Pegana Tiempos y Dioses - Lord Dunsany

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primera vez en España todos los relatos del mundo de Pegãna salidos
de la desbordante imaginación de lord Dunsany, uno de los escritores más
influyentes de la literatura fantástica. Autores como J. R. R. Tolkien, Michael
Moorcock, Fritz Leiber, C. A. Smith, Lin Carter o la mismísima Ursula K. Le
Guin han bebido en sus fuentes y podemos decir, sin temor a equivocarnos,
que sin sus obras, la fantasía no sería lo que es. Aquí reunimos completas
por primera vez en nuestra lengua y con todas las ilustraciones originales las
recopilaciones Los dioses de Pegãna y El Tiempo y los Dioses, así como los
relatos «Días ociosos en el País del Yann», «Una tienda en la calle del
Pasadizo» y «El vengador de Perdóndaris».
Pegãna es un universo mítico con todo un panteón de dioses maravillosos en
continua interacción con los hombres, a los que acosan, persiguen, ignoran,
bendicen y maldicen con la misma facilidad. Los dioses de Pegãna viven en
sus retiros nubosos estudiando a los hombres o despreciándolos, llevándolos
a la guerra y a la muerte, y casi nunca a la dicha. Las historias de Dunsany
sobre estos seres todopoderosos son reflejos de un universo mágico y
espléndido plagados de historias fascinantes que nos llevan desde el origen
de los dioses, creados por MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, hasta el final de los tiempos
donde los dioses, a bordo de bajeles de oro, recorrerán el río del Silencio
para luego desaparecer. Sus historias y andanzas por este y otros mundos
es lo que vamos a leer. Con tan magnífica compañía viajaremos por los
reinos de los dioses, entraremos en guerra con el Tiempo, sabremos lo que
puede haber más allá del inicio del último viaje y llegaremos hasta el País de
los Sueños, donde embarcaremos en el Pájaro del Río para surcar las aguas
del Yann y acompañaremos a Singanee a cazar elefantes. Fantasía de la
más alta calidad y en estado puro por el que es, sin duda, el mejor escritor
del género de todos los tiempos.

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Lord Dunsany

Pegãna
Tiempos y Dioses

ePub r1.0
Cervera 12.11.2017

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Lord Dunsany, 1905
Título original: The Gods of Pegãna
Traducción: Francisco Arellano
Portada e ilustraciones interiores: Sydney H. Sime

Editor digital: Cervera


ePub base r1.2

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LORD DUNSANY (1878-1957).

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LOS DIOSES DE PEGÃNA

A Lady Dunsany

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Sobre Los dioses de Pegãna

E l público francés pudo leer hace algunos años (1991), en las ediciones del
Seuil, una obra titulada Merveilles et Démons: contes fantastiques (Maravillas
y Demonios: cuentos fantásticos), una antología de relatos de lord Dunsany con
traducción de Julien Green. El nombre de Green, más que el de Dunsany, sedujo sin
duda al público poco familiarizado con el escritor anglo-irlandés de principios de
siglo, aunque el título de la obra recordaba bastante al del libro de Lovecraft[1]. Era
un libro inesperado, naufragado en la espuma del tiempo, recuperado de un cajón,
una antología de traducciones que Julien Green efectuó en 1923 de cuentos sacados
de antologías como Cuentos de un soñador y El libro de las maravillas, que datan
respectivamente de 1910 y 1912, contrariamente, por un error de varios años, a lo que
se dice en el libro de Seuil. Hay que añadir, dicho sea de paso, que los relatos
traducidos no solo provienen de las dos antologías mencionadas en el prefacio de
Seuil, sino de varias, especialmente de La espada de Welleran, de 1908. El autor del
prefacio, Giovanni Lucera, recuerda cómo Green, que había comprado en Estados
Unidos «un librito de cuentos», tradujo los mismos y se los ofreció a la NRF, que
rechazó la oferta. Fue el hijo de Green quien exhumó las traducciones. La cubierta
del libro le ofrecía al público un castillo de cuento de hadas y la rueda de una
avioneta, como si quisiera indicar una hibidración de lo antiguo y de lo nuevo, lo que
sitúa muy bien las cosas para un libro que aparecía a finales de siglo tras haberse
perdido la ocasión de aparecer en su momento. Quizá ganará con ese sabor añejo que
les da valor a las antigüedades. En todo caso, puede haber favorecido esta necesaria
recuperación de una obra a partir de fragmentos elegidos salvados in extremis de las
aguas.
La presencia de lord Dunsany en la biblioteca de Green es bastante indicativa
acerca de la cunosidad de algunos de los grandes nombres de la literatura por un
compañero anglo-irlandés no siempre muy conocido o reconocido. Porque lo que
primero llama la atención en su caso es su relativa ausencia de la memoria literaria.
La literatura fantástica ha titubeado a la hora de asimilarlo de pleno derecho, porque
el terror no es su fuerte, salvo como un «miniaturismo» irónico, y David Punter[2], en
su célebre historia de la ficción anglófona de terror, le olvida sin miramientos. La
literatura nacional irlandesa no le concede a menudo más que un lugar parsimonioso,
y Claude Fierobe en su informe acerca de la literatura fantástica irlandesa[3], que, por
otra parte, conoce a la perfección, tampoco lo integra a su obra. No es que sea lo
menos sorprendente del mundo. Dunsany es un autor original que desafía las
clasificaciones. Un periodista de The Observer, Muggeridge, le trataba, hace ya
algunos años, de «excéntrico irlandés»[4]. La palabra no es demasiado fuerte; esta
excentricidad subyace a menudo en los rasgos acerados de su escritura, la impactante

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audacia de sus imágenes y la vivacidad incomparable de la agudeza que tan bien
juega a favor de la inquietante singularidad que tiene del humor y de la ironía, un
talento que se diría que es voluntariamente insular. Pero es también algo que le
conduce a un diletantismo creativo. Las promesas del principio no siempre se
mantienen, la forma corta prevalece irremediablemente, pese a numerosas novelas
menos notables, y la maravillosa y falsa ingenuidad de los cuentos del principio
compite pronto con la fragilidad de las fábulas moralistas teñidas de poesía mítica.
Incluso así, se talla una sólida reputación con sus «historias de bar», los varios
volúmenes de un tal Jorkens, o, durante algún tiempo, con los sainetes de su teatro.
Puede ser visionario o conformista cuando le parece. En resumen, excéntrico,
también descentrado, marginal, con todo lo que eso puede acarrear de frustración y
atractivo. De ahí el interés que muestran por él, de vez en cuando, casi discretamente,
todos aquellos a quienes les apasionan los marginales. Los escritores llamados
menores se aprovechan a menudo de los intereses arqueológicos o nostálgicos de la
Historia para volver a ver la luz y ocupar una escena de la que habían sido
injustamente excluidos. Esa fue la suerte, al menos en parte, de los novelistas góticos,
por ejemplo. No es superfluo anotar que uno de los vectores de su «supervivencia» es
la corriente de épica imaginaria («heroic fantasy») que triunfó en Estados Unidos, en
los años setenta del pasado siglo, bajo la guía de Lin Carter, su maestro espiritual y
continuador de la tradición representada por William Morris, antes de Tolkien, por no
hablar de C. S. Lewis.
En Irlanda, en su época, fue señalado por el crítico Ernest Boyd[5], junto al poeta
James Stephens, como el representante de una literatura irlandesa moderna y, lo que
es más, honrado con la pasajera atención de Yeats, quien escribió el prefacio de una
de las primeras antologías de sus textos[6]. El poeta informaba cumplidamente de la
seducción del cuento dunsanyano, pero no sin dejar de observar, un poco brutalmente
quizá, que cincuenta libras al mes y una amante aficionada a la botella le ayudarían a
labrarse un temperamento literario más templado. Dunsany decía haber sido
condenado con antelación por los prejuicios de los críticos según los cuales un
aristócrata era alguien que no podía saber escribir. Hay que decir que, tratándose de
Yeats, Dunsany se habría mostrado reticente a la hora de apuntarse al movimiento
cultural del Renacimiento irlandés, de connotaciones nacionalistas, lo que no le
impedía hallar su inspiración en el patrimonio de la isla antes que en otros sitios.
Tampoco Yeats encuentra la mejor definición posible para la obra de este aristócrata
presuntuoso hablando del «patetismo de la fragilidad»; entendamos tal frase como si
se refiriera a una sensibilidad especial.

Se mantiene en su sitio en la literatura fantástica, sobre todo gracias a Lovecraft,

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que le reivindica como uno de los suyos y le otorga un nicho literario[7], aunque hay
que reconocer que eso es algo que nunca le preocupó. Ninguno de sus testimonios o
confesiones, por otro lado muy prolijas, indica ningún interés por los escritores de lo
gótico, ni siquiera por la sensibilidad mórbida de un Le Fanu o un Maturin, si no
queremos salir de Irlanda. Cierto es que conoce a Grimm y a Andersen y reconoce su
gusto por Poe y una extrema fascinación por el paisaje de Weir, pero esto es
secundario. Parece haber leído a Arthur Machen e incluso escribió el prefacio de La
colina de los sueños[8], pero, en el caso de Machen, el misticismo de la tierra, galesa
en su caso, le impactaba sobre todo como tropismo imaginario de retorno a los
valores del refugio un tanto arcaizantes. Es una dirección que se debe recordar si se
quiere delimitar su sensibilidad y comprender también la fascinación de un Lovecraft,
él mismo sumido en un fantasma regresivo. Cuando en 1938 Dunsany rebusca en su
pasado mediante una autobiografía vagabunda (Patches of Sunlight) y habla de sus
motivaciones y fuentes, reconoce una débil inclinación, no por el miedo, cosa muy
alejada de su temperamento, sino por la poesía victoriana… Tennyson, Swinburne,
quien le inspira el título de una de sus primeras antologías: El Tiempo y los Dioses…
«El tiempo y los dioses están en conflicto unos con otros», decía el poeta. Como
poeta, y también quizá como propietario terrenal, expresa esa nostalgia virgiliana por
tina civilización de los orígenes, y su compatriota George William Russell, el poeta
místico, se convierte bajo su pluma, en un artículo del Atlantic Monthly, en el profeta
«que maldecía de Nínive». Toda civilización peca por orgullo, y las ciudades del
mundo no son más que construcciones efímeras; y Londres en primer lugar es la que
retoma en varios de sus relatos a su estado original, sucumbiendo al asalto de la
naturaleza conquistadora. Más tarde, Dunsany escriba una novela, The Blessing of
Pan, en la que un cristianismo debilitado se deja dominar por la reminiscencia y el
poder de un antiguo culto.
Si uno se centra en un fantástico del terror, Dunsany palidecería ante Machen,
Blackwood o M. R. James, que son los «fantásticos» contemporáneos de Gran
Bretaña. No iríamos por la buena dirección. Es mejor colocarle en compañía de los
poetas; los grandes victorianos que tanto admira, o con los primeros simbolistas, con
el autor de L’Oiseau bleu, Maeterlinck, que ya se había trasladado a América. En esta
poesía simbolista a distancia, fundada sobre una discreción emocional y un
deslizamiento irónico, encuentra la tonalidad que le conviene y que le transportará
más tarde a la escena escribiendo piezas que, durante un tiempo, tendrán gran éxito
en Broadway a principios de siglo. Hay una manera de ser del mundo que une lo
eterno y lo transitorio. Esa indiferencia soberbia del lord que sigue las tribulaciones
de la enclenque y humana criatura dominada por sus miedos y sus ilusiones de un
más allá que relata en sus historias sin fin, era lo que fascinaba a Lovecraft. No se
resistió en «El descendiente» a trazar el retrato de un lord demente, lord Northam,
cuyos reinos imaginarios, situados en el desierto de Arabia, despiertan ecos de su
modelo. El americano de Providence tiene acentos homéricos cuando rinde a su señor

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el homenaje de un admirador incondicional por un demiurgo singular, con una
imaginación alimentada por un Oriente misterioso que se confunde con un universo
de espejismo. El mensaje en el que se reconoce es nihilista, muy en fase con su
tiempo, y transmitido sobre el tono de una falsa ingenuidad.

En resumen, ¿cómo definir a Dunsany de otro modo que no sea el de su verdadera


vocación: la de fabulista? Es una palabra que Padraic Colum, su colega irlandés,
utilizó muy pronto al referirse a él, a su entender una «rareza» literaria[9]. Hemos
elegido recuperar el término: un fabulista de lo fantástico. Más o menos fantástico,
más o menos maravilloso, más o menos satírico, moralista a veces, Dunsany, en todo
el abanico de su amplia producción, es un fabulista con todos los matices del término.
Es un narrador inspirado, un narrador socarrón, un fabulador que atrapa a su lector en
su trampa y se deja llevar por la magia truculenta del verbo; y todo ello por una
evocación poética de entrada, por el placer de lo incongruente (en los tall tales, las
historias interminables de su aventurero Jorkens), por el efecto escénico del nihilismo
de sus piezas de teatro, e incluso para testimoniar las cosas que ha visto. Sus historias
de la guerra, por ejemplo, también ellas pintadas con los colores de las fábulas, con el
escándalo del conflicto convertido en eufemismo por lo imaginario o simplemente la
metáfora[10]. El crepitar de las ametralladoras o el estallido de los obuses se
convierten, bajo su pluma, en el guirigay de los enanos que golpean en las paredes de
sus jaulas o el estrépito de los gigantes que martillean el suelo con sus mazas… todo
ello en un poema de título feérico: «Canto del Bosque del Mal». En el irlandés
hinchado de una tradición de la que ha heredado tantas cosas, siempre cuenta
historias. En 1937, llevado a redactar el texto que acompañaba un libro de fotos de
Irlanda (My Ireland) con fines turísticos, hizo un ensayo bastante notable sobre la
capacidad nacional de fabulación elevada al rango de arte. Como el farandulero de
Singe, su autor pertenecía a ese «Mundo Occidental» que se confunde con un
extremo del mundo. Es un libro pequeño lleno de historias, «historias que tienen al
tiempo, como tienen al mar»; la de un oficial irlandés, por ejemplo, que, tras perder
su bastón de caza en Palestina, le mega a Dios que se lo devuelva y ve su plegaria
atendida al descubrir su bastón en el fondo de un pozo en su casa del condado de
Meath. No se trata de un milagro, pues la cosa se explica con una corriente
subterránea que fluye entre las dos partes del mundo. El informador se maravilla del
milagro de la explicación que hace del oficial un magnífico candidato a la profesión
de narrador. Las raíces irlandesas proporcionan una clave de la especificidad de lord
Dunsany. Una mezcla de humor y de inquietud en unas historias breves que se
convierten en el abono de una literatura de lo insólito para un país fuera de lo común,
«la tierra de lo improbable». Todo depende de un saber hacer particular que se

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declina en diferentes teclados: narraciones neo-románticas, donde los sueños abrigan
pesadillas lejanas, o sea pueriles, historias grotescas que flirtean con lo onírico, lo
surreal, parábolas convertidas en pastiches, un teatro de lo indecible que pone en
escena el mensaje del destino devastador que castiga la arrogancia de los hombres.
A este propósito, uno se olvidaría de un aspecto importante de su obra si se pasase
por alto su teatro, que tanto emocionó a sus auditorios antes de desaparecer de los
repertorios dramáticos. Ofrece al amante de lo fantástico un espacio interesante en la
medida en que hace entrar en escena algo que sustenta un terror sin relación alguna
con el «gran guignol»… lo que un crítico, Almire Martin[11], llamó, con una feliz
expresión, «una epifanía mortal». El drama le permite a Dunsany retornar a sus
fuentes, la esencia minimalista de Los dioses de Pegãna. Sin duda, obras como The
Laughter of the Gods o The Gods of the Mountain son sintomáticas de esa puesta en
marcha del destino funesto, los resortes de Némesis, la ironía mordaz de la
realización de las falsas profecías, y el castigo divino inherente a la transgresión de
los límites. Los personajes se confunden con el enigma que plantea la simplicidad de
su discurso. En el teatro, la superchería de los hombres conduce a lo fantástico en
lugar de que lo sobrenatural se resuelva en superchería. Es un mecanismo de lo
implacable más que del escepticismo que prevalece en la definición del género que
hizo Todorov en 1969.

Nada parecía predisponer a nuestro hombre a la escritura. Para muchos de los que
conocieron a Edward Plunkett, nacido en 1878, decimoctavo lord Dunsany, heredero
de una familia normanda instalada a la sombra de la colina Tara, lugar sagrado de los
celtas, fue un gran cazador, un soldado y, sobre todo, un gran viajero, siempre atraído
por el espacio, la marisma irlandesa o el desierto africano, antes que el Oeste
americano y California. Se le sospecha una doble personalidad, sobre todo en una
época ávida de desdoblamientos y seudónimos; y además una notable coherencia, una
sorprendente salud mental… un hombre que compartía su vida entre el castillo de sus
antepasados y Dunstall, en Kent, en la quietud de sus valles; alguien que había
experimentado las pruebas de la vida, la guerra de los Boers, la Pascua de 1916 en
Dublín, donde fue herido por una bala perdida, las trincheras del Somme, la huida
ante los nazis cuando ocupaba una plaza en la Universidad de Atenas, durante la
guerra, con una serenidad altiva. Hay que leer su autobiografía escrita a instancias de
su editor para seguir los avatares fortuitos de una inspiración y el despertar de un
gusto por el misterio que deja todo predispuesto para encontrarlo, según la moda, en
Oriente. ¿Por qué esa mitología inaugural de Pegdna? Entre otras curiosidades
chinas, objetos diversos o grabados orientales, están los retratos de los dioses
orientales de la Tormenta cumpliendo con su tarea, uno con unos tambores, otro

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haciendo rodar un barril de bronce. Y luego, gracias a las relaciones de su tío, Horace
Plunkett, Edward entra en el mundo de las letras. Entre tanto puede ver una obra de
teatro estadounidense inspirada por el folclore japonés, The Darling of the Gods
(1902, una obra de David Belasco y John Luther Long, estrenada en el Belasco
Theatre, y que contó con 182 representaciones); compra las acuarelas de diversas
escenas, se divierte escribiendo los episodios de una mitología oriental imaginaria
inspirada por esas imágenes. A lo que sigue una serie de cuadros ingenuos, alegorías
de las relaciones del hombre y el universo… la incertidumbre de los humanos y el
cinismo de los dioses. Los dioses de Pegãna fue publicada por Elkin Mathews en
1905. Muchas impresiones familiares encuentran un hueco en ese universo abstracto:
el vuelo de los cisnes y de las aves silvestres en las marismas irlandesas
transformados en flamencos, pongamos por caso. El libro aparece tras su matrimonio
con la señorita Burton, pariente del gran explorador Richard Francis Burton, y
Beatrice toma al dictado las partes de su próximo libro, El Tiempo y los Dioses,
mientras muchas revistas empiezan a interesarse por sus cuentos.
La inspiración gráfica señalada más arriba impulsó a Dunsany a buscar
ilustraciones para sus textos, y su primera elección fue Doré. La grandilocuencia del
ilustrador de Cervantes y de la Biblia, pero también de los cuentos de Perrault, habría
podido dar a sus textos enorme resonancia. Pero el pintor había muerto, y Dunsany se
fijó en Sydney H. Sime. Fue el principio de una colaboración ejemplar. Dunsany le
consagró un capítulo de su autobiografía y llegó a decir que como ilustrador era
superior a Beardsley. Se puede discutir esta opinión, pero hay que reconocer lo
adecuado de la elección de Sime; sus dibujos o grabados mezclan lo extraño con lo
ingenuo y parecen contener en sí mismos su propia historia; a tal punto que,
notablemente, el intercambio funcionará en las dos direcciones y Dunsany no tardará
en escribir los textos basándose en dibujos anteriores a los mismos… el relato
comenta el dibujo, no al contrario. La mayor parte de estas colaboraciones se reúnen
en una de sus antologías más conocida, El libro de las maravillas, lo que aleja muy
pronto al escritor de sus intenciones originales, su mitología seudo-oriental, en
beneficio de un cuadro más vivaz y de una visión más cínica, más gráfica en una
palabra. Empezó con «Los salteadores de caminos», que encontró un hueco en el
libro La espada de Welkrarr, el grabado de Sime nos muestra a una banda de ladrones
enmascarados y con una escala; de un árbol cuelgan los restos de un ahorcado. El
relato es como una endecha en la que un gitano se dispone a liberar el alma de un
ahorcado para darle sepultura en una cueva monumental, la de los grandes de este
mundo.
En los dos primeros decenios del siglo pasado, Dunsany da lo mejor de sí mismo.
Halla en sus viajes los motivos de una inspiración sin límites. Si los parisinos
bautizaron sus bulevares exteriores con los nombres de sus más grandes héroes, como
observó en 1906, hay un relato que habla de una ciudad que exhibe en sus murallas
las estatuas casi vivas de sus soldados difuntos; si el lodo del Támesis llama su

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atención, él encuentra una historia de un ahogado que ve cómo su alma remonta las
edades del tiempo («Donde suben y bajan las mareas»); si remonta el Nilo, él
descubre un viaje onírico por un valle bizarro, el del río Yann. Sus grandes viajes por
todo el mundo, en particular el maravillado descubrimiento del Mar Rojo y de África,
alrededor de 1912, un terreno soñado por el cazador, le facilitan una tela de fondo de
vastas dimensiones, y también contribuye a reorientar su escritura inicial tal como se
puede ver en Los dioses de Pegãna y en su continuación, El Tiempo y los Dioses. Se
pueden casi adivinar los gérmenes de una cuasi-parodia, de una autoburla, cuando en
1910 estaba escribiendo los cuentos que conformaría, al menos en parte, El libro de
las maravillas. Es una orientación que merece atención, porque la sátira es
constitutiva de la obra pero cada vez será más debilitadora de lo imaginario. Las
antologías son numerosas: tras El libro de las maravillas (1912) aparecerán Fifty-One
Tales (1915), Cuentos maravillosos (1916), Tales of Three Hemispheres (1919). Y
luego, a partir de 1911, el trato con Yeats, que supervisaba el Abbey Theatre de
Dublín, le condujo a aceptar un desafío: escribir para el teatro. The Glittering Gate
fue el punto de partida de una carrera dramatúrgica que se extiende hasta 1922 [cuya
totalidad se ha reunido en tres antologías: Five Plays (1908), Plays of Gods and Men
(1917) y Plays of Near and Far (1922)], o incluso 1930 si se consideran algunas
piezas finales aisladas. Su primera obra representada habla de dos vagabundos que
fuerzan la puerta del Paraíso para no encontrar otra cosa que la inmensa bóveda
celeste. El drama que aspira a reproducir el escrutinio del arte de los griegos queda un
poco desfasado, pero tiene la ventaja de proporcionar la quintaesencia de una visión
del mundo que ya actuaba de manera fragmentada en los cuentos y a la que da el
pistoletazo de salida Los dioses de Pegãna. Es una filosofía del cuestionamiento al
que responde con cinismo el silencio de las esferas. Se ha hablado de Nietzsche o de
Beckett. Es mucho decir. Pero pese a todo se escucha la voz de una conciencia
moderna heredada de la decadencia en el seno de una escritura de esteta.
De la Primera Guerra Mundial nos ha llegado una fotografía del capitán Dunsany,
de uniforme, sentado y con una actitud a la vez indolente y altanera, con la mirada
noble, lejana, pero también sensible. Su reputación de escritor, hasta allí
mediocremente establecida, se asentará gracias al editor estadounidense John W.
Luce & Co. de Boston y, en 1917, cuando el crítico americano Bierstadt le dedique
un libro lleno de admiración, Dunsany, the Dramatist[12], que le equiparaba a Yeats y
a Synge. Comienza así una historia de amor con América que consagra la entrada de
Dunsany en el nuevo siglo e inaugura una segunda fase, sin duda menos interesante o
menos específica, de su producción. El esquema histórico es ciertamente difícil de
trazar pues el espíritu dunsanyano perdura de una fase a otra, pero está claro que el
modelo inicial en su ascesis lúdica, el universo divino separado de las contingencias
materiales, un cosmos habitado por divinidades, es un modelo poco reproducible. En
el segundo volumen, El Tiempo y los Dioses, ya atomizado en relatos independientes,
hay una voluntad de continuación, pero sobre todo un deslizamiento hacia la crónica,

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una crónica del combate divino contra el Tiempo. Con la tercera colección, Ea
espada de Welleran, pasamos a un universo de semidioses o héroes, en una palabra,
el mundo de los hombres, en el terreno heroico de lo imaginario, donde los
partidarios de la épica contemporánea, la «heroic fantasy», buscan al verdadero
Dunsany. Jacques Bergier había previsto consagrarle un texto en la continuación de
sus Admirations (1970), que se habría titulado «La tizona de Welleran». Esta
orientación se confirmará, pero también se tergiversará un poco más hacia el mundo
de los hombres con Cuentos de un soñador, más propiamente fantástico; porque el
sueño está enlazado con la locura. Sucediendo al MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ de Pegãna, el
emperador Thuba Mleen es un Giaour dunsanyano, una figura del mal que anuncia a
los personajes de pesadilla de Lin Carter en la ficción de H. P. Lovecraft. Se aleja de
Pegãna, se acerca a veces a Poe. Las «maravillas» (las de El libro de las maravillas)
ejecutan sin embargo una curiosa síntesis con aquellas primeras antologías y en Tales
of Three Hemispheres se esboza una trilogía fabulosa alrededor del mundo surreal
que lleva desde el valle del Yann a un Londres con tonalidades de Lewis Carroll, la
tienda del Pasadizo (en este mismo libro, la sección denominada «Más allá de los
campos que conocemos»); allí el narrador alcanza su apogeo. Entroniza una tonalidad
onírica, casi surrealista, que tan característica resulta: «Días ociosos en el país del
Yann» es, sin paliativos, el texto más importante de Dunsany.
Es lamentable que, desanimado por el poco éxito relativo de sus cuentos, creyera
adecuado dedicarse a la novela. No es que sus novelas carezcan de interés: El
crepúsculo de la magia (1926) es, por el contrario, una novela irlandesa que
testimonia la influencia de lo imaginario y de la seducción del espacio salvaje y
legendario, y The Blessing of Pan sigue siendo extrañamente legible en nuestros días,
pero la forma larga, que duda entre lo feérico y el relato de circunstancia, le sienta
algo peor.

De hecho, todo está ya como en una matriz originaria en el cuento original y


desarrollado: Los dioses de Pegãna, que conoció tres ediciones a cargo de Elkin
Mathews de Cork Street (1905,1911,1919), cuento o leyenda más bien, poema
legendario, en el cual se libera el texto de toda base anecdótica para privilegiar una
nomenclatura animista y plantear de entrada el frontón de un Olimpo superpoblado;
incluso así, muy deprisa, aparece una animación, una dramaturgia: «Donde se dice
cómo los dioses aplastaron Sidith…», “Donde se dice cómo Imbaum se convirtió en
profeta…”, o bien “La rebelión de los dioses domésticos”. Esta seudo-mitología,
aparentemente primitivista, tiene los acentos ingenuos de las creaciones del mundo
repensadas por una humanidad obnubilada por las nociones del principio y del fin,
según la regla del todo imaginario; una creación ex nihilo, cuando el dios central,

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MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ hubo hecho a los dioses, dice el texto, se encontraron en el centro
del Tiempo, precisamente lo que no tiene ni principio ni fin. Onirismo y parodia de
las grandes mitologías parecen asociarse en este librito; el prefacio presenta las cosas
como un juego de dados entre «el destino y el azar». Las ilustraciones de Sime
ayudan a leer el texto en ese sentido; mezcla el grafismo de la línea pura con efectos
de sombra y de luz, grabados pasados de moda para los cuentos de hadas —como el
que nos muestra Pegãna como un paraíso cursi de relentes modernistas— como si
fueran litografías emparentadas de cerca con las estampas japonesas, como «Ello» o
«Slid», siempre entre el miedo y la maravilla de los niños.
Es verdad que el pastiche de las mitologías demiúrgicas impacta al lector en un
primer encuentro, lo mismo que la propensión marcada por un giro alegórico de tintes
simbolistas. Se han hecho bastantes comentarios muy sabios. S. T. Joshi[13], el
especialista estadounidense más reciente en Dunsany, ha revelado las marcas del
pensmiento griego que tanto impresionaron al escritor.
De hecho, Pegãna es un paraíso planteado de manera preliminar en una obra
naciente, un paraíso cuya descripción solo se hace casi al final de la obra (seis
«capítulos» antes del final) gracias a la mediación del profeta Imbaum, y es un
paraíso amenazado, transitorio, frágil. Es además un paraíso mental, pues todo ocurre
en la mente del dios que lo enuncia por mediación de sus intérpretes; es «soñado» por
la mente central y unido mediante el Río del Silencio que fluye entre las orillas de la
Tormenta, más allá de los mundos en ese desierto sin límites, con los otros mundos de
la cosmogonía, hasta que el despertar borre para siempre ese paréntesis fabuloso. Es
la encarnación de un maravilloso arcaizante lo que tanto sedujo a Lovecraft y que
este reprodujo en sus desgarradores cuentos de una Nueva Inglaterra utópica,
originaria y rústica. Si este Edén no se impone claramente más que hacia la
peroración de la obra, es en términos de estructura, para anunciar el fin, la muerte de
los reyes, el despertar del dios de los dioses y el fin del sueño. Pero también el estilo
padece una transformación en beneficio de un lirismo menos minimalista. En el
corazón del libro, es la evocación nostálgica de la infancia perdida: la música
encantadora de las esferas es la que acunó los años de la infancia, y se la encuentra en
los años futuros como «una cosa medio olvidada», y se la ve en «el rosal que se
aferraba a los muros de la casa en que naciste». Esta tierra del deseo, que el corazón
desea, se libra de los límites de la geografía y de la historia: «Antes de que los dioses
reinaran en el Olimpo, antes de que Alá fuese Alá, MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ había obrado y
descansaba». Tales son las palabras introductorias como advertencia de una gestación
cósmica fuera del tiempo, a la que se pretende devolver el carácter arcaico mediante
una estilística de la encantación y un lenguaje obsoleto. Los recuerdos bíblicos y la
«enigmatidad» de su fraseología son perceptibles en el lenguaje de las divinidades
imperiosas, Dorozhand «cuyos ojos contemplan El, Fin» —el dios que encarna el
destino, o el propio MÃNA: «Entonces los tiempos que fueron no serán más los
Tiempos»—, o la palabra de los profetas que desfilan para interpretar uno por uno lo

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que dicen los dioses.
Sueño dado por tal, espacio estilizado, visión simplificadora, Pegãna es el acto de
un espíritu demiúrgico que transpone un ciclo de alegorías de la naturaleza en un
panteón panteísta original, un teatro primitivo de los fenómenos cotidianos o de las
apuestas de la existencia colocadas bajo el golpe de un final inminente. Así, el océano
se encarna en el dios Slid, «cuya alma está en el mar» y que canta la endecha de los
náufragos. Así, la muerte se dibuja en las facciones del dios Mung, en el ceremonial
concluyente, el vuelo del pájaro funesto, Mosahn, y en el embarque de los dioses
impávidos sobre los galeones de oro en el Río del Silencio. Puede que haya algo del
Paraíso Celta, el país de la eterna juventud, el Tir-nan-Og que asomará a la superficie
en la tardía novela The Charwoman Sbadoar, pero se trata de borrar toda referencia
circunstancial en beneficio de una universalidad abstracta y pasiva, lo que le da a este
poema narrativo una gran fragilidad; algo tan efímero como el universo que pone en
escena. Eso no impide apoderarse del papel fundador del imaginario dunsanyano.
Se puede argumentar en dos direcciones por lo menos. Primero, quizá, obteniendo
un sentido más profundo del que parece haber en este pastiche de mitologías. S. T.
Joshi, en su reciente estudio sobre lord Dunsany, se dedica a hacerlo, uniendo el texto
con la filosofía presocrática, con la filosofía determinista; las continuaciones,
especialmente las de El Tiempo y los Dioses, confirmarán una entrada de «Nietzsche
y Hume en el tejido divino de la teogonia». El trasfondo de fin de siglo sirve en
efecto de marco a la tonalidad del texto, y la temática del secreto y de la muerte lo
tiñen todo con una nube trágica; pero esta filosofía parece un poco pesada y
desproporcionada en este caso. Cierto que el secreto ocupa un lugar paradigmático en
el devenir de esta «leyenda» y es lo que provoca la presencia de la estatua de los
desiertos, Trogool, que vuelve las páginas del registro universal hasta llegar a la
palabra «Fin». Los profetas son enviados para descifrar la verdad de los dioses y,
como no pueden arrancársela, la fabrican. De hecho, se trata de que finalmente en ese
«decir» legendario de una fábula no hay nada más que ella misma. Ese Libro
Misterioso, registro y condición de los acontecimientos, aspira a reproducir siguiendo
un modelo de cajas chinas la dramaturgia de la creación, una imagen símbolo del
gesto del escritor. Se entroniza a sí mismo como el personaje central inaccesible y
señor absoluto de una génesis de diversión. Transfiere al esquema encajonado de ese
mundo —el dios principal sueña a los dioses inferiores, haciendo a los dioses como
los dioses hacen los mundos— su pensamiento de demiurgo y su desmultiplicación.
El espíritu creador se refleja en la figura de Roon, dios del movimiento y de las
demás divinidades, «de los mil dioses domésticos». Y ese universo encajable instaura
una nueva causalidad, ligada a un faldón determinista de naturaleza mágica, una
pluralidad que parte primero de un desdoblamiento: el dios y la palabra del dios, Kib
y la palabra de Kib, Mung y el gesto de Mung. Una duplicación que pone en un
mismo plano la función del sujeto y la del objeto: Dorozhand es la mano de Doroz, la
flecha de Dorozhand; el arco es también el blanco de Dorozhand. En ese sueño, el

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sueño ocupa su puesto en el frontón del Olimpo.
Esto subraya la inmediatez de la gestación cósmica que se emparenta con una
virtud lingüística. La dinámica de la lengua orquesta el principio de gestación e
invade el relato: narración, fórmulas mágicas, dictados de los dioses, cánticos de los
sacerdotes, lo que dicen los profetas… Limpang-Tung le roba su himno al bosque,
sus melodías al viento y sus endechas al océano. Lo que más impresiona al lector de
Los dioses de Pegãna es la ecuación de lo nombrado y de lo viviente. El bautismo de
la denominación y la fiebre onomástica se viven como principios generadores de la
teogonia. La etiqueta perifrástica emblemática —Imrana, el río del silencio, Kib, el
que da la vida, Trogool, la cosa que no es ni bestia ni hombre— le confiere al texto
una tonalidad épica. Esta connotación «heroica» permanece aquí latente y muy
matizada por la tentación paródica, que consiste en incluir entre las figuras de sus
divinidades secundarias a invitados de tercera, si se quiere, como Jabim, «señor de
los objetos rotos, sentado detrás de la casa lamentándose por las cosas que se tiran».
Sin embargo, Dunsany se encuentra entero ahí, en esa tendencia a plantear los
términos de una dramaturgia pintoresca que se ríe de su pequeñez, pero que trama en
sus inocentes imágenes la alegoría de una evanescencia. En Pegãna, entendiendo el
libro como el acto fundador de una obra, se apoya ese lugar privilegiado donde se
situarán casi todas las historias maravillosas que vendrán después, el «Borde del
mundo» que es a la vez el concepto tipo de las mitologías, la imagen de los cuentos,
la frontera de lo conocido, el límite, el reborde, y la llamada a una transgresión
programada.
Se podrá ver cómo, en las secuencias posteriores de Pegãna, en algunas de las
piezas que componen la recopilación El Tiempo y los Dioses, Dunsany impulsa la
dramatización latente de su universo imaginado, recuperando algunas veces de
manera parcial la nomenclatura de su primer libro sin prohibir el añadido de nuevos
elementos de una mitología pastoral y nihilista. En el relato inaugural que da su título
al conjunto, el mundo dunsanyano toma cuerpo; los sueños de los dioses son de
mármol y la ciudad que nace de ellos confunde la imaginación con sus céspedes de
piedra esculpida con la efigie de los dioses que andan entre los símbolos de los
mundos, mientras las fuentes vuelven a su cuna en un ciclo afortunado; pero padece
la rebelión del Tiempo y se convierte en un recuerdo. Peor aún, «El Rey que no fue»
es la historia de Althazar, castigado por haber representado a los dioses con unas
estatuas erradicándolo, pura y simplemente, de las palabras y los sueños de los
dioses.

Volviendo a las traducciones de Green, quizá podamos damos cuenta en pocas


palabras del humor de estos textos reencontrados mediante la transferencia de un

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idioma a otro, tras un siglo de silencio, exhumando otro, una pequeña parábola
publicada en 1919 en un diario americano, «Como las causas perdidas fueron
expulsadas de Valhalla». Los espíritus de las naciones se encuentran en Valhalla para
buscar buenas causas y repartirse recompensas. El espíritu de Irlanda, perdido en sus
tristes sueños, llega después de la fiesta, en el momento en que solo quedan por
repartirse las causas perdidas. ¡Qué más da! ¡Para ella, las causas perdidas son las
mejores! Más allá de la sátira sobre el talento para conducir luchas sin esperanza, en
esta historia se encuentra un tropismo del ajedrez como se ancla una sensibilidad «fin
de siglo». Uno de los primeros lectores franceses de Dunsany, Louis Paul-Dubois,
que en 1933 escribía en La Revue des Deux Mondes, reafirmaba la filiación literaria
con los hijos de Erín mediante el rasgo distintivo de su «trágica alienación de la
vida»[14]. Una alienación que se formula en el registro de la «fantasy», es decir, fuera
de los límites de una realidad cuantificable, esto es, de un género literario.
Lo decíamos al principio, si Dunsany ha sido ignorado durante tanto tiempo, a
veces sale de la sombra mediante la mirada curiosa de los maestros de la literatura,
que buscan ávidos desvíos de los márgenes olvidados… y por las traducciones.
Ellman recuerda que Joyce propuso una colección de textos inusuales, entre ellos
alguno de Dunsany. Borges hizo lo mismo especulando sobre los precursores de
Kafka, y pensó en Kierkegaard, en Léon Bloy por sus Histoires désobligeantes, y en
lord Dunsany por una historia sacada de Cuentos de un soñador y publicada
igualmente de manera autónoma: «Carcasona». Bloy evoca a los fanáticos del viaje
que, con mapas, anuarios, globos y guías, viajan locamente sin abandonar su asiento.
Dunsany pone en escena un ejército legendario que atraviesa los continentes y somete
imperios sin llegar nunca a la fabulosa ciudad de Carcasona, una ciudad imaginaria
de nombre evocador gracias a sus resonancias. Y Borges comenta la yuxtaposición de
dos intrigas y sugiere una simetría interesante o un dilema: no poder dejar nunca un
lugar, no poder nunca alcanzarlo. Por una y otra parte, una cualidad mítica de
semejante naturaleza, una parábola que podría, a pequeña escala, recordar la pesquisa
del Santo Grial.
La alegoría de Los dioses de Pegãna es transparente, por definición, pero ya se
formula, en la ingenuidad deliberada de un texto antiguo convertido en pastiche, el
paso de un mundo maravilloso, animista y salmodiado, a una ficción inquieta y
moderna del saber denegado. Un capítulo como «El ojo en el páramo» anuncia las
ciudades fantásticas de los libros por venir. Detrás de Bodrahãhn, el inviolado
Desierto de los desiertos, la estatua de Rãnorãda expone en letras gigantescas la
fórmula mística: «Al dios que sabe»; dicho saber pertenecería a un dios que habría
perdido la alegría de vivir. El lector, a su vez, se contentará con saber que la
búsqueda, legada por ese retorno a un texto olvidado, es un resurgimiento fascinante
desde más allá del abismo del tiempo.

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MAX DUPERRAY[15] 2000

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PEGÃNA

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H ay unas islas en el Mar Central cuyas aguas no tienen orillas ni en ellas
boga ningún navío… tal es la fe de su pueblo.

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Prefacio

E n las brumas de antes del Principio, el Destino y el Azar se jugaron a los


dados el derecho a dirigir la Partida; luego, el que ganó, se fue a través de las
brumas hasta donde se hallaba MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ y dijo: «Ahora crea dioses para
Mí, pues he ganado y la Partida será mía». Quién ganó y quién, ya fuera el Destino o
el Azar, fue a través de las brumas de antes del Principio hasta donde se hallaba
MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ… nadie lo sabe.

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Introducción

A ntes de que los dioses reinaran en el Olimpo, antes de que Alá fuese Alá,
MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ había obrado y descansaba.
En Pegãna se hallan Mung, Sish y Kib, y el creador de todos los dioses menores,
que es MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ. Además, creemos en Roon y en Slid.
Se dice desde hace mucho tiempo que todas las cosas que existen fueron creadas
por los dioses menores, a excepción de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, que creó a los dioses y
que, desde entonces, reposa.
También que nadie puede dirigir sus plegarias a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, sino
solamente a los dioses a los que creó.
Sin embargo, cuando llegue EL FIN, MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ olvidará su descanso y
creará de nuevo dioses y mundos, y destruirá a los dioses que creó.
Entonces, los dioses y los mundos desaparecerán, y solo quedará MÃNA-YOOD-
SUSHÃÎ.

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LOS SUEÑOS DE MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ.

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De Skarl el Tamborilero

C uando MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ hubo creado a los dioses y a Skarl, Skarl creó


un tambor, y empezó a tocarlo como si fuera a hacerlo durante toda la
eternidad. Luego, cansado tras haber creado a los dioses, y acunado por el tambor de
Skarl, MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ se adormeció y se durmió.
Y los dioses entonces se callaron cuando se dieron cuenta de que MÃNA
descansaba, y el silencio reinó sobre Pegãna salvo por el tambor de Skarl. Skarl
permanece sentado sobre la bruma, a los pies de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, por encima de
los dioses de Pegãna, y allí toca el tambor. Algunos dicen que los Mundos y los Soles
no son más que los ecos del tambor de Skarl, y otros dicen que son los sueños que el
tambor de Skarl hace nacer en la mente de MANA, como el soñador cuyo sueño es
turbado por el estribillo de una canción, pero nadie lo sabe, porque nadie ha oído
nunca la voz de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, ¿y quién ha visto el tambor?
Ya sea en invierno o en verano, cuando el amanecer se alza sobre los Mundos o
cuando cae la noche, Skarl sigue tocando su tambor, porque los designios de los
dioses aún no han sido cumplidos. A veces, el brazo de Skarl se cansa; pero siempre
toca el tambor, para que los dioses puedan cumplir la obra de los dioses, y para que
los Mundos subsistan, porque, si deja de hacerlo un solo instante, MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ
se despertará sobresaltado y los Mundos, como los dioses, dejarán de ser.
Sin embargo, cuando al fin el brazo de Skarl deje de tocar el tambor, el silencio
sacudirá Pegãna como la tormenta en una caverna, y MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ dejará de
descansar.
Entonces Skarl se echará el tambor a la espalda, avanzará hacia el vacío, más allá
de los Mundos, porque será EL FIN, y la obra de Skarl estará terminada.
Puede que se yerga un nuevo dios al que Skarl servirá, o puede que perezca; pero
para Skarl eso no tendrá ninguna importancia, pues Skarl habrá cumplido la obra de
Skarl.

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De la creación de los mundos

C uando MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ hubo creado a los dioses, no había otra cosa que
los dioses, y estos se sentaban en el centro del Tiempo, porque tenían tanto
tiempo ante ellos como tras ellos, pues este ni tenía fin ni había tenido un principio.
Pegãna estaba sin calor, ni luz, ni sonido, salvo el tambor de Skarl; además,
Pegãna era el Centro de Todo, porque lo que había por encima de Pegãna lo había por
debajo, y se extendía ante todo lo que se extendía más allá.
Entonces los dioses hablaron, haciendo los signos de los dioses y hablando con
Sus manos, temerosos de avergonzar el silencio de Pegãna; dijeron los dioses,
hablando con Sus manos: «Creemos los Mundos para entretenernos mientras MÃNA
reposa. Creemos mundos y la Vida y la Muerte, y los colores del cielo; pero no
rompamos el silencio de Pegãna».
Levantando Sus manos, cada dios según su signo, crearon los mundos y los soles,
y pusieron una luminaria en las mansiones del cielo.
Los dioses dijeron entonces: «Creemos al que busca, y que busque y nunca
descubrirá por qué los dioses fueron creados».
Crearon con un gesto de Sus manos, cada dios según su signo, Al Que Brilla, el
de la cola flamígera que busca de un extremo a otro de los Mundos y vuelve cada
cien años.
Hombre, cuando ves el cometa, sabe que hay alguien distinto a ti que busca y
jamás encuentra.
Entonces los dioses dijeron, hablando siempre con sus manos: «Que haya un
Vigilante para observar».
Crearon la Luna, con el rostro arrugado por sus muchas montañas, marcado por
mil valles, para que observe con sus ojos pálidos los juegos de los diosecillos, y para
que vigile en tanto MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ estuviera descansando; para que vele, para que
observe todas las cosas, y para que calle.
Entonces los dioses dijeron: «Creemos al que descansa. El que permanece
inmóvil en el centro del movimiento. El que no busca como el cometa, ni gira como
los mundos; el que descanse mientras MÃNA descansa».
Y crearon la Estrella Perdurable y la fijaron en el norte.
Hombre, cuando ves la Estrella Perdurable, en el norte, sabe que hay un ser que
reposa como MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, y sabe que en alguna parte entre los mundos existe
el reposo.
Al fin los dioses dijeron: «Hemos creado mundos y soles, al que busca y al que
observa, creemos ahora a uno que se sorprenda».
Crearon la Tierra para que se sorprendiera, cada dios según su signo, con un gesto
de la mano.

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Y la Tierra fue.

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Del juego de los dioses

P asó un millón de años sobre el primer juego de los dioses. Y MÃNA-YOOD-


SUSHÃÎ seguía reposando, siempre en el centro del Tiempo, y los dioses seguían
jugando con los Mundos. La Luna observaba, y El Que Brilla buscaba, y volvía de
nuevo a buscar.
Entonces Kib se cansó del primer juego de los dioses y levantó la mano en
Pegãna, con el signo de Kib, y la Tierra se cubrió de bestias para que Kib pudiera
jugar con ellas.
Kib jugó con las bestias.
Pero los otros dioses se dijeron, hablando con sus manos: «¿Qué ha hecho Kib?».
Le dijeron a Kib: «¿Qué son esas cosas que se mueven sobre la Tierra y que, sin
embargo, no se mueven en círculos como los Mundos, que observan como la Luna y,
no obstante, no brillan?».
Kib dijo: «Es la vida».
Pero los dioses se dijeron: «Si Kib ha podido crear las bestias, algún día creará
Hombres, y pondrá en peligro el secreto de los dioses».
Mung estuvo celoso de la obra de Kib, y extendió la Muerte entre las bestias, pero
sin llegar a aniquilarlas.
Pasó un millón de años sobre el segundo juego de los dioses, y seguía siendo el
centro del Tiempo.
Kib se cansó del segundo juego y levantó la mano en el Centro de Todo, haciendo
el signo de Kib, y creó a los Hombres: los hizo a partir de las bestias, y la Tierra se
cubrió de Hombres.
Los dioses sintieron entonces un gran temor por el Secreto de los dioses, y
arrojaron un velo entre el Hombre y su ignorancia para que no pudiera comprender. Y
Mung se ocupó entre los Hombres.
Pero cuando los otros dioses vieron a Kib jugar su nuevo juego, también ellos
fueron a jugar. Y jugarán hasta que MÃNA se levante y les reprenda del siguiente
modo: «¿Qué hacéis jugando con los Mundos y los Soles y los Hombres y la Vida y la
Muerte?». Y se avergonzarán de su juego en la hora de la risa de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ.
Fue Kib el primero que rompió el Silencio de Pegãna hablando con su boca como
si fuera un hombre.
Todos los demás dioses se encolerizaron con Kib, que había hablado con su boca.
Y ya no hubo silencio en Pegãna, ni en los Mundos.

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El canto de los dioses

S e elevó la voz de los dioses, que entonaban el canto de los dioses. Cantaba:
«Somos los dioses; Somos los jueguecillos de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ con los que
jugaba y ha olvidado.
»MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ nos creó, y nosotros creamos los Mundos y los Soles.
»Y jugaremos con los Mundos y los Soles y la Vida y la Muerte hasta que MÃNA
se despierte y nos reprenda así: «¿Qué hacéis, jugando con los Mundos y los Soles?
»La existencia de los Mundos y de los Soles es algo que hay que tomarse muy en
serio, y, sin embargo, qué mordaz es la risa de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ.
»Y cuando, en EL FIN, se despierte de su sueño, y se ría de nuestros juegos con los
Mundos y los Soles, los ocultaremos con presteza a nuestras espaldas, y los Mundos
no existirán más».

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Las palabras de Kib
(proveedor de vida en todos los mundos)

K ib dijo: «Yo soy Kib. No soy otro que Kib».


«Kib es Kib. Kib es él y no otro. ¡Creedlo!».
Kib dijo: «Cuando el Tiempo era joven, cuando el Tiempo era realmente muy
joven… no existía más que MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ. MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ estaba ya antes de
la existencia de los dioses, y estará tras su partida».
Y Kib dijo: «Cuando los dioses hayan partido, no habrá pequeños ni grandes
mundos».
Kib dijo: «MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ estará solo.
»Pues está escrito, ¡creedlo! ¿Acaso no está escrito, o quizá sois más grandes que
Kib? Kib es Kib».

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A propósito de Sish
(el destructor de las horas)

E
camino.
l Tiempo es el perro de Sish.
Siguiendo las órdenes de Sish, las horas corren ante él mientras sigue su

Sish nunca ha retrocedido, ni se ha retrasado; nunca se ha dejado conmover por


las cosas que conoció ni las concedió una segunda mirada.
Antes de Sish llega Kib, y tras él llega Mung.
Bellas y buenas son todas las cosas ante Sish, pero tras él quedan viejas y
marchitas.
Sish sigue su camino sin parar.
Antaño, los dioses andaban por la Tierra como andan los hombres y hablaban con
su boca, como los Hombres. Era en Wornath-Mavai. Pero ya no andan.
Wornath-Mavai era un jardín más encantador que todos los jardines de la Tierra.
Kib le era favorable, y Mung nunca levantaba la mano contra él, ni Sish lo
asaltaba con sus horas.
Wornath-Mavai se extendía en un valle y daba al sur, y, sobre sus pendientes, Sish
descansaba entre las flores cuando Sish era joven.
Desde allí, Sish avanzaba hacia el mundo para destruir sus ciudades, o para
exhortar a sus horas para que asaltaran todas las cosas, y golpearlas con herrumbre y
polvo.
El Tiempo, que es el perro de Sish, devoró todas las cosas; y Sish expandió hiedra
y alimentó las malas plantas, y el polvo cayó de la mano de Sish y cubrió las cosas
majestuosas. Solo el valle donde Sish descansaba, cuando él y el Tiempo eran
jóvenes, fue perdonado del asalto de las horas de Sish.
Allí, contuvo el paso de su perro el Tiempo, y en sus lindes Mung interrumpió sus
pasos.
Wornath-Mavai siempre da al sur, jardín de jardines; y siempre las flores crecen
en sus laderas como crecían cuando los dioses eran jóvenes; incluso las mariposas
siguen viviendo en Wornath-Mavai. Porque los espíritus de los dioses todavía se
emocionan con los recuerdos de su juventud, y eso que nunca se emocionan.
Wornath-Mavai da siempre al sur; pero si algún día descubres ese lugar, serás más
feliz que los dioses, pues ellos ya no caminan por Wornath-Mavai.
Un día, el profeta pensó verlo en la lejanía, más allá de las montañas, jardín en
flor que sobrepasaba toda belleza; pero Sish se levantó y lo señaló con el dedo, y
lanzó a su perro tras sus huellas, una persecución que nunca termina.
El Tiempo es el perro de los dioses; pero, desde hace ya mucho tiempo, se dice
que algún día se volverá contra sus amos e intentará matar a los dioses, salvo a MÃNA-

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YOOD-SUSHÃÎ, cuyos sueños son los mismos dioses… a los que antaño soñó.

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SLID.

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Las palabras de Slid
(cuya alma está en el mar)

S lid dijo: «Que ningún hombre ose dirigir sus plegarias a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ,
porque se atreverá a importunar a MANA con los tormentos de los mortales o
exasperarle con las llagas de todas las casas de la Tierra.
»Y que nadie ofrezca sacrificios a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, pues ¿qué gloria obtendrá
de los sacrificios o de los altares, El que creó a los dioses?
»Dirige tus plegarias a los dioses menores, que son los dioses del Cumplimiento;
MÃNA es el dios de lo Cumplido… y el dios de lo Cumplido y del Descanso.
»Dirige tus plegarias a los dioses menores y desea que ellos las atiendan. Sin
embargo, ¿qué piedad puede esperarse de esos dioses menores, pues ellos crearon la
Muerte y el Dolor; crees que retendrán para ti a su viejo perro el Tiempo?
»Slid solo es un dios pequeño. Pero Slid es Slid… así está escrito y así fue dicho.
»Dirige tus plegarias a Slid, no olvides a Slid, y Slid puede que no olvide enviarte
a la Muerte cuando más lo necesites».
El Pueblo de la Tierra dijo: «Una melodía acuna la Tierra, como si diez mil ríos
cantasen al unísono por las moradas que abandonaron en las colinas».
Slid dijo: «Soy el Señor de las aguas vivas, de las aguas espumeantes y de las
aguas tranquilas. Soy el Señor de todas las aguas del mundo y de todo lo que los
largos ríos reciben de las colinas; pero el alma de Slid está en el mar. Allí llega todo
lo que hay sobre la Tierra, y el término de todos los ríos es el mar».
Slid dijo: «La mano de Slid ha jugado con las cataratas, los pies de Slid han
hollado las laderas de los valles, y los ojos de Slid observan desde el fondo de los
lagos de la llanura; pero el alma de Slid está en el mar».
Gran homenaje se le rinde a Slid en las ciudades de los hombres y gustosos son
los caminos de los bosques y los caminos de las llanuras y gustosos los altos valles
donde baila en las colinas; pero Slid nunca se deja trabar por ríos ni fronteras… pues
el alma de Slid está en el mar.
Porque allí Slid puede reposar bajo el sol y sonreír a los dioses del firmamento
con todas las sonrisas de Slid, y ser el dios más feliz de los que hacen girar los
Mundos, cuya obra es la Vida y la Muerte.
Allí puede sentarse y sonreír, o deslizarse entre los navíos, o gemir y suspirar de
contento alrededor de las islas, avaro señor, rico en gemas y perlas más allá de los
que dicen todas las fábulas.
Allí puede, lo que es más, cuando Slid exulta, agitar sus grandes brazos, o sacudir
con brazadas de cabellos ondulantes la poderosa cabeza de Slid, aullar tumultuosos
himnos fúnebres al naufragio, sentir a través de todo su ser la aplastante potencia de
Slid, y agitar las olas. Entonces el Mar, como aventureras legiones que festejan el

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triunfo la víspera de una guerra, reúne bajo todos los vientos a sus fuerzas, y ruge, y
avanza, y canta, y se abate para vencer a todas las cosas… todo ello bajo las órdenes
de Slid, cuya alma está en el mar.
Hay tranquilidad en el alma de Slid como hay períodos de calma en el mar;
también hay tempestades en el mar como contrariedades en el alma de Slid, porque
los dioses son de cambiante humor. Y Slid está en muchos lugares, porque reside en
lo más alto de Pegãna. Slid también anda por los valles, por donde el agua corre o
duerme; pero la voz y el grito de Slid provienen del mar. Quien alguna vez ha
escuchado su grito se ha visto condenado a seguirlo para siempre, dejando atrás todas
las cosas estables, para no estar más que con Slid y compartir todos los humores de
Slid, y no encontrar nunca reposo antes de llegar al mar. Con el grito de Slid ante
ellos y las colinas de su país a la espalda, cien mil partieron hacia el mar, y sobre sus
osamentas Slid se lamenta con la voz de un dios que se lamenta por su pueblo.
Incluso los ríos de las tierras interiores han escuchado el lejano grito de Slid, y todos
juntos abandonaron praderas y sotobosques para seguir a Slid allí donde él reúne a los
suyos, para regocijarse donde Slid se regocija, cantando el canto de Slid, del mismo
modo que se reunirán en EL FIN las Vidas de los Hombres a los pies de MÃNA-YOOD-
SUSHÃÎ.

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Los actos de Mung
(señor de todas las muertes entre Pegãna y el borde)

U n día, cuando Mung seguía su camino por la Tierra, entre sus ciudades y a
través de sus llanuras, Mung se encontró con un hombre que se atemorizó
cuando Mung dijo: «¡Soy Mung!».
Mung dijo: «¿Los cuarenta millones de años que han precedido a tu nacimiento te
han resultado intolerables?».
Luego Mung dijo: «¡Los cuarenta millones de años que les sucederán te
resultarán aún menos tolerables!».
Entonces, Mung hizo contra él el signo de Mung, y la Vida de aquel Hombre
nunca más se vio afectada por sus manos y sus pies.
Al término del vuelo de la flecha se encuentra Mung, pero también esta en las
casas y en las ciudades de los Hombres. Mung está presente en todo lugar y en todo
instante. Pero más que nada, le gusta andar entre las tinieblas y el silencio, en las
brumas del río, cuando el viento se apaga, un poco antes de que la noche se cruce con
la mañana en el sendero que une Pegãna y los Mundos.
A veces Mung penetra en la choza del pobre; Mung se inclina profundamente ante
el Rey. Entonces las Vidas del pobre y del Rey se marchan unidas fuera de los
Mundos.
Mung dijo: «El camino que Kib le ha dado a cada hombre para que lo siga en la
Tierra comporta numerosas curvas. ¡Detrás de una de esas curvas espera Mung!».
Un día, cuando un hombre seguía la ruta que Kib le había dado a seguir, el
hombre dio bruscamente con Mung. Y cuando Mung dijo: «¡Soy Mung!», el hombre
exclamó: «¡Ay!, ¿por qué habré tomado esta ruta?, porque si hubiera tomado
cualquier otro camino no me habría topado con Mung».
Mung dijo: «Si te hubiera sido permitido tomar cualquier otro camino, entonces el
Destino de las Cosas habría sido diferente y los dioses habrían sido otros dioses.
Cuando MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ se olvide de descansar y vuelva a crear nuevos dioses,
puede que estos te devuelvan a los Mundos; quizá entonces elegirás algún otro
camino, y así no te volverás a encontrar con Mung».
Entonces Mung hizo el signo de Mung. Y la vida de aquel Hombre se fue con la
añoranza del invierno, con todas las antiguas penas y las cosas olvidadas… solo
Mung sabe dónde.
Luego, Mung volvió a su tarea, que consiste en separar la Vida de la carne, y
Mung se encontró con un hombre que se llenó de pena cuando vio la sombra de
Mung. Pero Mung dijo: «Cuando, ante el signo de Mung, tu Vida eche a volar a lo
lejos, desaparecerá incluso tu pena». Pero el hombre exclamó: «¡Oh, Mung! Espera
un poco, y no hagas ahora en mi contra el signo de Mung, porque tengo una familia

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en la Tierra cuya pena permanecerá aunque la mía deba desaparecer a causa del signo
de Mung».
Y Mung dijo: «Con los dioses siempre es Ahora. Y antes de que Sish haya
desterrado muchos años, el dolor de tu familia tomará el mismo camino que el tuyo».
Y el hombre contempló a Mung hacer el signo de Mung ante sus ojos, que no
contemplaron nada más.

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El canto de los sacerdotes

H e aquí el canto de los sacerdotes.


El canto de los Sacerdotes de Mung. He aquí el canto de los sacerdotes.
Todo el día, los Sacerdotes de Mung llaman a Mung y, sin embargo, Mung no
escucha. ¿De qué servirán las plegarias de Todo el Pueblo?
Traed más ofrendas a los sacerdotes, ofrendas a los sacerdotes de Mung. Entonces
llamarán a Mung más fuerte de lo que querrían hacerlo. Y puede que Mung escuche.
Nunca más la Sombra de Mung caerá sobre las esperanzas del Pueblo. Nunca más
el Paso de Mung ensombrecerá los sueños del Pueblo. Nunca más las vidas de las
gentes del pueblo volarán por culpa de Mung. Traed ofrendas a los sacerdotes,
ofrendas a los sacerdotes de Mung. He aquí el canto de los Sacerdotes. El canto de
los Sacerdotes de Mung. He aquí el canto de los Sacerdotes.

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Las palabras de Limpang-Tung
(el dios de la alegría y de los músicos melodiosos)

Y Limpang-Tung dijo: «Los caminos de los dioses son extraños. La flor


crece y la flor se marchita. Viniendo de los dioses, tal cosa quizá sea algo muy
astuto. El Hombre crece desde la infancia y, pasado un tiempo, muere. También eso
podría ser muy astuto.
»Pero los dioses juegan con un extraño designio.
»Voy a enviar al mundo bromas, y un poco de alegría. Y cuando la Muerte
parezca tan lejana como el borde púrpura de las colinas, o la pena tan lejana como la
lluvia en los hermosos días de verano, dirige tus plegarias a Limpang-Tung. Pero
cuando seas viejo, o te halles en tu lecho de muerte, no dirijas ninguna plegaria a
Limpang-Tung, porque entonces serás parte de un designio que él no comprende.
»Sal a la noche estrellada, y Limpang-Tung bailará contigo, él, que danza desde
que los dioses eran jóvenes, el dios de la alegría y de los músicos melodiosos. U
ofrece una broma a Limpang-Tung; sin embargo, no le dirijas ninguna plegaria a
Limpang-Tung cuando estés triste, porque se dice de la tristeza: “Por parte de los
dioses debe ser algo muy astuto”, pero no lo comprende».
Limpang-Tung dijo: «Soy inferior a los dioses; dirige tus plegarias a los dioses
menores y no a Limpang-Tung.
»No obstante, entre Pegãna y la Tierra revolotean diez mil millares de plegarias
que baten sus alas contra el rostro de la Muerte, y nunca, para ninguna de ellas, El
Que Golpea ha contenido su mano, ni nunca ha frenado el paso del Implacable.
»¡Pronuncia tu plegaria! Puede triunfar donde fracasaron diez mil millares.
»Limpang-Tung es inferior a los dioses y no comprende».
Limpang-Tung dijo: «Por temor a que los Hombres, en los grandes Mundos, se
cansen de contemplar siempre un cielo inmutable, pintaré mis cuadros en el cielo.
Los pintaré dos veces cada día mientras duren los días. Una vez cuando sale el día de
las moradas de la aurora, pintaré sobre el Azur, para que los hombres vean y se
regocijen; y antes de que el día caiga en la noche, pintaré de nuevo sobre el Azur, por
temor a que los hombres se entristezcan.
»Es poco, dijo Limpang-Tung, es poco incluso para un dios ofrecer cierto placer a
los hombres de los Mundos». Y Limpang-Tung juró que los cuadros que pintaría
nunca serían iguales mientras durasen los mundos, y lo juró bajo el juramento de los
dioses de Pegãna, que los dioses nunca podrán transgredir, con las manos en los
hombros de cada dios, y jurando por la luz de Sus Ojos.
Limpang-Tung extrajo una melodía del arroyo y le robó sus himnos al bosque;
para él, el viento aulló en lugares solitarios y el océano cantó sus fúnebres melopeas.
Hubo música para Limpang-Tung en los rumores de la hierba que ondula y en las

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voces del pueblo que se lamenta, y en los gritos de los que se refocilan.
En un país montañoso, tierra adentro, donde nadie acudió jamás, esculpió en la
montaña los tubos de su órgano, y allí, cuando los vientos, sus servidores, confluyen
desde el mundo entero, compone la melodía de Limpang-Tung. Pero el canto, que se
eleva en la noche, corre como un río, serpenteando a través del mundo, y aquí y allá,
entre los pueblos de la tierra, alguien lo escucha y, sobre el terreno, todo el que tiene
una voz para cantar se desgañita en música para su alma.
O a veces, cuando anda en las tinieblas, con un paso que los hombres no
escuchan, bajo una forma que los hombres no ven, Limpang-Tung sale de su retiro,
agita las manos por encima de ellos y los músicos se ponen manos a la obra, y la voz
y la música se elevan; y la alegría y la melodía proliferan en aquella ciudad de la
canción, y nadie ve a Limpang-Tung cuando se encuentra detrás de los músicos.
Pero, a través de las brumas, justo antes de amanecer, en la oscuridad, cuando los
músicos duermen y la alegría y la melodía se sumen en el reposo, Limpang-Tung
vuelve a su comarca montañosa.

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De Yoharneth-Lahai
(el dios de los sueños pequeños y de las quimeras)

T oharneth-Lahai es el dios de los sueños pequeños y de las quimeras.


Durante toda la noche, envía sueños pequeños desde Pegãna para
complacer a los pueblos de la Tierra.
Envía sueños pequeños tanto al pobre como al Rey.
Está tan ocupado enviando sus sueños a todo el mundo antes de que termine la
noche que a menudo se olvida de quién es el pobre y quién el Rey.
Aquel a quien Yoharneth-Lahai no visita con sus sueños y el buen dormir debe
padecer toda la noche la risas burlonas de los dioses de Pegãna.
Durante toda la noche Yoharneth-Lahai ofrece paz a las ciudades, hasta el alba y
la marcha de Yoharneth-Lahai, cuando de nuevo llega la hora de que los dioses
jueguen con los hombres.
Que los sueños y las quimeras de Yoharneth-Lahai sean falsos y que las Cosas
que ocurren durante el Día sean reales, o que las Cosas que suceden durante el Día
sean falsas o los sueños y quimeras de Yoharneth-Lahai verdaderas, nadie lo sabe
salvo MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, que no ha dicho nada.

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De Roon, el dios de la partida
y de los mil dioses domésticos

R oon dijo: «Hay dioses del movimiento y dioses de la inmovilidad, pero Yo


soy el dios de la Partida».
Por culpa de Roon los mundos nunca están inmóviles, porque las lunas, los
mundos y el cometa están animados por el espíritu de Roon, que dice: «¡Seguid!
¡Seguid! ¡Seguid!».
Roon encontró los Mundos en el amanecer de las Cosas, antes de que la luz
llegara a Pegãna, y Roon bailó ante ellos en el vacío y, desde entonces, nunca han
estado inmóviles. Roon guía todos los arroyos hasta el Mar, y todos los ríos hasta el
alma de Slid.
Roon hace el signo de Roon ante las aguas, y así ellas dejan las colinas; Roon
también le habla al oído al Viento del Norte para que nunca esté inmóvil.
Se escucharon los pasos de Roon, por la tarde, alrededor de las casas de los
hombres y, desde entonces, estos ignoran la comodidad y la paciencia. Ante ellos se
alargan los periplos leguas y leguas, por montes y cañadas, sin descanso alguno entre
sus casas y sus tumbas… y todo eso según las órdenes de Roon.
Las montañas no han erigido límite alguno con Roon ni los mares ninguna
frontera.
Allí donde Roon lo haya decidido, allí Roon irá, y también los mundos y sus ríos
y los vientos.
Por la tarde, he oído el murmullo de Roon diciéndome: «Hay islas de especias
hacia el sur», y la voz de Roon decir: «Ve».
Y Roon dijo: «Existen mil dioses domésticos, los diosecillos que se sientan ante
el hogar y mantienen el fuego… pero no hay más que un Roon».
Roon dice en un murmullo, en un murmullo que nadie escucha, cuando el sol está
bajo: «¿Qué hace MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ?». Roon no es un dios al que se pueda adorar al
abrigo del fuego, y no aportará ningún bien a tu morada.

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HISH.

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Ofrece tu trabajo y tu premura a Roon, cuyo incienso es el humo del fuego del
campamento encendido en las tierras del sur, cuyo canto es el eco de la partida, cuyos
templos se levantan más allá de las más lejanas colinas, en sus tierras tras el Oriente.
Yarinareth, Yarinareth, Yarinareth, lo que significa Más Allá… estas palabras
están grabadas con letras de oro en el arco del gran portal del Templo de Roon que
los hombres han construido frente al Oriente y ante el Mar, donde Roon está
representado como un gigantesco trompetista cuya trompeta apunta hacia el Oriente
más allá de los Mares.
Quien escuche su voz, la voz de Roon al atardecer, abandonará en el acto a los
dioses domésticos sentados ante el hogar. Estos son los dioses del hogar: Pitsu, que
acaricia al gato; Hobith, que calma al perro; Habaniah, el señor de las brasas
enrojecidas; y el pequeño Zumbiboo, el señor del polvo; Y el viejo Gribaun, que está
sentado en el medio del fuego y transforma la madera en cenizas… tales son los
dioses domésticos, que no viven en Pegãna y son inferiores a Roon.
También está Kilooloogung, el señor del humo que se eleva, que toma el humo
del hogar y lo envía hacia el cielo, que se satisface cuando alcanza Pegãna, porque los
dioses de Pegãna, hablando a los dioses, dicen:
«Kilooloogung cumple sobre la tierra la obra de Kilooloogung».
Todos estos dioses son tan pequeños que son inferiores a los hombres, pero son
dioses agradables para tener junto al hogar; a menudo los hombres le han dirigido
plegarias a Kilooloogung diciendo: «Tú, cuyo humo sube hasta Pegãna, envía con él
nuestras plegarias y que los dioses las escuchen». Y Kilooloogung, que es feliz
cuando los hombres rezan, estira su cuerpo gris y delgado, con los brazos por encima
de la cabeza, y envía a su sirviente el humo en busca de Pegãna, para que los dioses
de Pegãna sepan que el pueblo está rezando.
Y Jabim es el señor de los objetos rotos, sentado detrás de la casa lamentándose
por las cosas que se tiran. Y allí está sentado y lamentándose por los objetos rotos
hasta el fin de los mundos, o hasta que alguien acuda a reparar los objetos rotos. A
veces, se sienta a la orilla del río y se lamenta por las cosas olvidadas que flotan en
sus aguas.
Jabim es un dios benévolo cuyo corazón sufre si algo se pierde.
También está Triboogie, el Señor del Crepúsculo, cuyos hijos son las sombras,
sentado en un rincón, muy lejos de Habaniah, y no habla con nadie. Pero cuando
Habaniah se va a dormir y el viejo Gribaun ha parpadeado cien veces, hasta el punto
de no distinguir la madera de la ceniza, entonces Triboogie envía a sus hijos a correr
por la habitación y a bailar en las paredes, sin turbar nunca el silencio.
Pero, cuando la luz invade de nuevo los mundos, y el alba desciende bailando por
el camino de Pegãna, entonces Triboogie se retira a su rincón, rodeado por sus hijos,
como si no hubieran bailado en la habitación. Entonces los esclavos de Habaniah y
los del viejo Gribaun acuden a sacar a sus señores del sueño en el hogar, y Pitsu
acaricia al gato y Hobith calma al perro, y Kilooloogung estira los brazos en

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dirección a Pegãna, y Triboogie se queda inmóvil y sus hijos duermen.

Cuando oscurece, en la hora de Triboogie, Hish repta saliendo del bosque, el


señor del Silencio, cuyos hijos son los murciélagos, que han desobedecido el mando
de su padre, pero con una voz infinitamente tenue. Hish hace callar a la rata y todos
los susurros de la noche; inmoviliza los ruidos. Solo la langosta se rebela. Pero Hish
le ha lanzado un sortilegio tal que, tras gritar mil veces, su voz deja de escucharse y
pasa a formar parte del silencio.
Y cuando ha exterminado todos los ruidos, Hish se inclina profundamente; solo
entonces penetra en las casas, con un paso silencioso, el dios Yoharneth-Lahai.
Pero muy en las profundidades del bosque del que Hish ha salido, Wohoon, el
señor de los Ruidos de la Noche, se despierta en su cubil y se arrastra por el bosque
para comprobar que Hish se ha marchado.
Luego, en algún claro, Wohoon aka la voz y aúlla, para que toda la noche escuche
que es él, Wohoon, quien recorre el bosque. Y el lobo y el zorro y el búho, y los
grandes animales y los pequeños alzan la voz para aclamar a Wohoon. Entonces
despuntan los ruidos de las voces y los roces de las hojas.

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La rebelión de los dioses domésticos

T res anchos ríos corren por la llanura, nacidos antes de toda memoria o
leyenda, cuyas madres son tres picos grisáceos y cuyo padre es la tormenta.
Sus nombres son Eimês, Zãnês y Segãstrion.
Eimês es la alegría de los rebaños mugientes; Zãnês ha doblado el espinazo bajo
el yugo del hombre, y transporta madera de obra desde el bosque, muy lejos en la
montaña; y Segãstrion, por su parte, canta antiguas canciones a los pastorcillos, canta
su infancia en una barranca solitaria y el modo en que un día brotó del flanco de la
montaña, luego se fue a la llanura para ver mundo, y, un día, al fin, encontrará el mar.
Esos son los ríos de la llanura, los que hacen que se alegre la llanura. Pero los viejos
cuentan, y sus padres lo oyeron de boca de los ancianos, cómo un día los señores de
los tres ríos se rebelaron contra la ley de los Mundos, y salieron de sus fronteras, se
unieron y se tragaron las ciudades y mataron a los hombres, diciendo: «Ahora
jugamos el juego de los dioses y matamos a los hombres para nuestro placer, y somos
más grandes que los dioses de Pegãna».
Toda la llanura quedó inundada hasta las colinas.
Luego, Eimês, Zãnês y Segãstrion se sentaron sobre las montañas, y extendieron
las manos sobre sus ríos, que se rebelaban a sus órdenes.
Pero las plegarias de los hombres, al elevarse, encontraron Pegãna y gritaron al
oído de los dioses: «Hay tres dioses domésticos que nos matan para su placer, y dicen
que son más poderosos que los dioses de Pegãna, y juegan Su juego con los
hombres».
Entonces, todos los dioses de Pegãna montaron en gran cólera; pero no podían
destruir a los señores de los tres ríos, pues eran dioses domésticos, aunque pequeños,
y eran inmortales.
Los dioses domésticos siguieron extendiendo las manos por encima de sus ríos,
con los dedos abiertos, y las aguas subían más y más, y la voz de sus torrentes
aumentaba, aullando: «¿No somos Eimês, Zãnês y Segãstrion?».

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MUNG Y LA BESTIA DE MUNG.

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Entonces Mung descendió en una tierra desolada de Afrík, y fue al encuentro de
Umbool, la sequía, a quien encontró sentada en el desierto en unas rocas de hierro,
con huesos humanos en sus garras ávidas, exhalando un aliento ardiente.
Mung se plantó ante ella, cuyas resecas costillas se levantaban. Y cuando bajaban,
su aliento ardiente marchitaba las ramitas muertas y las osamentas.
Mung dijo: «¡Amiga de Mung! Ve, y enseña los dientes a Eimês, Zãnês y
Segãstrion hasta que se den cuenta de que es poco sabio rebelarse contra los dioses de
Pegãna».
Umbool respondió: «Soy la bestia de Mung».
Umbool se agazapó en una colina, al otro lado de las aguas, y, por encima, les
enseñó los dientes a los dioses rebeldes.
Cada vez que Eimês, Zãnês y Segãstrion extendían las manos por encima de sus
ríos, veían ante sí el rictus de Umbool; y como aquel rictus se parecía a la muerte en
una tierra repugnante y ardiente, apartaron los rostros y no extendieron las manos por
encima de sus ríos, y las aguas fueron bajando poco a poco.
Pero cuando Umbool hubo mostrado los dientes durante treinta días, las aguas
volvieron a sus cauces y los señores de los ríos regresaron avergonzados a sus
moradas: Umbool seguía sentada y enseñaba los dientes.
Eimês intentó ocultarse en un gran charco bajo una peña, y Zãnês reptó al corazón
de un bosque, y Segãstrion se tumbó, palpitante, sobre la arena… y Umbool seguía
sentada enseñando los dientes.
Eimês enflaqueció, y fue olvidado, aunque los hombres de la llanura decían:
«Antaño, Eimês corría aquí»; y Zãnês apenas tenía fuerza para llevar su río hasta el
mar; y mientras Segãstrion seguía palpitante, un hombre franqueó su curso, y
Segãstrion dijo: «Es un pie de hombre lo que me pasado por el cuello, y eso que
intenté ser más grande que los dioses de Pegãna».
Entonces los dioses de Pegãna dijeron: «Ya basta. Somos los dioses de Pegãna y
nadie es nuestro igual».
Mung devolvió a Umbool a su tierra desolada de Afrik para que soplara de nuevo
sobre las rocas y resecara el desierto, y para que grabara con fuego al rojo el recuerdo
de Afrik en la memoria de los que salvan sus huesos.
Eimês, Zãnês y Segãstrion cantaron de nuevo, y de nuevo anduvieron por sus
dominios familiares, y jugaron al juego de la Vida y de la Muerte con los peces y las
ranas, pero no intentaron nunca más jugar con los hombres, como hacen los dioses de
Pegãna.

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De Dorozhand
(cuyos ojos contemplan EL FIN)

S entado por encima de las vidas del pueblo, y observando Dorozhand ve lo


que está por venir.
El Dios del Destino es Dorozhand. Aquel sobre el que Dorozhand posa sus ojos
se encamina hacia un fin que nada puede evitar: se convierte en la flecha lanzada por
el arco de Dorozhand, proyectada hacia un blanco que no puede ver… el blanco de
Dorozhand. Más allá de la imaginación del hombre, más allá de la mirada de los
demás dioses, es hacia donde mira Dorozhand.
Ha elegido a sus esclavos. Y el dios del destino les conduce como quiere, sin que
sepan dónde ni por qué, sintiendo solo su látigo en la espalda y escuchando tan solo
sus gritos ante ellos.
Hay algo que Dorozhand querría alcanzar, y para ello ha puesto a trabajar a todo
el pueblo, sin que nadie esté autorizado a detenerse o a descansar en todos los
mundos. Pero los dioses de Pegãna, dirigiéndose a otros dioses, dicen: «¿Qué es lo
que Dorozhand pretende alcanzar?».
Está escrito que no solamente el destino de los hombres está entre las manos de
Dorozhand, sino que incluso los dioses de Pegãna no son indiferentes a su voluntad.
Todos los dioses de Pegãna han probado el miedo, porque han visto en los ojos de
Dorozhand una mirada que alcanza más allá de los dioses.
La razón y el objetivo de los mundos es que haya vida sobre los Mundos, y la
Vida es el instrumento de Dorozhand, por el cual cumplirá sus fines.
Así van los Mundos por sus caminos, y los ríos corren hacia el mar, y la Vida
nace y luego vuela por todos los Mundos, y los dioses de Pegãna ejecutan la obra de
los dioses… y todo ello para Dorozhand. Pero cuando el objetivo de Dorozhand sea
alcanzado, no habrá ya necesidad de vida sobre los Mundos, ni juego para los dioses
menores. Entonces Kib atravesará Pegãna de puntillas hasta más arriba de Pegãna,
donde MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ reposa, y tocando su mano con reverencia, la mano que
forjó a los dioses, dirá: «MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, has dormido mucho tiempo».
MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ dirá: «No ha sido tanto, pues he dormido durante cincuenta
eones de los dioses, y cada uno de ellos no es más que diez millones de años para los
mortales de los Mundos que habéis creado».
Entonces los dioses temblarán cuando descubran que MÃNA sabe que han creado
los mundos mientras él descansaba. Y responderán: «No, los Mundos aparecieron
solos».
Entonces, MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, como regularía cualquier contrariedad, agitará la
mano —la mano que forjó a los dioses— y los dioses dejarán de ser.

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Llegará el día en que tres lunas brillen al norte, por encima de la Estrella
Perdurable, tres lunas que no crecerán, ni decrecerán, sino que mirarán hacia el norte.
Cuando el cometa deje de buscar y se inmovilice, cuando ya no viaje entre los
Mundos y se retrase, como alguien que descansa tras haber buscado, entonces el
Todopoderoso, el que descansa desde tiempos remotos, MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, saldrá de
su sueño, porque será El. FIN.
Entonces los tiempos que fueron no serán más los Tiempos; y puede que los
viejos días difuntos vuelvan desde más allá del Borde, y nosotros que les lloramos
volveremos a ver aquellos días como alguien que, volviendo a casa tras un largo
viaje, se encuentra de repente con aquellas cosas queridas y recordadas.
Porque nadie sabe si MÃNA, que ha reposado tanto tiempo, es un dios cruel o
misericordioso. Puede que se muestre piadoso y que estas cosas no ocurran.

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RÃNORÃDA.

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El ojo en el desierto

S iete desiertos se extienden más allá de Bodrahãhn, que es el destino final de


las caravanas. Nadie va más allá. En el primer desierto se encuentran trazadas
las pistas de los grandes viajeros que salieron de Bodrahãhn, y de algunas que
vuelven a ella. En el segundo, solo están trazadas pistas que se alejan, ninguna de las
cuales vuelve.
El tercer desierto nunca ha sido hollado por ningún hombre.
El cuarto desierto es el desierto de arena, el quinto el desierto del polvo, el sexto
el desierto de piedra, y el séptimo el Desierto de los Desiertos.
En mitad del último de los desiertos que se extienden más allá de Bodrahãhn, en
el centro del Desierto de los Desiertos, se eleva la efigie tallada antaño en la colina
viviente y cuyo nombre es Rãnorãda… el ojo en el desierto.
A los pies de Rãnorãda están grabadas en letras místicas más vastas que lechos de
ríos las siguientes palabras:

Al dios que sabe

Más allá del segundo desierto no hay pista alguna, y no hay agua en ninguno de
los siete desiertos que se extienden más allá de Bodrahãhn. Ningún hombre viajó por
ellos para tallar aquella estatua en la colina viviente, y Rãnorãda fue erigida por las
manos de los dioses. Los hombres cuentan en Bodrahãhn, allí donde las caravanas se
detienen y los camelleros descansan, cómo los dioses tallaron antaño Rãnorãda en la
colina viviente, golpeando con martillo toda la noche más allá de los desiertos.
Además, dicen que Rãnorãda fue esculpido a imagen del dios Hoodrazai, que
descubrió el secreto de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, y que sabe por qué fueron creados los
dioses.
Dicen que Hoodrazai vive solo en Pegãna y que no habla con nadie, porque sabe
lo que se les oculta a los dioses.
En consecuencia, los dioses han hecho su imagen en una región solitaria como la
de alguien que piensa y se calla… el ojo en el desierto.
Dicen que Hoodrazai escuchó los susurros de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ mientras este
mascullaba, y comprendió su significado, y supo; y él, que era el dios de las risas y de
la alegría inagotable, se convirtió a partir del instante en que supo en un dios sin
alegría, como su imagen, que contempla el desierto más allá de las pistas de los
hombres.
Pero los camelleros, cuando están sentados y escuchan las historias de los viejos
en la plaza del mercado de Bodrahãhn, por la noche, mientras descansan los

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camellos, dicen: «Si Hoodrazai es tan sabio y sin embargo tan triste, bebamos vino y
bendigamos la sabiduría de los desiertos que se extienden más allá de Bodrahãhn».
Así, las festividades y las risas se prolongan durante toda la noche en la ciudad donde
se detienen las caravanas.
Esto es lo que cuentan los camelleros cuando las caravanas vuelven a Bodrahãhn;
pero, ¿quién puede dar fe a las historias que los camelleros han escuchado de boca de
los viejos en una ciudad tan lejana?

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De la criatura que no es ni dios
ni bestia

V iendo que la sabiduría no se encuentra en las ciudades ni la felicidad en la


sabiduría, y puesto que Yadin el profeta fue condenado por los dioses antes de
su nacimiento a partir en busca de la sabiduría, este siguió las caravanas de
Bodrahãhn. Allí, por la noche, cuando los camellos descansan, cuando el viento del
día retrocede hacia el desierto gimiendo sus últimos adioses a las palmeras y deja en
paz las caravanas, envió su plegaría a Hoodrazai errando por el desierto junto con el
viento.
Y en toda la extensión del viento su plegaria clamaba: «¿Por qué los dioses
persisten en existir y jugar con los hombres? ¿Por qué Skarl no deja de tocar el
tambor, y MÃNA no deja de descansar?». Y el eco de los siete desiertos respondía:
«¿Quién sabe? ¿Quién sabe?».
Pero en aquella región desolada, más allá de los siete desiertos donde Rãnorãda
alza su enorme masa en la penumbra, por la noche, su plegaria fue escuchada; y
desde las lindes de la desolación donde acabó su plegaria, tres flamencos llegaron
volando, y sus voces decían: «Hacia el sur. Hacia el sur», con cada batir de sus alas.
Mientras pasaban por encima del profeta, parecían tan tranquilos y tan libres, y el
desierto tan cegador y tórrido tendía los brazos hacia ellos. Entonces, le pareció que
sería feliz si echaba a volar y lo agradable que sería seguir aquellas grandes alas
blancas, y se encontró con los tres flamencos, en la frescura de por encima del
desierto, y sus voces gritaban ante él: «Hacia el sur. Hacia el sur», y el desierto, por
debajo de él, murmuraba: «¿Quién sabe? ¿Quién sabe?».
A veces, la tierra se estiraba hacia ellos en picos montañosos, a veces, caía en
abruptos barrancos, ríos azules cantaban a su paso, y de ellos les llegaba
imperceptiblemente la canción de las brisas de los solitarios vergeles y, a lo lejos, el
mar modulaba potentes cantos fúnebres por viejas islas abandonadas. Pero parecía
que nada en el mundo contaba más que ir hacia el sur.
Era como si alguna parte en el sur llamara a los suyos, y que estos se dirigieran
hacia el sur.
Pero cuando el profeta se dio cuenta de que habían pasado por encima del borde
de la Tierra, y lo muy lejos que al norte brillaba la Luna, comprendió que no seguía
pájaros mortales, sino algunos extraños mensajeros de Hoodrazai, cuyo nido se
encontraba en alguno de los valles de Pegãna, por debajo de las montañas donde
residen los dioses.
Seguían siempre volando hacia el sur, atravesando todos los Mundos y dejándolos
al norte, hasta que solo Araxes, Zadres e Hyráglion quedaron al sur y el gran Ingazi
no fue más que un punto luminoso, y Yo y Mindo completamente invisibles.

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Seguían siempre volando hacia el sur, tanto que pasaron bajo el sur y llegaron el
Borde de los Mundos.
Allí no existen ni sur ni este ni oeste, sino solamente el norte y Más Allá: no
existe más que el norte donde se extienden los Mundos, y Más Allá se extiende el
Silencio. El Borde es una masa de rocas que los dioses no emplean porque Ellos
crearon los Mundos, y en el Borde se sienta Trogool. Trogool es la Criatura que no es
ni dios ni bestia, que ni aúlla ni respira. ELLO se contenta con volver las páginas de un
enorme libro, página negra, página blanca, para siempre jamás, hasta EL FIN.
Todo lo que debe ser está escrito en ese libro, así como todo lo que fue.
Cuando ELLO vuelve una página negra se hace de noche, y cuando ELLO vuelve
una página blanca se hace de día.
Porque si está escrito que hay dioses… hay dioses.
También hay escritos que nos conciernen, a ti y a mí, hasta la página en la que
nuestros nombres ya no están escritos.
Entonces, mientras el profeta LO miraba, Trogool volvió una página —una
página negra— y la noche terminó, y el día iluminó los Mundos.
Trogool es una criatura a la que los hombres, en muchos países, han atribuido
numerosos nombres: ELLO es la Criatura que se sienta detrás de los dioses, cuyo libro
es el Gran Designio.
Pero Yadin vio que los antiguos días recordados estaban ocultos en las páginas
que ELLO ya había pasado, y comprendió que la última página con un nombre que ya
no estaba escrito había sido pasada mil páginas antes. Entonces dirigió su plegaria a
Trogool, que se contenta con volver las páginas y nunca responde a las plegarias. Le
dirigió su plegaria a Trogool: «Si aceptases volver de nuevo tus páginas hasta el
nombre que no está escrito, desde aquí hasta la Tierra se elevarían las plegarias de un
pueblo diminuto que aclama el nombre de Trogool, porque existe una lejana comarca
llamada Tierra donde los hombres dirigen sus plegarias a Trogool».
Trogool, que vuelve las páginas y nunca responde a las plegarias, habló, y su voz
era como los susurros del desierto cuando cae la noche, cuando los ecos se callan:
«Por mucho que el torbellino del sur intente clavar sus garras en una página que ha
sido vuelta, nunca conseguirá que vuelva hacia atrás».
Entonces, a causa de las palabras del libro que decían que así había de ser, Ya-din
se encontró yaciendo en el desierto, donde le dieron agua antes de transportarle hasta
Bodrahãhn a lomos de camello.
Allí, algunos dijeron que simplemente había soñado cuando la sed se apoderó de
él, mientras vagaba entre las rocas del desierto. Pero algunos ancianos de Bodrahãhn
afirmaron que, en alguna parte, en efecto, reside una Criatura cuyo nombre es
Trogool, que no es ni dios ni bestia, que vuelve las páginas de un libro, página negra,
página blanca, página negra, página blanca, hasta que aparezcan las palabras: MAI
DOON IZAIIN, lo que significa EL FIN PARA SIEMPRE, y que entonces, libro, dioses y

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mundos dejarán de ser.

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ELLO.

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Yonath el Profeta

Y onath fue el primero de los profetas en dirigirse a los hombres.


Estas son las palabras de Yonath, el primero de todos los profetas:
Hay dioses en Pegãna.
Una noche, yo dormía. Y en mi sueño, Pegãna vino a mí. Y Pegãna estaba
poblada por dioses.
Vi a los dioses a mi lado como se ven las cosas ordinarias.
Pero no vi a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ.
Y, en aquella hora, la hora de mi sueño… supe.
Y el fin y el principio de mi saber, y la suma de todo lo que sabré jamás, se
resumía en esto: que el Hombre No Sabe.
Busca la noche que llega en el límite de las tinieblas, o busca la cuna del arco iris
en donde brota de las colinas y salta hacia el cielo, pero no busca saber por qué
fueron creados los dioses.
Los dioses han arrojado sobre el flanco más lejano de las Cosas por Venir una luz,
de tal modo que a los hombres les parezcan mejores que las Cosas que Son.
Para los dioses, las Cosas por Venir son como las Cosas que Son, y nada cambia
en Pegãna.
Los dioses, sin ser misericordiosos, tampoco son dioses feroces. Son los
destructores de los Días que Fueron, pero nimban de gloria los Días por Venir.
El hombre debe padecer los Días que son, pero los dioses le han sumido en la
ignorancia a modo de consuelo.
No busques el saber. Tú búsqueda te cansará, y volverás agotado a descansar al
lugar en el que empezaste tu búsqueda.
No busques el saber. Ni siquiera yo, Yonath, el más viejo de los profetas,
agobiado por la sabiduría de los numerosos años, y cansado de buscar, no soy otra
cosa que el hombre que no sabe.
Hace mucho tiempo empecé a buscar el conocimiento de todas las cosas. Hoy
solo sé una cosa, y pronto los Años se me llevarán.
El sendero de mi búsqueda, que conduce a nuevas búsquedas, debe ser hollado
por un gran número de hombres cuando Yonath ya no sea Yonath. No poses el pie en
ese sendero. No busques el saber. Estas son las palabras de Yonath.

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Yug el Profeta

C uando los años se hubieron llevado a Yonath, y cuando Yonath estuvo


muerto, no hubo profeta alguno entre los hombres.
Y los hombres siempre seguían queriendo saber.
Le dijeron a Yug: «Sé nuestro profeta, aprende todas las cosas y dinos la razón de
Todo».
Yug dijo: «Sé todas las cosas». Y los hombres quedaron satisfechos.
Yug dijo del COMIENZO que estaba en el jardín de Yug, y que EL FIN estaba bajo la
mirada de Yug.
Los hombres olvidaron a Yonath.
Un día, Yug vio que Mung detrás de las colinas hacía el signo de Mung. Y Yug no
fue Yug.

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Alhireth-Hotep el Profeta

C uando Yug no fue Yug, los hombres le dijeron a Alhireth-Hotep: «Sé


nuestro profeta, y sé tan sabio como Yug».
Y Alhireth-Hotep dijo: «Soy tan sabio como Yug». Y los hombres fueron muy
felices.
Alhireth-Hotep dijo de la Vida y de la Muerte: «Esos son asuntos de Alhireth-
Hotep». Y los hombres le llevaron ofrendas.
Un día, Alhireth-Hotep escribió en un libro: «Alhireth-Hotep sabe todas las cosas
porque ha hablado con Mung».
Mung llegó por su espalda, haciendo el signo de Mung, y diciendo: «¿Sabes
realmente todas las cosas, Alhireth-Hotep?». Y Alhireth-Hotep formó parte de las
Cosas que Fueron.

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Kabok el Profeta

C uando Alhireth-Hotep estuvo entre las Cosas que Fueron, y como los
hombres seguían queriendo saber, le dijeron a Kabok: «Sé tan sabio como lo
fuera Alhireth-Hotep».
Kabok creció en sabiduría a sus ojos, como a los ojos de los hombres.
Kabok dijo: «Mung hace su signo contra los hombres o contiene su gesto
siguiendo los consejos de Kabok».
Le dijo a uno: «Tú has pecado contra Kabok, así que Mung hará el signo de
Mung contra ti». Luego a otro: «Le has traído ofrendas a Kabok, así que Mung se
abstendrá de hacer en tu contra el signo de Mung».
Una noche, mientras Kabok engordaba con las ofrendas que le habían llevado los
hombres, escuchó el paso de Mung en el jardín de la casa de Kabok, por la noche.
CComo la noche era muy tranquila, le pareció funesto a Kabok que Mung
anduviese por su jardín, sin el consentimiento de Kabok, dando vueltas a su casa,
durante la noche.
Kabok, que sabía Todas las Cosas, tuvo miedo, pues el paso era ruidoso y la
noche tranquila, e ignoraba lo que ocultaba Mung a su espalda, algo que nadie había
visto.
Cuando llegó la mañana y la luz se hizo en los Mundos, Mung no se fue del
jardín, y Kabok olvidó sus miedos y dijo: «¿Podría tratarse de un rebaño de ganado
andando por el jardín de Kabok?».
Luego, Kabok volvió a sus asuntos, que eran saber Todas las Cosas, decirles
Todas las Cosas a los hombres, y tratar a Mung a la ligera.
Aquella noche Mung anduvo de nuevo por el jardín de Kabok, por la noche,
alrededor de su casa, y se plantó ante la ventana de la casa como una sombra erguida,
aunque Kabok estaba seguro de que se trataba de Mung.
Un miedo enorme agarrotó la garganta de Kabok, y su voz se volvió ronca, y
gritó: «¡Eres Mung!».
Mung inclinó ligeramente la cabeza, y luego volvió al jardín de Kabok, en la
noche, dando vueltas a su casa.
Kabok acostado le escuchaba con el corazón lleno de temor.
Pero cuando amaneció la segunda mañana, y cuando la luz se hizo en los
Mundos, Mung alejó sus pasos del jardín de Kabok; y, durante un momento, Kabok
recuperó la esperanza, pero esperaba con gran terror la llegada de la tercera noche.
Cuando la tercera noche llegó, cuando el murciélago volvió a su casa, cuando el
viento se acalló, la noche fue muy tranquila.
Kabok, acostado, la escuchaba, y para él las alas de la noche batían muy
lentamente.

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Pero antes de que la noche se encontrase con la mañana en el camino que une
Pegãna y los Mundos, en el jardín de Kabok retumbó el paso de Mung, que se
acercaba a la puerta de Kabok.
Kabok huyó de su casa como huye una bestia perseguida, y luego se arrojó a los
pies de Mung.
Mung hizo el signo de Mung, señalando con su dedo hacia El. FIN.
Los miedos de Kabok no volvieron a atormentar a Kabok, porque formaron parte
de las cosas cumplidas.

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De la calamidad que alcanzó a Yûn-Ilãra
al borde del mar, y de la construcción
de la Torre del Fin de los Días

C uando Kabok y sus miedos reposaron, el pueblo buscó a un profeta que no


temiera a Mung, cuya mano se alza contra los profetas.
Y al fin encontraron a Yûn-Ilãra, que criaba corderos y no temía a Mung, y el
pueblo le llevó a la ciudad para que se convirtiera en su profeta.
Yûn-Ilãra hizo erigir una torre, al borde del mar, que daba a la puesta del Sol. Y la
llamó la Torre del Fin de los Días.
Y, al acabar la jornada, Yûn-Ilãra subía a lo más alto de su torre y miraba la
puesta de Sol maldiciendo a Mung. Gritaba: «¡Oh, Mung, cuya mano se alza contra el
Sol, a quien los hombres aborrecen pero veneran porque te temen, preséntate aquí y
habla con un hombre que no te teme! Señor del asesinato y de las cosas oscuras,
repugnante, implacable, harás contra mí el signo de Mung cuando te parezca, pero
hasta que el silencio selle mis labios a causa del signo de Mung, maldeciré tu
nombre». Y en la calle, por debajo, el pueblo lanzaba miradas asombradas sobre Yûn-
Ilãra, que no temía a Mung, y le llevaba ofrendas. Pero en sus chozas, tras la caída de
la noche, dirigían de nuevo sus reverentes plegarias a Mung. Pero Mung dijo:
«¿Puede un hombre maldecir a un dios?». Y Mung retornó a su camino entre las
ciudades para recolectar las vidas del pueblo.
Mung, sin embargo, no fue a por Yûn-Ilãra que maldecía a Mung desde su torre
que miraba el mar.
Sish, a través de los Mundos, precipitó el Tiempo, y masacró las Horas que tan
fielmente estuvieron a su servicio, y luego llamó a otras del vacío eterno que se
extiende más allá de los Mundos, y las llevó al combate para asaltar todas las cosas.
Sish sembró de blancura los cabellos de Yûn-Ilãra, y de hiedra su torre, y de
cansancio sus miembros, porque Mung seguía ignorándole.
Cuando Sish se convirtió en un dios menos tolerable que Mung, Yûn-Ilãra dejó al
fin de maldecir a Mung desde la cumbre de su torre, con cada puesta de sol, hasta el
día en que el cansancio del regalo de Kib se abatió pesadamente sobre los hombros de
Yûn-Ilãra.
Entonces, en la Torre del Fin de los Días, Yûn-Ilãra dirigió estas palabras a
Mung: «¡Oh, Mung! ¡Oh, el más adorable de los dioses! ¡Oh, Mung, a quien pido los
favores de todos mis anhelos! Tu don de Muerte es la herencia del Hombre, así como
el alivio, el descanso y el silencio y el retorno a la Tierra. Kib solo ofrece trabajo y
dolor; en cuanto a Sish, siembra de lamentos cada una de las horas que envía al
ataque del Mundo. Yoharneth-Lahai ya no me visita. Limpang-Tung no me complace.
Cuando los otros dioses le abandonan, el hombre no encuentra refugio salvo en

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Mung».
Pero Mung dijo: «¿Puede un hombre maldecir a un dios?».
Y cada día y todas las noches Yûn-Ilãra exclamaba: «¡Ah, con cuánta ansiedad
espero la hora del duelo, las alegres coronas de flores y las lágrimas, y la tierra
húmeda y oscura! ¡Ah, con cuánta ansiedad espero el descanso bajo la pradera, donde
los sólidos troncos de los árboles se aferran al Mundo, donde nunca el viento que
sopla a través de mis huesos volverá a molestarme, y donde la cálida lluvia se colará
gota a gota, nunca llevada por el huracán, donde los huesos se hacen tranquilamente
pedazos en la oscuridad…!». Así rezaba Yûn-Ilãra, quien en su locura y su juventud
tanto maldijo, mientras Mung no le prestaba atención.
Hoy todavía existe un montón de huesos que sigue siendo Yûn-Ilãra a los pies de
una torre en ruinas que edificó en otro tiempo, y se escucha una voz penetrante que,
con el viento, implora la misericordia de Mung, si tal cosa existe.

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De cómo los Dioses destruyeron Sidith

H abía un gran dolor en el valle de Sidith.


Durante tres años, la peste lo había castigado duramente, y el último de
aquellos años la hambruna golpeó; además, la guerra era inminente.
En toda Sidith los hombres morían día y noche, y día y noche en el Templo de
Todos los Dioses salvo Uno (porque nadie puede rezarle a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, los
sacerdotes de los dioses rogaban sin descanso.
Pues decían: «Durante mucho tiempo un hombre puede escuchar el zumbido de
los pequeños insectos sin pensar en haberlo oído, y lo mismo los dioses pueden no
escuchar nuestras plegarias antes de que las hayamos repetido muchas veces. Pero
cuando nuestras plegarias hayan turbado el silencio durante el tiempo suficiente,
quizá algún dios errante en las praderas de Pegãna caiga sobre una de nuestras
súplicas perdidas, revoloteando como una mariposa zarandeada por la tempestad, con
las alas rotas; entonces, si los dioses son misericordiosos, quizá aplaquen nuestros
temores en Sidith, pero también podrían aplastarnos, pues son irascibles, y entonces
dejaríamos de conocer las desgracias de Sidith, y su peste, y su hambre, y las
angustias de la guerra inminente».
Cuando llegó el cuarto año de peste, y el segundo año de hambruna, y cuando la
guerra era más inminente que nunca, todo el pueblo de Sidith se reunió ante las
puertas del Templo de Todos los Dioses salvo Uno, que nadie podía cruzar más que el
sacerdote, aunque este solo podía depositar sus ofrendas y volver a salir.
El pueblo exclamó: «¡Oh, Gran Profeta de Todos los Dioses salvo Uno, Sacerdote
de Kib, Sacerdote de Sish, y Sacerdote de Mung, Contador de los misterios de
Dorozhand, Receptor de las ofrendas del pueblo y Señor de los Sacerdotes, ¿qué
haces en el interior del Templo de Todos los Dioses salvo Uno?».
Arb-Rin-Hadith, que era el Gran Profeta, respondió: «Rezo por todo el pueblo».
Pero el pueblo replicó: «¡Oh, Gran Profeta de Todos los Dioses salvo Uno,
Sacerdote de Kib, Sacerdote de Sish, y Sacerdote de Mung, Contador de los misterios
de Dorozhand, Receptor de las ofrendas del pueblo y Señor de los Sacerdotes,
durante cuatro largos años has rogado con los sacerdotes de tu orden mientras
nosotros traíamos ofrendas y moríamos. Ahora, si no has sido oído en estos cuatro
horribles años, deberás ir a llevar las plegarias del pueblo de Sidith al monte
Aghrinaun, donde Ellos apacientan las tormentas, porque, de no ser así, cuando caiga
el rocío, no encontrarás ante la puerta del templo las ofrendas con las que engordáis
tú y tu orden».
»Les dirás: “¡Oh, Todos los Dioses salvo Uno, Señores de los Mundos, cuyo hijo
es el eclipse, retirad vuestra peste de Sidith, porque ya habéis jugado mucho tiempo
al juego de los dioses con el pueblo de Sidith, que quiere hablar con franqueza con

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sus dioses!”».
Acto seguido, lleno de gran temor, el Profeta respondió: «¿Y si los dioses se
enfadan y destruyen Sidith?». Y el pueblo replicó: «Así nos libraremos antes de la
peste, de la hambruna y de la inminencia de la guerra».
Aquella noche la tormenta rugió sobre Aghrinaun, el pico que se alzaba por
encima de los demás en la comarca de Sidith. Y el pueblo sacó a Arb-Rin-Hadith de
su Templo y le llevó a Aghrinaun, y le dijeron: «Esta noche, en la montaña, andan
Todos los Dioses salvo Uno».
Y Arb-Rin-Hadith se fue temblando hacia los Dioses.
A la mañana del día siguiente, Arb-Rin-Hadith volvió pálido y aterrado al valle
desde Arghrinaun, y, una vez allí, se dirigió al pueblo: «Los rostros de los dioses son
de hierro y sus labios están cerrados. No se puede esperar nada de ellos».
Entonces, el pueblo dijo: «Irás a ver a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, a quien nadie puede
dirigir sus plegarias: búscale en Aghrinaun cuando el pico se eleva en silencio antes
del alba; y, en su cima, allí donde todas las cosas parecen en reposo, seguramente
estará descansando MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ. Ve a verle y dile: “Has creado malos dioses
que atormentan Sidith”. Quizá haya olvidado a los demás dioses, o que no haya oído
hablar de Sidith. Si has escapado de la tormenta de los dioses, quizá escapes del
silencio de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ IÁÍ».
Una mañana en que el cielo y los lagos estaban límpidos y el mundo en calma, y
Aghrinaun más calmado todavía que el mundo, Arb-Rin-Hadith trepó con el miedo
en las tripas las pendientes de Aghrinaun porque el pueblo le apremiaba a hacerlo.
Durante todo el día el pueblo le vio escalar. Llegada la noche, descansó cerca de
la cima. Pero, antes de que apareciese el siguiente amanecer, los más madrugadores le
vieron en el silencio, como un grano de polvo contra el azul del cielo, extender los
brazos sobre la cima hacia MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ. Luego, repentinamente, no le vieron
más, ni ningún hombre volvió a ver a aquel que se atrevió a turbar el silencio de
MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ.

Los que hablan hoy de Sidith evocan una tribu feroz y poderosa que destruyó a un
pueblo en un valle debilitado por la peste en el que se alzaba un Templo dedicado a
«Todos los Dioses salvo Uno» y en el que no había ningún sacerdote.

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De cómo Imbaun, en Aradec, se convirtió en el Gran Profeta de
Todos los Dioses salvo Uno

E Uno.
n Aradec, Imbaun debía ser hecho Gran Profeta de Todos los Dioses salvo

Desde Rhoodra, Ardra y desde todas las comarcas situadas más allá llegaron
todos los Grandes Profetas de la Tierra al Templo de Aradec de Todos los Dioses
salvo Uno.
Estos le revelaron a Imbaun que el Secreto de las Cosas estaba inscrito en la parte
más alta de la cúpula del Palacio de la Noche, pero en caracteres apenas legibles y en
un idioma desconocido.
A medio camino de la noche, entre la puesta y el nacer del Sol, condujeron a
Imbaun al Palacio de la Noche, y le dijeron, salmodiando al unísono: «Imbaun,
Imbaun, Imbaun, mira la bóveda donde está inscrito el Secreto de las Cosas, pero
indistintamente, y en un idioma desconocido».
E Imbaun levantó la vista, pero la oscuridad era tan profunda en el Palacio de la
Noche que Imbaun ni siquiera podía ver a los Grandes Profetas llegados de Rhoodra,
Ardra y desde todas las comarcas situadas más allá, ni podía ver nada en el Palacio de
la Noche.
Luego, los Grandes Profetas preguntaron: «¿Qué ves, Imbaun?».
E Imbaun dijo: «No veo nada».
Los Grandes Profetas preguntaron: «¿Qué sabes, Imbaun?».
E Imbaun dijo: «No sé nada».
Entonces el Gran Profeta de Eld de Todos los Dioses salvo Uno, que era el
primado de los Profetas de la Tierra, habló: «¡Oh, Imbaun! Todos hemos alzado la
vista en el Palacio de la Noche hacia el Secreto de las Cosas y este siempre ha sido
opaco y el Secreto apenas era legible y siempre estuvo escrito en un idioma
desconocido. Pero tú sabes lo que saben todos los Grandes Profetas».
E Imbaun respondió: «Lo sé».
Y así fue como Imbaun se convirtió en Aradec en el Gran Profeta de Todos los
Dioses salvo Uno, y rogó por el pueblo, que no sabía que las tinieblas reinaban en el
Palacio de la Noche, ni que el secreto era apenas legible y estaba escrito en un idioma
desconocido.
Estas son las palabras de Imbaun, las que consignó en un libro para que todo el
pueblo pudiera conocerlas:
«En la vigésima noche de la nonagésima luna, mientras la luna se colaba por el
valle, cumplí como es mi costumbre los ritos místicos de cada uno de los dioses, por
temor a que uno de los dioses se irritase durante la noche y nos aniquilase mientras
dormíamos.

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»Cuando pronunciaba la última de ciertas palabras secretas, me dormí en el
templo, pues estaba cansado, apoyando la cabeza en el altar de Dorozhand. Y, en el
silencio, mientras dormía, Dorozhand franqueó la puerta del templo bajo la apariencia
de un hombre y me tocó en el hombro, y me desperté.
»Pero cuando vi que sus ojos brillaban azules y que con ellos iluminaba el templo
entero, comprendí que se trataba de un dios, aunque se me presentaba bajo la
apariencia de un mortal. Y Dorozhand dijo: “Profeta de Dorozhand, mira, que el
pueblo sepa”. Y me mostró los caminos de Sish que penetran profundamente en el
futuro.
»Luego me ordenó que me levantara y que fuera a donde me indicaba, sin
pronunciar palabra, pero guiándome con los ojos.
»Así, en la vigésima noche de la nonagésima luna, descendí con Dorozhand por
los senderos de Sish hacia los tiempos futuros.
»A todo lo largo del camino los hombres mataban a los hombres. Y la suma de
sus matanzas era mayor que las matanzas de la peste o que ninguno de los males
divinos.
»Y de las ciudades se alzaban y caían sus casas convertidas en polvo, y siempre el
desierto recuperaba lo que era suyo, y se tragaba y ocultaba hasta el último de los que
hubieran alterado su tranquilidad.
»Y los hombres seguían matando a los hombres.
»Luego, llegué a una época en la que los hombres no sometían con el yugo a las
bestias, sino que construían bestias de hierro.
»Y tras eso, los hombres mataron a los hombres con brumas.
»Entonces, cuando la matanza sobrepasó sus deseos, la paz descendió sobre el
mundo llevada por la mano de los asesinos, y los hombres no mataron a los hombres.
»Y las ciudades se multiplicaron, triunfaron sobre el desierto y conquistaron su
tranquilidad.
»Y, bruscamente, vi que EL FIN estaba próximo, porque en Pegãna había un
movimiento como el que causaría Uno que se cansa de descansar, y vi al perro
Tiempo encogerse antes de saltar, con los ojos fijos en las gargantas de los dioses, y
pasando de garganta en garganta, y el tambor de Skarl que se debilitaba.
»Y si un dios puede conocer el miedo, me pareció que el rostro de Dorozhand
estaba lleno de miedo, y me tomó de la mano y me devolvió por los caminos del
Tiempo para que no pudiera ver EL FIN.
»Vi que las ciudades resurgían del polvo y caían en el desierto del que habían
emergido; y de nuevo dormí en el Templo de Todos los Dioses salvo Uno, con la
cabeza apoyada en el altar de Dorozhand.

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»Entonces, de nuevo el Templo se llenó de luz, pero no de la luz de los ojos de
Dorozhand; el alba llegaba sola desde Oriente, azulada, y resplandecía a través de los
arcos del Templo. Me desperté y cumplí con los ritos de la mañana y con los
misterios de Todos los Dioses salvo Uno, por temor a que uno de los dioses se irritase
durante el día y se llevase el Sol.
»Y supe, pues había estado muy cerca pero no había llegado a ver EL FIN, que
nunca ningún hombre lo contemplará, ni conocerá la suerte de los dioses. Eso, lo han
ocultado».

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Pegãna

E l profeta de los dioses les gritó a los dioses: «¡Oh, Todos los Dioses salvo
Uno! (porque nadie puede rezarle a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ. ¿Dónde irá la vida de
un hombre cuando Mung haya hecho contra su cuerpo el signo de Mung? Los
pueblos con los que jugáis quieren saberlo».
Pero los dioses respondieron hablando a través de la bruma:
»Aunque debieras revelar tu secreto a las bestias, por si acaso las bestias pudieran
entenderte, los dioses no te revelarían el secreto de los dioses, para que dioses, bestias
y hombres fueran todos semejantes y todos conocieran las mismas cosas».
Aquella noche, Yoharneth-Lahai fue a Aradec y le dijo a Imbaun: «¿Por qué
quieres conocer el secreto de los dioses, que los dioses no pueden revelarte?».
»Cuando el viento no sopla, ¿dónde está el viento?
»Y cuando tú no vives, ¿dónde estás?
»¿Por qué iba el viento a preocuparse de las horas de calma o tú de la muerte?
»Tu vida es larga, la Eternidad es breve.
»Tan breve que, si debieras morir y dejar que pasase la Eternidad, y que después
de la Eternidad debieses revivir, dirías: “No he cerrado los ojos más que durante un
instante”.
»Hay una Eternidad detrás de ti, lo mismo que hay una Eternidad delante de ti. Te
has lamentado por los eones que han transcurrido sin ti, tú, que tanto temes los eones
por venir.
»Entonces el profeta dijo: “¿Cómo le puedo decir al pueblo que los dioses no me
han hablado y que su profeta no sabe nada? En ese caso, ya no seré un profeta, y otro
recibirá las ofrendas del pueblo en mi lugar”.
«Entonces, Imbaun le dijo al pueblo: «Los dioses han hablado, y me han dicho:
«¡Oh, Imbaun, Nuestro profeta! El pueblo tiene razón, tu sabiduría ha descubierto el
secreto de los dioses, y los hombres cuando mueran vendrán a Pegána, y vivirán con
los dioses, y disfrutarán con su trabajo. Y Pegãna es un lugar totalmente blanco
rodeado por picos montañosos, y sobre cada uno de ellos se encuentra un dios, y los
hombres se extenderán por las laderas de las montañas, cada uno bajo el dios al que
más haya venerado cuando su destino se hallaba entre los Mundos. Música, más allá
de lo que puedas soñar, se mezclará con los aromas de todos los vergeles de los
Mundos, y alguien, en alguna parte, cantará una vieja canción que sea como una cosa
medio olvidada. Habrá jardines sobre los que el sol brillará siempre, y arroyos que no
se perderán en ningún mar bajo unos cielos siempre azules. No habrá ni lluvia ni
lamentos. Solo las rosas que en lo más alto de Pegãna hayan visto pasar su primavera
esparcirán nubes de pétalos a tus pies, y de la lejanísima tierra olvidada volarán hasta
ti las voces de aquellos a los que quisiste en tu infancia, en los jardines de tu

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juventud. Y si suspiras tras algún recuerdo de la Tierra, porque escucharas voces que
no has olvidado, los dioses te enviarán mensajeros alados para reconfortarte en
Pegãna, diciéndoles: Alguien suspira porque se ha acordado de la Tierra. Y harán
para ti de Pegãna un lugar todavía más encantador, y te tomarán de la mano y
susurrarán palabras dulces a tus oídos hasta que las viejas voces sean olvidadas.
»«Además de las flores de Pegãna, el rosal que se aferraba a los muros de la casa
en que naciste trepará hasta alcanzar Pegãna. Desde allí, también llegarán hasta ti los
ecos errantes de todas las músicas que tanto te gustaron en otros tiempos.
»Además, mientras estés sentado en la hierba de los vergeles que tapizan las
montañas de Pegãna, mientras escuches la melodía que acuna el alma de los dioses,
lejos, por debajo de ti, se extenderá la gran Tierra desgraciada, hasta el momento en
que, contemplando en el éxtasis esos pesares, te alegrarás de estar muerto.
»Desde las tres grandes montañas que se elevan, lejanas y muy por encima de las
demás —Grimbold, Zeebol y Trehágobol—, soplarán el viento de la mañana y el
viento de la tarde y el viento de todo el día, llevados por las alas de todas las
mariposas que han muerto en los Mundos, para refrescar a los dioses y Pegãna.
»Tegána adentro, una fuente de plata, extraída por los dioses desde el Mar
Mediano, lanzará sus surtidores de agua hacia el aire, y, por encima del más alto de
los picos de Pegãna, por encima de Thehágobol, explotará en brumas tornasoladas
que cubrirán lo Más Alto de Pegãna, ocultando tras un velo el lugar de reposo de
MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ.
«Solitario, inmóvil y apartado, a los pies de una de las montañas interiores, se
extiende un vasto estanque azul.
»Cualquiera que penetre sus aguas con la mirada puede contemplar la vida que
hubo en los Mundos y todas sus acciones pasadas.
»Nadie se aventura cerca del estanque, y nadie quiere penetrar sus profundidades,
porque todos en Pegãna han sufrido y todos han cometido algún pecado, y todo eso
yace en el estanque.
»Y no hay oscuridad en Pegãna, porque cuando la noche ha vencido al Sol e
impone el silencio en los Mundos y tiñe de gris los blancos picos de Pegãna, entonces
los ojos azules de los dioses resplandecen como el sol sobre el mar allí donde cada
dios está sentado sobre su montaña.
«Y, en EL FIN, algún mediodía, quizá en verano, los dioses dirán, hablando a los
dioses: ¿A qué se parece MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ y qué es EL FIN?
»Y entonces MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ apartará con su mano las brumas que ocultan su
reposo y dirá: Este es el rostro de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, este es EL FlN».
Entonces el pueblo le dijo al profeta: «¿De negras colinas saldrá tierra en alguna
comarca perdida para formar un caldero ancho como un valle donde la piedra fundida
se estremecerá y rugirá, y donde las rocas escarpadas serán proyectadas al aire y
borbotearán y volverán a caer a fin de que nuestros enemigos se consuman para la
eternidad?».

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Y el profeta respondió: «Está escrito en grandes letras a los pies de las montañas
de Pegãna, en las que residen los dioses: “Tus Enemigos Son Perdonados”.

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Las palabras de Imbaun

E l profeta de los dioses dijo: «Un falso profeta se sienta al borde del camino;
y a todos cuantos quieren conocer los días ocultos, les dice: “Mañana el Rey te
hablará cuando pase su carroza”».
Además, todo el mundo le lleva ofrendas y el falso profeta tiene más gente que le
escuche que el Profeta de los dioses.
Entonces, Imbaun dijo: «¿Qué sabe el profeta de los dioses? Solamente sé que yo
y los hombres no sabemos nada de los dioses ni de los hombres. ¿Voy yo, que soy
profeta, a decirle eso al pueblo?
»¿Por qué el pueblo elige profetas si no es para que expresen las esperanzas del
pueblo, y que le digan al pueblo que sus esperanzas están fundadas?».
El falso profeta dice: «Mañana el Rey te hablará».
¿Por qué no iba yo a decir: «Mañana los dioses te hablarán cuando descanses en
Pegãna»?
Entonces el pueblo será feliz, y sabrá que sus esperanzas están fundadas, pues ha
creído las palabras que decidió que le dijera un profeta.
¿Pero qué sabrá el Profeta de los dioses, un Profeta al que nadie puede decir: «Tus
esperanzas están fundadas», al que nadie puede hacer extraños signos para acallar su
miedo a la muerte, para quien el canto de los sacerdotes no significa nada?
El Profeta de los dioses ha vendido su felicidad a cambio de la sabiduría, y ha
dado sus esperanzas al pueblo.
Imbaun también dijo: «Cuando la cólera te domina por la noche, observa lo
tranquilas que están las estrellas; y cuando hay tanta calma entre los grandes, ¿van a
encolerizarse los pequeños? O cuando la cólera te domina durante el día, contempla
las colinas lejanas y observa la calma que adorna sus rostros. ¿Sigues irritado estando
ellas tan serenas?
»No siento ninguna cólera hacia los hombres, pues ellos, como tú, han sido
animados por Dorozhand. ¿Bueyes uncidos al mismo yugo deben hostigarse
mutuamente?
»No debes irritarte con Dorozhand, pues sería como luchar con las manos
desnudas contra acantilados de bronce.
»Todo lo que es… es porque debía ser. No te revuelvas contra lo que es, porque
así debía ser».
E Imbaun dijo: «El Sol se alza y aureola de gloria todo cuanto ve y, gota a gota,
transforma el rocío ordinario en toda clase de gemas. Y crea esplendores en las
colinas.
»Y del mismo modo nace el hombre. Y los jardines de su infancia permanecen
nimbados con gloria. Los dos viajan lejos para cumplir la voluntad de Dorodhand.

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»Pronto se pondrá el Sol, y muy suavemente, en el silencio, empezarán a brillar
todas las estrellas.
»Del mismo modo muere el hombre. Y tranquilamente sobre su tumba sus
parientes acudirán a llorarle.
»¿No se encenderá su vida de nuevo en alguna parte de los Mundos? ¿No
contemplará de nuevo los jardines de su infancia? ¿O nace solamente para morir?».

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De cómo Imbaun habló
de la muerte al rey

U na peste tan terrible recorría las calles de Aradec que el Rey, mirando por
las ventanas de su palacio, veía morir a los hombres. Y cuando el Rey vio la
Muerte, tuvo miedo de que, algún día, el Rey llegase a morir. Ordenó a sus guardias
que le llevaran al profeta más sabio que pudieran encontrar en Aradec.
Los heraldos acudieron al Templo de Todos los Dioses salvo Uno y anunciaron en
voz alta, tras haber ordenado silencio: «Rhazahan Rey de Aradec Príncipe titulado de
Ildun e Ildaun, y Príncipe conquistador de Phatia, de Ezek y de Azhan, Señor de las
Colinas, envía sus saludos al Gran Profeta de Todos los Dioses salvo Uno».
Luego, llevaron a este ante el Rey.
El Rey le dijo al Profeta: «¡Oh, Profeta de Todos los Dioses salvo Uno! ¿Voy a
morir?».
El Profeta respondió: «¡Oh, Rey! Tu pueblo no puede ser siempre feliz, y algún
día el Rey morirá».
El Rey respondió: «Puede, pero es cierto que tú vas a morir. Puede que yo muera
algún día, pero hasta ese día, la vida de la gente está en mis manos».
Entonces los guardias se llevaron al Profeta.
Y aparecieron en Aradec profetas que no les hablaron de la muerte a los Reyes.

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De Ood

L os hombres cuentan que, si vas a Sundári, más allá de todas las llanuras, y
trepas a su cima antes de que te alcance la avalancha que espera en todas sus
pendientes, se te aparecerán numerosos picos. Y si los escalas y atraviesas sus valles
(que son en número de siete, al igual que hay siete picos), al fin llegarás a la comarca
de las colinas olvidadas, donde entre los valles y la nieve blanca se alza el «Gran
Templo del Dios Uno y Solo Uno».
En el interior se halla un profeta soñador que no hace nada, y, a su lado, dormita
todo un clero.
Son los sacerdotes de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ. En el templo está prohibido trabajar, y
también está prohibido rezar. La noche no se distingue del día tras sus puertas.
Descansan como descansa MÃNA. Y el nombre de su profeta es Ood.
Ood es un profeta más grande que todos los profetas de la Tierra, y algunos dicen
que si Ood y sus sacerdotes cantaran y rogaran todos juntos invocando a MÃNA-YOOD-
SUSHÃÎ, entonces MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ se despertaría, pues seguramente escucharía las
plegarias de sus propios profetas… y entonces los Mundos no serían.
Hay otro camino para llegar a la comarca de las colinas olvidadas; es un camino
llano y recto, que atraviesa el corazón de las montañas. Pero por algunas razones que
se nos ocultan, más vale pasar por los picos y la nieve, corriendo el riesgo de perecer
en el trayecto, antes que intentar llegar a la morada de Ood por el camino llano y
recto.

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El Río

U n río brotó en Pegãna que no es ni un río de agua ni un río de fuego, y que


corre a través de los cielos y de los Mundos, hasta el Borde de los Mundos…
un río de silencio. A través de todos los Mundos, los sonidos abundan, ruidos de
movimiento, y ecos de voces y canciones; pero en el Río nunca se escucha ningún
sonido, y todos los ecos mueren en él.
El Río brotó del tambor de Skarl, y se escurre entre dos orillas formidables hasta
el desierto, más allá de los Mundos, tras la estrella más lejana, para desembocar en el
Mar del Silencio.
Yo yacía en el desierto, más allá de todas las ciudades y de todos los sonidos, y
por encima de mí corría el Río del Silencio a través de los cielos; en las lindes del
desierto la noche afrontaba el Sol, y súbitamente lo conquistó.
Entonces, sobre el Río, vi la nave de los sueños construida por el dios Yoharneth-
Lahai, cuya gran proa se elevaba, gris, en el aire, por encima del Río del Silencio.
Sus cuadernas eran viejos sueños soñados hace mucho tiempo, quimeras de
poetas constituían sus mástiles altos y rectos, y su aparejo estaba tallado en las
esperanzas del pueblo.
Sobre su puente, los remeros accionaban los remos hechos de sueños, y los
remeros eran personajes de las quimeras de los hombres, príncipes de las antiguas
historias y gente que ya había muerto, y gente que nunca había existido.
Se balanceaban de adelante hacia atrás para hacer avanzar a Yoharneth-Lahai a
través de los Mundos, sin emitir el menor sonido con sus remos. Porque, con cada
aleteo del viento, vuelan eternamente hacia Pegãna las esperanzas y las quimeras del
pueblo que no tienen lugar entre los Mundos, y allí, Yoharneth-Lahai las teje con la
trama de los sueños que no tarda en entregar al pueblo.
Y cada noche, Yoharneth-Lahai embarca en su nave construida con sueños,
cargada con todos sus sueños, para devolverle al pueblo sus antiguas esperanzas y
todas las quimeras olvidadas.
Pero antes de que el día vuelva a la batalla, antes de que los ejércitos
conquistadores de la aurora apunten sus rojas lanzas hacia la noche, Yoharneth-Lahai
deja los Mundos dormidos y remonta el Río del Silencio, que se desliza desde Pegãna
hasta el Mar del Silencio que se extiende más allá de los Mundos.
El nombre del Río es Imrana, el Río del Silencio. Todos los que están cansados
del tumulto de las ciudades y a los que el clamor agota se deslizan por la noche hasta
la nave de Yoharneth-Lahai y embarcan en ella, y luego se tienden en el puente, y
pasan del puente al Río, mientras Mung, a sus espaldas, hace el signo de Mung
porque así lo desean. Y, acostados sobre el puente entre sus propias quimeras y entre
las canciones que nunca fueron cantadas, bogan sobre Imrana antes de que se alce el

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alba, hasta el lugar donde no llega el tumulto de las ciudades, ni se escucha la voz de
la tormenta, ni a medianoche el aullido del Dolor que roe el cuerpo de los hombres, y
donde las preocupaciones olvidadas que perturban los Mundos gimotean en la lejanía.
Pero, en el lugar donde Imrana cruza las puertas de Pegãna, entre las grandes
constelaciones gemelas Yum y Gothum, donde Yum monta guardia a la izquierda y
Gothum a la derecha, reside Sirámi, el Señor de Todo lo Olvidado. Y, cuando la nave
se acerca, Sirámi contempla con sus ojos de zafiro los rostros, y más allá, los de
aquellos que están hastiados de las ciudades, y, mientras mira, como uno mira ante sí
sin acordarse de nada, agita suavemente las manos. Y entre aquellos gestos de las
manos de Sirámi, los que los miran pierden todos sus recuerdos, salvo algunas cosas
que no se pueden olvidar, ni siquiera más allá de los Mundos.
Se ha dicho que Skarl dejará de tocar el tambor, y que MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ
despertará, y que los dioses de Pegãna sabrán que es EL FIN, y entonces los dioses
embarcarán en los galeones de oro, llevados por el curso del Imrana por remeros
nacidos de los sueños (nadie sabe dónde ni por qué) hasta el lugar en donde el Río se
vierte en el Mar del Silencio, y allí serán dioses de nada, donde nada es, y ningún
ruido llegará jamás. Y en la lejanía, en las orillas del Río, ladrará el viejo perro
Tiempo, que intentará morder a sus amos; mientras MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ estará
pensando en algún plan que concierna a los dioses y a los mundos.

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LA NAVE DE YOHARNETH-LAHAI.

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El Pájaro del Juicio y EL FIN

F inalmente, la tormenta, huyendo para escapar del destino de los dioses,


rugirá horriblemente en los Mundos; y el Tiempo, el perro de los dioses,
ladrará hambriento a sus amos, porque la vejez le habrá enflaquecido.
Y, desde lo más profundo de los valles de Pegãna, el Pájaro del Juicio, Mosahn,
cuya voz es como la trompeta, tomará impulso y volará con sonoro batir de alas por
encima de las montañas de Pegãna y de los dioses, y allí, con su voz de trompeta,
proclamará EL FIN.
Entonces, rodeados por el tumulto y la furia de Su perro, los dioses harán por
última vez en Pegãna el signo de todos los dioses, y luego embarcarán digna y
tranquilamente en Sus galeones de oro, y partirán sobre el Río del Silencio para
nunca más volver.
Entonces, el Río se tragará sus riberas, y una inmensa ola llegará desde el Mar del
Silencio, hasta que todos los Mundos y los Cielos sean tragados por el silencio;
mientras, MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ en Medio de Todo estará sumido en sus pensamientos.
Después, el perro Tiempo, cuando todos los Mundos y las ciudades que destruía sean
barridos, al no tener nada que devorar, se morirá de repente.
Pero algunos sostienen —y tal es la herejía de los Saigoths— que cuando los
dioses embarquen finalmente en sus galeones de oro, solo Mung quedará rezagado y,
dándole la espada a Trehágobol y blandiendo la Espada Cortante que se llama
Muerte, librará su último combate contra el perro Tiempo, con su vaina vacía, Sueño,
tintineando a su lado.
Allí, bajo Trehágobol, combatirán solos cuando los dioses hayan partido.
Y los Saigoths dicen que durante dos días y dos noches el perro se enfrentará a
Mung acechando y mordiendo ferozmente… días y noches que no serán iluminados
por ningún sol ni por ninguna luna, porque estos habrán sido arrancados de los cielos
y sumergidos con todos los mundos mientras los galeones bogan a lo lejos, porque los
dioses que los crearon ya no serán dioses.
Entonces el perro saltará, y desgarrará la garganta de Mung que, haciendo por
última vez el signo de Mung, hundirá Muerte entre los hombros del perro y, con la
sangre del Tiempo, la espada se cubrirá de herrumbre.
Entonces MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ se quedará solo, sin Muerte ni Tiempo, sin horas
para cantar a sus oídos, y sin el temblor de las vidas que pasan.
Lejos de Pegãna se irán los galeones de oro que transportan a los dioses, cuyos
rostros estarán perfectamente calmos, porque sabrán que son los dioses y que eso es

EL FIN

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EL TIEMPO Y LOS DIOSES

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Sobre El Tiempo y los Dioses

S i uno se informa en la Guía del Londres literario de George G. Williams[16],


un paseo guiado y sistemático que nos indica, barrio por barrio, los lugares de
la metrópoli donde vivieron todas las grandes figuras del mundo de las letras a lo
largo del tiempo, uno se sorprenderá al descubrir a lord Edward Dunsany. Vivió en el
número 66 de Cadogan Square, entre Pont Street y Sloane Square, de 1925 a 1940.
La guía le señala como «poeta, maestro de lo imaginario [“fantasy”], tanto en teatro
como en prosa». Sorprende encontrar el rastro de aquel que luchó para ser reconocido
sin conseguirlo demasiado, y verle inscrito con tanta precisión y de una manera cierta
en el panteón de piedra de las casas londinenses, a él, que siempre huyó de la ciudad
o que la transformó de manera radical con sus quimeras. Oficial de los Coldstream
Guards durante la guerra de los Boers y el primer conflicto mundial, cazador
entusiasta que recorrió su Irlanda natal y las comarcas africanas, ensayista y
conferenciante, en América sobre todo, dramaturgo durante un tiempo en el Abbey
Theatre de Dublín, consiguió pasar a la posteridad como «maestro de la fantasía».
Los estadounidenses, tan amantes de este género reinventado al contacto con la
ciencia ficción —y bautizado como «heroic fantasy»— han exhumado a Dunsany
como figura emblemática, principalmente a causa de la singularidad de su caso: un
par de la corona, un posible personaje de las leyendas épicas, dejado a un lado por los
autores. Habitaba en un castillo del siglo XII en el condado de Meath que le legó un
antepasado que luchó junto a Guillermo el Conquistador (pero también las colinas de
Kent que rodeaban la propiedad de su esposa en Dunstall… ni tampoco desdeñaba
Londres). El decimoctavo lord Dunsany era también aficionado al ajedrez,
naturalmente, campeón de Irlanda, y no es inútil señalar que escribía con una pluma
de oca. Su rúbrica lleva la marca de esa escritura inspirada con sus giros y sutilezas…
la factura anticuada, brillante, del maestro de las maravillas. Tenía con lo que seducir
a los aficionados, tan abundantes entre los anglosajones, al heroísmo medieval nacido
en las mazmorras y en los cantares de gesta un tanto mágicos. También Lovecraft, su
ferviente admirador, se complacía en sus anacronismos, entre la excentricidad y el
deseo sincero, aunque un poco neurótico en su caso, de la recuperación de un tiempo
perdido.
Lin Carter informa que Dunsany, inmediatamente después de casarse, alquiló una
casa en los bosques de Wiltshire, una localización ideal para las partidas de caza. La
casa se llamaba Rood Ashton y fue allí donde, durante el invierno de 1904, Dunsany
dictó a su mujer sus primeras historias. Fueron las reunidas en el volumen El Tiempo
y los Dioses, el segundo volumen de sus obras. Con su habitual franqueza, Dunsany
reconoció un día que, para darle título a su libro, eligió el peor método: citar el título
de uno de los cuentos, el primero, para que ese fuera el del conjunto. Allí, como en

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tantas otras cosas, como él mismo confiesa, cedió a la tradición. Aquello no era la
verdadera respuesta para la pregunta de ¿por qué El Tiempo y los Dioses? La
pregunta les puede parecer superflua a los que hayan leído el primer libro de
Dunsany, Los dioses de Pegãna, cuya presentación pueden encontrar en su sitio en
este mismo volumen. En particular, porque esa recopilación representa un desarrollo
del proyecto original de una mitología imaginaria basada en diferentes sainetes
enlazados entre sí por un esquema general poco exigente pero revelador de una
preocupación ontológica que se encuentra en todos los sistemas demiúrgicos: el modo
de domesticar el tiempo. No es que el autor tuviera en mente vulgarizar alguna
filosofía en particular o incluso hacer sensible algún tipo de discurso filosófico; más
bien se limitó a plagiar un modo de comprensión del mundo, primario e inspirado,
cuya naturaleza es poética. Se sabe que el título era un recuerdo, y la cita, truncada,
de un verso de Swinburne. Pero más todavía que el origen del título, que Dunsany no
deja en el misterio en su autobiografía, es el modo en que la cita es trasplantada a la
fraseología, lo que resulta más interesante. El préstamo no fue deliberado; más bien
sería subconsciente. Volviendo, años después, a la poesía del gran poeta victoriano,
Dunsany encontró en ella las palabras que empleó. Aquella era la fuente tanto tiempo
olvidada —se diría, según Freud, que era un retorno a algún afecto enterrado. Como
siempre, la recopilación tiene una historia. El largo relato que la cierra, «El viaje del
Rey», fue comenzado aparte, como otro desarrollo a seguir. Cuando le llevó la
primera versión de esta obra al editor Heinemann, este le pidió que le diera más
cuerpo al proyecto, de ahí la inclusión del texto en cuestión; y allí se quedó.
La fidelidad a la mitología inicial no deja lugar a dudas. Numerosos episodios de
Pegãna se convierten aquí en «relatos» autónomos. Por ejemplo, el capítulo del
primer libro «Las palabras de Slid, cuya alma está en el mar», que nos habla del
poderío del Océano y de la melancolía de su voz, es recuperado en «La llegada del
mar» o «Cuando los dioses dormían». Algunos capítulos figuran como simples
avatares de la obra inaugural. En «El Rey que no fue», se explican las relaciones del
Rey Runazar con los dioses que habitan en Pegãna. Aunque se consideren los textos
originales de El Tiempo y los Dioses, se verá que no hay solución de continuidad
entre los dos. El esquema neoplatónico inicial, un universo superior libre de las
contingencias alienantes del mundo de los humanos, se confirma en la continuación.
Por oposición a esa «monótona geografía» que evocan algunas de sus poesías («Ode
to Dublin Critic», en Fifty Poems), Dunsany resucita una aprensión del mundo de
polaridad doble según un atavismo temperamental platónico. Habría que referirse a
otro poema, «Geography» (Mirage Waters), para encontrar la verdadera «geografía»,
la del malayo que ve Inglaterra tras siete días de deriva desde el País de las Hadas.
También se podrían encontrar en otros sitios, en los cuentos reunidos aquí, imágenes
más directamente heredadas del mito fundador. La caverna de Kai, en el cuento del
mismo nombre, donde se apilan las sombras de lo que fue, es bastante sugerente.
Khanazar en busca del pasado sigue las indicaciones del profeta-pastor Syrahn, que

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sabe que los hechos pasados han tomado el camino de la montaña Adgora y de la
caverna de Kai. La misma sugerencia se nos hace en la epopeya de «El viaje del
Rey», que describe el destino de los dioses que se marchitan porque la fe de los
hombres les ha abandonado: a partir de ese momento son sordos y ciegos. Porque
solo los sueños cuentan, y los hombres se dejan dominar por las ilusiones de verdad
de sus acciones. Así toma cuerpo la esencia de la espiritualidad, inmanente en el
mundo de la materia y revelada por los cambios entre el aquí y otros lugares.
Sin embargo, como ya dijimos en la introducción a Los dioses de Pegãna, desde
el primer ensayo a esta recopilación se ha operado una dramatización que da a la obra
precedente, a contrario, una curiosa tonalidad estática. El tema de la lucha del tiempo
y de los dioses, la rebelión del tiempo, esclavo victorioso y amenazador de sus amos
llegado el momento, es sintomática de una perturbación profunda de los esquemas
iniciales. Un texto corto como «La broma de los dioses» introduce el esquema de una
ironía cósmica que alimentará muchos textos futuros del autor, aunque aquí son los
dioses los que corren con la peor parte. Los dioses de Pegãna aguanta la salmodia.
Luego se penetra, prudentemente, en la historia, como lo demuestra el largo relato
inaugural que sirve de mascarón de proa a toda la embarcación. Ahí se anima toda la
alegoría del tiempo rebelado. Da el tono al conjunto y se compromete más adelante
con el habitante de nuestro mundo. Ernest Boyd, el irlandés, señalaba, al clasificar las
obras de su compatriota, que El Tiempo y los Dioses contenía más fábulas que
hablaban de los hombres. Digamos más bien que el punto de vista se desplaza. Si
muchos relatos retienen el espíritu de Pegãna sin volver a esa mitología original,
otros empiezan con una lectura interpretativa y mitopoética de los fenómenos
naturales mitificados; se orientaría más hacia unos cuentos esbozados, al menos
cuando el lector es invitado a penetrar en los reinos fabulosos pero terrenales, como
el de Averon en «La caverna de Kai» o el país legendario del pastor Sardinac en «La
compasión de Sardinac». El cuadro adquiere sustancia. La imagen de la ciudad que
no era más que un punto de referencia simbólico bajo la forma de Bodrahãhn, la
ciudad de los hombres de las caravanas (Los dioses de Pegãna) adquiere una riqueza
pictórica particular. Entendámonos: la ficción que escribe Dunsany en estos relatos
inaugurales es siempre la misma. La fábula de la creación ex nihilo sigue un
paradigma constante: «Cuando los dioses eran jóvenes…». (El Tiempo y los Dioses),
«Cuando comenzaron los Mundos y Todo…» («Una leyenda del amanecer»), «Antes
del COMIENZO los hombres dividieron la tierra…» («La venganza de los hombres»)…
Siempre existe la voluntad de mezclar los textos antiguos cuya antigüedad, su
carácter primario esencial, sería la garantía de una impresión de sacralidad… lo
sagrado, precisamente impermeable al tiempo. Mediante una mezcla lanzó Walpole la
moda del gótico en la Inglaterra del siglo XVIII haciendo creer en el hallazgo de un
viejo grimorio. Si Dunsany no tiene la ambición de la hiedra, no por ello deja de
situar sus cuentos, según parecida necesidad, en un lugar alternativo recuperado del
espacio y del tiempo.

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El especialista estadounidense en Dunsany, S. T. Joshi, ha hecho una lectura
«seria» de la presente recopilación[17]. Entendemos por esto que ha sondeado los
clásicos esperados: cómo las imágenes o situaciones relatadas, de manera
fragmentaria, son a veces los ecos de los grandes textos de la Antigüedad y dejan
entrever reflejos de su filosofía. El crítico muestra cómo el grito que lanza el ejército
del conde en el relato «En el País del Tiempo» («¡Alatta! ¡Alatta!») es una imitación
del que se escucha en Jenofonte: «¡Thalatta! ¡Thalatta!», o cómo en «La venganza de
los hombres» la intervención divina a los ojos de los humanos repite una situación
que encontramos en Virgilio cuando, en La Eneida, los dioses participan en secreto
en la destrucción de Troya (Joshi, p. 20). La dificultad que padeció el lord, en su
infancia, por dominar las complejidades de la civilización greco-latina le dejaron
cierta frustración y un gusto singular por esa visión del mundo y su orquestación
dramática. Era un enigma, una forma que trascendía el sentido. Muchos otros
fragmentos de bravura, añade Joshi, ¿son ejemplos del hybris… la tragedia griega
bajo la forma de cuentos legendarios? El traslado en sí mismo no es algo que haya
que desdeñar. Esos fragmentos olvidados tienen, como en todos los pastiches, un
papel particular, en este caso como reminiscencias de un mundo acabado.
Desplazados fuera de su época, resurgen en el cuento bajo la forma de afectos: un
efecto patético o sardónico en un discurso que no tendría sentido, que estaría
desplazado, fuera de contexto, pero que adquiriría una fuerza singular por su
universalidad. Se podría seguir la pista abierta por Joshi, buscar las similitudes,
recortar las situaciones mitológicas, griega y latina, bíblica o cualquier otra. Se
pasaría así hacia una declinación de los arquetipos del mismo modo que se
conseguiría algo similar procediendo con las formas de lo imaginario en estos textos,
la dinámica del agua y su devenir mortífero, por poner un ejemplo.
Para entrar en juego, Dunsany planta sus marcas con la pintura exquisita de la
ciudad soñada de los dioses y víctima de su esclavo, el Tiempo. Es una teatralización
de la memoria sobre el mundo abstracto que le conviene a la fábula; procede
mediante cuadros sucesivos y en línea recta de Los dioses de Pegãna. Todo se
focaliza sobre la desaparición de la ciudad de Sardathrion, que fue «el sueño de
mármol» de los dioses y cuyo nombre se instala gradualmente como el tema único de
la sinfonía verbal, como un cántico, aunque sea distanciado. Todas las marcas del
pasado embalsamado, de la memorización, del monumento, participan en esta
poetización del duelo. Hará falta, dice el texto, un fragmento de mármol, vestigio
solitario de la maravillosa ciudad, para que los dioses lo acaricien «como el hombre
que lo ha perdido todo conserva un mechón de cabellos de su bienamada». Y así,
mediante una comparación furtiva, nuestro mundo vuelve a nosotros para hacer

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sensible la imagen de los dioses… más que a la inversa. Hay que ver cómo las
visiones de la ciudad se imponen con un realismo de connotación mágica, como por
ejemplo la del amanecer. Los campaniles surgen gradualmente de las tinieblas
mientras uno a uno los miembros de las esfinges de ónice se recortan en un segundo
plano en sombras. Sardathrion es un lugar sin retorno, una especie de isla de los
lotófagos del universo del escritor anglo-irlandés, y los dioses aparecen bajo los
rasgos de los hombres, ocultando su rostro con el manto. Pero el poeta se
compromete por su parte en esta materialización del sueño, tomando a su vez la
palabra: él también ha soñado con Sardathrion, sin estar demasiado seguro de la
longevidad de su fantasma. Así, el cuento epónimo que abre el libro da la impresión
exacta de la transmisión feliz del primer volumen a uno nuevo, siempre bajo el signo
de una poética neo-romántica y, más exactamente, simbolista. Ahí reside su marca
distintiva… un modo de tratar el mundo y los hombres sin comprometerse, como un
etnólogo, testigo impávido de un espacio miniaturizado y observado desde arriba,
contaminado el observador secretamente por su funesto destino, sintiendo a la vez la
necesidad de hacer entrar el pronombre personal y dar libre curso a su confesión.
Eso se hace de diferentes maneras, como si, sin parecerse, el autor recorriera
diversos modos narrativos diferentes. O bien hace un pastiche directo de la leyenda
borrándola totalmente de su texto, o bien pone en escena a los que fabricaron la
leyenda y luchan con los fenómenos o los dioses que los encarnan… formando parte
de ellos. O bien tematiza sabiamente la escritura cuando, por ejemplo en «La caverna
de Kai», se dice de los cortesanos del Rey que sus audiencias fueron registradas por
las crónicas, escritas por los escribas, pero que ninguna leyenda cuenta lo que dijeron.
Notablemente, Dunsany lo encabeza con un texto sofisticado que enlaza esos dos
mundos, y luego vuelve al modo original. El cuento inaugural apareció por primera
vez en una revista de Dublín, The Sanachie, y Dunsany se jacta (en Patches of
Sunlight, p. 132) de haberse encontrado para la ocasión en compañía de los mejores
—Bernard Shaw y George Moore. Lo que apasiona en primera instancia al creador es
retomar y desarrollar los esquemas animistas de su primer libro, y luego se deja llevar
hasta las fuentes de ese modo de pensar: la llegada del mar, el origen legendario del
amanecer, el día y la noche, el problema del mal, de la búsqueda, el microcosmos de
las civilizaciones… Y a veces es todo el universo de Pegãna lo que perdura, el de la
leyenda, como la tan bien llamada «Una leyenda del amanecer» y sus sainetes
enhebrados alrededor de la niña y su pelota de oro. Son las dos piezas que siguen al
cuento inaugural. «La llegada del mar» es también una entrada directa en la
descripción animista del juego de los elementos. El dios Slid preside el combate del
agua y de la tierra y el cuento describe la resistencia tenaz de la montaña Tintaggon,
un combate feroz que los anales de la Tierra han conservado inscrito, como se
guardan los textos de un patrimonio singular, en el canto fúnebre del agua.
Todo esto no impide que tras unas imágenes muy generales y universales se
oculten experiencias vividas que el poeta se divierte en repetir. Dijo con insistencia

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en un capítulo de su primera autobiografía: «Intento buscar más profundamente las
fuentes de lo que me llega como inspiraciones» (Patches of Sunlight, p. 82) —no hay
coincidencias, solamente influencia, insiste—, y lo hace sistemáticamente como otros
persiguen sus sueños al despertar. Así, la lucha entre el mar y la montaña que es el
tema de «La llegada del mar», es una transcripción directa de la fuerte impresión que
le causó Gibraltar: «Me parece que el contraste intenso entre la belleza del mar como
la que presencié entonces y el gran peñón que guarda el estrecho con su masa oscura
bajo el levante, puede sin duda explicar la historia por sí misma» (ibid, p. 83). Esta
interferencia de la vida en unos textos que no tienen nada de realistas recuerda la
contigüidad de los géneros en todo acto literario. Dunsany, también él, habla de sus
ansias de escribir de todo y contra todo. Pero lo hace reviviendo los ensueños frágiles
de la infancia sin por ello acometer cuentos para niños. Simplemente, la creatividad
demiúrgica es siempre su tema principal. En la versión de los viajes que hace el
profeta Thun, se describe la eclosión de la vida en los mundos que rodean a los
dioses. Con las fibras de los corazones de sus semejantes difuntos, el joven dios
Shimono Káni hace un arpa, y las notas que escapan de ella son vidas evanescentes
que se reintegran al universo del que provienen, a semejanza de los sueños de MÃNA-
YOOD-SUSHÃÎ. También encontramos esa imagen más «económica» de la usura. El
dios es un usurero: presta la vida bajo fianza y los dolores de la vida pulen la joya
(«Usura»); una imagen que abre el camino a los futuros cuentos de maravillas, donde
se habla del pequeño pueblo urbano a costa de otros cielos. La ambición de una
escapatoria une sin duda los escritos de Dunsany con la floreciente corriente de la
«fantasy» anglosajona. Véase al respecto el prefacio que redactó para una reedición
de su libro, en Marsella, a bordo de un buque a punto de zarpar hacia África, el 19 de
octubre de 1922. Reconoce no tener muchos recuerdos de los textos contenidos en el
libro, pero se da cuenta, al releer las pruebas, de que están llenos de viajes hacia el
mismo Oriente al que se dispone a partir. Y parte hacia esos países, esos desiertos que
el corazón desea y que el fantasma y la pluma ya habían hecho nacer. Le basta con
escuchar los cánticos de los hombres morenos, acuclillados en el puente, para
preguntarse si la felicidad no estará allí, en esos países indolentes con menos
máquinas que esos países más septentrionales de los que ha llegado el viajero.

Como siempre que se lee hoy a Dunsany, es importante situarle en el contexto de


su época. Es más fácil con el arte gráfico o con el cine, pero no es menos útil.
Escribía en la época del Art Nouveau, cuya faceta más conocida es el tropismo
decorativo y lánguido. El simbolismo no está desprovisto de un cierto manierismo.
Como los seguidores de esa escuela, Dunsany adora las alegorías, los personajes
emblemáticos y las evocaciones épicas, todo ello en el cuadro microscópico del

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cuento, en beneficio de una gesticulación irónica para un oyente inocente pero no
pueril. Las ilustraciones de Syme, diseminadas, pero en su sitio, en el presente
volumen, aportan el contrapunto necesario. Tienen un sabor deliberada y
equívocamente inocente, una connotación simbolista convertida en pastiche.
Consideremos una de las obras maestras del conjunto: «En el país del Tiempo».
Se trata de informar de la aventura del nuevo Rey de Alatta, Kamith Zo. Siguiendo
los sabios consejos de su padre, se cuida mucho de invadir Zeenar atravesando la
frontera fatídica del río Eidis. Porque, de hecho, ha encontrado un enemigo mucho
más formidable y aún más terrible: el Tiempo, cuyos destrozos ve a lo largo de todo
su camino, cuya impía obra contempla en las ruinas abandonadas del templo de las
divinidades antiguas. El Tiempo se convierte en un poderoso rival de sádicos
caprichos, el que hace nacer una vida en el desierto y la cubre de arena. La alegoría
que se nos describe no tiene nada de nuevo; incluso es un cliché. Sin embargo, el
cuento transcurre con facilidad. Especialmente cuando se desliza hacia lo extraño.
Conduce al lector mediante un lento crescendo hacia su última frase, esa distopía
esbozada de la ciudad de los habitantes del Tiempo: «la Ciudad de los Viejos en el
Territorio del Tiempo». La descripción de esa aldea antigua, viviendo en unas ruinas
casi desaparecidas bajo una vegetación galopante, en el imponente silencio de las
«cosas pasadas», es bastante sobrecogedora. Al igual que ese asalto perdido de
antemano contra la ciudadela del Tiempo, que se defiende lanzando años y más años
sobre los invasores. Los guerreros pierden a ojos vista su juventud, su energía, su
salud. Arrastrando sus herrumbrosas espadas, acaban por dispersarse en una retirada
de veteranos seniles. Entran, al igual que los lectores, en un territorio que no
pertenece en verdad a la alegoría, sino a lo fantástico, un fantástico que se oculta
detrás de la fachada modesta del cuento pero que reivindica un lugar que se afirmará
aquí o allí, sin sistematismos, en la obra del lord poeta... esa tonalidad misma que
tanto atrajo la atención de Borges. Lo hemos recordado hace poco: los esquemas son
deliberadamente arquetípicos: creación, fin del mundo, eterno retorno... pero
equívocamente simplistas. En el decorado en miniatura, la visión sideral se impone
mediante una confrontación irónica. Los dioses son rebajados al nivel de personajes:
por encima de ellos se encuentran unos jugadores de ajedrez; no son más que las
piezas de un tablero lleno de arena, y los granos de arena son los mundos. Detrás de
los cuentos a imitación de los de la infancia de la Humanidad se puede escuchar una
cierta modernidad, la del naciente siglo XX, con su gusto por la sorpresa y la
búsqueda de lo incongruente. La desaparición del mensajero enviado a remontar
hasta las fuentes del saber es otra representación del destino cruel del autor.
Remontando a las fuentes del saber, el enviado de Yarnith recorre el sombrío valle de
Yodeth, en la dirección que indican las tumbas —cuyos pies están dirigidos hacia el
dios Yarni Zai. La fuente está seca y el dios no es más que una piedra esculpida. En
los valles de lágrimas del miniaturista irlandés, la progresión del peregrino no tiene
más grandeza que la que le dio Bunyan; es una peregrinación agnóstica «a la manera

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de», cruelmente sardónica, y saludablemente liliputiense.
Pero se comprende la intención del narrador, su ambición misma, en el largo texto
final que, ya se verá, ocupa una parte separada del volumen, «El viaje del Rey», que
describe una épica imaginaria que podría imponerse por su substancia y su longitud,
la de una crónica de los diferentes viajes, interpretados por los profetas que se
suceden como otros tantos narradores para desgranar los arpegios tristes del mundo
imaginario. El epos está latente en los textos anteriores, aunque solo sea en su febril
onomástica. Paul Diel dijo hablando de la mitología griega: «Las leyendas se forman
[18]
alrededor de una locución» . La magia de los nombres propios hace salir los relatos
del orden de lo común. Ayuda a esta deriva fascinante y revive ese «antiguo instinto
de sorpresa» del que hablaba G. K. Chesterton. Y lo fantástico se insinúa con bondad,
como por sorpresa. Pensemos en esta imagen del profeta
Samahn invitando a visitar «la gran casa blanca de los Reyes» y a postrarse ante
todos los monarcas antiguos de Zarkandhu que siguen sentados en sus tronos,
esqueletos que aún conservan sus cetros. Hay que saber entenderlo en un registro
poético y no en el del terror, aunque los dos estén relacionados. En las prisiones de la
tierra, todos los recuerdos deben morir, dice el texto, pero a los pies de los prisioneros
se queda pegado algo de la tierra de los campos que han pisado. La nostalgia de un
saber extinto pasa también por la reescritura de los textos antiguos para reactivar el
poder esencial de la fascinación. Es la naturaleza de la epopeya, en el mundo menor
del cuento, derivando hacia la extrañeza. Con su último texto, colocado como si fuera
un post scriptum, Dunsany da el toque final a su universo, el acorde final de una
sinfonía ingenua en un banquete del que se alza, como gobernador de un mundo
primigenio, el personaje cuya identidad se revela tan tarde como EL FIN.

Max Duperray, 2003

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LA OPULENCIA DE YAHN.

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Prefacio de 1906

E stos cuentos son los hechos que les tocaron en suerte a los dioses y a los
hombres de Yarnith, Averon y Zarkandhu, y en las demás comarcas de mis
sueños.

1906

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Prefacio de 1922

D e noche en el puerto de Marsella, a bordo de un pequeño navío que enfila


hacia África, un árabe toca con presteza un instrumento de cuerda mientras
otro canta lentamente; a su alrededor se amontonan hombres morenos, tumbados,
plenamente satisfechos de la música y del canto. Se me viene a la cabeza, al
escucharlos, que se puede ser feliz más fácilmente bajo el sol en aquellas tierras
lánguidas que en los países mejor provistos de máquinas.
Sea como sea, recuerdo otras comarcas, y menciono el hecho porque he
encontrado en este libro, releyendo las pruebas después de tantos años, toda clase de
cosas que hablan de desiertos, de viajes y de Oriente. No tengo muchos recuerdos
acerca del humor o el significado de aquellos cuentos, pero el deseo de escribirlos
debió ser claro y poderoso, pues ha sobrevivido hasta hoy para transportar mi cuerpo
sólido hasta aquellos países que mi imaginación visitó antes que él.

Puerto de Marsella, 19 de octubre de 1922

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PRIMERA PARTE

El Tiempo y los Dioses

C uando los dioses eran jóvenes y su único servidor, el moreno Tiempo,


carecía de edad, los dioses dormitaban tendidos junto a un ancho río sobre la
tierra. Allí, en un valle que los dioses habían separado de las demás tierras para Su
reposo, los dioses soñaban sueños de mármol. Y los sueños crecían y se alzaban
orgullosos con cúpulas y torreones entre el río y el cielo, brillando en el blanco de la
mañana. En el centro de la ciudad, el mármol relucía en los mil peldaños que
conducían a la ciudadela de la que se elevaban cuatro torres que le hacían un signo a
los cielos, y en el centro de las cuatro torres se alzaba la cúpula, amplia, tal y como
los dioses la soñaron. A su alrededor, terraza tras terraza, se extendían praderas de
mármol bien guardadas por leones de ónice, y esculpidas con efigies de todos los
dioses caminando entre los símbolos del mundo. Con un rugido semejante al tintinear
de las campanillas, en una remota tierra de pastores disimulada por alguna colina, las
aguas de muchas fuentes volvían a su origen. Luego, los dioses se despertaron y
Sardathrion estaba allí. No son hombres ordinarios a los que los dioses permiten
andar por las calles de Sardathrion, ni son ojos ordinarios a los que los dioses
permiten ver sus fuentes. Solo aquellos a quienes de noche, en puertos solitarios, han
hablado los dioses, los que han escuchado las voces de los dioses por encima del
amanecer, o visto Sus rostros asomados por encima del mar, solo a esos les es dado
ver Sardathrion, llegar hasta donde sus torres se reúnen en la noche, recién salidas de
los sueños de los dioses. Alrededor del valle se extiende un enorme desierto por el
que ningún viajero ordinario puede llegar, pero los que han sido escogidos por los
dioses experimentan súbitamente en su corazón una inmensa impaciencia y,
atravesando las montañas que separan el desierto del mundo, lo cruzan guiados por
los dioses, hasta que al fin encuentran el valle oculto en el vacío del desierto y ven
Sardathrion con sus propios ojos.
En el desierto, más allá del valle, crecen millares de espinos, y todos miran hacia
Sardathrion. Así pueden llegar a la ciudad de mármol aquellos a quienes los dioses
han amado, pero nadie la abandona, porque las otras ciudades no son adecuadas para
quienes sus pies han hollado las calles de mármol de Sardadirion, donde los mismos

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dioses no se avergüenzan de acudir disfrazados de hombres y con las capas
ocultándoles el rostro. Ninguna ciudad escuchará jamás las canciones que cantan en
la ciudadela de mármol aquellos en cuyos oídos han sonado las voces de los dioses.
Nunca se dirá nada en otras tierras de la música de la caída de las fuentes de
Sardathrion, cuando las aguas proyectadas hacia los cielos caen en el lago donde los
dioses, a veces, se refrescan la frente disfrazados de hombres. Nadie podrá escuchar
jamás el discurso de los poetas de la ciudad a quienes hablaron los dioses.
La ciudad se alza a lo lejos. Nunca se ha dicho nada de ella… solo yo, que la he
soñado y no puedo estar seguro de que mis sueños sean verdad.

Por encima del crepúsculo los dioses dejaron pasar los años, reinando sobre los
mundos. No andaban al atardecer por la Ciudad de Mármol, escuchando el rumor de
las fuentes u oyendo a los hombres con cuyo canto disfrutaban, porque esto ocurría
en años posteriores y tenían que cumplir con su trabajo de dioses.
Pero a menudo, mientras descansaban algunos instantes antes de cumplir con el
trabajo de los dioses, de escuchar las plegarias de los hombres o enviarles aquí la
Peste, allí la Misericordia, discutían unos con otros de los años pasados; uno decía:
«¿No te acuerdas de Sardathrion?», y el otro respondía: «¡Ah, Sardathrion, y en
Sardathrion todas sus terrazas de mármol drapeadas con brumas por las que ya no
deambulamos!».
Y los dioses volvían al trabajo de los dioses, atendiendo las plegarias de los
hombres o destruyéndolos, y siempre enviaban a su moreno sirviente, el Tiempo, a
curar o conquistar. Y el Tiempo avanzaba por los mundos para obedecer las órdenes
de los dioses y, no obstante, echaba a sus señores miradas furtivas, y los dioses
desconfiaban del Tiempo, pues había conocido los Mundos incluso antes de la
existencia de los dioses.
Un día, cuando el Tiempo furtivo había partido entre los mundos para aplastar,
ágil, alguna ciudad de la que los dioses se habían hastiado, los dioses, por encima del
crepúsculo, hablándose unos a otros, dijeron: «Sin duda somos los señores del
Tiempo y los dioses de los mundos que hay allí abajo. Ya veis como nuestra ciudad,
Sardathrion, se eleva por encima de las demás ciudades. Las otras nacen y perecen,
pero Sardathrion siempre está ahí, la primera y la última de las ciudades. Los ríos se
pierden en el mar y los arroyos dejan las colinas, pero siempre, en nuestra ciudad de
ensueño, manan las fuentes de Sardathrion. Y así era en Sardathrion cuando los
dioses eran jóvenes, como son hoy sus calles, señal de que somos los dioses».
Repentinamente, la silueta negra del Tiempo se alzó ante los dioses, con ambas
manos goteando sangre, con una espada roja colgando indolente entre sus dedos, y
dijo: «¡Sardathrion ya no existe! La he destruido».

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Los dioses dijeron: «¿Sardathrion? ¿Sardathrion, la ciudad de mármol? ¿Que la
has destruido? ¿Tú, el esclavo de los dioses?».
Y el dios de más edad dijo: «Sardathrion, Sardathrion, ¿ya no existe
Sardathrion?».
Y, furtivamente, el Tiempo le miró a los ojos y avanzó hacia él, acariciando con
sus dedos manchados la empuñadura de su ágil espada.
Los dioses temieron que aquel que había destruido Su ciudad algún día pudiera
destruir a los dioses. Y se escuchó quejumbroso en el Crepúsculo un grito nuevo, un
lamento de los dioses por Su ciudad de ensueño, un quejido que decía: «Las lágrimas
nunca reconstruirán Sardathrion.
»Pero hay una cosa que los dioses sí pueden hacer, pues han visto, y visto con
ojos inexorables, los pesares de diez mil mundos… tus dioses pueden llorar por ti.
»Las lágrimas, sin duda, nunca reconstruirán Sardathrion.
»No creas, Sardathrion, que tus dioses te condenaron a este fin; lo que acabó
contigo acabará con tus dioses.
»¿Cuántas veces, cuando la Noche llegaba súbitamente a la Mañana jugando en
los campos del Crepúsculo, hemos contemplado tus torres emergiendo de la
oscuridad, Sardathrion, Sardathrion, ciudad soñada de los dioses, y tus leones de
ónice emergiendo miembro tras miembro de la penumbra?
»¿Cuántas veces hemos enviado a nuestra hija, la Aurora, a jugar con las cimas de
tus fuentes? ¿Cuántas veces la Noche, la más adorable de nuestras diosas, se retrasó
en sus balcones?
»Que quede por encima del polvo un fragmento de tus mármoles, algo que tus
viejos dioses puedan acariciar, como el hombre que lo ha perdido todo conserva un
mechón de cabellos de su bienamada.
»Sardathrion, los dioses deben besar por última vez el lugar donde antaño
estuvieron tus calles.
«Había mármoles maravillosos en tus calles, Sardathrion, Sardathrion.
»Sardathrion, Sardathrion, los dioses lloran por ti».

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PRIMERA PARTE

La llegada del Mar

A ntaño no había mar y los dioses se desplazaban, andando, por las verdes
llanuras de la tierra.
Una tarde de los años olvidados, los dioses estaban sentados en las colinas, y
todos los riachuelos del mundo dormían ovillados a Sus pies cuando Slid, el nuevo
dios, andando a grandes pasos entre las estrellas, llegó repentinamente a la Tierra,
recostada sobre un rincón del espacio. Y tras Slid avanzaban un millón de olas, todas
siguiendo a Slid y pisoteando el Crepúsculo; y Slid tocó tierra en uno de los vastos y
verdes valles que dividen el Sur, y alzó allí su campamento para pasar la noche, con
todas sus olas a su alrededor. Pero a los dioses, sentados en las cimas de Sus colinas,
les llegó un nuevo grito, un gritó que revoloteó por los espacios verdes bajo las
colinas, y los dioses dijeron: «No es el grito de la vida ni tampoco el susurro de la
muerte. ¿Qué es ese grito nuevo que los dioses no han ordenado y que sin embargo
llega a los oídos de los dioses?».
Y los dioses, aullando al unísono, lanzaron el grito del Sur, exigiendo la presencia
del viento del sur. Luego, los dioses volvieron a aullar juntos con el grito del Norte y
requiriendo la presencia del viento del norte; de ese modo, reunieron a su alrededor
todos Sus vientos, y enviaron los cuatro a las bajas llanuras para que encontraran
aquello que había gritado con aquel grito nuevo y lo expulsaran lejos de los dioses.
Los vientos dispusieron sus nubes y avanzaron hasta el amplio y verde valle que
corta en dos el sur, y allí encontraron a Slid y a su alrededor todas sus olas. Durante
un largo momento Slid y los cuatro vientos lucharon unos contra otros, hasta que la
fuerza de los vientos desapareció y volvieron junto a los dioses, sus amos, cojeando,
y dijeron: «Hemos encontrado esa cosa nueva que ha llegado a la tierra y hemos
luchado contra sus ejércitos, pero no hemos podido hacerlos retroceder, y la cosa
nueva es hermosa, pero furiosa, y se arrastra hacia los dioses».
Slid avanzó e hizo que sus ejércitos subieran por el valle y, pulgada a pulgada,
milla a milla, conquistó las berras de los dioses. Entonces, desde Sus colinas, los
dioses enviaron un gran despliegue de acantilados de piedra roja y dura, y les dieron
orden de avanzar sobre Slid. Y los acantilados descendieron hasta que llegaron ante

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Slid, y allí inclinaron la cabeza, y fruncieron el ceño, y se plantaron firmemente sobre
sus pies para guardar las berras de los dioses del poderío del mar, aislando a Slid del
mundo. Entonces Slid envió algunas de sus olas más pequeñas para que descubrieran
lo que se le resistía, y los acantilados las pulverizaron. Pero Slid se volvió y reunió un
rebaño de sus olas más grandes, y las lanzó contra los acantilados, y los acantilados
las pulverizaron. Y de nuevo Slid hizo venir desde su profundidad un poderoso
aparejo de olas y las envió rugientes contra los guardianes de los dioses, y los
peñascos rojos se oscurecieron y las destruyeron. Una vez más, Slid reunió sus olas
más grandes y las proyectó contra los acantilados, y cuando las olas fueron
dispersadas como las que las precedieron, los pies de los acantilados ya no eran tan
firmes, y sus rostros se mostraban lacerados y doloridos. A cada grieta de las rocas
Slid envió sus olas más enormes, y otras tras ellas, y Slid en persona, con sus garras,
se apoderó de peñas enormes, las arrancó de los acantilados y las pisoteó. Y cuando
el tumulto se hubo apaciguado, el mar había vencido y, sobre los restos rotos de
aquellos acantilados rojos, los ejércitos de Slid avanzaron y recorrieron el largo valle
verde.
Los dioses escucharon desde lejos la alegría de Slid, y le escucharon cantar
triunfal sobre Sus doloridos acantilados, y el ruido de pasos de sus ejércitos no dejaba
de acercarse a los oídos de los dioses.
Los dioses llamaron a Sus tierras bajas para que salvaran al mundo de Slid, y las
tierras bajas se reunieron y avanzaron, en una gran línea blanca de brillantes
acantilados, y se detuvieron delante de Slid. Slid no avanzó más y acunó sus legiones
y, cuando sus olas eran bajas, canturreó suavemente una canción que, antaño, en
tiempos muy lejanos, turbó las estrellas e hizo brotar lágrimas del Crepúsculo.
Los acantilados blancos, severos, montaron guardia para salvar el mundo de los
dioses, pero la canción que antaño turbó a las estrellas sonó quejumbrosa para
despertar los deseos aprisionados, hasta que su melodía llegó a los pies de los dioses.
Y los ríos azules que dormían acurrucados abrieron sus brillantes ojos, se estiraron,
sacudieron sus juncos y, haciendo temblar las colinas, partieron arrastrándose para
reunirse con el mar. Y, atravesando el mundo, llegaron al fin al lugar donde se
alzaban los acantilados blancos y, tomándoles por la espalda, los destrozaron sobre la
marcha y atravesaron sus rotas filas para reunirse con Slid. Y los dioses se irritaron
con Sus traidores arroyos.
Entonces Slid dejó de cantar la canción que encanta al mundo, y reunió sus
legiones, y los ríos levantaron la cabeza junto con las olas, y todos juntos marcharon
para asaltar los acantilados de los dioses. Y, por donde quiera que los ríos habían roto
las filas de los acantilados, los ejércitos de Slid aparecieron y los rompieron en otras
tantas islas, y dispersaron las islas. Y los dioses, sobre Sus colinas, escucharon una
vez más la voz de Slid exultante sobre sus acantilados.
Más de la mitad del mundo estaba sometida a Slid, y sus ejércitos continuaban
avanzando, y los seguidores de Slid, los peces, las largas anguilas, iban y venían por

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los emparrados que en tiempos fueron tan queridos para los dioses. Entonces los
dioses temieron perder su poder, y de los huecos sagrados de lo más profundo de las
montañas, del mismo corazón de las colinas, los dioses buscaron nuevas fuerzas y
encontraron a Tintaggon, una montaña de mármol negro cuya mirada estaba vuelta
muy por encima de la tierra y la hablaron así, con la voz de los dioses: «¡Oh,
primogénita de nuestras montañas, aquella que hicimos cuando en el principio
imaginamos la tierra, y luego confeccionamos los campos y los collados, los valles y
las colinas para que yazcan a tus pies! Ahora, Tintaggon, tus antiguos señores, los
dioses, deben hacer frente a una cosa nueva que derriba todo lo viejo. Ve, Tintaggon,
y álzate ante Slid, para que los dioses sigan siendo los dioses y la tierra siga siendo
verde».
Y al escuchar la voz de sus padres, los dioses mayores, Tintaggon descendió a
grandes pasos por la noche, arrastrando a sus espaldas un rastro de penumbras, y,
descendiendo por la tierra verde, llegó a Ambrady, al borde del valle, y encontró allí
la vanguardia de los feroces ejércitos de Slid a la conquista del mundo.
Contra ella Slid lanzó la potencia de toda una bahía que azotó las rodillas de
Tintaggon y se deslizó por sus costados, hasta que cayó y desapareció. Tintaggon
siguió en pie, para honor y poder de sus señores, los grandes dioses. Entonces Slid se
dirigió a Tintaggon y la dijo: «Hagamos una tregua. Retírate de Ambrady y déjame
cruzar tus filas, que mis ejércitos puedan entrar en el valle que se abre al mundo, que
la tierra verde que dormita a los pies de los dioses más viejos conozca al fin al nuevo
dios, Slid. Así, mis ejércitos no te combatirán más, y tú y yo reinaremos como iguales
sobre la tierra entera, cuando todo el mundo cante la canción de Slid, y solo tu cabeza
se alzará por encima de mis ejércitos, cuando las colinas rivales hayan muerto. Y te
revestiré con todos los ropajes del mar, y todos los botines que haya saqueado en
exóticas ciudades se apilarán a tus pies. Tintaggon, he conquistado la totalidad de las
estrellas, mi canto se hincha en todos los espacios que nos rodean, vuelvo victorioso
de Mahn y de Khanagat en los extremos confines de los mundos, y tú y yo
reinaremos como iguales cuando los viejos dioses ya no existan y la verde tierra
conozca a Slid. Mírame brillar todo azul, todo rubio, con mil sonrisas y barrido por
mil humores». Y Tintaggon respondió: «Soy sólida y negra y no tengo más que un
humor, que es: la defensa de mis amos y de su verde tierra».
Slid se apartó andando hacia atrás, rezongando, y llamó a asamblea a todas las
olas de todo un mar, y las arrojó, cantando atronadoramente, a la cara de Tintaggon.
Y de la frente marmórea de Tintaggon el mar cayó y se derrumbó llorando sobre una
rota orilla y, ola tras ola, volvió quejumbroso junto a Slid diciendo: «Tintaggon
resiste».
A lo lejos, más allá de la orilla devastada que yacía a los pies de Tintaggon, Slid
descansó durante mucho tiempo, y envió al nautilo a ondear bajo los ojos de
Tintaggon, y él y sus ejércitos se quedaron allí cantando lánguidas canciones de islas
de ensueño en la lejanía del sur, y de las tranquilas estrellas de las que salieron

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cautelosos, de las tardes crepusculares y del pasado. Pero Tintaggon aguantaba, con
los pies firmemente plantados en el borde del valle, defendiendo a los dioses y a Su
tierra verde del ataque del mar.
Durante todo el tiempo que Slid cantó y jugó con el nautilo que navegaba
ondeando, reunió sus océanos. Una mañana, mientras Slid cantaba sobre viejas
guerras tumultuosas y la muy encantadora paz, y las islas de ensueño, y el viento del
sur, y el sol, lanzó repentinamente cinco océanos llegados de las profundidades al
ataque de Tintaggon. Y los cinco océanos saltaron sobre Tintaggon y pasaron por
encima de su cabeza. Uno tras otro, los océanos aflojaron su presa, uno tras otro
cayeron a las profundidades y Tintaggon aguantó, y aquella mañana el poder de los
cinco océanos cayó muerto a los pies de Tintaggon.
Lo que Slid conquistó todavía lo conserva, y hoy ya no existe ningún verde valle
en el sur, pero todo lo que Tintaggon mantuvo lejos de Slid, se lo devolvió a los
dioses. El mar es hoy muy tranquilo a los pies de Tintaggon, que se alza negra entre
los restos de acantilados blancos, de peñas rojas amontonadas a sus pies. A menudo el
mar se retira lejos de la orilla, y a menudo, ola tras ola, vuelve a la carga, con el ruido
que hacen los ejércitos en marcha, para que todos recuerden la gran batalla que un día
se libró en torno a Tintaggon, cuando protegía de Slid a los dioses y la verde tierra.
A veces, en sus sueños, los guerreros llenos de cicatrices de Slid levantan la
cabeza y lanzan su grito de guerra; entonces, sombríos nubarrones se acumulan
alrededor del negro ceño de Tintaggon y se alza, amenazadora y visible desde lejos
por los navíos, donde una vez venció a Slid. Y los dioses muy bien saben que en tanto
aguante Tintaggon estarán, tanto ellos como Su mundo, a salvo; en cuanto a saber si
algún día Slid destruirá a Tintaggon, es algo que permanece oculto entre los secretos
del mar.

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Una leyenda del Amanecer

C uando comenzaron los mundos y Todos los dioses eran severos y viejos, y
miraron el COMIENZO por debajo de sus cejas blanqueadas por los años, todos
los dioses salvo Inzana, Su hija, que jugaba con la pelota de oro. Inzana era la hija de
todos los dioses. Y aunque la ley antes del COMIENZO y tras él imponía a todos
obediencia a los dioses, los dioses de Pegãna, sin embargo, iban de un lado para otro
a fin de obedecer a la Hija del Amanecer, porque a ella la gustaba ser obedecida.
Estaba oscuro el mundo entero, incluso en Pegãna, donde moran los dioses;
estaba oscuro cuando la niña Inzana, al Amanecer, encontró su pelota de oro.
Entonces, descendió corriendo la escalera de los dioses, con pasos saltarines,
calcedonia, ónice, calcedonia, ónice, peldaño tras peldaño, lanzando al cielo su pelota
de oro. La bola de oro rebotó en el cielo, y la Hija del Amanecer, con los cabellos
resplandecientes, se echó a reír en la escalera de los dioses, y se hizo de día. Así los
brillantes campos que se extendían por debajo vieron el primero de todos los días
concebidos por los dioses. Pero al atardecer, algunas montañas, extrañas y lejanas,
conspiraron para alzarse entre el mundo y la pelota de oro y para envolverla con sus
picos y apartarla del mundo, y el mundo, por su complot, quedó oscurecido. Arriba,
en Pegãna, la Hija del Amanecer lloró por su pelota de oro. Entonces, todos los
dioses bajaron por la escalera hasta las puertas de Pegãna para ver lo que hacía sufrir
a la Hija del Amanecer y preguntarla por la razón de sus lágrimas. Entonces Inzana
dijo que su pelota de oro le había sido arrebatada y escondida por las montañas,
negras y feas, lejos de Pegãna, en un mundo de piedras bajo el borde del cielo, y que
quería su pelota y que no podía amar la oscuridad.
Al oír aquello, Umborodom, cuyo perro es la tormenta, le ató con su lazo y
atravesó el cielo buscando la pelota de oro, hasta llegar a las montañas extrañas y
lejanas. Allí, la tormenta metió la nariz entre las rocas y ladró a lo largo de los valles
y casi a sus talones le seguía Umborodom. Cuanto más corría el perro, la tormenta, y
se acercaba a la pelota de oro, más fuerte ladraba, pero las montañas cuya
conspiración había oscurecido el mundo permanecían altaneras y silenciosas. En la
oscuridad, en medio de los picos, en una inmensa caverna, guardada por dos montes
gemelos, se encontraba la pelota de oro por la que lloraba la Hija del Amanecer. Al
fin la encontraron. Entonces, Umborodom se fue bajo el mundo, con su tormenta
jadeando tras él, y en la oscuridad de antes de amanecer por debajo del mundo le
devolvió su pelota de oro a la Hija del Amanecer. E Inzana rio y la tomó en sus
manos, y Umborodom volvió a Pegãna, y en el umbral de Pegãna la tormenta fue a
acostarse.
De nuevo la Hija del Amanecer lanzó su pelota muy arriba en el azul del cielo, y

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la segunda mañana brilló sobre el mundo, sobre los lagos y los océanos, y sobre las
gotas del rocío. Pero mientras la bola botaba en su camino, las brumas del pantano y
la lluvia conspiraron juntas y la dominaron y la envolvieron con sus mantos
agujereados y se la llevaron. Y por los agujeros de sus ropajes brillaba la pelota de
oro, pero la sujetaban con firmeza y se la llevaron lejos, por debajo del mundo.
Entonces, en un peldaño de ónice, Inzana se sentó y lloró, pues no podía ser feliz sin
su pelota de oro. Y otra vez los dioses quedaron desolados, y el viento del Sur vino a
contarla historias de islas más que encantadas, que ella no escuchó, ni las que
hablaban de templos en regiones solitarias narradas por el viento del Este, que se
mantenía a sus espaldas cuando Inzana arrojó su pelota de oro. Pero de lo lejos llegó
el viento del Oeste, con noticias de tres viajeros grises envueltos en mantos
agujereados que llevaban entre ellos una pelota de oro.
De un salto apareció el viento del Norte, el que guarda los polos, y sacó de su
vaina de nieve su espada de hielo y se apresuró por la ruta que conduce a través del
azur. Y en la oscuridad bajo el mundo encontró a los tres viajeros grises y se lanzó
contra ellos, y les empujó ante sí, golpeándolos con su espada hasta que sus mantos
grises chorrearon sangre. Y en su centro, mientras huían, capas al viento, todas rojas,
grises y taladradas, saltó con la pelota de oro y se la dio a la Hija del Amanecer.
Y de nuevo Inzana lanzó la pelota al cielo, haciendo el tercer día, y subió, subió y
cayó hacia los campos, y cuando Inzana se inclinó para recogerla escuchó
repentinamente el canto de todos los pájaros que existían. Todos los pájaros del
mundo cantaban al unísono, así como los arroyos, e Inzana se sentó y los escuchó y
no pensó más en la pelota de oro, ni en la calcedonia y el ónice, ni en todos sus
padres los dioses, sino solo en las aves. Entonces, en los bosques y las praderas donde
se habían puesto a cantar súbitamente, se callaron de repente. E Inzana, levantando la
vista, vio que su pelota se había perdido, y que solo en el silencio se escuchaba la risa
de una lechuza. Cuando los dioses oyeron llorar a Inzana por su pelota, se
reagruparon en el umbral y escrutaron la oscuridad, pero no vieron ninguna pelota de
oro. Inclinándose hacia delante le gritaron al murciélago, que pasaba revoloteando:
«Murciélago que todo lo ves, ¿dónde está la pelota de oro?».
Aunque el murciélago respondió, nadie escuchó su respuesta. Y ninguno de los
vientos la había visto, ni ninguna de las aves, y en la oscuridad solo estaban los ojos
de los dioses buscando la pelota de oro. Entonces, los dioses dijeron: «Has perdido tu
pelota de oro», y la hicieron una luna de plata que podría rodar por el cielo. Y la niña
lloró y la tiró por las escaleras, agrietando los rincones, rompiéndolos y reclamando
la pelota de oro. Entonces, Limpang-Tung, el Señor de la Música, que era el menor
de todos los dioses, al ver que la niña lloraba por su pelota de oro, se deslizó fuera de
Pegãna y atravesó el cielo reptando y encontró a los pájaros de todo el mundo en los
árboles y en la hiedra, susurrando en la oscuridad. Les pidió, uno por uno, noticias de
la pelota de oro. Uno la había visto por última vez sobre una colina vecina, y otros en
los árboles, aunque ninguno de ellos sabía dónde se encontraba. Una garza la había

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visto yaciendo en un pantano, pero un pato salvaje la vio por última vez en los
juncales, mientras atravesaba las colinas y muy a lo lejos.
Al fin, el gallo gritó: la había visto bajo el mundo. Limpang-Tung fue en su busca
y el gallo le llamó en la oscuridad, mientras avanzaba, hasta que dio con la pelota de
oro. Entonces Limpang-Tung volvió a Pegãna y se la devolvió a la Hija del
Amanecer, que había dejado de jugar con la luna. Y el gallo y toda su tribu
exclamaron: «La hemos encontrado. Nosotros encontramos la pelota de oro».
De nuevo Inzana lanzó la pelota a lo lejos, riendo de alegría al verla, con las
manos levantadas, los cabellos de oro al viento, y no la dejó con los ojos mientras
rebotaba. Pero, ¡ay!, cayó con estrépito en el vasto mar y brilló mientras se hundía
hasta que las olas por encima de ella se volvieron negras y dejó de poder ser vista. Y
los hombres del mundo dijeron: «Como cae el rocío, y como se aposentan las brumas,
con las brisas de los arroyos».
Pero el rocío estaba hecho con lágrimas de la Hija del Amanecer, y las brumas
con sus suspiros, mientras decía: «No habrá más tiempo en que juegue con mi pelota
de oro, pues ahora se ha perdido para siempre».
Los dioses intentaron consolar a Inzana que jugaba con su pelota de plata, pero no
quiso escucharles, y se deshizo en lágrimas al ver a Slid jugando con velas brillantes
y amasando en su tesoro gemas y perlas, y reinando sobre el mar. Y ella dijo: «¡Oh,
Slid, cuya alma está en la mar, devuélveme mi pelota de oro!».
Slid se levantó, moreno y vestido con algas y, desde el último peldaño de
calcedonia en el umbral de Pegãna, se sumergió, poderoso, en pleno océano. Allí,
sobre la arena, entre las flotas hundidas de los nautilos y las armas rotas del pez
espada, oculto bajo las aguas oscuras, encontró la pelota de oro. Y volviendo de la
oscuridad, todo verde y goteante, la depositó, brillante, sobre la escalera de los dioses
y del mar y se la devolvió a Inzana. Y de las manos de Slid ella la tomó y la lanzó
muy arriba, por encima de sus velas y del mar, y brilló en tierras que no conocían a
Slid hasta llegar a su cénit y volver a caer de nuevo hacia el mundo.
Pero antes de que cayera, el Eclipse se precipitó fuera de su escondrijo y corrió
hacia la pelota de oro, y la tomó entre sus mandíbulas. Cuando Inzana vio al Eclipse
llevarse su juguete, llamó a la tormenta, que estalló fuera de Pegãna y se lanzó
rugiendo sobre la garganta del Eclipse, que soltó la pelota de oro y la dejó caer hacia
el suelo. Pero las negras montañas se cubrieron de nieve y, mientras la pelota de oro
caía hacia ella, hicieron de sus picos bermejos rubíes y sus lagos de zafiro brillaron
como si fueran de plata, e Inzana vio la caja adornada con piedras preciosas en la que
había caído su juguete. Pero cuando se agachó para recogerlo, no encontró la caja, ni
los rubíes, ni plata ni zafiros, sino solamente malignas montañas recubiertas de nieve
que habían hecho prisionera su pelota de oro. Y lloró, porque no había nadie que
fuera a buscársela: la tormenta se había alejado dando caza al Eclipse, y todos los
dioses se lamentaron cuando vieron su dolor. Y Limpang-Tung, que era el menor de
los dioses, era al que más entristecían las lágrimas de la Hija del Amanecer, y cuando

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los dioses dijeron «Juega con tu luna de plata», se alejó de los demás con pasos
ligeros y, bajando por la escalera de los dioses, tocando un instrumento musical, salió
al mundo para encontrar la pelota de oro, pues Inzana estaba llorando.
Y llegó al mundo y fue hasta los acantilados bajos que se elevan cerca de las
montañas interiores, al fondo del alma y del corazón de la tierra, donde el Seísmo
vive solitario, dormido, pero moviéndose en su sueño, respirando y agitando las
piernas, gruñendo con fuerza en la oscuridad. Entonces, a la oreja del Seísmo,
Limpang-Tung dijo una palabra que solo pueden decir los dioses, y el Seísmo se
levantó y salió de la gruta, la gruta donde dormía entre los acantilados, y bufó, y se
fue al galope, y revolvió las montañas que ocultaban la pelota de oro, y mordió la
tierra que había entre ellas y se lanzó alrededor de sus picos, y se cubrió de rocas y de
colinas demolidas, y volvió hambriento y rugiente al alma de la tierra, y se tumbó y
durmió de nuevo durante otros cien años. Y la pelota de oro rodó Ubre, atravesó la
tierra conturbada y así retornó a Pegãna; y Limpagn Tung regresó a los escalones de
ónice y tomó a la Hija del Amanecer de la mano y no dijo palabra de lo que había
hecho, sino que dijo que había sido el Seísmo, y fue a sentarse a los pies de los
dioses. Pero Inzana se acercó a acariciar la cabeza del Seísmo, porque, dijo, había
oscuridad y soledad en el alma de la tierra. Y luego volvió a subir peldaño tras
peldaño, calcedonia, ónice, calcedonia, ónice, la escalera de los dioses, y desde el
umbral arrojó su pelota de oro a lo lejos, hacia el azur, para alegrar el mundo y el
cielo, y rio a verla volar de aquella manera.

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INZANA LLAMANDO A LA TORMENTA.

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A lo lejos, Trogol en el Borde supremo volvió una página que llevaba el número
seis en una cifra que nadie podía leer. Y mientras la pelota de oro surcaba el cielo
para brillar sobre campos y ciudades, la Bruma se la acercó, andando inclinada bajo
su manto de color marrón oscuro, y tras ella se deslizaba la Noche. Y mientras la
pelota de oro cruzaba rodando la Bruma, repentinamente la Noche rugió, saltó sobre
ella y se la llevó. A toda prisa, Inzana reunió a todos los dioses y les dijo: «La Noche
se ha apoderado de mi pelota de oro y ya ningún dios en solitario podrá recuperarla,
porque nadie sabe hasta dónde vaga la Noche, que acecha a nuestro alrededor y más
allá de los mundos».
Respondiendo a las plegarias de su Hija del Amanecer, todos los dioses hicieron
antorchas con las estrellas y siguieron los pasos de la noche, por lejos que merodease.
En un momento dado, Slid, con las Pléyades en la mano, se acercó a la pelota de oro,
y en otro, Yoharneth-Lahai, llevando a Orion como faro, pero fue al fin Limpang-
Tung, sujetando la estrella del alba, quien encontró la pelota de oro bajo el mundo,
cerca de la guarida de la Noche.
Todos los dioses, todos juntos, se hicieron con la pelota, y la Noche revolviéndose
apagó las antorchas de los dioses y luego se fue, furtiva, y todos los dioses triunfales
subieron por la brillante escalera de los dioses, alabando al unísono a Limpang-Tung,
que durante toda la persecución estuvo muy cerca de la Noche para encontrar la
pelota de oro. Luego, muy por debajo en el mundo, un hijo de hombre reclamó a la
Hija del Amanecer la pelota de oro, e Inzana dejó de jugar el juego que iluminaba el
mundo y el cielo y lanzó desde el Umbral de los dioses la pelota de oro al hijo del
hombre que jugaba en los campos, y que algún día moriría. Y el niño jugó todo el día
con la pelota de oro en los campos donde viven los hombres, y por la noche, se fue a
la cama y metió la pelota bajo la almohada, y se durmió, y nadie trabajó más en el
mundo en el que jugó el niño. Y la luz de la pelota de oro brillaba a oleadas por
debajo de la almohada, y por la puerta entreabierta, y en el cielo del oeste, y
Yoharneth-Lahai por la noche entró de puntillas en la habitación y suavemente
(porque era un dios) tomó la pelota de debajo de la almohada y se la devolvió a la
Hija del Amanecer, para que brillase en un peldaño de ónice.
Pero un día u otro, la Noche se apoderará de la pelota de oro y se la llevará hasta
su morada, y Slid se lanzará desde el Umbral hasta el mar para ver si se encuentra
allí, y volverá a la superficie cuando los pescadores sacan sus redes y no la
encontrará, ni tampoco entre las velas. Limpang-Tung buscará entre los pájaros y
tampoco la encontrará cuando el gallo quede mudo, y Umborodom subirá por los
valles y rebuscará entre los picos. Y el perro, la tormenta, perseguirá al EcEpse, y
todos los dioses partirán a buscarla con sus estrellas, pero no hallarán nunca la pelota.
Y los hombres, privados de la luz de la pelota de oro, no rezarán más a los dioses que,
al no ser adorados, no serán los dioses. Esas cosas están ocultas incluso a los dioses.

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La venganza de los hombres

A ntes del COMIENZO, los dioses dividieron la tierra en desiertos y pastizales.


Los agradables pastizales fueron hechos para que verdeasen la superficie de la
tierra; hicieron vergeles en los valles y brezales en las colinas, pero Harza fue
condenada por ello, predestinada y predeterminada a ser para siempre un desierto.
Cuando el mundo, por las noches, rezaba a los dioses, y cuando los dioses
respondían a sus plegarias, olvidaban las oraciones de todas las Tribus de Arim. Y los
hombres de Arim se veían acosados por las guerras e iban de un sitio a otro, pero no
fueron aniquilidos. De tal manera, los hombres de Arim hicieron dioses de sí mismos,
nombrando dioses a los hombres hasta que los dioses de Pegãna se acordasen de
ellos. Y sus guías, Yoth y Haneth, desempeñaron el papel de dioses y condujeron a su
pueblo aunque todas las tribus les acosaban. Al fin llegaron a Harza, donde no había
ninguna tribu, y allí descansaron de la guerra, y Yoth y Haneth dijeron: «El trabajo
está hecho y sin duda ahora los dioses de Pegãna nos recordarán». Y construyeron
una ciudad en Harza, y trabajaron el suelo y el verdor invadió el desierto como el
viento el mar, y hubo frutos y ganado en Harza y el estrépito de un millón de
corderos. Allí descansaron tras haber luchado con todas las tribus, y con todos sus
pesares elaboraron fábulas hasta que los hombres de Harza encontraron la sonrisa y
los niños la risa.
Entonces, los dioses dijeron: «La Tierra no es lugar para la risa». Y con estas
palabras se dirigieron a la puerta exterior de Pegãna, allí donde dormía la Pestilencia,
y, despertándola, La señalaron Harza, y la Pestilencia saltó aullando a través del cielo.
Aquella noche llegó a los campos cercanos a Harza y, ocultándose entre las
hierbas, se sentó y lanzó fulminantes miradas hacia las luces, y se lamió las patas y
lanzó de nuevo terribles miradas hacia las luces.
Pero a la noche siguiente, sin ser vista, entre las rientes multitudes, la Pestilencia
entró sigilosamente en la ciudad y, penetrando en las casas, una por una, escrutó los
ojos de la gente, mirando incluso a través de sus párpados, de tal manera que, cuando
llegó la mañana, los hombres miraron fijamente ante sí y proclamaron haber visto a la
Pestilencia que otros no veían, y luego murieron, pues los ojos verdes de la
Pestilencia habían mirado en su alma. Helada, húmeda, así era, y sin embargo había
gran calor en sus ojos, un calor que desecaba las almas de los hombres. Luego
llegaron los médicos y los sabios en magia, que hicieron los signos de los médicos y
los de los que conocen la ciencia mágica, y arrojaron agua azul sobre unas hierbas, y
salmodiaron encantamientos, pero la Pestilencia seguía colándose de casa en casa, y
siempre miraba en el alma de los hombres. Y las vidas de las gentes, como torrentes,
dejaron Harza, y el relato de sus destinos se encuentra en muchos libros. Pero la

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Pestilencia se alimentaba de la luz que brilla en la mirada de los hombres, y nunca
saciaba su hambre; se hizo cada vez más helada, cada vez más húmeda, y el calor de
sus ojos no^dejaba de crecer cuando iba, noche tras noche, galopando por las calles
de la ciudad, ya sin ocultarse.
Los hombres de Harza rezaron a sus dioses, diciendo: «¡Deteneos, dioses! ¡Sed
clementes con Harza!».
Los dioses escucharon sus plegarias, pero, mientras escuchaban, seguían
señalando con el dedo y animando a la Pestilencia. Y la Pestilencia se volvió, al
escuchar la voz de sus amos, cada vez más audaz, y acercaba su rostro cada vez más a
los ojos de los hombres.
No podía ser vista, salvo por aquellos a quienes agobiaba. Primero, durmió
durante el día, acostándose en grietas brumosas, pero, como su hambre aumentaba,
apareció en pleno día y se enganchó a los pechos de los hombres, y atravesó sus ojos
hasta el alma, la cual se encogió, hasta que la Pestilencia pudo ser vagamente
percibida incluso por aquellos a quienes no sofocaba.
Adro, el médico, estaba sentado en su habitación, con una vela encendida,
amasando en un cuenco una mezcla que debía expulsar a la Pestilencia, cuando por su
puerta pasó una corriente de aire que hizo temblar la llama.
Como la corriente de aire era fría, el médico tembló y se levantó para cerrar la
puerta, pero, cuando se volvió, vio a la Pestilencia que bebía a lengüetadas su
pócima, y la Pestilencia saltó, y apoyó una pata en el hombro de Adro y otra en su
manto, mientras con las dos patas traseras le rodeaba la cintura; luego, le miró a los
ojos.
Dos hombres andaban por la calle; le dijo uno al otro: «Mañana iré a cenar
contigo».
La Pestilencia sonrió con una sonrisa que no vio nadie y que descubrió sus
dientes goteantes, y se fue reptando para ver si al día siguiente aquellos dos hombres
cenaban juntos.
Un viajero que entraba en la ciudad dijo: «Esta es Harza. Aquí descansaré».
Pero su vida no fue más allá de Harza.
Todos temían la Pestilencia, y a los que sofocaba la veían, pero nadie vio las
grandes siluetas de dioses a la luz de las estrellas, mientras animaban a Su
Pestilencia.
Todos los hombres huyeron de Harza, y la Pestilencia persiguió a los perros y a
las ratas y saltó sobre los murciélagos que revoloteaban por encima de la ciudad, y
morían y yacían en las calles. Pero pronto se desvió, y persiguió a los hombres de
Harza donde habían huido, y se sentó junto a los ríos donde iban a beber, muy lejos
ya de la ciudad. Entonces los habitantes de Harza regresaron a Harza, siempre
perseguidos por la Pestilencia, y se reunieron en el Templo de Todos los Dioses salvo
Uno, y le dijeron al Gran Profeta: «¿Qué podemos hacer?», a lo que este respondió:
«Todos los dioses se ríen de las plegarias. Ese pecado debe ser castigado ahora con la

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venganza de los hombres».
Y la gente se sumió en un enorme terror.
El Gran Profeta subió a la Torre bajo el cielo, sobre la cual los ojos de los dioses
batían la luz de las estrellas. Allí, bajo la mirada de los dioses, habló al oído de los
dioses y dijo: «¡Altos dioses! Os habéis reído de los hombres. Sabed que está escrito
en el antiguo saber y determinado por la profecía que hay un FIN que espera a los
dioses, que descenderán de Pegãna en galeones de oro por el Río del Silencio hasta el
Mar del Silencio, y que Sus galeones entrarán en las brumas y que dejarán de ser
dioses. Y los hombres al fin estarán al abrigo de las burlas de los dioses en la tierra
templada y húmeda, pero, en cuanto a los dioses, nunca dejarán de ser las Cosas que
fueron los dioses. Cuando el Tiempo y los mundos y la muerte no sean, no quedará
nada más que los remordimientos de las Cosas que fueron antaño los dioses.
»Bajo la mirada de los dioses.
»A1 oído de los dioses».
Entonces los dioses gritaron todos juntos y con sus manos señalaron la garganta
del Profeta, y la Pestilencia dio un gran salto.
El Gran Profeta lleva ya muerto mucho tiempo y sus palabras han sido olvidadas
por los hombres, pero los dioses todavía no saben si EL FIN espera a los dioses, y aquel
que podría decírselo, lo mataron. Y los dioses de Pegãna temen el horror que cayó
sobre los dioses mediante la venganza de los hombres, porque no saben cuándo
llegará EL FIN, ni siquiera si llegará.

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Cuando los Dioses dormían

T odos los dioses estaban en Pegãna, y su Esclavo, el Tiempo, se arrastraba a


la puerta de Pegãna, sin nada que destruir, mientras pensaban en los mundos,
mundos vastos, redondos y brillantes, y en pequeñas lunas de plata. Luego (¿quién
sabe cuándo?), cuando los dioses elevaron las manos haciendo los signos de los
dioses, los pensamientos de los dioses se convirtieron en mundos y en lunas de plata.
Y los mundos flotaron a la puerta de Pegãna para ocupar su lugar en el cielo, y arrojar
el ancla para siempre en el lugar que los dioses habían ordenado. Y, como eran
redondos, y grandes, y brillaban en el cielo, los dioses rieron, y gritaron, y todos
dieron palmadas. Luego, en la tierra, los dioses jugaron el juego de los dioses, el
juego de la Vida y de la Muerte, y sobre los otros mundos hicieron una cosa secreta,
jugaron un juego que permanece oculto.
Al fin, ya no se burlaron de la vida, y no se rieron de la muerte, y exclamaron en
Pegãna: «¿No habrá ya nada nuevo? ¿Estos cuatro darán la vuelta al mundo hasta que
nuestros ojos se fatiguen del ruido de los pasos de las Estaciones, un ruido que no
cesará nunca mientras la Noche y el Día y la Vida y la Muerte, monótonos, se alcen y
se pongan?».
Del mismo modo que un niño contempla las paredes desnudas de una exigua
cabaña, todos los dioses miraron con indiferencia los mundos y dijeron: «¿No habrá
ya nada nuevo?».
En su hastío, los dioses dijeron: «¡Ah! ¡Revivir nuestra juventud! ¡Ah! ¡Brotar
nuevos, otra vez, del cerebro de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ!».
Apartaron con cansancio la mirada de todos los mundos brillantes y la posaron en
el suelo de Pegãna, porque dijeron: «Quizá los mundos pasen y queramos
olvidarlos».
Luego, los dioses durmieron. El cometa se liberó de sus amarras y el eclipse
merodeó por el cielo, y aquí, en la tierra, los tres hijos de la Muerte —Hambre, Peste
y Sequía— salieron a alimentarse. El Hambre tenía los ojos verdes, y la Sequía los
tenía rojos, pero la Peste era ciega y sofocaba en las ciudades con sus garras todo
cuanto la rodeaba.
Pero mientras los dioses dormían, llegaron de más allá del Borde, de las tinieblas
y de lo desconocido, tres Yozis, tres espíritus del mal, que remontaron el Río del
Silencio a bordo de galeones con velas de plata. Habían divisado a lo lejos Yum y
Gothum, las estrellas que montan guardia a la puerta de Pegãna, parpadear y dormirse
y, al acercarse a Pegãna encontraron un gran silencio en el que los dioses dormían
profundamente. Ya, Ha y Snyrg eran aquellos tres Yozis, los señores del mal, de la
locura y del despecho. Cuando bajaron, furtivos, de sus galeones, y cruzaron

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discretamente el silencioso umbral de Pegãna, el augurio era malo para los dioses.
Allí, en Pegãna, los dioses dormían y, en un rincón, yacía el Poder de los dioses, solo
sobre el suelo, un objeto labrado de piedra negra y con cuatro palabras grabadas en él,
de las que nada se podría decir aunque se las descubriese… cuatro palabras de las que
nadie sabe nada. Algunos dicen que hablan de una flor que se abre al alba, y otros que
conciernen a los temblores de tierra de las colinas, y otros más que hablan de la
muerte de los peces. Incluso hay quienes dicen que esas palabras son Poder,
Conocimiento, Olvido y otra palabra que los mismos dioses no pueden adivinar. Los
Yozis leyeron aquellas palabras, y se alejaron a toda prisa por miedo a que los dioses
se despertasen y, volviendo a sus galeones, ordenaron a sus remeros que fueran
diligentes. Así, los Yozis se convirtieron en dioses, con el poder de los dioses, y
navegaron hasta la tierra, y llegaron a un mar con una isla montañosa. Allí, se
sentaron en los farallones, como se sientan los dioses, con la mano derecha levantada,
y con el poder de los dioses: solamente que nadie acudió para adorarles. Ningún
navío se acercó a ellos, ni llegaron hasta allí por la noche las plegarias de los
hombres, ni el olor del incienso, ni los aullidos del sacrificio. Entonces, los Yozis
dijeron:
—¿Para qué ser dioses si nadie nos adora ni nos ofrece sacrificios?
Y Ya, Ha y Snyrg volvieron a partir en sus galeones de plata y descendieron,
flotando sobre el mar, hasta las orillas de los hombres. Y primero llegaron a una isla
habitada por gentes de pesca, y los habitantes de la isla, precipitándose a la orilla, les
gritaron:
—¿Quiénes sois?
Los Yozis respondieron:
—Somos tres dioses, y querríamos ser adorados por vosotros.
Pero las gentes de pesca contestaron:
—Aquí adoramos a Rahm, la Tormenta, y no prestamos adoración o hacemos
sacrificios a otros dioses.
Entonces los tres Yozis bramaron encolerizados y se marcharon, y navegaron
hasta otra orilla, arenosa, baja y repudiada. Al fin, encontraron a un viejo en la orilla
y le gritaron:
—¡Anciano de la orilla! Somos tres dioses a los que te convendría adorar, dioses
de gran poder y hábiles para atender plegarias.
El anciano respondió:
—Nosotros adoramos a los dioses de Pegãna, que sienten debilidad por nuestro
incienso y los aullidos de nuestro sacrificado cuando gañe en el altar.
A lo que Snyrg respondió:
—Los dioses de Pegãna duermen y no se despertarán con el zumbido de tus
plegarias que ahora yacen en el polvo del suelo de Pegãna: y sobre ellas, Sniracte, la
araña de los mundos, ha tejido una tela de bruma. Y los gañidos del sacrificado no
son música para unos oídos que el sueño ha cerrado.

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El viejo respondió, de pie en la orilla:
—Aunque todos los antiguos dioses no respondan a nuestras plegarias, será a los
antiguos dioses a quienes seguiremos rezando aquí en Syrinais.
Los Yozis hicieron virar sus navíos y se alejaron encolerizados, maldiciendo
Syrinais y a los dioses de Syrinais, pero particularmente al hombre de la orilla.
Los tres Yozis codiciaban todavía la adoración de los hombres, y llegaron, a la
tercera noche de viaje, ante las luces de una ciudad y, acercándose a la orilla, se
encontraron con una ciudad de canciones donde todo el mundo se regocijaba. Cada
uno de los Yozis se instaló en la proa de su galeón y envolvió la ciudad con una
mirada codiciosa, de suerte que la música se interrumpió y las danzas cesaron, y
todos miraron, sobre el mar, las extrañas formas de los Yozis bajo sus velas de plata.
Luego, Snyrg reclamó su adoración, prometiendo mayor alegría, y jurando por la luz
de sus ojos que enviaría pequeñas llamas que a saltos por la hierba perseguirían a los
enemigos de aquella ciudad hasta el borde del mundo.
Pero la gente le respondió que, en aquella ciudad, los hombres adoraban a
Agrodaun, la montaña aislada, y que bien podían no adorar a otros dioses, aunque
hubieran llegado hasta allí a bordo de galeones con velas de plata. Pero Snyrg
respondió:
—Pero lo más seguro es que Agrodaun sea solo una montaña, y en modo alguno
un dios.
Pero los sacerdotes de Agrodaun entonaron desde la orilla su respuesta:
—Si el sacrificio de los hombres no hace que Agrodaun sea un dios, no más que
la sangre joven sobre su piedra, ni las pequeñas plegarias temblorosas de diez mil
corazones, ni los dos mil años de culto y todas las esperanzas de la gente y la fuerza
de nuestra raza, entonces es que no hay dioses y vosotros solo sois unos marinos
ordinarios venidos de allende los mares.
Los Yozis dijeron:
—¿Ha respondido Agrodaun a las plegarias?
La gente escuchó lo que decían los Yozis.
Entonces, los sacerdotes de Agrodaun abandonaron la orilla y subieron por las
escarpadas calles de la ciudad, seguidos por el pueblo, y llegaron a la landa que se
extendía tras la ciudad, a los pies de Agrodaun, y allí dijeron:
—Agrodaun, si no eres nuestro dios, vete y llégate hasta las colinas ordinarias, y
cúbrete con un sombrero de nieve y duerme al raso lejos de aquí; pero si te hemos
divinizado durante dos mil años, si nuestras esperanzas para ti son como un manto,
levántate y considéranos para siempre como tus adoradores en esta ciudad.
El humo que subía a sus pies permaneció inmóvil, y cayó sobre Agrodaun un
profundo silencio; y los sacerdotes volvieron al mar y les dijeron a los tres Yozis:
—Nuevos dioses tendrán nuestro culto cuando Agrodaun se canse de ser nuestro
dios, o cuando alguna noche se vaya y no podamos contemplar nada más elevado que
nuestra ciudad.

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Los Yozis partieron y enviaron contra Agrodaun muchos juramentos, pero no
pudieron herirla, porque no era más que una montaña.
Los Yozis costearon la orilla hasta que llegaron a un río que se arrojaba al mar, y
remontaron el río hasta alcanzar un pueblo que trabajaba, labraba la tierra y sembraba
y luchaba contra el bosque. Los Yozis se dirigieron al pueblo que trabajaba los
campos.
—Dadnos vuestra adoración y recibiréis muchas alegrías.
Pero la gente les respondió:
—No podemos adoraros.
Snyrg replicó:
—¿También vosotros tenéis un dios?
La gente contestó:
—Adoramos a los años por venir, y adecuamos el mundo para la hora de su
llegada, como se deja un palio en el camino antes de la llegada de un Rey. Y cuando
lleguen esos años, aceptarán la adoración de una raza que no conocen y los suyos
ofrecerán sacrificios a los años sucesivos, los cuales, a su vez, oficiarán hasta EL FIN.
A lo que Snyrg respondió:
—Unos dioses que no os recompensarán. Dirigidnos vuestras plegarias y recibid
nuestros placeres, los placeres que os daremos, y, cuando lleguen vuestros dioses, que
se enfaden cuanto quieran… porque no podrán castigaros.
Pero la gente siguió sacrificando su esfuerzo a sus dioses, los años por venir,
haciendo del mundo un lugar para que permanecieran los dioses, y los Yozis
maldijeron a aquellos dioses y se fueron. Y Ya, el Señor de la Maldad, juró que,
cuando llegaran aquellos años, ya verían si les había valido la pena arrebatarles el
culto a los tres Yozis.
Los tres Yozis seguían navegando, y decían:
—Más nos valdría ser pájaros sin aire para volar, antes que dioses sin plegarias ni
culto.
Pero allí donde el cielo se encuentra con el océano, los Yozis divisaron de nuevo
una tierra hacia la cual enfilaron sus velas, y allí los Yozis vieron hombres con
extrañas y antiguas vestimentas ejecutando ritos arcaicos en una tierra de numerosos
templos. Y los Yozis llamaron a los hombres mientras ejecutaban sus antiguos ritos y
dijeron:
—Somos tres dioses que conocen bastante bien las necesidades de los hombres, y
quienes nos adoren obtendrán alegría inmediata.
Pero los hombres dijeron:
—Nosotros ya tenemos dioses.
Snyrg replicó:
—¿También vosotros?
Los hombres respondieron:
—Adoramos las cosas que han sido y todos los años que pasaron. Nos han

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ayudado divinamente, pues les damos la adoración debida.
Los Yozis contestaron a aquella gente:
—Nosotros somos dioses del presente y a cambio de culto daríamos buenas
cosas.
Pero la gente habló, desde la orilla:
—Nuestros dioses ya nos han dado buenas cosas, y les damos el culto debido.
Los tres Yozis volvieron el rostro hacia la tierra y maldijeron de todas las cosas
que han sido y de los años que pasaron, y volvieron al mar en sus galeras.
Una costa rocosa en tierra inhumana se alzaba sobre el mar. Los Yozis enfilaron
hacia aquella tierra y en ella no encontraron hombres, pero de las tinieblas del
interior, al atardecer, llegó una tropa de grandes babuinos que cacarearon con fuerza
cuando vieron los navíos.
Snyrg les dijo:
—¿También vosotros tenéis un dios?
Los babuinos escupieron.
Los Yozis dijeron:
—Somos dioses seductores, y recordamos particularmente las pequeñas plegarias.
Pero los babuinos lanzaron feroces miradas a los Yozis y no aceptaron a ninguno
de ellos por dios.
Uno dijo que los sacerdotes impedían comer nueces. Pero Snyrg se inclinó hacia
delante y murmuró, y los babuinos se pusieron de rodillas y entrechocaron las manos,
como si fueran hombres, y cacarearon plegarias y se dijeron los unos a los otros que
eran los dioses de antaño, y acordaron prestarles culto a los Yozis… porque Snyrg les
había susurrado al oído que si adoraban a los Yozis él haría de ellos hombres. Y los
babuinos, tras rezar, se levantaron con el rostro menos grosero, los brazos un poco
más cortos, y se fueron a ocultar los cuerpos bajo ropajes, y tras ello se fueron al
galope hasta la costa rocosa y se reunieron con los hombres. Y los hombres no
pudieron reconocerles por lo que eran, porque sus cuerpos eran cuerpos de hombres,
aunque sus almas fuesen todavía almas bestiales y prestaran culto a los Yozis, que
eran espíritus del mal.
Los Señores de la Maldad, del Odio y de la Locura, volvieron a su isla del mar, se
sentaron en la orilla como se sientan los dioses, con la mano derecha levantada, y, por
la noche, innobles plegarias babuinas se reunieron a su alrededor e invadieron las
rocas.
En Pegãna los dioses se despertaron sobresaltados.

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El Rey que no fue

L a tierra de Runazar ni tiene Rey ni lo tuvo jamás, y esta es la ley de la


tierra de Runazar: como nunca ha tenido Rey, nunca lo tendrá. Así, en
Runazar, los sacerdotes son la autoridad, y quienes dicen a la gente que nunca hubo
un Rey en Runazar.

Althazar, Rey de Runazar, y señor de todas las tierras circundantes, ordenó, para
un mejor conocimiento de los dioses, que Sus imágenes fueran esculpidas en Runazar
y en todas las tierras de alrededor. Y cuando la orden de Althazar, llevada a lo lejos
por las trompetas, resonó a los oídos de los dioses, gran alegría tuvieron Estos al
escucharla. Así fue como los hombres sacaron mármol de la tierra, y los escultores
tuvieron en Runazar gran actividad para responder a los edictos del Rey. Pero los
dioses se mantenían a la luz de las estrellas sobre las colinas, de tal modo que los
escultores pudieran verlos, y se envolvieron con nubes, y asumieron Su aspecto más
divino, de tal modo que los escultores pudieran hacer justicia a los dioses de Pegãna.
Acto seguido, los dioses volvieron a Pegãna y los escultores martillearon y forjaron, y
llegó un día en que el Maestro de los Escultores pidió audiencia al Rey y dijo:
—Althazar, Rey de Runazar, Gran Señor de todas las tierras circundantes, con
quien los dioses se muestran benévolos, hemos terminado humildemente todas las
imágenes de todos los dioses que mencionabas en tu edicto.
El Rey ordenó que se despejase entre las casas un vasto espacio abierto, y que las
imágenes de todos los dioses fueran llevadas allí y plantadas ante el Rey, y allí se
reunieron el Maestro de los Escultores y todos sus hombres; y ante cada uno de ellos
se situó un soldado, que llevaba un montón de oro en una bandeja engastada con
piedras preciosas, y detrás de cada uno de ellos se encontraba un soldado con la
espada apuntando a sus nucas, y el Rey levantó los ojos hacia las imágenes. Y vio que
se alzaban como los dioses, con las nubes envolviéndolas, y haciendo el signo de los
dioses, pero sus cuerpos eran cuerpos de hombres y, ¡mira!, sus rostros se parecían al
del Rey, y sus barbas eran como la barba del Rey. Y el Rey dijo:
—Son, en efecto, los dioses de Pegãna.
Los soldados que se encontraban delante de los escultores recibieron la orden de
entregarles los montones de oro, y los soldados que se hallaban a espaldas de los
escultores recibieron la orden de envainar sus espadas. Y el pueblo exclamó:
—Son efectivamente los dioses de Pegãna, cuyos rostros podemos ver gracias a la

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voluntad de Althazar el Rey, a quien los dios ven con benevolencia. —Y los heraldos
fueron enviados a las ciudades de Runazar y de todas las tierras de alrededor, que
proclamaban en cuanto a las imágenes:
—Son los dioses de Pegãna.
Pero arriba, en Pegãna, los dioses rugieron de cólera y Mung se inclinó para hacer
el signo de Mung contra Althazar el Rey. Pero los dioses posaron sus manos en el
hombro de Mung y dijeron:
—No le mates, porque no basta con que muera Althazar, que ha hecho los rostros
de los dioses a semejanza de los de los hombres; ni siquiera debe haber sido.
Los dioses dijeron:
—¿Hablamos de Althazar, un Rey?
Los dioses dijeron:
—No, no hablamos de él.
Los dioses dijeron:
—¿Soñamos con alguien llamado Althazar?
Los dioses dijeron:
—No, no soñamos con él.
Pero en su palacio de Runazar, Althazar, expulsado repentinamente de la memoria
de los dioses, se convirtió en algo que ni fue ni será jamás.
En el trono de Althazar quedó plantada una túnica, y junto a la túnica una corona,
y los sacerdotes de los dioses entraron en su palacio e hicieron de él un templo de los
dioses. Y los que acudían a rezar dijeron:
—¿De quién es esta túnica, a quien pertenece esta corona?
Los sacerdotes respondieron:
—Los dioses enviaron la túnica y, ¡mirad!, los dedos de los dioses han deslizado
un pequeño anillo.
La gente le dijo a los sacerdotes:
—Puesto que Runazar nunca ha tenido un Rey, sed nuestros amos y hacednos las
leyes bajo la mirada de los dioses de Pegãna.

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La caverna de Kai

L a pompa de la coronación había terminado, los gozos se habían extinguido


y Khanazar, el nuevo Rey, estaba sentado en el trono de los Reyes de Averon
para actuar sobre los destinos de los hombres. Su tío, Khanazar el Unico estaba
muerto, y él había llegado de un lejano castillo del sur, con gran pompa, hasta Ilaun,
la ciudadela de Averon; y allí lo coronaron Rey de Averon y de las montañas, y
Señor, si hay un más allá de las montañas, de las tierras que allí pueda haber. Pero por
ahora la pompa de la coronación había terminado y Khanazar era, aunque muy lejos
de su casa, un rey Todopoderoso.
Pero el Rey se hartó de los destinos de Averon; se cansó de dar órdenes. Y
Khanazar envió heraldos por las ciudades diciendo:
—¡Oíd la voluntad del Rey! ¡Oíd! La voluntad del Rey de Averon y de las
montañas, y Señor, si hay un más allá de las montañas, de las tierras que allí pueda
haber. Que se reúnan en Ilaun todos los que tengan talento para las cosas secretas.
¡Oíd!
Se reunieron en Ilaun los sabios de todos los grados de la magia, incluso del
séptimo, que habían demostrado sus encantamientos ante Khanazar el Único; y se
presentaron ante el nuevo Rey, en su palacio, y posaron sus manos sobre sus pies.
Entonces el Rey les dijo a los magos:
—Tengo una necesidad.
Le respondieron:
—La tierra toca los pies del Rey para dar testimonio de su sumisión.
Pero el Rey respondió:
—Mi necesidad no es de esta tierra; me gustaría encontrar algunas horas que han
sido, y algunos días que fueron.
Todos los sabios se quedaron sin saber qué decir hasta que habló, tristemente, el
más sabio de todos ellos, cuyos encantamientos eran del séptimo grado, y dijo:
—Los días que fueron, así como las horas, se han ido a vuelo de pájaro hasta el
monte Adgora, y allí, lanzándose en picado, han desaparecido de la vista para nunca
más volver, porque quizá no hayan oído la orden del Rey.
De aquellos sabios, la crónica ha conservado muchas cosas. Además, ha sido
puesto por escrito por los escribas el modo en que mantuvieron la audiencia con el
Rey Khanazar y las palabras que entonces se pronunciaron, pero de sus actos tras la
audiencia no hay ni siquiera leyendas. Pero se ha dicho cómo el Rey envió a sus
hombres a que atravesaran corriendo todas las ciudades hasta que encontrasen a
alguien que fuera más sabio que los sabios que le mostraron sus conocimientos a
Khanazar el Único. En lo más alto de las montañas que rodean Averon encontraron a
Syrahn, el profeta, entre las cabras, un hombre que no poseía ningún grado de magia

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ni le enseñó sus encantamientos al antiguo Rey. Fue llevado a presencia de Khanazar,
y el Rey le dijo:
—Tengo una necesidad.
Syrahn replicó:
—Eres un hombre.
El Rey dijo:
—¿Dónde están los días que fueron y algunas de los horas pasadas?
A lo que Syrahn contestó:
—Tales cosas están en una caverna, lejos de aquí, y sobre la caverna vela un tal
Kai, y la caverna está protegida por Kai de los hombres y de los dioses desde antes
del COMIENZO. Puede que dejase pasar a Khanazar.
El Rey hizo reunir elefantes y camellos que portasen sacos de oro, y servidores de
confianza que portarían piedras preciosas, y reunió un ejército que avanzaría ante él,
y un ejército que marchase detrás de él, y envió jinetes para prevenir a los habitantes
de las llanuras que el Rey de Averon se estaba poniendo en marcha.
Le rogó a Syrahn que le condujese a aquel lugar donde los días de antaño
permanecen ocultos, así como todas las horas olvidadas.
A través de la llanura y hasta la cima del monte Adgora, pasando más allá de sus
cumbres, fueron Khanazar el Rey y sus dos ejércitos siguiendo a Syrahn. Ocho veces
la tienda púrpura con bordes dorados fue levantada para el Rey de Averon, y ocho
veces fue doblada antes de que el Rey y los ejércitos del Rey alcanzasen una sombría
caverna en un valle sombrío donde Kai montaba guardia ante los días que fueron. Y
el rostro de Kai era semejante al de un guerrero que ha conquistado ciudades y no se
ha cargado de prisioneros, y su forma era semejante a la de los dioses, pero sus ojos
eran los ojos de una bestia; Y ante él avanzó el Rey de Averon con los elefantes y los
camellos que portaban sacos de oro, y servidores de confianza que llevaban piedras
preciosas.
Entonces el Rey dijo:

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KAI SE ECHÓ A REÍR.

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—Estos son mis presentes. Devuélveme mi ayer, con sus banderas al viento, mi
ayer con su música y su cielo azul, y todas sus alegres multitudes que me hicieron
Rey, el ayer que volaba con sus relucientes alas por encima de mi Averon.
Kai, señalando la caverna, respondió:
—Ahí, deshonrado y olvidado, se ha deslizado tu ayer. ¿Quién será el que se
arrastre, entre los montones polvorientos de los días olvidados, para mostrarte tu
ayer?
El Rey de Averon y de las montañas, y Señor, si hay un más allá de las montañas,
de las tierras que allí pueda haber, respondió:
—Iré de rodillas a tu oscura caverna y buscaré con mis propias manos en el polvo
si es que así puedo encontrar mi ayer y algunas de las horas pasadas.
El Rey señaló sus montones de oro, junto a los elefantes agrupados y los
desdeñosos camellos que había tras ellos. Y Kai respondió:
—Los dioses me ofrecieron los mundos brillantes y todo cuanto hay hasta el
Borde, y todo lo que hay más allá, tan lejos como pueda llegar la mirada de los
dioses… ¡y tú vienes a verme con elefantes y camellos!
El Rey dijo:
—En los vergeles de mi casa transcurrió una hora que conoces bien, y te suplico,
a ti que no tomarás ninguno de los presentes que portan los elefantes o los camellos,
que me devuelvas por misericordia, un segundo, un grano de polvo de esa hora del
montón que acumulas en tu gruta.
Al oír la palabra misericordia, Kai se echó a reír. Y el Rey hizo girar sus ejércitos
hacia el este. Y los ejércitos volvieron a Averon y los heraldos que les precedían
anunciaban:
—Ved cómo llega el Rey de Averon y de las montañas, y Señor, si hay un más
allá de las montañas, de las tierras que allí pueda haber.
El Rey les dijo:
—Decid más bien que llega un hombre fatigado que, sin haber conseguido nada,
vuelve de una búsqueda perdida.
Así fue como el Rey regresó a Averon.
Dicen que llegó a Ilaun, una tarde, cuando el sol se ponía, un músico con un arpa
de oro que deseaba tener una audiencia con el Rey.
Dicen también que fue conducido ante Khanazar, sentado, huraño y solitario en su
trono, y que el músico le dijo:
—Tengo un arpa de oro a cuyas cuerdas, como si fueran polvo, se han adherido
algunos segundos de las horas olvidadas y pequeños acontecimientos de los días que
fueron.
Khanazar levantó los ojos y el arpista tocó las cuerdas y las antiguas cosas
olvidadas volvieron de nuevo a la vida, y se elevó el sonido de canciones que habían
desaparecido y de las voces de antaño. Y cuando el arpista vio que Khanazar no le
miraba con cólera, sus dedos corrieron sobre las cuerdas como los dioses corren por

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los cielos, y del arpa de oro se elevó una bruma de recuerdo, y el Rey, inclinado hacia
delante, mirando fijamente ante sí, vio en la bruma que los muros de su palacio ya no
le rodeaban, sino un valle con un torrente, y bosques en sus colinas, y un viejo
castillo que se alzaba solitario hacia el sur. Y el arpista, al ver en el rostro de
Khanazar una extraña expresión, dijo:
—¿Está satisfecho el Rey de Averon y de las montañas, y Señor, si hay un más
allá de las montañas, de las tierras que alK pueda haber?
El Rey dijo:
—Dado que ahora soy de nuevo un niño en un valle del sur, ¿cómo puedo saber
cuáles son los deseos del Rey?
Cuando las estrellas brillaron sobre Ilaun, y el Rey seguía sentado y mirando
fijamente ante sí, todos los cortesanos se retiraron del gran palacio, salvo uno que se
quedó con una vela encendida, e incluso el arpista se fue con los cortesanos.
Cuando el alba apareció por las columnatas silenciosas del palacio de mármol,
haciendo palidecer la llama de la vela, el Rey seguía mirando fijamente ante sí, y
todavía estaba sentado cuando las estrellas volvieron a brillar sobre el cielo de Ilaun.
Pero al segundo amanecer, el Rey se levantó y pidió ver al arpista, y le dijo:
—De nuevo soy el Rey, y tú, que tienes el talento necesario para devolverles a los
hombres sus días olvidados, montarás guardia sobre mi porvenir; cuando yo me
ponga en marcha para ir a conquistar Ziman-ho gracias a la fuerza de mis ejércitos, tú
te plantarás entre ese mañana y la gruta de Kai, y quizá alguno de mis hechos, alguna
batalla de mis ejércitos, se prenda de tu arpa de oro y no se sumirá, deshonrada, en la
gruta. Porque mi porvenir, que atraviesa mis sueños con pasos sonoros, es demasiado
real para permanecer con los días olvidados entre el polvo de las cosas que fueron.
Pero en algún día por venir, cuando los Reyes hayan muerto y todos sus actos hayan
sido olvidados, algún arpista de aquellos tiempos acudirá y en sus cuerdas de oro
evocará aquellos hechos que resuenan en mis sueños, hasta que mi mañana se haya
ido con grandes zancadas entre los días más pequeños de aquellos años en los que
Khanazar fue Rey.
El arpista respondió:
—Montaré guardia ante tu gran porvenir y, cuando te pongas en marcha para
conquistar Ziman-ho gracias a la fuerza de tus ejércitos, me plantaré ante tu mañana y
la gruta de Kai, hasta que los hechos y las batallas de tus ejércitos se prendan de mi
arpa de oro y no desciendan deshonrados a la gruta. De tal manera que, cuando los
Reyes hayan muerto y sus actos se hayan olvidado, los arpistas de los tiempos futuros
evocarán en sus cuerdas de oro esos actos que fueron los tuyos. Eso es lo que haré.
Los hombres de estos días, los que tienen algún talento para el arpa, hablan
todavía de Khanazar, dicen que fue Rey de Averon y de las montañas, y que se
declaraba Señor de las tierras de más allá; dicen cómo fue con sus ejércitos hasta
Ziman-ho y libró grandes batallas, y que al fin consiguió la victoria y resultó muerto.
Pero Kai, mientras esperaba, con las garras dispuestas, a recoger los últimos días de

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Khanazar para que pudieran yacer enormes en su gruta, no los encontró, y no dio más
que con algunos actos menores y con los días y horas de hombres menores, y quedó
contrariado por la sombra de un arpista que se alzaba entre él y el mundo.

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El penar de la búsqueda

S e dice también del Rey Khanazar el modo en que se inclinaba ante los
dioses de Antaño. Nadie se inclinaba tanto ante los dioses de Antaño como el
Rey Khanazar.
Un día, cuando el Rey volvía del culto de los dioses de Antaño y de las
reverencias ante ellos en el templo de los dioses, ordenó a sus profetas que se
presentasen ante él, diciendo:
—Me gustaría saber algo de los dioses.
Los profetas acudieron ante el Rey Khanazar, cargados con numerosos libros, y el
Rey dijo:
—No está en los libros.
Y, al oírlo, los profetas se marcharon, llevándose con ellos los mil métodos bien
explicados en los libros mediante los cuales los hombres pueden ganar la sabiduría de
los dioses. Solo se quedó uno, un maestro profeta, que había olvidado los libros, y el
Rey le dijo:
—Los dioses de Antaño son poderosos.
Respondió el maestro profeta:
—Muy poderosos son los dioses de Antaño.
Luego, el Rey dijo:
—No hay más dioses que los dioses de Antaño.
Replicó el profeta:
—No hay otros.
Como los dos estaban solos en el palacio, el Rey dijo:
—Dime algo concerniente a los dioses o a los hombres, si es que se sabe algo que
sea cierto.
Entonces, el maestro profeta dijo:
—Lejana y blanca y recta se extiende la ruta que va al Saber, y por ella, entre el
calor y el polvo, van todos los sabios de la tierra, pero en los campos que hay antes de
llegar, los más sabios se han tumbado o recogen flores. Al borde del camino que lleva
al Saber —¡oh, Rey, es duro y ardiente!— se alzan numerosos templos, y en el
umbral de cada templo hay muchos sacerdotes, y gritan a los viajeros que se cansan
del camino, diciéndoles: «Aquí está EL FIN».
»Y en los templos resuena la música, y de cada tejado se elevan el sabor gustoso
de las esencias quemadas; y todos los que miran un templo fresco, sea cual sea, o que
escuchen la música escondida, se vuelven para saber si efectivamente es EL FIN. Y los
que descubren que su templo no es EL FIN, vuelven al camino polvoriento,
deteniéndose ante cada templo que encuentran por miedo a pasarse EL FIN, o

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continúan siempre en la ruta sin ver nada en el polvo, hasta que ya no pueden andar
más y son llevados, agotados por su viaje, a algún otro templo por un sacerdote
amistoso que les dirá que aquel también es EL FIN. Y en ese camino un hombre no
puede obtener consejo de sus camaradas, porque estos solo dicen una cosa que sea
cierta, y es cuando dicen: “Amigo, no podemos ver nada a causa del polvo”. Y de ese
polvo que oculta el camino hay muchos granos que están allí desde que la ruta
empezó, y otros han sido levantados por los pies de los que recorren la ruta, y muchos
son los que vienen de las puertas de los templos.
»Y, oh, Rey, harías bien, cuando recorras esa ruta, en pararte cuando escuches
gritar a uno de esos sacerdotes: “Aquí está EL FIN”, y como fondo los ruidos de la
música. Y si, en el polvo y la oscuridad, pasas ante LO y Mush y el delicioso templo
de Kynash, o de Sheenath el de la sonrisa de ópalo, o de Sho de los ojos de ágata,
Shilo y Mynarthitep, Gazo y Amurund y Slig también aún estarán ante ti, y los
sacerdotes de sus templos no olvidarán llamarte.
»Y, oh, Rey, se dice que solo uno discernió EL FIN y pasó los tres mil templos, y
los sacerdotes del primero eran los sacerdotes del último, y todos decían que su
templo estaba al final del camino, y la oscuridad del polvo los recubría a todos, y
todos eran muy agradables y solo el camino resultaba agotador. Y en algunos de
aquellos templos había numerosos dioses, y en otros, solamente un dios, y en otros el
santuario estaba vacío, y todos tenían muchos sacerdotes, y en todos los viajeros
estaban felices cuando descansaban. En algunos de aquellos templos sus camaradas
de viaje quisieron forzarle y cuando dijo: “Seguiré mi viaje”, muchos de ellos
respondieron: «Este hombre miente, pues la ruta termina aquí».
»Y él, que viajó hasta EL FIN, dijo que cuando escuchó la tormenta en el camino,
se alzaron también los ruidos de las voces de todos los sacerdotes, llegando de muy
lejos, y decían: “Escuchad a Shilo”, «Oíd, Mush habla», «¡Atención! Kynash», «La
voz de Sho», «Mynarthitep está encolerizado», «¡Escuchad la palabra de Slig!».
»Y a lo largo de la ruta le gritaron al viajero que Sheenath se agitaba en su sueño.
»Oh, Rey, esto es muy deplorable. Se dice que ese viajero llegó por fin al Fin
verdadero y que allí encontró un inmenso abismo, y en la inmensidad del fondo del
abismo se arrastraba un diosecillo, más grande que una liebre, y su voz gritaba en el
fondo: “Yo no sé”.
»Y más allá del abismo no había nada más que el diosecillo que gritaba.
»Y el que había viajado hasta EL FIN huyó en la otra dirección, y recorrió una gran
distancia, hasta volver a los templos; entró en uno de ellos y un sacerdote proclamó:
“Aquí está EL FIN”; el viajero se tendió y descansó en un diván. Allí residía Yush,
silencioso, con lengua de esmeralda y dos grandes ojos de zafiro, y muchos viajeros
descansaban junto a él y eran felices. Y un viejo sacerdote que acababa de consolar a
un niño, se acercó al viajero que había visto EL FIN y le dijo: «Aquí está Yush y aquí
está el Fin de la sabiduría».

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»Y el viajero respondió; “Yush está muy tranquilo y EL FIN es bueno aquí”.
»Oh, Rey, ¿quieres escuchar más?».
El Rey dijo:
—Querría escucharlo todo.
El maestro profeta respondió:
—Había también otro profeta, cuyo nombre era Shaun, que tenía tanta reverencia
por los dioses de Antaño que era capaz de distinguir sus siluetas a la luz de las
estrellas, mientras caminaban sin ser vistos entre los hombres. Cada noche, Shaun
distinguía las siluetas de los dioses y cada día enseñaba las cosas que les concernían,
hasta que los hombres en Averon supieron cómo los dioses aparecían grises contra las
montañas, sabiendo que Rhoog era más grande que el monte Scagadon, que Skun era
más pequeño, que Asgool se inclinaba al andar y que Trodath con sus ojillos miraba a
su alrededor. Pero una noche, mientras Shaun miraba a los dioses de Antaño a la luz
de las estrellas, discernió vagamente algunos otros dioses que se situaban más arriba
en las laderas de las montañas, en el silencio, detrás de los dioses de Antaño. Y al día
siguiente, tiró la túnica que vestía como profeta de Averon y le dijo a su pueblo: «Hay
dioses más grandes que los dioses de Antaño, tres dioses apercibidos vagamente en
las colinas a la luz de las estrellas, vigilando Averon».
»Y Shaun se puso en marcha y viajó numerosos días, y mucha gente le siguió. Y
cada noche, veía un poco más claramente las formas de tres nuevos dioses, sentados
en silencio mientras los dioses de Antaño andaban entre los hombres. Sobre las más
altas pendientes de las montañas, Shaun se detuvo con todo su pueblo, y construyeron
allí una ciudad y adoraron a los dioses que solo veía Shaun, unos dioses sentados por
encima de ellos en la montaña. Y Shaun enseñó que los dioses eran como los rayos
grises de la luz que se ve antes de la aurora, y que el dios de la derecha con un gesto
señalaba el cielo, que el de la izquierda señalaba el suelo, y que el del centro dormía.
»Y en la ciudad, los que habían seguido a Shaun construyeron tres templos. El
templo de la derecha era el templo de los jóvenes, y el de la izquierda era un templo
para los viejos, y el tercero era un templo con las puertas cerradas y barradas… y
donde nadie entraba jamás. Una noche, mientras Shaun montaba guardia ante los tres
dioses sentados como la luz pálida en los flancos de la montaña, vio en la cima de la
montaña a dos dioses que discutían y hacían gestos, y que se burlaban de los dioses
de la colina, pero no escuchó ningún sonido. Al día siguiente, Shaun se puso en
marcha y algunos le siguieron en su ascenso a la cima, en el frío, para encontrar a
aquellos dioses tan considerables que podían burlarse de los tres silenciosos. Y cerca
de los dos dioses se detuvieron y construyeron chozas. También edificaron un templo
donde los Dos fueron esculpidos por la mano de Shaun, con sus rostros vueltos el uno
hacia el otro y con la burla pintada en ellos, señalando con Sus dedos, y por debajo de
ellos estaban esculpidos los tres dioses de la colina, como un divertimento de actores.
Ya nadie se acordaba de Asgool, ni de Trodath, ni de Rhoog, los dioses de Antaño.
»Durante numerosos años, Shaun y sus pocos adeptos vivieron en sus cabañas, en

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la cima de la montaña, adorando a unos dioses burlones, y cada noche Shaun veía a
los dos dioses a la luz de las estrellas, mientras reían de concierto en medio del
silencio. Y Shaun se hizo viejo.
Una noche, cuando su mirada estaba vuelta hacia los Dos, vio, a través de las
montañas, en la lejanía, un inmenso dios sentado en la llanura que se elevaba,
enorme, hacia el cielo, y miraba con cólera a los Dos sentados y burlándose. Entonces
Shaun le dijo a su pueblo: «Ay, no podemos descansar, porque, por debajo de
nosotros, en la llanura, está sentado el único dios verdadero, y la burla le encoleriza.
Dejemos a estos dos dioses que se sientan aquí burlándose y encontremos la verdad
en el culto de ese dios más grande que, aunque pueda matarnos, no se burlará de
nosotros.
»Pero el pueblo respondió: “Nos has apartado de muchos dioses y nos has
enseñado a adorar a dioses que se burlan y, si ha de haber risa en su rostro cuando
muramos, ¿qué más da? Tú eres el único que puede ver esas cosas, y nosotros al fin
descansaremos”.
»Pero tres hombres que habían velado y le habían seguido, se quedaron con él.
»Y bajando por la pendiente al otro lado de la montaña, Shaun les condujo,
diciendo: “Ahora seguramente vamos a saber”.
»Y los tres viejos respondieron: “¡Seguramente vamos a saber, en efecto, oh,
último de los profetas!”.
»Aquella noche, los dos dioses que se burlaban de sus adoradores no se burlaron
de Shaun ni de sus tres adeptos, que, llegados a la llanura, continuaron su ruta hasta
que al fin llegaron a un lugar donde los ojos de Shaun, por la noche, pudieron ver de
cerca la forma inmensa de su dios, Y ante ellos, tan lejos como el cielo, cómo Shaun
descubrió al último dios.
Se extendía un pantano. Allí descansaron, construyendo abrigos lo mejor que
pudieron, y diciéndose unos a otros: «Aquí está EL FIN, porque Shaun ha visto lo que
no puede ser más que un dios, y ante nosotros se extiende la marisma, y la vejez nos
ha echado sus garras encima».

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CÓMO SHAUN DESCUBRIÓ AL ÚLTIMO DIOS.

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»Como no podían trabajar en la edificación de un templo, Shaun esculpió en una
piedra todo cuanto había visto a la luz de las estrellas del gran dios de la llanura, de
manera que si otros olvidaban alguna vez a los dioses de Antaño porque hubieran
visto más allá a Tres Más Grandes, y luego conocieran a la Pareja que se burlaba, y
persistieran en la búsqueda de la sabiduría hasta que vieran bajo la luz de las estrellas
aquel a quien Shaun había dado en llamar el dios Ultimo, siempre encontrarían
grabado en piedra, lo que un hombre había escrito en cuanto al fin de la búsqueda.
Durante tres años Shaun grabó la piedra y, una noche, descansando de su trabajo,
dijo: “Mi trabajo está hecho”, y vio en la lejanía a cuatro dioses más grandes detrás
del dios Ultimo. Con aspecto fiero, en la distancia, más allá del pantano, aquellos
dioses andaban juntos a grandes pasos, sin apartar la vista del dios de la llanura.
Entonces Shaun les dijo a sus tres adeptos: «Ay, todavía no sabemos, porque hay más
dioses más allá del pantano».
»Nadie quiso seguir a Shaun, porque dijeron que la vejez pondría fin a todas las
búsquedas, y que preferían espera a la Muerte allí, en la llanura, antes que ser
perseguidos por ella a través del pantano.
»Y Shaun se despidió de sus adeptos, diciéndoles: “Me habéis seguido desde que
olvidamos a los dioses de Antaño para adorar a los dioses más grandes. Adiós. Puede
que vuestras plegarias, por la noche, sean útiles cuando roguéis al dios de la llanura,
pero yo debo proseguir mi camino, porque hay otros dioses más allá”.
»Entonces, Shaun descendió al pantano y, durante tres días se abrió camino con
dificultad y, al tercer día, vio a los cuatro dioses, muy a lo lejos, sin que pudiera
distinguir Sus caras. Al día siguiente, Shaun se esforzó cuanto pudo para poder
distinguir sus rostros a la luz de las estrellas, pero, antes de que cayera la noche o que
brillara una única estrella, Shaun cayó a los pies de sus cuatro dioses. Las estrellas
empezaron a brillar, y los rostros de los cuatro brillaban, claros y resplandecientes,
pero Shaun no les vio, porque el esfuerzo por verlos había acabado con Shaun, pero,
¡mira!, eran Asgool, Trodath, Skun y Rhoog… los dioses de Antaño».
Entonces el Rey dijo:
—Es bueno que el penar de la búsqueda no aflija a los sabios, porque los sabios
son muy escasos en número.
Y el Rey dijo también:
—Dime, oh, profeta. ¿Cuáles son los verdaderos dioses?
A lo que el maestro profeta respondió:
—Los que el Rey ordene.

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Los hombres de Yarnith

L os hombres de Yarnith creen que nada comenzó antes de que Yarni Zai
levantara la mano. Yarni Zai, dicen, tiene forma humana pero es más grande, y
es una cosa de piedra. Cuando levantó la mano, todas las rocas que vagaban bajo la
Cúpula, que es el nombre con el que designan el cielo, se reunieron alrededor de
Yarni Zai.
De los otros mundos no dicen nada, pero creen que las estrellas son los ojos de
los demás dioses que miran a Yarni Zai y se ríen, porque son más grandes que él,
aunque no han reunido ningún mundo a su alrededor.
Sin embargo, aunque sean más grandes que Yarni Zai y aunque se rían de él
cuando hablan los unos con los otros bajo la Cúpula, todos hablan de Yarni Zai.
Nadie más que los dioses escucha el parlamento de los dioses, pero los hombres
de Yarnith describen el modo en que el profeta Iraun, cuando yacía en el gran desierto
de arena, Azrakhan, escuchó un día su parlamento y supo de aquel modo cómo Yarni
Zai se había separado del resto de los dioses para revestirse de piedra y construir un
mundo.
También es cierto que todas las leyendas mencionan que donde acaba el valle de
Yodeth, cuando se pierde en negros acantilados, hay una estatua colosal, sentada,
apoyada en una montaña, una estatua cuya forma es la de un hombre con la mano
derecha levantada, pero más grande que las colinas. Y en el Libro de las Cosas
Secretas, el que los profetas conservan en el Templo que se alza en Yarnith, está
escrita la historia de la formación de los mundos tal y como Iraun la escuchó cuando
los dioses se hablaban, arriba, en la tranquilidad que se extiende por encima de
Azrakhan.
Y todos cuantos la leen pueden aprender el modo en que Yarni Zai sacó las
montañas de sí mismo como si se las hubiera sacado de debajo de la capa, y cómo
amasó el mundo a sus pies. No está escrito que, durante largos años, Yarni Zai
permaneció sentado, vestido con rocas, al final del valle de Yodeth, cuando en el
mundo no había más cosas que piedras y Yarni Zai.
Pero un día llegó otro dios, corriendo sobre las rocas y atravesando el mundo, y
corría como las nubes corren en los días de tormenta, y, mientras se apresuraba para
alcanzar Yodeth, Yarni Zai, sentado sobre su montaña, con la mano derecha
levantada, gritó:
—¿Qué haces corriendo a través de mi mundo, a dónde vas?
El nuevo dios no respondió palabra, sino que continuó su camino y, mientras
corría, a su izquierda y a su derecha surgían cosas verdes por todas partes del mundo
de Yarni Zai.
Así fue como el nuevo dios corrió alrededor del mundo y lo hizo verde, salvo el

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valle donde Yarni Zai estaba sentado, monstruoso, contra su montaña, y algunas
tierras donde Cradoa, la sequedad, fruncía horriblemente el ceño a la noche.
Más tarde, la escritura del Libro cuenta cómo llegó del este otro dios que corría
deprisa, tan veloz como el primero, con el rostro vuelto hacia el oeste, y nada podía
detener su carrera; y cómo tendió los brazos hacia el exterior, a su alrededor, y a su
izquierda y a su derecha, mientras corría, el mundo entero se blanqueó.
Yarni Zai exclamó:
—¿Qué haces, por qué corres a través de mi mundo?
El nuevo dios respondió:
—Traigo la nieve al mundo entero… la blancura, el descanso, la tranquilidad.
E inmovilizó el curso de los arroyos e incluso posó la mano en la cabeza de Yarni
Zai y apagó los ruidos del mundo hasta que no llegó un solo sonido de las tierras,
salvo el de la carrera del nuevo dios que traía la nieve corriendo por las llanuras.
Pero los dos nuevos dioses se persiguieron uno al otro para siempre alrededor del
mundo y, año tras año, volvieron a pasar, corriendo a lo largo de los valles y por lo
alto de las colinas bajo los ojos de Yarni Zai, cuya mano levantada había reunido el
mundo a su alrededor.
Y, además, el muy devoto puede leer que todos los animales remontaron el valle
de Yodeth hasta la montaña donde moraba Yarni Zai, diciendo:
—Danos permiso para vivir, permiso para ser leones, rinocerontes y conejos,
permiso para ir por el mundo.
Yarni Zai dio permiso a los animales para ser leones, rinocerontes y conejos, y
toda clase de bestias, y de ir por los mundos. Pero cuando todos hubieron partido, dio
permiso al pájaro para ser un pájaro e ir por el cielo.
Más tarde, llegó un hombre a aquel valle y dijo:
—Yarni Zai, tú que has hecho a los animales en tu mundo. ¡Oh, Yarni Zai, ordena
que sean los hombres!
Así fue cómo Yarni Zai hizo a los hombres.
Así fue como en el mundo hubo Yarni Zai y dos dioses extraños que traían el
verdor y el crecimiento y la blancura y la tranquilidad, y animales y hombres.
El dios del verdor perseguía al dios de la blancura y el dios de la blancura
perseguía al dios del verdor, y los hombres perseguían a los animales y los animales
perseguían a los hombres. Pero Yarni Zai estaba sentado inmóvil contra su montaña,
con la mano derecha levantada. Pero los hombres de Yarnith dicen que, cuando el
brazo de Yarni Zai ya no esté levantado, el mundo se apartará de él, como la capa de
un hombre. Y Yarni Zai, que ya no estará revestido por el mundo, volverá al vacío
bajo la Cúpula, entre las estrellas, como un pescador de perlas submarinas vuelve de
las islas.
Está escrito en la historia de Yarnith, por los antiguos escribas, que pasó sobre el
valle de Yarnith un año que no aportó lluvia alguna; y el Hambre llegó desde los
desiertos de más allá, encontrando Yarnith seco y quejoso, y reptó por las cimas de

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las montañas y sus pendientes y se extendió al sol al borde de los campos de Yarnith.
Los hombres de Yarnith que trabajaban en los campos encontraron al Hambre
mientras mordisqueaba el maíz y perseguía el ganado y, a toda prisa, sacaron agua de
los más profundos pozos y la arrojaron sobre el pelaje gris y seco del Hambre, y la
rechazaron a las montañas. Pero al día siguiente, cuando su piel se hubo secado, el
Hambre volvió y mordisqueó un poco más de maíz y siguió al ganado y los hombres
volvieron a expulsarla. Pero el Hambre volvió, y llegó un tiempo en que ya no hubo
más agua de lluvia para asustar al Hambre, y ella mordisqueó el maíz hasta que no
quedó nada, y el ganado que perseguía enflaqueció considerablemente. Y el Hambre
se acercó, se acercó incluso a las moradas de los hombres y pisoteó sus jardines, por
la noche, y se arrastró incluso hasta sus puertas. Al fin, el ganado ni siquiera podía
correr, y el Hambre se hizo con las bestias una por una por la garganta y las derribó y,
llegada la noche, rascó los suelos, matando hasta las raíces de las cosas, y se acercó a
mirar por las puertas y se retiró apresurada, y miró de nuevo por las puertas, desde un
poco más cerca, pero todavía no tenía la audacia suficiente como para entrar, por
miedo a que los hombres todavía tuvieran algo de agua que pudiera arrojar sobre su
pelaje gris y seco.
Entonces los hombres de Yarnith le rezaron a Yarni Zai, sentado lejos, al fondo
del valle, le rezaron día y noche para que se llevara al Hambre, pero el Hambre se
sentó y ronroneó, y mató todo el ganado y al fin se atrevió a tomar a los hombres
como alimento.
Las historias cuentan cómo mató primero a los niños y ganó con ello en audacia y
destrozó a las mujeres, hasta que al fin saltó a las gargantas de los hombres que
trabajaban en los campos.
Entonces los hombres de Yarnith dijeron:
—Uno de nosotros debe ir a llevar nuestras plegarias a los pies de Yarni Zai;
puesto que el mundo, por la noche, pronuncia muchas plegarias, puede que Yarni Zai,
como escucha mucho lamento de la tierra entera cuando las plegarias, por la noche,
revolotean a sus pies, se haya perdido en tal abundancia las plegarias de los hombres
de Yarnith. Pero si alguien va a decirle a Yarni Zai: «Hay una pequeña arruga en los
pliegues exteriores de tu capa que los hombres llaman Valle de Yarnith, donde el
Hambre reina como gran señora más grande que Yarni Zai», puede que se acuerde,
durante un instante, y llame a su Hambre.
Pero todos los hombres temían miedo de ir, considerando que solo eran hombres
y que Yarnith Zai era señor de toda la tierra, y que el viaje era largo y pedregoso.
Pero aquella noche, Hothrun Dath escuchó al Hambre gemir cerca de su casa y rascar
en su puerta; en consecuencia, le pareció más conveniente resecarse bajo la mirada de
Yarni Zai que escuchar de nuevo en sus oídos los gemidos del Hambre.
Así, hacia el amanecer, Hothrun Dath se deslizó, temiendo aún escuchar a sus
espaldas el aliento del Hambre, y empezó su viaje en la dirección que indicaban las
tumbas de los hombres. Porque los hombres en Yarnith son enterrados con el rostro y

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los pies en la dirección de Yarni Zai, por si les este viera por la noche y les llamara a
su lado.
Durante el día Hothrun Dath siguió el camino de las tumbas. Se dice que anduvo
tres días y tres noches sin otra guía que las tumbas, pues estas miraban hacia Yarni
Zai, allí donde todas las pendientes del mundo ascienden hacia Yodeth, y las grandes
rocas negras que se reúnen más cerca de Yarni Zai se agrupan por clanes; marchó
hasta alcanzar los dos enormes pilares negros de Asdarinth, y vio las rocas de más
allá amontonadas en un sombrío valle, estrecho y solitario, y supo que aquello era
Yodeth. Dejó de apresurarse, y subió por el valle con paso tranquilo, sin atreverse a
turbar su tranquilidad, y dijo:
—Esta es sin duda la calma de Yarni Zai, la que le rodeaba antes de que se
envolviera en rocas.
Abajo, entre las rocas que fueron las primeras en responder a la llamada de Yarni
Zai, Hothrun Dath sintió un poderoso temor, pero prosiguió su camino por el bien de
todo su pueblo, y porque sabía que tres veces por hora en alguna cámara oscura,
Muerte y Hambre se encontraban para decir juntos dos palabras: «EL FIN».
Mientras el alba agrisaba la oscuridad, llevó al extremo del valle, y tocó incluso el
pie de Yarni Zai, pero no le vio, porque permanecía totalmente oculto por la bruma.
Entonces, Hothrun Dath temió no poder verle, no poder mirarle a los ojos cuando le
enviase su plegaria. Pero, apoyando la frente en el pie de Yarni Zai, rogó por los
hombres de Yarnith diciendo:

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LA PARTIDA DE HOTHRUN DATH.

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—¡Oh, Señor del Hambre y Padre de la Muerte! Hay un lugar en el mundo que te
has puesto alrededor, un lugar al que los hombres llaman Yarnith, y allí los hombres
mueren cumplido el tiempo que les has asignado, y así abandonan Yarnith. Quizá el
Hambre se haya rebelado contra Ti, o la Muerte ha abusado de sus poderes. ¡Oh,
Señor del Mundo!, expulsa al Hambre como si fuera una mariposa nocturna lejos de
tu manto, pues de no hacerlo, los dioses de más allá que te miran con Sus ojos dirán:
«Ese es Yarni Zai y… ¡mirad!, su manto está manchado».
En la bruma, Yarni Zai no hizo ningún signo. Entonces Hothrun Dath le rogó a
Yarni Zai que hiciera alguna señal con su mano levantada, para que pudiera saber que
le había escuchado. En el temor y el silencio, esperó hasta que, al amanecer, la bruma
que había ocultado la estatua se replegó hacia arriba. Sereno por encima de las
montañas, se moría de aburrimiento, con la mano derecha levantada.
Lo que Hothrun Dath vio en el rostro de Yarni Zai ningún episodio lo dice, ni
cómo volvió vivo a Yarnith, pero está escrito que huyó y que nadie después de él ha
visto el rostro de Yarni Zai. Algunos dicen que vio en el rostro de la efigie una
expresión que envió el terror resonando por su alma, pero en Yarnith se cree que
encontró en los pies de la imagen las marcas de los instrumentos del escultor y,
comprendiendo así que Yarni Zai había sido confeccionado por las manos de los
hombres, huyó por el valle aullando:
—No hay dioses, y el mundo entero está perdido. —Y la esperanza le abandonó,
y todos los objetivos de la existencia. Inmóvil, a sus espaldas, iluminada por el sol
naciente, la colosal figura estaba sentada, con la mano derecha levantada, hecha por
el hombre a su propia imagen.
Pero los hombres de Yarnith dicen también que Hothrun Dath volvió, sin aliento,
a su propia aldea, y les dijo a sus habitantes que no había dioses y que Yarnith no
podía esperar nada de Yarnith Zai. Entonces, cuando los hombres de Yarnith
descubrieron que el Hambre no provenía de los dioses, se levantaron y lucharon
contra ella. Cavaron profundos pozos, y mataron cabras para alimentarse en las cimas
de las montañas de Yarnith, y partieron lejos, y recolectaron hojas de hierba donde
todavía crecían, para que su ganado pudiera vivir. Así combatieron el Hambre, pues
decían:
—Si Yarni Zai no es un dios, entonces en Yarnith no hay nada más poderoso que
los hombres, ¿y va a creer el Hambre que le puede enseñar los colmillos a los señores
de Yarnith?
Dijeron:
—Si no vamos a obtener ninguna ayuda de Yarni Zai, no hay más socorro que el
que podamos obtener de nuestra propia fuerza y poder, y somos los dioses de Yarnith,
y el salvamento de Yarnith arde en nuestros corazones, o su castigo, según nuestro
deseo.
Y el hambre mató aún a algunos, pero los demás levantaron las manos diciendo:
«Son las manos de los dioses», y persiguieron al Hambre hasta que se alejó de las

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casas de los hombres y de las cercanías de los rebaños, y los hombres siguieron
persiguiéndola hasta que llegó, por encima del ardor de la batalla, un millón de
susurros de la lluvia que se escuchó por la tarde, débilmente, en la lejanía. Entonces
el Hambre huyó aullando por las montañas, y por encima de las crestas, y se convirtió
en algo de lo que ya solo se habla en las leyendas de Yarnith.
Ha pasado un millar de años sobre las tumbas de los que cayeron en Yarnith a
causa del Hambre. Pero los hombres de Yarnith siguen rezando a Yarni Zai, esculpido
por la mano del hombre a semejanza del hombre, porque dicen: «Puede que las
plegarias que le ofrecemos a Yarni Zai se despeguen rodando de su imagen como las
brumas del alba, y que en alguna parte encuentren al fin a los otros dioses o a ese
Dios que está sentado detrás de todos los demás y del que nuestros profetas no saben
nada».

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Por el honor de los dioses

D e las grandes guerras de las Tres Islas se han escrito muchas historias, y
sobre los héroes de los viejos tiempos muertos uno por uno no se dice nada
desde los días de los tiempos antiguos, ni de la manera en que los pueblos de las islas
fueron a la guerra, aunque todos y cada uno de ellos en su propia tierra cuidaban
ganado, vacas o corderos, y una paz indolente anublaba aquellas islas en los tiempos
anteriores a los tiempos antiguos. Porque entonces los pueblos de las islas jugaban
como niños a los pies del Azar, y no tenían dioses, y no iban a la guerra. Pero algunos
marinos, llevados por extraños vientos a aquellas orillas que llamaron las Islas
Prósperas, cuando encontraron en ellas a un pueblo que no tenía dioses, les dijeron
que podían ser aún más felices si conocían a los dioses y si luchaban por el honor de
los dioses y dejaban su nombre escrito en letras mayúsculas en los libros, y morir al
fin proclamando los nombres de los dioses. Y el pueblo de las islas se reunió y dijo:
—Conocemos los animales, pero, mirad, estos marinos nos hablan de cosas de
más allá que conocen como nosotros conocemos los animales, y que nos utilizan para
su placer como nosotros utilizamos a los animales, pero son capaces de responder a
las indolentes plegarias lanzadas por la noche alrededor del fuego, cuando se vuelve
del trabajo en los campos. ¿Iremos en busca de esos dioses?
Y algunos dijeron:
—Somos señores de las Islas Tres y nadie nos preocupa, y mientras estemos con
vida tendremos prosperidad, y cuando muramos descansaremos en paz. No hemos de
ponernos a buscar a los que flotan por encima de lo que hacemos en las Islas Tres, o
que nos atormentarán cuando estemos muertos.
Pero otros dijeron:
—Las plegarias que se murmuran cuando llega la sequía y muere todo el ganado
se elevan, sin ser atendidas, hacia las nubes ciegas y, si en alguna parte hay seres que
recolectan las plegarias, enviemos hombres en su busca que les digan: «Hay hombres
en las islas llamadas Tres, a las que los marinos algunas veces llaman Islas Prósperas
(y que se encuentran en el Mar Central), que rezan a menudo, y nos han dicho que
vosotros amáis la veneración de los hombres, y que por esa razón atendéis las
plegarias, y nosotros somos viajeros de las Islas Tres.

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¡MIRA!, LOS DIOSES.

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Los habitantes de las islas quedaron encantados por la idea de aquellas cosas
extrañas, ni hombres ni bestias, que respondían a las plegarias del anochecer.
Enviaron hombres a bordo de buques de vela para que atravesaran el mar, y sin
tropiezos, más allá del mar, el Azar condujo los buques hasta una lejana orilla.
Entonces, por montes y valles, tres hombres fueron a la búsqueda de los dioses y sus
compañeros encallaron las naves en la playa y esperaron en la orilla. Y los que
buscaban a los dioses siguieron durante treinta noches los rayos del cielo, subieron
cinco montañas y, cuando iban a llegar a la cima de la última, vieron bajo sus ojos un
valle y, ¡mira!, los dioses. Porque allí estaban los dioses, sentados cada uno de ellos
en una colina de mármol, con el codo en la rodilla, el mentón en la mano, y todos los
dioses tenían una sonrisa en los labios. Y bajo ellos se veían ejércitos de hombres
minúsculos, y a los pies de los dioses luchaban unos contra los otros, y se mataban
por el honor de los dioses, y por la gloria del nombre de los dioses. Y alrededor de
ellos, en el valle, sus ciudades, las mismas que habían construido con las fuerzas de
sus manos, ardían también por el honor de los dioses, y en ellas perecían por el honor
de los dioses, y los dioses bajaban la vista y sonreían. Y en lo más alto del valle
volaban las plegarias de los hombres y aquí y allá los dioses satisfacían alguna
plegaria, pero la mayor parte del tiempo se burlaban de ella, y mientras veían todo
aquello los dioses no dejaron de sonreír, y mientras veían todo aquello los hombres
no dejaron de morir.
Los que habían buscado a los dioses para las Islas Tres, tras ver lo que habían
visto, se tumbaron en la cima de la montaña, temiendo que los dioses pudieran verlos.
Luego, retrocedieron un poco, siempre arrastrándose, y susurraron entre ellos y luego
se agacharon aún más y se marcharon corriendo, y atravesaron las montañas en veinte
días y al fin llegaron junto a sus compañeros a la orilla del mar. Pero sus compañeros
les preguntaron si su búsqueda había fracasado, y los tres hombres se contentaron con
responder:
—Hemos visto a los dioses.
Desplegando las velas, los navíos cambiaron de rumbo y enfilaron hacia el Mar
Central y volvieron a las Islas Tres, donde descansan los pies del Azar, y les dijeron a
sus habitantes:
—Hemos visto a los dioses.
Pero a los señores de las Islas les contaron cómo los dioses convertían a los
hombres en rebaños, y luego volvieron a sus casas para ocuparse de nuevo de su
ganado en las Islas Prósperas, pero fueron más suaves con sus bestias, pues ya habían
visto cómo los dioses trataban a los hombres.
Pero los dioses marcharon a grandes pasos por Su valle, y miraron por encima del
borde de las inmensas montañas, y vieron una mañana la pista de los tres hombres.
Los dioses se inclinaron sobre aquellas marcas y, agachados, corrieron y llegaron
antes del anochecer de aquel día a la orilla donde los hombres izaron velas, y vieron
las marcas de los buques sobre la arena, y chapotearon en el mar, pero no vieron

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nada. Sin embargo, todo habría ido bien para las Islas Tres si algunos hombres, que
escucharon el relato de los viajeros, no hubieran intentado ver a los dioses por sí
mismos. Aquellos hombres, por la noche, salieron de las Islas en barco y, antes de
que los dioses se hubieran retirado a las colinas, vieron, donde el océano se encuentra
con el cielo, las velas blancas totalmente desplegadas de los que se habían lanzado a
la búsqueda de los dioses en un día aciago. Durante un momento, el pueblo de
aquellos dioses tuvo reposo, mientras los dioses acechaban detrás de la montaña,
esperando a los viajeros de las Islas Prósperas. Pero los viajeros alcanzaron la orilla y
encallaron sus navíos en la playa, y enviaron a seis de sus hombres a la montaña de la
que les habían hablado. Y estos, tras muchos días, volvieron, sin haber visto a los
dioses, sino solo el humo que se elevaba de ciudades incendiadas, y los buitres que
volaban por el cielo, pero no las plegarias satisfechas. Todos se apresuraron para
devolver las naves al mar, y pusieron proa hacia las islas, y volvieron a ellas. Pero en
la lontananza, encogidos detrás de los buques, iban los dioses cruzando andando el
mar para conseguir la adoración de las Islas. Y en cada una de las tres islas los dioses
se mostraron con atavíos y actitudes diferentes, y a todos les dijeron:
—Abandonad vuestros rebaños. Acudid a luchar por el honor de los dioses.
Y de una de las islas todos partieron en navío a luchar por los dioses que van por
su isla con grandes pasos y como reyes. Y de otra, acudieron a la lucha por unos
dioses que andaban por la tierra como hombres humildes, ataviados con harapos de
vagabundo; y el pueblo de la otra isla luchaba por el honor de los dioses vestidos de
pieles, como las bestias, y con ojos brillantes y cuernos en la frente. Pero sobre el
modo en que aquellos pueblos se enfrentaron hasta que las islas quedaron desoladas,
pero muy gloriosas, todo ello por la reputación de los dioses, se escribieron muchas
historias.

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Noche y Amanecer

U n día, en una pérgola de los dioses, muy por encima de los campos del
atardecer, Noche vagando sola se encontró repentinamente con Amanecer.
Noche se apartó del rostro su bufanda de brumas grises de color oscuro, y dijo:
«Mira, soy Noche». Y los dos se sentaron en la pérgola de los dioses, y Noche contó
maravillosas historias de hechos antiguos y misteriosos ocurridos en la oscuridad. Y
Amanecer se quedó sentada y sorprendida, mirando fijamente el rostro de Noche y su
guirnalda de estrellas. Y Amanecer habló de las ruinas de Snamarthis humeando en la
llanura, pero Noche describió como Snamarthis montó un gran alboroto en la
oscuridad, con muchos retozos, borracheras y cuentos narrados por los reyes, hasta
que todos los invitados de Meenath se deslizaron para atacarla, las luces se apagaron
y retumbó el fragor de las armas antes de que llegara Amanecer. Y Noche contó cómo
Sindana el mendigo había soñado que era un Rey, y Amanecer cómo vio a Sindana
encontrar repentinamente un ejército en la llanura y cómo volvió con él persuadido de
que era Rey, y cómo también lo creyó el ejército: Sindana reinaba sobre Marthis y
Targadrides, Dynah, Zahn y Tumeida. Y de lo que a Noche más le gustaba hablar era
de Assarnees, cuyas ruinas no son más que un recuerdo tenue en las lindes del
desierto, pero Amanecer habló de las ciudades gemelas de Nardis y Timaut, que
dominaban las llanuras. Y Noche contó, terrible, lo que Mynandes encontró cuando
cruzó a pie su propia ciudad en la oscuridad. Y siempre junto a la real Noche se
alzaban murmullos que decían: «Al Amanecer dile eso también».
Y siempre Noche hablaba y Amanecer siempre se sorprendía. Y Noche hablaba, y
dijo lo que los muertos habían hecho cuando llegaron en la oscuridad a visitar al Rey
que les había conducido a la batalla. Y Noche sabía lo que mató a Darnex y cómo fue
cometido el asesinato. Contó también por qué los siete Reyes torturaron a Sydatheris
y lo que Sydatheris dijo justo antes del fin, y cómo los Reyes se fueron y se quitaron
la vida.
Y Noche dijo de dónde provenía la sangre que manchaba los escalones de mármol
que llevaban al templo de Ozahn, y por qué el cráneo que hay en él lleva una corona
de oro, y a quién pertenece el alma que está en el lobo que aúlla por la noche contra
la ciudad. Y Noche sabía de dónde salen los tigres del desierto irasiano y el lugar
donde se encuentran, y quién les habla y lo que les dice y por qué. Y Noche dijo por
qué unos dientes humanos mordieron el gozne de hierro de la gran puerta que bate en
los muros de Mondás, y quién salió del pantano, solo, a la hora sombría, y pidió
audiencia al Rey, y le dijo al Rey una mentira, y cómo el Rey, creyéndola, descendió
a las cuevas de su palacio y en ellas no encontró más que sapos y serpientes que
mataron al Rey. Y Noche contó aventuras en todos los palacios, a la hora en calma, y
Noche conocía el secreto que permite a cualquiera enviar la luz de la luna dentro del

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alma de su enemigo. Y Noche habló del bosque y del temblar de las sombras y de los
dulces pasos y de los ojos atentos, y del miedo que se acurruca detrás de los árboles,
que se da a sí mismo la forma de algo encogido para poder saltar mejor.
Pero lejos de aquella pérgola de los dioses, abajo, en el suelo, el pico de la
montaña Mondana miró a Amanecer a los ojos y olvidó su alianza con Noche, y una
por una las colinas más pequeñas, cerca de las rodillas de Mondana, saludaron a
Amanecer. Y mientras tanto, en las llanuras, las formas de las ciudades se elevaron
por encima de la penumbra. Y Kongros se alzó con todas sus torres, y la figura alada
de la Poesía grabada en el frontal de su puerta principal, y la figura encogida de la
Avaricia, grabada en el portón del oeste, y el murciélago empezó a cansarse de volar
de arriba abajo por las calles, y el búho volvió a su nido. Y los oscuros leones dejaron
la llanura y retornaron a sus grutas. Pero ningún rocío brillaba todavía en la trampa de
la araña, ni ningún ruido de insecto o de pájaro resonaba, y una total lealtad se rendía
aún por todos los valles a su dueña Noche. Sin embargo, la tierra se preparaba para
otro reino y, país tras país, escapaba de Noche; luego, avanzaron por los sueños de los
hombres un millón de heraldos proclamando, con la voz del gallo: «¡Mirad! ¡La
mañana nos sigue!». Pero en la pérgola de los dioses, por encima de los campos del
crepúsculo, la guirnalda de estrellas palidecía en la frente de Noche, y parecía más
maravillosa en la frente de Amanecer la marca del poder. Y en el momento en que
palidecían las hogueras, cuando el humo subía gris hacia el cielo, cuando los
camellos olfateaban la aurora, repentinamente Amanecer se olvidó de Noche. Y de la
pérgola de los dioses, lejos de los refugios de la oscuridad, Noche en su oscuro manto
se fue furtiva; y Amanecer plantó sus manos en las brumas y las separó y desveló la
tierra, y expulsó ante sí las sombras, y estas siguieron a Noche. Repentinamente, el
misterio dejó de envolver las formas, un viejo encantamiento desapareció, y por todas
partes, en los campos de la tierra, se elevó un nuevo esplendor.

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Usura

L os hombres de Zonu piensan que Yahn es un dios, que está sentado como
un usurero tras un montón de pequeñas gemas brillantes y que las estrecha
eternamente entre los brazos. Apenas más grandes que una gota de agua son esas
brillantes gemas entre las ávidas garras de Yahn, y cada joya es una vida. Los
hombres de Zonu dicen que la tierra estaba vacía cuando Yahn trazó su plan, y en su
plan ninguna vida se agitaba. Luego Yahn atrajo hacia sí unas sombras cuya morada
se encontraba más allá del Borde, que no sabían casi nada de las alegrías y nada del
dolor, cuyo lugar estaba más allá del Borde antes del nacimiento del Tiempo. Fueron
encantadas por Yahn que les mostró su montón de joyas; y en las joyas jugaba la luz,
y campos de verdor brillaban en ellas, y reflejos del cielo azul y pequeños arroyos, y
muy indistintamente pequeños jardines que florecían en tierras llenas de vergeles. Y
algunas mostraban los vientos del paraíso, y algunas mostraban el arco iris y bajo él
una vasta llanura, y yerbas doblegadas por el viento, pero nada más que la llanura.
Pero las gemas que más cambiaban tenían en su centro el mar siempre cambiante. Las
sombras miraron en las Vidas y vieron los campos de verdor y el mar y la tierra y los
jardines de la tierra. Y Yahn dijo: «A cada uno le daré una vida, y podréis hacer con
ella vuestro trabajo sobre el Destino de las Cosas, y poseer cada una… una sombra
como esclava en los campos de verdor y en los jardines; solo con ese fin puliréis esas
Vidas con la experiencia, puliréis sus ángulos con vuestras quejas y al final me las
devolveréis».
Y las sombras consintieron en ello, para poseer Vidas brillantes y tener como
esclavas a las sombras, y aquello se hizo Ley. Pero las sombras, cada una con su
Vida, se fueron y llegaron a Zonu y a otras tierras, y allí pulieron con experiencia las
Vidas de Yahn, y las pulieron con quejas humanas hasta que brillaron de nuevo. Y sin
cesar encontraban que centelleaban en el interior de aquellas Vidas escenas nuevas, y
ciudades, velas, hombres que brillaban en ellas, allí donde antes había campos de
verdor y mar, y sin cesar Yahn el usurero gritaba para recordarles el trato. Cuando los
hombres añadían a sus Vidas escenas cjue complacían a Yahn, Yahn permanecía
silencioso, pero cuando añadían escenas que resultaban desagradables a ojos de Yahn,
les cobraba un peaje de dolor, pues tal era la Ley.
Pero los hombres olvidaron al usurero, y aparecieron algunos que se decían sabios
en la Ley, y que dijeron que cuando se hubiera completado el trabajo de sus Vidas,
sus Vidas les pertenecerían; así, los hombres se recreaban en su labor y en su carga, y
en el tamaño y pulimento de sus quejas. Pero cuando sus Vidas brillaban con la
experiencia de muchas cosas, el pulgar y el índice de Yahn se cerraban sobre una
Vida, y el hombre se convertía en sombra. Pero, lejos más allá del Borde, las sombras
dijeron:

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—Hemos trabajado mucho para Yahn, y hemos reunido los pesares del mundo, y
hecho que sus Vidas brillen, y Yahn no hace nada por nosotros. Haríamos bien en
quedarnos donde no hay problemas, flotando más allá del Borde.
Y allí están las sombras, temiendo ser de nuevo incitadas por especiosas promesas
para sufrir la usura de las manos de Yahn, que maneja muy bien la Ley. Solamente
Yahn sigue sentado y sonriendo, observando cómo su botín es cada vez más valioso,
sin apiadarse de las pobres sombras que sedujo para alejarlas de su paz y revestirlas
de forma humana para obligarlas a trabajar.
Sin cesar Yahn saca ventaja de las sombras y las envía a hacer sus Vidas más
brillantes, y también devuelve las Vidas antiguas para hacerlas aún más brillantes; y
aveces le da a una sombra una Vida que antaño fue la de un rey y le devuelve a la
tierra para que desempeñe el papel de un mendigo, o a veces envía la Vida de un
Mendigo para que interprete el papel de un rey. ¿Tiene esto cura?
A los hombres de Zonu, que se pretenden sabios en la Ley, les han prometido que
sus Vidas, trabajadas una y otra vez, les pertenecerán para siempre, pero los hombres
de Zonu temen que Yahn no sea lo suficientemente grande y no maneje muy bien la
Ley. Además, se ha dicho que el Tiempo traerá la hora en la que la riqueza de Yahn
sea tanta como han deseado sus sueños. Entonces Yahn dejará la tierra en paz y no
molestará a las sombras, y se quedará sentado, gobernando, con obscena apariencia,
su botín de Vidas, porque su alma es la de un usurero. Pero otros dicen, y juran que es
verdad, que hay Antiguos dioses mucho más considerados que Yahn y que hicieron la
Ley de la que Yahn está tan orgulloso, y que algún día le impondrán un trato
demasiado duro para él. Entonces Yahn partirá a la aventura, dios mezquino y
olvidado, y sin duda en alguna tierra abandonada negociará con la lluvia una gota de
agua para beber, pues su alma es la de un usurero.
En cuanto a las Vidas… ¿quién conoce a los Antiguos dioses o sabe cuál será Su
voluntad?

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Mlideen

U na noche de los años olvidados los dioses estaban sentados sobre Mowrah
Nawut, por encima de Mlideen, conteniendo la avalancha.
En pleno Centro de la Ciudad se hallaban los Templos de los sacerdotes, y allí
acudían todos los habitantes de Mlideen para depositar ofrendas, y la costumbre de
los sacerdotes de la Ciudad era que esculpieran dioses para Mlideen. En una sala
aislada del Templo de Eld, en medio de los templos de la Ciudad del Medio de
Mlideen, se encontraba un libro titulado El Ubro de los Hermosos Inventos, escrito en
un idioma que ningún hombre podía leer, escrito hacía ya mucho tiempo, y que
contaba como puede uno mismo fabricarse dioses que nunca montan en cólera ni
pretenden vengarse de algún pueblecito. Y los sacerdotes acudían a leer el Ubro de
los Hermosos Inventos, y no cejaban en su intento de intentar hacer dioses benévolos,
y cada uno de los dioses que hacían era diferente a los demás, pero sus ojos siempre
se volvían hacia Mlideen.
Pero sobre Mowrah Nawut, todos los años olvidados, los dioses esperaron
pacientemente hasta que los habitantes de Mlideen hubieron esculpido cien dioses.
Nunca la tormenta descendió de Mowrah Nawut para golpear Mlideen, nunca las
cosechas fueron destruidas, ni la ciudad asolada por la peste; solamente en Mowrah
Nawut los dioses permanecían sentados sonriendo. Los habitantes de Mlideen
dijeron: «Yoma es dios». Y los dioses seguían sentados y sonriendo. Y tras el olvido
de Yoma y el paso de los años, la gente dijo: «Zungari es dios». Y los dioses
siguieron sentados y sonriendo.
Tiempo después, un sacerdote plantó sobre el altar de Zungari una figura sentada,
tallada en un ágata violeta, diciendo: «Yazun es dios». Y los dioses siguieron
sentados y sonrientes.

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«YAZUN ES DIOS».

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A los pies de Yonu, de Bazun, de Nidish y de Sundaro los habitantes de Mlideen
depositaron su adoración, y siempre los dioses permanecieron sentados, conteniendo
la avalancha por encima de la ciudad.
Se hizo al ponerse el sol una gran calma en las alturas, y Mowrah Nawut se
alzaba brillante de nieve, y sobre la ciudad ardiente soplaban frescas brisas
provenientes de las benéficas pendientes, mientras Tarsi Zalo, gran profeta de
Mlideen, esculpía en un zafiro enorme al centésimo dios de la ciudad; entonces, sobre
Mowrah Nawut, los dioses se volvieron diciendo: «Ahora se han perpetrado cien
infamias». Y dejaron de mirar Mlideen y no contuvieron la avalancha y esta saltó con
un alarido.

Sobre la Ciudad de Mlideen se alza ahora un montón de piedras y sobre esas


piedras se ha construido una nueva ciudad cuyos habitantes no saben de la existencia
de la antigua Mlideen, y los dioses siguen todavía sobre Mowrah Nawut. Y en la
nueva ciudad, los hombres adoran unos dioses esculpidos, y noventa y nueve es el
número de los dioses que han esculpido, y yo, profeta, he encontrado una piedra
singular, y voy a labrarla con la apariencia de un dios a fin de que toda Mlideen la
venere.

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LA TUMBA DE MORNING ZAI.

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El secreto de los dioses

Z yni Moe, la pequeña serpiente, vio el río fresco brillando ante ella en la / .
lejanía y se fue hacia él por la ardiente arena.
Uldoon, el profeta, salió del desierto y siguió la orilla del río hacia su antigua
morada. Treinta años antes, Uldoon dejó la ciudad donde había nacido, para vivir su
vida en un lugar silencioso donde podría buscar el Secreto de los dioses. El nombre
de su morada era la Ciudad cerca del Río, y en aquella ciudad numerosos profetas
hablaban de numerosos dioses, y los hombres fabricaban numerosos secretos para sí
mismos, pero en aquel tiempo nadie conocía el Secreto de los dioses. Tampoco
podían hacer nada para descubrirlo, porque, cuando alguien partía en su búsqueda, la
gente decía de él:
—Es un pecador, porque no adora a los dioses que hablan a nuestros profetas a la
luz de las estrellas, cuando nadie escucha.
Y Uldoon comprendió que el espíritu de un hombre es como un jardín, y que sus
pensamientos son como flores, y que los profetas de la ciudad donde vive un hombre
son como otros tantos jardineros que arrancan las malas yerbas y talan y que en
jardines trazan senderos tan lisos como rectos, y que el alma de un hombre no está
autorizada para ir más que por esos senderos, pues en caso contrario, los jardineros
dirían: «Este alma transgrede». Y en los senderos los jardineros arrancan cualquier
flor que crezca, y en el jardín talan todas las flores que crecen altas, diciendo: «Es la
costumbre» y «Está escrito» y «Esto siempre ha sido así» o «Esto nunca ha pasado
antes».
Así fue como Uldoon se dio cuenta de que no sería en aquella ciudad donde
encontraría el Secreto de los dioses. Y Uldoon le dijo al pueblo:
—Cuando comenzaron los mundos, el Secreto de los dioses estaba claramente
escrito sobre toda la superficie de la tierra, pero los pies de tantos profetas lo han
borrado. Vuestros profetas son hombres verdaderos, pero yo me voy al desierto en
busca de una verdad que es más verdadera que vuestros profetas.
Así fue como Uldoon marchó al desierto y con truenos o con calma buscó durante
numerosos años. Cuando rugió el trueno por encima de las montañas que rodeaban el
desierto, buscó el Secreto en el trueno, pero los dioses no hablaban en el trueno.
Cuando las voces de las bestias turbaron el silencio bajo las estrellas, allí buscó el
Secreto, pero los dioses no hablaban en las bestias. Uldoon envejeció y todas las
voces del desierto le habían ya hablado a Uldoon, pero no los dioses, hasta que una
noche Los escuchó susurrar detrás de las colinas. Y los dioses se hablaban en
susurros e, inclinando la cabeza hacia el suelo, se pusieron todos ellos a llorar. Y
Uldoon, aunque no vio a los dioses, sin embargo vio Sus sombras que se daban la
vuelta para regresar a un gran hueco en las colinas; y allí, desde la misma entrada del

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valle, dijeron:
—¡Oh, Morning Zai, oh, el más antiguo de los dioses, tu fe ya no existe, y ayer
por última vez fue pronunciado tu nombre sobre la tierra! —E inclinándose hacia el
suelo todos volvieron a llorar. Y los dioses desgarraron del cielo nubes blancas y con
ellas envolvieron el cuerpo de Morning Zai y lo llevaron a su valle más allá de las
colinas; y apartaron la nieve de los picos de las montañas, y tabalearon en sus copas
con varas labradas en ébano, interpretando la música fúnebre de los dioses. Y los ecos
rodaron por los puertos, y los vientos aullaron, pues la fe de los días antiguos ya no
existía, y con ella se había marchado el alma de Morning Zai. Así, por los puertos de
las montañas, pasaron los dioses durante la noche, transportando a Su padre muerto.
Y Uldoon siguió. Y los dioses llegaron a un gran sepulcro de ónice alzado sobre
cuatro pilares acanalados y de mármol blanco, esculpido cada uno de ellos en una
montaña y allí los dioses depositaron a Morning Zai, porque la fe antigua había caído.
Y allí, sobre la tumba de Su Padre, los dioses hablaron y Uldoon escuchó el Secreto
de los dioses, que fue para él algo sencillo, algo que un hombre podría adivinar por sí
solo… aunque no pudo hacerlo. Luego, el alma del desierto se levantó y arrojó sobre
la tumba su corona de olvido, hecha de arenas movedizas, y los dioses regresaron por
las montañas a Su país hueco. Pero Uldoon dejó el desierto, y viajó durante mucho
tiempo, y llegó así al río, al lugar donde este atravesaba la ciudad para llegar hasta el
mar, y siguiendo el río se acercó a su antiguo hogar. Y los habitantes de la ciudad
cerca del Río, al verle, le gritaron:
—¿Has encontrado el secreto de los dioses?
Y él respondió:
—Lo he encontrado, y el secreto de los dioses es…
Zyni Moe, la pequeña serpiente, cuando vio la forma de la sombra de un hombre
entre ella y el agua fresca, levantó la cabeza y golpeó una vez. Y los dioses están
contentos con Zyni Moe, a quien llaman protectora del Secreto de los dioses.

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El viento del sur

D os jugadores se pusieron a jugar para pasar la eternidad, y eligieron a los


dioses como piezas para su juego, y eligieron como tablero el cielo, de lado a
lado, y en él se pegaba el polvo; y cada grano de polvo era un mundo en el tablero. Y
los jugadores llevaban largas túnicas, y sus rostros ocultos con velos, y las túnicas y
los velos eran muy semejantes, y sus nombres eran Destino y Azar. Y mientras
jugaban su partida y desplazaban a los dioses sobre el tablero, el polvo se levantó y
brilló en la luz de los ojos de los dos jugadores que relumbraba detrás de los velos.
Entonces los dioses dijeron: «Mirad cómo levantamos el polvo».

Fue por azar, o fue ordenado (¿quién podría decirlo?), que Ord, un profeta, viera
una noche a los dioses mientras andaban con las estrellas hasta las rodillas. Pero
mientras Ord les prestaba culto, vio la mano de un jugador, enorme por encima de
Sus cabezas, que se extendía para jugar una baza. Entonces Ord el profeta supo. De
haberse callado, nada le habría pasado, pero Ord viajó por el mundo proclamando
ante los hombres: «Hay un poder más allá de los dioses».
Los dioses lo escucharon. Entonces, dijeron: «Ord ha visto».
Terrible es la venganza de los dioses y furiosos se mostraron Sus ojos cuando
vieron la cabeza de Ord y sacaron de su mente cualquier conocimiento que pudiera
tener sobre ellos. Y el alma de aquel hombre se fue a vagar por los campos para
encontrarse con los dioses, pero sin poder hallarlos nunca. Luego, del Sueño de Vida
que había hecho Ord los dioses arrancaron la luna y las estrellas, y por la noche no
vio más que un cielo negro, y no vio las luminarias. Luego, como la venganza de los
dioses no conoce el reposo, le arrebataron los pájaros y las mariposas, las flores y las
hojas y los insectos y todas las pequeñas cosas, y el profeta vio el mundo
extrañamente cambiado, sin llegar a saber nada, no obstante, de la cólera de los
dioses. Luego los dioses se llevaron sus colinas familiares, para que no las viera más,
y todos los encantadores bosques que crecían en sus cimas, y los campos a lo lejos; y,
en un mundo más estrecho, Ord anduvo dando vueltas, viendo pocas cosas, y su alma
buscando siempre a unos dioses que no encontraba. Para terminar, los dioses quitaron
los campos y el río y no le dejaron al profeta más que su casa y las cosas más burdas
que en ella se encontraban. Día tras días, reptaban tras él, tendiendo velos de bruma
entre él y las cosas familiares, hasta que al fin no vio nada y quedó totalmente ciego,
ignorante aún de la cólera de los dioses. Tras aquello, el mundo de Ord no fue más

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que un mundo de sonido, y solo encontraba apoyo en las Cosas mediante el oído.
Todo el provecho que obtenía aquellos días era alguna melodía en las colinas, o el
canto de los pájaros, el rumor del arroyo o el de la lluvia que caía. Pero la cólera de
los dioses no se detuvo cuando se cerraron las flores; toda la nieve del invierno no
pudo apaciguarla; tampoco descansó con el completo estallido del verano; una noche
arrebataron a Ord del mundo del sonido y este despertó sordo. Pero, lo mismo que un
hombre puede destruir el panal de la abeja, un panal que la abeja, en compañía de
todas las suyas, puede volver a construir, sin saber quién lo ha destruido ni que será
destruido de nuevo, Ord construyó un mundo hecho de viejos recuerdos y se instaló
en el pasado. Allí construyó ciudades edificadas con las alegrías pasadas, y alzó
palacios hechos de sus grandes triunfos y, empleando su memoria como si fuera una
llave, abrió cerrojos de oro y tuvo un mundo donde vivir, aunque los dioses le
hubiesen arrebatado el mundo del sonido y todo el mundo de la vista. Pero los dioses
no se cansaron en su persecución, y se apoderaron de su mundo de las cosas pasadas,
y le robaron la memoria, y ocultaron los caminos que conducen al pasado, y le
dejaron ciego, sordo y sin memoria entre los hombres, e hicieron saber a los hombres
que allí estaba aquel que dijo que los dioses eran cosas pequeñas.
Y al fin los dioses le quitaron el alma, y con aquel alma hicieron el viento del sur,
que divaga siempre por los mares y no conoce reposo; y el viento del sur sabe bien
que llegó a saber en algún lugar, hace ya mucho tiempo, y por eso gime cerca de las
islas y llora a lo largo de las orillas del sur: «Yo supe» y «Yo supe».
Todas las cosas duermen cuando les habla el viento del sur y ninguna le oye llorar
y decir que él supo, y las basta con dormir. Pero siempre el viento del sur, sabiendo
que hay algo que ha olvidado, sigue llorando, «Yo supe», intentando convencer a los
hombres para que se levanten y lo descubran. Pero nadie presta atención a las quejas
del viento del sur, ni siquiera cuando dirige sus lágrimas lejos del sur, de manera que,
aunque el viento del sur llora ahora y siempre y nunca encuentra el reposo, nadie sabe
que es algo que podría llegar a saberse, y el Secreto de los dioses sigue a salvo. Pero
el viento del sur tiene sus cosas con el viento del norte, y se dice que llegará un día en
que vencerá a las montañas de hielo y atravesará los mares helados y llegará al polo
donde está grabado el Secreto de los dioses. Y la partida entre el Destino y el Azar se
detendrá repentinamente, y el que pierda dejará de existir o de haber sido, y el
Destino o el Azar (¿quién sabe quién vencerá?) barrerá a los dioses del tablero de
juego.

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En el País del Tiempo

D e este modo Karnith, Rey de Alatta, le habló a su hijo: «Te lego mi ciudad
de Zoon, la de los techos de oro, donde zumban las abejas. Y también te lego
el país de Alatta, y todas las tierras que eres digno de poseer, pues los tres poderosos
ejércitos que te dejo pueden tomar Zindara y derrocar Istahn, rechazar Onin detrás de
sus fronteras y asediar los muros de Yan, y más allá extender su conquista hacia las
tierras menores de Hebith, Ebnon y Karida. Pero nunca levantes tus ejércitos contra
Zeenar ni cruces jamás el Eidis».
Y con estas palabras, en la ciudad de Zoon en el país de Alatta, bajo sus techos de
oro, murió el Rey Karnith, y su alma fue donde fueron las almas de sus padres, los
antiguos Reyes, y las almas de sus esclavos.
Entonces, Karnith Zo, el nuevo Rey, tomó la corona de hierro de Alatta y tras
hacerlo descendió a las llanuras que rodearon Zoon y encontró a sus tres ejércitos
reclamando con estruendo que les condujera contra Zeenar, al otro lado del río Eidis.
Pero el nuevo Rey dejó allí sus ejércitos y durante toda una noche, en el gran
palacio, solo salvo por su corona de hierro, meditó largo tiempo sobre la guerra; un
poco antes del alba, vio indistintamente por la ventana de su palacio que daba al este,
por encima de la ciudad de Zoon y más allá de los campos de Alatta, en la lejanía, un
valle que conducía a Istahn. Allí, mientras meditaba, vio humo elevándose alto y
recto por encima de las pequeñas casas de la llanura y de los campos donde pastaban
las ovejas. Más tarde, el sol se levantó, estallando tanto sobre Alatta como sobre
Istahn, y una agitación recorrió las casas, y los gallos cantaron en la ciudad y los
hombres fueron a los campos, entre lo’s balidos de las ovejas; y el Rey se preguntó si
los hombres harían lo mismo en Istahn. Y hombres y mujeres se cruzaron cuando
iban a trabajar y el rumor de sus risas se elevó de las calles yde los campos; los ojos
del Rey se dirigieron a la distancia, hacia Istahn; el humo seguía subiendo, alto y
recto, de las casitas. Y el sol se elevó aún más, brillando sobre Alatta y sobre Istahn,
haciendo que en cada país se abrieran las flores, que los pájaros cantasen y que
resonaran las voces de hombres y mujeres. En el mercado de Zoon, las caravanas se
disponían para llevar sus mercancías a Istahn, y luego llegaron los camellos que
llegaban a Alatta con sonoras campanillas. El Rey vio todo aquello mientras meditaba
profundamente, él, que nunca había meditado. Al oeste, las montañas de Agnid
fruncían el ceño en la distancia, vigilando el río Eidis; tras ellas, el pueblo feroz de
Zeenar vivía en un país desolado.
Más tarde, mientras el Rey visitaba los rincones de su nuevo reino, llegó al
Templo de los dioses de Antaño. Allí encontró un tejado arruinado y columnas de
mármol rotas, y malas hierbas que crecían con profusión y entremezcladas en el
santuario interior, y a los dioses de Antaño, privados de adoración o sacrificio,

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descuidados y abandonados. Y el Rey preguntó a sus consejeros que qué era lo que
había demolido aquel templo de los dioses o provocado el olvido de los dioses
mismos. Y le respondieron:
—El Tiempo lo ha hecho.
El Rey se encontró con un hombre inclinado y enfermo, cuyo rostro estaba
demacrado y arrugado, y el Rey, que nunca había visto nada parecido en la corte de
su padre, le dijo al hombre:
—¿Qué te ha hecho esto? Y el anciano respondió:
—El Tiempo lo ha hecho sin piedad.
Pero el Rey y sus consejeros, siguiendo su camino, llegaron ante un grupo de
hombres transportando un catafalco. Y el Rey efectuó precisas cuestiones a sus
consejeros sobre la muerte, porque tales cosas, hasta aquel momento, no le habían
sido explicadas al Rey. Y el más viejo de los consejeros contestó:
—La Muerte, oh, Rey, es un regalo que los dioses envían por mano de su
sirviente, el Tiempo, y algunos lo reciben con alegría, y otros lo rechazan con
repugnancia sin aceptarlo, y a otros más les es arrojado en mitad del día. Y con ese
regalo que el Tiempo trae de los dioses, un hombre debe partir a la oscuridad para no
poseer nada más durante tanto tiempo como quieran los dioses.
Pero el Rey volvió a su palacio y reunió a sus más grandes profetas y consejeros y
les hizo preguntas particulares sobre el Tiempo. Y le contaron al Rey que el Tiempo
era una gran silueta que se alzaba como una alta sombra en el crepúsculo o que
recorría el mundo sin ser visto, y que era el esclavo de los dioses y obedecía Sus
órdenes, pero que siempre elegía nuevos amos, y que todos los antiguos amos del
Tiempo estaban muertos y que Sus santuarios yacían en el olvido. Y uno le dijo:
—Yo le vi una vez cuando bajé a jugar de nuevo al jardín de mi infancia, por
culpa de algunos recuerdos. Y era hacia al atardecer, y la luz era pálida, y vi al
Tiempo detenerse cerca de la puerta, pálido como la luz, y estaba entre el jardín y yo,
y me robó los recuerdos que tenía, porque era más fuerte que yo.
Otro dijo:
—Yo también vi al Enemigo de mi Casa. Le vi andando a grandes pasos por los
campos que yo tan bien conocía, y conducía a un forastero de la mano para colocarle
en mi casa, donde residieron mis antepasados. Y tras eso le vi dar tres vueltas
alrededor de la casa, e inclinarse, y recolectar el hechizo del césped y repeler las
adormideras del jardín, y sembrar malas hierbas en su camino, que recorría entre
dulces lugares recordados.
Otro más dijo:
—Un día fue al desierto y levantó vida en los lugares inhóspitos, y la hizo llorar
amargamente y la recubrió luego con el desierto.
Otro dijo:
—Yo también le vi una vez, sentado en el jardín de un niño arrancando las flores,
y tras ello atravesó muchos bosques, y se inclinó mientras andaba y arrancó una por

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una las hojas de los árboles.
Otro dijo:
—Le vi una noche al claro de luna, de pie, alto y negro, entre las ruinas de un
santuario en el viejo reino de Amarna, haciendo algo en la oscuridad. Y mientras
estaba ocupado cubriendo algo con malas hierbas y polvo, tenía en el rostro una
expresión parecida a la de los asesinos. Tras esto, la gente que habitaba el antiguo
reino de Amarna no encontró a su dios en el santuario en el que vi al Tiempo
acurrucado en la oscuridad, ni lo ha encontrado desde entonces.
Durante todo aquel tiempo, desde lo lejos, desde las fronteras de la ciudad, llegó
de los ejércitos del Rey un rumor que reclamaba que se les levantase contra Zeenar.
Al oírlo, el Rey descendió junto a sus tres ejércitos y hablando con sus jefes, dijo:
—No me rebajaré a rodearme con asesinatos para ser el Rey de otras tierras. He
visto la misma mañana alzarse sobre Istahn y sobre Alatta, y a la misma Paz vagar
entre las flores. No devastaré casas para reinar sobre un país huérfano y un país
viudo. Pero os llevaré al combate contra un enemigo jurado de Alatta que derrumbará
las torres de Zoon y que ya ha empezado a destruir a nuestros dioses. Es enemigo de
Zindara y de Istahn y de Yan de muchas ciudadelas; Hebith y Ebnon no pueden
obligarle a retroceder ni Karida protegerse tras sus más lúgubres montañas. Es un
enemigo más poderoso que Zeenar, sus fronteras son más fuertes que el Eidis; mira
con desconfianza a todos los pueblos de la tierra, y se burla de sus dioses y ansia sus
ciudades construidas. Así vamos a marchar y a conquistar el Tiempo, y salvar a los
dioses de Alatta de su presa y, volviendo victoriosos, veremos que la Muerte ha
desaparecido, lo mismo que la vejez y la enfermedad, y aquí viviremos para siempre
bajo los techos de oro de Zoon, mientras las abejas zumbarán entre los frontones sin
herrumbre y unas torres que nunca se derrumbarán. Aquí no habrá ni pérdida ni
desaparición, ni muerte ni dolor cuando hayamos liberado a la gente y los claros
campos de la tierra del Tiempo inexorable.
Los ejércitos prestaron juramento de seguir al Rey para ir a salvar el mundo y los
dioses. Así, al día siguiente, el Rey partió con sus tres ejércitos y atravesó muchos
ríos, y cruzó muchos países y, por donde quiera que fueran, pedían noticias del
Tiempo.
El primer día encontraron una mujer cuyo rostro estaba maculado y arrugado, que
les dijo que en tiempos fue bella y que el Tiempo la había golpeado en el rostro con
sus cinco garras.
Encontraron más de un anciano mientras iban en busca del Tiempo. Todos le
habían visto, pero ninguno podía decir más, salvo que algunos decían que se había
ido por allí, y señalaban una torre en ruinas o un viejo árbol caído.
Día tras día y mes tras mes, el Rey marchó con sus ejércitos, esperando encontrar
al fin al Tiempo. A veces, vivaqueaban para pasar la noche cerca de palacios de
formas magníficas, o junto a jardines floridos, esperando encontrar a su enemigo
mientras los profanaba en la oscuridad. A veces encontraban telarañas, otras cadenas

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herrumbrosas o casas con los tejados hundidos o los muros derrumbados. Entonces
los ejércitos aceleraban el paso, pensando que se acercaban a las huellas del Tiempo.
Mientras pasaban las semanas, y estas se convertían en meses, y recolectaban sin
cesar dichos y rumores sobre el Tiempo, pero sin encontrarle nunca, los ejércitos se
cansaron poco a poco de su larga marcha, pero el Rey les empujaba hacia delante y
nunca permitió que nadie retrocediese, repitiendo sin descanso que el enemigo estaba
cercano.
De mes en mes, el Rey condujo a sus por entonces reticentes ejércitos hasta que
hubieron andado casi durante un año, y llegaron a la ciudad de Astarma, muy lejos
hacia el norte. Allí, muchos soldados del Rey, agotados, desertaron de sus ejércitos y
se instalaron en Astarma y se casaron con hijas de la ciudad. Gracias a aquellos
soldados tenemos crónicas precisas de los ejércitos hasta que llegaron a Astarma tras
un año completo de marcha. Y el ejército dejó aquella ciudad y los niños les
animaron mientras iban calle arriba y, a cinco millas de allí, pasaron por debajo de los
contrafuertes de una colina y se perdieron de vista. De lo que pasó más allá se sabe
mucho menos, pero el resto de esta crónica proviene de historias que los veteranos de
los ejércitos del Rey cuentan por la noche junto a las hogueras de Zoon, unas
historias recordadas luego por los hombres de Zeenar.
Se tiene casi por seguro que en los días en que los ejércitos del Rey pasaron
Astarma llegaron al fin (no se sabe en qué lapso de tiempo) a la cumbre de una
pendiente donde la tierra entera descendía toda verde hacia el norte. Por debajo se
extendían campos de verdor y, más allá de los campos, gemía el mar, sin orillas ni
islas, tan lejos como alcanzaba la vista. En el centro de los campos verdes había una
ciudad, y hacia aquella ciudad los ojos del Rey de sus ejércitos se volvieron mientras
bajaban por la ladera. Estaba justo bajo sus ojos, toda ella llena de una antigüedad
marchita, con sus frontones del viejo mundo mancillados y doblados por el paso de
numerosos años, y todas sus chimeneas inclinadas. Sus techos estaban cubiertos de
piedras antiguas, tapizadas con un musgo espeso, cada ventana, con extraños y
múltiples cuadraditos, daba a jardines cuyas formas habían sido concebidas con
extraños diseños e invadidos por las malas hierbas. En goznes herrumbrosos las
puertas se balanceaban, unas puertas hechas de madera de robles sin edad, cuyos
nudos oscuros sobresalían por sus orificios. Contra todo aquello batían los cardos, y
trepaba la hiedra o se balanceaba la parra; altas y derechas, de algunas chimeneas
retorcidas se elevaban columnas de un humo azulado, y briznas de hierba crecían a su
antojo entre las enormes baldosas de las calles. Entre los jardines y las calles
pavimentadas se alzaban setos demasiado altos para que un jinete pudiera saber lo
que había detrás, setos hechos con robustos cardos y en cuya cima la enredadera
trepaba para echar un vistazo en los jardines. Ante cada casa, se había practicado un
hueco en el seto, y de él colgaba una puertecita de madera machacada por la lluvia y
los años, verde como el musgo. Por encima de todo se extendían melancólicos la
edad y el espeso silencio de las cosas pasadas y olvidadas. Aquel naufragio que los

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años habían extraído de la antigüedad fue contemplado por el Rey y sus ejércitos
durante un buen rato. Luego, sobre la pendiente de la colina, el Rey mando detenerse
a sus ejércitos y descendió solo con uno de sus jefes hasta la ciudad.
Se produjo en aquel momento un movimiento en una de las casas, y un
murciélago salió por una ventana a plena luz del día, y tres ratas cruzaron corriendo
el umbral y descendieron por la escalera, una vieja piedra se rompió en dos y el
musgo la mantuvo en su sitio; apareció un anciano inclinado sobre un bastón, con una
barba blanca que le llegaba al suelo, con unos ropajes que la vejez hacía brillar, y en
el mismo instante apareció más gente de las demás casas, todos viejos, y todos
andando con ayuda de bastones. Eran las personas más viejas que el Rey hubiera
visto nunca, y les preguntó el nombre de la ciudad, y que quiénes eran, y uno de ellos
respondió:
—Es la Ciudad de los Viejos en el Territorio del Tiempo.
El Rey preguntó:
—¿Así que el Tiempo está aquí?
Uno de los ancianos señaló un gran castillo que se alzaba en una colina escarpada
y dijo: «Aquí vive el Tiempo, y nosotros somos su pueblo», y miraron todos al Rey
Karnith Zo con curiosidad, y el más viejo de los presentes habló de nuevo y dijo:
«¿De dónde venís vos, que sois tan joven?», y Karnith Zo le dijo cómo había llegado
para conquistar al Tiempo para salvar al mundo y a los dioses, y les preguntó que de
dónde habían venido ellos.
Los de la ciudad dijeron:
—Somos más viejos que nunca, y no sabemos de dónde venimos, pero somos el
pueblo del Tiempo, y desde aquí, desde el Borde de Todas las Cosas, envía sus horas
al asalto del mundo y nunca podréis conquistarle.
Pero el Rey volvió junto a sus ejércitos y señaló el castillo en la colina y les dijo
que al fin habían encontrado al Enemigo de la Tierra; y los que eran más viejos que
nunca volvieron lentamente a sus casas, con el crujido de sus viejas puertas. Y
atravesaron las campiñas y pasaron por la ciudad. Desde una de sus torres el Tiempo
les vio acercarse, en orden de batalla, cada vez más próximos a la colina escarpada,
mientras el Tiempo permanecía inmóvil en su gran torre y vigilaba.
En el momento en que los pasos de los más adelantados pisaron el borde de la
colina, el Tiempo lanzó cinco años contra ellos, y los años pasaron por encima de sus
cabezas y el ejército siguió avanzando, un ejército de hombres algo más viejos. Pero
la pendiente les parecía más inclinada al Rey y a todos los hombres de sus ejércitos, y
respiraban más ruidosamente. Y el Tiempo convocó más años, y uno por uno los
lanzó sobre Karnith Zo y sus hombres. Y las rodillas de todo el ejército se
acartonaron, y las barbas crecieron y se agrisaron, y las horas y los días y los meses
se alejaron cantando por encima de sus cabezas, y sus cabellos blanquearon cada vez
más, y las horas de conquista pasaron y los años se fueron y barrieron por completo la
juventud de aquel ejército, hasta que llegó ante los muros del castillo del Tiempo,

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ante una masa de años aullantes, y encontró que la cima de la pendiente era
demasiado empinada para aquellos ancianos. Lenta, dolorosamente, agobiado por las
fiebres y los temblores, el Rey reunió a su ejército envejecido que descendió con paso
vacilante por la pendiente.
A paso lento, el Rey acompañó a sus guerreros, por encima de cuyas cabezas
habían aullado los años triunfales. Año tras año, se arrastraron hacia el sur, siempre
hacia Zoon; volvieron a pasar, con sus largas herrumbrosas y largas barbas, por
Astarma, donde nadie les reconoció. Volvieron a atravesar las ciudades y pueblos en
los que antaño formularon curiosas preguntas sobre el Tiempo y nadie les reconoció.
Retornaron a los palacios y jardines donde esperaron al Tiempo durante la noche, y
vieron que el Tiempo había pasado también por allí. Y mientras tanto, concibieron la
esperanza de volver algún día a Zoon, y ver de nuevo sus tejados de oro. Y ninguno
sabía que a sus espaldas, sin que lo vieran, acechaba tras ellos la demacrada forma del
Tiempo, aislando a los rezagados y sumergiéndolos en sus horas; cada día faltaban
nuevos hombres a las llamadas y los veteranos de Karnith Zo eran cada vez menos
numerosos.
Pero al fin, tras muchos meses, una noche que llevaban caminando desde el
crepúsculo, la mañana se levantó súbitamente brillando sobre los tejados de Zoon, y
un grito inmenso se propagó por el ejército:
—¡Alatta! ¡Alatta!
Pero al acercarse vieron que sus puertas estaban llenas de óxido y que las malas
hierbas habían crecido en las murallas; más de un tejado se había venido abajo, los
frontones estaban ennegrecidos y medio en ruinas, y los tejados de oro no brillaban
como antaño. Y los soldados, al entrar en la ciudad, esperando encontrar en ella a sus
hermanas y compañeras con algunos años más, solamente vieron mujeres arrugadas
por la edad que no les reconocieron.
Súbitamente, alguien dijo:
—También El ha estado aquí.
Y supieron que, mientras buscaban al Tiempo, el Tiempo se había levantado
contra su ciudad y la asedió con sus años, y la conquistó mientras estaban lejos, y
sometió a sus mujeres y a sus hijos bajo el yugo de la esclavitud. Así fue como todo
cuanto quedaba de los tres ejércitos de Karnith Zo se instaló en la ciudad conquistada.
Y en aquel instante los hombres de Zeenar atravesaron el río Eidis y se lanzaron sin
dificultad sobre un ejército de ancianos y los derrotaron y se quedaron para sí toda
Alatta, y sus reyes desde entonces reinaron en la ciudad de Zoon. A veces, los
hombres de Zeenar escuchan las extrañas historias que los ancianos de Alatta cuentan
de los años en que lucharon contra el Tiempo. Los cuentos que los hombres de
Zeenar pudieron recordar, los dieron a conocer, y es todo lo que se puede decir de
aquellos ejércitos aventureros que partieron a la guerra contra el Tiempo para salvar
al mundo y a los dioses y que fueron vencidos por las horas y los años.

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La compasión de Sarnidac

S arnidac, muchacho cojo, criaba corderos en una colina al sur de la ciudad.


Sarnidac era enano y la gente se burlaba de él en la ciudad. Las mujeres decían:
«Es muy divertido que Sarnidac sea enano», y le señalaban con el dedo, diciendo:
«Mirad a Sarnidac, es enano; también es muy cojo».
Cierto día, las puertas de todos los templos del mundo se abrieron al amanecer, y
Sarnidac con sus ovejas en la colina vio a extraños personajes descender por el
camino blanco, siempre hacia el sur. Durante la mañana, vio el polvo que se alzaba
sobre extraños personajes y estos siguieron avanzando hacia el sur, tan lejos como el
borde de las colinas de Nydoon, donde se perdía de vista el camino blanco. Aquellas
formas iban inclinadas, y parecían más altas que hombres, pero todos los hombres le
parecían altos a Sarnidac, y el polvo le impedía ver con claridad. Y Sarnidac gritó
para atraer su atención, como saludaba a todos los que pasaban por el largo camino
blanco, y ninguna de las formas miró a derecha o a izquierda, y ninguna se volvió
para contestar a Sarnidac. Pocos eran los que le contestaban, pues era pequeño, enano
y cojo.
Los personajes siguieron avanzando con un paso vivo, inclinados hacia delante
sobre el polvo, hasta que al fin Sarnidac descendió de su colina para mirarles más de
cerca. Cuando llegó al camino blanco, el último de los personajes pasó a su lado, y
Sarnidac le siguió, corriendo y cojeando, a lo largo del camino.
Sarnidac estaba harto de la ciudad donde todos se burlaban de él, y cuando vio a
aquellos personajes del camino pensó que irían quizá a otra ciudad más allá de las
colinas, sobre la que el sol brillaba más, o en la que habría más que comer, porque era
pobre, o quizá donde no se reirían de Sarnidac. Así, aquella procesión de personajes
inclinados y que parecían más altos que los hombres, se dirigió hacia el sur, a lo largo
del camino, y un enano cojo les seguía a saltitos.
Khamazan, como se llama ahora la Ciudad del Último de los Templos, se
encuentra al sur de las colinas de Nydoon. Esta es la historia de Pompeides, actual
profeta principal del único templo del mundo, y el más grande de los profetas que
hayan existido:
«En las pendientes de Nydoon yo estaba sentado un día por encima de Khamazan.
Vi entonces unos personajes en el amanecer que avanzaban entre el polvo a lo largo
del camino que atraviesa el mundo. Subiendo la colina con pasos largos, se dirigieron
hacia mí, sin andar como hombres, y el primero no tardó en llegar a la cresta de la
colina, donde la ruta vuelve a bajar para dirigirse hacia las llanuras donde se
encuentra Khamazan. Y ahora juro por todos los dioses que han partido que pasó lo
que voy a decir, y que tal cosa es verdad. Cuando los que habían andado con grandes
pasos llegaron a la cima, no tomaron el camino que desciende hacia las llanuras, ni

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siguieron pisando el polvo, sino que continuaron andando en línea recta, con grandes
pasos, como si la colina no tuviera fin y el camino no descendiera. Y andaban como
sobre una sustancia dura, y sin embargo subían por el aire.
»Aquello lo hicieron los dioses, porque no eran hombres nacidos de hombres los
que aquel día se fueron tan extrañamente de la tierra.
»Pero yo, cuando vi aquella cosa y que tres de ellos ya habían pasado por delante
de mí, abandonando la tierra, grité ante el cuarto: “Dioses de mi infancia, guardianes
de las cosas pequeñas, ¿dónde vais, abandonando la tierra redonda para nadar solos y
olvidados en un cielo tan vasto y desolado?”.
»Y uno respondió: “La herejía ha lanzado su ardiente mirada sobre el mundo y la
fe de los hombres se vela y los dioses se van. Los hombres harán dioses de hierro y
dioses de acero cuando el viento y la hiedra se encuentren en los santuarios de los
templos de los dioses de antaño”.
»Y yo dejé aquel lugar como un hombre deja por la noche el fuego y, llegado a las
llanuras a lo largo del camino blanco que los dioses habían despreciado, les grité a
todos los que encontraba que me siguieran, y así, vociferando, llegué a las puertas de
la ciudad. Y allí aullé a todos los que estaban junto a las puertas: “Desde aquella
colina los dioses abandonan la tierra”.
»Reuní a muchos hombres, y todos juntos nos apresuramos hacia la colina para
rogarles a los dioses que se detuvieran, y le gritamos al último en marchar: “Dioses
de las profecías antiguas y de las esperanzas de los hombres, no dejéis la tierra, y toda
nuestra adoración zumbará en vuestros oídos como nunca lo ha hecho, y muy
frecuentemente el sacrificio gemirá en vuestros altares”.
»Y dije: “Dioses de las veladas tranquilas y de las noches en calma, no dejéis la
tierra ni vuestros santuarios labrados, y todos los hombres seguirán adorándoos.
Porque, entre nosotros y esos lejanos espacios tranquilos y azules, a menudo divagan
la tormenta y las tempestades, allí en su morada acecha el sombrío eclipse, y allí se
conservan todas las nieves, los granizos y los rayos que atormentaron la tierra durante
un millón de años. Dioses de nuestras esperanzas, ¿cómo podrán las plegarias de los
hombres, gritadas en santuarios vacíos, atravesar tan terribles espacios; cómo viajarán
por encima de la tormenta y la tempestad para llegar al lugar que los dioses hayan
elegido allí arriba, en esa soledad azulada?”.
»Pero los dioses se inclinaron hacia delante y se fueron pisando el cielo y no
miraron ni a derecha ni a izquierda, ni bajo Ellos, ni prestaron atención a mi plegaria.
»Y alguien gritó, con la esperanza de hacer que los dioses se quedaran, aunque
casi todos ya habían partido, y dijo: “Oh, dioses, no le hurtéis a la tierra ese silencio
oscuro que envuelve todos Vuestros templos, no privéis al mundo entero del antiguo
romance, no toméis el encantamiento que viene con el claro de luna, ni desgarréis la
maravilla que proviene de las blancas brumas en cada tierra; porque, oh, dioses de la
infancia del mundo, cuando dejéis la tierra, os habréis llevado el misterio que llega
del mar y toda su gloria hecha de antigüedad; y le habréis arrancado la esperanza al

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oscuro futuro. Ya no habrá más gritos extraños a la hora de la noche, gritos medio
entendidos, ni canciones en el crepúsculo, y toda la maravilla morirá con las flores
del año pasado en sus pequeños jardines, o sobre las pendientes de las colinas
inclinadas hacia el sur; porque con los dioses deben partir el encantamiento de las
llanuras y toda la magia de los bosques sombríos, y algo le faltará a la calma de la
primera luz del alba. Porque no sería conveniente que los dioses abandonaran la tierra
sin llevarse lo que le han dado. Allí, en los espacios azules y tranquilos, necesitaréis
la santidad de la puesta de sol, y pequeños recuerdos sagrados, y el temblor que
reside en las historias que se contaban hace mucho tiempo al amor del fuego. Notas
de música, una canción, una estrofa y un beso, y un recuerdo de una charca con
rosales, cada uno de ellos el mejor, eso es lo que los dioses se llevarán allí donde el
mejor está en su lugar, cuando los dioses se marchen. Lamentaos, pueblo de
Khamazan, lamentaos por todos los hijos de la tierra a los pies de los dioses que se
van. Lamentaos por los hijos de la tierra, que deberán llevar sus plegarias a santuarios
vacíos y que alrededor de los santuarios vacíos acabarán por yacer”.
»Luego, cuando todas nuestras plegarias hubieron acabado y nuestras lágrimas se
hubieron derramado, vimos al último y más pequeño de los dioses detenerse en la
cima de la colina. Por dos veces Los llamó, con un grito que no dejaba de recordar el
que nuestros pastores emplean para saludar a sus cofrades, y durante mucho tiempo
estuvo allí con la mirada fija en ellos, hasta que se dignó dejar de mirarles y
permanecer en tierra, volviendo su mirada hacia los hombres. Entonces se elevó un
grito inmenso cuando vimos que nuestra esperanza estaba a salvo y que todavía
quedaba en tierra un remanso para nuestras plegarias. Y las formas que nos habían
sobrevolado, tan grandes, parecían más pequeñas que los hombres, mientras seguían
ascendiendo, unas detrás de otras, por encima de nuestras cabezas. Pero el pequeño
dios que se había apiadado del mundo descendió con nosotros por la colina,
dignándose a caminar por el camino, pero extrañamente, no a la manera de los
hombres, hasta Khamazan. Allí le alojamos en el palacio del Rey, pues esto ocurrió
antes de la construcción del Templo de oro, y el Rey hizo un sacrificio ante él con sus
propias manos, y el que se había apiadado del mundo comió en efecto la carne del
sacrificio».
El Libro del Saber de los dioses de Khamazan cuenta cómo el pequeño dios que
se apiadó del mundo les dijo a sus profetas que su nombre era Sarnidac, y que criaba
ovejas; por eso le llamaron el dios pastor, y se le sacrificaban ovejas en sus altares
tres veces al día, y norte, este, oeste y sur son las cuatro verjas de Sarnidac, y las
nubes blancas sus ovejas. Y el Libro del Saber de los dioses dice también que el día
en que Pompeides encontró a los dioses debe también ser día de ayuno hasta la
noche, y que debe ser llamado el Ayuno de Los que Parten, y por la noche se
celebrará una gran fiesta que se llamará la Fiesta de la Compasión, pues aquella
noche Sarnidac se apiadó del mundo y se quedó en él.
Todo el pueblo de Khamazan rezó a Sarnidac, y soñó sus sueños, y esperó con

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esperanza porque su templo no estaba vacío. Nadie en Khamazan sabe si los dioses
que se fueron eran más grandes que Sarnidac, pero algunos creen que en Sus ventanas
de azur han colgado luces para que las plegarias perdidas que hormiguean por las
alturas puedan llegar hasta ellos como mariposas nocturnas, y encontrar al fin refugio
muy por encima de la oscuridad y la calma donde están sentados los dioses.
Cierto es que Sarnidac se formulaba preguntas sobre las formas extrañas, el
pueblo de Khamazan, y el palacio del Rey y las costumbres de los profetas, pero no
se hizo muchas más en Khamazan que en la ciudad que había abandonado. Porque
Sarnidac, que nunca supo por qué los hombres eran malos con él, pensó que al fin
había encontrado el país que los dioses le habían hecho esperar, un país donde los
hombres solían ser amables con Sarnidac.

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La broma de los dioses

C ierto día, los Antiguos dioses necesitaron reír. Así, hicieron el alma de un
Rey y pusieron en ella ambiciones mayores que las que deberían tener los
reyes, y un deseo de territorios más allá del deseo de los otros reyes, y en aquel alma
depositaron una fuerza que sobrepasaba la fuerza de los demás, y un deseo imperioso
de poder y un enorme orgullo. Luego, los dioses señalaron la tierra con un gesto y
enviaron aquel alma a los campos de los hombres, para que viviera en el cuerpo de un
esclavo. Y el esclavo creció, y el orgullo y el desmesurado deseo de poder empezaron
a crecer en su corazón, y llevó cadenas a sus brazos. Entonces, en los Campos del
Crepúsculo, los dioses se dispusieron a reír.
Pero el esclavo fue a la orilla del gran mar, y rechazó su cuerpo y las cadenas que
en él había, y volvió a los Campos del Crepúsculo y se alzó ante los dioses y les miró
a los ojos. Aquello no lo habían previsto los dioses, que ya se disponían para reír. El
deseo de poder brillaba con toda su fuerza en el corazón de aquel Rey, y tenía toda la
fuerza y todo el orgullo que los dioses depositaron en su ser, y fue demasiado fuerte
para los dioses Más Viejos. El, cuyo cuerpo había soportado los golpes de los
hombres, no podía soportar el dominio de los dioses, y, de pie ante ellos, les dio
orden de partir. A sus labios brotó toda la cólera de los dioses Más Viejos, a los que
por primera vez les daban órdenes, pero el alma del Rey se quedó ante ellos, y Su
cólera murió, y apartaron la mirada. Entonces, sus tronos quedaron vacíos, y los
Campos del Crepúsculo desnudos, mientras los dioses se marchaban, furtivos, a lo
lejos. Pero el alma eligió nuevos compañeros.

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Los sueños de un profeta

C uando los dioses me forzaron al trabajo y me hostigaron con la sed y me


golpearon con el hambre, entonces rogué a los dioses. Cuando los dioses
aplastaron las ciudades en las que yo vivía, y cuando Su cólera me quemó y Sus ojos
ardieron, entonces, en efecto, rendí gloria a los dioses y Les ofrecí sacrificio. Pero
cuando volví a mi verde país y vi que todo había desaparecido, y que los viejos
rincones misteriosos donde jugaba de niño ya no existían, y cuando los dioses
desgarraron el polvo y hasta la telaraña del dulce último rincón del que me acordaba,
entonces maldije a los dioses y Les hablé a la cara con las siguientes palabras:
—¡Dioses de mis plegarias! ¡Dioses de mi sacrificio! Puesto que os habéis
olvidado de los lugares sagrados de mi infancia, y en consecuencia estos han dejado
de ser, aunque yo no pueda olvidarlos. Puesto que habéis hecho tal cosa, veréis fríos
altares y habréis perdido mi miedo y mis alabanzas. Ya no me estremeceré bajo
vuestros rayos, ni temblaré de admiración cuando paséis.
Luego, mirando hacia el mar, me quedé de pie maldiciendo a los dioses, y en
aquel instante alguien llegó a mi lado con los atavíos de un profeta, que dijo:
—No maldigas a los dioses.
Yo le dije:
—¿Por qué razón no iba a maldecir a aquellos que me han robado mis lugares
sagrados en la noche, y pisoteado los jardines de mi infancia?
Él dijo:
—Ven, te lo mostraré.
Le seguí hasta un lugar donde esperaban dos camellos, con la cabeza inclinada
hacia el desierto. Y partimos y viajé en su compañía una larga distancia, él siempre
callado, y de aquel modo llegamos hasta un valle soleado oculto en medio del
desierto. Y allí, semejantes a lunas caídas, unas costillas inmensas que sobresalían,
blancas, de las arenas, más altas que las colinas del desierto. Y aquí y allí yacían las
formas de enormes cráneos, como cúpulas de mármol blanco construidas por reyes
tiránicos, mucho tiempo atrás, por ejércitos de esclavos. También yacían en el
desierto otros huesos, los huesos de piernas y de brazos muy grandes, contra los
cuales el desierto, como un mar que plantara sitio, avanzaba sin cesar y a los que ya
había medio ahogado. Y mientras contemplaba con sorpresa aquellos objetos
colosales, el poeta me dijo:
—Los dioses están muertos.
Los contemplé largo tiempo en silencio, y dije:
—Esos dedos que hoy están tan muertos y tan blancos y tan inmóviles, arrancaron

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en tiempos las flores de los jardines de mi juventud.
Pero mi compañero me dijo:
—Te he traído hasta aquí para pedirte que perdones a los dioses, pues, siendo
poeta, he conocido a los dioses, y querría limpiar sus huesos de las maldiciones que
pesan sobre ellos, y darles el perdón de los hombres como ofrenda final, y que las
hiedras y las malas hierbas protejan Sus huesos del sol.
Dije:
—Hicieron Remordimientos, como el pelaje gris de una lluviosa tarde de otoño,
de muchas garras aceradas, y Dolor de manos ardientes, de paso renqueante, y Miedo,
semejante a una rata, con dos dientes fríos esculpidos cada uno en el hielo de los
polos, y Cólera con el vuelo vivo de la libélula en verano, libélula de ojos de fuego.
No perdonaré a los dioses.
Pero el poeta dijo:
—¿Puedes encolerizarte con esas hermosas osamentas blancas?
Miré durante mucho tiempo aquellas hermosas osamentas curvadas incapaces de
herir a la más pequeña criatura de todos los mundos que Ellos hicieron. Y pensé largo
tiempo en el mal que habían causado, y también en el bien. Pero cuando pensaba en
Sus grandes manos, rojas y húmedas tras las batallas, haciendo la primavera para que
un niño la disfrutase, entonces perdoné a los dioses.
Una lluvia suave empezó a caer del cielo y calmó las arenas sin descanso, y un
dulce musgo verde creció repentinamente y cubrió los huesos, hasta que estos
parecieron extrañas colinas verdes, y escuché un grito y me desperté y comprendí que
había soñado y, mirando a la calle, desde mi casa, vi que un rayo de la tormenta había
matado a un niño. Entonces supe que los dioses seguían vivos.

II

Dormí en los campos de adormideras de los dioses, en el valle de Alderon, donde


los dioses por la noche acuden a reunirse en consejo cuando la luna está más baja. Y
soñé lo que era el Secreto.
Destino y Azar habían jugado su partida, y la habían acabado, y todo estaba
revuelto, todas las esperanzas y todas las lágrimas, todos los arrepentimientos, los
deseos y los pesares, y las cosas por las que los hombres habían llorado, y cosas
nacidas de los recuerdos, y reinos y jardincillos y el mar, y los mundos y las lunas y
los soles, y lo que quedaba no era nada, ni tenía color ni ruido.
Entonces Destino le dijo a Azar: «Volvamos a jugar nuestro antiguo juego». Y
volvieron a jugar, empleando a los dioses como peones, como jugaron a menudo en
otros tiempos. De manera que esas cosas que han sido de nuevo serán, y, en la misma
orilla, en el mismo país, un repentino rayo de sol, el mismo día de la primavera, hará
florecer de nuevo el mismo junquillo y el mismo niño lo cortará, y en modo alguno

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lamentado será el millón de años que habrá pasado entre tanto. Y se soñarán las
mismas antiguas caras, y eso no enlutará la pérdida de sus rincones familiares. Y tú y
yo nos encontraremos de nuevo en un jardín, un mediodía de verano, cuando el sol
esté a medio camino del cénit y del mar, allí donde nos encontramos en otro tiempo.
Porque Destino y Azar no juegan juntos más que a un único juego, donde cada baza
es parecida a las demás, y lo juegan a menudo para pasar una eternidad.

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SEGUNDA PARTE

El viaje del Rey

U n día, el Rey se volvió hacia las mujeres que bailaban y las dijo: «No
bailéis más», y a los que portaban el vino en copas ornadas con pedrerías, los
despidió. El palacio del Rey Ebalon quedó vacío del ruido de las canciones y se
alzaron las voces de los heraldos que repercutieron por las calles para encontrar a los
profetas del país.
Y se fueron las bailarinas, el escanciador y las cantantes a las calles de duro
pavimento entre las casas, Hojas Holladas, Fuente de Plata y Relámpago de Verano,
aquellas cuyos pies no habían sido destinados por los dioses a pisar los caminos de
piedra, aquellas que solo habían bailado para los príncipes. Y con ellas se fue la
cantante Alma del Sur, y la dulce cantante Sueño del Mar, a quienes los dioses habían
concedido las voces junto a los oídos de los reyes, y el viejo Inthan, el escanciador,
dejó una vida entera de trabajo en el palacio para recorrer la tierra común, él, que ya
había estado junto a tres reyes de Zarkandhu y que vio cómo sus antiguas vendimias
alimentaban su valor y su alegría como las aguas del Tondaris alimentan las verdes
llanuras del sur. No había perdido nunca, pese a todas sus bromas, su seriedad, y su
corazón se calentaba únicamente con el calor de la alegría de los reyes. También él,
con las cantantes y las bailarinas, se fue a la oscuridad.
Los heraldos buscaron a los profetas por todo el país. Luego, una noche, cuando
el Rey Ebalon estaba solo en su palacio, llevaron ante él a todos los que tenían
reputación por su sabiduría y que escribían las historias de los tiempos por venir.
Entonces, el Rey habló y dijo:
—El Rey partirá de viaje con muchos caballos, pero, no obstante, no montará
ninguno cuando la pompa del viaje se deje oír en las calles, y el sonido del laúd y de
los tambores, y el nombre del Rey. Y querría saber qué príncipes y qué pueblos me
darán la bienvenida en la otra orilla, en el país hacia el cual parto de viaje.
Entonces se hizo el silencio entre los profetas, quienes susurraron:
—Todo el conocimiento está con el Rey.

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Y el Rey dijo:
—Tú, el primero, Samahn, Gran Profeta del Templo de oro de Azinorn, responde,
o no escribirás más la historia de los tiempos por venir, sino que trabajarás con tus
manos para establecer la crónica de los pequeños aconteceres de los días que fueron,
como hacen las personas ordinarias.
Entonces Samahn dijo:
—Todo el conocimiento está con el Rey, y cuando se escuche la pompa del viaje
por las calles y los lentos caballos que el Rey no monta paseen entre el laúd y el
tambor, entonces, como el Rey bien lo sabe, descenderás a la gran casa blanca de los
Reyes y, atravesando los portales por los que nadie es digno de seguirte, prestarás
lealtad tú solo a todos los antiguos reyes de Zarkandhu, cuyas osamentas están aún
sentadas en tronos de oro, apretando aún sus cetros entre sus manos. Allí pasarás, con
tus ropajes y cetro, bajo el soportal de mármol, pero dejarás tu brillante corona, para
que otros la lleven, y, al filo del tiempo, tu nombre se unirá al de los treinta Reyes
sentados en tronos de oro en la gran casa blanca. No hay más que una puerta en la
gran casa blanca que, inmensa y flanqueada por portales de mármol, solo se abre para
los reyes, pero cuando te reciba, y hayas cumplido con tu deber de mostrar lealtad
hacia los treinta Reyes, encontrarás en la parte trasera de la casa una puerta
desconocida por la que puede pasar el alma de un Rey, y dejando tus huesos sobre un
trono de oro, saldrás sin ser visto de la gran casa blanca para ir a marchar por los
espacios de terciopelo que se extienden entre los mundos. Entonces, oh, Rey, será
bueno viajar rápidamente, y no retrasarse cerca de las moradas de los hombres como
hacen las almas de algunos que todavía deploran la muerte repentina que les envía de
viaje antes de tiempo y que, repugnando tener que partir, se arrastran por habitaciones
a oscuras durante toda la noche. Aquellos se ponen en marcha al amanecer y viajan
durante todo el día, y ven la tierra a sus espaldas brillar con las puestas de sol, y de
nuevo repugnan abandonar sus rincones preferidos, y vuelven a través de los bosques
sombríos hacia alguna vieja y amada alcoba, y siempre se retrasan entre el hogar y la
huida, y nunca encuentran reposo.
»Tú partirás en el acto, pues el viaje lleva lejos y dura muchas horas: pero las
horas de los espacios de terciopelo son horas de los dioses, y no podemos decir
cuánto tiempo representa una hora así si se la cuenta en años mortales.
»A1 fin, llegarás a un lugar gris lleno de bruma y verás allí formas grises que son
altares, y de los altares se elevan pequeñas llamas rojas, fuegos moribundos que
apenas iluminan la bruma. Y en la bruma está oscuro y hace frío porque las hogueras
están casi apagadas. Son los altares de la fe del pueblo, y las llamas son las
adoraciones de los hombres, y en la bruma los dioses de Antaño andan a tientas entre
el frío y la oscuridad. Allí escucharás una voz que grita débilmente: “Inyani, Inyani,
señor de la tormenta, ¿dónde estás que no puedo verte?”. Y en el frío una voz tenue
responderá: «Oh, autor de muchos mundos, estoy aquí». Y en ese lugar los dioses de
Antaño están casi sordos, porque las plegarias de los hombres son muy raras, y están

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casi ciegos porque las hogueras arden débilmente en los altares de la fe de los
hombres, y tienen mucho frío. Y alrededor del lugar de la bruma se extiende un mar
quejumbroso que se llama el Mar de las Almas. Y tras el lugar de la bruma se ven
oscuras formas de montañas, y en la cima de una de ellas brilla una luz plateada que
se refleja en el mar quejumbroso; y sin demora, mientras las llamas de los altares
mueren delante de los dioses de Antaño, la luz sobre la montaña crece y la luz brilla
por encima de la bruma y nunca a través de la misma mientras los dioses de Antaño
se quedan ciegos. Se dice que la luz sobre la montaña se convertirá un día en un
nuevo dios que no será uno de los dioses de Antaño.
»A11Í, oh, Rey, entrarás en el Mar de las Almas por la orilla cuyos altares están
envueltos en bruma. En aquel mar se encuentran las almas de todos los que vivieron
alguna vez en los mundos y las de todos los que alguna vez vivirán, todas liberadas
de la tierra y de la carne. Y todas las almas en aquel mar son conscientes las unas de
las otras, pero más que por el oído o la vista o el gusto o el tacto o el olor, y hablan
todas unas con otras, pero no con los labios, sino con voces que no necesitan el
sonido. Y sobre el mar se extiende una música, como sobre un océano terrestre los
vientos, y allí, liberadas de la lengua, las grandes ideas circulan a través de las almas
como sobre la tierra viajan las corrientes.
»Hace tiempo soñé que en un navío hecho de bruma yo navegaba sobre aquel mar
y que escuchaba la música que no proviene de ningún instrumento, las voces que no
nacen en los labios, y me desperté y vi que estaba en la tierra y que los dioses durante
la noche me habían mentido. En aquel mar, desde los campos de batalla y las
ciudades, desembocan los ríos de las vidas, y los dioses las toman en copas de ónice y
arrojan muy lejos a los mundos las almas pescadas en el mar, a fin de que cada alma
pueda encontrar prisión en el cuerpo de un hombre, con cinco pequeñas ventanas
cuidadosamente protegidas con barrotes y todas encadenadas por el olvido.
»Pero durante todo ese tiempo, la luz sobre la montaña aumenta y nadie puede
decir lo que hará el dios nacido de la luz plateada con el Mar de las Almas, cuando
los dioses de Antaño hayan muerto y el Mar siga todavía vivo».
Y el Rey contestó:
—Tú, que eres profeta de los dioses de Antaño, vuelve a ver si esas llamas rojas
brillan con más fuerza en los altares en la bruma, pues los dioses de Antaño son
dioses amables y complacientes, y no se puede decir qué pena turbará nuestras almas
cuando el dios de la luz de la montaña ande por la orilla donde se blanquean los
huesos inmensos de los dioses de Antaño.
Y Samahn respondió:
—Todo el conocimiento está con el Rey.

II

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Entonces el Rey llamó a Ynath y le ordenó que hablase del viaje del Rey. Ynath
era el profeta que se sentaba en la puerta de Oriente del Templo de Gorandhu. Allí,
Ynath recitaba sus plegarias a todos los que pasaban, por miedo a que los dioses
saliesen de su casa y uno de ellos pasase ante él como un simple mortal. Y los
hombres disfrutan de las plegarias de Ynath cuando pasan cerca de la puerta de
Oriente por miedo a que sean dioses, de modo que le llevan regalos a Ynath, a la
puerta de Oriente.
E Ynath dijo:
—Todo conocimiento está con el Rey. Cuando un extraño navío suelte el ancla en
el aire ante la ventana de tu habitación, abandonarás tu bien mantenido jardín y este
se convertirá en presa de las noches y de los días y se cubrirá de hierba. Pero, al salir,
largarás velas sobre el Mar del Tiempo y el navío navegará entre los numerosos
mundos, y continuará su travesía. Cuando te cruces en tu camino con otros navíos,
estos te saludarán diciendo: «¿De qué puerto?», y tú responderás: «De la Tierra». Y si
te preguntan: «¿Y con qué destino?», tú responderás: «EL FIN». O les saludarás
diciendo: «¿De qué puerto?». Y te responderán: «De EL FIN, también llamado el
COMIENZO; y vamos hacia la Tierra». Y tú seguirás navegando hasta que, como un
viejo dolor sentido por hombres afortunados, los mundos brillarán en la distancia
como una sola estrella y, mientras la estrella palidece, llegarás a la orilla del lugar
donde las eternidades ruedan hacia la costa, provenientes del Mar del Tiempo,
enviando los siglos a espumar entre los años. Allí es donde está el Jardín Central de
los dioses, que da por completo al mar. A su alrededor todo son canciones que no
existían en la tierra, pensamientos encantadores que nunca fueron oídos en los
mundos, imágenes de ensueño nunca vistas que derivaban sobre el Tiempo, sin
morada, hasta que al fin las eternidades les arrojaron a la orilla del lugar. Y en el
Jardín Central de los dioses florecen muchas fantasías. En aquel lugar, un día, algunas
almas jugaban por donde los dioses iban y venían. Y pasó un sueño más bello que los
otros por encima de la cresta de una ola del Tiempo, y un alma que descendía hacia la
orilla levantó la mano hacia el sueño y lo atrapó. Entonces, por encima de los sueños
y las historias y las antiguas canciones que yacen sobre la orilla del lugar las horas
remontaron a flote y los siglos atraparon aquel alma y la depositaron, a ella y a su
sueño, muy lejos en el Mar del Tiempo, y las eternidades la arrojaron sobre la tierra y
la enviaron a un palacio, con toda la fuerza del mar, y la dejaron allí junto con su
sueño. El niño se convirtió en Rey y siguió conservando su sueño, hasta que la gente
se sorprendió divertida. Entonces, oh, Rey, arrojaste tu sueño al Mar, y el Tiempo lo
ahogó, y los hombres dejaron de reírse, y tú olvidaste que hay un mar que bate en una
lejana orilla, y que allí hay un jardín y que en ese jardín hay almas. Pero al final del
viaje que vas a emprender, cuando vuelvas a la orilla del lugar, remontarás la playa y
al llegar a una puerta del jardín, que se abre en el muro de un jardín, recordarás estas
cosas, porque hay un lugar que las horas no asaltan por encima del golpeteo del

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Tiempo, mucho más alto que la orilla, y allí arriba nada cambia. Así atravesarás la
puerta del jardín y escucharás de nuevo los susurros de las almas que hablan en voz
baja, donde cantan las voces de los dioses. Allí, con las almas hermanas hablarás
como hablabas en otros tiempos, y les contarás cuál fue tu bregar más allá de las
mareas del tiempo, y cómo te tomaron e hicieron de ti un Rey, de tal suerte que tu
alma no conoció el reposo. Allí, en el Jardín Central, te instalarás a tu antojo y
mirarás a los dioses vestidos de arco iris yendo de aquí para allá por los caminos de
los sueños y de las canciones, y no te aventurarás a descender al mar sin alegría.
Porque lo que más se ama no está en aquel lado del Tiempo, y todo lo que deriva
sobre sus eternidades es una trampa.
»Todo conocimiento está con el Rey.
Entonces el Rey dijo:
—Ah, en otro tiempo hubo un sueño, pero el Tiempo lo ha expulsado.

III

Entonces Monith, Profeta del Templo del Azur construido sobre la cima nevada
del Ahmoon, habló y dijo:
—Todo conocimiento está con el Rey. Un día, partiste para un viaje de una
jornada a caballo, y ante ti un mendigo estaba en marcha por el mismo camino, y su
nombre era Yeb. Le adelantaste y, como no te había oído llegar, tu caballo le pasó por
encima del cuerpo.
»El viaje que algún día emprenderás sin montar en caballo alguno, ese mendigo
lo empezó antes que tú y pena por ascender por la escalinata de cristal que conduce a
la luna, como un hombre que sube los escalones de una alta torre en la oscuridad. Al
borde de la luna, en la sombra del monte Angises, descansará, y luego volverá a subir
por la escalinata de cristal. Un largo viaje le queda por realizar antes de que pueda
descansar de nuevo, cuando llegue a esa estrella llamada el ojo izquierdo de Gundo.
Un largo viaje subiendo la escalinata de cristal sin nada que le guíe salvo la luz de
Omrazu. Al borde de Omrazu, Yeb se detendrá un largo tiempo, pues la peor parte de
su viaje aún estará por llegar. Todavía debe subir por la escalinata de cristal que
asciende junto a Omrazu, y todas las que le siguen, a través del aullido de los
meteoros que atraviesan el cielo; porque en aquel lugar del espacio de cristal, van y
vienen muchos meteoros que chillan en la oscuridad, lo que intriga en gran medida a
todos los viajeros. Y, si se puede ver a través del centelleo de los meteoros y cumplir
su travesía sin sufrir mal a pesar de su estruendo, llegará a la estrella llamada
Omrund, al borde de la Vía de las Estrellas. Y de estrella en estrella, a lo largo de la
Vía de las Estrellas, el alma de un hombre viaja más fácilmente, y el camino no es
más recto hacia delante, sino que tuerce hacia la derecha.
El Rey Ebalon dijo:

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—De ese mendigo al que aplastó mi caballo me has hablado mucho, pero lo que
yo quería saber es por qué ruta debe pasar un Rey cuando emprenda su último viaje
como Rey, y que príncipes y qué pueblo le recibirán en la otra orilla.
A lo que Monith respondió:
—Todo conocimiento está con el Rey. Ha sido juzgado por los dioses, que no
hablan para no decir nada, que seguirás al alma que has enviado sola en su viaje, para
que esa alma no suba sola por la escalinata de cristal.
»Además, cuando ese mendigo partió para su viaje solitario, osó maldecir al Rey,
y sus maldiciones se extienden como una bruma roja sobre los valles y collados
donde las pronunció. A esas brumas rojas, oh, Rey, le seguirás como se sigue un río
por la noche, hasta que al fin llegues al país donde te ha bendecido (arrepintiéndose al
fin de su cólera), y verás extenderse su bendición sobre el país como la llama de un
sol dorado que ilumina campos y jardines.
Entonces el Rey dijo:
—Los dioses han hablado duramente en la cima nevada del monte Ahmoon.
Monith dijo:
—La manera en que un hombre puede llegar a la orilla del lugar que se encuentra
más allá de las mareas del tiempo, no lo sé, pero ha sido juzgado que tú seguirás
primero y por seguro al mendigo hacia la luna, Omrund y Omrazu, hasta que tú
llegues a la Vía de las Estrellas, y a lo largo de la Vía de las Estrellas, yendo luego
hacia la derecha siguiendo el borde de la Vía, hasta Ingazi. Allí, el alma del mendigo
Yeb permanecerá sentada largo tiempo, y luego, tras una profunda inspiración,
volverá a partir para su largo viaje hacia la tierra, descendiendo por la escalinata de
cristal. Muy recto a través de los espacios donde no se encuentra ninguna estrella
donde descansar, y siguiendo la luz apagada de la tierra y de sus campos, hasta que al
fin legue a donde empiezan y terminan los viajes.
Entonces el Rey Ebalon dijo:
—Si esta cruel historia es verdad, ¿cómo encontraré al mendigo que debo seguir
cuando vuelva a la tierra?
El Profeta contestó:
—Le conocerás por su nombre, y le encontrarás en este lugar, pues el mendigo se
llamará Rey Ebalon y estará sentado en el trono de los Reyes de Zarkandhu.
El Rey contestó:
—Si estuviera sentado en este trono alguien a quien los hombres llaman Rey
Ebalon, ¿quién sería yo entonces?
El Profeta respondió:
—Serás un mendigo y tu nombre será Yeb, y siempre irás por el camino que hay
delante del palacio, esperando la limosna del Rey a quien la gente llamará Ebalon.
A lo que el Rey dijo:
—Crueles en efecto son esos dioses que pisan las nieves del Ahmoon cerca del
Templo del Azur, porque, si bien he pecado contra ese hombre llamado Yeb, ellos

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también han pecado contra él cuando le condenaron a emprender ese viaje agotador,
aunque no haya ofendido a nadie.
Monith respondió:
—El también ha pecado, porque se encolerizó cuando tu caballo lo pisoteó, y los
dioses aplastan la cólera. Y su cólera y sus maldiciones le condenan a viajar sin
reposo, como también te condenan a ti.
Entonces el Rey dijo:
—Tú, que estás cerca de Ahmoon en el Templo del Azur, soñando sueños y
profetizando, dime cuál será el fin de esta búsqueda agotadora.
Monith respondió:
—Como se mira más allá de los grandes lagos, yo he mirado más allá de los días
por venir, y, como llegan los grandes insectos, con sus cuatro alas de gasa, rasgando
las aguas azules, mis sueños han bogado dos a dos, desde los días futuros. Y he
soñado que ese Ebalon, cuya alma no era tu alma, estaba en su palacio en un tiempo
muy lejano, que los mendigos se amontonaban en la calle y que entre ellos se
encontraba Yeb, un mendigo que tenía tu alma. Y era la mañana de una festividad, y
el Rey iba vestido de blanco, con todos sus profetas, sus videntes y sus magos, y
todos descendieron por la escalinata de mármol para bendecir al país entero y todo
cuanto hay en él, hasta las montañas violetas, porque era la mañana de una festividad.
Y mientras el Rey levantaba las manos por encima de las cabezas de los mendigos
para bendecir los campos y las flores y todo lo que hay en ellos, soñé que la búsqueda
había terminado.
»Todo conocimiento está con el Rey.
La noche se oscureció y por encima de las cúpulas del palacio brillaban las
estrellas donde quizá otros estaban privados del secreto.
Fuera del palacio, en la oscuridad, los que habían llevado el vino en copas
ornadas con pedrerías se burlaron en voz baja del Rey y de la sabiduría de sus
profetas.
Entonces habló Ynar, al que se llamaba Profeta del Pico de Cristal; pues allá se
alza Amanath, por encima de todo el país, una montaña cuyo pico es de cristal, e
Ynar bajo su cima tiene su Templo, y cuando el día no brilla sobre el mundo
Amanath toma la luz del sol y resplandece en la distancia, como un fanal en un país
lúgubre, iluminando la noche. Y en la hora en que todos los rostros se vuelven hacia
Amanath, Ynar avanza debajo del Pico de Cristal, para tejer extraños encantamientos
y hacer signos de los que se dice que se dirigen directamente a los dioses. Se dice en
consecuencia en todos esos países que Ynar habla con los dioses cuando el mundo
entero está silencioso.
E Ynar dijo:
—Todo conocimiento está con el Rey, y sin ninguna duda habrá llegado a oídos
del Rey que cierto discurso ha sido pronunciado por la noche en el pico de Amanath.
»Los que me hablan durante la noche en el Pico de son Aquellos que viven en una

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ciudad cuyas calles no son recorridas por la Muerte, y he oído decir por sus Antiguos
que los Reyes no emprenderán viaje alguno; pero las colinas se apartarán de ti, los
bosques oscuros, el cíelo y todos los mundos brillantes que llenan la noche, y los
campos verdes continuarán sin que en ellos pese tu paso, y el cielo azul no será
contemplado de nuevo por tus ojos, y los ríos seguirán corriendo hacia el mar pero
sin cantar en tus oídos. Y los lamentos antiguos serán dichos, sin causarte pena, y a
tierra caerán las lágrimas de los niños de la tierra, sin causarte nunca pena alguna. La
peste, la canícula y el frío, la ignorancia, el hambre y la cólera, esas cosas plantarán
sus garras en todos los hombres como antes en los campos y en los caminos y en las
ciudades pero a ti te perdonarán. Pero de tu alma, sentada en la antigua pista gastada
de los mundos, cuando todo se haya ido, caerán las cadenas de las circunstancias, y
soñarás tus sueños totalmente solo.
»Y verás que esos sueños son verdad, cuando no haya entre el Borde y tú otra
cosa que tus sueños.
»Con ellos construirás palacios, y ciudades que no se apoyarán en nada y que no
tendrán un hueco en el tiempo, y no serán asaltadas por las horas o heridas por la
hiedra y la herrumbre, ni tomadas por conquistadores, sino destruidas a tu antojo y si
tú lo deseas, o reconstruidas a tu capricho. Y nada alterará tus sueños, que aquí son
desviados por los acontecimientos terrestres, como los sueños del que vive en una
tumultuosa ciudad. Y así esos sueños se extenderán como un río poderoso en una
vasta llanura desierta, donde ni colinas ni peñascos lo apartarán de su curso, y
solamente en aquel lugar no habrá ni límites ni mar, ni obstáculo ni fin. Y más valdría
que te llevaras a esos reinos desiertos alguna de las preocupaciones del mundo donde
vives, porque esas preocupaciones o algunos recuerdos de actos mal ejecutados deben
permanecer para siempre en tu alma en aquel desierto, cantando siempre la misma
canción de remordimientos perdidos, y también ellos solo serán sueños, pero muy
reales.
»A11Í nada te obstaculizará en el centro de tus sueños, porque ni siquiera los
dioses pueden seguir atormentándote cuando la carne y la tierra y los hechos con que
te atan queden apartados de ti.
Entonces el Rey dijo:
—No me gusta ese juicio gris, porque los sueños son vacíos. Más me gustaría ver
la acción rugiendo entre los mundos, y hombres, y hechos.
A lo que el Profeta respondió:
—La victoria, las joyas y la danza no hacen más que seguir tu capricho. Qué es
para ti el brillo de la gema sin tu imaginación, que la seduce, y tu imaginación no es
más que un sueño. La acción, los hombres, los hechos no son nada sin los sueños, y
no hacen más que molestarlos, y solo los sueños son verdad, y allí donde estés
cuando los mundos se hayan alejado, no habrá más que sueños.
El Rey respondió:
—Un profeta loco.

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E Ynar dijo:
—Un profeta loco, pero que cree que su alma posee todo aquello de lo que su
alma es consciente, y que es dueño de esa alma; y tú, un Rey de hermoso espíritu que
cree que su alma no posee otra cosa que los países atacados por sus ejércitos y por el
mar, y que su alma está poseída por algunos dioses extraños que no conoce, y que van
a tratarle de un modo desconocido para él. Hasta que tengamos conocimiento de que
el uno o el otro estamos equivocados, yo poseo más grandes reinos que tú, oh, Rey, y
no reino con otros monarcas por encima de mí.
El Rey dijo:
—¡Has dicho que no tienes señores por encima de ti! ¿Con quién hablas haciendo
signos extraños por la noche por encima del mundo?
E Ynar dio unos pasos hacia delante y susurró al oído del Rey. Y el Rey exclamó:
—Apresad a este profeta, es un hipócrita, y no habla por la noche por encima del
mundo con los dioses, y nos ha confundido con sus signos.
E Ynar dijo:
—Que no se me acerquen, o te señalaré con el dedo cuando hable por la noche
sobre la montaña con aquellos que ya sabes.
E Ynar se fue y los guardias no le tocaron.

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EL CANTO FUNERARIO DE SHIMONO KÁNI.

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V

Entonces habló el profeta Thun, que iba vestido con algas y no tenía templo, y
vivía lejos de los hombres. Toda su vida había vivido en una playa solitaria y
escuchado constantemente el lamento del mar y los lloriqueos de los vientos en los
huecos de los acantilados. Algunos decían que tras haber vivido tanto tiempo cerca
del constante batir del mar, allí donde el viento aúlla más fuerte, era incapaz de sentir
las alegrías de los demás hombres, porque no sentía más que el dolor del mar
llorando para siempre por su alma.
—Hace mucho tiempo, sobre el sendero de las estrellas, entre los mundos,
andaban con grandes pasos los dioses de Antaño. En el lúgubre medio de los mundos,
estaban sentados y los mundos giraban sin cesar como hojas muertas llevadas por el
viento de finales del otoño, sin una vida en ninguno de ellos, mientras los dioses
languidecían por las cosas que no podían ser. Y los siglos pasaban por encima de los
dioses para ir a donde van los siglos, hacia el Fin de las Cosas, y con ellos partían los
suspiros de todos los dioses, mientras aspiraban a lo que no podía ser.
»Uno por uno en la bruma de los mundos, los dioses de Antaño cayeron muertos,
esperando impacientes las cosas que no podían ser, todos muertos por sus propios
arrepentimientos. Solo Shimono Káni, el más joven de los dioses, se fabricó un arpa
con las cuerdas de los corazones de todos los dioses mayores y, sentado sobre el
camino de las estrellas en el Centro de las Cosas, tocó con el arpa una oda funeraria
por los dioses de Antaño. Y la canción hablaba de todos los arrepentimientos inútiles
y de los amores desgraciados de los dioses en los días pasados, y de Sus grandes
hazañas que deberían adornar los años futuros. Pero en el canto funerario de Shimono
Káni también se oían gemidos, cuerdas de los corazones de los dioses, y se
lamentaban todavía por las cosas que no podían ser. Y el canto funerario y las voces
quejumbrosas derivaron hacia la Vía de las Estrellas, lejos del Centro de las Cosas,
hasta que llegaron temblorosas entre los Mundos, como una nube de pájaros perdidos
en la noche. Y cada nota es una vida, y numerosas notas quedan atrapadas en los
mundos para ser mezcladas durante un breve instante con la carne, antes de que
vuelvan a partir camino del gran Himno que ruge en el Fin del Tiempo. Shimono
Káni le dio voz al viento y dolor al mar. Pero, en las habitaciones iluminadas, tras el
festín, cuando se alza para complacer al Rey la voz del cantor, el alma de ese cantor
llama en voz alta a sus compañeros, de los que está separado, encadenado a la tierra.
Y cuando, al escuchar esas canciones, el corazón del Rey se apena y sus príncipes
deploran algún recuerdo, aunque no sepan de qué se acuerdan… el triste rostro de
Shimono Káni cerca de sus hermanos muertos, los dioses mayores, tocando en su
arpa con cuerdas hechas de llorosos corazones, gracias a la cual envió sus almas entre
los mundos.

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»Y cuando la música de un laúd quede solitaria en las colinas al anochecer,
mientras una sola alma llame a sus almas hermanas —las notas del canto funerario de
Shimono Káni que los mundos no hayan atrapado— y no sepa quién la llama ni por
qué, sabiendo solamente que el arte del juglar es su único grito y lo envía a la
oscuridad.
»Pero aunque en las casas prisiones de la tierra todo recuerdo deba morir, no
obstante, y como a veces queda a los pies del prisionero algún grano del polvo de los
campos donde fue capturado, a veces al alma de un hombre se adhieren algunos
fragmentos de memoria cuando se la ha conducido a la tierra. Entonces aparece un
gran trovador y, tejiendo sobre esos jirones de recuerdos, hace una melodía como la
que la mano de Shimono Káni podría arrancar de su arpa; y los que pasan cerca,
dicen: “Esa melodía, ¿no existía antaño?”, y se van con el corazón entristecido por
unos recuerdos que no lo son.
»Así, oh, Rey, un día las grandes puertas de tu palacio se abrirán para una
procesión en la que el Rey descienda y atraviese un pueblo que se lamentará al son
del laúd y del tambor; y el mismo día, la puerta de una prisión será abierta por manos
tiernas, y otra de las notas perdidas del canto funerario de Shimono Káni volverá para
engrosar su melodía.
»El canto funerario de Shimono Káni continuará sonando hasta que llegue un día,
con todas sus notas al completo, en el que invadirá el Silencio que se extiende al
Final de las Cosas. Entonces Shimono Káni les dirá a sus hermanos: “Al fin las cosas
que no podían ser han sucedido”.
»Pero los huesos de los dioses de Antaño se habrán calmado, y solo Sus voces
vivirán, pues llorarán en el arpa de las cuerdas de los corazones por las cosas que no
podían ser».

VI

Cuando las caravanas se marchan de Zendara, hacia el desierto que se encuentra


al norte, hacia Einandhu, siguen la pista del desierto durante siete días antes de poder
avituallarse de agua, allí donde se alza Shubah Onath, negra, por encima de la
soledad, con un pozo a sus pies y hierba en su cima. En aquella roca, un profeta tiene
su Templo, y se le llama el Profeta de los Viajes, y ha esculpido en una ventana que
da al sur, sonriendo a lo largo de las pistas, a todos los dioses que velan por el bien de
las caravanas.
Allí, un viajero puede saber mediante profecía si cumplirá los diez días de viaje
por el desierto que le separan todavía de la ciudad blanca de Einandhu, o si sus
huesos se quedarán con los huesos antiguos que hay a lo largo de la pista del desierto.
El Profeta de los Viajes no tiene nombre porque no lo necesita en el desierto
donde ningún hombre le llama ni ningún hombre responde.

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Así habló el Profeta de los Viajes ante el Rey:
—El viaje del Rey será un viaje antiguo efectuado con largas zancadas.
»Muchos años antes de que fuera hecha la luna tú descendiste con tus camellos de
sueño desde la Ciudad sin nombre que se encuentra más allá de todas las estrellas.
Luego empezó tu viaje por el Desierto de Nada, y tu camello de sueño te llevó bien
mientras que los de algunos de tus compañeros de viaje cayeron en el Desierto y
fueron cubiertos por el silencio y retornaron a la nada; y aquellos viajeros, cuando
cayeron sus camellos de sueño, no tenían nada que les llevara más allá en el Desierto,
se perdieron en la retaguardia y nunca volvieron a la tierra. Aquellos son los hombres
que hubieran podido ser pero no son. Y a tu alrededor revoloteaban miles de horas,
viajando en grandes enjambres por encima del Desierto de Nada.
»Cuántos siglos pasaron sobre las ciudades mientras viajabas, nadie lo sabe,
porque no existe el Tiempo en el Desierto de Nada, sino solamente las horas que
revolotean hacia la tierra, provenientes de más allá para cumplir el trabajo del
Tiempo. Al fin, los viajeros llevados por el sueño vieron en la lejanía un lugar verde y
brillante y se apresuraron para llegar hasta él, y así llegaron a la Tierra. Y allí, oh,
Rey, descansas un breve momento, tú y los que llegaron contigo, acampando en la
Tierra antes de partir de viaje. Allí aterrizó el enjambre de las horas, en cada brizna
de hierba, en cada árbol, y se dispersaron sobre vuestras tiendas y lo devoraron todo,
y al fin incluso combaron los postes de vuestras tiendas bajo su peso, y os agotan.
»Tras el campamento, a la sombra de las tiendas, acecha una silueta sombría con
una ágil espada y que lleva el nombre de Tiempo. Fue él quien llamó a las horas
llegadas del más allá y es su señor, y su trabajo es hacer que las horas devoren todas
las cosas verdes que hay sobre la tierra y desgarren las tiendas y fatiguen a los
viajeros. Y como cada hora hace el trabajo del Tiempo, el Tiempo aplasta con su ágil
espada lo que hace el trabajo, y la hora cae tronchada en el polvo, con sus alas
brillantes totalmente abiertas, como una langosta decapitada por la cimitarra de un
hábil esgrimidor.
»Uno por uno, oh, Rey, con el movimiento del campamento y las tiendas
dobladas una por una, los viajeros continuaron el viaje iniciado hacía ya tanto tiempo
en la Ciudad sin nombre, hacia el lugar donde van los camellos de sueño, que
marchan a grandes pasos por el Desierto. Así, por el Desierto, oh, Rey, tu volverás a
partir antes de mucho tiempo, quizá para renovar las amistades trabajadas en tu breve
acampada sobre la tierra.
»Encontrarás otros lugares de verdor en el Desierto y acamparás de nuevo hasta
que te expulsen las horas. ¿Qué profeta informará de cuántos viajes harás y de
cuántos campamentos? Pero al fin llegarás al lugar donde reposan los camellos, y los
acantilados brillantes que se llaman el Fin de los Viajes, se alzarán por encima del
Desierto de Nada. Nada a sus pies, Nada ante ellos, solo la luz de los mundos en
lontananza para iluminar el Desierto. Uno por uno, salvo los camellos de sueño,
llegarán los viajeros y, subiendo el sendero por los acantilados en ese país donde

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Descansan los Camellos, llegarán a la Ciudad de Parada. Allí, ante ti, se elevarán,
reales, los domos y las torres forjadas por los sueños, hechos con las esperanzas de
los hombres, cosas que antes solo eran espejismos en el Desierto.
»El enjambre de las horas no puede llegar tan lejos, y más allá entre las tiendas se
alzará la sombría silueta de la ágil espada. Pero en las calles brillantes, bajo los
soportales construidos con canciones de la última de las ciudades, tu viaje, oh, Rey,
tocará a su fin».

En el valle más allá de Sidono hay un jardín de adormideras, y, allí donde las
cabezas de todas las adormideras se balancean en las brisas de verano que suben del
valle, hay un camino sembrado de conchas del océano. En la cima de Sidono los
pájaros acuden hacia el lago que se encuentra en el valle jardín, y tras ellos se alza el
sol que envía la sombra de Sidono hasta el borde del lago. Y todas las mañanas
desciende por el sendero de las muchas conchas del océano, cuando empiezan a
brillar al sol, un hombre de cierta edad, con un traje de seda bordado con extraños
motivos. Un templete, donde vive el anciano, se alza al borde del sendero. Nadie
acude allí para rendir culto, porque Zornadhu, el viejo profeta, ha prohibido a los
hombres andar entre sus adormideras.
Zornadhu ha fracasado en comprender el significado de los Reyes y de las
ciudades y el trajín de tanta gente al sonido del oro que repica. Así fue como
Zornadhu se alejó del ruido de las ciudades y de los que están aprisionados en ellas, y
tras el monte Sidono encontró el descanso, allí donde no hay ni reyes, ni ejércitos, ni
nada que se pueda comprar con oro, sino solamente las cabezas de las adormideras
que se balancean al unísono bajo el viento y los pájaros que vuelan desde Sidono
hasta el lago, y el sol que se alza sobre la cima del Sidono; luego, los vuelos de los
pájaros que retornan, desde el lago, pasando por encima de Sidono, y el sol poniente
tras el valle, y lejos y por encima del lago y del jardín las estrellas que tampoco
conocen las ciudades. Allí vive Zornadhu en su jardín de adormideras, Sidono alzado
entre él y todo el mundo de los hombres; y cuando el viento que sopla a través del
valle balancea las cabezas de las altas adormideras contra el muro del Templo, el
viejo profeta dice:
—Todas las flores rezan y, ¡mirad!, están más cerca de los dioses que los
hombres.
Pero los heraldos del Rey llegaron tras muchas jornadas de viaje a la cresta de
Sidono y vieron el jardín en el valle. Cerca del lago divisaron el jardín de
adormideras brillando redondo y diminuto como el nacer del sol sobre el agua en una
mañana brumosa y visto solo por algún pastor de las colinas. Descendiendo tres días
por una montaña desnuda, llegaron a los grandes pinos delgados y siempre entre los

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troncos altos se abría paso el brillo de las adormideras que brillaban en el jardín del
valle. Aquella noche, un viento frío remontó el valle jardín, llorando junto a las
adormideras. Bajo su Templo, con un canto lleno de dolor, Zornadhu, por la mañana,
esbozó una oda fúnebre por la muerte de las adormideras, porque durante la noche
sus pétalos habían caído y nunca volverían a florecer en el valle jardín. Ante el
Templo, en el sendero de las conchas del océano, los heraldos se detuvieron y leyeron
los nombres y honores del Rey; y desde el Templo llegó la voz de Zornadhu,
cantando todavía su lamento. Le llevaron lejos de su jardín, a causa de la orden del
Rey, y le hicieron descender por el sendero brillante de conchas del océano, y le
hicieron trepar Sidono arriba, y dejaron su Templo vacío, sin nadie que se lamentase
cuando murieran las sedosas adormideras. Y la voluntad del viento del otoño se
reunió contra las adormideras, y las cabezas de las adormideras, que se habían
levantado de la tierra, volvieron a tierra, como el penacho de un guerrero vencido en
un combate pagano, muy lejos, donde nadie puede llorarle. Así Zornadhu dejó su país
de flores y fue llevado por la fuerza al país de los hombres, y vio ciudades, y en
medio de la ciudad se encontró en presencia del Rey.
Y el Rey dijo:
—Zornadhu, ¿qué puedes decir del viaje del Rey y de los príncipes y de las
gentes que acudirán a mi encuentro?
Zornadhu respondió:
—No sé nada de los Reyes, pero durante la noche, la adormidera se ha ido de
viaje un poco antes del alba. Luego, las aves de caza acudieron como es su
costumbre, por encima de la cima del Sidono, y el sol se elevaba por detrás de ellos
sobre Sidono, y todas las flores del lago se despertaron. Y la abeja que recorría el
jardín empezó a zumbarles a las adormideras, y las flores del lago, que habían
conocido a la adormidera, no la conocieron más. Y los rayos del sol, cayendo desde la
cresta del Sidono, todavía iluminaban un valle jardín donde ninguna adormidera
balanceaba sus pétalos al alba. Y yo, oh, Rey, que por la mañana desciendo por un
sendero de brillantes conchas del océano, no he encontrado, ni volveré a encontrar,
esa adormidera que ha partido en un viaje del que no se regresa, lejos de mi valle
jardín. Y yo he escrito, oh, Rey, una oda fúnebre para el llorar más allá de ese valle, y
las adormideras han inclinado la cabeza; pero no hay llanto ni lamento que pueda
ordenar a la vida que vuelva a una flor que crecía en un jardín y que ya no existe.
»A qué lugar han ido las vidas de las adormideras ningún hombre podría
realmente decirlo. Es seguro que en ese lugar las pistas no hacen sino partir. Puede
ser que cuando un hombre sueña por la noche en un jardín donde, pesado, el perfume
de las adormideras permanece en el aire, cuando cesan los vientos, y a lo lejos el
sonido de un laúd se deja escuchar en las colinas solitarias, mientras el sueño de las
adormideras escarlatas y sedosas que antaño se balanceaban todas juntas en los
jardines de su juventud, las vidas de aquellas adormideras antiguas y perdidas
volverán a vivir de nuevo en su sueño. También allí pueden soñar los dioses. Y

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mediante los sueños de alguna divinidad tumbada en los campos coloreados por
encima del amanecer, podemos quizá pasar de nuevo, aunque nuestros cuerpos hayan
sido tragados hace ya mucho tiempo por el torbellino del mundo con otro polvo. En
esos sueños extraños nuestras vidas pueden estar, de nuevo, en el centro de nuestras
esperanzas, de nuestras alegrías, de nuestros lamentos, hasta que por encima de la
mañana los dioses se despierten y vuelvan al trabajo, quizá para acordarse todavía de
Sus sueños indolentes, o quizá para soñarlos de nuevo en la inmovilidad, cuando
brilla el claro de las estrellas de los dioses.

VIII

Entonces el Rey dijo:


—No me gustan esos viajes extraños, ni ese pálido vagar a través de los sueños de
los dioses, como la sombra de un camello fatigado que no puede descansar cuando el
sol está bajo. Los dioses, que me han creado para que ame los bosques frescos de la
tierra y los danzantes arroyos, hacen mal en enviarme a los espacios estrellados que
no amo, con mi alma que sigue mirando hacia la tierra a través de los años eternos,
como un mendigo que fue en tiempos noble mira fijamente desde la calle los
iluminados salones. Porque donde los dioses puedan enviarme, será lo que los dioses
me han hecho, una criatura enamorada de los verdes campos de la tierra.
»Y bien, si hay un único profeta que llegue al oído de esos dioses demasiado
espléndidos que andan con largos pasos por encima de las glorias del cielo de
Oriente, que les diga que hay en la tierra un Rey en el país de Zarkandhu, al sur de las
montañas de ópalo, que preferiría retrasarse en los numerosos jardines de la tierra y
dejar a los otros hombres los esplendores que los dioses darán a los muertos por
encima del crepúsculo que envuelve las estrellas.
Entonces habló Yamen, profeta del templo de Obin, que se alza en la orilla de un
gran lago y da al este. Yamen dijo:
—A menudo les rezo a los dioses que están por encima del crepúsculo, tras el
este. Cuando las nubes son pesadas y rojas al ponerse el sol, o cuando hay presagio
de tormenta o de eclipse, entonces no rezo, por temor a que mis plegarias se
desperdiguen y caigan al suelo. Pero cuando el sol se pone en un cielo tranquilo,
verde pálido o azur, y la luz de su adiós permanece un largo momento sobre las
colinas solitarias, entonces envío mis plegarias a volar hacia los dioses, que
seguramente sonríen, y los dioses escuchan mis plegarias. Pero, oh, Rey, los favores
pedidos a los dioses fuera del tiempo debido nunca son completamente deseables, y,
si los dioses te autorizaran a retrasarte en la tierra, la gran edad te cargaría con fardos
cada vez más pesados, hasta que fueras un esclavo de las horas y con unas cadenas
que nadie podría romper.
El Rey dijo:

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—Los que inventaron ese fardo de la edad seguramente podrán quitarlo; reza
también en el más tranquilo atardecer del año a los dioses que hay por encima del
crepúsculo, para que yo pueda retrasarme siempre sobre la tierra, y siempre joven,
mientras sobre mi cabeza las calamidades de los dioses pasarán pero no se posarán.
Entonces Yamen respondió:
—El Rey ha ordenado, y sin embargo, entre las bendiciones de los dioses aún
grita una maldición. Los grandes príncipes que se regocijan en compañía del Rey, que
cuentan las grandes hazañas que el Rey efectuó en otros tiempos, envejecerán uno
tras otro. Y tú, oh, Rey, sentado en la fiesta y disfrutando, alabando el tiempo pasado,
verás a tu alrededor blancas cabezas que se balancean en el sueño, y hombres que
olvidan el pasado. Y entonces, uno por uno los nombres de aquellos que gozaban
contigo serán llamados por los dioses, uno por uno los nombres de las cantantes que
cantan las canciones que tanto te gustan serán llamados por los dioses, y hasta los
nombres de los que cazaron por la noche al oso gris y lo capturaron en el río
Orghoom… y no quedará más que el Rey. Entonces habrá un nuevo pueblo que no
habrá conocido los hechos antiguos del Rey, ni combatido ni cazado con él, y que no
se atreverá a disfrutar con él como sus príncipes muertos mucho tiempo atrás. Y
durante todo ese tiempo, esos príncipes que murieron serán cada vez más queridos,
cada vez más grandes en tu memoria, y todo ese tiempo los hombres que te sirvan
serán cada vez más pequeños en tu corazón. Y todas las cosas antiguas se borrarán y
aparecerán cosas nuevas, que no serán como eran las cosas antiguas, y el mundo
cambiará todos los años ante tus ojos y los jardines de tu infancia serán invadidos. Y
como tu infancia estaba en los tiempos antiguos amarás los años antiguos, pero estos,
ellos y sus costumbres serán derrotados incesantemente por los años nuevos, y ni
siquiera el poder de un Rey puede detener los cambios que los dioses han previsto
para todas las costumbres antiguas. Dirás sin cesar: «No era así», y sin cesar la nueva
costumbre prevalecerá sobre la del Rey. Cuando te hayas regocijado mil veces, te
cansarás de hacerlo. Al fin te cansarás de la caza, y pese a todo la ancianidad no se te
acercará para sofocar tus deseos que tantas veces habrán sido saciados; entonces, oh,
Rey, serás un cazador sin interés por la caza, sin nada que acosar que no haya sido
vencido mucho tiempo antes. La vejez no llegará para enterrar tus ambiciones en un
tiempo donde no haya nada a lo que puedas aspirar. La experiencia de numerosos
siglos te hará más sabio pero también más duro, y más triste, y tu mente se alejará de
tus compañeros y a todos los tendrás por imbéciles, y no te percibirán por tu sabiduría
porque tus ideas no serán sus ideas y los dioses que adoren no serán los dioses de los
tiempos antiguos. Tu sabiduría no te servirá de consuelo, sino la conciencia cada vez
más fuerte de que no sabes nada, y te sentirás como un sabio en un mundo de idiotas,
o como un idiota en un mundo de sabios, cuando todos los hombres estén tan seguros
de sí mismos, cuando tus dudas no hagan sino aumentar. Cuando todos los que
hablaban de tus hazañas antiguas hayan muerto, los que no las vieron te seguirán
hablando; hasta que uno de ellos, hablándote de tus hechos valerosos, añada más de

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lo debido, incluso cuando se habla con un Rey, y empezarás a dudar de lo que fueron
aquellos grandes triunfos; no habrá nadie para decírtelo, solamente los ecos de las
voces de los dioses, cantando aún en tus oídos que hace ya mucho tiempo que
llamaron a los príncipes que fueron tus amigos. Y escucharás el conocimiento de los
tiempos antiguos muy mal contado y luego olvidado. Entonces aparecerán muchos
profetas que pretenderán haber descubierto ese conocimiento antiguo. Así
comprenderás que la búsqueda del conocimiento es vana, como la caza es vana, como
son vanos los gozos, y vanas todas las cosas. Un día comprenderás que es vano ser
Rey. Mucho te cansarán las aclamaciones del pueblo, hasta que llegue un momento
en que la gente se canse de los Reyes. Entonces comprenderás cjue has sido
desarraigado de tus tiempos antiguos, y replantado en años que no son nada para ti, y
bromas totalmente nuevas en tus oídos reales caerán sobre tu cabeza como granizo,
cuando hayas perdido la corona, cuando aquellos que se han convertido en abuelos y
de niños acudieron a besarte los pies se burlarán de ti porque no habrás aprendido a
negociar con oro.
»Todas las maravillas de los tiempos futuros no podrán compensarte por los
viejos recuerdos que cada año que pase relucirán cada vez con más calor, cada vez
con más brillo, retrocediendo en los años que los dioses reúnen. Y volviendo siempre
a tus príncipes muertos mucho tiempo atrás y a los grandes Reyes de otros reinos de
los tiempos antiguos, no lograrás ver la grandeza que un pueblo que se apresura y se
burla podrá alcanzar en aquellos tiempos sin rey. Para acabar, oh, Rey, sentirás
cambiar a los hombres de un modo que no comprenderás, sabiendo lo que tú no
puedes saber, hasta que descubras que ya no son hombres, y que una nueva raza
dominará la tierra, cuyos antepasados eran hombres. Estos no te hablarán, porque
estarán empeñados en una búsqueda que no comprenderás, y sabrás que no puedes
formar parte de la fabricación de sus destinos, y, en un mundo de ciudades, añorarás
el aire, y la yerba que ondula y el rumor del viento entre los árboles. Luego incluso
eso finalizará con las formas de los dioses en la oscuridad, recogiendo todas las vidas
excepto la tuya, cuando las colinas escupan el calor tanto tiempo conservado por la
tierra hacia los cielos, un tiempo en que la tierra será vieja y fría, sin nada que viva en
ella, salvo un Rey.
Entonces el Rey dijo:
—Vuelve a rezar a tus malvados dioses, porque los que han amado la tierra con
todos sus jardines, sus bosques, sus arroyos cantarines, amarán todavía la tierra
cuando sea vieja y fría, y todos sus jardines se hayan secado y su objetivo haya sido
derrotado, y no quede nada más que los recuerdos.

IX

Entonces Paharn, un profeta del país de Hurn, habló.

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Paharn dijo:
—Había un hombre que sabía, pero no está aquí.
El Rey dijo:
—¿Está tan lejos que mis heraldos no pueden encontrarle en la noche, por veloces
que sean sus caballos?
El profeta respondió:
—No está más lejos de lo que tus heraldos podrían viajar en una noche, pero está
tan lejos que no podrían volver en muchos años. Fuera de esta ciudad empieza un
valle que vaga a través del mundo entero y termina en el verde país de Hurn. Por un
lado brilla en la lejanía del mar, y por el otro, un bosque, antiguo y negro, oscurece
los campos de Hurn; más allá del bosque y del mar no hay nada más, salvo el
crepúsculo y más allá del crepúsculo los dioses. En la desembocadura del valle
duerme la ciudad de Rhistaun.
»Yo nací allí, y escuchaba el murmullo de los rebaños de ovejas y vacas, y vi el
alto humo elevarse entre el cielo y los tranquilos tejados de Rhistaun, y aprendí que
los hombres no debían ir al bosque oscuro, y que más allá del bosque y del mar no
había nada más que el crepúsculo, y más allá solo los dioses. A menudo, del mundo
entero llegaban viajeros que descendían al valle sinuoso y hablaban extraños idiomas
en Rhistaun y luego volvían valle arriba para retornar al mundo. A veces, con
campanas y camellos y hombres que corrían a pie, los Reyes descendían del mundo
hasta el valle, pero los viajeros siempre se marchaban del valle y ninguno iba más
allá del país de Hurn.
»El mismo Kithneb nació en el valle de Hurn y crio conmigo los rebaños, pero
Kithneb no amaba escuchar el murmullo de los rebaños de ovejas y vacas, ni ver
alzarse el alto humo entre los tejados y el cielo, y necesitaba saber a qué distancia de
Hurn el mundo se encontraba con el crepúsculo, y a qué distancia cruzando el
crepúsculo se hallaban los dioses.
»A menudo Kithneb soñaba guardando vacas y ovejas, y mientras otros dormían
él vagaba cerca de las lindes del bosque, donde los hombres no debían ir. Y los
ancianos del país de Hurn reprendían a Kithneb cuando soñaba; sin embargo, Kithneb
todavía era un hombre como los demás hombres y vivía con sus compañeros, hasta
un día del que te hablaré, oh, Rey. Kithneb tenía ya cerca de veinte años, y él y yo
estábamos sentados cerca de las ovejas, y él miró mucho tiempo hacia un lugar donde
el bosque oscuro se encontraba con el mar, donde terminaba el país de Hurn. Pero
cuando la noche condujo el crepúsculo bajo el bosque, devolvimos nuestro ganado a
Rhistaun, y yo fui calle arriba para ver a los cuatro príncipes que, desde el mundo,
habían descendido al valle, e iban vestidos de azul y escarlata, y llevaban plumas en
la cabeza, y nos dieron a cambio de nuestras ovejas algunas piedras brillantes que,
nos dijeron, eran de gran valor por lo que comentaban los príncipes. Y yo les vendí
tres ovejas, y Darniag les vendió ocho.
»Pero Kithneb no fue con nosotros al mercado donde se encontraban los cuatro

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príncipes, sino que se fue solo a través de los campos hasta las lindes del bosque.
»Y fue al día siguiente por la mañana cuando algo extraño le ocurrió a Kithneb; le
vi al día siguiente por la mañana volviendo de los campos, y le saludé con el grito del
pastor, como solíamos llamarnos nosotros los pastores, y no me respondió. Entonces
me detuve para hablarle, pero Kithneb no dijo palabra hasta que me enfadé y le dejé
solo.
»Hablamos de Kithneb, y otros le habían visto y tampoco a ellos les había
respondido, pero a uno de ellos le dijo que había oído las voces de los dioses
hablando más allá del bosque, y que nunca más escucharía las voces de los hombres.
«Entonces dijimos: “Kithneb está loco”, y nadie le prestó atención.
»Otro tomó su lugar con los rebaños, y Kithneb se sentó por las tardes a las lindes
del bosque, en la llanura, solo.
»Así, Kithneb no habló con nadie en muchos días, pero cuando alguien le
obligaba a hablar, decía que todas las noches escuchaba a los dioses sentarse en el
bosque, llegando desde más allá del crepúsculo y del mar, y que ya no hablaba con
los hombres.
»Mientras pasaban los meses, los hombres de Rhistaun empezaron a considerar a
Kithneb como a un profeta, y nosotros adquirimos la costumbre de enseñárselo a los
forasteros que descendían al valle, llegados del mundo, y les decíamos: “Aquí, en el
país de Hurn, tenemos un profeta como no habéis visto en vuestras ciudades, porque
por la noche habla con los dioses”.
»Pasó un año sobre el silencio de Kithneb antes de que viniera a hablarme. Me
incliné ante él, porque pensábamos que hablaba con los dioses. Y Kithneb dijo: «Voy
a hablarte porque me siento muy solo. ¿Cómo voy a hablar con los hombres y
mujeres de las calles de Rhistaun cuando he escuchado la voz de los dioses cantando
por encima del crepúsculo? Pero estoy más solo en Rhistaun de lo que nadie se puede
imaginar, porque te diré una cosa, cuando escucho a los dioses, no sé lo que dicen.
Conozco, en efecto, la voz de cada uno, que sin cesar me llama y me arranca el
contento; conozco bien Sus voces cuando llaman a mi alma y la turban; sé por su
tono si disfrutan, y sé cuándo están tristes, porque incluso los dioses experimentan la
tristeza. Sé cuándo, en las caídas ciudades del pasado, y los huesos redondos y
blancos de los héroes, los dioses cantan las odas funerarias del lamento de los dioses.
Pero, ¡ay!, Sus palabras no las conozco, y los acentos maravillosos de la melodía de
Sus discursos baten sobre mi alma y se alejan sin que llegue a comprenderlos. Por eso
dejé el país de Hurn y viajé hasta la casa del profeta Arnin-Yo, y le dije que buscaba
comprender el sentido de los dioses; y Arnin-Yo me dijo que formulase la pregunta
de todos los dioses a los pastores, porque los pastores sabían lo que todo hombre debe
saber; más allá de un punto el conocimiento se convierte en tormento. Pero le dije a
Arnin-Yo que yo mismo había escuchado las voces de los dioses que sabía que
estaban allí, más allá del crepúsculo, y que no podía inclinarme ante unos dioses que
los pastores modelan con la roja arcilla que extraen con las manos desnudas de las

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colinas. Entonces, Arnin-Yo me dijo: «Olvida todo lo que has oído de los dioses e
inclínate de nuevo ante los dioses de arcilla roja que fabrican los pastores, y
encuentra el consuelo que encuentran los pastores y muere al fin, acordándote con
devoción de los dioses de arcilla roja que los pastores extraían con las manos
desnudas de las colinas. Porque los dioses que están sentados más allá del crepúsculo
se ríen de los dioses de arcilla que no dan ni placer ni alegría. Y yo le dije: “El dios
que mi madre hizo con arcilla roja extraída de la colina, que ella hizo con muchos
brazos y muchos ojos mientras me cantaba canciones que hablaban de su poder,
contándome los cuentos de su místico nacimiento, ese dios está perdido y roto, y en
mis oídos resuena sin descanso la melodía de los dioses”. Y Arnin-Yo dijo: «Si
realmente quieres buscar el conocimiento, sabe que solo los que llegan por detrás de
los dioses pueden saber claramente su sentido. Y eso no puedes hacerlo más que si
tomas un barco y zarpas desde Hurn, enfilando hacia la costa cerca del bosque. Allí,
los acantilados marinos giran a la izquierda, o al sur, y el crepúsculo que viene de
debajo del mar bate directo bajo ellos; y allí podrás girar por detrás del bosque. Allí
donde el borde del mundo se mezcla con el crepúsculo, los dioses acuden por la
noche, y, si puedes llegar a ellos por detrás, escucharás claramente Sus voces,
batiendo espléndidas sobre el mar, y llenando todo el crepúsculo con el ruido del
canto, y conocerás el sentido de los dioses. Pero donde los acantilados giran a la
izquierda está sentado el dios Brimdono, el torbellino más viejo del mar, que ruge
para guardar a sus señores. Los dioses lo han encadenado para siempre en el fondo
del mar para que guarde la puerta del bosque que se encuentra por encima de los
acantilados. Allí, si puedes escuchar la voz de los dioses como has dicho, conocerás
claramente su significado, pero eso no te será de gran ayuda cuando Brimdono te
arrastre al fondo, a ti y a tu nave».
»Así me habló Kithneb.
»Pero le dije: “Oh, Kithneb, olvida a esos dioses que guardan los torbellinos más
allá del bosque y, si tu diosecillo se ha perdido, adora conmigo el diosecillo que me
fabricó mi propia madre. Hace miles de años, conquistó ciudades pero ya no es un
dios colérico. Rézale, Kithneb, y te dará comodidad y el aumento de tus rebaños y
una dulce primavera y, para terminar, una dulce salida a tus días”.
»Pero Kithneb no me escuchó y solamente me ordenó que encontrase un barco de
pescador y hombres que remaran en él. Así, al día siguiente, embarcamos en el país
de Hurn en un barco de los que emplean los pescadores. Y nos acompañaban cuatro
pescadores que remaban mientras yo sujetaba el timón, pero Kithneb iba sentado en
la proa sin hablar. Remontamos la costa a remo, hacia el oeste, hasta que llegó la
noche donde los acantilados giraban hacia el sur, y donde el crepúsculo brillaba entre
ellos y el mar.
»A11Í enfilamos hacia el sur y vimos casi en el acto a Brimdono. Como se
desgarra el manto púrpura de un rey muerto en la batalla para repartirlo entre otros
guerreros… así Brimdono desgarraba el mar. Y sin cesar, a su alrededor, con una

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mano nudosa Brimdono hacía girar la vela de algún navío afortunado, con el trofeo
de alguna calamidad martilleada en su apetito de náufrago desde mucho tiempo atrás,
donde debía guardar a sus amos de todos los que se hicieran a la mar. Y sin cesar una
mano vacía extendida hacia lo lejos batía ante él, de modo que no nos atrevimos a
acercarnos.
»Solo Kithneb no veía a Brimdono ni le escuchaba rugir y, cuando nos negamos a
acercarnos, nos ordenó que echáramos al mar un esquife con remos. Kithneb bajó al
esquife, sin escuchar lo que le decíamos, y remó solo hacia delante. Brimdono al
verle emitió un grito de triunfo sobre hombres y navíos, pero los ojos de Kithneb
estaban vueltos hacia el bosque mientras se acercaba por detrás a los dioses. Sobre su
rostro, el crepúsculo brillaba en todo su esplendor tras descender de sus moradas de la
noche para iluminar la sonrisa que le había llegado a los ojos cuando se acercaba a
los dioses por la espalda. El, que había encontrado a los dioses por encima de sus
acantilados en penumbras, él que había oído de cerca Sus voces y que al fin conocía
su significado, él, desde el mundo sin alegría, con sus dudas y sus profetas
mentirosos, con todos los significados ocultos, allí donde al fin resonó clara la
verdad… Brimdono se lo llevó».
Cuando Paharn dejó de hablar, en los oídos del Rey todavía parecía resonar
exultante por sus triunfos antiguos y por la toma de tantos navíos el rugido de
Brimdono.

Entonces Mohontis habló, profeta ermitaño, que vivía en los bosques profundos y
sin viajeros que protegen en lago llana.
—He soñado que al oeste de todos los mares veía en una visión la boca de
Munra-O, guardada por puertas de oro, y que a través de los barrotes de las puertas
que guardan el río misterioso de Munra-O, veía brillar navíos de oro, en los que los
dioses iban y venían a través del crepúsculo de la tarde. Y vi que Munra-O era un río
de sueño, tal como llega en la noche a los jardines añorados, para acunar nuestra
infancia mientras dormimos bajo los frontones inclinados de nuestras antiguas
moradas. Y Munra-O deslizaba sus sueños desde el interior desconocido, y los
deslizaba bajo las puertas de oro y hasta el gran mar sin que se les notara, hasta que
batían lejos en los bajíos y murmuraban canciones de antaño a las islas del sur, donde
aúllan himnos tumultuosos a los picos del norte; donde se lamentan, desolados,
contra unas rocas a las que nadie acude en sueños que no podrían ser soñados.
»Muchos son los dioses que, en la penumbra de una noche de verano, recorren el
río. Yo he visto allí, en un alto navío todo de oro, a los dioses de la pompa de las
ciudades; he visto alK dioses de esplendor en navíos engarzados con joyas hasta la
quilla; dioses de magnificencia y dioses de poder. He visto los oscuros navíos y el

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brillo del acero de los dioses cuyo comercio es la guerra, y he escuchado las melodías
de las campanas de plata alineadas en el aparejo de las cuerdas de las arpas mientras
los dioses de la melodía atravesaban a vela la penumbra sobre el río de Munra-O. ¡El
maravilloso río Munra-O! Vi un navío gris de velas de telaraña totalmente iluminado
por gotas de rocío, y en su proa se alzaba un gallo escarlata, con las alas totalmente
abiertas, cuando los dioses del alba navegaban sobre Munra-O.
»Es costumbre de los dioses llevar las almas de los hombres al filo de ese río,
hacia el este, allí donde el mundo en la lejanía se enfrenta a Munra-O. Supe entonces
que, cuando los dioses del Orgullo del Poder y los dioses de la Pompa de las
Ciudades viajaron río abajo en sus grandes navíos de oro para acompañar otras almas
al este, sobre el río, con presteza, y entre los navíos, se abrió camino en su barca de
corteza de abedul el dios Tarn, el cazador, llevando mi alma al mundo. Y sé ahora que
descendió la corriente en la penumbra, manteniéndose en el centro y que se movía
silencioso y rápido entre los navíos, manejando un remo doble. Ahora me acuerdo del
brillo amarillo de los grandes navíos de los dioses de la Pompa de las Ciudades y, por
encima de mi cabeza, la proa inmensa de los dioses del Orgullo del Poder, y de Tarn,
sumergiendo la parte derecha de su remo en el río, levantando muy arriba la parte
izquierda y que las gotas brillaban y caían. Así Tarn el cazador me condujo hasta el
mundo que se encuentra frente al mar del oeste, a la puerta del Munra-O. Y así
descubrí el placer de la caza, aunque haya olvidado a Tarn, y que me condujo a
lugares musgosos, y bosques oscuros, y me convertí en primo del lobo y miré al lince
a los ojos, y conocí al oso; y los pájaros me llamaban con aires medio recordados, y
vino a mí un amor profundo por los grandes ríos y todos los mares del oeste, y una
desconfianza ante las ciudades, y todo aquel tiempo olvidé a Tarn.
»No conozco el alto galeón que vendrá a por ti, oh, Rey, ni qué remeros, vestidos
de púrpura, remaran a las órdenes de los dioses cuando subas lleno de pompa el río de
Munra-O. Para mí, Tarn espera donde los Mares del Oeste rompen el límite del
mundo, y mientras pasen los años sobre mí y el amor por la caza se vaya reduciendo,
mientras el encanto de los bosques sombríos y de los lugares musgosos vayan
muriendo en mi espíritu, las olas más pequeñas lamerán cada vez con más fuerza los
flancos de mi barca de corteza de abedul donde, con su remo doble, Tarn espera.
»Pero cuando mi alma ya no sepa lo que son los bosques, ni esté emparentada con
las criaturas de la oscuridad, cuando todo lo que Tarn le dio se haya perdido, entonces
Tarn me volverá a llevar por los mares del oeste, allí donde todos los años recordados
flotan lánguidamente con el subir y el bajar de las mareas, para volver a llevarme al
río Munra-O. Y lejos río arriba quizá cazaremos criaturas cuyos ojos taladran la
noche mientras acechan alrededor del mundo, porque Tarn siempre fue un cazador».

XI

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Entonces habló Ulf, que era profeta y vivía en Sistrameides en un templo
antiguamente dedicado a los dioses. El rumor había adivinado que los dioses habían
andado allí, una vez, en la oscuridad. Pero el Tiempo, cuya mano va contra los
templos de los dioses, lo había maltratado y derribado sus pilares y plantado sobre sus
ruinas su signo y su sello: Ulf estaba en él solo. Y Ulf dijo:
—Parte, oh, Rey, un río que se aparta de la tierra y encuentra un mar poderoso
cuyas aguas se mecen a través del espacio y proyecta sus olas sobre las orillas de
cada estrella. Son el río y el mar de las Lágrimas de los Hombres.
El Rey dijo:
—Los hombres no han escrito nada sobre ese mar.
El profeta respondió:
—¿Acaso no han corrido ríos de lágrimas, por la noche, saliendo de las ciudades
dormidas? ¿Las penas de diez mil casas no han enviado hacia ese río sus torrentes
cuando el crepúsculo caía, cuando todo callaba y cuando no había nadie para
escuchar? Si hubo esperanzas, ¿todas se cumplieron? ¿No hubo conquistas y amargas
derrotas? Y las flores, al terminar la primavera, ¿no murieron en los jardines de tantos
otros niños? Lágrimas suficientes, oh, Rey, lágrimas suficientes han salido de la tierra
para descender hasta aquel mar, que es profundo, y ancho, y los dioses lo conocen y
proyecta sus salpicaduras sobre las orillas de todas las estrellas. Tú bajarás por ese río
y atravesarás ese mar a bordo de un navío de suspiros, y a tu alrededor, sobre el mar,
volarán las plegarias de los hombres, que sobre alas blancas se alzarán por encima de
sus pesares. A veces, en el velamen, a veces llorando a tu alrededor, volarán las
plegarias que no pudieron conseguir que te quedases en Zarkandhu. Muy por encima
de las aguas, y sobre las alas de las plegarias, palpita la luz de una estrella
inaccesible. Ninguna mano la ha tocado, nadie ha ido hasta ella, no tiene sustancia,
no es nada más que luz, es la estrella de la Esperanza, y brilla muy por encima del
mar e ilumina el mundo. No es más que una luz, pero los dioses la han regalado.
»Guiado por la única luz de esa estrella, los millones de plegarias que verás a tu
alrededor vuelan hacia el Salón de los Dioses.
»Los suspiros guiarán tu navío de suspiros por encima del Mar de las Lágrimas.
Pasarás cerca de islas de risa e islas de canciones, tumbadas sobre el mar, y todas
inundadas en las lágrimas que las olas del mar, empujadas por los suspiros, lanzan
sobre sus rocas.
»Pero al fin llegarás con las plegarias de los hombres al Salón de los Dioses,
donde los tronos de los dioses están labrados en ónice y agrupados en círculo
alrededor del trono de oro del más viejo de los dioses. Y allí, oh, Rey, no esperes
encontrar a los dioses, pero, inclinado sobre el trono de oro y portando un manto de
su señor, verás la silueta del Tiempo, con sangre en las manos, y, colgando
indolentemente de su mano, una espada goteante y totalmente empapada en sangre,
pero los sitiales de ónice estarán vacíos.

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»A11Í está sentado, sobre el trono de su señor, balanceando indolente la espada, o
cortando con su filo, cruel, las plegarias de los hombres que yacen formando un
ensangrentado montón a sus pies.
»Durante un momento, oh, Rey, los dioses habrán intentado resolver los
problemas del Tiempo, durante un momento ellos lo habrán reducido a la esclavitud,
y el Tiempo habrá sonreído y obedecido a sus amos, durante un momento, oh, Rey,
durante un momento. El, que no ha perdonado nada, ni perdonado a los dioses,
tampoco te perdonará a ti».
Entonces el Rey habló con tristeza en la Sala de los Reyes, y dijo:
—¿No puedo encontrar a los dioses, y puede que ni siquiera sea capaz de mirarles
a la cara, al fin, para saber si serán favorables? A ellos, que me enviaron a la tierra,
les saludaría de buen grado a mi vuelta, si no como un Rey que vuelve a su propia
ciudad, sí como alguien que, tras haber recibido una orden y obedecerla ha merecido
algo de aquellos para quienes trabajó. Yo les miraría de buen grado a la cara, oh,
profeta, y les preguntaría muchas cosas, y conocería la causa de muchas otras.
Esperaba, oh, profeta, que esos dioses que sonreían en mi infancia, cuyas voces
agitaban el aire de la noche en los jardines de mi juventud, pudieran volver a hacerlo
cuando, al fin, fuese a buscarles. Oh, profeta, si eso no debe ser, haz por los dioses de
mi infancia un gran himno funerario, y fabrica campanas de plata, y, colgándolas casi
todas en árboles como los que crecían en el jardín de mi infancia, donde se
balanceaban, canta ese himno funerario en el crepúsculo: y cántalo cuando revolotee
la humilde mariposa nocturna, cuando el murciélago salga al fin de su nido; cántalo
cuando las brumas blancas se eleven del río, cuando el humo sea pálido y gris,
cuando las flores aún estén cerradas y las voces no se hayan despertado, cántalo
cuando todas las cosas lloren al día, o incluso cuando las grandes luminarias de los
cielos empiecen a brillar, y la noche con sus esplendores usurpe el lugar del día.
Porque, si los dioses antiguos mueren, lamentémonos por ellos, antes de que llegue la
nueva, mientras el mundo entero aún se estremece por haberlos perdido.
»Por que, al fin, oh, profeta, ¿qué queda? Solamente los dioses de mi infancia,
muertos, y solo el tiempo andando a grandes pasos, inmenso y solitario en los
espacios, haciendo temblar de frío a la luna y palideciendo la luz de las estrellas y
esparciendo sobre la tierra, con sus dos manos, el polvo del olvido sobre los campos
de los héroes y los Templos destruidos de los dioses más antiguos».
Pero cuando los demás profetas escucharon las palabras dolorosas que
pronunciaba el Rey en su Salón, exclamaron todos:
—No es como ha dicho Ulf, sino como lo he dicho yo… y yo… El Rey se quedó
un buen rato sin hablar, reflexionando. Mientras, abajo, en la ciudad, en una calle
entre las casas, seguían reunidos los que acostumbraban bailar delante del Rey, y los
que le llevaban el vino en copas labradas. Se habían retrasado bastante en la ciudad,
esperando que el Rey pudiera enternecerse y desease verles una vez más, con el
rostro amable, y pedirles vino y canciones. Al día siguiente por la mañana, partieron

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en busca de un nuevo reino entre las casas y a lo largo del gris camino para ver por
última vez el palacio del Rey Ebalon; y Hojas Holladas, la bailarina, exclamó:
—Nunca más, nunca más, nunca, cruzaremos la gran sala esculpida para bailar
delante del Rey. El, que hoy examina la magia de sus profetas, nunca más considerará
la maravilla de la danza y, entre los antiguos pergaminos, extraño y sabio, encontrará
los torbellinos del tejido, cuando juntos cantamos al compás de la Danza de los Mil
Pasos.
Con ella estaban Fuente de Plata y Relámpago de Verano, y Sueño del Mar,
lamentándose todas de no poder volver a bailar para alegrar los ojos del Rey.
E Intahn, que llevó al banquete, durante cincuenta años, la copa del Rey, con
cuatro zafiros incrustados tan gruesos como ojos, dijo, extendiendo sus manos hacia
el palacio y haciendo una señal de despedida:
—Ni toda la magia de la profecía, ni siquiera la videncia o la percepción, pueden
igualar los poderes del vino. Tras pasar por la pequeña puerta del Salón del Rey se
bajan luego cien escalones y muchos pasadizos inclinados, abiertos en el frescor de la
tierra, hasta llegar a una gruta más grande que el Salón. Allí, detrás de una cortina
tejida por la araña, reposan los toneles de vino que suelen regocijar los corazones de
los Reyes de Zarkandhu. En islas muy lejos al este, la viña, de cuyo corazón alguna
vez fue prensado aquel vino, ha trepado a las alturas ayudándose con más de un
sólido zarcillo, y ha visto el mar y los navíos de los tiempos antiguos y de los
hombres muertos desde hace mucho tiempo, y luego ha vuelto al suelo y se ha dejado
cubrir por las malas hierbas. Y, verdes por la humedad de los años, reposan allí tres
toneles que una ciudad no cedería antes de que todos sus defensores estuvieran
muertos y sus casas quemadas; y sin cesar al alma de ese vino se añade un fuego más
ardiente con el paso de los años. Era mi orgullo ver que en un banquete, en los
tiempos antiguos, volvía portando en la copa de zafiro el fuego de los Reyes antiguos,
y ver el ojo del Rey brillar y su rostro ennoblecerse y hacerse más parecido al de sus
padres mientras bebía aquel brillante vino.
»Y ahora el Rey busca la sabiduría entre sus profetas, mientras toda la gloria del
pasado y todo el chispeante esplendor del presente envejecen olvidados a sus pies.
Cuando se hubo callado, los coperos y las mujeres que bailaban miraron largo
tiempo y en silencio el palacio. Luego, uno tras otro, se despidieron de él antes de
darse la vuelta para partir, y mientras tanto, un heraldo, invisible en la oscuridad, se
apresuró hacia ellos.
Tras un largo silencio, el Rey habló:

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HOJAS HOLLADAS BAILÓ…

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—Profetas de mi Reino —dijo—, no habéis profetizado las mismas cosas, y las
palabras de cada uno de vosotros condena las palabras de los demás, de modo que la
sabiduría no puede encontrarse entre los profetas. Pero doy orden de que nadie en mi
Reino pueda dudar de que los primeros Reyes de Zarkandhu acumularon vino bajo
este palacio, antes de la construcción de la ciudad, antes incluso de que se
construyese el palacio, y daré órdenes para que se celebre un gran banquete
inmediatamente en esta Sala, para que podáis entender que el poder de mi vino es
mucho más grande que vuestros encantamientos, y que la danza es más maravillosa
que la profecía.
Las bailarinas y los porteadores de vino fueron llamados, y mientras la noche
llegaba a su término, se preparó un banquete y se les pidió a todos los profetas que se
sentaran, Samahn, Ynath, Monith, Ynar, Thun, el Profeta de los Viajes, Zornadhu,
Yamen, Paharn, Mohontis, Ulf, y uno que todavía no había hablado ni revelado su
nombre, y que portaba su manto de profeta cubriéndole el rostro.
Los profetas empezaron a divertirse, como se les había ordenado, y hablaron
como hablan los demás hombres, salvo aquel cuyo rostro estaba cubierto, que ni
comió ni habló. Una vez, sacó la mano de su manto y tocó el uno de los capullos de
una de las flores que había sobre la mesa, y el capullo cayó.
Llegó Hojas Holladas y bailó de nuevo, y el Rey sonrió, y Hojas Holladas fue
feliz aunque no poseía la sabiduría de los profetas. Y yendo y viniendo, yendo y
viniendo, yendo y viniendo entre las columnas de la Sala giró Relámpago de Verano
en el laberinto de la danza. Y Fuente de Plata se inclinó ante el Rey y bailó, y bailó, y
se inclinó de nuevo, y el viejo Intahn no dejó de ir a la gruta del Rey, gravemente,
entre las bailarinas, pero con la mirada dulce, y cuando el Rey hubo bebido algunos
sorbos del vino de los antiguos Reyes, mandó llamar a Sueño del Mar y la rogó que
cantase. Y Sueño del Mar llegó de debajo de las arcadas y cantó acerca una isla
construida con magia de perlas, encastrada en un mar de rubíes, que se encontraba
muy lejos al sur, protegida por arrecifes desmenuzados donde naufragaban los
pesares del mundo y nunca llegaban a la isla. Y el sol siempre poniente enrojecía el
mar e iluminaba la isla mágica y nunca se hacía de noche; y alguien siempre cantaba,
sin fin, para atraer el alma de un Rey que gracias a algún encantamiento podría
remontar los arrecifes guardianes para encontrar en la isla de perla el reposo y no
volver a ser atormentado y solo ver las penas estrellándose en los arrecifes exteriores,
contusionadas y rotas. Entonces Alma del Sur se levantó y cantó acerca de una fuente
que buscaba siempre alcanzar el cielo y que estaba condenada a caer siempre al suelo,
siempre, hasta el final…
¿Fue con el arte de Hojas Holladas, o con el canto de Sueño del Mar, o con el
fuego del vino de los antiguos Reyes con lo que Ebalon se despidió amablemente de
sus profetas al tiempo que la mañana hizo palidecer las estrellas? Luego, a lo largo de
los corredores que Humillaban las antorchas, el Rey volvió a sus habitaciones y, tras
cerrar la puerta de la sala vacía, vio súbitamente una silueta que llevaba el manto de

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un profeta; y el Rey vio que era aquel cuyo rostro estuvo oculto durante el banquete,
y que no había revelado su nombre.
El Rey dijo:
—¿Tú también eres un profeta?
El personaje respondió:
—Soy un profeta.
El Rey dijo:
—¿Sabes tú, tú, algo acerca del viaje del Rey?
El personaje respondió:
—Lo sé, pero nunca lo he dicho.
El Rey dijo:
—¿Quién eres tú que tanto sabes y que nada dices?
El otro respondió:
—Yo soy EL FIN.
Entonces el personaje de la capa se fue con grandes pasos del palacio, y el Rey,
sin que le vieran los guardias, prosiguió su viaje.

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MÁS ALLÁ DE LOS CAMPOS QUE CONOCEMOS

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LAS PUERTAS DEL YANN.

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Nota del editor

ás allá de los campos que conocemos, en el País de los Sueños, se extiende


M el Valle del Yann donde el poderoso río del mismo nombre, tras nacer en las
Colinas de Hap, se desliza ocioso en un enorme sueño evocador de acantilados de
amatista, bosques llenos de orquídeas y antiguas y misteriosas ciudades hasta que
llega a la Puerta del Yann y desemboca en el mar.
Hace algunos años un poeta visitó aquellas tierras y bajó por el Yann en una
embarcación llamada Pájaro del Río, y volvió sano y salvo a Irlanda, donde
describió, en un cuento llamado «Días ociosos en el país del Yann», las maravillas de
aquel viaje. Aquel cuento de maravillosa belleza encontró ion hueco en un libro
titulado Cuentos de un soñador, donde puede encontrársele junto con otros relatos del
mismo poeta.
Con el paso de los días, el atractivo del río y los agradables recuerdos de los
compañeros de a bordo han hecho crecer en el alma del poeta un constante deseo de
poder viajar de nuevo Más allá de los campos que conocemos y llegar a las orillas del
Yann; cierto día, pasando por la calle del Pasadizo, que conduce desde el
PLmbankment hasta el Strandy que tanto ustedes como yo quizá no hubiéramos
advertido al pasar, el poeta encontró la puerta que permite adentrarse por el camino
del País de los Sueños.
En dos ocasiones atravesó lord Dunsany la puerta de la calle del Pasadizo y
volvió al valle del Yann y de cada una de ellas escribió un cuento; uno, acerca de su
búsqueda del Pájaro del Río; el otro, sobre un poderoso cazador que vengó la
destrucción de Perdóndaris, donde, en el primer viaje, el capitán hizo escala y
comerció en la ciudad. Debe aclararse a aquellos que lean ahora estos nuevos cuentos
y que nunca antes hayan estado Más allá de los campos que conocemos que los
editores reimprimen en este volumen «Días ociosos en el País del Yann».

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Días ociosos en el país del Yann

A sí fue como descendí de los bosques para llegar a la orilla del Yann, donde
encontré, como había sido profetizado, el buque Pájaro del Río, dispuesto a
largar amarras. El capitán estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el puente
blanco, con su cimitarra al alcance de la mano, metida en su vaina adornada con
piedras preciosas, y los marineros se esforzaban por desplegar las ligeras velas,
disponiéndose a llevar el barco hasta la corriente central del Yann mientras cantaban
antiguas y consoladoras melodías. Y el viento de la tarde, que descendía desde los
frescos campos nevados de alguna montañosa morada de los dioses lejanos, apareció
repentinamente, como las noticias alegres que se reciben en una ciudad ansiosa, e
hinchó las velas que parecían alas.
Así llegamos a la corriente central, donde los marinos arriaron las velas más
grandes. Pero yo estaba inclinándome ante el capitán para averiguar lo que sabía
acerca de los milagros y las apariciones de los dioses entre los hombres, acerca de los
dioses más sagrados del país del que provenía, fuera cual fuese. Y el capitán
respondió que provenía de Belzoond la Bella, y adoraba a dioses que estaban entre
los más inferiores y los más humildes, que raramente enviaban el hambre o la
tormenta, y a los que se apaciguaba fácilmente con pequeñas batallas. Y yo le dije
que provenía de Irlanda, que es un país de Europa, y al oírlo, el capitán y todos los
marineros se rieron y dijeron: «No hay ninguna tierra con ese nombre en el País de
los Sueños». Cuando dejaron de burlarse de mí, expliqué que mi imaginación me
transportaba principalmente al desierto de Cuppar-Nombo, y a una bella ciudad azul
cuyo nombre era Golthoth la Condenada, totalmente protegida del mundo por lobos y
sus sombras, una ciudad que llevaba en la desolación hacía años a causa de una
maldición que los dioses pronunciaron un día de cólera y que no pudieron luego
anular. Y que a veces mis sueños me conducían hasta Pungar Vees, la ciudad de las
murallas rojas donde se hallan las fuentes, y que comercia con las Islas de Thul.
Cuando hube hablado, alabaron las moradas de mi imaginación, diciendo que, aunque
nunca habían visto aquellas ciudades, eran dignas de ser imaginadas. El resto de la
tarde negocié con el capitán la suma que le pagaría por mi pasaje, si Dios y la marea
del Yann nos llevaban sin contratiempos hasta los acantilados del mar, que reciben el
nombre de Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann.
El sol ya se había puesto, y todos los colores del mundo y de los cielos lo
festejaron, y se esquivaron los unos a los otros ante la inminente llegada de la noche.
Los papagayos se encontraban a tiro de ala en sus junglas, a cada lado del río, los
monos, formando filas protectoras sobre las ramas más altas de los árboles, se
mantenían silenciosos y adormecidos, las luciérnagas en lo más profundo de los
bosques revoloteaban en todas direcciones, y las grandes estrellas empezaron a brillar

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para contemplar el rostro del Yann. Luego, los marineros encendieron linternas y las
colgaron alrededor del buque, y la luz, repentinamente, brilló y deslumbró el Yann, y
los patos que cazaban a lo largo de sus orillas pantanosas echaron a volar súbitamente
y describieron grandes círculos en el cielo, y vieron las lejanas extensiones del Yann,
y la bruma blanca que arremolinaba suavemente la jungla, antes de volver a sus
marismas.
Entonces, los marineros se arrodillaron en los puentes y rezaron, no todos juntos,
sino cinco o seis cada vez. Uno junto a otro se arrodillaban cinco o seis hombres,
porque no rezaban al mismo tiempo más que hombres de diferentes confesiones, de
manera que ningún dios pudiera escuchar a dos hombres rezando por él al mismo
tiempo. En cuanto un hombre terminaba su plegaria, otro de la misma fe ocupaba su
puesto. Así se arrodillaba el grupo de cinco o seis, con la cabeza inclinada bajo la
vela temblorosa, mientras la corriente central del Yann nos llevaba hacia el mar, y sus
plegarias se elevaban entre las linternas y se iban hacia las estrellas. Y a sus espaldas,
en la popa del navío, el timonel recitaba en voz alta la oración del timonel, que es
recitada por todos los que tienen su misma profesión en el río Yann, sea cual sea su
fe. Y el capitán rezó a los pequeños dioses menores, los diosescillos que bendicen
Belzoond.
Sentí que yo mismo debía rezar. Y sin embargo no me seducía la idea de rezarle a
un dios celoso, allí donde los dioses débiles y afectuosos que aman los paganos eran
humildemente invocados; así fue como pensé en Sheol Nugganoth, a quien los
hombres de la jungla han abandonado hace ya mucho tiempo, y que está ya solo y sin
nadie que le adore; y fue a ese dios al que rogué.
Sobre los que rezábamos descendió súbitamente la noche, como siempre
desciende sobre los hombres que rezan por la noche y también sobre los que no
rezan; sin embargo, nuestras plegarias reconfortaron nuestras propias almas cuando
pensamos en la Gran Noche que estaba por venir.

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EL PÁJARO DEL RÍO.

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Y el Yann nos transportaba orgulloso, porque estaba henchido de la alegría de las
nieves fundidas que el Poltiades le traía desde las colinas de Hap, y el Marn y el
Migris eran enormes y llenos de inundaciones; poderoso, nos llevó más allá de Kyph
y de Pir, y vimos las luces de Goolunza.
Pronto todos estuvimos dormidos, salvo el timonel, que mantenía el navío en la
corriente central del Yann.
Cuando el sol se alzó, el timonel dejó de cantar, porque era cantando como se
daba valor en la noche solitaria. Cuando cesó el canto, repentinamente todos nos
despertamos; otro tomó el timón, y el timonel durmió.
Sabíamos que no tardaríamos en llegar a Mandaroon. Desayunamos y el capitán
apareció. El capitán dio una orden, y los marineros desplegaron las velas mayores, y
el navío viró y se apartó de la gran corriente del Yann y entró en un puerto, bajo las
rojas murallas de Mandaroon. Allí, mientras los marineros desembarcaban para ir en
busca de frutas, me fui solo hasta la puerta de Mandaroon. Ante ella había algunas
chozas, en las cuales vivía la guardia. Un centinela de larga barba blanca estaba ante
la puerta, con una lanza herrumbrosa entre las manos. Llevaba gruesos anteojos
cubiertos de polvo. A través de la puerta vi la ciudad. Una tranquilidad mortal la
envolvía totalmente. Los caminos no parecían haber sido hollados, el musgo en los
umbrales era espeso; en el mercado solo se veía gente dormida y apretujada. Un olor
de incienso se filtró por la puerta, incienso y adormideras quemadas, y se escuchó el
zumbido del eco de unas lejanas campanas. Le dije al centinela, en el idioma de la
región de Yann: «¿Por qué duermen todos en esta ciudad inmóvil?».
Respondió: «Nadie puede preguntar nada ante esta puerta por miedo a despertar a
los que viven en la ciudad. Porque, cuando se despierten, los dioses morirán. Y
cuando los dioses hayan muerto, puede que los hombres no sueñen más». Y quise
preguntarle que cuáles eran los dioses que la ciudad adoraba, pero él levanto la lanza,
porque nadie podía hacer preguntas ante la puerta. Allí le dejé, para volver al Pájaro
del Río.
Sin ninguna duda, Mandaroon era hermosa, con sus minaretes blancos apuntando
por encima de sus rojas murallas y el verde de sus tejados de cobre.
Cuando volví al Pájaro del Río, vi que los marineros habían vuelto a bordo. No
tardamos en izar el ancla, nos apartamos del puerto, volvimos al centro del río. El sol
iba ya hacia su cénit, y nos acompañaba sobre el río Yann el canto de miles de coros
que le asisten en su viaje alrededor del mundo. Porque las pequeñas criaturas que
tienen numerosas patas, despreocupadas, habían desplegado sus alas de gasa en el
aire, como un hombre que apoya los codos en el reborde del balcón y lanza al sol sus
alabanzas de júbilo y ceremonia; o bien se movían en danzas ondulantes, complejas y
vivas, o se apartaban para evitar la caída de unas gotas de agua que la brisa había
desprendido de alguna orquídea de la jungla; las gotas helaban el aire, apartándolo
ante ellas, que giraban en su caída hacia el suelo; pero las criaturas cantaban
victoriosas. «Porque el día esté de nuestra parte», decían, «y que nuestro alto y

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sagrado padre, el Sol, haga venir de las marismas otras vidas como las nuestras, o que
el mundo termine esta noche». Así cantaban todos aquellos seres cuyos timbres son
familiares a los oídos de los hombres, así como aquellos cuyos timbres son más
numerosos aún no han sido oídos.
Para aquellas criaturas un día de lluvia es como un siglo de guerra que destruyera
continentes durante lo que dura la vida de un hombre.
Luego también llegaron desde la selva vaporosa, para ver y regocijarse bajo el
sol, las mariposas, inmensas y lánguidas. Y bailaron, pero perezosamente, en los
caminos del aire, como reinas altaneras que bailaran en un miserable exilio,
arrancadas por conquista de sus lejanas tierras; bailarían en algún campamento
romaní para obtener el necesario sustento, pero nunca lo harían para conseguir algo
que no necesitasen.
Y las mariposas cantaban cosas extrañas y pintarrajeadas, orquídeas violetas,
ciudades rosadas perdidas para siempre, colores monstruosos de la putrescencia de la
jungla. También ellas cantaban entre aquellos cuyas voces no son percibidas por los
oídos de los hombres. Y mientras flotaban por encima del río, volando de bosque en
bosque, su esplendor era igualado por la belleza hostil de los pájaros que saltaban en
su persecución. O a veces se posaban sobre las florescencias blancas y serosas de esas
plantas que reptan y trepan por los árboles de la jungla; y batían sus alas púrpuras
intermitentemente sobre las grandes flores, parecidas a túnicas de seda que brillaran
sobre la nieve al paso de las caravanas de Nuri a Thace, cuando los hábiles
mercaderes las extienden unas al lado de otras para deslumbrar a los montañeses de
las Colinas de Noor.
Pero sobre hombres y bestias el sol envió el sopor. Los monstruos del río, en sus
orillas, yacían adormilados en el agua viscosa. Los marineros levantaron para el
capitán un pabellón con festones de oro sobre el puente y todos se fueron, menos el
timonel, bajo una vela que extendieron, a guisa de marquesina, entre dos mástiles.
Luego se contaron historias, cada uno acerca de su ciudad o de los milagros de su
dios, hasta que todos quedaron dormidos. El capitán me ofreció la sombra de su
pabellón con festones de oro, y hablamos durante un momento, en el que me dijo que
llevaba mercancías a Perdóndaris, y que volvería a Belzoond la Bella con bienes que
habrían pertenecido a los comerciantes del mar. Y mientras yo miraba a través de la
abertura del pabellón los pájaros brillantes, las mariposas que revoloteaban por
encima del río, me dormí, y soñé que era un monarca que volvía a su ciudad bajo
arcos de colgaduras, y que todos los músicos del mundo se encontraban allí,
interpretando melodiosas canciones con sus instrumentos; pero nadie aplaudía.
Al atardecer, cuando el día refrescaba, me desperté, y vi al capitán ciñéndose su
cimitarra, que se había quitado mientras descansaba.
Nos acercábamos al inmenso patio de Astahahn, que miraba al río. Extraños botes
de diseño antiguo estaban amarrados a una escalinata. Al aproximarnos vimos el gran
patio de mármol, abierto, que bordeaba la ciudad por tres de sus lados, franjeado por

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columnatas. Y en el patio y bajo las columnatas, los habitantes de aquella ciudad se
desplazaban con cuidado y solemnidad, según los ritos de una antigua ceremonia.
Todo en aquella ciudad era de factura antigua; las esculturas de sus edificios que,
cuando la edad los rompió, nunca habían sido reparados, se remontaban a unos
tiempos inmensamente remotos, y por doquier se representaban en piedra bestias que,
desde hacía ya mucho tiempo, habían desaparecido de la Tierra, como el dragón, el
grifo y el hipogrifo, y las diferentes especies de gárgolas. No se podía encontrar nada
nuevo, ya fuera material o costumbre, en Astahahn. Nadie advirtió nuestra presencia
cuando pasamos a su lado, y sus habitantes continuaron con sus procesiones y sus
ceremonias en las calles antiguas, y los marineros, que conocían sus costumbres, les
ignoraron a su vez. Pero cuando estuvimos cerca, llamé a uno de los que se
encontraba al borde del agua, preguntándole que a qué se dedicaban los que vivían en
Astahahn y qué mercancías tenían y con qué comerciaban. Dijo: «Aquí hemos
trabado y encadenado al Tiempo, que de otro modo llevaría a los dioses a la muerte».
Le pregunté que a qué dioses adoraban en la ciudad, y me respondió: «A todos los
dioses a los que el Tiempo aún no ha matado». Luego se dio la vuelta y se calló, de
acuerdo con la antigua costumbre. Y, siguiendo el deseo del Yann, derivamos río
abajo, y dejamos Astahahn. Más allá de Astahahn, el río se ensanchaba, y
encontramos gran cantidad de esos pájaros que viven de la pesca. Y eran de
maravilloso plumaje, y no provenían de la jungla, pero volaban, con su largo cuello
estirado hacia delante, sus patas colgando sobre el viento, remontando el río por
encima de la corriente central.
El crepúsculo empezaba a caer. Una espesa bruma blanca había aparecido sobre el
río, y se elevaba de él lentamente. Estrechó los árboles con sus largos dedos
impalpables, subió, subió, helando el aire, y formas blancas se fueron hacia la jungla
como si los fantasmas de los marineros naufragados partieran hacia las tinieblas,
furtivos, a la búsqueda de los espíritus malvados que los ahogaron en el Yann.
Mientras el sol se hundía en el campo de orquídeas que crecía en la cima
entremezclada de la jungla, los monstruos del río salieron chapoteando del fango en
el que descansaron cuando más calor hacía, y las grandes fieras de la selva bajaron a
beber a la orilla. Desde hacía algún tiempo, las mariposas se habían ya retirado a
reposar. En los estrechos y pequeños afluentes cuyas desembocaduras íbamos
adelantando, la noche ya parecía haber caído del todo, aunque el sol, oculto a nuestra
vista, aún no se hubiera puesto.
Los pájaros de la jungla echaron a volar, muy por encima de nuestras cabezas, la
luz del sol reflejándose rosada en sus pechos; inclinaron las alas cuando vieron el
Yann y se lanzaron entre las frondas. Y los patos silbadores empezaron a remontar el
río en grandes bandadas, todos ellos silbando; a veces daban media vuelta y se
marchaban de común acuerdo en dirección contraria. Luego, surgieron cerca de
nosotros las pequeñas cercetas, tan parecidas a flechas; y escuchamos los gritos
confusos de bandadas de ocas que, por lo que me dijeron los marineros, acababan de

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llegar de las montañas de Lispasia; acuden todos los años por el mismo camino,
bordeando el pico de Mluna y poniéndose en marcha hacia la izquierda; y las águilas
de la montaña conocen el camino y —dicen los hombres— hasta la hora; y todos los
años esperan a las ocas en ese camino, en cuanto la nieve comienza a caer sobre las
Llanuras del Norte. Pero pronto se hizo tan oscuro que no volvimos a verlas y solo
escuchamos el zumbido de sus alas, e innumerables otras, hasta que se posaron todas
en las orillas del río. Llegó entonces la hora de las aves nocturnas. Cuando los
marineros encendían las linternas para la noche, aparecieron las enormes mariposas
nocturnas, girando alrededor del barco, y algunas veces sus deslumbrantes colores se
desvelaban a la luz de las linternas, pero luego desaparecían en la noche, donde todo
era oscuridad. De nuevo rezaron los marineros, y después cenamos y dormimos, y el
timonel fue el único en vigilar por nuestros destinos.
Cuando me desperté, vi que en efecto habíamos llegado a Perdóndaris, la famosa
ciudad. Allí estaba, a nuestra izquierda, eminente y espléndida, y tanto más agradable
a nuestros ojos tras el largo espectáculo de la jungla. Echamos el ancla cerca de la
plaza del mercado, y las mercancías del capitán quedaron expuestas a las miradas del
público, y un comerciante de Perdóndaris se plantó ante ellas y las estudió. Y el
capitán, con la cimitarra en la mano, golpeaba el puente; de las planchas blancas
volaban astillas de madera. El mercader le había hecho una oferta por sus mercancías
que el capitán encontraba insultante, para sí mismo, para los dioses de su patria, que
en aquel momento decía que eran dioses terribles cuya maldición temía. Pero el
mercader levantó las manos, regordetas, mostrando así sus palmas sonrosadas, y juró
que no pensaba en él, sino en las pobres gentes que vivían ante las puertas de la
ciudad, y a quienes quería vender aquellos bienes por el menor dinero posible sin
margen alguno para él. Aquellas mercancías eran en su mayor parte gruesas
alfombras de toomarund, que cuando llegase el invierno protegerían del viento las
planchas del suelo, y de tollub, que se suele fumar en pipa. Cuando el mercader dijo
que por un piffek de más los pobres no tendrían toomarunds cuando llegase el
invierno, ni tollub por la noche: que si llegaba el caso, su anciano padre y él se
morirían de hambre. Al oír aquellas palabras, el capitán se pasó la cimitarra por la
garganta, diciendo que era un hombre arruinado y que no le quedaba más que
matarse. Mientras se levantaba cuidadosamente los pelos de la barba con la mano
izquierda, el mercader, de nuevo, inspeccionó la mercancía y dijo que, antes que ver
desaparecer a tan valeroso capitán, un hombre por que el que sentía una especial
amistad desde que le vio maniobrar su navío, su viejo padre y él mismo morirían de
buen grado; ofreció quince piffeks más.
Al oír aquellas palabras, el capitán se postró y les pidió a sus dioses que
ablandaran un poco más el amargo corazón del mercader… a sus diosecillos menores,
los dioses que bendicen Belzoond.
Al fin, el mercader ofreció un suplemento de cinco piffeks más. El capitán
empezó a sollozar, diciendo que le habían abandonado sus dioses: y el mercader

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también se puso a llorar, pensando, decía, en su anciano padre, y en su próxima
muerte por hambre; y se ocultó el rostro entre las dos manos, y palpó el tollub con los
dedos. Así se cerró el trato, y el mercader tomó las toomarunds y el tollub y sacó su
dinero de una gruesa bolsa tintineante. Toomarunds y tollub fueron embalados y tres
de los esclavos del mercader se llevaron los hatos encima de la cabeza hasta la
ciudad. En lo que duró el trato, los marineros se sentaron silenciosos y con las piernas
cruzadas siguiendo la negociación atentamente; al acabar, un murmullo de
satisfacción se elevó de la asamblea, y se pusieron a comparar entre ellos otros
regateos que habían presenciado. Descubrí, al oírlos, que había siete mercaderes en
Perdóndaris, y que todos habían acudido a ver al capitán antes de la negociación, y
que cada uno de ellos le había advertido en privado de la villanía de los demás. Y a
todos los mercaderes el capitán les ofreció el vino de su país, el que se cría en
Belzoond la Bella, pero ninguno se dejó convencer. Pero ahora que el trato se había
cerrado y los marineros se disponían a efectuar la primera comida del día, el capitán
apareció entre ellos con un tonelete de aquel vino, y dimos cuenta de él con cuidado,
disfrutándolo todos juntos. Y el capitán tenía el corazón contento, porque sabía que
había ganado honor a los ojos de sus hombres a causa del negocio efectuado. Los
marineros bebieron vino de su ciudad natal, y no tardaron en volver sus pensamientos
hacia Belzoond la Bella, y hacia Durl y Duz, las pequeñas ciudades vecinas.
Pero a mí el capitán me sirvió, en un vaso pequeñito, un pesado vino amarillo que
sacó de una garrafa que guardaba entre sus cosas sagradas. Aquel vino era espeso y
dulce, casi como miel, y sin embargo, tenía en su corazón un fuego intenso y
poderoso que tenía poder sobre el alma de los hombres. Era el fruto, me dijo el
capitán, del secreto y sutil trabajo de una familia de seis personas que vivía en una
cabaña de las montañas de Hian Min. Cierto día, en aquellas montañas, me dijo,
seguía la pista de un oso, y de pronto se encontró con un hombre de aquella familia
que perseguía al mismo oso; y aquel hombre se encontraba al final de un estrecho
sendero rodeado de precipicios, y su lanza estaba clavada en el oso, y la herida no era
mortal, y era la única arma que llevaba. El oso avanzaba hacia el hombre, muy
lentamente porque la herida le molestaba… y el oso estaba ya muy cerca del
hombre… Y lo que hizo el capitán no quiso decirlo, pero todos los años, cuando la
nieve se endurecía, cuando era fácil atravesar las montañas de Hian Min, el montañés
descendía al mercado de las llanuras y siempre dejaba para el capitán, en las puertas
de Belzoond la Bella, un frasco de aquel vino secreto y que no tenía precio.
Mientras degustaba aquel vino y hablaba con el capitán, recordé las cosas firmes
y nobles que desde hacía ya tanto tiempo había decidido acometer, y mi alma me
pareció que ganaba poder y dominaba toda la orilla del Yann. Es posible que entonces
me durmiera. O, si no me dormí, no recuerdo con detalle en lo que ocupé la mañana.
Al atardecer, me desperté y, ansioso por ver Perdóndaris antes de nuestra partida al
día siguiente, al no poder despertar al capitán, desembarqué yo solo. Perdóndaris es
sin lugar a dudas una ciudad poderosa; está rodeada por un muro de gran altura y

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buen espesor, con pasadizos para las tropas y almenas en toda su extensión, provisto a
cada milla de una fuerte torre —en total, quince— y engastado, en su parte baja, con
placas de cobre para que se las pueda leer; y esas placas cuentan en los idiomas de
aquella parte del Mundo —un idioma por placa— la historia de un ejército que un día
asaltó Perdóndaris y el destino de aquel ejército. Entré en Perdóndaris y me encontré
con que todos sus habitantes estaban bailando, vestidos con sedas brillantes, y
tocaban el tambang mientras bailaban. Una terrible tormenta les había atemorizado
mientras yo estaba durmiendo; los fuegos de la muerte, decían, habían danzado sobre
Perdóndaris, pero la tormenta, una cosa repugnante y negra, dando un salto inmenso,
se había ido, decían, a las lejanas colinas y se había vuelto desde allí para hacerles
una mueca mostrándoles sus dientes brillantes, y al pasar había pisoteado las cumbres
de las colinas hasta que estas resonaron como si fueran de bronce. A menudo se
detenían en su danza alegre y rogaban al Dios que no conocían, diciendo: «Oh, Dios
que no conocemos, Te agradecemos haber devuelto la tormenta a las colinas». Y yo
seguí andando hasta la plaza del mercado, y vi allí sobre las losas de mármol al
mercader, profundamente dormido, con el aliento pesado, el rostro y las palmas de las
manos mirando al cielo; los esclavos le abanicaban para espantar a las moscas. Y
desde el mercado fui hasta un templo de plata, luego a un palacio de ónice; y las
maravillas eran numerosas en Perdóndaris; me habría detenido para verlas todas, pero
cuando llegué a la muralla exterior de la ciudad, vi repentinamente una enorme puerta
de marfil. Me detuve un momento para admirarla, pero cuando me acerqué a ella
comprendí la terrible verdad. La puerta había sido esculpida de una única pieza.
Hui por la puerta y corrí hasta el navío, creyendo escuchar, en las montañas, muy
lejos a mis espaldas, la zancada de la bestia terrible de la que salió aquel trozo de
marfil; quizá buscaba su defensa perdida. Cuando llegué a bordo, me sentí más
seguro, y no hablé con los marineros de lo que había visto.
El capitán estaba emergiendo lentamente del sueño. La noche se deslizaba al este
y al norte, y solo las flechas de las torres de Perdóndaris guardaban aún algún destello
del sol poniente. Fui a ver al capitán y le hablé tranquilamente de lo que había visto.
Y él me hizo preguntas sobre la puerta, en voz baja, para que los marineros no
supieran nada; y le dije que el peso de la puerta era tal que no podía haberse traído de
algún lugar remoto; el capitán, por su parte, sabía que la puerta no estaba en la
muralla el año precedente. Tal bestia, en esto estuvimos de acuerdo, no podía haber
perecido bajo los golpes de los hombres; la puerta debía tener su origen en una
defensa caída; de una defensa caída en tiempos cerca de la ciudad. El capitán decidió
que era preferible huir inmediatamente; impartió sus órdenes, y los marineros fueron
a las velas, y otros levantaron el ancla, sobre el puente, y justo en el momento en que
el más alto de los minaretes de mármol perdió el último rayo de sol, dejamos
Perdóndaris, la famosa ciudad. Y cayó la noche y envolvió Perdóndaris, y la ocultó
de nuestras miradas que, por lo demás, no vieron nunca más porque, como supe
después, algo rápido y maravilloso destruyó Perdóndaris en una única jornada… sus

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torres, sus murallas y sus habitantes.
Y la noche se hizo más oscura sobre el Yann, noche blanca de estrellas. Con la
noche llegó el canto del timonel. En cuanto hubo rezado, empezó a cantar para
reconfortarse en la noche solitaria. Pero empezó por rezar, con la plegaria del
timonel. Y esto es lo que recuerdo de la plegaria, traducido a mi idioma, un débil
equivalente del ritmo que tan ampuloso me pareció en aquellas noches de los
trópicos.
«A aquellos dioses que me puedan escuchar.
»Donde quiera que haya marineros, ya sean del mar o de agua dulce; ya su
camino sea oscuro o atraviesen la tempestad; ya su peligro sea un monstruo o un
arrecife; aunque su enemigo se encuentra en la tierra o les persiga por mar; si el
timón esté frío, o el timonel aletargado; si duermen los marineros, si velan los
timoneles; vela, guarda, y llévanos hasta nuestro viejo país, que tan bien nos conoció,
a nuestras lejanas casas que conocemos.
A todos los dioses que son.
A los dioses que me puedan escuchar».
Así rezaba, y se produjo un enorme silencio. Y los marineros se acostaron para
pasar la noche. El silencio se hizo aún más profundo, turbado solamente por los
chapoteos del Yann que rozaban la proa. A veces, en el río, un monstruo tosía.
Silencio y suaves chapoteos, chapoteos suaves, de nuevo el silencio.
Luego, su soledad se le apareció al timonel, y empezó a cantar. Y cantó canciones
de los mercados de Durl y de Duz, y antiguas leyendas de los dragones de Belzoond.
Cantó muchas canciones, contándole al exótico y vasto Yann los pequeños
cuentos, las naderías de su ciudad de Durl. Y las canciones se elevaron por encima de
la jungla negra, y ascendieron por el aire claro y frío sobre todos nosotros, y los
grandes rebaños de estrellas que contemplan el Yann escucharon hablar de los
asuntos de Durl y de Duz, y de los pastores que viven en los campos que se extienden
entre una y otra, y de los corderos que tienen, y de los amores que acariciaron, y de
todas las pequeñas cosas que esperaban hacer. Y mientras yo permanecía allí
tumbado, entre pieles y mantas, escuchando aquellas canciones, y mirando las
sombras fantásticas de los grandes árboles, que eran como gigantes negros que
anduvieran cruzando la noche, me dormí de repente.
Cuando me desperté, grandes bancos de bruma huían indolentes cruzando el
Yann. Y el curso del río corría tumultuoso, y habían aparecido pequeñas olas; porque
el Yann había olisqueado los antiguos picos de Glorm, todavía lejanos, y sabía que
sus barrancos esperaban, frescos, río arriba, allí donde le alcanza el salvaje y alegre
Irillion, que aún se regocija en sus campos nevados. Bufaba para librarse del sopor
que le había dominado en la olorosa y ardiente jungla, y olvidó sus orquídeas y sus
mariposas, y avanzó turbulento, lleno de esperanza, poderoso; y pronto los picos
nevados de las Montañas de Glorm aparecieron brillantes ante nuestros ojos. Los
marinos salieron de su sueño. No tardamos en restaurarnos; luego, el timonel se

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tumbó para dormir mientras un camarada ocupaba su puesto, y le pusieron encima
sus pieles preferidas.
Un momento después escuchamos el fragor del Irillion cuando desciende,
bailando, desde los campos nevados.
Luego vimos abrirse el barranco en las Montañas de Glorm, vertiginoso y liso,
ante nosotros; y fuimos llevados por los saltarines remolinos del Yann. Habíamos
dejado atrás la jungla y sus vapores, y respirábamos el aire de la montaña; los
marineros se levantaron y se llenaron con él los pulmones, y pensaron en sus lejanas
montañas de Acroctia, en las que se encontraban Durl y Duz… y bajo ellas, en las
llanuras, se extiende Belzoond la Bella.
Una gran sombra vagaba lúgubre entre los acantilados de Glorm, pero los picos
brillaban por encima de nuestras cabezas como lunas contrahechas, y casi conseguían
iluminar las tinieblas. El canto del Irillion nos llegaba cada vez más claramente, y el
ruido de sus pasos bailando y descendiendo de los campos nevados. Y pronto lo
vimos, blanco y lleno de bruma, y coronado por arco iris delicados y pequeños,
recogidos cerca de las cimas de las montañas en algún celeste jardín del Sol. Luego,
se encaminó hacia el mar en compañía del Yann, inmenso y gris, y los acantilados se
ensancharon y se abrieron al mundo, y nuestro navío, bamboleándose, los atravesó y
encontró la luz del día.
Durante toda la mañana y el mediodía, pasamos por los pantanos de Pondoo-very;
el Yann se ensanchó, y empezó a correr lenta, solemnemente, y el capitán ordenó a
los marineros que golpearan las campanas para sobreponerse a la monotonía de los
pantanos.
Al fin vimos las montañas de Irusia, que acunaban las ciudades de Pen Kai y de
Blut, y las calles tortuosas de Mío, donde los sacerdotes engatusan a la avalancha
ofreciéndola vino y maíz. Luego, la noche cayó sobre las llanuras de Tlun, y vimos
las luces de Cappadarnia. Escuchamos a los pathnitas tocar el tambor cuando
pasamos ante Imaut y Golzunda; pero para entonces todos dormían, salvo el timonel.
Y las ciudades diseminadas a lo largo de las riberas del Yann escucharon toda la
noche las pequeñas historias de ciudades que no conocían, cantadas en la ignorada
lengua del timonel.
Me desperté antes del alba con el sentimiento de que era desgraciado, antes
incluso de darme cuenta de su causa. Luego me acordé de que la noche del día que
comenzaba, según todas las probabilidades, llegaríamos a Bar-Wul-Yann, y que
tendría que separarme del capitán y de los marineros. A decir verdad, apreciaba a
aquel hombre, porque me había dado a probar aquel vino amarillo que guardaba entre
sus objetos sagrados, y contado tantas historias de Belzoond la Bella, entre las
montañas de Acroctia y el Hian Min. Amaba las costumbres de sus marineros, y las
plegarias que decían al atardecer, uno al lado del otro, sin que se acercaran entre sí
sus dioses extranjeros. Y también por el afecto que sentía por la tierna manera en que
hablaban tan frecuentemente de Durl y de Duz, porque es bueno que los hombres

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amen su ciudad natal y las bajas colinas que la alberga.
Yo había venido a conocer a aquellos y aquellas que acudirían a su encuentro
cuando volvieran a casa, y allí donde pensaban que tendrían lugar aquellos
encuentros… algunos en un valle de las montañas de Acroctia, a la que conduce un
camino que proviene del Yann, otros a la puerta de una de sus tres ciudades, y otros
en el rincón del fuego, en su casa. Y pensé en el peligro que nos había amenazado a
todos a las afueras de Perdóndaris, un peligro que, como demostraron los
acontecimientos, era muy real.
Pensé en el reconfortante canto del timonel en la noche fría y solitaria, en el modo
en que sostuvo entre sus experimentadas manos el hilo de nuestras vidas. Y mientras
aquellos pensamientos acudían a mi mente, el timonel dejó de cantar, y yo levanté los
ojos y vi que una luz pálida se había instalado en el cielo; la noche solitaria acababa
de terminar; y el día creció, y los marinos se despertaron.
No tardamos en ver la marea del Mar en persona avanzar resueltamente entre las
orillas del Yann. Y el Yann saltó, ágil, hacia ella, y su lucha fue momentánea; luego,
el Yann y todos los suyos fueron empujados hacia el norte, y los marineros debieron
izar las velas; y como el viento era favorable, mantuvimos el rumbo.
Pasamos por delante de Gondara, y de Narl y de Haz. Y vimos Golnuz,
memorable y santa, y escuchamos rezar a los peregrinos.
Cuando nos despertamos después de la siesta de la tarde, nos estábamos
acercando a Nen, la última de las ciudades en las orillas del río Yann. Y de nuevo la
jungla nos rodeaba, a nosotros y a Nen; pero los inmensos macizos de Mloon
sobrepasaban todas las cosas, y contemplaban la ciudad por encima de la jungla.
Soltamos el ancla y descendí a la ciudad con el capitán, y vimos que los Errantes
estaban entrando en Nen.
Aquellos Errantes eran una tribu extraña y sombría que cada siete años descendía
de los picos de Mloon, por un camino que conocían y que provenía de una tierra
extraordinaria colgada allí arriba. Y todos los habitantes de Nen habían salido de sus
casas y estaban, absortos, en sus calles. Porque los hombres y las mujeres de la tribu
de los Errantes habían invadido todos los pasajes, y todos y cada uno de ellos hacía
cosas extrañas. Algunos bailaban increíbles danzas que el viento del desierto les
había enseñado, inclinándose, girando hasta que el ojo no podía seguirles. Otros
tocaban instrumentos de los que salían bellas y quejosas melodías llenas de temor que
sus almas habían aprendido, perdidas por la noche en el desierto, aquel mismo
desierto extraño y lejano del que provienen los Errantes.
Ninguno de sus instrumentos era de los que se utilizan en Nen o en alguna de las
regiones del Yann; incluso los cuernos con los que estaban hechos algunos de ellos
pertenecían a bestias que nadie había visto en el río, porque sus extremos eran muy
acerados. Y cantaban, en el idioma de ningún hombre, canciones que parecían
emparentadas con los misterios de la noche, y con los miedos irracionales que
acechan en los lugares oscuros.

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Todos los perros de Nen sentían por ellos una amarga desconfianza. Y los
Errantes se contaban entre sí cuentos espantosos, y aunque nadie en Nen podía
entender su idioma, podían, sin embargo, ver el miedo que marcaba los rostros de los
que los escuchaban; y siguiendo la historia, el blanco de sus ojos se mostraba
brillante bajo el efecto del terror, como los de cualquier bestezuela arrebatada por un
halcón. Entonces el narrador sonreía y dejaba de hablar; luego, otro contaba su
historia, y los labios del primer narrador se estremecían de terror. Y cuando por azar
aparecía una serpiente de mordedura fatal, los Errantes la recibían como si fuera su
hermana, y la serpiente parecía saludarles al pasar. Un día, incluso la más feroz, la
más mortal de las serpientes de los trópicos, la lythra gigante, salió de la jungla y
descendió por la calle, la calle principal de Nen, y ninguno de los Errantes se apartó
de ella; todos se pusieron a tocar el tambor tan fuerte como podían, como si fuera
persona muy honorable; y la serpiente atravesó su grupo y no mordió a nadie.
Los hijos de los Errantes también sabían hacer cosas extrañas, porque si uno de
ellos se encontraba con un niño de Nen, ambos se miraban en silencio, con los ojos
muy abiertos y serios; luego, el niño de los Errantes sacaba lentamente de su turbante
un pez o una serpiente viva. Y ninguno de los niños de Nen podía hacer ese tipo de
cosas.
Me hubiera gustado quedarme allí, y escuchar el himno con el que daban la
bienvenida a la noche, y al que los lobos responden desde las alturas de Mloon, pero
ya era tiempo de recoger de nuevo el ancla para que el capitán pudiera zarpar hacia
Bar-Wul-Yann con la marea alta. Subimos a bordo y continuamos Yann abajo. Y el
capitán y yo intercambiamos algunas palabras, porque ya pensábamos en nuestra
separación, que sería larga; más que hablar contemplamos el esplendor del sol
poniente. Porque el sol era de un color rojo dorado, pero una bruma ligera y baja
velaba la jungla, pues en ella se encontraban todos los humos de las ciudades de la
jungla; y aquellas fumarolas se mezclaban con la bruma para formar un único y gran
halo que se volvió de color púrpura, y que fue iluminado por el sol, al igual que los
pensamientos de los hombres se nimban con algo enorme y sagrado. A veces, de una
casa aislada se alzaba una columna que, más alta que los vapores de las ciudades,
resplandecía solitaria bajo el sol.
En aquel momento, cuando los rayos del sol brillaban casi horizontalmente,
vimos lo que había ido a ver; las dos montañas que se alzaban a cada lado del río, dos
farallones de mármol rosa que descendían hasta el río, brillando suavemente en la luz
del sol poniente; eran muy lisos, y altos como montañas, y casi se juntaban; y el Yann
pasaba tumultuoso entre ellos y al fin se encontraba con el mar.
Aquello era Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann, y en lontananza, entre la brecha,
vi el indescriptible azur del mar, sobre el que brillaban pequeños barcos de pesca.
El sol se puso, y se produjo un breve crepúsculo, y la gloria exultante de la Bar-
Wul-Yann dejó de ser; y, sin embargo, los acantilados rosados seguían reluciendo,
con todas las maravillas más bellas que podía ver el ojo… en un mundo de

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maravillas. Y pronto el crepúsculo dio paso a la salida de las estrellas, y los colores
de la Bar-Wul-Yann desaparecieron. Y la vista de aquellos acantilados me producía el
efecto del acorde que la mano de un maestro saca de un violín y que transporta al
Paraíso o al país de las hadas los trémulos espíritus de los hombres.
En la orilla, soltaron el ancha, y no fueron más lejos, pues eran marinos de agua
dulce, y no gentes de la mar; conocían el Yann, pero no las mareas de más allá.
Llegó el momento en que el capitán y yo nos despedimos el uno del otro; él
volvería a Belzoond la Bella, bajo los picos lejanos del Hian Min, y yo por sendas
extrañas seguiría el camino de los campos vaporosos que conocen los poetas, donde
se alzan pequeñas granjas desde cuyas ventanas mirando hacia el oeste se ven los
campos de los hombres, y hacia el este las brillantes montañas de los elfos, coronadas
por la nieve y que conducen de macizo en macizo a la región de los Mitos, luego, más
allá, hacia el reino de lo Imaginario, que pertenece a las Tierras del Sueño. Nos
miramos largamente, sabiendo que no volveríamos a vernos, porque mi imaginación
se debilita con el paso del tiempo y voy cada vez más raramente a las Tierras del
Sueño. Luego nos estrechamos las manos, sin guantes, por su parte, ya que no es
habitual esta forma de saludo en su país, y recomendó mi alma al buen cuidado de sus
propios dioses, sus diosecillos menores, los humildes dioses, los dioses que bendicen
Belzoond.

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La tienda de la calle del Pasadizo

A rdía en deseos de volver al Yann para ver si el Pájaro del Rio todavía hacía
sus idas y venidas y si su barbudo capitán seguía al mando, a menos que
hubiera preferido quedarse en la hermosa Belzoond, bebiendo aquel delicado vino
amarillo que los montañeses bajaban de las Hian Min. Y quería igualmente volver a
ver a aquellos marinos llegados de Durl y de Duz, y escuchar de su boca como la
gran catástrofe llegada de las colinas había destruido sin advertencia la célebre ciudad
de Perdóndaris. Y deseaba oírles, llegada la tarde, rogar a sus dioses respectivos y
sentir descender el frescor nocturno a medida que el orbe inflamado del sol se hundía
en el exótico río. Pensaba que nunca podría volver a ver las mareas del Yann, pero,
tras mi reciente abandono de la política, aquel deseo de volver a partir que poco a
poco se había ido apagando en mi interior, se reavivó repentinamente, y empecé a
considerar que pronto me sería posible ir una vez más hacia Oriente, donde el Yann,
como un orgulloso corcel blanco, corre a través del País de los Sueños.
Pero yo había olvidado cómo ir a aquellas pequeñas granjas situadas al borde de
los campos que conocemos, pero cuyas ventanas de la planta superior, una vez
desempolvadas las telarañas, daban a campos que no conocíamos y que son el punto
de partida obligado de toda aventura en el País de los Sueños.
Empecé con mi pequeña investigación y esta me dirigió hacia la tienda de un
soñador que vive no lejos del Embankment, en la City londinense. Hay tantas calles
es esa ciudad que nadie podría extrañarse de descubrir una que no hubiera visto antes.
Esta se llama calle del Pasadizo y desemboca en el Strand pero hay que estar muy
avisado para encontrarla. Y cuando se entra en la tienda de este hombre nunca se
puede pedir lo que uno desea realmente. En lugar de eso, hay que preguntarle si
dispone de tal o cual mercancía y, si responde afirmativamente, te la entrega y te
desea buenos días. Así es como él actúa. A muchos les han pillado por sorpresa
cuando han pedido algún objeto muy improbable, como la concha de la ostra de la
que se extrajo una de las perlas que forman las Puertas del Paraíso, y que al final se
han encontrado con que el viejo vendedor lo tenía en su almacén.
El hombre estaba como alejado del mundo cuando entré en su tienda; sentado en
una silla, tenía la boca entreabierta y los ojos casi completamente cerrados por sus
gruesos párpados.
—Quisiera un poco de Abama y de Pharpah, los ríos de Damasco —dije.
—¿En qué cantidad? —contestó.
—Dos metros y medios de cada, y querría que me los llevasen a mi apartamento.
—Eso es algo fastidioso —refunfuñó—. Muy fastidioso. No tenemos tales
cantidades en la tienda.
—En ese caso, me llevaré lo que tenga.

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Se levantó pesadamente y rebuscó entre sus botellas. Una de ellas estaba
etiquetada como «Nilo, río de Egipto», otras Ganges, Flegetonte o bien Jordán.
Empecé a inquietarme en cuanto a su capacidad para proveerme de lo que le pedía
cuando empezó a rezongar.
—Es muy fastidioso —repitió—. No nos queda.
—En tal caso, me gustaría que me indicase cómo puedo llegar a esas pequeñas
granjas desde cuyas ventanas los poetas pueden contemplar los campos que no
conocemos, pues deseo volver al País de los Sueños y navegar de nuevo por el
majestuoso río Yann.
Al oír aquellas palabras, el viejo se desplazó pesadamente por la trastienda, y le
seguí, observando lo gastadas que estaban sus pantuflas. La pequeña habitación
estaba atestada de ídolos y baratijas. Pero si el lugar al que llegamos era sombrío y
lúgubre, al otro extremo se distinguía una luz azulada que flotaba sobre la cabeza de
las estatuillas y en cuyo corazón brillaban las estrellas.
—Este es el paraíso de los dioses que duermen —dijo el voluminoso hombre.
Le pregunté que de qué dioses se trataba, y me proporcionó toda una lista de
nombres, algunos de los cuales yo no había oído nunca.
—Y todos los que no son venerados en nuestros días duermen un sueño profundo.
—En ese caso, ¿el tiempo no los mata? —quise saber.
—No. Un dios es venerado durante tres o cuatro mil años. Luego, en un período
igual de largo, entra en letargo. Solo el tiempo no duerme jamás.
—Pero lo que nos enseñan —le dije— de los nuevos dioses… ¿no son tan
nuevos?
—Se alza un nuevo amanecer y los sacerdotes lanzan gritos de alegría porque han
escuchado a los antiguos dioses moverse en su sueño preparándose para despertar,
porque está amaneciendo y los sacerdotes cantan. Pero esos profetas son los
bienaventurados, porque otros escuchan a un antiguo dios mientras duerme todavía
un largo tiempo y pueden predecir lo que quieran; el amanecer no llegará y estos
acabarán por ser lapidados bajo las pullas. «Predice el lugar donde te alcanzará esta
piedra».
—Así que el tiempo nunca matará a los dioses —afirmé, y él contestó:
—Morirán cuando muera el último hombre. Entonces, el tiempo se quedará solo,
se sumirá en la locura, incapaz de distinguir las horas de los siglos. Todo girará a su
alrededor, expresando su pena con alaridos, hasta que al fin se lleve la mano a la
frente y, sin quererlo, dirá: «Hijos míos, no sé entre vosotros quién es quién». Y con
estas palabras del tiempo, los mundos desiertos desaparecerán.
Guardé silencio durante algunos minutos, porque mi imaginación había volado
hacia aquel lejano porvenir y se burlaba de mí, pobre criatura del instante presente.
Repentinamente, la pesada respiración del anciano me hizo comprender que se
había dormido. Aquella tienda no tenía nada de ordinaria, y temía que alguno de sus
dioses pudiera despertarse para reclamarle. De hecho, tenía miedo de muchas cosas y

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algunos de aquellos ídolos no eran grotescos. Tomé al hombre por el brazo y le
sacudí con fuerza.
—Dígame cómo llegar a las pequeñas granjas que bordean los campos que
conocemos —exigí.
—No creo que sea posible.
—Entonces, entrégueme las mercancías que le he pedido.
Aquello hizo que se despertase por completo.
—Salga por la puerta trasera y tuerza a la derecha —me dijo, abriendo una
puertecita secreta al fondo del muro.
La cerró estornudando en cuanto hube pasado, y vi que la trastienda era
increíblemente antigua. Unas letras pasadas de moda anunciaban «Permiso para
vender garduñas y pendientes de jade» en una plancha podrida. El sol poniente hacía
brillar las puntas doradas que adornaban un tejado que en tiempos estuvo cubierto de
paja de la mejor calidad. Y, cuando la vi desde el otro extremo, la calle del Pasadizo
tenía un aspecto extraño. Las aceras eran las mismas que las que veía día tras día y
que cubrían miles de kilómetros de calles, pero la calle en sí no era más que hierba
pura y sin pisar donde crecían unas flores tan maravillosas que obligaban a desviarse
en su vuelo a cientos de mariposas que seguían un destino desconocido. Al otro lado
de la calzada también había una acera, pero ninguna casa, y ni siquiera me molesté en
ver lo que las había reemplazado, pues me dirigí en el acto a la derecha para subir por
la calle del Pasadizo en dirección a los campos y granjas que andaba buscando. En
los jardines de estas últimas, enormes flores se alzaban en el aire como bengalas
violetas que explotaban en un surtidor de colores y empezaban a cantar tonadas
desconocidas. Otras se alzaban a su lado, hasta dos metros de altura, y se abrían para
unirse a la melodía de las demás. Una vieja bruja salió de su choza por la puerta
trasera y vino a reunirse conmigo en el jardín.
—¿Qué son esas flores maravillosas? —pregunté.
—¡Chitón, chitón! —me respondió—. Acabo de llevar a los poetas a la cama, y
esas flores son sus sueños.
—¿Qué maravilloso canto entonan? —murmuré.
—¡Silencio! ¡Escucha!
Obedecí su mandato y me di cuenta de que los poetas cantaban de mi juventud, y
de las cosas que ocurrieron en ella hacía ya tanto tiempo que las había olvidado antes
de haber escuchado aquella maravillosa melodía.
—¿Por qué cantan tan bajo? —quise saber.
—Son las voces de los muertos —me respondió la mujer—. Las voces de los
muertos.
Y lo repitió por tercera vez volviéndose hacia su choza, pero más suavemente,
como si tuviera miedo de despertar a los poetas.
—Dormían muy mal cuando estaban vivos —añadió.
Andando de puntillas, subí a la primera planta, bajo un tejadillo cuyas ventanas

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daban a lados opuestos. Por un lado, se podían ver los campos que conocemos, y, por
el otro, aquel paisaje de colinas que yo andaba buscando y que temía no volver a
encontrar. Mi mirada se dirigió en el acto hacia aquellas mágicas montañas; las
últimas luces de la puesta del sol parecían de oro puro en las pendientes violetas por
las que las avalanchas bajaban desde los picos de hielo de color verde esmeralda, y la
antigua brecha se abría todavía entre las colinas azul grisáceas, por encima del
precipicio de amatista desde el que se podía ver el País de los Sueños.
No se oía el menor ruido en la habitación donde dormían los poetas, y bajé en
silencio. La vieja bruja estaba sentada a la mesa, tejiendo a la luz de una lámpara un
espléndido mando verde y oro para un rey que llevaba muerto varios siglos.
—¿Qué uso le puede dar un rey muerto a esa capa que confeccionas? —pregunté.
—¿Quién puede saberlo? —me respondió.
—Esa sí que es una pregunta idiota —añadió ela viejo gato negro hecho un ovillo
ante el fuego de la chimenea.
Las estrellas brillaban ya sobre aquel país romántico cuando salí de la choza de la
bruja, y las luciérnagas ya habían empezado su noche de guardia alrededor de las
granjas mágicas. Partí en dirección a la grieta entre las montañas azul grisáceas.
Cuando alcancé mi destino, algunos colores empezaban a desgarrar el precipicio
de amatista, aunque el día aún no hubiese nacido. Muy por debajo de mí, podía
escuchar los chasquidos, a veces adornados con un breve destello, de aquellos
dragones de oro que son el orgullo de los orfebres de Sirdoo y a los que los
encantamientos rituales del conjurador Amargram han dado vida. Al otro lado del
precipicio, pero demasiado cerca del abismo para mi seguridad, distinguí el palacio
de marfil de Singanee, el poderoso cazador de elefantes. Luces diminutas se
distinguían a través de sus ventanas; los esclavos ya estaban levantados y
comenzaban, con los párpados cargados, su jornada de trabajo.
El primer rayo de sol hizo su aparición. Otros mejores que yo podrían describir
cómo barrió del precipicio de amatista la sombra que se le enfrentaba, cómo aquel
único rayo perforó la brecha a lo largo de millas, y cómo los colores expresaron su
alegría subiendo al encuentro de la luz y proyectando destellos malvas sobre el marfil
del palacio mientras los dragones de oro continuaban retozando en las tenebrosas
profundidades del insondable abismo.
En aquel instante, una esclava salió del palacio y derramó un cubo de zafiros por
el precipicio. Y cuando el día verdaderamente hizo su aparición por encima de las
cumbres, cuando la brillante luz violeta de la grieta expulsó todas las sombras, el
cazador de elefantes se despertó en su palacio y, tomando su enorme lanza, partió
para vengar a Perdóndaris.
Yo me volví hacia el País de los Sueños, donde la ligera bruma blanca que no se
disipa nunca totalmente ondulaba en la brisa matinal. Como islas que nacieran de la
bruma, vi sucesivamente las Colinas de Hap y la ciudad de cobre, la antigua y
desierta Bethmora, y también Utnar Vehi, Kyph, Mandaroon y el largo y sinuoso

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rastro del Yann. Imaginé más que vi las Hian Min, cuyas antiguas cimas
imperturbables consideran como pequeñas jorobas las redondas Colinas Acroctianas
que se acumulan a sus pies y abrigan, si mi memoria es buena, Durl y Duz. Pero
especialmente contemplaba el viejo bosque que hay que atravesar cuando hay luna
llena si se quiere encontrar el Pájaro del Río anclado en el Yann, esperando durante
tres días la llegada de los viajeros, como anuncia la profecía. Y como la estación del
año era la adecuada, me apresuré a franquear la brecha entre las colinas azul grisáceas
por un sendero mágico que se remontaba a la edad de las leyendas, y llegué gracias a
él a las lindes del bosque. Era extremadamente inquietante, pero las bestias que
acechaban en él lo eran aún más. Es sumamente raro que uno se deje atrapar por uno
de esos monstruos cuando se encuentra en el País de los Sueños, y sin embargo eché
a correr, porque todo hombre cuya alma es arrebatada en el País de los Sueños puede
ver cómo su cuerpo sobrevive durante años y años, acordándose siempre de las
bestias que le devoraron tan lejos de allí, sin poder olvidar nunca el brillo de sus
ojillos y el olor de su aliento. Y es por eso por que tantas pobres gentes vagan al azar
por los jardines del asilo de Hanwell.
Al fin alcancé el poderoso y orgulloso Yann, ancho como un océano, que recoge
todas esas corrientes de agua provenientes de países inimaginables y que lo
acompañan en su canto; ese canto potente que acarrea con él árboles abatidos en
bosques lejanos donde nadie ha puesto el pie. Pero ni sobre el río, ni en el fondeadero
cerca del sempiterno viejo pontón, pude distinguir el navío que había ido a buscar.
Me construí una choza que cubrí con ayuda de las hojas enormes y numerosas de
una sorprendente y maravillosa planta trepadora; y, comiendo la carne que crece en
las ramas del targar, esperé durante tres días. El burbujeo del río llenaba mis días, y el
arrullo de un tolulu mis noches, mientras enormes luciérnagas no parecían tener otra
cosa que hacer salvo pasar una y otra vez como nubes de chispas. Nada turbaba ni al
Yann de día, ni al tolulu por la noche. No sé por qué, me preocupaba por el navío que
esperaba, por su amistoso capitán proveniente de la hermosa Belzoond y por sus
alegres marinos nativos de Durl y de Duz. Durante todo el día espié el curso del río, y
me pasaba la noche escuchando hasta que el baile de las luciérnagas me sumía en el
sueño. Tres veces solamente en el curso de las tres noches, el tolulu se atemorizó y
dejó de cantar. Y, en cada ocasión, me desperté sobresaltado para constatar que el
navío no había llegado y que el pájaro se había asustado por la llegada del alba. Unas
auroras indescriptibles arrojan sobre el Yann colores parecidos a las llamas del país
de detrás de las colinas, donde un mago quema, mediante un procedimiento conocido
solo por él, enormes amatistas en un caldero de cobre. Las contemplaba maravillado,
mientras los pájaros permanecían silenciosos; y, repentinamente, el sol apareció y
todos los volátiles se pusieron a cantar. Todos salvo uno, porque el tolulu estaba
dormido y esperaba a ver con el rabillo del ojo cómo se levantaban las primeras
estrellas.
Podría haber esperado allí durante mucho tiempo, pero, al tercer día, la soledad

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me impulsó a dirigirme al lugar donde vi por primera vez el Pájaro del Río en el
fondeadero, con su barbudo capitán sentado en el puente. Y cuando estaba escrutando
el lodo negro del puertecillo y me acordaba de aquellos marinos que llevaba dos años
sin ver, percibí un viejo pecio saliendo del barro. El paso de los siglos lo había
atacado y enterrado parcialmente, y solo asomaba la proa, sobre la que estaba escrito
un nombre casi indescifrable. Lo leí lentamente. Era el Pájaro del Río. Entonces
comprendí que, aunque en Irlanda y en Londres hubieran transcurrido solamente dos
años, numerosos siglos habían pasado a las orillas del Yann, destruyendo aquel navío
que me había resultado tan familiar y enterrando desde hacía ya mucho tiempo los
huesos de mis más jóvenes amigos, que tantas veces me cantaron las maravillas de
Durl y de Duz, o relatado la leyenda de los dragones de Belzoond. Porque más allá
del mundo que conocemos sopla el gran torbellino de los siglos cuyos lejanos ecos no
hacen sino turbar el extremo de nuestros campos (y dejando en ellos una huella
indeleble), mientras todo lo demás está en calma.
Me quedé durante un momento junto a aquellos maltrechos restos, murmurando
una plegaria para el ser inmortal de aquellos hombres que descendían antaño la
corriente del Yann y dirigiéndola a los dioses que veneraron y a los que, aunque
menos poderosos, protegen Belzoond. Luego, abandonando la choza que había
construido como pasto para los voraces años, di la espalda al Yann y penetré en el
bosque mientras la tarde caía y las orquídeas abrían su pétalo para embalsamar el aire
nocturno. Salí de la espesura con las primeras luces del alba, muy cerca de las
montañas azul grisáceas. Me pregunté si Singanee, el terrible cazador del elefante,
habría vuelto a su palacio, o si habría conocido el mismo fin que Perdóndaris. Vi a un
mercader vendiendo nuevos zafiros cerca de una puerta secreta cuando pasé junto al
palacio, pero proseguí mi camino y llegué con el crepúsculo a esas pequeñas chozas
donde las montañas mágicas son visibles desde los campos que conocemos. Y volví a
ver a la vieja bruja con la que me crucé algunos días antes. Estaba sentada en su
salón, con un chal rojo alrededor de los hombros, tejiendo aún su capa verde y oro.
Las montañas mágicas brillaban todavía débilmente a través de una de las ventanas
mientras los campos que conocemos eran visibles por la otra.
—¿Puedes decirme algo de ese extraño país? —le pregunté.
—¿Qué sabes exactamente? ¿Sabes que los sueños solo son una ilusión?
—Claro. Todo el mundo lo sabe.
—Oh, no. Los locos no lo saben.
—Eso es verdad —dije.
—¿Y sabes también que la vida es una ilusión? —siguió diciendo.
—Claro que no. La vida es real. Es hermosa y es…
En aquel instante, la bruja y su gato (que se encontraba cerca del fuego) se
echaron a reír. Me quedé con ellos unos instantes, porque todavía quedaban muchas
preguntas que deseaba formular, pero su risa no parecía querer apagarse. Entonces,
finalmente, me levanté y me fui sin decir palabra.

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El vengador de Perdóndaris

M e encontraba en el Támesis pocos días después de mi regreso del país del


Yann y la marea baja me arrastraba hacia el este del puente de Westminster,
cerca de donde había alquilado mi barca. Flotaban objetos de todo tipo a mi alrededor
—maderas a la deriva y botes de gran tamaño— y estaba tan concentrado observando
el tráfico del gran río que no me fijé en que había llegado a la City hasta que levanté
la vista y contemplé la zona del Embakment cercana a la calle del Pasadizo. Me
pregunté súbitamente lo que habría sido de Sin-ganee, ya que la última vez que pasé
por su palacio de marfil había en él tanto silencio que llegué a suponer que aún no
había vuelto. Y aunque le vi marcharse con tu terrible lanza, y por muy gran cazador
de elefantes que fuera, su búsqueda era aterradora, pues yo sabía que nadie más
podría vengar a la ciudad de Perdóndaris matando a aquel monstruo al que solo le
quedaba un colmillo y que la destruyó de repente en un único día. De manera que
amarré mi bote en cuanto alcancé los primeros peldaños del Embankment y,
desembarcando, salí de allí; cuando llegué a lo que podría ser la tercera calle, me
puse en busca de la calle del Pasadizo; como calle es muy estrecha, y si uno no se
fija, apenas se la ve, pero di con ella y no tardé en alcanzar la tienda del anciano. Pero
lo que encontré fue a un hombre joven inclinado sobre el mostrador. No podía
decirme nada acerca del anciano, y estaba solo en la tienda. Sobre la puertecita de la
trastienda me dijo que «no existe nada parecido, señor». No me quedó otra que hablar
con él y seguirle la corriente. Encima del mostrador había un aparato que tomaba los
terrones de azúcar de un modo especial. Le alegró mi interés y empezó a venderme el
artículo. Le pregunté acerca de su utilidad y me dijo que no valía para nada especial,
que lo habían inventado apenas una semana antes y que era algo nuevo, que estaba
hecho de plata y que se vendía muy bien. Yo no dejaba de mirar el fondo de la tienda.
Cuando me interesé por los ídolos, me respondió que tenía los últimos modelos de la
temporada: una buena colección de mascotas. Mientras yo fingía elegir uno, vi la
puerta maravillosa. Me dirigí hacia ella en el acto, y el joven vendedor me siguió.
Nadie quedó más sorprendido que él cuando vio la hierba y las flores púrpuras que
había en la calle; con la levita puesta, cruzó corriendo a la acerca de enfrente y se
detuvo a tiempo, pues el mundo parecía terminar allí. Cuando bajó la vista desde el
borde de la acera, no vio las ventanas de la cocina, como esperaba, sino un amplio y
azul cielo surcado por nubes de color blanco. Le llevé hasta la puerta, pues estaba
pálido y parecía necesitar algo de aire, y le metí en la tienda de un empujón, pues ya
me imaginaba que el aire de dentro le sentaría mejor que aquel de una calle que no
conocía. En cuanto cerré la puerta tras el asombrado tendero, torcí hacia la derecha y
fui calle arriba hasta dar con jardines y cabañas, y una pequeña mancha rojiza que se
movía en un jardín y en la cual adivinaba a la anciana bruja con su chai echado sobre

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los hombros.
—¿Vuelves para cambiar de ilusión? —me preguntó.
—Vengo de Londres —dije—. Quiero ver a Singanee. Quiero ir a su palacio de
marfil en lo alto de las montañas de los elfos, donde se encuentra el precipicio de
amatista.
—Lo mejor es cambiar de ilusiones —dijo— para no cansarse de ellas. Londres
es un lugar magnífico, pero a veces es mejor contemplar las montañas de los elfos.
—¿Conoces Londres? —pregunté.
—Claro que sí —respondió la bruja—. Puedo soñar lo mismo que tú. No eres el
único que puede imaginarse Londres.
Algunos hombres se esforzaban en un jardín; era el momento más caluroso del
día y cavaban con palas; de repente, la bruja se apartó de mí para golpear a uno de los
obreros en la espalda con una larga vara negra que llevaba consigo.'
—Incluso mis poetas van algunas veces a Londres —me dijo.
—¿Por qué le has pegado? —pregunté.
—Para que trabaje —me contestó.
—Pero parece cansado —dije.
—Bastante —replicó la bruja.
Y cuando me fijé vi que la tierra era dura y seca, y que cada paletada que el
hombre cansado sacaba de ella estaba cargada de perlas; también había algunos
sentados, en total silencio, mirando las mariposas que revoloteaban por el jardín; pero
a ellos no les pegaba con la vara la vieja bruja. Y cuando pregunté que quiénes eran
los que cavaban, la anciana me contestó:
—Son mis poetas; buscan perlas.
Cuando pregunté que para qué quería tantas perlas, contestó:
—Para dárselas de comer a los cerdos, naturalmente.
—¿A los cerdos les gustan las perlas? —quise saber.
—Claro que no —respondió la bruja. Yo habría insistido, pero su viejo gato negro
había salido de la casa y me miraba jactancioso, sin decir nada, lo que me hizo
comprender que mis preguntas eran absurdas. Así que pregunté la razón de que
algunos poetas estuvieran ociosos, mirando las mariposas y sin que ella les pegara.
—Las mariposas —respondió la bruja— saben dónde se esconden las perlas, y
esos poetas que parecen ociosos, en realidad esperan que alguna de ellas se pose
encima de un tesoro escondido. No se puede cavar si no se sabe dónde hacerlo.
De repente un fauno salió de un bosquecillo de rododendros y se puso a bailar
encima de una placa de bronce en el que había un surtidor; y el sonido que producían
sus pezuñas al danzar sobre el bronce era tan bello como el de las campanas.
—Llamada al té —dijo la bruja. Y todos los poetas tiraron al suelo las palas y la
siguieron al interior de la casa, y yo les seguí a todos, aunque a quien seguíamos, la
bruja y todos nosotros, era al gato negro, que arqueó el lomo y levantó el rabo y echó
a andar por el sendero de tilos de esmalte azul y atravesó el porche de techo negro y

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una abierta puerta de roble, hasta que llegó a una habitacioncita en la que ya estaba
dispuesto el té. Y en los jardines las flores empezaron a cantar y en la fuente tintineó
el disco de bronce. Y me enteré de que el agua de la fuente provenía de un mar
desconocido, y que a veces lanzaba al aire fragmentos dorados procedentes de
naufragios de galeones sin nombre que se hundieron por culpa de las tormentas en
mares que no se encuentran en parte alguna del mundo, despedazados en guerras
libradas contra no se sabe qué enemigos. Algunos dijeron de su agua que tenía sal por
el mar y otros que la sal provenía de las lágrimas de los marineros. Y ciertos poetas
sacaron grandes flores de sus jarrones y diseminaron sus pétalos por la habitación,
mientras otros dos hablaban a la vez y los demás cantaban.
—¡Vaya! Después de todo solo son niños —dije.
—¡Solo niños! —repitió la bruja, mientras se servía vino de añada.
—Solo niños —exclamó el viejo gato negro. Y todos se rieron de mí.
—Mis más sinceras disculpas —dije—. No era eso lo que quería decir. No
pretendía insultar a nadie.
—¡Vaya, no sabe usted nada en absoluto! —dijo el viejo gato negro. Y todo el
mundo se rio hasta que los poetas se fueron a la cama.
Entonces eché una ojeada a los campos que conocemos, y me volví hacia la
ventana que mira las montañas de los elfos. Y el atardecer parecía de zafiro. Y
aunque los campos empezaban a desdibujarse, pude ver el camino y bajé las escaleras
y atravesé el salón de la bruja y salí al exterior, y aquella noche pude ir al palacio de
Singanee.
En el palacio de marfil las luces brillaban tras cada panel de cristal, pues las
ventanas carecían de cortinas. Los sonidos eran como los de una danza triunfal. El
zumbido del fagot resultaba agobiante; y los golpes que daba con toda su energía un
hombre sobre un enorme y sonoro tambor eran como el peligroso presagio de una
bestia al galope. Me parecía oír, convertida en música, la batalla de Singanee con el
colosal destructor de Perdóndaris. Y cuando caminaba en la oscuridad recorriendo el
precipicio de amatista, descubrí súbitamente un puente blanco y curvo que lo
cruzaba. Era un colmillo de marfil. Supe por su presencia del triunfo de Singanee. Me
di cuenta de que había sido arrastrado mediante cuerdas para salvar el abismo, y que
era muy parecido al de la puerta de marfil que vi una vez en Perdóndaris y que causó
la destrucción de la famosa ciudad, con todas sus torres, murallas y habitantes. De
hecho, ya estaban ahuecándolo y tallando en él figuras humanas a tamaño natural.
Empecé a cruzarlo y, a la mitad del camino, en el punto más bajo de la curva que
describía, encontré algunos de los tallistas profundamente dormidos. Al otro lado del
precipicio, junto al palacio, se encontraba el extremo más grueso del colmillo y
descendí por una escala apoyada en él, pues aún no habían labrado ningún tipo de
escalones.
El exterior del palacio de marfil era como me imaginaba y el centinela que
vigilaba la puerta dormía profundamente; aunque le pedí permiso para entrar, el

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centinela se limitó a murmurar una bendición a Singanee y se volvió a quedar
dormido. Estaba claro que había estado bebiendo bak. Cuando alcancé el vestíbulo de
marfil me encontré con unos servidores que me dijeron que aquella noche los
forasteros eran bien recibidos, pues estaban celebrando la victoria de Singanee. Y me
ofrecieron bak para beber, para que conmemorara su esplendor, pero yo no conocía ni
su fuerza ni su efecto sobre los seres humanos, por lo que les dije que había prestado
juramento ante un dios de no beber nada espiritoso; y me preguntaron si no podría
aplacar a ese dios con algunas oraciones, y respondí: «En modo alguno», y me dirigí
al baile; y se apiadaron de mí e insultaron amargamente a aquel dios creyendo que me
agradaría, y luego empezaron a beber para mayor gloria de Singanee. Al otro lado de
las cortinas que separaban el recinto del baile se hallaba un chambelán, y cuando le
dije que, aunque forastero, era bastante conocido por Mung y Sish y Kib, los dioses
de Pegãna, cuyos signos hice, me dio la bienvenida. Quise saber si mi ropa sería
adecuada a tan augusta ocasión, y me juró por la lanza que había matado al destructor
de Perdóndaris que sería una vergüenza para Singanee que un forastero conocido de
los dioses entrara en la sala de baile sin ir vestido adecuadamente; de modo que me
condujo hasta otra habitación y de un cofre de burdo roble de color negro con cierres
de cobre ornados con pálidos zafiros extrajo trajes de seda, y me rogó que eligiera
uno que me pareciera apropiado. Elegí una túnica verde y brillante sobre ropa interior
azul pálido y un talabarte del mismo color. También me puse una capa de color
púrpura, con delgados ribetes de color azul oscuro y una hilera de grandes zafiros
cosidos entre ellos de arriba abajo, que me colgaba desde los hombros por la espalda.
Tampoco me habría permitido el chambelán de Singanee que me vistiera con algo de
menor valor, pues decía que ni siquiera a un forastero se le podía permitir que aquella
noche fuera un obstáculo para la largueza de su señor, quien se complacía en ejercerla
para festejar de su victoria. En cuanto me hube vestido, nos dirigimos al salón de
baile y lo primero que vi en la resplandeciente sala de techo alto fue la descomunal
figura de Singanee, erguido entre los bailarines, cuyas cabezas no le sobrepasaban la
cintura. Llevaba desnudos los enormes brazos que sostuvieron la lanza que vengó a
Perdóndaris. El chambelán me condujo hasta él y yo hice una reverencia y le dije que
daba gracias a los dioses a los que había pedido protección. Y él me respondió que
había oído hablar bien de aquellos dioses a los que solía rezar, pero lo dijo solo por
cortesía, pues no los conocía.
Singanee vestía con sencillez y llevaba en la cabeza únicamente una sencilla cinta
dorada que evitaba que el cabello le cayera sobre la frente y cuyos extremos se los
ataba por detrás con un lazo de seda púrpura. Y todas sus reinas portaban magníficas
coronas, aunque si habían sido coronadas reinas de Singanee o si habían sido llevadas
hasta allí desde sus tronos en países lejanos por la admiración que sentían por él y su
esplendor, eran cosas que no sabía.
Todos los presentes vestían ropajes de brillantes colores e iban descalzos, pues la
costumbre del calzado era desconocida en aquellas regiones. Y cuando vieron lo

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deformados que estaban los dedos gordos de mis pies, cosa frecuente entre los
europeos, metidos hacia adentro y no derechos, hubo quien me preguntó
amablemente si había padecido algún accidente. Y en vez de contarle la verdad, que
tener deformado el dedo gordo del pie era una costumbre que nos gustaba, le dije que
su causa era la maldición de un dios malvado a quien se me olvidó ofrecerle bayas en
la infancia. Y, en cierto modo, me estaba justificando, pues lo Convencional es que
los modales de un dios sean perversos; y si les hubiera dicho la verdad, no lo habrían
entendido. Me asignaron como compañera de baile a una dama de gran belleza, que
me dijo llamarse Saranoora, una princesa del Norte pagada como tributo al palacio de
Singanee. Y en parte bailaba como los europeos y en parte como las hadas del
páramo que, por lo que dice la leyenda, atraen a los viajeros perdidos a su perdición.
Si pudiera sacar de sus tierras a treinta de aquellos paganos, con cabellos largos y
negros y ojillos de elfo, y obligarles a tocar sus instrumentos musicales, desconocidos
incluso para el rey Nebuchadnezzar, interpretando al anochecer y cerca de tu casa las
melodías que escuché en el palacio de marfil, quizá entonces comprenderías, amable
lector, la belleza de Saranoora, y el fulgor de las luces y los colores de aquel
formidable salón, y el ágil movimiento de las misteriosas reinas que bailaban
alrededor de Singanee. En ese caso, amable lector, dejarías de ser tal cosa, pues los
pensamientos que corren como leopardos por estas remotas y salvajes tierras saltarían
dentro de tu cabeza aunque te hallases en Londres, sí, incluso en Londres: te
levantarías y golpearías en la pared con tus manos, una pared con maravillosos
dibujos florales, con la esperanza de que los ladrillos se rompieran y te dejaran ver el
camino que lleva al palacio de marfil, junto al precipicio amatista donde moran
dragones dorados. Lo mismo que hubo hombres que quemaron prisiones para que los
encerrados en ellas pudieran escapar, esos músicos morenos son tan incendiarios que
atizan peligrosamente a quienes les oyen para que se libren de unos pensamientos
apenas comprendidos. No temas ni permitas que lo hagan tus mayores. No tocaré esas
melodías en las calles conocidas. No traeré hasta nosotros a tan extraños músicos; me
limitaré a susurrar el camino que conduce al País de los Sueños, y solo lo hallarán
unos cuantos pies delicados, y soñaré en soledad con la belleza de Saranoora y a
veces suspiraré por ella.
Seguimos bailando sin cesar siguiendo el capricho de los treinta músicos, pero
cuando las estrellas palidecieron y la brisa del alba agitó los últimos estertores de la
noche, Saranoora, la princesa del Norte, me llevó a su jardín. Había en él oscuras
arboledas que impregnaban la noche con su perfume y protegían sus misterios del
naciente amanecer. En aquel jardín, y a nuestro alrededor, flotaba la triunfal melodía
de los músicos morenos, cuyo origen eran incapaces adivinar los que allí vivían
aunque conocían el País de los Sueños. Solo en una ocasión cantó el pájaro tolulu,
pues el jolgorio de la noche le asustó y permaneció en silencio. Volvimos a oírle
cantar desde alguna remota arboleda mientras los músicos descansaban y dado que
nuestros pies descalzos no hacían el menor ruido; por un momento oímos al tolulu

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con el que una vez soñó nuestro ruiseñor transmitiendo su herencia a su prole. Y
Saranoora me contó que ella lo llamaba Hermana Cantora; pero no conocía el nombre
de los músicos, que ya estaban tocando de nuevo, pues nadie sabía quiénes eran ni de
qué país provenían. Entonces, alguien empezó a cantar en la oscuridad muy cerca de
nosotros, con el acompañamiento de un instrumento de cuerda, la historia de
Singanee y su combate con el monstruo. Y de pronto le vimos, sentado en el suelo,
cantando a la noche el empuje de la lanza que traspasó el descomunal corazón del
destructor de Perdóndaris. Y nos detuvimos un momento y le pregunté que quién
había presenciado la memorable batalla, y me respondió que nadie salvo Singanee y
aquel cuya pezuña destrozó Perdóndaris, pero que este último ya estaba muerto. Y
cuando le pregunté si Singanee le había descrito la contienda, me respondió que aquel
arrogante cazador jamás diría una sola palabra de la historia, y que, dado el caso, su
proeza extraordinaria era ya cosa de los poetas, en cuyas manos quedaba confiada
para siempre; luego, volvió a tañer su instrumento de cuerda y siguió cantando.
Cuando el collar de perlas que Saranoora llevaba alrededor del cuello empezó a
brillar, comprendí que se aproximaba el amanecer y que la memorable noche casi
había terminado. Y finalmente dejamos el jardín y fuimos hasta el acantilado para
contemplar el nacer del sol en el desfiladero de amatista. Al principio, el astro solo
iluminó la belleza de Saranoora, pero luego coronó el mundo y prendió los farallones
de amatista hasta deslumhrarnos, y cuando nos apartamos, vimos al artesano
ahuecando el colmillo y tallando en él una balaustrada en la que se veía una hermosa
comitiva de imágenes. Y los que habían bebido bak empezaron a despertar y abrieron
los asombrados ojos ante el precipicio de amatista, y se los frotaron y luego los
apartaron. Y los maravillosos reinos de la canción, que los músicos morenos habían
creado a lo largo de la noche con sus acordes mágicos, se desvanecieron de nuevo
bajo el influjo de aquel antiguo silencio que regía ante los dioses; y los músicos se
envolvieron con sus capas y cubrieron sus fascinantes instrumentos y se marcharon
sigilosamente a las llanuras; y nadie osó preguntarles si volverían, o por qué vivían
allí, o a qué dios servían. Y el baile se detuvo y todas las reinas se marcharon.
Entonces la esclava salió de nuevo por una puerta y vació en el abismo su canasto de
zafiros, como hiciera anteriormente. La hermosa Saranoora dijo que aquellas notables
reinas nunca se ponían sus zafiros más que una vez, y que cada mediodía un
mercader de las montañas les vendía piezas nuevas para la velada siguiente. Sin
embargo, sospecho que había algo más que extravagancia en el fondo de todo
aquello, un aparente derroche, de arrojar los zafiros al abismo, pues en lo más
profundo de la sima se encuentran los dos dragones dorados de los que apenas nada
parece saberse. Y pensé, y aún lo pienso, que Singanee, en guerra con los elefantes,
con cuyos colmillos había construido su palacio, conocía bien, temía incluso, a los
dragones del abismo, y que tal vez, valorando aquellas inapreciables joyas menos que
a sus reinas, quisiera pagar tributo a los dragones dorados del mismo modo que él
recibía preciosas ofrendas de otros países gracias a su lanza. No pude ver si los

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dragones tenían alas; ni podría asegurar que, de tenerlas, fueran capaces de soportar
su peso en oro macizo; ni tampoco averigüé por qué caminos podrían deslizarse a
través del abismo. Y no sé de qué le servirían los zafiros a un dragón dorado, ni a una
reina. Pero me parece extraño que arrojaran tantas joyas siguiendo las órdenes de un
hombre que no le temía a nada, y que estas fueran arrojadas al abismo cada amanecer,
despidiendo destellos y cambiando de color.
No sé durante cuánto tiempo seguimos admirando la salida del sol sobre los
acantilados de amatista. Y es extraño que aquel fabuloso prodigio no me afectara más
de lo que lo hizo, pero mi mente estaba deslumbrada por su fama, y mis ojos estaban
cegados por el resplandor del amanecer, y, como suele pasar, pensaba más en las
cosas menos importantes, y me acuerdo de haber contemplado el nacimiento del sol
en el único zafiro que Saranoora lucía en una sortija que llevaba en el dedo.
Luego, cuando la envolvió la brisa del amanecer, dijo que tenía frío y volvió al
palacio de marfil. Y temí no volver a verla nunca más, pues el tiempo transcurre de
manera diferente en el País de los Sueños que en el mundo que conocemos, al igual
que las corrientes marinas se desplazan en distintas direcciones, llevando algunos
barcos a la deriva. Y al llegar a la puerta del palacio de marfil me volví para
despedirme y, sin embargo, no encontré palabras apropiadas para hacerlo. Y ahora,
cuando a veces me encuentro en otras tierras, me pongo a pensar en las muchas cosas
que quise decir. Pero lo único que dije fue: «Ojalá volvamos a encontrarnos».
Ella respondió que era probable que nos encontrásemos a menudo, pues aquello
era poca cosa para los dioses, pero no sabía que los dioses del País de los Sueños
tienen poco poder sobre los mundos que conocemos. Luego cruzó la puerta. Y yo,
tras cambiarme la ropa que me diera el chambelán por la mía propia, abandoné la
hospitalidad del poderoso Singanee, y me dirigí de vuelta al mundo que conocemos.
Crucé por el enorme colmillo que supuso el fin de Perdóndaris y encontré a los
artistas que lo tallaban; y, al pasar, algunos, como saludo, alabaron a Singanee y, en
respuesta, yo también honré su nombre. Aunque la luz del nuevo día aún no había
penetrado por completo hasta el fondo del abismo, la oscuridad daba paso a una
niebla purpúrea y pude vislumbrar vagamente un dragón dorado. Luego volví la vista
hacia el palacio de marfil y, al no ver a nadie en sus ventanas, me alejé
apesadumbrado; y, siguiendo el camino que ya conocía, atravesé el desfiladero entre
las montañas y descendí por sus flancos hasta ver de nuevo la cabaña de la bruja.
Cuando me asomé a la ventana más alta para contemplar el mundo que
conocemos, la bruja me habló. Pero yo estaba enfadado, como si acabara de
despertar, y no contesté a sus palabras. Más tarde, el gato me preguntó que con quién
me había encontrado, y le respondí que en el mundo que conocemos los gatos se
mantienen en su sitio y no hablan con los hombres. Y luego bajé las escaleras y salí
directamente por la puerta, camino de la calle del Pasadizo.
—Te equivocas de camino —gritó la bruja desde la ventana.
Y era cierto, pues hubiera preferido volver al palacio de marfil, pero no podía

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seguir abusando de la hospitalidad de Singanee, ni podía quedarme para siempre en el
País de los Sueños; además, ¿qué sabía aquella bruja del mundo que conocemos, de
las pequeñas aunque numerosas trampas que se extienden a nuestros pies allá abajo?
Así que no la presté nás atención y seguí adelante, hasta que llegué a la calle del
Pasadizo. Allí estaba la casa de la puerta verde a mitad de la calle, aunque como me
parecía que el final de la misma estaba algo más cerca del Embankment, donde había
dejado mi embarcación, probé por la primera puerta que hallé, la de una cabaña con
tejado de paja, idéntica a las demás, con unos pequeños remates dorados en lo más
alto del tejado, en el que se sentaban unos extraños pájaros que se estaban arreglando
las plumas. La puerta se abrió y me sorprendí al encontrarme en lo que parecía ser la
cabaña de un pastor; había un hombre sentado sobre un tronco en el interior de una
humilde y oscura habitación se dirigió a mí en un idioma desconocido; murmuré
cualquier cosa y salí a la calle a la carrera. El tejado de la casa estaba cubierto de paja
por delante de la casa y por detrás. No había remates dorados en la fachada, ni
pájaros fascinantes; pero tampoco había aceras. Pude ver una hilera de casas, establos
y almacenes, pero nada que indicara que había una ciudad. A lo lejos divisé una o dos
aldeas. Sin embargo, allí estaba el río, que debía ser el Támesis, pues era tan ancho
como él y con todos sus meandros, si es que se alguien se puede imaginar el Támesis
sin que esté rodeado de calles, sin puentes y con el Embankment hundido. Comprendí
que me había pasado, a plena la luz del día, lo que les suele suceder a los hombres,
más a menudo a los niños, cuando despiertan antes de amanecer en alguna habitación
que no es la suya y ven un ventanal gris donde debía estar la puerta y objetos
desconocidos en lugares inadecuados, y, pese a saber dónde se hallan, ignoran por
qué todo tiene aquel aspecto.
Luego pasó a mi lado un rebaño de ovejas con su aspecto habitual, pero el
hombre que las guiaba tenía una extraña mirada extraviada. Le hablé y no me
comprendió. Luego bajé al río para comprobar si mi barca seguía donde la dejé; en el
lodo (pues había marea baja) vi un trozo a medio enterrar de madera ennegrecida,
algo que podría haber sido un bote, pero no podía reconocerlo. Empecé a pensar que
estaba perdido. Era raro ir desde muy lejos a ver Londres y no dar con ella, con todos
los caminos que llevan allí; tenía la sensación de haber viajado en el Tiempo y
haberme perdido entre los siglos. Y cuando vagaba por las colinas cubiertas de hierba
di con un mausoleo hecho con zarzas y con techumbre de paja, y en su interior vi un
león más deteriorado por el paso del tiempo que la Esfinge de Guiza; y cuando lo
reconocí como uno de los cuatro de Trafalgar Square, comprendí que estaba perdido
en el futuro y que varios siglos con sus traicioneros años me separaban de cuanto
había conocido. Me senté en la hierba junto a las dañadas patas del león y reflexioné
sobre lo que debía hacer. Y decidí regresar por la calle del Pasadizo y, como a mis
espaldas no quedaba nada que me atara al mundo conocido, ofrecerme como sirviente
en el palacio de Singanee, y contemplar de nuevo la faz de Saranoora y los
espléndidos amaneceres de amatista sobre el abismo donde deambulan los dragones

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dorados. Y no seguí buscando restos entre las ruinas de Londres; pues la
contemplación de cosas maravillosas produce poco placer si no existe alguien a quien
poder contarlas y asombrarle con ellas.
Así que volví a toda prisa a la calle del Pasadizo, con su pequeña hilera de
chozas, sin encontrar más pruebas de la existencia de Londres que un león de piedra.
En aquella ocasión, di con la casa adecuada. Estaba muy cambiada y más parecía una
de esas chozas que se pueden ver en la llanura de Saüsbury que una tienda de la
ciudad de Londres; pero di con ella contando las casas de la calle, de las que quedaba
toda una hilera, aunque las aceras y la ciudad hubieran desaparecido. Y seguía siendo
una tienda. Una tienda muy diferente a la que conocía, aunque aún vendían
mercancías: bastones de pastor, comestibles y hachas de tosca factura. Y el vendedor
era un hombre con el pelo largo y ataviado con pieles. No le hablé, pues ignoraba su
idioma. Me dijo algo que me sonó como «Everkike». No conocía su significado, pero
cuando miró una de sus pistolas lo entendí y supe que Inglaterra seguía siendo
Inglaterra, que todavía no había sido conquistada, y que los ingleses, aunque se
cansaron de Londres, se aferraban aún a su país. Las palabras que el hombre
pronunció fueron «Av er kike», y comprendí que era el mismo dialecto cocknej que
los antiguos llevaron a tierras lejanas de donde nació, y que ni la política ni los
enemigos pudieron destruirlo aunque hubieran pasado miles de años. Nunca me había
gustado el dialecto cockney, pues yo era un irlandés arrogante acostumbrado a oír un
perfecto inglés isabelino en boca de pobres y ricos; así que, cuando escuché aquellas
palabras me ardieron los ojos como si estuviera a punto de echarme a llorar; me
recordaban lo lejos que estaba de mi hogar. Imagino que me quedé callado durante un
tiempo. De repente, me di cuenta de que el vendedor se había quedado dormido. Su
comportamiento era, cosa rara, el de un hombre que podía llevar vivo mil años (a
juzgar por el aspecto deteriorado del león). Pero, en ese caso, ¿qué edad tenía yo? Es
sabido que el Tiempo pasa más rápido o más lento en el País de los Sueños que en el
mundo que conocemos. Los muertos, incluso los que lo llevan más tiempo, reviven
en nuestros sueños; y alguien que sueña vive todo un día en lo que solo es un
segundo en el reloj del ayuntamiento. Sin embargo, la lógica no me ayudó y me sentí
desconcertado. Mientras el anciano dormía —su rostro se parecía extrañamente al del
anciano que me enseñó la primera vez la puertecita trasera—, me dirigí al fondo de la
tienda. Había algo que parecía una puerta con goznes de cuero. La abrí y me encontré
de nuevo con el cartel de la trastienda: la parte trasera de la calle del Pasadizo no
había cambiado. La calle parecía fantástica y distante con sus flores púrpura y sus
remates dorados, y la soledad en la acera de enfrente; sin embargo, respiré más
tranquilo al volver a ver algo que ya conocía. Pensé que había perdido para siempre
el mundo que conocía, y al ver que me hallaba de nuevo a espaldas de la calle del
Pasadizo sentí menos su pérdida que cuando estuve en el lugar que debían ocupar los
objetos familiares. Recordé lo que había dejado en el enorme País de los Sueños y
pensé en Saranoora. Y cuando volví a divisar las cabañas me sentí menos aislado,

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porque pensé en el gato, aunque el animal se reía casi siempre de lo que yo decía. Lo
primero que le dije a la bruja cuando la vi fue que había perdido mi mundo y que
regresaba a pasar lo que me quedase de vida en el palacio de Singanee. Y lo primero
que ella me dijo fue:
—¡Vaya! Te equivocaste de puerta. —Me lo dijo amablemente, pues comprendía
lo infeliz que era. Y le contesté:
—Sí, pero sigue siendo la misma calle. Está totalmente cambiada y Londres ha
desaparecido, y la gente a la que conocía, y las casas en las que dormía, y todo lo
demás; estoy harto.
—¿Adonde querías ir por esa puerta equivocada? —me preguntó.
—¡Oh!, eso da lo mismo —repliqué.
—¿De verdad? —dijo de un modo contradictorio.
—Bueno, quería llegar al final de la calle para encontrar cuanto antes mi
embarcación en el FLmbankment. Y ahora mi embarcación… y el Umbankment…
y…
—Hay gente que siempre tiene mucha prisa —dijo el viejo gato negro. Y me sentí
tan desdichado que ni me enfadé ni añadí palabra alguna.
La vieja bruja dijo:
—¿Adonde quieres ir?
Parecía una niñera hablando con un niño pequeño. Y yo respondí:
—No tengo dónde ir.
Ella respondió:
—¿Preferirías volver a casa o ir al palacio de marfil de Singanee?
Yo le respondí:
—Me duele la cabeza y no quiero ir a ningún sitio, estoy hastiado del País de los
Sueños.
—Entonces supon que intentas entrar por la puerta correcta —me dijo.
—De nada me serviría —contesté—. Todos han muerto y desaparecido, ahora
solo venden baratijas.
—¿Qué sabes del Tiempo? —me preguntó.
—No sabe nada —respondió el viejo gato negro, aunque nadie le había
preguntado.
—Vete —me dijo la vieja bruja.
De manera que me volví y me dirigí de nuevo hacia la calle del Pasadizo. Estaba
muy cansado.
—¿Qué sabe de cualquier cosa? —dijo a mis espaldas el viejo gato negro. Sabía
lo que me diría a continuación. Aguardó un momento y dijo—: Nada.
Cuando miré por encima del hombro, el animal iba hacia la cabaña
contoneándose. Y cuando alcancé la calle del Pasadizo, abrí con indiferencia la puerta
por la que acababa de salir. Me pareció algo inútil, y si lo hice fue por puro hastío,
pues así me lo habían mandado. Y nada más entrar, vi que todo era como antaño, y

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que el anciano soñoliento que se encontraba en la tienda vendía ídolos. Compré una
pieza corriente, que realmente no quería comprar, por el simple placer de ver los
artículos de siempre. Y cuando me alejé de la calle del Pasadizo, que seguía siendo la
de siempre, lo primero que vi fue un taxi chocando con un cabriolé. Me quité el
sombrero y aplaudí. Y fui al Umbankment y allí estaba mi barca, y el majestuoso río,
tan sucio como de costumbre. Y volví a remar y compré una revista de un penique (al
parecer llevaba fuera todo un día) y la leí de cabo a rabo —incluyendo los anuncios
de medicinas patentadas para curar enfermedades incurables— y decidí pasear, en
cuanto hubiera descansado, por todas las calles que me eran familiares y visitar a
todos mis amigos y conformarme para siempre con los campos que conocemos.

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Lord Dunsanv (Edward John Moreton Drax Plunkett, decimoctavo barón de Dunsanv
[1878-1957]). Anglo-irlandés, dramaturgo, poeta, escritor de ficción, ensayista.
Educado en Sandhurst, consideró la carrera militar. Sirvió en la guerra Boer y en la
Primera Guerra Mundial. Su obra literaria, además de las obras de fantasía por las
que es más recordado, incluye obras de teatro para el Abbev Theatre, donde Dunsanv
fue colega de Lady Gregory y de Yeats; escribió sátiras políticas, poesía lírica,
ensayos sobre estética, novelas sobre la vida contemporánea irlandesa, relatos
autobiográficos, una obra de lo más variopinta. Escritor de prosa fácil y muy
prolífico, podía convertir casi cualquier tema en una gran historia; dotado de gran
facilidad para escribir letras de canciones, aunque su tema no siempre se ajustara a su
técnica. Gran parte de su obra fantástica tiene una gran vena satírica, mostrando su
desacuerdo con la mecanización, el mercantilismo y la modernidad. Aunque negó que
su obra fantástica contuviera elementos alegóricos, sus lectores pueden llegar a estar
en desacuerdo con él en estos puntos. En su vida extraliteraria, Dunsany no era la
persona que uno podría esperarse vista su prosa y poesía de cuento de hadas. Era un
hombre alto, campechano, soldado profesional durante algún tiempo, cazador
entusiasta. La obra de Dunsany puede agruparse en dos bloques principales: las
fantasías heroicas de países maravillosos de sus primeros años, y las aventuras casi
humorísticas de los últimos. Históricamente, es indudable que se trata de uno de los
más importantes escritores de fantasía heroica del siglo pasado; un escritor de gran
originalidad y encanto. [E. F. Bleiler, 1983].

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Notas

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[1] En Francia, el libro publicado por Alianza como Viajes al otro mundo se edita

desde los años cincuenta bajo el título de Démons et Merveilles; el de Dunsany es al


revés: Merveilles et Démons. <<

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[2] David Punter: The Literature of Terror. A History of Gothic Fictions from 1765 to

the Present Day; Londres y Nueva York: Longman, 1980. <<

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[3] Claude Fierobe: De Melmoth à Dracula: la Literature fantastique irlandaise au XIX

siècle; Rennes: Terre de Brume, 2000. <<

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[4] Malcolm Mugeridge: «Anglo-Irish Eccentric»; en The Observer Review, 21 de

mayo de 1972. <<

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[5]
Ernest A. Boyd: «Lord Dunsany and James Stephens»; en Ireland’s Literary
Renaissance, Nueva York: John Lane, 1916; reimpreso en Dublín: The Talbot Press y
Londres: T. Fisher Unwin, 1918. Del mismo autor: «Lord Dunsany - Fantaisiste»; en
Appreciations and Depreciations, Nueva York: John Lane, 1918, pp. 71-100. <<

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[6] W.B. Yeats: Selections from the Writings of Lord Dunsany (selección y prefacio de

W. B. Yeats); Churchtown, Dundrum, Condado de Dublín: The Cuala Press, 1912,


reimpreso en 1913. <<

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[7] H.P. Lovecraft: «Lord Dunsany and his work», en Marginalia, Sauk City, Wis.:

Arkham House, 1944, pp. 148-160 [de próxima aparición en Delirio, Ciencia Ficción
y Fantasía]. <<

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[8] Arthur Machen: The Hill of Dreams; Londres: The Richard Press, 1954 (con una

introducción de lord Dunsany). Hay traducción española (con la introducción de


Dunsany): Arthur Machen: La colina de los sueños, Madrid: Siruela, 1988, trad. de
Francisco Torres Oliver. <<

www.lectulandia.com - Página 237


[9] Padraic Colum: «As a fellow poet sees Lord Dunsany»; en Boston Transcript, 17

de diciembre de 1917. <<


[10] Lord Dunsany: Guerrilla; Indianapolis: Bobbs-Merrill, 1944. Hay traducción

española: Lord Dunsany: La montaña eterna, Editorial Futuro, Buenos Aires, 1945,
trad. de Raquel W. de Ortiz. <<
[11] Almire Martin: «Lord Dunsany, decadent or discoverer?»; en Cahiers du

Centre d’études anglo-irlandaises, Université de Haute-Bretagne, núm. 1 (1976), pp.


61-77. <<

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[12] Edward Hale Bierstadt: Dunsany, the Dramatist; Boston: Little, Brown, 1917,

1919. <<

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[13] S. T. Joshi: Lord Dunsany, Master of Anglo-lrish Imagination, Westport, Conn.:

The Greenwood Press, 1995. <<

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[14] Louis Paul-Dubois: «Lord Dunsany, le maitre du merveilleux»; en La Revue des

Deux Mondes, núm. 16 (15 de agosto de 1933), pp. 893-919. <<

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[15] Profesor emérito, 2010. Primer director del Laboratoire d’Études et de Recherche

sur le Monde Anglophone (LERMA) de la Universidad de Provence. Especialista en


literatura fantástica, ha prologado todas las ediciones más recientes de la obra de
Lord Dunsany en el país vecino a cargo de la editorial Terre de Brume. Su tesis de
doctorado, bajo la dirección del profesor Maurice Lévy, se titulaba Le monde
imaginaire de Lord Dunsany (El mundo imaginario de Lord Dunsany), leída en la
Universidad de Toulouse Le Mirail, 1979. <<

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[16] George G. Williams: Guide to Literary London; Londres: B. T. Batsford Ltd,

«Batsford London Library», 1973. <<

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[17] S.T. Joshi: Lord Dunsany, Master of Anglo-Irish Imagination; Westport, Conn.:

The Greenwood Press, 1995. <<

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[18] Paul Diel: Symbolismt dans la mythologie grecque; París: Payot, 1952, prefacio,

p. 5. <<

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