Alonso en El País de Los Incas
Alonso en El País de Los Incas
Alonso en El País de Los Incas
Rumbo a Perú
ERA UNA NOCHE SIN LUNA, pero las estrellas iluminaban el camino.
Maita me mostró un grupo de ellas con las cuales podríamos guiarnos para
no errar nuestra ruta al norte.
—Mira, ¿ves esas cuatro estrellas? —dijo señalando los astros que estaban
sobre nosotros—. Ustedes los españoles las llaman la Cruz del Sur, por la
forma en que están distribuidas.
Busqué con la mirada hacia el cielo, hasta que por fin descubrí esas cuatro
estrellas que me mostraba. Era cierto que tenía forma de cruz, pero no me
parecía muy perfecta.
—Una de sus puntas muestra siempre el camino hacia mi pueblo —explicó
—. Sigámosla y no nos perderemos.
Asentí con la cabeza, no muy convencido de la teoría de Maita.
Caminamos intentando seguir la dirección de las estrellas. No era fácil, ya
que el abrupto terreno nos obligaba a subir escarpados montes.
El camino se hacía cada vez más difícil. Me costaba respirar y estaba
agotado. Me parecía que mis pies eran de plomo, hasta que llegó un momento
en que tuve que parar. No creía poder continuar soportando tanto cansancio y
tanta hambre.
—¡No puedo dar un paso más! Busquemos un lugar protegido y paremos a
descansar —dije a Maita, dejándome caer sobre el suelo.
Sin embargo, Maita continuó caminando hasta unas rocas y yo, con gran
esfuerzo, me levanté y lo seguí. Allí nos tendimos los tres acurrucados, con
Bartolo incluido. Debíamos protegernos de un intenso frío que calaba hasta
los huesos.
Despertamos cuando el sol estaba muy alto, al calor de sus tibios rayos.
Miré a mi alrededor y quedé sorprendido ante la belleza del paisaje. Nos
encontrábamos en una pequeña planicie en medio de altas montañas nevadas.
El cielo, de un azul intenso, estaba salpicado de albas nubes sobre las que me
pareció que podría acostarme.
Comprendí la razón de nuestro profundo cansancio de la noche anterior.
¡Cuánto habíamos subido para llegar a ese lugar! Me levanté, y al dar unos
pasos, me di cuenta de que se me hacía muy difícil respirar.
—Estoy enfermo, creo que me voy a morir… —dije a Maita, asustado—.
¡No puedo respirar!
—Es la altura —dijo, intentando calmarme—. Es normal lo que te pasa, no
te esfuerces demasiado y con el tiempo te acostumbrarás.
Algo más calmado con su explicación, me senté e intenté varias veces
respirar profundo. Me sentí aún peor. Terminé por echarme en el suelo y
esperar a que se me pasara. A medida que transcurrían las horas fui
sintiéndome mejor, pero entonces me invadió un hambre tremenda. Miré a mi
alrededor y pregunté a mi amigo:
—¿Qué podemos comer?
—Aquí no hay nada…
Permanecí pensativo imaginando a mi padre en nuestra nueva casa, y me
reproché el no estar con él en vez de haber emprendido esta tonta aventura.
Iba a decirle a Maita que debíamos partir antes de que nos alcanzaran los
bandidos, cuando sentí los ladridos de Bartolo seguidos por un gruñido.
Luego sobrevino un silencio.
Me pareció un milagro cuando lo vi aparecer con una liebre en el hocico.
Me acerqué dispuesto a arrebatarle su presa. Fue un forcejeo difícil, ya que
ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder. Incluso me arriesgué a ser
mordido, pero nada me importaba, solo quería comer.
Le grité a Maita que intentara atar al perro. Él corrió y le pasó la soga por
el cuello, amarrándolo a un arbusto. Asamos la liebre cuando logramos hacer
fuego con unas míseras ramas. Su carne estaba deliciosa. A pesar de ello, no
la pudimos disfrutar totalmente por los furiosos gruñidos de Bartolo. Pero le
dejamos algo de carne y todos los huesos. Los lamió con ansiedad y pareció
calmarse su razonable rabia hacia nosotros.
Después de saciar en parte nuestro apetito, abrimos los ojos a la realidad:
¡estábamos perdidos!
—¿Qué podemos hacer? —pregunté molesto a Maita, culpándolo por
verme envuelto en esta odiosa situación.
—Debemos descender y buscar un valle. Desde allí seguiremos avanzando
siempre hacia el norte —me contestó intentando demostrar seguridad.
Caminamos durante varias horas. Me pareció que no avanzábamos nada.
El terreno era difícil y yo me sentía constantemente mareado por la altura. A
cada momento teníamos que desviarnos por las enormes rocas que obstruían
nuestro camino, lo que significaba subir y bajar en forma continua.
—No saldremos nunca de estas montañas… —dije agobiado—. ¿Qué
pasará si no encontramos el camino?
—Si seguimos bajando, llegaremos de todas maneras a un lugar donde
haya gente. Estos territorios son más poblados de lo que te imaginas —me
contestó Maita, intentando ser optimista.
Seguimos nuestra ruta, que interrumpimos solo para recolectar algunas
hierbas que Maita conocía y sabía que podíamos comer y con ellas
calmábamos el hambre.
Pero al atardecer seguíamos perdidos, sin hallar ninguno de esos poblados
de que hablaba Maita. Solo encontramos una cueva, en la que pasamos una
noche horrible. Teníamos hambre, hacía un intenso frío y estábamos
desesperados por la incertidumbre. No habíamos visto a ningún ser humano.
La mañana llegó fría y gris, al igual que nuestro ánimo. Muy deprimidos,
emprendimos nuevamente la marcha. Pero poco después del mediodía, Maita
anunció jubiloso:
—¡Mira, es un sendero!
Dirigí la vista hacia el lugar que señalaba y vi una pequeña huella. ¡Por fin
teníamos una esperanza! Seguimos la senda durante toda la tarde sin
encontrar a nadie. Nuestro optimismo se transformaba poco a poco en un
nuevo y amargo pesimismo.
No nos detuvimos cuando llegó la noche. Como el cielo estaba despejado,
sin nubes, la luz de la luna alumbraba el sendero.
●7
H ACIA EL PUEBLO DE M AITA
• 11
LOS TRABAJOS EN LA ENCOMIENDA avanzaban, pero quizás algo más
lentamente de lo que deseábamos. La verdad es que siempre estábamos
pensando en la llegada de mi madre, a pesar de que sabíamos que podía
transcurrir mucho tiempo antes de tenerla con nosotros. ¿Le habrían llegado
ya las noticias que le enviamos con don Juan Garay? ¿Cuánto tardaría ella en
prepararse y disponer todo para emprender el viaje? Ojalá pudiera hacerlo
muy rápido y venirse, pero estábamos tan lejos…
Mientras tanto seguíamos trabajando con ahínco. El suelo era duro y
bastante pedregoso, lo que dificultaba las faenas y desgastaba terriblemente
las herramientas. Habíamos ido sustituyéndolas por las herramientas que
fabricaban los indios, que eran excelentes, pero necesitábamos reponer
algunas que ya estaban tan deterioradas que no tenían arreglo posible.
Por eso mi padre decidió enviarme a Cusco para comprar nuevas
herramientas y aprovechar de abastecernos de algunos víveres. También
debía tratar de averiguar noticias de España y preguntar si habría regresado
don Juan Garay, quien quizás podría contarnos algo de mi madre.
Huacari volvió a ser mi compañero de viaje y, por supuesto, llevamos a
Bartolo.
Al día siguiente de nuestra llegada a Cusco, me dirigí a la plaza con el
propósito de conocer las noticias procedentes de España entre los viajeros
que acostumbraban juntarse en ese lugar, y comprar las herramientas y las
provisiones.
Mientras encargaba las provisiones, observé a unos niños que gritaban
alegremente. Me acerqué y vi que habían organizado una guerra divididos en
dos bandos. Las armas eran frutos podridos que sacaban de un rincón
destinado a las basuras.
—¿Quieres jugar? —dijo uno, al verme—. En mi grupo falta un guerrero.
—¡Claro que sí! —contesté entusiasmado ante la perspectiva de participar
en tan “feroz” combate.
Me uní rápidamente al grupo y comencé a lanzar las asquerosas frutas, que
al reventarse, dejaban al enemigo inmundo e impregnado de un olor
repugnante. Bartolo participaba activamente con sus carreras, saltos y
ladridos.
De pronto sentí una masa pastosa resbalar por mi pelo. No supe de qué
fruta se trataba, pero sí estoy seguro de que estaba muy podrida. Con furia,
tomé una pequeña calabaza para darle su merecido al responsable de aquel
ataque. Pero al lanzarle el fruto, el culpable le hizo el quite y la calabaza fue a
dar contra un hombre que pasaba por allí, completamente ajeno a nuestro
juego. Se acercó a nosotros echando chispas de furor. Al verlo, todos mis
compañeros de batalla se dispararon fuera de la plaza.
—¡Qué se han imaginado, críos maleducados! —exclamó, enfadadísimo,
el hombre.
Me quedé paralizado… A pesar de su furia, lo reconocí de inmediato: era
el capitán Álvarez. Él había sido mi jefe en la travesía desde Sevilla al Nuevo
Mundo. En un momento se me vino a la memoria el duro viaje y recordé a
Pelayo, mi gran amigo. Juntos habíamos vivido grandes aventuras, pero en el
puerto Nombre de Dios nos separamos para tomar rutas muy diferentes.
Mientras él continuó formando parte de la tripulación del capitán, yo
proseguí viaje por tierra hasta Ciudad de Panamá, en busca de mi padre.
Permanecí en silencio mirándolo. Después de un momento, medio muerto
de vergüenza, le dije con timidez:
—¡Capitán!
—¿Alonso? —preguntó el hombre, mirándome fijamente.
—¡Sí, capitán, soy Alonso…! ¡Perdóneme…! —exclamé sin saber qué
más decir.
—¡Vaya jueguito! —dijo el capitán, algo más calmado, y tras una pausa
agregó—: Si no fuera porque me alegra inmensamente encontrarte, te habrías
llevado una buena paliza.
—¡Lo siento mucho, capitán! Espero que me perdone… Pero, cuénteme:
¿qué hace usted aquí? ¿No estaba navegando rumbo a España? —Y sin poder
contenerme, seguí preguntando lo que más quería saber—: ¿Y Pelayo? ¿Está
con usted?
—Han sucedido muchas cosas desde que nos separamos. En primer lugar,
perdí “La Esperanza”, mi barco, en una gran tormenta frente a la isla La
Española.
—¿Y su tripulación? ¿Y Pelayo? —le pregunté impresionado con la
noticia, y un tanto asustado por la suerte de mi amigo.
—Todos bien, gracias a Dios. Todos se salvaron, pero la mayoría tuvo que
buscar otro barco. Solo Pelayo está conmigo.
—¿Pelayo está con usted, aquí, ahora…?
—Sí, está aquí, en Cusco. Lo mandé con unos recados y acordamos
juntarnos a mediodía en la posada en que nos alojamos.
Lleno de alegría por la gran noticia, comencé a saltar como un niño. ¡Era
maravilloso e increíble pensar que pronto vería a mi gran amigo!
—Pero, hijo —me interrumpió el capitán—, háblame de ti. Dime,
¿encontraste por fin a tu padre?
—Sí, me encontré con él en Panamá, justo cuando iba a embarcarse hacia
Perú.
Y más tranquilo al ver que se le había pasado el enojo, le relaté todo lo
ocurrido desde que dejé su nave La Esperanza.
Mientras conversábamos, nos dirigimos a una fuente, donde ambos nos
lavamos. Como el capitán tenía algunos asuntos que atender y yo debía
cumplir los encargos de mi padre, nos separamos, no sin antes acordar que
nos reuniríamos en su posada.
A la hora convenida, fui a encontrarme con mis amigos. El capitán estaba
solo.
—Capitán, ¿ha llegado Pelayo? —le pregunté ansioso.
—No. Pero ten paciencia. Debe de estar por volver.
¿Paciencia? Era lo único que se me había agotado. Llevaba toda la mañana
aguardando este momento y tenía que seguir esperando. ¿Dónde se habría
metido?
Fastidiado, di unas vueltas por las callejuelas cercanas, acompañado de
Bartolo que saltaba sin cesar a mi alrededor. Volví a la posada y el capitán
me invitó a comer con él, ya que Pelayo tardaba. Pero en ese momento
escuché un grito:
—¡Alonso!
Me volví rápidamente y allí estaba con su cara pecosa y el pelo colorín.
Era mi amigo Pelayo. No alcancé a decir nada porque él continuó con sus
exclamaciones:
—¡Alonso! ¿Eres tú? No puedo creerlo. Pero, ¿qué haces tú aquí? —y
acercándose, me dio un gran abrazo que respondí con fuerza.
Pasada la primera sorpresa y emoción del encuentro, nos sentamos a la
mesa y hablamos sin parar. Eran tantas las aventuras que ambos habíamos
vivido desde que nos separáramos…
El capitán me contó que, tras el hundimiento de “La Esperanza”, había
debido cambiar radicalmente sus planes. Ya no viajarían de vuelta a España,
sino que explorarían las desconocidas aguas del Pacífico.
En lugar de dormir en la posada, invité a Pelayo a mi casa. El capitán
estuvo de acuerdo y le dio la tarde libre. Empezamos entonces por salir a
recorrer la ciudad.
—¿Y este perro? ¿Es tuyo? —dijo Pelayo, al ver que Bartolo nos seguía.
—Sí, es mío. Me lo regaló mi padre —le contesté y, dirigiéndome al perro
le ordené—: ¡Bartolo, saluda a Pelayo!
—¿Bartolo?
—Sí. Le puse ese nombre en tu honor.
El animal, entusiasmado, se tiró encima de él haciéndolo caer. Le lamió la
cara como muestra de amistad.
—¡Sácamelo de encima! —gritó Pelayo, mientras reía y lo acariciaba.
Íbamos llegando a la plaza, cuando sentimos un tremendo alboroto. Vimos
a un hombre que corría velozmente en dirección a nosotros. Un grupo de
personas iba tras él, gritando furiosamente.
Al pasar junto a nosotros, Pelayo, sin pensarlo dos veces, estiró un pie y lo
hizo caer estrepitosamente. Una afilada navaja saltó de las manos del hombre.
Pelayo se sentó sobre él, inmovilizándolo, mientras yo recogía la navaja y
Bartolo gruñía. Creo que lo que más atemorizó al hombre fueron esos
gruñidos de mi perro. En todo caso, no se atrevió a ofrecer resistencia.
Los perseguidores llegaron junto a nosotros y nos explicaron que se trataba
de un ladrón al que habían descubierto robando. Se lo llevaron y nosotros
seguimos nuestro camino, sintiéndonos orgullosos de nuestra proeza. “¡Qué
grandes aventuras se presentan cuando estamos juntos con Pelayo!”, pensé.
● 12
E N LA GOBERNACIÓN
ATENCIÓN AL CLIENTE
Teléfono: 600 381 13 12
www.ediciones-sm.cl
chile@ediciones-sm.cl
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni su transmisión de ninguna
forma o por cualquier medio, ya sea digital, electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso
previo y por escrito de los titulares del copyright.
160954