Cartas de Amor Traicionado Isabel-Allende

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CARTAS DE AMOR TRAICIONADO

La madre de Analía Torres murió de una fiebre delirante cuando ella nació y su padre

no soportó la tristeza y dos semanas más tarde se dio un tiro de pistola en el pecho.

Agonizó varios días con el nombre de su mujer en los labios. Su hermano Eugenio

administró las tierras de la familia y dispuso del destino de la pequeña huérfana según

su criterio. Hasta los seis años Analía creció aferrada a las faldas de un ama india en

los cuartos de servicio de la casa de su tutor y después, apenas tuvo edad para ir a la

escuela, la mandaron a la capital, interna en el Colegio de las Hermanas del Sagrado

Corazón, donde pasó los doce años siguientes. Era buena alumna y amaba la

disciplina, la austeridad del edificio de piedra, la capilla con su corte de santos y su

aroma de cera y de lirios, los corredores desnudos, los patios sombríos. Lo que menos

la atraía era el bullicio de las pupilas y el acre olor de las salas de clases. Cada vez que

lograba burlar la vigilancia de las monjas, se escondía en el desván, entre estatuas

decapitadas y muebles rotos, para contarse cuentos a sí misma. En esos momentos

robados se sumergía en el silencio con la sensación de abandonarse a un pecado.

Cada seis meses recibía una breve nota de su tío Eugenio recomendándole que se

portara bien y honrara la memoria de sus padres, quienes habían sido dos buenos

cristianos en vida y estarían orgullosos de que su única hija dedicara su existencia a

los más altos preceptos de la virtud, es decir, entrara de novicia al convento. Pero

Analía le hizo saber desde la primera insinuación que no estaba dispuesta a ello y

mantuvo su postura con firmeza simplemente para contradecirlo, porque en el fondo le

gustaba la vida religiosa. Escondida tras el hábito, en la soledad última de la renuncia

a cualquier placer, tal vez podría encontrar paz perdurable, pensaba; sin embargo su

instinto le advertía contra los consejos de su tutor. Sospechaba que sus acciones

estaban motivadas por la codicia de las tierras, más que por la lealtad familiar. Nada
proveniente de él le parecía digno de confianza, en algún resquicio se encontraba la

trampa. Cuando Analía cumplió dieciséis años, su tío fue a visitarla al colegio por primera vez.

La Madre Superiora llamó a la muchacha a su oficina y tuvo que presentarlos, porque

ambos habían cambiado mucho desde la época del ama india en los patios traseros y

no se reconocieron.

-Veo que las Hermanitas han cuidado bien de ti, Analía -comentó el tío revolviendo su

taza de chocolate-. Te ves sana y hasta bonita. En mi última carta te notifiqué que a

partir de la fecha de este cumpleaños recibirás una suma mensual para tus gastos, tal

como lo estipuló en su testamento mi hermano, que en paz descanse.

-¿Cuánto? -Cien pesos. -¿Es todo lo que dejaron mis padres? -No, claro que no. Ya

sabes que la hacienda te pertenece, pero la agricultura no es tarea para una mujer,

sobre todo en estos tiempos de huelgas y revoluciones. Por el momento te haré llegar

una mensualidad que aumentaré cada año, hasta tu mayoría de edad. Luego veremos.

-¿Veremos qué, tío? -Veremos lo que más te conviene. -¿Cuáles son mis alternativas?

-Siempre necesitarás a un hombre que administre el campo, niña. Yo lo he hecho

todos estos años y no ha sido tarea fácil, pero es mi obligación, se lo prometí a mi

hermano en su última hora y estoy dispuesto a seguir haciéndolo por ti.

-No deberá hacerlo por mucho tiempo más, tío. Cuando me case me haré cargo de mis

tierras.

-¿Cuando se case, dijo la chiquilla? Dígame, Madre, ¿es que tiene algún pretendiente?

- ¡Cómo se le ocurre, señor Torres! Cuidamos mucho a las niñas. Es sólo una manera

de hablar. ¡Qué cosas dice esta muchacha! Analía Torres se puso de pie, se estiró los

pliegues del uniforme, hizo una breve reverencia más bien burlona y salió. La Madre

Superiora le sirvió más chocolate al caballero, comentando que la única explicación

para ese comportamiento descortés era el escaso contacto que la joven había tenido
con sus familiares.

-Ella es la única alumna que nunca sale de vacaciones y a quien jamás le han mandado

un regalo de Navidad -dijo la monja en tono seco.

-Yo no soy hombre de mimos, pero le aseguro que estimo mucho a mi sobrina y he

cuidado sus intereses como un padre. Pero tiene usted razón, Analía necesita más

cariño, las mujeres son sentimentales.

Antes de treinta días el tío se presentó de nuevo en el colegio, pero en esta

oportunidad no pidió ver a su sobrina, se limitó a notificarle a la Madre Superiora que

su propio hijo deseaba mantener correspondencia con Analía y a rogarle que le hiciera

llegar las cartas a ver si la camaradería con su primo reforzaba los lazos de la familia.

Las cartas comenzaron a llegar regularmente. Sencillo papel blanco y tinta negra, una

escritura de trazos grandes y precisos. Algunas hablaban de la vida en el campo, de las

estaciones y los animales, otras de poetas ya muertos y de los pensamientos que

escribieron. A veces el sobre incluía un libro o un dibujo hecho con los mismos trazos

firmes de la caligrafía. Analía se propuso no leerlas, fiel a la idea de que cualquier cosa

relacionada con su tío escondía algún peligro, pero en el aburrimiento del colegio las

cartas representaban su única posibilidad de volar. Se escondía en el desván, no ya a

inventar cuentos improbables, sino a releer con avidez las notas enviadas por su primo

hasta conocer de memoria la inclinación de las letras y la textura del papel. Al principio

no las contestaba, pero al poco tiempo no pudo dejar de hacerlo. El contenido de las

cartas se fue haciendo cada vez más útil para burlar la censura de la Madre Superiora,

que abría toda la correspondencia. Creció la intimidad entre los dos y pronto lograron

ponerse de acuerdo en un código secreto con el cual empezaron a hablar de amor.

Analía Torres no recordaba haber visto jamás a ese primo que se firmaba Luis, porque cuando ella vivía

en casa de su tío el muchacho estaba interno en un colegio en la


capital. Estaba segura de que debía ser un hombre feo, tal vez enfermo contrahecho,

porque le parecía imposible que a una sensibilidad tan profunda y una inteligencia tan

precisa se sumara un aspecto atrayente. Trataba de dibujar en su mente una imagen

del primo: rechoncho corno su padre con la cara picada de viruelas, cojo y medio

calvo; pero mientras más defectos le agregaba más se inclinaba a amarlo. El brillo del

espíritu era lo único importante, lo único que resistiría el paso del tiempo sin

deteriorarse e iría creciendo con los años, la belleza de esos héroes utópicos de los

cuentos no tenía valor alguno y hasta podía convertirse en motivo de frivolidad,

concluía la muchacha, aunque no podía evitar una sombra de inquietud en su

razonamiento. Se preguntaba cuánta deformidad sería capaz de tolerar.

La correspondencia entre Analía y Luis Torres duró dos años, al cabo de los cuales la

muchacha tenía una caja de sombrero llena de sobres y el alma definitivamente

entregada. Si cruzó por su mente la idea de que aquella relación podría ser un plan de

su tío para que los bienes que ella había heredado de su padre pasaran a manos de

Luis, la descartó de inmediato, avergonzada de su propia mezquindad. El día en que

cumplió dieciocho años la Madre Superiora la llamó al refectorio porque había una

visita esperándola. Analía Torres adivinó quién era y estuvo a punto de correr a

esconderse en el desván de los santos olvidados, aterrada ante la eventualidad de

enfrentar por fin al hombre que había imaginado por tanto tiempo. Cuando entró en la

sala y estuvo frente a él necesitó varios minutos para vencer la desilusión.

Luis Torres no era el enano retorcido que ella había construido en sueños y había

aprendido a amar. Era un hombre bien plantado, con un rostro simpático de rasgos

regulares, la boca todavía infantil, una barba oscura y bien cuidada, ojos claros de

pestañas largas, pero vacíos de expresión. Se parecía un poco a los santos de la

capilla, demasiado bonito y un poco bobalicón. Analía se repuso del impacto y decidió
que si había aceptado en su corazón a un jorobado, con mayor razón podía querer a

este joven elegante que la besaba en una mejilla dejándole un rastro de lavanda en la

nariz. Desde el primer día de casada Analía detestó a Luis Torres. Cuando la aplastó entre las

sábanas bordadas de una cama demasiado blanda, supo que se había enamorado de

un fantasma y que nunca podría trasladar esa pasión imaginaria a la realidad de su

matrimonio. Combatió sus sentimientos con determinación, primero descartándolos

como un vicio y luego, cuando fue imposible seguir ignorándolos, tratando de llegar al

fondo de su propia alma para arrancárselos de raíz. Luis era gentil y hasta divertido a

veces, no la molestaba con exigencias desproporcionadas ni trató de modificar su

tendencia a la soledad y al silencio. Ella misma admitía que con un poco de buena

voluntad de su parte podía encontrar en esa relación cierta felicidad, al menos tanta

como hubiera obtenido tras un hábito de monja. No tenía motivos precisos para esa

extraña repulsión por el hombre que había amado por dos años sin conocer. Tampoco

lograba poner en palabras sus emociones, pero si hubiera podido hacerlo no habría

tenido a nadie con quien comentarlo. Se sentía burlada al no poder conciliar la imagen

del pretendiente epistolar con la de ese marido de carne y hueso. Luis nunca

mencionaba las cartas y cuando ella tocaba el tema, él le cerraba la boca con un beso

rápido y alguna observación ligera sobre ese romanticismo tan poco adecuado a la vida

matrimonial, en la cual la confianza, el respeto, los intereses comunes y el futuro de la

familia importaban mucho más que una correspondencia de adolescentes. No había

entre los dos verdadera intimidad. Durante el día cada uno se desempeñaba en sus

quehaceres y por las noches se encontraban entre las almohadas de plumas, donde

Analía -acostumbrada a su camastro del colegio- creía sofocarse. A veces se abrazaban

de prisa, ella inmóvil y tensa, él con la actitud de quien cumple una exigencia del

cuerpo porque no puede evitarlo. Luis se dormía de inmediato, ella se quedaba con los
ojos abiertos en la oscuridad y una protesta atravesada en la garganta. Analía intentó

diversos medios para vencer el rechazo que él le inspiraba, desde el recurso de fijar en

la memoria cada detalle de su marido con el propósito de amarlo por pura

determinación, hasta el de vaciar la mente de todo pensamiento y trasladarse a una

dimensión donde él no pudiera alcanzarla. Rezaba para que fuera sólo una repugnancia

transitoria, pero pasaron los meses y en vez del alivio esperado creció la animosidad

hasta convertirse en odio. Una noche se sorprendió soñando con un hombre horrible

que la acariciaba con los dedos manchados de tinta negra. encontraba junto a la carretera y a poca

distancia de un pueblo próspero, donde cada

año se celebraban ferias agrícolas y ganaderas. Legalmente Luis era el administrador

del fundo, pero en realidad era el tío Eugenio quien cumplía esa función, porque a Luis

le aburrían los asuntos del campo. Después del almuerzo, cuando padre e hijo se

instalaban en la biblioteca a beber coñac y jugar dominó, Analía oía a su tío decidir

sobre las inversiones, los animales, las siembras y las cosechas. En las raras ocasiones

en que ella se atrevía a intervenir para dar una opinión, los dos hombres la

escuchaban con aparente atención, asegurándole que tendrían en cuenta sus

sugerencias, pero luego actuaban a su amaño. A veces Analía salía a galopar por los

potreros hasta los límites de la montaña deseando haber sido hombre.

El nacimiento de un hijo no mejoró en nada los sentimientos de Analía por su marido.

Durante los meses de la gestación se acentuó su carácter retraído, pero Luis no se

impacientó, atribuyéndolo a su estado. De todos modos, él tenía otros asuntos en los

cuales pensar. Después de dar a luz, ella se instaló en otra habitación, amueblada

solamente con una cama angosta y dura. Cuando el hijo cumplió un año y todavía la

madre cerraba con llave la puerta de su aposento y evitaba toda ocasión de estar a

solas con él, Luis decidió que ya era tiempo de exigir un trato más considerado y le
advirtió a su mujer que más le valía cambiar de actitud, antes que rompiera la puerta

a tiros. Ella nunca lo había visto tan violento. Obedeció sin comentarios. En los siete

años siguientes la tensión entre ambos aumentó de tal manera que terminaron por

convertirse en enemigos solapados, pero eran personas de buenos modales y delante

de los demás se trataban con una exagerada cortesía. Sólo el niño sospechaba el

tamaño de la hostilidad entre sus padres y despertaba a medianoche llorando, con la

cama mojada. Analía se cubrió con una coraza de silencio y poco a poco pareció irse

secando por dentro. Luis, en cambio, se volvió más expansivo y frívolo, se abandonó a

sus múltiples apetitos, bebía demasiado y solía perderse por varios días en

inconfesables travesuras. Después, cuando dejó de disimular sus actos de disipación,

Analía encontró buenos pretextos para alejarse aún más de él. Luis perdió todo interés

en las faenas del campo y su mujer lo reemplazó, contenta de esa nueva posición. Los

domingos el tío Eugenio se quedaba en el comedor discutiendo las decisiones con ella,

mientras Luis se hundía en una larga siesta, de la cual resucitaba al anochecer,

empapado de sudor y con el estómago revuelto, pero siempre dispuesto a irse otra vez

de jarana con sus amigos.

Analía le enseñó a su hijo los rudimentos de la escritura y la aritmética y trató de

iniciarlo en el gusto por los libros. Cuando el niño cumplió siete años Luis decidió que

ya era tiempo de darle una educación más formal, lejos de los mimos de la madre, y

quiso mandarlo a un colegio en la capital, a ver si se hacía hombre de prisa, pero

Analía se le puso por delante con tal ferocidad, que tuvo que aceptar una solución

menos drástica. Se lo llevó a la escuela del pueblo, donde permanecía interno de lunes

a viernes, pero los sábados por la mañana iba el coche a buscarlo para que volviera a

casa hasta el domingo. La primera semana Analía observó a su hijo llena de ansiedad,

buscando motivos para retenerlo a su lado, pero no pudo encontrarlos. La criatura


parecía contenta, hablaba de su maestro y de sus compañeros con genuino

entusiasmo, como si hubiera nacido entre ellos. Dejó de orinarse en la cama. Tres

meses después llegó con su boleta de notas y una breve carta del profesor felicitándolo

por su buen rendimiento. Analía la leyó temblando y sonrió por primera vez en mucho

tiempo. Abrazó a su hijo conmovida, interrogándolo sobre cada detalle, cómo eran los

dormitorios, qué le daban de comer, si hacía frío por las noches, cuántos amigos tenía,

cómo era su maestro. Pareció mucho más tranquila y no volvió a hablar de sacarlo de

la escuela. En los meses siguientes el muchacho trajo siempre buenas calificaciones,

que Analía coleccionaba como tesoros y retribuía con frascos de mermelada y canastos

de frutas para toda la clase. Trataba de no pensar en que esa solución apenas

alcanzaba para la educación primaria, que dentro de pocos años sería inevitable

mandar al niño a un colegio en la ciudad y ella sólo podría verlo durante las

vacaciones.

En una noche de pelotera en el pueblo Luis Torres, que había bebido demasiado, se

dispuso a hacer piruetas en un caballo ajeno para demostrar su habilidad de jinete

ante un grupo de compinches de taberna. El animal lo lanzó al suelo y de una patada

le reventó los testículos. Nueve días después Torres muríó aullando de dolor en una

clínica de la capital, donde lo llevaron en la esperanza de salvarlo de la infección. A su

lado estaba su mujer, llorando de culpa por el amor que nunca pudo darle y de alivio

porque ya no tendría que seguir rezando para que se muriera. Antes de volver al

campo con el cuerpo en un féretro para enterrarlo en su propia tierra, Analía se

compró un vestido blanco y lo metió al fondo de su maleta. Al pueblo llegó de luto, con

la cara cubierta por un velo de viuda para que nadie le viera la expresión de los ojos, y

del mismo modo se presentó en el funeral, de la mano de su hijo, también con traje

negro. Al término de la ceremonia el tío Eugenio, que se mantenía muy saludable a


pesar de sus setenta años bien gastados, le propuso a su nuera que le cediera las

tierras y se fuera a vivir de sus rentas a la ciudad, donde el niño terminaría su

educación y ella podría olvidar las penas del pasado.

-Porque no se me escapa, Analía, que mi pobre Luis y tú nunca fueron felices -dijo.

-Tiene razón, tío. Luis me engañó desde el principio. -Pos Dios, hija, él siempre fue

muy discreto y respetuoso contigo. Luis fue un buen marido. Todos los hombres tienen

pequeñas aventuras, pero eso no tiene la menor importancia.

-No me refiero a eso, sino a un engaño irremediable. -No quiero saber de qué se trata.

En todo caso, pienso que en la capital el niño y tú estarán mucho mejor. Nada les

faltará. Yo me haré cargo de la propiedad, estoy viejo pero no acabado y todavía

puedo voltear un toro.

-Me quedaré aquí. Mi hijo se quedará también, porque tiene que ayudarme en el

campo. En los últimos años he trabajado más en los potreros que en la casa. La única

diferencia será que ahora tomaré mis decisiones sin consultar con nadie. Por fin esta

tierra es sólo mía. Adiós, tío Eugenio.

En las primeras semanas Analía organizó su nueva vida. Empezó por quemar las

sábanas que había compartido con su marido y trasladar su cama angosta a la

habitación principal; enseguida estudió a fondo los libros de administración de la

propiedad, y apenas tuvo una idea precisa de sus bienes buscó un capataz que

ejecutara sus órdenes sin hacer preguntas. Cuando sintió que tenía todas las riendas

bajo control buscó su vestido blanco en la maleta, lo planchó con esmero, se lo puso y

así ataviada se fue en su coche a la escuela del pueblo, llevando bajo el brazo una

vieja caja de sombreros.

Analía Torres esperó en el patio que la campana de las cinco anunciara el fin de la

última clase de la tarde y el tropel de los niños saliera al recreo. Entre ellos venía su
hijo en alegre carrera, quien al verla se detuvo en seco, porque era la primera vez que

su madre aparecía en el colegio.

-Muéstrame tu aula, quiero conocer a tu maestro -dijo ella.

En la puerta Analía le indicó al muchacho que se fuera, porque ése era un asunto

privado, y entró sola. Era una sala grande y de techos altos, con mapas y dibujos de

biología en las paredes. Había el mismo olor a encierro y a sudor de niños que había

marcado su propia infancia, pero en esta oportunidad no le molestó, por el contrario, lo

aspiró con gusto. Los pupitres se veían desordenados por el día de uso, había algunos

papeles en el suelo y tinteros abiertos. Alcanzó a ver una columna de números en la

pizarra. Al fondo, en un escritorio sobre una plataforma, se encontraba el maestro. El

hombre levantó la cara sorprendido y no se puso de pie, porque sus muletas estaban

en un rincón, demasiado lejos para alcanzarlas sin arrastrar la silla. Analía cruzó el

pasillo entre dos hileras de pupitres y se detuvo frente a él.

-Soy la madre de Torres -dijo porque no se le ocurrió algo mejor.

-Buenas tardes, señora. Aprovecho para agradecerle los dulces y las frutas que nos ha

enviado.

-Dejemos eso, no vine para cortesías. Vine a pedirle cuentas -dijo Analía colocando la

caja de sombreros sobre la mesa. -¿Qué es esto? Ella abrió la caja y sacó las cartas de

amor que había guardado todo ese tiempo. Por un largo instante él paseó la vista sobre aquel cerro de

sobres.

-Usted me debe once años de mi vida -dijo Analía. -¿Cómo supo que yo las escribí? -

balbuceó él cuando logró sacar la voz que se le había atascado en alguna parte.

-El mismo día de mi matrimonio descubrí que mi marido no podía haberlas escrito y

cuando mi hijo trajo a la casa sus primeras notas, reconocí la caligrafía. Y ahora que lo

estoy mirando no me cabe ni la menor duda, porque yo a usted lo he visto en sueños


desde que tengo dieciséis años. ¿Por qué lo hizo? -Luis Torres era mi amigo y cuando

me pidió que le escribiera una carta para su prima no me pareció que hubiera nada de

malo. Así fue con la segunda y la tercera; después, cuando usted me contestó ‘ya no

pude retroceder. Esos dos años fueron los mejores dé mi vida, los únicos en que he

esperado algo. Esperaba el correo.

-Ajá. -¿Puede perdonarme? -De usted depende -dijo Analía pasándole las muletas. El

maestro se colocó la chaqueta y se levantó. Los dos salieron al bullicio del patio, donde

todavía no se había puesto el sol.

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