La Impenitencia Final y La Conversión in Extremis

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La impenitencia final – Por Garrigou-Lagrange O.P.

COMENTARIO DEL ADMINSTRADOR: Mi experiencia visitando


enfermos, me llevo a ver casos como los que en esta publicación se
describe. Por nada dejen de leerla. Sepan de qué se trata la impenitencia
final. Puede, no lo sé, (pero es posible) que de ello dependa su salvación o
condenación eterna.

Puesto que toda nuestra vida futura y eterna depende del estado en que se
encuentre nuestra alma en el momento de morir, es necesario que
hablemos ahora de la impenitencia final, que se opone a la buena muerte,
y, por contraste, de las conversiones in extremis.

La impenitencia, en el pecador, es la ausencia o privación de la


penitencia, que debería borrar en él las consecuencias morales del pecado
o de la rebelión contra Dios. Estas consecuencias del pecado son la ofensa
hecha a Dios, la corrupción del alma rebelde, los justos castigos que ella
ha merecido.

La destrucción de semejantes consecuencias se lleva a cabo mediante la


satisfacción reparadora, esto es, mediante el dolor de haber ofendido a
Dios y mediante una compensación expiatoria. Como explica Santo
Tomás (III, q. 4, a. 5y 87), estos actos de la virtud de penitencia son, para
los pecadores, de necesidad de salvación; lo exigen la justicia y la caridad
para con Dios y hasta la caridad para con nosotros mismos.

La impenitencia es la ausencia de contrición y de satisfacción; puede ser


temporal, esto es, tener lugar en la vida presente, o final, es decir, en el
momento de la muerte. Es necesario leer el sermón de Bossuet sobre el
endurecimiento, que es la pena de los pecados precedentes. (Adviento de
San Germán y Defensa de la Tradición, L. XI, C. IV, V, VII, VIII.)

¿Qué es lo que conduce a la impenitencia final?

La impenitencia temporal. Esta se presenta bajo dos formas muy


distintas: la impenitencia de hecho es simplemente la falta de
arrepentimiento; la impenitencia de voluntad es la resolución positiva de
no arrepentirse de los pecados cometidos. En este último caso se trata del
pecado especial de impenitencia, que en su máxima expresión es un
pecado de malicia, el que se comete, por ejemplo, al disponer que se le
hagan funerales civiles.

Ciertamente es grande la diferencia entre las dos formas; sin embargo, si


el alma es sorprendida por la muerte en el simple estado de impenitencia
de hecho, la suya es también una impenitencia final, aunque no haya sido
preparada directamente con un pecado de endurecimiento.

La impenitencia temporal de voluntad conduce directamente a la


impenitencia final, aunque algunas veces Dios, por su misericordia,
preserve de llegar a ella. En este camino de perdición se puede llegar a
querer deliberada y fríamente perseverar en el pecado, a rechazar la
penitencia que nos habría de librar.

Es entonces, como dicen San Agustín y Santo Tomás (II, II, q. 14), no sólo
un pecado de malicia, sino contra el Espíritu Santo, es decir, un pecado
que va directamente contra cuanto podría ayudar al pecador a levantarse
de su miseria.
El pecador debe, pues, hacer penitencia en el tiempo ordenado, por
ejemplo, en el tiempo pascual; de otro modo, se precipita en la
impenitencia final y en la de voluntad, al menos por omisión deliberada.
Y es tanto más necesario volver a Dios cuanto que no se puede, como dice
Santo Tomás, permanecer largo tiempo en el pecado mortal sin cometer
otros nuevos que aceleran la caída (I, II, q. 109, a. 8).

Así, pues, no es preciso, para arrepentirse, esperar a más adelante. La


Sagrada Escritura nos incita a que lo hagamos sin demora: “No esperes
hasta la muerte para pagar tus deudas” (Eccl., XVIII, 21). San Juan
Bautista, con su predicación, no cesaba de mostrar la necesidad urgente
del arrepentimiento (Luc. III, 3). Lo mismo que Jesús al principio de su
ministerio: “Arrepentíos v creed en el Evangelio” (Mar., I, 15). Más
tarde, dijo aún: “Si no hacéis penitencia, todos pereceréis” (Luc., XIII, 5).
San Pablo escribía a los romanos (II, 5): “Por tu endurecimiento y la
impenitencia de tu corazón, estás acumulando la cólera divina para la
manifestación del juicio justo de Dios, que dará a cada uno según sus
obras.” En el Apocalipsis (II, 16), se dice al Ángel (el Obispo) de la Iglesia
de Pérgamo: “Arrepiéntete; de no ser así, te visitaré no tardando.” Es la
visita de la Justicia divina la que de este modo se anuncia, si no se tiene
debidamente cuenta de la visita de la misericordia.

Los grados de la impenitencia temporal voluntaria son numerosos:


Tomando como punto de partida los menos graves, que son a pesar de
eso, muy peligrosos, a) Están los endurecidos por ignorancia culpable,
fijos en el pecado mortal y en la ceguera, que les hace constantemente
preferibles los bienes de un día a los de la eternidad; ésos beben la
iniquidad como agua con una conciencia adormecida y soñolienta, ya que
han descuidado siempre gravemente instruirse acerca de sus deberes
sobre cuánto es necesario para su salvación. Son numerosísimos. b)
Vienen después los endurecidos por vileza., que, más iluminados que los
precedentes y más culpables, no tienen la energía necesaria para romper
los lazos que ellos mismos se han fabricado. Lazos de lujuria, de avaricia,
de orgullo, de ambición, y que no ruegan para obtener la energía
necesaria que les hace falta. c) Por fin, vienen los endurecidos por malicia,
aquellos, por ejemplo, que, no orando, se han rebelado contra la
Providencia a causa de cualquier desgracia; los disolutos, que viven
sofocados por sus desórdenes, que blasfeman, siempre descontentos de
todo, y que, materializados, hablan todavía de Dios, pero sólo para
injuriarlo; d) finalmente, los sectarios que tienen un odio satánico a la
religión católica cristiana y no cesan de escribir invectivas contra ella.

Existe mucha diferencia entre unos y otros; pero no se puede afirmar que
para llegar a la impenitencia final se deba necesariamente haber sido de
los endurecidos por malicia o al menos por vileza o ignorancia voluntaria.
Ni podemos tampoco firmar que todos los endurecidos por malicia serán
condenados, puesto que la misericordia divina ha convertido, a veces, a
grandes sectarios que parecían obstinados en la vía de la perdición.
Vamos a ver unos ejemplos:

Se lee en la vida de San Juan Bosco, que se acercó al lecho de un


moribundo francmasón y feroz sectario. Este le dijo: “Sobre todo no me
habléis de religión, de otro modo, guardaos: aquí tengo un revólver, cuya
bala es para vos, y he aquí otro con una bala para mí.” “Muy bien—
respondió imperturbable Don Bosco—entonces hablemos de otra cosa.” Y
le habló de Voltaire, exponiéndole su vida. Concluyó diciendo: “Algunos
afirman que Voltaire murió impenitente y que tuvo mal fin. Yo no lo diré,
porque no lo sé.” “Entonces—preguntó el otro—, ¿también Voltaire
hubiera podido arrepentirse?” “Pues claro.” “Y, entonces, ¿también yo
podría arrepentirme?…” Parece ser que aquel hombre desesperado cerró
una mala vida con una buena muerte.

Se cita el ejemplo de un sacerdote santo, Padre espiritual en las cárceles,


que no consiguiendo persuadir a un criminal condenado a muerte para
que se confesase, terminó por increparle impacientado: “Bien, piérdete,
puesto que quieres perderte.” Esta palabra, que ponía límites a la
inmensidad de la divina misericordia, fué la que impidió al santo
sacerdote subir, después de su muerte, al honor de los altares. Su causa de
beatificación no ha podido ser introducida.

Ciertamente los Padres de la Iglesia, y con ellos los mejores predicadores,


han amenazado con frecuencia con la impenitencia final a los que rehúsan
convertirse o que dejan la conversión para más tarde.

Después de haber abusado tanto de la gracia divina, ¿podrán obtener más


tarde los auxilios necesarios para la conversión? Es cosa muy de dudar.

“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”

Garrigou-Lagrange O.P.

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