Pegana Tiempos y Dioses - Lord Dunsany
Pegana Tiempos y Dioses - Lord Dunsany
Pegana Tiempos y Dioses - Lord Dunsany
primera vez en España todos los relatos del mundo de Pegãna salidos
de la desbordante imaginación de lord Dunsany, uno de los escritores más
influyentes de la literatura fantástica. Autores como J. R. R. Tolkien, Michael
Moorcock, Fritz Leiber, C. A. Smith, Lin Carter o la mismísima Ursula K. Le
Guin han bebido en sus fuentes y podemos decir, sin temor a equivocarnos,
que sin sus obras, la fantasía no sería lo que es. Aquí reunimos completas
por primera vez en nuestra lengua y con todas las ilustraciones originales las
recopilaciones Los dioses de Pegãna y El Tiempo y los Dioses, así como los
relatos «Días ociosos en el País del Yann», «Una tienda en la calle del
Pasadizo» y «El vengador de Perdóndaris».
Pegãna es un universo mítico con todo un panteón de dioses maravillosos en
continua interacción con los hombres, a los que acosan, persiguen, ignoran,
bendicen y maldicen con la misma facilidad. Los dioses de Pegãna viven en
sus retiros nubosos estudiando a los hombres o despreciándolos, llevándolos
a la guerra y a la muerte, y casi nunca a la dicha. Las historias de Dunsany
sobre estos seres todopoderosos son reflejos de un universo mágico y
espléndido plagados de historias fascinantes que nos llevan desde el origen
de los dioses, creados por MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, hasta el final de los tiempos
donde los dioses, a bordo de bajeles de oro, recorrerán el río del Silencio
para luego desaparecer. Sus historias y andanzas por este y otros mundos
es lo que vamos a leer. Con tan magnífica compañía viajaremos por los
reinos de los dioses, entraremos en guerra con el Tiempo, sabremos lo que
puede haber más allá del inicio del último viaje y llegaremos hasta el País de
los Sueños, donde embarcaremos en el Pájaro del Río para surcar las aguas
del Yann y acompañaremos a Singanee a cazar elefantes. Fantasía de la
más alta calidad y en estado puro por el que es, sin duda, el mejor escritor
del género de todos los tiempos.
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Lord Dunsany
Pegãna
Tiempos y Dioses
ePub r1.0
Cervera 12.11.2017
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Lord Dunsany, 1905
Título original: The Gods of Pegãna
Traducción: Francisco Arellano
Portada e ilustraciones interiores: Sydney H. Sime
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LORD DUNSANY (1878-1957).
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LOS DIOSES DE PEGÃNA
A Lady Dunsany
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Sobre Los dioses de Pegãna
E l público francés pudo leer hace algunos años (1991), en las ediciones del
Seuil, una obra titulada Merveilles et Démons: contes fantastiques (Maravillas
y Demonios: cuentos fantásticos), una antología de relatos de lord Dunsany con
traducción de Julien Green. El nombre de Green, más que el de Dunsany, sedujo sin
duda al público poco familiarizado con el escritor anglo-irlandés de principios de
siglo, aunque el título de la obra recordaba bastante al del libro de Lovecraft[1]. Era
un libro inesperado, naufragado en la espuma del tiempo, recuperado de un cajón,
una antología de traducciones que Julien Green efectuó en 1923 de cuentos sacados
de antologías como Cuentos de un soñador y El libro de las maravillas, que datan
respectivamente de 1910 y 1912, contrariamente, por un error de varios años, a lo que
se dice en el libro de Seuil. Hay que añadir, dicho sea de paso, que los relatos
traducidos no solo provienen de las dos antologías mencionadas en el prefacio de
Seuil, sino de varias, especialmente de La espada de Welleran, de 1908. El autor del
prefacio, Giovanni Lucera, recuerda cómo Green, que había comprado en Estados
Unidos «un librito de cuentos», tradujo los mismos y se los ofreció a la NRF, que
rechazó la oferta. Fue el hijo de Green quien exhumó las traducciones. La cubierta
del libro le ofrecía al público un castillo de cuento de hadas y la rueda de una
avioneta, como si quisiera indicar una hibidración de lo antiguo y de lo nuevo, lo que
sitúa muy bien las cosas para un libro que aparecía a finales de siglo tras haberse
perdido la ocasión de aparecer en su momento. Quizá ganará con ese sabor añejo que
les da valor a las antigüedades. En todo caso, puede haber favorecido esta necesaria
recuperación de una obra a partir de fragmentos elegidos salvados in extremis de las
aguas.
La presencia de lord Dunsany en la biblioteca de Green es bastante indicativa
acerca de la cunosidad de algunos de los grandes nombres de la literatura por un
compañero anglo-irlandés no siempre muy conocido o reconocido. Porque lo que
primero llama la atención en su caso es su relativa ausencia de la memoria literaria.
La literatura fantástica ha titubeado a la hora de asimilarlo de pleno derecho, porque
el terror no es su fuerte, salvo como un «miniaturismo» irónico, y David Punter[2], en
su célebre historia de la ficción anglófona de terror, le olvida sin miramientos. La
literatura nacional irlandesa no le concede a menudo más que un lugar parsimonioso,
y Claude Fierobe en su informe acerca de la literatura fantástica irlandesa[3], que, por
otra parte, conoce a la perfección, tampoco lo integra a su obra. No es que sea lo
menos sorprendente del mundo. Dunsany es un autor original que desafía las
clasificaciones. Un periodista de The Observer, Muggeridge, le trataba, hace ya
algunos años, de «excéntrico irlandés»[4]. La palabra no es demasiado fuerte; esta
excentricidad subyace a menudo en los rasgos acerados de su escritura, la impactante
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audacia de sus imágenes y la vivacidad incomparable de la agudeza que tan bien
juega a favor de la inquietante singularidad que tiene del humor y de la ironía, un
talento que se diría que es voluntariamente insular. Pero es también algo que le
conduce a un diletantismo creativo. Las promesas del principio no siempre se
mantienen, la forma corta prevalece irremediablemente, pese a numerosas novelas
menos notables, y la maravillosa y falsa ingenuidad de los cuentos del principio
compite pronto con la fragilidad de las fábulas moralistas teñidas de poesía mítica.
Incluso así, se talla una sólida reputación con sus «historias de bar», los varios
volúmenes de un tal Jorkens, o, durante algún tiempo, con los sainetes de su teatro.
Puede ser visionario o conformista cuando le parece. En resumen, excéntrico,
también descentrado, marginal, con todo lo que eso puede acarrear de frustración y
atractivo. De ahí el interés que muestran por él, de vez en cuando, casi discretamente,
todos aquellos a quienes les apasionan los marginales. Los escritores llamados
menores se aprovechan a menudo de los intereses arqueológicos o nostálgicos de la
Historia para volver a ver la luz y ocupar una escena de la que habían sido
injustamente excluidos. Esa fue la suerte, al menos en parte, de los novelistas góticos,
por ejemplo. No es superfluo anotar que uno de los vectores de su «supervivencia» es
la corriente de épica imaginaria («heroic fantasy») que triunfó en Estados Unidos, en
los años setenta del pasado siglo, bajo la guía de Lin Carter, su maestro espiritual y
continuador de la tradición representada por William Morris, antes de Tolkien, por no
hablar de C. S. Lewis.
En Irlanda, en su época, fue señalado por el crítico Ernest Boyd[5], junto al poeta
James Stephens, como el representante de una literatura irlandesa moderna y, lo que
es más, honrado con la pasajera atención de Yeats, quien escribió el prefacio de una
de las primeras antologías de sus textos[6]. El poeta informaba cumplidamente de la
seducción del cuento dunsanyano, pero no sin dejar de observar, un poco brutalmente
quizá, que cincuenta libras al mes y una amante aficionada a la botella le ayudarían a
labrarse un temperamento literario más templado. Dunsany decía haber sido
condenado con antelación por los prejuicios de los críticos según los cuales un
aristócrata era alguien que no podía saber escribir. Hay que decir que, tratándose de
Yeats, Dunsany se habría mostrado reticente a la hora de apuntarse al movimiento
cultural del Renacimiento irlandés, de connotaciones nacionalistas, lo que no le
impedía hallar su inspiración en el patrimonio de la isla antes que en otros sitios.
Tampoco Yeats encuentra la mejor definición posible para la obra de este aristócrata
presuntuoso hablando del «patetismo de la fragilidad»; entendamos tal frase como si
se refiriera a una sensibilidad especial.
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que le reivindica como uno de los suyos y le otorga un nicho literario[7], aunque hay
que reconocer que eso es algo que nunca le preocupó. Ninguno de sus testimonios o
confesiones, por otro lado muy prolijas, indica ningún interés por los escritores de lo
gótico, ni siquiera por la sensibilidad mórbida de un Le Fanu o un Maturin, si no
queremos salir de Irlanda. Cierto es que conoce a Grimm y a Andersen y reconoce su
gusto por Poe y una extrema fascinación por el paisaje de Weir, pero esto es
secundario. Parece haber leído a Arthur Machen e incluso escribió el prefacio de La
colina de los sueños[8], pero, en el caso de Machen, el misticismo de la tierra, galesa
en su caso, le impactaba sobre todo como tropismo imaginario de retorno a los
valores del refugio un tanto arcaizantes. Es una dirección que se debe recordar si se
quiere delimitar su sensibilidad y comprender también la fascinación de un Lovecraft,
él mismo sumido en un fantasma regresivo. Cuando en 1938 Dunsany rebusca en su
pasado mediante una autobiografía vagabunda (Patches of Sunlight) y habla de sus
motivaciones y fuentes, reconoce una débil inclinación, no por el miedo, cosa muy
alejada de su temperamento, sino por la poesía victoriana… Tennyson, Swinburne,
quien le inspira el título de una de sus primeras antologías: El Tiempo y los Dioses…
«El tiempo y los dioses están en conflicto unos con otros», decía el poeta. Como
poeta, y también quizá como propietario terrenal, expresa esa nostalgia virgiliana por
tina civilización de los orígenes, y su compatriota George William Russell, el poeta
místico, se convierte bajo su pluma, en un artículo del Atlantic Monthly, en el profeta
«que maldecía de Nínive». Toda civilización peca por orgullo, y las ciudades del
mundo no son más que construcciones efímeras; y Londres en primer lugar es la que
retoma en varios de sus relatos a su estado original, sucumbiendo al asalto de la
naturaleza conquistadora. Más tarde, Dunsany escriba una novela, The Blessing of
Pan, en la que un cristianismo debilitado se deja dominar por la reminiscencia y el
poder de un antiguo culto.
Si uno se centra en un fantástico del terror, Dunsany palidecería ante Machen,
Blackwood o M. R. James, que son los «fantásticos» contemporáneos de Gran
Bretaña. No iríamos por la buena dirección. Es mejor colocarle en compañía de los
poetas; los grandes victorianos que tanto admira, o con los primeros simbolistas, con
el autor de L’Oiseau bleu, Maeterlinck, que ya se había trasladado a América. En esta
poesía simbolista a distancia, fundada sobre una discreción emocional y un
deslizamiento irónico, encuentra la tonalidad que le conviene y que le transportará
más tarde a la escena escribiendo piezas que, durante un tiempo, tendrán gran éxito
en Broadway a principios de siglo. Hay una manera de ser del mundo que une lo
eterno y lo transitorio. Esa indiferencia soberbia del lord que sigue las tribulaciones
de la enclenque y humana criatura dominada por sus miedos y sus ilusiones de un
más allá que relata en sus historias sin fin, era lo que fascinaba a Lovecraft. No se
resistió en «El descendiente» a trazar el retrato de un lord demente, lord Northam,
cuyos reinos imaginarios, situados en el desierto de Arabia, despiertan ecos de su
modelo. El americano de Providence tiene acentos homéricos cuando rinde a su señor
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el homenaje de un admirador incondicional por un demiurgo singular, con una
imaginación alimentada por un Oriente misterioso que se confunde con un universo
de espejismo. El mensaje en el que se reconoce es nihilista, muy en fase con su
tiempo, y transmitido sobre el tono de una falsa ingenuidad.
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declina en diferentes teclados: narraciones neo-románticas, donde los sueños abrigan
pesadillas lejanas, o sea pueriles, historias grotescas que flirtean con lo onírico, lo
surreal, parábolas convertidas en pastiches, un teatro de lo indecible que pone en
escena el mensaje del destino devastador que castiga la arrogancia de los hombres.
A este propósito, uno se olvidaría de un aspecto importante de su obra si se pasase
por alto su teatro, que tanto emocionó a sus auditorios antes de desaparecer de los
repertorios dramáticos. Ofrece al amante de lo fantástico un espacio interesante en la
medida en que hace entrar en escena algo que sustenta un terror sin relación alguna
con el «gran guignol»… lo que un crítico, Almire Martin[11], llamó, con una feliz
expresión, «una epifanía mortal». El drama le permite a Dunsany retornar a sus
fuentes, la esencia minimalista de Los dioses de Pegãna. Sin duda, obras como The
Laughter of the Gods o The Gods of the Mountain son sintomáticas de esa puesta en
marcha del destino funesto, los resortes de Némesis, la ironía mordaz de la
realización de las falsas profecías, y el castigo divino inherente a la transgresión de
los límites. Los personajes se confunden con el enigma que plantea la simplicidad de
su discurso. En el teatro, la superchería de los hombres conduce a lo fantástico en
lugar de que lo sobrenatural se resuelva en superchería. Es un mecanismo de lo
implacable más que del escepticismo que prevalece en la definición del género que
hizo Todorov en 1969.
Nada parecía predisponer a nuestro hombre a la escritura. Para muchos de los que
conocieron a Edward Plunkett, nacido en 1878, decimoctavo lord Dunsany, heredero
de una familia normanda instalada a la sombra de la colina Tara, lugar sagrado de los
celtas, fue un gran cazador, un soldado y, sobre todo, un gran viajero, siempre atraído
por el espacio, la marisma irlandesa o el desierto africano, antes que el Oeste
americano y California. Se le sospecha una doble personalidad, sobre todo en una
época ávida de desdoblamientos y seudónimos; y además una notable coherencia, una
sorprendente salud mental… un hombre que compartía su vida entre el castillo de sus
antepasados y Dunstall, en Kent, en la quietud de sus valles; alguien que había
experimentado las pruebas de la vida, la guerra de los Boers, la Pascua de 1916 en
Dublín, donde fue herido por una bala perdida, las trincheras del Somme, la huida
ante los nazis cuando ocupaba una plaza en la Universidad de Atenas, durante la
guerra, con una serenidad altiva. Hay que leer su autobiografía escrita a instancias de
su editor para seguir los avatares fortuitos de una inspiración y el despertar de un
gusto por el misterio que deja todo predispuesto para encontrarlo, según la moda, en
Oriente. ¿Por qué esa mitología inaugural de Pegdna? Entre otras curiosidades
chinas, objetos diversos o grabados orientales, están los retratos de los dioses
orientales de la Tormenta cumpliendo con su tarea, uno con unos tambores, otro
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haciendo rodar un barril de bronce. Y luego, gracias a las relaciones de su tío, Horace
Plunkett, Edward entra en el mundo de las letras. Entre tanto puede ver una obra de
teatro estadounidense inspirada por el folclore japonés, The Darling of the Gods
(1902, una obra de David Belasco y John Luther Long, estrenada en el Belasco
Theatre, y que contó con 182 representaciones); compra las acuarelas de diversas
escenas, se divierte escribiendo los episodios de una mitología oriental imaginaria
inspirada por esas imágenes. A lo que sigue una serie de cuadros ingenuos, alegorías
de las relaciones del hombre y el universo… la incertidumbre de los humanos y el
cinismo de los dioses. Los dioses de Pegãna fue publicada por Elkin Mathews en
1905. Muchas impresiones familiares encuentran un hueco en ese universo abstracto:
el vuelo de los cisnes y de las aves silvestres en las marismas irlandesas
transformados en flamencos, pongamos por caso. El libro aparece tras su matrimonio
con la señorita Burton, pariente del gran explorador Richard Francis Burton, y
Beatrice toma al dictado las partes de su próximo libro, El Tiempo y los Dioses,
mientras muchas revistas empiezan a interesarse por sus cuentos.
La inspiración gráfica señalada más arriba impulsó a Dunsany a buscar
ilustraciones para sus textos, y su primera elección fue Doré. La grandilocuencia del
ilustrador de Cervantes y de la Biblia, pero también de los cuentos de Perrault, habría
podido dar a sus textos enorme resonancia. Pero el pintor había muerto, y Dunsany se
fijó en Sydney H. Sime. Fue el principio de una colaboración ejemplar. Dunsany le
consagró un capítulo de su autobiografía y llegó a decir que como ilustrador era
superior a Beardsley. Se puede discutir esta opinión, pero hay que reconocer lo
adecuado de la elección de Sime; sus dibujos o grabados mezclan lo extraño con lo
ingenuo y parecen contener en sí mismos su propia historia; a tal punto que,
notablemente, el intercambio funcionará en las dos direcciones y Dunsany no tardará
en escribir los textos basándose en dibujos anteriores a los mismos… el relato
comenta el dibujo, no al contrario. La mayor parte de estas colaboraciones se reúnen
en una de sus antologías más conocida, El libro de las maravillas, lo que aleja muy
pronto al escritor de sus intenciones originales, su mitología seudo-oriental, en
beneficio de un cuadro más vivaz y de una visión más cínica, más gráfica en una
palabra. Empezó con «Los salteadores de caminos», que encontró un hueco en el
libro La espada de Welkrarr, el grabado de Sime nos muestra a una banda de ladrones
enmascarados y con una escala; de un árbol cuelgan los restos de un ahorcado. El
relato es como una endecha en la que un gitano se dispone a liberar el alma de un
ahorcado para darle sepultura en una cueva monumental, la de los grandes de este
mundo.
En los dos primeros decenios del siglo pasado, Dunsany da lo mejor de sí mismo.
Halla en sus viajes los motivos de una inspiración sin límites. Si los parisinos
bautizaron sus bulevares exteriores con los nombres de sus más grandes héroes, como
observó en 1906, hay un relato que habla de una ciudad que exhibe en sus murallas
las estatuas casi vivas de sus soldados difuntos; si el lodo del Támesis llama su
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atención, él encuentra una historia de un ahogado que ve cómo su alma remonta las
edades del tiempo («Donde suben y bajan las mareas»); si remonta el Nilo, él
descubre un viaje onírico por un valle bizarro, el del río Yann. Sus grandes viajes por
todo el mundo, en particular el maravillado descubrimiento del Mar Rojo y de África,
alrededor de 1912, un terreno soñado por el cazador, le facilitan una tela de fondo de
vastas dimensiones, y también contribuye a reorientar su escritura inicial tal como se
puede ver en Los dioses de Pegãna y en su continuación, El Tiempo y los Dioses. Se
pueden casi adivinar los gérmenes de una cuasi-parodia, de una autoburla, cuando en
1910 estaba escribiendo los cuentos que conformaría, al menos en parte, El libro de
las maravillas. Es una orientación que merece atención, porque la sátira es
constitutiva de la obra pero cada vez será más debilitadora de lo imaginario. Las
antologías son numerosas: tras El libro de las maravillas (1912) aparecerán Fifty-One
Tales (1915), Cuentos maravillosos (1916), Tales of Three Hemispheres (1919). Y
luego, a partir de 1911, el trato con Yeats, que supervisaba el Abbey Theatre de
Dublín, le condujo a aceptar un desafío: escribir para el teatro. The Glittering Gate
fue el punto de partida de una carrera dramatúrgica que se extiende hasta 1922 [cuya
totalidad se ha reunido en tres antologías: Five Plays (1908), Plays of Gods and Men
(1917) y Plays of Near and Far (1922)], o incluso 1930 si se consideran algunas
piezas finales aisladas. Su primera obra representada habla de dos vagabundos que
fuerzan la puerta del Paraíso para no encontrar otra cosa que la inmensa bóveda
celeste. El drama que aspira a reproducir el escrutinio del arte de los griegos queda un
poco desfasado, pero tiene la ventaja de proporcionar la quintaesencia de una visión
del mundo que ya actuaba de manera fragmentada en los cuentos y a la que da el
pistoletazo de salida Los dioses de Pegãna. Es una filosofía del cuestionamiento al
que responde con cinismo el silencio de las esferas. Se ha hablado de Nietzsche o de
Beckett. Es mucho decir. Pero pese a todo se escucha la voz de una conciencia
moderna heredada de la decadencia en el seno de una escritura de esteta.
De la Primera Guerra Mundial nos ha llegado una fotografía del capitán Dunsany,
de uniforme, sentado y con una actitud a la vez indolente y altanera, con la mirada
noble, lejana, pero también sensible. Su reputación de escritor, hasta allí
mediocremente establecida, se asentará gracias al editor estadounidense John W.
Luce & Co. de Boston y, en 1917, cuando el crítico americano Bierstadt le dedique
un libro lleno de admiración, Dunsany, the Dramatist[12], que le equiparaba a Yeats y
a Synge. Comienza así una historia de amor con América que consagra la entrada de
Dunsany en el nuevo siglo e inaugura una segunda fase, sin duda menos interesante o
menos específica, de su producción. El esquema histórico es ciertamente difícil de
trazar pues el espíritu dunsanyano perdura de una fase a otra, pero está claro que el
modelo inicial en su ascesis lúdica, el universo divino separado de las contingencias
materiales, un cosmos habitado por divinidades, es un modelo poco reproducible. En
el segundo volumen, El Tiempo y los Dioses, ya atomizado en relatos independientes,
hay una voluntad de continuación, pero sobre todo un deslizamiento hacia la crónica,
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una crónica del combate divino contra el Tiempo. Con la tercera colección, Ea
espada de Welleran, pasamos a un universo de semidioses o héroes, en una palabra,
el mundo de los hombres, en el terreno heroico de lo imaginario, donde los
partidarios de la épica contemporánea, la «heroic fantasy», buscan al verdadero
Dunsany. Jacques Bergier había previsto consagrarle un texto en la continuación de
sus Admirations (1970), que se habría titulado «La tizona de Welleran». Esta
orientación se confirmará, pero también se tergiversará un poco más hacia el mundo
de los hombres con Cuentos de un soñador, más propiamente fantástico; porque el
sueño está enlazado con la locura. Sucediendo al MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ de Pegãna, el
emperador Thuba Mleen es un Giaour dunsanyano, una figura del mal que anuncia a
los personajes de pesadilla de Lin Carter en la ficción de H. P. Lovecraft. Se aleja de
Pegãna, se acerca a veces a Poe. Las «maravillas» (las de El libro de las maravillas)
ejecutan sin embargo una curiosa síntesis con aquellas primeras antologías y en Tales
of Three Hemispheres se esboza una trilogía fabulosa alrededor del mundo surreal
que lleva desde el valle del Yann a un Londres con tonalidades de Lewis Carroll, la
tienda del Pasadizo (en este mismo libro, la sección denominada «Más allá de los
campos que conocemos»); allí el narrador alcanza su apogeo. Entroniza una tonalidad
onírica, casi surrealista, que tan característica resulta: «Días ociosos en el país del
Yann» es, sin paliativos, el texto más importante de Dunsany.
Es lamentable que, desanimado por el poco éxito relativo de sus cuentos, creyera
adecuado dedicarse a la novela. No es que sus novelas carezcan de interés: El
crepúsculo de la magia (1926) es, por el contrario, una novela irlandesa que
testimonia la influencia de lo imaginario y de la seducción del espacio salvaje y
legendario, y The Blessing of Pan sigue siendo extrañamente legible en nuestros días,
pero la forma larga, que duda entre lo feérico y el relato de circunstancia, le sienta
algo peor.
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MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ hubo hecho a los dioses, dice el texto, se encontraron en el centro
del Tiempo, precisamente lo que no tiene ni principio ni fin. Onirismo y parodia de
las grandes mitologías parecen asociarse en este librito; el prefacio presenta las cosas
como un juego de dados entre «el destino y el azar». Las ilustraciones de Sime
ayudan a leer el texto en ese sentido; mezcla el grafismo de la línea pura con efectos
de sombra y de luz, grabados pasados de moda para los cuentos de hadas —como el
que nos muestra Pegãna como un paraíso cursi de relentes modernistas— como si
fueran litografías emparentadas de cerca con las estampas japonesas, como «Ello» o
«Slid», siempre entre el miedo y la maravilla de los niños.
Es verdad que el pastiche de las mitologías demiúrgicas impacta al lector en un
primer encuentro, lo mismo que la propensión marcada por un giro alegórico de tintes
simbolistas. Se han hecho bastantes comentarios muy sabios. S. T. Joshi[13], el
especialista estadounidense más reciente en Dunsany, ha revelado las marcas del
pensmiento griego que tanto impresionaron al escritor.
De hecho, Pegãna es un paraíso planteado de manera preliminar en una obra
naciente, un paraíso cuya descripción solo se hace casi al final de la obra (seis
«capítulos» antes del final) gracias a la mediación del profeta Imbaum, y es un
paraíso amenazado, transitorio, frágil. Es además un paraíso mental, pues todo ocurre
en la mente del dios que lo enuncia por mediación de sus intérpretes; es «soñado» por
la mente central y unido mediante el Río del Silencio que fluye entre las orillas de la
Tormenta, más allá de los mundos en ese desierto sin límites, con los otros mundos de
la cosmogonía, hasta que el despertar borre para siempre ese paréntesis fabuloso. Es
la encarnación de un maravilloso arcaizante lo que tanto sedujo a Lovecraft y que
este reprodujo en sus desgarradores cuentos de una Nueva Inglaterra utópica,
originaria y rústica. Si este Edén no se impone claramente más que hacia la
peroración de la obra, es en términos de estructura, para anunciar el fin, la muerte de
los reyes, el despertar del dios de los dioses y el fin del sueño. Pero también el estilo
padece una transformación en beneficio de un lirismo menos minimalista. En el
corazón del libro, es la evocación nostálgica de la infancia perdida: la música
encantadora de las esferas es la que acunó los años de la infancia, y se la encuentra en
los años futuros como «una cosa medio olvidada», y se la ve en «el rosal que se
aferraba a los muros de la casa en que naciste». Esta tierra del deseo, que el corazón
desea, se libra de los límites de la geografía y de la historia: «Antes de que los dioses
reinaran en el Olimpo, antes de que Alá fuese Alá, MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ había obrado y
descansaba». Tales son las palabras introductorias como advertencia de una gestación
cósmica fuera del tiempo, a la que se pretende devolver el carácter arcaico mediante
una estilística de la encantación y un lenguaje obsoleto. Los recuerdos bíblicos y la
«enigmatidad» de su fraseología son perceptibles en el lenguaje de las divinidades
imperiosas, Dorozhand «cuyos ojos contemplan El, Fin» —el dios que encarna el
destino, o el propio MÃNA: «Entonces los tiempos que fueron no serán más los
Tiempos»—, o la palabra de los profetas que desfilan para interpretar uno por uno lo
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que dicen los dioses.
Sueño dado por tal, espacio estilizado, visión simplificadora, Pegãna es el acto de
un espíritu demiúrgico que transpone un ciclo de alegorías de la naturaleza en un
panteón panteísta original, un teatro primitivo de los fenómenos cotidianos o de las
apuestas de la existencia colocadas bajo el golpe de un final inminente. Así, el océano
se encarna en el dios Slid, «cuya alma está en el mar» y que canta la endecha de los
náufragos. Así, la muerte se dibuja en las facciones del dios Mung, en el ceremonial
concluyente, el vuelo del pájaro funesto, Mosahn, y en el embarque de los dioses
impávidos sobre los galeones de oro en el Río del Silencio. Puede que haya algo del
Paraíso Celta, el país de la eterna juventud, el Tir-nan-Og que asomará a la superficie
en la tardía novela The Charwoman Sbadoar, pero se trata de borrar toda referencia
circunstancial en beneficio de una universalidad abstracta y pasiva, lo que le da a este
poema narrativo una gran fragilidad; algo tan efímero como el universo que pone en
escena. Eso no impide apoderarse del papel fundador del imaginario dunsanyano.
Se puede argumentar en dos direcciones por lo menos. Primero, quizá, obteniendo
un sentido más profundo del que parece haber en este pastiche de mitologías. S. T.
Joshi, en su reciente estudio sobre lord Dunsany, se dedica a hacerlo, uniendo el texto
con la filosofía presocrática, con la filosofía determinista; las continuaciones,
especialmente las de El Tiempo y los Dioses, confirmarán una entrada de «Nietzsche
y Hume en el tejido divino de la teogonia». El trasfondo de fin de siglo sirve en
efecto de marco a la tonalidad del texto, y la temática del secreto y de la muerte lo
tiñen todo con una nube trágica; pero esta filosofía parece un poco pesada y
desproporcionada en este caso. Cierto que el secreto ocupa un lugar paradigmático en
el devenir de esta «leyenda» y es lo que provoca la presencia de la estatua de los
desiertos, Trogool, que vuelve las páginas del registro universal hasta llegar a la
palabra «Fin». Los profetas son enviados para descifrar la verdad de los dioses y,
como no pueden arrancársela, la fabrican. De hecho, se trata de que finalmente en ese
«decir» legendario de una fábula no hay nada más que ella misma. Ese Libro
Misterioso, registro y condición de los acontecimientos, aspira a reproducir siguiendo
un modelo de cajas chinas la dramaturgia de la creación, una imagen símbolo del
gesto del escritor. Se entroniza a sí mismo como el personaje central inaccesible y
señor absoluto de una génesis de diversión. Transfiere al esquema encajonado de ese
mundo —el dios principal sueña a los dioses inferiores, haciendo a los dioses como
los dioses hacen los mundos— su pensamiento de demiurgo y su desmultiplicación.
El espíritu creador se refleja en la figura de Roon, dios del movimiento y de las
demás divinidades, «de los mil dioses domésticos». Y ese universo encajable instaura
una nueva causalidad, ligada a un faldón determinista de naturaleza mágica, una
pluralidad que parte primero de un desdoblamiento: el dios y la palabra del dios, Kib
y la palabra de Kib, Mung y el gesto de Mung. Una duplicación que pone en un
mismo plano la función del sujeto y la del objeto: Dorozhand es la mano de Doroz, la
flecha de Dorozhand; el arco es también el blanco de Dorozhand. En ese sueño, el
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sueño ocupa su puesto en el frontón del Olimpo.
Esto subraya la inmediatez de la gestación cósmica que se emparenta con una
virtud lingüística. La dinámica de la lengua orquesta el principio de gestación e
invade el relato: narración, fórmulas mágicas, dictados de los dioses, cánticos de los
sacerdotes, lo que dicen los profetas… Limpang-Tung le roba su himno al bosque,
sus melodías al viento y sus endechas al océano. Lo que más impresiona al lector de
Los dioses de Pegãna es la ecuación de lo nombrado y de lo viviente. El bautismo de
la denominación y la fiebre onomástica se viven como principios generadores de la
teogonia. La etiqueta perifrástica emblemática —Imrana, el río del silencio, Kib, el
que da la vida, Trogool, la cosa que no es ni bestia ni hombre— le confiere al texto
una tonalidad épica. Esta connotación «heroica» permanece aquí latente y muy
matizada por la tentación paródica, que consiste en incluir entre las figuras de sus
divinidades secundarias a invitados de tercera, si se quiere, como Jabim, «señor de
los objetos rotos, sentado detrás de la casa lamentándose por las cosas que se tiran».
Sin embargo, Dunsany se encuentra entero ahí, en esa tendencia a plantear los
términos de una dramaturgia pintoresca que se ríe de su pequeñez, pero que trama en
sus inocentes imágenes la alegoría de una evanescencia. En Pegãna, entendiendo el
libro como el acto fundador de una obra, se apoya ese lugar privilegiado donde se
situarán casi todas las historias maravillosas que vendrán después, el «Borde del
mundo» que es a la vez el concepto tipo de las mitologías, la imagen de los cuentos,
la frontera de lo conocido, el límite, el reborde, y la llamada a una transgresión
programada.
Se podrá ver cómo, en las secuencias posteriores de Pegãna, en algunas de las
piezas que componen la recopilación El Tiempo y los Dioses, Dunsany impulsa la
dramatización latente de su universo imaginado, recuperando algunas veces de
manera parcial la nomenclatura de su primer libro sin prohibir el añadido de nuevos
elementos de una mitología pastoral y nihilista. En el relato inaugural que da su título
al conjunto, el mundo dunsanyano toma cuerpo; los sueños de los dioses son de
mármol y la ciudad que nace de ellos confunde la imaginación con sus céspedes de
piedra esculpida con la efigie de los dioses que andan entre los símbolos de los
mundos, mientras las fuentes vuelven a su cuna en un ciclo afortunado; pero padece
la rebelión del Tiempo y se convierte en un recuerdo. Peor aún, «El Rey que no fue»
es la historia de Althazar, castigado por haber representado a los dioses con unas
estatuas erradicándolo, pura y simplemente, de las palabras y los sueños de los
dioses.
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idioma a otro, tras un siglo de silencio, exhumando otro, una pequeña parábola
publicada en 1919 en un diario americano, «Como las causas perdidas fueron
expulsadas de Valhalla». Los espíritus de las naciones se encuentran en Valhalla para
buscar buenas causas y repartirse recompensas. El espíritu de Irlanda, perdido en sus
tristes sueños, llega después de la fiesta, en el momento en que solo quedan por
repartirse las causas perdidas. ¡Qué más da! ¡Para ella, las causas perdidas son las
mejores! Más allá de la sátira sobre el talento para conducir luchas sin esperanza, en
esta historia se encuentra un tropismo del ajedrez como se ancla una sensibilidad «fin
de siglo». Uno de los primeros lectores franceses de Dunsany, Louis Paul-Dubois,
que en 1933 escribía en La Revue des Deux Mondes, reafirmaba la filiación literaria
con los hijos de Erín mediante el rasgo distintivo de su «trágica alienación de la
vida»[14]. Una alienación que se formula en el registro de la «fantasy», es decir, fuera
de los límites de una realidad cuantificable, esto es, de un género literario.
Lo decíamos al principio, si Dunsany ha sido ignorado durante tanto tiempo, a
veces sale de la sombra mediante la mirada curiosa de los maestros de la literatura,
que buscan ávidos desvíos de los márgenes olvidados… y por las traducciones.
Ellman recuerda que Joyce propuso una colección de textos inusuales, entre ellos
alguno de Dunsany. Borges hizo lo mismo especulando sobre los precursores de
Kafka, y pensó en Kierkegaard, en Léon Bloy por sus Histoires désobligeantes, y en
lord Dunsany por una historia sacada de Cuentos de un soñador y publicada
igualmente de manera autónoma: «Carcasona». Bloy evoca a los fanáticos del viaje
que, con mapas, anuarios, globos y guías, viajan locamente sin abandonar su asiento.
Dunsany pone en escena un ejército legendario que atraviesa los continentes y somete
imperios sin llegar nunca a la fabulosa ciudad de Carcasona, una ciudad imaginaria
de nombre evocador gracias a sus resonancias. Y Borges comenta la yuxtaposición de
dos intrigas y sugiere una simetría interesante o un dilema: no poder dejar nunca un
lugar, no poder nunca alcanzarlo. Por una y otra parte, una cualidad mítica de
semejante naturaleza, una parábola que podría, a pequeña escala, recordar la pesquisa
del Santo Grial.
La alegoría de Los dioses de Pegãna es transparente, por definición, pero ya se
formula, en la ingenuidad deliberada de un texto antiguo convertido en pastiche, el
paso de un mundo maravilloso, animista y salmodiado, a una ficción inquieta y
moderna del saber denegado. Un capítulo como «El ojo en el páramo» anuncia las
ciudades fantásticas de los libros por venir. Detrás de Bodrahãhn, el inviolado
Desierto de los desiertos, la estatua de Rãnorãda expone en letras gigantescas la
fórmula mística: «Al dios que sabe»; dicho saber pertenecería a un dios que habría
perdido la alegría de vivir. El lector, a su vez, se contentará con saber que la
búsqueda, legada por ese retorno a un texto olvidado, es un resurgimiento fascinante
desde más allá del abismo del tiempo.
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MAX DUPERRAY[15] 2000
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PEGÃNA
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H ay unas islas en el Mar Central cuyas aguas no tienen orillas ni en ellas
boga ningún navío… tal es la fe de su pueblo.
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Prefacio
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Introducción
A ntes de que los dioses reinaran en el Olimpo, antes de que Alá fuese Alá,
MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ había obrado y descansaba.
En Pegãna se hallan Mung, Sish y Kib, y el creador de todos los dioses menores,
que es MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ. Además, creemos en Roon y en Slid.
Se dice desde hace mucho tiempo que todas las cosas que existen fueron creadas
por los dioses menores, a excepción de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, que creó a los dioses y
que, desde entonces, reposa.
También que nadie puede dirigir sus plegarias a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, sino
solamente a los dioses a los que creó.
Sin embargo, cuando llegue EL FIN, MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ olvidará su descanso y
creará de nuevo dioses y mundos, y destruirá a los dioses que creó.
Entonces, los dioses y los mundos desaparecerán, y solo quedará MÃNA-YOOD-
SUSHÃÎ.
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LOS SUEÑOS DE MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ.
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De Skarl el Tamborilero
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De la creación de los mundos
C uando MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ hubo creado a los dioses, no había otra cosa que
los dioses, y estos se sentaban en el centro del Tiempo, porque tenían tanto
tiempo ante ellos como tras ellos, pues este ni tenía fin ni había tenido un principio.
Pegãna estaba sin calor, ni luz, ni sonido, salvo el tambor de Skarl; además,
Pegãna era el Centro de Todo, porque lo que había por encima de Pegãna lo había por
debajo, y se extendía ante todo lo que se extendía más allá.
Entonces los dioses hablaron, haciendo los signos de los dioses y hablando con
Sus manos, temerosos de avergonzar el silencio de Pegãna; dijeron los dioses,
hablando con Sus manos: «Creemos los Mundos para entretenernos mientras MÃNA
reposa. Creemos mundos y la Vida y la Muerte, y los colores del cielo; pero no
rompamos el silencio de Pegãna».
Levantando Sus manos, cada dios según su signo, crearon los mundos y los soles,
y pusieron una luminaria en las mansiones del cielo.
Los dioses dijeron entonces: «Creemos al que busca, y que busque y nunca
descubrirá por qué los dioses fueron creados».
Crearon con un gesto de Sus manos, cada dios según su signo, Al Que Brilla, el
de la cola flamígera que busca de un extremo a otro de los Mundos y vuelve cada
cien años.
Hombre, cuando ves el cometa, sabe que hay alguien distinto a ti que busca y
jamás encuentra.
Entonces los dioses dijeron, hablando siempre con sus manos: «Que haya un
Vigilante para observar».
Crearon la Luna, con el rostro arrugado por sus muchas montañas, marcado por
mil valles, para que observe con sus ojos pálidos los juegos de los diosecillos, y para
que vigile en tanto MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ estuviera descansando; para que vele, para que
observe todas las cosas, y para que calle.
Entonces los dioses dijeron: «Creemos al que descansa. El que permanece
inmóvil en el centro del movimiento. El que no busca como el cometa, ni gira como
los mundos; el que descanse mientras MÃNA descansa».
Y crearon la Estrella Perdurable y la fijaron en el norte.
Hombre, cuando ves la Estrella Perdurable, en el norte, sabe que hay un ser que
reposa como MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, y sabe que en alguna parte entre los mundos existe
el reposo.
Al fin los dioses dijeron: «Hemos creado mundos y soles, al que busca y al que
observa, creemos ahora a uno que se sorprenda».
Crearon la Tierra para que se sorprendiera, cada dios según su signo, con un gesto
de la mano.
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Y la Tierra fue.
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Del juego de los dioses
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El canto de los dioses
S e elevó la voz de los dioses, que entonaban el canto de los dioses. Cantaba:
«Somos los dioses; Somos los jueguecillos de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ con los que
jugaba y ha olvidado.
»MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ nos creó, y nosotros creamos los Mundos y los Soles.
»Y jugaremos con los Mundos y los Soles y la Vida y la Muerte hasta que MÃNA
se despierte y nos reprenda así: «¿Qué hacéis, jugando con los Mundos y los Soles?
»La existencia de los Mundos y de los Soles es algo que hay que tomarse muy en
serio, y, sin embargo, qué mordaz es la risa de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ.
»Y cuando, en EL FIN, se despierte de su sueño, y se ría de nuestros juegos con los
Mundos y los Soles, los ocultaremos con presteza a nuestras espaldas, y los Mundos
no existirán más».
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Las palabras de Kib
(proveedor de vida en todos los mundos)
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A propósito de Sish
(el destructor de las horas)
E
camino.
l Tiempo es el perro de Sish.
Siguiendo las órdenes de Sish, las horas corren ante él mientras sigue su
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YOOD-SUSHÃÎ, cuyos sueños son los mismos dioses… a los que antaño soñó.
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SLID.
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Las palabras de Slid
(cuya alma está en el mar)
S lid dijo: «Que ningún hombre ose dirigir sus plegarias a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ,
porque se atreverá a importunar a MANA con los tormentos de los mortales o
exasperarle con las llagas de todas las casas de la Tierra.
»Y que nadie ofrezca sacrificios a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, pues ¿qué gloria obtendrá
de los sacrificios o de los altares, El que creó a los dioses?
»Dirige tus plegarias a los dioses menores, que son los dioses del Cumplimiento;
MÃNA es el dios de lo Cumplido… y el dios de lo Cumplido y del Descanso.
»Dirige tus plegarias a los dioses menores y desea que ellos las atiendan. Sin
embargo, ¿qué piedad puede esperarse de esos dioses menores, pues ellos crearon la
Muerte y el Dolor; crees que retendrán para ti a su viejo perro el Tiempo?
»Slid solo es un dios pequeño. Pero Slid es Slid… así está escrito y así fue dicho.
»Dirige tus plegarias a Slid, no olvides a Slid, y Slid puede que no olvide enviarte
a la Muerte cuando más lo necesites».
El Pueblo de la Tierra dijo: «Una melodía acuna la Tierra, como si diez mil ríos
cantasen al unísono por las moradas que abandonaron en las colinas».
Slid dijo: «Soy el Señor de las aguas vivas, de las aguas espumeantes y de las
aguas tranquilas. Soy el Señor de todas las aguas del mundo y de todo lo que los
largos ríos reciben de las colinas; pero el alma de Slid está en el mar. Allí llega todo
lo que hay sobre la Tierra, y el término de todos los ríos es el mar».
Slid dijo: «La mano de Slid ha jugado con las cataratas, los pies de Slid han
hollado las laderas de los valles, y los ojos de Slid observan desde el fondo de los
lagos de la llanura; pero el alma de Slid está en el mar».
Gran homenaje se le rinde a Slid en las ciudades de los hombres y gustosos son
los caminos de los bosques y los caminos de las llanuras y gustosos los altos valles
donde baila en las colinas; pero Slid nunca se deja trabar por ríos ni fronteras… pues
el alma de Slid está en el mar.
Porque allí Slid puede reposar bajo el sol y sonreír a los dioses del firmamento
con todas las sonrisas de Slid, y ser el dios más feliz de los que hacen girar los
Mundos, cuya obra es la Vida y la Muerte.
Allí puede sentarse y sonreír, o deslizarse entre los navíos, o gemir y suspirar de
contento alrededor de las islas, avaro señor, rico en gemas y perlas más allá de los
que dicen todas las fábulas.
Allí puede, lo que es más, cuando Slid exulta, agitar sus grandes brazos, o sacudir
con brazadas de cabellos ondulantes la poderosa cabeza de Slid, aullar tumultuosos
himnos fúnebres al naufragio, sentir a través de todo su ser la aplastante potencia de
Slid, y agitar las olas. Entonces el Mar, como aventureras legiones que festejan el
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triunfo la víspera de una guerra, reúne bajo todos los vientos a sus fuerzas, y ruge, y
avanza, y canta, y se abate para vencer a todas las cosas… todo ello bajo las órdenes
de Slid, cuya alma está en el mar.
Hay tranquilidad en el alma de Slid como hay períodos de calma en el mar;
también hay tempestades en el mar como contrariedades en el alma de Slid, porque
los dioses son de cambiante humor. Y Slid está en muchos lugares, porque reside en
lo más alto de Pegãna. Slid también anda por los valles, por donde el agua corre o
duerme; pero la voz y el grito de Slid provienen del mar. Quien alguna vez ha
escuchado su grito se ha visto condenado a seguirlo para siempre, dejando atrás todas
las cosas estables, para no estar más que con Slid y compartir todos los humores de
Slid, y no encontrar nunca reposo antes de llegar al mar. Con el grito de Slid ante
ellos y las colinas de su país a la espalda, cien mil partieron hacia el mar, y sobre sus
osamentas Slid se lamenta con la voz de un dios que se lamenta por su pueblo.
Incluso los ríos de las tierras interiores han escuchado el lejano grito de Slid, y todos
juntos abandonaron praderas y sotobosques para seguir a Slid allí donde él reúne a los
suyos, para regocijarse donde Slid se regocija, cantando el canto de Slid, del mismo
modo que se reunirán en EL FIN las Vidas de los Hombres a los pies de MÃNA-YOOD-
SUSHÃÎ.
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Los actos de Mung
(señor de todas las muertes entre Pegãna y el borde)
U n día, cuando Mung seguía su camino por la Tierra, entre sus ciudades y a
través de sus llanuras, Mung se encontró con un hombre que se atemorizó
cuando Mung dijo: «¡Soy Mung!».
Mung dijo: «¿Los cuarenta millones de años que han precedido a tu nacimiento te
han resultado intolerables?».
Luego Mung dijo: «¡Los cuarenta millones de años que les sucederán te
resultarán aún menos tolerables!».
Entonces, Mung hizo contra él el signo de Mung, y la Vida de aquel Hombre
nunca más se vio afectada por sus manos y sus pies.
Al término del vuelo de la flecha se encuentra Mung, pero también esta en las
casas y en las ciudades de los Hombres. Mung está presente en todo lugar y en todo
instante. Pero más que nada, le gusta andar entre las tinieblas y el silencio, en las
brumas del río, cuando el viento se apaga, un poco antes de que la noche se cruce con
la mañana en el sendero que une Pegãna y los Mundos.
A veces Mung penetra en la choza del pobre; Mung se inclina profundamente ante
el Rey. Entonces las Vidas del pobre y del Rey se marchan unidas fuera de los
Mundos.
Mung dijo: «El camino que Kib le ha dado a cada hombre para que lo siga en la
Tierra comporta numerosas curvas. ¡Detrás de una de esas curvas espera Mung!».
Un día, cuando un hombre seguía la ruta que Kib le había dado a seguir, el
hombre dio bruscamente con Mung. Y cuando Mung dijo: «¡Soy Mung!», el hombre
exclamó: «¡Ay!, ¿por qué habré tomado esta ruta?, porque si hubiera tomado
cualquier otro camino no me habría topado con Mung».
Mung dijo: «Si te hubiera sido permitido tomar cualquier otro camino, entonces el
Destino de las Cosas habría sido diferente y los dioses habrían sido otros dioses.
Cuando MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ se olvide de descansar y vuelva a crear nuevos dioses,
puede que estos te devuelvan a los Mundos; quizá entonces elegirás algún otro
camino, y así no te volverás a encontrar con Mung».
Entonces Mung hizo el signo de Mung. Y la vida de aquel Hombre se fue con la
añoranza del invierno, con todas las antiguas penas y las cosas olvidadas… solo
Mung sabe dónde.
Luego, Mung volvió a su tarea, que consiste en separar la Vida de la carne, y
Mung se encontró con un hombre que se llenó de pena cuando vio la sombra de
Mung. Pero Mung dijo: «Cuando, ante el signo de Mung, tu Vida eche a volar a lo
lejos, desaparecerá incluso tu pena». Pero el hombre exclamó: «¡Oh, Mung! Espera
un poco, y no hagas ahora en mi contra el signo de Mung, porque tengo una familia
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en la Tierra cuya pena permanecerá aunque la mía deba desaparecer a causa del signo
de Mung».
Y Mung dijo: «Con los dioses siempre es Ahora. Y antes de que Sish haya
desterrado muchos años, el dolor de tu familia tomará el mismo camino que el tuyo».
Y el hombre contempló a Mung hacer el signo de Mung ante sus ojos, que no
contemplaron nada más.
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El canto de los sacerdotes
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Las palabras de Limpang-Tung
(el dios de la alegría y de los músicos melodiosos)
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voces del pueblo que se lamenta, y en los gritos de los que se refocilan.
En un país montañoso, tierra adentro, donde nadie acudió jamás, esculpió en la
montaña los tubos de su órgano, y allí, cuando los vientos, sus servidores, confluyen
desde el mundo entero, compone la melodía de Limpang-Tung. Pero el canto, que se
eleva en la noche, corre como un río, serpenteando a través del mundo, y aquí y allá,
entre los pueblos de la tierra, alguien lo escucha y, sobre el terreno, todo el que tiene
una voz para cantar se desgañita en música para su alma.
O a veces, cuando anda en las tinieblas, con un paso que los hombres no
escuchan, bajo una forma que los hombres no ven, Limpang-Tung sale de su retiro,
agita las manos por encima de ellos y los músicos se ponen manos a la obra, y la voz
y la música se elevan; y la alegría y la melodía proliferan en aquella ciudad de la
canción, y nadie ve a Limpang-Tung cuando se encuentra detrás de los músicos.
Pero, a través de las brumas, justo antes de amanecer, en la oscuridad, cuando los
músicos duermen y la alegría y la melodía se sumen en el reposo, Limpang-Tung
vuelve a su comarca montañosa.
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De Yoharneth-Lahai
(el dios de los sueños pequeños y de las quimeras)
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De Roon, el dios de la partida
y de los mil dioses domésticos
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HISH.
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Ofrece tu trabajo y tu premura a Roon, cuyo incienso es el humo del fuego del
campamento encendido en las tierras del sur, cuyo canto es el eco de la partida, cuyos
templos se levantan más allá de las más lejanas colinas, en sus tierras tras el Oriente.
Yarinareth, Yarinareth, Yarinareth, lo que significa Más Allá… estas palabras
están grabadas con letras de oro en el arco del gran portal del Templo de Roon que
los hombres han construido frente al Oriente y ante el Mar, donde Roon está
representado como un gigantesco trompetista cuya trompeta apunta hacia el Oriente
más allá de los Mares.
Quien escuche su voz, la voz de Roon al atardecer, abandonará en el acto a los
dioses domésticos sentados ante el hogar. Estos son los dioses del hogar: Pitsu, que
acaricia al gato; Hobith, que calma al perro; Habaniah, el señor de las brasas
enrojecidas; y el pequeño Zumbiboo, el señor del polvo; Y el viejo Gribaun, que está
sentado en el medio del fuego y transforma la madera en cenizas… tales son los
dioses domésticos, que no viven en Pegãna y son inferiores a Roon.
También está Kilooloogung, el señor del humo que se eleva, que toma el humo
del hogar y lo envía hacia el cielo, que se satisface cuando alcanza Pegãna, porque los
dioses de Pegãna, hablando a los dioses, dicen:
«Kilooloogung cumple sobre la tierra la obra de Kilooloogung».
Todos estos dioses son tan pequeños que son inferiores a los hombres, pero son
dioses agradables para tener junto al hogar; a menudo los hombres le han dirigido
plegarias a Kilooloogung diciendo: «Tú, cuyo humo sube hasta Pegãna, envía con él
nuestras plegarias y que los dioses las escuchen». Y Kilooloogung, que es feliz
cuando los hombres rezan, estira su cuerpo gris y delgado, con los brazos por encima
de la cabeza, y envía a su sirviente el humo en busca de Pegãna, para que los dioses
de Pegãna sepan que el pueblo está rezando.
Y Jabim es el señor de los objetos rotos, sentado detrás de la casa lamentándose
por las cosas que se tiran. Y allí está sentado y lamentándose por los objetos rotos
hasta el fin de los mundos, o hasta que alguien acuda a reparar los objetos rotos. A
veces, se sienta a la orilla del río y se lamenta por las cosas olvidadas que flotan en
sus aguas.
Jabim es un dios benévolo cuyo corazón sufre si algo se pierde.
También está Triboogie, el Señor del Crepúsculo, cuyos hijos son las sombras,
sentado en un rincón, muy lejos de Habaniah, y no habla con nadie. Pero cuando
Habaniah se va a dormir y el viejo Gribaun ha parpadeado cien veces, hasta el punto
de no distinguir la madera de la ceniza, entonces Triboogie envía a sus hijos a correr
por la habitación y a bailar en las paredes, sin turbar nunca el silencio.
Pero, cuando la luz invade de nuevo los mundos, y el alba desciende bailando por
el camino de Pegãna, entonces Triboogie se retira a su rincón, rodeado por sus hijos,
como si no hubieran bailado en la habitación. Entonces los esclavos de Habaniah y
los del viejo Gribaun acuden a sacar a sus señores del sueño en el hogar, y Pitsu
acaricia al gato y Hobith calma al perro, y Kilooloogung estira los brazos en
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dirección a Pegãna, y Triboogie se queda inmóvil y sus hijos duermen.
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La rebelión de los dioses domésticos
T res anchos ríos corren por la llanura, nacidos antes de toda memoria o
leyenda, cuyas madres son tres picos grisáceos y cuyo padre es la tormenta.
Sus nombres son Eimês, Zãnês y Segãstrion.
Eimês es la alegría de los rebaños mugientes; Zãnês ha doblado el espinazo bajo
el yugo del hombre, y transporta madera de obra desde el bosque, muy lejos en la
montaña; y Segãstrion, por su parte, canta antiguas canciones a los pastorcillos, canta
su infancia en una barranca solitaria y el modo en que un día brotó del flanco de la
montaña, luego se fue a la llanura para ver mundo, y, un día, al fin, encontrará el mar.
Esos son los ríos de la llanura, los que hacen que se alegre la llanura. Pero los viejos
cuentan, y sus padres lo oyeron de boca de los ancianos, cómo un día los señores de
los tres ríos se rebelaron contra la ley de los Mundos, y salieron de sus fronteras, se
unieron y se tragaron las ciudades y mataron a los hombres, diciendo: «Ahora
jugamos el juego de los dioses y matamos a los hombres para nuestro placer, y somos
más grandes que los dioses de Pegãna».
Toda la llanura quedó inundada hasta las colinas.
Luego, Eimês, Zãnês y Segãstrion se sentaron sobre las montañas, y extendieron
las manos sobre sus ríos, que se rebelaban a sus órdenes.
Pero las plegarias de los hombres, al elevarse, encontraron Pegãna y gritaron al
oído de los dioses: «Hay tres dioses domésticos que nos matan para su placer, y dicen
que son más poderosos que los dioses de Pegãna, y juegan Su juego con los
hombres».
Entonces, todos los dioses de Pegãna montaron en gran cólera; pero no podían
destruir a los señores de los tres ríos, pues eran dioses domésticos, aunque pequeños,
y eran inmortales.
Los dioses domésticos siguieron extendiendo las manos por encima de sus ríos,
con los dedos abiertos, y las aguas subían más y más, y la voz de sus torrentes
aumentaba, aullando: «¿No somos Eimês, Zãnês y Segãstrion?».
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MUNG Y LA BESTIA DE MUNG.
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Entonces Mung descendió en una tierra desolada de Afrík, y fue al encuentro de
Umbool, la sequía, a quien encontró sentada en el desierto en unas rocas de hierro,
con huesos humanos en sus garras ávidas, exhalando un aliento ardiente.
Mung se plantó ante ella, cuyas resecas costillas se levantaban. Y cuando bajaban,
su aliento ardiente marchitaba las ramitas muertas y las osamentas.
Mung dijo: «¡Amiga de Mung! Ve, y enseña los dientes a Eimês, Zãnês y
Segãstrion hasta que se den cuenta de que es poco sabio rebelarse contra los dioses de
Pegãna».
Umbool respondió: «Soy la bestia de Mung».
Umbool se agazapó en una colina, al otro lado de las aguas, y, por encima, les
enseñó los dientes a los dioses rebeldes.
Cada vez que Eimês, Zãnês y Segãstrion extendían las manos por encima de sus
ríos, veían ante sí el rictus de Umbool; y como aquel rictus se parecía a la muerte en
una tierra repugnante y ardiente, apartaron los rostros y no extendieron las manos por
encima de sus ríos, y las aguas fueron bajando poco a poco.
Pero cuando Umbool hubo mostrado los dientes durante treinta días, las aguas
volvieron a sus cauces y los señores de los ríos regresaron avergonzados a sus
moradas: Umbool seguía sentada y enseñaba los dientes.
Eimês intentó ocultarse en un gran charco bajo una peña, y Zãnês reptó al corazón
de un bosque, y Segãstrion se tumbó, palpitante, sobre la arena… y Umbool seguía
sentada enseñando los dientes.
Eimês enflaqueció, y fue olvidado, aunque los hombres de la llanura decían:
«Antaño, Eimês corría aquí»; y Zãnês apenas tenía fuerza para llevar su río hasta el
mar; y mientras Segãstrion seguía palpitante, un hombre franqueó su curso, y
Segãstrion dijo: «Es un pie de hombre lo que me pasado por el cuello, y eso que
intenté ser más grande que los dioses de Pegãna».
Entonces los dioses de Pegãna dijeron: «Ya basta. Somos los dioses de Pegãna y
nadie es nuestro igual».
Mung devolvió a Umbool a su tierra desolada de Afrik para que soplara de nuevo
sobre las rocas y resecara el desierto, y para que grabara con fuego al rojo el recuerdo
de Afrik en la memoria de los que salvan sus huesos.
Eimês, Zãnês y Segãstrion cantaron de nuevo, y de nuevo anduvieron por sus
dominios familiares, y jugaron al juego de la Vida y de la Muerte con los peces y las
ranas, pero no intentaron nunca más jugar con los hombres, como hacen los dioses de
Pegãna.
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De Dorozhand
(cuyos ojos contemplan EL FIN)
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Llegará el día en que tres lunas brillen al norte, por encima de la Estrella
Perdurable, tres lunas que no crecerán, ni decrecerán, sino que mirarán hacia el norte.
Cuando el cometa deje de buscar y se inmovilice, cuando ya no viaje entre los
Mundos y se retrase, como alguien que descansa tras haber buscado, entonces el
Todopoderoso, el que descansa desde tiempos remotos, MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, saldrá de
su sueño, porque será El. FIN.
Entonces los tiempos que fueron no serán más los Tiempos; y puede que los
viejos días difuntos vuelvan desde más allá del Borde, y nosotros que les lloramos
volveremos a ver aquellos días como alguien que, volviendo a casa tras un largo
viaje, se encuentra de repente con aquellas cosas queridas y recordadas.
Porque nadie sabe si MÃNA, que ha reposado tanto tiempo, es un dios cruel o
misericordioso. Puede que se muestre piadoso y que estas cosas no ocurran.
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RÃNORÃDA.
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El ojo en el desierto
Más allá del segundo desierto no hay pista alguna, y no hay agua en ninguno de
los siete desiertos que se extienden más allá de Bodrahãhn. Ningún hombre viajó por
ellos para tallar aquella estatua en la colina viviente, y Rãnorãda fue erigida por las
manos de los dioses. Los hombres cuentan en Bodrahãhn, allí donde las caravanas se
detienen y los camelleros descansan, cómo los dioses tallaron antaño Rãnorãda en la
colina viviente, golpeando con martillo toda la noche más allá de los desiertos.
Además, dicen que Rãnorãda fue esculpido a imagen del dios Hoodrazai, que
descubrió el secreto de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, y que sabe por qué fueron creados los
dioses.
Dicen que Hoodrazai vive solo en Pegãna y que no habla con nadie, porque sabe
lo que se les oculta a los dioses.
En consecuencia, los dioses han hecho su imagen en una región solitaria como la
de alguien que piensa y se calla… el ojo en el desierto.
Dicen que Hoodrazai escuchó los susurros de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ mientras este
mascullaba, y comprendió su significado, y supo; y él, que era el dios de las risas y de
la alegría inagotable, se convirtió a partir del instante en que supo en un dios sin
alegría, como su imagen, que contempla el desierto más allá de las pistas de los
hombres.
Pero los camelleros, cuando están sentados y escuchan las historias de los viejos
en la plaza del mercado de Bodrahãhn, por la noche, mientras descansan los
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camellos, dicen: «Si Hoodrazai es tan sabio y sin embargo tan triste, bebamos vino y
bendigamos la sabiduría de los desiertos que se extienden más allá de Bodrahãhn».
Así, las festividades y las risas se prolongan durante toda la noche en la ciudad donde
se detienen las caravanas.
Esto es lo que cuentan los camelleros cuando las caravanas vuelven a Bodrahãhn;
pero, ¿quién puede dar fe a las historias que los camelleros han escuchado de boca de
los viejos en una ciudad tan lejana?
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De la criatura que no es ni dios
ni bestia
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Seguían siempre volando hacia el sur, tanto que pasaron bajo el sur y llegaron el
Borde de los Mundos.
Allí no existen ni sur ni este ni oeste, sino solamente el norte y Más Allá: no
existe más que el norte donde se extienden los Mundos, y Más Allá se extiende el
Silencio. El Borde es una masa de rocas que los dioses no emplean porque Ellos
crearon los Mundos, y en el Borde se sienta Trogool. Trogool es la Criatura que no es
ni dios ni bestia, que ni aúlla ni respira. ELLO se contenta con volver las páginas de un
enorme libro, página negra, página blanca, para siempre jamás, hasta EL FIN.
Todo lo que debe ser está escrito en ese libro, así como todo lo que fue.
Cuando ELLO vuelve una página negra se hace de noche, y cuando ELLO vuelve
una página blanca se hace de día.
Porque si está escrito que hay dioses… hay dioses.
También hay escritos que nos conciernen, a ti y a mí, hasta la página en la que
nuestros nombres ya no están escritos.
Entonces, mientras el profeta LO miraba, Trogool volvió una página —una
página negra— y la noche terminó, y el día iluminó los Mundos.
Trogool es una criatura a la que los hombres, en muchos países, han atribuido
numerosos nombres: ELLO es la Criatura que se sienta detrás de los dioses, cuyo libro
es el Gran Designio.
Pero Yadin vio que los antiguos días recordados estaban ocultos en las páginas
que ELLO ya había pasado, y comprendió que la última página con un nombre que ya
no estaba escrito había sido pasada mil páginas antes. Entonces dirigió su plegaria a
Trogool, que se contenta con volver las páginas y nunca responde a las plegarias. Le
dirigió su plegaria a Trogool: «Si aceptases volver de nuevo tus páginas hasta el
nombre que no está escrito, desde aquí hasta la Tierra se elevarían las plegarias de un
pueblo diminuto que aclama el nombre de Trogool, porque existe una lejana comarca
llamada Tierra donde los hombres dirigen sus plegarias a Trogool».
Trogool, que vuelve las páginas y nunca responde a las plegarias, habló, y su voz
era como los susurros del desierto cuando cae la noche, cuando los ecos se callan:
«Por mucho que el torbellino del sur intente clavar sus garras en una página que ha
sido vuelta, nunca conseguirá que vuelva hacia atrás».
Entonces, a causa de las palabras del libro que decían que así había de ser, Ya-din
se encontró yaciendo en el desierto, donde le dieron agua antes de transportarle hasta
Bodrahãhn a lomos de camello.
Allí, algunos dijeron que simplemente había soñado cuando la sed se apoderó de
él, mientras vagaba entre las rocas del desierto. Pero algunos ancianos de Bodrahãhn
afirmaron que, en alguna parte, en efecto, reside una Criatura cuyo nombre es
Trogool, que no es ni dios ni bestia, que vuelve las páginas de un libro, página negra,
página blanca, página negra, página blanca, hasta que aparezcan las palabras: MAI
DOON IZAIIN, lo que significa EL FIN PARA SIEMPRE, y que entonces, libro, dioses y
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mundos dejarán de ser.
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ELLO.
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Yonath el Profeta
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Yug el Profeta
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Alhireth-Hotep el Profeta
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Kabok el Profeta
C uando Alhireth-Hotep estuvo entre las Cosas que Fueron, y como los
hombres seguían queriendo saber, le dijeron a Kabok: «Sé tan sabio como lo
fuera Alhireth-Hotep».
Kabok creció en sabiduría a sus ojos, como a los ojos de los hombres.
Kabok dijo: «Mung hace su signo contra los hombres o contiene su gesto
siguiendo los consejos de Kabok».
Le dijo a uno: «Tú has pecado contra Kabok, así que Mung hará el signo de
Mung contra ti». Luego a otro: «Le has traído ofrendas a Kabok, así que Mung se
abstendrá de hacer en tu contra el signo de Mung».
Una noche, mientras Kabok engordaba con las ofrendas que le habían llevado los
hombres, escuchó el paso de Mung en el jardín de la casa de Kabok, por la noche.
CComo la noche era muy tranquila, le pareció funesto a Kabok que Mung
anduviese por su jardín, sin el consentimiento de Kabok, dando vueltas a su casa,
durante la noche.
Kabok, que sabía Todas las Cosas, tuvo miedo, pues el paso era ruidoso y la
noche tranquila, e ignoraba lo que ocultaba Mung a su espalda, algo que nadie había
visto.
Cuando llegó la mañana y la luz se hizo en los Mundos, Mung no se fue del
jardín, y Kabok olvidó sus miedos y dijo: «¿Podría tratarse de un rebaño de ganado
andando por el jardín de Kabok?».
Luego, Kabok volvió a sus asuntos, que eran saber Todas las Cosas, decirles
Todas las Cosas a los hombres, y tratar a Mung a la ligera.
Aquella noche Mung anduvo de nuevo por el jardín de Kabok, por la noche,
alrededor de su casa, y se plantó ante la ventana de la casa como una sombra erguida,
aunque Kabok estaba seguro de que se trataba de Mung.
Un miedo enorme agarrotó la garganta de Kabok, y su voz se volvió ronca, y
gritó: «¡Eres Mung!».
Mung inclinó ligeramente la cabeza, y luego volvió al jardín de Kabok, en la
noche, dando vueltas a su casa.
Kabok acostado le escuchaba con el corazón lleno de temor.
Pero cuando amaneció la segunda mañana, y cuando la luz se hizo en los
Mundos, Mung alejó sus pasos del jardín de Kabok; y, durante un momento, Kabok
recuperó la esperanza, pero esperaba con gran terror la llegada de la tercera noche.
Cuando la tercera noche llegó, cuando el murciélago volvió a su casa, cuando el
viento se acalló, la noche fue muy tranquila.
Kabok, acostado, la escuchaba, y para él las alas de la noche batían muy
lentamente.
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Pero antes de que la noche se encontrase con la mañana en el camino que une
Pegãna y los Mundos, en el jardín de Kabok retumbó el paso de Mung, que se
acercaba a la puerta de Kabok.
Kabok huyó de su casa como huye una bestia perseguida, y luego se arrojó a los
pies de Mung.
Mung hizo el signo de Mung, señalando con su dedo hacia El. FIN.
Los miedos de Kabok no volvieron a atormentar a Kabok, porque formaron parte
de las cosas cumplidas.
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De la calamidad que alcanzó a Yûn-Ilãra
al borde del mar, y de la construcción
de la Torre del Fin de los Días
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Mung».
Pero Mung dijo: «¿Puede un hombre maldecir a un dios?».
Y cada día y todas las noches Yûn-Ilãra exclamaba: «¡Ah, con cuánta ansiedad
espero la hora del duelo, las alegres coronas de flores y las lágrimas, y la tierra
húmeda y oscura! ¡Ah, con cuánta ansiedad espero el descanso bajo la pradera, donde
los sólidos troncos de los árboles se aferran al Mundo, donde nunca el viento que
sopla a través de mis huesos volverá a molestarme, y donde la cálida lluvia se colará
gota a gota, nunca llevada por el huracán, donde los huesos se hacen tranquilamente
pedazos en la oscuridad…!». Así rezaba Yûn-Ilãra, quien en su locura y su juventud
tanto maldijo, mientras Mung no le prestaba atención.
Hoy todavía existe un montón de huesos que sigue siendo Yûn-Ilãra a los pies de
una torre en ruinas que edificó en otro tiempo, y se escucha una voz penetrante que,
con el viento, implora la misericordia de Mung, si tal cosa existe.
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De cómo los Dioses destruyeron Sidith
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sus dioses!”».
Acto seguido, lleno de gran temor, el Profeta respondió: «¿Y si los dioses se
enfadan y destruyen Sidith?». Y el pueblo replicó: «Así nos libraremos antes de la
peste, de la hambruna y de la inminencia de la guerra».
Aquella noche la tormenta rugió sobre Aghrinaun, el pico que se alzaba por
encima de los demás en la comarca de Sidith. Y el pueblo sacó a Arb-Rin-Hadith de
su Templo y le llevó a Aghrinaun, y le dijeron: «Esta noche, en la montaña, andan
Todos los Dioses salvo Uno».
Y Arb-Rin-Hadith se fue temblando hacia los Dioses.
A la mañana del día siguiente, Arb-Rin-Hadith volvió pálido y aterrado al valle
desde Arghrinaun, y, una vez allí, se dirigió al pueblo: «Los rostros de los dioses son
de hierro y sus labios están cerrados. No se puede esperar nada de ellos».
Entonces, el pueblo dijo: «Irás a ver a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, a quien nadie puede
dirigir sus plegarias: búscale en Aghrinaun cuando el pico se eleva en silencio antes
del alba; y, en su cima, allí donde todas las cosas parecen en reposo, seguramente
estará descansando MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ. Ve a verle y dile: “Has creado malos dioses
que atormentan Sidith”. Quizá haya olvidado a los demás dioses, o que no haya oído
hablar de Sidith. Si has escapado de la tormenta de los dioses, quizá escapes del
silencio de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ IÁÍ».
Una mañana en que el cielo y los lagos estaban límpidos y el mundo en calma, y
Aghrinaun más calmado todavía que el mundo, Arb-Rin-Hadith trepó con el miedo
en las tripas las pendientes de Aghrinaun porque el pueblo le apremiaba a hacerlo.
Durante todo el día el pueblo le vio escalar. Llegada la noche, descansó cerca de
la cima. Pero, antes de que apareciese el siguiente amanecer, los más madrugadores le
vieron en el silencio, como un grano de polvo contra el azul del cielo, extender los
brazos sobre la cima hacia MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ. Luego, repentinamente, no le vieron
más, ni ningún hombre volvió a ver a aquel que se atrevió a turbar el silencio de
MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ.
Los que hablan hoy de Sidith evocan una tribu feroz y poderosa que destruyó a un
pueblo en un valle debilitado por la peste en el que se alzaba un Templo dedicado a
«Todos los Dioses salvo Uno» y en el que no había ningún sacerdote.
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De cómo Imbaun, en Aradec, se convirtió en el Gran Profeta de
Todos los Dioses salvo Uno
E Uno.
n Aradec, Imbaun debía ser hecho Gran Profeta de Todos los Dioses salvo
Desde Rhoodra, Ardra y desde todas las comarcas situadas más allá llegaron
todos los Grandes Profetas de la Tierra al Templo de Aradec de Todos los Dioses
salvo Uno.
Estos le revelaron a Imbaun que el Secreto de las Cosas estaba inscrito en la parte
más alta de la cúpula del Palacio de la Noche, pero en caracteres apenas legibles y en
un idioma desconocido.
A medio camino de la noche, entre la puesta y el nacer del Sol, condujeron a
Imbaun al Palacio de la Noche, y le dijeron, salmodiando al unísono: «Imbaun,
Imbaun, Imbaun, mira la bóveda donde está inscrito el Secreto de las Cosas, pero
indistintamente, y en un idioma desconocido».
E Imbaun levantó la vista, pero la oscuridad era tan profunda en el Palacio de la
Noche que Imbaun ni siquiera podía ver a los Grandes Profetas llegados de Rhoodra,
Ardra y desde todas las comarcas situadas más allá, ni podía ver nada en el Palacio de
la Noche.
Luego, los Grandes Profetas preguntaron: «¿Qué ves, Imbaun?».
E Imbaun dijo: «No veo nada».
Los Grandes Profetas preguntaron: «¿Qué sabes, Imbaun?».
E Imbaun dijo: «No sé nada».
Entonces el Gran Profeta de Eld de Todos los Dioses salvo Uno, que era el
primado de los Profetas de la Tierra, habló: «¡Oh, Imbaun! Todos hemos alzado la
vista en el Palacio de la Noche hacia el Secreto de las Cosas y este siempre ha sido
opaco y el Secreto apenas era legible y siempre estuvo escrito en un idioma
desconocido. Pero tú sabes lo que saben todos los Grandes Profetas».
E Imbaun respondió: «Lo sé».
Y así fue como Imbaun se convirtió en Aradec en el Gran Profeta de Todos los
Dioses salvo Uno, y rogó por el pueblo, que no sabía que las tinieblas reinaban en el
Palacio de la Noche, ni que el secreto era apenas legible y estaba escrito en un idioma
desconocido.
Estas son las palabras de Imbaun, las que consignó en un libro para que todo el
pueblo pudiera conocerlas:
«En la vigésima noche de la nonagésima luna, mientras la luna se colaba por el
valle, cumplí como es mi costumbre los ritos místicos de cada uno de los dioses, por
temor a que uno de los dioses se irritase durante la noche y nos aniquilase mientras
dormíamos.
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»Cuando pronunciaba la última de ciertas palabras secretas, me dormí en el
templo, pues estaba cansado, apoyando la cabeza en el altar de Dorozhand. Y, en el
silencio, mientras dormía, Dorozhand franqueó la puerta del templo bajo la apariencia
de un hombre y me tocó en el hombro, y me desperté.
»Pero cuando vi que sus ojos brillaban azules y que con ellos iluminaba el templo
entero, comprendí que se trataba de un dios, aunque se me presentaba bajo la
apariencia de un mortal. Y Dorozhand dijo: “Profeta de Dorozhand, mira, que el
pueblo sepa”. Y me mostró los caminos de Sish que penetran profundamente en el
futuro.
»Luego me ordenó que me levantara y que fuera a donde me indicaba, sin
pronunciar palabra, pero guiándome con los ojos.
»Así, en la vigésima noche de la nonagésima luna, descendí con Dorozhand por
los senderos de Sish hacia los tiempos futuros.
»A todo lo largo del camino los hombres mataban a los hombres. Y la suma de
sus matanzas era mayor que las matanzas de la peste o que ninguno de los males
divinos.
»Y de las ciudades se alzaban y caían sus casas convertidas en polvo, y siempre el
desierto recuperaba lo que era suyo, y se tragaba y ocultaba hasta el último de los que
hubieran alterado su tranquilidad.
»Y los hombres seguían matando a los hombres.
»Luego, llegué a una época en la que los hombres no sometían con el yugo a las
bestias, sino que construían bestias de hierro.
»Y tras eso, los hombres mataron a los hombres con brumas.
»Entonces, cuando la matanza sobrepasó sus deseos, la paz descendió sobre el
mundo llevada por la mano de los asesinos, y los hombres no mataron a los hombres.
»Y las ciudades se multiplicaron, triunfaron sobre el desierto y conquistaron su
tranquilidad.
»Y, bruscamente, vi que EL FIN estaba próximo, porque en Pegãna había un
movimiento como el que causaría Uno que se cansa de descansar, y vi al perro
Tiempo encogerse antes de saltar, con los ojos fijos en las gargantas de los dioses, y
pasando de garganta en garganta, y el tambor de Skarl que se debilitaba.
»Y si un dios puede conocer el miedo, me pareció que el rostro de Dorozhand
estaba lleno de miedo, y me tomó de la mano y me devolvió por los caminos del
Tiempo para que no pudiera ver EL FIN.
»Vi que las ciudades resurgían del polvo y caían en el desierto del que habían
emergido; y de nuevo dormí en el Templo de Todos los Dioses salvo Uno, con la
cabeza apoyada en el altar de Dorozhand.
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»Entonces, de nuevo el Templo se llenó de luz, pero no de la luz de los ojos de
Dorozhand; el alba llegaba sola desde Oriente, azulada, y resplandecía a través de los
arcos del Templo. Me desperté y cumplí con los ritos de la mañana y con los
misterios de Todos los Dioses salvo Uno, por temor a que uno de los dioses se irritase
durante el día y se llevase el Sol.
»Y supe, pues había estado muy cerca pero no había llegado a ver EL FIN, que
nunca ningún hombre lo contemplará, ni conocerá la suerte de los dioses. Eso, lo han
ocultado».
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Pegãna
E l profeta de los dioses les gritó a los dioses: «¡Oh, Todos los Dioses salvo
Uno! (porque nadie puede rezarle a MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ. ¿Dónde irá la vida de
un hombre cuando Mung haya hecho contra su cuerpo el signo de Mung? Los
pueblos con los que jugáis quieren saberlo».
Pero los dioses respondieron hablando a través de la bruma:
»Aunque debieras revelar tu secreto a las bestias, por si acaso las bestias pudieran
entenderte, los dioses no te revelarían el secreto de los dioses, para que dioses, bestias
y hombres fueran todos semejantes y todos conocieran las mismas cosas».
Aquella noche, Yoharneth-Lahai fue a Aradec y le dijo a Imbaun: «¿Por qué
quieres conocer el secreto de los dioses, que los dioses no pueden revelarte?».
»Cuando el viento no sopla, ¿dónde está el viento?
»Y cuando tú no vives, ¿dónde estás?
»¿Por qué iba el viento a preocuparse de las horas de calma o tú de la muerte?
»Tu vida es larga, la Eternidad es breve.
»Tan breve que, si debieras morir y dejar que pasase la Eternidad, y que después
de la Eternidad debieses revivir, dirías: “No he cerrado los ojos más que durante un
instante”.
»Hay una Eternidad detrás de ti, lo mismo que hay una Eternidad delante de ti. Te
has lamentado por los eones que han transcurrido sin ti, tú, que tanto temes los eones
por venir.
»Entonces el profeta dijo: “¿Cómo le puedo decir al pueblo que los dioses no me
han hablado y que su profeta no sabe nada? En ese caso, ya no seré un profeta, y otro
recibirá las ofrendas del pueblo en mi lugar”.
«Entonces, Imbaun le dijo al pueblo: «Los dioses han hablado, y me han dicho:
«¡Oh, Imbaun, Nuestro profeta! El pueblo tiene razón, tu sabiduría ha descubierto el
secreto de los dioses, y los hombres cuando mueran vendrán a Pegána, y vivirán con
los dioses, y disfrutarán con su trabajo. Y Pegãna es un lugar totalmente blanco
rodeado por picos montañosos, y sobre cada uno de ellos se encuentra un dios, y los
hombres se extenderán por las laderas de las montañas, cada uno bajo el dios al que
más haya venerado cuando su destino se hallaba entre los Mundos. Música, más allá
de lo que puedas soñar, se mezclará con los aromas de todos los vergeles de los
Mundos, y alguien, en alguna parte, cantará una vieja canción que sea como una cosa
medio olvidada. Habrá jardines sobre los que el sol brillará siempre, y arroyos que no
se perderán en ningún mar bajo unos cielos siempre azules. No habrá ni lluvia ni
lamentos. Solo las rosas que en lo más alto de Pegãna hayan visto pasar su primavera
esparcirán nubes de pétalos a tus pies, y de la lejanísima tierra olvidada volarán hasta
ti las voces de aquellos a los que quisiste en tu infancia, en los jardines de tu
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juventud. Y si suspiras tras algún recuerdo de la Tierra, porque escucharas voces que
no has olvidado, los dioses te enviarán mensajeros alados para reconfortarte en
Pegãna, diciéndoles: Alguien suspira porque se ha acordado de la Tierra. Y harán
para ti de Pegãna un lugar todavía más encantador, y te tomarán de la mano y
susurrarán palabras dulces a tus oídos hasta que las viejas voces sean olvidadas.
»«Además de las flores de Pegãna, el rosal que se aferraba a los muros de la casa
en que naciste trepará hasta alcanzar Pegãna. Desde allí, también llegarán hasta ti los
ecos errantes de todas las músicas que tanto te gustaron en otros tiempos.
»Además, mientras estés sentado en la hierba de los vergeles que tapizan las
montañas de Pegãna, mientras escuches la melodía que acuna el alma de los dioses,
lejos, por debajo de ti, se extenderá la gran Tierra desgraciada, hasta el momento en
que, contemplando en el éxtasis esos pesares, te alegrarás de estar muerto.
»Desde las tres grandes montañas que se elevan, lejanas y muy por encima de las
demás —Grimbold, Zeebol y Trehágobol—, soplarán el viento de la mañana y el
viento de la tarde y el viento de todo el día, llevados por las alas de todas las
mariposas que han muerto en los Mundos, para refrescar a los dioses y Pegãna.
»Tegána adentro, una fuente de plata, extraída por los dioses desde el Mar
Mediano, lanzará sus surtidores de agua hacia el aire, y, por encima del más alto de
los picos de Pegãna, por encima de Thehágobol, explotará en brumas tornasoladas
que cubrirán lo Más Alto de Pegãna, ocultando tras un velo el lugar de reposo de
MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ.
«Solitario, inmóvil y apartado, a los pies de una de las montañas interiores, se
extiende un vasto estanque azul.
»Cualquiera que penetre sus aguas con la mirada puede contemplar la vida que
hubo en los Mundos y todas sus acciones pasadas.
»Nadie se aventura cerca del estanque, y nadie quiere penetrar sus profundidades,
porque todos en Pegãna han sufrido y todos han cometido algún pecado, y todo eso
yace en el estanque.
»Y no hay oscuridad en Pegãna, porque cuando la noche ha vencido al Sol e
impone el silencio en los Mundos y tiñe de gris los blancos picos de Pegãna, entonces
los ojos azules de los dioses resplandecen como el sol sobre el mar allí donde cada
dios está sentado sobre su montaña.
«Y, en EL FIN, algún mediodía, quizá en verano, los dioses dirán, hablando a los
dioses: ¿A qué se parece MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ y qué es EL FIN?
»Y entonces MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ apartará con su mano las brumas que ocultan su
reposo y dirá: Este es el rostro de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ, este es EL FlN».
Entonces el pueblo le dijo al profeta: «¿De negras colinas saldrá tierra en alguna
comarca perdida para formar un caldero ancho como un valle donde la piedra fundida
se estremecerá y rugirá, y donde las rocas escarpadas serán proyectadas al aire y
borbotearán y volverán a caer a fin de que nuestros enemigos se consuman para la
eternidad?».
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Y el profeta respondió: «Está escrito en grandes letras a los pies de las montañas
de Pegãna, en las que residen los dioses: “Tus Enemigos Son Perdonados”.
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Las palabras de Imbaun
E l profeta de los dioses dijo: «Un falso profeta se sienta al borde del camino;
y a todos cuantos quieren conocer los días ocultos, les dice: “Mañana el Rey te
hablará cuando pase su carroza”».
Además, todo el mundo le lleva ofrendas y el falso profeta tiene más gente que le
escuche que el Profeta de los dioses.
Entonces, Imbaun dijo: «¿Qué sabe el profeta de los dioses? Solamente sé que yo
y los hombres no sabemos nada de los dioses ni de los hombres. ¿Voy yo, que soy
profeta, a decirle eso al pueblo?
»¿Por qué el pueblo elige profetas si no es para que expresen las esperanzas del
pueblo, y que le digan al pueblo que sus esperanzas están fundadas?».
El falso profeta dice: «Mañana el Rey te hablará».
¿Por qué no iba yo a decir: «Mañana los dioses te hablarán cuando descanses en
Pegãna»?
Entonces el pueblo será feliz, y sabrá que sus esperanzas están fundadas, pues ha
creído las palabras que decidió que le dijera un profeta.
¿Pero qué sabrá el Profeta de los dioses, un Profeta al que nadie puede decir: «Tus
esperanzas están fundadas», al que nadie puede hacer extraños signos para acallar su
miedo a la muerte, para quien el canto de los sacerdotes no significa nada?
El Profeta de los dioses ha vendido su felicidad a cambio de la sabiduría, y ha
dado sus esperanzas al pueblo.
Imbaun también dijo: «Cuando la cólera te domina por la noche, observa lo
tranquilas que están las estrellas; y cuando hay tanta calma entre los grandes, ¿van a
encolerizarse los pequeños? O cuando la cólera te domina durante el día, contempla
las colinas lejanas y observa la calma que adorna sus rostros. ¿Sigues irritado estando
ellas tan serenas?
»No siento ninguna cólera hacia los hombres, pues ellos, como tú, han sido
animados por Dorozhand. ¿Bueyes uncidos al mismo yugo deben hostigarse
mutuamente?
»No debes irritarte con Dorozhand, pues sería como luchar con las manos
desnudas contra acantilados de bronce.
»Todo lo que es… es porque debía ser. No te revuelvas contra lo que es, porque
así debía ser».
E Imbaun dijo: «El Sol se alza y aureola de gloria todo cuanto ve y, gota a gota,
transforma el rocío ordinario en toda clase de gemas. Y crea esplendores en las
colinas.
»Y del mismo modo nace el hombre. Y los jardines de su infancia permanecen
nimbados con gloria. Los dos viajan lejos para cumplir la voluntad de Dorodhand.
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»Pronto se pondrá el Sol, y muy suavemente, en el silencio, empezarán a brillar
todas las estrellas.
»Del mismo modo muere el hombre. Y tranquilamente sobre su tumba sus
parientes acudirán a llorarle.
»¿No se encenderá su vida de nuevo en alguna parte de los Mundos? ¿No
contemplará de nuevo los jardines de su infancia? ¿O nace solamente para morir?».
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De cómo Imbaun habló
de la muerte al rey
U na peste tan terrible recorría las calles de Aradec que el Rey, mirando por
las ventanas de su palacio, veía morir a los hombres. Y cuando el Rey vio la
Muerte, tuvo miedo de que, algún día, el Rey llegase a morir. Ordenó a sus guardias
que le llevaran al profeta más sabio que pudieran encontrar en Aradec.
Los heraldos acudieron al Templo de Todos los Dioses salvo Uno y anunciaron en
voz alta, tras haber ordenado silencio: «Rhazahan Rey de Aradec Príncipe titulado de
Ildun e Ildaun, y Príncipe conquistador de Phatia, de Ezek y de Azhan, Señor de las
Colinas, envía sus saludos al Gran Profeta de Todos los Dioses salvo Uno».
Luego, llevaron a este ante el Rey.
El Rey le dijo al Profeta: «¡Oh, Profeta de Todos los Dioses salvo Uno! ¿Voy a
morir?».
El Profeta respondió: «¡Oh, Rey! Tu pueblo no puede ser siempre feliz, y algún
día el Rey morirá».
El Rey respondió: «Puede, pero es cierto que tú vas a morir. Puede que yo muera
algún día, pero hasta ese día, la vida de la gente está en mis manos».
Entonces los guardias se llevaron al Profeta.
Y aparecieron en Aradec profetas que no les hablaron de la muerte a los Reyes.
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De Ood
L os hombres cuentan que, si vas a Sundári, más allá de todas las llanuras, y
trepas a su cima antes de que te alcance la avalancha que espera en todas sus
pendientes, se te aparecerán numerosos picos. Y si los escalas y atraviesas sus valles
(que son en número de siete, al igual que hay siete picos), al fin llegarás a la comarca
de las colinas olvidadas, donde entre los valles y la nieve blanca se alza el «Gran
Templo del Dios Uno y Solo Uno».
En el interior se halla un profeta soñador que no hace nada, y, a su lado, dormita
todo un clero.
Son los sacerdotes de MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ. En el templo está prohibido trabajar, y
también está prohibido rezar. La noche no se distingue del día tras sus puertas.
Descansan como descansa MÃNA. Y el nombre de su profeta es Ood.
Ood es un profeta más grande que todos los profetas de la Tierra, y algunos dicen
que si Ood y sus sacerdotes cantaran y rogaran todos juntos invocando a MÃNA-YOOD-
SUSHÃÎ, entonces MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ se despertaría, pues seguramente escucharía las
plegarias de sus propios profetas… y entonces los Mundos no serían.
Hay otro camino para llegar a la comarca de las colinas olvidadas; es un camino
llano y recto, que atraviesa el corazón de las montañas. Pero por algunas razones que
se nos ocultan, más vale pasar por los picos y la nieve, corriendo el riesgo de perecer
en el trayecto, antes que intentar llegar a la morada de Ood por el camino llano y
recto.
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El Río
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alba, hasta el lugar donde no llega el tumulto de las ciudades, ni se escucha la voz de
la tormenta, ni a medianoche el aullido del Dolor que roe el cuerpo de los hombres, y
donde las preocupaciones olvidadas que perturban los Mundos gimotean en la lejanía.
Pero, en el lugar donde Imrana cruza las puertas de Pegãna, entre las grandes
constelaciones gemelas Yum y Gothum, donde Yum monta guardia a la izquierda y
Gothum a la derecha, reside Sirámi, el Señor de Todo lo Olvidado. Y, cuando la nave
se acerca, Sirámi contempla con sus ojos de zafiro los rostros, y más allá, los de
aquellos que están hastiados de las ciudades, y, mientras mira, como uno mira ante sí
sin acordarse de nada, agita suavemente las manos. Y entre aquellos gestos de las
manos de Sirámi, los que los miran pierden todos sus recuerdos, salvo algunas cosas
que no se pueden olvidar, ni siquiera más allá de los Mundos.
Se ha dicho que Skarl dejará de tocar el tambor, y que MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ
despertará, y que los dioses de Pegãna sabrán que es EL FIN, y entonces los dioses
embarcarán en los galeones de oro, llevados por el curso del Imrana por remeros
nacidos de los sueños (nadie sabe dónde ni por qué) hasta el lugar en donde el Río se
vierte en el Mar del Silencio, y allí serán dioses de nada, donde nada es, y ningún
ruido llegará jamás. Y en la lejanía, en las orillas del Río, ladrará el viejo perro
Tiempo, que intentará morder a sus amos; mientras MÃNA-YOOD-SUSHÃÎ estará
pensando en algún plan que concierna a los dioses y a los mundos.
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LA NAVE DE YOHARNETH-LAHAI.
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El Pájaro del Juicio y EL FIN
EL FIN
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EL TIEMPO Y LOS DIOSES
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Sobre El Tiempo y los Dioses
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tantas otras cosas, como él mismo confiesa, cedió a la tradición. Aquello no era la
verdadera respuesta para la pregunta de ¿por qué El Tiempo y los Dioses? La
pregunta les puede parecer superflua a los que hayan leído el primer libro de
Dunsany, Los dioses de Pegãna, cuya presentación pueden encontrar en su sitio en
este mismo volumen. En particular, porque esa recopilación representa un desarrollo
del proyecto original de una mitología imaginaria basada en diferentes sainetes
enlazados entre sí por un esquema general poco exigente pero revelador de una
preocupación ontológica que se encuentra en todos los sistemas demiúrgicos: el modo
de domesticar el tiempo. No es que el autor tuviera en mente vulgarizar alguna
filosofía en particular o incluso hacer sensible algún tipo de discurso filosófico; más
bien se limitó a plagiar un modo de comprensión del mundo, primario e inspirado,
cuya naturaleza es poética. Se sabe que el título era un recuerdo, y la cita, truncada,
de un verso de Swinburne. Pero más todavía que el origen del título, que Dunsany no
deja en el misterio en su autobiografía, es el modo en que la cita es trasplantada a la
fraseología, lo que resulta más interesante. El préstamo no fue deliberado; más bien
sería subconsciente. Volviendo, años después, a la poesía del gran poeta victoriano,
Dunsany encontró en ella las palabras que empleó. Aquella era la fuente tanto tiempo
olvidada —se diría, según Freud, que era un retorno a algún afecto enterrado. Como
siempre, la recopilación tiene una historia. El largo relato que la cierra, «El viaje del
Rey», fue comenzado aparte, como otro desarrollo a seguir. Cuando le llevó la
primera versión de esta obra al editor Heinemann, este le pidió que le diera más
cuerpo al proyecto, de ahí la inclusión del texto en cuestión; y allí se quedó.
La fidelidad a la mitología inicial no deja lugar a dudas. Numerosos episodios de
Pegãna se convierten aquí en «relatos» autónomos. Por ejemplo, el capítulo del
primer libro «Las palabras de Slid, cuya alma está en el mar», que nos habla del
poderío del Océano y de la melancolía de su voz, es recuperado en «La llegada del
mar» o «Cuando los dioses dormían». Algunos capítulos figuran como simples
avatares de la obra inaugural. En «El Rey que no fue», se explican las relaciones del
Rey Runazar con los dioses que habitan en Pegãna. Aunque se consideren los textos
originales de El Tiempo y los Dioses, se verá que no hay solución de continuidad
entre los dos. El esquema neoplatónico inicial, un universo superior libre de las
contingencias alienantes del mundo de los humanos, se confirma en la continuación.
Por oposición a esa «monótona geografía» que evocan algunas de sus poesías («Ode
to Dublin Critic», en Fifty Poems), Dunsany resucita una aprensión del mundo de
polaridad doble según un atavismo temperamental platónico. Habría que referirse a
otro poema, «Geography» (Mirage Waters), para encontrar la verdadera «geografía»,
la del malayo que ve Inglaterra tras siete días de deriva desde el País de las Hadas.
También se podrían encontrar en otros sitios, en los cuentos reunidos aquí, imágenes
más directamente heredadas del mito fundador. La caverna de Kai, en el cuento del
mismo nombre, donde se apilan las sombras de lo que fue, es bastante sugerente.
Khanazar en busca del pasado sigue las indicaciones del profeta-pastor Syrahn, que
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sabe que los hechos pasados han tomado el camino de la montaña Adgora y de la
caverna de Kai. La misma sugerencia se nos hace en la epopeya de «El viaje del
Rey», que describe el destino de los dioses que se marchitan porque la fe de los
hombres les ha abandonado: a partir de ese momento son sordos y ciegos. Porque
solo los sueños cuentan, y los hombres se dejan dominar por las ilusiones de verdad
de sus acciones. Así toma cuerpo la esencia de la espiritualidad, inmanente en el
mundo de la materia y revelada por los cambios entre el aquí y otros lugares.
Sin embargo, como ya dijimos en la introducción a Los dioses de Pegãna, desde
el primer ensayo a esta recopilación se ha operado una dramatización que da a la obra
precedente, a contrario, una curiosa tonalidad estática. El tema de la lucha del tiempo
y de los dioses, la rebelión del tiempo, esclavo victorioso y amenazador de sus amos
llegado el momento, es sintomática de una perturbación profunda de los esquemas
iniciales. Un texto corto como «La broma de los dioses» introduce el esquema de una
ironía cósmica que alimentará muchos textos futuros del autor, aunque aquí son los
dioses los que corren con la peor parte. Los dioses de Pegãna aguanta la salmodia.
Luego se penetra, prudentemente, en la historia, como lo demuestra el largo relato
inaugural que sirve de mascarón de proa a toda la embarcación. Ahí se anima toda la
alegoría del tiempo rebelado. Da el tono al conjunto y se compromete más adelante
con el habitante de nuestro mundo. Ernest Boyd, el irlandés, señalaba, al clasificar las
obras de su compatriota, que El Tiempo y los Dioses contenía más fábulas que
hablaban de los hombres. Digamos más bien que el punto de vista se desplaza. Si
muchos relatos retienen el espíritu de Pegãna sin volver a esa mitología original,
otros empiezan con una lectura interpretativa y mitopoética de los fenómenos
naturales mitificados; se orientaría más hacia unos cuentos esbozados, al menos
cuando el lector es invitado a penetrar en los reinos fabulosos pero terrenales, como
el de Averon en «La caverna de Kai» o el país legendario del pastor Sardinac en «La
compasión de Sardinac». El cuadro adquiere sustancia. La imagen de la ciudad que
no era más que un punto de referencia simbólico bajo la forma de Bodrahãhn, la
ciudad de los hombres de las caravanas (Los dioses de Pegãna) adquiere una riqueza
pictórica particular. Entendámonos: la ficción que escribe Dunsany en estos relatos
inaugurales es siempre la misma. La fábula de la creación ex nihilo sigue un
paradigma constante: «Cuando los dioses eran jóvenes…». (El Tiempo y los Dioses),
«Cuando comenzaron los Mundos y Todo…» («Una leyenda del amanecer»), «Antes
del COMIENZO los hombres dividieron la tierra…» («La venganza de los hombres»)…
Siempre existe la voluntad de mezclar los textos antiguos cuya antigüedad, su
carácter primario esencial, sería la garantía de una impresión de sacralidad… lo
sagrado, precisamente impermeable al tiempo. Mediante una mezcla lanzó Walpole la
moda del gótico en la Inglaterra del siglo XVIII haciendo creer en el hallazgo de un
viejo grimorio. Si Dunsany no tiene la ambición de la hiedra, no por ello deja de
situar sus cuentos, según parecida necesidad, en un lugar alternativo recuperado del
espacio y del tiempo.
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El especialista estadounidense en Dunsany, S. T. Joshi, ha hecho una lectura
«seria» de la presente recopilación[17]. Entendemos por esto que ha sondeado los
clásicos esperados: cómo las imágenes o situaciones relatadas, de manera
fragmentaria, son a veces los ecos de los grandes textos de la Antigüedad y dejan
entrever reflejos de su filosofía. El crítico muestra cómo el grito que lanza el ejército
del conde en el relato «En el País del Tiempo» («¡Alatta! ¡Alatta!») es una imitación
del que se escucha en Jenofonte: «¡Thalatta! ¡Thalatta!», o cómo en «La venganza de
los hombres» la intervención divina a los ojos de los humanos repite una situación
que encontramos en Virgilio cuando, en La Eneida, los dioses participan en secreto
en la destrucción de Troya (Joshi, p. 20). La dificultad que padeció el lord, en su
infancia, por dominar las complejidades de la civilización greco-latina le dejaron
cierta frustración y un gusto singular por esa visión del mundo y su orquestación
dramática. Era un enigma, una forma que trascendía el sentido. Muchos otros
fragmentos de bravura, añade Joshi, ¿son ejemplos del hybris… la tragedia griega
bajo la forma de cuentos legendarios? El traslado en sí mismo no es algo que haya
que desdeñar. Esos fragmentos olvidados tienen, como en todos los pastiches, un
papel particular, en este caso como reminiscencias de un mundo acabado.
Desplazados fuera de su época, resurgen en el cuento bajo la forma de afectos: un
efecto patético o sardónico en un discurso que no tendría sentido, que estaría
desplazado, fuera de contexto, pero que adquiriría una fuerza singular por su
universalidad. Se podría seguir la pista abierta por Joshi, buscar las similitudes,
recortar las situaciones mitológicas, griega y latina, bíblica o cualquier otra. Se
pasaría así hacia una declinación de los arquetipos del mismo modo que se
conseguiría algo similar procediendo con las formas de lo imaginario en estos textos,
la dinámica del agua y su devenir mortífero, por poner un ejemplo.
Para entrar en juego, Dunsany planta sus marcas con la pintura exquisita de la
ciudad soñada de los dioses y víctima de su esclavo, el Tiempo. Es una teatralización
de la memoria sobre el mundo abstracto que le conviene a la fábula; procede
mediante cuadros sucesivos y en línea recta de Los dioses de Pegãna. Todo se
focaliza sobre la desaparición de la ciudad de Sardathrion, que fue «el sueño de
mármol» de los dioses y cuyo nombre se instala gradualmente como el tema único de
la sinfonía verbal, como un cántico, aunque sea distanciado. Todas las marcas del
pasado embalsamado, de la memorización, del monumento, participan en esta
poetización del duelo. Hará falta, dice el texto, un fragmento de mármol, vestigio
solitario de la maravillosa ciudad, para que los dioses lo acaricien «como el hombre
que lo ha perdido todo conserva un mechón de cabellos de su bienamada». Y así,
mediante una comparación furtiva, nuestro mundo vuelve a nosotros para hacer
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sensible la imagen de los dioses… más que a la inversa. Hay que ver cómo las
visiones de la ciudad se imponen con un realismo de connotación mágica, como por
ejemplo la del amanecer. Los campaniles surgen gradualmente de las tinieblas
mientras uno a uno los miembros de las esfinges de ónice se recortan en un segundo
plano en sombras. Sardathrion es un lugar sin retorno, una especie de isla de los
lotófagos del universo del escritor anglo-irlandés, y los dioses aparecen bajo los
rasgos de los hombres, ocultando su rostro con el manto. Pero el poeta se
compromete por su parte en esta materialización del sueño, tomando a su vez la
palabra: él también ha soñado con Sardathrion, sin estar demasiado seguro de la
longevidad de su fantasma. Así, el cuento epónimo que abre el libro da la impresión
exacta de la transmisión feliz del primer volumen a uno nuevo, siempre bajo el signo
de una poética neo-romántica y, más exactamente, simbolista. Ahí reside su marca
distintiva… un modo de tratar el mundo y los hombres sin comprometerse, como un
etnólogo, testigo impávido de un espacio miniaturizado y observado desde arriba,
contaminado el observador secretamente por su funesto destino, sintiendo a la vez la
necesidad de hacer entrar el pronombre personal y dar libre curso a su confesión.
Eso se hace de diferentes maneras, como si, sin parecerse, el autor recorriera
diversos modos narrativos diferentes. O bien hace un pastiche directo de la leyenda
borrándola totalmente de su texto, o bien pone en escena a los que fabricaron la
leyenda y luchan con los fenómenos o los dioses que los encarnan… formando parte
de ellos. O bien tematiza sabiamente la escritura cuando, por ejemplo en «La caverna
de Kai», se dice de los cortesanos del Rey que sus audiencias fueron registradas por
las crónicas, escritas por los escribas, pero que ninguna leyenda cuenta lo que dijeron.
Notablemente, Dunsany lo encabeza con un texto sofisticado que enlaza esos dos
mundos, y luego vuelve al modo original. El cuento inaugural apareció por primera
vez en una revista de Dublín, The Sanachie, y Dunsany se jacta (en Patches of
Sunlight, p. 132) de haberse encontrado para la ocasión en compañía de los mejores
—Bernard Shaw y George Moore. Lo que apasiona en primera instancia al creador es
retomar y desarrollar los esquemas animistas de su primer libro, y luego se deja llevar
hasta las fuentes de ese modo de pensar: la llegada del mar, el origen legendario del
amanecer, el día y la noche, el problema del mal, de la búsqueda, el microcosmos de
las civilizaciones… Y a veces es todo el universo de Pegãna lo que perdura, el de la
leyenda, como la tan bien llamada «Una leyenda del amanecer» y sus sainetes
enhebrados alrededor de la niña y su pelota de oro. Son las dos piezas que siguen al
cuento inaugural. «La llegada del mar» es también una entrada directa en la
descripción animista del juego de los elementos. El dios Slid preside el combate del
agua y de la tierra y el cuento describe la resistencia tenaz de la montaña Tintaggon,
un combate feroz que los anales de la Tierra han conservado inscrito, como se
guardan los textos de un patrimonio singular, en el canto fúnebre del agua.
Todo esto no impide que tras unas imágenes muy generales y universales se
oculten experiencias vividas que el poeta se divierte en repetir. Dijo con insistencia
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en un capítulo de su primera autobiografía: «Intento buscar más profundamente las
fuentes de lo que me llega como inspiraciones» (Patches of Sunlight, p. 82) —no hay
coincidencias, solamente influencia, insiste—, y lo hace sistemáticamente como otros
persiguen sus sueños al despertar. Así, la lucha entre el mar y la montaña que es el
tema de «La llegada del mar», es una transcripción directa de la fuerte impresión que
le causó Gibraltar: «Me parece que el contraste intenso entre la belleza del mar como
la que presencié entonces y el gran peñón que guarda el estrecho con su masa oscura
bajo el levante, puede sin duda explicar la historia por sí misma» (ibid, p. 83). Esta
interferencia de la vida en unos textos que no tienen nada de realistas recuerda la
contigüidad de los géneros en todo acto literario. Dunsany, también él, habla de sus
ansias de escribir de todo y contra todo. Pero lo hace reviviendo los ensueños frágiles
de la infancia sin por ello acometer cuentos para niños. Simplemente, la creatividad
demiúrgica es siempre su tema principal. En la versión de los viajes que hace el
profeta Thun, se describe la eclosión de la vida en los mundos que rodean a los
dioses. Con las fibras de los corazones de sus semejantes difuntos, el joven dios
Shimono Káni hace un arpa, y las notas que escapan de ella son vidas evanescentes
que se reintegran al universo del que provienen, a semejanza de los sueños de MÃNA-
YOOD-SUSHÃÎ. También encontramos esa imagen más «económica» de la usura. El
dios es un usurero: presta la vida bajo fianza y los dolores de la vida pulen la joya
(«Usura»); una imagen que abre el camino a los futuros cuentos de maravillas, donde
se habla del pequeño pueblo urbano a costa de otros cielos. La ambición de una
escapatoria une sin duda los escritos de Dunsany con la floreciente corriente de la
«fantasy» anglosajona. Véase al respecto el prefacio que redactó para una reedición
de su libro, en Marsella, a bordo de un buque a punto de zarpar hacia África, el 19 de
octubre de 1922. Reconoce no tener muchos recuerdos de los textos contenidos en el
libro, pero se da cuenta, al releer las pruebas, de que están llenos de viajes hacia el
mismo Oriente al que se dispone a partir. Y parte hacia esos países, esos desiertos que
el corazón desea y que el fantasma y la pluma ya habían hecho nacer. Le basta con
escuchar los cánticos de los hombres morenos, acuclillados en el puente, para
preguntarse si la felicidad no estará allí, en esos países indolentes con menos
máquinas que esos países más septentrionales de los que ha llegado el viajero.
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cuento, en beneficio de una gesticulación irónica para un oyente inocente pero no
pueril. Las ilustraciones de Syme, diseminadas, pero en su sitio, en el presente
volumen, aportan el contrapunto necesario. Tienen un sabor deliberada y
equívocamente inocente, una connotación simbolista convertida en pastiche.
Consideremos una de las obras maestras del conjunto: «En el país del Tiempo».
Se trata de informar de la aventura del nuevo Rey de Alatta, Kamith Zo. Siguiendo
los sabios consejos de su padre, se cuida mucho de invadir Zeenar atravesando la
frontera fatídica del río Eidis. Porque, de hecho, ha encontrado un enemigo mucho
más formidable y aún más terrible: el Tiempo, cuyos destrozos ve a lo largo de todo
su camino, cuya impía obra contempla en las ruinas abandonadas del templo de las
divinidades antiguas. El Tiempo se convierte en un poderoso rival de sádicos
caprichos, el que hace nacer una vida en el desierto y la cubre de arena. La alegoría
que se nos describe no tiene nada de nuevo; incluso es un cliché. Sin embargo, el
cuento transcurre con facilidad. Especialmente cuando se desliza hacia lo extraño.
Conduce al lector mediante un lento crescendo hacia su última frase, esa distopía
esbozada de la ciudad de los habitantes del Tiempo: «la Ciudad de los Viejos en el
Territorio del Tiempo». La descripción de esa aldea antigua, viviendo en unas ruinas
casi desaparecidas bajo una vegetación galopante, en el imponente silencio de las
«cosas pasadas», es bastante sobrecogedora. Al igual que ese asalto perdido de
antemano contra la ciudadela del Tiempo, que se defiende lanzando años y más años
sobre los invasores. Los guerreros pierden a ojos vista su juventud, su energía, su
salud. Arrastrando sus herrumbrosas espadas, acaban por dispersarse en una retirada
de veteranos seniles. Entran, al igual que los lectores, en un territorio que no
pertenece en verdad a la alegoría, sino a lo fantástico, un fantástico que se oculta
detrás de la fachada modesta del cuento pero que reivindica un lugar que se afirmará
aquí o allí, sin sistematismos, en la obra del lord poeta... esa tonalidad misma que
tanto atrajo la atención de Borges. Lo hemos recordado hace poco: los esquemas son
deliberadamente arquetípicos: creación, fin del mundo, eterno retorno... pero
equívocamente simplistas. En el decorado en miniatura, la visión sideral se impone
mediante una confrontación irónica. Los dioses son rebajados al nivel de personajes:
por encima de ellos se encuentran unos jugadores de ajedrez; no son más que las
piezas de un tablero lleno de arena, y los granos de arena son los mundos. Detrás de
los cuentos a imitación de los de la infancia de la Humanidad se puede escuchar una
cierta modernidad, la del naciente siglo XX, con su gusto por la sorpresa y la
búsqueda de lo incongruente. La desaparición del mensajero enviado a remontar
hasta las fuentes del saber es otra representación del destino cruel del autor.
Remontando a las fuentes del saber, el enviado de Yarnith recorre el sombrío valle de
Yodeth, en la dirección que indican las tumbas —cuyos pies están dirigidos hacia el
dios Yarni Zai. La fuente está seca y el dios no es más que una piedra esculpida. En
los valles de lágrimas del miniaturista irlandés, la progresión del peregrino no tiene
más grandeza que la que le dio Bunyan; es una peregrinación agnóstica «a la manera
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de», cruelmente sardónica, y saludablemente liliputiense.
Pero se comprende la intención del narrador, su ambición misma, en el largo texto
final que, ya se verá, ocupa una parte separada del volumen, «El viaje del Rey», que
describe una épica imaginaria que podría imponerse por su substancia y su longitud,
la de una crónica de los diferentes viajes, interpretados por los profetas que se
suceden como otros tantos narradores para desgranar los arpegios tristes del mundo
imaginario. El epos está latente en los textos anteriores, aunque solo sea en su febril
onomástica. Paul Diel dijo hablando de la mitología griega: «Las leyendas se forman
[18]
alrededor de una locución» . La magia de los nombres propios hace salir los relatos
del orden de lo común. Ayuda a esta deriva fascinante y revive ese «antiguo instinto
de sorpresa» del que hablaba G. K. Chesterton. Y lo fantástico se insinúa con bondad,
como por sorpresa. Pensemos en esta imagen del profeta
Samahn invitando a visitar «la gran casa blanca de los Reyes» y a postrarse ante
todos los monarcas antiguos de Zarkandhu que siguen sentados en sus tronos,
esqueletos que aún conservan sus cetros. Hay que saber entenderlo en un registro
poético y no en el del terror, aunque los dos estén relacionados. En las prisiones de la
tierra, todos los recuerdos deben morir, dice el texto, pero a los pies de los prisioneros
se queda pegado algo de la tierra de los campos que han pisado. La nostalgia de un
saber extinto pasa también por la reescritura de los textos antiguos para reactivar el
poder esencial de la fascinación. Es la naturaleza de la epopeya, en el mundo menor
del cuento, derivando hacia la extrañeza. Con su último texto, colocado como si fuera
un post scriptum, Dunsany da el toque final a su universo, el acorde final de una
sinfonía ingenua en un banquete del que se alza, como gobernador de un mundo
primigenio, el personaje cuya identidad se revela tan tarde como EL FIN.
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LA OPULENCIA DE YAHN.
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Prefacio de 1906
E stos cuentos son los hechos que les tocaron en suerte a los dioses y a los
hombres de Yarnith, Averon y Zarkandhu, y en las demás comarcas de mis
sueños.
1906
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Prefacio de 1922
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PRIMERA PARTE
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dioses no se avergüenzan de acudir disfrazados de hombres y con las capas
ocultándoles el rostro. Ninguna ciudad escuchará jamás las canciones que cantan en
la ciudadela de mármol aquellos en cuyos oídos han sonado las voces de los dioses.
Nunca se dirá nada en otras tierras de la música de la caída de las fuentes de
Sardathrion, cuando las aguas proyectadas hacia los cielos caen en el lago donde los
dioses, a veces, se refrescan la frente disfrazados de hombres. Nadie podrá escuchar
jamás el discurso de los poetas de la ciudad a quienes hablaron los dioses.
La ciudad se alza a lo lejos. Nunca se ha dicho nada de ella… solo yo, que la he
soñado y no puedo estar seguro de que mis sueños sean verdad.
Por encima del crepúsculo los dioses dejaron pasar los años, reinando sobre los
mundos. No andaban al atardecer por la Ciudad de Mármol, escuchando el rumor de
las fuentes u oyendo a los hombres con cuyo canto disfrutaban, porque esto ocurría
en años posteriores y tenían que cumplir con su trabajo de dioses.
Pero a menudo, mientras descansaban algunos instantes antes de cumplir con el
trabajo de los dioses, de escuchar las plegarias de los hombres o enviarles aquí la
Peste, allí la Misericordia, discutían unos con otros de los años pasados; uno decía:
«¿No te acuerdas de Sardathrion?», y el otro respondía: «¡Ah, Sardathrion, y en
Sardathrion todas sus terrazas de mármol drapeadas con brumas por las que ya no
deambulamos!».
Y los dioses volvían al trabajo de los dioses, atendiendo las plegarias de los
hombres o destruyéndolos, y siempre enviaban a su moreno sirviente, el Tiempo, a
curar o conquistar. Y el Tiempo avanzaba por los mundos para obedecer las órdenes
de los dioses y, no obstante, echaba a sus señores miradas furtivas, y los dioses
desconfiaban del Tiempo, pues había conocido los Mundos incluso antes de la
existencia de los dioses.
Un día, cuando el Tiempo furtivo había partido entre los mundos para aplastar,
ágil, alguna ciudad de la que los dioses se habían hastiado, los dioses, por encima del
crepúsculo, hablándose unos a otros, dijeron: «Sin duda somos los señores del
Tiempo y los dioses de los mundos que hay allí abajo. Ya veis como nuestra ciudad,
Sardathrion, se eleva por encima de las demás ciudades. Las otras nacen y perecen,
pero Sardathrion siempre está ahí, la primera y la última de las ciudades. Los ríos se
pierden en el mar y los arroyos dejan las colinas, pero siempre, en nuestra ciudad de
ensueño, manan las fuentes de Sardathrion. Y así era en Sardathrion cuando los
dioses eran jóvenes, como son hoy sus calles, señal de que somos los dioses».
Repentinamente, la silueta negra del Tiempo se alzó ante los dioses, con ambas
manos goteando sangre, con una espada roja colgando indolente entre sus dedos, y
dijo: «¡Sardathrion ya no existe! La he destruido».
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Los dioses dijeron: «¿Sardathrion? ¿Sardathrion, la ciudad de mármol? ¿Que la
has destruido? ¿Tú, el esclavo de los dioses?».
Y el dios de más edad dijo: «Sardathrion, Sardathrion, ¿ya no existe
Sardathrion?».
Y, furtivamente, el Tiempo le miró a los ojos y avanzó hacia él, acariciando con
sus dedos manchados la empuñadura de su ágil espada.
Los dioses temieron que aquel que había destruido Su ciudad algún día pudiera
destruir a los dioses. Y se escuchó quejumbroso en el Crepúsculo un grito nuevo, un
lamento de los dioses por Su ciudad de ensueño, un quejido que decía: «Las lágrimas
nunca reconstruirán Sardathrion.
»Pero hay una cosa que los dioses sí pueden hacer, pues han visto, y visto con
ojos inexorables, los pesares de diez mil mundos… tus dioses pueden llorar por ti.
»Las lágrimas, sin duda, nunca reconstruirán Sardathrion.
»No creas, Sardathrion, que tus dioses te condenaron a este fin; lo que acabó
contigo acabará con tus dioses.
»¿Cuántas veces, cuando la Noche llegaba súbitamente a la Mañana jugando en
los campos del Crepúsculo, hemos contemplado tus torres emergiendo de la
oscuridad, Sardathrion, Sardathrion, ciudad soñada de los dioses, y tus leones de
ónice emergiendo miembro tras miembro de la penumbra?
»¿Cuántas veces hemos enviado a nuestra hija, la Aurora, a jugar con las cimas de
tus fuentes? ¿Cuántas veces la Noche, la más adorable de nuestras diosas, se retrasó
en sus balcones?
»Que quede por encima del polvo un fragmento de tus mármoles, algo que tus
viejos dioses puedan acariciar, como el hombre que lo ha perdido todo conserva un
mechón de cabellos de su bienamada.
»Sardathrion, los dioses deben besar por última vez el lugar donde antaño
estuvieron tus calles.
«Había mármoles maravillosos en tus calles, Sardathrion, Sardathrion.
»Sardathrion, Sardathrion, los dioses lloran por ti».
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PRIMERA PARTE
A ntaño no había mar y los dioses se desplazaban, andando, por las verdes
llanuras de la tierra.
Una tarde de los años olvidados, los dioses estaban sentados en las colinas, y
todos los riachuelos del mundo dormían ovillados a Sus pies cuando Slid, el nuevo
dios, andando a grandes pasos entre las estrellas, llegó repentinamente a la Tierra,
recostada sobre un rincón del espacio. Y tras Slid avanzaban un millón de olas, todas
siguiendo a Slid y pisoteando el Crepúsculo; y Slid tocó tierra en uno de los vastos y
verdes valles que dividen el Sur, y alzó allí su campamento para pasar la noche, con
todas sus olas a su alrededor. Pero a los dioses, sentados en las cimas de Sus colinas,
les llegó un nuevo grito, un gritó que revoloteó por los espacios verdes bajo las
colinas, y los dioses dijeron: «No es el grito de la vida ni tampoco el susurro de la
muerte. ¿Qué es ese grito nuevo que los dioses no han ordenado y que sin embargo
llega a los oídos de los dioses?».
Y los dioses, aullando al unísono, lanzaron el grito del Sur, exigiendo la presencia
del viento del sur. Luego, los dioses volvieron a aullar juntos con el grito del Norte y
requiriendo la presencia del viento del norte; de ese modo, reunieron a su alrededor
todos Sus vientos, y enviaron los cuatro a las bajas llanuras para que encontraran
aquello que había gritado con aquel grito nuevo y lo expulsaran lejos de los dioses.
Los vientos dispusieron sus nubes y avanzaron hasta el amplio y verde valle que
corta en dos el sur, y allí encontraron a Slid y a su alrededor todas sus olas. Durante
un largo momento Slid y los cuatro vientos lucharon unos contra otros, hasta que la
fuerza de los vientos desapareció y volvieron junto a los dioses, sus amos, cojeando,
y dijeron: «Hemos encontrado esa cosa nueva que ha llegado a la tierra y hemos
luchado contra sus ejércitos, pero no hemos podido hacerlos retroceder, y la cosa
nueva es hermosa, pero furiosa, y se arrastra hacia los dioses».
Slid avanzó e hizo que sus ejércitos subieran por el valle y, pulgada a pulgada,
milla a milla, conquistó las berras de los dioses. Entonces, desde Sus colinas, los
dioses enviaron un gran despliegue de acantilados de piedra roja y dura, y les dieron
orden de avanzar sobre Slid. Y los acantilados descendieron hasta que llegaron ante
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Slid, y allí inclinaron la cabeza, y fruncieron el ceño, y se plantaron firmemente sobre
sus pies para guardar las berras de los dioses del poderío del mar, aislando a Slid del
mundo. Entonces Slid envió algunas de sus olas más pequeñas para que descubrieran
lo que se le resistía, y los acantilados las pulverizaron. Pero Slid se volvió y reunió un
rebaño de sus olas más grandes, y las lanzó contra los acantilados, y los acantilados
las pulverizaron. Y de nuevo Slid hizo venir desde su profundidad un poderoso
aparejo de olas y las envió rugientes contra los guardianes de los dioses, y los
peñascos rojos se oscurecieron y las destruyeron. Una vez más, Slid reunió sus olas
más grandes y las proyectó contra los acantilados, y cuando las olas fueron
dispersadas como las que las precedieron, los pies de los acantilados ya no eran tan
firmes, y sus rostros se mostraban lacerados y doloridos. A cada grieta de las rocas
Slid envió sus olas más enormes, y otras tras ellas, y Slid en persona, con sus garras,
se apoderó de peñas enormes, las arrancó de los acantilados y las pisoteó. Y cuando
el tumulto se hubo apaciguado, el mar había vencido y, sobre los restos rotos de
aquellos acantilados rojos, los ejércitos de Slid avanzaron y recorrieron el largo valle
verde.
Los dioses escucharon desde lejos la alegría de Slid, y le escucharon cantar
triunfal sobre Sus doloridos acantilados, y el ruido de pasos de sus ejércitos no dejaba
de acercarse a los oídos de los dioses.
Los dioses llamaron a Sus tierras bajas para que salvaran al mundo de Slid, y las
tierras bajas se reunieron y avanzaron, en una gran línea blanca de brillantes
acantilados, y se detuvieron delante de Slid. Slid no avanzó más y acunó sus legiones
y, cuando sus olas eran bajas, canturreó suavemente una canción que, antaño, en
tiempos muy lejanos, turbó las estrellas e hizo brotar lágrimas del Crepúsculo.
Los acantilados blancos, severos, montaron guardia para salvar el mundo de los
dioses, pero la canción que antaño turbó a las estrellas sonó quejumbrosa para
despertar los deseos aprisionados, hasta que su melodía llegó a los pies de los dioses.
Y los ríos azules que dormían acurrucados abrieron sus brillantes ojos, se estiraron,
sacudieron sus juncos y, haciendo temblar las colinas, partieron arrastrándose para
reunirse con el mar. Y, atravesando el mundo, llegaron al fin al lugar donde se
alzaban los acantilados blancos y, tomándoles por la espalda, los destrozaron sobre la
marcha y atravesaron sus rotas filas para reunirse con Slid. Y los dioses se irritaron
con Sus traidores arroyos.
Entonces Slid dejó de cantar la canción que encanta al mundo, y reunió sus
legiones, y los ríos levantaron la cabeza junto con las olas, y todos juntos marcharon
para asaltar los acantilados de los dioses. Y, por donde quiera que los ríos habían roto
las filas de los acantilados, los ejércitos de Slid aparecieron y los rompieron en otras
tantas islas, y dispersaron las islas. Y los dioses, sobre Sus colinas, escucharon una
vez más la voz de Slid exultante sobre sus acantilados.
Más de la mitad del mundo estaba sometida a Slid, y sus ejércitos continuaban
avanzando, y los seguidores de Slid, los peces, las largas anguilas, iban y venían por
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los emparrados que en tiempos fueron tan queridos para los dioses. Entonces los
dioses temieron perder su poder, y de los huecos sagrados de lo más profundo de las
montañas, del mismo corazón de las colinas, los dioses buscaron nuevas fuerzas y
encontraron a Tintaggon, una montaña de mármol negro cuya mirada estaba vuelta
muy por encima de la tierra y la hablaron así, con la voz de los dioses: «¡Oh,
primogénita de nuestras montañas, aquella que hicimos cuando en el principio
imaginamos la tierra, y luego confeccionamos los campos y los collados, los valles y
las colinas para que yazcan a tus pies! Ahora, Tintaggon, tus antiguos señores, los
dioses, deben hacer frente a una cosa nueva que derriba todo lo viejo. Ve, Tintaggon,
y álzate ante Slid, para que los dioses sigan siendo los dioses y la tierra siga siendo
verde».
Y al escuchar la voz de sus padres, los dioses mayores, Tintaggon descendió a
grandes pasos por la noche, arrastrando a sus espaldas un rastro de penumbras, y,
descendiendo por la tierra verde, llegó a Ambrady, al borde del valle, y encontró allí
la vanguardia de los feroces ejércitos de Slid a la conquista del mundo.
Contra ella Slid lanzó la potencia de toda una bahía que azotó las rodillas de
Tintaggon y se deslizó por sus costados, hasta que cayó y desapareció. Tintaggon
siguió en pie, para honor y poder de sus señores, los grandes dioses. Entonces Slid se
dirigió a Tintaggon y la dijo: «Hagamos una tregua. Retírate de Ambrady y déjame
cruzar tus filas, que mis ejércitos puedan entrar en el valle que se abre al mundo, que
la tierra verde que dormita a los pies de los dioses más viejos conozca al fin al nuevo
dios, Slid. Así, mis ejércitos no te combatirán más, y tú y yo reinaremos como iguales
sobre la tierra entera, cuando todo el mundo cante la canción de Slid, y solo tu cabeza
se alzará por encima de mis ejércitos, cuando las colinas rivales hayan muerto. Y te
revestiré con todos los ropajes del mar, y todos los botines que haya saqueado en
exóticas ciudades se apilarán a tus pies. Tintaggon, he conquistado la totalidad de las
estrellas, mi canto se hincha en todos los espacios que nos rodean, vuelvo victorioso
de Mahn y de Khanagat en los extremos confines de los mundos, y tú y yo
reinaremos como iguales cuando los viejos dioses ya no existan y la verde tierra
conozca a Slid. Mírame brillar todo azul, todo rubio, con mil sonrisas y barrido por
mil humores». Y Tintaggon respondió: «Soy sólida y negra y no tengo más que un
humor, que es: la defensa de mis amos y de su verde tierra».
Slid se apartó andando hacia atrás, rezongando, y llamó a asamblea a todas las
olas de todo un mar, y las arrojó, cantando atronadoramente, a la cara de Tintaggon.
Y de la frente marmórea de Tintaggon el mar cayó y se derrumbó llorando sobre una
rota orilla y, ola tras ola, volvió quejumbroso junto a Slid diciendo: «Tintaggon
resiste».
A lo lejos, más allá de la orilla devastada que yacía a los pies de Tintaggon, Slid
descansó durante mucho tiempo, y envió al nautilo a ondear bajo los ojos de
Tintaggon, y él y sus ejércitos se quedaron allí cantando lánguidas canciones de islas
de ensueño en la lejanía del sur, y de las tranquilas estrellas de las que salieron
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cautelosos, de las tardes crepusculares y del pasado. Pero Tintaggon aguantaba, con
los pies firmemente plantados en el borde del valle, defendiendo a los dioses y a Su
tierra verde del ataque del mar.
Durante todo el tiempo que Slid cantó y jugó con el nautilo que navegaba
ondeando, reunió sus océanos. Una mañana, mientras Slid cantaba sobre viejas
guerras tumultuosas y la muy encantadora paz, y las islas de ensueño, y el viento del
sur, y el sol, lanzó repentinamente cinco océanos llegados de las profundidades al
ataque de Tintaggon. Y los cinco océanos saltaron sobre Tintaggon y pasaron por
encima de su cabeza. Uno tras otro, los océanos aflojaron su presa, uno tras otro
cayeron a las profundidades y Tintaggon aguantó, y aquella mañana el poder de los
cinco océanos cayó muerto a los pies de Tintaggon.
Lo que Slid conquistó todavía lo conserva, y hoy ya no existe ningún verde valle
en el sur, pero todo lo que Tintaggon mantuvo lejos de Slid, se lo devolvió a los
dioses. El mar es hoy muy tranquilo a los pies de Tintaggon, que se alza negra entre
los restos de acantilados blancos, de peñas rojas amontonadas a sus pies. A menudo el
mar se retira lejos de la orilla, y a menudo, ola tras ola, vuelve a la carga, con el ruido
que hacen los ejércitos en marcha, para que todos recuerden la gran batalla que un día
se libró en torno a Tintaggon, cuando protegía de Slid a los dioses y la verde tierra.
A veces, en sus sueños, los guerreros llenos de cicatrices de Slid levantan la
cabeza y lanzan su grito de guerra; entonces, sombríos nubarrones se acumulan
alrededor del negro ceño de Tintaggon y se alza, amenazadora y visible desde lejos
por los navíos, donde una vez venció a Slid. Y los dioses muy bien saben que en tanto
aguante Tintaggon estarán, tanto ellos como Su mundo, a salvo; en cuanto a saber si
algún día Slid destruirá a Tintaggon, es algo que permanece oculto entre los secretos
del mar.
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Una leyenda del Amanecer
C uando comenzaron los mundos y Todos los dioses eran severos y viejos, y
miraron el COMIENZO por debajo de sus cejas blanqueadas por los años, todos
los dioses salvo Inzana, Su hija, que jugaba con la pelota de oro. Inzana era la hija de
todos los dioses. Y aunque la ley antes del COMIENZO y tras él imponía a todos
obediencia a los dioses, los dioses de Pegãna, sin embargo, iban de un lado para otro
a fin de obedecer a la Hija del Amanecer, porque a ella la gustaba ser obedecida.
Estaba oscuro el mundo entero, incluso en Pegãna, donde moran los dioses;
estaba oscuro cuando la niña Inzana, al Amanecer, encontró su pelota de oro.
Entonces, descendió corriendo la escalera de los dioses, con pasos saltarines,
calcedonia, ónice, calcedonia, ónice, peldaño tras peldaño, lanzando al cielo su pelota
de oro. La bola de oro rebotó en el cielo, y la Hija del Amanecer, con los cabellos
resplandecientes, se echó a reír en la escalera de los dioses, y se hizo de día. Así los
brillantes campos que se extendían por debajo vieron el primero de todos los días
concebidos por los dioses. Pero al atardecer, algunas montañas, extrañas y lejanas,
conspiraron para alzarse entre el mundo y la pelota de oro y para envolverla con sus
picos y apartarla del mundo, y el mundo, por su complot, quedó oscurecido. Arriba,
en Pegãna, la Hija del Amanecer lloró por su pelota de oro. Entonces, todos los
dioses bajaron por la escalera hasta las puertas de Pegãna para ver lo que hacía sufrir
a la Hija del Amanecer y preguntarla por la razón de sus lágrimas. Entonces Inzana
dijo que su pelota de oro le había sido arrebatada y escondida por las montañas,
negras y feas, lejos de Pegãna, en un mundo de piedras bajo el borde del cielo, y que
quería su pelota y que no podía amar la oscuridad.
Al oír aquello, Umborodom, cuyo perro es la tormenta, le ató con su lazo y
atravesó el cielo buscando la pelota de oro, hasta llegar a las montañas extrañas y
lejanas. Allí, la tormenta metió la nariz entre las rocas y ladró a lo largo de los valles
y casi a sus talones le seguía Umborodom. Cuanto más corría el perro, la tormenta, y
se acercaba a la pelota de oro, más fuerte ladraba, pero las montañas cuya
conspiración había oscurecido el mundo permanecían altaneras y silenciosas. En la
oscuridad, en medio de los picos, en una inmensa caverna, guardada por dos montes
gemelos, se encontraba la pelota de oro por la que lloraba la Hija del Amanecer. Al
fin la encontraron. Entonces, Umborodom se fue bajo el mundo, con su tormenta
jadeando tras él, y en la oscuridad de antes de amanecer por debajo del mundo le
devolvió su pelota de oro a la Hija del Amanecer. E Inzana rio y la tomó en sus
manos, y Umborodom volvió a Pegãna, y en el umbral de Pegãna la tormenta fue a
acostarse.
De nuevo la Hija del Amanecer lanzó su pelota muy arriba en el azul del cielo, y
Althazar, Rey de Runazar, y señor de todas las tierras circundantes, ordenó, para
un mejor conocimiento de los dioses, que Sus imágenes fueran esculpidas en Runazar
y en todas las tierras de alrededor. Y cuando la orden de Althazar, llevada a lo lejos
por las trompetas, resonó a los oídos de los dioses, gran alegría tuvieron Estos al
escucharla. Así fue como los hombres sacaron mármol de la tierra, y los escultores
tuvieron en Runazar gran actividad para responder a los edictos del Rey. Pero los
dioses se mantenían a la luz de las estrellas sobre las colinas, de tal modo que los
escultores pudieran verlos, y se envolvieron con nubes, y asumieron Su aspecto más
divino, de tal modo que los escultores pudieran hacer justicia a los dioses de Pegãna.
Acto seguido, los dioses volvieron a Pegãna y los escultores martillearon y forjaron, y
llegó un día en que el Maestro de los Escultores pidió audiencia al Rey y dijo:
—Althazar, Rey de Runazar, Gran Señor de todas las tierras circundantes, con
quien los dioses se muestran benévolos, hemos terminado humildemente todas las
imágenes de todos los dioses que mencionabas en tu edicto.
El Rey ordenó que se despejase entre las casas un vasto espacio abierto, y que las
imágenes de todos los dioses fueran llevadas allí y plantadas ante el Rey, y allí se
reunieron el Maestro de los Escultores y todos sus hombres; y ante cada uno de ellos
se situó un soldado, que llevaba un montón de oro en una bandeja engastada con
piedras preciosas, y detrás de cada uno de ellos se encontraba un soldado con la
espada apuntando a sus nucas, y el Rey levantó los ojos hacia las imágenes. Y vio que
se alzaban como los dioses, con las nubes envolviéndolas, y haciendo el signo de los
dioses, pero sus cuerpos eran cuerpos de hombres y, ¡mira!, sus rostros se parecían al
del Rey, y sus barbas eran como la barba del Rey. Y el Rey dijo:
—Son, en efecto, los dioses de Pegãna.
Los soldados que se encontraban delante de los escultores recibieron la orden de
entregarles los montones de oro, y los soldados que se hallaban a espaldas de los
escultores recibieron la orden de envainar sus espadas. Y el pueblo exclamó:
—Son efectivamente los dioses de Pegãna, cuyos rostros podemos ver gracias a la
S e dice también del Rey Khanazar el modo en que se inclinaba ante los
dioses de Antaño. Nadie se inclinaba tanto ante los dioses de Antaño como el
Rey Khanazar.
Un día, cuando el Rey volvía del culto de los dioses de Antaño y de las
reverencias ante ellos en el templo de los dioses, ordenó a sus profetas que se
presentasen ante él, diciendo:
—Me gustaría saber algo de los dioses.
Los profetas acudieron ante el Rey Khanazar, cargados con numerosos libros, y el
Rey dijo:
—No está en los libros.
Y, al oírlo, los profetas se marcharon, llevándose con ellos los mil métodos bien
explicados en los libros mediante los cuales los hombres pueden ganar la sabiduría de
los dioses. Solo se quedó uno, un maestro profeta, que había olvidado los libros, y el
Rey le dijo:
—Los dioses de Antaño son poderosos.
Respondió el maestro profeta:
—Muy poderosos son los dioses de Antaño.
Luego, el Rey dijo:
—No hay más dioses que los dioses de Antaño.
Replicó el profeta:
—No hay otros.
Como los dos estaban solos en el palacio, el Rey dijo:
—Dime algo concerniente a los dioses o a los hombres, si es que se sabe algo que
sea cierto.
Entonces, el maestro profeta dijo:
—Lejana y blanca y recta se extiende la ruta que va al Saber, y por ella, entre el
calor y el polvo, van todos los sabios de la tierra, pero en los campos que hay antes de
llegar, los más sabios se han tumbado o recogen flores. Al borde del camino que lleva
al Saber —¡oh, Rey, es duro y ardiente!— se alzan numerosos templos, y en el
umbral de cada templo hay muchos sacerdotes, y gritan a los viajeros que se cansan
del camino, diciéndoles: «Aquí está EL FIN».
»Y en los templos resuena la música, y de cada tejado se elevan el sabor gustoso
de las esencias quemadas; y todos los que miran un templo fresco, sea cual sea, o que
escuchen la música escondida, se vuelven para saber si efectivamente es EL FIN. Y los
que descubren que su templo no es EL FIN, vuelven al camino polvoriento,
deteniéndose ante cada templo que encuentran por miedo a pasarse EL FIN, o
L os hombres de Yarnith creen que nada comenzó antes de que Yarni Zai
levantara la mano. Yarni Zai, dicen, tiene forma humana pero es más grande, y
es una cosa de piedra. Cuando levantó la mano, todas las rocas que vagaban bajo la
Cúpula, que es el nombre con el que designan el cielo, se reunieron alrededor de
Yarni Zai.
De los otros mundos no dicen nada, pero creen que las estrellas son los ojos de
los demás dioses que miran a Yarni Zai y se ríen, porque son más grandes que él,
aunque no han reunido ningún mundo a su alrededor.
Sin embargo, aunque sean más grandes que Yarni Zai y aunque se rían de él
cuando hablan los unos con los otros bajo la Cúpula, todos hablan de Yarni Zai.
Nadie más que los dioses escucha el parlamento de los dioses, pero los hombres
de Yarnith describen el modo en que el profeta Iraun, cuando yacía en el gran desierto
de arena, Azrakhan, escuchó un día su parlamento y supo de aquel modo cómo Yarni
Zai se había separado del resto de los dioses para revestirse de piedra y construir un
mundo.
También es cierto que todas las leyendas mencionan que donde acaba el valle de
Yodeth, cuando se pierde en negros acantilados, hay una estatua colosal, sentada,
apoyada en una montaña, una estatua cuya forma es la de un hombre con la mano
derecha levantada, pero más grande que las colinas. Y en el Libro de las Cosas
Secretas, el que los profetas conservan en el Templo que se alza en Yarnith, está
escrita la historia de la formación de los mundos tal y como Iraun la escuchó cuando
los dioses se hablaban, arriba, en la tranquilidad que se extiende por encima de
Azrakhan.
Y todos cuantos la leen pueden aprender el modo en que Yarni Zai sacó las
montañas de sí mismo como si se las hubiera sacado de debajo de la capa, y cómo
amasó el mundo a sus pies. No está escrito que, durante largos años, Yarni Zai
permaneció sentado, vestido con rocas, al final del valle de Yodeth, cuando en el
mundo no había más cosas que piedras y Yarni Zai.
Pero un día llegó otro dios, corriendo sobre las rocas y atravesando el mundo, y
corría como las nubes corren en los días de tormenta, y, mientras se apresuraba para
alcanzar Yodeth, Yarni Zai, sentado sobre su montaña, con la mano derecha
levantada, gritó:
—¿Qué haces corriendo a través de mi mundo, a dónde vas?
El nuevo dios no respondió palabra, sino que continuó su camino y, mientras
corría, a su izquierda y a su derecha surgían cosas verdes por todas partes del mundo
de Yarni Zai.
Así fue como el nuevo dios corrió alrededor del mundo y lo hizo verde, salvo el
D e las grandes guerras de las Tres Islas se han escrito muchas historias, y
sobre los héroes de los viejos tiempos muertos uno por uno no se dice nada
desde los días de los tiempos antiguos, ni de la manera en que los pueblos de las islas
fueron a la guerra, aunque todos y cada uno de ellos en su propia tierra cuidaban
ganado, vacas o corderos, y una paz indolente anublaba aquellas islas en los tiempos
anteriores a los tiempos antiguos. Porque entonces los pueblos de las islas jugaban
como niños a los pies del Azar, y no tenían dioses, y no iban a la guerra. Pero algunos
marinos, llevados por extraños vientos a aquellas orillas que llamaron las Islas
Prósperas, cuando encontraron en ellas a un pueblo que no tenía dioses, les dijeron
que podían ser aún más felices si conocían a los dioses y si luchaban por el honor de
los dioses y dejaban su nombre escrito en letras mayúsculas en los libros, y morir al
fin proclamando los nombres de los dioses. Y el pueblo de las islas se reunió y dijo:
—Conocemos los animales, pero, mirad, estos marinos nos hablan de cosas de
más allá que conocen como nosotros conocemos los animales, y que nos utilizan para
su placer como nosotros utilizamos a los animales, pero son capaces de responder a
las indolentes plegarias lanzadas por la noche alrededor del fuego, cuando se vuelve
del trabajo en los campos. ¿Iremos en busca de esos dioses?
Y algunos dijeron:
—Somos señores de las Islas Tres y nadie nos preocupa, y mientras estemos con
vida tendremos prosperidad, y cuando muramos descansaremos en paz. No hemos de
ponernos a buscar a los que flotan por encima de lo que hacemos en las Islas Tres, o
que nos atormentarán cuando estemos muertos.
Pero otros dijeron:
—Las plegarias que se murmuran cuando llega la sequía y muere todo el ganado
se elevan, sin ser atendidas, hacia las nubes ciegas y, si en alguna parte hay seres que
recolectan las plegarias, enviemos hombres en su busca que les digan: «Hay hombres
en las islas llamadas Tres, a las que los marinos algunas veces llaman Islas Prósperas
(y que se encuentran en el Mar Central), que rezan a menudo, y nos han dicho que
vosotros amáis la veneración de los hombres, y que por esa razón atendéis las
plegarias, y nosotros somos viajeros de las Islas Tres.
U n día, en una pérgola de los dioses, muy por encima de los campos del
atardecer, Noche vagando sola se encontró repentinamente con Amanecer.
Noche se apartó del rostro su bufanda de brumas grises de color oscuro, y dijo:
«Mira, soy Noche». Y los dos se sentaron en la pérgola de los dioses, y Noche contó
maravillosas historias de hechos antiguos y misteriosos ocurridos en la oscuridad. Y
Amanecer se quedó sentada y sorprendida, mirando fijamente el rostro de Noche y su
guirnalda de estrellas. Y Amanecer habló de las ruinas de Snamarthis humeando en la
llanura, pero Noche describió como Snamarthis montó un gran alboroto en la
oscuridad, con muchos retozos, borracheras y cuentos narrados por los reyes, hasta
que todos los invitados de Meenath se deslizaron para atacarla, las luces se apagaron
y retumbó el fragor de las armas antes de que llegara Amanecer. Y Noche contó cómo
Sindana el mendigo había soñado que era un Rey, y Amanecer cómo vio a Sindana
encontrar repentinamente un ejército en la llanura y cómo volvió con él persuadido de
que era Rey, y cómo también lo creyó el ejército: Sindana reinaba sobre Marthis y
Targadrides, Dynah, Zahn y Tumeida. Y de lo que a Noche más le gustaba hablar era
de Assarnees, cuyas ruinas no son más que un recuerdo tenue en las lindes del
desierto, pero Amanecer habló de las ciudades gemelas de Nardis y Timaut, que
dominaban las llanuras. Y Noche contó, terrible, lo que Mynandes encontró cuando
cruzó a pie su propia ciudad en la oscuridad. Y siempre junto a la real Noche se
alzaban murmullos que decían: «Al Amanecer dile eso también».
Y siempre Noche hablaba y Amanecer siempre se sorprendía. Y Noche hablaba, y
dijo lo que los muertos habían hecho cuando llegaron en la oscuridad a visitar al Rey
que les había conducido a la batalla. Y Noche sabía lo que mató a Darnex y cómo fue
cometido el asesinato. Contó también por qué los siete Reyes torturaron a Sydatheris
y lo que Sydatheris dijo justo antes del fin, y cómo los Reyes se fueron y se quitaron
la vida.
Y Noche dijo de dónde provenía la sangre que manchaba los escalones de mármol
que llevaban al templo de Ozahn, y por qué el cráneo que hay en él lleva una corona
de oro, y a quién pertenece el alma que está en el lobo que aúlla por la noche contra
la ciudad. Y Noche sabía de dónde salen los tigres del desierto irasiano y el lugar
donde se encuentran, y quién les habla y lo que les dice y por qué. Y Noche dijo por
qué unos dientes humanos mordieron el gozne de hierro de la gran puerta que bate en
los muros de Mondás, y quién salió del pantano, solo, a la hora sombría, y pidió
audiencia al Rey, y le dijo al Rey una mentira, y cómo el Rey, creyéndola, descendió
a las cuevas de su palacio y en ellas no encontró más que sapos y serpientes que
mataron al Rey. Y Noche contó aventuras en todos los palacios, a la hora en calma, y
Noche conocía el secreto que permite a cualquiera enviar la luz de la luna dentro del
L os hombres de Zonu piensan que Yahn es un dios, que está sentado como
un usurero tras un montón de pequeñas gemas brillantes y que las estrecha
eternamente entre los brazos. Apenas más grandes que una gota de agua son esas
brillantes gemas entre las ávidas garras de Yahn, y cada joya es una vida. Los
hombres de Zonu dicen que la tierra estaba vacía cuando Yahn trazó su plan, y en su
plan ninguna vida se agitaba. Luego Yahn atrajo hacia sí unas sombras cuya morada
se encontraba más allá del Borde, que no sabían casi nada de las alegrías y nada del
dolor, cuyo lugar estaba más allá del Borde antes del nacimiento del Tiempo. Fueron
encantadas por Yahn que les mostró su montón de joyas; y en las joyas jugaba la luz,
y campos de verdor brillaban en ellas, y reflejos del cielo azul y pequeños arroyos, y
muy indistintamente pequeños jardines que florecían en tierras llenas de vergeles. Y
algunas mostraban los vientos del paraíso, y algunas mostraban el arco iris y bajo él
una vasta llanura, y yerbas doblegadas por el viento, pero nada más que la llanura.
Pero las gemas que más cambiaban tenían en su centro el mar siempre cambiante. Las
sombras miraron en las Vidas y vieron los campos de verdor y el mar y la tierra y los
jardines de la tierra. Y Yahn dijo: «A cada uno le daré una vida, y podréis hacer con
ella vuestro trabajo sobre el Destino de las Cosas, y poseer cada una… una sombra
como esclava en los campos de verdor y en los jardines; solo con ese fin puliréis esas
Vidas con la experiencia, puliréis sus ángulos con vuestras quejas y al final me las
devolveréis».
Y las sombras consintieron en ello, para poseer Vidas brillantes y tener como
esclavas a las sombras, y aquello se hizo Ley. Pero las sombras, cada una con su
Vida, se fueron y llegaron a Zonu y a otras tierras, y allí pulieron con experiencia las
Vidas de Yahn, y las pulieron con quejas humanas hasta que brillaron de nuevo. Y sin
cesar encontraban que centelleaban en el interior de aquellas Vidas escenas nuevas, y
ciudades, velas, hombres que brillaban en ellas, allí donde antes había campos de
verdor y mar, y sin cesar Yahn el usurero gritaba para recordarles el trato. Cuando los
hombres añadían a sus Vidas escenas cjue complacían a Yahn, Yahn permanecía
silencioso, pero cuando añadían escenas que resultaban desagradables a ojos de Yahn,
les cobraba un peaje de dolor, pues tal era la Ley.
Pero los hombres olvidaron al usurero, y aparecieron algunos que se decían sabios
en la Ley, y que dijeron que cuando se hubiera completado el trabajo de sus Vidas,
sus Vidas les pertenecerían; así, los hombres se recreaban en su labor y en su carga, y
en el tamaño y pulimento de sus quejas. Pero cuando sus Vidas brillaban con la
experiencia de muchas cosas, el pulgar y el índice de Yahn se cerraban sobre una
Vida, y el hombre se convertía en sombra. Pero, lejos más allá del Borde, las sombras
dijeron:
U na noche de los años olvidados los dioses estaban sentados sobre Mowrah
Nawut, por encima de Mlideen, conteniendo la avalancha.
En pleno Centro de la Ciudad se hallaban los Templos de los sacerdotes, y allí
acudían todos los habitantes de Mlideen para depositar ofrendas, y la costumbre de
los sacerdotes de la Ciudad era que esculpieran dioses para Mlideen. En una sala
aislada del Templo de Eld, en medio de los templos de la Ciudad del Medio de
Mlideen, se encontraba un libro titulado El Ubro de los Hermosos Inventos, escrito en
un idioma que ningún hombre podía leer, escrito hacía ya mucho tiempo, y que
contaba como puede uno mismo fabricarse dioses que nunca montan en cólera ni
pretenden vengarse de algún pueblecito. Y los sacerdotes acudían a leer el Ubro de
los Hermosos Inventos, y no cejaban en su intento de intentar hacer dioses benévolos,
y cada uno de los dioses que hacían era diferente a los demás, pero sus ojos siempre
se volvían hacia Mlideen.
Pero sobre Mowrah Nawut, todos los años olvidados, los dioses esperaron
pacientemente hasta que los habitantes de Mlideen hubieron esculpido cien dioses.
Nunca la tormenta descendió de Mowrah Nawut para golpear Mlideen, nunca las
cosechas fueron destruidas, ni la ciudad asolada por la peste; solamente en Mowrah
Nawut los dioses permanecían sentados sonriendo. Los habitantes de Mlideen
dijeron: «Yoma es dios». Y los dioses seguían sentados y sonriendo. Y tras el olvido
de Yoma y el paso de los años, la gente dijo: «Zungari es dios». Y los dioses
siguieron sentados y sonriendo.
Tiempo después, un sacerdote plantó sobre el altar de Zungari una figura sentada,
tallada en un ágata violeta, diciendo: «Yazun es dios». Y los dioses siguieron
sentados y sonrientes.
Z yni Moe, la pequeña serpiente, vio el río fresco brillando ante ella en la / .
lejanía y se fue hacia él por la ardiente arena.
Uldoon, el profeta, salió del desierto y siguió la orilla del río hacia su antigua
morada. Treinta años antes, Uldoon dejó la ciudad donde había nacido, para vivir su
vida en un lugar silencioso donde podría buscar el Secreto de los dioses. El nombre
de su morada era la Ciudad cerca del Río, y en aquella ciudad numerosos profetas
hablaban de numerosos dioses, y los hombres fabricaban numerosos secretos para sí
mismos, pero en aquel tiempo nadie conocía el Secreto de los dioses. Tampoco
podían hacer nada para descubrirlo, porque, cuando alguien partía en su búsqueda, la
gente decía de él:
—Es un pecador, porque no adora a los dioses que hablan a nuestros profetas a la
luz de las estrellas, cuando nadie escucha.
Y Uldoon comprendió que el espíritu de un hombre es como un jardín, y que sus
pensamientos son como flores, y que los profetas de la ciudad donde vive un hombre
son como otros tantos jardineros que arrancan las malas yerbas y talan y que en
jardines trazan senderos tan lisos como rectos, y que el alma de un hombre no está
autorizada para ir más que por esos senderos, pues en caso contrario, los jardineros
dirían: «Este alma transgrede». Y en los senderos los jardineros arrancan cualquier
flor que crezca, y en el jardín talan todas las flores que crecen altas, diciendo: «Es la
costumbre» y «Está escrito» y «Esto siempre ha sido así» o «Esto nunca ha pasado
antes».
Así fue como Uldoon se dio cuenta de que no sería en aquella ciudad donde
encontraría el Secreto de los dioses. Y Uldoon le dijo al pueblo:
—Cuando comenzaron los mundos, el Secreto de los dioses estaba claramente
escrito sobre toda la superficie de la tierra, pero los pies de tantos profetas lo han
borrado. Vuestros profetas son hombres verdaderos, pero yo me voy al desierto en
busca de una verdad que es más verdadera que vuestros profetas.
Así fue como Uldoon marchó al desierto y con truenos o con calma buscó durante
numerosos años. Cuando rugió el trueno por encima de las montañas que rodeaban el
desierto, buscó el Secreto en el trueno, pero los dioses no hablaban en el trueno.
Cuando las voces de las bestias turbaron el silencio bajo las estrellas, allí buscó el
Secreto, pero los dioses no hablaban en las bestias. Uldoon envejeció y todas las
voces del desierto le habían ya hablado a Uldoon, pero no los dioses, hasta que una
noche Los escuchó susurrar detrás de las colinas. Y los dioses se hablaban en
susurros e, inclinando la cabeza hacia el suelo, se pusieron todos ellos a llorar. Y
Uldoon, aunque no vio a los dioses, sin embargo vio Sus sombras que se daban la
vuelta para regresar a un gran hueco en las colinas; y allí, desde la misma entrada del
Fue por azar, o fue ordenado (¿quién podría decirlo?), que Ord, un profeta, viera
una noche a los dioses mientras andaban con las estrellas hasta las rodillas. Pero
mientras Ord les prestaba culto, vio la mano de un jugador, enorme por encima de
Sus cabezas, que se extendía para jugar una baza. Entonces Ord el profeta supo. De
haberse callado, nada le habría pasado, pero Ord viajó por el mundo proclamando
ante los hombres: «Hay un poder más allá de los dioses».
Los dioses lo escucharon. Entonces, dijeron: «Ord ha visto».
Terrible es la venganza de los dioses y furiosos se mostraron Sus ojos cuando
vieron la cabeza de Ord y sacaron de su mente cualquier conocimiento que pudiera
tener sobre ellos. Y el alma de aquel hombre se fue a vagar por los campos para
encontrarse con los dioses, pero sin poder hallarlos nunca. Luego, del Sueño de Vida
que había hecho Ord los dioses arrancaron la luna y las estrellas, y por la noche no
vio más que un cielo negro, y no vio las luminarias. Luego, como la venganza de los
dioses no conoce el reposo, le arrebataron los pájaros y las mariposas, las flores y las
hojas y los insectos y todas las pequeñas cosas, y el profeta vio el mundo
extrañamente cambiado, sin llegar a saber nada, no obstante, de la cólera de los
dioses. Luego los dioses se llevaron sus colinas familiares, para que no las viera más,
y todos los encantadores bosques que crecían en sus cimas, y los campos a lo lejos; y,
en un mundo más estrecho, Ord anduvo dando vueltas, viendo pocas cosas, y su alma
buscando siempre a unos dioses que no encontraba. Para terminar, los dioses quitaron
los campos y el río y no le dejaron al profeta más que su casa y las cosas más burdas
que en ella se encontraban. Día tras días, reptaban tras él, tendiendo velos de bruma
entre él y las cosas familiares, hasta que al fin no vio nada y quedó totalmente ciego,
ignorante aún de la cólera de los dioses. Tras aquello, el mundo de Ord no fue más
D e este modo Karnith, Rey de Alatta, le habló a su hijo: «Te lego mi ciudad
de Zoon, la de los techos de oro, donde zumban las abejas. Y también te lego
el país de Alatta, y todas las tierras que eres digno de poseer, pues los tres poderosos
ejércitos que te dejo pueden tomar Zindara y derrocar Istahn, rechazar Onin detrás de
sus fronteras y asediar los muros de Yan, y más allá extender su conquista hacia las
tierras menores de Hebith, Ebnon y Karida. Pero nunca levantes tus ejércitos contra
Zeenar ni cruces jamás el Eidis».
Y con estas palabras, en la ciudad de Zoon en el país de Alatta, bajo sus techos de
oro, murió el Rey Karnith, y su alma fue donde fueron las almas de sus padres, los
antiguos Reyes, y las almas de sus esclavos.
Entonces, Karnith Zo, el nuevo Rey, tomó la corona de hierro de Alatta y tras
hacerlo descendió a las llanuras que rodearon Zoon y encontró a sus tres ejércitos
reclamando con estruendo que les condujera contra Zeenar, al otro lado del río Eidis.
Pero el nuevo Rey dejó allí sus ejércitos y durante toda una noche, en el gran
palacio, solo salvo por su corona de hierro, meditó largo tiempo sobre la guerra; un
poco antes del alba, vio indistintamente por la ventana de su palacio que daba al este,
por encima de la ciudad de Zoon y más allá de los campos de Alatta, en la lejanía, un
valle que conducía a Istahn. Allí, mientras meditaba, vio humo elevándose alto y
recto por encima de las pequeñas casas de la llanura y de los campos donde pastaban
las ovejas. Más tarde, el sol se levantó, estallando tanto sobre Alatta como sobre
Istahn, y una agitación recorrió las casas, y los gallos cantaron en la ciudad y los
hombres fueron a los campos, entre lo’s balidos de las ovejas; y el Rey se preguntó si
los hombres harían lo mismo en Istahn. Y hombres y mujeres se cruzaron cuando
iban a trabajar y el rumor de sus risas se elevó de las calles yde los campos; los ojos
del Rey se dirigieron a la distancia, hacia Istahn; el humo seguía subiendo, alto y
recto, de las casitas. Y el sol se elevó aún más, brillando sobre Alatta y sobre Istahn,
haciendo que en cada país se abrieran las flores, que los pájaros cantasen y que
resonaran las voces de hombres y mujeres. En el mercado de Zoon, las caravanas se
disponían para llevar sus mercancías a Istahn, y luego llegaron los camellos que
llegaban a Alatta con sonoras campanillas. El Rey vio todo aquello mientras meditaba
profundamente, él, que nunca había meditado. Al oeste, las montañas de Agnid
fruncían el ceño en la distancia, vigilando el río Eidis; tras ellas, el pueblo feroz de
Zeenar vivía en un país desolado.
Más tarde, mientras el Rey visitaba los rincones de su nuevo reino, llegó al
Templo de los dioses de Antaño. Allí encontró un tejado arruinado y columnas de
mármol rotas, y malas hierbas que crecían con profusión y entremezcladas en el
santuario interior, y a los dioses de Antaño, privados de adoración o sacrificio,
C ierto día, los Antiguos dioses necesitaron reír. Así, hicieron el alma de un
Rey y pusieron en ella ambiciones mayores que las que deberían tener los
reyes, y un deseo de territorios más allá del deseo de los otros reyes, y en aquel alma
depositaron una fuerza que sobrepasaba la fuerza de los demás, y un deseo imperioso
de poder y un enorme orgullo. Luego, los dioses señalaron la tierra con un gesto y
enviaron aquel alma a los campos de los hombres, para que viviera en el cuerpo de un
esclavo. Y el esclavo creció, y el orgullo y el desmesurado deseo de poder empezaron
a crecer en su corazón, y llevó cadenas a sus brazos. Entonces, en los Campos del
Crepúsculo, los dioses se dispusieron a reír.
Pero el esclavo fue a la orilla del gran mar, y rechazó su cuerpo y las cadenas que
en él había, y volvió a los Campos del Crepúsculo y se alzó ante los dioses y les miró
a los ojos. Aquello no lo habían previsto los dioses, que ya se disponían para reír. El
deseo de poder brillaba con toda su fuerza en el corazón de aquel Rey, y tenía toda la
fuerza y todo el orgullo que los dioses depositaron en su ser, y fue demasiado fuerte
para los dioses Más Viejos. El, cuyo cuerpo había soportado los golpes de los
hombres, no podía soportar el dominio de los dioses, y, de pie ante ellos, les dio
orden de partir. A sus labios brotó toda la cólera de los dioses Más Viejos, a los que
por primera vez les daban órdenes, pero el alma del Rey se quedó ante ellos, y Su
cólera murió, y apartaron la mirada. Entonces, sus tronos quedaron vacíos, y los
Campos del Crepúsculo desnudos, mientras los dioses se marchaban, furtivos, a lo
lejos. Pero el alma eligió nuevos compañeros.
II
U n día, el Rey se volvió hacia las mujeres que bailaban y las dijo: «No
bailéis más», y a los que portaban el vino en copas ornadas con pedrerías, los
despidió. El palacio del Rey Ebalon quedó vacío del ruido de las canciones y se
alzaron las voces de los heraldos que repercutieron por las calles para encontrar a los
profetas del país.
Y se fueron las bailarinas, el escanciador y las cantantes a las calles de duro
pavimento entre las casas, Hojas Holladas, Fuente de Plata y Relámpago de Verano,
aquellas cuyos pies no habían sido destinados por los dioses a pisar los caminos de
piedra, aquellas que solo habían bailado para los príncipes. Y con ellas se fue la
cantante Alma del Sur, y la dulce cantante Sueño del Mar, a quienes los dioses habían
concedido las voces junto a los oídos de los reyes, y el viejo Inthan, el escanciador,
dejó una vida entera de trabajo en el palacio para recorrer la tierra común, él, que ya
había estado junto a tres reyes de Zarkandhu y que vio cómo sus antiguas vendimias
alimentaban su valor y su alegría como las aguas del Tondaris alimentan las verdes
llanuras del sur. No había perdido nunca, pese a todas sus bromas, su seriedad, y su
corazón se calentaba únicamente con el calor de la alegría de los reyes. También él,
con las cantantes y las bailarinas, se fue a la oscuridad.
Los heraldos buscaron a los profetas por todo el país. Luego, una noche, cuando
el Rey Ebalon estaba solo en su palacio, llevaron ante él a todos los que tenían
reputación por su sabiduría y que escribían las historias de los tiempos por venir.
Entonces, el Rey habló y dijo:
—El Rey partirá de viaje con muchos caballos, pero, no obstante, no montará
ninguno cuando la pompa del viaje se deje oír en las calles, y el sonido del laúd y de
los tambores, y el nombre del Rey. Y querría saber qué príncipes y qué pueblos me
darán la bienvenida en la otra orilla, en el país hacia el cual parto de viaje.
Entonces se hizo el silencio entre los profetas, quienes susurraron:
—Todo el conocimiento está con el Rey.
II
III
Entonces Monith, Profeta del Templo del Azur construido sobre la cima nevada
del Ahmoon, habló y dijo:
—Todo conocimiento está con el Rey. Un día, partiste para un viaje de una
jornada a caballo, y ante ti un mendigo estaba en marcha por el mismo camino, y su
nombre era Yeb. Le adelantaste y, como no te había oído llegar, tu caballo le pasó por
encima del cuerpo.
»El viaje que algún día emprenderás sin montar en caballo alguno, ese mendigo
lo empezó antes que tú y pena por ascender por la escalinata de cristal que conduce a
la luna, como un hombre que sube los escalones de una alta torre en la oscuridad. Al
borde de la luna, en la sombra del monte Angises, descansará, y luego volverá a subir
por la escalinata de cristal. Un largo viaje le queda por realizar antes de que pueda
descansar de nuevo, cuando llegue a esa estrella llamada el ojo izquierdo de Gundo.
Un largo viaje subiendo la escalinata de cristal sin nada que le guíe salvo la luz de
Omrazu. Al borde de Omrazu, Yeb se detendrá un largo tiempo, pues la peor parte de
su viaje aún estará por llegar. Todavía debe subir por la escalinata de cristal que
asciende junto a Omrazu, y todas las que le siguen, a través del aullido de los
meteoros que atraviesan el cielo; porque en aquel lugar del espacio de cristal, van y
vienen muchos meteoros que chillan en la oscuridad, lo que intriga en gran medida a
todos los viajeros. Y, si se puede ver a través del centelleo de los meteoros y cumplir
su travesía sin sufrir mal a pesar de su estruendo, llegará a la estrella llamada
Omrund, al borde de la Vía de las Estrellas. Y de estrella en estrella, a lo largo de la
Vía de las Estrellas, el alma de un hombre viaja más fácilmente, y el camino no es
más recto hacia delante, sino que tuerce hacia la derecha.
El Rey Ebalon dijo:
Entonces habló el profeta Thun, que iba vestido con algas y no tenía templo, y
vivía lejos de los hombres. Toda su vida había vivido en una playa solitaria y
escuchado constantemente el lamento del mar y los lloriqueos de los vientos en los
huecos de los acantilados. Algunos decían que tras haber vivido tanto tiempo cerca
del constante batir del mar, allí donde el viento aúlla más fuerte, era incapaz de sentir
las alegrías de los demás hombres, porque no sentía más que el dolor del mar
llorando para siempre por su alma.
—Hace mucho tiempo, sobre el sendero de las estrellas, entre los mundos,
andaban con grandes pasos los dioses de Antaño. En el lúgubre medio de los mundos,
estaban sentados y los mundos giraban sin cesar como hojas muertas llevadas por el
viento de finales del otoño, sin una vida en ninguno de ellos, mientras los dioses
languidecían por las cosas que no podían ser. Y los siglos pasaban por encima de los
dioses para ir a donde van los siglos, hacia el Fin de las Cosas, y con ellos partían los
suspiros de todos los dioses, mientras aspiraban a lo que no podía ser.
»Uno por uno en la bruma de los mundos, los dioses de Antaño cayeron muertos,
esperando impacientes las cosas que no podían ser, todos muertos por sus propios
arrepentimientos. Solo Shimono Káni, el más joven de los dioses, se fabricó un arpa
con las cuerdas de los corazones de todos los dioses mayores y, sentado sobre el
camino de las estrellas en el Centro de las Cosas, tocó con el arpa una oda funeraria
por los dioses de Antaño. Y la canción hablaba de todos los arrepentimientos inútiles
y de los amores desgraciados de los dioses en los días pasados, y de Sus grandes
hazañas que deberían adornar los años futuros. Pero en el canto funerario de Shimono
Káni también se oían gemidos, cuerdas de los corazones de los dioses, y se
lamentaban todavía por las cosas que no podían ser. Y el canto funerario y las voces
quejumbrosas derivaron hacia la Vía de las Estrellas, lejos del Centro de las Cosas,
hasta que llegaron temblorosas entre los Mundos, como una nube de pájaros perdidos
en la noche. Y cada nota es una vida, y numerosas notas quedan atrapadas en los
mundos para ser mezcladas durante un breve instante con la carne, antes de que
vuelvan a partir camino del gran Himno que ruge en el Fin del Tiempo. Shimono
Káni le dio voz al viento y dolor al mar. Pero, en las habitaciones iluminadas, tras el
festín, cuando se alza para complacer al Rey la voz del cantor, el alma de ese cantor
llama en voz alta a sus compañeros, de los que está separado, encadenado a la tierra.
Y cuando, al escuchar esas canciones, el corazón del Rey se apena y sus príncipes
deploran algún recuerdo, aunque no sepan de qué se acuerdan… el triste rostro de
Shimono Káni cerca de sus hermanos muertos, los dioses mayores, tocando en su
arpa con cuerdas hechas de llorosos corazones, gracias a la cual envió sus almas entre
los mundos.
VI
En el valle más allá de Sidono hay un jardín de adormideras, y, allí donde las
cabezas de todas las adormideras se balancean en las brisas de verano que suben del
valle, hay un camino sembrado de conchas del océano. En la cima de Sidono los
pájaros acuden hacia el lago que se encuentra en el valle jardín, y tras ellos se alza el
sol que envía la sombra de Sidono hasta el borde del lago. Y todas las mañanas
desciende por el sendero de las muchas conchas del océano, cuando empiezan a
brillar al sol, un hombre de cierta edad, con un traje de seda bordado con extraños
motivos. Un templete, donde vive el anciano, se alza al borde del sendero. Nadie
acude allí para rendir culto, porque Zornadhu, el viejo profeta, ha prohibido a los
hombres andar entre sus adormideras.
Zornadhu ha fracasado en comprender el significado de los Reyes y de las
ciudades y el trajín de tanta gente al sonido del oro que repica. Así fue como
Zornadhu se alejó del ruido de las ciudades y de los que están aprisionados en ellas, y
tras el monte Sidono encontró el descanso, allí donde no hay ni reyes, ni ejércitos, ni
nada que se pueda comprar con oro, sino solamente las cabezas de las adormideras
que se balancean al unísono bajo el viento y los pájaros que vuelan desde Sidono
hasta el lago, y el sol que se alza sobre la cima del Sidono; luego, los vuelos de los
pájaros que retornan, desde el lago, pasando por encima de Sidono, y el sol poniente
tras el valle, y lejos y por encima del lago y del jardín las estrellas que tampoco
conocen las ciudades. Allí vive Zornadhu en su jardín de adormideras, Sidono alzado
entre él y todo el mundo de los hombres; y cuando el viento que sopla a través del
valle balancea las cabezas de las altas adormideras contra el muro del Templo, el
viejo profeta dice:
—Todas las flores rezan y, ¡mirad!, están más cerca de los dioses que los
hombres.
Pero los heraldos del Rey llegaron tras muchas jornadas de viaje a la cresta de
Sidono y vieron el jardín en el valle. Cerca del lago divisaron el jardín de
adormideras brillando redondo y diminuto como el nacer del sol sobre el agua en una
mañana brumosa y visto solo por algún pastor de las colinas. Descendiendo tres días
por una montaña desnuda, llegaron a los grandes pinos delgados y siempre entre los
VIII
IX
Entonces Mohontis habló, profeta ermitaño, que vivía en los bosques profundos y
sin viajeros que protegen en lago llana.
—He soñado que al oeste de todos los mares veía en una visión la boca de
Munra-O, guardada por puertas de oro, y que a través de los barrotes de las puertas
que guardan el río misterioso de Munra-O, veía brillar navíos de oro, en los que los
dioses iban y venían a través del crepúsculo de la tarde. Y vi que Munra-O era un río
de sueño, tal como llega en la noche a los jardines añorados, para acunar nuestra
infancia mientras dormimos bajo los frontones inclinados de nuestras antiguas
moradas. Y Munra-O deslizaba sus sueños desde el interior desconocido, y los
deslizaba bajo las puertas de oro y hasta el gran mar sin que se les notara, hasta que
batían lejos en los bajíos y murmuraban canciones de antaño a las islas del sur, donde
aúllan himnos tumultuosos a los picos del norte; donde se lamentan, desolados,
contra unas rocas a las que nadie acude en sueños que no podrían ser soñados.
»Muchos son los dioses que, en la penumbra de una noche de verano, recorren el
río. Yo he visto allí, en un alto navío todo de oro, a los dioses de la pompa de las
ciudades; he visto alK dioses de esplendor en navíos engarzados con joyas hasta la
quilla; dioses de magnificencia y dioses de poder. He visto los oscuros navíos y el
XI
A sí fue como descendí de los bosques para llegar a la orilla del Yann, donde
encontré, como había sido profetizado, el buque Pájaro del Río, dispuesto a
largar amarras. El capitán estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el puente
blanco, con su cimitarra al alcance de la mano, metida en su vaina adornada con
piedras preciosas, y los marineros se esforzaban por desplegar las ligeras velas,
disponiéndose a llevar el barco hasta la corriente central del Yann mientras cantaban
antiguas y consoladoras melodías. Y el viento de la tarde, que descendía desde los
frescos campos nevados de alguna montañosa morada de los dioses lejanos, apareció
repentinamente, como las noticias alegres que se reciben en una ciudad ansiosa, e
hinchó las velas que parecían alas.
Así llegamos a la corriente central, donde los marinos arriaron las velas más
grandes. Pero yo estaba inclinándome ante el capitán para averiguar lo que sabía
acerca de los milagros y las apariciones de los dioses entre los hombres, acerca de los
dioses más sagrados del país del que provenía, fuera cual fuese. Y el capitán
respondió que provenía de Belzoond la Bella, y adoraba a dioses que estaban entre
los más inferiores y los más humildes, que raramente enviaban el hambre o la
tormenta, y a los que se apaciguaba fácilmente con pequeñas batallas. Y yo le dije
que provenía de Irlanda, que es un país de Europa, y al oírlo, el capitán y todos los
marineros se rieron y dijeron: «No hay ninguna tierra con ese nombre en el País de
los Sueños». Cuando dejaron de burlarse de mí, expliqué que mi imaginación me
transportaba principalmente al desierto de Cuppar-Nombo, y a una bella ciudad azul
cuyo nombre era Golthoth la Condenada, totalmente protegida del mundo por lobos y
sus sombras, una ciudad que llevaba en la desolación hacía años a causa de una
maldición que los dioses pronunciaron un día de cólera y que no pudieron luego
anular. Y que a veces mis sueños me conducían hasta Pungar Vees, la ciudad de las
murallas rojas donde se hallan las fuentes, y que comercia con las Islas de Thul.
Cuando hube hablado, alabaron las moradas de mi imaginación, diciendo que, aunque
nunca habían visto aquellas ciudades, eran dignas de ser imaginadas. El resto de la
tarde negocié con el capitán la suma que le pagaría por mi pasaje, si Dios y la marea
del Yann nos llevaban sin contratiempos hasta los acantilados del mar, que reciben el
nombre de Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann.
El sol ya se había puesto, y todos los colores del mundo y de los cielos lo
festejaron, y se esquivaron los unos a los otros ante la inminente llegada de la noche.
Los papagayos se encontraban a tiro de ala en sus junglas, a cada lado del río, los
monos, formando filas protectoras sobre las ramas más altas de los árboles, se
mantenían silenciosos y adormecidos, las luciérnagas en lo más profundo de los
bosques revoloteaban en todas direcciones, y las grandes estrellas empezaron a brillar
A rdía en deseos de volver al Yann para ver si el Pájaro del Rio todavía hacía
sus idas y venidas y si su barbudo capitán seguía al mando, a menos que
hubiera preferido quedarse en la hermosa Belzoond, bebiendo aquel delicado vino
amarillo que los montañeses bajaban de las Hian Min. Y quería igualmente volver a
ver a aquellos marinos llegados de Durl y de Duz, y escuchar de su boca como la
gran catástrofe llegada de las colinas había destruido sin advertencia la célebre ciudad
de Perdóndaris. Y deseaba oírles, llegada la tarde, rogar a sus dioses respectivos y
sentir descender el frescor nocturno a medida que el orbe inflamado del sol se hundía
en el exótico río. Pensaba que nunca podría volver a ver las mareas del Yann, pero,
tras mi reciente abandono de la política, aquel deseo de volver a partir que poco a
poco se había ido apagando en mi interior, se reavivó repentinamente, y empecé a
considerar que pronto me sería posible ir una vez más hacia Oriente, donde el Yann,
como un orgulloso corcel blanco, corre a través del País de los Sueños.
Pero yo había olvidado cómo ir a aquellas pequeñas granjas situadas al borde de
los campos que conocemos, pero cuyas ventanas de la planta superior, una vez
desempolvadas las telarañas, daban a campos que no conocíamos y que son el punto
de partida obligado de toda aventura en el País de los Sueños.
Empecé con mi pequeña investigación y esta me dirigió hacia la tienda de un
soñador que vive no lejos del Embankment, en la City londinense. Hay tantas calles
es esa ciudad que nadie podría extrañarse de descubrir una que no hubiera visto antes.
Esta se llama calle del Pasadizo y desemboca en el Strand pero hay que estar muy
avisado para encontrarla. Y cuando se entra en la tienda de este hombre nunca se
puede pedir lo que uno desea realmente. En lugar de eso, hay que preguntarle si
dispone de tal o cual mercancía y, si responde afirmativamente, te la entrega y te
desea buenos días. Así es como él actúa. A muchos les han pillado por sorpresa
cuando han pedido algún objeto muy improbable, como la concha de la ostra de la
que se extrajo una de las perlas que forman las Puertas del Paraíso, y que al final se
han encontrado con que el viejo vendedor lo tenía en su almacén.
El hombre estaba como alejado del mundo cuando entré en su tienda; sentado en
una silla, tenía la boca entreabierta y los ojos casi completamente cerrados por sus
gruesos párpados.
—Quisiera un poco de Abama y de Pharpah, los ríos de Damasco —dije.
—¿En qué cantidad? —contestó.
—Dos metros y medios de cada, y querría que me los llevasen a mi apartamento.
—Eso es algo fastidioso —refunfuñó—. Muy fastidioso. No tenemos tales
cantidades en la tienda.
—En ese caso, me llevaré lo que tenga.
Arkham House, 1944, pp. 148-160 [de próxima aparición en Delirio, Ciencia Ficción
y Fantasía]. <<
española: Lord Dunsany: La montaña eterna, Editorial Futuro, Buenos Aires, 1945,
trad. de Raquel W. de Ortiz. <<
[11] Almire Martin: «Lord Dunsany, decadent or discoverer?»; en Cahiers du
1919. <<
p. 5. <<