01 - Dosier - Abenshushan, Vivian
01 - Dosier - Abenshushan, Vivian
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DOSSIER VIVIAN ABENSHUSHAN
Índice
Biografía............................................................................................................................................3
Obra...................................................................................................................................................4
Ensayos selectos...............................................................................................................................11
El mal del tiempo libre.................................................................................................................11
Contra la aspirina.........................................................................................................................13
Los desobedientes de San Precario...............................................................................................18
Textos relacionados y otros textos alojados en internet....................................................................22
Videoteca.........................................................................................................................................24
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DOSSIER VIVIAN ABENSHUSHAN
Biografía
Nació en la Ciudad de México, el 23 de junio de 1972. Estudió Lengua y Literaturas
Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es cofundadora y editora de
la cooperativa Tumbona Ediciones y del colectivo Disolutas. En 2001 creó el Laboratorio
de Escritura Expandida. Ha colaborado en suplementos y revistas como Cuaderno Salmón,
Letras Libres, Nouvelles du Mexique, Paréntesis, Replicante y Tierra Adentro. Ha sido
becaria de Jóvenes Creadores del FONCA en 1999, 2001 y 2007 en la categoría de ensayo
y cuento. Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2002 por El clan de los insomnes,
debido a su «su buen uso del lenguaje y conocimiento de finos recursos narrativos, unidad
de estilo y malicia literaria, entre otros atributos».
En el sitio web del Museo Amparo se define su quehacer literario como «centrado
en explorar estrategias estéticas que confronten los procesos del capitalismo contemporáneo
y sus estructuras de producción cultural, así como las relaciones entre arte y acción política,
procesos colaborativos, redes feministas y prácticas experimentales en la escritura».
Fuentes:
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Obra
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Disponible en línea: http://www.literatura.unam.mx/images/stories/pdf/contraensayo.pdf
2
Disponible en http://www.escritosdesocupados.xyz/DESCARGA_ESCRITOS.pdf
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Disponible en línea: https://pirateca.com/narrativa/permanente-obra-negra-vivian-abenshushan/
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Ensayos selectos
Fue a la playa para pensar en la nada. No es que fuera esa su intención (en realidad,
buscaba lo contrario), pero todo se dispuso para que, echada sobre la tumbona ante el
majestuoso paisaje del puerto, acabara teniendo la impresión de que había ido hasta ahí
para sentirse miserable. Imagino esta escena mientras leo un artículo sobre la “depresión de
la tumbona”, una rara amenaza psicológica que acecha a los vacacionistas del nuevo
milenio, el síndrome irónico de un mundo que ha perdido su capacidad para refocilar. Ahí
está la jefa de recursos financieros en bikini, lejos del memorándum de último minuto y
liberada del apremio y las llamadas telefónicas. Pero ella se siente desfallecer. Intenta leer y
no puede, quisiera contemplar la puesta de sol pero no tiene ánimo, un vodka apenas
aminora sus incomprensibles ganas de llorar. Añoraba esas vacaciones, tantas veces
postergadas, pero ahora que han llegado no las puede disfrutar. El ocio le causa un
incomprensible dolor. Y así, inquieta, se revuelca sin parar en su tumbona, fustigada por un
insecto invisible, menos prosaico que las pulgas de arena, más lacerante, metafísico
incluso: el mosquito del vacío. “Nada tan insoportable para un hombre que estar en reposo
absoluto —escribió Pascal—. Entonces siente su nada, su insuficiencia, su dependencia, su
impotencia”. Lo único que desea la jefa en vacaciones es volver a trabajar. Porque así,
inmóvil y puesta a contemplar su paisaje interior, le ha llegado de pronto la sensación
recalcitrante de haber desperdiciado una vida, la certeza de que, lejos de la oficina, ya no es
nadie. La insatisfacción se adueña de ella mientras se aplica el bronceador y no puede dejar
de pensar en lo que habría llegado a ser si hubiera sido fiel a sus impulsos de juventud. Se
trata del Angst, sobre el que tanto escribió Connolly en La tumba sin sosiego, el
remordimiento por haber aceptado “hábitos convencionales de existencia, debido a un
conocimiento superficial de nosotros mismos”.
Los psicólogos austriacos que acuñaron el término “depresión de la tumbona” lo
atribuyen a la incapacidad de los trabajadores para liberarse del estrés acumulado durante el
año, la fatiga como causa de angustia. Pero esta experiencia de sinsentido súbito podría
asociarse también a lo que sucede con los jubilados que mueren de tristeza lejos del trabajo,
hombres y mujeres en la última recta del camino para quienes la vida se revela, descargada
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de pronto de su mecánica estéril, como una habitación inabarcable y vacía. Los jubilados
podrían convertirse en los artistas organizadores de ese vacío, esculpir al fin su propia
existencia, pero no tienen ánimo para hacerlo. Después de tomar el coche cada mañana,
después de entrar en la oficina, clasificar archivos, almorzar rápido, volver a los archivos,
salir del trabajo, beber una cerveza, regresar a casa, encontrar al cónyuge, besar a los niños,
comer un sándwich con la televisión de fondo, acostarse y dormir, desempeñando el mismo
papel durante cuarenta años, sin salidas de tono ni variaciones reales, el jubilado es
expulsado de la escena laboral para ser, finalmente, él mismo. Pero ignora cuál es su
parlamento auténtico, pues ha vivido bajo una lastimosa continuidad de clichés. Además,
tiene poco tiempo, apenas lo que queda entre la salida del público y el inicio de la nueva
función. Poco tiempo y el cuerpo gastado y la memoria roída para amueblar de nuevo la
habitación vacía, para comenzar de cero. ¿Tiene eso sentido?
Al trabajo se le ha concedido en todas partes el lugar de la identidad, nos atareamos
para ser alguien a la vista de los demás. Y si el trabajo es la única forma de realización
personal, entonces la jubilación se convierte en una repentina supresión del rostro, la
entrada en la existencia sin mérito. Por eso, para muchos jubilados, que nunca fueron
educados en el uso fecundo de su tiempo, el retiro es como un arribo anticipado a la fosa
común. El asunto empeora cuando son despojados de sus fondos de retiro, hoy expuestos a
las veleidades de Wall Street, también llamadas “fluctuaciones financieras”. La economía
de mercado desprecia a la vejez, torpe, maniaca e improductiva, tanto como la despreciaban
los jóvenes del Diario de la guerra del cerdo, la perturbadora novela de Bioy Casares
donde un batallón de muchachos se empeña en exterminar de una vez por todas a los
ancianos. No veo diferencia alguna entre el cinismo soslayado de este sistema de locura y
fraude en el que vivimos, su crueldad implícita, y aquella cacería sin cuartel de viejos
lentos y encorvados por las calles de Buenos Aires: después de haberle exprimido hasta el
último centavo, la sociedad despacha al jubilado hacia la muerte por la puerta de atrás,
desnudo. Ha dejado de ser empleado y consumidor, ahora es un ocioso, y de él lo único que
interesa al banco es especular con sus ahorritos. ¿Y si lo pierde todo en un revés bursátil?
Qué más da, el viejo estaba a un paso de la tumba.
Me he quedado pensando todo el día en la tristeza de los jubilados y la depresión de
los vacacionistas, dos mundos que sólo pueden tener un final siniestro cuando se reúnen
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DOSSIER VIVIAN ABENSHUSHAN
He despertado con migraña y he odiado una vez más a la aspirina. Tal vez se deba a que
jamás me ha procurado alivio alguno. De hecho, sólo me ha traído problemas
gastrointestinales y sufrimientos. Con el tiempo, la misteriosa privación de sus dádivas me
ha ido envenenando hasta la médula y me ha arrojado al más obvio de los desconsuelos:
saberme inmune a la felicidad. En el prefacio a sus Confesiones de un comedor de opio
inglés, Thomas de Quincey se disculpaba por infringir las normas del buen gusto y
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atreverse a ese “acto de autohumillación gratuita” que es toda confesión, pero justificaba la
publicación de sus aventuras opiáceas (valiéndose de una vieja estrategia retórica) al
considerarlas útiles e instructivas. Yo, en cambio, confieso desde ahora que escribo estas
cuartillas desde la bruma de mi dolor de cabeza, y lo hago sólo por desquite.
Reunir todas las cosas en una sola es una vieja aspiración humana tan desmedida
como la idea de progreso. La arquitectura impersonal y desprovista de misterio de los
malls, donde se concentran las mercancías de todo el mundo, es uno de sus efectos más
horrendos. En el siglo XVIII, Jeremy Bentham ideó el Panopticón, un edificio de vista
panorámica desde el que se podía escuchar y ver todo al mismo tiempo, una arquitectura
con funciones policiacas. En estos días facebook y las redes sociales propician ese tipo de
vigilancia permanente, pero sin necesidad de coerción; un espionaje abierto, concedido con
júbilo por la propia ciudadanía. Me pregunto hasta dónde llegará nuestra vanidad y nuestra
torpeza después de haberle entregado la llave de nuestra casa a los extraños para que la
escudriñen a cualquier hora del día. Algo semejante ha sucedido con nuestro cuerpo que
hemos dejado por completo en manos de la ciencia, para que nos cure de todo, incluso de la
vida misma. La salud se ha convertido en uno de los valores supremos de esta época
represiva que promueve un bienestar físico fundado en la restricción, el displacer, los
aparatos de tortura del gimnasio, y proscribe el gozo de las pulsiones o de los sentidos.
Estar sanos y llevar una vida burda. ¿Pero una vida así vale la pena vivirse? Nuestra
obsesión sanitaria no es nueva, ya germinaba en aquella búsqueda obsesiva de la Panacea
Universal que emprendieron los alquimistas, un elíxir al que se atribuía la eficacia de curar
todas las enfermedades. ¿No fueron ellos mismos los que persiguieron —mucho antes de la
manipulación genética— el sueño de crear vida humana? Hace tiempo que nos afanamos en
acumular una cantidad interminable de conocimientos e información que somos incapaces
de asimilar. Saberlo todo, conocerlo todo, guardar un Aleph en nuestro bolsillo. Mallarmé
deseaba resumir el universo en un solo Libro; Leibniz había soñado con un Alfabeto de los
Pensamientos; Goethe propuso una Literatura Mundial que abrazaría todas las formas de la
creación más allá de las estrechas fronteras nacionales, y el pensador alemán Kurd Lasswitz
escribió en 1901 un cuento de ciencia ficción, “La biblioteca universal”, que prefiguraba no
sólo la “Biblioteca de Babel” de Borges, sino también la ambición contenida en los actuales
flujos de información cibernética: una biblioteca inconmensurable que contendría todos los
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libros del pasado y del futuro, así como cada uno de nuestros pensamientos y chillidos,
nuestras frases y dislates y naderías, alimentándose glotonamente hasta el fin de los
tiempos.
Ese tipo de delirios totalizadores me producían una incomprensible fascinación en la
adolescencia; crecí rodeada de libros y durante cierto tiempo alimenté la convicción
(autoritaria o ingenua) de que la Verdad se encontraba en la Biblioteca. Por fortuna, una
tarde (que era casi noche) sentí la atracción de la calle y la vida mundana; el efecto fue
devastador, es decir, genuinamente formativo. En cuanto puse un pie fuera de la biblioteca
la idea que tenía de ella se relativizó, se distorsionó, sufrió cuarteaduras irreversibles.
Comprendí que ni siquiera la suma de todos aquellos libros podía explicar la complejidad
de la existencia, y estaba bien que así fuera. Desde entonces los empeños que pretenden
concentrar el saber, la intimidad de las personas o cualquier cosa en un solo sitio me
despiertan un enorme recelo. Se trata de empresas inhumanas. Presiento que en cada una de
ellas se encuentra la semilla de un dogma.
Ahí está, por ejemplo, la maldita aspirina, una virtuosa curalotodo. Su historia es tan
insípida como ella misma: a finales del siglo XIX un químico casi desconocido de los
laboratorios Bayer —entonces, sólo una pequeña fábrica de tintes de una ciudad de
provincia— inventó algo parecido a la Píldora Total. No hay evidencia alguna de que Felix
Hoffman actuara siguiendo las ansias totalizadoras de sus compatriotas o como tardía
recompensa a los desvelos de sus precursores, los alquimistas. En realidad, sintetizó el
acetilsalisílico urgido por los dolores reumáticos de su padre y probablemente nunca
sospechó el lugar privilegiado que ocuparía su prodigioso miligramo entre los
consumidores mundiales.
Durante años he buscado, con morboso celo intelectual, elementos que le resten
atributos a esta odiosa tableta. Mi labor no ha sido fácil. En los manuales médicos desfilan
sus numerosas bondades (la mayor de todas, hélas!, es la de aliviar el más común de
nuestros males: la jaqueca vulgar), al lado de pálidas contraindicaciones (algunas de ellas,
como la posibilidad de generar malformaciones genéticas, han sido desmentidas; otras,
como la hepatitis padecida recientemente por un amigo mío y atribuida al consumo
inmoderado de aspirinas, son casos aislados que no me ayudan a darle forma estadística a
mi rencor). Además, su generosidad es amplia: no requiere prescripciones médicas, está al
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alcance de todos los bolsillos y en esta era de prisas y empujones procura un alivio rápido y
seguro. Por eso, en momentos en los que nadie cree en las panaceas universales, la aspirina
proporciona fáciles mitologías compensatorias. Los beneficios que la gente le ha endilgado
(y que yo, desde mi desconfiada ignorancia, le atribuyo a “somatizaciones positivas”) me
corroen el alma: si regresas de una jornada de trabajo infernal, toma una aspirina; si te
extorsionó un policía barrigón y eso te ha confirmado que vives en el peor de los países
posibles, toma otra aspirina; si quieres dejar el sublime placer del cigarro para estar en
sintonía con los parámetros estandarizados de la salud contemporánea, masca chicles y
toma una aspirina; si por la noche buscas consuelo en la cantina y al día siguiente sólo se
duplica la impresión desastrosa que ya te producía la realidad, toma dos aspirinas, y si
quieres ir más lejos —un suicidio suave y económico— toma tres gramos de aspirina
(según Antonio Escohotado, ésa es la dosis letal). “Un centímetro cúbico cura diez
pasiones”, podría decir el publicista de Bayer, como lo hacen los consumidores de soma, la
droga perfecta de Un mundo feliz.
Este culto inmoderado me parece, por lo menos, sospechoso. Diré, para empezar,
que a diferencia del soma de Huxley, la aspirina no procura vacaciones artificiales, y para
que realmente conceda “alegría de vivir”—obedeciendo a las consignas de la hora— se le
ha tenido que agregar a su fórmula el sucedáneo de la cafeína. Como analgésico sustituto
del opio, este inocuo curalotodo es muy inferior: no ensancha los confines del alma, no
aísla nuestro espíritu de la grisura del mundo, y si De Quincey hubiera acudido a la
aspirina, en vez de probar el opio para mitigar su dolor de muelas, no habría expiado su
adicción en una obra de arte. Algo más: es sabido que al hombre le gusta inventar frágiles
encantamientos que terminan por duplicar su esclavitud. No es extraño, entonces, que la
aspirina inmaculada encontrara su canonización gracias al fanatismo productivo e higiénico
de nuestros días en los que enfermarse se considera una inmoralidad: además de evitar el
ausentismo laboral por resfriados y cefaleas, prohíbe los momentos de ocio y no sólo no
crea adicciones, sino que su uso es tan recomendable como hacer aerobics sin quitarle horas
a la oficina.
En pocas palabras, la Píldora Total no es más que una sustancia hipócrita y
prepotente. Una de sus paradojas y peligros radica en que detrás de los alivios
momentáneos que prodiga pueden esconderse graves males. Hay enfermedades que anidan
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en la oscuridad, lenta y progresivamente; otras, que envían señales claras e inmediatas. Las
cefaleas (que no son una enfermedad, sino un síntoma, un portavoz de diversas alteraciones
del organismo) se encuentran a medio camino de estas dos formas, la elusión y la alusión,
mediante las que un desorden interior se expresa. La aspirina sólo sirve para apagar los
focos rojos del cuerpo y, a veces del espíritu, que encuentran su cauce indirecto en el dolor
de cabeza. Así mantiene al mundo a raya, tiránicamente, al tanto de sus horarios y rutinas,
pero a costa de otras tempestades que suelen crecer en la noche muda de la jaqueca. El día
menos esperado el cuerpo se subleva y reivindica para sí ese único lugar donde ahora es
posible retirarse a solas, cerrar las puertas al mundo exterior y meditar sobre cualquier cosa:
la cama del enfermo. ¿Qué sería de nosotros sin un dolor de cabeza de vez en cuando?
Seríamos lo que ya somos: seres aturdidos, atareados siempre en nada, incapaces de pensar.
Mientras busco en mi botiquín alguna pastillita con ergotamina, concluyo que:
a) Como barata entrada al paraíso la aspirina es falsa, y
b) como supuesta panacea universal es excluyente. Me ha excluido a mí y, por eso,
la odio. Nunca he sido beneficiaria ni de sus virtudes reales ni de las imaginarias. Y juro
que he puesto todo de mi parte: he sido constante, he tenido fe, he invocado. Pero mis
hiperbólicos dolores de cabeza se resisten, quizás con razón, a tantas acciones irracionales.
Cuando inicié mis indagaciones sobre esta caprichosa inmunidad a la aspirina sólo encontré
una explicación paranoica: entre los archivos ignorados de la compañía Bayer figura la
producción del gas Zyklon-B, empleado por los nazis para matar judíos en masa. Tal vez la
vocación represiva de la fábrica alemana —pensé— se ha filtrado a través de la aspirina y
mi origen judío se rebela contra su conspiración mundial... Deseché esta teoría después de
decidirme a ver un médico (que luego me mandó a ver al psiquiatra). La persistencia de mis
neuralgias merecía una explicación científica y la encontré, por desgracia, en la ineptitud de
la aspirina: su fórmula de exclusión me puso de golpe y sin clemencia frente a los horrores
de la Migraña.
Debo decirlo ahora, la migraña es un dolor onanista, incurable y ajeno a los
dominios de esta gragea charlatana. Pero mi relación con ella no ha sido, después de todo,
tan mala. Padezco un tipo de migraña benigno que me permite, una o dos veces al mes,
reencontrarme conmigo misma. Es de una naturaleza singular: hiperestésica, en carne viva,
extraordinariamente sensible. Los momentos que la preceden son de una rara felicidad. He
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llorado muchas veces en medio de un ataque intenso, pero no lloro de dolor. Se trata de otra
cosa. Ocurre algo (un intercambio de cargas eléctricas, una languidez profunda), que
finalmente resuelve las contradicciones y tensiones acumuladas por semanas en mi cuerpo
(y también en mi espíritu). Como si allí, tendida sobre la cama durante horas, lejos de las
llamadas telefónicas y de las comunes presiones cotidianas, en medio del vacío, recordara
lo que es estar viva de nuevo.
Los desobedientes de San Precario
Todo comenzó con una vertiginosa carrera hacia la nada. Eran los años sesenta y la Affluent
Society hacía su aparición triunfal en la vida cotidiana: sillones relax con apertura eléctrica,
diseño ergonómico y masaje; escritorios abatibles para duplicar el espacio; sofás-cama con
estructura de hierro, somier de retícula, colchón de muelles y un sistema de confort
absoluto. El crecimiento económico había despertado alrededor del mundo un entusiasmo
sin precedentes desde la época en que Marjorie McWeeney, un ama de casa de Rye, Nueva
York, apareció sonriendo, escoba en mano, en la revista Life, entre cientos de vasos de
cristal, lavadoras con secadora integrada, envases de sopa enlatada multiplicados hasta el
vértigo, ollas express, toallas aterciopeladas, aspiradoras, Corn Flakes, Instant Ralston,
Gerbers y algunas decenas de camas alineadas, donde sus hijos —los hombres y mujeres
del futuro— irían a soñar con la abundancia. Se trataba de la imagen perfecta de un nuevo
imperio: el de las cosas y sus vasallos, los consumidores. Ningún obstáculo parecía
entorpecer ese movimiento en ascenso del capitalismo industrial, ningún retrato de la
miseria, ni siquiera las imágenes de las hambrunas que aparecían en la misma revista,
podría eclipsar aquel esplendor.
Sin embargo, un extraño trastorno del ánimo apareció en medio de la fiesta. Junto a
la melancolía crepuscular del domingo —la hora de los trabajadores cansados— crecía un
malestar más grave e insidioso, más incurable: la insatisfacción. Los oficinistas, los
universitarios, las jóvenes secretarias que habían alcanzado su independencia económica,
los apurados padres de familia, todo ese universo en expansión de la clase media se sentía
cada vez más frustrado frente al televisor: ahí crecía un mar sin fondo, lleno de expectativas
y necesidades creadas que ellos jamás alcanzarían a cubrir (ni aunque trabajaran los días de
descanso). Esa misma sensación, esa ansiedad creciente, se apoderaba de ellos al pasar
junto a los escaparates de las grandes tiendas, repletas de prendas exquisitas y gadgets
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irresistibles. Tanta prosperidad los hacía sentirse miserables. Como Jérôme y Sylvie, los
protagonistas de Las cosas (1965) de Georges Perec, ellos también “habrían sabido vestir,
mirar, sonreír como la gente rica. Sus placeres habrían sido intensos. Les habría gustado
andar, vagar, elegir, apreciar. Les habría gustado vivir. Su vida habría sido un arte de
vivir”. Pero todos los días, al regresar de sus trabajos extenuantes, eran “devueltos a la
realidad, ni siquiera tétrica, sino simplemente angosta —y era tal vez peor—, de su
vivienda exigua”. La lógica del mercado no cesaba de empujarlos a consumir; pero era esa
misma lógica la que los mantenía en un eslabón inferior, donde sólo era posible el deseo, el
espejismo, la resignación. Ahí estaban los nuevos consumidores, inermes, pasivos,
jaloneados por fuerzas contradictorias, flotando sobre el vacío.
Pero aquello era sólo el principio. Cuatro décadas después la vida cotidiana no ha
dejado de estrecharse. De hecho ya no queda más espacio para desear pantallas de plasma o
lavaplatos automáticos; pronto no quedará espacio ni siquiera para los modelos del mercado
negro ni los sustitutos proliferantes del mercado chino. Los consumidores han sido
finalmente consumidos. Son apenas unos supervivientes, unos invisibles, unos trabajadores
sin contrato, unos desocupados. Para ellos, la idea de que la prosperidad está a punto de
derramarse de arriba abajo y en todas direcciones sólo multiplica a diario las cifras ocultas
del desencanto. ¿Cómo podrían soñar con un auto de seis velocidades, luces de xenón, rines
17, ellos que ni siquiera tienen refrigerador?
Casi nadie los ve pero son miles los nuevos pobres que deambulan con las manos
vacías por las catacumbas del primer mundo, ahí donde la mercancía se acumula en
toneladas. Los padres de esta generación pauperizada pertenecían a la clase media, eran
lectores de Life, trabajaban en fábricas de electrodomésticos que más tarde compraban
frenéticamente en las ofertas. Ellos, en cambio, no tienen empleo fijo, mucho menos un
piso propio, ni siquiera seguridad social. La economía de la producción sin medida ha
obturado herméticamente su espacio vital y en los últimos diez años han vivido una
acelerada aproximación a la miseria: tienen cada vez menos, en un mundo donde la
industria ofrece cada vez más.
La sociedad de consumo nunca calculó el enorme abismo que se abriría
progresivamente entre la embriaguez que prometían sus publicistas y esta realidad
simplemente invivible. Mucho menos sospechó que bajo la capa de pasividad y resignación
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que envolvía al consumidor promedio, podría liberarse algún día la voluntad de rechazo: la
inconformidad.
Esto es lo que finalmente sucedió en Italia, en la época en que Berlusconi pasaba del
puesto treinta y cuatro a ser el cuarto hombre más rico del mundo. Estaba claro que algo no
marchaba del todo bien en la era del “rey del entretenimiento”, pues una de cada cinco
familias ya no llegaba a fin de mes. ¿Y dónde quedó el oro derramado?, se preguntaba todo
el mundo. Si algo hizo el gobierno de Berlusconi fue repartir con más equidad las
vejaciones, permitiendo que un mayor número de personas de la pequeña burguesía se
hermanara con los mendigos. Así, mientras él disfrutaba el arte de vivir, sus súbditos tenían
que aprender el cada vez más difícil arte de la supervivencia.
Pero no todos los vasallos del consumo seguían pegados al televisor. De hecho el
primer sábado de noviembre del 2004, los centros comerciales comenzaron a temblar.
Trescientos italianos subempleados —militantes del grupo I Desobbedienti también
llamado Tute Bianche o Monos Blancos, refiriéndose al tipo de trajes desechables que usan
los trabajadores contratados temporalmente— se reunieron en un conocido supermercado
de Roma para hacer su primer acto masivo de shopsurfing (una estrategia de consumo sin
gasto ingeniada por una multitud hambrienta). Los desobedientes entraron con sus bolsillos
vacíos, pero no por eso escatimaron frente a los embutidos o los refrigeradores de lácteos.
Revisaron los precios, ponderaron la calidad de la polenta, fueron exigentes en su elección.
Después de una hora de paseo, con los carritos llenos de comida y enseres domésticos, se
enfilaron a las cajas como un tropel amenazante. Eran trescientos y sabían que juntos
constituían un solo cuerpo invencible. Alguien dio la señal y entonces comenzaron a exigir
al unísono un descuento del setenta por ciento (el porcentaje estimado del encarecimiento
de la vida cotidiana en Roma). “¡Setenta por ciento menos o de lo contrario —gritaban—
nos largamos de aquí con los carritos llenos y sin pagar!”. El director de la tienda no lo
podía creer; los policías tampoco. Y no se atrevían a hacer nada porque los desarrapados
eran legión. ¿Cómo arrestar a las personas, sólo porque ya no les alcanza el sueldo? Aun
así, el director, que era un tipo testarudo, no dio su bracito a torcer. Pero los desobedientes
gritaron de nuevo: “Oggi non si paga. É San Precario”4, y se fueron con su mercancía, sin
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He aquí la oración original de San Precario, el santo de los invisibles, los desocupados, los free lanceros, los
inmigrantes sin documentos, los que no llegan a fin de mes: “Oh San Precario, / protector nuestro, de los
precarios de la tierra / danos hoy la maternidad pagada, / protege a los dependientes de las cadenas
comerciales, / los ángeles de los call centers, / las cuidadoras migrantes, / los autónomos pendientes de un
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pagar. Como los antílopes que avanzan en manada para protegerse cuando están en peligro,
habían descubierto la solidaridad de la selva.
Más tarde el tropel se dirigió a una librería para repetir la acción y negociar una
rebaja en libros y cds, «porque la canasta familiar debe ir del sabor al saber», dijo
Francesco Carruso, portavoz napolitano de la organización. «Los libros se han convertido
en objetos de lujo para los diez millones de italianos que no llegamos a fin de mes...
Nosotros queremos el pan, pero también las rosas. Comer, pero también leer». En otra
ocasión, se disfrazaron de fiesta y asistieron a un restaurante para celebrar el bautizo de un
falso bebé de juguete. Bebieron vino tinto, se sirvieron abundantes porciones de ensalada
césar, cortaron con cubiertos cuyo fulgor hacía temblar la carne del pato asado. Al terminar
el último brindis, los invitados salieron sigilosamente, sin pagar la cuenta, y dejaron sobre
la mesa al muñeco arropado, como prenda de su desafío.
Con estas acciones de desobediencia civil —más que un robo, explican, se trata de
una «autorregulación de precios»— los invisibili se volvieron finalmente visibles frente a
los medios y la ciudadanía, y han logrado poner en evidencia no sólo que la precariedad
existe, sino que es parte de la opulencia. Desde entonces saben que si el bienestar
económico radica en trabajar tres jornadas para ir viviendo, lo mejor será rezarle a San
Precario («el santo más poderoso de todos») y luchar con más acciones de shopsurfing
contra toda esa gigantesca ostentación de mercancías, que los ha reducido a ser los voyeurs
incómodos de la abundancia.
Extraídos de:
hilo. / Danos hoy los días de fiesta y las pensiones, / la renta y los servicios gratuitos. / Sálvanos de lúgubres
despidos. / San Precario, / tú que nos proteges desde abajo en la red, / ruega por nosotros interinos y pasantes
cognitarios / y lleva a Pedro, Juan, Pablo y a todos los santos nuestra humilde súplica. / Acuérdate de las
almas de los decaídos contratos. / No te olvides de los torturados por las divinidades paganas, /por el libre
mercado y la flexibilidad / que nos rodean de incertidumbres, / sin futuro ni casa, sin pensiones ni dignidad.
/Ilumina de esperanza a los trabajadores en negro. /Dales alegría y gloria. / Por los siglos de los siglos:
/¡MAYDAY MAYDAY! / www.sanprecario.info
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DOSSIER VIVIAN ABENSHUSHAN
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DOSSIER VIVIAN ABENSHUSHAN
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sv2%2Fcontrol&refreqid=fastly-default%3A2438641d844140d96ae19e301c6ede1c
(6/septiembre/21).
Ortega, Julio (coord.). Usted está aquí. Vivian Abenshushan y otros. México: Jorale, 2007.
[E.N.P. 5, Facultad de Derecho y Facultad de Filosofía y Letras].
Rivera Garza, Cristina. Allí te comerán las turicatas. Pról. de Vivian Abenshushan.
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https://pdxscholar.library.pdx.edu/cgi/viewcontent.cgi?
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Saavedra Galindo, Alexandra. «Literatura conceptual: apropiación, intermedialidad y
recursos formales en Permanente obra negra de Vivian Abenshushan». Disponible
en línea: https://www.academia.edu/51068410/Literatura_conceptual_apropiaci
%C3%B3n_intermedialidad_y_recursos_formales_en_Permanente_obra_negra_de_
Vivian_Abenshushan (5/septiembre/21).
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VV. AA. Contraensayo: antología de ensayo mexicano actual. Coord. de Álvaro Uribe.
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