Una Super Triste Historia de Amor Verdadero
Una Super Triste Historia de Amor Verdadero
Una Super Triste Historia de Amor Verdadero
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Gary Shteyngart
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Título original: Super Sad True Love Story
Gary Shteyngart, 2010
Traducción: Ramón de España
Diseño de portada: María Antonia Pérez M.
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«Gary Shteyngart es un magistral autor de sátiras y también escribe sobre el amor y la
vulnerabilidad de una manera que hace llorar a ángeles y mortales.»
Edmund White
«La gran influencia que sobre su escritura ejerce la literatura rusa lo convierte en un
autor indispensable. Esta novela muestra lo mejor de su inteligencia, humor y
empatía.»
Jay McInemey
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No te vayas tranquilamente
De los diarios de Lenny Abramov
1 DE JUNIO
Roma — Nueva York
Queridísimo diario:
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Anulados. ¿Sabíais que cada muerte natural y apacible a los ochenta y un años es
una tragedia sin parangón? Cada día, la gente, los individuos —los estadounidenses,
si eso os parece más importante— se caen de bruces en el campo de batalla y no
vuelven s levantarse. No vuelven a existir. Se trata de personalidades complejas, con
su corteza cerebral trufada de mundos que flotan, de universos transitados por
nuestros antepasados analógicos, esos que cuidaban ovejas y comían higos. Esa gente
son deidades menores, recipientes de amor, proveedores de vida, genios ignorados,
dioses de la forja que se levantan a las seis y cuarto de la mañana para poner en
marcha la cafetera, rezando en silencio para poder ver el siguiente día, y el otro, y
después la graduación de Sarah y luego…
Anulados.
Pero eso no es para mí, querido diario. Afortunado diario. Inmerecido diario. A
partir de este día, vivirás la mayor aventura que jamás haya emprendido un hombre
nervioso y normal de 1,73 de altura, 64 kilos de peso y un índice de masa corporal
ligeramente peligroso: 23,9. ¿Por qué «a partir de este día»? Pues porque ayer conocí
a Eunice Park, que me va a mantener eternamente. Mírame bien, diario. ¿Qué es lo
que ves? Un hombre liviano de rostro grisáceo, cual acorazado hundido, ojos
húmedos y curiosos, una frente gigantesca y reluciente en la que una docena de
cavernícolas podrían haber pintado algo bonito, una nariz ganchuda que domina una
boquita de piñón y, desde atrás, una calvicie creciente cuya forma reproduce a la
perfección el gran estado de Ohio, incluyendo su capital, Columbus, marcada por un
lunar de color marrón oscuro. Liviano. La liviandad es mi maldición en todos los
sentidos. Un cuerpo pasable en un mundo en el que solo salen adelante los cuerpos
increíbles. Un cuerpo en la edad cronológica de treinta y nueve años, ya castigado por
un exceso de colesterol LDL, de hormona ACTH y de cualquier cosa que sentencie el
corazón, destroce el hígado y haga explotar las esperanzas. Hace una semana, antes
de que Eunice me diera un motivo para vivir, ni te habrías fijado en mí, diario mío.
Hace una semana, yo no existía. Hace una semana, en un restaurante de Turín, me
acerqué a un cliente potencial, uno de esos clásicamente atractivos Individuos de
Altos Ingresos. Levantó la vista de su bollito misto invernal, me atravesó con la
mirada, volvió a observar el encuentro amoroso e hirviente de sus siete carnes y sus
siete salsas vegetales, levantó de nuevo la vista y volvió a atravesarme con la mirada:
es evidente que para que exista la más mínima posibilidad de que un miembro de la
alta sociedad se fije en mí, primero debo lanzar una flecha ardiendo a un alce bailarín
o recibir una patada en los testículos a cargo de un jefe de Estado.
Pese a todo, Lenny Abramov, vuestro humilde diarista, vuestra pequeña no
entidad, vivirá eternamente. La tecnología ya está prácticamente aquí. Como
Coordinador (Grado G) de los Amantes de la Vida de la división de Servicios
Poshumanos de la Corporación StaatlingWapachung, seré el primero en beneficiarme
de ella. Lo único que tengo que hacer es portarme bien y creer en mí mismo. Solo
tengo que mantenerme alejado de las grasas transgénicas y de la priva. Solo debo
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beber mucho té verde y agua alcalinizada y transmitir mi genoma a las personas
adecuadas. Tendré que reparar mi hígado maltrecho, reemplazar todo el sistema
circulatorio con «sangre sabia» y encontrar algún lugar seguro y cálido (aunque no
demasiado cálido) en el que evitar las estaciones airadas y los holocaustos. Y cuando
la Tierra expire, como sin duda sucederá, la abandonaré por otra nueva, aún más
verde pero con menos elementos alérgicos; y en el florecimiento de mi propia
inteligencia, al cabo de unos 1o32 años, cuando nuestro universo decida plegarse
sobre sí mismo, mi personalidad atravesará un agujero negro para lanzarse a una
dimensión de prodigios impensables en la que las cosas que me mantenían en la
Tierra 1.0 —tortelli lucchese, helado de pistacho, la obra temprana de The Velvet
Underground, la piel suave y bronceada que cubre la arquitectura barroca de las
nalgas femeninas de veintitantos años— parecerán tan risibles y pueriles como los
cubos de construcción, la leche de fórmula o un juego de «Simón dice haz esto». Eso
es lo que hay: nunca me voy a morir, caro diario. Nunca, nunca, nunca, nunca. Y si lo
dudas, por mí te puedes ir al infierno.
Ayer fue mi último día en Roma. Me levanté a eso de las once, me tomé un caffé
macchiato en ese bar donde sirven los mejores bollos de miel de la ciudad, escuché al
crío antiamericano de diez años del vecino berreando «¡Globalización, ni hablar!» y
me sentí levemente culpable por no haber realizado ni una sola de mis tareas de
última hora: mi äppärät bullía de contactos, datos, imágenes, proyecciones, mapas,
mensajes de entrada, ruido y furia. Pero tenía ante mí otro día de comienzos de
verano para dedicarme a deambular, dejando que las calles se hicieran cargo de mi
destino y me acogieran en su eterno abrazo, cálido como un horno.
Acabé donde siempre acabo. Junto al edificio más bonito de Europa, el Panteón.
Las proporciones ideales de la rotonda; el peso de la cúpula elevada sobre los
hombros de uno, suspendida en el aire con gélida precisión matemática; el oculus que
deja pasar la lluvia y el ardiente sol romano; el frescor y la umbría que se mantiene
pese a todo. ¡Nada puede empequeñecer el Panteón! Ni los chillones arreglos
religiosos (oficialmente se trata de una iglesia). Ni los abotagados estadounidenses
sin un euro en el bolsillo que buscan cobijo bajo el pórtico. Ni los italianos de la
actualidad, dedicados a pelearse entre ellos, a camelarse a las chicas para metérsela, a
dejar sonar el ciclomotor enmarcado por sus piernas peludas y a la vida de holganza
que hermana a familias multigeneracionales. No, este es el más glorioso mausoleo
dedicado a una raza de hombres. Cuando yo sobreviva a la Tierra y abandone su
familiar útero, me llevaré conmigo el recuerdo de este edificio. Lo codificaré con
ceros y unos, y lo transmitiré por todo el universo. ¡Mirad de lo que fue capaz el
hombre primitivo! ¡Presenciad sus primeros conatos de inmortalidad, su disciplina, su
desinterés!
Mi último día en Roma. Me tomé el macchiato. Compré un desodorante caro,
puede que en previsión del amor. Me obsequié con una siesta de tres horas,
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vagamente masturbatoria, en mi apartamento estrangulado por el sol. Y después, en
una fiesta ofrecida por mi amiga Fabrizia, conocí a Eunice…
No, espera. Eso no es del todo cierto. La cronología no es la correcta. Te estoy
mintiendo, diario. Solo he llegado a la página trece y ya me he convertido en un
mentiroso. Sucedió algo terrible antes de la fiesta de Fabrizia. Tan terrible que no
quiero hablar de ello porque aspiro a que seas un diario positivo.
Fui a la embajada de los Estados Unidos.
No era idea mía. Un amigo, Sandi, me dijo que si te pasas más de 250 días en el
extranjero y no te apuntas al Bienvenido a Casa, Colega, el programa oficial de
Regreso de Ciudadanos Estadounidenses, te pueden detener por sedición nada más
aterrizar en el JFK y enviarte a una «instalación segura de control». En algún lugar del
estado de Nueva York.
El caso es que Sandi lo sabe todo —trabaja en el mundo de la moda—, así que
decidí aceptar su consejo, expresado con vehemencia alta en cafeína, y me encaminé
hacia la Via Veneto, donde ese palacio de color cremoso que alberga nuestra
embajada brilla con luz propia tras un foso de reciente construcción. No por mucho
tiempo, diría yo. Según Sandi, el Departamento de Estado, obligado a apretarse el
cinturón, acaba de vendérselo a StatoilHydro, la compañía estatal petrolera de
Noruega, y para cuando llegué a la Via Veneto, los árboles y setos del enorme
complejo estaban siendo ya reconvertidos en formas altas y agnósticas más del
agrado de los nuevos propietarios. Furgonetas blindadas rodeaban el perímetro, y se
oía, procedente del interior, el inconfundible ruido de la destrucción masiva de
documentos.
La fila consular de la sección de visados estaba prácticamente vacía. Ya solo
querían emigrar a los Estados Unidos los albaneses más tristes y arruinados, y hasta a
esos escasos personajes se les disuadía con un cartel en el que se veía a una pequeña
y decidida nutria, con sombrero mexicano, tratando de subirse a una patera
abarrotada, sobre un texto que rezaba: «El barco está lleno, compadre».
En el interior de una improvisada jaula de seguridad, un hombre mayor tras una
mampara de plexiglás me gritó algo incomprensible mientras yo blandía el pasaporte
en su dirección. Se materializó por fin una filipina competente, figura indispensable
en estos sitios, que me hizo señales para que la siguiera por un pasillo atestado hacia
una reproducción cutre de un aula de instituto decorada con el emblema de
Bienvenido a Casa, Colega. La nutria mexicana de «El barco está lleno» había sido
aquí americanizada (en lugar de sombrero, llevaba una cinta roja, blanca y azul
anudada a su hirsuto cuellecito) y subida luego a lomos de un caballo de aspecto bobo
sobre el que galopaba hacia un brillante sol naciente, probablemente asiático.
Una media docena de compatriotas ocupaban sus asientos tras unos escritorios
roídos, farfullando en voz baja por sus äppäräti. Había un auricular muerto de asco en
una silla vacía, con un cartelito que ponía: INSERTE EL AURICULAR EN LA OREJA, PONGA
SU ÄPPÄRÄT SOBRE LA MESA Y DESACTIVE TODAS LAS FUNCIONES DE SEGURIDAD. Hice lo
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que me decían. Una versión electrónica de la canción de John Cougar Mellencamp
Pink houses me martilleó la oreja («¡A que América es digna de verse, nena!»), y
luego apareció en la pantalla de mi äppärät una versión pixelada de la nutria canija,
luciendo en el lomo las letras ARE, que se disolvieron en la refulgente leyenda
Autoridad de Restauración Estadounidense.
La nutria se incorporó sobre las patas traseras y se sacudió el polvo con
exagerados gestos.
—¡Hola, colega! —dijo con una voz electrónica de supuesto tono festivo—. ¡Me
llamo Jeffrey Nutria y apuesto a que vamos a ser amigos!
Me invadieron unos sentimientos de pérdida y soledad.
—Hola —dije—. Hola, Jeffrey.
—¡Hola, tú! —dijo la nutria—. Ahora te voy a hacer unas preguntas amistosas,
solo por motivos estadísticos. Si no quieres responder a una pregunta, limítate a decir
«No quiero responder a esta pregunta». ¡Y no olvides que estoy aquí para ayudarte!
Pues nada, empecemos con algo facilito. ¿Cómo te llamas y cuál es tu número de la
Seguridad Social?
Miré a mi alrededor. La gente le susurraba cosas con urgencia a sus nutrias.
—Leonard o Lenny Abramov —murmuré, y luego recité mi número de la
Seguridad Social.
—Hola, Leonard o Lenny Abramov, 205-32-8714. En nombre de la Autoridad de
Restauración Estadounidense, me encantaría darte la bienvenida en tu regreso a los
nuevos Estados Unidos de América. ¡Prepárate, mundo! ¡Ya no hay quien nos
detenga! —sonó con fuerza en mi oído un compás del éxito de música disco Ain't no
stoppin’”us now, de McFadden y Whitehead—. Ahora dime, Lenny: ¿qué te llevó a
abandonar nuestro país? ¿El trabajo o el placer?
—El trabajo —repuse.
—¿Y a qué te dedicas, Leonard o Lenny Abramov?
—Ejem… Extensión Vital Indefinida.
—Has dicho Expresión Vital Mariquita. ¿Es correcto?
—Extensión Vital Indefinida —dije.
—¿Cuál es tu nivel de Crédito, Leonard o Lenny, sobre un total de mil
seiscientos?
—Mil quinientos veinte.
—No está nada mal. Debes de ser muy bueno con la pasta. Tienes dinero en el
banco, trabajas en «expresión vital mariquita». Ahora debo preguntarte: ¿eres
miembro del Partido Bipartito? Y si es así, ¿te gustaría recibir nuestra nueva descarga
semanal para äppärät «¡Ya no hay quien nos detenga!»? Ofrece todo tipo de útiles
consejos para reajustarse a la vida en estos Estados Unidos y sacarle el máximo
provecho a tu pasta.
—No soy bipartito, pero sí, me gustaría recibir vuestras descargas —dije, tratando
de mostrarme conciliador.
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—¡Pues muy bien! Ya estás en nuestra lista. Dime, Leonard o Lenny, ¿has
conocido a extranjeros agradables durante tu estancia en ultramar?
—Sí —contesté.
—¿Qué clase de gente?
—Algunos italianos.
—Has dicho «transilvanos».
—Italianos —corregí.
—Has dicho «transilvanos» —insistió la nutria—. Ya se sabe que los
estadounidenses se sienten solos en el exterior. ¡Sucede constantemente! Por eso yo
nunca salgo del arroyo en que nací. ¿Para qué? Dime, por motivos estadísticos, ¿has
mantenido relaciones físicas de carácter íntimo con algún no estadounidense durante
tu estancia?
Me quedé mirando fijamente a la nutria mientras las manos me temblaban bajo la
mesa. ¿Le harían esa pregunta a todo el mundo? Yo no quería acabar en alguna
«instalación segura de control» tan solo por haberme frotado con Fabrizia y tratado
de sumergir en su interior mis sentimientos de soledad e inferioridad.
—Sí —reconocí—. Solo con una chica. Lo hicimos un par de veces.
—¿Y cuál era el nombre completo de esta no estadounidense? Primero el
apellido, por favor.
Podía oír a un tipo, que estaba sentado varias mesas por delante y cuya cuadrada
cara de piel blanca estaba oculta parcialmente por una espesa melena, farfullando
nombres italianos en su äppärät.
—Sigo esperando ese nombre, Leonard o Lenny —dijo la nutria.
—DeSalva, Fabrizia —susurré.
—Has dicho «DeSalva»… —pero justo entonces, la nutria enmudeció a mitad del
nombre y mi äppärät empezó a producir sus ruidos de «pensamiento profundo», como
si una rueda girara desesperadamente en el interior de su carcasa de plástico duro,
mientras sus viejos circuitos se veían superados por completo por la nutria y sus
chorradas. En la pantalla aparecieron las palabras CÓDIGO DE ERROR IT/FC-GS/FLAG. Me
levanté y fui hasta la jaula de seguridad de la entrada.
—Disculpe —dije inclinándome sobre el agujero para la boca—. Se me ha
quedado tieso el äppärät. La nutria ha dejado de hablarme. ¿Me podría enviar a esa
filipina tan simpática?
La vieja criatura a cargo de esa posición me soltó algo incomprensible mientras le
temblaba el cuello de la camisa lleno de barras y estrellas. Creí discernir las palabras
«espere» y «representante del servicio».
Transcurrió una hora de invisible actividad burocrática. Los de la mudanza se
llevaban una estatua dorada de tamaño natural del águila nacional y una mesa para
cenas de gala a la que le faltaban tres patas. Finalmente, apareció una señora blanca
mayor, arrastrando sus enormes zapatos ortopédicos por el suelo del pasillo. Tenía
una magnífica nariz tripartita, más romana que cualquier probóscide situada en las
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orillas del Tíber, y esa clase de gafas rosadas de tamaño desmesurado que siempre
asocio con la amabilidad y con una salud mental progresista. Sus labios finos
temblaban a causa del contacto cotidiano con la existencia, y de sus lóbulos colgaban
sendos pendientes demasiado grandes.
Su porte y su apariencia me recordaron a Nettie Fine, una mujer a la que no había
vuelto a ver desde que me gradué en el instituto. Fue la primera persona en darles la
bienvenida en el aeropuerto a mis padres cuando llegaron a los Estados Unidos desde
Moscú, cuatro décadas atrás, en busca de dólares y de Dios. Ella fue su joven
anfitriona estadounidense, la que los acompañaba a la sinagoga, la que les organizaba
clases de inglés, la que les conseguía el mobiliario… De hecho, el marido de Nettie
había trabajado en Washington, en el Departamento de Estado. Y además, antes de
partir hacia Roma, mi madre me había dicho que estaba destinado en cierta capital
europea…
—¿Señora Fine? —dije—. ¿Es usted Nettie Fine?
Me habían educado en su adoración, pero a mí me aterrorizaba Nettie Fine. Había
visto a mi familia en su peor momento, en toda su pobreza y debilidad (mis padres
emigraron a Estados Unidos, literalmente, con una muda de ropa interior para los
dos). Pero esa mujer acogedora no me había mostrado más que un amor
incondicional, esa clase de amor que me corría por todo el cuerpo en forma de olas y
me dejaba débil y mermado, combatiendo un mar de fondo cuyo origen era incapaz
de precisar. No tardó mucho en rodearme con sus brazos mientras me pegaba la
bronca por no haberla visitado antes. ¿Y por qué parecía yo tan viejo de repente? «Es
que ya tengo casi cuarenta años, señora Fine.» «Oh, ¿a dónde va a parar el tiempo,
Leonard?», comentaba ella entre otras muestras de alegre histeria judía.
Resultó que trabajaba como subcontratada para el Departamento de Estado,
echando una mano en el programa Bienvenido a Casa, Colega.
—Pero no te hagas una idea equivocada —me dijo—. Solo desempeño un trabajo
de atención al cliente. Respondo a preguntas, no las hago. Eso es cosa de la
Autoridad de Restauración Estadounidense. —Acto seguido, inclinándose hacia mí y
bajando la voz, añadió, con su aliento a alcachofa azotando suavemente mi rostro—:
Ay, Lenny, ¿qué nos ha pasado? Me llegan unos informes a la mesa que me hacen
llorar. Los chinos y los europeos se van a separar de nosotros. No sé lo que quiere
decir eso exactamente, pero ¿qué bien nos puede hacer? Y vamos a deportar a todos
los inmigrantes con un Crédito escaso. Y a nuestros pobres chicos los están
masacrando en Venezuela. ¡Me temo que de esta no salimos!
—No, señora Fine, todo irá bien —le dije—. Los Estados Unidos siguen siendo
únicos.
—Y ese veleta de Rubenstein. ¿Te puedes creer que es uno de los nuestros?
—¿Uno de los nuestros?
Suspiro apenas audible:
—Un judío.
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—Pues a mis padres les cae bien Rubenstein —repuse en referencia a nuestro
imperioso pero condecorado Secretario de Defensa—. Lo único que hacen es
quedarse en casa viendo los canales FoxLiberty-Prime y FoxLiberty-Ultra.
La señora Fine puso cara de asco. Había ayudado a mis padres a integrarse en la
sociedad norteamericana, les había enseñado a hacer gárgaras y a limpiarse las
manchas de sudor, pero su innato conservadurismo judío-soviético había acabado por
desagradarle.
Me conocía desde el día en que nací, cuando la familia Abramov vivía en Queens,
en un apartamento abigarrado que ahora solo inspira nostalgia, pero que en realidad
debió de ser un sitio cutre y penoso. Mi padre trabajaba como celador en un
laboratorio gubernamental en Long Island, un empleo que durante mis primeros diez
años de vida nos alimentó a base de carne enlatada. Mi madre celebró mi nacimiento
siendo ascendida de mecanógrafa a secretaria en la unión crediticia para la que
trabajaba duramente, pese a su deficiente inglés y, de repente, nos encaminamos hacia
la clase media-baja. En aquellos tiempos, mis padres solían sacarme a pasear en su
oxidado Chevrolet Malibu Classic por vecindarios más pobres que el nuestro, para
que nos pudiéramos reír de esa gente de piel oscura que iba por ahí en sandalias y
aprendiéramos importantes lecciones acerca de lo que significaba en Estados Unidos
el fracaso. Fue después de que mis padres informaran a la señora Fine de nuestras
excursiones arrabaleras por Corona y las zonas más seguras de BedfordStuyvesant
cuando la ruptura entre ella y mi familia empezó realmente. Recuerdo a mis padres
buscando la palabra «cruel» en el diccionario inglés-ruso, sorprendidos de que
nuestra anfitriona estadounidense pudiera pensar eso de nosotros.
—¡Cuéntamelo todo! —dijo Nettie Fine—. ¿Qué has estado haciendo en Roma?
—Trabajo en economía creativa —le informé, orgulloso—. Extensión Vital
Indefinida. Vamos a ayudar a la gente a que viva eternamente. Estoy buscando IAI
europeos, es decir, Individuos de Altos Ingresos, para que se conviertan en nuestros
clientes. Los llamamos «Amantes de la Vida».
—¡Oh, Dios mío! —dijo la señora Fine. Era evidente que no sabía de qué coño le
estaba hablando, pero esa mujer con tres corteses hijos graduados en la Universidad
de Pennsylvania lo único que sabía hacer era sonreír y dar ánimos, sonreír y dar
ánimos—. La verdad es que eso suena… ¡muy bien!
—Ya lo creo que sí —dije—. Pero me temo que estoy teniendo algún problemilla
por aquí. —Le expliqué lo que me acababa de pasar con el programa Bienvenido a
Casa, Colega—. Puede que la nutria piense que salgo con transilvanos, pero yo le dije
«italianos».
—Enséñame tu äppärät —me ordenó.
Alzó las cejas, revelando esas suaves arrugas de comienzos de los sesenta que
habían hecho que su rostro fuese el que tenía que ser desde el día en que nació: un
consuelo para todos.
—CÓDIGO DE ERROR IT/FC-GS/FLAG —suspiró—. Ay, chico, te han sacado tarjeta
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roja.
—Pero ¿por qué? —grité—. ¿Qué he hecho?
—Shhh —me dijo—. Déjame reiniciar el äppärät. Intentemos de nuevo el
Bienvenido a Casa, Colega.
Hizo varios intentos, pero seguía apareciendo la misma nutria congelada con el
mensaje de error.
—¿Cuándo ha pasado? —me preguntó—. ¿Qué te estaba preguntando esa cosa?
Dudé, sintiéndome aún más desnudo ante la salvadora nativa de mi familia.
—Me estaba preguntando el nombre de la mujer italiana con la que tuve
relaciones —le dije.
—Vamos hacia atrás —dijo Nettie, siempre dispuesta a enfrentarse a los
problemas—. Cuando la nutria te pidió que te suscribieras a «¡No hay quien nos
detenga!», ¿lo hiciste?
—Sí.
—Bien. ¿Y cuál es tu nivel de Crédito?
Se lo dije.
—Estupendo. Yo de ti no me preocuparía. Si te paran en el JFK, tú dales mi
información de contacto y diles que se comuniquen conmigo de inmediato. —
Introdujo sus coordenadas en mi äppärät. Cuando me abrazó, pudo darse cuenta de
que las rodillas me entrechocaban de miedo—. Ay, cariño —dijo mientras una cálida
lágrima tribal saltaba de su rostro al mío—. No te preocupes. Estarás bien. Un
hombre como tú… Economía creativa. Solo espero que el nivel de Crédito de tus
padres sea fuerte. Todo ese largo viaje hacia Estados Unidos, ¿para, qué? ¿Para qué?
Pero yo me preocupaba. ¿Cómo no iba a hacerlo? ¡Amonestado por una puta
nutria! Dios bendito. Me obligué a relajarme, a disfrutar de las últimas veinticuatro
horas de mi idilio de un año con Europa y, con toda probabilidad, a emborracharme a
conciencia de Montepulciano tinto.
Mi última noche romana empezó de la manera habitual, diario mío. Otra orgía a
medio gas en casa de Fabrizia, la mujer con la que he mantenido relaciones. Estoy
levemente cansado de esas orgías. Como todos los neoyorquinos, pierdo el culo por el
sector inmobiliario y adoro esos apartamentos de estilo turinés de finales del XIX que
hay en la inmensa y llena de palmeras Piazza Vittorio, con sus soleadas vistas de los
verdosos Montes Albanos en la distancia. Durante mi última noche en casa de
Fabrizia, apareció la habitual pandilla de cuarentones, los hijos ricos de directores de
Cinecittà que ahora trabajan ocasionalmente como guionistas para la decadente RAI
(tiempo atrás, la principal televisión de Italia), pero que, básicamente, se dedican a
pulirse lo que queda de la fortuna de papá. Eso es lo que admiro de los jóvenes
italianos: la lenta disminución de la ambición, el haber asumido que los buenos
tiempos quedan muy atrás. (Una Whitney Houston italiana podría cantar, «Creo que
los padres son nuestro futuro».) Nosotros, los estadounidenses, tenemos mucho que
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aprender de esa elegante decadencia.
Siempre me he mostrado tímido con Fabrizia. Sé que solo le gusto porque soy
«divertido» y «curioso» (o sea: semítico), y porque su lecho llevaba cierto tiempo sin
ser calentado por ningún hombre de la localidad. Pero ahora que la había vendido a la
nutria de la Autoridad de Restauración Estadounidense, me preocupaba que la cosa
pudiera traerle ciertas repercusiones: el gobierno italiano es el único que queda en
Europa Occidental que todavía nos lame el culo.
En cualquier caso, no me quité de encima a Fabrizia durante toda la fiesta.
Primero, ella y un cineasta británico obeso se turnaron para besarme los párpados.
Luego, mientras chateaba por el äppärät de esa manera italiana tan airada, Fabrizia,
sentada en el sofá, separó las piernas para enseñarme sus bragas de neón, bajo las que
se veía perfectamente su espeso y mediterráneo vello púbico. Entre berridos de lo
más sexy y el aporreamiento furioso del teclado, consiguió decirme en inglés:
—Eres mucho más decadente que cuando te conocí, Lenny.
—Lo intento —tartamudeé.
—Inténtalo con más ganas —dijo ella.
Cerró las piernas de golpe, lo cual casi me ejecuta, y siguió batallando con el
äppärät. Yo quería seguir sintiendo esos elegantes pechos de cuarenta años un rato
más, así que realicé algunos lentos movimientos giratorios en su dirección, aleteando
las pestañas (es decir, parpadeando a lo bestia) e intentando, con cierta dosis de ironía
de la Costa Este, parecerme a alguna actriz puntera de Cinecittà de los años sesenta.
Fabrizia me devolvió el parpadeo y se metió una mano en las bragas. Al cabo de unos
minutos, abrimos la puerta del dormitorio y nos encontramos a su hijo de tres años
escondido bajo una almohada, mientras una nube de humo procedente de las
habitaciones principales lo envolvía.
—Mierda —dijo Fabrizia al ver cómo ese crío pequeño y asmático se arrastraba
por la cama hacia ella.
—Mamma —susurraba el niño—. Aiuto me.
—¡Katia! —gritó Fabrizia—. ¡Puttana! Se suponía que tenía que vigilarlo.
Quédate aquí, Lenny.
Partió en busca de la canguro ucraniana, con el crío dando tumbos tras ella entre
esa humareda digna de Hollywood.
Salí al pasillo, que parecía la zona de llegadas del aeropuerto de Fiumicino con
todas esas parejas que se encontraban, se abrazaban y entraban y salían de las
habitaciones, arreglándose la blusa, apretándose el cinturón y separándose. Saqué mi
äppärät desfasado, con ese acabado retro de nogal y esa pantalla neblinosa que
espaciaba la información, intentando averiguar si había algún Individuo de Altos
Ingresos por ahí —la última oportunidad de proporcionarle nuevos clientes a mi jefe,
Joshie, tras haberle encontrado un total de un cliente en todo el año—, pero no había
un rostro lo suficientemente famoso como para que la máquina lo registrara. Un
Telemacho más o menos conocido, artista visual boloñés, que en persona resultaba
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tímido y apagado, observaba cómo su novia coqueteaba de manera ridícula con
alguien menos famoso que él. «Un poco de trabajo, un poco de diversión», decía
alguien en un inglés con mucho acento, cosechando unas risitas femeninas de
compromiso. Una chica estadounidense recién llegada, profesora de yoga de las
estrellas, estaba siendo arrastrada al llanto por una mujer de la localidad, mucho
mayor que ella, que no dejaba de apuñalarla en el corazón con una uña larga y
pintada mientras la acusaba, personalmente, de la invasión estadounidense de
Venezuela. Apareció un sirviente con una enorme bandeja de anchoas marinadas. El
calvo conocido como «Cancer Boy» seguía de cerca los pasos de la princesa afgana a
la que le había entregado su corazón. Un actor de la RAI levemente conocido me
empezó a explicar cómo había preñado a una chica chilena de buena familia para, a
continuación, salir pitando hacia Roma antes de que cayeran sobre él las leyes de
Chile. Cuando apareció un paisano de Nápoles, me dijo: «Disculpa, Lenny, pero
tenemos que hablar en dialecto».
Seguí esperando a mi Fabrizia mientras mordisqueaba una anchoa y me sentía el
menda de treinta y nueve años más cachondo de Roma: una distinción de lo más
importante. Podía ser que mi amante ocasional hubiese caído en manos de otro
durante nuestra breve separación. Yo no tenía a ninguna chica esperándome en Nueva
York, ni siquiera estaba seguro de que allí me esperase un trabajo después de mis
fracasos en Europa, así que me moría de ganas de follarme a Fabrizia. Era la mujer
más suave que yo hubiese tocado jamás; sus músculos eran como fantasmas muy
alejados de su piel, y su respiración, como la de su hijo, era dura y ronca, por lo que
cuando «hacía amor» (según sus propias palabras) parecía estar a punto de expirar.
Reparé en un habitual de las veladas romanas, un viejo escultor estadounidense de
estatura escasa y dentadura podrida que lucía un peinado en plan Beatle y solía hablar
de su amistad con el icónico actor de Tribeca «Bobby D.». En varias ocasiones me
había visto obligado a meter esa masa borracha en un taxi, mientras les daba a los
conductores su prestigiosa dirección en la colina Gianicolo y les entregaba veinte de
mis mejores euros.
Un poco más y no me fijo en la joven que tenía delante, una coreana bajita (he
salido anteriormente con dos de ellas, a cual más deliciosamente loca) con el pelo
recogido en un moño provocativo que la hacía parecerse vagamente a una
jovencísima versión asiática de Audrey Hepburn. Tenía unos labios brillantes y
generosos, así como unas pecas por la nariz que resultaban al mismo tiempo
encantadoras e incongruentes, y no debía de pesar más de treinta y dos kilos, aunque
su macicez me producía todo tipo de malos pensamientos. Me preguntaba, sin ir más
lejos, si su madre, que sería con toda probabilidad una mujer diminuta e inmaculada
asediada por la religión chunga y la angustia típica del inmigrante, sabría que su hijita
ya no era virgen.
—Oh, pero si es Lenny —dijo el escultor estadounidense cuando me acerqué a
darle la mano. Se trataba de un Individuo de Altos Ingresos, aunque por los pelos, y
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yo ya le había cortejado en bastantes ocasiones. La joven coreana me miró con lo que
yo interpreté como absoluta falta de interés (parecía estar siempre de morros) y con
las manos cogidas a la espalda. Pensé que igual me estaba interponiendo entre una
nueva pareja, y a punto estaba de ofrecer mis disculpas cuando el estadounidense
inició las presentaciones—. La adorable Eunice Kim, de Fort Lee, Nueva Jersey, que
ha pasado por el Elderbird College de Massachusetts —dijo con ese poderoso acento
de Brooklyn que a él se le antojaba encantadoramente auténtico—. Euny estudia
historia del arte.
—Eunice Park —le corrigió la muchacha—. Y no es verdad que estudie historia
del arte. Ya ni voy a la universidad.
Su humildad me resultó tan placentera que me produjo una buena erección.
—Este es Lenny Abraham. Ayuda a los viejos corredores de bolsa a vivir un poco
más.
—Es Abramov —dije mientras me inclinaba servilmente ante la damisela.
Reparé en que tenía en la mano un vaso de espeso tintorro siciliano y me lo bebí
de un trago. De repente, empecé a sudar por todas partes, desde la camisa recién
planchada a los espantosos mocasines. Saqué el äppärät, lo abrí con un gesto que tal
vez estuvo de moda una década atrás, lo sostuve estúpidamente ante mí, lo devolví al
bolsillo de la camisa y luego me hice con una botella cercana y me rellené el vaso.
No tenía más remedio que decir algo sobre mí que resultara impresionante:
—Me dedico a la nanotecnología y esas cosas.
—¿Cómo científico? —preguntó Eunice Park.
—Más bien como comercial —largó el escultor estadounidense. En lo referente a
las mujeres, era famoso por su competitividad. En la última fiesta, se había impuesto
a un joven animador milanés a la hora de conseguir una mamada de la prima de
diecinueve años de Fabrizia. En Roma, eso se consideraba un notición.
El escultor se puso al bies con respecto a Eunice, oscureciéndome parcialmente
con uno de sus imponentes hombros. Lo interpreté como una señal para que me
largara, pero cuando empecé a hacerlo, vi que la chica me miraba como si me
estuviera echando un cable. Puede que también ella tuviera miedo del escultor y de
acabar arrodillada ante él en algún cuarto en penumbra.
Me puse a beber en serio mientras observaba el pavoneo del escultor a la hora de
impresionar a la nada impresionable Eunice Park.
—Así que voy y le digo, «Contessa, puede usted quedarse en mi residencia
playera de Puglia hasta que se recupere». Total, tampoco tengo tiempo para ir a la
playa. En Shanghái quieren comprarme cosas. Dos piezas por sesenta millones de
yuanes. Eso es… ¿qué? ¿Cincuenta millones de dólares? Yo le digo: «No llore,
contessa, simpática cacatúa. Yo también he estado a dos velas. Sin un centavo en el
bolsillo. Prácticamente, me crié en los callejones de Brooklyn. Lo primero que
recuerdo es un calcetín impactando en mi cara. ¡Bam!»
Me daba pena el escultor, y no tan solo porque albergaba serias dudas acerca de
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sus posibilidades con Eunice, sino porque me daba cuenta de que no tardaría mucho
en morir. Una examante suya me había contado que su avanzada diabetes ya se había
cobrado dos dedos de los pies y que el abuso de cocaína se estaba cargando su
provecto sistema circulatorio. A la gente como él, en el negocio los conocíamos como
IDP, Imposibles De Preservar, pues sus signos vitales estaban ya demasiado
deteriorados como para someterlos a cualquier tipo de intervención y sus indicadores
psicológicos mostraban un «deseo insistente de perecer». Y aún resultaba más
deprimente su situación financiera. Cito directamente de mi informe al jefazo Joshie:
«Ingresos anuales: 2,24 millones de dólares vinculados al yuan; obligaciones,
incluyendo pensión para exesposa y gastos de los hijos: 3,12 millones; activos de
inversión (a excepción de propiedades inmobiliarias): 22 millones de euros del norte;
propiedades inmobiliarias: 5,4 millones de dólares vinculados al yuan; deudas por un
valor total de 12,9 millones». Un desastre, hablando claro.
¿Por qué se hacía eso a sí mismo? ¿Por qué no prescindir de drogas y jovencitas
exigentes y pasar una década en Corfú o en Chiang Mai, reparar su cuerpo con
alcaloides y tecnología avanzada, abstenerse de radicales libres, concentrarse en el
trabajo, incrementar sus acciones, quitarse problemas de encima y dejarnos a nosotros
que le arregláramos la vida? ¿Qué mantenía al escultor aquí, en una ciudad cuya
única utilidad era su referencia al pasado, buitreando a jovencitas, inflándose de
coños rizados y platazos de hidratos de carbono, siguiendo la corriente hacia su
propia anulación? Más allá de ese cuerpo horrendo, de esos dientes podridos y de ese
aliento apestoso había un visionario y un creador cuyo trabajo concienzudo yo había
admirado a veces.
Mientras enterraba al escultor, caminando detrás de su ataúd, consolando a su
bella exmujer y a sus querúbicos mellizos, mis ojos contemplaban a Eunice Park,
joven cargada de estoicismo y carente de expresión, que asentía ante los comentarios
de autobombo del artista. Quería acercarme a ella y tocar su pecho vacío, sentir esos
pezones pequeños y duros que, en mi imaginación, proclamaban su amor. Observé
que su nariz recta y sus bracitos estaban ligeramente humedecidos, y que bebía a un
ritmo parecido al mío, zampándose copas de vino que aparecían en bandejas
pasajeras mientras sus labios fruncidos se teñían de un color púrpura. Llevaba
vaqueros de diseño, un jersey gris de cachemira y un collar de perlas que la hacía
parecer diez años mayor. Su único aditamento juvenil era un fino colgante blanco —
casi un guijarro— que parecía una especie nueva de äppärät en miniatura. En algunos
sectores pudientes de la sociedad transatlántica, las diferencias entre jóvenes y viejos
se estaban esfumando a pasos agigantados, y en otros sectores, los jóvenes iban
prácticamente desnudos, pero ¿de qué iba Eunice Park? ¿Intentaba parecer mayor,
más rica o más blanca? ¿Por qué la gente atractiva quiere ser cualquier cosa menos lo
que es?
Cuando volví a levantar la vista, el escultor le había plantificado en el hombro
una de sus zarpas y la achuchaba con ganas.
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—Las mujeres chinas son tan delicadas… —entonaba el hombre.
—Yo no soy delicada.
—¡Sí que lo eres!
—Yo no soy china.
—Da igual… El caso es que Bobby D. y Dick Gere estaban discutiendo en una
fiesta. Dick viene y me dice: «¿Por qué me odia tanto Bobby?»… Un momento, ¿qué
estaba yo diciendo? ¿Quieres otra copa? ¡Oh! Qué bien has hecho viniendo a Roma,
gatita. Nueva York está acabada últimamente. Estados Unidos ya es historia. Y con
esos cabrones que mandan ahora, no pienso volver nunca. El puto Rubenstein. El
puto Partido Bipartito. Es 1984, nena, aunque ya sé que no sabrás de qué te hablo.
Igual aquí nuestro amigo el intelectual, Lenny, nos podría iluminar al respecto. Cuán
afortunada eres de estar aquí conmigo, Euny. ¿Me das un beso?
—No —repuso Eunice Park—. Gracias, pero no.
Gracias, pero no. Una preciosa muchacha coreana, graduada en el Elderbird
College de Massachusetts. Qué ganas tenía yo de besar esos labios generosos y de
acunar el resto de su liviana osamenta.
—¿Por qué no? —gritó el escultor.
Y acto seguido, como hacía tiempo que había perdido la capacidad de hacer frente
a las contradicciones, la agarró por los hombros y la zarandeó; el típico meneo de
borracho, pero difícil de aguantar con semejante cuerpecito. Eunice levantó la vista y
pude distinguir en sus ojos la consabida rabia del adulto al que devuelven
repentinamente a la infancia. Se llevó una mano al estómago, como si la hubiesen
golpeado, y miró hacia abajo. El vino tinto le había salpicado el caro jersey. Me miró
y yo detecté cierta vergüenza, no por el escultor, sino por ella misma.
—Vamos a tranquilizarnos —dije mientras agarraba al escultor por su potente y
sudado cogote—. Tal vez será mejor que nos sentemos en el sofá y bebamos un poco
de agua.
Eunice se frotaba el hombro mientras se apartaba de nosotros. Daba la impresión
de ser una experta en contener las lágrimas.
—Vete a tomar por culo, Lenny —dijo el escultor, propinándome un leve
empujón. Sus manos tenían aún una fuerza innegable—. Vete a ofrecer por ahí tu
fuente de la eterna juventud.
—Búscate un sofá y cálmate —le ordené al escultor. Me acerqué a Eunice y puse
el brazo cerca del suyo, pero no directamente encima—. Lo lamento —farfullé—. Le
gusta emborracharse.
—¡Sí, me gusta emborracharme! —bramó el escultor—. Y puede que ahora esté
un poco piripi. Pero por la mañana estaré haciendo arte. ¿Y qué vas a estar haciendo
tú, Leonard? ¿Vendiéndoles té verde e hígados clonados a los carcamales del
Bipartito? ¿Redactando un diario? Ya me lo imagino: «Mi tío abusaba de mí. Fui
adicto a la heroína durante tres segundos». Olvídate de la fuente de la juventud,
compadre. Puedes llegar a vivir mil años y dará lo mismo. Los mediocres como tú
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merecen la inmortalidad. No te fíes de ese tío, Eunice. No es como nosotros. Es un
estadounidense auténtico. Un listillo. Por él estamos ahora mismo en Venezuela. Por
culpa de personas como él, la gente tiene miedo a abuchear en Estados Unidos. No es
mejor que Rubenstein. Fíjate en esos ojos oscuros y ladinos de asquenazí. Es el nuevo
Kissinger.
Se había formado un corro a nuestro alrededor. Asistir a los «numeritos» del
famoso escultor constituía una gran fuente de entretenimiento para los romanos, y las
palabras «Venezuela» y «Rubenstein», pronunciadas de forma tan lenta como
satisfecha, podían despertar hasta a los europeos en estado de coma. Podía distinguir
la voz de Fabrizia en el salón. Con toda la suavidad de la que fui capaz, me llevé a la
coreana hacia la cocina, que conducía al ala del servicio, con su propia puerta de
entrada al apartamento.
A la luz mortecina de una bombilla pelada, vi a la cuidadora ucraniana
acariciando la dulce y oscura cabecita del hijo de Fabrizia, mientras le introducía un
inhalador en la boca. El niño acogió nuestra intrusión con escasa sorpresa, la mujer
empezó a decir Che cosa?, pero pasamos a toda pastilla ante ella y la ordenada
provisión de ropa y recuerdos de baratillo (un delantal con la imagen del David de
Miguel Ángel frente al Coliseo) que constituían sus más inmediatas posesiones.
Mientras Eunice y yo bajábamos por las ruidosas escaleras de mármol, oímos a
Fabrizia y algunos más que salían tras nosotros, llamando al cochambroso ascensor,
ansiosos de atraparnos para que les explicáramos qué había ocurrido y qué habíamos
hecho para despertar la notable ira beoda del escultor.
—Vuelve aquí, Lenny —clamaba Fabrizia—. Dobbiamo scopare ancora una
volta. Tenemos que follar. Por última vez.
Fabrizia. La mujer más suave que yo nunca había acariciado. Pero igual ya no
necesitaba suavidad. Fabrizia. Su cuerpo conquistado por pequeños ejércitos de vello,
sus curvas fijadas por hidratos de carbono, puro Viejo Mundo con toda su
corporeidad no electrónica. Y delante de mí, Eunice Park. Una nano-mujer que,
probablemente, nunca había conocido los picores de su propio vello púbico, que
carecía tanto de pechos como de olor, que existía de la misma manera en la calle y en
la pantalla del äppärät.
En el exterior, la luna sureña, preñada y satisfecha, reinaba sobre las altas
palmeras de la Piazza Vittorio. La habitual masa de inmigrantes dormía a esas horas,
tras una larga jornada de trabajo manual, o metía en la cama a los hijos de su jefa.
Los únicos peatones eran italianos elegantes que volvían de alguna cena; los únicos
sonidos, los murmullos de sus amargas conversaciones y el siseo eléctrico del viejo
tranvía que pasaba por el extremo noreste de la plaza.
Eunice Park y yo caminábamos a buen paso. Ella avanzaba y yo iba dando
saltitos, incapaz de disimular la felicidad que me embargaba al haber huido de la
fiesta en su compañía. Quería que Eunice me diera las gracias por haberla salvado del
escultor y su aliento mortífero. Quería que llegara a conocerme para poder repudiar
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todas las cosas horribles que aquel sujeto había dicho de mí: mi supuesta codicia, mi
ambición desmesurada, mi falta de talento, mi ficticia pertenencia al Partido Bipartito
y mis planes para Caracas. Quería decirle que también yo estaba en peligro, que la
Autoridad de Restauración Estadounidense me había señalado como sedicioso, tan
solo porque me había acostado con una italiana de mediana edad.
Observé el jersey mancillado de Eunice y ese cuerpo de una frescura obscena que
vivía y sudaba ahí debajo y que también, o eso esperaba yo, tenía sus anhelos.
—Conozco a un buen tintorero que sabe limpiar las manchas de vino tinto —dije
—. Es un nigeriano que está aquí mismo. —Enfaticé lo de «nigeriano» para resaltar
mi amplitud de miras. Lenny Abramov, el amigo de todos.
—Hago de voluntaria en un centro para refugiados que hay cerca de la estación
—dijo Eunice sin que viniera muy a cuento.
—¿De verdad? ¡Eso es fantástico!
—Mira que eres friqui —se rio cruelmente de mí.
—¿Qué? —dije—. Lo siento.
Me eché a reír yo también, por si se trataba tan solo de una broma, pero la verdad
es que me sentía ofendido.
—LPT —dijo—, TIMATOV. TPESOPRA. PRGV. Totalmente PRGV.
Los jóvenes y sus abreviaturas. Hice como que sabía de qué estaba hablando.
—Vale —dije—, FMI. PLO. ESL.
Se me quedó mirando como si estuviera loco.
—DPC —dijo.
—¿Y ese quién es? —me imaginé a un protestante de gran altura.
—Significa Dando Por Culo. A ti. Es una broma, ya sabes.
—Ah —dije—. Ya lo sabía. De verdad. ¿Por qué soy un friqui, según tu punto de
vista?
—«Según tu punto de vista» —me imitó—. Pero ¿quién habla así? ¿Y quién lleva
esos zapatos? Pareces un contable.
—Detecto cierta ira —dije.
¿Qué había sido de aquella coreana dulce y humillada de hacía solo tres minutos?
Por algún motivo, saqué pecho y me puse de puntillas, aunque le sacaba unos buenos
quince centímetros.
Me tocó el puño de la camisa, y a continuación lo observó con mayor atención.
—Esto no está bien abrochado —me dijo. Y antes de que yo pudiera abrir la boca,
volvió a abotonarme el puño de la camisa y tiró de la manga para que no se hiciera un
gurruño en el hombro—. Ahora —dijo—. Ya tienes mejor aspecto.
No sabía ni qué decir ni qué hacer. Cuando me trato con gente de mi edad, sé
perfectamente quién soy. Un tipo no muy atractivo físicamente, pero por lo menos
bien educado, con un sueldo decente y un trabajo en la frontera de la ciencia con la
tecnología (aunque soy tan torpe con el äppärät como mis ancianos e inmigrados
padres). Pero era evidente que en el planeta Eunice Park esos atributos no
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importaban. Ahí yo no era más que una especie de viejo cenutrio.
—Gracias —le dije—. No sé qué haría sin ti.
Me sonrió y observé que tenía esos hoyuelos que no solo puntúan el rostro, sino
que también lo llenan rápidamente de ternura y personalidad (y en el caso de Eunice,
lo liberan de parte de su rabia).
—Tengo hambre —declaró.
Debí de poner una cara parecida a la del pasmado Rubenstein en su conferencia
de prensa posterior a la aniquilación de nuestras tropas en Ciudad Bolívar.
—¿Cómo? —salté—. ¿Tienes hambre? ¿No es un poco tarde?
—Pues no, abuelito —repuso Eunice Park.
Encajé estoicamente el sarcasmo:
—Sé de un sitio en Via del Governo Vecchio. Se llama Da Tonino. Excelente
cacio e pepe.
—Eso dice mi guía del Time Out —me soltó la muy impertinente.
Agarró el colgante en forma de äppärät y, en un italiano tan perfecto como
sorprendente, pidió un taxi. Yo no me había sentido tan aterrorizado desde que iba al
instituto. Hasta la muerte, mi astuta e infatigable némesis, parecía muy poca cosa
comparada con la omnipotente Eunice Park.
En el taxi, me senté lo más lejos que pude de ella y me lancé a un parloteo banal
(«Parece que van a volver a devaluar el dólar…»). La ciudad de Roma desfilaba a
nuestro alrededor, alegremente espléndida, eternamente segura de sí misma,
encantada de quitarnos el dinero y posar para una foto, pero sin necesitar realmente
nada ni a nadie. Acabé dándome cuenta de que el taxista había decidido timarme,
pero no protesté ante el rodeo que daba, sobre todo porque íbamos dando vueltas en
torno al Coliseo iluminado de color púrpura. Prefería decirme a mí mismo: Acuérdate
de esto, Lenny; cultiva la nostalgia por algo o nunca descubrirás qué es lo
importante.
Pero hacia el final de la noche recordaba muy poco. Digamos que bebí. Bebí de
puro temor (ella era muy cruel). Bebí de pura felicidad (ella era muy guapa). Bebí
hasta que la boca y los labios se me pusieron de un color rojo oscuro y el hedor del
aliento y del sudor demostró que los años no me habían pasado en balde. Ella
también bebió. El mezzo litro que nos sirvieron pronto se convirtió en uno entero, y
este en dos, y luego vino una botella de algo que probablemente procedía de Cerdeña
pero que, en cualquier caso, era más espeso que la sangre de un toro.
Fueron necesarios enormes platos de comida para equilibrar tan exagerada ingesta
etílica. Masticamos concienzudamente los bucatini all’amatriciana, nos zampamos
unos espaguetis con berenjenas picantes y un conejo prácticamente bañado en aceite
de oliva. Sabía que iba a echar todo eso de menos cuando volviera a Nueva York,
incluyendo la horrible luz fluorescente que delataba mi edad: las arrugas de los ojos,
la larga autopista y las tres carreteras secundarias que me recorrían la frente, prueba
de todas esas noches sin dormir en las que me dedicaba a atormentarme con placeres
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sin cumplir y con mis ingresos cuidadosamente acumulados, pero sobre todo con la
perspectiva de la muerte. A este restaurante en concreto solían acudir actores de
teatro, y mientras yo me dedicaba a apuñalar los montoncitos de pasta y las
relucientes berenjenas, trataba de recordar para siempre esas voces potentes y
necesitadas de atención, así como esa vibrante gesticulación con las manos italiana
que en mi mente es un sinónimo de vida animal y, por consiguiente, de vida en
general.
Me concentré en el modelo de vida animal que tenía delante e intenté que se
enamorara de mí. Hablé de manera extravagante, aunque confío que sincera. Esto es
lo que recuerdo.
Le dije que no quería irme de Roma ahora que la había conocido.
Me volvió a decir que yo era un friqui, pero un friqui que la hacía reír.
Le dije que aspiraba a algo más que a hacerla reír.
Me dijo que debería dar gracias por disfrutar de lo que tenía.
Le dije que debería trasladarse a Nueva York conmigo.
Me dijo que, probablemente, era lesbiana.
Le dije que mi vida era el trabajo, pero que me quedaba sitio para el amor.
Me dijo que el amor estaba fuera de lugar.
Le dije que mis padres eran inmigrantes rusos que vivían en Nueva York.
Me dijo que los suyos eran inmigrantes coreanos que vivían en Fort Lee, Nueva
Jersey.
Le dije que mi padre era un celador jubilado al que le gustaba ir de pesca.
Me dijo que su padre era un podólogo al que le gustaba pegar en la cara a su
mujer y a sus dos hijas.
—Oh —dije.
Eunice Park se encogió de hombros y se disculpó. En mi plato, el corazoncito
muerto del conejo colgaba del costillar. Me llevé las manos a la cabeza,
preguntándome si lo que debía hacer era arrojar algunos euros sobre la mesa y
largarme de allí.
Pero no tardé mucho en verme caminar por la Via Giulia con el brazo en torno al
cuerpo fragante y levemente masculino de Eunice Park. Se la veía de buen humor, tan
tierna como severa: primero me prometía un beso y luego me abroncaba por mi mal
italiano. Era una mezcla de timidez y risitas, de pecas a la luz de la luna y quejas
beodas e inmaduras del tipo «¡Cállate, Lenny!» o «¡Mira que eres idiota!». Observé
que se había deshecho el moño y que su cabello era oscuro e infinito, y tan espeso
como el bramante. Tenía veinticuatro años.
En mi apartamento solo cabían un colchón doble de los baratos y una maleta
abierta y rebosante de libros («Mis amigos de Elderbird solían llamar a esas cosas
topes de puerta», me dijo). Nos besamos, perezosamente, como si no fuese nada del
otro jueves; luego, a lo bestia, como si nos fuera la vida en ello. Hubo algunos
problemas. Eunice Park se negaba a quitarse el sujetador («No tengo nada de pecho»)
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y yo estaba demasiado borracho y asustado como para conseguir una erección. Pero
tampoco ansiaba el intercambio de fluidos. Le quité las bragas, acaricié los globitos
gemelos de sus nalgas e introduje los labios en su coño suave y vital.
—Oh, Lenny —dijo ella con cierta tristeza, pues debió de darse cuenta de lo
importantes que eran para mí su juventud y su lozanía: yo, un hombre que vivía en la
antesala de la muerte y que apenas podía soportar la luz y el calor de su breve
estancia en la Tierra. Me dediqué a lamer y lamer, aspirando el ligero olor de algo
auténtico y humano, y debí de quedarme dormido entre sus piernas. A la mañana
siguiente, Eunice fue tan amable como para ayudarme a rehacer la maleta, que se
resistía a cerrarse sin su ayuda.
—No se hace así —dijo, cuando me vio lavándome los dientes. Me hizo sacar la
lengua y se puso a rascar tan purpúrea superficie con el cepillo—. Ahora —dijo—.
Así está mejor.
Durante el trayecto en taxi al aeropuerto, experimenté la triple sensación de estar
contento, solitario y necesitado, todo a la vez. Eunice me había obligado a lavarme
concienzudamente los labios y el mentón para eliminar cualquier huella suya, pero su
sabor alcalino seguía presente en la punta de mi nariz. Aspiré a lo grande, tratando de
capturar su esencia, pensando ya en cómo atraerla a Nueva York y convertirla en mi
esposa, en mi vida, en mi vida eterna. Me acaricié los dientes expertamente frotados y
la pelambrera gris que me asomaba por el cuello de la camisa, ese cuello que ella
había examinado en profundidad esa misma mañana, bajo una luz primeriza.
—Estás mono —me había dicho. Y acto seguido, con sorpresa típicamente
infantil—: Eres viejo, Len.
Oh, querido diario. Mi juventud queda atrás, pero la sabiduría de la vejez apenas
asoma. ¿Por qué es tan duro ser un hombre mayor en este mundo?
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A veces la vida es asco
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens
1 DE JUNIO
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DIENTES!!! ¿Pero por qué me pasan estas cosas, Precioso Poni?
2 DE JUNIO
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Muy bajo. No entras ni en una escuela pública de Derecho. Yo decepciono porque
tienes el mismo resultado que la última vez. Quiere decir que tú no estudientas lo
suficiente. Ya sé que a veces la vida es asco, pero tienes veinticuatro años ya. Chica
mayor. Yo no puedo empujarte más. Debes estudientar y nada más. Salir con chico
agradable vale. Pero todo el rato tú cuidado con él porque eres mujer. No pierdas el
misterio. ¿Hay chicos coreanos en Roma? Por favor perdona tengo inglés horrible.
Te quiero.
Mamá.
P.D. Papá dice que no debería decir Te Quiero porque te malcrío y padres
coreanos no dicen Te Quiero a hijos, pero Yo Te Quiero con todo mi corazón, ¡y lo
digo!
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO A CHUNG.WON.PARK:
Mamá, por favor ingresa diez mil yuanes vinculados al dólar en mi cuenta del
AlliedWastecvsCitigroupCredit. Me volveré a examinar cuando vuelva. Ethel Kim
sacó 154 en el suyo y eso que fue a tres clases de preparación para el examen, así que
ya ves tú. Me va bien. No es fácil trabajar aquí porque necesitas un permesso
soggiorno, que es una especie de permiso de residencia y trabajo, y además odian a
los norteamericanos. Lo único que puedo hacer es de au pair o algo parecido. Pero ya
hago de voluntaria en una casa de acogida tres horas a la semana. ¿Se lo has contado
a papá? No, no hay chicos coreanos en Roma. Roma está en Italia. Míralo en un
mapa.
3 DE JUNIO
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momento, ESTO ES IMPORTANTE. Me estás asustando mucho. ¿Os ha hecho algo a ti o a
Sally? Ayer llamé ocho veces a casa, pero siempre me salió el contestador.
¡Verbalízame en mi cuenta de GlobalTeens en cuanto leas esto!
CHUNG.WON.PARK A EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO:
Eunhee:
No te pones incómoda. Papá bebe más de la cuenta y se pone furioso porque yo
hago soondubu con tofu pocho. Le dije a Sally que fuera a pasear pero ella duerme en
cuarto de invitados y yo en sótano. ¡Así que todo bien! ¿Recibiste transferencia a
AlliedWaste? Comprueba para estar segura. Es mucho dinero así que no me
decepcionas. Disfruta Roma, tú eres buena estudiante de Elderbird, tú mereces. Pero
ahora tu vida solo empezar. ¡No haces más errores! Mantente alejada de los blancos.
Todos tienen mala intención, hasta los cristianos. Rezo a Jesús cada día que tú
encuentras felicidad yo nunca tengo, porque quizás hago pecados contra dios. Tengo
mucha vergüenza. Escribe a Sally más. Ella echa de menos tú. Tú tienes gran
responsabilidad porque tú hermana mayor. Siento mucho que tú no consigues las
notas que querías. Tú triste, mamá triste. Cuando tú dueles, mamá duele más.
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para LandO’LakesGMFord.
SALLYSTAR: Es más fácil salir con un chico coreano. Por la familia y eso.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Gracias, mami.
SALLYSTAR: Yo solo te lo digo.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Vale, igual salgo con un coreano como papi. Es lo
que se llama «seguir un patrón».
SALLYSTAR: Lo que tú digas. Tú pilla la pasta. Tengo que ir a una reunión a la 1.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Qué reunión?
SALLYSTAR: Una protesta en Columbia-Tsinghua contra la ARE. Vamos a Washington
dentro de una semana.
EUNI-MAJARA en el extranjero: ¿Qué es la ARE?
SALLYSTAR: Autoridad de Restauración Estadounidense. Los bipartitos. ¿Nunca lees
las noticias?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: TÚ ESTÁS enfadada conmigo.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sally, no tienes por qué vivir con mamá y papá.
Puedes irte a los dormitorios del Barnard. Puedes conseguir un trabajo remunerado de
becaria o un empleo en una tienda. No quiero que te metas en política. Intentemos
disfrutar de la vida, simplemente.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Sally? ¿Estás ahí? ¿Quieres que vaya a casa? Si
quieres, pillo un avión mañana mismo. Me ocuparé de mami.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sally, por favor, no te enfades conmigo. Lamento no
estar ahí cuando mami y tú me necesitáis. Soy un desastre.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Sally? ¿Estás ahí? Lo más probable es que te hayas
ido. Es la una, hora vuestra.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Te quiero, Sally.
4 DE JUNIO
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Con amor,
Leonard.
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La nutria ataca de nuevo
De los diarios de Lenny Abramov
4 DE JUNIO
Ciudad de Nueva York
Queridísimo diario:
Vi al gordo en Fiumicino, en la sala de primera clase. Hay una terminal especial para
los vuelos a Estados Unidos y el EstadoSeguro de Israel. Es la terminal más
cochambrosa del aeropuerto, y en ella, todo aquel que no sea un pasajero lleva pistola
o te apunta con algún chisme de escanear. No hay ni asientos para los viajeros de
clase turista junto a las puertas, pues te pueden escanear mejor de pie, meterte el
trasto entre los pliegues de la carne o iluminarte como si fueras una bombilla de 600
vatios. En cualquier caso, la vida es mucho mejor en la sala de primera clase, y ahí es
a donde fui para ver si podía encontrar a algunos Individuos de Altos Ingresos de
última hora, potenciales Amantes de la Vida que pudiesen estar interesados en
nuestro Producto. Ya me podía ver a mí mismo colándome en el despacho del jefazo
Joshie para decirle: «¡Mira esto! Hasta cuando viaja, tu Lenny sigue buscando
candidatos. Soy como un médico. ¡Siempre de guardia!».
Las salas de primera clase ya no son lo que eran. La mayoría de IAI asiáticos
viajan ahora en avión privado, pero mi äppärät captó algunos rostros de cierto interés:
una antigua estrella del porno y un tío muy pijo de Bombay que estaba empezando a
erigir su imperio mundial de Ventas. Ambos llevaban algo de dinero, aunque no los
veinte millones de euros del norte en beneficios a invertir que yo andaba buscando,
pero había otro que registraba nada. Quiero decir que no estaba allí. No tenía äppärät,
o no lo llevaba puesto en modo «social», o tal vez le había pagado a algún chico ruso
para que le bloqueara las transmisiones del exterior. Y tenía realmente pinta de nada.
O una pinta que ya no tiene nadie. No era tan solo imperfecto, sino horroroso. Un tipo
gordo con los ojos muy hundidos, el mentón desmoronado, el cabello lacio y
polvoriento, una camiseta que ponía en evidencia sus ubres y una cochambrosa tienda
de campaña llena de aire cubriendo sus supuestos genitales. Nadie lo miraba, excepto
yo (y solo durante un minuto), pues estaba en los márgenes de la sociedad, porque
carecía de rango en el escalafón, porque era un IDP o Imposible De Preservar, porque
no pintaba nada en una sala de espera de primera clase entre los auténticos IAI. Ahora,
visto con perspectiva, prefiero otorgarle cierto heroísmo; quiero colocarle un libro
bien gordo en las manos y encajarle en la nariz unas lentes bifocales aún más gruesas.
Quiero que se parezca a Benjamín Franklin. Pero prometí decirte la verdad, querido
diario. Y la verdad es que desde el momento en que le vi, le tuve miedo.
Con las manos plantadas en la entrepierna, el gordo Imposible de Preservar
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miraba fijamente por la ventana mientras movía la cabeza adelante y atrás contento,
como si fuese un cocodrilo medio sumergido disfrutando de un día soleado.
Ignorando a los demás, contemplaba con el abandono típico de un entusiasta los
nuevos y estilizados aviones con nariz de delfín de las Aerolíneas del Sur de China
que se deslizaban por la pista junto a nuestros deteriorados
UnitedContinentalDeltamerican 737 y algunos aparatos de El Al, igualmente
cochambrosos.
Cuando por fin embarcamos, tras un retraso de tres horas por motivos técnicos, un
hombre joven vestido con traje informal echó a andar por el pasillo grabándonos en
vídeo a todos. Enfocó varias veces al tipo gordo, que se sonrojó e intentó mirar hacia
otro lado. El cineasta en cuestión me dio un golpecito en el hombro y me urgió, en un
lento inglés del sur, a que mirara directamente a su cámara cuadrada y anticuada.
«¿Por qué?», le pregunté. Pero al parecer ese leve conato de sedición era todo lo que
necesitaba de mí, así que siguió con su recorrido.
Cuando estuvimos en el aire, intenté borrar de mi memoria al camarógrafo, a la
nutria y al gordo. De regreso del lavabo, registré al Gordinflón como poco más que
una bola en tonos pastel que había en una esquina, pues la luz del sol que hay a esa
altura difuminaba sus formas. Saqué del maletín un ejemplar hecho polvo de relatos
de Chéjov (ojalá pudiese leerlo en ruso, como mis padres) y escogí el cuento largo
Tres años, que narra la historia del nada atractivo pero muy decente Laptev, hijo de
un acomodado comerciante de Moscú, que está enamorado de la hermosa Julia,
mucho más joven que él. Esperaba encontrar algunas pistas para seducir a Eunice y
para superar la diferencia de belleza entre ambos. En un momento del relato, Laptev
le pide a Julia que se case con él; al principio, ella le rechaza, pero luego cambia de
opinión. El siguiente pasaje se me antojó de lo más útil:
(La atractiva Julia) estaba alterada y triste, y ahora se decía a sí misma que
rechazar a un hombre bueno y honorable que la quería, simplemente porque
no era atractivo (el énfasis es mío), sobre todo cuando casarse con él
equivaldría a cambiar su estilo de vida, esa existencia carente de alegría,
monótona y ociosa en la que la juventud transcurría sin ninguna perspectiva
de mejora en el futuro (el énfasis es mío)… En tales circunstancias, rechazarle
era una locura, un capricho y una tontería, y hasta era posible que Dios la
castigase por ello.
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ciudad, daba también la impresión de ser «carente de alegría, monótona» y
ciertamente «ociosa» (Yo sabía que hacía de voluntaria un par de horas a la semana
con unos argelinos, lo cual es de una bondad increíble, pero no puede considerarse un
trabajo). Es cierto, yo no provengo de una familia rica como el Laptev de Chéjov,
pero mi capacidad anual de gasto, que es de unos doscientos mil yuanes, le
proporcionaría a Eunice algunas alegrías en el departamento de Compras y,
posiblemente, «cambiaría su estilo de vida».
Punto Tres: Pese a todo, haría falta algo más que meras consideraciones
monetarias para que Eunice me quisiera. Su «juventud transcurría sin perspectiva de
mejora en el futuro», como decía Chéjov de su Julia. ¿Cómo podría yo aprovecharme
de esa evidencia con respecto a Eunice? ¿Cómo podría enredarla para que uniera su
juventud a mi decrepitud? Todo parece indicar que algo así era mucho más fácil en la
Rusia del siglo XIX.
Observé que algunos pasajeros de primera clase me miraban por llevar un libro
abierto. «Tío, eso huele a calcetín mojado», me dijo el graciosillo que tenía al lado,
un monicaco sénior de la sección de Crédito de LandO’LakesGMFord. Metí
rápidamente a Chéjov en el maletín y luego puse este en el compartimento de arriba.
Mientras los pasajeros volvían a sus relampagueantes pantallitas, saqué el äppärät y
empecé a darle en serio con el dedo para que vieran lo mucho que me gustaba el
mundo digital, mientras lanzaba miradas nerviosas a la caverna en movimiento que
me rodeaba, incluyendo a esos viajeros de negocios adormilados por el vino y
perdidos en sus propias vidas electrónicas. A estas alturas, el joven del traje informal
había vuelto con su cámara de vídeo y estaba ahí de pie, al comienzo del pasillo,
grabando al gordo y mostrando en las comisuras los restos de un placer que mezclaba
asco e ira a partes iguales (su presa había enterrado la cabeza en una almohada: o
dormía o lo simulaba).
Yo buscaba pistas sobre Eunice Park. Mi adorada era una chica tímida en
comparación con otras de su generación, por lo que su huella digital no era muy
grande. Tuve que acceder a ella de manera lateral, a través de su hermana, Sally, y de
su padre, Sam Park, doctor en medicina, el podólogo violento. A través de mi
lujurioso y recalentado äppärät, apunté a un satélite indio del sur de California, patria
chica de la muchacha. Le di al zoom a conciencia sobre una serie de haciendas de
baldosas carmesí situadas al sur de Los Ángeles, hileras e hileras de rectángulos de
trescientos metros cuadrados en las que solo destacaban en la vista aérea los
diminutos garabatos plateados que indicaban la existencia de aire acondicionado
centralizado en las azoteas. Todas esas unidades se inclinaban ante el semicírculo de
una piscina color turquesa protegida por las aureolas grises de dos palmeras en las
últimas, que constituían la única vegetación de la zona. En el interior de una de esas
casas, Eunice Park aprendió a andar y a hablar, a seducir y a cachondearse; ahí se
hicieron fuertes sus brazos y se espesó su melena; ahí su coreano doméstico fue
suplantado por el barniz del inglés californiano; ahí planeó su huida imposible al
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Elderbird College de la Costa Este, a las plazas de Roma, a las fiestas calentorras de
la mediana edad en la Piazza Vittorio y, como yo confiaba, a mis brazos.
Acto seguido, me puse a buscar la nueva casa del doctor Park y señora, una
construcción cuadrada de estilo colonial holandés con una chimenea construida en un
extraño ángulo de 45 grados. La mansión californiana que habían abandonado valía
dos millones cuatrocientos mil dólares, sin relación con el yuan, y la segunda, una
mucho más pequeña en Nueva Jersey, costaba un millón cuatrocientos diez mil. Intuí
que habían bajado los ingresos de su padre y quise saber más.
Mi äppärät retro aportó lentamente algunos datos que me indicaron que el
negocio del padre se estaba hundiendo. Apareció un informe de sus ganancias durante
los últimos dieciocho meses; las cantidades en yuanes no dejaban de bajar desde que
se equivocaron al cambiar California por Nueva Jersey: los ingresos de julio, después
de gastos, eran de ocho mil yuanes, la mitad de lo que yo me había sacado, y yo no
tenía una familia de cuatro miembros que mantener.
No había ninguna información sobre la madre, pues pertenecía únicamente al
ámbito doméstico, pero Sally, la menor de los Park, rebosaba de datos. Descubrí a
través de su perfil que estaba más gordita que Eunice, como se podía deducir de sus
mejillas rollizas y las redondeces de brazos y pechos. De todos modos, sus niveles de
colesterol estaban muy por debajo de la media, pero tenía disparados los triglicéridos
de una forma desmesurada. Incluso con su peso, podía vivir hasta los 120 si mantenía
la dieta actual y llevaba a cabo sus estiramientos matutinos. Tras comprobar su estado
de salud, examiné sus compras y vi también ahí la sombra de Eunice. A las hermanas
Park les gustaban las camisetas ultrapequeñas de estampados discretos, los jerséis
grises anodinos que solo se distinguían por su precio y procedencia, los pendientes de
perlas, los calcetines de cien dólares para niños (así de pequeños tenían los pies), las
bragas en forma de lazo de envolver regalos, las barritas de chocolate adquiridas en
colmados escogidos al azar, los zapatos, los zapatos y los zapatos. Vi que sus cuentas
en el AlliedWastecvsCitigroup subían y bajaban como el pecho de un animal vivo.
Observé unos links a algo llamado CuloLujoso y varias boutiques de Los Angeles y
Nueva York, por un lado, y a la cuenta de sus padres en AlliedWaste, por el otro, y
comprobé que los ahorros del buen inmigrante iban menguando de forma tan
ominosa como imparable. Calculé la totalidad numérica de la familia Park al
completo y me entraron ganas de salvarles de sí mismos, de esa cultura idiota del
consumo que los estaba desangrando lentamente. Tenía ganas de darles consejos y
demostrarles que yo —que también era hijo de inmigrantes— era alguien en quien se
podía confiar.
Acto seguido, me pasé a los sitios sociales. Empezaron a aparecer fotos. La
mayoría eran de Sally y sus amigos, chicos asiáticos emborrachándose furtivamente
con cerveza mexicana, muchachos atractivos y chicas con sudaderas de algodón
haciendo la señal de la victoria ante la lente del äppärät frente a pianos cubiertos de
tapetes y bucólicos cuadros de marco dorado en los que aparecía Jesús en estado de
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éxtasis. Chicos haciendo el ganso en la amplia cama de sus padres, vaqueros sobre
vaqueros sobre vaqueros. Chicas apretadas unas junto a otras, con los ojos bien
abiertos, intentando seriamente ser risueñas, espontáneas y vagamente femeninas
mientras hacían el payaso por ahí. La hermana Sally, con una dulzura herida
irradiándole del rostro, abrazando a otra chica rellenita vestida de uniforme de
escuela católica que le está poniendo los cuernos por detrás de la cabeza, y ahí, al
final de una hilera de recién graduadas sonriendo con desesperación, ahí estaba mi
Eunice, con los ojos vigilando fríamente el porche asfaltado de un patio trasero de
California y la puerta a prueba de perros de lo más enclenque, con las mejillas
elevándose dificultosamente para poder ofrecer los preceptivos y animosos tres
cuartos de sonrisa.
Cerré los ojos y dejé que esa imagen se deslizara en mi archivo mental sobre
Eunice, que crecía de manera exponencial. Pero luego volví a mirar. Y no fue la
rutilante aunque falsa sonrisa de Eunice lo que me sorprendió. Había algo más. Había
apartado la cara del objetivo del äppärät mientras una mano le quedaba
permanentemente congelada en el aire al intentar colocarse precipitadamente unas
gafas de sol. Amplié la imagen al 800% y me centré en el ojo más alejado de la
cámara. Debajo de él y a un lado, vi lo que parecía el negro rastro de unos capilares
reventados. Le di al zoom adelante y atrás, tratando de descifrar esa mácula en una
cara que no las toleraba y acabé distinguiendo la huella de dos dedos, no, tres dedos
—índice, medio, pulgar— cruzándole el rostro.
Bueno, ya está bien. Basta de trabajo detectivesco. Basta de obsesionarse. Basta
de intentar posicionarte como salvador de una muchacha golpeada. Veamos si puedo
escribir tres páginas sin mencionar a Eunice Park ni una vez. Veamos si puedo
escribir sobre algo que no sea mi corazón.
Y es que cuando las ruedas del avión lamieron finalmente el suelo de Nueva
York, casi no reparé en los tanques y vehículos blindados de transporte de tropas que
había entre las islas de hierba quemada por el sol. Un poco más y no veo a esos
soldados de botas embarradas que echaron a correr junto a nuestro aeroplano
mientras parábamos de forma prematura y la voz angustiada del piloto por el sistema
de megafonía quedaba ahogada por un siseo electrónico.
Nuestro avión había sido rodeado por lo que se suponía que era el Ejército de
Estados Unidos. No tardamos en escuchar los golpes contra la puerta del aparato, y a
las azafatas matándose por abrirla ante los urgentes gritos castrenses procedentes del
exterior. «Pero ¿qué coño pasa?», le pregunté al graciosillo de al lado, el que se había
quejado del olor de mi libro, pero se limitó a llevarse un dedo a los labios y apartar la
vista de mí, como si yo también emitiera el hedor de un libro de cuentos.
Estaban ya en la cabina de primera clase. Nueve tíos en uniforme costroso de
camuflaje, la mayoría de unos treinta años (demasiado mayores para servir en
Venezuela, supuse), con manchas de sudor en los sobacos, botellas de agua grapadas
de cualquier manera en sus chalecos antibalas, el M16 apoyado en el torso, ni una
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sonrisa, ni una palabra. Nos escanearon con sus enormes äppäräti marrones tipo gueto
durante tres interminables minutos, a lo largo de los cuales el contingente
norteamericano mantuvo un silencio petulante y los italianos a bordo se pusieron a
hablar en tonos airados y chulescos. Y entonces empezó la cosa.
Lo agarraron por ambos brazos e intentaron ponerle de pie, ante la resistencia
pasiva de la mole. Los pasajeros estadounidenses apartaron la vista de inmediato,
pero los italianos clamaron: ¡Che barbarico! y ¿A cosa serve?
El terror del gordo feo se esparció por la cabina en olas putrefactas. Lo sentimos
antes incluso de oír el sonido de su voz, que, como el resto de su persona, no se
adecuaba a los estándares de nuestra época: era una voz débil, desvalida,
despreciable. «Pero ¿qué he hecho? —tartamudeaba—. Miren mi cartera. Soy
Bipartito. Busquen en la cartera. Tengo un pasaje de primera clase. Le conté al castor
todo lo que quiso.»
Eché un vistazo a los que atormentaban al gordo, que le rodeaban impertérritos
con el dedo en el gatillo. Sus uniformes estaban adornados con una insignia hecha a
todo correr, una espada sobrepuesta a la corona de la estatua de la Libertad y que, si
no me equivoco, identifica a la Guardia Nacional del Ejército de Nueva York. Pero yo
tenía la impresión de que esos blancos exurbanos no eran de Nueva York. Eran lentos
y displicentes, con aspecto cansado, como si alguien les hubiera arreado un
papirotazo en las pupilas, dejándolos alelados.
—Su äppärät —le dijo al gordo uno de ellos.
—Me lo dejé en casa —susurró el hombre en voz alta, y todos supimos que
mentía. Cuando los soldados lograron finalmente ponerle de pie, la cabina se llenó
con el sonido de los quejidos de un adulto poco acostumbrado a quejarse. Miré hacia
atrás y contemplé esos pantalones abultados que le sentaban tan mal y que eran
demasiado grandes para esas piernas extrañamente pequeñas. Y eso es todo lo que vi
y oí del delincuente a bordo del vuelo 023 de ContinentalDeltamerican a Nueva York,
pues de alguna manera los soldados consiguieron que dejara de gimotear, y todo lo
que pudimos escuchar a continuación fue el suave ruido de sus mocasines entre el
retumbe de las botas de aquellos machotes.
Pero la cosa aún no había terminado. Mientras los italianos habían empezado a
comentar airadamente el estado de nuestra atribulada nación, murmurando el nombre
de Il macellaio o «el carnicero» Rubenstein, cuyo rostro siniestro y manchado de
sangre aparecía en forma de póster en todas las esquinas de Roma, un segundo grupo
de soldados apareció en la cabina.
—Los ciudadanos de los Estados Unidos, que levanten la mano —nos dijeron.
Mi calvicie en forma de Ohio tenía frío en contacto con el reposacabezas del
asiento. ¿Qué había hecho yo? ¿Debería haber mantenido la boca cerrada cuando la
nutria me había preguntado el nombre de Fabrizia? ¿Debería haber dicho «No quiero
responder a esa pregunta», dado que me había informado de que tenía derecho a ello?
¿Me habría mostrado demasiado sumiso? ¿Había tiempo de echar mano al apparat en
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busca de datos de Nettie Fine para poder mostrárselos a los de la Guardia? ¿Me
sacarían a patadas del avión a mí también? Mis padres nacieron en lo que antes era la
Unión Soviética, y mi abuela había sobrevivido, aunque a duras penas, a los últimos
años de Stalin, pero yo carezco del instinto genético necesario para enfrentarme a la
autoridad desmedida. Ante una fuerza superior, me derrumbo. Así pues, mientras mi
mano emprendía un largo viaje desde el regazo hacia el aire saturado de terror de la
cabina, eché de menos la presencia de mis progenitores. Deseaba sentir la mano de
mi madre en el cogote, ese contacto fresco que siempre me calmaba de pequeño.
Deseaba escuchar a mis padres hablando muy alto en ruso, que siempre me había
parecido el idioma de la más astuta aquiescencia. Quería que nos enfrentásemos
juntos a esto, pues… ¿qué pasaría si me disparaban en mi supuesta condición de
traidor y mis padres se enteraban por un vecino, por un informe policial o por uno de
los presentadores con cara de patata de FoxLibertyUltra, su canal de televisión
favorito? «Os quiero», susurré en dirección a Long Island, donde viven mis
progenitores. Desplegando mis poderes mentales por satélite, le di al zoom hasta
apreciar el tejado verde y ondulante de su humilde residencia de Cape Cod, mientras
la fluctuación del yuan flotaba sobre el igualmente minúsculo manchón verde de su
patio trasero de clase trabajadora.
Y luego quise tener a Eunice a mi lado, compartiendo conmigo esos últimos
momentos. Deseaba sentir su poderío juvenil, acariciar con la mano sus huesudas
rodillas para que no tuviera miedo, dejarle ver que yo era el único capaz de aportarle
seguridad.
Nueve de nosotros levantamos la mano. Los estadounidenses.
—Saquen sus äppäräti.
Obedecimos. Sin hacer preguntas. Extendí mi chisme de un modo especialmente
suplicante, como un cachorrito que muestra la caca que acaba de hacerse en su
jaulita. La información de mi äppärät fue estudiada y escaneada en un äppärät militar
por un chico joven que parecía no tener cara bajo la larga visera verde de su gorra.
Solo podía verle los brazos, que se movían con la fuerza de una segadora de césped.
Inclinó la cabeza hacia mí, suspiró y luego miró el reloj.
—Muy bien, señores, ¡vámonos! —gritó.
Los pasajeros de primera clase desembarcaron a gran velocidad. Echamos a
correr escaleras abajo hasta llegar a la resquebrajada pista del JFK, que temblaba bajo
el peso de la flota de tanquetas y el pelotón ambulante de carritos para el equipaje. El
calor veraniego se me pegó a la espalda húmeda y me hizo sentir como si me
acabaran de prender fuego. Saqué mi pasaporte norteamericano y lo sostuve en la
mano, señalando el grabado del águila dorada con la esperanza de que aún significara
algo. Recuerdo que mis padres solían hablar de la suerte que habían tenido al poder
cambiar la Unión Soviética por los Estados Unidos. Dios mío, pensé, haz que esa
suerte siga existiendo en este nuevo mundo.
—Por favor, esperen bajo el «cobertizo de seguridad» —nos dijo una de las
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azafatas. Caminamos hacia una extraña floración situada en medio de un paisaje de
terminales descuidadas y vetustas, amontonadas unas sobre otras como en un tétrico
arrabal de Lagos. Pudimos observar los cansados edificios de un país prematuramente
envejecido; a lo lejos, más allá de tanques y tanquetas, las grúas dominaban el
complejo turístico futurista a medio construir de la Terminal Sur de Carga de las
Aerolíneas chinas. Se nos acercó un tanque y los nueve estadounidenses de primera
clase alzamos instintivamente la mano. El tanque frenó en seco; un único soldado, en
camiseta y pantalón corto, asomó por la tronera y plantó una señal de tráfico al lado.
En letras negras sobre fondo naranja, podía leerse:
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El hombre de mi vida
De la cuenta de GlobalTeens de Eunice Park
5 DE JUNIO
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les ocurra a Sally y a mami.
Creo que una parte de mí se está enamorando de Ben, pero sé que es imposible
porque otra parte de mí, la parte enferma, piensa que mi papá siempre será el hombre
de mi vida. Cada vez que me pasa algo maravilloso con Ben, de repente me pongo a
pensar en todas las cosas buenas que HA HECHO mi padre y empiezo a AÑORARLE. Ya
sabes que siempre ayudaba a los mexicanos pobres cuando tenía la consulta en
California y que si no tenían seguro, que era casi siempre, les arreglaba los pies
gratis. Y me pregunto, ¿no seré yo una mala hija por haberle abandonado para irme a
Europa? Dios, perdona toda esta diarrea verbal. Oye, ¿te acuerdas de cuando
vivíamos en Long Beach y te quedabas a dormir en casa? Recuerdo que mi madre nos
despertaba a las siete de la mañana del día siguiente chillando «¡Arriba, arriba, a
quien madruga Dios lo ayuda!». Te echo mucho de menos, Precioso Poni.
ZORRUPIA A EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO:
Querido y Precioso Panda:
¿Qué pasa, guarra? Recibí tu mensaje justo cuando estaba saliendo del coche en
el Chochojugoso de Topanga y me puse de lo más triste. Una de las dependientas
hasta me verbalizó si me encontraba bien y yo le dije que estaba «pensando» y ella
puso cara de «¿Por qué?».
No sé qué decirte. Supongo que los padres son una gran decepción, pero son los
únicos que tenemos. Quiero decir que hay como que respetarlos a pesar de todo y que
si hacen cosas chungas, deberíamos intentar quitarnos de en medio y quererles diez
veces más. Ojalá tuvieras un hermano mayor como yo, porque ese se come todos los
marrones de la familia. Debe de ser un asco ser la hermana mayor de una familia sin
hombres.
En cualquier caso, con respecto a Ben, ¡yo creo que lo estás haciendo muy bien!
Lo que pasa es que él no sabe que todo se debe a tu inquietud interior y piensa que no
eres más que una zorra superdura y que tiene que trabajar de lo lindo para
conquistarte. ¿Se le curva el rabo hacia abajo y un poco hacia un lado? A Gopher sí
(le han dado un diploma… ¡de Pollas Gordas!), y estaba pensando si todos los chicos
blancos la tienen así. ¿Ves lo virginal que soy? ja, ja.
Ya sabes que puedes verbalizarme a cualquier hora, de día y de noche. Total,
tengo la impresión de que no sé lo que hago la mitad del tiempo, pero estoy
encantada de que podamos confiar la una en la otra, pues el mundo a veces resulta
tan… Bueno, no puedo ni describirlo. Es como si estuviera flotando por ahí y cada
vez que alguien se me acerca o yo me acerco a alguien, se produjera una especie de
ELECTRICIDAD ESTÁTICA. A veces la gente me verbaliza y yo me quedo mirándoles la
boca en plan ¿QUÉ? Pero ¿qué me estás diciendo? ¿Cómo voy a pensar en
verbalizarte algo? ¿Tiene algún interés lo que diga? Vamos, tú, por lo menos, ¡saliste
de casa y te fuiste a Roma! ¿Quién más hace algo así? Por cierto, ¿venden en Italia
esa marca fabulosa de bragas que se llama EntregaTotal? Creo que son de Milán, pero
no las encuentro ni en AdolescentesPijas ni en CulosLujosos. Si las tienen en color
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azul marino, te las pago luego, te lo juro. Ya sabes mi talla, guarrilla. Yo también te
echo mucho de menos, Precioso Panda. ¡Regresa a la soleada California! Creo que
cuando tomo la píldora me pica el coño ¿A qué se deberá?
7 DE JUNIO
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SALLYSTAR: Son superfinas y las puedes llevar con vaqueros Pieldecebolla.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Y por qué no las llevas con vaqueros normales? Así
podrías «proteger el misterio», como dice mamá.
SALLYSTAR: Jajaja. Kwan dice que algunas chicas coreanas de Los Ángeles no usan
condones porque quieren que sus novios piensen que son vírgenes. ¡Y todas tienen,
por lo menos, 28 años! Vaya tías viejunas.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: QUÉ HORROR. Pero no lo entiendo, parece que estás
mejor. ¿Va todo bien?
SALLYSTAR: Creo que papi está mejor. Ha venido a cantar conmigo en la ducha.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿EN LA DUCHA?
SALLYSTAR: No, la cortina estaba cerrada.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Pero la cortina es de plástico.
SALLYSTAR: ¿Las EntregaTotal son más baratas en Italia? Ya sabes mi talla. Aunque la
verdad es que he engordado y ahora uso una más. Qué asco.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¡Deja de comer tanto! Y no dejes que papi se te meta
en la ducha.
SALLYSTAR: No está en la ducha. Es bonito cantar con él. Interpretamos Hermana en
Cristo y el tema principal de «El cirujano oral Lee Dang Hee». ¿Te acuerdas de cómo
se cabreaba papi con ese programa? ¿Cómo se llamaba aquel noraebang al que
íbamos a cantar?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Nosécuántos en Olympic. Deberías venir a pasar el
verano en Roma.
SALLYSTAR: No puedo. Clases. Y la semana que viene vamos a Washington y va a
haber más protestas durante todo el verano.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Mami dice que ha visto un tanque en Fort Lee. En
serio, Sally. No te metas en política. ¡Ven a Roma! Hay una tienda enorme a veinte
minutos y tienen la colección de otoño de Saaami y la línea veraniega de
Chochojugoso y está todo al 80%, por lo menos.
SALLYSTAR: Creí que el dólar no valía nada.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Pero aún así ahorras. Tía, un 80% menos. ¡Echa
cuentas, atontada!
SALLYSTAR: No puedo ir. Tengo que cuidar de mami.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¡Tráetela contigo!
SALLYSTAR: Eunice, ¿cómo es posible que creas que lo puedes arreglar todo y
cambiarlo todo y que todo el mundo sea feliz? Las cosas no funcionan así.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Y qué debería hacer? ¿Rezarle a Jesús para que
«cambie el corazón de papi»?
SALLYSTAR: Ya sabes que no me cae bien el reverendo Cho, pero si algo he aprendido
en la iglesia es a ser humilde. Así está el patio. Así son mis padres. Y yo debería
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aceptar mis limitaciones y hacer lo que pueda con lo que Dios me ha dado. En caso
contrario, lo único que consigues es amargarte.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: En otras palabras, pasa de todo y que Jesús te
muestre el camino. Por cierto, ya estoy amargada.
SALLYSTAR: Yo no paso de nada. Voy a ser cardióloga y pienso ganar el dinero
suficiente para que papi se jubile y deje de preocuparse por los apestosos pies de los
blancos. Y puede que entonces todos nos sintamos mejor como familia.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sí, seguro que eso lo arregla todo.
SALLYSTAR: Gracias por aprobar mis sueños. Eres igual que papi y ni siquiera te das
cuenta. Quédate en Roma. No necesito a otro como él.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Perdóname.
SALLYSTAR: Da igual.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Me siento muy orgullosa de ti.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Yo soy la que está jodida, ¿vale?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Sigues ahí? Te conseguiré esas bragas EntregaTotal,
pero ya te apañarás tú con el sujetador enseña pezones.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¡Sally! Cuando me cortas de esa manera me pongo
muy triste.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Ya sabes que haría cualquier cosa para haceros
felices a mami y a ti. Puede que al final sí vaya a la facultad de Derecho y trabajaré
en la venta de Artículos de Lujo y le podremos comprar a mami un apartamento en
Manhattan para que esté a salvo.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Vuelvo a casa, Sally. ¿Estás ahí? En cuanto encuentre
un billete barato, me vuelvo a casa.
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La falacia de la mera existencia
De los diarios de Lenny Abramov
6 DE JUNIO
Querido diario:
Pero ¿a qué coño venía eso? ¿Estaba Joshie Goldman, mi jefe y mi segundo
padre, a punto de despedirme? ¿Me habría enviado a Europa para quitarme de en
medio?
Aún conservo un viejo cuaderno de cuando era pequeño y llevo tiempo
esforzándome por darle alguna utilidad. Así pues, le arranqué una genuina hoja de
papel, la puse sobre la mesita de centro y empecé a escribir esto a mano.
1) Trabajar duro para Joshie: demostrar que eres necesario en lo que haces;
demostrar que no eres tan solo la mascota del profesor, sino un pensador
creativo y un Proveedor de Contenidos; disculparte por los escasos resultados
en Europa; conseguir un aumento de sueldo; recortar gastos; ahorrar dinero
para tratamientos iniciales de descronificación; aumentar la propia perspectiva
de vida en veinte años y luego seguir adelante de forma exponencial, hasta
alcanzar el impulso necesario para conseguir la Extensión Vital Indefinida.
2) Conseguir que Joshie te proteja: evocar el lazo paterno-filial en respuesta a la
situación política. Hablar de lo que ocurrió en el avión; evocar sentimientos
judíos de terror e injusticia.
3) Querer a Eunice: aunque esté lejos, intenta pensar en ella como potencial
compañera; medita sobre sus pecas y hazte sentir amado por ella para rebajar
los niveles de estrés y sentirte menos solo. ¡¡¡Deja que el potencial de su
dulzura amplíe tu felicidad!!! Luego suplícale que venga a Nueva York y
déjala convertirse, sucesivamente, en amante reticente, compañera cautelosa y
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esposa joven y bonita.
4) Preocuparte por tus amigos: queda con ellos justo después de ver a Joshie e
intenta recrear una sensación de comunidad con tus eternos compadres Noah
y Vishnu.
5) Ser amable con tus padres (dentro de un orden): puede que se porten mal
contigo, pero representan tu pasado y tu identidad. 5a) Busca similitudes con
tus progenitores: ellos crecieron en una dictadura, ¡¡¡y tú también puedes
acabar viviendo en una!!!
6) Disfrutar de lo que tienes: no estás tan mal como otra gente. Piensa en ese
pobre gordinflón del avión (¿Dónde está ahora? ¿Qué le estarán haciendo?) y
siéntete feliz en comparación.
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Libertad y demás rutilancias de la zona. Disfruté de los bloques bajitos de
apartamentos que ocupan mi más cercano campo de visión, las llamadas Casas
Vladeck, cuyo ladrillo rojo se solidariza con el nuestro, aunque tales edificios no
parezcan muy orgullosos de sí mismos, sino más bien resignados en su necesidad,
con sus miles de residentes dispuestos a recibir el calor del verano y, si se me permite
especular, el amor del verano. Incluso a treinta metros de distancia, a veces oigo los
dolorosos gritos de amor que emiten los vecinos desde detrás de sus costrosas
banderas puertorriqueñas, por no hablar de sus violentos berridos.
Con el amor en la cabeza, decidí disfrutar de la estación. Para mí, la transición de
mayo a junio está marcada por el cambio radical de los calcetines hasta la rodilla por
los tobilleros. Me puse unos pantalones blancos de lino, una camisa con estampado
de pingüinos y unas cómodas deportivas malayas, consiguiendo así fácilmente un
gran parecido con la mayoría de nonagenarios de mi edificio. Mis vecinos forman
parte de una CJN —Comunidad de Jubilados Naturales—, que es una especie de
Florida instantánea para aquellos demasiado débiles o pobres como para poder ser
trasladados a Boca Ratón con tiempo suficiente para asistir a su propio funeral.
Bajando en el ascensor, rodeado por bregados vejestorios en sillas de ruedas
motorizadas junto a sus cuidadores jamaicanos, conté la cosecha diaria de fiambres
que aparecía en la Lista de la Muerte colgada junto a los botones. Solo en los últimos
dos días, cinco vecinos de la CJN habían pasado a mejor vida. La señora que ocupaba
el piso de encima del mío, el E-707, que tenía ochenta y tantos años y se llamaba
Naomi Margolis, había fallecido, y su hijo David invitaba a sus eclécticos vecinos —
los jóvenes profesionales de Crédito y Medios, las viejas planchadoras viudas y
socialistas, y los cada vez más extendidos judíos ortodoxos— a «disfrutar de su
recuerdo» en su casa de Teaneck, Nueva Jersey. Yo admiraba a la señora Margolis por
haber vivido tanto, pero una vez se acepta la idea de que un recuerdo es, en cierto
modo, el sustituto de un ser humano, igual se acaba renunciando a Extensión Vital
Indefinida. Creo poder decir que yo, aunque admiraba a la señora Margolis, también
la odiaba. La odiaba por renunciar a la vida, por dejar que las olas fueran y vinieran,
haciendo lo que querían con su cuerpo marchito. Es posible que detestara a todos los
viejos de mi edificio y les desease una rápida desaparición para poder concentrarme
en mi propia lucha contra la mortalidad.
Con mi enrollado atuendo de carcamal, eché a andar tan pimpante por la calle
Grand hacia el parque del río East, subiéndome a cada acera con ese profundo «ay»
que tanto se oye en mi vecindario. Me senté en mi banco favorito, cerca del poderoso
anclaje del puente de Williamsburg, observando cómo una parte de la estructura
parecía un montón de cartones de leche puestos unos encima de otros. Disfruté de las
madres adolescentes de las Casas Vladeck mientras atendían las quejas de sus hijos
(«¡Me ha picado una abeja, mamá!»). Me encantaba oír un idioma hablado realmente
por niños. Verbos exagerados, pronombres explosivos, preposiciones bellamente mal
usadas. Lenguaje, no datos. ¿Cuánto faltaría para que esos críos se retiraran al denso
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mundo del äppärät que hace clic-clac, típico de sus agobiadas madres y ausentes
padres?
Luego me fijé en una señora china de aspecto saludable, muy adecuada para el
disfrute visual, y la seguí a paso de tortuga por la calle Grand y luego por East
Broadway, viendo cómo palpaba exóticos tubérculos y manoseaba algunos pescados
de escamas plateadas. Iba de compras con suma pachorra, haciéndose con todo lo que
se le ponía a tiro, y acto seguido, después de cada adquisición, corría hacia uno de los
postes de telégrafo de madera que ahora flanqueaban las calles.
En Roma, mi amigo Sandi, el de la moda, me había hablado de los Postes de
Crédito, refocilándose en lo chulo que era su diseño retro, en el modo en que la
madera tenía un aspecto intencionadamente nudoso en algunos sitios y en cómo el
cable habitual había sido sustituido por ristras de bombillas de colores. La apariencia
anticuada de los postes pretendía evocar una época más vigorosa de la historia de
nuestra nación, exceptuando los pequeños contadores LED situados a la altura de los
ojos que registraban tu nivel de Crédito al pasar. En lo alto de los Postes, había
cartelitos de la Autoridad de Restauración Estadounidense en varios idiomas. En las
zonas de Chinatown de East Broadway, los rótulos estaban en inglés y en chino
—«¡Estados Unidos felicita a sus compradores!»—, junto al dibujo de una
desdichada hormiga corriendo feliz hacia una montaña de regalos de Navidad bien
envueltos. En las secciones latinas de la calle Madison, estaban en inglés y en español
—«No te lo gastes todo, huevón»—, y se veía un saltamontes de ceño fruncido
vestido de inmigrante mexicano de los años cuarenta y mostrando los bolsillos
vacíos. Había textos alternativos en los tres idiomas:
Sentí un rutinario escalofrío liberal al ver cómo razas enteras de seres humanos
podían ser reducidas y estereotipadas de forma tan sumaria, pero también me
descubrí interesado cual mirón en ver el nivel de Crédito de la gente. La vieja china
ostentaba un digno 1400, pero otros, como las jóvenes madres latinas y hasta un
disoluto adolescente hasídico que iba echando el bofe por la calle, mostraban unos
saldos en luz roja parpadeante de menos de 900, lo cual me llevó a preocuparme por
ellos. Pasé por delante de uno de los Postes, dejando que captara la información de mi
äppärät, y pude ver mi propio saldo, que era de unos impresionantes 1520. Pero había
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un asterisco rojo parpadeando junto al resultado.
¿Seguiría incordiándome la nutria?
Le envié un mensaje de GlobalTeens a Nettie Fine, pero lo único que obtuve por
respuesta fue la sorprendente frase DESTINATARIO BORRADO. ¿Y eso qué quería decir?
Nunca borran a nadie de GlobalTeens. Intenté encontrarla por GlobalTrace, pero
conseguí algo aún más terrorífico: DESTINATARIO INENCONTRABLE/INACTIVO. Pero ¿a
qué clase de persona no se podía encontrar en este mundo?
Cuando estaba en Roma, solía quedar para comer con Sandi en Da Tonino y
hablábamos de lo que más añorábamos de Manhattan. En mi caso, se trataba de las
empanadillas de cerdo frito con cebolleta de la calle Eldridge; en el suyo, de las
señoras mayores negras de la compañía del gas o de la oficina del paro que le
llamaban «chato», «cariño» y a veces «guapo». Él decía que no era una cosa gay, sino
que, más bien, esas mujeres negras le hacían sentirse tranquilo y cómodo, como si de
repente le hubiera caído encima el amor maternal de una perfecta desconocida.
Supongo que eso es lo que esperaba ahora de la INACTIVA Nettie Fine, con Eunice
a seis husos horarios de distancia, con los Postes de Crédito reduciendo a todo el
mundo a un simple número de tres cifras, con un gordo inocente sacado a empujones
de un avión y con Joshie diciéndome «salario y empleo en el futuro = ya
hablaremos»: un poco de amor maternal.
Recorrí de cabo a rabo la zona este de la calle Grand tratando de sentirme en casa,
de restablecer mi dominio del territorio. Pero no se trataba únicamente de los Postes
de Crédito. El barrio había cambiado desde que me había ido a Roma un año atrás.
Todos los negocios moribundos seguían allí, decadentes covachas de linóleo con
nombres como A-OK Pizza Shack, frecuentado por parroquianos pobretones que
plantaban las zarpas en un viejo terminal de ordenador mientras se tragaban los tufos
del aceite de las pizzas y una costrosa edición de 1988 en diez tomos de El nuevo
libro de la ciencia popular criaba polvo en algún rincón, a la espera de algún cliente
que supiera leer. Pero había un plus de desgana en la población: esos desempleados
que deambulaban por la calle cubierta de huesos de pollo como si la hubieran
agarrado con una pinta de alcohol de grano en vez de beberse unas cuantas botellas
de cerveza Negra Modelo, con el rostro hundido por el peso del efecto depresivo que
yo siempre asocio con mi padre… Una niña angelical de siete años, con trenzas, le
estaba gritando a su äppärät: «¡La próxima vez que esa negra asome el culo, la voy a
hostiar en la tripa!». Una anciana judía de mi edificio se había caído sobre el asfalto
recalentado por el sol y sus amigas habían formado a su alrededor un círculo
protector mientras ella daba vueltas cual tortuga. Junto a la verja de alambre afilado
que delineaba un proyecto interrumpido de apartamentos de lujo, un borracho con
una guayabera inmunda se bajaba los pantalones y se disponía a evacuar. Yo ya había
visto a ese caballero jiñar en público con anterioridad, pero la expresión de dolor de
su rostro y la manera en que se frotaba las desnudas caderas mientras cagaba, como si
el sol de junio no bastara para calentárselas, así como los terribles gruñidos que
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escupía en dirección al nuboso cielo de nuestra ciudad, me hicieron sentir como si mi
calle natal se estuviera alejando de mí hasta caer en el río East, deslizándose en una
nueva arruga temporal en la que todos nos bajaríamos los pantalones para ciscarnos
con furia sobre la madre tierra.
Una tanqueta con la insignia de la Guardia Nacional del Ejército de Nueva York
estaba aparcada junto a un bache enorme en el frecuentado cruce de Essex con
Delancey. Llevaba montada en el techo una ametralladora Browning del calibre 50
con una rotación de 180 grados, hacia delante y hacia atrás, que parecía un
metrónomo retrasado y que cantaba bastante en el paisaje movido pero pacífico del
Lower East Side. El tráfico estaba bloqueado por toda la calle Delancey. Un tráfico
silencioso, además, pues nadie se atrevía a tocarle la bocina a un vehículo militar. La
esquina de la calle se vació a mi alrededor hasta que me quedé solo, con la vista
clavada en el cañón del arma como un idiota. Levanté las manos en señal de pánico y
salí pitando de allí.
Me estaban amargando el pretendido disfrute. Saqué la lista que había redactado a
mano y decidí hacer uso inmediato del Punto Número 2 (Hacer que Joshie te proteja).
Junto a una recién chapada cafetería pija del Bowery llamada Powertea, encontré un
taxi y me dirigí a la guarida de mi segundo padre en el Upper East Side.
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mujeres jóvenes vestidos con airado desaliño posuniversitario, pero proyectaban
desde algún punto entre los ojos el mensaje de que eran la personificación de aquel
viejo éxito de Whitney Houston que ya he mencionado anteriormente: es decir, que
los niños eran de facto el futuro. En los Servicios Poshumanos teníamos ya personal
suficiente como para repoblar las originales Doce Tribus de Israel, que tan bien
representadas estaban, por cierto, en las vidrieras del santuario. Qué aburridos
resultábamos todos a su luz de un azul oceánico.
El arca en que suelen estar guardadas las Torahs había sido retirada, y en su lugar
colgaban cinco gigantescas pantallas de horarios Solari que Joshie había rescatado de
diferentes estaciones ferroviarias italianas. En vez de las horas de arrivi y de partenze
de los trenes que salían o llegaban a Florencia o a Milán, la pantalla retráctil exhibía
los nombres de los empleados de Servicios Poshumanos junto a los resultados de
nuestras últimas pruebas físicas, nuestros niveles de metilación y de homocisteína,
nuestra testosterona y estrógenos, nuestra insulina y triglicéridos y, lo más importante
de todo, nuestros «indicadores de tono y estrés», que siempre debían responder a la
clasificación «positivo/emprendedor/dispuesto a contribuir», pero que, con la
suficiente aportación de colegas competitivos, podía cambiarse a «el cabrón está hoy
de mala hostia» o «este mes no ha dado ni golpe». Ese día en concreto, las placas
blanquinegras giraban locamente y las letras y los números mutaban —con un ruidito
de lo más molesto— para formar nuevas cifras y palabras, mientras un desafortunado
Aiden M. era degradado de «acusa la terrible pérdida de un ser querido» a «deja que
la vida personal interfiera en la laboral», y de ahí a «no se lleva bien con los demás».
Lo más preocupante de todo era que muchos de mis antiguos colegas, incluyendo a
mi compatriota ruso, el brillante maníaco depresivo Vasily Greenbaum, estaban
marcados con la temible leyenda TREN CANCELADO.
Y por lo que a mí respecta, ni siquiera figuraba en la lista.
Me posicioné en mitad del santuario, debajo de Los Paneles, intentando formar
parte de los discretos murmullos que se producían a mi rededor.
—Hola —dije. Y separando los brazos—: ¡Lenny Abramov!
Pero mis palabras desaparecieron en la nueva cobertura de madera a prueba de
ruidos mientras varias configuraciones de jóvenes, algunos de ellos cogidos del
brazo, como si hubieran quedado para salir, atravesaban el santuario en dirección a la
Cocina de Soja o a la Sala de la Eternidad, dejándome para que escuchara
expresiones y abreviaturas como «Política Blanda», «Reducción de Daños»,
«TPESOPRA», «PRGV», «TIMATOV» o «Rubenstein el Enculador»; y, entre risas
femeninas, «Macaco». ¡Mi alias! Alguien había reconocido mi relación especial con
Joshie y la evidencia de que la había utilizado para hacerme el importante por aquí.
Se trataba de Kelly Nardl. Mi querida Kelly Nardl. Una chica delicada y bajita de
mi edad por la que me sentiría fatalmente atraído si me viese capaz de pasarme la
vida a menos de tres mesas de distancia de su aroma animal no desodorizado. Me dio
la bienvenida con un beso en cada mejilla, como si fuese ella la que acababa de
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volver de Europa, y me llevó de la mano hacia su pulcro y reluciente escritorio
situado en lo que había sido el despacho del Cantor.
—Te voy a hacer un plato de saludables verduritas, chato —me dijo, y con esa
única frase consiguió reducir mis temores a la mitad. En Servicios Poshumanos no te
despiden después de servirte un buen repollo. Las verduras son una señal de respeto.
También hay que decir que Kelly constituía una excepción en la estirada gente de por
aquí: había crecido entre la amabilidad y la gentileza de Luisiana y era como una
Nettie Fine más joven y menos histérica (espero que Nettie esté viva y en buen
estado, donde quiera que se encuentre).
Me quedé detrás de Kelly mientras ella esparcía berros dorados por una estepa de
col rizada siberiana. Apoyé las manos en sus sólidos hombros y respiré su agria
vitalidad. Kelly inclinó una cálida mejilla sobre una de mis muñecas, un gesto tan
familiar que me hacía pensar que nos habíamos conocido en una vida anterior. Sus
pálidos y bonitos muslos asomaban bajo unos modestos pantalones cortos de estilo
militar, y recordé nuevamente que tenía que disfrutar; en este caso, de cada
centímetro de la imperfección de Kelly.
—Oye —le dije—, ¿han cancelado el tren de Vasily Greenbaum? Tocaba la
guitarra y hablaba un poco de árabe. Y cuando no estaba totalmente deprimido,
siempre se sentía muy «dispuesto a contribuir».
—Cumplió los cuarenta el mes pasado —suspiró Kelly—. Y no alcanzó los
resultados previstos.
—Yo también estoy a punto de cumplirlos —dije—. ¿Y por qué no figura mi
nombre en Los Paneles?
Kelly no dijo nada. Estaba troceando una coliflor con un cuchillo de seguridad
más bien romo y el sudor le perlaba la blanca frente. En cierta ocasión, Kelly y yo
habíamos compartido una botella de vino —o de «resveratrol», como le llamamos los
Post Humanos— en un bar de tapas de Brooklyn, y después de acompañarla a su
violento edificio de Bushwick, me preguntó si algún día podría enamorarme de una
mujer de una decencia tan compulsiva como discreta (respuesta: no).
—¿Y quien sigue aquí de la vieja pandilla? —pregunté con voz temblorosa—. No
he visto el nombre de Jami Pilsner. Ni el de Irene Po. ¿Es que nos van a despedir a
todos?
—A Howard Shu le va bien —repuso ella—. Lo han ascendido.
—Estupendo —dije.
Entre los que habían conservado el empleo tenía que figurar ese canijo cabrón de
Shu, mi compañero de clase en la Universidad de Nueva York, el tipo que, a lo largo
de los últimos doce años, me había superado en todas las competiciones más infames
de esta vida. En mi opinión, hay algo un tanto triste en los empleados de Servicios
Poshumanos, y para mí, el implacable y altamente eficaz Howard Shu personifica esa
tristeza. Lo cierto es que aunque creamos ser el futuro, no lo somos. Somos sirvientes
y aprendices, no clientes inmortales. Recogemos nuestros yuanes, nos tomamos
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nuestros elementos nutricionales, nos pinchamos, sangramos y medimos ese líquido
de color púrpura oscuro de mil maneras distintas, y hacemos de todo menos rezar,
pero al final seguimos condenados a morir. Ya puedo yo tomarme en serio el genoma
y el corazón, y emprender una guerra nutricional contra mi desastroso E4 hasta
convertirme en una lechuga andante, pero nada me curará de mi principal defecto
genético:
Mi padre es un celador de un país pobre.
El padre de Howard Shu vende tortugas en miniatura por las calles de Chinatown.
Kelly Nardl es rica, pero no lo suficiente. La escala de riqueza con la que crecimos ya
no está vigente.
El äppärät de Kelly iluminaba el aire que la rodeaba, y ella estaba volcada en las
necesidades de un centenar de clientes. Tras la decadencia cotidiana de Roma,
nuestras oficinas resultaban muy sobrias. Todo estaba bañado en colores suaves y en
el saludable resplandor de la madera natural; el material de oficina, cubierto con
sarcófagos estilo Chernóbil cuando no se utilizaba; los simuladores de ondas alfa,
ocultos tras pantallas japonesas, acariciando nuestros hiperactivos cerebros con rayos
tranquilizantes. Había algunos cuadritos humorísticos repartidos por la zona, con
frases como «A las féculas, diles que no», «¡Alegra esa cara, que el pesimismo
mata!», «No hay nada como las células ricas en telómeros» o «LA NATURALEZA TIENE
MUCHO QUE APRENDER DE NOSOTROS». Y ondeando al viento sobre el escritorio de
Kelly, un cartel mostraba el dibujo de un hippy al que le estaban atizando en la cabeza
con un manojo de brócoli:
SE BUSCA
Por robo de electrones.
Por asesinato del ADN.
Por maligno daño celular.
ABBIE «RADICAL LIBRE» HOFFMAN
CUIDADO: el sujeto puede estar armado y ser peligroso.
No intenten detenerle.
Llamar de inmediato a las autoridades e incrementar
la ingesta de la coenzima Q10.
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—Te iría bien parecer más joven —dijo Kelly—. Cuídate más. Ve a la Sala de la
Eternidad. Ponte un poco de Lexin-DC concentrado debajo de los ojos.
La Sala de la Eternidad estaba abarrotada de jóvenes malolientes consultando sus
äppäräti o tumbados en sofás con la vista clavada en el techo, relajándose, respirando
adecuadamente. Un aroma a té verde introdujo un matiz de nostalgia en mi situación
generalizada de pánico. Yo ya estaba allí cuando inauguraron la Sala de la Eternidad
cinco años atrás, en lo que había sido el salón de banquetes de la sinagoga. Howard
Shu y yo habíamos necesitado tres años para eliminar el olor a carne asada.
—Hola —le dije a cualquiera dispuesto a escucharme. Miré hacia los sofás, pero
apenas quedaba espacio en ninguno para sentarse. Saqué el äppärät, pero observé que
todos los chicos nuevos llevaban el último modelo en forma de guijarro colgado del
cuello, como Eunice. Por lo menos, tres de las chicas allí presentes eran atractivas de
un modo que trascendía la cosa física y remitía sus suaves e indeterminadas facciones
y sus tristes ojos marrones a la antigua Mesopotamia.
Me acerqué al minibar en que servían el té verde sin azúcar, además del agua
alcalinizada y los 231 elementos nutricionales del día. Cuando estaba a punto de darle
a los aceites de pescado y a los pepinillos, que mantienen la inflamación a distancia,
alguien se rió de mí: se trataba de una risa femenina y, por consiguiente, más dañina
de lo habitual. Repartidos al buen tuntún sobre los preciosos sofás, mis compañeros
de trabajo parecían personajes de una teleserie sobre jóvenes de Manhattan que
recordaba haber visto de manera compulsiva en mi adolescencia.
—Acabo de volver tras un año en Roma —dije, intentando hacerme el sobrado—.
Por allí no hay más que hidratos de carbono. Necesito almacenar elementos
esenciales a punta pala. ¡Me encanta estar de regreso, chicos!
Silencio. Pero mientras me daba la vuelta para atacar los suplementos, alguien
dijo:
—¿Cómo va eso, Macaco?
Era un muchacho con un leve atisbo de bigote, un mono gris con las palabras
TXUPA POYA impresas a la altura del pecho y una especie de cinta roja en el cuello. Lo
más probable es que se tratara de Darryl, el de Brown, el que me había quitado la
mesa. No podía tener más de veinticinco años. Le sonreí, miré el äppärät, suspiré
como si me esperara un trabajo del copón y luego eché a andar como si tal cosa hacia
la puerta de la Sala de la Eternidad.
—¿A dónde vas, Macaco? —me preguntó mientras me bloqueaba la salida con su
escuálido cuerpo de prieto trasero, me plantificaba en la cara su äppärät y me
inundaba las fosas nasales con su potente olor orgánico—. ¿No quieres hacernos
algún trabajito sanguíneo, colega? He visto que tenías los triglicéridos a 135. Y eso
era antes de que escaparas a Europa cual vulgar guarrilla.
Más algarabía al fondo de la sala: era evidente que a las mujeres les encantaba tan
tóxica bronca.
Retrocedí.
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—Uno treinta y cinco se mantiene dentro de la normalidad—. ¿Cuál era aquel
acrónimo que había utilizado Eunice?—. DPC —dije—. Solo te estoy Dando Por
Culo.
Más risas, el atisbo al fondo de una barbilla de peltre, el brillo de unas manos sin
vello acariciando estilizados colgantes tecnológicos cargados de información
correcta. Momentáneamente, vi la prosa de Chéjov ante mis ojos, su descripción de
Laptev, el hijo del comerciante moscovita, quien «sabía que era feo, pero ahora era
consciente de que la fealdad se extendía por todo su cuerpo».
Aún así, el animal acorralado en el que me había convertido plantaba cara.
—Tío —le dije a mi agresor, recordando cómo me había llamado aquel joven
grosero del avión al quejarse del olor de mi libro—. Tío, puedo sentir tu rabia. Tú
tranquilo, que me someteré a una prueba de sangre, pero ya que estamos, pues vamos
a medir también tus niveles de cortisol y epinefrina. Voy a colocar tus niveles de
estrés en Los Paneles. No te relacionas bien con los demás.
Pero nadie escuchó mis sensatas palabras. El sudor que relucía en mi frente de
cavernícola me delataba. Era una invitación general. Que el joven se coma al viejo. El
tío del TXUPA POYA me empezó a empujar hasta que sentí el frío de las paredes de la
Sala de la Eternidad contra el escaso pelo que me quedaba. Me clavó el äppärät en la
cara. La pantalla mostraba mis datos sanguíneos de hacía un año.
—¿Cómo te atreves a volver por aquí tan pancho con ese índice de masa corporal
que tienes? —me espetó—. ¿Te crees que te vas a hacer con una de nuestras mesas?
¿Después de un año cagándola en Italia? Lo sabemos todo de ti, Macaco. Te voy a
meter por el culo un churro repleto de hidratos de carbono como no te largues ahora
mismo.
A su espalda, se produjo una gigantesca algarabía de telecomedia: un inmenso
guauuuu de alegre ira y feliz consternación, la apoteosis del sentimiento tribal contra
su miembro más débil.
Dos latidos y medio después, los berridos cesaron de manera abrupta.
Oí murmurar Su Nombre y el clip-clap de sus pasos al acercarse. La abigarrada
chusma se dispersaba, los guerreros TXUPA POYA empezaban a desaparecer, esos
Darryls y esas Heaths.
Y ahí estaba él. Más joven que antes. Los tratamientos iniciales de
descronificación —los tratamientos beta, como los llamábamos— ya estaban
surtiendo efecto. De ahí ese rostro sin arrugas y de una inmovilidad armoniosa, a
excepción de la narizota, que se agitaba a veces de manera incontrolable debido a
algún grupo de músculos que hacía la guerra por su cuenta. Las orejas le destacaban
en la despoblada cabeza como dos centinelas.
Joshie Goldman nunca revelaba su edad, pero yo daba por sentado que era un
sesentón: un hombre de sesenta y tantos años con un bigote tan negro como la
eternidad. En los restaurantes, a veces lo confundían con un hermano mío más
atractivo. Compartíamos los mismos y nada apreciados labios rellenos, cejas espesas
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y pecho echado hacia delante como el de un terrier, pero ahí terminaban las
similitudes. Porque cuando Joshie te miraba, cuando bajaba la vista hacia ti, se te
calentaban las mejillas y te sentías extraña e irrevocablemente presente.
—Oh, Leonard —dijo suspirando y agitando la mano—. ¿Te lo está haciendo
pasar mal esta gente? Pobre Macaco. Ven. Hablemos.
Le seguí tímidamente mientras echaba a andar escaleras arriba (nada de ascensor,
jamás) hacia su despacho. Cojeando, debería decir. Joshie tiene un problema con su
esqueleto del que nunca habla y que le hace balancearse de forma insegura de un pie
al otro y caminar de forma entrecortada, un poco a trancas y barrancas, como si
siguiera el ritmo imperioso de una pieza de Philip Glass.
Abarrotaban su despacho una docena de jóvenes empleados que yo no había visto
en mi vida, todos ellos hablando a la vez.
—Muchachos —les dijo Joshie a sus acólitos—, ¿me dejáis a solas un minutito?
Enseguida volvemos a la carga. Es cosa de un momento.
Suspiro colectivo. Salieron todos en tromba, sorprendidos, agitados, aturdidos y
con el äppärät escupiendo ya información sobre mí, puede que diciéndoles que yo no
pintaba nada y que mis treinta y nueve años me habían convertido en obsoleto.
Joshie me pasó la mano por la pelambrera y le dio la vuelta a mi cabeza.
—Mucha cana —sentenció.
Casi me alejé de su contacto. ¿Qué me había dicho Eunice durante uno de
nuestros últimos momentos compartidos? Eres viejo, Len. Pero en vez de eso, le
permití a Joshie que me examinara de cerca, mientras yo, eso sí, sometía a escrutinio
el afilado perfil aguileño de su pecho, la presencia muscular de su nariz del calibre
Nettie Fine y el equilibrio precario que mantenía con la tierra bajo sus pies. Su mano
me rascaba el cráneo y sus dedos estaban inusualmente fríos.
—Mucha cana —repitió.
—Son los hidratos de carbono de la pasta —tartamudeé—. Y el estrés de la vida
italiana. Aunque no te lo creas, no es fácil vivir en Italia con un sueldo
estadounidense. El dólar…
—¿Cuál es tu nivel de PH? —me interrumpió.
—Ay, Dios —repuse.
Las sombras de las ramas de un roble soberbio se dibujaban en la ventana,
obsequiando a Joshie con un par de cuernos de ciervo en su afeitada cúpula. Las
ventanas de esta parte de la antigua sinagoga estaban diseñadas para formar una
introducción a los Diez Mandamientos. El despacho de Joshie estaba en el piso de
arriba y en sus ventanas seguían grabadas, en hebreo e inglés, las palabras «No
tendrás más Dios que yo».
—Ocho punto nueve —dije.
—Tienes que desintoxicarte, Len.
Pude oír un clamor al otro lado de la puerta. Voces vehementes peleándose entre
ellas por la atención del jefe, con el trabajo del día extendiéndose como los
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inacabables pasillos de información que recorrían Manhattan. Sobre el escritorio de
Joshie, una suave pieza de cristal en forma de estilizado marco digital mostraba un
pase de diapositivas de su vida: el joven Joshie disfrazado de marajá durante su corta
carrera como humorista en el Off Broadway; budistas felices ante el templo de Laos
que él les había ayudado a reconstruir desde cero; Joshie, con un sombrero cónico de
paja, luciendo una sonrisa irresistible durante su breve dedicación al cultivo de soja…
—Beberé quince vasos diarios de agua alcalinizada —le prometí.
—Me preocupa tu patrón de calvicie masculina.
Me eché a reír. Dije «Ja, ja».
—A mí también me preocupa, Oso Pardo.
—No estoy hablando de estética. Toda esa testosterona judío-rusa acaba
inevitablemente convertida en testosterona deshidratada. Y eso es mortal. Cáncer de
próstata a la vuelta de la esquina. Necesitarás, por lo menos, ochocientos miligramos
diarios de hoja de palmera enana. ¿Qué te pasa, Macaco? Pareces a punto de echarte a
llorar.
Pero yo solo quería seguir escuchando cómo se preocupaba por mí.
Quería que prestase suma atención a mi testosterona deshidratada y me rescatara
de los hermosos matones de la Sala de la Eternidad. Joshie siempre nos había dicho a
los empleados de Servicios Poshumanos que mantuviésemos un diario para recordar
quiénes éramos, pues nuestros cerebros y sinapsis se reconstruyen y reparan
constantemente sin prestar la más mínima atención a nuestras personalidades, de
manera que año tras año, mes tras mes y día tras día, nos vamos transformando en
una persona distinta, en una iteración muy poco fiable de nuestro ser original, de
aquel chiquillo que babeaba en la cuna. Pero eso no va conmigo. Yo sigo siendo un
facsímil de mi primera infancia. Sigo en busca de un papá cariñoso que me levante y
me abrace y de cuyos labios salgan palabras tranquilizantes e inofensivas en inglés.
Si Nettie Fine había criado a mis padres, ¿por qué no podía Joshie criarme a mí?
—Creo que me he enamorado de una chica —le espeté.
—Cuéntamelo.
—Es superjoven. Supersaludable. Asiática. Esperanza de vida: muy alta.
—Ya sabes lo que pienso del amor —dijo Joshie.
El clamor del exterior iba derivando de la impaciencia hacia una profunda
infelicidad de cariz adolescente.
—¿Crees que no debo comprometerme románticamente? —le pregunté—. Porque
podría parar.
—Estoy de broma, Lenny —me dijo Joshie, dándome un golpe en el hombro que,
francamente, me dolió, pues ese hombre subestimaba su nueva fuerza juvenil—.
Joder, relájate un poco. El amor es estupendo para el PH, la ACTH, el LDL y cualquier
cosa que te aflija. Siempre que se trate de un amor bueno y positivo, carente de
sospechas u hostilidades. Mira, lo que tienes que hacer es conseguir que esa saludable
muchacha asiática te necesite tanto como tú me necesitas a mí.
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—No me dejes morir, Joshie —clamé—. Necesito los tratamientos de
descronificación. ¿Por qué no aparece mi nombre en Los Paneles?
—Las cosas están cambiando, Macaco —repuso Joshie—. Si hubieras seguido
hora a hora las informaciones de CrisisNet en Roma, como se suponía que debías
hacer, ahora sabrías exactamente de qué te hablo.
—¿El dólar? —pregunté, dudoso.
—Olvídate del dólar. No es más que un síntoma. Nuestras ventajas no valen nada.
Los europeos del norte están descubriendo cómo despegarse de nuestra economía, y
en cuanto los asiáticos cierren el grifo del dinero, nos hundimos. ¿Y sabes qué? ¡Todo
esto va a ser magnífico para Servicios Poshumanos! El Miedo de la Edad Oscura: eso
eleva por completo nuestro perfil. Es posible que los chinos o los de Singapur nos
compren de inmediato. Howard Shu habla algo de mandarín. Igual deberías ir a clase
de mandarín. Ni hao y demás chorradas.
—Lamento haberte decepcionado al quedarme tanto tiempo en Roma —dije
prácticamente en susurros—. Pensé que igual conseguía entender mejor a mis padres
viviendo en Europa. Dedicar un poco de tiempo a pensar en la inmortalidad en un
lugar realmente antiguo. Leer algunos libros. Aclararme las ideas…
Joshie se apartó de mí. Desde este ángulo, podía ver otra faceta suya: la ligera
sombra gris que resaltaba sobre su perfecto mentón en forma de huevo, las leves
intuiciones de que no todo en él podía ser manipulado hacia atrás para llegar a la
inmortalidad… Todavía.
—Esas ideas, esos libros, son el problema, Macaco —dijo—. Tienes que dejar de
pensar y empezar a vender. Ese es el motivo de que todos esos jóvenes geniecillos de
la Sala de la Eternidad quieran introducirte por el culo un churro trufado de hidratos
de carbono. Sí, lo he oído. Tengo un nuevo tímpano beta. ¿Y quién podría echárselo
en cara, Lenny? Les haces pensar en la muerte. Les recuerdas a una versión diferente
y pretérita de nuestra especie. Y ahora no te cabrees conmigo. Recuerda que yo
empecé igual que tú. Actuando. Estudiando Humanidades. Es la Falacia de la Mera
Existencia, FME. Ya habrá tiempo más adelante para reflexionar, escribir y actuar.
Pero ahora mismo tienes que vender para vivir.
La inundación estaba creciendo. Se me había pasado el arroz. Yo no valía nada,
nada de nada.
—Soy muy egoísta, Oso Pardo. Ojalá hubiera podido encontrarte más IAI en
Europa. Por el amor de Dios. ¿Sigo teniendo un trabajo?
—Vamos a tener que reajustarte —declaró Joshie. Me tocó brevemente el hombro
mientras se dirigía hacia la puerta—. Ahora mismo no puedo darte una mesa, pero
puedo asignarte a Ingresos en el Centro de Bienvenida —me estaba degradando de mi
puesto anterior, pero lo podía tolerar si el sueldo seguía siendo el mismo—. Tenemos
que conseguirte un äppärät nuevo —siguió—. Vas a tener que aprender a navegar
mejor entre los torrentes de información. Tienes que aprender a calificar a la gente
más rápidamente.
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Recordé el Punto Número 2: Evocar el nexo paterno-filial en respuesta a la
situación política. Hablar de lo que ocurrió en el avión; evocar sentimientos judíos
de terror e injusticia.
—Joshie —le dije—, deberías llevar siempre encima el äppärät. Ese pobre
gordinflón del avión…
Pero ya había salido por la puerta, lanzándome una breve mirada que me urgía a
seguirle. Las hordas de graduados de Brown-Yonsei y Reed-Fuyan se le echaban
encima, cada individuo tratando de imponerse a los demás en lo referente a
informalidad («¡SuperJoshie!», «¡Papaíto!», «¡Papi chulo!»), cada uno de ellos (y
ellas) cargado con la solución a todos los problemas del mundo. Joshie repartía
diminutos pedacitos de sí mismo. Alborotaba pelambreras.
—¡Viva la pasta, rasta! —le dijo a un tío de aspecto jamaicano que, visto de
cerca, resultaba que no era jamaicano. Me di cuenta de que íbamos hacia la planta
baja, hacia el indomable oasis de Recursos Humanos, de cabeza al escritorio de
Howard Shu.
Shu, jodido inmigrante incansable en la línea de mi padre el celador, pero con un
buen inglés y unos mejores resultados laborales, se las veía con tres äppäräti a la vez;
sus dedos encallecidos y esa dicción de Chinatown modelo ametralladora combatían
con el alud de información mientras él se hacía la ilusión de que controlaba por
completo la situación. Me recordaba aquella vez que fui a una conferencia sobre
longevidad que tenía lugar en una ciudad china de provincias. Aterricé en un
aeropuerto recién construido que era tan bonito como un arrecife de coral e igual de
complejo, le eché un vistazo a la masa que se agitaba por allí y capté el resplandor de
la insania en sus ojos. Tres tipos situados junto a la fila de taxis intentaron venderme
un nuevo y sofisticado aparato para cortar el pelo de la nariz (¿así había sido Nueva
York a principios del siglo XX?) y yo me dije: «Caballeros, el mundo es suyo».
Puestos a empeorar las cosas, Shu no carecía de atractivo, y cuando Joshie y él
chocaron esos cinco sentí una envidia purísima, una emoción que hizo que se me
durmieran los pies y se me cortara el aliento.
—Ocúpate del amigo Lenny —le dijo Joshie a Howard Shu, con no mucha
convicción—. Recuerda que es un OG.
Confié en que OG correspondiera a Original Gánster y no a Objetivo: Geriátrico.
Y acto seguido, antes de poder celebrar con unas risas su conducta juvenil y su
porte dicharachero, Joshie desapareció de regreso a esos brazos abiertos que le
recibirían por todas partes cada vez que necesitara un abrazo.
Me senté frente a Howard Shu e intenté irradiar indiferencia. Bajo ese casco de
cabello negro y lustroso que tenía, Shu hizo lo mismo.
—Leonard —me dijo mientras le relucía la punta de la nariz—. Voy a consultar tu
expediente.
—Por favor.
—Te cargan 239.000 dólares vinculados al yuan —dijo Shu.
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—¿Cómo?
—Tus gastos en Europa. Has ido a todas partes en primera clase. ¿Trece mil euros
norteños en resveratrol?
—Solo me tomaba un par de copas al día. Nada más que vino tinto.
—Eso sale a veinte euros la copa. ¿Y qué cojones es un bidé?
—Yo solo trataba de hacer mi trabajo, Howard. No me vas a salir ahora con…
—Por favor —me interrumpió—. No has hecho nada, aparte de dedicarte a
mamonear por ahí. ¿Dónde están los clientes? ¿Qué ha sido de aquel escultor que
tenías «en el bote»?
—No me gusta nada tu tono.
—Y a mí no me gusta nada tu incapacidad para el trabajo.
—Intenté vender el Producto, pero a los europeos no les interesa. Se muestran
absolutamente escépticos ante nuestra tecnología. Y algunos de ellos hasta se quieren
morir.
Sus ojos de inmigrante me miraron airados:
—No te vas a ir de rositas, Leonard. Nada de acogerse a la buena voluntad de
Joshie. O te pones las pilas o acabarás de patitas en la calle. Puedes conservar el
salario anterior, te pondremos en Ingresos y vas a pagar hasta la última albóndiga que
te zampaste en Roma.
Miré a mi espalda.
—No mires a tu espalda —me reprendió Shu—. Papaíto se ha ido. Pero ¿qué
coño es esto?—. Un código rojo brillaba en medio de la información del bonito
äppärät metálico—. La Autoridad de Restauración Estadounidense dice que te
sacaron tarjeta roja en la embajada de Roma. ¿Ahora tienes detrás a los de la ARE?
¿Qué carajo hiciste?
El mundo dio otra vuelta y luego pegó un salto.
—¡Nada! —clamé—. ¡Nada! No intenté ayudar al gordo. Y no conozco a nadie
en Transilvania. Me acosté con Fabrizia unas pocas veces. La nutria lo entendió todo
al revés. Es todo un montaje. El tío de la cámara me grabó en el avión y yo dije «¿Por
qué?». Y ahora no puedo ponerme en contacto con Nettie Fine. ¿Tú sabes qué le han
hecho? Su cuenta de GlobalTeens ha sido borrada. Tampoco puedo acceder a ella por
GlobalTrace.
—¿La nutria? ¿Nettie qué? Aquí pone «aportación malintencionada de
información incompleta». A joderse, otro desastre que arreglar. Déjame ver tu
äppärät. Por los putos clavos de Cristo. Pero ¿qué es eso, un IPhone? —y hablando al
puño de la camisa dijo—: Kelly, tráeme un äppärät nuevo para Abramov. Cárgaselo a
Ingresos.
—Lo sabía —dije—. Es culpa de mi äppärät. Le acabo de decir a Joshie que
debería llevarlo siempre encima. Hay que joderse con la Autoridad de Restauración.
—Joshie no necesita un äppärät —dijo Shu—. Joshie no necesita nada de nada.
—Se me quedó mirando fijamente con lo que podría ser una compasión inimaginable
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o un odio no menos inimaginable, pero que en cualquier caso implicaba una perfecta
inmovilidad animal.
Apareció Kelly, echando el bofe escaleras arriba, con un nuevo äppärät metido en
su caja, que era en sí misma un arcoíris de datos parpadeantes y nudillos: en concreto,
los de una voz nasal incrustada de algún modo en el cartón que me prometía «Lo
último en tecnología ValoraMe».
—Gracias —dijo Shu, y luego despidió a Kelly con un displicente quiebro de
muñeca.
Siete años atrás, antes de que la poderosa Corporación Staatling-Wapachung le
comprara la empresa a Joshie por una desquiciada suma de dinero, Kelly, Howard y
yo ostentábamos el mismo nivel en lo que entonces se conocía como una
«organización plana», carente de grados o jerarquías. Intenté captar la atención de
Kelly, con vistas a ponerla de mi parte ante ese monstruo que ni siquiera sabía
pronunciar correctamente la palabra «bidé», pero abandonó el escritorio de Howard a
toda prisa y sin molestarse en encoger sus amistosos hombros.
—Aprende a usar este trasto de inmediato —me ordenó Shu—. Sobre todo, lo
concerniente al ValoraMe. Aprende a valorar a cuantos te rodean. Ordena tu
información. Conéctate a CrisisNet y mantente al corriente de todo lo que pasa.
Actualmente, un vendedor desinformado es un muerto viviente. Concéntrate en lo
que importa. Luego ya veremos si volvemos a poner tu nombre en Los Paneles. Eso
es todo, Leonard.
Según mis cálculos, aún estábamos en la hora del almuerzo, así que me acerqué al
río East con la caja del äppärät haciendo ruiditos bajo el sobaco. Vi barcos sin
identificación alguna pero trufados de armamento que formaban una cadena naval de
color gris desde el puente de Triborough al de Williamsburg. Según los Medios, el
Banquero Central Chino venía a visitar nuestra endeudada patria en cosa de dos
semanas, por lo que la seguridad iba a ser de lo más estricta en Manhattan durante su
visita. Me senté en una silla dura e incómoda y me quedé mirando la impresionante y
acristalada línea de los rascacielos de Queens, edificados mucho antes de la última
devaluación del dólar. Abrí la caja y saqué ese suave guijarro que era el nuevo
äppärät, que ya venía calentito de fábrica. Una mujer asiática del mismo calibre que
Eunice se materializó ante mis ojos.
—Hola —me saludó—, bienvenido al äppärät 7.5 con ValoraMe Plus. ¿Te
gustaría empezar? ¿Te gustaría empezar? ¿Te gustaría empezar? Tú di que «sí» y
podemos empezar.
Le debía a Howard Shu 239.000 dólares vinculados al yuan. Mi primer intento de
descronificación se había esfumado. El cabello se me seguiría encaneciendo y algún
día se me caería del todo; y acto seguido, en algún momento absurdamente cercano al
presente, tan absurdo como este mismo presente, yo desaparecería de la faz de la
tierra. Y todas esas emociones, todos esos anhelos, toda esa información, si ese
término ayuda a captar la enormidad de lo que estoy hablando, se volatilizaría. Y eso
ebookelo.com - Página 60
es lo que la inmortalidad significa para mí, Joshie. Significa egoísmo. Es esa teoría de
mi generación según la cual cada uno de nosotros es más importante de lo que tú o
cualquier otro podría pensar.
Se produjo una conmoción en el agua, una distracción muy necesitada. Dejando
un reguero de cálido humo blanco tras de sí, un hidroavión despegó en dirección
norte de forma tan elegante, tan aparentemente libre de mecánica y de desesperación,
que por un momento imaginé que todas nuestras vidas durarían eternamente.
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El próximo vuelo a casa
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens
9 DE JUNIO
ebookelo.com - Página 62
SALLYSTAR: Estoy bien. Lo que me está matando es la química.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Sé que me estás mintiendo, Sally. Tomaré el próximo
avión y veré qué ha hecho.
SALLYSTAR. ¡Quédate en Roma, Eunice! Te mereces pasarlo bien después de la
universidad. Una de las dos debería ser feliz. En cualquier caso, la semana que viene
me voy a Washington para aquello que te dije, así que no tendré que verle. No te
preocupes por mami. La prima Angela se queda en casa mientras yo estoy fuera.
Tiene entrevistas de trabajo en la ciudad.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Qué es lo de Washington? ¿La marcha contra la
ARE?
SALLYSTAR: Sí, pero no la llames así. Algunos profes de la escuela dicen que no
deberíamos comentarlo en GlobalTeens porque lo controlan todo.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿De verdad que papi me llamó puta?
SALLYSTAR: Una noche se le fue la olla y le dio por pensar que te acostabas con un
negro. Dijo que lo había soñado. Es como si ya no distinguiera entre los sueños y la
realidad.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: ¿Le has dicho a papi que trabajo en un refugio de
Roma? No le digas que es para víctimas albanesas del tráfico de mujeres. Tú dile que
es para inmigrantes, ¿vale?
SALLYSTAR: ¿Por qué?
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Quiero que sepa que hago cosas buenas.
SALLYSTAR: Creía que te daba lo mismo lo que él pensara. Bueno, tengo que ir a
escanear textos para Clásicos Europeos. Tú tranquila, Eunice. La vida solo pasa una
vez. ¡Disfrútala mientras puedas! Mantendré a mamá a salvo. Rezo por todos
nosotros.
SALLYSTAR: Por cierto, ese bañador en color peltre de la marca Cullo está de rebajas
en Padma. El que tú querías, el de las varillas en el pecho.
EUNI-MAJARA EN EL EXTRANJERO: Ya estoy pujando por él en CulosLujosos. Ya te
contaré si pasa de los 100 yuanes, para que me lo compres en Padma si aún duran las
rebajas.
11 DE JUNIO
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amiga tuya, la de la permanente pasada de moda, Joy Lee o algo parecido? ¿Tú crees
que me dejaría dormir en su casa? La verdad es que no conozco a nadie en Nueva
York, todo el mundo está en Los Ángeles o en el extranjero. Ahora que lo pienso,
igual me podría quedar en casa de aquel tío mayor, Lenny. No deja de enviarme
larguísimos mensajes sobre lo mucho que le gustan mis pecas y que me va cocinar
berenjenas.
He roto con Ben. Era demasiado. Es tan hermoso físicamente, tan listo y tiene tan
buena posición en Crédito, que me intimida por completo. No puedo revelarle jamás
quien soy en realidad porque se echaría a vomitar. Sé que una parte de él debe de
estar muy molesta con mi cuerpo regordete. Y a veces se queda mirando fijamente al
vacío cuando le trato mal, como si estuviera pensando «Creo que ya estoy harto de
esta zorra majara». Es muy triste. Llevo días llorando. Llorando por mi familia y
llorando por Ben. Lo siento, Precioso Poni, ya sé que deprimo a cualquiera.
Lo raro del asunto es que he estado pensando en Lenny, el viejales. Ya sé que
físicamente da asco, pero hay algo muy dulce en él, y la verdad es que me vendría
bien que me cuidaran. Con Lenny me siento segura porque es lo opuesto a mi ideal y
siento que puedo ser yo misma porque no estoy enamorada de él. Puede que eso sea
lo que le sucede a Ben conmigo. He tenido una fantasía en la que estaba teniendo
sexo con Lenny y trataba de ignorar lo asqueroso que es para disfrutar del profundo
amor que siente por mí. ¿Lo has hecho alguna vez, Poni? ¿Me estoy vendiendo
barata? Cuando caminábamos por aquella calle tan bonita de Roma, observé que
Lenny llevaba la camisa mal abotonada, y yo se la abroché bien. Solo quería ayudarle
a ser menos patoso. ¿No es también eso una forma de amor? Y cuando me hablaba
durante la cena… Por lo general, yo escucho todo lo que un tío tiene que decir y trato
de preparar una respuesta o, por lo menos, de actuar de una determinada manera, pero
con él dejé de escuchar al cabo de un rato y me dediqué a mirar el movimiento de sus
labios y la babilla que se le caía por el mentón mal afeitado, porque era de lo más
VEHEMENTE a la hora de contarme cosas. Y pensé, caramba, la verdad es que no estás
tan mal, Lenny. Eres lo que la profesora Margaux, la de las Clases de Decisión, solía
definir como «un ser humano auténtico». No sé, no dejo de pensar en él. A veces
pienso que ni hablar, que la cosa nunca funcionará, pues el tío no me atrae. Pero de
repente le recuerdo comiéndome el coño hasta que apenas podía respirar, el
pobrecillo, y me acuerdo de mí cerrando los ojos y haciéndome la ilusión de que
ambos éramos otras personas. Ay, Dios, pero qué estoy diciendo. En fin, que te echo
mucho de menos, Poni, de verdad. ¡Vente a Nueva York, porfa! Últimamente,
necesito todo el amor que pueda conseguir.
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ValoraMe Plus
De los diarios de Lenny Abramov
12 DE JUNIO
Querido diario:
ebookelo.com - Página 65
—Tiene todo el crédito que necesite, señor Lenny —me dijo con su profunda voz
de fumadora—. Si quiere ser patriótico, debería pedir un préstamo y comprarse otro
apartamento como inversión.
¿Otro apartamento? Estaba sufriendo una hemorragia de fondos. Me aparté de los
bonitos labios en forma de gaviota de la señorita Abriella como si me acabaran de dar
un bofetón, y dejé que la muerte me recorriera, que el olor a carne en conserva de mi
húmedo cuello cediera ante el pestazo a viejo que emanaba de mis muslos y mis
sobacos como si fuera vapor, para luego convertirse en el hedor putrefacto de los
años a pasar en la residencia de Arizona, con el enfermero frotándome con detergente
como si yo fuese un elefante enfermo.
El dinero equivale a la vida. Según mis cálculos, hasta los tratamientos beta
preliminares de descronificación —por ejemplo, la inserción de SangreSabia para
regular mi cochambroso sistema cardiovascular— me costarían un mínimo de tres
millones de yuanes anuales. Con cada segundo que había pasado en Roma,
disfrutando lujuriosamente de su arquitectura, follándome místicamente a Fabrizia,
bebiendo y comiendo la cantidad diaria de glucosa necesaria para matar a un
cultivador de caña cubano, había dado un nuevo paso hacia mi propia catástrofe.
Y ahora solo había un hombre que pudiera darle la vuelta a la situación.
Lo cual me lleva de regreso al Punto Número 1: «Trabajar duro para Joshie».
Creo que eso lo estoy haciendo bien. La primera semana desde que regresé a
Servicios Poshumanos ya ha transcurrido y no hay que lamentar desgracias. Howard
Shu aún no me ha pedido que haga Ingresos, pero he pasado la semana deambulando
por la Sala de la Eternidad, dándole a mi nuevo äppärät 7.5 en forma de guijarro con
tecnología ValoraMe Plus, que ahora luzco orgulloso en torno al cuello, y no paro de
recibir inacabables actualizaciones de CrisisNet sobre la batalla de nuestro país con la
solvencia, mientras descargo todos mis miedos y todas mis esperanzas frente a mis
jóvenes némesis de la Sala de la Eternidad, a quienes les cuento que el amor de mis
padres hacia mí siempre había sido demasiado frío o demasiado caliente, que deseo y
necesito a Eunice Park aunque es mucho más guapa de lo que me merezco…
Básicamente, intento que esos pardillos ambiciosos vean la cantidad de información
que un carcamal como yo está dispuesto a compartir. Hasta ahora, solo he conseguido
que me llamen —eso sí, a gritos— «asqueroso», «enfermo» y «TIMATOV», que he
descubierto que significa TÍO, MÁS vale que Te calles o vomito; pero también he
descubierto que Darryl, el menda del mono TXUPA POYA y la cinta roja, ha estado
colgando cosas bonitas sobre mí en su blog de GlobalTeens, que se llama «101
Personas Por Las Que Debemos Sentir Lástima». Al mismo tiempo, he podido oír el
tic-tic-tic de Los Paneles mientras el indicador de la actitud de Darryl caía de
«positivo/entregado/dispuesto a contribuir» a «lleva toda la semana tocándole los
cojones a Joshie». Sus niveles de cortisol también son un desastre. Si le sube un
poquito más el estrés, recuperaré mi escritorio. En cualquier caso, se supone que todo
esto es progreso, así que no tardaré mucho en vérmelas con los Ingresos, probando mi
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valía, intentando recuperar el afecto de Joshie y reclamando mi estatus de Tío
Importante a tiempo para la merendola del Día del Trabajo. Además, he pasado una
semana entera sin leer libros ni hablar de ellos en voz alta. Estoy aprendiendo a
adorar la pantalla de mi nuevo äppärät, su mosaico de vibrantes colores, el hecho de
que conoce hasta el último y más apestoso detalle del mundo, mientras que mis libros
solo conocen la mente de sus autores.
Mientras tanto, llegó el fin de semana y… ¡aleluya!, decidí dedicar la noche del
sábado al Punto Número 4: «Cuidar a tus amigos». Joshie tiene toda la razón en una
cosa: las buenas relaciones te hacen más saludable. Y lo importante no es tan solo que
lo cuiden a uno, sino aprender a devolver ese cuidado. En mi caso, aprender a superar
esa reticencia propia del hijo único a comprometerse con el mundo de los demás. La
verdad es que no he visto a mis colegas desde que he vuelto, pero eso se debe, como
sabe cualquier neoyorquino que aún conserve su empleo, a que trabajan a destajo,
pero finalmente hemos conseguido quedar en el Cervix, el nuevo bar de moda de la
actualmente de moda Staten Island.
Antes de abandonar los setenta metros cuadrados de mi apartamento, introduje en
mi äppärät el nombre de mi viejo amigo de los Medios, Noah Weinberg, y me enteré
de que iba a retransmitir en directo nuestra reunión a través de su blog en
GlobalTeens, «¡El Show de Noah Weinberg!», lo cual me puso nervioso al principio,
pero luego me di cuenta de que eso es exactamente a lo que tengo que acostumbrarme
si aspiro a montármelo en este mundo. Así pues, me puse un par de vaqueros
dolorosos y una camisa de color rojo fuego con un ramillete de rosas blancas bordado
en el pecho. Me hubiera gustado tener a mano a Eunice para que me dijera si
semejante atuendo era apropiado para mi edad: creo que ella conoce muy bien los
límites de la existencia.
Ya en el vestíbulo, observé que había ambulancias en la calle Grand, silenciosas
pero con las luces en acción, lo cual significaba que se había producido una nueva
defunción en el edificio, otra invitación al recogimiento en la casa de algún hijo en
Teaneck o New Rochelle, otro apartamento en venta en el tablón de anuncios de la
comunidad. Había una solitaria silla de ruedas en el antiséptico entorno en colores
crema de los años 50 que es la recepción. Aquí, en la Comunidad de Jubilados
Naturales, hay mucha inmovilidad, así que me preparé para un encuentro
intergeneracional y para hacerme a la idea de que tendría que empujar a un vejete
hacia la tenue luz de primeras horas de la noche musitando algunas palabras en el
yiddish de mi abuela.
Di un salto atrás. En la silla había un cuerpo mal envuelto en una bolsa de plástico
opaco y con la cabeza coronada por una discreta entrada de aire. La bolsa para
cadáveres se ceñía con vehemencia a un par de escurridas caderas, y el difunto estaba
ligeramente inclinado hacia delante, como si se hallara inmerso en un yermo rezo
cristiano.
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¡Qué ultraje! ¿Dónde estaban sus cuidadores? Me entraron ganas de arrodillarme
y, contra mis mejores instintos, ofrecerle solaz a este ser exhumano que se enfriaba en
el interior de una repugnante mortaja de plástico. Me asomé a la pequeña entrada de
aire sobre la cabeza del muerto, como si se tratara de la visualización de su último
aliento, y noté que el vómito amenazaba con atacarme en cualquier momento.
Algo mareado, salí al agobiante calor de junio, en dirección a los tíos de la
ambulancia, que se estaban fumando un cigarrillo junto a su relampagueante
vehículo, en el que podía leerse la frase «Respuesta Médicla (sic) Estadounidense».
—Hay un muerto en el vestíbulo —les dije—. En una puta silla de ruedas. Lo
habéis dejado ahí tirado. ¡Un poco más de respeto, chicos!
Un gesto de compromiso se dibujó en sus rostros vagamente hispanos.
—¿Es usted de la familia? —me preguntó uno de ellos.
—¿Y eso qué importancia tiene?
—No se va a mover, señor.
—Es asqueroso —dije.
—Solo es un muerto.
—Le pasa a todo el mundo, Raimundo —añadió el otro.
Traté de poner un gesto airado, pero cada vez que intento algo parecido, me dicen
que parezco una vieja loca.
—Me refiero a que estáis fumando —dije mientras mi rostro retorcido se disolvía
rápidamente entre la humedad general.
Nada había en Grand que pudiera ofrecerme consuelo. Nada podía hacerme
Disfrutar de lo que tengo (Punto número 6). Ni la vida inherente a los niños latinos
semidesnudos ni el aroma de un arroz con pollo recién hecho que salía del venerable
Castillo de Jagua II. Proyecté de nuevo «¡El Show de Noah Weinberg!» y oí cómo
mis amigos se cachondeaban de la última derrota de nuestras fuerzas armadas en
Venezuela, pero era incapaz de seguir los pormenores. Ciudad Bolívar, río Orinoco,
blindado agujereado, Blackhawk abatido… ¿Qué me importaba todo eso ahora que
había presenciado un posible final de mi existencia? Solo, metido en una bolsa, en
silla de ruedas y rezándole a un Dios en el que nunca había creído. Justo entonces,
pasando ante la ocre grandiosidad de Santa María, vi a una mujer bonita, algo rolliza
y de anchas caderas que se santiguaba delante de la iglesia y se besaba el puñito,
mientras en un Poste de Crédito aledaño aparecía un saldo abismal de 670. Me
entraron ganas de hablarle, de hacerle ver lo tonta que era su religión, de decirle que
cambiara de dieta, de ayudarla a gastar menos en maquillaje y demás fruslerías, de
hacerle adorar cada momento biológico que se le presentaba en vez de adorar a una
deidad mal crucificada. Por algún motivo, también tenía ganas de besarla, de sentir la
vida que latía en esos gruesos labios católicos, de recordarme a mí mismo la primacía
del animal viviente y mis tiempos entre los romanos.
Tenía que enfriar mis niveles de estrés antes de encontrarme con mis amigos. De
camino hacia el ferri, entoné el Punto Número 4: Cuida a tus amigos, Cuida a tus
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amigos, pues los iba a necesitar a mi lado el día en que se presentara en el 575 de la
calle Grand la ambulancia de Respuesta Médicla (sic) Estadounidense. En oposición
a mi creencia de que toda vida que lleve a la muerte es absurda por definición,
necesitaba que mis amigos abrieran la bolsa de plástico y me echaran un último
vistazo. Alguien tenía que recordarme, aunque solo se tratara de unos pocos minutos
en la enorme y silenciosa sala de espera del tiempo.
Mi äppärät pegó un pitido.
Tenía que enterarme de qué era eso del LIBOR y de porqué estaba perdiendo
cincuenta y siete puntos básicos. Aunque francamente, ¡qué poco me importaban
todos esos incomprensibles detalles económicos! Cuán desesperadamente ansiaba
olvidar esos datos y dedicarme a abrir un libro antiguo y oloroso o a comerle el coño
a una guapa jovencita. ¿Por qué no habría nacido yo en un mundo mejor?
La Guardia Nacional se había desplegado a conciencia por la terminal del ferri de
Staten Island. Una masa de oficinistas pobretonas con deportivas blancas y los
quejosos tobillos cubiertos con medias esperaba pacientemente atravesar un control
de sacos de arena situado junto a la puerta de acceso al transbordador. Un letrero de la
Autoridad de Restauración Estadounidense nos advertía de que «ESTÁ PROHIBIDO
RECONOCER LA EXISTENCIA DE ESTE CONTROL (“EL OBJETO’). AL LEER ESTE CARTEL USTED
NIEGA LA EXISTENCIA DEL OBJETO Y OTORGA SU CONSENTIMIENTO».
De vez en cuando, nos apartaban a un lado a unos cuantos, y a mí me
preocupaban la bronca de la nutria en Roma, el capullo aquel que me grabó en video
en el avión, el asterisco que seguía apareciendo cada vez que mi potente saldo
brillaba en los Postes de Crédito y la permanente desaparición de Nettie Fine (no
obtenía respuesta a mis mensajes cotidianos y, si podían trincar a mi mamá
estadounidense, ¿qué serían capaces de hacerles a mis auténticos padres?). Hombres
vestidos de paisano palpaban nuestros cuerpos y nuestros äppäräti con algo que se
parecía al pequeño adminículo tubular de una antigua aspiradora Electrolux y nos
pedían que negáramos la evidencia de lo que nos estaban haciendo mientras, al
mismo tiempo, nos pedían que otorgáramos nuestro consentimiento para hacerlo. Los
pasajeros parecían tomárselo todo con tranquilidad. Los enrollados chicos de Staten
Island eran los más silenciosos y obedientes, aunque temblaban ligeramente bajo sus
sudaderas vintage con capucha. Escuché a varios jóvenes de color susurrándose entre
ellos «niega y consiente», pero las señoras mayores les hicieron callar rápidamente
diciendo cosas como «¡Autoridad de Restauración!» o «Te voy a partir la boca,
chico».
Puede que se lo debiera a Howard Shu, pero el caso es que conseguí atravesar el
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control sin que me detuvieran.
Una vez hubimos desembarcado en Staten Island, me preparé para un buen paseo.
La arteria principal, Victory Boulevard, se empina hacia arriba con un vigor digno de
las calles de San Francisco. Estas zonas de Staten Island, St. George y Tompkinsville,
estuvieron en tiempos totalmente dejadas de la mano de Dios. Los inmigrantes solían
varar aquí procedentes de Polonia, Tailandia, Sri Lanka y, sobre todo, México.
Trabajaban en sus respectivos restaurantes étnicos y también controlaban colmados
polvorientos, sitios de cobro de cheques y locutorios telefónicos de los de veinte
centavos el minuto. En el exterior de las tiendas, solía haber negros con chaquetas
infladas dormitando sobre cajas de leche. Recuerdo muy bien este barrio porque
cuando mis compinches y yo acabábamos de salir de la universidad, solíamos coger
el ferri para arrasar un restaurante de Sri Lanka especializado en comida picante en el
que, por nueve pavos, te podías poner las botas de tortitas de gambas y un extraño
pescado rojo mientras las cucarachitas intentaban escalarte la pernera del pantalón
para beberse tu cerveza. Actualmente, claro está, el restaurante de Sri Lanka, las
cucarachas y las minorías somnolientas han desaparecido, y se han visto sustituidos
por bohemios antisistema que empujan el carrito del niño por la joroba del Victory
Boulevard, arriba y abajo, mientras los chicos de la cercana Nueva Jersey pasan
frente a las carísimas mansiones victorianas en sus cohetes nipones marca Hyundai y
sueñan con trabajar en Crédito o en Medios.
El Cervix es exactamente lo que se espera de otro estúpido bar para viejos de
Staten Island, reciclado y convertido en un sitio para gente de Crédito y Medios:
falsos cuadros al óleo hasta en el sótano, tías buenas de veintitantos años en busca de
un complemento a sus vidas electrónicas y tíos de medio pelo, con ropa
desesperadamente enrollada y a punto de ingresar en la cuarentena. Mis amigos eran
tal que así. Y ahí estaban, apretujados en torno a una mesa, con los äppäräti en
marcha, hablándole al cuello de la camisa mientras pulsaban Contenido en sus
perlados adminículos. Dos cabezas oscuras y rizadas completamente ausentes del
mundo que las rodeaba: Noah Weinberg y Vishnu Cohen-Clark, exalumnos, como yo,
de lo que antes se conocía como Universidad de Nueva York, esa imprescindible
entidad educativa de la localidad que atendía a hombres y mujeres brillantes, a
sufridores románticos, a amantes de las palabras afiladas y de todo lo arcaico, a
viajeros dispuestos a internarse en ese cubo de basura que es la vida.
—¡Compadres! —grité—. ¡A mí mis compadres!
Noah pegó un salto, no como los de los viejos tiempos, que eran dignos de un
campeón olímpico, pero sí lo suficientemente rápido como para estar a punto de
volcar la mesa. Con esa sonrisa estúpida e inevitable, con esos dientes relucientes,
con esa boca torcida y mentirosa y esos ojos que brillaban de entusiasmo, me apuntó
con la cámara del äppärät para grabar mi llegada.
—¡Levantad la vista, manitos, que ya está aquí! —clamó—. Sacaos el enchufe del
culo y preparaos para la marcha. ¡Esto es una exclusiva del show de Noah Weinberg!
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El regreso de nuestro compadre favorito tras un año de mierdoso autoconocimiento
en Roma, Italia. Emitimos en directo, tíos. ¡Se acerca a nuestra mesa en tiempo real!
Lleva puesta una sonrisa grotesca, modelo «¡Eh, soy uno de los vuestros!». Sesenta y
cuatro kilos de asquenazí de segunda generación, de esos que dicen «Mis padres son
inmigrantes pobres, así que necesito cariño»: ¡el pedazo de friqui de Lenny Abramov!
Saludé a Noah y luego, dubitativamente, a su äppärät. Vishnu se me acercó con
los brazos abiertos y la cara reluciente de felicidad: un hombre como yo, normal
tirando a bajito (un metro setenta), con mis mismos valores morales; un hombre cuyo
gusto en cuestión de mujeres —sale con una coreana joven, lista y con mucho
carácter llamada Grace, que también es buena amiga mía— solo puedo aplaudir.
—Lenny —me dijo alargando las dos sílabas de mi nombre, como si eso fuera
algo fundamental—, te hemos echado de menos, colega.
Estas palabras tan sencillas me pusieron al borde del llanto y me obligaron a
tartamudearle a Vishnu al oído cosas de cierta vergüenza ajena. Llevaba el mismo
mono TXUPA POYA que mi joven compañero de Servicios Poshumanos, pero tenía el
hocico gris y sin afeitar y los ojos cansados, lo cual delataba su edad. Nos abrazamos
los tres con entusiasmo un tanto exagerado, tocándonos el trasero y palpándonos los
genitales mutuamente. Todos crecimos con una idea bastante tensa de la amistad
masculina, y ahora estos tiempos tan permisivos nos dejaban saltárnosla, deseando yo
a menudo que nuestras crudas palabras e infinidad de posturitas fuesen un código de
afecto y comprensión. En algunas sociedades masculinas, el argot y los abrazos
rituales constituyen toda su cultura, junto a la llamada ocasional a empuñar la lanza.
Mientras abrazaba a cada muchacho y le palmeaba el hombro, observé que nos
estábamos olisqueando mutuamente de forma subrepticia en busca de señales de
decadencia, y que Vishnu y Noah usaban una especie de desodorante de lo más
potente para ocultar su cambiante olor corporal. Estábamos todos al final de la
treintena, una época en que la energía juvenil y la perspectiva de gloriosas hazañas,
que nos habían mantenido unidos en otros tiempos, se empezaban a desvanecer, de la
misma manera que nuestros cuerpos optaban por desparramarse o encogerse. Aún
éramos todo lo amistosos y afectuosos que podían ser un grupo de hombres, pero
intuí que hasta nuestro arrastre hacia la extinción acabaría siendo competitivo, que
algunos de nosotros se arrastrarían más rápido que los demás.
—Es hora de la Reducción de Daños —dijo Vishnu.
Yo aún no entendía qué era eso de la Reducción de Daños, pese a que estaba
permanentemente en boca de todos los jovenzuelos de la Sala de la Eternidad—.
Vishnu continuó:
—¿Qué quiere tomar el Compadre Judío Errante? ¿Una Leffe negra o una Leffe
rubia?
—Tíñeme de rubio —dije yo, arrojando un billete de veinte dólares con la barra
plateada de autenticidad y el holograma con las palabras «Respaldado por Zhongguo
Renmin Yinhang/Banco Popular de China». Confiaba en que las copas no se
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cotizaran con respecto al yuan para que el cambio fuese sustancioso, pero el billete
me fue devuelto de inmediato, junto a una amable sonrisa de Vishnu.
—Por favor, compadre —me dijo.
Noah exhaló una profunda y ensayada respiración:
—Muy bien, putas y huevones. Sigo emitiendo directamente hacia vosotros. Son
las ocho en punto, hora Rubenstein en Estados Unidos. Estamos en una velada
bipartita de la rehostia en la República Popular de Staten Island, y Lenny Abramov
acaba de pedir una cerveza belga valorada en siete dólares vinculados al yuan.
Noah apuntó el objetivo de su äppärät hacia mí, señalándome como el tema
central de sus noticias de la noche.
—El compadre tiene que explicarlo todo —dijo—. El compadre pródigo tiene que
ilustrar a los espectadores. Empieza con las mujeres que te has cepillado en Italia —y
se puso a hablar en falsete—: «¡Fóllame, Leonardo! ¡Méteme tu cosa enorme!».
Luego explica tus desgracias. Verbaliza conmigo, Lenny. Muéstrame una imagen del
solitario Abramov zampando fideos en la trattoria del barrio. Acto seguido, todo ese
rollo del regreso del judío errante. ¿Qué se siente al regresar a los Estados Unidos de
un solo partido de Rubenstein?
Noah no siempre se había mostrado tan airado y sarcástico, pero ahora había algo
desproporcionado en sus esfuerzos al respecto, como si ya no tuviera conciencia de
que su decadencia personal corría en paralelo con la de nuestra cultura y nuestro
estado. Antes de que la industria editorial chapara, el hombre había publicado una
novela, una de las últimas que se pudieron comprar en una tienda de Medios.
Últimamente se dedicaba a «¡El show de Noah Weinberg!», que contaba con un total
de seis patrocinadores a los que se encargaba de citar, con no poco esfuerzo, en sus
jeremiadas: un servicio de acompañantes femeninas de talla media en Queens; varias
franquicias de ThaiSnak en Brownstone Brooklyn; un expolítico bipartito rebotado
que ahora ejercía de asesor de seguridad para Wapachung Emergencias, una división
de mi empresa armada hasta los dientes; y ya no me acuerdo de los demás. El
programa tenía unas quince mil visitas diarias, lo cual lo situaba en una escala media,
tirando a baja, entre los profesionales de los Medios. La novia de Noah, Amy
Greenberg, es una Teleputa bastante conocida que se tira siete horas al día emitiendo
cosas sobre su peso. En cuanto a Vishnu, el chico se dedica al Bombardeo de Deuda
para ColgatePalmoliveYum!Brands Viacom-Credit, deambulando por las esquinas y
zapeando los äppäräti de la gente con imágenes suyas endeudándose aún más.
Por cortesía del Bombardero de las Deudas, tres cervezas de trigo, altas en
triglicéridos, cayeron sobre la mesa. Empecé con mi informe, tratando de entretener a
los chicos con historias de mi romance ameno, sucio y transcultural con Fabrizia,
trazando con los dedos el contorno de su felpudo. Me puse lírico al hablar del aroma
a ajo fresco del ragú del viejo mundo y traté de inculcarles mi amor al arco romano.
Pero la verdad es que tanto les daba. El mundo que necesitaban estaba a su alrededor,
parpadeando y pitando, y les exigía toda la fuerza y atención de las que pudieran
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disponer. Noah, el escritor de un solo libro, era capaz, probablemente, de pensar en
Roma en términos no inmediatos, de evocar a Séneca y a Virgilio, El fauno de
mármol y Daisy Miller. Pero hasta él parecía escasamente impresionado y lanzaba
miradas impacientes a su äppärät, que emitía un mínimo de siete niveles de
información, números y letras e imágenes amontonadas en la pantalla, fluyendo y
colisionando entre sí como hicieran en tiempos las aguas del Tíber.
—Estamos perdiendo entradas —me susurró—. Vuelve a los temas picantes,
¿vale?—. Y luego, en voz realmente baja, añadió—: Humor y política. ¿Lo pillas?
Frené en seco en plena descripción de los espacios vacíos del Panteón bañados en
la primera luz del día mientras Noah me señalaba con sus escasos restos de pelo
frontal y decía:
—Bueno, compadre, la situación es la siguiente. Tienes que elegir entre follarte a
la Madre Teresa o a Margaret Thatcher…
Vishnu y yo nos reímos lo justo y le sonreímos a nuestro líder. Alcé las manos en
señal de derrota. Esta era ya la única manera en que los hombres podían hablar. Así
era cómo nos decíamos mutuamente que todavía éramos amigos y que nuestras vidas
no se habían acabado del todo.
—Si es en la postura del misionero, Maggie Thatcher —dije—. Y si es por detrás,
la Madre Teresa sin duda alguna.
—Eres tan Medios… —me dijo Noah, y chocamos el puño.
De ahí, la conversación derivó hacia Threads, una película de culto de la BBC
sobre el holocausto nuclear; luego pasamos a las primeras canciones de Dylan; acto
seguido, a una nueva manera de combatir las verrugas en los genitales con una
especie de espuma inteligente, a la última chapuza del Secretario de Estado
Rubenstein en Venezuela («No hay nada más paradójico que un matón judío,
¿verdad, pendejos?», dijo Noah), a la casi quiebra de AlliedWastecvsCitigroupCredit,
al consiguiente y fallido salvamento a cargo de la Reserva Federal, a nuestras poco
fiables acciones, al sonido «gua-guu» de las puertas del metro de la línea 6 en
contraposición al resignado «shiiiish» de la línea L, a la vida y extraña muerte del
cómico pervertido conocido como Pee Wee Herman y, finalmente, a la inagotable
evidencia de que también nosotros, como la mayoría de los norteamericanos,
perderíamos probablemente nuestros trabajos más pronto que tarde y seríamos
arrojados a la calle para morir.
—Me podría zampar ahora mismo una docena de esas deliciosas ensaladas de
pollo que sirven en ThaiSnack —dijo Noah, como deferencia a uno de sus
patrocinadores.
Mientras el sistema retro de sonido atacaba una vieja canción de Arcade Fire, me
obsequié con otro vaso de espumosa cerveza y me puse a observar a los muchachos
desde un metanivel. Noah era el que había envejecido peor. El peso parecía habérsele
desplazado desde esa frente de poderoso cacumen a la papada, donde palpitaba de
manera inoportuna, confiriéndole un aire de rabia e insatisfacción. En otros tiempos
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había sido, sin duda alguna, el más guapo y exitoso de nuestro grupo, nos había
presentado a la mitad de nuestras novias (que no eran muchas, todo hay que decirlo),
nos había proporcionado el contundente vocabulario que compartíamos y nos había
mantenido al día con una docena de mensajes por hora sobre cómo actuar y cómo
pensar. Pero a cada año que pasaba, le resultaba más difícil tenernos controlados a
Vishnu y a mí. La inminente cuarentena, otrora fulcro de la madurez, era ahora un
tiempo de exploración, y cada uno de nosotros hacía la guerra por su cuenta.
Vishnu se estaba adaptando a una vida de fracasado astuto y simpático, con el
mono TXUPA POYA y las deportivas clásicas Bathing Ape que le debían de haber
costado quinientos yuanes. Solía celebrar en exceso los chistes ajenos con un nuevo y
extraño sonido hilarante que había desarrollado en mi ausencia —ja, juuuu, ja, juuuu
—, una risotada nacida de una vida de ganancias cada vez más magras que, según me
dijeron, acabaría milagrosamente en matrimonio con una mujer adorable y tolerante
llamada Grace.
En cuanto a mí, yo era ahora el más raro de todos. Los chicos necesitarían un
poco de tiempo para acostumbrarse a mi regreso. Me miraban de manera extraña,
como si hubiera desaprendido el idioma o repudiado nuestro estilo de vida común. Ya
antes era un poco extraño por vivir en la lejana Manhattan, pero ahora, además, había
malgastado un año entero en Europa, junto a una buena parte de mis ahorros. Como
amigo, miembro respetado de la élite tecnológica y, ciertamente, un «compadre» de
pro, necesitaba reivindicar mi posición dominante entre los colegas como una especie
de Noah alternativo. Necesitaba plantarme de nuevo en mi tierra natal.
Tenía tres cosas a favor: la necesidad rusa congénita de emborracharme y
ponerme sentimental, la necesidad no menos congénita y no menos rusa de reírme
estratégicamente de mí mismo y, la más impresionante de todas, mi nuevo äppärät.
—¡Eh, cabrón! —dijo Noah al reparar en mi guijarro—. Pero ¿qué es esto? ¿Un
7.5 con ValoraMe Plus? Voy a retransmitir esa mierda en primer plano.
Filmó mi äppärät con su äppärät mientras yo me trasegaba otra jarra de
triglicéridos. Habían aparecido algunas chicas de Staten Island que lucían ropa retro a
la moda de algún momento de mi juventud. Se las veía muy Medios con sus botas
acolchadas Ugg y sus cintas con lentejuelas. Algunas de ellas mezclaban trapos viejos
con vaqueros Pieldecebolla que se enganchaban transparentemente a sus delgadas
piernas y a sus traseros redonditos y sonrosados, revelándonos todos sus depilados
secretos. Miraban en nuestra dirección, sin dejar de darle a sus adminículos, y una de
ellas era una morenita muy guapa con unos ojos tan bellos como somnolientos.
—Follemos —dijo Vishnu, señalándolas con el dedo.
—Eh, Compadre, para el carro —le dije con la voz ya bastante pastosa—. Que
tienes en casa a un bomboncito —añadí, mirando directamente hacia el objetivo del
äppärät de Noah—. ¿Qué tal, Grace? Tiempo sin vernos, chata. ¿Estás viendo esto en
directo?
Los chicos se echaron a reír.
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—¡Menudo idiota! —gritó Noah—. ¿Le habéis oído, querida pandilla de
chupapollas? Lenny Abramov cree que Vishnu Cohen-Clark acaba de decir follemos.
—Alternemos —se explicó Vishnu—. He dicho «alternemos».
—¿Y eso qué significa?
—¡Habla como mi abuela! —clamaba Noah—. ¿Alternar? ¿Pero de qué vas?
¿Quién soy yo? ¿Y dónde está mi pañal?
—Significa interactuar con los demás —dijo Vishnu—. Es una manera de juzgar
a la gente y de que la gente te juzgue a ti. —Me cogió el äppärät y se puso a teclear
hasta que apareció el icono ALT en la pantalla—. Cuando veas ALT, te aprietas el
Emoticón contra el corazón o cualquier otra parte en que haya pulso. —Vishnu señaló
la cosa pegajosa que había en la parte de atrás del äppärät y que yo pensaba que
servía para engancharlo a la nevera. Nuevo error—. Acto seguido —continuó Vishnu
—, miras a una chica. El Emoticón registra cualquier cambio en tu presión sanguínea.
Y eso le informa a ella de las mayores o menores ganas que tienes de tirártela.
—Muy bien, Telemachos y Teleputas —dijo Noah—. Estamos retransmitiendo en
directo mientras Lenny Abramov intenta ALTERNAR por primera vez. Esto es un
acontecimiento a tener en cuenta en el futuro, amigos, así que id ampliando vuestra
extensión de banda. Esto es como los hermanos Wright aprendiendo a volar, con la
diferencia de que ninguno de los hermanos Wright era la mitad de tonto que nuestro
querido Lenny, aquí presente, DPC, compadre. Igual crees que exagero. O no. Nada es
exagerado en la Norteamérica de Rubenstein. Exagerado es cuando te pegan un tiro
en la nuca en algún rincón del estado de Nueva York y la Guardia Nacional quema tu
cadáver y esparce tus cenizas en alguna instalación gubernamental secreta en Troy.
—Lenny me mira como preguntándose, ¿De qué estás hablando?—. Entérate de lo
que te has perdido durante tu «año sabático en el extranjero», chiquillo: los Bipartitos
y la Agencia de Devolución Estadounidense o como coño se llame, la ARE, controlan
las infraestructuras y la Guardia Nacional, y la Guardia Nacional te controla a ti. Pero
eso más vale no comentarlo en GlobalTeens. ¿Tú crees que estoy exagerando?
Observé que Vishnu sacaba la cabeza de cuadro cuando Noah se puso a hablar de
la ARE y de los Bipartitos.
—Vale, compadre —me dijo—. Ajusta tus Parámetros Comunales. Pon «Espacio
Inmediato 360», así cubrirás todo el bar. Ahora mira a una chica y luego te pegas el
pringue al corazón.
Miré a la morena guapa: la entrepierna sin vello que relucía a través de sus
vaqueros Pieldecebolla transparentes, el cuerpo ligero que coronaba imperiosamente
sus suaves piernas, la sonrisa de preocupación que exhibía. Luego me toqué el
corazón con el reverso del äppärät, tratando de transmitirle mi muy natural deseo de
amar.
La chica se echó a reír de inmediato sin ni siquiera dignarse a mirarme. Se me
llenó la pantalla de datos: FOLLABILIDAD 780/800, PERSONALIDAD 800/80O,
PREFERENCIA ANAL/ORAL/VAGINAL 1/3/2.
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—¡Una follabilidad de 780! —dijo Noah—. ¡Una personalidad de 800! ¡El bueno
de Lenny se está enamorando!
—Pero yo desconozco su personalidad —dije—. ¿Y cómo se ha enterado el
chisme de mis preferencias anales?
—El resultado de la personalidad depende de lo «extro» que ella sea —me
explicó Vishnu—. Compruébalo. Esa chica ya lleva más de tres mil Imágenes,
ochocientas retransmisiones y un larguísimo relato multimedia sobre los abusos
sufridos a manos de su padre. Tu äppärät contrasta eso con el material que has
descargado sobre ti y luego arroja un resultado. Por ejemplo, que has salido con
muchas chicas sometidas a abusos sexuales, de lo cual deduce que te va ese rollo. A
ver, déjame que le eche un vistazo a tu perfil.
Vishnu introdujo unas cuantas funciones más y mi perfil se materializó en la
cálida pantalla de mi guijarro.
LENNY ABRAMOV. Código postal 10002, Nueva York, Nueva York. Media de ingresos en un lapso
de cinco años: 289.000 dólares vinculados al yuan, dentro del 19 % privilegiado de la distribución de
ingresos en Estados Unidos. Presión sanguínea actual: 7-12. Tipo de sangre: O. Treinta y nueve años de
edad, perspectiva estimada de vida: ochenta y tres (transcurrido el 47 % de esa perspectiva de vida; le
queda el 53 %). Aflicciones: colesterol alto, depresión. Nacimiento: código postal 11367, Flushing, Nueva
York. Padre: Boris Abramov, nacido en Moscú, SagradaPetroRusia. Madre: Galya Abramov, nacida en
Minsk, EstadoVasalloBielorrusia. Aflicciones paternas: colesterol alto, depresión. Riqueza total: 9.353.000
dólares sin vinculación con el yuan; propiedades inmobiliarias: calle Grand, 575, Unidad E-607, 1.150.000
dólares vinculados al yuan. Pagos pendientes: hipoteca, 560.330 dólares. Capacidad de gasto: 1.200.000
dólares no vinculados al yuan por año. Perfil de consumidor: heterosexual, no Bipartito. Preferencias
sexuales: Asiáticas/Coreanas de escasos recursos y Norteamericanas Blancas/Irlandesas de familias con
Bajos Ingresos; indicador de abuso infantil: encendido; indicador de baja autoestima: encendido. Últimas
compras: artefacto no virtual de Medios, encuadernado e impreso, 35 euros norteños; artefacto no virtual
de Medios, encuadernado e impreso, 37 euros norteños.
—Tienes que dejar de comprar libros, Compadre —me dijo Vishnu—. Todos esos
topes para puertas te van a hacer bajar el nivel de PERSONALIDAD. ¿Y dónde cojones
encuentras esas cosas?
—¡Lenny Abramov, el último lector de la Tierra! —clamó Noah. Y acto seguido,
mientras miraba directamente al objetivo del äppärät, añadió—: Estamos ALTernando
de lo lindo, amigos. Vamos a poner en marcha el ValoraMe de Lenny.
Torrentes de información luchaban ahora por el tiempo y el espacio a nuestro
alrededor. La guapa muchacha con la que acababa de ALTernar estaba proyectando
mi ATRACTIVO MASCULINO en 120 sobre 800, PERSONALIDAD 450, y algo denominado
SOSTENIBILIDAD¥ a 630. Las demás chicas me enviaban cifras parecidas.
—Maldita sea —sentenció Noah—. El Compadre Pródigo Abramov la está
diñando en directo. Parece que a las chicas no les gusta la prodigiosa narizota
hebraica con la que nació el muchacho. Por no hablar de esos fofos brazos hasídicos.
Venga, Vishnu, échale una manita con la clasificación.
Vishnu se puso a manipularme el äppärät hasta que aparecieron algunas
CLASIFICACIONES. El hombre me ayudó a navegar entre la información.
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—De los siete machos de la Comunidad —me indicó, señalando el bar en general
—. Noah es el tercero más deseable, yo el cuarto y tú el séptimo.
—¿Quieres decir que soy el tío más feo de por aquí? —dije, mesándome los
escasos cabellos que me quedaban.
—Pero tienes una personalidad muy decente —me consoló Vishnu—. Y en
términos de SOSTENIBILIDAD¥, eres el segundo en todo el bar.
—Por lo menos, nuestro Lenny es un buen proveedor —dijo Noah.
Me acordé de los 239.000 dólares vinculados al yuan que le debía a Howard Shu,
y la perspectiva de quedarme sin ellos me deprimió aún más. Dinero y Crédito eran lo
único que tenía en estos momentos. Eso y mi rutilante PERSONALIDAD.
Vishnu estaba señalando a las chicas con el dedo índice, interpretando los
torrentes de información que requerían, de momento, toda nuestra atención:
—La de la izquierda, la que tiene la cicatriz en el tobillo y ese discreto desgarrón
en el guante, Lana Beets, estudió Derecho en Chicago y ahora trabaja como becaria
de Ventas en Sujetadores Saaami y gana ochenta mil dólares vinculados al yuan. La
que lleva un aro en los labios vaginales se llama Annie Shultz-Heik, trabaja en
Ventas, usa la espuma inteligente para verrugas genitales, toma la píldora y el año
pasado donó tres mil yuanes al Fondo del Partido Bipartito para Jóvenes Líderes
Estadounidenses del Futuro Juntos Sorprenderemos al Mundo.
Annie era la chica con la que primero había ALTernado. La que, en teoría, había
sufrido abusos sexuales de su papá y valorado mi ATRACTIVO MASCULINO con un
penoso 120 sobre 800.
—Pues sí, Annie —le dijo Noah a su äppärät—. Vota Bipartito y tus verrugas se
fundirán con más rapidez que el índice de deuda soberana de nuestro país.
Desaparecerán como nuestras tropas en Ciudad Bolívar. Así son los tiempos de
Rubenstein en Estados Unidos, amigos. Los tiempos de Rubenstein.
Fui a por más cervezas, pasando junto a las chicas por el camino, pero estaban
muy ocupadas mirando clasificaciones. El bar se estaba llenando de tíos de Crédito
Superior con pantalones de pinzas y camisas Oxford. Yo me sentía superior a ellos,
pero mi ATRACTIVO MASCULINO iba cayendo rápidamente hacia el último lugar de una
lista de treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta machos. Mientras
pasaba junto a Annie, cliqué en su Multimedia de Abusos Infantiles, permitiendo de
esta manera que sus berridos me taladraran los tímpanos mientras una mano
despixelada y desprovista de cuerpo acechaba sobre una Imagen de su cuerpo
desnudo; los berridos derivaron rápidamente hacia lo que parecían cien monjes
entonando el mantra: «Él me tocó aquí, me tocó aquí, me tocó aquí, me tocó aquí».
Me volví en dirección a Annie con los labios torcidos de tristeza y las cejas juntas
de empatía, pero las palabras «Mira para otro lado, merluzo» se materializaron en mi
äppärät. «¿Es hora de un injerto de pelo para el TRP?», escribió otra de las chicas.
(Según mi guijarro electrónico, TRP equivalía a Tipejo de Rápida Carcamalización).
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«Huelo el PP desde aquí». (Pestazo a Polla, según me informó amablemente mi
äppärät). Así como esta muestra de leve consuelo: «Bonito ¥¥¥, abuelete».
El bar estaba ya completamente iluminado con la humeante información que iban
escupiendo un total de cincuenta y nueve äppäräti, de los cuales, el 68 % pertenecía al
macho de la especie. Por mi pantalla iban desfilando datos masculinos. Nuestros
ingresos medios rondaban unos respetables, aunque no especialmente estimulantes,
190.000 dólares vinculados al yuan. Buscábamos chicas que nos quisieran por
quiénes éramos. Teníamos padres ausentes que, a veces, no se ausentaban lo
suficiente. Un hombre declarado más feo que yo echó a andar y, al ser consciente de
sus oportunidades, dio media vuelta. Me entraron ganas de seguir esa calva cabeza
hacia el exterior y disfrutar de ese aire estival que todo lo perdona, pero en vez de
eso, me pedí un whisky doble para mí y un par de Leffes Negras.
—Tras ser destruido por el ValoraMe Plus, Lenny Abramov vuelve a la bebida —
entonó Noah. Pero al percatarse de mi cara de hámster muerto, añadió—: Todo saldrá
bien, Lenny. Te encontraremos alguna pelandusca. Encontrarás compasión entre ese
desagradable torrente de información.
Vishnu me había puesto la mano en el hombro y decía:
—De verdad que te apreciamos, colega. ¿Cuántos de esos capullos de Crédito
Superior pueden decir algo parecido? Te haremos subir en la clasificación aunque
tengamos que cortarte un trozo de nariz.
—Y añadírtelo al ciruelo —intervino Noah.
—Ja, juuu —se río Vishnu, aunque tristemente.
Yo les agradecía su buena intención, pero me sentía mal al recibir tanta
amabilidad. La cosa consistía en que yo me preocupara por ellos. Eso me ayudaría a
reducir mi perfil de estrés y haría maravillas por mis niveles de ACTH. Mientras tanto,
el whisky doble, junto a la muerte lenta por triglicéridos que propiciaba, se me había
hundido en el último compartimento del estómago y el mundo se proyectaba sobre mí
de manera airada.
—¡Eunice Park! —le gemí al äppärät de Noah—. Eunice, cariño ¿Puedes oírme,
dondequiera que estés? Te echo muchísimo de menos.
—Estamos retransmitiendo en directo estas emociones, amigos —dijo Noah—.
Estamos retransmitiendo el amor de Lenny hacia esa chica, Eunice Park, en tiempo
real. Estamos «sintiendo» todos sus niveles de dolor justo cuando él los experimenta.
Y yo me lancé a farfullar sobre lo mucho que ella significaba para mí:
—Estábamos en aquel restaurante de la Via Giulia, o en aquel otro sitio…
—Perdemos visitas, perdemos visitas —susurró Noah—. Nada de palabras
extranjeras. Ve al grano.
—Y ella… Ella me escuchaba de verdad. Me prestaba atención. Ni siquiera
miraba el äppärät mientras yo le hablaba. La verdad es que, básicamente, nos
dedicábamos a comer. Bucatini alla…
—Perdemos visitas, perdemos visitas.
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—Pasta. Pero cuando no estábamos comiendo, nos lo contábamos rodo sobre
nosotros, quiénes éramos, de dónde veníamos. Ella es una chica cabreada. Vosotros
también lo estaríais si estuvieseis en su lugar. Hay que ver la de mierda que se ha
tenido que tragar. Pero quiere conocerme mejor, y quiere ayudarme, y yo quiero
cuidar de ella. Yo diría que pesa, digamos, 28 kilos. Debería comer más. Le prepararé
unas berenjenas. Me enseñó a lavarme los dientes.
—Retransmitimos estas emociones en directo —repitió Noah—. Sois los
primeros en escucharlas, amiguetes. Recién salidas de la boca de Abramov. El
hombre está verbalizando. Está emocionando. Pero me llega un mensaje de un
aguafiestas de Windsor, Ontario. Lo que quiere saber es: ¿te la follaste, Lenny? ¿Le
metiste la cosita en su raja estrechita? Quince mil almas necesitan saberlo ahora
mismo o se irán a buscar las noticias a otra parte.
—Somos una pareja muy inverosímil, somos muy distintos —gimoteaba yo—.
Porque ella es preciosa y yo soy el tío más feo de este bar. Pero ¿a mí qué? ¿Qué más
da? ¿Y si algún día me permite besar de nuevo todas y cada una de sus pecas? Tiene
cosa de un millón. Pero cada una de ellas significa algo para mí. ¿No es así como
solía enamorarse la gente? Ya sé que vivimos en los Estados Unidos de Rubenstein,
como decís vosotros. Pero ¿acaso no nos hace eso más responsables aún del destino
de los demás? Quiero decir, ¿y si Eunice y yo dijéramos «no» a todo esto? A este bar.
A eso del Aíreme. Nosotros dos. ¿Y si nos fuéramos a casa a leernos libros
mutuamente?
—Ay, Señor —gruñó Noah—. Me has echado a la mitad de los espectadores. Me
estás matando, Abramov… Bueno, amigos, estamos retransmitiendo en directo desde
los Estados Unidos de Rubenstein, en la hora cero para nuestra economía, para
nuestro poderío militar, para todo lo que solía llenarnos de orgullo… pero a Lenny
Abramov no le da la gana de decirnos si se folló a la enana asiática o no.
En unos urinarios situados junto a una inscripción que urgía al meón al «Voto
bisexual, no Bipartito» y otra que aseguraba, de manera críptica, que «La Reducción
de Daños me redujo la polla», me desprendí de un litro de cerveza belga y de los
cinco vasos de agua alcalinizada que me había tomado antes de salir de casa.
En esas apareció Vishnu.
—Apaga el äppärät —me dijo.
—¿Cómo?
Se me echó encima y me puso el colgante en la posición off. Me miró a los ojos y
yo, atravesando la nube de mi borrachera, me percaté de que mi amigo estaba
prácticamente sobrio.
—Creo que Noah puede ser de la ARE —susurró.
—¿Qué?
—Creo que trabaja para los Bipartitos.
—¿Estás loco? —protesté—. ¿Qué me dices de lo de «son los tiempos de
Rubenstein en Estados Unidos»? ¿Qué me dices de lo de la hora cero?
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—Yo lo único que te digo es que vayas con cuidado con lo que largas en su
presencia. Sobre todo, cuando retransmite.
Mi orina se detuvo por cuenta propia y a mí me dolió la próstata.
Cuida a tus amigos, cuida a tus amigos, insistía el mantra.
—No lo entiendo —le espeté a Vishnu—. Sigue siendo amigo nuestro, ¿no?
—Ahora, a la gente le obligan a hacer cualquier cosa —me dijo bajando aún más
la voz—. Quién sabe para qué lo tienen. Su nivel de Crédito lleva yéndose a la
mierda desde que empezó a tirarse a Amy Greenberg. La mitad de Staten Island está
colaborando. Todo el mundo anda en busca de apoyo y de protección. Ya lo verás:
como los chinos tomen el poder, ahí estará Noah para comerles el rabo. Deberías
haberte quedado en Roma, Lenny A la mierda con esa chorrada de la inmortalidad.
Tú ya no la vas a pillar. Míranos. No somos IAI.
—¡Pero tampoco somos de Bajos Ingresos! —me rebelé.
—Eso da igual. Somos la viva imagen de la Reducción de Daños. Esta ciudad no
sabe qué hacer con nosotros. El mes pasado privatizaron el transporte público. Se van
a cepillar los bloques de apartamentos baratos. Incluidos los de los judíos. Para
cuando acabe esta década, estaremos viviendo en Erie, Pensilvania.
Creo que se dio cuenta de la letal infelicidad que me desfiguraba el rostro. Se
subió la bragueta y me dio una palmadita en la espalda.
—Lo de hablar de Eunice ha estado muy bien —me dijo—. Eso hará que subas en
la clasificación de PERSONALIDAD. Y lo de Noah… ¿quién sabe? Puede que me
equivoque. Ya me ha pasado antes. Muchas veces, amigo mío.
Antes de que la melancolía acabase conmigo, la novia de Vishnu, Grace Kim,
apareció para llevárselo a casa, a su domicilio agradable y con aire acondicionado de
Staten Island, consiguiendo que yo echara dolorosamente de menos a Eunice. Me
quedé mirando fijamente a Grace con una necesidad rayana en la pena. Ahí estaba
ella: vestida de manera inteligente, creativa y recatada (nada de vaqueros
Pieldecebolla para enseñarlo todo), llena de intenciones programadas y planes tan
interesantes como decididos, directa hacia el matrimonio con su afortunado galán,
dispuesta a engendrar a esos hermosos hijos euroasiáticos que, probablemente,
acabarían siendo los últimos niños que quedasen en la ciudad.
A Noah y a mí se nos invitó a tomar la penúltima en casa de Vishnu y Grace, pero
pretexté los efectos del viaje en avión para despedirme de todo el mundo. Fueron lo
suficientemente amables como para acompañarme a la estación del transbordador,
aunque no tanto como para enfrentarse conmigo al control de la Guardia Nacional.
Unos soldados aburridos me registraron y cachearon displicentemente. Lo negué y lo
consentí todo. En respuesta a alguna pregunta metafísica, repuse «Yo solo quiero
irme a casa». No era la respuesta correcta, pero un negro con una crucecita de oro
sobre el velludo pecho se apiadó de mí y me dejó subir a bordo.
Las clasificaciones de los demás pasajeros aparecieron bajo el arco de entrada:
hombres feos y arruinados expresando su deseo y su desesperación en un control de
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seguridad antes de atravesar olas oscuras e incansables. Se extendía una niebla rosada
sobre el área básicamente residencial que se había conocido en tiempos como el
Distrito Financiero, congelándolo todo en el pretérito. Un padre besaba sin parar la
cabecita de su hijo con triste insistencia, consiguiendo que los que teníamos malos
padres o ningún tipo de padre nos sintiéramos aún más solos y desamparados.
Vimos las siluetas de los barcos petroleros e intuimos lo calentito que se estaría
en las bodegas. La ciudad se aproximaba. Los tres puentes que conectan Brooklyn y
Manhattan, ese largo collar de luz, se iban diferenciando gradualmente. El Empire
State apagaba su corona y se escondía tras otro edificio menos famoso. En la parte de
Brooklyn, la cúpula dorada de la Caja de Ahorros de Williamsburg, arrinconada por
los abandonados gigantes a medio construir que la rodeaban, nos hizo discretamente
la higa. Solo la arruinada Torre de la «Libertad», vacía y de severo perfil, como un
hombre enfurecido y dispuesto a golpear, disfrutaba de sí misma en mitad de la
noche.
Todo neoyorquino que regresa se pregunta: ¿sigue siendo esta mi ciudad?
Y yo tengo una respuesta preparada y envuelta en obstinada desesperación: sí, lo
es.
Y si no lo es, la querré mucho más. La querré hasta que vuelva a ser mía de
nuevo.
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Agárrame esa berenjena
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens
13 DE JUNIO
14 DE JUNIO
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nada. Solo dime a dónde tengo que ir.
Espero que esto no te cause ninguna incomodidad, Lenny Abramov, pero el caso
es que mis pecas te echan realmente de menos.
Eunice
P.D.: ¿Te lavas los dientes como te enseñé? Es bueno para ti y corta en seco el mal
aliento.
P.P.D.: Creo que estuviste muy mono en la emisión de tu amigo Noah, pero
deberías tratar de salir de «101 Personas Por Las Que Necesitamos Sentir Lástima».
Ese tío del mono TXUPA POYA está siendo muy cruel contigo. Tú no eres un «viejo
moco pringoso», Lenny, signifique eso lo que signifique. Deberías hacerte respetar.
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Entrega total
De los diarios de Lenny Abramov
18 DE JUNIO
Querido diario:
Ay, Dios mío, Dios mío. ¡Ay, Dios mío! Está aquí. Eunice Park está en Nueva York.
¡Eunice Park está en mi apartamento! Eunice Park está sentada A MI LADO en el sofá
mientras escribo esto. Eunice Park: un ser humano pequeñito con medias de color
púrpura, haciendo pucheros por algo espantoso que puedo haber hecho yo, con la
frente arrugada de rabia y el resto de ella absorto en su äppärät, mirando material
oneroso en CulosLujosos. Estoy junto a ella. Oliendo de manera subrepticia su
aliento a ajo, diario mío. Huelo a anchoas malayas y pienso que me va a dar un
ataque al corazón. Pero ¿qué me está ocurriendo? Pues absolutamente todo, mi
dulcísimo diario. ¡No me funciona nada y soy el hombre más feliz del mundo!
Cuando Eunice me dijo que venía a Nueva York, salí pitando hacia la tienda de
ultramarinos de la esquina en busca de una berenjena. Me dijeron que tenían que
pedirla vía äppärät, así que estuve esperando doce horas junto a la puerta de entrada,
y cuando me hice con ella, me temblaban las manos de tal forma que no sabía por
dónde cogerla. Me limité a meterla en el congelador (por error) y luego salí a la
terraza y me eché a llorar. ¡De alegría, claro está!
Durante la mañana del primer día de mi auténtica vida, tiré la berenjena
congelada a la basura y me puse la camisa de algodón más limpia y conservadora de
mi vestuario, que se convirtió en un monzón de sudor nervioso antes incluso de salir
por la puerta. Para secarme un poco y ver las cosas en perspectiva, me senté a darle
vueltas al Punto Número 3: «Querer a Eunice». Es lo que hacían siempre mis padres
antes de un largo viaje: sentarse a rezar por un viaje seguro a su primitiva y rusa
manera. ¡Lenny!, dije en voz alta. Esta vez no la vas a cagar. Se te ha concedido la
oportunidad de ayudar a la mujer más bella del mundo. Tienes que portarte bien,
Lenny. No debes pensar en ti ni lo más mínimo. Solo en esa criaturita que tienes
delante. Ya te llegará el turno de recibir ayuda. Si no haces las cosas bien, si ofendes
de algún modo a esa pobre chica, no merecerás la inmortalidad. Pero si enganchas
su cálido cuerpecito al tuyo y la haces sonreír, si le haces ver que el amor adulto
puede imponerse al dolor infantil, entonces os será mostrado a ambos el reino de los
cielos. Puede que Joshie te dé con la puerta en las narices, puede que se te detenga el
corazón en la cama de un hospital público, pero ¿cómo podría nadie rechazar a
Eunice Park? ¿Qué Dios sería capaz de desearle algo que no fuese la eterna
juventud?
Yo quería ir a buscar a Eunice al JFK, pero resulta que ya no te puedes ni acercar a
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un aeropuerto sin un billete de avión. El taxista me dejó en el tercer control de la
Autoridad de Restauración Estadounidense en la autovía Van Wyck, donde la Guardia
Nacional había establecido un área de recepción: una lona de camuflaje de unos siete
metros bajo la que una muchedumbre de clase media y baja esperaba ansiosamente a
su parentela. Casi llegué tarde para el vuelo de Eunice porque una sección del puente
de Williamsburg se había desmoronado y nos tiramos una hora intentando dar la
vuelta en la calle Delancey, junto a un vehemente cartel de la ARE que decía «Juntos
recostruremos (sic) este puente».
Mientras nos acercábamos al control, mi äppärät se descolgó con una buena
noticia. ¡Nettie Fine está viva y en buen estado! Me había escrito recurriendo a una
nueva dirección segura. «Lenny, lamento haberte deprimido cuando nos vimos en
Roma. Mis hijos me dicen a veces que soy un saco de nervios. ¡Solo quería que
supieras que las cosas no están tan mal! No paran de llegar buenas noticias a mi
escritorio. Las cosas están cambiando en nuestro país. Los pobres expulsados de sus
casas se están organizando como cuando la Gran Depresión. Esos chicos que
estuvieron en la Guardia Nacional están construyendo cabañas en los parques y
quejándose de que no les han dado los pluses de Venezuela. ¡Atisbo una erupción de
energía positiva! Los Medios no lo están cubriendo, pero vete a echar un vistazo por
Central Park y cuéntame lo que veas. ¡Puede que el reinado de Jeffrey Nutria esté
tocando a su fin! Besos, Nettie Fine.» Le contesté de inmediato y le dije que iría al
parque a ver a los Individuos de Bajos Ingresos y que estaba enamorado de una chica
llamada Eunice Park que (me adelanté a la primera pregunta de Nettie) no era judía,
pero aparte de eso era perfecta.
Cargado de buenos augurios sobre mi mamá estadounidense, me puse a esperar el
autobús de UnitedContinentalDeltamerican, deambulando nervioso hasta que los tíos
de los fusiles me empezaron a mirar mal, momento en el que me retiré a una
tiendecita improvisada junto a un contenedor en la que adquirí unas rosas algo
marchitas y una botella de champagne de trescientos dólares. Noté muy cansada a la
pobre Eunice cuando la vi bajar del autobús con tantas maletas, tanto que casi me
abalanzo sobre ella para darle un abrazo rejuvenecedor, pero no tenía ganas de
montar un número y preferí ondear las rosas y el champagne, en dirección a los
hombres armados para que vieran que disponía del Crédito suficiente para permitirme
unas Compras, y luego besé apasionadamente a Eunice en una mejilla (olía a avión y
a crema para la piel), a continuación en esa naricilla tan poco asiática que tenía, luego
en la otra mejilla, después en la nariz de nuevo, antes de regresar a la primera mejilla,
siguiendo las curvas de las pecas adelante y atrás y marcando la nariz como un puente
que hay que cruzar dos veces. Se me cayó de las manos la botella de champagne; no
sé de qué mierda futurista estaría hecha, pero el caso es que no se rompió.
Enfrentada a este amor enloquecido, Eunice ni se echó para atrás ni correspondió
a mi ardor. Se limitó a sonreírme con esos labios regordetes y esos ojos cansados,
desconcertada, y movió los brazos en señal de que las maletas pesaban. Ya lo creo
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que pesaban, diario mío. Eran las maletas más pesadas que nunca hubiera tenido que
transportar. Los afilados tacones de los zapatos femeninos se me clavaban en el
abdomen, mientras una lata de metal de origen desconocido, redonda y dura, me
lastimaba la cadera.
El trayecto en taxi transcurrió prácticamente en silencio. Puede que ambos nos
sintiéramos un tanto avergonzados por la situación, que cada uno de nosotros se
sintiera culpable de algo (mi relativo poder; su juventud) y tuviera presente el hecho
de que, en total, no habíamos pasado más de un día juntos y que estaba por demostrar
que tuviéramos cosas en común.
—¿No es de locos todo este rollo de la ARE? —le susurré mientras un nuevo
control nos obligaba a aminorar la marcha.
—La verdad es que no entiendo gran cosa de política —dijo Eunice.
Mi apartamento la decepcionó, por lo lejos que estaba de la línea F y por lo feos
que eran los edificios de la zona.
—Parece que voy a tener que hacer un poco de ejercicio para llegar al metro —
declaró—. Ja, ja.
Eso era lo que su generación solía añadir al final de cada frase, cual tic nervioso,
«Ja, ja».
—Me alegro mucho de que estés aquí, Eunice —le dije, intentando mostrarme tan
claro como sincero—. Te he echado de menos, de verdad. Ya sé que es todo un poco
extraño…
—Yo también te he echado de menos, cara culo.
Esa sencilla frase quedó colgada en el aire, entre nosotros, como una mezcla de
insulto e intimidad. Era evidente que se había sorprendido a sí misma y que no sabía
qué añadir, como no fuese un «¡Ja!», un «Ja, ja» o nada de nada. Decidí tomar la
iniciativa y me senté junto a ella en el sofá de cuero y metal, de esos que había en los
cruceros de lujo de los años 20 y que siempre me hacían desear ser otra persona.
Eunice contempló mi Muro de Libros con expresión neutral, aunque a estas alturas la
mayoría de mis volúmenes apestaban a Chorro de Flor Silvestre PinoSol y no
conservaban el olor de imprenta original.
—Lamento que rompieras con ese tío en Italia —le dije—. En GlobalTeens decías
que era realmente tu tipo.
—Ahora no quiero hablar de él —repuso.
Muy bien, porque yo tampoco. Yo solo quería abrazarla. Llevaba una sudadera de
color avena bajo la que se podían apreciar las tiras gemelas de un sujetador
innecesario. La minifalda era más bien basta, hecha de alguna fibra a base de papel de
lija, y debajo llevaba unas pantimedias de color violeta brillante que también parecían
innecesarias, dado el cálido clima del mes de junio. ¿Estaría tratando de protegerse de
mis manos vagabundas? ¿O es que tenía frío por dentro?
—Debes de estar cansada de tan largo viaje —le dije mientras le ponía una mano
en la rodilla violeta.
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—Estás sudando como un gorrino —me dijo riendo.
Me sequé la frente, que me quedó muy lustrosa.
—Lo siento —me disculpé.
—¿De verdad te excito tanto, cara culo? —preguntó Eunice.
No dije nada. Sonreí.
—Eres muy amable por dejar que me quede aquí.
—¡De manera indefinida! —grité.
—Ya veremos —dijo ella. Mientras le estrujaba la rodilla y le escalaba
discretamente la pierna, me agarró de la muñeca peluda—. Vamos a tomárnoslo con
calma. Me acaban de romper el corazón, ¿recuerdas?—. Se lo pensó un momento y
añadió—: Ja, ja.
—Oye, ya sé lo que podemos hacer —dije—. Es, quizá, lo que más me gusta
cuando llega el verano.
La llevé a Cedar Hill, en Central Park. Se la veía alterada ante los transeúntes cutres
que iban y venían, a pie o en silla de ruedas, por mi parte de la calle Grand. Los
viejos dominicanos le gritaban cosas como «¡Chinita!» o «¡A ver si compras algo,
guapetona!», quiero creer que no de manera amenazante. Tuve buen cuidado de evitar
la manzana en la que nuestro cagón oficial hacía sus necesidades.
—¿Por qué vives aquí? —me preguntó Eunice Park, puede que sin ser consciente
de que los precios de la vivienda en el resto de Manhattan seguían siendo de lo más
inasequibles, pese a la última devaluación del dólar (o gracias a ella, pues nunca me
aclaro con el cambio de divisas). Así pues, para compensar el cutrerío de mi barrio,
pagué el suplemento de diez dólares por cada uno de los dos en la estación y nos
subimos al vagón de primera clase. Como me había dicho el beodo de Vishnu la otra
noche, el moribundo transporte público de nuestra querida ciudad está ahora en las
voraces manos de una empresa amiga de la ARE cuyo eslogan es «Juntos llegaremos a
algún sitio». En primera clase, se ponían a nuestra disposición unos confortables,
aunque ya algo ajados, sofás y unos äppäräti grandotes encadenados a una mesita de
centro y un tanto pringosos a causa de las huellas de dedos y de las bebidas
derramadas. Guardias Nacionales armados hasta los dientes mantenían el vagón a
salvo de ubicuos mendigos cantores, bailarines de hip hop y familias arruinadas
suplicando vales de la Seguridad Social: toda esa masa hecha polvo de Individuos de
Bajos Ingresos que habían convertido los vagones normales en un estudio de sonido
para sus talentos y desdichas. En primera clase se nos concedían mil momentos
discretos de paz subterránea. Eunice escaneaba la sección de sociedad del New York
Times, lo cual me hacía feliz, pues aunque ya ni el Times sigue siendo el mítico diario
en papel que era, por lo menos aún lleva más texto que otros sitios. Los artículos de
media pantalla de extensión sobre ciertos productos ofrecen a veces sutiles análisis de
un mundo más amplio; por ejemplo, una pieza sobre un nuevo aplicador de kohl
puede abrir paso a un párrafo sobre la economía cerebral en el estado indio de Kerala.
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No había duda de que la mujer de la que me había enamorado era sensata y brillante.
Yo mantenía la mirada fija en Eunice Park, en sus bracitos bronceados que flotaban
sobre la información en pantalla, dispuestos a saltar cuando aparecía algún objeto
anhelado, con el dedo índice acechando sobre el icono verde que decía «cómprame
ya». La contemplaba con tal intensidad que las paradas de metro pasaban ante mí sin
ningún sentido, motivo por el que nos pasamos de nuestro destino y tuvimos que dar
media vuelta.
Cedar Hill. Ahí es donde empiezo mis paseos por Central Park. Hace muchos
años, tras una violenta ruptura con una antigua novia (una rusa triste con la que había
salido obedeciendo a una perversa solidaridad étnica), solía visitar a una joven y
recién titulada trabajadora social que estaba a una manzana de distancia, en Madison.
Por menos de cien dólares a la semana, alguien se preocupaba por mí por estos lares,
aunque a fin de cuentas, la pobre Janice Feingold fuese incapaz de curarme del miedo
a la no existencia. Su pregunta favorita era: «¿Y por qué cree que sería más feliz si
pudiera vivir eternamente?».
Después de mis sesiones, recurría a una lenta descompresión, con la ayuda de un
libro o de un periódico de los de papel, instalado en el brillante verdor de Cedar Hill.
Allí intentaba asimilar la visión terapéutica que la señorita Feingold tenía de mí como
alguien merecedor de los colores y las gracias de esta vida, y esa zona concreta de
Central Park hacía realidad todas sus buenas intenciones. Dependiendo de tu ángulo
de visión, la Colina puede parecer el césped de un campus de Nueva Inglaterra o un
espeso bosque de coníferas: las rocas se extienden de manera glacial, los cedros se
entremezclan intermitentemente con los pinos. La Colina desciende hacia el este
hasta un diminuto valle verde, acogiendo cochecitos de bebé, perros peludos con
pañuelo a topos, niños anglosajones en plena actividad, cuidadoras de piel oscura o
turistas que disfrutan del clima sobre mantas étnicas.
¡Menudo día hacía! En mitad de junio, los árboles se recuperaban y florecían.
Había por todos lados juventud para dar y tomar. ¿Cómo contener el impulso natural
de alzarse sobre las patas traseras y olisquear intensamente el calor del sol? ¿Cómo
impedir que mi boca encontrara la de Eunice y mi lengua se demorara en su interior?
Señalé un letrero que decía «Se permiten actividades pasivas».
—Gracioso, ¿eh? —le comenté a Eunice.
—Tú sí que eres gracioso —dijo ella.
Me miró directamente por primera vez desde que había aterrizado.
Lucía su habitual quiebro en el labio inferior, pero, siguiendo las instrucciones del
letrero, era totalmente pasivo. Extendió las manos y el sol las iluminó antes de que
alcanzaran la sombra de las mías. Las enlazamos brevemente y luego ella apartó la
vista de mí. Pequeñas dosis, me dije. Ahora mismo, ya me está bien. Pero entonces
mi boca se echó a hablar:
—Caramba —dijo—, creo que podría aprender a querer…
—No quiero hacerte daño, Lenny —me interrumpió Eunice.
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Un poco de tranquilidad.
—Sé que no lo harás —le dije—. Lo más probable es que aún sigas enamorada de
aquel tío de Italia.
Suspiró.
—Todo lo que toco se convierte en mierda —declaró mientras meneaba la cabeza,
y de repente, todo su rostro parecía más viejo e implacable—. Soy un desastre
andante. Pero ¿qué es eso?
Me dolió apartar la mirada de su rostro, pero la dirigí hacia donde ella me
indicaba. Alguien había construido un pequeño cobertizo de madera en lo alto de la
colina, añadiéndole un elemento rústico. Subimos lánguidamente a investigar. Yo
ansiaba la oportunidad de observarle el trasero, que se asentaba humildemente y de
forma casi innecesaria sobre dos vigorosas piernas. Me pregunté cómo podría
sobrevivir en este mundo sin culo. Todo el mundo necesita un almohadón. Igual yo
podría ser el suyo.
La cabaña no era realmente de madera, sino de algún metal corrugado que había
perdido tanta textura y tanta pintura que parecía hecho de un material primordial.
Habían pintado en la fachada un girasol junto a las palabras: «Me llamo aziz jamie
tompkins trabajé conductor de bus me echaron de casa hace dos días este es mi
espacio no disparen». Había un hombre negro sentado sobre un ladrillo en el exterior
de la choza: tenía las sienes grises como las mías y llevaba puesta una gorra hecha
caldo que pertenecía, como descubrí al fijarme mejor, al antiguo Sistema de
Transportes Públicos; el resto del personaje carecía de rasgos destacables —camiseta
amarilla, cadena de oro con un enorme símbolo del yuan—, a excepción de la
expresión del rostro. Atónito. Estaba ahí sentado con la boca abierta, respirando
tranquilamente el aire fresco cual pez exhausto, totalmente apartado de la pequeña
multitud de neoyorquinos nativos que se habían reunido respetuosamente a unos
metros de distancia para observar su pobreza, así como de los turistas con sus
äppäräti que estaban unos metros por detrás del primer grupo y trataban de ver algo.
De vez en cuando, se podía oír el ruido de una sartén de metal al caer al suelo en el
interior de la choza, o la musiquilla de un ordenador obsoleto intentando ponerse en
marcha, o la voz baja y disgustada de una mujer, pero el hombre lo ignoraba todo.
Tenía los ojos en blanco, una mano congelada en el aire, como si practicara algún tipo
especialmente tranquilo de arte marcial, mientras que con la otra se rascaba
miserablemente una zona de piel muerta que le recorría la pantorrilla.
—¿Es un pobre? —preguntó Eunice.
—Eso creo —repuse—. De clase media.
—Es conductor de autobús —dijo una mujer.
—Lo era —la corrigió otra.
—Se han deshecho de él ante la visita del tío del banco central —añadió una
tercera.
—El Banquero Central chino.
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Eso lo dijo la primera en hablar, una señora mayor de camiseta olorosa y clara
pertenencia a las clases marginales. (¿Qué andaría haciendo en esta parte de
Manhattan, por cierto?) Varias de sus acompañantes miraban a Eunice, y no de una
manera amistosa. Me pregunté si debería informar a la masa allí reunida de que mi
nueva amiga no era china, pero Eunice estaba absorta en algo procedente de su
äppärät, o lo aparentaba.
—No tengas miedo, cariño —le susurré.
—Vivía al lado de la Van Wyck —dijo la sabelotodo marginal—. No quieren que
el banquero chino se cruce con pobretones en su trayecto desde el aeropuerto. Nos
dan mala imagen.
—Reducción de Daños —dijo un joven de color.
—¿Qué coño hace en el parque?
—Esto no les va a gustar a los de la Autoridad de Restauración, no señor.
—Oye, Aziz —gritó el negro, pero no obtuvo respuesta—. Oye, hermano, más
vale que salgas zumbando de aquí antes de que aparezca la Guardia Nacional.
Pero el tipo de la gorra del Sistema de Transportes Públicos seguía ahí sentado,
rascándose y meditando.
—Más te vale no acabar en Troy —añadió el joven—. También trincarán a tu
parienta. Y ya sabes lo que le harán.
Puede que el tal Aziz hubiese formado parte de ese movimiento «vigoroso» en
plan Gran Depresión al que se había referido Nettie Fine. Solo llevábamos juntos
unas pocas horas, pero ¡Eunice y yo ya éramos testigos de la historia! Saqué el
äppärät y empecé a tomar Imágenes de ese hombre, pero el joven negro me chilló:
—¿Qué cojones estás haciendo, tío?
—Una amiga mía me ha pedido que tome una Imagen —declaré—. Trabaja para
el Departamento de Estado.
—¿Departamento de Estado? Pero ¿tú te estás cachondeando de mí? Más vale
que te guardes ese chisme, ¡señor Crédito de 1520 y cabrón bipartito que te has hecho
con una zorra veinte años más joven!
—No soy bipartito —dije, aunque preferí obedecerle.
Ahora estaba totalmente confuso. Y algo asustado. ¿Quiénes eran esas personas
que me rodeaban? Supongo que estadounidenses. Pero ¿qué quería decir eso
exactamente en estos tiempos?
La conversación a mi espalda estaba derivando hacia el muy sensible tema de la
extensión de China por el mundo.
—Jodido banquero chino —gritaba alguien—. Cuando aparezca, pienso cortar a
trozos todas mis tarjetas de crédito y arrojárselas como si fueran confeti. Y le pienso
pegar un tiro en su culo de puerco.
Los turistas chinos del otro perímetro empezaban a dispersarse, y yo pensé que lo
mejor sería que me llevase de allí a Eunice. La envolví en mis brazos y la conduje
dulcemente colina abajo, lejos de cualquiera que pudiese hacerle daño, y desde allí
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hacia el Estanque de las Barcas.
—Estoy bien, estoy bien —decía ella mientras intentaba deshacerse de mi abrazo.
—Algunos de ese grupo eran un poco chungos —le dije.
—¿Y pensabas ponerte duro con ellos? —dijo Eunice, riendo tan contenta.
Algún vestigio de mis recuerdos infantiles me recorrió las entrañas y me produjo
un flato en el estómago. Yo era probablemente el niño menos popular de mi escuela
secundaria. Nunca aprendí a pelear ni a comportarme como un hombre.
—No te burles de mí, por favor —susurré mientras me acariciaba el vientre.
—¡Ja! Me encanta que mi cara culo se ponga flamenco.
Gruñí un poco, pero tomé nota de su uso del posesivo. Mi cara culo. ¿Realmente
se apoderaría de mí?
Caminamos a ritmo lento y meditabundo, sin hablar, los dos algo desdichados y
algo felices. Esa noche de principios del verano se estaba instalando sobre la ciudad.
El cielo era del color de los espectros. La atmósfera, cálida pero con brisa, olía al
dulzor del polen y a pan recién horneado. En torno al Estanque de las Barcas había
jóvenes parejas europeas, tan juguetonas como los niños y tan amorosas como los
adolescentes, plantando devaluados dólares en las manos de los vendedores de
camisetas y baratijas, excitados ante el paisaje crepuscular que las rodeaba. Unos
cuantos chicos asiáticos, que aprendían a ser groseros e impetuosos, se dedicaban a
perseguirse unos a otros con sus balandros controlados por radio, a través de las
grises e inmóviles aguas del estanque.
Por encima de nosotros, tres helicópteros militares, convenientemente espaciados,
recorrían el cielo. El cuarto, que los seguía con dificultades, parecía sostener una
lanza gigantesca en sus fauces; y la punta de esa lanza lucía un fulgor amarillo. Solo
los turistas levantaron la vista. Pensé en Nettie Fine. Tenía que creer en su optimismo.
Nunca antes se había equivocado, mientras que mis padres lo habían hecho en todo.
Las cosas iban a mejorar. Algún día. Para mí, enamorarme de Eunice Park, mientras
el mundo se desmoronaba, constituiría una tragedia peor que las griegas.
Caminábamos cogidos de la mano por esa vasta extensión de hierba que es Sheep
Meadow y que se mostraba confortable y familiar, como una alfombra algo raída o
una cama mal hecha. Más allá, en tres lados, yacía la constelación de edificios otrora
altos: los viejos, estoicos y con tejados abuhardillados; los nuevos, cubiertos de
parpadeante información. Pasamos junto a una pareja blanco-asiática que disfrutaba
de una merienda veraniega a base de melón con jamón, lo cual me llevó a apretarle la
mano a Eunice. Ella se volvió y me alborotó el grisáceo cabello con sus cremosas
manos. Me preparé para un comentario sobre mi aspecto y mi edad. Me preparé para
convertirme una vez más en el feo personaje de Chéjov, el comerciante Laptev. Sabía
que el dolor resultaba agradable, pues lo cierto es que me había dejado un extraño
saborcillo a almendras y sal en la boca.
—Mi dulce pingüino emperador —optó por decir Eunice—. Mira que eres
fantabuloso. Y muy listo. Y generoso. Y tan distinto a cualquiera que yo haya
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conocido. Eres tan tú… Apuesto a que me puedes hacer muy feliz, si es que yo me
permito a mí misma serlo.
Me besó rápidamente en los labios, como si ya hubiéramos intercambiado antes
otros cien mil besos, y luego salió corriendo hacia un trozo de césped e hizo tres
bonitas volteretas, una detrás de otra. Yo me quedé petrificado. Delirando. Aceptando
el mundo en pequeñas dosis. Ese cuerpo sencillo que cortaba el aire. Esa parábola de
su espinazo en movimiento. Esa boca abierta respirando con dificultad tras el
esfuerzo realizado. Mirándome. Pecas y calor. Saqué pecho ante lo que se esperaba
de mí. No iba a llorar.
Aparecieron a lo lejos unas nubes grises con ciertos residuos industriales; una
sustancia amarillenta se dibujaba en el horizonte, se convertía en el horizonte y
devenía también la noche. Mientras el cielo se oscurecía, nos encontramos atrapados
por tres lados por el exceso de nuestra civilización, pero el suelo bajo nuestros pies
era suave y verde, y a nuestra espalda se alzaba una colina con árboles tan pequeños
como ponis. Caminamos en silencio mientras yo aspiraba las dulces y afrutadas
cremas que Eunice se ponía para combatir la edad, mezcladas con un leve atisbo de
algo vivo y corpóreo. Universos múltiples me tentaron con su existencia. Al igual que
la inmutabilidad divina o la supervivencia del alma, sabía que solo serían espejismos,
pero yo seguía deseando creer. Porque creía en ella.
Era hora de irse. Nos encaminamos hacia el sur, y cuando se acabaron los árboles,
el parque nos devolvió a la ciudad, entregándonos frente a un rascacielos con un
verde tejado abuhardillado y dos severas chimeneas. Nueva York explotaba a nuestro
alrededor: la gente brujuleaba, compraba, exigía, gritaba… La densidad de la ciudad
me cogió por sorpresa y me molestó su manera de imponerse, sus humos alcohólicos,
su desmesurado orgullo, su exagerada y moribunda riqueza. Eunice observaba
algunos escaparates de la Quinta Avenida mientras su äppärät arrojaba nueva
información.
—Euny —le dije, probando una versión más corta de su nombre—. ¿Qué tal te
encuentras? ¿Aún te dura el jet lag?
La muchacha estaba contemplando una piel de cocodrilo convertida en un objeto
grande y alargado, y no me contestó.
—¿Quieres que vayamos a nuestra casa?
¿Nuestra casa?
Eunice estaba muy ocupada escaneando al anfibio muerto con el äppärät como si
buscara una respuesta. La parte inferior de su rostro estaba ahora cubierta por una
sonrisa que solo lo era en apariencia. Pero cuando se apartó del escaparate, cuando se
encontró de nuevo ante mí, ya no había nada en su cara. Observaba el suave y blanco
vacío de mi cuello.
—No te frotes los ojos —le dijo a ese vacío, deslizando las palabras entre sus
labios, marcando cada sílaba—. Te estás cargando las células del contorno de los ojos
cuando te los frotas tan fuerte. Por eso hay tanta piel oscura. Te hace parecer mayor.
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Confiaba en que añadiera «cara culo», para que yo supiera que todo iba bien, pero
no lo hizo. Y yo no lo entendía. ¿Qué había sido de las volteretas? ¿Qué había sido
del «dulce pingüino emperador»? ¿Qué había sido de esa palabra maravillosa e
inesperada, «fantabuloso»?
Echamos a andar hacia el metro sin cruzar una sola sílaba. Eunice cubría con la
mirada el suelo que tenía por delante cual rayo de luz negativa. El silencio se
mantuvo. Yo respiraba tan hondo que creí que me iba a desmayar. No sabía cómo
devolvernos a donde estábamos antes. No sabía retrotraernos de nuevo a Central
Park, a Cedar Hill, al Sheep Meadow, al beso.
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Pero no era verdad. Esa era otra cosa que había aprendido acerca de las mujeres
coreanas. Los padres eran la clave para hacerme con Eunice Park.
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Algo hermoso crece en mi interior
De la cuenta de Eunice Park en GlobalTeens
18 DE JUNIO
EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Querido y Precioso Poni:
¿Cómo va eso, supermarranilla? He vueeeeeeelto. Qué grande es Estados Unidos.
Joder, aún no me acabo de creer que todo el mundo hable inglés y no italiano. Bueno,
en el gueto de Lenny la gente, básicamente, habla español y judío, creo. Pero da
igual. Estoy en casa. Las cosas están bastante tranquilas en Fort Lee, por lo menos de
momento. Pronto iré a ver a mis padres, pero creo que mi papi solo se calma cuando
sabe que estoy al otro lado del río. Tengo la impresión de que nunca voy a conseguir
estar a más de tres kilómetros de mi familia, lo cual es más bien triste. También creo
que mi padre tiene un radar y que cada vez que me pasa algo bueno, como conocer a
Ben en Italia, empieza a montar el numerito para que yo lo deje todo y vuelva a casa.
Estoy harta de mi madre diciendo eso de «tú hermana mayor, tú tienes
responsabilidad». A veces trato de imaginarme sin ellos, como una persona
independiente que se dedica a sus asuntos, como lo intenté en Roma. Pero la verdad
es que no lo veo muy posible.
Y ahora que a Sally le ha dado por meterse en política, mi responsabilidad se
duplica para asegurarme de que no comete ninguna estupidez. Para serte sincera,
tengo la impresión de que es todo una chorrada. Nunca le había interesado la política.
Cuando me fui a Elderbird, todo era el reverendo Cho ha dicho esto, el reverendo
Cho ha dicho lo otro y el reverendo Cho ha dicho que está bien si papi sacó a mami
de la cama tirándole de los pelos porque Jesús siempre AMA a los pecadores. Esta
mierda de la política no es más que una manera de liarla. Mi hermana, mi mamá y mi
papá: lo único que quieren es que se les haga caso, como si fueran unos críos
pequeños.
Echo mucho de menos a Ben. Había algo muy compatible entre él y yo. No es
que tuviéramos gran cosa que decirnos, pero nos podíamos pasar horas en la cama,
haciendo lo que fuera en nuestros äppäräti, con las luces apagadas. Con Lenny es
distinto. Me refiero a que hay un montón de cosas que no le funcionan, y me temo
que las voy a tener que arreglar todas. El problema es que no es joven, así que cree
que no tiene por qué hacerme caso. Los dientes le han mejorado mucho desde que le
enseñé a lavárselos correctamente y su aliento es más fresco que una margarita.
¡Ojalá se ocupara de sus asquerosos pies! Le voy a pedir hora con un podólogo.
Puede que mi padre, ¡DPC! Papá fliparía si le dijera que tengo un, ejem, «amigo»
blanco y muy mayor. Ja, ja. Y viste fatal. Esa amiga suya coreana que se llama Grace
(no conozco todavía a esa zorra, pero ya la odio) le acompaña de compras de vez en
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cuando y le encuentra esos atuendos para enrollados viejunos de los años 70, a base
de solapas anchas y espantosas camisas acrílicas. Espero que haya un detector de
humos en nuestro apartamento porque ese es capaz de prenderse fuego el día menos
pensado. Bueno, yo le dije desde un buen principio: «Mira, tienes TREINTA Y NUEVE
años y yo estoy viviendo contigo, así que ahora te vas a vestir como un adulto». Se
cabreó, el pobre friqui, pero la semana que viene vamos a ir a comprar ropa que esté
hecha de genuinos PRODUCTOS ANIMALES, como algodón, lana, cachemira y demás
materiales chachis.
Bueno, pues en mi primer día en Nueva York, fuimos al parque (¡Lenny me invitó
a primera clase en el metro! Mira si es considerado) y había un montón como de
chozas para las personas sin hogar en Central Park. Era de lo más triste. A esa gente
la echan de sus casas, que están a lo largo de la autovía, porque viene el banquero
central chino y Lenny dice que los Bipartitos no quieren que les parezcamos unos
pobretones a nuestros acreedores asiáticos. Y había un pobre negro sentado delante
de una de esas chozas y parecía como si estuviera de lo más avergonzado por haberse
convertido en eso, como cuando mi padre pensaba que iba a perder la consulta porque
ya no queda nada de la seguridad social. Un hombre pierde la dignidad cuando no
puede mantener a su familia. Te juro por Dios que casi me pongo a berrear de
indignación, pero no quería darle la impresión a Lenny de que a mí me afecte algo. Y
tenían un ordenador antiguo en la choza, ni siquiera era un äppärät. Oí cómo se ponía
en marcha, y menudo ruido hacía. No me voy a poner política contigo, poni mío, pero
no me parece bien que nuestro país no se ocupe de esa gente. Ahí hay un punto a
favor de nuestras familias, que aunque las cosas se pongan realmente peludas,
siempre cuidarán de nosotras porque las han pasado mucho más canutas en Corea. Y
ahora una información divertida. Resulta que Lenny lleva un diario de las cosas que
está «disfrutando». Es cutre, pero me hace pensar en las cosas que yo debería estar
disfrutando, como por ejemplo el hecho de que no vivo en una caja de hojalata en
Central Park y que tú me quieres y que puede que mi hermana y mi mamá también, y
que igual tengo un novio de verdad que quiere mantener conmigo una relación
AMOROSA, SALUDABLE Y NORMAL.
En fin, el caso es que Lenny y yo nos besamos en el parque. De momento, nada
más, pero me sentó muy bien, como si algo hermoso estuviera creciendo en mi
interior. Intento tomármelo todo con mucha calma mientras le voy conociendo mejor.
Ahora mismo, todavía somos una pareja absurda. Sinceramente, me da miedo ver
nuestro reflejo en un espejo, pero creo que cuanto más tiempo pase con él, más a
gusto me sentiré. Ya me ha dicho que me ama, que soy la mujer de su vida, la que
lleva esperando desde siempre. Y se toma su tiempo conmigo. Escucha atentamente
lo que le cuento sobre lo que le ha hecho mi padre a Sally, a mamá y a mí misma y lo
va asimilando, y a veces hasta se echa a llorar (llora mucho), y al cabo de un rato yo
empiezo a confiar en él para todo y me abro como lo haría con una amiga. La verdad
es que él besa un poco como una chica, inmóvil y con los ojos cerrados. JA JA. Hasta
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ahora, lo que más me gusta es pasear con él por la calle. Me cuenta un montón de
cosas que nunca me enseñaron en Elderbird, como que Nueva York había sido
propiedad de los holandeses (pero ¿qué hacían esos en América?), y cada vez que
vemos algo gracioso, como un perrito mono o algo así, nos partimos de la risa y él me
coge de la mano, y suda y suda y suda porque estar conmigo le pone muy nervioso y
le hace muy feliz.
Nos peleamos mucho. Básicamente, por culpa mía, porque no aprecio su gran
personalidad y sigo centrada en su aspecto. Luego está que tiene un deseo
desesperado de conocer a mis padres, cuando no hay la más mínima posibilidad de
que eso llegue a suceder. Ah, ¡y me ha dicho que me va a llevar a Long Island para
presentarme a sus PADRES! Como la semana que viene. Pero ¿qué le pasa? No deja de
darme la tabarra con el temita de los padres. Le dije que le plantaba y que me volvía a
Fort Lee, y entonces mi pobre y pequeño friqui se puso de rodillas y empezó a
lloriquear y a decir lo mucho que yo significaba para él. Patético, pero muy mono.
Me dio tanta pena que me quité toda la ropa, a excepción de las EntregaTotal, y me
metí en la cama con él. Me sobó un poco, pero nos dormimos bastante rápido. Joder,
Precioso Poni, no paro de largar últimamente. Me voy a despedir, pero aquí tienes
una Imagen de Lenny y yo en el zoo de Central Park. Lenny es el que está a la
izquierda del oso. ¡¡¡No te atragantes de risa!!!
ZORRUPIA A EUNI-MAJARA:
Querido y Precioso Panda:
¡Bienvenida a casa, patatilla pringosa! Vale, tengo que volver rápidamente a las
rebajas de Chocho. Pero que muy rápidamente. Ejem. He visto la Imagen que me has
enviado y la verdad es que no sé qué decirte del tal Lenny. No es que sea el tío más
asqueroso del mundo, pero tampoco es la clase de persona con la que yo te
imaginaba. Ya sé que dices que tiene muchas cualidades, pero, en fin, ¿te puedes
imaginar la reacción de tus padres si te presentas con él en casa o en la iglesia? Tu
padre se quedaría mirándolo fijamente y se pasaría la velada aclarándose la garganta,
«ejem, ejem, ejem», y luego, cuando él se marchara, te pondría de puta para arriba.
No te digo ni que sí ni que no. Lo único que digo es que estás muy guapa y muy
delgada, así que no hace falta que sientes la cabeza. ¡Tómatelo con calma!
Ay, Señor, fui a la boda de mi primo Nam Jun y tuve que soltarle un discurso
francamente vomitivo a él y a la gorda de su novia, que es como cinco años mayor y
tiene los tobillos como jamones. ¡La tía está hecha un gorrino! Y lo curioso es que se
quieren mucho. Lo único que hacían era echarse a llorar abrazados, y ella no paraba
de meterle comida en la boca. Un asco, ya lo sé, pero me pregunto qué podría hacer
yo para querer a alguien de esa manera. A veces voy dando vueltas como si estuviera
en un sueño, como si estuviese fuera mirando hacia dentro, como si Gopher y mis
padres y mis hermanos no fuesen más que fantasmas que flotan por ahí. Ah, y en la
boda había un montón de niñas adorables y pintadas como gatitos que llevaban
vestiditos y no paraban de perseguir a un pobre crío al que intentaban tirar al suelo, y
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yo pensé en tu primita Myonghee. ¿Qué edad debe tener ya, tres años? ¡La echo tanto
de menos que igual me dejo caer por su casa y le doy un buen achuchón! Pues nada,
bienvenida a casa, mi dulce empanadilla. Te envío un beso gordo y californiano.
19 DE JUNIO
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SALLYSTAR: ¿Dónde te alojas?
EUNI-MAJARA: ¿Te acuerdas de aquella chica, Joy Lee?
SALLYSTAR: ¿La de Long Beach? ¿La que tenía un armadillo?
EUNI-MAJARA: Ahora vive en el centro.
SALLYSTAR: Qué chulo.
EUNI-MAJARA: No creas. Está cerca de unos bloques cutres. Pero no te preocupes, es
una zona segura.
SALLYSTAR: La Cruzada del reverendo Suk es el mes que viene. Deberías venir.
EUNI-MAJARA: Espero que lo digas en broma.
SALLYSTAR: Si no quieres venir a casa, por lo menos puedes ver a la familia. Y a lo
mejor conoces a alguien. En la Cruzada hay toneladas de tíos coreanos.
EUNI-MAJARA: ¿Y tú qué sabes si no sigo con Ben?
SALLYSTAR: ¿El blanco de Roma?
EUNI-MAJARA: Sí, el blanco. Joder, hay que ver lo que has progresado en Barnard.
SALLYSTAR: No te pongas sarcástica, que lo odio.
EUNI-MAJARA: ¿No puedo verte solo a ti y hablar contigo sin tener que acudir a un
estúpido evento pro Jesús? ¿Cuándo vas a ir a casa?
SALLYSTAR: Mañana. ¿Quieres que cenemos en el Madangsui?
EUNI-MAJARA: Pero sin papá.
SALLYSTAR: Vale.
EUNI-MAJARA: ¡Te quiero, Sally! Llámame en cuanto salgas de Washington para
decirme que estás bien.
SALLYSTAR: Yo también te quiero.
EUNI-MAJARA A LABRAMOV:
Lenny:
Me voy de compras. Si llegas a casa y nos traen el pedido, cerciórate por favor de
que la leche es sin-antibióticos, no solo sin-grasa, y mira que no se hayan dejado el
Lavazza Qualitá Oro Espresso. Luego mete la ternera y el branzino entero en el frigo
y deja los melocotones en la encimera. Ya me encargaré luego de ellos. ¡No te olvides
de meter el pescado y la carne en la nevera, Lenny! Y si piensas lavar los platos,
luego seca el mármol, por favor. Siempre me lo dejas todo perdido de agua. A ti, que
tanto te preocupan las cucarachas y los bichos del agua, ¿qué te parece que es lo que
les atrae? Que tengas un buen día, cara culo.
Eunice
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La opción nuclear
De los diarios de Lenny Abramov
25 DE JUNIO
Querido diario:
Pues sí, diario mío, ¡muy buenas señales! Una semana muy positiva. Logros en casi
todas las categorías de importancia. Querer a Eunice (Punto Número 3), Portarse
Bien con los Padres (Dentro de un Orden) (Punto Número 5) y Trabajar Duro para
Joshie (Número 1). Llegaré a nuestra (sí, ¡nuestra!) visita a los Abramov en un
segundo, pero permíteme una breve puesta al día de la situación laboral.
Bueno, lo primero que hice en Servicios Poshumanos fue acercarme a la Sala de
la Eternidad y hablar con el tío del pañuelo rojo y el mono TXUPA POYA, el que me
metió en su blog «101 Personas Por Las Que Deberíamos Sentir Lástima», Darryl, el
de Brown, el que me robó la mesa mientras yo estaba en Roma.
—Oye, tío —le dije—. Mira, agradezco la atención, pero tengo una novia nueva
con una Follabilidad de 780 —añadí, pues me había encargado de colgar una Imagen
de Eunice que había tomado con mi äppärät en el zoo— y resulta que, en fin, intento
tomármelo en serio con ella. Así pues, ¿serías tan amable de sacarme de tu blog?
—Vete a tomar por culo, Macaco —me dijo ese jovenzuelo—. Yo hago lo que
quiero donde quiero. Ni que fueses mi padre. Y aunque fueses mi padre, te seguiría
diciendo que te fueses a la mierda.
Al igual que antes, los jovenzuelos graciosillos se reían de nuestra interacción,
con una risa lenta y espesa, y llena de educada malicia. Francamente, estaba
demasiado sorprendido para responder (tenía la impresión de que me estaba haciendo
amigo lentamente del tío TXUPA POYA), y mi sorpresa fue en aumento cuando mi
colega Kelly Nardl salió de detrás del tasador de glucosa con los brazos cruzados
sobre la rojez de su cuello y pecho, con la barbilla reluciente de agua alcalinizada.
—Ni se te ocurra dirigirte a Lenny de esa manera, Darryl —dijo—. Pero ¿quién te
has creído que eres? ¿Le tratas así porque es mayor que tú? Ya verás cuando llegues a
los treinta. He visto tus calificaciones. Tienes un daño estructural muy extendido de
cuando tomabas heroína e hidratos de carbono, y toda tu estúpida familia de Boston
es propensa al alcoholismo y a todo tipo de mierdas. ¿Tú te crees que tu metabolismo
te va a mantener delgado eternamente? ¿Sin hacer ejercicio? ¿Cuándo fue la última
vez que te vi entrenando en MasaCero o ComeGrasas? Vas a envejecer muy rápido,
amiguete.
Me cogió del brazo.
—Vámonos, Lenny.
—Solo lo haces porque era amigo de Joshie —nos gritó Darryl mientras nos
íbamos—. ¿Te crees que eso te da derecho a defenderle? Os voy a denunciar a los dos
a Howard Shu.
—No era amigo de Joshie —le gruñó Kelly, y hay que ver lo guapa que estaba
Me sentía fatal por lo de Barry, pero aún peor conmigo mismo. El despacho de Joshie
estaba abarrotado de gente durante todo el día, pero en un momento de tranquilidad lo
encontré frente a la ventana, mirando fijamente y con aspecto meditabundo un cielo
azul purísimo por el que solo circulaba un gordo y solitario helicóptero militar en
dirección al río East, con su pico de metal inclinado hacia abajo cual ave depredadora
en busca de comida. Le conté la historia de Barry, destacando la bondad innata de ese
hombre y sus problemas al tener demasiados hijos —a los que adoraba, aunque no
disponía del dinero suficiente para salvarlos a todos—, pero lo único que logré fue
que se encogiera de hombros.
—Los que quieran vivir eternamente ya encontrarán una manera de hacerlo —me
dijo, recurriendo a la piedra angular de la filosofía Poshumana.
—Oye, Oso Pardo —le dije—. ¿Tú crees que podrías apuntarme a alguno de esos
tratamientos de descronificación a precio reducido? Me conformo con mantenimiento
del tejido blando, o puede que con unos pocos bioaños menos.
Joshie contempló el Buda de fibra de vidrio de tres metros que decoraba su
despacho, por lo demás vacío, concentrándose en esa mirada benéfica que emitía
rayos alfa.
—Eso es solo para clientes —repuso—. Ya lo sabes, Macaco. ¿Para qué quieres
que te lo diga en voz alta? Tú sigue con la dieta y el ejercicio. Y pásate a la sacarina.
Aún te queda mucha vida.
Mi tristeza llenó la habitación, se apoderó de sus sencillos y cuadrados contornos,
eliminando incluso el olor espontáneo a pétalos de rosa del propio Joshie.
—No quería decir eso —precisó—. No solo mucha vida. Puede que la eternidad.
Pero no te puedes engañar a ti mismo dándolo por seguro.
—Algún día me verás morir —le dije, pero me sentí inmediatamente mal por
haberlo dicho.
Ya en el comedor, entre ese rutilante mobiliario rumano que los Abramov se habían
traído de su apartamento moscovita (la totalidad del cual podía incrustarse en un
saloncito estadounidense), la mesa estaba puesta a la hospitalaria manera rusa y había
de todo, desde cuatro clases de salami picante a una bandeja de melosa lengua
pasando por cada pececillo natural del mar Báltico, por no hablar de la sagrada dosis
de caviar negro. Eunice ocupó su asiento, con su porte ortodoxo a lo Reina Esther, en
el extremo ceremonial de la mesa y sobre un acolchado almohadón, preocupada por
la atención que despertaba y no muy segura acerca de cómo lidiar con esas extrañas
corrientes de amor y de su contrario que circulaban por el aire que olía a pescado.
Mis progenitores tomaron asiento y mi padre propuso un brindis en inglés muy
adecuado para la temporada:
—Por el Creador, que creó Estados Unidos, la tierra de la libertad, y que nos dio a
25 DE JUNIO
EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Hola, Precioso Poni:
¿Qué pasa, cacho carne con orificios? Ay, Señor. O «Oy, Señor», como diría mi
novio el judío. Me siento muy extraña últimamente. Ojalá pudieras venirte por aquí
para que fuésemos a Padma para arreglarnos el pelo. El mío está cada vez más largo y
con una pinta más rara. Uf. Igual debería hacerme una de esas permanentes viejunas
como las de nuestras madres, de esas que te las secas por la mañana y se convierten
en un casco. También me estoy haciendo con unas caderas viejunas. Estupendo, ¿eh?
Parezco una mezcla de mi tía Suewon y un pato. Y tengo el culo TAN PUÑETERAMENTE
GORDO que ya ocupa más espacio que el de Lenny, que es uno de esos traseros
apretados de mediana edad, y perdóname por seguir con el cutrerío. Vamos, ¡que nos
complementamos a la perfección! A partir de ahora, llámame Gordi Górdez, ¿vale?
Ay, Poni mío. ¿Qué estoy haciendo con Lenny? Es tan, no sé, como intelectual,
que me intimida. En Roma, Ben me intimidaba por lo guapo que era y eso hacía que
nunca me sintiera supersegura en la cama. Con Lenny es más fácil. Puedo ser yo
misma porque todo lo que él hace es de lo más dulce y sincero. Le hice una mamada
superchachi, le dejé que se corriera en mi boca y se quedó tan agradecido que se echó
a llorar. ¿Tú has visto a alguien que haga eso? Supongo que a veces lo único que
quiero es desearle tanto como él me desea a mí. ¡Ya está hablando de bodorrio,
querida cazurrilla mía! Y yo solo quiero que se relaje y que no esté siempre tan mono
y dispuesto a complacerme, pues así igual me da a mí por acosarle un poquito más a
él. ¿Entiendes algo de lo que te digo?
El caso es que fui a Long Island con él para que me presentara a sus padres. No
paró hasta conseguirlo. Su padre es raro y difícil de entender, pero su madre me cae
bien. No les pasa ni una a Lenny y al marido. Hasta hablamos de qué se podría hacer
para que Lenny vistiera mejor y se mostrara más firme en el trabajo. Y te juro que me
besó cuando le dije que me iba a llevar a Lenny a comprar tejidos respirables. La tía
es de lo más emocional, lo cual me recuerda a Lenny. ¿A quién si no? Viven en una
casita bonita pero pobretona. Se parece a las que solían tener en Los Ángeles los
pacientes mexicanos de papá. ¿Te acuerdas del señor Hernández, el diácono de la
pata chula? Solían invitarnos a su casita chiquitita de South Central después de misa.
Creo que su hija Flora murió de leucemia.
En fin, lo que me chocó bastante es que vi a Len leyendo un libro. (No, NO OLÍA
MAL. Les pone PinoSol). Y no te hablo de escanear un texto como hacíamos en
Clásicos Europeos con aquel libro, La Cartuchera de Parma, sino de LEER DE
26 DE JUNIO
CHUNC.WON.PARK A EUNI-MAJARA:
Eunhee:
¿Por qué tú no contestas mami? Llamo tres veces y nada. Tenemos cena con tío
Joon yo hago dolsot bap como tú gustas con arroz supercrujiente del fondo de la olla.
Cuando yo niña pequeña no comíamos arroz del fondo porque somos buena familia y
solo damos nooroonggi a los mendigos, pero ahora sé que tú gustas y siempre cocino
dolst bap mucho tiempo hasta cuando tú no estás aquí, ¡porque te echo mucho de
menos! Ja, intento hacer cara no feliz, pero me sale feliz, ¡así que igual Jesús me
EUNI-MAJARA: Lenny, creo haberte pedido que limpiaras la bañera. Este apartamento
está ASQUEROSAMENTE SUCIO. Ya he fregado el suelo de la cocina y del baño, y
también he pasado el aspirador por la moqueta. ¡Hazlo hoy mismo! No me gusta vivir
en una pocilga.
LABRAMOV: Euny, lo siento pero hoy nos tenemos que quedar hasta tarde en el
trabajo. Hay una reunión fundamental sobre la Crisis de Deuda y la protesta de los
IBI en Central Park y en Washington. Creen que la Reserva Federal puede gastarle
una broma pesada al dólar (!), y no todo el dinero de nuestros clientes está totalmente
vinculado al yuan. Tengo que sacar como mil expedientes para las seis. ¡Creo que
Joshie se va a ver con el Banquero Central chino! En cualquier caso, es muy bueno
para mi carrera que me confíen este tipo de cosas.
EUNI-MAJARA: ¿Y? ¿Qué tiene eso que ver con la bañera?
LABRAMOV: Igual durante el fin de semana nos podemos dedicar un poquito a la
limpieza.
EUNI-MAJARA: La mayor parte del pelo que hay en la bañera es tuyo y lo sabes. Tú
eres el que lo pierde constantemente.
LABRAMOV: Ya lo sé, pero es que nunca he lavado la bañera, así que igual la próxima
vez nos podemos intercambiar las tareas.
EUNI-MAJARA: Te he enseñado a hacerlo tres veces. Y tú, que eres superlisto cuando se
trata de problemas del dólar y cosas así, ¿no sabes limpiar una bañera?
LABRAMOV: Igual me puedes supervisar mientras lo intento el fin de semana.
EUNI-MAJARA: Olvídalo. Lo haré yo misma. Al final, lo más fácil siempre es hacerlo
todo yo misma.
LABRAMOV: ¡No, no lo hagas! Espera a que tenga un poco de tiempo libre. Lamento
30 DE JUNIO
Querido diario:
Tras el exitazo con mis padres, le pedí a Eunice que me acompañara a Staten Island
para conocer a mis amigos. Intuyo que mis intenciones eran superficiales y proclives
al autobombo. Quería presentarles a Eunice a mis muchachos e impresionarles con su
juventud y belleza. Y también quería impresionarla a ella porque Noah y su novia,
Amy, eran de lo más Medios.
La primera parte funcionó: no puedes conocer a Eunice sin reparar en su juventud
y en su fría y reluciente indiferencia. La segunda parte, no tanto.
La noche en cuestión era una de esas que solíamos denominar Noche Familiar,
cuando todos los chicos invitaban a sus respectivas compañeras al Cervix: era esa
clase de noche en la que yo solía presentarme sin novia alguna y sentir que estaba de
más. Pero esa noche estaríamos Noah y su emotiva novia, Amy Greenberg; Vishnu y
Grace, y Eunice y yo, la pareja-en-marcha.
Ya de camino hacia el metro, mientras caminábamos cogidos del brazo, traté de
fardar de novia ante los habitantes de la calle Grand, pero ese día el contingente de
admiradores de Eunice era más bien escaso. Había un blanco chiflado que se lavaba
los dientes a plena luz del día. Un judío jubilado arrojaba un vaso vacío de Coca Cola
sobre un colchón abandonado. Una pareja azteca en plena bronca intercambiaba
golpes en la cabeza con sendas margaritas de plástico, frente a la fachada de ladrillo
hecha caldo de un bloque de apartamentos.
Ya casi habíamos llegado al metro sin incidentes. Pero junto a la alambrada que
rodea el solar contiguo a la farmacia, donde el cagón oficial del barrio suele evacuar a
pleno sol, reparé en algo de lo más curioso. Se había erigido una nueva valla
publicitaria por cortesía de mi empresa, la Corporación Staatling-Wapachung.
Mostraba un familiar mamotreto de vidrio y pomposidad, una serie de apartamentos
de tres plantas que colisionaban entre ellos en peculiares ángulos, cual cubitos de
hielo a medio derretir en un trago bien revuelto, HABITATS ESTE, proclamaba el cartel
junto a las banderas de los Emiratos Árabes Unidos, ChinaMundial y la Unión
Europea.
* * *
Lo siento, diario mío, pero hoy estoy hecho un naufragio emocional. He dormido
mal. Ni tan siquiera mis mejores tapones para los oídos resultan eficaces contra el
ruido de las aspas de los helicópteros y los berridos en coreano que suelta Eunice
2 DE JULIO
7 DE JULIO
Querido diario:
Detesto el Cuatro de Julio. La primera edad mediana del verano. De momento, todo
está vivito y coleando, pero la inevitable deriva otoñal ya se ha puesto en
movimiento. Algunos arbustos y matojos menores, agobiados por el calor, ya
empiezan a parecer sometidos a un mal teñido de rubio. El calor alcanza su cénit
abrasador, aunque el verano se engañe a sí mismo y brille cual genio alcohólico. Pero
te empiezas a preguntar: ¿qué he hecho con el mes de junio? Los más pobres de la
zona —los habitantes del bloque de apartamentos Vladeck que puedo ver desde mi
edificio— parecen tomarse el verano a lo bestia: gruñen y sudan, beben cerveza mala,
hacen el amor y sus hijos dan vueltas como posesos a pie o en bicicleta de montaña.
Pero para los neoyorquinos más competitivos, yo incluido, el verano está ahí para
bebérselo a sorbitos. Sabemos que el verano es la cumbre del sentirse vivo. No
creemos en Dios ni en la perspectiva de otra vida después de la muerte, por lo que
sabemos que solo se nos conceden unos ochenta veranos en toda nuestra existencia,
más o menos, y cada uno de ellos tiene que ser mejor que el anterior y debe incluir
una excursión a un centro de arte en Bard, una alegre partida de bádminton en casa de
alguien en Vermont y un agradable, húmedo y levemente peligroso recorrido en
kayak por algún río bravo. De no ser así, ¿cómo vas a saber que has vivido el mejor
verano de tu vida? ¿Cómo te vas a perder un buen papeo o un buen nirvana a la
sombra?
En la actualidad, francamente, sabiendo que la inmortalidad está más lejos de mi
alcance que nunca (adiós a los 239.000; solo me quedan 1.615.000 yuanes, según el
último cálculo), prefiero el invierno, cuando a mi alrededor todo está muerto, nada
florece y la verdad de la eternidad, fría y oscura, le es revelada a los desdichados
acólitos de la realidad. Pero este invierno en concreto me produce una grima especial,
pues ya ha dejado, hasta el momento, cien cadáveres tirados en el parque.
«Un país inestable y apenas gobernable que representa un riesgo grave para el
sistema internacional de gobierno empresarial y mecanismos de intercambio.» Así
nos describió el Banquero Central Li en cuanto se encontró a salvo, de regreso en
Pekín. Se nos había humillado ante el mundo. Se cancelaron los fuegos artificiales del
Cuatro de Julio. El desfile previsto para coronar al ganador de «El Despilfarrador
Estadounidense» se aplazó porque una sección de Broadway cercana al Ayuntamiento
se había venido abajo por el calor. Las demás calles estaban vacías, pues los
ciudadanos se habían quedado prudentemente en casa y en la línea F solo circulaba
un tren por hora (lo cual no se diferencia mucho de la frecuencia de paso habitual,
Nunca antes me había vestido para acudir a la iglesia, y mis tiempos de sinagoga
habían quedado atrás hacía un cuarto de siglo, loado sea Yahvé. Ninguno de mis
amigos había llegado exactamente a encontrar a su media naranja (exceptuando a
Grace y Vishnu), por lo que nunca me había tenido que acicalar para una boda.
Registré a fondo el único armario que no le había cedido a Eunice para almacenar sus
zapatos y encontré una chaqueta de vestir hecha de algo parecido al poliuretano, una
cosa plateada que había utilizado durante los debates en el instituto y que siempre me
había congraciado con los jueces porque parecía un macarra de baja estofa de alguna
zona de Brooklyn aún por adecentar.
Eunice procedió a su escrutinio con una mirada carente de entusiasmo. Me incliné
para besarla, pero me rechazó de un empujón.
—Compórtate como un compañero de piso, ¿vale? —me dijo.
El protocolo del encuentro y la triquiñuela del compañero de piso no me hacían
mucha gracia, la verdad, pero opté por no darle más vueltas al asunto. Los Park eran
padres inmigrantes. Y yo les convencería de mi solidez económica y social. Pulsaría
sus botones del pánico emocional con la eficacia que reservo para marcar el código
bancario. Les haría entender que en estos tiempos turbulentos siempre podrían
confiar en un blanco como yo para proteger a su hija.
—¿Puedo decirle a tu hermana, por lo menos, que somos algo más que
compañeros de piso? —le pregunté a Eunice.
—Ya lo sabe.
—¿Ya lo sabe?
¡Una pequeña victoria! Me acerqué a Eunice y le abotoné la camisa blanca de
seda que se había puesto, y ella me besó las manos mientras yo insertaba los botones
en los complicados ojales.
El servicio religioso iba a celebrarse en uno de los auditorios del Madison Square
Garden, un anfiteatro iluminado, aunque básicamente oscuro, con capacidad para
unas tres mil personas, aunque hoy no había ni la mitad. El uso contundente de la luz
dejaba al descubierto el cutrerío del lugar, pues apenas había sido barrido desde el
último evento, que daba la impresión de haber sido una convención de fabricantes de
regaliz. La mayoría de los presentes eran coreanos, a excepción de algunos judíos y
ciertos blancos jóvenes que acompañaban a sus novias. Adolescentes con fajines de
color verde brillante, en los que se podía leer «Bienvenidos a la Cruzada de los
Pecadores del reverendo Suk», nos dieron la bienvenida mientras se inclinaban ante
sus mayores. Chicos muy bien vestidos (y con los äppäräti confiscados por sus
progenitores) deambulaban tranquilamente por allí, consagrados a juegos sencillos a
base de chinchetas y cinta adhesiva, y vigilados por una abuela solitaria que no les
quitaba ojo de encima.
10 DE JULIO
EUNI-MAJARA A CHUNC.WON.PARK:
Mamá, hace tiempo que no me escribes. ¿Todavía estás enfadada por lo de
Lenny? Deja de preocuparte por el Misterio, ¿vale? Mejor harías preocupándote por
Sally. Tienes que vigilarle el peso. No le dejes que pida peejah. Tú prepárale los
platos con muchas verduras. Voy a comprarle unos bonitos zapatos de verano en
PinrelesAmogollón, de los que también se pueden llevar para las entrevistas.
Estoy demasiado ocupada buscando trabajo en Ventas como para pensar en el
examen de Derecho, pero te juro que me pondré en verano. El cobro variopinto de
Alliedcvs debe de ser ese «suplemento mínimo» que están añadiendo ahora. Consiste
en que pagaremos menos mensualmente, pero que hay que pagar de inmediato dicho
suplemento si no queremos que nos lo adjunten a la deuda principal, pues entonces se
convierte en «suplemento máximo», lo cual equivale, probablemente, a otros seis mil
o más en los dos siguientes ciclos de facturación. Creo que ya va siendo hora de que
nos larguemos de AlliedWaste, pues LandOLakes tiene unas ofertas muy buenas este
mes, aunque hay que pedir otros diez mil para poder «apuntarse». Creo que, por lo
menos, deberíamos hacer números y probarlo.
EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Querido y Precioso Poni:
¿Cómo va eso en Telelandia? Ay. Me temo que he estado viendo demasiados
programas antiguos con Lenny. Siniestro. Y ahora mi madre también está cabreada
conmigo. La cena con la familia fue un desastre, como tú ya predijiste. ¿En qué se
basaría Lenny para creer que mis padres quedarían encantados con él? Ya sabes lo
PAGADO DE SÍ MISMO que puede ser a veces. Se gasta ese rollo de estadounidense
blanco que cree que la vida siempre acaba siendo justa y que a los buenos tíos se les
respeta por serlo y que todo es CHACHI PIRULÍ (¿lo pillas?). El tío no paraba de dar la
brasa con lo de que yo sé construir frases y que siempre me ocupo de Sally, y
mientras tanto, mi padre se dedicaba a flexionar el puño por debajo de la mesa.
Créeme, ese puño era en lo único que pensábamos Sally y yo mientras el bueno de
Len seguía a lo suyo.
Ya sé que tiene buen corazón. Y buena intención. Pero al cabo de un rato, ¿a
quién le importa, verdad? ¿Cómo es que no me entiende? Es como si no se tomara la
molestia de sumar dos y dos. Me prometió que leería menos y que dedicaría más
tiempo a cuidar de nuestro apartamento, pero sigue con la cabeza metida en esos
textos. Busqué Guerra y paz y va de un tal Pierre que combate en Francia y de todas
12 DE JULIO
ZORRUPIA A EUNI-MAJARA:
Perdona que no te respondiera de inmediato, Panda. Aquí está pasando algo
realmente MALO. Esos IBI se colaron en la fábrica de mi padre cuando estaba
cerrada y se apoderaron de ella y desde hace un mes la policía pasa de todo y la
Guardia Nacional no piensa hacer nada y ahora parece que vamos a perder el negocio
o algo así. Escuché a mi madre y a mi padre VERBALIZANDO MUY BAJITO en su
dormitorio y me entró mucho miedo, pues no sé lo que ocurre y no sé qué puedo
hacer para ayudar. Por lo general, me lo cuentan todo, pero mi padre tenía cara de
ayayayayay y hasta estaban hablando de volver a Corea una temporadita. Intenté ir a
Padma, pero había un control en la 405 y había gente con las manos en el cogote, así
que me metí en una estación de servicio y me quedé allí con el motor en marcha y
luego LA EMPRENDÍ A GOLPES con el volante. Pero ¿¿¿qué coño pasa??? ¿Cómo es que
no protegen nuestro negocio? ¿Cómo permiten que ese Ejército de Aziz haga lo que
le da la gana? Es como si quisieran que ya no nos sintiéramos seguros. No creo que
debas seguir viendo al tal David, Eunice. Parece uno de esos capullos que están
EUNI-MAJARA: Hola, Sally. ¿Te has enterado de que los ibi han ocupado la fábrica de
desatascadores Kang?
SALLYSTAR: No. Qué horror.
EUNI-MAJARA: ¿Eso es todo lo que tienes que decir al respecto?
SALLYSTAR: ¿Y qué quieres que diga?
EUNI-MAJARA: ¿Quieres ir a por hamburguesas? Puedes tomar un poco de carne roja si
me prometes tirarte una semana a base de verduras y yogures.
EUNI-MAJARA: ¿Me oyes? Planeta Tierra a Sally Park.
EUNI-MAJARA: Debes de estar ocupada. Aún no me has dicho qué piensas de Lenny.
SALLYSTAR: Todos están muy preocupados por ti.
EUNI-MAJARA: ¿PREOCUPADOS? Cuánta amabilidad.
SALLYSTAR: Papá y mamá no quieren que te comprometas a nada.
EUNI-MAJARA: ¿Te has convertido en su portavoz de Medios?
SALLYSTAR: No somos una familia perfecta, pero seguimos siendo una familia, ¿no?
EUNI-MAJARA: Ni idea. Dímelo tú.
SALLYSTAR: Hay que cambiar la moqueta del salón y las alfombras de las escaleras.
¿Quieres venir a Nueva Jersey y ayudarnos a comprarlas?
EUNI-MAJARA: ¿Puedo llevar a Lenny?
SALLYSTAR: Puedes hacer lo que quieras, Eunice.
EUNI-MAJARA: Era broma.
SALLYSTAR: ¿Vas a venir?
EUNI-MAJARA: Vale, pero no pienso sentarme al lado de papá ni dirigirle la palabra. A
Lenny le gusta el término «agresivo». Papá es como un niño agresivo, así que lo
mejor es ignorarlo.
20 DE JULIO
Querido diario:
Me contó Noah que en verano hay un día en que el sol cae sobre las anchas avenidas
en un ángulo que te lleva a experimentar la sensación de que toda la ciudad está
siendo inundada por una luz melancólica del siglo XX, incluidos los edificios más
prosaicos y despreciados, que se ven de un blanco nuclear, y que es entonces cuando
te entran ganas de llorar por algo que has perdido, de salir corriendo y desear que
caiga la noche. Lo describía como si fuese una epifanía urbana, con su rostro
envejeciendo bajo un amable resplandor, como si estuviera pidiendo prestada parte de
esa luz de la que hablaba. Pensé que estaba emitiendo cuando me decía eso, pero
tenía el äppärät apagado, no estaba transmitiendo ningún torrente. Era algo real.
Estábamos sentados en una cafetería churrosa, extrañamente emocionados ante el
hecho de que aún quedaran en este mundo tales establecimientos (y, sobre todo, en
Staten Island).
—Me encantaría verlo —le dije a Noah—. ¿Cuándo sucede exactamente?
—Nos lo hemos perdido —repuso—. Fue a finales de junio.
—Pues el año que viene, entonces —concluí.
Y acto seguido, cual perfecta reinona histérica de Medios, Noah me dijo que no
esperaba llegar vivo al año próximo. La cosa tenía algo que ver con la Autoridad de
Restauración, los Bipartitos, el precio del biocombustible, la caída de las mareas…
¿Quién es capaz de aguantar todo eso? La verdad es que me amargó el efecto de lo
que estaba diciendo sobre la luz que golpea las avenidas y tal. Me entraron ganas de
decirle que no tenía por qué sobreactuar, que yo lo apreciaba exactamente tal como
era: un tío muy por encima de la media, cabreado pero decente y que no se pasaba de
listo. Pensé en Sammy, el elefante del Bronx, en su contención tranquilamente
depresiva, en el modo en que se acercaba a la extinción con tanta ecuanimidad como
fatalista desesperación. Igual era eso a lo que se refería Noah cuando se dedicaba a
seguir la luz por toda la ciudad. La luz que se apaga somos nosotros y también
nosotros podemos ser, durante un momento tan breve que no registra ni la cámara de
nuestro äppärät, hermosos.
Hablando de la luz, esta semana tuve un instante luminoso con Eunice. La pillé
mirando mi Muro de Libros con cierta curiosidad; en concreto, la desgastada cubierta
de una novela de Milan Kundera en edición de bolsillo —se veía un bombín flotando
sobre un paisaje de Praga—, con el dedo índice encima del libro como si estuviera a
punto de clicar en el símbolo CÓMPRAME AHORA de su äppärät, mientras los demás
Yo nunca había estado en el PVNU. Siempre me han intimidado los Pasillos de Ventas,
y se suponía que este era el más grande de todos. Cuando fui al Pasillo que habían
construido en Union Square un par de años atrás, todo el mundo parecía más guapo y
más joven que yo. A mí lo que me gusta es ir a esas tiendecitas tronadas de Staten
Island con Grace, aunque la clientela es más vieja y canosa, gente que creció en
* * *
Y eso no era todo. Tenía un aspecto más saludable. Las fibras respirables me quitaban
unos cuatro años de edad biológica. En el trabajo, los de Ingresos me preguntaron si
me había apuntado a los tratamientos de descronificación. Hice un examen físico y
mis estadísticas empezaron a materializarse en Los Paneles: caían en tromba la ACTH
y los niveles de cortisol, y ahora se me consideraba «un señor maduro alegre e
inspirador». Hasta Howard Shu se acercó a mi escritorio para invitarme a almorzar. A
estas alturas, Joshie enviaba a Shu a Washington cada semana en su jet privado. Se
rumoreaba que Shu iba derechito a la Casa Blanca o incluso más arriba.
«Rubenstein», hipaba la gente mientras se tapaba la boca. ¡Estábamos negociando
con los propios Bipartitos! Aunque yo aún no sabía sobre qué.
Pero Shu ya no me daba miedo. Durante nuestra reunión a la hora del almuerzo,
me lo quedé mirando fijamente mientras jugueteaba con los puños de mi camisa de
algodón a rayas, que, ciertamente, disimulaba mis tetas incipientes. Tomamos asiento
en una abigarrada cantina y bebimos agua suiza, que nosotros mismos habíamos
alcalinizado en la mesa, y comimos unas bolitas de algo que parecía pescado.
* * *
Pero conseguir que Joshie conociera a mi novia no era nada sencillo. La noche antes
de que tuviéramos que ir a su casa, Eunice no podía dormir.
—No sé qué decirte, Len —susurraba—. No sé, no sé, no sé.
Llevaba un largo camisón de satén del siglo XX, regalo de su madre, que lo dejaba
todo a la imaginación, no como sus prendas habituales de EntregaTotal.
—Me siento como si me obligaras a hacerlo —dijo.
—Me siento agobiada.
—Siento que las cosas van demasiado deprisa.
—Tal vez debería volver a Fort Lee.
—Puede que necesites estar con una adulta de verdad.
—Los dos sabíamos que acabaría haciéndote daño.
Le acaricié suavemente la espalda en la oscuridad. Hice mi ruidito habitual de
rata-acorralada-que-da-pataditas-de-miedo contra el colchón, enriquecido con un
20 DE JULIO
22 DE JULIO
ZORRUPIA A EUNI-MAJARA:
Querido y Precioso Panda:
La verdad es que ahora no puedo hablar. No encontramos a mi padre. Se fue a la
fábrica y ahí está su última huella en el Global-Trace de mi äppärät. Pensamos que
igual se habría escondido en el edificio, aunque está rodeado de Guardias Nacionales
e infestado de IBI que hacen lo que les sale del níspero. Mamá y yo intentamos
atravesar el control, pero no nos dejaron, y cuando mami empezó a echarle la bronca
a uno de los soldados, este fue y le atizó. Ahora estamos en casa y le estoy cambiando
las compresas, ya que se le ha hinchado el ojo y se niega a ir al hospital. Ya no
sabemos qué pasa. Hay un tío de Medios, un tal Pervaiz Silverblatt, del Informe
Levy, que está transmitiendo que se ha incendiado la fábrica, pero yo nunca he oído
hablar de él. Lamento ser tan mala amiga y no poder ayudarte con tus problemas en
estos momentos. Tienes que ser fuerte y hacer lo más conveniente para tu familia.
EUNI-MAJARA: Sally, ¿te has enterado de lo que ocurre en California? ¿Lo de los
Kang?
SALLYSTAR: Pregúntaselo a tu novio.
EUNI-MAJARA: ¿Cómo?
SALLYSTAR: Tú pregúntale por Wapachung Emergencias.
EUNI-MAJARA: No te sigo.
24 DE JULIO
EJERCITODEAZIZ-INFO A EUNI-MAJARA:
Hola, Eunice. Me encantó conocer a tu padre y hablar con él. Me recuerda a ti, en
el sentido de que los dos estáis muy comprometidos. Me alegra que digas que haber
estado juntos en la Nación de Tompkins Square os ha unido más. Ver a tu padre me
hizo echar de menos al mío. Cuando éramos pequeños, nuestros padres eran mucho
más duros con nosotros de lo que tenían que ser, lo cual significa que sus hijos se
hicieron más fuertes de lo que deberían.
OBSERVACIÓN: te quejas y despotricas demasiado, ese es un problema que tienes,
pero sigues siendo una mujer muy fuerte, tan fuerte que a veces das miedo. Usa bien
esa fuerza. Sigue adelante.
HACE FRÍO esta noche con eso de la lluvia. Todo el mundo duerme y el único
29 DE JULIO
Querido diario:
No sabía muy bien qué significaba eso. Vishnu miraba distraído hacia un punto
no muy lejano, mientras una verdura se deslizaba entre los hierros de la parrilla y caía
en las brasas.
El porche empezó a llenarse. Ahí estaba Noah, colorado y agobiado por el calor,
pero dispuesto a ejercer de maestro de ceremonias a la hora de anunciar la inminente
llegada de la hijita de Vishnu y Grace, que aparecería ya cargada de deudas en un
mundo extraño y nuevo para ella; y la novia de Noah, Amy Greenberg, su pareja
cómica, la que llenaba su «Hora de la Magdalena» con arrebatos de risa espasmódica
y un cabreo no-excesivamente-sutil ante la evidencia de que Noah no incluía entre
sus planes inmediatos dejarla embarazada y de que todo lo que tenía en su vida era
una carrera virtual.
Mis amigos. Mis seres queridos. Nos dedicamos a charlar, en ese tono agridulce
tan típico de quienes están a punto de entrar en la cuarentena, sobre las cosas que
solían hacernos sentir jóvenes, mientras Amy hacía circular un porro de los de
verdad, húmedo y sin semillas, de los que solo pilla la gente de Medios. Intenté
involucrar a Eunice en el asunto, pero ella no se movía del extremo del porche,
pegada al äppärät, mientras su impresionante vestido de cóctel, que parecía sacado de
una película antigua, le confería el aspecto de una princesa altiva a la que solo puede
entender un hombre en concreto.
Noah se acercó a Eunice e intentó camelársela en plan retro («¿Qué tal estamos,
preciosa señorita?»). Pude ver cómo mi novia movía la boca para formar pequeñas
sílabas de ánimo y comprensión mientras un rubor absoluto se extendía cual eczema
por todo su rostro, pero hablaba demasiado bajo para que yo pudiese oírla entre el
siseo de las verduras dorándose en la parrilla y las risotadas de los viejos amigos.
Apareció más gente: los compañeros de trabajo judíos e indios de Grace,
Echamos a andar por la victoriana y hermosa St. Mark’s Place, cubierta de hojas,
por cierto, como dos parejas de lo más normales: Noah rodeaba a Amy con el brazo y
yo hacía lo propio con Eunice. Pero esas bonitas parejas y esos bellos sauces de la
calle eran mentira. Un enfermizo miedo de raza blanca, hecho de céspedes podados y
sexo moderado, mezclado todo ello con un inesperado chorrito de sudor
tercermundista, impregnaba la calle más elegante del barrio mientras los jóvenes
blancos modernillos corrían hacia el transbordador de Staten Island, en dirección a
Manhattan y luego Brooklyn, mientras otra multitud trataba de volver como fuese a
Staten Island… Sin estar seguros ni los unos ni los otros de lo conveniente de su
decisión, pues según el parloteo de los Medios que emergía de nuestros äppäräti, la
ciudad en pleno parecía estar a merced de la violencia, real o inventada. Continuamos
la marcha, con la gente de Medios transmitiendo torrentes en movimiento: Amy,
resumiendo su vestuario y sus recientes frustraciones con Noah; Eunice, observando
lo que la rodeaba con sumo cuidado, mientras sus formidables índices de Follabilidad
flotaban en el aire que nos envolvía. Una nueva escuadra de helicópteros nos
sobrevoló en el preciso momento en que se anunciaba una tormenta de las de verdad.
Recibí un mensaje de emergencia de Nettie Fine: «LENNY, ¿ESTÁS BIEN? ¡ESTOY MUY
PREOCUPADA! ¿DONDE ESTÁS?». Le respondí que Noah, Eunice y yo estábamos en
7 DE AGOSTO
Querido diario:
Hice un alto en la A-OK Pizza Shack y me llevé lo poco que les quedaba, tres pizzas
estupendas aún calentitas, todo ello por sesenta yuanes. Mientras salía al exterior, me
dio la luz en toda la cara, la luz de Noah, la luz que inunda la ciudad y no deja nada
más que ella misma, la epifanía urbana. Cerré los ojos, pensando que cuando los
abriera desaparecería toda la última semana. En vez de eso, lo que vi fue a esa
abominable criatura. La puta nutria, justo en medio de la calle Grand, zampándose
algo que había en el asfalto. Agarré una pizza calzone que pesaba lo suyo y me
dispuse a apalear a mi peludo antagonista. Pero no, no se trataba de una nutria. Solo
era un conejo doméstico que se le habría escapado a alguien, que disfrutaba de su
nueva soledad, y se atracaba de comida callejera mientras se rascaba de manera
espasmódica las orejas con una pata, recordándome de ese modo lo mucho que
disfrutaba Noah de su mata de pelo. Aparecieron las nubes, y la luz urbana de Noah
adquirió un denso tono azul pizarra. Mi amigo ya no estaba.
Un par de maletas llenas de zapatos me esperaban junto a la puerta, pero Eunice
no estaba ni en el salón ni en el dormitorio. ¿Se estaría mudando finalmente? Registré
sesenta y cinco de los setenta metros cuadrados que constituían mi nido, y nada. Al
final, me llamó la atención el ruido de agua corriente que salía del cuarto de baño, así
como —una vez conseguí oír algo entre el tableteo de un helicóptero que pasaba por
allí— los suaves gemidos de una mujer destrozada.
Abrí la puerta. Eunice estaba temblando e hipando, con dos botellas vacías de
4 DE AGOSTO
EUNI-MAJARA A EJERCITODEAZIZ-INFO:
David, ¿estás ahí? ¡Ay, Dios mío! He visto los últimos torrentes de los Medios.
Estabas sangrando. En la cara. En el brazo. Mi pobre David. Un poco más y me
desmayo. Intenté llegar a Tompkins Square, te lo juro, pero me fue imposible. No me
dejaban pasar. ¿Estás bien? ¿¿¿ESTABA MI HERMANA EN EL PARQUE CONTIGO??? Sé que a
veces va por ahí los domingos. Por favor, contéstame en cuanto puedas. Sigo
creyendo en ti. Sigo pensando en lo que me enseñaste sobre mi vida y sobre mi padre,
tus Ejemplos y tus Observaciones. Tenías razón en todo. No pienso plegarme a las
ideas de los Individuos de Altos Ingresos. Voy a hacer cosas que te harán sentirte
orgulloso de mí. Soy una luchadora y no pienso dejar de batallar. ¡Dime algo, David!
Con amor,
Eunice
GLOBALTEENS: MENSAJE AUTOMÁTICO DE ERROR 01121111:
Lamentamos MUCHÍSIMO las molestias. Estamos experimentando dificultades de
conexión en la siguiente zona: NUEVA YORK, NY, EE. UU. Por favor, ten paciencia porque
el problema debería resolverse en cualquier momento.
Consejo Gratuito para Ligar de GlobalTeens: A los tíos les gusta que les rías los
chistes. Pero ¡no hay nada menos sexy que intentar superarlos a base de ser
tronchante! Cuando él haga una gracia, sonríe para que te vea los dientes y se dé
cuenta de lo mucho que lo «deseas», y luego añade, «¡Qué gracioso eres!». Y estarás
comiendo rabo en cuestión de segundos, guarrilla.
EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
¿Estás ahí, Poni? ¿Qué está pasando? Llevo una semana intentando verbalizarte,
pero mi äppärät no se conecta ni a CHARLA ni a TORRENTE, y todo lo que me llega es
un mensaje de error que me está volviendo tarumba. Escríbeme. Te echo de menos.
Estoy preocupada por ti. Te echo MUCHO de menos. ¿Qué está ocurriendo por allí?
¿También ha habido tiroteos en Hermosa? ¿Qué pasó con la fábrica de tu padre?
¡Escríbeme AHORA MISMO! Estoy preocupada, Jenny Kang. Háblame, mi dulce
Precioso Poni. No hago más que llorar. No sé qué pasa con mi familia. No sé qué ha
sido de mi amigo David. Creo que Lenny ya no me quiere. Creo que hemos roto del
todo, y que simplemente él no me obliga a hacer las maletas porque el patio está
como está. Por favor, respóndeme o HÁBLAME. No quiero estar sola y tengo miedo. Tú
eres mi mejor amiga.
8 DE AGOSTO
EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Hola, Jenny. Supongo que me va a llegar otro mensaje de error en cuanto envíe
este, pero quiero escribirte de todas maneras, con la esperanza de que lo recibas, si no
ahora, algún día. No pienso creerme que has desaparecido como el amigo de Lenny,
Noah. No pienso hacerlo, no, señor, porque tú eres muy importante para mí. Así pues,
permíteme que te cuente cómo me va la vida.
La cosa ha estado peluda por aquí, pero creo que ya he perdonado a Lenny. Tengo
que aceptar la evidencia de que David y todos los que andaban por el parque ya no
están entre nosotros. Quiero CREER que Sally no estaba allí. Debo aceptar que yo no
podría haber hecho nada para salvar a David y a su gente, y que Lenny no tuvo la
culpa, pues el pobre solo intentaba ponernos a salvo. Ay, mi dulce Precioso Poni.
Creo que he querido a David de una manera que no puedo ni describir. Sí, claro, no
teníamos nada que ver, pero lo mismo me sucede con Lenny. Mi padre estuvo muy
amable cuando me vio con David en el parque, pues los tres estábamos juntos en
aquello, haciendo cosas por el bien común, y es como si mi padre VIESE que por muy
jodida que yo esté, en el fondo soy buena persona y no tiene motivos para odiarme.
Ya sé que suena muy cristiano, pero supongo que comparto con Sally esas tendencias
20 DE AGOSTO
EUNI-MAJARA A ZORRUPIA:
Perdona que lleve un tiempo sin escribirte. Supongo que estoy algo deprimida.
Las cosas van mucho mejor entre Lenny y yo, pero sigo sintiéndome como que se le
ha dado la vuelta a la tortilla. Ahora que Lenny un poco más y me echa, me siento
descontrolada. Es como si estuviera desnuda, sin armadura. Me temo que se decida a
castigarme por todas las veces que no le he querido del todo. ¿Debería castigarle yo
antes de que lo haga él? Su jefe, Joshie, no para de enviarme mensajes en esa
frecuencia urgente de Wapachung Emergencias para ver cómo estoy, pero no sé qué
hacer. La cosa es que, francamente, encuentro atractivo a Joshie, por ese rollo de
hombre mayor y viril que se gasta. Supongo que me atrae físicamente ese modelo de
personalidad fuerte. Es como David, siempre dispuesto a tomar el mando cuando la
gente a la que quiere está amenazada. En fin, el caso es que me tiro la mitad de la
22 DE AGOSTO
EUNI-MAJARA A CHUNG.WON.PARK:
Hola, mami. Intuyo que voy a recibir un mensaje de error después de enviar este,
pero tengo ganas de hacerlo en cualquier caso. Si algún día lo recibes, que sepas que
solo quería decirte que lo siento. Estás muy cerca de mí, pero no puedo ayudaros ni a
ti, ni a Sally ni a papá. Ya sé que me educasteis para que hiciera las cosas mejor. Ya
sé que si estuviéramos en Corea tú encontrarías una manera de ayudar a tus padres sin
pensar en el sacrificio personal. Lo que pasa es que yo no soy una buena persona.
Carezco de la más mínima fuerza, no he conseguido nada de mérito y lamento
muchísimo no haberlo hecho mejor en el examen para la facultad de Derecho. Me
encantaría saber cuál es mi camino especial, como suele decir el reverendo Cho. Si
Sally está contigo, dile por favor que también lamento haberle fallado como hermana.
La inútil de tu hija,
Eunice
GLOBALTEENS: MENSAJE AUTOMÁTICO DE ERROR.
23 DE AGOSTO
5 DE SEPTIEMBRE
Querido diario:
10 DE SEPTIEMBRE
12 DE SEPTIEMBRE
12 DE OCTUBRE
Querido diario:
Haz el favor de disculparme por esta nueva ausencia de un mes, pero hoy tengo que
escribirte para darte la mejor de las noticias. Mis padres están vivos. Lo descubrí hace
cinco días, a las 17.54 hora del este, la hora exacta en que Telenor, el gigante noruego
de las telecomunicaciones, restauró nuestras comunicaciones y los äppäräti
empezaron a bullir de informaciones, precios, Imágenes y calumnias; 17.54 hora del
este, un momento que nadie de mi generación olvidará jamás. Las voces de mis
padres me llenaron las orejas de inmediato, prorrumpiendo en berridos con el
chiflado tono de barítono de mi padre y las risitas de mi madre: «¡Malen’kii,
malen’kii! ¿Zhiv, zdorov? ¡Zhiv, zdorov! (¡Chiquitín, chiquitín! ¿Estás vivo y en buen
estado? ¡Vivo y en buen estado!)». Chillé de tal manera («¡Urá!») que Eunice se
asustó. Se trasladó al cuarto de baño, donde pude oírla verbalizar en el äppärät en un
inglés monocorde mezclado con una interminable serie de apasionadas interjecciones
coreanas dirigidas a su madre: «Neh, neh, umma, neh». De esta manera, ambos nos
dedicamos a disfrutar de nuestros progenitores, reconectados con ellos con tanta
fuerza que cuando Eunice volvió al dormitorio y nos quedamos el uno frente al otro,
apenas si había nada que decir en nuestro idioma común. Acabamos echándonos a
reír ante nuestro alegre y atónito silencio: mientras yo me secaba las lágrimas, ella
apretaba las manos contra su duro pecho.
Los Abramov. Sobreviviendo, cavando, montando sus propios controles con el
señor Vida y los demás vecinos mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor,
comportándose como curtidos emigrantes de clase trabajadora, diseñados por un Dios
airado precisamente para calamidades de esa magnitud. ¿Cómo podía haber dudado
yo de su tenaz forma de aferrarse a la vida? Según los tensos mensajes de
GlobalTeens que me enviaron justo después de acabar de verbalizar, la situación en
Westbury era relativamente normal, pero la farmacia había sido saqueada y el muy
vigilado supermercado Waldbaum se había quedado sin Tagamet, el remedio favorito
de mi padre para las dolencias de corazón y sus úlceras pépticas crónicas. Así pues,
fue toda una feliz sorpresa recibir una nota, una nota escrita a mano, de Joshie.
¡Macaco! Sé un buen hijo y ve a visitar a tus padres. Te estoy reservando a lo mejorcito del contingente
de seguridad Wapachung para el lunes. Te escoltarán hasta Long Island. ¡Mantente a una prudente
distancia de esos comistrajos rusos hervidos! Y no te emociones más de la cuenta, ¿vale?, que te vigilo
cual halcón los niveles de epinefrina.
13 DE OCTUBRE
GOLDMANN-ETERNO A EUNI-MAJARA:
Buenos días, mi queridísima niña, mi tierno amor, mi vida. Lo de ayer fue tan
divertido que me resisto a creer que se acerca el fin de semana y tengo que devolverte
a nuestro amiguito. Cuento las 52,3 horas que me quedan hasta que te vuelva a ver, ¡y
no sé qué hacer conmigo mismo! Sin ti, me siento tan incompleto como un leopardo
sin garras. También estoy solucionando todo lo que me dijiste. Necesito mejorar los
brazos más que el resto del cuerpo. En cierta medida, son lo más difícil de arreglar,
con ese tono muscular deshinchado, etc. Y lamento que no nos dedicáramos más a lo
bueno. Tengo que ir con cuidado con el corazón porque la verdad es que,
genéticamente hablando, no he tenido mucha suerte a ese respecto. Los indios dicen
que en un par de años me van a trasplantar el corazón. Un músculo inútil. Diseñado
de manera idiota. Ese es el gran proyecto del año en Servicios Poshumanos: le vamos
a enseñar a la sangre por dónde debe correr exactamente y a qué velocidad, y luego le
dejaremos que se encargue de la circulación. Dime que no tengo corazón, jajaja.
El caso es que Howard Shu (te envía un saludo, por cierto) ha estado investigando
mucho y creo que ha dado con algo. Tenemos que conseguirles a tus padres unas
credenciales mejores, para que no sean los típicos inmigrantes estadounidenses con
mal Crédito. No es fácil obtener documentos noruegos, pero hay un pasaporte chino
para extranjeros, modelo «Lao Wai», que te confiere también muchos privilegios y
que te permite incluso abandonar Nueva York durante seis meses al año. Howard está
intentando colar a tu padre como personal esencial, ya que la cuota de podólogos en
la ciudad de Nueva York aún no está del todo llena. El nuevo plan del FMI es muy
metódico en lo referente a ocupaciones. El problema está en que tu padre, para dar la
talla, va a tener que hacerse con una dirección en Nueva York, ya sea en Manhattan o
en Bronwstone Brooklyn, y el no-tríplex más barato de Carroll Cardens se pone en
unos 750.000 yuanes. Así pues, lo que te propongo es que yo le compro un piso a tu
familia, y si tu padre llega a ganar lo suficiente algún día, siempre puede devolverme
el dinero. Podemos conseguirle un visado de estudiante a Sally y yo puedo
apadrinarte a ti. Por así decirlo. Ja, ja. En cualquier caso, se trata de una buena
inversión y no me importa hacerla porque te quiero. Ya sé que te da grima cuando
Lenny se pone a leerte algo, y yo también detesto leer, pero hay un verso magnífico
de un poeta antiguo llamado Walt Whitman: «¿Eres tú la Nueva persona que se siente
atraída por Mí?» Yo siempre le daba vueltas cuando caminaba por las calles de
Manhattan, pero creo que dejaré de hacerlo porque ahora te tengo a ti.
Quería sacar a colación un tema, aunque me temo que no es de mi incumbencia.
21 DE OCTUBRE
CHUNG.WON.PARK A EUNI-MAJARA:
Eunhee:
Hoy recibimos solicitud para pasaporte Lao Wai, ¡gracias a tú! El señor Shu hasta
llama y dice que es solicitud rutinaria y está garantizado que volvemos a Nueva York.
Papá y yo muy orgullosos de tú. ¡Hija lista! Siempre lo sabemos. Hasta en el Católico
22 DE OCTUBRE
24 DE OCTUBRE
GOLDMANN-ETERNO A EUNI-MAJARA:
Eunice, tenemos que hablar. Sé que me quieres, pero la verdad es que a veces no
me tratas nada bien. Un día me dices que soy «el mejor novio de tu vida», pero al
siguiente ya no estás tan segura, quieres que nos separemos un tiempecito o te entran
ganas de tomarte las cosas con más calma. Y eso me hace sentir como una especie de
capullo necesitado de amor que te mete prisa para que le cuentes lo nuestro a Lenny y
para que te tomes esta relación tan en serio como yo. Creo que me has confundido
con ese tío tan importante llamado Joshie Goldmann que quiere cambiar el mundo y
al que todos adoran. Contigo soy un hombre diferente. No soy más que un ser
humano enamorado.
No me gusta que me hagas sentir culpable por todos esos viejos que van a ser
expulsados de los edificios de Lenny. No es ese mi departamento, Eunice. Yo puedo
echarte una mano con tus padres y tu hermana, pero no está exactamente a mi alcance
cuidar de cien personas a las que la ciudad de Nueva York no necesita para nada.
Ahora el que manda es el FMI. Y creo que ya he hecho todo lo que he podido por ellos
a lo largo de los últimos meses, enviándoles comida y agua.
Mira, ya sé que te estoy pidiendo que des unos pasos enormes, y soy consciente
de que Lenny representa para ti una especie de red de seguridad «emocional», y que
10 DE NOVIEMBRE
Querido diario:
Hace un mes, a mediados de octubre, una racha de viento otoñal se abría camino por
la calle Grand. Una señora de los bloques de apartamentos, vieja, cansada, judía y
con unas cuentas falsas de jade sobre el pecho enteco, levantó la vista al cielo y
pronunció una sola palabra: «borrascoso». Solo una palabra, una palabra que
significaba poco más que «perturbación atmosférica caracterizada por fuertes vientos,
abundantes precipitaciones y, a veces fenómenos eléctricos», pero que a mí me pilló
por sorpresa y me recordó cómo se utilizaba el idioma en el pasado, con precisión y
simplicidad, con capacidad para el recuerdo. Ni frío ni gélido, borrascoso.
Aparecieron ante mí otros cien días tempestuosos: mi madre, de joven, envuelta en su
abrigo de piel falsa frente a nuestro Chevrolet Malibu Classic, tapándome las orejas
con las manos para protegerme del frío porque la birria de gorro de esquí que me
habían comprado no llegaba a cubrírmelas, mientras mi padre despotricaba y se
armaba un taco con las llaves del coche. Los chorros de aliento preocupado de mi
madre sobre mi cara, la emoción de sentirme al mismo tiempo helado y protegido,
expuesto a los elementos y amado a la vez.
—Ya lo creo, señora, de lo más borrascoso —le dije a la anciana. Lo noto en los
huesos.
Y ella me sonrió, recurriendo a los escasos músculos faciales que aún le
funcionaban. Nos estábamos comunicando con palabras.
Regresé de Westbury y encontré a Eunice de una sola pieza, pero las Casas Vladeck
se habían convertido en caparazones chamuscados donde el color naranja había sido
sustituido por el negro. Me quedé ante las casas junto a una pandilla de tíos de los
Quedé con Grace en el parque para un almuerzo en plan merienda campestre. Estaba
sentada en una confortable roca del Sheep Meadow que era como una chaise longue
de la era glacial. Hacía menos de medio año, la sangre de un centenar de personas
había bañado la hierba circundante. Con ese vestido blanco de algodón que le colgaba
holgado de los hombros, con la curva perfecta del cabello que envolvía su rostro
concentrado, con su reposo elegante aunque definitivamente preñado, parecía, desde
lejos, una visión de algo inasiblemente perfecto y acorde con el mundo. Eché a andar
lentamente hacia Grace, reuniendo mis pensamientos. Ahora tendría que encontrar
una manera de ajustar nuestra amistad para que cupiese alguien más, alguien que
sería aún más pequeño y más inocente que su madre.
Ya podía ver al bebé. Por mucho que ella lo influenciara (me habían dicho que era
un niño), contaría por lo menos con algo de la suavidad de Vishnu, de su carácter
afable, de su bondad e ingenuidad. A mí me resultaba extraño considerar a un crío el
producto de dos personas. Mis padres, pese a todas sus temperamentales diferencias,
se parecían tanto a veces que yo los considero un solo progenitor, cargado con un hijo
por algún Espíritu Santo Judío. ¿Y si Eunice y yo hubiésemos tenido un hijo juntos?
¿La habría hecho eso más feliz? En los últimos tiempos, parecía muy distante de mí.
En ocasiones, incluso cuando estaba observando a sus modelos anoréxicas favoritas
en CulosLujosos, daba la impresión de que su mirada las atravesaba en busca de una
nueva dimensión desprovista de huesos y caderas.
Grace y yo bebimos zumo de sandía y nos zampamos un kimbap de la calle 32
recién cortado en lonchas: el rábano nos crujía alegremente entre los dientes y el
arroz con algas nos llenaba la boca de mar y de féculas. Normalidad: a eso
aspirábamos. Tras algunos preliminares chistosos, Grace puso su cara más seria.
—Lenny —me dijo—, hay algo un poco triste que tengo que contarte.
Así pues, te has casado… Pero no te preocupes, que yo no pienso desesperarme. Conseguiré arrancarte
de mi corazón. Lo único que me molesta y me amarga es que seas tan despreciable como los demás; que lo
que desees en una mujer no sea la inteligencia o la brillantez, sino tan solo un cuerpo, buena apariencia y
juventud… ¡Juventud!
Primero de noviembre. O por ahí. Nos trasladaron a dos habitaciones del Upper East
Llegó el otoño, el veranillo de San Martín tocó a su fin y la ciudad dañada siguió
batallando para recuperar la gloria perdida. A todo esto, a mis jefes les dio por montar
un jolgorio para dar la bienvenida a los integrantes de la Comisión del Politburó del
Partido Capitalista de la China Popular. El evento tendría lugar en el triplex de uno de
los miembros de la junta directiva de Staatling y sería, al mismo tiempo y para estar a
la moda, una especie de inauguración artística.
El día de la fiesta, Eunice y yo nos despertamos tarde, y ella me plantó el tórax en
la cara y se dispuso a cerrar la última unión entre nosotros. Hacía cierto tiempo. La
semana pasada, yo había estado demasiado triste como para atreverme a pensar en el
amor físico, y nuestro nuevo y grisáceo entorno era de lo más deprimente.
—Euny —le dije—, cariño.
Intenté que se diera la vuelta para comérselo, pues eso es lo que me sale mejor y,
además, no estaba seguro de poder lidiar con la imagen de su rostro matutino tan
cerca del mío, reparar en esas leves imperfecciones en torno a los ojos a causa del
sueño, en la versión privada y sin montar de mi Eunice Park. Pero ella apretó las
piernas contra mi torso hinchado y no tardamos nada en estar juntos, en ser de nuevo
dos amantes en una cama pequeña, rodeados exclusivamente por cajas de libros, a la
escasa luz de una ventanita cuadrada que no revelaba nada de nosotros, a excepción
del hecho de que nos habíamos convertido en uno.
—No puedo hacerlo —recuerdo haberme dicho a mí mismo ante el espejo al cabo
de unos minutos, mientras Eunice batallaba con la infame ducha.
Me cogió de la mano, me introdujo en el baño y me enjabonó el pecho y el vello
púbico. Yo también traté de lavarla por abajo, pero ella tenía su propia manera de
hacerlo, con tiento y una esponja. Luego hice algo mal con el jabón y con la leche
limpiadora Cetaphil y ella se encargó del asunto. Me echó un montón de
acondicionador en lo que me queda de melena y me la estrujó a conciencia. Cuán
vulnerable parecía su cuerpo bajo el agua; qué translúcido.
—No puedo hacerlo —repetí.
—No pasa nada, Lenny —dijo ella, apartando la vista de mí. Salió de la ducha y
añadió—: Respira, hazlo por mí.
LARRY ABRAHAM
Donnini, Estado Libre de la Toscana
1
Cuando yo era pequeño, quería tanto a mis progenitores que me podrían haber
acusado de abuso paternal. Los ojos se me llenaban de lágrimas cada vez que mi
madre se ponía a toser por culpa de los «productos químicos norteamericanos en la
atmósfera», o cuando mi padre se dolía de su hígado castigado. Si ellos se morían, yo
me moría. Y la posibilidad de sus muertes parecía siempre tan inminente como
inevitable. Cada vez que trataba de imaginarme las almas de mis padres, pensaba en
esas blanquísimas orillas nevadas de la segunda guerra mundial que veía en los libros
de historia, en todas esas flechas lanzadas al corazón de Rusia junto a los nombres de
las divisiones acorazadas alemanas. Yo era una mancha roja sobre la nieve. Antes
incluso de nacer, había alejado a mis padres de Moscú, una ciudad en la que mi papá
el ingeniero no tenía que vaciar papeleras para vivir. Les había alejado de allí con la
única intención de que el feto que había dentro de mi madre, ese futuro Lenny,
pudiera tener una vida mejor. Y algún día Dios me castigaría por lo que les había
hecho. Me castigaría matándolos.
Mi padre conducía a su habitual velocidad de ciento cuarenta kilómetros por hora
en su Chevrolet Malibu Classic en forma de barco, cambiando de carril cuando le
parecía y mirando la mediana de cemento con indisimulada alegría. En cierta ocasión,
se había subido a esa mediana y se había estrellado contra un árbol, rompiéndose los
huesos de la mano izquierda, lo que le impidió acudir al trabajo durante un mes
(«¡Que los chinos se asfixien con su basura!»). Un día de invierno, mi padre llevaba
varias horas de retraso tras recoger a mi madre de sus deberes secretariales, y yo
estaba convencido de que había vuelto a hacer lo del árbol. Los veía a los dos: sus
caras anchas y congeladas, sus gruesos labios judíos de un extraño color púrpura,
astillas de vidrio clavadas en la frente, fallecidos en cualquier zanja cruel de Long
Island. ¿Dónde irían al morir? Intenté imaginar ese Lugar Celestial al que se referían
los rumores infantiles. Según los sabios adolescentes de cuando yo era niño, ese sitio
era como el castillo de cuento de hadas del frustrante juego de ordenador al que todos
jugábamos, con sus magos, sus espadas y sus doncellas desnudas; parecía, cosa
curiosa, una copia del bloque de apartamentos ajardinado en el que vivía mi familia,
pero con torreones.
Transcurrió una hora. Y luego otra. Entre llantos e hipidos, mi mente viajaba
hacia el funeral de mis padres. Aunque las sinagogas carecen de campanas, yo oía su
2.
Desde que se publicó la primera edición de mis diarios y de los mensajes de Eunice
en Pekín y Nueva York, hace dos años, he sido acusado de escribir mis textos con la
esperanza de que acabasen siendo publicados, aunque ha habido gente aún menos
amable que me ha tildado de imitador servil de la última generación de escritores
«literarios» norteamericanos. Voy a tener que aclararle este asunto al lector. Cuando
escribí esas entradas de diario hace muchas décadas, nunca se me pasó por la cabeza
que ningún texto encontrara jamás una nueva generación de lectores. No tenía la
menor idea de que un individuo, o grupo de individuos, desconocido se colara en mi
vida privada y en la de Eunice para saquear nuestras cuentas de GlobalTeens y
componer el texto que podéis ver en la pantalla. Y tampoco es que lo mío fuese del
todo una excentricidad solitaria. En muchos aspectos, mis tribulaciones presagian la
inundación de dietarios a cargo de escritores contemporáneos sino-estadounidenses
—por ejemplo, Cómo me pesa el culo, amigos, de Johnny Wei (Tsingshua-Columbia)
o El zoo de los niños está cerrado, de Crystal Weinberg-Cha (Audacious, HSBC-
Londres)— que se produjo después de que el Partido Capitalista Popular emitiera
hace cuatro años sus «Cincuenta y una consignas», la última de las cuales les gritaba
a las masas: «¡Escribir textos es glorioso!».
Pese a las críticas recibidas en mi antigua patria, me animan algunas de las
críticas publicadas en la propia República Popular. En su reseña del Diario
del granjero, el siempre cabal Cai Xiangbao dice que mis diarios son: «
; ». Y no puede estar más en lo cierto.
Yo no soy escritor. Pero lo que he escrito ha sido, como ha dicho Xiangbao, «un
homenaje a la literatura como era antes (el destacado es mío)».
Pero como han reconocido los críticos a nivel mundial, las perlas del texto son las
entradas de Eunice Park en GlobalTeens, pues «ofrecen un bienvenido descanso de la
infatigable fijación de Lenny con su propio ombligo», por citar a Jeffrey Schott-Liu
en joderputarevu: «Eunice no es una escritora nata, como corresponde a una
generación criada entre Imágenes y Ventas, pero su escritura resulta más interesante y
está más viva que cualquier otra cosa que yo haya podido leer de ese período iletrado.
3.
Tras abandonar Nueva York, viví en Toronto, Canadá-Estable, durante cerca de una
década. Allí cambié ese pasaporte estadounidense que no valía nada por uno
canadiense, y dejé de llamarme Lenny Abramov para adoptar el nombre de Larry
Abraham, que es algo que se me antojaba de lo más estadounidense, con su parte de
conveniencia y su parte de Antiguo Testamento. En cualquier caso, después de la
muerte de mis padres no podía encajar la idea de llevar el apellido que ellos me
habían dado y el nombre que les había seguido a través del océano. Pero también yo
acabé cruzando ese océano. Cobré las acciones que me quedaban de Staatling, reuní
todos mis yuanes y me trasladé a una granjita del valle de Valdarno, en el Estado
Libre de la Toscana. Quería estar en un sitio con menos información y menos
jóvenes, en el que los viejos como yo no fuesen despreciados por el mero hecho de
serlo, en el que un hombre mayor, por ejemplo, pudiese ser considerado hermoso.
Unos años después de mi inmigración definitiva, me enteré de que Joshie
Goldmann iba a visitar la fracturada península italiana. Un gilipollas de Bolonia había
rodado un documental sobre los días de gloria de Servicios Poshumanos, y la facultad
de Medicina de la universidad había enviado lo que quedaba de Joshie.
—Todos vamos a morir —me dijo Grace Kim en cierta ocasión, recordándome a
Nettie Fine—. Tú, yo, Vishnu, Eunice, tu jefe, tus clientes, todo el mundo.
—Si hay algo en mis diarios que se acerque mínimamente a la verdad, es el
lamento de Grace. (Aunque puede que no se trate de ningún lamento.)
En el escenario, el rostro de mi padre putativo, inicialmente contorsionado en una
seria expresión académica, no tardó nada en desmoronarse, y Joshie empezó a sufrir
los recientemente descubiertos Temblores de Kapasian, asociados a la reversión de la
descronificación. Babeando espectacularmente sobre el intérprete, nos dijo sin
preámbulo ni excusa alguna:
—Estábamos equivocados. Los antioxidantes no llevaban a ninguna parte. No
había manera de producir la nueva tecnología a tiempo para prevenir las
complicaciones derivadas de la aplicación de la vieja. Nuestra guerra genocida contra
los radicales libres acabó siendo más dañina que útil, pues nos cargamos el
metabolismo celular y le robamos el control al cuerpo. Al final, simplemente, la
4.
El pasado invierno, visité a mis amigos romanos Giovanna y Paolo en su casa de
campo, una granja de piedra del siglo XIV cerca de Orvieto. Pasé la primera noche
bajo el techo de madera de gruesas vigas del salón rediseñado, bebiendo mi
Sagrantino di Montefalco y admirando las alcobas recién construidas y las estanterías
de madera, que con su rústica simplicidad tan bien encajaban con la vetusta
estructura, así como supervisando, con mirada amable, a esos amigos más jóvenes
que yo y a su encantador hijo adoptivo de cinco años de edad, un ruso que ya hablaba
perfectamente mandarín y cantonés, y cuyo lacio cabello rubio contradecía la
fisonomía oscura de sus padres. El humo de leña llenaba la habitación, bañándonos a
todos en un dulce y oloroso resplandor. Hablábamos plácidamente, pese a la ingesta
de vino, del cambio climático y del fin de la vida humana en la Tierra. Los italianos
describían nuestro papel en el planeta como el de unas molestas moscas cojoneras; y
los ecosistemas terrestres de autorregulación, como una especie de gigantesco
matamoscas. Yo no podía entender cómo era posible que mis amigos, en su condición
de padres, pudieran ni tan solo plantearse la extinción del mundo de su propio hijo.
Puede que notando que el tema me deprimía, y plenamente conscientes de que me
quedaban, como mucho, una o dos décadas de vida, el señor y la señora de la casa no
tardaron mucho en levantarse para darle una inyección de antibióticos a una cabra tan
valiosa como enferma.
A medida que avanzaba la velada, mis amigos recibieron nuevas visitas.
Concretamente, dos jóvenes actrices de Cinecittà recién llegadas de Roma. No tenían