Alvarez Monica G - Guardianas Nazis - El Lado Femenino Del Mal
Alvarez Monica G - Guardianas Nazis - El Lado Femenino Del Mal
Alvarez Monica G - Guardianas Nazis - El Lado Femenino Del Mal
ÁLVAREZ
GUARDIANAS NAZIS
El lado femenino del mal
«Lo que queda de esa noche como ninguna otra es una sensación irremediable de
pérdida, de despedida. Mi madre y mi hermana se marcharon, y nunca les dije adiós.
Todo sigue siendo irreal. Es solo un sueño, me dije mientras caminaba colgada del
brazo de mi padre.
Es una pesadilla que me ha arrancado de las personas a las que amo, que están
golpeando a la gente hasta la muerte, que Birkenau existe y que alberga un gigantesco altar
donde los demonios de fuego devoran nuestro pueblo.
Es una pesadilla de Dios que los seres humanos estén lanzando a las llamas a niños
vivos judíos.»
(Elie Wiesel, superviviente del Holocausto).
Para que nunca olvidemos los principios humanos que nos alejan
irremediablemente del crimen y el castigo, me gustaría dedicar este libro:
A todas las víctimas de la injusticia, a las de entonces y a las de ahora.
A aquellos que murieron por la libertad.
AGRADECIMIENTOS
En primer lugar, me gustaría dar las gracias a José Antonio y Diego Fossati
por creer en este proyecto nada más conocernos. Por sus consejos y por la
tranquilidad que me transmitieron durante el proceso. A mi editora Esperanza
Moreno, por tratar con tanto mimo no solo el libro sino a mí. A la Das Bundesarchiv
y a la U.S. National Archives, por permitirme utilizar su hemeroteca y por el
material fotográfico que me enviaron para completar esta obra. Las improntas que
aquí incluyo nos permiten conocer más de cerca a nuestras protagonistas. A los
traductores de inglés, polaco, francés y alemán que han formado parte de este
proceso literario. A Robert Wojno, Sergio Gómez y Katarzyna Czaplinska, por
atender tan amablemente el llamamiento que hice en Twitter para encontrar
traductor de polaco. A Anne Pfeifer, Laura Alvarado y Alexander Müller, por el
ímpetu mostrado desde Düsseldorf. A Begoña Sagarduy López, por querer
incorporarse a esta aventura. A Robbie McNicol por las tardes que pasamos
delante del ordenador escudriñando en inglés cada uno de los libros que me
llegaban. A todos ellos, un millón de gracias. A Madonna Anne Lebling, Director of
Newsroom Research en el periódico The Washington Post por darme acceso a
información privilegiada y por enviarme personalmente artículos publicados en su
diario sobre las tan temidas guardianas. A la Oxford University Press y al Oxford
Journals, que me dieron acceso a importantes documentos sobre los procesos
judiciales de Bergen-Belsen y Auschwitz. A Johannes Schwartz, Director of the
Lichtenburg Memorial Site, por facilitarme uno de sus trabajos sobre la
Oberaufseherin Dorothea Binz. A Flint Whitlock autor del libro The Beasts of
Buchenwald, por enviarme dedicado uno de sus ejemplares desde el otro lado del
charco y que tanto me sirvió para documentarme. A Katie Rushforth y Catherine
Lawn de la Eurospan Group por hacerme llegar manuscritos inaccesibles desde
España. A Eric Frattini por las comidas celebradas en su «cuartel general», por
ofrecerme versados consejos y sobre todo por su valiosa amistad. Al doctor José
Cabrera Forneiro, por lanzarse sin paracaídas a escribir el prólogo de este libro. A
Pietro y Lucía, por las charlas sin reloj, por las risas, los nervios y porque me
enseñaron que los sueños también se hacen realidad. A Carles Lamelo, por las
noches delante del micrófono hablando de misterios. A Javier Silvestre, porque su
risa llena la sala de mi memoria. A Lorena Montón, por su calidad humana. A
Blanca Jiménez Barrau por sujetarme en los peores momentos. A Alessandra
Martín, la «hermana» pequeña que siempre quise tener. A David Barrientos,
porque le sobra humanidad y la comparte con los que somos sus amigos. A Luisa
Puerto, por ser mi familia desde hace más de 15 años. A mi querida Grachi, porque
nunca he conocido un ser tan sabio sobre la faz de la tierra. A Bertita por sus
remedios alquimistas. A Mónica Montes, por ser más «solar» que nunca. A Eva
Margalef, porque es sinónimo de nobleza y lo demuestra cada día. A Bego Llácer,
por ser mi alma gemela. A Tania Ruiz Otero, porque nuestra amistad siempre
saltará la barrera de la distancia. A Paloma Ramón, por poner música a las
palabras. A Chus, porque sé que está viendo todo desde arriba; te pienso cada día.
A mis padres y hermano, por ser parte de mi alma. A Elena, por ser mi inspiración
diaria. Al resto de mis incondicionales, que no os olvido, por estar siempre a mi
lado cuando más lo necesito. Y por último, y muy en especial, un agradecimiento a
todas aquellas personas y organismos que me dieron la espalda, que me pusieron
toda clase de escollos para evitar que este libro fuese como es hoy. Ello me ha
permitido agudizar mi ingenio y, por tanto, mi investigación. A todos ellos, la más
sincera de las gratitudes. Una parte de este libro es de todos ellos.
PRÓLOGO
EL PICADERO
Al principio, Ilse solo se tomó pequeñas libertades, como por ejemplo, exigir
a los prisioneros que la llamasen Gnädige Frau (señora), pero no tardó en abarcar
otras actividades. Su comportamiento era el de una mujer obsesionada con su
aspecto, hasta el punto de mandar traer vino de Madeira para bañarse en él,
mientras miles de prisioneros morían de hambre a pocos metros de su casa. Pero
aquellos baños no solo tenían como ingrediente principal el preciado alcohol.
Según parece, entre las tropas de las SS empezó a correr el rumor de que la señora
Koch utilizaba el zumo de limón para frotarse la piel, otro posible complemento
para nutrir la epidermis. Y por si esto fuera poco, Ilse ordenaba a su peluquero
particular, un prisionero del campo, realizar esta labor todos los días. Su
preocupación por el atractivo físico dio como resultado tener armarios repletos de
costosas prendas, calzado y pieles, y a ser dueña de los mejores perfumes de la
época. Además, tanto el sótano de su casa como la bodega albergaban cientos de
exquisitos productos procedentes de los mejores lugares de Europa, y su finca se
encontraba siempre impoluta teniendo a su cargo dos cocineros y varias criadas.
Después, se dedicó a pasearse por el campamento látigo en mano, pegando a
aquellos prisioneros cuyo aspecto le era desagradable. Como vemos, para ella la
belleza era lo más importante. Finalmente, su crueldad comenzó a desatarse sin
ningún tipo de escrúpulo ni límite, haciendo del campo de internamiento nazi su
terreno de juegos predilecto. Su placer perverso la llevaba a lanzar perros contra
las embarazadas. Les provocaba entrar en una fase de terror absoluto donde las
víctimas llegaban a creer que morirían despedazadas por aquellas bestias. Una vez
que Ilse conseguía su propósito, chillaba encantada. De noche organizaba orgías
lésbicas con las esposas de los oficiales, para después dedicarse a practicar sexo con
los subordinados de su marido. Las aventuras sexuales de la señora del
comandante le llevaron a tener aventuras hasta con doce personas a la vez. Su
depravación iba creciendo. El expreso de Buchenwald, Eugen Kogon, escribió:
«Un capítulo especial fueron las reuniones sociales de las SS que se iniciaron
en Buchenwald con una magnífica fiesta al aire libre... Lo realizaban para el
personal de la sede una vez al mes. Ellos comían y bebían de forma desmedida, lo
que casi siempre terminaba en orgías salvajes».
HABLAN LOS TESTIGOS
Otro interno y médico checo llamado Paul Heller declaró ante el subcomité
del senado que conocía personalmente los abusos a prisioneros por parte de Ilse
Koch. Según su testimonio, un domingo la esposa del comandante apareció con los
perros. Se colocó delante de ellos y se mantuvo de pie durante dos o tres horas. Los
reos enmudecieron del miedo. Entonces, varios miembros de las Waffen-SS
iniciaron una larga tanda de duros y severos golpes. Ella observaba la escena muy
tranquila. La expresión de su rostro indicaba a sus secuaces cuánto tenían que
aumentar el ritmo de las palizas. «Había muchas esposas de oficiales en el campo y
fuera de él, y nadie más hizo nada de eso. Creo que ella lo hacía por placer y por
eso ella era la única responsable de su propia conciencia. No le pagaron por ello.
No llevó el uniforme de las SS. Ella siempre llevaba un abrigo de piel y vestía como
si fuera a alguna clase de celebración... Ella permaneció allí fascinada y
aparentemente le gustaba», aseveró Heller. Como vemos, según este y otros
testigos, Ilse aparentemente no tenía ningún «deber» ni siquiera «orden» por parte
de ningún superior para tener esta clase de actuación. Aunque es bien cierto que su
marido, el comandante Koch siempre fue influyente en todos los ámbitos de su
vida, no hay ningún testigo que explique que su mujer debía desarrollar tales o
cuales aberrantes acciones bajo su supervisión.
COLECCIÓN DE PIEL HUMANA
«[...] Era una mujer muy hermosa de largos y rojos cabellos, pero con la
suficiente sangre fría como para disparar a cualquier preso en cualquier momento.
Tenía en mente fabricar una pequeña lámpara de piel humana, y un día en el
Appellplatz se nos ordenó a todos desnudarnos hasta la cintura. Los que tenían
tatuajes interesantes fueron llevados ante ella, para escoger los que le gustaban.
Esos presos murieron y con sus pieles se hicieron lámparas para ella. También
utilizaron pulgares momificados como interruptores [...]».
LÁMPARAS HUMANAS
«El Dr. Wagner y yo nos llevábamos bien y, entre otras cosas, yo le escribí la
tesis al doctor Wagner. El tema, "Tatuaje" fue impartido en la Universidad de Jena.
La pregunta era: "¿Los hombres tatuados muestran alguna inclinación criminal
debido a su tatuaje?". El coronel Koch le dio permiso a Wagner para realizar esta
tarea. Gracias a la base de este trabajo Wagner recibió su título de médico. Rudolf
Gottschalk me informaba que la mujer del coronel Koch tuvo la idea de utilizar la
piel tatuada de los prisioneros para objetos de arte industrial, que también hizo» 3.
«Se podría deducir que Ilse Koch no estaba satisfecha con los colores
elegidos previamente. Así que en esta visita Koch también ordenó un estuche para
una navaja de bolsillo hecha de un suave curtido humano, así como una cajita para
los instrumentos de manicura. Ambas tuvieron que ser realizadas con piel
humana, también».
Como vemos, los cuerpos con cierto «valor artístico» se entregaban al
laboratorio forense, donde eran tratados con alcohol y productos especiales para el
cuidado de la dermis. A continuación se secaban, se engrasaban con aceite vegetal
y se empaquetaban en bolsas especiales. Uno de los presos, un judío llamado
Albert Grenovsky que se vio obligado a trabajar en el laboratorio de patología de
Buchenwald, manifestó después de la guerra que Ilse elegía personalmente los
tatuajes de los internos que se llevaban a la clínica. Una vez allí, eran asesinados
mediante una inyección letal. Mientras tanto Ilse se superaba en sus habilidades.
Cuando el cuero se cerraba, ella empezaba a coser mallas de ropa interior y
guantes. «Tatuajes adornan las bragas de Ilse. Yo las vi en la parte trasera de un
gitano en mi barracón», instaba Grenovsky. Al parecer, el monstruoso
entretenimiento de Ilse Koch lo empezó a poner de moda entre sus colegas de otros
campos de concentración. Para ella, era un placer coincidir con las esposas de los
comandantes de los otros recintos y darles instrucciones detalladas sobre cómo
trocar la piel humana en exóticas encuadernaciones de libros, pantallas de
lámparas, guantes o manteles de mesa. Mientras la mayoría de las madres
alemanas tejían bufandas y calcetines de lana para sus hijos, Ilse había puesto en
marcha toda una «industria» de productos artesanos con restos humanos. De
hecho, muchas de estas piezas acabaron convirtiéndose en regalos a altos mandos
nazis que llegaron incluso a la ciudad de Berlín. Gracias a esa fama de
maquiavélica, salvaje y sin entrañas, Koch se ganó el sobrenombre de «la Zorra de
Buchenwald». Así y todo también se la recuerda con el apelativo de «la Perra de
Buchenwald», «Frau Shade» (mujer sombra) o «la Bruja de Buchenwald». El
desprecio de sus prisioneros era innegable, pero sorprende aún más el que sentían
por ella sus camaradas. Sus propios compañeros la temían. En el libro Sidelights on
the Koch Affair de Stefan Heymann el autor señala que poseer lámparas hechas con
piel humana no era una hazaña propia de los Koch, ya que no los distinguía de
otros oficiales nazis. Ellos expusieron las mismas obras de arte confeccionadas
especialmente para sus hogares.
«Es más interesante que Frau Koch tenga un bolso de señora hecho del
mismo material. Ella estaba tan orgullosa de ello como lo estaría una mujer de la
isla del Mar del Sur con sus trofeos caníbales».
LA INVESTIGACIÓN CONTINÚA
Poco duró Koch en su nuevo destino. Pese a que sus internos probaron y
conocieron de buena tinta sus lúgubres métodos, sus superiores volvieron a
trasladarlo debido a su incompetencia. Majdanek se había convertido en uno de los
campamentos con mayor número de fugas por parte de prisioneros de guerra
soviéticos, algo intolerable. Su destitución fue menos severa de lo esperado. El
apoyo de Himmler seguía salvándole el pellejo. De ahí que tan solo fuese
degradado de rango y transferido a un puesto como administrativo en el servicio
de seguridad postal de Saaz (Checoslovaquia), la actual Zatec. Pero ni Morgen ni el
príncipe Waldeck se habían olvidado del escándalo de corrupción en el que estaba
metido el matrimonio Koch. Retomaron las pesquisas y durante más de ocho
meses estudiaron cada uno de los puntos para dar con la clave. A lo largo de ese
tiempo el «juez sabueso» descubre que el patrimonio de los Koch «había crecido en
más de 100.000 marcos, algo imposible dado su salario. Que no había vivido de
manera modesta ni humilde; que se había gastado gran parte del dinero en líos de
faldas. Compraba constantemente lotería y apostaba a las carreras. Las
investigaciones apuntaban que finalmente y sin ninguna duda más de 65.000
marcos fueron malversados». Algo impactante también es que el comandante Koch
se beneficiara ampliamente de la llamada «Noche de los Cristales Rotos» de
noviembre de 1938, cuando un gran número de judíos fueron llevados hasta
Buchenwald. Una vez allí se les ordenaba depositar los objetos de valor en grandes
cajas. Cuando algunos de estos prisioneros fueron puestos en libertad se les hizo
firmar un documento afirmando que el dinero, las joyas u otras posesiones de
valor en realidad no les pertenecía. Koch ya se había encargado de confiscarlo todo
para su provecho. Según Morgen, esta apropiación indebida ocurrió de la siguiente
forma:
«Koch dio órdenes a uno de las peores criminales profesionales que
Buchenwald ha visto nunca, y a quien le había hecho Kapo de la cantina de líderes,
un tal Bernhard Meiners, para que comprase alimentos y "comida de lujo". Meiners
fue protegido por (Koch) en todos los sentidos. Para él no había peinado corto; él
se vestía de traje, conducía un coche y vivía fuera del campo. Estuvo viajando por
toda Alemania, compraba todo lo que podía y vendía su mercancía sobre todo a
los prisioneros, usando sus ganancias como capital flotante. Meiners reclama que él
dio a Koch 90.000 RM que no estaban en los libros, mientras Koch solo confesó que
recibió 40.000».
JUICIO EN WEIMAR
Reunidas todas las pruebas y teniendo como parte principal del entuerto,
no solo la malversación de fondos y la corrupción, sino el asesinato que ordenó
Koch contra los médicos internos Kramer y Peix, Morgen pone sobre la mesa el
informe de las SS y son detenidos. Ya no podían pasar por alto todas las
barbaridades de sangre, sadismo y vejaciones que habían dejado tras de sí el dúo
Koch en el campo de Buchenwald. Ni tampoco el continuo robo de dinero que en
un principio iba destinado a las arcas del Reichsbank. Himmler y el príncipe
Waldeck son informados de lo sucedido y el comandante en jefe por fin se da
cuenta del engaño y la traición de su mano derecha. Los Koch fueron juzgados en
dos ocasiones por un tribunal de las SS en Weimar: la primera a finales de 1943 y la
siguiente un año después. Durante la vista judicial inicial Karl fue encontrado
culpable; pero en relación con Ilse no se hallaron pruebas suficientes que la
involucrasen en el caso de corrupción que se mencionaba. Quedó libre. En febrero
de 1944 Frau Shade comienza una nueva vida. Sale de Buchenwald con sus hijos
Artwin y Gisele y se marcha a un apartamento situado en Ludwigsburg, un
suburbio de Stuttgart, que resultó ser la misma ciudad donde residía su cuñada
Erna. Hasta 1947 Koch llevó una vida tranquila, bastante aislada y solitaria, a pesar
de los rumores que se vertían en el vecindario en torno a ella. Según su casera,
María Klaus, Ilse «recibía muchas visitas masculinas y organizaba fiestas que
duraban hasta altas horas de la madrugada. Ella tenía mucho dinero porque ella no
trabajaba». Uno de los caballeros que la cortejaba en su piso era un cuarentón
austriaco llamado Willi Baumgartner. El 18 de diciembre de 1944 se inicia un
segundo juicio en Weimar, que tiene como presidente del tribunal al SS-
Obersturmbannführer (Teniente Coronel) Richard Ende. Karl desmiente todos los
cargos que se le imputan de una manera enfática y asegura que todo ha sido un
complot del príncipe Waldeck para desprestigiarle. Incluso alega en su defensa,
que tan solo cumplía órdenes de sus superiores. Sus lamentos no acallaron la voz
del tribunal, con Ende a la cabeza, encontrando a Karl Otto Koch culpable de
corrupción por el robo de dinero y propiedades asignados al Reichsbank. Estas
pertenencias debían de haberse ingresado directamente al Banco Central Alemán,
en vez de a cuentas secretas de un banco suizo. El acusado además fue condenado
por tres cargos de asesinato sin autorización durante su mandato en el campo de
concentración de Buchenwald. Por estos crímenes la corte de las SS le sentenció a la
pena capital. Es curioso cómo para los altos mandos del Reich fue más indignante
la apropiación indebida de dichos bienes, que la tortura y la ejecución de
prisioneros. Por ende, a Ilse se le permitió regresar con sus hijos a su apartamento
en Ludwigsburg mientras que su marido permanecía encerrado en la cárcel de
Weimar a la espera de ser ejecutado ante un pelotón de fusilamiento.
«Kiel: Ningún miembro del tribunal se ha formado una opinión. Puesto que
no hay motivo para el desafío, el tribunal se declara debidamente constituido.
¿Cómo se declaran los acusados? Lewis: Como abogado de la defensa entro en una
declaración de no culpable para todos los acusados»5.
Durante la declaración del doctor Kurl Sitte y tras ver una copia del informe
del Mayor Cares sobre estas piezas, el primero reconoce haber visto el tatuaje de la
cabeza de un indio americano en el brazo de un interno. Y además apunta
señalando la fotografía: «Es obvio que el hombre estaba vivo en ese momento». Las
explicaciones que da al respecto son:
El 10 de julio de 1947 fue el día clave para Ilse Koch. Por fin tenía la
oportunidad de contar su verdad y de justificar todas y cada una de las
acusaciones que se le imputaban. Tal fue la expectación que levantó su presencia
que la sala del Tribunal estuvo al completo. Más de doscientas personas se
congregaron entre periodistas, clérigos y ciudadanos corrientes que querían saber
de primera mano la versión de la célebre «Commandeuse». La viuda del ya fallecido
comandante Karl Otto Koch se personó en el recinto de la Corte, caminó hasta el
ascensor mientras era observada por una multitud de gente que allí se congregaba.
Todos señalaban su vientre y murmuraban acerca de su evidente embarazo. Una
vez en el estrado, tomó juramento y se sentó. El primer turno de preguntas fue
para su abogado, el capitán Lewis, quien puso sobre la palestra uno de los puntos
más sensacionalistas de la vista: la presunta posesión de lámparas hechas con piel
humana tatuada en su casa. A lo que ella respondió: «Nunca he oído hablar de
pantallas de este tipo hasta este momento y nunca he visto ninguna». Cuando
Lewis la interrogó acerca de los objetos encontrados en su casa por las tropas
americanas el día de la liberación de Buchenwald, Frau Koch repuso sin titubear:
«Eso era una pantalla que jamás estuvo en mi poder, porque si los
estadounidenses encontraron una pantalla de lámpara en Villa Koch en 1945 —la
casa que yo había evacuado ya en 1943— es imposible que fuese mía, y es posible
que esta perteneciese a alguien que vivió en la casa después de mí».
Sin embargo, y siguiendo con las respuestas que Ilse dio a los
razonamientos de su abogado, habría que destacar que ella sí admitió haber
paseado por el campo en alguna ocasión alegando que:
Incluso contestó que no, cuando Lewis le preguntó si alguna vez había
llevado consigo un látigo o una fusta. Según Koch, ni siquiera tenía por qué anotar
el número de los prisioneros, ya que era «un ama de casa», dijo textualmente, y
que su energía no abarcaba tanto entre la casa y los hijos como para llevar a cabo
determinados incidentes que allí se habían escuchado. Negó categóricamente que
su esposo le contase lo malo que ocurría en el campamento, sobre todo si se trataba
de casos incompatibles con la dignidad humana. «Él trazó una estricta línea entre
su hogar y su oficina», rebatió la acusada. Koch también habló acerca de su arresto
en Ludwigsburg en mayo de 1945, señalando que no tenía ni idea de por qué se la
estaba relacionando con las atrocidades cometidas en Buchenwald. Ella se había
enterado de dichas acusaciones gracias a la revista Life. El magazine publicó un
artículo con una foto suya y con una serie de «barbaridades». Algo sorprendente
de esta última declaración es que en ningún momento el reportaje que se divulgó
el 8 de octubre de 1945 hablaba sobre Ilse, sino en este caso de la SS Oberaufseherin
Irma Grese y sus perversiones con una fusta. Entonces, ¿por qué Koch mencionó
algo así, si en realidad no se referían a ella? Casi con toda seguridad, porque estaba
mintiendo descaradamente. Asimismo, y durante el tiempo que estuvo en el
estrado, Ilse refutó las afirmaciones de algunos testigos como Sitte, Fröboss y Titz
que certificaron que ella había poseído artefactos hechos con piel humana o que
había ordenado que los fabricaran. También negó las aseveraciones de los testigos
que dijeron que montaba frecuentemente a caballo por el recinto, aduciendo que
estuvo embarazada durante gran parte de su tiempo en Buchenwald. En definitiva,
Ilse Koch aseguró que todos los testificantes que había presentado la acusación
estaban mintiendo y que se habían puesto en su contra. La Zorra resaltó que era
absolutamente inocente y que ignoraba los posibles abusos que pudiesen haber
tenido lugar durante los más de seis años que residió en el centro de internamiento
de Buchenwald. Momentos antes de que concluyese el interrogatorio por parte del
capitán Lewis hacia su testigo, Ilse Koch quiso decir unas palabras a través de la
intérprete del Tribunal, Herbert Rosenstock:
«En estos álbumes a los que me estoy refiriendo, las fotografías de mi casa
fueron pegadas en diferentes fechas. Estas eran fotografías grandes, 18 × 24
centímetros. Me parece que sería muy fácil de determinar de qué están hechas
estas pantallas de lámpara, y dado que estas son fotografías privadas —las mismas
que fueron publicadas en Newsweek— también sé que tienen todos los álbumes.
Por tanto, sería muy fácil de determinar si el testigo [Herbert] Fröboss dijo la
verdad sobre la encuadernación. No fueron cubiertos con piel humana sino con
cuero oscuro. Los testigos de mi defensa siempre han verificado este hecho. Ahora
debería hacer una declaración sobre las partes del artículo [del Newsweek]
referentes a mi vida privada, porque lo que importa no es solamente yo sino mis
hijos también. [sic] Con respecto a los otros cargos, me parece que olvidé lo
siguiente cuando estaba en el estrado, y me gustaría declarar esto, dado que no va
a haber ningún argumento: fui encarcelada por 16 meses, durante este tiempo
hubo un juicio contra mi marido [es decir, el juicio de las SS trial en 1943]. Fui
absuelta. En aquel momento todos los prisioneros tuvieron la oportunidad de
lanzar acusaciones contra mí. Ellos pudieron haberlo hecho si hubiese golpeado a
alguien o, por cualquier motivo, hubiese ordenado a alguno que le castigara. Eso
no ocurrió. Y no es verdad, como lo intentó demostrar el Sr. Denson durante el
interrogatorio que me hizo, que los prisioneros hubiesen sido castigados por dar
tal testimonio. Fue, de hecho, demostrado por un testigo que los presos fueron
puestos en libertad porque testificaron contra mí y mi marido. Yo era madre y ama
de casa. Yo no tenía nada que ver con los campos de concentración, y mi marido
nunca me habló de ello, y yo nunca vi ni oí nada de todas las cosas que se están
hablando aquí».
Cuando llegó el turno de Ilse Koch, el general Emil Kiel, presidente del
Tribunal de Dachau, la condenó a cadena perpetua con trabajos forzados en la
cárcel de Landsberg (Bavaria), lugar donde precisamente fue encarcelado en 1923
Adolf Hitler.
Aunque Ilse Koch fue puesta en libertad por Estados Unidos en la prisión
militar de este país en Munich, esta no duró mucho, ni siquiera cinco minutos. A
su salida la policía alemana ya la estaba esperando para ser escoltada en un
vehículo oficial hasta la Prisión de la Mujer del Estado de Baviera en Aichach, a
unos treinta kilómetros al noroeste de Augsburg. La viuda del comandante de
Buchenwald se mostraba sonriente tras su «liberación», pero veremos que no le
esperaba un futuro prometedor. El 17 de octubre de 1950 comienza un nuevo
proceso contra la terrible Frau y con él un nuevo espectáculo. Su entrada al Palacio
de Justicia de Augsburg fue tranquila y con expresión sonriente pese al gran
número de medios de comunicación acreditados para la ocasión. De hecho, la
propia Koch improvisó unas declaraciones en medio del pasillo donde insistió en
su inocencia y negó que hubiese dado a luz a un hijo fuera del matrimonio en la
prisión de Landsberg. Doscientos cuarenta testigos pasaron por el estrado del
Tribunal para volver a explicar concienzudamente las perversiones, abusos,
suplicios y asesinatos que ocurrieron en Buchenwald a manos de la nuevamente
acusada, Commandeuse. Era tanta la presión soportada por la detenida que una
semana antes de Navidad, Ilse estalló y gritó a sus compañeras de Aichach: «¡Soy
culpable! ¡Soy una pecadora!». La Zorra de Buchenwald comenzaba a desmoronarse.
La revista Time publicó un artículo que explicaba que durante aquel frenesí Ilse
habría destrozado los muebles de la celda y farfullado sobre el cielo, el infierno y el
pecado. Aquella histeria le pasaría factura durante la vista manteniéndola como
ausente hasta el final. El día del juicio final llegó. Pero Koch no se encontraba en
disposición de acudir ante el Tribunal. Un nuevo ataque de histeria la había dejado
sin fuerzas. En la fría mañana del 15 de enero de 1951 y sin la presencia de la
procesada la sala enmudeció al escuchar al presidente de la Corte, Georg Maginot,
leer el veredicto:
SU TRISTE FINAL
Era mi deber que lo hicieran así. Entonces, venía el doctor Mengele y hacía la
selección.
Irma Grese
«Ha sido descrita como la peor mujer de todo el campo. No había crueldad
que no tuviese relación con ella. Participaba regularmente en las selecciones para la
cámara de gas, torturando a discreción. En Belsen, continuó con el mismo
comportamiento, igualmente público. Su especialidad era lanzar perros contra
seres humanos indefensos». Estas graves acusaciones recogidas en las actas del
juicio de Bergen-Belsen en 1945, corresponden a Irma Grese, supervisora de los
campos de concentración nazis en Auschwitz, Bergen y Ravensbrück, que
martirizó a cientos de sus reclusas hasta causarles la muerte. Irónicamente la
apodaron El ángel de Auschwitz, apelativo que a ella particularmente le
enorgullecía. Durante la celebración del litigio Grese mantuvo una actitud que
oscilaba entre la indiferencia y el desprecio. Las decenas de testimonios
confirmando su perversión y sadismo provocaban en ella una apatía aún más
profunda. A pesar de su corta edad, tan solo tenía 22 años, el 13 de diciembre de
1945 fue condenada y ejecutada en la horca por los aliados. Irma Ilse Ida Grese
nació en Wrechen el 7 de octubre de 1923 en el seno de una familia
desestructurada. Su padre, Alfred Grese, un lechero disidente del Partido Nazi se
había quedado viudo después de que su mujer se suicidase en 1936. Dos años más
tarde de la muerte de su madre, Irma decidió dejar los estudios. Nada le motivaba.
Tenía quince años y el único interés que mostraba era su especial fanatismo por la
Bund Deutscher Mädel (Liga de la Juventud Femenina Alemana), que su padre no
aprobaba. Aun así, antes de iniciar su carrera en las Waffen-SS, la joven estuvo
empleada durante seis meses como jornalera en una granja y otros seis como
dependienta en una tienda de Luchen. Después consiguió un puesto de limpiadora
en un hospital en Hohenlychen, donde permaneció dos años y al intentar
graduarse como enfermera, la Oficina de Trabajo no se lo permitió alegando que
no era apta para el puesto. Pese a ello, el director del centro, el doctor Karl
Gebhardt —acusado de realizar experimentos quirúrgicos a prisioneros de los
campos de concentración de Ravensbrück y Auschwitz y juzgado en el Doctor's
Trial de Nuremberg— la animó a que no decayera. Al fin y al cabo, se había
autoproclamado su tutor durante su estancia en el hospital y esta impresionada
quinceañera había sucumbido a las fauces de su reputación e influencia. Durante
los dos años que Grese se rindió al encanto y poder de Gebhardt muy poco se sabe
sobre las tareas encomendadas en el sanatorio. De hecho, fue el propio médico
quien al ver, como decía, el afán de Grese por su trabajo, le insistió para que
contactase con uno de sus amigos de Ravensbrück. No quería que desperdiciara su
talento y quizá allí lo verían tanto como él. En marzo de 1941 Irma arribó al
campamento para reunirse con el colega de Gebhardt. Sin embargo, le emplazaron
a que regresase seis meses después, una vez cumplida la mayoría de edad. Pero no
lo hizo hasta un año y medio más tarde. Durante ese tiempo Grese trabajó en una
lechería en Fürstenberg. Si hay un rasgo que caracteriza a Irma Grese y que supo
aprovechar muy bien es el de la belleza física. La suya era excepcional. Rubia de
ojos claros y de dulzura aparente, su rostro escondía una personalidad sombría y
tétrica que hacía estremecer a todo aquel que se acercase a ella. Muchos la
admiraban como si de una actriz de cine se tratase. Se pasaba horas y horas delante
del espejo y se mofaba de estrenar constantemente ropa nueva que mandaba tejer y
coser a su modista. Llegó a tener los armarios atiborrados de vestidos procedentes
de las casas más importantes de París, Viena, Praga, Ámsterdam y Bucarest. Tal
era la atención que generaba a su alrededor e incluso entre los propios presos que
un superviviente de Kalocsa llegó a afirmar:
«Hubo una mujer bellísima llamada Grese que iba en bici. Miles y miles de
personas permanecieron allí arrodilladas en un calor sofocante, y ella se deleitaba
mirándonos».
LA BESTIA BELLA
«Los prisioneros tenían que formar de a cinco. Era mi deber que lo hicieran
así. Entonces, venía el Dr. Mengele y hacía la selección»7.
«Estas mujeres fueron incluso más crueles que Mengele... Las selecciones se
hicieron de la siguiente manera: primero, las mujeres desnudas se refregaban
delante de Mengele con los brazos en alto; y después delante de Greze y Drechsler.
Mengele hizo las primeras selecciones, mientras las mujeres pudieron seleccionar
también a la gente que Mengele dejó de seleccionar. El Dr. Mengele nos
seleccionaba a menudo, y como yo estaba bastante en forma me eligió entre las
fuertes, pero Grese dijo que no le gustaba la manera cómo andaba, así que el Dr.
Mengele me llamó de nuevo y me envió al búnker y cuando volví a pasar, una vez
más me dio un bofetón»8.
«Ella la golpeó en la cara con los puños y, cuando la mujer cayó al suelo, se
sentó sobre ella. Su cara se volvió azul...».
«La hermosa Irma Grese se adelantaba hacia las prisioneras con su andar
ondulante y sus caderas en movimiento. Los ojos de las cuarenta mil
desventuradas mujeres, mudas e inmóviles, se clavaban en ella. Era de estatura
mediana, estaba elegantemente ataviada y tenía el cabello impecablemente
arreglado. El terror mortal inspirado por su presencia la complacía
indudablemente y la deleitaba. Porque aquella muchacha de veintidós años carecía
en absoluto de entrañas. Con mano segura escogía a sus víctimas, no solo de entre
las sanas, sino de entre las enfermas, débiles e incapacitadas. Las que, a pesar de su
hambre y penalidades, seguían manifestando un poco de su belleza física anterior
eran las primeras en ser seleccionadas. Constituían los blancos especiales de la
atención de Irma Grese. Durante las selecciones, el «ángel rubio de Belsen», como
más adelante pasó a llamarla la prensa, manejaba con liberalidad su látigo. Sacudía
fustazos adonde se le antojaba, y a nosotras no nos tocaba más que aguantar lo
mejor que pudiésemos. Nuestras contorsiones de dolor y la sangre que
derramábamos la hacían sonreír. ¡Qué dentadura más impecable tenía! ¡Sus dientes
parecían perlas! Cierto día de junio del año 1944, eran empujadas a los lavabos 315
mujeres seleccionadas. Ya las pobres desventuradas habían sido molidas a
puntapiés y latigazos en el gran vestíbulo. Luego Irma Grese mandó a los
guardianes de las S.S. que claveteasen la puerta. Así fue de sencillo. Antes de ser
enviadas a la cámara de gas debían pasar revista ante el doctor Klein. Pero él las
hizo esperar tres días. Durante aquel tiempo, las mujeres condenadas tuvieron que
vivir apretujadas y tiradas sobre el pavimento de cemento sin comida ni bebida ni
excusados. Eran seres humanos, ¿pero a quién le importaban?»9.
Esta no fue la única historia vivida por una de sus reas. La rea rusa Luba
Triszinska, por ejemplo, declaró que «cuando las mujeres caían, rendidas por el
trabajo, Grese solía lanzarles los perros. Muchas no sobrevivían a estos ataques».
Gisella Pearl, médico de los prisioneros, observó lo siguiente:
«Grese gustaba de azotar con su fusta en los senos a jóvenes bien dotadas,
con el objeto de que las heridas se infectaran. Cuando esto ocurría, yo tenía que
ordenar la amputación del pecho, que se realizaba sin anestesia. Entonces ella se
excitaba sexualmente con el sufrimiento de la mujer».
«Ella entró en cólera y antes de que la madre pudiera escapar fue golpeada
y pateada duramente por ella».
Y añade:
«En la selección de una mujer húngara intentó escapar para reunirse con su
hija. Grese se dio cuenta y ordenó a uno de los guardias de las SS que la
disparasen. No escuché la orden, pero vi a Grese hablar con el guardia y él disparó
enseguida».
JUICIO POLÉMICO
Y añadió:
«La vi cuando salió de Auschwitz en 1945, y ella me dijo que había estado
trabajando durante un tiempo considerable en una especie de oficina de correos,
recepción y distribución de correo, y que algunas veces había ejercido funciones de
guardiana. Le preguntamos: ¿Qué hacen los prisioneros para conseguir comida y
por qué han sido enviados a un campo de concentración? Y ella respondió que no
le permitían hablar con los prisioneros y que no sabía qué clase de comida ellos
obtenían».
SENTENCIA Y MUERTE
En el 54° día del juicio Irma Grese fue declarada culpable de los siguientes
cargos: haber cometido por un lado, crimen de guerra en el campo de
concentración de Bergen-Belsen, Alemania, entre el 1 de octubre de 1942 y 30 de
abril de 1945; y por otro, el mismo delito en el de Auschwitz, Polonia, entre el 1 de
octubre de 1942 y el 30 de abril de 1945. Según el Tribunal, aun siendo responsable
del bienestar de los prisioneros allí, en ambos lugares violó las leyes y costumbres
en tiempos de guerra y formó parte de maltratos de algunas personas causándoles
incluso la muerte. Tras el juicio, ocho hombres y tres mujeres fueron condenados a
muerte y 19 a diversas penas de prisión. El presidente de la Corte pronunció su
dictamen sobre la acusada de la siguiente manera:
EL VERDUGO DE GRESE
«"Irma Grese...". (...) Una puerta se abrió, pero la entrada era demasiado baja
para mí. "Sígame", dije en inglés, y O'Neil repitió la orden en alemán. Ella salió de
su celda y se dirigió hacia nosotros sonriendo. Era una chica guapa, alguien con
quien a uno le gustaría quedar para dar un paseo. Respondió a todas las preguntas
de O'Neil, pero, cuando le preguntó su edad, ella hizo una pausa y sonrió. De
repente, nos encontramos sonriendo con ella, mientras caíamos en la cuenta de lo
inconveniente que resultaba siempre preguntar a una mujer joven acerca de su
edad. Inmediatamente dijo: "Veintiuno", dato que sabíamos no era correcto
(acababa de cumplir 22)»11.
Veinte minutos más tarde su cuerpo fue descolgado, puesto en una caja y
conducido al cementerio de la prisión de Hamelín. El cálculo previo que hizo
Pierrepoint para ajustar la horca de Grese fue de siete pies y cuatro pulgadas. Un
golpe certero. A ella le siguieron la plana mayor del juicio de Belsen: Volkenrath,
Bormann, el doctor Klein y el comandante Kramer. Era el 13 de diciembre de 1945.
Ahora bien, estudios recientes han revelado que algunos de estos prisioneros
recibieron previamente inyecciones de pericárdico de cloroformo para detener su
corazón. De esta forma obviaban la necesidad de mantenerlos colgados durante
una hora para cerciorar su muerte, práctica muy habitual en Inglaterra por aquel
entonces. A día de hoy sigue sin saberse a ciencia cierta si a Grese se le administró
tal medicación. A juzgar por el procedimiento posterior a su muerte existen
bastantes posibilidades. Algo que resulta llamativo es que unas pocas horas antes
de que Irma Grese muriese en la horca, esta no quiso renegar de la ideología
ultraderechista. Aunque intuía que estaba cerca del final, jamás repudió sus
convicciones favorables al nacionalsocialismo, pero tampoco llegó a entonar los
cantos marciales de las SS en la víspera de su ejecución. Nunca reconoció su culpa
por los delitos que se le imputaban y, como hemos visto, se declaró inocente una y
otra vez. Tampoco se pudo determinar la incumbencia de Grese en un número
concreto de homicidios. Para evitar que los alemanes la convirtieran en mártir, el
Presidente del Tribunal que la condenó, ordenó que fuera enterrada no en el
cementerio de la prisión de Hamelín, sino en el patio. Finalmente, fue en el año
1954 cuando sus restos fueron trasladados y se le dio sepultura en el cementerio de
Am Wehl. Otra versión al respecto sitúa dicho acontecimiento en un río. Es decir,
al parecer después de su ejecución, su cuerpo fue mutilado e incinerado para
después arrojar las cenizas a un afluente de desagüe.
MARÍA MANDEL. LA BESTIA DE AUSCHWITZ
Entiendo que usted sueña con una patria, pero recuerde que no hay vida para los
que no se rinden.
María Mandel
Ese mismo año de 1938 y tras su catástrofe laboral María Mandel acudió a
un tío suyo que vivía en Munich —del que jamás se supo si era hermano del padre
o de la madre, siempre empleó este término indistintamente—, donde ocupaba una
importante plaza como superintendente de la policía. Su obsesión era trabajar en la
policía criminal, ya que conocía de buena mano el alcance de la faena que suponía
aquello. Aparte de porque tenía entendido que los agentes cobraban un buen
sueldo. Gracias al consejo y ayuda de este pariente el 15 de octubre de 1938 María
logra entrar como Aufseherin (guardiana) en el centro de internamiento de
Lichtenburg, uno de los primeros «campos salvajes» alemanes del Imperio Nazi
situado en Prettin, cerca de Torgau (Alemania), y que en mayo de 1939 se convirtió
en un subcampo del de Ravensbrück. Estas instalaciones se destinaron para
encerrar a mujeres tanto judías como de la resistencia al régimen del canciller.
Siendo vigilante de Lichtenburg, María Mandel trabajó con otras cincuenta mujeres
de las Waffen-SS con quienes compartía mucho más que un posible acercamiento al
gobierno alemán. En este caso la mayoría de las chicas con educación moderada se
habían encontrado con una difícil situación financiera y bajos salarios, y ese
empleo era una salida a sus problemas. De ahí que Mandel se sintiera
prácticamente obligada a tomar la radical decisión de formar parte de uno de los
primeros Konzentrazionslager femeninos. No obstante, cuando en su momento se le
preguntó si sabía de primera mano lo que suponía un cargo como el de SS-
Aufseherin, la guardia nazi aseguró que desconocía completamente cuáles iban a
ser sus funciones y que de hecho, su intención era obtener un empleo como
enfermera. Este dato es cuanto menos curioso, ya que Mandel jamás recibió una
educación ni pertinente ni conveniente en este sentido. Por tanto, ante la
incongruencia en sus palabras, los investigadores que llevaron su caso dieron por
sentado que, o bien les estaba mintiendo, o bien les estaba ocultando la verdad.
Respecto a las funciones que María Mandel realizó como vigilante de las SS en
Lichtenburg, estas quedaron recogidas en el acta levantada en Cracovia el 19 de
mayo de 1947 por la investigadora Jana Stehna.
«Elegí este trabajo porque oí decir a los supervisores de las mujeres de los
campos de concentración que ganaban mucho dinero y esperaba ganar más de lo
que podía hacerlo como enfermera. Antes de mi servicio en el campamento de
Lichtenburg no sabía lo que eran los campos de concentración ni lo que era su
equipo».
VEJACIONES EN EL BÚNKER
Siguiendo con los testimonios, cabe destacar aquellos que están recogidos
en el proceso de Auschwitz-Birkenau, concretamente en el volumen 57, donde se
explican las actividades que Maria Mandel realizaba en Ravensbrück. Una de las
internas asegura que cuando llegó al campamento en abril de 1940, la supervisora
ya se caracterizaba por la atrocidad en sus acciones. Una vez y debido a las
habladurías que surgían respecto a las actividades tan inusuales de la directora,
esta ordenó a su subordinada que le hicieran una lista con las reclusas sospechosas.
No había expedientes personales, así que anotaron el número por el que las
llamaban. Mandó que se pusieran en formación y después de enviarlas a trabajar
hasta la extenuación, las acompañó al búnker. Una vez allí y en uno de los
laterales, las dispuso en fila. Durante unos minutos tan solo se oyeron ráfagas de
disparos. Nunca más se vieron a aquellas mujeres. Otra víctima que logró escapar
de las garras de Mandel, describió sus seis días de cautiverio en la parte
subterránea del búnker. La obligaron a hacer huelga de hambre. Después de ese
tiempo la Aufseherin la interrogó. «Mandel caminaba constantemente con un látigo
en busca de víctimas», especificó otra de las prisioneras. Cualquier pretexto era
bueno para cortar el pelo a las presas, afeitarles la cabeza o insultarlas diciendo,
Polnische Schweine (cerdas polacas) o Polnische Banditen (canallas polacas). María
sentía un odio descomunal por Polonia y así lo hacía saber siempre. «Era una
persona cruel, golpeaba y maltrataba a los presos a la menor ocasión», describió
María Hanel-Halska, una reo dentista y exempleada del doctor Mengele. Otro caso
de abuso de autoridad por parte de María Mandel lo sufrió una prisionera
holandesa llamada Netia Eppker, que había trabajado como comadrona para la
reina Guillermina de los Países Bajos (Wilhelmina Helena Pauline Maria van
Oranje-Nassau). Apuntar aquí que previamente a la guerra y durante la misma
esta soberana se había convertido en un símbolo inquebrantable de resistencia
contra Hitler, a quien le tenía como uno de sus mayores enemigos. Es evidente que
una vez que Eppker fue detenida y recluida en Ravensbrück, su historial laboral
pasó de ser intachable a todo un inconveniente para las guardianas nazis y en
especial para la Aufseherin. Pero en esta ocasión la víctima tuvo el coraje de
plantarle cara y reprender su tiranía, algo inusual y que había sucedido pocas
veces. Su osadía hizo que recibiera una rigurosa reprimenda.
«María Mandl golpeó con el puño en la cara de una de las reclusas por
haber caminado por la zona del campamento del brazo de otra presa. Además,
tenía la costumbre de caminar en la parte de atrás de las filas y al azar, de acuerdo
con su capricho, golpeaba con el látigo a las crías de las prisioneras».
Pese a los débiles intentos de estas jóvenes cobayas humanas por impedir
que la máquina de destrucción masiva continuara, su petición fue declinada
automáticamente. Las esferas superiores del campo de Ravensbrück hicieron oídos
sordos y siguieron permitiendo la experimentación científica y criminal con
personas de carne y hueso hasta 1945. El coraje inicial de estas reclusas dejó de
nuevo paso a la impotencia. Eran conscientes de que su destino final era la muerte
y que Alemania jamás las permitiría sobrevivir. Mandel era una de las piezas del
engranaje nazi que no les dejaría vivir con dignidad. Por suerte para las mujeres
enclaustradas en Ravensbrück, la Oberaufseherin fue asignada al campo de
Auschwitz en otoño de 1942. Un suspiro de alivio inundó las calles de la
Lagerstrasse. Según parece, los jefes estaban tan contentos con su trabajo que
decidieron enviarla allí como un acto de promoción. Al enterarse de la buena
nueva, Mandel se jactó que su nuevo puesto pretendía restablecer el orden e
intensificar el terror entre los confinados.
EN CONDICIONES INFRAHUMANAS
«El sitio no había sido canalizado, el barro llegaba hasta las rodillas, en los
módulos no había suelo, las paredes tenían concavidades húmedas y fangosas,
había una grave falta de agua. Tanto por dentro de los bloques como por fuera,
había cuerpos amontonados y nadie los retiraba».
En las interminables horas de trabajo forzoso las presas más débiles por la
falta de alimentos y agua caían como moscas ante la atónita mirada del resto de sus
compañeras. Decenas de miles de muertos se apilaban en grandes zanjas después
de haber sufrido desnutrición e infinidad de enfermedades. El trato de Mandel y
las subordinadas que tenía a su cargo, como las Rapportführerin (supervisoras de
comunicación), las Aufseherin (guardianas) o las Kommandoführerin (líderes del
comando o unidad), atormentaban diariamente a las víctimas con brutales
maltratos y vejaciones. Incluso los llamados Kapos se integraron en una política del
terror a la espera de ser los siguientes en la lista de defunciones. Pero mientras
tanto y para retrasar su trágico futuro inmediato, lo más adecuado era seguir la
estela y las órdenes de sus enemigos. Aquella situación pasó de ser puntual a algo
generalizado y normal entre los integrantes de las SS. Los testimonios que se
sucedieron a partir de entonces reflejaron la iniquidad y la deshumanización de un
pueblo alemán ávido de poder y control sobre el resto del mundo. Y en esta
coyuntura, sobre inocentes sin voz ni voto. Mujeres, niños y ancianos que luchaban
hasta la muerte por mantener ese hilo de vida en condiciones tan adversas y
perversas como aquellas. Ya lo decía Voltaire «la civilización no suprime la
barbarie, la perfecciona». Algunas de las mujeres húngaras que sobrevivieron a la
era de Mandel y sus fieles devotos explican con pelos y señales lo ocurrido tras los
muros de Birkenau. Para ellas fue todo un infierno sobre la tierra. Uno de estos
casos nos habla de tres hermanas de apellido Hermann, que llegaron desde la
población de Munkács al Bloque 24 Sección BIIc del campamento Birkenau.
Se cree que este asunto fue el único donde la supervisora mostró una
verdadera humanidad, piedad y gran compasión. Por el que sufrió y lloró, e
incluso, amó sanamente. Mas la Bestia seguía paseándose por el campo
infundiendo pánico. Su cólera alimentaba la atrocidad de sus movimientos. No
obstante, era un tanto llamativo ver que las guardias femeninas podían
desmoralizar a sus reclusas hasta límites insospechados, despojarlas de su
dignidad y arrastrar sus vidas por el fango. Durante las sesiones de castigo muchas
de las víctimas anhelaban que su campamento estuviese dirigido exclusivamente
por hombres, quienes probablemente hubieran sido algo más piadosos. Si echamos
un vistazo a los registros de la enfermería, sorprende que casi ningún director
fuese tratado por enfermedades venéreas en época de epidemias. María Mandel la
primera. La líder del Frauenkonzentrationslager prefería que hubiese plagas de
afecciones porque la servían como ayuda a la hora de liquidar al gran número de
población que habitaba en Auschwitz-Birkenau. Sus órdenes eran expresas:
maltratar, pegar, acuchillar y vejar hasta la extenuación a las internas. Una vez
terminado el proceso, les pegaban un tiro o les llevaban a la cámara de gas.
Muchas de las mujeres castigadas de ese modo, aún teniendo un hilo de vida, eran
arrojadas sin contemplaciones al horno del crematorio. Los gritos y sollozos se
escuchaban en todo el campamento. Hasta el personal de la enfermería llegó a
quejarse ante sus superiores del comportamiento de Mandel sin éxito alguno. El
modus operandi de la SS-Lagerführerin en Auschwitz fue el mismo que empleó en
Ravensbrük. Se impartían sanciones por las más ínfimas de las acciones, como
fumar o tener las manos en los bolsillos. Respecto a fumar, la secretaria del que
fuera el presidente de la antigua Checoslovaquia, Edvard Benes, se llevó una de las
amonestaciones más sangrientas. La castigaron a permanecer de pie en el búnker
durante tres semanas y fue salvajemente torturada. Mandel propuso incluir a estas
sesiones de extrema violencia a toda mujer que hubiese ajustado demasiado su
pañuelo, usado cinturón, o no caminase en absoluto. No era de extrañar que todas
las presas la temiesen.
LA ORQUESTA FEMENINA DE AUSCHWITZ
«La música era algo así como un perrito faldero de la administración del
campo, y los participantes estaban claramente favorecidos por ella. Su barracón era
incluso mejor atendido que la oficina de la administración o la cocina. La comida
era abundante, y las chicas de la orquesta llevaban ropas de tela buena y gorras».
En este sentido, nos topamos con una descripción aún más particular y
sorprendente de María Mandel y que recoge de forma excelente la autora Mary
Deane Lagerwey en su libro Reading Auschwitz. A través de sus líneas personajes
como Fania tienen una voz especial al ser uno de los testimonios más relevantes
sobre Auschwitz y muy concretamente, sobre la supervisora nazi. Este es uno de
estos extractos:
«Con puntualidad, a las 9:50, el juez Eimer empieza a leer la sentencia, que
está traducida simultáneamente a varios idiomas. Los acusados, con auriculares
puestos, están de pie. Pasan los minutos y ellos se quedan a la espera. Sus caras,
demuestran síntomas de una enorme tensión y nervios —informaba el diario Echo
Krakowa del día 24 de diciembre 1947—. La cara de Liebenschl parece una máscara.
Está pálido, con los labios apretados y los ojos cerrados durante toda la lectura de
la sentencia. María Mandel tiene un aspecto diferente. Está intentando controlar
sus emociones con todas sus fuerzas pero no lo consigue. La mujer que con un
gesto de la mano condenaba las prisioneras del campo a la muerte, ahora respira
muy rápido, le tiembla el rostro y tiene rubores en la cara. ¿Y qué pasa con
Aumeier? ¿El asesino principal de Auschwitz? Durante todo el proceso estuvo muy
atrevido y audaz y ahora también está de pie, con la cabeza levantada, escuchando
la sentencia sin mover ni un músculo de la cara. Grabner es su antítesis. Está
desesperado. Cabeza gacha, brazos encogidos que demuestran una apatía total de
este verdugo de Auschwitz, tan activo en su tiempo. Orlovsky y Bogusch no se
controlan, no pueden parar las lágrimas. El Dr. Jerzy Ludwikowski de Wisnicz
estuvo presente en el dictamen de la sentencia. Se acuerda de una sala muy
grande. Para una parte del público había sillas, el resto estaba de pie. No pudo ver
de cerca a los acusados, porque estaba más lejos y de pie, pero se acuerda de la
tensión que había en la sala. Hacía calor y bochorno, el juez seguía leyendo la larga
sentencia para concluir dictando la pena».
EL DÍA DE LA EJECUCIÓN
Qué quiere decir, ¿que cometí un error?, no... no estoy segura de lo que debería
responder, ¿cometí un error? No. El error fue el campo de concentración, pero yo tenía que
hacerlo, de otra forma yo habría sido puesta ahí. Ese sí fue mi error.
Herta Bothe
LA SÁDICA DE STUFHOF
Este campamento fue el primero en ser construido por el régimen nazi fuera
de sus fronteras. Originalmente y desde noviembre de 1939 Stutthof fue un centro
de internamiento civil administrado por la policía de Danzig. Ahora bien, en 1941
se convirtió en lo que llamaron un campo de «educación laboral» administrado por
el Sicherheitsdienst (Servicio de Seguridad Alemana-SD), para acabar siendo
finalmente en enero de 1942 un campo de concentración regular. Emplazado en
una zona aislada, húmeda y boscosa al oeste del pequeño poblado de Stutthof, su
ubicación lo hacía ser aún más «especial». Allí perecieron más de 85.000 personas
de las 110.000 deportadas pero no solo por las condiciones catastróficas del
campamento, el hambre y las enfermedades, sino por las muertes y ejecuciones
generales que el personal encargado efectuaba diariamente. No había escapatoria
alguna. Stutthof, como el resto de campos de concentración levantados por los
nazis, se encontraba amurallado y rodeado por alambradas, algunas de ellas
electrificadas. A medida que la población del cuartel crecía iban construyendo más
barracones. En los dos años previos a la liberación de los aliados en mayo de 1945,
se edificaron treinta nuevas naves y se añadió un crematorio y una cámara de gas.
Fue en 1943 cuando Stutthof se incluyó en el programa de la tan temida Solución
Final, convirtiéndose por tanto en un campo de exterminio de masas. Tal llegó a
ser la sobresaturación de reclusos, que según llegaban a las instalaciones eran
automáticamente eliminados en las cámaras de gas del centro. Como complemento
a esta medida, algunos murieron después de pasar por unos vagones móviles con
el mismo gas letal. Tenían capacidad para 150 personas por ejecución. El óbito se
cernía en aquel recinto donde los presos estaban expuestos a la esclavitud laboral
en empresas propiedad de las SS. La malnutrición, las pésimas estipulaciones
sanitarias, enfermedades y epidemias acabaron con muchos de ellos, sin contar con
las torturas físicas y psicológicas procedentes de ciertas guardianas —como Herta
Bothe—, fusilamientos, ahorcamientos, inyecciones letales y un largo etcétera. Las
condiciones de vida no solo eran infrahumanas, sino sobre todo brutales. Herta
Bothe fue una de las 130 mujeres que sirvieron en el complejo de los campos de
Stutthof durante el periodo más cruel y trágico. Treinta y cuatro de aquellas
guardias femeninas incluyendo ella, fueron acusadas de crímenes contra la
humanidad al final de la guerra. Si alguna vez se habló de horror fuera de
Alemania este fue en Stutthof. Su liberación se produjo el 9 de mayo de 1945
gracias a las tropas del Ejército soviético, pero poco pudieron hacer ya para salvar
la vida de los reos asesinados, ciudadanos de más de 25 países diferentes (polacos,
rusos, judíos, italianos, españoles, gitanos, etc.) entre hombres, mujeres y niños.
LA AGONÍA DE LAS VÍCTIMAS
«En Stutthof, no nos llevaron a los baños. No nos dieron ropa. No nos
quitaron nada. En los barracones a los cuales estábamos asignadas, nuestras
supervisoras eran una mujer de pasado dudoso llamada Ilse y su amiga Max.
Según las normas, la revista tenía que hacerse tres veces al día, pero en realidad era
cuando les apetecía, a veces muchas veces al día. Ilse y Max, una con un palo y la
otra con un látigo, nos pegaban con todas sus fuerzas mientras pasábamos a través
de la puerta. Teníamos tanto miedo de las palizas que preferíamos saltar desde la
ventana, y no éramos las únicas. Cuando daban la señal, huíamos. Sin embargo,
después de unos días, nuestros brazos y espaldas estaban cubiertos de heridas y
las piernas y brazos estaban magullados por saltar desde la ventana»22.
«Aunque Stutthof fue solo una décima parte del tamaño de algunos campos
más conocidos como Auschwitz y Dachau, en gran medida seguía siendo la misma
fábrica despiadada de muerte. Con sus chimeneas elevándose sobre el campo
escupiendo humo humano lo suficientemente denso como para oscurecer el cielo a
su alrededor, causando una nube brumosa casi permanente en el sitio, era tan
severo y tan mortal como los campamentos en el sur y el este» 23.
«Recuerdo estar de pie durante horas y horas en los pases de revista dos o
tres veces al día, de cara a las chimeneas del crematorio escupiendo nubes negras
noche y día, llenando el cielo de un olor horrible a carne quemada. Si llovía, el
humo no subiría al cielo y tendríamos polvo y ceniza en nuestra piel y ropa. Lo
peor era el olor de los crematorios que lo impregnaba todo en el campo».
RETAHÍLA DE PRUEBAS
«Al principio yo fui una presa común, pero en los últimos dos años mi
trabajo ha sido como Arbeitsdienstführerin (ayudante en jefe de la mano de obra),
cuyo deber es reportar el número de personas especificadas por las autoridades del
campo para los grupos de trabajo».
«Me preguntaron si había visto que estaban golpeando a los presos y dije
"si", y me preguntaron cómo deberían ser castigados y mi respuesta fue "yo, como
prisionera, realmente no puedo decir qué tipo de castigo deberían de haber
infligido"».
Cada uno de estos testimonios y los que veremos más adelante de forma
más extensa en relación con el proceso judicial de Belsen, nos dan una ligera idea
de lo que en realidad Herta Bothe fue capaz de hacer durante su estancia en este
campo de concentración. Podía negar lo que hizo —y así fue— pero las pruebas
hablaban por sí solas. Su carrera como personal de estos campamentos de
exterminio no fue otro que la de ayudar a aniquilar a los miles de confinados que
se amotinaban en los barracones. ¿Para qué les interesaría a las SS la figura de
Bothe si no era para esta faena? El Kommando de madera al que inicialmente ella
hacía referencia no conllevaba en absoluto la crueldad que desplegó durante sus
escasos 60 días en Belsen, sin mencionar el resto de homicidas actuaciones
consumadas en sus destinos previos. Si durante sus paseos matutinos llevaba o no
un arma de fuego podía ser hasta irrelevante. El cúmulo de víctimas y las
declaraciones de los supervivientes serían lo que haría justicia posteriormente.
«Sí, con mis manos, porque robaban madera y otras cosas. Nunca he
golpeado a nadie con un palo, un trozo de madera o una porra de goma. (...)
Nunca he pegado a prisioneros. Yo no tenía nada que ver con los internos».
«P: Yo sugiero que en uno de los días en los que usted pasaba por la cocina,
vio a una chica coger algunas cáscaras de nabo, y que usted ordenó a las chicas de
la cocina traer un palo o un trozo de madera y comenzó a pegarle con él. ¿No es
así? R: No. P: ¿No le gritaron las chicas en la cocina, diciéndole que parara, y usted
dijo que la golpearía hasta la muerte, y entonces continuó pegándole hasta que
finalmente murió? R: No, eso no es cierto. P: ¿No le ordenó a algunas de las
mujeres, incluyendo Schifferman, llevarse el cuerpo? R: No».
El testimonio de la Sádica de Stutthof estuvo llena de contradicciones. Una de
ellas aludía nuevamente a los agravios a los prisioneros en el campo de Bergen-
Belsen. Si anteriormente negaba haber perpetrado actos de esta clase, ahora
afirmaba haberlo hecho pero a modo de reprimenda.
A medida que Herta Bothe iba respondiendo a las preguntas del Tribunal,
más se iban destapando algunas mentiras y se iban descubriendo muchas
verdades. ¿Cómo era posible que esta mujer no hubiese visto los cuerpos
depauperados de los internos al lado de las fosas? Según la vigilante nazi, nunca
vio nada parecido. Todo lo contrario que el Ejército británico, que a su llegada a
Belsen se topó con 10.000 cadáveres inertes apilados unos encima de los otros. Las
alegaciones finales por parte de su abogado, el capitán Phillips, tenían que ser
concluyentes si quería que su cliente se librase de una muerte segura. Aquel
discurso logró convencer a la Corte.
JUSTIFICANDO LA BARBARIE
«La pregunta, sin embargo, se rige por el principio fundamental de que los
miembros de las fuerzas armadas están obligados a obedecer las órdenes legítimas
y que por tanto, no pueden eludir su responsabilidad si, en obediencia a un
mandato, ellos cometen actos en el que ambos violan las reglas impugnadas tanto
de la guerra como de la indignación de la opinión general de la humanidad».
Pero, ¿por qué otros camaradas de Bothe sí eligieron contravenir las órdenes
de sus superiores en pos del bien común? A este punto el capitán Phillips prefirió
eludir tal grado de responsabilidad y echar esa carga a los altos cargos de la
jerarquía nazi que dirigían los centros de internamiento donde la acusada estuvo
destinada. Al fin y al cabo, cuando parece que no hay elección siempre hay una
salida o un camino correcto. La historiadora Kathrin Kompisch así lo asegura:
«Siempre ha habido opciones, incluso dentro del Tercer Reich, y las mujeres
tomaban a menudo sus propias decisiones tanto como los hombres». Después de
todo y como estamos viendo a lo largo de este libro, no solo el hombre tuvo una
parte importante y destacada dentro del Nazismo, la mujer también participó de
los delitos más infames y brutales de todas las esferas del gobierno alemán. El
destacamento femenino supuso el brazo ejecutor e indispensable para que el
mecanismo nazi siguiera adelante. Después de aquella breve introducción y tras
mencionar la defensa de otras compañeras de Bothe, llegó el turno de la Sádica de
Stutthof. De ella dijo que lo único que probaba su culpabilidad eran las
declaraciones juradas ante la Audiencia. Ciertamente, no se había encontrado
evidencia alguna que la implicase en tales delitos. A partir de ahí el abogado
afrontó un discurso implacable donde empezó por desmontar una a una las
confesiones de los testigos. Mencionó primeramente a Wilhelm Grunwald, ya que
cuando le tomaron declaración tan solo tenía 17 años, algo pertinente para tenerlo
en cuenta en la evaluación. Respecto a la posesión de un arma, Phillips se apoyó en
los testimonios de sus «buenas amigas» Charlotte Klein y Gertrud Rheinholdt, que
ratificaron que nunca poseyó una pistola y que jamás se encontró prueba que lo
demostrase. Cuando mencionó el crimen de la joven húngara llamada Eva, el
capitán se excusó en que ni las fechas ni el lugar donde se produjo coincidían con
las presentadas por su defendida. Por tanto, aquel asesinato no pudo haberse
cometido tal y como reveló la testigo. Esta acusación debió de hacerse por algún
tipo de rencilla personal contra su carcelera. Por otro lado, Phillips incidió en la
falsedad de los testimonios escuchados durante el proceso judicial, argumentando
que si bien Bothe había reconocido haber abofeteado a algunas de sus internas por
robar, la verdad era que jamás les provocó daños severos o la muerte. Aquí se
amparó en la poca certeza que demostraron los atestiguantes cuando les pidieron
que señalasen a la inculpada. Parece ser que nadie lograba identificar su cara.
Finalmente, el alegato del abogado defensor concluyó diciendo:
«Ningún testigo de la acusación que había llegado a la Corte, tenía nada que
decir en contra de Bothe; y sin embargo, sus tareas habían sido de carácter público.
Sin duda, la deducción debe ser clara, ella no había hecho nada muy malo, ¿no?».
LA RESPONSABILIDAD DE LA ACUSADA
Seis años tardó Herta Bothe en salir de la cárcel de Celle donde fue
internada nada más terminar la vista judicial. Aún no había cumplido la pena
completa, cuando el 22 de diciembre de 1951, y como acto de clemencia del
Gobierno Británico fue puesta en libertad. Su buen comportamiento, además del
buen hacer de los ingleses, le había servido para olvidarse de su pesadilla y
germinar una nueva etapa al margen de los nazis. Algunos datos apuntan a que la
Sádica de Stutthof logró casarse y cambiar su apellido por el de Lange. Aquella fue
una buena forma de poner tierra de por medio y desechar quien había sido hasta
ese momento. De este modo nadie la reconocería, nadie sabría quién había sido,
qué había hecho durante la guerra y por qué había salido de la cárcel. Podemos
decir que consiguió su propósito, disminuir su responsabilidad diciendo que en
verdad eran los hombres los únicos engranajes posibles del Führer. Los únicos que
daban las órdenes. Un conocido director de cine documental alemán llamado
Maurice Philip Remy, aseguró en el 2009 que fue la última persona en entrevistar a
Herta Bothe. Lo hizo para un reportaje llamado Holokaust en el año 2000. En
declaraciones hechas al periódico The Sun, Remy espetó por ejemplo:
«Qué quiere decir, ¿que cometí un error?, no. No estoy segura de lo que
debería responder, ¿cometí un error? No. El error fue el campo de concentración,
pero yo tenía que hacerlo, de otra forma yo habría sido puesta ahí. Ese sí fue mi
error».
SE INICIA EL ENTRENAMIENTO
Para las mujeres afiliadas al NSDAP llegar a Ravensbrück significaba
adiestramiento. Ellas serían las encargadas de «cuidar» y salvaguardar la
seguridad de un recinto que, poco a poco, fue trastocándose en una gigantesca
celda de castigo. La salubridad brillaba por su ausencia, dejando paso al continuo
fluir de muertes y cadáveres, víctimas según los informes del departamento de
control y administración de Ravensbrück, de enfermedades tales como
tuberculosis, tifus, disentería o neumonía. Pero la realidad era otra. Más de 300
mujeres morían cada día por culpa del hambre, el frío, el exceso de trabajo y por
supuesto, de las vejaciones perpetradas contra ellas. Imaginémonos por un
momento qué supuso para aquellas presas ver cómo mensualmente se sumaban
nuevas aprendices de Aufseherin deslumbradas por el protocolo y el poder del
nazismo. Terror e incertidumbre es lo que había en sus caras. Lo podemos
corroborar en las innumerables improntas y vídeos de prestigiosos documentales.
La vida de aquellas prisioneras se había transformado en extenuación y miseria,
desasosiego y conformismo ante un final tristemente predecible. La primera vez
que Dorothea Binz se paseó por las calles de su flamante morada, pudo comprobar
un caos indescriptible y aun así, no salió corriendo. En lugar de sentir un pasmoso
recelo ante esta situación como haríamos cualquiera de nosotros, debió de tener
una sensación de familiaridad y preponderancia. Durante el tiempo que Binz
residió en Ravensbrück hasta su huida en 1945 estuvo bajo las directrices de
camaradas tan conocidas como Emma Zimmer, la tremenda María Mandel,
Johanna Langefeld, Greta Boesel o Anna Klein-Plaubel. Con un equipo como este
era evidente que Dorothea también se dedicara a escribir con sangre su propia
historia. En el proceso judicial Binz declaró haber trabajado «un año entero entre
otros vigilantes de Außenkommandos (comandos exteriores)». Conforme al
Arbeitseinteilung Kontrollbuch (libro de control de la división de trabajo), que se
puede consultar en el Museo Memorial de Ravensbrück y que a su vez forma parte
de la Fundación de Museos Memoriales de Brandemburgo, esto no sería cierto, ya
que se puede verificar que entre octubre y noviembre de 1939 montó guardia en el
aserradero de madera donde había diez mujeres trabajando; en mayo de 1940
también se encargó de supervisar a las prisioneras que se dedicaban a la
conducción de basuras, la limpieza de suelos o la cocina; e incluso, llegó a
gestionar al personal de construcción del campamento. Por tanto, su testimonio era
totalmente incoherente. Binz había sido parte activa de aquella inclemencia tan
difícil de entender por sus nuevos verdugos. Un buen rendimiento y una excelente
disposición a la obediencia le valieron a finales de verano del año 1940 un ascenso
como subdirectora del bloque de celda que tenía como supervisora directa a
Mandel la Bestia. En los dos años que estuvo en Ravensbrück instó a Binz a que la
ayudara en la ardua labor de ejecutar castigos corporales en el turbador búnker. La
nueva pupila se convirtió prácticamente en su ojito derecho y cumplieron con los
sacrificios más duros. A partir de aquel instante Dorothea fue tildada como la
«guardiana de la barbarie». De nada le valieron las diferentes divisiones en las que
estuvo —cocina o lavandería—, su trabajo preferido lo realizaba en la celda de
castigo. Mandel y Binz torturaron y asesinaron mano a mano a cientos de reclusas
con inanición. Su único pecado, no ser de raza aria. Esta etapa, casi idílica, le valió
a Dorothea para actuar como una segunda instructora de Irma Grese. Binz y
Mandel enseñaron a la rubia con carita de ángel todo lo necesario para impartir el
miedo y la perversión a su llegada a Auschwitz. Las tres mujeres, cada una a su
manera, se llegaban a coordinar cuando querían atormentar a sus presas con
atroces prácticas sexuales. Con ellas afloraron las aguas poco profundas de la
bestialidad. Como vemos, Ravensbrück más que ser un centro de entrenamiento
donde aprender a controlar a los confinados, era la mayor universidad de la saña y
el homicidio. Las principales vigilantes y guardianas que salieron de estos
espantosos «cursillos» se comportaron como verdaderas «asesinas en serie». A
pesar del bucólico paraje que rodeaba a Ravensbrück, con casitas de maderas
pintadas con colores ocres y verdes en medio de la vegetación, así como la
magnífica vista del lago, lo cierto es que aquel campo inaugurado con prisas llegó a
parecer un almacén de cadáveres en muchos momentos. Una de las supervivientes,
Barbara Reimann, recuerda que aunque los altos mandos del campamento eran
hombres, la verdadera inhumanidad provenía de sus vigilantes, especialmente de
las guardianas femeninas. Las Aufseherinnen eran las responsables de impartir la
férrea disciplina diaria repleta de normas, castigos y restricciones, y «donde la
amenaza del búnker de castigo era casi una sentencia de muerte», afirmaba
Kristina Ussarek. Con la promoción de su adorada camarada María Mandel para
ser trasladada a Auschwitz en otoño de 1942, la sustituye Johanna Langefeld. Pero
a partir del 3 de julio de 1943 Dorothea asume los asuntos oficiales
correspondientes al cargo de Oberaufseherin. Desde entonces Binz pasa a ejercer
como Arbeitsdienstführerin (ayudante en jefe de la mano de obra) e incluso como
Stellvertretende Oberaufseherin (adjunta de la supervisora jefe) en colaboración con
Gertrud Schreiter. Su carrera comienza a ser meteórica hasta que por fin la
recompensa llega en forma de ascenso. En febrero de 1944 Dorothea es
oficialmente Oberaufseherin, la nueva supervisora en jefe de Ravensbrück.
SE DESATA LA VIOLENCIA
«La ejecución de las primeras revistas comenzó dos veces por día. [...]
Intercambio de prisioneros en el campo de concentración, resumen de entradas y
salidas, controles de bloqueo, reportes de acceso, registro de quejas de los
prisioneros, breves interrogatorios».
«El hambre era nuestro compañero más cercano. Estaba con nosotros
cuando nos levantábamos y venía con nosotros a la cama sin dejarnos ni un
segundo»25.
CRIMEN Y CASTIGO
«Se llevaron mis zapatos. Entonces Binz [la supervisora jefe] me llevó por
un pasillo detrás de un escalera de hierro hasta una celda en la planta baja. Se cerró
la puerta y estaba completamente oscuro. A tientas, me topé con un taburete que
estaba fijado al suelo. Frente a una mesita plegable, en la esquina izquierda, había
una litera; al lado de la puerta del baño, delante de las tuberías del agua y justo a la
derecha de la puerta, había un radiador frío. En lo alto de la pared arriba de la
puerta había una pequeña ventana con una persiana que quitaba toda la luz. La
celda tenía cuatro pasos y medio de largo por dos pasos y medio de ancho»26.
Menos de una semana más tarde Martha Wolkert regresó al búnker para
recibir una segunda tanda de 25 latigazos. Apenas llegó a contar hasta siete antes
de perder el conocimiento. Después de aquello su simpática jefe de bloque la llevó
al cuartel de los enfermos. La mayoría de las ejecuciones que se vivieron en
Ravensbrück se realizaron mediante fusilamiento. En ocasiones estas se efectuaban
fuera de los parámetros del mismo campamento, en las zonas boscosas del sur,
aunque otras veces, se practicaban en la parte principal del recinto, en lo que se
conocía como Erschiessungsgang o «pasillo de tiro». Sin embargo, nadie podía ver
aquellas trágicas escenas, tan solo las mujeres que habían sido condenadas ya que
se encontraban fuera de los muros del campo. Además, el único acceso posible era
a través del crematorio. De hecho, el posicionamiento de esta zona no era casual,
porque una vez que la víctima había recibido el disparo, su cadáver podía ser
arrojado a través de la ventana abierta del horno. Uno de los presos que trabajaba
en el incinerador fue Horst Schmidt, uno de los mayores testigos en las ejecuciones.
En concreto Horst recuerda la de dos mujeres a manos de un par de camaradas de
las SS. Las dispararon a quemarropa o Genickschuss. El sonido podía escucharse en
todo el bloque, pero las reclusas jamás diferenciaban de qué parte del
emplazamiento provenía. A veces, incluso, utilizaban armas equipadas con un
dispositivo silenciador para evitar despertar la curiosidad del resto del barracón.
Se sabe que miles de mujeres fueron ejecutadas en Ravensbrück, pero a falta de
pruebas, ni siquiera conocemos los espantosos correctivos que finalmente
recibieron. La mayor parte de los registros de las SS fueron borrados o eliminados
y únicamente nos quedan los diarios y documentos escritos por sus víctimas. Uno
de los testimonios más oportunos sobre los mártires de este campo de
internamiento es el poema titulado Necrologue, escrito por la reclusa y miembro del
Partido Comunista Johanna Himmler, que nada tiene que ver con el líder de las SS:
Mientras tanto el tormento del látigo en el búnker hacia mella en las más
rebeldes de Ravensbrück. En una ocasión la rusa Zina M. Kudrjawzewa fue
víctima de varias tandas de azotes debido a que le habían confiscado un billete
donde había garabateado un pequeño poema. Las prisioneras ni siquiera tenían
derecho a expresarse mediante la escritura. Su castigo fueron 15 latigazos y la
privación de alimentos durante veinticuatro horas. Unos días después fue
conducida de nuevo al búnker por el mismo motivo. Permaneció tres días sin
comer al fondo de un calabozo frío y húmedo. Creyó que moriría. La Binz ya se
había ganado la mayor de las famas, ser la peor de las guardianas del
campamento, la más perversa y maquiavélica del momento. Aunque tanto sus
antecesoras como sus sustitutas no se quedaron atrás. Sus ademanes denostaban
una irrefrenable autoridad digna de temer por todo aquel que la rodease, tanto
internas como camaradas y auxiliares. Nadie se libraba de la brusquedad de sus
manos. Disfrutaba paseándose y regodeándose ante sus inferiores. Así lo admitió
durante el interrogatorio que le hicieron el 6 de enero de 1947 ante el tribunal
militar británico en Hamburgo, cuando sostuvo que abofeteó y golpeó con una
regla a las presas que se mostraban «insolentes» o si negaban «las acusaciones ya
probadas». Creía que «la verdad ya había sido establecida». El tradicional castigo
de «el látigo» era muy conocido por todos los habitantes del campamento en
Ravensbrück. 25, 50 o 75 eran los golpes que debían soportar las víctimas en
aquellas palizas infrahumanas que nos hacen remontarnos incluso a la época de los
romanos. Siguiendo con la recopilación de testificaciones, me gustaría mencionar
una que se encuentra en el libro titulado Ravensbrück escrito por Germaine Tillion,
antropóloga de la resistencia francesa y otra de las víctimas de Binz, que durante
su estancia en el centro de internamiento fue testigo de lo que sucedía durante las
actividades habituales de la Aufseherin y su célebre «25», «50» o «75» latigazos.
«Un día muy frío de invierno no me di cuenta que ella estaba allí sentada.
Yo llevaba las manos dentro de las mangas para protegerme del frío, lo que no nos
estaba permitido. Me vio y me pegó con la porra en la nariz y la cara hasta que caí
al suelo»27.
Uno de los instantes más angustiosos y temidos por Barbara era el de las
selecciones. La Aufseherin se personaba gritando en cada uno de los barracones
para hacerlas formar en el patio, empezando primeramente por el pabellón de la
enfermería. En una ocasión la comunista fue testigo de cómo una joven polaca con
bronquitis era sacada a rastras de la sala y aunque ella quiso ayudarla, un hombre
de las SS le amenazó diciéndola: «Un paso más y te vas tu también con el
transporte». Nadie pudo hacer nada por aquella chica de tan solo diecinueve años,
que se convirtió en la primera mujer gaseada y quemada de su barracón. «Aquella
fue la primera selección que presencié y no lo olvidaré nunca», explicaba Barbara.
La impunidad que dotaba el Grossdeutsches Reich a las guardianas y sus
aberraciones eran sobrecogedoras. Y nadie de las allí presentes podía hacer nada
para evitarlo porque ponía en riesgo también su propia vida. Ayudar o morir,
siempre fue el gran dilema de las reclusas de estos campos de concentración.
NEUS CATALÁ
«Con una temperatura de 22° bajo cero, a las tres de la madrugada del 3 de
febrero de 1944, mil mujeres procedentes de todas las cárceles y campos de Francia
llegamos a Ravensbrück. Era el convoy de las 27.000, así llamadas y así conocidas
entre las deportadas. Entre esas mil mujeres recuerdo que habían checas, polacas
que vivían o se habían refugiado en Francia, y un grupo de españolas. Con 10 SS y
sus 10 ametralladoras, 10 "aufseherin" y 10 "schlage" (látigo para caballos), con 10
perros lobos dispuestos a devorarnos, empujadas bestialmente, hicimos nuestra
triunfal entrada en el mundo de los muertos»30.
CONCHITA RAMOS
De padre francés y madre española, tan solo contaba con 19 años cuando
fue trasladada a Ravensbrück. Participó de forma activa en la Resistencia
organizando grupos de maquis en la zona francesa del Ariege. Tras su arresto por
la GESTAPO, se iniciaron un total de siete interrogatorios cuya herencia fue el
desencadenamiento de una fuerte artrosis a partir de los años 50. Durante aquellos
suplicios su único objetivo fue no hablar, a pesar de los golpes y bastonazos que
recibió por parte de los camaradas nazis. «Vi cómo les arrancaban las uñas de pies
y manos a hombres y mujeres. Tenía miedo de hablar, pero no lo hice». Conchita
junto con su tía Elvira y su prima María, fueron conducidas al «Puente de los
Cuervos» en un convoy al que denominaron «Tren Fantasma». Llegó a haber 700
hombres y 65 mujeres. Tardaron dos meses en arribar a su destino final. A su
llegada, Conchita con el número 82.470, recuerda la primera selección:
«En Ravensbrück he visto a las SS pegar con saña por cualquier cosa, a
mujeres mayores, a los niños, y hemos pasado horas inmóviles al pasar lista en la
Appellplatz. Allí, quietas bajo un frío tremendo y débiles, algunas caían y no las
podías ayudar o te echaban a los perros encima»32.
Las guardianas del campamento eran tan fieras como sus animales y
agasajaban y maltrataban brutalmente a las mujeres que yacían en el suelo.
Aquellas palizas impactaron sobremanera a Conchita, quien además presenció
cómo los más pequeños eran atizados y asesinados sin escrúpulo alguno. El tema
de la maternidad siempre fue uno de los temas más dolorosos a recordar para esta
hispanofrancesa.
«Muchas fueron detenidas y no supieron durante años qué pasó con sus
hijos. Los buscaron después con la ayuda de la Cruz Roja. Algunas tuvieron suerte
y los encontraron en orfelinatos. Otras jamás volvieron a saber nada más».
«Lo recuerdo perfectamente. Uno de ellos, el más pequeño, tenía solo tres o
cuatro años y corría por la calle de los barracones. Una de las Aufseherinnen le gritó,
pero el niño no la escuchó y ella le lanzó el perro. Lo mordió y lo destrozó.
Después ella lo remató a palos».
«Una noche llegamos a un bosque de pinos. Los árboles eran jóvenes, y las
ramas bastante bajas, lo que hizo que nosotras enseguida buscáramos uno grueso
para reunirnos todas bajo el árbol. Encontramos un pino que las ramas tocaban casi
al suelo; nos pusimos todas debajo, como pudimos, y aquella noche los SS,
dispararon con las ametralladoras y mataron a todos los que quedaban de la
columna; todos, hombres y mujeres, fueron asesinados mientras dormían. Cuando
se hizo de día y vimos aquella carnicería, es indescriptible el horror que sentimos,
sabíamos que eran malvados y sin entrañas, pero ver estos crímenes gratuitos»33.
Al igual que le ocurrió a Neus Catalá, Conchita Ramos también fue testigo
de cómo los supuestos médicos del campamento realizaban toda clase de
aterradores experimentos para probar absurdas teorías científicas.
«Paquita Colomer», que era así como Mercedes Núñez era conocida entre
sus compañeras del campo de concentración de Ravensbrück, nació en Barcelona
en 1911 en el seno de una familia acomodada con una joyería en Las Ramblas. De
padre gallego y madre catalana, Mercé a la edad de 16 años ya trabajaba como
secretaria de Pablo Neruda, en aquel entonces, cónsul de Chile en la ciudad condal.
Ejerce labores burocráticas en las sedes del comité central del PSUC y UGT hasta
que en enero de 1939, decide trasladarse a Francia para asumir la organización del
PC en La Coruña. Poco después es detenida y llevada hasta la prisión de Betanzos.
En 1940 la trasladan a la Cárcel de las Ventas de Madrid donde fue condenada a 12
años y un día por «auxilio a la rebelión militar». No se sabe si por un error o por
obra del destino, el General Juez del Juzgado de delitos de espionaje procesa la
orden de su liberación y Mercedes es excarcelada el 21 de enero de 1942. A partir
de ese momento, comienza una vorágine: primero huye a Francia, donde pasa un
tiempo en el campo de internamiento de Argelés; después se convierte en parte
activa de la Resistencia; y cuando se encontraba trabajando como cocinera en el
Cuartel General de Carcassone facilitando toda clase de información, un chivatazo
hace que la GESTAPO la encuentre y la detenga en 1944. Inicialmente la llevan al
campo de Saarbrücken para acabar en el de Ravensbrück. Para Mercé los alemanes
no hablaban un idioma, no emitían palabras, más bien expresaban aquel fanatismo
y brutalidad mediante «ladridos». Lo que hacían era «ladrar»:
SECUNDINA BARCELÓ
«... a pesar de tener que trabajar para poder comer, continué las actividades
clandestinas, poniendo a la disposición de la organización clandestina la
habitación que ocupábamos y que fue a menudo utilizada para reuniones de los
dirigentes de la MOI y de los "maquis" de la región; y también algunos
perseguidos por los nazis o la Milicia se camuflaban varios días en mi casa, hasta
que se les podía encontrar otro sitio seguro o los medios para hacerles pasar a zona
no ocupada»36.
Por otra parte, durante las ocho semanas que se prolongó este primer
proceso, acudir a la corte se había convertido prácticamente en un evento social.
Una vez dentro, la gente comentaba qué ocurría en su interior, pero sobre todo
cuál era el verdadero comportamiento de los acusados. «Ellos están sonriendo y
moviendo sus manos», decía un testigo.
Hermine Braunsteiner
El testigo conocía a las mujeres que estaban siendo apaleadas a unas seis
yardas de su puesto. Una de ellas era Sara Fermeinska de 26 años y la otra se
llamaba Secholovic de unos 30. Kaufman también declaró que el asesinato de la
tercera y cuarta mujer había tenido lugar un día que describió como «El Segundo
Campo». Aquella tarde, él y otros hombres llevaban madera de un lado a otro del
campamento y al llegar a la altura donde se encontraban algunas internas que
recolectaban piedras y madera, se detuvieron para hablar.
«Cuando las guardianas vieron a los hombres y a las mujeres y a nadie más
allí, la señora Braunsteiner se presentó, y cuando ella miró, empezó a usar su látigo
de nuevo y mató a otras dos mujeres».
«En ese día, algunas mujeres polacas tiraban de las mujeres judías
intentando esconderlas. Braunsteiner corrió hacia una de esas mujeres que quería
ocultar una mujer judía y le pateó y le pegó»40.
En otra ocasión la testigo detalló cómo una tarde la Yegua empezó a darle
patadas tanto a ella como a otras reclusas del campamento. Eran coces frecuentes e
inhumanas, de gran violencia, lo mismo que reflejaba su sobrenombre de The Mare.
Justo antes de abandonar el estrado la doctora polaca señaló a Hermine
Braunsteiner Ryan como la exguardiana de la prisión. «El momento en el que
entré, la reconocí». En ese preciso instante a la Aufseherin se le escuchó comentar a
su marido que estaba sentado a su lado, «fácil de decir». El próximo testimonio
desgarrador es el de una polaca llamada Stella Kolin que había sido capturada en
el gueto de Varsovia y enviada directamente al campamento de Majdanek. Un día
del mes de mayo de 1943, la joven vio a su padre al otro lado de la alambrada que
separaba el campo de las mujeres del de los hombres. Se acercó para abrazarlo,
pero les distanciaba una valla doble electrificada. A pesar de que se estaba
muriendo de hambre, Stella quiso darle su ración diaria de pan. Estaba demasiado
delgado. Le tiró el pedazo en su dirección pero no logró alcanzarlo. Rebotó contra
los cables. Entonces, empezó a sonar la aguda alarma en todo el campo.
Cuando llegó el turno de la acusada, ella intentó negar todas las acusaciones
escuchadas hasta el momento y afirmó, sin ningún pudor, lo siguiente:
«La mujer cumplió una condena de prisión por sus actividades en otro
campo de concentración. Pero aquí el Servicio de Inmigración y Naturalización
dijo que cuando entró en los Estados Unidos, ella negó que hubiese sido declarada
culpable de un delito. La mujer, antes conocida como Hermine Braunsteiner, ya es
ciudadana americana. Ella vive en Maspeth, Queens, con su marido Russell Ryan.
Cuando fue entrevistada sobre el informe de sus actividades durante la guerra, la
Señora Ryan estaba pintando en la casa, que recientemente había comprado en la
52-11 72d Street con su marido, un trabajador de construcción».
La noticia corrió como la pólvora en todo Nueva York y Hermine Ryan fue
descubierta y expuesta ante la opinión pública como la Yegua de Majdanek. El
interés que suscitó el caso llevó a los medios de comunicación de todo el mundo a
escribir sobre el tema durante varios años. Aquella mujer de huesos grandes,
mandíbula ancha y pelo rubio canoso con la que se había encontrado el reportero
del The New York Times, era en realidad una criminal de guerra. Cuando el
periodista inició su rueda de preguntas acerca de su pasado en los campos de
concentración, Braunsteiner respondió en un marcado acento inglés:
«Todo lo que hice es lo que hacen los guardias en los campamentos ahora.
En la radio solo hablan de paz y de libertad. Muy bien. Después de 15 o 16 años,
¿por qué molestan a la gente? Yo fui castigada lo suficiente. Estuve en la cárcel
durante tres años. Tres años, ¿te lo puedes imaginar? ¿Y ahora quieren algo de
nuevo de mí?».
«Mi esposa, señor, no le haría daño ni a una mosca. No hay una persona
más decente en esta tierra. Ella me dijo que era una tarea que tenía que realizar.
Fue un reclutamiento. Ella no estaba a cargo de nada. Por supuesto que no, ya que
Dios es mi juez y su juez. Estas personas solo están balanceando las hachas al azar.
¿No han oído nunca la expresión: "Dejen que los muertos descansen"?».
«Este es el final de todo para mí. Hemos vivido con miedo desde 1964.
Durante cinco años he dormido con una escopeta a un metro de mi cabeza. Esta
carga de 25 años continuos nos ha seguido como una plaga».
Debido a la nueva situación Braunsteiner fue despedida automáticamente.
Resultó que su jefe era judío. Desde aquel momento, tan solo pudo trabajar en una
fábrica como operadora donde ganaba 64 dólares a la semana. A partir de 1969 no
pudo encontrar más empleos. Tanto sus amigos más cercanos, como la familia de
su marido, no supieron manejar la situación y prefirieron mantenerse al margen.
Los vecinos de los Ryan hacían comentarios de todo tipo. Unos la defendían, otros
la criticaban. La mayoría ni siquiera quería dar sus nombres por temor a que les
ocurriese algo malo.
SU INEVITABLE EXPULSIÓN
«P: En todos los seis años que estuvo en estos campos, ¿entiendo bien que
no había nada de lo que usted hizo que la avergonzara? R: No, yo solo hice mi
trabajo, lo mejor que supe, lo que tenía que hacer».
En los últimos meses del juicio la prensa internacional se hizo eco de cada
una de las actuaciones representadas en la Audiencia germana. De hecho, me
gustaría destacar principalmente el reportaje escrito por el diario español El País,
cuando el 27 de febrero de 1981 publica «El fiscal del proceso Majdanek pide 20
cadenas perpetuas contra cinco nazis criminales de guerra». A través de sus
páginas, encontramos un apartado especial a la Yegua Hermine:
Cuando no obedecían las órdenes o lo que les había dicho que hicieran, entonces les
golpeaba su cara o les daba un bofetón en sus orejas, pero nunca de una forma que les
saltasen los dientes.
Juana Bormann
Por otro lado, hay que recalcar que su actividad criminal la ejerció no como
Aufseherin (supervisora) de Ravensbrück, sino más adelante en los campos de
concentración de Auschwitz-Birkenau y de Bergen-Belsen, donde compartiría toda
clase de hazañas con una de sus camaradas más terribles, Irma Grese, el Ángel.
Verdaderamente, no se tienen datos extensos sobre la estadía de Juana Bormann en
Lichtenburg y Ravensbrück, tan solo su palabra durante la vista judicial y algunos
documentos que acreditaban que formó parte del personal de aquellos
campamentos. En vista de la documentación cosechada al respecto, puedo
evidenciar que esta mujer (que nada tiene que ver con Martin Bormann, secretario
personal de Adolf Hitler y Jefe de la Cancillería) atesoró múltiples destinos
laborales dentro de las SS para dar apoyo a las Oberaufseherinnen de cada centro. Ni
siquiera permaneció más de un año en cada uno de ellos, algo asombroso a la vista
de los acontecimientos leídos en las biografías del resto de sus compañeras de filas.
Si bien en primera instancia, Juana fue transferida de Lichtenburg a Ravensbrück,
donde aquí sí estuvo unos cuantos años para ayudar en la puesta apunto del
campamento, en verdad una vez ultimada su faena fue llevada a Auschwitz a
modo de «parche». En marzo de 1942 Bormann fue una de las seleccionadas para
prestar su servicio a este campamento de Polonia y siete meses después al de
Birkenau. Allí dio apoyo a supervisoras de la talla de María Mandel, Margot
Dreschsel e Irma Grese.
EL HORROR DE AUSCHWITZ-BIRNKENAU
«La idea era que el perro debía vigilar a los prisioneros que estaban fuera de
los grupos de trabajo, pero observamos sobre todo en el hospital que muchos de
los que participaron en los grupos de trabajo fueron mordidos por el perro,
especialmente en las piernas».
«Dora: Ella ha cambiado mucho, pero es la misma mujer. El perro era casi
tan alto como la acusada, y era negro. Munro: Cuando el perro atacó a la mujer,
¿usted se encontraba dentro o fuera de los barracones? Dora: No era mi
Kommando el que estaba marchándose. Solo lo vi. Munro: ¿No fue el caso que la
mujer a cargo del perro intentó parar que atacase a la otra mujer? Dora: Cuando el
perro se fue para la ropa de la mujer, ella lo reprendió y le instó a ir a por la
garganta de la mujer. Munro: Nos ha dicho que la mujer a cargo del perro se
jactaba de ello a un hombre de las SS. ¿No es el caso que lo que oyó a la mujer decir
al hombre de las SS fue un reporte de lo que había ocurrido? Dora: El cuerpo yacía
allí y me dijo: "Es mi trabajo", y lo señaló. Munro: ¿Usted tiene conocimiento
personal de si la mujer murió o no? Dora: Sí, lo sé a ciencia cierta. Fue llevada en
camilla por el Kommando empleado especialmente para llevar cadáveres. Ella
podía haber tenido algo de vida, pero en todo caso los muertos eran enviados junto
con los vivos».
«En el verano de 1944 fui una de las 70 mujeres del Strafkommando cuyo
castigo era estar de pie todo el día en el mismo sitio y golpear el suelo con un pico.
Bormann era la encargada del grupo y aparecía en el puesto de trabajo como
cuatro veces al día. Un día no estaba satisfecha con la tarea de un grupo de diez
chicas, al que pertenecíamos mi amiga y yo. Solo conocía a mi amiga por el nombre
de Regina. Ella tenía 18 años de edad. Bormann siempre llevaba con ella un perro
grande, y en este día ordenó al perro atacar a nuestro grupo. Yo fui la primera en
ser mordida en la pierna, y después Bormann ordenó al perro atacar a Regina que
estaba a mi lado. El perro la mordió primero en la pierna y como estaba tan débil
se cayó. El perro entonces empezó a morder y despedazar todo su cuerpo,
empezando por sus piernas y subiendo para arriba. Bormann incitaba al perro y
cuando Regina estaba sangrando por todas partes y se derrumbó finalmente, ella
ordenó al perro que le dejara y se marchó del lugar de trabajo. Después, cuatro de
las presas llevaron a Regina al hospital. Solía visitarla cada día. Ella estaba muy
débil y había heridas abiertas por todo su cuerpo que nunca le taparon de ninguna
manera. Creo que su cuerpo acabó sufriendo un envenenamiento de la sangre
porque el resto de su piel se había transformado en un color azul oscuro. Durante
mis visitas ella estaba trastornada y nunca hablaba de manera coherente. Un día,
unos quince días después del ataque, fui a verla pero la enfermera me dijo que
había muerto. No me cabe la menor duda que su muerte fue por culpa del ataque
del perro ordenado por Bormann».
Cualquier excusa era buena si con ello se podían quitar de en medio a 50,
100 o hasta 500 personas diarias en el campo de Auschwitz o en cualquiera
perteneciente al Imperio alemán. La violencia colmaba un hábitat del todo
irrespirable para unas víctimas que poco a poco se fueron convirtiendo en
supervivientes. Muchos murieron, pero otros tantos se salvaron gracias a las
fuerzas de flaqueza gastadas cada día y a la fe que profesaban a la vida. Entre las
mujeres que sobrevivieron a este caos de enajenación y saña estaba la judía
alemana Elga Schiessl, que formaba parte del grupo de trabajo que solía encargarse
de limpiar las cámaras de gas dedicadas a la masacre. Esta chica aclaró quiénes
fueron los responsables de las miles de vidas aniquiladas en aquellos recintos,
como por ejemplo Klein, Hoessler, Mengele, Tauber o Kramer. También señaló a
Juana Bormann como una de las vigilantes de las SS que con frecuencia veía arrear
a las reclusas con una porra de goma. Dora Silberberg, judía polaca de 25 años,
declaró que el 15 de junio de 1944 mientras se encontraba en un grupo de trabajo
fuera del campo de Auschwitz junto con su buena amiga Rachella Silberstein, esta
empezó a encontrarse indispuesta. Se sentía muy débil y sin fuerzas para poder
desempeñar las tareas encomendadas aquel día. Pese a no poder andar para acudir
a su puesto de trabajo, Dora ayudó a su compañera llevándola prácticamente en
brazos. Cuando llegaron, Rachella tuvo que sentarse porque estaba sufriendo unos
terribles dolores que le impedían siquiera moverse. Sin embargo, Bormann, que
estaba supervisando al equipo, le ordenó que se levantara rápidamente y que se
pusiera a trabajar de inmediato.
«Dado que mi amiga casi no podía hablar por el dolor intervine y le dije a
Bormann que Silberstein estaba demasiado débil para trabajar. Bormann me dio un
puñetazo en la cara, arrancándome dos de mis dientes, y me dijo que volviese a
trabajar. Mientras me marchaba me golpeó por todo el cuerpo con un palo grueso
que llevaba. Después ella ordenó a un perro grande, que siempre la acompañaba,
que atacara a Silberstein, que estaba sentada en el suelo. El perro le agarró su
pierna con sus dientes y la arrastró dando vueltas hasta que ella finalmente se
derrumbó. Luego Bormann ordenó al perro que dejara suelta a mi amiga. Después
de unos diez minutos Silberstein recobró la conciencia, pero se quedó tumbada en
el suelo todo el día. Yo no pude ver las heridas abiertas, pero la pierna que le había
agarrado el perro se hinchó y se tornó a un color negro azulado. Tuve la impresión
de que era un envenenamiento de sangre».
«La vi golpear a muchas prisioneras por llevar ropa buena. Ella ordenada a
las presas que se desnudaran y que hicieran ejercicios extenuantes. Cuando ya
estaban demasiado cansadas para seguir vi a Bormann golpearles en la cabeza, la
espalda y todo el cuerpo a veces con una porra de goma y otras veces con un palo
de madera. Mientras estaban en el suelo también las pateaba».
Otra de las supervivientes que vivió para contarlo fue la judía polaca Ester
Wolgruth, quien afirmó que durante su estancia en el campo de concentración de
Auschwitz en el año 1943, había visto a Bormann instigar con su perro a una
compañera suya que tenía una rodilla hinchada y que no podía continuar el día
junto al resto del grupo de trabajo. Fue entonces cuando el canino agredió
gravemente a la rea mutilándole varias partes del cuerpo. Unos días después
murió a consecuencia de las heridas. La doctora Ella Lingens-Reiner fue una de las
médicos austriacas que estuvo confinada en este centro de destrucción. Conoció
muy de cerca a Bormann. La nazi amenazaba a Lingens para que fuese muy dura
con sus compañeros, tenía que cooperar en esa política de «correcta dureza». Pero
la doctora no lo hizo y la guardiana comenzó a odiarla. La austriaca llegó a escribir
sobre su superior cosas como esta: «Ella era miserable, una criatura infeliz que no
fue amada por nadie, que no amaba a nadie más que a su perro... No es de extrañar
que esta mujer se negase a apelar su sentencia de muerte. Para ella la derrota de su
Alemania fue el final»50. En los casi cuatro años que Bormann supervisó los campos
de Auschwitz y Auschwitz-Birkenau fueron muchos los prisioneros que
desaparecieron y engrosaron las listas de muertos por causas tan diversas como, la
inanición, desnutrición y por supuesto los llamados intentos de fuga. Estos no eran
otra cosa que la propia diversión de los guardianes. Se sabe que en muchas
ocasiones los miembros de las SS combatían el aburrimiento haciendo que los
reclusos corrieran hacia las vallas electrificadas con la promesa de que obtendrían
una ración de comida extra. Pero al final se encontraban con un tiro a sangre fría
por la espalda. Las risas sucumbían al estruendo de las balas y de la muerte. La
Mujer de los Perros tuvo una carrera militar un tanto movidita. Una vez cumplida
su tarea en Auschwitz-Birkenau decidieron trasladarla de forma eventual hacia
Budy, que no era si no un subcampo cercano donde según diversos testimonios, la
Bormann siguió abusando de los prisioneros. No obstante aquella eventualidad le
sirvió para que a finales de 1944 fuese de nuevo trasladada a otro campo satélite,
esta vez en Hindenburg (Silesia), antes de regresar a Ravensbrück en enero de
1945. En marzo de ese año fue enviada al campo de concentración de Bergen-
Belsen, su última asignación, donde desempeñó diversas funciones —entre ellas la
vigilancia de la pocilga—. Estuvo bajo el mando del comandante Josef Kramer y de
las supervisoras Irma Grese y Elisabeth Volkenrath, con quienes ya había tenido
un estrecho contacto en Auschwitz-Birkenau tiempo atrás.
Sin embargo, el destino quiso que tras la liberación del campo de Bergen-
Belsen, la inexperta polaca devolviese a Bormann —casi con la misma moneda—
parte del sufrimiento que esta le había infringido previamente. Frydman no daba
crédito a lo que le estaba ocurriendo. Aunque por fin era libre no comprendía la
realidad, hasta que vio al personal de las Waffen-SS con las manos en la cabeza y
con miedo en sus ojos.
Según Makar, la violencia empleada por Bormann hacia las confinadas era
demencial, propia de una persona sin entrañas. Este tratamiento tan específico
consistía en una serie de puñetazos en la cara de la chica y patadas en todo su
cuerpo y siguió sucediéndose hasta la liberación del campo de concentración en
1945. El pánico de aquellos internos se podía ver en sus ojos. «Cada fibra de mi
cuerpo me advirtió que tuviese cuidado. Estas guardianas femeninas no eran las
mismas que nos habían visitado antes en el dormitorio. Mi instinto me dijo que
estas dos mujeres eran muy diabólicas», contaba Hetty E. Verolme, una de las
supervivientes de este campo de concentración en su libro The Childrens house of
Belsen. El temor y la turbación iban haciendo mella cada vez más en el ánimo de
unas gentes —hombres, mujeres y niños— que suspiraban todos los días por salir
indemnes de una dramática situación sinsentido. No eran cobardes por doblegarse
ante el «enemigo», eran valientes por aguantar hasta la extenuación disparatadas
fechorías, a veces sangrientas a veces depravadas, procedentes de otros seres
humanos ciegos de ira, rabia y ávidos de sangre. Curiosamente, no solo las
prisioneras hablaban mal de Juana Bormann, Helena Kopper antigua reclusa
polaca del centro de interna-miento de Auschwitz y posterior trabajadora en el de
Bergen-Belsen durante 1945, afirmó que a pesar de tener tatuado un número en el
brazo los golpes que le propinaron pararon cuando ella se quejó a sus superiores.
«Estaba trabajando muy bien y no había razón para pegarme», apuntó Kopper al
teniente Jedrzejowicz. Cuando se le preguntó por la denominada como La Mujer de
los Perros ella testificó lo siguiente:
ESPAÑOLES EN EL RECINTO
«El gobierno español fue informado en abril de que todos los judíos deben
salir de Salónica por razones de seguridad policial. Pese a graves dudas respecto la
emisión de visados de salida para unos 600 judíos, se prometió la repatriación al
gobierno español. Poco antes de la expiración de plazo la embajada española pidió
una prórroga. Después de la expiración del segundo plazo la embajada española
ya no pidió ninguna prórroga más. Mediante sugerencias el gobierno español dio a
entender que la repatriación no le interesa. Miembros de la embajada española se
lo confirmaron explícitamente al Ministerio de Asuntos Exteriores. No se prevé
intervenir ante el gobierno español. (...) Otra prórroga de la solución de la cuestión
judía en Salónica es inaceptable. Los judíos españoles se enviarán por el momento
a campos de tránsito en el Reich. La embajada española local está informada.
Ruego informar al encargado español en Atenas. Fin de la orden de Atenas» 51.
LA LIBERACIÓN DE BERGEN-BELSEN
SÓLIDO INTERROGATORIO
«P: ¿Alguna vez pegó usted a las chicas? R: Sí, Cuando no obedecían las
órdenes o lo que les había dicho que hicieran, entonces les golpeaba su cara o les
daba un bofetón en sus orejas, pero nunca de una forma que les saltasen los
dientes. P: Se ha dicho que usted administró un tratamiento salvaje y brutal a
internas hambrientas y que solía golpear a mujeres con su porra de goma. ¿Es eso
cierto? R: No, yo ni sabía lo que era una porra de goma hasta que estuve en la
prisión de Celle cuando vi una por primera vez en las manos de un soldado
británico. P: Siwidowa dice en su declaración que usted zurró a muchas
prisioneras por llevar ropa buena, y que usted las obligó a que se desnudaran y a
hacer ejercicios extenuantes. ¿Es eso cierto? R: Igual me había llevado su ropa,
porque intentaron sacarlas del campamento para venderlas a la población civil,
pero de ningún modo les golpeé y no tenía ningún derecho para que hicieran
deporte. P: ¿A veces usted consideró necesario abofetear las orejas de las chicas? R:
Si no obedecían las órdenes o si repetidamente hacían cosas que estaban
prohibidas. Era muy difícil controlarlas, Birkenau era un campamento muy
grande».
Si había comida para estos puercos, ¿por qué dejaban morir de hambre a los
cautivos? Ese era el quid de la cuestión. Los argumentos que desarrollaba Bormann
sobre esta cuestión eran de lejos razonables pero abominablemente reales.
Una vez que todos y cada uno de los abogados de los 45 acusados
expusieron sus argumentos, llegó el turno de la Fiscalía y del Coronel Backhouse.
ÚLTIMAS IMPUTACIONES
El fiscal del juicio de Belsen inició su discurso expresando que su deber allí
consistía simple y llanamente en revisar ante el Tribunal el caso de enjuiciamiento
de los inculpados. La ardua labor del coronel en encontrar contradicciones le llevó
a lanzar la primera pregunta a la Corte sobre Bormann: «¿Pueden aceptar la
palabra de una mujer que dice que durante todo el tiempo que estuvo en el campo
de concentración jamás vió una selección o a una guardiana pegar a alguien?».
Curiosamente, Backhouse se estaba refiriendo a una de las Blockführerinnen
responsables de los barracones. Por ello citó textualmente el párrafo 383 del
Manual de la Convención de la Haya, que dice claramente:
«Es la tarea del ocupante ver que las vidas de los habitantes son respetadas,
que su paz interior y el honor no se vean perturbadas, que no se interfiera en sus
convicciones religiosas y en general, que los ataques de coacción, ilegales y
criminales a sus gentes, y las acciones delictivas contra sus propiedades, sean igual
de punibles como en tiempos de paz».
SENTENCIA Y VEREDICTO
«Me gustaría dejar perfectamente claro a los acusados que los fallos de
culpabilidad deberán ser confirmados por la autoridad militar superior. Los fallos
de no culpabilidad son concluyentes, y absuelven a los acusados del cargo
particular por el que estaban siendo juzgados. Todos ustedes, a excepción del n°
48, Stanislawa Starostka, fueron llevados ante el Tribunal de Justicia acusados de
cometer crímenes de guerra en Bergen-Belsen, Alemania, como se detalla en la hoja
de cargos. Voy a referirme a esto como la primera acusación».
De los dos cargos por los que Juana Bormann había sido acusada, el
Tribunal tan solo la encontró culpable del segundo. Es decir, por maltratar y
asesinar a sus confinados mientras fue la responsable del campo de concentración
de Auschwitz, entre el 1 de octubre de 1942 y el 30 de abril de 1945. De la primera
acusación, que se refería a las actuaciones perpetradas en el campamento de
Bergen-Belsen en las mismas fechas, fue encontrada no culpable. «La sentencia de
esta Corte es que sufra la muerte por ahorcamiento», concluyó el presidente
Berney-Ficklin. Al final de la causa Juana Bormann, al contrario que sus otras dos
camaradas, Elizabeth Volkenrath e Irma Grese, no suplicó clemencia ante el
tribunal para que la librase de la muerte o para que por lo menos le redujeran la
pena y la condenaran si cabía la posibilidad a cadena perpetua. La criminal nazi
aceptó sin rechistar la resolución de la Corte. Aquí comenzaba su purgatorio.
MUERTE EN LA HORCA
«Después señaló a Juana Bormann como una de las guardianas que más se
distinguía por su crueldad para con los prisioneros. A este prepósito relató que
una vez la vio azuzar a su perro dogo, y como este solo se lanzara a las piernas de
la presa que se le había señalado, su dueña le gritó: "¡A la garganta!". Otro defensor
intervino entonces para pedir a la testigo que identificara a la procesada. Juana
Bormann se puso de pie, y Dora Szafran exclamó, sin vacilar, designándola con un
grito: —¡Esa es! El defensor preguntó entonces: —¿Podría usted decirnos qué
tamaño tenía el perro? Dora Szafran, midiendo de una ojeada la estatura de Juana
Bormann, que seguía en pie, contestó: —Era tan alto como ella, y negro. Luego
añadió: —La prisionera sobre la que esta mujer lanzó su perro, diciéndole que
saltara a la garganta, murió a consecuencia de las mordeduras. Muchos nos
reunimos alrededor del cuerpo exánime, y cuando se acercó un guardia para saber
lo que pasaba, Juana Bormann le dijo, señalando el cadáver: "Esto lo he hecho yo".
A continuación refirió diversos castigos corporales sufridos por ella misma, y al
hablar de una ocasión en que fue golpeada con un palo, el comandante Grafield, de
la defensa, le interrumpió para preguntarla: —¿Era redondo el palo o tenía nudos?
La testigo provocó la risa del público al responder rápidamente: —No lo sé. Solo lo
sentí».
«Elisabeth Volkenrath fue seguida por Juana Bormann, La mujer de los perros,
quien habitualmente instigaba a los prisioneros con su pastor alemán para hacerles
pedazos. Ella cojeó por el corredor luciendo muy avejentada y demacrada. Tenía
solo 42 años, midiendo solamente 1,52 metros, y ella tenía el peso de un niño, unos
45 kilogramos. Estaba temblando y se colocó sobre la balanza. Dijo en alemán: "Yo
tengo mis sentimientos"».
Parte II. Las 12 apóstoles del Reich
HILDEGARD NEUMANN
«... cuando hablaba con los hombres de las SS o con sus camaradas, ella era
encantadora y muy divertida. Pero cuando ella nos hablaba y nos golpeaba, la (su)
cara era horrible. La cara no era la cara de una mujer».
«A medida que me hice cargo del campo de Uckermark, allí había alrededor
de 4.000 prisioneros de todas las nacionalidades. Cuando me trasladaron unas seis
semanas después, solo quedaban 1.000 presos en el campo. Durante mi tiempo allí
alrededor de 3.000 mujeres fueron seleccionadas para las cámaras de gas».
Pasó a la historia por ser una más de las guardianas encargadas de impartir
golpes, patadas y latigazos a los reclusos del campo de concentración que vigilaba.
Todos la conocían como Herta Ehlert, pero en realidad su verdadero nombre era
Herta Liess. Esta alemana rubia de mirada penetrante, gesto severo y actitud
brusca, nació en Berlín el 26 de marzo de 1905. Se desconoce por completo lo que
sucedió durante los primeros años en la capital germana. Lo más que se encuentra
es documentación que sitúa a la futura criminal en un puesto como vendedora.
Pero no especifica a qué se dedicaba verdaderamente esta mujer. De cualquier
forma, un dato importante aquí es que cambió su apellido por el de Ehlert una vez
que contrajo matrimonio en la ciudad berlinesa unos años antes del estallido de la
Segunda Guerra Mundial. Tras la llegada al poder de Adolf Hitler, la propaganda
nazi empezó a expandirse por cada rincón de la localidad. Grupos de partidarios
de la pureza aria recorrían las calles en busca de algún alma caritativa que quisiera
ayudarles en su lucha. De este modo el 15 noviembre de 1939 Herta fue reclutada
por oficiales de las SS para formar parte de su personal de campo. «El Puente de
los Cuervos» se convertiría en su primer hogar nazi. Ravensbrück la formó, la
instruyó en las artes de la vigilancia, la adiestró para maltratar a los presos sin
impunidad alguna y hasta la muerte y, ante todo, impulsó a que emergieran
sentimientos maquiavélicos. La disciplina recibida fue tan manipuladora a la vez
que poderosa que sacó lo peor de ella. Imaginamos que debido a ese cambio en el
carácter, que se reflejaba perfectamente en la dureza de su rostro, se divorció del
que hasta entonces era su marido. Se despojó de su vida anterior y enterró todos
sus recuerdos personales. En Ravensbrück murió y nació una nueva Herta Ehlert.
Ya en octubre de 1942 y cumplido su fiel entrenamiento, fue transferida como
Aufseherin al campo de exterminio de Majdanek cerca de Lublin. Según la
declaración de la propia acusada, sus superiores no estaban contentos con ella,
porque se mostraba de lo más afable, condescendiente, y porque ayudaba a los
prisioneros entregándoles más comida. A pesar de que estos apuntes están basados
en su particular testimonio, nos enfrentamos a una gran contradicción. Las
testificaciones de las supervivientes que narraron con todo detalle cómo fueron
golpeadas por la criminal chocaban radicalmente con su versión. No obstante, y
siguiendo con tales declaraciones, parece ser que Ehlert tuvo que regresar
nuevamente al campamento de Ravensbrück en 1943 para tomar, y siempre
presuntamente, otro curso de entrenamiento. Su nueva supervisora: Dorothea
Binz. Insisto en que estos datos no cuadran con la realidad ya que durante sus tres
primeros años en el «Puente de los Cuervos», su superior fue María Mandel, más
conocida como La bestia de Auschwitz, una de las Oberaufseherin más terroríficas del
momento. Por consiguiente, sería extraño que Herta no se hubiera doblegado a la
mezquindad de su jefa. Un nuevo traslado en noviembre de 1944 hizo que la
Aufseherin se mudara al campo de concentración de Auschwitz donde supervisó un
Kommando de los grupos de trabajos forzados. Entre las tácticas empleadas para
que los internos rindieran más estaba la de pegar con sus propias manos en el
rostro de cualquiera que no hiciese lo correcto. Aquellas bofetadas llevaban
impresas tanta brutalidad que los más débiles se caían súbitamente al suelo. Tan
solo dos meses después de su llegada y coincidiendo con la evacuación del
campamento en enero de 1945 Herta Ehlert fue destinada al campo de
concentración de Bergen-Belsen donde estuvo bajo las órdenes de Irma Grese y
Elisabeth Volkenrath. En esos tres escasos meses su principal tarea fue la de
controlar la alimentación de los reclusos. Pero los testigos de aquella barbarie
explicaron actuaciones de lo más dispares durante los interrogatorios oficiados en
el juicio de Bergen-Belsen. Por ejemplo, la judía polaca Lidia Sunschein dijo que:
«P: ¿Se ha dicho que usted era muy cruel, no es así? R: Depende de cómo
entienda uno la palabra "crueldad". Admito que abofeteé la cara de las prisioneras,
pero siempre cuando había una grave razón para ello. Nunca abofeteé sus caras
con ambas manos, solo con una. P: Lidia Sunschein y Helen Klein dijeron que
usted solía estar en la puerta y que golpeaba a las prisioneras al pasar mientras les
hacía el control. ¿Es eso cierto? R: Así es, pero la razón es porque pusieron sus
mantas alrededor de los hombros, lo que no estaba permitido, y las cortaban para
fabricar diferentes tipos de ropa incluso sacaban zapatos de ellas. Solían llevar
paquetes, lo que no estaba permitido».
«Al principio a Luisa Danz le dio la impresión de que solo entraba por
casualidad en la banda de los Alemanes comunes. [...] Pero después de un mes ella
también cambió. [...] Más tarde ella detuvo a prisioneros, les pateaba. Todo esto lo
veía como una diversión»54.
«Yo misma también he sido golpeada por ella. Esto sucedió durante el
conteo de presos. En primer lugar ella me pegó con la mano en la cabeza, en la
zona de la oreja izquierda. Cuando pregunté el por qué, ella dijo "por esto" y me
pegó en el otro lado de la cabeza. A partir de ese momento tengo trastornos de
equilibrio y miedo cuando intento moverme hacia abajo»55.
Fueron cientas las «marchas de la muerte» que los nazis llevaron a cabo
durante la Segunda Guerra Mundial. Centenares de caminatas donde los
prisioneros de guerra eran forzados a recorrer largas distancias sin nada que
llevarse a la boca. Los que se desmayaban víctimas de la inanición, eran dejados a
su suerte o incluso ejecutados por los guardias que les acompañaban. Una de las
más llamativas la protagonizó Ruth Elfriede Hildner, cuando en 1945 formó parte
del convoy de mujeres judías que atravesó 800 kilómetros desde Slawa (Polonia),
pasando por Helmbrechst (Alemania) hasta llegar a Volary (Checoslovaquia). De
esta joven nazi nacida el 1 de noviembre de 1919 se tienen pocos datos fehacientes
respecto a su vida. Ni siquiera el lugar de nacimiento. Algunos documentos
apuntan a que era de Berlín capital, mientras que otros aseguraban que era de un
pueblecito al norte de Alemania. Por mi parte, prefiero dejar esta reseña en el aire y
continuar con lo que sí sabemos. En julio de 1944 Hildner fue reclutada para
formar parte del personal del campo de concentración de Ravensbrück. Durante
todo ese verano recibió una instrucción severa como guardiana. Quedaba menos
de un año para el fin de la contienda y los oficiales nazis no querían dar nada por
perdido. Es por ello que durante 1944 e incluso 1945 siguieron recibiendo nuevos
reclutas a los que aleccionar en las artes del sistema nacionalsocialista. Hildner
enseguida hizo buenas migas con sus compañeras, sobre todo con su supervisora
Dorothea Binz, de quien aprendió ejemplos de suplicios, actos inhumanos y
depravaciones. Si había un arma mejor para maltratar a un prisionero, ese era un
barrote. Con él podía dar rienda suelta a fieros golpes que descargaban sobre su
víctima el peso de su rabia. Tras finalizar su entrenamiento en Ravensbrück, en el
mes de septiembre la transfieren al campo de Dachau. Allí pondría en práctica
todo lo cultivado en sus «clases» de violencia y sadismo. En aquel momento ya
ejercía como Aufseherin. Su faena era la propia de cualquier centinela nazi: vigilar
que los presidiarios no violaran las normas del campamento usando, a ser posible,
un duro correctivo. Tres meses después de su llegada, en diciembre de 1944,
oficiales de las SS deciden enviarla a un pequeño campo cerca de Hof (Alemania).
Se trataba de Helmbrechts, un subcampo para mujeres perteneciente al campo de
concentración de Flossenbürg. Un total de 27 guardias femeninas sirvieron en este
destino, donde Ruth Hildner destacó sobre las demás por su especial temeridad.
La población del recinto era principalmente no-judía y la mayoría murió víctima
de los golpes perpetrados por su verdugos. La Aufseherin fue la más implacable de
todas. Durante las largas jornadas laborales Hildner le gustaba pasearse por los
pasillos de la fábrica para vigilar que nadie se ausentara de su puesto. Al más
mínimo descuido la criminal sacaba su vara con la que apaleaba ferozmente a sus
víctimas. Si alguna de las presas moría, trasladaban nuevas manos de obra del
campo principal de Flossenbürg a Helmbrechts. A principios de abril de 1945 el
comandante Doerr ordenó la rápida evacuación del centro debido a la inminente
presencia del ejército norteamericano. Hildner y el resto de sus camaradas
emprendieron una huida que concluyó con cientos de muertos por
desfallecimiento y maltrato. La Aufseherin terminó asesinando con su palo a
numerosas jóvenes que, extenuadas, no lograban ponerse en pie. Fueron cientos de
kilómetros desde Helmbrechst (Alemania) hasta llegar a Volary (Checoslovaquia).
Pero no fue la única marcha de la muerte en la que Hildner participó. La guardiana
nazi también acompañó otra en Zwodau, subcampo de Flossenbürg
(Checoslovaquia). De allí evacuaron a los presos hacia el oeste del país. En la
última de las caminatas tuvo que volver a Polonia, esta vez a Slawa, cruzarse
Alemania para llegar de nuevo al campo de Volary en Checoslovaquia. Durante la
liberación de los distintos campos de concentración alemanes a principios de mayo
de 1945 Hildner y las demás supervisoras nazis consiguieron huir temporalmente
al hacerse pasar por refugiadas. Pero en marzo de 1947 las autoridades checas
finalmente dieron con ella y fue llevada a prisión. Tenía 27 años cuando fue
juzgada por el Tribunal Popular Extraordinario de la localidad de Písek. El 2 de
mayo de 1947 el presidente de la Corte dictó sentencia y Ruth Hildner fue
declarada culpable de cometer crímenes de guerra. Condenada a morir en la horca,
fue colgada tan solo seis horas más tarde en la prisión central de Praga.
IRENE HASCHKE
El político canadiense, John Abbot, explicó en una ocasión que «la guerra es
la ciencia de la destrucción». Y yo humildemente añadiría, «y de la miseria». Al fin
y al cabo, todo lo que se termina recogiendo tras el término de cualquier contienda
es eso, desgracia, infortunio, penuria. No obstante, mientras observo el perfil de
Irene Haschke, una desdichada empleada textil que se formó como Aufseherin en
uno de los tantos campos de concentración alemanes, me pregunto: ¿cómo puede
alguien corriente convertirse en criminal de guerra? Podríamos enumerar mil y
una respuestas, tantas como opiniones e individuos que pueblan el mundo. Pero la
más recurrente y la que, por desgracia, he intentado reflejar a través de este libro es
que todas y cada una de las personas que participaron de la maquinaria bélica del
horror nazi, ya tenían esa semilla asesina en su interior. En el caso de Haschke
aquella simiente «floreció» al ingresar en las Waffen-SS. Previamente a su
alistamiento como parte del personal del Imperio Ario, Irene era una niña normal.
Nacida el 16 de febrero de 1921 en la localidad polaca de Friedeberg, la actual
Strzelce Krajenskie, su vida se limitó a estudiar en el colegio y a trabajar en las
fábricas de la provincia desde una edad muy temprana. Se especializó en la
industria textil. Pero la propaganda alemana comenzó a irrumpir en Polonia como
agua que se lleva el diablo lo que hizo que sintiera un especial interés por los
preceptos del nazismo y a simpatizar con ellos. Al final, Haschke cayó en las redes
de la Bund Deutscher Madel (La Liga de Mujeres Alemanas) y el 16 de agosto de
1944 fue reclutada. Durante cinco semanas recibió un severo entrenamiento como
guardiana en el campo de concentración alemán de Gross-Rosen situado en la Baja
Silesia —ahora llamada Rogoznica—. Aquel centro de internamiento —que en 1940
se construyó como satélite del de Sachsenhausen— fue creciendo hasta tal punto
que en 1944 llegó a tener hasta sesenta subcampos ubicados en el este de Alemania
y en la Polonia ocupada. La gran actividad de Gross-Rosen se reflejaba en la
elevada cantidad de prisioneros internos tras sus barracas. Un total de 125.000
judíos de diversas nacionalidades vivían hacinados en su interior presos del dolor,
la miseria, la hambruna, el salvajismo y la muerte. Cuando Irene Haschke llegó al
reconocido como el campo más duro del Tercer Reich, se encontró con miles de
desechos humanos, presos sin fuerzas a causa de la falta de alimentación y, sobre
todo, al exceso de trabajo. La instrucción que recibió durante ese poco más de un
mes que vivió en Gross-Rosen, fue en ella despertando sentimientos de
inhumanidad y perversión. El tratamiento ejercido contra los confinados se podía
calificar de salvaje. A partir de aquí nos topamos con documentación
contradictoria. Algunas reseñas aseguran que tras el periodo de aprendizaje
Haschke fue transferida a la cárcel de Mahrisch-Weifiwasser, donde durante tres
semanas desarrollaría faenas propias de Aufseherin. En cambio, otros datos
apuntan a que en realidad, regresó a la fábrica textil. Como digo son apuntes un
tanto incoherentes. Lo que sí puedo constatar a ciencia cierta es que la guardiana
nazi arribó al campo de concentración de Bergen-Belsen el 28 de febrero de 1945.
Allí conoció a algunas de las criminales más peligrosas hasta el momento. Entre
ellas, Irma Grese, Herta Ehlert o Hertha Bothe. Como ya ocurrió con las anteriores
camaradas, los últimos meses en el centro de exterminio supusieron la depravación
absoluta. Haschke, que supuestamente trabajaba en la cocina número dos y que era
la responsable de racionar la comida, se dedicaba a golpear con un palo de goma
en la cara y las manos de las reclusas para evitar altercados. Cualquier mirada,
palabra o silencio llegaban a encolerizarla de tal forma que perdía los estribos. No
contenta con esto, muchas de las mujeres que lograron sobrevivir a este suplicio, se
atrevieron a testificar en su contra en el juicio de Bergen-Belsen celebrado en
septiembre de ese mismo año. La superviviente húngara Ilona Stein, explicó ante el
Tribunal en qué consistieron aquellas palizas:
«Yo hablo acerca de los incidentes cuando ella (...) salió de la cocina y
comenzó a golpear a la gente con un tubo de goma, y cuando alguien se caía ella
seguía pateándole. Uno de los últimos incidentes que recuerdo fue el día en que las
tropas británicas realmente entraron en el campamento. Yo estaba cerca de la
cocina tratando de conseguir algunas cortezas de patata y ella me amenazó con el
tubo de goma, como de costumbre pero entonces aparentemente ella vio a las
tropas británicas y se detuvo. Me golpeó varias veces, pero a veces yo era lo
suficientemente rápida para salir corriendo. A veces me pegaba, porque trataba de
conseguir unas cortezas de patatas o de nabos, pero yo solo tenía que estar cerca
para que me golpeara».
Otra testigo judía llamada Hanka Rozenwayg de nacionalidad polaca,
apuntó que unos días antes de que las tropas británicas liberasen Bergen-Belsen,
vio a la acusada arrojar a una mujer dentro de la cisterna del agua. La interna
murió ahogada. Katherine Neiger, una judía de Checoslovaquia, indicó que
Haschke golpeaba con una porra de goma a los niños que se hallaban enfermos
hasta dejarlos prácticamente inconscientes. Algunos de los internos que Irene atizó
brutalmente, acabaron muriendo. «Las palizas a las que me refiero se las dio con
un palo pesado», ratificó la judía rusa Luba Triszinska. En las jornadas previas a la
liberación por parte de los aliados unas 15 o 20 personas morían en el interior del
campamento a diario. Poco a poco Bergen-Belsen se estaba pareciendo al centro de
exterminio de Auschwitz. Y llegó el día tan esperado por los reclusos. El 15 de abril
de 1945 oficiales británicos irrumpen en el recinto después de que el comandante
Kramer negociase la rendición. Se contaban por miles los cuerpos muertos apilados
al lado de las zanjas. Debido a las condiciones insalubles e infrahumanas con las
que se encontraron, se había desarrollado una epidemia de tifus, por lo que el
ejército aliado ordenó a los criminales nazis enterrar todos los cadáveres. La
Aufseherin fue una de las féminas obligadas a ayudar en la tétrica labor. Poco
después fue arrestada y puesta a disposición judicial en la cárcel de la localidad
cercana de Celle, donde estuvo hasta el 17 de septiembre, fecha en la que dio
comienzo su juicio. Ante la Corte se presentaron 45 miembros del personal de
Bergen-Belsen imputados por maltratar y asesinar a cautivos de los países aliados.
Durante exactamente dos meses —la vista concluyó el 17 de noviembre— la
localidad de Lüneburg albergó a numerosos curiosos y medios de comunicación
que no querían perderse ni un detalle sobre el posible futuro que tendrían estos
asesinos y posteriores condenados. Entre las perlas que dejó Haschke durante su
declaración ante el Tribunal me gustaría resaltar aquella donde la vigilante
excusaba su comportamiento agresivo contra las reas:
«... se llevaban la comida de los demás. Les pegaba con mi mano y a veces
usaba un palo que me dio la guardiana. Se trataba de una palo de madera común,
de unas dieciocho pulgadas de largo y unas tres cuartas partes de pulgada de
diámetro. Solo fue necesario para golpear a los prisioneros cuando ellos estaban
robando, y solo les golpeé una o dos veces».
Ser la imagen perfecta de las Waffen-SS era lo que toda guardia femenina
quería una vez que conseguía subirse a la máquina nazi. Un dicho popular muy
sabio dice que para ser bueno, no basta con serlo, sino también parecerlo. Si
extraemos la moraleja de este refrán, podemos hallar similitudes con las actitudes
tomadas por estas mujeres. Necesitaban que sus superiores las vieran como un
ejemplo a seguir y para ello tenían que comportarse tal y como los altos mandos
esperaban. Si pegar, golpear o vejar a los prisioneros era necesario para obtener su
respeto, lo harían sin lugar a dudas. Esa era la única forma —según su punto de
vista— de que contasen con ellas para puestos de alto mando dentro de los
campamentos de internamiento. Uno de los ejemplos más fehacientes lo
encontramos en Alice Orlowski —de nombre real Alice Minna Elisabeth Elling—,
que en poco tiempo pasó a ser el modelo a seguir por las mujeres de las SS. Su vida
transcurrió en la capital alemana, Berlín, donde nació el 30 de septiembre de 1903.
Algunas fuentes apuntan a que esta funcionaria nazi no acabó la escuela, fue
desterrada de su casa familiar por las ideas que profesaba, además de mantener
relaciones sentimentales con un joyero ruso que terminó en boda. Sin embargo, no
existen documentos que ratifiquen dichas teorías. Lo único cierto es que Alice
formó parte del personal de algunos de los campos de concentración alemanes más
sanguinarios de la Segunda Guerra Mundial. El primer contacto con el nazismo lo
tuvo en 1941 cuando ingresó en Ravensbrück para seguir un duro entrenamiento
como guardiana del campamento. Pero nadie se alista por casualidad en las
Waffen-SS —y como estamos viendo a través de estas páginas—, menos aún estas
mujeres. De hecho, no hace falta tener mucha imaginación para darnos cuenta de
que nada más poner un pie en Ravensbrück, Orlowski comenzaría a desarrollar
una personalidad atroz y sádica hacia sus reclusos. Aquel talante había
permanecido latente en su interior todo ese tiempo, a la espera de que alguien
pusiese en marcha el mecanismo. Cuando lo hizo, no pudo parar jamás. La
depravada María Mandel fue una de sus instructoras. Y como sabemos, sus
métodos —un tanto tétricos— hicieron la delicia de más de una recien de llegada
como Orlowski. ¿De quién podía aprender mejor cómo hacer un sacrificio que de
la Bestia? Ravensbrück lo tenía todo, hasta un búnker de castigo. Era el campo
perfecto para que desarrollara esa faceta tan malvada. Una vez acabada la
instrucción y ya como Aufseherin, la envían en octubre de 1942 al campo de
Majdanek, cerca de Lublin (Polonia). Su compañera de correrías era la mísmísma
Yegua de Majdanek. Ella y Hermine Braunsteiner eran consideradas las guardianas
más brutales de todo el campamento. Los confinados tenían motivos más que
suficientes para tenerlas pánico. Ellas eran las responsables de cargar los camiones
que se dirigían a las cámaras de gas con las mujeres más débiles de todo Majdanek.
Si había un niño que sobraba o que no entraba, Orlowski y Braunsteiner lo cogía
como si fuera una maleta y lo tiraba por encima de los adultos. Después, cerraban
la puerta. En el caso de Alice le encantaba esperar a que arribaran nuevos
cargamentos de mujeres al barracón. Nada más entrar las azotaba sin miramientos,
especialmente entre los ojos. Tales medidas eran consideradas como buenas y
aprobadas por sus superiores, así que decidieron promoverla y subirle de puesto.
Su nuevo rango de Kommandoführerin (líder del Kommando) le sirvió para
participar de lleno en la selección de nuevas víctimas. Ahora tenía a su cargo a más
de 100 mujeres, a quienes ordenaba robar todo tipo de enseres a los prisioneros ya
gaseados. Desde relojes, abrigos, oro, joyas, dinero, juguetes, vasos... Cualquier
cosa que ella y sus camaradas pudieran necesitar. En los días previos a la
evacuación de Majdanek —esto ocurrió el 24 de julio de 1944—, los oficiales de las
SS enviaron a Orlowski al célebre campo de concentración de Cracovia-Plaszow
(Polonia). Distinguido por ser uno de los campamentos más duros de toda la
guerra, Plaszow estaba rodeado por una alambrada electrificada de 4 km de
perímetro y contenía multitud de barracones. Unos destinados al personal alemán,
otros a las factorías, talleres y almacenes, y un campo para hombres y otro para
mujeres. Sin mencionar aquel que servía para la «reeducación». Era en este lugar
donde se llevaban a los presos que violaban la disciplina laboral y las normativas.
Plaszow era un verdadero campo de trabajo forzado, más conocido como
Arbeitslager, allí no solo había reclusos sino sobre todo esclavos. No es de extrañar
que la tasa de mortalidad fuese muy alta y que multitud de internos, sobre todo
mujeres y niños, muriesen de tifus y hambre. Las ejecuciones fueron otro punto
fuerte del campo. De hecho, este recinto acabó siendo famoso por los tiroteos, tanto
individuales como en masa, que se efectuaban tras sus paredes. Todos los
documentos relativos a los diparos y asesinatos en masa perpetrados durante ese
tiempo, fueron encomendados a la Aufseherin por el comandante Amon Goeth
apodado el verdugo de Plaszow. Orlowski los guardó hasta el final de la guerra y los
destruyó poco después. Casi todas las mañanas Goeth se situaba en la terraza de su
residencia, cogía un rifle de francotirador y disparaba a cualquier prisionero del
campo. Niños, mujeres y ancianos fueron asesinados de forma indiscriminada.
Después del homicidio el comandante ordenaba que se le entregase la ficha del
muerto —localizado en el archivo de la administración del campamento— y
después mataba a todos sus familiares. Según sus propias palabras, no quería
gente insatisfecha en su campo de concentración. Su sadismo no conocía límites.
Cuando los nazis se percataron de que las tropas del Ejército Rojo estaban
avanzando con tal rapidez que las ubicaban cerca de Cracovia, iniciaron el
desmantelamiento completo de Plaszow. Para ocultar pruebas, se decidió exhumar
e incinerar los cuerpos que ya estaban enterrados. De este modo las tropas aliadas
se encontrarían un campo completamente vacío. Se estima que durante su
funcionamiento Plaszow llegó a albergar a 150.000 personas, la mayoría judíos. El
14 de enero de 1945 un día antes de la llegada de las tropas soviéticas a Plaszow, el
personal del campamento junto con los últimos cautivos que quedaban —178
mujeres y dos niños—, emprendieron una marcha de la muerte hacia el campo de
exterminio de Auschwitz. Una vez dentro, muchos de los que lograron sobrevivir
por el camino fueron atrozmente asesinados. Pero sin saber por qué Alice Orlowski
cambió de actitud durante el viaje a Auschwitz. Parece ser que se mostraba como
una mujer más humana, dando consuelo a los prisioneros, llevándoles agua e
incluso durmiendo con ellos a la intemperie. Nadie conoce la verdadera razón que
alteró su proceder de forma tan radical. Se dice que se debía a que la guerra estaba
llegando a su fin y sabía que pronto sería juzgada como una criminal más. Tras su
llegada a Auschwitz regresó a Ravensbrück. Una vez terminada la contienda fue
capturada por el Ejército Soviético que la extraditó a Polonia para su
ajusticiamiento. En aquel primer juicio de Auschwitz celebrado en Cracovia entre
el 24 de noviembre y el 22 de diciembre de 1947 Alice Orlowski fue condenada a 15
años de prisión por su participación en el maltrato, abuso y asesinato de
prisioneros durante el conflicto bélico. Sin embargo, no cumplió la totalidad de su
pena. Quedó en libertad en 1957, tan solo diez años después. Tal y como les
sucediera a otras camaradas de las SS como Hildegard Lächert o Hermine
Braunsteiner, la ex Aufseherin, fue puesta en busca y captura por las autoridades
alemanas para ser juzgada de nuevo. Esta vez para dictaminar los crímenes
perpetrados en el campo de Majdanek. En 1976 y durante la larga celebración del
Tercer Juicio de Majdanek en Düsseldorf, Alice Orlowski murió a los 73 años de
edad. ¿Cuál hubiera sido la condena más justa? Nunca lo sabremos.
ILSE LOTHE
Entre las discípulas más fieles del Tercer Reich, se encuentra sin lugar a
dudas Therese Brandl. Esta mujer un tanto masculinizada, que siguió al dedillo los
preceptos que la Oberaufseherin María Mandel le inculcó, siempre fue leal a la causa
nazi a pesar de no destacar en exceso por encima de sus camaradas. Podemos
afirmar que se trató de una de las más devotas prosélitos del Nazismo. Rosi, que
era así como la denominaban en los campos de concentración donde trabajó, nació
el 1 de febrero de 1902 en la localidad de Staudach-Egerndach perteneciente al
distrito de Traunstein (Bavaria). Tal y como pasaba con las guardianas femeninas
de Hitler, poco o nada se sabe de su vida personal anterior a su alistamiento. Eso
nos da a entender lo poco que les gustaba su pasado, al que en ocasiones, preferían
mantener oculto. Las Waffen-SS supuso para muchas de ellas un nuevo renacer, tal
y como el Führer pretendía que se sintieran. A partir del mes de marzo de 1940,
Therese Brandl inició un duro entrenamiento en el centro de instrucción de
Ravensbrück. Ejercicio físico extremo, adiestramiento psicológico para conocer las
premisas del Nazismo, «clases especiales» de comportamiento hacia los
prisioneros, y todo ello aderezado con los métodos más salvajes que pudiésemos
imaginar. La Rosi aprendió cómo se podía minar psicológicamente a un recluso,
además de recibir lecciones de maltrato físico para contener a su grupo de internos.
Lecciones sobre cómo dar bastonazos, bofetadas y patadas, puñezatos, latigazos y
otros tantos actos inhumanos fueron haciendo mella en la nueva recluta. La Bestia
se encargó de adiestrar a Brandl como si se tratase de un perro de caza. Los
objetivos: sus cautivas. La nueva aprendiz no sobresalía por encima del resto de
sus compañeras, pero tal era su necesidad de conocer todos los entresijos de la
degeneración, que en poco tiempo se ganó no solo el respeto de su su-pervisora,
sino también el de los mandamases. Su perseverancia le llevó a subir de rango
convirtiéndose en Rapportaufseherin. Su trabajo consistía principalmente en contar
el número de prisioneras que había durante los famosos roll-calls (pases de revista)
y repartir castigos. Si alguna de las presas no se encontraba en su puesto en el
momento del llamamiento, Brandl le propinaba multitud de golpes en el rostro, la
cabeza y el estómago que dejaban inconsciente a la víctima. Ya en el suelo,
continuaba con su macabro ritual hasta que se cansaba. Muchas de ellas murieron
tras la paliza. Y no era de extrañar, había aprendido de la mejor. Pero llegó la
primavera de 1942 y Therese Brandl fue promovida, junto con otras guardianas de
las Waffen-SS, a continuar con su puesto en el campo de exterminio de Auschwitz.
Como Rapportaufseherin y responsable de velar por el buen funcionamiento de los
pases de revista, Rosi seguía manteniendo una conducta vil con los confinados.
Esto propició que el propio comandante Hössler le pidiese que tomara parte en el
proceso de selección a las cámaras de gas. Cada vez que llegaba un transporte, el
90 por ciento de sus ocupantes iba directo al crematorio. Brandl compartió dicha
«afición» con el doctor Mengele, la Oberaufseherin Margot Drexler o el propio
Hossler, quienes iban alternándose a la hora de elegir a los internos más débiles.
En octubre de ese mismo año Therese fue trasladada al recién inaugurado segundo
campo de Auschwitz, el conocido como Birkenau. Irma Grese era la líder
indiscutible del campamento y Brandl se limitó a seguir sus directrices. Su mano
izquierda con el Ángel de Auschwitz le valió para subir otro escalafón en su carrera.
Fue nombrada Erstaufseherin (Primera Guardiana) y en el verano siguiente, recibió
la famosa medalla del Reich por su «buena conducta». Un año después en
Birkenau su rutina fue supervisar uno de los barracones femeninos del campo,
siempre a las órdenes de Grese, e intentar que nadie formara demasiado follón. Si
alguien se atrevía con alguna osadía su respuesta era de lo más implacable: una
buena paliza. Ante los rumores de un posible acercamiento del Ejército Soviético a
Auschwitz-Birkenau, en noviembre de 1944 Brandl es trasladada al subcampo de
Mühldorf, en el campo de concentración de Dachau. Le acompañaba la Bestia. Allí
le quitan su rango de Rapportaufseherin y vuelve a ejercer como Aufseherin bajo las
órdenes de María Mandel. Y aunque de esta última se conoce su especial simpatía
por las selecciones a las cámaras de gas, de Brandl no se descubrió ningún informe
sobre su criminal talante. En abril de 1945, unas semanas antes de la llegada del
Ejército Norteamericano al campamento, las dos delincuentes nazis huyeron de
Mühldorf. Se escaparon a través de las montañas del sur de Baviera pero se
separaron a mitad de camino y cada una tomó un rumbo distinto. El 29 de agosto
las tropas americanas detuvieron a Therese Brandl mientras continuaba con su
fuga a través de la cordillera bávara. El gobierno norteamericano la retuvo en
prisión durante un año a la espera de ser extraditada a Polonia para iniciar el
pertinente proceso judicial. Otro año más tardó en celebrarse la vista. Para cuando
transcurrieron los dos años, Rosi fue conducida a una Corte de Cracovia para ser
enjuiciada por cometer crímenes contra la humanidad. El 24 de noviembre de 1947
comenzó el Primer Juicio de Auschwitz donde la acusada compartió banquillo con
María Mandel, Luise Danz, Hildegard Lächert o Alice Orlowski, entre otros
exmiembros de las SS. El Tribunal dictó sentencia el 22 de diciembre y la proclamó
culpable de participar en la selección de prisioneros. Su condena: la horca. Durante
el siguiente mes, Rosi permaneció arrestada en la cárcel de Montelupich (Cracovia)
donde esperó pacientemente hasta el día de su ejecución. Este llegó el 28 de enero
de 1948. Primero colgaron al grupo de su exsupervisora, María Mandel, y después
el suyo. Exactamente a las 8:48 de la mañana se procedió a ejecutar la pena.
Therese Brandl y un grupo de cinco hombres, fueron ahorcados en línea. Veinte
minutos después, el médico de la prisión certificó su muerte. Los cadáveres de los
criminales nazis fueron llevados al Instituto de Anatomía de la Universidad de
Cracovia donde se utilizaron como conejillos de indias. Sus estudiantes
practicarían múltiples disecciones con ellos.
EPÍLOGO
—TATELBAUM, Itzhak: TThrough our eyes: Children witness the Holocaust, Yad
Vasehm International School for Holocaust Studies, Israel, 2004.
—TAYLOR, Telford: The anatomy of the Nuremberg trials: a personal memoir, Little
Brown Co (P), Londres, 1993.
—THE UNITES NATIONS WAR CRIMES COMMISSION Law Reports of Trials of
War Criminals, Volumen 1, Wm. S. Hein Publishing, 1997.
—THE UNITES NATIONS WAR CRIMES COMMISSION by his majesty's
stationery office: Law Reports of Trials of War Criminals. Selected andprepared by The
United Nations War Crimes Commission. Volume II. The Belsen Trial, 1947.
—THOMSON, Ruth: Terezín: Voices from the Holocaust, Candlewick Press,
Somerville, 2011.
—TILLION, Germaine: Ravensbrück, Anchor Press, Massachussets, 1975.
—Trial of Alfons Klein, Adolf Wahlmann, Heinrich Ruoff[and others]: The Hadamar trial,
W. Hodge, 1949.
—TROLLER, Norbert: Theresienstadt: Hitler's Giftto the Jews, UNC Press Books,
Carolina del Norte, 2004 .
—TUSA, Ann y John: The Nuremberg Trial, Skyhorse Publishing, Nueva York, 2010.
ÁLBUM DE FOTOS
Notas a pie de página
5 Id. Ibíd.
10 Extracto del libro Die Tagëbucher von Joseph Goebbels, volumen II.
12 Id. Ibíd.
28 Id. Ibíd.
34 Id. Ibíd.
42 Extraído del libro The Last Eyewitnesses, escrito por Fay Bussgang.
43 Testimonio de dos expresos de Majdanek ante la Corte del Condado de
Lublin en 1947.
52 Id. Ibíd.