Una Super Triste Historia de Amor Verdadero

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¿ES

POSIBLE VIVIR UNA HISTORIA DE AMOR VERDADERO EN UN


MUNDO QUE SE DESMORONA?
El Central Park de Nueva York está a reventar de jóvenes que acampan en
señal de protesta. La salud, el transporte y la educación han sido
privatizados y sus efectos son desastrosos. Estados Unidos se encuentra al
borde del colapso —ahogado por la presión china—, y sus ciudadanos viven
a merced de una voluble economía en la que no hay lugar para los pobres y
los viejos. Lenny Abramov está a punto de perder su empleo en una
multinacional que vende inmortalidad, pero está cerca de lograr lo que nadie,
en este agitado y apocalíptico mundo, ha conseguido hasta ahora: tener a su
lado a alguien que lo ame, porque el amor, como los libros y el gusto por la
lectura, se ha convertido en un vago recuerdo.
«Una mezcla embriagadora de aguda mordacidad, profecía social,
exuberancia lingüística y emoción demoledora.»
DAVID MITOHELL
«El dulce y desventurado Lenny y la hermosa Eunice son los Romeo y
Julieta de nuestra época.»
KIRAN DESAI
«Con una prosa traviesa, Shteyngart trae al mundo su novela más excelente
y sincera.»
MICHIKO KAKUTANI - THE NEW YORK TIMES

ebookelo.com - Página 2
Gary Shteyngart

Una super triste historia de amor


verdadero
ePub r1.0
orhi 22.11.15

ebookelo.com - Página 3
Título original: Super Sad True Love Story
Gary Shteyngart, 2010
Traducción: Ramón de España
Diseño de portada: María Antonia Pérez M.

Editor digital: orhi


ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
«Gary Shteyngart es un magistral autor de sátiras y también escribe sobre el amor y la
vulnerabilidad de una manera que hace llorar a ángeles y mortales.»
Edmund White

«La gran influencia que sobre su escritura ejerce la literatura rusa lo convierte en un
autor indispensable. Esta novela muestra lo mejor de su inteligencia, humor y
empatía.»
Jay McInemey

«Una mezcla embriagadora de aguda mordacidad, profecía social, exuberancia


lingüística y emoción demoledora. La novela estadounidense está a salvo en las
hábiles manos de Shteyngart.»
David Mitchell

«Comparado con la mayoría de novelistas de su edad, Shteyngart es un gigante a


lomos de un caballo. Alcanza mayor profundidad, observa con más agudeza y llega a
donde quiere con mucho más aplomo.»
The New York Times Books Review

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No te vayas tranquilamente
De los diarios de Lenny Abramov

1 DE JUNIO
Roma — Nueva York

Queridísimo diario:

Hoy he tomado una decisión fundamental: No me voy a morir nunca.


Otros morirán a mi alrededor. Serán anulados. Nada de su personalidad se
conservará. Se apagará el interruptor. Su vida, su entera existencia, quedará resumida
en relucientes lápidas de mármol con frases falsas («su estrella brilló refulgente»,
«nunca le olvidaremos», «le gustaba el jazz»), y luego, también estas desaparecerán
por una inundación o serán demolidas a picotazos por algún pavo genéticamente
modificado del futuro.
Que no digan que la vida es un viaje. Un viaje es cuando acabas llegando a
alguna parte. Cuando yo me subo al tren número 6 para ir a ver a mi asistente social,
eso sí es un viaje. Cuando le suplico al piloto de este costroso aparato de
UnitedContinentalDeltamerican que atraviesa tembloroso el Atlántico que dé la
vuelta y regrese de inmediato a Roma y hacia los volubles brazos de Eunice Park, eso
sí que es un viaje.
Un momento. Hay más, ¿verdad? Queda nuestro legado. ¡No nos morimos porque
nuestra progenie sigue adelante! La transmisión ritual del ADN: los ricitos de mamá, el
labio inferior del abuelo… Yo creo que los niños son nuestro futuro, digo recurriendo
a la canción The greatest love of all, de la diva pop de los años ochenta Whitney
Houston, la número nueve de su epónimo primer elepé.
Puras chorradas. Los niños solo son nuestro futuro en el sentido más estricto y
transitivo. Son nuestro futuro hasta que también ellos perecen. El siguiente verso de
la canción, «Enséñales bien y déjales encabezar la marcha», anima a los adultos a dar
rienda suelta a su egoísmo y dejarlo todo en manos de las futuras generaciones. La
frase «Yo vivo para mis hijos», por ejemplo, equivale a admitir que uno no tardará en
morir y que, a efectos prácticos, su vida ya ha terminado. «Me muero gradualmente
por mis hijos» resultaría más adecuado.
Pero ¿cómo son nuestros hijos? De jóvenes, frescos y encantadores;
desconocedores de la mortalidad; dando vueltas, en plan Eunice Park, por la alta
hierba con sus piernas de alabastro; encantadores cervatillos todos ellos, reluciendo
en su ensoñadora plasticidad, en sintonía con la franca y sencilla naturaleza de su
mundo.
Y de repente, poco menos de un siglo después, ahí los tenemos, babeándole a
alguna pobre enfermera mexicana en un asilo de Arizona.

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Anulados. ¿Sabíais que cada muerte natural y apacible a los ochenta y un años es
una tragedia sin parangón? Cada día, la gente, los individuos —los estadounidenses,
si eso os parece más importante— se caen de bruces en el campo de batalla y no
vuelven s levantarse. No vuelven a existir. Se trata de personalidades complejas, con
su corteza cerebral trufada de mundos que flotan, de universos transitados por
nuestros antepasados analógicos, esos que cuidaban ovejas y comían higos. Esa gente
son deidades menores, recipientes de amor, proveedores de vida, genios ignorados,
dioses de la forja que se levantan a las seis y cuarto de la mañana para poner en
marcha la cafetera, rezando en silencio para poder ver el siguiente día, y el otro, y
después la graduación de Sarah y luego…
Anulados.
Pero eso no es para mí, querido diario. Afortunado diario. Inmerecido diario. A
partir de este día, vivirás la mayor aventura que jamás haya emprendido un hombre
nervioso y normal de 1,73 de altura, 64 kilos de peso y un índice de masa corporal
ligeramente peligroso: 23,9. ¿Por qué «a partir de este día»? Pues porque ayer conocí
a Eunice Park, que me va a mantener eternamente. Mírame bien, diario. ¿Qué es lo
que ves? Un hombre liviano de rostro grisáceo, cual acorazado hundido, ojos
húmedos y curiosos, una frente gigantesca y reluciente en la que una docena de
cavernícolas podrían haber pintado algo bonito, una nariz ganchuda que domina una
boquita de piñón y, desde atrás, una calvicie creciente cuya forma reproduce a la
perfección el gran estado de Ohio, incluyendo su capital, Columbus, marcada por un
lunar de color marrón oscuro. Liviano. La liviandad es mi maldición en todos los
sentidos. Un cuerpo pasable en un mundo en el que solo salen adelante los cuerpos
increíbles. Un cuerpo en la edad cronológica de treinta y nueve años, ya castigado por
un exceso de colesterol LDL, de hormona ACTH y de cualquier cosa que sentencie el
corazón, destroce el hígado y haga explotar las esperanzas. Hace una semana, antes
de que Eunice me diera un motivo para vivir, ni te habrías fijado en mí, diario mío.
Hace una semana, yo no existía. Hace una semana, en un restaurante de Turín, me
acerqué a un cliente potencial, uno de esos clásicamente atractivos Individuos de
Altos Ingresos. Levantó la vista de su bollito misto invernal, me atravesó con la
mirada, volvió a observar el encuentro amoroso e hirviente de sus siete carnes y sus
siete salsas vegetales, levantó de nuevo la vista y volvió a atravesarme con la mirada:
es evidente que para que exista la más mínima posibilidad de que un miembro de la
alta sociedad se fije en mí, primero debo lanzar una flecha ardiendo a un alce bailarín
o recibir una patada en los testículos a cargo de un jefe de Estado.
Pese a todo, Lenny Abramov, vuestro humilde diarista, vuestra pequeña no
entidad, vivirá eternamente. La tecnología ya está prácticamente aquí. Como
Coordinador (Grado G) de los Amantes de la Vida de la división de Servicios
Poshumanos de la Corporación StaatlingWapachung, seré el primero en beneficiarme
de ella. Lo único que tengo que hacer es portarme bien y creer en mí mismo. Solo
tengo que mantenerme alejado de las grasas transgénicas y de la priva. Solo debo

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beber mucho té verde y agua alcalinizada y transmitir mi genoma a las personas
adecuadas. Tendré que reparar mi hígado maltrecho, reemplazar todo el sistema
circulatorio con «sangre sabia» y encontrar algún lugar seguro y cálido (aunque no
demasiado cálido) en el que evitar las estaciones airadas y los holocaustos. Y cuando
la Tierra expire, como sin duda sucederá, la abandonaré por otra nueva, aún más
verde pero con menos elementos alérgicos; y en el florecimiento de mi propia
inteligencia, al cabo de unos 1o32 años, cuando nuestro universo decida plegarse
sobre sí mismo, mi personalidad atravesará un agujero negro para lanzarse a una
dimensión de prodigios impensables en la que las cosas que me mantenían en la
Tierra 1.0 —tortelli lucchese, helado de pistacho, la obra temprana de The Velvet
Underground, la piel suave y bronceada que cubre la arquitectura barroca de las
nalgas femeninas de veintitantos años— parecerán tan risibles y pueriles como los
cubos de construcción, la leche de fórmula o un juego de «Simón dice haz esto». Eso
es lo que hay: nunca me voy a morir, caro diario. Nunca, nunca, nunca, nunca. Y si lo
dudas, por mí te puedes ir al infierno.

Ayer fue mi último día en Roma. Me levanté a eso de las once, me tomé un caffé
macchiato en ese bar donde sirven los mejores bollos de miel de la ciudad, escuché al
crío antiamericano de diez años del vecino berreando «¡Globalización, ni hablar!» y
me sentí levemente culpable por no haber realizado ni una sola de mis tareas de
última hora: mi äppärät bullía de contactos, datos, imágenes, proyecciones, mapas,
mensajes de entrada, ruido y furia. Pero tenía ante mí otro día de comienzos de
verano para dedicarme a deambular, dejando que las calles se hicieran cargo de mi
destino y me acogieran en su eterno abrazo, cálido como un horno.
Acabé donde siempre acabo. Junto al edificio más bonito de Europa, el Panteón.
Las proporciones ideales de la rotonda; el peso de la cúpula elevada sobre los
hombros de uno, suspendida en el aire con gélida precisión matemática; el oculus que
deja pasar la lluvia y el ardiente sol romano; el frescor y la umbría que se mantiene
pese a todo. ¡Nada puede empequeñecer el Panteón! Ni los chillones arreglos
religiosos (oficialmente se trata de una iglesia). Ni los abotagados estadounidenses
sin un euro en el bolsillo que buscan cobijo bajo el pórtico. Ni los italianos de la
actualidad, dedicados a pelearse entre ellos, a camelarse a las chicas para metérsela, a
dejar sonar el ciclomotor enmarcado por sus piernas peludas y a la vida de holganza
que hermana a familias multigeneracionales. No, este es el más glorioso mausoleo
dedicado a una raza de hombres. Cuando yo sobreviva a la Tierra y abandone su
familiar útero, me llevaré conmigo el recuerdo de este edificio. Lo codificaré con
ceros y unos, y lo transmitiré por todo el universo. ¡Mirad de lo que fue capaz el
hombre primitivo! ¡Presenciad sus primeros conatos de inmortalidad, su disciplina, su
desinterés!
Mi último día en Roma. Me tomé el macchiato. Compré un desodorante caro,
puede que en previsión del amor. Me obsequié con una siesta de tres horas,

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vagamente masturbatoria, en mi apartamento estrangulado por el sol. Y después, en
una fiesta ofrecida por mi amiga Fabrizia, conocí a Eunice…
No, espera. Eso no es del todo cierto. La cronología no es la correcta. Te estoy
mintiendo, diario. Solo he llegado a la página trece y ya me he convertido en un
mentiroso. Sucedió algo terrible antes de la fiesta de Fabrizia. Tan terrible que no
quiero hablar de ello porque aspiro a que seas un diario positivo.
Fui a la embajada de los Estados Unidos.
No era idea mía. Un amigo, Sandi, me dijo que si te pasas más de 250 días en el
extranjero y no te apuntas al Bienvenido a Casa, Colega, el programa oficial de
Regreso de Ciudadanos Estadounidenses, te pueden detener por sedición nada más
aterrizar en el JFK y enviarte a una «instalación segura de control». En algún lugar del
estado de Nueva York.
El caso es que Sandi lo sabe todo —trabaja en el mundo de la moda—, así que
decidí aceptar su consejo, expresado con vehemencia alta en cafeína, y me encaminé
hacia la Via Veneto, donde ese palacio de color cremoso que alberga nuestra
embajada brilla con luz propia tras un foso de reciente construcción. No por mucho
tiempo, diría yo. Según Sandi, el Departamento de Estado, obligado a apretarse el
cinturón, acaba de vendérselo a StatoilHydro, la compañía estatal petrolera de
Noruega, y para cuando llegué a la Via Veneto, los árboles y setos del enorme
complejo estaban siendo ya reconvertidos en formas altas y agnósticas más del
agrado de los nuevos propietarios. Furgonetas blindadas rodeaban el perímetro, y se
oía, procedente del interior, el inconfundible ruido de la destrucción masiva de
documentos.
La fila consular de la sección de visados estaba prácticamente vacía. Ya solo
querían emigrar a los Estados Unidos los albaneses más tristes y arruinados, y hasta a
esos escasos personajes se les disuadía con un cartel en el que se veía a una pequeña
y decidida nutria, con sombrero mexicano, tratando de subirse a una patera
abarrotada, sobre un texto que rezaba: «El barco está lleno, compadre».
En el interior de una improvisada jaula de seguridad, un hombre mayor tras una
mampara de plexiglás me gritó algo incomprensible mientras yo blandía el pasaporte
en su dirección. Se materializó por fin una filipina competente, figura indispensable
en estos sitios, que me hizo señales para que la siguiera por un pasillo atestado hacia
una reproducción cutre de un aula de instituto decorada con el emblema de
Bienvenido a Casa, Colega. La nutria mexicana de «El barco está lleno» había sido
aquí americanizada (en lugar de sombrero, llevaba una cinta roja, blanca y azul
anudada a su hirsuto cuellecito) y subida luego a lomos de un caballo de aspecto bobo
sobre el que galopaba hacia un brillante sol naciente, probablemente asiático.
Una media docena de compatriotas ocupaban sus asientos tras unos escritorios
roídos, farfullando en voz baja por sus äppäräti. Había un auricular muerto de asco en
una silla vacía, con un cartelito que ponía: INSERTE EL AURICULAR EN LA OREJA, PONGA
SU ÄPPÄRÄT SOBRE LA MESA Y DESACTIVE TODAS LAS FUNCIONES DE SEGURIDAD. Hice lo

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que me decían. Una versión electrónica de la canción de John Cougar Mellencamp
Pink houses me martilleó la oreja («¡A que América es digna de verse, nena!»), y
luego apareció en la pantalla de mi äppärät una versión pixelada de la nutria canija,
luciendo en el lomo las letras ARE, que se disolvieron en la refulgente leyenda
Autoridad de Restauración Estadounidense.
La nutria se incorporó sobre las patas traseras y se sacudió el polvo con
exagerados gestos.
—¡Hola, colega! —dijo con una voz electrónica de supuesto tono festivo—. ¡Me
llamo Jeffrey Nutria y apuesto a que vamos a ser amigos!
Me invadieron unos sentimientos de pérdida y soledad.
—Hola —dije—. Hola, Jeffrey.
—¡Hola, tú! —dijo la nutria—. Ahora te voy a hacer unas preguntas amistosas,
solo por motivos estadísticos. Si no quieres responder a una pregunta, limítate a decir
«No quiero responder a esta pregunta». ¡Y no olvides que estoy aquí para ayudarte!
Pues nada, empecemos con algo facilito. ¿Cómo te llamas y cuál es tu número de la
Seguridad Social?
Miré a mi alrededor. La gente le susurraba cosas con urgencia a sus nutrias.
—Leonard o Lenny Abramov —murmuré, y luego recité mi número de la
Seguridad Social.
—Hola, Leonard o Lenny Abramov, 205-32-8714. En nombre de la Autoridad de
Restauración Estadounidense, me encantaría darte la bienvenida en tu regreso a los
nuevos Estados Unidos de América. ¡Prepárate, mundo! ¡Ya no hay quien nos
detenga! —sonó con fuerza en mi oído un compás del éxito de música disco Ain't no
stoppin’”us now, de McFadden y Whitehead—. Ahora dime, Lenny: ¿qué te llevó a
abandonar nuestro país? ¿El trabajo o el placer?
—El trabajo —repuse.
—¿Y a qué te dedicas, Leonard o Lenny Abramov?
—Ejem… Extensión Vital Indefinida.
—Has dicho Expresión Vital Mariquita. ¿Es correcto?
—Extensión Vital Indefinida —dije.
—¿Cuál es tu nivel de Crédito, Leonard o Lenny, sobre un total de mil
seiscientos?
—Mil quinientos veinte.
—No está nada mal. Debes de ser muy bueno con la pasta. Tienes dinero en el
banco, trabajas en «expresión vital mariquita». Ahora debo preguntarte: ¿eres
miembro del Partido Bipartito? Y si es así, ¿te gustaría recibir nuestra nueva descarga
semanal para äppärät «¡Ya no hay quien nos detenga!»? Ofrece todo tipo de útiles
consejos para reajustarse a la vida en estos Estados Unidos y sacarle el máximo
provecho a tu pasta.
—No soy bipartito, pero sí, me gustaría recibir vuestras descargas —dije, tratando
de mostrarme conciliador.

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—¡Pues muy bien! Ya estás en nuestra lista. Dime, Leonard o Lenny, ¿has
conocido a extranjeros agradables durante tu estancia en ultramar?
—Sí —contesté.
—¿Qué clase de gente?
—Algunos italianos.
—Has dicho «transilvanos».
—Italianos —corregí.
—Has dicho «transilvanos» —insistió la nutria—. Ya se sabe que los
estadounidenses se sienten solos en el exterior. ¡Sucede constantemente! Por eso yo
nunca salgo del arroyo en que nací. ¿Para qué? Dime, por motivos estadísticos, ¿has
mantenido relaciones físicas de carácter íntimo con algún no estadounidense durante
tu estancia?
Me quedé mirando fijamente a la nutria mientras las manos me temblaban bajo la
mesa. ¿Le harían esa pregunta a todo el mundo? Yo no quería acabar en alguna
«instalación segura de control» tan solo por haberme frotado con Fabrizia y tratado
de sumergir en su interior mis sentimientos de soledad e inferioridad.
—Sí —reconocí—. Solo con una chica. Lo hicimos un par de veces.
—¿Y cuál era el nombre completo de esta no estadounidense? Primero el
apellido, por favor.
Podía oír a un tipo, que estaba sentado varias mesas por delante y cuya cuadrada
cara de piel blanca estaba oculta parcialmente por una espesa melena, farfullando
nombres italianos en su äppärät.
—Sigo esperando ese nombre, Leonard o Lenny —dijo la nutria.
—DeSalva, Fabrizia —susurré.
—Has dicho «DeSalva»… —pero justo entonces, la nutria enmudeció a mitad del
nombre y mi äppärät empezó a producir sus ruidos de «pensamiento profundo», como
si una rueda girara desesperadamente en el interior de su carcasa de plástico duro,
mientras sus viejos circuitos se veían superados por completo por la nutria y sus
chorradas. En la pantalla aparecieron las palabras CÓDIGO DE ERROR IT/FC-GS/FLAG. Me
levanté y fui hasta la jaula de seguridad de la entrada.
—Disculpe —dije inclinándome sobre el agujero para la boca—. Se me ha
quedado tieso el äppärät. La nutria ha dejado de hablarme. ¿Me podría enviar a esa
filipina tan simpática?
La vieja criatura a cargo de esa posición me soltó algo incomprensible mientras le
temblaba el cuello de la camisa lleno de barras y estrellas. Creí discernir las palabras
«espere» y «representante del servicio».
Transcurrió una hora de invisible actividad burocrática. Los de la mudanza se
llevaban una estatua dorada de tamaño natural del águila nacional y una mesa para
cenas de gala a la que le faltaban tres patas. Finalmente, apareció una señora blanca
mayor, arrastrando sus enormes zapatos ortopédicos por el suelo del pasillo. Tenía
una magnífica nariz tripartita, más romana que cualquier probóscide situada en las

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orillas del Tíber, y esa clase de gafas rosadas de tamaño desmesurado que siempre
asocio con la amabilidad y con una salud mental progresista. Sus labios finos
temblaban a causa del contacto cotidiano con la existencia, y de sus lóbulos colgaban
sendos pendientes demasiado grandes.
Su porte y su apariencia me recordaron a Nettie Fine, una mujer a la que no había
vuelto a ver desde que me gradué en el instituto. Fue la primera persona en darles la
bienvenida en el aeropuerto a mis padres cuando llegaron a los Estados Unidos desde
Moscú, cuatro décadas atrás, en busca de dólares y de Dios. Ella fue su joven
anfitriona estadounidense, la que los acompañaba a la sinagoga, la que les organizaba
clases de inglés, la que les conseguía el mobiliario… De hecho, el marido de Nettie
había trabajado en Washington, en el Departamento de Estado. Y además, antes de
partir hacia Roma, mi madre me había dicho que estaba destinado en cierta capital
europea…
—¿Señora Fine? —dije—. ¿Es usted Nettie Fine?
Me habían educado en su adoración, pero a mí me aterrorizaba Nettie Fine. Había
visto a mi familia en su peor momento, en toda su pobreza y debilidad (mis padres
emigraron a Estados Unidos, literalmente, con una muda de ropa interior para los
dos). Pero esa mujer acogedora no me había mostrado más que un amor
incondicional, esa clase de amor que me corría por todo el cuerpo en forma de olas y
me dejaba débil y mermado, combatiendo un mar de fondo cuyo origen era incapaz
de precisar. No tardó mucho en rodearme con sus brazos mientras me pegaba la
bronca por no haberla visitado antes. ¿Y por qué parecía yo tan viejo de repente? «Es
que ya tengo casi cuarenta años, señora Fine.» «Oh, ¿a dónde va a parar el tiempo,
Leonard?», comentaba ella entre otras muestras de alegre histeria judía.
Resultó que trabajaba como subcontratada para el Departamento de Estado,
echando una mano en el programa Bienvenido a Casa, Colega.
—Pero no te hagas una idea equivocada —me dijo—. Solo desempeño un trabajo
de atención al cliente. Respondo a preguntas, no las hago. Eso es cosa de la
Autoridad de Restauración Estadounidense. —Acto seguido, inclinándose hacia mí y
bajando la voz, añadió, con su aliento a alcachofa azotando suavemente mi rostro—:
Ay, Lenny, ¿qué nos ha pasado? Me llegan unos informes a la mesa que me hacen
llorar. Los chinos y los europeos se van a separar de nosotros. No sé lo que quiere
decir eso exactamente, pero ¿qué bien nos puede hacer? Y vamos a deportar a todos
los inmigrantes con un Crédito escaso. Y a nuestros pobres chicos los están
masacrando en Venezuela. ¡Me temo que de esta no salimos!
—No, señora Fine, todo irá bien —le dije—. Los Estados Unidos siguen siendo
únicos.
—Y ese veleta de Rubenstein. ¿Te puedes creer que es uno de los nuestros?
—¿Uno de los nuestros?
Suspiro apenas audible:
—Un judío.

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—Pues a mis padres les cae bien Rubenstein —repuse en referencia a nuestro
imperioso pero condecorado Secretario de Defensa—. Lo único que hacen es
quedarse en casa viendo los canales FoxLiberty-Prime y FoxLiberty-Ultra.
La señora Fine puso cara de asco. Había ayudado a mis padres a integrarse en la
sociedad norteamericana, les había enseñado a hacer gárgaras y a limpiarse las
manchas de sudor, pero su innato conservadurismo judío-soviético había acabado por
desagradarle.
Me conocía desde el día en que nací, cuando la familia Abramov vivía en Queens,
en un apartamento abigarrado que ahora solo inspira nostalgia, pero que en realidad
debió de ser un sitio cutre y penoso. Mi padre trabajaba como celador en un
laboratorio gubernamental en Long Island, un empleo que durante mis primeros diez
años de vida nos alimentó a base de carne enlatada. Mi madre celebró mi nacimiento
siendo ascendida de mecanógrafa a secretaria en la unión crediticia para la que
trabajaba duramente, pese a su deficiente inglés y, de repente, nos encaminamos hacia
la clase media-baja. En aquellos tiempos, mis padres solían sacarme a pasear en su
oxidado Chevrolet Malibu Classic por vecindarios más pobres que el nuestro, para
que nos pudiéramos reír de esa gente de piel oscura que iba por ahí en sandalias y
aprendiéramos importantes lecciones acerca de lo que significaba en Estados Unidos
el fracaso. Fue después de que mis padres informaran a la señora Fine de nuestras
excursiones arrabaleras por Corona y las zonas más seguras de BedfordStuyvesant
cuando la ruptura entre ella y mi familia empezó realmente. Recuerdo a mis padres
buscando la palabra «cruel» en el diccionario inglés-ruso, sorprendidos de que
nuestra anfitriona estadounidense pudiera pensar eso de nosotros.
—¡Cuéntamelo todo! —dijo Nettie Fine—. ¿Qué has estado haciendo en Roma?
—Trabajo en economía creativa —le informé, orgulloso—. Extensión Vital
Indefinida. Vamos a ayudar a la gente a que viva eternamente. Estoy buscando IAI
europeos, es decir, Individuos de Altos Ingresos, para que se conviertan en nuestros
clientes. Los llamamos «Amantes de la Vida».
—¡Oh, Dios mío! —dijo la señora Fine. Era evidente que no sabía de qué coño le
estaba hablando, pero esa mujer con tres corteses hijos graduados en la Universidad
de Pennsylvania lo único que sabía hacer era sonreír y dar ánimos, sonreír y dar
ánimos—. La verdad es que eso suena… ¡muy bien!
—Ya lo creo que sí —dije—. Pero me temo que estoy teniendo algún problemilla
por aquí. —Le expliqué lo que me acababa de pasar con el programa Bienvenido a
Casa, Colega—. Puede que la nutria piense que salgo con transilvanos, pero yo le dije
«italianos».
—Enséñame tu äppärät —me ordenó.
Alzó las cejas, revelando esas suaves arrugas de comienzos de los sesenta que
habían hecho que su rostro fuese el que tenía que ser desde el día en que nació: un
consuelo para todos.
—CÓDIGO DE ERROR IT/FC-GS/FLAG —suspiró—. Ay, chico, te han sacado tarjeta

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roja.
—Pero ¿por qué? —grité—. ¿Qué he hecho?
—Shhh —me dijo—. Déjame reiniciar el äppärät. Intentemos de nuevo el
Bienvenido a Casa, Colega.
Hizo varios intentos, pero seguía apareciendo la misma nutria congelada con el
mensaje de error.
—¿Cuándo ha pasado? —me preguntó—. ¿Qué te estaba preguntando esa cosa?
Dudé, sintiéndome aún más desnudo ante la salvadora nativa de mi familia.
—Me estaba preguntando el nombre de la mujer italiana con la que tuve
relaciones —le dije.
—Vamos hacia atrás —dijo Nettie, siempre dispuesta a enfrentarse a los
problemas—. Cuando la nutria te pidió que te suscribieras a «¡No hay quien nos
detenga!», ¿lo hiciste?
—Sí.
—Bien. ¿Y cuál es tu nivel de Crédito?
Se lo dije.
—Estupendo. Yo de ti no me preocuparía. Si te paran en el JFK, tú dales mi
información de contacto y diles que se comuniquen conmigo de inmediato. —
Introdujo sus coordenadas en mi äppärät. Cuando me abrazó, pudo darse cuenta de
que las rodillas me entrechocaban de miedo—. Ay, cariño —dijo mientras una cálida
lágrima tribal saltaba de su rostro al mío—. No te preocupes. Estarás bien. Un
hombre como tú… Economía creativa. Solo espero que el nivel de Crédito de tus
padres sea fuerte. Todo ese largo viaje hacia Estados Unidos, ¿para, qué? ¿Para qué?
Pero yo me preocupaba. ¿Cómo no iba a hacerlo? ¡Amonestado por una puta
nutria! Dios bendito. Me obligué a relajarme, a disfrutar de las últimas veinticuatro
horas de mi idilio de un año con Europa y, con toda probabilidad, a emborracharme a
conciencia de Montepulciano tinto.

Mi última noche romana empezó de la manera habitual, diario mío. Otra orgía a
medio gas en casa de Fabrizia, la mujer con la que he mantenido relaciones. Estoy
levemente cansado de esas orgías. Como todos los neoyorquinos, pierdo el culo por el
sector inmobiliario y adoro esos apartamentos de estilo turinés de finales del XIX que
hay en la inmensa y llena de palmeras Piazza Vittorio, con sus soleadas vistas de los
verdosos Montes Albanos en la distancia. Durante mi última noche en casa de
Fabrizia, apareció la habitual pandilla de cuarentones, los hijos ricos de directores de
Cinecittà que ahora trabajan ocasionalmente como guionistas para la decadente RAI
(tiempo atrás, la principal televisión de Italia), pero que, básicamente, se dedican a
pulirse lo que queda de la fortuna de papá. Eso es lo que admiro de los jóvenes
italianos: la lenta disminución de la ambición, el haber asumido que los buenos
tiempos quedan muy atrás. (Una Whitney Houston italiana podría cantar, «Creo que
los padres son nuestro futuro».) Nosotros, los estadounidenses, tenemos mucho que

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aprender de esa elegante decadencia.
Siempre me he mostrado tímido con Fabrizia. Sé que solo le gusto porque soy
«divertido» y «curioso» (o sea: semítico), y porque su lecho llevaba cierto tiempo sin
ser calentado por ningún hombre de la localidad. Pero ahora que la había vendido a la
nutria de la Autoridad de Restauración Estadounidense, me preocupaba que la cosa
pudiera traerle ciertas repercusiones: el gobierno italiano es el único que queda en
Europa Occidental que todavía nos lame el culo.
En cualquier caso, no me quité de encima a Fabrizia durante toda la fiesta.
Primero, ella y un cineasta británico obeso se turnaron para besarme los párpados.
Luego, mientras chateaba por el äppärät de esa manera italiana tan airada, Fabrizia,
sentada en el sofá, separó las piernas para enseñarme sus bragas de neón, bajo las que
se veía perfectamente su espeso y mediterráneo vello púbico. Entre berridos de lo
más sexy y el aporreamiento furioso del teclado, consiguió decirme en inglés:
—Eres mucho más decadente que cuando te conocí, Lenny.
—Lo intento —tartamudeé.
—Inténtalo con más ganas —dijo ella.
Cerró las piernas de golpe, lo cual casi me ejecuta, y siguió batallando con el
äppärät. Yo quería seguir sintiendo esos elegantes pechos de cuarenta años un rato
más, así que realicé algunos lentos movimientos giratorios en su dirección, aleteando
las pestañas (es decir, parpadeando a lo bestia) e intentando, con cierta dosis de ironía
de la Costa Este, parecerme a alguna actriz puntera de Cinecittà de los años sesenta.
Fabrizia me devolvió el parpadeo y se metió una mano en las bragas. Al cabo de unos
minutos, abrimos la puerta del dormitorio y nos encontramos a su hijo de tres años
escondido bajo una almohada, mientras una nube de humo procedente de las
habitaciones principales lo envolvía.
—Mierda —dijo Fabrizia al ver cómo ese crío pequeño y asmático se arrastraba
por la cama hacia ella.
—Mamma —susurraba el niño—. Aiuto me.
—¡Katia! —gritó Fabrizia—. ¡Puttana! Se suponía que tenía que vigilarlo.
Quédate aquí, Lenny.
Partió en busca de la canguro ucraniana, con el crío dando tumbos tras ella entre
esa humareda digna de Hollywood.
Salí al pasillo, que parecía la zona de llegadas del aeropuerto de Fiumicino con
todas esas parejas que se encontraban, se abrazaban y entraban y salían de las
habitaciones, arreglándose la blusa, apretándose el cinturón y separándose. Saqué mi
äppärät desfasado, con ese acabado retro de nogal y esa pantalla neblinosa que
espaciaba la información, intentando averiguar si había algún Individuo de Altos
Ingresos por ahí —la última oportunidad de proporcionarle nuevos clientes a mi jefe,
Joshie, tras haberle encontrado un total de un cliente en todo el año—, pero no había
un rostro lo suficientemente famoso como para que la máquina lo registrara. Un
Telemacho más o menos conocido, artista visual boloñés, que en persona resultaba

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tímido y apagado, observaba cómo su novia coqueteaba de manera ridícula con
alguien menos famoso que él. «Un poco de trabajo, un poco de diversión», decía
alguien en un inglés con mucho acento, cosechando unas risitas femeninas de
compromiso. Una chica estadounidense recién llegada, profesora de yoga de las
estrellas, estaba siendo arrastrada al llanto por una mujer de la localidad, mucho
mayor que ella, que no dejaba de apuñalarla en el corazón con una uña larga y
pintada mientras la acusaba, personalmente, de la invasión estadounidense de
Venezuela. Apareció un sirviente con una enorme bandeja de anchoas marinadas. El
calvo conocido como «Cancer Boy» seguía de cerca los pasos de la princesa afgana a
la que le había entregado su corazón. Un actor de la RAI levemente conocido me
empezó a explicar cómo había preñado a una chica chilena de buena familia para, a
continuación, salir pitando hacia Roma antes de que cayeran sobre él las leyes de
Chile. Cuando apareció un paisano de Nápoles, me dijo: «Disculpa, Lenny, pero
tenemos que hablar en dialecto».
Seguí esperando a mi Fabrizia mientras mordisqueaba una anchoa y me sentía el
menda de treinta y nueve años más cachondo de Roma: una distinción de lo más
importante. Podía ser que mi amante ocasional hubiese caído en manos de otro
durante nuestra breve separación. Yo no tenía a ninguna chica esperándome en Nueva
York, ni siquiera estaba seguro de que allí me esperase un trabajo después de mis
fracasos en Europa, así que me moría de ganas de follarme a Fabrizia. Era la mujer
más suave que yo hubiese tocado jamás; sus músculos eran como fantasmas muy
alejados de su piel, y su respiración, como la de su hijo, era dura y ronca, por lo que
cuando «hacía amor» (según sus propias palabras) parecía estar a punto de expirar.
Reparé en un habitual de las veladas romanas, un viejo escultor estadounidense de
estatura escasa y dentadura podrida que lucía un peinado en plan Beatle y solía hablar
de su amistad con el icónico actor de Tribeca «Bobby D.». En varias ocasiones me
había visto obligado a meter esa masa borracha en un taxi, mientras les daba a los
conductores su prestigiosa dirección en la colina Gianicolo y les entregaba veinte de
mis mejores euros.
Un poco más y no me fijo en la joven que tenía delante, una coreana bajita (he
salido anteriormente con dos de ellas, a cual más deliciosamente loca) con el pelo
recogido en un moño provocativo que la hacía parecerse vagamente a una
jovencísima versión asiática de Audrey Hepburn. Tenía unos labios brillantes y
generosos, así como unas pecas por la nariz que resultaban al mismo tiempo
encantadoras e incongruentes, y no debía de pesar más de treinta y dos kilos, aunque
su macicez me producía todo tipo de malos pensamientos. Me preguntaba, sin ir más
lejos, si su madre, que sería con toda probabilidad una mujer diminuta e inmaculada
asediada por la religión chunga y la angustia típica del inmigrante, sabría que su hijita
ya no era virgen.
—Oh, pero si es Lenny —dijo el escultor estadounidense cuando me acerqué a
darle la mano. Se trataba de un Individuo de Altos Ingresos, aunque por los pelos, y

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yo ya le había cortejado en bastantes ocasiones. La joven coreana me miró con lo que
yo interpreté como absoluta falta de interés (parecía estar siempre de morros) y con
las manos cogidas a la espalda. Pensé que igual me estaba interponiendo entre una
nueva pareja, y a punto estaba de ofrecer mis disculpas cuando el estadounidense
inició las presentaciones—. La adorable Eunice Kim, de Fort Lee, Nueva Jersey, que
ha pasado por el Elderbird College de Massachusetts —dijo con ese poderoso acento
de Brooklyn que a él se le antojaba encantadoramente auténtico—. Euny estudia
historia del arte.
—Eunice Park —le corrigió la muchacha—. Y no es verdad que estudie historia
del arte. Ya ni voy a la universidad.
Su humildad me resultó tan placentera que me produjo una buena erección.
—Este es Lenny Abraham. Ayuda a los viejos corredores de bolsa a vivir un poco
más.
—Es Abramov —dije mientras me inclinaba servilmente ante la damisela.
Reparé en que tenía en la mano un vaso de espeso tintorro siciliano y me lo bebí
de un trago. De repente, empecé a sudar por todas partes, desde la camisa recién
planchada a los espantosos mocasines. Saqué el äppärät, lo abrí con un gesto que tal
vez estuvo de moda una década atrás, lo sostuve estúpidamente ante mí, lo devolví al
bolsillo de la camisa y luego me hice con una botella cercana y me rellené el vaso.
No tenía más remedio que decir algo sobre mí que resultara impresionante:
—Me dedico a la nanotecnología y esas cosas.
—¿Cómo científico? —preguntó Eunice Park.
—Más bien como comercial —largó el escultor estadounidense. En lo referente a
las mujeres, era famoso por su competitividad. En la última fiesta, se había impuesto
a un joven animador milanés a la hora de conseguir una mamada de la prima de
diecinueve años de Fabrizia. En Roma, eso se consideraba un notición.
El escultor se puso al bies con respecto a Eunice, oscureciéndome parcialmente
con uno de sus imponentes hombros. Lo interpreté como una señal para que me
largara, pero cuando empecé a hacerlo, vi que la chica me miraba como si me
estuviera echando un cable. Puede que también ella tuviera miedo del escultor y de
acabar arrodillada ante él en algún cuarto en penumbra.
Me puse a beber en serio mientras observaba el pavoneo del escultor a la hora de
impresionar a la nada impresionable Eunice Park.
—Así que voy y le digo, «Contessa, puede usted quedarse en mi residencia
playera de Puglia hasta que se recupere». Total, tampoco tengo tiempo para ir a la
playa. En Shanghái quieren comprarme cosas. Dos piezas por sesenta millones de
yuanes. Eso es… ¿qué? ¿Cincuenta millones de dólares? Yo le digo: «No llore,
contessa, simpática cacatúa. Yo también he estado a dos velas. Sin un centavo en el
bolsillo. Prácticamente, me crié en los callejones de Brooklyn. Lo primero que
recuerdo es un calcetín impactando en mi cara. ¡Bam!»
Me daba pena el escultor, y no tan solo porque albergaba serias dudas acerca de

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sus posibilidades con Eunice, sino porque me daba cuenta de que no tardaría mucho
en morir. Una examante suya me había contado que su avanzada diabetes ya se había
cobrado dos dedos de los pies y que el abuso de cocaína se estaba cargando su
provecto sistema circulatorio. A la gente como él, en el negocio los conocíamos como
IDP, Imposibles De Preservar, pues sus signos vitales estaban ya demasiado
deteriorados como para someterlos a cualquier tipo de intervención y sus indicadores
psicológicos mostraban un «deseo insistente de perecer». Y aún resultaba más
deprimente su situación financiera. Cito directamente de mi informe al jefazo Joshie:
«Ingresos anuales: 2,24 millones de dólares vinculados al yuan; obligaciones,
incluyendo pensión para exesposa y gastos de los hijos: 3,12 millones; activos de
inversión (a excepción de propiedades inmobiliarias): 22 millones de euros del norte;
propiedades inmobiliarias: 5,4 millones de dólares vinculados al yuan; deudas por un
valor total de 12,9 millones». Un desastre, hablando claro.
¿Por qué se hacía eso a sí mismo? ¿Por qué no prescindir de drogas y jovencitas
exigentes y pasar una década en Corfú o en Chiang Mai, reparar su cuerpo con
alcaloides y tecnología avanzada, abstenerse de radicales libres, concentrarse en el
trabajo, incrementar sus acciones, quitarse problemas de encima y dejarnos a nosotros
que le arregláramos la vida? ¿Qué mantenía al escultor aquí, en una ciudad cuya
única utilidad era su referencia al pasado, buitreando a jovencitas, inflándose de
coños rizados y platazos de hidratos de carbono, siguiendo la corriente hacia su
propia anulación? Más allá de ese cuerpo horrendo, de esos dientes podridos y de ese
aliento apestoso había un visionario y un creador cuyo trabajo concienzudo yo había
admirado a veces.
Mientras enterraba al escultor, caminando detrás de su ataúd, consolando a su
bella exmujer y a sus querúbicos mellizos, mis ojos contemplaban a Eunice Park,
joven cargada de estoicismo y carente de expresión, que asentía ante los comentarios
de autobombo del artista. Quería acercarme a ella y tocar su pecho vacío, sentir esos
pezones pequeños y duros que, en mi imaginación, proclamaban su amor. Observé
que su nariz recta y sus bracitos estaban ligeramente humedecidos, y que bebía a un
ritmo parecido al mío, zampándose copas de vino que aparecían en bandejas
pasajeras mientras sus labios fruncidos se teñían de un color púrpura. Llevaba
vaqueros de diseño, un jersey gris de cachemira y un collar de perlas que la hacía
parecer diez años mayor. Su único aditamento juvenil era un fino colgante blanco —
casi un guijarro— que parecía una especie nueva de äppärät en miniatura. En algunos
sectores pudientes de la sociedad transatlántica, las diferencias entre jóvenes y viejos
se estaban esfumando a pasos agigantados, y en otros sectores, los jóvenes iban
prácticamente desnudos, pero ¿de qué iba Eunice Park? ¿Intentaba parecer mayor,
más rica o más blanca? ¿Por qué la gente atractiva quiere ser cualquier cosa menos lo
que es?
Cuando volví a levantar la vista, el escultor le había plantificado en el hombro
una de sus zarpas y la achuchaba con ganas.

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—Las mujeres chinas son tan delicadas… —entonaba el hombre.
—Yo no soy delicada.
—¡Sí que lo eres!
—Yo no soy china.
—Da igual… El caso es que Bobby D. y Dick Gere estaban discutiendo en una
fiesta. Dick viene y me dice: «¿Por qué me odia tanto Bobby?»… Un momento, ¿qué
estaba yo diciendo? ¿Quieres otra copa? ¡Oh! Qué bien has hecho viniendo a Roma,
gatita. Nueva York está acabada últimamente. Estados Unidos ya es historia. Y con
esos cabrones que mandan ahora, no pienso volver nunca. El puto Rubenstein. El
puto Partido Bipartito. Es 1984, nena, aunque ya sé que no sabrás de qué te hablo.
Igual aquí nuestro amigo el intelectual, Lenny, nos podría iluminar al respecto. Cuán
afortunada eres de estar aquí conmigo, Euny. ¿Me das un beso?
—No —repuso Eunice Park—. Gracias, pero no.
Gracias, pero no. Una preciosa muchacha coreana, graduada en el Elderbird
College de Massachusetts. Qué ganas tenía yo de besar esos labios generosos y de
acunar el resto de su liviana osamenta.
—¿Por qué no? —gritó el escultor.
Y acto seguido, como hacía tiempo que había perdido la capacidad de hacer frente
a las contradicciones, la agarró por los hombros y la zarandeó; el típico meneo de
borracho, pero difícil de aguantar con semejante cuerpecito. Eunice levantó la vista y
pude distinguir en sus ojos la consabida rabia del adulto al que devuelven
repentinamente a la infancia. Se llevó una mano al estómago, como si la hubiesen
golpeado, y miró hacia abajo. El vino tinto le había salpicado el caro jersey. Me miró
y yo detecté cierta vergüenza, no por el escultor, sino por ella misma.
—Vamos a tranquilizarnos —dije mientras agarraba al escultor por su potente y
sudado cogote—. Tal vez será mejor que nos sentemos en el sofá y bebamos un poco
de agua.
Eunice se frotaba el hombro mientras se apartaba de nosotros. Daba la impresión
de ser una experta en contener las lágrimas.
—Vete a tomar por culo, Lenny —dijo el escultor, propinándome un leve
empujón. Sus manos tenían aún una fuerza innegable—. Vete a ofrecer por ahí tu
fuente de la eterna juventud.
—Búscate un sofá y cálmate —le ordené al escultor. Me acerqué a Eunice y puse
el brazo cerca del suyo, pero no directamente encima—. Lo lamento —farfullé—. Le
gusta emborracharse.
—¡Sí, me gusta emborracharme! —bramó el escultor—. Y puede que ahora esté
un poco piripi. Pero por la mañana estaré haciendo arte. ¿Y qué vas a estar haciendo
tú, Leonard? ¿Vendiéndoles té verde e hígados clonados a los carcamales del
Bipartito? ¿Redactando un diario? Ya me lo imagino: «Mi tío abusaba de mí. Fui
adicto a la heroína durante tres segundos». Olvídate de la fuente de la juventud,
compadre. Puedes llegar a vivir mil años y dará lo mismo. Los mediocres como tú

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merecen la inmortalidad. No te fíes de ese tío, Eunice. No es como nosotros. Es un
estadounidense auténtico. Un listillo. Por él estamos ahora mismo en Venezuela. Por
culpa de personas como él, la gente tiene miedo a abuchear en Estados Unidos. No es
mejor que Rubenstein. Fíjate en esos ojos oscuros y ladinos de asquenazí. Es el nuevo
Kissinger.
Se había formado un corro a nuestro alrededor. Asistir a los «numeritos» del
famoso escultor constituía una gran fuente de entretenimiento para los romanos, y las
palabras «Venezuela» y «Rubenstein», pronunciadas de forma tan lenta como
satisfecha, podían despertar hasta a los europeos en estado de coma. Podía distinguir
la voz de Fabrizia en el salón. Con toda la suavidad de la que fui capaz, me llevé a la
coreana hacia la cocina, que conducía al ala del servicio, con su propia puerta de
entrada al apartamento.
A la luz mortecina de una bombilla pelada, vi a la cuidadora ucraniana
acariciando la dulce y oscura cabecita del hijo de Fabrizia, mientras le introducía un
inhalador en la boca. El niño acogió nuestra intrusión con escasa sorpresa, la mujer
empezó a decir Che cosa?, pero pasamos a toda pastilla ante ella y la ordenada
provisión de ropa y recuerdos de baratillo (un delantal con la imagen del David de
Miguel Ángel frente al Coliseo) que constituían sus más inmediatas posesiones.
Mientras Eunice y yo bajábamos por las ruidosas escaleras de mármol, oímos a
Fabrizia y algunos más que salían tras nosotros, llamando al cochambroso ascensor,
ansiosos de atraparnos para que les explicáramos qué había ocurrido y qué habíamos
hecho para despertar la notable ira beoda del escultor.
—Vuelve aquí, Lenny —clamaba Fabrizia—. Dobbiamo scopare ancora una
volta. Tenemos que follar. Por última vez.
Fabrizia. La mujer más suave que yo nunca había acariciado. Pero igual ya no
necesitaba suavidad. Fabrizia. Su cuerpo conquistado por pequeños ejércitos de vello,
sus curvas fijadas por hidratos de carbono, puro Viejo Mundo con toda su
corporeidad no electrónica. Y delante de mí, Eunice Park. Una nano-mujer que,
probablemente, nunca había conocido los picores de su propio vello púbico, que
carecía tanto de pechos como de olor, que existía de la misma manera en la calle y en
la pantalla del äppärät.
En el exterior, la luna sureña, preñada y satisfecha, reinaba sobre las altas
palmeras de la Piazza Vittorio. La habitual masa de inmigrantes dormía a esas horas,
tras una larga jornada de trabajo manual, o metía en la cama a los hijos de su jefa.
Los únicos peatones eran italianos elegantes que volvían de alguna cena; los únicos
sonidos, los murmullos de sus amargas conversaciones y el siseo eléctrico del viejo
tranvía que pasaba por el extremo noreste de la plaza.
Eunice Park y yo caminábamos a buen paso. Ella avanzaba y yo iba dando
saltitos, incapaz de disimular la felicidad que me embargaba al haber huido de la
fiesta en su compañía. Quería que Eunice me diera las gracias por haberla salvado del
escultor y su aliento mortífero. Quería que llegara a conocerme para poder repudiar

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todas las cosas horribles que aquel sujeto había dicho de mí: mi supuesta codicia, mi
ambición desmesurada, mi falta de talento, mi ficticia pertenencia al Partido Bipartito
y mis planes para Caracas. Quería decirle que también yo estaba en peligro, que la
Autoridad de Restauración Estadounidense me había señalado como sedicioso, tan
solo porque me había acostado con una italiana de mediana edad.
Observé el jersey mancillado de Eunice y ese cuerpo de una frescura obscena que
vivía y sudaba ahí debajo y que también, o eso esperaba yo, tenía sus anhelos.
—Conozco a un buen tintorero que sabe limpiar las manchas de vino tinto —dije
—. Es un nigeriano que está aquí mismo. —Enfaticé lo de «nigeriano» para resaltar
mi amplitud de miras. Lenny Abramov, el amigo de todos.
—Hago de voluntaria en un centro para refugiados que hay cerca de la estación
—dijo Eunice sin que viniera muy a cuento.
—¿De verdad? ¡Eso es fantástico!
—Mira que eres friqui —se rio cruelmente de mí.
—¿Qué? —dije—. Lo siento.
Me eché a reír yo también, por si se trataba tan solo de una broma, pero la verdad
es que me sentía ofendido.
—LPT —dijo—, TIMATOV. TPESOPRA. PRGV. Totalmente PRGV.
Los jóvenes y sus abreviaturas. Hice como que sabía de qué estaba hablando.
—Vale —dije—, FMI. PLO. ESL.
Se me quedó mirando como si estuviera loco.
—DPC —dijo.
—¿Y ese quién es? —me imaginé a un protestante de gran altura.
—Significa Dando Por Culo. A ti. Es una broma, ya sabes.
—Ah —dije—. Ya lo sabía. De verdad. ¿Por qué soy un friqui, según tu punto de
vista?
—«Según tu punto de vista» —me imitó—. Pero ¿quién habla así? ¿Y quién lleva
esos zapatos? Pareces un contable.
—Detecto cierta ira —dije.
¿Qué había sido de aquella coreana dulce y humillada de hacía solo tres minutos?
Por algún motivo, saqué pecho y me puse de puntillas, aunque le sacaba unos buenos
quince centímetros.
Me tocó el puño de la camisa, y a continuación lo observó con mayor atención.
—Esto no está bien abrochado —me dijo. Y antes de que yo pudiera abrir la boca,
volvió a abotonarme el puño de la camisa y tiró de la manga para que no se hiciera un
gurruño en el hombro—. Ahora —dijo—. Ya tienes mejor aspecto.
No sabía ni qué decir ni qué hacer. Cuando me trato con gente de mi edad, sé
perfectamente quién soy. Un tipo no muy atractivo físicamente, pero por lo menos
bien educado, con un sueldo decente y un trabajo en la frontera de la ciencia con la
tecnología (aunque soy tan torpe con el äppärät como mis ancianos e inmigrados
padres). Pero era evidente que en el planeta Eunice Park esos atributos no

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importaban. Ahí yo no era más que una especie de viejo cenutrio.
—Gracias —le dije—. No sé qué haría sin ti.
Me sonrió y observé que tenía esos hoyuelos que no solo puntúan el rostro, sino
que también lo llenan rápidamente de ternura y personalidad (y en el caso de Eunice,
lo liberan de parte de su rabia).
—Tengo hambre —declaró.
Debí de poner una cara parecida a la del pasmado Rubenstein en su conferencia
de prensa posterior a la aniquilación de nuestras tropas en Ciudad Bolívar.
—¿Cómo? —salté—. ¿Tienes hambre? ¿No es un poco tarde?
—Pues no, abuelito —repuso Eunice Park.
Encajé estoicamente el sarcasmo:
—Sé de un sitio en Via del Governo Vecchio. Se llama Da Tonino. Excelente
cacio e pepe.
—Eso dice mi guía del Time Out —me soltó la muy impertinente.
Agarró el colgante en forma de äppärät y, en un italiano tan perfecto como
sorprendente, pidió un taxi. Yo no me había sentido tan aterrorizado desde que iba al
instituto. Hasta la muerte, mi astuta e infatigable némesis, parecía muy poca cosa
comparada con la omnipotente Eunice Park.
En el taxi, me senté lo más lejos que pude de ella y me lancé a un parloteo banal
(«Parece que van a volver a devaluar el dólar…»). La ciudad de Roma desfilaba a
nuestro alrededor, alegremente espléndida, eternamente segura de sí misma,
encantada de quitarnos el dinero y posar para una foto, pero sin necesitar realmente
nada ni a nadie. Acabé dándome cuenta de que el taxista había decidido timarme,
pero no protesté ante el rodeo que daba, sobre todo porque íbamos dando vueltas en
torno al Coliseo iluminado de color púrpura. Prefería decirme a mí mismo: Acuérdate
de esto, Lenny; cultiva la nostalgia por algo o nunca descubrirás qué es lo
importante.
Pero hacia el final de la noche recordaba muy poco. Digamos que bebí. Bebí de
puro temor (ella era muy cruel). Bebí de pura felicidad (ella era muy guapa). Bebí
hasta que la boca y los labios se me pusieron de un color rojo oscuro y el hedor del
aliento y del sudor demostró que los años no me habían pasado en balde. Ella
también bebió. El mezzo litro que nos sirvieron pronto se convirtió en uno entero, y
este en dos, y luego vino una botella de algo que probablemente procedía de Cerdeña
pero que, en cualquier caso, era más espeso que la sangre de un toro.
Fueron necesarios enormes platos de comida para equilibrar tan exagerada ingesta
etílica. Masticamos concienzudamente los bucatini all’amatriciana, nos zampamos
unos espaguetis con berenjenas picantes y un conejo prácticamente bañado en aceite
de oliva. Sabía que iba a echar todo eso de menos cuando volviera a Nueva York,
incluyendo la horrible luz fluorescente que delataba mi edad: las arrugas de los ojos,
la larga autopista y las tres carreteras secundarias que me recorrían la frente, prueba
de todas esas noches sin dormir en las que me dedicaba a atormentarme con placeres

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sin cumplir y con mis ingresos cuidadosamente acumulados, pero sobre todo con la
perspectiva de la muerte. A este restaurante en concreto solían acudir actores de
teatro, y mientras yo me dedicaba a apuñalar los montoncitos de pasta y las
relucientes berenjenas, trataba de recordar para siempre esas voces potentes y
necesitadas de atención, así como esa vibrante gesticulación con las manos italiana
que en mi mente es un sinónimo de vida animal y, por consiguiente, de vida en
general.
Me concentré en el modelo de vida animal que tenía delante e intenté que se
enamorara de mí. Hablé de manera extravagante, aunque confío que sincera. Esto es
lo que recuerdo.
Le dije que no quería irme de Roma ahora que la había conocido.
Me volvió a decir que yo era un friqui, pero un friqui que la hacía reír.
Le dije que aspiraba a algo más que a hacerla reír.
Me dijo que debería dar gracias por disfrutar de lo que tenía.
Le dije que debería trasladarse a Nueva York conmigo.
Me dijo que, probablemente, era lesbiana.
Le dije que mi vida era el trabajo, pero que me quedaba sitio para el amor.
Me dijo que el amor estaba fuera de lugar.
Le dije que mis padres eran inmigrantes rusos que vivían en Nueva York.
Me dijo que los suyos eran inmigrantes coreanos que vivían en Fort Lee, Nueva
Jersey.
Le dije que mi padre era un celador jubilado al que le gustaba ir de pesca.
Me dijo que su padre era un podólogo al que le gustaba pegar en la cara a su
mujer y a sus dos hijas.
—Oh —dije.
Eunice Park se encogió de hombros y se disculpó. En mi plato, el corazoncito
muerto del conejo colgaba del costillar. Me llevé las manos a la cabeza,
preguntándome si lo que debía hacer era arrojar algunos euros sobre la mesa y
largarme de allí.
Pero no tardé mucho en verme caminar por la Via Giulia con el brazo en torno al
cuerpo fragante y levemente masculino de Eunice Park. Se la veía de buen humor, tan
tierna como severa: primero me prometía un beso y luego me abroncaba por mi mal
italiano. Era una mezcla de timidez y risitas, de pecas a la luz de la luna y quejas
beodas e inmaduras del tipo «¡Cállate, Lenny!» o «¡Mira que eres idiota!». Observé
que se había deshecho el moño y que su cabello era oscuro e infinito, y tan espeso
como el bramante. Tenía veinticuatro años.
En mi apartamento solo cabían un colchón doble de los baratos y una maleta
abierta y rebosante de libros («Mis amigos de Elderbird solían llamar a esas cosas
topes de puerta», me dijo). Nos besamos, perezosamente, como si no fuese nada del
otro jueves; luego, a lo bestia, como si nos fuera la vida en ello. Hubo algunos
problemas. Eunice Park se negaba a quitarse el sujetador («No tengo nada de pecho»)

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y yo estaba demasiado borracho y asustado como para conseguir una erección. Pero
tampoco ansiaba el intercambio de fluidos. Le quité las bragas, acaricié los globitos
gemelos de sus nalgas e introduje los labios en su coño suave y vital.
—Oh, Lenny —dijo ella con cierta tristeza, pues debió de darse cuenta de lo
importantes que eran para mí su juventud y su lozanía: yo, un hombre que vivía en la
antesala de la muerte y que apenas podía soportar la luz y el calor de su breve
estancia en la Tierra. Me dediqué a lamer y lamer, aspirando el ligero olor de algo
auténtico y humano, y debí de quedarme dormido entre sus piernas. A la mañana
siguiente, Eunice fue tan amable como para ayudarme a rehacer la maleta, que se
resistía a cerrarse sin su ayuda.
—No se hace así —dijo, cuando me vio lavándome los dientes. Me hizo sacar la
lengua y se puso a rascar tan purpúrea superficie con el cepillo—. Ahora —dijo—.
Así está mejor.
Durante el trayecto en taxi al aeropuerto, experimenté la triple sensación de estar
contento, solitario y necesitado, todo a la vez. Eunice me había obligado a lavarme
concienzudamente los labios y el mentón para eliminar cualquier huella suya, pero su
sabor alcalino seguía presente en la punta de mi nariz. Aspiré a lo grande, tratando de
capturar su esencia, pensando ya en cómo atraerla a Nueva York y convertirla en mi
esposa, en mi vida, en mi vida eterna. Me acaricié los dientes expertamente frotados y
la pelambrera gris que me asomaba por el cuello de la camisa, ese cuello que ella
había examinado en profundidad esa misma mañana, bajo una luz primeriza.
—Estás mono —me había dicho. Y acto seguido, con sorpresa típicamente
infantil—: Eres viejo, Len.
Oh, querido diario. Mi juventud queda atrás, pero la sabiduría de la vejez apenas
asoma. ¿Por qué es tan duro ser un hombre mayor en este mundo?

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A veces la vida es asco
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens

1 DE JUNIO

Formato: Texto largo estándar en inglés.


SUPERCONSEJO DE GLOBALTEENS: ¡Pásate hoy mismo a las Imágenes!
Menos palabras = ¡¡¡Más diversión!!!
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO A ZORRUPIA:
¡Hola, Precioso Poni!
¿Cómo va eso, colega? ¿Echas de menos a tu «majareta»? ¿Quieres echarme un
poco de azúcar por encima? DPC. Estoy harta de hacérmelo con chicas. Por cierto, vi
las fotos del tablón de exalumnos de Elderbird en las que aparecías con la lengua
metida en la, ejem, oreja de Bryana. ¿No estarás intentando darle celos a Gopher? Ese
ya ha tenido demasiados menages a trois. Respétate un poco, ¡guarra! Bueno…
¿Sabes qué? En Roma conocí a un tío monísimo. Es exactamente mi tipo, alto, con
pinta de alemán, muy pijo, pero nada gilipollas. Giovanna me puso en contacto con
él, ¡que está en Roma trabajando para LandO’LakesGMFordCredit! El caso es que
quedamos en la Piazza Navona (¿recuerdas las Clases de Imagen? Navona es la de
los tritones) y él está ahí sentado, ¡tomándose un cappucino y leyendo las Crónicas
de Narnia! ¿Recuerdas que lo leímos en el Católico? Adorable. Se parecía un poco a
Gopher, pero mucho más delgado (ja, ja, ja). Se llama Ben, que suena un poquitín
gay, pero era MUY AGRADABLE y muy listo. Me llevó a ver unos Caravaggios y luego
me tocó un poco el culo y después fuimos a una de las fiestas de Giovanna y nos
enrollamos. Todas las chicas italianas vestidas con vaqueros Pieldecebolla nos
miraban, como si yo les estuviera robando a alguno de sus chicos blancos o algo así.
Qué asco me dan. Como vuelvan a mencionar lo de mis «ojos almendrados» te juro
que… Bueno, el caso es que necesito tus consejos porque Ben me llamó ayer y me
dijo si quería acompañarle a Lucca la semana que viene, y yo le dije que no para
hacerme la dura. ¡Pero mañana le llamo y le digo que sí! ¿QUÉ TENGO QUE HACER?
¡¡¡SOCORRO!!!
P.D. Ayer conocí a un tío viejo y zafio en una fiesta y nos emborrachamos de lo
lindo y le dejé que me lo comiera. Había otro tío aún mayor, un escultor, intentando
bajarme las bragas, así que, ya sabes, opté por el mal menor. ¡¡¡Me estoy convirtiendo
en ti!!! Era un tío agradable, más bien metepatas, aunque él se cree la hostia porque
trabaja en biotecnología o algo parecido. Y tenía unos pies asquerosos, con sabañones
y un enorme espolón en el talón que parecía que le hubieran enganchado un pulgar en
el pie. Ya lo sé, hablo como mi padre. En cualquier caso, no sabía ni lavarse los
dientes, así que tuve que ¡¡¡ENSEÑARLE A UN ADULTO CÓMO UTILIZAR EL CEPILLO DE

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DIENTES!!! ¿Pero por qué me pasan estas cosas, Precioso Poni?

ZORRUPIA A EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO:


¡Hola, Precioso Panda!
Vale, déjame que te diga esto: ¿estás enferma, furcia culona? ¿Qué edad tenía ese
tío? ¿Por qué le tocaste los pies? ¿Eres una chupadeditos clandestina? Te adjunto la
factura de la tintorería porque estoy VOMITANDO mientras escribo. Vale, olvídate del
carcamal de la silla de ruedas. El tal Ben parece realmente la hostia, y trabaja en
Crédito, por lo que debe de ser RICO QUE TE CAGAS. Ojalá Gopher consiguiera trabajo
en LandO’LakesGMFord. Y ahí va el consejo de Zorrupia: vete con él a Lucca
(¿Dónde está eso exactamente?), trátale a patadas durante el primer día, déjale que te
folie A LO BESTIA la primera noche y luego mantenlo totalmente confuso el resto del
tiempo. Se enamorará de ti de inmediato, ¡¡¡sobre todo después de que le dejes
arrasar ese coño mágico!!! Y de regreso a Roma pórtate bien, para que se quede con
una buena impresión, pero sin que se sienta totalmente seguro de sí mismo.
Ahora vienen las cosas de por aquí. Un filipino dio una fiesta en Redondo. Pat
Alvarez, ¿te acuerdas de él del Católico? Y Wendy Snatch apareció embutida en unos
vaqueros Pieldecebolla y un sujetador Saaami de los que dejan los pezones al aire y
empezó a frotarse contra el regazo de Gopher. Él intentaba quitársela de encima, pero
ella le dijo que «Igual lo que quieres es que tu novia y yo nos metamos mano» y todo
el rato le está como SACANDO EL OJO con el pezón, que es de esos grandes, gordos y
ASQUEROSOS, típicos de las blancas. Y Gopher me mira con esa expresión de pues
vale, podéis meteros mano si queréis, a mí me da igual, pero no montéis un numerito.
La verdad es que todas esas chicas filiponcias recién graduadas en Irvine se están
sobando a conciencia en el salón, intentando impresionar a algún blanco (a Gopher
no), así que le dije que NO LO CREO, WENDY SNATCH. Pero no se lo dije en MAYÚSCULAS,
sino que fue más bien un no, gracias, pero eso con lo que te estás frotando es la polla
de mi NOVIO. Y la tía va y se me acerca FÍSICA Y VERBALMENTE en plan, «Oh, creía que
eras bollo porque fuiste a Elderbird, no sabía que también eras una feminazi», y yo
voy y le digo, «Vale, pero aunque fuese la bollera mayor de Estados Unidos, no te
tocaría ni con unas putas pinzas». ¿Y sabes cómo acabó al final de la fiesta? Pues en
la bañera, mientras Pat Alvarez y tres amigos suyos le daban por el culo, se le
meaban en la cara y lo grababan todo para colgarlo en GlobalTeens al día siguiente.
¿Y sabes cómo subieron sus calificaciones? Personalidad: 764, y Follabilidad: 800+.
Pero ¿QUÉ LE PASA a la gente?

2 DE JUNIO

CHUNC.WON.PARK A EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO:


Eunhee:
Ayer llegan resultados. Sally intenta esconderme el sobre de mí. Tú sacas 158.

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Muy bajo. No entras ni en una escuela pública de Derecho. Yo decepciono porque
tienes el mismo resultado que la última vez. Quiere decir que tú no estudientas lo
suficiente. Ya sé que a veces la vida es asco, pero tienes veinticuatro años ya. Chica
mayor. Yo no puedo empujarte más. Debes estudientar y nada más. Salir con chico
agradable vale. Pero todo el rato tú cuidado con él porque eres mujer. No pierdas el
misterio. ¿Hay chicos coreanos en Roma? Por favor perdona tengo inglés horrible.
Te quiero.
Mamá.
P.D. Papá dice que no debería decir Te Quiero porque te malcrío y padres
coreanos no dicen Te Quiero a hijos, pero Yo Te Quiero con todo mi corazón, ¡y lo
digo!
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO A CHUNG.WON.PARK:
Mamá, por favor ingresa diez mil yuanes vinculados al dólar en mi cuenta del
AlliedWastecvsCitigroupCredit. Me volveré a examinar cuando vuelva. Ethel Kim
sacó 154 en el suyo y eso que fue a tres clases de preparación para el examen, así que
ya ves tú. Me va bien. No es fácil trabajar aquí porque necesitas un permesso
soggiorno, que es una especie de permiso de residencia y trabajo, y además odian a
los norteamericanos. Lo único que puedo hacer es de au pair o algo parecido. Pero ya
hago de voluntaria en una casa de acogida tres horas a la semana. ¿Se lo has contado
a papá? No, no hay chicos coreanos en Roma. Roma está en Italia. Míralo en un
mapa.

3 DE JUNIO

CHUNG.WON.PARK A EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO:


Eunhee:
¿Para qué crees que tienes a tu mamá? Cualquier problema tú tienes tú me
escribes, no solo cuando necesitas dinero. Cuando trabajas de abogado mamá
orgullosa de ti y tú no pides dinero. Tú también orgullosa porque ayudas mamá y
familia. La familia es lo más importante. Si no, ¿por qué nos pone dios en la tierra?
Yo preocupo mucho por ti y Sally. Papá no está bien. Puede que culpa mía. Rezo
extra en la iglesia por ti. El reverendo Cho dice todos los jóvenes tienen camino
especial. ¿Sabes cuál es tu camino especial? Dime si sabes, si no buscamos juntas. Y
ten a Jesús en tu corazón. ¡Es importante! También hay chicos coreanos por todas
partes. Ve a la iglesia coreana y encontrarás chico para salir. Puede que tú no
entiendes mi inglés malo.
Te quiero,
Mamá.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO A CHUNG.WON.PARK:
¿Qué quieres decir con lo de que papá no está bien? Si está pasando algo malo,
Sally y tú tenéis que ir a casa de Eunhyun. ¡Mamá! Olvídate del maldito Jesús por un

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momento, ESTO ES IMPORTANTE. Me estás asustando mucho. ¿Os ha hecho algo a ti o a
Sally? Ayer llamé ocho veces a casa, pero siempre me salió el contestador.
¡Verbalízame en mi cuenta de GlobalTeens en cuanto leas esto!
CHUNG.WON.PARK A EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO:
Eunhee:
No te pones incómoda. Papá bebe más de la cuenta y se pone furioso porque yo
hago soondubu con tofu pocho. Le dije a Sally que fuera a pasear pero ella duerme en
cuarto de invitados y yo en sótano. ¡Así que todo bien! ¿Recibiste transferencia a
AlliedWaste? Comprueba para estar segura. Es mucho dinero así que no me
decepcionas. Disfruta Roma, tú eres buena estudiante de Elderbird, tú mereces. Pero
ahora tu vida solo empezar. ¡No haces más errores! Mantente alejada de los blancos.
Todos tienen mala intención, hasta los cristianos. Rezo a Jesús cada día que tú
encuentras felicidad yo nunca tengo, porque quizás hago pecados contra dios. Tengo
mucha vergüenza. Escribe a Sally más. Ella echa de menos tú. Tú tienes gran
responsabilidad porque tú hermana mayor. Siento mucho que tú no consigues las
notas que querías. Tú triste, mamá triste. Cuando tú dueles, mamá duele más.

EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¡Sally! ¿Qué pasa con papá y mamá?


SALLYSTAR: Nada. Papá se cabreó por lo del son-dubu. ¿A ti qué más te da?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Y por qué la tomas conmigo?
SALLYSTAR: No la tomo contigo. Déjame en paz. ¿En Roma hay sujetadores de verano
Saaami?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sí, pero cuestan ochenta euros.
SALLYSTAR: ¿Y eso cuanto es?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Demasiado. Puedes conseguirlos más baratos en la
tienda Saaami de la calle Elizabeth, o encargarlos en AdolescentesPijas. Pero ¿para
qué quieres llevar un sujetador que te deja al aire los pezones? Y yo que creía que
pasabas de la moda.
SALLYSTAR: Todo el mundo los lleva. Incluso en Fort Lee.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Quién de Fort Lee?
SALLYSTAR: La hermana de Grace Lee.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Bona? Menuda idiota.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sally, ¿te ha pegado papá?
SALLYSTAR: Dice que echa de menos California. Ha tenido la consulta vacía toda la
semana. Todos los coreanos de Nueva Jersey ya tienen podólogo. Y mamá se porta
como un sargento.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Vale, no me contestes. Gracias por esconder mi
examen de Derecho.
SALLYSTAR: Mamá lo encontró igualmente. ¿Qué hay de nuevo?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: He conocido a un tío que está muy bueno. Trabaja

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para LandO’LakesGMFord.
SALLYSTAR: Es más fácil salir con un chico coreano. Por la familia y eso.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Gracias, mami.
SALLYSTAR: Yo solo te lo digo.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Vale, igual salgo con un coreano como papi. Es lo
que se llama «seguir un patrón».
SALLYSTAR: Lo que tú digas. Tú pilla la pasta. Tengo que ir a una reunión a la 1.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Qué reunión?
SALLYSTAR: Una protesta en Columbia-Tsinghua contra la ARE. Vamos a Washington
dentro de una semana.
EUNI-MAJARA en el extranjero: ¿Qué es la ARE?
SALLYSTAR: Autoridad de Restauración Estadounidense. Los bipartitos. ¿Nunca lees
las noticias?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: TÚ ESTÁS enfadada conmigo.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sally, no tienes por qué vivir con mamá y papá.
Puedes irte a los dormitorios del Barnard. Puedes conseguir un trabajo remunerado de
becaria o un empleo en una tienda. No quiero que te metas en política. Intentemos
disfrutar de la vida, simplemente.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Sally? ¿Estás ahí? ¿Quieres que vaya a casa? Si
quieres, pillo un avión mañana mismo. Me ocuparé de mami.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sally, por favor, no te enfades conmigo. Lamento no
estar ahí cuando mami y tú me necesitáis. Soy un desastre.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Sally? ¿Estás ahí? Lo más probable es que te hayas
ido. Es la una, hora vuestra.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Te quiero, Sally.

4 DE JUNIO

LEONARDO DABRAMOVINCI A EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO:


Hola, tú. Aquí Lenny Abramov. Igual me recuerdas de nuestros tiempos en Roma.
¡Gracias por lavarme los dientes! Ji, ji. Bueno, el caso es que acabo de volver a los E.
U. de A. He estado practicando lo de las abreviaciones. Creo que en Roma dijiste
TPESOPRA. ¿Significa eso Tirado por El Suelo Observando Pornografía Roedora
Adictiva? Ya ves tú, ¡no soy tan viejo! En fin, el caso es que he estado pensando en ti.
¿Vendrás a NY en un plazo breve? Aquí tienes sitio donde quedarte. Dispongo de un
alojamiento genial, setenta metros cuadrados, terraza, vistas del centro. No puedo
competir con Da Tonino, pero hago unas berenjenas a la brasa de la hostia. Si lo
prefieres, hasta puedo irme a dormir al sofá. Llama o escribe cuando te apetezca. Fue
estupendo conocerte. De verdad, de verdad, DE VERDAD. Mientras te escribo, pienso
en tu constelación de pecas (espero que eso no te incomode).

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Con amor,
Leonard.

ebookelo.com - Página 30
La nutria ataca de nuevo
De los diarios de Lenny Abramov

4 DE JUNIO
Ciudad de Nueva York

Queridísimo diario:

Vi al gordo en Fiumicino, en la sala de primera clase. Hay una terminal especial para
los vuelos a Estados Unidos y el EstadoSeguro de Israel. Es la terminal más
cochambrosa del aeropuerto, y en ella, todo aquel que no sea un pasajero lleva pistola
o te apunta con algún chisme de escanear. No hay ni asientos para los viajeros de
clase turista junto a las puertas, pues te pueden escanear mejor de pie, meterte el
trasto entre los pliegues de la carne o iluminarte como si fueras una bombilla de 600
vatios. En cualquier caso, la vida es mucho mejor en la sala de primera clase, y ahí es
a donde fui para ver si podía encontrar a algunos Individuos de Altos Ingresos de
última hora, potenciales Amantes de la Vida que pudiesen estar interesados en
nuestro Producto. Ya me podía ver a mí mismo colándome en el despacho del jefazo
Joshie para decirle: «¡Mira esto! Hasta cuando viaja, tu Lenny sigue buscando
candidatos. Soy como un médico. ¡Siempre de guardia!».
Las salas de primera clase ya no son lo que eran. La mayoría de IAI asiáticos
viajan ahora en avión privado, pero mi äppärät captó algunos rostros de cierto interés:
una antigua estrella del porno y un tío muy pijo de Bombay que estaba empezando a
erigir su imperio mundial de Ventas. Ambos llevaban algo de dinero, aunque no los
veinte millones de euros del norte en beneficios a invertir que yo andaba buscando,
pero había otro que registraba nada. Quiero decir que no estaba allí. No tenía äppärät,
o no lo llevaba puesto en modo «social», o tal vez le había pagado a algún chico ruso
para que le bloqueara las transmisiones del exterior. Y tenía realmente pinta de nada.
O una pinta que ya no tiene nadie. No era tan solo imperfecto, sino horroroso. Un tipo
gordo con los ojos muy hundidos, el mentón desmoronado, el cabello lacio y
polvoriento, una camiseta que ponía en evidencia sus ubres y una cochambrosa tienda
de campaña llena de aire cubriendo sus supuestos genitales. Nadie lo miraba, excepto
yo (y solo durante un minuto), pues estaba en los márgenes de la sociedad, porque
carecía de rango en el escalafón, porque era un IDP o Imposible De Preservar, porque
no pintaba nada en una sala de espera de primera clase entre los auténticos IAI. Ahora,
visto con perspectiva, prefiero otorgarle cierto heroísmo; quiero colocarle un libro
bien gordo en las manos y encajarle en la nariz unas lentes bifocales aún más gruesas.
Quiero que se parezca a Benjamín Franklin. Pero prometí decirte la verdad, querido
diario. Y la verdad es que desde el momento en que le vi, le tuve miedo.
Con las manos plantadas en la entrepierna, el gordo Imposible de Preservar

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miraba fijamente por la ventana mientras movía la cabeza adelante y atrás contento,
como si fuese un cocodrilo medio sumergido disfrutando de un día soleado.
Ignorando a los demás, contemplaba con el abandono típico de un entusiasta los
nuevos y estilizados aviones con nariz de delfín de las Aerolíneas del Sur de China
que se deslizaban por la pista junto a nuestros deteriorados
UnitedContinentalDeltamerican 737 y algunos aparatos de El Al, igualmente
cochambrosos.
Cuando por fin embarcamos, tras un retraso de tres horas por motivos técnicos, un
hombre joven vestido con traje informal echó a andar por el pasillo grabándonos en
vídeo a todos. Enfocó varias veces al tipo gordo, que se sonrojó e intentó mirar hacia
otro lado. El cineasta en cuestión me dio un golpecito en el hombro y me urgió, en un
lento inglés del sur, a que mirara directamente a su cámara cuadrada y anticuada.
«¿Por qué?», le pregunté. Pero al parecer ese leve conato de sedición era todo lo que
necesitaba de mí, así que siguió con su recorrido.
Cuando estuvimos en el aire, intenté borrar de mi memoria al camarógrafo, a la
nutria y al gordo. De regreso del lavabo, registré al Gordinflón como poco más que
una bola en tonos pastel que había en una esquina, pues la luz del sol que hay a esa
altura difuminaba sus formas. Saqué del maletín un ejemplar hecho polvo de relatos
de Chéjov (ojalá pudiese leerlo en ruso, como mis padres) y escogí el cuento largo
Tres años, que narra la historia del nada atractivo pero muy decente Laptev, hijo de
un acomodado comerciante de Moscú, que está enamorado de la hermosa Julia,
mucho más joven que él. Esperaba encontrar algunas pistas para seducir a Eunice y
para superar la diferencia de belleza entre ambos. En un momento del relato, Laptev
le pide a Julia que se case con él; al principio, ella le rechaza, pero luego cambia de
opinión. El siguiente pasaje se me antojó de lo más útil:

(La atractiva Julia) estaba alterada y triste, y ahora se decía a sí misma que
rechazar a un hombre bueno y honorable que la quería, simplemente porque
no era atractivo (el énfasis es mío), sobre todo cuando casarse con él
equivaldría a cambiar su estilo de vida, esa existencia carente de alegría,
monótona y ociosa en la que la juventud transcurría sin ninguna perspectiva
de mejora en el futuro (el énfasis es mío)… En tales circunstancias, rechazarle
era una locura, un capricho y una tontería, y hasta era posible que Dios la
castigase por ello.

A partir de este único pasaje desarrollé una conclusión en tres puntos.


Punto Uno: sabía que Eunice no creía en Dios y renegaba de su educación
católica, así que resultaría inútil invocar a esa deidad y a sus castigos sin fin a la hora
de conseguir que se enamorase de mí, pero, al igual que Laptev, yo era realmente ese
«hombre bueno y honorable que la quería».
Punto Dos: La vida de Eunice en Roma, pese a la belleza y la sensualidad de esa

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ciudad, daba también la impresión de ser «carente de alegría, monótona» y
ciertamente «ociosa» (Yo sabía que hacía de voluntaria un par de horas a la semana
con unos argelinos, lo cual es de una bondad increíble, pero no puede considerarse un
trabajo). Es cierto, yo no provengo de una familia rica como el Laptev de Chéjov,
pero mi capacidad anual de gasto, que es de unos doscientos mil yuanes, le
proporcionaría a Eunice algunas alegrías en el departamento de Compras y,
posiblemente, «cambiaría su estilo de vida».
Punto Tres: Pese a todo, haría falta algo más que meras consideraciones
monetarias para que Eunice me quisiera. Su «juventud transcurría sin perspectiva de
mejora en el futuro», como decía Chéjov de su Julia. ¿Cómo podría yo aprovecharme
de esa evidencia con respecto a Eunice? ¿Cómo podría enredarla para que uniera su
juventud a mi decrepitud? Todo parece indicar que algo así era mucho más fácil en la
Rusia del siglo XIX.
Observé que algunos pasajeros de primera clase me miraban por llevar un libro
abierto. «Tío, eso huele a calcetín mojado», me dijo el graciosillo que tenía al lado,
un monicaco sénior de la sección de Crédito de LandO’LakesGMFord. Metí
rápidamente a Chéjov en el maletín y luego puse este en el compartimento de arriba.
Mientras los pasajeros volvían a sus relampagueantes pantallitas, saqué el äppärät y
empecé a darle en serio con el dedo para que vieran lo mucho que me gustaba el
mundo digital, mientras lanzaba miradas nerviosas a la caverna en movimiento que
me rodeaba, incluyendo a esos viajeros de negocios adormilados por el vino y
perdidos en sus propias vidas electrónicas. A estas alturas, el joven del traje informal
había vuelto con su cámara de vídeo y estaba ahí de pie, al comienzo del pasillo,
grabando al gordo y mostrando en las comisuras los restos de un placer que mezclaba
asco e ira a partes iguales (su presa había enterrado la cabeza en una almohada: o
dormía o lo simulaba).
Yo buscaba pistas sobre Eunice Park. Mi adorada era una chica tímida en
comparación con otras de su generación, por lo que su huella digital no era muy
grande. Tuve que acceder a ella de manera lateral, a través de su hermana, Sally, y de
su padre, Sam Park, doctor en medicina, el podólogo violento. A través de mi
lujurioso y recalentado äppärät, apunté a un satélite indio del sur de California, patria
chica de la muchacha. Le di al zoom a conciencia sobre una serie de haciendas de
baldosas carmesí situadas al sur de Los Ángeles, hileras e hileras de rectángulos de
trescientos metros cuadrados en las que solo destacaban en la vista aérea los
diminutos garabatos plateados que indicaban la existencia de aire acondicionado
centralizado en las azoteas. Todas esas unidades se inclinaban ante el semicírculo de
una piscina color turquesa protegida por las aureolas grises de dos palmeras en las
últimas, que constituían la única vegetación de la zona. En el interior de una de esas
casas, Eunice Park aprendió a andar y a hablar, a seducir y a cachondearse; ahí se
hicieron fuertes sus brazos y se espesó su melena; ahí su coreano doméstico fue
suplantado por el barniz del inglés californiano; ahí planeó su huida imposible al

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Elderbird College de la Costa Este, a las plazas de Roma, a las fiestas calentorras de
la mediana edad en la Piazza Vittorio y, como yo confiaba, a mis brazos.
Acto seguido, me puse a buscar la nueva casa del doctor Park y señora, una
construcción cuadrada de estilo colonial holandés con una chimenea construida en un
extraño ángulo de 45 grados. La mansión californiana que habían abandonado valía
dos millones cuatrocientos mil dólares, sin relación con el yuan, y la segunda, una
mucho más pequeña en Nueva Jersey, costaba un millón cuatrocientos diez mil. Intuí
que habían bajado los ingresos de su padre y quise saber más.
Mi äppärät retro aportó lentamente algunos datos que me indicaron que el
negocio del padre se estaba hundiendo. Apareció un informe de sus ganancias durante
los últimos dieciocho meses; las cantidades en yuanes no dejaban de bajar desde que
se equivocaron al cambiar California por Nueva Jersey: los ingresos de julio, después
de gastos, eran de ocho mil yuanes, la mitad de lo que yo me había sacado, y yo no
tenía una familia de cuatro miembros que mantener.
No había ninguna información sobre la madre, pues pertenecía únicamente al
ámbito doméstico, pero Sally, la menor de los Park, rebosaba de datos. Descubrí a
través de su perfil que estaba más gordita que Eunice, como se podía deducir de sus
mejillas rollizas y las redondeces de brazos y pechos. De todos modos, sus niveles de
colesterol estaban muy por debajo de la media, pero tenía disparados los triglicéridos
de una forma desmesurada. Incluso con su peso, podía vivir hasta los 120 si mantenía
la dieta actual y llevaba a cabo sus estiramientos matutinos. Tras comprobar su estado
de salud, examiné sus compras y vi también ahí la sombra de Eunice. A las hermanas
Park les gustaban las camisetas ultrapequeñas de estampados discretos, los jerséis
grises anodinos que solo se distinguían por su precio y procedencia, los pendientes de
perlas, los calcetines de cien dólares para niños (así de pequeños tenían los pies), las
bragas en forma de lazo de envolver regalos, las barritas de chocolate adquiridas en
colmados escogidos al azar, los zapatos, los zapatos y los zapatos. Vi que sus cuentas
en el AlliedWastecvsCitigroup subían y bajaban como el pecho de un animal vivo.
Observé unos links a algo llamado CuloLujoso y varias boutiques de Los Angeles y
Nueva York, por un lado, y a la cuenta de sus padres en AlliedWaste, por el otro, y
comprobé que los ahorros del buen inmigrante iban menguando de forma tan
ominosa como imparable. Calculé la totalidad numérica de la familia Park al
completo y me entraron ganas de salvarles de sí mismos, de esa cultura idiota del
consumo que los estaba desangrando lentamente. Tenía ganas de darles consejos y
demostrarles que yo —que también era hijo de inmigrantes— era alguien en quien se
podía confiar.
Acto seguido, me pasé a los sitios sociales. Empezaron a aparecer fotos. La
mayoría eran de Sally y sus amigos, chicos asiáticos emborrachándose furtivamente
con cerveza mexicana, muchachos atractivos y chicas con sudaderas de algodón
haciendo la señal de la victoria ante la lente del äppärät frente a pianos cubiertos de
tapetes y bucólicos cuadros de marco dorado en los que aparecía Jesús en estado de

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éxtasis. Chicos haciendo el ganso en la amplia cama de sus padres, vaqueros sobre
vaqueros sobre vaqueros. Chicas apretadas unas junto a otras, con los ojos bien
abiertos, intentando seriamente ser risueñas, espontáneas y vagamente femeninas
mientras hacían el payaso por ahí. La hermana Sally, con una dulzura herida
irradiándole del rostro, abrazando a otra chica rellenita vestida de uniforme de
escuela católica que le está poniendo los cuernos por detrás de la cabeza, y ahí, al
final de una hilera de recién graduadas sonriendo con desesperación, ahí estaba mi
Eunice, con los ojos vigilando fríamente el porche asfaltado de un patio trasero de
California y la puerta a prueba de perros de lo más enclenque, con las mejillas
elevándose dificultosamente para poder ofrecer los preceptivos y animosos tres
cuartos de sonrisa.
Cerré los ojos y dejé que esa imagen se deslizara en mi archivo mental sobre
Eunice, que crecía de manera exponencial. Pero luego volví a mirar. Y no fue la
rutilante aunque falsa sonrisa de Eunice lo que me sorprendió. Había algo más. Había
apartado la cara del objetivo del äppärät mientras una mano le quedaba
permanentemente congelada en el aire al intentar colocarse precipitadamente unas
gafas de sol. Amplié la imagen al 800% y me centré en el ojo más alejado de la
cámara. Debajo de él y a un lado, vi lo que parecía el negro rastro de unos capilares
reventados. Le di al zoom adelante y atrás, tratando de descifrar esa mácula en una
cara que no las toleraba y acabé distinguiendo la huella de dos dedos, no, tres dedos
—índice, medio, pulgar— cruzándole el rostro.
Bueno, ya está bien. Basta de trabajo detectivesco. Basta de obsesionarse. Basta
de intentar posicionarte como salvador de una muchacha golpeada. Veamos si puedo
escribir tres páginas sin mencionar a Eunice Park ni una vez. Veamos si puedo
escribir sobre algo que no sea mi corazón.
Y es que cuando las ruedas del avión lamieron finalmente el suelo de Nueva
York, casi no reparé en los tanques y vehículos blindados de transporte de tropas que
había entre las islas de hierba quemada por el sol. Un poco más y no veo a esos
soldados de botas embarradas que echaron a correr junto a nuestro aeroplano
mientras parábamos de forma prematura y la voz angustiada del piloto por el sistema
de megafonía quedaba ahogada por un siseo electrónico.
Nuestro avión había sido rodeado por lo que se suponía que era el Ejército de
Estados Unidos. No tardamos en escuchar los golpes contra la puerta del aparato, y a
las azafatas matándose por abrirla ante los urgentes gritos castrenses procedentes del
exterior. «Pero ¿qué coño pasa?», le pregunté al graciosillo de al lado, el que se había
quejado del olor de mi libro, pero se limitó a llevarse un dedo a los labios y apartar la
vista de mí, como si yo también emitiera el hedor de un libro de cuentos.
Estaban ya en la cabina de primera clase. Nueve tíos en uniforme costroso de
camuflaje, la mayoría de unos treinta años (demasiado mayores para servir en
Venezuela, supuse), con manchas de sudor en los sobacos, botellas de agua grapadas
de cualquier manera en sus chalecos antibalas, el M16 apoyado en el torso, ni una

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sonrisa, ni una palabra. Nos escanearon con sus enormes äppäräti marrones tipo gueto
durante tres interminables minutos, a lo largo de los cuales el contingente
norteamericano mantuvo un silencio petulante y los italianos a bordo se pusieron a
hablar en tonos airados y chulescos. Y entonces empezó la cosa.
Lo agarraron por ambos brazos e intentaron ponerle de pie, ante la resistencia
pasiva de la mole. Los pasajeros estadounidenses apartaron la vista de inmediato,
pero los italianos clamaron: ¡Che barbarico! y ¿A cosa serve?
El terror del gordo feo se esparció por la cabina en olas putrefactas. Lo sentimos
antes incluso de oír el sonido de su voz, que, como el resto de su persona, no se
adecuaba a los estándares de nuestra época: era una voz débil, desvalida,
despreciable. «Pero ¿qué he hecho? —tartamudeaba—. Miren mi cartera. Soy
Bipartito. Busquen en la cartera. Tengo un pasaje de primera clase. Le conté al castor
todo lo que quiso.»
Eché un vistazo a los que atormentaban al gordo, que le rodeaban impertérritos
con el dedo en el gatillo. Sus uniformes estaban adornados con una insignia hecha a
todo correr, una espada sobrepuesta a la corona de la estatua de la Libertad y que, si
no me equivoco, identifica a la Guardia Nacional del Ejército de Nueva York. Pero yo
tenía la impresión de que esos blancos exurbanos no eran de Nueva York. Eran lentos
y displicentes, con aspecto cansado, como si alguien les hubiera arreado un
papirotazo en las pupilas, dejándolos alelados.
—Su äppärät —le dijo al gordo uno de ellos.
—Me lo dejé en casa —susurró el hombre en voz alta, y todos supimos que
mentía. Cuando los soldados lograron finalmente ponerle de pie, la cabina se llenó
con el sonido de los quejidos de un adulto poco acostumbrado a quejarse. Miré hacia
atrás y contemplé esos pantalones abultados que le sentaban tan mal y que eran
demasiado grandes para esas piernas extrañamente pequeñas. Y eso es todo lo que vi
y oí del delincuente a bordo del vuelo 023 de ContinentalDeltamerican a Nueva York,
pues de alguna manera los soldados consiguieron que dejara de gimotear, y todo lo
que pudimos escuchar a continuación fue el suave ruido de sus mocasines entre el
retumbe de las botas de aquellos machotes.
Pero la cosa aún no había terminado. Mientras los italianos habían empezado a
comentar airadamente el estado de nuestra atribulada nación, murmurando el nombre
de Il macellaio o «el carnicero» Rubenstein, cuyo rostro siniestro y manchado de
sangre aparecía en forma de póster en todas las esquinas de Roma, un segundo grupo
de soldados apareció en la cabina.
—Los ciudadanos de los Estados Unidos, que levanten la mano —nos dijeron.
Mi calvicie en forma de Ohio tenía frío en contacto con el reposacabezas del
asiento. ¿Qué había hecho yo? ¿Debería haber mantenido la boca cerrada cuando la
nutria me había preguntado el nombre de Fabrizia? ¿Debería haber dicho «No quiero
responder a esa pregunta», dado que me había informado de que tenía derecho a ello?
¿Me habría mostrado demasiado sumiso? ¿Había tiempo de echar mano al apparat en

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busca de datos de Nettie Fine para poder mostrárselos a los de la Guardia? ¿Me
sacarían a patadas del avión a mí también? Mis padres nacieron en lo que antes era la
Unión Soviética, y mi abuela había sobrevivido, aunque a duras penas, a los últimos
años de Stalin, pero yo carezco del instinto genético necesario para enfrentarme a la
autoridad desmedida. Ante una fuerza superior, me derrumbo. Así pues, mientras mi
mano emprendía un largo viaje desde el regazo hacia el aire saturado de terror de la
cabina, eché de menos la presencia de mis progenitores. Deseaba sentir la mano de
mi madre en el cogote, ese contacto fresco que siempre me calmaba de pequeño.
Deseaba escuchar a mis padres hablando muy alto en ruso, que siempre me había
parecido el idioma de la más astuta aquiescencia. Quería que nos enfrentásemos
juntos a esto, pues… ¿qué pasaría si me disparaban en mi supuesta condición de
traidor y mis padres se enteraban por un vecino, por un informe policial o por uno de
los presentadores con cara de patata de FoxLibertyUltra, su canal de televisión
favorito? «Os quiero», susurré en dirección a Long Island, donde viven mis
progenitores. Desplegando mis poderes mentales por satélite, le di al zoom hasta
apreciar el tejado verde y ondulante de su humilde residencia de Cape Cod, mientras
la fluctuación del yuan flotaba sobre el igualmente minúsculo manchón verde de su
patio trasero de clase trabajadora.
Y luego quise tener a Eunice a mi lado, compartiendo conmigo esos últimos
momentos. Deseaba sentir su poderío juvenil, acariciar con la mano sus huesudas
rodillas para que no tuviera miedo, dejarle ver que yo era el único capaz de aportarle
seguridad.
Nueve de nosotros levantamos la mano. Los estadounidenses.
—Saquen sus äppäräti.
Obedecimos. Sin hacer preguntas. Extendí mi chisme de un modo especialmente
suplicante, como un cachorrito que muestra la caca que acaba de hacerse en su
jaulita. La información de mi äppärät fue estudiada y escaneada en un äppärät militar
por un chico joven que parecía no tener cara bajo la larga visera verde de su gorra.
Solo podía verle los brazos, que se movían con la fuerza de una segadora de césped.
Inclinó la cabeza hacia mí, suspiró y luego miró el reloj.
—Muy bien, señores, ¡vámonos! —gritó.
Los pasajeros de primera clase desembarcaron a gran velocidad. Echamos a
correr escaleras abajo hasta llegar a la resquebrajada pista del JFK, que temblaba bajo
el peso de la flota de tanquetas y el pelotón ambulante de carritos para el equipaje. El
calor veraniego se me pegó a la espalda húmeda y me hizo sentir como si me
acabaran de prender fuego. Saqué mi pasaporte norteamericano y lo sostuve en la
mano, señalando el grabado del águila dorada con la esperanza de que aún significara
algo. Recuerdo que mis padres solían hablar de la suerte que habían tenido al poder
cambiar la Unión Soviética por los Estados Unidos. Dios mío, pensé, haz que esa
suerte siga existiendo en este nuevo mundo.
—Por favor, esperen bajo el «cobertizo de seguridad» —nos dijo una de las

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azafatas. Caminamos hacia una extraña floración situada en medio de un paisaje de
terminales descuidadas y vetustas, amontonadas unas sobre otras como en un tétrico
arrabal de Lagos. Pudimos observar los cansados edificios de un país prematuramente
envejecido; a lo lejos, más allá de tanques y tanquetas, las grúas dominaban el
complejo turístico futurista a medio construir de la Terminal Sur de Carga de las
Aerolíneas chinas. Se nos acercó un tanque y los nueve estadounidenses de primera
clase alzamos instintivamente la mano. El tanque frenó en seco; un único soldado, en
camiseta y pantalón corto, asomó por la tronera y plantó una señal de tráfico al lado.
En letras negras sobre fondo naranja, podía leerse:

ESTÁ PROHIBIDO RECONOCER LA EXISTENCIA DE ESTE VEHÍCULO («EL OBJETO») HASTA


QUE ESTÉ USTED A 1O KILÓMETROS DEL PERÍMETRO DE SEGURIDAD DEL AEROPUERTO
INTERNACIONAL JOHN F. KENNEDY. AL LEER ESTE CARTEL, USTED NIEGA LA EXISTENCIA
DEL OBJETO Y OTORGA SU CONSENTIMIENTO.
Autoridad de Restauración Estadounidense
Directiva de Seguridad IX-2.11
«¡JUNTOS SORPRENDEREMOS AL MUNDO!»

Los italianos, convencidos de que lo peor ya había pasado, se habían puesto a


hablar de los últimos diez minutos como si hubieran vivido una emocionante
aventura geopolítica; las mujeres ya hablaban de las tiendas de bolsos de Nolita en las
que podrían aprovecharse de la debilidad del dólar. Y de repente, me di cuenta de que
el olor a miedo del gordinflón seguía instalado en mis fosas nasales y se me había
pegado a los hirsutos pelos de la nariz, esos que me había estirado alegremente
Eunice en mi lecho romano mientras susurraba, «Joder, qué asco». Y entonces, antes
de saber con exactitud qué había ocurrido, ya estaba sentado en el suelo del cobertizo
de seguridad, con las piernas extendidas e inútiles y con los brazos palpando el nuevo
aire estadounidense, como si fuese un sonámbulo o un atleta haciendo sus
estiramientos. Se me había caído el pasaporte de la mano. Los italianos decían algo
compasivo mientras señalaban en mi dirección. Los miembros de ese pueblo antiguo
y amable prestaban mucha atención a las enfermedades. Los sonidos que Eunice
llamaba «verbalizaciones» se me escapaban de la boca, pero aunque alguien me
pegara la oreja a los labios, no sería capaz de entender ni una palabra de lo que yo
decía.

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El hombre de mi vida
De la cuenta de GlobalTeens de Eunice Park

5 DE JUNIO

Formato: Texto largo en inglés estándar.


SUPERCONSEJO DE GLOBALTEENS: Los estudios de la Escuela de Moda de Harvard
demuestran que teclear en exceso engorda las muñecas y les resta atractivo. Sé
eternamente una GlobalTeen: ¡pásate hoy mismo a las Imágenes!
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO A ZORRUPIA:
Querido y Precioso Poni:
¿Cómo va eso, putón? Ojalá estuvieras aquí ahora mismo. Necesito a alguien que
verbalice conmigo y la verdad es que GlobalTeens no está a la altura. Estoy de lo más
confusa. Me fui a Lucca con Ben (el tío de Crédito) y se portó superbién, me invitó a
comer todo el rato y pagó la estupenda habitación de hotel, me sacó a pasear por las
murallas de la ciudad y me llevó a una osteria supercojonuda en la que todo el mundo
le conocía y nos bebimos un vino de 200 euros. Yo no dejaba de pensar que sería el
novio perfecto y me moría por sus huesitos. Pero de repente, no sé por qué, me daba
por decirle que le olían los pies o que era bizco o que se estaba quedando calvo (todo
MENTIRA), y entonces él se ponía como introspectivo, apagaba el acceso común a su
äppärät para que yo no supiera dónde coño tenía la mente y se quedaba mirando
fijamente al espacio. No es que no lo hiciéramos. Lo hicimos. Y estuvo bien. Pero
justo después me entró un ataque de pánico tremebundo y él intentó tranquilizarme
diciéndome que tenía pinta de furcia y que mi follabilidad era de 800+ (lo que NO ES
CIERTO, pues no encuentro ni un peluquero en Roma que sepa tratar el cabello
asiático), pero no lo logró. Siento que no merezco estar con alguien como Ben, y cada
vez que salíamos juntos a la calle o algo así, yo no dejaba de imaginármelo con
alguna supermodelo guapísima o con una de esas Teleputas tan listas como sexis.
Vamos, que eso es lo que se merecía en vez de una chica tan jodida como yo.
Me ha llegado otra GlobalTeens de mi madre diciéndome, básicamente, que mi
padre está volviendo a las andadas. Sally tuvo que dormir en la habitación de
invitados de arriba y mamá en el sótano, porque cuando el menda se emborracha a
conciencia, no se aclara con las escaleras o, por lo menos, te enteras si intenta
subirlas.
Intenté conseguir que Sally me explicara qué está ocurriendo, pero se limitó a
decir cosas poco consistentes, como que mi madre se cargó el tofu y que papá tiene la
consulta vacía, por lo que todo es culpa de mamá o de los pacientes o de cualquiera
menos de él. En fin, he estado mirando billetes baratos de avión, pues por mucho que
me guste despilfarrar aquí el dinero de ese cabrón, sé que soy responsable de lo que

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les ocurra a Sally y a mami.
Creo que una parte de mí se está enamorando de Ben, pero sé que es imposible
porque otra parte de mí, la parte enferma, piensa que mi papá siempre será el hombre
de mi vida. Cada vez que me pasa algo maravilloso con Ben, de repente me pongo a
pensar en todas las cosas buenas que HA HECHO mi padre y empiezo a AÑORARLE. Ya
sabes que siempre ayudaba a los mexicanos pobres cuando tenía la consulta en
California y que si no tenían seguro, que era casi siempre, les arreglaba los pies
gratis. Y me pregunto, ¿no seré yo una mala hija por haberle abandonado para irme a
Europa? Dios, perdona toda esta diarrea verbal. Oye, ¿te acuerdas de cuando
vivíamos en Long Beach y te quedabas a dormir en casa? Recuerdo que mi madre nos
despertaba a las siete de la mañana del día siguiente chillando «¡Arriba, arriba, a
quien madruga Dios lo ayuda!». Te echo mucho de menos, Precioso Poni.
ZORRUPIA A EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO:
Querido y Precioso Panda:
¿Qué pasa, guarra? Recibí tu mensaje justo cuando estaba saliendo del coche en
el Chochojugoso de Topanga y me puse de lo más triste. Una de las dependientas
hasta me verbalizó si me encontraba bien y yo le dije que estaba «pensando» y ella
puso cara de «¿Por qué?».
No sé qué decirte. Supongo que los padres son una gran decepción, pero son los
únicos que tenemos. Quiero decir que hay como que respetarlos a pesar de todo y que
si hacen cosas chungas, deberíamos intentar quitarnos de en medio y quererles diez
veces más. Ojalá tuvieras un hermano mayor como yo, porque ese se come todos los
marrones de la familia. Debe de ser un asco ser la hermana mayor de una familia sin
hombres.
En cualquier caso, con respecto a Ben, ¡yo creo que lo estás haciendo muy bien!
Lo que pasa es que él no sabe que todo se debe a tu inquietud interior y piensa que no
eres más que una zorra superdura y que tiene que trabajar de lo lindo para
conquistarte. ¿Se le curva el rabo hacia abajo y un poco hacia un lado? A Gopher sí
(le han dado un diploma… ¡de Pollas Gordas!), y estaba pensando si todos los chicos
blancos la tienen así. ¿Ves lo virginal que soy? ja, ja.
Ya sabes que puedes verbalizarme a cualquier hora, de día y de noche. Total,
tengo la impresión de que no sé lo que hago la mitad del tiempo, pero estoy
encantada de que podamos confiar la una en la otra, pues el mundo a veces resulta
tan… Bueno, no puedo ni describirlo. Es como si estuviera flotando por ahí y cada
vez que alguien se me acerca o yo me acerco a alguien, se produjera una especie de
ELECTRICIDAD ESTÁTICA. A veces la gente me verbaliza y yo me quedo mirándoles la
boca en plan ¿QUÉ? Pero ¿qué me estás diciendo? ¿Cómo voy a pensar en
verbalizarte algo? ¿Tiene algún interés lo que diga? Vamos, tú, por lo menos, ¡saliste
de casa y te fuiste a Roma! ¿Quién más hace algo así? Por cierto, ¿venden en Italia
esa marca fabulosa de bragas que se llama EntregaTotal? Creo que son de Milán, pero
no las encuentro ni en AdolescentesPijas ni en CulosLujosos. Si las tienen en color

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azul marino, te las pago luego, te lo juro. Ya sabes mi talla, guarrilla. Yo también te
echo mucho de menos, Precioso Panda. ¡Regresa a la soleada California! Creo que
cuando tomo la píldora me pica el coño ¿A qué se deberá?

7 DE JUNIO

CHUNG.WON.PARK A EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO:


Eunhee:
Cómo estás hoy. Espero que no te preocupas. Es bien que escribes a Sally. La
hermana pequeña siempre se fía de la mayor. Yo y papi fuimos a la iglesia y
hablamos juntos con reverendo Cho. Yo pido perdón a papi porque todo el rato soy
desconsiderada de cómo duro trabaja él y que él necesita todo perfecto, sobre todo el
son-dubu que es plato favorito de él. Papi promete que si no encuentra bien
PRIMERO rezamos juntos a DIOS para que nos guía y LUEGO él pega. Luego el
reverendo Cho nos lee las Escrituras que dicen mujer va detrás de hombre. Él dice
hombre es cabeza y mujer pierna o brazo. También rezamos juntos y especialmente
incluyo tú y Sally porque tú y hermana sois todo lo que tenemos papi y yo. Si no,
nunca nos vamos de Corea que ahora es país más rico que Estados Unidos y además
menos problemas políticos, pero ¿cómo lo íbamos a saber cuándo nos marchamos?
Ahora hasta en Fort Lee vemos tanque en avenida Central. Mucho miedo yo, como
en Corea en 1980 hace mucho tiempo cuando había problema en Kwangju y mucha
gente muere. Espero que nada le pasa a Sally en Manhattan.
Como nosotros dejamos todo atrás por ti, ahora tú tienes gran responsabilidad con
papi y mami y hermana. Acabo aprender hacer signo feliz. ¿Te gusta? Jajá.
Hazme orgullosa de ti y esperar mucho de ti como antes. Te quiero siempre.
Mami
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO A CHUNG.WON.PARK:
Mamá, ¿por qué no os venís a Roma tú y Sally? Ella puede ir a clases de verano
el año que viene. Buscaremos un apartamento más grande y os enseñaré la ciudad. Os
merecéis un respiro de papi. Hay por aquí una iglesia cristiana (aunque no católica)
con servicios en coreano y comeremos cosas buenísimas y lo pasaremos bien. Puede
que me ayude a concentrarme un poco saber que estáis a salvo, y así sacaré mejor
nota en el examen para la facultad de Derecho.
Te quiere,
Eunice

EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sally, ¿quieres bragas EntregaTotal? Son esas


trasparentes que lleva la porno estrella polaca en «DoctorCulo».
SALLYSTAR: ¿La de las caderas falsas?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Eso creo. No sé por qué, no puedo acceder a
DoctorCulo en el äppärät. En Italia no funciona nada.

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SALLYSTAR: Son superfinas y las puedes llevar con vaqueros Pieldecebolla.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Y por qué no las llevas con vaqueros normales? Así
podrías «proteger el misterio», como dice mamá.
SALLYSTAR: Jajaja. Kwan dice que algunas chicas coreanas de Los Ángeles no usan
condones porque quieren que sus novios piensen que son vírgenes. ¡Y todas tienen,
por lo menos, 28 años! Vaya tías viejunas.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: QUÉ HORROR. Pero no lo entiendo, parece que estás
mejor. ¿Va todo bien?
SALLYSTAR: Creo que papi está mejor. Ha venido a cantar conmigo en la ducha.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿EN LA DUCHA?
SALLYSTAR: No, la cortina estaba cerrada.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Pero la cortina es de plástico.
SALLYSTAR: ¿Las EntregaTotal son más baratas en Italia? Ya sabes mi talla. Aunque la
verdad es que he engordado y ahora uso una más. Qué asco.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¡Deja de comer tanto! Y no dejes que papi se te meta
en la ducha.
SALLYSTAR: No está en la ducha. Es bonito cantar con él. Interpretamos Hermana en
Cristo y el tema principal de «El cirujano oral Lee Dang Hee». ¿Te acuerdas de cómo
se cabreaba papi con ese programa? ¿Cómo se llamaba aquel noraebang al que
íbamos a cantar?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Nosécuántos en Olympic. Deberías venir a pasar el
verano en Roma.
SALLYSTAR: No puedo. Clases. Y la semana que viene vamos a Washington y va a
haber más protestas durante todo el verano.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Mami dice que ha visto un tanque en Fort Lee. En
serio, Sally. No te metas en política. ¡Ven a Roma! Hay una tienda enorme a veinte
minutos y tienen la colección de otoño de Saaami y la línea veraniega de
Chochojugoso y está todo al 80%, por lo menos.
SALLYSTAR: Creí que el dólar no valía nada.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Pero aún así ahorras. Tía, un 80% menos. ¡Echa
cuentas, atontada!
SALLYSTAR: No puedo ir. Tengo que cuidar de mami.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¡Tráetela contigo!
SALLYSTAR: Eunice, ¿cómo es posible que creas que lo puedes arreglar todo y
cambiarlo todo y que todo el mundo sea feliz? Las cosas no funcionan así.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Y qué debería hacer? ¿Rezarle a Jesús para que
«cambie el corazón de papi»?
SALLYSTAR: Ya sabes que no me cae bien el reverendo Cho, pero si algo he aprendido
en la iglesia es a ser humilde. Así está el patio. Así son mis padres. Y yo debería

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aceptar mis limitaciones y hacer lo que pueda con lo que Dios me ha dado. En caso
contrario, lo único que consigues es amargarte.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: En otras palabras, pasa de todo y que Jesús te
muestre el camino. Por cierto, ya estoy amargada.
SALLYSTAR: Yo no paso de nada. Voy a ser cardióloga y pienso ganar el dinero
suficiente para que papi se jubile y deje de preocuparse por los apestosos pies de los
blancos. Y puede que entonces todos nos sintamos mejor como familia.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sí, seguro que eso lo arregla todo.
SALLYSTAR: Gracias por aprobar mis sueños. Eres igual que papi y ni siquiera te das
cuenta. Quédate en Roma. No necesito a otro como él.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Perdóname.
SALLYSTAR: Da igual.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Me siento muy orgullosa de ti.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Yo soy la que está jodida, ¿vale?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Sigues ahí? Te conseguiré esas bragas EntregaTotal,
pero ya te apañarás tú con el sujetador enseña pezones.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¡Sally! Cuando me cortas de esa manera me pongo
muy triste.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Ya sabes que haría cualquier cosa para haceros
felices a mami y a ti. Puede que al final sí vaya a la facultad de Derecho y trabajaré
en la venta de Artículos de Lujo y le podremos comprar a mami un apartamento en
Manhattan para que esté a salvo.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Vuelvo a casa, Sally. ¿Estás ahí? En cuanto encuentre
un billete barato, me vuelvo a casa.

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La falacia de la mera existencia
De los diarios de Lenny Abramov

6 DE JUNIO

Querido diario:

Ahí va un mensaje de Joshie que se materializó en mi äppärät justo después de mi


ordalía en el JFK:

QUERIDO MACACO, ¿YA DE REGRESO? AQUÍ CANTIDAD CAMBIOS POSITIVOS Y


RECORTES; PUEDES QUEDARTE EN ROMA CUANTO GUSTES; SALARIO Y EMPLEO EN EL
FUTURO = YA HABLAREMOS.

Pero ¿a qué coño venía eso? ¿Estaba Joshie Goldman, mi jefe y mi segundo
padre, a punto de despedirme? ¿Me habría enviado a Europa para quitarme de en
medio?
Aún conservo un viejo cuaderno de cuando era pequeño y llevo tiempo
esforzándome por darle alguna utilidad. Así pues, le arranqué una genuina hoja de
papel, la puse sobre la mesita de centro y empecé a escribir esto a mano.

ESTRATEGIA DE SUPERVIVENCIA A CORTO PLAZO,


SEGUIDA DE INMORTALIDAD, TRAS EL REGRESO A NUEVA YORK DESPUÉS DEL
DESASTRE EUROPEO.
Por Lenny Abramov,
licenciado y Máster en Administración de Empresas.

1) Trabajar duro para Joshie: demostrar que eres necesario en lo que haces;
demostrar que no eres tan solo la mascota del profesor, sino un pensador
creativo y un Proveedor de Contenidos; disculparte por los escasos resultados
en Europa; conseguir un aumento de sueldo; recortar gastos; ahorrar dinero
para tratamientos iniciales de descronificación; aumentar la propia perspectiva
de vida en veinte años y luego seguir adelante de forma exponencial, hasta
alcanzar el impulso necesario para conseguir la Extensión Vital Indefinida.
2) Conseguir que Joshie te proteja: evocar el lazo paterno-filial en respuesta a la
situación política. Hablar de lo que ocurrió en el avión; evocar sentimientos
judíos de terror e injusticia.
3) Querer a Eunice: aunque esté lejos, intenta pensar en ella como potencial
compañera; medita sobre sus pecas y hazte sentir amado por ella para rebajar
los niveles de estrés y sentirte menos solo. ¡¡¡Deja que el potencial de su
dulzura amplíe tu felicidad!!! Luego suplícale que venga a Nueva York y
déjala convertirse, sucesivamente, en amante reticente, compañera cautelosa y

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esposa joven y bonita.
4) Preocuparte por tus amigos: queda con ellos justo después de ver a Joshie e
intenta recrear una sensación de comunidad con tus eternos compadres Noah
y Vishnu.
5) Ser amable con tus padres (dentro de un orden): puede que se porten mal
contigo, pero representan tu pasado y tu identidad. 5a) Busca similitudes con
tus progenitores: ellos crecieron en una dictadura, ¡¡¡y tú también puedes
acabar viviendo en una!!!
6) Disfrutar de lo que tienes: no estás tan mal como otra gente. Piensa en ese
pobre gordinflón del avión (¿Dónde está ahora? ¿Qué le estarán haciendo?) y
siéntete feliz en comparación.

Plegué el papel y me lo metí en la cartera por si había que consultarlo. «Y ahora


—me dije—, ¡a por ello!»
Primero, disfruté de lo que tengo (punto número 6). Empecé por los setenta
metros cuadrados que constituyen mi parte de la isla de Manhattan. Vivo en la última
zona de clase media de la ciudad, en lo alto de un zigurat de ladrillo rojo erigido por
un sindicato de trabajadores judíos del textil en las orillas del río East, en la época en
que los judíos cosían ropa para vivir. Digan lo que digan, esos espantosos edificios
están llenos de auténticos viejos con historias reales que contar (aunque esas historias
resultan a menudo prolijas y difíciles de seguir; por ejemplo, ¿quién demonios era ese
tal Dillinger?).
Luego disfruté de mi Muro de Libros. Conté los volúmenes de mi estantería
modernista de siete metros de longitud para cerciorarme de que ninguno estaba fuera
de sitio o había sido utilizado por mi realquilado para atizar el fuego.
—Os considero sagrados —les dije a los libros—. Solo yo me preocupo por
vosotros. Estaréis conmigo eternamente. Y un día conseguiré que volváis a ser
importantes.
Pensé en esa terrible calumnia de la nueva generación según la cual los libros
huelen mal. Por si acaso, ante la posible llegada de Eunice Park, decidí curarme en
salud y darle al ambientador Chorro de Flor Silvestre PinoSol en las proximidades de
mis queridos tomos, abanicando con las manos esos zumos atomizados en la
dirección del lomo. Luego disfruté de mis demás posesiones, del mobiliario de diseño
modular, de la estilizada electrónica y de la cómoda de los años 50 inspirada en Le
Corbusier, rebosante de recuerdos de pasadas relaciones, algunos muy agradables y
con olor a zonas íntimas, otros impregnados en ese tipo de tristeza que debería
aprender a ignorar. Disfruté de esa mesa de la terraza tan difícil de montar (seguía
teniendo una pata más corta que las otras) y me tomé al fresco un café no romano
bastante asqueroso, contemplando el concurrido cielo en torno a los rascacielos del
centro de la ciudad, situado a unas veinte manzanas de distancia, mientras
helicópteros civiles y militares pasaban junto a la extremada aguja de la Torre de la

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Libertad y demás rutilancias de la zona. Disfruté de los bloques bajitos de
apartamentos que ocupan mi más cercano campo de visión, las llamadas Casas
Vladeck, cuyo ladrillo rojo se solidariza con el nuestro, aunque tales edificios no
parezcan muy orgullosos de sí mismos, sino más bien resignados en su necesidad,
con sus miles de residentes dispuestos a recibir el calor del verano y, si se me permite
especular, el amor del verano. Incluso a treinta metros de distancia, a veces oigo los
dolorosos gritos de amor que emiten los vecinos desde detrás de sus costrosas
banderas puertorriqueñas, por no hablar de sus violentos berridos.
Con el amor en la cabeza, decidí disfrutar de la estación. Para mí, la transición de
mayo a junio está marcada por el cambio radical de los calcetines hasta la rodilla por
los tobilleros. Me puse unos pantalones blancos de lino, una camisa con estampado
de pingüinos y unas cómodas deportivas malayas, consiguiendo así fácilmente un
gran parecido con la mayoría de nonagenarios de mi edificio. Mis vecinos forman
parte de una CJN —Comunidad de Jubilados Naturales—, que es una especie de
Florida instantánea para aquellos demasiado débiles o pobres como para poder ser
trasladados a Boca Ratón con tiempo suficiente para asistir a su propio funeral.
Bajando en el ascensor, rodeado por bregados vejestorios en sillas de ruedas
motorizadas junto a sus cuidadores jamaicanos, conté la cosecha diaria de fiambres
que aparecía en la Lista de la Muerte colgada junto a los botones. Solo en los últimos
dos días, cinco vecinos de la CJN habían pasado a mejor vida. La señora que ocupaba
el piso de encima del mío, el E-707, que tenía ochenta y tantos años y se llamaba
Naomi Margolis, había fallecido, y su hijo David invitaba a sus eclécticos vecinos —
los jóvenes profesionales de Crédito y Medios, las viejas planchadoras viudas y
socialistas, y los cada vez más extendidos judíos ortodoxos— a «disfrutar de su
recuerdo» en su casa de Teaneck, Nueva Jersey. Yo admiraba a la señora Margolis por
haber vivido tanto, pero una vez se acepta la idea de que un recuerdo es, en cierto
modo, el sustituto de un ser humano, igual se acaba renunciando a Extensión Vital
Indefinida. Creo poder decir que yo, aunque admiraba a la señora Margolis, también
la odiaba. La odiaba por renunciar a la vida, por dejar que las olas fueran y vinieran,
haciendo lo que querían con su cuerpo marchito. Es posible que detestara a todos los
viejos de mi edificio y les desease una rápida desaparición para poder concentrarme
en mi propia lucha contra la mortalidad.
Con mi enrollado atuendo de carcamal, eché a andar tan pimpante por la calle
Grand hacia el parque del río East, subiéndome a cada acera con ese profundo «ay»
que tanto se oye en mi vecindario. Me senté en mi banco favorito, cerca del poderoso
anclaje del puente de Williamsburg, observando cómo una parte de la estructura
parecía un montón de cartones de leche puestos unos encima de otros. Disfruté de las
madres adolescentes de las Casas Vladeck mientras atendían las quejas de sus hijos
(«¡Me ha picado una abeja, mamá!»). Me encantaba oír un idioma hablado realmente
por niños. Verbos exagerados, pronombres explosivos, preposiciones bellamente mal
usadas. Lenguaje, no datos. ¿Cuánto faltaría para que esos críos se retiraran al denso

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mundo del äppärät que hace clic-clac, típico de sus agobiadas madres y ausentes
padres?
Luego me fijé en una señora china de aspecto saludable, muy adecuada para el
disfrute visual, y la seguí a paso de tortuga por la calle Grand y luego por East
Broadway, viendo cómo palpaba exóticos tubérculos y manoseaba algunos pescados
de escamas plateadas. Iba de compras con suma pachorra, haciéndose con todo lo que
se le ponía a tiro, y acto seguido, después de cada adquisición, corría hacia uno de los
postes de telégrafo de madera que ahora flanqueaban las calles.
En Roma, mi amigo Sandi, el de la moda, me había hablado de los Postes de
Crédito, refocilándose en lo chulo que era su diseño retro, en el modo en que la
madera tenía un aspecto intencionadamente nudoso en algunos sitios y en cómo el
cable habitual había sido sustituido por ristras de bombillas de colores. La apariencia
anticuada de los postes pretendía evocar una época más vigorosa de la historia de
nuestra nación, exceptuando los pequeños contadores LED situados a la altura de los
ojos que registraban tu nivel de Crédito al pasar. En lo alto de los Postes, había
cartelitos de la Autoridad de Restauración Estadounidense en varios idiomas. En las
zonas de Chinatown de East Broadway, los rótulos estaban en inglés y en chino
—«¡Estados Unidos felicita a sus compradores!»—, junto al dibujo de una
desdichada hormiga corriendo feliz hacia una montaña de regalos de Navidad bien
envueltos. En las secciones latinas de la calle Madison, estaban en inglés y en español
—«No te lo gastes todo, huevón»—, y se veía un saltamontes de ceño fruncido
vestido de inmigrante mexicano de los años cuarenta y mostrando los bolsillos
vacíos. Había textos alternativos en los tres idiomas:

El barco está lleno.


Evite la deportación.
Latinos: a ahorrar.
Chinos: a gastar.
Mantenga SIEMPRE su nivel de Crédito dentro del límite.
AUTORIDAD DE RESTAURACIÓN ESTADOUNIDENSE
«¡JUNTOS SORPRENDEREMOS AL MUNDO!»

Sentí un rutinario escalofrío liberal al ver cómo razas enteras de seres humanos
podían ser reducidas y estereotipadas de forma tan sumaria, pero también me
descubrí interesado cual mirón en ver el nivel de Crédito de la gente. La vieja china
ostentaba un digno 1400, pero otros, como las jóvenes madres latinas y hasta un
disoluto adolescente hasídico que iba echando el bofe por la calle, mostraban unos
saldos en luz roja parpadeante de menos de 900, lo cual me llevó a preocuparme por
ellos. Pasé por delante de uno de los Postes, dejando que captara la información de mi
äppärät, y pude ver mi propio saldo, que era de unos impresionantes 1520. Pero había

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un asterisco rojo parpadeando junto al resultado.
¿Seguiría incordiándome la nutria?
Le envié un mensaje de GlobalTeens a Nettie Fine, pero lo único que obtuve por
respuesta fue la sorprendente frase DESTINATARIO BORRADO. ¿Y eso qué quería decir?
Nunca borran a nadie de GlobalTeens. Intenté encontrarla por GlobalTrace, pero
conseguí algo aún más terrorífico: DESTINATARIO INENCONTRABLE/INACTIVO. Pero ¿a
qué clase de persona no se podía encontrar en este mundo?
Cuando estaba en Roma, solía quedar para comer con Sandi en Da Tonino y
hablábamos de lo que más añorábamos de Manhattan. En mi caso, se trataba de las
empanadillas de cerdo frito con cebolleta de la calle Eldridge; en el suyo, de las
señoras mayores negras de la compañía del gas o de la oficina del paro que le
llamaban «chato», «cariño» y a veces «guapo». Él decía que no era una cosa gay, sino
que, más bien, esas mujeres negras le hacían sentirse tranquilo y cómodo, como si de
repente le hubiera caído encima el amor maternal de una perfecta desconocida.
Supongo que eso es lo que esperaba ahora de la INACTIVA Nettie Fine, con Eunice
a seis husos horarios de distancia, con los Postes de Crédito reduciendo a todo el
mundo a un simple número de tres cifras, con un gordo inocente sacado a empujones
de un avión y con Joshie diciéndome «salario y empleo en el futuro = ya
hablaremos»: un poco de amor maternal.
Recorrí de cabo a rabo la zona este de la calle Grand tratando de sentirme en casa,
de restablecer mi dominio del territorio. Pero no se trataba únicamente de los Postes
de Crédito. El barrio había cambiado desde que me había ido a Roma un año atrás.
Todos los negocios moribundos seguían allí, decadentes covachas de linóleo con
nombres como A-OK Pizza Shack, frecuentado por parroquianos pobretones que
plantaban las zarpas en un viejo terminal de ordenador mientras se tragaban los tufos
del aceite de las pizzas y una costrosa edición de 1988 en diez tomos de El nuevo
libro de la ciencia popular criaba polvo en algún rincón, a la espera de algún cliente
que supiera leer. Pero había un plus de desgana en la población: esos desempleados
que deambulaban por la calle cubierta de huesos de pollo como si la hubieran
agarrado con una pinta de alcohol de grano en vez de beberse unas cuantas botellas
de cerveza Negra Modelo, con el rostro hundido por el peso del efecto depresivo que
yo siempre asocio con mi padre… Una niña angelical de siete años, con trenzas, le
estaba gritando a su äppärät: «¡La próxima vez que esa negra asome el culo, la voy a
hostiar en la tripa!». Una anciana judía de mi edificio se había caído sobre el asfalto
recalentado por el sol y sus amigas habían formado a su alrededor un círculo
protector mientras ella daba vueltas cual tortuga. Junto a la verja de alambre afilado
que delineaba un proyecto interrumpido de apartamentos de lujo, un borracho con
una guayabera inmunda se bajaba los pantalones y se disponía a evacuar. Yo ya había
visto a ese caballero jiñar en público con anterioridad, pero la expresión de dolor de
su rostro y la manera en que se frotaba las desnudas caderas mientras cagaba, como si
el sol de junio no bastara para calentárselas, así como los terribles gruñidos que

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escupía en dirección al nuboso cielo de nuestra ciudad, me hicieron sentir como si mi
calle natal se estuviera alejando de mí hasta caer en el río East, deslizándose en una
nueva arruga temporal en la que todos nos bajaríamos los pantalones para ciscarnos
con furia sobre la madre tierra.
Una tanqueta con la insignia de la Guardia Nacional del Ejército de Nueva York
estaba aparcada junto a un bache enorme en el frecuentado cruce de Essex con
Delancey. Llevaba montada en el techo una ametralladora Browning del calibre 50
con una rotación de 180 grados, hacia delante y hacia atrás, que parecía un
metrónomo retrasado y que cantaba bastante en el paisaje movido pero pacífico del
Lower East Side. El tráfico estaba bloqueado por toda la calle Delancey. Un tráfico
silencioso, además, pues nadie se atrevía a tocarle la bocina a un vehículo militar. La
esquina de la calle se vació a mi alrededor hasta que me quedé solo, con la vista
clavada en el cañón del arma como un idiota. Levanté las manos en señal de pánico y
salí pitando de allí.
Me estaban amargando el pretendido disfrute. Saqué la lista que había redactado a
mano y decidí hacer uso inmediato del Punto Número 2 (Hacer que Joshie te proteja).
Junto a una recién chapada cafetería pija del Bowery llamada Powertea, encontré un
taxi y me dirigí a la guarida de mi segundo padre en el Upper East Side.

La división de Servicios Poshumanos de la Corporación Staatling-Wapachung se


encuentra en una antigua sinagoga de estilo morisco cerca de la Quinta Avenida. Se
trata de un edificio de aspecto fatigado que rebosa de arabescos, contrafuertes
majaretas y otras basurillas que remiten a un Gaudí muy menor. Joshie lo compró en
una subasta por tan solo ochenta mil dólares cuando la congregación plegó velas tras
ser timada unos años atrás en cierta estafa piramidal judía.
Lo primero en que reparé a mi regreso fue el olor de costumbre. En los Servicios
Poshumanos se fomenta el uso contundente de un ambientador especial
hipoalergénico de aire orgánico, pues el aroma de la inmortalidad es complicado. Los
suplementos, la dieta, las muestras constantes de sangre y piel para diferentes pruebas
físicas y el temor a los componentes metálicos que se encuentran en la mayoría de los
desodorantes crean una curiosa variedad de olores posmortales, siendo el más
benigno de ellos el conocido como «aliento de sardina».
Con una o dos excepciones, no he hecho amigos en mi trabajo de los Servicios
Poshumanos desde que cumplí los treinta. No es fácil hacerse amigo de algún mocoso
de veintidós años que se escandaliza ante el rápido crecimiento de su nivel de glucosa
en sangre o que envía un GroupTeen con su índice de adrenalina junto a una carita
sonriente. Cuando la inscripción del retrete reza «Los niveles de insulina de Lenny
Abramov son de aúpa», a uno se le inflan un tanto las narices, lo que a su vez eleva
los niveles de cortisol asociados al estrés y propicia la crisis celular.
De todos modos, cuando crucé la puerta esperaba reconocer a alguien. El
santuario principal y con adornos dorados de la sinagoga estaba lleno de hombres y

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mujeres jóvenes vestidos con airado desaliño posuniversitario, pero proyectaban
desde algún punto entre los ojos el mensaje de que eran la personificación de aquel
viejo éxito de Whitney Houston que ya he mencionado anteriormente: es decir, que
los niños eran de facto el futuro. En los Servicios Poshumanos teníamos ya personal
suficiente como para repoblar las originales Doce Tribus de Israel, que tan bien
representadas estaban, por cierto, en las vidrieras del santuario. Qué aburridos
resultábamos todos a su luz de un azul oceánico.
El arca en que suelen estar guardadas las Torahs había sido retirada, y en su lugar
colgaban cinco gigantescas pantallas de horarios Solari que Joshie había rescatado de
diferentes estaciones ferroviarias italianas. En vez de las horas de arrivi y de partenze
de los trenes que salían o llegaban a Florencia o a Milán, la pantalla retráctil exhibía
los nombres de los empleados de Servicios Poshumanos junto a los resultados de
nuestras últimas pruebas físicas, nuestros niveles de metilación y de homocisteína,
nuestra testosterona y estrógenos, nuestra insulina y triglicéridos y, lo más importante
de todo, nuestros «indicadores de tono y estrés», que siempre debían responder a la
clasificación «positivo/emprendedor/dispuesto a contribuir», pero que, con la
suficiente aportación de colegas competitivos, podía cambiarse a «el cabrón está hoy
de mala hostia» o «este mes no ha dado ni golpe». Ese día en concreto, las placas
blanquinegras giraban locamente y las letras y los números mutaban —con un ruidito
de lo más molesto— para formar nuevas cifras y palabras, mientras un desafortunado
Aiden M. era degradado de «acusa la terrible pérdida de un ser querido» a «deja que
la vida personal interfiera en la laboral», y de ahí a «no se lleva bien con los demás».
Lo más preocupante de todo era que muchos de mis antiguos colegas, incluyendo a
mi compatriota ruso, el brillante maníaco depresivo Vasily Greenbaum, estaban
marcados con la temible leyenda TREN CANCELADO.
Y por lo que a mí respecta, ni siquiera figuraba en la lista.
Me posicioné en mitad del santuario, debajo de Los Paneles, intentando formar
parte de los discretos murmullos que se producían a mi rededor.
—Hola —dije. Y separando los brazos—: ¡Lenny Abramov!
Pero mis palabras desaparecieron en la nueva cobertura de madera a prueba de
ruidos mientras varias configuraciones de jóvenes, algunos de ellos cogidos del
brazo, como si hubieran quedado para salir, atravesaban el santuario en dirección a la
Cocina de Soja o a la Sala de la Eternidad, dejándome para que escuchara
expresiones y abreviaturas como «Política Blanda», «Reducción de Daños»,
«TPESOPRA», «PRGV», «TIMATOV» o «Rubenstein el Enculador»; y, entre risas
femeninas, «Macaco». ¡Mi alias! Alguien había reconocido mi relación especial con
Joshie y la evidencia de que la había utilizado para hacerme el importante por aquí.
Se trataba de Kelly Nardl. Mi querida Kelly Nardl. Una chica delicada y bajita de
mi edad por la que me sentiría fatalmente atraído si me viese capaz de pasarme la
vida a menos de tres mesas de distancia de su aroma animal no desodorizado. Me dio
la bienvenida con un beso en cada mejilla, como si fuese ella la que acababa de

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volver de Europa, y me llevó de la mano hacia su pulcro y reluciente escritorio
situado en lo que había sido el despacho del Cantor.
—Te voy a hacer un plato de saludables verduritas, chato —me dijo, y con esa
única frase consiguió reducir mis temores a la mitad. En Servicios Poshumanos no te
despiden después de servirte un buen repollo. Las verduras son una señal de respeto.
También hay que decir que Kelly constituía una excepción en la estirada gente de por
aquí: había crecido entre la amabilidad y la gentileza de Luisiana y era como una
Nettie Fine más joven y menos histérica (espero que Nettie esté viva y en buen
estado, donde quiera que se encuentre).
Me quedé detrás de Kelly mientras ella esparcía berros dorados por una estepa de
col rizada siberiana. Apoyé las manos en sus sólidos hombros y respiré su agria
vitalidad. Kelly inclinó una cálida mejilla sobre una de mis muñecas, un gesto tan
familiar que me hacía pensar que nos habíamos conocido en una vida anterior. Sus
pálidos y bonitos muslos asomaban bajo unos modestos pantalones cortos de estilo
militar, y recordé nuevamente que tenía que disfrutar; en este caso, de cada
centímetro de la imperfección de Kelly.
—Oye —le dije—, ¿han cancelado el tren de Vasily Greenbaum? Tocaba la
guitarra y hablaba un poco de árabe. Y cuando no estaba totalmente deprimido,
siempre se sentía muy «dispuesto a contribuir».
—Cumplió los cuarenta el mes pasado —suspiró Kelly—. Y no alcanzó los
resultados previstos.
—Yo también estoy a punto de cumplirlos —dije—. ¿Y por qué no figura mi
nombre en Los Paneles?
Kelly no dijo nada. Estaba troceando una coliflor con un cuchillo de seguridad
más bien romo y el sudor le perlaba la blanca frente. En cierta ocasión, Kelly y yo
habíamos compartido una botella de vino —o de «resveratrol», como le llamamos los
Post Humanos— en un bar de tapas de Brooklyn, y después de acompañarla a su
violento edificio de Bushwick, me preguntó si algún día podría enamorarme de una
mujer de una decencia tan compulsiva como discreta (respuesta: no).
—¿Y quien sigue aquí de la vieja pandilla? —pregunté con voz temblorosa—. No
he visto el nombre de Jami Pilsner. Ni el de Irene Po. ¿Es que nos van a despedir a
todos?
—A Howard Shu le va bien —repuso ella—. Lo han ascendido.
—Estupendo —dije.
Entre los que habían conservado el empleo tenía que figurar ese canijo cabrón de
Shu, mi compañero de clase en la Universidad de Nueva York, el tipo que, a lo largo
de los últimos doce años, me había superado en todas las competiciones más infames
de esta vida. En mi opinión, hay algo un tanto triste en los empleados de Servicios
Poshumanos, y para mí, el implacable y altamente eficaz Howard Shu personifica esa
tristeza. Lo cierto es que aunque creamos ser el futuro, no lo somos. Somos sirvientes
y aprendices, no clientes inmortales. Recogemos nuestros yuanes, nos tomamos

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nuestros elementos nutricionales, nos pinchamos, sangramos y medimos ese líquido
de color púrpura oscuro de mil maneras distintas, y hacemos de todo menos rezar,
pero al final seguimos condenados a morir. Ya puedo yo tomarme en serio el genoma
y el corazón, y emprender una guerra nutricional contra mi desastroso E4 hasta
convertirme en una lechuga andante, pero nada me curará de mi principal defecto
genético:
Mi padre es un celador de un país pobre.
El padre de Howard Shu vende tortugas en miniatura por las calles de Chinatown.
Kelly Nardl es rica, pero no lo suficiente. La escala de riqueza con la que crecimos ya
no está vigente.
El äppärät de Kelly iluminaba el aire que la rodeaba, y ella estaba volcada en las
necesidades de un centenar de clientes. Tras la decadencia cotidiana de Roma,
nuestras oficinas resultaban muy sobrias. Todo estaba bañado en colores suaves y en
el saludable resplandor de la madera natural; el material de oficina, cubierto con
sarcófagos estilo Chernóbil cuando no se utilizaba; los simuladores de ondas alfa,
ocultos tras pantallas japonesas, acariciando nuestros hiperactivos cerebros con rayos
tranquilizantes. Había algunos cuadritos humorísticos repartidos por la zona, con
frases como «A las féculas, diles que no», «¡Alegra esa cara, que el pesimismo
mata!», «No hay nada como las células ricas en telómeros» o «LA NATURALEZA TIENE
MUCHO QUE APRENDER DE NOSOTROS». Y ondeando al viento sobre el escritorio de
Kelly, un cartel mostraba el dibujo de un hippy al que le estaban atizando en la cabeza
con un manojo de brócoli:

SE BUSCA
Por robo de electrones.
Por asesinato del ADN.
Por maligno daño celular.
ABBIE «RADICAL LIBRE» HOFFMAN
CUIDADO: el sujeto puede estar armado y ser peligroso.
No intenten detenerle.
Llamar de inmediato a las autoridades e incrementar
la ingesta de la coenzima Q10.

—Creo que me iré a mi mesa —le dije a Kelly.


—Cariño —repuso ella, poniendo sus largos dedos en torno a los míos: se podría
ahogar a un gatito en el inmenso azul de sus ojos.
—Ay, Señor —dije—. No me lo digas.
—No tienes mesa. Bueno, te la ha cogido alguien. Ese chico nuevo de Brown-
Yonsei. Se llama Darryl, creo.
—¿Dónde está Joshie? —pregunté automáticamente.
—Regresando de Washington —lo comprobó en su äppärät—. Se estropeó su
avión particular, así que vuelve en un vuelo comercial. Llegará hacia la hora del
almuerzo.
—¿Y yo qué hago? —susurré.

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—Te iría bien parecer más joven —dijo Kelly—. Cuídate más. Ve a la Sala de la
Eternidad. Ponte un poco de Lexin-DC concentrado debajo de los ojos.
La Sala de la Eternidad estaba abarrotada de jóvenes malolientes consultando sus
äppäräti o tumbados en sofás con la vista clavada en el techo, relajándose, respirando
adecuadamente. Un aroma a té verde introdujo un matiz de nostalgia en mi situación
generalizada de pánico. Yo ya estaba allí cuando inauguraron la Sala de la Eternidad
cinco años atrás, en lo que había sido el salón de banquetes de la sinagoga. Howard
Shu y yo habíamos necesitado tres años para eliminar el olor a carne asada.
—Hola —le dije a cualquiera dispuesto a escucharme. Miré hacia los sofás, pero
apenas quedaba espacio en ninguno para sentarse. Saqué el äppärät, pero observé que
todos los chicos nuevos llevaban el último modelo en forma de guijarro colgado del
cuello, como Eunice. Por lo menos, tres de las chicas allí presentes eran atractivas de
un modo que trascendía la cosa física y remitía sus suaves e indeterminadas facciones
y sus tristes ojos marrones a la antigua Mesopotamia.
Me acerqué al minibar en que servían el té verde sin azúcar, además del agua
alcalinizada y los 231 elementos nutricionales del día. Cuando estaba a punto de darle
a los aceites de pescado y a los pepinillos, que mantienen la inflamación a distancia,
alguien se rió de mí: se trataba de una risa femenina y, por consiguiente, más dañina
de lo habitual. Repartidos al buen tuntún sobre los preciosos sofás, mis compañeros
de trabajo parecían personajes de una teleserie sobre jóvenes de Manhattan que
recordaba haber visto de manera compulsiva en mi adolescencia.
—Acabo de volver tras un año en Roma —dije, intentando hacerme el sobrado—.
Por allí no hay más que hidratos de carbono. Necesito almacenar elementos
esenciales a punta pala. ¡Me encanta estar de regreso, chicos!
Silencio. Pero mientras me daba la vuelta para atacar los suplementos, alguien
dijo:
—¿Cómo va eso, Macaco?
Era un muchacho con un leve atisbo de bigote, un mono gris con las palabras
TXUPA POYA impresas a la altura del pecho y una especie de cinta roja en el cuello. Lo
más probable es que se tratara de Darryl, el de Brown, el que me había quitado la
mesa. No podía tener más de veinticinco años. Le sonreí, miré el äppärät, suspiré
como si me esperara un trabajo del copón y luego eché a andar como si tal cosa hacia
la puerta de la Sala de la Eternidad.
—¿A dónde vas, Macaco? —me preguntó mientras me bloqueaba la salida con su
escuálido cuerpo de prieto trasero, me plantificaba en la cara su äppärät y me
inundaba las fosas nasales con su potente olor orgánico—. ¿No quieres hacernos
algún trabajito sanguíneo, colega? He visto que tenías los triglicéridos a 135. Y eso
era antes de que escaparas a Europa cual vulgar guarrilla.
Más algarabía al fondo de la sala: era evidente que a las mujeres les encantaba tan
tóxica bronca.
Retrocedí.

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—Uno treinta y cinco se mantiene dentro de la normalidad—. ¿Cuál era aquel
acrónimo que había utilizado Eunice?—. DPC —dije—. Solo te estoy Dando Por
Culo.
Más risas, el atisbo al fondo de una barbilla de peltre, el brillo de unas manos sin
vello acariciando estilizados colgantes tecnológicos cargados de información
correcta. Momentáneamente, vi la prosa de Chéjov ante mis ojos, su descripción de
Laptev, el hijo del comerciante moscovita, quien «sabía que era feo, pero ahora era
consciente de que la fealdad se extendía por todo su cuerpo».
Aún así, el animal acorralado en el que me había convertido plantaba cara.
—Tío —le dije a mi agresor, recordando cómo me había llamado aquel joven
grosero del avión al quejarse del olor de mi libro—. Tío, puedo sentir tu rabia. Tú
tranquilo, que me someteré a una prueba de sangre, pero ya que estamos, pues vamos
a medir también tus niveles de cortisol y epinefrina. Voy a colocar tus niveles de
estrés en Los Paneles. No te relacionas bien con los demás.
Pero nadie escuchó mis sensatas palabras. El sudor que relucía en mi frente de
cavernícola me delataba. Era una invitación general. Que el joven se coma al viejo. El
tío del TXUPA POYA me empezó a empujar hasta que sentí el frío de las paredes de la
Sala de la Eternidad contra el escaso pelo que me quedaba. Me clavó el äppärät en la
cara. La pantalla mostraba mis datos sanguíneos de hacía un año.
—¿Cómo te atreves a volver por aquí tan pancho con ese índice de masa corporal
que tienes? —me espetó—. ¿Te crees que te vas a hacer con una de nuestras mesas?
¿Después de un año cagándola en Italia? Lo sabemos todo de ti, Macaco. Te voy a
meter por el culo un churro repleto de hidratos de carbono como no te largues ahora
mismo.
A su espalda, se produjo una gigantesca algarabía de telecomedia: un inmenso
guauuuu de alegre ira y feliz consternación, la apoteosis del sentimiento tribal contra
su miembro más débil.
Dos latidos y medio después, los berridos cesaron de manera abrupta.
Oí murmurar Su Nombre y el clip-clap de sus pasos al acercarse. La abigarrada
chusma se dispersaba, los guerreros TXUPA POYA empezaban a desaparecer, esos
Darryls y esas Heaths.
Y ahí estaba él. Más joven que antes. Los tratamientos iniciales de
descronificación —los tratamientos beta, como los llamábamos— ya estaban
surtiendo efecto. De ahí ese rostro sin arrugas y de una inmovilidad armoniosa, a
excepción de la narizota, que se agitaba a veces de manera incontrolable debido a
algún grupo de músculos que hacía la guerra por su cuenta. Las orejas le destacaban
en la despoblada cabeza como dos centinelas.
Joshie Goldman nunca revelaba su edad, pero yo daba por sentado que era un
sesentón: un hombre de sesenta y tantos años con un bigote tan negro como la
eternidad. En los restaurantes, a veces lo confundían con un hermano mío más
atractivo. Compartíamos los mismos y nada apreciados labios rellenos, cejas espesas

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y pecho echado hacia delante como el de un terrier, pero ahí terminaban las
similitudes. Porque cuando Joshie te miraba, cuando bajaba la vista hacia ti, se te
calentaban las mejillas y te sentías extraña e irrevocablemente presente.
—Oh, Leonard —dijo suspirando y agitando la mano—. ¿Te lo está haciendo
pasar mal esta gente? Pobre Macaco. Ven. Hablemos.
Le seguí tímidamente mientras echaba a andar escaleras arriba (nada de ascensor,
jamás) hacia su despacho. Cojeando, debería decir. Joshie tiene un problema con su
esqueleto del que nunca habla y que le hace balancearse de forma insegura de un pie
al otro y caminar de forma entrecortada, un poco a trancas y barrancas, como si
siguiera el ritmo imperioso de una pieza de Philip Glass.
Abarrotaban su despacho una docena de jóvenes empleados que yo no había visto
en mi vida, todos ellos hablando a la vez.
—Muchachos —les dijo Joshie a sus acólitos—, ¿me dejáis a solas un minutito?
Enseguida volvemos a la carga. Es cosa de un momento.
Suspiro colectivo. Salieron todos en tromba, sorprendidos, agitados, aturdidos y
con el äppärät escupiendo ya información sobre mí, puede que diciéndoles que yo no
pintaba nada y que mis treinta y nueve años me habían convertido en obsoleto.
Joshie me pasó la mano por la pelambrera y le dio la vuelta a mi cabeza.
—Mucha cana —sentenció.
Casi me alejé de su contacto. ¿Qué me había dicho Eunice durante uno de
nuestros últimos momentos compartidos? Eres viejo, Len. Pero en vez de eso, le
permití a Joshie que me examinara de cerca, mientras yo, eso sí, sometía a escrutinio
el afilado perfil aguileño de su pecho, la presencia muscular de su nariz del calibre
Nettie Fine y el equilibrio precario que mantenía con la tierra bajo sus pies. Su mano
me rascaba el cráneo y sus dedos estaban inusualmente fríos.
—Mucha cana —repitió.
—Son los hidratos de carbono de la pasta —tartamudeé—. Y el estrés de la vida
italiana. Aunque no te lo creas, no es fácil vivir en Italia con un sueldo
estadounidense. El dólar…
—¿Cuál es tu nivel de PH? —me interrumpió.
—Ay, Dios —repuse.
Las sombras de las ramas de un roble soberbio se dibujaban en la ventana,
obsequiando a Joshie con un par de cuernos de ciervo en su afeitada cúpula. Las
ventanas de esta parte de la antigua sinagoga estaban diseñadas para formar una
introducción a los Diez Mandamientos. El despacho de Joshie estaba en el piso de
arriba y en sus ventanas seguían grabadas, en hebreo e inglés, las palabras «No
tendrás más Dios que yo».
—Ocho punto nueve —dije.
—Tienes que desintoxicarte, Len.
Pude oír un clamor al otro lado de la puerta. Voces vehementes peleándose entre
ellas por la atención del jefe, con el trabajo del día extendiéndose como los

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inacabables pasillos de información que recorrían Manhattan. Sobre el escritorio de
Joshie, una suave pieza de cristal en forma de estilizado marco digital mostraba un
pase de diapositivas de su vida: el joven Joshie disfrazado de marajá durante su corta
carrera como humorista en el Off Broadway; budistas felices ante el templo de Laos
que él les había ayudado a reconstruir desde cero; Joshie, con un sombrero cónico de
paja, luciendo una sonrisa irresistible durante su breve dedicación al cultivo de soja…
—Beberé quince vasos diarios de agua alcalinizada —le prometí.
—Me preocupa tu patrón de calvicie masculina.
Me eché a reír. Dije «Ja, ja».
—A mí también me preocupa, Oso Pardo.
—No estoy hablando de estética. Toda esa testosterona judío-rusa acaba
inevitablemente convertida en testosterona deshidratada. Y eso es mortal. Cáncer de
próstata a la vuelta de la esquina. Necesitarás, por lo menos, ochocientos miligramos
diarios de hoja de palmera enana. ¿Qué te pasa, Macaco? Pareces a punto de echarte a
llorar.
Pero yo solo quería seguir escuchando cómo se preocupaba por mí.
Quería que prestase suma atención a mi testosterona deshidratada y me rescatara
de los hermosos matones de la Sala de la Eternidad. Joshie siempre nos había dicho a
los empleados de Servicios Poshumanos que mantuviésemos un diario para recordar
quiénes éramos, pues nuestros cerebros y sinapsis se reconstruyen y reparan
constantemente sin prestar la más mínima atención a nuestras personalidades, de
manera que año tras año, mes tras mes y día tras día, nos vamos transformando en
una persona distinta, en una iteración muy poco fiable de nuestro ser original, de
aquel chiquillo que babeaba en la cuna. Pero eso no va conmigo. Yo sigo siendo un
facsímil de mi primera infancia. Sigo en busca de un papá cariñoso que me levante y
me abrace y de cuyos labios salgan palabras tranquilizantes e inofensivas en inglés.
Si Nettie Fine había criado a mis padres, ¿por qué no podía Joshie criarme a mí?
—Creo que me he enamorado de una chica —le espeté.
—Cuéntamelo.
—Es superjoven. Supersaludable. Asiática. Esperanza de vida: muy alta.
—Ya sabes lo que pienso del amor —dijo Joshie.
El clamor del exterior iba derivando de la impaciencia hacia una profunda
infelicidad de cariz adolescente.
—¿Crees que no debo comprometerme románticamente? —le pregunté—. Porque
podría parar.
—Estoy de broma, Lenny —me dijo Joshie, dándome un golpe en el hombro que,
francamente, me dolió, pues ese hombre subestimaba su nueva fuerza juvenil—.
Joder, relájate un poco. El amor es estupendo para el PH, la ACTH, el LDL y cualquier
cosa que te aflija. Siempre que se trate de un amor bueno y positivo, carente de
sospechas u hostilidades. Mira, lo que tienes que hacer es conseguir que esa saludable
muchacha asiática te necesite tanto como tú me necesitas a mí.

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—No me dejes morir, Joshie —clamé—. Necesito los tratamientos de
descronificación. ¿Por qué no aparece mi nombre en Los Paneles?
—Las cosas están cambiando, Macaco —repuso Joshie—. Si hubieras seguido
hora a hora las informaciones de CrisisNet en Roma, como se suponía que debías
hacer, ahora sabrías exactamente de qué te hablo.
—¿El dólar? —pregunté, dudoso.
—Olvídate del dólar. No es más que un síntoma. Nuestras ventajas no valen nada.
Los europeos del norte están descubriendo cómo despegarse de nuestra economía, y
en cuanto los asiáticos cierren el grifo del dinero, nos hundimos. ¿Y sabes qué? ¡Todo
esto va a ser magnífico para Servicios Poshumanos! El Miedo de la Edad Oscura: eso
eleva por completo nuestro perfil. Es posible que los chinos o los de Singapur nos
compren de inmediato. Howard Shu habla algo de mandarín. Igual deberías ir a clase
de mandarín. Ni hao y demás chorradas.
—Lamento haberte decepcionado al quedarme tanto tiempo en Roma —dije
prácticamente en susurros—. Pensé que igual conseguía entender mejor a mis padres
viviendo en Europa. Dedicar un poco de tiempo a pensar en la inmortalidad en un
lugar realmente antiguo. Leer algunos libros. Aclararme las ideas…
Joshie se apartó de mí. Desde este ángulo, podía ver otra faceta suya: la ligera
sombra gris que resaltaba sobre su perfecto mentón en forma de huevo, las leves
intuiciones de que no todo en él podía ser manipulado hacia atrás para llegar a la
inmortalidad… Todavía.
—Esas ideas, esos libros, son el problema, Macaco —dijo—. Tienes que dejar de
pensar y empezar a vender. Ese es el motivo de que todos esos jóvenes geniecillos de
la Sala de la Eternidad quieran introducirte por el culo un churro trufado de hidratos
de carbono. Sí, lo he oído. Tengo un nuevo tímpano beta. ¿Y quién podría echárselo
en cara, Lenny? Les haces pensar en la muerte. Les recuerdas a una versión diferente
y pretérita de nuestra especie. Y ahora no te cabrees conmigo. Recuerda que yo
empecé igual que tú. Actuando. Estudiando Humanidades. Es la Falacia de la Mera
Existencia, FME. Ya habrá tiempo más adelante para reflexionar, escribir y actuar.
Pero ahora mismo tienes que vender para vivir.
La inundación estaba creciendo. Se me había pasado el arroz. Yo no valía nada,
nada de nada.
—Soy muy egoísta, Oso Pardo. Ojalá hubiera podido encontrarte más IAI en
Europa. Por el amor de Dios. ¿Sigo teniendo un trabajo?
—Vamos a tener que reajustarte —declaró Joshie. Me tocó brevemente el hombro
mientras se dirigía hacia la puerta—. Ahora mismo no puedo darte una mesa, pero
puedo asignarte a Ingresos en el Centro de Bienvenida —me estaba degradando de mi
puesto anterior, pero lo podía tolerar si el sueldo seguía siendo el mismo—. Tenemos
que conseguirte un äppärät nuevo —siguió—. Vas a tener que aprender a navegar
mejor entre los torrentes de información. Tienes que aprender a calificar a la gente
más rápidamente.

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Recordé el Punto Número 2: Evocar el nexo paterno-filial en respuesta a la
situación política. Hablar de lo que ocurrió en el avión; evocar sentimientos judíos
de terror e injusticia.
—Joshie —le dije—, deberías llevar siempre encima el äppärät. Ese pobre
gordinflón del avión…
Pero ya había salido por la puerta, lanzándome una breve mirada que me urgía a
seguirle. Las hordas de graduados de Brown-Yonsei y Reed-Fuyan se le echaban
encima, cada individuo tratando de imponerse a los demás en lo referente a
informalidad («¡SuperJoshie!», «¡Papaíto!», «¡Papi chulo!»), cada uno de ellos (y
ellas) cargado con la solución a todos los problemas del mundo. Joshie repartía
diminutos pedacitos de sí mismo. Alborotaba pelambreras.
—¡Viva la pasta, rasta! —le dijo a un tío de aspecto jamaicano que, visto de
cerca, resultaba que no era jamaicano. Me di cuenta de que íbamos hacia la planta
baja, hacia el indomable oasis de Recursos Humanos, de cabeza al escritorio de
Howard Shu.
Shu, jodido inmigrante incansable en la línea de mi padre el celador, pero con un
buen inglés y unos mejores resultados laborales, se las veía con tres äppäräti a la vez;
sus dedos encallecidos y esa dicción de Chinatown modelo ametralladora combatían
con el alud de información mientras él se hacía la ilusión de que controlaba por
completo la situación. Me recordaba aquella vez que fui a una conferencia sobre
longevidad que tenía lugar en una ciudad china de provincias. Aterricé en un
aeropuerto recién construido que era tan bonito como un arrecife de coral e igual de
complejo, le eché un vistazo a la masa que se agitaba por allí y capté el resplandor de
la insania en sus ojos. Tres tipos situados junto a la fila de taxis intentaron venderme
un nuevo y sofisticado aparato para cortar el pelo de la nariz (¿así había sido Nueva
York a principios del siglo XX?) y yo me dije: «Caballeros, el mundo es suyo».
Puestos a empeorar las cosas, Shu no carecía de atractivo, y cuando Joshie y él
chocaron esos cinco sentí una envidia purísima, una emoción que hizo que se me
durmieran los pies y se me cortara el aliento.
—Ocúpate del amigo Lenny —le dijo Joshie a Howard Shu, con no mucha
convicción—. Recuerda que es un OG.
Confié en que OG correspondiera a Original Gánster y no a Objetivo: Geriátrico.
Y acto seguido, antes de poder celebrar con unas risas su conducta juvenil y su
porte dicharachero, Joshie desapareció de regreso a esos brazos abiertos que le
recibirían por todas partes cada vez que necesitara un abrazo.
Me senté frente a Howard Shu e intenté irradiar indiferencia. Bajo ese casco de
cabello negro y lustroso que tenía, Shu hizo lo mismo.
—Leonard —me dijo mientras le relucía la punta de la nariz—. Voy a consultar tu
expediente.
—Por favor.
—Te cargan 239.000 dólares vinculados al yuan —dijo Shu.

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—¿Cómo?
—Tus gastos en Europa. Has ido a todas partes en primera clase. ¿Trece mil euros
norteños en resveratrol?
—Solo me tomaba un par de copas al día. Nada más que vino tinto.
—Eso sale a veinte euros la copa. ¿Y qué cojones es un bidé?
—Yo solo trataba de hacer mi trabajo, Howard. No me vas a salir ahora con…
—Por favor —me interrumpió—. No has hecho nada, aparte de dedicarte a
mamonear por ahí. ¿Dónde están los clientes? ¿Qué ha sido de aquel escultor que
tenías «en el bote»?
—No me gusta nada tu tono.
—Y a mí no me gusta nada tu incapacidad para el trabajo.
—Intenté vender el Producto, pero a los europeos no les interesa. Se muestran
absolutamente escépticos ante nuestra tecnología. Y algunos de ellos hasta se quieren
morir.
Sus ojos de inmigrante me miraron airados:
—No te vas a ir de rositas, Leonard. Nada de acogerse a la buena voluntad de
Joshie. O te pones las pilas o acabarás de patitas en la calle. Puedes conservar el
salario anterior, te pondremos en Ingresos y vas a pagar hasta la última albóndiga que
te zampaste en Roma.
Miré a mi espalda.
—No mires a tu espalda —me reprendió Shu—. Papaíto se ha ido. Pero ¿qué
coño es esto?—. Un código rojo brillaba en medio de la información del bonito
äppärät metálico—. La Autoridad de Restauración Estadounidense dice que te
sacaron tarjeta roja en la embajada de Roma. ¿Ahora tienes detrás a los de la ARE?
¿Qué carajo hiciste?
El mundo dio otra vuelta y luego pegó un salto.
—¡Nada! —clamé—. ¡Nada! No intenté ayudar al gordo. Y no conozco a nadie
en Transilvania. Me acosté con Fabrizia unas pocas veces. La nutria lo entendió todo
al revés. Es todo un montaje. El tío de la cámara me grabó en el avión y yo dije «¿Por
qué?». Y ahora no puedo ponerme en contacto con Nettie Fine. ¿Tú sabes qué le han
hecho? Su cuenta de GlobalTeens ha sido borrada. Tampoco puedo acceder a ella por
GlobalTrace.
—¿La nutria? ¿Nettie qué? Aquí pone «aportación malintencionada de
información incompleta». A joderse, otro desastre que arreglar. Déjame ver tu
äppärät. Por los putos clavos de Cristo. Pero ¿qué es eso, un IPhone? —y hablando al
puño de la camisa dijo—: Kelly, tráeme un äppärät nuevo para Abramov. Cárgaselo a
Ingresos.
—Lo sabía —dije—. Es culpa de mi äppärät. Le acabo de decir a Joshie que
debería llevarlo siempre encima. Hay que joderse con la Autoridad de Restauración.
—Joshie no necesita un äppärät —dijo Shu—. Joshie no necesita nada de nada.
—Se me quedó mirando fijamente con lo que podría ser una compasión inimaginable

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o un odio no menos inimaginable, pero que en cualquier caso implicaba una perfecta
inmovilidad animal.
Apareció Kelly, echando el bofe escaleras arriba, con un nuevo äppärät metido en
su caja, que era en sí misma un arcoíris de datos parpadeantes y nudillos: en concreto,
los de una voz nasal incrustada de algún modo en el cartón que me prometía «Lo
último en tecnología ValoraMe».
—Gracias —dijo Shu, y luego despidió a Kelly con un displicente quiebro de
muñeca.
Siete años atrás, antes de que la poderosa Corporación Staatling-Wapachung le
comprara la empresa a Joshie por una desquiciada suma de dinero, Kelly, Howard y
yo ostentábamos el mismo nivel en lo que entonces se conocía como una
«organización plana», carente de grados o jerarquías. Intenté captar la atención de
Kelly, con vistas a ponerla de mi parte ante ese monstruo que ni siquiera sabía
pronunciar correctamente la palabra «bidé», pero abandonó el escritorio de Howard a
toda prisa y sin molestarse en encoger sus amistosos hombros.
—Aprende a usar este trasto de inmediato —me ordenó Shu—. Sobre todo, lo
concerniente al ValoraMe. Aprende a valorar a cuantos te rodean. Ordena tu
información. Conéctate a CrisisNet y mantente al corriente de todo lo que pasa.
Actualmente, un vendedor desinformado es un muerto viviente. Concéntrate en lo
que importa. Luego ya veremos si volvemos a poner tu nombre en Los Paneles. Eso
es todo, Leonard.
Según mis cálculos, aún estábamos en la hora del almuerzo, así que me acerqué al
río East con la caja del äppärät haciendo ruiditos bajo el sobaco. Vi barcos sin
identificación alguna pero trufados de armamento que formaban una cadena naval de
color gris desde el puente de Triborough al de Williamsburg. Según los Medios, el
Banquero Central Chino venía a visitar nuestra endeudada patria en cosa de dos
semanas, por lo que la seguridad iba a ser de lo más estricta en Manhattan durante su
visita. Me senté en una silla dura e incómoda y me quedé mirando la impresionante y
acristalada línea de los rascacielos de Queens, edificados mucho antes de la última
devaluación del dólar. Abrí la caja y saqué ese suave guijarro que era el nuevo
äppärät, que ya venía calentito de fábrica. Una mujer asiática del mismo calibre que
Eunice se materializó ante mis ojos.
—Hola —me saludó—, bienvenido al äppärät 7.5 con ValoraMe Plus. ¿Te
gustaría empezar? ¿Te gustaría empezar? ¿Te gustaría empezar? Tú di que «sí» y
podemos empezar.
Le debía a Howard Shu 239.000 dólares vinculados al yuan. Mi primer intento de
descronificación se había esfumado. El cabello se me seguiría encaneciendo y algún
día se me caería del todo; y acto seguido, en algún momento absurdamente cercano al
presente, tan absurdo como este mismo presente, yo desaparecería de la faz de la
tierra. Y todas esas emociones, todos esos anhelos, toda esa información, si ese
término ayuda a captar la enormidad de lo que estoy hablando, se volatilizaría. Y eso

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es lo que la inmortalidad significa para mí, Joshie. Significa egoísmo. Es esa teoría de
mi generación según la cual cada uno de nosotros es más importante de lo que tú o
cualquier otro podría pensar.
Se produjo una conmoción en el agua, una distracción muy necesitada. Dejando
un reguero de cálido humo blanco tras de sí, un hidroavión despegó en dirección
norte de forma tan elegante, tan aparentemente libre de mecánica y de desesperación,
que por un momento imaginé que todas nuestras vidas durarían eternamente.

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El próximo vuelo a casa
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens

9 DE JUNIO

CHUNG.WON.PARK A EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO:


Eunhee:
Hoy me despierto triste. Pero ¡no pasa nada! ¡Todo irá bien! Solo tu padre es muy
enfadado con tú. Dice que tú bohemia. ¿Y eso qué es? Dice que tú vas a Roma y no
proteges el misterio. Te llama palabrota en coreano. Dice que tú probablemente con
negros. ¡Qué escándalo! Dice que solo gente bohemia va a Europa y que gente
bohemia es mala. Dice que igual deja de ser podólogo y se hace pintor que es lo que
siempre quiere pero es hijo mayor y tiene responsabilidad con padre y hermanos.
Mejor dicho, que tú tienes responsabilidad. Te digo una cosa. No somos como los
estadounidenses, ¡recuerda! Por eso ahora Corea es país muy rico y Estados Unidos
debe todo al pueblo chino. Papá dice tú debes volver a casa y examinarte de nuevo de
Derecho pero esta vez estudiar, pero igual papá equivoca un poco porque ahora hay
ejército en la calle y es peligroso. El reverendo Cho dice a papá que es pecador y
debe desprender de él mismo, estar vacío por dentro, para que su corazón se llena
solo de Jesús. También dice que debería ver a Doctor Especial para hablar y puede
que tomar medicina para no pegar. Pero papá dice que es una vergüenza tomar droga.
¡Eunhee! Prepárate para examen de Derecho para hacer papá feliz y podemos ser
familia buena otra vez. Por favor perdóname porque soy mala madre y mala esposa.
Con amor,
Mami

EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sally, voy a coger el próximo vuelo a casa.


SALLYSTAR: No es para tanto. No le hagas caso a mami. Intenta culpabilizarte. Yo me
quedo en casa de Eunhyun toda la semana.
Tengo tanto trabajo estudiando química que no me queda tiempo para hacer de
mediadora.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Si no puedes hacer de mediadora, ¿quién va a cuidar
de mamá? Si estamos las dos fuera de casa, papá LE VA A ECHAR LA CULPA DE TODO.
Dirá que nos echó a las dos y nos puso en contra de él. Ya sabes que ella nunca
llamará a la policía, ni siquiera al primo Harold, si él le pega.
SALLYSTAR: Haz el favor de no usar esa clase de lenguaje.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Qué ciase de lenguaje? Él le PEGA.
SALLYSTAR: Déjalo ya. De todas formas, todavía ceno ahí cada noche, así que estoy al
tanto de lo que pasa. Aún no ha hecho nada grave.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: A ella no, querrás decir. Pero ¿a ti?

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SALLYSTAR: Estoy bien. Lo que me está matando es la química.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sé que me estás mintiendo, Sally. Tomaré el próximo
avión y veré qué ha hecho.
SALLYSTAR. ¡Quédate en Roma, Eunice! Te mereces pasarlo bien después de la
universidad. Una de las dos debería ser feliz. En cualquier caso, la semana que viene
me voy a Washington para aquello que te dije, así que no tendré que verle. No te
preocupes por mami. La prima Angela se queda en casa mientras yo estoy fuera.
Tiene entrevistas de trabajo en la ciudad.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Qué es lo de Washington? ¿La marcha contra la
ARE?
SALLYSTAR: Sí, pero no la llames así. Algunos profes de la escuela dicen que no
deberíamos comentarlo en GlobalTeens porque lo controlan todo.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿De verdad que papi me llamó puta?
SALLYSTAR: Una noche se le fue la olla y le dio por pensar que te acostabas con un
negro. Dijo que lo había soñado. Es como si ya no distinguiera entre los sueños y la
realidad.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Le has dicho a papi que trabajo en un refugio de
Roma? No le digas que es para víctimas albanesas del tráfico de mujeres. Tú dile que
es para inmigrantes, ¿vale?
SALLYSTAR: ¿Por qué?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Quiero que sepa que hago cosas buenas.
SALLYSTAR: Creía que te daba lo mismo lo que él pensara. Bueno, tengo que ir a
escanear textos para Clásicos Europeos. Tú tranquila, Eunice. La vida solo pasa una
vez. ¡Disfrútala mientras puedas! Mantendré a mamá a salvo. Rezo por todos
nosotros.
SALLYSTAR: Por cierto, ese bañador en color peltre de la marca Cullo está de rebajas
en Padma. El que tú querías, el de las varillas en el pecho.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Ya estoy pujando por él en CulosLujosos. Ya te
contaré si pasa de los 100 yuanes, para que me lo compres en Padma si aún duran las
rebajas.

11 DE JUNIO

EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO A ZORRUPIA:


Hola, Precioso Poni:
Ya sé que estás en Tahoe, así que no quiero molestarte, pero las cosas se han
puesto realmente mal con mi padre y creo que voy a volver a casa. Es como si cuanto
más me alejo de él, más cree que se puede salir con la suya. Lo de venirme a Roma
fue un GRAN error. No sé si voy a poder soportar Fort Lee, pero estaba pensando en
dejarme caer por Nueva York los fines de semana. ¿Te acuerdas de aquella chica

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amiga tuya, la de la permanente pasada de moda, Joy Lee o algo parecido? ¿Tú crees
que me dejaría dormir en su casa? La verdad es que no conozco a nadie en Nueva
York, todo el mundo está en Los Ángeles o en el extranjero. Ahora que lo pienso,
igual me podría quedar en casa de aquel tío mayor, Lenny. No deja de enviarme
larguísimos mensajes sobre lo mucho que le gustan mis pecas y que me va cocinar
berenjenas.
He roto con Ben. Era demasiado. Es tan hermoso físicamente, tan listo y tiene tan
buena posición en Crédito, que me intimida por completo. No puedo revelarle jamás
quien soy en realidad porque se echaría a vomitar. Sé que una parte de él debe de
estar muy molesta con mi cuerpo regordete. Y a veces se queda mirando fijamente al
vacío cuando le trato mal, como si estuviera pensando «Creo que ya estoy harto de
esta zorra majara». Es muy triste. Llevo días llorando. Llorando por mi familia y
llorando por Ben. Lo siento, Precioso Poni, ya sé que deprimo a cualquiera.
Lo raro del asunto es que he estado pensando en Lenny, el viejales. Ya sé que
físicamente da asco, pero hay algo muy dulce en él, y la verdad es que me vendría
bien que me cuidaran. Con Lenny me siento segura porque es lo opuesto a mi ideal y
siento que puedo ser yo misma porque no estoy enamorada de él. Puede que eso sea
lo que le sucede a Ben conmigo. He tenido una fantasía en la que estaba teniendo
sexo con Lenny y trataba de ignorar lo asqueroso que es para disfrutar del profundo
amor que siente por mí. ¿Lo has hecho alguna vez, Poni? ¿Me estoy vendiendo
barata? Cuando caminábamos por aquella calle tan bonita de Roma, observé que
Lenny llevaba la camisa mal abotonada, y yo se la abroché bien. Solo quería ayudarle
a ser menos patoso. ¿No es también eso una forma de amor? Y cuando me hablaba
durante la cena… Por lo general, yo escucho todo lo que un tío tiene que decir y trato
de preparar una respuesta o, por lo menos, de actuar de una determinada manera, pero
con él dejé de escuchar al cabo de un rato y me dediqué a mirar el movimiento de sus
labios y la babilla que se le caía por el mentón mal afeitado, porque era de lo más
VEHEMENTE a la hora de contarme cosas. Y pensé, caramba, la verdad es que no estás
tan mal, Lenny. Eres lo que la profesora Margaux, la de las Clases de Decisión, solía
definir como «un ser humano auténtico». No sé, no dejo de pensar en él. A veces
pienso que ni hablar, que la cosa nunca funcionará, pues el tío no me atrae. Pero de
repente le recuerdo comiéndome el coño hasta que apenas podía respirar, el
pobrecillo, y me acuerdo de mí cerrando los ojos y haciéndome la ilusión de que
ambos éramos otras personas. Ay, Dios, pero qué estoy diciendo. En fin, que te echo
mucho de menos, Poni, de verdad. ¡Vente a Nueva York, porfa! Últimamente,
necesito todo el amor que pueda conseguir.

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ValoraMe Plus
De los diarios de Lenny Abramov

12 DE JUNIO

Querido diario:

Dios, cómo la echo de menos. Todavía no he recibido mensajes de mi Euny, no hay


respuesta a mi proposición de que se traslade aquí y deje que me ocupe de ella con
pieles de berenjena al ajo, con mi bregado afecto de hombre mayor, con lo que queda
de mi cuenta bancaria después de que Howard Shu me trinque esos 239.000 dólares
vinculados al yuan. Pero persevero. Cada día saco la lista escrita a mano y recuerdo
que el Punto Número 3 me impele a Amar a Eunice hasta que la temida carta modelo
«Querido Lenny» se materialice en GlobalTeens y me entere de que se ha fugado con
algún cachas de Crédito o de Medios, con algún capullo insustancial tan flipado con
el físico de Eunice que ni se da cuenta de que esa mujer en miniatura que tiene
delante necesita consuelo y cariño. Por otro lado, y a todo esto, los Abramov siguen
dejando en GlobalTeens esos deprimentes mensajes con títulos cazurros como «yo y
la mama tristes» y «yo preocupo» y «sin hijo vida solos», mensajes que me recuerdan
que el Punto Número 5, Preocuparse Por Los Padres, está bastante desatendido. La
verdad es que necesito sentirme un poco más seguro de mí mismo, de mi vida y,
especialmente, de mi dinero —un tema siempre peliagudo en la frugal familia
Abramov— antes de irles a visitar a Long Island en su vibrante hábitat de derechas.
Hablando de dinero, fui a mi sucursal del HSBC en East Broadway y una chica
dominicana muy guapa, aunque con los dientes hechos polvo, me informó de cómo se
estaban portando mis instrumentos financieros. En una palabra, mierdosamente.
Mi cartera de AmericanMorning, aunque había sido ligada al yuan, había perdido
el 10% de su valor porque, sin que yo lo supiera, los idiotas de mis asesores me
habían endilgado acciones del moribundo conglomerado
ColgatePalmoliveYum!BrandsViacomCredit, y mis participaciones de bajo riesgo del
Fondo de Naciones en Buena Situación BRIC (Brasil, Rusia, India, China) A-BRAC
había registrado tan solo un crecimiento del 3% a causa de los disturbios de abril en
Rusia, cerca de Putingrado, y del impacto de la invasión estadounidense de Venezuela
sobre la economía brasileña.
—Creo que me voy a cagar en el Bric a Brac ese —informé a María Abriella, mi
representante de cuentas.
La señorita Abriella me hizo mirar la pantalla de un viejo ordenador. Ignoré las
caprichosas sumas en dólares y me centré en las más fiables divisas ligadas al yuan y
al euro. Tenía a mi nombre cosa de 1.865.000 yuanes, mientras que antes de irme a
Europa la cifra ascendía hasta casi dos millones y medio.

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—Tiene todo el crédito que necesite, señor Lenny —me dijo con su profunda voz
de fumadora—. Si quiere ser patriótico, debería pedir un préstamo y comprarse otro
apartamento como inversión.
¿Otro apartamento? Estaba sufriendo una hemorragia de fondos. Me aparté de los
bonitos labios en forma de gaviota de la señorita Abriella como si me acabaran de dar
un bofetón, y dejé que la muerte me recorriera, que el olor a carne en conserva de mi
húmedo cuello cediera ante el pestazo a viejo que emanaba de mis muslos y mis
sobacos como si fuera vapor, para luego convertirse en el hedor putrefacto de los
años a pasar en la residencia de Arizona, con el enfermero frotándome con detergente
como si yo fuese un elefante enfermo.
El dinero equivale a la vida. Según mis cálculos, hasta los tratamientos beta
preliminares de descronificación —por ejemplo, la inserción de SangreSabia para
regular mi cochambroso sistema cardiovascular— me costarían un mínimo de tres
millones de yuanes anuales. Con cada segundo que había pasado en Roma,
disfrutando lujuriosamente de su arquitectura, follándome místicamente a Fabrizia,
bebiendo y comiendo la cantidad diaria de glucosa necesaria para matar a un
cultivador de caña cubano, había dado un nuevo paso hacia mi propia catástrofe.
Y ahora solo había un hombre que pudiera darle la vuelta a la situación.
Lo cual me lleva de regreso al Punto Número 1: «Trabajar duro para Joshie».
Creo que eso lo estoy haciendo bien. La primera semana desde que regresé a
Servicios Poshumanos ya ha transcurrido y no hay que lamentar desgracias. Howard
Shu aún no me ha pedido que haga Ingresos, pero he pasado la semana deambulando
por la Sala de la Eternidad, dándole a mi nuevo äppärät 7.5 en forma de guijarro con
tecnología ValoraMe Plus, que ahora luzco orgulloso en torno al cuello, y no paro de
recibir inacabables actualizaciones de CrisisNet sobre la batalla de nuestro país con la
solvencia, mientras descargo todos mis miedos y todas mis esperanzas frente a mis
jóvenes némesis de la Sala de la Eternidad, a quienes les cuento que el amor de mis
padres hacia mí siempre había sido demasiado frío o demasiado caliente, que deseo y
necesito a Eunice Park aunque es mucho más guapa de lo que me merezco…
Básicamente, intento que esos pardillos ambiciosos vean la cantidad de información
que un carcamal como yo está dispuesto a compartir. Hasta ahora, solo he conseguido
que me llamen —eso sí, a gritos— «asqueroso», «enfermo» y «TIMATOV», que he
descubierto que significa TÍO, MÁS vale que Te calles o vomito; pero también he
descubierto que Darryl, el menda del mono TXUPA POYA y la cinta roja, ha estado
colgando cosas bonitas sobre mí en su blog de GlobalTeens, que se llama «101
Personas Por Las Que Debemos Sentir Lástima». Al mismo tiempo, he podido oír el
tic-tic-tic de Los Paneles mientras el indicador de la actitud de Darryl caía de
«positivo/entregado/dispuesto a contribuir» a «lleva toda la semana tocándole los
cojones a Joshie». Sus niveles de cortisol también son un desastre. Si le sube un
poquito más el estrés, recuperaré mi escritorio. En cualquier caso, se supone que todo
esto es progreso, así que no tardaré mucho en vérmelas con los Ingresos, probando mi

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valía, intentando recuperar el afecto de Joshie y reclamando mi estatus de Tío
Importante a tiempo para la merendola del Día del Trabajo. Además, he pasado una
semana entera sin leer libros ni hablar de ellos en voz alta. Estoy aprendiendo a
adorar la pantalla de mi nuevo äppärät, su mosaico de vibrantes colores, el hecho de
que conoce hasta el último y más apestoso detalle del mundo, mientras que mis libros
solo conocen la mente de sus autores.

Mientras tanto, llegó el fin de semana y… ¡aleluya!, decidí dedicar la noche del
sábado al Punto Número 4: «Cuidar a tus amigos». Joshie tiene toda la razón en una
cosa: las buenas relaciones te hacen más saludable. Y lo importante no es tan solo que
lo cuiden a uno, sino aprender a devolver ese cuidado. En mi caso, aprender a superar
esa reticencia propia del hijo único a comprometerse con el mundo de los demás. La
verdad es que no he visto a mis colegas desde que he vuelto, pero eso se debe, como
sabe cualquier neoyorquino que aún conserve su empleo, a que trabajan a destajo,
pero finalmente hemos conseguido quedar en el Cervix, el nuevo bar de moda de la
actualmente de moda Staten Island.
Antes de abandonar los setenta metros cuadrados de mi apartamento, introduje en
mi äppärät el nombre de mi viejo amigo de los Medios, Noah Weinberg, y me enteré
de que iba a retransmitir en directo nuestra reunión a través de su blog en
GlobalTeens, «¡El Show de Noah Weinberg!», lo cual me puso nervioso al principio,
pero luego me di cuenta de que eso es exactamente a lo que tengo que acostumbrarme
si aspiro a montármelo en este mundo. Así pues, me puse un par de vaqueros
dolorosos y una camisa de color rojo fuego con un ramillete de rosas blancas bordado
en el pecho. Me hubiera gustado tener a mano a Eunice para que me dijera si
semejante atuendo era apropiado para mi edad: creo que ella conoce muy bien los
límites de la existencia.
Ya en el vestíbulo, observé que había ambulancias en la calle Grand, silenciosas
pero con las luces en acción, lo cual significaba que se había producido una nueva
defunción en el edificio, otra invitación al recogimiento en la casa de algún hijo en
Teaneck o New Rochelle, otro apartamento en venta en el tablón de anuncios de la
comunidad. Había una solitaria silla de ruedas en el antiséptico entorno en colores
crema de los años 50 que es la recepción. Aquí, en la Comunidad de Jubilados
Naturales, hay mucha inmovilidad, así que me preparé para un encuentro
intergeneracional y para hacerme a la idea de que tendría que empujar a un vejete
hacia la tenue luz de primeras horas de la noche musitando algunas palabras en el
yiddish de mi abuela.
Di un salto atrás. En la silla había un cuerpo mal envuelto en una bolsa de plástico
opaco y con la cabeza coronada por una discreta entrada de aire. La bolsa para
cadáveres se ceñía con vehemencia a un par de escurridas caderas, y el difunto estaba
ligeramente inclinado hacia delante, como si se hallara inmerso en un yermo rezo
cristiano.

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¡Qué ultraje! ¿Dónde estaban sus cuidadores? Me entraron ganas de arrodillarme
y, contra mis mejores instintos, ofrecerle solaz a este ser exhumano que se enfriaba en
el interior de una repugnante mortaja de plástico. Me asomé a la pequeña entrada de
aire sobre la cabeza del muerto, como si se tratara de la visualización de su último
aliento, y noté que el vómito amenazaba con atacarme en cualquier momento.
Algo mareado, salí al agobiante calor de junio, en dirección a los tíos de la
ambulancia, que se estaban fumando un cigarrillo junto a su relampagueante
vehículo, en el que podía leerse la frase «Respuesta Médicla (sic) Estadounidense».
—Hay un muerto en el vestíbulo —les dije—. En una puta silla de ruedas. Lo
habéis dejado ahí tirado. ¡Un poco más de respeto, chicos!
Un gesto de compromiso se dibujó en sus rostros vagamente hispanos.
—¿Es usted de la familia? —me preguntó uno de ellos.
—¿Y eso qué importancia tiene?
—No se va a mover, señor.
—Es asqueroso —dije.
—Solo es un muerto.
—Le pasa a todo el mundo, Raimundo —añadió el otro.
Traté de poner un gesto airado, pero cada vez que intento algo parecido, me dicen
que parezco una vieja loca.
—Me refiero a que estáis fumando —dije mientras mi rostro retorcido se disolvía
rápidamente entre la humedad general.
Nada había en Grand que pudiera ofrecerme consuelo. Nada podía hacerme
Disfrutar de lo que tengo (Punto número 6). Ni la vida inherente a los niños latinos
semidesnudos ni el aroma de un arroz con pollo recién hecho que salía del venerable
Castillo de Jagua II. Proyecté de nuevo «¡El Show de Noah Weinberg!» y oí cómo
mis amigos se cachondeaban de la última derrota de nuestras fuerzas armadas en
Venezuela, pero era incapaz de seguir los pormenores. Ciudad Bolívar, río Orinoco,
blindado agujereado, Blackhawk abatido… ¿Qué me importaba todo eso ahora que
había presenciado un posible final de mi existencia? Solo, metido en una bolsa, en
silla de ruedas y rezándole a un Dios en el que nunca había creído. Justo entonces,
pasando ante la ocre grandiosidad de Santa María, vi a una mujer bonita, algo rolliza
y de anchas caderas que se santiguaba delante de la iglesia y se besaba el puñito,
mientras en un Poste de Crédito aledaño aparecía un saldo abismal de 670. Me
entraron ganas de hablarle, de hacerle ver lo tonta que era su religión, de decirle que
cambiara de dieta, de ayudarla a gastar menos en maquillaje y demás fruslerías, de
hacerle adorar cada momento biológico que se le presentaba en vez de adorar a una
deidad mal crucificada. Por algún motivo, también tenía ganas de besarla, de sentir la
vida que latía en esos gruesos labios católicos, de recordarme a mí mismo la primacía
del animal viviente y mis tiempos entre los romanos.
Tenía que enfriar mis niveles de estrés antes de encontrarme con mis amigos. De
camino hacia el ferri, entoné el Punto Número 4: Cuida a tus amigos, Cuida a tus

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amigos, pues los iba a necesitar a mi lado el día en que se presentara en el 575 de la
calle Grand la ambulancia de Respuesta Médicla (sic) Estadounidense. En oposición
a mi creencia de que toda vida que lleve a la muerte es absurda por definición,
necesitaba que mis amigos abrieran la bolsa de plástico y me echaran un último
vistazo. Alguien tenía que recordarme, aunque solo se tratara de unos pocos minutos
en la enorme y silenciosa sala de espera del tiempo.
Mi äppärät pegó un pitido.

CrisisNet: DÓLAR PIERDE 3 % EN BOLSA DE LONDRES Y ACABA EN CAÍDA HISTÓRICA


DE 1 EURO = 8,64 DÓLARES CON ADELANTO A LA LLEGADA A LOS EE. UU. DEL BANQUERO
CENTRAL CHINO; EL ÍNDICE LIBOR PIERDE 57 PUNTOS BÁSICOS; DÓLAR BAJA 2,3 %
CONTRA YUAN A 1 YUAN = 4,90 DÓLARES.

Tenía que enterarme de qué era eso del LIBOR y de porqué estaba perdiendo
cincuenta y siete puntos básicos. Aunque francamente, ¡qué poco me importaban
todos esos incomprensibles detalles económicos! Cuán desesperadamente ansiaba
olvidar esos datos y dedicarme a abrir un libro antiguo y oloroso o a comerle el coño
a una guapa jovencita. ¿Por qué no habría nacido yo en un mundo mejor?
La Guardia Nacional se había desplegado a conciencia por la terminal del ferri de
Staten Island. Una masa de oficinistas pobretonas con deportivas blancas y los
quejosos tobillos cubiertos con medias esperaba pacientemente atravesar un control
de sacos de arena situado junto a la puerta de acceso al transbordador. Un letrero de la
Autoridad de Restauración Estadounidense nos advertía de que «ESTÁ PROHIBIDO
RECONOCER LA EXISTENCIA DE ESTE CONTROL (“EL OBJETO’). AL LEER ESTE CARTEL USTED
NIEGA LA EXISTENCIA DEL OBJETO Y OTORGA SU CONSENTIMIENTO».
De vez en cuando, nos apartaban a un lado a unos cuantos, y a mí me
preocupaban la bronca de la nutria en Roma, el capullo aquel que me grabó en video
en el avión, el asterisco que seguía apareciendo cada vez que mi potente saldo
brillaba en los Postes de Crédito y la permanente desaparición de Nettie Fine (no
obtenía respuesta a mis mensajes cotidianos y, si podían trincar a mi mamá
estadounidense, ¿qué serían capaces de hacerles a mis auténticos padres?). Hombres
vestidos de paisano palpaban nuestros cuerpos y nuestros äppäräti con algo que se
parecía al pequeño adminículo tubular de una antigua aspiradora Electrolux y nos
pedían que negáramos la evidencia de lo que nos estaban haciendo mientras, al
mismo tiempo, nos pedían que otorgáramos nuestro consentimiento para hacerlo. Los
pasajeros parecían tomárselo todo con tranquilidad. Los enrollados chicos de Staten
Island eran los más silenciosos y obedientes, aunque temblaban ligeramente bajo sus
sudaderas vintage con capucha. Escuché a varios jóvenes de color susurrándose entre
ellos «niega y consiente», pero las señoras mayores les hicieron callar rápidamente
diciendo cosas como «¡Autoridad de Restauración!» o «Te voy a partir la boca,
chico».
Puede que se lo debiera a Howard Shu, pero el caso es que conseguí atravesar el

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control sin que me detuvieran.
Una vez hubimos desembarcado en Staten Island, me preparé para un buen paseo.
La arteria principal, Victory Boulevard, se empina hacia arriba con un vigor digno de
las calles de San Francisco. Estas zonas de Staten Island, St. George y Tompkinsville,
estuvieron en tiempos totalmente dejadas de la mano de Dios. Los inmigrantes solían
varar aquí procedentes de Polonia, Tailandia, Sri Lanka y, sobre todo, México.
Trabajaban en sus respectivos restaurantes étnicos y también controlaban colmados
polvorientos, sitios de cobro de cheques y locutorios telefónicos de los de veinte
centavos el minuto. En el exterior de las tiendas, solía haber negros con chaquetas
infladas dormitando sobre cajas de leche. Recuerdo muy bien este barrio porque
cuando mis compinches y yo acabábamos de salir de la universidad, solíamos coger
el ferri para arrasar un restaurante de Sri Lanka especializado en comida picante en el
que, por nueve pavos, te podías poner las botas de tortitas de gambas y un extraño
pescado rojo mientras las cucarachitas intentaban escalarte la pernera del pantalón
para beberse tu cerveza. Actualmente, claro está, el restaurante de Sri Lanka, las
cucarachas y las minorías somnolientas han desaparecido, y se han visto sustituidos
por bohemios antisistema que empujan el carrito del niño por la joroba del Victory
Boulevard, arriba y abajo, mientras los chicos de la cercana Nueva Jersey pasan
frente a las carísimas mansiones victorianas en sus cohetes nipones marca Hyundai y
sueñan con trabajar en Crédito o en Medios.
El Cervix es exactamente lo que se espera de otro estúpido bar para viejos de
Staten Island, reciclado y convertido en un sitio para gente de Crédito y Medios:
falsos cuadros al óleo hasta en el sótano, tías buenas de veintitantos años en busca de
un complemento a sus vidas electrónicas y tíos de medio pelo, con ropa
desesperadamente enrollada y a punto de ingresar en la cuarentena. Mis amigos eran
tal que así. Y ahí estaban, apretujados en torno a una mesa, con los äppäräti en
marcha, hablándole al cuello de la camisa mientras pulsaban Contenido en sus
perlados adminículos. Dos cabezas oscuras y rizadas completamente ausentes del
mundo que las rodeaba: Noah Weinberg y Vishnu Cohen-Clark, exalumnos, como yo,
de lo que antes se conocía como Universidad de Nueva York, esa imprescindible
entidad educativa de la localidad que atendía a hombres y mujeres brillantes, a
sufridores románticos, a amantes de las palabras afiladas y de todo lo arcaico, a
viajeros dispuestos a internarse en ese cubo de basura que es la vida.
—¡Compadres! —grité—. ¡A mí mis compadres!
Noah pegó un salto, no como los de los viejos tiempos, que eran dignos de un
campeón olímpico, pero sí lo suficientemente rápido como para estar a punto de
volcar la mesa. Con esa sonrisa estúpida e inevitable, con esos dientes relucientes,
con esa boca torcida y mentirosa y esos ojos que brillaban de entusiasmo, me apuntó
con la cámara del äppärät para grabar mi llegada.
—¡Levantad la vista, manitos, que ya está aquí! —clamó—. Sacaos el enchufe del
culo y preparaos para la marcha. ¡Esto es una exclusiva del show de Noah Weinberg!

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El regreso de nuestro compadre favorito tras un año de mierdoso autoconocimiento
en Roma, Italia. Emitimos en directo, tíos. ¡Se acerca a nuestra mesa en tiempo real!
Lleva puesta una sonrisa grotesca, modelo «¡Eh, soy uno de los vuestros!». Sesenta y
cuatro kilos de asquenazí de segunda generación, de esos que dicen «Mis padres son
inmigrantes pobres, así que necesito cariño»: ¡el pedazo de friqui de Lenny Abramov!
Saludé a Noah y luego, dubitativamente, a su äppärät. Vishnu se me acercó con
los brazos abiertos y la cara reluciente de felicidad: un hombre como yo, normal
tirando a bajito (un metro setenta), con mis mismos valores morales; un hombre cuyo
gusto en cuestión de mujeres —sale con una coreana joven, lista y con mucho
carácter llamada Grace, que también es buena amiga mía— solo puedo aplaudir.
—Lenny —me dijo alargando las dos sílabas de mi nombre, como si eso fuera
algo fundamental—, te hemos echado de menos, colega.
Estas palabras tan sencillas me pusieron al borde del llanto y me obligaron a
tartamudearle a Vishnu al oído cosas de cierta vergüenza ajena. Llevaba el mismo
mono TXUPA POYA que mi joven compañero de Servicios Poshumanos, pero tenía el
hocico gris y sin afeitar y los ojos cansados, lo cual delataba su edad. Nos abrazamos
los tres con entusiasmo un tanto exagerado, tocándonos el trasero y palpándonos los
genitales mutuamente. Todos crecimos con una idea bastante tensa de la amistad
masculina, y ahora estos tiempos tan permisivos nos dejaban saltárnosla, deseando yo
a menudo que nuestras crudas palabras e infinidad de posturitas fuesen un código de
afecto y comprensión. En algunas sociedades masculinas, el argot y los abrazos
rituales constituyen toda su cultura, junto a la llamada ocasional a empuñar la lanza.
Mientras abrazaba a cada muchacho y le palmeaba el hombro, observé que nos
estábamos olisqueando mutuamente de forma subrepticia en busca de señales de
decadencia, y que Vishnu y Noah usaban una especie de desodorante de lo más
potente para ocultar su cambiante olor corporal. Estábamos todos al final de la
treintena, una época en que la energía juvenil y la perspectiva de gloriosas hazañas,
que nos habían mantenido unidos en otros tiempos, se empezaban a desvanecer, de la
misma manera que nuestros cuerpos optaban por desparramarse o encogerse. Aún
éramos todo lo amistosos y afectuosos que podían ser un grupo de hombres, pero
intuí que hasta nuestro arrastre hacia la extinción acabaría siendo competitivo, que
algunos de nosotros se arrastrarían más rápido que los demás.
—Es hora de la Reducción de Daños —dijo Vishnu.
Yo aún no entendía qué era eso de la Reducción de Daños, pese a que estaba
permanentemente en boca de todos los jovenzuelos de la Sala de la Eternidad—.
Vishnu continuó:
—¿Qué quiere tomar el Compadre Judío Errante? ¿Una Leffe negra o una Leffe
rubia?
—Tíñeme de rubio —dije yo, arrojando un billete de veinte dólares con la barra
plateada de autenticidad y el holograma con las palabras «Respaldado por Zhongguo
Renmin Yinhang/Banco Popular de China». Confiaba en que las copas no se

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cotizaran con respecto al yuan para que el cambio fuese sustancioso, pero el billete
me fue devuelto de inmediato, junto a una amable sonrisa de Vishnu.
—Por favor, compadre —me dijo.
Noah exhaló una profunda y ensayada respiración:
—Muy bien, putas y huevones. Sigo emitiendo directamente hacia vosotros. Son
las ocho en punto, hora Rubenstein en Estados Unidos. Estamos en una velada
bipartita de la rehostia en la República Popular de Staten Island, y Lenny Abramov
acaba de pedir una cerveza belga valorada en siete dólares vinculados al yuan.
Noah apuntó el objetivo de su äppärät hacia mí, señalándome como el tema
central de sus noticias de la noche.
—El compadre tiene que explicarlo todo —dijo—. El compadre pródigo tiene que
ilustrar a los espectadores. Empieza con las mujeres que te has cepillado en Italia —y
se puso a hablar en falsete—: «¡Fóllame, Leonardo! ¡Méteme tu cosa enorme!».
Luego explica tus desgracias. Verbaliza conmigo, Lenny. Muéstrame una imagen del
solitario Abramov zampando fideos en la trattoria del barrio. Acto seguido, todo ese
rollo del regreso del judío errante. ¿Qué se siente al regresar a los Estados Unidos de
un solo partido de Rubenstein?
Noah no siempre se había mostrado tan airado y sarcástico, pero ahora había algo
desproporcionado en sus esfuerzos al respecto, como si ya no tuviera conciencia de
que su decadencia personal corría en paralelo con la de nuestra cultura y nuestro
estado. Antes de que la industria editorial chapara, el hombre había publicado una
novela, una de las últimas que se pudieron comprar en una tienda de Medios.
Últimamente se dedicaba a «¡El show de Noah Weinberg!», que contaba con un total
de seis patrocinadores a los que se encargaba de citar, con no poco esfuerzo, en sus
jeremiadas: un servicio de acompañantes femeninas de talla media en Queens; varias
franquicias de ThaiSnak en Brownstone Brooklyn; un expolítico bipartito rebotado
que ahora ejercía de asesor de seguridad para Wapachung Emergencias, una división
de mi empresa armada hasta los dientes; y ya no me acuerdo de los demás. El
programa tenía unas quince mil visitas diarias, lo cual lo situaba en una escala media,
tirando a baja, entre los profesionales de los Medios. La novia de Noah, Amy
Greenberg, es una Teleputa bastante conocida que se tira siete horas al día emitiendo
cosas sobre su peso. En cuanto a Vishnu, el chico se dedica al Bombardeo de Deuda
para ColgatePalmoliveYum!Brands Viacom-Credit, deambulando por las esquinas y
zapeando los äppäräti de la gente con imágenes suyas endeudándose aún más.
Por cortesía del Bombardero de las Deudas, tres cervezas de trigo, altas en
triglicéridos, cayeron sobre la mesa. Empecé con mi informe, tratando de entretener a
los chicos con historias de mi romance ameno, sucio y transcultural con Fabrizia,
trazando con los dedos el contorno de su felpudo. Me puse lírico al hablar del aroma
a ajo fresco del ragú del viejo mundo y traté de inculcarles mi amor al arco romano.
Pero la verdad es que tanto les daba. El mundo que necesitaban estaba a su alrededor,
parpadeando y pitando, y les exigía toda la fuerza y atención de las que pudieran

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disponer. Noah, el escritor de un solo libro, era capaz, probablemente, de pensar en
Roma en términos no inmediatos, de evocar a Séneca y a Virgilio, El fauno de
mármol y Daisy Miller. Pero hasta él parecía escasamente impresionado y lanzaba
miradas impacientes a su äppärät, que emitía un mínimo de siete niveles de
información, números y letras e imágenes amontonadas en la pantalla, fluyendo y
colisionando entre sí como hicieran en tiempos las aguas del Tíber.
—Estamos perdiendo entradas —me susurró—. Vuelve a los temas picantes,
¿vale?—. Y luego, en voz realmente baja, añadió—: Humor y política. ¿Lo pillas?
Frené en seco en plena descripción de los espacios vacíos del Panteón bañados en
la primera luz del día mientras Noah me señalaba con sus escasos restos de pelo
frontal y decía:
—Bueno, compadre, la situación es la siguiente. Tienes que elegir entre follarte a
la Madre Teresa o a Margaret Thatcher…
Vishnu y yo nos reímos lo justo y le sonreímos a nuestro líder. Alcé las manos en
señal de derrota. Esta era ya la única manera en que los hombres podían hablar. Así
era cómo nos decíamos mutuamente que todavía éramos amigos y que nuestras vidas
no se habían acabado del todo.
—Si es en la postura del misionero, Maggie Thatcher —dije—. Y si es por detrás,
la Madre Teresa sin duda alguna.
—Eres tan Medios… —me dijo Noah, y chocamos el puño.
De ahí, la conversación derivó hacia Threads, una película de culto de la BBC
sobre el holocausto nuclear; luego pasamos a las primeras canciones de Dylan; acto
seguido, a una nueva manera de combatir las verrugas en los genitales con una
especie de espuma inteligente, a la última chapuza del Secretario de Estado
Rubenstein en Venezuela («No hay nada más paradójico que un matón judío,
¿verdad, pendejos?», dijo Noah), a la casi quiebra de AlliedWastecvsCitigroupCredit,
al consiguiente y fallido salvamento a cargo de la Reserva Federal, a nuestras poco
fiables acciones, al sonido «gua-guu» de las puertas del metro de la línea 6 en
contraposición al resignado «shiiiish» de la línea L, a la vida y extraña muerte del
cómico pervertido conocido como Pee Wee Herman y, finalmente, a la inagotable
evidencia de que también nosotros, como la mayoría de los norteamericanos,
perderíamos probablemente nuestros trabajos más pronto que tarde y seríamos
arrojados a la calle para morir.
—Me podría zampar ahora mismo una docena de esas deliciosas ensaladas de
pollo que sirven en ThaiSnack —dijo Noah, como deferencia a uno de sus
patrocinadores.
Mientras el sistema retro de sonido atacaba una vieja canción de Arcade Fire, me
obsequié con otro vaso de espumosa cerveza y me puse a observar a los muchachos
desde un metanivel. Noah era el que había envejecido peor. El peso parecía habérsele
desplazado desde esa frente de poderoso cacumen a la papada, donde palpitaba de
manera inoportuna, confiriéndole un aire de rabia e insatisfacción. En otros tiempos

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había sido, sin duda alguna, el más guapo y exitoso de nuestro grupo, nos había
presentado a la mitad de nuestras novias (que no eran muchas, todo hay que decirlo),
nos había proporcionado el contundente vocabulario que compartíamos y nos había
mantenido al día con una docena de mensajes por hora sobre cómo actuar y cómo
pensar. Pero a cada año que pasaba, le resultaba más difícil tenernos controlados a
Vishnu y a mí. La inminente cuarentena, otrora fulcro de la madurez, era ahora un
tiempo de exploración, y cada uno de nosotros hacía la guerra por su cuenta.
Vishnu se estaba adaptando a una vida de fracasado astuto y simpático, con el
mono TXUPA POYA y las deportivas clásicas Bathing Ape que le debían de haber
costado quinientos yuanes. Solía celebrar en exceso los chistes ajenos con un nuevo y
extraño sonido hilarante que había desarrollado en mi ausencia —ja, juuuu, ja, juuuu
—, una risotada nacida de una vida de ganancias cada vez más magras que, según me
dijeron, acabaría milagrosamente en matrimonio con una mujer adorable y tolerante
llamada Grace.
En cuanto a mí, yo era ahora el más raro de todos. Los chicos necesitarían un
poco de tiempo para acostumbrarse a mi regreso. Me miraban de manera extraña,
como si hubiera desaprendido el idioma o repudiado nuestro estilo de vida común. Ya
antes era un poco extraño por vivir en la lejana Manhattan, pero ahora, además, había
malgastado un año entero en Europa, junto a una buena parte de mis ahorros. Como
amigo, miembro respetado de la élite tecnológica y, ciertamente, un «compadre» de
pro, necesitaba reivindicar mi posición dominante entre los colegas como una especie
de Noah alternativo. Necesitaba plantarme de nuevo en mi tierra natal.
Tenía tres cosas a favor: la necesidad rusa congénita de emborracharme y
ponerme sentimental, la necesidad no menos congénita y no menos rusa de reírme
estratégicamente de mí mismo y, la más impresionante de todas, mi nuevo äppärät.
—¡Eh, cabrón! —dijo Noah al reparar en mi guijarro—. Pero ¿qué es esto? ¿Un
7.5 con ValoraMe Plus? Voy a retransmitir esa mierda en primer plano.
Filmó mi äppärät con su äppärät mientras yo me trasegaba otra jarra de
triglicéridos. Habían aparecido algunas chicas de Staten Island que lucían ropa retro a
la moda de algún momento de mi juventud. Se las veía muy Medios con sus botas
acolchadas Ugg y sus cintas con lentejuelas. Algunas de ellas mezclaban trapos viejos
con vaqueros Pieldecebolla que se enganchaban transparentemente a sus delgadas
piernas y a sus traseros redonditos y sonrosados, revelándonos todos sus depilados
secretos. Miraban en nuestra dirección, sin dejar de darle a sus adminículos, y una de
ellas era una morenita muy guapa con unos ojos tan bellos como somnolientos.
—Follemos —dijo Vishnu, señalándolas con el dedo.
—Eh, Compadre, para el carro —le dije con la voz ya bastante pastosa—. Que
tienes en casa a un bomboncito —añadí, mirando directamente hacia el objetivo del
äppärät de Noah—. ¿Qué tal, Grace? Tiempo sin vernos, chata. ¿Estás viendo esto en
directo?
Los chicos se echaron a reír.

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—¡Menudo idiota! —gritó Noah—. ¿Le habéis oído, querida pandilla de
chupapollas? Lenny Abramov cree que Vishnu Cohen-Clark acaba de decir follemos.
—Alternemos —se explicó Vishnu—. He dicho «alternemos».
—¿Y eso qué significa?
—¡Habla como mi abuela! —clamaba Noah—. ¿Alternar? ¿Pero de qué vas?
¿Quién soy yo? ¿Y dónde está mi pañal?
—Significa interactuar con los demás —dijo Vishnu—. Es una manera de juzgar
a la gente y de que la gente te juzgue a ti. —Me cogió el äppärät y se puso a teclear
hasta que apareció el icono ALT en la pantalla—. Cuando veas ALT, te aprietas el
Emoticón contra el corazón o cualquier otra parte en que haya pulso. —Vishnu señaló
la cosa pegajosa que había en la parte de atrás del äppärät y que yo pensaba que
servía para engancharlo a la nevera. Nuevo error—. Acto seguido —continuó Vishnu
—, miras a una chica. El Emoticón registra cualquier cambio en tu presión sanguínea.
Y eso le informa a ella de las mayores o menores ganas que tienes de tirártela.
—Muy bien, Telemachos y Teleputas —dijo Noah—. Estamos retransmitiendo en
directo mientras Lenny Abramov intenta ALTERNAR por primera vez. Esto es un
acontecimiento a tener en cuenta en el futuro, amigos, así que id ampliando vuestra
extensión de banda. Esto es como los hermanos Wright aprendiendo a volar, con la
diferencia de que ninguno de los hermanos Wright era la mitad de tonto que nuestro
querido Lenny, aquí presente, DPC, compadre. Igual crees que exagero. O no. Nada es
exagerado en la Norteamérica de Rubenstein. Exagerado es cuando te pegan un tiro
en la nuca en algún rincón del estado de Nueva York y la Guardia Nacional quema tu
cadáver y esparce tus cenizas en alguna instalación gubernamental secreta en Troy.
—Lenny me mira como preguntándose, ¿De qué estás hablando?—. Entérate de lo
que te has perdido durante tu «año sabático en el extranjero», chiquillo: los Bipartitos
y la Agencia de Devolución Estadounidense o como coño se llame, la ARE, controlan
las infraestructuras y la Guardia Nacional, y la Guardia Nacional te controla a ti. Pero
eso más vale no comentarlo en GlobalTeens. ¿Tú crees que estoy exagerando?
Observé que Vishnu sacaba la cabeza de cuadro cuando Noah se puso a hablar de
la ARE y de los Bipartitos.
—Vale, compadre —me dijo—. Ajusta tus Parámetros Comunales. Pon «Espacio
Inmediato 360», así cubrirás todo el bar. Ahora mira a una chica y luego te pegas el
pringue al corazón.
Miré a la morena guapa: la entrepierna sin vello que relucía a través de sus
vaqueros Pieldecebolla transparentes, el cuerpo ligero que coronaba imperiosamente
sus suaves piernas, la sonrisa de preocupación que exhibía. Luego me toqué el
corazón con el reverso del äppärät, tratando de transmitirle mi muy natural deseo de
amar.
La chica se echó a reír de inmediato sin ni siquiera dignarse a mirarme. Se me
llenó la pantalla de datos: FOLLABILIDAD 780/800, PERSONALIDAD 800/80O,
PREFERENCIA ANAL/ORAL/VAGINAL 1/3/2.

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—¡Una follabilidad de 780! —dijo Noah—. ¡Una personalidad de 800! ¡El bueno
de Lenny se está enamorando!
—Pero yo desconozco su personalidad —dije—. ¿Y cómo se ha enterado el
chisme de mis preferencias anales?
—El resultado de la personalidad depende de lo «extro» que ella sea —me
explicó Vishnu—. Compruébalo. Esa chica ya lleva más de tres mil Imágenes,
ochocientas retransmisiones y un larguísimo relato multimedia sobre los abusos
sufridos a manos de su padre. Tu äppärät contrasta eso con el material que has
descargado sobre ti y luego arroja un resultado. Por ejemplo, que has salido con
muchas chicas sometidas a abusos sexuales, de lo cual deduce que te va ese rollo. A
ver, déjame que le eche un vistazo a tu perfil.
Vishnu introdujo unas cuantas funciones más y mi perfil se materializó en la
cálida pantalla de mi guijarro.

LENNY ABRAMOV. Código postal 10002, Nueva York, Nueva York. Media de ingresos en un lapso
de cinco años: 289.000 dólares vinculados al yuan, dentro del 19 % privilegiado de la distribución de
ingresos en Estados Unidos. Presión sanguínea actual: 7-12. Tipo de sangre: O. Treinta y nueve años de
edad, perspectiva estimada de vida: ochenta y tres (transcurrido el 47 % de esa perspectiva de vida; le
queda el 53 %). Aflicciones: colesterol alto, depresión. Nacimiento: código postal 11367, Flushing, Nueva
York. Padre: Boris Abramov, nacido en Moscú, SagradaPetroRusia. Madre: Galya Abramov, nacida en
Minsk, EstadoVasalloBielorrusia. Aflicciones paternas: colesterol alto, depresión. Riqueza total: 9.353.000
dólares sin vinculación con el yuan; propiedades inmobiliarias: calle Grand, 575, Unidad E-607, 1.150.000
dólares vinculados al yuan. Pagos pendientes: hipoteca, 560.330 dólares. Capacidad de gasto: 1.200.000
dólares no vinculados al yuan por año. Perfil de consumidor: heterosexual, no Bipartito. Preferencias
sexuales: Asiáticas/Coreanas de escasos recursos y Norteamericanas Blancas/Irlandesas de familias con
Bajos Ingresos; indicador de abuso infantil: encendido; indicador de baja autoestima: encendido. Últimas
compras: artefacto no virtual de Medios, encuadernado e impreso, 35 euros norteños; artefacto no virtual
de Medios, encuadernado e impreso, 37 euros norteños.

—Tienes que dejar de comprar libros, Compadre —me dijo Vishnu—. Todos esos
topes para puertas te van a hacer bajar el nivel de PERSONALIDAD. ¿Y dónde cojones
encuentras esas cosas?
—¡Lenny Abramov, el último lector de la Tierra! —clamó Noah. Y acto seguido,
mientras miraba directamente al objetivo del äppärät, añadió—: Estamos ALTernando
de lo lindo, amigos. Vamos a poner en marcha el ValoraMe de Lenny.
Torrentes de información luchaban ahora por el tiempo y el espacio a nuestro
alrededor. La guapa muchacha con la que acababa de ALTernar estaba proyectando
mi ATRACTIVO MASCULINO en 120 sobre 800, PERSONALIDAD 450, y algo denominado
SOSTENIBILIDAD¥ a 630. Las demás chicas me enviaban cifras parecidas.
—Maldita sea —sentenció Noah—. El Compadre Pródigo Abramov la está
diñando en directo. Parece que a las chicas no les gusta la prodigiosa narizota
hebraica con la que nació el muchacho. Por no hablar de esos fofos brazos hasídicos.
Venga, Vishnu, échale una manita con la clasificación.
Vishnu se puso a manipularme el äppärät hasta que aparecieron algunas
CLASIFICACIONES. El hombre me ayudó a navegar entre la información.

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—De los siete machos de la Comunidad —me indicó, señalando el bar en general
—. Noah es el tercero más deseable, yo el cuarto y tú el séptimo.
—¿Quieres decir que soy el tío más feo de por aquí? —dije, mesándome los
escasos cabellos que me quedaban.
—Pero tienes una personalidad muy decente —me consoló Vishnu—. Y en
términos de SOSTENIBILIDAD¥, eres el segundo en todo el bar.
—Por lo menos, nuestro Lenny es un buen proveedor —dijo Noah.
Me acordé de los 239.000 dólares vinculados al yuan que le debía a Howard Shu,
y la perspectiva de quedarme sin ellos me deprimió aún más. Dinero y Crédito eran lo
único que tenía en estos momentos. Eso y mi rutilante PERSONALIDAD.
Vishnu estaba señalando a las chicas con el dedo índice, interpretando los
torrentes de información que requerían, de momento, toda nuestra atención:
—La de la izquierda, la que tiene la cicatriz en el tobillo y ese discreto desgarrón
en el guante, Lana Beets, estudió Derecho en Chicago y ahora trabaja como becaria
de Ventas en Sujetadores Saaami y gana ochenta mil dólares vinculados al yuan. La
que lleva un aro en los labios vaginales se llama Annie Shultz-Heik, trabaja en
Ventas, usa la espuma inteligente para verrugas genitales, toma la píldora y el año
pasado donó tres mil yuanes al Fondo del Partido Bipartito para Jóvenes Líderes
Estadounidenses del Futuro Juntos Sorprenderemos al Mundo.
Annie era la chica con la que primero había ALTernado. La que, en teoría, había
sufrido abusos sexuales de su papá y valorado mi ATRACTIVO MASCULINO con un
penoso 120 sobre 800.
—Pues sí, Annie —le dijo Noah a su äppärät—. Vota Bipartito y tus verrugas se
fundirán con más rapidez que el índice de deuda soberana de nuestro país.
Desaparecerán como nuestras tropas en Ciudad Bolívar. Así son los tiempos de
Rubenstein en Estados Unidos, amigos. Los tiempos de Rubenstein.
Fui a por más cervezas, pasando junto a las chicas por el camino, pero estaban
muy ocupadas mirando clasificaciones. El bar se estaba llenando de tíos de Crédito
Superior con pantalones de pinzas y camisas Oxford. Yo me sentía superior a ellos,
pero mi ATRACTIVO MASCULINO iba cayendo rápidamente hacia el último lugar de una
lista de treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta machos. Mientras
pasaba junto a Annie, cliqué en su Multimedia de Abusos Infantiles, permitiendo de
esta manera que sus berridos me taladraran los tímpanos mientras una mano
despixelada y desprovista de cuerpo acechaba sobre una Imagen de su cuerpo
desnudo; los berridos derivaron rápidamente hacia lo que parecían cien monjes
entonando el mantra: «Él me tocó aquí, me tocó aquí, me tocó aquí, me tocó aquí».
Me volví en dirección a Annie con los labios torcidos de tristeza y las cejas juntas
de empatía, pero las palabras «Mira para otro lado, merluzo» se materializaron en mi
äppärät. «¿Es hora de un injerto de pelo para el TRP?», escribió otra de las chicas.
(Según mi guijarro electrónico, TRP equivalía a Tipejo de Rápida Carcamalización).

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«Huelo el PP desde aquí». (Pestazo a Polla, según me informó amablemente mi
äppärät). Así como esta muestra de leve consuelo: «Bonito ¥¥¥, abuelete».
El bar estaba ya completamente iluminado con la humeante información que iban
escupiendo un total de cincuenta y nueve äppäräti, de los cuales, el 68 % pertenecía al
macho de la especie. Por mi pantalla iban desfilando datos masculinos. Nuestros
ingresos medios rondaban unos respetables, aunque no especialmente estimulantes,
190.000 dólares vinculados al yuan. Buscábamos chicas que nos quisieran por
quiénes éramos. Teníamos padres ausentes que, a veces, no se ausentaban lo
suficiente. Un hombre declarado más feo que yo echó a andar y, al ser consciente de
sus oportunidades, dio media vuelta. Me entraron ganas de seguir esa calva cabeza
hacia el exterior y disfrutar de ese aire estival que todo lo perdona, pero en vez de
eso, me pedí un whisky doble para mí y un par de Leffes Negras.
—Tras ser destruido por el ValoraMe Plus, Lenny Abramov vuelve a la bebida —
entonó Noah. Pero al percatarse de mi cara de hámster muerto, añadió—: Todo saldrá
bien, Lenny. Te encontraremos alguna pelandusca. Encontrarás compasión entre ese
desagradable torrente de información.
Vishnu me había puesto la mano en el hombro y decía:
—De verdad que te apreciamos, colega. ¿Cuántos de esos capullos de Crédito
Superior pueden decir algo parecido? Te haremos subir en la clasificación aunque
tengamos que cortarte un trozo de nariz.
—Y añadírtelo al ciruelo —intervino Noah.
—Ja, juuu —se río Vishnu, aunque tristemente.
Yo les agradecía su buena intención, pero me sentía mal al recibir tanta
amabilidad. La cosa consistía en que yo me preocupara por ellos. Eso me ayudaría a
reducir mi perfil de estrés y haría maravillas por mis niveles de ACTH. Mientras tanto,
el whisky doble, junto a la muerte lenta por triglicéridos que propiciaba, se me había
hundido en el último compartimento del estómago y el mundo se proyectaba sobre mí
de manera airada.
—¡Eunice Park! —le gemí al äppärät de Noah—. Eunice, cariño ¿Puedes oírme,
dondequiera que estés? Te echo muchísimo de menos.
—Estamos retransmitiendo en directo estas emociones, amigos —dijo Noah—.
Estamos retransmitiendo el amor de Lenny hacia esa chica, Eunice Park, en tiempo
real. Estamos «sintiendo» todos sus niveles de dolor justo cuando él los experimenta.
Y yo me lancé a farfullar sobre lo mucho que ella significaba para mí:
—Estábamos en aquel restaurante de la Via Giulia, o en aquel otro sitio…
—Perdemos visitas, perdemos visitas —susurró Noah—. Nada de palabras
extranjeras. Ve al grano.
—Y ella… Ella me escuchaba de verdad. Me prestaba atención. Ni siquiera
miraba el äppärät mientras yo le hablaba. La verdad es que, básicamente, nos
dedicábamos a comer. Bucatini alla…
—Perdemos visitas, perdemos visitas.

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—Pasta. Pero cuando no estábamos comiendo, nos lo contábamos rodo sobre
nosotros, quiénes éramos, de dónde veníamos. Ella es una chica cabreada. Vosotros
también lo estaríais si estuvieseis en su lugar. Hay que ver la de mierda que se ha
tenido que tragar. Pero quiere conocerme mejor, y quiere ayudarme, y yo quiero
cuidar de ella. Yo diría que pesa, digamos, 28 kilos. Debería comer más. Le prepararé
unas berenjenas. Me enseñó a lavarme los dientes.
—Retransmitimos estas emociones en directo —repitió Noah—. Sois los
primeros en escucharlas, amiguetes. Recién salidas de la boca de Abramov. El
hombre está verbalizando. Está emocionando. Pero me llega un mensaje de un
aguafiestas de Windsor, Ontario. Lo que quiere saber es: ¿te la follaste, Lenny? ¿Le
metiste la cosita en su raja estrechita? Quince mil almas necesitan saberlo ahora
mismo o se irán a buscar las noticias a otra parte.
—Somos una pareja muy inverosímil, somos muy distintos —gimoteaba yo—.
Porque ella es preciosa y yo soy el tío más feo de este bar. Pero ¿a mí qué? ¿Qué más
da? ¿Y si algún día me permite besar de nuevo todas y cada una de sus pecas? Tiene
cosa de un millón. Pero cada una de ellas significa algo para mí. ¿No es así como
solía enamorarse la gente? Ya sé que vivimos en los Estados Unidos de Rubenstein,
como decís vosotros. Pero ¿acaso no nos hace eso más responsables aún del destino
de los demás? Quiero decir, ¿y si Eunice y yo dijéramos «no» a todo esto? A este bar.
A eso del Aíreme. Nosotros dos. ¿Y si nos fuéramos a casa a leernos libros
mutuamente?
—Ay, Señor —gruñó Noah—. Me has echado a la mitad de los espectadores. Me
estás matando, Abramov… Bueno, amigos, estamos retransmitiendo en directo desde
los Estados Unidos de Rubenstein, en la hora cero para nuestra economía, para
nuestro poderío militar, para todo lo que solía llenarnos de orgullo… pero a Lenny
Abramov no le da la gana de decirnos si se folló a la enana asiática o no.
En unos urinarios situados junto a una inscripción que urgía al meón al «Voto
bisexual, no Bipartito» y otra que aseguraba, de manera críptica, que «La Reducción
de Daños me redujo la polla», me desprendí de un litro de cerveza belga y de los
cinco vasos de agua alcalinizada que me había tomado antes de salir de casa.
En esas apareció Vishnu.
—Apaga el äppärät —me dijo.
—¿Cómo?
Se me echó encima y me puso el colgante en la posición off. Me miró a los ojos y
yo, atravesando la nube de mi borrachera, me percaté de que mi amigo estaba
prácticamente sobrio.
—Creo que Noah puede ser de la ARE —susurró.
—¿Qué?
—Creo que trabaja para los Bipartitos.
—¿Estás loco? —protesté—. ¿Qué me dices de lo de «son los tiempos de
Rubenstein en Estados Unidos»? ¿Qué me dices de lo de la hora cero?

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—Yo lo único que te digo es que vayas con cuidado con lo que largas en su
presencia. Sobre todo, cuando retransmite.
Mi orina se detuvo por cuenta propia y a mí me dolió la próstata.
Cuida a tus amigos, cuida a tus amigos, insistía el mantra.
—No lo entiendo —le espeté a Vishnu—. Sigue siendo amigo nuestro, ¿no?
—Ahora, a la gente le obligan a hacer cualquier cosa —me dijo bajando aún más
la voz—. Quién sabe para qué lo tienen. Su nivel de Crédito lleva yéndose a la
mierda desde que empezó a tirarse a Amy Greenberg. La mitad de Staten Island está
colaborando. Todo el mundo anda en busca de apoyo y de protección. Ya lo verás:
como los chinos tomen el poder, ahí estará Noah para comerles el rabo. Deberías
haberte quedado en Roma, Lenny A la mierda con esa chorrada de la inmortalidad.
Tú ya no la vas a pillar. Míranos. No somos IAI.
—¡Pero tampoco somos de Bajos Ingresos! —me rebelé.
—Eso da igual. Somos la viva imagen de la Reducción de Daños. Esta ciudad no
sabe qué hacer con nosotros. El mes pasado privatizaron el transporte público. Se van
a cepillar los bloques de apartamentos baratos. Incluidos los de los judíos. Para
cuando acabe esta década, estaremos viviendo en Erie, Pensilvania.
Creo que se dio cuenta de la letal infelicidad que me desfiguraba el rostro. Se
subió la bragueta y me dio una palmadita en la espalda.
—Lo de hablar de Eunice ha estado muy bien —me dijo—. Eso hará que subas en
la clasificación de PERSONALIDAD. Y lo de Noah… ¿quién sabe? Puede que me
equivoque. Ya me ha pasado antes. Muchas veces, amigo mío.
Antes de que la melancolía acabase conmigo, la novia de Vishnu, Grace Kim,
apareció para llevárselo a casa, a su domicilio agradable y con aire acondicionado de
Staten Island, consiguiendo que yo echara dolorosamente de menos a Eunice. Me
quedé mirando fijamente a Grace con una necesidad rayana en la pena. Ahí estaba
ella: vestida de manera inteligente, creativa y recatada (nada de vaqueros
Pieldecebolla para enseñarlo todo), llena de intenciones programadas y planes tan
interesantes como decididos, directa hacia el matrimonio con su afortunado galán,
dispuesta a engendrar a esos hermosos hijos euroasiáticos que, probablemente,
acabarían siendo los últimos niños que quedasen en la ciudad.
A Noah y a mí se nos invitó a tomar la penúltima en casa de Vishnu y Grace, pero
pretexté los efectos del viaje en avión para despedirme de todo el mundo. Fueron lo
suficientemente amables como para acompañarme a la estación del transbordador,
aunque no tanto como para enfrentarse conmigo al control de la Guardia Nacional.
Unos soldados aburridos me registraron y cachearon displicentemente. Lo negué y lo
consentí todo. En respuesta a alguna pregunta metafísica, repuse «Yo solo quiero
irme a casa». No era la respuesta correcta, pero un negro con una crucecita de oro
sobre el velludo pecho se apiadó de mí y me dejó subir a bordo.
Las clasificaciones de los demás pasajeros aparecieron bajo el arco de entrada:
hombres feos y arruinados expresando su deseo y su desesperación en un control de

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seguridad antes de atravesar olas oscuras e incansables. Se extendía una niebla rosada
sobre el área básicamente residencial que se había conocido en tiempos como el
Distrito Financiero, congelándolo todo en el pretérito. Un padre besaba sin parar la
cabecita de su hijo con triste insistencia, consiguiendo que los que teníamos malos
padres o ningún tipo de padre nos sintiéramos aún más solos y desamparados.
Vimos las siluetas de los barcos petroleros e intuimos lo calentito que se estaría
en las bodegas. La ciudad se aproximaba. Los tres puentes que conectan Brooklyn y
Manhattan, ese largo collar de luz, se iban diferenciando gradualmente. El Empire
State apagaba su corona y se escondía tras otro edificio menos famoso. En la parte de
Brooklyn, la cúpula dorada de la Caja de Ahorros de Williamsburg, arrinconada por
los abandonados gigantes a medio construir que la rodeaban, nos hizo discretamente
la higa. Solo la arruinada Torre de la «Libertad», vacía y de severo perfil, como un
hombre enfurecido y dispuesto a golpear, disfrutaba de sí misma en mitad de la
noche.
Todo neoyorquino que regresa se pregunta: ¿sigue siendo esta mi ciudad?
Y yo tengo una respuesta preparada y envuelta en obstinada desesperación: sí, lo
es.
Y si no lo es, la querré mucho más. La querré hasta que vuelva a ser mía de
nuevo.

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Agárrame esa berenjena
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens

13 DE JUNIO

LEONARDO DABRAMOVINCI A EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO:


Hola, tú. Aquí Lenny Abramov. Otra vez. Lamento molestarte. Te he escrito hace
un ratito y no he obtenido respuesta. O sea, que supongo que estás ocupada y debe de
haber por ahí un montón de tíos inaguantables molestándote todo el rato y yo no
quiero ser otro de esos merluzos que te envía alegres mensajitos a cada minuto.
Bueno, solo quería advertirte de que he salido en el programa de un amigo mío, «¡El
Show de Noah Weinberg!», y que estaba de lo más COLOCADO y he dicho un montón
de cosas sobre tus pecas y que habíamos comido juntos bucatini all’amatriciana en
Da Tonino y que me imaginaba a ti y a mí leyéndonos libros el uno al otro algún día.
Eunice, lamento enormemente arrastrar tu nombre por el fango de esta manera.
Me dejé llevar y me sentía muy triste porque te echo de menos y me gustaría que
estuviésemos más en contacto. No dejo de pensar en aquella noche que pasamos en
Roma, en cada minuto de ella, y supongo que se ha convertido para mí en algo
parecido a un mito fundacional. Así pues, estoy intentando aparcarlo y pensar en
otras cosas, como mi situación financiera/laboral, que es muy complicada ahora
mismo, y en mis padres, que no son tan difíciles como los tuyos, pero digamos que
tampoco formamos una familia feliz. Dios, no sé por qué me quiero abrir
constantemente a ti. Me disculpo una vez más si te he abochornado con esa ridícula
emisión y con la cosa de que lees libros.
Tu amigo (o eso espero)
Lenny

14 DE JUNIO

EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO A LEONARDO DABRAMOVINCI:


Vale, Leonard. Agárrame esa berenjena. Creo que me voy a Nueva York. Mi
menda dice «Arrivederci, Roma». Lamento haber estado tanto tiempo sin decir nada.
Yo también he estado pensando en ti, más o menos, y tengo muchas ganas de
quedarme contigo un tiempecito. Eres un tío muy tierno y muy gracioso, Len. Pero
quiero que sepas que, últimamente, mi vida se las trae de cojones. Acabo de romper
con un tío que sí era realmente mi tipo, tengo problemas con mis padres y bla, bla,
bla. O sea, que puede que no sea siempre la mejor compañía y es posible que no
siempre te trate bien. En otras palabras, si te hartas de mí, échame a patadas. Es lo
que hace la gente. ¡Jajaja!
Te enviaré los datos del vuelo lo antes que pueda. No hace falta que me recojas ni

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nada. Solo dime a dónde tengo que ir.
Espero que esto no te cause ninguna incomodidad, Lenny Abramov, pero el caso
es que mis pecas te echan realmente de menos.
Eunice
P.D.: ¿Te lavas los dientes como te enseñé? Es bueno para ti y corta en seco el mal
aliento.
P.P.D.: Creo que estuviste muy mono en la emisión de tu amigo Noah, pero
deberías tratar de salir de «101 Personas Por Las Que Necesitamos Sentir Lástima».
Ese tío del mono TXUPA POYA está siendo muy cruel contigo. Tú no eres un «viejo
moco pringoso», Lenny, signifique eso lo que signifique. Deberías hacerte respetar.

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Entrega total
De los diarios de Lenny Abramov

18 DE JUNIO

Querido diario:

Ay, Dios mío, Dios mío. ¡Ay, Dios mío! Está aquí. Eunice Park está en Nueva York.
¡Eunice Park está en mi apartamento! Eunice Park está sentada A MI LADO en el sofá
mientras escribo esto. Eunice Park: un ser humano pequeñito con medias de color
púrpura, haciendo pucheros por algo espantoso que puedo haber hecho yo, con la
frente arrugada de rabia y el resto de ella absorto en su äppärät, mirando material
oneroso en CulosLujosos. Estoy junto a ella. Oliendo de manera subrepticia su
aliento a ajo, diario mío. Huelo a anchoas malayas y pienso que me va a dar un
ataque al corazón. Pero ¿qué me está ocurriendo? Pues absolutamente todo, mi
dulcísimo diario. ¡No me funciona nada y soy el hombre más feliz del mundo!
Cuando Eunice me dijo que venía a Nueva York, salí pitando hacia la tienda de
ultramarinos de la esquina en busca de una berenjena. Me dijeron que tenían que
pedirla vía äppärät, así que estuve esperando doce horas junto a la puerta de entrada,
y cuando me hice con ella, me temblaban las manos de tal forma que no sabía por
dónde cogerla. Me limité a meterla en el congelador (por error) y luego salí a la
terraza y me eché a llorar. ¡De alegría, claro está!
Durante la mañana del primer día de mi auténtica vida, tiré la berenjena
congelada a la basura y me puse la camisa de algodón más limpia y conservadora de
mi vestuario, que se convirtió en un monzón de sudor nervioso antes incluso de salir
por la puerta. Para secarme un poco y ver las cosas en perspectiva, me senté a darle
vueltas al Punto Número 3: «Querer a Eunice». Es lo que hacían siempre mis padres
antes de un largo viaje: sentarse a rezar por un viaje seguro a su primitiva y rusa
manera. ¡Lenny!, dije en voz alta. Esta vez no la vas a cagar. Se te ha concedido la
oportunidad de ayudar a la mujer más bella del mundo. Tienes que portarte bien,
Lenny. No debes pensar en ti ni lo más mínimo. Solo en esa criaturita que tienes
delante. Ya te llegará el turno de recibir ayuda. Si no haces las cosas bien, si ofendes
de algún modo a esa pobre chica, no merecerás la inmortalidad. Pero si enganchas
su cálido cuerpecito al tuyo y la haces sonreír, si le haces ver que el amor adulto
puede imponerse al dolor infantil, entonces os será mostrado a ambos el reino de los
cielos. Puede que Joshie te dé con la puerta en las narices, puede que se te detenga el
corazón en la cama de un hospital público, pero ¿cómo podría nadie rechazar a
Eunice Park? ¿Qué Dios sería capaz de desearle algo que no fuese la eterna
juventud?
Yo quería ir a buscar a Eunice al JFK, pero resulta que ya no te puedes ni acercar a

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un aeropuerto sin un billete de avión. El taxista me dejó en el tercer control de la
Autoridad de Restauración Estadounidense en la autovía Van Wyck, donde la Guardia
Nacional había establecido un área de recepción: una lona de camuflaje de unos siete
metros bajo la que una muchedumbre de clase media y baja esperaba ansiosamente a
su parentela. Casi llegué tarde para el vuelo de Eunice porque una sección del puente
de Williamsburg se había desmoronado y nos tiramos una hora intentando dar la
vuelta en la calle Delancey, junto a un vehemente cartel de la ARE que decía «Juntos
recostruremos (sic) este puente».
Mientras nos acercábamos al control, mi äppärät se descolgó con una buena
noticia. ¡Nettie Fine está viva y en buen estado! Me había escrito recurriendo a una
nueva dirección segura. «Lenny, lamento haberte deprimido cuando nos vimos en
Roma. Mis hijos me dicen a veces que soy un saco de nervios. ¡Solo quería que
supieras que las cosas no están tan mal! No paran de llegar buenas noticias a mi
escritorio. Las cosas están cambiando en nuestro país. Los pobres expulsados de sus
casas se están organizando como cuando la Gran Depresión. Esos chicos que
estuvieron en la Guardia Nacional están construyendo cabañas en los parques y
quejándose de que no les han dado los pluses de Venezuela. ¡Atisbo una erupción de
energía positiva! Los Medios no lo están cubriendo, pero vete a echar un vistazo por
Central Park y cuéntame lo que veas. ¡Puede que el reinado de Jeffrey Nutria esté
tocando a su fin! Besos, Nettie Fine.» Le contesté de inmediato y le dije que iría al
parque a ver a los Individuos de Bajos Ingresos y que estaba enamorado de una chica
llamada Eunice Park que (me adelanté a la primera pregunta de Nettie) no era judía,
pero aparte de eso era perfecta.
Cargado de buenos augurios sobre mi mamá estadounidense, me puse a esperar el
autobús de UnitedContinentalDeltamerican, deambulando nervioso hasta que los tíos
de los fusiles me empezaron a mirar mal, momento en el que me retiré a una
tiendecita improvisada junto a un contenedor en la que adquirí unas rosas algo
marchitas y una botella de champagne de trescientos dólares. Noté muy cansada a la
pobre Eunice cuando la vi bajar del autobús con tantas maletas, tanto que casi me
abalanzo sobre ella para darle un abrazo rejuvenecedor, pero no tenía ganas de
montar un número y preferí ondear las rosas y el champagne, en dirección a los
hombres armados para que vieran que disponía del Crédito suficiente para permitirme
unas Compras, y luego besé apasionadamente a Eunice en una mejilla (olía a avión y
a crema para la piel), a continuación en esa naricilla tan poco asiática que tenía, luego
en la otra mejilla, después en la nariz de nuevo, antes de regresar a la primera mejilla,
siguiendo las curvas de las pecas adelante y atrás y marcando la nariz como un puente
que hay que cruzar dos veces. Se me cayó de las manos la botella de champagne; no
sé de qué mierda futurista estaría hecha, pero el caso es que no se rompió.
Enfrentada a este amor enloquecido, Eunice ni se echó para atrás ni correspondió
a mi ardor. Se limitó a sonreírme con esos labios regordetes y esos ojos cansados,
desconcertada, y movió los brazos en señal de que las maletas pesaban. Ya lo creo

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que pesaban, diario mío. Eran las maletas más pesadas que nunca hubiera tenido que
transportar. Los afilados tacones de los zapatos femeninos se me clavaban en el
abdomen, mientras una lata de metal de origen desconocido, redonda y dura, me
lastimaba la cadera.
El trayecto en taxi transcurrió prácticamente en silencio. Puede que ambos nos
sintiéramos un tanto avergonzados por la situación, que cada uno de nosotros se
sintiera culpable de algo (mi relativo poder; su juventud) y tuviera presente el hecho
de que, en total, no habíamos pasado más de un día juntos y que estaba por demostrar
que tuviéramos cosas en común.
—¿No es de locos todo este rollo de la ARE? —le susurré mientras un nuevo
control nos obligaba a aminorar la marcha.
—La verdad es que no entiendo gran cosa de política —dijo Eunice.
Mi apartamento la decepcionó, por lo lejos que estaba de la línea F y por lo feos
que eran los edificios de la zona.
—Parece que voy a tener que hacer un poco de ejercicio para llegar al metro —
declaró—. Ja, ja.
Eso era lo que su generación solía añadir al final de cada frase, cual tic nervioso,
«Ja, ja».
—Me alegro mucho de que estés aquí, Eunice —le dije, intentando mostrarme tan
claro como sincero—. Te he echado de menos, de verdad. Ya sé que es todo un poco
extraño…
—Yo también te he echado de menos, cara culo.
Esa sencilla frase quedó colgada en el aire, entre nosotros, como una mezcla de
insulto e intimidad. Era evidente que se había sorprendido a sí misma y que no sabía
qué añadir, como no fuese un «¡Ja!», un «Ja, ja» o nada de nada. Decidí tomar la
iniciativa y me senté junto a ella en el sofá de cuero y metal, de esos que había en los
cruceros de lujo de los años 20 y que siempre me hacían desear ser otra persona.
Eunice contempló mi Muro de Libros con expresión neutral, aunque a estas alturas la
mayoría de mis volúmenes apestaban a Chorro de Flor Silvestre PinoSol y no
conservaban el olor de imprenta original.
—Lamento que rompieras con ese tío en Italia —le dije—. En GlobalTeens decías
que era realmente tu tipo.
—Ahora no quiero hablar de él —repuso.
Muy bien, porque yo tampoco. Yo solo quería abrazarla. Llevaba una sudadera de
color avena bajo la que se podían apreciar las tiras gemelas de un sujetador
innecesario. La minifalda era más bien basta, hecha de alguna fibra a base de papel de
lija, y debajo llevaba unas pantimedias de color violeta brillante que también parecían
innecesarias, dado el cálido clima del mes de junio. ¿Estaría tratando de protegerse de
mis manos vagabundas? ¿O es que tenía frío por dentro?
—Debes de estar cansada de tan largo viaje —le dije mientras le ponía una mano
en la rodilla violeta.

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—Estás sudando como un gorrino —me dijo riendo.
Me sequé la frente, que me quedó muy lustrosa.
—Lo siento —me disculpé.
—¿De verdad te excito tanto, cara culo? —preguntó Eunice.
No dije nada. Sonreí.
—Eres muy amable por dejar que me quede aquí.
—¡De manera indefinida! —grité.
—Ya veremos —dijo ella. Mientras le estrujaba la rodilla y le escalaba
discretamente la pierna, me agarró de la muñeca peluda—. Vamos a tomárnoslo con
calma. Me acaban de romper el corazón, ¿recuerdas?—. Se lo pensó un momento y
añadió—: Ja, ja.
—Oye, ya sé lo que podemos hacer —dije—. Es, quizá, lo que más me gusta
cuando llega el verano.

La llevé a Cedar Hill, en Central Park. Se la veía alterada ante los transeúntes cutres
que iban y venían, a pie o en silla de ruedas, por mi parte de la calle Grand. Los
viejos dominicanos le gritaban cosas como «¡Chinita!» o «¡A ver si compras algo,
guapetona!», quiero creer que no de manera amenazante. Tuve buen cuidado de evitar
la manzana en la que nuestro cagón oficial hacía sus necesidades.
—¿Por qué vives aquí? —me preguntó Eunice Park, puede que sin ser consciente
de que los precios de la vivienda en el resto de Manhattan seguían siendo de lo más
inasequibles, pese a la última devaluación del dólar (o gracias a ella, pues nunca me
aclaro con el cambio de divisas). Así pues, para compensar el cutrerío de mi barrio,
pagué el suplemento de diez dólares por cada uno de los dos en la estación y nos
subimos al vagón de primera clase. Como me había dicho el beodo de Vishnu la otra
noche, el moribundo transporte público de nuestra querida ciudad está ahora en las
voraces manos de una empresa amiga de la ARE cuyo eslogan es «Juntos llegaremos a
algún sitio». En primera clase, se ponían a nuestra disposición unos confortables,
aunque ya algo ajados, sofás y unos äppäräti grandotes encadenados a una mesita de
centro y un tanto pringosos a causa de las huellas de dedos y de las bebidas
derramadas. Guardias Nacionales armados hasta los dientes mantenían el vagón a
salvo de ubicuos mendigos cantores, bailarines de hip hop y familias arruinadas
suplicando vales de la Seguridad Social: toda esa masa hecha polvo de Individuos de
Bajos Ingresos que habían convertido los vagones normales en un estudio de sonido
para sus talentos y desdichas. En primera clase se nos concedían mil momentos
discretos de paz subterránea. Eunice escaneaba la sección de sociedad del New York
Times, lo cual me hacía feliz, pues aunque ya ni el Times sigue siendo el mítico diario
en papel que era, por lo menos aún lleva más texto que otros sitios. Los artículos de
media pantalla de extensión sobre ciertos productos ofrecen a veces sutiles análisis de
un mundo más amplio; por ejemplo, una pieza sobre un nuevo aplicador de kohl
puede abrir paso a un párrafo sobre la economía cerebral en el estado indio de Kerala.

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No había duda de que la mujer de la que me había enamorado era sensata y brillante.
Yo mantenía la mirada fija en Eunice Park, en sus bracitos bronceados que flotaban
sobre la información en pantalla, dispuestos a saltar cuando aparecía algún objeto
anhelado, con el dedo índice acechando sobre el icono verde que decía «cómprame
ya». La contemplaba con tal intensidad que las paradas de metro pasaban ante mí sin
ningún sentido, motivo por el que nos pasamos de nuestro destino y tuvimos que dar
media vuelta.
Cedar Hill. Ahí es donde empiezo mis paseos por Central Park. Hace muchos
años, tras una violenta ruptura con una antigua novia (una rusa triste con la que había
salido obedeciendo a una perversa solidaridad étnica), solía visitar a una joven y
recién titulada trabajadora social que estaba a una manzana de distancia, en Madison.
Por menos de cien dólares a la semana, alguien se preocupaba por mí por estos lares,
aunque a fin de cuentas, la pobre Janice Feingold fuese incapaz de curarme del miedo
a la no existencia. Su pregunta favorita era: «¿Y por qué cree que sería más feliz si
pudiera vivir eternamente?».
Después de mis sesiones, recurría a una lenta descompresión, con la ayuda de un
libro o de un periódico de los de papel, instalado en el brillante verdor de Cedar Hill.
Allí intentaba asimilar la visión terapéutica que la señorita Feingold tenía de mí como
alguien merecedor de los colores y las gracias de esta vida, y esa zona concreta de
Central Park hacía realidad todas sus buenas intenciones. Dependiendo de tu ángulo
de visión, la Colina puede parecer el césped de un campus de Nueva Inglaterra o un
espeso bosque de coníferas: las rocas se extienden de manera glacial, los cedros se
entremezclan intermitentemente con los pinos. La Colina desciende hacia el este
hasta un diminuto valle verde, acogiendo cochecitos de bebé, perros peludos con
pañuelo a topos, niños anglosajones en plena actividad, cuidadoras de piel oscura o
turistas que disfrutan del clima sobre mantas étnicas.
¡Menudo día hacía! En mitad de junio, los árboles se recuperaban y florecían.
Había por todos lados juventud para dar y tomar. ¿Cómo contener el impulso natural
de alzarse sobre las patas traseras y olisquear intensamente el calor del sol? ¿Cómo
impedir que mi boca encontrara la de Eunice y mi lengua se demorara en su interior?
Señalé un letrero que decía «Se permiten actividades pasivas».
—Gracioso, ¿eh? —le comenté a Eunice.
—Tú sí que eres gracioso —dijo ella.
Me miró directamente por primera vez desde que había aterrizado.
Lucía su habitual quiebro en el labio inferior, pero, siguiendo las instrucciones del
letrero, era totalmente pasivo. Extendió las manos y el sol las iluminó antes de que
alcanzaran la sombra de las mías. Las enlazamos brevemente y luego ella apartó la
vista de mí. Pequeñas dosis, me dije. Ahora mismo, ya me está bien. Pero entonces
mi boca se echó a hablar:
—Caramba —dijo—, creo que podría aprender a querer…
—No quiero hacerte daño, Lenny —me interrumpió Eunice.

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Un poco de tranquilidad.
—Sé que no lo harás —le dije—. Lo más probable es que aún sigas enamorada de
aquel tío de Italia.
Suspiró.
—Todo lo que toco se convierte en mierda —declaró mientras meneaba la cabeza,
y de repente, todo su rostro parecía más viejo e implacable—. Soy un desastre
andante. Pero ¿qué es eso?
Me dolió apartar la mirada de su rostro, pero la dirigí hacia donde ella me
indicaba. Alguien había construido un pequeño cobertizo de madera en lo alto de la
colina, añadiéndole un elemento rústico. Subimos lánguidamente a investigar. Yo
ansiaba la oportunidad de observarle el trasero, que se asentaba humildemente y de
forma casi innecesaria sobre dos vigorosas piernas. Me pregunté cómo podría
sobrevivir en este mundo sin culo. Todo el mundo necesita un almohadón. Igual yo
podría ser el suyo.
La cabaña no era realmente de madera, sino de algún metal corrugado que había
perdido tanta textura y tanta pintura que parecía hecho de un material primordial.
Habían pintado en la fachada un girasol junto a las palabras: «Me llamo aziz jamie
tompkins trabajé conductor de bus me echaron de casa hace dos días este es mi
espacio no disparen». Había un hombre negro sentado sobre un ladrillo en el exterior
de la choza: tenía las sienes grises como las mías y llevaba puesta una gorra hecha
caldo que pertenecía, como descubrí al fijarme mejor, al antiguo Sistema de
Transportes Públicos; el resto del personaje carecía de rasgos destacables —camiseta
amarilla, cadena de oro con un enorme símbolo del yuan—, a excepción de la
expresión del rostro. Atónito. Estaba ahí sentado con la boca abierta, respirando
tranquilamente el aire fresco cual pez exhausto, totalmente apartado de la pequeña
multitud de neoyorquinos nativos que se habían reunido respetuosamente a unos
metros de distancia para observar su pobreza, así como de los turistas con sus
äppäräti que estaban unos metros por detrás del primer grupo y trataban de ver algo.
De vez en cuando, se podía oír el ruido de una sartén de metal al caer al suelo en el
interior de la choza, o la musiquilla de un ordenador obsoleto intentando ponerse en
marcha, o la voz baja y disgustada de una mujer, pero el hombre lo ignoraba todo.
Tenía los ojos en blanco, una mano congelada en el aire, como si practicara algún tipo
especialmente tranquilo de arte marcial, mientras que con la otra se rascaba
miserablemente una zona de piel muerta que le recorría la pantorrilla.
—¿Es un pobre? —preguntó Eunice.
—Eso creo —repuse—. De clase media.
—Es conductor de autobús —dijo una mujer.
—Lo era —la corrigió otra.
—Se han deshecho de él ante la visita del tío del banco central —añadió una
tercera.
—El Banquero Central chino.

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Eso lo dijo la primera en hablar, una señora mayor de camiseta olorosa y clara
pertenencia a las clases marginales. (¿Qué andaría haciendo en esta parte de
Manhattan, por cierto?) Varias de sus acompañantes miraban a Eunice, y no de una
manera amistosa. Me pregunté si debería informar a la masa allí reunida de que mi
nueva amiga no era china, pero Eunice estaba absorta en algo procedente de su
äppärät, o lo aparentaba.
—No tengas miedo, cariño —le susurré.
—Vivía al lado de la Van Wyck —dijo la sabelotodo marginal—. No quieren que
el banquero chino se cruce con pobretones en su trayecto desde el aeropuerto. Nos
dan mala imagen.
—Reducción de Daños —dijo un joven de color.
—¿Qué coño hace en el parque?
—Esto no les va a gustar a los de la Autoridad de Restauración, no señor.
—Oye, Aziz —gritó el negro, pero no obtuvo respuesta—. Oye, hermano, más
vale que salgas zumbando de aquí antes de que aparezca la Guardia Nacional.
Pero el tipo de la gorra del Sistema de Transportes Públicos seguía ahí sentado,
rascándose y meditando.
—Más te vale no acabar en Troy —añadió el joven—. También trincarán a tu
parienta. Y ya sabes lo que le harán.
Puede que el tal Aziz hubiese formado parte de ese movimiento «vigoroso» en
plan Gran Depresión al que se había referido Nettie Fine. Solo llevábamos juntos
unas pocas horas, pero ¡Eunice y yo ya éramos testigos de la historia! Saqué el
äppärät y empecé a tomar Imágenes de ese hombre, pero el joven negro me chilló:
—¿Qué cojones estás haciendo, tío?
—Una amiga mía me ha pedido que tome una Imagen —declaré—. Trabaja para
el Departamento de Estado.
—¿Departamento de Estado? Pero ¿tú te estás cachondeando de mí? Más vale
que te guardes ese chisme, ¡señor Crédito de 1520 y cabrón bipartito que te has hecho
con una zorra veinte años más joven!
—No soy bipartito —dije, aunque preferí obedecerle.
Ahora estaba totalmente confuso. Y algo asustado. ¿Quiénes eran esas personas
que me rodeaban? Supongo que estadounidenses. Pero ¿qué quería decir eso
exactamente en estos tiempos?
La conversación a mi espalda estaba derivando hacia el muy sensible tema de la
extensión de China por el mundo.
—Jodido banquero chino —gritaba alguien—. Cuando aparezca, pienso cortar a
trozos todas mis tarjetas de crédito y arrojárselas como si fueran confeti. Y le pienso
pegar un tiro en su culo de puerco.
Los turistas chinos del otro perímetro empezaban a dispersarse, y yo pensé que lo
mejor sería que me llevase de allí a Eunice. La envolví en mis brazos y la conduje
dulcemente colina abajo, lejos de cualquiera que pudiese hacerle daño, y desde allí

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hacia el Estanque de las Barcas.
—Estoy bien, estoy bien —decía ella mientras intentaba deshacerse de mi abrazo.
—Algunos de ese grupo eran un poco chungos —le dije.
—¿Y pensabas ponerte duro con ellos? —dijo Eunice, riendo tan contenta.
Algún vestigio de mis recuerdos infantiles me recorrió las entrañas y me produjo
un flato en el estómago. Yo era probablemente el niño menos popular de mi escuela
secundaria. Nunca aprendí a pelear ni a comportarme como un hombre.
—No te burles de mí, por favor —susurré mientras me acariciaba el vientre.
—¡Ja! Me encanta que mi cara culo se ponga flamenco.
Gruñí un poco, pero tomé nota de su uso del posesivo. Mi cara culo. ¿Realmente
se apoderaría de mí?
Caminamos a ritmo lento y meditabundo, sin hablar, los dos algo desdichados y
algo felices. Esa noche de principios del verano se estaba instalando sobre la ciudad.
El cielo era del color de los espectros. La atmósfera, cálida pero con brisa, olía al
dulzor del polen y a pan recién horneado. En torno al Estanque de las Barcas había
jóvenes parejas europeas, tan juguetonas como los niños y tan amorosas como los
adolescentes, plantando devaluados dólares en las manos de los vendedores de
camisetas y baratijas, excitados ante el paisaje crepuscular que las rodeaba. Unos
cuantos chicos asiáticos, que aprendían a ser groseros e impetuosos, se dedicaban a
perseguirse unos a otros con sus balandros controlados por radio, a través de las
grises e inmóviles aguas del estanque.
Por encima de nosotros, tres helicópteros militares, convenientemente espaciados,
recorrían el cielo. El cuarto, que los seguía con dificultades, parecía sostener una
lanza gigantesca en sus fauces; y la punta de esa lanza lucía un fulgor amarillo. Solo
los turistas levantaron la vista. Pensé en Nettie Fine. Tenía que creer en su optimismo.
Nunca antes se había equivocado, mientras que mis padres lo habían hecho en todo.
Las cosas iban a mejorar. Algún día. Para mí, enamorarme de Eunice Park, mientras
el mundo se desmoronaba, constituiría una tragedia peor que las griegas.
Caminábamos cogidos de la mano por esa vasta extensión de hierba que es Sheep
Meadow y que se mostraba confortable y familiar, como una alfombra algo raída o
una cama mal hecha. Más allá, en tres lados, yacía la constelación de edificios otrora
altos: los viejos, estoicos y con tejados abuhardillados; los nuevos, cubiertos de
parpadeante información. Pasamos junto a una pareja blanco-asiática que disfrutaba
de una merienda veraniega a base de melón con jamón, lo cual me llevó a apretarle la
mano a Eunice. Ella se volvió y me alborotó el grisáceo cabello con sus cremosas
manos. Me preparé para un comentario sobre mi aspecto y mi edad. Me preparé para
convertirme una vez más en el feo personaje de Chéjov, el comerciante Laptev. Sabía
que el dolor resultaba agradable, pues lo cierto es que me había dejado un extraño
saborcillo a almendras y sal en la boca.
—Mi dulce pingüino emperador —optó por decir Eunice—. Mira que eres
fantabuloso. Y muy listo. Y generoso. Y tan distinto a cualquiera que yo haya

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conocido. Eres tan tú… Apuesto a que me puedes hacer muy feliz, si es que yo me
permito a mí misma serlo.
Me besó rápidamente en los labios, como si ya hubiéramos intercambiado antes
otros cien mil besos, y luego salió corriendo hacia un trozo de césped e hizo tres
bonitas volteretas, una detrás de otra. Yo me quedé petrificado. Delirando. Aceptando
el mundo en pequeñas dosis. Ese cuerpo sencillo que cortaba el aire. Esa parábola de
su espinazo en movimiento. Esa boca abierta respirando con dificultad tras el
esfuerzo realizado. Mirándome. Pecas y calor. Saqué pecho ante lo que se esperaba
de mí. No iba a llorar.
Aparecieron a lo lejos unas nubes grises con ciertos residuos industriales; una
sustancia amarillenta se dibujaba en el horizonte, se convertía en el horizonte y
devenía también la noche. Mientras el cielo se oscurecía, nos encontramos atrapados
por tres lados por el exceso de nuestra civilización, pero el suelo bajo nuestros pies
era suave y verde, y a nuestra espalda se alzaba una colina con árboles tan pequeños
como ponis. Caminamos en silencio mientras yo aspiraba las dulces y afrutadas
cremas que Eunice se ponía para combatir la edad, mezcladas con un leve atisbo de
algo vivo y corpóreo. Universos múltiples me tentaron con su existencia. Al igual que
la inmutabilidad divina o la supervivencia del alma, sabía que solo serían espejismos,
pero yo seguía deseando creer. Porque creía en ella.
Era hora de irse. Nos encaminamos hacia el sur, y cuando se acabaron los árboles,
el parque nos devolvió a la ciudad, entregándonos frente a un rascacielos con un
verde tejado abuhardillado y dos severas chimeneas. Nueva York explotaba a nuestro
alrededor: la gente brujuleaba, compraba, exigía, gritaba… La densidad de la ciudad
me cogió por sorpresa y me molestó su manera de imponerse, sus humos alcohólicos,
su desmesurado orgullo, su exagerada y moribunda riqueza. Eunice observaba
algunos escaparates de la Quinta Avenida mientras su äppärät arrojaba nueva
información.
—Euny —le dije, probando una versión más corta de su nombre—. ¿Qué tal te
encuentras? ¿Aún te dura el jet lag?
La muchacha estaba contemplando una piel de cocodrilo convertida en un objeto
grande y alargado, y no me contestó.
—¿Quieres que vayamos a nuestra casa?
¿Nuestra casa?
Eunice estaba muy ocupada escaneando al anfibio muerto con el äppärät como si
buscara una respuesta. La parte inferior de su rostro estaba ahora cubierta por una
sonrisa que solo lo era en apariencia. Pero cuando se apartó del escaparate, cuando se
encontró de nuevo ante mí, ya no había nada en su cara. Observaba el suave y blanco
vacío de mi cuello.
—No te frotes los ojos —le dijo a ese vacío, deslizando las palabras entre sus
labios, marcando cada sílaba—. Te estás cargando las células del contorno de los ojos
cuando te los frotas tan fuerte. Por eso hay tanta piel oscura. Te hace parecer mayor.

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Confiaba en que añadiera «cara culo», para que yo supiera que todo iba bien, pero
no lo hizo. Y yo no lo entendía. ¿Qué había sido de las volteretas? ¿Qué había sido
del «dulce pingüino emperador»? ¿Qué había sido de esa palabra maravillosa e
inesperada, «fantabuloso»?
Echamos a andar hacia el metro sin cruzar una sola sílaba. Eunice cubría con la
mirada el suelo que tenía por delante cual rayo de luz negativa. El silencio se
mantuvo. Yo respiraba tan hondo que creí que me iba a desmayar. No sabía cómo
devolvernos a donde estábamos antes. No sabía retrotraernos de nuevo a Central
Park, a Cedar Hill, al Sheep Meadow, al beso.

De regreso a mi apartamento, con la hueca Torre «Libertad» brillando sobremanera


tras las espesas cortinas y el sonido de un autobús M22 vacío incordiando a los
insomnes de una cierta edad, Eunice y yo tuvimos nuestra primera pelea. Me
amenazó con volver a casa de sus padres.
Yo estaba de rodillas. Yo gimoteaba.
—Por favor —le decía—. No puedes volver a Fort Lee. Quédate conmigo un
poquito más.
—Eres patético —decía Eunice, sentada en mi sofá, con las manos en el regazo
—. Eres tan débil.
—Lo único que he dicho es que me gustaría conocer a tus padres algún día. Si
quieres, te puedo presentar a los míos la semana que viene. De hecho, quiero que los
conozcas.
—¿Sabes lo que eso significa para mí? ¿Presentarte a mis padres? No me conoces
en absoluto.
—Pero lo intento. Ya he salido antes con otras chicas coreanas. Ya sé que las
familias son conservadoras. Ya sé que no se vuelven locas por los blanquitos como
yo.
—Tú no entiendes nada de mi familia —sentenció Eunice—. Pero ¿cómo has
podido ni pensar…?
Estaba yo tumbado en la cama, escuchando cómo Eunice, en el salón, escribía
con furia en su äppärät, probablemente a sus amigas del sur de California o a su
familia en Fort Lee. Finalmente, al cabo de tres horas, los pájaros del exterior
entonaron una cancioncilla matutina y ella apareció por el dormitorio. Yo me hice el
dormido. Se quitó casi toda la ropa y se metió junto a mí en la cama; acto seguido,
pegó su cálida espalda y su no menos cálido trasero a mi pecho y mis genitales.
Lloraba. Yo seguía haciéndome el dormido. La besé de un modo verosímil para
alguien que se suponía que dormía. Esa noche, yo no quería que me hiciera más daño.
Llevaba esas bragas que se sueltan en el acto cuando aprietas un botón que hay en la
entrepierna. Entrega Total, creo que se llaman. Me apreté un poco más contra Eunice
y ella hizo lo propio. Quería decirle que no pasaba nada. Que la haría feliz siempre
que pudiera. Que no necesitaba conocer a sus padres de inmediato.

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Pero no era verdad. Esa era otra cosa que había aprendido acerca de las mujeres
coreanas. Los padres eran la clave para hacerme con Eunice Park.

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Algo hermoso crece en mi interior
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens

18 DE JUNIO

EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Querido y Precioso Poni:
¿Cómo va eso, supermarranilla? He vueeeeeeelto. Qué grande es Estados Unidos.
Joder, aún no me acabo de creer que todo el mundo hable inglés y no italiano. Bueno,
en el gueto de Lenny la gente, básicamente, habla español y judío, creo. Pero da
igual. Estoy en casa. Las cosas están bastante tranquilas en Fort Lee, por lo menos de
momento. Pronto iré a ver a mis padres, pero creo que mi papi solo se calma cuando
sabe que estoy al otro lado del río. Tengo la impresión de que nunca voy a conseguir
estar a más de tres kilómetros de mi familia, lo cual es más bien triste. También creo
que mi padre tiene un radar y que cada vez que me pasa algo bueno, como conocer a
Ben en Italia, empieza a montar el numerito para que yo lo deje todo y vuelva a casa.
Estoy harta de mi madre diciendo eso de «tú hermana mayor, tú tienes
responsabilidad». A veces trato de imaginarme sin ellos, como una persona
independiente que se dedica a sus asuntos, como lo intenté en Roma. Pero la verdad
es que no lo veo muy posible.
Y ahora que a Sally le ha dado por meterse en política, mi responsabilidad se
duplica para asegurarme de que no comete ninguna estupidez. Para serte sincera,
tengo la impresión de que es todo una chorrada. Nunca le había interesado la política.
Cuando me fui a Elderbird, todo era el reverendo Cho ha dicho esto, el reverendo
Cho ha dicho lo otro y el reverendo Cho ha dicho que está bien si papi sacó a mami
de la cama tirándole de los pelos porque Jesús siempre AMA a los pecadores. Esta
mierda de la política no es más que una manera de liarla. Mi hermana, mi mamá y mi
papá: lo único que quieren es que se les haga caso, como si fueran unos críos
pequeños.
Echo mucho de menos a Ben. Había algo muy compatible entre él y yo. No es
que tuviéramos gran cosa que decirnos, pero nos podíamos pasar horas en la cama,
haciendo lo que fuera en nuestros äppäräti, con las luces apagadas. Con Lenny es
distinto. Me refiero a que hay un montón de cosas que no le funcionan, y me temo
que las voy a tener que arreglar todas. El problema es que no es joven, así que cree
que no tiene por qué hacerme caso. Los dientes le han mejorado mucho desde que le
enseñé a lavárselos correctamente y su aliento es más fresco que una margarita.
¡Ojalá se ocupara de sus asquerosos pies! Le voy a pedir hora con un podólogo.
Puede que mi padre, ¡DPC! Papá fliparía si le dijera que tengo un, ejem, «amigo»
blanco y muy mayor. Ja, ja. Y viste fatal. Esa amiga suya coreana que se llama Grace
(no conozco todavía a esa zorra, pero ya la odio) le acompaña de compras de vez en

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cuando y le encuentra esos atuendos para enrollados viejunos de los años 70, a base
de solapas anchas y espantosas camisas acrílicas. Espero que haya un detector de
humos en nuestro apartamento porque ese es capaz de prenderse fuego el día menos
pensado. Bueno, yo le dije desde un buen principio: «Mira, tienes TREINTA Y NUEVE
años y yo estoy viviendo contigo, así que ahora te vas a vestir como un adulto». Se
cabreó, el pobre friqui, pero la semana que viene vamos a ir a comprar ropa que esté
hecha de genuinos PRODUCTOS ANIMALES, como algodón, lana, cachemira y demás
materiales chachis.
Bueno, pues en mi primer día en Nueva York, fuimos al parque (¡Lenny me invitó
a primera clase en el metro! Mira si es considerado) y había un montón como de
chozas para las personas sin hogar en Central Park. Era de lo más triste. A esa gente
la echan de sus casas, que están a lo largo de la autovía, porque viene el banquero
central chino y Lenny dice que los Bipartitos no quieren que les parezcamos unos
pobretones a nuestros acreedores asiáticos. Y había un pobre negro sentado delante
de una de esas chozas y parecía como si estuviera de lo más avergonzado por haberse
convertido en eso, como cuando mi padre pensaba que iba a perder la consulta porque
ya no queda nada de la seguridad social. Un hombre pierde la dignidad cuando no
puede mantener a su familia. Te juro por Dios que casi me pongo a berrear de
indignación, pero no quería darle la impresión a Lenny de que a mí me afecte algo. Y
tenían un ordenador antiguo en la choza, ni siquiera era un äppärät. Oí cómo se ponía
en marcha, y menudo ruido hacía. No me voy a poner política contigo, poni mío, pero
no me parece bien que nuestro país no se ocupe de esa gente. Ahí hay un punto a
favor de nuestras familias, que aunque las cosas se pongan realmente peludas,
siempre cuidarán de nosotras porque las han pasado mucho más canutas en Corea. Y
ahora una información divertida. Resulta que Lenny lleva un diario de las cosas que
está «disfrutando». Es cutre, pero me hace pensar en las cosas que yo debería estar
disfrutando, como por ejemplo el hecho de que no vivo en una caja de hojalata en
Central Park y que tú me quieres y que puede que mi hermana y mi mamá también, y
que igual tengo un novio de verdad que quiere mantener conmigo una relación
AMOROSA, SALUDABLE Y NORMAL.
En fin, el caso es que Lenny y yo nos besamos en el parque. De momento, nada
más, pero me sentó muy bien, como si algo hermoso estuviera creciendo en mi
interior. Intento tomármelo todo con mucha calma mientras le voy conociendo mejor.
Ahora mismo, todavía somos una pareja absurda. Sinceramente, me da miedo ver
nuestro reflejo en un espejo, pero creo que cuanto más tiempo pase con él, más a
gusto me sentiré. Ya me ha dicho que me ama, que soy la mujer de su vida, la que
lleva esperando desde siempre. Y se toma su tiempo conmigo. Escucha atentamente
lo que le cuento sobre lo que le ha hecho mi padre a Sally, a mamá y a mí misma y lo
va asimilando, y a veces hasta se echa a llorar (llora mucho), y al cabo de un rato yo
empiezo a confiar en él para todo y me abro como lo haría con una amiga. La verdad
es que él besa un poco como una chica, inmóvil y con los ojos cerrados. JA JA. Hasta

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ahora, lo que más me gusta es pasear con él por la calle. Me cuenta un montón de
cosas que nunca me enseñaron en Elderbird, como que Nueva York había sido
propiedad de los holandeses (pero ¿qué hacían esos en América?), y cada vez que
vemos algo gracioso, como un perrito mono o algo así, nos partimos de la risa y él me
coge de la mano, y suda y suda y suda porque estar conmigo le pone muy nervioso y
le hace muy feliz.
Nos peleamos mucho. Básicamente, por culpa mía, porque no aprecio su gran
personalidad y sigo centrada en su aspecto. Luego está que tiene un deseo
desesperado de conocer a mis padres, cuando no hay la más mínima posibilidad de
que eso llegue a suceder. Ah, ¡y me ha dicho que me va a llevar a Long Island para
presentarme a sus PADRES! Como la semana que viene. Pero ¿qué le pasa? No deja de
darme la tabarra con el temita de los padres. Le dije que le plantaba y que me volvía a
Fort Lee, y entonces mi pobre y pequeño friqui se puso de rodillas y empezó a
lloriquear y a decir lo mucho que yo significaba para él. Patético, pero muy mono.
Me dio tanta pena que me quité toda la ropa, a excepción de las EntregaTotal, y me
metí en la cama con él. Me sobó un poco, pero nos dormimos bastante rápido. Joder,
Precioso Poni, no paro de largar últimamente. Me voy a despedir, pero aquí tienes
una Imagen de Lenny y yo en el zoo de Central Park. Lenny es el que está a la
izquierda del oso. ¡¡¡No te atragantes de risa!!!
ZORRUPIA A EUNI-MAJARA:
Querido y Precioso Panda:
¡Bienvenida a casa, patatilla pringosa! Vale, tengo que volver rápidamente a las
rebajas de Chocho. Pero que muy rápidamente. Ejem. He visto la Imagen que me has
enviado y la verdad es que no sé qué decirte del tal Lenny. No es que sea el tío más
asqueroso del mundo, pero tampoco es la clase de persona con la que yo te
imaginaba. Ya sé que dices que tiene muchas cualidades, pero, en fin, ¿te puedes
imaginar la reacción de tus padres si te presentas con él en casa o en la iglesia? Tu
padre se quedaría mirándolo fijamente y se pasaría la velada aclarándose la garganta,
«ejem, ejem, ejem», y luego, cuando él se marchara, te pondría de puta para arriba.
No te digo ni que sí ni que no. Lo único que digo es que estás muy guapa y muy
delgada, así que no hace falta que sientes la cabeza. ¡Tómatelo con calma!
Ay, Señor, fui a la boda de mi primo Nam Jun y tuve que soltarle un discurso
francamente vomitivo a él y a la gorda de su novia, que es como cinco años mayor y
tiene los tobillos como jamones. ¡La tía está hecha un gorrino! Y lo curioso es que se
quieren mucho. Lo único que hacían era echarse a llorar abrazados, y ella no paraba
de meterle comida en la boca. Un asco, ya lo sé, pero me pregunto qué podría hacer
yo para querer a alguien de esa manera. A veces voy dando vueltas como si estuviera
en un sueño, como si estuviese fuera mirando hacia dentro, como si Gopher y mis
padres y mis hermanos no fuesen más que fantasmas que flotan por ahí. Ah, y en la
boda había un montón de niñas adorables y pintadas como gatitos que llevaban
vestiditos y no paraban de perseguir a un pobre crío al que intentaban tirar al suelo, y

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yo pensé en tu primita Myonghee. ¿Qué edad debe tener ya, tres años? ¡La echo tanto
de menos que igual me dejo caer por su casa y le doy un buen achuchón! Pues nada,
bienvenida a casa, mi dulce empanadilla. Te envío un beso gordo y californiano.

19 DE JUNIO

EUNI-MAJARA: Sally, ¿estás pujando por los botines grises de Padma?


SALLYSTAR: ¿Cómo lo sabes?
EUNI-MAJARA: Porque eres mi hermana. Y son del número 30. Pero más vale que dejes
de pujar porque estamos compitiendo entre nosotras.
EUNI-MAJARA: Uy, perdona, COMPITIENDO entre nosotras.
SALLYSTAR: Mamá quería los verdes, pero no tenían su número.
EUNI-MAJARA: Voy a comprobar el Pasillo de las Ventas en Union Square. No pilles
los verdes. Como tienes el cuerpo en forma de manzana, siempre deberías ir de
oscuro de cintura para abajo. Y no te pongas NUNCA, NUNCA esos tops que se ajustan a
la cintura, que te hacen parecer más gorda.
SALLYSTAR: ¿Ya has vuelto a Estados Unidos?
EUNI-MAJARA: Por favor, no te emociones tanto. ¿Estás en Washington?
SALLYSTAR: Sí, acabamos de bajar del autobús. Esto es de locos. Están todas las tropas
de la Guardia Nacional que acaban de llegar de Venezuela y no les han dado el Plus
que les prometieron y van a desfilar hasta el Mall con todas sus armas.
EUNI-MAJARA: ¿¿¿CON TODAS SUS ARMAS??? Sally, tal vez deberías, no sé, LARGARTE.
SALLYSTAR: No, no pasa nada. La verdad es que son muy majos. No es justo lo que les
están haciendo los Bipartitos. ¿Tú sabes cuantos llegaron a morir en Ciudad Bolívar?
¿Y sabes cuántos se han quedado jodidos de por vida, mental y físicamente? ¿Qué
más da que el gobierno esté arruinado? ¿Qué piensan hacer con nuestras tropas?
Tienen una responsabilidad, ¿no? Esto es lo que pasa cuando no hay más que un
partido político y se vive en un estado policial. Vale, ya lo sé, se supone que no puedo
expresarme así en GlobalTeens.
EUNI-MAJARA: Sally, esto es ridículo. ¿Por qué no te manifiestas en Nueva York? Yo
desfilo contigo, si quieres, pero no quiero que te dediques a esas chaladuras tú sola.
SALLYSTAR: ¿Has pasado por casa? Mami no me ha dicho nada al respecto.
EUNI-MAJARA: No. Pronto lo haré. Todavía no tengo ganas de ver a papá. ¿Ha dicho
algo de mí?
SALLYSTAR: No, pero está de bastante mal café y no sabemos por qué.
EUNI-MAJARA: ¿Y a quien le importa?
SALLYSTAR: Creo que va a venir el tío John.
EUNI-MAJARA: Estupendo. Papá tendrá que darle dinero y él se irá a Atlantic City a
fundírselo. Como si a papá le fuera tan bien en la consulta que se lo pudiera permitir.

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SALLYSTAR: ¿Dónde te alojas?
EUNI-MAJARA: ¿Te acuerdas de aquella chica, Joy Lee?
SALLYSTAR: ¿La de Long Beach? ¿La que tenía un armadillo?
EUNI-MAJARA: Ahora vive en el centro.
SALLYSTAR: Qué chulo.
EUNI-MAJARA: No creas. Está cerca de unos bloques cutres. Pero no te preocupes, es
una zona segura.
SALLYSTAR: La Cruzada del reverendo Suk es el mes que viene. Deberías venir.
EUNI-MAJARA: Espero que lo digas en broma.
SALLYSTAR: Si no quieres venir a casa, por lo menos puedes ver a la familia. Y a lo
mejor conoces a alguien. En la Cruzada hay toneladas de tíos coreanos.
EUNI-MAJARA: ¿Y tú qué sabes si no sigo con Ben?
SALLYSTAR: ¿El blanco de Roma?
EUNI-MAJARA: Sí, el blanco. Joder, hay que ver lo que has progresado en Barnard.
SALLYSTAR: No te pongas sarcástica, que lo odio.
EUNI-MAJARA: ¿No puedo verte solo a ti y hablar contigo sin tener que acudir a un
estúpido evento pro Jesús? ¿Cuándo vas a ir a casa?
SALLYSTAR: Mañana. ¿Quieres que cenemos en el Madangsui?
EUNI-MAJARA: Pero sin papá.
SALLYSTAR: Vale.
EUNI-MAJARA: ¡Te quiero, Sally! Llámame en cuanto salgas de Washington para
decirme que estás bien.
SALLYSTAR: Yo también te quiero.

EUNI-MAJARA A LABRAMOV:
Lenny:
Me voy de compras. Si llegas a casa y nos traen el pedido, cerciórate por favor de
que la leche es sin-antibióticos, no solo sin-grasa, y mira que no se hayan dejado el
Lavazza Qualitá Oro Espresso. Luego mete la ternera y el branzino entero en el frigo
y deja los melocotones en la encimera. Ya me encargaré luego de ellos. ¡No te olvides
de meter el pescado y la carne en la nevera, Lenny! Y si piensas lavar los platos,
luego seca el mármol, por favor. Siempre me lo dejas todo perdido de agua. A ti, que
tanto te preocupan las cucarachas y los bichos del agua, ¿qué te parece que es lo que
les atrae? Que tengas un buen día, cara culo.
Eunice

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La opción nuclear
De los diarios de Lenny Abramov

25 DE JUNIO

Querido diario:

Esta semana he aprendido a decir «elefante» en coreano.


Fuimos al zoo del Bronx porque Noah Weinberg dijo en su blog que la ARE iba a
cerrarlo y fletar todos los animales a Arabia Saudí, «para que se mueran de un golpe
de calor». Nunca sé qué partes del blog de Noah puedo creerme, pero tal como está el
patio actualmente, me temo que no hay manera de averiguarlo. Nos lo pasamos muy
bien con los monos, con «José el Castor» y con los bichos más pequeños, pero lo
mejor era un hermoso elefante de la sabana que atendía por Sammy. Cuando nos
acercamos a su humilde morada, Eunice me agarró la nariz y dijo, kokiri.
—Ko —me informó— significa «nariz». Kokiri: nariz larga. «Elefante» en
coreano.
—Yo tengo la nariz larga porque soy judío —le dije mientras intentaba apartarme
su mano de la cara—. No puedo hacer nada al respecto.
—Mira que eres sensible, Lenny —dijo ella, riendo—. Si a mí me encanta tu
nariz. Ojalá tuviera yo una.
Y se lanzó a besarme el hocico a plena vista del paquidermo, recorriendo con sus
duros y pequeños labios, de arriba abajo, mi inacabable apéndice. Mientras lo hacía,
yo crucé la mirada con el elefante y me contemplé a mí mismo siendo besado en el
prisma del ojo del animal, un gigantesco aparato de color castaño rodeado de algunos
mechones de agreste cabello gris. Sammy tenía veinticinco años y andaba por la
mitad de su esperanza de vida, más o menos como yo. Era un elefante solitario, el
único del que disponía el zoo en esos momentos, y había sido apartado de sus
compatriotas y de la posibilidad de amar. Lentamente, se echó atrás una oreja bien
maciza, cual tendero gallego de un siglo atrás extendiendo los brazos como queriendo
decir, «Pues sí, esto es lo que hay». Y entonces algo me vino a la cabeza, a mí, a ese
tipo con suerte reflejado en el ojo de la bestia, al afortunado Lenny cuya trompa
estaba siendo besada por Eunice Park: El elefante lo sabe. El elefante sabe que no
hay nada después de esta vida y muy poco en ella. El elefante es consciente de que
acabará extinguiéndose y eso le duele, lo deprime y le hace experimentar su
naturaleza solitaria; sabe que acabará encontrando a duras penas el camino,
atravesando la maleza y los matorrales, para yacer y morir donde las caderas de su
madre, tiempo atrás, temblaron para darle la vida. Madre, soledad, encarcelamiento,
extinción… El elefante es, en esencia, un animal asquenazí, pero totalmente racional:
también quiere vivir eternamente.

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—Váamonos —le dije a Eunice—. No quiero que el kokiri te vea besarme la nariz
de esa manera. Le pondrá aún más triste.
—Caray —dijo ella—. Sí que eres considerado con los animales, Len. Eso es
buena señal. Mi papá tuvo una perra hace tiempo y siempre cuidó muy bien de ella.

Pues sí, diario mío, ¡muy buenas señales! Una semana muy positiva. Logros en casi
todas las categorías de importancia. Querer a Eunice (Punto Número 3), Portarse
Bien con los Padres (Dentro de un Orden) (Punto Número 5) y Trabajar Duro para
Joshie (Número 1). Llegaré a nuestra (sí, ¡nuestra!) visita a los Abramov en un
segundo, pero permíteme una breve puesta al día de la situación laboral.
Bueno, lo primero que hice en Servicios Poshumanos fue acercarme a la Sala de
la Eternidad y hablar con el tío del pañuelo rojo y el mono TXUPA POYA, el que me
metió en su blog «101 Personas Por Las Que Deberíamos Sentir Lástima», Darryl, el
de Brown, el que me robó la mesa mientras yo estaba en Roma.
—Oye, tío —le dije—. Mira, agradezco la atención, pero tengo una novia nueva
con una Follabilidad de 780 —añadí, pues me había encargado de colgar una Imagen
de Eunice que había tomado con mi äppärät en el zoo— y resulta que, en fin, intento
tomármelo en serio con ella. Así pues, ¿serías tan amable de sacarme de tu blog?
—Vete a tomar por culo, Macaco —me dijo ese jovenzuelo—. Yo hago lo que
quiero donde quiero. Ni que fueses mi padre. Y aunque fueses mi padre, te seguiría
diciendo que te fueses a la mierda.
Al igual que antes, los jovenzuelos graciosillos se reían de nuestra interacción,
con una risa lenta y espesa, y llena de educada malicia. Francamente, estaba
demasiado sorprendido para responder (tenía la impresión de que me estaba haciendo
amigo lentamente del tío TXUPA POYA), y mi sorpresa fue en aumento cuando mi
colega Kelly Nardl salió de detrás del tasador de glucosa con los brazos cruzados
sobre la rojez de su cuello y pecho, con la barbilla reluciente de agua alcalinizada.
—Ni se te ocurra dirigirte a Lenny de esa manera, Darryl —dijo—. Pero ¿quién te
has creído que eres? ¿Le tratas así porque es mayor que tú? Ya verás cuando llegues a
los treinta. He visto tus calificaciones. Tienes un daño estructural muy extendido de
cuando tomabas heroína e hidratos de carbono, y toda tu estúpida familia de Boston
es propensa al alcoholismo y a todo tipo de mierdas. ¿Tú te crees que tu metabolismo
te va a mantener delgado eternamente? ¿Sin hacer ejercicio? ¿Cuándo fue la última
vez que te vi entrenando en MasaCero o ComeGrasas? Vas a envejecer muy rápido,
amiguete.
Me cogió del brazo.
—Vámonos, Lenny.
—Solo lo haces porque era amigo de Joshie —nos gritó Darryl mientras nos
íbamos—. ¿Te crees que eso te da derecho a defenderle? Os voy a denunciar a los dos
a Howard Shu.
—No era amigo de Joshie —le gruñó Kelly, y hay que ver lo guapa que estaba

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cuando se cabreaba, con esos feroces ojos estadounidenses y el ímpetu de esa
tremenda mandíbula—. Lo sigue siendo. Si no fuera por los Originales Ganstéres
como Lenny, no existirían los Servicios Poshumanos y tú no disfrutarías de tu buen
sueldo con incentivos, y lo más probable es que no tuvieras más que un diploma de
arte y diseño y trabajases en alguna tienda cutre, especie de zurullo. Así que dales las
gracias a tus mayores o te voy a joder la vida.
Salimos de la Sala de la Eternidad tan orgullosos como confusos, como si le
hubiésemos plantado cara a un niño violento y chiflado, y yo acabé dándole las
gracias a Kelly durante cosa de media hora, hasta que ella me pidió amablemente que
me callara de una puta vez. Me preocupaba que Darryl se chivara a Howard Shu,
quien a su vez se lo contaría a Joshie, a quien le molestaría que Kelly abroncase a
Darryl porque abroncar a tíos como Darryl era algo que no debía hacerse en nuestra
organización bajo ningún concepto.
—Me da igual —dijo ella—. Total, estoy pensando en irme. Puede que vuelva a
San Francisco.
La idea de abandonar Servicios Poshumanos, de olvidarse de la Extensión Vital
Indefinida para pasarse la vida ganando cuatro perras en la Zona de la Bahía, me
parecía equivalente a arrojarse desde lo alto del Empire State con tanta masa y
velocidad que la miríada de redes de seguridad cedería hasta destrozarse el cráneo
contra el pavimento. Le di a Kelly un masaje en los hombros.
—No lo hagas —le dije—. Ni se te ocurra, Kel. Vamos a quedarnos con Joshie
para siempre.
Pero a Kelly no le cayó ninguna reprimenda. En vez de eso, una húmeda mañana
en la que entré en el santuario principal de nuestra sinagoga, Little Bobby Cohen, el
empleado más joven de Poshumanos (creo que tiene diecinueve años como mucho),
se me acercó luciendo una especie de túnica monacal de color azafrán.
—Ven conmigo, Leonard —me dijo con su voz de bar mitzvah, temblorosa ante
la trascendencia de lo que estaba a punto de hacer.
—Oye, ¿de qué va todo esto? —le pregunté mientras mi corazón bombeaba
sangre con tanta energía que me dolían los dedos de los pies.
Mientras me llevaba a una pequeña trastienda en la que, a juzgar por el olor
dulzón, era donde se almacenaba en tiempos la reserva de pescado de la sinagoga,
Little Bobby iba cantando: «Que vivas eternamente, que nunca te enfrentes a la
muerte, que flotes como Joshie, en el aliento de un recién nacido».
¡Dios mío! La Ceremonia del Escritorio.
Y ahí estaba, rodeado por una docena de empleados, más nuestro líder (que me
cubrió de besos y abrazos): ¡mi nuevo escritorio! Mientras Kelly me administraba un
diente de ajo ceremonial, seguido de algunas pastillas de menta sin azúcar, observé a
todos esos jovenzuelos tan guapetones que habían dudado de mí, a todos esos Darryls
y amigos de Darryls, y experimenté la delicada y mercurial justicia del mundo.
¡Había vuelto a mi lugar! Mis desastres romanos estaban prácticamente olvidados.

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Ahora podía empezar de nuevo. Salí corriendo al santuario de la sinagoga, donde Los
Paneles registraban ruidosamente mi existencia con el sonido rutinario pero
reconfortante de las letras «LENNY A», que ocupaban su lugar en la parte inferior de
uno de los paneles junto a mi último análisis de sangre —que no era gran cosa— y un
prometedor indicador de ánimo que decía «dócil pero cooperativo».
Mi escritorio. Un metro cuadrado de mesa, brillante y estilizado, lleno de texto y
de comunicación y de Imágenes alzándose desde su superficie digital. Un escritorio
que, probablemente, valía esos 239.000 dólares vinculados al yuan que aún le debía a
Howard Shu. Ignorando la Sala de la Eternidad, como si hubiera dejado de estar a mi
altura, pasé la mayor parte de mi semana laboral sentado a la mesa, abriendo varios
torrentes de información a la vez para parecer un tipo demasiado ocupado como para
molestarse en socializar.
Aparentando un aire divino —mi probóscide besada por Eunice apuntaba hacia el
techo y mis manos acariciaban los datos que tenía delante, como si me dispusiera a
construir un hombre a partir de la arcilla—, escaneé los expedientes de nuestros
posibles Amantes de la Vida. Sus rostros, blancos, beatíficos y mayormente
masculinos (nuestras investigaciones revelan que a las mujeres les preocupa más
cuidar de su progenie que vivir eternamente) se materializaron ante mí, hablándome
de sus actividades caritativas, de sus planes para la humanidad, de su inquietud por
nuestro planeta crónicamente enfermo y de sus sueños de trascendencia eterna en
compañía de otros multimillonarios en yuanes. Supuse que la última vez que se
habían mostrado tan dolorosamente deshonestos fue cuando llenaron sus formularios
para la universidad cuarenta años antes.
Escogí los perfiles que me parecían más atractivos; algunos de ellos, por los
habituales motivos financieros, intelectuales o de «durabilidad»; otros, porque era
evidente que estaban muertos de miedo, de terror a que, por mucha riqueza y
sinecuras amasadas, por muchos hijos y nietos suplicantes, el final fuera irreversible,
el salto al vacío una tragedia que superaba a cualquier otra, su progenie un chiste y
sus logros una gota de agua dulce en un océano salado. Escaneé el colesterol bueno y
el malo, el nivel de estrógenos y las crisis financieras, pero lo que buscaba
principalmente era el equivalente de la divertida cojera de Joshie: un reconocimiento
de debilidad e insignificancia; una alusión a la enorme injusticia y la catástrofe
cósmica del universo que habitamos. Y un deseo intenso de poner las cosas en su
sitio.
Uno de mis Ingresos, llamémosle Barry, dirigía un pequeño imperio de Ventas en
los estados del sur. Parecía adecuadamente intimidado por lo que debía de haberle
dicho Howard Shu antes de que me lo derivaran. Nosotros aceptábamos, por término
medio, al 18% de los solicitantes de Altos Ingresos, y nuestra temida carta de rechazo
se seguía enviando por correo auténtico. El Ingreso se demoraba un tanto. Barry,
intentando ocultar cualquier posible rastro de su acento de Alabama, quería parecer
familiarizado con nuestro trabajo. Preguntaba por inspecciones celulares,

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reparaciones y reconstrucción. Le pinté una imagen tridimensional de millones de
nanobots autónomos en el interior de su bien conservado cuerpo, ejercitado con la
práctica del squash, extrayendo nutrientes, suplementando, entregando, jugando con
los bloques en construcción, copiando, manipulando, reprogramando, cambiando
sangre, destruyendo bacterias y virus dañinos, controlando e identificando patógenos,
reconstruyendo tejido blando, previniendo infecciones bacterianas y reparando el
ADN. Intenté recordar lo entusiasta que me había sentido cuando me había unido a la
empresa de Joshie en condición de veterano de la Universidad de Nueva York. Utilicé
mucho las manos, como hacían aquellos actores tronados en Da Tonino, el
restaurante al que había llevado a Eunice para que procediera a la ingesta de la
berenjena picante.
—¿Cuánto falta? —preguntaba Barry, claramente excitado por mi excitación—.
¿Cuándo será posible todo esto?
—Ya casi estamos —dije, desesperándome.
Los 239.000 dólares vinculados al yuan que le debía a Howard Shu me serían
descontados el día uno del mes siguiente. Se suponía que ese dinero iba a ser mi
depósito para el primero de una larga serie de tratamientos beta de descronificación.
A la porra mi nombre en Los Paneles. El tren estaba saliendo de la estación y yo
corría tras él con la maleta medio abierta y la ropa interior blanca desparramándose
cómicamente por el andén.
Me llevé a Barry hasta la tierra baldía de la avenida York en la que estaba nuestro
centro de investigación, el mamotreto de cemento de diez pisos que en tiempos fue el
edificio anexo a un enorme hospital. Ya era hora de que conociese a nuestros indios.
En Servicios Poshumanos tenemos el asunto ese de los vaqueros y los indios. En la
división de Contacto de los Amantes de la Vida nos llamamos a nosotros mismos
vaqueros; los «indios» son el genuino equipo de investigación, la mayoría de los
cuales proceden del Subcontinente y de Asia Oriental y están alojados en una
instalación de unos 7.500 metros cuadrados en York, así como en tres localizaciones
satélite situadas en Austin, Texas; Concord, Massachusetts; y Portland, Oregón.
Los indios lo llevan todo con mucha sencillez. La verdad es que no hay gran cosa
que ver en las zonas en que se permite la entrada a los visitantes. Básicamente, se
trata de lo mismo que hay en cualquier oficina: jóvenes con äppäräti, inmunes al resto
del mundo, y puede que alguna caja de cristal llena de ratones o algún tipo de chisme
de esos que dan vueltas. Dos de nuestros muchachos más sociables, llamados ambos
Prabal, salieron de los laboratorios de cáncer y virus para saludar a mi invitado y le
abrumaron con un poco más de terminología mientras le soltaban algunos mensajes
promocionales previamente ensayados: «Ya hemos superado las pruebas alfa, señor
Barry. Yo diría que estamos definitivamente instalados en la fase beta.»
De regreso a la sinagoga, sometí a Barry al test de voluntad-de-vivir. Al test que
mide la edad biológica del sujeto. Al test de la voluntad-de-perseverar-en-
condiciones-difíciles. Al test de Resistencia a la Tristeza Infinita. Al test de respuesta-

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a-la-pérdida-de-un-hijo. Debió de darse cuenta de lo mucho que estaba en juego, pues
endureció esa mandíbula de blanco anglosajón protestante mientras las Imágenes se
proyectaban en sus pupilas y los resultados aparecían en mi äppärät. Haría cualquier
cosa por perseverar. Le entristecía la vida, la inacabable progresión de una fuente de
dolor a otra, pero no más que a la mayoría. Tenía tres hijos y se agarraría a ellos
eternamente, aunque su cuenta bancaria actual no podría preservar a más de dos para
la eternidad. Introduje La decisión de Sophie en el äppärät de Ingresos, todo un
problemón en lo concerniente a Joshie.
Barry estaba agotado. El test de Cognición de Lenguaje Patterson-Clay-Schwartz,
barómetro definitivo para la selección, podía esperar hasta la siguiente sesión. Yo ya
sabía que ese señor de cincuenta y dos años, tan amable y tan razonable, no iba a salir
bien parado. Al igual que yo, estaba condenado. Así pues, le sonreí, le felicité por su
paciencia y su buena fe, por su intelecto y su madurez, y con un golpecito del dedo
contra el escritorio digital le arrojé a la ardiente pira funeraria de la historia.

Me sentía fatal por lo de Barry, pero aún peor conmigo mismo. El despacho de Joshie
estaba abarrotado de gente durante todo el día, pero en un momento de tranquilidad lo
encontré frente a la ventana, mirando fijamente y con aspecto meditabundo un cielo
azul purísimo por el que solo circulaba un gordo y solitario helicóptero militar en
dirección al río East, con su pico de metal inclinado hacia abajo cual ave depredadora
en busca de comida. Le conté la historia de Barry, destacando la bondad innata de ese
hombre y sus problemas al tener demasiados hijos —a los que adoraba, aunque no
disponía del dinero suficiente para salvarlos a todos—, pero lo único que logré fue
que se encogiera de hombros.
—Los que quieran vivir eternamente ya encontrarán una manera de hacerlo —me
dijo, recurriendo a la piedra angular de la filosofía Poshumana.
—Oye, Oso Pardo —le dije—. ¿Tú crees que podrías apuntarme a alguno de esos
tratamientos de descronificación a precio reducido? Me conformo con mantenimiento
del tejido blando, o puede que con unos pocos bioaños menos.
Joshie contempló el Buda de fibra de vidrio de tres metros que decoraba su
despacho, por lo demás vacío, concentrándose en esa mirada benéfica que emitía
rayos alfa.
—Eso es solo para clientes —repuso—. Ya lo sabes, Macaco. ¿Para qué quieres
que te lo diga en voz alta? Tú sigue con la dieta y el ejercicio. Y pásate a la sacarina.
Aún te queda mucha vida.
Mi tristeza llenó la habitación, se apoderó de sus sencillos y cuadrados contornos,
eliminando incluso el olor espontáneo a pétalos de rosa del propio Joshie.
—No quería decir eso —precisó—. No solo mucha vida. Puede que la eternidad.
Pero no te puedes engañar a ti mismo dándolo por seguro.
—Algún día me verás morir —le dije, pero me sentí inmediatamente mal por
haberlo dicho.

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Intenté, como llevaba haciendo desde la infancia, sentir la no existencia. Obligué
al frío a recorrer la humedad natural de mi hambriento cuerpo de inmigrante de
segunda generación. Pensé en mis padres. Todos moriríamos juntos. Nada quedaría
de nuestra raza cansada y rota. Mi madre había comprado tres nichos adyacentes en
un cementerio judío de Long Island. «Ahora podremos estar siempre juntos», me
había dicho, y yo casi me había echado a llorar ante tan inoportuno optimismo, ante
la idea de que ella quisiera pasar su concepto de la eternidad —¿y en qué consistiría
exactamente su eternidad?— con el fracasado de su hijo.
—Me verás extinguirme —le dije a Joshie.
—Eso me partiría el corazón, Lenny —repuso él con la voz quebrada por el
agotamiento, o puede que tan solo por el tedio.
—Dentro de trescientos años, ni te acordarás de mí. Solo era un merluzo, dirás.
—Nada está garantizado —dijo Joshie—. Ni siquiera yo puedo estar seguro de
que mi personalidad viva eternamente.
—Te digo yo que sí —sentencié.
Un padre nunca debería sobrevivir a su hijo, quería añadir, aunque sabía que
Joshie no estaría de acuerdo.
Me puso la mano a un lado del cuello y me lo estrujó levemente.
Me incliné un poquito hacia él en espera de alguna caricia más. Me aplicó un
suave masaje. Tampoco era nada del otro jueves: nosotros, los empleados de
Poshumanos nos masajeamos de manera habitual. Aún así, disfruté de su afecto y creí
que solo era para mí. Pensé en Eunice Park y su cuerpo de equilibrado PH, fuerte y
saludable. Pensé en ese día cálido de principios de verano que reinaba al otro lado del
ventanal, en el Nueva York de anteriores estíos, en la ciudad que tantas promesas
ofrecía en tiempos… Pensé en los labios de Eunice en mi nariz, en el amor mezclado
con el dolor, en el olor de las almendras y la sal. Pensé en que todo era demasiado
bonito como para perderlo alguna vez.
—Acabamos de empezar, Lenny —me dijo Joshie mientras su mano firme
estrujaba mi carne cansada—. De momento, dieta y ejercicio. Concéntrate en el
trabajo para tener la cabeza ocupada, pero no pienses de más ni te rindas a la
ansiedad. Va a haber montones de tsuris por delante. Problemas —me aclaró cuando
no pillé el término yiddish—. Pero también habrá montones de oportunidades para las
personas adecuadas. Y oye, alégrate de haber recuperado la mesa.
—El índice LIBOR ha caído cincuenta y siete puntos básicos, según CrisisNet —le
informé astutamente.
Pero él estaba mirando mi äppärät, en el que una Imagen de Eunice parpadeaba
con fuerza sobre los demás torrentes de información. Aparecía en la boda de una de
sus amigas ultrajóvenes del Elderbird College en el sur de California, con un vestido
negro a topos muy ceñido que pugnaba por destacar los preliminares corporales de
una mujer adulta. Su piel relucía al cálido sol vespertino y se la veía tan contenta
como reservada.

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—Esa es Eunice —le dije—. Mi chica. Creo que te caerá muy bien. ¿Te gusta?
—Se la ve saludable.
—Gracias —dije orgulloso—. Te puedo enviar una Imagen suya si quieres. Es la
más clara representación de la eternidad.
—Vale —repuso. Contempló un poquito más la Imagen—. Eres un buen chico,
Lenny. Bien hecho.

Al día siguiente, Eunice y yo tomamos el ferrocarril de Long Island en dirección a


Westbury para que yo pudiera presentarle a los Abramov. El amor que sentía por ella
durante ese trayecto en tren tenía capital y provincias, parroquias y un Vaticano, un
planeta naranja y muchas lunas tristes… Era sistémico y era completo. Sabía que
Eunice no estaba preparada para conocer a mis padres, pero a pesar de todo se
prestaba a ello, y lo hacía para satisfacerme. Se trataba del primer favor fundamental
que me hacía y yo rebosaba de agradecimiento.
Mi querida niña estaba tan nerviosa que parecía a punto de estremecerse
(¿cuántas veces más sería capaz de repintarse los labios y eliminar los brillos de la
nariz?), lo cual demostraba lo mucho que se preocupaba por mí. Se había vestido para
la ocasión, otorgándole un toque conservador a su atuendo: blusa azul celeste con
cuello a lo Peter Pan y botones blancos, falda de lana a cuadros justo por debajo de la
rodilla y lazo negro anudado al cuello; desde cierto ángulo, se parecía a esas judías
ortodoxas que infestan mi edificio. El tradicional temor coreano a los mayores, más la
igualmente tradicional adoración, me fomentaba un extraño orgullo de inmigrante.
Con Eunice sudando tan bellamente en el asiento de cuero plastificado del vagón, yo
me sentía capaz de proyectar la longevidad natural de nuestra relación y, al menos por
un momento, la sensación de que estábamos cumpliendo nuestro deber natural como
retoños de padres difíciles y extranjeros.
También había algo más. Mi primer amor por una chica coreana se desarrolló en
el ferrocarril de Long Island hacía unos veinticinco años. Yo era un alumno de primer
curso en un prestigioso instituto de ciencias y matemáticas de Tribeca. Casi todos los
demás chicos eran asiáticos, y aunque técnicamente tenías que vivir dentro de los
confines de la ciudad de Nueva York para poder asistir a clase, éramos bastantes los
que habíamos falseado la residencia y nos trasladábamos desde diferentes rincones de
Long Island. El trayecto a Westbury, como parte integrante del contingente de
alumnos friquis, resultaba particularmente difícil, pues era del dominio público en el
instituto de ciencias que yo tenía una lamentable puntuación de 86.894 cuando lo
recomendado era como mínimo 91.550 si uno aspiraba a entrar en Cornell o en la
universidad de Pensilvania, la más floja de las escuelas de la Ivy League (como hijos
de inmigrantes de naciones brillantes, sabíamos que nuestros padres nos pegarían un
sopapo en toda la boca si no llegábamos ni a Pensilvania). Muchos chicos chinos y
coreanos que cogían conmigo el tren —sus pelos de pincho aún siguen poblando mis
pesadillas— se ponían a bailar a mi alrededor mientras canturreaban mi puntuación:

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«¡Ochenta y seis mil ochocientos noventa y cuatro, ochenta y seis mil ochocientos
noventa y cuatro!».
—Con eso no entras ni en Oberlin.
—Que te diviertas en la Universidad de Nueva York, Abramov.
—¡Nos vemos en la universidad de Chicago! ¡La maestra de los maestros!
Pero había una chica, otra Eunice —Eunice Choi, para ser precisos—, una belleza
alta y callada que me quitaba a los chicos de encima mientras les gritaba:
—¡Qué culpa tiene Lenny si no se le da bien la escuela! Recordad lo que dice el
reverendo Sung. Todos somos distintos. Todos tenemos diferentes habilidades.
¿Recordáis la Caída del Hombre? Todos somos criaturas caídas.
Y luego se sentaba conmigo y, de manera espontánea, me ayudaba con los
absurdos deberes de química, desplazando letras y números, a cual más abstruso, por
todo el cuaderno hasta que las ecuaciones, sin que yo supiera muy bien cómo, «se
equilibraban»; mientras tanto, yo, totalmente desequilibrado por esa muchacha
mágica que se sentaba a mi lado, cuya piel sedosa brillaba bajo los pantalones cortos
de gimnasia y el jersey naranja de Princeton, trataba de aspirar el olor de su pelo o de
experimentar el roce de su duro codo. Era la primera vez que una mujer saltaba en mi
defensa, haciéndome alumbrar la idea de que a mí había que defenderme, de que yo
no era mala persona, sino alguien menos dotado que los demás para enfrentarme a la
vida.
En Westbury, Euny y yo desembarcamos ante una tanqueta situada junto a la
estación, cuyo cañón Browning del calibre 50 subía y bajaba como si se dedicara a
despedirse de los trenes que partían. Los miembros de la Guardia Nacional revisaban
los äppäräti de la variopinta turba: salvadoreños, irlandeses, asiáticos del sur, judíos y
cualquiera que hubiese contribuido a hacer de este rincón de Long Island el rico y
oloroso tapiz en que se ha convertido. Las tropas parecían más cabreadas y
bronceadas que de costumbre; igual acababan de llegar de Venezuela. A dos hombres
—uno de piel morena, el otro no— los habían apartado de la cola y los conducían a
empujones al puesto de control. Solo se oían los pitidos y chirridos de nuestros
äppäräti al ser descargados y el ruido añadido de las cigarras que emergían de un
letargo de siete años. Menuda expresión lucía el rostro de mis compatriotas: cabezas
pasivas inclinadas, brazos pegados a los pantalones, todo el mundo culpable de no
estar en su mejor momento o de no saber ganarse el pan de cada día, exhibiendo esa
clase de docilidad que yo nunca habría esperado de los estadounidenses, ni tan
siquiera después de tantos años de decadencia. Ahí se veía el cansancio del fracaso
impuesto a un país que solo creía en lo contrario. Ahí se veía el producto final de
nuestro profundo agotamiento moral. A punto estuve de enviarle un mensaje a Nettie
Fine, suplicándole que me prestara un poco de esa chispeante esperanza propia de los
nativos. ¿De verdad creía que las cosas iban a mejorar?
Un guardia barrigón con perilla y casco de camuflaje escaneó mi äppärät entre
una desdichada exhibición de dientes y un hedor a aliento matinal que se había

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alargado hasta bien entrada la tarde.
—Maliciosa provisión de datos —me ladró con un acento que situé en algún lugar
entre los Apalaches y el profundo sur, pues el tipo había convertido la palabra
«datos» en una maravilla de tres sílabas. ¿Cómo habría conseguido ese falso nativo
de Kentucky entrar en la Guardia Nacional de Nueva York?—. ¿Qué coño pasa, hijo?
—me espetó.
Me desinflé de inmediato. Momentáneamente, el mundo se refugió en sus
contornos. Más que nada, tenía miedo de tener miedo delante de Eunice. Yo era su
protector en este mundo.
—No —dije—. No, señor, eso ya se ha arreglado. Es un error. Yo iba en un avión
procedente de Roma con un gordo sedicioso. Le dije a la nutria «italianos», pero me
temo que ella entendió «transilvanos».
El soldado levantó una mano.
—¿Trabajas para Staatling-Wapachung? —preguntó, pronunciando mal el
complicado nombre de mi empresa en cuatro sitios, por lo menos.
—Sí, señor. División de Servicios Poshumanos, señor.
La palabra «señor» parecía un arma rota a mis pies. Deseé de nuevo tener más
cerca a mis padres, aunque estaban a menos de cuatro kilómetros. No sé por qué,
pensé en Noah. ¿De verdad estaría colaborando con la ARE, como había insinuado
Vishnu? En ese caso, ¿podría echarme una mano ahora mismo?
—¿Negar y consentir?
—¿Cómo?
El tipo suspiró.
—¿Niegas la existencia de esta conversación pero la consientes?
—Sí. ¡Por supuesto!
—La huella aquí.
Y puse el pulgar sobre la pantalla de su basto äppärät marrón.
Leve quiebro de muñeca.
—Arreando.
Y mientras lo hacía, me llamó la atención lo que ponía en la tanqueta:
ALQUILER/PROPIEDAD EQUIPO DE EMERGENCIAS WAPACHUNG. Wapachung Emergencias
era la escandalosamente rentable división de seguridad de nuestra empresa madre.
¿Qué coño estaba pasando aquí?
Cogimos un taxi hacia casa de mis padres y pasamos junto a variados ejemplos de
casitas de dos plantas con tejado de aluminio y banderas de los Yankees de Nueva
York ondeando en alguna que otra puerta: la típica barriada trabajadora en la que todo
el dinero se invierte en los jardines de 15 metros por 30, que hasta en los momentos
más tórridos del verano exhiben un verdor muy bien cuidado. Yo me sentía un tanto
abochornado, pues sabía que los padres de Eunice eran mucho más acomodados que
los míos, pero también contento por lo bien que habían salido las cosas con el
gangoso Guardia Nacional y por la apariencia de poder y privilegio que me había

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otorgado la pertenencia a la potente Corporación Staatling-Wapachung, que ahora, al
parecer, armaba a la Guardia Nacional.
—¿Has pasado miedo, Euny? —inquirí.
—Yo ya sé que mi kokiri no es ningún delincuente pervertido —repuso ella,
frotándome la nariz y echándose sobre mí para que pudiera besarle en la frente y
disfrutar de la evidencia de que era capaz de bromear en estos tiempos tan difíciles.
En cuestión de minutos alcanzamos la esquina de Myron con la avenida
Washington, la esquina más importante de mi vida. Ya podía ver la casita marrón de
mis padres, mezcla de ladrillo y estuco, el buzón dorado a la entrada, la falsa lámpara
del XIX a su lado, las baratas sillas de jardín apiladas en el islote de cemento que hacía
las veces de porche, la imagen de un coche de negros corceles atravesando la puerta
mosquitera de aluminio (no pretendo burlarme de sus gustos: toda esa mierda venía
con la casa) y las gigantescas banderas de los Estados Unidos de América y del
EstadoSeguro de Israel tremolando bajo la brisa en lo alto de sus mástiles. Me llegó
el aroma a musgo del señor Vida, el vecino de mis progenitores y mejor amigo de mi
padre, que me saludaba desde el porche de la casa de enfrente y me gritaba algo
animoso a mí y algo probablemente salaz a Eunice. Tanto mi padre como el señor
Vida habían sido ingenieros en su país natal, pero aquí se habían visto degradados a
la vida de la clase trabajadora: manos grandes y encallecidas, cuerpos pequeños pero
cachondos, astutos ojos castaños, un conservadurismo radical y unos hijos
buscavidas, tres para el señor Vida y uno para mi padre. Su hijo Anuj y yo habíamos
ido juntos a la universidad de Nueva York, y ahora el cabroncete era analista sénior
en el AlliedWastecvsCitigroup.
Cogí del brazo a Eunice y la guié hasta el prístino jardín de mis padres. Mi madre
apareció en la puerta con su atuendo habitual —bragas blancas y sujetador cómodo
—, pues es una mujer que desde que se jubiló se ha entregado a una vida de encierro
doméstico, motivo por el cual hace años que no la veo vestida correctamente.
Estaba a punto de echarme los brazos al cuello con su espectacular estilo habitual
cuando reparó en Eunice, soltó algún comentario de sorpresa en ruso y se retiró al
interior del hogar, dejándome, como de costumbre, con la imagen de sus pechos
vencidos por la gravedad y de su blanca y redonda tripita. Mi padre, sin camisa y con
unos pantalones beige llenos de lamparones, ocupó rápidamente su lugar, exhibió
también sorpresa ante Eunice, de pura vergüenza se pasó la mano por su desnudo y
musculoso pecho, dijo «¡Oh!» y me abrazó de todas formas. Me plantó contra la
camisa nueva su pelambrera pectoral, ese felpudo gris que mi padre lucía de manera
extrañamente elegante, como si fuera un aristócrata en algún país tropical. Me besó
en ambas mejillas y yo hice lo propio, sintiendo esa hemorragia de intimidad, de
repentina cercanía a una persona que, por lo general, se movía en una órbita muy
lejana a la mía. Las instrucciones, el código en plan Confucio de las relaciones padre-
hijo rusas, se desplegó en mi cerebro: Padre significa que debo amarle, que tengo que
escucharle, que no puedo ofenderle, que no puedo hacerle daño, que no puedo echarle

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en cara sus errores pasados; ahora es un hombre mayor e indefenso y merece todo
aquello que yo le pueda ofrecer.
Mi madre reapareció en pantalón corto y camiseta imperio.
—Sinotchek («hijito») —clamó, y me besó de cualquier manera, como solía hacer
—. ¡Mira quién ha venido a vernos! Nash lyubimeits («nuestro favorito»).
Le estrechó la mano a Eunice, y tanto ella como mi padre la evaluaron
rápidamente, comprobaron que, al igual que sus predecesoras, no era judía, pero se
congratularon discretamente de que fuese delgada, atractiva y dotada de una
saludable melena negra. Mi madre sacó a la luz sus bonitos rizos dorados, escondidos
hasta entonces bajo un pañuelo verde que los mantenía a salvo del sol
estadounidense, y le dedicó una agradable sonrisa a Eunice, mostrándole esa piel
suave y pálida, envejecida únicamente en los contornos de una boca que se movía
frenéticamente. Empezó a hablar en su valeroso inglés posjubilación sobre lo feliz
que se sentía de tener una posible nuera (un sueño perenne: dos mujeres contra dos
hombres, equilibrio en la mesa a la hora de cenar), y no dudó en dirigirle rápidas
preguntas relacionadas con mi existencia en la lejana Nueva York.
—¿Lenny limpia la casa? ¿Pasa el aspirador? Una vez fui al dormitorio de la
universidad y era horroroso. ¡Menudo pestazo! ¡El ficus muerto! Queso pocho en la
mesa. Calcetines colgando de la ventana.
Eunice sonrió y habló en mi favor.
—Es muy bueno, señora Abramov. Muy limpio.
La contemplé enternecido. En algún punto bajo el límpido cielo de las afueras
sentí la presencia de un cañón Browning del calibre 50 girando hacia un inminente
tren del ferrocarril de Long Island, pero ahí estaba yo, rodeado de mis seres queridos.
—Te he traído Tagamet de la farmacia con descuento —le dije a mi padre
mientras sacaba cinco cajas de la bolsa que llevaba.
—Gracias, malen’kii («chiquitín») —repuso mi padre, haciéndose rápidamente
con su querida droga—. Úlcera péptica —le aclaró gravemente a Eunice, señalando
con el dedo las profundidades de su estómago torturado.
Mi madre ya se me había colgado del cogote y me estaba alborotando el cabello
como una loca.
—Muy gris —dijo meneando la cabeza de manera exagerada, como si fuera una
actriz cómica norteamericana—. Qué mayor se está haciendo. Casi cuarenta. ¿Qué te
está pasando, Lyonya? ¿Demasiado estrés? Y estás perdiendo pelo. ¡Ay, Dios mío!
Me la quité de encima. ¿Por qué estaría todo el mundo tan preocupado por mi
decadencia?
—Te llamas Eunice —dijo mi padre—. ¿Sabes de dónde viene ese nombre?
—Mis padres… —empezó, modosa, a hablar.
—Viene del griego, yu ni kei. Significa «victoriosa» —se echó a reír mi padre,
contento de poder demostrar que, antes de verse obligado a ejercer de celador en
Estados Unidos, había sido casi un intelectual y un dandi menor de la calle Arbat de

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Moscú—. Así pues, ¡confío que también salgas victoriosa en esta vida!
—¿A quién le importan los griegos, Boris? —intervino mi madre—. ¡Mira lo
guapa que es!
El hecho de que mis padres admiraran el aspecto de Eunice y su capacidad para la
victoria me alegró un poquito. Mira que habían pasado años, pero yo aún seguía
anhelando su aprobación, todavía echaba de menos el palo y la zanahoria típicos de la
educación infantil del siglo XIX. Me mentalicé para rebajar la intensidad de mis
emociones, para pensar sin la sangre de la familia bullendo en las sienes. Pero era
inútil. Volví a tener doce años en cuanto crucé la puerta de casa.
Eunice se ruborizó ante tanto piropo y me miró con temor y sorpresa cuando mi
padre se me llevó al sofá del salón para nuestro tradicional intercambio sentimental.
Mi madre salió pitando hacia dicho sofá con una bolsa de plástico que colocó sobre el
lugar que yo iba a poner en peligro con mi atuendo de urbanita de excursión, y acto
seguido se llevó a Eunice a la cocina, cotorreándole alegremente a la nuera y aliada
en potencia acerca de «lo guarros que pueden ser los tíos, ya sabes» y de que acababa
de fabricar un nuevo cuarto para sus numerosas fregonas.
En el sofá, mi padre me pasó el brazo por los hombros —ahí estaba: la famosa
cercanía— y dijo:
—Nu, rasskazhi («Bueno, cuéntame»).
Respiré al mismo tiempo que él, como si estuviésemos conectados. Notaba cómo
su edad se filtraba en la mía, como si él fuera el guardián de mi propia inmortalidad,
aunque su piel carecía sorprendentemente de arrugas y de ella emanaba un aroma a
vitalidad, junto a un esbozo de decadencia. Hablé en inglés con algunas palabras del
ruso que había estudiado de cualquier manera en la universidad, unas palabras que
me resultaban tan extrañas como las pasas que resaltan en una barra de pan. Tomé
nota mental de algunos de los términos más difíciles para consultarlos en mi
diccionario no digital inglés-ruso de Oxford. Hablé de trabajo, de mis posesiones, de
los 239.000 dólares vinculados al yuan que le debía a Howard Shu (Svoloch
kitaichonok, «cerdito chino», en opinión de mi padre), de la más reciente y positiva
evaluación de mi apartamento de setenta metros cuadrados en el Lower East Side, de
los temas monetarios que nos mantenían temerosos y conectados. Le di una fotocopia
de mí mismo, pero sin decirle que me sentía desdichado y humillado y, a menudo y al
igual que él, más solo que la una.
Agarró el colgante de mi äppärät nuevo.
—¿Cuánto? —preguntó dándole vueltas al artefacto, que derramaba información
multicolor sobre sus peludos dedos.
Cuando le dije que el chisme me había salido gratis, emitió un gruñido de
felicidad y dijo en perfecto inglés:
—Está muy bien aprender nuevas tecnologías sin pagar.
—¿Cómo tienes el Crédito? —le pregunté.
—Eh —desechó la idea de un manotazo—. Nunca me acerco a esos Postes, ¿así

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que qué más da?
El suelo bajo mis pies estaba limpio, de una limpieza muy inmigrante, lo
suficientemente limpio como para que uno entendiera que alguien había hecho todo
lo que podía al respecto. Mi padre tenía dos anticuadas pantallas de televisión
clavadas a la pared, justo encima de la repisa de la chimenea que mi madre enceraba
fanáticamente. En una estaba sintonizado un canal de FoxLiberty-Prime, que ahora
mostraba el crecimiento de la ciudad de tiendas de campaña en Central Park, que ya
se extendía desde la parte trasera del museo Metropolitan, rebasaba colinas y valles, y
se deslizaba hacia el Sheep Meadow. (Obeyziani [«Monos»], llamaba mi padre a
aquella gente desplazada y sin hogar que protestaba). En la otra pantalla, FoxLiberty-
Ultra estaba retransmitiendo con muy mala intención la llegada del Banquero Central
chino a la base de la fuerza aérea de Andrews, donde nuestra nación se inclinaba ante
él y el presidente y su bonita esposa intentaban no temblar mientras un siniestro
chaparrón típico de Maryland inundaba la pista resquebrajada por el calor.
Cuando le pregunté a mi padre cómo se sentía, se señaló el estómago cascado y
suspiró. Acto seguido, empezó a hablar de las noticias de «la Fox». A veces, cuando
mi padre hablaba, yo tenía la impresión de que, por lo menos en su cerebro, ya había
dejado de existir, que se consideraba un punto vacío que atravesaba un mundo
ridículo. Expresándose en las complicadas frases rusas que el inglés le había negado,
alababa al secretario de Defensa Rubenstein, hablaba de todo lo que este y el Partido
Bipartito habían hecho por nuestro país y de cómo, con la bendición de Rubenstein,
el EstadoSeguro de Israel debería ahora ejercer la opción nuclear contra los árabes y
los persas.
—En especial contra Damasco, que, si los vientos son favorables, s bozhei
pomochu («Dios mediante»), arrastrarán las nubes venenosas hacia Teherán y
Bagdad, y no hacia Jerusalén y Tel Aviv.
—¿Sabes que vi a Nettie Fine en Roma? —le interrumpí—. En la embajada.
—¿Y qué tal anda nuestra mamá estadounidense? ¿Todavía cree que somos
«crueles»? —dijo, echándose a reír de manera un tanto cruel, la verdad.
—Cree que la gente de los parques se va a sublevar. Los exmiembros de la
Guardia Nacional. Que va a haber una revolución contra los Bipartitos.
—¡Chush kakaia! («¡Menuda memez!») —gritó mi padre. Pero luego se lo pensó
unos instantes y abrió los brazos—. ¿Qué se puede hacer con alguien como ella? —
dijo finalmente—. Liberalka.
Sentí el aliento de mi padre en la mejilla durante los veinte minutos que consagró
a explicarme su complicada vida política; luego excusé mi presencia, tras sobrevivir a
su húmedo abrazo, y me fui al cuarto de baño de arriba mientras mi madre me gritaba
desde la cocina:
—Lenny, no te quites los zapatos en el baño de arriba, que papá tiene gribok («pie
de atleta»).
En el contaminado cuarto de baño, admiré la extraña masa de plástico con palos

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de madera que permitía el fácil acceso de mi madre a su completa colección de
fregonas. Aunque a mis padres nunca se les había escapado una buena palabra sobre
la SagradaPetroRusia, las paredes de los pasillos estaban trufadas de postales de color
sepia enmarcadas que mostraban imágenes de la Plaza Roja y el Kremlin; de la
estatua ecuestre y nevada del príncipe Yuri Dolgorokuy, fundador de Moscú (yo había
aprendido algo de historia rusa sentado en las rodillas paternas); y del gótico
rascacielos de la era Stalin que era la prestigiosa Universidad Estatal de Moscú, que
mis progenitores no habían frecuentado porque, según ellos, no se permitía la
presencia de judíos en aquellos tiempos. Por lo que a mí respecta, nunca he estado en
Rusia. No he tenido una oportunidad de aprender a amarla y odiarla como la que
tuvieron mis padres. Ya tengo mi propio imperio con el que bregar y no deseo
ninguno más.
Mi dormitorio estaba prácticamente vacío, pues mi madre había almacenado en
los armarios, convenientemente metidos en cajas etiquetadas, todas las huellas de mi
presencia, los pósteres y los recuerdos tontos de mis viajes. Me solacé en lo recoleto
y acogedor que resultaba un dormitorio de la planta superior de una casa tradicional
de Cape Cod, el techo inclinado que lo obliga a uno a agacharse, la posibilidad de
sentirse de nuevo pequeño e ingenuo, dispuesto a cualquier cosa, pensando que el
cuerpo es una chimenea llena de un extraño humo negro. Esas habitaciones
cuadradas, chatas y raras son como una oda de cuatro metros cuadrados a la
adolescencia, a la inmadurez, al primer y último sorbo de juventud. Es imposible
explicar lo que la compra de esta casa, de cada uno de sus diminutos dormitorios,
había representado para mi familia y para mí. Aún recuerdo la firma en el despacho
del notario, resplandecientes los tres, perdonándonos mentalmente unos a otros una
década y media de pecados, las palizas juveniles administradas por mi padre, las
angustias y manías de mi madre, mi propia abulia adolescente… ¡Todo porque el
celador y la parienta habían hecho por fin algo bien! Y a partir de ahora todo
funcionaría. Ya no había vuelta atrás de esa gloriosa fortuna que se nos había
concedido en pleno Long Island, de esos bien recortados setos junto al buzón
(nuestros setos, los setos ABRAMOV) a la frecuentemente mencionada posibilidad
californiana de una piscina en la parte de atrás, posibilidad que nunca se hizo realidad
a causa de nuestras tristes finanzas, pero que tampoco fue olvidada del todo. Y aquí
estaba mi cuarto, cuya privacidad mis padres jamás respetaron, pero en el que
siempre podía encontrar un cálido santuario veraniego en mi camastro militar, con
mis bracitos de adolescente realizando la única actividad no relacionada con la
masturbación de la que eran capaces: sostener un tocho rojo de Conrad mientras mis
suaves labios vocalizaban tan densas palabras y las paredes forradas de madera
absorbían los chasquidos ocasionales de mi lengua.
Ya en el pasillo, reparé en otro recuerdo enmarcado. Un texto que mi padre había
escrito en inglés para el boletín del laboratorio científico de Long Island en el que
trabajaba (había conseguido salir en primera página, lo que llenó de orgullo a la

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familia) y que yo, como estudiante de Literatura Inglesa en la Universidad de Nueva
York, había contribuido a corregir y refinar.

LAS ALEGRÍAS DEL BALONCESTO

Por Boris Abramov


A veces, la vida se pone muy difícil y a uno le entran ganas de evadirse de las presiones y de las
preocupaciones de la existencia. Unos recurren al psiquiatra, otros se arrojan a un lago helado o viajan por
todo el mundo. Pero yo no he encontrado nada más alegre que jugar al baloncesto. En el Laboratorio hay
muchos hombres (¡y mujeres!) a los que les gusta jugar al baloncesto. Proceden de todos los rincones del
mundo, de Europa, de América Latina y de todas partes. No puedo decir que yo sea el mejor jugador
porque ya no soy tan joven y las rodillas me duelen, y además soy bastante bajito, lo cual es todo un
inconveniente. Pero me tomo el juego muy en serio, y cuando entra un gran problema en mi vida y me
siento como que no quiero vivir, a veces me gusta imaginarme en la cancha, tratando de lanzar la pelota a
la canasta desde una gran distancia o maniobrando contra un ágil adversario. Intento jugar de manera
inteligente. Como resultado, descubro que me impongo a menudo a jugadores más altos o más rápidos,
digamos que de África o de Brasil. Pero gane o pierda, lo importante es el espíritu de este bonito juego.
Así pues, si tenéis tiempo el martes o el jueves a la hora de comer (12.30), haced el favor de uniros a mí y
a vuestros colegas para disfrutar de un rato entretenido y saludable en el centro de educación física. ¡Os
sentiréis mejor con vosotros mismos y las preocupaciones de la vida «se derretirán»! Boris Abramov
trabaja como guardián en la división de Campos y Edificios.

Recuerdo haber intentando convencer a mi padre para que quitara lo de «bastante


bajito», así como lo del dolor de rodillas, pero él insistía en que quería ser sincero. Yo
le dije que en Estados Unidos la gente prefiere ignorar sus puntos débiles y resaltar
sus increíbles logros. Ahora que lo pienso, me sentía culpable por haber nacido en
Queens y por tener en el plato un montón de nutritiva comida, una comida que me
había permitido alcanzar la seminormal altura de un metro y setenta centímetros. Era
él, el atleta, y no yo, el blandengue pasivo, quien necesitaba esos centímetros de más
para puentearse con la pelota a los gigantones brasileños.
Resonó en la planta baja el familiar berrido de mi madre:
—¡Lyonya, gotovo! («¡Lenny, a cenar!»).

Ya en el comedor, entre ese rutilante mobiliario rumano que los Abramov se habían
traído de su apartamento moscovita (la totalidad del cual podía incrustarse en un
saloncito estadounidense), la mesa estaba puesta a la hospitalaria manera rusa y había
de todo, desde cuatro clases de salami picante a una bandeja de melosa lengua
pasando por cada pececillo natural del mar Báltico, por no hablar de la sagrada dosis
de caviar negro. Eunice ocupó su asiento, con su porte ortodoxo a lo Reina Esther, en
el extremo ceremonial de la mesa y sobre un acolchado almohadón, preocupada por
la atención que despertaba y no muy segura acerca de cómo lidiar con esas extrañas
corrientes de amor y de su contrario que circulaban por el aire que olía a pescado.
Mis progenitores tomaron asiento y mi padre propuso un brindis en inglés muy
adecuado para la temporada:
—Por el Creador, que creó Estados Unidos, la tierra de la libertad, y que nos dio a

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Rubenstein, que mata árabes; y por el amor que florece en estos momentos entre mi
hijo y Yu-ni-kei (superguiño de ojo a Eunice) y que saldrá victorioso, como Esparta
sobre Atenas; y por el verano, que es la estación más favorable al amor, aunque haya
quien insista en que es más adecuada la primavera…
Mientras el hombre seguía largando con su voz profunda, temblando un vaso de
vodka procedente de algunas absurdas rebajas en su agitada mano, mi madre,
aburrida, se inclinó sobre mí y me dijo:
—Kstati, u tvoei Eunice ochen’krasivye zuby. Mozhet byt’ty zhenishsya? («Por
cierto, Eunice tiene una dentadura preciosa. ¿Os pensáis casar?».)
Yo podía ver la mente de Eunice asimilando los conceptos básicos del discurso
paterno (árabes: malos; judíos: buenos; Banquero Central chino: puede que bien;
Estados Unidos: siempre en el primer lugar de su corazón), mientras miraba a mi
madre tratando de deducir qué me estaba diciendo en ruso. El cerebro de Eunice se
movía a gran velocidad entre sentimientos e ideas, pero el temor de su rostro reflejaba
una vida que corría demasiado como para dejarse entender.
Concluido el brindis, que había derivado hacia una alegre cháchara política, nos
dedicamos a zampar sin recato, pues todos procedíamos de países históricamente
famélicos y ninguno de nosotros le hacía ascos a un buen papeo.
—Eunice —dijo mi madre—, igual puedes responderme a esto. ¿Qué profesión
tiene Lenny? Nunca me aclaro. Fue a la facultad de Empresariales de la universidad
de Nueva York. Así pues, es empresario.
—Mamá —le dije, resoplando un poquito—. Por favor…
—Estoy hablando con Eunice —repuso ella—. Cosas de chicas.
Nunca había visto a Eunice con un semblante tan grave, pese a estar dando buena
cuenta de una sardina del Báltico cuya cola vi desaparecer entre sus generosos labios.
Me pregunté qué respuesta le daría.
—Lenny desempeña una labor muy importante —le dijo a mi madre—. Yo diría
que es como la medicina. Ayuda a la gente a vivir eternamente.
Mi padre pegó un puñetazo en la mesa, no tan fuerte como para cargarse el
mueble rumano, pero sí lo suficiente para que yo me refugiara dentro de mí mismo y
sintiera cierto temor a que la emprendiera a bofetadas conmigo.
—¡Imposible! —clamó—. Para empezar, eso va en contra de cualquier ley de la
física y de la biología. Y además es inmoral y contrario a Dios. Lejos de mí semejante
posibilidad.
—El trabajo es el trabajo —dijo mi madre—. Si los estadounidenses ricos y
estúpidos quieren vivir para siempre y Lenny gana dinero, ¿a ti qué más te da? —
añadió, mientras se quitaba de encima a mi padre con un displicente quiebro de la
muñeca—. Estúpido —le dijo.
—Vale, pero ¿qué sabe Lenny de medicina? —contraatacó mi padre, blandiendo
un tenedor rematado por una seta marinada—. En el instituto no daba ni golpe. ¿Y
qué promedio tiene? Ochenta y seis mil ochocientos noventa y cuatro.

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—En la Escuela Stern de Empresariales de la Universidad de Nueva York quedó
el número once en marketing, que era su especialidad —le recordó mi madre,
enterneciéndome con su defensa.
A partir de ahí, mis padres se turnaron para atacarme y defenderme, como si cada
uno de ellos considerara que era el que más me quería y que siempre era el otro el
que se dedicaba a echarme sal en las heridas.
Finalmente, mi madre se volvió hacia Eunice:
—Lenny nos ha dicho que hablas un italiano perfecto.
Eunice se ruborizó un poco más.
—Qué va —dijo mientras bajaba la vista y juntaba las rodillas—. Ya se me está
olvidando todo. Especialmente, los verbos irregulares.
—Lenny se ha tirado un año en Italia —dijo mi padre—. Fuimos a visitarle. ¡Y
nada! Bla, bla, bla. Bla, bla, bla —movía el cuerpo para imitar mis paseos por las
calles de Roma mientras trataba de comunicarme con los nativos.
—Eres un embustero, Boris —le soltó mi madre—. Nos compró unos tomates
estupendos en el mercado de la Piazza Vittorio. Hasta le bajaron el precio. Tres euros.
—¡Pero «tomate» es muy fácil! —dijo mi padre—. En ruso, pomidor; en italiano,
pomodoro. ¡Hasta yo lo sé! Me hubiera gustado verle negociando pepinos o
calabacines…
—Zatknis’ uzhe, Borya («Cállate de una vez, Boris») —dijo mi madre. Se puso
bien la blusa veraniega y clavó sus ojos en los míos—. Lenny, el señor Vida, el
vecino, nos enseñó que sales en el blog «101 Personas Por Las Que Deberíamos
Sentir Lástima». ¿Por qué motivo? El chico ese que chupa pollas se está burlando de
ti. Dice que estás gordo y que eres viejo e idiota. Que no comes bien, que no tienes
profesión y que tus índices de Follabilidad son muy bajos. También dice que tebya
ponizili («te han degradado») en la empresa. Papá y yo estamos muy tristes al
respecto.
Mi padre, avergonzado, apartó la vista mientras yo estiraba y encogía los dedos
de los pies por debajo de la mesa. De ahí venía esa ira hacia mí. Mira que les había
dicho cientos de veces que no miraran ningún torrente de información sobre mí. Yo
era una persona privada con mi pequeño mundo propio. Vivía en una Comunidad de
Jubilados Naturales. Acababa de aprender a ALTernar. ¿Por qué no encontrarían nada
mejor que hacer con sus años de jubilación que proceder al doloroso escrutinio de su
único hijo? ¿Por qué me acosaban con sus tomates y sus promedios del instituto y sus
«Pero ¿tú qué profesión tienes?»?
Y entonces oí hablar a Eunice, con su perfecto inglés de acento estadounidense
resonando en la pequeñez de nuestra casa:
—Yo también le dije que no apareciera ahí. Y no va a salir más. ¿Verdad que no,
Lenny? Con lo bueno y lo listo que tú eres, ¿para qué lo necesitas?
—Exactamente —dijo mi madre—. Exactamente, Eunice.
No les conté que había recuperado el escritorio. No les dije nada. Me arrellané en

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el asiento y observé cómo las dos mujeres de mi vida se miraban a través de una
reluciente mesa rumana que crujía bajo un mantel de plástico y ochenta kilos de
mayonesa y pescado en conserva. Se contemplaban mutuamente con plácida
comprensión. A veces, las madres y las novias compiten entre ellas, pero eso no ha
sucedido jamás en mi vida. A dos mujeres inteligentes, sin que importen las
diferencias de edad y educación, no les cuesta mucho llegar a un acuerdo total sobre
mí. Este crío, parecían estar diciendo… Este crío todavía necesita que lo eduquen.

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Templanza; caridad, fe, esperanza
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens

25 DE JUNIO

EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Hola, Precioso Poni:
¿Qué pasa, cacho carne con orificios? Ay, Señor. O «Oy, Señor», como diría mi
novio el judío. Me siento muy extraña últimamente. Ojalá pudieras venirte por aquí
para que fuésemos a Padma para arreglarnos el pelo. El mío está cada vez más largo y
con una pinta más rara. Uf. Igual debería hacerme una de esas permanentes viejunas
como las de nuestras madres, de esas que te las secas por la mañana y se convierten
en un casco. También me estoy haciendo con unas caderas viejunas. Estupendo, ¿eh?
Parezco una mezcla de mi tía Suewon y un pato. Y tengo el culo TAN PUÑETERAMENTE
GORDO que ya ocupa más espacio que el de Lenny, que es uno de esos traseros
apretados de mediana edad, y perdóname por seguir con el cutrerío. Vamos, ¡que nos
complementamos a la perfección! A partir de ahora, llámame Gordi Górdez, ¿vale?
Ay, Poni mío. ¿Qué estoy haciendo con Lenny? Es tan, no sé, como intelectual,
que me intimida. En Roma, Ben me intimidaba por lo guapo que era y eso hacía que
nunca me sintiera supersegura en la cama. Con Lenny es más fácil. Puedo ser yo
misma porque todo lo que él hace es de lo más dulce y sincero. Le hice una mamada
superchachi, le dejé que se corriera en mi boca y se quedó tan agradecido que se echó
a llorar. ¿Tú has visto a alguien que haga eso? Supongo que a veces lo único que
quiero es desearle tanto como él me desea a mí. ¡Ya está hablando de bodorrio,
querida cazurrilla mía! Y yo solo quiero que se relaje y que no esté siempre tan mono
y dispuesto a complacerme, pues así igual me da a mí por acosarle un poquito más a
él. ¿Entiendes algo de lo que te digo?
El caso es que fui a Long Island con él para que me presentara a sus padres. No
paró hasta conseguirlo. Su padre es raro y difícil de entender, pero su madre me cae
bien. No les pasa ni una a Lenny y al marido. Hasta hablamos de qué se podría hacer
para que Lenny vistiera mejor y se mostrara más firme en el trabajo. Y te juro que me
besó cuando le dije que me iba a llevar a Lenny a comprar tejidos respirables. La tía
es de lo más emocional, lo cual me recuerda a Lenny. ¿A quién si no? Viven en una
casita bonita pero pobretona. Se parece a las que solían tener en Los Ángeles los
pacientes mexicanos de papá. ¿Te acuerdas del señor Hernández, el diácono de la
pata chula? Solían invitarnos a su casita chiquitita de South Central después de misa.
Creo que su hija Flora murió de leucemia.
En fin, lo que me chocó bastante es que vi a Len leyendo un libro. (No, NO OLÍA
MAL. Les pone PinoSol). Y no te hablo de escanear un texto como hacíamos en
Clásicos Europeos con aquel libro, La Cartuchera de Parma, sino de LEER DE

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VERDAD. Había pillado una regla y la deslizaba página abajo muy despacio y como
susurrándose cositas a sí mismo, como si tratara de entenderlo todo a conciencia. Yo
iba a textearle a mi hermana, pero me daba tanta vergüenza que me quedé ahí
mirándole leer durante cosa de MEDIA HORA, y finalmente cerró el libro y yo hice
como que no había pasado nada. Y luego le eché un vistazo al tocho y resultó que
estaba leyendo al ruso ese, Tolstoi (supongo que era lo lógico, teniendo en cuenta que
sus padres son rusos). Yo pensaba que Ben era superintelectual porque le vi
pantalleando las Crónicas de Narnia en aquel café de Roma, pero lo de Tolstói era un
LIBRO de mil páginas, no un torrente, y Lenny andaba por la 930, o sea que ya casi se
lo había zampado.
Y es demasiado bueno y humilde como para fardar de lo mucho que sabe. No me
lo pasa por la cara, pero a veces se pone a hablar de política o de Crédito o de lo que
sea y yo me quedo en la inopia. Te juro que TEMO el momento en que deba
enfrentarme a sus amigos de Medios y descubra que todos hablan igual que él,
incluidas las chicas. Supongo que si fuera a la facultad de Derecho como quiere mi
madre también yo aprendería a ser así, pero ¿quién coño quiere estudiar Derecho?
Igual debería volver a dar Imágenes, como en el Elderbird. La profe Margaux, la del
Curso de Decisión, dijo que yo tenía un «supertalento», y hasta las monjas del
Católico fliparon conmigo y dijeron que tenía «aptitudes espaciales».
Es raro porque las cosas van muy bien con Lenny, pero muchas veces me siento
sola. Como que no tengo nada que decirle y que él piensa que soy idiota. Dice que
soy lista porque aprendí italiano, pero la verdad es que eso no costaba mucho. Todo
consiste en memorizar y luego copiar la manera en que actúan los italianos, que es
fácil de hacer si eres de origen inmigrante, porque cuando empiezas a ir a la guardería
y no hablas ni una palabra de inglés, todo consiste en imitar lo que hacen los demás.
Ya sé que es muy bonito que Lenny intente reforzar mi autoestima diciéndome que
soy lista, pero a veces me entran ganas de salir de su vida y volver a Fort Lee, que es
a donde pertenezco, para tratar de ayudar a mi familia, para que Sally y mi madre no
estén solas a la hora de enfrentarse al agujero negro que hay en el salón, también
conocido como mi padre. Ah, y como Lenny hable de conocer a mis padres UNA SOLA
VEZ MÁS, te juro que le atizo una patada en el culo. A veces no pilla las cosas. Pero es
porque NO QUIERE, motivo por el que me cabreo con él. Piensa que ambos venimos de
«familias difíciles», como a él le gusta decir, pero se equivoca por completo. Yo ya he
conocido a la suya y no hay punto de comparación.
Pues nada, que después de almorzar me fui a Real Time Shopping con Sally, y
ahora estoy un poco preocupada por ella. Se le ha puesto una cara como de ida y a
todo lo que le dices responde «ajá». O sea, es como si no supiera quién es. Por un
lado, quiere los sujetadores Saaami esos con los pezones al aire, pero por el otro
quiere llevarme a no sé qué estúpida reunión parroquial en Barnard. Y ha ganado
mucho peso, no solo los típicos seis kilos del primer curso, y se la ve triste y
regordeta, así que le dije que más le valía controlar lo que come, pero ella se limitó a

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mirarme como si yo no estuviera allí. Lo único que la mantiene a flote es la política.
Ella y unas cuantas gordas más están con lo de las protestas y se pasan el día
hablando de Rubenstein y diciendo que ya no somos un país libre. Y cuando le
recuerdo que se supone que tiene que ser religiosa y no política, me suelta que el
Cristianismo es «el credo del activista». Me gustaría ver al que le dijo eso y partirle la
cara. Yo la quiero mucho, Precioso Poni, creo que junto a mamá es la persona más
importante de mi vida, pero no sé cómo ayudarla porque tampoco es que yo sea un
gran modelo a imitar, ¿verdad?
Bueno, el caso es que fui con Sally a ese parque tan bonito que hay en el East
Village, el de Tompkins Square, que está lleno de Individuos de Bajos Ingresos
acampados con todas sus porquerías y que no tienen comida ni agua potable, pero sí
unos ordenadores viejísimos que intentan poner en marcha aunque no disponen ni de
Imágenes ni de torrentes. Después de que Sally se fuera, salí pitando hacia casa,
recogí todos mis äppäräti viejos y se los di a una pandilla de gente del parque, para
ver si así pueden encontrar trabajo o contactar con sus familias. Se pusieron tan
contentos al hacerse con todo mi viejo material de gueto que me entristecieron, pues
en eso se han convertido sus vidas aunque hasta hace poco algunos de ellos
trabajaban en Crédito o eran ingenieros. Había uno bastante guapo, alto y de aspecto
germánico, pero le faltaban dientes. Estaba en la Guardia Nacional y lo habían
enviado a Venezuela y cuando volvió a casa no le pagaron el plus. Se llamaba David.
La verdad es que era muy mono y me abrazó y me dijo que todos estábamos juntos en
esto. Y yo pensé, ojalá te fuesen mejor las cosas, pero lo cierto es que no estamos
juntos en esto. Luego, cuando me estaba yendo, vi esa vieja fuente que tenía cuatro
lados y en cada uno de ellos había una palabra: «Templanza, Caridad, Fe,
Esperanza». Y no sé por qué, pero había algo en esas palabras que me hizo pensar en
mi padre y en cómo, cuando yo era pequeña, me ponía tiritas en las rodillas con sus
enormes dedazos y me hablaba como a sus pacientes infantiles, «Ya está mejor, ya
está mejor», y yo me echaba a llorar como una tonta. Y luego pensé en Lenny y en el
elefante que vimos en el zoo y en la cara que puso cuando le besé en la nariz.
¡Menuda cara, Poni! No tengo muy claro lo de la templanza y la fe, pero ¿qué me
dices de la caridad y la esperanza? ¿Acaso no las necesitamos todos?
Uf, ¿por qué me hago siempre la quejica contigo? Perdona por estar tan chunga.
Cuando te vea te voy a dar un superbesazo entre las tetitas, mi querida megafurcia,
¡princesa de todas las cosas buenas de este mundo!
ZORRUPIA A EUNI-MAJARA:
Querido y Precioso Panda:
¡Waka-waka, chupa culos! ¿Qué pasa, nena? Perdona, pero tengo algo de resaca y
también estoy deprimida. Fui a una fiesta a casa de Ha Ng, esa vietnamita tan mona
del Católico que se puso grapas en el estómago. Nos pusimos ciegas de Mai Tais, y
una tipeja de UCuangdongRiverside se vomitó encima. ¡QUÉ ASCO! Bueno, si estoy
deprimida es porque me parece que Gopher está teniendo un lío. Y ni siquiera con

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Wendy Snatch, sino con esa guarra mexicana a la que pillé chupándosela en el coche
junto al sitio ese de los tacos de pescado, en Echo Park. Pues sí, le seguí y luego
averigüé su contraseña en Teens (es CERDO adobado, por si quieres chorrear todas sus
mierdas, ¡ja, ja!) y resulta que llevan ya tres semanas enviándose mutuamente
mensajitos de amor analfabeto. Él la llama chuleta y ella lo único que sabe decir en
inglés es «Hey, baby». El caso es que me fui a ese sitio nuevo de Teens llamado «D-
base» en el que te pueden digitalizar cubierta de mierda o siendo follada por cuatro
tíos a la vez y le envié a Gopher un montón de Imágenes de mí misma follada por
cuatro tíos a la vez. Como tú dijiste, tengo que controlar mis sentimientos sobre
Gopher, y esta es la única manera de lograr que me respete y deje de ir follando por
ahí con golfas inmigrantes ilegales que no deben llegar ni a 300 en un Poste de
Crédito. Espero que la deporten pronto, a ella y a su puto coño. Bueno, el caso es que
Gopher apareció por casa de mis padres y me folló por el culo, lo cual yo diría que es
una buena señal porque llevábamos tiempo sin hacerlo, y ya hace como tres horas que
no se habla con esa perra en Teens, pero yo, por si acaso, no aparto la vista del
äppärät por si aparece más información incriminatoria.
¿Qué nos pasa, Precioso Panda? ¿Por qué no podemos encontrar a los tíos que
nos convienen? Por lo menos, tu Lenny te quiere tanto que nunca te pondrá los
cuernos. No entiendo por qué te sientes tan insegura con él. Vale, es un intelectual.
¿¿¿Qué más da??? Tampoco es una superestrella de los Medios ni el consejero
delegado de LandOLakes. ¿Que LEE DE VERDAD, DE VERDAD en vez de escanear? Pues
vaya drama. Igual os podéis leer el uno al otro en la cama o algo así. Y luego os
podéis zurcir vuestra propia ropa. JA JA JA. De todos modos, la belleza es la nueva
inteligencia, y no creo que debas tener hijos con él porque te saldrían francamente
feos.
Lamento que vieras a esos pobretones del parque, mi dulce y sensible Panda, pero
tienes razón cuando dices que no todos estamos juntos en esto. Aunque lo que hace tu
hermana como que mola. Alguien tiene que plantar cara y decirles algo a esos
capullos que mandan. ¡Adelante, Sally! Oh, mierda. Tengo que evacuar. ¿Por qué será
que el alcohol te hace ir tanto al baño? ¿Es algo científico?

26 DE JUNIO

CHUNC.WON.PARK A EUNI-MAJARA:
Eunhee:
¿Por qué tú no contestas mami? Llamo tres veces y nada. Tenemos cena con tío
Joon yo hago dolsot bap como tú gustas con arroz supercrujiente del fondo de la olla.
Cuando yo niña pequeña no comíamos arroz del fondo porque somos buena familia y
solo damos nooroonggi a los mendigos, pero ahora sé que tú gustas y siempre cocino
dolst bap mucho tiempo hasta cuando tú no estás aquí, ¡porque te echo mucho de
menos! Ja, intento hacer cara no feliz, pero me sale feliz, ¡así que igual Jesús me

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dice algo! Sé agradecida y arrójate de ti misma porque eres bendita en Cristo. Somos
familia mucho más feliz ahora que estás cerca y vigilas a Sally. Papi te quiere mucho
pero yo tengo dolor en corazón. Veo madre de Joy Lee en H-Mart. Tú dices que estás
en el apartamento de Joy en Manhattan, pero señora Lee dice que no es verdad. ¿Por
qué tú mientes mami? Siempre lo acabo descubriendo. Igual estás viviendo con algún
chico meeguk en piso sucio. Qué horror. Qué horror. Tú vuelves casa y vives con
nosotros. Papi ahora mucho mejor. Sally necesita tú como ejemplo así que tú lejos de
chico meeguk. Sé mi inglés es malo pero tú entiendes lo que digo creo yo.
Te quiero,
Mami
Ah, ¿qué es un «gasto variopinto» de 3200 dólares vinculados al yuan en la
cuenta de AlliedWastecvs? ¿Es además del habitual recargo financiero? Intento
encontrar link a nuevo Curso Preparatorio de Derecho en Fort Lee que la señora Lee
dice mejoró resultados para Joy. 174 y antes tenía 154. Pregunto otras mamás en
Iglesia qué han sacado y esto gran mejora.

EUNI-MAJARA: Lenny, creo haberte pedido que limpiaras la bañera. Este apartamento
está ASQUEROSAMENTE SUCIO. Ya he fregado el suelo de la cocina y del baño, y
también he pasado el aspirador por la moqueta. ¡Hazlo hoy mismo! No me gusta vivir
en una pocilga.
LABRAMOV: Euny, lo siento pero hoy nos tenemos que quedar hasta tarde en el
trabajo. Hay una reunión fundamental sobre la Crisis de Deuda y la protesta de los
IBI en Central Park y en Washington. Creen que la Reserva Federal puede gastarle
una broma pesada al dólar (!), y no todo el dinero de nuestros clientes está totalmente
vinculado al yuan. Tengo que sacar como mil expedientes para las seis. ¡Creo que
Joshie se va a ver con el Banquero Central chino! En cualquier caso, es muy bueno
para mi carrera que me confíen este tipo de cosas.
EUNI-MAJARA: ¿Y? ¿Qué tiene eso que ver con la bañera?
LABRAMOV: Igual durante el fin de semana nos podemos dedicar un poquito a la
limpieza.
EUNI-MAJARA: La mayor parte del pelo que hay en la bañera es tuyo y lo sabes. Tú
eres el que lo pierde constantemente.
LABRAMOV: Ya lo sé, pero es que nunca he lavado la bañera, así que igual la próxima
vez nos podemos intercambiar las tareas.
EUNI-MAJARA: Te he enseñado a hacerlo tres veces. Y tú, que eres superlisto cuando se
trata de problemas del dólar y cosas así, ¿no sabes limpiar una bañera?
LABRAMOV: Igual me puedes supervisar mientras lo intento el fin de semana.
EUNI-MAJARA: Olvídalo. Lo haré yo misma. Al final, lo más fácil siempre es hacerlo
todo yo misma.
LABRAMOV: ¡No, no lo hagas! Espera a que tenga un poco de tiempo libre. Lamento

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tener tanto trabajo.
LABRAMOV: ¡Hola! ¿Estás ahí?
LABRAMOV: ¿Te has enfadado conmigo?
LABRAMOV: ¡Eunice!
EUNI-MAJARA: Uf.
LABRAMOV: ¿Qué?
EUNI-MAJARA: Qué grima me da esto.
LABRAMOV: ¿Qué puedo hacer yo para que te sientas mejor? Me pasaré el fin de
semana limpiando, de cabo a rabo.
EUNI-MAJARA: Nada. No puedes hacer nada. No puedo cambiarte. Así que supongo
que tendré que asumir todas esas responsabilidades.
LABRAMOV: Eso no es verdad, Eunice.
LABRAMOV: ESTOY CAMBIANDO. Pero necesito tiempo.
LABRAMOV: ¿Por qué no vamos a cenar a aquel brasileño tan chulo del Village? Yo
invito.
EUNI-MAJARA: No te olvides de comprar papel higiénico DOBLE CAPA de camino a casa.
LABRAMOV: No me olvidaré.
EUNI-MAJARA: Siempre te olvidas. Y es que tienes un cerebro de atún.
LABRAMOV: ja, ja. Me alegro de que ya no estés enfadada conmigo.
EUNI-MAJARA: No cantes victoria, friqui.
LABRAMOV: No canto nada.
EUNI-MAJARA: Yo solo quiero que el apartamento esté limpio y agradable, Lenny. ¿No
prefieres tú también regresar a una casa limpia y agradable? ¿No quieres sentirte
orgulloso de tu domicilio? ¿No consiste en eso ser un adulto? No todo va de leer a
Tolstói y hacerse el listo.
LABRAMOV: ¿Leer a quién? ¿Hacerse el qué?
EUNI-MAJARA: Olvídalo. Tengo que salir pitando a la lavandería. ¿Quién si no va a
recoger tus calzoncillos? Por cierto, deberías llevar bóxers y no esos tan viejos y
vulgares. Proporcionan mayor sujeción. Siempre te quejas de que te duelen los
huevos después de un largo paseo. ¿A qué crees que se debe?
LABRAMOV: A que llevo una ropa interior chunga.
EUNI-MAJARA: ¿Quién te quiere a ti, kokiri?

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La «hora de la magdalena» de Amy Greenberg
De los diarios de Lenny Abramov

30 DE JUNIO

Querido diario:

Tras el exitazo con mis padres, le pedí a Eunice que me acompañara a Staten Island
para conocer a mis amigos. Intuyo que mis intenciones eran superficiales y proclives
al autobombo. Quería presentarles a Eunice a mis muchachos e impresionarles con su
juventud y belleza. Y también quería impresionarla a ella porque Noah y su novia,
Amy, eran de lo más Medios.
La primera parte funcionó: no puedes conocer a Eunice sin reparar en su juventud
y en su fría y reluciente indiferencia. La segunda parte, no tanto.

La noche en cuestión era una de esas que solíamos denominar Noche Familiar,
cuando todos los chicos invitaban a sus respectivas compañeras al Cervix: era esa
clase de noche en la que yo solía presentarme sin novia alguna y sentir que estaba de
más. Pero esa noche estaríamos Noah y su emotiva novia, Amy Greenberg; Vishnu y
Grace, y Eunice y yo, la pareja-en-marcha.
Ya de camino hacia el metro, mientras caminábamos cogidos del brazo, traté de
fardar de novia ante los habitantes de la calle Grand, pero ese día el contingente de
admiradores de Eunice era más bien escaso. Había un blanco chiflado que se lavaba
los dientes a plena luz del día. Un judío jubilado arrojaba un vaso vacío de Coca Cola
sobre un colchón abandonado. Una pareja azteca en plena bronca intercambiaba
golpes en la cabeza con sendas margaritas de plástico, frente a la fachada de ladrillo
hecha caldo de un bloque de apartamentos.
Ya casi habíamos llegado al metro sin incidentes. Pero junto a la alambrada que
rodea el solar contiguo a la farmacia, donde el cagón oficial del barrio suele evacuar a
pleno sol, reparé en algo de lo más curioso. Se había erigido una nueva valla
publicitaria por cortesía de mi empresa, la Corporación Staatling-Wapachung.
Mostraba un familiar mamotreto de vidrio y pomposidad, una serie de apartamentos
de tres plantas que colisionaban entre ellos en peculiares ángulos, cual cubitos de
hielo a medio derretir en un trago bien revuelto, HABITATS ESTE, proclamaba el cartel
junto a las banderas de los Emiratos Árabes Unidos, ChinaMundial y la Unión
Europea.

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—¡Veinte millones de euros! —le dije a Eunice—. Eso es mi sueldo de cincuenta

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años. ¡Ni los extranjeros tienen ya tanto dinero!
—¿Ahí no es donde está siempre el tío que caga? —preguntó Euny con
displicencia, claramente habituada a las vulgaridades de mi quartier.
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Pero si en Servicios Poshumanos había que demostrar que uno merecía engañar a
la muerte. Como ya he dicho, solo el 18% de nuestros aspirantes daban la talla para
nuestro Producto. Así es como lo veía Joshie. De ahí los Ingresos con los que yo tenía
que bregar. De ahí las pruebas de Cognición Lingüística y los textos sobre cómo
sobrevivir a los propios hijos. De ahí… toda la filosofía del asunto. ¿Y ahora
pensaban aplicarles la inmortalidad a una pandilla de multimillonarios gordos y
lustrosos de Dubai que le compraran un TRÍPLEX a Propiedades Staatling?
Estaba a punto de lanzarme a una sana diatriba sobre Todo en General (creo que a
Eunice le gusta que le enseñe cosas nuevas) cuando reparé en un garabato en un
extremo del cartel que me resultaba familiar.
En un estilo de dibujo desenfocado que había estado muy de moda a principios de
siglo XXI, se veía —¡no, no podía ser!— una reproducción de lo más artística de
Jeffrey Nutria, mi inquisidor de la embajada estadounidense en Roma, con su
estúpido pañuelo rojo, blanco y azul, un trozo del cual podría haber sido un grano en
su hirsuto labio superior.
—Oh —dije, y acto seguido retrocedí.
—¿Kokiri? —se preocupó Eunice—. ¿Qué ocurre, cara culo?
Emití una profunda respiración.
—¿Ataque de pánico? —preguntó ella. Levanté la mano para pedir «tiempo
libre». Recorrí el dibujo de arriba abajo con los ojos, como si quisiera enviarlo a otra
dimensión. La nutria me devolvía la mirada y se la veía rolliza, extrañamente sexual,
rebosante de vida, con la pelambre suave y formando unos deliciosos gurruños de lo
más calentitos y agradables de tocar. Me recordaba a Fabrizia. A mi traición. Pero
¿qué le había hecho? Pero ¿qué le habían hecho? ¿Quién habría dibujado eso? ¿Qué
intentaban decirme? Miré a Eunice. Estaba empleando mi pausa de cuarenta y dos
segundos en enterrar la cabeza en su äppärät. Pero ¿qué estaba haciendo yo con tan

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espigada criatura digital? Por primera vez desde que llegó a mi vida, me sentí
francamente equivocado.
Pero la jornada aún no había terminado de darme lo mío.

Cuando llegamos al Cervix, la primera en poner pegas fue mi amiga Grace.


—Es demasiado joven para ti —me susurró después de que Eunice se apartara de
nosotros para lanzarse a comprar en CulosLujosos.
No había nada especialmente antisocial en tal actitud: los muchachos estaban
concentrados en sus propios äppäräti, viendo la visita a Washington del Banquero
Central chino, Wangsheng Li, y la novia de Noah, Amy, estaba haciendo un pedido
de cremas para las manos y otros productos patrocinados para su emisión en directo
de «La Hora de la Magdalena de Amy Greenberg».
Durante cosa de un segundo, pensé que Grace tenía celos de Eunice, y a mí eso ya
me parecía bien, porque, si he de ser sincero, siempre he estado algo enamoradillo de
ella. No es que fuese especialmente guapa, pues tenía los ojos excesivamente
separados y los dientes de abajo unos encima de otros; y si tal cosa es posible, era
demasiado delgada de cintura para arriba, hasta el extremo de que siempre parecía un
pajarito, incluso cuando subía escaleras o te pasaba el plato de brie. Pero era buena…
Tan buena y fiable, tan cabal y educada con respecto a la vida, que cuando pensaba
que estaba enamorado de Fabrizia, en Roma, solo tenía que pensar en Grace hablando
de su complicada infancia invernal en las zonas más apartadas del estado de
Wisconsin o del artista alemán Joseph Beuys, su gran pasión, para saber que mi
relación con la pobre y condenada Fabrizia era tan transitoria como falsa.
—¿Por qué no te gusta Eunice? —le pregunté a Grace, confiando en que se
echara a tartamudear y me confesara de la manera más dolorosa posible su amor por
mí.
—No es que no me guste —repuso—. Es que me parece que aún tiene que
mejorar en muchos aspectos.
—Toma, y yo —afirmé—. Puede que Eunice y yo acabemos mejorando juntos.
—Lenny. —Grace me acarició la parte superior del brazo y me mostró sus
amarillentos dientes inferiores (¡cómo me gustaban sus imperfecciones!)—. Si te
sientes atraído físicamente por ella, no pasa nada. Eso no tiene nada de raro. Está
buena. Pásatelo bien. Ten un lío con ella. Pero no me vengas con lo de que «Estoy
enamorado de ella».
—Me preocupa la muerte —dije.
—¿Y ella te hace sentir joven? —sugirió Grace.
—Me hace sentir calvo —me pasé la mano por el pelo que me quedaba.
—A mí me gusta tu cabello —dijo Grace, tirando suavemente del mechón modelo
centinela que destacaba en mi cráneo—. Es honrado.
—De una manera absurda, creo que pienso que Eunice me va a permitir vivir
eternamente. Por favor, Grace, no digas nada cristiano. Es algo que no soporto, de

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verdad.
—Todos vamos a morir, Lenny —afirmó Grace—. Tú, yo, Vishnu, Eunice, tu
jefe, tus clientes, todo el mundo.
Los chicos seguían con la nariz metida en sus äppäräti, y Grace y yo nos unimos a
ellos. Estaban viendo el torrente del amigo de Noah, Hartford Brown, cuyo programa
era una mezcla de reflexión política y de entrega al sexo duro gay. El admirado Li —
que era, oficialmente, el Gobernador del Banco Popular de China-Mundial y, extra
oficialmente, el hombre más poderoso de la Tierra—, apareció primero charlando con
nuestros ineptos líderes Bipartitos en los jardines de la Casa Blanca. Estaba presente
el ídolo de mi padre, el secretario de Defensa Rubenstein, doblado en plan bisagra,
con sus cháchara incoherente y cargada de ira convertida en obediencia ciega y con
su habitual pañuelo blanco asomando del bolsillo superior de la chaqueta cual
muestra cutre de rendición. Rubenstein le regaló a Li una especie de pez dorado que
se puso a flotar en el aire y se abrió de manera milagrosa hasta convertirse en una
versión aproximada del mapa de China, como prueba evidente de que Estados Unidos
todavía era capaz de producir y de innovar.
Acto seguido, el animoso Hartford se apareció a bordo de lo que se anunció como
un yate situado a escasa distancia de las Antillas Holandesas, con las gafas de sol
mojadas y luciendo brillos tornasolados, bajo dos brazos peludos que le masajeaban
el pecho y los hombros marmóreos mientras las embestidas de su amante lo metían
en el marco de su äppärät.
—Follame, morenito —le decía a su compañero de navegación con labios
torcidos aunque masculinos, tan lleno de vida y de pasión que hasta a mí me alegró su
felicidad.
Acto seguido, volvió Li con nuestro juvenil líder títere Jimmy Cortez en la Casa
Blanca: el presidente estadounidense, sentado muy tieso; el banquero chino, más
relajado, impertérrito ante los micrófonos que llenaban el espacio ante él.
—Me chifla todo lo que lleva el chino —decía Hartford sobre las imágenes de la
Casa Blanca, entre los intermitentes gruñidos emitidos mientras se lo follaba el
antillano. Se recordaba a los espectadores que Li había sido elegido el hombre mejor
vestido del mundo en una encuesta informal de carácter multinacional, en la que los
participantes se declararon especialmente impresionados por «la sencillez de sus
trajes» y «las rutilantes y enormes gafas».
—Deseamos que China se convierta en una nación de consumidores y no de
nutrias —le suplicaba al banquero el presidente Cortez.
¿Cómo? ¿Qué? ¿Una nación de nutrias? Rebobiné el torrente en mi äppärät:
«Deseamos que China se convierta en una nación de consumidores y no de
ahorradores», había dicho en realidad el presidente. Por el amor de Dios, se me
estaba yendo la olla.
—El pueblo norteamericano necesita que China-Mundial se convierta en el
salvador de nuestros últimos fabricantes, grandes y pequeños. China ya no es un país

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pobre. Ha llegado el momento de que los chinos se lancen a gastar.
El señor Li asentía distraído mientras mostraba su inmensa sonrisa vacía. El
presidente Cortez dijo entonces algunas palabras en chino, que fueron interpretadas
como «Muy bien, ¡ahora a gastar y a pasarlo bien!».
—Oh, mierda —dijo Vishnu mientras aporreaba frenéticamente su äppärät—.
¡Está pasando algo, compadres!
Apenas podíamos oírle entre el ruido del bar. Los jóvenes bebían más y algunas
mujeres se estaban desnudando de manera nerviosa, aunque Eunice Park se
arrebujaba en su rebequita y se frotaba la nariz por culpa del aire acondicionado.
—Hay un motín en Central Park —nos informó Vishnu—. Hay un negro al que le
está zurrando la badana la Guardia Nacional, y también les están dando de lo lindo a
todos esos IBI.
Las noticias de la matanza en Central Park se estaban extendiendo por el local.
Aún no había nadie emitiendo un torrente de información en directo, pero ya
aparecían Imágenes en nuestros äppäräti y en las grandes pantallas del bar. Un
adolescente (o eso parecía, con esas piernas tan largas) al que no se le veía la cara,
con una concavidad roja en la parte central del cuerpo, se arrastraba, cual animal
atropellado, por la suave y verde joroba de una protuberante colina. Los cuerpos de
tres hombres y una mujer (¿una familia?) yacían de espaldas, con sus desnudos
brazos negros lanzados de cualquier manera sobre sus propias osamentas, como si
trataran de abrazarse a sí mismos. Y vi a un hombre al que me pareció reconocer: el
conductor de autobús en paro que Eunice y yo habíamos visto en Cedar Hill. Aziz
Nosequé. Me acordaba bastante bien de lo que llevaba puesto, de la camiseta blanca y
la cadena de oro con el enorme símbolo del yuan. Ahí estaba: la extraña confluencia
de haberle visto vivo, aunque solo fuese por un momento, combinada con un agujero
del tamaño de una moneda de cinco jiaos en la parte superior de su despejada frente
marrón, mientras la sangre roja se oxidaba a lo largo de los eslabones de la pesada
cadena, los dientes se fundían amargamente unos con otros y los ojos ya le habían
desaparecido de las cuencas. Necesité un buen rato para dar con una descripción de lo
que estaba viendo —un hombre muerto—, justo cuando la pantalla cambió a un plano
del cielo sobre el parque, la cola de un helicóptero apuntando hacia arriba, con el pico
presumiblemente bajado para la ejecución, y un fuego rojo al fondo que iluminaba la
cálida conclusión de un día de verano.
Se impuso el silencio en el Cervix. Yo no oía nada más que el ruido de mi frasco
de Xanax siendo instintivamente abierto por tres de mis dormidos dedos, y luego el
crujido de la píldora blanca descendiendo por mi reseca garganta. Absorbimos las
Imágenes y, como grupo de similares ingresos, experimentamos breves ataques de
miedo existencial. Dicho miedo fue temporalmente reemplazado por un arrebato de
empatía hacia quienes eran, en teoría, nuestros queridos conciudadanos. ¿Qué se
sentiría ser uno de los muertos o de los que estaban a punto de morir? ¿Qué se
sentiría ser desintegrado desde las alturas en plena urbe? ¿Cómo encajar la rápida

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comprensión de que la familia de uno se está muriendo a su alrededor? Finalmente, el
miedo y la empatía arrojaron una conclusión diferente. La conclusión de que eso no
nos pasaría a nosotros. De que lo que estábamos presenciando no era terrorismo. Que
nosotros éramos de los buenos. Que las balas sabrían discriminar.
Le escribí a Nettie Fine: «¿¿¿Has visto lo que está pasando en el parque???».
Pese a la diferencia horaria con Roma (allí debían de ser las cuatro de la
madrugada), me contestó de inmediato: «Acabo de verlo. Tú tranquilo, Lenny. Es
horrible, pero se va a VOLVER EN CONTRA de Rubenstein y los suyos. Están liándose a
tiros en Central Park porque ahí no hay suficientes exGuardias Nacionales. Nunca se
atreverán con los antiguos soldados. Lo realmente importante está teniendo lugar en
Tompkins Square, pero los Medios no lo cubren en lo más mínimo. Tienes que irte
para allá y conocer a mi amigo David Lorring. Yo me dedicaba al asesoramiento
postraumático en Washington y él vino a visitarme después de dos turnos de servicio
en Ciudad Bolívar. Está organizando una resistencia de verdad. Un tío brillante. En
fin, a ver si duermo un poquito, guapo. ¡Sé fuerte! Besos. Nettie Fine. P.D.: Sigo
religiosamente el programa de tu amigo Noah Weinberg. Cuando vuelva a los
Estados Unidos me encantaría invitarle a comer».
La misiva de Nettie me hizo sonreír. Esa mujer de más de sesenta años seguía
activa, seguía tratando de llevar a nuestro país por el buen camino. Era evidente que
aún quedaba cierta esperanza. Como para confirmar mis reflexiones, CrisisNet emitió
un nuevo comunicado: «ÍNDICE LIBOR SUBE 32 PUNTOS BÁSICOS; DÓLAR SUBE 0,8 % EN
RELACIÓN AL YUAN 1¥ = 4,92 DOLARES». ¿Estarían en lo cierto los mercados? ¿De
verdad la masacre de Central Park iba a representar un punto de inflexión? ¿Les
saldría el tiro por la culata a Rubenstein y sus amigos?
Volví a leer el mensaje de Nettie Fine. Resultaba inspirador, pero había algo
extraño en él. Lo realmente importante está teniendo lugar en Tompkins Square.
Intenté imaginar la expresión «lo realmente importante» saliendo de los labios
cabales e inteligentes de Nettie. ¿Qué le había ocurrido? La nutria. Le escribí a
Fabrizia en Roma, «DESTINATARIO BORRADO». Vale, tenía que dejar de preocuparme.
Frente a mí había una matanza auténtica. Olvídate del Viejo Mundo. Yo no era
responsable de lo que les pudiera suceder a Nettie o a Fabrizia. Yo solo era
responsable de Eunice Park.
Mientras tanto, en el Cervix, el silencio atónito ya había sido sustituido por un
ambiente general de frivolidad mezclado con ensayada indignación. La gente
intercambiaba por cervezas belgas sus dólares vinculados al yuan y prácticamente
desprovistos de valor. Lo único que recuerdo es que me ardían levemente las sienes y
que quería estar más cerca de Euny. Las cosas se habían puesto un poco peliagudas
desde que yo había sufrido una recaída y me había hecho con un libro, pues ella me
había pillado leyendo, no tan solo escaneando en busca de información. Con toda esa
violencia desatada a tan solo unos pocos kilómetros de distancia, yo no quería que
nada me separase de mi cariñito, especialmente una edición en dos tochos de Guerra

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y paz, de Tolstói.
Noah empezó a emitir de inmediato, pero su novia, Amy Greenberg, ya estaba en
directo. Se levantó la blusa para mostrar el insignificante michelín de grasa que
coronaba sus piernas perfectas y que sobresalía de sus no menos perfectos vaqueros,
su magdalena, como ella lo llamaba, le dio unos cuantos golpecitos y lanzó su lema
habitual:
—Hola, amigas, ¿tenéis magdalenas?
—Hora Rubenstein en Central Park —estaba diciendo Noah—. Reducción de
Daños está tirando la casa por la ventana, todo debe desaparecer, es una época de
«rebajas desquiciadas» en Estados Unidos, y Rubenstein no se quedará tranquilo
hasta que se expulse de la ciudad a todos los negratas y a todos los panchitos. Está
arrojando bombas sobre nuestras madres de la misma manera que Cristobalito Colón
rociaba de gérmenes a los pieles rojas. Primero disparar y luego preguntar. La mitad
de mamis y papis de Nueva York van a acabar en una Instalación de Alta Seguridad
en Utica antes de que acabe la semana. Más vale mantener los äppäräti alejados de
los Postes de Crédito… —dijo, tras lo cual hizo una pausa para observar la
información en bruto que se le materializaba en la pantalla. Acto seguido, volvió su
cansado aunque profesionalmente animado rostro hacia nosotros, sin saber muy bien
qué emoción liberar a continuación, pero incapaz de contener la rabia visceral—. Hay
dieciocho personas muertas —dijo como si él fuese el primer sorprendido—. Se han
cargado a dieciocho.
Yo me hacía preguntas sobre el entusiasmo que percibía en su voz. ¿Y si Noah
disfrutaba en secreto de todo lo que estaba ocurriendo? ¿Y si eso nos pasaba a todos?
¿Y si la violencia estaba en realidad canalizando nuestro miedo colectivo hacia una
especie de claridad momentánea, consistente en estar vivos durante tiempos tan duros
y, por asociación, felices de ser importantes a nivel histórico? Ya podía verme a mí
mismo proclamando las noticias de cómo había visto al difunto conductor de autobús
Aziz en Central Park y cómo, tal vez, hasta había intercambiado una sonrisa con él o
un qué pasa de lo más urbano. Que no se me malinterprete, yo también
experimentaba el horror, pero me preguntaba, sin ir más lejos, qué eran esas
Instalaciones de Alta Seguridad de las que siempre estaba hablando Noah. ¿De
verdad le pegaban un tiro en la nuca a la gente sin juicio previo? En cierta ocasión, le
había recordado a Noah que en The New York Lifestyle Times habían tenido
corresponsales de verdad que salían a la calle para informar y verificar, pero él se
había limitado a mirarme en plan «ya salió el vejestorio», y había seguido berreando
ante el objetivo de la cámara. Eso sí, había que reconocerle que hasta Nettie Fine
seguía su torrente de información religiosamente, así que igual había algo que se me
escapaba. Puede que Noah fuese todo lo bueno que se podía ser en estos tiempos.
—¡Dieciocho muertos! —clamaba Amy Greenberg. Se puso la mano en la
imaginaria magdalena, entre la minúscula cintura y la notable musculatura de arriba,
como para burlarse de Rubenstein y del gobierno, pero esta maniobra también le

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permitía mostrar el contorno del pecho izquierdo, que una encuesta al azar había
declarado públicamente el mejor de los dos, presumir de escote y captar la atención
del espectador—. Sublevación en Central Park, la Guardia Nacional dispara a bulto,
destroza las chozas… Pero yo estoy contenta de que mi hombre, Noah Weinberg, esté
justo a mi lado, pues ya no puedo con todo esto. Cariño, por favor, detenme antes de
que me ponga a picotear algo. Noah, es una bendición tenerte en mi vida en estos
momentos terribles, y ya sé que no soy perfecta (vale, pongo en marcha la alarma
and topicazos), pero tú lo eres todo para mí porque eres muy bueno y muy sensible y
me pones mucho y eres muy Medios y… —se le empezó a quebrar la voz y se puso a
parpadear de manera voluntaria para provocarse las lágrimas—. No sé qué haces con
una gorda fracasada como yo.
Grace y Vishnu estaban apoyados el uno en el otro como si fueran dos secciones
de una antigua ruina, mientras en el aire que nos envolvía aparecían nuevos partes de
bajas y las cifras crecían. Recordé el Punto Número 4, Cuidar de tus amigos, pero por
una vez, eran estos quienes cuidaban de mí. Viéndome solo al lado de Eunice, de lo
más concentrada en CulosLujosos (¿estaría tan aturdida por la violencia que no podía
dejar de comprar?), vinieron a por mí y me arrastraron a su círculo para que pudiera
sentir el calor de sus manos y el consuelo etílico de sus alientos.
Noah y Amy estaban chillando como posesos a unos pocos metros de distancia el
uno del otro, matándose por hacerse oír entre el barullo del bar.
—Rubenstein le está dejando las cosas claras a Li —decía Noah.
Puede que ya no seamos una superpotencia, puede que te debamos ya sesenta y
cinco billones de dólares vinculados al yuan, pero no nos da miedo utilizar nuestras
tropas si se nos desmanda la chusma; así que mucho cuidadito, que igual se nos va la
puta olla nuclear y os volamos vuestros amarillos culos como os dé por cobraros las
fichas. Que siga fluyendo el crédito, jodidos limones.
Amy Greenberg:
—¿Os acordáis de Jeremy Block, el tío con el que rompí la pasada Semana Santa?
—Junto al äppärät de Amy se proyectó el torrente de un tipo desnudo, un tanto
parecido a Noah, que se estaba masturbando. Amy se echó a reír ante la Imagen de
aquel generoso pene mientras su bonito rostro posbulímico traicionaba el inicio de
unos morritos—. ¿Os acordáis de que nunca podía contar con ese capullo cuando
había, o sea, problemas en el mundo? ¿Os acordáis de que no me explicaba nada,
pese a que trabajaba en LandOLakes? ¿Os acordáis de que me obligaba a pesarme
cada mañana? ¿Os acordáis de que…? —Gran pausa. Acto seguido, una expresión
triunfal y sonriente—: ¡Ese tío no respetaba a la magdalena!

CrisisNet: RUBENSTEIN CULPA DEL MOTÍN DE CENTRAL PARK AL EXCONDUCTOR DE


AUTOBÚS AZIZ JAMIE TOMPKINS. CITA: «LA ARE IDENTIFICA A “AZIZ” COMO ALGUIEN
QUE RECIBIÓ INSTRUCCIÓN EN EL SUR DEL LÍBANO A CARGO DE FUERZAS DE HEZBOLÁ».
CITA: «NOS ENFRENTAMOS EN PRIMERA LÍNEA AL TERRORISMO ISLAMOFASCISTA». CITA:
«AHORA ES EL MOMENTO DEL GASTO, DEL AHORRO Y DE LA UNIDAD. UN PARTIDO, UNA
NACIÓN, UN DIOS».

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Vishnu había ido a por más cerveza, y Eunice y Grace habían unido sus fuerzas
para comprar en CulosLujosos. Grace dijo algo que hizo sonreír a Eunice, y a partir
de ahí la conversación se fue animando. Grace tenía la mirada clavada en Eunice,
mientras que esta no la apartaba del äppärät más que de vez en cuando y de manera
tímida para mirar a Grace. Me pareció escuchar algunas palabras en coreano: el Sun-
Dubu (se escriba como se escriba) es un estofado de tofu que Grace solía comer con
frecuencia en la calle 32. Yo tenía ganas de sumarme a su conversación, pero Grace
me rechazó amablemente. Eunice estaba ALTernando un poco con las demás asiáticas
de la sala, y su FOLLABILIDAD, según comprobé con orgullo y cierta preocupación, era
de 795, aunque su PERSONALIDAD se quedaba en 500 (puede que no fuera lo
suficientemente extrovertida). Pero había una jovencísima Teleputa filipina, ataviada
con un cárdigan suburbano, unos zapatones seudortopédicos y unos vaqueros
Pieldecebolla, que estaba tranquilamente transmitiendo torrentes de información
junto a la máquina de discos y cuyo índice de FOLLABILIDAD era algunos puntos
mayor.
—Esa chica tiene un cuerpo perfecto —oí que le decía Eunice a Grace—. Dios,
cómo detesto a las chicas de veintiún años.
Comprobé con tristeza mi propia clasificación. Esa noche, casi todos los hombres
llevaban jerséis de pico Mr. Rogers y, en el mejor de los casos, me observaban con
frialdad. Alguien había escrito lo siguiente acerca de mi barba de dos días: «Al tío ese
que está al lado del bonito banco asiático de esperma le sale del mentón una especie
de vello púbico», y mi posición entre los cuarenta y tres tíos que había en el local era
la número cuarenta. ¿Le importaría eso a Eunice? Observé que cuando la rodeaba con
el brazo mi ATRACTIVO MASCULINO subía cien puntos, alcanzando yo un respetable
número treinta. Pero ¿qué decía eso de mí? ¿Que necesitaba a Eunice para que se
reconociera mi presencia en el mundo exterior? Por si acaso, decidí afeitarme a la
mañana siguiente. La barba de dos días solo les sienta bien a los tíos muy atractivos.
Amy Greenberg, señalando las chichas que le colgaban entre los sobacos y los
pechos, dijo:
—¡Tengo alas! A los treinta y cuatro tengo alitas de ángel. ¡No creo que haya ni
un solo tío al que le apetezca sobarme con estas grasas! ¡Miradme! ¡Miradme!
Noah Weinberg:
—Treinta y tres bajas en los motines de los Individuos de Bajos Ingresos a las
nueve y cuatro minutos de la tarde, hora del este. Y la Guardia sigue disparando en
Central Park. Pero hemos perdido a cuatrocientos Guardias Nacionales en Ciudad
Bolívar solo durante los dos últimos meses. Así es la estrategia de Rubenstein:
cuantos más estadounidenses mueren, más se la suda a todo el mundo. Hay que
redefinir la normativa. Empezad a cavar fosas.
Amy Greenberg:
—Dejadme que os diga qué llevo puesto. Los zapatos son de Padma, la blusa es
una auténtica María Hammond y el sujetador muestra pezones es un Saaami Oculta

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Alas: mi madre me lo compró en las rebajas del Pasillo de las Ventas de las Naciones
Unidas.
Noah Weinberg:
—Y ni siquiera hablo del índice LIBOR. Estoy hablando… —se interrumpió y miró
a su alrededor. Tres chicas de Staten Island estaban canturreando lujuriosamente una
canción cuya letra decía exclusivamente «Mmmmmmmmm…». Noah empezó a
decir algo, pero al final se limitó a soltar lo siguiente—: ¿Sabéis qué, colegas? No…
No tengo nada más que deciros.
Amy Greenberg:
—Lo único que quiero deciros es que mi mamá es superimpresionante. Cuando
estaba rompiendo con Jeremy Block, ella, o sea, me ayudó a superar toda esa mierda.
Miramos juntas su clasificación y nos dijimos, bueno, en fin, que a quién le
importaba que tuviera la polla gorda y pudiera pasarse toda la noche dale que te pego.
Me obligó a chuparle el ano para celebrar que cumplía treinta años y luego se negaba
a besarme. Eso dice mucho de un tío, lo de no querer besar a su novia después de que
esta le haya chupado el culo. Mi mamá es supermona y me decía, «Te mereces algo
mejor, Aimeleh. ¡Sé tu propio chulo, nena!».
Grace me pilló en un aparte.
—Oye —me dijo—, creo que Eunice tiene problemas gordos.
—Qué va —repuse—. Lo que pasa es que su padre es un capullo.
—Conozco a ese tipo de chica —decía Grace—. Es la peor combinación posible
de abuso y privilegios. Por no hablar de haber crecido en esa especie de gueto de
asiáticos de clase media-alta del sur de California, donde todo el mundo es banal y
vive obsesionado por el dinero. Más banal, incluso, que las novias de Noah, que ya es
decir. Por lo menos, Amy Greenberg sabe exactamente lo que se hace.
—Pero yo la quiero —dije en voz baja—. Y creo que se dedica a comprar
únicamente porque nuestra sociedad les está diciendo a los asiáticos que compren. Ya
sabes, es como lo de los Postes de Crédito. Te aseguro que he oído a un tío gritarle a
Eunice, «¡Eh, tú, hormiguita, compra algo o vuélvete a China!».
—¿Hormiguita?
—Sí, ¿sabes lo de la hormiguita trabajadora que ahorra mucho y la alegre cigarra
que despilfarra? ¿Lo de los carteles de la ARE sobre los chinos y los hispanos? Es de
un racista que te cagas.
—Leonard, ya va siendo hora de que dejes de salir con esas asiáticas y esas
blancas cutres cargadas de problemas —sentenció Grace—. Tampoco les haces
ningún favor, ¿sabes?
—Me estás haciendo daño, Grace —susurré—. ¿Cómo puedes juzgarla con tanta
rapidez? ¿Cómo puedes juzgarnos a ambos?
En ese mismo momento, Grace se ablandó. El cristianismo y la buena voluntad le
hicieron mella. Soltó unas lagrimitas.
—Lo siento —dijo—. Dios, es por la época que vivimos. Me estoy poniendo muy

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dura. ¿Tú crees que podría salir con ella? ¿Y convertirme en una especie de hermana
mayor?
Consideré la posibilidad de indignarme, pero luego recordé quién era Grace, la
mayor de una carnada de cinco chicos muy sensatos, la heredera mental de unos
progenitores de Seúl dedicados a la medicina, cuyas angustias de inmigrante y su
sensación de alienación en el estado de Wisconsin eran notables, pero que a pesar de
eso habían repartido amor y ánimos entre su prole de la mejor manera posible, como
si fueran nativos progresistas. ¿Cómo iba a entender Grace a Eunice? ¿Cómo iba a
comprender lo que había entre nosotros?
Abracé a Grace un ratito y la besé en una de sus calientes mejillas. Cuando miré
hacia atrás, vi que Eunice nos estaba mirando fijamente y que la parte inferior de su
rostro lucía una sonrisa anfibia, una sonrisa incomprensible, una sonrisa que se me
clavaba en el corazón.
—Pues nada, así está el patio en la república —decía Hartford en su torrente
antillano, mientras su joven amigo le pasaba una toalla por la espalda bañada en
semen—. Eso es to, eso es to, eso es todo, amigos.

Regresamos en silencio a Manhattan. Los controles de la Guardia Nacional estaban


prácticamente abandonados. Lo más probable era que el grueso de las tropas hubiera
sido enviado a Central Park para reprimir la insurrección. De vuelta en mi
apartamento, yo volvía a estar llorando y de rodillas. Eunice me amenazaba de nuevo
con volverse a Fort Lee.
—Tus amigos son espantosos —me decía—. Están tan pagados de sí mismos…
—Pero ¿qué te han hecho? ¡Si apenas les has dirigido la palabra en toda la noche!
—Yo era la más joven. Todos tenían diez años más que yo. ¿Qué querías que les
dijera? Todos trabajan en Medios. Todos son divertidos y exitosos.
—En primer lugar, no lo son. Y en segundo, ¡tú todavía eres joven, Eunice! Ya
trabajarás en Medios algún día. O en Ventas. Y pensé que Grace te había caído bien.
Se os veía muy alegres juntas. Os vi mirando CulosLujosos y hablando de hacer sun-
dubu.
—Es a la que más odio —bufó Eunice Park—. Es exactamente quien sus padres
quieren que sea y eso le causa un orgullo de la hostia. Ah, y ya te puedes ir olvidando
de conocer a mi familia. Nunca te los presentaré, Lenny. ¿Cómo voy a confiar en que
te portes bien? La has cagado.
Me fui solo a la cama; Eunice acabó de nuevo en el salón con su äppärät, sus
mensajitos y sus compras. Mientras la noche extendía su negro manto sobre nosotros,
me di cuenta, de manera extrañamente dolorosa, de que sin mis 239.000 dólares
vinculados al yuan, sin el complicado amor de mis progenitores, sin el voluble
consuelo de mis amigos y sin mis apestosos libros, no me quedaba nada más que la
mujer de la habitación de al lado.
Tenía la mente a rebosar de enfermizas preocupaciones judías, todo un pogromo

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de lo más tremebundo. Prescindí de pensar en Fabrizia, en Nettie o en la nutria. Me
quedé en el aquí y el ahora. Intenté averiguar qué les estaba ocurriendo a los
sublevados de Bajos Ingresos. Algunos jovenzuelos ricos de Medios que vivían en
Central Park West o en la Quinta Avenida estaban transmitiendo torrentes de
información desde terrazas y azoteas, y algunos de ellos habían atravesado los
cordones de seguridad de la Guardia Nacional y emitían desde dentro del propio
parque. Pasé de sus rostros airados y excitados, de sus chillidos sobre padres, amantes
y excesos de peso, pues trataba de atisbar los helicópteros que flotaban tras ellos,
disparando hacia el corazón verde de la ciudad. Pensé en Cedar Hill —la nueva zona
cero de mi vida con Eunice Park— y consideré el hecho de que ahora estaría cubierta
de sangre. Acto seguido, me sentí culpable por pensar en mi propia existencia de
manera tan obsesiva, tan Medios, tan dada a prescindir de la gente que estaba
muriendo. Grace tenía razón. Son los tiempos que vivimos.
Pero de una cosa sí estaba seguro: nunca seguiría el consejo de Nettie. Nunca
visitaría a los pobretones del parque de Tompkins Square. ¿Quién sabe lo que les
podría suceder? Si la Guardia Nacional disparaba contra la gente en Central Park,
¿por qué no iban a hacerlo en el centro? «La seguridad es lo primero», como decimos
en Servicios Poshumanos. Nuestras vidas valen más que las de los demás.
Una escuadrilla de helicópteros volaba hacia el norte. El edificio entero tembló
con su ferocidad, tintineó la porcelana en las alacenas de la cocina del vecino,
lloraron los niños. La cosa pareció asustar a Eunice, que no tardó en estar en la cama
junto a mí, intentando encontrar una postura cómoda contra mi cuerpo más grande
que el suyo, pegándoseme con tanta energía que hasta me hizo daño. Yo estaba
asustado, no por la operación militar del exterior (a fin de cuentas, nunca le harían
daño a alguien con mi nivel económico), sino porque sabía que nunca podría
abandonar a Eunice. Daba igual como me tratase. Daba igual lo mal que me hiciera
sentir. Porque en su rabia y en su ansiedad había familiaridad y alivio. Porque yo
entendía a esas familias inmigrantes del sur de California mejor de lo que entendía el
entorno pudibundo de Grace en el Medio Oeste; entendía mejor el ansia de dinero y
de respeto, la mezcla de orgullo y odio hacia uno mismo, la necesidad de ser
atractivo, de destacar y ser admirado. Porque después de que Vishnu me contara que
Grace estaba embarazada («ja, juu», se rió extrañamente mientras me daba la noticia),
comprendí que me habían dado con la última puerta en las narices. Porque, a
diferencia de la astuta y espabilada Amy Greenberg, Eunice no tenía ni puta idea de
lo que estaba haciendo. Y yo tampoco.

* * *

Lo siento, diario mío, pero hoy estoy hecho un naufragio emocional. He dormido
mal. Ni tan siquiera mis mejores tapones para los oídos resultan eficaces contra el
ruido de las aspas de los helicópteros y los berridos en coreano que suelta Eunice

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mientras duerme: prosigue su interminable conversación con su appa, su padre, el
canalla responsable de casi todo su dolor, pero sin cuyos feroces latigazos,
probablemente, yo nunca me habría enamorado de ella, ni ella de mí.
Pero compruebo que también me dejo algunas cosas, diario mío. Permíteme que
te describa algunos bellos momentos, acaecidos antes de que empezara el motín de
los IBI y de que instalaran controles en la línea F.
Vamos a restaurantes coreanos de la zona media de la ciudad y nos atiborramos
de pasteles de arroz bañados en salsa picante, calamares rebosantes de ajo,
aterradores solomillos de pescado con mucha sal y los consabidos platitos de repollo,
nabo adobado, algas y dados de deliciosa carne de buey seca. Comemos a la manera
asiática, con la vista clavada en el plato, zampando ruidosamente el estofado de tofu,
eructando discretamente para mostrar nuestra identificación con la comida, mientras
mi mano busca un vaso de soju con alcohol y la suya recurre a una taza de té de
cebada. Una familia pacífica. No hacen falta palabras. Nos queremos y alimentamos
mutuamente. Ella me llama kokiri y me da besitos en la nariz. Yo le llamo malishka,
«chiquitína» en ruso, que es un término peligroso porque en cierta ocasión salió de
boca de mis padres, en su acepción masculina, cuando yo medía menos de un metro y
su amor por mí era tan sencillo como verdadero.
Ah, el calor de un restaurante coreano, la interminable procesión de platos, como
si la comida no pudiese concluir hasta haber dado buena cuenta del mundo entero; los
gritos y las risotadas de después de la sobremesa, la inevitable borrachera de los
viejos, las risitas de las mujeres jóvenes y los lazos familiares por doquier…
A mí no me sorprende que los judíos y los coreanos mantengan fácilmente
relaciones sentimentales. Cierto, nos cocinaron en diferentes cazuelas, pero ambas
bullían de afecto familiar y de la actitud a la pata la llana, la afición al chismorreo y la
neurosis inherentes a la proximidad.
Mientras almorzábamos en uno de los sitios más ruidosos de la calle 32, Eunice
vio a un hombre que comía solo y bebía Coca-Cola. Me dijo:
—Es muy triste ver a un coreano sin una esposa o una novia que le digan que no
se beba esa mierda.
Y levantó la taza de té de cebada, como si quisiera mostrarle una alternativa más
saludable.
—No creo que sea coreano —le dije a Eunice—. Mi äppärät dice que es de
Shanghái.
—Ah —dijo ella, perdiendo el interés por el asunto en cuanto vio que no tenía
nada que ver con el asiático solitario que bebía Coca-Cola.
Cuando regresábamos caminando a casa, con el estómago lleno de ajo y especias
picantes, con el calor veraniego del exterior y el calor de la pimienta del interior
cubriendo nuestros cuerpos cual adorable lustre, me puse a considerar lo que había
dicho Eunice. Según ella, era muy triste que el asiático no tuviera una esposa o una
novia que le dijeran que no bebiera Coca-Cola. Al parecer, a un hombre adulto había

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que decirle cómo se tenía que comportar. Necesitaba la presencia de una novia o de
una esposa para contener sus bajos instintos. ¡Qué desprecio tan monstruoso por la
individualidad! Como si no perdiéramos la cabeza todos, de vez en cuando, por una
gota de líquido artificialmente azucarado que nos recorra la lengua.
Pero entonces empecé a considerar la cuestión desde el punto de vista de Eunice.
La familia era eterna. Los lazos sanguíneos nunca se romperían. Uno cuidaba de los
suyos y ellos cuidaban de uno. Tal vez era yo el que no estaba a la altura, al no cuidar
lo suficiente de Eunice, al no corregirla cuando pedía boniato frito con mucho ajo o
se bebía un batido sin el necesario aditamento vitamínico. Ayer mismo, después de
que yo hiciera un comentario sobre nuestra diferencia de edad, me dijo ella, muy
seria:
—No te puedes morir antes que yo, Lenny. —Y a continuación, tras un momento
de reflexión—: Por favor, prométeme que siempre cuidarás de ti mismo, aunque yo
no esté ahí para decirte lo que tienes que hacer.
Y así fue, deambulando calle abajo, con el aliento cantando a kimchi y a cerveza
superespumosa, como empecé a reconsiderar nuestra relación. Empecé a verla como
la veía Eunice. Ahora teníamos obligaciones mutuas. Nuestras familias nos habían
fallado y ahora debíamos construirnos una conexión mutua tan fuerte como duradera.
Cualquier distancia entre nosotros sería un fracaso. El éxito llegaría cuando ninguno
de los dos supiera dónde acababa el uno y empezaba el otro.
Con esto bien presente, me puse encima de ella cuando llegamos a casa e hice
presión contra su hueso púbico dando muestras de gran urgencia.
—Lenny —me dijo ella. Respiraba muy rápidamente. Hacía un mes que la
conocía, pero aún no habíamos consumado la relación. Lo que yo había considerado
una muestra de enorme paciencia y de moral tradicional por mi parte, lo veía ahora
como un fracaso a la hora de conectar.
—Eunice —le dije—. Amor mío. —Pero eso me sonó a poco—. Vida mía —
añadí. Eunice tenía las piernas separadas y trataba de hacerme sitio entre ellas—. Tú
eres mi vida.
—¿Qué?
—Tú eres…
—Shhh —dijo mientras acariciaba mis blancos hombros—. Tranquilo, Lenny. Tú
tranquilo, mi adorable cerebro de atún.
Me metí dentro de ella todo lo que pude, tratando de llegar a un lugar del que
nunca saldría. Cuando llegué allí, con los músculos de Eunice ciñéndome, tensados,
con el hueso del cuello hacia fuera, con el espectacular crepúsculo de finales de junio
detonando por mi sencillo dormitorio y la muchacha emitiendo unos gruñidos que
quise creer que se debían al placer, vi que en mi vida había, por lo menos, dos
verdades. La verdad de mi existencia y la verdad de mi desaparición. Con el ojo de la
mente flotando sobre mi clapa sin pelo y, por debajo de ella, los espesos zarcillos de
la melena de Eunice derramándose sobre tres almohadas, vi sus fuertes y vitales

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piernas, con sus pantorrillas de media luna, y entre ellas, esa masa cerúlea que era yo,
varado y erecto para la eternidad. Vi el cuerpo bronceado y juvenil que tenía debajo,
y las nuevas pecas estivales, y los pezones tiesos que se convertían entre mis dedos
en prietas cápsulas marrones, y sentí la melodía de su aliento dulce y el aroma del
ajo… Y así empecé, con esa especie de insistencia que causa ataques al corazón en
hombres seis años mayores que yo, a entrar y salir de la estrecha ranura de Eunice,
cual animal desesperado que ruge a pleno pulmón. Sus ojos, húmedos y compasivos,
me veían hacer lo que yo necesitaba hacer. A diferencia de otras chicas de su
generación, no lo había aprendido todo de la pornografía, así que su instinto sexual
procedía de algún rincón de su interior y tenía que ver más con la necesidad de afecto
que con el envilecimiento. Irguió la cabeza, me envolvió en su propio calor y le dio
un mordisco a la suave protuberancia de mi labio inferior.
—No me abandones, Lenny —me susurró al oído—. Por favor, no me dejes
nunca.

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El americano impasible
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens

2 DE JULIO

CHUNG.WON.PARK PARA EUNI-MAJARA:


Eunhee:
Nosotros mucho preocupados ahora porque parece que situación política mala en
Manhattan. Deberías volver a Fort Lee con familia. Esto es aún más importante que
examen para Derecho. Recuerda que somos viejos y vemos historia. Papá y yo
pasamos canutas en Corea cuando la gente se muere en la calle, jóvenes estudiantes
como tú y Sally. Tú de política nada. Vigila que Sally no política. A veces ella habla.
Queremos ir a verte el martes que viene. El reverendo Suk fue maestro de nuestro
reverendo Cho que se lleva a sus pecadores especiales de Corea al madison square
garden y pensamos toda la familia tiene que ir y rezar y luego cenamos y conocemos
a ese blanco que dices que solo compañero de piso. Me decepciono que tú me
mientes que vives con Joy Lee pero doy gracias a Jesús de que tú y Sally sanas y
salvas. Hasta papi está muy tranquilo ahora porque está Agradecido y de rodillas ante
Dios. Es tiempo difícil. Vamos a Estados Unidos y ahora, ¿qué le pasa a Estados
Unidos? Nos preocupamos. ¿Para qué vinimos? Cuando vinimos primero, antes de
que tú naces, no era nada fácil. Tú no sabes como papi lucha por pacientes, hasta
mexicanos pobres sin seguro que pagan cincuenta dólares de cien dólares. Hasta
ahora papá lucha. Puede que hemos hecho error gordo.
Así pues, por favor, danos tiempo el martes. Vístete bien, nada barato o de
«guarra» pero yo siempre me fío de tú vistes. Papi dice ahora que hay control en el
puente y también en el túnel. ¿Cómo se supone que viene gente de Nueva Jersey?
Te quiero,
Mami

EUNI-MAJARA: Sally, ¿estás bien?


SALLYSTAR: Sí. ¿Y tú? Esto es de locos. Se nos ha «aconsejado» no salir del campus.
Algunos novatos del Medio Oeste están flipando. Estoy organizando una sesión
informativa para ayudar a todo el mundo a montárselo.
EUNI-MAJARA: ¡No quiero que hagas NADA político! ¿Me oyes? Esta es la única vez
que creo que mamá está totalmente en lo cierto. Por favor, Sally, prométemelo.
SALLYSTAR: Vale.
EUNI-MAJARA: Hablo EN SERIO. Soy tu hermana mayor, Sally.
SALLYSTAR: Ya te he dicho que VALE.
SALLYSTAR: Eunice, ¿por qué no me has dicho que tenías un novio?
EUNI-MAJARA: Porque, según mamá, tengo que «dar ejemplo» a mi hermana.

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SALLYSTAR: Eso no tiene gracia. Si no me puedes contar esas cosas es como si ya no
fueras mi hermana.
EUNI-MAJARA: Bueno, tampoco somos una familia muy normal, ¿no? Somos una
familia especial. Ja, ja. En cualquier caso, no es mi novio. No es como si nos
fuésemos a casar. A mamá le he dicho que es mi compañero de piso.
SALLYSTAR: ¿Cómo es? ¿Está muh-shee-suh?
EUNI-MAJARA: ¿Qué más da? O sea, que no estoy con él porque esté bueno. Ni
siquiera es coreano. Te lo digo para que lo sepas y me puedas juzgar severamente.
SALLYSTAR: En fin, mientras te trate bien…
EUNI-MAJARA: Uf, no quiero mantener esta conversación.
SALLYSTAR: ¿Va a venir a la cruzada el martes?
EUNI-MAJARA: Sí, así que hazte la intelectual. ¿Sabes algo de Clásicos? Textos, me
refiero.
SALLYSTAR: Acabo de escanear Clásicos Europeos, pero no he registrado nada porque
había un montón de páginas. Hay algo de un tío que se llama Grayham Green sobre
una chica vietnamita llamada Phuong, como la que trabajaba en el Banh Mi en el
Gardena, de Fort Lee. Pero ¿por qué tenemos que impresionarle?
EUNI-MAJARA: No tenemos que impresionarle. Solo quiero que vea que somos una
familia inteligente.
SALLYSTAR: Estoy segura de que mamá se portará bien con él y luego, cuando se dé la
vuelta, lo pondrá verde.
EUNI-MAJARA: Se quedarán ahí sentados y papá se inflará a beber y a hacer esos ruidos
con la garganta.
SALLYSTAR: Mujuujujujuuum.
EUNI-MAJARA: ¡Ja! Me encanta cuando imitas a papá. Te echo de menos.
SALLYSTAR: ¿Por qué no vienes a cenar el viernes con el tío Joon? Puede que sans
novio.
EUNI-MAJARA: Me encanta eso de «sans». Es muy intelectual. La verdad es que no
tengo ganas de ver al tío Joon. Es un puto coñazo.
SALLYSTAR: Eso que has dicho es feo.
EUNI-MAJARA: El último Día de Acción de Gracias me gritó cuando vino de visita
desde Corea porque mamá y yo compramos un pavo demasiado grande. Y su mujer
se fue de compras por Topanga y le compró a papá unos alicates que le costaron, yo
qué sé, puede que dieciséis pavos, tirando alto, y ni siquiera vinculados al yuan, y no
paraba de decirme, «Oh, asegúrate de que tu padre se entera de que se los he regalado
yo». ¿Tú sabes la de pasta que papá le ha dado al idiota de su marido para que ahora
ella se presente con unos putos alicates?
SALLYSTAR: Son de la familia. Y su compañía de taxis no va nada bien. Lo que
importa es la intención.

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EUNI-MAJARA: Son los únicos coreanos que no ganan dinero en la actualidad. Hatajo
de subnormales.
SALLYSTAR: ¿Por qué estás siempre tan enfadada? ¿Cómo se llama tu novio?
EUNI-MAJARA: Es que soy una persona enfadada de natural. Y me revienta que la gente
se aproveche de los demás. Se llama Lenny. Y ya te he dicho que no es exactamente
mi novio.
SALLYSTAR: ¿Es de tu promoción?
EUNI-MAJARA: Ejem, la verdad es que tiene 15 años más que yo.
SALLYSTAR: Ay, Eunice.
EUNI-MAJARA: Lo que tú digas. Es listo. Y me cuida. Y si tú y mamá le cogéis manía,
solo conseguiréis que yo le quiera aún más.
SALLYSTAR: No pienso cogerle manía. ¿Es cristiano o católico?
EUNI-MAJARA: ¡Ni una cosa ni otra! Está circuncidado. Ja, ja.
SALLYSTAR: No lo pillo.
EUNI-MAJARA: Es judío. Y le llamo kokiri. ¡Ya verás por qué!
SALLYSTAR: Parece interesante, supongo.
EUNI-MAJARA: ¿Qué has estado comiendo?
SALLYSTAR: Unos mangos con ese yogur griego fresco que tienen ahora en las
cafeterías.
EUNI-MAJARA: ¿Para almorzar? ¿Estás picoteando?
SALLYSTAR: Me he comido un aguacate.
EUNI-MAJARA: Son buenos, pero engordan.
SALLYSTAR: Vale. Gracias.
EUNI-MAJARA: Lenny me dice cosas muy bonitas, pero que no me hacen vomitar. No
es como esos tíos de Medios o de Crédito que solo quieren follar y salir pitando. A
Lenny le importo. Y está a mi disposición a diario.
SALLYSTAR: Yo no he dicho nada, Eunice. No tienes que salir en su defensa. Tú
asegúrate de que se quite los zapatos si llega a entrar en casa.
EUNI-MAJARA: Ja, ja. Ya lo sé. A los blancos les revienta. Igual han pisado mierda, o a
un sin techo.
SALLYSTAR: ¡QUÉ ASCO!
EUNI-MAJARA: Lenny dice que no controlo mis emociones porque así es como es papá.
Dice que anhelo atención negativa.
SALLYSTAR: ¿¿¿¿Le has hablado de papá a un extraño????
EUNI-MAJARA: No es un extraño. Tienes que dejar de ser tan cerrada. En eso consiste
una relación. En hablar con la otra persona.
SALLYSTAR: Por eso no voy a mantener jamás una relación. Me limitaré a casarme.
EUNI-MAJARA: ¿Nunca echas de menos California? Yo sí. Mataría por una
hamburguesa Animal Style. Mmm. Cebolla frita. Aunque no haya que comer carne

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roja. A veces me entran ganas de que todo vuelva a ser como cuando éramos
pequeñas. ¿Sabes qué? Lo peor es cuando estás feliz y triste al mismo tiempo y no
sabes distinguir una cosa de otra.
SALLYSTAR: Supongo. Tengo que ponerme a estudiar química. No hables mucho de la
familia con los demás, ¿vale, Eunice? Ni lo entenderán ni tampoco les va a importar
lo más mínimo.
EUNI-MAJARA: Tú mantente a salvo, Sally, por favor. Limítate a estudiar y a comer
sano. Te quiero mucho.
EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Querido y Precioso Poni:
Menuda semanita. Estoy muy jodida. Mi madre se enteró de que no estoy
viviendo con Joy Lee, así que le confesé finalmente que tenía «compañía» en el piso
y que esa compañía era un CHICO. Y ahora le ha dado porque vaya a no sé qué rollo de
misa para conocerle. Uf, esta es, o sea, mi peor pesadilla. Lenny lleva tiempo
lloriqueando para conocer a mis padres y ahora cree que estoy cediendo y que él es el
que manda y que puede hacer conmigo lo que quiera, como no limpiar el apartamento
u obligarme a dejar propina en los restaurantes aunque sabe que mi Crédito APESTA.
Acabo de bajar del número mágico. ¡Estoy por debajo de 900! Con que los «chinos»
no gastan, ¿eh? Ja, ja.
Y ahora mi madre se enterará de que salgo con un blanco viejo y peludo. Así
pues, le he dicho a Lenny que no le diga a mi madre que salimos, y se ha puesto de
los nervios, como si creyera que me avergüenzo de él o algo así. Dice que intento
apartarlo de mí porque le estoy sustituyendo por mi padre, pero que no me lo va a
permitir: ya ves tú cómo se hace el machito el muy cara culo.
Las cosas han tenido sus altibajos entre nosotros, pero finalmente se ha tomado en
serio la Hora de Penetrar el Chocho Mágico y no ha estado mal. Lo que le falta de
apostura lo suple de sobras con pasión. ¡Pensé que iba a estallar! ¿Qué más? Pues los
motines fueron bastante espantosos y ahora te pasas la vida para moverte por la
ciudad. Lenny intenta portarse en plan galante, como si me fuera a proteger de esos
tíos de la Guardia Nacional, pero tampoco creo que se pongan a cargarse asiáticos,
¿no?
Ah, conocí a sus amigos. Hay un tal Noah que es mono y tal, más bien alto y de
una belleza convencional. Su novia es esa mujer superchachi, Amy Greenberg, la que
tiene un torrente propio con un millón de espectadores. Tiene una personalidad
seudointeligente de lo más impresionante y una cara de tía buena. Transmite torrentes
de información acerca de que no es menuda, lo cual es triste, pero qué le va a hacer la
pobre, si no nació así. Bueno, el caso es que vi a Noah CONTROLÁNDOME y cuando me
quité el jersey empezó a MIRARME FIJAMENTE la camiseta y yo me sentí muy halagada,
aunque la verdad es que ahí no hay mucho que mirar. Luego me dijo que yo tenía un
«ingenio muy ácido», y yo me puse en plan «ja, ja», aunque mentalmente no podía

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evitar ponerle un poquito los cuernos a Lenny. Y luego una coreana que se llama
Grace se me puso a largar horas y horas. La verdad es que es muy agradable y que
intenta hacerte sentir que está de tu parte, pero yo creo que todo es cuento. Me sacó
toda la información de que mi padre pegó a mi madre porque se cargó el tofu,
aparentando que quería ser amiga mía. No sé por qué se lo conté, pues luego me sentí
muy vulnerable el resto de la noche. A la mierda. Los detesto a todos.
El caso es que al día siguiente volví al parque Tompkins con unas cajas de agua
embotellada, pues había oído decir que no tenían y que la ARE había cerrado la fuente
y los lavabos del lugar. Había un montón de moderniquis dando vueltas por ahí,
transmitiendo torrentes sobre los disturbios, pero la verdad es que nadie les echaba
una mano a los IBI. Estuve hablando con David, ese chico tan mono que estuvo con
la Guardia Nacional en Venezuela. Le quedan como cuatro dientes en la boca porque
nunca ha ido al dentista y le cayó una explosión encima. Pero es muy interesante
hablar con él porque siempre dice lo que piensa (no como Lenny y sus amigos). Dice
cosas como «¡Cállate!», o «Te equivocas, Eunice», o «No tienes ni idea de lo que
estás hablando», o «Eso es una manera de ver las cosas muy de Altos Ingresos». Me
gusta cuando la gente te canta las cuarenta y te pone en tu sitio.
En cualquier caso, nunca creí que llegaría a interesarme por la política, pero
puedo tirarme horas escuchando a David. Habla mucho de otros Guardias como él
que tampoco han recibido el plus a la vuelta de Venezuela, y dice que están pensando
en unirse y que piensan responder como les ataque la Guardia Nacional. Dice que
ahora la Guardia es una pandilla de pobretones reclutados en el sur por la cosa esa de
Wapachung Emergencias para la que trabaja Lenny y que les da lo mismo a quien se
carguen. David y sus amigos se llaman a sí mismos el Ejército de Aziz, en homenaje
al conductor de autobús al que mataron en Central Park, el mismo que vi yo con
Lenny. Le dije a David que no me quiero meter en política, pero él me apuntó todo lo
que necesitaban, como latas de atún y alubias, pañales y todo tipo de cosas, y yo me
pregunto si debería conseguírselas aunque mi cuenta de AlliedWaste está que da pena
verla. Igual debería pedirle ayuda a Lenny, pero no sé muy bien por qué, prefiero que
no sepa nada de David, aunque solo seamos amigos.
La manera en que han organizado las cosas es de lo más asombrosa. El parque es
pequeñito, pero cada rinconcillo se utiliza para algo en concreto. Donde había una
pista para perros, esos chicos ADORABLES Y SORPRENDENTEMENTE PULCROS juegan al
fútbol CON una pelota vieja de baloncesto. Supongo que debería acercarme a
Paragon y conseguirles una auténtica pelota de fútbol. Se dedican a reciclar comida
de los cubos de basura, lo cual da un poco de asquito, pero la verdad es que la gente
como Lenny tira tantas cosas que, como dijo David, de cada cena que desaprovecha
un tío de Crédito del East Village se pueden sacar diez comidas. Están tan
organizados por aquí que me recuerdan a mi familia cuando yo era pequeña. Todo el
mundo tiene un papel asignado, por joven o viejo que sea, y todos tienen que cumplir
con lo que les toca, incluidos esos esnobs de Crédito y Medios que se han quedado

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sin trabajo y ahora viven en el parque. Y si no haces lo que te dicen, mala suerte, te
vas a la calle.
Casi estoy echando de menos lo de ayudar en aquel refugio de Roma para
víctimas del tráfico de mujeres. Lenny dice que está muy orgulloso de mí, pero
siempre dice ARGELINAS O AFRICANAS en vez de albanesas, como si sonara mejor. Pero
David enseguida se dio cuenta de a qué me refería yo. Es curioso cómo la gente que
las ha pasado putas tiene esa expresión infantil en el rostro.
Bueno, el caso es que David dijo que yo no necesitaba seguir acudiendo a clase
de Decisión, que es lo que planeaba hacer en Columbia, sino que debería ponerme a
echar una mano en el parque. Le dije que sí, pero la verdad es que no quiero cruzarme
con mi hermana, aunque no sé muy bien por qué. Es como si lo de ser una santa fuera
COSA SUYA y yo tuviera que limitarme a ejercer de protectora de la familia.
Hay tanto que hacer que te mareas. Se han deshecho de la mayoría de los
roedores, pero la Salud sigue siendo el principal problema, así que en distintos
rincones del parque hay tiendas con cartelitos que ponen DIFTERIA (que es
supercontagiosa), TIFUS (granos rojos en el pecho, puaj), PELAGRA (atención, nena,
tienes que pedirle vitamina B3 a Lenny), ASMA (pillarle a Lenny los inhaladores
viejos, por si aún les queda algo dentro), DESHIDRATACIÓN (más agua embotellada,
ipso facto), LAVADO DE ROPA E HIGIENE (ahí es donde voy a ayudar la semana que
viene) o DESNUTRICIÓN. La desnutrición se combate básicamente a base de guandú y
arroz, pues salen baratos y mucha gente de aquí es del Caribe, pero buscan
donaciones de lo que sea. Hasta tienen una cuenta de GlobalTeens bajo el nombre
«ejército de aziz», por si alguien quiere donar algunos yuanes.
Tal vea debería pedirle a mi padre que viniera a echar una mano. Para eso es
médico, ¿no? Cuando yo iba al instituto, intenté ayudarle en la consulta, pero me dijo
que era una inútil, a pesar de que me esforzaba y de que le metí todos los dosieres en
el ordenador porque nadie se aclaraba con su letra, y hasta le limpié el baño del
despacho de arriba abajo porque mi madre se despistaba y se olvidaba de los
rincones.
Mira, Lenny es tan bueno conmigo que a veces bajo la guardia y le hablo como a
un amigo, pero tú sigues siendo mi única mejor amiga, Poni. Pero estoy enamorada
de él. Uf. Ya lo he dicho. A veces, por la mañana, me puedo tirar media hora viéndole
dormir, y luego le paso el brazo por encima y me lo acerco y se le ve tan pacífico y
tan mono, con el pelito del pecho subiendo y bajando, como si fuera un cachorrito.
Ay, Señor, espero que no creas que no te valoro, Precioso P. Pienso en ti todo el rato y
sigues siendo una parte FUNDAMENTAL de mi vida. Ah, y he visto las fotos de la guarra
mexicana que se ha estado follando Gopher, ¡y tiene una cara de culo que te cagas!
Poni, tú eres superguapa en comparación. No permitas que ese pichabrava invalide tu
personalidad. Solo intenta chincharte porque sabe que estás a años luz de él. Bueno,
tú, me tengo que ir a limpiar la bañera porque mi novio el superintelectual no sabe

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hacerlo. Hablamos luego, chirri jugoso.
ZORRUPIA A EUNI-MAJARA:
Panda, me voy Jugoso a que me rejuvenezcan la vagina, pero ¿qué coño es «un
ingenio muy ácido»? Lo he buscado en Teens, pero lo único que he encontrado es
«un genio muy plácido». ¿Es lo mismo? Recuerda lo que nos dijo la profe Margaux:
cuidado con los tíos que se hacen mucho los listos.
P.D.: He buscado a la Amy Creenberg esa y creo que podría perder otros ocho
kilitos, aunque consigue puntos por ser vieja.
P.D. 2: ¿Vas a transmitir «El Despilfarrador Estadounidense» esta noche? ¿Te
acuerdas de Kelli Nozares, la chica del herpes en el ojo que estaba en Bio? Pues va a
salir ahí y he oído que tiene Crédito para aburrir porque sus tres hermanos son
Bombarderos de Deuda. Como gane, te juro que estrangulo a alguien.
P.D. 3: Si las cosas se ponen peligrosas por ahí, tal vez deberías mudarte a
California. También tenemos a gente metida en tiendas, pero las cosas no parecen
estar tan mal. Exceptuando que a mi padre le va todo de pena, aunque las escobillas
para el retrete deberían estar a prueba de crisis, pero entré en el cuarto de baño de mi
madre y me la encontré sentada en el suelo y llorando a lágrima viva entre su
colección de revistas de golf de los últimos veinte años. Ay, Dios. Igual debería irme
de casa, ¿no? Pero ahora es cuando más me necesitan, probablemente, y seguro que
mi hermano no piensa dar un palo al agua al respecto. Siempre somos las chicas las
que hemos de tirar de la familia. Somos las chivas expiatorias.
Luego sigo, SuperPanda.
EJERCITODEAZIZ-INFO A EUNI-MAJARA:
Hola, Eunice, aquí David. Mira, faltan dos días para el 4 de Julio y Cameron, el
de Moral, Bienestar y Entretenimiento, dice que necesitamos 120 unidades de
salchichas de la marca Hebrew National y también 120 panecillos para perrito
caliente, 90 latas de cerveza sin alcohol (de cualquier marca), 50 unidades de
AfterBite Original para los mosquitos y 20 unidades de productos para la piel
Clinique para Hombres Protección M, FPS 21. ¿Nos lo podrías traer todo rapidito?
He estado dándole vueltas a nuestra conversación sobre padres y hermanos. Esto
es lo que descubrí cuando estudiaba en la universidad y después de estar con la
Guardia en los pantanos de Venezuela, comiendo capibara a la parrilla con mis tropas
y recibiendo hostias bolivarianas a manta: da igual cuál sea nuestra estructura social,
siempre estamos en un ejército. Tú eres un ejército y tu padre es un ejército, y os
queréis, pero tenéis que ir a la guerra para ser realmente padre e hija.
EJEMPLO: Mi padre murió a unos ochenta kilómetros al norte de Karachi. Era un
tirador, y esos son siempre los cabrones más duros.
Pero en el último mensaje que me llegó de él justo antes de que se lo cepillaran en
una emboscada, lo que me decía básicamente era: David, eres un soñador y un inútil,
y no te vas a aclarar en la puta vida, y yo siempre combatiré todo aquello en lo que

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crees, pero también te digo que nunca querré a nadie como te quiero a ti, así que si
algo me sucede, tú sigue a lo tuyo.
Creo que ahí es donde la cagamos como país. Teníamos miedo a luchar entre
nosotros, y por eso nos sacamos de la manga lo del Bipartito y lo de la ARE. Cuando
nos olvidamos de lo mucho que nos odiábamos, perdimos también la responsabilidad
de nuestro futuro común. Creo que cuando pase el tiempo y los Bipartitos sean
historia, vamos a tener que vivir como pequeñas unidades que no están de acuerdo
entre ellas. No sé cómo las llamaremos, si partidos políticos, si consejos militares o si
ciudades-estado, pero así va a estar el patio y esa vez no la volveremos a cagar. Será
como volver a 1776. Estados Unidos iniciará su Segundo Acto. Pues nada, Eunice,
me voy a dormir. No te olvides de las vituallas del Cuatro de Julio.
Tuyo,
David

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La cruzada de los pecadores
De los diarios de Lenny Abramov

7 DE JULIO

Querido diario:

Detesto el Cuatro de Julio. La primera edad mediana del verano. De momento, todo
está vivito y coleando, pero la inevitable deriva otoñal ya se ha puesto en
movimiento. Algunos arbustos y matojos menores, agobiados por el calor, ya
empiezan a parecer sometidos a un mal teñido de rubio. El calor alcanza su cénit
abrasador, aunque el verano se engañe a sí mismo y brille cual genio alcohólico. Pero
te empiezas a preguntar: ¿qué he hecho con el mes de junio? Los más pobres de la
zona —los habitantes del bloque de apartamentos Vladeck que puedo ver desde mi
edificio— parecen tomarse el verano a lo bestia: gruñen y sudan, beben cerveza mala,
hacen el amor y sus hijos dan vueltas como posesos a pie o en bicicleta de montaña.
Pero para los neoyorquinos más competitivos, yo incluido, el verano está ahí para
bebérselo a sorbitos. Sabemos que el verano es la cumbre del sentirse vivo. No
creemos en Dios ni en la perspectiva de otra vida después de la muerte, por lo que
sabemos que solo se nos conceden unos ochenta veranos en toda nuestra existencia,
más o menos, y cada uno de ellos tiene que ser mejor que el anterior y debe incluir
una excursión a un centro de arte en Bard, una alegre partida de bádminton en casa de
alguien en Vermont y un agradable, húmedo y levemente peligroso recorrido en
kayak por algún río bravo. De no ser así, ¿cómo vas a saber que has vivido el mejor
verano de tu vida? ¿Cómo te vas a perder un buen papeo o un buen nirvana a la
sombra?
En la actualidad, francamente, sabiendo que la inmortalidad está más lejos de mi
alcance que nunca (adiós a los 239.000; solo me quedan 1.615.000 yuanes, según el
último cálculo), prefiero el invierno, cuando a mi alrededor todo está muerto, nada
florece y la verdad de la eternidad, fría y oscura, le es revelada a los desdichados
acólitos de la realidad. Pero este invierno en concreto me produce una grima especial,
pues ya ha dejado, hasta el momento, cien cadáveres tirados en el parque.
«Un país inestable y apenas gobernable que representa un riesgo grave para el
sistema internacional de gobierno empresarial y mecanismos de intercambio.» Así
nos describió el Banquero Central Li en cuanto se encontró a salvo, de regreso en
Pekín. Se nos había humillado ante el mundo. Se cancelaron los fuegos artificiales del
Cuatro de Julio. El desfile previsto para coronar al ganador de «El Despilfarrador
Estadounidense» se aplazó porque una sección de Broadway cercana al Ayuntamiento
se había venido abajo por el calor. Las demás calles estaban vacías, pues los
ciudadanos se habían quedado prudentemente en casa y en la línea F solo circulaba
un tren por hora (lo cual no se diferencia mucho de la frecuencia de paso habitual,

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todo hay que decirlo). Los únicos cambios visibles son las nuevas señales de la ARE
que cuelgan de algunos Postes de Crédito y en las que se ve a un tigre lanzando
zarpazos a un globo en miniatura junto a las palabras «¡Estados Unidos ha vuelto!
Grrr… No nos subbaloréis (sic). ¡Ya no hay quien nos pare! ¡Juntos sorprenderemos
al mundo!».
El martes por la mañana, tras el largo fin de semana, Servicios Poshumanos me
envió un cochazo marca Hyundai para llevarme al trabajo. Nos tiramos horas para
llegar al Upper East Side. En casi cada manzana de la Primera Avenida había un
control con su correspondiente alambrada. Guardias Nacionales con los ojos
legañosos a causa del exceso de trabajo y la falta de sueño, así como con unos fuertes
acentos de Alabamamississippi, nos paraban, registraban el vehículo del motor al
maletero, jugaban con mi información, humillaban al chofer dominicano obligándole
a cantar el himno nacional de Estados Unidos (ni yo me sé la letra; ¿quién se la
sabe?), para luego hacerle desfilar junto a un Poste de Crédito. «Pronto llegará la hora
de que te devolvamos a tu país de una patada en el culo, panchito», le espetó uno de
los soldados.
En la oficina, Kelly Nardl estaba llorando por los disturbios, mientras los
jovenzuelos de la Sala de la Eternidad estaban absortos en sus äppäräti rechinando los
dientes, cruzando los pies metidos en deportivas, sin saber cómo había que interpretar
la información nueva que se materializaba ante ellos cual lluvia de verano, y
esperando indicaciones por parte de Joshie. La Guardia había despejado una parte del
parque y permitido la entrada de los de Medios. Yo estaba mirando el torrente de
Noah mientras este deambulaba por Cedar Hill, arriba y abajo, más allá de los restos
de chozas y de los sombríos charcos de sangre en forma de ameba que cubrían la
maltratada hierba, lo cual hizo que Kelly pegara un respingo tras su abarrotado
escritorio. Nuestra Kelly era una piedra de toque de emociones sinceras. Cuando me
tocó el turno, le acaricié la cabeza mientras la olisqueaba. Algún día, si es que nuestra
raza sobrevive, tendremos que aprender a descargar su bondad e instalarla en nuestros
hijos. Mientras tanto, mis indicadores de ánimo en Los Paneles iban de «flojo pero
dispuesto a cooperar» a «juguetón/sobón/le gusta aprender cosas nuevas».
Joshie había programado una reunión organizativa total de Vaqueros e Indios.
Echamos a andar hacia el auditorio de los Indios en la avenida York, que era
significativamente más grande que el santuario principal de nuestra sinagoga, con
Joshie al frente para ayudarnos a cruzar los controles levantando una mano, cual
maestro que se lleva a su clase de excursión.
—Absurda pérdida de vidas —dijo ya instalado ante el atril, bebiendo
elocuentemente de su termo de té verde sin azúcar, mientras le contemplábamos de
manera multicultural desde nuestros mullidos asientos reclinables—. Pérdida de
prestigio para el país. Pérdida de yuanes turísticos. Pérdida de respeto para nuestro
liderazgo, aunque tampoco había mucho respeto que salvar. Y todo ¿para qué? En
Central Park no se ha conseguido nada. ¿Cuándo se darán cuenta los Bipartitos de

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que matar a Individuos de Bajos Ingresos no va a revertir el déficit comercial de este
país ni a solucionar nuestros problemas con la balanza de pagos?
—La verdad al poder —le lamió el culo Howard Shu, pero los demás nos
mantuvimos callados, puede que también tan sorprendidos por los últimos
acontecimientos de la historia que no encontrábamos socorro ni en las palabras de
Joshie. De todos modos, yo le sonreí y saludé tímidamente, esperando que se diera
cuenta de ello.
—El dólar se ha gestionado de manera infame —continuó Joshie, mientras su
tono habitualmente irónico a la hora de hablar se veía envuelto en una rabia que no
estaba permitida en Servicios Poshumanos, una rabia de lo más prehumana, gracias a
la cual, las dos partes del mentón se le movían independientemente, con lo que visto
por un lado parecía tener treinta años y visto por el otro, sesenta—. La ARE lleva doce
planes económicos distintos en otros tantos meses. Privatización, desprivatización,
estimular el ahorro, estimular el gasto, regulación, desregulación, moneda vinculada,
moneda flotante, moneda controlada, moneda incontrolada, más tarifas, menos
tarifas… Resultado: una birria. «La economía aún no ha adquirido la tracción
necesaria», por citar a nuestro querido jefe de la Reserva Federal. En estos mismos
momentos, en el HSBC de Londres, los chinos y la Unión Europea están llegando a
acuerdos de colaboración. Ya no tenemos una relevancia fundamental en la economía
mundial. El resto del planeta es lo suficientemente fuerte como para despegarse de
nosotros. Y nosotros, nuestro país, nuestra ciudad y nuestra infraestructura, estamos
en caída libre.
»Pero —añadió Joshie, y ahí respiró profundamente y sonrió con sinceridad. Se le
notó en la cara que los tratamientos de descronificación empezaban a surtir su efecto,
pues le brillaban los ojos, la piel y la cocorota, y nosotros nos desplazamos
ligeramente hacia el borde del asiento, agarrados al orificio de dejar el vaso—,
tenemos que recordar que quienes han muerto en Central Park durante los últimos
días eran, a largo plazo, IDP, Imposibles De Preservar. A diferencia de nuestros
clientes, su estancia en este planeta tenía una duración limitada. Debemos tener bien
presente la Falacia de la Mera Existencia, que restringe lo que podemos hacer por un
amplio sector de la población. De todos modos, aunque podamos absolvernos a
nosotros mismos de cualquier responsabilidad, nosotros, como la élite tecnológica
que somos, podemos dar buen ejemplo. Por eso les digo a los resentidos: lo mejor
aún está por llegar.
»Porque somos la última y mejor esperanza para el futuro de esta nación.
»Porque somos la economía creativa.
»¡Y vamos a ganar!
Hubo murmullos de asentimiento entre los Vaqueros, mientras que los Indios
refunfuñaban para volver al trabajo. Confieso que yo tenía la cabeza en otro lado pese
a la importancia de lo que Joshie estaba diciendo, pese al orgullo que sentía al formar
parte de esta economía creativa (un orgullo rayano en lo patriótico) y pese a la culpa

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que experimentaba con respecto a la muerte de los pobretones. Esa noche iba a
conocer a los padres de Eunice Park.

Nunca antes me había vestido para acudir a la iglesia, y mis tiempos de sinagoga
habían quedado atrás hacía un cuarto de siglo, loado sea Yahvé. Ninguno de mis
amigos había llegado exactamente a encontrar a su media naranja (exceptuando a
Grace y Vishnu), por lo que nunca me había tenido que acicalar para una boda.
Registré a fondo el único armario que no le había cedido a Eunice para almacenar sus
zapatos y encontré una chaqueta de vestir hecha de algo parecido al poliuretano, una
cosa plateada que había utilizado durante los debates en el instituto y que siempre me
había congraciado con los jueces porque parecía un macarra de baja estofa de alguna
zona de Brooklyn aún por adecentar.
Eunice procedió a su escrutinio con una mirada carente de entusiasmo. Me incliné
para besarla, pero me rechazó de un empujón.
—Compórtate como un compañero de piso, ¿vale? —me dijo.
El protocolo del encuentro y la triquiñuela del compañero de piso no me hacían
mucha gracia, la verdad, pero opté por no darle más vueltas al asunto. Los Park eran
padres inmigrantes. Y yo les convencería de mi solidez económica y social. Pulsaría
sus botones del pánico emocional con la eficacia que reservo para marcar el código
bancario. Les haría entender que en estos tiempos turbulentos siempre podrían
confiar en un blanco como yo para proteger a su hija.
—¿Puedo decirle a tu hermana, por lo menos, que somos algo más que
compañeros de piso? —le pregunté a Eunice.
—Ya lo sabe.
—¿Ya lo sabe?
¡Una pequeña victoria! Me acerqué a Eunice y le abotoné la camisa blanca de
seda que se había puesto, y ella me besó las manos mientras yo insertaba los botones
en los complicados ojales.
El servicio religioso iba a celebrarse en uno de los auditorios del Madison Square
Garden, un anfiteatro iluminado, aunque básicamente oscuro, con capacidad para
unas tres mil personas, aunque hoy no había ni la mitad. El uso contundente de la luz
dejaba al descubierto el cutrerío del lugar, pues apenas había sido barrido desde el
último evento, que daba la impresión de haber sido una convención de fabricantes de
regaliz. La mayoría de los presentes eran coreanos, a excepción de algunos judíos y
ciertos blancos jóvenes que acompañaban a sus novias. Adolescentes con fajines de
color verde brillante, en los que se podía leer «Bienvenidos a la Cruzada de los
Pecadores del reverendo Suk», nos dieron la bienvenida mientras se inclinaban ante
sus mayores. Chicos muy bien vestidos (y con los äppäräti confiscados por sus
progenitores) deambulaban tranquilamente por allí, consagrados a juegos sencillos a
base de chinchetas y cinta adhesiva, y vigilados por una abuela solitaria que no les
quitaba ojo de encima.

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Me di cuenta de que mi monstruosa chaqueta brillaba que daba gusto, pero todas
esas señoras de mediana edad, elaborada permanente y blusas con hombreras —las
ajummas, término a veces burlón para referirse a las mujeres casadas, que había
aprendido de Grace— me tranquilizaban con respecto a mi aspecto. Todos juntos,
parecíamos proceder de la distante década de los ochenta y haber sido depositados, en
este extraño y aburrido futuro, en condición de pecadores mal vestidos que se
exponían a la misericordia de Cristo, un tipo permanentemente pulcro y atildado que
vivía tan ricamente en el Cielo. Siempre me he preguntado si el Hijo de Dios no
albergaría un odio notable hacia los feos, a pesar de sus amables sermones. Sus ojos
de un azul líquido siempre me habían hecho sentir fatal.
Eunice y yo nos encaminamos a nuestros asientos, manteniendo el decoro propio
de «los compañeros de piso» que consistía en dejar siempre entre nosotros un metro
de polvorienta atmósfera. Varios hombres de mediana edad, agotados tras semanas
laborales de noventa horas, se habían quedado fritos en la silla, con los zapatos
quitados, echando una siestecita muy necesaria antes de que empezara el tumulto de
la plegaria. Me dio la impresión de que esos hombres no pertenecían al nivel A de los
coreanos, la mayoría de los cuales habían regresado a la patria cuando los vientos de
la economía habían empezado a soplar a favor de Seúl. Estos debían proceder de las
provincias más pobres, donde les era imposible acceder a las mejores universidades
del país, a no ser que se tratara de gente que hubiera acabado fatal con su familia. La
era de los tenderos coreanos que yo había conocido de pequeño había tocado
prácticamente a su fin, pero las personas que tenía alrededor estaban aún menos
asimiladas y parecían tener muy reciente la experiencia temblorosa de la emigración.
Poseían pequeños negocios más allá de las buenas zonas de Manhattan y Brownstone
Brooklyn, las pasaban canutas y lo calculaban todo, ponían a sus hijos al borde de la
privación de sueño: no habría entre ellos vergonzosos promedios de 86.894 ni se
contemplaría la posibilidad de no ir a la universidad.
No había estado tan nervioso desde la infancia. La última vez que estuve en un
lugar de culto, me reprendió la airada y provecta audiencia del Templo Beit Kahane
por dedicarles a mis padres el Lamento Fúnebre Kaddish cuando era evidente que
seguían vivos: de hecho, estaban de pie a mi lado, atónitos, vocalizando esos
términos hebreos que ninguno de nosotros era capaz de entender. «Realización del
deseo», me dijo la asistenta social al cabo de una década, mientras yo gimoteaba en
su abigarrado despacho del Upper East Side. «La culpa de haberles deseado la
muerte.»
Mi chaqueta plateada brillaba a través de las filas de coreanos exhaustos. Más me
valía dejar de sudar, pues la reacción de la sal con el poli-lo-que-sea de la chaqueta
podría habernos llevado a todos de manera apresurada a los brazos de Jesús. Y
entonces los vi. Sentados en una buena fila y con la cabeza inclinada, no sé si de
vergüenza o para ser los primeros en adorar al Señor. La familia Park. El torturador,
la alcahueta y la hermana.

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La señora Park parecía tener veinte años más de los que me había dicho Eunice:
andaría ligeramente por encima de los cincuenta. Un poco más y me dirijo a ella con
otro término aprendido de Grace, halmoni, pero estaba casi seguro de que no se
trataba de la abuela de la familia, quien, de hecho, estaba ya enterrada en algún lugar
de las afueras de Seúl.
—Mamá, este es mi compañero de piso, Lenny —le dijo Eunice con una voz que
yo no había escuchado hasta ahora, una especie de susurro a gritos que tenía algo de
súplica.
La señora Park había reducido sus cejas a la mínima expresión, en plan Eunice, y
en sus labios redondos se adivinaban unos restos de carmín, pero hasta ahí había
llegado el proceso de embellecimiento. Le cubría el rostro cual telaraña una expresión
de derrota, como si más abajo del cuello viviera una criatura parasitaria que, lenta
pero decididamente, le estuviera extrayendo todos los elementos que se combinan en
un ser humano para proporcionarle alegría y satisfacción. Era guapa y de rasgos
discretos, con los ojos bien espaciados y la nariz fuerte y recta, pero a mí me hizo
pensar que me estaba acercando a una cerámica griega o romana rota y vuelta a
pegar. Se podía distinguir la belleza y la elegancia del diseño, pero los ojos siempre
volvían a las arrugas y grietas rellenadas con alguna oscura sustancia cohesiva, a las
asas que faltaban y a los agujeritos repartidos al azar. Había que recurrir a la
imaginación para ver en la señora Park a la persona que había sido antes de conocer
al doctor Park.
Me doblé por la cintura para saludarla, no tanto como para parecer que
caricaturizaba sus costumbres, pero sí lo suficiente para demostrar mi conocimiento
de la tradición. Le estreché la mano al doctor Park, sintiéndome de inmediato
avergonzado e inferior. Sus manos eran fuertes, como el resto de su persona. Era un
hombre muy bien parecido, y resultaba evidente que de ahí había heredado Eunice la
belleza. Iba vestido de manera informal —por lo menos, en comparación con los
demás feligreses—, con un polo Arnold Palmer y una chaqueta colgada al hombro.
Tenía un cuello muy poderoso y emprendedor, y una piel que aún lucía el bronce del
sol californiano. Nunca había visto una mandíbula tan firme y dura, tan masculina, ni
una parte inferior del cuerpo con tan inagotable capacidad de propulsión. Llevaba
gafas oscuras —otra incongruencia, puede que teñida de blasfemia—, que se bajó un
poquito para poder verme bien. A pesar de su raza, tenía unos ojos casi tan claros
como los de Jesús que me contemplaban con indiferencia. Me senté al lado de Sally
Park, la hermana de Eunice, que me dio un tímido apretón de manos.
Sally era guapa, pero había salido más a su madre que a su padre; en cierta
medida, permitía atisbar lo adorable que debía de haber sido su madre. La cara chata
y los corpulentos hombros la distinguían del encanto sencillo de su hermana, por lo
menos desde mi punto de vista, pero el hecho de que se pareciese a la autora de sus
días le confería una dulzura instantánea. Las sombras bajo los ojos delataban horas de
estudio, preocupaciones sin tasa y trabajo duro. La imaginaria criatura parasitaria que

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constreñía la felicidad de su madre y de su hermana no había anidado en ella. Eunice
me había dicho que Sally era el miembro más tierno y cariñoso de la familia, y no
sería yo quien le llevara la contraria.
Aún así, Sally me inquietaba. Durante todo el servicio religioso, Eunice y ella
interpretaron un baile de miradas típico de dos cónyuges que no se hubiesen visto en
años y que ahora se tomaran las medidas mutuamente. En las pocas ocasiones en que
me había hablado de Sally, Eunice había bajado la voz hasta adoptar un tono
derrotado y farfullante, todo lo contrario del estilo sarcástico y vehemente que
utilizaba para poner verdes a sus padres. Cuando hablaba de su hermana, Eunice
parecía insegura e inconcreta. A veces, Sally aparecía como una chica rebelde; a
veces, religiosa; a veces, comprometida políticamente; a veces, inmune a la realidad;
a veces, rebosante de sexualidad; y siempre con exceso de peso, que para Eunice era
la mayor de las desgracias, la pérdida de credibilidad más evidente que cupiese
imaginar. A primera vista, puede que Sally fuera todas esas cosas (menos gorda) y
algunas más. El baile de miradas entre las hermanas —las estocadas de Sally y las
defensas de Eunice— lo decía todo. Se sentía herida y sola. Estaba enamorada de su
hermana, pero era incapaz de quebrar los muros que hacían de Eunice un castillo
hermoso y sólido en mitad de un paisaje arruinado.
Estábamos sentados en silencio. A la familia le daba no sé qué decir algo; sin
ayuda del alcohol, los coreanos pueden ser muy tímidos. Yo me sentía orgulloso de
mí mismo. Hacía poco más de un mes que conocía a Eunice y ya estaba sentado junto
a su parentela: la estaba pacificando con tanta eficacia como ella me había
domesticado a mí. ¡Cómo había cambiado mi vida en tan breve lapso de tiempo! Con
unos pocos besos matutinos en los párpados, no solicitados pero bienvenidos, Euny
podía transformarme para el resto de la jornada en lo contrario del horrendo Laptev
de Chéjov. Me sentía capaz de recibir en calzoncillos al que traía la comida,
refocilándome en la evidencia de que detrás de mí, en aquel sofá, esa chiquilla estaba
comprando, comunicándose o viendo cómo una odiada excompañera de clase se las
apañaba para hacerse con nuevas líneas de crédito en «El Despilfarrador
Estadounidense», totalmente absorbida por su realidad digital y, sobre todo, sin
salirse de las cuatro paredes de mi apartamento. Ahí estaba yo, sacando pecho
mientras le daba al repartidor sus diez dólares vinculados al yuan, con una sonrisa de
nivel Joshie en la cara, la sonrisa típica de los campeones de este mundo. Soy un
hombre y aquí está mi dinero, y ahí mi futura esposa, y así de chachi es mi existencia.
Empezó el servicio. Un violonchelista, dos oboístas, varios violinistas, un pianista
y un coro pequeño y adorable —compuesto en su mayoría por chicas con vestidos
más bien ceñidos— subieron al escenario y empezaron a interpretar un popurrí de
canciones que alternaban entre lo sagrado y lo extravagante. Primero hubo un
concierto para violín de Mahler; a continuación, el himno pop coreano del grupo
Alphaville Forever Young, interpretado por unos adolescentes de aspecto agotado con
vaqueros apretados y unos peinados infames, seguido de lo que parecía un homenaje

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a los Efesios en plan heavy metal que dejó francamente confusa a la mitad más
provecta de la congregación. Acabamos con Jesús nos llama suave y tiernamente. Y
fue esta canción la que enardeció a los feligreses, que se lanzaron a cantar a grito
pelado y de mil amores mientras una especie de presentación en Power Point aparecía
en una gran pantalla, tanto en coreano como en inglés, sobre un fondo de orquídeas
flotando corriente abajo, y un copyright de lo más visible que parecía aplacar nuestra
naturaleza respetuosa con la ley. Todo el mundo afinaba, incluso esos vejestorios que
pronunciaban las palabras en inglés de forma mucho más competente que mi padre y
mi madre a la hora de entonar Sh’ma Yisroel (Escucha, Israel) en la sinagoga.
Me pillaron por sorpresa los versos «¿Por qué habríamos de llegar tarde al juicio /
cuando es Jesús quien nos defiende a ti y a mí?». La lengua inglesa se moría a
nuestro alrededor, la cristiandad era un concepto de lo más delirante e insatisfactorio,
pero la eficacia de esa frase —su astuta mezcla de kitsch, culpa y conmovedora
imaginería: Jesús defendiendo el derecho al respeto y al amor de esos asiáticos
ignorados— me hizo estremecer. Y lo peor era que se trataba de hermosas palabras.
Por primera vez en mi vida, sentí pena por Jesús. Pena porque los milagros que se le
atribuían no habían logrado cambiar nada. Pena de estar todos solos en un universo
en el que hasta nuestros padres permitirían que se nos crucificara, si les daba por ahí,
o se nos rajara el cuello, si esa era la orden (véase Isaac, otro desafortunado cenutrio
judío).
Me volví hacia Eunice, que tenía la vista clavada en sus conservadores zapatos, y
luego hacia Sally, que trataba seriamente de seguir el ritual, contorsionando la boca a
cada palabra, con la mirada clavada en la pantalla, sobre la que aparecían más
imágenes de tono bucólico (mismamente, la de un ciervo trotando entre los abedules).
Yo no podía sentir nada más que ese lamento esperanzado que salía de su boca.
«Oh, qué vida tan maravillosa nos promete a ti y a mí.»
Algunos ancianos se habían echado a llorar: era esa clase de sonido profundo y
hemorrágico que solo aporta alivio a los que sufren. ¿Lloraban por sí mismos, por sus
hijos, por el futuro? ¿O lloraban porque era lo que se esperaba que hicieran? Poco
después, ante la decepción generalizada, el coro y los músicos abandonaron el
escenario y el reverendo Suk ascendió al púlpito.
Era un hombre pulcro y de rostro engañosamente amable, sus anchos hombros
llenaban el traje azul marino de clase media que llevaba puesto y sonreía de manera
inocente cual recompensa tras la bronca, cual padre que intenta recuperar el amor de
su hijo después de quitarle los juguetes. Parecía el predicador ideal para una nación
insegura pero de rápido desarrollo, como había sido Corea desde hacía poco.
El reverendo Suk y algunos de sus ministros más jóvenes se turnaron para
chillarnos en inglés y en coreano. Le eché un vistazo al doctor Park, sentado en
absoluto silencio, con las manos sobre el regazo y las gafas oscuras levantadas,
revelando unas profundas arrugas y cierta ira sumergida. No me extrañaría que
detestara al reverendo o que se considerase más listo que él. Eunice me había contado

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que el doctor Park leía las Escrituras desde las cuatro de la mañana y que también
consultaba el Corán y los textos hindúes. Un hombre inteligente, había afirmado con
orgullo, pero luego se le escapó una sonrisita muerta, como si quisiera decirme ¿Te
das cuenta de lo poco que significa para mí el término «inteligente»?
—¿Por qué hay tantos asientos vacíos? —nos gritaba el reverendo Suk de manera
acusadora, pues no habíamos cumplido con nuestro cometido y éramos un desastre a
sus ojos y a los ojos de Dios—. Las calles llenas de gente, ¡y aquí tantos asientos
vacíos! ¡Tiempo atrás, esta nación vivía para el Evangelio! ¿Y dónde está ahora todo
el mundo?
En casa, a buen recaudo, me entraron ganas de decirle.
—¡No aceptéis vuestros pensamientos! —berreaba el reverendo mientras las
órbitas cobrizas de sus ojos se iluminaban con una llama indolora—. ¡Aceptad la
palabra de Dios, no vuestras ideas! Tenéis que deshaceros de vosotros mismos. ¿Por
qué? ¡Porque estamos sucios y somos malvados!
La audiencia seguía clavada a la butaca: sometida, constreñida, sumisa… Tal vez
peque de poco imaginativo, pero esas señoras inmaculadamente peinadas y
arregladas, con sus pelambreras en plan aureola y sus hombreras bien tiesas, eran lo
más opuesto posible a la suciedad.
Pero hasta los niños más pequeños, incluidos los que no sabían hablar, se daban
cuenta de que eran unos pecadores y de que esto era una cruzada; eran conscientes de
haber hecho algo inconmensurablemente malo, de que se habían cagado encima en el
momento más inoportuno, de que no tardarían mucho en decepcionar a sus pobres y
trabajadores padres de mil maneras distintas. Una niña pequeña se echó a llorar con
una especie de llanto mezclado con hipidos y mocos, y a mí me entraron ganas de
acercarme a ella para consolarla.
El reverendo Suk se disponía a entrar a matar. Las flechas de su carcaj eran tres
palabras: «corazón», «pesadumbre» y «vergüenza». A saber:
«Mi corazón estaba muy apesadumbrado.»
«Así es mi corazón. ¡Ayúdame, Jesús, a deshacerme de él!»
«Si me encuentras en una posición vergonzosa —esto debía estar traducido
directamente del coreano, pues la penúltima palabra fue pronunciada con dificultad y
sonó algo parecido a poh-shi-shón—, ¡llena con Tu Gracia mi corazón
apesadumbrado! Porque solo la gracia de Jesús os salvará. Solo la gracia de Jesús
podrá salvar a este país caído y protegerlo del Ejército de Aziz. Porque sois
perezosos. Porque no apreciáis lo que tenéis. Porque estáis llenos de orgullo. Porque
no sois merecedores de Cristo.»
Mis ojos regresaron al copyright que había bajo las bonitas imágenes de animosos
ciervos y flotantes orquídeas sobre las que aparecían, en inglés y en coreano, palabras
clave del sermón del reverendo Suk (DESHAZTE DEL ORGULLO, LA GRACIA DE JESÚS TE
SALVARÁ, MENUDA VERGÜENZA). Cuán consolador resultaba ese copyright contra el
fondo religioso. Y cuán tranquilizadora la idea de que nuestra nación se basaba en la

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ley, por lo menos en teoría.
Me pregunté si los jóvenes que controlaban el Power Point serían auténticos
creyentes. La verdad es que siempre he aspirado a entender mejor la conexión entre
Corea y el cristianismo. Un amigo mío de la parte india de Servicios Poshumanos,
que no es tan solo uno de nuestros mejores nanotecnólogos, sino también el
superviviente de no uno sino dos campamentos coreanos de Estudio de la Biblia, me
dijo en cierta ocasión: «Tienes que entender que, comparado con la rama coreana del
Confucionismo, el cristianismo es una merienda campestre».
Pensé en Grace, persona de inteligencia incuestionable, pero cuya piedad me
preocupaba. «Es algo pasajero», me había dicho Vishnu sobre las creencias religiosas
de su novia. «Es su manera de aclimatarse a Occidente. Es como un club social. Una
generación más y adiós muy buenas.» Yo no quería pensar en la profunda experiencia
privada de Grace, en aquel Nuevo Testamento repleto de subrayados que me mostró
en cierta ocasión o en las excursiones semanales a una iglesia episcopal llena de
jamaicanos, como una simple manera de aclimatarse, pero era consciente, de manera
instintiva, de que el hijo que esperaba no se dedicaría a adorar al Señor.
—¡Olvidad todo el bien que habéis hecho! —berreaba el reverendo Suk—. Si os
enorgullecéis del bien, si no os lo quitáis de encima, nunca podréis presentaros ante
Dios. No aceptéis el bien ante Dios. ¡No aceptéis vuestros pensamientos!
Miré a Eunice. Estaba jugando con las asas de su bolso marrón claro de
Chochojugoso, que era casi tan grande como ella, recorriéndolas con los dedos, arriba
y abajo, esbozando breves manchas rojas y blancas sobre su piel aceitunada, hasta
que su madre la agarró de la mano y le soltó un leve, aunque poderoso, gruñido de
advertencia.
Yo tenía ganas de levantarme y decirle a la parroquia: «No tenéis nada de qué
avergonzaros. Sois buena gente. Hacéis lo que podéis. La vida es muy difícil. Si
lleváis un peso en el corazón, aquí no os lo va a quitar nadie. No os deshagáis del
bien. Enorgulleceos del bien. Sois mejores que ese tío amargado. Sois mejores que
Jesucristo».
Y luego añadiría: «Nosotros, los judíos, somos los que dimos con todo esto, los
que nos inventamos la Gran Mentira de la que derivan toda la Cristiandad y todas las
civilizaciones de Occidente, porque también nosotros sentíamos vergüenza.
Muchísima vergüenza. La vergüenza de ser machacados por naciones más fuertes. El
martirio interminable. Los quejidos junto a la tumba de nuestros antepasados.
¡Podríamos haber hecho más por ellos! ¡Les decepcionamos! Ardió el Segundo
Templo. Ardió Corea. Ardieron nuestros abuelos. ¡Menuda vergüenza! Poneos de pie.
No os deshagáis de vuestros corazones. Conservadlos. El corazón es lo único que
importa. ¡Deshaceos de la vergüenza! ¡Deshaceos de la modestia! ¡Deshaceos de los
antepasados! Deshaceos de los padres y de los que van de padres y aseguran ser los
ayudantes de Dios. Deshaceos de la timidez y de la ira que se oculta tras de ella. ¡No
os creáis la patraña judeocristiana! ¡Aceptad vuestros pensamientos! ¡Aceptad los

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deseos! ¡Aceptad la verdad! Y si hay más de una verdad, aprended lo difícil:
aprended a elegir. ¡Sois lo suficientemente buenos y lo suficientemente humanos
como para poder elegir!».
Estaba tan sumido en mi propia indignación —que podría haberse resumido en la
sencilla petición «Doctor Park, haga el favor de no pegar a su mujer y a sus hijas»—
que no me había dado cuenta de que los feligreses que me rodeaban se habían puesto
de pie y cantaban a voz en cuello La rosa de Sarón. Resultó que ese era el último
capítulo de la Cruzada de los Pecadores. Intercambié una mirada con otro hebreo que
intentaba salir de allí, alejarse de los suegros y volver a los brazos de su churri. De
manera tierna y airada a la vez, Jesús estaba luchando por nuestras almas, pero
nosotros estábamos demasiado cansados y demasiado hambrientos para escucharle, y
hasta para rellenar el cuestionario del reverendo Suk («¡Para pasar el rato: no se
ponen notas!») que los jóvenes del fajín iban pasando por las filas.
Conseguimos salir del Madison Square Garden y llegar a un restaurante nuevo
que había allí al lado, en la calle 35, cuya especialidad era el nakji bokum, una receta
a base de tentáculos de pulpo sazonados con pasta de pimiento y guindilla en polvo,
entre otras agresiones ardientes.
—¿No será demasiado picante para ti? —dijo la madre de Eunice, pues esa era la
pregunta que se les solía hacer a los blancos.
—Ya lo he probado muchas veces —repuse—. Está buenísimo.
La señora Park me lanzó una mirada de lo más suspicaz.
Nos llevaron a una salita vacía en la que nos tuvimos que quitar los zapatos y
sentarnos con las piernas cruzadas en torno a una mesa. Observé con horror que uno
de mis calcetines lucía un tomate gigantesco a través del cual mi piel blanca y lechosa
quedaba a la vista de todos. Me volví a Eunice con cara de pero-por-qué-no-me-lo-
dijiste, pero ella estaba demasiado atemorizada ante la colisión de sus dos mundos
como para reparar en mi mirada apremiante: se limitó a deshacerse de los zapatos
puntiagudos de ir a misa y se sentó bien a disgusto a la mesa. Los mayores estábamos
apretujados a un lado; Eunice y Sally nos miraban tímidamente desde el otro. La
señora Park empezó a pedir, pero su marido la frenó en seco a base de lanzarle una
serie de gruñidos a un camarero jovenzuelo con pinta de macarra y un peinado de
aúpa. Le trajeron de inmediato una botella de soju, un alcohol coreano. Yo intenté
inclinarme hacia delante y servirle, que es lo que se supone que deben hacer los
jóvenes en esa cultura (como si los viejos fuesen mejores que el resto de nosotros,
cuando solo están más cerca de la extinción), pero el hombre me apartó la mano con
decisión y se sirvió él mismo. Luego cogió mi vaso, se lo puso delante y, con un
movimiento de lo más preciso, me lo llenó. Acto seguido, utilizando tan solo el dedo
índice, empujó el vaso en mi dirección.
—Oh, gracias —dije. Blandí la botella hacia Eunice y Sally—. ¿Alguien quiere
un poco de esta ambrosía?
Ambas apartaron la vista. El doctor Park se tragó su medicina sin mediar palabra.

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—Bueno, bueno —dije—. Debo decir que tener a Eunice de compañera de piso
ha sido especialmente estupendo esta última semana, con todo lo que ha estado
pasando…
—¡Jovencita! —le espetó a Sally el doctor Park—. ¿Cómo van tus estudios?
Sally se ruborizó. Le colgaban de los palillos unos hierbajos.
—Yo… —farfulló—. Yo…
—Yo, yo, yo —la imitó el doctor Park. Se volvió brevemente hacia mí, como si
yo participara en una conspiración que él había urdido. Le sonreí, pues era incapaz de
ignorar el más mínimo gesto de ese hombre, aunque ello significara ponerme de su
lado contra las inocentes mujeres de la mesa. Los tiranos son así, supongo. Lo hacen
a uno anhelar su atención; lo hacen a uno confundir la atención con la piedad—. Todo
ese dinero invertido en Elderbird y Barnard, ¿para qué? No tienen nada que decir. La
una protesta, la otra se gasta mi dinero.
Hablaba con un remoto acento inglés, adquirido durante una estancia profesional
en Manchester. La calidad de su discurso incrementaba el terror que me inspiraba.
Era muy bajito, pero a su manera parecía descollar sobre nosotros.
—La verdad —intervine—, es que no son buenos tiempos para hablar y escribir.
Los jóvenes se expresan de otras maneras.
—Sí, sí —asintió la señora Park mientras alzaba una manita ante su minúsculo
rostro, ruborizándose como sus hijas, y con la otra sostenía nerviosamente los palillos
sobre su plato de arroz—. Es tiempo que vivimos. Son tiempos finales —añadió,
dirigiéndose a sus hijas—. Papi solo quiere mejor. Vosotras escucháis a él.
Ignoré la tenebrosa referencia bíblica y seguí alabando a la mujer que amaba:
—Puede que les sorprenda saber que Eunice es una gran habladora de frases.
Hace poco, hablábamos de…
El doctor Park se puso a hablar en voz baja, y en coreano, con Sally y Eunice.
Estuvo largando durante veinte minutos desde detrás de sus gafas oscuras,
interrumpiéndose únicamente para rellenarse el vaso y metérselo entre pecho y
espalda en cuestión de un segundo. Las chicas estaban ahí sentadas y se ruborizaban,
intercambiando miradas ocasionales, cada una viendo cómo la otra encajaba el
castigo. Nadie comía nada, salvo yo. Tenía un hambre insólita y me sentía a punto de
desmayarme, como si tuviese hipoglucemia. Aparecieron los camareros
transportando enormes cantidades de humeante comida. Me plantificaron delante una
olla enorme de pulpitos, dulces y picantes, rodeados de ddok, un pastel tubular de
arroz que absorbía las especias como una esponja. Me sentía algo angustiado con
tanto picante en la boca mientras el doctor Park seguía monologando. Me hice con un
plato de pepinillos y crema de huevo para refrescarme; los sabores del calamar, las
cebolletas, las guindillas y las cebollas maceradas en naranja y bañadas en potente
aceite de sésamo aumentaron de intensidad. No podía dejar de comer. Intenté
hacerme con la botella de soju, pero el doctor Park me apartó la mano y me sirvió él
mismo, todo ello sin dejar de abroncar a sus pobres hijas, separadas de él por el ancho

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golfo de madera que era la mesa.
Me pareció oír la palabra hananim, que significa «Dios» en coreano, así como el
extremadamente insultante término michi-nne-yun, que llevó a Eunice a exhalar aire
de una manera tan triste, ofendida, alargada y definitiva que me llevó a pensar si
alguna vez volvería a respirar. La mano de la señora Park seguía planeando sobre su
metálico bol de arroz, rozando a veces el borde. Por lo que yo sabía, era muy extraño
que los coreanos no compartiesen la comida. Cerré los ojos y dejé que me ardiera la
boca tranquilamente. Floté por encima de la mesa y salí por la ventana hacia el aire
denso de la urbe. Deseé ser más fuerte para poder ayudar a Eunice, o por lo menos
ocupar mi lugar ante ella y absorber parte de su dolor. Quería enterrar la cabeza en la
calidez de su cabello, con su musgo y sus aceites, porque eso era para mí el hogar.
Porque sabía que era demasiado pequeña de cuerpo y espíritu, demasiado respetuosa
con su familia y la idea que se había hecho de ella, para encajar a solas este tipo de
ofensa. ¿Era por eso por lo que había huido a Roma, aprendido italiano y conocido a
alguien bueno y manejable, a la par que feo, para convertirlo en su compañero, para
que la ayudara a ser una persona distinta? Pero nunca se libra uno de los doctores
Park de este mundo. Joshie nos había pedido que mantuviéramos un diario porque los
mecanismos cerebrales cambiaban constantemente y nosotros, a lo largo del tiempo,
nos transformábamos en personas completamente diferentes. Pero eso es lo que yo
quería para Eunice, que las sinapsis dedicadas a pechar con su progenitor las reciclara
para alguien que la quisiera de manera incondicional.
Algo me traía de vuelta: una brisa fresca me azotó la frente. Cuando abrí los ojos,
vi que Eunice me miraba: suplicante, tímida, como la primera vez que la vi en Roma,
hablando con aquel escultor ridículo. Cómo la amé entonces y cómo la amaba en ese
momento. Qué raro que el afecto pudiera ser tan profundo e instantáneo. Cruzamos la
mirada durante una milésima de segundo, pero fue suficiente para descargar un
millón de bits de compasión, para que yo le dijera: Pronto estarás en casa y en mis
brazos y el mundo se reconfigurará a tu alrededor y recibirás tanta piedad que te
asustará lo mucho que te quiero. Y mientras tanto, el doctor Park estaba haciendo
aterrizar el avión de su soliloquio. Se estaba quedando sin ganas de discutir. Escupió
algunas cosas más y luego se quedó callado, tan callado que parecía haberse
desinflado ante mi vista, dejando tras él únicamente el denso y envenenado tuétano
de aquellos cuyas vidas se reducen a hacer daño y a que se lo hagan. Me pregunté qué
le habrían hecho a él, pero igual solo se trataba de los típicos neurotransmisores a los
que se les había ido la olla. El doctor Park trasegó otro vaso de soju y luego se inclinó
sobre el pulpo y empezó a meterse en la boca enormes pedazos. Las chicas y la
señora Park se lanzaron también a comer, y en cosa de cinco intensos minutos, toda la
comida desapareció.
—Bueno, Lenny —dijo la señora Park como si ahí no hubiese pasado nada—.
Dice Eunice a mí que tú tienes trabajo bueno de ciencia.
Gruñido a cargo del doctor Park.

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Yo quería quedar en buen lugar ante los Park, pero había que explicar lo mínimo
de mi cargo en Servicios Poshumanos, pues sabía que los cristianos devotos no
sentían mucho aprecio por el concepto de la vida eterna sin moverse de la Tierra,
concepto que invalidaba de forma muy penosa sus sueños celestiales.
—Trabajo para una división de Staatling-Wapachung —dije—. Puede que hayan
visto alguno de esos edificios nuestros que se están levantando en Nueva York. Eso
es de Propiedades Staatling. Y luego está Wapachung Emergencias, que es una
importante compañía de seguridad. Supongo que nos dedicamos, básicamente, a la
construcción, la seguridad y la extensión vital. Tres cosas muy importantes en época
de crisis.
Seguí un ratito en este plan, atento a no hablar de política, pero comentando que
mis padres eran conservadores y adictos a FoxLiberty-Prime. A veces, cuando
hablaba de Wapachung Emergencias, Sally me miraba con disgusto mal disimulado,
como si no sintiera especial aprecio por mi empresa, pero incluso en su desagrado
resultaba dulce y encantadora, por lo que a mí me entraban ganas de deshacerme de
sus padres y hablarle directamente, debatir con ella de forma informal y amistosa.
—Claro que yo no soy médico —le estaba diciendo a su padre—, no soy un
hombre de ciencia como usted, señor. Lo que busco es la síntesis entre el comercio
y…
El doctor Park apuntó mi pie con el índice: la carne blancuzca asomaba del
agujero del calcetín de forma un tanto bochornosa.
—Observo —me dijo— que tienes una dureza o inflamación ósea en la
articulación metatarsofalángica. O puede que sea el comienzo de un juanete. Deberías
llevar otro tipo de calzado, unos zapatos que no te aprieten los dedos. Se trata de una
patología real de la que deberías ocuparte, pues si dejas pasar el tiempo, no te va a
quedar más remedio que operarte.
Se volvió a Eunice, quien asintió.
—Zapatos nuevos —dijo.
—Cuidar del otro en tiempos difíciles —intervino la señora Park—. Buenos
compañeros de piso, ¿verdad?
—Gracias —dije. Deseaba volver a mi carrera, a cómo pensaba ayudar a Eunice a
capear la incertidumbre que se le venía encima, pero era como si me acabaran de dar
con la puerta en las narices—. Ejem.
La señora Park sacó un vetusto äppärät y lo colocó sobre la mesa, entre un plato
recién llegado de helechos pequeñitos y otro de buey salteado.
—Mirad —les dijo a Eunice y a Sally—. Un video de Myonghee su madre me
envía. —Y, dirigiéndose a mí, aclaró—: Una prima de Topanga.
Una niña asiática de no más de tres años corría hacia la cámara ante un fondo de
casas baratas californianas y una piscina. Llevaba un traje de baño festoneado con
margaritas de goma y exhibía una franca sonrisa en su cara redonda. «Hola, Eunice
emo. Hola, Sally emo», le gritaba a la pantalla. «Te echo de menos, Eunice emo»,

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chillaba la cría, mostrando su dentadura en construcción.
—Mirad —dijo la señora Park—. Tiene granito de arroz encima ojo.
Ciertamente, había un granito de algo encima de la ceja. Todo el mundo se echó a
reír, incluido el doctor Park, que dijo algunas palabras en coreano, las primeras
positivas de la noche, pues era la primera vez que se le relajaba la mandíbula, dejaban
de sonar los himnos de guerra y el batallón se retiraba a sus cuarteles. Eunice se
estaba secando los ojos, pero me di cuenta de que no se reía. Descruzó las piernas, se
puso de pie de un salto y salió corriendo descalza. Me dispuse a seguirla, pero la
señora Park se limitó a decirme:
—Echa de menos prima de California. No preocupes.
Pero yo sabía que no era tan solo esa niña tan mona de la pantalla lo que había
hecho llorar a Eunice. Era la risa de su padre, mostrándose amable, la imagen de una
familia que por un momento parecía intacta y llena de amor: un desvío cruel hacia lo
imposible, una historia alternativa. La cena había concluido. Los camareros
limpiaban la mesa con resignación y sin abrir la boca. Yo sabía que, según la
tradición, debía dejar que el doctor Park pagase la cuenta, pero agarré el äppärät y le
transferí trescientos yuanes, la suma total, desde una cuenta sin identificar. No quería
su dinero. Aunque mis sueños se hiciesen realidad y me casara algún día con Eunice,
el doctor Park siempre sería un extraño para mí. Al cabo de treinta y nueve años en
este mundo, había perdonado a mis propios padres por no saber cómo cuidar a un
hijo, pero hasta ahí llegaba mi capacidad de hacer las paces.

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Le querré aún más
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens

10 DE JULIO

EUNI-MAJARA A CHUNC.WON.PARK:
Mamá, hace tiempo que no me escribes. ¿Todavía estás enfadada por lo de
Lenny? Deja de preocuparte por el Misterio, ¿vale? Mejor harías preocupándote por
Sally. Tienes que vigilarle el peso. No le dejes que pida peejah. Tú prepárale los
platos con muchas verduras. Voy a comprarle unos bonitos zapatos de verano en
PinrelesAmogollón, de los que también se pueden llevar para las entrevistas.
Estoy demasiado ocupada buscando trabajo en Ventas como para pensar en el
examen de Derecho, pero te juro que me pondré en verano. El cobro variopinto de
Alliedcvs debe de ser ese «suplemento mínimo» que están añadiendo ahora. Consiste
en que pagaremos menos mensualmente, pero que hay que pagar de inmediato dicho
suplemento si no queremos que nos lo adjunten a la deuda principal, pues entonces se
convierte en «suplemento máximo», lo cual equivale, probablemente, a otros seis mil
o más en los dos siguientes ciclos de facturación. Creo que ya va siendo hora de que
nos larguemos de AlliedWaste, pues LandOLakes tiene unas ofertas muy buenas este
mes, aunque hay que pedir otros diez mil para poder «apuntarse». Creo que, por lo
menos, deberíamos hacer números y probarlo.
EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Querido y Precioso Poni:
¿Cómo va eso en Telelandia? Ay. Me temo que he estado viendo demasiados
programas antiguos con Lenny. Siniestro. Y ahora mi madre también está cabreada
conmigo. La cena con la familia fue un desastre, como tú ya predijiste. ¿En qué se
basaría Lenny para creer que mis padres quedarían encantados con él? Ya sabes lo
PAGADO DE SÍ MISMO que puede ser a veces. Se gasta ese rollo de estadounidense
blanco que cree que la vida siempre acaba siendo justa y que a los buenos tíos se les
respeta por serlo y que todo es CHACHI PIRULÍ (¿lo pillas?). El tío no paraba de dar la
brasa con lo de que yo sé construir frases y que siempre me ocupo de Sally, y
mientras tanto, mi padre se dedicaba a flexionar el puño por debajo de la mesa.
Créeme, ese puño era en lo único que pensábamos Sally y yo mientras el bueno de
Len seguía a lo suyo.
Ya sé que tiene buen corazón. Y buena intención. Pero al cabo de un rato, ¿a
quién le importa, verdad? ¿Cómo es que no me entiende? Es como si no se tomara la
molestia de sumar dos y dos. Me prometió que leería menos y que dedicaría más
tiempo a cuidar de nuestro apartamento, pero sigue con la cabeza metida en esos
textos. Busqué Guerra y paz y va de un tal Pierre que combate en Francia y de todas

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las desgracias que le caen encima, pero al final, como es un tío encantador, consigue
a la chica que ama profundamente y que también le ama a él profundamente aunque
le ha puesto los cuernos. Así es cómo ve Lenny la vida, como algo en lo que, al final,
siempre se imponen la bondad y la inteligencia.
Pero lo peor de todo fue mi madre, LA TOMÓ conmigo. En plan «pareces tonta,
hija». Podrías encontrar a alguien mejor. Es viejo, es feo, tiene una piel muy poco
saludable, unos pies horribles, no es tan alto como dijiste, gana 25.000 al mes… Si
quieres salir con alguien mayor que tú, ahí tienes a ese gemólogo de Palisades que
gana casi un millón al año. Y papá dice que el sitio ese Poshumano en el que trabaja
Lenny es un timo total y se va a hundir un día de estos. Mamá no dejaba de enviarme
mensajitos: «Hay otras opciones, hay otras opciones».
Traté de no ofenderme, pero era imposible. De la misma manera que Lenny no
me ve, ellos no le ven A ÉL. Para ellos no es más que un tío feo y pobretón con un
agujero en el calcetín (a punto estuve de matarlo por eso).
Pero luego volvimos a casa y me llegó un mensaje asqueroso de mi madre y eso
me hizo sentir que aún quería más a Lenny. Cuanto más lo detestaba mi madre, más
le quería yo. Estaba el pobre tan cansado de la cena y del estúpido servicio religioso,
que se desplomó en el sofá, se quedó frito al instante y hasta se echó a roncar, cosa
que no hace nunca. Era evidente que se había entregado tanto —mi dulce y cariñoso
cerebro de atún—, que había puesto tanto esfuerzo en caerles bien a mis padres y en
defenderme contra el desgraciado de papá, que se había quedado exhausto. Y yo me
dije, ¿si no saben ver lo buen chico que es, para qué los quiero? Supongo que lo que
estoy diciendo es que ya no me irritan tanto las vulnerabilidades de Lenny y que debo
darle las gracias de semejante epifanía a mi Madre Coraje particular. Lo bueno que
tiene Lenny es que cuanto más tiempo pasas con él, más yamjanae te parece. Yo creo
que es de lo más coreano eso de ser capaz de reconocer a alguien bueno y amable, y
apreciarle por cómo es.
Perdóname por este exceso de bla, bla, bla. En general, va todo bastante bien.
Salimos y hablamos y hacemos cosas divertidas los dos juntos. Vimos unas Imágenes
en una galería y nos zampamos unas hamburguesas muy decentes en Bushwick (¿por
qué no habrá establecimientos de In-N-Out en Nueva York?). Nos dedicamos al sexo
sin protección y él me dijo que no le importaría que tuviésemos un hijo. Yo me puse
en plan ¿¿¿CÓMO DICES???, pero la verdad es que no me disgustaba la posibilidad,
QUIERO tener un hijo con él aunque las cosas estén fatal en el mundo. Creo que sería
el hada más feliz del bosque si algún día llegamos a formar una familia. Ah, y luego
fuimos a cenar a ese sitio de Sri Lanka y Lacy Twaát estaba sentada al lado. ¿Te
acuerdas de que, cuando éramos unas crías, solía hacer aquellos pomos llenos de
mamadas profundas y chupadas de culo? Llevaba un blazer Parakeet de la talla dos,
con perlas y unos genuinos vaqueros Pieldecebolla que le quedan de miedo, a pesar
de la edad. La verdad es que tenía un aspecto de furcia culona de lo más elegante y
refinado. Y estaba con un señor mayor de aspecto germánico, muy guapo.

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Por cierto, he estado yendo por Tompkins Square con más vituallas, echando una
manita en LAVADO DE ROPA E HIGIENE y charlando con David. Es superdivertido. En un
momento dado, me agarró, se me echó al hombro y me paseó por todo el parque para
que pudiera saludar a todo el mundo. Fue muy agradable eso de que un tío cachas se
encargara de mí, y David es MUY cachas. Y no solo porque fue soldado en
Venezuela. Y mantiene su choza muy PULCRA (no como quien tú ya sabes, ja, ja), que
es algo que dice que aprendió en el ejército. Se está preparando para cuando aparezca
la Guardia Nacional a echarlos a patadas, perspectiva que me pone algo nerviosa. Si
tienes äppäräti viejos, o incluso ordenadores portátiles, haz el favor de enviármelos,
pues esa gente está realmente desesperada. Intenté que David saliera a almorzar
conmigo, pero no piensa abandonar el parque. Está muy entregado a los suyos como
mi padre a sus pacientes, y creo que eso es admirable. Le he estado mirando la boca y
hay algo carismático en eso de que haya perdido algunos dientes. Es un hombre
curtido que sabe cuándo hay que recurrir al físico y cuándo al cerebro. En fin,
supongo que si fuese de alguna mutua hasta podría estar más guapo. A veces, cuando
habla de lo que sucederá cuando los Bipartitos sean derrocados, yo me quedo en plan
«Hum, la verdad es que no suena nada mal». Está en contra de la gente de Crédito,
pero piensa que Ventas siempre formará parte de nuestras vidas y que las chicas de
Ventas pueden ser Creativas. Tiene unas ideas algo desquiciadas, pero por lo menos
cree en algo, ¿no?
Suspiro. Muy bien, Princesa, me voy a limpiar la terraza, que está llena de mierda
de pájaro todo el día. Esto es Nueva York, y aquí siempre hay alguien cagándosete
encima. Ja, ja.

12 DE JULIO

ZORRUPIA A EUNI-MAJARA:
Perdona que no te respondiera de inmediato, Panda. Aquí está pasando algo
realmente MALO. Esos IBI se colaron en la fábrica de mi padre cuando estaba
cerrada y se apoderaron de ella y desde hace un mes la policía pasa de todo y la
Guardia Nacional no piensa hacer nada y ahora parece que vamos a perder el negocio
o algo así. Escuché a mi madre y a mi padre VERBALIZANDO MUY BAJITO en su
dormitorio y me entró mucho miedo, pues no sé lo que ocurre y no sé qué puedo
hacer para ayudar. Por lo general, me lo cuentan todo, pero mi padre tenía cara de
ayayayayay y hasta estaban hablando de volver a Corea una temporadita. Intenté ir a
Padma, pero había un control en la 405 y había gente con las manos en el cogote, así
que me metí en una estación de servicio y me quedé allí con el motor en marcha y
luego LA EMPRENDÍ A GOLPES con el volante. Pero ¿¿¿qué coño pasa??? ¿Cómo es que
no protegen nuestro negocio? ¿Cómo permiten que ese Ejército de Aziz haga lo que
le da la gana? Es como si quisieran que ya no nos sintiéramos seguros. No creo que
debas seguir viendo al tal David, Eunice. Parece uno de esos capullos que están

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destruyendo a mi familia. Y yo tampoco quiero seguir con Gopher porque no es de
los nuestros y no entiende NADA y sus padres han tenido dinero toda la vida y para él
todo esto es un CHISTE. Le expliqué lo de la fábrica de mi padre y se puso en plan
«Hay que dejar que los pobres tomen el poder». Creo que ha llegado la hora de
olvidar quiénes somos y de formar parte de nuestras familias, porque todo lo demás
es tan solo ese ruido extraño que se oye cuando la gente que no conocemos se pone a
verbalizar. Te lo juro, todo el mundo es un fantasma a mi alrededor, menos cuando
estoy al äppärät contigo. Este país es idiota. Solo los blancos mimados son capaces de
dejar que algo tan bueno se convierta en malo. Lamento que tuvieras una cena de
mierda con tus padres y me alegro de que quieras a Lenny más que nunca, pero
deberías tomar en consideración lo que dicen tus viejos, que para algo llevan más
tiempo aquí. No te estoy diciendo que no salgas con Lenny, sino que pongas en la
balanza de tu mente lo que sientes por él y lo que vas a tener que acabar haciendo. Te
quiero, boniato.

EUNI-MAJARA: Hola, Sally. ¿Te has enterado de que los ibi han ocupado la fábrica de
desatascadores Kang?
SALLYSTAR: No. Qué horror.
EUNI-MAJARA: ¿Eso es todo lo que tienes que decir al respecto?
SALLYSTAR: ¿Y qué quieres que diga?
EUNI-MAJARA: ¿Quieres ir a por hamburguesas? Puedes tomar un poco de carne roja si
me prometes tirarte una semana a base de verduras y yogures.
EUNI-MAJARA: ¿Me oyes? Planeta Tierra a Sally Park.
EUNI-MAJARA: Debes de estar ocupada. Aún no me has dicho qué piensas de Lenny.
SALLYSTAR: Todos están muy preocupados por ti.
EUNI-MAJARA: ¿PREOCUPADOS? Cuánta amabilidad.
SALLYSTAR: Papá y mamá no quieren que te comprometas a nada.
EUNI-MAJARA: ¿Te has convertido en su portavoz de Medios?
SALLYSTAR: No somos una familia perfecta, pero seguimos siendo una familia, ¿no?
EUNI-MAJARA: Ni idea. Dímelo tú.
SALLYSTAR: Hay que cambiar la moqueta del salón y las alfombras de las escaleras.
¿Quieres venir a Nueva Jersey y ayudarnos a comprarlas?
EUNI-MAJARA: ¿Puedo llevar a Lenny?
SALLYSTAR: Puedes hacer lo que quieras, Eunice.
EUNI-MAJARA: Era broma.
SALLYSTAR: ¿Vas a venir?
EUNI-MAJARA: Vale, pero no pienso sentarme al lado de papá ni dirigirle la palabra. A
Lenny le gusta el término «agresivo». Papá es como un niño agresivo, así que lo
mejor es ignorarlo.

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SALLYSTAR: Dale cuartelillo. Intenta mejorar. No está del todo bien interiormente y
eso significa que tenemos que perdonarle.
EUNI-MAJARA: Lo que tú digas.
SALLYSTAR: De verdad. Te sentirás mejor si le perdonas, Eunice. Luego ya podrás
centrarte en lo que sucede en el resto del planeta. Igual me puedes ayudar a organizar
un comité de distribución de alimentos para las ciudades de tiendas de campaña. Lo
estamos organizando con las universidades de Columbia y Nueva York. Las cosas se
están poniendo muy crudas en Tompkins Square.
EUNI-MAJARA: ¿Y tú cómo sabes que no estoy ayudando ya?
SALLYSTAR: ¿Qué?
EUNI-MAJARA: Nada. Ya perdonaré a papá cuando tenga setenta años y el tío Joon se
haya pateado todo su dinero jugando y él se haya convertido en un vagabundo que
nos pida ayuda a mí y a Lenny. Entonces le diré, vale, a mamá, a Sally y a mí nos
trataste como a una mierda, pero ahí tienes unas monedíllas para que no te mueras de
hambre.
SALLYSTAR: Qué cosa tan espantosa. No puedo creer que se te pase por la cabeza algo
así.
EUNI-MAJARA: Calma, que es broma. ¿Y tu sentido del humor?
EUNI-MAJARA: Sally, ¿sigues ahí? No sé qué me pasa hoy. La verdad es que echo de
menos a Myonghee. La última vez que estuve en Los Angeles intenté hacerle unas
trenzas y se echó a gritar, «¡No, Eunice emo!», en plan déjame en paz, ¡¡¡que no eres
la dueña de mi pelo!!! Es una cerdita de lo más adorable. Supongo que la próxima
vez que la vea habrá crecido diez o doce centímetros. Y yo no quiero que crezca.
EUNI-MAJARA: ¿Sally? ¡Venga, mujer! ¿Es por lo que he dicho de papi?
EUNI-MAJARA: Pues vale. Mi novio está a punto de llegar a casa y vamos a hacer
juntos un branzino.
EUNI-MAJARA: Sally, ¿tú me quieres?
SALLYSTAR: ¿Cómo?
EUNI-MAJARA: Lo digo en serio. ¿De verdad me quieres? O sea, como persona. No
solo como la hermana mayor a la que se supone que tienes que obedecer.
SALLYSTAR: No quiero hablar de eso. Y claro que te quiero.
EUNI-MAJARA: Puede que no haya hecho lo suficiente.
SALLYSTAR: Pero ¿de qué estás hablando? ¿Quieres hacer el favor de CALLARTE LA
BOCA? Estoy harta de ti. ¡¡¡EL PASADO, EL PASADO, EL PASADO!!!
SALLYSTAR: ¿Hola? Eunice.
SALLYSTAR: ¿Eunice?
SALLYSTAR: Hola.

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Antiinflamación
De los diarios de Lenny Abramov

20 DE JULIO

Querido diario:

Me contó Noah que en verano hay un día en que el sol cae sobre las anchas avenidas
en un ángulo que te lleva a experimentar la sensación de que toda la ciudad está
siendo inundada por una luz melancólica del siglo XX, incluidos los edificios más
prosaicos y despreciados, que se ven de un blanco nuclear, y que es entonces cuando
te entran ganas de llorar por algo que has perdido, de salir corriendo y desear que
caiga la noche. Lo describía como si fuese una epifanía urbana, con su rostro
envejeciendo bajo un amable resplandor, como si estuviera pidiendo prestada parte de
esa luz de la que hablaba. Pensé que estaba emitiendo cuando me decía eso, pero
tenía el äppärät apagado, no estaba transmitiendo ningún torrente. Era algo real.
Estábamos sentados en una cafetería churrosa, extrañamente emocionados ante el
hecho de que aún quedaran en este mundo tales establecimientos (y, sobre todo, en
Staten Island).
—Me encantaría verlo —le dije a Noah—. ¿Cuándo sucede exactamente?
—Nos lo hemos perdido —repuso—. Fue a finales de junio.
—Pues el año que viene, entonces —concluí.
Y acto seguido, cual perfecta reinona histérica de Medios, Noah me dijo que no
esperaba llegar vivo al año próximo. La cosa tenía algo que ver con la Autoridad de
Restauración, los Bipartitos, el precio del biocombustible, la caída de las mareas…
¿Quién es capaz de aguantar todo eso? La verdad es que me amargó el efecto de lo
que estaba diciendo sobre la luz que golpea las avenidas y tal. Me entraron ganas de
decirle que no tenía por qué sobreactuar, que yo lo apreciaba exactamente tal como
era: un tío muy por encima de la media, cabreado pero decente y que no se pasaba de
listo. Pensé en Sammy, el elefante del Bronx, en su contención tranquilamente
depresiva, en el modo en que se acercaba a la extinción con tanta ecuanimidad como
fatalista desesperación. Igual era eso a lo que se refería Noah cuando se dedicaba a
seguir la luz por toda la ciudad. La luz que se apaga somos nosotros y también
nosotros podemos ser, durante un momento tan breve que no registra ni la cámara de
nuestro äppärät, hermosos.
Hablando de la luz, esta semana tuve un instante luminoso con Eunice. La pillé
mirando mi Muro de Libros con cierta curiosidad; en concreto, la desgastada cubierta
de una novela de Milan Kundera en edición de bolsillo —se veía un bombín flotando
sobre un paisaje de Praga—, con el dedo índice encima del libro como si estuviera a
punto de clicar en el símbolo CÓMPRAME AHORA de su äppärät, mientras los demás

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dedos masajeaban la contraportada del tomo, puede que incluso disfrutando de su
espesor y peso inusual, de su relativa paz y tranquilidad. Cuando me vio acercarme,
deslizó el libro de nuevo en su sitio y se retiró al sofá, oliéndose los dedos en busca
de hedor a libro y con las mejillas totalmente ruborizadas. Pero yo sabía que sentía
curiosidad, mi reticente constructora de frases, y me apunté una nueva victoria: la
segunda, después de la que yo consideraba una cena esplendorosa con sus padres.

La vida con Euny ha estado bien. Estimulante, a veces preocupante. Discutíamos a


diario. Ella nunca se rendía. Luchadora hasta el final. Así es como se forja un ser
humano tras unos primeros años de infelicidad. Así es la independencia de hacerse
mayor, de plantar cara incluso a un enemigo fantasma.
Básicamente, discutíamos por compromisos sociales. Ella estaba muy a gusto con
las amigas de Elderbird que se acababan de trasladar a Nueva York. Parecen buenas
chicas, efervescentes pero inseguras de sí mismas, ansiosas por conseguir cosas caras
y cierta identidad, confundiendo a menudo ambas aspiraciones, pero sin mucha prisa
por crecer, en general. Una que comía comida de verdad solo sacó quinientos y algo
en Follabilidad, así que las demás tuvieron que darle consejos sobre cómo perder
peso. Se acercaban a ella todo el rato y la pellizcaban, la untaban de todo tipo de
cremas hasta que brillaba tristemente en el sofá de mi salón, y la pesaban como si
fuera el atún más hermoso de la lonja del pescado de Tokio. Otra de las chicas
cultivaba ese nuevo look de Bibliotecaria Desnuda, con muy poca cosa para cubrirle
el cuerpo, a excepción de unas gafas con unos cristales del mismo grosor que mis
contraventanas; lo cual se me antojó curioso, pues hasta una institución tan digna
como Elderbird ha cerrado recientemente su biblioteca física, así pues… ¿En qué
coño se inspiraba esa chica? Luego se cocían a base de vino rosado en nuestra
(¡nuestra!) terraza, con esas caritas tan monas, tan hinchadas y tan borrachas,
mientras se contaban esas largas historias circulares que se suponía que eran
divertidas, pero que en realidad resultaban de lo más molestas: meras narraciones de
un mundo barato y efímero en el que todos pasan de todos como si fuera lo más
normal y, a veces, a las mujeres se les mean encima delante de otras personas. Yo me
veía tan celoso de su juventud como asustado ante su futuro. En resumen, que me
sentía paternal y excitado sexualmente, lo cual no es una buena combinación.
Le había comentado a Eunice, de manera informal y poniendo mi mejor cara de
ornitorrinco, que las siguientes dos semanas iban a estar muy cargaditas en el frente
social. Joshie me había estado suplicando que se la presentara y nos esperaba el
sábado en su casa. Grace y Vishnu celebraban una fiesta en Staten Island el lunes
siguiente para anunciar oficialmente el embarazo de Grace.
—Ya sé que no eres… Bueno, exageradamente sociable —le dije.
Pero ella ya me había dado la espalda, por lo que tuve que posar mi mano
tranquilizadora en uno de sus airados hombros.
—Tu jefe —dijo— me quiere conocer. ¿A mí?

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—Le encanta la juventud. Él mismo se está convirtiendo en un adolescente.
—¿Y la zorra de Grace quiere que vayamos? ¿Para qué? ¿Para poder reírse un
poco más de mí?
—Pero ¿qué dices? ¡Si Grace te adora!
—Seguro que quiere ser mi hermana mayor. No, gracias, Len.
—Le caes muy bien, Eunice. Y quiere encontrarte trabajo en Ventas. Me ha dicho
que su compañera de cuarto en Princeton igual sabe algo de una beca en Padma.
En las tres ocasiones en que habíamos sacado, breve y tangencialmente, el tema
de que Eunice buscara trabajo y echara una manita con la desquiciada factura del aire
acondicionado (8.230 dólares no vinculados al yen, solo en el mes de junio), ella
siempre había mencionado lo de un empleo en Ventas. Todas sus amigas de Elderbird
aspiraban a lo mismo. Ninguna sorpresa. Crédito para los chicos, Ventas para las
chicas.
—Tú no lo entiendes, Leonard.
Es la frase que más detesto del mundo. Yo sí que lo entiendo. No todo, pero
bastante. Y lo que no entiendo, aspiro a comprenderlo mejor. Si Eunice me lo pidiera
alguna vez, me tomaría toda una semana libre, aduciendo alguna emergencia de
índole familiar (que es esencialmente de lo que se trata), solo para escucharla.
Pondría entre nosotros una caja de pañuelos de papel y una lenitiva sopa de miso,
sacaría el äppärät, lo apuntaría todo, destacaría las ofensas, haría sugerencias
razonables basadas en mi propia experiencia y me convertiría en un gran conocedor
del universo Park.
—Estoy arruinada —declaró.
—¿Qué?
—No tengo nada que ponerme. Y tengo el culo gordo.
—Pesas treinta y cuatro kilos. En la calle Grand, todo el mundo contempla
maravillado tu trasero. Tienes tres armarios llenos de zapatos y vestidos.
—Treinta y cinco. Y no tengo nada para el verano, Lenny. Pero ¿tú me estás
escuchando?
Discutimos un poco más. Eunice se fue al salón y se puso a chatear con las
piernas cruzadas, una sonrisa muerta en la cara y esos suspiros forzados que me sacan
de quicio. Finalmente, acabamos alcanzando cierto grado de compromiso. Iríamos al
Pasillo de las Ventas de las Naciones Unidas y compraríamos ropa nueva para los
dos. Yo contribuiría con el 6o % del coste de sus modelitos y ella pondría el resto con
el Crédito de sus padres. Como ya he dicho, un compromiso.

Yo nunca había estado en el PVNU. Siempre me han intimidado los Pasillos de Ventas,
y se suponía que este era el más grande de todos. Cuando fui al Pasillo que habían
construido en Union Square un par de años atrás, todo el mundo parecía más guapo y
más joven que yo. A mí lo que me gusta es ir a esas tiendecitas tronadas de Staten
Island con Grace, aunque la clientela es más vieja y canosa, gente que creció en

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históricos barrios de Brooklyn como Greenpoint y Bushwick y que se ha visto
obligada a retirarse a Staten Island.
El pánico se apoderó de mí en cuanto pusimos los pies en las Naciones Unidas: el
crujido de la humanidad que salía de las siete plantas de aparcamiento subterráneo; la
publicidad de cada planta que inundaba mi äppärät de información impulsiva; los
Bombarderos de la Deuda seleccionándome por mi impresionante nivel de Crédito;
las gigantescas pancartas de la ARE con el lema «Estados Unidos Quiere a Sus
Consumidores», en las que ahora salía esa chica que Eunice conocía del instituto, la
que se había apuntado a un montón de líneas de Crédito y había conseguido
comprarse seis colecciones de primavera y una casa…
El último resplandor del sol poniente recorría el techo de cristal del PVNU, y el
enrejado de acero, a muchos metros por encima de nosotros, relucía como las
costillas de un animal temible. Creo que aquí es donde solía reunirse el Consejo de
Seguridad, aunque igual me equivoco. Desde mi año sabático en Roma, parece que
Estados Unidos ha aprendido la lección a lo bestia y ha chapado sus tradicionales
centros comerciales. Se suponía que estos abigarrados Pasillos de Ventas tenían que
imitar los viejos bazares del norte de África, siendo su único cometido el rápido
intercambio de cosas y servicios, pero sin los berridos de los vendedores y el sudor
con olor a mandarina.
Eunice no necesitaba un mapa. Ella dirigía y yo la seguía, esquivando la
mercancía que ocupaba todo ese espacio interminable de la manera más caótica: una
tienda llevaba a la siguiente, estante tras estante tras estante, cada una de ellas
sometida a acercamiento, inspección, reflexión y descarte. Ahí estaban los famosos
sujetadores Saaami de pezones al aire que Eunice me había mostrado en
CulosLujosos, así como los alabados corsés Padma que la estrella máxima del porno
polaco llevaba en «DoctorCulo». Nos paramos a observar unos vestidos de cóctel
muy conservadores de Chochojugoso, ideales para el verano.
—Voy a necesitar dos —dijo Eunice—. Uno para la fiesta de tu jefe y otro para la
puta de Grace.
—Lo de mi jefe no es en realidad una fiesta —le dije—. Nos tomaremos un par
de vasos de vino y algunas zanahorias y arándanos.
Eunice me ignoró y siguió a lo suyo. Recurrió brevemente al äppärät para ver qué
se estaba vendiendo por el mundo. Luego fue directa a un círculo de vestidos negros
idénticos y empezó a compararlos. Clic, clic, clic, cada percha chocaba con la
anterior, construyendo un sonido como de ábaco. Dedicó menos de un segundo a
cada vestido, pero cada segundo parecía estar más cargado de sentido que las horas
que había pasado en CulosLujosos observando la misma mercancía: ahora se trataba
de algo real. Su rostro parecía de acero, concentrado, con la boca levemente abierta.
Se enfrentaba a la ansiedad de la elección, a la pena de vivir sin historia, al dolor
producido por la mayor de las necesidades. Me sentí empequeñecido por ese mundo,
fascinado por su religiosidad, por el intento de extraer un significado de un artefacto

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construido básicamente de fibra. Ojalá la belleza pudiera explicar todos los misterios
del mundo. Ojalá un sujetador con los pezones al aire fuera la solución para todo.
—O no tienen la talla cero —dijo Eunice tras llegar hasta el último vestido
veraniego de Chochojugoso—, o lucen ese bordado absurdo en el dobladillo. Quieren
ser más finos que los de EntregaTotal, que tienen una raja en la entrepierna. Vamos a
Pieldecebolla.
—¿Esos no son los vaqueros diáfanos? —pregunté.
Me imaginaba a Eunice enseñándoles el trasero y los labios vaginales a los
peatones mientras cruzaba una abigarrada calle Delancey, con los conductores de
coches con matrícula de Nueva Jersey bajando las ventanillas ahumadas como si no
pudiesen creer lo que estaban viendo. Me sentía protector de su paquetito
minimalista, pero también experimentaba cierta pulsión erótica, por no hablar de mi
posición social: todos los que le vieran la rajita pensarían muy bien de mí.
—No, atontado —repuso Eunice—. Ni muerta me pongo esos pantalones.
También hacen vestidos normales.
—Ah —dije.
Adiós a mi fantasía, pero la verdad es que me sentí extrañamente orgulloso de la
chica conservadora que tenía a mi lado. Nos abrimos camino a través de medio
kilómetro de estanterías hasta llegar a la tienda de Pieldecebolla. La verdad es que
había bastantes colgadores con vestidos de cóctel, algo reveladores en torno al pecho,
pero en absoluto transparentes. Mujeres cansadas y humilladas manoseaban los
vaqueros que lo dejaban todo a la vista y que colgaban como pellejos rígidos y vacíos
en el centro del espacio de Ventas.
Mientras Eunice empezaba a hacer clic con los vestidos, apareció una persona de
Ventas para hablar con ella. Mi äppärät se desembarazó rápidamente de la
información que emanaba de los clientes, cual aguas polucionadas llegando a orillas
antaño prístinas, para centrarse en McKay Watson. Qué guapa era esa chica de
Ventas. Una criatura alta y de cuello recto cuyos ojos, claros y sinceros, revelaban
una honradez nativa, como si dijera: Con un entorno como el mío, ¿quién necesita
inventarse a sí mismo? Acaricié los datos sobre McKay, pero sin dejar de mirarle
esos vaqueros Pieldecebolla que se le pegaban al cuerpo de contundente trasero:
llevaba los del modelo semitranslúcido, que oscurecían parcialmente sus zonas
íntimas, confiriéndoles una calidad impresionista que lo obligaba a uno a retroceder
un poco para admirarlas convenientemente. Se había graduado en Tufts con un
doctorado en asuntos internacionales y un diploma en Ciencias de las Ventas. Sus
padres eran profesores retirados en Charlottesville, Virginia, donde ella se había
criado (Imágenes infantiles de una ausente pero afectuosa McKay abrazando un
tetrabrik de zumo de naranja). No tenía novio actualmente, pero había disfrutado de
la posición de «la vaquera al revés» con el último que había tenido, un joven
aspirante a Telemacho de Great Neck.
Eunice y McKay estaban verbalizando entre ellas. Hablaban de ropa de una

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manera que yo no podía entender del todo. Comentaban las ventajas de un vestido en
concreto que no estaba hecho de fibras naturales. Hablaban de cinturas, de las que se
estiraban y de las que no. Composición: 7% de elástano, 2% de poliéster, talla tres,
50% de viscosa de rayón.
—No está tratado con hidróxido de sodio.
—Yo compré el modelo con la raja a la izquierda y cedía.
—Frota el interior del dobladillo con gelatina de petróleo.
Eunice había apoyado una mano en el blanco y brillante brazo de la chica de
Ventas, un gesto de intimidad que hasta ahora solo le había visto con una de sus
amigas de Elderbird, la matrona rolliza con un bajo nivel de Follabilidad. Escuché
algunas divertidas expresiones retro, como DB, que significa que uno está «de broma»
y «ser legal», que significa que no lo está. Oí los familiares «DPC» y «¡TIMATOV!»,
pero también «¡TPR!», «¡CFG!», «MT» (¿mareo temporal?), «¡KOT!» y el más universal
«¡Qué mono!». Así habla la gente, me dije. Experimenta el asombro del instante.
Mira a la mujer que amas comunicándose con el mundo que la rodea.
Adquirió dos vestidos de cóctel por 5.240 dólares vinculados al yuan, de los
cuales yo puse 3.000. Podía oír los quejidos de mi carga de deuda mientras perdía
algunos puntos, y sentir que la inmortalidad cada vez devenía un poco más
improbable, pero el golpe no tenía punto de comparación con la patada de 239.000
dólares vinculados al yuan que me había arreado en las pelotas Howard Shu.
—¿Por qué no le has preguntado a esa chica si te podía conseguir trabajo en
Pieldecebolla? —le pregunté a Eunice tras salir del espacio de Ventas.
—¿Estás de broma? —repuso ella—. ¿Tú sabes las notas que hay que tener para
trabajar en el PVNU? Y además tenía un cuerpo perfecto. Un culito de lo más redondo,
pero plana por arriba. Eso es lo que más mola ahora.
Yo no lo había considerado de esa manera.
—Ni tus notas ni tu aspecto son peores que los suyos —le dije—. Por lo menos,
podrías haberle sacado su dirección de GlobalTeens. Igual os hacíais buenas amigas.
—Gracias, papá —se guaseó Eunice.
—Quiero decir…
—Vale, a callar… Te toca comprar. Los tejidos respirables van a obrar maravillas
con mi kokiri.
Llegamos a esa reluciente insinuación envuelta en caoba que era la tienda de
ChochoJugosoHombres.
—Tienes la barbilla floja —me dijo Eunice—. Por consiguiente, todas esas
camisas que llevas con el cuello grande y alto, lo único que hacen es destacarte la
barbilla y acentuar su flojera. Vamos a pillarte unos jerséis de pico y unas camisetas
de colores sólidos. Las camisas de algodón a rayas un poco holgadas ocultarán un
tanto tus pechos fofos. Y hazte un favor, ¿vale? Cachemira. Te lo mereces, Len.
Eunice me hizo cerrar los ojos y palpar diferentes tejidos. Me vistió con vaqueros
Chochojugoso no ceñidos y me metió una mano por la entrepierna para cerciorarse de

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que mis genitales tenían espacio para respirar.
—Lo importante es la comodidad —me explicó—. Lo importante es sentirse y
actuar como alguien de treinta y nueve años. Que es lo que tú eres, digo yo.
Podía notar en ella la influencia de su familia, pues se mostraba grosera, zafia y
humillante, pero eso no le impedía hacer bien las cosas, portarse como debía,
asegurarse de que mis genitales tenían espacio, quedar bien. Más allá de las
montañas, según un viejo proverbio coreano que me había enseñado Grace, había
más montañas. Acabábamos de empezar.
Cuando me fui a un probador, una de las dependientas adolescentes me dijo:
—Le diré a su hija que está usted aquí, caballero.
En vez de ofenderme porque me había confundido con el supuesto padre adoptivo
de Eunice, me sentí más que orgulloso de mi chica, pasmado ante el hecho de que
cada día que pasábamos juntos, ella ignorase nuestras terribles diferencias estéticas.
Estas compras no eran tan solo para mí o para ella. Eran para los dos como pareja.
Eran para nuestro futuro compartido.
Salí de Chochojugoso con el equivalente de diez mil yuanes en prendas. El peso
de mi deuda parpadeaba frenéticamente con las palabras NUEVOS CÁLCULOS EN
MARCHA, lo cual me apartaba los enjambres de Bombarderos de la Deuda con ganas
de darme más dinero. Cuando pasé junto a un Poste de Crédito en la calle 42, registré
un nivel de 1510 (diez puntos menos). Tal vez era más pobre que antes, pero ya no se
me podía confundir con el moderniqui viejuno que había entrado en el PVNU hacía
tres horas. Ahora yo era lo que se supone que es un hombre en los tiempos que
corren.

* * *

Y eso no era todo. Tenía un aspecto más saludable. Las fibras respirables me quitaban
unos cuatro años de edad biológica. En el trabajo, los de Ingresos me preguntaron si
me había apuntado a los tratamientos de descronificación. Hice un examen físico y
mis estadísticas empezaron a materializarse en Los Paneles: caían en tromba la ACTH
y los niveles de cortisol, y ahora se me consideraba «un señor maduro alegre e
inspirador». Hasta Howard Shu se acercó a mi escritorio para invitarme a almorzar. A
estas alturas, Joshie enviaba a Shu a Washington cada semana en su jet privado. Se
rumoreaba que Shu iba derechito a la Casa Blanca o incluso más arriba.
«Rubenstein», hipaba la gente mientras se tapaba la boca. ¡Estábamos negociando
con los propios Bipartitos! Aunque yo aún no sabía sobre qué.
Pero Shu ya no me daba miedo. Durante nuestra reunión a la hora del almuerzo,
me lo quedé mirando fijamente mientras jugueteaba con los puños de mi camisa de
algodón a rayas, que, ciertamente, disimulaba mis tetas incipientes. Tomamos asiento
en una abigarrada cantina y bebimos agua suiza, que nosotros mismos habíamos
alcalinizado en la mesa, y comimos unas bolitas de algo que parecía pescado.

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—Lamento que empezáramos con mal pie cuando volviste de Roma —reconoció
Shu, con una aburrida mirada flotando a través de la neblina informativa de su
äppärät.
—No pasa nada —le dije.
—Te voy a decir algo en privado.
—¿De qué se trata? —pregunté—. Verbalízame, amigo.
Se secó la boca como si le acabara de escupir, pero recuperó de inmediato su aire
coleguil.
—Hay muchas posibilidades de que se produzcan turbulencias. Un
realineamiento. Mayor que el de los últimos disturbios. No sé exactamente cuándo.
Es lo que nos llega de Wapachung Inteligencia. Algunos jueguecitos bélicos.
—La seguridad es lo primero —dije con cara de aburrimiento—. ¿Qué está
pasando, amigo Shu?
Pero se sumergió en una nueva ensoñación de äppärät. Yo hice lo mismo,
simulando que se trataba de algo importante y relacionado con el trabajo, pero la
verdad es que lo único que hacía era buscar en GlobalTracing la situación de Eunice.
Que estaba, como de costumbre, en el número 575 de la calle Grand, Apartamento E-
607, mi hogar, sumida en su propio äppärät, pero subconscientemente saturada por la
presencia de mis libros y de mi mobiliario de diseño de mediados del siglo XX. Dando
muestras de cierta estrechez de miras, me complacía el hecho de que siempre podía
dar por sentada su presencia en mi domicilio. ¡Mi pequeña ama de casa! Ella también
me controlaba minuto a minuto, pues albergaba sospechas si yo me apartaba lo más
mínimo de la rutina diaria y, por ejemplo, me daba por quedar de improviso con Noah
o Vishnu en un bar o por dar una vuelta con Grace por la parte no ensangrentada de
Central Park. El hecho de que sospechara de mí, de que se preocupara por mí… Eso
también me complacía.
—No hablemos de lo que puede pasar —dijo Shu—. Yo solo quería que supieras
que en Servicios Poshumanos se te valora.
Tragó demasiada agua y se puso a toser, cubriéndose la boca con la mano. Tenía
la misma formación educacional y laboral que yo, pero reparé en que se apreciaban
callos en las puntas de sus dedos, como si hiciera de voluntario en un taller de costura
durante los fines de semana.
—Y queremos que estés a salvo —añadió.
—Me conmueves —declaré, y la verdad es que era cierto.
Salió a la superficie un recuerdo del instituto: el día en que descubrí que una chica
que me gustaba, dotada de una atractiva cojera y una inclinación hacia la poesía, me
correspondía.
Howard asintió.
—Te hemos puesto al día el äppärät. Si te cruzas con tropas de la Guardia
Nacional, apúntales con él. Si ves un punto rojo, eso significará que forman parte de
Wapachung Emergencias. Ya sabes —intentó sonreír—, los buenos.

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—No lo pillo —reconocí—. ¿Qué ha sido de la auténtica Guardia Nacional?
Pero Shu no me contestó.
—Esa chica que tienes en el äppärät… —dijo señalando una Imagen de Eunice
que yo tenía flotando por la pantalla.
—Eunice Park. Mi novia.
—Joshie dice que no te separes de ella si hay alguna emergencia.
—Vale —dije. Pero estaba bien que Joshie se acordara de que estaba enamorado.
Shu levantó su vaso de agua alcalinizada para hacer un irónico brindis. Luego se
echó hacia atrás y se lo bebió con unos tragos tan poderosos que hasta se movió la
mesa de mármol y el resto de los parroquianos se quedaron mirando a ese champiñón
humano, haciendo amago de reírse de su exhibición de fuerza. Pero también le tenían
miedo.
Después de comer con Shu, eché a andar desde la parada de metro de la línea F de
la calle Essex en dirección a mis posesiones con una renovada sensación de grandeza.
Desde que Eunice había elegido mis nuevos atuendos, yo me había puesto a
ALTernar de manera obsesiva con cuanta muchacha se cruzaba en mi camino: guapa,
normal, delgada, esquelética, blanca, morenita, negra… Debía ser cosa de mi
seguridad, pues mi PERSONALIDAD se acercaba a 700 y mi ATRACTIVO MASCULINO a
600; de forma que, en un espacio cerrado como el autobús M14, con su pequeño
rebaño de modernos destacando entre el habitual contingente de viejos moribundos,
podía situarme a veces en un nivel medio de atractivo: digamos que como el quinto
tío más mono en una lista de nueve o diez. Me encantaría describirte esta sensación
totalmente nueva, querido diario, pero me temo que me saldría algo de lo más
evangélico. Era como haber vuelto a nacer. Era como si Eunice me hubiese resucitado
en un lecho de lana y algodón.

* * *

Pero conseguir que Joshie conociera a mi novia no era nada sencillo. La noche antes
de que tuviéramos que ir a su casa, Eunice no podía dormir.
—No sé qué decirte, Len —susurraba—. No sé, no sé, no sé.
Llevaba un largo camisón de satén del siglo XX, regalo de su madre, que lo dejaba
todo a la imaginación, no como sus prendas habituales de EntregaTotal.
—Me siento como si me obligaras a hacerlo —dijo.
—Me siento agobiada.
—Siento que las cosas van demasiado deprisa.
—Tal vez debería volver a Fort Lee.
—Puede que necesites estar con una adulta de verdad.
—Los dos sabíamos que acabaría haciéndote daño.
Le acaricié suavemente la espalda en la oscuridad. Hice mi ruidito habitual de
rata-acorralada-que-da-pataditas-de-miedo contra el colchón, enriquecido con un

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ambiguo quejido animal.
—Déjalo ya —me dijo Eunice—. El zoo está cerrado.
Susurré lo que se esperaba de mí. Variadas perlas de la psicología popular. Le di
ánimos. Asumí la deuda y la responsabilidad. No era culpa suya. Puede que fuese
mía. Puede que yo solo fuera una prolongación de su padre. La noche estuvo
dedicada a sus suspiros y mis susurros. Finalmente, nos quedamos dormidos,
precisamente cuando el sol salía sobre las casas Vladeck y una exhausta bandera
estadounidense se azotaba a sí misma al viento estival. Nos despertamos a las cinco
de la tarde, y un poco más y nos quedamos sin el coche que Joshie nos había enviado
para ayudarnos a ascender al Upper West Side. Nos vestimos en silencio, y cuando
traté de cogerle la mano en el nuevo y rutilante Hyundai, probablemente en su primer
recorrido, Eunice retiró la suya y miró hacia otro lado.
—Estás preciosa con ese vestido —le dije.
Pero ella no dijo nada.
—Por favor —insistí—. Es importante que Joshie te conozca. Es importante para
mí. Tú limítate a ser tú misma.
—O sea, tonta y aburrida.
Atajamos por Central Park. Por encima de nosotros, algunos helicópteros
armados realizaban sus rondas del fin de semana, pero el tráfico era fluido y ligero
mientras una húmeda brisa mecía las copas de los árboles inmortales. Pensé en cómo
nos habíamos besado en el Sheep Meadow el día que se trasladó a vivir conmigo, en
cómo había abrazado a esa personita adorable durante cien lentos latidos y en cómo,
durante todo ese lapso de tiempo, había pensado que la muerte carecía de la menor
importancia.
El edificio de Joshie estaba en una calle situada entre Amsterdam y Columbus:
era un bloque de apartamentos de doce plantas del Upper West Side, sin nada especial
aparte de los dos miembros de la Guardia Nacional que estaban de plantón a ambos
lados de la entrada, ahuyentando de la acera a los viandantes con sus fusiles. Una
señal de la ARE al comienzo de la calle nos urgía a negar su existencia y a dar nuestro
consentimiento. Joshie me había dicho que esos dos le vigilaban, pero hasta yo
entendí que le servían de protección. Apareció un punto rojo en mi äppärät, junto a
las palabras «Wapachung Emergencias». Los buenos.
El minúsculo recibidor estaba ocupado por un afable y obeso dominicano, vestido
con un tronado uniforme gris, que respiraba con dificultad.
—Hola, don Lenny —me saludó. Solía encontrármelo constantemente cuando
Joshie y yo nos veíamos más, cuando nuestro trabajo aún no era tan absorbente y nos
parecía de lo más normal compartir un bagel en el parque o ir a ver alguna agotadora
película iraní en el Lincoln Center.
—Aquí es donde solía vivir la intelectualidad judía hace mucho, mucho tiempo
—informé a Eunice en el ascensor—. Creo que por eso le gusta a Joshie. Es una
especie de rollo nostálgico.

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—¿Y quiénes eran?
—¿Qué?
—La intelectualidad judía.
—Ah, pues unos judíos que pensaban mucho en el mundo y luego escribían libros
al respecto. Lionel Trilling y demás.
—¿Son los que iniciaron ese negocio de la inmortalidad de tu jefe? —preguntó
Eunice.
Ganas me entraron de besar sus labios fríos y pintados de rojo.
—En cierta medida —le dije—. Venían de familias pobres y achuchadas y eran
realistas con respecto a la muerte.
—¿Lo ves? Por eso no quería venir —declaró Eunice—. Porque no sé nada de
todo eso.
Las puertas del anticuado ascensor se abrieron sinfónicamente.
Frente a la puerta de Joshie, un joven musculoso en vaqueros y camiseta sacaba
una pesada bolsa de basura. Me daba la espalda y la suave luz interior del Upper West
Side brillaba en su cráneo afeitado. Un primo, si no recordaba mal. Jerry o Larry, de
Nueva Jersey. Extendí la mano mientras el joven empezaba a darse la vuelta.
—Lenny Abramov —me presenté—. Creo que coincidimos en la fiesta de Janucá
de tu padre en Mamaroneck.
—¿El Macaco? —dijo el hombre.
Se le meneó el familiar bigote en señal de reconocimiento. Y no era ningún primo
de Matawan. Lo que yo estaba viendo era la descronificación en acción. Estaba
viendo al mismísimo Joshie Goldman, con su cuerpo reconducido por la ingeniería
genética a una masa joven y robusta de tendones y movimiento hacia delante.
—Por los clavos de Cristo —dije—. Alguien le ha estado dando a los Indios.
Claro que no te he visto por la oficina en toda la semana.
Pero el rejuvenecido Joshie ya no se fijaba en mí. Respiraba profunda y
satisfactoriamente. La boca se le abrió con lentitud y dijo:
—Hola, tú.
—Hola —repuso Eunice, añadiendo acto seguido—: Lenny…
—Lenny —repitió Joshie, ausente—. Lo siento, soy…
—Eunice.
—Joshie. Adelante, por favor.
La examinó al atravesar la puerta, observando atentamente esos hombros
ligeramente bronceados bajo las tiras del vestido de cóctel, y luego me miró a mí con
tácita comprensión. Juventud. Un flujo de energía aparentemente natural. Belleza sin
nano-tecnología. Si hubiese sabido lo desdichada que era…
Pasamos al salón que, como yo ya sabía, exhibía la misma humildad que el resto
del apartamento. Sofás art déco de terciopelo azul. Pósteres de su juventud —
películas de ciencia ficción con mujeres melenudas y hombres de mandíbula prieta—
enmarcados conservadoramente en madera de roble, como para dar a entender que

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habían superado la prueba del tiempo y se habían convertido, si no en obras maestras,
en potentes artefactos artísticos, por lo menos. Con los títulos bastaba. Cuando el
destino nos alcance. La fuga de Logan. Ahí estaban los comienzos de Joshie. Una
infancia futurista de clase alta transcurrida en diversas zonas elitistas de las afueras.
Una inmersión total en las páginas de la Revista de Ciencia Ficción Isaac Asimov. La
primera percepción de la mortalidad a cargo de un crío de doce años, ya que el tema
fundamental de la ciencia ficción es la muerte, no la vida. Todo acabará. En su
totalidad. Amarse a uno mismo. No querer morir. Querer vivir, aunque sin saber muy
bien por qué. Contemplar, atónito, el cielo nocturno y la negra eternidad del espacio
exterior. Odiar a los padres. Desear su amor. Empezar a experimentar la angustiosa
sensación del paso del tiempo: los aullidos de dolor en el cuarto de baño por el
difunto perro de Pomerania, el único amigo de verdad del pequeño Joshie, muerto de
cáncer perruno en el jardín de una casa de Chevy Chase.
Eunice estaba ahí plantada, en mitad del salón, y se sonrojaba intensamente,
azotada por sucesivas oleadas de sangre. Hice algo que nunca habría esperado de mí
mismo. Me salté el debido decoro, me acerqué a ella y le di un beso en la oreja. Por
algún motivo, quería hacerle entender a Joshie lo mucho que la quería y cómo ese
amor no se basaba únicamente en su juventud, que era, probablemente, lo único que
él apreciaba de ella. Las dos personas que constituían mi universo apartaron la vista
de mí, violentos.
—Qué contento estoy —farfulló Joshie—. Hay que ver lo contento que estoy de
conocerte por fin, caramba. Lenny no para de hablar de ti.
—Lenny no para de hablar en general —bromeó Eunice, oportunamente.
Rodeé a Eunice con el brazo y la sentí respirar. Joshie sacó pecho y yo pude dar
fe de su tono muscular, de esa realidad de venas profundas en que se estaba
convirtiendo, de las maquinitas que trabajaban en su interior, arreglando lo que se
había estropeado, cambiando el cableado, reprogramando, volviendo a poner en
marcha el odómetro en cada célula y haciéndole brillar con un precoz resplandor
infantil. De nosotros tres, yo era el que más rápido caminaba hacia la muerte.
—Venga, vamos a beber un poco de ese vino tan chachi —dijo Joshie.
Y se echó a reír de una manera muy falsa en él, para luego desaparecer en
dirección a la bien abastecida cocina.
—Nunca le había visto así —le dije a Eunice.
—Me recuerda a ti —repuso ella—. Un pedazo de friqui.
Sonreí ante este comentario, contento de que se hubiera dado cuenta de lo que
ambos teníamos en común. Me vino la idea de que podríamos formar una familia,
aunque no estaba muy seguro de cuál sería mi papel. Eunice me apartó unos pelos de
la cara, con mano atenta y cariñosa, y luego me puso un poco de bálsamo en los
labios y me tiró de la camisa de manga corta, para que quedara mejor alineada con el
jersey de cachemir de cuello de pico.
—Mueve así los brazos —me dijo, agitando los suyos—. Y ahora tira de las

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mangas.
Joshie reapareció con una copa de vino para Eunice; a mí me cayó un tazón lleno
de un aromático líquido de color púrpura.
—Espero que no te importe lo del tazón, Lenny —me dijo—. A mi asistenta la
han parado en el control de la ARE en el PW.
—¿En el qué?
—Puente de Williamsburg —aclaró Eunice.
Tanto ella como Joshie pusieron cara de grima y se echaron a reír ante lo negado
que era yo para las abreviaturas.
—Tienes un apartamento muy bonito —le dijo Eunice a mi amigo—. Esos
pósteres deben de valer miles de millones. Es todo superantiguo.
—Incluyendo al propietario —dijo Joshie.
—No —declaró Eunice—. Tienes muy buen aspecto.
—Tú también.
Me dediqué a tirarme de las mangas un ratito más.
—Dejadme que os dé una vuelta por aquí —dijo Joshie—. Las visitas domésticas
de dos minutos son mi especialidad.
Fuimos a su desordenado «estudio creativo». Observé que Eunice ya se había
bebido casi todo su Pinot y ya estaba improvisando una manera de limpiarse el
púrpura de los labios con el dedo y una bolita de gelatina verde que había sacado de
un frasco.
—Estas son imágenes de mi espectáculo unipersonal —dijo Joshie mientras
señalaba una Imagen enmarcada de sí mismo vestido con un uniforme a rayas de
presidiario y con un gigantesco albatros disecado que le colgaba del cuello. Lo tenía
al lado y me daba cuenta de que parecía tener treinta años menos que en la Imagen,
que ya era, por lo menos, de hacía diez. Había perdido cuarenta años. Adiós a media
vida.
—La obra se llamaba Los pecados de la madre —comenté para echarle una mano
—. Muy divertida y muy profunda.
—¿Se representó en Broadway? —preguntó Eunice.
Joshie se echó a reír.
—Sí, claro —dijo—. No, la verdad es que no llegó más allá de un club inmundo
del Village. Pero a mí me importaba un rábano el éxito. El pensamiento creativo, el
trabajo mental, esa es mi receta número uno para la longevidad. Si uno deja de
pensar, si deja de hacerse preguntas, se muere. Así de fácil.
Se miró los zapatos, puede que dándose cuenta de que parecía más un vendedor
que un líder. Eunice le ponía nervioso, eso era evidente. No es que hubiera escasez de
mujeres atractivas en Servicios Poshumanos, pero iban todas tan sobradas que no
había manera de distinguirlas. En cualquier caso, Joshie siempre había dicho que no
tendría tiempo para el amor hasta que la inmortalidad estuviera «en el bote».
—¿Lo has dibujado tú? —preguntó Eunice, señalando una acuarela de una mujer

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vieja y desnuda partida en tres por una fuerza indeterminada, con los pechos vacíos
volando en todas direcciones y un montículo de vello púbico manteniendo unidas las
tres partes.
—Muy bonito —dije—. De lo más Egon Schiele.
—Se llama Célula divisora —explicó Joshie—. Hice como unas veinte
variaciones sobre el tema y todas son exactamente iguales.
—Se parece un poco a ti —dijo Eunice—. Me gusta la sombra en torno a sus
ojos.
—Sí, bueno… —dijo Joshie, y le salió una especie de tímido graznido.
A mí siempre me daba mucha vergüenza mirar los retratos de su madre, pues me
sentía como si acabara de entrar en un cuarto de baño y hubiera pillado a la mía,
pobre, levantando sus cansadas posaderas del retrete.
—¿Tú pintas?
Eunice soltó una tosecilla. Se materializó la Gran Sonrisa Incómoda y la
vergüenza se encargó de resaltarle las pecas.
—Me apunté a un curso —acertó apenas a decir—. En Elderbird. Un curso de
dibujo. No pasó nada. Lo hacía fatal.
—No sabía que habías ido a clase de dibujo —le dije.
—Eso es porque nunca me escuchas, cara culo —susurró.
—Me encantaría ver algo tuyo —dijo Joshie—. Echo de menos pintar. La verdad
es que me relajaba. Igual podríamos quedar un día y practicar un poco.
—O podrías ir a clase en Parsons —le sugerí a Eunice.
La idea de esos dos —vivos e inmortales— creando algo juntos, una Imagen, una
«obra de arte», como se solía decir, me hizo sentir pena por mí mismo. Ojalá tuviera
yo cierta tendencia a pintar o a dibujar. ¿Por qué había de padecer esa vieja dolencia
judía por las palabras?
—Igual podríamos asistir ambos a clase en Parsons —le dijo Joshie a Eunice—.
Ya sabes, los dos juntos.
—Pero ¿a quién le sobra tiempo? —comenté.
Regresamos al salón. Joshie y Eunice aterrizaron en un confortable y curvilíneo
sofá mientras yo me conformaba con la otomana de cuero que estaba enfrente.
—Salud —dijo Joshie, entrechocando su tazón con la espigada copa de Eunice.
Intercambiaron sonrisas y, acto seguido, Eunice se volvió hacia mí. Debía abandonar
la otomana y acercarme a ellos para completar el ritual. Y luego tenía que volverme a
sentar. Solo.
—Salud —dije mientras un poco más y hago trizas el tazón de Joshie con mi
brindis—. Por las personas que más quiero.
—Por la juventud y la lozanía —dijo Joshie.
Se pusieron a hablar. Joshie le preguntó a Eunice por su vida, y ella le respondió
con su habitual estilo inconsecuente: «Pues sí», «Supongo», «Más o menos»,
«Quizás», «Lo intenté», «No lo hago bien», «Doy asco»… Pero estaba encantada con

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la charla, atenta como yo nunca la había visto, mientras con una mano abierta se
tocaba el pelo que le caía por los hombros. No sabía cómo llevar una conversación
con un hombre de la manera adecuada, sin rabia ni coqueteo, pero lo intentaba,
filtrando lo que oía, revelando lo menos posible, pero con ganas de agradar. A veces
me miraba con preocupación, con los ojos irritados por el dolor de tener que pensar y
responder, pero la preocupación iba remitiendo a medida que Joshie le seguía
sirviendo vino —ya habíamos superado todos el máximo de dos copas de resveratrol
— y le ofrecía una bandejita de arándanos y zanahorias. Se ofreció a hervir un poco
de hierba en una infusión de té verde, algo que no le había visto hacer en años, pero
Eunice le informó educadamente de que no fumaba marihuana porque, en contra de
lo que cabía esperar, la ponía triste.
—A mí no me importaría —dije, pero era evidente que la oferta no iba dirigida a
mí.
—¿Por qué llamas «Macaco» a Lenny? —le preguntó Eunice a nuestro anfitrión.
—Porque lo parece —afirmó Joshie.
Eunice puso en marcha el äppärät, y cuando apareció el animal en cuestión, se le
disparó la cabeza hacia atrás y se echó a reír de un modo que yo solo había
presenciado cuando estaba con sus mejores amigas de Elderbird: a pleno pulmón.
—Es exactamente igual —dijo—. Esos brazos largos y esa parte central, digamos,
abombada. Es muy difícil comprarle ropa. Siempre tengo que enseñarle a… —
prosiguió, pero no sabía cómo describirlo, así que se puso a estirar los brazos.
—A vestirse —concluí su frase.
—Este aprende rápido —dijo Joshie, mirándola, con un brazo extendido con
gesto ausente en dirección a una segunda botella de vino que descansaba
obedientemente junto a sus piernas. Le enseñé el tazón para que me lo rellenara.
Continuamos bebiendo en serio. Yo me recliné en la húmeda otomana de cuero,
sorprendido por lo poco que se preocupaba Joshie de su entorno. No había comprado
ni un solo mueble desde que lo conocía. Todos esos años los había pasado solo, sin
hijos, sin participar de la sobreabundancia norteamericana, consagrándose a una sola
idea, cuya personificación estaba sentada a quince centímetros de él con una pierna
doblada bajo el cuerpo, señal de que se estaba relajando. Algo que Joshie siempre era
capaz de comunicar era el hecho de que no tenía intención de hacerle daño a uno.
Aunque se lo acabara haciendo.
Charlaban en un tono de lo más juvenil: DoctorCulo, pubis depilados, Phuong
«Heidi» Ho, la nueva estrella vietnamita del porno… Usaban términos como «furcia
culona» o abreviaturas como TGV y AVE, que a mí me sonaban a trenes europeos de
alta velocidad. Ese Joshie sin arrugas y colorado a causa del vinazo, con el cuerpo
repleto de nuevos músculos y obedientes terminaciones nerviosas, se inclinó hacia
delante cual misil a medio camino del objetivo, mientras su mente parecía inundarse
de instintos juveniles, de la necesidad de conectar a cualquier precio. Me pregunté, de
manera herética, si alguna vez echaría de menos ser mayor, si su cuerpo llegaría a

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anhelar una historia propia.
—Claro que quiero dibujar, pero no me sale bien —decía Eunice.
—Estoy convencido de que vales —le aseguraba Joshie—. Tienes una gran
conciencia de… del estilo. Y de la economía. ¡Lo veo con solo mirarte!
—Había una profesora en la universidad que decía que yo tenía talento, pero era
bollera.
—DMDMV (Dios Mío De Mi Vida), ¿por qué no te marcas un garabato ahora
mismo?
—Ni hablar, tío.
—Vaya que sí. Hazlo. Voy a por un papel —dijo, mientras clavaba los puños en el
sofá y se propulsaba hacia arriba, tras lo cual echó a correr en dirección a su estudio.
—Espera —le gritó Eunice—. Hay que joderse…
Se volvió hacia mí.
—Tengo demasiado miedo como para dibujar, Len.
Pero estaba sonriendo. Estaban jugando. Estábamos borrachos.
Salió corriendo detrás de Joshie y escuché un agudo aullido juvenil… aunque no
fui capaz de discernir de quién de los dos procedía. Me trasladé al sofá abandonado y
ocupé el lugar de Joshie, saboreando el calor que mi amo había dejado. Estaba
oscureciendo. Atisbé por la ventana las torres de agua y las fachadas traseras y
carentes de ornamentación de edificios otrora elevados, que llevaban a los espantos
de vidrio y cemento que ahora ocupaban las dos orillas del río Hudson, como dos
juegos de espejos sucios. Mi äppärät se puso a proveer información sobre diferentes
tasaciones de terrenos, que comparó con las del HSBC de Londres y de Shanghái. Me
llevé la botella de vino a los labios y permití que el resveratrol me inundara el
sistema, todo ello mientras rezaba y confiaba en añadir unos cuantos años más a la
cuenta atrás de mi existencia. Joshie reapareció en el salón.
—No me deja mirar —dijo.
—¿De verdad está dibujando? —inquirí—. ¿A mano? ¿No en un äppärät?
—Pues sí, ¡a la brava! ¿No conoces a tu propia novia?
—Conmigo es de lo más modesta —dije—. Y por cierto, Oso Pardo, ya nadie
dice cosas como «a la brava».
Joshie se encogió de hombros.
—La juventud es la juventud —dijo—. Habla como los jóvenes, vive como los
jóvenes. Y por cierto, ¿cómo están tus niveles de pH?
En esas apareció Eunice, colorada pero contenta, con un cuaderno pegado al
pecho.
—No puedo —dijo—. Esto es una tontería. ¡Lo voy a romper!
Emitimos las preceptivas quejas, compitiendo entre nosotros a la hora de levantar
la voz. Joshie completaba el numerito golpeando con el tazón en la mesa, cual
miembro especialmente cazurro de alguna fraternidad universitaria. Tímidamente,
aunque con un atisbo de coqueteo, aprendido con toda probabilidad en alguna antigua

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serie de televisión sobre mujeres en Manhattan, Eunice Park le pasó el cuaderno a
Joshie.
Había dibujado un mono. Un macaco, si no andaba yo equivocado. Hinchado
pecho grisáceo, largas orejas en forma de corazón, garritas negras que sujetaban
suavemente una rama de árbol, un mechón de pelo canoso por arriba y una expresión
de inteligencia juguetona y de satisfacción por debajo.
—Muy meticuloso —dije—. Muy detallado. Fíjate en esas hojas. Eres
maravillosa, Eunice. Estoy muy impresionado.
—Te ha clavado, Len —afirmó Joshie.
—¿A mí?
Contemplé de nuevo el rostro del mono. Los labios rojos y agrietados y los pelos
de la barba. La nariz exagerada, brillante en la punta y en el puente, las incipientes
arrugas que destacaban en las desnudas sienes, las cejas espesas que parecían
organismos independientes. Si uno miraba el dibujo desde otro ángulo, si movía el
cuaderno hacia la semioscuridad, la satisfacción que yo había detectado previamente
en el rostro ligeramente rollizo del simio se convertía en deseo. Era una imagen de
mí. De un macaco. Enamorado.
—Caramba —dijo Joshie—. Esto es de lo más Medios.
Eunice dijo que era horroroso y que hasta un niño de doce años podría hacerlo
mejor, pero yo me di cuenta de que no se creía del todo lo que decía. Los dos nos
despedimos de Joshie con sendos abrazos. Él besó a Eunice en las mejillas y luego
me dio un golpecito rápido en el hombro. Nos ofreció un digestivo y unas fresas
silvestres para el camino. Y también se prestó a bajar con nosotros en el ascensor y a
bregar con los hombres armados del exterior. Acto seguido, se quedó plantado en el
umbral, apoyado en la puerta, viendo cómo nos íbamos. Durante ese momento final,
el momento de dejarnos ir, vi su rostro de perfil y reparé en la confluencia de unas
venas purpúreas que le hacían parecer momentáneamente mayor, una confluencia que
producía una aterradora radiografía de lo que se agitaba bajo ese nuevo y estupendo
tejido corporal, y esos ojos jóvenes y luminosos. Aquel estúpido palmoteo de
hombros tan masculino no era suficiente. Yo tenía ganas de volver junto a él para
consolarle. Si Joshie acababa fracasando en la labor de su vida, ¿quién de nosotros
iba a sufrir más, el padre o el hijo?
—¿Lo ves? No ha estado tan mal —le dije a Eunice en el coche mientras ella
apoyaba en mi hombro su dulce cabecita que apestaba a alcohol—. ¿A que lo hemos
pasado bien? Es un buen tío.
La oí respirar tranquilamente junto a mi cuello.
—Te quiero, Lenny —me dijo—. Te quiero mucho. Ojalá pudiera describir mejor
lo que siento. Pero te quiero con todas mis fuerzas. Casémonos.
Nos besamos en los labios, en la boca y en las orejas mientras atravesábamos
siete controles de la ARE y todo el FDR Drive. Un helicóptero militar, cuyo único rayo
de luz amarilla acariciaba las blancas crestas de las olas en el río East, pareció

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seguirnos hasta casa. Comentamos la posibilidad de ir al ayuntamiento. Una
ceremonia civil. Puede que la semana que viene. ¿Por qué no hacerlo oficial? ¿Por
qué no pasar la vida juntos?
—Eres el hombre que quiero, kokiri —me dijo Eunice—. Eres el hombre de mi
vida.

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El viejo calentorro
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens

20 DE JULIO

GOLDMANN-ETERNO: Hola, Eunice, soy Joshie Goldmann. ¿Qué passsssa?


EUNI-MAJARA: ¿Joshie?
GOLDMANN-ETERNO: Ya sabes, el jefe de Lenny.
EUNI-MAJARA: Ah, hola, señor Goldmann. ¿Cómo ha encontrado mi dirección?
GOLDMANN-ETERNO: La he estado buscando en la red. ¿Y a qué viene eso de Señor
Goldmann? Ese es mi padre. Llámame Joshie. U Oso Pardo. Así es cómo me llama
Lenny.
EUNI-MAJARA: Ja, ja.
GOLDMANN-ETERNO: Pues nada, te escribo para recordarte nuestra pequeña cita.
EUNI-MAJARA: ¿Teníamos una cita?
GOLDMANN-ETERNO: Íbamos a ir juntos a clases de arte, ¿recuerdas?
EUNI-MAJARA: ¿De verdad? Lo siento. He estado muy ocupada esta semana. Ando
buscando trabajo en Ventas y tal.
GOLDMANN-ETERNO: Muchos de nuestros clientes están en Ventas.
¿Qué tipo de empleo andas buscando? Acaba de llegar el tío de Culos no-sé-qué. Pero
esto es confidencial, ¿eh?
EUNI-MAJARA: Oh, no quisiera abusar…
GOLDMANN-ETERNO: ¡Quieta ahí! ¿Quién está abusando? ¡Ja! Estoy seguro de que te
podemos encontrar algún trabajo chachi.
EUNI-MAJARA: Pues muchas gracias.
GOLDMANN-ETERNO: El caso es que nos he matriculado a ambos en un curso de dibujo
de verano en Parsons-Ewha.
EUNI-MAJARA: Muy amable de su parte, pero la temporada de verano ya ha empezado.
GOLDMANN-ETERNO: Van a hacer una excepción. Solo para nosotros dos. Aunque igual
no deberías decírselo a Lenny. Ja, ja.
EUNI-MAJARA: Muchas gracias, pero no me lo puedo permitir.
GOLDMANN-ETERNO: ¡Qué coño! Ya está pagado.
EUNI-MAJARA: Es usted muy amable, señor Goldmann, pero creo que esta semana
debería concentrarme en lo de encontrar trabajo.
GOLDMANN-ETERNO: ¿Cómo me has llamado?
EUNI-MAJARA: ¡¡¡lo siento!!! Quería decir Joshie.
GOLDMANN-ETERNO: ¡Hay que ver! Mira, el dibujo ese del macaco era tan bueno que
no quiero que se desperdicie tu talento, Eunice. Eres una superdotada. Igual te suena

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extraño, pero me recuerdas un poco a mí cuando era más joven. Con la excepción de
que tú eres más dulce. Yo era un joven muy airado hasta que me di cuenta de que no
tenía por qué morirme. Algunos de nosotros somos especiales, Eunice, y no tenemos
que sucumbir a la Falacia de la Mera Existencia. Puede que tú también seas especial,
¿sabes? Bueno, el caso es que puedo ayudarte a conseguir un empleo, así que deja de
preocuparte por eso. Y voy a ir a clase contigo. ¡¡¡Será estupendo!!! Puedes hacer
más dibujos de animales modelo Lenny y luego, cuando llegue el otoño, regalárselos
por su cumpleaños.
EUNI-MAJARA: La verdad es que no sabía qué regalarle.
GOLDMANN-ETERNO: ¡Perfessto! Bueno, me tengo que pirar, pero dime algo pronto de
las clases. Nos van a traer a un profe desde París solo para nosotros.
EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Querido y Precioso Poni:
¡ANDA LA HOSTIA! Mira, tienes que ayudarme, mónita mía. ¿Estás sentada? El caso
es que fuimos a casa del jefe de Lenny y resulta que es un apartamento adorable y
anticuado, como muy parisino. Muy bien decorado, pero no excesivamente
Telemacho, como si el tío le hubiese dado muchas vueltas al asunto. Hasta le habían
cerrado la calle solo para él. Y el menda es MUUUUUY adorable. Dirige esa enorme
empresa que hace que la gente parezca mucho más joven. Él tiene más de setenta,
pero parece el hermano pequeño y guapo de Lenny. ¿Te acuerdas de aquellos vídeos
porno que solíamos ver cuando íbamos a la guardería? Los del viejo que acosa
sexualmente a las adolescentes en la playa. ¿Cómo se llamaba? El viejo calentorro, o
algo así, ¿no? Pues el tío tiene una pinta parecida, con la cabeza afeitada, pero más
mono y más joven.
Bueno, el caso es que el jefe de Lenny dice que lleva en su interior unos
microrrobots que le reparan las células muertas, pero a mí eso me suena a chorrada.
Yo creo que se ha sometido a mogollón de cirugía plástica y que también se cuida
mucho y hace ejercicio tres veces al día (NO COMO LENNY). Bueno, pues cuando
empezamos a hablar, yo me puse a darle al vino como cuando estaba en Roma y me
puse un poco piripi, y entonces ese tío, el señor goldmann, pues como que no me
quitaba ojo de encima, poniendo una cara encantadora y lujuriosa a la vez, como si se
me quisiera follar, pero en plan buen rollo, como si yo fuera hija suya y un juguete
sexual al mismo tiempo. Es un patoso y un pedazo de friqui (hacía un espectáculo él
solo en un escenario y pintaba cuadros extraños de una vieja con mucho vello
púbico… ¡MENUDO ENFERMO!), pero a mí me entraban ganas de sentarme en su regazo
o algo así. Hasta me humedecí un poco de lo inocente que era y de lo listo, y
cachondo y SUPERDIVERTIDO, que es una cosa que Lenny ya no es. Empecé a sudar un
poquito y me puse MUY profunda conmigo misma. Y es que mis putos muslos son tan
gordos que se frotan entre ellos y hacen un ruido como de beso húmedo. ¡MUÁ! ¡MUÁ!
¡¡¡TIMATOV!!! Tengo que perder peso ya, no valen excusas. Estoy hasta el moño de

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proteínas e hidratos de carbono, aunque el señor Goldmann hablaba mucho de
proteínas básicas. Bueno, el caso es que esta semana voy a empezar a comer esos
polos de judía roja bajos en calorías del colmado coreano y a beberme cinco vasos de
agua para cenar.
Y luego me voy a casa con Lenny y me enrollo con él y nos dedicamos a celebrar
la hora del Chocho Mágico y tal, pero todo el rato estoy pensando en Joshie
Goldmann. Pero ¿qué me está pasando? ¿Será que Lenny no es lo bastante viejo para
mí? ¿Me estaré obsesionando con los carcamales? ¡Ja, ja! Debería preguntarle a Sally
si puedo echar una manita en el pabellón geriátrico de ese hospital en el que ella
trabaja de voluntaria. ¡Y supongo que me sentía tan culpable que no paraba de decirle
a Lenny que me quería casar con él! En fin, al día siguiente recibo un mensaje de
Joshie (así es como quiere que le llame) diciéndome que DEBERÍAMOS IR JUNTOS A
CLASES DE ARTE en Parsons, que solo vamos a estar él, yo y un profesor francés. Y que
no debería decirle a Lenny que solo vamos a estar los dos. ¿A ti te suena a intento de
ligue? ¿Qué hago? ¡Es el jefe de mi novio, Poni!
Ah, y ha dicho que me podía conseguir un trabajo en Ventas, en un sitio como
CulosLujosos o algo así. Es un hombre muy poderoso. La cosa es que, aunque tiene
como cuarenta años más que Lenny, aún es un poco crío, pero un crío de lo más
adelantado, eso sí. Es divertido, cariñoso y lo controla todo, y supongo que me puede
pagar las facturas de AlliedWaste… ¡JA, JA, JA! Es broma. Pero por otro lado, es como
que me puedo comunicar con él mejor que con Lenny, aunque se resiste a llevar
äppärät y no puedo encontrar su perfil. Por el amor de Dios, coño machacado, dime
por favor que no soy una mala persona y ponme en mi sitio antes de que me vuelva
loca por el viejales.
Supongo que la otra cosa importante es que vi a mi padre y fue de lo más extraño,
pero al mismo tiempo como que me curó un poquito el corazón. La verdad es que ya
no le quedan pacientes, así que le pregunté a Sally si no podría echar una mano en
uno de los campamentos de IBI de los parques, y ella lo envió a Tompkins Square y
luego como que «organizó» que nos viésemos allí. Sally siempre tiene que interpretar
el papel de la buena hija que mantiene unida a la familia.
De repente se puso a llover a cántaros. Toda la comida de las mesas se fue al
carajo, y alguien había donado tres jamones, así que la gente se echó a llorar. La
semana pasada se murió una vieja de un ataque al corazón, pero aquí ya no aparecen
las ambulancias y además nadie tiene vales de la Asistencia Médica. O eso, que era
como si papá acudiera al rescate. Se pasó toda una semana haciendo chequeos
gratuitos en las tiendas de campaña. Y al principio David le daba órdenes a ladridos,
diciéndole que la prioridad es esta o la prioridad es aquella, pero papá se limitó a
mirarle sin inmutarse, que es lo mismo que hace conmigo, solo que sin decir nada. Y
David se puso en plan «pues vale». Papá se trajo todo el instrumental, y la verdad es
que resultaba extraño ver a ese vejete recorriendo el parque, cargando con esa enorme
bolsa de cuero marrón que mamá le regaló para su sesenta cumpleaños, tan

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inofensivo e inocente, mientras yo me preguntaba, ¿ESTE es el tío que me ha
arruinado la vida?
Dijo que había algunos casos graves de desnutrición, así que fuimos al
supermercado nuevo de la Segunda Avenida y compramos todas esas cosas que no se
estropean, como 1.000 ddok y paquetes de kim (aunque no del bueno) y esas galletitas
non que se venden a quintales, y nos lo llevamos todo al parque en taxi. La cosa era
extraña, pues a mí me había dado mucha vergüenza llevar toda esa comida en la
tartera cuando iba a la guardería y ahora se la estábamos suministrando a los
estadounidenses pobres. Fue divertido hacer la compra con papá: no me chilló ni una
sola vez. Hasta jugó con todos los niños de la tienda de Actividades como juega con
Myonghee cuando estamos en California, haciendo como que es un avión que va de
vuelta a Seúl para que ella se suba y le pongan el cinturón de seguridad, y luego se
sirve la comida (¡más ddok!) y después, cuando aterrizan, él dice, «Gracias por volar
con Aerolíneas Tiíto. Cerciórense de que se llevan TODOS SUS objetos personales,
¿vale?». Papá y David estuvieron hablando de las escrituras como diez horas, y yo
me daba cuenta de que David se impresionaba oyendo a papá largar sobre los
romanos y toda esa mierda, o decirle que ayudar a los IBI es igual que «entrar en
jerusalén para sumarse a los santos», y me gustó que dijera eso porque hacía que
David y toda esa pobre gente parecieran santos, personas mucho mejores que esos
estirados capullos de Medios con los que trata Lenny. Tuvieron que sacar todas las
carpas que les quedaban para proteger de la lluvia el maíz que había sobrado del
Cuatro de Julio, y David trataba de que alguien les ayudara, pero papá se había puesto
en plan bulldog obstinado y rechazaba cualquier ayuda, así que David y él tuvieron
que hacer todo el trabajo, como si fueran dos tíos fortachones, aunque yo me temía
que papá agarrara un resfriado.
Es raro, pero casi pensé que igual esa podría ser mi familia, sin mamá y sin Sally.
Igual debería haber sido un chico, ¿no? Ya sé que no te gusta David, ni el Ejército de
Aziz en pleno, pero cuando terminaron su labor, papá me dijo que David le parecía de
lo más inteligente y que era una vergüenza lo que les estaba haciendo este país a
hombres como él, enviándolos a Venezuela para luego no darles ni el plus ni la
Asistencia Médica.
Debo reconocer que, en ciertos aspectos, mi padre tiene más cosas en común con
David que con Lenny. Como nuestros padres crecieron en Corea después de la guerra,
saben lo que es no tener nada y cómo sobrevivir a base de astucia. En cualquier caso,
yo estaba muy preocupada de que papá sacara a colación a Lenny, y hubo un
momento en que pareció estar a punto de hacerlo, pues estábamos solos y la verdad
es que él cambia mucho cuando estamos a solas, se quita la máscara y empieza a dar
la brasa con lo de que les he decepcionado a él y a mamá, pero esta vez, lo único que
dijo fue: «¿Qué tal estás, Eunice?».
Y yo casi me eché a llorar, porque nunca me había preguntado algo así en toda mi
vida. Al principio me puse en plan «Eh, bueno, eh, bien», pero luego me quedé que

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no podía respirar, y no sabía si me sentía feliz o solo asustada porque el hecho de que
me preguntara algo así tenía un tono final, como si no fuésemos a volver a vernos.
Me pregunté qué haría el hombre si le abrazaba. A mí siempre me entra miedo
cuando tengo que salir de casa de mis padres para desaparecer una temporadita, pues
papá siempre me ataca en el último minuto, siempre dice algo espantoso en el coche,
de camino al aeropuerto, pero también me pregunto si, en secreto, a lo que aspira es a
mantener algún tipo de contacto conmigo antes de que yo emprenda el vuelo y lo
abandone por alguien como Lenny. Así me sentía yo cuando estábamos saliendo del
parque y le espeté, «Adiós, papá, te quiero», y eché a correr hacia nuestro
apartamento y gracias a Dios Lenny no estaba allí, pues me tiré tres horas
atormentándome hasta que llegó a casa para cenar y la verdad es que yo, esa noche,
no tenía ganas de estar con él.
En fin, no quiero darle muchas vueltas a eso porque me deprime. Y tú ¿qué me
cuentas, churrito frito? ¿Ha recuperado tu padre el negocio de los desatascadores?
¿Qué tal ha ido el rejuvenecimiento vaginal? ¿Cómo está el gilipollas de Gopher? Te
echo mucho más de menos a cada día que pasa sin que nos veamos. Ah, mi madre
SIGUE sin responder a mis mensajes. Supongo que es un castigo por salir con Lenny.
¡Igual debería llevar a la iglesia a mi nuevo amigo de setenta años Joshie GOLDMANN!
Ja, ja.

22 DE JULIO

ZORRUPIA A EUNI-MAJARA:
Querido y Precioso Panda:
La verdad es que ahora no puedo hablar. No encontramos a mi padre. Se fue a la
fábrica y ahí está su última huella en el Global-Trace de mi äppärät. Pensamos que
igual se habría escondido en el edificio, aunque está rodeado de Guardias Nacionales
e infestado de IBI que hacen lo que les sale del níspero. Mamá y yo intentamos
atravesar el control, pero no nos dejaron, y cuando mami empezó a echarle la bronca
a uno de los soldados, este fue y le atizó. Ahora estamos en casa y le estoy cambiando
las compresas, ya que se le ha hinchado el ojo y se niega a ir al hospital. Ya no
sabemos qué pasa. Hay un tío de Medios, un tal Pervaiz Silverblatt, del Informe
Levy, que está transmitiendo que se ha incendiado la fábrica, pero yo nunca he oído
hablar de él. Lamento ser tan mala amiga y no poder ayudarte con tus problemas en
estos momentos. Tienes que ser fuerte y hacer lo más conveniente para tu familia.
EUNI-MAJARA: Sally, ¿te has enterado de lo que ocurre en California? ¿Lo de los
Kang?
SALLYSTAR: Pregúntaselo a tu novio.
EUNI-MAJARA: ¿Cómo?
SALLYSTAR: Tú pregúntale por Wapachung Emergencias.
EUNI-MAJARA: No te sigo.

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SALLYSTAR: Pues no te preocupes.
EUNI-MAJARA: Vete a tomar por culo, Sally. ¿Por qué tienes que portarte así? ¿Qué os
ha hecho Lenny a ti o a mamá? Y para que lo sepas, Lenny no trabaja para
Wapachung Lo-que-sea, sino para Servicios Poshumanos. He conocido a su jefe y es
un señor muy agradable. No es más que una compañía que ayuda a la gente a parecer
más joven y a vivir más.
SALLYSTAR: Suena muy egoísta, ¿no?
EUNI-MAJARA: Claro, ya se sabe que solo tú y papá podéis ser santos en Jerusalén.
SALLYSTAR: ¿Qué?
EUNI-MAJARA: Búscalo, está en tu Biblia. Seguro que lo tienes subrayado en veinte
colores distintos. ¿Pues sabes qué, Sally? Yo también he estado ayudando. He estado
en el parque estas últimas semanas. Y he hecho amistad con David, que piensa que no
eres más que una niña mimada de Barnard.
SALLYSTAR: ¿Cuánto tiempo piensas seguir siendo una bolita llena de ira, Eunice? Un
día empezarás a envejecer y todos esos blancos idiotas dejarán de perseguirte. Y
entonces ¿qué?
EUNI-MAJARA: Muy amable, Sally. Bueno, por lo menos estás siendo sincera por
primera vez en tu vida.
SALLYSTAR: Lo siento, Eunice.
SALLYSTAR: ¿Eunice? Que lo siento.
EUNI-MAJARA: Me voy al parque a ver a David. Les llevo Biomúltiples para Hombre
porque necesitan estar fuertes, por si se produce un ataque.
SALLYSTAR: Vale. Te quiero.
EUNI-MAJARA: Sí, claro.
SALLYSTAR: ¡Eunice!
EUNI-MAJARA: Ya sé que me quieres

24 DE JULIO

EJERCITODEAZIZ-INFO A EUNI-MAJARA:
Hola, Eunice. Me encantó conocer a tu padre y hablar con él. Me recuerda a ti, en
el sentido de que los dos estáis muy comprometidos. Me alegra que digas que haber
estado juntos en la Nación de Tompkins Square os ha unido más. Ver a tu padre me
hizo echar de menos al mío. Cuando éramos pequeños, nuestros padres eran mucho
más duros con nosotros de lo que tenían que ser, lo cual significa que sus hijos se
hicieron más fuertes de lo que deberían.
OBSERVACIÓN: te quejas y despotricas demasiado, ese es un problema que tienes,
pero sigues siendo una mujer muy fuerte, tan fuerte que a veces das miedo. Usa bien
esa fuerza. Sigue adelante.
HACE FRÍO esta noche con eso de la lluvia. Todo el mundo duerme y el único

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sonido que oigo es el de Anna, la niña pequeña de Marisol, cantando viejos temas de
rhythm and blues junto a la fuente. Me preocupan las Fuerzas de Protección. Mis
informantes me dicen que no hay actividad de la ARE en torno al perímetro del
parque, lo cual me parece extraño siendo viernes. Voy a enviar de inmediato una
unidad a la Lavandería Automática de St. Mark. A ver si los Bipartitos se dan por
enterados de una vez. Igual así conseguimos finalmente nuestros pluses de Venezuela.
OBSERVACIÓN: Eres muy afortunada en general, Eunice, ¿lo sabes? Me encantaría
que estuvieras aquí conmigo ahora mismo para poder charlar en la tranquilidad de la
tienda de campaña (intenté verbalizarte, pero debes de estar durmiendo). Sería como
estar de nuevo en la universidad, solo que en Austin no había ninguna chica tan
guapa como tú. Para que lo sepas: Chauncey, de Desnutrición, dice que necesitamos
20 frascos de repelente de mosquitos y que si consiguiéramos 100 unidades más de
aguacate y carne de cangrejo del supermercado, nuestro perfil nutricional mejoraría
de manera evidente.
Espero que no te mojes y que tu mente y tu cuerpo se encuentren en un lugar
agradable. No pienses en los Individuos de Altos Ingresos esta semana. Dedícate a
tareas útiles de las que tu padre pueda sentirse orgulloso. Pero también relájate un
poco. Pase lo que pase, puedes contar conmigo.
David

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La ruptura
De los diarios de Lenny Abramov

29 DE JULIO

Querido diario:

Grace y Vishnu celebraron su fiesta de anuncio del embarazo en Staten Island. De


camino hacia la terminal del transbordador, Euny y yo vimos una manifestación, una
marcha de protesta a la antigua usanza que iba por la calle Delancey hacia la
maltrecha superestructura del puente de Williamsburg. Estaba permitida por la
Autoridad de Restauración, o eso parecía, pues la gente caminaba libremente,
entonando cánticos y blandiendo pancartas mal escritas en las que se exigía un
alojamiento mejor: «¡Poder para el puevlo!», «Tener donde bibir es un derecho
humano», «No nos tiréis al hagua», «¡Quememos los Postres de Crédito!», «¡Yo no
soy un saltamontes, huevón!», «¡No me llames ormiga!». Gritaban en español y en
chino, y los acentos se te mezclaban en los oídos, pues esos idiomas tan fuertes
competían por abrirse camino entre nuestra perezosa lengua nativa. Había hombres
bajitos de Fuji, madres hispanas de potente trasero y, destacando entre la masa, una
pandilla de blancos de Medios intentando transmitir torrentes sobre sus propios
problemas de hipoteca o de insufribles normas de convivencia entre vecinos. «¡El
sector inmobiliario nos está machacando!», clamaban los manifestantes más eruditos.
«¡Basta de amenazas de deportación! ¡Qué vergüenza! ¡El espacio de la juventud gay,
lesbiana, bisexual y transexual no está a la venta! ¡En la unidad está el poder!
¡Recuperemos nuestra ciudad! ¡Sin justicia no hay paz!». Toda esa cacofonía me
tranquilizaba. Si aún podía haber marchas como esa, si la gente aún se preocupaba
por cosas como un alojamiento mejor para los jóvenes que cambiaban de sexo, igual
no estábamos del todo acabados como nación. Pensé en transmitirle la buena nueva a
Nettie Fine, pero mi principal preocupación consistía en cómo llegar a Staten Island.
Las tropas de la Guardia Nacional desplegadas en los controles de la terminal del
transbordador no pertenecían, según mi äppärät, a Wapachung Emergencias, por lo
que tuvimos que sufrir la habitual media hora de humillaciones modelo «Niega y
consiente», como todo el mundo.
Grace y Vishnu ocupaban una planta de una mansión de estilo Shingle en el
barrio de moda de St. George, y las columnas dóricas de la casa denotaban cierto
exhibicionismo histórico, con ese torreón que aportaba algo de comicidad y esas
ventanas esmeriladas tan bonitas como kitsch, aunque el resto del conjunto se veía
resistente y fiable en su condición: la de una edificación indígena de finales del siglo
XIX, situada a escasa distancia de lo que entonces se estaba convirtiendo en la ciudad
más importante del país más importante del mundo.

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No eran ricos, mi Vishnu y mi Grace —habían comprado la casa por casi nada
dos años atrás, cuando la última crisis alcanzaba su punto álgido—, y el sitio ya era
un desastre, antes incluso de la llegada del bebé, gracias a esos muebles Shaker
medio rotos, que Vishnu nunca encontraba el momento de arreglar, y esos libros
realmente apestosos de una vida anterior que jamás tendría tiempo de leer. Vishnu
estaba en el porche de atrás, con la parrilla llena de tofu y verduras. Aquella terraza
cubierta le daba al apartamento un aire menos mundano: entre el calor estival surgía
una vista completa de la zona centro de Manhattan, cuya línea de rascacielos
mostraba un aspecto cansado, gastado y necesitado de un buen baño. Vishnu y yo
soltamos los gritos de ritual y nos dimos un abrazo. Me quedé junto a mi amigo y le
di conversación poniendo mucho interés, como hubiese hecho con una mujer cuando
era joven y soltero, mientras Eunice se mantenía tímidamente a distancia, sosteniendo
con fuerza una copa de Pinot o lo que fuese.

CrisisNet: LA DEUDA CREDITICIA REBASA LA CIFRA LÍMITE DE 100 BILLONES DE EUROS


DEL NORTE.

No sabía muy bien qué significaba eso. Vishnu miraba distraído hacia un punto
no muy lejano, mientras una verdura se deslizaba entre los hierros de la parrilla y caía
en las brasas.
El porche empezó a llenarse. Ahí estaba Noah, colorado y agobiado por el calor,
pero dispuesto a ejercer de maestro de ceremonias a la hora de anunciar la inminente
llegada de la hijita de Vishnu y Grace, que aparecería ya cargada de deudas en un
mundo extraño y nuevo para ella; y la novia de Noah, Amy Greenberg, su pareja
cómica, la que llenaba su «Hora de la Magdalena» con arrebatos de risa espasmódica
y un cabreo no-excesivamente-sutil ante la evidencia de que Noah no incluía entre
sus planes inmediatos dejarla embarazada y de que todo lo que tenía en su vida era
una carrera virtual.
Mis amigos. Mis seres queridos. Nos dedicamos a charlar, en ese tono agridulce
tan típico de quienes están a punto de entrar en la cuarentena, sobre las cosas que
solían hacernos sentir jóvenes, mientras Amy hacía circular un porro de los de
verdad, húmedo y sin semillas, de los que solo pilla la gente de Medios. Intenté
involucrar a Eunice en el asunto, pero ella no se movía del extremo del porche,
pegada al äppärät, mientras su impresionante vestido de cóctel, que parecía sacado de
una película antigua, le confería el aspecto de una princesa altiva a la que solo puede
entender un hombre en concreto.
Noah se acercó a Eunice e intentó camelársela en plan retro («¿Qué tal estamos,
preciosa señorita?»). Pude ver cómo mi novia movía la boca para formar pequeñas
sílabas de ánimo y comprensión mientras un rubor absoluto se extendía cual eczema
por todo su rostro, pero hablaba demasiado bajo para que yo pudiese oírla entre el
siseo de las verduras dorándose en la parrilla y las risotadas de los viejos amigos.
Apareció más gente: los compañeros de trabajo judíos e indios de Grace,

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abogados de Ventas que pasaban sin esfuerzo alguno del tono amistoso al severo, de
la discreción al exceso; las bonitas exnovias de Vishnu, que aún se mantenían en
contacto con él porque era muy enrollado; y una pandilla de gente que fue a la
Universidad de Nueva York con nosotros, principalmente tíos guays de Crédito, uno
de los cuales lucía un pendiente de perla y uno de esos peinados de mohicano tan a la
moda, y trataba de parecer tan importante como Noah.
Me aticé unos cuantos vodkas con Noah, quien, tras apagar el äppärät, me
confesó que el embarazo de Grace le «ponía totalmente de los nervios», que no sabía
qué hacer consigo mismo a continuación y que su alcoholismo, que a casi todo el
mundo se le antojaba encantador, empezaba a preocupar a Amy Greenberg.
—Haz lo que te parezca adecuado —le dije sin comprometerme, pues ese consejo
pertenecía a la época en que el primer Boeing Dreamliner, que aún volaba bajo
pabellón norteamericano, despegó hacia el cielo plomizo de Seattle.
—El problema es que ya nada me parece adecuado —dijo Noah poniéndome en
mi sitio, mientras con los ojos escaneaba perezosamente las prietas formas de Eunice.
Le serví más vodka, que se derramó al superar el borde del vaso y me mojó los dedos
ennegrecidos previamente por la parrilla. Estaba contento de que hoy, por lo menos,
no hablara de política, contento y un tanto sorprendido. Bebimos y dejamos que el
porro itinerante añadiera una sabrosa y verde humedad a nuestro incierto estado de
ánimo: sentía las pulsaciones del peligro detrás de la córnea, pero mi campo de visión
seguía siendo de una claridad cristalina en lo referente a mis afectos. Si pudiera
conservar a mis amigos y a mi Eunice hasta el fin de los tiempos, todo me parecería
bien.
Un tenedor tintineó contra una copa de champán, la única que poseía la pareja que
no era de plástico. Noah estaba a punto de pronunciar su muy ensayado discurso
«improvisado». Vishnu y Grace estaban de pie en mitad de los presentes, y hacia
ellos se dirigían mis más sinceras oleadas de amor y compasión. Qué guapa estaba,
con esa blusa holgada de campesina y esos vaqueros no transparentes, esa agradable
mujer que a veces me recordaba a un ganso; por no hablar de Vishnu, cuyos rasgos
oscuros parecían cada vez más hebraicos bajo el peso de sus inminentes
responsabilidades (hay que reconocer que nuestras dos razas están especialmente
dotadas para la reproducción) y cuyo vestuario era más discreto y recatado, pues
había reemplazado esa birria juvenil de TXUPA POYA por unos pantalones muy
normales y una camiseta con la leyenda «Rubenstein debe morir lentamente». Grace
y Vishnu, mis dos adultos.
Noah tomó la palabra y yo, aunque pensaba que me iba a dar mucha grima lo que
dijera, teniendo en cuenta su previsible superficialidad y ese estilo torrente
permanente de información del que nunca se despegan del todo los de los Medios, vi
que no era así.
—Quiero a ese menda —dijo Noah señalando a Vishnu— y a la novia del menda,
y creo que son las dos únicas personas con derecho a dar a luz, los únicos seres

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cualificados para expulsar a otro.
—¡Tienes razón! —gritamos al unísono.
—Los únicos que están lo suficientemente seguros de sí mismos como para que,
pase lo que pase, su hijo se sienta querido, cuidado y protegido. Porque son buena
gente. Ya sé que eso se dice todo el rato, «Son buena peña, tío», pero existe la bondad
de plástico, esa «bondad» facilona que está al alcance de todos, y luego está la otra
bondad, esa cosa profunda que cada día nos cuesta más encontrar. La consistencia. El
día a día. Tirar adelante. Echarle paciencia. No explotar jamás. Conseguir canalizarlo
todo, incluyendo esa rabia, esa inmensa rabia sobre lo que nos ha sucedido como
colectivo humano, canalizarla hacia donde cojones sea y mantenerla alejada de los
niños. Eso es todo lo que tengo que decir.
Eunice le daba la razón a Noah con mirada afectuosa, mientras cerraba
inconscientemente los dedos en torno al äppärät y la imagen de CulosLujosos que
parpadeaba ante ella. Creí que Noah había acabado de hablar, pero ahora tenía que
soltar algunos chascarrillos para equilibrar la balanza, pues era consciente de que
todos queríamos a Grace y a Vishnu, pero nos aterrorizaba enormemente su futuro y
sus dos meses con el bollo en el horno. Afortunadamente, Amy celebró todos los
chistes y los demás seguimos su ejemplo y nos carcajeamos… que era lo que había
que hacer.
Volvió el canuto, pasado por una mano femenina delicada y desconocida, y yo le
pegué una buena calada. Me vino un recuerdo de cuando tenía catorce años y pasaba
junto a una de esas residencias de estudiantes de la Universidad en la Primera o la
Segunda avenidas, recién construidas por aquel entonces, esas masas multicolores
con cierta modernidad arquitectónica modelo alitas de pollo resaltando en la azotea, y
había unas chicas muy bien vestidas que se limitaban a ser jóvenes en el vestíbulo del
edificio, y sonreían por parejas mientras yo pasaba por ahí delante… pero no para
burlarse de mí, sino porque yo era un tío de aspecto normal y era un radiante día de
verano y todos estábamos vivos. Recuerdo lo contento que estaba (decidí justo
entonces matricularme en esa universidad), pero también recuerdo haberme dado
cuenta, tras haberme alejado una manzana de allí, de que ellas iban a morir y de que
yo iba a morir y que el resultado final —la no existencia, la eliminación, cosas que
nunca deberían preocuparme «tan pronto»— jamás me tranquilizaría, jamás me
permitiría disfrutar por completo de la felicidad de esos amigos que, como
sospechaba, haría algún día, amigos como esa gente que ahora tenía ante mí, que
celebraban un próximo nacimiento, reían y bebían, cedían el testigo a una nueva
generación mientras mantenían intactas la decencia y la capacidad de conectar,
aunque cada año les acercara más a lo impensable, a esas horas de vigilia que van de
las nueve de la noche a las tres de la mañana, esas horas tensas, como picadas por los
mosquitos, cargadas de temor. Cuánto me había alejado de mis padres, nacidos en un
país construido sobre cadáveres. Cuánto me había distanciado de su infinita
ansiedad… Pero ¡qué suerte había tenido! Y sin embargo, qué poco me había

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separado de ellos, qué torpeza la mía a la hora de aprovechar el presente, de agarrar a
Grace por los hombros y decirle, «Tu felicidad es la mía».

CrisisNet: COMPAÑÍA INVERSORA CHINA ABANDONA EL TESORO DE LOS EE. UU.

Vi a Vishnu parpadear varias veces mientras las últimas noticias se materializaban


en nuestros äppäräti y algunos tíos de Crédito se susurraban cosas unos a otros.
Vishnu agarró a su novia y le acarició la barriga incipiente. Volvimos a lo nuestro, a
reírnos con las historias que contaba Noah del primer año de universidad de Vishnu:
como buen cazurro rural, había sido parcialmente atropellado por una camioneta y
hospitalizado con marcas de neumático en el pecho.
Dos hileras de helicópteros, cual bandada de patos en forma de V, sobrevolaban lo
que supuse que era el estrecho Arthur Kill, por un lado, y la poética curva del puente
Verrazano, por otro. Todos levantamos la vista, dejando con la palabra en la boca a
Grace, que nos estaba largando un discurso lacrimógeno sobre lo mucho que le
importábamos y lo poco que le preocupaba el futuro mientras estuviésemos a su
lado…
—Hay que joderse —se dijeron mutuamente dos tíos de Crédito mientras les
temblaba en la mano la botella de cerveza Corona.

CrisisNet: EL BANQUERO NACIONAL CHINO WANGSHENG LI LANZA UNA ADVERTENCIA:


«HEMOS TENIDO MUCHA PACIENCIA».

—Vamos a… —dijo Vishnu—. Vamos a pasar de todo. Disfrutemos de la jornada.


¡Amigos! ¡Ahí viene otro canuto!
Nuestras clasificaciones y reservas de Crédito se pusieron a parpadear.
NUEVO RECUENTO EN MARCHA. El caballero del peinado de mohicano ya se dirigía a
la salida.

CrisisNet: URGENTE: AUTORIDAD DE RESTAURACIÓN ESTADOUNIDENSE SUBE EL NIVEL


DE AMENAZA EN NUEVA YORK, LOS ÁNGELES Y DISTRITO DE COLUMBIA A PELIGRO
ROJO++INMINENTE.

Ahora ya nos estábamos gritando todos mutuamente. Gritando y agarrándonos


unos a otros, histéricos ante lo que siempre habíamos intuido que acabaría pasando,
mezclado además con la evidencia de que estábamos, finalmente, realmente, en
medio de una película, y de que no podíamos salir del cine hacia la seguridad de
nuestros vehículos. Todos nos mirábamos a los ojos, nuestros auténticos ojos, que a
veces eran azules y verdes, pero en general castaños y negros, como si sopesáramos
nuestras alianzas: ¿Podríamos sobrevivir juntos o sería mejor separarse? Noah
estiraba el cuello hacia arriba, todo lo que podía, como si quisiera tener constancia de
la situación y, al mismo tiempo, dejar clara su primacía de hombre alto. «Tenemos
que mantenernos unidos», le decía yo a Amy Greenberg, pero ella estaba en otro

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sitio, en un lugar en el que se hacían cálculos y en el que los datos y las Imágenes
manaban cual vino verde en julio. Consulté mi propia información mientras intentaba
localizar a Eunice.

CrisisNet: IMPORTANTES COMBATES CON ARMAS CORTAS EN NUEVA YORK. ÁREA DE


CUARENTENA INMINENTE A CARGO DE LA GUARDIA NACIONAL: CENTRAL PARK,
RIVERSIDE PARK, TOMPKINS SQUARE PARK.

MENSAJE URGENTE DE LA AUTORIDAD DE RESTAURACIÓN ESTADOUNIDENSE, MANDO


DEL ATLÁNTICO MEDIO (18.04, hora del este). Texto a continuación: la Insurgencia ha lanzado ataques
contra el Complejo Residencial Financiero Prestador-Gastador del Bajo Manhattan. Los residentes
DEBEN presentarse en residencia principal para instrucciones/realojamiento. Al leer este mensaje, usted
está negando su existencia y otorgando su consentimiento.

Ahora ya había torrentes de información. Provenían de la gente de Medios que


vivía en los edificios aledaños al parque Tompkins, que sacaban sus äppäräti por la
ventana. El rectángulo verde estaba cubierto de humo; el contundente fuego de
artillería había podado hasta los árboles más robustos, cuyas ramas desnudas se
agitaban indefensas entre el viento que provocaba el helicóptero. Los IBI habían sido
rodeados. Su líder, identificado ahora por los Medios como David Lorring, con dos
erres y una ene, estaba malherido. Los Guardias lo sacaban del parque en dirección a
una tanqueta. Yo no podía verle la cara, que para mí no era más que una masa de
carne roja que asomaba tras un vendaje improvisado, pero aún llevaba su propio
uniforme verde para las junglas venezolanas y le colgaba un brazo de la camilla en un
ángulo inhumano, como si una pandilla de psicópatas se lo hubiera arrancado y
vuelto a enganchar. A través del humo, atisbé algunos cuerpos cuyo estado era difícil
de precisar y siluetas de hombres armados a su lado, internándose más en el caos,
mientras por todas partes se oía el estallido de botellas de plástico con agua. Una
señal con la sorprendente palabra DIFTERIA ocupaba todo el cuadro del äppärät de
alguien.
Eunice se plantó rápidamente a mi lado.
—¡Quiero irme a Manhattan! —me dijo.
—Todos queremos volver a casa —repuse—. Pero mira lo que está pasando.
—Tengo que ir al parque Tompkins. Conozco a alguien allí.
—¿Estás loca? Están matando gente por ahí.
—Corre peligro un amigo mío.
—Hay un montón de gente que corre peligro.
—¡Igual también está mi hermana! Está echando una mano en el parque.
Ayúdame a llegar al transbordador.
—¡Eunice! Ahora mismo no vamos a ninguna parte.
Se le encajó la célebre sonrisa muerta con tanta contundencia que pensé que se le
había roto un pómulo.
—Muy bien —dijo.

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Grace y Vishnu estaban llenando bolsas de comida para gente que no cocinaba en
casa, como si hubieran pronosticado con ese acaparamiento de latas digno de sus
antepasados el estado de sitio que se nos venía encima. Mi äppärät se puso a hacer
ruiditos. Me estaban arreando con una buena dosis de información.

PARA: Accionistas y Personal Ejecutivo de Servicios Poshumanos.


de: Joshie Goldmann.
ASUNTO: Situación política.
MENSAJE A CONTINUACIÓN: Estamos inmersos en un proceso de cambio profundo, pero animamos a
todos los miembros de la familia Poshumana a mantenerse tranquilos y vigilantes. El esperado colapso del
régimen Rubenstein/ARE/Bipartitos se nos presenta cargado de posibilidades. En Staatling-Wapachung
nos estamos poniendo en contacto con fondos soberanos de riqueza de otras naciones en busca de
inversiones y alianzas. Intuimos cambios sociales que beneficiarán a todos nuestros accionistas y personal
de primer orden. En las fases iniciales de la transformación, nuestra principal preocupación es la seguridad
de todos nuestros accionistas y colaboradores. Si usted se encuentra actualmente fuera de Nueva York,
haga el favor de apresurarse a regresar a la ciudad. Pese a las apariencias de desorden y colapso en ciertas
zonas del centro, su seguridad estará mejor garantizada si se encuentra en su propio triplex, casa o
apartamento de Manhattan o Brownstone Brooklyn. El personal de Wapachung Emergencias ha recibido la
instrucción necesaria para protegerle de los disturbios provocados por los Individuos de Bajos Ingresos y
elementos renegados de la Guardia Nacional. Por favor, póngase en contacto con Howard Shu en Ayuda a
los Amantes de la Vida si tiene alguna pregunta que hacer o requiere asistencia inmediata. Si se
interrumpen por cualquier motivo las transmisiones normales vía äppärät, recurra por favor a las normas
de alarma de Wapachung Emergencias y siga las instrucciones que se le den. Está a punto de empezar para
todos nosotros y para la economía creativa una época de lo más estimulante. Somos todos muy
afortunados, pues lo que sucede, pese a su sentido abstracto, es toda una bendición. ¡Adelante, amigos!

Eunice se había apartado de mí y derramaba, de manera intermitente, lágrimas


voluptuosas que se le acumulaban en la nariz y crecían en fuerza y volumen.
—Eunice —le dije—, todo va a salir bien, cariño.
Le pasé un brazo por los hombros, pero me lo retiró de inmediato. Se produjo un
eco cercano y me llegó un sonido de lo más surrealista que procedía del exterior del
palacete de Grace y Vishnu: el insufrible contralto de los berridos de la clase media.

CrisisNet: DE FUENTES NO IDENTIFICADAS: FRAGATAS CON MISILES DE LA ARMADA


VENEZOLANA MARISCAL SUCRE Y RAÚL REYES, MAS NAVES DE APOYO, DETECTADAS A
3OO MILLAS DE LA COSTA DE CAROLINA DEL NORTE. ST. VINCENT Y OTROS HOSPITALES
DEL ÁREA DE NUEVA YORK EN ALERTA MÁXIMA.

Los pocos que éramos de Manhattan o de Brownstone Brooklyn hacíamos cola


ante Vishnu y Grace, tratando de conseguir que nos dejaran un sitio en su casa para
dormir; otros habitantes de Staten Island ofrecían plegatines y espacios calentitos en
sus desvanes. Nombres y números de compañías de taxis saltaban de äppärät en
äppärät, y la gente intentaba averiguar si aún se podía atravesar el puente Verrazano.
Mi propio äppärät gimió de nuevo y en mi cabeza tronó, sin advertencia previa, la
voz de Joshie, aquejada de una urgencia jamás vista.
—¿Dónde estás, Len? —me preguntó—. GlobalTrace está mostrando Staten
Island.
—En St. George.

ebookelo.com - Página 199


—¿Eunice está contigo?
—Sí.
—Asegúrate de que está bien.
—Lo está. Nos vamos a quedar a dormir en Staten Island, en espera de que pase
lo peor.
—¿Cómo que a dormir? ¿No te ha llegado el mensaje? Tienes que volver a
Manhattan.
—Me ha llegado, pero no tiene el menor sentido. ¿No estamos más seguros aquí?
—Lenny —la voz hizo una pausa, permitiendo que el nombre resonara en los más
bajos estratos de mi conciencia, como si Dios me llamara a su lado—, esos mensajes
no salen del aire. Esto viene directamente de Wapachung Emergencias. Sal de Staten
Island ahora mismo. Vete a casa de inmediato. Llévate contigo a Eunice y asegúrate
de que esté a salvo.
Yo seguía colocado. Las ventanas del alma las tenía rojas y neblinosas. La
transición de una felicidad relativa al miedo absoluto carecía de sentido. Y entonces
recordé la fuente de esa felicidad relativa.
—Mis amigos —dije—. ¿No les pasará nada si se quedan en Staten Island?
—Depende —repuso Joshie.
—¿De qué?
—De lo que valgan.
No sabía cómo responder a eso. Tenía ganas de llorar.
—Tus amigos Vishnu y Grace estarán bien donde están —dijo Joshie. ¿Y cómo
sabía él los nombres de mis amigos?¿Se los había dicho yo?—. Deberías centrarte en
traerte a Eunice a Manhattan.
—¿Y qué pasa con mis amigos Noah y Amy?
Hubo una pausa.
—Nunca he oído hablar de ellos —dijo Joshie.
Era hora de moverse. Besé a Vishnu en ambas mejillas, repartí palmaditas entre
los demás y acepté un pequeño recipiente con kimchi y rollitos de algas que me dio
Grace, quien nos suplicó que nos quedáramos.
—¡Lenny! —gritó. Y acto seguido me susurró al oído, poniendo mucho cuidado
en que Eunice no la oyera—: Te quiero, cariño. Cuida de Eunice. Cuidaos mucho los
dos.
—No lo digas de esa manera —le susurré a mi vez—. Nos volveremos a ver.
Mañana mismo.
Encontré a Noah y a Amy trasmitiendo torrentes el uno junto al otro, él gritando y
ella llorando, con el aire cargado de espesor a causa del pánico y de los Medios. Me
acerqué a Noah y le apagué el äppärät.
—Amy y tú os tenéis que venir con nosotros a Manhattan.
—¿Estás loco? —me dijo—. Hay pelea en el centro. Y los venezolanos vienen
hacia aquí.

ebookelo.com - Página 200


—Mi jefe dice que tenemos que llegar a Manhattan. Me ha dicho que allí
estaremos a salvo. Se lo han dicho en Wapachung Emergencias.
—¿Wapachung Emergencias? —clamó Noah—. ¿Qué, ahora eres bipartito?
Y por una vez me entraron ganas de quitarle la indignación a puñetazos.
—Tenemos que mantenernos a salvo, capullo —le espeté—. Hay unos disturbios
del copón. Estoy intentando salvarte la vida.
—¿Y qué pasa con Vishnu y Grace? Si aquí no se está a salvo, ¿por qué no vienen
con nosotros?
—El jefe me ha dicho que aquí estarán bien.
—¿Por qué? ¿Porque Vishnu está colaborando?
Le agarré del brazo como nunca lo había hecho. Y su carne prieta se retorció bajo
mi fuerte cepo, demostrando en cierta medida que, por una vez en la vida, era yo
quien estaba al mando.
—Mira —le dije—. Sabes que te aprecio. Eres mi amigo. Tenemos que hacer esto
por Eunice y Amy. Tenemos que asegurarnos de que no les pase nada.
Me contempló con ese odio facilón típico de los justos. Yo nunca había estado
muy convencido de su afecto por Amy Greenberg, y ahora ya no albergaba ninguna
duda al respecto: no la quería. Estaban juntos por un motivo tan obvio como
intemporal: porque resultaba algo menos doloroso que estar solos.

CrisisNet: DE FUENTES NO IDENTIFICADAS: 18 POSTES DE CRÉDITO INCENDIADOS POR


MANIFESTANTES DE BAJOS INGRESOS EN EL DISTRITO CREDITICIO DE MANHATTAN. LA
GUARDIA NACIONAL RECURRE A LA «ACCIÓN DIRECTA».

Echamos a andar por la victoriana y hermosa St. Mark’s Place, cubierta de hojas,
por cierto, como dos parejas de lo más normales: Noah rodeaba a Amy con el brazo y
yo hacía lo propio con Eunice. Pero esas bonitas parejas y esos bellos sauces de la
calle eran mentira. Un enfermizo miedo de raza blanca, hecho de céspedes podados y
sexo moderado, mezclado todo ello con un inesperado chorrito de sudor
tercermundista, impregnaba la calle más elegante del barrio mientras los jóvenes
blancos modernillos corrían hacia el transbordador de Staten Island, en dirección a
Manhattan y luego Brooklyn, mientras otra multitud trataba de volver como fuese a
Staten Island… Sin estar seguros ni los unos ni los otros de lo conveniente de su
decisión, pues según el parloteo de los Medios que emergía de nuestros äppäräti, la
ciudad en pleno parecía estar a merced de la violencia, real o inventada. Continuamos
la marcha, con la gente de Medios transmitiendo torrentes en movimiento: Amy,
resumiendo su vestuario y sus recientes frustraciones con Noah; Eunice, observando
lo que la rodeaba con sumo cuidado, mientras sus formidables índices de Follabilidad
flotaban en el aire que nos envolvía. Una nueva escuadra de helicópteros nos
sobrevoló en el preciso momento en que se anunciaba una tormenta de las de verdad.
Recibí un mensaje de emergencia de Nettie Fine: «LENNY, ¿ESTÁS BIEN? ¡ESTOY MUY
PREOCUPADA! ¿DONDE ESTÁS?». Le respondí que Noah, Eunice y yo estábamos en

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Staten Island, tratando de regresar a Manhattan, «INFÓRMAME DE LO QUE PASA A CADA
MINUTO», escribió ella, aplacando mis temores. Todo se iba a la mierda, pero mi
mamá estadounidense seguía cuidando de mí.
Torcí a la izquierda hacia la avenida Hamilton: el transbordador de Staten Island
estaba al final de la bajada que llevaba a la bahía. Un poco más y nos derriba un
Telemacho que corría que se las pelaba, todo dientes y piel bronceada y guayabera
despechugada. «¡Están disparando a los de Medios!», iba proyectando en su äppärät y
a cualquiera que le escuchase.
—¿Dónde? —gritamos.
—Aquí. En Manhattan. En Brooklyn. ¡Los IBI están prendiendo fuego a los
Postes de Crédito! ¡Los venezolanos avanzan por el Potomac!
Noah tiró de nosotros hacia atrás. Nos rodeaba con los brazos a Eunice y a mí,
con su relativa solidez y su masa muerta aplastándonos de tal manera que le cogí una
manía tremenda.
—¡Hay que dar media vuelta! —gritaba—. No hay manera de pasar por
Hamilton. Está todo lleno de Postes de Crédito y la Guardia nos va a coser a balazos.
Vi cómo Eunice lo miraba sonriente, felicitándole por su burda decisión. Amy
estaba transmitiendo un torrente acerca de su querida madre —un prototipo
eternamente bronceado de las actuales Teleputas—, que estaba de vacaciones en
Maine y a la que echaba mucho de menos. Decía lo mucho que lamentaba no haber
ido a verla este fin de semana, pero es que Noah, Noah, había insistido en ir a la fiesta
de Grace y Vishnu, y ahora todo era un asco, ¿verdad?
—¿Puedes llevarme al parque Tompkins? —le preguntó Eunice a Noah.
Y él sonrió. En medio de toda esa histeria, Noah va y sonríe.
—A ver qué puedo hacer.
—¿Os habéis vuelto todos locos? —grité.
Pero Noah ya estaba tirando de Eunice y de Amy en dirección al Victory
Boulevard. Ahí también vi gente corriendo, no tanta como en la avenida Hamilton,
pero había por lo menos varios centenares de personas asustadas y desorientadas.
Agarré a Eunice y la arranqué de las zarpas de Noah. Mi cuerpo, fofo pero auténtico
y de un peso que casi doblaba el de Eunice, la envolvió como mejor pudo y nos lanzó
a ambos contra la corriente humana: mis brazos se llevaron la peor parte del choque
con las hordas que venían en dirección contraria, una masa de gente joven y
aterrorizada que apestaba a champús florales y a una profunda ineptitud para la
supervivencia. Por delante de nosotros, dos Postes de Crédito —soportaban el calor
grisáceo que precedía a la tormenta, con sus contadores LED espachurrados y sus
electrónicas entrañas echando chispas.
Me abrí camino hacia delante, recurriendo a mi innata grosería rusa y judía, con
el corazón latiendo como un loco —emergencia, emergencia, emergencia—,
manteniendo a salvo mi precioso cargamento ante cualquier daño, mientras su bolso
de Padma me castigaba las costillas y sus afiladas esquinas me ponían al borde del

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llanto con el dolor que me causaban.
Yo le iba susurrando a Eunice:
—Cariño, cariño, todo saldrá bien.
Pero no hacía falta. Eunice estaba bien. Nos dimos la mano. Noah guiaba a Amy,
Amy guiaba a Eunice y Eunice me guiaba a mí a través de la turba chillona, que
giraba en una dirección y luego en otra a medida que cambiaban los rumores que
aparecían en los äppäräti. También el viento cambió, como si quisiera ponérnoslo
todo aún más difícil, un viento fuerte que nos azotaba primero desde el este y luego
desde el oeste.
Detrás de los antiguos juzgados, había una zona municipal reconvertida en sala de
operaciones de la Guardia Nacional y ocupada por helicópteros que despegaban,
tanquetas, tanques, ametralladoras Browning a medio apuntar y una pequeña área
acordonada a modo de corral improvisado en el que se había metido a algunos negros
viejos.
Echamos a correr. Aunque no servía para nada. Nada tenía el menor sentido.
Todas las señales. Los nombres de las calles. Los edificios históricos. Incluso aquí,
entre el reino de mi temor, solo podía pensar en que Eunice no me quería, en que me
perdía el respeto porque Noah era el líder decisivo en un momento en el que se
suponía que ella tenía que necesitarme a mí. Banco de Staten Island. Barbería Contra
la Caspa. Hermandad Infantil Evangelista. Sociedad para la Salud Mental de Staten
Island. El puente Verrazano. Productos de Belleza A&M. Planeta Placer. Centro de Día
Los Creciditos. Pies y más pies. Retazos de información a nuestro alrededor,
clasificaciones inútiles, torrentes inútiles, comunicados inútiles de un mundo que ya
no existía a otro que no llegaría a nacer. Olí a ajo en el aliento y el cuerpo de Eunice.
Lo confundí con la vida. Me vino un atisbo de concepto que pude proyectar sobre su
espalda. Y el concepto se convirtió en un mantra para ser cantado: «Te quiero, te
quiero, te quiero».
—El parque Tompkins —decía ella con una tozudez irritante—. Mi hermana.
Una masa de negra humanidad, procedente del barrio no restaurado que había
junto a St. George, se fundió con la nuestra y pude ver cómo el componente
modernillo de la mezcla trataba de separarse de los negros, típico instinto
estadounidense de supervivencia que se remontaba a la llegada del primer barco
cargado de esclavos. Apartarse de los condenados. Negro, blanco, negro, blanco. Pero
ya daba lo mismo. Por fin nos habíamos unido y todos estábamos condenados. Una
nueva racha de lluvia nos cubrió el rostro, y luego vino una potente oleada de calor.
La cara castigada de Noah miraba fijamente la mía, maldiciendo mi lentitud y mi
indecisión; Amy transmitía una sola palabra, «mamá», una y otra vez, en dirección a
los satélites que teníamos por encima, hacia la ventosa realidad del Maine de su
madre; Eunice, sin bajar la cabeza, me abrazaba, y yo a ella.
Noah y Amy entraron en la terminal del transbordador a través de una puerta de
cristal que se había hecho añicos. Eunice me había agarrado del brazo y tiraba de mí

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hacia nuestro objetivo. Dos transbordadores acababan de descargar a los últimos y
vociferantes pasajeros de Manhattan. ¿Quién pilotaba esos trastos? ¿Por qué seguían
cruzando la bahía? ¿Radicaría la seguridad en el movimiento constante? ¿Quedaba
algún lugar seguro en que amarrar?
—Lenny —me dijo Eunice—, quedas advertido: como no me lleves a Tompkins
ahora mismo, me voy a ir con Noah. Tengo que encontrar a mi hermana. Tengo que
intentar ayudar a mi amigo. Sé que puedo ayudarle. Tú puedes volver a casa y
quedarte a salvo. Volveré, te lo prometo.
Un transbordador, el John F. Kennedy, había empezado a hacer los ruiditos
previos a la partida, y hacia él nos encaminamos. Noah y Amy ya habían subido a
bordo y estaban amontonados detrás de una pancarta que ponía «Transportes ARE:
Hay que ver qué grande es Estados Unidos, nena».
Puedes volver a casa y quedarte a salvo. Tenía que decir algo. Tenía que
detenerla si no quería que se la cargaran como a los manifestantes IBI. Bastante mal
tenía ya su Crédito.
—¡Eunice! —grité—. ¡Quieta ahí! ¡No me dejes tirado! Tenemos que estar
juntos. Tenemos que volver a casa.
Pero ella me apartó el brazo y echó a correr hacia el Kennedy mientras la rampa
del ferri empezaba a alzarse. La agarré por uno de sus finos hombros y, aunque temía
intensamente dislocárselo o escuchar ese crujido que querría decir que le había hecho
daño, la desvié hacia un segundo barco a la espera, en cuya proa se leía el nombre
Guy V. Molinari.
Un helicóptero negro volaba en círculo por arriba, con su armado pico dorado
apuntando en nuestra dirección y luego hacia la isla trufada de rascacielos que se
perfilaba en la inmediata distancia.
—¡No! —clamó Eunice mientras zarpaba el Kennedy con mis amigos a bordo,
incluido Noah, su nuevo ídolo.
—No pasa nada —le dije—. Les veremos al otro lado. ¡Venga! ¡Vamos!
Subimos al Molinari, abriéndonos paso a codazos entre la gente joven y las
familias, montones de familias que se abrazaban entre lágrimas frescas y lágrimas
secas.
«LENNY», me escribía Nettie Fine, «¿Y AHORA DÓNDE ESTÁS?» Pese a toda la
confusión, le respondí de inmediato que estábamos en un ferri, de camino a
Manhattan, y que de momento nos encontrábamos bien, «¿TU AMIGO NOAH A SALVO
CONTIGO?», quería saber ella, la dulce y solícita Nettie Fine, que se preocupaba hasta
por gente que no había visto en la vida. Probablemente, nos estaba siguiendo en
tiempo real a través de GlobalTrace. Le dije que Noah estaba en otro transbordador,
pero igual de a salvo que nosotros, «¿QUÉ TRANSBORDADOR?»
Le dije que nosotros estábamos en el Guy V. Molinari y Noah en el John F.
Kennedy, y justo entonces oímos un tiroteo a nuestra espalda, por la avenida
Hamilton, y los subsiguientes berridos, que se me clavaron en los oídos y me los

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inutilizaron temporalmente. Sordera. Silencio total. La boca de Eunice se torcía en
crueles palabras que yo no podía entender. El morro oblongo del Guy V. Molinari
cortaba las cálidas aguas estivales, desplazándonos furiosamente hacia Manhattan,
mientras yo odiaba más que nunca el falso chapitel de la Torre de la «Libertad», a la
que detestaba por todo lo que se me ocurría, pero principalmente por su promesa de
soberanía y fuerza bruta, y me entraban ganas de soltar amarras con mi país, con mi
airada y chillona novia y con todo lo que me unía a este mundo. Echaba de menos
esos setenta metros cuadrados que me pertenecían por ley, y me refocilaba en el
rumor de las máquinas que me conducían hacia mi idea de hogar.
Apareció un cuervo de metal por encima del transbordador de Noah y Amy.
Inclinó el pico dorado y ese pico dorado se convirtió en anaranjado. Lanzó dos
misiles en rápida sucesión. Una explosión, luego dos; el helicóptero se alejó tan
tranquilo y voló de regreso a Manhattan.
Un momento sin griterío, de absoluto silencio en los äppäräti, se apoderó del Guy
V. Molinari, mientras los viejos agarraban con fuerza a sus hijos y los jóvenes
experimentaban el dolor inherente a hacerse cargo de manera repentina de su propia
extinción, con esas lágrimas frías que les dolían al contacto con la brisa marina. Y
entonces, mientras las llamas se extendían por las cubiertas superiores del
transbordador, mientras el John F. Kennedy se hundía por la popa, se partía en dos y
se desintegraba en las cálidas aguas, mientras la primera parte de nuestras vidas, la
falsa, tocaba a su fin, una voz cascada situada a la izquierda del escenario gritó
finalmente la pregunta que habíamos olvidado plantear durante tantos años: «Pero
¿por qué?».

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Crisis de seguridad en marcha
De los diarios de Lenny Abramov

7 DE AGOSTO

Querido diario:

La nutria se me apareció en sueños. No se trataba de la nutria de chiste que me


interrogó en Roma, ni de la nutria de grafiti que vi en la calle Grand, sino de una
nutria de las de verdad, un mamífero en alta definición, con bigote y la piel mojada
por la humedad del río. Me plantificó su viscosa narizota negra en la mejilla y me la
metió en la oreja, besándome y bendiciendo mi rostro hambriento con su cálido y
familiar aliento asalmonado, mientras sus embarradas patitas me destrozaban la
pulcra camisa blanca de vestir que me había puesto para Eunice, pues en sueños yo
quería que me volviese a amar y anhelaba que regresara a mi lado. Y acto seguido, la
nutria me habló con la voz de Noah, esa voz tensa y grosera pero básicamente
humana, la voz de un erudito frustrado.
—Ya sabes que los estadounidenses se sienten solos en el extranjero —me dijo,
haciendo luego una pausa para ver qué cara ponía yo—. ¡Sucede constantemente! Por
eso yo nunca dejo el arroyo en que nací. —Me miraba fijamente de arriba abajo para
ver si lo encontraba divertido—. ¿Conociste a algún extranjero agradable mientras
estabas fuera? —Más que una pregunta, parecía una declaración. Noah no tenía
tiempo para preguntas—. Sigo esperando ese nombre, Leonard o Lenny. —En el
sueño, sentí que la boca se me movía para traicionar de nuevo a Fabrizia, pero esta
vez no era capaz de abrirla. La nutria-Noah sonrió como si supiera exactamente qué
clase de hombre era yo y se secó el mostacho con una zarpa humana—. Has dicho
«De Salva».
Noah. Tres días después de la Ruptura. En vez de la tristeza, en vez del dolor,
recuerdos tontos de él y yo compartiendo un canuto en las lomas de grava de
Washington Square, cuando nuestra amistad incipiente era tan tenue y torpe como
una historia de amor juvenil. Hablábamos de política mientras pensábamos en chicas.
No éramos más que dos tíos de los suburbios, novatos de la Universidad de Nueva
York: Noah ya trabajaba en una de las últimas novelas que pasarían por la imprenta, y
yo me dedicaba a hacerme amigo de alguien como Noah. ¿Serán auténticos esos
recuerdos? Así es mi vida ahora. Sueños y nada más que sueños.
He estado durmiendo en el sofá. Eunice y yo apenas nos hemos dirigido la
palabra desde que la arrastré a casa, alejándola de su maldito parque Tompkins y de
quien (o de qué) se hubiera propuesto salvar. ¿Su misterioso amiguito? ¿Su hermana?
Pero ¿qué coño estaría haciendo Sally en mitad de un campo de batalla?
—No creo que esto pueda funcionar —le comenté a Eunice sobre nuestra relación
después de que ella se pasara en el dormitorio la mayor parte de ese día sangriento—.

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Si no podemos cuidarnos mutuamente ahora que el mundo se va a la mierda, ¿cuándo
vamos a lograrlo? ¡Eunice! ¿Me estás escuchando? He perdido a uno de mis mejores
amigos. ¿No te entran ganas de… no sé… de consolarme?
Sin respuesta, sonrisa muerta, retiro al dormitorio. E basta.
Las explosiones, grandes y pequeñas, lejanas y cercanas; los aldabonazos en la
cabeza, las luces que recorren la luna, las luces que recorren la calle, las partes
ocultas de la ciudad; un edificio entero lleno de llantos infantiles o, lo que aún da más
miedo, la ausencia temporal de esos aullidos. Implacable. Implacable. Implacable. Se
pueden ver los chispazos de color magenta incluso con las cortinas totalmente
corridas, se pueden sentir en la piel. De noche, llega del río un sonido de roce
metálico, como el de dos barcazas estrellándose la una contra la otra. Cuando abro
una ventana, el extraño hedor de flores y hojas quemadas me impregna las fosas
nasales: un olor a podrido, denso y dulzón, como el de un prado tras la tormenta.
Curiosamente, no se oyen alarmas de coches. Presto atención por si se produce el
sonido lenitivo de esas ambulancias lanzadas a toda velocidad para mantener a la
gente con vida: el día siguiente a la Ruptura pasaban cada pocos minutos; luego, cada
pocas horas; finalmente, nunca.
Mi äppärät no se conecta. No puedo conectarme. Ya no funciona ni un solo
äppärät. «Es un PEMNN», dicen en tono fatalista esos magos de los Medios de treinta y
tantos años que rondan por el vestíbulo de nuestro edificio. Un Pulso Electro
Magnético No Nuclear. Los venezolanos nos deben de haber zumbado a base de bien.
O los chinos. Nadie sabe nada. Como si hubiera alguna diferencia en la calidad de las
«noticias» desde que se apagaron los Medios.
Para una vez que los venezolanos se dedican a reventar algo que no sea una
arepa…
Me da igual, como diría Eunice si aún me dirigiese la palabra.
Enfoco el äppärät hacia la ventana medio abierta en busca de alguna señal. No
puedo localizar a mis padres. No puedo conectar con Westbury. No puedo conectar
con Vishnu. No puedo conectar con Grace. Y no me llega nada de Nettie Fine.
Silencio absoluto por la radio desde que explotó el transbordador de Noah. Lo único
de lo que dispongo es del mensaje de Wapachung Emergencias: «CRISIS DE SEGURIDAD
EN MARCHA. QUÉDENSE EN SUS DOMICILIOS. AGUA: DISPONIBLE. ELECTRICIDAD:
ESPORÁDICA. MANTENGAN ÄPPÄRÄT CARGADO A SER POSIBLE. ESPEREN INSTRUCCIONES».
En el cuarto de al lado, Eunice está llorando.
Yo estoy muerto de miedo.
No tengo a nadie.
Eunice, Eunice, Eunice, ¿por qué tienes que romperme el corazón
constantemente?

Cinco días después de la Ruptura, instrucciones.

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MENSAJE DE WAPACHUNG EMERGENCIAS: CRISIS DE SEGURIDAD MEJORA EN
BAJO/MEDIO MANHATTAN. PRESÉNTENSE POR FAVOR EN EL CUARTEL GENERAL DE SU
DIVISIÓN.

Me puse camisa y pantalones, sintiéndome al mismo tiempo asustado y eufórico. El


aire acondicionado se había estropeado y yo andaba por ahí en calzoncillos, lo cual
hacía que los pantalones parecieran los de una armadura y la camisa un sudario.
Eunice estaba sentada a la mesa de la cocina, observando de manera tan fija como
ausente su inútil äppärät. Nunca le había olido el pelo sin lavar, pero ahí estaba el
hedor, tan fuerte como el contenido de nuestro frigorífico medio muerto. Pero eso, no
sé muy bien por qué, me ablandó e hizo que me dieran ganas de perdonarla, de
reencontrarla, pues lo que hubiera pasado entre nosotros no tenía nada que ver
conmigo.
—Tengo que ir a trabajar —le dije besándola en la frente, sin miedo a inhalar
aquello en que se había convertido.
Levantó la vista hacia mí por primera vez en cien horas, aunque con los ojos
entornados.
—¿A ver a Joshie? —preguntó.
—Pues sí —repuse.
Y ella asintió. Me quedé ahí de pie cual empleado japonés, con los pantalones que
me daban calor y la camisa que me asfixiaba, esperando algo más. Algo que no
llegaba.
—Yo aún te quiero —le dije. No hubo respuesta, pero tampoco sonrisa muerta—.
Creo que ambos tratamos de conseguir que esto funcionara. Pero somos demasiado
diferentes, ¿no crees?
Y acto seguido, antes de que ella pudiera sentir una emoción y rechazarla en un
segundo, me largué.
En el exterior, las calles estaban prácticamente vacías. Todos los taxis habían
regresado al lugar del que procedían, dondequiera que estuviese, y su ausencia de
movimiento amarillo hacía que Manhattan pareciera tan inmóvil y silenciosa como
Kabul durante la plegaria del viernes. Los Postes de Crédito habían ardido por toda la
calle Grand, y su aspecto recordaba al de los árboles prehistóricos tras el fin de la
glaciación, con sus luces de colores boca abajo, formando una hilera de parábolas
invertidas, y las fascistas señales de Crédito rotas, arrancadas y desperdigadas por los
parabrisas de los coches cual trapos viejos. Por algún motivo que yo no alcanzaba a
entender, también habían prendido fuego a una vieja furgoneta con una pegatina que
rezaba «Mi hija es un marine de los EE. UU. en Venezuela»: yacía patas arriba en
medio de la calle, imitando a un insecto acuático muerto. La A-OK Pizza Shack estaba
abierta, pero con las ventanas tapiadas, al igual que la tienda árabe del barrio, que
lucía en cada tabla de madera las palabras «SOLO ACEPTAMOS YUANES LO SENTIMOS
PERO HABEMOS QUE DE COMER». Aparte de esto, el vecindario se veía notablemente
intacto y daba la impresión de que los saqueos habían sido mínimos. El profundo

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silencio matutino posterior a un fallido golpe de estado en el tercer mundo ascendía
de las calles para envolver las torres calladas. Me sentí orgulloso de Nueva York,
ahora más que nunca, pues había sobrevivido a algo ante lo que habría sucumbido
cualquier otra ciudad: a su propia rabia.
La entrada del metro de la línea F estaba llena de basura y era evidente que no
había movimiento alguno. Eché a andar Grand arriba: era un hombre solitario que
sentía la densidad de agosto junto a la extraña ansia de estar vivo, que se preguntaba
qué iba a suceder a continuación. Para empezar, necesitaba dinero de verdad, no
dólares.
A la entrada de mi sucursal del HSBC en Chinatown, una cola de chinos pobres de
clase media esperaba para escuchar el veredicto sobre sus ahorros de toda una vida.
Yo me preguntaba si esos ancianos arruinados, esos practicantes de taichí del parque
Seward con sus deportivas de tres yuanes y su avanzada calvicie, podrían encontrar
alguna manera de repatriarse a su tierra de nacimiento, que ahora era más rica que la
de adopción. ¿Se les recibiría con los brazos abiertos? ¿Sería así para los padres de
Eunice si optaban por regresar a Corea?
Me tiré una hora haciendo cola, escuchando a un caribeño que, vestido de tela
vaquera de la cabeza a los pies y cuya piel cuarteada olía a pachuli, compartía con
nosotros su visión del mundo.
—Todos esos tíos de la Wapachung, todos esos tíos de la Staatling, pillan la pasta
y salen pitando. Se cargan la economía y nos vacían los bolsillos. Esto es extorsión.
Esto es un rollo mafioso. ¿Por qué se han cargado el transbordador? ¿Quién controla
a quién? Eso es lo que os pregunto. Pero ya sabéis que nunca encontraremos la
respuesta porque somos unos infelices.
Tenía ganas de darle a ese hombre una respuesta que pudiera encajar, pero la
garganta no me funcionaba, aunque el cerebro no parara de correr. Ahora no, ahora
no. Guárdate las preguntas para Joshie.
Mi cuenta bancaria era aún lo suficientemente saludable como para merecer un
cajero especial: se trataba de una señora mayor griega, importada de alguna sucursal
saqueada de Astoria, quien me explicó la situación al completo. Todo lo que yo
poseía y que había estado vinculado al yuan, se mantenía relativamente intacto, pero
mi cartera de AmericanMorning —LandOLakes, AlliedWastecvs y el antiguo
conglomerado de cemento, acero y servicios que había compuesto en tiempos una
economía avanzada— ya no existía. Cuatrocientos mil yuanes y dos años de
autoengaño y de dejar propinas cutres en los restaurantes se habían desvanecido. Y si
sumábamos los gastos relacionados con Eunice del mes pasado, solo me quedaban
1.190.000 yuanes. Desde el punto de vista de la inmortalidad, ya estaba de camino al
cementerio. Y desde el punto de vista de la supervivencia, que era para todos los
estadounidenses el equivalente del valor del oro, tenía un buen pasar.
Saqué dos mil yuanes —el Comandante Mao, con su rostro sólido y su calva
ebúrnea, me contemplaba desde el billete de cien— y me los metí en el calcetín.

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—Es usted el hombre más rico de Chinatown —gruñó la cajera—. Vuélvase a
casa con su familia.
Mi familia. ¿Cómo estarían sobreviviendo? ¿Qué habría ocurrido en Long Island?
¿Volvería a escuchar alguna vez el arrullo de sus ansiosos cantos pajariles? En la
esquina de una calle vi a un hombre abalanzarse sobre un coche y, acto seguido,
regatear con el conductor por el precio de un trayecto. Mi padre me había contado
que así era como solía desplazarse él por Moscú cuando era joven y que, en cierta
ocasión, incluso había llegado a parar un vehículo policial al volante del cual iba un
capitán con ganas de ganarse algún rublo. Levanté la mano y se paró junto a mí un
Hyundai Persimmon decorado a la colombiana. Negocié que me llevara al Upper East
Side por veinte yuanes, y durante los siguientes minutos la ciudad se deslizó a mi
rededor, solemne y vacía entre la salsa extremadamente alegre que animaba el
interior del vehículo. Mi chófer era un tipo muy emprendedor que, por el camino, me
vendió un hipotético saco de arroz que me sería entregado a domicilio por su primo
Héctor.
—A mí, antes me asustaba todo —dijo mientras se bajaba las gafas de sol para
mostrarme sus ojos insomnes, cuyas órbitas marrones nadaban en los colores de la
primera y la tercera barra de la bandera colombiana—, pero ahora veo de qué va este
gobierno. ¡No hay nada dentro! Es como la madera. La rompes y nada. Así que ahora
voy a vivir la vida. Y voy a ganar dinero. Dinero de verdad. Dinero chino.
Intenté convertirme en su amigo y confidente económico durante el trayecto,
diciendo «Ajá, hum, ajá» en ese tono habitual que no compromete a nada y que suelo
utilizar con gente con la que no tengo nada en común, pero cuando llegamos a mi
destino, el hombre apretó a fondo el freno.
—¡Salte, hijueputa! —me gritó—. ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
Salté del coche, que salió pitando ipso facto en dirección contraria y sin que su
conductor me hubiese llegado a cobrar.
La calle estaba ocupada por la Guardia Nacional.
No había visto militares en la calle desde que había salido de mi apartamento,
pero la sinagoga de Servicios Poshumanos estaba completamente rodeada por
tanquetas y Guardias, a los que mi äppärät identificó, afortunadamente, como
miembros de Wapachung Emergencias. (De hecho, tras una inspección más
cuidadosa, observé que las banderas e insignias de la Guardia Nacional habían
desaparecido casi del todo de vehículos y uniformes; por lo que ahora, toda esa gente
era puro Wapachung.) Protegían las puertas del edificio de una horda amotinada,
compuesta de gente joven, y me temo que se trataba de nuestros propios empleados
recién despedidos, de nuestros hermosos Daltons, Logans, Heaths, Avas, Aidens y
Jaidens, quienes me habían atormentado en la Sala de la Eternidad y que ahora
asediaban la sinagoga de Joshie, esa fuente primigenia de su identidad, de sus egos,
de sus sueños. Mi némesis, Darryl, el tío del TXUPA POYA, iba dando saltos por ahí cual
langosta ardiendo, tratando de captar mi atención.

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—¡Lenny! —me gritaba mientras yo me acercaba a los Guardias de la puerta,
escaneaban mi äppärät y me admitían amablemente—. ¡Dile a Joshie que esto no es
justo! Dile que trabajaré por la mitad de mi salario. ¡Lamento haberte ofendido!
¡Pensaba proponer que te hicieran un homenaje en la merendola campestre de
noviembre! ¡Venga, Lenny!
Les contemplé a todos desde el peldaño superior de entrada a la sinagoga. Qué
aspecto tan perfecto lucían. Hay que ver lo que impresionaban con su aire de juvenil
eficacia. Incluso en medio de una calamidad, sus cerebros neuroampliados trabajaban
con presteza, tratando de solventar el enigma y de ser readmitidos. Se les había
preparado desde una perspectiva evolutiva para llevar unas vidas magníficas y ahora
la civilización se desmoronaba a su alrededor. Pero ¡qué mala suerte!
Yo ya estaba dentro. El santuario principal estaba repleto de más Guardias con
uniforme de combate. Los Paneles se agitaban locamente mientras el grueso de
nuestro equipo veía su TREN CANCELADO. El ruido de las pestañas dando vueltas en
cinco paneles a la vez producía la impresión de varias bandadas de palomas que se
hubieran colado en nuestro cuartel general para enzarzarse en una pelea alada. Me
quedé de pie ante uno de esos ventanales esmerilados que mostraban a la tribu de
Judá, representada en este caso por un león y una corona, y por primera vez en mi
vida me paré a considerar el hecho de que, en algún momento, esto había sido un
templo para varios miles de personas.
Unos pequeños restos de nuestro equipo rondaban aún por los despachos, pero
sus conversaciones eran tan densas como fúnebres. Ya no se hablaba de niveles de
pH, ni de «SangreSabia» o «tratamientos Beta». Ya no resonaba la palabra
«triglicérido» en ese cuarto de baño en el que nosotros, los hombres de Servicios
Poshumanos, nos consagrábamos a nuestras largas cagadas biológicas, luchando por
liberarnos de cualquier verdor que nos atormentase. De camino hacia el despacho de
Joshie, hice un alto ante el escritorio de Kelly Nardl. Vacío. No había nadie. Recurrí
instintivamente a mi äppärät para enviarle un mensaje, pero entonces recordé que se
habían interrumpido todas las transmisiones al exterior. Sin saber muy bien por qué,
volví a temer por mis padres.
Había dos elementos de la Guardia Nacional montando guardia ante el despacho
de Joshie. La carga de emergencia de mi äppärät debía de haberles alertado de mi
importancia, pues se apartaron y me abrieron la puerta. Y ahí estaba él. Joshie. Mi
colega. Mi papi chulo. Asediado en su despacho minimalista mientras, en el exterior,
todas esas jóvenes voces clamaban por su SangreSabia. Me dio por canturrear, de
forma tan juvenil como poco creativa, lo de «Hey, hey / Ja, ja / Joshie de los Cojones
/ Te tienes que pirar», seguido de lo aún más humillante «No tenemos trabajo / Nos
hemos quedado sin sueños / Pero algún día, cabestro / Tu juventud se irá al carajo».
Joshie lucía al cuello un símbolo dorado del yuan. Trataba de parecer joven, pero su
aspecto era cansino, la piel de los lóbulos le colgaba de manera extraña y un delta del
Nilo de venas purpúreas le corría por el lado izquierdo de la nariz. Cuando nos

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abrazamos, el ligero temblor de sus manos me repiqueteó en la espalda.
—¿Cómo está Eunice? —preguntó de inmediato.
—Cabreada —repuse—. Por algún motivo, cree que su hermana podría haber
estado en el parque Tompkins. No puede ponerse en contacto con su familia en
Nueva Jersey. Hay un puesto de control en el George Washington. No dejan pasar a
nadie. Y está enfadada conmigo. Bueno, la verdad es que ya no nos dirigimos la
palabra.
—Estupendo, estupendo —farfulló Joshie mientras miraba por la ventana.
—¿Y tú? ¿Cómo lo estás llevando?
—No es más que un leve retroceso —declaró.
—¿Un leve retroceso? Pero si tienes ahí fuera la caída del Imperio romano…
—No seas dramático, chiquitín —me dijo Joshie—. Voy a indemnizar a esos
jovenzuelos con acciones preferentes, y cuando nos recuperemos, los volveré a
contratar a todos.
Mientras iba hablando, le volvió la energía y hasta los lóbulos se le pusieron
tiesos y recuperaron la posición inicial.
—¡Escucha lo que te voy a decir, Macaco! —clamó—. Te apuesto lo que quieras
a que esto nos va a beneficiar a la larga. Para el país, se trata de una muerte
controlada, de una bancarrota planificada: cárgate a la clase obrera, cárgate a los
accionistas, cárgatelo todo menos el sector inmobiliario. Rubenstein ya no pinta nada
a estas alturas. El Congreso es pura apariencia: «¡Mirad, aún tenemos un Congreso!».
Ahora aparecerán partidos más responsables. Todo eso de los acorazados chinos y
venezolanos es un rollo patatero. No nos va a invadir nadie. Pero lo que sí sucederá, y
lo sé de muy buen tinta, es que el Fondo Monetario Internacional saltará de
Washington, probablemente hacia Singapur o Pekín, y entonces llevarán a cabo un
plan de ayuda para Estados Unidos, dividirán el país en concesiones y se las
entregarán a los fondos soberanos de riqueza. Noruega, China, Arabia Saudí y toda la
pesca.
—¿Y se acabará Estados Unidos? —pregunté, aunque la respuesta me daba lo
mismo, pues lo único a lo que yo aspiraba era a estar a salvo.
—A la mierda. Tendremos unos Estados Unidos mejores. Los noruegos y los
chinos van a querer sacarle beneficio a sus inversiones. Van a limpiar nuestras
ciudades estrella de toda esa chusma sin Crédito para convertirlas en auténticos
modelos de vida. ¿Y quién va a aprovecharse de ello? Pues Staatling-Wapachung,
como lo oyes. Propiedad, Seguridad y luego nosotros, Inmortalidad. La Ruptura ha
creado toda una nueva demanda de maneras de no morirse. Ya puedo ver a los
noruegos de Statoilhydro uniéndose a Staatling. ¡Puede que una fusión! Sí, señor, así
es cómo hay que hacer las cosas. Los noruegos tienen euros y petróleo a punta pala.
—¿A qué te refieres con lo de deshacerse de toda esa chusma sin Crédito?
—A recolocarlos —dijo, mientras le daba un excitado sorbo a su taza de té verde
—. Esta ciudad no es para todo el mundo. Tenemos que ser competitivos. Y eso

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significa hacer más con menos. Equilibrar nuestros libros de cuentas.
—Un negro que había en mi banco decía que Staatling-Wapachung tiene la culpa
de todo —le dije a Joshie, tratando de hacerme el liberal con lo de «un negro decía».
—¿El qué es culpa nuestra?
—No lo sé. Que bombardeamos el transbordador. Trescientos muertos. Mi amigo
Noah. Recuerda lo que me dijiste justo antes de la Ruptura. Que Vishnu y Grace iban
a estar bien. Pero que no sabías quién era Noah.
—Pero ¿qué estás diciendo? —Joshie se inclinó hacia delante, poniendo los codos
sobre la mesa—. ¿Me estás acusando de algo?
Me quedé callado, interpretando el papel del hijo ofendido.
—Mira, lamento que tu amigo haya muerto —prosiguió Joshie—. Todas esas
muertes han sido trágicas. El transbordador, los parques. Por supuesto. Pero al mismo
tiempo, ¿quiénes eran esa gente de los Medios, qué aportaban a la mesa?
Tosí, tapándome la boca con la mano, mientras un dolor helado recorría mi
cuerpo, como si me hubieran clavado un iceberg en el ano.
Yo nunca le había contado a Joshie que Noah pertenecía a los Medios.
—Venga a esparcir rumores inútiles. Que si las Instalaciones para el Control de la
Seguridad en las afueras de Nueva York… Bueno, sí, vale. El gobierno de Rubenstein
no podía cocinar una paella en una cáscara de mejillón, ¿no? Lenny, tú ya sabes de
qué va esto. No eres tonto. Aquí estamos trabajando en algo muy importante. Hemos
invertido mucho en este sitio. Tú y yo. Y mira cómo está el patio ahora. Las cosas
están cambiando de manera radical. Mande quien mande mañana, sean los noruegos
o los chinos, querrán lo que nosotros tenemos. No se trata de una estúpida aplicación
para äppärät. Estamos hablando de la eternidad. Del auténtico corazón de la
economía creativa.
—A la mierda la economía creativa —solté sin pensarlo—. En el centro no hay
comida.
Un instante. Su mano. Mi mejilla. Los parámetros mundiales se movieron sesenta
grados a la izquierda y, acto seguido, zumbaron en la inmovilidad. Sentí cómo mi
propia mano ascendía hasta mi rostro sin saber que la había movido.
Joshie me había abofeteado.
Supongo que el recuerdo del primer sopapo paterno se asomó desde algún rincón
profundo de mi alma, permitiéndome atisbar de nuevo la mano de papá Abramov
partiendo el aire y su postura de boxeador con las piernas convenientemente
separadas, como si tuviera delante a un contrincante de ochenta kilos y no a un niño
de nueve años, pero curiosamente, lo único que ocupaba mi mente en aquellos
momentos era que cumpliría cuarenta años en noviembre. En cuestión de tres meses,
sería un hombre de cuarenta años al que acababa de abofetear su amigo, su jefe, su
padre putativo.
Y me lancé sobre él. A través del escritorio, cuyos afilados cantos se me clavaron
en el estómago, le agarré con ambas manos de la sedosa camiseta negra y acerqué su

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cara a la mía, esa cara húmeda y asustada, esa mirada castaña y bondadosa, esa
expresividad, ese divertido rostro judío que podía entristecerse en un segundo, y
recordé todo lo que habíamos hecho juntos, todos esos planes de batalla esbozados en
torno a bandejas de sarnosas vegetarianas fritas en aceite del más refinado.
Le quité una mano de encima para convertirla en un puño. O lo hacía o no lo
hacía. O elegía el camino final o bajaba el puño. Pero ¿qué me quedaba aparte de
Joshie? ¿Sería capaz ese hombre de enmendar todo esto después de lo que había
ocurrido? ¿No llegó el Renacimiento después de la caída de Roma?
¿Realmente era yo capaz de pegarle un puñetazo a Joshie?
Había esperado demasiado. Joshie ya estaba retirando amablemente de su
camiseta la mano que me quedaba.
—Lo siento —dijo—. Lo siento mucho. Ay, Señor, no puedo creer lo que he
hecho. Es la tensión. Estoy estresado. Son mis niveles de cortisol. Dios mío. Uno
intenta hacerse el valiente… Pero, claro está, también estoy muerto de miedo.
Me aparté de él. Me fui al extremo de la habitación, cual niño castigado, y noté
cómo los rayos alfa del Buda de fibra de vidrio de Joshie azotaban mi ser.
—Vale, vale —decía Joshie—. Vete a casa. Dale recuerdos a Eunice. Dile a Joe
Schechter, que está ahí fuera, que le puedo readmitir a mitad de sueldo, pero Darryl
está acabado. Vuelve mañana. Tenemos mucho trabajo por delante. Yo también te
necesito, ya lo sabes. No me mires así. Claro que te necesito.

Hice un alto en la A-OK Pizza Shack y me llevé lo poco que les quedaba, tres pizzas
estupendas aún calentitas, todo ello por sesenta yuanes. Mientras salía al exterior, me
dio la luz en toda la cara, la luz de Noah, la luz que inunda la ciudad y no deja nada
más que ella misma, la epifanía urbana. Cerré los ojos, pensando que cuando los
abriera desaparecería toda la última semana. En vez de eso, lo que vi fue a esa
abominable criatura. La puta nutria, justo en medio de la calle Grand, zampándose
algo que había en el asfalto. Agarré una pizza calzone que pesaba lo suyo y me
dispuse a apalear a mi peludo antagonista. Pero no, no se trataba de una nutria. Solo
era un conejo doméstico que se le habría escapado a alguien, que disfrutaba de su
nueva soledad, y se atracaba de comida callejera mientras se rascaba de manera
espasmódica las orejas con una pata, recordándome de ese modo lo mucho que
disfrutaba Noah de su mata de pelo. Aparecieron las nubes, y la luz urbana de Noah
adquirió un denso tono azul pizarra. Mi amigo ya no estaba.
Un par de maletas llenas de zapatos me esperaban junto a la puerta, pero Eunice
no estaba ni en el salón ni en el dormitorio. ¿Se estaría mudando finalmente? Registré
sesenta y cinco de los setenta metros cuadrados que constituían mi nido, y nada. Al
final, me llamó la atención el ruido de agua corriente que salía del cuarto de baño, así
como —una vez conseguí oír algo entre el tableteo de un helicóptero que pasaba por
allí— los suaves gemidos de una mujer destrozada.
Abrí la puerta. Eunice estaba temblando e hipando, con dos botellas vacías de

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cerveza Presidente a los pies y los restos de una de vodka a medio beber. No cedas a
la compasión, me dije. Mantén la ira de la semana pasada, agárrala fuerte en tu pecho.
Imponte a las humillaciones rituales. Eres el hombre más rico de Chinatown. Ella no
ha hecho nada por ti. Te mereces algo mejor. Deja que el mundo se desmorone, que
ahora te conviene más la soledad. Deshazte de ese albatros de treinta y cinco kilos.
Recuerda que fue incapaz de consolarte cuando murió Noah.
—Creí que no era bueno beber nada elaborado con cereales —le dije a Eunice
mientras señalaba con la nariz el alcohol trasegado, que era más del que nunca le
había visto beber.
El «a tomar por culo» que esperaba no se produjo. Siguió temblando, rebotando
cual animal moribundo sobre las baldosas baratas del suelo del baño. Susurraba en
inglés y en coreano. «Appa, ¿por qué?», le preguntaba a su padre. O puede que se
dirigiese a ese äppärät que no le funcionaba. Nunca había reparado en la similitud que
había entre el artefacto que controlaba nuestro mundo y el término coreano para
«padre». La camiseta que llevaba puesta, con la irónica leyenda «Departamento
Turístico de Bagdad», era mía, y esa extraña conexión —Eunice cubierta con una
prenda que me pertenecía— me dio ganas de abrazarla, de sentir su cuerpo. La
levanté —hasta su ligero peso bastó para notar un pinchazo en la próstata, aunque el
resto de mí se sintió encantado— y me la llevé a la cama, aspirando unos tufos de
aliento etílico junto al delicioso olor a fresa de su pelo recién lavado. Se lo había
lavado para mí.
—He traído pizza —le dije—. Y calzones de espinacas. Era lo único que quedaba.
No había nada biológico.
Temblaba con tal intensidad que me empecé a preocupar desde un punto de vista
médico. Su cuerpo, esa nada, se agitaba en leves movimientos redondos de energía
gastada. Le acaricié la frente ardiente.
—No pasa nada —le dije—. Tómate un Motrin. Cómete una pizza. Bebe agua. El
alcohol te deshidrata.
—Ya lo sé —susurró entre tembleques, mientras yo pensaba que tal vez se trataba
de una señal de que le volvía la mala uva.
Pero siguió temblando, con el rostro convertido en una máscara blanca y pecosa
torcida a la izquierda como si le hubiera dado un pasmo. Una niña, no era más que
una niña.
—Len —dijo. El agua se le quedaba en el hoyuelo del mentón—. Lenny, lo…
Lo sentía. Igual que Joshie. Yo estaba esbozando una decisión. Definitiva. Torcí
los labios para formar las palabras de una frase fatídica. Pero no la solté de momento.
Supongo que podría haberme puesto a explicarle todo aquello en lo que debería
cambiar si aspiraba a que fuésemos felices juntos, pero no serviría para nada. O
aceptaba a la muchacha que tenía acunada en mis brazos o me pasaba el resto de la
vida buscando algo diferente.
Se incrementaron sus temblores y se agitó en mi abrazo, permitiéndome sentir el

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fuerte latido de su espinazo contra el pecho. Podía ver sus huesos envueltos en mi
camiseta, y en sus convulsiones detecté los aspectos dinámicos de su esqueleto.
Gemía desde un lugar tan profundo que solo podía conectarlo con algo que estuviera
al otro lado del mar y perteneciera a una época en la que nuestras naciones apenas se
habían formado. Por primera vez desde que la había conocido, me di cuenta de que
Eunice Park, a diferencia de otros miembros de su generación, no era del todo ajena a
la historia. Le acaricié el suave trasero, su única concesión a la feminidad. Creo que
el roce de la palma de mi mano le sentó bien. La deslicé arriba y abajo y acabé
bajándole las bragas EntregaTotal. El sabor era el mismo de siempre: no precisamente
dulce como la miel, que es lo que dicen los músicos urbanos, sino con un fuerte
aroma de musgo y un leve olor a orina. La rodeé con mi boca y me quedé ahí quieto,
esperando que remitieran los temblores y que nos llegara el sueño a ambos,
olvidándome del ansia de comer pizza que me embargaba. Pensaba en la palabra
«verdad». Se podía decir cualquier cosa de Eunice Park, pero era indudable que era
absolutamente verdadera.

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Consejos para ligar
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens

4 DE AGOSTO

EUNI-MAJARA A EJERCITODEAZIZ-INFO:
David, ¿estás ahí? ¡Ay, Dios mío! He visto los últimos torrentes de los Medios.
Estabas sangrando. En la cara. En el brazo. Mi pobre David. Un poco más y me
desmayo. Intenté llegar a Tompkins Square, te lo juro, pero me fue imposible. No me
dejaban pasar. ¿Estás bien? ¿¿¿ESTABA MI HERMANA EN EL PARQUE CONTIGO??? Sé que a
veces va por ahí los domingos. Por favor, contéstame en cuanto puedas. Sigo
creyendo en ti. Sigo pensando en lo que me enseñaste sobre mi vida y sobre mi padre,
tus Ejemplos y tus Observaciones. Tenías razón en todo. No pienso plegarme a las
ideas de los Individuos de Altos Ingresos. Voy a hacer cosas que te harán sentirte
orgulloso de mí. Soy una luchadora y no pienso dejar de batallar. ¡Dime algo, David!
Con amor,
Eunice
GLOBALTEENS: MENSAJE AUTOMÁTICO DE ERROR 01121111:
Lamentamos MUCHÍSIMO las molestias. Estamos experimentando dificultades de
conexión en la siguiente zona: NUEVA YORK, NY, EE. UU. Por favor, ten paciencia porque
el problema debería resolverse en cualquier momento.
Consejo Gratuito para Ligar de GlobalTeens: A los tíos les gusta que les rías los
chistes. Pero ¡no hay nada menos sexy que intentar superarlos a base de ser
tronchante! Cuando él haga una gracia, sonríe para que te vea los dientes y se dé
cuenta de lo mucho que lo «deseas», y luego añade, «¡Qué gracioso eres!». Y estarás
comiendo rabo en cuestión de segundos, guarrilla.
EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
¿Estás ahí, Poni? ¿Qué está pasando? Llevo una semana intentando verbalizarte,
pero mi äppärät no se conecta ni a CHARLA ni a TORRENTE, y todo lo que me llega es
un mensaje de error que me está volviendo tarumba. Escríbeme. Te echo de menos.
Estoy preocupada por ti. Te echo MUCHO de menos. ¿Qué está ocurriendo por allí?
¿También ha habido tiroteos en Hermosa? ¿Qué pasó con la fábrica de tu padre?
¡Escríbeme AHORA MISMO! Estoy preocupada, Jenny Kang. Háblame, mi dulce
Precioso Poni. No hago más que llorar. No sé qué pasa con mi familia. No sé qué ha
sido de mi amigo David. Creo que Lenny ya no me quiere. Creo que hemos roto del
todo, y que simplemente él no me obliga a hacer las maletas porque el patio está
como está. Por favor, respóndeme o HÁBLAME. No quiero estar sola y tengo miedo. Tú
eres mi mejor amiga.

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GLOBALTEENS: MENSAJE AUTOMÁTICO DE ERROR 01121111:
Lamentamos MUCHÍSIMO las molestias. Estamos experimentando dificultades de
conexión en la siguiente zona: HERMOSA BEACH, CA, EE. UU. Por favor, ten paciencia
porque el problema debería resolverse en cualquier momento.
Consejo Gratuito para Ligar de GlobalTeens: Ni se te ocurra cruzar los brazos
delante del chico con el que has quedado, pues eso indica que no compartes del todo
lo que está diciendo o que, directamente, no sabes de qué te está hablando. En vez de
eso, extiende las manos con las palmas hacia arriba, ¡como si quisieras sopesarle los
huevos! Haz un curso de Lenguaje Corporal, chata, y se la acabarás chupando a toda
la clase.
EUNI-MAJARA A CHUNG.WON.PARK:
¡Mamá! Hola, mamá, estoy preocupada. He intentado verbalizar contigo y con
Sally, pero no hay manera. Solo quería que supierais que estoy bien. Nunca han
llegado a dispararnos porque estamos en un edificio judío. Te necesito, mamá. Ya sé
que sigues cabreada conmigo por lo de Lenny, pero necesito saber que estáis todos
bien. Tú solo dime que papá, Sally y tú estáis bien.
GLOBALTEENS: MENSAJE AUTOMÁTICO DE ERROR 01121111:
Lamentamos MUCHÍSIMO las molestias. Estamos experimentando dificultades de
conexión en la siguiente zona: FORT LEE, NJ, EE.UU. Por favor, ten paciencia porque el
problema debería resolverse pronto.

8 DE AGOSTO

EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Hola, Jenny. Supongo que me va a llegar otro mensaje de error en cuanto envíe
este, pero quiero escribirte de todas maneras, con la esperanza de que lo recibas, si no
ahora, algún día. No pienso creerme que has desaparecido como el amigo de Lenny,
Noah. No pienso hacerlo, no, señor, porque tú eres muy importante para mí. Así pues,
permíteme que te cuente cómo me va la vida.
La cosa ha estado peluda por aquí, pero creo que ya he perdonado a Lenny. Tengo
que aceptar la evidencia de que David y todos los que andaban por el parque ya no
están entre nosotros. Quiero CREER que Sally no estaba allí. Debo aceptar que yo no
podría haber hecho nada para salvar a David y a su gente, y que Lenny no tuvo la
culpa, pues el pobre solo intentaba ponernos a salvo. Ay, mi dulce Precioso Poni.
Creo que he querido a David de una manera que no puedo ni describir. Sí, claro, no
teníamos nada que ver, pero lo mismo me sucede con Lenny. Mi padre estuvo muy
amable cuando me vio con David en el parque, pues los tres estábamos juntos en
aquello, haciendo cosas por el bien común, y es como si mi padre VIESE que por muy
jodida que yo esté, en el fondo soy buena persona y no tiene motivos para odiarme.
Ya sé que suena muy cristiano, pero supongo que comparto con Sally esas tendencias

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suyas. El instinto de ayudar, sin ir más lejos.
No sé, no sé, pero ayer, cuando Lenny y yo follábamos, no podía mirarle a los
ojos. Me iba clavando su estómago fofo y yo seguía pensando en lo mucho que he
perdido y que me queda por perder, y lo SENTÍ MUCHO por David, como si le estuviera
poniendo los cuernos. Y eso hizo que me entraran ganas de ponérselos a Lenny, digo
yo.
Y no es que Lenny se esté portando mal. Tiene yuanes en el banco, así que no nos
faltan pizzas y calzones, y hasta se me está engordando el culo. Si estamos
sobreviviendo es gracias a él. Mi dulce Poni, espero que haya alguien que cuide de ti
como Lenny cuida de mí. En el edificio hay también un montón de viejos, casi todos
judíos, de los que no cuida nadie, aunque esta semana se han disparado las
temperaturas y no hay suficiente electricidad para el aire acondicionado y tenemos
que ir a llevarles agua. Intento que Lenny me ayude a comprar botellas en las tiendas
porque hay racionamiento, y supongo que él quiere echarme una mano, pero es tan
tímido que no consigue hacer nada. La verdad es que a los blancos se la sudan los
viejos, exceptuando a David, que siempre trataba de ayudar a todo el mundo. Y van y
se lo cargan como a un perro.
GLOBALTEENS: MENSAJE AUTOMÁTICO DE ERROR

WAPACHUNC EMERGENCIAS: MENSAJE URGENTE:


Remitente: Joshie Goldmann, Servicios Poshumanos, Administración
Destinatario: Eunice Park
Eunice, te voy a enviar estos mensajes en una frecuencia de urgencia que estamos
chapuceando en el äppärät de Lenny. Esto es exclusivamente entre tú y yo, ¿vale? No
le digas nada a Lenny, que ya tiene lo suyo. En este momento preciso, quiero que me
confirmes que estás recibiendo este mensaje y que te encuentras a salvo. Dime si hay
ALGO que pueda hacer por ti. Besos, Joshie.

20 DE AGOSTO

EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Perdona que lleve un tiempo sin escribirte. Supongo que estoy algo deprimida.
Las cosas van mucho mejor entre Lenny y yo, pero sigo sintiéndome como que se le
ha dado la vuelta a la tortilla. Ahora que Lenny un poco más y me echa, me siento
descontrolada. Es como si estuviera desnuda, sin armadura. Me temo que se decida a
castigarme por todas las veces que no le he querido del todo. ¿Debería castigarle yo
antes de que lo haga él? Su jefe, Joshie, no para de enviarme mensajes en esa
frecuencia urgente de Wapachung Emergencias para ver cómo estoy, pero no sé qué
hacer. La cosa es que, francamente, encuentro atractivo a Joshie, por ese rollo de
hombre mayor y viril que se gasta. Supongo que me atrae físicamente ese modelo de
personalidad fuerte. Es como David, siempre dispuesto a tomar el mando cuando la
gente a la que quiere está amenazada. En fin, el caso es que me tiro la mitad de la

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jornada esperando un mensaje urgente de Joshie. Y eso no está bien, ¿verdad? Soy
una mala novia.
Pero también he estado pensando. ¿Y si David se acabó equivocando en todo?
Puede que no haya un Segundo Acto para Estados Unidos, como él decía. Igual tenías
razón sobre él. Igual no era más que un soñador incapaz de cuidar de mí y de mi
familia. Pero si él no era el hombre adecuado, ¿quién puede serlo? ¿Lenny?
A veces me siento culpable por no ser una persona con más recursos, pues
entonces podría ayudar a mi hermana y a mi madre. Igual debería preguntarle a
Joshie qué debo hacer, ver si él encuentra alguna manera de contactar con mi familia.
Uf, ¿a que estoy jodida? Dime algo, por favor. Escribe o verbalízame. A cualquier
hora del día o de la noche, cuando recibas esto, cuando sea seguro ponerse en
contacto. Necesito escuchar tu voz, Poni de mi corazón. Dime que no estoy sola.
GLOBALTEENS: MENSAJE AUTOMÁTICO DE ERROR

22 DE AGOSTO

EUNI-MAJARA A CHUNG.WON.PARK:
Hola, mami. Intuyo que voy a recibir un mensaje de error después de enviar este,
pero tengo ganas de hacerlo en cualquier caso. Si algún día lo recibes, que sepas que
solo quería decirte que lo siento. Estás muy cerca de mí, pero no puedo ayudaros ni a
ti, ni a Sally ni a papá. Ya sé que me educasteis para que hiciera las cosas mejor. Ya
sé que si estuviéramos en Corea tú encontrarías una manera de ayudar a tus padres sin
pensar en el sacrificio personal. Lo que pasa es que yo no soy una buena persona.
Carezco de la más mínima fuerza, no he conseguido nada de mérito y lamento
muchísimo no haberlo hecho mejor en el examen para la facultad de Derecho. Me
encantaría saber cuál es mi camino especial, como suele decir el reverendo Cho. Si
Sally está contigo, dile por favor que también lamento haberle fallado como hermana.
La inútil de tu hija,
Eunice
GLOBALTEENS: MENSAJE AUTOMÁTICO DE ERROR.

WAPACHUNG EMERGENCIAS: MENSAJE URGENTE


Remitente: Joshie Goldmann, Servicios Poshumanos, Administración
Destinatario: Eunice Park
Hola, Eunice. ¿Cómo va eso? Mira, me he enterado de que hay escasez de comida
en el centro, así que te voy a enviar un buen paquete. Estate atenta a la aparición de
un jeep de servicio de Staatling-Wapachung de color negro ante el 575 de Grand a
eso de las cuatro de la tarde de mañana. ¿Alguna petición especial? Ya sé que a las
chicas os chifla la mantequilla de cacahuete biológica, la leche de soja a punta pala y
los cereales, ¿a que sí?
Mira, las cosas van a mejorar en breve, te lo prometo. Toda la situación acabará

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por aclararse. Consejito: refresca tus conocimientos de noruego y mandarín, DPC. ¿Y
sabes qué? Aquel profesor de arte del que te hablé va a venir desde París, ¡así que
podemos empezar a practicar en mi casa! Parsons ha chapado. Qué ganas tengo de
volverte a ver. Nos lo vamos a pasar pipa, Eunice. Y como de costumbre, haz el favor
de mantener nuestro secretito. Nos las tenemos que ver con un Macaco de lo más
sensible, y es capaz de malinterpretarlo todo, tú ya me entiendes. Ja, ja.

23 DE AGOSTO

WAPACHUNG EMERGENCIAS: MENSAJE URGENTE


Remitente: Eunice Park
Destinatario: Joshie Goldmann, Servicios Poshumanos, Administración.
Hola, Joshie. He recibido tu amable mensaje. La verdad es que me hace mucha
ilusión el paquete de comida. Llevamos una semana consumiendo únicamente
hidratos de carbono y grasas varias. El agua sale del grifo cuando le apetece y la
tienda del barrio se quedó sin agua la semana pasada. También hay algunos viejos en
el edificio que necesitan agua y vituallas, y el calor les sienta fatal, aunque yo ya me
empiezo a preocupar por si llega el invierno y no hay suficiente CALEFACCIÓN.
¡Muchas gracias! Y sí, adoro los cereales (mi favorito es Despertar Feliz) y la
mantequilla de cacahuete biológica. Lamento tener que insistir en el tema, pero
¿podrías averiguar si mis padres están bien? No sé nada de ellos desde que se jorobó
mi cuenta de GlobalTeens y estoy superpreocupada. Dr. Sam Park y señora, avenida
Harold, 124, Fort Lee, NJ 07024. Tampoco tengo noticias de mi mejor amiga,
Jennifer Kang, que vive en el 210 de la avenida Myrtle, Hermosa Beach, CA. Ignoro
el código postal. Y además, mi amigo David Lorring estaba en Tompkins Square
cuando estalló todo el follón, e igual hay alguna manera de que tú puedas enterarte de
si está bien. Una vez más, lamento darte la tabarra de esta manera, pero es que estoy
muerta de miedo.
Creo que sería estupendo dibujar contigo, pero me pregunto si no deberíamos
decírselo a Lenny. Como tú dices, es un Macaco de lo más sensible, pero tengo la
impresión de que si lo descubre por su cuenta se enfadará muchísimo conmigo, Y es
mi novio. Gracias por tu comprensión.
Tuya,
Eunice
WAPACHUNC EMERGENCIAS: MENSAJE URGENTE:
Remitente: Joshie Goldmann, Servicios Poshumanos, Administración
Destinatario: Eunice Park
¡Despertar Feliz! Caramba, ¡ese es también mi cereal favorito! Me alegra que
tengamos tanto en común. Es evidente que cuidas muy bien de ti misma, pues se nota
en lo joven y guapa que estás. Realmente, hay una relación entre nuestras filosofías
de vida y el mantenerse joven y en forma, algo que, digo yo, ambos hemos tratado de

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fomentar en Lenny, pero mucho me temo que ese es inmune a nuestra benéfica
influencia. Mira que le he insistido en lo de la salud, pero él solo piensa en sus padres
y le preocupa que PUEDAN MORIR, pero no entiende lo que es vivir a tope y mantenerse
joven y saludable. En cierta medida, tú y yo pertenecemos a una misma generación,
mientras que Lenny es de otro mundo, un mundo anterior obsesionado con la muerte
y no con la vida, un mundo consumido por el miedo y la negatividad. En fin, voy a
cargar de vituallas un par de jeeps para que puedas disponer de un montón de comida
y, ya puestos, alimentar e hidratar a esos pobres carcamales de tu edificio.
No sé si Lenny te lo habrá explicado, pero la división de Servicios Poshumanos
que yo dirijo forma parte de la misma empresa que Wapachung Emergencias. Por eso
he podido hablar con algunos amiguetes de Emergencias y van a ver si averiguan
algo de tus padres. Sé que la situación en Fort Lee es más bien precaria, eso sí.
Básicamente, la semana siguiente a la Ruptura no había nadie con mando en plaza
para controlarla, pero las cosas tampoco están tan mal como en otras partes del país,
ya que la tenemos a un tiro de piedra. En otras palabras, estoy convencido de que tus
padres están bien. No he conseguido averiguar nada de Hermosa Beach, CA, a
excepción de que ha habido informes de tiroteos con armas cortas durante la Ruptura
y después. Lo siento, Eunice. No sé si tu amiga andaba por la zona cuando se
produjeron los enfrentamientos. Solo te pido que estés preparada para lo peor.
Me siento un poco tonto escribiéndote esto, pero quiero ser completamente
sincero contigo. Albergo hacia ti sentimientos muy profundos, Eunice. Desde el
momento en que te conocí, me quedé tan pasmado que pensé que me iba a estallar la
cabeza. ¡Necesité mis buenos diez minutos para abrir un frasco de reverastrol, de lo
mucho que me temblaban las manos! Cuando te vi, recordé algunas de las peores
partes de mi vida, cosas de las que, francamente, no debería hablar en este mensaje
urgente. Digamos simplemente que hubo momentos muy difíciles, momentos de los
que pueden hacer falta varias existencias completas para recobrarse (motivo por el
que no me puedo morir, así de fácil), y cuando te vi, DESPUÉS de recuperar el resuello
(ja, ja), noté cómo parte de ese peso se despegaba de mis hombros. Sentí como si
supiera lo que quería, no solo de la eternidad, sino también del momento presente. Y
últimamente, cuando las cosas se pusieron tan mal, lo que me hizo seguir adelante
fuiste tú. ¿A qué se debe ese efecto que ejerces sobre la gente, Eunice? ¿De dónde
procede? ¿Cómo es posible que tu sonrisa convierta a uno de los hombres más
poderosos de este hemisferio en un adolescente tarambana? Es como si sintiera que
juntos podemos redimir todas las miserias de este planeta, todos los horrores a los que
nos enfrentamos de niños.
En fin, que me siento de lo más extraño al abrirte mi corazón de esta manera, pero
es que lo que siento por TI y por TU FAMILIA EN FORT LEE Y SU BIENESTAR es tan fuerte y
sin reservas que me temo que pueda ponerte en fuga. Lo lamentaré si ese es el caso.
Pero si no lo es, dímelo, por favor, y dibujaré contigo sin segundas intenciones.
Siempre será mejor que pudrirse en el 575 de la mierdosa calle Grand, ¿verdad? Ja,

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ja, ja.
Con amor,
Tu Joshie

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Hombres de cinco jiaos
De los diarios de Lenny Abramov

5 DE SEPTIEMBRE

Querido diario:

Mi äppärät no se conecta. Yo no me puedo conectar.


Hace casi un mes de mi última entrada en el diario. Lo siento mucho. Pero no me
puedo conectar con nadie de manera inteligible. Ni siquiera contigo, diario mío.
Cuatro jóvenes se han suicidado en nuestros complejos de edificios, y dos de ellos
dejaron notas en las que decían que eran incapaces de imaginar un futuro sin sus
äppäräti. Uno de ellos dejó escrito, de forma harto elocuente, que «intentaba alcanzar
la vida», pero solo encontraba «paredes y pensamientos y rostros», lo cual no le
parecía en absoluto suficiente. Necesitaba que le otorgaran una puntuación, saber cuál
era su lugar en el mundo. Y puede que suene ridículo, pero yo le entiendo. Estamos
todos muertos de aburrimiento. Mis manos anhelan la conexión, quiero conectar con
mis padres y con Vishnu y con Grace, quiero llorar a Noah en su compañía. Pero lo
único de que dispongo es Eunice y mi Muro de Libros. Así que trato de Disfrutar De
Lo Que Tengo, que es uno de mis principales lemas.
El trabajo ha estado bien. Algo borroso, pero incluso lo borroso es mejor que la
lenta agitación de la realidad. Básicamente, trabajo solo ante mi escritorio, con un bol
de sopa de miso medio volcado al lado. No he vuelto a pasar el rato con Joshie desde
La Bofetada. Anda por ahí, negociando con el FMI o con los noruegos o los chinos o
cualquiera que aún le preste un poco de atención. Howard Shu, con lo burro que es,
se ha convertido en el representante de los cuatro gatos que aún quedamos en
Poshumanos. Ronda por ahí con una carpeta anticuada y nos dice lo que tenemos que
hacer. Antes de la Ruptura, nunca habríamos tolerado algo tan jerarquizado, pero
ahora hasta nos gusta que nos den instrucciones, aunque sea a ladridos. De momento,
mi trabajo consiste en enviarles a nuestros clientes mensajes urgentes de Wapachung
Emergencias para cerciorarnos de que están bien, pero también para controlar
sutilmente sus negocios, sus matrimonios, sus hijos y sus finanzas. Para asegurarnos
de que nosotros estamos a salvo y de que nuestros pagos mensuales siguen llegando.
No va a ser fácil. Nadie trabaja. Los maestros no cobran, o eso he oído. No hay
colegio. Los niños andan sueltos por la nueva y difícil ciudad. Me topé con un chico
de las Casas Vladeck, que no tendría más de diez o doce años, sentado junto a la
tienda árabe y lamiendo el interior de una bolsa vacía de algo llamado «Clück», cuyo
envoltorio advertía que estaba «¡inspirado en auténtico sabor a pollo!». Cuando me
senté a su lado, el chico apenas podía levantar la vista para mirarme. De manera
puramente instintiva, saqué el äppärät y apunté con él al crío, como si eso pudiera
mejorar las cosas. Luego saqué un billete marrón de veinte yuanes y lo dejé a sus

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pies. Inmediatamente, lanzó la mano hacia él. El billete acabó arrugado en su puño. Y
el puño, oculto tras su espalda. Su rostro se fue torciendo lentamente para observar el
mío. La mirada siniestra que me dedicó no era precisamente de gratitud. Su aspecto
me decía: Déjame en paz con mi recién adquirida fortuna, o te zurraré con mis
últimas fuerzas. Lo dejé ahí con el puño a la espalda y la vista clavada en mis pies,
que se alejaban.
No sé qué está pasando. O la ciudad está totalmente acabada o ya apunta a la
redención. Hay nuevas señales. «Turismo de Nueva York: ¿Estás preparado para la
Ruptura?» o «Nueva York: ¿tienes agallas para sobrevivir?».
Hasta donde alcanzo a ver, las formas más evidentes de empleo en la zona de
Manhattan son esas «Obras en Marcha de Staatling-Wapachung» que prometen «Una
hora de trabajo honrado = Una moneda de cinco jiaos. Se sirve un almuerzo
nutritivo». Hileras de hombres se dedican a abrir el asfalto, a cavar zanjas y a
llenarlas de cemento. Esos hombres de cinco jiaos deambulan por la ciudad con las
manos en los bolsillos e inútiles pinganillos de äppärät en las orejas, cual orgullosos
leones mudos. Son entre jóvenes y de mediana edad, de escaso pelo emblanquecido
por el sol, tiránicas quemaduras que resaltan en sus caras y cuellos, onerosas
camisetas adquiridas en tiempos mejores y ríos de sudor deslizándoseles estómago
abajo. Picos, palas y suspiros profundos, pues ya no se gruñe para ahorrar energía. Vi
al viejo amigo de Noah, Hartford Brown, que apenas unos meses atrás ponía el culo
en un yate que navegaba por las Antillas, trabajando por cinco jiaos la hora en la calle
Prince. Se le veía cascado, la mitad de su cuerpo bronceada y la otra mitad pelada; su
rostro levemente rollizo había perdido toda su textura, cual loncha gorda de jamón. Si
pueden lograr que un gay fabuloso trabaje de esa manera, me dije, ¿qué no harán con
el resto de nosotros?
Me acerqué a él mientras blandía el pico y noté cómo se me metía en las fosas
nasales su apestoso sudor.
—Hartford —le dije—, soy Lenny Abramov, el amigo de Noah. —De algún
horrible lugar de su interior emergió una exhalación igualmente horrible—.
¡Hartford! —insistí.
Apartó la vista. Alguien con un megáfono estaba chillando, «¡Ponte a currar,
Morenito!». Le di un billete de cien yuanes, que aceptó, aunque tampoco me dio las
gracias, y volvió acto seguido a darle al pico.
—Hartford —le dije—, ¡oye! No tienes por qué seguir trabajando. Cien yuanes
son doscientas horas de trabajo. Tómatelo con calma. Descansa un poco. Ponte a la
sombra.
Pero él seguía picando de manera mecánica, evitando mi presencia, de vuelta ya a
su mundo, que empezaba con el pico al hombro y terminaba con el pico en el suelo.

De vuelta al hogar, Eunice se estaba encargando de organizar las tareas de apoyo a la


gente mayor. No sé por qué. ¿Vestigios de su educación cristiana? ¿Pena por no poder

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ayudar a sus propios padres? Voy a hacer como que me lo creo.
La muchacha se pateaba todos los pisos de nuestros cuatro inmuebles, hasta un
total de ochenta, llamaba a cada puerta y si encontraba a algún anciano, tomaba nota
de sus necesidades de comida y agua, y se cercioraba de que las vituallas aparecieran
a la semana siguiente en uno de esos convoyes de Staatling-Wapachung Servicios que
organizaba Joshie. ¿Por qué nos estará ayudando? Supongo que se siente culpable por
Noah y lo del transbordador, o puede que por La Bofetada. En cualquier caso,
necesitamos lo que nos consigue.
Eunice entregaba el agua en persona —con mi asistencia esporádica— en cada
apartamento, comprobaba que todas las puertas y ventanas estuviesen abiertas para
mejorar la circulación del aire y se sentaba ahí para escuchar cómo los viejos lloraban
por sus hijos y nietos, que andaban desperdigados por todo el país y por quienes
temían lo peor. De vez en cuando, me pedía ayuda para interpretar ciertas palabras en
yiddish («ese farkakteh de Rubenstein», «Rubenstein, ese shlemiel», «el enano pisher
de Rubenstein»), pero en general se quedaba ahí sentada, abrazando a los vejetes
mientras sus lágrimas polinizaban los polvorientos felpudos y las castigadas
alfombras del siglo pasado. Cuando las mujeres más mayores (casi todos nuestros
residentes de edad avanzada pertenecen al gremio de las viudas) olían especialmente
mal, Eunice les limpiaba las sucias bañeras, ayudaba a las temblorosas ancianas a
meterse en ellas y las bañaba. Era una tarea que yo encontraba especialmente
repugnante —¡cómo temía acabar cuidando algún día de mis padres de manera tan
táctil como concienzuda, que es lo que la tradición rusa esperaba de mí!—, pero
Eunice, a quien le daba dentera cualquier olor extraño procedente de la nevera o el
hedor de las uñas de mis pies tras varios esquinazos a la pedicura, no le hacía ascos a
esa carne floja y manchada que tenía entre manos.
Vimos morir a una mujer. Bueno, fue Eunice quien la vio. Creo que fue un
infarto. Era incapaz de decir nada, esa criatura marchita sentada junto a una mesita de
café cubierta de inútiles mandos a distancia, con un retrato enmarcado a su espalda
del rabino Lubavitcher, mostrando orgulloso su hermosa barba. «Aican», iba diciendo
mientras escupía sin querer por encima del hombro de Eunice. Y después, con mayor
vehemencia, «¡Aican, aican, aican!».
¿Pretendería decir I can[1]? Salí del apartamento porque me sentía incapaz de
revivir el recuerdo de mi propia abuela tras el ataque final, cuando iba en silla de
ruedas y se tapaba con el chai como podía porque le preocupaba parecer indefensa
ante el mundo.
Los viejos me daban miedo, temía su mortalidad, pero cuanto más miedo me
daban, más me enamoraba de Eunice Park. Me rendí ante ella de una manera tan
completa e inevitable como lo había hecho en Roma, donde la había confundido con
una persona distinta y más fuerte. Mi problema era que no podía ayudarla a encontrar
a sus padres y a su hermana. Ni siquiera con mis contactos en Staatling era capaz de
averiguar qué había sido de su familia en Fort Lee. Un día, Eunice me dijo que podía

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sentir que aún estaban vivos y a salvo… Un sentimiento que me sorprendió por su
ingenuidad casi religiosa, pero que, al mismo tiempo, me hizo desear poder creer lo
mismo acerca de los Abramov.
Aican, aican, aican.
Han pasado muchas cosas desde la última vez que te escribí, querido diario,
algunas de ellas horrorosas, la mayoría vulgares. Supongo que lo más importante que
se me ocurre es el hecho de que las cosas con Eunice están mejorando, de que a
través de la depresión compartida por lo que le ha ocurrido a nuestra ciudad, a
nuestros amigos y a nuestras vidas, nos hemos sentido más próximos. Como no
podemos conectarnos al äppärät, estamos aprendiendo a depender el uno del otro.
En cierta ocasión, tras un largo fin de semana dedicado a bañar y frotar a nuestros
mayores, hasta me pidió que le leyera.
Me dirigí al Muro de Libros y me hice con La insoportable levedad del ser, de
Kundera, cuya portada había pillado yo a Eunice examinando tiempo atrás,
recorriendo con el dedo el contorno de ese bombín que volaba sobre los edificios de
Praga. Había comentarios laudatorios sobre el autor y su obra en la primera página
del libro, procedentes de The New Yorker, The Washington Post, The New York Times
(el auténtico, no el Lifestyle Times) y hasta de algo llamado Commonweal. ¿Qué
había sido de todas esas publicaciones? Recuerdo haber leído el Times en el metro,
plegándolo cómo podía mientras me apoyaba contra la puerta, atrapado por las
palabras, preocupado por caerme al suelo o por pisar a alguna belleza ligera de ropa
(siempre había una, por lo menos), pero aún más asustado ante la posibilidad de
perder el hilo del artículo que tenía delante: la puerta del vagón me cascaba el
espinazo, y el ruido que me envolvía era espantoso, pero ahí estaba yo tan feliz, a
solas con mis palabras.
Al leer el libro de Kundera, noté una ansiedad creciente a medida que las frases
de esas castigadas páginas amarillentas me salían de la boca. Acabé respirando
trabajosamente. En mi adolescencia había leído ese libro varias veces, doblando el
extremo de muchas páginas en las que la filosofía de Kundera coincidía con la mía.
Pero ahora hasta tenía dificultades para absorber todos los conceptos, así que no sé
qué entendería Eunice. La insoportable levedad del ser era un novela de ideas
ambientada en un país que no significaba nada para ella, en una época —la invasión
soviética de Checoslovaquia en 1968— que, para mi chica, podía no haber ni
existido. Eunice había aprendido a amar a Italia, pero esa era una tierra más digerible
y elegante, un país de Imágenes.
En las primeras páginas, Kundera habla de varias figuras históricas abstractas:
Robespierre, Nietzsche, Hitler… Por el bien de Eunice, tenía ganas de que el hombre
se centrara en la trama, introdujera personajes reales «vivos» —recordé que se trataba
de una historia de amor— y se olvidara del mundo de las ideas. Ahí estábamos, dos
personas tumbadas en la cama: Eunice reposando su preocupada cabeza en mi
hombro y yo tratando de que sintiéramos algo en común. Deseaba que ese lenguaje

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complejo, esta exhibición de intelecto, derivara hacia el amor. ¿No era eso lo que
hacía la gente un siglo atrás, leerse poesía?
En la página ocho, di con una parte que había subrayado en mis tiempos de
adolescente melancólico y virginal. «Lo que solo sucede una vez… es como si no
hubiera sucedido nunca. Si solo disponemos de una vida es como si nunca
hubiésemos vivido.» Yo había añadido al lado, en borrosas mayúsculas, «¿¿¿CINISMO
EUROPEO O ATERRADORA VERDAD???». Leí de nuevo esas líneas, de manera lenta y
enfática, directamente hacia la orejita fresca y limpia de cera de Eunice, y mientras lo
hacía me preguntaba si no sería tal vez ese libro el que había puesto en marcha mi
búsqueda de la inmortalidad. En cierta ocasión, el mismo Joshie le había dicho a un
cliente muy importante: «La vida eterna es la única vida que merece la pena. Todo lo
demás no es más que una polilla revoloteando en torno a la luz». No se había
percatado de que yo estaba a la puerta de su despacho. Regresé a mi cubículo bañado
en lágrimas, sintiéndome abandonado a la nada, como una polilla, pero atónito ante el
inusual lirismo de Joshie. Me refiero a lo de la polilla. Conmigo nunca hablaba así.
Siempre subrayaba las cosas positivas de mi breve existencia; el hecho, sin ir más
lejos, de que tenía amigos, podía permitirme frecuentar buenos restaurantes y nunca
pasaba demasiado tiempo a solas.
Seguí leyendo, sintiendo en el pecho la solemne respiración de Eunice. El
protagonista, Tomas, empezaba a mantener relaciones sexuales con diferentes damas
checas de lo más atractivas. Releí varias veces un pasaje en el que la amante de
Tomas estaba de pie ante él, vestida únicamente con bragas, sujetador y un bombín
negro. Señalé el bombín negro de la portada. Eunice asintió, pero yo tenía la
impresión de que Kundera había envuelto el fetichismo en demasiadas palabras como
para que ella pudiese obtener lo que su generación le exigía a cualquier forma de
contenido: un rápido incremento de la excitación, un abordaje temporal de la
satisfacción.
Hacia la página sesenta y cuatro, la novia de Tomas, Tereza, y la amante de este,
Sabina, están tomando fotografías la una de la otra, desnudas, cubiertas tan solo por
el recurrente bombín negro. «Ella estaba totalmente a merced de la amante de
Tomas», leí dos páginas después mientras le guiñaba el ojo a Eunice. «Esa hermosa
sumisión fascinaba a Tereza.» Repetí las palabras «hermosa sumisión». Eunice se
puso tensa. Se quitó las EntregaTotal de un manotazo y se echó hacia arriba para
hundirme la cara entre sus piernas. Con el libro parcialmente abierto en una mano, la
agarré del trasero con la otra mientras introducía la lengua de la manera habitual en
su abertura. Se apartó un momento y me dejó mirarla a la cara. Confundí su expresión
con una sonrisa. Era otra cosa, una ligera apertura de la boca, con el labio inferior
torcido a la derecha. Se trataba de estupor: el estupor de ser amada por completo. El
milagro de no recibir golpes. Recuperó su posición sobre mi cara y soltó unos
gruñidos de una agudeza atiplada jamás oída. Era como si hablase en un idioma
extranjero, un idioma que había pasado a la historia y que se había quedado atascado

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en el sonido primigenio «guh». La aparté de mí, no muy convencido de que estuviese
disfrutando.
—¿Quieres que paremos? —le pregunté. Pero ella se propulsó sobre mi rostro y
se movió a mayor velocidad.
Después, regresó a su percha en mi hombro, olisqueando con interés el sendero
que me había dejado en la barbilla. Volví a la lectura. Leí en voz alta las hazañas del
ficticio Tomas y sus muchas amantes. Pasé páginas en busca de fragmentos más
jugosos con los que alimentar a Eunice. La historia se trasladaba a Zúrich y luego
volvía a Praga. La pequeña nación checoslovaca acababa hecha añicos por el
imperialismo soviético (que a su vez, aunque el autor no podía saberlo mientras
escribía el libro, también acabaría hecho añicos apenas veintitrés años después). En la
novela, los personajes tenían que adoptar decisiones políticas que al final no
significaban nada. El concepto de lo kitsch era atacado de manera justa, aunque
implacable. Kundera me obligaba a cuestionarme la mortalidad una vez más.
La mirada de Eunice se había ido apagando y la luz de sus ojos había
desaparecido, ya no estaba presente en esas negras órbitas gemelas, habitualmente
cargadas con un mandato irreprimible de rabia y deseo.
—¿Te estás enterando de algo? —le pregunté—. Igual deberíamos parar.
—Estoy escuchando —medio susurró.
—Pero ¿lo estás entendiendo? —insistí.
—La verdad es que nunca he aprendido a leer textos —repuso—. Solo sé
escanearlos en busca de información.
Solté una risita estúpida.
Y ella se echó a llorar.
—Oh, nena, lo siento —me disculpé—. No pretendía reírme. Ay, nena.
—Lenny —me dijo ella.
—Hasta yo estoy teniendo problemas para pillarlo. No es tan solo cosa tuya. Leer
es difícil. Se supone que la gente ya no tiene que hacerlo. Estamos en una era
posliteraria. Ya sabes, una era visual. Después de la caída de Roma, ¿cuántos años
transcurrieron hasta que apareció un Dante? Muchos, muchísimos.
Seguí largando en este plan durante unos cuantos minutos. Eunice se trasladó al
salón. Cuando me quedé solo, arrojé a lo lejos La insoportable levedad del ser. Tenía
ganas de hacer pedazos esa novela. Me toqué la piel, que conservaba su humedad. Me
entraron ganas de salir pitando del apartamento, en dirección a la empobrecida noche
de Manhattan. Echaba de menos a mis padres. En tiempos duros, los débiles buscan a
los fuertes.
En el salón, Eunice había abierto el äppärät y se concentraba en la última página
de compras que había almacenado la memoria antes de que las comunicaciones se
interrumpiesen. Podía ver que había abierto instintivamente un torrente de
LandOLakes dedicado al Pago de Crédito, pero cada vez que intentaba acceder a la
información de su cuenta, acababa echando la cabeza hacia atrás como si le hubieran

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pegado un puñetazo.
—No puedo comprar nada —se quejó.
—Eunice —le dije—, no tienes por qué comprar nada. Vente a la cama. No
tenemos que seguir leyendo. No tenemos por qué volverlo a hacer. Te lo prometo.
¿Cómo podemos ponernos a leer cuando la gente necesita nuestra ayuda? Es un lujo.
Un lujo de lo más idiota.
Cuando la luz matutina alcanzó todo su esplendor, Eunice se enroscó finalmente
junto a mí, cubierta de sudor, derrotada. Ignoramos la mañana e ignoramos la
jornada. Y también ignoramos el día siguiente. Pero cuando me desperté al tercer día,
mientras el calor se abría paso a través de la ventana abierta, Eunice ya no estaba.
Corrí hacia el salón: ni rastro. Bajé a la zona de recepción. Les pregunté a los viejos
que lo ensuciaban todo si la habían visto. Notaba que el corazón se me detenía y que
la sangre se me retiraba de manos y pies.
Cuando por fin apareció, al cabo de veinte horas («Fui a dar una vuelta.
Necesitaba salir de aquí. No es tan peligroso, Lenny. Lamento que te inquietaras»),
acabé arrodillado en la posición habitual, suplicándole que me perdonara algún
pecado impreciso, rezando por su compañía y su sonrisa de verdad, rogándole que no
me volviera a abandonar.
Aican, aican, aican.

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Ay, señor, pero que novia más mala soy
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens

10 DE SEPTIEMBRE

WAPACHUNC EMERGENCIAS: MENSAJE URGENTE:


Remitente: Joshie Goldmann, Servicios Poshumanos, Administración
Destinatario: Eunice Park
Muy buenas, mi querida señorita Eunice. ¿Cómo va eso? Vale, lo reconozco, no
puedo dejar de pensar en el ratito que pasamos juntos la semana pasada. Estoy
totalmente COLADO por ti. Esas veinticuatro horas que estuvimos dibujando con
monsieur Cohen (¡jo, jo, jo, allá vamos, teoría del color!), mirando lo que quedaba en
Barney’s, comiendo ostras en la cantina de Staatling, divirtiéndonos un poquito en,
ejem, la cama y luego haciendo a medias esos bocetos… Madre mía, que cita tan
perfecta. Estabas tan mona cuando apareciste por mi apartamento… Era increíble
cómo te temblaban las manos. Todavía estoy recogiendo astillas de cristal del suelo
(¿cómo te las apañaste para romper DOS copas?), pero da igual porque es una muestra
de lo auténtica que eres. Gracias, Eunice, por hacerme sentir BIEN y joven, y dispuesto
a liarla. Y gracias por elegir toda esa ropa. Tienes razón, había algo un tanto
hippiesco en mi forma de vestir, y el bigote TENÍA que desaparecer. A la porra con él.
Mi único problema es que ya te echo muchísimo de menos. ¿Podemos repetirlo lo
antes posible? ¿Podemos hacer esas cosas, no sé, permanentemente? De verdad que
no puedo imaginar mi vida sin el ruidito de tus piececitos junto a mi cama. Y aún me
queda mucha vida, ja, ja.
Bueno, pues ES un gran alivio saber que tus padres y tu hermana están vivos y
todo lo bien que puede estar cualquiera en estas circunstancias. Les he pasado la
solicitud de traslado a los del Cuartel General, pero el problema está en que, aunque
den con tu familia en Fort Lee, ¿dónde vamos a meterlos? Estamos organizando
futuros acuerdos con el FMI y creo que la idea consiste en reconstruir Nueva York
como una especie de «Centro de Estilo» en el que la gente acomodada pueda hacer
sus cosas, gastarse el dinero, vivir eternamente Y TAL Y TAL. Así pues, van a vigilar
cada centímetro de espacio y los precios van a ser absolutamente ELEVADOS. Y el resto
del país se repartirá entre un montón de fondos soberanos de riqueza: Wapachung
Emergencias controlará lo que queda de la Guardia Nacional y del ejército, y
contribuirá a la seguridad (¡bien por nosotros!). No acabo de tener claro si los chinos
estarán «al mando» en Nueva jersey, o si se tratará de los noruegos o de la Agencia
Monetaria de Arabia Saudí, pero en cualquier caso, estoy convencido de que las cosas
van a ir mucho mejor y van a ser más seguras que ahora. Aunque igual tu hermana se
tiene que acostumbrar a llevar burka. Es broma. Las cosas no van a ir por ahí. Solo

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quieren que su inversión les reporte beneficios.
Suspiro y te echo de menos. Echo de menos tu AROMA genuino. Echo de menos tu
dulce rostro sonriente y tu cálido abrazo. Hay que ver qué cosas digo, Dios mío. En
fin, igual envío a Lenny un fin de semana a Long Island para que visite a sus padres
(no se lo digas todavía, pero según Wapachung Emergencias, han sobrevivido), ¡lo
cual implica más momentos de alegría para nosotros! ¡Muá!, como tú dices. Muá, mi
querida, queridísima Eunice, mi maravilloso amor juvenil. ¿No es estupendo estar
vivo en los tiempos que corren?

12 DE SEPTIEMBRE

WAPACHUNC EMERGENCIAS: MENSAJE URGENTE


Remitente: Eunice Park
Destinatario: Joshie Goldmann, Servicios Poshumanos, Administración
Joshua, he recibido tu mensaje. Gracias. Y sí, monsieur Cohen resulta muy
interesante. ¿Es gay o solamente francés? Lo lamento si parece que impido que
avancemos en clase, pero es que soy muy perfeccionista y además me temo que no lo
hago muy bien. Y si soy tan buena como tú y monsieur Cohen decís, pues es cuestión
de potra y seguro que enseguida la vuelvo a cagar: puedes apostar tu último yuan a
que sí. Total, mi padre siempre decía que tengo las manos demasiado flojas para ser
artista.
Ya sé que hemos pasado muy buenos ratos juntos, y siempre los recordaré, pero
también siento que soy una novia muy mala para Lenny. Y es que eso es lo que soy,
la novia de Lenny, y yo le quiero, así que no me siento capaz ahora mismo de
explorar contigo algo que vaya más allá de la amistad.
Gracias por enterarte de lo de mis padres y mi hermana. Echo mucho de menos a
mi familia y desearía que hubiese algún modo de traerlos a Manhattan o, incluso, de
enviarlos de vuelta a Corea. En eso me estoy concentrando ahora mismo. He estado
leyendo algunos mensajes antiguos de mi amiga Jenny Kang, esa que desapareció y
que parece que tú no puedes localizar en Hermosa Beach, y una de las últimas cosas
que me escribió era «Lamento ser una mala amiga y no poder ayudarte con tus
problemas en estos momentos. Tienes que ser fuerte y hacer todo lo que puedas por tu
familia». Vale, ya sé que tú no tienes una familia. Y que nunca has querido tenerla, o
eso parece. Pero a través de todo este fregado de la Ruptura, supongo que esto es lo
que he descubierto acerca de mí misma: que la familia es lo más importante para mí y
siempre lo será.
Tuya,
Eunice
WAPACHUNG EMERGENCIAS: MENSAJE URGENTE:
Remitente: Joshie Goldmann, Servicios Poshumanos, Administración
Destinatario: Eunice Park

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Debo decirte que me ofendió ligeramente tu último mensaje. Si no querías iniciar
una relación, ¿por qué te fuiste a casa conmigo? Creo que no entiendes del todo lo
que siento por ti, Eunice. He tratado de explicármelo y creo que he llegado a algunas
conclusiones. Eres muy guapa, pero eso no es lo que más me importa a la larga. Todo
en ti es perfecto y de lo más especial (desde tu forma de vestir a las escasas palabras
que utilizas para expresarte), pero eso tampoco cuenta. Para mí, lo importante es que
ESTOY SEGURO de que eres capaz de amar, de que no puedes ocultar eternamente la
evidencia de que eres un ser humano absolutamente emocional y necesitado de
conectar, necesitado de estar con alguien que te comprenda a ti y a tu procedencia,
que te respete y te cuide. Y eso es lo que yo quiero hacer, Eunice, ocuparme de ti para
toda la eternidad. Quiero contribuir a convertirte en una artista de primera fila,
aunque eso signifique que hayas de pasar temporadas alejada de mí, estudiando Arte
& Finanzas en el HSBC-Goldsmiths de Londres. Quiero conseguirte un trabajo en
Ventas, si eso es lo que deseas, cuando Nueva York se convierta del todo en un
Centro de Estilo y empecemos a recuperarnos. Y sí, quiero ayudar a tu familia a que
se traslade a la ciudad, pero por favor, dame un poco más de tiempo para ver qué
puedo hacer al respecto. La situación sigue siendo muy peliaguda.
Dices que Lenny es tu novio. Le conozco desde que era un joven adulto como tú.
No es mala persona, pero es un tipo muy conflictivo, incompetente y depresivo. Y
esas no son las cualidades que te convienen en un hombre con el que vayas en serio,
no en estos tiempos, con el mundo tal como está. Quiero que consideres todo lo que
te digo, Eunice, y que sepas que, sea cual sea tu decisión, yo siempre te querré.
Joshie (nunca Joshua) G.
P.D.: Es solo un aviso, pero va a haber algo de actividad en tu zona en cosa de un
mes, eso que la ARE solía definir como «Reducción de Daños». Será en las Casas
Vladeck. No es nada que yo pueda controlar, créeme, pero puede haber violencia.
Quiero que tú y Lenny estéis a salvo. Creo que aprovecharé esa circunstancia para
enviarle a Long Island a ver a sus viejos, y de paso, tú y yo podemos darle un poco al
colchón.

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La zona del niño sordo
De los diarios de Lenny Abramov

12 DE OCTUBRE

Querido diario:

Haz el favor de disculparme por esta nueva ausencia de un mes, pero hoy tengo que
escribirte para darte la mejor de las noticias. Mis padres están vivos. Lo descubrí hace
cinco días, a las 17.54 hora del este, la hora exacta en que Telenor, el gigante noruego
de las telecomunicaciones, restauró nuestras comunicaciones y los äppäräti
empezaron a bullir de informaciones, precios, Imágenes y calumnias; 17.54 hora del
este, un momento que nadie de mi generación olvidará jamás. Las voces de mis
padres me llenaron las orejas de inmediato, prorrumpiendo en berridos con el
chiflado tono de barítono de mi padre y las risitas de mi madre: «¡Malen’kii,
malen’kii! ¿Zhiv, zdorov? ¡Zhiv, zdorov! (¡Chiquitín, chiquitín! ¿Estás vivo y en buen
estado? ¡Vivo y en buen estado!)». Chillé de tal manera («¡Urá!») que Eunice se
asustó. Se trasladó al cuarto de baño, donde pude oírla verbalizar en el äppärät en un
inglés monocorde mezclado con una interminable serie de apasionadas interjecciones
coreanas dirigidas a su madre: «Neh, neh, umma, neh». De esta manera, ambos nos
dedicamos a disfrutar de nuestros progenitores, reconectados con ellos con tanta
fuerza que cuando Eunice volvió al dormitorio y nos quedamos el uno frente al otro,
apenas si había nada que decir en nuestro idioma común. Acabamos echándonos a
reír ante nuestro alegre y atónito silencio: mientras yo me secaba las lágrimas, ella
apretaba las manos contra su duro pecho.
Los Abramov. Sobreviviendo, cavando, montando sus propios controles con el
señor Vida y los demás vecinos mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor,
comportándose como curtidos emigrantes de clase trabajadora, diseñados por un Dios
airado precisamente para calamidades de esa magnitud. ¿Cómo podía haber dudado
yo de su tenaz forma de aferrarse a la vida? Según los tensos mensajes de
GlobalTeens que me enviaron justo después de acabar de verbalizar, la situación en
Westbury era relativamente normal, pero la farmacia había sido saqueada y el muy
vigilado supermercado Waldbaum se había quedado sin Tagamet, el remedio favorito
de mi padre para las dolencias de corazón y sus úlceras pépticas crónicas. Así pues,
fue toda una feliz sorpresa recibir una nota, una nota escrita a mano, de Joshie.

¡Macaco! Sé un buen hijo y ve a visitar a tus padres. Te estoy reservando a lo mejorcito del contingente
de seguridad Wapachung para el lunes. Te escoltarán hasta Long Island. ¡Mantente a una prudente
distancia de esos comistrajos rusos hervidos! Y no te emociones más de la cuenta, ¿vale?, que te vigilo
cual halcón los niveles de epinefrina.

En el exterior de la sinagoga de Servicios Poshumanos me recibieron dos jeeps

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acorazados Hyundai Persimmon que lucían un espectacular armamento en el capó,
probablemente restos de nuestra catastrófica aventura venezolana. El líder de la
expedición parecía proceder de dicha epopeya. Se trataba del comandante J. M.
Palatino de Wapachung Emergencias, un tipo bajito pero corpulento que olía a
colonia de clase media y a caballo. Me observó con una mirada profesional y, tras
llegar rápidamente a la conclusión de que yo era un blandengue necesitado de
protección, me dedicó un taconazo de lo más castrense y me presentó a su equipo de
dos hombres armados, pertenecientes ambos a lo que quedaba de la Guardia Nacional
de Nebraska; a uno de ellos le faltaba media mano.
—El plan es el siguiente —dijo Palatino—. Seguimos las arterias principales con
la esperanza de que no haya mucho follón por el camino. Estamos hablando de la I-
495, la antigua autovía de Long Island. No debería pasar gran cosa. Luego torcemos
hacia las carreteras Norte y Wantagh. Ahí podríamos tener algún problema,
dependiendo de quién esté al mando a estas horas del día.
—Yo creía que éramos nosotros los que estábamos al mando —aventuré.
—Sigue habiendo esporádicas escaramuzas con el enemigo a partir de Little
Neck. Enfrentamientos entre los señores de la guerra de Nassau y los de Suffolk.
Rollo étnico. Salvadoreños. Guatemaltecos. Nigerianos. Habrá que ir con ojo. En
cualquier caso, vamos armados hasta los dientes, así que no hay que preocuparse
demasiado. Disponemos de una ametralladora pesada M2 Browning del calibre 50 en
el vehículo de cabeza y de un blindaje AT4 en ambos. Ahí afuera no hay quien nos
tosa. Espero llegar a Westbury a las 14.00 horas.
—¿Tres horas para recorrer cincuenta kilómetros?
—Señor mío, este mundo no lo he creado yo —repuso Palatino—. Yo solo me
apunto a la excursión. Llevamos bocadillos de la marca Delicias de Oslo por si le
entra hambre. ¿Le gusta la mermelada de arándanos rojos? Pues a disfrutar.
A la entrada de la autovía, varios efectivos de Wapachung registraban coches en
busca de armas y contrabando, arrojaban al suelo a desafortunados hombres de cinco
jiaos y les clavaban el fusil, creando así una escena extrañamente tranquila, metódica
y reminiscente de un pasado cercano.
—Esto es como lo de la Autoridad de Restauración Estadounidense —le dije al
comandante—. Lo único que ha cambiado son los uniformes.
—No se puede desmantelar una fuerza de la noche a la mañana —repuso Palatino
—. Ya pasamos por algo así en Missouri.
—¿Y qué ocurre en Missouri? —le pregunté.
Se me quitó de encima con un quiebro de la mano, como diciéndome: Más vale
que no lo sepa. Le dimos la espalda a Manhattan y pasamos junto al espantoso
gigantismo de LeFrak City, una colección de edificios que,, con sus hileras de
balconadas en ambos extremos, parecían acordeones cubiertos de hollín. Esos
bloques de apartamentos estaban trufados de inmigrantes rusos, y mis padres siempre
habían pensado que si descendían un peldaño más de la escalera económica

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acabaríamos en LeFrak, donde, según mi madre, nos matarían a todos. Galya
Abramov tenía algo de vidente.
Los terrenos del proyecto LeFrak estaban cubiertos de tiendas de campaña
caseras. La gente estaba tumbada en colchones colocados en un paso elevado para
peatones del que emanaba un olor acre a carne chunga a la parrilla. Mientras
pasábamos por LeFrak City (con su optimista lema de mediados del siglo XX: «Vive
un poco mejor»), el carril en dirección a Manhattan de la autovía de Long Island se
convirtió en una algarabía interminable de coches maniobrando lentamente en torno a
hombres, mujeres y niños de todas las razas y colores que llevaban sus posesiones en
maletas y carritos de la compra.
—Hay mucha gente que se va al oeste —dijo Palatino mientras adelantábamos a
unos cuantos coches de clase media-baja, Samsung pequeñitos y cosas por el estilo,
en cuyos asientos traseros se apelotonaban niños y sus madres—. Cuanto más cerca
de la ciudad, mejor. Aunque haya que recurrir a un curro de cinco jiaos. El trabajo es
el trabajo.
—¿Y usted dónde vive? —le pregunté a Palatino.
—Sesenta y ocho con Lexington.
—Bonita zona —afirmé—. Cerca del parque.
—A mis críos les chifla el zoo. Wapachung nos va a conseguir un panda.
Ya había oído cosas parecidas.
Tres horas después, recorríamos Old Country Road, los Campos Elíseos de
Westbury, y dejábamos atrás los espectros tapiados de las Ventas del pasado: Payless
Shoe Source, Petco, Starbucks… Una turba de aspirantes a consumidor seguía
congregándose en torno al Paraíso de los 99 Centavos. El olor a aguas residuales y
una cierta neblina marrón se filtraban a través de las ventanas, pero también se podía
oír el fuerte y agudo sonido de la risa humana y de la gente que se gritaba en la calle
de manera amistosa. Tenía la impresión de que, de alguna extraña manera, un sitio de
las afueras como Westbury, con su gente de clase trabajadora y de clase media, con
sus salvadoreños, sus asiáticos del sudeste y demás, seguía formando parte de la
época en que Nueva York todavía era un lugar real. Había algo adorable hoy en Oíd
Country Road, en esos tíos que iban de aquí para allá, intercambiando cosas,
comiendo papusas, y en esos chicos y chicas que no llevaban nada y verbalizaban
entre ellos con amor.
—Conservan una seguridad muy decente —me informó Palatino—. Los buenos
tienen todas las armas y han repartido sus activos de manera estratégica.
No entendía qué coño me estaba diciendo.
Abandonamos la calle comercial para dirigirnos a la paz residencial de la avenida
Washington. Pese a la tranquilidad de la calle de mis padres, sentí cierta preocupación
ante un letrero que decía «Zona del Niño Sordo». Intenté recordar a algún niño sordo
del barrio durante mis días en Westbury, pero no me vino ninguno a la cabeza.
¿Quién sería ese niño sordo y qué clase de futuro tendría hoy?

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Nos acercamos a la casa de mis progenitores, con sus banderas gigantescas de los
Estados Unidos de América y del Estado-Seguro de Israel que seguían tremolando
con obstinación. Parapetados tras la puerta mosquitera, vi a los Abramov apoyados el
uno en el otro. Durante cosa de un segundo, me pareció que solo había un Abramov,
pues aunque mi madre era bonita y delicada y mi padre, no, ambos constituían una
forma gemela, como si cada uno de ellos se reflejase en el otro. No quedaba claro lo
que había sucedido durante los pasados meses. Habían envejecido y estaban más
canosos, pero también daba la sensación de que a ambos les habían arrebatado
quirúrgicamente alguna parte indeterminada, dejándoles con una especie de borrosa
transparencia. Cuando me acerqué a ellos con los brazos abiertos —y la bolsa llena
del Tagamet para las úlceras y demás alegrías golpeándome la cadera—, vi cómo
parte de esa transparencia se cimentaba; vi sus rostros arrugados celebrar la dicha de
mi supervivencia, de mi presencia física, del nexo indeleble que me unía a ellos,
sorprendidos de verme y secretamente humillados y avergonzados porque no podían
hacer por mí lo que yo sí podía hacer por ellos.
Estábamos rodeados de elementos de cada uno de nosotros: el aspecto
inmaculado de mi madre, el olor no adulterado a musgo de mi padre y mi propio
aroma a juventud en retroceso y cosmopolitismo de estar por casa. No puedo recordar
si nos contamos algo —o nada— en la entrada, pero después de que mi madre
cubriera ceremoniosamente el sofá del salón con una bolsa de plástico para que no se
lo manchara con la mugre de Manhattan, mi padre emprendió su habitual y sentida
investigación:
—Nu, rasskazhi («Bueno, cuéntame»).
Les expliqué todo lo que pude sobre lo ocurrido a lo largo de los últimos dos
meses, saltándome la muerte de Noah (a mi madre le había encantado conocer a «un
chico judío tan bien parecido» en nuestra graduación universitaria), pero enfatizando
lo bien que nos iba a Eunice y a mí y que aún me quedaban 1.190.000 yuanes en el
banco. Mi madre escuchaba con atención hasta que, tras un suspiro, se fue a hacer la
ensalada de remolacha. Cuando le pregunté a mi padre cómo les había ido a ellos,
levantó el volumen de FoxLiberty-Prime, que emitía las deliberaciones de la Knesset
israelí con Rubenstein, que aún era, en teoría, el secretario de Defensa de la extraña
entidad en que nos estábamos convirtiendo, y que se dedicaba a sermonear al
parlamento ultraortodoxo acerca de las maneras de combatir el fascismo islámico,
logrando el comprensivo asentimiento de todos aquellos señores de negro, algunos de
los cuales miraban fijamente algún lejano espacio de lo más sagrado sin dejar de
jugar con sus botellas de agua mineral. En la otra pantalla, FoxLiberty-Ultra —pero
¿desde dónde cojones retransmitían?— ofrecía la imagen de tres blancos feísimos
gritándole a un negrito muy mono mientras aparecían sobreimpuestas las palabras
«Los gays se podrán casar en Nueva York».
Señalando FoxLiberty-Ultra con el dedo, mi padre me preguntó:
—¿Es cierto que en Nueva York dejan casarse a los gomiki?

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Mi madre salió rápidamente de la cocina con un plato de ensalada de remolacha
en la mano.
—¿Cómo? ¿Qué has dicho? ¿Que ahora dejan casarse a los gomiki?
—¡Vuélvete a la cocina, Galya! —gritó mi padre con esa vitalidad depresiva tan
suya—. ¡Estoy hablando con mi hijo!
Yo le confesé que no sabía lo que ocurría en mi ciudad, en el apartado nupcial, y
que la verdad era que teníamos otras cosas de las que preocuparnos, pero él quería
seguir compartiendo conmigo sus opiniones al respecto.
—El señor Vida —dijo, señalando hacia la casa del vecino indio— cree que los
gomiki son las criaturas más repugnantes de este mundo y que habría que castrarlas y
matarlas. Yo no sé qué decirte. Dicen, naprimer («por ejemplo»), que Chaikovski, el
famoso compositor ruso, era un gomik. Que on soblaznil («corrompía») a los
jovencitos, ¡incluyendo al propio hijo del zar! Y que cuando se murió, fue porque el
zar le había inducido al suicidio. Puede que sea cierto, puede que no. —Suspiró y se
llevó una mano a la cara. Sus cansados ojos castaños denotaban una tristeza que yo
solo le había visto antes en una ocasión: en el funeral de mi abuela, cuando emitió tal
aullido de origen desconocido y animal que creíamos que procedía del bosque
aledaño al cementerio judío—. Pero a mí me da igual —dijo respirando con dificultad
—. Yo a un genio como Chaikovski se lo perdono todo, ¡todo!
Mi padre seguía abrazado a mí, manteniéndome en mi sitio, haciéndome suyo. Yo
ya no tenía ni idea de qué me estaba contando. Y una parte cabreada de mí tenía
ganas de decirle: «Papá, hay un jeep blindado vigilando el Paraíso de los 99 Centavos
de Oíd Country Road, ¿y tú te dedicas a hablar de gomiki?». Pero guardé silencio.
¿De qué serviría hablar? Notaba la pena extenderse por toda la casa, pena por él, por
ellos, por nosotros tres: mamá, papá, Lenny.
—Chaikovski —decía mi padre, mostrando en cada sílaba difícilmente
pronunciada el dolor inmenso de su voz de barítono. Alzaba la mano en el aire y
dirigía en silencio un movimiento, puede que de la depresiva Sexta Sinfonía—. Piotr
Ilich Tchaikovsky —decía mi padre, rendido a su admiración por el músico
homosexual—. La de alegrías que me ha dado.
Para cuando mi madre me llamó para cenar —después de descansar un poco
arriba y de reparar en la sustitución del ensayo de mi padre sobre «Las alegrías del
baloncesto» por un satinado póster de la fortaleza israelí de Masada—, yo mismo
estaba al borde del llanto. La mesa del comedor solía estar cubierta de un extremo a
otro de carnes y pescados, pero hoy se hallaba prácticamente vacía: no había más que
ensalada de remolacha, tomates y pimientos del huerto, una bandeja de setas
marinadas y unas cuantas rebanadas de un pan blanco de aspecto sospechoso.
Mi madre se dio cuenta de mi tristeza.
—Hay escasez en el Waldbaum y además nos dan miedo los Postes de Crédito —
dijo—. ¿Qué pasa si aún rigen? ¿Y si intentan deportarnos? A veces, el señor Vida
nos lleva en la furgoneta, pero si no, es muy difícil encontrar comida.

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Y entonces me atacó un modelo diferente de verdad que me recordó lo centrado
en mí mismo que yo estaba y lo poco que me había preocupado por la complicada
existencia de los Abramov. La transparencia que había advertido antes en mis padres,
la manera en que se habían fundido el uno con el otro… no había más que mirar de
cerca sus cuerpos y sus torpes movimientos.
Mis padres se estaban muriendo de hambre.
Me fui a la cocina y le eché un vistazo a la despensa prácticamente vacía: patatas
del huerto, pimientos en lata, setas marinadas, cuatro rebanadas de pan blanco rancio
y dos latas oxidadas de una especie de bacalao búlgaro.
—Esto es terrible —les dije—. Ahí fuera están los jeeps. Dejadme, por lo menos,
que os lleve al Waldbaum.
—No, no —gritaron al unísono.
—Siéntate —dijo mi padre—. Hay ensalada de remolacha. Hay pan y setas. Tú
me has traído el Tagamet. ¿Qué más necesitamos? Somos viejos. Pronto estaremos
muertos y olvidados.
Sabían exactamente qué decir. Me habían atizado una patada en el estómago, o
eso parecía, pues ahora me estaba acariciando la tripa relativamente llena y la
preocupación se me había instalado en el aparato digestivo.
—Vamos a ir al Waldbaum —dije. Levanté la mano para defenderme de sus
débiles protestas. El hijo tenía que tomar decisiones—. No pienso discutirlo.
Necesitáis comida.
Nos amontonamos en un jeep, y dejamos que el otro nos sirviera de escolta, con
los hombres de Palatino mostrando sus armas a una pandilla de réprobos reunidos en
torno a lo que antes era el restaurante Friendly, pero que ahora, aparentemente, se
había convertido en el cuartel general de alguna milicia local. ¿Sería así Rusia tras la
caída de la Unión Soviética? Intenté, sin éxito, ver el país que me rodeaba no tan solo
a través de los ojos de mi padre, sino a través de su historia. Deseé formar parte con
él de un ciclo cargado de significado, un ciclo que fuese más allá del nacimiento y de
la muerte.
Mientras mi madre redactaba de forma cuidadosa una lista de cosas que
necesitaban, mi padre me contó un sueño que había tenido recientemente. Algunos
«cerdos chinos» que ejercían de ingenieros en el laboratorio en que él había trabajado
le acusan de soltar radiación en el aire durante sus tareas matutinas de vigilancia.
Están a punto de detenerle, pero al final se salva porque aparecen dos celadoras rusas
de Vladivostok que les echan la culpa del escape radiactivo a unos indios.
—Y cuando me despierto, me sangra el labio de miedo —dijo mi padre con su
cabeza canosa aún temblando a causa del recuerdo.
—Dicen que los sueños tienen a menudo un significado oculto —dije.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo él agitando displicentemente la mano en el aire—.
Psicología.
Le di una palmadita en la rodilla con intención de consolarle.

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Llevaba pantalones vaqueros y unas viejas deportivas Reebok que había heredado
de mí, una camiseta Ocean Pacific con una imagen desteñida de unos jóvenes
surfistas del sur de California fardando de planchas (perteneciente también al
vestuario adolescente de Lenny Abramov) y unas gafas de sol de plástico cubiertas
por lo que parecían manchas de aceite. A su manera, estaba estupendo. Era el último
estadounidense vivo.
Nos internamos en la pequeña zona comercial donde estaba el supermercado
Waldbaum, junto a un salón de manicura tapiado y un antiguo restaurante de sushi
que ahora vendía «AGUA LIMPIA, 1 YUAN EL LITRO, TRAIGA SU PROPIO RECIPIENTE».
Mientras el jeep aparcaba directamente delante de la puerta del Waldbaum, mis
padres me contemplaron llenos de orgullo: ahí estaba yo, cuidando de ellos,
honrándoles, siendo un buen hijo por fin. Me contuve de arrojarme en sus brazos,
cargado de gratitud. Pero ¡qué familia tan feliz!
Dentro del supermercado, pintado de color marrón crema, habían apagado las
luces para crear un ambiente comercial aún más triste que el que yo había conocido
en los buenos tiempos de Waldbaum, aunque seguía sonando Enya por el sistema de
sonido, farfullando chorradas sobre el curso del Orinoco y la posibilidad, pronunciada
de la forma más cruel posible, de lanzarse a bogar. También me sorprendió una hilera
de fotografías antiguas en las que se veía a los calvos y miopes encargados del
pasado, una combinación típica de Westbury, hecha de emprendedores hispanos y
asiáticos, bajo el lema fascista «Si es bueno para ti, es bueno para Waldbaum».
Mi padre me llevó a ver el estante vacío en el que solían estar los frascos de
Tagamet.
—Pozorno («Qué vergüenza») —clamó—. Ya nadie se preocupa ni por los viejos
ni por los enfermos.
Mi madre estaba en la fila de los productos al horno, junto a una señora mayor
italiana, absorta en un airado monólogo sobre el combinado de pastel de mantequilla
y pastel de ángel, que marcaba el exorbitante precio de dieciocho yuanes.
—Pilla los pasteles, mamá —le dije, plenamente consciente de lo golosa que era
—. Yo lo pago todo.
—Ni hablar, Lyonitchka —me dijo—. Tú tienes que ahorrar para tu propio futuro.
Y para el de Eunice, no lo olvides. Pero vamos a echar un vistazo a las ofertas del
punto rojo, por lo menos.
—Veamos si hay algo fresco por aquí —le dije—. Necesitáis comida sana. Nada
de sabores artificiales o cosas picantes. Si no, papá no va a tener bastante con todo el
Tagamet del mundo.
Pero los productos frescos escaseaban: la mayoría de los artículos de calidad ya se
habían enviado hacía tiempo a Nueva York. Llenamos los carritos con paquetes de
800 g de bolas de queso (producto con punto rojo, más un 20 % de descuento) y agua
con gas para toda la vida, que, efectivamente, era más barata que el «agua limpia» a
yuan el litro que vendían en el restaurante de sushi. Empujé el carrito arriba y abajo

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por cada pasillo. La jaula de las langostas («¡Más frescas y estarían vivas!») no solo
estaba vacía, sino que le faltaba una pared de cristal. Mi madre pilló más escobas y
fregonas en Utensilios Domésticos y yo me hice con un pan decente en la pastelería y
le compré cuatro kilos de pechuga de pavo a mi padre.
—Utiliza los tomates frescos del huerto para hacerte bocadillos con la pechuga de
pollo y el pan —le aconsejé—. Y nada de mayonesa: mostaza, que tiene menos
colesterol.
—Gracias, sinotchek («Hijito») —repuso mi progenitor.
—Zabotishsia ty o nas («Cómo cuidas de nosotros») —añadió mi madre, soltando
unas lagrimitas mientras sobaba un poco el mocho de una fregona nueva.
Me ruboricé y aparté la vista, pues aunque ansiaba su amor, debía tener cuidado
con no acercarme demasiado a ellos, no fuera a ser que me volvieran a hacer daño. Y
es que de dónde vienen mis padres, la amabilidad se puede confundir con la
debilidad, con una invitación a la zurra. Uno los abraza y luego no hay manera de que
te suelten.
Aboné algo más de trescientos yuanes en la única caja abierta y luego ayudé a mi
padre a cargar las bolsas en el jeep. Cuando estábamos a punto de regresar a casa, nos
llegó desde el norte el zurriagazo de una explosión. Los hombres de Palatino
apuntaron sus armas hacia el diáfano cielo azul. Mi padre agarró a mi madre como
debe hacer un hombre de verdad.
—Nigerianos —dijo, señalando hacia el condado de Suffolk—. Tú tranquila,
Galya. Les vencí en la cancha de baloncesto y les volveré a vencer ahora. Los mataré
con mis propias manos.
Acto seguido, nos enseñó esas potentes manitas acostumbradas a encestar pelotas
los martes y los jueves.
—¿Por qué todo el mundo les echa la culpa a los nigerianos? —exploté—.
¿Cuántos nigerianos hay a este lado del océano?
Mi padre se echó a reír y trató de alborotarme el pelo.
—Ya salió el pequeño liberal —dijo, con ese tono arrogante tan típico de Fox-
Ultra—. Igual también es un judío secular progresista, ¿no?
Mi madre se sumó al jolgorio, meneando la cabeza ante mi estupidez manifiesta.
Mi padre me agarró la cabeza con las dos manos y me plantificó unos cuantos besos
babosos en la frente.
—¿De verdad lo eres? —gritaba con burlona seriedad—. ¿Eres un judío secular
progresista, Lyon’ka?
—¿Por qué no se lo preguntas a Nettie Fine? —le dije en voz alta y en inglés—.
No he sabido nada de ella. Ni tan solo cuando los äppäräti volvieron a funcionar. ¿Por
qué no le preguntas a tu querido Rubenstein? Lo ha hecho todo tan bien que habéis
perdido la pensión y todos los ahorros y además, ahora, os da miedo pasar al lado de
un Poste de Crédito. Cuando dice que «el barco está lleno», se refiere a vosotros,
¿sabes?

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Mi padre me contempló atónito y soltó una risita. Mi madre no dijo nada. Yo
intenté calmarme. Total, ¿para qué? En el fondo, mis padres estaban aterrados. Y yo
temía por ellos. Tras una frugal colación familiar a base de pechuga de pavo, ensalada
de remolacha y buñuelos de queso, pasé una noche sin sexo y sin descanso en el
impecable dormitorio de la planta baja, aromatizado de manzanas, ropa limpia y todo
tipo de muestras de la incomparable pulcritud materna. Me sentía solo y traté de
escribir a Eunice y verbalizar con ella, pero no respondía, lo cual resultaba más bien
extraño. Seguí sus progresos diarios a través de GlobalTrace: en cuanto me marché,
se dirigió al Pasillo de Ventas de Union Square, luego emprendió camino hacia el
Upper West Side y, a continuación, su señal desapareció. ¿Qué demonios estaría
haciendo en el Upper West Side? ¿Estaría tan loca como para intentar cruzar el
puente George Washington hasta Fort Lee para ver a su familia? Me empecé a
preocupar en serio por ella, y hasta pensé en llamar a Palatino y regresar a la ciudad.
Pero no podía negarles a mis padres una visita completa. Ahí estaban de buena
mañana, esperando que me levantara, con la misma sonrisa preocupada y sumisa que
han llevado puesta durante la mitad de su estancia estadounidense, mirándome
fijamente como si no hubiera nadie o nada más en todo el mundo. Los Abramov.
Viejos y cansados, románticamente opuestos, hasta las cejas de odios nativos e
importados, patriotas de un país desaparecido, amantes de la limpieza y de los saldos,
tibios productores de un hijo único, propietarios de cuerpos difíciles y desleales (con
las manos profesionalmente escaldadas con detergentes industriales y agarrotadas por
el síndrome del túnel carpiano), monarcas de la ansiedad, príncipes de un reino de
indescriptible crueldad, mamá y papá, papá y mamá, na vsegda, na vsegda, na
vsegda, por siempre y por toda la eternidad. No, yo no había perdido la capacidad de
preocuparme —de manera incesante, morbosa, instintiva y contraproducente— por la
gente que había hecho de mí ese desastre conocido como Lenny Abramov.
¿Quién era yo? ¿Un progresista secular? Puede ser. ¿Un liberal, si es que eso
todavía significa algo? Tal vez. Pero básicamente —a fin de cuentas, al final del
camino, al final del imperio—, poco más que el hijo de mis padres.

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¿Cómo se lo decimos a Lenny?
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens

13 DE OCTUBRE

GOLDMANN-ETERNO A EUNI-MAJARA:
Buenos días, mi queridísima niña, mi tierno amor, mi vida. Lo de ayer fue tan
divertido que me resisto a creer que se acerca el fin de semana y tengo que devolverte
a nuestro amiguito. Cuento las 52,3 horas que me quedan hasta que te vuelva a ver, ¡y
no sé qué hacer conmigo mismo! Sin ti, me siento tan incompleto como un leopardo
sin garras. También estoy solucionando todo lo que me dijiste. Necesito mejorar los
brazos más que el resto del cuerpo. En cierta medida, son lo más difícil de arreglar,
con ese tono muscular deshinchado, etc. Y lamento que no nos dedicáramos más a lo
bueno. Tengo que ir con cuidado con el corazón porque la verdad es que,
genéticamente hablando, no he tenido mucha suerte a ese respecto. Los indios dicen
que en un par de años me van a trasplantar el corazón. Un músculo inútil. Diseñado
de manera idiota. Ese es el gran proyecto del año en Servicios Poshumanos: le vamos
a enseñar a la sangre por dónde debe correr exactamente y a qué velocidad, y luego le
dejaremos que se encargue de la circulación. Dime que no tengo corazón, jajaja.
El caso es que Howard Shu (te envía un saludo, por cierto) ha estado investigando
mucho y creo que ha dado con algo. Tenemos que conseguirles a tus padres unas
credenciales mejores, para que no sean los típicos inmigrantes estadounidenses con
mal Crédito. No es fácil obtener documentos noruegos, pero hay un pasaporte chino
para extranjeros, modelo «Lao Wai», que te confiere también muchos privilegios y
que te permite incluso abandonar Nueva York durante seis meses al año. Howard está
intentando colar a tu padre como personal esencial, ya que la cuota de podólogos en
la ciudad de Nueva York aún no está del todo llena. El nuevo plan del FMI es muy
metódico en lo referente a ocupaciones. El problema está en que tu padre, para dar la
talla, va a tener que hacerse con una dirección en Nueva York, ya sea en Manhattan o
en Bronwstone Brooklyn, y el no-tríplex más barato de Carroll Cardens se pone en
unos 750.000 yuanes. Así pues, lo que te propongo es que yo le compro un piso a tu
familia, y si tu padre llega a ganar lo suficiente algún día, siempre puede devolverme
el dinero. Podemos conseguirle un visado de estudiante a Sally y yo puedo
apadrinarte a ti. Por así decirlo. Ja, ja. En cualquier caso, se trata de una buena
inversión y no me importa hacerla porque te quiero. Ya sé que te da grima cuando
Lenny se pone a leerte algo, y yo también detesto leer, pero hay un verso magnífico
de un poeta antiguo llamado Walt Whitman: «¿Eres tú la Nueva persona que se siente
atraída por Mí?» Yo siempre le daba vueltas cuando caminaba por las calles de
Manhattan, pero creo que dejaré de hacerlo porque ahora te tengo a ti.
Quería sacar a colación un tema, aunque me temo que no es de mi incumbencia.

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Ya sé que quieres que tu familia esté a salvo, pero, en cierta medida, ¿te parece lógico
que tu padre esté aquí, tan cerca de ti y de tu hermana? Igual estoy un poco anticuado,
pero cuando hablas de que el hombre se mete en la ducha cuando Sally anda por allí o
me cuentas que viste cómo sacaba a tu madre de la cama tirándole del pelo, en fin,
me da la impresión de que hay quien diría que eso es abuso físico y psicológico. Ya
sé que hay factores culturales en el asunto, pero yo lo único que quiero es protegerte a
ti y a tu hermana de un tipo que, como resulta evidente, no controla su propia
conducta y debería estar vigilado y medicado. La carencia de límites es una cosa,
pero yo diría que la violencia contraviene hasta la ley china más básica, y olvídate de
esa mierda escandinava, rollo hippy, que se gastan los noruegos. Confío en que te
traslades pronto a mi domicilio (o podemos buscar un sitio más grande si te entra la
claustrofobia), y entonces me encargaré de que nadie vuelva a tocarte o a hacerte
daño.
En fin, mi pingüinito emperador, parece que voy a tener que trabajar todo el fin
de semana —más y más temas internos de Staatling—, pero cada siete minutos alzo
la vista al techo o la bajo al suelo y me imagino tu rostro franco y sincero, y me
siento totalmente sereno y totalmente enamorado.
EUNI-MAJARA A EUNI-MAJARA:
Me escribo esto a mí misma. Algún día querré volver a este día y hacer las paces
con lo que estoy a punto de llevar a cabo.
Me he pasado la vida dudando. Pero ya no puede ser. Sé que soy demasiado joven
para tener que tomar este tipo de decisión, pero así están las cosas.
A veces echo de menos Italia. Echo de menos ser una extranjera total y no
sentirme unida a nadie. Puede que Estados Unidos desaparezca por completo dentro
de poco, pero yo nunca fui realmente una estadounidense. Todo era una apariencia.
Siempre fui una chica coreana de familia coreana con una manera de hacer las cosas
de lo más coreana, y estoy orgullosa de que así sea. Significa que, a diferencia de casi
toda la gente que me rodea, yo sé quién soy.
La profe Margaux me decía en clase de Decisión: «Tienes derecho a ser feliz,
Eunice». La típica idea estúpida de los estadounidenses. Cada vez que pensaba en
suicidarme en los dormitorios, pensaba en lo que decía la profe Margaux y empezaba
a aullar de risa. Tienes DERECHO a ser feliz. ¡Ja! Lenny siempre cita a un tal Froid que
era psiquiatra y que dijo que lo mejor que podemos hacer es convertir todas nuestras
locas desgracias y todas las chorradas de nuestros padres en una infelicidad común.
Me apunto.
Así me siento cuando despierto junto a Joshie. Pero también algo emocionada.
Estábamos dándole al pincel con el señor Cohen y no me podía creer la cara de
concentración de Joshie. La manera en que su labio inferior le colgaba como a un crío
y el modo en que respiraba cuidadosamente, como si no hubiera en el mundo nada
más importante que sus pinceladas. Hay algo muy poderoso en lo de ser capaz de
dejarse ir y concentrarse en algo que no tiene nada que ver contigo. Intuyo que Joshie

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ha disfrutado de muchos privilegios a lo largo de su vida y que sabe qué hacer con
ellos.
Y entonces se dio cuenta de que lo estaba mirando y sonrió como un chiquillo y
levantó el labio y trató de aparentar la edad que tenía, algo que no creo que esté ya a
su alcance. Y pensé, pues vale, voy a dejar a Lenny y voy a pasarme la vida
despertando junto a Joshie, envejeciendo a diario mientras él está cada vez más joven.
Hay algo correcto en eso. Es como un castigo. Mañana, tarde, noche, sexo, cena,
compras… En cualquier cosa que hagamos, Joshie ni me deprime ni me deja de
deprimir. Solo quiero dar pinceladas con él y escuchar su tranquila respiración. El
hombre tiene unas zapatillas viejas, colocadas a la perfección junto a la cama para
poder deslizarse en ellas nada más levantarse por la mañana, pero le van grandes.
Deambula por ahí en pantuflas como un viejo. Y eso es algo que yo puedo arreglar.
Puedo arreglarle a él. Me encanta que acepte bien las críticas. Lo primero que tengo
que HACER es conseguirle unas zapatillas nuevas. Supongo que mi vida con Joshie
será una versión afortunada de la de mi madre. Como dijo Froid, infelicidad común.
Lenny, ¿me perdonará algún día?
A veces me siento como un cubo de reciclaje, con todo esto que me está pasando
de ir de una persona a otra: amor, odio, seducción, atracción, repulsión y demás.
Ojalá fuese más fuerte y tuviera más seguridad en mí misma para poder pasarme
realmente la vida con un tío como Lenny. Porque él tiene una fuerza distinta a la de
Joshie. Tiene la fuerza de sus adorables brazos de atún. Tiene la fuerza de ponerme la
nariz en el pelo y decir que ahí está su hogar. Tiene la fuerza de llorar cuando se la
chupo. ¿Quién ES Lenny? ¿Quién HACE algo así? ¿Quién será capaz de entregarse a
mí de esa manera? Nadie. Porque resulta muy peligroso. Lenny es un tipo peligroso.
Joshie es más poderoso, pero Lenny es mucho más peligroso.
Yo lo único que quería era que mis padres asumieran toda la responsabilidad por
lo jodida que estoy. Quería que reconocieran que lo habían hecho muy mal. Pero eso,
ahora, ya me da igual.
Infelicidad común, como decía el señor doctor, pero también responsabilidad
común.
No puedo seguir siendo esa niña maltratada. Tengo que ser más fuerte que mi
padre, más fuerte que Sally, más fuerte que mami.
Lo siento, Lenny.
Te quiero
EUNI-MAJARA A GOLDMANN-ETERNO:
Parece que estás muy ocupado, cariño mío. Cómo me pone que trabajes tanto,
Joshie. No hay nada más sexy que un tío que trabaja duro, así es como me educaron y
esa es la parte de mis padres que NO me avergüenza. Siento tantas emociones a la
vez en estos momentos… No se trata tan solo de gratitud por lo que has hecho por mi
familia, sino de un amor muy, muy profundo. ¿Soy Yo la Nueva persona que se siente
atraída por Ti? Sí, Joshie, lo soy. A veces, por la calle, veo hombres y mujeres

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atractivos, pero lo son a la manera evidente de los Medios. Y tú eres de verdad. No te
preocupes por el sexo, querido. Yo no soy un monstruo sexual. Tenerte en mis brazos,
ducharme contigo, frotarte BIEN FUERTE con la manopla, escogerte prendas de vestir,
abrazarnos en el sofá o hacer esos panqueques de arándanos sin grasas es lo más
satisfactorio que he hecho con nadie. Me basta con estar contigo en la misma
habitación para excitarme. Te echo mucho de menos, NO tienes brazos de viejo. Eres
mucho más fuerte que Lenny y tus labios son suaves y hermosos. Lo único que te
pido es que mantengas el cuello en buena forma, ¡porque te vas a pasar la vida
explorándome por ahí abajo! Jajaja.
Con respecto a mis padres, a veces tengo la impresión de que te cuento
demasiadas cosas. Ya sé que es culpa mía, porque siento la necesidad de dar la brasa
con ellos a todos los que quiero. Desahogarme sobre mi vida es prácticamente lo
único que me impide pasar la jornada dentro del frigorífico, añadiendo peso a mi culo
GORDO. Me pregunto si estoy siendo justa con ellos y contigo cuando hablo de lo que
nos pasó a mí, a Sally y a mi madre. También hubo buenos momentos, claro está.
Cuando estaba en el parque Tompkins, justo antes de la Ruptura, mi padre me
preguntó cómo estaba. Soy consciente de que, en el fondo, es una buena persona que
ha tenido una vida muy dura, y eso me entristece. A veces, cuando te echo de menos,
siento la misma tristeza, como si toda mi vida hubiese sido un largo camino hacia ti y
no pudiera esperar a que estemos juntos.
Uf, acabo de ver un torrente de ese tío jamaicano al que estaban deportando de
Nueva York y que no paraba de llorar, al igual que toda su familia, y le estaba
diciendo a su hija que volvería y que lo mejor para ellos era quedarse en la ciudad y
estar a salvo. Pensé que yo también me iba a echar a llorar. ¿Te he contado que hice
de voluntaria en Roma con unas mujeres albanesas víctimas del tráfico de personas?
Ojalá no tuviéramos que deportar a nadie. Y no me puedo creer lo que me dijiste, lo
de que van a echar a la gente de nuestros edificios de apartamentos. Lenny ha
invertido mucho dinero en el suyo y tiene un montón de libros. ¿Y qué piensan hacer
con los viejos? ¿Dónde los van a meter? Se morirán. ¿No puedes hacer nada al
respecto, cariñín? En fin, Lenny está volviendo a casa ahora mismo. Le oigo resoplar.
Tengo que salir pitando. Que tengas un fin de semana estupendo, Joshie. No pienso
más que en ti y sueño contigo. Confío en ti y te necesito mucho. Nunca nadie ha sido
tan maravilloso conmigo.

21 DE OCTUBRE

CHUNG.WON.PARK A EUNI-MAJARA:
Eunhee:
Hoy recibimos solicitud para pasaporte Lao Wai, ¡gracias a tú! El señor Shu hasta
llama y dice que es solicitud rutinaria y está garantizado que volvemos a Nueva York.
Papá y yo muy orgullosos de tú. ¡Hija lista! Siempre lo sabemos. Hasta en el Católico

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cuando consigues buenas notas y vas a Elderbird. Recuerda cómo profe de arte en
escuela alaba tus aptitudes espaciales y nosotros pensamos que dice ESPECIALES y
siempre no sabemos muy bien qué es. Vemos tu nuevo amigo Joshie Goldmann y
es muy guapo para ser viejo y parece más joven que el Compañero de Piso Lenny.
También nosotros orgullosos que tú tienes amigo tan importante. Lenny no puede
ayudarte. Es ruso. ¿No será comunista? En viejos tiempos rusos todos eran
comunistas antes del petróleo. Pero si te gustan los hombres mayores conocemos en
Toronto al hijo de la señora Choi que tiene 31 años. Es alto y muy musheesuh y tiene
trabajo bueno en industria de cosas para médicos. Gracias Eunhee por pensar por tu
familia. Por favor perdona no entiendes mi inglés. Que Dios te bendice siempre.
Con amor,
Mamá

22 DE OCTUBRE

SALLYSTAR: He conseguido el visado de estudiante. No sé qué decir, Eunice, como no


sea que te quiero. Sé que siempre cuidarás de mí, y no tan solo porque seas mi
hermana mayor. Ya sé que te da lo mismo, pero rezo por ti a diario. Rezo para que
seas feliz y estés en paz contigo misma. ¿Te acuerdas de lo contentas que nos
poníamos de pequeñas cuando nos daban ddok y mctndoo después de misa?
¿Recuerdas cómo te ponías las botas y luego te echabas a llorar porque creías haber
engordado?
EUNI-MAJARA: No tienes que darme las gracias, Sally. Me alegra que estés a salvo. No
me puedo creer que tuvieras que esconderte en el sótano toda una semana. No me
puedo creer lo que le ha ocurrido a la hija de los Kim… ¿Cómo se llamaba?
SALLYSTAR: Creo que ahora no tengo ganas de hablar de eso.
EUNI-MAJARA: Es que me siento culpable de no haber estado ahí contigo.
SALLYSTAR: Es de esas cosas que te obligan a concentrarte. Y ahora ya sé por qué
estoy viva. Por ti y por mami y por papi. Voy a estar tranquilita, no me voy a meter en
política y me voy a asegurar de que lo que le sucedió a Sarah Kim no se repita con
ninguno de nosotros. Eres todo un modelo de «consulta» para mí, como dice mamá.
EUNI-MAJARA: ¿Piensas volver a Barnard?
SALLYSTAR: Están cerrando Barnard para lo que queda de curso, pero no pasa nada.
Total, tengo que estudiar más mandarín y más noruego durante todo el año.
EUNI-MAJARA: Te irá muy bien, Sally. Puedes hacer cualquier cosa que te propongas.
SALLYSTAR: ¿Y tú?
EUNI-MAJARA: ¿Qué?
SALLYSTAR: ¿Qué piensas hacer con tu vida a partir de ahora?
EUNI-MAJARA: No lo sé. Joshie me puede conseguir un buen trabajo en Ventas, pero
puede que me vaya a Londres a estudiar arte y finanzas.

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SALLYSTAR: O sea, que las cosas van en serio con él, ¿no? ¿Ya se lo has dicho a
Lenny?
EUNI-MAJARA: No.
SALLYSTAR: No deberías seguir mintiéndole, Eunice. Aunque nunca te lo he dicho,
creo que Lenny es muy buen tío. Bueno, solo le he visto una vez, pero se esforzó
mucho con mamá y papá.
EUNI-MAJARA: Ya lo sé. No hace falta que me lo digas. Pero no es perfecto. Solo se
preocupa por mí cuando estoy cabreada con él. En fin, supongo que ya encontrará a
otra coreana, como las cien con las que ya ha salido. Una auténtica chica nomo
chakeh, no como yo. Ah, y he visto algunas Imágenes de sus horrendas ex novias.
Lenny es uno de esos blancos que no distinguen a una asiática guapa de una fea. Para
él, todas somos iguales.
SALLYSTAR: No es asunto mío, pero creo que deberías ser de lo más amable con
Lenny, aunque rompas con él. Te conviene ser sincera con ese hombre.
EUNI-MAJARA: Ya lo sé, Sally. Me portaré bien. Ni siquiera sé si PUEDO romper con él.
Aún le quiero. Lo que pasa es que no se entera de nada. Mi pobre Leonardo
Dabramovinci. Ahora está sentado a mi lado, cortándose las uñas de los pies y
sonriéndome, vete a saber por qué. No sé a qué se debe, pero esa manera de sonreír
me resulta de lo más triste. Y también me cabrea un poco, francamente, que aún tenga
la capacidad de impresionarme.

24 DE OCTUBRE

GOLDMANN-ETERNO A EUNI-MAJARA:
Eunice, tenemos que hablar. Sé que me quieres, pero la verdad es que a veces no
me tratas nada bien. Un día me dices que soy «el mejor novio de tu vida», pero al
siguiente ya no estás tan segura, quieres que nos separemos un tiempecito o te entran
ganas de tomarte las cosas con más calma. Y eso me hace sentir como una especie de
capullo necesitado de amor que te mete prisa para que le cuentes lo nuestro a Lenny y
para que te tomes esta relación tan en serio como yo. Creo que me has confundido
con ese tío tan importante llamado Joshie Goldmann que quiere cambiar el mundo y
al que todos adoran. Contigo soy un hombre diferente. No soy más que un ser
humano enamorado.
No me gusta que me hagas sentir culpable por todos esos viejos que van a ser
expulsados de los edificios de Lenny. No es ese mi departamento, Eunice. Yo puedo
echarte una mano con tus padres y tu hermana, pero no está exactamente a mi alcance
cuidar de cien personas a las que la ciudad de Nueva York no necesita para nada.
Ahora el que manda es el FMI. Y creo que ya he hecho todo lo que he podido por ellos
a lo largo de los últimos meses, enviándoles comida y agua.
Mira, ya sé que te estoy pidiendo que des unos pasos enormes, y soy consciente
de que Lenny representa para ti una especie de red de seguridad «emocional», y que

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por eso te agarras a él. Pero no te olvides de que, a fin de cuentas, soy yo quien puede
garantizar tu seguridad. También sé que Lenny te ha estado persiguiendo de manera
exagerada y sobreprotectora, pero yo no pienso repetir su error. Aunque a veces no lo
parezca, debemos recordar que tengo setenta años. Y si algo he sacado en claro de mi
experiencia, Eunice, es que solo eres joven una vez. Por lo que más vale que
compartas esa juventud con alguien que te la pueda maximizar, alguien que te haga
sentir bien y cuidada y querida: a largo plazo, alguien que no se muera mucho antes
que tú, que es lo que le sucederá a Lenny. (Desde un punto de vista estadístico, y
teniendo en cuenta que él es un varón ruso y tú una hembra asiática, fallecerá veinte
años antes que tú.) ¿Estoy asustado de lo rápido que va todo entre nosotros? ¡Te
aseguro que sí! A veces, nos miro en el espejo y no puedo creer quién soy yo. Cada
semana que pasa nos sentimos más próximos… hasta que tú haces algo que me lleva
a sentirme como si no te mereciese. Me rechazas. ¿Por qué? ¿Está en tu naturaleza ser
cruel con los hombres? En ese caso, tal vez podrías cambiar esa parte de tu manera de
ser antes de que sea demasiado tarde.
Pienso en ti constantemente, Eunice. A veces eres lo único de este mundo a lo que
aún le veo sentido. Ahora TÚ tienes que empezar a pensar en MÍ. Aquí estoy, en la
zona buena del viejo Upper West Side, golpeándome el pecho con los puños,
emitiendo tristes gruñidos simiescos y soñando con el día en que me trates como me
merezco. Tenemos muchos años por delante, mi dulcísima abejita. No
desperdiciemos ni un segundo de ese tiempo precioso. Sogni d’oro, como tú dices.
Que tengas dorados sueños.

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Eternamente joven
De los diarios de Lenny Abramov

10 DE NOVIEMBRE

Querido diario:

Hoy he tomado una decisión trascendental: me voy a morir.


No quedará nada de mi personalidad. El interruptor se apagará. Mi vida, mi ser
entero, se perderá para siempre. Seré anulado. ¿Y qué quedará? Pues flotando a través
del éter, cosquilleando la tripa vacía del espacio, flotando sobre unas granjas en las
afueras de Ciudad del Cabo y estrellándose en una aurora por encima de Hammerfest,
Noruega, la ciudad más al norte de este deshilachado planeta… mi información, la
confusa base de datos de mi existencia asociada a una cuenta de GlobalTeens.
Palabras, palabras, palabras.
Sí, querido diario.
Esta será mi última entrada.

Hace un mes, a mediados de octubre, una racha de viento otoñal se abría camino por
la calle Grand. Una señora de los bloques de apartamentos, vieja, cansada, judía y
con unas cuentas falsas de jade sobre el pecho enteco, levantó la vista al cielo y
pronunció una sola palabra: «borrascoso». Solo una palabra, una palabra que
significaba poco más que «perturbación atmosférica caracterizada por fuertes vientos,
abundantes precipitaciones y, a veces fenómenos eléctricos», pero que a mí me pilló
por sorpresa y me recordó cómo se utilizaba el idioma en el pasado, con precisión y
simplicidad, con capacidad para el recuerdo. Ni frío ni gélido, borrascoso.
Aparecieron ante mí otros cien días tempestuosos: mi madre, de joven, envuelta en su
abrigo de piel falsa frente a nuestro Chevrolet Malibu Classic, tapándome las orejas
con las manos para protegerme del frío porque la birria de gorro de esquí que me
habían comprado no llegaba a cubrírmelas, mientras mi padre despotricaba y se
armaba un taco con las llaves del coche. Los chorros de aliento preocupado de mi
madre sobre mi cara, la emoción de sentirme al mismo tiempo helado y protegido,
expuesto a los elementos y amado a la vez.
—Ya lo creo, señora, de lo más borrascoso —le dije a la anciana. Lo noto en los
huesos.
Y ella me sonrió, recurriendo a los escasos músculos faciales que aún le
funcionaban. Nos estábamos comunicando con palabras.

Regresé de Westbury y encontré a Eunice de una sola pieza, pero las Casas Vladeck
se habían convertido en caparazones chamuscados donde el color naranja había sido
sustituido por el negro. Me quedé ante las casas junto a una pandilla de tíos de los

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Medios con deportivas caras que aún conservaban su empleo. Evaluamos las líneas
borrosas de las antiguas ventanas, nos pusimos poéticos con un aparato de aire
acondicionado Samsung que colgaba de su cable en la brisa procedente de un río
poco profundo. ¿Dónde estaban los inquilinos? Aquellos hispanos que nos habían
hecho sentir tan felices de vivir en «el último vecindario multicultural del centro»…
¿Dónde se habían metido?
Apareció una furgoneta de Staatling llena de tíos de cinco jiaos. Bajaron pitando
y enseguida les dieron un cinturón para herramientas, que ellos se ataron, sin rechistar
y casi con alegría, a sus escurridas cinturas. Un camión para la carga de leños se
presentó a continuación. Pero no eran leños en filas de cinco lo que llevaba, sino
Postes de Crédito, redondos y contundentes, carentes incluso de los adornos de sus
predecesores. Estuvieron de pie en un día, con un nuevo eslogan pendiendo del mástil
(junto a una silueta del nuevo cuartel general en forma de partenón del FMI en
Singapur): «¡La vida es más rica, la vida es mejor! ¡Gracias, Fondo Monetario
Internacional!».

Quedé con Grace en el parque para un almuerzo en plan merienda campestre. Estaba
sentada en una confortable roca del Sheep Meadow que era como una chaise longue
de la era glacial. Hacía menos de medio año, la sangre de un centenar de personas
había bañado la hierba circundante. Con ese vestido blanco de algodón que le colgaba
holgado de los hombros, con la curva perfecta del cabello que envolvía su rostro
concentrado, con su reposo elegante aunque definitivamente preñado, parecía, desde
lejos, una visión de algo inasiblemente perfecto y acorde con el mundo. Eché a andar
lentamente hacia Grace, reuniendo mis pensamientos. Ahora tendría que encontrar
una manera de ajustar nuestra amistad para que cupiese alguien más, alguien que
sería aún más pequeño y más inocente que su madre.
Ya podía ver al bebé. Por mucho que ella lo influenciara (me habían dicho que era
un niño), contaría por lo menos con algo de la suavidad de Vishnu, de su carácter
afable, de su bondad e ingenuidad. A mí me resultaba extraño considerar a un crío el
producto de dos personas. Mis padres, pese a todas sus temperamentales diferencias,
se parecían tanto a veces que yo los considero un solo progenitor, cargado con un hijo
por algún Espíritu Santo Judío. ¿Y si Eunice y yo hubiésemos tenido un hijo juntos?
¿La habría hecho eso más feliz? En los últimos tiempos, parecía muy distante de mí.
En ocasiones, incluso cuando estaba observando a sus modelos anoréxicas favoritas
en CulosLujosos, daba la impresión de que su mirada las atravesaba en busca de una
nueva dimensión desprovista de huesos y caderas.
Grace y yo bebimos zumo de sandía y nos zampamos un kimbap de la calle 32
recién cortado en lonchas: el rábano nos crujía alegremente entre los dientes y el
arroz con algas nos llenaba la boca de mar y de féculas. Normalidad: a eso
aspirábamos. Tras algunos preliminares chistosos, Grace puso su cara más seria.
—Lenny —me dijo—, hay algo un poco triste que tengo que contarte.

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—Oh, no —repuse.
—Vishnu y yo hemos conseguido una residencia permanente en Estabilidad. Nos
trasladamos a Vancouver dentro de tres semanas.
Noté cómo el arroz se me expandía por la garganta y acabé echándome a toser
contra mi propia mano. Consideré lo que me acababa de decir. Grace. La mujer que
más me había querido. Que llevaba escuchándome los últimos quince años, pese a mi
melancolía galopante. Vancouver. Una ciudad del norte, muy lejana.
Grace me envolvió en sus brazos y yo aspiré profundamente su acondicionador de
pelo y su inminente maternidad. Me estaba abandonando. ¿Me querría aún? Hasta el
horrible Laptev de Chéjov tenía una admiradora, una mujer llamada Polina, «muy
fina y delgada, con una larga nariz». Cuando Laptev se casa con la joven y hermosa
Julia, Polina le dice:

Así pues, te has casado… Pero no te preocupes, que yo no pienso desesperarme. Conseguiré arrancarte
de mi corazón. Lo único que me molesta y me amarga es que seas tan despreciable como los demás; que lo
que desees en una mujer no sea la inteligencia o la brillantez, sino tan solo un cuerpo, buena apariencia y
juventud… ¡Juventud!

Quería que Grace me susurrara unas palabras semejantes, que me afeara la


conducta de nuevo por amar a alguien tan joven y con tan poca experiencia, que me
hiciera pensar en que tal vez debería estar con ella en vez de con Eunice. Pero, claro
está, no lo hizo.
Y eso me cabreó.
—¿Y cómo es que habéis conseguido la residencia en Canadá? —le pregunté, sin
molestarme en modular la acritud de mi tono de voz—. Creí que era imposible. Hay
una lista de espera de más de veintitrés millones.
—Hemos tenido suerte —dijo ella—. Y yo tengo un título de Econometría. Eso
ayuda.
—Gracie —insistí—, Noah me dijo hace un tiempo que Vishnu colaboraba con la
ARE, con los Bipartitos.
No dijo nada y siguió dándole al kimbap. Un hombre y una mujer que
conversaban en un idioma extranjero paseaban detrás de un sucio y enorme San
Bernardo que iba con la lengua fuera a causa del veranillo de San Martín. Tras unos
árboles, un grupo de hombres de cinco jiaos estaban cavando una zanja. Era evidente
que uno de ellos se mostraba desobediente, pues el jefe se le acercaba con un objeto
largo y brillante en la mano. El tío de los cinco jiaos estaba de rodillas y con las
manos cubriéndose la larga melena rubia y desvaída. Intenté taparle la visión a Grace
con mi vaso de plástico de zumo de sandía y recé para que no hubiese violencia.
—Yo estoy seguro de que no es verdad —continué, quitándome hierbajos de los
vaqueros como si habláramos de otra cosa—. Sé que Vishnu es un buen tío.
—No quiero hablar de eso —dijo Grace—. Vosotros tres siempre fuisteis unos
amigos muy extraños, ¿no crees? Los muchachos. Como en los libros. Con todo ese

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cachondeo y toda esa camaradería. Pero no podía funcionar. Cuando estabais
separados, erais personas de verdad, pero cuando os juntabais parecíais personajes de
dibujos animados.
Suspiré y apoyé la cabeza en las manos.
—Lo siento —dijo Grace—. Ya sé que querías a Noah. Esa no es manera de
hablar de los muertos. Y no sé qué pasó con la ARE ni quién hizo qué. Lo único que
sé es que aquí no hay ningún futuro para nosotros. Ni para ti, si te paras a pensarlo.
¿Por qué no te vienes al Canadá con nosotros?
—Me temo que no tengo vuestros contactos —dije con cierta rudeza.
—Tienes un título de Negocios —dijo ella—. Eso podría situarte el primero de la
lista. Deberías intentar llegar a la frontera del Quebec. Puedes pillar un autobús
blindado Fung Wah. Si consigues entrar legalmente, los canadienses te aplican una
categoría especial. Creo que es algo así como «Inmigrantes del Interior». Podemos
contratar a un abogado del otro lado que se ocupe de ti.
—Nunca dejarán entrar a Eunice —aduje—. Sus estudios no sirven para nada. Un
título en Imágenes, un diploma en Decisión.
—Lenny… —dijo Grace.
Tenía la cara junto a la mía, y su respiración se había acompasado con la
exhalación del viento en los árboles. Tenía la mano en mi mejilla, y con ella sostenía
todas mis preocupaciones vitales. Nos llegó el ruido de un golpe desde detrás de los
árboles, un sonido de metal que impacta contra un cráneo, pero no hubo quejidos,
solo la imagen distante, como si fuera un espejismo, de un cuerpo que cae al suelo.
—A veces —continuó Grace—, creo que no vas a salir adelante.

Finales de octubre. Al cabo de unos días de mi almuerzo con Grace, Eunice me


verbalizó al trabajo para pedirme que volviera a casa de inmediato.
—Nos están echando a todos —dijo—. A los viejos, a todo el mundo. Ese
capullo.
No tuve tiempo de averiguar quién era el capullo en cuestión. Me hice con un
coche de la empresa y salí pitando hacia el centro para encontrarme con que la
infausta mole de ladrillo rojo de mi edificio estaba rodeada de jóvenes de culo plano,
con camisa blanca y pantalón de pinzas, y de tres vehículos blindados de Wapachung
Emergencias cuyos ocupantes se encontraban apaciblemente desplegados bajo un
olmo junto a sus armas. Mis provectos vecinos habían llenado con sus desmadejadas
pertenencias la amplia zona ajardinada que rodeaba el edificio: abundaban las
cómodas decrépitas, los sofás desinflados de cuero negro y los retratos enmarcados
de sus rollizos hijos y nietos pescando truchas.
Me topé con un jovenzuelo vestido con los habituales pantalones de loneta que
lucía en el pecho una identificación que decía «Staatling Propiedades: Servicios de
Realojamiento».
—Oye —le dije—, trabajo para Servicios Poshumanos. ¿Qué coño estáis

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haciendo? Yo vivo en uno de esos pisos. Y mi jefe es Joshie Goldmann.
—Reducción de Daños —repuso el individuo, mientras hacía un pucherito con
sus labios gordos y rojizos.
—¿Cómo dices?
—Estáis demasiado cerca del río. Staatling piensa echar abajo estos edificios
mañana mismo. Por si las inundaciones. Por si el cambio climático. Y además,
Poshumanos dispone de espacio para sus empleados en la parte alta.
—Eso es una puta trola —le espeté—. Lo que pretendéis es construir aquí un
montón de triplex. ¿Para qué mentir, colega?
Se alejó de mí, y yo procedí a avanzar entre el desbarajuste de ancianas que salían
a la calle con andadores: las babushkas en mejor estado empujaban a las que estaban
confinadas en sillas de ruedas, mientras un murmullo colectivo, más deprimido que
indignado, componía una especie de manto sonoro llamado a cubrir el exilio en
marcha. La gente más joven y más cabreada de los edificios debía de estar en sus
puestos de trabajo. Por eso nos estaban sacando a patadas a mediodía.
Yo ya estaba dispuesto a agarrarle la cabeza al jovenzuelo de Staatling y partírsela
contra el cemento de mi querido edificio, mi refugio doméstico, mi sencillo hogar.
Sentía la ira paterna en busca del objetivo adecuado. Había algo de lo más Abramov
en el modo en que me zumbaba la cabeza, en el permanente intercambio de roles
entre el agresor y la víctima. «Las alegrías del baloncesto.» Masada. Agarré a aquel
mequetrefe por el hombro y le dije:
—Un momento, amigo mío. Este sitio no es tuyo. Esto es propiedad privada.
—¿Estás de broma, abuelete? —me soltó mientras se deshacía sin esfuerzo
aparente de mi agarre de cuarentón—. Como me vuelvas a tocar, te juro que te parto
el ojete a hostias.
—Vale —dije—. Hablemos de esto como seres humanos.
—Yo ya hablo como un ser humano. Eres tú el que me está dando el coñazo.
Tienes un día para sacar de ahí toda tu mierda si no quieres que se caiga con todo el
edificio.
—Ahí tengo libros.
—¿Qué?
—Artefactos impresos y encuadernados. Algunos de ellos, muy importantes.
—Creo que me está sentando mal el almuerzo.
—Vale, muy bien, ¿y qué pasa con ellos?
Señalé hacia mis vecinos más mayores, que arrastraban los pies hacia la luz del
sol; entre ellos destacaban algunas viudas con sombrerito de paja y vestidos
veraniegos a las que no parecían quedarles muchos años de vida.
—Se les va a trasladar a domicilios abandonados de New Rochelle.
—¿New Rochelle? ¿Domicilios abandonados? ¿Y por qué no los lleváis
directamente al matadero? Sabéis perfectamente que esa gente no puede sobrevivir
fuera de Nueva York.

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El jovenzuelo adoptó un semblante fatalista.
—No puedo más con esta conversación —dijo.
Eché a correr hacia la familiar recepción de mi edificio, que lucía en su
pavimento reluciente y cuidadosamente encerado la imagen de pinos gemelos de la
comunidad de propietarios. Había viejos sentados sobre hatillos, esperando
instrucciones, esperando a que los deportaran. Dentro del ascensor, dos tipos
uniformados de Wapachung estaban sacando a una anciana en plan Bat Mitzvah,
sobre el sillón en que estaba sentada cuando la habían pillado. La expresión de dolor
en su rostro hinchado y lloroso me resultó insoportable.
—Señor, señor —entonaban algunos amigos suyos, con sus brazos marchitos
extendidos en mi dirección. Me conocían de cuando los peores momentos de la
Ruptura, cuando Eunice iba a lavarlos, a sostenerles la mano, a darles esperanza—.
¿No puede hacer nada, señor? ¿No conoce a nadie?
No podía ayudarles. No podía ayudar a mis padres. No podía ayudar a Eunice. No
podía ni ayudarme a mí mismo. Pasé de los ascensores y subí a pie los seis pisos de
escaleras, dando tumbos, medio muerto, hasta que llegué a mis setenta metros
cuadrados inundados por la luz del mediodía.
—¡Eunice, Eunice! —clamé.
Llevaba puestos unos pantalones de chándal y una camiseta de Elderbird, y de su
cuerpo emanaba calor. El suelo estaba cubierto de cajas de cartón que había recogido
por ahí, y algunas de ellas estaban medio llenas de libros. Nos abrazamos y yo traté
de darle un largo beso, pero ella me apartó y señaló hacia el Muro de Libros del
salón. Me hizo comprender que iba a conseguir más cajas y que yo debía seguir
llenándolas de libros. Volví al salón para encontrarme con el sofá en el que Eunice y
yo habíamos hecho el amor por segunda y tercera vez (el dormitorio había ganado el
primer asalto). Me encaminé a las estanterías y agarré un montón de libros, parte del
material de Fitzgerald y Hemingway que me había tragado junto a una imaginaria
copa de Pernod cuando iba a la universidad; los desvencijados y mohosos libros
soviéticos (a un precio medio de un rublo con cuarenta y nueve kopeks la unidad) que
mi padre me había obsequiado para salvar el inevitable vacío entre nuestras
respectivas existencias; y los textos lacanianos y feministas que se suponía que me
hacían quedar bien ante potenciales novias (como si todavía le importaran a alguien
cuando yo entré en la universidad).
Metí los libros en las cajas de cartón, pero Eunice se abalanzó a volverlos a
empaquetar porque yo no los colocaba de la manera adecuada, dado que era un inútil
a la hora de manipular objetos aprovechando el espacio disponible. Trabajamos en
silencio durante casi tres horas, Eunice dándome instrucciones y reprendiéndome
cada vez que yo cometía un error, mientras el Muro de Libros empezaba a vaciarse y
las cajas se ponían a gruñir con el material de lectura de los últimos treinta años, que
representaba una vida entera de sujeto pensante.
Eunice. Sus fuertes bracitos, sus mejillas arrobadas de trabajo. Me sentía tan

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agradecido hacia ella que me entraban ganas de hacerle un poquito de daño para
luego suplicarle que me perdonara. Quería hacer algo mal en su presencia para que
ella pudiese exhibir su elevada moralidad haciendo algo bien. Toda la rabia que
llevaba yo albergando en su contra durante los últimos meses se iba disipando. Y en
su lugar, con cada montón de libros que caían en una caja de cartón, se iba esbozando
poco a poco un nuevo objetivo. Notaba la debilidad de esos libros, su inmaterialidad,
su fracaso a la hora de cambiar el mundo, y no quería seguir manchándome con su
inutilidad. Lo que quería era invertir mis energías en algo más fructífero, que
condujera a una vida más relevante.
En vez de volver al Muro de Libros para hacerme con más, eché a andar hacia
uno de los armarios de Eunice. Registré sus prendas íntimas, consulté las etiquetas,
susurré lo que leía como si estuviera recitando un poema: 32A, xs, ChochoJugoso,
EntregaTotal, terciopelo fino azul celeste. En el armario de los zapatos, pesqué dos
rutilantes pares y una mezcla menos espectacular de zapato y bamba que a Eunice le
gustaba ponerse para ir al parque, y me lo llevé todo a la cocina. Se los ofrecí a
Eunice con una sonrisa.
—No nos quedan muchas cajas —le dije.
Pero ella negó con la cabeza.
—Solo los libros. Es para lo único que hay espacio. Nos van a llevar a un sitio de
la parte alta porque trabajas para Joshie.
Dejó a un lado la cinta de embalar y me sirvió una taza de café, añadiéndole un
chorrito de leche de soja procedente de ese frigorífico que pronto dejaría de ser mío.
—Por lo menos, cerciorémonos de que nos llevamos todos tus cepillos Mason
Pearson —dije mientras le daba un sorbo al café y luego se lo pasaba a ella.
Eunice me dio la razón cepillándose el pelo. Nos besamos: dos bocas que olían a
café. Ella había cerrado los ojos, pero yo no. «¡Sin trampas!», solía quejarse ella
cuando yo hacía algo así. Clavé la nariz en su galaxia de pecas, algunas marrones,
algunas de color naranja, algunas del tamaño de planetas y otras como diminutos
detritos espaciales en flotación.
—¿Cómo voy a dejar que te vayas? —exclamé.
Se echó hacia atrás.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Nada.
¿Qué quería decir? Tenía las sienes ardientes, pero los pies helados.
Los ascensores estaban llenos de gente mayor con sus cosas, pero conseguimos
bajar las cajas por las escaleras hasta el hall, mientras Eunice se cuidaba de ayudar a
los viejos con sus bolsas de medicinas, sus hatillos de ropa y todas esas fotos
familiares con marco dorado llenas de judíos mayores y pequeños. Empujamos mi
biblioteca metida en cajas por el patio delantero, hacia el Hyundai.

Primero de noviembre. O por ahí. Nos trasladaron a dos habitaciones del Upper East

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Side, una residencia cúbica de los años 50 para enfermeras, situada en la avenida
York, que parecía un rompecabezas abandonado bajo la lluvia. Otros jovenzuelos
desplazados de Staatling-Wapachung compartían los pasillos, pero cuando atisbaban
el interior de nuestro domicilio y se daban cuenta de que cada centímetro cuadrado de
esas dos habitaciones estaba cubierto de libros, nos hacían el vacío de inmediato, por
mucho que Eunice perteneciera a su misma generación.
El día en que los Medios mostraron los edificios de la calle Grand, esas bellezas
de ladrillo tostado al sol que se venían abajo en una nube de ladrillo rojo y ceniza
gris, me eché a llorar; y Eunice, en vez de consolarme, se cabreó. Me dijo que cuando
me ponía tan sentimental le recordaba a su padre cada vez que le pasaba algo malo. Y
que, en tales circunstancias, su padre perdía el control, aunque solía ponerse violento
en vez de triste. La miré a través de los ojos hinchados y le dije:
—¿No ves la diferencia entre ambas cosas? La violencia y la tristeza.
Me dedicó su famosa sonrisa muerta.
—A veces tengo la impresión de que no te conozco —entonó, a un volumen que
apenas llegaba a susurro.
—Eunice —dije—. Mi apartamento. Mi hogar. Mi inversión. Cumpliré los
cuarenta dentro de dos semanas y no tengo nada.
Tenía ganas de añadir «Tú me tienes a mí», pero no venía a cuento.
Me encerré en mí mismo y esperé cosa de una hora, sabiendo que su odio hacia
mí acabaría derivando hacia una sombra de piedad. Como así fue.
—Venga ya, cerebro de atún —me dijo—. Vamos al parque. No trabajo hasta
dentro de una hora.
Paseamos cogidos de la mano en ese día cálido y agradable. Yo la miraba.
Observaba fascinado sus andares de pato, el modo en que proyectaba los pies hacia
delante, esa falta de habilidad para ejercer de peatón tan propia de los nativos del sur
de California. Vi mi imagen en las esferas gemelas de sus gafas de sol. Atisbé la
sonrisa reflejada de mi propio rostro. ¿Cuánta gente habrá en este planeta que nunca
ha conocido lo que yo he vivido durante el último medio año? No tan solo el amor de
una mujer hermosa, sino también el hecho de habitarla.
Central Park bullía de gente perteneciente, por lo menos, a dos castas, los turistas
y los inquilinos de la zona, y ambas disfrutaban de la jornada. Los árboles se
mantenían en su sitio, pero el paisaje urbano vivía un cambio constante. Los
rascacielos que enmarcaban la parte baja del parque parecían estar cansados de su
historia, pues les habían quitado el comercio, y las plantas superiores, las de los altos
ejecutivos, se asomaban a vestíbulos vacíos y plazuelas de cemento en las que,
tiempo atrás, los puestos de hummus y kebab de cordero alimentaban a los ejecutivos
más célebres del mundo. Unas plantas superiores que pronto se verían reconvertidas
en bonitas residencias para gente con apellidos árabes, asiáticos o noruegos.
—¿Te acuerdas del día en que volviste de Roma? —le pregunté a Eunice—. Era
el 17 de junio. Tu avión aterrizó a la una y veinte. Y lo primero que hicimos fue dar

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un paseo por el parque. Creo que eran cosa de las seis. Estaba oscureciendo y vimos
el primer campamento de IBI. Al conductor del autobús se lo acabaron cargando. El
Ejército de Aziz. ¿Qué fue de él? Dios mío, qué rápido cambia todo. Bueno, el caso
es que cogimos el metro hacia la parte alta. Y te invité a primera clase, de lo mucho
que quería impresionarte. ¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo, Lenny —respondió de inmediato—. ¿Cómo iba a olvidar algo así,
atún mío?
Le compramos un helado a un señor vestido de charlatán de feria del siglo XIX,
pero se nos deshizo en las manos antes de poder abrirlo. Como no queríamos
desperdiciar los cinco yuanes, nos lo bebimos directamente del envoltorio de papel y
luego nos limpiamos mutuamente de la cara los churretes de vainilla y chocolate.
—¿Te acuerdas del primer sitio al que fuimos nada más llegar al parque? —
insistí.
La cogí de la mano hasta llegar a la atestada Fuente de Bethesda, donde la estatua
del Ángel de las aguas, con un lirio en la mano, bendecía los diminutos lagos
inferiores. Cuando tuvimos a la vista la muy familiar Cedar Hill, Eunice se dio la
vuelta tan bruscamente que me crujió el brazo.
—¿Qué ocurre? —inquirí.
Pero ella ya estaba alejándome de mi nostalgia, caminando hacia otros parajes
más seguros a nivel emocional.
—¿Qué pasa, cariño? —insistí.
—Déjalo, Lenny —repuso ella—. No sigas intentándolo.
—¡Podemos irnos de aquí! —casi grité—. Podemos irnos a Vancouver. Podemos
obtener la residencia canadiense.
—¿Para qué? ¿Para que puedas estar con tu querida Grace?
—¡No! Porque este sitio… —tracé con el brazo tonto una línea de doscientos
grados, intentando abarcar la totalidad de aquello en lo que se había convertido mi
ciudad—. No sobreviviremos juntos en este lugar, Eunice. Ya nadie puede.
Únicamente la gente con las manos manchadas de sangre.
—Mira que eres dramático… —resumió Eunice.
Y el modo en que lo dijo, con un tono decidido, además de carente de compasión,
me hizo temer lo peor. Estaba en posesión de algo que yo ignoraba, o que tal vez
conocía demasiado bien.
Íbamos en dirección sur por una calle asfaltada, evitando el Sheep Meadow,
donde nos habíamos dado el primer beso largo en Nueva York, así como los demás
rincones verdes, suaves y entrañables en los que habíamos encontrado el amor. En
Central Park Sur, frente a la hilera de triplex rediseñados que había sido en tiempos el
hotel Plaza, rodeados por esos montones de mierda de caballo que separaban la
hierba y los árboles de la complicada ciudad, ambos contemplamos el parque a
nuestra espalda.
—Me tengo que ir —dijo Eunice.

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—Déjame que te lleve al trabajo. —Me quedé ahí plantado, apurando hasta el
último minuto de compañía, sintiendo que se acercaba el final—. Mira, ¡vuelve a
haber taxis! ¡Aleluya! Pillemos uno. Pago yo.
La dejé en la calle Elizabeth, en el centro de Ventas en el que, gracias a los
contactos de Joshie, ahora vendía pulseras de cuero reciclable con grabados
vanguardistas de Budas decapitados sobre la leyenda RUPTURA NY a dos mil yuanes la
unidad. Me escondí detrás del tronco de un agotado árbol urbano y observé.
Trabajaba con otra chica, miembro voluptuoso y de negro cabello de la diáspora
irlandesa de Boston, y con la encargada del establecimiento, una mujer mucho mayor
que ellas que aparecía de forma intermitente para clavarles el dedo en el pecho a sus
subordinadas y pegarles la bronca en un inglés con acento argentino. Vi trabajar a
Eunice: barría diligentemente el suelo con una preciosa escoba tailandesa; se
anticipaba a las preguntas de los muy aventureros turistas chinos y franceses que se
dejaban caer por allí, a los que acogía con una sonrisa que dejaba al descubierto sus
dientes; al final de la jornada, calculó el volumen de ventas en un viejo äppärät; y a
continuación, cuando había contado hasta el último yuan y el último euro, esperó el
cierre de la persiana de la tienda para poder dejar de sonreír y recuperar su rostro
habitual: una expresión de grave y profundo disgusto.
Apareció un coche junto a la acera, introduciendo el morro de manera agresiva
entre dos vehículos aparcados. Salió un hombre del asiento de atrás cuyas piernas
potentes le condujeron hacia la tienda. ¿Era él? Tenía el cogote despejado, globular,
sonrosado. Llevaba una chaqueta deportiva de cachemira, cara y demasiado formal.
¿Se trataría de sus andares? ¿Sería ese equilibrio dubitativo lo que había hecho que
ella se enamorase de él? No estaba seguro. Pero ¿qué más daba? ¿Qué pasaba si había
venido a verla? A fin de cuentas, le había conseguido el empleo. Solo estaba
controlando sus inversiones. Vi cómo ella hablaba con él y le miraba a la cara. Esos
ojos. Cuando asimilaban una información importante, se estrechaban y se negaban a
parpadear. Luego venía el movimiento afirmativo de la barbilla. Cargado de
adoración.
Me fui a un bar de la zona, que exhibía una decoración seudo-francesa de lo más
idiota, y empecé a beber con algunos capullos, uno de los cuales también tenía
progenitores procedentes de la antigua Unión Soviética; a él también le llamaban
Lyonya en ruso y Lenny en inglés. Se trataba de un gemólogo de la
SagradaPetroRusia con nacionalidad belga, un tío grandote con manos extrañamente
delicadas y ese tipo de humor evidente y de franqueza social que a mí siempre se me
había negado. La noche acabó con mi doble atizándome dos veces en el estómago,
como el hermano mayor que nunca tuve —habíamos coincidido en discutir sobre el
papel de la familia en nuestras vidas—, y metiéndome amablemente a continuación
en un taxi, del que bajé directamente frente a un inocente seto del Upper East Side
situado en el exterior de la antigua residencia para enfermeras en la que ahora
vivíamos. Y allí, en ese entorno algo siniestro de principios de noviembre, disfruté de

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un breve estado de coma, mi primer descanso auténtico de las últimas semanas.

Llegó el otoño, el veranillo de San Martín tocó a su fin y la ciudad dañada siguió
batallando para recuperar la gloria perdida. A todo esto, a mis jefes les dio por montar
un jolgorio para dar la bienvenida a los integrantes de la Comisión del Politburó del
Partido Capitalista de la China Popular. El evento tendría lugar en el triplex de uno de
los miembros de la junta directiva de Staatling y sería, al mismo tiempo y para estar a
la moda, una especie de inauguración artística.
El día de la fiesta, Eunice y yo nos despertamos tarde, y ella me plantó el tórax en
la cara y se dispuso a cerrar la última unión entre nosotros. Hacía cierto tiempo. La
semana pasada, yo había estado demasiado triste como para atreverme a pensar en el
amor físico, y nuestro nuevo y grisáceo entorno era de lo más deprimente.
—Euny —le dije—, cariño.
Intenté que se diera la vuelta para comérselo, pues eso es lo que me sale mejor y,
además, no estaba seguro de poder lidiar con la imagen de su rostro matutino tan
cerca del mío, reparar en esas leves imperfecciones en torno a los ojos a causa del
sueño, en la versión privada y sin montar de mi Eunice Park. Pero ella apretó las
piernas contra mi torso hinchado y no tardamos nada en estar juntos, en ser de nuevo
dos amantes en una cama pequeña, rodeados exclusivamente por cajas de libros, a la
escasa luz de una ventanita cuadrada que no revelaba nada de nosotros, a excepción
del hecho de que nos habíamos convertido en uno.
—No puedo hacerlo —recuerdo haberme dicho a mí mismo ante el espejo al cabo
de unos minutos, mientras Eunice batallaba con la infame ducha.
Me cogió de la mano, me introdujo en el baño y me enjabonó el pecho y el vello
púbico. Yo también traté de lavarla por abajo, pero ella tenía su propia manera de
hacerlo, con tiento y una esponja. Luego hice algo mal con el jabón y con la leche
limpiadora Cetaphil y ella se encargó del asunto. Me echó un montón de
acondicionador en lo que me queda de melena y me la estrujó a conciencia. Cuán
vulnerable parecía su cuerpo bajo el agua; qué translúcido.
—No puedo hacerlo —repetí.
—No pasa nada, Lenny —dijo ella, apartando la vista de mí. Salió de la ducha y
añadió—: Respira, hazlo por mí.

La inauguración artística/fiesta de bienvenida para los chinos era más formal de lo


que yo había pensado. Supongo que debería haber leído la invitación con más interés
y haberme puesto algo más elegante que la camisa y los pantalones que llevo
arrastrando desde que me convertí a los veinte años en un merluzo de cuello blanco.
No recuerdo el nombre del artista (¿John Mamookian? ¿Astro Piddleby?), pero su
obra me conmovió. Había hecho una serie de zooms extremos por satélite de las
condiciones mortales en zonas del centro y del sur del país. Los lienzos eran unas
cosas sedosas y oxidadas que colgaban cual piezas de carne de dos o tres ganchos

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sujetos al techo del triplex, que tenía unos treinta metros de altura, y esas obras
palpitaban ligeramente cuando uno pasaba junto a ellas, con lo que su presencia
cercana era como la de un viejo amigo con ganas de contar un secreto.
La muerte es la muerte. Todos sabemos dónde archivar la extinción de un
semejante, pero el artista se centraba aposta en los vivos o, para ser más precisos, en
los obligados a vivir y en los que pronto morirían. Primeros planos con mucho grano
de personas utilizando a otras personas de maneras que yo nunca había considerado
abiertamente, y no porque el asesinato no corra por mis venas, sino porque crecí en
una época en la que lo barroco estaba convenientemente controlado. A un viejo de
Wichita sin ojos, o con los ojos literalmente extraídos, un jovenzuelo sonriente le
mantenía abierta a la fuerza una de las cuencas. Una mujer en un puente, desnuda y
con el pelo alborotado, tenía a los pies unos restos de nuestra antigua civilización,
representada por una bolsa de la Radio Pública Nacional; tenía la nariz machacada y
la boca ensangrentada; la obligaban a levantar los brazos clavándole el extremo de un
fusil en el sobaco; una turbamulta de hombres uniformados (se podía distinguir la
insignia de un antiguo servicio de reparto de pizzas) daba alegres saltos a su
alrededor mientras apuntaban a su desnudez con armas de asalto y lucían una dicha
casi bohemia en sus rostros sin afeitar. Todas las piezas tenían títulos que no
comprometían a nada, como St. Cloud, Minnesota, 7 de la mañana, pero que las
hacían aún peores y más aterradoras. Había una titulada La fiesta de cumpleaños,
Phoenix, protagonizada por cinco chicas adolescentes… Basta, no quiero seguir
hablando de esto, pero esas imágenes eran impresionantes: arte genuino con una
intención documental.
El triplex era, en realidad, un triplex encima de otro que estaba encima de otro.
Cada uno de ellos estaba torcido en un ángulo de cuarenta y cinco grados con
respecto al de abajo, como tres ladrillos cuidadosamente apilados —básicamente, se
trataba de un pequeño rascacielos—, y luego la estructura se inclinaba en voladizo
sobre el río East, con lo que los destructores de la Armada de Liberación Popular, de
visita en la ciudad, bogaban al nivel de la vista y uno casi podía extender el brazo y
tocar las baterías de misiles tierra-aire que relucían cual latas de pastillas de menta en
la cubierta de proa. Cosa de la mitad del Triplex era el espacio vital demolido del
centro de los tres triplex para crear una agitada zona en plan zoco bajo la
impresionante claraboya. Sus medidas, según me dijeron, eran más o menos las
mismas que las del vestíbulo principal de la estación Grand Central. El espacio había
sido totalmente despojado de muebles (o igual siempre había estado así), a excepción
de esas terroríficas obras de arte que brillaban a la altura de los hombros y de unos
pequeños cubos transparentes que, cuando uno se sentaba en ellos, se llenaban de un
radiante color rojo o amarillo, en atención a la bandera china y a nuestros invitados.
El sitio estaba tan inundado de luz natural que la diferencia entre interiores y
exteriores carecía de importancia, y yo a veces me sentía como si estuviera en una
catedral de vidrio sin techo.

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Tenía ganas de felicitar al artista por su obra, pues me había impresionado
enormemente, y recomendarle una excursión al Westbury de mis padres para que
pudiera ver una versión distinta y más esperanzada de los Estados Unidos posteriores
a la Ruptura. Pero tenían un dispositivo en marcha que consistía en que cada vez que
alguien se acercaba al artista, si este no lo conocía o no le gustaba su pinta, salían del
suelo una especie de escarpias que lo rodeaban y obligaban al intruso a retroceder. La
verdad es que era un tipo de aspecto agradable, de mandíbula más bien cuadrada pero
con los ojos de un tono lechoso, casi del Medio Oeste. Llevaba una camisa con
imágenes de pumas y una anticuada chaqueta a rayas de Armani festoneada de
números aleatorios hechos con cinta de enmascarar. El hombre estaba muy ocupado
hablando con una decana posestadounidense de lo más emotiva que lucía un
cheongsam cubierto de dragones y de aves fénix. Cuando me acerqué a ellos, las
escarpias salieron disparadas del suelo, rodeando al artista, y algunas camareras
embutidas en vaqueros Pieldecebolla que había junto a él me lanzaron esa mirada tan
familiar que indicaba que yo no era un ser humano. Pues vale, me dije. Por lo menos,
la obra era buena.
Un montón de jovenzuelos de los Medios alternaban entre ellos como para
protegerse: grupitos de chicos y alguna que otra chica con pulcros trajes y vestidos,
tratando de impresionar a sus mayores, pero claramente perdidos en la inmensidad
del lugar. En cualquier caso, estaban encantados de encontrarse allí, de que los
alimentaran, de poderse beber sus rones y sus tsingtaos, de formar parte de una
sociedad y de evitar las colas de cinco jiaos. Me pregunté si alguna vez habrían oído
hablar de Noah, o si sabrían cómo había muerto. Como toda la gente de Medios que
quedaba en la ciudad, lucían chapas azules aportadas por Staatling-Wapachung que
decían «Cumplimos nuestro compromiso».
Los jefazos de Staatling-Wapachung iban vestidos como chicos, con profusión de
sudaderas con capucha Zoo York Basic Cracker de principios del XXI, y se les
notaban tanto las toneladas de descronificación que daba la impresión de que eran sus
propios hijos, aunque el äppärät me informase de que la mayoría de ellos tenían
cincuenta, sesenta o setenta años. A veces veía a alguien al que reconocía como a uno
de mis Ingresos, y trataba de saludarle, pero nunca me acababan de situar en un
contexto tan rutilante.
Observé que ninguno de nuestros clientes o directivos llevaba äppärät, solo el
servicio y los de los Medios. Howard Shu ya me lo había dicho en más de una
ocasión: los auténticamente poderosos no necesitan que los evalúen. Lo cual me
llevaba a contemplar con cierta aprensión la piedrecita chismosa que llevaba
colgando del cuello. Pasé junto a varios tíos de Medios, de veintitantos años, que se
transmitían torrentes entre ellos y escuché esos pedacitos de verbalización que
siempre me deprimían. «¿Sabías que la semana de la bici es en noviembre?», «A esa
no le pasa nada, si exceptuamos que está completamente jodida», «Cuando dicen “12
p.m.”, ¿eso es mediodía o medianoche?».

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Junto a una pandilla de ejecutivos de StatoilHydro, compuesta de espigados
noruegos y de indios de casta superior casi tan altos como los noruegos, detecté a
Eunice y a su hermana, Sally, hablando con Joshie. Mientras me acercaba a ellos,
pasé junto a una pieza que mostraba a un muerto tirado en el sofá de la familia en
Omaha, un tío de mi edad, parcialmente nativo americano, a juzgar por su aspecto,
con la cara despegándosele ligeramente del cráneo y los ojos extrañamente
silenciados, como si se los acabaran de borrar («interesante estrategia narrativa»,
comentaba alguien). La imagen no era más angustiosa que las demás, pues
afortunadamente aquel hombre estaba muerto, pero por algún motivo me afectó
muchísimo contemplarla y se me secó la lengua, pegada dolorosamente al cielo de la
boca. Hice lo mismo que acababa haciendo todo el mundo: apartar la mirada.
Quiero hablar de su ropa, pues se me antoja importante. Joshie llevaba una
chaqueta deportiva de cachemira, una corbata de lana y una camisa de algodón de las
de vestir, todo ello de ChochoJugosoParaHombre: una versión ligeramente más
elegante de las prendas que Eunice había elegido para mí. Ella lucía un traje de
chaqueta azul de Chanel con incrustaciones de perlas falsas y unas botas de cuero
hasta la rodilla, con lo que quedaba prácticamente oculta a excepción del leve brillo
de las rótulas. Parecía más un regalo que una mujer. Sally también se había
emperifollado más de la cuenta para la ocasión, con un traje de chaqueta a rayas y
una cruz dorada en torno a la suave piel de su cuello. Me percaté también de la
aparición de sendas patas de gallo junto a los ojos y de una barbilla dominada por un
solo y encantador hoyuelo. Cuando llegué a su lado, ambas hermanas dejaron de
hablar con Joshie y se llevaron la mano a la boca. Y entonces, sin venir a cuento,
comprendí qué era lo que me inquietaba de la imagen del muerto de Omaha en un
sofá. En un extremo de la obra, más allá de un desbarajuste de efectos personales
juveniles, con profusión de instrumentos de cuerda y ordenadores portátiles
obsoletos, había una perra muerta, un pastor alemán al que le habían disparado a
quemarropa y cuya sangre se desparramaba por el suelo del salón. Un cachorrito de
escasas semanas, puede que de días, había plantado la patita en el vientre expuesto
del animal, junto a sus tetas aún hinchadas. Al cachorro no se le veía la cara, pero era
evidente que tenía las orejas tiesas y el rabo entre las piernas, no sé si de tristeza o de
temor. ¿Por qué me alteraba tanto ese detalle en particular?
Me quedé en blanco unos segundos, mientras captaba fragmentos de lo que Joshie
estaba diciendo: «Le conocí a través del ambiente de los patinadores…», «Yo vengo
de una cultura diferente del gasto…», «Si te paras a pensarlo, el sistema capitalista
está más enraizado en Norteamérica que en ningún otro lugar del mundo…».
Y de repente, Joshie me rodeaba los hombros con un brazo y nos alejábamos de
las chicas. No puedo recordar nuestro entorno concreto cuando me soltó el discurso.
Estábamos perdidos en un espacio negativo, y su cercanía era lo único a lo que yo
aún podía agarrarme. Me habló de los setenta años que había vivido sin saber lo que
era el amor. Lo injusto que había sido. Con todo el amor que él tenía para repartir…

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Me dijo que yo, en cierta medida, había sido el destinatario de ese amor. Pero ahora
necesitaba algo diferente: intimidad, cercanía, juventud… Cuando Eunice entró por
primera vez en su apartamento, él lo supo. Me pilló el äppärät y localizó un estudio
según el cual las relaciones entre jóvenes y mayores elevaban las expectativas de vida
de ambos miembros de la pareja. Hablaba también de cosas prácticas: por ejemplo, la
presencia de mis padres en Westbury. Él podía trasladarlos a una zona más segura,
periférica, como Astoria, en Queens. Decía que necesitábamos pasar algún tiempo
separados, pero que acabaríamos reconciliándonos los tres. «Algún día, seremos
como una familia», decía, pero esa mención a la familia, a mí solo me llevaba a
pensar en mi padre, mi auténtico padre, el celador de Long Island de acento
impenetrable y olores pungentes. Aparté el cerebro de lo que Joshie estaba diciendo
para centrarlo en la humillación paterna. La humillación de ser judío en la Unión
Soviética, de limpiar baños manchados de orina en los Estados Unidos, de adorar un
país que se desmoronaría de forma tan sencilla y zafia como el que había
abandonado.
Perdí la noción de dónde me encontraba, hasta que Joshie me devolvió a Eunice y
Sally, que estaban cogidas de la mano y contemplaban fijamente el marco de la
claraboya, como si esperaran la redención.
—Puede que tú y Lenny debáis pasar unos momentos a solas —le dijo a Eunice.
Pero ella no soltaba a su hermana y no me miraba a los ojos. Se mantenían juntas, en
silencio, con sus pequeños pechos proyectados ante ellas y los ojos inmóviles y en
blanco, mientras la aparentemente interminable continuación de sus vidas se extendía
ante ellas en las tres dimensiones del triplex.
Me salieron algunas palabras. Palabras tontas. Las peores últimas palabras que
podría haber elegido, pero eso sí, no dejaban de ser palabras.
—Serás gansa —le dije a Eunice—. No deberías haberte puesto un traje tan
grueso. Todavía es otoño. ¿No tienes calor? ¿No tienes calor, Eunice?
Nos llegaron, procedentes del vestíbulo, unos agudos chillidos. No estábamos
demasiado lejos, así que vimos cómo Howard Shu corría cual hermoso galgo,
gritándole cosas a la gente.
Acababa de llegar la delegación china. Dos banderas gigantescas ondeaban al
viento, sostenidas por una fuerza invisible, mientras las primeras notas de la canción
de Alphaville Forever Young («Bailemos con estilo, bailemos un ratito») atronaban
en el fondo.

Bienvenidos a Estados Unidos 2.0: Una Sociedad GLOBAL


ESTO es Nueva York: Centro de la Elegancia, Ciudad Trofeo

Se produjo una serie de explosiones en el aire, explosiones que a mí me recordaron


los aviones que abrían fuego durante la Ruptura. Desde el centro del espacio en plan
zoco, se lanzaban petardos que atravesaban la enorme claraboya que teníamos por
encima. Con la primera traca, vi a Sally asustarse y protegerse con un brazo alzado.

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Acto seguido, casi hubo bofetadas para situarse lo más cerca posible de los chinos.
Dejé que me pasaran por encima todos esos cuerpos, todos esos jóvenes octogenarios
con irónicas camisetas de John Deere y gorras de camionero que apenas si podían
abarcar sus matas de pelo nuevo y sedoso. Separado de las personas que quería, salí
de la casa de cristal y me encontré en medio del frío viento invernal, junto a una
falange de limusinas que lucían la insignia del Partido Capitalista Popular y ante una
hilera de triplex inclinados sobre el FDR Drive y el río East. Tiempo atrás, ahí había
habido bloques de apartamentos y una calle llamada avenida D. Gente de Medios
pasaba corriendo junto a mí como si hubiera un incendio en alguna parte, como si
ardieran altos edificios. Yo estaba mirando hacia el sur. Debería haber estado
pensando en Eunice, lamentando su pérdida, pero de momento no era así.
Quería irme a casa. Quería volver a ese piso de setenta metros cuadrados que
había sido mi hogar. Quería volver a vivir en lo que había sido Nueva York. Quería
sentir la presencia del poderoso Hudson y del airado y asediado río East, de la gran
bahía que se extendía a los pies de Wall Street y nos hacía formar parte del mundo
que empezaba más allá.
Regresé a nuestras habitaciones de la residencia para enfermeras. Me senté sobre
la dura cama y me abracé a la colcha; acto seguido, apreté la almohada hasta que
adquirió la suavidad de mi estómago. No sé por qué, el aire acondicionado seguía en
marcha. La habitación estaba helada. Me caía un sudor frío por la barbilla y mis
libros se mostraban gélidos al tacto. La humedad me confundía, y me toqué los ojos
para cerciorarme de que no estaba llorando. Recordé los petardos que se habían
lanzado. Escuché su ruido fuerte e innecesario. Vi a Sally levantando el brazo contra
el puñetazo fantasma que la iba a tumbar. Su rostro tenía una expresión de súplica,
pero también de cariño, como si aún creyera que las cosas podían ser diferentes, que
en el último momento todo se arreglaría, que el puño caería a su lado y que ellos
serían una familia.
En el cuarto de baño ya no estaban las cosas de Eunice. Sus medicamentos contra
la alergia, los tampones y las carísimas cremas habían desaparecido —Joshie debía de
haber enviado a alguien a recogerlo todo—, y solo quedaba un frasco de Leche
Limpiadora Cetaphil para Piel Suave en una esquina de la bañera. Abrí los grifos de
la ducha, me metí dentro y me eché el Cetaphil por encima. Me lo froté por los
hombros, el pecho, los brazos y la cara. Y ahí me quedé, bajo un agua tan caliente
que hacía daño, con la piel, por fin, tan suave y limpia como prometía el envase.

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Bienvenido a casa, colega
Notas sobre la nueva «Editorial de Literatura Popular»
Edición de los diarios de Lenny Abramov

LARRY ABRAHAM
Donnini, Estado Libre de la Toscana

1
Cuando yo era pequeño, quería tanto a mis progenitores que me podrían haber
acusado de abuso paternal. Los ojos se me llenaban de lágrimas cada vez que mi
madre se ponía a toser por culpa de los «productos químicos norteamericanos en la
atmósfera», o cuando mi padre se dolía de su hígado castigado. Si ellos se morían, yo
me moría. Y la posibilidad de sus muertes parecía siempre tan inminente como
inevitable. Cada vez que trataba de imaginarme las almas de mis padres, pensaba en
esas blanquísimas orillas nevadas de la segunda guerra mundial que veía en los libros
de historia, en todas esas flechas lanzadas al corazón de Rusia junto a los nombres de
las divisiones acorazadas alemanas. Yo era una mancha roja sobre la nieve. Antes
incluso de nacer, había alejado a mis padres de Moscú, una ciudad en la que mi papá
el ingeniero no tenía que vaciar papeleras para vivir. Les había alejado de allí con la
única intención de que el feto que había dentro de mi madre, ese futuro Lenny,
pudiera tener una vida mejor. Y algún día Dios me castigaría por lo que les había
hecho. Me castigaría matándolos.
Mi padre conducía a su habitual velocidad de ciento cuarenta kilómetros por hora
en su Chevrolet Malibu Classic en forma de barco, cambiando de carril cuando le
parecía y mirando la mediana de cemento con indisimulada alegría. En cierta ocasión,
se había subido a esa mediana y se había estrellado contra un árbol, rompiéndose los
huesos de la mano izquierda, lo que le impidió acudir al trabajo durante un mes
(«¡Que los chinos se asfixien con su basura!»). Un día de invierno, mi padre llevaba
varias horas de retraso tras recoger a mi madre de sus deberes secretariales, y yo
estaba convencido de que había vuelto a hacer lo del árbol. Los veía a los dos: sus
caras anchas y congeladas, sus gruesos labios judíos de un extraño color púrpura,
astillas de vidrio clavadas en la frente, fallecidos en cualquier zanja cruel de Long
Island. ¿Dónde irían al morir? Intenté imaginar ese Lugar Celestial al que se referían
los rumores infantiles. Según los sabios adolescentes de cuando yo era niño, ese sitio
era como el castillo de cuento de hadas del frustrante juego de ordenador al que todos
jugábamos, con sus magos, sus espadas y sus doncellas desnudas; parecía, cosa
curiosa, una copia del bloque de apartamentos ajardinado en el que vivía mi familia,
pero con torreones.
Transcurrió una hora. Y luego otra. Entre llantos e hipidos, mi mente viajaba
hacia el funeral de mis padres. Aunque las sinagogas carecen de campanas, yo oía su

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sonido, profundo y severo y de lo más ruso. Había sido necesario reclutar a una
pandilla de estadounidenses sin rostro y con traje oscuro para cargar con los dos
féretros por un sendero retorcido y cubierto a ambos lados por esa nieve moscovita de
los libros de texto. Eso era todo lo que quedaba de mis padres, una nieve cruel a
ambos lados del cortejo fúnebre, una nieve demasiado fría y profunda para mis
mimados pies estadounidenses, que solo conocían el calor de una moqueta cutre
grapada de cualquier manera al suelo del salón por un subnormal estadounidense
llamado Al.
Oí el ruido de una llave en la cerradura. Salté cual gacela en dirección a la puerta,
clamando «¡Mamá! ¡Papá!», pero no eran ellos: era Nettie Fine. Una mujer
demasiado estable, demasiado buena, demasiado noble para ser una Abramov, por
mucho que se esforzara en adoptar nuestras bonitas frases rusas —¡Priglas-haiu vas
zastol! («Te invito a la mesa»)— o por rico y suave que le quedara el borscht casero,
una receta heredada de su requetetatarabuela (¿cómo coño consiguen los judíos no
perder el hilo de su inacabable genealogía?).
No, nunca sería un miembro genuino de la familia. La prueba estaba en que
cuando me besaba, luego no me dolía la mejilla ni me olía a cebolla. Así pues, al
demonio con sus buenas intenciones, como dirían mis progenitores. Esa mujer era
una extranjera, una intrusa, alguien a quien yo no podía querer. Cuando la vi en la
puerta, solté el primer y último puñetazo de mi existencia. Le dio en la parte media
del torso, sorprendentemente estrecha, donde gestaba al último de sus tres críos,
confortablemente instalado allí. ¿Por qué le aticé? Porque ella estaba viva mientras
mis padres habían muerto. Porque ahora era lo único que me quedaba.
Ni se inmutó ante mi ridículo asalto. Tomó asiento, me puso en su regazo, me
agarró las manitas de niño de nueve años y me dejó llorar sobre la infinita piel
bronceada de su aromático cogote.
—Lo siento, señorita Nettie —gemí con acento ruso, pues aunque había nacido en
los Estados Unidos, mis únicos confidentes eran mis padres, y su idioma, sagrado y
aterrador, era el mío—. ¡Creo que se han muerto en el coche!
—¿Quién se ha muerto en el coche? —preguntó Nettie.
Y luego me contó que mi padre la había llamado para pedirle que me vigilara
durante una hora porque a mi madre se le había acumulado el trabajo en la oficina.
Pero enterarme de que estaban a salvo no me sirvió para dejar de llorar.
—Todos hemos de morir —me dijo Nettie después de darme de comer una cosa a
base de fruta y cacao que ella llamaba «el plátano de chocolate», cuyos ingredientes y
modo de preparación sigo sin entender—. Pero algún día tú también tendrás hijos,
Lenny. Y cuando los tengas, dejarás de preocuparte tanto por la muerte de tus padres.
—¿Por qué, señorita Nettie?
—Porque tus hijos serán tu vida.
Durante un momento, por lo menos, eso tuvo su lógica. Podía sentir la presencia
de otro, de alguien aún más joven que yo, una especie de prototipo de Eunice, y el

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miedo a la muerte paterna se transfirió a sus hombros.
Según los archivos del Ospedale San Giovanni de Roma, Nettie Fine murió a
causa de complicaciones derivadas de una «neumonía» apenas dos días después de
que yo la viera en la embajada, tras haber hablado en voz alta en el pasillo sobre el
futuro de nuestro país. Estaba en plena forma cuando yo la vi, y los expedientes de su
tratamiento eran tan escasos y superficiales que parecían de broma. No sé quién me
envió esos mensajes de GlobalTeens desde una dirección «segura», incluyendo aquel
en el que se me preguntaba por el transbordador en el que iba Noah segundos antes
de que fuese destruido. Fabrizia DeSalva murió en un supuesto accidente de motorino
una semana antes de la Ruptura. Yo nunca tuve hijos.

2.
Desde que se publicó la primera edición de mis diarios y de los mensajes de Eunice
en Pekín y Nueva York, hace dos años, he sido acusado de escribir mis textos con la
esperanza de que acabasen siendo publicados, aunque ha habido gente aún menos
amable que me ha tildado de imitador servil de la última generación de escritores
«literarios» norteamericanos. Voy a tener que aclararle este asunto al lector. Cuando
escribí esas entradas de diario hace muchas décadas, nunca se me pasó por la cabeza
que ningún texto encontrara jamás una nueva generación de lectores. No tenía la
menor idea de que un individuo, o grupo de individuos, desconocido se colara en mi
vida privada y en la de Eunice para saquear nuestras cuentas de GlobalTeens y
componer el texto que podéis ver en la pantalla. Y tampoco es que lo mío fuese del
todo una excentricidad solitaria. En muchos aspectos, mis tribulaciones presagian la
inundación de dietarios a cargo de escritores contemporáneos sino-estadounidenses
—por ejemplo, Cómo me pesa el culo, amigos, de Johnny Wei (Tsingshua-Columbia)
o El zoo de los niños está cerrado, de Crystal Weinberg-Cha (Audacious, HSBC-
Londres)— que se produjo después de que el Partido Capitalista Popular emitiera
hace cuatro años sus «Cincuenta y una consignas», la última de las cuales les gritaba
a las masas: «¡Escribir textos es glorioso!».
Pese a las críticas recibidas en mi antigua patria, me animan algunas de las
críticas publicadas en la propia República Popular. En su reseña del Diario
del granjero, el siempre cabal Cai Xiangbao dice que mis diarios son: «
; ». Y no puede estar más en lo cierto.
Yo no soy escritor. Pero lo que he escrito ha sido, como ha dicho Xiangbao, «un
homenaje a la literatura como era antes (el destacado es mío)».
Pero como han reconocido los críticos a nivel mundial, las perlas del texto son las
entradas de Eunice Park en GlobalTeens, pues «ofrecen un bienvenido descanso de la
infatigable fijación de Lenny con su propio ombligo», por citar a Jeffrey Schott-Liu
en joderputarevu: «Eunice no es una escritora nata, como corresponde a una
generación criada entre Imágenes y Ventas, pero su escritura resulta más interesante y
está más viva que cualquier otra cosa que yo haya podido leer de ese período iletrado.

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A veces puede ser muy quejica, claro está, y no se libra de esa pátina de suficiencia
de la clase media-alta: un intento de dejar atrás el precario legado familiar para
crearse sus propias opiniones sobre el amor, la atracción física, el comercio y la
amistad; todo ello en un mundo cuyas crueldades empiezan gradualmente a reflejar
las de su propia infancia». Yo añadiría que, pese a lo que se pueda decir de mi
antiguo amor y por terrible que haya sido lo que ella ha dicho de mí, Eunice Park, a
diferencia de sus amigos, a diferencia de Joshie, a diferencia de mí y a diferencia de
tantos estadounidenses en el momento en que nuestro país se hundió, nunca se hizo la
idea falsa de que era especial.

3.
Tras abandonar Nueva York, viví en Toronto, Canadá-Estable, durante cerca de una
década. Allí cambié ese pasaporte estadounidense que no valía nada por uno
canadiense, y dejé de llamarme Lenny Abramov para adoptar el nombre de Larry
Abraham, que es algo que se me antojaba de lo más estadounidense, con su parte de
conveniencia y su parte de Antiguo Testamento. En cualquier caso, después de la
muerte de mis padres no podía encajar la idea de llevar el apellido que ellos me
habían dado y el nombre que les había seguido a través del océano. Pero también yo
acabé cruzando ese océano. Cobré las acciones que me quedaban de Staatling, reuní
todos mis yuanes y me trasladé a una granjita del valle de Valdarno, en el Estado
Libre de la Toscana. Quería estar en un sitio con menos información y menos
jóvenes, en el que los viejos como yo no fuesen despreciados por el mero hecho de
serlo, en el que un hombre mayor, por ejemplo, pudiese ser considerado hermoso.
Unos años después de mi inmigración definitiva, me enteré de que Joshie
Goldmann iba a visitar la fracturada península italiana. Un gilipollas de Bolonia había
rodado un documental sobre los días de gloria de Servicios Poshumanos, y la facultad
de Medicina de la universidad había enviado lo que quedaba de Joshie.
—Todos vamos a morir —me dijo Grace Kim en cierta ocasión, recordándome a
Nettie Fine—. Tú, yo, Vishnu, Eunice, tu jefe, tus clientes, todo el mundo.
—Si hay algo en mis diarios que se acerque mínimamente a la verdad, es el
lamento de Grace. (Aunque puede que no se trate de ningún lamento.)
En el escenario, el rostro de mi padre putativo, inicialmente contorsionado en una
seria expresión académica, no tardó nada en desmoronarse, y Joshie empezó a sufrir
los recientemente descubiertos Temblores de Kapasian, asociados a la reversión de la
descronificación. Babeando espectacularmente sobre el intérprete, nos dijo sin
preámbulo ni excusa alguna:
—Estábamos equivocados. Los antioxidantes no llevaban a ninguna parte. No
había manera de producir la nueva tecnología a tiempo para prevenir las
complicaciones derivadas de la aplicación de la vieja. Nuestra guerra genocida contra
los radicales libres acabó siendo más dañina que útil, pues nos cargamos el
metabolismo celular y le robamos el control al cuerpo. Al final, simplemente, la

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naturaleza se impuso.
Y yo, como un idiota, empecé a sentir pena por él. Cuando los clientes empezaron
a morirse, cuando se iniciaron los temblores y fallaron los órganos, la junta directiva
de Staatling-Wapachung despidió a Joshie. Howard Shu tomó el mando de Servicios
Poshumanos y la convirtió en lo que siempre había imaginado: en una enorme
boutique para ricachones especializada en servicios de spa a horas convenidas y
cirugía plástica labial. Eunice dejó a Joshie antes incluso de que empezara su
decadencia. No sé gran cosa del joven por el que le abandonó, pero la información de
la que dispongo apunta a una persona con un temperamento de lo más decente y una
ambición controlada. Se trata de un escocés. Durante un tiempo, por lo menos, creo
que vivieron juntos en una casa en las afueras de Aberdeen, una ciudad situada en el
extremo norte de HSBC-Londres. Esa relación fue el único resultado obtenido por
Eunice durante el semestre que pasó en el Goldsmiths College del propio Londres,
donde, animada por Joshie, había intentado estudiar arte o finanzas.
Cuando Joshie dejó de farfullar, salí corriendo del auditorio. No tenía ganas de
preguntarle qué sentía al saber que estaba a punto de morir. Incluso a estas alturas,
pese a que me hubiera traicionado, el mito fundacional que se había establecido entre
nosotros impedía una pregunta semejante.

4.
El pasado invierno, visité a mis amigos romanos Giovanna y Paolo en su casa de
campo, una granja de piedra del siglo XIV cerca de Orvieto. Pasé la primera noche
bajo el techo de madera de gruesas vigas del salón rediseñado, bebiendo mi
Sagrantino di Montefalco y admirando las alcobas recién construidas y las estanterías
de madera, que con su rústica simplicidad tan bien encajaban con la vetusta
estructura, así como supervisando, con mirada amable, a esos amigos más jóvenes
que yo y a su encantador hijo adoptivo de cinco años de edad, un ruso que ya hablaba
perfectamente mandarín y cantonés, y cuyo lacio cabello rubio contradecía la
fisonomía oscura de sus padres. El humo de leña llenaba la habitación, bañándonos a
todos en un dulce y oloroso resplandor. Hablábamos plácidamente, pese a la ingesta
de vino, del cambio climático y del fin de la vida humana en la Tierra. Los italianos
describían nuestro papel en el planeta como el de unas molestas moscas cojoneras; y
los ecosistemas terrestres de autorregulación, como una especie de gigantesco
matamoscas. Yo no podía entender cómo era posible que mis amigos, en su condición
de padres, pudieran ni tan solo plantearse la extinción del mundo de su propio hijo.
Puede que notando que el tema me deprimía, y plenamente conscientes de que me
quedaban, como mucho, una o dos décadas de vida, el señor y la señora de la casa no
tardaron mucho en levantarse para darle una inyección de antibióticos a una cabra tan
valiosa como enferma.
A medida que avanzaba la velada, mis amigos recibieron nuevas visitas.
Concretamente, dos jóvenes actrices de Cinecittà recién llegadas de Roma. No tenían

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ni idea de quién era yo, pero enseguida descubrimos que a una de esas dos rutilantes
señoritas la acababan de elegir para interpretar el papel de Eunice Park en una nueva
serie de vídeo basada en mis diarios. Los plumíferos de los Estudios Mundiales
Hengdian, de Zhejiang, ya se habían asomado al desastre artístico con su serie La
supertriste historia de amor verdadero de Lenny ♥ Euny, y ahora los italianos se
disponían a tomar el relevo.
—¡Tengo que hacer esto con la cara! —dijo la actriz que debía interpretar a
Eunice, mientras se tiraba de los párpados y enseñaba la parte superior de la
dentadura.
Acto seguido, se marcó una versión bastante fiel de una niña mimada de la
California anterior a la Ruptura, mientras su amiga se apresuró a interpretar al infeliz
de Abramov.
—¡Mi cerebrito de atún! ¡Mi cara de capullo! ¡Mi cara de culo! —gritaba la
primera actriz mientras su colega, en el papel de Abramov, se postraba de hinojos a
sus pies y sollozaba histéricamente.
El hijo de cinco años de mis amigos, animado por la situación, se lanzó a dar
saltos en torno a ellas, tratando de reproducir esas palabras tan raras.
Mis amigos me sonrieron afectuosamente y trataron de insinuarles a las actrices
que lo dejaran estar. Yo, por el contrario, adopté un semblante apagado. Me dibujé en
los labios mi propia versión de la sonrisa muerta de Eunice y solté unas risitas
parecidas a los primeros ruiditos acuosos de una tubería congelada. Llevaba un buen
rato riéndome melancólicamente cuando me di cuenta de que la actriz que
interpretaba a Eunice estaba utilizando su actuación como trampolín desde el que
lanzar una crítica de largo alcance sobre Estados Unidos, remontándose hasta los
lejanos tiempos de Reagan, una época en la que ni sus padres habían nacido.
Oh, déjalo correr, pensé. Estados Unidos ya no existe. Después de tanto tiempo,
aún dura ese odio visceral hacia un país destruido de manera tan repentina,
espectacular e irreversible. ¿Cuándo dejarían de dar la lata? ¿Cuánto tiempo más
habría que estar soportando esa tabarra malévola? Y entonces, antes de poder
contenerme, me di cuenta de qué era lo que me estaba pasando. Había empezado a
experimentar el luto. Por todos nosotros. Por Joshie y Eunice, y por los padres y la
hermana de Eunice, y por Zorrupia, también conocida como Jenny Kang, y por la
tierra que aún se estremece entre Manhattan y Hermosa Beach.
Solo había una forma de interrumpir la diatriba de la joven actriz.
—Están muertos —mentí.
—Cosa?
—No sobrevivieron.
Y planteé un escenario para los últimos días de Lenny Abramov y Eunice Park
que era muchísimo peor que cualquiera de esos terribles avernos repartidos por los
muros de la catedral aledaña. Las jóvenes italianas acabaron enfadadas ante el
repentino final de sus gracias. Me observaron fijamente, se miraron la una a la otra y,

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a continuación, plantaron la vista en el bonito suelo de madera que llevaba a la
pérgola, más allá de la cual asomaba un cuadro de olivos y campos de trigo que,
frustrados por el invierno, soñaban con una nueva vida. Durante un ratito, por lo
menos, nadie dijo nada. Y yo me sentí bendecido por aquello que más necesitaba: su
silencio, oscuro y total.

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Agradecimientos
Escribir un libro es una tarea dura y solitaria, francamente. Por eso agradezco tanto
disponer de un generoso grupo de lectores dispuestos a blandir sus bolígrafos rojos
para retarme a hacer mejor las cosas.
La labor de editor de las distintas versiones de este libro, a cargo de David
Ebershof, fue realmente heroica. Es muy difícil encontrar a un editor que también sea
un autor brillante y que sienta una inteligencia emocional y un amor verdadero por
nuestra vieja y querida amiga, la frase. Denise Shannon ha sido una agente y una
lectora estupenda a lo largo de una década, a través de historias de angustia
inmigrante, de hijos gánsteres y, ahora, de esto. Sara Holloway, de Granta, me
ofreció útiles consejos desde el otro lado del Atlántico. Y cualquier autor de Random
House que cuente con la ayuda de Jynne Martin puede considerarse de lo más
afortunado.
Quiero darle las gracias a mi ayudante de investigación, Alex Gilvarry, por
ayudarme a entender cómo funciona la ciencia. (Parece que todos estamos hechos de
muchas células.) Alex me ha ayudado a meter la nariz en la obra de dos pensadores
que han ejercido su influencia en este libro: Ray Kurzweil, autor, entre muchas otras
obras, de The Singularity Is Near: When Humans Transcend Biology y de Fantastic
Voyage: Live Long Enough to Live Forever, y Aubrey de Grey, autor de Ending
Aging: The Rejuvenation Breakthrough That Could Reverse Human Aging in Our
Lifetime.
La Academia Americana de Berlín, el Centro Civitella Ranieri de Umbría, Italia,
y la Corporación de Yaddo me ofrecieron un refugio espléndido y una manutención
de lujo.
Hay muchas personas queridas que se han asomado a las numerosas versiones de
este libro. Sé que me olvido de media docena de ellas, por lo menos, pero eso solo es
debido a que mi memoria ya no es la que era. Les pido por favor a todos los que me
han ayudado con este libro que acepten mi cariño y mi gratitud. Entre ellos: Elisa
Albert, Doug Choi, Adrienne Day, Joshua Ferris, Rebecca Godfrey, David Grand,
Cathy Park Hong, Gabe Hudson, Christine Suewon Lee, Paul LeFarge, Jynne Martin,
Daniel Menaker, Alana Newhouse, Ed Park, Shilpa Prasad, Akhil Sharma y John
Wray.

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GARY SHTEYNGART nació en Leningrado (hoy San Petersburgo) en 1972. Su
padre, un ingeniero, y su madre, una pianista, emigraron a Nueva York cuando él
tenía siete años. Estudió ciencias políticas y más tarde obtuvo una Maestría en
Creación Literaria por la Universidad de la Ciudad de Nueva York. En 2010 fue
nombrado uno de los veinte mejores escritores jóvenes por la revista The New Yorker,
como ya lo había sido por Granta en 2007. Entre sus novelas publicadas se
encuentran Absurdistán y El manual del debutante ruso, ambas merecedoras de
diversas distinciones. Ha sido galardonado con el premio Bollinger Everyman
Wodehouse.

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Notas

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[1] En inglés, I can (literalmente «yo puedo»), se pronuncia ai can. (N. del T.) <<

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