo de aprendizaje
Haschke fue transferida a la cárcel de Mahrisch-Weifiwasser, donde durante tres
semanas desarrollaría faenas propias de Aufseherin. En cambio, otros datos
apuntan a que en realidad, regresó a la fábrica textil. Como digo son apuntes un
tanto incoherentes. Lo que sí puedo constatar a ciencia cierta es que la guardiana
nazi arribó al campo de concentración de Bergen-Belsen el 28 de febrero de 1945.
Allí conoció a algunas de las criminales más peligrosas hasta el momento. Entre
ellas, Irma Grese, Herta Ehlert o Hertha Bothe. Como ya ocurrió con las anteriores
camaradas, los últimos meses en el centro de exterminio supusieron la depravación
absoluta. Haschke, que supuestamente trabajaba en la cocina número dos y que era
la responsable de racionar la comida, se dedicaba a golpear con un palo de goma
en la cara y las manos de las reclusas para evitar altercados. Cualquier mirada,
palabra o silencio llegaban a encolerizarla de tal forma que perdía los estribos. No
contenta con esto, muchas de las mujeres que lograron sobrevivir a este suplicio, se
atrevieron a testificar en su contra en el juicio de Bergen-Belsen celebrado en
septiembre de ese mismo año. La superviviente húngara Ilona Stein, explicó ante el
Tribunal en qué consistieron aquellas palizas:

«Yo hablo acerca de los incidentes cuando ella (...) salió de la cocina y
comenzó a golpear a la gente con un tubo de goma, y cuando alguien se caía ella
seguía pateándole. Uno de los últimos incidentes que recuerdo fue el día en que las
tropas británicas realmente entraron en el campamento. Yo estaba cerca de la
cocina tratando de conseguir algunas cortezas de patata y ella me amenazó con el
tubo de goma, como de costumbre pero entonces aparentemente ella vio a las
tropas británicas y se detuvo. Me golpeó varias veces, pero a veces yo era lo
suficientemente rápida para salir corriendo. A veces me pegaba, porque trataba de
conseguir unas cortezas de patatas o de nabos, pero yo solo tenía que estar cerca
para que me golpeara».
Otra testigo judía llamada Hanka Rozenwayg de nacionalidad polaca,
apuntó que unos días antes de que las tropas británicas liberasen Bergen-Belsen,
vio a la acusada arrojar a una mujer dentro de la cisterna del agua. La interna
murió ahogada. Katherine Neiger, una judía de Checoslovaquia, indicó que
Haschke golpeaba con una porra de goma a los niños que se hallaban enfermos
hasta dejarlos prácticamente inconscientes. Algunos de los internos que Irene atizó
brutalmente, acabaron muriendo. «Las palizas a las que me refiero se las dio con
un palo pesado», ratificó la judía rusa Luba Triszinska. En las jornadas previas a la
liberación por parte de los aliados unas 15 o 20 personas morían en el interior del
campamento a diario. Poco a poco Bergen-Belsen se estaba pareciendo al centro de
exterminio de Auschwitz. Y llegó el día tan esperado por los reclusos. El 15 de abril
de 1945 oficiales británicos irrumpen en el recinto después de que el comandante
Kramer negociase la rendición. Se contaban por miles los cuerpos muertos apilados
al lado de las zanjas. Debido a las condiciones insalubles e infrahumanas con las
que se encontraron, se había desarrollado una epidemia de tifus, por lo que el
ejército aliado ordenó a los criminales nazis enterrar todos los cadáveres. La
Aufseherin fue una de las féminas obligadas a ayudar en la tétrica labor. Poco
después fue arrestada y puesta a disposición judicial en la cárcel de la localidad
cercana de Celle, donde estuvo hasta el 17 de septiembre, fecha en la que dio
comienzo su juicio. Ante la Corte se presentaron 45 miembros del personal de
Bergen-Belsen imputados por maltratar y asesinar a cautivos de los países aliados.
Durante exactamente dos meses —la vista concluyó el 17 de noviembre— la
localidad de Lüneburg albergó a numerosos curiosos y medios de comunicación
que no querían perderse ni un detalle sobre el posible futuro que tendrían estos
asesinos y posteriores condenados. Entre las perlas que dejó Haschke durante su
declaración ante el Tribunal me gustaría resaltar aquella donde la vigilante
excusaba su comportamiento agresivo contra las reas:

«... se llevaban la comida de los demás. Les pegaba con mi mano y a veces
usaba un palo que me dio la guardiana. Se trataba de una palo de madera común,
de unas dieciocho pulgadas de largo y unas tres cuartas partes de pulgada de
diámetro. Solo fue necesario para golpear a los prisioneros cuando ellos estaban
robando, y solo les golpeé una o dos veces».

En el transcurso del interrogatorio realizado por su abogado el capitán


Phillips, y ante la pregunta acerca de por qué los presidiarios no podían beber
agua potable de la cisterna, Haschke acabó replicando que aunque no tuviesen
prohibido beber del pozo, no se lo permitían porque estaba sucia. Pese a los
esfuerzos de su defensor por evitar la condena, la Corte dictó sentencia e Irene
Haschke fue condenada a 10 años de prisión por cooperar en el maltrato de
prisioneros y asesinar a muchos de ellos durante su estancia en el campo de
concentración de Bergen-Belsen. Pasó la subsecuente década en una celda de la
cárcel de Hamelín hasta su puesta en libertad el 21 de diciembre de 1951. No ha
aparecido ninguna pista verídica sobre su actual paradero, ni se conoce si la
cruenta Aufseherin sigue con vida. Incógnitas que desgraciadamente, no podremos
resolver nunca.
ALICIA ORLOWSKI

Ser la imagen perfecta de las Waffen-SS era lo que toda guardia femenina
quería una vez que conseguía subirse a la máquina nazi. Un dicho popular muy
sabio dice que para ser bueno, no basta con serlo, sino también parecerlo. Si
extraemos la moraleja de este refrán, podemos hallar similitudes con las actitudes
tomadas por estas mujeres. Necesitaban que sus superiores las vieran como un
ejemplo a seguir y para ello tenían que comportarse tal y como los altos mandos
esperaban. Si pegar, golpear o vejar a los prisioneros era necesario para obtener su
respeto, lo harían sin lugar a dudas. Esa era la única forma —según su punto de
vista— de que contasen con ellas para puestos de alto mando dentro de los
campamentos de internamiento. Uno de los ejemplos más fehacientes lo
encontramos en Alice Orlowski —de nombre real Alice Minna Elisabeth Elling—,
que en poco tiempo pasó a ser el modelo a seguir por las mujeres de las SS. Su vida
transcurrió en la capital alemana, Berlín, donde nació el 30 de septiembre de 1903.
Algunas fuentes apuntan a que esta funcionaria nazi no acabó la escuela, fue
desterrada de su casa familiar por las ideas que profesaba, además de mantener
relaciones sentimentales con un joyero ruso que terminó en boda. Sin embargo, no
existen documentos que ratifiquen dichas teorías. Lo único cierto es que Alice
formó parte del personal de algunos de los campos de concentración alemanes más
sanguinarios de la Segunda Guerra Mundial. El primer contacto con el nazismo lo
tuvo en 1941 cuando ingresó en Ravensbrück para seguir un duro entrenamiento
como guardiana del campamento. Pero nadie se alista por casualidad en las
Waffen-SS —y como estamos viendo a través de estas páginas—, menos aún estas
mujeres. De hecho, no hace falta tener mucha imaginación para darnos cuenta de
que nada más poner un pie en Ravensbrück, Orlowski comenzaría a desarrollar
una personalidad atroz y sádica hacia sus reclusos. Aquel talante había
permanecido latente en su interior todo ese tiempo, a la espera de que alguien
pusiese en marcha el mecanismo. Cuando lo hizo, no pudo parar jamás. La
depravada María Mandel fue una de sus instructoras. Y como sabemos, sus
métodos —un tanto tétricos— hicieron la delicia de más de una recien de llegada
como Orlowski. ¿De quién podía aprender mejor cómo hacer un sacrificio que de
la Bestia? Ravensbrück lo tenía todo, hasta un búnker de castigo. Era el campo
perfecto para que desarrollara esa faceta tan malvada. Una vez acabada la
instrucción y ya como Aufseherin, la envían en octubre de 1942 al campo de
Majdanek, cerca de Lublin (Polonia). Su compañera de correrías era la mísmísma
Yegua de Majdanek. Ella y Hermine Braunsteiner eran consideradas las guardianas
más brutales de todo el campamento. Los confinados tenían motivos más que
suficientes para tenerlas pánico. Ellas eran las responsables de cargar los camiones
que se dirigían a las cámaras de gas con las mujeres más débiles de todo Majdanek.
Si había un niño que sobraba o que no entraba, Orlowski y Braunsteiner lo cogía
como si fuera una maleta y lo tiraba por encima de los adultos. Después, cerraban
la puerta. En el caso de Alice le encantaba esperar a que arribaran nuevos
cargamentos de mujeres al barracón. Nada más entrar las azotaba sin miramientos,
especialmente entre los ojos. Tales medidas eran consideradas como buenas y
aprobadas por sus superiores, así que decidieron promoverla y subirle de puesto.
Su nuevo rango de Kommandoführerin (líder del Kommando) le sirvió para
participar de lleno en la selección de nuevas víctimas. Ahora tenía a su cargo a más
de 100 mujeres, a quienes ordenaba robar todo tipo de enseres a los prisioneros ya
gaseados. Desde relojes, abrigos, oro, joyas, dinero, juguetes, vasos... Cualquier
cosa que ella y sus camaradas pudieran necesitar. En los días previos a la
evacuación de Majdanek —esto ocurrió el 24 de julio de 1944—, los oficiales de las
SS enviaron a Orlowski al célebre campo de concentración de Cracovia-Plaszow
(Polonia). Distinguido por ser uno de los campamentos más duros de toda la
guerra, Plaszow estaba rodeado por una alambrada electrificada de 4 km de
perímetro y contenía multitud de barracones. Unos destinados al personal alemán,
otros a las factorías, talleres y almacenes, y un campo para hombres y otro para
mujeres. Sin mencionar aquel que servía para la «reeducación». Era en este lugar
donde se llevaban a los presos que violaban la disciplina laboral y las normativas.
Plaszow era un verdadero campo de trabajo forzado, más conocido como
Arbeitslager, allí no solo había reclusos sino sobre todo esclavos. No es de extrañar
que la tasa de mortalidad fuese muy alta y que multitud de internos, sobre todo
mujeres y niños, muriesen de tifus y hambre. Las ejecuciones fueron otro punto
fuerte del campo. De hecho, este recinto acabó siendo famoso por los tiroteos, tanto
individuales como en masa, que se efectuaban tras sus paredes. Todos los
documentos relativos a los diparos y asesinatos en masa perpetrados durante ese
tiempo, fueron encomendados a la Aufseherin por el comandante Amon Goeth
apodado el verdugo de Plaszow. Orlowski los guardó hasta el final de la guerra y los
destruyó poco después. Casi todas las mañanas Goeth se situaba en la terraza de su
residencia, cogía un rifle de francotirador y disparaba a cualquier prisionero del
campo. Niños, mujeres y ancianos fueron asesinados de forma indiscriminada.
Después del homicidio el comandante ordenaba que se le entregase la ficha del
muerto —localizado en el archivo de la administración del campamento— y
después mataba a todos sus familiares. Según sus propias palabras, no quería
gente insatisfecha en su campo de concentración. Su sadismo no conocía límites.
Cuando los nazis se percataron de que las tropas del Ejército Rojo estaban
avanzando con tal rapidez que las ubicaban cerca de Cracovia, iniciaron el
desmantelamiento completo de Plaszow. Para ocultar pruebas, se decidió exhumar
e incinerar los cuerpos que ya estaban enterrados. De este modo las tropas aliadas
se encontrarían un campo completamente vacío. Se estima que durante su
funcionamiento Plaszow llegó a albergar a 150.000 personas, la mayoría judíos. El
14 de enero de 1945 un día antes de la llegada de las tropas soviéticas a Plaszow, el
personal del campamento junto con los últimos cautivos que quedaban —178
mujeres y dos niños—, emprendieron una marcha de la muerte hacia el campo de
exterminio de Auschwitz. Una vez dentro, muchos de los que lograron sobrevivir
por el camino fueron atrozmente asesinados. Pero sin saber por qué Alice Orlowski
cambió de actitud durante el viaje a Auschwitz. Parece ser que se mostraba como
una mujer más humana, dando consuelo a los prisioneros, llevándoles agua e
incluso durmiendo con ellos a la intemperie. Nadie conoce la verdadera razón que
alteró su proceder de forma tan radical. Se dice que se debía a que la guerra estaba
llegando a su fin y sabía que pronto sería juzgada como una criminal más. Tras su
llegada a Auschwitz regresó a Ravensbrück. Una vez terminada la contienda fue
capturada por el Ejército Soviético que la extraditó a Polonia para su
ajusticiamiento. En aquel primer juicio de Auschwitz celebrado en Cracovia entre
el 24 de noviembre y el 22 de diciembre de 1947 Alice Orlowski fue condenada a 15
años de prisión por su participación en el maltrato, abuso y asesinato de
prisioneros durante el conflicto bélico. Sin embargo, no cumplió la totalidad de su
pena. Quedó en libertad en 1957, tan solo diez años después. Tal y como les
sucediera a otras camaradas de las SS como Hildegard Lächert o Hermine
Braunsteiner, la ex Aufseherin, fue puesta en busca y captura por las autoridades
alemanas para ser juzgada de nuevo. Esta vez para dictaminar los crímenes
perpetrados en el campo de Majdanek. En 1976 y durante la larga celebración del
Tercer Juicio de Majdanek en Düsseldorf, Alice Orlowski murió a los 73 años de
edad. ¿Cuál hubiera sido la condena más justa? Nunca lo sabremos.
ILSE LOTHE

Una de las principales características de un conflicto bélico es que cuando


finaliza, los tribunales internacionales se encuentran con la difícil tarea de
descubrir a los responsables y, a la vez culpables, de cometer unos supuestos
crímenes de guerra. Si bien algunos fueron localizados, juzgados y eliminados;
otros, fueron liberados impunemente pese a las pruebas testimoniales aportadas
por la acusación durante la vista. A pesar de su colérico comportamiento en los
distintos Konzentrazionslager, Ilse Lothe fue una de las pocas Kapos que se libró de
la horca. El hecho de ser prisionera de los nazis tenía que haberla servido para
luchar contra ellos, pero tras su nombramiento en Auschwitz se convirtió en uno
de ellos. Pasó a ejercer tareas de vigilancia y a perpetrar frenéticas palizas a sus
propias compañeras de barracón. Lo poco que se sabe de su vida es merced a la
declaración jurada que hizo durante el proceso de Bergen-Belsen de 1945. Parece
ser que esta mujer nació el 6 de noviembre de 1914 en la ciudad alemana de Érfurt,
capital de Turingia, de donde también procedía el filósofo alemán Max Weber —
conocido por su distinguida obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo—.
Desde una edad muy temprana, Ilse decidió ponerse a trabajar, no sabemos si
porque no le gustaban los estudios o porque su familia necesitaba un refuerzo más
en casa. A partir de ahí, buscó diferentes ocupaciones donde sentirse cómoda y un
buen día empezó en una fábrica de zapatos. Sin embargo, aquello no le duró
demasiado, no porque no le fascinase sino porque acababa de emerger la Segunda
Guerra Mundial y los nacionalsocialistas iniciaron un gran despliegue por toda
Alemania. Las tropas germanas iban llegando rápidamente a cada uno de los
pueblos del país. Érfurt fue uno de ellos. A su llegada, un grupo de oficiales de las
Schutzstaffel obligó a la joven a alistarse. Todo ocurrió antes de que finalizase el año
1939. Durante ese rifirrafe, pretendieron enviarla a una factoría de municiones pero
Ilse se negó taxativamente. No tenía hijos ni se había casado nunca pero no quería
formar parte del aparato de destrucción nazi. Años más tarde, acabó cayendo en su
trampa. Rápidamente la remitieron al campo de concentración de Ravensbrück,
pero no como guardiana, sino como prisionera. Durante aquel tiempo, conoció a
algunas de las supervisoras más maquiavélicas que ha dado la historia del
Nazismo: María Mandel, Dorothea Binz o Juana Bormann. Nuestra protagonista
jamás contó si tuvo algún altercado con cualquiera de ellas durante su reclusión en
el «Puente de los Cuervos». Tres años más tarde y ya en marzo de 1942, Ilse fue
trasladada al centro de exterminio de Auschwitz donde permaneció y vivió como
interna durante cuatro semanas. Transcurrido ese tiempo, el comandante del
campamento determina que la transfieran una larga temporada a un Kommando
externo en Budin (Budy), a unos siete kilómetros de Auschwitz. Allí realizó
dispares trabajos forzados. Estos iban desde efectuar diversas excavaciones, como
por ejemplo zanjas, hasta construir un embalse o mantener limpios los estanques.
De junio de 1943 y hasta febrero de 1944 la desplazan al campo de Auschwitz-
Birkenau. A su llegada la nombran Kapo del Kommando n°6 que constaba de 100
judías húngaras. Inicialmente, su misión consistía en que sus compañeras
cumpliesen las tareas impartidas por las guardianas, es decir, evitar peleas, repartir
los alimentos o la ropa, etc. No obstante, con el tiempo y gracias a los pequeños
privilegios que como Kapo tenía, su trabajo se fue extralimitando hasta puntos
insospechados. Se había convertido en «Policía Judía» —así era como
denominaban los demás reos a los Kapos— y por tanto en una centinela más de las
SS. Inevitablemente conoció a la Aufseherin Irma Grese quien durante su
declaración ante el tribunal, negó que la hubiera visto alguna vez. Algunas de las
prisioneras que decidieron contarlo durante el juicio, aseguraron que Ilse Lothe
también infringía multitud de maltratos debido a su «privilegiada» posición. Lo
que muchas de ellas no sabían —y aquí hago un breve paréntesis— es que en la
mayoría de casos, los Kapos acababan siendo asesinados en la cámara de gas.
Dicho esto, una de las testigos llamada Hanka Rozenwayg que había estado en uno
de los Kommandos que Lothe vigilaba, afirmó que en una ocasión esta se quejó a
Grese de que no estaba haciendo bien su trabajo. Al hacerlo, la Aufseherin le lanzó
un perro que le desgarró la ropa y le dejó numerosas marcas en todo el cuerpo.
Además, también vio cómo la Kapo pegaba a un chica polaca, la golpeaba en el
suelo y terminaba por darle infinidad de patadas. Otra judía polaca, Eva Gryka,
explicó durante la vista judicial que en el tiempo que se halló en Auschwitz, Lothe
había sido el Kapo de su Kommando de trabajo consagrado a cavar zanjas y fosas
para enterrar a los muertos. Durante una de las jornadas, una de sus compañeras
llamada Grunwald preguntó a Ilse si podía ir al baño. Esta se lo prohibió. Entonces
la reclusa dejó la pala y se marchó.
«Tan pronto como ella pasó de su trabajo vi a Lothe acercarse a Grunwald y
golpearle en la cabeza y el cuerpo hasta que se desplomó inconsciente, con sangre
chorreando de su cabeza. Para golpear Lothe usaba un palo de madera, que era de
unos 2 pies de largo y una pulgada de diámetro. Con la ayuda de otros prisioneros
llevé a Grunwald a su bloque y le vendamos sus heridas lo mejor que pudimos. Al
día siguiente vi que se llevaban a Grunwald al bloque 25. Ese bloque estaba
reservado a las personas que eran destinadas a la cámara de gas».

La testigo también contó que Lothe la pegaba con un palo de madera al


menos dos veces por semana. Una vez incluso, le dio un puñetazo en la nariz hasta
hacerle sangrar. Algo importante que Gryka quiso dejar claro en su interrogatorio,
fue que Lothe también había sido responsable de enviar a muchos prisioneros a la
cámara de gas. Otras supervivientes como la judía polaca Sonia Watinik corroboró
estos hechos cuando le tocó subir al estrado de Bergen-Belsen. Llegado el turno de
la acusada, Ilse Lothe negó conocer a alguna de las testigos que la habían acusado
de pegar a otras reclusas. Desmintió que Rozenwayg o Watinik formasen parte de
su Kommando porque si fuese así las hubiera reconocido inmediatamente.
También rebatió el hecho de que conociese o trabajase con Irma Grese. En este
sentido, tanto la guardiana como la Kapo afirmaron que se trataba de una falsedad
y esta última, terminó por argumentar que fue castigada por el Departamento
Político de Auschwitz. «... tres veces. La primera vez porque llevé una carta de
contrabando fuera del campo. La segunda vez porque quemé el somier de las
camas —hice un fuego con ellas—. Y la tercera vez porque organizamos alguna
comida y cigarrillos. La primera vez me dieron 25 latigazos realizados de esta
manera: pusieron un bloque en medio de mis rodillas y me ataron las manos, me
balancearon de una banda a la otra golpeándome de ambos lados mientras me
balanceaban de un lado al otro. Dos hombres de las SS me golpearon con una porra
de goma. He oído hablar de otros Kapos que fueron castigados de esta manera».
Continuando con la historia de Ilse Lothe, reseñar que tan solo cuatro meses del
primer Kommando, este finalmente fue disuelto. Poco después obtuvo otro de 50
judías húngaras cuyo cometido fue construir bunkers en puestos preparados para
las armas de fuego. En noviembre de 1944, le envian al Kommando n°107
destinado a Obras Hidráulicas y en diciembre la destituyen como Kapo a causa de
los altercados anteriormente mencionados. Es a partir de entonces cuando la
envían a un Kommando de castigo llamado Vistula. Desde enero de 1945 comienza
su odisea de un campo de concentración a otro. Primero trasladan a este grupo de
castigo hasta Ravensbrück donde permanecieron cuatro semanas. A principios de
marzo, es incluida en un transporte de mujeres embarazadas con destino Belsen.
Cae enferma por tres semanas pero cuando se recupera, Ilse se convierte de nuevo
en la Kapo del Kommando de hortalizas. El grupo de 140 personas constaba de
mujeres rusas y de unas pocas judías de Hungría y Polonia. Cuando a mediados de
abril de 1945, las tropas británicas liberan el campamento de Bergen-Belsen, Ilse
Lothe es puesta en libertad y empieza a trabajar como campesina. Más tarde lo
hizo como enfermera. Por otra parte, el 22 de junio y mientras paseaba por el
campo en compañía de una judía polaca, un grupo de otros seis o siete
exprisioneros gritan: «Esa es un kapo de Auschwitz». Cuando Ilse se dio la vuelta,
ya tenía dos soldados británicos pidiéndole los papeles. Fue arrestada rápidamente
y trasladada a la cárcel de Celle junto con los que habían sido sus verdugos. Estaba
acusada de cometer crímenes de guerra en el campo de concentración de
Auschwitz y en el de Bergen-Belsen. Dada la falta de pruebas y los testimonios tan
«contradictorios» aportados durante el proceso, el Tribunal de Bergen-Belsen dicta
su veredicto el 17 de noviembre de 1945. «N° 10 Lothe; La Corte encuentra que no
es culpable del primer cargo y no culpable del segundo cargo». Tras ser absuelta
de todos los cargos, desaparece de Lüneburg. Nada se ha vuelto a saber sobre su
paradero.
THERESE «ROSI» BRANDL

Entre las discípulas más fieles del Tercer Reich, se encuentra sin lugar a
dudas Therese Brandl. Esta mujer un tanto masculinizada, que siguió al dedillo los
preceptos que la Oberaufseherin María Mandel le inculcó, siempre fue leal a la causa
nazi a pesar de no destacar en exceso por encima de sus camaradas. Podemos
afirmar que se trató de una de las más devotas prosélitos del Nazismo. Rosi, que
era así como la denominaban en los campos de concentración donde trabajó, nació
el 1 de febrero de 1902 en la localidad de Staudach-Egerndach perteneciente al
distrito de Traunstein (Bavaria). Tal y como pasaba con las guardianas femeninas
de Hitler, poco o nada se sabe de su vida personal anterior a su alistamiento. Eso
nos da a entender lo poco que les gustaba su pasado, al que en ocasiones, preferían
mantener oculto. Las Waffen-SS supuso para muchas de ellas un nuevo renacer, tal
y como el Führer pretendía que se sintieran. A partir del mes de marzo de 1940,
Therese Brandl inició un duro entrenamiento en el centro de instrucción de
Ravensbrück. Ejercicio físico extremo, adiestramiento psicológico para conocer las
premisas del Nazismo, «clases especiales» de comportamiento hacia los
prisioneros, y todo ello aderezado con los métodos más salvajes que pudiésemos
imaginar. La Rosi aprendió cómo se podía minar psicológicamente a un recluso,
además de recibir lecciones de maltrato físico para contener a su grupo de internos.
Lecciones sobre cómo dar bastonazos, bofetadas y patadas, puñezatos, latigazos y
otros tantos actos inhumanos fueron haciendo mella en la nueva recluta. La Bestia
se encargó de adiestrar a Brandl como si se tratase de un perro de caza. Los
objetivos: sus cautivas. La nueva aprendiz no sobresalía por encima del resto de
sus compañeras, pero tal era su necesidad de conocer todos los entresijos de la
degeneración, que en poco tiempo se ganó no solo el respeto de su su-pervisora,
sino también el de los mandamases. Su perseverancia le llevó a subir de rango
convirtiéndose en Rapportaufseherin. Su trabajo consistía principalmente en contar
el número de prisioneras que había durante los famosos roll-calls (pases de revista)
y repartir castigos. Si alguna de las presas no se encontraba en su puesto en el
momento del llamamiento, Brandl le propinaba multitud de golpes en el rostro, la
cabeza y el estómago que dejaban inconsciente a la víctima. Ya en el suelo,
continuaba con su macabro ritual hasta que se cansaba. Muchas de ellas murieron
tras la paliza. Y no era de extrañar, había aprendido de la mejor. Pero llegó la
primavera de 1942 y Therese Brandl fue promovida, junto con otras guardianas de
las Waffen-SS, a continuar con su puesto en el campo de exterminio de Auschwitz.
Como Rapportaufseherin y responsable de velar por el buen funcionamiento de los
pases de revista, Rosi seguía manteniendo una conducta vil con los confinados.
Esto propició que el propio comandante Hössler le pidiese que tomara parte en el
proceso de selección a las cámaras de gas. Cada vez que llegaba un transporte, el
90 por ciento de sus ocupantes iba directo al crematorio. Brandl compartió dicha
«afición» con el doctor Mengele, la Oberaufseherin Margot Drexler o el propio
Hossler, quienes iban alternándose a la hora de elegir a los internos más débiles.
En octubre de ese mismo año Therese fue trasladada al recién inaugurado segundo
campo de Auschwitz, el conocido como Birkenau. Irma Grese era la líder
indiscutible del campamento y Brandl se limitó a seguir sus directrices. Su mano
izquierda con el Ángel de Auschwitz le valió para subir otro escalafón en su carrera.
Fue nombrada Erstaufseherin (Primera Guardiana) y en el verano siguiente, recibió
la famosa medalla del Reich por su «buena conducta». Un año después en
Birkenau su rutina fue supervisar uno de los barracones femeninos del campo,
siempre a las órdenes de Grese, e intentar que nadie formara demasiado follón. Si
alguien se atrevía con alguna osadía su respuesta era de lo más implacable: una
buena paliza. Ante los rumores de un posible acercamiento del Ejército Soviético a
Auschwitz-Birkenau, en noviembre de 1944 Brandl es trasladada al subcampo de
Mühldorf, en el campo de concentración de Dachau. Le acompañaba la Bestia. Allí
le quitan su rango de Rapportaufseherin y vuelve a ejercer como Aufseherin bajo las
órdenes de María Mandel. Y aunque de esta última se conoce su especial simpatía
por las selecciones a las cámaras de gas, de Brandl no se descubrió ningún informe
sobre su criminal talante. En abril de 1945, unas semanas antes de la llegada del
Ejército Norteamericano al campamento, las dos delincuentes nazis huyeron de
Mühldorf. Se escaparon a través de las montañas del sur de Baviera pero se
separaron a mitad de camino y cada una tomó un rumbo distinto. El 29 de agosto
las tropas americanas detuvieron a Therese Brandl mientras continuaba con su
fuga a través de la cordillera bávara. El gobierno norteamericano la retuvo en
prisión durante un año a la espera de ser extraditada a Polonia para iniciar el
pertinente proceso judicial. Otro año más tardó en celebrarse la vista. Para cuando
transcurrieron los dos años, Rosi fue conducida a una Corte de Cracovia para ser
enjuiciada por cometer crímenes contra la humanidad. El 24 de noviembre de 1947
comenzó el Primer Juicio de Auschwitz donde la acusada compartió banquillo con
María Mandel, Luise Danz, Hildegard Lächert o Alice Orlowski, entre otros
exmiembros de las SS. El Tribunal dictó sentencia el 22 de diciembre y la proclamó
culpable de participar en la selección de prisioneros. Su condena: la horca. Durante
el siguiente mes, Rosi permaneció arrestada en la cárcel de Montelupich (Cracovia)
donde esperó pacientemente hasta el día de su ejecución. Este llegó el 28 de enero
de 1948. Primero colgaron al grupo de su exsupervisora, María Mandel, y después
el suyo. Exactamente a las 8:48 de la mañana se procedió a ejecutar la pena.
Therese Brandl y un grupo de cinco hombres, fueron ahorcados en línea. Veinte
minutos después, el médico de la prisión certificó su muerte. Los cadáveres de los
criminales nazis fueron llevados al Instituto de Anatomía de la Universidad de
Cracovia donde se utilizaron como conejillos de indias. Sus estudiantes
practicarían múltiples disecciones con ellos.
EPÍLOGO

Dicen que cuando nos suceden acontecimientos terribles en nuestra vida, el


cerebro pone en marcha un mecanismo de defensa que impide que nada nos haga
daño. Es como si nuestro cuerpo obstaculizase cualquier esbozo de tristeza o
sufrimiento. Como diría el gran divulgador científico español Eduard Punset,
«hasta las bacterias funcionan por consenso, o no funcionan». Si tras leer estas
páginas he conseguido lo contrario, es decir, que se te haya removido la conciencia
aunque sea durante un instante, me habré dado por satisfecha. No pretendo que te
incomode la realidad, que lo hará, pero sí que seas consciente de que no olvidar lo
ocurrido es la mejor forma de recordar a aquellos que perecieron en pos de la
libertad. En este libro he querido reunir los casos más impactantes y escalofriantes
de unas mujeres que, de acuerdo al régimen del Führer, mataron, asesinaron y
vejaron a miles de prisioneros en sus campos de concentración. Hablamos de cómo
la mente femenina pudo ser aún más cruel que la masculina, llegando a ser el
brazo ejecutor de los peores crímenes que ha dado la Humanidad. Con ellas se
demuestra que la maldad y el sadismo es cosa del género humano, sin distinción
de sexos, algo que han puesto en duda las feministas más radicales. En las
Memorias de Sir Winston Churchill, el político británico dijo en una ocasión: «Si
Hitler hubiera invadido el infierno, yo habría hecho por lo menos una favorable
alusión al demonio en la Cámara de los Comunes». Si trasladamos esta cita a las
«torturadoras» de los campamentos de exterminio, podemos afirmar sin temor a
equivocarnos, que si la Maldad existe, ellas fueron sus principales representantes
en la tierra. Sus ademanes hicieron de ellas unas cruentas asesinas de acuerdo a un
bien común: la pureza aria. Y por mucho que rebatieran subidas a un estrado que
simplemente acataron las órdenes que provenían de sus superiores, la realidad es
que se tomaron la justicia por su mano. Con cada golpe y latigazo, con cada
privación de alimentos, con cada selección a la cámara de gas, las «guardianas»
minaron la moral de sus enemigos ya confinados. Su único objetivo: ser un ejemplo
para el resto de sus camaradas. El resultado: millones de vidas despojadas en una
zanja. ¿Verdaderamente fue necesaria tanta barbarie? Quiero creer que no.
BIBLIOGRAFÍA

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GUARDIANAS NAZIS

ÁLBUM DE FOTOS
Notas a pie de página

1 Declaración de un testigo durante el juicio de Ilse Koch.

2 Testimonio del Dr. Petr Zenkl, exalcalde de Praga, ministro en el gobierno


del presidente checo Edvad Benes y preso político encarcelado en Buchenwald.

3 Palabras del prisionero Paul Grünewald al testificar después de la guerra.


4 Extraído de las Actas del Juicio de Dachau.

5 Id. Ibíd.

6 Extraído de la lectura de la sentencia de Ilse Koch por parte del General


Emil Kiel durante el juicio de Dachau. (N. del A.)

7 Declaración de Irma Grese en el juicio de Bergen-Belsen.

8 Sára Jakobovits, deportada desde el gueto de Iza.

9 Fragmento correspondiente al libro Los hornos de Hitler de Olga Lengyel.

10 Extracto del libro Die Tagëbucher von Joseph Goebbels, volumen II.

11 Fragmento extraído del libro Executioner:Pierrepoint, escrito por Albert


Pierrepoint.

12 Id. Ibíd.

13 Declaración de Aleksandra Steuer en el juicio de Cracovia (20/08/1947).

14 Testimonio de Urszula Wiñska, prisionera del campo de Ravensbrück


número 7.448.

15 Palabras de la interna Rozalia Juraszek.

16 Fragmento extraído del libro Y tengo miedo de mis sueños de Wanda


Póitawska.

17 Extracto del libro Kommandant in Auschwitz, de Rudolf Hoss.


18 Testimonio de María Mandel en el juicio de Auschwitz en Cracovia en
1947.

19 Testimonio de Maria Budziaszek, prisionera número 23.359.

20 Extraído del expediente 520 del Juicio de Auschwitz en Cracovia.

21 Extracto de la obra Playing for time de Fania Fénelon.

22 Extracto de Staying Human Through the Holocaust de Teréz Mózes.

23 Extracto del libro The Gazebo, escrito por Alexander Lebenstein.

24 Testimonio extraído del acta del juicio de Bergen-Belsen.

25 Testimonio de Dagmar Hajkova, superviviente checa en Ravensbrück.

26 Extracto del libro Ravensbrück: everyday life in a women's concentration


camp, 1939-45.

27 Extracto de la obra Ravensbrück, el infierno de las mujeres, de Montse


Armengou y Ricard Belis.

28 Id. Ibíd.

29 Publica el diario El País el 13 de junio de 2010 en un reportaje sobre las


mujeres españolas internadas en Ravensbrück, coincidiendo con el 65 aniversario
de la liberación de los campos.

30 Extracto del libro De la resistencia y la deportación. 50 testimonios de


mujeres españolas, por Neus Catalá.
31 Extracto de De la resistencia y la deportación. 50 testimonios de mujeres
españolas, op. cit.

32 Extracto del reportaje publicado por el diario El País el 13 de junio de


2010.

33 Extracto del libro De la resistencia y la deportación, escrito por Neus


Catalá.

34 Id. Ibíd.

35 Extracto de su libro El carretó dels Gossos. Una catalana en Ravensbrück.

36 Extracto del libro De la Resistencia y la Deportación, de Neús Catalá.

37 Testimonio de Charlotte Müller en su libro Die Klempnerkolonne in


Ravensbrück.

38 Testimonio extraído por los censores británicos durante el juicio y


recogido en el libro Atrocities on Trial.

39 Testimonio extraído por los censores británicos durante el juicio y


recogido en el libro Atrocities on Trial.

40 Extracto del artículo publicado el 23 de septiembre de 1972 en The New


York Times titulado: «Queens Woman Tied at Hearing to Concentration Camp
Death».

41 Correspondiente al artículo publicado el 26 de septiembre de 1972 en The


New York Times titulado: «Queens Woman Called Second Cruelest at Camp».

42 Extraído del libro The Last Eyewitnesses, escrito por Fay Bussgang.
43 Testimonio de dos expresos de Majdanek ante la Corte del Condado de
Lublin en 1947.

44 Exrecluso del campo de concentración de Ravensbrück que testificó en el


juicio por crímenes de guerra de Viena de 1949.

45 Declaración de una vecina de Queens testificando en la audiencia de


Nueva York en 1972.

46 Testimonio de un exrecluso en Majdanek durante la audiencia celebrada


en Nueva York en 1972.

47 Extraído del libro The Outraged Conscience, donde el 21 de julio de 1978,


Vincent A. Schiano explica el caso de Braunsteiner ante el subcomité.

48 Artículo firmado por el periodista Julio Sierra.

49 Declaración de Juana Bormann durante el juicio de Bergen Belsen en


1945.

50 Extraído del libro The incomparable crime.

51 Extraído del reportaje publicado por el diario La Vanguardia el 8 de junio


de 2008 y escrito por Eduardo Martín de Pozuelo.

52 Id. Ibíd.

53 Declaración jurada de Juana Bormann extraída del Volumen II de The


Belsen Trial. Trial of Josef Kramer and Forty-Four other.

54 Extracto del libro Taterinnen. Frauen im Nationalsozialismus, de Kathrin


Kompisch.
55 Extracto del libro Genozid und Geschlecht, de Gisel Bock.

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