Hitler y La Tradición Cátara. Jean-Michel Angebert
Hitler y La Tradición Cátara. Jean-Michel Angebert
Hitler y La Tradición Cátara. Jean-Michel Angebert
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Jean-Michel Angebert
ePub r1.0
Rob_Cole 21.11.2016
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Título original: Hitler et la tradition cathare
Jean-Michel Angebert, 1971
Traducción: Rosa María Bassols
Retoque de cubierta: Rob_Cole
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«Hay otros mundos,
pero están en éste».
ELUARD
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Y por ello confío mi «Cruzada contra el Graal» al
pueblo francés, que ampara, dentro de los límites de su
gran patria, el antiguo castillo del Graal.
OTTO RAHN
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PREFACIO
Existen ya varias obras excelentes dedicadas a esclarecer los inquietantes y
prodigiosos «arcanos mágicos» del nacionalsocialismo. Por tanto, al recibir el
manuscrito de Hitler y la tradición cátara, que nosotros presentamos al público,
emprendemos un trabajo que no hará más que, como se dice vulgarmente, abrir
puertas que ya están abiertas, volver a decir —menos bien— cosas que han perdido
su originalidad. Y, no obstante, no es éste el caso. Dejamos al lector el asombro que
no dejará de manifestar ante los asombrosos hallazgos de los que tendrá
conocimiento. Descubrirá cómo, para explicar la carrera «mesiánica» de Adolf Hitler,
uno se ve en la necesidad de hacer intervenir, en definitiva, explicaciones, causas
secretas, más extraordinarias aún que las que se encuentran en la más descabellada
fantasía.
La presente obra se lee de un tirón, pero suscitará muchos comentarios, muchas
hipótesis y conjeturas. ¿Llegamos por fin a la revelación de todo el expediente
«oculto» del hitlerismo? Parece realmente que así es.
SERGE HUTIN
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PRÓLOGO
A pesar de los millares de obras aparecidas desde el final de la guerra sobre el
nacionalsocialismo, el fenómeno hitleriano sigue siendo un enigma.
En efecto, la mayoría de los autores, al tratar el problema nazi bajo una óptica
puramente racional, sólo han bordeado el tema.
La aceleración de la Historia y la masa de descubrimientos que la acompañan nos
sumergen. Cada vez es más difícil encontrar una obra que abarque totalmente un
tema determinado. El método de investigación histórica se ve en sí dificultado por la
absurda regla consistente en no explotar los archivos durante los treinta años
posteriores a su redacción.
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están muertos. Se hallan entre nosotros, como lo estaban en todas las épocas y, sin
duda, lo estarán hasta el Apocalipsis. El nacionalsocialismo no fue para ellos más que
un vehículo, y Hitler solamente un instrumento. La empresa fracasó. Se trata ahora de
resucitar el mito con otros medios, tal como fue realizado en el pasado. El objetivo de
este libro es levantar el velo y divulgar las grandes corrientes que atraviesan la
Historia, corrientes subterráneas secretas, es cierto, pero muy reales y potentes,
animadas como están por hombres imbuidos de una creencia fanática en su misión.
Las fuerzas ocultas se preparan en la sombra, en tanto que, sobre la escena, actores
impasibles representan tranquilamente una pieza inmutable ante los ojos de un
público ignorante.
Desgraciado aquel que intenta penetrar en estos misterios, ya que es al punto
denunciado como el autor del escándalo.
El fariseísmo y la hipocresía son el patrimonio del mundo moderno, y los que nos
leen lo saben; pero estamos decididos a proseguir, cualesquiera que sean las
reacciones de los tartufos y de los tradicionalistas. Este libro, que se propone aclarar
al público hechos deliberadamente sumergidos en el silencio, no es más que el
primero de una serie que tratará de los aspectos secretos de todos los grandes
fenómenos históricos, desde Confucio hasta Napoleón.
La pequeña llama de la esperanza no ha dejado nunca de brillar en el corazón del
hombre, por lo que creemos que nuestra obra no habrá sido inútil. Éste es nuestro
deseo más ardiente. El lector está harto de mentiras y de engaños seudohistóricos.
Nosotros le confiamos nuestra obra con toda serenidad.
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INTRODUCCIÓN
En Berlín, este 30 de abril de 1945, los jardines de la Cancillería han adquirido un
aspecto lunar: la ciudad se ha convertido en la Sodoma o la Gomorra del siglo XX.
A ocho metros bajo la superficie del suelo, dentro del bunker del Führer, se oculta
la araña en el centro de su tela. Seguido por Goebbels y su ayudante de campo, Adolf
Hitler profetiza: «Ya lo veréis. Los rusos sufrirán la mayor y más sangrienta derrota
de su Historia ante las puertas de Berlín».
Pero Goebbels, que tres meses antes proclamaba: «Si tenemos que desaparecer,
toda la Tierra temblará», repetía este día a todo aquel que quería escucharle: «Ésta no
es solamente la derrota militar del III Reich; es toda una concepción del mundo lo
que se desploma».
Veinticinco años después de esta declaración, queda planteada una pregunta:
¿Cuál era, pues, esta nueva concepción del mundo? ¿Cuál era, para emplear una
expresión alemana, esta Weltanschauung que la Alemania nacionalsocialista quería
expandir por toda la Tierra?
Sigue desconociéndose sobre qué concepción del hombre descansa el nazismo (al
menos, en el espíritu de sus guías espirituales); a lo sumo, se creía poder buscar en
una cierta Logia del Vril (emanación de la Rosacruz) y en la personalidad de Karl
Haushofer, los balbuceos de la Weltanschauung hitleriana. En esta dirección
trabajaron autores como Louis Pauwels y Jacques Bergier en su célebre obra El
retorno de los brujos[1].
No obstante, Bergier y Pauwels cometieron un error de filiación en la tradición a
la cual vinculaban el nazismo: es cierto que en esta tradición existía, de hecho, una
corriente oriental, pero ésta ha venido a incorporarse a una corriente principal,
propiamente occidental, y que, por simplificación, calificaremos de corriente graálica
hiperbórea…
Por nuestra parte, preferimos el enfoque más objetivo e histórico del fenómeno, y
el mismo título de nuestra obra, Hitler y la tradición cátara, plantea el angustioso
problema de los ciclos metafísicos.
Siendo el catarismo la forma más reciente y elaborada del maniqueísmo, uno no
se asombra de la relación que tiene con el hitlerismo, que es una manifestación
sorprendente de la nueva gnosis, y la filosofía cátara de dos mundos opuestos
representados por la luz y las tinieblas. En la cosmología nazi, el Sol ha desempeñado
efectivamente, como en los cátaros, un papel esencial, en tanto que símbolo sagrado
de los arios, frente al simbolismo femenino y mágico de la Luna, tan caro a los
pueblos semitas. Así, pues, se comprende mejor el odio, con tendencia a la locura
obsesiva, que Hitler manifestaba frente a los judíos. Dentro de su óptica dualista, y
fiel a la inspiración profética de Manes, el Führer veía en la raza judía, en los cabellos
negros, en la piel mate, el polo tenebroso de la Humanidad, en tanto que los arios,
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rubios y de ojos azules, constituían el polo luminoso. Al proceder a una selección
biológica despiadada, Hitler, que aborrecía la materia y todas las «escorias» que se
relacionan con ella, comenzando por la sexualidad (incorporándose así en este punto
a la doctrina albigense), pretendía extirpar del mundo material sus elementos
impuros, introducidos por el satanismo judío y la cábala hebraica (para volver a
utilizar una fraseología comprometida), a fin de arrastrarlo, cuerpo glorioso, a la vía
triunfante del retorno a las fuentes divinas. Esta tentativa, digna de un orgullo
luciferino, no es, sin embargo, nueva. Siempre se ha encontrado, en todas las épocas,
locos o profetas para predicar un Evangelio en oposición flagrante con las religiones
reveladas y enseñadas a los pueblos por la autoridad temporal; pero no todos tuvieron
el triste privilegio de causar la muerte de millones de seres humanos. Sin duda, los
medios modernos de destrucción no son extraños a esta hecatombe, pero es preciso
darse cuenta de que cuando un hombre, simple mortal, se imagina que posee la
verdad y la clave de todo conocimiento, está dispuesto a reducir a cenizas el mundo
entero con objeto de hacer triunfar su idea. Hitler no procedió de otro modo. En tanto
que los cátaros y, antes que ellos, los maniqueos y los gnósticos se habían consumido
en las llamas de la hoguera, rodeándose así de la aureola del martirio, se ha visto,
luego a la oveja inocente perseguida transformarse en un Moloch devorador y a las
nuevas hogueras de Auschwitz quemar a otros «herejes». De este modo, la Historia,
lejos de servir de lección, es un perpetuo comenzar. Pero la violencia no triunfó allí
donde el mártir había fracasado. La hora del triunfo gnóstico aún no había sonado, ya
que dos poderes se levantaban, eternos y vigilantes, contra el enemigo común: la
Iglesia Romana, perpetua adversario de la gnosis, a la que acosa bajo todas sus
formas, y la religión de Israel, que pretende corromper para su único provecho los
misterios del conocimiento integral. No obstante, mucho antes que los cátaros,
hombres, filósofos, escritores, profetas, se habían sublevado contra el conformismo
de su tiempo e intentado encontrar por sí mismos los secretos del Universo y de la
tradición primordial. Desde Zaratustra, el profeta iranio que recibió la iniciación del
Verbo Solar, hasta Ahura-Mazda, pasando por Manes, el fundador perseguido de una
religión de principios grandiosos, aunque en contradicción con el cristianismo
enseñado por la Iglesia, se llega naturalmente a la gnosis, movimiento de una
importancia tal que justificaría por sí mismo este libro.
Filosofía que se inserta en el interior del cristianismo, pero que pretende
trascenderlo, la gnosis ofrece a sus adeptos una cosmogonía, es decir, una concepción
y una explicación del Universo, tanto material como espiritual, visión que,
indudablemente, tenía que atraer a numerosas élites intelectuales a las que dejaba
insatisfechas el comentario apologético de los Evangelios. Los gnósticos aportaban
con ellos un conocimiento esotérico, en oposición a la vulgar «Pistis», o creencia de
las masas. La verdadera doctrina, revelada a un reducido número, no debía ser
propagada por el pueblo. Esta religión aristocrática chocaba con los principios de la
naciente Iglesia Católica, atrayendo hacia sí al conjunto de los fieles, cualquiera que
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fuera su grado de conocimiento, y la amenazaba de muerte. Por eso, los Padres de la
Iglesia denigraron sistemáticamente a los autores gnósticos. Habiéndose revelado la
refutación como insuficiente, pronto vinieron las persecuciones, y el gran profeta
Manes, digno continuador de la gnosis, fue cargado de cadenas y ejecutado, cuando
sus escritos se habían dispersado ya a los cuatro vientos. Los obispos persiguieron a
los maniqueos. La herejía fue así destruida: pero si el maniqueísmo fue extirpado del
Asia Menor, encontró, sin embargo, asilo en el seno del Imperio bizantino, en las
comunidades búlgaras del siglo vil, que lo introdujeron en Italia trescientos años más
tarde. Desde ahí, se propagó, como un reguero de pólvora, a toda la Europa medieval,
a Alemania, a Francia, a Hungría. Pero es en el Mediodía provenzal y languedociano
donde la herejía encuentra una acogida particularmente favorable. En este hermoso
país occitano florecía, bajo el impulso de una nobleza visigótica, una civilización
refinada, muy avanzada respecto a sus primos del Norte. Recogiendo los temas
maniqueos, afinándolos, apoyándose en el Evangelio de Juan, sobre todo el del
Apocalipsis, cuya visión aporta a la fe el apoyo de una cosmogonía sagrada, los
cátaros —ya que es así como se los llamaba (del alemán Ketzer: puro)—, cuyas
costumbres eran irreprochables, denunciaban la corrupción y la bajeza de la clerecía
de su tiempo, entregada a la lujuria y a la corrupción, hundida en las riquezas
materiales y prisionera del Príncipe de este mundo. En sus reuniones secretas, los
albigenses más puros (otra denominación de los cátaros), llamados hombres buenos o
perfectos, predicaban una doctrina mucho más elaborada, bebiendo sus fuentes en los
libros antiguos de los grandes sacerdotes del Sol y de todos los grandes iniciados,
desde el faraón Akenatón hasta el divino Platón, heredero de la tradición de la
Atlántida. Así, el pentágono, símbolo pitagórico del Sol, era para los cátaros un signo
sagrado, motivo por el cual construyeron su templo-fortaleza, Montségur, según esta
forma arquitectónica. Estudiaremos con más detalle el fenómeno cátaro en el curso de
nuestro desarrollo, en el cuerpo mismo de la obra, pero esto está en el centro de
nuestro tema: exterminados, perseguidos, quemados, los albigenses fueron torturados
en nombre de la Iglesia Católica Romana y de su Inquisición, pero la llama del
espíritu continuó brillando. Los templarios, en el seno del cristianismo, recogieron la
llama. Mientras tanto, los libros secretos, dispersados, perdidos o mutilados, no
fueron comprendidos más que parcialmente, y la Rosacruz, secta nacida después de la
destrucción de la Orden del Temple, sólo transmitió una doctrina alterada, y
presentaba ya los signos de una decadencia espiritual que derivó en la
francmasonería, imagen degradada de una ciencia esotérica originalmente pura. No
obstante, es preciso ver con claridad que, después del cisma protestante que sacudió a
la Iglesia hasta el siglo XVII, las tradiciones gnósticas se encontraron mezcladas de
elementos extraños, lo que acarreó la confusión actual de todas las sectas que, desde
el Renacimiento, pretenden cada una poseer la verdad proclamándose portadores de
la tradición esotérica. Entre éstas se destaca un grupo, porque contiene un poder de
atracción y una energía espiritual que hacen de él un centro iniciático del más alto
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interés; se trata de la secta de los Iluminados de Baviera, fundada en el siglo XVIII por
Adam Weishaupt, profesor de Derecho Canónico en la Universidad de Ingolstadt.
Los Iluminados de Baviera («Iluminaten Orden») tenían como base el Evangelio
de Juan, por oposición a las otras logias masónicas que aceptaban a judíos entre sus
miembros. Así, estos iluminados prefiguraban claramente el racismo antes de tiempo,
o, si se prefiere, la segregación.
Como ocurre en toda sociedad secreta, el código de obligaciones era severo y no
daba lugar a ningún individualismo para el iniciado que pertenecía a la Orden.
Recordemos tan sólo que el signo de reconocimiento de estos adeptos consistía en
colocar la mano en forma de visera, como si estuvieran deslumbrados por la luz del
Sol: este signo estaba —el lector ya lo habrá adivinado— en estrecha correlación con
la luz y, en consecuencia, con su adjetivo de iluminados. Nosotros podemos
simplemente señalar que la adoración solar, de origen pagano, distingue a los
iluminados de las otras formas de la masonería, que tienen como base el cristianismo.
Cabe señalar otra distinción: en las logias iluministas se daban cursos de retórica
aplicada, o, para emplear un concepto más moderno, de acción psicológica, con
objeto de persuadir a los espíritus hostiles o poco receptivos.
Se sitúa hacia 1790 el declive de los Iluminados de Baviera, aunque no su
desaparición, ya que numerosas resurrecciones tienen lugar (la última de ellas en
1912) y se desarrollan como por casualidad en Austria…
Señalemos, por lo demás, que el iluminismo se expandió siempre con más vigor
en este último país, ya que Austria representaba, a los ojos de los adeptos de la secta,
una barrera contra las influencias judías, muy fuertes en esta región de Europa.
De este modo, el iluminismo preparó de un modo natural el camino hacia el
pangermanismo, debido a que formaba una rama autónoma de la francmasonería,
cuyos objetivos fueron transferidos y pervertidos; el internacionalismo dio lugar al
nacionalismo, y el humanismo cristiano se transformó en racismo, de suerte que
aparece el término «raza semítica», pudiéndose hablar con propiedad de gnosis
racista.
Todas estas corrientes debían encontrar su plena expansión después de 1914 en el
famoso grupo Thule, gran proveedor de los dirigentes racistas neognósticos: el bien
correspondía al ario y el mal, al semita. Sobre la base de esta filosofía neomaniquea,
servida por el gran sacerdote que fue Dietrich Eckart se apoyaron todas las
sociedades nacidas de la rama iluminista, de las cuales las más conocidas son la
Unión del Martillo (se trata aquí del martillo de Thor, Dios de la mitología nórdica) y
los Compañeros de Viaje, y de las cuales la más secreta es sin duda la Sociedad de los
Buscadores del Graal (en las ramificaciones mundiales en 1938).
A partir de aquí, el lector comprenderá sin dificultad por qué el programa del
grupo Thule es idéntico (o poco le falta) al del NSDAP[2].
Es interesante indicar que el mentor del grupo Thule, Dietrich Eckart (nacido el
23 de marzo de 1869 y muerto el 26 de diciembre de 1923), participó en la marcha de
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Hitler sobre Múnich, con ocasión del «putsch» fracasado del 9 de noviembre de 1923.
También encontramos en este grupo esotérico a Antón Drexler, fundador del
partido obrero alemán[3] y el primer protegido político de Dietrich Eckart, antes de
que su atención se dirigiera al «cabo bohemio». Por supuesto, Hitler también formó
parte de la secta, así como Rosenberg y muchos otros…
El grupo Thule terna como mérito principal, a los ojos de sus iniciadores, el
constituir un centro de reunión para todas las otras sociedades ocultistas de la misma
tendencia y reinsertarse de este modo con la gran tradición germánica.
Por lo que se refiere a la leyenda de Thule, de donde la secta tomó su nombre, lo
que ha sobrevivido hasta nosotros a través del romancero germánico es el culto de la
Copa de oro. El uso de la copa sagrada en las libaciones fue patrimonio de los
pueblos celtonórdicos.
Por su parte, la mitología nos enseña que Iris (cuyo nombre designaba el arco iris)
sacaba en una copa de oro el agua de la Estigia necesaria para los juramentos de los
dioses. Ahora bien, los Antiguos habían considerado siempre la raza del Arco, nacida
del arco iris —es decir, la raza nórdica o ártica—, como la primera raza humana.
El origen del carácter sagrado de la copa utilizada en las libaciones religiosas está
explicado en el Timeo de Platón, relativo a la Atlántida. Platón relata que los diez
reyes de este Imperio comenzaban sus reuniones con el sacrificio de un toro, del que
recogían la sangre en una copa. El brotar de la sangre, símbolo de vida y de
renovación, entraña el carácter sagrado del recipiente que la contiene. Hay que ver
aquí el origen lejano del Graal, que estaría, por tanto, ligado a la tradición
indoeuropea. Pero esto no es más que una hipótesis; hay otras que conceden un lugar
importante al budismo, sin, no obstante, contradecir a la primera.
Sea la que fuere, este concepto, surgido de Occidente, habría seguido una larga
peregrinación en Oriente para finalmente regresar entre las manos de los celtas
representados por los druidas, en el curso del viaje de José de Arimatea.
Esta copa, verdadero testigo del relevo, según la leyenda occidental (que contiene
seguramente un fondo de verdad), debía llegar hasta los cátaros; su simbolismo era
doble: por una parte, representaba el Vaso del Conocimiento, y, por otra, la Copa de
la Sangre Pura.
Al haberla utilizado los cátaros con fines místico-religiosos, no sin haberla
ocultado, con ocasión de las persecuciones del siglo XIII, a la codicia de los no
iniciados, todas las investigaciones ulteriores referentes al Graal debían girar sobre el
último refugio de la herejía albigense, Montségur.
Esto nos explica el prodigioso interés que representaba, para los investigadores
alemanes del grupo Thule, este monte languedociano, tanto más cuanto que entre las
sectas afiliadas figuraba la Sociedad de Buscadores del Graal, de la que el intelectual
Otto Rahn debía ser el personaje central.
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CAPÍTULO PRELIMINAR: OTTO RAHN Y LA
CRUZADA CONTRA EL GRAAL
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1. El buscador
Un hermoso día de verano del año 1931, los habitantes de Lavelanet, ya levantados a
esta hora de la mañana, pudieron reparar en un joven alto y delgado, de mirada clara,
vestido con una camisa de boy-scout y calzado con pesadas botas de montaña, que se
dirigía hacia el castillo de Montségur, el cual destacaba, sobre el fondo verde
esmeralda de los bosques, la blancura de su sarcófago de piedra. Este joven, por aquel
entonces de veintisiete años de edad, que escalaba los senderos que conducían al Pog,
habría podido suscitar muchas preguntas. ¿Qué venía a hacer a este lugar inhóspito,
perdido en el corazón de la región más agreste del Ariége? ¿Quién era? ¿Cuál era su
misión? Otto Rahn —así se llamaba este joven alemán enamorado de la Romanía
cátara— hizo un alto al llegar al pie de la enorme puerta que daba acceso al interior
de la fortaleza devastada. ¿Qué podía representar a sus ojos este lugar misterioso que
atravesaban los primeros rayos del astro solar?
Montségur, Tabor de los cátaros de Occitania y último refugio de la herejía
albigense, es uno de estos lugares elevados donde mora el espíritu. Desde tiempos
inmemoriales, el Pog, o espolón rocoso sobre el cual se alza el castillo, fue
considerado un lugar sagrado.
Ya en la época protohistórica los iberos se daban cita, hacia el equinoccio de
otoño, sobre el Tabor pirenaico. Se destaca, así, sobre las pendientes del Soularac,
uno de los dos picos del macizo del Tabe, un cromlech muy raro formado por dos
círculos de piedra erguidos y tangentes. Este monumento fue objeto de culto desde la
época neolítica, y desde entonces no ha dejado de ser frecuentado, ya que los
católicos edificaron más tarde sobre los mismos lugares una capilla dedicada a san
Bartolomé, cuya fiesta se celebra el 24 de agosto, alejando de este modo el contenido
de las viejas costumbres paganas. Se conoce igualmente la tradición según la cual los
dos lagos que contiene el macizo de San Bartolomé, el de las Truchas y el del Diablo,
son lugares encantados. No se puede, dice la costumbre, tirar allí una piedra sin
desencadenar al punto las furias celestes. De hecho, en esta región montañosa las
tempestades son muy frecuentes y de una rara violencia. Para los amantes del
misterio, digamos que los druidas, muy numerosos en los Pirineos cuando los celtas
ocupaban estas regiones, trazaron en este lugar un círculo mágico que al profano le
está prohibido franquear; de ahí el nombre de lago de las Truchas[4], deformación de
la palabra druida.
Al margen de su situación inexpugnable, en la cima de un espolón rocoso casi
inabordable, el castillo de Montségur[5] presenta extrañas disposiciones: las murallas
de la fortaleza están, en efecto, desprovistas de almenas, salvo sobre el muro oriental,
que cae sobre una cortadura vertiginosa. Una puerta de entrada monumental, la
ausencia de torres de franqueo, el abandono de gran parte de la zona rocosa, dejada
sin protección, y la misma forma de la construcción, hacen de Montségur un
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monumento único. Tal como está construido, el castillo parece un largo cofre de
piedra de forma pentagonal, al cual está adosado un torreón rectangular. Todas estas
observaciones dan lugar a suponer que el monumento fue construido no en función de
imperativos militares, sino según un plan de arquitectura sagrada. A partir de aquí,
uno puede pensar legítimamente, y toda la epopeya albigense nos lo confirma, que
Montségur fue, sin lugar a dudas, un templo dedicado a un culto, lugar elevado
llamado a ofrecer, en caso de invasión, una enconada resistencia.
Las observaciones, sumamente interesantes, de Fernand Niel en su libro
Montségur, la montagne inspirée, demuestran que el plan de construcción del edificio
permitía señalar con asombrosa exactitud las principales posiciones del sol en su
salida. Antiguo templo maniqueo dedicado al culto solar, Montségur se convirtió en
el Monte Tabor de los cátaros, según una filiación espiritual que es, hoy día, cada vez
más difícil negar.
Resulta interesante notar que otros castillos occitanos, como el de Quéribus, en
las Corbiéres, que también sirvió de refugio a los albigenses, o el de Puivert (donde la
madre de Trencavel, vizconde de Carcasona, fue cortejada), presentan, en cierto
grado, disposiciones parecidas.
Henri Coltel, que hace algunos años, realizó investigaciones en el sudoeste de
Francia, aporta un refuerzo a la tesis de Fernand Niel; descubrió, en efecto, unos
cuarenta subterráneos de los siglos XI y XIII, y pudo constatar:
1. Que todos estos subterráneos contienen una sala-capilla provista de una especie de
altar.
2. Que, por lo que se refiere a una misma región, todos están orientados de modo que
convergen hacia un mismo punto.
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Para resumir la importancia de esta búsqueda, es preciso señalar que Otto Rahn
era un especialista, con gran porvenir, del estudio de la Romanía. Se sabe que los
cátaros expandieron su proselitismo (en los siglos XI y XII) hasta Alemania y, sobre
todo, en Franconia[6], lo que explica el interés de nuestros vecinos por esta corriente
de pensamiento de base religiosa. Recordemos que el rector de la catedral de Colonia
(Eckbert) consiente a los cátaros de Renania la celebración de una fiesta en honor de
su gran iniciador Manes[7], prueba de que la secta de los cátaros estaba entonces
sólidamente implantada en territorio germánico.
Hay que creer que las investigaciones de Otto Rahn estaban respaldadas en lugar
privilegiado, o que sus recursos eran mejores que los de sus predecesores, ya que su
obra tuvo una gran resonancia en Alemania y en el Mediodía languedociano. En su
libro, el joven escritor situaba el Graal en Montségur, y hacia de los cátaros los
últimos depositarios del objeto sagrado. Más aún, emitía la hipótesis de que el Graal
no podría ser otra cosa que la copa de esmeraldas de la leyenda cristiana.
La segunda estancia de Rahn en Montségur fue mucho más larga; enviado por el
«Sacro Colegio» hitleriano, parece, no obstante, que Rahn no había dado fin a sus
investigaciones, ya que posteriormente fue organizada una tercera misión, para, en
apariencia, desembocar…
En 1936, apareció en Alemania una segunda obra de Otto Rahn que confirmaba,
si es que aún era necesario, el talento del historiador y del filósofo: La corte de
Lucifer en Europa, donde el autor desarrolla sus tesis catarizantes apoyándose en
argumentos políticos.
Después de su corta estancia, en 1937, Otto Rahn, de nuevo en Alemania, no
debía ya reaparecer jamás en el Languedoc, y en 1945, corrió el rumor de que había
sido decapitado por los nazis en un campo de concentración. Parece que esta
hipótesis, acreditada por Gérard de Sède en su obra El tesoro cátaro[8], es un poco
aventurada. Por nuestra parte, preferimos ceñirnos a la explicación dada por Saint-
Loup en su último libro: Nouveaux Cathares pour Montségur.
La investigación que el autor ha efectuado cerca de las autoridades de la
República Federal de Bonn permite confirmar que Rahn desempeñó un alto cargo en
las SS de Himmler. Por otra parte, los papeles dejados por el ministro Rosenberg
permitieron a Saint-Loup saber el verdadero fin del intelectual nacionalsocialista.
Ofrecemos aquí in extenso la conclusión de la investigación realizada por nuestro
autor[9].
«Rahn se suicidó absorbiendo una dosis de cianuro en la cima de la montaña de
Kufstein, por razones político-místicas y también por razones íntimas».
(Probablemente, en el mes de marzo de 1939).
El comienzo de explicación que nos ofrece Saint-Loup parece corresponder
adecuadamente al sentimiento profundo del escritor alemán: este último, arrastrado
por sus investigaciones, pudo preferir, a la guerra devastadora preparada por el
III Reich, la revelación al hombre blanco de su verdadera naturaleza, la cual consistía
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en hacer de Alemania una comunidad de puros, de perfectos.
Esta concepción de Rahn se oponía tanto a la política seguida a partir de una
cierta época por los dirigentes nazis, que no le dejó otra alternativa que seguir la
política oficial del partido o suicidarse.
Habiendo, sin duda, perdido toda esperanza de residir en el Languedoc (sabía
demasiado de esta región), no le quedaba otra solución que utilizar el veneno. Y a la
manera del suicidio cátaro (el Endura) Rahn abandonó un mundo que él ya no
comprendía, y que iba a reavivar, mediante los hornos crematorios, las bombas de
fósforo y la explosión atómica de Hiroshima, una hoguera de Montségur a escala
planetaria.
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2. El Graal, ¿mito o realidad?
En todas las leyendas, se hace mención de un objeto de virtudes extraordinarias que,
a partir de cierta época, habría desaparecido misteriosamente. La interpretación
simbólica del Graal más comúnmente admitida es aquella que consiste en asimilarla a
la copa de que se sirvió Jesús en la última Cena, y en la cual José de Arimatea
recogió la sangre del Salvador procedente de la herida del costado, producida por el
lanzazo del centurión Longinos. Esto nos permite hacer notar que la copa está con
frecuencia asociada a la lanza, pero el estudio de la complementariedad de los
símbolos nos llevaría demasiado lejos de nuestro tema.
Volviendo al tema de la copa, estudiaremos su significación antigua en los
capítulos siguientes, que se refieren a la Gran Tradición. No obstante, sin desvelar
nuestro tema, señalemos que la pérdida del Graal (vaso sagrado del conocimiento), o
de uno de los símbolos equivalentes, puede ser asimilada a la pérdida de la Tradición,
con todo lo que esto implica de empobrecimiento espiritual.
Para los adeptos de la unidad de la Gran Tradición, es decir, de la unidad
fundamental y trascendente de todas las religiones, leyendas y mitologías diversas, se
considera que los cristianos se han anexionado el mito del Graal para hacer de él la
copa de esmeraldas que contenía la sangre de Cristo, separando por este motivo el
símbolo de su sentido primigenio.
Así, para los tradicionalistas, el mito del Graal es el reflejo de una enseñanza
perdida. Ésta fue la interpretación de los nacionalsocialistas, que desarrollaron su
pensamiento viendo en la Piedra-Graal una ley de vida solamente válida para ciertas
razas.
En su Roí du monde, René Guénon no ha querido resolver la discusión cuando
declara:
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Toda la discusión sobre el Graal puede ser, por tanto, resumida por esta doble
significación que es, al mismo tiempo, una interrogación: ¿Vaso sagrado (símbolo de
la fe), o bien libro secreto, símbolo del conocimiento perdido? Este problema,
planteado por René Guénon, no alertó a ningún espíritu curioso de antes de la guerra,
y fue preciso aguardar a El retomo de los brujos para que Louis Pauwels se extienda
en su prefacio sobre los orígenes de la obra y escriba esta frase: «El
nacionalsocialismo es el guenonismo más las Divisiones Panzer».
Para nosotros, el nacionalsocialismo es un fenómeno cuya esencia es a la vez
simple y complejo de explicar: es la respuesta a la interrogación de René Guénon
presente en la segunda hipótesis: el Graal es el libro sagrado de los arios, perdido y
vuelto a encontrar, y oculto finalmente en Montségur por los cátaros, que resultaron
incapaces de descifrarlo correctamente. A partir de aquí, el resto parece evidente:
correspondía a los sabios, a los investigadores, a los especialistas de la enrevesada
escritura pagana volver a descubrir la piedra Graal y traducirla a un lenguaje claro, a
fin de que la tradición aria no se perdiera, y de este modo, al llegar el secreto de la
génesis del mundo a conocimiento de los amos del III Reich, viniera a justificar sus
teorías políticas gracias al aval de una escritura milenaria (en el sentido de
«Millenum», milenario que se corresponde al diluvio).
Con este motivo, Otto Rahn, el gran especialista del catarismo, fue enviado por
los pontífices del nazismo al país de los albigenses, con objeto de descubrir ahí esta
famosa piedra-Graal evocada en sus poesías por Wolfram de Eschenbach (véase
Parzival), quien habla de una «piedra preciosa[10]». Ahora bien, los maniqueos,
originarios de Persia (por lo tanto, arios), asociaban el término «Gorr» (piedra
preciosa) a la palabra «Al» (fragmento), lo que, por contracción, daría Graal, en el
sentido de «piedra preciosa grabada», y sería, por tanto, la noción históricamente más
fundamentada en virtud de su origen etimológico.
Todo esto nos permite comprender el interés que los dirigentes hitlerianos, y en
primer término Rosenberg, sentían por esta búsqueda.
Este último declaraba con énfasis: «Hoy en día, aparece una nueva fe, el mito de
la sangre, la fe de defender con la sangre la esencia divina del hombre en general».
Las apreciaciones entusiastas de Adolf Hitler sobre El mito del siglo XX adquieren
entonces toda su significación: «Cuando vosotros leáis el nuevo libro de Rosenberg
comprenderéis estas cosas, ya que es la obra más poderosa del género, más grande
que la de H. S. Chamberlain». (Afirmaciones aportadas por Otto Strasser).
¿Qué significado tiene, finalmente, el juicio revelado aportado por otro filósofo
respecto al nacionalsocialismo, A. Baumler, que escribía pensando en el mito del
Graal? «El mito de la sangre no es una mitología frente a otras mitologías, no plantea
una nueva religión al lado de religiones antiguas. Su contenido es el trasfondo
misterioso de la formación mitificadora en sí misma. Todas las mitologías proceden
de su principio estructural; el conocimiento de este principio estructural no es, a su
vez, una mitología, sino que es el mito en sí mismo, en tanto que vida contemplada
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con veneración. La revelación de su realidad oculta es el viraje decisivo de nuestro
tiempo».
A la luz de tales explicaciones, podemos penetrar el neognosticismo, o, si se
prefiere, el maniqueísmo en profundidad, de los dirigentes y de los intelectuales nazis
que se apoyaban en una gnosis racista. La adaptación de todos estos mitos al
pensamiento del siglo XX debía ser la gran preocupación de los nazis.
Casi todos los autores que tratan del nacionalsocialismo han presentido
confusamente estas aspiraciones, pero no las han expresado en términos claros. Así,
René Alleau, especialista del esoterismo, emplea, en su última obra Hitler y las
sociedades secretas, los términos de «neomaniqueísmo» y de «gnosis racista», sin
llevar más lejos el análisis.
Ahora bien, aquí se trata de un maniqueísmo moderno, revelador, aunque
adaptado al estilo de las organizaciones nazis. En efecto, en la cosmología hitleriana
se vuelve a encontrar la clasificación en tres órdenes, tan querida a los grupos
gnósticos: los puros, los iniciados y la masa (a uno le parece ver revivir a los cátaros);
en la cúspide, se encuentra la casta de los señores; por debajo, están los miembros del
partido; en el último estadio, finalmente, figura el gran pueblo de los anónimos.
La fundación de una Orden a la vez militar y doctrinal (análoga a la de los
templarios de la Edad Media) era la gran idea de Hitler antes de 1939: las SS serán un
esbozo de esta Orden Negra (color de los puros y de los revestidos cátaros): «He aquí
el primer grado de la juventud heroica. De ahí saldrá el segundo grado, el del hombre
libre, el hombre que es la medida y el centro del mundo, el hombre creador, el
hombre-dios». (Otra vez, clasificación ternaria gnóstica).
Esta nueva gnosis[11], por el conocimiento del pasado del hombre ario, quería
oponerse a la fe de los cristianos y a aquella otra, naciente, de los marxistas.
Admirador de Wagner, que él situaba en el pináculo (dedicamos un capítulo entero al
estudio del gran compositor y su influencia sobre Hitler), el Führer de la Gran
Alemania hacía del gigante de Bayreuth la figura señera del ideal nacionalsocialista,
con su exaltación mística del Graal en Parsifal y Lohengrin.
El emblema escogido por Hitler, la svástica o cruz gamada, revela, en esta misma
mitología, una significación esotérica. A este respecto, el fundador del partido
nacionalsocialista quería restablecer un lazo con todas las religiones y todas las
magias que descansan sobre el simbolismo; igualmente, las órdenes de caballería
(como la del Temple) estaban en el origen de las sociedades iniciáticas, siendo
escogidas las divisas feudales por los jefes que poseían los necesarios conocimientos
ocultos. Siguiendo esta corriente, Hitler se afirmaba como el continuador de cierta
tradición, concretada antes que él por el grupo Thule.
Por lo que se refiere al Graal, centro de nuestro tema, presenta, en virtud de su
significación, una estrecha relación con la svástica. Montsalvat, la montaña del Graal,
puede ser asimilada al «Paradeshá» del sánscrito, que significa «Lugar supremo» (lo
mismo ocurre en persa), o «Centro espiritual» por excelencia. Los íntimos de René
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Guénon habrían establecido al punto el paralelismo; es fácil ver que la montaña Polar,
que se menciona bajo nombres diversos en casi todas las tradiciones, es la famosa
Hiperbórea. Por lo demás, René Guénon se muestra muy rotundo sobre este aspecto,
contrariamente a lo que ha escrito a propósito del Graal, ya que, según él, «se trata,
en todo caso, de una región que, como el Paraíso Terrenal, se ha hecho inaccesible a
la humanidad ordinaria y está situada fuera del alcance de todos los cataclismos que
trastornarán el mundo humano al final de ciertos períodos cíclicos».
Nada faltaba ya a la nueva religión nazi: el mito de la sangre de la tradición
esotérica, la voz de los innumerables profetas de los cuales hablaremos, la cruz
gamada como signo de reconocimiento, bañado todo el conjunto en la música
litúrgica de Wagner. Louis Bertrand, académico francés adicto a esta «religión» (hizo
el saludo hitleriano en la Academia Francesa con ocasión de una sesión de trabajo),
ha descrito en su libro consagrado a su dios, Adolf Hitler, una de las manifestaciones
religiosas del III Reich en Núremberg: «En el centro de esta enorme explanada,
completamente cubierta por tropas armadas, una avenida larga como el lecho de un
río que se pierde en las lejanías del horizonte… De pronto, una orquesta wagneriana,
invisible, llena el espacio de triunfales sonoridades: es la marcha de los Nibelungos…
Y he aquí que, desde el fondo de la pradera, a lo largo de la avenida que conduce a la
tribuna del Führer, se levanta una franja de púrpura como aquella que anuncia el Sol
en un cielo matinal. Veinte mil estandartes se elevan. Acompasado por la música
triunfal, el río sube, afluye, se esparce en una vasta capa roja y se detiene
bruscamente con un solo movimiento. Y, con un solo movimiento, los veinte mil
estandartes se yerguen, como grandes flores de púrpura, y se inclinan en una
salutación unánime ante la minúscula silueta con camisa parda apenas discernible allá
arriba, en la cumbre de la tribuna, y que representa el maestro de la Tercera
Alemania… Y yo me pregunto qué soberano, qué héroe nacional ha sido aclamado,
adulado, querido e idolatrado tanto como este hombre, este hombrecillo de camisa
parda, que, seguido de su cortejo como un soberano, tiene siempre el aire de un
obrero. Se trata de algo muy distinto a la popularidad; se trata de la religión. Hitler, a
los ojos de sus admiradores, es un profeta, participa de la divinidad[12]».
Por lo que se refiere a las Tablas de la Ley, Hitler las envidiaba al pueblo judío,
pueblo que podía seguir una línea de conducta única desde el fondo de las edades, por
lo que puede imaginarse fácilmente su furor cuando evocaba a Moisés y al pueblo
hebreo que, desde siglos y siglos, y a pesar de todas las persecuciones, guardaba
intacta la tradición judaica y la religión de sus padres. ¡Qué victoria, a los ojos del
mundo entero, la posesión del Graal por Adolf Hitler, y qué desquite, al mismo
tiempo, sobre el eterno enemigo! Él, el Führer, aparecería entonces como el Mesías
de la religión eterna, el jefe teocrático de una Europa nueva que tendría a Alemania
como eje y… principal beneficiaría del cono cimiento absoluto en el eterno devenir
de la raza blanca.
Hitler había hecho suya la leyenda germánica que, desde Carlomagno a Federico
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Barbarroja, enfebrecía las imaginaciones alemanas: nos referimos a la leyenda del
emperador dormido en el seno de una gruta de Turingia y que sólo despertará para
proclamar el Reich de los mil años implantados sobre toda Europa y la superioridad
alemana sobre todos los otros pueblos del mundo, por la voluntad de Dios (Gott mit
uns).
Pero el amo del III Reich estaba lo suficientemente versado en las cuestiones
esotéricas para olvidar que la leyenda del emperador dormido se apoya en la
transposición germánica del mito del Graal y la explotación que de ella hizo Wolfram
von Eschenbach a finales del siglo XII. Probablemente con ocasión de la coronación
de Enrique VI (hijo de Federico Barbarroja) en 1190 en Maguncia, Guyot de
Provenza (trovador cátaro, y templario por añadidura) debía reencontrar al alemán
Wolfram von Eschenbach, haciendo éste del Perceval occitano el Parsifal germánico
magnificado por Ricardo Wagner.
Se han repetido demasiado las mismas historias sobre Adolf Hitler, «el pintor de
brocha gorda, el pequeño burgués nacionalista y frustrado, aupado por un grupo
salido de no se sabe dónde», para que semejantes clichés resulten satisfactorios. Del
mismo modo, se ha utilizado siempre al grupo Thule como tópico para explicar la
ascensión de Adolf Hitler. Tal actitud desconoce gran parte de la Historia alemana, ya
que, en semejante caso, ¿cómo dar una solución a los problemas planteados por un
fenómeno de parecida magnitud?: ¿Mediante qué sortilegio un hombre partido de la
nada pudo, en el espacio de diez años, franquear los enormes obstáculos que le
separaban del poder y ganarse la confianza de millones de hombres, parados, obreros,
burgueses e intelectuales? ¿Por qué la crisis de 1929 no fue aprovechada por el
partido comunista alemán (que contaba con millones de votantes, mientras que el
partido nazi sólo disponía de algunos millares de partidarios)? Hay que ver en el éxito
personal de Hitler un signo de reconocimiento por el cual se establecía una especie de
comunicación mística entre el «Volk» (es decir, la comunidad de sangre) y su Führer,
al contacto de los grandes mitos germánicos que agitan el inconsciente colectivo de
este gran pueblo. Desde tiempos inmemorables, los germanos habían tomado
conciencia de la destrucción de sus antiguas divinidades y El crepúsculo de los dioses
de Wagner, respondía como un eco a El crepúsculo de los ídolos de Nietzsche.
Además, en Alemania, y mucho más en Baviera, la leyenda del Graal había sido
transportada, transmitida de siglo en siglo hasta los Iluminados de Baviera. El culto
solar transmitido a los cátaros por los maniqueos fue recogido por los Rosacruces y
los Iluminados, para alcanzar su cénit en la forma de la svástica en el III Reich.
Para aportar una confirmación a las tesis de los dirigentes nacionalsocialistas, era
preciso, no obstante, remontar el curso de la Historia occidental, y los alemanes de
1933 no eran tan incultos como para ignorar que la leyenda del Graal procedía de este
Mediodía cátaro que les fascinaba. La elección de Otto Rahn para ejecutar esta
misión indica el deseo de contar con las mejores garantías, ya que este último sumaba
a un profundo conocimiento de la Romanía (hablaba con fluidez la lengua de oc) un
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perfecto dominio de la lengua francesa y poseía, además, dones de espeleólogo y
deportista[13]. Antes de partir para una nueva cruzada, Otto Rahn había estudiado
extensamente la historia y la doctrina de los cátaros, donde él esperaba encontrar la
«llave de las cosas ocultas», para usar el título de una obra de Maurice Magre, célebre
escritor languedociano.
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3. El fenómeno cátaro
Mientras tenéis luz, creed en la luz, para hijos de la luz.
Yo he venido como luz al mundo, para que todo el que
cree en mí no permanezca en tinieblas.
San Juan, XII, 36, 46
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atracción del catarismo. Sin coincidir con el escritor Maurice Magre[15], que hace de
la iniciación budista la principal fuente espiritual de los albigenses, cabe señalar que
los esenios, como los budistas, profesaban el dualismo del mundo. Tenían tres
órdenes de afiliados, con tres grados de iniciación. Practicaban el baño sagrado, como
los brahmanes y los budistas. Condenaban los sacrificios sangrientos, se abstenían de
carne y de vino y practicaban una moral ejemplar, dice el historiador Flavio Josefo.
Fue mediante el canal de los esenios como las ideas indopersas pasaron al
cristianismo.
No olvidemos, por otra parte, que la región del Garona es una vieja tierra
druídica. Ahora bien, los druidas, hombres muy sabios, a pesar de lo que se haya
dicho, tenían una filosofía muy elevada.
Creían principalmente en la migración de las almas y en su reencarnación después
de la muerte. Sobre este viejo fondo pagano vino a injertarse la herejía arriana del
siglo VII, a la cual se convirtieron los reyes visigodos. Ahora bien, los condes de
Toulouse, de muy antigua nobleza germánica, eran los descendientes directos de tales
familias. No es asombroso, por tanto, que el catarismo hubiera encontrado, en esta
tierra románica, un lugar privilegiado en el que podía expansionarse.
Por lo que sabemos de ellos, es cierto, en todo caso, que la doctrina cátara es algo
más que una simple herejía. En muchos puntos se separa del cristianismo tradicional
y rechaza todos los dogmas de la Iglesia católica:
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principios: el bien y el mal. Así, en este mundo, hay un antagonismo entre la materia,
que es debida al diablo, y el espíritu, que procede de Dios. Los albigenses atribuían a
Lucifer, el arcángel caído, el Príncipe de este mundo, la posesión del reino terrestre.
Éste es el motivo por el cual, al fin de los tiempos, este mundo material será
destruido, como está anunciado en el Apocalipsis de San Juan[18], y se instaurará el
reino del Espíritu Santo o del Cristo Cósmico, el Paráclito.
El initium cátaro hay que verlo en Pitágoras, adepto de la metempsícosis o
reencarnación de las almas impuras en nuevos cuerpos de hombres, de animales, e
incluso en el reino vegetal.
Hemos dicho ya que los cátaros rechazaban los dogmas, a saber, la eucaristía, la
remisión de los pecados, y los sacramentos que les parecían sacrílegos: bautismo,
comunión, matrimonio[19].
Hostiles a la materia impura, condenaban el matrimonio para los iniciados,
institución que multiplica los cuerpos a expensas de la continencia. «La aversión por
la “creación perversa” conduce a los dualistas a proscribir de su alimentación los
manjares a base de carne, ya que Dios había maldecido la Tierra. Nacida gracias a la
lujuria de la inseminación “inmunda”, la carne incita la concupiscencia». (Cristina
Thouzelier, Catarismo y valdeísmo en el Languedoc).
Esta creencia implica que el alma, para alcanzar la perfección, debe ser purificada
de la suciedad material y del contacto de la carne. El ideal es, por tanto, la castidad
que conduce a la salvación. No obstante, como semejante doctrina comporta una
disciplina extremadamente dura, la masa de los creyentes no estará obligada a
practicarla estrictamente. El ascetismo era cosa de los hombres buenos o perfectos,
pequeña minoría de sabios, únicos capaces de recibir la iluminación del
conocimiento. Absteniéndose de matar a ningún animal, respetando a la Naturaleza
en todas sus manifestaciones, los perfectos, siempre vestidos de negro, «con una tiara
persa sobre la cabeza, parecían brahmanes o acólitos de Zoroastro. Cuando habían
terminado (sus ceremonias), sacaban un rollo de cuero que llevaban sobre el pecho, el
Evangelio según San Juan, y lo leían en voz alta». (Otto Rahn, La cruzada contra el
Graal).
Los investidos se abstenían de carne, de huevos y de productos lácteos, todos
ellos productos de origen animal, practicando una alimentación puramente
vegetariana. Profesaban una castidad absoluta y evitaban, por tanto, todo comercio
sexual.
Por lo que se refiere a los ritos, éstos eran muy simples (por reacción contra la
Iglesia, que se cubría de oro y púrpura) y estaban liberados de todo espíritu de
superstición: los constituían, sobre todo, plegarias en común, cantos y sermones,
inspirándose en los libros de Manes y en los gnósticos.
No teniendo los cátaros lugar de predilección para practicar su culto, la
Naturaleza les ofrecía sus bosques y sus prados; los señores, sus castillos, y los
burgueses, sus casas. Se ha dicho que querían destruir la familia, lo que es falso, ya
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que aprobaban el matrimonio «civil» para los simples creyentes. Según Fernand Niel,
los albigenses practicaban una fórmula de confesión pública que llamaban
«Apparellamentun», pero su principal rito era el célebre «Consolamentum[20]». Éste
se daba, tanto a un creyente que deseaba ingresar en la comunidad de los perfectos,
como a los moribundos que querían alcanzar una buena muerte. Esta ceremonia, muy
simple, consistía en que el perfecto imponía las manos sobre la cabeza del consolado,
pronunciando ciertas palabras cuyo contenido ignoramos. Se puede suponer que, en
el trasfondo de este ceremonial, existía un secreto procedente de los gnósticos y de
los primeros cristianos, que tenía como base la transmisión de una fuerza vivificante
e inmensa, fuerza que los perfectos podían procurar por medio del «bautismo del
espíritu», del signo de la pureza hecho a los moribundos. Esta ayuda invisible
permitía escapar a la cadena de renacimientos y permitía el acceso al reino de lo
espiritual. El «Consolamentum» no era más que un símbolo exterior. Detrás de él se
ocultaba el don del alma, mediante el cual esta última podía atravesar,
resplandeciente, el estrecho pórtico de la muerte, escapar de la sombra e identificarse
con la luz. Y los cátaros tenían, para la ayuda a los moribundos, procedimientos que
la ciencia ha perdido para siempre. No temiendo a la muerte, había ocasiones en que
ciertos perfectos llegaban a dejarse morir mediante el Endura: «Su doctrina —afirma
Otto Rahn— permitía, como la de los druidas, el suicidio; no obstante, exigía que uno
pusiera fin a su vida no por cansancio de vivir, por miedo o por dolor, sino en un
estado de perfecto desapego de la materia». Siempre según Otto Rahn, los cátaros
efectuaban el Endura por parejas: «Ese hermano, al lado del que el cátaro había
pasado, en la amistad más ideal, años de esfuerzos continuados y espiritualización
intensiva, quería, de acuerdo con él en la otra vida también, la verdadera vida, gustar
las bellezas parcialmente entrevistas del más allá y la revelación de las leyes divinas
que mueven los mundos». (La cruzada contra el Graal, págs. 142-143).
Para poner fin a sus días, elegían entre cinco tipos de muerte: envenenándose,
dejándose morir de hambre, abriéndose las venas, lanzándose a un precipicio o
zambulléndose en el agua helada después de un baño ardiente, lo que provocaba una
congestión pulmonar que los mataba. Algunos indicios permitían suponer también
que los albigenses escogían a veces la muerte en grupo. En una cripta de la montaña
Negra, no lejos de Carcasona, se han encontrado esqueletos que datan de la época que
nos interesa. Estaban acostados formando un círculo, las cabezas en el centro y los
pies en la circunferencia, como los rayos de una rueda perfecta. «Los que se
tendieron para morir en una soledad secreta, y dibujaron con sus cuerpos la figura
geométrica de una rueda, persiguieron este fin tan extraño e inusitado en el momento
de la muerte sólo porque se trataba de un rito de una importancia excepcional y del
que esperaban un resultado sublime»[21]. Maurice Magre piensa que esta forma de
morir, que era ya conocida en Bretaña, en la isla de Tiviec, hace más de 5000 años,
era poseída por pueblos descendientes de los antiguos atlantes.
Sin embargo, la práctica del Endura no conducía fatalmente a la muerte. En la
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mayor parte de los casos se trataba de un prolongado ayuno de purificación, de una
duración de dos meses, interrumpido por pausas durante las cuales los ascetas
tomaban pan y agua. Como hemos dicho, sobre todo en la época de las persecuciones,
ocurría que los cátaros, después de la recepción del «Consolamentum», se diesen
voluntariamente la muerte.
Con todo, y aunque sabemos muy poco de las ceremonias de su culto, las
excavaciones han permitido sacar a la luz objetos simbólicos utilizados por los
albigenses que nos han permitido recoger algunas de sus creencias hasta entonces
ignoradas. Así, algunos no habían dudado en afirmar que el joven Otto Rahn, para
confirmar sus tesis, había dibujado algunas inscripciones halladas en las grutas del
Sabarthez, notoria colonia cátara. Ahora bien, se ha encontrado una paloma esculpida
en el propio Montségur, en una de las grutas del Ornolac. La paloma es el símbolo del
Espíritu Santo, de la luz divina descendida entre los hombres, lo que demuestra
claramente que el catarismo es una religión de luz, y no mágica. En este sentido
apuntan los descubrimientos, hechos recientemente, de cruces solares, cruces célticas
y objetos en forma de pentágono encontrados en el Pog y en algunas grutas. Todos
estos símbolos tienen relación con el culto del Sol, glorificado por los albigenses
como el astro celeste que emana de la creación divina. Los trabajos de Fernand Niel,
que demuestran que el castillo de Montségur era un templo solar, y de los que ya
hemos hablado, han confirmado la filiación maniquea y zoroástrica del albigenismo.
De la misma manera, y aunque se haya hecho de ello un silencio voluntario, los
meridionales hicieron, desde la Edad Media hasta el siglo XX, un uso constante de la
cruz gamada y de la svástica, volviendo a unir así las grandes corrientes del
simbolismo universal.
Los cátaros llevaban una vida ejemplar. Antes de las persecuciones, recorrían el
Mediodía en todos los sentidos enseñando a las masas, predicando un Evangelio de
purificación y sencillez, fustigando las costumbres corrompidas de la clerecía
católica, que practicaba, entre otros pecados, el nicolaísmo y la simonía[22]. El pueblo
seguía a estos hombres vestidos de negro, que vivían como santos, y abandonaban a
sus malos sacerdotes. La nobleza atraída por el ideal aristocrático de la herejía, se
adhería también a la nueva fe. La Iglesia oficial se debilitaba, con tanta más facilidad
cuanto que estaba alejada del pueblo. Los propios cátaros compartían las miserias de
cada uno, ejerciendo la medicina, cuidando a los enfermos y llevando «la buena
palabra».
Con frecuencia artesanos, los albigenses practicaban sobre todo el tejido de la
lana, y esos perfectos se preguntaban, encorvados sobre sus bastidores de tejedores, si
«no era verdaderamente el espíritu de la Tierra quien tejía en realidad, en el telar
susurrante del tiempo, el vestido viviente de la Divinidad»[23]. La historia de la
herejía albigense es larga y agitada. No es nuestra intención escribirla o rehacerla. Lo
importante, en esta revolución espiritual, es comprender sus razones.
En el siglo XIII, estalla en el Lenguedoc y en la Provenza, con síntomas
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amenazadores, uno de estos levantamientos del espíritu humano que se reproduce de
siglo en siglo hasta las predicaciones de Lutero.
El filosofismo y el republicanismo atacaban conjuntamente, o aisladamente, a la
autoridad soberana de la Santa Sede y el orden establecido. Un inmenso movimiento
religioso se manifestaba simultáneamente sobre dos puntos: el racionalismo valdense,
en los Alpes, y el misticismo alemán, en el Rin y los Países Bajos, donde los gremios
ciudadanos se rebelaban contra sus obispos y la clerecía. Los sectarios de Pierre de
Burys querían reconstruir la Iglesia primitiva en su pureza y su pobreza, regresando a
la simplicidad del Evangelio juaniano; reprimidos durante un tiempo, se reformaron
en Lyon, hacia 1170, con Valdés.
En el Norte, Amaury de Bue, cerca de Chartres, y su discípulo David de Denain,
se dedicaron, hasta finales del siglo XII, a predicar una especie de misticismo sacado
de los escritos de Escoto Erígena, reflejo alterado de la doctrina cátara.
Para ellos, aún tenía que comenzar el reino del Espíritu Santo, en el cual las
prescripciones anteriores debían cesar, para no permitir subsistir a otra religión que la
pura adoración del alma.
En Italia, el ideal de Dante era ver al emperador de Alemania, Enrique de
Luxemburgo, destronar al Papa y restaurar un cristianismo auténtico liberado de la
dominación sacerdotal, y que él habría regenerado.
Dante era el gran pontífice de esta secta cátara, y su Divina Comedia sólo fue
escrita para exaltar su fe hacia la Iglesia cátara y perseguir enconadamente al Papado,
ya que no podía perdonarle la hecatombe provenzal.
Ante el alcance de semejante revolución, la Iglesia se había conmovido, mientras
que, por todas partes, los cismas y las herejías se multiplicaban; sobre todo, la
doctrina cátara, que alejaba de la religión católica a los mejores servidores de la fe,
clérigos o laicos.
En efecto, los jefes de la herejía cátara, en el Mediodía occitano, así como en
Italia, salían, en su mayoría, de las familias de la nobleza[24] y de la alta burguesía.
Examinemos, ante todo, los reyes de los cátaros.
Del lado español, estaba la Casa de Aragón, cuyo poder se extendía sobre
Cataluña, el sur de la Provenza, los condados de Urgel y Cerdaña, el Rosellón y
Aragón.
Del otro lado de los Pirineos, reinaban los poderosos condes de Toulouse,
descendientes de los reyes visigodos. Raimundo V, que había de morir en 1194, no
había tomado parte en las primeras cruzadas, prefiriendo desarrollar el «Gay Saber»
de los trovadores, el espíritu cortés de los caballeros y una notable diplomacia. Se
había mantenido, no obstante, al margen del catarismo, lo que no haría su hijo
Raimundo VI.
No obstante, en el año 1163, en el concilio de Tours, el papa Alejandro II, a
instancias de los obispos del norte de Francia, dictó una resolución que denunciaba el
progreso de la herejía cátara en las provincias del Mediodía. En el Tercer Concilio de
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Letrán, convocado en 1179 por Alejandro III, el conde de Toulouse, el conde de Foix,
el vizconde de Béziers y la mayoría de los barones de Romanía fueron
excomulgados: se perfilaba la amenaza para los cátaros y sus protectores. Ésta fue la
señal de la primera cruzada contra los albigenses. La guerra contra los albigenses,
dice Maurice Magre, fue el hito más grande de la histeria religiosa de los hombres.
Raimundo VI, que acababa de ser entronizado en Toulouse, sucediendo así a su
padre, no ocultaba sus simpatías por sus súbditos cátaros y no temía manifestar su
aversión hacia Roma. En la famosa conferencia de Pamiers, en 1207, en el curso de
debates públicos, se enfrentaron los legados pontificios y los perfectos del catarismo.
Esta conferencia sirvió para demostrar a los herejes albigenses que la Iglesia pondría
en acción todos sus medios para terminar con este movimiento religioso.
Antes de que los ejércitos de Simón de Montfort invadieran y destruyeran la
civilización occitana examinemos, por última vez, la sociedad de este tiempo.
El medio político y social del Languedoc estaba entonces impregnado de un
espíritu de tolerancia desconocido en el Norte. La sociedad no estaba dividida en
castas cerradas, y el burgués podía acceder a la nobleza, al igual que el villano a la
burguesía. Las ciudades del Mediodía estaban más pobladas y eran más ricas que en
cualquier otro tiempo. No olvidemos que Toulouse, por su importancia, era la tercera
ciudad de Europa, después de Venecia y Roma. Toulouse, con su maravillosa basílica
de Saint-Sernin, era la ciudad rosa de los jardines y de los campanarios. En las
numerosas ciudades, los síndicos y los cónsules, elegidos por los habitantes,
representaban el elemento tradicional de la libertad heredada de la Antigüedad. La
intensa actividad comercial facilitaba los intercambios espirituales.
Tema principal de esta literatura era el amor cortesano, simbolizado por la palabra
«paratge», que representa las virtudes del honor, de la lealtad y de la entereza,
aplicándose tanto al amor de la dama como al terreno político y religioso. El ideal
trovadoresco tiende hacia lo absoluto, y se expresa en el análisis sentimental por el
amor platónico y desapegado de la carne. Los poetas cantores estaban imbuidos de la
mística cátara, que aspira al amor divino, y en el tiempo de las persecuciones fueron
los fieles servidores de la causa albigense. Las «leyes de amor», que ellos habían
fijado, comprendían un mínimo de 31 prescripciones. «Y, hecho singular, poseían
como principio supremo que la “minne” (o amor cortesano) excluía toda idea de amor
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corporal o de matrimonio. La “minne” representa la unión de las almas y de los
corazones, mientras que el matrimonio es la unión de los cuerpos. El matrimonio
significa la muerte de la “minne” y de la poesía. El amor, simple pasión, se desvanece
pronto con el goce sensual. Cualquiera que lleve en su corazón la verdadera “minne”,
no desea en absoluto el cuerpo de su bienamada; no desea más que su corazón; la
verdadera “minne” es pura e incorporal. La “minne” no es el amor; Eros no es el
sexo»[26].
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meridionales comenzada setecientos años antes por Clodoveo:
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fortaleza. La empresa del Pog comenzó en la primavera del año 1243, pero, seis
meses más tarde, el asedio no había progresado. Los cátaros, que se beneficiaban de
numerosas complicidades en todos los países, y sin duda también dentro del ejército
real, comunicaban con el exterior. Mensajes de aliento procedentes de Italia, del
Sacro Imperio Germánico, e incluso de Constantinopla. El obispo cátaro Bertrand
d’En Martí alentaba a los asediados. Finalmente, el senescal de Carcasona, Hugues de
Arcis, que dirigía la «cruzada», pudo, gracias a la traición, terminar con la resistencia.
Un guía, que conocía un camino secreto, condujo a un grupo armado a la plataforma
de la cumbre. La crónica relata que, al día siguiente[30], los voluntarios de la escalada
nocturna se sobresaltaron de horror ante la vista del inconcebible camino recorrido
durante la noche. A partir de aquí, la rendición de la fortaleza no era más que una
cuestión de tiempo. El primero de marzo de 1244 se firmó una tregua por las dos
partes, y el 16 de marzo la ciudadela se rindió. Doscientos cátaros, entre ellos
cincuenta perfectos, que se negaban a abjurar de su creencia, prefirieron morir en la
hoguera, erigida en un campo que recuerda, por su nombre, el sacrificio de los
«herejes»: El «Camp dels Cremats». El poema de Henri Sabarthez nos hace revivir
este martirio e incita a recordarlo:
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la roza con sus alas.
Paseante, detente cuando desciende la noche,
y cuando la luna, blanca como un fruto celeste,
aparece en torno al castillo encantado,
contempla a Montségur erguido en medio de la claridad.
Fue el Templo augusto, de pasado inigualable,
donde antaño triunfó el culto del Sol
y resplandeció después el Santo Graal,
resplandor inmortal en el profundo pasado.
Y cuando de los perfectos fue el caballero,
desafiando a Papas y Reyes es el último en caer.
Grande entre los grandes de la historia del Hombre,
diez siglos de epopeya ilustran su fantasma.
Por lo que se refiere al tesoro de los herejes, Pierre Roger de Mirepoix fue
autorizado para decomisarlo. Consistía en objetos preciosos, monedas de oro y de
plata. Pero, ¿qué ocurría con el verdadero tesoro de los cátaros, espiritual éste, el
Graal?
Los documentos de la Inquisición confirman que, en la noche anterior a la
capitulación, cuatro albigenses fueron descendidos mediante cuerdas a lo largo de la
vertiginosa pared (Amiel Aicart, Poitevin, Hogues y Alfaro) y consiguieron escapar a
las montañas, llevándose con ellos el objeto sagrado. La tradición cuenta que, cuando
el Graal estuvo a salvo, una llama alumbró sobre la vecina montaña de Bidorta,
anunciando a los cátaros de la fortaleza que podían morir en paz. La piedra Graal, o
libro sagrado, fue, sin duda, ocultada en una de las numerosas grutas del Sabarthez, lo
que aclara la leyenda que recogió Orto Rahn de boca de un viejo pastor:
«En el tiempo en que las murallas de Montségur se elevaban todavía, los cátaros
guardaban allí el santo Graal. Pero Montségur estaba amenazado. Los ejércitos de
Lucifer asediaban sus murallas. Éstos querían el Graal, para volver a insertarlo en la
diadema de su príncipe, de donde se había desprendido cuando tuvo lugar la caída de
los ángeles. Entonces, en el momento más crítico, descendió del cielo una paloma
blanca, que, por su pico, hendió en dos partes el Monte Tabor. Esclarmonde, la
guardiana del Graal, lanzó en el interior de la montaña la joya sagrada. La montaña
volvió a cerrarse, y así fue salvado el Graal. Cuando los demonios entraron en el
castillo fortificado, llegaron demasiado tarde. Furiosos, hicieron perecer por el fuego
a todos los puros, no lejos de la roca que sostiene el castillo, en el “Camp dels
Cremats”, el Campo de la Hoguera…».
«Todos los puros perecieron por el fuego, excepto Esclarmonde de Foix. Cuando ella
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tuvo conocimiento de que el Graal estaba en lugar seguro, subió a la cumbre del
Tabor, se transformó en paloma blanca y voló hacia las montañas de Asia.
Esclarmonde no ha muerto. Hoy vive todavía, allá abajo, en el Paraíso Terrestre».
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4. El libro clave
Y esta piedra se llamaba también el Graal
WOLFRAM VON ESCHENBACH
Y más adelante:
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Guyot, el maestro de elevada nombradla,
encontró, en escritura pagana enrevesada,
la leyenda que se remonta hasta la primera fuente de las leyendas.
Este tesoro pagano y ario habría llegado hasta nosotros a través de Persia después
de la desaparición del misterioso reino de Thule, patria de los hiperbóreos,
antepasados remotos de los pueblos indoeuropeos.
Resulta interesante poner de relieve la amalgama que hace el trovador germánico
entre el Graal-esmeralda y el Graal-libro[33]:
Se trata aquí del tesoro de Salomón, al cual debía de pertenecer el Graal. Como
precisa Otto Rahn, «en la batalla de Guadalete (711), que duró siete días, los
visigodos fueron aniquilados por los árabes. El tesoro de Salomón (que había
pertenecido al rey Aladeo) cayó, en Toledo, en manos de los infieles. Se dice que la
Tabla de Salomón no figuraba en él»[34].
Fue, sin embargo, en Toledo donde, según el poema de Wolfram von Eschenbach,
Guyot encontró el Graal.
El resto de la leyenda se refiere más particularmente a la grata del Sabarthez, que
había servido de refugio a esta piedra Graal: esta cueva, este refugio, nos es descrito
por Eschenbach cuando Trevizent (el mediador), antes de introducir al joven Parsifal
en la caverna para iniciarle en el misterio del Graal, le tiende un vestido:
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le revistió con él y le condujo después
a una celda contigua.
Leyendas españolas cuentan que el Graal, todavía denominado por ellas «joyero
de Salomón», fue conservado en la «gruta mágica de Hércules». En su poema Los
albigenses, Lenau ha recogido este viejo tema español de la gruta:
Era esta caverna de Hércules la que Otto Rahn se disponía a descubrir: la situaba
en las grutas de Ornolac. La cavidad debía de ser muy profunda y poco visible desde
el exterior, ya que la Historia nos cuenta que los inquisidores dominicos, después de
la caída de Montségur, último bastión de los herejes, llevaban perros para localizar a
éstos.
Al penetrar en la mayor caverna del Sabarthez, la de Lombrives, uno puede
hacerse una idea de lo que podría ser una necrópolis cátara (que los arqueólogos
franceses y extranjeros siguen buscando todavía). De todos modos, el Graal no pudo
permanecer más que en la «catedral» de Lombrives, ya que es ahí donde se sitúa «la
tumba de Hércules». He aquí la descripción del lugar, debida a Otto Rahn:
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Heraclius o Hércules[37],
y luego el griego Alejandro,
ya que uno y otro conocían
las piedras…
Y más adelante:
Así, pues, podemos resumir: el Graal, llamado todavía joyero o tabla de Salomón,
fue trasladado por el rey de los visigodos Alarico, en el año 410, desde Roma a
Carcasona (este joyero formaba parte del tesoro de Salomón, rey de los hebreos, y
había sido traído de Jerusalén por los romanos). Según la tradición árabe, la tabla de
Salomón estaría en Carcasona: sería ella la que estaba oculta en una gruta del
Sabarthez, la misma que describe Von Eschenbach basándose en las indicaciones de
Guyot: a saber, las grutas de Lombrives y de Fontanet, entre otras hipótesis. La
presencia del Graal en los Pirineos parecía estar fuera de dudas, ya que, si no, el
régimen nacionalsocialista no habría atribuido tanta importancia a estas
investigaciones. Digamos, de pasada, unas palabras para calificar de criminal y de
ignara la postura de los universitarios franceses llamados especialistas del catarismo,
que no se atreven a franquear el paso y admitir, de una vez para todas, la existencia,
en un momento dado, en Montségur, de un testimonio de nuestra civilización: la
piedra Graal. Estos especialistas, no contentos con dedicarse a la explotación
sistemática del sitio de Montségur, con cerca de medio siglo de retraso respecto a
Alemania, dan vueltas alrededor del problema cátaro, sin otro objetivo preciso, al
parecer, que el descubrimiento de algunas osamentas sin valor. Los trabajos de
Fernand Niel, apoyados a partir de entonces por René Nelli, que cargan el acento en
la significación solar del templo-fortaleza y del catarismo en general, son los únicos,
a nuestro entender que pueden aportar algo nuevo y serio a la materia, confirmando
nuestra hipótesis. ¿Qué diremos de los poderes públicos que se preparan para
abandonar Montségur a un grupo financiero del otro lado del Rin…?
Una única cuestión se plantea desde este momento para el historiador deseoso de
interpretar el lenguaje de los siglos: ¿Descubrió Otto Rahn la piedra Graal? Y, en caso
afirmativo, ¿qué ocurrió con ella?
Creemos que está dentro de lo posible el que Otto Rahn hubiera, en efecto,
localizado el Graal en una de las cavernas del Sabarthez. Naturalmente (falto de
tiempo y de medios, se hallaba en una tierra extranjera y no podía hacerse notar
demasiado), no pudo apropiárselo. Sin duda, fue después de la ocupación del
territorio francés por las tropas alemanas cuando esta «sustracción» pudo efectuarse.
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Pero, incluso si uno tiene en cuenta la duración de la ocupación, el problema
todavía puede seguir vigente. Intentaremos aportar algunos hechos que servirán para
ilustrar al lector sobre la autenticidad de nuestras hipótesis: se trata de la misteriosa
misión que tuvo lugar a partir de 1943, y, más concretamente, de las extrañas
manifestaciones que se desarrollaron el 16 de marzo de 1944 con ocasión del
setecientos aniversario de la caída de Montségur.
El haz de acontecimientos cuya convergencia acabamos de ver parece confirmar
que el Graal fue realmente descubierto y llevado a Alemania por miembros de las SS
que actuaban bajo las órdenes de Himmler, quien estaba muy bien informado sobre la
probable existencia del Graal en Montségur o en la región contigua. No hay que
olvidar que el gran maestro de la Orden Negra era un apasionado de todo lo relativo a
la Edad Media germánica. Incluso se puede decir que esta pasión rayaba en lo
obsesivo. Sus héroes preferidos eran, por lo tanto, el rey Arturo (las leyendas de la
Tabla Redonda), Enrique I (el Pajarero) y Federico I Barbarroja, personajes que el
lector tendrá que acostumbrarse a encontrar de vez en cuando en este libro, ya que
son sintomáticos de la tendencia esoterista de los amos del III Reich. A estos
personajes hay que añadir el célebre Federico II de Hohenstaufen (1194-1250), que,
con el apoyo de los templarios, soñó con unificar en provecho propio el Oriente y el
Occidente (antes de que la Iglesia, que había advertido ya sus planes, pusiera fuera de
combate a este peligroso adversario). Volvemos a encontrar aquí la vieja idea del
Mesías imperial que trataba de que templarios, cátaros y gibelinos, unidos en la
misma lucha bajo la bandera del Sacro Imperio Germánico, lucharan contra la
hegemonía de Roma.
Himmler tenía siempre en su gabinete de trabajo los tres romances de nuestro
viejo amigo Wolfram von Eschenbach, a saber: Parzival, Wilhelmhaml y Titurel.
Inútil añadir que la lectura de estos romances sumergía a Himmler en un estado de
intenso júbilo, ya que, contrariamente a lo que afirma André Brissaud en Hitler y la
Orden Negra, el jefe de las SS sabía muy bien dónde situar el Graal, por lo que no
cabía realizar investigaciones inútiles: prueba de ello es la misión de Otto Rahn,
nombrado poco después coronel de las SS. El intelectual alemán, ganado para el
nacionalsocialismo gozaba entonces de todos los favores de los grandes jefes
hitlerianos, ya que su segundo libro, La Corte de Lucifer en Europa, fue impuesto por
Himmler a los principales dignatarios del nazismo, confiriéndole así el valor de
evangelio.
Admirador apasionado de la leyenda arturiana y observador sumamente
interesado en la expedición de 1937 en el Languedoc, Himmler tomó sus
disposiciones para recibir dignamente el Graal y darle un cobijo más adecuado que la
miserable caverna del Sabarthez que había tenido que servirle de refugio desde hacía
siete siglos. Parece ser que su elección recayó en el castillo de Wewelsburg, cerca de
Paderbom, en Westfalia. Este castillo, entonces en ruinas, sedujo a Himmler por sus
majestuosas dimensiones, dado que debía convertirlo en el castillo del nuevo templo
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nazi, guardado por los modernos monjes-caballeros que eran para él los SS. Millares
de prisioneros políticos trabajaron en la reconstrucción del edificio, cuya sala
comedor tenía más de 30 metros de largo. Durante las comidas, el Reichsführer SS
(copiando en esto a los caballeros de la Tabla Redonda que aguardaban el Graal), no
aceptaba a su alrededor más que doce oficiales superiores de las SS. Situado bajo la
sala de reunión, de impresionantes dimensiones, el sanctasanctórum, la bóveda en
ojivas, debía recibir el prestigioso Graal sobre un altar de mármol negro grabado con
dos inscripciones SS en plata. Las meditaciones de los huéspedes de Wewelsburg
tenían relación con la mística biológica, la moral del honor, el mito espiritual de la
sangre y otros temas gnósticos y dualistas tan caras a las élites del otro lado del Rin.
Estos retiros tenían como marco una sala de cerca de 500 metros cuadrados, situada
en la vertical del altar de la nueva religión.
Una vez descrito el lugar que debía acoger al Graal, queda solamente por relatar
los acontecimientos que se desarrollaron, entre 1943 y 1944, en Montségur y el
Ariége. El 16 de marzo de 1944, algunos occitanos fueron a conmemorar en la
cúspide del Pog de Montségur el septicentenario del sacrificio de los cátaros muertos
en la hoguera. Reunidos desde el alba, habían rezado por el reposo de los perfectos,
que prefirieron dejarse quemar vivos antes que renegar de su fe. Se aproximaba el
mediodía cuando, saliendo de las nubes, un avión («Fieseler Storch», de matrícula
alemana) se entregó a una sorprendente exhibición para los peregrinos que ocupaban
el castillo. Habiendo puesto en acción sus tubos fumígenos, el avión dibujó en el
cielo una gigantesca cruz céltica (uno de los emblemas cátaros) antes de desaparecer
en dirección a la región de Toulouse. Los espectadores, que comprendieron
finalmente la significación de este acontecimiento, se descubrieron. Según todas las
probabilidades, Rosenberg se hallaba a bordo del aparato[39].
Este acaecimiento demuestra, si es que aún era necesario, todo el interés que
Rosenberg, gran maestro de las investigaciones esotéricas, así como Heinrich
Himmler, jefe de las SS, concedían a la Historia de la Edad Media occitana.
Este interés volvemos a encontrarlo en la misteriosa misión que los ocupantes
nazis debían efectuar, desde 1943 a 1944, en los parajes cátaros del condado de Foix,
ayudándose en esta operación de las indicaciones precisas recogidas diez años antes
por el hombre de confianza de Rosenberg y de la Sociedad de Buscadores del Graal,
Otto Rahn, quien pensaba, como lo cantaban los trovadores:
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5. La misteriosa misión
En este mes de junio de 1943, un grupo de alemanes constituido por numerosos
sabios (geólogos, historiadores, etnólogos), protegidos por milicianos franceses, se
instala en la cima del Pog de Montségur. La campaña de excavaciones duró hasta el
mes de noviembre del mismo año, pero, al parecer, sin resultado. Los investigadores
debían reemprender su misión en la primavera de 1944.
Agreguemos que los peregrinos franceses del 16 de marzo de 1944 (que hemos
encontrado en la cumbre del Pog para conmemorar el 700 aniversario de la caída de
la fortaleza), que habían solicitado del general alemán autorización para esta
peregrinación (Montségur se encontraba en una zona prohibida), obtuvieron por
respuesta que estaba prohibido hollar esta «tierra alemana», ya que el III Reich tenía
«derechos históricos» sobre Montségur. Una vez terminada la guerra, la compañía de
Bayreuth debía representar en la cima del monte la Tetralogía de Wagner. Hemos
visto que nuestros meridionales no hicieron caso de esta prohibición, lo que les valió
la sorpresa que acabamos de relatar.
Es probable que Rosenberg llegara poco después a Montségur para rendir un
primer homenaje al Graal, inmediatamente después de su descubrimiento. Las
famosas tablillas rúnicas habían sido encontradas no en las grutas del Sabarthez
(donde las buscaba Otto Rahn), sino a lo largo del itinerario histórico de los cátaros,
cerca del Col de la Peyre. Sin duda, nunca se sabrá la última palabra de la historia. Se
puede señalar, no obstante, que si los SS fueron (y todo parece demostrarlo) los
últimos depositarios del viejo Graal ario, entonces, la Orden secreta de los arios
subsiste todavía a la escala nacionalsocialista más elevada. Un general de las SS
estaba junto al almirante Doenitz cuando éste declaró:
Los investigadores han ubicado esta base secreta en la Tierra del Fuego, ya que el
archipiélago fueguino, compuesto por un número incalculable de islas, constituye una
guarida ideal para este tipo de instalación. Sería muy improbable, no obstante, que el
Graal hubiera sido llevado allá después de la hecatombe, aún en el caso de que esta
base submarina hubiera existido de verdad. Las investigaciones referentes al Graal de
los arios están más bien orientadas hacia los Alpes bávaros, erigidos por los nazis
como último reducto susceptible de ofrecer una resistencia prolongada. Para imaginar
lo que hubiera podido ser esta fortaleza natural, se puede establecer un paralelo con lo
que los suizos han realizado cerca de la villa de Martigny, donde el alto valle del
Ródano se encuentra literalmente a salvo de todo riesgo de invasión. En 1945, Hitler,
no se sabe por qué razón, rechazó siempre irse al reducto alpino. Sin embargo, la
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región de Aussee, en el corazón de los Alpes austríacos, ofrece un refugio casi
inexpugnable.
Según el gran «cazador» de nazis, Simón Wiesenthal, millares de hombres
habrían comenzado a replegarse a esta región durante el año 1945; el jefe de la
Gestapo, Emest Kaltenbrunner, se refugió en un chalet del pueblo; la SD, la
RuSHA[41] y la Abwehr transportaron allí sus documentos secretos, sin hablar del
famoso tesoro de la Alemania nazi, que jamás se ha podido encontrar y que se sitúa
aquí y allá prácticamente en toda la Europa Central.
Estas historias de tesoros ocultos, elaboradas para enfebrecer las imaginaciones,
han sido mezcladas a menudo con otras noticias de los periódicos referentes a las
misteriosas Centrales Secretas nazis y otros organismos, como la Araña o la
Internacional de Estocolmo, acusadas de fraguar un complot para el retomo de Hitler
(que en 1945 no habría hecho más que desaparecer). En toda esta «mitología», es
muy difícil discernir lo verdadero de lo falso.
No obstante, con vistas al lector incrédulo, recordaremos que los viejos mitos
renacen a veces con imprevisible potencia: testimonio de ello es la noticia dada por el
muy serio Journal des Débats del 22 de enero de 1929, y que se refiere a una de estas
«explosiones» ligadas a las más antiguas tradiciones:
«En 1925, una gran parte de los indios cuna se sublevaron, mataron a los
gendarmes de Panamá que habitaban en su territorio y fundaron allí la
República Independiente de Thule, cuya bandera es una svástica sobre
fondo naranja con una franja roja. Esta república existe todavía en la
actualidad».
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escritura rúnica”. Las escrituras fonéticas encuentran su origen, no en los
fenicios o los orientales, sino en los hombres del Norte.» (C. W. Freese,
Runen in Germanen Kalender, 1921).
Existían también runas secretas (los ejércitos del rey Gustavo Adolfo hicieron uso
de ellas). Este tipo de runas, verdaderos símbolos, ocupaban un lugar importante en
los antiguos cultos germánicos (paganismo con base solar, como es sabido). Damos a
continuación dos ejemplos de estos símbolos rúnicos:
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Las runas han persistido hasta nuestra época bajo sus formas más significativas:
la svástica (aunque éste es un símbolo universal) y el doble «Sieg» solar han
alcanzado el renombre por todos sabido (las dos letras SS designan los primeros
signos de este alfabeto).
En Francia, y más particularmente en Normandía, las ruedas solares de paja
trenzada inflamadas inauguran los fuegos del solsticio de verano, y la h o runa
estrellada desea, en Dinamarca, el buen año al amigo.
Sin duda, Wolfram von Eschenbach aludía a las runas cuando, a propósito del
Graal, escribió:
No podemos hoy remontamos hasta el origen de las primeras runas, pero sí dar
cuenta de esta corriente graálica hiperbórea, de la cual Otto Rahn y los dirigentes
nazis han sido los adeptos más recientes. Un autor como Rauschning percibió la
verdad detrás del movimiento político de gran espectáculo que fue el hitlerismo:
«Todo alemán tiene un pie en la Atlántida, donde busca una patria mejor y un
patrimonio mejor. Esta facultad de desdoblamiento, que le permite vivir al mismo
tiempo en el mundo real y proyectarse en el mundo imaginario, se manifiesta
especialmente en Hitler y proporciona la clave de su socialismo mágico». Un escritor
como Arthur Machen (nacido en 1863 en Caerlson-On-Usk, pueblecito que fue la
sede de la Corte del rey Arturo y de donde los Caballeros de la Tabla Redonda
partieron en búsqueda del Graal) pertenece a esta misma corriente graálica
hiperbórea: basta enfrascarse en su libro El gran retorno (meditaciones sobre el
Graal) para encontrar en él todos los temas que hemos evocado. Machen estaba en
estrecha relación con el movimiento británico: la Golden Dawn y sus emanaciones
alemanas que debían desembocar en el grupo Thule, síntesis de todas las aspiraciones
de Machen[44].
Así, pues, es un análisis del pensamiento nacionalsocialista a través del dédalo de
las tradiciones esotéricas lo que nosotros proponemos al lector de este libro. Al ser la
gnosis el tema central, con su proyección más significativa representada por el
profeta Manes, el desarrollo se ordena de modo natural alrededor del catarismo,
aparición neognóstica característica de la Edad Media, y prosigue con el estudio de
los templarios. A continuación, la gnosis se oculta, derivando en la Rosacruz y los
Iluminados de Baviera, para desembocar, después de muchas sinuosidades, en el
misterioso grupo Thule.
Nos hemos decidido a escribir lo que va a seguir, ya que, tal como lo había
comprendido muy bien Marcel Ray en 1939, en el enfrentamiento que entonces se
anunciaba: «Ésta será una guerra maniquea, o, como lo dijo la Escritura, una lucha de
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los dioses».
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PRIMERA PARTE: LA GRAN TRADICIÓN
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CAPÍTULO I: EL MITO DE LOS ORÍGENES
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1. Atlántida e Hiperbórea
Aunque Otto Rahn no haya hecho expresamente mención de ello en su libro, toda su
demostración está orientada en el sentido de una búsqueda de la tradición
fundamental de la humanidad aria a través del Graal, mito viviente que apunta al
eterno devenir de la sangre. El autor de La cruzada contra el Graal buscaba reunir en
una síntesis audaz, y esto fue lo que motivó su éxito entre los hitlerianos, la epopeya
del catarismo y la corriente gnóstica tradicional, heredada ésta de un conocimiento
superior, perdido y parcialmente reencontrado, cuyo origen se pierde en la hipotética
y misteriosa civilización hiperbórea. La Atlántida, verdad o leyenda, sería el último
vástago del árbol de espléndidas ramas a la sombra del cual el hombre había
conocido la Edad de Oro.
El mito del continente perdido, de la tierra de los hombres superiores, se entronca
con la teoría de los ciclos de la Humanidad, tan cara a Platón y recogida
posteriormente por toda la tradición esotérica hasta nuestros días.
Los sacerdotes del antiguo Egipto habían conservado, y sus libros sagrados dan fe
de ello, el recuerdo de un vasto continente que se habría extendido antaño en medio
del océano Atlántico, dentro de un espacio delimitado al Oeste por las islas Azores, y
al Este por la fractura geológica del estrecho de Gibraltar.
Platón, que pretende estar en posesión de esta tradición de Solón, relata en estos
términos la Historia del continente desaparecido:
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sistema de gobierno dirigido por los reyes-sacerdotes mediante leyes dictadas por los
dioses, en primer término de los cuales está Poseidón o Neptuno, rey de los mares,
armado de su tridente. Según Platón, la isla de Poseidonia, último fragmento de la
Atlántida, fue engullida 9000 años antes de la época del sabio Solón.
El geógrafo Estrabón, así como Proclo, confirman las afirmaciones de Platón.
¿Cómo habría tenido Solón conocimiento de la tradición de la Atlántida? Una sola
respuesta parece coherente: los sacerdotes egipcios, que pretendían poseer la
información de los propios atlantes, la habían transmitido a los viajeros griegos que
visitaban con frecuencia su país.
Curiosamente, recientes investigaciones científicas confirman la hipótesis, muy
verosímil, de la existencia de un continente sumergido en este lugar hace millares de
años.
Ya un naturalista del siglo XIX llamado Germain, estudiando cuidadosamente la
fauna y la flora de las islas de Cabo Verde y de las Canarias, y basándose en rigurosos
datos científicos, habían notado la analogía existente entre la flora fósil de estas islas
y la de todos los otros archipiélagos diseminados entre las costas de Florida y las de
Mauritania (lo que representa una extensión sumamente vasta). Informamos de los
hechos tal cual, no poseyendo conocimiento de trabajos ulteriores; cuando menos,
parecen significativos. Más convincentes son las tesis emitidas por los etnólogos
modernos, entre los cuales conviene citar a la señora Weissen-Szumlanska, cuyos
notables trabajos han sido reunidos en un libro muy convincente, aunque su hipótesis
básica sea atrevida: Orígenes atlánticos de los antiguos egipcios. La obra apareció
con un prefacio del doctor Martiny, profesor de la Escuela de Antropología, lo que
permite afirmar que se trata de un trabajo serio.
El autor, en contacto con adeptos de la escuela esotérica actual, no duda en
afirmar, parece que no sin razón, los orígenes atlánticos no solamente de los antiguos
egipcios, sino también de toda la gran raza blanca de los Homo sapiens, nuestros
antepasados, de los cuales se han encontrado numerosos esqueletos en el archipiélago
de las Azores. La señora Weissen-Szumlanska sostiene que se podría investigar los
orígenes del Egipto faraónico remontando todo el curso de la civilización occidental
hasta la Prehistoria y los hombres fósiles de la Dordoña, primera aparición de los
Homo sapiens que nos es conocida. El declive del Egipto dinástico se explicaría por
la invasión de elementos asiáticos y semíticos.
Recogiendo los textos de los antiguos griegos, el autor se pregunta: Solón,
Heródoto, Platón, Estrabón, Diodoro, todos los cuales evocan la Atlántida, ¿habrían
mentido cuando situaban el continente desaparecido «en el otro extremo de Libia, allá
donde el Sol se pone»? Sin embargo, los egipcios, que contaron a los griegos la
historia de la Atlántida, sitúan claramente a Punt, la tierra de los Grandes
antepasados, en la extremidad de Libia. Esta tierra misteriosa era para ellos objeto de
particular veneración, mientras que, por otra parte, no demostraban más que
desprecio frente a las otras naciones. Min y Athor, entre los dioses egipcios, están
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considerados como oriundo de la Tierra Divina, es decir, de la Atlántida o país de
Punt.
Según esta hipótesis, los egipcios que nosotros reconocemos como una raza roja,
de tez cobriza y pómulos salientes, habrían sido «aleccionados» por otra raza, de la
que serían su ramificación degenerada.
¿A qué familia podemos vincular, entonces, la raza de los «portadores» de la
civilización egipcia?
Todas las observaciones tenderían a demostrar que se trataba de hombres del tipo
de Cro-Magnon. Este tipo, predominante dentro de la aristocracia, habría
desaparecido de las esferas dirigentes de Egipto en los alrededores de la XVIII
dinastía.
Hay que indicar, paralelamente, la presencia en las islas Canarias, en la misma
época, de un tipo humano idéntico. De este modo se puede pretender que los
archipiélagos de las Azores y de las Canarias, restos de la Atlántida hundida, serían el
hogar de la raza civilizadora de Egipto.
A continuación, y siguiendo esta atractiva teoría, los nilotas originarios se
mezclaron, cruzando las razas, con inmigrantes semitas y negroides, hasta ser
absorbidos en el tipo africano-árabe-semítico.
Los guanches, que constituyen el sustrato de la población de las islas Canarias,
serían los descendientes directos de los atlantes. Su elevada talla, observada en todas
las momias (dos metros de promedio), su considerable capacidad craneana (1900 cm
3), la más grande que se ha conocido, el índice cefálico (77,77 en los hombres),
indican una ascendencia muy pura. Al ser examinadas estas momias, algunas de ellas
tenían los cabellos dispuestos en mechones dorados, largos y rizados.
En la época neolítica, el tipo originario fue alterado por la aportación de sangre
semita, que no fue, sin embargo, lo suficientemente importante como para hacer
desaparecer los caracteres esenciales de esta vigorosa raza.
La fecha de la catástrofe que produjo la inmersión casi total del continente de la
Atlántida podría situarse hacia el fin del Paleolítico Superior. Este cataclismo arrastró
a «las profundidades abismales a la mayor parte de la población, sus riquezas y su
“ciudad solar”, adorada y llorada por todas las tradiciones egipcias y cantada por
Platón, según los relatos atribuidos a uno de los Siete Sabios de Grecia».
Otros sabios, antes de la señora Weissen-Szumlanska, habían ya sostenido
hipótesis parecidas, lo que no dejará de confortar la opinión de los partidarios de la
existencia del continente desaparecido. Así, el profesor Richard Henning y su colega
Adolf Schulten declararon que «el relato de Platón sobre la Atlántida estaba basado
en hechos positivos».
Durante cincuenta años de su vida, el profesor Schulten efectuó investigaciones
históricas y arqueológicas en la península ibérica, ya que era en este lugar donde
debía situarse la extremidad de la gran isla engullida. Schulten no encontró la
Atlántida, pero sí una ciudad ibérica desaparecida: Numancia, descrita en su tiempo
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por Cornelio Escipión (133 a. de J. C.). Las excavaciones se prosiguieron desde 1905
a 1908. De la misma manera, el gran sabio alemán identifica la principal ciudad de la
Atlántida, Tartesos, situada en la actual Andalucía. En la antigüedad, esta ciudad
tenía la reputación de ser fabulosamente rica. La campiña que la rodea fue descrita
por Posidonio, que hace de ella una pintura muy detallada: ricos cultivos, una
población increíblemente numerosa y activa serían la característica de este país, rico
también en metales de todas clases, oro, plata, cobre y estaño. Si se concede crédito a
Rufus Fistus Avenius, quien reeditó hacia el año 400 a. de J. C. un tratado de
Geografía antigua, Tartesos habría poseído, hacia el año 500 antes de J. C., la
civilización más evolucionada del antiguo Occidente. ¿Se trataría de un resto que
habría escapado a la destrucción de la Atlántida? Sería arriesgada una afirmación
categórica. Quizá las excavaciones realizadas cerca de Sevilla, en el fangoso lecho de
la desembocadura del Guadalquivir, resucitarán la ciudad desaparecida, que el alemán
Schulten considera la ciudad legendaria de los reyes atlantes…
Llegados a este punto, surge una pregunta: ¿Cómo y por qué, si es que llegó a
existir, fue aniquilada la suntuosa civilización de los atlantes? Platón ve la causa de
su caída en el desarrollo de un deseo de poder y una perversidad moral que habría
arrastrado a los atlantes al vértigo de un orgullo demencial. Parece, más bien, que
guarda relación con una ley cíclica que rige toda civilización y que impone a ésta una
decadencia ineluctable después de haber alcanzado cierto grado de perfección.
A propósito de esta caída, he aquí una cita sacada de Critias (también de Platón):
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tiempos inmemoriales.
No obstante, es preciso añadir que los grupos racistas alemanes del siglo XIX y,
sobre todo, las sectas nacidas de la Primera Guerra Mundial no eran las únicas en
apelar a la tradición de la Atlántida; los teósofos, guiados por la célebre médium
señora Blavatsky, pretendían también conocer el lejano pasado de los Grandes
antepasados. La señora Blavatsky no dudó en afirmar que ella había conseguido leer,
página por página, el manuscrito secreto que relataba la historia del fabuloso
continente, el cual se hallaría en la biblioteca del Vaticano (conservándose otro
ejemplar en un monasterio del Tibet).
En tales círculos de pensamiento, sobre todo, por parte del fundador de la
Antroposofía, Rudolf Steiner, se atribuye a los atlantes el dominio de las técnicas más
modernas, por no decir superiores a nuestra ciencia actual: armas de vanguardia,
vehículos motorizados, cohetes e incluso ingenios espaciales y máquinas que les
permitían desplazarse en el tiempo, tanto hacia el pasado como hacia el futuro. El
absoluto control que poseían sobre las fuerzas de la Naturaleza al transformarse en
«fuerza negra» les habría arrastrado a un cataclismo inconcebible, resultado tal vez de
su dominio «demoníaco» de la energía nuclear.
Estamos aquí en el terreno de la pura imaginación, y se permite a cada uno
concebir la Atlántida a su propio modo. El sabio austríaco Hörbiger no dudó, por lo
que a él se refiere, en sostener la naturaleza gigantesca de los hombres de este
continente: las ruinas ciclópeas de Tiahuánaco, en el corazón del Perú, y las terrazas
de Baalbek en el Líbano, serían la obra de semejantes superhombres. Los edificios
colosales hallados cerca del lago Titicaca, a 4000 metros de altitud, plantean un
enigma a los arqueólogos y a los sabios, pero, ¿acaso tiene uno, sin embargo, derecho
a suponer la existencia de fabulosos gigantes? Por lo que nos concierne, tales
caminos nos parecen muy peligrosos. No obstante, es esta vía arriesgada la que
emprendieron los adeptos de los caballeros de Poseidón[45], entre los cuales se
encuentra a simpatizantes nazis. Intentando remontarse más allá de la Atlántida,
creyendo ver el origen lejano y primordial de toda la tradición occidental en la
existencia de la isla mágica de Hiperbórea. El continente misterioso habría existido
antaño en el emplazamiento de Groenlandia e Islandia. Un movimiento bascular de la
Tierra sobre su eje habría convertido a estas tierras altamente civilizadas en el país
glacial que conocemos actualmente. Poblado de «gigantes de una altura de varios
metros», Hiperbórea habría sido un país todavía más evolucionado que la Atlántida,
quizá civilizado por seres extraterrestres.
Ya griegos y latinos señalan la existencia de Hiperbórea y de su capital Thule,
como asimismo lo atestiguan las obras de Heródoto («isla de hielo situada en el Gran
Norte, donde vivieron hombres transparentes»), de Plinio el Viejo, de Diodoro de
Sicilia y de Virgilio. En Medea, Séneca hace esta predicción:
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secreto hundido en el océano: se encontrará la poderosa isla.
Tetis revelará nuevamente la región y Thule, a partir de entonces, no será
ya el país de la extremidad de la Tierra.
Los celtas, los vikingos, los germanos han conservado el recuerdo de Thule como
el de un verdadero Edén, análogo al País del Otro Mundo, de la gesta del Graal…
«Más allá de los mares y de las islas afortunadas, más allá de las espesas nieblas que
defienden su acceso», en esta isla «donde los hiperbóreos están en posesión de todos
los secretos del mundo». Más que todos los otros, sin duda, los germanos se apoyan
en la leyenda de Thule. Sobre ella basaron, hasta bien entrado el siglo XX, su culto
pagano y sus ocultas aspiraciones políticas. Este mito no se ha debilitado jamás.
Inspiró el Fausto de Goethe y el Parsifal de Ricardo Wagner. La balada del rey de
Thule, escrita por Goethe, y que Gérard de Nerval tradujo en verso francés, tiene un
sentido esotérico que no escapa a los tradicionalistas.
La leyenda del Thule se relaciona, por tanto, con esta Hiperbórea, que habría
existido en el Gran Norte, en algún lugar entre el Labrador e Islandia. Una enorme
isla de hielo rodeada de «altas montañas transparentes como el diamante»,
Hiperbórea no habría sido, sin embargo, glacial: «En el interior del país reinaba[46] un
dulce calor en el que se aclimataba perfectamente una vegetación verdeante. Las
mujeres eran de una belleza indescriptible. Las que habían nacido en quinto lugar en
cada familia poseían extraordinarios dones de clarividencia». El hombre de
Hiperbórea, descendiente de «Inteligencias del Espacio», es descrito en el Libro de
Enoc (cap. CVI - CVII): «Su carne era blanca como la nieve y roja como la flor de la
rosa; sus cabellos eran blancos como la lana; y sus ojos eran hermosos». En la capital
de Hiperbórea, Thule, vivían «los sabios, los cardenales y los doce miembros de la
Suprema Iniciación…».
Entonces, sin lugar a dudas, los dioses moraban entre los hombres y compartían
con ellos la copa de oro de la ambrosía, brebaje sagrado que proporciona la eterna
juventud. Encontramos aquí las viejas leyendas germanas y escandinavas[47] que
rememoran la epopeya de los hombres-dioses y la creación del mundo, cuyo mito se
vuelve a encontrar en el núcleo de todas las grandes religiones.
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2. Las teorías de la creación del mundo
Hace 12 000 años, el diluvio aniquilaba casi totalmente las civilizaciones terrestres.
Refugiados en las altas mesetas, Himalaya, Irán, Montañas Rocosas, Etiopía, Andes
peruanos, las cuatro grandes razas, amarilla, blanca, cobriza y negra, repoblaron el
planeta.
Los blancos, refugiados en las montañas del Irán y del Asia central, poseedores de los
secretos legados por los gigantes de Hiperbórea, emigraron en masa hacia Occidente,
irnos 9000 años antes de nuestra Era[48].
Una rama se dirigió hacia la Europa occidental, pero, olvidando la antigua ciencia,
recayó en cultos groseros.
Otra, hostil a la magia negra, se dirigió hacia Oriente y fundó la civilización hindú.
Por fin, una última corriente se orientó hacia la cuenca mediterránea, mezclándose en
sus peregrinaciones con otras razas. Allí desarrolló las brillantes civilizaciones de
Asiría y de Egipto[49].
Tales leyendas, que contienen sin duda parte de verdad, están vinculadas a la
creencia de la renovación periódica de la Humanidad. Así, habríamos conocido
cuatro ciclos anteriores, y el último sería el ciclo del agua, o del diluvio, recuerdo
catastrófico registrado tanto en los libros tibetanos como en los escritos vedas o en la
tradición de la Biblia.
La idea de periódicos apocalipsis, merecidos o no por los hombres, satisface el
espíritu, ya que colma las lagunas de la Historia, al mismo tiempo que explica el
sentido de la Creación en eterno devenir.
No obstante, la sola lectura de las leyendas que han llegado hasta nosotros es ya
rica en enseñanza. La raza de los gigantes y de los cíclopes, presentes en la mitología
griega e incluso en la Biblia (Libro de los Reyes), si realmente existió, presupone
condiciones de vida muy diferentes de las que conocemos. En efecto, para que la
glándula pineal del hombre se desarrollara hasta el punto de permitirle un crecimiento
casi indefinido, habría sido preciso que la gravedad terrestre fuera mucho menor que
en nuestros días. Sin duda, algunos no dudarán en franquear este paso y responderán
que nuestros remotos antepasados eran seres extraterrestres venidos de otro planeta,
incluso de otra galaxia. Habrían llegado desde los confines del Cosmos; lo cual, sin
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embargo, deja intacto el problema de la Creación. El sufrimiento del hombre tiene su
origen esencialmente en la ignorancia en que se encuentra acerca de su origen (en el
sentido metafísico del término) y de su futuro.
Las grandes religiones que se disputan los favores de los seres humanos intentan,
con mayor o menor habilidad, responder a esta interrogación fundamental.
Dos teorías se enfrentan en esta lucha espiritual: la primera, centrada
principalmente alrededor de la tradición judeocristiana, hace del creador un Dios
bueno, autor del mundo y de la materia según un esquema que nos viene explicado en
el Génesis bíblico. Al ser Dios bueno y creador, al mismo tiempo, de la materia, ésta
no puede ser otra cosa que esencialmente buena. Por este motivo, toda interrogación
suplementaria parece superflua.
Esta concepción, que asegura la tranquilidad del espíritu, ha conseguido satisfacer
a las masas; sin embargo, nunca ha recogido los sufragios de la minoría, ya que, en su
simplicidad, elude el problema de la lucha que está en el centro de toda actividad
humana. Tanto si se trata del combate entre el bien y el mal, el fuego y el hielo, la luz
y las tinieblas, el hombre está en conflicto con un mundo que debe «transmutar», si
quiere cumplir plenamente su destino. Frente al monismo espiritual, se levanta,
siempre combatida y siempre renaciente, la cosmogonía dualista, llena de energía,
que ve la vida como una lucha incesante entre diversos elementos. Estamos en un
mundo que no es fijo, estático, sino más bien vivo, en plena evolución.
Las antiguas leyendas germánicas, así como las sagas nórdicas, al igual que los
vedas hindúes, enseñan precisamente esto a través de una mitología que en ocasiones
nos parece embrollada.
La Persia de los primeros tiempos conoció también, con la religión mazdeísta de
la luz, el dualismo cósmico. Si los germanos provienen de la misma rama
indoeuropea que los persas de origen, los puntos de convergencia entre ambas
creencias no deben sorprendernos. Así, el dualismo luz-tinieblas, y el culto del astro
solar, eje del sistema religioso, son otros tantos símbolos comunes a los germanos de
Tácito y a los persas de Zoroastro. Sabiendo esto, no resulta sorprendente que
Nietzsche, el filósofo alemán de la renovación y de la voluntad del poder, se haya
abrevado en las fuentes de la tradición iraniana para la inspiración poética de su
Zaratustra.
Igualmente, la mitología escandinava de los Edda, transcrita en el siglo X por el
monje irlandés Sigfusson, pero que seguramente se remonta a una época
infinitamente más antigua[50], revela una concepción del mundo que anuncia, tras el
reinado espléndido de los dioses —traducimos: hombres sabios e inspirados por el
más elevado conocimiento—, el no menos famoso Crepúsculo de los dioses, seres
caídos que intentan en vano, ante el asalto de las fuerzas tenebrosas, reconquistar su
trono en medio de la confusión resultante del caos de los pueblos. Pero el ciclo debe
llegar a su fin, y, después de una lucha épica, los dioses serán vencidos, arrastrando al
mundo en su caída, hasta que una nueva aurora vea brotar, de una tierra purificada, la
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luz y «el signo de justicia». He aquí unos temas que vamos a encontrar otra vez en las
enseñanzas de Zoroastro, el gran profeta del mazdeísmo y padre espiritual de una
religión que buscaba anudar de nuevo los hilos del conocimiento perdido; nos
referimos a la gnosis.
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CAPÍTULO II: LA GNOSIS
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1. La interrogación
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iniciáticos explica a los espiritualistas, discípulos de René Guénon, la convergencia
de las grandes religiones terrestres.
En el terreno filosófico, la gnosis es original en cuanto que realiza una síntesis de
las tendencias orientales y occidentales del pensamiento, que en Oriente están
representadas por una aspiración a la liberación, y en Occidente por el deseo de la
salvación eterna. Así, en esta unión, el conocimiento metafísico, responde al impulso
místico que sitúa al hombre en la cumbre de la jerarquía dentro del Universo.
En esta eterna corriente de retorno a las fuentes cósmicas, hemos intentado
remontarnos tan lejos como ha sido posible. Así, nos parece que la fuente primordial
de toda gnosis está en la religión brahmánica, conocida por los libros sagrados: Vedas
y Bhagavad-gītā, primera etapa de la Humanidad después de la ruina de la
civilización atlantiana, según el esquema nazi de pensamiento, que recoge una
tradición ya antigua desarrollada por la teosofía. Las expediciones alemanas al Tíbet,
de 1937 a 1943, tenían como objeto descubrir o reencontrar una hipotética filiación
entre la Atlántida desaparecida y las primeras civilizaciones del Asia Central.
Para Edouard Schuré, el escritor esotérico autor de Grandes Iniciados, «la
religión y civilización brahmánicas representan la primera etapa de la humanidad
posatlantiana. Esta etapa se resume en una palabra: la conquista del mundo divino por
la sabiduría primordial».
Las grandes civilizaciones que han seguido después, Persia, Caldea, Grecia y
Roma (Egipto ocupa un lugar aparte), y finalmente, el mundo que anima y guía a
todas los grandes religiones y grandes civilizaciones es la de la conquista de la Tierra
por la aplicación de la revelación divina a la vida.
En esta teoría, la intuición primordial se ha debilitado cada vez más desde la caída
de la Atlántida, en provecho de la filosofía especulativa, particularmente en la raza
aria, a medida que se desarrollaban sus propias facultades: la observación rigurosa, el
análisis y la razón, de lo cual resulta el sentimiento de la independencia individual y
la libertad. No obstante, las posibilidades ocultas del alma no se pierden en la
Humanidad, pero corresponde a una minoría educarlas y desarrollarlas en secreto, al
abrigo de corrupciones exteriores. Ésta es la razón de ser de la iniciación. La energía
desarrollada por esta concentración del espíritu, en lugar de dispersarse por todo el
Universo se enfoca hacia un punto único, el verbo solar, que es el Logos, animador
del mundo planetario y quintaesencia espiritual del Sol físico. La revelación de
Zoroastro, en el Irán primitivo, es la primera etapa en el gran impulso de las
poderosas civilizaciones de Persia y de Grecia dentro del vasto movimiento de la
migración aria hacia Occidente.
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2. Zoroastro y la religión de la luz
En el corazón del Asia central, al pie de los montes Pamir y del Hindukush, techo del
mundo, se extiende un país atormentado y agreste, el Irán. Los verdes paisajes de los
oasis alternan, en esta región de violentos contrastes, con los áridos desiertos. El
conde de Gobineau, que fue largo tiempo ministro de Francia en Persia, describe así
esta vasta región:
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en las montañas cuando pudieron escapar al yugo del vencedor.
En esta sombría coyuntura nació, en medio de las tribus montañosas del Elbruz,
un niño de ascendencia real, de nombre Ardyap; después de una juventud aventurera,
pasada en cazar búfalos y en hostigar al enemigo hereditario, el turanio, el joven
recibió una especie de iluminación. Ya, cuando era joven, un loco visionario le había
predicho que sería rey sin diadema, pero más poderoso que todas las otras
monarquías, pues sería coronado por el Sol.
Entonces, Ardyap se retiró a la montaña, donde recibió la enseñanza iniciática de
un patriarca llamado, según leyendas, Vahumano. En este momento, cambió su
nombre por el de Zaratustra o Zoroastro, que en persa antiguo significa: Estrella de
oro o esplendor del Sol.
Sacerdote del Sol, heredero, quizá, de los secretos de la Atlántida, Vahumano
enseñó a su discípulo e hizo de él el apóstol de Ahura-Mazda, el dios luminoso del
Irán.
Según los libros persas, restos de los cuales han llegado hasta nosotros, Zoroastro
vislumbró entonces la teoría de los dos mundos opuestos: Ahura-Mazda era el
principio bueno, y Ahrimán, dios de los turamos, adoradores éstos de las tinieblas, su
contrario; aquel que propaga el culto de la serpiente, que suscita la envidia, el odio y
la tiranía. No resulta sorprendente que los partidarios del arianismo hayan visto en él
al enemigo de la raza de los puros y de los fuertes, a saber, de los arios primitivos.
Zoroastro, siempre según la leyenda, pasó varios años en la meditación, vestido
solamente con la piel de un animal y teniendo como único compañero al águila de las
rocas, ya que había encontrado refugio en una gruta perdida en las montañas.
Atormentado por la soledad, que le causaba visiones espantosas, Zoroastro salió por
fin victorioso de esta prueba. Ormuz, el verbo solar, se le apareció en el curso de una
visión. Algunos de los autores contemporáneos apasionados de la modernidad no han
dudado en afirmar que Zoroastro había recibido la visita de seres extraterrestres,
descritos bajo la forma de ángeles y de cuerpos gloriosos. Dejamos a ellos la
responsabilidad de tales afirmaciones.
El hecho es que esta revelación impresionó profundamente al solitario. Animado
de un nuevo ardor, Zoroastro descendió de nuevo entre los suyos. Convirtiendo a su
tribu natal, difundió el verbo sagrado por todo el Irán, predicando tres principios que
son el centro animador de su obra: purificación, trabajo y combate. Purificación del
alma y del cuerpo por la oración y el culto del fuego; trabajo de la tierra por el arado
fecundante y el cultivo de las esencias sagradas, ciprés, cedro, naranjos; lucha contra
Ahrimán y los turanios confundidos en las tinieblas.
Ganados por el entusiasmo, galvanizados por la palabra, habiendo encontrado la
fuente de su pasado lejano y de su futuro, las tribus arias reemprendieron la lucha
contra los turamos a quienes, poco a poco, pudieron rechazar más allá de las
montañas, tras cuarenta años de luchas y con peripecias en ocasiones indecisas.
En el umbral de la muerte, Zaratustra, como todo gran iniciado, tuvo la
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presciencia del futuro de su pueblo. Vio la espléndida Nínive, bajo la forma de un
búfalo salvaje, pisotear a los pueblos de los alrededores y hacer huir a los arios puros;
a Babilonia triunfante, bajo la forma de una serpiente que vomitaba fuego, rechazar
los ataques del águila de Ormuz; por fin, al león alado, símbolo de los persas y de los
medas, continuadores de los arios, marchar victoriosamente a la cabeza de un ejército
innumerable. Pero, de súbito, el magnífico león se transformó en un tigre feroz que se
puso a devorar a sus propios hijos, provocando la desolación y la muerte hasta lo más
profundo del Egipto sagrado y del santuario del Sol.
Si esta visión, tal como nos viene transcrita, realmente había tenido lugar, es de
una alucinante verosimilitud. En efecto, la Historia se cumplió según el esquema
previsto por el apóstol del Sol. A pesar de sus dones, a Zoroastro le faltaba, no
obstante, una cosmogonía, una visión universal. Ésta es la que aportó Manes.
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3. Manes y su escuela.
Manes, «el apóstol de la luz», nació en el siglo III después de J. C., en el año 216,
según las crónicas persas. Su existencia nos viene confirmada por distintos textos, de
los cuales el más importante es el constituido por las Actas de Aquelao, obispo de
Kashkar en Mesopotomia, quien tuvo conversaciones filosóficas con Manes.
Descendiente, por parte de su madre Miriam, de la dinastía parta de los arsácidas,
babilonio de nacimiento, pero de raza irania y de linaje aristocrático, Manes, o Mani,
encontró su inspiración religiosa en el mandeísmo, secta de puros a la cual pertenecía
su padre Patek. Muchacho muy despierto, Manes se dedicó muy precozmente a la
meditación y a las actividades del espíritu.
A la edad de veinticuatro años, Manes tuvo su gran revelación. Rompiendo con su
padre, se consideró el heredero de los sucesivos enviados: Buda, Zoroastro y Jesús.
Después de un viaje de iniciación a las Indias, donde asimiló la ciencia de los
brahmanes, Manes regresó para predicar su doctrina en el Irán[52].
La nueva religión se benefició de la protección del rey Sapor I (de la dinastía
arsácida, ligada a la familia de Manes). Pero, tras la muerte del soberano, las
persecuciones se abatieron sobre los maniqueos. En efecto, el poder acababa de pasar
a las manos de la dinastía sasánida, y el nuevo monarca, Bahram I, detestaba a
Manes. Detenido, encarcelado, cargado de pesadas cadenas, el profeta murió el 26 de
febrero del año 277, tras veintiséis días de terrible agonía. La leyenda dice que fue
desollado vivo, después de lo cual su piel, llena de aire, había sido colgada de las
puertas de Ctesifonte.
El hecho es que el maniqueísmo sigue siendo la religión más perseguida de toda
la Historia, y, no obstante, la expansión de la secta fue prodigiosa. En el Oeste,
Egipto sufrió su influencia en sus comunidades cristianas, así como en sus escuelas
paganas de Filosofía; más tarde, Palestina y Roma. En el Este, la doctrina maniquea
se expande hasta China, donde conocerá un verdadero triunfo hasta la época de
Gengis Khan. En el siglo IV se instala la herejía en África del Norte (San Agustín fue
maniqueo desde el 373 hasta 382); en Asia Menor, en Grecia, en Iliria y hasta en la
Galia y España. En el siglo V, el maniqueísmo retrocede bajo las persecuciones del
Estado y de la Iglesia y permanece en la sombra hasta el siglo siguiente. No obstante,
en el siglo VIII, dará nacimiento a los paulicianos de Armenia, y, luego, a los
bogomiles, predecesores de los albigenses y de los cátaros en el seno de la corriente
gnóstica.
Habiendo obtenido esta religión semejante éxito, merece que uno se detenga en
ella y profundice en su doctrina.
En tanto que religión, el maniqueísmo se separa radicalmente del cristianismo,
incluso aunque ciertos textos sean comunes a ambos sistemas[53]. El primero y
principal dogma de Manes fue el de dos principios: el bien y el mal. En esto está de
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acuerdo con los budistas, los persas y los cristianos. Pero él hacía remontar la lucha
hasta el origen de las cosas, y no admitía que el mundo hubiera sido hecho de la nada.
Según él, una materia eterna había sido puesta en marcha por el principio bueno, la
cual le era constantemente disputada por el malo. El mundo era procreado por el
Cristo; es decir, por la esencia divina infusa en las criaturas. Con el tiempo, la victoria
del bien debía ser completa; todas las cosas serían purificadas.
Esta última doctrina es precisamente la de Zoroastro, referente a la victoria final
de Ormuz sobre Ahrimán.
Aunque Manes no era cristiano, admitía a Cristo, pero no aceptaba que éste
hubiera revestido la carne humana, que hubiera nacido, que hubiera sufrido.
Por este motivo Teodoro dice, con razón, que los maniqueos llamaban a Cristo el
Sol de este mundo; para ellos, Cristo no era el cuerpo del Sol, sino que estaba dentro
del Sol como padre de la luz inaccesible. Lo cual nos enseña también san Agustín; en
esto, los maniqueos eran zoroastrianos puros, y podían admitir, en un sentido místico,
el culto, entonces tan extendido, de Mitra.
Manes tenía escasa estima para los profetas de los judíos, en los que hallaba
muchos errores. Dirigía diversas acusaciones contra los antiguos patriarcas, y
encontraba, hasta dentro del Decálogo, el culto, no de un solo Dios, sino de varios e
incluso de un gran número de ellos.
Estas afirmaciones maniqueas difícilmente pueden sostenerse; no obstante, sólo
conocemos la doctrina de Manes a través de sus detractores, lo cual es debido a que la
Iglesia cristiana destruyó todos sus manuscritos. Sin embargo, se puede afirmar que
el maniqueísmo era una religión gnóstica, ya que, además del hecho de que el propio
Manes reconoce expresamente algunos vínculos con dos grandes gnósticos del
siglo II, Marción y Bardesane, la doctrina del apóstol de la luz, con su jerarquía
iniciática[54], con su concepción dualista del mundo, que es a la vez una teogonía y
una cosmogonía, se despliega en una ciencia universal de las cosas divinas, celestes e
infernales, donde todas las realidades trascendentes, así como los fenómenos físicos y
los acontecimientos históricos, encuentran su lugar y su explicación.
Como en las primeras gnosis cristianas, Manes reconocía un mundo intermediario
que se interpone entre la materia y el espíritu de Dios, «el Padre de la Grandeza»,
mundo compuesto de jerarquías superiores, a la imagen del Cosmos, y de las cuales
las más conocidas son los ángeles, los arcángeles y los eones, cuya existencia, al
menos por lo que respecta a los primeros, es reconocida por el cristianismo. El
maniqueo se considera como «proyectado» en un mundo malo, al que es, por esencia,
extraño, perteneciendo a la raza (genos) de los elegidos, de los inquebrantables, de
los seres superiores, hipercósmicos. Si se siente desplazado, «en el exilio», en el
mundo de aquí abajo, según la expresión de Serge Hutin (Los gnósticos), ello se debe
a que el maniqueo, que es un gnóstico, «siente en él la lacerante nostalgia de la patria
original de donde ha caído». «Tú no vienes de aquí, tu origen no es de aquí, tu lugar
es el lugar de la vida»[55].
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Manes murió dejando tras de sí «como en su cosmogonía, un alma humana
anhelante de pureza, de conocimiento y de libertad»[56], incluso aunque su mensaje
ha parecido ser engullido por la ola que «empuja a la Humanidad hacia el
materialismo y las tinieblas»[57]. Sin embargo, no todo desapareció, ya que el
catarismo recogió el estandarte de la tradición maniquea, y la principal inspiración de
Manes, la gnosis cristiana, le sobrevivió, recogiendo en ocasiones temas queridos al
apóstol de la luz; es esta gnosis, cuyos principales aspectos vamos a estudiar,
aspectos muy importantes para la evolución del pensamiento esotérico, el cual está en
el centro de nuestro tema.
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4. El cristianismo y la gnosis
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el calvario de Pitágoras aún no había terminado: Cambises lo mandó internar en
Babilonia, en aquel entonces símbolo de la irradiación de los profetas hebreos y del
mestizaje de los pueblos en medio del cual triunfaba la despótica Asia.
Estas pruebas enseñaron a Pitágoras que todas las religiones partían de una misma
verdad: en la ciencia esotérica, él poseía la clave, la síntesis de todas estas doctrinas.
La experiencia que había adquirido le mostraba una Humanidad amenazada por Asia
a causa de la ignorancia de sus sacerdotes, de la obtusa ciencia positiva de sus sabios
y del caos de sus democracias. Finalmente, pudo volver a su patria.
De regreso a Grecia, Pitágoras tuvo largas conversaciones con los sacerdotes
helenos: les hablaba de su iniciación egipcia, de los misterios de Osiris y del
ocultismo babilonio. Sólo después de haber formado pitonisas inspiradas y haber
hecho de Delfos un centro de vida y acción espirituales, partió para la Magna Grecia
y Crotona, donde, con treinta de sus discípulos, había de encontrar la muerte. Pero el
objetivo había sido ya alcanzado: la escuela pitagórica duró todavía dos siglos, y su
enseñanza ha llegado a nosotros a través de sus discípulos.
La cadena de los grandes iniciados no se rompió con la desaparición de Pitágoras:
el ateniense Platón recogería la antorcha del conocimiento. Gracias al griego Argitas,
Platón pudo procurarse un manuscrito de Pitágoras[59]. El Timeo de Platón es, en este
sentido, una verdadera condensación de la cosmogonía pitagórica.
La época en que vivía el filósofo ateniense era, al menos, tan turbulenta como la
de su maestro: derrota naval de Egospótamos, y conquista de Atenas por los
espartanos, coronada por la llegada de los treinta tiranos y el fúnebre tañido de la
independencia ateniense.
El Timeo de Platón, al crear un verdadero santuario filosófico, abrió una
«antecámara» a la gran iniciación. Éste es el motivo por el cual la Academia de
Atenas, fundada por el divino Platón, se prolongó en la gran escuela de Alejandría,
cuyo principal representante fue Plotino (205-263).
Este último, neoplatónico por excelencia, recogió en las Enéadas la tradición del
paganismo. Su hijo espiritual, Jámblico, sucesor de Plotino, que vivió en el siglo IV,
intentó establecer un nuevo lazo, en los Misterios de Egipto, con la tradición esotérica
de los sacerdotes de Amón; pero sus esfuerzos fueron ahogados por el cristianismo
triunfante.
Esto explica que, para combatir la influencia de la Iglesia, los gnósticos tuvieron
que buscar refugio en el seno de ésta, lo cual nos hace llegar así a la gnosis cristiana,
o gnosis propiamente dicha.
Consecuentemente, se comprenden los esfuerzos doctrinales que a partir del
siglo II hizo la Iglesia para desembarazarse de esta invasión que atraía hacia si a todos
los espíritus elevados de la comunidad cristiana.
La gnosis de los primeros siglos es mal conocida, ya que la Iglesia se apresuró a
borrar las pistas, lo que no debe sorprendernos.
Los especialistas de la gnosis cristiana distinguen en ella dos ramas principales:
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• la gnosis siria.
• la gnosis alejandrina.
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impone la concepción gnóstica.
Casi todos, al ejemplo de Marción, condenan toda relación sexual que
desemboque en la procreación, es decir, en el aprisionamiento de nuevas almas dentro
de la materia. De hecho, semejante actitud exige un juicio ponderado. Si los gnósticos
rechazan estrictamente el acto camal en lo que concierne a los iniciados, admiten el
matrimonio de los simples laicos que pueden someterse al principio sin dejarse
dominar por la materia.
Esta posición sólo es comprensible dentro de una determinada visión del mundo.
Si se piensa que, para los gnósticos, la Humanidad ha perdido la llave del saber y se
ha hundido de este modo en el caos, el objetivo de la continencia será, evidentemente,
impedir la perpetuación del reino tenebroso, mientras el hombre no haya encontrado
la esencia de su ser y la pureza original que glorificaba a sus luminosos
antepasados[62].
Del mismo modo, en la gnosis luciferina, en particular en los ofitas y los peratas,
se encuentra una reminiscencia del conocimiento primordial: la serpiente de la Biblia
no es considerada ya como el símbolo del mal, sino como un mensajero del Dios de
luz, o incluso como este último, a saber, el Logos. En tanto que el demiurgo había
encerrado a Adán y Eva en un mundo miserable, Lucifer les aportó la ciencia del bien
y del mal, es decir, la gnosis salvadora o divinizadora.
El pensamiento gnóstico, imitando la forma de la serpiente, no es rectilíneo, sino
circular; va de Dios a Dios, a través del mundo nacido de Él; del espíritu al espíritu,
pasando por la materia; de la vida a la vida, a través de la muerte. El Uno produce el
Todo, y el Todo regresa al Uno. Éste es el sentido del símbolo antiguo de la serpiente
que se muerde la cola. Éste es «el río que desemboca en sí mismo», del místico
alemán Eckart.
El gnóstico está persuadido de que el hombre puede descubrir el secreto íntimo de
la unidad del mundo, a condición de comprometerse en los entre bastidores del teatro
cósmico y de movilizar toda la eficacia de sus poderes espirituales para desgarrar el
velo de Maya.
Para la gnosis, la fe no es suficiente, e incluso no se le reconoce valor intrínseco.
A través de la complejidad de los mitos, voluntariamente enrevesados, se percibe
así una línea de pensamiento continuo que se precisa con una fuerza mucho mayor en
la manifestación más elaborada de la gnosis; nos referimos a la filosofía basilidiana, y
por este motivo, después de esta rápida ojeada sobre el conjunto de la corriente
gnóstica, nuestro examen tratará de modo más particular sobre el estudio de la gnosis
alejandrina y sobre Basílides.
En efecto, nos daremos cuenta de que el punto de vista basilidiano ha sido
recogido por la filosofía alemana moderna, y singularmente por el grupo Thule, que
contaba entre sus miembros a Rosenberg y a Dietrich Eckart, principal iniciador de
Adolf Hitler. Esto justifica el interés de esta escuela.
Para Basílides, el caos es la obra del demiurgo (criatura que pretende imitar a
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Dios), pero Dios, mediante su acción, anima la materia; de ahí la mezcla íntima de los
dos principios, la luz y las tinieblas, en el seno del mundo material. El hombre,
gracias al espíritu que ilumina su alma, es poseedor de la luz y puede llegar al
conocimiento, a condición de no ceder al mundo de las tinieblas, que está también en
él y alrededor de él por el reino de la degeneración material y del retomo al caos, en
la corrupción de la sangre y el triunfo de la cantidad sobre el principio aristocrático.
En la escala de la creación, el hombre es lo más alejado del caos y de la
desorganización; igualmente, entre los hombres, algunas razas formadas por elegidos
están más cerca que otras del espíritu divino. Entre éstas, y en la cúspide, se
encuentra situada la raza blanca, que es la culminación del pensamiento creador; a
ella le será dada dominar la materia y el Cosmos, manteniéndose fiel al principio de
pureza que encierra.
Para los gnósticos, y en particular Basílides, «toda evolución viva consiste en una
diferenciación y una separación, en un desglose de materias originalmente
mezcladas».
Concepción muy moderna: para los gnósticos, el mundo espiritual es un arquetipo
que tiene su origen en el mundo material, para alejarse cada vez más hacia lo infinito
y lo inmaterial, según la expresión, de otro modo incomprensible: «Lo que está arriba
es igual a lo que está abajo». Así, Basílides ve el mundo como un todo organizado y
jerarquizado, donde la materia no está separada radicalmente del espíritu. En lo alto
reina el espíritu, que es el Logos: el pensamiento divino, que es consciente de sí
mismo; por debajo, se extiende el «neuma», que es un pensamiento inconsciente de sí
mismo, pero de esencia puramente espiritual; luego, está el éter, una parte diferente,
sólo en grado, del alma del mundo material; el neuma es representado como el alma
del mundo que circunda el universo terrestre; el cristianismo le da el nombre de
Espíritu Santo.
Según el pensamiento de la filosofía griega y según la terminología de
Empédocles, «el nacimiento no existe para ningún ser mortal, como tampoco existe
un fin que sería la muerte. Todo es simplemente mezcla y cambio de elementos.
Nacimiento es el nombre que han inventado los hombres. Cuando los elementos se
mezclan y surgen a la luz del día, tanto en los hombres como en las bestias salvajes y
en las plantas y los pájaros, a esto se llama nacimiento; cuando los elementos se
separan, se habla entonces de muerte infortunada».
De este modo, las sustancias comienzan a organizarse siguiendo las leyes
puramente mecánicas de su respectiva gravedad. El espíritu, que, para Basílides, es
material y compuesto de átomos muy finos, se eleva y se apresura a retornar a su
principio. El neuma, que es ya una materia más opaca, se extiende alrededor del
mundo como una envoltura exterior. El éter se eleva y se extiende sobre el neuma.
Viene a continuación el aire, que llena la región siguiente. Hasta aquí, nada más que
un proceso puramente físico. Pero, debido a que cada uno de estos elementos
contiene un espíritu elemental, la cosmología científica va a transmutarse en una
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cosmología místico-religiosa. Así, la gnosis reconcilia, en una visión que no carece
de grandeza, lo que la ciencia moderna ha querido separar (contrariamente a lo que
han pretendido sus enemigos, que la presentan como una doctrina de muerte y de
aniquilamiento).
Pero la evolución del mundo no ha concluido. La última parte del Espíritu
Cósmico debe elevarse hacia el espíritu universal; sólo entonces se restablecerá la
armonía y el mundo habrá encontrado su terminación gracias a la instauración de un
escalonamiento normal: espíritu, alma, cuerpo. Se trata de una compenetración
recíproca, al igual que el cuerpo, el alma y el espíritu del hombre concurren en una
unidad orgánica. La obra de la salvación consiste en instruir a las criaturas sobre su
verdadera naturaleza, acerca de toda la creación tal como ha sido deseada por Dios,
pero que no ha podido llegar a término.
Una vez más, es el conocimiento, la «gnosis», lo que debe salvar al hombre, y no
una fe ciega.
Todo el pecado del hombre reside en su deseo, que le lleva a querer transgredir su
naturaleza. Toda aspiración contra natura, tanto si se trata de la ascesis pura, como del
deseo de franquear los límites fijados al hombre por la Naturaleza y la voluntad
concordante de Dios, toda aspiración de este tipo arroja de nuevo al hombre a un
sufrimiento siempre renovado. Todo deseo irrealizable debe, por tanto, ser yugulado
por la razón, y, ante todo, los deseos sexuales, al menos para la minoría, ya que el
instinto genésico representa la función central del hombre. Basílides, y luego san
Isidoro, ve en el amor un deseo no normal, natural, pero no necesario, que aparta al
hombre de su destino más noble; para ellos, la naturaleza y, por tanto, la moralidad
consisten en satisfacer el instinto genésico al margen de todo amor. En esto, Basílides
encuentra apoyo en Platón. A propósito de la transmigración, el Timeo cita, entre los
impulsos racionales que el hombre debe vencer para escapar al ciclo de los
nacimientos, el amor mezclado de placer y de pena.
El punto de vista basilidiano se une, en este sentido, con el del poeta y filósofo
alemán Richard Dehmel, así como con el místico maestro Eckart[63].
Para Basílides, tuvo lugar una caída en descenso del germen, seguida de una
evolución ascendente.
Esta filosofía, en efecto, se entronca en muchos puntos con el paganismo, del cual
los gnósticos no rechazan su fondo de sabiduría. El nombre de este Dios es parecido
al Mitra de los paganos; en efecto, el nombre de Abraxas, que significa dios, al sumar
los valores numéricos de cada letra de esa palabra proporciona el número de días del
año, es decir, el tiempo de evolución de la Tierra alrededor del Sol. Ahora bien, el
término Mitra totaliza el mismo valor numérico. El Sol es Helios y Mitra Abraxas es
el arconte que contiene en él, en una unidad, el conjunto del círculo solar. Mitra y
Helios están en una relación de padre a hijo. Mitra es el gran dios; Helios es su logos,
gracias al cual se desarrolla, crea el mundo y desempeña en él un papel de mediador
entre el hombre y Dios, como atestiguan la liturgia de Mitra y el discurso del
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emperador Juliano sobre Helios rey.
Finalmente, la metafísica de Basílides es un panteísmo muy elaborado, heredero
de la filosofía griega, que desemboca en un sistema completamente original.
Estos principios fueron recogidos más tarde, y Goethe, que era un iniciado, se
sirvió de la imagen gnóstica, desarrollada por Basílides, de los mundos intermediarios
que separan al hombre de su principio, que es Dios, Es la «legión, muy conocida, que
se extiende como la tempestad en torno a la vasta atmósfera, y que en todas partes
prepara al hombre a una infinidad de peligros. La banda de los espíritus venidos del
Norte aguza contra vosotros lenguas de triple punta. La que viene del Este deseca
nuestros pulmones y se alimenta de ellos. Si son los desiertos del Mediodía quienes
los envían, amontonan alrededor de vuestra cabeza llama sobre llama, y el Oeste
vomita un enjambre de ellas que primero os hiela y termina por devorar, en tomo a
vosotros, vuestros campos y vuestras cosechas. Dispuestos a causar el mal,
escucharán de buen grado vuestra llamada, e incluso os obedecerán, porque les gusta
engañaros; se anuncian como enviados del cielo, y, cuando mienten, lo hacen con voz
angélica». (Fausto). Como Hildegarda, Goethe se abreva en una fuente común: la
Weltanschauung gnóstica, en la cual todas las entidades que existen entre Dios y el
hombre —ángeles malos, espíritus de las esferas y de los astros, vientos, etc.—,
ocupan un lugar muy importante. Dios sólo puede intervenir en el Cosmos desde el
exterior, enviando el pensamiento de Dios, el Logos, que aportará el conocimiento a
los hombres. El hombre sólo puede conseguir encontrar la vía si se encierra en él
mismo el mundo entero: es un microcosmos en el seno del macrocosmos: está
compuesto de materia, pero contiene también el Logos, el espíritu divino que reina
sobre las regiones superiores del Cosmos. Desde la Tierna, el hombre se eleva por sus
esfuerzos hasta la Luna, atravesando el reino hostil de los demonios: la capa
ionosférica que envía nuevamente las ondas hacia la Tierra. Así la epopeya moderna
de los cosmonautas incorpora gracias a la ciencia la visión gnóstica de la evolución.
Armstrong, el jefe de la primera expedición lunar, es creyente, y sus pensamientos,
durante su viaje astral, se dirigieron hacia Dios.
Ante el peligro que representa este resurgimiento, particularmente sensible en
Basílides, del neopaganismo, la Iglesia reaccionó y, en el Concilio de Nicea, en el año
325, la gnosis, con sus diversas escuelas, fue condenada en bloque. Como subraya
Leisegang, la gnosis pertenece a la atmósfera espiritual griega. Nacidos de la filosofía
helénica, los gnósticos renegaban de su origen revistiendo su doctrina de un ropaje
oriental, según un uso practicado en todo tiempo. La ciencia moderna ha invertido
esta relación, investigando los principales motivos del gnosticismo en las religiones
orientales. El abate Barbier —especialista del estudio de las sociedades secretas y de
su influencia en el seno de la Iglesia— ha comprendido bien el fenómeno gnóstico al
escribir: «El papel de la Iglesia gnóstica es el de predicar una doctrina de la raza
humana superior, que no ha sido corrompida por las razas semitocushitas, y que se
conforma con la máxima fidelidad a la enseñanza del Cristo Salvador»[64].
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Este juicio sobre el neognosticismo no es, en absoluto, ajeno a nuestro tema:
aparecido en el siglo II de nuestra Era, la gnosis cristiana fue prohibida al mismo
tiempo que las escuelas neoplatónicas, pero encontró de nuevo su más bella expresión
en el catarismo, en los siglos XII y XIII. Vejado por segunda vez, el neognosticismo
debía «renacer» a finales del siglo XIX bajo la capa de la ciencia, pero en reacción
contra «el progreso científico». El vínculo entre esa renovación y el nazismo es
indudable.
Pero no nos hemos propuesto esto en este capítulo. Si la gnosis ha podido
desarrollarse y perpetuarse como un río subterráneo, es que existían, y existen
todavía, no dudemos de ello, «centrales», templos donde el saber es conservado y
desde los cuales se transmiten las órdenes. A esta investigación histórica queremos
llevar al lector.
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CAPÍTULO III: LOS CENTROS DE INICIACIÓN
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1. Santuarios de la antigüedad
Desde la más lejana antigüedad, los hombres que deseaban adquirir el conocimiento
tuvieron que sufrir las pruebas de la iniciación; pero éstas no podían tener lugar en
cualquier parte. Eran necesarios templos donde enseñar y «colegios» de Sabios para
impartir esta enseñanza. Ésta es la razón de ser de los centros de iniciación, lugares
privilegiados donde la esencia del saber se concentraba en manos de los sacerdotes-
sabios: pontífices, druidas, brahmanes o lamas.
En la antigüedad egipcia —y no sabemos de ningún colegio de iniciados más
antiguo—, entre los numerosos santuarios existían diversos centros iniciáticos[65],
tanto en el Alto como en el Bajo Egipto.
Hasta la invasión de los persas mandados por Cambises, Tebas, la ciudad sagrada,
encerraba en sus templos los secretos de la elevada ciencia sacerdotal.
El santuario de Ptah, consagrado a Osiris, dios de los Muertos, era dirigido por un
clero particularmente sabio. En este Santo de los Santos, los sacerdotes tenían el
poder de evocar el Sol de los muertos, el Sol de Osiris, que guía a los difuntos hacia
su última morada y puede arrastrar a los vivos al reino de la muerte. Cambises, en su
ignorancia, quiso ser iniciado a estos misterios, y, como los sacerdotes de Tebas,
temiendo ofender a los dioses, rehusaron evocar a Osiris al gran rey, éste les hizo
asesinar en el mismo lugar. Cambises se dirigió entonces a Menfis —donde Platón
había estudiado la sabiduría—, al templo de Sais, único lugar donde el soberano
también podía ser iniciado a la visión de Osiris.
Sumido en un sueño letárgico gracias a un licor extraído de la flor de nepente
(bebida que debía facilitar el «viaje»), Cambises, yaciendo en un sarcófago, no salió
de allá más que para morir loco en el desierto de Siria, donde, abrumado por la
insoportable visión, buscó refugio. En efecto, no se puede llegar a la fase suprema del
conocimiento sin una larga preparación, so pena de caer «al otro lado del espejo»[66],
perdiendo la razón o la vida. En la prueba, cada neófito ponía en juego su vida y su
alma, ya que en el zócalo de las estatuas de Isis estaba escrito: «Ningún mortal ha
levantado mi velo».
Raros eran los que triunfaban de las siete pruebas previstas en la iniciación.
Moisés, cuyo fabuloso destino es conocido, fue iniciado en los misterios de
Egipto, pero sucumbió, según la versión de Gérard de Nerval, a la última prueba, que
era la de la castidad. Éste es el motivo por el cual, como había pecado, se vio privado
de los honores que tanto deseaba. Herido en su amor propio, Moisés se levantó en
guerra abierta contra los sacerdotes egipcios, luchó contra ellos en el terreno de la
ciencia y de los prodigios y terminó por liberar a su pueblo.
Orfeo y Pitágoras tuvieron que pasar por las mismas pruebas, pero este último
salió victorioso de ellas. Los sacerdotes le acogieron en su colegio sagrado.
Convertido desde entonces en gran iniciado, Pitágoras, tras haber visitado la India,
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donde recogió las enseñanzas de los brahmanes, y también la Galia, regresó a Grecia,
donde fundó los santuarios de Delfos y Eleusis, con objeto de perpetuar el
conocimiento esotérico. Apolonio de Tiana, en el siglo I y Manes recorrieron también
Occidente y Oriente, visitando todos los lugares donde podían instruirse.
Las sectas alemanas neognósticas, cuya existencia conocemos, recogieron esta
idea de que Moisés y los hebreos, al desvelar los secretos de Egipto, se habían
convertido en los adeptos de la magia negra, en tanto que los griegos, continuadores
de los sacerdotes de Amón, habrían poseído la magia blanca.
Es sabido que Rudolf Hess, que vivió toda su juventud en Egipto, se convirtió
más tarde en el delfín de Hitler. Ahora bien, este hombre formaba parte del
movimiento esotérico Thule, inspirador secreto del nazismo.
La sabiduría no era solamente patrimonio de Egipto, aunque este país hubiera
aportado grandes secretos. Vivieron también sabios en la Galia: los druidas,
demasiado conocidos, ¡ay!, por la imagen deformada y ridícula que nos han dejado
los manuales de Historia.
Para Maurice Magre, «sin duda, los druidas de la Galia debieron de representar
una de las más altas cimas de la espiritualidad que los hombres son capaces de
alcanzar»[67]. El propio Pitágoras, lo hemos dicho, se dirigió a los celtas para recibir
la enseñanza de los «hombres sabios».
«Puesto que, cualquiera que fuera el salvajismo de los pueblos, y aunque no tuviera
más que su capa y su bastón, aquel que había nacido bajo la estrella del conocimiento
encontraba, desde la India a Irlanda, lugares de sabiduría y de instrucción donde se le
daba una contraseña que le permitía avanzar un poco más»[68].
«Los druidas partieron verosímilmente, de un centro situado en Irlanda, centro que,
en su origen, debía de haberse nutrido en Asia, como lo demuestra la gran similitud
existente en la organización de los druidas y la de los lamas»[69].
Respetando los dioses galos, Tautates, Esus, Terania, los druidas se hicieron
médicos, jueces, maestros, a la vez que se imponían por su elevada espiritualidad.
Estos hombres vivían ascéticamente como lamas tibetanos o cenobitas cristianos,
lejos de la agitación de las ciudades, aposentados en lo más profundo de los bosques
que, desde el mar del Norte hasta el Mediterráneo, cubrían entonces Francia.
Formando colegios de instrucción, verdaderos «oasis del pensamiento» en medio de
la ignorancia general, los druidas se transmitían religiosamente sus conocimientos.
Despreciando las construcciones humanas, sus templos eran los bosques de grandes
robles, y sus columnatas, los troncos de los árboles centenarios. Respetaban la vida
en todas sus formas, creían en la metempsícosis, no cazaban ningún animal y
construían chozas ligeras por el temor de herir el alma de los árboles. Conocían
también el lenguaje de los animales y de los pájaros, que nosotros hemos olvidado, y
estaban en comunicación con la Naturaleza. Despreciaban, asimismo, el oro, símbolo
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de la envidia y de la codicia de los hombres, y lo proclamaron maldito, prohibiendo
durante largo tiempo su circulación en la Galia. Cuando los tolosates, después de su
victoria en Oriente, trajeron el oro procedente de sus pillajes, recibieron la orden de
arrojarlo a un lago. Sobre el emplazamiento de este lago fue erigida la iglesia de
Saint-Sernin.
Los druidas enseñaban también el escaso valor de la vida terrestre frente al más
allá, y el desprecio a la muerte. El suicidio sagrado era lícito y estaba reglamentado,
lo cual hizo pensar en los sacrificios humanos.
En definitiva, poco se sabe de ellos, excepto algunas verdades, ya que su
enseñanza era oral y está definitivamente perdida; pero si un Pitágoras y un Apolonio
de Tiana se dignaron visitarles, esto significa el elevado renombre que habían
adquirido en la antigüedad.
Los druidas desaparecieron misteriosamente, tal como habían venido, en el siglo I
después de Jesucristo, ahuyentados poco a poco por las legiones romanas. Con sus
largas vestiduras blancas dejaron quizás en los bosques la huella de su antiguo
saber[70].
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2. La Agarta y el rey del Mundo
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más tarde, una nueva catástrofe, desencadenada esta vez por la mano del hombre,
habría convertido este territorio en un vasto desierto. Los supervivientes de
Hiperbórea se habrían refugiado entonces en el actual Tíbet, que se encontraba casi al
nivel del mar. A continuación, deseando ocultarse a los ojos de los profanos, se
habrían enterrado en una red de subterráneos y cavernas del macizo del Himalaya.
Digamos en seguida que nos mostramos escépticos ante el relato de estos hipotéticos
acontecimientos. La leyenda, no obstante, debe de tener un fondo de verdad, ya que
Lobsang Rampa informa, en una obra ya citada, hechos sorprendentes que pueden no
ser ajenos a nuestra historia legendaria. Después de la última fase de la iniciación, el
joven lama fue conducido por el padre abad a un subterráneo profundo. Tras haber
relatado su descenso al corazón de la tierra, Rampa describe estas profundidades
secretas:
«En el centro de la caverna se hallaba una mansión negra de tal brillantez que me
pareció como construida en ébano. Extraños símbolos y diagramas, parecidos a los
que yo había visto en las paredes del lago subterráneo, recubrían sus muros. Entramos
en la casa por una puerta alta y ancha. En el interior, vi tres féretros en piedra negra
decorados con grabados y curiosas inscripciones. No estaban cerrados. Al observar su
interior, se me cortó la respiración y me sentí, de pronto, muy débil.
»—Observa, hijo mío —me dijo el más anciano de los monjes—. Vivían como dioses
en nuestro país en la época en que aún no había montañas. Recorrían nuestro suelo
cuando los mares bañaban nuestras riberas y cuando otras estrellas brillaban en
nuestros cielos. Observa bien, ya que sólo los iniciados lo han visto.
»Obedecí; estaba, al mismo tiempo, fascinado y aterrorizado. Tres cuerpos desnudos,
recubiertos de oro, estaban extendidos ante mis ojos. Dos hombres y una mujer. Cada
uno de sus rasgos era fielmente reproducido por el oro. Pero, ¡eran enormes! La
mujer medía más de tres metros, y el mayor de los hombres superaba los cinco».
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mundo.
René Guénon, célebre filósofo del esoterismo, en su importante libro El rey del
Mundo (1927), cree en la existencia de un centro espiritual oculto de donde partirían
las órdenes superiores destinadas a los grandes iniciados de este mundo. Los adeptos
de la sociedad del Vrill y del grupo Thule se transmitían esta creencia, que inculcaron
a Adolf Hitler, a Rudolf Hess, si es que éste tenía necesidad de ello, y a Rosenberg.
Precisamente para volver a establecer un lazo con las centrales espirituales, Hitler
encargó a la «Ahnenerbe», organización de investigación de las SS, que organizara
una expedición al Tíbet, dirigida por el etnólogo Standartenführer SS doctor
Scheffer, a quien se confió la misión de descubrir los orígenes de la raza «nórdica»,
que era, según los teóricos nazis, de origen indogermánico. El informe de esta
expedición no se ha perdido por completo. Existen extractos de ella en los archivos
microfilmados del Departamento de Estado en Washington. Sería interesante
encontrar un día el texto íntegro.
Por su parte, J. Marqués-Riviére, autor digno de crédito, que efectuó numerosos
viajes a la India y fue iniciado al tantrismo lamaico, relata en su libro A la sombra de
los monasterios tibetanos lo que los lamas de los grados superiores le revelaron;
según la Tradición Primordial, se perpetúa la existencia del rey del Mundo:
«Así, pues, sobre toda la Tierra, e incluso más allá, reina el lama de los
Lamas, aquél delante del cual el propio Tashi-Lama inclina la cabeza,
aquél a quien llamamos Maestro de los tres mundos. Su reino terrestre es
oculto, y nosotros, los de la “tierra de las nieves”, somos su pueblo. Su
reino es para nosotros la tierra prometida, Napamaku, y llevamos en
nuestro corazón la nostalgia de esta región de paz y de luz. Ahí un día
terminaremos todos y en tiempos no lejanos, ya que nuestros oráculos son
formales. Pero, un día, para salvar la tradición eterna de la posible
profanación, huiremos ante los invasores del Norte y del Sur y
ocultaremos otra vez nuestros escritos y nuestra doctrina [alusión a la
invasión china] (…). Inmutable, este monarca reina sobre el corazón y el
alma de todos los hombres. Conoce sus pensamientos secretos y ayuda a
los defensores de la paz y de la justicia. No siempre ha estado en
Napamaku. La tradición dice que, antes de la gloriosa dinastía de Lasa,
antes del sabio Pasepa, antes de Tugkapa, el maestro omnipotente reinaba
en Occidente sobre una montaña rodeada de grandes bosques[71], en el
país que habitan hoy día los extranjeros. Por medio de sus hijos
espirituales, reinaba sobre las cuatro direcciones del mundo. En aquel
tiempo existía la flor sobre la svástica… Pero los ciclos negros
persiguieron al Maestro del Occidente, el cual vino a Oriente, a nuestro
pueblo. Entonces, quitó la flor, y sólo queda la svástica, símbolo del poder
central de la joya del Cielo».
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Señalemos que en este pasaje tan importante la cruz gamada es situada en el
centro del mito de la Agarta. Efectivamente, la rueda es un símbolo del mundo que
efectúa su rotación alrededor de un punto fijo, símbolo que es transcrito por la
svástica. Pero en ésta la circunferencia del círculo que representa la manifestación no
está trazada, de modo que es el mismo centro lo que se designa directamente: la
svástica no es una figura del mundo, sino más bien de la acción del principio respecto
al mundo.
René Guénon ha expuesto muy bien el pensamiento nazi en lo que se refiere a la
Agarta, aunque no haya hecho alusión a ello. Pero existen muchas coincidencias
curiosas. Así, tanto para dicho autor como para los nazis, la Thule hiperbórea
representa el centro primero y supremo de nuestro ciclo actual o Manvantara.
Todas las otras islas sagradas sólo son imágenes de ésta. Thule es aún llamada la
Isla Blanca. En la India, la Isla Blanca es considerada como la sede de los
bienaventurados, lo que la identifica claramente con la tierra de los vivos. René
Guénon no ha inventado nada, ya que el francés Saint-Yves D’Alveydre, en una obra
póstuma titulada Misión de la India, publicada en 1910, describe un centro iniciático
misterioso designado ya con el nombre de Agarta. Naturalmente, el libro está
atiborrado de cosas inverosímiles. No obstante, el ruso Ossendowski, que nada tiene
de soñador, relata en su obra Bestias, hombres y dioses (aparecida en 1924) la
tradición del rey del Mundo, que sigue siendo viva entre las poblaciones mongoles.
Según esta leyenda, el rey del Mundo se encontraría en la Mongolia meridional. He
aquí lo que un príncipe budista declara a Ossendowski: «Este reino es Agarta. Se
extiende a través de todos los pasos subterráneos de todo el mundo. Yo he oído a un
sabio lama chino decir a Bogdo Khan que todas las cavernas subterráneas de América
están habitadas por el antiguo pueblo que desapareció bajo la tierra. Todavía se
encuentran sus huellas en la superficie del país. Estos pueblos y estos espacios
subterráneos reconocían la soberanía del rey del Mundo. Nada maravilloso hay en
esto. Sabéis que en los dos mayores océanos del Este y del Oeste existían en otro
tiempo dos continentes. Desaparecieron bajo las aguas, pero sus habitantes pasaron al
reino subterráneo»[72].
El autor informa que numerosos lamas le confesaron haber visto al rey del
Mundo, aunque él no lo había jamás visto por sí mismo. Esto viene confirmado por
Marqués-Riviére, quien asegura haber visto a un enviado de Agarta. Este último
declara: «Yo soy, hijo mío, un enviado del Reino de la Vida; nuestro monasterio es el
inmenso Universo de las siete puertas de oro; nuestro reino está en los tres mundos de
este ciclo…»[73].
Realidad o ficción mística, la Agarta sigue siendo un enigma para el hombre de
Occidente. Haya lo que haya en ello de verdad, el mito de las centrales espirituales
corresponde en Europa a la aparición de los grupos ocultistas alemanes en el
siglo XIX. Nada asombroso resulta, por tanto, que el nacionalsocialismo haya
recogido esta tradición.
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No obstante, la referencia a las regiones del Asia central, representadas como la
fuente de toda sabiduría no es, en sí misma, nueva. La leyenda se ha ido concretando
poco a poco, pero su origen es antiguo, ya que el iluminado sueco Swedenborg, que
vivió en el siglo XVIII, da constancia de ello cuando declara: «Es entre los sabios del
Tíbet y de la Tartaria donde hay que buscar la palabra perdida». Por su parte, Ana
Catalina Emmerich, la santa visionaria del siglo XIX, hace de Jesús un iniciado del
Tíbet…
El hecho es éste, no obstante; después de la ruina del mundo antiguo, la tradición
esotérica se rompió en Occidente. Una parte del conocimiento, salvada del desastre,
sobrevivió a través del maniqueísmo y de la gnosis[74]. En cuanto a la otra parte, se
perdió con la ruina de los santuarios y regresó a Oriente, de donde, el cabo de algunos
decenios, resurgió con nueva fuerza. Es ésta la que nos proporciona la abundante
literatura sobre la India y el Tíbet.
Hoy día estamos obligados a perdemos, tras el fin del catarismo, en el dédalo del
templarismo, de la Rosacruz e incluso de la francmasonería, para intentar volver a
encontrar el hilo de Ariadna que nos conducirá hasta el neognosticismo de los
siglos XIX y XX, gnosticismo oscurecido por el desarrollo de una teosofía mal
comprendida, concebida como una seudorreligión.
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3. Los templarios y la Rosacruz
Pierre Chabert, y al respecto coincidimos con él, sostiene que hubo en la Historia
humana tres períodos gnósticos principales:
a) El de los tres primeros siglos, catalizado por la aparición del cristianismo sobre
fundamentos preparados.
b) El de la Edad Media, con el catarismo europeo y el templarismo, el sufismo
islámico, y quizá los últimos resplandores del maniqueísmo primitivo en el Asia
Menor y oriental.
c) Finalmente, el período moderno, que se inicia con la Rosacruz, y llega hasta el
nacionalsocialismo.
Los templarios, como hoy día es sabido, soñaban con una Europa teocrática
sometida a un mesías imperial. Para alcanzar esta meta, era preciso que todas las
naciones fueran sometidas a una verdad que las trascendiera: encontramos aquí de
nuevo la idea del conocimiento eterno.
Resulta incontestable, y nunca se repetirá bastante, que la fe de los cruzados en la
superioridad del cristianismo debió de tambalearse notablemente a causa de los
fracasos militares y por el conocimiento de la mística de los sufíes musulmanes, muy
superior a las groseras creencias mantenidas por la clerecía. Después de los fracasos
habidos en la conquista de Tierra Santa, se llegó rápidamente a proyectar un acuerdo
con los sarracenos (sobre todo, los más intelectuales entre los cruzados, entre los
cuales estaban numerosos templarios que se habían dado cuenta de que los
musulmanes no eran ni bárbaros ni satélites de Satán).
En Los iluminados, Gérard de Nerval escribe: «Fueron los templarios, entre los
cruzados, quienes intentaron realizar la alianza más amplia entre las ideas orientales y
las del cristianismo romano».
Se ha afirmado, justamente, que Palestina era un polo místico, un eje ideal entre
dos mundos: Oriente y Occidente. El mismo nombre de los templarios había sido
escogido para evocar, no sólo el Santo Sepulcro de los cristianos, sino también, con
vistas a los judíos, el Templo de Salomón, receptáculo sagrado de la sabiduría y del
conocimiento.
El gran historiador Michelet subrayó claramente este hecho cuando, en el
siglo XIX, escribía: «La idea del Temple, más elevada y más general incluso que la de
la Iglesia, estaba, en cierto sentido, por encima de toda religión. La Iglesia ponía
fechas; el Temple, no. Contemporáneo de todas las edades, era como un símbolo de la
perpetuidad religiosa… La Iglesia es la casa de Cristo; el Temple, la del Espíritu
Santo».
Finalmente, para recurrir a un gran especialista de la historia templaría, John
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Charpentier, citaremos esta frase, que resume perfectamente nuestra posición
recogiendo la idea según la cual «la conciliación o la reconciliación del pasado con el
presente y con el futuro, en el gran pensamiento de la unidad divina», era la tarea que
los templarios se habían asignado a sí mismos.
A partir de aquí, no hay, pues, nada asombroso en el hecho de que la enseñanza
religiosa de los soldados del Temple estuviera acompañada por una iniciación secreta
que pretendía restablecer los lazos con la Gran Tradición, objetivo de nuestro estudio.
Hay que esperar hasta 1818 para que un arqueólogo austríaco, Hammer-Purgstall,
publique una obra titulada El misterio de los templarios, revelado. En este libro, el
historiador demostraba que la Orden del Temple había adoptado la doctrina gnóstica
y practicado sus ritos. En apoyo de su tesis, Hammer-Purgstall invocaba cuatro
estatuas, que se conservaban en el Museo Imperial de Viena, las cuales se afirma que
fueron encontradas en casas de los templarios de esta ciudad.
Ahora bien, se trata, en efecto, de ídolos gnósticos, de carácter valentiniano
degradado; el más imponente es un personaje faraónico que lleva barba y que
presenta, como las otras tres estatuas, todas las características del hermafroditismo.
Las inscripciones descubiertas sobre las figurillas hacen alusión al fuego y a la
bisexualidad de los personajes, lo cual es un rasgo gnóstico. El lector, a quien hemos
tenido que hacer sufrir la iniciación gnóstica, comprenderá que se trata aquí de
representaciones de eones, es decir, de emanaciones divinas, intermediarias entre el
Creador y la materia, según la neumatología gnóstica.
Así, pues, a este gnosis valentiniana se vinculan los templarios. Lo que ha hecho
exponer reservas a muchos historiadores del Temple es el hecho de que se vieron
reducidos (como Marqués-Riviére, por ejemplo) a suponer que «en el seno de los
templarios existía un grupo con objetivos secretos de poder y que se apoyaban en
riguroso esoterismo». Para sostener estas teorías, tales historiadores recuerdan que
para hablar del gnosticismo de los templarios habría sido necesario que existiera una
gnosis militante en el tiempo en que vivieron, lo cual, a nuestro juicio no es el caso.
Ahora bien, en 1945, un labrador egipcio de Luksor descubrió, al cultivar su
parcela de tierra, un ánfora que esparció, al romperse, pergaminos sumamente
reveladores. Estos documentos, escritos en lengua copta, proceden del siglo III de
nuestra Era; se trata de libros sagrados de los gnósticos, en los cuales se pueden ver
las «Revelaciones de Hermes-Thot», juntamente con los «Evangelios secretos de
Tomás y Felipe».
De este modo, aparece la prueba de que la vieja religión egipcia se incorporó, a
través de los gnósticos, al cristianismo naciente, como se había incorporado ya al
helenismo con Pitágoras y Platón. A partir de aquí, nada se opone a que los
templarios aparezcan como neognósticos que quieren restablecer un vínculo con la
Gran Tradición.
Anatole France, burlándose de las pretensiones de los ocultistas de que estaban en
conexión con el pasado más remoto mediante una filiación secreta, sólo reconocía a
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los Iluminados de Baviera, en el siglo XVIII, como a los sucesores auténticos de tal
filiación, Esto era, digámoslo en seguida, demasiado expeditivo; hemos expresado ya
la opinión que merecía la «Iluminaten Orden» y sus elementos racistas anunciadores
del nacionalsocialismo. Pero no hay que olvidar, sin embargo, el punto de partida
primordial que representa la gnosis y sus característicos resurgimientos: la Orden del
Temple y el catarismo.
En nuestro capítulo sobre Wagner veremos las complejas imbricaciones entre el
catarismo y el templarismo, así como la unión sagrada de las dos «herejías», para
utilizar un término tan caro a la Iglesia. Bástenos por ahora plantear en términos
históricos el problema de esta alianza.
En efecto, hemos evocado rápidamente el intento de alianza con los sarracenos
que se ofreció a los templarios, en términos cruciales, hacia el año 1180. En esta
fecha, los musulmanes empiezan a alcanzar las victorias militares que conducirán a
su jefe Saladino a efectuar, en el año 1187, su entrada en Jerusalén. Así, pues, está
pendiente una cuestión política y diplomática: «Hay que llegar a concluir un modus
vivendi, o proseguir la guerra a ultranza». Naturalmente, el clero romano se inclina
por la última solución, y momentáneamente consigue su propósito.
Pero, frente a ella, el rey de Inglaterra Enrique II Plantagenet, y su hijo Ricardo
Corazón de León, sueñan compartir con Saladino la Tierra Santa. (Señalemos que es
el capellán de Enrique II, Map, quien debía escribir, en Gran Bretaña, Lancelot, el
romance de los caballeros de la Tabla Redonda, es decir, la historia del Santo Graal
de los cátaros). Bástenos con indicar que Map era un templario, partidario (como, por
lo demás, todos los templarios) de la unión con el catarismo contra la omnipotencia
pontificia. En efecto, y para cerrar el círculo templarismo-catarismo, es suficiente
subrayar que el proyecto de Enrique II encontró gran apoyo en la persona del conde
de Toulouse, Raimundo V, el «rey» de los cátaros.
Para Raimundo V existen buenas razones en favor de esta elección. En primer
lugar, el rey de Francia acaba de emprender una cruzada contra sus súbditos
heréticos, los cátaros. Esta «cruzada» había de durar muchos años. Ahora bien,
Raimundo V controla todos los puertos del litoral mediterráneo, desde Marsella a
Narbona; el comercio con la «hija de Toulouse», la Tripolitania[75], colonia románica
en aquella época, le sirve de derivativo para los mercados de la economía occitana. A
estas razones de orden táctico y colonial, se añaden motivos culturales y
sentimentales: la hermana de Raimundo V se ha convertido en esposa de Saladino, y
todos los trovadores se embarcarán con sus señores, Ricardo Corazón de León y
Raimundo, ambos príncipes mecenas de las cortes de amor.
Estos proyectos británicos y occitanos no desagradan a los templarios, quienes
observan una neutralidad muy benévola hacia el Midi en el conflicto que opone esta
región al rey de Francia y al trono de san Pedro. A partir de entonces, su política se
desarrollará sin cesar en este sentido: ante todo, la elección del trovador Roberto de
Sablé para el título de Gran Maestre de la Orden Templaría. Este último será seguido
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de numerosos occitanos a la cabeza de la Orden, hasta la caída del Temple en tanto
que organización religiosa. Pero al proseguir con esta política los monjes-soldados
toparon en su camino con el rey de Francia y el Papa, lo que les fue fatal. Se olvida
demasiado fácilmente que su «sede social» se encontraba en Francia y que el país de
la flor de lis era la hija primogénita y obediente de la Iglesia. Al hacerse la orden
político-religiosa extremadamente poderosa, la búsqueda de nuevas alianzas contra el
rey de Francia debía tener un efecto de bumerán, en la medida en que el Papa
abandonaría la Orden, lo que se produjo con Clemente V. En este momento, la Orden
se hunde.
Los numerosos historiadores del Temple no comprenden por qué este Papa
inteligente y valeroso no se opuso a la verdadera negación de la justicia que fueron el
arresto y la condenación de los templarios por Felipe el Hermoso, rey de Francia. La
razón que éstos han ignorado, o dejado en silencio, vale, por sí misma, por todas las
otras. Clemente V, de origen occitano, era lo que se podría llamar un colaborador
avant la lettre. Instruido por sus orígenes meridionales, había percibido al instante la
alianza de sus compatriotas —nos referimos a los cátaros— con la orden del Temple.
Clemente V debía de estar ligado a Felipe el Hermoso, quien le había hecho regalo
del trono pontificio y que, por el acuerdo de Saint-Jean-d’Angély, se había reservado,
como contrapartida, el derecho de apoderarse de los considerables bienes del Temple.
Entonces, con ocasión del Concilio de Viena, en 1311, ocurrió este hecho asombroso:
que mientras todos los participantes esperaban que se hiciera la luz sobre esta
misteriosa Orden del Temple, se discutió, por el contrario, entre otras cosas, acerca de
cuestiones del Vaticano y del nombramiento de un arzobispo en Pekín. La disolución
de la Orden del Temple, al año siguiente, no estuvo acompañada de ninguna
explicación. El mismo año (1314) en que, fíeles al destino gnóstico, los templarios
subían a la hoguera maldiciendo a sus verdugos, el Papa Clemente V y el rey Felipe
el Hermoso morían, con algunos meses de intervalo, víctimas de un mal misterioso.
Algún tiempo después, unos desconocidos cortarían la mano derecha de la estatua de
Clemente V que se levanta sobre el atrio de la catedral de Burdeos. (En el antiguo
Derecho Canónico, la mutilación de la mano era la pena infligida a los parricidas). A
los lectores ávidos de misterio, bástenos recordarles que la maldición lanzada por el
último Gran Maestre del Temple, Jacques de Molay, contra la casta de los Capeto
había de encontrar su aplicación final el día en que la cabeza del desgraciado rey
Luis XVI rodó sobre el serrín del cadalso. Un espectador, que se había abalanzado
hacia la guillotina, mojó sus dedos en la sangre del monarca, y recogiendo algunos
coágulos los lanzó sobre la muchedumbre, gritando: «¡Yo te bautizo, pueblo, en
nombre de la libertad y de Jacques de Molay!». Por lo que se refiere a la maldición
concerniente a los Papas, los francmasones se encargaron de ejecutarla,
proclamándose, con razón o sin ella, descendientes espirituales de la Orden
perseguida. Por nuestra parte, pensamos que el relevo hasta la francmasonería se
operó mediante la Rosacruz, movimiento esotérico que es interesante estudiar.
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4. La orden de la Rosacruz
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transmutación de los metales y la fabricación de oro, no era totalmente desinteresado.
La realización de la «gran obra» y del «huevo filosofal» podía encubrir empresas
mucho más prosaicas. De hecho, la tradición alquímica, inspirada en gran parte por la
Cábala judía, aparecía, aunque hubiera atraído a espíritus elevados, como una
desviación de las fuerzas espirituales hacia un objetivo material, con vistas a
procurarse riqueza y poder. No obstante, hay que señalar que Flamel conocía el
simbolismo de la rosa, tan caro a los rosacrucianos, y se sirvió frecuentemente de él.
La rosa mística no era ignorada por los templarios, y su sentido es conocido (símbolo
de todas las virtudes del conocimiento) por toda la tradición esotérica.
Durante largo tiempo secreta, la Rosacruz empezó a concretar sus objetivos
durante el Renacimiento, que se mostraba más tolerante que la Edad Media hacia las
«brujas». En esta nueva Edad, la Rosacruz ve el fin de un ciclo, el de la época
medieval, que se había de acompañar de trastornos cósmicos. Sus miembros
quisieron ser así los anunciadores y fundadores de este nuevo mundo purificado por
el fuego, y restablecer una especie de Paraíso Terrestre. La sigla INRI tenía para los
iniciados una significación no cristiana que autentifica este mito: Igne Nature
Renovatur Integra (La Naturaleza es renovada completamente por el fuego). Este
fuego, que obtiene su poder del Sol, tiene un triple significado:
Sin embargo, para los rosacrucianos, la alquimia era el «Parergón» (es decir, una
obra secundaria), en tanto que la obra por excelencia era el «ergón», que aporta al
conocimiento. Esta idea era traducida por la siguiente fórmula: «Vosotros mismos
sois la piedra filosofal, vuestro propio corazón es la primera materia que debe ser
transmutada en oro puro».
La Rosacruz ha hecho correr mucha tinta, y algunos han puesto en duda su
existencia. Según Héron Lepper: «Esta sociedad famosa, admitiendo que haya
existido alguna vez, ha de ser considerada como la cadena que vincula las
asociaciones esotéricas de la Edad Media con las de los tiempos modernos». Que se
pueda poner en duda la existencia de la Rosacruz, y ver en ella un eslabón de la
tradición esotérica, es algo bastante paradójico, sin que esto nos sorprenda, ya que,
recogiendo una idea de Eric Muraise[80], sería más bien un signo de su poder. Hoy día
tenemos suficientes documentos, que son otras tantas pruebas, para no dudar de la
realidad de esta sociedad secreta.
Es en Alemania, convertida en tierra de elección del ocultismo (y que debía
seguir siéndolo), donde se desarrolló la flor mística de la Rosacruz. Un pastor
luterano, Juan Valentín Andreae, reveló su existencia por vez primera en 1614 en un
libro titulado Las bodas químicas de Cristián Rosenkreuz, en el que desvela algunos
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secretos de la secta. El grupo oculto existía ya desde hacía tiempo, pues Agrippa de
Nettesheim (1486-1533), el célebre médico Paracelso (1493-1541) y Heinrich
Khunrath (muerto en 1690) parecen haber formado parte de él. En esta época tiene
lugar la expansión espiritual de la secta y se adopta el símbolo definitivo de la
Rosacruz: una rosa roja, fijada en el centro de una cruz también de color rojo, «ya
que fue salpicada por la sangre mística y divina de Cristo».
Las comunidades de magos creadas en toda Europa por Nettesheim habrían dado
origen en 1570, en Alemania, a los hermanos de la Rosacruz de oro. Pero es
Khunrath, el fundador de la pansofía, quien creó la mística del rosacrucianismo
integral, que promete «materializar los espíritus y espiritualizar los cuerpos». Los
«rosae crucis» de tendencia mística perdieron su influencia en el siglo XVIII a manos
de los «aureae crucis», rama secundaria de tendencias más pragmáticas. Este
programa gnóstico no debe hacernos olvidar los objetivos de la Rosacruz, que siguen
siendo invariables. En el mes de julio de 1785, un rayo alcanzó al doctor Lange. Se
encontraron en su casa documentos que demostraban que, en el Congreso
rosacruciano de Wilhelmsbad, él había decidido la muerte de Luis XVI. El jefe del
complot, que no era otro que el fundador de los Iluminados de Baviera, el profesor
Weishaupt, tuvo el tiempo justo de ocultarse en casa de uno de sus discípulos y
alumno: el duque de Sajonia-Gotha, que le dio asilo. La Corte de Baviera,
señalémoslo, hizo imprimir los archivos de los conjurados. No obstante, ningún
historiador —que sepamos— ha tenido la idea de formularse esta pregunta: ¿Por qué
haber elegido a Luis XVI? Todo se ordena, no obstante, alrededor de un
encadenamiento lógico; el pivote central de la organización, evitando en este sentido
el error templario, se había refugiado en Baviera. La creación de la francmasonería, a
partir de la rama de los «rosae crucis aureae» evocados anteriormente, sirvió de
pantalla protectora a la verdadera Rosacruz, que desapareció detrás de esta
organización para no reaparecer jamás a la luz del día. Desgraciadamente para ella,
los Iluminados de Baviera nos proporcionan una huella irrefutable de este complot,
del que el propio La Fayette percibió sus ecos. El 24 de julio de 1789, el marqués
escribía: «Una mano invisible dirige el populacho». Con el transcurso del tiempo,
uno está cada vez más persuadido de la existencia de una conjura, ya que se
encuentra un rosacruciano (o uno que pretende serlo) en el origen del asunto del
collar que causó la deshonra de la reina María Antonieta y, simultáneamente, del
clero a través del cardenal de Rohan; nos referimos al italiano Cagliostro.
Por el contrario, parece que la nueva francmasonería (sobre todo la francesa) no
estaba al corriente de nada. Lo que refuerza nuestra idea es la asombrada reacción de
La Fayette ante los primeros tumultos; ahora bien, éste era un masón notorio.
Podemos añadir a Bailly, quien, antes de caer, como muchos otros, bajo la cuchilla de
la guillotina, escribía con bastante lucidez en sus Memorias: «Es necesario un espíritu
profundo y mucho dinero para calificar este plan abominable».
Sin duda, la Historia jamás llegará a encontrar las huellas materiales de este
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complot internacional, pero hay muchas probabilidades de que fuera de Alemania
(más concretamente de Baviera) y de Gran Bretaña de donde partieran las consignas,
va que concordaban en la política del momento; y, como por casualidad, fueron estos
Estados los que acogieron favorablemente a los templarios en su huida (y no tomaron
ninguna medida contra la Orden), permitiéndoles efectuar lo que hoy día se
denominaría una reconversión[81].
La búsqueda del conocimiento a través de la investigación de la Gran Tradición
no se extinguió, por tanto, con los templarios y los cátaros. ¿Acaso el rosacruciano y
primer filósofo de su tiempo, Francis Bacon, no trató, en su obra Nova Atlantis, el
tema de la Tierra Santa, tan caro a Cristián Rosenkreuz? Con el tema de la nueva
Atlántida y del continente perdido, que fue también la Tierra Santa, tenemos un
resumen prodigioso y significativo de todos los sueños de los gnósticos y de los
maniqueos, de los sacerdotes de Amón y de los cátaros, de los pitagóricos a los
templarios, sueños que se encuentran condensados en una síntesis fulgurante. Pero ya
la búsqueda de la Gran Tradición se ha alejado de nuestras fronteras para situarse en
la periferia de Francia: es en Alemania y en Austria donde, a partir de entonces,
encontraremos sus huellas. Sin embargo, antes de seguir con el tema, es aconsejable,
para una mejor comprensión de los fenómenos históricos, poner en lugar destacado a
los Mesías de los tiempos nuevos, es decir, los profetas.
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5. Los signos de los tiempos
«En verdad os digo que hay algunos entre los presentes que no gustarán la
muerte antes de haber visto el Hijo del Hombre venir en su reino» (Mateo,
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XVI, 28).
Estas palabras de Jesús tienen un sonido profético, al anunciar la Era del Espíritu
Santo o del Paráclito. El Apocalipsis de san Juan traduce claramente la efervescencia
que provoca la espera del fin del mundo, después de la venida del Cristo, exacerbada
por las desgracias de aquel tiempo. San Pablo reaccionó violentamente contra esta
tendencia, aconsejando la moderación. Pero, paralelamente, el Apóstol de los
Helenos organizará la espera de la ciudad celeste. Según la enseñanza del Evangelio,
proclama: «Pero nuestra ciudad está en los cielos». Al principio de la predicación
cristiana, el Imperio Romano se halla en su apogeo, y el reino de los césares parece
anunciar la edad de oro. Con el reinado de Nerón, las perspectivas cambian, y a partir
de entonces se sucederán los trastornos políticos. En el siglo II aparecen teólogos
como Tertuliano que se lanzan con ardor a la interpretación apocalíptica: para este
último, el fin del mundo es inminente, y por ello tanto más mediocre aparece el valor
de las cosas terrestres. Por el contrario, Orígenes (185 - h. 255) se opone
vigorosamente al milenarismo, distinguiendo las dos ciudades: la ciudad terrestre y la
ciudad celeste.
San Agustín, obispo de Hipona (354-430), fue al principio maniqueo. Convertido
al cristianismo, trata, en La Ciudad de Dios, de superar el antagonismo entre el poder
espiritual y el poder temporal, sometiendo el emperador a la Iglesia. Se erige en
campeón del sacerdotalismo. Agustín abandonó toda perspectiva milenarista: «las dos
ciudades no han dejado de existir una junto a otra desde el origen de los tiempos; una
tiene a Caín, y la otra a Abel, por fundadores. Una es la ciudad terrestre con sus
poderes políticos, su moral, su Historia y sus exigencias; la otra, la ciudad celeste,
que, antes de la venida de Cristo, fue simbolizada por Jerusalén, es ahora la
comunidad de cristianos que participan de un ideal divino: esta ciudad sólo está aquí
en peregrinaje o en exilio, como los judíos lo estaban en Babilonia; las dos ciudades
seguirán existiendo una junto a otra hasta el fin de los tiempos; pero, después, sólo la
ciudad celeste subsistirá para participar en la eternidad de los santos»[82].
No obstante, la lucha que está teniendo lugar es realmente la del sacerdocio y el
imperio en el marco milenario de los tiempos proféticos. El emperador y el Papa
lucharán por la dirección espiritual de los hombres, y en este combate el primero será
vencido, ya que a la muerte de Teodosio (395) el Imperio es dividido, en tanto que la
cristiandad permanece unida.
Así, pues, es en Occidente donde las tentativas de restauración imperial se
sucederán, tras las grandes invasiones, desde Carlomagno a Hitler, pasando por
Federico I (Barbarroja) y Napoleón, con idéntico fracaso. La Iglesia vela para
impedir toda restauración del Mesías imperial, del orden romano o germánico que
destruirá su omnipotencia.
A partir de esta época la guerra entre los dos poderes está siempre lista para
estallar.
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Tras la ruina del mundo antiguo y el fracaso de la restauración justinianea, el
reinado de Carlomagno, emperador de Occidente, aparece, en medio del caos de los
pueblos (800-814), como una nueva edad de oro para los partidarios del Imperio, y el
recuerdo, embellecido por la leyenda, del emperador de la barba florida, seguirá
estando vivo en el pueblo junto con la nostalgia de la Pax romana. Esto es lo que
explica la leyenda del emperador dormido:
«El emperador Otón III (983-1002) había sido advertido en sueños que debía
exhumar el cuerpo del emperador Carlomagno. Se sabía que reposaba en Aquisgrán,
sin que se pudiera precisar exactamente dónde. Después de tres días de ayuno, los
buscadores iniciaron su tarea. Descubrieron el cuerpo de Carlomagno, como Otón lo
había soñado, en una cripta abovedada bajo la basílica de Santa María. El cuerpo,
perfectamente conservado, estaba revestido con la gran túnica imperial y se mantenía
sentado sobre un rico trono. En este estado fue mostrado a la vista del público y
vuelto a inhumar en la misma basílica, detrás del altar de san Juan Bautista.
»La exhumación de Carlomagno por Otón III enfebreció las imaginaciones. Se decía
que Carlomagno había sido descubierto con el cetro en la mano y los Evangelios
sobre las rodillas, que sólo estaba dormido y que despertaría un día para reinar sobre
Europa, como lo habían enunciado los profetas. Tras la muerte de Federico II (1250),
la leyenda se transfirió en su beneficio. Luego, en el siglo XVI, nuevamente recayó en
Federico Barbarroja, muerto en 1190.
»Desde entonces, para todos los alemanes, el emperador prometido duerme en las
profundidades de una gruta de Turingia. Está sentado ante una mesa de piedra, y,
dado que duerme, su barba rodea ya varias veces el contorno de la mesa. En
ocasiones, se despierta para preguntar al pastor que le vela: “¿Vuelan todavía los
cuervos alrededor de la montaña?”, y el pastor responde tristemente: “Sí”. El
emperador reemprende entonces su sueño secular, esperando el día en que conducirá
a Alemania a la cabeza de todos los otros pueblos»[83].
«Entonces, el Reich que durará mil años abarcará toda Europa». Como subraya
Eric Muraise, «la leyenda del emperador dormido adquirirá una nueva magnitud
cuando se apoye en la transposición poética de la leyenda del Graal, copa santa, cuya
revelación purificará y unirá a la cristiandad desmembrada. Sin embargo, la vía de
transmisión será diferente. El mito del Graal nace en la Galia, y de aquí pasa a
Germania»[84].
Paralelamente, tiene lugar el terror de las proximidades del año 1000, y las
profecías de Rémy y de san Cesáreo anuncian el cisma final de la Iglesia, sin dar
ninguna fecha.
Más tarde, las profecías sagradas se apoyarán mutuamente para adquirir un nuevo
impulso: citemos, de memoria, al monje Glaber, pero, sobre todo, a Joachim de Flore,
figura que merece nuestro interés (1145-1202). Este abad del monasterio cisterciense
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de Corace (Sicilia) era un espíritu místico y un alma atormentada por el mal que veía
penetrar en el santuario, la Iglesia, y comparaba ésta a una cueva de bandidos. Este
espíritu elevado debe ser incluido cerca de los cátaros por su esfuerzo en retomar a la
pureza. Joachim anuncia el juicio de Dios que herirá a la Iglesia por el poder de los
nuevos caldeos, es decir, Alemania. Además, el monje anuncia el Anticristo, y
predecía a Ricardo Corazón de León que este Anticristo ocuparía el trono pontificio.
El Evangelio eterno de Joachim de Flore tuvo un gran éxito en el seno del
movimiento antirromano. Según esta obra, la Humanidad se divide en tres edades: el
reino del Padre, el del Hijo, que se acababa en 1260, y el del Espíritu Santo, que
coincide con el fin de los tiempos.
Este espíritu místico, anunciador de los tiempos imperiales y precursor de la
Reforma, halló crédito en Alemania e Italia, ya que Dante, afiliado a la secta de
emanación templaría de los Fideli d’Amore, sitúa al Papa en uno de los siete círculos
del Infierno y se adhiere al partido imperial de los gibelinos.
En la gigantesca lucha que opone al emperador y el Papa, dos clanes, en los que
encontramos otra vez mezclados a cátaros, valdenses, gibelinos y templarios, se
enfrentan en el curso de los cuatro siglos que van desde el año 1000 al 1400.
Federico I Barbarroja tuvo grandes dificultades con el Papa, pero no supo, como sus
predecesores, transponer la lucha al plano de las ideas. Federico II, emperador desde
1220 a 1250, adoptó la vía más sutil del esoterismo. Emperador de Alemania, rey de
los romanos, rey de Sicilia, rey de Jerusalén, Federico II de Hohenstaufen fue un
soberano prestigioso. Esta gran inteligencia, este enemigo irreductible de los Papas
fue iniciado al sufismo islámico; hablaba varias lenguas, entre ellas el árabe y el
griego. Por el esoterismo, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico
buscaba, él también, la llave de las cosas ocultas por la búsqueda del conocimiento a
través de la historia de Merlín el Mago y del Graal. También hacia 1228, Federico II
fue iniciado, en San Juan de Acre, en los misterios templarios; fue elegido por los
templarios y los caballeros teutónicos, ligados por un pacto, para ser el emperador del
mundo. El plan fracasó, porque la Iglesia supo atacar a sus enemigos en frentes y
momentos diferentes. Pero el hecho subsiste, y un vestigio singular de esta época es
el castillo octogonal de Castel del Monte, en Sicilia. Esta construcción servía para
reuniones misteriosas, y debía ser la sede del Nuevo Imperio. Federico II supervisó
por sí mismo la construcción, que pone de manifiesto un plan secreto de arquitectura
templaría imbuido del simbolismo sagrado de las cifras.
Este castillo nos hace recordar a cierto burgo nazi donde se reunía el Capítulo de
una Orden que pretendía suceder a los templarios y a los caballeros teutónicos. El
Gran Maestro era Heinrich Himmler, gran admirador de la Edad Media y del Sacro
Imperio. En estos círculos se invocaba continuamente el esoterismo medieval y el
movimiento antipapal. Para prueba, basta el libro de H. S. Chamberlain, libro de
cabecera de Hitler, donde el autor de La génesis del siglo XIX exalta a Dante, el hereje,
y el movimiento «los von Rom». Savonarola también es llevado al pináculo, él, que
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fue quemado por orden del Papa.
Nacido en Alemania, el movimiento contra el Papado encontró su expresión final
con Lutero, quien se opuso definitivamente al dominio de Roma. Así, a pesar de su
fracaso, estas luchas imperiales no debían resultar vanas, ya que anunciaron y
prepararon el camino de la Reforma. Ahí empezó todo. Ahí está el gozne de los
tiempos modernos. La Reforma dio nacimiento, más allá del Rin, a una libertad
intelectual desconocida en los países católicos. De esta libertad debían brotar el genio
romántico del siglo XIX y las figuras prodigiosas de estos nuevos profetas que fueron
Wagner y Nietzsche.
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SEGUNDA PARTE: LOS NUEVOS TIEMPOS
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La segunda parte de nuestro estudio sobre los orígenes del pensamiento hitleriano
comienza con los dos grandes iniciadores del III Reich, que fueron Nietzsche y
Wagner. Es significativo que Wagner y Nietzsche fueran los dos únicos nombres de la
época bismarckiana que traspasaron las fronteras alemanas y llegaron hasta
nosotros. En realidad, cronológicamente, uno es posterior al otro, sirviendo la fecha
de 1870 como punto común de referencia, pero ya se elabora el espíritu de finales de
siglo, y el «¡Dios ha muerto!» de Federico Nietzsche se acompaña del sustituto, el
hombre-dios, el superhombre que los nazis se esforzaron en crear.
Si el Crepúsculo de los dioses wagneriano responde como un eco el Crepúsculo
de los ídolos nitzscheano, esto no es producto de una casualidad, sino más bien la
manifestación de una corriente biológica, destructora dada su naturaleza
subterránea. Contrariamente a algunos wagnerianos, probablemente
bienintencionados, creemos que en el trasfondo de la Tetralogía había algo más que
la admiración estética o la perfección musical. Creemos que el mensaje poético del
maestro de Bayreuth contenía una verdadera Weltanschauung germánica, que se
enraizaba en la tradición gnóstica, aderezada al gusto del día por un maniqueísmo
racista y profundamente nacionalista. No ignoramos que la audición de la música de
Ricardo Wagner provocó en Adolf Hitler un verdadero efecto de catarsis[85] y una
toma de conciencia, decisiva para el resto de la Humanidad, de su vocación política:
veinte millones de hombres murieron por la voluntad de uno solo… Este simple
recuerdo de las fechorías planetarias a las que se entregó el III Reich nos impide
proseguir más allá nuestras investigaciones, sin tratar de saber por qué los fastos de
Núremberg recordaban de modo tan extraño a tos de Bayreuth. Nuestra curiosidad
ha sido recompensada, pues la mitología wagneriana aparece ya impregnada de
biología y conduce al racismo, ya que el símbolo del Graal contiene la idea de la
sangre pura, de la sangre regeneradora para la raza germánica, y únicamente para
ella.
Por lo que se refiere a Nietzsche, muchos puntos parecen haber sido pasados por
alto, pero el fundamento de su filosofía nos es conocida. No obstante, es después de
su encuentro con Wagner y del fin de la amistad entre ambos cuando Federico
Nietzsche parece haberse apartado fundamentalmente del cristianismo, lo cual
merece ser subrayado, ya que las pistas están borradas como a propósito. Sin
embargo, la liberación religiosa y la creación del superhombre justifican por sí
mismas un enfoque del pensamiento del filósofo alemán, puesto que, no debemos
olvidarlo, el mito hitleriano del superhombre procede directamente de Federico
Nietzsche. Este superhombre es el hombre fuerte, el hombre liberado de todas las
convenciones burguesas, el hombre cínico, el hombre que remplaza a su creador, el
hombre-dios.
Adolf Hitler declaró a Hermann Rauschning, presidente del Senado de Danzig:
«El nacionalsocialismo es más que una religión, es la voluntad de crear el
superhombre».
«Este libro incumbe a los más raros…, éstos serían los que comprenden
mi Zaratustra».
Y, tras haber advertido al lector, El Anticristo se inicia con una frase llena de
sobrentendidos: «Veámonos tal cual. Somos hiperbóreos». Habiendo sido Lanzada la
definición, nuestros lectores no tendrán ninguna dificultad en reconocer, a través de
lo que hemos escrito sobre la tradición hiperbórea, la iniciación nietzscheana; en
realidad, estas obras vuelven a ocupar el lugar que no habrían debido abandonar, el de
una escuela de pensamiento muy definida y de objetivos muy precisos: el retorno a
los gigantes originarios mediante la creación del superhombre.
A esta declaración preliminar sigue, en El Anticristo, un pasaje que reproducimos
aquí in extenso por la densidad premonitoria que encierra: «Ni sobre la tierra, ni sobre
el agua, hallarás el camino que conduce a los hiperbóreos: ya Píndaro sabía esto de
nosotros. Más allá del Norte del hielo, de la muerte —nuestra vida, nuestra felicidad
—. Descubrimos la felicidad, conocimos el camino, hallamos el origen de milenios
enteros de laberinto. ¿Quién más lo encontró? ¿Sería éste el hombre moderno? “No
sé dónde ir, dónde venir; yo soy aquél que no sabe dónde ir, dónde venir”, gime este
hombre moderno… De este modernismo estamos enfermos, de la paz podrida, del
compromiso ruin, de todas las virtudes equívocas del “sí” y el “no” moderno… j
Mejor vivir en el hielo que entre estas virtudes modernas y otros vientos del Suri
Somos bastante valerosos, nos preocupamos tan poco de lo nuestro como de lo ajeno:
pero durante largo tiempo no hemos sabido dónde ir, o venir, con nuestra valentía.
Nos convertimos en sombras, se nos llamaba fatalistas… Lo que yo planteo aquí no
es el problema de lo que será la continuación de la Humanidad en la sucesión de los
seres: sino qué tipo de hombre se debe producir, se debe desear, un hombre que sea
de cualidad superior, más digno de la vida, más seguro del porvenir».
Este deseo de regresar al reino de los gigantes es lo que explica el odio que
Nietzsche profesa respecto al cristianismo, presentado por él como una religión de
Nietzsche piensa que el superhombre debe ser elaborado por medio de una selección
biológica. Este superhombre es concebido a base de una inteligencia sutil pero
desengañada, y debe destruir nuestra civilización, corrompida por el materialismo.
Esta nueva variedad biológica debe, pues, ser protegida de toda mácula, tanto si
procede de los judíos como de los tarados; éste es el primer punto sobre el que
conviene insistir, además, no se trata de elevar a toda la raza germánica a este nivel,
sino sólo a algunos de sus representantes cuidadosamente escogidos. Nietzsche, el
primero, desarrolló esta idea:
Lo que nos hace sonreír es que algunos han intentado, por otra parte en vano,
oponer el superhombre nietzscheano al superhombre nazi. Para ello se han basado en
el carácter aristocrático del hombre-dios nietzscheano. Parece como si estos exegetas
hubieran leído mal al autor de El Anticristo, cuando le atribuyen nobles proyectos:
«Wotan puso en mi pecho un corazón duro», dice una vieja saga escandinava;
esto es hacer hablar como se debe a un fiero vikingo. Semejante hombre se
enorgullece de no dejar paso a la piedad; éste es el motivo por el cual el héroe de la
saga añade esta advertencia: «El que no tiene ya desde joven un corazón duro no lo
tendrá jamás».
Las alusiones nietzscheanas a los hiperbóreos aportan la prueba de esta voluntad
germánica de volver al mito de su origen: la polar y fría Thule. ¿Había que suponer
que, contrariamente a Richard Wagner, no se hace ninguna alusión a los cátaros de
Occitania en las páginas del autor de Así hablaba Zaratustra? Desengañémonos y
veamos cuál es, según él, en la Edad Media, el portador del estandarte de nuestra
Sin embargo, es curioso ver a Karl Marx figurar al lado de Nietzsche en este
homenaje a los occitanos.
En su obra La Alemania de Hitler[87], Claude David afirma, y no es el único: «Es
poco probable que este negador apasionado (Nietzsche) hubiera aprobado la
Alemania de Hitler más que la de Bismarck, que él detestaba. Y, por otra parte, los
hitlerianos raras veces le han invocado».
El lector se ha hecho ya una idea de las numerosas actas que los hitlerianos han
tomado al filósofo. Es justo ahora, con objeto de destruir una leyenda dudosa, que
examinemos el juicio de Hitler, ya que, contrariamente a lo que se escribe, ¡el Führer
parecía conocer muy bien a este filósofo!
Ricardo Wagner nació en Leipzig, en el reino de Sajonia, en 1813. Su madre era una
mujer sin igual. Vuelta a casar tras la muerte de un primer marido, se instaló en
Dresden con sus hijos. Como él mismo confiesa, Ricardo Wagner tuvo una infancia
muy libre: «Crecí —dice— al margen de toda autoridad, sin otros maestros que la
vida, el arte y yo mismo. (…) En nuestro mundo, donde la manía de educar ha sido
llevada hasta el exceso, este regalo sólo nos llega por casualidad. Perdí a mi padre en
mi más tierna infancia. Segura de ser bien recibida, la Noma[89] se deslizó en mi cuna
y me hizo la gracia de este don que ya no me abandonó». Si, efectivamente, le fue
concedido un don a este futuro prodigio, éste era en realidad el de la música.
Muchacho indócil, voluntarioso, turbulento e imaginativo, el joven Ricardo sólo
trabajaba cuando algo le apasionaba. Con entusiasmo aprendió de este modo el
griego, el latín, la mitología y la Historia antiguas.
Durante su adolescencia, las ideas revolucionarias inflamaron su espíritu
generoso; el joven se ahogaba en el ambiente burgués de una Alemania pagada de su
Historia. Goethe tenía ochenta años, y la decadencia y la mediocridad artísticas se
instalaban por doquier. En música, la ópera cómica y la gran ópera italiana hacían tal
furor que llegaban a eclipsar al genial Beethoven.
Pero Wagner estaba marcado por el genio trágico. La lectura de las obras de
Esquilo y de Sófocles fue para él una revelación, así como la de las tragedias de
Shakespeare.
Experimentando todas las cosas con extraordinaria sensibilidad, conmovido y
apasionado por los acontecimientos que resonaban profundamente en él, Wagner
debía traducir este exceso de entusiasmo y lirismo mediante su más grandiosa
expresión, la música. Aspirando con todas sus fuerzas a un mundo ideal, esta salvaje
energía le impulsaba ya a escribir dramas a la edad de quince años. Veía al hombre,
liberado de las trabas de la lengua, expresarse por fin en un lenguaje universal.
Éste es el reino que tratará de conquistar Lohengrin, el caballero del Santo Graal.
No relataremos aquí la leyenda del Graal, ya que lo hemos hecho anteriormente.
Bástenos recordar las grandes líneas del Lohengrin de Wagner: El preludio, mediante
las armonías estáticas del Santo Graal, nos eleva a una región celeste.
El iniciado de Montsalvat[90] se sumerge en la plegaria. Un ejército de ángeles
sostiene en medio de los caballeros la copa del Santo Graal. El vaso sagrado ha sido
confiado a la custodia de un puro.
El drama tiene lugar en el siglo X, cerca de Angers. El emperador de Alemania,
Enrique el Pajarero[91], ha reunido a los señores del lugar con objeto de juzgar a Elsa,
hija del difunto duque de Brabante, acusada de haber matado a su hermano para
conseguir la corona. La acusación parece triunfar cuando surge de pronto un
caballero rodeado de un halo luminoso. Su armadura de plata brilla de un modo
esplendoroso. Su barca se desliza sobre las olas arrastrada por un cisne blanco[92],
símbolo del conocimiento esotérico y de la pureza. Lohengrin interviene en favor de
la joven Elsa. Desafía en combate al felón caballero Federico, que codicia el trono y
había dirigido infames acusaciones contra la joven. Federico y su esposa Ortrudis,
alma de la conjuración, huyen lejos a meditar su venganza. Tras numerosas
aventuras, que sería demasiado largo reproducir aquí, Lohengrin mata a Federico ante
los ojos de Elsa, que ha manifestado su deseo de conocer la identidad del joven
caballero. Ahora bien, éste es un misterio que Lohengrin sólo desvelará al final del
drama. «En un país lejano, inabordable —dice—, se alza un castillo llamado
Montsalvat. Allá resplandece un templo luminoso; sobre la tierra no hay nada más
maravilloso». Así transportado, el resplandeciente desconocido revela el misterio del
Santo Graal aportado por los ángeles a los hombres puros y que confiere a sus
iniciados fe, valentía y fortaleza.
Hecha la revelación, Lohengrin tiene que partir. En vano el rey, los nobles y la
bella Elsa, arrepentida, intentan retenerle. Su destino ha de cumplirse. El Santo Graal
llama de nuevo a su mensajero, y el cisne ha reaparecido sobre el río arrastrando su
frágil esquife. Al ver partir a Lohengrin, Elsa se desploma y entrega su alma.
Con Los maestros cantores, Wagner aborda el género satírico. En esta obra, el
compositor opone al pedantismo escolástico de las corales burguesas la pura
inspiración de los Minnesinger o trovadores del siglo XII, aquellos caballeros-poetas
impregnados de ideal cátaro y cuyo espíritu continúa viviendo en un poeta de raza,
lleno de juventud y entusiasmo. Esta creación tiene por marco el viejo Núremberg del
siglo XVI. El caballero-poeta se llama Walther de Stolzing, joven señor de Franconia.
Sólo el viejo Hans Sachs, poeta tradicional y por añadidura sabio, ha descubierto en
Walther la llama del genio. Después de haber sufrido las burlas de artistas ya caducos,
el caballero-cantor triunfará por fin, y, ensalzado por la muchedumbre que se
manifiesta en favor de él, obtendrá la corona que consagra el genio político.
El oro del Rin, preludio a las tres jornadas que son La Walkiria, Sigfrido y El
crepúsculo de los dioses, está dominado por la lucha de las entidades divinas contra
sus enemigos enanos y gigantes, unidos por el trágico vasallaje del oro puesto bajo la
custodia de las hijas del Rin. En esta lucha por el anillo mágico, fuente del poder
maléfico, los dioses salen embellecidos con la gloria luminosa de los vencedores.
La Walkiria muestra a los hombres liberados del miedo original afrontando los
poderes tenebrosos guiados por el inmundo enano Alberich. Los dioses descienden
entre los hombres con objeto de ayudarles y les enseñan la sabiduría. Brunilda, la
joven y altiva walkiria, hija de Wotan, es el personaje central de este drama.
Sigfrido, tipo de héroe germánico, inicia la segunda jornada. Dotado de todas las
virtudes, el joven desconoce el miedo y, oponiéndose a las fuerzas del mal, mata al
Esto significa que acaba de abatir, por medio de un audaz golpe de mano, el poder
existente y que acaba de proclamar la dictadura.
Adriano, un noble Colonna que le ha acompañado en su revolución, se inquieta
ahora por sus proyectos:
Y Rienzi responde:
«Adolf continuaba subiendo, como atraído por una fuerza irresistible. Llegados a la
cumbre, la niebla se había ya disipado. Por encima de nuestras cabezas, las estrellas
brillaban con toda su magnificencia en un cielo completamente puro.
»Adolf se volvió entonces hacia mí y asió fuertemente mis manos entre las suyas. Era
un gesto que nunca le había visto hacer anteriormente. Me di cuenta de hasta qué
punto estaba emocionado. Sus ojos brillaban de animación. Las palabras no salían de
su boca con facilidad, como de ordinario, sino entrecortadas; su tono era ronco. La
voz traicionaba su agitación interior.
»Entonces, brotó de sus labios un torrente de palabras. Nunca le había oído hablar,
nunca más había de volver a oírle hablar como aquella noche. De pie bajo las
estrellas, teníamos la impresión de ser los únicos seres sobre la Tierra.
»Recuerdo que me pintó un cuadro delirante de su futuro y del futuro del pueblo
alemán.
»Hasta entonces, yo había creído que mi amigo quería dedicarse a la pintura o a la
arquitectura. Ahora me doy cuenta de que no había nada de esto. Me habló de
ambiciones más elevadas, que yo no comprendí suficientemente bien, tanto más
cuanto que, en mi opinión, nadie podía ser más grande que el artista. Me habló de una
misión que algún día el pueblo le confiaría para liberarle de la esclavitud y elevarle a
la libertad»[97].
«Nos separamos ante la casa de mis padres, y me quedé estupefacto al comprobar que
Hitler no se dirigía hacia su apartamento, sino que regresaba en dirección a la
montaña.
»—¿Dónde vas? —le pregunté, asombrado.
»—Quiero estar solo —respondió brevemente.
»Le seguí largo tiempo con la mirada, mientras partía otra vez envuelto en su abrigo
oscuro, solitariamente, hacia la noche»[98].
Los tiempos oscuros y lejanos adquirieron para él una vida intensa. Las fantasías
se convirtieron en realidad.
Escuchemos otra vez a Adolf Hitler en sus confidencias, que revelan una parte de
sus pensamientos secretos:
«Cuando escucho a Wagner, me parece que oigo los ritmos de un mundo anterior.
Imagino que algún día la ciencia encontrará en las ondas emitidas por El Oro del
Rin relaciones secretas ligadas al orden del mundo».
«La observación del mundo captado por los sentidos procede a los conocimientos
aportados por la ciencia exacta y por la filosofía. El conocimiento sensible tiene valor
en la medida que se adecúa a la verdad».
«¿Debe uno permitir que la masa del pueblo se abandone a sus tendencias,
o es preciso detenerla? ¿Hay que crear una minoría de verdaderos
iniciados? ¿Un orden? ¿Una cofradía de templarios para la custodia del
Santo Graal, del augusto receptáculo dónde se conserva la sangre
pura?»[104].
Y Hitler proseguía: «Es preciso, por otra parte, comprender Parsifal en un sentido
muy distinto de la interpretación corriente, por ejemplo aquella que ofrece el pobre
diablo de Wolzogen. Detrás de la tabulación exterior, del tópico de sacristía, de la
«La doctrina cristiana comporta el dogma del Espíritu Santo. En todos los
tiempos y en todos los pueblos de la cristiandad se ha visto reaparecer esta
idea de un tercer imperio, aquél que debe suceder al del Hijo: El imperio
del Espíritu Santo. También hoy día se capta confusamente, en la nostalgia
del dios alemán, el término del Tercer Reich», y Ernst termina: «¿Será
posible que la Humanidad encuentre una religión puramente espiritual,
que no tenga necesidad de cuerpo, de expresión o de forma, que no sea
más que sentimiento?»[107].
«Hay uno de nuestros dogmas sobre el cual quiero insistir. Se trata del
dogma de la salvación femenina. La obra del Padre se ha cumplido, y la
del Hijo, también. Queda la del Espíritu, que es la única que puede
determinar la salvación definitiva de la Humanidad terrestre y preparar,
por esta vía, la reconstitución del espíritu. Ahora bien, el Espíritu, el
Paráclito, como lo denominaban los cátaros, corresponde a lo que hay de
femenino en la divinidad, y nuestras enseñanzas precisan que ésta es la
única cara de Dios verdaderamente accesible a nuestra razón. ¿Cuál será
exactamente la naturaleza de este nuevo y próximo mesías?»[112].
Este nuevo mesías imperial debía ser el señor del III Reich, adepto de esta magia
negra a la que había sido iniciado, muy temprano, Adolf Hitler. Poco importa saber si
éste era el objetivo de los grupos teosóficos de entonces, o si su misión fue pervertida
por la aparición del nacionalsocialismo: la lección principal de este tipo de cosas es
que la práctica del ocultismo y de la magia son cosas eminentemente peligrosas y que
no deben estar al alcance de todos. Sobre este punto se puede afirmar que la primera
víctima del nazismo fue Rudolf Steiner, quien se encontraba, podríamos decir, en la
trayectoria de pensamiento de aquellos discípulos teósofos tan especiales que fueron
los miembros del grupo Thule.
Entre las sociedades secretas que pululaban en Alemania recién terminada la Primera
Guerra Mundial, y cuya variedad acabamos de poner de manifiesto, algunas son
típicamente representativas de lo que llegará a ser la gnosis nazi. Entre éstas, la
sociedad del Vril y el grupo Thule, denominado también Thulegesellschaft, son las
que realmente parecen haber dado origen al movimiento hitleriano.
En los orígenes de la sociedad del Vril[114], o Logia Luminosa, se encuentra al
escritor francés Louis Jacolliot (1837-1890). Este último había nutrido su inspiración
en los pensadores esotéricos, entre ellos en Swedenborg, el iluminado sueco, en Jacob
Boehme, el alquimista del siglo XV y uno de los fundadores de la secta Rosacruz, así
como en Saint-Martin, el Papa del iluminismo francés del siglo XIX. Jacolliot pasó
gran parte de su vida en Asia, y más concretamente en la India, donde sirvió largos
años como diplomático. Entre las obras de este escritor citemos algunos títulos
significativos: Krishna y Cristo, Las tradiciones indoasiáticas, Reyes, sacerdotes y
castas.
Jacolliot ve el principio de toda acción humana transcendente en el Vril,
formidable reserva de energía de la que el hombre no utiliza más que una ínfima
parte. Cosa curiosa, el Vril existe en la India en tanto que secta esotérica, y, hace
algunos años todavía, contaba con unos dos millones de adeptos repartidos por el
Estado de Maisur. Las sectas adoran el Sol, y, cada mañana, saludan el nacimiento del
día. Sus templos muestran en los ángulos inscripciones con motivos de cruces
gamadas.
La sociedad del Vril[115], fundada en Alemania a comienzos de siglo, tenía en este
país lazos estrechos con los círculos teosóficos, y, fuera de él, con la «Golden Dawn»
británica, fundada por S. L. Mathers.
Entre los miembros berlineses de la sociedad de Vril destaca el nombre de Karl
Haushofer. Nacido en 1869, este personaje dará mucho que hablar hasta su muerte en
1946. Efectuó numerosos viajes a Oriente, principalmente al Japón, donde estudió el
budismo, y a la India. En 1918, Karl Haushofer se instaló en Múnich, refugio de
todas las sociedades secretas racistas, y fue uno de los primeros en adherirse al
partido obrero alemán, fundado el mismo año por el obrero cerrajero Antón Drexler
(partido que se transformó en el NSDAP, bajo el impulso de Adolf Hitler).
Con todo, el papel de Karl Haushofer, fundador de la geopolítica, no fue tan
importante como se ha querido dar a entender.
Es en el grupo Thule donde hay que buscar la inspiración auténtica del nazismo.
La Thulegesellschaft, para repetir su denominación alemana, fue creada en agosto
de 1918 por iniciativa del barón Von Sebottendorf, extraño personaje que merece
nuestra atención. El propio grupo Thule no era más que una emanación de una
sociedad secreta mucho más importante titulada Orden de los Germanos
«1.o La Orden sólo aceptaba como miembro a todo alemán capaz de demostrar la
pureza de su sangre hasta la tercera generación. Las mujeres (como en los Iluminados
de Baviera) sólo eran admitidas en el grado de amistad, y no debían tener relaciones
conyugales más que con un alemán de sangre pura.
»2.o Debía concederse una importancia especial a la propaganda racista. Era preciso
aplicar al hombre las experiencias que se habían realizado en el reino vegetal y
animal, y había que demostrar que la causa fundamental de toda miseria consistía en
la mezcla de las razas».
Fijémonos en la adhesión al simbolismo del águila, que será recogida por los
nazis, juntamente con la cruz gamada, así como la creencia neognóstica en la
encarnación de las almas, en medio de este delirio esotérico destinado a impresionar a
los oyentes.
En su libro Bevor Hitler kam, Sebottendorf publicó la lista completa de todos los
miembros del partido nazi que hablan pertenecido al grupo Thule. Entre los jefes del
movimiento hitleriano, se destacan los nombres siguientes, por orden alfabético:
Todos estos nombres nos ilustran sobre el sustrato del grupo Thule y los
verdaderos orígenes del nazismo. A nosotros corresponde sacar las consecuencias.
Veremos ahora cómo nació el partido nacionalsocialista después de los tan
prometedores inicios de un grupo esotérico.
Cuando fue desmovilizado, tras cuatro años de guerra pasados en el barro de las
trincheras, Hitler sintió la derrota de Alemania como una injusticia y una traición, que
inmediatamente imputó a los socialistas y a los judíos. Decidido, según sus propias
palabras, «a entrar en la política», a partir de setiembre de 1919 se entregó a la
búsqueda de un movimiento político nuevo capaz de conciliar el nacionalismo y las
aspiraciones sociales de las capas populares. Con motivo de una reunión tenida en
una cervecería de Múnich, Hitler descubrió el pequeño partido fundado por Antón
Drexler. La Thulegesellschaft había intervenido ya en este núcleo político que
constituía el partido obrero alemán, introduciendo en él a uno de sus agentes en la
persona de Karl Harrer, miembro influyente del grupo esotérico, en el mes de marzo
de 1919. Este periodista había realizado entonces la fusión del círculo político de
trabajadores que él animaba con el nuevo partido.
Cuando Hitler penetró en la sala de reunión de la «Sterneckbräu», Gottfried Feder
(miembro eminente de la Thulegesellschaft) estaba precisamente hablando. Feder,
que había de convertirse en el economista titular del NSDAP, se dio cuenta al instante
de Hitler, no sólo por lo que este personaje tenía de insólito, sino, sobre todo, porque
aquella cara no le era desconocida. Feder había dado, algún tiempo antes, cursos de
política destinados al Ejército, cursos que Hitler había seguido regularmente antes de
ser desmovilizado. En realidad, el joven Adolf Hitler terna ya sus partidarios desde
hacía algún tiempo, pero su virulenta intervención, en el curso de la reunión, contra el
discurso de un autonomista bávaro, atrajo la atención sobre él. Antón Drexler invitó a
Hitler a participar, a partir de entonces, en las sesiones de su comité. Hitler aceptó la
invitación y se inscribió unos días más tarde en el DAP en calidad de miembro n.o 7
(cifra sagrada). Pero fue Dietrich Eckart, escritor y periodista de nombradía, ya
inscrito en el partido de Drexler y miembro de la Thulegesellschaft, quien «lanzó»
realmente a Hitler, proporcionándole los fondos necesarios para sostener una primera
campaña de propaganda. Eckart tomó a Hitler bajo su protección e hizo de él su
pupilo político; le presentó, así, al capitán Roehm, oficial político de la Reichswehr
que disponía de numerosos apoyos en las esferas dirigentes del Ejército,
principalmente por medio de su jefe jerárquico, el general caballero Von Epp. Roehm
aportaba de este modo a Hitler la benévola tolerancia de los medios militares y del
Gobierno bávaro, sumamente valiosa en tales comienzos políticos. Toda la operación
estaba muy bien planeada. No faltan más que dos personajes para reconstituir el
«puzzle» original de la empresa: Rudolf Hess y Alfred Rosenberg aportaron al
naciente movimiento el refuerzo de sus conocimientos «secretos». Estos dos
personajes tuvieron, desde 1920 a 1925, una enorme influencia sobre Hitler, a quien
predicaron el evangelio del grupo Thule. Hess y Rosenberg fueron presentados a
Hitler por Dietrich Eckart, el cual aparece así decididamente como el eje de la
Hemos evocado ya las dificultades de análisis con que tropiezan los especialistas de
la Historia Contemporánea cuando se trata de hablar del nazismo. Así, todo el mundo
puede comprobar la gran vaciedad intelectual existente en las conferencias y obras de
los especialistas del nazismo.
En efecto, los historiadores de las ideas se limitan al estudio de los
acontecimientos y no mencionan ni la política «en espiral» del III Reich, ni la
geopolítica tan cara a Karl Haushofer. Con ello, se alinean entre los exegetas que sólo
se dan cuenta de una parcela de verdad en este importante fenómeno, tanto por el
cortejo de crímenes que lo acompañó, como por las consecuencias que pagamos aún
hoy día: nos referimos al reparto del mundo en Yalta y a la descolonización.
A estos historiadores, ceñidos al hecho histórico, la advertencia del canciller del
III Reich representa un duro mentís: «Los que sólo han visto en el nacionalsocialismo
un movimiento político, no han visto nada».
Y lo mismo podemos decir por lo que se refiere al error de asimilación (que se ha
hecho clásico en el mundo) consistente en considerar el nazismo y al fascismo como
un fenómeno único. En este sentido, nada mejor que recordar el pensamiento íntimo
que el Führer de la Gran Alemania confiaba a sus fieles, y solamente a ellos:
«Del mismo modo que jamás podrá convertirse al pueblo Italiano en una
nación guerrera, tampoco el fascismo ha comprendido nunca cuál es el
envite en la lucha colosal que tendrá lugar. Sin duda, podemos aliamos
temporalmente con Italia, pero en el fondo sólo nosotros, los
nacionalsocialistas, hemos penetrado el secreto de las revoluciones
gigantescas que se anuncian»[118].
Hay que conceder a Louis Pauwels y a Jacques Bergier el mérito de haber sido los
primeros en sostener en Francia la tesis según la cual el análisis del nazismo sólo
podía realizarse a través del cauce de la magia que caracterizaba la formación de sus
dirigentes. No obstante, su obra El retorno de los brujos y su método del realismo
fantástico pudieron contribuir quizás a impedir un enfoque claro del fenómeno
hitleriano. Dicha obra, en efecto, ha sido seguida por muchas otras, menos honradas
en su espíritu y forma, las cuales se contentan con perseguir un éxito editorial,
embrollando cada día un poco más lo que valdría la pena de aclarar.
Pero, ¿cómo llegar a un enfoque claro y lúcido del fenómeno, si no es tratando de
ver lo que fue el enemigo derrotado, en lugar de afirmar de una manera simplista que
el bueno venció al malo? Este concepto infantil de la Historia es peligroso en el
marco del examen del antifacismo: parece haber sido totalmente inventado para
excusarse del hecho de no poder predecir lo que sería el mundo de la posguerra. Al
seguir esta tendencia clásica, se ha llegado, de un modo natural, a elevar el desprecio
Ya el maestro de Ussat, Cadal, gran escritor del catarismo, que Otto Rahn había
de encontrar varias veces y al que había de rendir un homenaje respetuoso en el
prefacio de su Cruzada contra el Graal, señalaba que la Alemania de 1920 aparecía
en plena efervescencia neognóstica con la antroposofía, los diversos
rosacrucianismos, etc. Gadal indicaba también que los germánicos aseguraban a las
altas esferas cátaras una clientela ferviente; señalaba, finalmente, que Goethe
(indiscutible iniciado) y el romanticismo alemán habían sido la cuna de este
neocatarismo.
Todos los signos del nacimiento de un nuevo profeta, o de la llegada de un mesías
imperial germánico, de un Anticristo en el sentido nietzscheano del término, parecían
concretarse en 1920. Parece como si nadie se hubiera dado cuenta de esta gama
convergente de índices y testimonios: en realidad, se asiste a una verdadera
preparación psicológica del pueblo alemán. Esta preparación psicológica es idéntica a
Algunos autores, como Pierre Chabert, han recordado que el mundo se había
asomado a un abismo inaudito con la aparición de esta «gnosis satánica» que fue el
nazismo. Pierre Durban, en una obra muy interesante titulada Actualidad del
catarismo, escribe:
«La sociedad actual rebosa de crisis espirituales, sin duda antítesis obligatorias de un
impulso materialista fundamental de los tiempos modernos. Es preciso también
subrayar el carácter planetario de esta ola materialista: tan acusada en el Oeste como
en el Este del “telón de acero”. Como lo proclama justamente un pastor alemán: “De
un lado se predica esta doctrina, del otro se la practica”.
»El embrión de estas luchas ideológicas puede encontrarse nuevamente en las luchas
medievales, de las que la crisis cátaras sólo fue un elemento entre otros. Siete siglos
parecían haber sepultado este drama en las profundidades más oscuras de un pasado
olvidado. Tan sólo algunos eruditos o unos pocos fieles revivían aún con emoción
estas viejas cenizas, y he aquí que esta terrible epopeya resurge con una presencia y
una agudeza nuevas»[120].
En verdad, y como conclusión, uno está tentado creer, a la luz de todo lo que
antecede, que detrás de la personalidad de Hitler hubo algunos «superiores
desconocidos», para emplear una expresión voluntariamente ambigua. Parece casi
cierto que estos superiores fueron durante algún tiempo extremadamente poderosos.
Pero, como ocurre a menudo, la creación iba a superar a sus creadores; este
Y Renán prosigue: «De este modo, se concibe un tiempo en el que todo lo que en
otra época reinó en el estado de prejuicio y opinión vana reinaría en el estado de
realidad y verdad: dioses, paraíso, infierno, poder espiritual, monarquía, nobleza,
legitimidad, superioridad de raza, poderes sobrenaturales, pueden renacer por obra
del hombre y de la razón. Parece que si semejante solución se produce, al nivel que
sea, en el planeta Tierra, tendrá lugar por conducto de Alemania».
En esto Renán se mostraba buen profeta, y añadía: «Pero no es este país (Francia)
el que alcanzará jamás la gran armonía, o, si se quiere, la gran servidumbre de
conciencia de que hablamos. Por el contrario, el gobierno del mundo por la razón, si
es que debe tener lugar, parece más apropiado al genio de Alemania, la cual muestra
poca preocupación por la igualdad e incluso por la dignidad de los individuos, y tiene
como objetivo, ante todo, el aumento de las fuerzas intelectuales de la especie»[125].
Otro filósofo, contemporáneo éste, René Guénon, nos ayuda a comprender esta
particular espiritualidad que existió en el origen del nazismo. Guénon, como
neognóstico, ve en el mundo la oposición continua del principio cualitativo y el
principio cuantitativo. Al afirmar este principio dualista en el dogma racista, los
intelectuales nazis no hacen más que transponer la lucha de los dos principios
afirmada por Manes y los cátaros, dándole un contenido revolucionario
particularmente chocante. La idea básica sigue siendo la misma. Éste es el motivo por
el cual las teorías atomistas que van más lejos en el sentido de la reducción a lo
cuantitativo eran aborrecidas por los hitlerianos[126], que reprochaban en ellas el
introducir en la noción de materia una discontinuidad que la aproxima mucho más a
la naturaleza del número que a la de la extensión. Éstas son las teorías de René
Guénon, para quien el número, al no ser percibido jamás directamente en el estado
puro en el mundo corporal, debe ser considerado como constitutivo del modo
fundamental propio al terreno de la cantidad. En esta perspectiva, la asociación que
parece haber sido subrayada la mayoría de las veces es que relaciona la palabra
«materia» (materia o cantidad) con «mater», lo cual significa que la sustancia es un
principio pasivo o simbólicamente femenino, en tanto que la esencia es un principio
activo o masculino.
Esto explica que en todas las tradiciones religiosas el caos se identifica a las
tinieblas; es la potencialidad que permite al mundo realizarse en tanto que sustancia;
ahora bien, este aspecto sustancial es descrito como el polo tenebroso de la
existencia, mientras que la esencia es su polo luminoso, porque es su influencia la
que, efectivamente, ilumina este caos para sacar de él el Cosmos. Así, los rayos
solares, que ponen de manifiesto y hacen visibles las cosas, realizan al mismo tiempo
«Un alemán de la Edad Media y un místico persa experimentan la misma cosa: uno
como cristiano y dentro del marco de la teología escolástica, el otro como
mahometano y en las formas de la filosofía chiita. Lo esencial no es la filosofía, ni el
cristianismo ni el Islam, sino la experiencia religiosa, el sentimiento que estas formas
han revestido. Se puede representar el proceso del modo siguiente:
»Gracias al trabajo de varias generaciones de poetas, filósofos, artistas y sabios, el
alma del hombre antiguo se elevó, y en lo que antaño había sido una religión ya no
veía otra cosa que la angustia del bárbaro ante lo desconocido. Un sentimiento nuevo
se había apoderado de estos hombres: sentían que podían convertirse en hijos de
»Si, por tanto, en la hora actual nuestro pueblo se siente afectado por un nuevo
sentimiento religioso, que en muchos individuos solamente puede expresarse en
alguna de las formas de la religión cristiana, es comprensible que los hombres tomen
este sentimiento por una nostalgia.
»Encontramos de nuevo ese elemento que existía entre los mejores de Grecia, en la
época en que Sófocles escribió Edipo en Colona: la religión en su estado vivo, la
religión que aún no ha encontrado forma. He aquí el elemento común entre la
religión, el arte y el amor: son vivos mientras no son más que deseos, y, a partir del
momento que son satisfechos, comienza su declive…
»¿Sería posible que la Humanidad encontrara una religión puramente espiritual, que
no tuviera ya necesidad de cuerpo, de expresión o de forma, que no fuera más que
sentimiento?».
Para que estos nuevos tiempos se cumplan poniendo fin al ciclo actual, es preciso
una batalla de la que el Sigfrido germánico debe salir vencedor.
Los dirigentes nazis no ignoraban, sin embargo, cuán apegado estaba el pueblo a
la religión cristiana, como tampoco podían desconocer la fidelidad de las minorías a
la creencia en el valor objetivo de la ciencia. Por este motivo, se esforzaron en atacar
al enemigo por el flanco, sustituyendo el Universo lógico y razonado por un Mundo
nacido de la imaginación, una cosmogonía que, al resucitar los mitos paganos
«Ahora, hay que escoger: estar con nosotros o contra nosotros. Al mismo
tiempo que Hitler limpiará la política, Hans Hörbiger barrerá las falsas
ciencias. La doctrina del hielo eterno será el signo de la regeneración del
pueblo alemán. ¡Tened cuidado! ¡Poneos a nuestro lado antes de que sea
demasiado tarde!».
«Este Universo es un animal único que contiene en él a todos los animales. Sin estar
Se anunciaba el alba del siglo XX cuando Bergson profetizaba: «El Universo es una
máquina de hacer dioses». Teilhard de Chardin había de hacerle eco al admitir la
hipótesis de una «desviación que da nacimiento a una forma cualquiera de ser
ultrahumana»: la famosa teoría de los mutantes biológicos acababa de nacer.
Nos damos perfecta cuenta de que esto no iba a disgustar a los dirigentes nazis, ya
que esta teoría traía el agua a su terrible molino: veían en ella una afirmación
suplementaria a su deseo de crear el superhombre. Veamos cómo se formula este
deseo —que Nietzsche había presentido a su modo— en las declaraciones de Hitler:
«El hombre nuevo vive entre nosotros. ¡Está aquí!, gritó Hitler con tono
triunfante. ¿Os basta eso? Os diré un secreto: He visto al hombre nuevo.
Es intrépido y cruel. He tenido miedo ante él».
Estas afirmaciones extáticas, relatadas por Rauschning, son completadas por otras
mucho más explícitas:
«Del mismo modo que en el alba de una nueva Era geológica, en medio de
un estruendo gigantesco, todo el Universo se hunde y surgen nuevas
montañas, mientras se abren abismos insondables y nuevas llanuras y
mares fijan sus límites, del mismo modo la actual estructura de Europa
será modificada por un inmenso cataclismo… La única posibilidad que
tiene Alemania de poder resistir a esta presión es tomar por sí misma la
iniciativa y la dirección del inevitable trastorno del cual ha de salir la
nueva Era histórica»[133].
Leyendo estas líneas, uno cree ver hundirse la Atlántida en las aguas, y surgir
nuestro mundo actual. No nos equivoquemos, Hitler era consciente de los trastornos
futuros de nuestras viejas civilizaciones. Hoy día, en que los trasplantes de órganos se
han convertido en moneda corriente, y los cerebros electrónicos comienzan a
revolucionar el proceso de adquisición de datos, se inicia ante nuestros ojos la Era del
hombre dios. Según todas las posibilidades, y tan paradójico como pueda aparecer,
estos hombres del futuro serán conscientes de su relación con el Universo, y en eso
serán más semejantes al hombre de la Edad Media que al hombre de 1930, o incluso
de 1960. Ésta es la época del Renacimiento y, en grado menor, del progreso de las
religiones que nos habían hecho olvidar esta relación, no obstante esencial, que
estamos a punto de redescubrir, ya que las expresiones «contaminación atmosférica»
y «protección de las especies» son los signos precursores de una catástrofe sin
precedente.
A partir de aquí, y esto es algo que se puede comprender sin dificultad, existe la
Así, desde Platón al sabio nazi Hörbiger, pasando por la teósofa Mrs. Blavatsky,
queda patente que todos los hombres deseen reconvertirse en dioses. En una palabra,
se trata del retorno al mito de la Atlántida, sostenido por la ciencia y la técnica del
siglo XX.
El paso, tan alegremente franqueado, del origen de los tiempos (o de los
supuestos orígenes), seguía siendo el más duro de realizar para los dirigentes nazis:
¿Cómo predecir el futuro? Ahí reside la idea genial de los señores del III Reich. Nos
referimos a la introducción de un aparato mágico y, más concretamente aún, de la
astrología al servicio del nacionalsocialismo.
En efecto, se ha dicho hasta la saciedad que «gobernar es prever», pero, ¿cómo
prever, utilizar y reglamentar las evoluciones naturales, dado que, desde el momento
en que el milagro no se produce ya en el templo, desde el momento en que el oráculo
ya no habla, y nace el escepticismo, minando los dogmas? Entonces, tiene lugar la
ruina de una civilización basada sobre ellos. Para los nazis, el ejemplo de lo que ellos
llamaban despectivamente «la civilización judeocristiana» era demostrativa en este
sentido. Ahora bien, para Hitler y sus discípulos, entre los cuales estaba Rudolf Hess
(apasionado por la astrología egipcia), la astrología y su renacimiento condicionaban,
en tanto que «arte sagrado», el del hombre blanco; para ellos, en efecto, la astrología
aportaba una tercera dimensión, al mismo tiempo que una confirmación de la justicia
de su causa.
No nos extenderemos sobre el caso del mago negro Hannussen, cuya historia es
bastante conocida. De lo que queremos hablar al lector es de la parte visible de este
iceberg mágico. En efecto, nadie ignora que Hannussen, en el transcurso de una de
sus sesiones públicas de adivinación, anunció el incendio del Reichstag y la
consagración de Adolf Hitler como Führer de la III Alemania. Con ello, acababa de
No hay nada sorprendente, tampoco, en que todas las fuentes históricas hagan
mención de los horóscopos mantenidos cuidadosamente al día por los astrólogos
oficiales del régimen. Así, Schwerin von Krosigk había levantado horóscopos
anunciando la guerra para 1939, victorias hasta 1941, y luego desastres en serie hasta
abril de 1945, en que se produciría una espectacular inversión del curso de la guerra
en favor de Alemania. Trevor-Roper, en su obra Los últimos días de Hitler[136], relata
la comunicación telefónica que Goebbels mantuvo el 13 de abril con su jefe supremo.
Y Schwerin von Krosigk —al cual seguimos citando— cuenta que Hitler
respondió alguna cosa tranquilizadora, puesto que Goebbels colgó el aparato, «como
en éxtasis»[137].
Así, pues, esta inclinación de los dirigentes nazis por el ocultismo y la astrología
debe figurar en la cosmogonía hitleriana como una tercera dimensión llamada a
proporcionar las claves del futuro, y no a sustituirlo. Éste es, nos parece, el error de
numerosos intérpretes del fenómeno nazi: no querer considerar al ocultismo y la
astrología de esta época más que como un derivativo o una chifladura de
«Pues bien, sí, somos bárbaros, y queremos ser bárbaros. Es un título honorífico.
Somos los que renovarán el mundo. El mundo actual está cerca de su fin. Nuestra
única tarea es trastornarlo» (Adolf Hitler).
Esta afirmación se vincula con un texto bastante célebre: nos referimos al
Apocalipsis según san Juan. Es ello tan cierto, que una obra por lo menos curiosa ha
llamado nuestra atención: se trata de los Dos testigos del Apocalipsis, de Albert
Maillet.
En esta obra, que establece un paralelo entre Hitler y Mussolini, leemos:
Y más adelante:
El objetivo final del movimiento nacionalsocialista nos parece en este caso muy
semejante al de los profetas de estos movimientos milenaristas (en el sentido de
«millenum»: que anuncian el diluvio) que, según Norman Cohn, «se consideraban
investidos de la misión de conducir a la Historia a su realización preestablecida».
A partir de aquí, el «puzzle» se pone en marcha por sí mismo, ya que esos
profetas, que la mayoría de las veces eran anunciados sobre un fondo de catástrofes,
predicaban el advenimiento del reino del Espíritu Santo, desde el punto de vista de
una misión religiosa fijada por Dios. Por esto mismo, y desembarazado de estas tres
Salvo por lo que se refiere al octavo y noveno signos. No pueden ser colocados en
un orden diferente del que indicamos.
de modo que es el propio centro del Universo lo que está representado. Así, pues, la
svástica no es una imagen del mundo, sino una representación de la acción del
principio respecto al mundo.
Finalmente, la cruz gamada, en tanto que objeto ritual, fue siempre el principal
instrumento de la religión brahmánica, en la que simbolizaba el movimiento y la luz.
Éste es el sentido más probable para un signo que está situado en el pórtico de todos
los templos y en todas las encrucijadas de caminos.
Haya lo que haya de cierto en estas diversas interpretaciones, tan numerosas que
se podría dedicar a ellas una obra entera, lo cierto es que Hitler, al escoger la cruz
gamada como emblema no inventó este signo. Asimismo, no podía ignorar el sentido
preñado de consecuencia, de la utilización de este símbolo, hasta tal punto cierto que
no se puede emplear la svástica con cualquier fin.
Símbolo central del nazismo, la cruz gamada fue, por otra parte, acompañada de
otros emblemas significativos, tales como el águila y las runas, de las que la sigla SS
es su transcripción, inscribiéndose de este modo en Una visión cósmica de lo sagrado
que no podemos ignorar.
El águila fue escogida por su simbolismo solar. Los intelectuales nazis creían que
los primeros pueblos arios (la tribu de los arios del Asia central), refugiados en las
montañas, habían hecho del pájaro de las cumbres el rey de las montañas, es decir,
aquel que puede mirar al Sol cara a cara. Hemos encontrado al águila en el grupo
Thule, acompañando a la cruz gamada. Por lo que al águila imperial germánica se
refiere, tiene un sentido hierático, que es el de los blasones.
Las runas tienen otra historia. El arte de las runas, pues se trata realmente de un
arte sagrado o de una ciencia, era practicado por los antiguos germanos mucho antes
de la época medieval. Había runas victoriosas, que proporcionaban valor, sabiduría y
toda clase de triunfos (lo que demuestra que no se trataba únicamente de una
escritura). Los guerreros las grababan sobre la vaina de sus espadas, como lo harán
más tarde los SS en sus puñales, restableciendo así los vínculos con una antigua
tradición germánica.
Las runas marítimas se esculpían en la proa y el mástil de los navíos; asimismo,
las runas protectoras eran inscritas en los lugares que servían de tribunal y sobre el
sillón de los magistrados. La escritura rúnica tiene una doble significación: en tanto
que representación gráfica, es un vehículo del pensamiento y del lenguaje; en tanto
que dibujo, posee un sentido sagrado, que reproduce signos y emblemas que sólo los
Esto nos permite captar mejor la empresa del Führer sobre su pueblo. En efecto,
el lazo entre Hitler y la masa de los alemanes estaba constituido por este mediador
místico-biológico que es el Volk. Es este último el que efectúa la unión entre los dos
polos de la iniciación. Para esquematizarlo en términos simples, diremos que la masa
puede ser considerada como la representación orgánica del Volk, en tanto que el jefe
habla en su nombre[145] y representa el gran sacerdote del Volk, cuyo partido (casta
cerrada) es la Iglesia, la comunidad de los adeptos.
El nacimiento de esta nueva religión, simbolizada por el Volk (trasfondo mítico de
la deificación de la sangre y de la raza), no podía tener otros dogmas que los de su
desarrollo histórico. En consecuencia, la religión del III Reich se enfrentaba al
cristianismo, para el cual la partición del Valhala no puede existir. El jefe del Frente
de Trabajo nazi, doctor Ley, se mostró diáfano en esta cuestión a] declarar:
«Debe reinar una rigurosa jerarquía en todos los escalones del poder, que
ha de llegar hasta los más pequeños engranajes del Estado, según el
principio que desde siempre ha sido la base de la grandeza del ejército:
quienquiera que ejerce un mando tiene sobre aquellos que están debajo de
él una autoridad absoluta; a su vez, es el único responsable ante sus
superiores».
«Cada uno de nosotros sabe que no está solo, y que esta fuerza terrible de
200 000 hombres ligados por la fe del juramento le dan un poder
incalculable. Guiados por leyes inalterables, estamos unidos y marchamos
hacia el futuro. Formamos una comunidad indisoluble… Una Orden
nacionalsocialista militar, integrada por hombres de tronco nórdico…
antepasados de las generaciones futuras e indispensables para la existencia
eterna del pueblo alemán».
«Para nosotros, la gran cuestión en todas las cosas radica en saber si esta
cosa es buena para nuestra raza o si puede perjudicarla. Ahora, nuestros
maestros no son hombres que enseñan, son hombres que han vivido su
Dentro del partido nazi, Rosenberg fue el más filósofo de todos los jefes hitlerianos.
Perdido en las brumas del idealismo, Rosenberg lo fue hasta sus últimas
consecuencias, puesto que, en vísperas de ser ejecutado en Núremberg en 1946,
todavía consideraba el nacionalsocialismo como «la idea más noble al servicio de la
cual un alemán puede consagrar sus fuerzas», aunque repudiara los horrores
cometidos como una increíble falsificación de la doctrina pura.
Sea lo que fuere, Rosenberg fue verdaderamente la cabeza pensante de la nueva
gnosis nazi. Su espíritu, orientado hacia las especulaciones metafísicas, y una cultura
muy vasta le predisponían para ello.
Nacido en Reval, Estonia, el año 1893, de una familia germano báltica, el joven
Alfred Rosenberg frecuentó la «Petri-Real Schule» de esta ciudad, en la cual fue
siempre el alumno más brillante de su clase. Estudió, luego, en la Escuela Técnica
Superior de Riga y, más tarde, en la Universidad de Moscú, donde, a principios del
año 1918, obtuvo el diploma de arquitecto de primera clase.
Huyendo de la revolución y del régimen soviético, que detestaba, Rosenberg,
como muchos otros germano-bálticos, se refugió en Alemania. Frecuentó los grupos
de emigrados rusos, entre los cuales había muchos adeptos a la teosofía, y fue
introducido por ellos en la Thulegesellschaft, famosa sociedad secreta de carácter
ocultista de la que ya hemos tenido ocasión de hablar. Su nombre Thule,
forzosamente había de seducir al joven báltico, apasionado por los mitos germánicos.
Dietrich Eckart, miembro ya por aquel entonces del grupo esotérico, se percató en
seguida de este intelectual, cuya cultura contrastaba con la mediocridad ambiente.
Ambos hombres entablaron amistad y pronto Eckart presentó a Rosenberg a Hitler,
quien apenas iniciaba su carrera política. El emigrado de Curlandia fue uno de los
primeros en inscribirse al NSDAP, y su influencia fue determinante en la formación
espiritual del futuro amo de Alemania, cuyo antisemitismo e inclinación por el
misterio contribuyó a reforzar. La orientación de sus primeras obras, La huella de los
judíos en la evolución de los tiempos (1920), La amoralidad en el Talmud, El crimen
de la francmasonería (1921), es sumamente reveladora de los objetivos del autor. En
el mismo sentido, Rosenberg fue uno de los primeros propagadores en Alemania de
Los protocolos de los sabios de Sión (obra que generalmente pasa por una
falsificación), que publicó acompañada de un comentario (1923). Su copiosa
producción literaria le valió muy pronto el ser reconocido como el principal ideólogo
del partido. Habiendo participado en el «putsch» fracasado del 9 de noviembre de
1923, Hitler, encarcelado en la prisión de Landsberg, le confió la dirección del
«El hindú ario dotó al mundo de una metafísica cuya profundidad aún no
ha sido igualada (…) El persa ario compuso el mito religioso, cuya fuerza
nos alimenta a todos aún hoy[155] la Hélade dórica extraía, mediante la
fantasía, la belleza de este mundo con una perfección nunca igualada; la
Roma italiana nos dio como ejemplo la disciplina formal del Estado,
demostrando cómo debe organizarse y defenderse una comunidad humana
amenazada».
Rosenberg acentúa las nociones de libertad y honor, que, para él, son básicas del
carácter germánico, concibiéndose la libertad como la posibilidad de buscar la
elaboración de una imagen del mundo, un sentimiento puramente religioso. La
libertad exterior, de la que tanto se habla en la actualidad, es el abandono de los
pueblos al caos.
El alma germánica y nórdica rechaza la concepción estática de un dios único
soberano del Universo; rompe con el Antiguo Testamento, fiel en esto al espíritu de
Lutero, quien, bastante tarde por cierto, «se había liberado de los judíos y sus
mentiras» y declarado que «no tenemos nada que ver con Moisés»; esta alma
germánica siente horror del monismo filosófico y de «este adormecimiento
eclesiástico que le fue impuesto más tarde por la supremacía técnica y diplomática de
Roma»; distingue el mundo de la libertad y el de la naturaleza, y rechaza el milagro,
en el sentido material del término, la magia y la taumaturgia; en particular, el aspecto
legendario del cristianismo; se levanta contra el Antiguo Testamento y lucha también
contra los sacerdotes, junto con el «insurrecto de Nazaret», quien pronunció palabras
como éstas: «Yo no he venido a traer la Paz, sino la espada. Vengo a alumbrar un
fuego sobre la Tierra, y desearía que quemara ya». Ahora bien, esta revelación de
Jesús no se hizo para una sola ocasión, sino para siempre; justifica la lucha continua
del futuro.
Occidente no ha permitido nunca que este vitalismo le fuera arrebatado por la
Iglesia romana, a pesar de las excomuniones, prisiones y hogueras, pues este
vitalismo místico era al mismo tiempo cósmico; o, a la inversa, debido a que el
hombre germánico tenía sensaciones cósmico-solares y descubrió el orden de las
leyes en el eterno devenir sobre la Tierra.
Y tal vez es precisamente este sentimiento tan profundo lo que le permitió
«La gran revolución nacionalsocialista no es una efímera acción de poder militar que
se apoye sólo en una débil fuerza popular. Estamos firmemente convencidos de que el
año 1940 ha sido testigo de una decisión histórica comparable a la que, hace mil años,
introdujo el cristianismo en el corazón de Europa y determinó las formas exteriores
de la vida» (…).
«La lucha de treinta años que ha tenido lugar en Europa entre el oro y la sangre, entre
los siglos XVIII y XX, terminará con la victoria de la sangre».
«Del caos, de la miseria y de la vergüenza ha surgido el ideal racial que se opone a la
idea internacional. La victoria de este ideal en todos los terrenos es la verdadera
revolución mundial del siglo XX».
(Discurso pronunciado el 28 de noviembre de 1940, reproducido por el periódico
L’Œuvre).
La personalidad de Hitler fue siempre un enigma, incluso a los ojos de sus más
próximos colaboradores; con mayor motivo, los historiadores que quieren bosquejar
un retrato fidedigno del jefe del III Reich se enfrentan a una situación embarazosa.
Se ha descrito, alternativamente, a Hitler como un loco, un genio, un criminal, un
poseso, o incluso un pequeño burgués, lo que, confesémoslo, es, cuando menos,
paradójico.
Como toda personalidad excepcional, Hitler tenía un alma compleja, inasequible,
que escapaba a cualquier juicio tajante. Las nociones del bien y del mal no tienen ya
ningún sentido cuando se aplican a semejante personaje, cuya extraña singularidad
atrae siempre a las multitudes ávidas de misterio. Lo que es cierto es el aspecto
profético, místico y visionario de este moderno brujo, que puede, asimismo, presentar
al mundo la faz repelente de un cínico, de un ser duro e insensible, capaz de enviar a
la muerte sin el menor escrúpulo a todos cuantos pudieran estorbarle.
Sabidos son los dones prodigiosos del orador que predicaba el nuevo evangelio de
los arios, resucitando con una intuición inquietante la elocuencia medieval de los
profetas místicos y de los iluminados. ¿Acaso no ha tratado él mismo, en Mein
Kampf, del poder mágico del verbo?
Cuando se dirigía a las multitudes, Hitler entraba verdaderamente en trance,
estableciendo una comunicación mediúmnica con su auditorio, proyectando su fluido
hacia la masa, de la cual, en reciprocidad, recogía su impulso, como un acumulador
recoge la corriente eléctrica. Era realmente el Trommel, el tambor de Alemania, como
le gustaba titularse a sí mismo.
«Este hombre —escribe Otto Strasser (Hitler y yo)—, que, como una
membrana sensible, registra las vibraciones del corazón humano, ha
sabido, con una intuición que ningún don consciente podría remplazar,
convertirse en el portavoz de los deseos más secretos, de los instintos a
menudo menos confesables, de los sufrimientos y de las íntimas
rebeliones de su pueblo».
Si Hitler pudo desempeñar este papel de magnetizador del pueblo alemán, sin
duda lo debe a sus orígenes bávaros. Alemania meridional es un semillero de
médiums: Stockhamer, los hermanos Schneider, ocultistas conocidos en el mundo
entero, ¿no nacieron acaso, como Adolf Hitler, en la pequeña ciudad de Braunau del
Inn?
En las conversaciones privadas que sostuvo con las celebridades de su tiempo, el
Führer conservaba también este mismo poder de fascinación. Uno de sus secretarios
(Doce años junto a Hitler) ha relatado el hecho: «Cuando Hitler hablaba, bien fuera
con un solo interlocutor o ante una multitud, este don se manifestaba con la misma
Keitel afirmó: «Hitler era un motor formidable». ¿Cómo ejercía el Führer este
poder? ¿Era acaso mediante la voz, este torrente fragoroso que arrastra las piedras de
los Alpes austríacos, o por esta mirada azul que a veces hacía estremecerse y otras
encandilaba, y de la que el escritor Alphonse de Châteaubriant decía que estaba hecha
«del azul profundo de las aguas de su lago de Konigsee, cuando el lago, en los
alrededores de San Bartolomé, refleja las poderosas rupturas estriadas de las nubes de
su Tirol?». Por su parte, el historiador Benoist-Méchin, que en 1941 tuvo una
estrecha relación con el Führer, quedó impresionado por esta mirada extraña: «Sus
ojos —dos ojos tan extraños que no me han permitido ver otra cosa que ellos— eran
de un azul claro y transparente, estriados en gris. Se habría dicho que estaban vacíos
y como privados de vida. Pero rápidamente uno se veía obligado a rectificar este
juicio. Lo que daba esta sensación de vacío era su fijeza. Se podría decir que las
pupilas de Hitler, en lugar de observar al mundo, estaban vueltas hacia dentro y
contemplaban un espectáculo que se desarrollaba en el interior de sí mismo. A
diferencia de la mayoría de las personas, cuya mirada se dirige a vosotros —o que
incluso puede llegar a transparentaros—, la del Canciller parecía que os aspiraba y os
arrastraba a su mundo interior. Se experimentaba como una especie de vértigo, al que
uno no podía sustraerse más que por un esfuerzo de voluntad».
A partir de estas observaciones y del testimonio de algunos hombres que le habían
conocido, ciertas personas creyeron poder afirmar que Hitler estaba manipulado por
poderes invisibles, estos «superiores desconocidos» evocados por Hermann
Rauschning. Dotado de una fuerza mental extraordinaria, el Führer se habría
escapado de las manos de sus iniciadores y, al igual que el «golem» de la Edad
Media, se habría vuelto contra sus creadores. Al decir de Rauschning (Hitler me ha
dicho), el hombre habría entrado en contacto con seres misteriosos que le
aterrorizaban: «Una persona de su entorno me dijo que se despertaba por la noche
profiriendo gritos convulsivos. Pide ayuda. Sentado en el borde de la cama, parece
Este poema, de inspiración cátara, podría ser igualmente firmado por un gnóstico… o
por un intelectual nazi. Se encuentra de nuevo en él los dos temas, el de un Cristo
fantasmal y una especie de panteísmo que hace del hombre el revelador divino dentro
de una resurrección del mito racista.
En todo caso, lo que sorprende en las minorías del nacionalsocialismo es este
horror gnóstico por la materia, fuente de corrupción que parece contradecir el racismo
elevado a la altura de un principio. Alphonse de Châteaubriant que era
profundamente creyente, fue testigo de este fenómeno. Intelectual brillante, el autor
de La Gerbe des forces se dejó hechizar por las catedrales de luz, los fastos de
Núremberg, la Roma nazi y el romanticismo de una nueva Alemania que se le
aparecía como la ciudadela de una espiritualidad renovada. Dejando hablar a los
jóvenes jefes del partido y de las SS, escribe: «Nos negamos a pensar y a ser»,
dijeron, como si al haber tenido lugar la creación de Dios una vez por todas, el
Universo y el hombre dentro del Universo no tuvieran más que aceptar positivamente
todas las fases de la culminación fatal de las cosas.
estaban lejos de suponer que un día, transcurridos los siete siglos, una secta política
invocaría su nombre bajo secreto para rodearse de una aureola espiritual. Éste es el
motivo por el cual Hitler afirmaba, en 1944 (o sea, en el séptimo centenario de la
hoguera de Montségur), que la Humanidad conocía cada 700 años una renovación del
Espíritu.
¿Qué significan estas palabras? En todo caso, no existen dudas de que, en el clima
gnóstico y neocátaro en que se complacían los pontífices nazis, desde Rosenberg a
Himmler, todos estaban persuadidos de haber restablecido los lazos con las profecías
trovadorescas del siglo XIII.
Es cierto que el maniqueísmo es el fundamento de la doctrina hitleriana: el ario
representaba el príncipe bueno, y el semita, la encarnación del mal. Partiendo de esta
idea-fuerza, se cometieron los peores excesos sin el menor remordimiento, habiendo
quedado vacíos de sentido los principios de la moral. Los nazis sólo olvidaban un
pequeño detalle, para nosotros de importancia capital: no se aplasta una idea
considerada como enemiga, sino que se la combate con las armas del espíritu, pues
está escrito en el Evangelio de Juan: «Quien a hierro mata, a hierro muere». La
matanza de los judíos rodeó para siempre a Israel de la aureola del martirio, mientras
que el pensamiento judeocristiano no fue en absoluto aniquilado, sino al contrario.
Habiendo llevado el razonamiento dualista hasta consecuencias monstruosas, el
nacionalsocialismo cayó en el caos que prometía para sus enemigos. Utilizador de la
violencia, pereció, a su vez, vencido por las fuerzas coaligadas de la violencia, de las
cuales se hallaba en primer término el peor enemigo del espíritu, a saber, la Rusia
comunista y atea.
Con la firma de Albert Maillet, apareció en 1961 una curiosa obra. En este libro,
titulado Los dos testigos del Apocalipsis[173], el autor, que tiene tanto de iluminado
como de visionario, interpreta el libro de san Juan de un extraño modo. Así, ve en
Hitler y Mussolini a los dos testigos de Dios destinados a promover, por su
«martirio» la Era del Paráclito o del Espíritu Santo. Que ciertos espíritus hayan
podido mezclar, a una tradición sagrada, el evangelio neognóstico del nazismo no
debe sorprendemos en una época sacudida por los terrores del año 2000. Nuestro
ciclo es el de los signos de los tiempos.
Si el reino de la cantidad, anunciado por René Guénon, debe arrastrar al mundo
hacia el abismo, Zoroastro habrá profetizado en vano una religión de la luz, y Jesús,
Manes y los albigenses habrán sido perseguidos en vano. En tal caso, el fin de los
tiempos se habrá hecho necesario.
Impulsado por este sentimiento, exaltado a un grado de paroxismo rayano en la
demencia, Albert Maillet mezcló el oro puro con el plomo vil. No obstante, él «vio»,
y nos relata la interpretación de su delirio:
Si el primer caballero del Apocalipsis es Cristo, el segundo, san Pedro, y el
tercero, san Pablo, «el cuarto caballero representa a Satanás en forma de la Iglesia
convertida en dueña temporal y espiritual de la cuarta parte de la Tierra». Estamos ya
en pleno dualismo, el bien y el mal, la luz y las tinieblas se enfrentan para la
conquista de los mundos; «la religión de la muerte ha remplazado a la religión de la
vida».
Maillet nos advierte que hizo sus descubrimientos porque, es, entre otros,
discípulos de Blake, de Gide y de Nietzsche.
«… y vi una mujer sentada sobre una bestia bermeja, llena de nombres de blasfemia,
la cual tenía siete cabezas y diez cuernos. La mujer estaba vestida de púrpura y grana,
y adornada de oro y piedras preciosas y perlas, y tenía en su mano una copa de oro,
llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación. Sobre su frente llevaba
escrito un nombre: Misterio: Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las
abominaciones de la Tierra. Vi a la mujer embriagada con la sangre de los mártires de
Jesús (…) Y díjome el ángel: “La mujer que has visto es aquella ciudad grande que
tiene la soberanía sobre todos los seres de la Tierra”».
«La clave del Apocalipsis es el conocimiento del verdadero Cristo —subraya Maillet
—, en las antípodas de las creencias de la Iglesia. El descubrimiento de su mensaje
pulveriza al falso cristianismo que ha prevalecido hasta hoy. (…)
»¿De dónde procede el antisemitismo sino de la mentira milenaria de la Iglesia
farisaica, que atribuye a los judíos su propio crimen deicida? Pues son los cristianos,
antes que los judíos, quienes asesinaron a Jesús. A partir del momento en que el
fariseo san Pablo asume la jefatura de la Iglesia, ésta se convierte en la nueva morada
del fariseísmo».
«Se reprocha a los dictadores el haber oprimido a los pueblos, y haber matado, o
hecho matar, a muchos hombres. Yo respondo: ¡Vosotros también sois opresores y
criminales! ¿Acaso no habéis empleado el poder de las armas para hacer triunfar
vuestras ideas? ¿Acaso no habéis matado a millones de hombres con vuestras armas?
¡Fariseos ciegos que invocáis a Cristo! ¿Cuándo ha dicho Jesús que haya que matar al
malvado y ejecutar al criminal? Más bien dijo lo contrario: No resistáis al malvado.
Perdonad setenta veces siete; es decir, indefinidamente. En el espíritu de Cristo, el
justiciero es más culpable que el criminal, pues este último sabía que hacía el mal, en
Para el intérprete del Apocalipsis, Hitler y Mussolini son como el león del poeta.
Los judíos y los polacos son como los corderos, pero las otras naciones «no supieron
comportarse, en 1939, como los ángeles de Blake».
Así, los aliados son los fariseos del Evangelio; han vertido la sangre en nombre de
la letra, pero «aquel que hace la guerra al malvado, aún hace peor al malvado», y
Jesús dijo que «toda la sangre derramada desde el comienzo del mundo recae sobre la
cabeza de los fariseos».
Entonces, ante el cielo que súbitamente se cubre de oscuras nubes, me parece ver
el cortejo de los cátaros, transfigurado por las llamas de la hoguera, elevarse hacia el
sol…, y vuelven a mis labios, como el murmullo de una plegaria, los versos del
poema inacabado:
Fotografías
precipicio que varía de 500 a 800 metros rodea la ciudadela. Hoy en día sólo es
accesible una cara. Pero no siempre ha sido así. Se cree que la roca estaba horadada
por centenares de celdas interiores, un poco como una colmena, y se supone que una
escalera de 3000 peldaños conducía a una salida oculta, sobre los bordes del Hars. El
castillo formaba un cuadrilátero de 110 metros por 20. Desde el suelo a las almenas la
altura era de 10 metros. Espesor de los muros: 2 metros. En la extremidad noroeste,
centinela que vigila el horizonte, se levanta el torreón, cuadrado y macizo. <<
cátara. <<
océanos cubrirían la tierra, eliminando toda vida; el Sol explotaría, la Luna sería
destruida y las estrellas desaparecerían, cediendo su lugar al reino de las tinieblas. «El
fuego consumirá las aguas, y las aguas apagarán el fuego». De ese modo, la obra del
mal será definitivamente aniquilada. Todo lo que es transitorio es obra del maligno:
por este motivo, Juan lo había denominado Anticristo. En Persia, Zoroastro y Manes
decían que el Dios de las Tinieblas había dado su Ley a Moisés, el mago malvado. <<
traductor de estos escritos, Guyot de Provence, trovador cátaro, vio su obra destruida
por la Iglesia; tanto peor para la Inquisición y la Orden de Santo Domingo… <<
prehistóricos, prueba de que la región estuvo poblada desde hacía mucho tiempo. <<
de Nouvelle École, dedicado a las runas. (Nouvelle École B. P. 129-07/75-París 7). <<
Geología parece confirmar la leyenda de este paraíso ártico. Roger Vercel ha descrito
con conmovedora precisión lo que habría podido ser esta región en remotísimos
tiempos:
De esta lujuriante vegetación, la hulla del Spitzsberg y de la isla del Oso son su
vestigio… «En aquella época, el polo de frío estaba, sin duda, cerca de París o de
algún lugar de Europa Oriental… Y el Paraíso Terrestre se extendía al extremo norte
de las Islas Boreales, en esta zona tan bien defendida por los bancos de hielo que
hasta ahora no se ha podido determinar con precisión los límites de la tierra y del
agua» (Al asalto de los Polos, Colección Marabout, págs. 7-8). <<
contradecir la teoría del origen atlántico de los antiguos egipcios, incluso aunque
atribuya a la raza blanca la paternidad de esta civilización. No es imposible, sin
embargo, que Egipto haya conocido diversas «invasiones», procediendo por turno del
Este y del Oeste, en un movimiento circular. En todo caso, no son (en nuestra
opinión) los pueblos arios procedentes de Persia quienes pudieron fundar, en una
fecha relativamente reciente, la antigua civilización faraónica, la cual denota un
origen más antiguo. <<
al comienzo del Edda islandés: «Recuerdo los gigantes nacidos con el alba de los
días, estos gigantes que me enseñaban en otro tiempo la sabiduría».
En las antiguas leyendas, los gigantes son descritos como una raza roja, es decir, de
cabellos rojos, ya que se vuelve a hablar de cabezas rojas. La gigantomaquia describe
así los gigantes anteriores al diluvio: atlantes, titanes, cíclopes u hombres de cabellos
bronceados.
Es preciso admitir que la noción de rojo ha estado siempre ligada, a través de toda la
Antigüedad, a las razas nórdicas y célticas, es decir, del Atlántico Norte.
En los frescos tibetanos que muestran los cuatro reyes de las cuatro direcciones del
Espacio, el Oeste está representado por una figura roja que tiene en sus manos una
especie de pequeño monumento funerario. <<
Alejandría contenía uno de ellos, anotado por Plotino y encerrado en un rollo de oro,
pero los cristianos prendieron fuego a todas estas riquezas. (Destrucción del
«Serapeum», en el siglo IV, por orden del emperador Teodosio. <<
ser de carne y sangre, cuya excepcional fuerza del alma había sabido triunfar de todas
las formas del mar. Carpócrates va más lejos; eximiéndose de toda moral, pisotea la
noción cristiana del bien y del mal. Esta actitud prefigura, a una distancia de 1500
años, la filosofía nietzscheana de liberación del hombre. <<
«El oficial alemán —escribe Gérard de Nerval— me dio una explicación bastante
lógica del destino de semejante monumento. Nadie es más entendido que un alemán
sobre los misterios de la Antigüedad. He aquí, según su versión, para qué servía la
galería básica adornada de raíles que habíamos descendido y vuelto a subir tan
penosamente. Al hombre que se presentaba para someterse a las pruebas de la
iniciación se le hacía sentar en una carretilla, la cual descendía por la acentuada
inclinación del camino. Llegado al centro de la pirámide, el iniciado era recibido por
sacerdotes de rango inferior que le mostraban el pozo, incitándole a precipitarse en
él».
»Naturalmente, el neófito dudaba, lo que era considerado como una sedal de
prudencia. Entonces, se le entregaba una especie de casco coronado por una lámpara
encendida, y, provisto de este aparato, tenía que descender con precaución por el
pozo, donde encontraba, aquí y allá, salientes de hierro sobre los que podía apoyar los
pies.
»El iniciado descendía durante largo tiempo, iluminado ligeramente por la lámpara
que llevaba sobre la cabeza; luego, aproximadamente a unos treinta metros de
profundidad, subía otra vez por el vestíbulo de una galería cerrada por una reja que se
abría súbitamente ante él. De pronto, aparecían tres hombres llevando máscaras de
bronce que imitaban la faz de Anubis, el dios-perro. Era preciso no asustarse en
absoluto de sus amenazas y marchar hacia delante derribándolos. A continuación, se
caminaba aproximadamente una legua y se llegaba a un espacio considerable que
producía el efecto de un sombrío y tupido bosque.
»A partir del momento en que se ponía el pie en el ala principal, todo se iluminaba
instantáneamente; parecía un enorme incendio. Sin embargo, se trataba de piezas de
artificio y sustancias bituminosas en rolladas en varillas de hierro. El neófito, a costa
de algunas quemaduras, debía atravesar el bosque, lo cual generalmente conseguía.
»Más allá se encontraba un río que era necesario atravesar a nado. Apenas se había
alcanzado la mitad de la corriente, cuando se producía una gran agitación de las aguas
provocada por el movimiento de las palas de dos ruedas gigantescas, lo cual le
detenía y le empujaba hacia atrás. En el momento en que sus fuerzas iban a agotarse,
veía aparecer ante él una escalera de hierro que parecía iba a salvarle del peligro de
perecer en el agua. Ésta era la tercera prueba. A medida que el iniciado ponía un pie
Veremos que todas las sectas hasta la francmasonería seguirán el ritual de las pruebas
iniciáticas, a la vez símbolo y verdad. Igualmente, para llegar a ser oficial de las SS
era necesario pasar por pruebas secretas que no conocemos, pero de las cuales
podemos suponer que tenían relación con el culto solar y la revelación mística del
conocimiento racista. <<
posrevolucionario. <<
«Golden Dawn» inglesa y la Sociedad del Vrill alemana, de 1920 a 1930. <<
<<
Lassay escribía:
«¿Qué significa, pues, en lenguaje hermético esta conjugación de la rosa y
de la svástica oriental? La svástica y la rosa son emblemas muy antiguos
del punto de iniciación y entrada de la vida de los hombres y animales en
el mundo».
<<
Maestres «cuarteaban» en sus escudos de armas era una cruz paté modificada en cruz
armenia, derivada de la cruz céltica y de la cruz gamada: las extremidades de esta
cruz paté estaban delimitadas por arcos de círculo…
En 1952, se descubrió en Seiue-et-Mame, un cofre que contenía símbolos templarios,
entre ellos diversas fichas octogonales esculpidas con rosas y cruces célticas, así
como una caja decorada con motivos de cruces gamadas. La única explicación idónea
de semejante descubrimiento es que procede de una sociedad secreta, probablemente
de origen templario y rosacruciano, que utilizaba estos signos como placa de
reconocimiento. <<
<<
Otto Rahn debía descubrir pinturas de este tipo en las grutas de Ornolac. <<
Ádyar. <<
su hijo, según parece, sino más bien como consecuencia de la destrucción total de su
obra: Adolf Hitler y el III Reich. Este suicidio es revelador, pues fue ejecutado según
el rito del bushido japonés: Karl Haushofer se hizo el harakiri, después de haber
matado a su mujer, como Goebbels. <<
nos exterminará. Este escritor inglés fue, no cabe duda, un iniciado rosacruciano. <<
tibetanas; así, cuando una pequeña colonia del Himalaya se estableció en Berlín en
1925, surgió de ella un personaje completamente extraño, un monje tibetano apodado
el hombre de los guantes verdes, como alusión a la sociedad de los Verdes, que tenían
su origen en el Tíbet. Este hombre anunció por tres veces en la Prensa el número
exacto de los diputados hitlerianos que habría en el Reichstag. Se ha dicho también
que recibía regularmente a Hitler, pretendiendo ser «el poseedor de las llaves que
abren el reino de Agarta». <<
(no es error: 1954). Alphonse de Châteaubriant La Gerbe des forces, París, Grasset,
1937, págs. 287-288. <<
<<
había en el cielo un enorme Sol, cien veces más luminoso y más grande que el
nuestro. El astro luminoso entró en colisión con un planeta gigante formado por hielo
cósmico. Esta masa penetró profundamente en el Sol y provocó una explosión de
efectos retardados que proyectó al espacio varios fragmentos de diferentes tamaños.
Éstos formaron los planetas que conocemos: La Luna, Júpiter, Saturno, Marte, etc.,
todos ellos esferas heladas y carentes de vida, en tanto que sólo en la Tierra se
desarrollaba la lucha entre el hielo y el fuego, la muerte y la vida. En una obra
dedicada a glorificar a Hörbiger, el escritor alemán Elmar Brugg escribió, en 1952,
las líneas siguientes: «Ninguna de las doctrinas de representación del Universo hacía
entrar en juego el principio de contradicción, la lucha entre dos fuerzas contrarias, de
la que, sin embargo, el alma de los hombres se nutre desde hace milenios. El mérito
imperecedero de Hörbiger es haber resucitado vigorosamente el conocimiento
intuitivo de nuestros antepasados por medio del conflicto eterno del fuego y el hielo,
cantado por los Edda. Ha expuesto este conflicto a los ojos de sus contemporáneos.
Ha basado científicamente esta imagen grandiosa del mundo ligada al dualismo de la
materia y la fuerza, de la repulsión que dispersa y de la atracción que une». <<
2 y sigs. <<
126. <<
turbador. <<
Gammadion. <<
ellos 300 000 extranjeros, en su mayoría europeos, frente a 250 000 hombres en
1939. Indiquemos que, en 1953, en Hannover, el canciller Adenauer declaró en un
discurso público: «Los SS son soldados como los otros».
Desde 1956 son aceptados con su antiguo grado en la Bundeswehr (salvo los
generales). <<
relación!), dijo; «La cima de piedra blanquísima del monte Taurus resplandece en las
tinieblas y su sombra se extiende hasta los montes hiperbóreos». (Codex Atlánticas).
<<
las almas en el curso de vidas ulteriores. Cierto día, declaró: «Aun aquel que se quita
la vida retorna fatalmente a la Naturaleza: cuerpo, alma y espíritu». Conversaciones
de sobremesa, página 139. <<
Me gustaría no ver sufrir a nadie, no hacer daño a nadie. Pero cuando vislumbro que
la especie está en peligro, entonces la más fría razón sustituye al sentimiento». <<
queda aún por hacer un estudio sobre los lazos que existieron, antes y durante la
Segunda Guerra Mundial, entre los grupos esoteristas nazis y los de otros países
europeos. <<
11-12. <<