Algunos Libros. Las Charlas de E. M. Forster en La BBC
Algunos Libros. Las Charlas de E. M. Forster en La BBC
Algunos Libros. Las Charlas de E. M. Forster en La BBC
GONZALO TORNÉ
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E. M. Forster
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Título original: The BBC Talks of E. M. Forster. A Selected Edition
E. M. Forster, 2008
Traducción: Gonzalo Torné
Selección y Prólogo: Gonzalo Torné
Epílogo: Zadie Smith
Fotografía de cubierta: Kurt Hutton
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
ALGUNOS LIBROS
¿SON ÚTILES LOS LIBROS?
D.H. LAWRENCE
COLERIDGE Y LAS ANGUSTIAS DE LOS POETAS CONTEMPORÁNEOS
WORDSWORTH Y LOS PLACERES DE LA POESÍA
LAS CARTAS DE JANE AUSTEN Y OTRAS «GUARNICIONES»
LIBROS NO TAN NUEVOS
CRÓNICAS BÉLICAS
EL REGRESO DEL NATIVO
CALEIDOSCOPIO
SOBRE POESÍA CONTEMPORÁNEA
KIPLING Y LAS CONEXIONES CULTURALES ENTRE LA INDIA E
INGLATERRA
NOTICIAS DE LA LITERATURA ESTADOUNIDENSE
REBECCA WEST Y LOS PATRONES DE LA HISTORIA
HOMENAJES A LA INDIA
REPRESENTANDO A SHAKESPEARE EN LONDRES
YEATS Y ELIOT
LYTTON STRACHEY
MARK TWAIN Y LA INMADUREZ
JAMES JOYCE
¿HA MUERTO LA NOVELA?
SENTIDO Y SENSIBILIDAD
LA IMPOPULARIDAD DE WORDSWORTH
ALGUNOS LIBROS SOBRE LA INDIA
VERSIONES DE SHAKESPEARE
MATTHEW ARNOLD
TRES EUROPEOS
UNA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL
TRES RELATOS BONDADOSOS
SAMUEL BUTLER Y LA POSTERIDAD
ESCRITORES Y DEMOCRACIA
HABLAR POR UNO MISMO
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EPÍLOGO E.M. FORSTER, EN EL CAMINO DEL MEDIO
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Sobre el autor
Notas
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PRÓLOGO
Hacia 1929, apenas cumplidos los cincuenta años, y pese a que viviría todavía unos
cuantos más, E. M. Forster había rematado ya el grueso de su carrera literaria, que
incluía libros tan importantes como Una habitación con vistas, La mansión, Pasaje a
la India. Aunque su actividad artística no se detuvo con la última novela publicada y
Forster firmase ensayos, biografías y una obra de teatro, la parte del león de su
trayectoria, a la que había dedicado los mayores esfuerzos, y por la que todavía
reconocemos su nombre y nos sigue interesando leerlo hoy, estaba culminada.
¿A qué se dedica un artista retirado? Cada escritor ensaya con su ejemplo una
respuesta distinta a esta pregunta, que, para ser justos, debería bifurcar la respuesta
para contemplar tanto la vertiente pública como la privada. En la pública, que es la
que nos compete, podemos decir que Forster encontró un desempeño inusual,
inimaginable para sus predecesores: se encontró con un juguete fascinante, de
«última tecnología», que le permitió transportar su voz al otro extremo del globo; un
instrumento que le sedujo al tiempo que le permitía desarrollar sus habilidades de
seductor. Por no prolongar el misterio: Forster descubrió la radio, y se pasó treinta
años visitando asiduamente la cabina de la BBC y a su inexcusable socio: el
micrófono.
Forster acudió con regularidad a la radio de 1929 a 1958 con el propósito de
captar la atención de los oyentes (cuando retransmitía se consideraba un parásito del
tiempo ajeno) hablándoles de una de las cosas que más le importaba en el mundo: los
libros. Forster se desenvolvía en la radio con un formato que él llamaba «charla» o
«conferencia» y que se aleja mucho de los programas que dominan en la actualidad:
no tenía colaboradores, ni hilo musical, ni secciones, ni sonidos enlatados ni risitas.
Todo lo que se necesitaba para que Forster diese su charla era el ya mentado
micrófono, una butaca, un reloj que le soplase el tiempo que le quedaba por delante y
un número indefinido y cambiante de oyentes «al otro lado». Nada más.
Este conjunto indefinido y cambiante de oyentes al que acabamos de aludir y al
que Forster juega unas cuantas veces (recuperando sus instintos de novelista) a
imaginar en sus detalles y particularidades merece unas palabras. Las emisiones de
estas charlas sobre libros y literatura (pero que podían desbordar el marco
prestablecido y tratar de política internacional, del futuro de Europa, de los cambios
de mentalidad sobre el dinero, de las relaciones entre Inglaterra y el resto del mundo,
del amor por la India o de lo que los hombres libres pueden hacer con su tiempo de
ocio si quieren preservar la inquietud del espíritu) estaban dirigidos a los ciudadanos
de las antiguas colonias británicas, muy especialmente de la India, donde los
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pensamientos y los afectos de tantos ingleses habían enraizado, entre ellos el propio
Forster, que escogió aquel país como su emplazamiento literario adoptivo.
Aunque entre los oyentes potenciales de las charlas se encontraban los británicos
que seguían viviendo en el subcontinente, Forster prefiere imaginar como
destinatarios a ciudadanos indios (hindúes o musulmanes) interesados por la literatura
occidental, pero sin un conocimiento especializado ni un acceso inmediato a los
libros que se dispone a comentar. Un público de amateurs, dicho en el mejor sentido:
personas con disposición de avanzar en el conocimiento y en el placer de la buena
literatura, no con el objetivo de especializarse o de progresar en una carrera sino
como un aspecto más, enriquecedor, de una vida dedicada a otros asuntos.
Forster es muy consciente de los oyentes a los que se dirige, y en qué condiciones
lo hace, y se basa en este conocimiento para rechazar que sus charlas puedan
considerarse ejercicios de crítica literaria. Forster sentía el mayor respeto por el
desempeño crítico, pero lo consideraba una discusión para entendidos, donde se
trataba de esclarecer el sentido y juzgar los méritos de una obra en liza con juicios
emitidos por otros críticos con sensibilidades, formación e intereses parejos. De
manera que en un primer momento Forster rebaja las ambiciones de sus charlas y las
desplaza a un campo aparentemente menor: el de la divulgación.
Vuelvo enseguida a la divulgación, pero antes conviene señalar que estas charlas
se emitieron en un momento histórico cercano al colapso. La comunidad libresca (por
llamarla de alguna manera) parece haberse acostumbrado a vivir con cierta sensación
de crepúsculo, provocado por muy diversos motivos: amenazas tecnológicas,
decadencias intrínsecas, crisis de público, desánimos contables… Pero si tenemos en
cuenta lo lejos de donde viene la tradición libresca (de sesgo crítico, si se quiere
precisar), el enfermo parece gozar de una resistente mala salud. En tiempos de Forster
también existía la proverbial amenaza fantasma proveniente del ámbito tecnológico,
se consideraba que la propia radio podía arrebatarle al libro su prestigio y la atención
de los lectores, al instituirse como la principal herramienta pedagógica del futuro,
además del canal favorito de entretenimiento (son los años del auge de la grabación y
transmisión de versiones radiofónicas de novelas, obras de teatro y poemas). Todo
esto suena un tanto ingenuo, después de que el libro haya atravesado sin quemarse los
amenazadores desafíos que suponían el cine, el televisor, el ordenador personal, la
red, el e-book y los teléfonos inteligentes, pero Forster parece por momentos
convencido de que al recomendar lecturas por antena estaba trabajando como
infiltrado en el campo enemigo.
Claro que el ambiente histórico y político en el que Forster imparte sus charlas es
mucho más amenazador que todo esto, y sus riesgos se asoman en estas páginas con
una concreción devastadora: bombardeos, pogromos, refugiados… El tramo temporal
que cubren las emisiones arranca en los años de gestación de la Segunda Guerra
Mundial, atraviesa el conflicto y termina en un clima de tensión mundial, acongojada
por la destrucción nuclear. Con una Europa humedecida de sangre y miles de
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refugiados vagando como almas en pena, preocuparse por la buena circulación de los
libros y de cómo leerlos con provecho no sabe uno si considerarlo una heroicidad o
una irresponsabilidad. Pero bueno, sabemos que la vida sigue, que siempre sale
adelante, o por lo menos que hasta ahora se las ha arreglado bastante bien, así que
alguien debe ocuparse de las cosas que nos interesan y nos gustan cuando el resto
parece en entredicho. Así que me inclino por considerar las charlas de Forster como
una heroicidad, amparándome en un verso de Whitman que el lector encontrará
citado aquí por el propio Forster con mucho tino y buen sentido de la oportunidad:
«He imaginado una vida que debería ser la del hombre promedio, vivida en
circunstancias promedio, pero grandiosa y heroica». Al fin y al cabo, qué mejor
homenaje a las cosas que nos importan que sostenerlas en las circunstancias más
adversas.
Volvamos ahora a la divulgación, una palabra que basta con pronunciarla para
despertar todo un campo de referentes un tanto deprimentes, por no decir siniestras.
Versiones reducidas, parodias involuntarias, infantilizaciones… Que cada cual elija
sus ejemplos. Se podría afirmar que buena parte de lo que hoy pasa por divulgación
no está pensada para invitar a la lectura sino que la suplanta, es una operación que
responde a una demanda (y a un objetivo) mercantil: una especie de falsificación.
Pero la mayor parte del contenido de este libro fue escrita en el segundo tercio del
siglo XX y por entonces el negocio del entretenimiento más o menos cultural no
estaba ni de lejos tan desarrollado, lo que contribuye a que en manos de Forster la
divulgación opere de manera bien distinta. En primer lugar, Forster se propone tratar
a sus oyentes como adultos: no abarata ni simplifica las obras que aborda, de las que
encara sus vertientes más complejas, y que condensa cuando conviene en juicios
articulados que contemplan los éxitos y las limitaciones de las distintas poéticas que
aborda. En este sentido, charlas como las que dedica a Lawrence, Hardy, Joyce o
Butler son auténticos tours de forcé de la matización.
Y también es más que probable que el lector pase por este libro instruyéndose sin
la sensación de haber entregado un esfuerzo excesivo; la misma que tuvieron, es de
suponer, los oyentes distantes e imprecisos de estas charlas. Se podría decir que
Forster tiene la capacidad de transmitir ideas complejas en un estilo sencillo. A esta
facultad ayuda que la mente de Forster no se permita ideas simples ni argumentos
planos; aunque no todo dependa de la capacidad natural, también asistimos al
esfuerzo (o por lo menos a la delicadeza) de no emplear jerga profesional ni
clasificaciones académicas, evitando oscuridades y complicaciones innecesarias.
Forster se enfrenta a los libros sin filtros evidentes, con el propósito de extraer lo que
el libro tiene de original, de útil o de placentero, y con el objetivo de comunicárselo a
unos oyentes que imagina con un equipaje intelectual, sensible y moral por lo menos
tan desarrollado como el suyo, y que llegado el momento serán capaces de elaborar
sus propias conclusiones. Ni pedanterías ni guiños para entendidos ni defensas de la
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camarilla: nada que exija un conocimiento previo. Las charlas de Forster son
serviciales en el sentido más noble del término.
La servicialidad de Forster parece emanar de una manera de estar en el mundo
que no es exclusiva de los ingleses (ni se manifiesta en todos los británicos) pero que
abunda (o solía hacerlo) en las Islas: un individualismo del criterio, del juicio y del
gusto que aspira a convencer de los propios hallazgos y convicciones a otras mentes a
las que se les supone una autonomía parecida. Una clase de individualismo que no
tiende al ensimismamiento, sino a esclarecer con libertad el valor y el sentido de cada
obra. Esta expectativa en el territorio común de entendimiento de las personas
interesadas por el arte, por lejanas y aisladas que estén, explica la confianza que
Forster depositó en un proyecto ciertamente insólito: difundir la literatura inglesa en
la India. Un proyecto que disfruta ahora de una prolongación inesperada: la confianza
de los editores en que sus enseñanzas serán también útiles para el lector en español
actual.
Wittgenstein nos enseñó que las palabras formaban parte de juegos de sentido que
envejecían como los barrios de algunas ciudades cambian de estatus y de inquilinos a
rebufo de las fluctuaciones demográficas y sociales. A día de hoy los corrimientos
semánticos dificultan aplicar sin ejercer cierta violencia el término divulgación a
estas charlas. Quizás sería más justo referirse a ellas con una descripción de dos
palabras: «invitación razonada». Pero si añadimos a la mezcla el carácter servicial de
los textos la inteligencia, la precisión, el gusto, la desenvoltura y el talento polémico
de su autor, lo más justo sería rectificar las modestas pretensiones de Forster y
reconocer que lo que el lector tiene entre las manos son piezas de crítica literaria. Al
fin y al cabo, el medio, como tantas veces sospechamos, no siempre es el mensaje.
¡Ni mucho menos!
Gonzalo Torné
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NOTA DE LOS EDITORES
En 1928, Hilda Matheson, jefa del Talks Department de la BBC, la radio pública del
Reino Unido, dirigida entonces por John Reith, invitó a E.M. Forster a impartir una
serie de charlas sobre literatura y cultura. Se trataba de ensayar un formato entonces
pionero, destinado a un público muy amplio, compuesto en su tercera parte por gente
de la clase trabajadora. Matheson insistió en dar a las charlas un toque informal y
directo, una directriz que Forster asumió con naturalidad. Se cimentó de este modo
una relación que habría de prolongarse durante décadas, hasta 1963, durante las
cuales Forster llegaría a impartir cerca de un centenar y medio de charlas.
Por las fechas en que comenzó su colaboración con la BBC, Forster, nacido en
1879, Y próximo por lo tanto a la cincuentena, había puesto ya fin a su trayectoria
como novelista. Pasaje a la India (1924) sería la última de sus novelas publicadas en
vida (Waurice, aparecida póstumamente —debido a su temática homosexual—, había
sido escrita hacia el año 1914). En el período que cubren sus charlas radiofónicas,
Forster solo escribiría cuentos, artículos, ensayos, biografías y crónicas viajeras.
Durante esos años, sin embargo, su reputación no hizo más que consolidarse, y en
ello tuvieron bastante que ver estas charlas, en particular las impartidas durante los
años de la Segunda Guerra Mundial, en los que Forster se convirtió en un faro de los
ideales democráticos, ensalzando el valor del arte como arma contra la tiranía,
combatiendo la censura (incluso la de la propia BBC) y defendiendo a las minorías.
La mayor parte de las charlas de Forster se transmitieron a través del India
Service, programación de la BBC que era emitida y escuchada en la India (país que,
recuérdese, no se independizó del Reino Unido hasta 1947). Así fue por voluntad del
mismo Forster, e importa subrayar las razones de su preferencia. Por un lado, son
bien conocidos sus estrechos vínculos con la India, adonde viajó por primera vez en
1914, en compañía de Goldsworthy Lowes Dickinson. Más adelante, a comienzos de
los años veinte, Forster pasaría unos meses en el país, desempeñando funciones de
secretario privado de Tukorijao, maharaja del pequeño estado de Dewas, a quien
Forster sirvió y a quien le unió una difícil pero profunda amistad. De estas dos
estancias surgiría Pasaje a la India (1924), la última y para muchos la más grande de
las novelas de Forster. En sus charlas radiofónicas se hace patente la afinidad de
Forster con los oyentes indios, así como el respeto que les profesaba. Se preocupaba
por los libros que les pudieran interesar, y tenía en cuenta la dificultad que podían
tener para acceder a ellos. Forster respeta las diferencias culturales que separan a la
audiencia india de la europea, y se muestra muy consciente de cuándo los autores de
los que habla no son lo suficientemente universales ni fácilmente exportables.
Por otro lado, la opción por el India Service le daba a Forster más libertad de
decir lo que quería, sobre todo durante los años de guerra, en los que la censura era
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muy intensa en Inglaterra. La política del Ministerio de Información británico
promovía las buenas relaciones con la élite india y trataba de convencer a sus
miembros de que la cultura británica era universal y democrática. La divulgación del
arte, la música y la literatura británica en India era vista como una herramienta eficaz
contra la destrucción de la cultura y de los valores europeos que estaban llevando a
cabo los nazis. A Forster, un destacado representante de la literatura inglesa entre la
población india, se le concedía un amplio margen de libertad para decir lo que
quisiera no solo para asegurarse su colaboración con la BBC, sino, además, para
demostrar a la audiencia india la universalidad de la cultura británica y la libertad de
expresión que le era propia.
En el transcurso de los años, las charlas de Forster se encuadraron en distintos
programas, titulados diversamente, y se atuvieron a periodicidades muy irregulares.
Obviamente, su carácter —ya que no su talante— varió durante los años de
posguerra. Lo que apenas varió fue el aprecio que el público sentía por esas charlas, y
el placer que el mismo Forster obtenía de impartirlas. El escritor, sin embargo, nunca
consideró que las notas que redactaba para las mismas, convenientemente editadas
por los guionistas de la BBC y adaptadas a las audiencias —a veces diferentes— a la
que iban destinadas, tuvieran más valor que el de ser emitidas, ni pensó nunca en
publicarlas. De hecho, el material correspondiente a esas charlas permaneció
desatendido durante varios años en los archivos de la cadena hasta que en los años
ochenta Mary Lago —profesora de literatura y responsable, entre otras publicaciones,
de dos volúmenes de correspondencia de Forster— se interesó por él.
Comenzó entonces un largo trabajo de rastreo e investigación que, al fallecer
Mary Lago en 2001, continuaron Linda K. Hudghes y Elizabeth MacLeod Walls, y
fruto del cual fue la publicación, en 2008, de The BBC Talks of E. M. Forster. A
Selected Edition, un grueso volumen editado por la University of Missouri Press que
reúne y documenta un buen número del total de las charlas de Forster.
La presente edición se basa en esta de la University of Missouri Press y está
formada por treinta y una charlas, seleccionadas y traducidas al castellano por
Gonzalo Torné, autor también del prólogo que precede a esta nota. La selección tiene
en cuenta tanto los intereses como el horizonte de referencias de los lectores en
lengua española, y no se atiene estrictamente al orden cronológico. Al final de cada
charla se da la fecha de su emisión, salvo en algún caso en que no pudo averiguarse.
Las traducciones de los fragmentos y poemas que se citan en las charlas son, en su
mayoría, de Gonzalo Torné, salvo cuando se indica la referencia a pie de página.
A modo de epílogo —y en justa correspondencia por haber sido ella quien puso a
los editores de Alpha Decay en conocimiento de estas charlas— se da el extenso
artículo escrito por la narradora y ensayista británica Zadie Smith con motivo de la
aparición de The BBC Talks of E.M. Forster. El artículo fue publicado en The New
York Review of Booksy recogido luego en el volumen de ensayos titulado Changing
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My Mind, de 2009, editado en España en 2011 por Salamandra con el título Cambiar
de idea, en traducción de Isabel Ferrer.
J. E.
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ALGUNOS LIBROS
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¿SON ÚTILES LOS LIBROS?
Voy a hablarles de libros. Los libros no son los únicos objetos que hay en el mundo y
tampoco creo que estén entre las cosas más importantes. Pero he tenido mucha
relación con los libros y ese es el motivo por el que se me considera competente para
hablarles de ellos por la radio. Durante el transcurso de mi vida he leído muchísimos
libros, he vivido atrapado en muchas de sus historias y argumentos, la lista de mis
lecturas formaría una biblioteca muy extensa, y también escribí algunos por mi
cuenta, sobre todo novelas.
De la misma manera que otros locutores les hablarán de política y sobre el arte
del gobierno porque conocen bien la administración, o les hablarán de ciencia porque
es el campo donde han desarrollado su actividad, yo me ocuparé de los libros porque
me he pasado la mayor parte de mi vida escribiendo y leyendo. No voy recomendar
ninguno de los libros que he escrito, ni siquiera les diré el título.
Quiero dedicar la charla de hoy a una pregunta que entraña cierta profundidad:
¿son útiles los libros? Sabemos que ocupan mucho espacio y que nos exigen mucho
tiempo. De acuerdo, pero ¿de verdad merecen la pena? Miremos nuestras estanterías,
seguro que a más de uno le gustaría colocar allí comida o ropa, pero resulta que no
puede porque están llenas de libros. Los libros también ocupan buena parte del día:
quizás le apetecería a usted pasarse el día hablando, o jugando, o medio adormilado,
pero no puede permitírselo porque tiene que leer un libro. ¿De qué va todo esto? ¿Son
los lectores acaso un punto de apoyo del que se sirven los libros para seguir
existiendo? La tradición libresca está viva desde hace tres mil años. Se trata de un
lapso breve si se lo compara con la historia de la raza humana, pero es muchísimo
tiempo si se lo compara con la vida de un individuo. De una manera u otra los libros
se las han arreglado para sobrevivir. Si me permiten, voy a sugerirles tres motivos
que explicarían esta pervivencia y que también pueden ayudarnos a comprender por
qué son objetos tan útiles.
La primera razón es muy sencilla. Los libros son útiles porque nos proporcionan
datos. Queremos saber que está pasando en el mundo o qué ha sucedido en nuestro
país y una buena manera de enterarnos es recurrir a los libros. A esta clase de libros
les llamo «libros informativos», y acudimos a ellos para aprender algo práctico. Les
pondré un ejemplo muy sencillo. Supongamos que quiero ir en autobús de Londres a
Bedford. Si no tengo la menor idea de dónde sale la línea, puedo recurrir a un libro
que contenga los horarios y allí podré averiguarlo. Después de consultarlo sabrá usted
a qué punto de la ciudad debe ir para esperar el autobús, y a qué hora sale; el libro
nos ha proporcionado una buena ración de hechos. Pongamos otro ejemplo.
Supongamos que he oído hablar de Gladstone y quiero saber más de este personaje.
Acudo a la biblioteca y pido un buen libro sobre Gladstone; quizás me recomienden
Vida de Gladstone, que es excelente. El procedimiento es el mismo que con el horario
que nos proporcionó los datos correctos sobre al autobús, pero ahora sobre Gladstone.
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Un ejemplo más: supongamos que ustedes se interesan por la astronomía y quieren
saber más cosas sobre la Tierra y su posición en el sistema solar o en la galaxia; solo
tienen que acudir a la biblioteca y pedir una buena monografía sobre el asunto. Al
libro sobre astronomía se le llama tratado científico, y al libro sobre Gladstone se le
llama biografía histórica; pero no se dejen intimidar por estos nombres ampulosos,
los dos pertenecen a la misma especie de libros que el modesto horario que
consultamos primero: su propósito es suministrarnos datos.
Como lectores esperamos y podemos exigir a este tipo de libros que nos
proporcionen información correcta. Los lectores nos mostramos en este asunto
inflexibles. Al fin y al cabo, si nos dicen que el autobús sale a las tres y resulta que
salía a los dos y media, lo perderemos, algo que no nos hará ni la más remota gracia.
El fiasco se repite si nos aseguran que Gladstone era conservador o que el Sol gira
alrededor de la Tierra… Esta clase de errores no benefician a nadie; los hechos que
transmiten son incorrectos, de manera que el libro es malo, podemos afirmarlo de
manera categórica. Los libros que elegimos para informarnos y aprender cosas deben
ofrecer datos ciertos y contrastados.
Estoy seguro de que todos nuestros oyentes estarán de acuerdo con lo que acabo
de argumentar: los libros son útiles porque nos informan sobre el mundo que
vivimos. Queremos conocer este mundo, y a la curiosidad no le gusta darse por
vencida. Esta es una de las principales motivaciones para leer, y la más sencilla de
entender, pero no la única. Se me ocurren por lo menos dos razones más, si bien me
temo que no son tan sencillas de explicar.
Quiero empezar por un libro de Shakespeare, Macbeth, por ejemplo. ¿Tiene
Macbeth alguna utilidad? ¿Nos informa de hechos contrastados? Muy pocos. Sin
duda está escrito sobre una base histórica, pero presentada de manera tan oscura que
apenas obtenemos un par de datos fiables sobre la historia de Escocia, donde
transcurren los hechos. Macbeth no nos sirve para aprender la historia de Escocia,
como Vida de Gladstone nos servía para aprender cosas sobre Gladstone. Nos
enfrentamos a una clase de libro bastante distinta. Lo que Shakesperare se propone
con Macbeth es inventar y crear un mundo y unas historias que no existían, que salen
por primera vez de la mente de Shakespeare, y que si él no hubiese nacido para
convertirse en lo que se convirtió, nunca jamás hubiera leído nadie. Esta es la
segunda especie de libro de la que quería hablarles. Un libro de la primera especie lo
juzgamos bueno si nos informa adecuadamente del segmento de vida en el que nos
hemos interesado. Un libro de la segunda especie es bueno, entre otras cosas, si el
mundo que convoca nos parece vivo. Los críticos llaman a esta clase de libros
«literatura imaginativa».
Busquemos otro ejemplo. Me vale con cualquier novela buena que hayamos leído
últimamente. En mi caso elegiré Esposas ancianas de Arnold Bennett. Esta
espléndida novela es buena no porque nos proporcione datos fiables sobre el mundo
sino porque levanta una región imaginaria. Quizás el lector aprenda de pasada algo
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sobre la Inglaterra de provincias, pero el auténtico objetivo del libro es el desarrollo
de las dos hermanas protagonistas: Constanza y Sophia. El libro es bueno porque
Bennett consigue inventar personajes y situaciones verosímiles.
Si usted es lector de poesía moderna le proporcionaré ahora mismo otro ejemplo:
La tierra baldía, un hermosísimo poema de T. S. Eliot. Este libro es bueno gracias a
la emoción que desprende su atmósfera. Esta atmósfera (y la tierra de la que habla el
poema) no existe realmente, no puede encontrarse en ningún mapa, no la cruza
ninguna línea de autobús ni tampoco de ferrocarril. El poeta inventó una tierra y
consiguió que pareciese real: esta es la prueba de que el libro es bueno. El horario de
autobuses, un volumen sobre la vida de Gladstone y el manual de astronomía
pertenecen a la misma especie de libros. Macbeth, Esposas ancianas y La tierra
baldía pertenecen a la segunda especie.
Ahora bien, esta segunda clase de libros no le gusta a todo el mundo. Y no existe
un criterio exacto. O te gustan o no te gustan, y no hay nada más que añadir. Les
confieso que a mí sí me gustan. Me gustan más que cualquier otra cosa. Si no fuese
así, no hubiese podido dedicarme profesionalmente a la literatura ni estaría
hablándoles aquí esta tarde. Pero basta con reflexionar un poco sobre el asunto para
darse cuenta que es absolutamente imposible demostrar que un libro de esta especie
tenga la menor utilidad. Si uno considera que leer Macbeth es una pérdida de tiempo,
entonces es que para él leer Macbeth es, sin discusión posible, una pérdida de tiempo.
Las personas a las que les gusta esta segunda clase de libro no son más
inteligentes, tampoco más tontas, ni más virtuosas, ni más malvadas. El motivo por el
que los leen es que se sienten concernidas por la ficción. Yo siento muy a menudo
que la ficción me llama con fuerza; se trata de un tirón interno, estoy seguro de que a
muchos de ustedes les pasará lo mismo. Las personas que comparten mi inclinación
por los libros de ficción preferirán comprarlos y leerlos antes que los textos
informativos. Preferirán la novelas, las obras de teatro y los poemas por encima de
los horarios de trenes, la biografía de Gladstone o un buen libro de historia. Pero sé
bien que muchos de ustedes no comparten estas preferencias, algunos han llegado a
convencerse incluso de que los libros de ficción son una basura. No voy a entrar a
discutir este asunto, de hecho se trata de juicios que no pueden debatirse. Quien
piensa así no es más refinado o más basto que quien se siente tan atraído por la
ficción como yo. Sencillamente, se trata de personas distintas con intereses
diferentes. Aunque quizás sí se me ocurra una cosa que podría decirles, y es que, si
sienten la tentación de darle una segunda (o tercera) oportunidad a esta especie de
libro, les convendría modificar antes los criterios con los que los han juzgado hasta
ahora. Lo que da valor a estos libros nunca es la verdad contrastable de las historias
que cuentan. No olviden que Macbeth comienza con las palabras: «Entran tres
brujas», y todos sabemos que las brujas no existen en el mundo real, aunque sí
existieron en la mente de Shakespeare y siguen existiendo en Macbeth. En el
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momento que el lector acepta estos criterios está bien dispuesto para reencontrarse
con la ficción, para volver a sentir su llamada.
Quiero hablarles ahora de la tercera clase de libros. Hemos aprendido que hay
libros que enseñan hechos y libros que crean hechos. ¿De qué trata la tercera especie
de libro? O, para ser más rigurosos con la pregunta: ¿cuál es la tercera razón para
leer?
Nuestro tercer motivo para leer es que con frecuencia necesitamos ayuda. El
mundo actual se transforma progresivamente en un lugar difícil y peligroso, y nos
beneficia toda la ayuda que podamos obtener para movernos en él. Cuando yo era
joven la sociedad no eran tan filosa como la encuentro ahora. Las personas vivíamos
con cierta seguridad. Sabíamos que el mundo no era perfecto, lo veíamos a diario,
pero esperábamos una mejora gradual, y estábamos seguros de que no iba a empeorar.
Nos gustaba la civilización europea, sabíamos que su progreso sufriría altibajos,
pero nos quedábamos satisfechos pensando que la civilización estaba ya en marcha y
que nada podía aplastarla. Estaban las guerras, claro, pero nos convencimos de que
esta clase de conflictos se volverían más y más residuales a medida que se propagase
la educación. Mi generación se concentró más en su propia alma (por la que
andábamos muy preocupados) que por la salud social. Dejamos los asuntos exteriores
y la política en manos de expertos y nos concentramos en nuestros problemas
privados.
Bueno, al menos es así como recuerdo que sentíamos y vivíamos los jóvenes de
mi tiempo. El oyente puede sacar cuentas de qué manera tan distinta vivimos y nos
sentimos hoy, con independencia de nuestra edad. Estamos asustados y se amontonan
los motivos por los que podemos sentir un miedo justificado. El mundo no solo no es
ahora más seguro, sino que se ha vuelto un sitio mucho más peligroso. Existe un
riesgo real de que la civilización europea estalle, las cosas no van mucho mejor en
Oriente, y la esperanza de que las guerras se «civilizasen» se han visto frustradas.
Con el desarrollo de la aviación las cosas están peor que nunca, al bombardear las
ciudades se asesina a más civiles que a soldados, sin distinción entre niños y adultos.
Se trata de una situación realmente terrible, estoy seguro que el resto de locutores de
esta emisora la discuten a diario y les aconsejarán desde diversos puntos de vista lo
que es mejor hacer en cada eventualidad. Así que voy a regresar a mi tema, que son
los libros, y reformularé mi pregunta: ¿pueden ayudarnos los libros? Porque es
indudable que necesitamos tanta ayuda como podamos conseguir.
Todavía quiero precisar más la pregunta: ¿pueden ayudarnos los libros a
«nosotros mismos»? Añado a «nosotros mismos» porque es una manera elegante de
descartar los libros que abordan los problemas políticos y la crisis económica de
manera directa. Estoy pensando en libros que nos recomiendan implantar el
comunismo (como el libro que ha escrito John Strachey en su carrera hacia el poder),
o libros que aseguran que Strachey está equivocado y que el camino correcto es el
fascismo, o esos otros libros que nos alientan a renegar tanto del comunismo como
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del fascismo y nos piden que nos volvamos pacifistas, o libros que… Bueno, existen
cientos de libros así, defendiendo toda clase de posicionamientos políticos. Algunos
son útiles y están bien escritos, pero todos quedan fuera de los intereses de mis
locuciones, porque lo que estoy buscando son libros que nos ayuden a nosotros
mismos, como individuos, a sobrellevar las responsabilidades asociadas a nuestros
roles sociales, libros que nos enseñen a ser valientes, sensibles y amables. La
sensibilidad y la valentía son las dos virtudes que más perseguimos hoy en día, lo
pienso así porque la primera renueva el valor del mundo y la segunda nos enseña a no
tener miedo. La época en que vivimos no nos permite cerrar los ojos. Si lo hiciéramos
perderíamos el contacto con las cosas buenas que existen y no impediríamos que el
sonido del terror siguiese llegando a nuestros oídos: enloqueceríamos. Lo que
pretendemos es poder mirar a la vida tal y como es y al mismo tiempo abrazarla, y
estoy seguro de que la especie de libros de la que voy a hablarles a continuación va a
serles muy útil en este empeño.
Quizás algún oyente esté ahora mismo pensando: «Bueno, si está usted tan seguro
de lo que dice, pásenos una lista e iremos a buscarlos a la biblioteca». Pues bien, aquí
nos enfrentamos a un escollo un tanto extraño y muy lamentable. Les estoy hablando
de libros que no tienen valor práctico. Nuestros antepasados estaban convencidos de
lo contrario, creían en el valor formativo de los tratados morales, en los epigramas
sobre el coraje y el valor… pero en mi modesta opinión son ellos los que estaban
equivocados, dudo que ninguno de estos tratados tenga el menor valor práctico.
Nuestros antepasados también estaban convencidos de que podríamos aprender
enseñanzas prácticas en los libros de ficción, que las historias que contienen podían
contribuir a modelar nuestro carácter. Quizás hayan leído ustedes Los héroes, de
Carlyle. Bueno, si lo han hecho sabrán que este libro constituye un gran ejemplo de lo
que trato de explicarles. Carlyle estaba convencido de que si leemos sobre las obras y
el temperamento de hombres buenos y geniales intentaremos imitarles y mejoraremos
como personas. Estoy dispuesto a conceder que cuando uno es muy joven se
comporta de manera parecida, pero cuando uno madura y se estabilizan su
temperamento y sus aficiones, se desentiende por completo de imitar estos modelos.
No parece una buena estrategia preguntarse a uno mismo: «¿Qué harían Alejandro
Magno o Shakespeare en 1937 si se encontrasen frente a este problema?». Ninguno
de nosotros es Alejandro Magno ni Shakespeare, casi seguro que no somos tan
geniales como ellos, y seguro que somos muy distintos, que nos enfrentemos a
problemas completamente ajenos a los que tuvieron que abordar ellos, y que es
preferible jugar nuestras propias bazas que pararnos a reflexionar sobre su
temperamento.
Tampoco me parece una estrategia muy acertada confiar la educación moral a
esos extractos de libros que debían memorizarse como preceptos morales. Nuestros
antepasados estaban convenidos de que su moral se elevaría si repetían una y otra vez
los mejores versos de según qué personajes o los párrafos más atinados del narrador.
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Sabemos perfectamente que este método no funciona. Supongamos que uno es una
persona con un carácter de mil demonios, con una desagradable inclinación a la
venganza, y que pretende curarse a sí mismo de estos excesos. Pues bien, dudo
mucho que lo consiga memorizando el célebre discurso de Porcia en El mercader de
Venecia: «La virtud de la misericordia no puede imponerse». Cuando la vida vuelva a
ponerle a uno a prueba, cuando otra persona le ofenda y le llegue la oportunidad real
de vengarte, se olvidará por completo de Porcia y de sus inmaculados pensamientos y
se comportará como siempre; eso sí, puede que después recurra al parlamento de
Porcia para darse el placer de lamentarse con estilo. Lo mismo ocurrirá si uno es un
cobarde confeso y siente que ha llegado el momento de incrementar su valentía: no le
servirá de nada memorizar el discurso del valeroso Enrique V antes de la batalla de
Agincourt. Cuando llegue el momento decisivo volverá a perder los nervios y correrá
a esconderse. Mi recomendación es que lean ustedes los versos, los párrafos y los
discursos por su propio bien. Que intenten extraerles toda la sustancia que
Shakespeare les instiló. Es un despropósito leerlos con la esperanza de que nos
mejoren como personas.
Mi experiencia es que los libros ayudan a las personas, pero que lo hacen de
manera más sutil, indirecta. En primer lugar son útiles porque nos despiertan. A mí
me despertó Erewhon, la fantástica novela de Samuel Butler. La leí a principios de
siglo, y me hizo sentir y pensar en todas las direcciones, como si hubiese tocado algo
vivo, y por supuesto que había tocado algo vivo: había tocado la mente de Samuel
Butler. No estoy completamente seguro de que Erewhon pueda provocar el mismo
efecto sobre los lectores de hoy. Lo dudo mucho, porque cada generación quiere que
la despierten de una manera distinta. Quizás Huxley o Bernard Shaw estén haciendo
por los chicos de hoy lo que Butler hizo por nosotros en su momento.
Recuerdo con especial emoción los capítulos en los que Butler afrontaba la
conmutación de la enfermedad con el crimen. En el turbulento país que Butler
imaginó te castigan si estás enfermo, mientras que si cometes un robo tus amigos se
apiadan de ti y llaman a un médico para que intente curarte. Esta alteración me hizo
reflexionar mucho. Se trata de una novela brillante y provocativa. Si usted no la ha
leído le recomiendo que lo intente, así podrá comparar sus reacciones con las
emociones que suscitó en mí. No le garantizo que su reacción se parezca a la mía, al
fin y al cabo, somos personas diferentes, probablemente de distintas generaciones y
con necesidades distintas. Pero estoy seguro de que sigue mereciendo la pena
internarse en ese mundo. Si decide hacerlo, no se pierda el capítulo de las máquinas,
cuando los erewhonians deciden destruir todos los artilugios mecánicos —¡incluidos
los relojes!— con el propósito de evitar, vía anticipación, que un día las máquinas los
destruyan a ellos. ¡Este capítulo es mucho más inquietante hoy que cuando yo lo leí!
Los libros no solo nos ayudan despertándonos. También pueden ayudarnos a
construir nuestra vida, al depositar en nuestro interior la fuerza necesaria para
avanzar. Quizás esta última frase no está muy clara tal y como la he pronunciado. Lo
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que quiero decir con esta observación es que si uno sigue leyendo libros año tras año,
los libros conseguirán que su mente se fortalezca igual que el ejercicio fortalece el
cuerpo. Por el contrario: si lo que lee uno es basura, su mente se volverá flácida. Si en
este momento usted se está preguntando qué escritor ha depositado más fuerza en mi
interior, para ser honesto creo que debería ofrecer el nombre de un gran escritor, un
poeta al que demasiado a menudo descuidamos: Matthew Arnold. Lo cito apenas
como ejemplo, no lo estoy recomendando como un suministro seguro de fortaleza,
cada lector es distinto y a cada uno le conviene una clase de escritor diferente. Pasa lo
mismo que con el té: quizás Matthew Arnold no sea la clase de té que prefiera su
paladar.
Me he visto obligado a generalizar un poco durante esta charla. Creo que los
libros son útiles, pero no creo demasiado en la conveniencia de elaborar listas de
libros para desconocidos con propósitos prácticos. Prefiero darles el siguiente
consejo: lean libros que les ofrezcan datos precisos, de los que calificamos como la
primera especie, del estilo de los horarios de tren. Lean también, si se sienten atraídos
por ellos, libros imaginativos y creativos, como Macbeth. Si lo hacen estoy
convencido de que las dos clases de libros se combinaran en sus mentes a medida que
pasen los años para despertarles y fortalecerles. Para decirlo en plata y sin rodeos:
estudien libros de historia, economía o ciencia por su propio bien… Disfruten de la
literatura imaginativa por su propio bien… Con el tiempo descubrirán que la
combinación del estudio y del placer les proporcionará un beneficio ético, les habrá
mejorado como personas.
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D.H. LAWRENCE
El pavo real blanco • Mujeres enamoradas • La serpiente
emplumada
En una charla reciente, Desmond MacCarthy observó que D.H. Lawrence podía
ser un escritor difícil. Es una observación precisa, y desearía que fuese el propio
MacCarthy quien estuviese hablándoles ahora en mi lugar. Con su perspicacia sutil,
su juicio maduro y su entrega fascinante les ayudaría a entender a Lawrence, y lo que
es mucho más importante: les persuadiría de que lo leyesen. No se puede entender a
un escritor sin leerlo. Sé que parece una obviedad, pero esta obviedad se olvida con
una facilidad excesiva. Existe un sustituto a la lectura y una vaga recompensa
llamada «reputación literaria», sobre la que los críticos arman mucho alboroto, pero
es un asunto un tanto vacuo, exclusivamente académico. Lo único que le importa a un
escritor es que lo lean, y cuando le sobrevino la muerte Lawrence no tenía suficientes
lectores, y los que tenía no parecían leerlo como se merece.
Lawrence es un escritor con dos públicos, y ninguno nos satisface plenamente.
Por un lado nos encontramos con el público que le considera un escritor indecoroso y
que no ha sido capaz de leer una parte significativa de su obra; por otro lado
encontramos un público especializado que lo ha leído por entero y con pasión, pero
dejándose arrastrar por un criterio tan fanático como estrecho. Estos lectores le
consideran una especie de dios que ha venido al mundo para transformar la naturaleza
humana y revolucionar los sistemas sociales.
Les hablo con la esperanza de persuadir al público general (el público real) que
todavía no aprecia a Lawrence a que se adentre en sus libros. Yo mismo le considero
una de las criaturas más fascinantes que ha dado nuestra literatura en el siglo XX. Pero
¿cómo convencerlos para que compartan esta opinión? Ya ven que tengo buenos
motivos para desear ser como MacCarthy.
Lawrence pertenecía a la clase trabajadora. Creció en la cabaña de un carbonero
en la frontera entre Notts y Berby. Sus dos primeras novelas, El pavo real blanco e
Hijos y amantes, describen su vida en aquellos parajes, a los que también dedicó una
obra de teatro: La viudedad de la señora Holroyd. Lawrence nunca llegó a trabajar en
la mina; lo educaron para ser maestro, probablemente por iniciativa de su madre, por
la que sentía él devoción, y cuya muerte sufrió de manera terrible y le costó
muchísimo afrontar.
Durante un tiempo trabajó como maestro de escuela en un suburbio de Londres.
Tal vez esta experiencia sea el germen de su desconfianza en el método didáctico de
entonces. Era un asunto que lo obsesionaba cuando, en la primavera de 1915, me lo
encontré tres o cuatro veces. No llegué a conocerle bien, y no volvimos a cruzarnos
nunca más, pero dejó en mí una huella extraordinaria, una impresión radiante y
sensible; sus gestos eran vehementes y su espíritu muy vivo, y estaba tan seguro de sí
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mismo que todos los que lo conocimos le hubiésemos seguido de inmediato hacia las
islas del Mar del Sur (adonde pensaba partir de inmediato) para formar una
comunidad perfecta con la que regenerar el mundo. Imagino que Shelley debió de ser
un poco así, pero Lawrence estaba hecho de un material más duro que Shelley.
Cuando lo lees, enseguida descubres una veta de crueldad en él. Puedo imaginarlo
batiendo sus alas benéficas sobre la sociedad, pero se trataría de un esfuerzo vano: era
más creíble como ave de rapiña que como ángel. Al final nunca llegó a sus islas en el
Mar del Sur.
Se desencadenó la guerra, pero su salud, ya muy deteriorada por esas fechas, lo
eximió del servicio militar, si bien no pudo librarse de los terrores que invadían su
imaginación. Sufrió de manera muy intensa. Su mujer, a la que se consagró, era
alemana, y los dos fueron perseguidos por los presuntos patriotas ingleses que se
habían quedado en casa, de manera que el matrimonio se vio obligado a huir de
manera incesante. Lawrence ha dejado una descripción muy lograda de este trasiego
en Canguro, y ahora que los libros sobre la guerra vuelven a estar de moda quizás
este encuentre por fin a sus lectores. Lo considero la exposición más desgarradora
que se haya escrito nunca de las posiciones pacifistas. De alguna manera, Wells
intentó algo parecido en el Mr. Britlingva hasta el fondo, pero Wells es un idealista,
además de un genio.
Lawrence logró escapar por fin de Inglaterra y nunca regresó para vivir aquí. El
resto de su vida transcurrió en un continuo pasar de un país a otro: Alemania, Italia,
Australia, México… Siempre abrumado y perseguido por los admiradores de su
último libro, a quienes nunca prestó la menor atención. Sus últimas obras han
cosechado menos elogios, y lo cierto es que su escritura se fue volviendo más
previsible y didáctica. Aun así, bajo una primera capa menos lograda seguimos
encontrando sus cualidades distintivas: el resplandeciente chorro lírico, la capacidad
de transmitir al lector el color y el peso de los objetos… De hecho, estoy convencido
de que su mayor logro es una novela tardía: La serpiente emplumada. Cualquiera que
sospeche que al final su vida pueda valer tanto como una ilusión hecha pedazos haría
bien en leerla. Lawrence murió hace un par de meses en el sur de Francia.
Antes me he referido a Lawrence como a un escritor en el que se combinan lo
poético y lo didáctico. De esta combinación surge la principal dificultad que supone
su lectura. Me refiero a mis propias dificultades, no estoy seguro de que le supusiera
un problema a un lector como MacCarthy.
Voy a concretar los motivos de esta dificultad: Lawrence se consideraba a sí
mismo una especie de profeta que custodiaba un mensaje para la humanidad. ¿Se
trata de un mensaje verdadero? Les seré sincero: no lo sé. Pero también les diré que
no se trataba de un mensaje nuevo. Con independencia de la verdad o la falsedad de
su mensaje, puedo defender que Lawrence era un poeta, tanto cuando se expresaba en
prosa como cuando escribía versos. Y también debo reconocer que si Lawrence no
hubiese creído en su mensaje, no hubiese podido desarrollar su poesía. Fue su
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filosofía la que liberó su imaginación, de manera que tiene mucho sentido criticarle
por no mantenerse dentro de los límites estrictos de lo que consideramos literario.
Casi toda su obra es tediosa, y cierta parte escandaliza a la gente, por lo que tendemos
a decir: «¡Qué lástima! ¡Qué lástima que uno ande dando vueltas y más vueltas al
inconsciente y el plexo solar y la masculinidad y la feminidad y la oscuridad africana
y la batalla cósmica, cuando puede escribir con tal perspicacia sobre el ser humano y
tan maravillosamente bien sobre las flores!». Cuando hablamos así cerramos los ojos
a lo que él vio y trata de transmitirnos: la relación secreta entre todas estas cosas.
Cuando se trata de Lawrence debemos aceptar que la luz mágica que ilumina sus
descripciones se refleja siempre a través del prisma de una teoría. Si no predicara ni
profetizara ni siquiera podría ver o sentir. De aquí proceden, a mi juicio, todas las
reticencias que nos despierta su obra: al final nos vemos obligados a reconocer que
los textos escritos por él no pueden ser mejores de lo que ya son.
Su tratamiento del sexo —del que no voy a hablar aquí por no ser el lugar
adecuado, pero que no puede obviarse sin insultar su memoria, y que tantas ampollas
ha levantado— se entiende mejor en el marco que acabo de trazar.
Lawrence es un autor que escribe desde estados de ánimo muy distintos, pero no
lo podemos compartimentar. No se puede decir «Olvidemos sus teorías y disfrutemos
de su arte», porque las dos cosas son lo mismo. No crean en sus teorías, si no quieren,
pero no las desechen (Lawrence se parece a un proceso natural mucho más que la
mayoría de los escritores), sería lo mismo que reñir a una flor por crecer en una pila
de estiércol, o a una pila de estiércol por producir una flor.
Ahora quiero leer un pase de su novela El pavo real blanco. Lo he elegido porque
es muy hermoso, pero también porque ilustra lo que estoy tratando de explicar. El
tema principal es la descripción de unas campanillas de invierno que crecen en el
bosque de Nottinghamshire, pero hacia el final del pasaje una teoría, una filosofía
mística, brota entre estas flores familiares:
Así que pasamos ante el riachuelo con prisas, las aguas se transformaban en pequeñas cascadas, ni una sola vez
nos detuvimos a mirar las prímulas que brillaban a lo largo de sus orillas. Nos desviamos y escalamos la colina
boscosa. Las ramitas verdes y aterciopeladas estaban dispersas por el suelo rojo, brillaban como el mercurio.
Llegamos a la cima de una pendiente, los árboles escaseaban y sus troncos eran más estrechos, apenas un roble,
todo avellanos. Solo cuando me decidí a hablar con Emily me di cuenta de que el suelo era blanco. Emily expresó
su sorpresa, y reparé en lo que nos escondían las primeras sombras del crepúsculo: estábamos caminando sobre
matas de nieve, todo el suelo estaba cubierto de campanillas blancas, recordaban a las gotas de maná dispersas
sobre la tierra roja. A lo lejos se abría un valle tan estrecho como profundo, la inclinación era muy pronunciada,
describía la forma de una copa, y en su poso se agitaban restos de lluvia sombría y racimos de hojas que dudaban
entre el gris y el verde. La tierra estaba caliente, toda roja, cubierta con el verde oscuro y suculento de las
campanillas azules. En lo alto del cielo, por encima de la tracería de avellanos, entre las ramas retorcidas de los
escasos y extraños robles, se desangraba la puesta de sol. Y debajo, en el valle, las sombras todavía dejaban ver
pequeñas mansiones de flores blancas, tan silenciosas y tristes que recordaban a la sagrada comunión de unas
criaturitas salvajes, innumerables, frágiles y mansas, sometidas a la luz del atardecer. Otras clases de flores
parecían más contentas: las majestuosas hordas bárbaras de campanillas azules, los grupos de prímulas… pero las
campanillas estaban tristes y se ofrecían misteriosas. Hemos perdido su significado. Ya no nos pertenecen, nuestra
mirada las violenta.
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La atmósfera se intensifica gradualmente, y sin darnos apenas cuenta nos hemos
trasladado desde un bosque inglés a un lamento por la sabiduría perdida. Este
lamento no es un añadido artificial, no es un lamento sentimental. La sabiduría y las
creencias de Lawrence han impregnado el pasaje desde la primera frase y contribuyen
de manera decisiva a proporcionarle su belleza mágica.
A diferencia de muchos otros escritores, su aversión hacia el mundo civilizado no
era una pose. Los principales motivos de su odio es que le habían robado al hombre
su inocencia y fundado una sociedad mecánica. Al igual que Blake y otros místicos
condenaba el intelecto, acusándolo de producir estériles cadenas de razonamiento y
espectros de información. A todo esto, Lawrence añadía su desprecio por el sacrificio
y el amor.
¿Qué aprobaba Lawrence? Para ser sinceros, le bastaba con escuchar el verbo
aprobar para removerse de rabia. Nadie puede negar que el suyo era un espíritu
hipersensible y presuntuoso, pero tenemos que reconocerle que su búsqueda de la
sabiduría es auténtica, que de verdad se esfuerza por conectar al hombre de hoy con
lo que él llama «la sabiduría ancestral» que las civilizaciones han condenado al
olvido. Lawrence está convencido de que la humanidad ha tomado un desvío
equivocado, libro tras libro le da la matraca al lector con este asunto, en ocasiones
estos martillazos desprenden chispas poéticas, y en momentos de verdadera
inspiración parece como si todo el tejido de su cerebro ardiese y entonces obtenemos
páginas y capítulos enteros de extraordinario esplendor.
En lo que Lawrence sí que cree es en el individuo (su misticismo no se aviene con
el budismo), y por extraño que pueda parecer al principio, cree por encima de todo en
la ternura. Creo que en este aspecto reverbera el recuerdo de su madre. El apego que
sentía por ella atravesaba todas las teorías, y su fantasma glorificó todas las
relaciones que tuvo después de la muerte de ella. La ternura late siempre detrás de
toda su jerga pseudocientífica sobre el plexo solar y detrás del salvajismo de sus
análisis fisiológicos. Es la única concesión que se permite ante una civilización que,
si por él fuese, sería mejor destruir; es la única herencia de este mundo equivocado
que él admitiría entre sus mitos. Es la estrella de la mañana, el señor de los dos
caminos, la luz suspendida entre el amanecer y el ocaso.
Creo que después de todo lo que llevo dicho se entiende mejor que las novelas de
Lawrence solo puedan ser inusuales. ¿Qué solemos pedirle a una novela? En primer
lugar que sus personajes nos parezcan vivos, y en segundo lugar que de sus episodios
se desprenda cierta unidad de acción. Si juzgamos sus libros por cualquiera de estos
dos criterios no tendremos otro remedio que considerarlos un fracaso. ¿Están vivos
sus personajes? Reconozco que en algunos de sus primeros libros algunos personajes
están bastante vivos. El motivo es que todavía los copiaba del entorno donde había
vivido, una estrategia de la que se desprendió después. El George Saxton de El pavo
real blanco está inspirado en un granjero que conocía, y el modelo de la madre de
Hijos y amantes fue su propia madre. Lo que sí mantuvo durante toda su carrera fue
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la capacidad de trazar bocetos de personajes tan ingeniosos como malintencionados.
El relato «Jimmy y las mujeres desesperadas» contiene uno de los mejores. Pero no
podemos defender que fuese un creador de personajes. Era un autor con una
conciencia demasiado irritable y una inclinación teórica demasiado marcada. Sus
personajes tienen que ilustrar siempre una posición, jamás les permite deambular
libremente o entregarse de manera desinteresada a la acción, dos actitudes
características de la ficción inglesa. Sus propias intervenciones como narrador son
extraordinariamente sinceras. Y se complace en trasladar a sus personajes la misma
alegría de exponer sin pelos en la lengua lo que han sido creados para decir. Me
asombra que con todas estas restricciones teóricas estos personajes sean tan
interesantes como son. No están demasiado vivos pero son capaces de transmitirnos
muchas ideas vivas.
Detengámonos en el absurdo cuarteto protagonista de Mujeres enamoradas.
¿Alguna vez se ha encontrado alguien con personas así? Y se supone que debemos
creer que una de ellas pertenece a la Junta de Educación. Pese a todos sus discursos y
aventuras, ¿no siguen interpelándonos? Ningún lector sensible puede considerarlos
unos simples maniquíes ni relegarlos sin más al valle donde se amontonan los huesos
sin substancia.
Y ya adelanto al lector que, cuando trate de juzgar los libros de Lawrence
conforme al segundo criterio (la prueba de la unidad artística), le asaltarán dudas
similares. Las tramas no están bien desarrolladas, los libros no tienen una coherencia
estética clara… Y pese a todo el lector sale de estos libros satisfecho. Se impone el
sentido de la vida desvelado, la fuerza de la poesía que obvia los esfuerzos de una
construcción cuidada. Antes ya he comparado a Lawrence con un pájaro: sus libros
recuerdan a una serie de vuelos cortos y exquisitos, que arrancan y terminan sin
motivo aparente, de manera que el lector puede unir en su imaginación todos los
lugares donde el pájaro se ha posado.
Con todo, creo que una de sus novelas sobrevive a la prueba de la construcción
formal, y esa es La serpiente emplumada. A primera vista se trata de una obra
absurda sobre tres personajes que se disfrazan y simulan que los antiguos dioses de
México han regresado a la Tierra. Pero su ensamblaje es bellísimo, la atmósfera y la
historia se mejoran recíprocamente, y contribuyen mutuamente a sus respectivas
culminaciones. La historia empieza entre la inmundicia y la mezquindad de Ciudad
de México, que parece representar a todo el país, y solo después aparecen indicios de
otros espacios, un lago interior de aguas dulces. Pero este agua no contribuye tanto a
lavar la inmundicia y la mezquindad como a sobrellevarlas. Enseguida vemos surgir
tras el lago, sobre unas nubes terribles, las formas esplendorosas de la religión
antigua que ahora regresa. A medida que la tensión crece, Lawrence recurre a himnos
(entre ellos el mejor poema en prosa de su autor) que van integrándose
emocionalmente a la narrativa de una manera tan certera que terminamos aceptando
lo que de otra manera nos parecería grotesco. Los dioses que regresan mantienen un
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diálogo con el cristianismo. Las imágenes de Cristo, de la Virgen y de los santos son
conducidas y encerradas de manera respetuosa en la iglesia del pueblo. Han
fracasado, están fatigados, su reino de amor nunca se ha manifestado, ha llegado la
hora de descansar. Las dulces aguas del lago les reciben, apagan su fuego en la paz
del agua. Los antiguos dioses de México entran en la iglesia, ocupan su lugar y se
manifiestan ante los hombres.
Después de esta escena de apoteosis el libro termina de manera bastante
convencional y previsible, pero el efecto general que nos transmite la obra es
inolvidable: hemos asistido a una gran ceremonia mística situada en un paisaje
mexicano que ha cobrado vida delante de nuestros ojos.
La serpiente emplumada es la única de las novelas de Lawrence que tengo tiempo
de explicar. Espero haberles convencido, con lo poco que he podido decirles sobre
este autor, de que no es un chiflado ni tampoco un escritor indecente. Durante años, la
crítica ha tratado de manera muy ineficiente y estúpida a Lawrence. He leído los
obituarios que le han dedicado y sus responsables me han parecido muy poco
preocupados de guiar hacia él a quienes todavía no lo conocen, me han recordado a
esos dependientes tan atentos a su apariencia personal que ni siquiera son capaces de
dirigir a sus clientes al departamento que están buscando. Estos aires de superioridad
no pueden dañar la obra de Lawrence, pero suponen una desatención de los deberes
que esos críticos tienen hacia el público, un rotundo fracaso. Son los lectores, y no el
escritor, quienes salen perdiendo cuando la crítica infravalora a un autor. Digo todo
esto con la esperanza de incitar a esos mismos críticos a que lo lean como leerían a
cualquier otro autor contemporáneo, tal y como yo estoy haciendo ahora.
Quiero concluir esta charla leyendo uno de los poemas de Lawrence. Como pasó
con el extracto en prosa que les leí antes, espero que ilustre algunos aspectos de los
que les he hablado. Es un poema temprano sobre la muerte de su madre. El poeta
espera con ansia el día que se convierta en un gran hombre y ella pueda sentirse
orgullosa de su hijo. Pienso que ese día no está lejos, si es que no ha llegado ya.
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Y allí detenidos,
considerarán la inadvertida manera como te fuiste.
Una reina escondida, extraviada en el laberinto
del embrollo terrenal.
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COLERIDGE Y LAS ANGUSTIAS DE LOS
POETAS CONTEMPORÁNEOS
La poesía de Samuel Taylor Coleridge
Walter d’Arcy Cresswell, El progreso del poeta
Gerald Heard, La sustancia social de la religión
Quiero dedicar esta tarde unas palabras a Coleridge, y tengo una buena excusa
para hacerlo: la reciente publicación de una excelente edición de sus poemas. Está
bien impresa, es barata y los poemas aparecen en el orden en que fueron escritos; el
volumen está anotado con gusto por Ernest Hartley Coleridge, que pertenece a la
familia del poeta. La edición ha sido publicada por la Oxford University Press en su
colección más famosa, y si usted no tiene las poesías completas de Coleridge, le
aconsejo que compre este libro.
Puede que digan «No quiero una obra completa de Coleridge, ya tengo “Balada
del viejo marinero” en alguna que otra antología, y con eso me basta. “Balada del
viejo marinero” y “Kubla Khan” y quizá la primera mitad de “Christabel” eso es lo
único de Coleridge realmente interesante. El resto es basura, ni siquiera basura seca,
sino sobre todo basura viscosa: es deprimente». Así que, si les digo que esta nueva
edición tiene seiscientas páginas, se limitarán a responder: «Pues cuánto lo siento…».
Aun así, seiscientas páginas dan que pensar. ¿Por qué Coleridge escribió un poco
de poesía inmortal y una masa enorme de versos insulsos? Se me ha ocurrido pensar
en su vida como un todo, y de eso es lo que voy a hablar: de la forma de su vida,
dado que su muerte está lo bastante lejana como para que podamos abarcar la
totalidad de su vida de una sola mirada y extraer su significado de la misma manera
que cuando navegamos mar adentro podemos comprehender con la vista el perfil de
la costa. Mientras estamos dentro de una isla no hay manera de intuir su forma, todo
lo que vemos de ella son colinas, arroyos y casas. Pero cuando nos alejamos
reconocemos un perfil especial que no coincide con el de ninguna otra isla del
mundo. Lo mismo sucede con la vida de ciertos hombres.
Ahora bien, el contorno y la forma que descubrimos en la vida de Coleridge es
muy peculiar. Podríamos compararlo a una montaña con dos picos. El primero de
estos picos se eleva a una altura inmensa pero es muy escarpado y cubre un área de
espacio muy pequeña. Se trata, por supuesto, de la cumbre de su poesía. Todos sus
lectores estamos de acuerdo en algo: muy poca de la poesía que escribió es realmente
buena. Y casi seguro que vamos a coincidir también en esto: compuso su mejor
poesía cuando era un hombre joven, a los veinticinco años; en un año, de hecho,
durante un verano muy concreto que pasó en Somerset. Antes de cumplir los
veinticinco años escribió mucho, y más adelante compuso poesía a chorro, pero
nunca volvió a alcanzar aquella cumbre de inspiración. Coleridge lo sabía, y tener
conciencia de ello fue uno de los motivos de su infelicidad; sentía que había
fracasado. Traspasados los veinticinco años, o bien no era capaz de terminar sus
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poemas, o bien sentía que había algo muerto en ellos. Dejó escrito que le parecía
como si los trabajase desde fuera en lugar de escribirlos desde el interior. Coleridge
conocía la ebriedad de la escritura feliz, pero no pudo volver a disfrutar de ella. Hasta
aquí, su trayectoria vital puede resumirse de manera muy sencilla: escribe «El viejo
marinero», alcanza la cima de la poesía, y luego sufre un descenso vertiginoso.
La explicación habitual para explicar este descenso suelen ser las drogas.
Sabemos que tomaba láudano y opio, y al atribuir a estas sustancias su decadencia
podemos extraer una lección moral. Lástima que esta explicación no sea del todo
convincente. El caso es que Coleridge empezó a tomar drogas antes de alcanzar la
cima de su gran periodo. Está probado que a los veinticuatro años ya se administraba
grandes dosis. Y nos consta que, antes de ese periodo, cuando no tomaba ninguna
droga, la considerable cantidad de poesía que compuso no valía nada.
Lo cierto es que sospecho que las drogas le ayudaron tanto, en un primer
momento, como contribuyeron después a destruir su inspiración. Coleridge era un
personaje muy extraño, necesitaba recurrir a sustancias inusuales para transformar en
poesía el material que le había suministrado su propia experiencia, y encontró a ese
agente propiciador en el láudano. Sabemos que «Kubla Khan» se compuso durante un
sueño narcótico y que la misma sustancia también intervino en la escritura de «El
viejo marinero», que además de ser un poema grandioso es un texto rarísimo.
Coleridge estaba involucrado en un juego muy peligroso y lo prolongó más tiempo
del que pudo soportar. En pocos años las drogas empezaron a obstaculizar sus vías
creativas en lugar de incentivarlas, y al cumplir los treinta años estaba ya destruido
como poeta (enfatizo que solo como poeta), de manera que muy pocos de los versos
que escribió después merecen la pena de ser leídos. Si leen las doscientas primeras
páginas de la edición a la que me remito, se encontrarán con una serie de poemas que
no tienen el menor interés: están compuestos en la época que todavía no había
empezado a tomar láudano. Después de las grandes cimas vienen trescientas páginas
en las que su poesía se resiente del consumo excesivo de láudano: una colección
entera de poemas ineficaces. La carrera de Coleridge traza una trayectoria extraña y
creo que debemos esforzarnos en no regañarle demasiado, a la vez que tratar por
todos los medios de no imitarlo. Las drogas no inspiraron a Coleridge, no pueden
inspirar a nadie que no tenga talento, pero lo liberaron: le permitieron expresar la
poesía que contenía su corazón.
Las drogas no fueron la única ayuda que tuvo Coleridge. Tal vez algunos de
ustedes llevan un rato pensando en sus amigos: William y Dorothy Wordsworth, y
quizás se estén preguntando cuándo pienso mencionarlos. Pues bien, ya lo hago,
aunque solo de pasada, porque no me sobra el tiempo.
El año que vivió en Somerset, Coleridge se instaló cerca de los hermanos
Wordsworth. Los tres jóvenes se dedicaron a conocerse y a cuidarse mutuamente, y
durante unos meses vivieron imbuidos en resplandores de afecto y poesía. Un brillo
tan intenso no podía durar, pero, antes de que se debilitase, Coleridge, con ayuda de
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Wordsworth, escribió «El viejo marinero». En paralelo, Wordsworth trabajó y
progresó en su propia obra, mientras Dorothy Wordsworth avanzaba en su exquisito
diario. ¡Menudo verano para Coleridge! ¡De qué manera los poderes de la luz y de la
oscuridad se combinaron para beneficiarlo! Por un lado el poder del láudano, por el
otro el dulce afecto humano y la simpatía prodigados por un colega poeta. Este es el
motivo por el que lo que he llamado «la cima» de la poesía de Coleridge es tan
abrupta y ocupa tan poco espacio: la alcanzó gracias a unas condiciones
excepcionales que no volverían a repetirse.
Pero, si no recuerdo mal, antes he comparado la vida de Coleridge con una
montaña con dos picos. La segunda cima, que parece más bien una meseta, tardó
veinte años en llegar. Al abandonar Somerset, Coleridge se hundió a gran
profundidad, perdió su fuerza de voluntad, se embruteció con la filosofía alemana,
sufrió remordimientos tan prolongados que llegaron a confundirse con el estado
natural de su ánimo. Pero al final logró que un médico amigo suyo lo curase, volvió a
respetarse a sí mismo, se restableció. El hombre que regresó al mundo era una
criatura nueva: un sabio, un ciudadano educadísimo, aunque prematuramente
envejecido. Su eminencia no la ejerce ahora como poeta, sino como crítico, y se trata
de uno de los críticos más notables de la historia de la literatura inglesa.
Disponemos de sus conferencias sobre Shakespeare y Milton, y de la enrevesada
pero maravillosa Biografía literaria, donde despliega su propia trayectoria poética y
la de su amigo Wordsworth. El poeta está muerto, pero un crítico excelente ha
surgido de sus cenizas. Probablemente él no se dio cuenta de que la muerte del poeta
era el precio a pagar para que se manifestase el crítico, y si nosotros vemos claro este
vínculo es porque observamos a suficiente distancia su vida para apreciar el perfil
completo. A Coleridge, esta transformación no lo convenció del todo; se quejaba,
como hemos apuntado antes, de que ahora escribía desde fuera en lugar de hacerlo
desde el interior. Voy a leer las palabras exactas con las que expresa su lamento.
Aparecen en un largo poema titulado «Abatimiento», que escribió a los treinta años:
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No podemos negar que tenía razón: Coleridge había perdido el secreto de la
poesía. Quien ha perdido la pasión y la vida no puede volver a recuperarlas: el talento
que animaba «El viejo marinero» se había desvanecido para siempre.
Pero esta pérdida supuso algunas ganancias. La sensación de ver las cosas desde
fuera es una cualidad que cumple al crítico, una particularidad de la imaginación
crítica. Y en un gran crítico es en lo que se convirtió Coleridge en la segunda mitad
de su vida, cuando el humo de las drogas se disipó: esa es la segunda cima de la
montaña de su vida.
Alguno de los que me esté escuchando podría decir: la poesía es un género
superior a la crítica. Estoy de acuerdo, pero discrepo acerca de que se deba considerar
un fracaso la vida de Coleridge porque sus energías creativas se desplazasen de la
poesía a la crítica. Prefiero verlo como un doble logro. De ninguna manera hubiese
podido escalar hasta la segunda cima sin descender primero, entre lamentos, de la
primera.
Siempre resulta fascinante cuando un poeta discurre sobre su propia obra, como
hizo Coleridge en su Biografía literaria, y este discurrir sobre la propia obra es uno
de los aspectos que más me ha interesado de otro libro del que quiero hablarles hoy.
Se titula El progreso del poeta y lo ha escrito Walter d’Arcy Cresswell. Cresswell es
un joven poeta de Nueva Zelanda. Por desgracia no conozco sus poemas y no puedo,
a partir de esta autobiografía, dictaminar si son buenos o malos. Cresswell añade unos
sonetos de su cosecha al final del libro, y lo cierto es que no me interesaron
demasiado. Pero su actitud frente a la poesía me parece muy sugestiva, es vigorosa y
fresca, y enseguida advertimos que tiene muchas cosas que decir sobre el uso poético
de la propia experiencia (un asunto que también preocupaba a Coleridge) y sobre el
provecho que la filosofía puede extraer de la poesía.
La prosa de Cresswell es encantadora. Pero hay algo en este libro más importante
que el estilo: su autor es un hombre que ha pasado por experiencias duras y no tiene
el menor miedo a exponer con claridad lo que piensa sobre una amplia variedad de
temas. Por ejemplo, Cresswell es contrario al feminismo, piensa que las mujeres son
inferiores a los hombres, y lo dice. Estoy convencido de que a día de hoy siguen
activas corrientes furtivas de misoginia, pero rara vez salen a la luz, unas veces por
caballerosidad, y otras por motivos menos respetables, como la cobardía. Las
personas convencidas de que las mujeres son inferiores a los varones no lo expresan
porque las mujeres se han vuelto poderosas. Cresswell tiene el valor de ser leal a sus
opiniones. Se atreve a escribir un párrafo como este:
Para los poetas, los conquistadores y los reyes lo único que importa es el amor y la admiración que unos hombres
sienten por otros; y lo cierto es que los hombres no sienten un amor tan profundo y duradero por las mujeres como
el que sienten por los héroes y los poetas. El amor entre hombres y mujeres solo prospera cuando desaparecen los
héroes y los poetas. Porque el amor es como un rayo, y si no encuentra un campanario golpeará un árbol. Las
mujeres aman a los hombres, y los hombres aman a los héroes y a los poetas, y todavía aman más a los dioses, y
esta cadena ascendente del amor es la causa de todos los periodos gloriosos que la humanidad ha conocido en la
Tierra.
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Es probable que usted no esté de acuerdo con estas afirmaciones, que le desorienten o
le incomoden, incluso pueden llegara ofenderle, pero deberá admitir que le
proporcionan a la prosa un sabor original. A menos que esté usted especializado en
poetas modernos y sus reacciones ante la vida contemporánea, no le recomiendo que
se compre este libro, pero si es socio de una biblioteca pida que lo compren. Se titula,
repito, El progreso del poeta, y es de Walter d’Arcy Cresswell, publicado por Faber
& Faber. Le proporcionará unas horas de lectura insólitas. A mí incluso me
proporcionó algo más, porque lo he disfrutado mucho.
Ni el poeta clásico (Coleridge) ni el poeta moderno (Cresswell) son, para decirlo
suavemente, del todo felices. Ambos padecen cierta tensión mental que se manifiesta
en forma de remordimiento o de indignación, a veces incluso de manera violenta, y
que se ve estimulada por la fabulosa imaginación de la que disfrutan ambos. Este
comentario lo hago porque me ayuda a introducir de manera conveniente el tercer
libro de mi lista de hoy. Se trata de un libro muy importante, y lo ha escrito Gerald
Heard. Para Heard la humanidad, tomada en su conjunto, no es demasiado feliz, la
gran mayoría padece por culpa de la tensión nerviosa. Esta tensión es fácil de
localizar si uno es poeta, revolucionario o maníaco; el resto de ciudadanos ocultamos
esta tensión nerviosa bajo una máscara de convencionalidad, pero la preocupación
está allí, más o menos intensa, de manera que ninguno de nosotros es excesivamente
feliz. Hasta aquí lo primero que quería decir sobre su libro. Ahora mismo les indicaré
su título: La sustancia social de la religión. Y acto seguido paso a decir unas palabras
sobre su autor.
Muchos de ustedes conocerán a Heard como locutor. Seguro que habrán
escuchado —yo las sigo todas— sus charlas quincenales en «Este mundo
sorprendente». Si es así se habrán emocionado y fascinado a partes iguales con sus
lúcidos relatos sobre el proceso científico. Quizás algunos de ustedes —aunque
presumo que los menos— conocerán sus libros, pero estoy seguro de que la mayoría
de mis oyentes los desconocen, pues se trata de textos difíciles. Heard no escribe
como habla, de manera que solo recomiendo la lectura de La sustancia social de la
religión a los oyentes que disfrutan con las argumentaciones sólidas, que son capaces
de reservarse unas horas de lectura concentrada. Heard me parece uno de los
pensadores más notables de la joven generación. La Academia Británica acaba de
galardonarle con un premio muy valioso por un ensayo anterior, El ascenso de la
humanidad, y me atrevo a vaticinar que dentro de cinco años será un escritor
ampliamente reconocido.
La dificultad de sus obras proviene de dos fuentes: los temas que aborda son, por
un lado, profundos y sutiles, y, por otro, no es un hombre que escriba con demasiada
claridad. El lector tiene que luchar a brazo partido con sus libros, y en algún
momento se preguntará si tanto esfuerzo merece la pena. Yo creo que sí.
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La mayoría de los libros que se escriben para difundir el bien son deprimentes e
inútiles. Uno suele pensar: «Estoy seguro de que este tipo escribe con la mejor
intención, pero saca de aquí este libro, llévatelo lejos, no sabe nada del mundo y creo
que nunca se va a enterar de nada». El tema que Heard aborda es más espinoso, lo
que le preocupa es la infelicidad, que él supone instalada en el corazón de la raza
humana; trata de rastrear nuestra inquietud hasta sus orígenes y sugiere una cura. La
causa más probable que encuentra para justificar esta tensión es el crecimiento del
individualismo. En cierto sentido el individualismo es una fuerza nueva en la Tierra.
El hombre primitivo, de quien la raza humana es una evolución, era un ser
inconsciente, se supone que la tribu disfrutaba de una especie de conciencia común
parecida a la que se puede observar en las manadas de animales. El hombre solo
alcanza una conciencia propia cuando la comunidad se desgarra (quizás siguiendo un
mandato evolutivo) y se desarrolla como individuo. Las dos naturalezas le reclaman:
a veces quiere ser «él mismo» y otras veces desea perderse a «sí mismo», diluirse en
la conciencia de grupo, como hacían sus antepasados. Pero ¿en qué clase de grupo
podría perderse él ahora mismo? ¿En la familia, en el vecindario, en la nación, o
quizás en una pequeña sociedad secreta? El hombre de hoy ha explorado todas las
posibilidades y el testimonio del propio autor sobre estas intentonas constituye la
sustancia social a la que se alude en el título del libro.
La otra parte, la religión, según Heard nunca podrá ser un asunto individual; no
puede reducirse a la inmortalidad personal, aunque tan a menudo sea lo único que
parece preocuparle al feligrés. La religión es un alimento espiritual cuyos nutrientes
solo pueden disfrutarse en compañía de otros. El problema de nuestra sociedad no
tiene solución política ni económica. Nuestro problema es psicológico: tenemos que
redescubrir dónde y cómo podemos adquirir ese nutriente espiritual, y para Heard no
queda otra salida que recurrir al apoyo de la ciencia.
Algunas sociedades han sido capaces de resolver estos problemas durante un
tiempo. El cristianismo temprano lo resolvió de manera prolongada con el ágape
alrededor del cual se reunía la comunidad. Pero el cristianismo primitivo terminó por
disolverse precisamente porque las comunidades se habían vuelto demasiado grandes
para una reunión de esas características. El ágape se hipertrofió y se transformó en
una muchedumbre obsesionada por la salvación individual. Esta lamentable situación
sigue vigente. Para Heard es imprescindible que exista una religión basada en el
amor: basta con mirar la situación en la que se encuentra Europa, basta que nos
atrevamos a mirar el centro de nuestros propios corazones. Pero esta religión no debe
de ninguna manera ser un sedante, no debe parecerse al opio al que recurrió
Coleridge, y nunca podrá surgir de una serie de individuos que viven y trabajan
aislados, de la misma manera que el ascetismo no produjo ningún beneficio social.
Debemos combinarnos con otras personas, debemos adentrarnos y perdernos en el
grupo, y solo la psicología moderna puede enseñarnos la mejor manera de hacerlo.
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Mis comentarios ofrecen una imagen un tanto incompleta del libro de Heard, pero
quizás les ayuden a decidirse a abordarlo. No puedo hacer más. Pero una vez que lo
tenga en sus manos sí puedo darles dos consejos. El primero es: cómprenlo, no es un
libro para leerlo prestado, sus tesis no pueden dominarse en unos días. El segundo
consejo es: si se atoran en la primera parte, no abandonen el libro, empiecen la
segunda parte, donde se hace una exposición histórica brillante. Antes me he referido
a la sección que aborda el cristianismo primitivo: la considero tan buena como el
famoso capítulo que le dedica Gibbon, aunque infinitamente más esclarecedora, por
supuesto.
Por último, quiero destacar la simpatía y la generosidad de Heard. No escribe
porque sea un hombre culto, inteligente o imaginativo y quiera que nos enteremos.
Escribe porque se ha dado cuenta de cuáles son nuestros problemas y quiere
contribuir a solucionarnos. Nada me gustaría tanto como que escribiese más claro, así
podría ayudarle a conseguirle más lectores. La falta de claridad de su prosa es mi
único desencuentro con él.
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WORDSWORTH Y LOS PLACERES DE LA
POESÍA
Herbert Read, Wordsworth
L.A.G. Strong y Monica Redlich, Un bosquejo de la literatura
inglesa
Edith Sitwell, Los placeres de la poesía
Acabo de pasar unos días en los Lagos Ingleses. Los encontré tan encantadores
como siempre. El clima era glorioso, llovió un poco, por supuesto, pero la lluvia en
los Lagos parece distinta en otros lugares, de hecho una excursión a los Lagos sin
lluvia sería algo casi embarazoso. Grises cortinas de lluvia caían ante las montañas,
las cascadas se deslizaban y destellaban bajo el sol, y haces de luz lanzados por el
cielo iluminaban siempre los valles. Tengo que destacar esa exquisitez del detalle que
vuelve tan maravilloso el paisaje de los Lagos. Nada allí parece descuidado, informe
o fuera de sitio, es como si una mano diestra hubiese diseñado incluso la corriente
más pequeña y dispuesto algo de musgo y unas cuantas flores sobre todas las rocas.
No conozco ningún otro paisaje que transmita una sensación tan grande de amplitud y
que al mismo tiempo esté cuidado tan al detalle. El último día de mi viaje llegué a
Grasmere, que se encuentra en el centro de la región, y subí hasta Helm Crag. El sol
brillaba por todas partes, apenas se divisaba una sombra espesa junto a Easedale
Tarn; a la izquierda progresaba el camino hacia Keswick y, justo enfrente, divisé el
pueblo sagrado de Grasmere, que contiene el cementerio donde está enterrado
Wordsworth, muy cerca de donde descansan todas las personas a las que amaba y en
las que confiaba: su esposa, su hermana y sus amigos.
Como ustedes ya habrán adivinado, la emisión de hoy tratará sobre Wordsworth.
Pero hablaré sobre él de una manera inhabitual, que probablemente vuelva al
personaje un poco antipático. Voy a dejar caer en este escenario grandioso y
romántico un libro menor que he leído con gran interés, aunque apenas me ha
producido un placer muy pasajero. No estoy seguro de recomendárselo al lector
común. Mi impresión es que algunas personas se dejarán sorprender por lo que
cuenta, mientras que otras se aburrirán sin remedio. El libro examina la vida y evalúa
el carácter de Wordsworth de manera bastante despiadada: el gran poeta no sale
demasiado bien parado. Cuando terminas la lectura ya no parece una figura tan
grandiosa ni encaja tan bien en el paisaje que he intentado describir. De hecho, la
grandeza de las montañas y la pureza de los arroyos se mezclan con algo extraño, con
la psicología de un hombre demasiado complicado y muy poco atractivo. ¿Podrían
ustedes interesarse por un libro así? Bueno, sea como sea, les diré su título y la
referencia. Se trata de Wordsworth de Herbert Read, y lo ha publicado la editorial
Cape. El profesor Read es uno de nuestros críticos más eminentes. Su campo
principal es el arte, trabaja como profesor de Bellas Artes en la Universidad de
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Edimburgo, pero también ha estudiado cuestiones literarias, y en este libro transcribe
algunas de las conferencias que ha dado en Cambridge.
El problema de Wordsworth, según el profesor Read, es que combinó fuertes
pasiones con una gran reserva. Esto suena a la manera de proceder de un hombre
noble, pero si lo pensamos dos veces se parece bastante, también, a la manera que
tiene de actuar un hipócrita. La reserva y el autocontrol no siempre coinciden ni son
lo mismo. Las pasiones suelen conducirnos a la acción, y en ocasiones preferimos
mantener ocultos los resultados de estas acciones. Wordsworth, al parecer, tenía
mucho que ocultar y una investigación reciente ha descubierto unos cuantos de sus
secretos. Cuando era muy joven se trasladó a Francia y allí se enamoró de una dama
francesa, Annette Vallon, se convirtió en su amante y tuvo con ella una hija ilegítima.
Wordsworth transgredió así su propio código moral, que era el de un puritano, y
regresó a los Lagos Ingleses con una mácula que no está en armonía con la belleza
del paisaje y que ignoran la mayoría de peregrinos que acuden a visitar su santuario.
Cuando nos paseamos por el cementerio de Grasmere, a ninguno nos gusta pensar en
Annette Vallon. Ni ella ni su hija se han incorporado al mito de Wordsworth, el
propio Wordsworth se ocupó cuidadosamente de que se quedasen fuera, a las puertas.
Wordsworth vivió como si su objetivo personal fuese convertirse en un anciano
respetable y tolerante. Tanto es así que, cuando su amigo De Quincey decidió
formalizar las relaciones con su amante y casarse con ella, se negó en redondo a
asistir a la boda con el argumento de que una irregularidad de ese tipo no podía
tolerarse de ninguna manera.
Ahora bien, quizás ustedes estén a punto de decirme: «¿A qué viene sacar a
colación todo este escándalo? ¿Qué interés tiene? Incluso si la historia de Annette
resultase cierta, ¿cómo podría influir sobre la lectura de la poesía? ¿Para qué remover
las tumbas?». El profesor Read tiene una buena respuesta para estas preguntas. Su
propósito al escribir el libro no es servirnos un bocado desagradable sin motivo, Read
está convencido de que el episodio con Annette es de la mayor importancia para el
desarrollo de la poesía de Wordsworth. Y lo cierto es que articula y defiende su teoría
de una manera muy sugestiva. Expondré ahora dos de sus argumentos. El primero
repara en la actitud de Wordsworth respecto a Francia, en particular hacia la
Revolución francesa. Sabemos que al principio la recibió con un entusiasmo
desenfrenado, después fue enfriando sus posiciones y terminó siendo abiertamente
hostil a ella. En un primer momento era capaz de escribir:
Pero a medida que pasaban los años fue invirtiendo su juicio. Llegó a negar que
los franceses conociesen el genio, y los acusó, bordeando el absurdo, de
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Vacío perpetuo, cambio incesante:
no hay nada sagrado, ni un código supremo,
ni espíritu rector ni un camino desbrozado,
ni libros, ni hombres.
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evolución de la poesía de Wordsworth. No niego que empaña la leyenda de
Wordsworth y que disipa la atmósfera reverencial con la que a muchas personas les
gusta envolver la lectura de obras literarias y que el propio Wordsworth esperaba
convocar en su provecho. Quizás en este punto es donde más difiero del profesor
Read: nunca he desarrollado sentimientos de adoración casi religiosa por el paisaje de
los Lagos, y mucho menos he sentido la tentación de deificar al poeta que allí vivía.
Pero admiro y seguiré admirando a un hombre capaz de escribir así:
Ah, pero nada es en vano, vosotros, seres de las colinas, y vosotros, que camináis por el
bosque, entre brezales conducidos por la luna o la luz de las estrellas, desde el primer
amanecer de la infancia, así te familiarizabas con las pasiones que constituyen el alma
humana.
Me da igual si primero tuvo que pasar por Francia y hacer lo que hizo. Le tengo
agradecimiento porque me ha transmitido la fuerza del mundo sensible con un talento
más allá de lo corriente. Ahora que sé tantas cosas sobre su comportamiento seguiré
acudiendo al cementerio de Grasmere donde esta enterrado a rendirle homenaje al
poeta, aunque el hombre me despierte dudas.
El siguiente libro de mi lista de hoy también trata sobre literatura, pero está
dirigido a un público diferente. No encontrarán ninguna dificultad en su lectura ni
nada escabroso en sus páginas, aunque tampoco puedo decir que sea
extraordinariamente sutil. Se titula Un bosquejo de la literatura inglesa, empieza con
Chaucer y termina con Robert Browning, y el propósito del libro es que la literatura
suene atractiva, va dirigido a personas que no han leído nada o que han leído muy
poco. El volumen tiene dos responsables, encargados de compilar los textos. El señor
Strong, que ha escrito varias novelas notables, y la señorita Monica Redlich. Debo
reconocer que han hecho un buen trabajo. La mayor parte del libro está compuesto
por una sucesión de citas, se trata más de una antología de que un bosquejo, y la
esperanza de los autores es que, cuando termine uno de leer la colección de citas
espigadas (por ejemplo) del Volpone de Ben Jonson, quede tan intrigado por lo que
acaba de leer que busque el libro y se lo lea entero.
También a mí me gusta alimentar esta clase de esperanza, pero les seré sincero:
tengo mis dudas, no puedo evitar ser un poco escéptico ante esta clase de libros.
¿Consiguen realmente atraer a la gente hacia la literatura? Me gustaría disponer y
consultar algunas estadísticas. Strong y Redlich tienen razón en algo: la literatura
podría ser más popular de lo que es. El problema es cómo lo conseguimos.
Sinceramente, no creo que los fragmentos sean la mejor estrategia. Pensemos en
Read, aunque nos incomoden sus opiniones y nos fastidie su estilo; es muy probable
que la lectura de su libro nos empuje a leer también a Wordsworth. Estoy seguro de
que tanto Strong como Redlich se emocionan intensamente al leer a Wordsworth,
pero la metodología que han elegido para su propio libro no les permite transmitir y
contagiar ese entusiasmo. No tienen espacio suficiente. Cuando aparece Wordsworth
es como si hablasen de él en voz baja, sin convicción; citan cuatro poemas y luego
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pasan a otro autor. Leemos los poemas, nos convencemos de que «Wordsworth es
muy bueno», como antes nos habíamos convencido de que «Ben Jonson es muy
bueno», y casi seguro que nos pasará lo mismo con Jane Austen, «también muy
buena». En definitiva: «todos son muy buenos», pero no nos detenemos con auténtico
interés en ninguno, pasamos de manera precipitada y satisfecha por encima de todos,
de manera superficial, sin sentir la conveniencia de leerlos a fondo.
Espero no sonar demasiado pesimista, pero si de algo estoy convencido es de que
la literatura es como un fuego y solo puede propagarse si alguien llega muy
convencido hasta nuestra casa con una antorcha. La otra posibilidad es que el fuego
prenda de manera espontánea, por accidente, en medio de la fría y oscura noche
mortal, para consolar nuestras almas con una chispa de eternidad. Pero estoy seguro
de que la literatura no se transmite administrada en pequeñas dosis. Hablo a partir de
mi experiencia, claro, igual la de ustedes es distinta.
Así que recomiendo Un bosquejo de la literatura inglesa con ciertas reservas.
Pero si el oyente piensa que un libro así puede ayudarle, que no dude en comprarlo,
porque es excelente en su género. Compilado por Strong y Redlich, publicado por
Gollancz, disfrutará de casi seiscientas páginas de citas.
La semana que viene les hablaré del trabajo que ha desarrollado Lowes Dickinson
en este mismo campo, el de la divulgación. Su muerte, tan reciente, ha sido una
perdida terrible para la radiodifusión inglesa y para la civilización europea. Les
pondré sobre la pista de algunos de sus libros y trataré de transmitir una idea precisa
sobre el carácter de su obra. En mi opinión es el escritor más importante entre los que
todavía no han llegado al gran público. Estoy convencido de que hasta que Lowes
Dickinson no empezó a transmitir por la radio nadie conocía su nombre.
El tercer libro de mi lista de hoy también pretende que nos acerquemos a la
literatura. Es asombrosa la cantidad de personas que intentan que leamos más. Creo
que la época en la que vivimos casi podría calificarse como «la era de las
recomendaciones». El intento del que voy a hablarles ahora corre a cargo de Edith
Sitwell. Sitwell ha compilado una antología que lleva el título de Los placeres de la
poesía, que además de un prologo cautivador y estimulante nos presenta una
selección de poetas y poemas Victorianos. Este libro no se parece nada a Un bosquejo
de la literatura inglesa, es un libro decididamente personal. La señora Sitwell no se
ha propuesto, como Strong y Redlich, ofrecer una selección repartida entre muchos
autores, sin marcas de entusiasmo. Sitwell aprovecha su libro para elogiar con pasión
a los autores que ama, como Swinburne o Christina Rossetti. Su prosa combina el
entusiasmo y la delicadeza, conoce la poesía desde dentro y el talento verbal de su
estilo es asombroso. ¿Es un libro imparcial? En absoluto, la equidad no le interesa lo
más mínimo. Sitwell se propone estimularnos a leer a sus favoritos, no ser justa con
todos. Detengámonos en el caso de Matthew Arnold. Sitwell no puede soportar a
Arnold, y no se molesta en disimularlo. Asegura que sus versos solo los pueden
admirar aquellos a quienes no les gusta la poesía. Y bien, yo mismo soy un ejemplo
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que demuestra que algo está equivocado en ese juicio, pues admiro tanto la obra de
Matthew Arnold como la de ella. Pero ¿qué más da? La literatura es un asunto que
atañe al espíritu, y es un despropósito pensar que a todos debería gustarnos todo. A
quien intenta que le guste todo termina por no importarle nada, lo que equivale a una
muerte espiritual. El libro de Sitwell es una buena vacuna contra toda esta atonía.
Todas sus páginas son una protesta contra la estandarización, y les aconsejo leer su
breve antología si están ustedes de acuerdo con este planteamiento. El título completo
del libro es Los placeres de la poesía: la era victoriana y lo ha publicado Duckworth.
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LAS CARTAS DE JANE AUSTEN Y OTRAS
«GUARNICIONES»
Las cartas de Jane Austen • Las cartas de Edward
Fitzgerald • Arthur Bryant, Macaulay • Aldous Huxley,
Textos y pretextos • Ernest Weekley y las etimologías
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era la hija de un clérigo; después de la muerte de su padre siguió viviendo en el
campo con su madre; su principal corresponsal fue su hermana Cassandra. Austen
pertenecía a una familia tranquila, alegre y decente, de manera que escribió la clase
de cartas que se leen y se escriben en el seno de una familia tranquila, alegre y
decente. Cartas un tanto contenidas y tristes, todo hay que decirlo.
Más adelante planeo leerles una de sus cartas más emocionantes. Trata de una
visita al dentista para acompañar a sus sobrinos. Muchos de nosotros hemos
acompañado a nuestros sobrinos al dentista; en ocasiones más trepidantes, incluso
somos nosotros los que nos sentamos frente al dentista; la contribución de Austen a
esta clase de visitas no es demasiado emocionante. Claro que la intención de Austen
no era emocionar a su interlocutor. El principal mérito de estas cartas es su ausencia
de tensión, el hecho de que están escritas sin la menor afectación. Austen va de una
cosa a otra, y al otro extremo de la correspondencia imaginamos a Cassandra
disfrutando sin euforias excesivas. Nunca nos interesaríamos por estas cartas si no
supiéramos que esta oscura doncella había escrito novelas, grandes novelas.
La perspectiva social de estas cartas es la misma que la de sus novelas. En ambos
casos nos movemos entre personas de clase media, refinadas, que viven en sus
propiedades situadas en la campiña inglesa. Unas veces, como Catherine Morland,
veranean en Bath, y otras, como Louisa Musgrove, en Lyme Regis. En escasas
ocasiones visitan Londres, y aunque las guerras napoleónicas son intensas y ocurren
cerca de sus casas, esas personas no se dan cuenta; y aunque Wordsworth, Coleridge,
Blake y Keats están escribiendo por esa misma época poemas maravillosos, ellas no
se dan cuenta. Viven en un remanso que tiene su propio encanto y su propia calma y
desde el que no escuchamos el murmullo de mundos más agitados. Cartas y novelas
comparten la misma perspectiva social que acabo de describir. La diferencia es que
en sus novelas, a diferencia de lo que ocurre con Charlotte Brontë, ustedes jamás
sorprenderán a Jane Austen hablando de las personas que conoció, de las cosas que le
sucedieron o de sus propias emociones personales. Nos preguntamos: «¿Cómo la
autora de estas cartas, una señorita tan pizpireta, pudo escribir esas novelas
fantásticas?». La pregunta nos plantea un rompecabezas porque está mal enfocada.
En primer lugar, Austen no era una mujercita, era alta, y la señora Mitdord, a quien
no terminaba de convencer su carácter, la llegó a comparar con un atizador. La
respuesta, si nos detenemos a pensar, es bien sencilla: Austen escribió sus novelas
porque disfrutaba del talento de crear personajes y de organizarlos en el marco
adecuado. Sea lo que sea que ella disponga en forma de ficción, produce siempre una
intensa impresión en sus lectores, mientras que lo que escribió en estas cartas solo
impresionó a sus destinatarios. Podríamos decir que no fue una gran escritora de
cartas; o si lo prefieren: que no escribió sus cartas para que las leamos nosotros.
Ambas afirmaciones son ciertas. Estoy seguro de que si pudiéramos informarla de
que Chapman ha recopilado su correspondencia para publicarla no se alarmaría,
porque nadie puede encontrar en ella nada íntimo o indecoroso, pero se hubiese
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quedado muy sorprendida, quizás hubiera dicho: «¿Qué diablos os pasa en el siglo
XX?». Aunque no hubiese escogido estas palabras concretas, desde luego, porque su
inglés pertenece a una era más civilizada que la nuestra. Austen escribía cartas para
su familia, y aunque también escribió media docena de novelas notables, estas cartas
pertenecen —y con este criterio deberíamos juzgarlas— al chismorreo doméstico de
baja intensidad.
Usted puede divertirse imaginando que es la señorita Cassandra Austen, y que se
pasa las tardes sentada al lado de su madre en una pequeña casa situada en un
pequeño pueblo de Hampshire durante el otoño de 1813. La madre no ha estado bien
de salud y su carácter quizás se ha resentido un poco. No queda ni una tarea
doméstica por hacer, así que le espera una larga tarde de encierro con una madre a la
que, voy a ser más preciso, le acaban de aplicar unas sanguijuelas. Pero ¡no
desespere! ¿No es eso que se escucha el sonido de unos cascos de caballo? Sí, cada
vez están más cerca. ¿Podría ser el cartero? ¿Está de paso, o dejará algunas cartas en
el pueblo? Vaya, parece que se ha detenido justo delante de la puerta de nuestra casa.
En pocos minutos aparece un sirviente —porque tiene usted sirvientes, es una de las
ventajas de la época— con una carta, y resulta que es de su hermana, de Jane, que
está visitando Londres. ¡Cómo se ilumina la cara de su madre! Y con qué emoción
rompe usted el sello y lee en voz alta lo que voy a leer ahora mismo:
Fanny está muy contenta con las medias que se ha comprado en Remmington. Considera que ha sido una ganga,
pero todavía no las he visto, porque me estaba peinando cuando llegó el encargado con el paquete de medias.
¡Pobres niñas, pobres dientes! No se lo he comentado a nadie todavía, pero tuvieron que esperar una hora entera
en la consulta de Spencer. Lizzy se pasó la tarde lamentándose y la pobre Marianne perdió por completo los
nervios. A Lizzy tuvieron que sacarle una muela para hacerle sitio a las que están creciendo, también le hicieron
una limpieza general. Cuando terminaron de arreglarle la dentadura nos esperamos en otra habitación (donde se
escuchaban algunos gritos) a que le tocase el turno a Fanny. Habíamos acordado que a Fanny le harían una
limpieza, pero Spencer encontró que algo más podía mejorarse, y no me dejó salir hasta que me comprometí a
visitarle de nuevo con la niña antes de que llegase el invierno. Supongo que las dentaduras de algunas crías deben
alcanzar estados críticos, pero tienes que ser un amante de los dientes, el dinero y la diversión para insistir en la
boca de Fanny. Pasamos una hora bastante desagradable. Después fuimos a Wedgwood, allí mi hermano y Fanny
eligieron unos manteles. El patrón es un pequeño cuadrado trazado en líneas de oro. No me entusiasmó, pero si
alguien me lo regalase lo aceptaría. Cuesta ocho chelines. Te escribo con mucho amor para todos vosotros,
incluido Triggs. Pienso en vosotros siempre con cariño.
Afectuosamente:
J. Austen
Y bien, ¿lo ha encontrado aburrido? Yo sí. Algunas salidas ingeniosas nos parecieron
simpáticas, por ejemplo ese «amante de los dientes, el dinero y la diversión», que no
es una mala descripción para un dentista. Pero se trata de un conjunto desanimado.
No sabemos quiénes son Fanny ni el resto de personas citadas, para averiguarlo
tenemos que recurrir a las notas de Chapman, y si nos sumergimos en las notas ya no
podemos quedarnos sentados en el salón con Cassandra y su madre. Las cartas han
sobrevivido pero sus destinatarios están muertos, y unas cartas de cuyos destinatarios
apenas sabemos nada valen muy poco.
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Lo que acabo de afirmar no puede constituirse en la norma general para todos los
epistolarios. Las de Edward Fitzgerald, de las que hablaré dentro de un momento,
parecen involucrar a más personas que a sus destinatarios. Pero me temo que las
cartas de Jane Austen solo son interesantes en la medida que las escribió una gran
novelista y que describen un estado de la sociedad ya desaparecida. Si usted ama las
novelas de Jane Austen debería comprar estos dos volúmenes magníficamente
editados. Miles de personas lo han hecho ya. Pero no espere demasiado de su lectura.
El pasaje que he leído es un ejemplo bastante justo de lo que encontrará en el resto
del libro.
Las nuevas cartas de Edward Fitzgerald solo merecen que nos detengamos un
minuto. No tienen el menor interés para el público en general, y solo las recomiendo
a los entusiastas de Fitzgerald. Si las menciono es porque me dan una magnífica
excusa para elogiar el conjunto completo de las cartas de Fitzgerald. Léanlas, si no lo
han hecho aún; muchas personas que conocen Omar Khayyam no han leído estas
cartas. A diferencia de la correspondencia de Austen, las cartas de Fitzgerald no se
han estudiado críticamente, pero revelan una personalidad artística, cosa que no
sucede con las de Austen. Se trata de una personalidad amable, sensible, atractiva y
civilizada, aunque no sea la adecuada para sobrevivir en la ciudad. Fitzgerald era un
hombre con una voluntad débil, a quien engañaban con cierta frecuencia. Me gusta su
dulzura. La gentileza de los santos ha sido elogiada muchas veces, pero la suya es una
gentileza pagana, lo que es muy raro.
El nuevo libro sobre Macaulay es mucho más atractivo. Y para referirme a él lo
mejor será retirar mi metáfora de los platos principales y las guarniciones. Se trata de
un libro erudito, pero es ameno. Su autor, el señor Bryant, ha leído mucho y ha tenido
acceso a material inédito; no es un hombre displicente, no trata nunca de ponerse por
encima de su protagonista, pero se las arregla para sonar divertido sin relajar la crítica
cuando lo considera adecuado. Sé que la moda actual pasa por considerar a Macaulay
como un individuo de clase media, más bien vulgar, cuya característica más notable
es una especie de estridencia a lo Carlyle. Bryant no niega nada de eso, pero se
esfuerza por completar esta imagen un tanto estrecha y poco generosa con unos
rasgos que amplían el retrato para bien. Cuando se termina la lectura es complicado
no admirar a Macaulay y es posible que incluso se le ame. Se trata de un libro que
recomiendo vivamente.
Quiero pasar ahora a una antología que recoge pasajes tanto en verso como en
prosa. Las antologías no sirven para nada a menos que la persona que está a cargo de
la selección tenga una mente interesante. Hoy en día parece como si existiesen
plantaciones enteras dedicadas a cultivar personas aburridas, estoy seguro de que hay
más personas aburridas vivas que en cualquier otro pasaje de la historia del mundo, y
las personas aburridas suelen sentirse inclinadas a coleccionar cosas. No soportan el
vacío; cuando no son sellos son cuadros y cuando no son cuadros son pasajes que han
leído en algún libro. Este es el motivo por el que me acerco con tantas precauciones a
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las antologías. Pero aquí tengo una antología cuyo responsable tiene un cerebro vivo:
el señor Aldous Huxley. El libro se llama Textos y pretextos y es el resultado de la
actividad de una mente interesantísima, de una sensibilidad cultivada y de una
notable curiosidad. El libro equivale a un paseo en compañía de un guía decidido a
enseñarte lo mucho que ha disfrutado con la lectura. ¿Disfrutado? Bueno, quizás esta
no sea la palabra más adecuada. Algunas de las secciones del libro llevan como título:
«Tortura», «Hipocresía» o «Miseria». Pero este sesgo macabro reafirma mi impresión
general: es un libro genuino, personal, fruto de un carácter inusual. Estoy ansioso por
que lo lean. Me gusta tanto que me sentiré culpable si no les ofrezco una muestra.
Una de las secciones se llama «Huida», empieza con citas de la señora Browning, de
Platón, de Shelley y de Mallarmé, todas tratan del horror que despierta el mundo.
Después Huxley interviene y comenta: «No hay otra salida que la huida del mundo,
pero ¿cómo se huye del mundo?». Tenemos la muerte, y conocemos el mundo de los
animales, tan serenos como independientes. Pero si Huxley los menciona es solo para
descartar una y otra posibilidad: la granja no es un buen lugar para esconderse, y ya
no tenemos claustros donde refugiarnos. Esta reflexión le da pie para citar a Gregorio
el Grande, George Gascoigne, Karl Marx, Keats y Matthew Arnold. Esta descripción
quizás pueda darles una idea aproximada de la originalidad de su método, el aliento
que anima la escritura y la meticulosidad de su mente. Ojalá estas palabras basten
para animarles a encargar el libro.
La quinta y última de mis guarniciones es un tratado divulgativo sobre las
palabras escrita por una autoridad eminente en este campo: el profesor Ernest
Weekley. De lo que trata este volumen, tan agradable de hojear, es de ofrecer una
introducción sencilla a la etimología de las palabras. Por ejemplo, ¿sabía usted que la
palabra gun («arma») deriva de una dama nórdica llamada Gunhilde? Yo no lo sabía,
en este campo apenas sé nada, y ese es uno de los motivos por los que considero
juicioso detener aquí mi charla de hoy.
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LIBROS NO TAN NUEVOS
En la mente de Lytton Strachey
Karel Čapek, Cartas desde Inglaterra
G. J. Reiner, ¿Son humanos los ingleses?
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leer a fondo que escuchar o ver a fondo, el libro te cede toda la responsabilidad, de
manera que es más sencillo sobreponerte a la distracción y afinar la concentración si
te mueves entre libros.
Que la cosa quede entre ustedes y yo y el éter que propaga estas ondas: no tengo
demasiada fe en la radio como instancia educativa. Les diré algo más, si me prometen
que no saldrá de aquí: todavía confío menos en la pantalla. El micrófono y la pantalla
pueden ayudarnos como artilugios secundarios, pero no pueden llevar el peso de la
educación. Podemos escuchar la radio entre cuatro y diez horas y el efecto que
dejaremos en la mente será una estela borrosa. Un libro, en cambio, puede enraizar en
esa misma mente y fortalecerla.
Regreso un momento a mis propias locuciones: en ellas no he pretendido ser
excesivamente refinado. Creo que los pasajes más importantes de cada charla
correspondían a la lista de recomendaciones bibliográficas. Tampoco creo que estas
locuciones puedan considerarse crítica literaria; la crítica es un trabajo muy sutil, y no
es eso lo que he pretendido yo aquí. Mi objetivo ha sido recomendar libros a los
oyentes y envolver esas recomendaciones con argumentos. Algunos de mis
argumentos han provocado que los oyentes escribieran asegurando que no cogerían
algunos de esos libros ni con pinzas, y que sus páginas jamás entrarían en sus casas.
Lo considero una especie de éxito: la locución ha servido para que descubran dónde
se sitúan como lectores en relación a la propuesta del libro, lo que entraba dentro de
mis propósitos. ¿Qué hemos perdido? ¿Que el libro en cuestión no entre en la
biblioteca de ese oyente en particular? Puedo asumirlo.
Durante estas charlas me he sentido como un parásito, desagradable y goloso, que
atacaba las formas superiores del espíritu. Si echo la vista atrás, contemplo con placer
lo mucho que me he nutrido yo mismo durante estas sesiones; a continuación vuelvo
a centrarme en el micrófono, mi amigo de correrías, y sigo hablándoles a través de él.
Me quedan tres minutos, más o menos, y quiero hablarles sobre Lytton Strachey.
Lytton Strachey ha muerto a principios de este año, y todavía no podemos evaluar
correctamente la magnitud de la pérdida. Se trataba de un hombre divertido e
inteligente, cualidades que a veces nos gusta simular que no importan, como si
prefiriéramos rendir honores a los muertos que nos aburrieron en vida. Strachey
también podía ser malicioso, y cuesta defender la malicia como una cualidad social.
No negaré, por otro lado, que los desagües de Victorianos eminentes arrastran más
litros de aguas pútridas que de buenos sentimientos.
Sea como sea, quiero insistir en una cualidad de Strachey que la mayoría de los
críticos han pasado por alto, incluso aquellos que también eran sus amigos: era un
hombre que creía en el afecto. Regresen a los Retratos en miniatura y a sus libros
sobre la reina Victoria, sobre Elizabeth y Essex. Traten de olvidar por un momento
las agudezas del ingenio y la brillantez de las imágenes, y pregúntense: ¿qué encontró
de valioso Strachey en las vidas que retrató? No fue la fama ni el lujo ni la diversión
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(aunque como biógrafo se encargó de todo eso), sino un afecto que se prolongó
durante años.
Strachey sabía que el afecto puede sonar ridículo para el espectador, y que
muchos afectos desembocan en un final trágico, pero nunca duda de su valor. Que un
hombre con esta sensibilidad fuese tratado como un cínico y acusado de no tener
alma me imbuye de una desesperación parecida a la que debió sentir él ante tamaña
injusticia.
Permítanme que les lea el pasaje donde aborda la muerte de una gran mujer
francesa, Madame de Sévigné, y el efecto que provocó sobre quienes la amaban. Lo
encontrarán en Retratos en miniatura.
En mitad de todos estos acontecimientos sucedió algo que era al mismo tiempo inevitable e inimaginable:
madame de Sévigné murió. De repente la fuente del orden, la luz y el calor ya no existía, el reinado del caos y de
la viejísima noche descendieron sobre el mundo. Me llega una visión fugaz de la señora de Grignan, está pálida
como las cenizas, y pronuncia frases de dolor: madame Sévigné y todas sus pertenencias, su marido, su hijo, su
castillo con sus terrazas y sus torres, sus violines, su trovador, sus centenares de invitados… todo ha quedado
suprimido. Solo un poco más tarde la región quedaría abatida por la pena y el horror. Coulange se encerró en su
habitación, junto al fuego, triste y solitaria, entregada a pensamientos melancólicos. El mundo ya no era nada para
ella, el éxito y la felicidad, el propio cielo, eran voces lejanas y sin valor. Se puso un vestido largo de tafetán con
ribetes de cuero alrededor y removió las brasas preguntándose por enésima vez cómo era posible que madame de
Sévigné estuviese muerta.
El miedo que nos suscita la muerte recorre este pasaje, pero también trata sobre el
afecto. La próxima vez que lean a Strachey acuérdense de mirar hacia su corazón.
Espero que esta charla sirva al menos para que dejen de considerarle un «intelectual».
Y ya que hemos llegado hasta aquí, y que esta tarde, acaso por la cercanía de la
Navidad, me siento un tanto desganado, voy a enredarme en otra discusión estéril. Si
la Liga de la Paz y la Buena Voluntad me pidiera consejo para imponer un requisito
único de acceso a su club, propondría la prohibición de emplear la palabra intelectual,
sobre todo como antítesis de las personas poco cultivadas, de los legos. La
combinación de este par de palabras (intelectual y lego) es la responsable de la mayor
cantidad de tonterías y de sentimientos desagradables a que ha dado lugar la historia
entera de los antónimos. Intentan introducir en la esfera literaria una distinción falsa:
la que establece una separación entre el escritor que emplea el cerebro y el artista que
supuestamente emplea las «manos». En el pasado he usado esta distinción, aunque
con muchos reparos, y ahora, carcomido por los remordimientos, quiero fundar,
inspirado por los penitentes de la Edad Media, una liga para reparar mis errores. Doy
por supuesto que todos ustedes se han unido ya a mi liga, de manera que dirigiré esta
charla a una región inesperada: la ficción.
He tratado en estas charlas de hablar lo menos posible de novelas, aunque este sea
mi campo de referencia. Me alegro de haberme contenido. En el pasado escribí
novelas, y es casi seguro que haya adquirido prejuicios que condicionarían mis
recomendaciones. Por otro lado, lamento haber esquivado las novelas porque he
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dejado pasar la oportunidad de recomendar el trabajo de los escritores más jóvenes.
¿Conocen ustedes las novelas de Rosamund Mehmann o las de L.A.G. Strong? Si no
las han leído espero que lo hagan pronto, y que añadan las de John Collier. ¿Han
leído a William Plomer? ¿A John Hampson? ¿Conocen algo de lo que ha escrito
Christopher Isherwood? Probablemente no los hayan leído, pero bueno, al menos ya
he mencionado sus nombres, y al final de esta charla creo que me aventuraré un poco
más y citaré la novela más adecuada para adentrarse en sus respectivos mundos.
Advierto que ya no leo novelas con regularidad, de manera que mi elección estará
guiada por el capricho. También les confieso que a mi edad no estoy al día de lo que
los hombres y las mujeres más jóvenes están intentando en el campo de la ficción,
pero si ven que despierta su interés, no tardarán en encontrar sus libros. Muchos de
estos autores no han cumplido los treinta años y ya han logrado cosas que a mí por lo
menos me gustaría haber intentado. Me parece que disfrutan de una sensibilidad
especial para captar la poesía; no se alejan de la realidad pero tampoco se enfangan
en los detalles que exige el «realismo», que fue el principal lastre de mi generación;
no les afectan tanto las distinciones sociales y rezuman una ingenua esperanza. Pero
todas las generalizaciones son absurdas: la media docena de novelistas que he citado
son muy distintos entre sí y seguro que al leerlos con atención se incrementaran
todavía más sus diferencias. Pero sí coinciden en algo: disfrutan de una envidiable
libertad de movimientos. El cinismo con el que retratan el mundo no puede decirse
que esté inmotivado, y si lo compensan con lo que Keats llamaba la «santidad de la
imaginación en los corazones», ¿cómo podríamos no estar de su lado, aunque lo
expresen con palabras distintas a las que empleaba Keats?
Sigo con la carrera un tanto irregular en la que se ha convertido esta charla para
comentar dos libros sobre Inglaterra. El primero lo ha escrito un holandés y el otro lo
ha escrito un checo. El libro del holandés se publicó el año pasado, la señorita
Sackville West ya lo recomendó, pero simularé no haberme enterado y lo
recomendaré de nuevo por mi cuenta. Se titula ¿Son humanos los ingleses? Su autor
se llama G. J. Reiner y para no tenerles en vilo les transmitiré su respuesta: «No,
ahora mismo los ingleses no son humanos, pero lo fueron hasta el siglo XIX y
volverán a serlo». La frase contiene todos los ingredientes imprescindibles para una
buena controversia. El libro del doctor Reiner resulta muy incitante porque lo que nos
dice nos atañe, y parece que los ingleses le gustamos, aunque no le convencemos del
todo. Si le gustáramos mucho diríamos: «¡Qué hombre más cabal! Así deberían
hablar y comportarse todos los extranjeros». Si no le gustásemos nada podríamos
decir: «¡Qué previsible! ¿Qué otra cosa podíamos esperar de un extranjero?». Pero
Reiner se las arregla para ser antipático en una dosis que incita a prestar atención a
las acusaciones. Es un hombre al que merece la pena escuchar. Conoce bien las
costumbres de los ingleses y escribe bien en nuestro idioma.
El otro libro del que quiero hablarles es una traducción del checo. Su autor es
Karel Čapek, a quien probablemente conozcan porque ha escrito con éxito sobre
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robots. El libro es breve, pero brillante, y se titula Cartas desde Inglaterra. Se
publicó hace siete años, pero no podemos permitir que caiga en el olvido. Se trata,
una vez más, de un esfuerzo de comprensión hecho por un hombre a quien no le
convence nada Inglaterra. Čapek reconoce las virtudes de nuestra hospitalidad y de
nuestro sosiego, valora nuestros grandes y viejos árboles y los venerables clubes del
West End (y las inesperadas travesuras que acechan entre los árboles y en los clubes);
le gusta viajar en tren de condado en condado y distinguir en qué condados las vacas
suelen estar acostadas y en qué condados prefieren revolcarse entre el pasto. Pero no
le gusta nada Londres, siente por esta ciudad un desacuerdo general: le disgustan el
tráfico, el East End, los suburbios, los domingos y las clases medias. Čapek siente
una especie de temor y de desprecio hacia todo esto de tal gramaje que solo su prosa
puede hacerle justicia. Considera que el Imperio británico (del que descuenta los
cientos de millones de personas de color que habitan en él) se ha convertido en una
feria gigantesca donde la insolencia del comercio ha usurpado el trono que le
pertenecía al hombre. Cuando descubre en una pastelería una figura del príncipe de
Gales elaborada con mantequilla canadiense le imbuye la duda de si la mayoría de
monumentos londinenses no estarán hechos de mantequilla. Čapek admira
sinceramente la maquinaria del Imperio, pero también le asusta.
Los ingleses podemos responder a estas acusaciones con cierta solvencia. La
maquinaria y las fábricas no están confinadas en exclusiva dentro del territorio inglés.
Praga alberga muchas fábricas. Pero es más propio de sabios escuchar hasta el final
que replicar a la primera oportunidad, y en el libro de Karel Čapek, como en las
novelas que he mencionado antes, y en la mayoría de libros que me tocan el corazón,
siento la importancia del hombre, la santidad del individuo y el engaño que supone la
persecución de la riqueza como fin último.
Čapek es un escritor muy comprensivo, y su pequeño libro sobre Inglaterra está
lejos de ser un alegato nacionalista. Al leerlo nos adentramos en algunos de los
problemas nucleares de la vida y que suelen tratarse de manera demasiado incidental,
un libro así puede ayudarnos a revisar nuestras prioridades y los errores recurrentes
que cometemos en el camino hacia ellas. Cuando leemos el malicioso pasaje de
Čapek donde nos habla de cuatro sillones, todos exactamente iguales, todos horribles
e igual de caros pero con cuatro etiquetas distintas: «Made in Bermudas», «Made in
Fiji», «Made in South Africa» y «Made in British Guayana», es inevitable que nos
hagamos la misma pregunta con la que Ruskin inquietó a nuestros padres: ¿es esta la
civilización que queremos? Quizás preguntas así contribuyan a salvar nuestra alma,
aunque la distinción que hizo Ruskin entre el cuerpo y el alma fuese falsa y las
generaciones que ocupamos ahora el mundo ya no podamos aceptarla, pero sí
podemos aprovechar la fuerza de su antigua disidencia contra el comercio y la
industria. Quizás así el mendigo ciego y cubierto de sarna que le vendió a Čapek una
caja de fósforos en Wembley volvería a ser nuestro hermano, y un símbolo de la
humanidad compartida.
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Lunes 19 de diciembre de 1932
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CRÓNICAS BÉLICAS
Denis Freeman y Douglas Cooper, La carretera hacia
Burdeos
Arthur Koestler, La escoria de la tierra
A. J. A. Symons, En busca del barón Corvo
Cuando se habla para personas que están tan lejos, como ustedes (lejos en el
espacio, porque seguramente, si se toman la molestia de escucharme, es que los
intereses de nuestros corazones andan bastante próximos), me pregunto qué asuntos
pueden interesarles, y si pueden conseguirse en el extranjero los libros que les
recomiendo. ¿Estarán interesados, por ejemplo, en la tragedia por la que atraviesa
Francia? Estoy convencido de que todos ustedes reconocen, por supuesto, la
importancia política de los acontecimientos que están teniendo lugar, lo que me
pregunto es si les conmueven íntimamente. A mí sí me conmueven, en parte porque
Francia está apenas a treinta y cinco kilómetros de mi casa, mucho más cerca que
Ceilán de la India; a menudo salgo de excursión desde Dover y visito Francia, he
visto sus acantilados y sus campos resplandecer bajo el sol, y sus faros alumbrar en la
noche… y en parte también me afectan de manera íntima porque algunos de mis
mejores amigos nacieron y viven en Francia, he pasado con ellos grandes temporadas
y me han ayudado a considerarla la luz de nuestra civilización. Me siento
personalmente involucrado. Ahora no puedo ir de visita al país, rara vez me llega
alguna noticia sobre mis amigos. La dura mano de la barbarie ha apresado de golpe
un pedazo de mi vida y en consecuencia me ha dejado conmocionado. ¿Es el caso de
ustedes parecido al mío? Probablemente no lo sea. Incluso cuando los corazones de
dos personas se sienten muy cercanos, lo habitual es que se conmuevan por cosas
distintas. Quizás Francia sea para ustedes física y espiritualmente un espacio lejano,
pequeño y oscuro en mitad del caos que revuelve Europa. Daré esta charla con la
sospecha de que los dos libros sobre la tragedia de Francia de los que hablaré a
continuación no les interesarán, y que tampoco se pueden comprar allí donde viven.
Aún así aprovecharé la oportunidad que me brinda este espacio para recomendarlos.
Se trata de relatos de huida. Se titulan La carretera hacia Burdeos y La escoria de la
tierra. El primero lo han escrito Denis Freeman y Douglas Cooper; el segundo,
Arthur Koestler. No se apuren si no han tomado nota de estos nombres, los repetiré
varias veces durante mi charla.
La carretera hacia Burdeos es un libro escrito por dos jóvenes ingleses, personas
muy cultivadas que conocían Francia a fondo antes de la guerra, que amaban su
civilización, su cocina y a su gente. Impulsados por este amor se alistaron en el
ejército francés en la primavera de 1940, como conductores de ambulancia; estaban
allí cuando el país se colapso y participaron en una desbandada terrible, peligrosa y
desorganizada que terminó en el puerto de Burdeos. Una vez allí se cruzaron por
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casualidad con un destructor británico que los trajo de regreso a casa. Si ahora les
digo que se trata de un libro agradable y entretenido sé que no estarán bien
predispuestos a creerme, pero el caso es que sí lo es; de hecho, esa es de su principal
virtud: como no podía ser de otra manera, el libro aborda el lado trágico y
desgarrador de la huida, pero la mirada que contiene está imbuida de ese buen juicio
y carácter amable que agradecemos al buen observador incluso cuando nos relata una
desgracia inapelable.
En esta crónica los franceses (más concretamente, el pueblo llano de Francia)
salen magníficamente parados. De hecho, los autores se han involucrado en la
escritura de este libro para salir al paso de las críticas, para ellos injustas, que los
ciudadanos franceses han recibido por su supuesta indolencia o cobardía. Lo que aquí
abunda son ejemplos de coraje ante la adversidad y gestos bondadosos entre la
perplejidad; un coraje y una bondad ejercidos tanto por los campesinos como por los
obreros que aparecen en estas páginas. Lo que se relata en este libro coincide con mis
experiencias en tiempos de paz; esta coincidencia me conmovió. La idea de que los
franceses son una raza en decadencia es una tontería, promovida por Hitler y por la
poderosa propagada a favor de sus intereses. Al final del libro, cuando nuestros
autores se dirigen a Inglaterra por el estuario, las costas están llenas de franceses que
agitan el pañuelo y les vitorean y gritan: «Vive l’Anglaterre!». Y estamos hablando
de personas que no podían huir, que no tuvieron más remedio que quedarse atrás y
enfrentarse a los nazis y a su poderosa maquinaria de guerra y represión.
El segundo libro del que quiero hablarles también narra una huida de Francia. Se
titula, como ya les he adelantado, La escoria de la tierra, y antes de entrar en materia
quiero decir unas palabras sobre su autor, Arthur Koestler. Koestler es húngaro de
nacimiento y un europeísta vocacional. En su momento se sintió muy atraído por el
comunismo, pero terminó desilusionado y explica ese desencanto en una novela
centrada en las peripecias de un revolucionario ruso y que se titula El cero y el
infinito. Koestler no es un teórico: ha viajado al norte de Asia, combatió en la guerra
civil española en el bando republicano y pasó un tiempo en las cárceles de ese país.
Cuando en Francia estalló la guerra se trasladó enseguida al territorio para combatir y
volvieron a encarcelarlo. Después de interminables aventuras logró escapar y entró en
Inglaterra, aquí se le aplicaron unas leyes de extranjería que solo podemos considerar
equivocadas y volvieron a detenerlo. (Un inciso: me alegro que las leyes sobre este
delicado asunto hayan cambiado y que nuestra política sea ahora más sensata y
humana).
Lo que se desprende de este breve resumen biográfico es que Koestler es un
personaje con coraje, y aventurero; al leer sus libros descubrimos que también es un
hombre sensible e imaginativo. Quizás algunos de ustedes escucharon mis charlas del
mes pasado y recuerden que les hablé del Congreso del PEN Club, un encuentro
internacional de escritores que se celebró en Londres. Tuve la ocasión de escuchar
muy buenos discursos en ese congreso, y les aseguro que uno de los mejores fue el de
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Koestler. Me dio la impresión de que habla como escribe, de manera enérgica y muy
plástica; estas dos virtudes convierten La escoria de la tierra en un libro tan real
como terrible. Les pondré un ejemplo:
Observé la negra procesión bajo la luz del sol: había una figura alta, detenida, inmóvil, sobre una de las torres.
Adiviné su rostro, era el de un joven campesino de Pomerania, con los ojos desorbitados y una vaga sonrisa
indecisa entre la bondad y la brutalidad, perdido entre los viñedos y las catedrales de Francia, relamiéndose los
labios tensos como haría un perro delante de un hueso.
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enseguida entendieron que la conservación de sus empleos pasaba por colaborar con
el invasor. Los comentarios de Koestler sobre toda este fauna son mordaces.
El siguiente libro del que quiero hablarles es tan distinto y refleja un mundo tan
distante de los dos anteriores que convendría hacer una pausa de dos minutos antes de
meternos en harina. Por desgracia no puedo imponer esos dos minutos: las leyes de la
radiodifusión me lo prohíben expresamente y el respetable reloj eléctrico que me
acompaña desde la pared del estudio para indicarme en todo momento el tiempo que
llevo hablando y el que me queda me soltaría unos cuantos reproches si lo intentase.
Así que les ruego que imaginen que cae un telón, que pasan dos minutos de pausa,
que el telón vuelve a levantarse y que en el escenario se ve lo siguiente: una Europa
brillante y viva en lugar de una Europa decidida a destruirse.
El libro del que voy a hablarles se titula En busca de Corvo. Se trata del estudio
de un carácter: un estafador, un charlatán decadente, un personaje indigno y
desagradable que al mismo tiempo era, en ciertos aspectos, un genio y que escribía en
un inglés decente, por momentos casi notable. Se hacía llamar a sí mismo Barón
Corvo, pero no era barón y su verdadero nombre era Rolfe. El nombre de Barón
Corvo se debía a su gusto por desconcertar a la gente. Estuvo activo durante las
primeras décadas del presente siglo, años en los que la vida europea todavía no estaba
endurecida y agobiada por las grandes guerras. Lo vemos entrando y saliendo de
Inglaterra y de Venecia de manera ilegal, dedicado a la difamación y a la persuasión,
unas veces simulando que era sacerdote y otras denunciando las obras de la Iglesia.
Fue un personaje del todo inusual, y si ustedes se interesan por las vidas insólitas les
recomiendo que aprovechen la oportunidad de disfrutar de esta biografía: En busca
del barón Corvo, escrita por A. J. A. Symons.
Se trata de una investigación tan curiosa como brillante, que se lee como una
especie de relato detectivesco. Symons es muy hábil para conducirnos de una pista a
otra hasta localizar al elusivo Corvo y obligarlo a salir de las sombras,
desenmascarando uno a uno todos los engaños y secretos de su siniestra carrera. El
libro se publicó hace siete años y si lo rescato hoy es por dos motivos. Por un lado,
Symons murió el mes pasado y me apetecía rendir un homenaje a su memoria. Por
otro lado, Symons era un biógrafo con un método muy original, de manera que logró
escribir un libro realmente singular, digno de leer. Lo ha publicado Penguin. Y les
aconsejo que le echen un vistazo si quieren adentrarse en un mundo completamente
distinto al que nos envuelve ahora mismo. Repetiré ahora los títulos y los autores
despacio, por si quieren tomar nota: La carretera hacia Burdeos de Freeman y
Cooper, La escoria de la tierra de Koestler y En busca del barón Corvo de Symons.
Los tres libros son productos genuinos de la civilización europea, más concretamente
de la Europa occidental, que, como pueden comprobar en cualquier mapa, ocupa un
espacio relativamente pequeño del mundo. Los que habitamos aquí nos olvidamos
con excesiva facilidad de este dato. Así que la próxima charla espero moverme un
poco hacia el este, y hablarles de libros que tratan sobre Rusia.
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Miércoles 15 de octubre de 1941
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EL REGRESO DEL NATIVO
Thomas Hardy, El regreso del nativo, Las dinastías
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de Wessex, por Lynchet y Lea.
No creo que usted haya captado demasiadas cosas de las que Hardy dice en este
poema, porque está plagado de detalles locales. Por ejemplo: la casa a la que alude
Hardy porque soportó «un largo asedio» es Basing House, que sufrió mucho durante
la última guerra civil. Por cierto, pasé por Basing la semana pasada y fue una delicia
observar los ladrillos rojos mientras pensaba en los versos del poema.
Cuando Hardy nos habla del «estrecho campanario», se refiere a la torre de la
capital de Salisbury que mandó construir el Obispo Poore. Ustedes apenas podrán
seguir al detalle los versos de Hardy sin un amable guía que le vaya explicando los
detalles. Aunque es cierto que, si son ustedes lectores sensibles y receptivos, captarán
que el anterior es un poema que trata sobre la tristeza y la desolación (aunque se lee
escapen los detalles locales) y que el desfile de Wessex que se desarrolla de norte a
sur de la región es el telón de fondo de un corazón quebrantado.
Lo cierto es que Hardy creció y escribió novelas; que las novelas lo hicieron
famoso y que terminó enterrado en la abadía de Westminister, junto a otras
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luminarias. Pero hasta el final de su existencia fueron escenas como la anterior las
que lograban estremecer su corazón. Hardy se enfrentó siempre con la mirada de un
apacible campesino a la ironía de las circunstancias y a la crueldad del hombre.
Hardy no se comportó jamás de manera autoritaria ni espectacular, no se daba los
aires de un genio ni se propuso que su inteligencia brillase en sociedad. En los
últimos años de su vida tuve el gran honor de ir a visitarlo y se tomó la molestia de
ser hospitalario. En todo momento sentí que quería ser amable, se preocupaba
sinceramente de que el té de su invitado tuviese crema suficiente.
Después de pasar la infancia en esta región de la que les he hablado, se trasladó a
Londres para estudiar arquitectura. Allí empezó a escribir para los periódicos antes de
atreverse con las novelas. Con El regreso del nativo alcanzó cierta cima, pero siguió
escribiendo novelas, entre ellas la famosísima Tess, de los d’Urberville y la muy
controvertida Jude, el oscuro. Tess merece toda la buena fama que ha acumulado: es
lo mejor que Hardy escribió en prosa; Jude, a mi juicio, no merece la animadversión
con la que fue recibida. Sea como sea, Jude supuso un punto de inflexión en la
carrera de Hardy. Le dolieron mucho las críticas que recibió. Algunas le llegaron de
sus propios amigos, que encontraban el libro demasiado sórdido y sombrío; se
desanimó hasta el punto de no volver a escribir ninguna novela más. A partir de esa
fecha Hardy concentró todas sus energías en la poesía.
Llegados a este punto ya puedo transmitirles la verdad sobre Thomas Hardy: si
atendemos a su carácter y a su sensibilidad, estaba especialmente dotado para la
poesía, pero el suyo no era un temperamento adecuado para escribir novela. Se había
dedicado a la ficción en prosa por dos motivos: porque tenía que ganarse la vida y
porque había malinterpretado la dirección de su talento. Hardy no sabía cómo
manejar una trama, sus pasajes narrativos son torpes, y sus personajes en raras
ocasiones nos parecen vivos. A cambio, disfrutaba de una intensísima visión poética,
que podía aplicar tanto a los grandes paisajes como a los menores detalles.
Lo cierto es que Hardy nunca dejó de escribir poesía, y el disgusto por la torcida
recepción de Jude, el oscuro terminó de decidirle por entregarse a la escritura de
versos. A partir de ese momento empezó a tomarse la poesía completamente en serio.
Y en 1907 publicó Las dinastías, la que pasa por ser la mejor epopeya escrita sobre
las guerras napoleónicas, una obra gracias a la cual su nombre perdurará para
siempre. Todas sus composiciones poéticas anteriores, por remota que parezca su
fecha, deben ponerse en relación con el triunfo poético que supone Las dinastías. Su
trayectoria literaria y todos sus esfuerzos perderían su significado si el público llegase
a olvidar Las dinastías. Al releer estos días El regreso del nativo, lo que más me ha
interesado del libro son las escenas que anticipan y pronostican su gran triunfo
posterior: la conversación alrededor de la hoguera, por ejemplo, o el desarrollo de su
doctrina de la voluntad inmanente, una filosofía que Hardy saca a colación con la
excusa de la vegetación de Egdon.
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Si atendemos a la geografía descubriremos que Egdon Heath es una franja de
tierra salvaje situada, cómo no, en Dorsetshire. Este pasaje de tierra es un personaje
fundamental de la novela, por no decir el protagonista de la misma, el factor
providencial que más interviene en ella: arruina la felicidad de Clym y Eustasia y
termina con la vida de la señora Yeobright. El excelente capítulo con el que se abre la
novela está dedicado a Egdon Heath; voy a leerles un pasaje:
Solo en los días de verano las plumas más elevadas de su estado de ánimo eran capaces de rozar el nivel de la
alegría. Accedía a la intensidad vital antes por la vía de la solemnidad que por el trato con las cosas brillantes del
mundo, y la intensidad le sobrevenía más a menudo durante las épocas más oscuras del invierno, entre
tempestades. Después Egdon, cuando la tormenta terminaba, entraba en un estado de sosiego, en el que sentía,
incluso, la amistad del viento. En momentos así la casa se le llenaba de fantasmas extraños, se sentía perdido en
regiones asilvestradas de oscuridad que solo pueden experimentarse de manera muy vaga, que apenas se nos
permite recorrer en esos sueños medio desvelados de huida y desastre que por suerte se olvidan al despertar y que
solo reviven en momentos muy puntales, como el que experimentaba Egdon tras la tormenta.
En Las dinastías también encontramos un poder que se mueve por detrás de las
acciones y deseos de los hombres. En el poema, Hardy llama a esta fuerza «voluntad
inmanente», y a veces adopta una forma visible, casi tangible, una suerte de energía
que nos impulsa a transformarla en acción. Egdon Heath es una especie de bosquejo
anterior a la voluntad inmanente, menos pulido, pero desempeña el mismo papel. En
ambas instancias reconocemos la fuerza del poeta, pero también la mirada del
campesino que percibe algo inquietante en la superficie de la civilización, tal y como
esta se aparece ante nosotros. La mente de Hardy raras veces aprecia algo de
esperanza en nuestro mundo, pero nunca deja de buscarla ni de esperarla. Quiero citar
un pasaje muy famoso del coro que narra la acción de Las dinastías y que supone un
buen ejemplo de lo que trato de explicarles. Pero antes quiero justificar ante ustedes
que esté citando tanta poesía en una charla dedicada a un novelista. Se trata de un
ejercicio deliberado: solo a través de la poesía se puede captar el sentido de una
novela tan extraña como El regreso del nativo. Voy con la cita. Como les dije antes,
se trata de un pasaje del coro, cuya voz se proyecta en medio del caos desatado por
las guerras napoleónicas:
Lo que viene a decir esta estrofa es que quizás un día la fuerza ciega que anima el
universo recupere la conciencia de sí misma y de su propio poder y se vuelva más
amable y creativa. Es un pasaje dedicado a la esperanza. Sí, reconozco que, desde un
punto de vista filosófico, El regreso del nativo nos ofrece mucho material sobre el
que reflexionar, y que su fuerza poética está allí, esperándonos para desatar nuestro
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placer. Pero la filosofía y la poesía no bastan para que una novela funcione. La novela
exige personajes humanos y creíbles, y un argumento humano y verosímil. Este
segundo asunto, el del argumento, le impone al lector una nueva desilusión.
¿Cuál es el argumento de El regreso del nativo? Ilustrar el matrimonio entre Clym
Yeobright y Eustasia Vye. ¿Cuál es el propósito de Hardy? Vincular este matrimonio
con el fondo sombrío de una salud delicada. Para alimentar este propósito Hardy
convierte a Eustasia Vye en una mujer que odia el páramo, pues ha descubierto que el
páramo terminará por matarla. Y también para beneficiar ese propósito nos presenta a
Clym, el nativo que regresa, como una especie de magnífico hombre del futuro,
demasiado inteligente para apreciar la belleza y demasiado pensativo para entregarse
a la alegría. Hasta aquí no aprecio nada reprobable; el problema surge cuando nos
damos cuenta de que ni al hablar ni al actuar los personajes están a la altura de las
expectativas que Hardy ha despertado al describirlos empleando una fina y enérgica
poesía. Suenan forzados, teatrales, nunca nos llegamos a crear que están vivos.
Eustasia es el peor de todos los personajes. La vemos divertirse como una coqueta sin
cerebro, anhelando disfrutar de un temperamento espontáneo y natural, pero es una
snob que deja de apoyar a su marido cuando las cosas se tuercen y tiene que empezar
a ganarse la vida con el trabajo manual. Eustasia también es una persona horrible para
su suegra. En ningún momento dice nada, ni la menor observación, de la que se
desprenda algo de buen juicio o que sea propio de un corazón generoso, ni siquiera
nos convence de tener una pizca de gusto. Y, pese a todo, Hardy nos exige que nos
sintamos profundamente conmovidos por el destino de esta muñeca de madera,
incluso sugiere que la adoremos. Hardy piensa que basta con decir que es bella para
transformarla en una heroína, y no, lo cierto es que no basta con tan poco.
En cuanto a Clym… se nos aparece como un personaje más o menos igual de
insatisfactorio. Clym está convencido de poder convertirse en un gran pedagogo, de
educar a otras personas, pero es incapaz de hablar con naturalidad delante de su
propia madre. Les citaré un ejemplo de la clase de frases que le suelta cuando le habla
de su vocación: «Ya no me adhiero a mi intención original de dar con mi propia boca
instrucciones rudimentarias a la clases más baja». ¡Qué pomposidad! No, claro que
Clym no dará «instrucciones» a nadie. Lo cierto es que en este pasaje se aprecia hasta
qué punto Hardy no fue nunca un novelista natural, cómo su talento se inclinaba una
y otra vez hacia la poesía, y cómo al trabajar con El regreso del nativo estaba
aplicando su indiscutible talento a un medio que no le convenía.
Por si no están ustedes convencidos todavía de lo que sostengo, hagan otra
prueba: cuenten el número de veces que los personajes se escuchan «de manera
accidental» los unos a los otros. Estoy casi seguro de que este «truco» se repite una
docena de veces. Uno de los personajes secundarios de la novela, el vendedor de
almagre, se pasa la mitad del texto con la oreja puesta a ver qué es capaz de «coger al
vuelo». El resultado es que la representación de la vida corriente se vuelve
extraordinariamente artificial, cuando por mi parte creo que el suelo sobre el que se
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apoya el novelista para hacer sus ejercicios debería ser siempre la representación
creíble de la existencia cotidiana.
No me gusta insistir en este aspecto, me parece poco generoso con el talento de
Hardy, pero creo que ahora ya están en disposición de entender lo que quería decir
cuando insinué al principio de esta charla que El regreso del nativo es una novela
plagada de imperfecciones. Si se juzga la novela por su capacidad para analizar el
temperamento humano y las relaciones sociales es imposible considerarla una obra
maestra. Lo mejor para disfrutar sin reparos de sus virtudes pasa por leer El regreso
del nativo como si se tratase de la obra de un excelente poeta visionario que no llegó
a templar las herramientas particulares de las que un novelista no puede prescindir. Si
se animan a leerlo les recomiendo que olviden las vacilaciones técnicas y que se
concentren en el telón de fondo sombrío que supone Egdon y en las mejores escenas
rurales que contiene.
Las escenas rurales son un rasgo característico de Hardy; es justo que se hayan
vuelto famosas y que les hayan surgido después tantos imitadores. Hardy parece tener
un profundo vínculo emocional con personajes pasados de moda y con algunas
costumbres locales que están extinguiéndose. Parece como si al escribir se pusiese a
recordar su niñez en la cabaña y las cosas que había visto y escuchado allí. Hardy
disfruta rescatando de todo aquello un personaje pintoresco, un incidente encantador
o un lance siniestro. Su primera novela, Los habitantes del bosque, transcurre en un
ambiente rural y constituye un breve libro encantador. El regreso del nativo también
contiene un abanico de personajes pintorescos y bondadosos, entre los que destaca
Granfer Cantle, que reaparecerá en Las dinastías en el papel de un joven miliciano.
En la novela también encontramos algunas escenas rurales, por ejemplo, la alegre
escena en la que Eustasia se disfraza de turco; o para poner un ejemplo más
inquietante: el terrible pasaje donde se fríen unas víboras en una sartén para intentar
curar a la señora Yeobright de la mordedura de una serpiente. Una escena que a mi
parecer equivale al mejor momento del libro: las relaciones entre Clym y su madre,
que hasta el momento me parecían muy poco convincentes, empiezan a parecer reales
en el momento en que se instala la agonía. Los alfileres para el pelo, la iglesia, los
peinados de domingo, los paseos por las calles del pueblo… constituyen otros
ejemplos —reliquias de mayor o menor valor— de un tiempo que se ha desvanecido
y que solo sobrevive en la mente creativa del escritor.
Si se deciden a leer esta novela les aconsejo que consigan una copia de Las
dinastías. No lean el poema entero, invertirían demasiado tiempo, pero lean algunos
versos durante media hora para comprender en qué se transformó finalmente el genio
de Hardy. De esta manera podrán situar El retorno del nativo en perspectiva y
apreciarán mejor la importancia emocional de Egdon Heath en el conjunto de su obra.
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en una hora es otro: el mar cambia, el campo cambia,
los ríos, las aldeas, las personas, todo cambia, solo Egdon permanece.
Añadiré que Edmund Blunden acaba de escribir un estupendo libro sobre Thomas
Hardy. De Edmund Blunden les hablaré en otro momento. Otro libro al que pueden
recurrir es la encantadora Vida que ha escrito la viuda de Hardy. Es un libro que sirve
para entender y apreciar la dulzura de Hardy, su integridad y los toques de astucia que
contenía su inteligencia. En esas páginas se comprende que Hardy quería formar
parte del país al que amaba al mismo tiempo que pertenecía vinculado
emocionalmente a un mundo que se ha desvanecido para siempre.
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CALEIDOSCOPIO
Stefan Zweig, La piedad peligrosa, Caleidoscopio, Erasmo de
Rotterdam • Hilaire Belloc, Las colinas y el mar • Kenneth
Graham, El viento entre los sauces • Margaret Irving, Ella
todavía deseaba compañía • M. R. James, Historias de
fantasmas de un anticuario • John Hampson, Sábado noche en
el Greyhound • Hugh Walpole, El señor Perrin y el señor Traill •
Dorothy Sayers, Disgusto en el Bellona Club • Antony
Armstrong, Diez minutos en suspenso
Quiero hablarles hoy de un escritor alemán exiliado que murió la semana pasada
en Brasil, se llamaba Stefan Zweig. Zweig era un hombre de letras y un novelista, y
no solo disfrutaba de un enorme talento, sino que ese talento era característico de
nuestra época y de los retos y problemas que nos plantea. Zweig era un hombre
sensible y muy humano, era capaz de ver el reverso de las preguntas y comprender
las posiciones contrarias, su inteligencia era analítica y detallada, su entusiasmo se
apoyaba siempre en una amplia cultura. Un hombre así está destinado a sufrir en
nuestra época. Zweig no era un hombre marcial, que se siente cómodo en el conflicto,
su corazón no tendía a la guerra, pero tampoco era un santo que podía saltar sobre las
circunstancia e instalarse en una felicidad ensimismada. Zweig era un humanista, su
deseo era que la civilización continuase viva, y ya sabemos el espectáculo desolador
en el que se ha convertido la civilización.
La nacionalidad de Zweig era austríaca. Cuando Hitler impuso en 1938 las
condiciones del nazismo sobre Viena decidió exiliarse. Zweig compartió así el
destino de docenas de otros escritores, porque allí donde Hitler imponía por la fuerza
toda su porquería, la alegría, la auténtica alegría, no tenía otro remedio que alejarse;
el libre ejercicio de la mente debía detenerse; la sensibilidad y la independencia,
esfumarse, y a quien quería que la antorcha de la humanidad civilizada siguiera
alumbrándonos no le quedaba otro remedio que desplazarse a otros parajes, pues de
otro modo se asfixiaría por falta de oxígeno espiritual. Zweig se refugió en Inglaterra.
En nuestro país trabó muchas amistades y llegó a convertirse en un ciudadano
británico más. Después se fue a América, convencido de que lo que aquel continente
le ofrecía podía beneficiar el trabajo de un hombre con su ambición y temperamento.
Después la guerra y la violencia se propagaron también por el Nuevo Mundo y lo
último que hemos sabido de Zweig es que se suicidó en Río de Janeiro.
El suicidio es un desastre que se ha vuelto algo casi habitual en estos tiempos
brutales. Se ha perdido el respeto por la vida humana, y creo que en el futuro
pagaremos por ello un precio elevadísimo, y que los historiadores juzgarán con
mucha severidad nuestra manera de vivir. Pero estas últimas palabras son apenas
especulaciones: volvamos a los libros de Stefan Zweig, a quien no deben confundir
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con su homónimo Arnold Zweig, también un escritor eminente, autor de un libro
importante: El caso del sargento Grischa. La obra más importante de nuestro Zweig
es su estudio sobre la reina María Antonieta. Es una reconstrucción muy sutil y
emocionante de la historia de este personaje. Digo sutil porque Zweig resulta ser un
poco patólogo, entendía de morbos extraños, y era capaz de analizar al detalle tanto a
María Antonieta como al rey. Y digo interesante porque hay en su talento algo de
dramaturgo, de manera que fue capaz de infundir vida al terrible drama que estaba
contando. La lectura transmite la nobleza del carácter de María Antonieta, que
evoluciona de manera gradual: de ser una princesa tonta y caprichosa a convertirse en
una heroína trágica templada por el sufrimiento. Les aconsejo que se acerquen al
libro si les interesa la Revolución francesa, ya que es un texto de primera sobre aquel
periodo.
Otros libros que recomiendo de Zweig es una novela larga titulada La piedad
peligrosa y un volumen de cuentos titulado Caleidoscopio. La piedad peligrosa
descubre su tema desde el título: narra la historia de un joven oficial austríaco que se
compromete con una mujer lisiada. No lo hace por amor, sino siguiendo las
exigencias de la compasión que le ha despertado verla. Una compasión que ha
debilitado su juicio y trastornado su capacidad de decisión. Las consecuencias de este
momento de debilidad desembocan en tragedia, y Zweig analiza el proceso de manera
sobresaliente, con esas herramientas casi clínicas que poesía su cerebro. De paso nos
ofrece un interesante y vivo cuadro de las costumbres militares austríacas durante el
Antiguo Régimen. Caleidoscopio es un libro de relatos breves. Están escritos con la
misma sensibilidad a la que ya me he referido, la misma sutil psicología, y un interés
parecido por los rincones oscuros del carácter. Algunos de los mejores relatos están
protagonizados por niños.
Pero hay un libro de Zweig que recomiendo por encima de todos los que he
citado. Se trata de otro estudio histórico, pero es mucho más corto que el que dedicó a
María Antonieta. De hecho, se trata de un libro breve: un estudio sobre la vida del
humanista Erasmo de Rotterdam. Erasmo vivió en plena época de la Reforma
protestante, es decir, hace unos cuatrocientos años. Sabemos de él que era un erudito,
un hombre de ingenio y una persona cultísima. Creía en la amabilidad, en la
tolerancia y en la urbanidad como valores supremos. En aquel tiempo los hombres
cultos disfrutaban de un prestigio que ahora han perdido en buena parte, y los dos
grandes partidos del momento (la facción católica y la protestante) perseguían el
apoyo de Erasmo en la controversia religiosa que estaba desgarrando Europa. Erasmo
se negó en redondo a alienarse con ninguno de los dos, decidió que no iba a tomar
partido, que ese no era el comedido de un erudito, y terminó siendo repudiado por
ambos bandos, de manera que, según se dice, murió infeliz.
Quizás ustedes ya se hayan percatado de las numerosas similitudes entre Stefan
Zweig y Erasmo. La Alemania donde vivía Erasmo, con sus continuas apelaciones a
la fuerza y su querencia por las teorías abstractas tenía mucho en común con la
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Alemania que ha sucumbido ante Hitler. El biógrafo insinúa estos paralelismos con
mucha delicadeza, tanta que, aunque el libro supone una reprobación frontal a la
mentalidad de los nazis, se ha vendido muy bien en Alemania. Pero volvamos a
Erasmo. Cuando se trata de retratar al gran hombre, el libro resulta ser imparcial.
Zweig presenta los errores de Erasmo, sus limitaciones: no era valiente, no le gustaba
definir su posición, y si bien no quiso unirse a ninguno de los dos bandos, trató de
conciliarse con ambos en una especie de doble juego. Además de no esconder
ninguno de estos defectos, Zweig expone los méritos de su oponente: Lutero, un
hombre que tomó partido, acusó a todos los que no lo hicieron y se sentía inclinado al
odio y a la violencia contra sus enemigos. El caso es que, aún reconociendo los
errores de Erasmo y los méritos de Lutero, al leer el libro de Zweig experimentamos
hacia dónde se inclinaban las preferencias del autor. Para Zweig, las debilidades de
Erasmo hicieron de él una persona mejor y más valiosa de lo que fue jamás Lutero
con toda su energía. Erasmo es el representante de esa modulación del espíritu que
trata de comprender lo que no entiende en lugar de destruirlo, la fuerza que ha sacado
a la humanidad de la oscuridad animal.
Si juzgamos la tolerancia por lo que es capaz de conseguir en el transcurso de una
sola vida, quizás lleguemos a convenir que es un fracaso. La tolerancia no suele salir
victoriosa, son los hombres apasionados y brutales los que parecen obtener la
victoria. Pero estas ideas surgen de una visión demasiado limitada, reducida al corto
plazo. Intentemos juzgar la tolerancia con una mirada más amplia. Si observamos el
cuadro completo del lento ascenso de la historia humana desde el abismo hasta
nuestros días, enseguida apreciamos que la tolerancia es el principal instrumento del
progreso colectivo de nuestra especie. Lo que nos distingue de los simios es el deseo
de comprender a las personas, no el poder de dominarlas. Stefan Zweig compartía
este deseo, y encontró un precursor histórico, pese a todas sus debilidades e
inseguridades, en la figura de Erasmo. Esta biografía no es solo un ejercicio de estilo
brillante y un inteligentísimo estudio sobre asuntos de fe, es también una meditación,
muy personal, sobre una controversia que nos concierne a todos. Se plantea en pleno
siglo XX una cuestión que inquietó al siglo XVI y que probablemente regresará una y
otra vez mientras exista la humanidad. Trataré de formularla así: ¿qué es preferible:
usar el pensamiento para dominar el mundo o para comprenderlo? ¿La pasión o el
poder?
La semana pasada les prometí que les hablaría de libros más ligeros. No puedo
presumir de haber cumplido mi promesa. Ni el libro sobre Erasmo ni el libro sobre
María Antonieta, ni siquiera La piedad peligrosa o Caleidoscopio, encajan en la
clasificación de textos livianos. Lo cuatro están muy bien escritos, disponemos de
traducciones excelentes, y son muy legibles, pero no hay duda de que requieren un
esfuerzo serio. Si he incumplido en parte mi promesa se debe a que considero que la
muerte de Stefan Zweig no podía pasarse por alto, en buena medida porque es un
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hombre al que conocí personalmente y cuyo trabajo respetaba, pero también porque
nos ha permitido hablar sobre algunas tendencias generales del pensamiento europeo.
No espero que Europa suponga nada demasiado importante para ustedes, no se
me ocurre un buen motivo para que se interesen por nuestros problemas, y no aprecio
nada reprobable en esta lejanía intelectual. Cuando hace muchos años visité y me
instalé un tiempo en Oriente, un efecto extraordinario fue la manera como Europa,
incluso mi isla natal, se alejaron de mi mente. Me exigía un esfuerzo de la
imaginación recordar aquel espacio. Hoy por hoy, solo mi voz viaja hasta Oriente y
llega a la India, el resto de mi cuerpo permanece sentado en un estudio de Londres.
Por suerte, la fuerza de la imaginación es capaz de adivinar dónde están ustedes
sentados y qué pensamientos se agitan en su mente.
A menudo, durante estas charlas, me gustaría que pudieran ustedes interrumpirme
e intervenir. ¡Y quizás a ustedes también les gustaría responderme! Pero como por
desgracia esta conversación es imposible, trato de hacer comentarios que, pese a estar
sin duda alguna teñidos por mi entorno, quizás también puedan aplicarse al suyo. Les
he hablado de Erasmo y de Lutero, pero también he especificado los principales
rasgos de su carácter; quizás ustedes puedan traducir el conflicto de estas dos clases
de persona a figuras que les sean más familiares. Basta con que piensen en alguien
que ejemplifique la tolerancia y la vacilación, y alguien que sea emblema de la
severidad y la violencia. Si luego acuden al libro, quizás el intento del autor por
expresar algunas de las dificultades por las que atraviesa Europa les ayude a resolver
sus propios problemas domésticos.
Pero bueno, todo esto son palabras mayores, centrémonos ahora en la tarea que
me toca, que es la de ofrecer una serie de buenos libros. Quiero hablarles de una
bonita colección llamada Vintage Books. Se trata de libros muy baratos que según me
dicen pueden comprarse en la India. Me he tomado la molestia de hacerles una
selección: Las colinas y el mar, de Hilaire Belloc, y El viento entre los sauces, de
Kenneth Graham. Las colinas y el mar está compuesto por una pequeña colección de
ensayos muy bien escritos, de un tono encantador. Belloc demuestra en este libro que
es uno de nuestros escritores más distinguidos, combina de manera deliciosa sus
conocimientos con la imaginación. El asunto que más le preocupa a Belloc es Europa,
la manera de volver a pacificar y unir Europa, pero en estos ensayos aborda temas
muy variados. El viento entre los sauces es el libro menos exigente de los que voy a
hablarles hoy, es liviano como la luz; se trata de un texto sobre animales, pero lo
califico con una nota excelente dentro de su categoría, lo pongo casi al nivel de Alicia
en el país de las maravillas, y muy por encima de todos los esfuerzos que hace Micky
Mouse. Existen tantas historias buenas sobre animales en la literatura popular india
que los niños de su país serán excelentes jueces de los méritos de este pequeño y
tierno volumen. Echenle un vistazo. Repito la referencia: El viento entre los sauces,
de Kenneth Graham.
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Y ahora les hablaré de algunos títulos de la siempre utilísima serie de Penguin que
pueden agenciarse por apenas seis peniques. ¿Les gustan las historias de fantasmas?
No dejen de acercarse a Ella todavía deseaba compañía de Margaret Irving; su
subtítulo le hace justicia: «Una novela fascinante». También puede probar con
Historias de fantasmas de un anticuario. El título describe mejor el libro que
cualquier cosa que pueda yo decir de su contenido. Todas las historias están escritas
por un eminente anticuario, el Doctor M. R. James, recientemente fallecido, y
después de leerlas les aseguro que se lo pensarán dos veces antes de adentrarse en la
tumba de un obispo o en hacer sonar un silbato de piedra con una inscripción latina
grabada. ¿Les gustan las historias de detectives? En este particular tengo una regla un
tanto extraña: me gustan las novelas donde el peso recae en el detective, pero me
aburren las historias criminales, de manera que soy un guía poco avispado. Aun así
quiero compartir con ustedes que disfruté con la lectura de Disgusto en el Bellona
Club, uno de los primeros libros de Dorothy Sayers. Yo mismo pertenezco a una
especie de Bellona Club, y sé lo desagradable que sería, por no hablar de lo peligroso
y lo inoportuno, encontrar a un coronel retirado muerto en una cabina telefónica. Les
recomiendo que no se priven de averiguar cómo Dorothy Sayers resuelve el entuerto;
eso sí, les anticipo que sale muy airosa. Diez minutos en suspenso de Antony
Armstrong desarrolla una historia que disfruté mucho sobre el escenario hace algunos
años. Ahora está disponible en libro, y si se deciden a leerlo quizás descubran
aspectos que se me pasaron por alto en el teatro; sobre todo me inquieta un aspecto:
¿la respuesta que el protagonista le da al policía fue la correcta? ¿Tuve yo razón al
considerar que la respuesta era equivocada, o la tuvo al policía al tomarla por
correcta? Recuerdo que salí del teatro muy confundido aquella noche, y decidido a no
adelantar ni retrasar jamás un reloj, ni siquiera diez miserables minutos.
Paso ahora a dos novelas con un gramo más de ambición, pero sin abandonar la
colección de Penguin. La primera es Sábado noche en el Greyhound de John
Hampson, y la segunda es El señor Perrin y el señor Traill de Hugh Walpole. A John
Hampson se le podría definir como un realista sensible, al menos en la novela de la
que les hablo. Sábado noche en el Greyhound ofrece un retrato casi perfecto de la
tensión que se apodera de un pub inglés antes de la catástrofe. El señor Perrin y el
señor Traill es una novela sobre dos maestros de escuela. A mi juicio es la mejor de
las últimas novelas que ha escrito sir Hugh Walpole, y recomiendo que la lean todos
los que trabajan como docentes, y también a los que pretenden iniciarse como
maestros; a estos últimos puede servirles como una buena advertencia. Finalmente,
quiero hablarles de un libro muy distinto de todos los que he mencionado hoy,
aunque, puestos a buscarle parecidos, quizás adviertan que tiene un lejano parentesco
poético con El viento entre los sauces; se trata de una novela romántica de W. H.
Henry situada en un espacio remoto; se titula La tierra púrpura, y una vez en ella les
prometo que podrán tumbarse a descansar.
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4 de marzo de 1942
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SOBRE POESÍA CONTEMPORÁNEA
Cinco generaciones poéticas • El pequeño libro del verso
moderno • Phyllis Jones, Poesía moderna • Thomas Moult,
Los mejores poemas de 1941 • Keidrych Rhys, La fuerza de la
poesía • George Barker, «A Robert Owen» • Henry Reed,
«Un mapa de Verona»
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experiencias posteriores y la gran desilusión. Varios de ellos siguen escribiendo
todavía, dos de mis favoritos son Robert Graves y Edmund Blunden.
En tercer lugar nos encontramos con la generación de posguerra, los poetas que
surgieron en la década de 1920. Esta generación está dominada por una gran figura:
T. S. Eliot. La década entera está dominada por la desilusión. Sus poemas suelen ser
difíciles, a veces resultan ásperos, pero yo les admiro; esta generación intentó señalar
la verdad, en lugar de dedicarse a navegar con el viento favorable y limitarse a
describir las rocas de la costa. También perseguían la excelencia técnica, algo que
también admiro, y fue en esta década en la que se manifestó el talento sensitivo de
Edith Sitwell. El poema más emblemático de este periodo es La tierra baldía de
Eliot, escrito en 1922. El poema expresa la desilusión colectiva ante el fracaso de una
guerra que no terminó con las guerras. A título personal, el poeta sembraba las
semillas de un progreso hacia el misticismo religioso cuya eclosión acaba de
proporcionarnos una bellísima meditación poética: The Dry Salvages.
En cuarto lugar nos encontramos con la generación que se revela ante el público
en los años treinta. Su rasgo característico es el notabilísimo incremento de la
conciencia social y política, y la convicción de que Inglaterra forma parte de Europa.
La poesía vuelve, tras unos años de ensimismamiento, a mirar hacia el exterior: los
poetas leen los periódicos, asisten a conferencias, participan en el combate. El gran
acontecimiento de la década es la guerra civil española. Las catástrofes se han
sucedido desde entonces a un ritmo espantoso, pero la guerra de 1936 fue la primera
y, por decirlo así, tocó el corazón de estos poetas. Voy a darles una lista de los poetas
a los que este conflicto inspiró: W. H. Auden, Stephen Spender, Day Lewis, George
Barker… y, aunque escribía desde un ángulo algo particular, añadiría a Roy
Campbell. Para los políticos ingleses y los estrategas militares aquella guerra bien
pudo ser un incidente sin excesiva trascendencia; para los hombres que acabo de
mencionar se convirtió en algo de una importancia tremenda. Lo que terminó de
movilizarlos fue la muerte de un colega español, el poeta Lorca, que les afectó como
la derrota de un ejército entero, y que transformaron en un símbolo. No conozco otro
periodo en el que las personas que trabajan con la imaginación se movilizasen tanto,
al menos estando yo con vida, y la movilización la dirigió Anden, que a mi juicio es
un gran poeta, y que representa a esta generación de manera muy parecida a como
Eliot representa a la anterior.
Paso ahora a la quinta y última de las generaciones de las que quería hablarles. Se
trata de jóvenes que sueñan con escribir poesía y se han visto atrapados por la guerra
actual, que supone el colapso de una civilización sustentada en la literatura.
Regresaré a estos jóvenes dentro de un minuto, pero quiero que reparen ahora en que,
cuando hablamos de «poesía contemporánea», nos referimos a una entidad compuesta
en la que participan cinco generaciones poéticas: los poetas que surgieron de una paz
primaveral, los que encontraron la inspiración en una guerra que tenía que acabar con
todas las guerras, los poetas que encarnaron la desilusión que sobrevino con la
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posguerra, los poetas del despertar de la conciencia europea, y los poetas cuyos
primeros esfuerzos imaginativos coinciden con este momento terrible, de nervios a
flor de piel. Especímenes representativos de cada una de estas generaciones están
actualmente en activo. Algunos de ellos tienen más de setenta años, otros acaban de
cumplir los veinte, de manera que es imposible, y casi un fraude, intentar generalizar
sobre la «poesía contemporánea».
Pero si tomamos a todos estos poetas en su conjunto, sin reducirlos, aceptando
toda su variedad emocional y temática, pienso que mediante la complejidad de su arte
expresan profundidades e inquietudes del espíritu humano que de otra manera
permanecerían ocultos.
Los poetas nos sacan de la oscuridad. ¿Hacia dónde nos llevan? ¿Hacia la
felicidad? ¿Hacia la justicia? Les seré sincero: no lo sé. Pero estoy convencido de que
incrementan nuestra sensibilidad. Los «poetas contemporáneos ingleses» forman
parte de un movimiento mucho más amplio que empezó antes de que se declarase
esta guerra y que perdurará cuando estos combates ocupen apenas un párrafo en los
libros de texto.
Antes les prometí que les hablaría de los poetas más jóvenes, así que voy a
dedicar a ellos los pocos minutos que me han quedado; intentaré, por lo menos,
situarlos. Varios de estos poetas han publicado libros, pero en medio del cataclismo
que nos envuelve es muy improbable que ustedes puedan adquirirlos. Confío más en
que puedan encontrar alguna de las antologías en que se recogen sus poemas. Así que
voy a proporcionarles el título de cuatro antologías. La primera se titula El pequeño
libro del verso moderno y cuenta con un prefacio de T. S. Eliot. Si la encuentran
podrán leer un buen surtido de la producción poética del presente siglo, y creo que el
libro es generoso con el trabajo de los poetas más jóvenes. Repito su nombre: El
pequeño libro del verso moderno, editado por Faber & Faber. También pueden acudir
a Poesía moderna, este libro cubre el mismo periodo que el anterior, y su antólogo es
Phyllis Jones; la editorial que lo ha publicado es Oxford University Press. En tercer
lugar quiero hablarles de Los mejores poemas de 1941, a cargo de Thomas Moult;
este libro forma parte de una serie que Moult publica anualmente, donde se recoge el
trabajo de poetas británicos y estadounidenses. Lo publica Jonathan Cape, y Moult se
inclina por un criterio de selección que opta preferiblemente por las composiciones
tradicionales. Les ofreceré ahora un contrapeso a este sesgo del gusto: les
recomendaré La fuerza de la poesía, su responsable es el poeta Keidrych Rhys, cuyo
trabajo destaca por su aliento experimental y su ánimo iconoclasta. Rhys ofrece en
este libro una muestra amplia de los poemas de la generación más joven, para quienes
Auden y Spender ya están, en el mejor de los casos, asimilados, cuando no los sienten
superados. La fuerza de la poesía lo ha publicado Routledge.
Si ustedes pueden conseguir alguna de estas antologías, y sobre todo si pueden
comprar The Little Book of Modern Verse y Modern Verse, obtendrán una buena
perspectiva de lo que está sucediendo en la poesía contemporánea británica. También
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les recomiendo que lean los poemas que aparecen en la revista The Listener, que
publica la BBC; por norma general suelen ser poemas escritos por la generación más
joven; en un momento les hablaré de uno de ellos: «Mapa de Verona», que ha escrito
Henry Reed.
Quiero dedicar unas palabras más a esta generación más joven. Su trabajo me
parece a menudo algo oscuro, apresurado. Los poemas están cargados de indignación
y disgusto. Usted jamás encontrará en ellos expresiones como: «Oh, mi amor
reluciente». Y, si lo pensamos bien, ¿cómo íbamos a encontrarlas? Se trata de jóvenes
que han entrado en un mundo que, en lugar de ofrecerles materiales hermosos para
ser elaborados poéticamente, les ha arrojado a la cara muerte y dolor y mugre. Lo
curioso es que bajo la superficie desagradable de sus poemas creen en el amor, y
sostienen que el amor es la solución más efectiva para intentar superar nuestros
problemas. El amor es una palabra pasada de moda en nuestro mundo actual. En los
últimos meses no recuerdo a ningún estadista que la haya empleado con decisión.
Incluso los curas recurren a ella solo después de tomar las debidas precauciones. En
este ambiente se hace todavía más conmovedor encontrar el amor, de manera
explícita o tácita, en la obra de los poetas más jóvenes. He rastreado su presencia en
los poemas de A. J. Tessimond, de Francis Scarfe, de A. L. Rowse, de Vernon
Watkins y de Adam Drinan.
Esta constatación me lleva de regreso a una idea que les he apuntado al principio
de mi charla: el poeta, mediante su particular oficio y su exquisita técnica, es capaz
de expresar delicadezas y profundidades que están más allá del habla cotidiana que
empleamos el resto de ciudadanos. Al fin y al cabo no encontrarán nada más delicado
que el amor, ni tampoco más profundo.
Quiero terminar mi charla con dos ejemplos de esta poesía moderna de la que he
tratado de hablarles. Primero me referiré a un breve poema de George Barker que
lleva por título «A Robert Owen». Cuando les hablé de la relación de los poetas
británicos con España ya mencioné a Barker. Se trata de un poeta que comparte y
prolonga la viva conciencia social de los años anteriores a la guerra, aunque sea más
joven que Auden. El Robert Owen al que alude su poema es una figura histórica: un
británico filántropo que en el siglo XIX heredó unos molinos y que esperaba provocar
una revolución a cuyo término los pobres serían más ricos y los ricos un poco más
pobres. El poema adopta la forma de una visión, un poco al estilo de William Blake,
y, como sucede en las mejores visiones de Blake, supone un examen muy sagaz de la
vida contemporánea:
A ROBERT OWEN
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el árbol grita y llora.
Mis ojos derraman lágrimas.
En la plenitud de la podredumbre
donde se encuentran la perla y el espíritu
reconozco de nuevo tu presencia,
que asciende como un torbellino,
así son los excesos del árbol en verano
fruto de las fuerzas que ahorró en invierno.
En la plenitud de la podredumbre
donde se encuentran la perla y el espíritu
reconozco de nuevo tu presencia,
que asciende como un torbellino,
así son los excesos del árbol en verano
fruto de las fuerzas que ahorró en invierno.
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mis pensamientos se han entrelazado, durante este largo invierno,
con estas ciudades dibujadas en un mapa.
El poeta nos asegura que visitó Nápoles una vez y que sintió una melancolía muy
parecida a la que trata de suscitarnos con su poema. Reed sabe que consultar un mapa
no equivale a visitar una ciudad, que el mapa jamás puede revelar la naturaleza de
una ciudad, pero es así como nos propone conversar sobre Verona, la única manera en
que es capaz de concebirla en este momento
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KIPLING Y LAS CONEXIONES
CULTURALES ENTRE LA INDIA E
INGLATERRA
Una antología de Kipling con prefacio de T. S. Eliot
Edward Thompson, Ideales éticos en la India actual
Mulk Raj Anand, La espada y la hoz, Vida y Cartas
¡Kipling! ¡Es asombroso cómo este nombre sigue excitando a la gente! Estés
donde estés, si de repente, aprovechando un silencio, dices: «¡Kipling!», casi seguro
que despertarás apologías apasionadas y encendidas reacciones en contra. Uno de tus
oyentes exclamará: «¡Kipling! Claro que sí, el carácter británico en su mejor
expresión: noble, valiente, severo (pero justo), misericordioso en el momento de la
victoria. ¡Y un gran escritor! Y un maestro, ¡todo un profeta!». Pero enseguida otro
de tus oyentes replicará: «¡Kipling! Las esencias británicas en su peor faceta. Un
arrogante, un ser complaciente, ¡un inculto! Un mero periodista, un pirata de la
política, un escritor de cuentos baratos como de música ambulante, un redactor de
historias que solo pueden leerse en una revista, ¡y en diagonal!». Ambos oradores
recitarán sus parlamentos imbuidos de emoción. Kipling supone para muchos lectores
un motivo para apasionarse. Creo que ambos oyentes (y yo mismo) nos podemos
poner de acuerdo en algo: Kipling es un motivo de disputa, quizás porque se trata de
una persona incisiva, de una independencia inusual entre los escritores. Si usted llega
a leerlo podrá —faltaría más— adorarlo o detestarlo, pero difícilmente logrará
mantenerse indiferente.
Si menciono hoy a Kipling no es solo porque tuviese una conexión profunda con
la India, también porque acaba de aparecer un libro que recoge sus mejores poemas,
precedido por un agudo prefacio de T. S. Eliot. La lectura de este libro ha vuelto a
despertar la polémica de si Kipling es una figura «gloriosa» o un personaje
«repugnante». Ni que decir tiene que Eliot no es culpable de esta polarización, y que
no contribuye para nada a alimentarla. Su prólogo es un delicado ejercicio de
interpretación, muy crítico, de la obra de un escritor cuyo temperamento y opiniones
están ciertamente muy alejados de los suyos. El resultado es un texto interesantísimo,
donde los elogios dispersos de la escritura de Kipling suenan, dado el contexto
general adverso, muy verosímiles. Eliot destaca de Kipling que era un hombre que
conocía su oficio, que pese a sus caprichos y al empleo de una jerga dudosa nunca
perdía el respeto a sus lectores, y lo sitúa en la estela de otros artesanos como
William Morris, de quien lo considera un discípulo aventajadísimo. Mi opinión sobre
estas palabras de Eliot es que son muy ciertas. Nadie que sea escritor puede dejar de
admirar la técnica que maneja Kipling, capaz de ofrecer efectos casi mágicos.
Eliot deja caer en su prólogo otra observación atinadísima: nos dice que Kipling
era un escritor de versos más que un poeta. De manera que supone un error de lectura
tratar de juzgar a Kipling en función de unos logros a los que nunca aspiró. Kipling
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era un acuñador de versos, un traficante de epigramas, una especie de buhonero de
epitafios; trajinaba con una clase de material cuyo valor estriba en su capacidad de
causar, a la primera, un efecto intenso en el lector, en tanto que la poesía (y los
poemas logrados) solo se rinde y segrega su sentido después de varias lecturas. Eliot
afirma todo esto de manera tan precisa como generosa. Pero cuando Eliot va más allá
de la figura del poeta y trata de ennoblecer las opiniones políticas de Kipling y
pretende convencernos de que fue un hombre estimable, va demasiado lejos, al
menos para mí. Ni dos libros enteros de justificaciones inspiradas por la voluntad más
benigna me convencerán jamás de que Kipling era algo más que un matón, con la
conciencia podrida por un vulgar racismo. Kipling vio toda su vida el mundo en
términos raciales. Se trata, a mi juicio, de una manera lamentable de filtrar la
realidad. Por su cabeza no pasó jamás ninguna idea económica que no fuese la vulgar
generalización que él llamaba «mercado». Nunca expresó el menor interés por la
ciencia, apenas le atraían las máquinas y la industrialización. Fue incapaz de concebir
un mundo futuro o unos valores por los que mereciese la pena sacrificarse. Era un
hombre vulgar, pero con «vulgar» no quiero decir «tosco» de modales, sino que trato
de describir su mente.
Se habrán dado cuenta de que me estoy acalorando. La culpa es de Kipling, no se
puede escapar del efecto que nos produce. Voy a tratar de tranquilizarme hablándoles
de un libro, de naturaleza muy distinta, que ha aparecido en las últimas semanas. Es
un volumen breve que se titula: Ideales éticos en la India actual, y recoge una
transcripción de la conferencia que su autor, Edward Thompson, impartió el mes
pasado en Londres. Asistí ese día a la conferencia; se reunió un público numeroso,
muy atento, y creo que todos salimos un poco menos ignorantes sobre la India
contemporánea de lo que entramos. En Inglaterra sabemos algo sobre la vida política
de la India, pero nos queda mucho tramo por recorrer para familiarizarnos con su
cultura.
Esa tarde Thompson nos habló de Tagore, Gandhi, Iqbal y Nehru, a quienes ha
conocido personalmente. Eran nombres y personajes que no me venían de nuevo; he
tenido la oportunidad de estudiar su pensamiento, y estoy al corriente de la actividad
pública que cada uno de ellos desarrolló en el escenario político. Me interesó
especialmente lo que Thompson nos dijo sobre Iqbal y su eclectismo. Conozco un
poco la trayectoria de Mohammed Iqbal y siempre me sorprende la escasísima
atención que ha recibido en Inglaterra. También me interesó mucho cuando
Thompson nos profetizó que el futuro espiritual inmediato para la India era el
ateísmo. El recuerdo que me dejó la India cuando estuve allí no alienta este vaticinio,
pero hace mucho que regresé a Inglaterra y las cosas pueden haber cambiado. Confío
en el juicio de mis oyentes, están ustedes ubicados en el sitio ideal para valorar el
texto, pero les aseguro que este libro, Ideales éticos en la India actual les dará que
pensar.
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Thompson y Kipling son escritores ingleses. El resto de mi tiempo lo dedicaré a
la India, a indios que viven en las Islas Británicas y nos ayudan a comprender mejor
su tierra. Cada vez tenemos entre nosotros más personas como ellos, reconocen que
están limitados porque al vivir aquí pierden el contacto con la sociedad india, pero su
trabajo es valiosísimo, no solo como interpretes, también como creadores.
Quizás recuerden ustedes que hace aproximadamente un año les hablé de cuatro
novelistas indios que escribían en inglés. Les recordaré sus nombres: Ahmed Ali,
Raja Rao, R. K. Narayan y Mulk Raj Anand. Los tres primeros viven ahora mismo en
la India, pero Anand todavía está en Inglaterra y acaba de completar su trilogía sobre
la vida campesina que llevan los sij. El último volumen se titula La espada y la hoz.
El primero se titulaba El pueblo, y allí Anand describía la emancipación de un
muchacho, Lal Singh, nacido en el campo de Punjab. En la segunda novela de la
serie, Cruzando las aguas negras, se narraba como Singh decidía alistarse como
soldado, llegaba a Francia para luchar en la guerra de 1914 y terminaba siendo
capturado y viviendo como prisionero. En La espada y la hoz Lal Singh regresa a la
India de los años veinte, sometida a turbulencias y trastornos económicos, y su
andadura termina de nuevo en la prisión. Se trata de un libro largo y prolijo con
muchos personajes y una acumulación de episodios que desdibuja un tanto su
sentido. El episodio que me llamó más la atención fue cuando Lal Singh se entrevista
con Gandhi. He leído muchos relatos sobre Gandhi, algunos pertenecían a la ficción,
otros trataban de pasar por retratos al natural, pero el de Anand es el más vívido con
el que me he encontrado. Nos da una imagen del mahatma y de su séquito que
combina con mucha elegancia la admiración y la crítica. No estoy seguro de que la
imagen que proyecta coincida con la verdad, porque nunca he visto al señor Gandhi
ni a las personas que le acompañan, pero el relato, con toda su malicia, consigue
hacerte sentir que estás leyendo sobre una persona real. La espada y la hoz es, sin
lugar a dudas, la obra literaria más importante que ha publicado un indio en las Islas
Británicas en los últimos tiempos, y me congratula que haya encontrado tantos
lectores. Su título, por cierto, proviene de un poema de William Blake.
Quiero hablarles ahora de una revista inglesa, Vida y Cartas, que en marzo
publicó un número especial dedicado a la India. La particularidad de ese número es
que no trataba de asuntos indios, como tantas veces, sino que estaba escrito
íntegramente por autores indios. Entre los artículos que contiene destacaría un
examen muy cuidadoso de la obra de Tagore firmado por Iqbal Singh, un texto de
Narayana Menon sobre música india, y otro de Ajit Mookerjee sobre el folclore indio
(tengo entendido que este artículo forma parte de un texto más extenso que el señor
Mookerjee está preparando para Horitzon y que incluye una mirada más amplia sobre
la cultura bengalí del siglo XVIII). También circula por Londres una revista editada
por indios y escrita en inglés: Escritores Ingleses.
Aunque no se trate de papel impreso, quiero mencionar también un
entretenimiento cultural que se celebró la semana pasada en un teatro de Londres y en
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el que participaron niños indios. La organización corrió a cargo del Comité Indio de
Ayuda a los Pueblos Soviéticos, y acudieron el embajador soviético y la señora
Maisky, que lo patrocinó. Se cantó, se bailó y se interpretaron escenas seleccionadas
de Chitra, la obra de Rabindranath Tagore. La representación fue todo un éxito y me
he enterado de que planean repetirla.
Bueno, con este aviso termino mi lista de conexiones entre las Islas Británicas y
la India a la que he dedicado esta charla. En uno de los extremos les he hablado de
Kipling y en el otro de una representación teatral protagonizada por niños; entre
medias se abre un amplio espectro que sugiere la existencia de varias Inglaterras y de
varias Indias, de manera que las maneras en las que pueden relacionarse estos dos
países son muy variadas. Me pareció que valía la pena relacionar unas formas con
otras para evidenciar el creciente interés que existe en Inglaterra hacia la civilización
india. Tampoco quiero exagerar: el interés no está tan extendido como a mí me
gustaría. De hecho, después de más de trescientos años de relación física con Oriente,
es casi asombroso nuestro grado de desconocimiento.
Lo que nos ha faltado, creo, es un contacto más continuo y provechoso entre
escritores, artistas y músicos. Entre las personas, en definitiva, que se preocupan por
lo intangible y delicado y armonioso, por la vertiente espiritual de la vida. Cuando
dos personas así se encuentran, aunque provengan de los confines de la Tierra, lo que
se manifiesta primero no son las diferencias entre Oriente y Occidente, sino una
afinidad personal y de intereses. Yo soy una de estas personas interesadas por el
espíritu y seguro que usted es otra, o no hubiese sintonizado la radio para escuchar mi
charla. Así que aprovecho para decirles que estoy seguro que nuestro trabajo debería
ser entendernos los unos a los otros e interpelarnos mutuamente para llegar a conocer
a nuestras respectivas comunidades. A la larga, las personas como nosotros somos los
únicos interpretes e interlocutores en los que se puede confiar. No guiamos nuestra
conducta por las estadísticas, no vamos sermoneando a la gente, ni siquiera
obedecemos a un credo concreto. Las personas como nosotros establecemos
relaciones humanas corrientes, pero estas relaciones están marcadas y se intensifican
por nuestra creencia en la grandeza potencial del ser humano: lo que incluye, por
supuesto, la dimensión estética, de manera que personas como usted o yo
descubrimos aspectos de la realidad en los que un observador de los así llamados
«prácticos» jamás está en condiciones de captar.
El próximo mes recuperaré mi empeño principal: mantenerles en contacto con la
literatura occidental, y muy especialmente con la inglesa, y lo haré, como siempre, lo
mejor que pueda. Pero ni el mes que viene ni mientras tenga la oportunidad de
hablarles perderé mi vínculo mental con la India, y continuaré especulando sobre
dónde deben estar ustedes sentados y en qué estarán pensando. Ustedes pueden hacer
lo mismo, con la ventaja de que ya conocen mis pensamientos. Y les daré más pistas:
hace una hora que me senté en esta butaca, la misma que ocupaba el locutor que me
precedió, y ahora debo levantarme y dejarla libre para que otro locutor pueda sentarse
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en él. En la pared del estudio hay un reloj eléctrico, parece fruto de la técnica más
avanzada, y su aspecto es autoritario, parece feliz de indicarme la hora. Ahora mismo
me está diciendo que son las dos menos cuarto y que debo soltar ya el micrófono.
Voy a ser obediente, voy a detener aquí la emisión. Que nos emplacemos dentro de un
mes a la misma hora me lleva a pensar que la conexión que tengo con ustedes está
por encima del tiempo.
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NOTICIAS DE LA LITERATURA
ESTADOUNIDENSE
John Dos Passos, El suelo en el que nos apoyamos
John Steinbeck, La luna se ha puesto • Un libro de Anson
Fausset sobre Walt Whitman • El diario de Joseph Davies
Varios libros sobre Estados Unidos o conectados con ese país se han cruzado en
mi camino en los últimos meses. Me he aprovechado de esta convergencia para
decidir el tema de hoy. Les ruego que tomen buenos apuntes, solo voy a hablarles de
libros nuevos, y puede pasar mucho tiempo antes de que los vean en las librerías de
su país. ¿Qué tengo por aquí? Un nuevo estudio sobre la poesía de Walt Whitman, el
diario de Joseph Davies (diplomático de Estados Unidos que lo escribió durante su
estancia en la embajada en Moscú), una reinterpretación de la historia de Estados
Unidos formulada por John Dos Passos, y un relato de John Steinbeck, a quien
considero un ejemplo excelente de la nueva generación de novelistas
estadounidenses.
Espero que estos cuatros libros me ayuden a decir algo interesante durante el
tiempo que dure mi charla. Supongo que muchos de ustedes piensan a menudo en
Estados Unidos. Se trata de un país muy pujante que influye en la economía india (y
quizás también les toca el corazón) de una manera que la Europa Occidental ya no es
capaz de hacerlo. Desconozco si los libros y las revistas que se publican en Estados
Unidos circulan con fluidez en la India. Espero que sí. Sé que las películas
americanas se pueden ver en todas las salas, pero Estados Unidos no se termina en las
películas; con todos mis respetos hacia Hollywood, hay otros espacios de este país
que es bueno conocer, y cuyas manifestaciones artísticas tienen un extraordinario
interés.
Los cuatro libros de los que voy a hablarles hoy reflejan espacios distintos a
Hollywood. O por decirlo de otro modo: nos muestran una América donde no solo
aparecen muchachos en vaqueros y chicas glamurosas que lo saben todo sobre la
vida; tampoco se trata únicamente de dólares fáciles. Aquí se expresan unos Estados
Unidos que han mediado en los principales conflictos mundiales, que ha ganado en
experiencia y que están tratando de entender mejor al resto de países y culturas para
ayudarles y contribuir al desarrollo de la humanidad. Quiero leerles ahora una
observación de su principal poeta, Walt Whitman: «He imaginado una vida que
debería ser la del hombre promedio, vivida en circunstancias promedio, pero
grandiosa y heroica». Quiero que ahora escuchen otra frase; quizás no estén del todo
de acuerdo con lo que dice, pero les ruego que la escuchen con atención. La escribe el
embajador Davies en el diario que llevaba en Moscú, y pertenece al momento en el
que se está despidiendo de su personal. Dice así:
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No me importan los numerosos beneficios materiales que puedan proporcionarnos los estados totalitarios o las
dictaduras, ni siquiera me importa si pueden educar mejor a nuestros niños o cuidar mejor de nuestros ancianos. Si
el coste a pagar es la libertad individual, el precio siempre será demasiado alto.
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personajes amables, con cualidades que llamaríamos humanas, solo quieren una cosa
de los nativos: exigen que sigan trabajando en la mina de carbón local, como han
hecho siempre, es lo único que piden. Contra todo pronóstico, los invadidos se
niegan, lo que provoca incidentes, ejecuciones, el despliegue de un reino del terror.
Los invasores dominan la ciudad, se apoderan de la mina, aplastan los cuerpos de los
sublevados… Se han apoderado de todo pero pierden la guerra más importante, y la
pierden porque nadie puede invadir el alma humana. John Steinbeck dirige en esta
narración la ira contra la injusticia entre naciones, la misma ira que en su anterior
libro proyectó sobre la injusticia social dentro de la misma nación. Steinbeck cree que
el alma puede mantenerse firme, y en esta narración parecen resonar los grandes
versos de Walt Whitman en que se nos asegura que la vida del hombre promedio
puede ser grandiosa y heroica. La luna se ha puesto es una novela corta, puede leerse
en una hora, y aunque no tiene la densidad ni la amplitud de miras de los trabajos más
ambiciosos de Steinbeck, nos transmite en muy poco tiempo, y con gracia artística,
una lección práctica que en estos tiempos todos nosotros podemos encontrar muy
valiosa.
El diario sobre la labor diplomática en Moscú constituye una obra de naturaleza
muy distinta. El libro incluye despachos confidenciales y la correspondencia del
embajador Davies (cartas oficiales y personales) durante los fatídicos años que van de
1936 a 1938, y se prolonga con una serie de notas y comentarios que cubren hasta
otoño de 1941. Cuando lo leía recordé el diario de otro embajador estadounidense,
Dodd, quien estuvo destinado durante el mismo periodo en Berlín. Davies y Dodd
comparten un temperamento sereno, sencillo, en ocasiones modesto, incluso frívolo,
pero siempre independiente e incapaz de dejarse intimidar por las fanfarronerías de
sus colegas europeos. Me atrevería a calificar sus mentes de sanas: son hombres con
amplitud de miras, comprensivos con lo que ven. El libro ha sido bien acogido
incluso por los autoridades soviéticas, y la edición que yo manejo lleva un prólogo
elogioso de un colega de Davies: M. Litvinoff. Davies llegó a Moscú justo cuando la
represión se recrudecía y terminó de servir a su país en tierra soviética cuando se
forjaba el pacto entre Rusia y Alemania, que precedió el estallido de la guerra. Si en
algún momento han sentido la tentación de entender la política contemporánea, este
libro les ofrece la oportunidad de sumergirse en ella.
Me he dejado para el final el último libro que se ha publicado sobre Walt
Whitman. Su autor es un escritor británico, Anson Fausset, pero antes de hablarles de
él prefiero dedicar unas palabras a Whitman. No sé si Walt Whitman es un autor muy
leído en la India. En cualquier caso, les aconsejo que no dejan pasar la oportunidad de
catarlo. Mi experiencia me dice que la poesía de Whitman arrebata al lector o lo
expulsa del libro; su calidez, su atrevimiento, la amplitud de su mirada… no son
cualidades que dejen indiferentes. Ahora mismo puedo renovar mis votos y declararle
un amor sin fisuras; uno de sus poemas, «Pasaje a la India», me proporcionó el título
de la novela que escribí sobre su país. De una cosa estoy seguro: no hay nadie como
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Walt Whitman (con la excepción, quizás, de su principal discípulo, Edward
Carpenter), y nadie como él puede irrumpir en nuestra mente para comunicarnos
tantas ideas sobre la humanidad, la existencia y la muerte. Whitman se declaró
muchas veces el poeta de la democracia, y el color de su voz y el tono de sus versos
es inequívocamente estadounidense. Everyman ha publicado una edición muy
cuidada de Hojas de hierba que puede encontrarse en cualquier gran ciudad. World
Classics ha publicado una buena selección de su poesía y su prosa, pero me inclino a
recomendarles que aborden Hojas de hierba. Solo cuando ustedes hayan leído estos
poemas (al menos algunos de ellos) podrán apreciar el estudio que ha escrito Fausset
y que se presenta como una suerte de detallado y bien documentado esbozo de la vida
de Whitman, quien solía comportarse como un personaje de lo más extravagante. En
el retrato de Fausset, Whitman no aparece como el héroe imprudente que reflejan sus
poemas, sino como un hombre cauteloso, más calculador que directo, poco franco.
Fausset también es crítico con su poesía: no le convencen las alabanzas que Whitman
prodiga al cuerpo humano y a su funcionamiento fisiológico; lo considera más un
poeta de la muerte que de la vida, y reserva los mayores elogios al poema «Oda a la
muerte del presidente Lincoln». No puedo decir que estoy de acuerdo con estas
opiniones, pero tampoco importan mucho los juicios concretos del señor Fausset. Lo
mejor de este libro es que pone de manifiesto la extraña mezcla entre lo místico y lo
físico que se produce en los poemas de Whitman, algo que a mi juicio se ajusta a la
visión particular de la vida que domina en la India. Sea como sea, si de verdad
creemos en la poesía, si consideramos que es algo importante y que debe perdurar,
nuestra obligación es seguir leyéndola, incluso en medio de la peor de las guerras.
Para mí la poesía no es solo un adorno para los tiempos de paz, sino algo de una
fuerza más profunda que la guerra y la paz, un fenómeno que atestigua la persistencia
en la tierra del espíritu humano. Walt Whitman probablemente no sea el mejor poeta
que haya existido nunca, pero les aseguro que es lo bastante bueno como para
alcanzar esas profundidades y recordar a sus lectores que todos podemos participar de
ellas.
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REBECCA WEST Y LOS PATRONES DE LA
HISTORIA
Rebecca West, El cordero negro y el halcón gris, «La sal de la
tierra» • H. A. L. Fisher, Historia de Europa
Me gustaría hablarles de un libro que por aquí ha concitado últimamente una gran
atención. Trata sobre Yugoslavia, lo ha escrito Rebecca West y se titula El cordero
negro y el halcón gris. Las noticias y la información sobre Yugoslavia están fuera de
mi alcance, y probablemente también del de ustedes, así que no voy a insinuar que
este libro pueda tocarnos ni a ustedes ni a mí de una manera íntima. De todos modos
creo que merece la pena hablar de él. Rebecca West es una escritora inteligente,
talentosa, original y muy capaz. También es, les advierto, una escritora con una
notable habilidad polémica, muy provocadora, de manera que al leerla te obliga a
situarte a favor o en contra de lo que afirma: nunca permite al lector un descanso
moral.
Quizás la mejor manera de tomarse este rasgo inquietante de la prosa de West sea
considerarlo una especie de servicio que le brinda al lector. Estoy convencido de que
es bueno salirse en ocasiones del escenario confortable de nuestras convicciones:
recordamos así que nuestra visión es limitada y que la Tierra es un espacio realmente
grande. Ese es uno de los motivos por los que sugiero que desde Inglaterra y desde la
India le dediquemos diez minutos de nuestro pensamiento a Yugoslavia: que abramos
este libro sobre corderos negros y halcones grises.
Yugoslavia, como probablemente ya sepan, es el nombre que se da a los estados
balcánicos. Antes se conocía este espacio como Serbia. La mayoría de sus habitantes
son eslavos del sur, es decir, primos hermanos de nuestros aliados rusos. Los
yugoslavos lucharon contra Hitler, y su jovencísimo rey se encuentra ahora mismo
exiliado. El rey que lo precedió, su padre, fue asesinado en Marsella, en 1934, y
según Rebecca West este crimen fue uno de los detonantes de la guerra en la que nos
vemos inmersos ahora mismo. Este magnicidio evoca otro que ocurrió en 1914,
cuando un grupo de yugoslavos asesinaron al archiduque Francisco Fernando de
Austria, lo que desencadenó (esto no lo pone en duda ningún historiador serio) la
llamada Gran Guerra.
Menciono estos dos crímenes violentos porque representan buenos ejemplos de la
filosofía que recorre el libro. Rebecca West parece convencida de que Yugoslavia es
el centro y el símbolo de la tragedia que recorre Europa, y que nuestros asuntos han
ido de mal en peor desde que los turcos invadieron este territorio.
Más adelante regresaré a esta tesis, adelanto ya que para combatirla, pues no la
comparto, pero antes quiero dedicar unas cuantas frases al libro. Se trata de un diario
de viaje y West ha escrito un texto animado, legible y locuaz en el que da cuenta de
un viaje que hizo con su marido (Rebecca West es un seudónimo) y unos cuantos
amigos yugoslavos. El viaje es una gira que pasa por varias regiones: Croacia,
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Dalmacia, Herzegovina, Bosnia (donde asesinaron al Archiduque), Serbia
(propiamente dicha), Macedonia, Montenegro… regiones que componen la actual
Yugoslavia. El grupo pasó unos días emocionantes visitando monasterios y castillos,
atravesando campos de cultivo, cociéndose al sol y adentrándose en la nieve,
bebiendo aguardiente de ciruela y chupándose los dedos a causa de un cerdo asado,
tan deliciosamente tierno que su carne podía extenderse sobre una rebanada de pan
como si fuese mantequilla. Vieron también las reliquias que dejó atrás en su
desbandada el desmoronado imperio turco, y hablaron con las niñas en estado
semisalvaje que habitan en el lago Janina. En pocas palabras: montones de diversión.
West se burla tanto como puede de su excelente esposo, cuyo rasgo distintivo, según
se nos recuerda cada pocas páginas, es su incapacidad de prestar atención al paisaje, y
en el que percibe cierta inclinación erótica hacia una de las novias de sus amigos
yugoslavos, cuyo nombre es Cerda. West describe a Cerda como una persona
colmada de nobleza y de estolidez, y cada vez que aparece en escena el lector se
relame anticipando las chispas que están a punto de saltar.
También se nos informa mucho sobre vestuario. La señora West siente una
inclinación femenina y franca hacia las galas, no se parece en nada a esas mujeres de
izquierdas que consideran que las ideas políticas se defienden mejor vestidas como si
las hubieran metido dentro de un saco. Pero el lector no debe dejarse engañar por esta
superficie brillante de mundanidad, diversión turística y conversación ingeniosa. El
libro contiene reflexiones muy serias que están anticipadas ya en el título. Quizás
ustedes estén preguntándose por qué motivo un diario de viajes casi frívolo se titula
El Cordero negro y el halcón gris. ¿No es un título demasiado ampuloso para lo que
aquí se describe?
El cordero negro del título alude a un sacrificio de sangre, un rito de fertilidad
pagano que todavía se practica en este país, en una zona montañosa muy cercana a la
frontera sur de Yugoslavia. Se trata de sacrificar corderos, y no solo corderos,
también se mata a las aves de corral: la sangre salpica la roca y a los fieles que asisten
a la ceremonia, se recoge en botellas y se conduce al pueblo, donde se emplea para
facilitar los partos. West asiste a una de las ceremonias, está disgustada con el
sacrificio porque detesta la crueldad, en particular cuando se aplica sobre animales
indefensos. West escribe esta observación: «Bajo la gloria de la mañana, el hedor de
la roca se volvió más fuerte y enfermizo». Se trata de una descripción muy vívida y
me recordó a los relatos en los que D. H. Lawrence relata los sacrificios a los que
asistió en México. Tras la descripción, West continúa meditando: «De alguna manera
yo también conocía esa roca, la conocía bien, había vivido toda mi vida a su sombra.
Todo el pensamiento occidental se basa en esta repugnante pretensión: que el dolor es
el precio que tenemos que pagar para progresar». En esta cita se aprecia bien lo que
antes he llamado «la filosofía del libro», y que se segrega hacia el final. Se podría
resumir así: «El dolor no merece la pena; la idea de sacrificio, como la idea de
expiación, está equivocada». Después West relaciona el derramamiento de sangre del
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cordero negro con otros de los inútiles episodios sangrientos que han caracterizado la
historia de Yugoslavia: el magnicidio del rey Alejandro, el asesinato del archiduque
Francisco Fernando… y los interpreta como eslabones de una sed de sangre que ha
propagado la guerra por toda Europa hasta alcanzar la actual situación de ruina.
Ahora que sabemos a qué se refiere West con el «cordero negro», podemos pasar
al «halcón gris». West alude aquí al título de un antiguo poema popular serbio. La
propia West ofrece en su libro una traducción del poema, que citaré de inmediato
porque me parece muy interesante. El poema es un relato, en parte legendario, de la
derrota que los serbios sufrieron ante los turcos en el siglo XIV. Se trata, como ustedes
recordarán, de la misma derrota a la que West se inclina a atribuir nuestras miserias
actuales. Al debilitarse la fuerza económica y militar de los Balcanes pudo surgir el
Imperio austrohúgaro y con el devenir de los siglos Alemania encontró la
oportunidad de imponerse. Sea como sea, el poema plantea un problema muy
profundo que atañe al comportamiento humano, aplicable a cualquier época. El
poema nos cuenta cómo el halcón gris, un pájaro mágico, voló hasta el gobernante de
los serbios con un mensaje en el pico. El zar leyó el mensaje. El mensaje le pregunta
si quiere un reino terrenal o un reino celestial. Si quiere un reino terrenal le dará el
poder para expulsar a los turcos, si prefiere un reino celestial le conmina a que
construya una iglesia. El poema continúa así:
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la elección está contaminada por el derrotismo. Si el zar escoge el cielo es porque en
el fondo de su corazón sabe que sus ejércitos ya han perdido la tierra. Su decisión es
fruto del cálculo y no de la convicción. En este esquema moral West advierte de
nuevo que la tragedia de Yugoslavia contiene las semillas de la tragedia europea. La
situación resulta particularmente difícil. El cordero negro, que intenta obtener la
bendición divina a través de la violencia y la crueldad, es un error; pero el halcón
gris, que intenta evitar la violencia y la crueldad por la vía de no resistirse también es
un error. Yugoslavia, un territorio rico y fecundo, donde confluyen el cordero negro y
el halcón gris, contiene (en opinión de West) el patrón europeo, que explica el
desastre en el que nos encontramos ahora mismo, y hasta que no logremos advertirlo,
reconocerlo y asimilarlo no vamos a entender quiénes somos ni aprenderemos a
superar nuestros errores.
Antes de darles mi opinión sobre esta hipótesis prefiero recordarles un libro del
que les hablé hace algunos meses. Se trata de La eminencia gris, un libro de Aldous
Huxley que estudia cómo era Francia durante la época del cardenal Richelieu. El
libro de Huxley y el de West son dos libros muy distintos (y considero que La
eminencia gris es el más importante de los dos) pero comparten una característica
común: ambos textos salen a la búsqueda de un patrón en la política europea que
permita explicar el desastre en el que estamos inmersos ahora mismo. Huxley
encuentra la respuesta nada menos que hace trescientos años, en la política del
gobierno de Richelieu. Concretamente en la decisión de intervenir en la llamada
Guerra de los Treinta Años. El resultado de esta guerra empujó a Alemania a la
miseria y sembró en su cuerpo político las primeras semillas de una venganza que
estalla ahora. West lo encuentra todavía más lejos, hace quinientos años, cuando los
serbios perdieron la guerra contra los turcos. Está claro que los dos no pueden tener
razón, y me atrevo a especular que soy yo quien acabará teniendo razón si afirmo que
los dos están equivocados.
Llegados a este punto me gustaría introducir en el debate a un tercer escritor:
H.A.L. Fisher, que ha intentado dar respuesta a la famosa pregunta de si existe un
patrón en la Historia. Voy a leerles un pasaje de un libro suyo importante, titulado
Historia de Europa:
Hombres más sabios y más instruidos que yo han entrevisto en la Historia una trama, un ritmo, un patrón
determinado. Todas estas «armonías» o «coincidencias» históricas se han ocultado a mi mirada cuando he
estudiado la Historia. Solo aprecio una fuerza que se repite una y otra vez y que determina el desarrollo de los
destinos humanos: la aparición de lo imprevisible que hasta ese momento nadie había imaginado.
Se lo advierto, no intenten leerle este pasaje a un marxista sino quieren que salten
chispas. Los marxistas sí que detectan un patrón en la Historia, aunque tampoco
coincide con el que han descubierto Huxley y West por separado. Contemplen
ustedes ahora la historia y háganse esta pregunta: ¿aprecian en ella algún patrón?
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Responderé yo primero, con toda la modestia de la que soy capaz: «No vislumbro
ningún patrón en la Historia». En este punto soy un fiel seguidor de las tesis de
H.A.L. Fisher, él es mi guía. Me parece que la aventura humana es un episodio tan
singular que solo puede estar gobernado por «la aparición de lo imprevisible que
hasta ese momento nadie había previsto». Y no solo niego la existencia de ese patrón,
también me cuesta creer que el presente pueda explicarse recurriendo al pasado, y por
una razón muy sencilla: nunca sabemos lo suficiente sobre el pasado.
Impugnar la filosofía de la señora West nos aleja un poco de las intenciones de su
escritura, reduce el libro a un buen diario de viaje, que tiene el mérito extra de
inducirnos a pensar. Si usted puede conseguir un ejemplar, durante la lectura
aprenderá muchas cosas sobre Yugoslavia y al mismo tiempo ejercitará su cerebro.
Repito: «si puede conseguirlo». Esta partícula condicional, si, apenas un soplo de
aire, planea como una sombra sobre todas las charlas que dedico a los libros. Muchas
veces, mientras las preparo, pienso: «Si aquí, en Inglaterra, es tan difícil a veces
conseguir el libro que uno quiere, ¿a qué dificultades no se enfrentará un lector indio
que busca el título particular que le he recomendado?». El libro de West plantea otro
inconveniente: se trata de un texto largo, de manera que su precio es bastante
elevado. Quizás el mejor plan sería pedirlo en una biblioteca pública. Si una vez allí
el bibliotecario tuerce el gesto y le dice: «Nunca escuché este título», quizás pueda
solicitar algún otro libro de esta escritora tan talentosa. Ha escrito novelas tan buenas
como El juez, entre otras. También es la autora de una biografía dedicada a San
Agustín y de un estudio crítico muy penetrante sobre Henry James. Pero, sobre todo,
West merece su celebridad por los relatos que ha escrito, uno de ellos, «La sal de la
tierra», es una de las piezas breves más brillantes e inquietantes que he leído nunca.
Trata sobre una mujer a quien su marido envenena porque no puede soportar que ella
siempre tenga razón. Cualquier cosa que pudiera saber una persona ella ya la sabía,
antes y mejor que cualquiera.
La mujer era «la sal de la tierra», pero convivir con ella era como administrarse
arsénico. El relato aparece en un volumen titulado Una voz endurecida.
Hagan todo lo posible por conseguirlo.
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HOMENAJES A LA INDIA
Siete charlas sobre la India • Roop y Mary Krishna, Echo
and Ego • Un estudio de Ahmed Ali sobre T. S. Eliot •
Bharati Sarabhai, El pozo del pueblo • Jack Belden, Retirada
junto a Stilwell • George Rodger, El ascenso de la luna roja
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escrito Yeats Brown el más destacado es una monografía sobre la ciudad de Bengala.
Por último (y aprovecho para recordarles que los estoy citando en orden
alfabético) figura el nombre de sir Francis Younghusband, soldado, explorador y
autor de muchos libros. Su nombre aparece aquí porque registró una conferencia que
se emitirá para ustedes, pero debo informales que murió recientemente. Sir Francis
Younghusband nació en Murree, y aquí encontramos otra conexión entre la cultura
británica y la india, ya que su padre estuvo allí hace ahora exactamente cien años.
Esta es la lista completa de conferenciantes. Se trata de personas con una
experiencia y unos méritos muy variados. Sin embargo, puedo hacer una
generalización sobre todos ellos, relativa a un aspecto que estoy seguro que
compartirán. Todos ponen en sus charlas el énfasis en la amistad. Lord Birdwood,
Yeats Brown y sir Francis Younghusband les hablarán de la camaradería que reinaba
en el ejército indio. El señor Wathen les hablará de sus vínculos con colegas y
alumnos, y les transmitirá un ejemplo entre muchos de los niños británicos que
fueron felices en la India y que desplegaron en aquellas tierras la frescura y el ardor
de la juventud. Blair les hablará de la cantidad de amistades que ha fraguado en el
trabajo y también durante sus horas de ocio. Lady Hartog les informará sobre su
intimidad con las mujeres indias. Todos nuestros conferenciantes están de acuerdo
que su principal deuda con la India es una deuda de afecto.
Al margen de esta coincidencia, cada uno de ellos encuentra en la India cosas
distintas para elogiar. Francis Younghusband y Yeats Brown destacan el mensaje
espiritual que quiere transmitirnos la India; Blair les hablará de su riqueza cultural;
Lady Hartog está convencida que la cooperación que reina entre las mujeres indias
puede inspirar una solución a los problemas del mundo, una guía hacia la paz. No me
corresponde a mí destacar una de estas conferencias por encima de otras, pero creo
que la de lady Hartog puede ser especialmente interesante, aborda el asunto de la
feminidad, que el resto de ponentes apenas trata.
Aquí concluye el trabajo que me han encomendado: presentar a todos los
conferenciantes. He adoptado el papel de un sirviente que cumple lo mejor que puede
con la tarea de anunciar el nombre de los invitados inminentes. Al terminar de
pronunciar sus nombres, sus títulos y sus honores, debería retirarme, pero los
sirvientes también tenemos sentimientos, y me gustaría aprovechar la ocasión para
hablarles de los míos. He vivido en la India, he estado allí en carne y hueso, pero mi
afecto por este país empezó mucho antes de mi visita, cuando conocí a mi primer
amigo indio. Se llamaba Masood Syed. Después se cambió el nombre y empezó a
llamarse Ross Masood. Creo que le debo a este hombre más que a cualquier otro
individuo, pues él es el responsable de sacarme de mi estrecho mundo académico y
urbano, me reveló otra manera de ver la vida, la oriental, y dentro del amplio tapiz de
Oriente me enseño a ver la vida musulmana. Mi amistad con Masood me preparó
para un aspecto importante de la India. Cuando visité por primera vez la India, en
1912, fui a verlo y conocí a otro indio que acabaría convirtiéndose en uno de mis
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mejores amigos. Se llamaba Bapu Sahib y me reveló otro aspecto de la India: el
hindú. Bapu Sahib tenía para las relaciones personales y sus placeres una habilidad
superior a la de cualquier otra persona que haya conocido, ya fuese británica o india.
Además de estos dos amigos, Masood y Sahib, tuve la inmensa suerte de disfrutar de
una tercera amistad: la esposa de sir Akbar Hydari. Mi deuda es inmensa con este
matrimonio. Valgan estas amistades como un especie de prueba de mi conocimiento
de la India, pues estas amistades vehicularon mi percepción y mi visión del país, que
después se reflejaría en mi trabajo novelístico. No soy tan presuntuoso como para
afirmar que he comprendido la India, pero me sobran los motivos para decir que me
encanta.
En cualquier caso mi trabajo aquí es hablarles sobre libros nuevos. De la India me
han enviado varios títulos recién salidos que quiero mencionar. Tengo en mis manos
Echo and Ego de Roop y Mary Krishna, dos artistas plásticos. Tengo también un
estudio crítico sobre T. S. Eliot, escrito por Ahmed Ali; el señor Ali se ha hecho un
nombre entre el público inglés como novelista. Y tengo también una obra de teatro
titulada El pozo del pueblo, que ha escrito Bharati Sarabhai.
Antes de entrar a fondo en el contenido permítanme un agradecimiento en antena
a las personas que me han enviado estos libros, e insistir una vez más en que me
complace hablar en antena de los libros que me envían desde la India, siempre que
tengan interés para la audiencia. No puedo comprometerme de manera firme a hablar
de todos los que envíen, solo acudo aquí una vez al mes, y el terreno que debe cubrir
mi sección es muy amplio. Pero insisto en que me gusta recibir estos libros, me hace
sentir menos solo, me recuerdan los vínculos vivos entre la cultura inglesa y la
británica, y que este micro que tengo delante no es una piña petrificada sino un
instrumento de difusión capaz de provocar respuestas humanas.
El primer libro del que voy a hablarles se titula Eco y Ego y es una miscelánea
que recopila artículos, ensayos, sátiras, reseñas y poemas… escritos por sus dos
autores, Roop y Mary Krishna, que arropan los textos con reproducciones de sus
pinturas y dibujos. Estos dos artistas están en contacto con el arte y con la literatura
europea, conocen bien a Picasso y a Joyce. El libro está dedicado a Rabindranath
Tagore. Sus autores tienen la mirada propia del artista, creen más en la sugerencia
que en la propaganda. Esta es también mi perspectiva, y la encuentro de nuevo en el
ensayo de Ahmed Ali sobre T. S. Eliot. La tesis de Ali es que cuando un poeta se
pone a predicar su poesía se resiente, y pone como ejemplo algunos poemas de T. S.
Eliot.
Les aconsejo que compren el libro, que es fácil de encontrar en la India, y valoren
si están de acuerdo con los juicios de Ali, quien lamenta que Eliot le esté dando
paulatinamente más importancia a exponer las creencias cristianas en sus poemas que
a cuestiones poéticas. Ali añade que, puestos a reflejar el mundo, mejor sería que
Eliot se fijase en la pobreza económica y en la miseria material. Su conclusión es que
la poesía de Eliot, en lugar de mejorar, se está deteriorando. El ensayo de Ali no
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considera los últimos poemas de Eliot; no se trata de mala fe: cuando escribió el libro
no se habían publicado. Me pregunto si la lectura de esos poemas alteraría las
conclusiones, porque creo que son muy buenos. Uno de ellos, por cierto, se emitirá
esta misma semana, leído por el propio Eliot.
Pasemos ahora de la crítica a la creación sin abandonar la literatura. Voy a
hablarles de El pozo del pueblo, un drama escrito por Bharati Sarabhai. Este texto,
intensamente lírico, es un intento de combinar la antigua tradición india con los
problemas políticos y económicos contemporáneos, y de presentar esta amalgama
bajo la forma de una obra de arte occidental. La acción empieza en Haridwar, pero
enseguida reconocemos que no se trata del Haridwar real, sino de una visión, y
continúa en un pueblo indio que también ha sido estilizado por la imaginación, un
espacio donde se personifican las esperanzas y los sufrimientos de la época. La
protagonista es una anciana, representa el pasado, y al mismo tiempo también es la
portavoz del futuro. Es la fuente de la vida nacional, el río sagrado, el mismísimo
pozo del pueblo al que alude el título. En la interesantísima introducción que
acompaña al texto la señora Sarabhai nos cuenta cómo se le ocurrió. Por lo visto leyó
la historia de una anciana que ganaba cuatro perras al día y ahorraba la mitad para
pagarse una peregrinación a Benarés. Cuando llegó el momento no encontró a nadie
que accediese a acompañarla, ningún vehículo que la transportase. La anciana
interpretó este suceso como una advertencia y gastó el dinero en construir un pozo
del que los pobres pudieran extraer agua. El pozo todavía existe.
Lo mejor para darles una idea de la atmósfera del drama quizás sea recitarles
algunos versos:
Al final de El pozo del pueblo la anciana protagonista tampoco consigue que la lleven
a Benarés. A cambio, como sucedía en la anécdota real, entrega a los conciudadanos
pobres un pozo para que beban y mejoren su higiene, contribuye a la mejora de su
sociedad. La auténtica Benarés se encuentra en el propio corazón, sirviendo a la
comunidad. La obra de Sarabhai ha concitado mucha atención en la India. Pertenece a
la generación más joven de escritores, unos escritores que tienen como objetivo llegar
ser más conocidos en Inglaterra. La obra es por momentos complicada de seguir; ello
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se debe a que el tema es ambicioso: pretende establecer una comparación entre el
misticismo contemplativo y el misticismo práctico. Tampoco ayuda a aclarar el
argumento de la obra el que la técnica de versificación escogida recuerde a la de Eliot
o Auden. La mejor estrategia quizás sea leer la obra como quien atraviesa un sueño.
Un buen director podría conseguir que la representación produjera exactamente este
efecto: el de un sueño.
Paso ahora a comentar una serie de libros publicados hace poco en Inglaterra. He
escogido textos que pueden tener interés en Oriente. Quiero hablarles de dos textos
excelentes que abordan la invasión japonesa de Birmania, un asunto sobre el que es
más que probable que ustedes sepan más que yo. Ambos están escritos por
periodistas estadounidenses. Jack Belden ha escrito Retirada junto a Stilwell tras
asistir como testigo a la destrucción de Mandalay y a la batalla en los campos
petrolíferos de Yenangyaung; acompañó en su retirada hacia la India al general
estadounidense Stilwell. Este tramo del libro es honesto y por momentos suena épico;
la parte precedente, en la que se nos narra la invasión japonesa, es demasiado
descriptiva y prolija, se enreda en consideraciones sin cuento contra los japoneses, y
resulta previsible. Les recomiendo que se centren en el tramo final, en el que se hace
la crónica de cómo el general Stilwell dirigió uno de los pequeños grupos que
lucharon en el norte de este país condenado. Stilwell consiguió lo que otros militares
fueron incapaces: se abrió paso, cruzo las aguas del Chindwin y llegó a pie hasta
Manipur. Belden lo cuenta así:
Esos fueron los auténticos héroes de la retirada de Burma. Los innominados, los olvidados: ellos debían de haber
sido quienes se llevaran la gloria, los verdaderos mártires, los auténticos condenados, y no nosotros, los que nos
convencimos de estar sufriendo pero que no sufríamos de verdad. Nosotros, que hablábamos con tanta ligereza de
la valentía y la aventura y de peligros que jamás existieron. Estos hombres y mujeres deberían llenar con sus
imágenes las revistas, pero no los busquen, no los encontrarán. Como tampoco encontrarán a los miles de niños
asesinados en Birmania.
El grupo estaba formado por ciento quince personas, veintiuna de ellas eran mujeres.
Había estadounidenses, ingleses, chinos, birmanos, indios, malayos, angloindios,
anglobirmanos y mestizos de toda Asia. Primero avanzaron en camión o en jeep, y a
medida que se complicaba la orografía abandonaron vehículos y pertenencias y se
pusieron a caminar. El viaje fue un auténtico éxodo:
Trepamos por las rocas. No podíamos permitirnos un momento de vacilación. Stilwell se sumergió en el agua,
avanzó con la ametralladora en la mano, mirando a un lado y a otro, nos condujo a un tramo donde la corriente
nos favorecía. La comitiva la siguió como la cola de un dragón multicolor: el gris del uniforme de los hombres,
los vestidos amarillos, azules, morados, rojos, magentas, verdes y anaranjados… todos estos colores brillaban y se
deslizaban sobre la corriente. Las piernas desnudas brillaban bajo el agua transparente. Las chicas se reían,
cantaban, bailaban, saltaban y correteaban de un lado a otro en un éxtasis infantil. Por momentos parecía que la
comitiva estaba participando en una excursión de recreo. Pero el general miraba obsesivamente su reloj; se había
propuesto dar ciento cinco pasos por minuto, con las piernas un poco flexionadas avanzaba constantemente a
través del agua poco profunda. Y una interminable columna de hombres se prolongaba detrás de él hasta donde
alcanzaba la vista. La visión era hipnótica.
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Bueno, el caso es que finalmente llegaron a su destino. Atravesaron bosques
desesperantes, senderos pensados para elefantes, cuestas tan escarpadas que parecían
terminar en las nubes… Pero llegaron a la India. Fueron la excepción; otros
contingentes perecieron, y Belden no pasa por alto ni disimula la gravedad de nuestra
derrota. La crónica de la retirada al lado de Stilwell es uno de esos libros que
denuncian la versión oficial con inteligencia, y que suelen ser publicados después de
un desastre militar. El libro va cargado de numerosos «seguramente alguien debería
haber previsto…» que funcionan como otros tantos reproches y de los que alguien en
Londres o en Nueva Delhi, en Washington o en Chungking, es sin duda responsable.
Si el único valor del libro fuese exponer una serie de reproches bien articulados no se
lo recomendaría con tanto interés como lo estoy haciendo; el libro desprende también
energía narrativa, dotes de observación y apreciaciones llenas de humanidad. Da
testimonio del sufrimiento y la valentía de todos esos hombres y mujeres, y de sus
buenos sentimientos, que prosperan incluso en los momentos de mayor infortunio.
Escribiendo sobre toda esa gente, nacida en Asia, en Europa y en América, que
avanzaba como una corriente humana por el territorio birmano, el autor nos ofrece
una mirada precisa de las maravillas y los horrores que contiene el mundo.
El otro libro del que quiero hablarles se titula El ascenso de la luna roja. Su
lectura no es tan interesante, pero contiene fotografías maravillosas de escenas muy
parecidas a las descritas en el libro de Belden. Su autor es George Rodger, fotógrafo
profesional, y parece haber estado en todas partes: en el desierto de Rangoon, en el
incendio de Mandalay, en el combate de los sijs, entre los refugiados indios, en el
camino de huida hacia Birmania a través del Salween, y en los pantanos y en las
selvas del norte. El propio Rodger logró escapar del desastre por una ruta más al
norte de la empleada por Stilwell y su gente. Rodger cuenta una historia parecida
sobre la incompetencia burocrática y el heroísmo individual. Comparte también su
profunda aversión hacia los japoneses. En Europa nos sentimos inclinados enseguida
a pensar que las guerras son una desgracia propia, y que si terminamos por
imponernos sobre Hitler, la paz prosperará en todo el mundo. Estos dos libros sobre
Birmania nos ayudarán a enderezar nuestras ideas.
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REPRESENTANDO A SHAKESPEARE EN
LONDRES
William Shakespeare, Macbeth, Las alegres casadas de
Windsor
Seguro que se han percatado de que los locutores de radio son auténticos
entusiastas de la palabra usted y que la emplean a cada momento. A veces para
calificarles: «usted es esto» o «usted es esto otro»; y otras veces para aconsejarles:
«usted debería hacer esto» o «usted debería hacer esto otro». Sea quien sea «usted»,
parece un hombre muy necesitado de buenos consejos. Cuando enciendo la radio
como un oyente más, en lugar de actuar como locutor, recibo en poco tiempo una
cantidad asombrosa de consejos, la mayoría de los cuales, por desgracia, me resultan
absolutamente inútiles. La radio consigue que crepiten en el éter (por emplear una
palabra antigua) las voces de hombres y mujeres invisibles que se supone que saben
bien como soy y cuyos consejos esperan ellos que siga a pies juntillas por mi propio
bien. Todo esto es un error, estos señores no saben como soy, no pueden saberlo de
ninguna manera, y lo mismo sucede cuando soy yo quien está delante del micrófono:
no tengo la menor idea de cómo es usted, mi desconocido oyente.
En medio del total desconocimiento de mi audiencia he escrito el guión de esta
charla en el campo. Les haré una confesión: el paisaje inglés está decididamente
encantador. Los árboles, la luz del sol, las nubes… nunca me habían parecido tan
indiferentes a la conducta de los hombres, lo que me ha llevado a pensar en cómo
serán ustedes. Les confesaré algo más: mientras atravesaba Londres para venir al
estudio, pasando entre callejuelas deprimentes, maltrechas por la guerra, también he
pensado en ustedes. Incluso en el rato que he pasado sentado en el estudio fingiendo
que intentaba mejorar pasajes de una charla que íntimamente ya daba por buena, he
tratado de imaginar si usted me escucha sentado o de pie, y qué aspecto tiene.
Creo que voy a dedicar una parte de la charla de hoy a incumplir mi compromiso
con la radio; intentaré aventurar en antena cómo es usted. Voy a describirlo. En
primer lugar, doy por hecho, cuando le hablo, que usted es indio, aunque sé que es
posible que no lo sea. Estoy al corriente de que muchos británicos sintonizan esta
particular longitud de onda para escuchar en sus casas lo que desde aquí se dice. Pero,
pese a estar al corriente de esto, al situarme frente al micrófono lo que tengo en
mente, en primer lugar, es que mi desconocido oyente es indio. En segundo lugar,
supongo de manera casi instintiva que es usted varón, aunque espero tener también
mujeres oyentes. Y mi tercera suposición es que usted ronda los treinta años de edad,
aunque sé que puede usted ser mayor, un hombre con poder y dignidad, ¿o quizás es
usted un estudiante, un colegial? Todo esto es posible, por supuesto, pero para mí
usted ha cumplido ya los treinta años y le faltan algunos para cumplir los cuarenta.
¿A qué comunidad india pertenece mi oyente? No lo sé. Mi imaginación no es tan
amplia, no alcanzo a imaginarlo. ¿Dónde fue educado mi oyente? En la India, de eso
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me convenzo enseguida, puede que haya visitado usted Europa, seguro que siente
curiosidad por la literatura y el arte occidentales, de otro modo no estaría escuchando
este programa, pero su educación y sus expectativas son orientales.
Bueno, así es como mi mente imagina al desconocido oyente. Estos son los rasgos
que imagino cuando digo «usted». Un varón indio, de unos treinta años, educado en
la India, pero interesado en la civilización occidental. Pues bien, encaje usted o no
con mi descripción, hoy me propongo hablarle de teatro. Sí, no me he olvidado de
que estas charlas se titulan Algunos libros, pero no importa, hoy me escuchará hablar
de «algunas obras de teatro»; el espíritu será el mismo. Tengo entradas para Macbeth,
que se está representando cerca de Piccadilly Circus; para Las alegres casadas de
Windsor, que la compañía Old Vic ha puesto sobre las tablas, aunque lejos de su
propio teatro, que ha sido bombardeado, y también para La mirada sobre el Rin. Este
último título no les sonará, se trata de una obra de teatro actual, y se representa en un
teatro cerca de Strand. Debemos estar en nuestras butacas alrededor de las seis y
media. Los asientos salen bastante caros, tanto en la platea como en la gradería, por
culpa del impuesto que estos días se aplica al entretenimiento. Apenas sonará música
en directo, la música será de gramófono. Saldremos del teatro después de las nueve,
minutos después del apagón general; las calles del lado oeste de la ciudad estarán
atestadas de peatones que hacen cola en las paradas del autobús deseosos de largarse
a casa o de meterse en un pub céntrico para tomarse una copa (aunque algunos
preferirían comerse un bocadillo o un plato de sopa). Este será el aspecto general de
la situación, pero quiero que repare usted en una cosa en particular. Comprobar que
después de tres años de guerra los teatros de Londres siguen abiertos es algo de lo
que sentirse orgullosos, pero no da la medida de lo que está ocurriendo en esta
ciudad; para eso hay que constatar que se trata de un teatro genial: no es solo que los
teatros sigan abiertos, es que las representaciones son excelentes.
El montaje de Macbeth se acerca bastante a lo maravilloso, sobre todo la puesta
en escena. Estoy seguro de que a usted le encantaría, señor oyente. En ella no falta
nada: el paisaje fantasmagórico, el cielo cargado de nubes grises de tormenta, el
páramo de las brujas, el odioso gris del castillo, sus retorcidas escaleras, por la que
los asesinos suben y bajan con espadas que gotean sangre carmesí… También es
maravilloso escuchar las palabras de Shakespeare. Los actores logran que nos lleguen
como si fueran nuevas, como si nadie las hubiese pronunciado antes. Pero si digo que
el efecto de la representación es maravilloso es porque la tensión dramática se
incrementa hasta el último parlamento. Quizás usted ya sepa que las representaciones
de Macbeth suelen venirse abajo después del asesinato de Duncan; la interpretación
se destensa entonces casi de manera inevitable. En esta versión todas las escenas
están muy trabajadas y se entrelazan las unas con otras como eslabones
imprescindibles de la misma cadena: un crimen conduce a otro, todos los personajes
y todas las acciones pertenecen al mismo universo criminal, hasta que el tirano queda
atrapado como una rata en su propia trampa, víctima del delirio que le induce a
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cortarse la cabeza. John Gielgud interpreta a Macbeth y al mismo tiempo dirige la
obra: la interpretación es un triunfo personal y también un triunfo para Londres,
sumergidos como estamos en tiempos de guerra. No puedo decir que la interpretación
de Lady Macbeth me haya entusiasmado tanto. La actriz que la interpreta es buena
pero parece que esta vez no se ha adaptado al peculiar carácter de su personaje, si
bien acepto que bordó la escena de la pesadilla.
Le propongo ahora, querido oyente, que me acompañe a ver a Shakespeare en un
registro bien diferente. Entre a ver conmigo Las alegres casadas de Windsor en el
New Theatre. Se levanta el telón y asistimos a una recreación muy inteligente del
periodo isabelino. Vemos sobre el escenario un semicírculo de casas. A la izquierda
destacan la casa del celoso Ford y la de Garter; a la derecha vemos las casas del
Doctor Caius y la de Page. Y justo en medio del escenario un pequeño espacio que
puede emplearse tanto para observar lo que ocurre en el interior de cualquier casa
como para darse un paseo por el país.
Esta comedia es muy exigente, debe interpretarse como una farsa, a toda
velocidad, o el espectador se aburrirá. Y debo reconocer que esta puesta en escena de
Las alegres casadas vibrar al público gracias a su estupendo ritmo, por momentos
vertiginoso. Si le gusta Shakespeare cuando prefiere abofetear a sus personajes antes
que acuchillarlos, pasará un buen rato. A mí, por ejemplo, me divierte muchísimo ver
a Falstaff encerrado en una cesta de ropa sucia, o arrastrando un resfriado terrible
después de que lo arrojasen a las frías aguas del Támesis. Falstaff está interpretado
con sensibilidad y buen gusto, y las dos alegres esposas, sobre todo la señora Page,
están inmensas. Cerca del escenario encontrarán un cartel con una cifra: 1598. Se
trata del año en el que la pieza se representó por primera vez. Al mirarla pensé: «Pues
sí, aquí seguimos, aguantamos, Shakespeare sigue con nosotros, haciendo el tonto
para que podamos reír a gusto». En definitiva: se trata de una interpretación muy
animada, no tan buena como la de Macbeth, pero es comprensible: al escribir Las
alegres casadas de Windsor Shakespeare tampoco se proponía sonar grandioso. La
obra es una mascarada, con toques, aquí y allí, de buena poesía bucólica, alegre.
La tercera obra a la que voy a acompañar al querido oyente se titula, como ya le
he avanzado, La mirada sobre el Rin. En las dos ocasiones precedentes no tuve que
explicar las tramas, porque todo el mundo conoce las historias de Shakespeare. No es
el caso de La mirada sobre el Rin; esta obra exige unas palabras de presentación.
Bien, aquí están: «Es pura propaganda». Por sensibilidad y por principios suelo estar
contra las obras de propaganda. Sé perfectamente que Hitler también está tratando de
convencer a todos los ciudadanos del mundo de sus bondades y de su victoria segura,
pero me resisto a pagar el precio de la entrada para escuchar a actores y a actrices
infrautilizados rogándome que escuche su «mensaje». Debo reconocer, sin embargo,
que a veces la propaganda arrastra con ella algo de inteligencia y no poca humanidad.
Y esta obra es un buen ejemplo. La acción transcurre en el salón de la casa de una
anciana estadounidense, una mujer rica y todavía temperamental. Su hijo vive con
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ella, se trata de dos personas civilizadas, decentes, amables, inteligentes…
impregnados de una pátina de seguridad. La obra se sitúa en los años treinta, Europa
está empezando a gestar el desastre actual (por decirlo de alguna manera), en casa de
la anciana viven también dos refugiados: un conde rumano y su esposa. Pero al
levantarse el telón sorprendemos a la anciana en un estado de gran excitación. Su hija
se ha casado con un caballero alemán, y el matrimonio está a punto de hacerle una
visita. Enseguida nos damos cuenta de que el conde rumano no es trigo limpio, tiene
amigos en la embajada nazi de Washington y va necesitado de dinero. Ya estamos al
corriente de todo esto cuando el matrimonio llega de Alemania. La hija es
encantadora, sus hijos son monísimos y se ganan de inmediato el corazón de la
abuela. Pero ¿y el marido alemán? ¿Por qué se ha decidido a venir de visita a los
Estados Unidos? Es un hombre reservado y cauteloso, el rumano percibe todo esto, lo
vigila estrechamente, y decide que es la víctima perfecta para intentar un chantaje. Y,
efectivamente, el intrigante rumano está en lo cierto: el esposo alemán es también el
cerebro de una organización antinazi, y ha venido a Estados Unidos no solo para
visitar a su suegra: pretende además recaudar fondos para combatir a Hitler en suelo
alemán. El rumano no se anda por las ramas y le chantajea abiertamente, asistimos a
una serie de escenas muy tensas en las que se involucra a todos los habitantes de la
casa. Finalmente, el alemán, firme luchador contra Hitler, mata al villano rumano
después de un forcejeo junto al sofá del salón. Los problemas de Europa se han
arrastrado hasta una casa estadounidense: madre e hijo no eran tan invulnerables
como pensaban. Cuando se entera de lo que ha sucedido, la anciana se pone de parte
de su yerno, aprueba el asesinato (aunque no sea una acción muy civilizada), y decide
ayudarlo económicamente para que pueda escapar y regresar a Alemania. Cuando la
obra termina la anciana se prepara para enfrentarse a la policía y justificar por qué el
cadáver de su huésped rumano está dentro de su automóvil (es allí adonde lo han
arrastrado y donde esperaban mantenerlo escondido).
Este es, a grandes rasgos, el argumento de La mirada sobre el Rin. Se trata de una
obra compleja, ciertamente emocionante y por momentos muy distraída para el
espectador. La actuación es de primer orden, en especial la de la señorita Athene
Seyler en el papel de la anciana temperamental. No voy a decirles que se trata de una
gran obra, no lo es, pero afronta con valentía problemas cotidianos que afectan a
personas de carne y hueso. Desde un punto de visto moral se trata de una obra sutil:
el rumano, por ejemplo, no es un villano de una pieza, ni mucho menos. Es otro más
de esos sujetos, tan ambiciosos como débiles, de los que se aprovechan los nazis para
emplearlos como espías y agentes por todo el mundo, sin ni siquiera pagarles por el
trabajo. Estoy seguro de que esta obra mantendría tensa la atención del oyente.
También estoy seguro de que le fascinarían los nietos alemanes de la anciana; no
siempre entendería lo que dicen, pero el resto de personajes en el escenario tampoco
logran entenderles siempre.
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Justo al salir del teatro, las oscuras calles de Londres por las que avanzamos nos
recuerdan que vivimos en una ciudad en guerra. Así que volvamos un momento al
Teatro Piccadilly, regresemos a Macbeth. Aunque el reloj nos diga que la función ya
ha terminado, nadie puede impedirnos que la revivamos en nuestras mentes. John
Gielgud, en el papel de Macbeth, está solo en el escenario, metido en la enorme
trampa en la que se ha convertido ese castillo, y está empezando a declamar su
famoso monólogo: «¿Es una daga lo que veo delante de mis ojos?»… Como casi
todos los escolares de Inglaterra han intentado memorizar y recitar este pasaje
(muchas veces parodiándolo), casi lo hemos vaciado de sentido. Pero ¡abra ahora
bien los oídos! Porque Gielgud lo está recitando, palabra a palabra, convencido. Está
viendo la daga que se materializa en su mano, y sabe que la violencia que contiene
está formada con la misma sustancia despreciable que las terribles brujas.
Bueno, el reloj ha marcado la hora, llegó el momento de que nos separemos. La
entrada a la estación subterránea de Piccadilly brilla tenuemente, tiene la forma de un
gusano, debo descender allí para regresar a casa. Usted lo tiene mucho más sencillo
para regresar a la India, le basta con apagar la radio. Volveremos a vernos el mes que
viene. Todo está en orden, todo irá bien.
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YEATS Y ELIOT
V. K. Narayana Menon, El desarrollo de William Buder Yeats
T. S. Eliot, «Little Gidding»
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He estado releyendo y pensando en Yeats conducido por un ensayo admirable que
se acaba de publicar sobre él. Su título es El desarrollo de William Butler Yeats, y su
autor es un escritor indio: V. K. Narayana Menon. Ya les mencioné al señor Narayana
Menon el mes pasado, al hablarles de un espectáculo de música india que se
representaba en Londres, quizás recuerden que él era uno de los músicos. Pues bien,
Narayana Menon no solo es músico, también es un estudioso de la literatura más
exigente, y lo cierto es que su ensayo sobre Yeats es de primer orden. El libro está
bien documentado, está escrito con elegancia y sus juicios son certeros.
Le advierto de antemano que todo lector de los poemas de Yeats que se adentre en
el estudio de su vida se encontrará con varias sorpresas. Yeats es un autor que fascina
a los lectores más modernos, pero en su carácter y en sus intereses había algo
decididamente arcaico, por decirlo de alguna manera. En distintos periodos de su vida
creyó (o creyó a medias) en la influencia de los astros, en los rosacruces, en la magia,
en las hadas y en los hechizos, participó en sesiones de espiritismo e incluso
desarrolló su propio sistema esotérico, al que bautizó como «la Gran Rueda». Yeats
no se limitó a las creencias ocultistas europeas, también persiguió la sabiduría de
Oriente; invitó a un vidente oriental a Dublín, y cuando terminó la entrevista parecía
convencido de que las esculturas primitivas contienen la respuesta profunda y
definitiva a los enigmas que plantea el universo. Quizás tuviese razón, pero no se
detuvo allí, siguió buscando y, cuando se enteró de que es una costumbre gitana muy
arraigada llevarlas en el bolsillo, encontró respuestas igual de definitivas y profundas
en las espirales que dibujan las caracolas marinas. Yeats ponía al mismo nivel las
revelaciones del sabio oriental que las caracolas de la buena suerte. Para un
observador imparcial parece evidente que Yeats carecía de las más elemental
capacidad de discriminar, y que el entusiasmo de la novedad era para él una fuerza
mucho más poderosa que el conocimiento crítico. No puede dudarse de que Yeats era
muy agudo cuando juzgaba a sus rivales poéticos, pero cuando se trataba del mundo
esotérico se le nublaba la capacidad de discernir.
En su estudio, Narayana Menon constata esta inclinación de Yeats y en lugar de
disimularla o de disculparla la expone abiertamente, aunque evita ser cruel. El autor
está convencido de que Yeats es un gran poeta, y no solo admite que se dejaba llevar
por la inspiración, como la mayoría de sus críticos, también señala que sus facultades
poéticas le exigían alimentarse de fantasías esotéricas para ponerse en marcha. El
genio de Yeats solo creía a medias —nos dice el autor— en el artilugio arbitrario de
la Gran Rueda, pero le ayudó a inspirarse para componer algunos de sus mejores
poemas. En este libro Narayana Menon investiga con rigor algunas de las mayores
complejidades de la naturaleza humana. La opinión sencilla es que la creación sólo
puede proceder de la sinceridad. Sin embargo, los hechos no siempre demuestran que
esto sea así. Lo que no es sincero, lo que es sincero a medias, a veces puede
contribuir a su debido momento a inspirar a un poeta. Y no puede dudarse que
jugaron un papel decisivo en el curioso caso que nos ofrece Yeats.
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Voy a tratar, con ayuda de Narayana Menon, de ilustrarles mejor el ejemplo que
nos ofrece Yeats. Para empezar quiero leerles un breve poema titulado «La segunda
llegada». Es un poema violento y sombrío, y no apreciarán en él ni un gramo de
melancólico crepúsculo celta. Yeats lo escribió en los años veinte, y parece contener
una profecía sobre la inminente maldad que el nazismo y el fascismo iban a
desencadenar sobre Europa. Se trata de una obra que pertenece a la imaginación
creativa, y por lo tanto no tiene sentido acusarla de «insinceridad», pero cuando
termine de leerla examinaremos las condiciones mentales bajo las que se escribió el
poema, y quizás no nos parezca una obra del todo «sincera». «La segunda llegada»
(la primera llegada fue, evidentemente la de Cristo, cuya cuna en Belén se menciona
en uno de los últimos versos) se abre con la imagen de un halcón que huye, símbolo
de una civilización, la occidental, que se nos está yendo de las manos.
Yeats nos advierte que la época de la cristiandad (cuya imagen es la de una cuna
meciéndose) será reemplazada por un periodo áspero y despiadado, donde los
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hombres no tendrán otro remedio que vivir a la deriva. Esto es lo que nos dice el
poema, y no tenemos otro remedio que reconocer que su oscura profecía ha resultado
ser cierta. Pero quizás ustedes repararon, mientras recitaba el poema, en estas
palabras: «Spiritus Mundi». Por si acaso, repetiré los versos:
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comparto el misticismo cristiano con el que se adorna ni mucho menos la confianza
que exhibe en los poderes curativos del sufrimiento; pero cada vez que lo leo siento
que sus textos son los de un hombre auténtico, que suena como un lector responsable
y profundo. La estatura y la autoridad de Eliot se han incrementado desde que
escribió La tierra baldía. Desde entonces debemos considerar a Eliot como un
maestro de la poesía, que sabe lo que quiere decir y cómo decirlo. La semana pasada
publicó otro poema decisivo; se titula «Little Gidding», y es la conclusión de una
serie de cuatro extensas composiciones a cada una de las cuales Eliot ha puesto el
título de un paraje distinto; a las tres anteriores las tituló: «Burnt Norton», «East
Coker» y «The Dry Salvages». Para orientarles, les diré que Little Gidding es un
pueblo situado al este de Inglaterra; el único suceso conocido que ha ocurrido allí
tuvo lugar durante el reinado de Carlos I, cuando un puñado de entusiastas religiosos
se reunieron y construyeron una capilla por sus propios medios. Da la casualidad de
que yo he estado allí, puedo dar testimonio de que se trata de un paraje remoto ahora
abandonado, rugoso como una cáscara (como una cáscara vacía, me atrevería a
decir), y recuerdo haber experimentado en prosa las mismas emociones que Eliot
transforma ahora en verso con el «fuego» de la poesía:
Esta referencia a la «lengua de fuego» alude al que bien podría ser el motivo
principal del poema: el misterio cristiano de Pentecostés. Se trata de un pasaje de los
evangelios en el que se cuenta cómo doce lenguas de fuego descendieron y se
posaron sobre la cabeza de los doce apóstoles para transmitirles el don de lenguas. El
poeta viene a decirnos que la angustia de nuestras vidas se desvanecerá cuando nos
demos cuenta (y aceptemos) que la quemadura del dolor y la quemadura del amor son
inseparables. Solo entonces, al asumir esta profunda sencillez, nos daremos cuenta de
que todo va bien.
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Este misterio cristiano se encarna en el poema de Eliot en el pueblo olvidado de
Little Gidding, donde en el pasado la emoción de construir una capilla encendió las
llamas:
Es pronto para alcanzar un juicio definitivo, pero en estos poemas escucho una
voz más auténtica que la de Yeats cuando emplea una elevadísima retórica para
convocar a sus monstruos. Quizás no estamos siempre de acuerdo con lo que dice la
voz de Eliot, pero podemos confiar en ella, está hablando con franqueza, de cosas que
existen y que conoce bien. Espero que un día este maravilloso poema se propague por
todo el mundo. Me parece la corona, el logro más alto, de la poesía de Eliot.
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LYTTON STRACHEY
La reina Victoria • Elizabeth y Essex
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el mismo tratamiento en un trabajo de largo aliento, de manera que pasamos mucho
más tiempo con el personaje. Strachey nos presenta un desfile de personalidades
desde su nacimiento hasta su muerte, en medio registra y expone toda clase de
fortunas y vicisitudes, pero el lector (el modesto lector) no se queda mirando la
procesión desde lejos, sino que de repente se descubre participando en el desfile,
relacionándose con la realeza, los estadistas, los cortesanos y los subalternos… con
un beneficio añadido que no procura la proximidad física: también somos capaces de
escuchar sus pensamientos.
Todo esto es nuevo en el género biográfico. A nadie se le había ocurrido antes (o
no lo había conseguido), y muchos lo han intentado después con suerte desigual. Me
atrevo a especular que uno de los motivos del éxito de Strachey (al margen, por
supuesto, de su genio) se debe a la época en que escribió el libro, que coincide con el
extraordinario auge de la psicología. Lo escribió en un momento en el que la gente
estaba realmente interesada en el inconsciente, en los motivos ocultos de las acciones,
en la visión de la naturaleza humana que se desprendía de las especulaciones de
Freud. No estoy sugiriendo que Strachey fuese un científico, sencillamente era
sensible a lo que estaba sucediendo a su alrededor; la atmósfera que todos respiraban
él mismo la inspiró, la metabolizó y la expiró transformada en arte. El desarrollo de la
psicología de su tiempo le ayudó a construir personajes históricos más reales. El
talento de Strachey sobresale cuando aborda personajes complejos y sutiles como
lord Melbourne o Disreali, pero, si lo pensamos bien, todavía tuvo más éxito cuando
se la ve con caracteres que a primera vista parecen más sencillos, y sin embargo
ocultan sorpresas, como sucede con la mismísima reina. Lo cierto es que Strachey
devana las contradicciones de esa mujer con paciencia y malicia. Se interna en el
ambiguo terreno en el que terminaba el cargo público y empezaba la mujer privada.
Sabemos que a la reina no le gustaba nada el señor Gladstone. ¿Le habría complacido
más Lytton Strachey? Estoy casi seguro de que le hubiese caído bien; pese a la ironía
y a la irreverencia de su prosa, sin duda le halagaría que hubiese captado tan bien
tantos rasgos de su personalidad.
Si usted se acerca a este libro obtendrá un doble provecho. Por una parte se
instruirá (puede confiar en el entramado histórico), y por otra disfrutará de un placer
parecido al que se desprende de leer una novela. Se sentirá en medio de los
personajes y podrá escuchar lo que dijeron. En cierto sentido llegará a conocer a la
reina mejor de lo que ella llegó a conocerse nunca a sí misma, pues no disfrutaba de
una mente introspectiva, ni de alguien tan inteligente como Strachey que la estudiase
a distancia. Lo repito una vez más: con La reina Victoria Strachey inventó una nueva
manera de escribir biografías, absolutamente acorde con su época.
Quiero aprovechar para responder a una de las objeciones que se hacen con más
frecuencia a Strachey: «¿Escribió alguna vez en serio?». Es una pregunta que se
repite mucho, y que se pronuncia con un tono que va desde el disgusto hasta el
reproche. Y bien, ¿escribió alguna vez Lytton Stratchen en serio o era simplemente
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un hombre muy dotado para la observación, que empleó su talento para burlarse de
las personas y satirizar sus esfuerzos? Les seré franco: Strachey no estaba interesado
en la justicia social, y sé que para muchos escritores y lectores actuales ser «serio» se
reduce a ser capaz de abordar este asunto. Pero Strachey tampoco era un cínico: creía
en el ingenio, en los buenos modales aristocráticos y en el buen gusto, y se mostraba
implacable en la búsqueda de la verdad. Si nada de esto les parece suficiente para
considerarlo un autor «serio», permítanme agregar que también creía en la lealtad
entre los seres humanos. El afecto constante entre dos personas siempre le conmovió.
Cuando trata acerca de dos personas que durante años se dedican a cuidarse
mutuamente, su prosa se vuelve afectuosa, la calidez le brota del corazón. De allí que
reconozca como lo más valioso de la vida privada de la reina su devoción por el
príncipe consorte y la manera en que conservó su memoria. La reina empezó a amar
al príncipe cuando era un joven apuesto, atravesó feliz los años de matrimonio, y en
las desolaciones de la viudez encontraba alivio recordando sus vivencias compartidas
y tantos años de fidelidad. Lytton Strachey se dio cuenta del valor de este vínculo, lo
preservó de la frialdad de su ironía, y logró que este episodio destaque y brille por sí
mismo. Cuando nos habla de esta prolongada relación, que dominó la vida interior de
la reina Victoria, Strachey escribe completamente en serio, se nota que es una
emoción que entiende perfectamente. Es cierto que cuando estos sentimientos
llevaron a la reina a extremos absurdos, en especial durante el periodo de luto,
Strachey no deja de relamerse con ellos, pero en conjunto muestra un gran respeto a
esta inclinación afectiva de la reina.
Como estilista Strachey está a un nivel maravilloso, de primer rango. Puede
narrar con una solemnidad contenida, puede contar historias en un tono divertido,
puede entregarse a altos vuelos poéticos… da igual: haga lo que haga, nunca deja de
ser él mismo, en todas las páginas reconoce uno su impronta. Voy a incidir en uno de
los alientos poéticos más memorables del libro, el famoso párrafo final, en el que
describe la muerte de la reina. Está a punto de abandonar de golpe al personaje que lo
ha ocupado tanto tiempo, y parece como si sostuviese el cuerpo de la reina con
ternura y lo depositase sobre una marea en retirada que fluye en dirección contraria al
sentido natural del tiempo, de manera que la vemos desaparecer entre las nieblas de
su nacimiento. Voy a leerles este pasaje, trataré de hacerlo lo mejor que pueda:
Dos días antes, las noticias de que el fin estaba cerca se hicieron públicas, y una intensa aflicción se extendió por
la superficie de todo el país. Parecía que la naturaleza iba a sufrir una reversión monstruosa, que todo su curso
quedaría alterado. El pueblo no recordaba un momento en el que no hubiese estado bajo el reinado de la reina
Victoria. La presencia de aquella mujer se había convertido en una parte indisoluble de su esquema vital, de la
estructura de su mundo, por ese motivo el pensamiento de que podían perderla tenía contornos fantásticos. La
propia reina yacía ciega y silenciosa, parecía despojada de pensamientos, como si la mente entera se hubiese
deslizado en el olvido. Sin embargo, tal vez en las cámaras secretas de su conciencia la reina seguía albergando
pensamientos. Quizás su mente menguante convocó de nuevo las sombras del pasado y las veía flotar en su
conciencia, quizás regresaron visiones borrosas del extenso territorio de su memoria, quizás se pasaba las horas
recorriendo de un extremo a otro la nube de los años, remontándose cada vez más atrás en el tiempo, hasta
alcanzar los bosques tocados por la primavera de Osborne, llenos de prímulas, a lord Beaconsfield, al porte y a la
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extravagante ropa de lord Palmerston, a la cara de Albert y a su uniforme azul y plateado, al barón entrando en la
sala por una puerta señorial, a lord Melbourne soñando en Windsor entre los grajos que graznan entorno a los
olmos, al arzobispo de Canterbury rezando de rodillas y a la suave voz de su tío Leopold en Claremont, el reloj
que su padre escondía en el caparazón de una tortuga y la alfombra amarilla y los volantes de muselina, y los
árboles amables, y la hierba de Kensington.
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MARK TWAIN Y LA INMADUREZ
Mark Twain, Tom Sawyer, Huckleberry Finn
Van Wyck Brooks, La prueba de Mark Twain
Solo he visto tres de los grandes ríos del mundo: el Nilo, el Danubio y el Ganges.
Si me dieran la oportunidad de ver un cuarto sin duda eligiría el Mississippi. Es más
que probable que al llegar a la orilla del Mississippi me desilusionase, que encontrase
el gran río un tanto aburrido y previsible. Pero seguirá siendo un río romántico para
mí, me bastará con recordar las páginas del escritor estadounidense donde escuché
hablar por primera vez de él, las páginas de Mark Twain.
Twain se hizo un nombre como comentarista de sociedad; sus artículos estaban
empapados de un humorismo bastante amargo, pero ahora le recordamos más por sus
ficciones, en las que el Mississippi quedó inmortalizado. Hace apenas cien años
Twain jugó en las aguas del río, nadó y pescó en él, flotó sobre una canoa o una balsa
cuando era un niño pequeño y, cuando creció hasta convertirse en un joven algo
áspero, trabajó un tiempo como piloto de unos de los barcos de vapor que recorren el
Mississippi. Estas experiencias tempranas se imprimieron con fuerza en su mente, y
sus mejores libros son aquellos donde se dedica a recordar su infancia traviesa y su
juventud obstinada. Twain pertenece a esa clase de escritores que mejoran cuando se
deciden a recordar su infancia; Wordsworth (un artista tan distinto a Twain en todo lo
demás) pertenece a la misma especie.
Incluso su seudónimo (Mark Twain) pertenece a sus vividas experiencias
juveniles en el río. Su verdadero nombre era Samuel Clemens, pero adoptó como
seudónimo uno de los gritos en clave que usaban los pilotos del Mississippi: «Mark
Twain», que se usaba para advertir que en ese tramo las aguas ya eran lo bastante
profundas para que el barco pudiera avanzar con seguridad. De manera que «Mark
Twain» era un grito empleado por los que trataban de ganarse la vida sobre el lomo
del enorme río indomable, mucho antes de referirse al conferenciante internacional
que, armado con su cáustico humor, tomó por asalto el mundo anglosajón para
provocar irrefrenables carcajadas a los miles de oyentes medio educados que
constituían su auditorio.
Les seré sincero: sus bromas están envejeciendo mal. La filosofía de Twain sobre
la vida es un tanto basta, pero, por fortuna, las aguas del río siguen fluyendo. El
pretexto para dar esta charla es el siguiente: se acaban de reeditar los dos libros más
famosos que Twain escribió sobre el Mississippi: Tom Sawyer y Huckleberry Finn. O
mejor dicho: estas dos ficciones serán publicadas en breve en un único volumen a
cargo de Everyman y constituirán un mapa utilísimo del gran río. Ambos libros son
un producto genuinamente occidental; no creo que sean muy conocidos en la India,
pero quizás podrían interesarles. El mejor de los dos, a mi juicio, es Tom Sawyer. Se
trata de un libro protagonizado por niños, pero no es exclusivamente para niños. La
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novela trata de evocar la infancia sentida como algo eterno. La disfrutarán sobre todo
si, como les pasa a mí, les toca la fibra un tipo de literatura que, si bien no es
excelente, pues en ella se aprecian las costuras y los defectos, se las arregla para
funcionar. En este caso Twain consigue llevarnos de regreso a esa infancia que evoca.
En este libro encontraremos muertes y persecuciones y un tesoro oculto;
hallaremos la soledad liberadora en una isla y experimentaremos la mezquindad que
se acumula en una escuela dominical. Destacaría una escena prodigiosa en la iglesia
en la que Tom y su amigo Huckleberry Finn asisten a su propio funeral, y otra escena
muy emocionante, hacia el final de la novela, cuando Tom y la niña Becky se pierden
en una cueva gigantesca. Aparecen esclavos negros, hombres perversos y remedios
casi olvidados: el lector, aprenderá, por ejemplo a librarse de las verrugas en la mano.
Tom dice: «Juego tanto con las ranas que siempre me salen verrugas. A veces me las
quito frotándolas con una alubia». A lo que Huck responde: «Sí, la alubia está bien,
yo también lo he probado». Pero Huck prefiere restregarse la piel de un gato muerto,
y justo tiene a uno agarrado por la cola mientras habla con su amigo. Quiero que
escuchen la receta exacta de Huck para librarse de las verrugas:
¿Por qué no coges a tu gato y te vas al cementerio? Seguro que ayer enterraron a algún malvado. Ve antes de
medianoche y cuando sea ya medianoche aparecerá un demonio, quizás acompañado por dos o tres más, pero tú
no podrás verlos, solo les escucharás hablar en un sonido que se parece al viento. Acércate a la tumba del pobre
desgraciado, retuércele el pescuezo al gato y lo arrojas sobre la tumba mientras dices: «El diablo sigue al cadáver,
el gato sigue al diablo, y las verrugas siguen al gato, ¡es mi palabra contra la suya!». Esto acaba con cualquier
verruga.
Después de esto, los chicos, en efecto, se llevan aun gato al cementerio, y solo les
diré que el resultado es melodramático. También les avanzo que, como en cualquier
cuento de hadas estadounidense, en un momento dado los dos amigos se vuelven
extraordinariamente ricos, pero al final el oro que han conseguido se revela de
mentira, un oro de fábula, como debería ser también el oro de los adultos, y
enseguida vuelven a ser pobres y felices, sucios y traviesos, como siempre. Ninguno
de los dos muchachos crece durante el tiempo que dura la novela, y sabemos que el
propio Mark Twain se quejaba de que por dentro seguía siendo un niño. Twain
detectaba (y nosotros también podemos apreciarlo en sus páginas) los rasgos de
inmadurez de su carácter, que los psicoanalistas han analizado a partir de sus textos.
Estoy totalmente a favor de que el psicoanálisis analice lo que le venga en gana,
que se aproveche de cualquier manifestación escrita, incluso de la literatura. A
menudo nos ayuda a imaginar los motivos por los que un escritor escribe como
escribe. He leído un libro tan interesante que me atrevo a recomendárselo; se titula:
La prueba de Mark Twain. Su autor se llama Van Wyck Brooks y su tesis es que la
personalidad de Mark Twain jamás llegó a madurar. Durante un breve periodo, el que
pasó como piloto de un barco de vapor, estuvo buscándose a sí mismo, pero después,
ante las dificultades de la vida adulta, se replegó en sus dorados recuerdos infantiles,
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y para garantizar este estado de inmadurez se casó con una mujer tan posesiva como
paternal. Ni cuando era un joven en busca de trabajo ni como esposo Mark Twain
logró madurar, y su mundo mental se quedó atrapado en las emociones de la infancia
hasta su muerte.
Creo que hay algo de cierto en esta hipótesis. La prueba de Mark Twain me ha
parecido un libro sólido y riguroso, y al menos no nos repite por enésima vez el rollo
del complejo de Edipo. Pero eso no basta para explicar la animadversión que los
psicoanalistas sienten hacia Twain. ¿Por qué lo riñen tanto? ¿Por qué suenan tan
irritados? Es un espectáculo asombroso comprobar, página a página, lo indignado que
Van Wyck está con su objeto de estudio. Hay algo de absurdo en este ensañamiento,
quizás el libro explique las bases psicoanalíticas de por qué Twain escribió Tom
Sawyer y Huckleberry Finn, pero no solo no nos explica sino que parece desdeñar los
motivos de por qué son libros tan buenos. Siempre pasa lo mismo: en cuanto nos
alejamos de las «causas» por las que se escribió un libro y empezamos a evaluar sus
méritos, el psicoanálisis se revela como una herramienta inútil y nos vemos obligados
a recurrir a las viejas herramientas de la crítica.
Enseguida voy a leerles un pasaje algo extenso de Huckleberry Finnr, estoy
convencido que mientras lo escuchan emplearán de manera instintiva los recursos que
maneja la crítica convencional para decidir si el pasaje es bueno o malo. Huckleberry
Finn se considera la secuela de Tom Sawyer, Twain escribió este segundo libro años
después, tiene un estilo más suelto, más periodístico, pero el relato vuelve a ser
inolvidable. Huck (el mismo muchacho que se curó unas verrugas con la piel de un
gato muerto) ha crecido y ahora es un narrador distraído. Pero justo en la mitad del
libro hay un pasaje maravilloso: el chico navega río abajo sobre una balsa en
compañía de un esclavo negro que está huyendo de su amo, y la prosa se transforma
en algo alegre, natural, amable y humano. No me entretengo más, aquí está el pasaje;
si ustedes conocen la prosa de James Joyce quizás les divierta descubrir aquí una
especie de premonición inocente de las célebres cadencias de Ulises:
Pasaron dos o tres días con sus noches, creo que podría decir que pasaron como se nada: tranquilos, suaves y
hermosos. El río acompasaba nuestra manera de pasar el tiempo, por momentos el caudal parecía monstruoso, casi
una milla y media de ancho. Atravesamos corriendo las noches, y nos demorábamos durante el día. Cuando se
hacía de noche dejábamos de navegar y atábamos el barco y lo escondíamos entre la vegetación, para dormir
sobre el agua, que parecía muerta. Al amanecer nos dábamos un baño, para refrescarnos y limpiarnos, después nos
sentábamos en el fondo arenoso, donde el agua nos llegaba a la altura de la rodilla, y veíamos crecer el mediodía.
No se escuchaba nada. Como si toda la naturaleza estuviese dormida, menos las ranas. Las ranas eran los primeros
seres vivos que escuchábamos, y los primeros seres que veíamos al otro lado de la orilla. Lo que siempre veíamos,
lo que siempre estaba allí, era una especie de aburrida línea del horizonte, y el bosque al otro lado, contra el que
no se podía hacer nada. Un día la corriente del río se amansó, y su fondo pasó del negro al gris, se podían ver
objetos a la deriva, siempre muy lejanos, algunos tenían que ser embarcaciones o balsas. A veces nos llegaba el
sonido de un remo o de unas voces mezcladas. A veces la niebla descendía hasta el río como si quisiera
acurrucarse entre las aguas, que se vuelven rojas, y entran ganas de hacerse una cabaña en el bosque, pero al borde
de la corriente, aunque sea en la otra orilla. Después del cielo brota una brisa agradable, que te abanica fresca y
dulce, tan agradable de oler, pues trae el aroma de los bosques y las flores. ¡Entonces puedes pasarte todo el día
bajo el sol, entre los cantos de los pájaros!
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Un poco de humo no podía molestarle a nadie, así que pescamos unos peces y nos preparamos un desayuno
caliente. Después nos quedamos mirando la soledad del río, y nos relajamos un poco, y poco a poco nos fuimos
durmiendo.
De nuevo voy a serles sincero: este pasaje no contiene nada especialmente llamativo:
ni es muy inteligente ni nos deslumbra con sus destellos poéticos. Pero no me
nieguen que les ha transportado de inmediato hasta el Mississippi. ¿No han visto la
corriente del río, no la han sentido, no se han sentado a su orilla, no se han comido el
pescado? Seguro que ahora entienden perfectamente los motivos por los que quiero
visitar el Mississippi y por qué lo asocio con la dorada juventud.
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JAMES JOYCE
Harry Levin, James Joyce: Una introducción crítica
Una conferencia de T. S. Eliot sobre Joyce
Acaba de aparecer un nuevo libro sobre James Joyce. Los libros de Joyce no son
sencillos de leer y cuando uno los ha terminado no siempre está seguro de haberlos
entendido, de manera que una buena guía crítica es un regalo caído del cielo. Y este
libro da gusto recomendarlo. Lo ha escrito un joven erudito estadounidense, Harry
Levin; los estadounidenses están escribiendo una crítica excelente, sensible al detalle,
con mucho gusto. Hace poco recomendé un ensayo sobre Matthew Arnold que había
escrito otro joven estadounidense, Lionel Trilling, y ya sugerí que era la mejor
manera de acercarse a Arnold. Probablemente no pueda decirse lo mismo del libro de
Harry Levin; Joyce escribió una obra muy difícil, y quizás nadie diga nunca la
palabra definitiva, pero el libro de Harry Levin me ha servido de gran ayuda, y
cuando se trata de Joyce lo cierto es que necesito toda la ayuda posible.
¿Por qué? Para ser honesto: no termino de cogerle el truco. No soy capaz de
sintonizar con él. En sus textos pululan una serie de personajes que no suelen
interesarme: tipos agriados y vengativos. Lo cierto es que estos personajes no son un
obstáculo para que reconozca al gran artista que hay detrás de ellos, o por lo menos
no son un obstáculo mayor que el esnobismo y la neurosis para disfrutar del arte de
Proust. Pero si les ocurre como a mí, a quien la expresión literaria de la venganza y la
amargura agobia, estos personajes pueden ser un freno para la lectura placentera,
como suele serlo también el que del texto se desprenda una visión tan oscura de la
vida que no ofrece la menor rendija a la esperanza. Esta, más o menos, ha sido mi
experiencia al leer a Joyce. A veces el arte de Joyce me ha atrapado por completo,
pero nunca he podido retener en mi corazón lo que leía, y creo que el propio Joyce no
quiere que ni yo ni nadie establezcamos ese vínculo emocional con sus fábulas.
Joyce escribió cuatro obras importantes. Dublineses, un volumen de historias
cortas; Retrato del artista adolescente, que podría pasar por una especie de novela
autobiográfica; el famosísimo Ulises, y, finalmente, Finnegarís Wake, un libro muy
complejo que todavía no he abordado, aunque Harry Levin alienta a sus lectores a
darle una oportunidad. La extraordinaria reputación de este escritor descansa sobre
estas cuatro obras. No voy a dedicar mi charla de hoy a valorar estos cuatros libros,
no solo porque no tengo tiempo, también porque carezco de recursos para hacerlo; a
cambio voy a tratar de ofrecerles un dato poco conocido que quizás les ayude a
simpatizar un poco más con James Joyce.
El dato que quiero comentarles es que Joyce era un exiliado. Hoy en día estamos
en plena edad trágica de los refugiados, hay millones de ellos, pero el exilio de Joyce
fue distinto al de nuestros contemporáneos. Nadie lo expulsó de ningún sitio, él se fue
por su propio pie. De manera deliberada abandonó una triple herencia: su país, su
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religión y su idioma. Joyce había nacido en Irlanda, en Dublín, y abandonó su ciudad
y su país a los veintidós años para irse a vivir al extranjero. Diez años después seguía
hablando de Dublín con amargura, nunca dejó de burlarse de su país natal, voy a
leerles el fragmento de una sátira temprana:
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con los sentimientos, pero que expresa nuestras contorsiones íntimas con una
exactitud y un atrevimiento que por momentos brilla con una belleza genuina. Levin
lo ilustra así en su libro:
Los personajes de Joyce se mueven en el espacio, pero nunca se desarrollan en el tiempo. Parece como si
estuviesen esperando la ruina completa del universo, el tiempo final, cuando una llama lívida lo devore y se
declare el fin del mundo. Ulises es una novela mucho menos rica en hallazgos psicológicos sobre los personajes
que en brillantez técnica. Parece como si la ardiente intensidad del esfuerzo creativo que se impone Joyce no le
permitiese más que animar de manera muy fría a sus creaciones, que, por momentos, parecen estatuas. La prosa de
Joyce recorre la superficie del libro como un río de lava que ha cogido por sorpresa a los habitantes de una ciudad
antigua y les va dando alcance en el foro o en el templo, en casa o en el burdel, para incorporarlos a su cauce y
petrificarlos en las insensatas agonías de la parálisis.
Pese a que por momentos parece escribir desde el resentimiento, a Joyce le chiflaban
los juegos literarios. Es un escritor que parece en completa posesión de los recursos
del idioma, y el manejo lúdico de la lengua parece uno de sus intereses principales.
Joyce era un auténtico artífice de las palabras. En sus novelas aparece un personaje
que parece un trasunto suyo y al que llama Stephen Dedalus. Dedalus, en la mitología
griega, era el nombre del primer artesano, el mejor. Stephen Dedalus es el
protagonista de Retrato del artista adolescente, y también aparece como un
secundario muy importante de Ulises. Después de leer el libro de Levin no puedo
seguir negando que Joyce se interesa por lo que sus personajes hacen, y que estos
personajes tienen un aspecto real, lo que ocurre es que el autor se inclina a
caracterizarlos por medio de su actividad verbal antes que mediante un dibujo claro
de su personalidad moral. Por decirlo de otra manera: el trabajo de Joyce tiende a
parecerse a la música, y ese es uno de los motivos por los que me quedo encandilado
y un tanto desconcertado al mismo tiempo con su prosa.
No puedo remediarlo: me gusta que las novelas sean novelas, confío siempre en
que la novela aborde una serie de temas y trate sobre unos personajes. Cuando me
doy cuenta de que incluso la enfática condena de Joyce a la raza humana es algo
secundario en relación al despliegue musical del idioma (sus matices, las relaciones
entre palabras, el trasfondo semántico) me siento un poco decepcionado, y si el
asunto se prolonga empiezo a sentirme decididamente irritado. Pero se trata de un
sesgo personal del gusto, y lo cuerdo sería sobreponerse a él, curarse en casa en lugar
de salir a proclamar que el novelista no es lo bastante bueno por no hacer
exactamente lo que uno quiere. El buen lector debe recibir lo que el novelista quiere
darle y esperar a ver si también termina pareciéndole bueno, pero siempre en los
términos del autor.
Voy a leerles ahora unas frases de Finnegarís Wake, pero antes quiero ponerles en
situación. Dos lavanderas están junto a la orilla del Liffey, un río que baja caudaloso,
de aguas muy fluidas. Las palabras que componen el párrafo no pretenden describir
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esta escena costumbrista, sino que parten de esta situación para, por decirlo de alguna
manera, intentar convertirse en música verbal.
Can’t hear with the waters of. The chittering waters of. Flittering bats, fieldmice bawk talk. Ho! Are you not gone
a home? What Thom Malone? Can’t hear with bawk of bats, all them liffeying waters of. Ho, talk save us! My
fous won’t mous. I feel as oíd as yonder elm… Night night. My ho head halls. I feel as heavy as yonder stone. Tell
me of John or Shaum? Who were Shem and Shaun the living sons or daughters of? Night now! Tell me, tell me,
tell me, elm! Night, night! Telmetale of stem or stone. Beside the rivering waters, of, hitherand-thithering waters
of. Night.
Supongo que de alguna manera podría afirmarse que el pasaje anterior está escrito en
inglés. La mayoría de palabras que Joyce emplea se encuentran en los diccionarios,
pero en cuanto abandonamos el plano semántico nos vemos tentados a reconocer que
el pasaje no está escrito en inglés. Joyce no está planteando un juego literario
convencional, está jugando a otro juego: trata de desprender del idioma una música
secreta. Y bien pensado, ¿por qué no debería hacerlo? Cuando leemos a Joyce
debemos ser pacientes.
La recepción de la obra de Joyce está muy polarizada, es uno de los ejercicios
menos serenos de la historia de la crítica en Inglaterra. Por un lado están los lectores
que acusan a Joyce de escribir una literatura inmoral, por el otro lado están los
críticos que le defienden casi como una guardia pretoriana; en medio espera el
veredicto un público compuesto por lectores desconcertados. Muchas de las críticas,
por si fuera poco, se salen enseguida del terreno literario para abordar los problemas
de Joyce con Irlanda y sus litigios con la religión… Por suerte aquí llega Harry Levin
con su libro: un botiquín completísimo de primeros auxilios. En sus páginas
descubrimos la enorme deuda que, pese a su rechazo, Joyce mantenía con Irlanda y el
catolicismo. Aunque abandonó la ciudad y la fe, todas sus novelas transcurren en
Dublin, en un ambiente católico, jamás llegó a imaginar otro. Vivió durante años en
el continente, paso por París, Trieste, Zurich… nos sentimos inclinados a darle la
razón cuando nos aseguraba que se sentía ciudadano de Europa… Pero la verdad
persistente es que sus novelas están encerradas en Dublin. Tras abandonar la ciudad
Joyce aprendió muchas palabras nuevas, pero parece que no cosechó nuevas
experiencias, al menos no de las susceptibles de transformarse en literatura; los
postigos de su mirada artística se cerraron al abandonar su juventud dublinesa.
Joyce fue un artista de una especie parecida a la de Wordsworth: un sujeto que
vive con mucha intensidad la juventud y que el resto de su vida adulta depende de los
recuerdos que recolectó y de las combinaciones que estableció entre ellos. De alguna
manera nunca terminó de escapar de la ciudad que odiaba, y creo que como artista no
le hubiese gustado desprenderse por completo de ella. Tampoco se alejó por completo
de su religión. Es cierto que rechazó las doctrinas de sus maestros jesuitas, pero no se
deshizo de sus métodos, y parece que ni siquiera lo intentó. Su estrategia crítica con
la religión pasaba por la inversión de las categorías, por un empleo torcido de sus
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palabras, pero jamás se propuso en serio una apostasía completa; así se explica que
muchas de sus páginas suenen como blasfemias que ofenden al creyente practicante y
que a un lector como yo le parecen signos evidentes de malos modales.
El país rechazado, el idioma rechazado y la religión despreciada siguieron
fermentando en la mente de Joyce durante su exilio. Pero lo más importante para
Joyce fueron siempre las palabras, el corazón de su vida fue la escritura literaria, que
en más de una ocasión comparó con el misterio de la creación material. Era un
creyente convencido del arte por el arte, y fue capaz de integrar en un conjunto
artístico las realidades del mundo más convencionales; debemos recordar todo esto
cuando nos adentremos en sus libros, a mí al menos me ha ayudado a orientarme en
mi relectura de Ulises.
Hace unos meses T. S. Eliot dio otra charla, también para oyentes indios, sobre
James Joyce. Creo que su admirable conferencia produjo una impresión duradera en
los oyentes. Escúchenla si no lo han hecho ya. Nos aconsejó a los interesados que nos
encontramos en dificultades que empezásemos por Dublineses, que siguiéramos por
Retrato de un artista adolescente, y que solo entonces intentásemos abordar el Ulises,
dejando Finnegarís Wake para el final. Creo que si escuchan la conferencia de Eliot y
leen el libro de Levin disfrutarán de la orientación necesaria para adentrarse en un
autor como Joyce, que exige una preparación previa. Si nos sumergimos en sus
páginas como quien se deja tocar por la luz natural quedaremos boquiabiertos y
espantados, y es posible que, como tantos otros antes que nosotros, repitamos
estérilmente: «Nunca leí sobre cosas así en mi vida, está lleno de ridiculeces y
espantos», y quizás abandonemos el libro y la oportunidad de conocer a un artista de
primer orden.
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¿HA MUERTO LA NOVELA?
Desmond MacCarthy, Rose Maculay, Graham Greene y E.
M. Forster debaten sobre la muerte de la novela
James Hanley, La canción del marinero
Rex Warner, ¿Porqué me mataron?
La noche pasada asistí a un debate muy intenso en el Club Churchill. El tema era:
«¿Ha muerto la novela?». Es un asunto que me interesa debatir con ustedes, pero
antes de entrar en materia quiero contarles algo sobre el Club Churchill. Se trata de
una institución nueva, se fundó el año pasado, y el peso de la iniciativa la llevaron
estadounidenses afincados en Inglaterra. La mayor parte de los miembros del club
pertenecen a las fuerzas armadas; da igual que sean ingleses o estadounidenses,
hombres o mujeres, está abierto a todos, pero como las instalaciones del club no son
grandes se ha establecido un número máximo de participantes y se exige a los
candidatos a unirse al club que proporcionen alguna evidencia de sus intereses
artísticos y culturales.
La idea es ofrecer algo alguna sustancia intelectual en tiempos de guerra, un
espacio tranquilo donde las personas puedan conversar con calma, reunirse y
escuchar buenas charlas. He visitado el club en varias ocasiones, como invitado de
unos amigos estadounidenses, y reconozco que el clima que han conseguido es muy
agradable. Como les decía antes, las instalaciones son modestas, pero fáciles de
localizar; las actividades del club se celebran en un edificio antiguo cerca de la abadía
de Westminister. En el interior hay una escalera fantástica, de más de trescientos años
de antigüedad, diseñada por Iñigo Jones; el café se sirve en una buena bandeja y en
porcelana fina, y las habitaciones donde se fuma tienen los techos altos, están bien
proporcionadas y en ellas no escasean los objetos bellos y las antigüedades
auténticas. Se respira el espíritu del pasado inglés. ¿Les produce envidia? ¿O les irrita
tanta sofisticación británica? Bueno, da igual, voy a seguir de cualquier manera,
porque en el Churchill Club tuvo lugar ayer un debate que puede interesarle tanto
como a mí. El tema, como ya les he dicho, era: «¿Ha muerto la novela?».
En la presidencia de la mesa de debate se sentó Desmond MacCarthy, que pasa
por ser nuestro principal crítico literario. Tres personas más se sentaron con él, los
tres éramos novelistas. En representación de la generación más vieja asistimos Rose
Maculay y yo, y Graham Greene acudió en representación de la generación más
joven. Evelyn Waugh y Philip Toynbee también estaban anunciados, pero algo les
impidió venir. Las preguntas fueron formuladas por la presidencia y las discutimos
con la mirada puesta en el futuro de la ficción. Un ejemplo: nos preguntaron si el
auge de la biografía podía alejar a los lectores de las novelas, visto que esta clase de
textos cada vez se promocionan más. Ninguno de los tres estuvimos de acuerdo con
esta idea. La biografía y la novela trabajan en esferas diferentes: la biografía persigue
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(o debería hacerlo) la verdad de los hechos, mientras que la novela trabaja con
sucesos inventados, es un empeño creativo. Se trata de dos líneas de escritura lo
bastante distintas como para no tener que competir.
Otro asistente estaba preocupado porque según él la vida era cada vez «más
reglamentada, más restringida y más aburrida»; responsabilizaba de esto al así
llamado «progreso social», de manera que vaticinaba que los lectores abandonarían
las lecturas sutiles y recurrirían cada vez más a textos excitantes, plagados de
estímulos directos. Esta pregunta nos confundió un poco. En primer lugar no está
nada claro que el mundo vaya a estar cada vez más reglamentado y que vivir se
vuelva más aburrido cada año que pase. Pero, incluso si así fuese, ¿iban a encontrar
con facilidad los novelistas, o si se prefiere los dramaturgos, temas más «excitantes»
y «estimulantes» que los que abordan en la actualidad?
También se formularon preguntas más especializadas, del tipo: ¿quién es mejor
novelista: Jane Austen, George Eliot o Virginia Woolf? Cuando me tocó responder a
mí, me incliné por Jane Austen porque me parece que ejerció siempre un dominio
absoluto sobre sus propios recursos y sobre los asuntos de sus novelas, mientras que
Virginia Woolf a menudo tropezaba a causa del impulso experimental y tentativo de
las suyas, y añadí que, para mí, George Eliot es demasiadas veces mejor moralista
que artista. Estas afirmaciones movieron a Desmond MacCarthy a discutir sobre la
naturaleza del talento de Virginia Woolf, que según él se mueve mejor en la poesía
que en la novela; Graham Greene, por su parte, se puso a defender las cualidades
morales de la obra maestra de George Eliot: Middlemarch. Después se nos hizo una
pregunta sobre Proust, concretamente la siguiente: «¿No es perjudicial para los
novelistas jóvenes la enorme impronta que tiene Proust actualmente?». Respondimos
cosas distintas, unos dijimos que Proust no podía influir negativamente sobre nadie,
otros dijeron que Proust no tenía ninguna influencia sobre los novelistas más jóvenes.
Después vino una intervención interesante, a cargo del novelista Arthur Koestler,
que se contaba entre los asistentes. En otra charla ya les hablé de Koestler y de su
estupendo libro: Llegada y salida. Koestler tomó la palabra para señalarnos que la
indignación es uno de los estímulos básicos que conducen a un hombre a escribir
ficción. No estoy de acuerdo con Koestler. No niego que la indignación sea una
fuerza a tener en cuenta hoy en día para explicar algunas vocaciones, pero ni Trollope
ni Jane Austen ni Henry James, ni siquiera Charles Dickens, empezaron a escribir y
lograron las novelas que lograron gracias a la indignación. Cuando terminé esta
respuesta el reloj marcaba las nueve de la noche, tuvimos que levantar la sesión. Los
participantes habíamos defendido que la novela no estaba muerta y, aunque lo
estuviese, los asistentes se iban a casa con unas cuantas ideas sobre las que
reflexionar con más calma. La noche estaba clara y brillante y los miembros del
Churchill Club se dispersaron bajo un cielo estrellado.
Llegué a casa sin haberme desprendido de esta pregunta: «¿La novela sigue vive
o está ya muerta?». Para no responder en abstracto, he estado evaluando algunas
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novelas publicadas en fechas recientes. Y he decidido hablarles un poco de ellas. En
primer lugar mencionaré La canción del marinero, que como su título sugiere está
ambientada en el mar, su autor se llama James Hanley. También les citaré ¿Por qué
me mataron?, su autor se llama Rex Warner y ha escrito una fábula sobre el regreso a
la tierra de una especie de «Soldado Desconocido». Ambas novelas tienen cualidades
individuales y una vitalidad propia, pero veamos qué sucede si las situamos en el
marco de nuestra pregunta: ¿representan una supuesta decadencia de la escritura de
ficción?
Mi respuesta es clara: si forma parte del oficio de un novelista describir a los
individuos y contar una historia, ambas obras cumplen sobradamente con eso. Tanto
James Hanley como Rex Warner están haciendo bien su trabajo. Un rasgo común de
estos dos autores es que parecen muy interesados en algo que podría llamarse
«poesía» o, si se prefiere, la capacidad de fascinación verbal que puede desprender la
prosa. Al leerlos tenemos la impresión de que están escribiendo como hechiceros que
cocinan en un caldero unas hierbas mágicas; no se alejan de la vida humana tal y
como es, en sus páginas encontramos personajes bien dibujados y acciones con
sentido, pero la atmósfera es evocativa, como si todo el material novelesco nos
llegase envuelto en una bruma visionaria. Ya les hablé de este talento verbal y poético
cuando abordamos el estilo de Joyce. Es algo nuevo para la novela, no lo
encontramos en los prosistas Victorianos, pese a que parece directamente inspirado
por sus poetas. Estos novelistas nos recuerdan a otros poetas como Browning, y ahora
que lo pienso también a escritores como Carlyle, que era prosista, aunque historiador.
En la ficción, esta clase de hechizo o conjuro es algo nuevo y se está propagando en
muchos autores, se está volviendo un rasgo corriente, casi común. Algunos de los
críticos más jóvenes hablan de una revolución, mientras que los más veteranos
sacuden la cabeza en un gesto de desaprobación, así que ustedes tendrán que decidir
por sí mismos, sin ayudas categóricas.
Si me piden un veredicto propio tendré que empezar diciendo que La canción del
marinero expone una historia hasta cierto punto convencional: habla de un hombre
que no puede estar alejado del mar, algo que ya le ocurría a su padre. Padre e hijo
están condenados a lo mismo: a sentir una atracción irresistible por un mar que les
condena a la rudeza y al frío, a la intemperie y al desempleo, al desastre y a la muerte.
Pero nada de esto se desarrolla con claridad ante el lector. Se parece más a la visión
del relato que nos proporcionaría alguien que se está ahogando. No se trata de un
«error», sino de una decisión muy meditada: el objetivo de Hanley es transmitirnos
esa confusión, por ese motivo se decide a narrar los episodios más conmovedores de
su marinero protagonista fuera del orden temporal, de esta manera brillan esos
episodios como objetos aislados que han sobrevivido a un naufragio, casi los
sentimos rodeados de mar. El efecto es mágico; se trata de un libro notable, aunque su
lectura se vuelva por momentos algo monótona e insoportable, como puede serlo el
propio mar, por cierto; pero seguramente les mantendrá en vilo hasta su amargo final.
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Voy a leerles un pasaje en que el autor describe un submarino, pero antes voy a
pedirles que se fijen en esta técnica de hechizo verbal que empezó con D. H.
Lawrence, que desarrollaron Virginia Woolf y James Joyce y que ahora se ha vuelto
tan popular:
En lo profundo del mar, muy abajo, algo tenía una cita con el mar y con este barco y con los marineros que iban a
bordo. Era una especie de pez, su vientre era gris y negro, no se parecía a ningún pez que hayas visto antes, su
cabeza era más brillante que cualquier otra cosa que hayas visto antes. Puedes llamarlo pez de acero, o hierro
pisciforme. Su cuerpo está lleno de engranajes. Tuvo una cita con nosotros. No se parecía en nada a un animal
estúpido. No tenía boca, no hacía ruidos mientras nadaba, no podías oírle, no sabías si se acercaba. Su cerebro era
algo inaudito en la naturaleza. Al acercarse su ojo brillante se fija en el barco como el olfato de un tiburón en la
sangre, percibía desde lejos a todos los marineros que iban a bordo. Este pez era nuevo en el mar, era el terror y el
espanto de Dios, pero no podía aterrorizar a los hombres, por mucho daño que pudiera hacerles, pues estaba
fabricado por ellos.
Como han podido comprobar, esta descripción de un submarino es algo más que la
descripción de un submarino. Es una evocación lírica, casi visionaria, que pretende
instilarnos respeto (casi terror) ante el pez de acero, y que se prolonga en una
meditación sobre la naturaleza del mismísimo Dios. El párrafo es intenso, pero James
Hanley insiste en esta técnica en todas las páginas, incluso cuando describe la cola
que forman los desempleados. Podría decir muchas más cosas sobre esta novela, les
recuerdo el título: La canción del marinero, no les diré que fue una lectura muy
placentera, pero es evidente que eso no era lo que pretendía su autor al escribirlo. Sus
páginas han sido escritas para atrapar en ámbar, por así decirlo, visiones de
momentos trágicos.
Podría decir cosas bastante parecidas de la última novela de Rex Warner, ¿Porqué
me mataron? A primera vista la prosa es descriptiva y mucho más sosegada, pero la
narración es fantástica y se aleja de la tradición realista. El narrador es el espíritu de
un hombre muerto; acaba de ser asesinado en la guerra, la que estamos padeciendo
ahora mismo; en la novela lo encontramos en el interior de una catedral, junto a la
tumba del Soldado Desconocido. Un sacerdote que se acerca al altar puede ver al
fantasma y empiezan una conversación. Para el grupo de turistas que acaba de entrar
en la catedral el soldado muerto, por el contrario, es invisible. Los turistas conforman
un grupo variopinto: tenemos un caballero que viene del campo, muy conservador; un
joven engreído de buena familia; un profesor que se dedica a enseñar inglés a los
refugiados; un miembro de la Brigada Internacional que combatió en España y una
mujer que se ha impuesto un luto riguroso.
Aunque los turistas no pueden ver al fantasma él si puede entrar en sus mentes y
hablarles. A todos les hace la misma pregunta: «¿Por qué me mataron?». A medida
que el libro avanza entendemos con más claridad qué les está preguntado: al soldado
le gustaría que le explicaran el sentido de la doble visión que le sobrevino al morir:
por un lado vio una escena de mutilación (brazos y piernas destrozados), y por el otro
un amplio mundo de belleza lleno de oportunidades para todos. Si la de la muerte es
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la experiencia suprema que ha de atravesar una persona, ¿cómo deberíamos
interpretar esta visión? Los turistas responden como videntes a las preguntas del
fantasma; aprendemos mucho sobre sus vidas, que el autor entreteje sutilmente, al
tiempo que se nos presentan deformadas o empobrecidas por el continuo de guerras
que define nuestra época. Ciertamente, a menudo sus voces suenan más a discursos
escritos por máquinas que a individuos de carne y hueso, pero se trata de un efecto
previsto y buscado por el autor, de manera que no estoy de acuerdo con el asistente al
debate en el Churchill Club que defendió ayer que ¿Por qué me mataron? no es una
novela. Rex Warner consigue algo muy importante: que sus personajes sean creíbles;
uno de ellos incluso es casi memorable, me refiero al astuto trabajador que de niño
soñaba con recibir una buena educación pero que al crecer se limitó a preocuparse
por su salario y por sí mismo, con tanto egoísmo que ni siquiera quiso arriesgarse a
tener un hijo. Doy fe de que se trata de un personaje nuevo en la literatura inglesa y
que está escrito con una terrible eficacia. No quiero responsabilizar tampoco a Rex
Warner de la crueldad de la novela; se trata de un hombre que escribe desde una
comprensión humana amplia, esto es del todo evidente. El responsable de las
crueldades que aquí se describen es nuestro sistema de vida moderno, apuntalado en
la deshumanización industrial y en las técnicas de guerra contemporáneas.
A fin de cuentas, ninguno de los turistas interpelados, ni siquiera el hombre que
luchó con las Brigadas Internacionales en España, ni siquiera la mujer de luto que
parece familiarizada con la pérdida, pueden responder al soldado por qué murió y por
qué en el instante mismo de la muerte la vida terrenal, pese a su dolor y su fracaso, le
pareció tan valiosa. Solo el sacerdote está en disposición de ofrecerle una respuesta,
que no adelantaré, y con la que se cierra el libro. El sacerdote regresa a su altar y el
fantasma se aleja de la catedral.
Estas dos novelas, La canción del marinero y ¿Por qué me mataron? me
convencieron todavía más de que la novela no está muerta, aunque también
afianzaron una sensación que no me sacudo de encima: es muy improbable que la
novela actual repita los grandes triunfos del siglo XIX. Al menos no parece capaz de
igualar el genio de sus personajes y de sus tramas. La novela actual mira en otra
dirección: se está volviendo fantástica, más meditativa, más preocupada por los
efectos fascinantes del lenguaje. Las novelas actuales aspiran a sonar como conjuros.
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SENTIDO Y SENSIBILIDAD
Jane Austen, Sentido y sensibilidad • Alun Lewis, «Orange
Grove»
L.H. Myers • Denis Gray Stoll, Comedia con cadenas •
Kumara Guru, Sombras de la vida
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literaria centrada en la «clase media». Nunca abandonó esta torre de marfil. Y pese a
todo (o gracias a ello) se convirtió en una de nuestras mejores novelistas.
Les sugiero ahora que pensemos en ella justo cuando acaba de cumplir los
veintidós años; se trata de una chica inexperta, pero que conoce ya bien el terreno que
pisa; se pasa los días parloteando en la rectoría de Hampshire, implicada en pequeñas
obras de caridad, visitando a las familias cercanas, fantaseando en maridos y
pensando en mundos lejanos que para la joven Austen bien podían ser las familias de
la misma región que todavía no conocía, con eso le bastaba. Quizás en uno de estos
paseos Austen se dio cuenta de que las familias (incluso aquellas que compartían la
misma situación social que la suya) no siempre son tan amables ni están tan alegres
como la suya. ¿Y si escribe sobre esas familias para burlarse de sus ambiciones y
enfados? Sí, un relato de ficción, satírico, que pueda leer al atardecer, en casa, a sus
padres y a sus hermanos. El resultado de este proyecto es una novela epistolar que
titula Elinor y Marianne. Elinor es la personificación del buen sentido, y la escritora
en ciernes se admira ya de haber concebido a este personaje, lo llama «mi Elinor».
Marianne, la hermana menor de Elinor, es menos estable, hoy diríamos que es más
romántica, y también que es más amable que su hermana; en la novela personifica la
sensibilidad. Austen escribe esta novela incipiente en 1877. Pasan algunos años,
Austen encuentra tiempo para reescribir este primer borrador en una forma narrativa
menos artificiosa que las cartas, y la publica en 1811, con un nuevo título que se hará
famoso: Sentido y sensibilidad. Es este texto es el que se retransmitirá para ustedes.
Sentido y sensibilidades la primera de las seis grandes novelas en las que se
sustenta la reputación de Jane Austen. Cuando la escuchen les recomiendo que
recuerden que se trata de una novela escrita para complacer al círculo familiar más
íntimo, y que los personajes más ridículos, incluso desagradables, que aparecen en
ella, como la señora Jennings, o Lucy Steele, o John Dashwood, el medio hermano de
las niñas, debieron de provocar enormes carcajadas alrededor de la chimenea de la
rectoría.
El fuego que arde en estas novelas se apagó hace mucho tiempo. Jane Austen
describe en sus novelas un sistema social que ha desparecido de Inglaterra por
completo, y que en muchos lugares nunca llegó a existir. Hoy por hoy, los núcleos
familiares ingleses son más pequeños, los lazos que unen a sus miembros son más
flexibles, por no decir débiles, y las habitaciones ya no se calientan con fuego sino
gracias a una calefacción central. Hoy por hoy, cuando los hijos de una familia
trabajadora se enrolan en la Marina su hermana termina apuntándose a una asociación
benéfica. Jane Austen no se unió a nada en su vida, no existía ninguna organización a
la que pudiera unirse, ni siquiera llegó a enterarse de que su país estaba en guerra.
Pues lo cierto es que mientras ella escribía sus novelas Inglaterra atravesaba una de
sus guerras más importantes, estaba luchando con Napoleón. La vida de Jane Austen
es coetánea a los terroríficos acontecimientos que resuenan en las novelas de Tolstoi
y de Thomas Hardy y en las especulaciones históricas de Carlyle: la Revolución
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francesa, los reinos derrocados, la amenaza del invasor (el mayor al que jamás nos
habíamos enfrentado en la historia de Inglaterra), la victoria en Waterloo… La vida
de soltera de Jane Austen atravesó todas estas circunstancias y éstas no causaron la
menor impresión en ella, o al menos se las arregló para mantenerlas alejadas de su
prosa. Si en algún pasaje se menciona a la Armada, no lo motivan las circunstancias
históricas, sino los cálculos de economía doméstica: un cargo en la Marina puede
significar más dinero o más honor para el hermano de la protagonista o para cualquier
otro personaje. Napoleón era para Jane Austen un nombre insignificante. No dudo
que Napoleón estaba en la misma situación que ella: Austen no le importaba lo más
mínimo, y es muy probable que jamás escuchase su nombre.
Aquí se aprecia una notable diferencia entre los escritores del pasado,
pertenecientes a épocas en las que la guerra era una actividad para especialistas, y los
escritores de hoy, que no pueden escapar a una guerra que afecta a todas las clases
sociales. No quiero decir con esto que todos los escritores rurales de Inglaterra
mantuvieran esas distancias respecto a los acontecimientos históricos. Wordsworth,
por poner un ejemplo célebre, vivió con mucha intensidad las guerras napoleónicas.
La diferencia es que esos escritores podían mantenerse distantes si les apetecía, tenían
elección, existía la posibilidad —era casi una costumbre— de convivir con la guerra
sin sentirse cohibidos ni culpables por no participar ni contribuir en la lucha. La
guerra transcurría pero sus intereses seguían siendo la comedia doméstica, el estudio
de los matices de un carácter, las conductas sociales y morales, el retrato de la
homosexualidad, los absurdos cotidianos, los conflictos de pareja… y algunas veces,
por qué no, la ternura y el amor.
No solo era desdén por la guerra; a Jane Austen, sencillamente, no le interesaban
los asuntos públicos. En una ocasión rechazó, con tanta cortesía como firmeza, la
oferta de un editor para que escribiese una novela histórica en recuerdo y honor de
una casa aristocrática. A la propuesta Austen respondió: «Me costaría tanto escribir
una novela histórica como un poema épico. Debo seguir mi propio camino por el
sendero que he abierto con mi estilo». Jane Austen nunca abandonó su torre de
marfil. Sentido y sensibilidad, como ya les apunté antes, es la primera novela que
escribió, y no suele ser considerada como la mejor. No lo es. Contiene personajes
bien trazados y algunas escenas intensas, y muchas veces he fantaseado con que un
buen director escenificase las mejores conversaciones para interpretarlas al aire libre.
Pero en conjunto es una novela inmadura, no posee la brillantez de Orgullo y
prejuicio, ni la profundidad moral de Mansfield Park, ni puede compararse con
Emma, su logro artístico supremo. La superficie del libro está empapada de
moralismo, la joven autora se siente inclinada a predicar, y aunque los productores de
la serie que ustedes van a tener oportunidad de escuchar han recortado con mano
sabia algunas de las intervenciones edificantes de la narradora, persiste una
deficiencia estructural que no puede limarse: los protagonistas del libro son
personajes aburridos, y el villano no es mucho mejor.
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Pero no quiero desanimarles, al contrario: si escuchan la retransmisión seguro que
disfrutarán con Elinor y Marianne, las actrices escogidas son un acierto e interpretan
sus papeles con muchísima gracia. Seguro que se divierten con la vulgar e
incontinente señora Jennings, aunque me parece que suena más bulliciosa e
impertinente sobre la letra impresa; cuando leo sus parlamentos con la imaginación,
en silencio, me la imagino gritando, y la actriz que la interpreta se ha inclinado esta
vez por una actuación más sosegada. Da igual, la señora Jennings les impactará de
todas maneras. Y cuando Elinor y Marianne se hayan casado (aunque no voy a
decirles con quién) y el villano haya sido castigado (no les diré cómo) les recomiendo
que lean el libro y que lo hagan en una edición concreta. Voy a sugerirles que
compren la edición de Sentido y sensibilidad publicada por World’s Classics; el
prefacio a la novela, escrito por lord David Cecil, es admirable y constituye un
ejemplar modelo de crítica: destaca los méritos del libro (que surgen de un talento
genial) y analiza sus considerables debilidades. Ya les mencioné en otra ocasión el
trabajo de lord David Cecil, quizás recuerden que escribió un buen ensayo sobre
Thomas Hardy. Si van a leer Sentido y sensibilidad, hagan lo posible por conseguir
esta edición.
Bueno, creo que debería seguir adelante y hablarles de otros asuntos, pero cuando
empiezo a pensar en Jane Austen me resulta violento cambiar de tema. La aprecio
mucho. Ella nació en Inglaterra, yo soy inglés, así que mi devoción por ella quizás
sea un asunto, digamos, familiar; quizás me gusta el verde de sus pastos porque estoy
acostumbrado a verlos, y cuando la sitúo en la vasta curva que dibuja el mundo, y
pienso que ahora la leen en los trópicos y escuchan versiones dramatizadas de sus
libros… bueno, siento algo de orgullo, pero también una pizca de preocupación:
¿cómo la leerán tan lejos de casa?, ¿cómo sonará? De todos modos me gustaría que
no abordasen sus libros como si los hubiera escrito una solterona que vive en un sitio
remoto. Austen es mucho más que eso, Austen es una gran artista.
Los otros libros que aparecen en mi lista de hoy están relacionados con la India.
El primero es una novela sobre este país, el segundo es un testimonio con ribetes de
ficción que se desarrolla allí. Pero antes de entrar en materia me gustaría rendir un
pequeño homenaje a dos escritores que acaban de morir. El primero es un escritor
galés, se llamaba Alun Lewis, y destacó por sus poemas y relatos. Aunque es más
conocido como poeta me gustaron todos los cuentos que leí de él. Y uno de ellos,
«Orange Grove», me dejó una impresión muy profunda. Orange Grove está
localizado en el centro de la India, en una zona donde fui muy feliz en tiempos
pasados, pero bajo la poderosa pluma de Alun Lewis el territorio se vuelve siniestro,
el bungalow se transforma en un espacio oscuro y hostil, y el oficial británico que
protagoniza el relato se siente perdido, completamente perdido. A través de las
rendijas de esta pesadilla brilla a veces la imagen de un campo de naranjos, un lugar
donde podrías cultivar tu propio alimento y vivir de manera decente, el lugar donde
esconderte de la basura asesina que genera la civilización. Este Orange Grove que le
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da título al relato no pertenece a ningún emplazamiento europeo real, ni siquiera
existe en la India, se trata de una arboleda soñada por el poeta. Hacia el final del
relato, cuando el joven oficial tropieza con unos gitanos que acceden a retirar el
cadáver de su enemigo y se alejan dedicándole sonrisas amistosas, la cercanía de la
arboleda logra desprenderle de la sensación de desconcierto y de vida
desaprovechada que le inundaba y consigue algo de paz. Lo que acabo de ensayar es
una descripción torpe de la magia que el poeta imprime en el relato, y no me hubiese
atrevido a intentarla de no haberme enterado de la muerte de Alun Lewis.
También acabo de recibir la noticia de la muerte de un escritor de mi generación:
el novelista L. H. Myers. Me parece justo que le rindamos homenaje en una
transmisión para la India, dado que la India le sirvió como una fuente incesante de
inspiración. Myers escribió cuatro novelas situadas en la corte del emperador Akbar e
inspiradas en la civilización que prosperó alrededor de su persona. No se trata de
libros con ambición artística, Myers jamás pretendió que pasasen por otra cosa que
no fuese una amena recreación histórica. Una vez declaró: «He empleado la historia y
la geografía para divertirme». Pero lo cierto es que sus novelas merecen la pena. En
la India del siglo XX, concretamente en las complicadas relaciones entre hindúes y
musulmanes, encontró Myers un suelo fértil para su talento, de expresión sutil y leves
inclinaciones filosóficas. Y de alguna manera sus libros contienen, en medio de este
ambiente remoto, una recusación a los problemas generales del siglo XX. Voy a
suministrarles los títulos de las novelas localizadas en la India que escribió Myers:
Cerca y lejos, Príncipe Jaliy Raíces y flores. Esta última es la más conocida, cuando
se publicó hace nueve años concitó la atracción de los lectores y ganó varios premios
literarios. Myers escribió otras novelas, pero su principal logro es esta secuencia de
ficciones ambientadas en la India.
Tras los homenajes volvamos ahora a los libros seleccionados para hoy. La novela
sobre la India que les mencioné se titula Comedia con cadenas y la ha escrito Denis
Cray Stoll. El estilo de esta novela es vivido, la acción se desarrolla en el sur de la
India, empieza en un templo, y uno de los personajes protagonistas es una bailarina a
la que un joven médico rescata de la esclavitud. La narración transcurre en un periodo
de tiempo reciente, afronta los problemas sociales derivados del trienio que va de
1939 a 1941, y sus simpatías se decantan hacia las instituciones. En algunos
momentos la prosa me recordó a la de un gran novelista indio, Raja Rao; un par de
capítulos son de primer nivel, y al leerlos uno queda hechizado, como si el narrador
fuese esa anciana que canturrea para que sus nietos cojan el sueño. El resto del libro
está escrito en un estilo más directo y, aunque el título contiene la palabra comedia, lo
cierto es que el desenlace resulta trágico. Como ocurre con la mayoría de autores que
abordan la India contemporánea, Stoll ha escrito una novela política. Lo cierto es que
cuesta imaginar una novela sobre la India actual que pudiera desembarazarse de la
atmósfera política.
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El segundo y último libro que quiero mencionar es más un testimonio que una
novela, aunque lo encontrarán en las estanterías de la ficción. El título es Sombras de
la vida y lo ha escrito un autor tamil que emplea el pseudónimo de Kumara Guru. El
libro describe cómo se desarrolla la vida de una familia hindú, pero el estilo es
meditativo, muy alejado de la narración briosa que Jane Austen eligió para ocuparse
de la vida familiar en la Inglaterra de su tiempo. La obra de Kumara Guru se ha
publicado en dos volúmenes, y me ha llegado directamente de la India. Confieso que
me ha hecho ilusión recibirlos, y como ya dije en otra ocasión: en estas charlas
hablaré siempre que sea posible de los libros que me envíen desde su país. Es posible
que en ocasiones se pierdan por el camino o que el tema no sea el adecuado para
comentar en antena (si se trata de un libro técnico, por ejemplo), pero estaré
encantado si el libro encaja en los propósitos de estas charlas.
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LA IMPOPULARIDAD DE WORDSWORTH
El preludio
Acabo de volver de los Lagos, donde he pasado unos días. Hacía dos años que no
me alejaba de Londres, al menos de sus alrededores, y he disfrutado mucho con el
cambio repentino de paisaje. Adiós a los trolebuses, las colas, las áreas
bombardeadas, los avisos oficiales y la locura de las alarmas; bienvenido al silencio,
las rocas, las prímulas y los arroyos. Me he convencido de que los Lagos y la
naturaleza en general son más reales que la ciudad y los artilugios mecánicos a los
que nos gusta llamar «civilización». Fue una sensación difusa, no llegó a concretarse
en un pensamiento consciente hasta que regresé, estaba demasiado ocupado intentado
encontrar monte arriba el nacimiento de una cascada o deducir la hora por la posición
del sol, pues había salido sin reloj. No, uno no reconoce al momento: «Sí, sí, esta es
la realidad». Esta convicción aparece después. En mi caso ha brotado al regresar a
Londres, cuando los Lagos vuelven a manifestarse como un brillo distante y el
espacio que ocupan deja de ser una posición en el mapa y se condensa en el emblema
de las regiones sagradas de Inglaterra.
Que el entusiasmo de mis palabras no les confunda: ningún Dios ha habitado en
estas tierras, incluso escasean las leyendas sobre esa región, pero su belleza natural es
sobrecogedora y sabemos que una vez propició una extraordinaria experiencia
psicológica que se transformo en arte elevadísimo. El nombre de la persona que pasó
por esa experiencia era William Wordsworth, y nos dejo un testimonio tan
resplandeciente y soberbio que ha logrado sacralizar el distrito entero. Wordsworth no
existiría sin los Lagos, y los Lagos tampoco hubiesen inspirado esta poesía sin el
talento de Wordsworth: lo que cuenta aquí es la combinación invencible. Y gracias a
esta combinación se explica que hoy por hoy miles de personas, entre las que me
cuento, vivan convencidos de que la región de los Lagos es más «real» que otras
provincias de Inglaterra. Por fortuna, basta con un instante de reflexión para disipar
esta creencia que los argumentos son incapaces de sostener.
Pero antes de que llegue la hora de la evaluación racional, antes de que la mente
discipline las emociones, debo reconocer que también he pasado por esa experiencia
psicológica, he creído adivinar lo que Wordsworth trataba de transmitirnos al
sacralizar la región de los Lagos.
Wordsworth es uno de los poetas más importantes en lengua inglesa, pero su obra
no es asunto sencillo de abordar para una transmisión en el extranjero. De hecho, si se
fijan, apenas les he hablado todavía de su obra; me pasó algo parecido cuando estuve
en los Lagos: apenas pensé en él, solo le dediqué mi tiempo cuando una inoportuna
lluvia me fastidió la subida a Helvellyn. Pero bueno, en cualquier caso, Wordsworth
terminó por manifestarse en mi mente, y no crean, estuve tentado de seguir unas
horas más distraído, mirando las montañas que su poesía transfiguró. ¿Cómo voy a
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describirles la sensación que nos asalta cuando leemos a Wordsworth, la sensación de
que nos estamos «asomando a su mente»? Lo mejor será quizás leer uno de los
pasajes más importantes y famosos del Preludio: el poeta recuerda un día de su
infancia en el que le sobrevino una visión mientras remaba por Esthwaite Water. Para
mantener el rumbo y no extraviarse, el niño que era fijó la vista en un peñasco que se
iba alejando despacio en el horizonte. La noche era tranquila, la luna brillaba, el cielo
estaba oscuro y repleto de estrellas. El bote se iba desplazando despacio sobre la
superficie del lago y, entonces, de manera tan imprevisible como inevitable llegó la
visión:
En este pasaje vemos todo lo que Wordsworth encontró en los lagos: botes,
campos verdes, primaveras, narcisos, conversaciones campestres, y personas y
costumbres familiares y agradables; y tras esta cortina de simpatía mundana y natural
se alzaba el pico negro de alguna montaña: formas misteriosas, cargadas de poder,
que perturbaban sus sueños. Se trata de uno de las constantes más asombrosas de la
poesía de Wordsworth: nos entrega, transformado, lo que él descubre en el mundo. A
primera vista parece un poeta más caprichoso que perfecto: se entretiene en versificar
sobre cosas pequeñas, descubrimos en sus versos torpezas de estilo, fallos métricos,
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pasajes sin carácter, pero cada pocos versos su poesía parece concentrarse y se
apodera de nosotros: el efecto de sus imágenes, sus ideas y su tono nos llenan la
mente, y su influencia seguirá allí incluso después de cerrar el libro y volver a quedar
envueltos por nuestro espacio cotidiano:
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revelaba, y que su hora (la hora de la revelación) era la de la juventud, de manera que
muchas de nuestras impresiones juveniles debían interpretarse como «insinuaciones
de inmortalidad». No estoy aquí para discutir o demostrar si tenía razón o no, aunque
debo insistir en que, a despecho de lo que Wordsworth creyese, la visión de la
montaña que he mencionado antes no encaja en ningún esquema tranquilizador ni
cristiano y que se acerca más al espíritu de las inquietantes apariciones sobre las que
escribe D. H. Lawrence.
Si la cita del Preludio les ha interesado, quizás se animen a leer algo más de
Wordsworth. Doy por hecho que ninguno de mis oyentes ha leído demasiados
poemas suyos. Se trata de un escritor muy poco conocido y muy poco apreciado fuera
de Inglaterra. De todos nuestros grandes poetas, Wordsworth es el que viaja peor, el
menos exportable, por eso señalé antes que el tema de hoy era más complicado de lo
habitual. Wordsworth ni siquiera es conocido en el continente europeo, como si lo
son Byron o Wilde o T. S. Eliot. Wordsworth no ha traspasado las fronteras de
Inglaterra y supongo que en la India apenas han oído hablar de él. Como lo peor de
este mundo es leer por obligación, les recomiendo que no se acerquen a sus libros si
no se han sentido interpelados por el pasaje que leí antes. Sé que muchas de sus ideas
son lejanas a las suyas; incluso si usted se siente atraído por el panteísmo, el de
Wordsworth es un panteísmo muy distinto.
Se me ocurren dos motivos para explicar la impopularidad de Wordsworth en el
extranjero; uno se puede interpretar como un mérito y el otro como un defecto.
Considero un mérito que Wordsworth fuese un poeta apasionadamente local;
pertenecía a su tierra, y no a la de los demás, escribía sobre las rocas de su entorno, y
no sobre los picos del Himalaya; describió de manera tan minuciosa su tierra natal
que creo que podría señalar en cuál de sus poemas había leído yo sobre el ramillete
de alazán que vi crecer en la hendidura de una roca el martes pasado, y también sobre
las flores lilas salpicadas por el agua del Beck. Son los de Wordsworth paisajes
descritos tan al detalle, que pierden parte de su intensidad cuando viajan al extranjero.
El otro motivo, que no creo que sea un motivo de orgullo, es que, a pesar de la
excelencia de sus visiones, la mirada de Wordsworth no es compasiva, ni siquiera nos
ayuda a comprender el mundo en un sentido amplio. Wordsworth provenía de la clase
media, de una familia que había trabajado muy duro; su carácter estaba lleno de
precauciones y anhelos de respetabilidad que se trasladaron a sus versos; con los años
su poesía se endureció en un tono edificante, un tanto molesto. La Revolución
francesa lo emocionó en su juventud, pero después se fue escorando hacia posiciones
más conservadoras; terminó por considerar que cualquier cambio social equivalía a
una insurrección y se convirtió en un defensor activo de los poderes fácticos (quizás
conozcan ustedes el poema de Robert Browning en que acusa a Wordsworth, cuando
éste fue nombrado «poeta laureado», de abandonar las filas de los auténticos artistas
por un puñado de monedas de plata).
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En los últimos años se ha descubierto que Wordsworth abandonó en Francia a una
hija ilegítima, lo que proyecta una sombra de sospecha sobre la virtud austera, de
raíces populares, que tanto propugnaba. La anécdota se ha propagado enseguida entre
críticos y lectores extranjeros, que la han calificado como un ejemplo emblemático de
lo que ellos denominan la «hipocresía británica». En vida, el propio Wordsworth,
pese al prestigio de su poesía y su buen comportamiento público, parece que no fue
una persona atractiva, no concitó muchas simpatías. Parece que esta falta de carisma
ha dificultado también la exportación de su obra.
Creo que la mejor manera de entrar en el mundo de Wordsworth es leyendo El
preludio, un extenso y brillante poema que Wordsworth consagró a las impresiones
de su juventud. En estos versos, más que en cualquier otra parte de su obra, sentimos
de cerca su pasión por las rocas, las nieblas, los árboles… y todas las enseñanzas que
esperan agazapadas detrás de la naturaleza. Mucho se ha escrito sobre todo lo que
aprendemos leyendo a Wordsworth, pero lo que me abruma como lector no es tanto
lo que aprendo leyéndolo como lo que logra transmitirme sobre la intensidad de sus
impresiones. De alguna manera le agradezco a la vida que una sensibilidad como la
de Wordsworth tuviese la oportunidad de criarse en un paraje tan exquisito. Y no solo
exquisito, también duradero; todo lo que vio Wordsworth sigue de alguna manera allí:
los narcisos siguen bailando a orillas de Ullswater, pájaros descendientes de los que
él tanto observó siguen volando y trinando, la misma primavera invade los mismos
prados que rodean al mismo río, allí siguen los corderos, y los espinos y el enebro
mantienen las formas fantásticas que les obliga a adoptar el viento que sopla desde
las tierras altas. Los Lagos nos entran por los ojos y demuestran con el mejor
argumento conocido, el de la emoción, que las máquinas y la industria no cubren todo
el mundo y que no triunfarán en todas partes. Insisto en que es un argumento más
emocional que lógico. También se que he empleado el verbo demostrar en un sentido
impreciso, pero es muy difícil renunciar a su contundencia cuando has pasado unos
días en los Lagos.
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ALGUNOS LIBROS SOBRE LA INDIA
Bhagavad-Gita • Pillo Nanavutty, Oraciones Kusti • N.G. Jog,
Miscelánea alegre de opiniones • Kumar Goshal, La gente de la
India • John Beverley Nichols, Veredicto sobre la India • Clive
Branson, Un soldado británico en la India
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Isherwood está convencido de que el Bhagavad Gita tiene muchos niveles de
lectura: es un fragmento de epopeya, es un manual de filosofía, una exposición
mística de las regiones divinas y una especie de evangelio en el que los dioses más
próximos a nosotros nos enseñan cómo vivir. Es un texto visionario, cósmico, pero al
mismo tiempo muy detallado, contiene prácticas y consejos muy precisos para
establecer una buena comunicación con la divinidad. La filosofía del Bhagavad Gita
defiende que el conocimiento y la acción son la misma cosa, y que quienes optan por
la acción terminarán encontrándose a largo plazo con quienes se han inclinado por
dedicar la vida al conocimiento.
En cualquier caso, voy a dejar de exponer aquí los alcances del Bhagavad Gita,
pues no es una tarea para la que esté facultado. Me limitaré a recomendarles la lectura
de esta traducción. Si ustedes no conocen el sánscrito, el trabajo de Prabhavananda e
Isherwood parece lúcido y serio. El subtítulo del libro es «La canción de Dios», y la
traducción va precedida de un prólogo de Aldous Huxley.
El segundo libro del que quiero hablarles también tiene un fondo religioso. Se
titula Oraciones Kusti y lo ha escrito la señora Pillo Nanavutty, que es miembro de la
comunidad parsi de Bombay. El texto original está escrito en las páginas pares y su
traducción al inglés se puede leer en las impares. Leerlas Oraciones Kusti
inmediatamente después del Bhagavad Gita me ha impresionado; me admira la
fuerza de su dualismo, la insistencia en el conflicto inacabable entre el bien y el mal.
Nanavutty ha añadido a su edición notas explicativas muy útiles sobre el significado
simbólico de las oraciones.
Ayer mismo tuve en las manos otro libro publicado en la India. Su autor es una
persona muy distinta a la señorita Nanavutty. El libro pertenece al periodismo
coloquial, con un toque humorístico. Se titula Miscelánea alegre de opiniones, y
recoge una serie de artículos ligeros que su autor, N. G. Jog, publicó en periódicos de
Bombay y Calcuta.
Quiero pasar ahora a comentar varios libros que tratan de un asunto que no es
humorístico ni liviano: la política. Tengo cerca de mí La gente de la India, un libro
escrito por Kumar Goshal; Veredicto sobre la India, de Beverley Nichols; un volumen
que recoge cartas de Clive Branson, titulado Un soldado británico en la India, y
Nuevos dibujos sobre la hambruna en la India, que ha publicado la caricaturista
Vicky. Voy a tratar de informarles sobre estos libros de una manera desapasionada.
Empecemos por Kumar Goshal, que vive en Estados Unidos y se dirige sobre todo a
un público estadounidense. Goshal escribe bien y es un hombre bien informado, su
posición es contraria a los británicos, y se desentiende de la situación de los
musulmanes, él es un hombre entregado a la causa hindú.
Por su parte, Beverley Nichols sabe pronunciar opiniones contundentes: está a
favor de la Liga Musulmana y de la formación de Pakistán, elogia abiertamente a
Jinnah, a quien conoció personalmente, y denuncia a Gandhi —de quien habla de
oídas— por ser excesivamente severo con los logros de la India.
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Voy a comentarles ahora el libro de Clive Branson, o mejor dicho: el difunto
Clive Branson, pues fue asesinado en Burma. Su profesión era la de artista, y su
credo político el comunismo. Lo que más le impactó de la India fue la pobreza.
Branson aparece en el libro como un hombre contrario a la presencia británica en la
India, contrario al Congreso e, imagino, —aunque no se pronuncia—, contrario
también a la Liga Musulmana. Su preocupación es reconstruir la economía india y
terminar con las hambrunas, y el único camino que considera viable para llegar a
estos destinos es el comunismo. Clive Branson admite ser leído al lado de las viñetas
de Vicky, una caricaturista de izquierdas; para ambos el problema básico de la India
es el hambre y no las divisiones territoriales que ocupan a los políticos.
Confío en que estas pinceladas sirvan para hacerse una idea de los temas y del
tono de estos cuatro libros políticos. El más notable de todos es el que recoge las
experiencias del soldado Clive Branson en la India. Quiero añadir algo más sobre este
libro. Es cierto que Beberly Nichols tiene una pluma más sofisticada y que es capaz
de desprender emociones sutiles y de calidad, pero al avanzar en la lectura se impone
la sensación de que la India es apenas un tema nuevo en la larga lista de sus intereses
cambiantes. Nichols es un trotamundos de la escritura, aunque en cada libro pretenda
transmitir la impresión de que lleva años asentado en el asunto que aborda. Clive
Branson, por el contrario, no era un escritor profesional, se puso a escribir impulsado
por las experiencias que le despertó la India. Branson llegó a la India sin contactos y
sin cartas de presentación, era apenas un soldado, pero enseguida trabó amistad con
los indios que le salían al paso, les dejó entrar en su vida y ellos entraron en la suya.
Branson era un marxista rígido, al leer el libro sentí hasta qué punto se debía a su
partido, y también sentí que era un tipo sincero y cálido; mientras leía las cartas que
le escribió a su esposa entendí que la India no era para él una preocupación pasajera,
que este país seguiría interesándolo, que en la vejez seguiría pensando en él. Voy a
leerles un pasaje representativo del libro, en el que la pobreza es vista con la mirada
del artista:
Acabo de regresar de un baño, ha sido encantador. Por supuesto el agua está muy caliente, el sol es tan cruel que
hace llorar a la arena incluso a unos pocos metros del agua, y las hojas verdes y largas de las jóvenes cañas de
azúcar brillan como hojas de bayoneta. ¡Oh, la miserable pobreza de los indios! Allí donde vayas encontrarás
grupos reducidos de casas, del tamaño de una aldea, con los muros rotos, remendados con tela de saco, pedazos de
hojalata, techos de hierro corrugado. Millones de personas viven así y llaman a estas construcciones «hogar». En
medio de las casas o en la periferia encontraremos un templo, y a lo lejos, muy lejos, viven en ciudades los cerdos,
nadando en la abundancia.
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Les he hablado de ocho títulos, una lista excesiva. De manera que concluiré
regresando al más importante, a la traducción del Bhagavad Gita, y lo haré citando
un pasaje en verso. Quien habla es Shru Kirshna, el auriga divino, instruyendo al un
hombre corriente, Arjuna, sobre la naturaleza del universo, poco antes de que
empiece la batalla:
En este pasaje se aborda la complejidad del universo, del que la India es apenas
una fracción. Me quedo con esta imagen: las raíces de la tierra y la raíces del cielo
que nutren a este enigmático árbol.
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VERSIONES DE SHAKESPEARE
William Shakespeare, Enrique V • Aldous Huxley, Tiempo
W. H. Auden, Forthe TimeBeing
Lamento mucho no haber podido acudir a mi cita del mes pasado. Escuché la
charla que William Plomer dio en mi lugar, y siento que los espectadores quedaron
bien atendidos. En cualquier caso, estoy muy contento de estar de regreso.
Comenzaré la charla de hoy hablándoles de una película notable que se desarrolla
en Londres: Enrique F, basada en la célebre obra de Shakespeare.
Les confesaré algo: Enrique V no era una de mis obras favoritas. Siempre he
detestado la mezcla de puritanismo y fanfarronería que desprende. Detestaba a su
héroe: ataca a Francia para defender el honor familiar, y luego les dice a los franceses
que todo el daño que han sufrido es solo culpa suya. Odiaba el trato que Henry V le
da a su viejo amigo Falstaff: pese al afecto que se habían tenido, ahora lo deja morir
solo porque ha llegado el momento de vivir como persona responsable. Me
repugnaba la manera en que el rey corteja a la princesa francesa hacia el final de la
obra. La obra entera me recuerda a uno de los relatos imperialistas de Kipling. El
patriotismo de la obra me parecía fuera de lugar, cuando no directamente un alegato
hipócrita.
Pero cuando vi la película el otro día me dejaron de preocupar todos estos
escrúpulos, vi que se me proponía una interpretación muy distinta y me entregué a
ella.
La película empieza flotando sobre los tejados del Londres de Shakespeare;
después la cámara oscila con suavidad hacia un edificio redondo: enseguida
reconocemos que se trata del Teatro Globe. El público isabelino ya está reunido y
Enrique Ese está representado al aire libre. No es una representación suntuosa, los
actores no tienen vestuarios propios, el público hace mucho ruido, las declamaciones
son poco o nada espectaculares, y simpatizamos con el coro sus intérpretes se
preguntan por la verosimilitud de los versos:
Las primeras escenas de la película ocurren en este estrecho escenario, ¡se nos
exhorta a usar la imaginación para suplir las limitaciones de la puesta en escena!
Cuando la acción se adentra en Francia, asistimos a un cambio emocionante. El
Teatro Globe se desvanece, el coro se eleva y desaparece entre las nubes y nuestra
mirada se encuentra frente a un paraje impresionante, de colores exuberantes, que
parece exigir las mayores hazañas. Las escenas que narran la batalla de Agincourt y
las que transcurren en el palacio francés son maravillosas. La película no está rodada
para transmitir una impresión del todo realista, el director le ha dado un toque
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deliberadamente artificioso, de tapiz medieval. El resultado es espléndido y el juego
que propone es tan divertido que el espectador deja de preguntarse si el
comportamiento del rey corresponde al que esperaríamos en un joven bien educado.
El rey está interpretado por Laurence Olivier, que llena la pantalla con su hermosura,
su energía y su vigor; enseguida comprendemos que, tome el camino interpretativo
que tome, acertará. Incluso la dudosa escena de amor resulta un éxito, y asistimos a
cómo Catherina decide casarse con el enemigo de su país sin fruncir el ceño.
Hacia el final de la película regresamos al Teatro Globe; el escenario es de nuevo
estrecho, el papel de la princesa lo ha interpretado un niño, la cámara se eleva de
nuevo y parece flotar por encima de aquel Londres, mucho más pequeño que el
actual, en el que vivía Shakespeare.
¿Qué hubiera dicho Shakespeare de esta película? Creo que se mostraría
agradecido, estoy casi seguro que coincidiría conmigo en que la película respeta el
espíritu de Enrique pero que se las arregla además para soltar algunos de sus lastres.
Sé que hay críticos que se quejan de que la versiones cinematográficas se apropian de
manera fraudulenta del «mundo» de Shakespeare. Pensar eso es una tontería. El
mundo «propio» de Shakespeare es el mundo de la imaginación, y pertenece en gran
medida al espectador. El ciudadano que va al cine debe proyectar su imaginación
sobre la película de manera muy parecida a como los espectadores que iban al teatro
isabelino tuvieron que proyectar la suya sobre el escenario del Globe. La técnica
nunca será capaz de hacer ese truco por nosotros. Cuando el rey francés, dominado
por el miedo, dice:
Somos los espectadores los que tenemos que representar y ampliar con la
imaginación este terror. Y cuando Henry encuentra a los muchachos asesinados en su
campamento y llora su ira con abundantes lágrimas y dice:
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¿qué es un verdadero novelista? Podría definirse como alguien cuya principal
preocupación son las aventuras de sus personajes; si se acepta esta definición, Huxley
no sale muy bien parado. Jane Austen, George Eliot, Arnold Bennett, Tolstoi,
Proust… Todos son más «verdaderos novelistas» que Huxley.
Pero no nos dejemos amedrentar, empecemos por el título. ¿Qué significa?
Huxley se ha inspirado en el discurso que un moribundo Hotspur pronuncia en
Enrique IV
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Eustace se niega. Incluso muerto prefiere que el tiempo avance. Su mente sigue
enredada en los recuerdos sensuales de ese pasado suyo que no termina de
convencerle, y su imaginación se preocupa por cómo será el futuro en la Tierra de su
sobrino favorito, Sebastian. Por cierto, Huxley, aunque no deja de señalar la
inconstancia y el egoísmo, la lujuria y la crueldad puntuales de Sebastian, es más
clemente con él, parece convencido de que en los momentos importantes toma las
decisiones correctas, y que se dirige por un camino lleno de vericuetos hacia la
verdad.
Hasta aquí el contenido filosófico del libro. He querido resumirlo porque es muy
importante para el autor y porque le da al libro su sabor especial. Creo que en esta
ocasión Huxley se ha preocupado por desarrollar sus personajes, que no todo son
disquisiciones filosóficas. Creo que durante la mayor parte del tiempo este libro les
divertirá, o les horrorizará, porque Huxley es implacable cuando describe el
sufrimiento físico; este es uno de sus rasgos más asombrosos como novelista: su
renuncia a la ternura. Es cierto que la ternura emborrona nuestra capacidad de análisis
y quizás también enturbie nuestros esfuerzos por progresar en la vida del espíritu,
pero no puede discutirse que es una experiencia hermosa y que nos ayuda a compartir
el mundo mientras permanecemos bajo el dominio del tiempo. Lo cierto es que las
experiencias que Huxley nos transmite sobre la vida en la tierra no se parecen a las
mías, y creo que tampoco a las de la inmensa mayoría de personas; ¿se parecen a las
suyas?
Les propongo pasar de esta novela que no es exactamente novela al nuevo libro
de poemas de W. H. Auden, que parece preguntarnos: ¿son estos poemas verdaderos
poemas? El lirismo está muy atenuado e incluso diría que los poemas parecen poco
elaborados retóricamente, y, al menos a mí, me han parecido difíciles de entender. El
título es For the Time Being. La primera sección es un comentario sobre La
tempestad de Shakespeare, y la segunda es una meditación navideña. Lo que más me
impresiona de este libro, como en el de Huxley, es la seriedad filosófica. Ambos
artistas comparten una certidumbre: el mundo material no es suficiente, el placer no
nos hará felices, mejor no confiar en los reformadores sociales. Auden se divierte
presentado a Heredes como un buen estadista horrorizado por la irregularidad que
supone el nacimiento de un Dios en su territorio, que ve con claridad cuales serán las
desastrosas consecuencias a menos que el ejército intervenga enseguida. Pero Auden
necesita algo más que esta parodia: el corazón del libro es las protestas que Calibán
presenta ante Próspero.
Les recomiendo este libro de Auden si ya admiran sus poemas, o al menos si
están familiarizados con ellos. No es un libro para adentrarse en su trabajo; si no han
leído nada de Auden, les recomiendo que empiecen por libros como Look Stranger o
The Orators, o con alguna de sus obras de teatro; les proporcionarán una buena toma
de contacto con una mente que funciona de manera muy inusual. Auden es
extravagante, sutil, divertido, digno, profundo, una cara que disfruta maquillándose
Página 147
raro. Voy a leer la última estrofa del prefacio que abre la sección dedicada a La
tempestad. Por vías inesperadas, las referencias de Shakespeare logran contagiar de
su gracia el resto del poema:
Auden solo reconoce la deuda con La tempestad, pero en estos versos también se
intuye la presencia de Hamlety de El rey Lear. Mi charla termina como comenzó,
hablándoles de Shakespeare, de versiones de Shakespeare, desde el boato entusiasta
de la escenografía cinematográfica hasta la inquietud, el descontento y la fe de los
últimos versos de Auden: los que dicen que la madurez lo es todo y que la madurez es
silencio.
Página 148
MATTHEW ARNOLD
Ensayos críticos
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influencia literaria de las academias»; si usted es una de esas personas que se inclinan
a decir: «Las academias no sirven para nada, déjennos hacer las cosas a nuestra
manera», entonces le recomiendo que lea este capítulo, quizás cambie de parecer.
Después puede seguir con los ocho capítulos siguientes, en cada uno de los cuales
Arnold aborda la obra de un autor particular. Ninguno de los autores que estudia son
ingleses y es posible que ustedes no estén familiarizados con ellos, pero no creo que
se pierdan: Arnold se preocupa mucho de relacionar el valor artístico de cada uno con
las tesis críticas que ha establecido al principio. Cuando cerramos este libro de
ensayos sentimos que la civilización constituye una unidad, y que los poetas y los
lectores de poesía participan de esa unidad, da igual dónde hayan nacido o dónde
vivan, y también da lo mismo si el mundo se siente inclinado a reconocerlo o no.
Quiero volver ahora a las famosas frases que he citado antes y que están
esparcidas por las obras en prosa de Matthew Arnold. La primera que abordaré es
«La poesía es una crítica de la vida». Lo que Arnold más odiaba de la vida inglesa de
su tiempo, concretamente de la vida social, era su sectarismo. Las personas que
vivían en el Londres del siglo XIX eran enérgicas y sinceras, pero se reunían en
grupos, se atribuían mutuamente etiquetas y vivían por y para los intereses del grupo:
«Soy un tory», «Soy un radical», «Creo en la higiene y en la vacunación», «Estoy
contra la higiene y la vacunación», «Mi único libro es la Biblia», «Soy el cliente más
asiduo de la biblioteca». Y así podríamos seguir enumerando oposiciones
irreconciliables. Arnold detestaba la autocomplacencia interna y la acritud hacia el
resto que prevalece en los grupos constituidos y cerrados. Reconoció la falsa
imparcialidad de los tories, que ante las opiniones que consideran «radicales» dicen:
«Bueno, supongo que todo el mundo tiene derecho a expresarse libremente»;
mientras que, a su vez, los «radicales» dicen exactamente lo mismo de las opiniones
de los tories, y luego cada uno sigue su camino, repitiendo: «soy tory» o «soy
radical», sin haberse molestado a escuchar una sola palabra que no reconozca como
propia su grupo.
Arnold aseguraba que esa supuesta tolerancia era insincera, apenas un sistema de
defensa preventivo. El disgusto de Arnold no se limita a ser una reacción subjetiva:
descubrió un defecto real de la democracia victoriana y se preguntó seriamente cómo
podría contribuir a solventarlo. No tardó mucho en encontrar la solución, y la halló en
la crítica: la crítica siempre debería ser una actividad desinteresada, desvinculada de
un grupo u otro, al menos de entrada. Arnold admitía que los grupos y los
enfrentamientos debían existir siempre en una comunidad (no era un iluso), pero
también se dio cuenta —y aquí estamos a punto de desembocar en la poesía— de que
el desarrollo humano ha dispuesto una posición intelectual desde donde es posible
analizar las diversas polémicas desde fuera, y hacerlo desapasionadamente. Arnold
estaba convencido de que el intelecto crítico era capaz de lograr algo así, y que la
inteligencia poética todavía era más efectiva, porque no tiene ninguna necesidad de
discutir. Si escribes buena poesía —un talento reservado a unos pocos—, o si la
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aprecias como lector —algo que hacemos muchos de nosotros—, te sitúas en un
estado mental del que puede desprenderse una nueva visión sobre la vida cotidiana.
Esto es más o menos lo que Arnold quería decir con su frase: «La poesía es una
crítica de la vida». La gente que lee poesía ya no limita a las personas en etiquetas,
como si vota tory o radical: reorganiza por completo su manera de interpretar la vida.
Probablemente ya pueda imaginarse qué clase de personas se opuso a las
opiniones que Matthew Arnold expuso en su prosa. Se quejaron de que se sentía
superior o los demás, y si soy sincero también yo creo que en sus peores momentos
Arnold se comportaba como una divinidad y trataba a los demás con un desprecio
olímpico. Pero cada vez que lo leo me convenzo de que expió estos defectos por la
pasión y la persistencia con la que persiguió objetivos elevados y difíciles. Arnold
quería conocer y divulgar los principales logros artísticos del espíritu humano. Como
hombre de letras se centró en conocer y defender la literatura. Le parecía espantoso
que figuras como Homero, Dante, Shakespeare o Goethe no ocupasen el primer plano
del debate público, barridos por las escaramuzas entre facciones políticas. Arnold
nunca quiso quedarse ese conocimiento para él, se esforzó para elevarnos a todos a su
estatura. En ocasiones empleaba su saber para sacarnos los colores, lo que
ciertamente es cuestionable, pero la mayor parte del tiempo señaló a esos grandes
poetas como ejemplos supremos de cuál era su concepción de la cultura: aquellos
hombres habían entregado a ella su humanidad entera, y Arnold no pedía menos a sus
lectores en cada una de sus esferas, por modestas que fueran.
Acabo de pronunciar la palabra cultura, lo que nos lleva a otra de sus expresiones
más famosas: «cultura o anarquía». Antes de abordarla tengo que aclarar algunos
aspectos. Muchas personas parecen preferir, a día de hoy, la anarquía a la cultura, y
creo que el motivo es que el devenir errático de la palabra cultura. La cultura fue
durante un tiempo sinónimo de «afecto», pero en la última guerra los alemanes
convirtieron la kulturetx una palabra odiosa, una superficie recubierta de microbios y
bacterias. A nadie puede extrañarle que los ciudadanos sospechen de una palabra que
ha tenido empleos tan pésimos. Pero si nos trasladamos a la época de Arnold, cultura
significa creer en las grandes obras humanas y en el impulso de transmitir estos
logros. La anarquía también ha cambiado de sentido: no se refería solo a personas
que ponen bombas sin la autorización de su gobierno, también servía para calificar
los bombardeos espirituales, la violencia mental, las críticas sin fundamento y los
elogios indiscriminados. Una de sus quejas acerca de sus compatriotas residía en que
eran excéntricos y no deseaban ser otra cosa. No querían tener más información ni
mayor urbanidad, ni saber lo que hay de grandeza en el logro humano. No deseaban
cultura. Y les dirigió otra de sus famosas acusaciones: filisteos. El filisteo es la clase
de persona que dice «Sé lo que sé y me gusta lo que me gusta, y así soy yo». Y
Matthew Arnold, un David Victoriano, lanzó su guijarro con la honda y alcanzó a
Goliat en plena frente.
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¿Y qué puedo decir sobre la expresión «dulzura y luz»? ¿En qué parte de su obra
aparece? Siempre que vuelvo a esta expresión considero que no es muy afortunada.
Arnold la tomó de Swift y la empleaba para expresar los beneficios que nos
proporciona la literatura. Lo que se pierde, lo que queda fuera de la frase, es la
emoción. La literatura no solo nos proporciona dulzura y luz (entendida como
conocimiento), también nos ofrece fuego. Ni siquiera para Arnold la literatura se
limitaba a ser luz y dulzura, en otras partes de su obra se asoma también la conciencia
social. Arnold era un fiel convencido de que era mejor propagar el conocimiento
entre la mayoría que perfeccionarlo para un grupo reducido de elegidos. Pero estos
ánimos distributivos quedaban matizados por la consigna de «dulzura y luz»; al
público se le tenía que ofrecer lo mejor, no lo que quiere o lo que supone que quiere.
Estaba convencido de que si se estimulaba la curiosidad y la sensibilidad del pueblo,
este podría llegar a disfrutar incluso del arte más complejo.
Si ustedes quieren profundizar en las complejidades, sutilezas y contradicciones
de los ensayos de Arnold les recomiendo que lean la estupenda monografía que ha
escrito sobre él un crítico estadounidense, Lionel Trilling. Aunque, por supuesto, el
libro que deben abordar son los Ensayos críticos, cuyo título ya he mencionado antes
y sobre al que me he referido durante toda mi charla. Por cierto, entiendo que lo que
llevo dicho hasta ahora quizás les deje en la duda sobre si Arnold era un tory o un
radical. Si es así me alegro de que tengan esta duda, y estoy seguro que al propio
Arnold también le hubiese gustado que fuese así. El objetivo de sus ensayos críticos
fue generar una posición en la que las polémicas entre partidos y clases sociales se
vieran en perspectiva y donde el polvo que levantan las disputas triviales no
impidiese ver la forma de las montañas más altas.
Ha llegado el momento de que escuchen algunas frases escritas por Arnold. Voy a
leerles un fragmento del famoso pasaje en que elogia a Oxford, una ciudad que a
menudo le irritaba:
Y, sin embargo, empapada de sentimientos, dominada por la coquetería, extendiendo sus jardines bajo la luz de la
luna, y susurrando desde sus torres los últimos hechizos de la Edad Media, ¿quién puede negar que Oxford, con su
encanto inefable, nos hace sentir siempre que estamos más cerca que nunca del objetivo que nos propusimos? Mi
adorable soñador, cuyo corazón ha sido tan romántico que te has entregado de manera prodigiosa a tantos héroes y
bellos parajes como has conocido. ¡Pero jamás te has entregado a los filisteos! ¿Qué ejemplo podría movernos a
alimentar al filisteo que llevamos dentro? Causas perdidas, creencias abandonadas, hábitos impopulares, lealtades
imposibles. Quiero disculparme por haber apuntado contra un enemigo tan indigno. A fin de cuentas, ¿qué
importancia tiene nuestra guerra personal contra los filisteos en comparación con la guerra que el arte lleva
librando contra el mundo desde hace siglos, y que seguirá librando cuando nos hayamos ido?
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TRES EUROPEOS
Paul Valéry, Monsieur Teste • Pierre Maillaud, La vía inglesa
• Thomas Mann, José el proveedor
A principios del mes pasado murió un escritor francés, Paul Valéry, y como me he
propuesto hablarles no solo de literatura británica, sino también continental, no quería
dejar pasar la oportunidad de decir unas palabras sobre su obra. Valéry era un poeta y
un hombre de letras. Era muy apreciado en Francia y era respetado más allá de sus
fronteras, pero debo reconocer que era un escritor demasiado quisquilloso, sutil y
complejo como para que su reputación creciese hasta convertirse en un autor
verdaderamente popular. Quiero dejar claro que si en ocasiones la lectura de sus
textos se vuelve complicada, no es porque le gustase ser oscuro, estoy seguro de que
habría preferido expresarse de manera más clara y amena, pero no veía la vida en
estos términos, y si algo he aprendido al cabo de tantos años de oficio, es que los
escritores honestos tienen un deber que Valéry jamás incumplió: el de expresar la
vida tal y como la ven, y no tal y como les gustaría que fuese. A pesar de su modestia,
Valéry fue un hombre muy independiente, y siguió una línea de trabajo propia que se
proyectó también sobre su actuación pública.
Para preparar esta charla abrí uno de sus libros en prosa en busca de una frase o
dos que pudiera trasladar a mis oyentes el sabor del pensamiento de Valéry. El título
del libro es Monsieur Teste. El señor Teste es un personaje imaginario a quien el autor
le atribuye sus propias ideas filosóficas. En fin, la primera frase es esclarecedora. «La
bétise n’est pas mon fort». La necedad no es mi fuerte. Desde luego, no lo era. Valéry
nunca fue necio. Si alguna vez hubiese sido necio, sin duda habría estado más en
contacto con el resto de nosotros, que somos necios tan a menudo. Esa era su
limitación. Recuerden, por otro lado, cuáles son nuestras limitaciones, y cuánto
perdemos a causa de nuestra incapacidad para seguir la acción de una mente superior.
Voy a leerles otra cita de Teste, aparece unas páginas más adelante. Con su
deliciosa y amable ironía nos dice: «Siento mucho ofender a las personas que aman la
luz. Nada me seduce más que la claridad, pero, desgraciadamente, nunca la
encuentro. Estoy tentado de susurrarle al oído que si conoce dónde está la claridad no
me lo diga. La claridad es un fenómeno desconocido en el universo de mis
pensamientos, solo me cruzo con ella en una proporción parecida a la que tiene el
diamante con el resto de materia del globo». En este pasaje ustedes podrán saborear
de nuevo la inteligencia de Valéry, su honestidad, su meticulosidad. Valéry jamás
trata de resolver de manera simplona una situación que considera compleja.
Les hablaré ahora de sus poemas. El más conocido y asequible es El cementerio
marino. Disponemos de una traducción inglesa. Los críticos llaman a Valéry el T. S.
Eliot francés, lo que nos puede dar una primera idea intuitiva de por dónde va su
poesía. Es una idea intuitiva, sí, pero también un poco tosca; Valéry no compartía la
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preocupación de Eliot por la religión y el pecado. Tampoco parecía tan sociable como
Eliot. Solo le vi una vez, hace diez años, en París, durante un congreso de
intelectuales que le tocó presidir. Su conferencia se me antojó difícil de seguir, era
incluso complicado escucharle, algunas de sus exquisitas frases se quedaban retenidas
entre los pelos de su grueso bigote. Pero fue suficiente para convencerme de su
distinción, de su integridad y de su amistosa timidez. Su muerte es una pérdida para
su país y su idioma. Si ustedes están al corriente del decurso de la literatura francesa,
se orientarán si les digo que pertenecía a la tradición de los simbolistas franceses, la
misma que Baudelaire y Mallarmé. Pero su muerte no es solo una pérdida para
Francia, también lo es para el humanismo.
Francia está siempre presente en la mente de los hombres de letras. Aquí delante
tengo un libro escrito por un francés, que trata sobre Inglaterra y que se ha publicado
en lengua inglesa. Se titula La vía inglesa y su autor se llama Pierre Maillaud.
Maillaud es periodista y ha vivido muchos años en Inglaterra. Primero se desenvolvió
como corresponsal de una agencia, y durante la guerra transmitió cinco días a la
semana para el servicio francés de la BBC. Desde esa atalaya contribuyó a dar aliento
a los movimientos de resistencia que se alzaron después del colapso de 1940.
Maillaud conoce bien Inglaterra, tan bien que se maneja con las variantes regionales
del inglés. La vía inglesa levanta acta de la vida cotidiana de Inglaterra al tiempo que
informa a sus lectores de los problemas políticos —internos y externos— que la han
agitado durante los años treinta. Lo cierto es que la exposición de cómo transcurre la
vida cotidiana en mi país no me ha interesado demasiado, pero tengo que reconocer
que es convincente. La mayoría de escritores foráneos que tratan sobre este asunto
suelen desbarrar y ofrecer platos insatisfactorios: reconocen los ingredientes, saben
bien cómo se cocina cada uno, pero los combinan de manera desastrosa.
Por fortuna, la mejor parte del libro de Maillaud es también la más extensa:
cuando aborda cuestiones políticas, su prosa se vuelve entonces precisa y
provocativa. Podríamos calificar su pensamiento de «realista». Se pregunta: «¿De qué
sirve organizar una liga de naciones que no tiene poder para cumplir con sus
resoluciones? ¿De qué sirve imponer sanciones a Italia cuando sus ejércitos se
internan en Abisinia y luego negarse a implementar un plan práctico para aplicarlas?
¿De qué sirvió intentar acuerdos comerciales o políticos con Hitler y tratarlo como un
caballero cuando era evidente que se trataba de un criminal y que no pretendía
negociar nada por otro medio que no fuese la violencia?». Maillaud critica a fondo el
optimismo moral y el idealismo de los ingleses; creo que estas tendencias del espíritu
no son malas por sí mismas, pero es cierto que en ocasiones arrastran pésimas
consecuencias y que no son buenas brújulas para orientarnos en tiempos de guerra.
Maillaud también es realista cuando aborda el delicado asunto de la comunidad
de naciones. Incide en que los gobiernos europeos no supieron calibrar la amenaza
nazi ni el peligro que se cernía sobre Francia. Lamenta que la política inglesa,
demasiado alejada de los asuntos del continente, perdiese un tiempo valioso en
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comprender la verdadera naturaleza de lo que estaba en juego, y tardase tanto en
decidirse a entrar en liza.
Los reproches de Maillaud apuntan también hacia el futuro. Lanza una pregunta
al aire: terminada la guerra, ¿se comprometerá Inglaterra con Europa o volverá a
refugiarse en el interior de sus fronteras? La pregunta no es sencilla de responder. A
Inglaterra le gusta a Europa y ha estado vinculada a ella durante dos mil años, no solo
geográficamente, también por una concepción parecida de la ley; se diría que ambas
esferas comparten un idioma común. ¿Por qué estatus se decantará? Pese a todas sus
reticencias Maillaud no tiene dudas: se comprometerá con Europa. Tampoco parece
tener dudas Raymond Mortimer en su incisiva introducción a este libro. Escuchemos
sus palabras:
Ningún europeo puede menospreciar los esfuerzos que Inglaterra ha hecho en beneficio de la causa común. Pero
muchos de nosotros sospechamos, aunque rara vez lo expresamos, que Inglaterra, en cuanto termine la guerra,
volverá a alejarse de Europa, atraída por la fuerza gravitatoria de la Commonwealth.
Este es un problema sobre el que habremos de pensar mucho antes de encontrar una
solución. Pienso que Inglaterra va a permanecer, de manera algo confusa, en los dos
sistemas. No soy muy optimista: se trata de una situación compleja, que requiere
sutileza, y los políticos son demasiado aficionados a la acción directa y a las
respuestas simples.
Quiero hablarles de otro libro que he estado leyendo estos días. Se trata de una
novela, la cuarta entrega de un largo proyecto dedicado al patriarca José. Su autor es
alemán y se llama Thomas Mann. El primer volumen se titula La historia de Jacob, el
siguiente El joven José, el tercero se titula José en Egipto, y aquí nos llega por fin el
último: José el proveedor. El relato novelesco va siguiendo los episodios del Antiguo
Testamento: los sueños de los criados del faraón, los sueños del propio faraón sobre
las vacas gordas y las vacas flacas, el ascenso de José a posiciones de poder gracias a
su interpretación de los sueños, la llegada de sus hermanos a Egipto en busca de
maíz, el regreso con Benjamín, el reconocimiento, la reconciliación, la llegada del
anciano Jacob, que pasará los últimos días de su vida bajo la protección de su hijo, la
bendición de Jacob y su muerte.
Todo esto ocurre ante nosotros igual que pasa en las páginas del Génesis, pero la
atmósfera en la que se mueven los personajes, el tono con el que nos llega, es distinto
y muy peculiar. Al principio esta atmósfera no me convenció, tardé un tiempo en
entender lo que se proponía Mann: trataba de reinterpretar la historia a través del
conocimiento moderno, y adaptarla a los retos y las exigencias del presente.
Les pondré un ejemplo de cómo procede Mann: parte de la historia del faraón
bíblico identifica a este con el célebre Akhenaton, una figura histórica en quien los
estudiosos han querido ver al primer individualista de la Historia, una especie de
hombre de paz que intentó organizar una religión monoteísta. Mann responsabiliza a
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la hambruna de que Akhenaton pudiese llevar adelante sus reformas en paz; en todo
Egipto, solo sus graneros estaban llenos, y no se puede hacer la guerra con aquel que
tiene la mercancía de la que depende tu subsistencia. Mann no se siente en ningún
momento obligado a demostrar que la identificación con Akhenaton es
históricamente verosímil. Se limita a emplearlo como un dispositivo para incrementar
el interés de su relato. Pongamos ahora un ejemplo de cómo se vale de nuestras
necesidades contemporáneas: Mann encuentra en el relato bíblico un símbolo del
progreso humano, del avance hacia la perfección, sustentado en la alianza entre Dios
y el hombre. En los primeros pasos de la historia el sacrifico humano era algo quizás
no frecuente, pero sí aceptado por todos. Así fue como Abraham casi mata a su hijo
Isaac, pero de alguna manera aquellas brutalidades quedaron atrás, de manera que
José representa un estado más evolucionado de la humanidad. José perdonó a unos
hermanos, que le habían arrojado al abismo de un pozo. Se dio cuenta de que lo que
Dios quería en ese momento de la historia era propagar el perdón.
Thomas Mann ha sido en su vida pública un opositor infatigable del nazismo.
Mann interpreta la guerra actual como un ejemplo desalentador de nuestra
incapacidad para entender los deseos que la divinidad manifiesta en este momento
histórico. Se trata de especulaciones muy profundas, en las que, si les soy sincero no
siempre puedo seguirle, pero que pueden dar una idea de lo intenso y rico que es el
libro, y de cómo, bajo la simpática superficie con la que se vuelven a relatar y se
apostillan las conocidas historias del Génesis, Mann induce al lector a pensar en sus
propios problemas y en los de su tiempo.
Thomas Mann está convencido de que la vida sigue un patrón cuyo dibujo queda
más claro a medida que nos separamos de los acontecimientos. Mann atiende no solo
a los acontecimientos históricos de los que tenemos noticia, sino también a los mitos
que se han ido depositando en el espíritu humano. Y las historias de José son eso,
mitos, o así las consideró Mann, que se fijó en ellas: se dio cuenta de que le servían
para su obra, y trabajó sobre ellas sin preocuparse de que sus añadidos tuviesen o no
base histórica. Thomas Mann es ahora casi un anciano, acaba de cumplir setenta
años, y la tetralogía a la que me refiero supone una rúbrica asombrosa para su obra.
Como pueden comprobar, la charla de hoy ha sido de corte europeo. Les he
hablado de dos grandes escritores: Paul Valéry, un genio francés que acaba de morir,
y Thomas Mann, un gran novelista alemán a quienes sus compatriotas empujaron al
exilio. También he mencionado el libro de un periodista francés, Pierre Maillaud,
dedicado a argumentar que el futuro de Inglaterra pasa por involucrarse más con los
problemas de Europa y no fantasear con su dominio sobre rincones lejanos del
mundo.
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UNA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
OCCIDENTAL
Bertrand Russell, Historia de la filosofía occidental
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intelectuales (al menos para mí), y quizás también ayude a que el libro, a pesar de su
seriedad y de toda su erudición, se venda bien. Así lo espero; es un trabajo admirable
y muy humano, nadie puede leerlo sin recibir una descarga de la nobleza del espíritu
humano. Ya he dicho que es un libro entretenido, también es un libro inspirador.
Empuja al lector a que desenvaine su pequeña espada y se una a la batalla secular que
su especie libra desde tiempos inmemoriales contra el embotamiento y el mal. La
semana pasada el suplemento literario del Times le dedicó una reseña a este libro y la
tituló «Un filósofo melancólico». Recuerdo que pensé: «Vaya, vaya, que distintos
suenan los libros en manos de críticos diferentes: para mí el lenguaje del libro es
inequívocamente un indicio de esperanza».
Permítanme que le ceda la palabra al propio Russell durante unos minutos. Voy a
leerles un pasaje en el que el autor considera las tres partes del libro que he
mencionado en conjunto, con el propósito de definir la filosofía moderna en contraste
con la filosofía antigua y la filosofía cristiana:
El mundo antiguo encontró su fin en la anarquía del Imperio romano, pero el Imperio romano fue un conjunto de
sucesos, no una idea. El mundo católico, por su parte, puso fin a la anarquía que reinaba en la Iglesia, que hasta
ese momento era una idea que jamás se había encarnado sobre la Tierra y que jamás lo haría. Ni la solución de los
antiguos ni la solución medieval eran plenamente satisfactorias; la primera no podía idealizarse, la segunda no
podía llevarse a cabo. El mundo moderno parece avanzar hoy por hoy hacia una solución parecida a la de la
Antigüedad: un orden social impuesto por la fuerza y que representa más los sueños de los poderosos que las
esperanzas de los hombres comunes. El problema de un orden social duradero y satisfactorio solo puede
resolverse combinando la solidez de un imperio como el romano con el idealismo que dominaba la Ciudad de
Dios de san Agustín. Este proyecto exige una filosofía nueva.
Lo que acabo de leer es una síntesis excelente. Le pone a uno a aplaudir. Nos empuja
a preguntar: ¿qué poder está detrás de todos estos pensamientos? ¿Quién ha dirigido
el decurso de las ideas humanas? Nos convence de que la mente humana, a pesar de
todas las imperfecciones y de sus errores, no es un instrumento despreciable. Al
contrario, puede llegar a funcionar con sutileza, puede llegar a encontrarle una salida
a la crisis en la que está imbuida la especie humana. Es un pasaje inspirador.
Quizás alguno de ustedes se haya detenido a pensar en una de las frases que he
leído: «un orden social duradero y satisfactorio». Esto me recuerda que no les he
dado el título completo del libro. No solo tenemos aquí una Historia de la filosofía
occidental, también se abordan sus «conexiones con las circunstancia políticas
sociales desde los tiempos antiguos hasta la actualidad». Dicho de otro modo, Russell
relaciona a los filósofos con sus entornos, y cuando el entorno no es muy conocido
para el lector medio, como sucede en el periodo medieval, Russell lo describe de
manera detallada.
Se podría decir que gran parte de este libro aborda, apoyada en un rico
anecdotario, la historia social de Occidente, de manera que la lectura de estos pasajes
se vuelve una tarea sencilla. Los disfruté mucho. Cuando Russell se enfrasca de veras
en preocupaciones y problemas filosóficos la lectura se hace cuesta arriba, y les deseo
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que les vaya mejor que a mí en el capítulo que trata de las ideas de Aristóteles, o en
ese otro en que se abordan las «mónadas sin ventanas» de Leibnitz. Pero Russell ha
dosificado su material con sabiduría; cada vez que uno piensa: «este libro no es para
mí, soy demasiado estúpido», aparece un pasaje agradable: unas veces se trata de una
peripecia protagonizada por Lord Byron, otras veces es la sugestiva teoría del tiempo
de san Agustín, o vienen al rescate resúmenes de obras famosas, de esas que uno
siempre está buscando encontrar tiempo para leer de una vez por todas, como Utopía
de Tilomas More. Así que terminas animándote y diciendo: «Bueno, después de todo,
no soy tan tonto, no me disgustan tanto las obras dedicadas a la filosofía». Cuando
usted pronuncia estas palabras en su cabeza Russell ha logrado su objetivo, que no es
otro que promover en el lector la confianza de que puede seguir adelante.
Mi impresión es que Russell ha escrito un libro para el gran público que contiene
algunos pasajes, solo algunos, más técnicos y difíciles, que podemos omitir sin
menoscabo de la impresión de conjunto, y que pueden sembrar en nosotros las ganas
de regresar, de intentar una relectura.
Ahora voy a tratar de saciarles una curiosidad que seguramente compartirán
conmigo, pues es un interés corriente en el hombre de la calle. ¿Cómo eran estos
filósofos dedicados a la persecución de la verdad en el plano personal? ¿Eran mejor
que nosotros, eran unos mentirosos? En Occidente hace dos mil quinientos años que
tenemos filósofos, en Oriente hace más tiempo que circulan. ¿Han sido sus vidas más
provechosas que las nuestras? Russell no es muy optimista a este respecto, está
convencido de que, ante una crisis como la nuestra, la mayoría de estos hombres
reaccionaría de manera precipitada e instintiva, y que ya desde Tales en adelante
gritarían si, sin darse cuenta hasta que fuese demasiado tarde, sentaban sus posaderas
sobre el filo de una lata abierta de conserva. Russell también está convencido que la
tortura física, aplicada con el rigor científico que fue distintivo de los nazis,
desintegraría a la mayor parte de las mentes nobles expuestas en esta galería.
Pasemos ahora al comportamiento privado en situaciones cotidianas. El único
patrón de conducta es que no encontramos ningún patrón de conducta: Sócrates se
comportó siempre con nobleza, como también lo hizo sir Thomas More; pero Erasmo
era un cobarde, Rousseau una especie de hipócrita… y así podríamos seguir.
Una idea que me ha dejado este libro y que recordare siempre es que los hombres
no persiguen la sabiduría para volverse buenos, lo hacen más bien para ampliar el
horizonte del conocimiento humano, un proceso que a medio plazo termina por
mejorar las condiciones en las que todos vivimos y nuestras posibilidades de
ejercitarnos en la bondad. De manera que el juicio sobre los beneficios que nos ha
procurado el pensamiento de un filósofo deben posponerse, no pueden calcularse al
momento. En este aspecto son evidentes las diferencias entre el filósofo y el religioso.
El hombre religioso avanza por un determinado curso con el propósito de ser bueno,
y el éxito o el fracaso de su trayectoria está directamente relacionado con la
consecución de sus objetivos.
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Russell está convencido de que la filosofía está situada entre la religión y la
ciencia, de manera que es vulnerable a los ataques de ambos. La filosofía se parece a
la teología en que también especula sobre asuntos de los que difícilmente podemos
alcanzar un conocimiento definitivo, y se parece a la ciencia en que rechaza el
principio de autoridad y apela a la razón. ¿De qué sirve la filosofía? Esta es la
pregunta en la que insiste el hombre corriente desde hace dos mil años. Russell les
diría que la filosofía nos beneficia de dos maneras. La primera es de orden social: las
teorías interactúan entre ellas, de manera que podemos librarnos de las más estúpidas,
que la filosofía examina sin piedad. La segunda es una respuesta más personal: la
filosofía nos enseña a vivir. Creo que esta afirmación es indiscutible, pero Russell
también estaría de acuerdo conmigo en que a veces produce cierta parálisis con sus
vacilaciones, y que no puede descartarse que algún día la ciencia encontrará la
manera de explicar todos los problemas que ahora están en manos de la filosofía. En
ese momento la tierra de nadie quedará absorbida por la ciencia y las especulaciones
filosóficas se reducirán a un juego ocioso.
Recapitulando: el libro arranca en Tales y el enfoque es biográfico. La filosofía
está divida en tres periodos: antiguo, medieval y moderno. Russell tiene dos ideas que
funcionan como los principios activos del libro: la primera es que la filosofía nos
ayuda a comprender la historia, la segunda es que, ante las dificultades, la
especulación filosófica nos ayuda a sobrevivir, sin volvernos cómplices de los
crímenes.
Russell me ha convencido de que la filosofía es un producto notable de la mente
humana, pero sigo pensando que no es tan formidable como el arte. Lo mejor de este
libro es que su ambición es exponer los logros de la filosofía de manera que le
resulten comprensibles al lector no especializado. Si usted es de los que suelen contar
chistes a costa de la filosofía y los filósofos, deberá reconocer que Russell ha burlado
sus expectativas de manera elegante, con brillantez. A cambio, Russell no se
permitirá con usted ni un segundo de la condescendencia con la que demasiados
filósofos suelen dirigirse a las personas que no les entienden de buenas a primeras.
Me quedan un par de minutos o algo así, de modo que voy a compartir otros
pensamientos que he tenido leyendo el libro. Russell es tremendamente bueno
exponiendo relaciones inesperadas con el pasado que te obligan a replantearte el
presente. Por ejemplo, mientras está hablando de la Edad Media, se detiene a señalar
el creciente poder de esta y apostilla: «La Iglesia estaba en una posición de poder lo
bastante asentada como para oponerse a los divorcios reales y a los matrimonios
irregulares. En Inglaterra perdió esta posición, pero pareció recuperarla bajo el
reinado de Eduardo VIII».
Las últimas seis palabras contienen su dosis de veneno. ¿Eduardo VIII? Russell
ha avanzado varios siglos para hablarnos de una abdicación. Esta manera de
relacionar el pasado con el presente puede resultar errónea, pero seguro que despierta
la atención del lector.
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Otro destacado talento de Russell es el vigor con que critica a grandes nombres de
la filosofía, como Platón o Aristóteles, y la generosidad, casi compasiva, con la que
aborda la obra de otros hombres cuyos nombres han quedado oscurecidos. Los dos
que más me han impresionado son Boecio y Juan Scotto.
Boecio vivió en Italia en el siglo VI después de Cristo y es una figura singular.
Fue un hombre cristiano, pero su libro Consolaciones de la filosofía está escrito en un
irresistible tono pagano. Ocupó puestos de poder, pero —no se sabe bien el motivo—
la política lo expulsó de su seno. Russell nos asegura que en su obra no «hay rastro de
supersticiones o de los clásicos lamentos de la vejez, no está obsesionado con el
pecado, no se impone lo inalcanzable». Boecio terminó su vida en la prisión,
condenado a muerte, pero «sus últimos momentos son tan admirables como los
célebres últimos días de Sócrates».
Russell le concede a Juan Scotto, un escocés del que yo jamás había escuchado ni
el nombre, un capítulo entero. Este filósofo vivió en el siglo IX, fue profesor de
universidad, pasó la mayor parte del tiempo en Irlanda y tenía una manera fresca y
original de abordar los problemas intelectuales: creía en la razón y desconfiaba en el
principio de autoridad. Nos recuerda mucho al estilo del propio Bertrand Russell.
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TRES RELATOS BONDADOSOS
Hermán Melville, Billy Budd • Edith Saunders, Un verano
distante • Iris Origo, La guerra en el valle de Orcia
Hoy les hablaré de un nuevo libro que ha aparecido sobre Francia y también sobre
la reedición de una novela importante. El autor de esta novela importante es Hermán
Melville, y el libro se titula Billy Budd. A Hermán Melville todos le conocemos,
sobre todo por haber escrito Moby Dick, una increíble novela sobre la caza de
ballenas y la persecución de una malvada ballena blanca. Al final la ballena arrastra
al barco entero de su perseguidor a la muerte. No hay otra novela parecida a Moby
Dick en toda la literatura universal, y con la misma contundencia puedo decirles que
no hay otra novela corta que se parezca a Billy Budd. El clima de este relato es el de
una comedia. El protagonista es un joven marino analfabeto; la atmósfera recuerda a
las ficciones de los escritores comunistas cuando examinan las costumbres de la clase
trabajadora. Pero lo que Melville se plantea en este texto más bien breve es el
misterio del mal.
Melville escribió Billy Budd en 1891, cuando tenía ya setenta años y su genio
parecía desvanecido. Le costó muchos esfuerzos escribir el relato, lo hizo en medio
de padecimientos físicos, como si fuese su último mensaje al mundo. Por desgracia,
nunca llegó a ver la novelita publicada, que se imprimió por primera vez dentro de la
edición completa y póstuma de sus obras. No les recomiendo que lean las obras
completas de Melville; es de esos escritores que pierde con frecuencia la inspiración
pero sigue emborronando páginas, como si no se diera cuenta o no le importase, pese
a lo cual los críticos encuentran la manera de elogiar esas páginas tristes. Otro
problema con Melville es su escasa difusión. Recuerdo haberlo leído por primera vez
en una biblioteca donde no permitían llevarse el libro a casa. Este es un segundo
motivo de peso por el que considero importantísima esta reedición: pone al alcance
del público en general una obra maestra.
La novela es compleja, pero la historia es sencilla. Tiene la apariencia de una
novelita de tema marino, y está ambientada en la armada británica, hace ahora unos
ciento cincuenta años, poco después del motín del Nore. Billy Budd se gana la
aversión de un oficial muy atractivo, Claggart, que lo acusa injustamente de intentar
amotinarse. Budd, furioso y horrorizado, reacciona golpeando a Claggart hasta la
muerte. Todo sucede en presencia del capitán Vere. Hasta aquí la historia. La gracia y
la sustancia del libro está en lo que Melville llama la «narrativa interior» de la acción,
el estudio profundo de los motivos humanos que hay tras las acciones, y el análisis de
los progresos y desvíos del destino.
Billy es un chico tosco y sencillo, pero también increíblemente guapo. Este don,
sumado a su buen corazón, su buen espíritu y su buena salud, lo han convertido en un
muchacho muy popular entre sus compañeros. De hecho, sus compañeros le adoran,
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aunque no está claro que se dé cuenta él, que carece de la sofisticación necesaria para
sacar provecho de ello. Billy sería perfecto de no ser por una tara: sufre un leve
tartamudeo que entorpece su capacidad expresiva cuando se pone nervioso. Melville
lo cuenta así:
Una astucia del intérprete del arco, del célebre fanfarrón del Edén, que todavía sigue actuando sobre cada humano
que es enviado a la Tierra. De una manera u otro él se las arreglará para imprimir en cada ejemplar de carne
humana una marca, para recordarnos a todos que su mano sigue viva sobre la creación.
¿Por qué habla de un «intérprete del arco» y no del demonio? Bueno, la mente de
Melville está plagada de rarezas de este estilo. En cualquier caso, el tartamudeo de
Billy es importante en la narración, no es un capricho, impide que el joven marinero
sea un santo de yeso, demasiado bueno para ser cierto, pero adquiere también un
valor simbólico: en todos los campos, incluso en los mejores, arraiga la raíz del mal,
aunque sea en forma de defecto físico.
El adversario de Billy, Claggart, es un ser completamente malvado. Desde que la
novela empieza, el lector queda rendido ante el estudio de carácter que Melville
ofrece de Claggart. Lo señala como un ejemplo de depravación moral absoluta que
curiosamente no está entregado a ningún vicio corriente: no es sórdido, no es un
hombre sensual, no es avaro… Es casi imposible sorprenderle en una falta o
entregado a un pequeño pecado. Claggart es un maníaco, pero su manía solo asoma
en momentos ocasionales, de manera que es mucho más peligrosa, pues nadie la ve
venir. Visto desde el exterior, pasa por ser un suboficial eficiente y digno, juicioso,
sagaz y sensato, a quien sus subordinados no aprecian pero respetan. El caso es que
Claggart se precipita en una locura maníaca en cuanto Billy se cruza en su camino. Al
principio Claggart se muestra amable con el muchacho; cuando Billy se desequilibra
y derrama un poco de sopa en la cubierta, apenas lo reprende diciendo: «Muy bien
hecho, muchacho, una acción tan hermosa como el rostro de quien la llevó a cabo».
Pero enseguida comprendemos que este encuentro trivial es decisivo para que adopte
la decisión de destruir a su subordinado, movido por una combinación inaudita de
amor y odio. Conmina a sus hombres a que humillen a Billy en secreto, usa a uno de
sus secuaces para que lo tiente con la fantasía de un motín. Todo falla. Entonces es
cuando Claggart decide acusarlo formalmente en presencia del capitán.
El capitán se queda asombrado. Se llama Vere, y es el tercer vértice de este
peculiar triángulo. Vere es un hombre que a pesar de no tener educación, entiende el
mundo. Hago esta observación porque para Melville el estudio y la lectura pueden
oscurecer el entendimiento. En ocasiones incluso tenemos la impresión de que
Melville trata de decirnos que el conocimiento nunca nos ayuda a comprenden Pero
el capitán Vere, aunque tiene estudios, no ha perdido su mirada natural y sabe
reconocer la maldad de Claggart. Y también se da cuenta enseguida de que Billy es
bondadoso.
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En ese momento ocurre la catástrofe. Billy, un hombre absolutamente inocente,
acostumbrado a que lo traten con cariño, no está preparado para soportar una
acusación falsa. El trastorno le deja sin palabras, se apodera de él un tartamudeo
paralizador, una inhibición de procedencia diabólica: «En el instante siguiente, su
brazo derecho, rápido como la bala de un cañón que sale disparada de noche, su brazo
golpeó a Claggart y lo arrojó al suelo».
Claggart está muerto, el mal está muerto, pero el glorioso joven atlético, el
angelical Billy, ha sido contagiado por él y también debe morir.
Las escenas finales del relato —la visita al cirujano, el juicio, la lectura de la
sentencia, la condena que sufre Billy, la entrevista con el capitán Vere (el único
testigo presencial), el ahorcamiento…— forman una secuencia de acontecimientos
conmovedoramente humanos. Nos sitúan en un registro donde el pensamiento falla y
las palabras no pueden expresarlo todo.
Melville expone en esta historia lo que más admira de la naturaleza humana: la
bondad natural, la inocencia de los analfabetos, de quienes, como dice en uno de sus
poemas, «sirven al mundo sin necesidad de palabras». También demuestra que… la
inocencia no está a salvo en una civilización como la nuestra, donde un hombre debe
practicar una «desconfianza no exteriorizada e impuesta» para defenderse de las
trampas. Esta «desconfianza no exteriorizada e impuesta» no se limita a los hombres
de negocios, sino que está presente en todos los ámbitos. Todos la ejercemos. Sé que
yo lo hago, y me sorprendería que ustedes, quienes me escuchan, no lo hicieran. Lo
único que podemos hacer (y Melville lo insinúa) es ejercerla conscientemente, como
hizo el capitán Vere. Es la desconfianza inconsciente lo que corroe el corazón y
destruye la perspicacia del corazón, lo que le impide aplaudir la bondad.
Espero haber enumerado virtudes suficientes para que se animen a leer esta
insólita historia, pero debo añadir una precaución: el estilo de la novela resulta a
menudo torpe y desaliñado. El libro contiene frases maravillosas, el resultado final es
abrumador, pero si se juzga el libro por las frases que Melville pone en boca del
joven Billy se corre el riesgo de pensar que la historia será un aburrimiento. Melville
nos exige aquí un poco de paciencia y de modestia en nuestros juicios; el breve
prólogo de William Plomer a esta edición contribuye a disponer bien al lector y
prepararlo.
Pasar de este imaginativo vuelo de un genio a los otros dos libros de mi lista
supone una caída considerable de nivel. Ya les dije que uno de ellos iba sobre
Francia; les avanzo ahora que va sobre la reina Victoria. El tema (el de la reina
Victoria) quizás no les parezca muy sugestivo, pero les recomiendo el libro de todas
maneras. Su título es Un verano distante, y su autora se llama Edith Saunders. El
libro aborda la visita que la reina y el príncipe consorte hicieron a Francia en 1885, y
todos los entretenimientos y diversiones —algunas muy costosas— que les propuso
el emperador Napoleón III.
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Un verano distante abarca una semana de tiempo. Una semana marcada por el
sol, una semana de felicidad parisina. La reina Victoria parece encantada, y Albert se
siente muy complacido. Napoleón III se nos presenta como un sujeto algo exaltado,
pero muy humano, y la emperatriz Eugenia no revela ni un brote de envidia ante la
reina de Inglaterra. La novela solo presagia alegría, pero hacia el final aparece un
invitado inesperado: Bismarck. Se trata del mismo Bismarck que quince años después
intentará destruir el sueño del siglo XIX —el equilibrio impuesto en Europa
Occidental— y que inauguraría este periodo de luchas del que no terminamos de salir
nunca. Aunque de un rango muy inferior, este libro se parece en algo al de Melville.
Lo que brillan aquí son los ideales y la bondad: el príncipe consorte que quiere servir
al mundo, en contraste con un Napoleón III que apenas persigue otra cosa que
explotarlo.
El tercer libro del que quiero hablarles es el diario de guerra de una mujer inglesa
que está casada con un noble italiano. El libro nos ofrece una perspectiva muy
original de cómo era vivir en el campo italiano durante el bienio que va de 1943 a
1944. También se trata de un libro muy humano, civilizado y valiente, y sus últimas
páginas son muy emocionantes. El libro se titula La guerra en el valle de Orcia. El
Orcia es uno de los ríos que atraviesan la Toscana, y la casa de la escritora se
encuentra muy cerca; allí la mujer ayuda como puede y ofrece un refugio temporal a
partisanos y a prisioneros de guerra británicos. Todo está escrito a media voz, sin
énfasis, como si fuese un trabajo corriente. Cada día la autora regresa a su casa medio
en ruinas convencida de que la esperanza está en el aire, y que un día los hombres
volverán a arar la tierra y esta les ofrecerá sus frutos.
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SAMUEL BUTLER Y LA POSTERIDAD
Samuel Butler ha sido una influencia enorme para mí, tanto que no podía dejar pasar
la oportunidad de hablarles sobre su legado. Samuel Butler, Jane Austen y Marcel
Proust son los escritores que más me han ayudado a definirme como novelista, y
Butler hizo muchísimo más que Austen y Proust para enseñarme a ver la vida como
lo hago ahora.
¿Cómo podría definirles mi mirada sobre el mundo? Quizás ayudaría decir que es
una mirada sin dogmatismos, pero volveré a este asunto más tarde. De buenas a
primeras quiero quitarme el sombrero delante de este hombre extraordinario y darle
las gracias. Puede que después no sea tan cordial con él, a Butler no le gustaría que
fuese demasiado amable, era un hombre que amaba la discusión, al que le molestaban
las deferencias excesivas.
Samuel Butler estaba particularmente interesado en el legado y en las influencias
literarias, y no me cuesta imaginarlo escuchando esta charla desde su limbo con una
expresión algo cínica en el rostro. Butler estaba convencido de que el legado de un
artista solo empieza a influir de verdad después de la muerte. Creía que nos
engañamos al creer que nuestra influencia sobre la tierra termina cuando ingresamos
en la tumba. El hombre corriente experimenta una vida postmortem en los corazones
de sus amigos, en los recuerdos de él que han sobrevivido. Y los grandes hombres
(como Shakespeare) perduran a través de sus obras todavía mucho más tiempo. Todos
terminaremos siendo olvidados, incluso los grandes hombres serán olvidados, pero
entre la muerte física y ese olvido definitivo se abre un amplio periodo durante el cual
se nos recordará con cierta inexactitud.
La idea de cierta inmortalidad terrenal no es original. La encontramos en los
escritores antiguos, y era muy familiar entre los hombres del Renacimiento. Lo
interesante del caso de Butler es la pasión con la que vivió esta idea, y la astucia con
que fue convirtiéndola en toda una filosofía. Llegó a abordarla, incluso, en el más
famoso de sus sonetos, que voy a leerles ahora mismo.
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Una de las cosas que Samuel Butler perseguía con más ahínco era que, una vez
muerto, lo mencionasen los vivos. Justo como estamos haciendo ahora nosotros hoy y
aquí. Butler podía resultar un tanto presuntuoso, demasiado consciente de sí mismo,
en ocasiones podía llegar a ponerse sentimental, y ciertamente dudo que los grandes
hombres del pasado trabajasen con la vista puesta en dejar un legado para los
humanos que iban a sobrevivirles; les imagino demasiado concentrados en su trabajo
como para entretenerse con estas fantasmagorías. En cambio Butler siempre estaba
preocupado pensando en el efecto que tendría sobre el futuro tal o cual pasaje de su
obra. Butler despreciaba a los críticos del presente, pero le preocupaba mucho que los
críticos del futuro lo elogiasen por motivos que él consideraba equivocados. Esta
posibilidad se volvía odiosa en su imaginación. La gente decente a la que Butler
admiraba (todos sanos, guapos y bien vestidos) solían burlarse de él por estas cuitas,
y Butler no era tonto: sabía que un día le olvidarían, como —insisto— nos olvidarán
a todos nosotros.
Durante el primer cuarto del presente siglo Butler disfrutó de fama y
reconocimiento, lo que alimentó sus esperanzas de disfrutar de una influencia
póstuma. Para mí y para muchos otros jóvenes no tardó en convertirse en una figura
principal, dominante, de la escena internacional, y cada uno de nosotros invirtió
tiempo y talento en interpretar y predicar su evangelio. En 1910, más o menos, leí
una conferencia sobre Butler en una sociedad literaria afincada en un suburbio de
Londres. Recuerdo que el secretario de la sociedad intentó persuadirme de que les
hablase sobre Bernard Shaw, porque nunca habían oído hablar de Butler. Rechacé la
contrapropuesta. Les hablaría de Butler o me iría, y me salí con la mía. Los miembros
de la sociedad escucharon la conferencia y creo que les fue provechoso. En una de
mis novelas primerizas dejé caer una referencia a Butler y eso me valió una carta de
presentación, enviada por su representante y amigo Henry Festing Jones. Así empezó
una relación que llegaría a ser de intensa amistad personal, y en la que yo le rendía
una especie de culto servicial. De hecho, en 1914 firmé un contrato para escribir un
libro sobre mi héroe, pero nos pasó por encima de todos los compromisos la Primera
Guerra Mundial.
Hoy en día todo el mundo sabe que el primero que difundió la fama de Butler fue
Bernard Shaw. Lo descubrió en 1887, cuando le tocó reseñar uno de sus primeros
libros, y cuando Butler ya estaba muerto siguió refiriéndose a él.
Shaw elogiaba de Butler la manera en que abordaba asuntos complicados como el
dinero, el crimen, la enfermedad o la religión. Una vez, en el transcurso de una cena,
recuerdo escuchar a Shaw hablando de la fuerza vital de Butler. No recuerdo los
pormenores, ya les digo que fue después de una cena, y aunque Butler era abstemio el
aire estaba cargado de esa suave euforia que permite entregarte a cosas como hablar
sobre la maldad del hombre y el inmediato castigo que sufrirá la humanidad si
seguimos portándonos así de mal. Me burlo un poco, pero recuerdo con respeto el
entusiasmo de Shaw, Butler había influido de verdad sobre él. También ha influido
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sobre escritores de corte muy distinto, como sir Desmond MacCarthy, que ha
evocado con mucha gracia una de nuestras entusiastas reuniones juveniles.
El caso es que cuando estalló la Primera Guerra Mundial la reputación de Butler
era considerable. Su nombre estaba constantemente en los labios de los «hombres
vivos» y su reputación se sostuvo inalterable durante la década de los veinte. Fue
cuando empezó la década de los treinta cuando su nombre empezó a declinar. La
Segunda Guerra Mundial oscureció su obra y su fama, y no pretendo que hoy en día
sea un hombre influyente, no lo es, los jóvenes apenas hablan de él. Quizás en las
bibliotecas sigan leyendo Erewhon y sus diarios, pero no influyen ni aparecen en las
discusiones públicas sobre literatura. La fama inmortal por la que tanto suspiró está
en suspenso.
Llegados a este punto me siento en el deber de ofrecer alguna explicación a esta
merma, pero lo cierto es que debo confesarles que no coincidió con Butler. Para mí el
asunto de la influencia no es demasiado importante. La reputación, la fama, sus
oscilaciones… son temas menores, es divertido hablar de ellos y lo estamos haciendo,
pero no olvidemos lo sustantivo: la obra de un hombre, ¿es buena o mala más allá de
las circunstancias accidentales o de las modas? De eso se trata. Pero bueno, mi
conferencia de hoy solo se relaciona de manera indirecta con la calidad de las obras
de Butler, un asunto que quizás aborde en otra de estas charlas.
En los últimos años Samuel Butler ha sido objeto tanto de ataques crispados como
de elogios más sosegados. Recapitulemos. Mayoritariamente, la crítica ha juzgado de
manera desfavorable sus logros como científico, como erudito y como crítico de arte.
En ninguna de esas tres direcciones Butler disfruta hoy en día de la menor influencia,
y no creo que se vaya a producir la menor recuperación. Dudo que encuentren a nadie
que lo apoye en su controversia con Darwin, ni que apoye sus opiniones sombre
Lamark, o que contribuya a sostener la tesis de que la Odisea la escribió una dama
que vivía en la zona oeste de Sicilia, o que Gaudenzio Ferrari fue un pintor
importante y Tabachetti un gran escultor; y si bien alguien podría acompañar a Butler
en su campaña para elevar a Handel a las mayores alturas, se lo pensaría dos veces
cuando llegase el momento de enterrar a Beethoven en lo profundo de un pantano.
Sus investigaciones son unilaterales, cruzadas de juicios caprichosos y arbitrarios.
Al leerlos es casi imposible evitar la sospecha de que en un primer momento adoptó
sus ideas para molestar a alguien y que luego se puso a defenderlas como si le fuera
la vida, olvidado de que todo empezó como una especie de broma. Solo en un aspecto
ha tenido suerte su investigación académica: por lo visto asignó una fecha temprana a
un puñado de sonetos de Shakespeare que se consideraban tardíos, y las
investigaciones recientes tienden a corroborar sus sospechas. Sus pinitos en la pintura
y en la música, para pasar ya al trabajo creativo, tampoco han dejado el menor
legado. Nadie se detiene a mirar sus pinturas y nadie interpreta ya su cantata
«Narciso».
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En buena medida Butler ha perdido el favor de los lectores porque era ante todo
un crítico de la sociedad, y la sociedad a la que él se refería ya no existe. Butler nació
durante la época victoriana. En su biografía hay un punto oscuro y decisivo: estuvo a
punto de ser colgado y solo salvó su alma huyendo a Nueva Zelanda. P.N. Furbank
escribió una estupenda monografía sobre Butler en la que sugería que esta pelea casi
lo agotó espiritualmente, y que, aunque se sobrepuso, vivió con el temor de que las
heridas de aquel conflicto se reabriesen. Creo que es un interpretación por lo menos
verosímil, y que ayuda a explicar la obsesión de Samuel Butler por la vida familiar
como tema literario. Quizás ustedes ya sepan que no tenía buena relación con sus
padres. Un conflicto de esta naturaleza se desarrolla en El camino de toda la carne,
que en gran medida es un libro autobiográfico. El protagonista de este libro, Ernest
Pontifex, es un muerto que revive algunos pasajes de su vida; lo vemos retorcerse
bajo el látigo paterno, aliviado por un abrazo materno, confundir a una niña honesta
con una prostituta, lo que le valió ir a prisión. Todo este repaso lo hace con el
propósito de salvar su alma. Una parte de la novela mantiene el interés, pero hay
pasajes que se han hundido en un aburrimiento que no acertamos a remontar. El
motivo es que la clase de tiranía que el libro denuncia ya no existe. Hemos perdido el
contacto emocional con el mundo que critica Butler. Hoy en día somos
condescendientes con el victorianismo, admiramos sus virtudes y logros y nos
olvidamos de su lado oscuro porque no hemos tenido que convivir con él. En
particular, creo que muchos de nosotros, en lugar de criticar las tiranías de la familia,
estamos deseosos de preservar esta institución como una especie de refugio contra las
presiones del Estado. Hoy es el Estado quien nos intimida y nos pide cuentas, y no
papá y mamá.
Butler también nos suena algo antiguo cuando aborda el tema del dinero. Es
cierto que suena menos desfasado que cuando se ocupa de la familia, pero se
reproduce el mismo problema: la sociedad que describe ya no existe. El dinero sigue
teniendo un papel preponderante en nuestra sociedad, pero no tanto como en la época
victoriana. Hoy en día los británicos no pueden aspirar a acumular una fortuna como
no sea de manera deshonesta. El hombre honrado, que cumple con sus
responsabilidades tributarias, ya puede olvidarse de hacerse rico, pues los impuestos
laminan sus ganancias. La sociedad era bien distinta en tiempos de Butler; entonces
era posible hacerse rico de manera honesta, de acuerdo con la ley y sin transgredir las
normas morales acordadas por la opinión pública. Se consideraba justo que los ricos
incrementasen continuamente su fortuna y que los pobres dependiesen de la gratitud
de los ricos. Butler aceptó este estado de cosas con apenas unas reticencias menores,
proyectó sus ideas también sobre Ernest, el héroe de la novela, autor y personaje
amasaron y perdieron dinero, y aunque reconozco que sus observaciones sobre el
asunto siempre suenan inteligentes y estimulan nuestras ideas, una y otra vez insiste
en una manera de relacionarse con el dinero que ya no es la nuestra. Butler no
anticipó el Estado del bienestar, y tiene poco que decirnos a quienes vivimos
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inmersos en él. El mundo de Butler era la jungla de la libre empresa, y concedo que
tenía una lección para nosotros: quizás lo más importante del mundo no sea
procurarse una posición económica, pero es peligroso, peligrosísimo, pretender que el
dinero no existe o descartarlo como algo demasiado vulgar para preocupase de él,
como solía hacer la gente cuando yo era joven.
Algunas de las ideas de Butler sí han enraizado y siguen siendo útiles, por
ejemplo cuando trata el crimen como una enfermedad. Aquí sí me considero su
heredero. El crimen, en este mundo revuelto, se ha convertido en un importante
objeto de estudio, y Butler fue de los primeros escritores en considerar los crímenes
como enfermedades que podían curarse. Se trata de una enfermedad que pasa factura
a quien la contrae y que puede acabar con su vida. Es una fantasía profunda, y muy
sugestiva para un artista, y su versión seria ha entrado en la mente de algunos
escritores. Otra de sus fantasías, la idea de que las máquinas pueden dominar y
someter a la raza humana, también ha arraigado entre los escritores más jóvenes. Su
genio no era propiamente poético, pero sí era vigoroso y proclive a la aventura:
siempre lanzaba su escritura hacia territorios y retos nuevos. No siempre lograba
grandes resultados, pero casi siempre era interesante lo que conseguía, y a veces
llegaba a emocionarnos. Si Butler no hubiese vivido y escrito, muchos de nosotros
seríamos hombres menos inteligentes y sensibles de lo que somos, con una
conciencia muy inferior de los trucos y trampas que nos prepara la vida, y de nuestra
propia inconstancia.
El principal mérito de Butler no debe buscarse en si sus ideas fueron correctas o
no, ni en el éxito de sus vaticinios, ni siquiera en la excelencia (que alcanzó con
relativa frecuencia) de su prosa y su verso, sino en la calidad de su mente. Butler
tenía una mente independiente, podía permitirse atesorar algunos prejuicios privados,
pero nunca se doblegó ante los prejuicios de los demás: sospechaba siempre de la
autoridad, no se acomodaba en sus propias ideas, jamás se valió de dogmas.
Creo que he trazado un perfil de su legado, y con independencia del arraigo actual
que sus obras y sus ideas tengan creo que sus libros siguen siendo valiosos para los
vivos. En 1952 vivimos en un mundo tan ciego y aterrador que los hombres se
refugian en cualquier sitio que se presente como un albergue. Acuden allí sin pensar,
arrastrados por una dolorosa ceguera. Unos recurren al dogma comunista, otros se
inclinan ante los dogmas eclesiásticos; en lo espiritual estos dos conjuntos de normas
parecen opuestos, pero ofrecen lo mismo: un refugio personal a cambio de obedecer
de manera incondicional a la autoridad. No se trata de una tendencia nueva en la
historia, suele manifestarse cuando la enfermedad se infiltra en el cuerpo social:
sucedió en el siglo XIV, por ejemplo, cuando Europa se vio sacudida por la peste
negra; y sucedió también en el norte de África cuando se descompuso el Imperio
romano. Es una tendencia que procura resultados sustanciales a quienes se acogen a
ella, pero que no proporciona el menor avance al espíritu humano.
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Voltaire, por ejemplo, era muy consciente de este proceso: construyó una iglesia
para Dios, pero escribió: «Ecrasez Finíame». Butler, a una escala más modesta,
también lo sabía. Nos ha dejado algunas fábulas sobre el asunto, y aunque era
cualquier cosa antes que ateo, se pasó la vida protestando y rechazando cualquier
intento de que impusieran una creencia sobrenatural a su voluntad. Butler defendió
siempre una perspectiva no dogmática de la razón, sostuvo que debemos ser tan
pacientes y tolerantes como nos sea posible, y que debemos resistirnos a sumergirnos
en el misticismo, aunque reconoció que en el día a día nos enfrentamos a problemas
muy complicados. Someterse a los mandatos o a la dirección de un sacerdote o de un
comisario político no le pareció nunca una solución adulta. Butler reconocía que el
universo estaba plagado de misterios; es posible que esos misterios no se
desvanezcan nunca, pero el único recurso para reducir su área y extender las fronteras
del conocimiento siempre será el espíritu libre de las personas. En este proceso el
orgullo humano será lastimado en ocasiones y los oscurantistas aprovecharán para
gritarnos: «¡Ya te advertí! Quizás la próxima vez me escucharás». Pero nada es en
vano. El orgullo humano es más que capaz de volverse a levantar, sacudirse el polvo
de la caída, limpiarse la sangre de las heridas, y seguir investigando. Butler defendía
esta perseverancia del espíritu humano, y cincuenta años después de su muerte los
vivos debemos seguir agradeciéndole su ejemplo.
Permítanme terminar esta charla con una mención a otro tipo de legado, muy
diferente. Quiero dedicar unas palabras a los objetos que dejó detrás suyo:
manuscritos, correspondencia, fotos, su pasaporte, los objetos que decoraban su
chimenea, su peine, un hervidor de agua que la señora Savage hizo especialmente
para él, recuerdos de Sicilia… Todo ha sido conservado con diligencia y cariño por
nuestro amigo común: Festing Jones. Muy a menudo les hacía una visita a Butler y a
Jones en su hospitalaria casa en Maida Vale. Festing Jones quiso satisfacer el deseo
de Butler de ofrecer un legado al mundo, y para asegurarse de ello decidió dividir la
colección en dos instituciones. Algunos de los objetos han ido a parar al St. Johns’s
College en Cambridge (la antigua universidad de Butler), mientas que otros han ido a
parar al Williams College, Williamstown, en Massachusetts. Hace poco visité la
colección de Cambridge y pasé allí media hora, fue una mañana muy hermosa.
Todavía era de día cuando un grupo de jóvenes, ignorando el legado de Butler, se
pusieron a representar una alegre obra de teatro. Eran chicos sanos, jóvenes,
simpáticos y espontáneos. No me pareció que se burlasen de Butler por no reparar en
su legado.
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ESCRITORES Y DEMOCRACIA
J. Donald Adams, La responsabilidad del escritor
Rupert Brooke, La democracia y las artes
Tengo dos libros en mis manos. Uno se titula La responsabilidad del escritor y el
otro La democracia y las artes. Ambos libros insinúan desde el título que van a
ocuparse de un problema crucial de nuestro tiempo: la relación que un artista
establece con la comunidad en la que nació. No sé como sonará esto, pero el artista
no es un hombre corriente. Si lo fuese, su vida sería más sencilla. El artista es un
personaje extraordinario. Por lo común suele ser especialmente sensible, y se entrega
horas y horas al arte que pretende dominar. Ni Leonardo da Vinci ni Goethe ni
Beethoven eran personas corrientes, y si se descienden unos pocos escalones y se
piensa en un pintor como sir Joshua Reynolds, un escritor como Leigh Hunt o un
músico como Mendelssohn (los primeros nombres que me han venido a la cabeza)
resulta que ellos tampoco son personas corrientes, su sensibilidad y sus ambiciones
son muy especiales.
Pero también es un hecho que estas personas extraordinarias no pueden existir
fuera de una comunidad. Tienen que comer, a menudo se enamoran y tienen niños
que deben ser educados, por no hablar de la cantidad de bienes públicos que
consumen. ¿Cómo pueden ganarse la vida? Una solución posible es que los
representantes de la comunidad les digan a los artistas: «Dinos lo que necesitas y te lo
daremos». Cuando sucede algo así nos encontramos con un arte controlado por el
Estado. Para algunos artistas se trata de una buena solución, mientras que a otros les
aterra y responden enseguida: «No, no quiero nada de la comunidad, ningún favor,
produciremos lo que queramos, con independencia de si a la comunidad le parece
bien o mal».
En la práctica las posiciones son menos extremas, se produce una especie de
compromiso que adopta formas muy variadas. Los dos libros que les he mencionado
dan cuenta de algunos de estos compromisos posibles. El primero de ellos, La
responsabilidad del escritor, lo ha escrito un estadounidense, el señor J. Donald
Adams, que ha sido durante los últimos veinte años el editor del New York Times
Book Review, lo que le confiere una posición inmejorable para examinar la escena
literaria estadounidense. Su preocupación principal son las novelas sensibles al
espíritu de su tiempo. Donald Adams reconoce en la ficción estadounidense de
principios de siglo una complacencia de la que responsabiliza a la ignorancia que sus
compatriotas tenían sobre el mundo y la vida. A este periodo adánico le siguió uno
dominado por la desilusión y una autocrítica abierta. Al llegar a este periodo Donald
Adams examina y discute al detalle la obra y la influencia de Theodore Dreiser, que
ciertamente sugirió en numerosas ocasiones que no todo era bello en el jardín
estadounidense. Los años veinte y treinta de este siglo fueron insatisfactorios, piensa
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el señor Adams, porque no aportaron nada positivo; abrieron brechas en la vieja
autocomplacencia (como Sinclair Lewis), o se recrearon en fantasías personales
(como James Branch Cabell), o juguetearon frívolamente (como Scott Fitzgerald).
Donald Adams concluye que, a día de hoy, la literatura de Estados Unidos ha
mejorado, al menos esa es su opinión. El propio país se ha sacudido la inocencia y el
cinismo y se ha involucrado en la historia mundial, liderando al mundo libre durante
la Segunda Guerra Mundial. En paralelo, la literatura parece que ha abandonado la
complacencia y dirige ahora su atención a los problemas colectivos. Su tema
prioritario es el presente, y esta es una tendencia que según él se incrementará en el
futuro: la literatura estadounidense buscará cada vez más representar de manera
adecuada la dignidad del hombre.
Yo mismo he vivido los años veinte y confieso no ser tan optimista como Donald
Adams. Desconfío por sistema de palabras como complacencia o de expresiones
como «problemas colectivos». No puedo evitar preguntarme si esta «dignidad del
hombre» de la que habla Donald Adams estará mejor fundada que los valores que él
condena por ensimismados. Para mi gusto subordina demasiado el valor del artista al
supuesto servicio que presta a la comunidad. Pero debo reconocer que en este libro su
autor se cuida mucho de sonar dogmático o demasiado extremista. Por ejemplo,
Donald Adams no cree que los artistas deban convertirse en predicadores al servicio
de las ideas del Estado. Y en cualquier caso nos ofrece una lectura sutil de las obras
de los escritores estadounidenses más conocidos: Dreiser, Hemingway, Faulkner,
Steinbeck; y de otros que para mí eran mucho menos conocidos, como James Farrell
y Elizabeth Madox Roberts, o Thomas Wolfe. Quizás ustedes, en la India, estén más
familiarizados con la América literaria de lo que lo estamos en Gran Bretaña. En las
islas no sabemos tanto de lo que escriben los norteamericanos como sería
aconsejable. No sentimos por los escritores estadounidenses la misma curiosidad que
nos empuja a leer a nuestros colegas franceses. Es una desventaja importante, y libros
como el de Donald Adams nos ayudan a corregirla.
El segundo libro que les he mencionado, el que se titula La democracia y las
artes también aborda el mismo problema complejo: ¿cómo encajan los artistas en la
sociedad donde viven? Su autor es Rupert Brooke, y parece una figura adecuada para
tratar este asunto. Pese a que hizo muchas cosas en su vida, a Brooke le recordamos
sobre todo como poeta, y su figura está rodeada por el halo mítico de los que mueren
jóvenes. Para colmo, fue enterrado en una isla griega. Pero Brooke es una figura
emblemática por otros motivos: fue un muchacho intensamente interesado por lo que
pasaba a su alrededor. Se hizo socialista, se unió a la Sociedad Fabiana, en
Cambridge fue amigo del actual rector de la universidad, y justo hace ahora treinta y
siete años (en el mismo Cambridge) escribió este librito sobre las relaciones entre el
arte y la democracia, que ahora se publica por primera vez. Es un texto notable. Tiene
el vigor y la agresividad que asociamos a la juventud, y el autor se expresa con la
deliciosa arrogancia propia de un muchacho talentoso. Se percibe otro rasgo notable
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en este ensayo: el don de la profecía. Rupert Brooke anticipa en 1910 el problema del
artista y la comunidad tal y como lo experimentamos actualmente, y anticipa algunas
soluciones prácticas que quizás nos conviene a todos reconsiderar.
Brooke sostiene que el arte es importante para la sociedad. Repara también en que
las personas que han producido obras artísticas hasta el presente o bien disfrutaban de
medios de subsistencia privados o bien fueron sostenidos económicamente por
mecenas o por sus clientes. Brooke anticipó una revolución económica que se iba a
llevar todo eso por delante, se dio cuenta de que si en un futuro la comunidad no
subvencionaba a los artistas, el arte desaparecería. Brooke no se engaña en este
punto: para él, el arte solo puede ser un trabajo a tiempo completo, uno no puede
realizar una obra de arte trabajando solo en los ratos libres. Brooke ridiculiza como si
fuese una ocurrencia la idea de William Morris de que un hombre debería escribir
poesía mientras trabaja en un telar. Se desgañita diciendo: «No mezclen el arte con la
artesanía. Es sencillo y gratificante, es muy tentador desplazarse de la esfera del arte
exigente hacia caminos trillados que no ofrecen resistencia». Brooke consideraba una
basura dogmática la hipótesis según la cual el arte podía expresar el alma de la
comunidad. «La comunidad no tiene alma, si tratas de expresar el alma de la
comunidad no lograrás más provecho que si tratas de sonarle la nariz». El arte
siempre ha sido y siempre será, según Brooke, un asunto individual, singular.
Quizás tenga razón y la comunidad no tenga alma ni nariz, pero les aseguro que
tiene un bolsillo. Y con este bolsillo puede subsidiar el trabajo de los artistas. La
segunda mitad del libro de Rupert Brooke está dedicado a explicar por qué la
comunidad debería pagar por sostener el arte y cuál es la mejor manera de hacerlo. El
motivo por el que lo primero merece la pena es porque, a medio plazo, la sutileza
artística puede influir en la vida de muchos hombres e incrementar los momentos
placenteros de la comunidad. Brooke no está pensando en el refinamiento, sino en
una especie de elevación espiritual y sensible: el refinamiento es para Brooke un
aspecto secundario, que solo aprecian las camarillas de esnobs, y que no tiene mayor
importancia.
Brooke ni siquiera confía en que la mayor parte de la sociedad aprecie el placer y
la elevación espiritual y sensitiva que puede ofrecer el arte: «La primera generación
educada en todas las escalas sociales no nos ha procurado una nación de amantes del
arte, tampoco lo conseguirá la segunda, ni probablemente la tercera: la demanda
pública no va a solucionar el problema de cómo sufragamos la vida de los artistas».
Brooke es sincero en este punto y también lo es cuando asegura que el arte debe ser
sufragado por personas que jamás lo entenderán. Concede que a menudo les puede
convenir simular que son amantes del arte, pero asegura que están mintiendo, y pese
a todas sus mentiras, son imprescindibles para sostener económicamente la
producción artística de un país.
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Los conciertos que se interpretan en Cambridge son difíciles. Pero si solo acudieran los verdaderos interesados en
la música no podrían representarse. Si cuantos solo se interesan por la música por motivos espurios se levantasen
y se fuesen, los músicos se quedarían en familia. Los aficionados a las artes constituyen un conjunto formado por
una multitud de parlanchines, de diletantes, de ingeniosos aficionados y de personas a medio cultivar. Todos
contribuyen a sostener el sistema económico de las artes. Vale la pena tenerlos entre nosotros.
Acto seguido, Brooke analiza cómo este extraño producto —el de las artes—, del que
verdaderamente solo se preocupan unas pocas personas, puede llegar a ser protegido
voluntariamente por la mayor parte de la comunidad de manera que se instituya un
sistema efectivo de subsidios. Brooke sugiere que se convoque un tribunal o un
comité de treinta expertos que asesoren a un secretario de Estado para establecer una
dotación de por vida a doscientos músicos, pintores, escultores, poetas y prosistas.
Brooke fija incluso la cantidad: se les deberían entregar quinientas libras al año a
cada uno (recuerden que son cantidades de 1910). El coste para la tesorería nacional
sería de mido millón, y si alguien considera que medio millón es un exceso, le invito
a pensar lo que gastamos en armamento. Para Brooke es importante no imponer que
los artistas subvencionados presenten ninguna obra; si estos finalmente se dedican a
estar ociosos o a emplear el dinero para la disipación, las pérdidas para el Estado
serán insignificantes. Lo que sí estará terminantemente prohibido será dar clases o
ejercer la crítica. Las alternativas laborales que Brooke propone son tan
desagradables como limpiar las alcantarillas.
Hasta aquí los argumentos centrales de este panfleto que, por supuesto, está
escrito de manera provocativa y algo extravagante. Los argumentos del joven Brooke
parecen pensados tanto para los socialistas como para los contrarios al socialismo.
Pero su libro no debería descartarse de buenas a primeras como el delirio de un
estudiante universitario ensoberbecido. Es un texto recorrido por una sabiduría
visionaria que se atreve a afrontar de lleno los problemas relacionados con el encaje
del artista y su comunidad. Brooke se da cuenta de que la mayoría de ciudadanos no
están interesados en la buena literatura, ni en la música ni en la pintura. Y también se
da cuenta de que podemos esperar cruzados de brazos al día en que la mayoría de
personas se preocupen de verdad por el arte. En cualquier caso, aunque no tengamos
esa esperanza, el Estado tendrá que ocuparse de los artistas de alguna manera.
Me gusta más el panfleto de Brooke que el libro de Donald Adam. Ambos nos
presentan un proyecto esperanzados pero me inclino más por la clase de esperanza
que nos procura Brooke. Y también me divierte —quizás el propio Brooke lo
encontraría divertido— estar dando esta charla para ustedes en Cambridge, a pocos
metros de la sala donde él leyó tiempo atrás este trabajo ante la Sociedad Fabiana de
esta misma universidad. Tan cerca en el espacio, tan lejos ya en el tiempo.
Si Brooke hubiese vivido más tiempo no estoy seguro de que su reputación como
poeta se hubiese incrementado, pero sin duda hubiese seguido proyectando su lucidez
sobre los asuntos públicos, se hubiese podido convertir en un administrador sabio y
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enérgico. Reconozco en su prosa los talentos necesarios, la proporción adecuada de
solidez e idealismo.
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HABLAR POR UNO MISMO
Siempre intento hablar por mí mismo. Entre otras cosas porque es imposible hablar
en nombre de otra persona, es imposible meterse en una piel ajena, y es muy
peligroso hablar en nombre o en representación de un grupo o de una comunidad, por
mucho que todos nosotros lo hayamos hecho alguna vez. Un hombre solo es honesto
y está a salvo de la impostura cuando comprende que es un individuo y que solo
puede hablar por su propia boca. Representarse a sí mismo es el propósito por el que
nació y vino a este mundo problemático y difícil. Sin duda, el mundo siempre ha sido
un lugar difícil, pero nunca como hoy ha estado tan lleno de reclamos y de
llamamientos al individuo para que subsuma su personalidad en una organización
deseosa de hablar en su nombre. La adscripción a una u otra comunidad se presenta
como un deber. Mi opinión es que dejarse representar por una comunidad supone una
dejación de las propias responsabilidades. Me imagino un Juicio Final en el que no
solo se nos pregunte «¿qué hiciste?» sino también «¿a quién permitiste que hablase
en tu nombre?». En ese momento decisivo no nos beneficiará lo más mínimo
reconocer a qué organización le cedimos nuestra palabra. Seremos juzgados no solo
por lo que dijimos, sino por lo que permitimos que se dijese en nuestro nombre. Al
final, como al principio, el verbo lo será todo.
En cualquier caso lo de «hablar por sí mismo» tampoco debe tomarse al pie de la
letra. Cuando uno habla «por sí mismo» puede terminar cacareando sus obsesiones o
entregarse a hipótesis y teorías místicas y oscuras. «Hablar por uno mismo» significa,
sobre todo, darse cuenta de que las otras personas también hablan por ellas mismas.
Parte de mi trabajo cuando me siento delante de este micrófono, cuando hablo y mi
voz se transmite un tanto distorsionada a miles de kilómetros, es recordar que mis
oyentes también son individuos. No tengo la menor idea de quién es usted, ni de qué
educación ha recibido, estoy casi seguro que nuestra lengua materna no es la misma,
y quizás su experiencia de la vida sea más profunda que la mía. Pero hay algo que sí
sé: que ustedes, todos ustedes, son personas con la capacidad de pensar por sí
mismas, de resolver los problemas por su propio esfuerzo, y que si trabajo para
afirmar mi personalidad, le ayudaré a que usted haga valer la suya.
Les hablaré de mí: soy un inglés de clase media, tengo setenta años, estudios
superiores y me siento inclinado a la literatura. Quizás usted sea chino, pertenezca a
la clase trabajadora, haya recibido una educación científica y tenga diecisiete años. O
quizás sea japonés, o malayo… ¿Qué vínculo puede haber entre nosotros? El único
que se me ocurre es este: los dos podemos hablar por nosotros mismos, y si lo
hacemos bien, nos podemos escuchar el uno al otro. Los dos sabemos que somos
individuos, ese es un buen comienzo. Si alguna vez llegásemos a encontrarnos, creo
que sería un punto de partida razonable para empezar a tratarnos. Que yo haya nacido
en Inglaterra no es tan importante, y tampoco es tan importante que usted sea chino o
de donde sea, lo digo con todo el respeto posible hacia su país, sea el que sea. Lo más
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importante es que pertenecemos a una humanidad común, esta certidumbre
deberíamos emplearla cada vez que dos individuos se encuentran. Sé por experiencia
que, a medida que avanzamos en la vida, esta verdad se da por sabida, se embota, y
empezamos a verla a excesiva distancia, borrosa; estoy casi convencido de que ni el
cine ni los periódicos ni el teléfono ni ningún aparato que se construya en el futuro
nos ayudará a recordar este principio. Tengo un reproche que hacerle a la tecnología:
promueve la aceptación pasiva del mundo en lugar de impulsarnos a que lo veamos
como una renovada maravilla. Lo que agudiza nuestros sentidos y activa nuestra
inteligencia es hablar en primera persona con otro ser humano que habla en
representación de él mismo, escucharlo. Hablar y escuchar, esa es la mejor receta
para despertar la tolerancia, que es lo único que puede garantizar la supervivencia de
nuestra especie. Creo que la tolerancia es una fuerza más poderosa que el amor.
Hablo en mi propio nombre convencido de que al hacerlo así enfatizo su derecho
a que usted también hable por usted mismo, y contribuimos así al deber conjunto de
escucharnos los unos a los otros. Espero que todos mis oyentes estén de acuerdo con
estas ideas.
Si tengo que hablar en mi nombre les contaré en lo que he estado pensando estos
días, un problema que me ocupa cada vez más espacio. ¿Qué hacer con el ocio en un
mundo industrializado? Hay una cosa que tengo bien clara: este mundo, ya se vuelva
pacífico algún día o ya siga desgarrado por las guerras, se va a industrializar cada vez
más en el futuro, aunque a muchos de nosotros nos cueste imaginar lo que va a
suponer eso y cómo será ese mundo. Estoy seguro de que muchas personas en esa
sociedad futura encontrarán sus trabajos interesantes y variados, como también
sucedía en el pasado, pero me temo que se tratará de una especie de aristocracia del
trabajo, muy reducida. La mayor parte de personas que tengan un trabajo
industrializado lo encontrarán opaco, en el mejor de los casos, incoloro. Pienso en
personas a quienes las exigencias laborales les impondrán una especialización en
detalles mecánicos insignificantes, maniobras manuales a las que tendrán que dedicar
años y años. La rutina de la fábrica sustituirá al trabajo al aire libre y a su desfile de
estaciones. Conozco a una chica que trabajó durante la última guerra en una fábrica, y
su ocupación consistía en eliminar diminutas impurezas del metal, trocitos sobrantes,
en piezas que se emplearían para fabricar bombas. La chica no tenía el menor interés
personal ni en el metal ni en las bombas. «Me eligieron a dedo», repetía cada vez que
le preguntaban, «me eligieron a dedo». Al principio se tomó el trabajo con interés, le
preocupaba equivocarse, después pasó fases prolongadas de aburrimiento, terminó
por no darse cuenta de que estaba trabajando, se insensibilizó por completo.
Expresiones como «la alegría del trabajo», «la gloria del trabajo» o «la
creatividad del trabajador», por muy apropiadas que fuesen en el siglo XIX, quizás
pierdan su sentido en lo que nos queda de siglo XX, y quién sabe si en el futuro
nuestros descendientes se pongan a reír ante la menor sugerencia de que en trabajador
pueda ser un pequeño artista, por lo menos un artesano. Pues, vamos a ver, ¿qué arte
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puede desprenderse de retirar una y otra vez impurezas de una pieza de metal? Esta
clase de trabajo constituye un suicidio para el espíritu. De manera que todas las
energías espirituales y artísticas que pueda albergar un trabajador deberán reservarse
para el tiempo de ocio. El ocio es muy importante, no porque contribuya al desarrollo
mecánico de la industria, sino porque permite incrementar fuerzas específicas de
nuestra especie.
Sé que ahora mismo existen personas que tratan de mantener vivos los aspectos
que alimentan la imagen romántica de los empleos; este intento de descubrir y
mostrar el supuesto interés que tiene para el espíritu del hombre el trabajo
mecanizado es loable, pero del todo infructuoso.
Insisto en lo que dije antes: la analogía entre el trabajo y la artesanía debe
abandonarse cuanto antes, pues solo podrá cumplirse entre una minoría muy
reducida. La imaginación y la sensibilidad deberán cultivarse en el tiempo del ocio,
durante las vacaciones.
Probablemente los países donde ustedes viven no estén tan industrializados como
el mío; por otro lado, también he pensado que un día la industrialización pueda entrar
en decadencia, pero como solo se perciben signos de progreso, lo más juicioso es
trabajar para abandonar de una vez este respeto irreflexivo que sentimos por el
trabajo. Admitamos de una vez que el trabajo es una molestia que nos seca el alma,
que el auténtico placer lo extraemos de los momentos del ocio, y que debemos
escoger con mucho cuidado y responsabilidad cómo queremos pasar nuestro tiempo
libre.
Quizás ese sea el motivo de que encontremos hoy en día a tantas personas bien
predispuestas a organizarnos el tiempo libre. Quieren aliviarnos de nuestras
responsabilidades. En Inglaterra tenemos clubes, organizaciones juveniles y círculos
donde se exhiben y se comentan películas. Todas estas actividades tienen su interés y
pueden estar bien, pero bajo muchas de ellas se ocultan intereses ocultos, así que
conviene mantener los ojos bien abiertos, y si la película que proyectan es
pedagógica, y trata de convencerte de las maravillas del trabajo, les recomiendo que
huyan antes de que sea demasiado tarde.
El auténtico propósito del ocio debería ser despertar a nuestra conciencia a las
maravillas del universo en el que hemos nacido, comprenderlo un poco mejor,
ayudarnos a desarrollar una voz capaz de hablar por ella misma, y adiestrarnos en el
arte de escuchar a los otros cuando hablan. Si uno consigue estas metas se habrá
convertido en una persona madura, en un ser humano; estará a salvo, podrá acudir
todos los días a una fábrica y limar tantas impurezas de metal como sea necesario;
estará protegido del embrutecimiento.
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EPÍLOGO
E.M. FORSTER, EN EL CAMINO DEL MEDIO
1
En la taxonomía de la literatura inglesa, E. M. Forster no es una criatura exótica. Lo
incluimos en la categoría de novelistas ingleses destacados, de la variedad común o
de jardín. No obstante, sí hay un aspecto en que Forster tuvo algo de rara avis. No
adolecía de muchos de los vicios presentes en los novelistas de su generación: lo
inusual en Forster es lo que no hizo. No se decantó hacia la derecha con la edad ni
permitió que la nostalgia se metamorfoseara en misantropía; jamás se postró ante el
papa o ante la reina, ni coqueteó (en términos ideológicos) con Hitler, Stalin o Mao;
nunca creyó que la novela hubiera muerto ni que los montes estuvieran vivos, siguió
leyendo narrativa contemporánea pasados los cincuenta años, no albergó un odio
especial por la generación anterior a la suya ni por la posterior, no llegó a pensar que
Inglaterra se había ido a pique, que su idioma estaba condenado a fenecer, que los
locos se habían adueñado del manicomio, ni que los extranjeros plagaban las
ciudades.
Aun así, como todos los novelistas ingleses destacados, el hombre tenía su
intríngulis. Convirtió en credo la sinceridad personal y se forjó una carrera en la
doblez. Fue eduardiano entre modernistas y sin embargo —en cuestiones de
pacifismo, clase, educación y raza— progresista entre conservadores. Con su
mentalidad de provincias y de zona residencial, disfrutaba de unas vistas que se
extendían hasta lo más profundo de Oriente. Aunque fue un apasionado defensor del
«Amor, la amada república», persistió en mantener en secreto sus propios amores,
aún mucho después de que desaparecieran las leyes que prohibían la sinceridad. Entre
los atrevidos y los dóciles, los valientes y los cobardes, los comprometidos y los
displicentes, Forster recorrió el camino del medio. A veces —cuando defendía su
humanismo liberal contra los fundamentalistas de derechas e izquierdas— ese camino
del medio era, con esa discreción tan propia de Forster, el más radical posible. Otras
veces —en la calidez laissez-faire de sus ideas literarias— parecía solo el camino
más cómodo. En una carta a Goldsworthy Lowes Dickinson, Forster expone su
estética despreocupada con naturalidad:
Todo lo que escribo es, para mí, sentimental. Si un libro no deja a la gente más feliz o mejor de como estaba antes,
si no añade un tesoro permanente al mundo, no vale la pena escribirlo… Esta es mi «teoría», y afirmo que es
sentimental; en todo caso, no es la de Flaubert. ¿Cómo pudo machacarse así para escribir «Un coeur simple»?
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fanático. «E.M. Forster nunca va más allá de entibiar la tetera —opinaba Katherine
Mansfield, una fanática donde las haya—. Eso se le da mejor que a nadie. Toca esta
tetera. ¿Verdad que está agradablemente tibia? En efecto, así es, pero de ahí no saldrá
té». Forster tiene algo de «medianía»; está a medio camino de donde la gente quiere
que esté. Incluso los responsables de la exhaustiva recopilación de programas
radiofónicos realizados por Forster ven la necesidad de plantear el controvertido
asunto de la mediocridad intelectual del autor con una precipitación casi indecorosa:
Forster, aunque reconocido como figura central en su medio literario, ha sido considerado por la mayoría de los
historiadores culturales de este período un escritor de menor talla que Virginia Woolf, James Joyce o T. S. Eliot…
relegado no exactamente al panorama menor del modernismo, sino al «panorama intermedio», por decir algo.[2]
Como recopiladores serios que son, defienden con fiereza y por extenso al autor que
analizan. Resulta extraño, porque ningún otro «destacado novelista inglés» ha
ostentado dicho rango con menor alarde. Querer a Forster es reconciliarse uno mismo
con la combinación de banalidad y brillo que le era propia, como él mismo hizo. En
este volumen, esa mezcla tal vez esté mejor representada que nunca. No sabría decir
si eso es bueno o malo. En cualquier caso, lo que tenemos aquí es una selección en
cuatrocientas páginas de las charlas que Forster dio por la radio. En su mayoría tratan
de libros (Unos cuantos libros, se tituló la serie); una cuarta parte están dedicadas a la
India y sus gentes, y se emitieron allí. Entre los demás programas, encontramos una
mezcolanza de temas que despertaron el interés de Forster: la Gran Helada de la
música de Benjamín Britten, los conciertos gratuitos ofrecidos durante la guerra en la
National Gallery, etcétera. El tono es decididamente coloquial, banal y sin
pretensiones académicas («A Yeats hay que tomárselo con calma. Era un gran poeta,
sí, vivía la poesía, pero había en él algo de majadero», «¿Qué utilidad tiene el Arte?
Esa sí que se las trae»), ese tono que, imagina una, inducía a T. S. Eliot —quien
también tenía un programa en la BBC por esas fechas— a dejar escapar un suspiro de
hastío cuando pasaba ante la cabina de grabación de Forster de camino a la suya.
Eliot se tomaba la crítica literaria muy en serio; Forster también podía tomársela en
serio, pero en aquellos programas no lo hacía, al menos no de una manera
reconocible para Eliot. De entrada, Forster no habría llamado crítica literaria a lo que
hacía, ni siquiera lo habría llamado reseñas. Lo suyo solo eran «recomendaciones».
Forster concluía cada programa leyendo diligentemente los títulos de los libros
comentados, junto con el precio exacto en libras y chelines. En lugar del severo
intelectual público que era Eliot, vemos en Forster al bibliotecario locuaz, apoyado en
el mostrador, comentando si un libro vale la pena o no: una categoría estética
particularmente inglesa. Es un papel autoimpuesto sin la menor vanidad intelectual
(«Considérenme un parásito —dice a su público— más o menos tolerable, que se
nutre de formas de vida más elevadas»), pero es un error pensar que lo hace por
pereza o sin querer. Todo el mundo sabe que el gran tema de Forster era la
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comunicación: entre las personas, las naciones, el corazón y la cabeza, el trabajo y el
arte. La radio le ofrecía una oportunidad de comunicación masiva. Iba contra sus
principios poner obstáculos entre sus oyentes y él. Desde el inicio, la mayor
preocupación de Forster era definir a qué franja de audiencia se dirigía —por emplear
la jerga de la radiofonía moderna—. Esencialmente tenía el mismo problema con su
narrativa, de manera ostensible, porque era de esas personas capaces de enviar un
manuscrito a Virginia Woolf y otro a su buen amigo el policía Bob Buckingham, y
temer el dictamen literario de los dos por igual. En el aire, como en el papel, Forster
nunca se libraba de la preocupación por el público. Es aquí donde se produce la
ruptura con sus coetáneos modernistas, en su desarrollada noción del público, en su
incapacidad para no concebir un público. Cuando Nora Barnacle le preguntó a su
marido: «¿Por qué no escribes libros sensatos que la gente entienda?», su marido, sin
hacerle el menor caso, escribió Finnegans Wake. El lector ideal de Joyce era él
mismo: ahí residía su pureza. El lector ideal de Forster era una especie de proyección,
y no del todo favorable a él. Imagino a ese lector, si no definitivamente inglés, sí de
un tipo que abunda en Inglaterra. Lucy Honeychurch (Una habitación con vistas) es
uno de esos lectores. También Philip Herriton (Donde los ángeles no se aventuran),
Henry Wilcox (Regreso a Howard’s End) y Maurice Hall (Maurice). Las novelas de
Forster están llenas de personas que se lo pensarían dos veces antes de sacar una
novela de Forster de la biblioteca. A ver —querrían saber—, ¿vale la pena o no? Sin
ser intelectuales ni ignorantes, son de esos que «saben lo que les gusta» y poseen «la
valentía de sus convicciones», aunque sus convicciones no son del todo suyas y su
valentía es más que nada miedo. Son capaces de una crueldad surgida de la pereza,
pero también de una grandeza espiritual surgida del amor. El libro adecuado en el
momento adecuado podría cambiarlo todo para ellos (Forster solo concedió el crédito
de la certidumbre al Amor). Tiene algún valor ver en estas cautas almas inglesas, con
su diversa capacidad para la grandeza y la miseria, el amor y el despecho, al público
radiofónico de Forster: permite entender la actitud del escritor. Imaginen a Maurice
Hall y su amante, el guardabosques Alee Scudder, instalados junto a su radio de
baquelita esperando la nueva entrega de Unos cuantos libros. Maurice, gracias a su
formación superior, entiende las referencias literarias pero, en su atonía semirrural, no
alcanza a ver gran parte del espíritu. Alee, aunque no ha leído a Wordsworth, percibe
el alma del poeta cuando escucha a Forster contar una visita al Distrito de los Lagos,
la tierra de Wordsworth: «Grises cortinas de lluvia caían ante las montañas, las
cascadas se deslizaban y destellaban bajo el sol, y haces de luz lanzados por el cielo
iluminaban siempre los valles». Forster expresó muy pronto su determinación de
recorrer el camino del medio: «He recibido cartas muy amables de personas
lamentando estar por debajo del nivel de mis charlas, y otras igual de amables
lamentando estar por encima; así que ¿no debería seguir con el tono parejo propio de
mi estilo?».
Ciertamente, ¿no debería?
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2
He inventado a una persona imaginaria a quien llamaré «usted» y voy a describirla. Posee la misma edad, sexo,
posición, trabajo, formación que usted: no sé nada de todas esas cosas, pero me he formado la idea de que es usted
una persona que quiere leer libros pero no tiene la intención de comprarlos.
Sin embargo, aquí Forster se muestra demasiado modesto: sabía algo más de su
público que esos pocos datos contenidos en un pasaporte. Veamos, por ejemplo, su
charla sobre Coleridge, del 13 de agosto de 1931. Acaban de publicarse unas nuevas
obras completas, en una edición muy bonita, que solo cuesta tres chelines con seis
peniques, y le gustaría hablarnos de ella. Pero intuye que ya estamos suspirando, y
sabe por qué:
Puede que digan «No quiero una obra completa de Coleridge, ya tengo “Balada del viejo marinero” en alguna que
otra antología, y con eso me basta. “Balada del viejo marinero” y “Kubla Khan” y quizá la primera mitad de
“Christabel”: eso es lo único de Coleridge realmente interesante. El resto es basura, ni siquiera basura seca, sino
sobre todo basura viscosa: es deprimente». Así que, si les digo que esta nueva edición tiene seiscientas páginas, se
limitarán a responder: «Pues cuánto lo siento…».
Aun así, seiscientas páginas dan que pensar.
«La primera mitad de “Christabel”»: qué perfecta es, y qué risa da. Una mezcla de
empatía y ventriloquia alimenta los motores cómicos de las novelas de Forster; en los
programas radiofónicos vuelve a emplearla astutamente, permitiéndole hacer frente al
anti intelectualismo congénito de los ingleses desde un punto de vista oblicuo, que los
halaga mediante la complicidad. Veámoslo haciendo lo mismo con D. H. Lawrence:
Casi toda su obra es tediosa, y cierta parte escandaliza a la gente, por lo que tendemos a decir: «¡Qué lástima!
¡Qué lástima que uno ande dando vueltas y más vueltas al inconsciente y el plexo solar y la masculinidad y la
feminidad y la oscuridad africana y la batalla cósmica, cuando puede escribir con tal perspicacia sobre el ser
humano y tan maravillosamente bien sobre las flores!».
¿Han pensado esto alguna vez? Si es así, no se preocupen: E.M. Forster también lo ha
pensado. Sin embargo, es un error:
No se puede decir «Olvidemos sus teorías y disfrutemos de su arte», porque las dos cosas son lo mismo. No crean
en sus teorías, si no quieren, pero no las desechen (Lawrence se parece a un proceso natural mucho más que la
mayoría de los escritores), sería lo mismo que reñir a una flor por crecer en una pila de estiércol, o a una pila de
estiércol por producir una flor.
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Nos está educando, pero subrepticiamente, y a diferencia de los textos de su héroe de
la infancia, Matthew Arnold, sus palabras nunca resultan dolorosas. La leggerezzaáe
su prosa aligera cada arremetida. El 20 de junio de 1945, Forster perfila el
planteamiento más vigoroso de Arnold:
Una de sus quejas acerca de sus compatriotas residía en que eran excéntricos y no deseaban ser otra cosa. No
querían tener más información ni mayor urbanidad, ni saber lo que hay de grandeza en el logro humano. No
deseaban cultura. Y les dirigió otra de sus famosas acusaciones: filisteos. El filisteo es la clase de persona que dice
«Sé lo que sé y me gusta lo que me gusta, y así soy yo». Y Matthew Arnold, un David Victoriano, lanzó su
guijarro con la honda y alcanzó a Goliat en plena frente.
Forster no era en absoluto un lanzador de guijarros. Para él, no solo los medios sino
también los objetivos debían ser distintos. En realidad no le importaba si una persona
había leído o no a Lawrence (siempre tuvo una actitud sentimental ante los incultos:
los campesinos, los marineros, los jardineros, los nativos). Pero de ahí a negar a
Lawrence porque no te gusta, o negar la poesía en sí misma, por miedo e
incomprensión… eso sí es grave. El único filisteísmo que contaba para él es el que
deforma el corazón, atrapándonos en una actitud de desprecio y miedo hasta que solo
conocemos el desprecio y el miedo. El 12 de febrero de 1947, recomendando Billy
Budd, marinero, Forster encuentra a un aliado insólito en Melville:
También demuestra que… la inocencia no está a salvo en una civilización como la nuestra, donde un hombre debe
practicar una «desconfianza no exteriorizada e impuesta» para defenderse de las trampas. Esta «desconfianza no
exteriorizada e impuesta» no se limita a los hombres de negocios, sino que está presente en todos los ámbitos.
Todos la ejercemos. Sé que yo lo hago, y me sorprendería que ustedes, quienes me escuchan, no lo hicieran. Lo
único que podemos hacer (y Melville lo insinúa) es ejercerla conscientemente, como hizo el capitán Vere. Es la
desconfianza inconsciente lo que corroe el corazón y destruye la perspicacia del corazón, lo que le impide aplaudir
la bondad.
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comprensiva. Al recomendar dos memorias, una de sir Henry Newbolt (un aventurero
patriótico educado en un colegio privado con «un toque de caballero medieval») y
otra del señor Grant Richards (un periodista «alegre e irresponsable» de finales de
siglo que «adora París con fervor»), predice dos bandos de lectores, divididos por la
sensibilidad e incapaces de entenderse:
El caso del señor Grant Richards es muy distinto. Prueba de ello es el título que dio a sus memorias: las llama
Memoirs of a Misspent Youth [Memorias de una juventud malgastada]… Al igual que sir Henry Newbolt, es
amigo de Rothenstein y le gustaba coleccionar huevos de aves, pero esos son los únicos lazos entre ambos… El
ambiente del libro podría calificarse de bohemio, y si ustedes son totalmente afines a sir Henry Newbolt, no les
gustará Memoirs of a Misspent Youth, y viceversa.
Forster tiene algo de anfitrión nervioso en una fiesta: teme que los invitados no
hablen entre sí a menos que él esté presente para facilitar las presentaciones. A veces
su imagen del lector medio es casi demasiado general para resultar reconocible.
¿Quién teme tanto la filosofía como para necesitar que le allanen el camino para leer
a Platón de esta manera?
La palabra «Platón» suena un tanto aburrida. Por alguna razón, «Platón» siempre me hace pensar en un hombre
con una cabeza grande y un rostro noble que no para de hablar y del que es imposible escapar.
¿Quién siente (tanto) miedo ante La flauta mágica?
Es un libro hermoso,[3] les ruego que lo lean, pero lamentablemente se basa en una ópera de Mozart. Digo
«lamentablemente» no porque la ópera sea mala, es la mejor de Mozart, sino porque muchos lectores del libro no
habrán oído hablar de ella, así que no captarán las alusiones. Hay que estar preparado para ciertos nombres
extraños.
Pero no será el caso de los lectores de estas palabras, posiblemente. Al otro lado de la
línea divisoria cultural y social —línea que tanto preocupaba a Forster— es fácil
olvidar cómo es no saber. Forster siempre tenía en cuenta a quienes no sabían. Le
preocupaba que por el mero hecho de sostener esa conversación unidireccional
empujara a los Alee Scudder de su público a esconderse aún más entre las sombras. A
menudo planteaba la pregunta (necesariamente) retórica: «¿Y ustedes qué piensan?».
Podemos estar seguros de que Eliot, en la cabina de al lado, nunca preguntó eso. Pero
¿acaso no hay un punto en que la empatía se convierte en un subterfugio? ¿No se
imaginan a Henry Wilcox protestando con un bufido?: «Pero ¡hombre, ¿qué más da
lo que yo piense?! ¡Pago mis impuestos para oír lo que piensa usted!».
Henry desearía oír unas cuantas opiniones contundentes, y las mejores serían
aquellas que pudiera repetir a su mujer presentándolas como propias. Forster tiene
opiniones contundentes que ofrecer. A primera vista, parecen del tipo de las que
aprobaría Henry:
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Me gusta que una novela sea una novela. Espero que trate de algo o de alguien… Me irrito. Es tonto irritarse. Uno
puede remediarlo, y debería. Es tonto insistir en que una novela debe ser una novela. Uno debe aceptar lo que se le
presenta, y ver si es bueno.
En fin, la primera frase es esclarecedora. «La bétise n’est pas mon fort». La necedad no es mi fuerte. Desde luego,
no lo era. Valéry nunca fue necio. Si alguna vez hubiese sido necio, sin duda habría estado más en contacto con el
resto de nosotros, que somos necios tan a menudo. Esa era su limitación. Recuerden, por otro lado, cuáles son
nuestras limitaciones, y cuánto perdemos a causa de nuestra incapacidad para seguir la acción de una mente
superior.
Forster no era Valéry, pero defendía el derecho de Valéry a ser Valéry. Entendía la
belleza de la complejidad y la aplaudía allí donde la veía. Veía que su propia
preferencia por la sencillez no era más que eso, una preferencia, unida a un sueño de
comunicación masiva. No le atribuía una fuerza concreta:
Y es en la empatía del señor Heard[4] en lo que quiero hacer hincapié. No escribe porque sea culto, listo e
imaginativo, aunque es las tres cosas a la vez. Escribe porque conoce nuestros problemas desde dentro y quiere
ayudarnos con ellos. Me gustaría que escribiera de una manera más sencilla, porque así su ayuda llegaría a un
mayor número de personas. En realidad, esa es mi única objeción a él.
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3
Asignándole una «posición a medio camino» entre las memorias de un aristócrata y
las de un bohemio, Forster recomienda As We Are, las memorias del señor E. F.
Benson («El libro es desigual; hay partes un poco superficiales, pero otras muy
buenas»). Encuentra un párrafo especialmente sabio sobre «el problema del
envejecimiento» y lo lee:
Por desgracia, a la mayoría de las personas de mediana edad les llega la pérdida
de la elasticidad no solo en los músculos y nervios físicos, sino también en la fibra
mental. La experiencia tiene sus peligros: puede dar sabiduría, pero también puede
causar rigidez y formar un poso endurecido en la mente, y la consiguiente pérdida de
la elasticidad es paralizante.
¿Es la pérdida de la elasticidad lo que lleva a algunos escritores ingleses a la
religión (Greene, Waugh, Eliot), a una postura anticultural (Wells, K. Amis, Larkin),
al rechazo de los tipos aceptados de seriedad literaria (Wodehouse, Greene)? Mejor
sería, en mi opinión, atribuirlo a una sana obstinación inglesa, a una guerra
encarnizada contra el tópico. Es un tópico pensar que apreciar a Keats nos convierte
en personas cultas (Larkin y Amis pintarrajearon su ejemplar de la universidad de La
víspera de santa Inés)[5], es un lugar común pensar que el sometimiento a Dios es
incompatible con la vitalidad intelectual. Por otra parte, cuesta negar que en muchos
de estos escritores se produce una calcificación, que posturas díscolas se convierten
en actitudes rígidas. Forster temía los cambios radicales. El año en que Forster
abandonó la radio, en los mismos estudios de la BBC, Evelyn Waugh sostuvo ante un
entrevistador interesado en su «notable rechazo de la vida»:
Forster se esforzó por evitar ese destino, primero por una tendencia natural y después
por medio de un entusiasmo voluntario, una receptividad a todo que en sí misma raya
peligrosamente en la banalidad. No creía en el «rechazo de la vida», al menos no por
razones de irritabilidad, ascetismo, manías intelectuales o incluso preferencias
místicas. Cita con aprobación el siguiente diálogo entre Jesús y Buda, extraído de La
flauta mágica:
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—El desinterés y el amor.
—¿Qué de falso?
—La huida de la vida.
Sobre todo en los programas emitidos durante la guerra, Forster cobra vida,
aunque con dificultad: en tiempos más pacíficos se percibe que habría dejado hablar
en público a quienes se les daba mejor. Al cruzarse por la calle con H. G. Wells a
principios de los años cuarenta, Forster recuerda que Wells «me preguntó con su voz
chillona: “¿Sigues en tu torre de marfil?”, y yo podría haber replicado: “¿Y tú sigues
en tu tiovivo privado?”, pero no se me ha ocurrido hasta ahora».
Durante la guerra, Forster se subió a su propio tiovivo, radiando propaganda
moderada a favor de los ingleses en la India, ridiculizando la «filosofía» nazi desde
principios de los años treinta, atacando los sistemas policiales y carcelarios,
defendiendo el Tercer Programa, hablando en pro de la educación para todos, los
derechos de los refugiados, los conciertos gratuitos para pobres y el arte para las
masas. Aun reconociendo que «el humanismo tiene sus peligros; el humanista soslaya
la responsabilidad, le desagrada tomar decisiones y a veces es un cobarde», estaba de
todos modos empeñado en mantenerse firme en su fe en los valores liberales
«fallidos» que tantos de sus iguales desechaban. «En estos momentos terribles
¿queremos ser humanistas o fanáticos? No me cabe duda acerca de lo que yo quiero:
prefiero ser humanista, con todos sus fallos, a ser fanático, con todas sus virtudes».
Forster, un eduardiano, vivió dos guerras catastróficas, presenció la transformación
de Inglaterra, que dejó de ser un elegante campo de juego para unos pocos
privilegiados y se convirtió en una fábrica de producción en serie para todos. Y, aun
así, conservó la fe en el futuro. En el mejor de sus programas, «Lo que creo», uno
mucho más largo y ausente en este volumen, muestra comprensión ante nuestros
instintos reaccionarios naturales pero no se somete a ellos: «Este es un momento en el
que resulta tan difícil vivir que uno no puede evitar el pesimismo, ni cierto
nerviosismo, ni quizá la estrechez de miras». Cuando la generación actual de
novelistas ingleses se pone nerviosa, el ejemplo de Forster empieza a parecer
ejemplar.
En el centenario de Forster, también en los mismos estudios, otro novelista inglés
destacado reconoce con buen humor su propio cambio de tercio, motivado por el
pesimismo:
ENTREVISTADOR: En 1964, en un ensayo titulado «No más desfiles», dijo usted que, en su opinión, la
cultura británica estaba en manos de una especie de club exclusivo, hecho que siempre había
lamentado con amargura; tengo la impresión, por ciertas cosas que usted ha escrito recientemente,
que lamenta que ya no esté en manos de un club exclusivo…
KINGSLEYAMIS (riendo). Es verdad, así es.
Pero Forster era sagaz incluso con esa clase de falta de sinceridad literaria: «La
opinión sencilla es que la creación solo puede proceder de la sinceridad. Sin embargo,
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los hechos no siempre demuestran que esto sea así. Lo que no es sincero, lo que es
sincero a medias, a veces puede contribuir». Por suerte para los ingleses, así es. El 3
de octubre de 1932, Forster analiza un estudio crítico sobre Wordsworth, un escritor
que, como Amis, «pasó de ser bolchevique… a intransigente». Según el estudio,
Wordsworth «tenía mucho que esconder», pues había engendrado un hijo ilegítimo,
fruto de una aventura amorosa con una francesa, Annette Vallon, circunstancia que
había mantenido en secreto. De vuelta a Inglaterra, hizo de su puritanismo un fetiche
hipócrita y llevó la vida de un «anciano respetable e intolerante». Algo se calcificó en
Wordsworth: acabó odiando la Francia que había amado en su juventud,
convirtiéndose en un «poeta de la moral convencional», más preocupado por la
reputación pública que por la propia poesía. Forster también tenía mucho que
esconder, y lo mantuvo escondido; se percibe en la atención que presta a la historia de
Wordsworth el reconocimiento de un relato moral. Es casi como si, con la puerta de
su sexualidad privada cerrada a cal y canto, Forster se obligara a abrir todas las
ventanas. Este curioso efecto inverso se advierte más en la honestidad y flexibilidad
de sus críticas. Sobre su afecto por Jane Austen: «Es inglesa, yo soy inglés, y mi
cariño por ella puede deberse muy bien a un vínculo familiar». Sobre un libro naval
que celebra la simplicidad de la vida del marinero: «No sé si me excedo en mis
elogios al libro. Resulta que sus valores coinciden con los míos, y, cuando pasa eso,
uno tiende a excederse en sus elogios». Le hace cierta gracia descubrir los recelos de
J. Donald Adams (el entonces director de la New York Times Book Review) ante la
última tanda de novelistas norteamericanos:
Los años veinte y treinta de este siglo fueron insatisfactorios, piensa el señor Adams, porque no aportaron nada
positivo; abrieron brechas en la vieja autocomplacencia (como Sinclair Lewis), o se recrearon en fantasías
personales (como James Branch Cabell), o juguetearon frívolamente (como Scott Fitzgerald).
Vemos aquí una peculiaridad de la crítica literaria: detesta sus propios tiempos, y no
toma conciencia de su valía hasta pasados veinte años. Y luego, pasados otros veinte,
da una visión de esos tiempos por completo sentimental, debido a la nostalgia de una
juventud colectiva. Camarillas condenadas se convierten en «movimientos» idílicos;
jóvenes irritantes, en augustos genios. A diferencia de Adams, Forster tenía el don de
reconocer la buena narrativa cuando esta todavía era joven. Aclama con entusiasmo a
Rosamond Lehmann, William Plomer, Christopher Isherwood. ¡Y solo es el año
1932! Defiende su modernidad frente a la nostalgia inglesa: «Si todavía creen en lo
que Keats llamaba la santidad de la imaginación del corazón, ¿acaso no debemos
estar con ellos? ¿Acaso ha de importarnos que no empleen las palabras de Keats?».
Y esto nos recuerda el mayor y más sencillo placer que nos proporciona este
libro: Forster acierta a menudo. Tiene razón en lo que dice acerca de La reina
Victoria de Strachey; tiene razón en lo que dice acerca de la valía de H. G. Wells y
Rebecca West y Aldous Huxley; tiene razón en lo que dice acerca de «Miércoles de
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ceniza», de Eliot, e Historia de la filosofía occidental de Russell. Cuando participó en
una mesa redonda en 1944 titulada «¿Ha muerto la novela?»[6], tiene razón al
contestar que no.
Los editores de este volumen sostienen, de un modo un poco exagerado, que «las
charlas de Forster engranaron con la cultura británica y contribuyeron a darle forma».
Imagino que a Forster le habría sorprendido esta afirmación y no habría entendido tal
preocupación por su postura literaria. Consideraba las palabras «intelectual» e
«ignorante» «responsables de más sentimientos crueles y más pensamientos necios
que cualquier otro par de palabras que conozco». No era de los que se enfadaban por
esas cosas. Era un novelista popular. ¿Quién podía decir que no conocía su oficio? Y
no de la manera rutinaria de Somerset Maugham. Hay magia y belleza en Forster, y
debilidad, y un poco de pereza, y algo de estupidez. Él es como nosotros. Muchas
personas lo adoran por eso. Podríamos acabar con lo que el propio Forster diría sobre
estas charlas, con lo que de hecho llegó a decir: «Hay en ellas algo de engatusador y
obsequioso que no puede eliminarse mediante una corrección de estilo, y ha sido un
infierno reproducirlas». Pero Forster siempre ha sido un poco demasiado humilde, un
poco falso. Sus charlas son humanas y encantadoras, como todo lo que escribió, y
además son divertidas, y si no resultan del todo adecuadas para un salón de lectura, sí
son perfectas para una tarde ociosa en una butaca. El título es, repito, para quienes no
lo recuerden: The BBC Talks of E.M. Forster. Su precio, 59,95 dólares.
Zadie Smith
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EDWARD MORGAN FORSTER (Londres, 1879 - Coventry, 1970) es uno de los
más destacados novelistas y hombres de letras ingleses del siglo XX. Su obra narrativa
la componen dos volúmenes de cuentos y media docena de novelas, casi todas muy
populares debido en parte a las exitosas adaptaciones cinematográficas de que han
sido objeto. Escribió también ensayos, biografías, crónicas de viajes y un libreto de
ópera. Perteneció al entorno del llamado Círculo de Bloomsbury, con algunos de
cuyos miembros llegó a tener una estrecha amistad. Entre los muchos países que
visitó, Italia y la India fueron los que más honda huella le dejaron, como queda
patente en dos de sus novelas más conocidas: Una habitación con vistas (1908) y
Pasaje a la India (1924).
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Notas
Página 193
[1] William Wordsworth, El preludio, DVD, Barcelona, 2003. Traducción de Bel
Atreides. <<
Página 194
[2] El libro en cuestión es The BBC Talks of E.M. Forster, 1929-1960, University of
Página 195
[3] Se refiere a la versión narrada de Goldsworthy Lowes Dickinson. <<
Página 196
[4] El libro recomendado es The Social Substance of Religión, de Gerald Heard. <<
Página 197
[5] Junto a la frase «en el sueño de ella él se fundió» aparecía escrito «O sea, que te la
Página 198
[6] En la mesa redonda también participaron Desmond MacCarthy, Rose Macaulay,
Página 199
Página 200