La Caida Del Imperio Galactico - Carlos Saiz Cidoncha

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Especie de extrapolación al futuro lejano de la sociedad del imperio

Romano, con aderezo de elementos técnicos futuristas (robots,


androides, naves espaciales, campos antigravitatorios, etc.). Un
imperio a nivel galáctico que tiene su capital en la peculiar ciudad de
Olimpia sita en un planeta que no es la Tierra. El intento de
magnicidio (o como se diga el intento de asesinar a un emperador
galáctico: Antheor III) por parte de un terrestre (Shanti Belt)
comisionado por una pequeña organización de la E. I. (elite
intelectual) de ideas demócratas que sueña con implantar la
democracia en toda la galaxia, constituye el inicio del libro y el final
en lo que respecta a dicha intención; a partir del frustrado intento
nuestro protagonista pasa de ser un simple mortal a formar parte de
los larios, algo así como los antiguos patricios romanos, protegido
por Svetania, la hija del emperador, y a formar parte de un escogido
club imperial de intelectuales: el club de los hombres que piensan
(sic.); en él se relacionan y conviven representantes puramente
teóricos, puesto que no hay más ideología permitida que la imperial,
de otras teorías políticas: imperial (tiranía-dictadura), religiosa
(integrismo), comunismo y democracia (nuestro frustrado asesino),
protegidos por el manto de Svetania que, junto con su hermano,
disfrutan de misteriosos poderes. Aventuras espaciales, alta política
imperial, mezcladillo de dioses greco-romanos puestos al día, todo
ello en un entorno imperial tambaleante y lleno de enemigos, es, en
lo fundamental, el libro. Para alguien que con algo de edad, ¡no
mucha!, recuerde el pasado reciente de España, o bucee, o haya
leído algo sobre la famosa transición democrática, encontrará en la
novela connotaciones del espíritu con que se vivió dicha época y en
la que el autor la escribió, y al que no pudo evitar substraerse. Y
quizás sea esto lo más significativo y curioso de la novela.
Carlos Saiz Cidoncha

La caída del imperio galáctico


Albia Ficción - 5

ePub r1.0
Titivillus 31-07-2021
Carlos Saiz Cidoncha, 1978

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
LA CAÍDA DEL IMPERIO
GALÁCTICO
Carlos Saiz Cidoncha
LIBRO PRIMERO
EL ANILLO DEL PODER

Emperadores reinantes de la
dinastía KLUTÉNIDA
(1393-1884 Era Imperial)
Kilos II (1393-1427) Katius III (1659-1693)
Sandor I (1427-1450) Katius IV (1693-1744)
Kilos III (1450-1485) Katius V (1744-1786)
Katius I (1485-1532) Katius VI (1786-1791)
Kilos IV (1532-1583) Antheor III (1791-1842)
Sandor II (1583-1624) Katius VII (1842-1884)
Katius II (1624-1659)

Principales estamentos sociales


durante la dinastía kluténida
Emperador
Nobleza
Caballeros (Clase Militar)
Comerciantes e Industriales (E. E., Élite Económica)
Técnicos (E. I., Élite Intelectual)
Pueblo Libre (Clase Popular)
Esclavos (Clase Servil)

Nota. La importancia de los estamentos 2.º, 3.º y 4.º varió en


gran medida con el tiempo. Durante la mayor parte del reinado de
Antheor III, por ejemplo, la categoría de la E. I. fue colocada por
encima de la de las clases militar y comerciante, tan solo un poco
por debajo de la nobleza imperial, a la que, por otra parte,
accedieron muchos de sus miembros.

«… Terminado así el brevísimo reinado del Usurpador Mayger


con su derrota y muerte en los Mundos Canopeanos, el nuevo y
joven emperador Antheor púsose de nuevo al frente de la flota para
someter, como en efecto lo consiguió, los mundos rebeldes de
Zhukor, Antares, Baldur y Nessia.
»Más duro hubo de serle resolver el problema de la región
orionita, donde las famosas Compañías Independientes, que
lucharan junto a Mayger, habían creado un estado pirático. En los
primeros meses de 1792 la flota del emperador libró contra ellos tres
grandes batallas, indecisas las dos primeras y francamente adversa
la última. Sin arredrarse por la contraria fortuna el joven Antheor
distribuyó títulos y honores entre los pequeños sátrapas de los
planetas independientes y los capitanes de las flotas francas,
atrayéndolos así a su causa. El 24 de agosto de 1792, Antheor
realizó su más audaz jugada, aterrizando con solo su nave personal
en el principal astropuerto del Bloque Rigeliano y exigiendo la
reincorporación de este al Imperio. Este acto de indudable valor,
inmortalizado luego en la célebre tela del gran pintor rigeliano
Andrius Nar, provocó la revolución popular que obligó al gobierno
rigeliano a ceder a la petición, sin que a ello fuera extraño el reciente
y brutal saqueo de Alfanor por los corsarios de las Compañías.
Unidas las flotas imperial y rigeliana junto con numerosos
destacamentos independientes, logróse aniquilar totalmente las
fuerzas de las Compañías en la gran batalla de Thongar (noviembre
de 1792).
»Dejando la total pacificación de la zona a las fuerzas locales,
Antheor condujo el grueso de su armada a los confines occidentales
de la Galaxia, cruzando sin detenerse la inmensa Transmersia, que
habíase mantenido fiel a la dinastía. Utilizó para ello por primera vez
el polémico sistema hiperespacial de Murray-Legrand, que le
permitió hacerlo en solo dos meses, perdiendo únicamente tres
cruceros, uno de los cuales se reincorporó posteriormente a la flota.
«Alcanzado su objetivo, Antheor dedicó los meses de marzo,
abril y junio de 1793 a reconstruir el “limes” imperial de la zona,
atendiendo más a la razón estratégica y galactrográfica que a la
situación política de cada sistema estelar antes de la Conmoción.
Incorporó, pues, sin discusión, al Imperio cuanto planeta quedaba
dentro de la línea por él mismo diseñada, y procuró cubrir esta con
una barrera de estados vasallos semiindependientes, firmando
tratados incluso con algunos planetas situados en el interior de la
Nebulosa.
»En octubre de 1793, el infatigable Antheor estaba ya de nuevo
al este de la Transmersia, debiendo enfrentar la nueva sublevación
de los nessianos, que de esta manera faltaban al acuerdo firmado el
año anterior. Debido a esta circunstancia, y por vez primera en el
curso de la campaña, Antheor reaccionó con gran dureza,
devastando los planetas de los rebeldes.
»Dejando las últimas operaciones pacificadoras a cargo del gran
general Kletus, recién nombrado Mariscal del Espacio, Antheor
regresó luego a su palacio de Tierra de Sol, donde iniciaría la tarea
de redactar la nueva Constitución de los Mundos…».

(Antón Moore: «Historia del Gran Imperio». Tomo VI.)

«… Incluso para aquellos que habían contado con una inevitable


balcanización de la Galaxia, la campaña de Antheor III demostró
claramente que al fin, al menos en apariencia, parecía haberse
detenido la Caída del Imperio Galáctico…».

(Kriem Veith: «Los Terrestres»).


CAPÍTULO I
LOS ELEFANTES DE LA VÍA SAGITARIA

«De todas las realizaciones del Imperio


Galáctico, tal vez la ciudad de Olimpia sea
la última en ser olvidada».
Kran Hesmún de Rigel.

Shanti Belt, de la Vieja Tierra, consumía sus últimos segundos


de sueño. Hallábase en aquel vago estado de somnolencia que
precede al despertar, el estado durante el cual la conciencia avisa al
durmiente de que su descanso está a punto de terminar, de que el
mundo en el que cree vivir no es otra cosa que una visión onírica, de
que la realidad se aproxima. Shanti Belt comenzaba a despertar.
Y de improviso la certeza de lo que aquel despertar le traería
cayó como un martillazo sobre el durmiente. Shanti Belt gritó
inaudiblemente, en la frontera entre sueño y vigilia. Intentó
desesperadamente conservar el manto protector del sueño, pero el
sueño se le escapó incontenible, como se escapa el agua entre los
dedos de la mano. Shanti Belt se encontró despierto.
Se sintió sudoroso, acurrucado sobre el lecho en posición casi
fetal, con el corazón latiéndole desacompasadamente. La oscuridad
del camarote le oprimía como una masa de negro fango. Se sentía
ahogar, y todo su ser temblaba en incontenibles escalofríos.
Domínate, domínate, se aconsejó a sí mismo una vez y otra.
¿Miedo? ¿Era aquel el momento de tener miedo? Comprendió que,
inconscientemente, había ido relegando el temor a lo que le
esperaba, dejándolo alejado de sí, separado de su presente por la
barrera de las noches, de los sueños que le quedaban. Pero ahora
el último período de sueño había quedado atrás, y ya no habría más
en el futuro de Shanti Belt.
El siguiente sueño sería aquel del que no se despierta. El
siguiente sueño sería el de la muerte.
¿Miedo? No había tenido miedo aquella lejana tarde, en la
reunión clandestina, delante de sus amigos y cómplices, o al menos
no había creído tenerlo. Tan solo una excitada opresión en el pecho,
un acelerado fluir de la sangre por todas las arterias y venas de su
cuerpo. No, entonces no había tenido miedo.
Ni siquiera en el momento de levantar la carta. Hubiera jurado
que, en el último segundo, una premonición le había avisado de que
aquella era la temida Reina de Corazones, el naipe fatídico. Y sin
embargo, cuando la figura quedó sobre la mesa, el primer
sentimiento fue el de incredulidad, en aquel segundo de terrible
silencio que siguió al hecho.
—Bien, Shanti —había dicho entonces Zenón Rollory, su amigo y
jefe de la célula conspirativa universitaria—. No tienes por qué
aceptar, te repito. Sin el menor rencor. Si no te ves capaz de
hacerlo, si no deseas hacerlo, por cualquier motivo, deja la carta y
jugaremos otra partida.
Pero él había aceptado. En realidad la decisión había sido
tomada mucho antes, cuando decidió tomar parte en el macabro
sorteo. No había habido segunda partida y Shanti había elegido
entrar por la gran puerta en el libro de la Historia Galáctica.
¿Por qué temblaba, entonces?
Poco a poco se fue dominando, logrando que los temblores
cesaran, que la oscuridad del camarote dejara de serle opresiva. Lo
que había que hacer sería hecho. Tal afirmación mental le llevó de
nuevo a la tranquilidad, una tensa tranquilidad, ciertamente, pero
muy diferente de aquel ataque de terror primitivo que Shanti había
sentido al despertar.
Echó una rápida ojeada al reloj luminoso que había junto al
lecho. Hizo un breve cálculo y luego volvió a clavar sus ojos en la
luminosa esfera.
Nueve y quince, hora de a bordo. No había la menor duda. Había
dormido más de lo que pensaba, en aquel su último sueño. Aquello
quería decir que…
Conectó el visor, y la luz inundó el camarote. En otras ocasiones
también había, antes de ahora, accionado aquel dispositivo, para
verse inmerso en el negro océano de estrellas, como si las paredes
del recinto hubieran desaparecido y él mismo se encontrara de pie
sobre el casco de acero de la «Princesa Ylwayn», solo frente a las
estrellas. Evidentemente, Shanti no podía dejar de saber que
aquello era una simple ilusión, que el camarote se encontraba en el
eje interior de la nave y que el efecto se conseguía conectando las
paredes visoras, como las de los restantes camarotes de lujo, con
los transmisores situados en un pequeño cubo emisor fuera del
casco. Pero la impresión era, de todas formas, magnífica.
Magnífica era también ahora, si bien de forma diferente. El cielo
era azul, en vez de negro, y en él brillaba un solo, pero grande y
glorioso sol dorado. A la derecha de Shanti alzábanse unas
fabulosas torres de cristal que no podían ser sino las del astropuerto
de Cor Caroli, célebre en toda la Galaxia, pero que tan solo una
ínfima parte de sus habitantes había visto. Tras su largo vuelo por el
espacio, la «Princesa Ylwayn» había alcanzado su destino.
¿Cómo no le había avisado alguien?, se preguntó Shanti,
nervioso, mientras desconectaba de nuevo los visores y saltaba del
lecho. Luego recordó que a los pasajeros de su clase no se les
despierta, a menos que ellos mismos así lo pidan. Juró entre
dientes. La nave llevaba en el astropuerto casi hora y media. Ya
debían haber desembarcado los restantes pasajeros. ¡Su tardanza
podía despertar sospechas!
Ciertamente es duro morir a los veintiséis años, pero a tal edad
es igualmente fácil dejar de pensar en la muerte, por muy cercana
que se la tenga. Shanti relegó el pensamiento de su inevitable
destino en la fiebre de los preparativos para afrontarlo. Vistióse
sobre la ropa interior las largas calzas de color morado, sujetas a las
brillantes botas de piel. Se enfundó luego en la suelta túnica rojo
oscuro, que le llegaba hasta algo más abajo de las caderas.
Finalmente, ante el espejo, se aplicó, no sin disimular un gesto de
disgusto, el breve toque de color que le convertiría en un típico
exponente de la moda de la Decadencia Confederada, muy común
entre los Larios que frecuentaban la ciudad de Olimpia.
Una dura sonrisa apareció en su rostro, cuando tomó el cuchillo.
Un arma recia y efectiva, un legítimo «pukka» finlandés de hoja de
acero. De ningún modo un simple recuerdo de turista, sino una de
las armas que aún, se decía, usábanse en los bosques lapones, allá
en la lejana Tierra. Un arma concebida para matar.
—Puede que existan instalaciones protectoras —le había dicho
Rollory al entregársela—. Un arma de energía podría muy bien no
funcionar, y un arma de pólvora estallar en tus manos. Un cuchillo
es el único procedimiento seguro. Y tú has sido entrenado para
usarlo.
Solo en el camarote de la nave de lujo «Princesa Ylwayn»,
Shanti asintió maquinalmente, como si su amigo estuviera allí
mismo. Sí, había sido entrenado en el uso del cuchillo, pensó,
mientras se lo introducía en el cinturón, cuidando de que quedara
oculto por la túnica. Mil veces había ensayado los dos golpes, el
primero, que cumpliría con la misión asignada, y el segundo, que
haría entrar la afilada hoja directamente en el propio corazón.
Faltaba tan solo un pequeño detalle en el disfraz de Shanti, pero
era un detalle fundamental. Pese a su determinación y a su propia
ideología, no pudo evitar un nuevo escalofrío al tomar en su mano el
anillo, que por unas horas habría de hacerle tan próximo a la
divinidad como el fabuloso poder imperial pudiera conseguir.
—Nunca podrás saber lo que hemos tenido que hacer y
sacrificar para obtenerlo —habló de nuevo en su recuerdo Zenón
Rollory—. Jamás hasta el momento se había conseguido una
falsificación igual y, terminada tu misión, jamás podrá lograrse en lo
sucesivo. Es precisamente la leyenda que tiene este objeto la que
impedirá cualquier sospecha de que no sea legítimo.
Shanti contempló por un momento el anillo de metal dorado, el
sagrado «auricalco» creado en los más secretos laboratorios del
Imperio. Fijó sus ojos en la rutilante joya que lo adornaba, joya que
en realidad no era tal, sino un conjunto de microscópicos
transistores y relevadores, a la vez el poder y la marca de
legitimidad del anillo. Era aquel el fabuloso Anillo Lárico, el Anillo del
Poder que tan solo podía ostentar la más alta nobleza de la Galaxia,
los compañeros y amigos de Su Majestad, los Larios. Con tan solo
aplicar la joya que lo remataba en los receptores adecuados,
captantes de las microcorrientes que recorrían aquella, todas las
barreras se abatían ante su poseedor. En especial, la ciudad de
Olimpia se pondría a los pies de Shanti, tan solo por llevar en el
anular de la mano derecha aquel símbolo divino. Una increíble
falsificación que le abriría el camino hasta donde deseaba llegar.
Como había dicho Rollory, jamás un impostor había antes seguido
tan peligroso camino, y jamás en lo sucesivo podría hacerlo, pero la
misma magnitud del sacrilegio cometido protegería de momento al
atrevido. Shanti logró sacudirse de aquel curioso embrujo que el
anillo provocara en él, tal vez como acusación del mayor crimen
que, hasta el momento, podía achacársele. Rápidamente se lo puso
en el dedo y, tras arreglar su breve equipaje, pulsó el botón de
llamada al robot transportador.

El sol Cor Caroli, visto desde el planeta Olímpico, no era


excesivamente grande, al menos no tanto como muchos
subconscientemente hubieran esperado. Evidentemente el clima de
aquel mundo debía ser suave y agradable, en especial en la latitud
geográfica donde se hallaba la ciudad utópica creada por los
primeros emperadores y el astropuerto que era su acceso. Shanti
salió a la luz del astro al dejar atrás la escotilla, precediendo al robot
que llevaba su equipaje. Ahora sí que veía aquella legendaria
estrella con sus propios ojos, sin intermedio de sistema visor alguno.
Ahora sí que sus rayos calentaban directamente su piel.
Unos cuantos vehículos de colchón de aire, fantásticamente
modelados en forma de dragón, se hallaban expectantes al pie de la
pasarela. El conductor del primero de ellos, un hombre recio de
mediana estatura, vestido con el uniforme de los esclavos-sirvientes
de Olimpia, se dirigió a Shanti con obsequiosa sonrisa.
—¿Mi señor desea trasladarse a la ciudad? —preguntó.
Asintió Shanti, y el conductor trasladó el equipaje a la trasera del
vehículo, haciéndole luego ademán de acomodarse en el asiento
destinado al pasajero.
No tardó en deslizarse a gran velocidad, pero con la suavidad de
una pluma, dejando atrás los grandes edificios cristalinos del
astropuerto.
Shanti, arrellanado en el cómodo asiento, era todo ojos para el
paisaje que le rodeaba. Corría el vehículo por una interminable
carretera bordeada por dos filas de cuidados árboles. Tras de estos,
advertíase un panorama de verdes praderas cuajadas de flores,
interrumpido por pequeños bosquecillos y también, algo más lejos,
por algunas colinas cubiertas de vegetación. No se veía rastro de
cultivo, ni habitación alguna, como tampoco la menor presencia
humana. Shanti pensó si acaso los superseñores del Imperio
estarían concentrados tras los muros de Olimpia, sin abandonar
jamás la fabulosa urbe.
El curso de sus pensamientos fue interrumpido por la voz del
conductor.
—Hacía tiempo que no atracaba ninguna nave en nuestro
astropuerto, mi señor —comentó alegremente este—. Eres, pues, el
primero en llegar a Olimpia desde hace meses. Ha cambiado mucho
nuestra ciudad en este tiempo.
En su tono se notaba el orgullo de un habitante de Olimpia, bien
que en su estamento social más bajo.
—¿No han descendido más pasajeros? —preguntó Shanti, no
sin extrañeza.
El conductor rio levemente.
—Has sido, sin duda, el más madrugador de nuestros visitantes,
mi señor —dijo—. Olimpia empieza a vivir a partir del mediodía.
Shanti se mordió los labios instintivamente. Había cometido un
error al suponer que los aristócratas de a bordo se apresurarían a
abandonar la nave nada más llegada a tierra. No era tal la forma de
actuar de los Larios, para los que la prisa constituía una
imperdonable falta de «savoir vivre». Dormirían los pasajeros hasta
la hora de la comida, efectuarían esta a bordo y luego, tan solo
entonces, descenderían tranquilos para ser transportados a la
ciudad por aquellos pacientes conductores que esperaban bajo la
rampa de desembarco desde el momento de la toma de tierra.
Preguntóse Shanti si aquel apresuramiento no habría despertado
alguna sospecha en el hombre que conducía el vehículo, o quizá en
alguno de sus compañeros. Pero luego sonrió con amargura. No,
nadie podía sospechar que un Anillo Lárico fuera llevado
ilegalmente. Todavía nadie.
Tal vez más tarde, cuando la noticia corriera por la ciudad y
luego por toda la Galaxia, alguien recordaría al aristócrata
demasiado apresurado de cosmopuerto, pero entonces Shanti
hallaríase ya fuera del alcance de la justicia humana.
Totalmente ajeno a los sombríos pensamientos de su pasajero,
el conductor se volvió de nuevo ligeramente hacia él.
—¿Es la primera vez que visitas Olimpia, mi señor? —preguntó.
Shanti asintió, sin ver razón para mentir. —¡No quedarás
defraudado, ciertamente, mi señor! —exclamó el otro, con genuino
entusiasmo—. Si hubieras llegado tan solo un mes antes, hubieras
podido presenciar los últimos festivales de la primavera, con las
carreras de cuadrigas del Ben Hur Circus. ¡Nuestro Auriga Negro ha
logrado de nuevo la victoria, igual que el año anterior y que el otro!
Ah, pero no debes sentirte defraudado, mi señor —se apresuró a
decir, en tono de excusa—; Olimpia es la ciudad de la eterna fiesta.
Dentro de unos días tendremos la Apertura del Mar, con las
competiciones navales, donde sin duda el Dorado buscará la
revancha sobre su rival, si antes no la logra en la Robomaquia de la
semana que viene…
Shanti sintió un extraño toque de emoción, al oír enunciar
aquellos próximos festivales a los que él, desde luego, no asistiría.
Festivales que con toda seguridad, de tener éxito su misión, ni
siquiera llegarían a celebrarse. Se hizo súbitamente consciente del
leve contacto que era el cuchillo en su cinturón, como si el arma le
oprimiera el cuerpo, urgiéndole a no olvidar su deber, a no olvidar la
ocasión de su empleo. Quiso tragar saliva, pero su boca estaba
seca.
No lo estaba, desde luego, la del locuaz conductor, a quien la
declaración del pasajero como desconocedor de Olimpia había
convertido en voluntarioso «cicerone».
—Dentro de unos instantes más la veremos en el horizonte, mi
señor —decía tan excitado como si él mismo fuera el turista
primerizo—. ¡Ahora! ¿Puedes verlo, mi señor?
Shanti se apartó de sus meditaciones para fijar sus ojos en el
horizonte, ante el morro del coche-dragón. Allá lejos, algo brillaba
resplandeciente, reflejando la luz del sol, de la esplendorosa estrella
Cor Caroli. Aquello debía ser el célebre Puño de los Dioses, la gran
esfera especular erigida sobre el templo de Júpiter Imperator, en lo
más alto de la ciudad de Olimpia. Su destino estaba a la vista.
No tardó el agigantado paso del vehículo en hacer descubrir a
sus ocupantes más detalles de la gran villa de lujo imperial. Fueron
primero las edificaciones de la Acrópolis, pequeñas al principio en la
distancia y casi veladas por el resplandor del globo brillante que las
dominaba. Luego, al fin, las ciclópeas murallas de «carborundum»
que cercaban la ciudad, haciéndola semejante a las viejas villas
amuralladas del Medievo terrestre, como un capricho final de sus
constructores.
—El camino del astropuerto penetra en la ciudad por la Puerta
Sagitaria —explicó el conductor mientras frenaba paulatinamente la
marcha del vehículo—. Olimpia tiene doce puertas, cada una de
ellas bajo la advocación de uno de los signos del Zodíaco, y
guardada por dos figuras alusivas al mismo. De cada una de las
puertas parte una avenida, confluyendo todas ellas en el centro de
la ciudad, al pie de la Acrópolis, en una gran rotonda donde se
celebran la mayor parte de los festivales al aire libre. ¡Observa, mi
señor! Ahora puedes ver la Puerta Sagitaria, y sus guardianes de
piedra.
En efecto, ante el vehículo, las murallas cristalinas se abrían en
un inmenso portal, tallado y adornado con mil elementos
escultóricos. A ambos lados de la apertura velaban dos inmensas
estatuas de mármol blanco, los sagitarios, representados por dos
centauros tensando sus arcos flecheros en simbólica defensa de la
entrada. Shanti observó la expresión de los rostros de mármol, de
ningún modo serenos, sino, por el contrario, alarmados y casi
aterrorizados. Los arcos apuntaban ligeramente hacia arriba, como
si los centauros enfrentaran algún inimaginable gigante todavía
mayor que ellos, un espantable monstruo que marchara hacia la
ciudad que defendían. Shanti intentó adivinar cuál habría sido el
simbolismo que el autor de las estatuas quiso representar al dotarlas
de aquella inquietante expresión.
Cruzó el vehículo entre los dos centauros de mármol, franqueó la
gran puerta sin que nadie se opusiera a su paso, y a continuación
enfiló la maravillosa Vía Sagitaria, rumbo a la lejana base de la
Acrópolis.
—De haber llegado a lomos de caballo o de zooide, mi señor —
continuó explicando el improvisado guía—, hubiéramos debido
dejarlo en las cuadras de la Torre Rigeliana, a la derecha de la
puerta, pues ningún animal natural o modificado puede circular por
las calles de Olimpia. Observarás, mi señor, que a esta hora de la
mañana no están demasiado concurridas…
Continuó con su incansable cháchara, logrando que Shanti se
sintiera vagamente molesto. ¿Por qué aquel repetido «mi señor»?
¿Por qué a él, a Shanti Belt de la Vieja Tierra?
Por un momento estuvo casi a punto de interrumpir la charla del
conductor agarrándole por el cuello y hacerle dar media vuelta para
gritarle a la misma cara: ¡No me llames «tu señor»! ¡Yo no soy «tu
señor»! ¡Nadie es «tu señor»!
Muy asombrado hubiera quedado, desde luego, Eltor Gámez de
haber leído el pensamiento de su cliente, pues de ninguna manera
se consideraba una víctima ansiosa de ser redimida. Eltor Gámez
teníase, muy al contrario, por un hombre feliz que había llegado a la
culminación de su oficio. ¡No todos los conductores de vehículo
público eran llamados a la luminosa Olimpia, la ciudad de los dioses!
Por bien empleados daba los mil trabajos (y las mil bajezas) que
tuvo que ejecutar para alcanzar el deseado puesto. ¿Es que acaso
no valía la pena? Disponía de un alojamiento tan cómodo y aun
lujoso como nunca antes lo conociera, alimentación a su completo
gusto, sueldo fabuloso que se iba acumulando año tras año, y que al
llegar la fecha de su retiro le convertiría en un hombre rico; e incluso
de una maravillosa «robot-girl» de su completa propiedad.
Por cierto, pensó, y no por primera vez, que su situación
económica hacía ya posible complementar o sustituir aquella por un
elemento más digno, una esclava humana o tal vez una androide
(una «ginoide», como diría su compañero Eldgund, que se las daba
de cuaternario). Sería cuestión de decidirse. Las androides eran
más hermosas y más satisfactorias en la cama, pero una esclava
humana proporcionaba más prestigio…
Por encima de todo ello, continuó su agradable meditación,
estaba la posición misma, la oportunidad de codearse con los
superseñores imperiales, e incluso de participar junto a ellos en
muchas de sus diversiones. Hasta cierto punto él mismo era un
aristócrata dentro de su clase, se dijo a sí mismo con una sonrisa.
Cierto que al tomar posesión de su empleo en Olimpia había
debido infamarse voluntariamente, pasando de la condición de
hombre libre a la de «servus publicus», esclavo de la ciudad y de
todos sus moradores Larios, pero eso le importaba un comino. No
veía la menor desventaja en su temporal condición servil.
Teóricamente debía estar al servicio de cualquier capricho o
extravagancia de los Larios, incluso de tipo homosexual, pero esto
último, pese a ser inagotable tema de chistes y bromas, nunca le
había ocurrido, ni tampoco a nadie que él conociera. Olimpia
disponía de sus propios especialistas en tal materia…
Mientras la mente del conductor Eltor Gámez discurría por tales
senderos, su lengua continuaba funcionando, con la independencia
que da la costumbre, desempeñando la función de guía para aquel
desconocido Lario recién llegado a Olimpia, «su» ciudad.
—A nuestra derecha, mi señor, puedes ver el Anfiteatro, donde
se celebran los juegos circenses. Enfrente de nosotros, a la
izquierda, el templo de Marte Ares, uno de los más antiguos de la
ciudad. Tras él puedes ver el santuario femenino de la Triple
Divinidad: Astra Doméstica, Astra Sapiente y Astra Bellatrix, cuyo
culto está encomendado a un colegio de cien sacerdotisas. La
cúpula que asoma tras aquella manzana corresponde al templo de
Venus Afrodita, como sin duda sabes, diosa del amor…
Eltor Gámez sentía un leve resquemor de culpabilidad al
mencionar a todas aquellas deidades de la Religión Renacida,
impuesta siglos atrás por el gran emperador Kilos II, el fundador de
la dinastía. Personalmente él era devoto creyente de los Adoradores
del Sol, una religión algo intolerante, cuya modesta capilla se
encontraba junto al muro de carborundum, lejos de aquellos
fantasiosos templos paganos. Cierto que el sacerdote coordinador
de su comunidad había tranquilizado más de una vez sus
escrúpulos de conciencia, pero sin lograr apagar un cierto gusanillo
de protesta ante tanta apología a las falsas divinidades imperiales.
Pasó así por alto, sin mencionarlo, el templo dorado de Apolo
Febo. Sabía que con ello podía buscarse un disgusto, pero aquel
dios le era especialmente antipático. Algunos heréticos
acomodaticios habían intentado, años atrás, conciliar el verdadero
Culto al Sol, la adoración del divino fuego estelar, con la falsa
religión imperial, precisamente a través de aquel Apolo Febo,
basándose en que este era la representación del Sol. Cierto que el
pontífice Margus había dejado bien sentada la condenación del
intento en su Epístola a los Rigelianos, pero la tendencia no dejaba
aún de manifestarse, y el propio Eltor Gámez, religiosamente muy
conservador, había tenido algún que otro altercado con varios
correligionarios.
Apenas una manzana después del detestado templo, Eltor
Gámez debió detener el vehículo para dejar paso a una extraña
procesión. Uno junto a otro, tres gigantescos elefantes avanzaban
por la avenida, en dirección contraria a la suya, moviendo
incesantemente las trompas de un lado para otro. Soltó una risita de
disculpa.
—Parece, mi señor —dijo en tono festivo—, que alguien quiere
dejarme por embustero, respecto a lo que dije de que Olimpia está
prohibida a los animales y zooides. Pero no es así. Si te fijas con
atención, mi señor, observarás que esos elefantes no son tales, sino
simples robots encargados de la limpieza urbana…
Shanti asomó la cabeza para ver detalladamente a los tres
grandes animalotes. El conductor tenía razón, aquellas moles de
aparentes músculos no eran sino máquinas. Las trompas movedizas
aspiraban todo rastro de polvo y detritus, y las titánicas patas debían
desempeñar una función pulidora del firme. Observó a los atareados
«cornacs» que dirigían los ingenios montados sobre sus lomos
artificiales, y se asombró ante aquella nueva muestra de cómo
Olimpia sabía dar un aspecto de exotismo a los más prosaicos
instrumentos del servicio público. Coches-dragones y limpiadores-
elefantes… ¿qué más sorpresas le reservaría la ciudad prohibida?
Y fue entonces cuando uno de los paquidermos mecánicos se
cernió sobre el vehículo en el que estaba Shanti y la trompa alzóse
casi hasta su rostro. Un instante de irrazonado pánico nubló su
mente, un temor demente y absurdo, sin ninguna justificación
racional. Le pareció que el animalote le husmeaba, que de un
momento a otro descubriría, por el solo sentido del olfato, su
verdadera identidad, su misión oculta en contra de todo aquello que
ahora le rodeaba. Se echó hacia atrás al sentir la poderosa succión
de aquel aspirador móvil, con la arrolladora tentación de abrir la
puerta y salir huyendo a todo correr, rumbo a ninguna parte. Y
luego, tan rápidamente como había venido, la locura desapareció. El
elefante mecánico continuó su camino, rebasando el vehículo,
siguiendo su inmutable labor de despojar la hermosa Vía Sagitaria
de cualquier mota de polvo que la maculase.
Shanti se secó la frente, súbitamente sudorosa. Eran los nervios,
la tentación inevitable debida a la tarea que él mismo había
asumido. Quizá dentro de una hora, tal vez antes, todo le fallaría,
tornarían los temblores de su despertar, tornaría la locura que por
unos momentos le había atenazado… y la misión quedaría sin
cumplir. Se mordió los labios, jurando dominarse, jurando vencer
todos los obstáculos, aun los internos, que se opusieran a su
camino.
El vehículo continuaba inmóvil, y el conductor le estaba
contemplando.
—¿Te sientes mal, mi señor? —preguntó solícito.
Shanti forzó una sonrisa.
—No es nada —dijo logrando que su voz fuera tranquila y
convincente.
El conductor dudó.
—¿Tienes alojamiento previsto en alguna parte, mi señor? —
Inquirió—. ¿A dónde debo llevarte? La rotonda de la Acrópolis está
a cinco manzanas de distancia.
Shanti tenía ya planeada desde hacía mucho la respuesta a tal
pregunta.
—Nadie me espera —dijo—. Puedes llevarme a la residencia
más cercana.
—Como ordenes, mi señor.
Naturalmente Olimpia disponía de residencias vacías en
abundancia, en espera del Lario que tuviera el capricho de
ocuparlas. Un equipo de robots domésticos cuidaba
permanentemente de tales viviendas, actuando igualmente como
servidumbre en el caso en que fuera ocupada.
El vehículo torció a la izquierda, enfilando una de las calles
concéntricas de las muchas que formaban ángulo recto con las doce
grandes avenidas zodiacales. Cruzaron por medio de un tranquilo
parque y después desfiló ante el coche-dragón una larga fila de
pequeños chalets de dos pisos, cada uno con un jardín ante la
fachada.
—¿Te agrada alguna de estas, mi señor? —preguntó el
conductor.
—Cualquiera sirve —asintió Shanti.
Detúvose el coche. Shanti se acordó de introducir la piedra de su
anillo en el orificio apropiado, justificando con ello el servicio
prestado por su guía. No tardó este en salir del vehículo y llamar a la
puerta de la vivienda elegida. Un reluciente robot salió de ella para
hacerse cargo del equipaje del recién llegado.
—A tu servicio, mi señor —dijo con voz monocorde.
Otra vez el «mi señor», pensó Shanti, mientras se apeaba, y esta
vez en los labios de una máquina. Sonrió insensiblemente ante la
idea.
Eltor Gámez vio cerrarse la puerta del chalet. Curioso tipo, aquel
Lario recién llegado. Pensó si acaso, al introducir el anillo en el
contador, habría efectuado la media torsión el «laurentino»,
indicador de estar excepcionalmente contento del servicio prestado,
lo que equivaldría a un sustancioso suplemento en la paga mensual
del conductor. Desde su asiento delantero, evidentemente, no había
podido ver nada, y ello estaba hecho a propósito. De todas formas
dudaba que aquel novato conociera siquiera la costumbre.
Con un suspiro, Eltor Gámez puso de nuevo en marcha el
vehículo, dispuesto a rondar por la ciudad sin rumbo fijo hasta que
algún otro Lario requiriera sus servicios.
Instalado en su cámara, Shanti despidió con un gesto a los
obsequiosos robots y, solo ya, se sentó pensativo en la cama.
Le preocupaba el incidente del elefante cibernético,
precisamente por su falta de lógica. La única explicación era la
evidente, que su mente empezaba a fallar, que cualquier incidente
podría convertirle en un ser asustado e inútil. ¡Contra eso es contra
lo que debía luchar!
Furioso, saltó en pie, desenvainando el cuchillo. Una y otra vez,
con relampagueante rapidez, ensayó los distintos golpes, la técnica
duramente aprendida de dar la muerte utilizando un arma blanca.
¡Ni un fallo! ¡Ni un fallo!
Y sin embargo estaba la oculta amenaza de su propio miedo
acechante. ¿Qué podría hacer contra ello?
Ante todo, tranquilizarse. Sentóse de nuevo en el lecho, echando
una mirada a su alrededor. Disponía de una vivienda espaciosa y
dotada de todas las comodidades, de una docena de robots atentos
a sus menores órdenes… También un comunicador-dispensador,
que con la sola garantía del anillo podría proporcionarle, en
brevísimo plazo, cualquier cosa que deseara. Pues no en vano era
Olimpia la ciudad de los dioses, y no en vano era Shanti Belt un
dios…
Por unos instantes se vio asaltado por la loca tentación de
aguardar un día, una semana, un año, de gozar de la vida, de la
posición divina que el anillo le daba, de perderse entre la multitud de
Larios, de esquivar a la muerte que le acechaba antes de un
próximo sueño que no llegaría a disfrutar. Desde luego, fue tan solo
un relámpago instintivo, ajeno a toda lógica. El anillo falsificado le
denunciaría, más tarde o más temprano, pero siempre demasiado
pronto. Había aceptado una misión, y el anillo era tan solo un medio
para llegar a su cumplimiento. Más de la mitad del camino estaba ya
recorrido. Aunque se entregara, aunque se denunciara a sí mismo
ante las autoridades imperiales, su vida estaba perdida. Pues el
crimen de usar indebidamente el anillo lárico llevaba consigo la
muerte, ya que era casi tan grave como aquel otro acto que
constituía la propia misión aceptada por Shanti Belt.
Poco a poco notó que se iba tranquilizando. Sus músculos y sus
nervios, su mente y su espíritu estaban nuevamente bajo el control
de su voluntad, y así habrían de seguir. Bien, no desaprovecharía en
absoluto su accidental posesión del anillo. Se dirigió al comunicador
y, tras introducir en el lugar adecuado la piedra del anillo, pidió el
envío de un servicio entero de comida. La mejor comida que se
pudo imaginar, pues no era otra cosa que el clásico refrigerio del
condenado a muerte.
Acarició también la idea de solicitar igualmente una mujer, una
de las famosas mujeres de placer de Olimpia, pero casi en el acto
renunció a la misma. Un acto sexual, por muy placentero que fuera,
no haría sino embotar sus sentidos, retardar unos reflejos que
aquella misma noche necesitaría. No, para Shanti Belt no habría ya
ninguna «doncella de los últimos amores» semejante a aquellas que
los antiguos amerindios proporcionaban a los condenados a muerte.
El amor había quedado también atrás para siempre, a no ser que
pudiera hallarlo al otro lado de la puerta definitiva.
Medio día, en total, le separaba de aquella puerta a lo
desconocido que hay al fin de toda vida humana. Medio día en el
que él, el oscuro Shanti Belt, de Tierra Sol, sería un Lario, un noble,
un príncipe de sangre imperial. Y de pronto su boca se curvó en una
amarga sonrisa al ocurrírsele una idea macabramente humorística.
Sangre imperial… Sí, ciertamente aquella noche algo de sangre
imperial habría en sus venas. Pues cuando el cuchillo se hincara en
su propio corazón, la hoja estaría empapada en la sangre de
Antheor III, Emperador de la Galaxia.
CAPÍTULO II
ESTÁS MUERTO, SHANTI BELT

«… Ciertamente son muchos los que parecen olvidar que prácticas


como la diferenciación de clases y la esclavitud fueron muy
anteriores al advenimiento de Kilos II al Trono Imperial. El primero
de los Kluténidas limitóse a clarificar la jerarquización clasista,
reprimiendo en cierta medida la abusiva tecnocracia que había
dominado la Galaxia a partir del fin de la Guerra Mersiana. Aun los
más asiduos denigradores del Emperador, tales como Fran Bordes y
Olaf Dinkel, han debido admitir la popularidad de las medidas
imperiales tomadas en contra de un estamento que en los últimos
años había llegado a ser odioso para la mayor parte de la población
galáctica».

(Elraer Nissem: «El César Calumniado»).

«… ¿Y por qué no el politeísmo? La existencia de los antiguos


dioses, cuyo culto fuera resucitado por Kilos II el Glorioso, tuvo en
los primeros tiempos de la Historia terrestre tantos testimonios de fe
como pudieran poseer más tarde las grandes religiones monoteístas
que han llegado hasta nuestros días…».

(Sandra Dusmenil: «La Ascensión al Monte Olimpo»).

Shanti Belt había admirado aquella memorable mañana la gracia


y belleza de la propia Olimpia, la ciudad construida especialmente
para el placer de los sentidos. Ahora, al atardecer, podía contemplar
a aquellos que la habitaban.
Como era de esperar, aun a aquella hora la abrumadora mayoría
de la población circulante estaba constituida por los esclavos, los
«servi publici» de la ciudad, la masa trabajadora que mantenía en
funcionamiento las instalaciones. Ni un hombre libre había, desde
luego, entre ellos. Desde los humildes cuidadores de robots a las
arrogantes cortesanas, de los técnicos mecánicos a los robustos
«alejandras» que guardaban el orden público y que, en
determinadas circunstancias, incluso podían ponerle la mano
encima a un divino Lario… todos, todos ellos habían sido infamados,
en su mayoría voluntariamente, con el estigma de la esclavitud.
Incluso los artistas, deportistas y cantantes que actuaban en los
estadios, teatros y auditorios de la Ciudad de los Dioses (y a Olimpia
acudía lo mejor de la Galaxia), eran teóricamente «servi publici»
mientras duraba su estancia en ella, aunque tal condición era, desde
luego, meramente simbólica.
La vestimenta de aquellos siervos era tan variada como su
condición. Predominaba, desde luego, la túnica corta y sencilla, de
color uniforme, pero también podían admirarse la roja capa y casco
encimerado de los «alejandros» y los bellos y vaporosos vestidos de
las mujeres de placer, muchas de las cuales paseaban en lujosas
literas antigravedad y poseían docenas de esclavos que las
escoltaban en su paseo.
Y, desde luego, descollando entre la multitud de aquellos sus
inferiores, estaban los Larios. Shanti Belt les veía desde su balcón,
marchando o conversando lánguidamente en la avenida transversal
o en los herbosos caminos del parque, y se asombraba de hallarlos
tan humanos, tan semejantes a sí mismo, e incluso a los esclavos
que les servían.
Los había viejos y jóvenes, esbeltos y adiposos, altos y bajos.
Vestían por lo general a la moda del arcaico imperio romano, a cuya
imagen habíase planeado la ciudad, pero no faltaban los recargados
atavíos de la Decadencia Confederada, tales como el propio Shanti
vestía, ni tampoco multitud de variaciones imitando los ropajes de
mil planetas distintos, vestiduras todas ellas que hubieran costado
varios «tones» en el resto de la Galaxia, pero que en Olimpia podían
obtenerse con un solo toque del anillo lárico.
No faltaban, desde luego, las damas. Aquí, como era de esperar,
las vestiduras eran mucho más variadas y fantasiosas que entre los
varones, ostentando toda clase de joyas y adornos. Las jóvenes
bellezas láricas preferían las túnicas ligeras estilo romano o griego,
o los escuetos vestidos «peter pan», imitando hojas de árbol,
generosos exhibidores todos ellos de los encantos femeninos.
Mujeres de más edad se cubrían con largas estolas que las hacían
asemejarse a las matronas de la antigua Roma, mas no se
quedaban atrás en el lucimiento de brazaletes, broches y joyas de
toda clase. Seguros de sí mismos, orgullosos como el pecado, ante
los ojos de Shanti Belt paseaban los dueños de la Galaxia… los
poseedores del Anillo del Poder.
De súbito, Shanti sintió el impulso de unirse a ellos, de conocer
más a fondo la ciudad que les albergaba. Evidentemente había
llegado el momento de comenzar a reconocer el lugar de su futura
acción, pero aquel era tan solo uno de los motivos que le
impulsaban. Recordaba Shanti su viaje a Marte, tan solo hacía tres
años, la única vez que antes de ahora había abandonado la
atmósfera terrestre. También entonces había sentido el impulso de
mezclarse entre las multitudes de Ofei, de Syrtis o de Lacus Solis,
empaparse de la vida habitual de un planeta que no era el suyo,
conocer hasta la última de sus curiosidades… Pero entonces aún
tenía o creía tener toda una larga vida por delante, mientras que
ahora… lo que no viera en aquel último medio día, cuyos minutos se
iban agotando uno tras otro, ya no lo vería nunca jamás.
Desistió de solicitar un vehículo cualquiera, ya que la mayoría de
los Larios paseaban a pie, y él prefería hacerlo también así. En un
instante estuvo en la puerta, y en el siguiente ya se mezclaba con
los transeúntes, dejando atrás para siempre su momentáneo
alojamiento, y también el ligero equipaje que no había sido en
realidad sino parte del disfraz. Tan solo dos cosas necesitaba: el
anillo en su dedo y el puñal en su cinturón.
Shanti Belt era ya un Lario entre Larios. Ni sus iguales ni sus
inferiores otorgábanle sino una simple y casual ojeada. Pero él no
perdía un solo detalle, sus ojos recoman las maravillosas calles y
avenidas de Olimpia la Resplandeciente, con el convencimiento, y al
mismo tiempo la voluptuosidad de saber que cada mirada era la
última.
Admiró así los bellos edificios clásicos, templos, viviendas, salas
de espectáculos, gimnasios y palestras, a los que los Larios jóvenes
eran tan aficionados. Cruzó junto a incomparables jardines y
parques, donde se habían reunido las más hermosas plantas y
flores de todo un universo. Elevó sus ojos hasta la culminación de
las afiligranadas torrecillas, las cúpulas y espiras de los santuarios,
obra de los más afamados arquitectos y artistas de las pasadas
generaciones. Sí, ciertamente era aquella una ciudad construida
para los dioses.
Desembocó finalmente en lo que toda la Galaxia conocía como
la Gran Rotonda, la confluencia de todas las avenidas radiales de la
ciudad, donde se unían los signos zodiacales. Allí se alzaba la
formidable masa de roca, verdadera colina, en torno a la cual
habíase construido hacía siglos la urbe. La Rotonda la rodeaba en
todo su perímetro, pero Shanti había venido a parar justamente ante
su frente, el lugar donde la montaña era más alta, como un
gigantesco mascarón de proa, elevándose en medio de mármoles y
jardines colgantes hasta la culminación, donde se alzaba el
formidable templo de Júpiter Imperator y, sobre él, la gran torre y el
Puño de los Dioses, que relumbraba bajo los rayos del sol como una
joya de inimaginable tamaño. Shanti sabía que detrás del Templo la
cima de la montaña descendía un tanto, formando una especie de
meseta donde se alzaban los lujosos palacios de la flor de la
nobleza galáctica, de aquellos Larios lo suficientemente
encumbrados como para poseer casa propia en Olimpia. Allí, allí
precisamente se hallaba su objetivo para la siguiente noche.
Había, como es natural, toda una serie de ascensores
magnéticos para subir a la cumbre, pero por alguna razón, Shanti
prefirió usar las escalinatas de mármol que se retorcían entre la
espesa vegetación, todo a lo ancho del acantilado. Se sentía ligero y
fuerte, casi invencible.
Larga fue la subida, pero en ningún modo monótona. Aunque
desde abajo no pudiera advertirse, el acantilado anterior de la
Acrópolis olímpica estaba escalonado, permitiendo que estrechos
senderillos de arena blanca se internasen entre los jardines
colgantes. Allí debían citarse las parejas de enamorados, al amparo
de los templetes de mármol que sobresalían de la roca, o
resguardados dentro de alguna de las cavernas artificiales que
horadaban la montaña, y en algunas de las cuales podía escucharse
el sonido del agua al fluir.
Ya cerca de los cimientos del Templo de Júpiter, Shanti hallóse
de pronto frente al largo balcón conocido como el Corredor de los
Héroes del Espacio, y no pudo resistir la tentación de hacer una
visita a uno de los más célebres monumentos de la Galaxia
conocida. La última oportunidad, la última oportunidad, no dejaba de
apremiarle una voz interior.
Allí estaban, en larga fila, las estatuas de oro puro, de tamaño
natural, contemplando desde sus pedestales todo el esplendor de la
gran ciudad que se extendía ante ellos, más allá del ancho balcón.
Hombres y mujeres, todos aquellos que habían desempeñado papel
estelar en la epopeya de la exploración del espacio, en las
contiendas interestelares, en la conquista de los astros
desconocidos que hoy eran parte del Imperio. Rostros dorados que
Shanti había contemplado mil y mil veces en fotografía y
solidogramas, pero que ahora veía por primera vez directamente.
Por primera y última vez, se dijo una vez más.
La primera estatua dorada de la fila pareció devolverle la mirada
con fijeza. Representaba un hombre corpulento, ataviado con un
arcaico traje espacial, rematado en pesado casco. ¿Cómo diablos
podrían moverse con aquellas absurdas escafandras?, pensó
fugazmente Shanti. Ciertamente había sido duro el comienzo de la
conquista del espacio, en aquellos primitivos cohetes y satélites con
los que el hombre terrestre abandonó por primera vez la capa
atmosférica del planeta que le vio nacer.
Grabada en el pedestal de la estatua pudo ver Shanti la
inscripción correspondiente al primero de los héroes espaciales
terrestres.
IURI GAGARIN
PRIMUS TERRAE IN AETHERAE VERTÍ
Parecida en la antigüedad de su equipo era la figura siguiente,
bajo la cual se leía una leyenda similar:
NIL ARMSTRONG
PRIMUS LUNAM SUB PEDIBUS HABUIT
Recorrió Shanti la fila de estatuas áureas, siglo tras siglo, era
tras era. Estaban allí los conquistadores de los planetas solares, los
adelantados de las estrellas, los generales y guerreros de las
contiendas cósmicas. Tan solo faltaban los Emperadores, por deseo
expreso de Kilos el Glorioso, fundador de la dinastía y de la ciudad.
Llegaban las estatuas a algo más allá del centro de la Rotonda.
Después, los pedestales estaban vacíos, sin figura sobre ellos ni
leyenda grabada, en espera de las aportaciones de las
generaciones futuras, de los héroes espaciales del porvenir. La
última de las estatuas correspondía al Gran Almirante Kletus,
compañero del emperador reinante en la lucha por el poder, y héroe
de Thongar y de los Mundos Canopeanos.
KLETUS VARHAN
FORTISSIMUS MILES ET DUX
FULMEN BELLI, PATER CLASSIS
FLAGELLUS HOSTIORUM ET VÍCTOR MAXIMUS
Unas risas ahogadas llamaron la atención de Shanti, apartando
su atención del último de los héroes espaciales. En el extremo de la
fila de vacíos pedestales un grupo de Larios de uniforme, oficiales
sin duda de alguno de los tres escuadrones navales olímpicos,
llevaban a cabo la clásica, aunque prohibida, bufonada de
fotografiar a uno de ellos subido en uno de los pedestales vacantes,
en afectada actitud heroica. Shanti sintió una inexplicable sensación
de molestia ante la profanación, pese a su misión y a su ideología.
¿Acaso, le asaltó un súbito pensamiento, en un futuro próximo SU
propia estatua no podría estar en aquella rotonda, como mártir de la
libertad y derribador del Imperio? Se avergonzó ante aquel ataque
de vanidad, y se forzó a sonreír. Su misión estaba mucho más allá
del afán de notoriedad y de fama futura.
Abandonó con paso vivo la Rotonda de los Héroes, sin volver
atrás la mirada.

Por encima del nivel de los héroes se hallaba el nivel de los


dioses. La escalinata de mármol se deslizaba a un costado de las
ciclópeas bases del gran templo, de forma que quien por ella
ascendiera no pudiese evitar la sensación de arrastrarse a los pies
del dios. Alzando la vista, Shanti podía ver las lisas paredes de
mármol y, allá en lo más alto, la torre cilíndrica y la relumbrante
esfera que soportaba el Puño de los Dioses, destellando bajo los
últimos rayos de la estrella Cor Caroli.
Decidió Shanti penetrar en el edificio, verse ante el propio Júpiter
Imperator, el símbolo divino del Imperio contra el que se disponía a
atentar. La explanada se hallaba casi desierta, y no vio sacerdote ni
acólito ante las abiertas puertas. Avivó el paso y penetró bajo la
inmensa arcada.
El templo había sido construido para ser grandioso, para
anonadar a los visitantes, tanto creyentes como escépticos, y la
sensación aumentaba ante la soledad de su interior. Ciertamente los
habitantes de Olimpia no prestaban mucho crédito a la religión
imperial, a no ser que aquella hora no fuera propicia para cultos y
rezos.
La colosal estatua de Júpiter Imperator, tallada en auricalco,
dominaba el templo, desde el muro del fondo, a la vez sencilla e
inmensa. Un solo punto Kander derramaba su azulada luz sobre
ella. Shanti pudo ver la majestuosa cabeza barbuda, altiva y al
mismo tiempo bondadosa, y creyó sentir en su carne el impacto de
los ojos de la divinidad. Detúvose en el centro de la nave, fija su
propia mirada en las alturas, hombre frente a dios.
Luego descendió la mirada a lo largo del cuerpo de la deidad
suprema imperial. Y bajo sus pies descubrió una pequeña figura
orante.
Aquella visión le impresionó más, paradójicamente, que la propia
efigie del dios. Allí, indiferente a su propia presencia, rezaba una
mujercilla, una humilde esclava de Olimpia. Sola a los pies del gran
Júpiter Imperator, la mujer le relataba sin duda sus cuitas, pedía la
ayuda divina para sus pequeños problemas personales, creía…
¡Creía! Shanti retrocedió involuntariamente un paso. Durante
toda su vida había tenido a aquellos dioses clásicos renacidos por la
voluntad humana como unos simples exponentes artísticos y
culturales, como el mero simbolismo de la realidad imperial, para él
aborrecible. Pero de pronto se daba cuenta de que, para una
infinidad de seres humildes, aquellos dioses eran reales, entidades
superiores a las que se podía orar, en las que se podía confiar.
Dioses verdaderos que tenían existencia cierta en algún firmamento
superior, capaces de premiar al fiel y castigar al blasfemo. Para la
pequeña esclava arrodillada, Júpiter Imperator existía, y ciertamente
dominaba el universo.
Ya era casi noche cerrada cuando Shanti Belt abandonó el
templo, algo más pensativo que cuando él había entrado. Las calles
de la Acrópolis olímpica estaban muy animadas y llenas de luz. Los
Larios iniciaban su ronda nocturna de espectáculos, fiestas y
placeres, ignorantes de la amenaza que había asumido su
apariencia para mezclarse con ellos en su propia metrópolis. Shanti
vagó largo tiempo por las alegres avenidas, deslumbrado por las
luces de neón y los puntos Kander, escuchando mil músicas y
respirando mil perfumes. Muchos Larios se cruzaron indiferentes
con él, y muchos esclavos le cedieron paso respetuosamente.
Hubiera podido coronar las últimas horas de su existencia con los
más sofisticados placeres de un millón de mundos, allí por entero a
su alcance, pero no quiso. La hora definitiva se acercaba y toda
motivación ajena a ella palidecía ante su proximidad. Cruzó ante
establecimientos junto a los que se detenían vehículos aéreos
engalanados, y ante parques frondosos donde susurraban las
parejas de enamorados. Y finalmente se detuvo ante su objetivo.
El edificio era inmenso, acoplado a uno de los extremos de la
Acrópolis, dominando la luminosa ciudad baja, que se extendía a
sus pies. Pero, pese a su enormidad, no daba impresión de
pesadez. Geniales arquitectos y artistas habían decorado los muros
y las ventanas, torres y terrazas, en una verdadera sinfonía plástica
que semejaba elevar a los cielos cada piedra, y cada metal,
haciéndolos dignos de la vida que cobijaban. Aquel era el palacio de
los palacios de Olimpia, la casa reservada a la familia imperial. Allí
se hallaba el hombre casi omnipotente a quien el puñal de Shanti
buscaba.
Pero aún no era tiempo. El Emperador podría estar en alguna de
las fiestas u orgías nocturnas de la ciudad. Cuando los espectáculos
terminaran, cuando los trasnochadores abandonaran las postreras
diversiones… entonces Antheor regresaría a sus habitaciones.
Quizá embriagado, quizá en compañía femenina… No importaba.
Allí, en su propia ciudad, Lario entre Larios, el Emperador de la
Galaxia sería vulnerable.
Shanti penetró en una de las iluminadas tiendas, y hallóse frente
a un sonriente robot. La máquina hizo una leve reverencia.
—¿Qué deseas, mi señor?
Shanti carraspeó, aclarando la voz.
—Quiero un vehículo volador, pequeño, unipersonal —respondió
afectando el tono indiferente de un Lario ocioso—. ¿Qué me
recomiendas, robot?
—¿Un aero cerrado? —sugirió la máquina siempre sonriendo—.
¿Un pegaso, un caballo volador?
Shanti se imaginó a sí mismo cabalgando en el firmamento
nocturno, e hizo una mueca.
—¿No tienes algo más pequeño, más manejable? —preguntó.
El robot pareció dudar.
—¿Una escoba voladora, mi señor? —propuso al fin. A una
señal afirmativa de Shanti, la máquina le presentó lo que, a primera
vista, parecía un simple bastón de dos metros de largo, con algunos
mandos en uno de los extremos. Shanti se quedó mirando el
artefacto con desconfianza—. ¿No hará daño… entre las piernas?
—vaciló.
—¡Oh, no, mi señor! —negó el robot animadamente—.
Ciertamente deberás cabalgar en el palo de escoba, como decían
que las viejas brujas hacían en los suyos. Pero no será el palo quien
te sostenga, sino un campo de gravedad que incluirá todo tu cuerpo.
¡Ni siquiera sentirás el roce de la madera, mi señor! Un campo
gravitacional encerrado en un artefacto tan pequeño… Shanti
parpadeó al imaginar la cantidad de «tones» que debía valer aquel
juguete que gratuitamente se le ofrecía. Colocóse entre las piernas
el artificio y, a instancias del robot, oprimió el botón de activación.
Al momento se sintió flotar en el aire, como si se encontrara en
una nave en caída libre. Los pies se le alzaron del suelo, y derivó
lentamente por la tienda, como una semilla plumosa de Bartal. La
sensación era a la vez agradable y aterradora.
En cuatro palabras el robot le informó sobre el uso de los
sencillos controles.
—Es el volador más seguro jamás inventado —elogió la máquina
—. Estando en funcionamiento no hay riesgo de caída ni accidente.
Y ahora, mi señor, si eres tan amable…
Shanti introdujo la piedra de su anillo lárico en el receptáculo que
le ofrecía el robot. Un leve zumbido, y la operación quedó ultimada.
Crédito ilimitado para los poseedores del Anillo del Poder.
—¡Recuerda encender las luces de posición, mi señor! —fue la
última advertencia del robot—. Si no lo haces podrías ser arrollado
por otro vehículo volador más pesado.
Shanti asintió mientras emprendía el vuelo. A dónde iba no
necesitaría ninguna luz de posición.
Voló Shanti sobre la Acrópolis olímpica, describiendo grandes
círculos, como un ave de rapiña que acecha su presa. Las calles y
avenidas eran bajo él una telaraña de luces coloreadas. A su
alrededor pudo ver algunas lucecitas rojas que, como él mismo,
revoloteaban en la atmósfera nocturna, indicadoras de diversos
vehículos voladores. A su derecha se advertía la gran sombra del
templo, con su esfera, ahora apagada al faltarle el sol que la
alimentaba. A un nivel más bajo, al pie de la Acrópolis, Olimpia
resplandecía hasta casi perderse en el horizonte.
¡El palacio! Lo vio ante él como una masa negra. Voló hacia el
muro exterior, a dónde daban las ventanas de las habitaciones
imperiales. ¿Estaría el Emperador en su mansión olímpica? ¿No
sería demasiado pronto aún?
Y de pronto ¡allí! En el negro acantilado que se cernía sobre la
ciudad, una luz destelló. ¡Una ventana iluminada! Y en el nivel en
que se encontraba en el muro, aquella luz no podía haber sido
encendida sino por una sola persona.
Antheor III el Restaurador, Emperador de la Galaxia, Señor del
Universo… aquella noche ningún centinela humano o robot
guardaba la vida más valiosa de un millón de astros. Quizá una
pistola de energía hubiera sido detectada en la ciudad, donde
estaba prohibido su uso. Quizá un torpedo nuclear hubiera sido
neutralizado. Quizá un arma de pólvora hubiera sido hecha estallar.
Pero el acero de un «pukka» finlandés era indetectable e irresistible.
Y el gran tirano estaba confiado y seguro, entre sus iguales, en la
ciudad que sus antepasados habían construido para él.
Antheor III, Emperador de la Galaxia… Shanti apretó los dientes
e inició el picado, con todas las luces apagadas, hacia la ventana
luminosa. No llevó aún la mano al cuchillo ante el temor de que, de
alguna manera, el arma se le cayera y se perdiera en la negra
oscuridad de abajo. No, habría tiempo para ello allá, en la habitación
iluminada.
Y de pronto la ventana se oscureció. Shanti reprimió un grito. El
Señor del Universo había apagado la luz, para entregarse al sueño
que él mismo habría de convertir en eterno. Los ojos de Shanti
estaban fijos en el lugar donde momentos antes había lucido la luz.
Nada podía confundirle ni entretenerle.
La ventana daba a una terraza ajardinada, donde algunas flores
de Kern lucían suavemente en la oscuridad. Al sentir el suelo bajo
sus pies, cortó el campo de su aparato volador, y se tambaleó bajo
el súbito embate de la gravedad. Desenfundó el cuchillo.
La ventana estaba abierta, como convenía al suave clima del
planeta olímpico en aquella época del año. Al otro lado, tan solo la
oscuridad.
Abandonando (¡para siempre!) el inútil palo de escoba que le
había conducido hasta allí, Shanti Belt de la Vieja Tierra dio un paso,
dos, con el cuchillo firmemente empuñado. Alzó un pie y entró por la
ventana.
Antheor… Antheor… tirano del universo. ¿Dónde estás? ¿Dónde
estás?, preguntaba Shanti mentalmente, mientras intentaba
acostumbrar los ojos a la oscuridad de la habitación. No, no puedes
haberte dormido aún, la luz lucía hace unos instantes. La luz…
¿dónde estaría el interruptor?
La luz estalló súbitamente en la estancia, deslumbrándole.
Shanti vio ante él una figura, lanzó un rugido y atacó.
En el instante siguiente su ataque se cortó. Detuvo el cuchillo, ya
lanzado en un golpe aparentemente imparable y quedó quieto, con
los ojos desorbitados por la sorpresa y el espanto. Su mente quedó
sumergida un instante en una ola de total desconcierto, como el del
hombre que abre la puerta de su habitación y se encuentra de
pronto en un lugar fantástico e inesperado, totalmente opuesto al
familiar entorno que estaba seguro de encontrar.
Frente a él no estaba Antheor III, el Emperador de la Galaxia.
Shanti Belt se enfrentaba a una alta muchacha rubia vestida con
una larga túnica blanca, que clavaba en él sus ojos serenos, sin la
menor apariencia de miedo o sorpresa.
Una extraña sensación de irrealidad envolvió al frustrado
ejecutor. La muchacha era ciertamente hermosa, la más hermosa
mujer que jamás Shanti viera en su vida, pero curiosamente le fue
imposible fijarse en aquella belleza. Pues le pareció que un aura
inmaterial rodeaba aquella figura que tenía ante sí, algo que no
podía describir, pero que sentía con todas las células de su cuerpo.
La muchacha de la habitación imperial irradiaba poder y
majestad. Irradiaba gloria y esplendor, una fabulosa fuerza
irresistible que Shanti no se veía capaz de afrontar. En un instante
de locura, pensó si acaso los dioses no existirían verdaderamente, y
ahora tuviera ante él una de las esencias femeninas del panteón
olímpico, apenas velada su divinidad por una leve apariencia
humana.
Durante un segundo, o una eternidad, Shanti y la muchacha
permanecieron inmóviles y silenciosos, cruzadas las miradas en un
duelo del que ciertamente no era el hombre el vencedor. Y luego
este se forzó a separar la vista de aquellos ojos para hacerla pasear
por el resto de la habitación. Vio la cama, aún con la depresión
donde había descansado el cuerpo de su ocupante. Nadie sino la
muchacha ocupaba o había ocupado la cámara donde Shanti había
esperado encontrar a Antheor III.
—El Emperador… —dijo, y su voz le sonó ronca y extraña—.
¿Dónde está el Emperador?
El rostro de la muchacha se alteró ligeramente. Su mirada se
posó por primera vez en el cuchillo que Shanti esgrimía.
—Ah —dijo simplemente, expresando en aquella sola sílaba todo
el alcance del súbito reconocimiento de la situación.
Shanti se mordió los labios, indeciso sobre lo que debía hacer a
continuación. ¿Suicidarse? ¿Huir? Allí en la terraza estaba el
vehículo volador que le había llevado hasta allí, listo para ser usado
de nuevo. ¿Pero a dónde podría huir, dónde podría ocultarse?
Entonces la muchacha avanzó hacia él, con paso seguro, con
una leve sonrisa en el rostro. El aura que parecía emanar de ella
golpeó a Shanti casi físicamente haciéndole tambalear.
—El Emperador debe estar ahora en su palacio de Gibraltar, en
Tierra de Sol —murmuró ella, respondiendo a su pregunta anterior
—. Deberás conformarte con su hija, si tanto deseas derramar
sangre de los Kluténidas…
¡Su hija! Mil pensamientos se agolparon en la mente de Shanti.
Así, pues, el yate imperial no había transportado al propio Antheor.
¡Un error, un error ridículo, imputable a los informadores de la propia
Olimpia! Y ahora, para él, el fracaso… la muerte…
¡LA VIRGEN OLÍMPICA ESTABA ANTE ÉL! Este último
pensamiento devastador barrió a todos los demás y le hizo
retroceder un paso, con una sacudida, en tanto que sus ojos se
desorbitaban.
Laria Svetania Kluténida, llamada la Virgen Olímpica… su fama
era legendaria en toda la Galaxia. Aquella extraña fuerza o aura que
ahora sentía en carne o espíritu propio, había dado mucho que
hablar. Lo que algunos inseguros informadores de prensa habían
descrito vagamente como «la acusada personalidad de nuestra
princesa». Pero que era mucho más que eso, y trascendía de una
forma u otra más allá de su misma presencia. Lenguas que
maldecían y se burlaban del propio Emperador quedaban trabadas
al intentar hacer otro tanto con Laria Svetania, y si alguien osaba
lanzar un rumor o chiste sucio sobre la princesa, todo ello sonaba
totalmente a falso que cubría de vergüenza a orador y oyentes.
Nadie podría explicar la razón de esto, pues todo era inexplicable en
la hija de Antheor.
Y ahora aquel enigma viviente, aquel ser legendario hallábase
enfrentado con Shanti Belt, sonriéndole, segura de su poder, ambos
solos en una habitación…
Laria Svetania estaba ante él, sin abandonar su serena sonrisa,
quizá con un leve tono de picardía burlona. Echó ligeramente la
cabeza hacia atrás.
—¿A qué esperas? —preguntó—. Es tu oportunidad. ¡Hiere!
Shanti alzó torpemente el cuchillo, el afilado «pukka» destinado a
beber sangre imperial. Un gesto inútil, pues en ningún momento
había podido pensar en utilizarlo contra la mujer que tenía delante.
No pudo saber cuándo se abrieron sus dedos pero oyó el ruido del
arma al chocar contra el suelo y quedó con la mano vacía
grotescamente alzada, en tanto que la mujer, triunfadora, acentuaba
su sonrisa.
—¿Quién eres? —preguntó ella—. ¿Qué pretendías lograr
matando al Emperador?
Shanti decidió no hablar, no proporcionar dato alguno que
pudiera llevar la venganza del Imperio hacia sus compañeros de
conspiración. Pero las palabras brotaron por sí solas, y se oyó a sí
mismo responder a las preguntas de su interlocutora.
—Soy Shanti Belt, de la Tierra. Pretendo restaurar la democracia
en el universo.
Laria Svetania no respondió de momento. La mirada de sus
magníficos ojos azules derivó hacia la mano vacía que Shanti aún
mantenía en alto. Se fijó en el anillo que en ella lucía.
—¿Un Lario…? —preguntó, con un atisbo de sorpresa en la voz.
—No soy noble, princesa —opuso al instante Shanti—. El anillo
es una falsificación.
Ahora sí que cedió la impasibilidad en el rostro de Laria
Svetania, y Shanti se sintió absurdamente contento por ello. La
princesa parecía aterrorizada, como si la falsificación del sagrado
anillo lárico fuera más condenable que la intención de dar muerte al
Señor del Universo.
—¿Una falsificación? —exclamó—. ¡Loco! ¿Hasta dónde crees
que hubieras podido escapar con ella, una vez hecho lo que
pretendías?
Shanti se permitió sonreír. La alteración de la princesa le hacía
sentirse algo más seguro de sí mismo.
—Hasta ningún sitio, princesa —dijo—. Si hubiera logrado lo que
pretendía, me hubiera matado a mí mismo inmediatamente.
De nuevo fulguraron los ojos de la Virgen Olímpica. Sus labios
se apretaron.
—¿Te hubieras matado a ti mismo? —preguntó—. ¿Hubieras
sacrificado tu vida para conseguir un régimen político que tu propia
muerte te hubiera impedido disfrutar?
—Así es —respondió Shanti.
Laria Svetania se le quedó mirando gravemente, pensativa.
—Un loco, un fanático… —dijo, como para sí—. O quizá un
héroe, incluso un santo… ¿Y ahora?
Shanti Belt estaba totalmente tranquilo, como no lo había estado
desde el momento en que sus manos descubrieron el naipe fatal.
Indicó el cuchillo caído en el suelo.
—El precio del fracaso es el mismo que el del éxito —dijo—. La
muerte, en todos los casos.
La sonrisa de la princesa se acentuó entonces, y el aura cambió,
mientras acercaba su rostro al de Shanti. Él la vio cómo la más
deseable de las mujeres, la más próxima a la divinidad de cuantas
criaturas alentaban sobre los planetas del universo. Su recién
nacida seguridad empezó a tambalearse de nuevo.
—¿Y si yo te ofreciera la vida? —susurró ella.
Shanti hizo un esfuerzo supremo por dominar el temblor de sus
miembros, por impedirse a sí mismo decir que aceptaba la merced
que ella le ofrecía, no por su significado, sino por proceder de quien
procedía.
—No la aceptaría —dijo al fin.
La princesa frunció levemente el entrecejo. Luego retrocedió un
paso y se inclinó para recoger el caído cuchillo. Shanti admiró la
gracia del movimiento y la perfección del cuerpo que lo efectuaba.
Apretó los dientes y tragó saliva, esperando.
Ahora ella tenía en su mano el cuchillo. Como jugando lo dirigió
hacia el pecho de Shanti, apoyando la punta a la altura del corazón.
—Acepta entonces la muerte que te doy, héroe —dijo
burlonamente.
Shanti no respondió. Sí, aquello era algo que podía aceptar de
Laria Svetania Kluténida. Irguió la cabeza, con orgullo, al sentir la
punzada y el dolor. Esperó el súbito ennegrecimiento, la nada que
sigue a la muerte de los hombres.
Pero lo que aguardaba no llegó. Quedó tan solo el dolor, cuando
ella retiró el cuchillo, apenas manchado con unas gotas de sangre.
Le había punzado levemente, sin alcanzar ningún órgano vital,
causando tan solo una herida insignificante, sin ninguna
importancia.
Alzó ella el arma, para que Shanti pudiera ver bien las gotas de
sangre, y habló:
—Estás muerto, Shanti Belt —dijo—. Tu misión ha fracasado,
aunque no por culpa tuya. Y ahora estás muerto, pues yo te he
quitado la vida. No tienes deuda con nadie, ni nadie tiene deuda
contigo.
El dolor seguía acosando a Shanti. Desvió un instante la vista
hacia su propio pecho y pudo ver la mancha de sangre que
maculaba su túnica, justo a la altura del corazón. Luego volvió a
mirar a la princesa.
—Pocos son los hombres del Imperio capaces de sacrificar su
vida por algo que no verán, por algo cuyos resultados no conocen ni
podrán conocer —siguió hablando ella—. Quiero que nazcas de
nuevo, Shanti Belt, y que conozcas la realidad de lo que intentaste
destruir. Quiero devolverte la vida que te he quitado con tu propia
arma.
Shanti se mordió los labios. Hizo un gesto de negación, sin
atreverse a hablar.
—¿Tanto deseas la muerte? —se extrañó Laria Svetania—. Malo
es morir, pero peor es hacerlo por algo que no se conoce a fondo.
Conoce el Imperio, Shanti Belt. Un año solo, si lo deseas. Un año
para que yo te haga conocer la realidad del Imperio. Luego serás
libre para morir, o para regresar a la Tierra y a tus conspiraciones.
¡Un año! Laria Svetania Kluténida te lo ruega.
El sudor corría por la frente de Shanti Belt. De nuevo el aura
divina de la princesa le rodeaba. Quiso negar una vez más, y no
pudo. Por encima de todo sentimiento o sensación, le asaltó la
arrasadora realidad de que quería vivir, de que quería ser llevado a
la vida por aquel ser femenino, perteneciente a la estirpe que odiaba
o que había creído odiar con todas sus fuerzas.
De pronto se encontró en movimiento, sin darse cuenta de
cuando este se había iniciado. Marchaba por un largo pasillo
alfombrado, llevado de la mano por la muchacha que le guiaba. La
mano de Laria Svetania era cálida, suave y dulce en la suya.
Comprendió que la seguiría a donde quiera que ella deseara
llevarle.
Penetraron en un ascensor, que les hizo subir durante un tiempo
indeterminado. Recorrieron luego un nuevo pasillo, hasta detenerse
frente a una puerta de madera primorosamente labrada. La mano de
Laria Svetania se separó de la suya para pulsar un botón. La puerta
se abrió.
Shanti, súbitamente alarmado, retrocedió un paso al ver a los
dos sombríos robots que avanzaban hacia él. Oyó la risa cristalina
de su acompañante.
—Paralizadle —ordenó la princesa.
En el mismo instante en que el doble destello convergió sobre él,
Shanti sintió el azote de la ira impotente dominar sus sentidos. Supo
que todo había sido una farsa para impedirle acabar con su vida,
para ponerle, vivo, en manos de la temida Policía Secreta Imperial,
que con sus métodos de tortura y sus sondas psíquicas le
arrancarían los nombres de sus camaradas en la conspiración. Y en
el momento en que la negrura le invadió, supo también que la mayor
pena y la mayor furia le era inspirada por el hecho de que Laria
Svetania Kluténida le había traicionado.
CAPÍTULO III
EL CLUB DE LOS HOMBRES QUE PIENSAN

«La condición sacerdotal representó durante la dinastía Kluténida el


superior estamento de la clase de los esclavos (“servi deorum”).
Según el principio de “para servir a los dioses, preciso es haber
servido antes a los hombres”, los futuros sacerdotes eran en parte
elegidos entre los esclavos públicos o privados que destacaran por
su piedad y la bondad de sus costumbres, en parte designados por
sorteo (“digitus deorum”). Tras tres años en los distintos seminarios,
alcanzaban la dignidad sacerdotal, pudiendo llegar, según sus
méritos, incluso a la categoría de pontífices (“pontifex dei”) de las
diversas divinidades. Exceptuábase, desde luego, el colegio
sacerdotal de Júpiter Imperator, del que era sumo pontífice
(“pontifex maximus”) el propio Emperador. Considerábase este
sistema como el medio de proporcionar a la clase más baja de la
jerarquía imperial, los esclavos, la esperanza de alcanzar un puesto
de gran poder y prestigio. En la práctica el pontificado estaba casi
siempre reservado a miembros de las clases altas que se infamaban
voluntariamente y servían luego simbólicamente un día al Estado,
antes de ser elevados directamente al cargo por dispensa especial
del Emperador».

(Mary Stephany Baldur: «Las Grandes Religiones»).

«Al tener conocimiento de la instauración de la nueva religión,


muchos fueron los que creyeron que el intento de resucitar los
dioses clásicos acabaría en fracaso, tal como sucedió con los
efectuados por Gabriel Andrés Auclerc durante la Revolución
francesa, y aun por el emperador Juliano durante la decadencia
romana. Quienes así pensaban, infravaloraban la voluntad de hierro
de Kilos II, así como los medios con que el Emperador contaba para
imponerla».

(Antón Moore: «Historia del Gran Imperio». Tomo IV).

Shanti despertó del modo más placentero y agradable, sintiendo


regresar gradualmente la consciencia, en tanto que se notaba
fresco, fuerte y dueño de sí. Luego recordó con inquietud la
suprema misión de que había sido encargado y, en el instante
siguiente, su definitivo fracaso y la amenaza que ahora pesaba
sobre él.
Abrió los ojos alarmado. ¿Se encontraba en alguna celda de
la P. S. I., la temida Policía Secreta Imperial, listo para el
interrogatorio?
Aparentemente no era así. Ocupaba un lecho de sencilla
elegancia y gran comodidad, en una habitación desconocida, pero
cuyo lujo no cuadraba con la idea que Shanti tenía de las celdas
imperiales. Debía hallarse todavía, pensó, en el palacio de Olimpia,
quizá en el lugar donde le asaltaron los robots.
Se fijó en sí mismo. Llevaba un amplio pijama blanco,
completamente ajustado a sus medidas corporales, como si hubiera
sido confeccionado a medida. En el respaldo de una silla baja,
cuidadosamente doblado, estaba su traje, estilo de la Decadencia
Confederada. Se llevó una mano a la mejilla, el maquillaje había
desaparecido. Y también, observó al instante, el falso anillo lárico.
En la habitación reinaba la luz del día, intensificándose cada vez
más, y Shanti pensó si no había sido aquella luminosidad la que le
habría despertado. Pero luego advirtió que la pieza carecía de
ventanas, y que la luz diurna provenía de unas grandes pantallas
situadas en el techo. Quizá, al contrario de lo que al principio
pensara, había sido la propia alteración de su ritmo vital al
despertar, lo que había hecho encenderse aquella luz. No, desde
luego no estaba en una celda policíaca.
Se despojó del pijama y se vistió lentamente, mientras meditaba
sobre lo que debía hacer. ¿Procurar escapar? ¿Intentar de nuevo el
suicidio? El cuchillo finlandés era una de las cosas que parecían
haber desaparecido de su alcance.
Un zumbador sonó junto a la puerta. Y al zumbido sucedió la voz
de Laria Svetania, procedente del mismo lugar. —¿Has despertado
ya, Shanti Belt? ¿Puedo pasar?
—Puedes pasar —respondió automáticamente.
La puerta se abrió, y la hija de Antheor III penetró en la
habitación.
No iba ahora ataviada la princesa con la larga vestidura blanca
de su encuentro anterior. Vestía ahora una falda negra hasta las
rodillas y una blusa ligera cubierta por una chaquetilla oscura. Sus
rubios cabellos estaban dispuestos en un moño, dejando al
descubierto sus orejas, adornadas con lo que muy bien pudieran ser
pendientes de brillantes. Shanti la encontró maravillosa.
Y sin embargo el aura estaba allí, el invisible halo que
diferenciaba a la Virgen Olímpica de las demás mujeres. Irradiaba
femineidad, y también majestad hasta más allá de lo concebible.
Pero, aun sobre esto, irradiaba poder.
—¿Has descansado bien? —preguntó alegremente Laria
Svetania.
Shanti meneó la cabeza, pretendiendo huir de la influencia que
ella ejercía.
—¿Cuánto tiempo he estado paralizado? —preguntó—. ¿Me
han… interrogado?
La princesa sonrió, radiante. Ahora su aura inspiraba una
arrolladora ola de simpatía y amistad, aun sin perder su primitiva
esencia.
—Nadie te ha interrogado —respondió—. Si fuiste paralizado,
ello se debió al temor que sentía yo de que atentaras contra tu vida.
Y has descansado durante una noche, un día y otra noche más.
Está a punto de amanecer sobre Olimpia.
Shanti no acertó a decir nada. Laria Svetania se aproximó a él y
tomó su mano derecha.
—El anillo que llevabas ha sido destruido —anunció—. Este otro
le sustituirá.
Shanti notó la presión de un nuevo anillo, similar al que antes
había llevado.
—He debido realizar algunas pesadas diligencias —siguió
hablando la princesa—. Por ello he preferido mantenerte
inconsciente hasta que todo estuviera preparado para ti.
—No entiendo nada de lo que dices —la interrumpió Shanti—.
¿Por qué todo esto? He penetrado clandestinamente en Olimpia y la
Policía Imperial no tardará en estar tras mis pasos. ¿Qué es lo que
pretendes hacer conmigo?
Por primera vez apareció en los ojos de Svetania un fulgor de
impaciencia.
—Eres tú el que no entiendes, Shanti Belt —dijo—. La Policía
Imperial no podrá estar nunca tras tus pasos. ¿Es que no ves el
anillo que tienes en el dedo? Eres un Lario, Shanti Belt, y nadie
puede juzgarte, a no ser tus pares. Y cuenta con que ellos no lo
harán, si es que el nombre de Svetania Kluténida significa algo en el
Imperio.
Un verdadero torbellino de irrealidad invadió de pronto la mente
de Shanti. ¡Ella tenía razón! No había entendido hasta aquel mismo
momento lo que le ocurría. Alzó la mano y contempló el anillo que
lucía en su dedo. ¡Un anillo lárico! ¡Un «verdadero» anillo lárico! Tan
ofuscado se hallaba con su anterior personalidad falsa que había
tomado aquel aro de metal como una simple sustitución del que le
había sido arrebatado. ¡Y de pronto se daba cuenta de que él,
Shanti Belt, miembro de la clase intelectual, habíase convertido en
un Lario verdadero, en un dios de la Galaxia!
Miró a la princesa, y luego de nuevo al anillo. Sintió que sus
piernas se doblaban y cayó sentado en la silla donde había estado
su doblado traje. En un segundo, sin razón y sin motivo, había
recibido el honor con el que toda una galaxia soñaba, por el que
muchos de sus pobladores matarían a sus padres y a sus cónyuges,
venderían a sus hijos, cometerían las mayores bajezas. Y él, Shanti
Belt, había recibido aquel honor a cambio de nada, en realidad a
cambio de atentar contra todo lo que aquel anillo representaba. Se
echó a reír.
—Estás jugando conmigo, princesa —dijo cansadamente—. Esto
es un juego, una broma…
—Llámame Svetania —respondió la muchacha, sonriendo como
para animarle—. Sí, esto es una broma, como todo en el Universo.
¿No es la suerte lo que hace heredar el Anillo a quien nace en
familia noble? Pues la misma suerte lo ha llevado a tu dedo. ¿Acaso
eres menos merecedor de él que cualquier retrasado mental que
tiene la fortuna de nacer en una familia de Larios?
—Svetania, Svetania —Shanti saboreó el nombre como una
golosina—. ¿Acaso estás loca? Soy un enemigo del Imperio. He
intentado matar al Emperador, a tu propio padre. ¿Es que ello no
significa nada para ti?
—Significa mucho —rebatió ella—. Escúchame y no olvides esto.
«Nadie» puede atentar contra mi padre, contra el Emperador. No te
diré la razón, sino simplemente el hecho en sí. Si en vez de conmigo
hubieras topado con Antheor Kluténida, ahora no estarías en el
mundo de los vivos. El Emperador de la Galaxia se halla protegido
de una forma… definitiva. Shanti procuró asimilar la información.
—Pero de todas formas ¿por qué yo? —insistió luego una vez
más—. ¿Qué pretendes hacer conmigo al darme el Anillo?
Con cierto aire burlón, Svetania alargó un dedo y tocó el pecho
de Shanti a la altura del corazón. Shanti sintió un vago dolor que le
hizo recordar.
—Te he matado, Shanti, y luego te he hecho renacer —sonrió
ella—. Eres mío durante un año, para contemplar el Imperio desde
el extremo opuesto a aquel desde el que siempre lo has visto hasta
ahora. Eres un hombre fiel a una idea, Shanti, y yo coleccionó
hombres.
Observó la expresión de su interlocutor, y se echó a reír de
buena gana. A Shanti le pareció de pronto una niña picara y
traviesa.
—¡No, no es lo que piensas! —exclamó ella, sin dejar de reír—.
No es en vano que soy llamada la Virgen Olímpica. Colecciono
amigos, hombres con capacidad para pensar, seres distintos a los
conocidos muñecos de la corte imperial. Quiero verte pensar, Shanti
Belt, y que tu pensamiento te lleve a apreciar el Imperio que ha
conquistado y unificado la Galaxia.
—¿Es ese tu desafío? —sonrió Shanti, ahora seguro de sí y de
sus ideales que le parecían de toda la vida.
Svetania asintió.
—El anillo lárico que te he dado es uno de los que tengo a mi
disposición para crear a mi arbitrio el llamado Consejo del
Principado, al que tengo derecho. Pero yo prefiero llamarlo el Club
de los Hombres que Piensan.
—¿Los Hombres que Piensan?
—Una costumbre que ha ido cayendo en desuso dentro del
Imperio —sonrió de nuevo Svetania—. Podrás hablar con hombres
que mantienen distintas ideas con la misma firmeza que tú la tuya.
Te pido que converses con ellos, que medites sobre la verdadera
realidad del Imperio dentro de la Galaxia conocida. Y luego, te pido
que tomes una decisión por ti mismo.
—Intentaré hacerlo —dijo Shanti.
La mano de Svetania se posó sobre su brazo, suave y casi
inmaterial.
—Sígueme. Amanece sobre Olimpia, y la ciudad está aún
dormida. Pero los Hombres que Piensan son madrugadores.
Salieron de la habitación, y Shanti vio confirmadas sus
sospechas. Aquella puerta labrada que Svetania cerró tras ellos era
la misma de detrás de la cual habían brotado los robots
paralizadores.
—Debes acostumbrarte a tu nueva personalidad —aconsejó
Svetania—. El anillo que llevas en el dedo, además de su valor
identificativo, te hace poseedor de un dominio en los mundos de la
Transmersia. Sus rentas estarán a tu disposición, libres de
impuesto. Tienes allí un palacio que te espera, y cuando lo visites,
los habitantes de la comarca te llamarán «señor».
—Nadie me tendrá por su señor —dijo Shanti, casi para sí.
—Ya lo sé —dijo Svetania, con toda seriedad—. Tú eres un
demócrata. Bien, aprende la primera lección.
Ante ellos había un ventanal que dominaba la ciudad, aún en
sombras, bien que la claridad del día se iniciaba por oriente.
—Es Olimpia, la obra del Imperio al que tú detestas —indicó
Svetania—. ¡Fíjate en ella!
Shanti observó los primeros rayos del sol caer sobre los techos y
las cúpulas de la ciudad olímpica, y el espectáculo le dejó sin
aliento. La ciudad entera se le presentaba como una incomparable
obra de arte, y la luz solar parecía acariciar cada edificio y cada
rincón, cada torre y cada espira, con el mismo cariño que un amante
pudiera hacerlo con el cuerpo de la mujer amada. La ciudad entera
cambiaba de color, seguía los rojos y los dorados del orto solar,
vibrando voluptuosamente bajo la caricia, tal como la hipotética
amada lo haría, en una sinfonía sin sonido que causaba daño de tan
hermosa como se presentaba. Shanti comprendió entonces por qué
la ciudad de Olimpia era llamada la Esposa del Sol Naciente.
Y súbitamente un relámpago estalló en las alturas, fuera de la
vista de Shanti, como la culminación orgásmica de los esponsales
del sol y la ciudad. Aquello no debía ser otra cosa que el primer
relumbrar del Puño de los Dioses herido por los fuegos solares, allá
sobre la torre en la que culminaba el gran templo de Júpiter
Imperator. La ciudad era ahora blanca, de un blanco inmaculado
como un traje nupcial cuyo ramo de flores fueran los jardines que la
constelaban aquí y allá, y cuyas joyas fueran imitadas por el destello
solar sobre las innumerables fuentes, estanques y piscinas.
Svetania no había perdido detalle de la expresión de Shanti al
contemplar el espectáculo.
—¿Hermoso? —preguntó. Shanti asintió—: Muy hermoso.
Svetania, con una sonrisa, abrió la mano de Shanti y depositó en
ella una pieza de crédito.
—Destruye la ciudad —dijo. Shanti rio.
—¿Qué quieres decir? —preguntó intrigado—. No se me
ocurriría destruir las maravillas que he visto, aun cuando pudiera
hacerlo.
—¿No la destruirías a cambio de un crédito? —preguntó de
nuevo ella—. Un crédito es lo que corresponde a cada habitante de
la Galaxia del precio que se pagó por la construcción de Olimpia. El
Imperio ha creado belleza, Shanti, por la fuerza de su autoridad. De
repartir la ciudad entre todos los que contribuyeron con sus
impuestos a crearla, tan solo quedaría un crédito para cada uno de
ellos.
Ahora si rio Shanti con ganas.
—Desprecias al pueblo galáctico, Svetania. El pueblo puede
crear también belleza, puede necesitar la belleza hasta el punto de
pagar un crédito o muchos créditos por conseguirla.
—Contempla la historia, Shanti —rebatió Svetania—. Las
grandes obras de arte son siempre obra de los autócratas, de
quienes disponen de los créditos sin limitación, sin tener que discutir
cada «cent» en un Parlamento cada uno de cuyos miembros no
tiene otro interés que el de adular a quienes le han elegido para que
vuelvan a hacerlo en las siguientes elecciones. Las obras de arte
son creadas por las autocracias, y Olimpia, que es la mayor y más
bella de todas ellas, ha sido creada por la autocracia suprema. Por
el Imperio de la dinastía Kluténida. Shanti echó una nueva ojeada a
la ciudad, rutilante ahora bajo el sol.
—Las autocracias tan solo concentran la belleza para los
privilegiados —dijo—. ¿Cuántos de los habitantes del Imperio
pueden gozar de la obra de arte que han contribuido a crear?
—La belleza existe por sí misma, y su valor no está en quien la
contempla —insistió Svetania—. La mayoría de los habitantes de
Olimpia duermen a esta hora. ¿Es por ello menos bella la ciudad
bajo el amanecer? Si un millón de personas la contemplaran junto a
nosotros ¿sería un millón de veces más bella la ciudad? Es
imposible construir una Olimpia para cada ciudadano imperial, para
cada comerciante y para cada esclavo. En vez de ello, el Imperio ha
construido «esta» ciudad. De otra forma, ninguna Olimpia luciría
bajo el sol naciente.
Iba a responder Shanti, pero la mano de Svetania se posó
levemente en sus labios, imponiéndole silencio.
—Piensa en ello con calma, Shanti —dijo la princesa—. Tan solo
es la primera de las lecciones.
Shanti sonrió, mientras seguía a Svetania, alejándose del
ventanal.
—Pensaré con calma en ello, Svetania —prometió—. Y de todas
formas, gracias por haberme mostrado Olimpia al amanecer.
Los Hombres que Piensan estaban reunidos en un salón
bellamente amueblado, con uno de sus muros abierto por completo
a una terraza construida sobre el acantilado de la Acrópolis,
dominando la ciudad baja. Al entrar Shanti, conducido por Svetania,
tres hombres y una mujer salieron a su encuentro.
—Amigos, os presento al nuevo miembro del Consejo del
Principado —dijo Svetania—. Lario Shanti, señor de Shaar.
¡Lario Shanti! El impacto de oír por primera vez el tratamiento
casi hizo vacilar al nombrado. Parpadeó y sonrió un tanto
forzadamente, mientras estrechaba las manos de los que desde
aquella mañana eran sus iguales.
—Laria Armintha de Thabis —inició las presentaciones la hija del
Emperador—. Lario Kardim de Samaghar, Lario Antonio de Undor,
Lario Arvarín de Xer.
Shanti procuró retener los nombres de los presentados. Armintha
era una preciosa muchacha morena de expresión dulce. Antonio y
Arvarín parecían de su misma edad, moreno y grave el primero, de
cabellos rubios y rasgos expresivos el otro. Kardim era el mayor de
todos, unos cincuenta años, según calculó. Su expresión era
amable, y de una gran nobleza.
—Te dejo entre tus nuevos compañeros del Consejo, Shanti —se
despidió Svetania—. Aún debo resolver algunos asuntos
relacionados con tu calidad de consejero y noble.
Shanti la vio salir por una puerta del fondo, y en el acto se vio
rodeado por el resto de los Consejeros del Principado.
—Bienvenido al Club de los Hombres que Piensan —le acogió
Kardim con una sonrisa—. Siéntate, por favor. ¿Quieres thiska o
seghir?
—Seghir, por favor —respondió Shanti, mientras tomaba asiento
en uno de los sillones adaptables que rodeaban la mesa central.
Kardim hizo la petición por un pequeño comunicador, y un
segundo después tres pequeñas figuras penetraron en la sala.
Semejaban graciosos insectos humanizados, del tamaño de un niño
de diez años, con antenas en la cabeza y ojos facetados. Vestían
llamativas libreas y portaban bandejas con los licores pedidos.
—Son robots —explicó Kardim—. Formaban parte de los
juguetes del príncipe Katius, y cuando este se cansó de ellos,
Svetania los rescató para traerlos aquí en condición de camareros.
A ella le son simpáticos, y a nosotros también.
Brindaron todos por el recién llegado, y Shanti empezó a
encontrarse como en casa propia, como entre una familia que nunca
había tenido. Sonrió sin forzarse a hacerlo.
Lario Antonio, el joven moreno, se dirigió a él.
—Svetania nos dijo que representarías entre nosotros la
democracia ¿no es cierto?
—¿Representar? —se asombró Shanti—. ¿Representar en qué
sentido?
Los otros se miraron entre sí. Luego tomó de nuevo la palabra el
mayor de entre ellos, Lario Kardim:
—Somos el equivalente a uno de los salones literarios del
Segundo Imperio, pero en su versión política. Aquí se discute y se
polemiza sobre las formas de gobierno y de sociedad pasadas,
presentes y aun futuras. Entre nosotros hay acérrimos partidarios de
varias de ellas.
Shanti se le quedó mirando de hito en hito.
—¿Con qué objeto? —preguntó.
El otro rio:
—¿Cómo con qué objeto? —rebatió—. El libre pensamiento, la
libre discusión de una idea constituye un objeto en sí mismo. Algo
que hoy en día no es frecuente en la Galaxia. Puedes considerarnos
como una tertulia de seres pensantes que se interesan por la forma
en que son y podrían ser gobernados, y a los que Laria Svetania,
que gusta de las discusiones en libertad, ha reunido en torno a ella.
Pero no creas que nuestra actividad carece por completo de objetivo
práctico. Como historiador que soy, y en cierto modo neutral en las
polémicas, estas no dejan de ser de utilidad en la preparación de
mis tesis. La importancia educativa de una libre discusión no ha sido
a menudo considerada en todo su valor…
Pero Shanti le estaba ya mirando fijamente, intentando fijar sus
recuerdos.
—¿Historiador? —preguntó—. ¿No serás… no serás tú acaso…
el «profesor Kardim Batory»?
El noble asintió, divertido.
—Antiguo catedrático de la Universidad de Cambridge, y en la
actualidad Presidente de la Academia Imperial de Ciencias
Históricas, ennoblecido por el Emperador hará de ello tres años.
Lario Kardim de Samaghar, a partir de entonces.
Shanti empezó a considerar en mayor estima el llamado Club de
los Hombres que Piensan.
—Lario Antonio de Undor representa entre nosotros la visión
cristiana de la sociedad —siguió el antiguo profesor, indicando a su
joven compañero.
—¿Un cristiano?
Antonio sonrió ante la sorpresa de Shanti.
—La religión a la que pertenezco ha venido un tanto a menos en
los últimos tiempos del Imperio, pero no deja por ello de estar
presente en la Galaxia. Disponemos incluso de una capilla en la
muralla de Olimpia, aunque no somos muchos los Larios que la
frecuentamos.
—Y en cuanto a Arvarín de Xer, un dominio por cierto muy
semejante fonéticamente al tuyo, es llamado entre nosotros el Lario
Rojo, pues representa la ideología comunista, prohibida, menos
aquí, en todos los lugares de la Galaxia imperial.
—Pero también presente en toda ella —terminó el nombrado.
La mirada de Shanti se dirigió entonces a la muchacha, a la que
Kardim hasta el momento no se había referido.
—Yo soy una intrusa en el Club de los Hombres que Piensan —
habló ella misma, con ironía—. Yo soy mujer, y por ello me está
vedado pensar.
Kardim rio con fuerza, y pasó un brazo alrededor de los hombros
de la mujer.
—Tú piensas quizá mejor que todos nosotros, querida —la
halagó—. Y haces algo más que pensar. Tú creas. Se volvió hacia
Shanti.
—Armintha es una de las mejores compositoras, solistas y
citaristas de toda la Galaxia. Quizá pone un toque divino en esta
prosaica reunión de humanidad política.
Hizo una pausa. Luego se dirigió de nuevo al recién llegado. —
Lario Shanti de Shaar —dijo—. Representas a la democracia. Quizá
pudieras entonces establecer un puente entre mis irreconciliables
compañeros. ¿Acaso no se habla de democracia cristiana por un
lado y de democracia popular por otro? Tanto el modo de sentir
cristiano como el comunista tienden o hacen tender hacia la
democracia que tú defiendes.
Shanti sonrió. Su propia ideología política, adquirida en los
conciliábulos universitarios, y por la que había estado dispuesto a
perecer, quemaba en su garganta.
—No es así —dijo—. Las propias teorías de la política cristiana y
comunista son contradictorias con la democracia, al mismo tiempo
que lo son entre sí. La teoría comunista habla del concepto
irrenunciable de dictadura de los proletarios, el poder ejercido por
las clases precisamente menos educadas para hacerlo. La teoría
cristiana quiere que la fuente de todo poder sea la divinidad, con lo
que, de no manifestarse esta, le es otorgado a quien lo asalte por la
fuerza, cuyo éxito es considerado como muestra del favor divino.
Dictadura de una clase, o de una divinidad. Los demócratas
creemos que el poder emana del pueblo, de todo el pueblo,
independientemente de su posición en la escala social.
A medida que hablaba, Shanti fijaba su vista en los
representantes de las teorías políticas que estaba atacando.
Antonio, el cristiano, enarcó las cejas con sorpresa no exenta de
simpatía. En cambio Arvarín, el Lario Rojo, frunció el ceño y pareció
listo para la respuesta. Pero Kardim la impidió con una carcajada, al
tiempo que entrechocaba sus palmas en un aplauso.
—¡Bravo! —exclamó—. Svetania acertó al traerte entre nosotros,
amigo Shanti. Así que no serás puente entre Antonio y Arvarín, sino
que formarás con ellos un triángulo equilátero, tan separado de ellos
como ellos lo están entre sí.
Shanti bajó la vista, súbitamente avergonzado. Por un instante
había olvidado los antecedentes de su llegada a aquel salón. Había
aceptado una misión de muerte, y fracasado en ella. Había sido un
asesino, un luchador contra el Imperio Galáctico. Y ahora, sin
pretenderlo, se había transformado en noble de aquel mismo
Imperio, y se preparaba a entablar con sus pares una serie de
discusiones y conversaciones vacías, de simples ejercicios
polémicos sobre formas políticas que nadie movería un dedo por
imponer. ¿Qué le había sucedido?
Sintió un súbito desprecio hacia aquellos dos jóvenes de su
misma edad que habían alcanzado la dignidad lárica antes que él, o
que quizá habían nacido ya con ella encima. ¿Cristiano?
¿Comunista? ¿Sabía algo aquel Arvarín de las células secretas, de
las conspiraciones, de los puñales y las bombas de los terroristas,
de las cárceles y los interrogatorios de la Policía Secreta Imperial?
¿Y Lario Antonio de Undor? ¿Se había hallado alguna vez en trance
de defender su fe ante jueces hostiles, como los del viejo imperio de
Roma? ¿Sería capaz de cantar alabanzas a su Cristo mientras las
fieras despedazaban su cuerpo? ¿Y él mismo, Shanti Belt de la
Tierra? Él qué había alcanzado la mansión imperial, puñal en mano,
para variar de un golpe la historia del universo… ¿Se limitaría ahora
a defender la democracia de labios afuera, en necia discusión
amistosa, que nada resolvería, a charlar y charlar entre tragos de
seghir mientras la tiranía seguía su camino, indiferente a tales
pláticas?
Y de pronto un dolor le punzó en el pecho. La herida de su
propio puñal. «Estás muerto, Shanti Belt». Sí, ahora recordaba.
Había prometido… no, simplemente había aceptado el plazo de un
año, para conocer el Imperio tal como los Larios lo veían, antes de
opinar sobre él, antes de quizá pasar de nuevo a la acción en su
contra.
Un año… Anteriormente Shanti habíase fijado el límite del día en
que vivía, negándose a considerar o temer lo que pudiera ocurrir
antes del siguiente período de sueño. Ahora aceptó un plazo más
largo. Un año para vivir como un Lario, para investigar y sopesar los
bienes y males del Imperio tal como lo deseaba Svetania. Regresar
a Tierra, o intentar atacar de nuevo, o quizá…, y el pensamiento
prohibido le asaltó…, quizá continuar en su calidad de Lario, para
siempre, pero con la certitud de que obraba bien, de que el Imperio
era después de todo deseable… Procuró apartar de su mentalidad
aquella posibilidad inmencionable, pero no pudo hacerlo del todo.
Alzó la cabeza. Apenas si aquel turbión de pensamientos había
durado un segundo. Sus interlocutores estaban en la misma
posición, contemplándole con mayor o menor gravedad. Shanti
vació su copa de seghir, del más puro y sabroso seghir que nunca
había probado. Se informaría, ciertamente se informaría acerca del
Imperio. Y aquel Club de los Hombres que Piensan no debía ser mal
lugar para iniciar su investigación.
—Todos nosotros parecemos representar a diversas ideologías
políticas hoy no existentes en la Galaxia —dijo—. ¿Pero y el Imperio
en sí? ¿Quién defiende la idea imperial en el Club de los Hombres
que Piensan? ¿Svetania? Kardim negó:
—Ciertamente Svetania representa el Imperio, por ser quien es
—dijo—. Pero la defensa polémica de la idea imperial no la lleva
ella. Está a cargo de otro miembro del Consejo del Principado que
aún no conoces —su mirada se desvió de pronto hacia la puerta que
estaba a espaldas de Shanti—. ¡Pero que ahora vas a tener
oportunidad de conocer, precisamente!
Ya antes de volverse, Shanti percibió la sensación. Como si
alguien hubiera súbitamente introducido en la habitación una gran
pila energética, y el mismo aire vibrara con su potencia. Sintió un
escalofrío en el momento de hacer girar su asiento para enfrentar la
puerta.
El hombre que había en ella no parecía ser de mayor edad que
él mismo, pero en cierto modo se le apareció semejante a una
eterna mole de roca. Era alto, de algo más de un metro ochenta de
estatura, y corpulento en proporción, con tremendos músculos que
resaltaban bajo las negras vestiduras con que iba ataviado. Su
rostro era firme, como tallado en piedra, hermoso y dominante. Era
la personificación del titán, del héroe de todas las edades, del
gigante de fuerza irresistible.
El poder fluía de él, en oleadas continuas, como la luz de una
bujía encendida. Shanti sintió su impacto y debió dominar el impulso
de retroceder. Comprendió al instante que la formidable aura del
desconocido era la versión viril de aquella otra que poseía Svetania,
y se preguntó, espantado, qué clase de seres se habían incubado
en las altas cimas de la aristocracia imperial. ¿Acaso una estirpe
mutante, una raza de superseñores forjada en algún oculto
laboratorio genético para dominar definitivamente el universo? Aquel
era, pensó, un aspecto del Imperio sobre el que antes nada había
sabido, pero que ahora estaba dispuesto a investigar, apenas
tuviera ocasión de ello.
Kardim, convertido en anfitrión por ausencia de la princesa, se
ocupó de presentar al recién llegado. Lo hizo con naturalidad, como
si él mismo no fuera consciente de la calidad de aquel, del aura que
le hacía diferente al resto de los hombres, del mismo modo que
Laria Svetania Kluténida prevalecía por encima de las de su sexo.
—Ha llegado el nuevo consejero, Lario Shanti de Shaar —dijo—.
Shanti, este es Lario Turmo de Khurán, consejero del Principado.
Shanti sintió como una descarga eléctrica al estrechar la
poderosa mano. ¡Lario Turmo! ¡Lario Turmo! Recordó viejas lecturas
pasadas. Pero no, aquel no era el apocado e irresoluto héroe
etrusco de Waltari, sino aquel otro Turmo o Turno virgiliano, el
sombrío rey de los rótulos, superior en toda la epopeya salvo en el
último canto, a su rival, el héroe Eneas. Lario Turmo, sombrío y
oscuro, no solo por las negras ropas que vestía, ni por sus ojos y
cabellos de color ébano, sino por su propia aura, que hacía pensar
en las tinieblas del espacio exterior, en las regiones nebulares sin
luz, en el corazón de los soles apagados y muertos.
—Shanti de Shaar, el defensor de la democracia —dijo el titán
gravemente—. Svetania me habló de ti. En el Club de los Hombres
que Piensan, yo soy el Imperio.
Shanti se estremeció. Yo soy el Imperio. Sí, aquel poderoso Lario
bien podría representar al Imperio que dominaba el universo.
¿Quién o qué era en realidad Lario Turmo? ¿Y quién o qué era Laria
Svetania?
Como atraída por su evocación, la propia princesa hizo su
aparición en la sala.
—Veo que ya se han hecho todas las presentaciones —dijo—.
Sentémonos todos, amigos míos. Podemos iniciar el debate.
Shanti nada dijo. Estaba fascinado por «el encuentro» de las dos
auras, la femenina de Svetania y la terrible y viril de Turmo. Se vio a
sí mismo, y vio también al resto de los Consejeros del Principado
como una congregación de sombras, de seres nebulosos, frente a la
gloria de los verdaderos dioses. Supo de pronto que Svetania y
Turmo habían sido creados el uno para el otro, quizá como
antecesores de una futura raza superior, de una raza
verdaderamente imperial, la verdadera nobleza de la Galaxia. Y al
pensarlo sintió de súbito el azote de unos irreprimibles celos.
Svetania… Svetania…
Se asustó de sus propios pensamientos. Y luego puso todas sus
fuerzas en el intento de olvidar las invisibles auras, de ver como
iguales a todos los que sentaban ante su vista, de contemplar
aquella reunión como lo que Kardim dijera, una simple tertulia
amistosa para hablar sobre teorías políticas.
—¿Nos propones hoy algún tema en particular, Svetania? —
estaba preguntando Kardim. La princesa asintió.
—En honor a nuestro nuevo compañero —hizo una leve
inclinación hacia Shanti, y el oro de sus cabellos brilló bajo la luz
solar que penetraba por el inmenso ventanal— propondré para el
debate un tema de interés: el magnicidio, el atentado contra el
supremo gobernante.
Shanti sintió detenerse su corazón. ¿Acaso todo había sido una
inmensa burla, después de todo? Quizá en el instante siguiente
la P. S. I. penetraría en la sala en tromba, cayendo sobre él. ¡El
magnicidio! ¡El atentado contra el Emperador! ¡Su propio crimen!
Pero ninguna figura uniformada irrumpió en la sala. Kardim hizo
una mueca de asentimiento, aceptando el tema.
—No deja de tener interés —dijo—. Puedes empezar, Antonio.
¿Qué dice sobre ello la doctrina del «no matarás»? Lario Antonio
abrió los brazos, como disculpándose.
—El «no matarás» no es absoluto en ningún modo —explicó—.
Existe el eximente de defensa propia, y podría aplicarse a este caso.
En diversas ocasiones la doctrina cristiana ha aceptado como
necesario el tiranicidio.
—¡El tiranicidio! —tronó Lario Turmo—. El que gobierna siempre
es un tirano para quien se rebele contra él. Justificar el tiranicidio
equivale a sancionar la anarquía. Yo represento aquí la idea
imperial, y el Imperio es la jerarquía, la estratificación. Cada estrato
es de más importancia para la cosa pública que el inmediato inferior,
y un atentado contra él reviste, por tanto, mayor gravedad. Y siendo
el Emperador la culminación de la jerarquía, es evidente que el
atentado contra su persona reviste la máxima gravedad, la suprema
culpa, y así debe ser considerado y castigado.
—¿De nuevo el mito de la sangre imperial, Turmo? —preguntó
Antonio, con un cierto tono burlón.
—Cierto —respondió sin inmutarse el otro—. La sangre imperial
es la suprema garantía contra el caos y la guerra civil, y no me
cansaré de repetíroslo. Mientras se respete tal mito, las dinastías se
alargarán sin solución de continuidad, y el Imperio continuará
funcionando como una máquina perfecta. Que el mito se haga tan
poderoso como para que nadie siga a quien pretenda usurpar el
poder sin que por sus venas corra esa sangre, y entonces se
acabarán las usurpaciones y las contiendas civiles. ¿Qué ocurrió en
Roma cuando los soldados perdieron el respeto a las dinastías, y se
acostumbraron a entronizar emperadores a su antojo para luego
asesinarlos? El magnicidio, por su propia esencia, debe
considerarse como el peor de los crímenes.
—¿Y tú, Arvarín? —se dirigió Kardim al Lario Rojo.
—La teoría comunista no aconseja el atentado personal —
intervino el nombrado. Si las condiciones sociales no son las
adecuadas, no se conseguirá sino sustituir al tirano por otro similar
que se hará con el poder apenas caído el primero.
De nuevo intervino Lario Turmo, esta vez con una risotada.
—¡Cada vez me sorprendes más, Rojo! —exclamó—. Las
condiciones sociales, el viento de la historia… Esperar que las
condiciones sociales lleguen a su período crítico, como quien espera
un aerobús público para subirse en él…
—Aunque tú no lo entiendas así, Turmo —rebatió pacientemente
Arvarín—, los pueblos evolucionan, se educan así mismos. Si el
pueblo no la soporta, toda tiranía caerá por su propio peso.
—¡Educarse a sí mismo los populares! —casi escupió Turmo—.
Cada vez me asombro más de que una doctrina política tan suicida
como la tuya haya logrado alguna vez mantener gobiernos estables
allá en la Tierra.
Shanti se interesó en la discusión de pronto.
—¿Gobiernos estables? —intervino—. ¿Acaso la Tierra de Sol
fue gobernada en alguna ocasión por un régimen comunista? La
Historia nada dice de ello.
Arvarín se volvió hacia él, animado. —La Historia disimula lo que
causa temor a quienes la relatan —dijo—. Antes de los viajes
espaciales hubo regímenes comunistas estables en la Tierra. El país
mayor en extensión, el país mayor en población humana y muchas
otras naciones mantuvieron muchos años regímenes de tipo
comunista. Por algún tiempo fue posible que ese sistema llegara a
imponerse en el planeta entero.
—Desastres económicos, caos total, una decadencia iniciada en
el instante mismo del nacimiento… —enumeró Turmo, despectivo.
—Países subdesarrollados elevados a la categoría de primeras
potencias —rebatió a su vez el Lario Rojo, excitado—. Curvas de
crecimiento económico superiores a todo lo entonces conocido,
justicia y trabajo para todos…
—¿Pero cómo acabaron? —interrumpió Shanti, temiendo asistir
a un pugilato de conceptos opuestos entre sí, y todos ellos
indemostrables—. ¿Cómo acabaron los regímenes comunistas de
Tierra de Sol?
—La tiranía los barrió —dijo Arvarín, casi con rabia—. Los
dictadores que gobernaron la Tierra durante el período de las
primeras guerras interplanetarias se ocuparon de aplastar aquellos
gobiernos populares que eran todo lo opuesto a lo que ellos
representaban.
—No ocurrió así —replicó Turmo—. Los Reinos terrestres no
hicieron sino acelerar el fin de un moribundo. No quiero negarte,
amigo Rojo, que en un principio los regímenes comunistas hicieron
gala de un envidiable empuje, cuando sus jefes fueron fuertes y
totalmente autocráticos, como Stalin y Mao. Pero luego se
debilitaron y languidecieron. Pactaron con sus enemigos, y con ello
se debilitaron y languidecieron. Pactaron con sus enemigos, y con
ello hicieron perecer todo el empuje que anteriormente les
distinguía. Cuando el viejo planeta se unificó bajo la égida de las
Naciones Unidas, el sistema comunista renunció a toda posibilidad
de expansión, y al inmovilizarse comenzó a morir. Se resquebrajó
dentro de sus fronteras, hizo concesión tras concesión y acabó
desvirtuándose a sí mismo. Sus restos entraron en la época de los
Reinos y no consiguieron salir de ella. Les faltó la fuerza necesaria,
pues repito que ya estaban prácticamente muertos.
—Tampoco fue exactamente así —intervino una nueva voz.
Shanti se sobresaltó al ver que era Svetania quien hablaba. Todas
las miradas se dirigieron a la hija de Antheor III.
—Los sistemas comunistas entraron en decadencia, sin lugar a
dudas —la voz de la princesa era suave, casi dulce—. Y ello fue
causado por el advenimiento de la era espacial. La raza terrestre
saltó a los planetas cercanos, se expandió por el Sistema Solar. Las
sociedades cerradas se hicieron abiertas, y llegó el tiempo de los
aventureros, de los individualistas, de los creadores de grandes
fortunas. Fue una época imperialista por necesidad, y los nuevos
dominios económicos recién descubiertos hicieron inevitable el
desarrollo de las empresas privadas, individuales primero, unidas en
trusts y cártels más tarde. El sistema económico comunista de total
estatalización no podía luchar contra esta tendencia. El terrestre
medio no veía en su vecino un camarada o un compañero, sino un
competidor en la conquista del gran botín estelar que se presentaba
ante sus ojos. Ningún idealismo, por poderoso que fuera, hubiera
podido mantener la situación anteriormente reinante en lo que se
llamó el bloque socialista. El viento de la Historia barrió el sistema
que en él se había basado.
»Y resulta irónico que hombres pertenecientes a tal sistema
fueran los primeros en alcanzar el espacio. Yuri Gagarin, el primer
terrestre en salir de la atmósfera de su mundo y circundar este en
órbita espacial, quizá sería un comunista sincero, pero le faltó don
profético si pretendió presentar su hazaña como un éxito para sus
ideales. El sistema comunista dio el espacio a la Tierra, y el espacio
fue lo que acabó con él.
»Desde aquella época la Tierra ha estado en continua
expansión, y las condiciones que acabaron con los sistemas
comunistas siguen aún vigentes. Quizá si algún día nuestra
expansión alcanza el borde del Universo, si el movimiento centrífugo
de nuestra raza llega a detenerse… quizá entonces sea de nuevo
posible un gobierno comunista estable».
Calló Svetania y todos guardaron silencio con ella. Shanti se
maravilló al ver cómo la princesa había dominado la situación,
poniendo punto final, al parecer, a la controversia. Incluso el
poderoso Lario Turmo, su igual, parecía acallado.
Tan solo tras unos instantes de silencio, Arvarín se animó a dar
su opinión, pero ya sin la fuerza polémica de la anterior discusión:
—No estoy de acuerdo contigo, Svetania —dijo—. Nuestra raza
puede evolucionar hasta un sistema comunista, aún en plena
expansión por la Galaxia. Ese egoísmo imperialista de que hablas
no es inevitable. Las circunstancias sociológicas pueden variar. La
sociedad humana puede hacerse de nuevo cerrada, e ir admitiendo
las otras razas y las riquezas que encontremos en nuestra
expansión espacial, dentro de un contexto planificado.
—Tampoco yo estoy de acuerdo contigo —intervino Turmo—.
Todo el mundo habla de cambios, como si el universo se
bamboleara de un lado a otro. Pues yo veo esos movimientos como
un simple avance hacia sistemas cada vez más perfectos, y el
Imperio es el más perfecto de todos.
«Esas Confederaciones, Uniones y Federaciones
pretendidamente democráticas cayeron hace casi dos mil años, y
desde entonces la noción imperial ha dominado nuestra raza, junto
con las que se han unido a nosotros. El Primer Imperio, denominado
constitucional, luego el Segundo Imperio, el que luchó con Mersia.
Al fin el Tercer Imperio, el nuestro, el de la dinastía Kluténida, que el
Glorioso fundara hace más de cuatrocientos años. Podrán
sucederse las dinastías, pero la noción imperial es tan inmortal
como yo mismo lo soy. Pues si llegara lo peor y este Imperio se
hundiera en la barbarie, sobre sus cenizas nacería uno nuevo, y
quizá más poderoso».
Shanti se quedó mirando, incrédulo, a quien había hablado.
«Inmortal como yo mismo lo soy». ¿Habría entendido bien las
palabras de Turmo? Pero antes de poder pensar detenidamente en
ello, de nuevo habló Kardim, esta vez dirigiéndose a él mismo, a
Shanti.
—Nos hemos desviado de la cuestión presentada por Svetania.
Quedas tú por opinar, Shanti. Háblanos de tus ideas sobre el
magnicidio.
Shanti paseó su mirada por los rostros de sus contertulios, y los
vio fijos en él.
—El poder pertenece al pueblo —dijo—. Por lo tanto todo el que
intente apoderarse de él por la fuerza, o justificar su acceso
mediante la herencia o cualquier otra circunstancia ajena a unas
elecciones libres, debe considerarse como usurpador y ser
derrocado por cualquier medio. Incluso el atentado.
Siguió una pausa. Una vez más fue Turmo quien la rompió:
—No puedo decir que no hables con claridad, Shanti —dijo.
—Puede hacerlo aquí —replicó en el acto Svetania.
—Desde luego —admitió Turmo, y Shanti creyó detectar algo
parecido a la admiración en su voz—. Mis palabras eran
simplemente apreciativas. Me alegro que hayas entrado en nuestro
Consejo, Lario Shanti de Shaar.
La mirada de Shanti se cruzó un instante con la del coloso. Una
frente a la otra, de igual a igual.

Después de comer, Kardim acompañó a Shanti a su alojamiento


dentro del palacio. El nuevo noble quedó anonadado ante el lujo de
la «suite» que le había sido asignada. Dormitorio, salón, estudio y
terraza, con los máximos elementos de comodidad que la técnica
del Imperio era capaz de producir. A decir verdad, el señor de Shaar
ignoraba la utilidad de buena parte de los dispositivos que ante él
veía.
El excatedrático de Cambridge le ilustró, bondadosamente, sobre
el particular.
—Desde aquí puedes llamar a la docena de robots que está
permanentemente a tu servicio. Si deseas algo especial, desde un
juego de ajedrez a una esclava humana, no tienes sino utilizar el
comunicador.
Shanti asintió. Le era simpático el historiador, y por ello se animó
a hacerle la pregunta que le mordía las entrañas desde hacía
tiempo.
—Kardim, ¿quiénes son en realidad Svetania y Turmo? Diríase
que no pertenecen a la especie humana. ¿Entiendes lo que quiero
decir?
Kardim le hizo un guiño.
—Pues te aseguro que son humanos, tanto una como otro —
respondió—. Svetania, nuestra encantadora anfitriona, es hija
legítima del Emperador Antheor III, como sin duda sabías ya. En
cuanto a Lario Turmo, es primo suyo. El Emperador propició la boda
de su medio-hermana Julia, hija del segundo matrimonio de
Katius VI, con el célebre Lario Klavius, hijo del Mariscal del Espacio,
Kletus. El fruto del matrimonio fue Turmo, Lario por nacimiento y
señor de Khurán.
—No es eso lo que quiero saber —insistió Shanti—. No puedes
haber dejado de sentir las auras, los… los campos de fuerza que
parecen emanar de ellos. Si son humanos ¿dónde y cuándo los
adquirieron?
El historiador no respondió inmediatamente. Permaneció un
instante con expresión pensativa.
—Poco es lo que puedo decirte —dijo luego—. Tan solo lo que
todo el mundo sabe en Olimpia. En 1822 los dos niños, que
entonces contaban cinco años, viajaban de Polaris a Sol a bordo del
yate espacial «Alcotán». Parece ser que el capitán, se ignora por
qué motivo, intentó una transición Murray-Legrand. La nave
desapareció y nunca se volvió a hablar de ella.
«El Emperador ocultó la noticia al público, y mantuvo una nutrida
flota de exploradores en busca del yate perdido, sin resultado. Hasta
que, justamente un año después, una cápsula espacial de
salvamento perteneciente al “Alcotán” penetró en el sistema de
Polaris, radiando su identificación a toda potencia. En su interior
estaban los niños. Y poseían las características a que has hecho
alusión». Shanti tragó saliva.
—¿Y nadie supo dónde estuvieron todo ese tiempo? —Nadie.
Ningún miembro de la tripulación regresó, así como tampoco nadie
de la servidumbre que les acompañaba. Ellos no recordaban nada,
salvo algunos detalles fragmentarios y sin ninguna utilidad.
Kardim, con expresión seria, indicó a Shanti el cielo azul que se
veía por uno de los amplios ventanales de la «suite». —Allí arriba,
en algún lugar del espacio, hay algo que desconocemos, algo que
no podemos comprender. Modificó a Svetania y a Turmo de una
forma sobre la que nuestros mejores médicos y biólogos nada han
podido decirnos. Los modificó hasta hacerlos en cierto modo
semejantes a las divinidades clásicas de la religión imperial, y no
podemos saber por qué motivo.
Shanti tocó el brazo del historiador, presa de una nueva
inquietud.
—Turmo dijo algo que me sorprendió. Dijo que el Imperio era tan
inmortal como él mismo. ¿Es verdaderamente Turmo… un ser
inmortal?
Kardim se encogió de hombros.
—¿Quién puede decirlo? Es evidente que Lario Turmo, además
de su tremenda fortaleza física, está dotado de poderes no
naturales. Creo que es en realidad inmortal, tal y como se jacta.
«Lario Turmo adora el poder y la violencia, y se cree encarnación
del Imperio, aunque sea ajeno a la línea sucesoria y le falta esa
sangre imperial de la que siempre habla. Su fuerza, su habilidad y
su valor son increíbles, y constantemente hace uso de ellos.
Concurre regularmente a los juegos atléticos, y en el circo de
cuadrigas se le conoce como el Auriga Negro. En las últimas
festividades logró derrotar en la carrera a su más directo rival,
llamado el Dorado, otro joven Lario dotado de innegables
cualidades, pero al que le falta el poder sobrehumano de Turmo.
Desea ser el primero en todo, un verdadero dios entre hombres
mortales. Pero se dice que esquiva a las mujeres, prefiriendo las
“robot-girls”, de las que hace gran uso. Se diría que se reserva para
alguien en especial, y ese alguien bien pudiera ser Laria Svetania,
su compañera en la extraña aventura de su infancia».
—¿Y ella? —preguntó impulsivamente Shanti.
—Tú mismo has notado su aura. Ignoro si es inmortal, aunque
no me extrañaría. Y si Turmo esquiva a las mujeres… Svetania es la
llamada Virgen Olímpica.
—La Virgen Olímpica… —murmuró Shanti—. Y sin embargo
pertenece a la alta sociedad imperial, que no se distingue
precisamente por lo morigerado de sus costumbres. ¿Cómo es que
nadie duda de su virginidad?
Kardim soltó una risita.
—¿Acaso se duda de la virginidad de Diana Artemisa? —
preguntó a su vez.
—¡Pero Diana Artemisa es un ser mitológico! —protestó Shanti.
Kardim se le quedó mirando unos instantes, sin apagar su
sonrisa.
—Laria Svetania también lo es —respondió—. Ciertamente que
lo es…
CAPÍTULO IV
LOS DIOSES OCIOSOS

«Tras el establecimiento de la Religión Imperial, en toda la Galaxia


se hicieron cábalas acerca de la próxima innovación que impondría
Kilos II. Al rumorearse la inminencia de una reforma lingüística, no
faltaron los que predijeron que el viejo latín se transformaría en la
lengua oficial del Imperio. Otros recordando la atracción que sobre
el soberano ejercía el imperio español de los Habsburgo, sobre el
que había llegado a escribir antes de su coronación el inspirado
ensayo “La Espada y el Arcabuz”, con el seudónimo de Joaquín
Morel, pensaron si no sería el idioma español el elegido. No
obstante, Kilos II sorprendió a todos al instaurar el llamado “idioma
interespacial básico”, en realidad una modificación del antiguo
ánglico, con gramática simplificada y adición de numerosos términos
pertenecientes a otras lenguas terrestres o galácticas. La
hispanofilia del Emperador se manifestaría, sin embargo, en la
institución no oficial del español como idioma de las clases altas del
Imperio, en especial la nobleza lárica».

(Antón Moore: «Historia del Gran Imperio» Tomo IV).

«La piedra básica de la reforma monetaria de Kilos II fue la


acuñación de monedas en auricalco y argenticalco, metales creados
artificialmente en los laboratorios atómicos del Imperio, y
prácticamente infalsificables, que pronto llegaron a formar la base
financiera imperial. La U. É. I. (Unidad Estelar Imperial), acuñada en
argenticalco y de valor algo superior al antiguo crédito llevaba
grabada en la cara la efigie del propio Kilos, rodeada por la leyenda
“Pater Imperatorque Universi”, y en la cruz una representación del
Sol. La corona imperial, de un valor mil veces mayor, en auricalco,
tenía la cara grabada en forma similar, y en la cruz figuraba la
espiral galáctica. La gente vulgar acostumbróse pronto a aludir a
tales monedas con los nombres de “créditos” y “créditos fuertes” o
bien, de forma irrespetuosa, con los de “kilos” y “tones” (un “ton” o
tonelada, equivalente a mil “kilos”). Durante el interregno bárbaro
que siguió a la caída del Imperio dichas monedas fueron muy
apreciadas y usadas en toda clase de cambios y negocios, bajo los
respectivos nombres de “soles del Imperio” y “coronas del Imperio”».

(Irene Pángalos: «Numismática Galáctica»).

Si efectivamente Laria Svetania era un ser mitológico, Shanti no


tardó mucho en acostumbrarse a aquella esencia. En los días que
siguieron a su presentación en el Club de los Hombres que Piensan
tuvo ocasión de tratar con amplitud a la que era conocida como la
Virgen Galáctica, y llegó incluso a hallar familiar la enigmática aura
que la rodeaba y que tan fuerte impacto inicial le había causado.
Cumpliendo su promesa de iniciarle en la visión del Imperio
desde sus clases altas, la princesa habíase transformado en su
mentora y guía por la ciudad de Olimpia, sus jardines, sus palacios y
sus centros de espectáculo y placer. Shanti se dio cuenta de que
Svetania le resultaba cada vez más próxima, y que la intimidación
que al principio le había causado desaparecía con el curso de los
días. Dejaba de contemplarla como ser superior y legendario, y
empezaba a hacerlo como mujer.
Svetania, como mujer, era hermosa, vivaz y agradable. Shanti
admiraba la delicadeza de sus rasgos y la perfección de su cuerpo,
pero, curiosamente, todavía no llegaba a considerarla como
posibilidad sexual, tal como hubiera hecho con otra muchacha de
parecida belleza. Quedaba sin duda un rastro de fuerza, o
aprensión, que le impedía hacerlo. Quizá su admiración se
encauzaba por otros caminos, quizá llegaba a considerar a la
princesa como una obra de arte impersonal tallada en carne mortal
(¿o inmortal?) en vez de en mármol o bronce. Quizá después de
todo Svetania fuera un ser mitológico.
La princesa le condujo por los caminos de la sociedad lárica, de
aquella sociedad cuya visión tan deformada llegaba a los ojos de las
clases inferiores. Shanti aprendió poco a poco a considerarse como
uno más de aquellos seres superiores y enigmáticos, y también a
contemplar el mundo y el universo desde el punto de vista del Lario.
La primera impresión que Shanti Belt sacó del mundo lárico fue
la del ocio total que lo definía. Dejando aparte aquellos nobles que
se ocupaban de la Administración del Imperio, no muy numerosos,
pues ciertamente el Servicio Civil, reclutado en las filas de los
populares, cumplía la función pública a las mil maravillas, los Larios
no hacían nada. Viajaban, conversaban, se divertían, hacían el
amor, comían y dormían, pero no desarrollaban ninguna actividad
continuada, ni mucho menos práctica. Aquellos que gustaban de los
deportes y los juegos se sometían a los más rigurosos
entrenamientos, desde luego, pero siempre a título voluntario y
placentero, huyendo de toda sombra de obligación.
El centro de todo este ocio lárico se hallaba, indudablemente, en
la propia Olimpia. Olimpia era la capital lárica de la Galaxia, el
verdadero hogar de todos los que llevaban el Anillo del Poder. Los
Larios iban y venían, viajaban por todo el Imperio y aun, en
ocasiones, gustaban de explorar por su cuenta astros exteriores a
sus fronteras. Algunas veces pasaban largas temporadas en los
planetas transmersianos de los que eran señores, o bien se
instalaban temporalmente en la Vieja Tierra, el planeta capital de la
Galaxia imperial. Pero siempre, más tarde o más temprano,
regresaban a Olimpia. Pues Olimpia era el lugar donde la naturaleza
lárica se podía desarrollar hasta los últimos extremos, donde cada
noble era semejante a un dios, donde para lograr una cosa solo
debían extender la mano hacia ella. Olimpia era el Paraíso.
Y Shanti Belt, Lario Shanti de Shaar, se veía arrastrado también
por Olimpia. Se observaba a sí mismo y veía cómo la ciudad
maravillosa iba haciendo presa en él, dominando su cuerpo y sus
sentidos, identificándole cada vez más con la personalidad que
Svetania Kluténida le había asignado. Gustaba de su lujoso
apartamento, de las siempre cambiantes y siempre nuevas
maravillas que un día tras otro hallaba ante él, de los mil placeres
sensoriales que se le ofrecían, de la vida sin mañana y sin
preocupaciones. Gustaba de la compañía de los Larios que ahora
eran sus pares, de las apacibles tertulias, del compañerismo en las
diversiones. Y gustaba, sobre todo, de la más peligrosa droga
conocida por la Humanidad, el «hybris», el sentirse semejante a un
dios, casi omnipotente, por encima de las gentes vulgares. Habitar
en una ciudad construida para los dioses, y ser uno de los dioses
para los que la ciudad fuera construida.
En ocasiones se sublevaba Shanti contra sí mismo, y rabiaba en
la soledad de su apartamento, recordando su situación anterior, el
ideal que le había llevado a sacrificar su vida en el intento que había
fracasado sin él tener culpa. Se aferraba entonces a la promesa de
Laria Svetania. Un año, tan solo un año… ¿Y después? ¿Regresar
a la Tierra, renunciando al Anillo? ¿Integrarse de nuevo en la clase
intelectual? ¿Continuar por el camino de la conspiración, para
derribar el mundo en el que ahora estaba incluido? ¿Derribar a
Kardim, a Arvarín… derribar a Svetania?
¿O quizá (¡qué fuerte era la tentación!) darse efectivamente por
muerto y renacido, continuar con su nueva personalidad, mantener
el Anillo en su dedo? ¡Podría hacerlo! Podría vivir por siempre en
Olimpia, disfrutando de todo cuanto esta le ofrecía. Podría viajar por
la Galaxia, visitar el remoto mundo transmersiano donde se
encontraba Shaar, su dominio. Podría alcanzar todo cuanto se
propusiera, podría…
Y en ocasiones la imagen de Laria Svetania Kluténida aparecía
en su mente, arrolladora.
¿Podría?
Unas semanas después de su llegada a Olimpia, Shanti tuvo
ocasión de trabar conocimiento con quién quizá fuera el Lario más
identificado con su naturaleza de tal de cuantos habitaban Olimpia.
Junto con Svetania y Arvarín visitó la quinta de Lario Alvar de Rhum,
conocido bajo el apelativo del Dorado, el eterno rival del sombrío
Turmo en las lides deportivas olímpicas.
La quinta del Dorado se hallaba en la parte posterior de la
Acrópolis, y era toda ella un paraíso de jardines, fuentes y cascadas
artificiales y obra de arte. De toda la nobleza olímpica, decíase que
el Dorado era quien más amaba la belleza por sí misma.
El joven Lario les recibió en el pórtico de la quinta, acompañado
por su amante del momento, una belleza morena que respondía al
nombre y título de Laria Roxana de Terha. Era de dominio público
que el Dorado cambiaba con mucha frecuencia de enamorada,
aunque el cariño y generosidad de que hacía gala con cada una de
ellas, fuera noble, popular e incluso esclava, le hacía conservar la
amistad o la adoración de todas ellas una vez pasado el período de
convivencia.
Tanto física como espiritualmente, el Dorado era la antítesis de
su rival. Era un hombre rubio y de gran hermosura, semejante a las
estatuas de los dioses clásicos. Pero Shanti advirtió al instante la
poderosa musculatura de los brazos y el pecho, que la abierta túnica
dejaba al descubierto. No era el Dorado un dandy, ni un efebo
narcisista, sino un atleta capaz de competir con el poderoso Turmo.
Pensó que aquel bello ser era capaz de partirle a él en dos en un
solo minuto de lucha cuerpo a cuerpo.
Pero si la fuerza de Lario Turmo se manifestaba de forma
amedrentadora y aun brutal, la del Dorado se ocultaba bajo una
capa de alegría y simpatía que le hacían apreciado de todos cuanto
le conocían. Era una fuerza luminosa y juvenil, en contraste con el
sombrío poder del Auriga Negro. Y, desde luego, carecía del aura
sobrecogedora que rodeaba al otro.
Conducidos por su anfitrión, los tres recién llegados recorrieron
herbosos caminillos junto a los que podían verse las más hermosas
plantas y flores del universo, constantemente cuidadas por
jardineros esclavos o robots. En algunos lugares, a la sombra de
copudos árboles, veíanse diversos instrumentos gimnásticos, y era
fácil imaginarse al propio Dorado entrenándose con ellos en medio
de la belleza que amaba, quizá con los primeros fulgores del
amanecer.
Se sentaron ante una mesa rústica, dispuesta en una explanada,
ante el propio edificio, de estilo clásico. Tan solo un seto separaba la
explanada del acantilado, con lo que los que allí se hallaban podían
disfrutar de la siempre maravillosa vista de la ciudad inferior, y de los
bosques y praderas que la rodeaban. Desde el lugar en que hallaba
la quinta podía verse, más allá de las murallas de carborundum, la
Calzada Píscica, bordeada de esfinges, toros alados y monstruos
marinos de piedra, que conducía a la orilla del océano, donde se
hallaba el puerto de las embarcaciones de recreo.
Disfrutaron los cinco amigos de un pequeño refrigerio, servido
por robots no humanoides, y luego pasaron al placer de la
conversación, tan apreciado por los Larios.
—Somos libres —dijo el Dorado a la intención de Shanti, cuyo
Anillo sabía reciente—. En toda la historia de la humanidad nadie ha
habido tan libre como nosotros. Tenemos la libertad de hacer lo que
se nos antoje, sin estorbos ni frenos de ninguna clase. Como ocurría
con los viejos autócratas terrestres, nuestra libertad está solo
limitada por las leyes físicas, y la ciencia actual hace que esos
límites retrocedan grandemente.
Y sin embargo —rebatió Shanti—. Esa libertad de la que hablas
está rodeada por un mundo donde existe la esclavitud. Se ha dicho
que nadie puede ser enteramente libre mientras exista un solo
esclavo.
—Y que nadie puede ser enteramente esclavo mientras exista un
hombre libre —rio de buena gana el Dorado. Su risa era cordial y
nada tenía de la ofensiva prepotencia de que la hubiera dotado
Turmo en ocasión similar—. Lo que nos llevaría a establecer una
curiosa nube simbólica de libertad total, más brillante a medida que
se conociera la existencia de más hombres libres, más apagada si
fueran los esclavos quienes predominaran.
»No, no es así como yo pienso. Yo soy libre, y si uno, o cien, o
mil esclavos son liberados de su condición mañana, no por ello
habrá aumentado mi personal libertad. Puedo moverme a mi antojo,
y no tengo superior que me ordene lo que debo hacer, ni necesidad
de realizar tareas o trabajos que no desee para atender a mis
necesidades. Puedo dedicarme a las actividades más nobles y
también a las más degradadas, y esto no cambia ni cambiará por el
hecho de que a mi alrededor exista o no la esclavitud.
»El ser humano es una isla, al menos en lo que a nuestra raza
se refiere. No somos como las razas “gestalt” de los mundos
nebulares de Orion, cada uno de cuyos miembros no es sino una
parte de un organismo superior. Yo soy un individuo aislado,
separado de los demás, y mi personalidad nada tiene que ver con la
de otros. Si muero no continuaré viviendo en el resto de la raza a la
que pertenecí, sino que desapareceré o, como diría nuestro amigo
Antonio, quizá pase a algún infierno o paraíso. No seré juzgado por
los actos de mi raza, en tal caso, sino por los míos propios.
»Puedo ciertamente tener amigos, y apreciarlos, puedo amar a
una mujer —al decir esto enlazó fugazmente el talle de Roxana, aun
sin mirarla—, pero mi personalidad es única, y no es influenciada
por las demás. Gozo yo mismo, y el goce de los demás me es
ajeno».
—Eso podría llamarse egoísmo —dijo prudentemente Shanti.
—O quizá algo peor —intervino Arvarín.
Señaló a un lejano jardinero que, ajeno a la conversación de sus
superiores se dedicaba a su trabajo allá al fondo, casi al borde del
acantilado.
—Volviendo al revés lo dicho por Shanti —dijo el Lario Rojo—.
¿Acaso no te sientes más libre cuanto más esclavitud hay a tu
alrededor? ¿Acaso no consideras tu libertad como la capacidad para
privar de ella a los demás? Para que tú puedas gozar de la libertad
de pasear libremente por esos jardines que tanto te gustan, ese
esclavo, ese trabajador, debe renunciar a la suya, y cansarse en una
tarea que probablemente no sea de su agrado. Aunque pienses que
tu personalidad no tiene relación alguna con las de los demás, para
que ella goce de libertad debe relacionarse con alguien que
produzca lo que tú tan alegremente gastas y disfrutas. ¿Qué crees
que pensará ese esclavo de tu libertad?
—No pensará nada —rio el Dorado— entre otras cosas porque
ese jardinero no es un esclavo, sino un robot. Pero entiendo lo que
quieres decir, Rojo, aunque no lo apruebe.
»¿Una libertad que consiste en disfrutar contrastándola con la
esclavitud de los demás? Estás confundiendo la libertad con el
poder. Yo deseo la libertad, el disfrutar de todo cuanto desee,
indiferentemente de si son hombres o máquinas quienes me lo
proporcionan. Otros desean el poder por sí mismo, el gobernar a
otros, en situarse en una posición por encima de los demás, el que
otros se vean forzados a hacer, contra su voluntad, lo que ellos les
ordenen. Para mí el poder no es apetecible, pues lo consideraría
como un estorbo para la libertad a la que rindo culto. El poder trae
siempre responsabilidades, y esas responsabilidades coartarían mi
libre arbitrio.
»No, amigos, para ser yo mismo libre no necesito que todos los
demás lo sean, como tampoco que todos los demás sean esclavos.
En lo que a mí respecta todo el mundo puede poseer el Anillo, y
disfrutar de él lo mismo que disfruto yo. Y del mismo modo, igual
podría ser yo el único Lario del universo».
Se interrumpió para llevarse a los labios un vaso de zumo de
frutas, quizá con el fin de aclararse la garganta. Shanti se preguntó
para sí mismo cuantas veces habría pronunciado el joven atleta la
palabra «yo» en lo que iba de conversación.
—Shanti de Shaar defiende la democracia, según creo —
continuó el Dorado, tras apurar el trago—. Una democracia que, en
cierta forma, respetaría las libertades individuales. Pero eso no sería
sino cambiar la naturaleza del tirano. Si se me obliga a hacer algo
que no deseo ¿qué importa que esa orden venga de un solo hombre
o de mil millones de ellos? El atentado a mi libre voluntad es similar,
y mi rechazo sería idéntico.
«Pero tú, Arvarín, propugnas algo mucho peor. Es intentar
reducir la raza humana a un “gestalt”, sin que físicamente lo sea.
Cada personalidad una pieza en una gigantesca máquina, y todo
ello bajo el mando, bajo la dictadura de lo que vosotros llamáis el
proletariado, precisamente la clase de aquellos que se dedican al
trabajo manual y que por ello apenas si disponen de tiempo para
pensar…».
—¡No es así! —rechazó, indignado, el Lario Rojo—. Es
precisamente el trabajo que tú desprecias lo único que puede
ennoblecer a un hombre.
—¡Es el trabajo lo que degrada a un hombre! —le rebatió el otro
—. Cuando un hombre se ve forzado a realizar una tarea que no
desea, siguiendo las órdenes de otra persona, bien obligado por la
fuerza o impelido por la necesidad de disponer de medios de vida, la
libertad individual de ese ser queda aniquilada. Se ve reducido al
papel de un robot, al que se programa para que realice cualquier
tarea que el dueño desee. Ya no es un ente pensante, sino una
simple máquina.
—Pero es precisamente ese trabajo el que sirve para sostener al
edificio social al que ese hombre pertenece. Rinde un servicio a la
sociedad y ese servicio debe ser pagado en bienes y en libertad
para hacer uso de ellos. Puede ser que sea, en cierto modo, una
degradación, pero esa degradación es necesaria. ¿Quién te
proporcionaría a ti los bienes que necesitas para vivir y gozar, si los
trabajadores manuales se negaran a someterse a esa degradación
que desprecias?
—¡Las máquinas! —repuso el Dorado, triunfante—. Las
máquinas, a las que el trabajo no puede degradar, pues están
hechas para él. En un futuro más o menos próximo todo el trabajo
estará realizado por robots y máquinas de toda índole. El hombre en
general será entonces tan libre como ahora lo somos los Larios, y
podrá al fin dedicarse a cumplir su voluntad en todos los sentidos sin
ninguna limitación. ¿Qué propugnarán entonces tus comunistas, los
partidarios de la adoración del trabajo «per se»? ¿Darán el poder a
los robots y a las máquinas por la sola razón de que los medios
materiales están producidos por ellos?
Arvarín se echó a reír.
—Un mundo libre de toda necesidad de trabajo humano, y en el
que los hombres puedan hacer su voluntad sin limitación alguna —
evocó—. Hablas como un anarquista, Dorado, y sin embargo sé que
eres tan partidario de la idea de Imperio como pudiera serlo el
propio Turmo.
—Pero por razones diferentes —replicó el atleta rubio—. Turmo
apoya al Imperio porque es encarnación, según él, de la fuerza que
adora. Yo, sencillamente, porque es el sistema que ha dado a los
Larios la posición que tienen, la posición en la que yo me encuentro
feliz. Quizá algún esclavo no estaría de acuerdo con mi apoyo al
Imperio, pero yo sí lo estoy. Tan irracional sería que yo rechazara al
Imperio porque molesta al esclavo, como que el tal «servus» loara al
Imperio que personalmente le oprime tan solo porque me es
agradable a mí.
Apartado momentáneamente de la animada polémica rojo-
dorada, Shanti se había distraído contemplando a las dos
muchachas, asimismo silenciosas. Ambas seguían la conversación
con interés, pero le dio la impresión que Roxana se hallaba un tanto
por debajo de su nivel, mientras que Svetania se entretenía con ella
desde un nivel superior.
Quizá no fuera demasiado inteligente Laria Roxana de Terha,
pero ciertamente era bellísima, con un rostro suave enmarcado en
negrísimos cabellos, y un cuerpo perfecto bajo la túnica clásica con
que se cubría. Una digna elección para el amante de la belleza que
era el Dorado. Pero, sin embargo, Laria Svetania, la Virgen
Olímpica, la eclipsaba como un sol eclipsa a una estrella. Shanti las
comparaba y no podía decir qué perfección que tuviera Svetania
podría echarse en falta en Roxana, pero el hecho estaba allí. Era
una vez más el aura, la gloriosa emanación de poder femenino que
irradiaba de la princesa, y de la que la otra carecía. Preguntóse
Shanti si acaso la presencia de Lario Turmo hubiera podido relegar
a segundo término la personalidad del Dorado. Le hubiera gustado
ver juntos a los dos titanes, el campeón de la luz y al campeón de
las tinieblas, opuestos como se habían mostrado en aquella carrera
de cuadrigas de la que el Auriga Negro saliera vencedor, antes de
su propia llegada a Olimpia.
Como si hubiera sido evocado por ese pensamiento, el tema de
Lario Turmo se introdujo en la conversación.
—Me han llegado rumores de que mi rival está muy ocupado
preparando su campeón para la Robomaquia —sonrió el Dorado—.
Espero que la lucha sea digna, cuanto menos.
Ahora sí que Svetania tomó la palabra, interesada.
—Por el tono de tu voz me figuro que estás muy convencido de
tus posibilidades —dijo—. ¿Tienes dispuesto tu propio dispositivo?
¿Está aquí?
El Dorado acentuó su sonrisa, moviendo negativamente el dedo
ante Svetania como lo haría ante una niña caprichosa.
—¡Oh, no, querida princesa! —dijo—. Máximo secreto. Ni
siquiera Roxana ha podido ver mi «automathos». Solo te adelantaré
que me entreno diariamente con él, y que el día de la Robomaquia
será para mí un verdadero instrumento musical que podré tocar tan
hábilmente como Armintha su cítara.
—Así, pues —intervino Arvarín—, ¿piensas desquitarte de lo del
Ben Hur Circus?
—Exactamente —el tono del Dorado era de confianza y
seguridad—. Quizá el poderoso Auriga Negro me supere en fuerza,
pero en esta nueva prueba tienen más importancia la habilidad y la
imaginación, terrenos en los que le soy superior.
—Yo seré su dama —exclamó con excitación Laria Roxana de
Terha—. ¿Lo serás tú de Turmo, Svetania?
—Supongo que sí —admitió la princesa— aunque todavía no me
lo ha pedido.
—Una vez más el equipo de los divos olímpicos, contra el de los
simples mortales —rio el Dorado—. Un verdadero desafío para
estos. Quizá los dioses piensen que los mortales nunca podrán
equipararse a ellos, pero harían bien en recordar a Diómedes.
—Recuerda que no serán dioses los que combatirán, Dorado —
recriminó Svetania seriamente—, sino simples máquinas.
—Lo recordaré, princesa —prometió el Dorado—. Lo recordaré.

Una semana tras aquella visita, el Club de los Hombres que


Piensan en pleno, a excepción de Svetania y Turmo, volaba sobre la
ciudad de Olimpia a bordo de un airoso vehículo aéreo, rumbo al
Pabellón Púrpura, donde habría de celebrarse la famosa
Robomaquia.
—El término de Robomaquia es en sí una abominación —
explicaba a sus compañeros Lario Antonio de Undor—. Una unión
bárbara de un término checo con otro griego. Mucho más apropiado,
y no me cansaré de repetirlo, sería el de Automatomaquia, lucha de
autómatas.
—Nuestro buen cristiano es el cuaternario del Consejo —rio
Kardim—. Para no dejarme ganar en exactitud te diré que el término
«autómata» está fuera de lugar, pues no se trata de máquinas que
luchan por sí mismas. Así, pues, el nombre debería ser, más bien, el
de Telemaquia, lucha a distancia, por intermedio de dispositivos
mecánicos.
—Pero, llámese como se quiera —interrumpió Shanti la polémica
lingüística—, ¿alguien quiere decirme en qué consiste exactamente
el espectáculo?
—¡Oh! Todos olvidábamos que eres nuevo en Olimpia —se
disculpó Kardim— y que esta es la primera Robomaquia a la que
tienes ocasión de asistir. Trataré de explicarte algo antes de que
lleguemos al Pabellón.
«La Robomaquia (o Automatomaquia o Telemaquia, si queremos
ponernos cuaternarios) es la lucha de dos dispositivos mecánicos
controlados a distancia por sus diseñadores y dueños. Por tradición,
los tales campeones mecánicos son construidos a imagen y
semejanza de algún dios de las viejas mitologías terrestres y, desde
luego, la construcción está a cargo del respectivo dueño.»
—Es uno de los deportes más caros que se conocen —
puntualizó Arvarín.
—¿Pero cómo funcionan los autómatas? —quiso saber Shanti.
—Por control remoto. Los participantes se introducen en sendas
cabinas de control, fuera de la vista del público, y los campeones
mecánicos luchan así en la arena, hasta que uno de ellos resulta
vencedor. Juegan en la lucha los reflejos musculares de quienes los
manejan, pero sobre todo el ingenio que se haya puesto en el
diseño de las máquinas.
—No hay que decir —intervino Antonio— que los dioses
mecánicos deben combatir con armas blancas. Nada de rayos
olímpicos ni fuego lanzado por la boca.
—Turmo y el Dorado han puesto mucho interés en el desafío de
esta noche —dijo a su vez Armíntha—. Toda Olimpia está pendiente
del resultado.
—¿Qué dioses han elegido como modelos para sus máquinas?
—preguntó una vez más Shanti, interesado.
Kardim se encogió levemente de hombros.
—Es su secreto —respondió—. Nadie lo sabrá hasta que
aparezcan en la arena.
Ya llegaba el aero a la vertical del Pabellón Escarlata, donde
solían celebrarse los más interesantes espectáculos y pruebas
deportivas bajo techo cerrado de Olimpia. Numerosos vehículos de
todo tipo volaban también hacia allá, y era considerable la multitud
de esclavos que se agolpaba, allá abajo, frente a las taquillas,
ansiosos de asistir a la esperada confrontación.
—En los primeros tiempos de Olimpia parece ser que los
espectáculos estaban reservados exclusivamente a los Larios, pero
luego se pensó que eso le restaba brillantez. Ahora, mediante un
pago casi simbólico, los servidores de Olimpia pueden disfrutar de
las diversiones creadas para la nobleza lárica.
—Tal vez para que los Larios podamos sentirnos más altos al
compararnos con ellos —dijo pensativamente Lario Antonio de
Undor, mientras el vehículo aterrizaba en la plataforma superior del
Pabellón.
El ambiente estaba ya muy animado cuando el grupo fue
conducido al palco que le correspondía. Los Larios, repartidos en los
palcos superiores, charlaban y se saludaban unos a otros, en tanto
que abajo, rodeando la pista desierta, la bulliciosa masa servil se
acomodaba en los asientos a ellos destinados, riendo y lanzándose
pullas. A Shanti le pareció mucho más alegre y vivaz la concurrencia
inferior que la que ocupaba los palcos e intuyó que esta última
cuidaba quizá demasiado su elegancia y discreción para
diferenciarse, como había aventurado Antonio, del populacho que le
servía de contraste.
—Mira, Shanti —le indicó de pronto Arvarín, mientras el bullicio
de abajo se acentuaba súbitamente—. Allí están.
Tanto en los palcos como en los asientos inferiores, muchos
fueron los que se levantaron para ver mejor. Shanti se fijó entonces,
siguiendo las miradas de los espectadores, en las dos torres
gemelas situadas a uno y otro lado de la pista. Los dos participantes
en la Robomaquia acompañaban a sus damas para instalarlas en
sus respectivos tronos.
El Dorado había escogido para la ocasión un atavío de su propio
color, con coraza y faldellín de un brillante color amarillo que le
hacía parecer vestido de oro o de auricalco. Se tocaba con un
curioso casco del mismo color, lujosamente empenachado. Su
dama, Roxana de Terha, vestía una larga túnica escarlata que
dejaba al descubierto sus hombros y brazos. Aparecía contenta y
radiante, muy satisfecha de su importancia como bandera viviente
del hombre al que amaba.
En el otro extremo de la pista el colorido era mucho más sencillo.
Lario Turmo de Khurán portaba simplemente un pantalón negro y
chaquetón cerrado del mismo color. Su aura era más sombría que
nunca. En contraste, la hija del Emperador Antheor se cubría con un
largo vestido de un blanco purísimo, con mangas amplias que le
llegaban hasta las finas muñecas. Su rostro, enmarcado en unos
cabellos tan rubios como los del campeón enemigo, se mostraba
impasible, esbozando apenas una leve sonrisa. La elegante
sencillez de la pareja hacía parecer un tanto vulgares los brillantes
atavíos de los contrarios.
Dos poderosos focos de luz brillaron de pronto, concentrándose
en las torres opuestas, cuyos ocupantes saludaron al público. Fue
entonces cuando el clamor se hizo ensordecedor en la zona servil.
Shanti observó que la mayoría de la concurrencia se mostraba
favorable al Dorado, sin duda más popular entre la plebe que su
sombrío adversario. Otras voces aclamaban, en contraposición, no a
Turmo sino a su dama, la Virgen Olímpica. Pocos eran los clamores
que se dirigían al propio Auriga Negro. En los palcos láricos el
entusiasmo resultaba mucho más reprimido, aunque se advertía en
las miradas y en los ademanes. Los Larios se hablaban entre sí,
entusiasmados, y en ocasiones debían gritar para hacerse oír por
encima del clamor que de abajo llegaba.
Despidiéronse los dos rivales de sus respectivas damas,
desapareciendo de escena para efectuar, sin duda, los últimos
preparativos de sus máquinas. Y en el acto se iniciaron los primeros
combates.
El espectáculo se abría con combates de robots, estos no
teledirigidos, que la mayoría del público consideraba anodinos,
simple preámbulo para lo que después vendría. Sin embargo Shanti,
novicio en aquellos espectáculos, los encontró interesantes y aun
llegó a emocionarse con algunos de ellos.
Diversas máquinas de formas estrambóticas se combatieron
furiosamente en medio de la arena. Algunas de ellas afectaban
formas de animales mitológicos y otras se mostraban en toda su
desnudez metálica. Finalmente dos espadachines robot dieron una
exhibición de esgrima, batiéndose con relampagueantes
movimientos que apenas podían ser seguidos con la vista.
Algunos de los espectadores serviles gritaron en un principio,
pretendiendo animar a las frías máquinas, hacia las que
evidentemente habían dirigido algunas apuestas, pero la mayoría se
mostró displicente, al igual que los Larios de los palcos. Estos
afectaban una cortés indiferencia, pero los esclavos no tardaron en
lanzar algunos silbidos y pullas, en especial durante el número de
los espadachines, que les pareció excesivamente largo. Los
indiferentes robots recibieron durante su lucha multitud de burlas y
cuchufletas, junto con algunos consejos obscenos que levantaban
tempestades de risas.
Finalmente se retiraron los cibernéticos émulos de D’Artagnan,
siendo despedidos con una gran ovación. Hubo una breve pausa,
cortada por el brusco floreo de una trompeta, transmitida por los
altavoces.
—Ahora llega —exclamó Arvarín, semialzado de su asiento, con
los ojos brillantes. Muchos eran los Larios que imitaban su postura,
en tanto que, abajo, los serviles guardaban un tenso silencio.
El presidente de los juegos, sacerdote mayor del templo de
Apolo Febo, se alzó en su tribuna, empuñando el micrófono.
—¡Desafío! ¡Desafío! —gritó, y su voz retumbó en todos los
altavoces de la gran sala—. ¡Lario Turmo, señor de Khurán! ¡Por su
dama, Laria Svetania Kluténida! ¡Lario Alvar, señor de Rhum! ¡Por
su dama, Laria Roxana de Terha!
Estalló una indescriptible ovación, en tanto que la gran puerta del
fondo de la pista se abría. Una gigantesca figura hizo su aparición
sobre la arena.
Se trataba de un monstruo de rasgos femeninos, aunque de
horrible fealdad. Marchaba sobre unas piernas anormalmente
gruesas y cortas, visiblemente previstas para guardar el equilibrio en
toda circunstancia. A sus costados se desplegaban ocho brazos,
armados con un arsenal de hachas, espadas y mazas. De los pies a
la corona que ornaba la deforme cabeza, pasaba de ocho metros.
Un largo ¡oooooooh! de asombro acogió su majestuoso paso por la
arena.
—¡Es Káli! —gritó Kardim, junto a Shanti—. ¡La diosa de la
destrucción del antiguo panteón hindú! Solo a Turmo podía
habérsele ocurrido desencadenar esa monstruosidad.
Abajo, en los asientos serviles, también habían reconocido a la
temible diosa, sin duda a partir de alguna representación del video.
Bastó que una voz comenzara a gritar «¡Káli! ¡Káli!», para que todo
el Pabellón Escarlata resonara bajo el multitudinario clamor de
homenaje a la deidad indostánica. «¡¡KÁLI!! ¡¡KÁLI!! ¡¡KÁLI!!
¡¡KÁLI!!».
El monstruo continuó su avance hasta llegar al centro de la pista.
Una vez allí, giró sobre sí misma y se dirigió hacia la torre donde se
hallaba Laria Svetania. Llegada ante ella, las ocho manos se alzaron
al tiempo, enarbolando las armas en bélico saludo. La princesa se
puso en pie y levantó el brazo derecho, correspondiendo.
—No sé cómo puede saludar Svetania a un ser tan horrible —
dijo Armintha, ingenuamente.
Kardim soltó una risita.
—Káli representa la fuerza y la potencia —dijo—. Tal vez a
Svetania no le parezca tan horrible.
—¡Cielos! —gritó Antonio, poniéndose en pie—. ¡Mirad!
Su grito se fundió con mil exclamaciones de sorpresa. El
campeón del Dorado había hecho su aparición.
En oposición a la deidad hindú, el recién llegado no tenía nada
de monstruoso. Era un ser humano de algo más de dos metros de
estatura, bello y perfectamente formado. Vestía coraza y faldellín
dorados y cubría su rubia cabeza con un casco dotado de alas. Otro
par de alas brotaba de sus talones.
—Pero si es él… —se asombró Shanti—. ¡Es el Dorado en
persona!
—Son sus rasgos —admitió Kardim, no menos atónito—. Pero
fíjate en las alas… ¡Representa a Mercurio Hermes! Ese insensato
del Dorado ha escogido una deidad del panteón olímpico, y para
colmo le ha dotado de su propia apariencia.
—Los sacerdotes no lo permitirán —Arvarín indicó la tribuna,
donde se discutía violentamente.
Pero no tardaron los atribulados sacerdotes que presidían los
juegos en llegar a un acuerdo. Sentáronse, y un nuevo toque de
trompeta se escuchó en el recinto.
—¡Ni pensarlo! —rio Kardim—. Los sacerdotes no se arriesgarán
a desafiar a un Lario de la talla del Dorado, ni a arrostrar la cólera de
los serviles. El combate va a empezar.
—¡Pero Káli va a pulverizar a ese efebo del primer mandoble! —
exclamó Arvarín, brillantes los ojos de excitación.
—No lo creo —rebatió Kardim—. El Dorado no es tonto, y si ha
presentado un campeón aparentemente tan inferior, es que algún
truco guarda en la manga. ¡Te apuesto dos coronas por la victoria de
Hermes Trismegisto!
—¡Aceptadas!
Ya los dos campeones se hallaban frente a frente, moviéndose a
paso de lobo, como tanteando cada cual a su contrario. Káli
enarbolaba sus armas desafiante. Mercurio Hermes llevaba en su
diestra un látigo de tralla metálica, con el que describía lentos
arabescos.
Tanto en los palcos láricos como en la zona servil, las apuestas
se cruzaban, sin que por ello los ojos dejaran de clavarse en los
combatientes, temerosos de perderse las primeras arremetidas.
Fue el dios olímpico el primero en atacar. Su mano se movió
como una centella y la tralla restalló contra el rostro de Káli. Avanzó
entonces la diosa, con inesperada rapidez, pero el alado Argicida la
esquivó de un salto, flagelando una vez y otra a su gigantesca
enemiga. Los restallidos del látigo podían escucharse en todo el
Pabellón, dominando el creciente griterío de los espectadores.
Gritos de «¡Dorado! ¡Dorado!» comenzaron a oírse en los asientos
bajos.
—¡Es rápido! —gritó Antonio, tan excitado como los demás—.
¡Llega una y otra vez al campeón de Turmo!
—Pero no le hace daño —observó Arvarín—. Ese látigo será
muy espectacular, pero no puede dañar a Káli. Turmo reaccionará
de un momento a otro.
De momento la diosa indostánica retrocedía, intentando
protegerse con dos de sus brazos. Avanzó de un salto el agresivo
Hermes, y entonces Káli golpeó, saltando a su vez hacia delante, al
mismo tiempo que descargaba sus tres brazos derechos. Mercurio
Hermes, cogido en desequilibrio, fue despedido hacia atrás,
cayendo por tierra.
—¡KÁLIIIII! —aulló alguien, y otros muchos se unieron al grito, al
tiempo que la diosa de la destrucción arremetía.
Como impelido por un resorte, el Argicida saltó en pie, a tiempo
de recibir la embestida. Hachas, espadas y mazas se estrellaron
contra su cuerpo, pero inconcebiblemente no lograron derribarle. El
látigo restalló a su vez, una y otra vez, y en uno de sus golpes se
llevó prendido una gigantesca hacha de combate. Fue la diosa
monstruosa la que rompió el contacto, retrocediendo presurosa. Una
de sus ocho manos se hallaba desarmada.
Ahora gritaban también los Larios, tanto como los serviles.
Shanti mismo se encontró gritando, acodado en la barandilla.
—¡No le ha hecho nada! —aullaba Arvarín—. ¡No le ha causado
ni una señal! ¿De qué material ha construido el Dorado a su
criatura?
—Ni ha podido derribarle, pese a la potencia de sus golpes —se
asombró Kardim—. ¿Cómo ha sido posible?
—¡Dorado! ¡Dorado! ¡Dorado! —gritaba el público, puesto en pie.
Antonio tocó el brazo de Kardim y le señaló el lugar donde
Mercurio Hermes había resistido el embate de su enemiga. Dos
profundas huellas se advertían en la pista.
—Gravedad —dijo—. El Dorado ha dotado a su criatura de un
sistema autónomo de gravedad, que puede hacerla ligera como una
pluma o pesada e inconmovible como un acantilado.
—¡Un sistema de gravedad tan pequeño! —se asombró Arvarín
—. ¡El Dorado debe haber empeñado la mitad del señorío de Rhum
para pagar su máquina!
Fueron interrumpidos por un nuevo grito multitudinario. Mercurio
Hermes había atacado de nuevo. El látigo se había enrollado en
torno al cuello de la gigantesca Káli. Todos pudieron ver cómo el
esbelto robot se hundía ligeramente en la pista, súbitamente
pesado, mientras ejercía su tracción, mientras la tralla se introducía
brutalmente en el mango del látigo, quizá en el mismo brazo de la
deidad alada. Trastabilló el monstruo y cayó hacia delante con gran
estrépito. —¡Dorado! ¡Dorado! ¡Dorado!
Ahora Mercurio Hermes era ligero como un globo, casi ingrávido.
Saltó hacia arriba, y sus alas se agitaron, como guiándole en su
vuelo. Ante miles de ojos asombrados, el alado Argicida surcó el
aire, ligero como un hombre en un asteroide sin gravedad. Describió
un elegante arco que le llevó sobre la derribada Káli, que
torpemente intentaba incorporarse.
—¡Ahora! —gritó Lario Antonio.
Como obedeciendo a su grito, el arco quedó roto. Rígido como
un poste, los pies doblados hacia arriba para golpear con los
talones, el Argicida cayó sobre su enemiga, con el potencial
gravitatorio al máximo. Con la perfección y exactitud de la estocada
de un «matador», golpeó la nuca del monstruo caído. El estampido
retumbó en todo el Pabellón, dominando el unánime alarido de los
espectadores, todos ellos puestos en pie. Una nube de humo
brotaba de la cabeza de la diosa de la destrucción, que se retorcía
con movimientos espasmódicos en el suelo, como una serpiente
decapitada. Junto a ella se erguía orgulloso Mercurio Hermes, el
triunfador. —¡Dorado! ¡Dorado! ¡Dorado!
El Pabellón parecía a punto de venirse abajo con las
aclamaciones. En medio de todo aquel entusiasmo, Mercurio
Hermes se puso en movimiento. Acercóse al palco donde Laria
Roxana resplandecía de orgullo. Su mano derecha se alzó en el
aire, ofreciendo su victoria.
Shanti dirigió sus ojos a la otra torrecilla, la que ocupaba
Svetania. A la distancia en que estaba no pudo ver la expresión de
su rostro. Tan solo la siguió con la vista, tal vez el único en hacerlo,
cuando descendió de su puesto para abandonar el recinto por la
misma puerta por la que entrara en él.
—Bajemos al nivel de la calle —propuso Kardim, gritando para
hacerse oír entre la algarabía general—. La salida del Dorado y de
su dama será apoteósica.
El grupo se abrió paso con dificultad entre la multitud lárica, tan
excitada ahora como la masa servil de abajo. Alcanzaron finalmente
una de las escaleras y desde allí les fue fácil llegar a la calle.
La multitud servil era densa ante la puerta, uniendo tanto a los
que por ella habían ya salido como a los que, habiendo presenciado
por video el combate, acudían desde todas partes para aclamar a
los triunfadores. Potentes reflectores iluminaban la puerta.
—¡Un robot construido de metal de resistencia, y dotado de un
campo gravitatorio propio! —protestaba Arvarín, quizá dolido por la
pérdida de su apuesta—. ¿Cuánto se habrá gastado en él?
—El Dorado es rico —observó Kardim—. Y, sea cual fuere el
gasto, lo cierto es que su triunfo ha sido total. ¿No oíste los gritos?
«¡Dorado, Dorado!». Ha presentado la lucha de un ser atractivo y
aparentemente más débil, contra un monstruo. El mito de David y
Goliat, con triunfo del primero. Y además ha proporcionado a todos
el espectáculo de la victoria de Hermes, un dios nuestro, de la
Religión Imperial, contra una deidad bárbara. Y, por si ello fuera
poco, ha dotado a Hermes Trismegisto de sus propios rasgos. De
ahora en adelante todos identificarán a Mercurio Hermes con el
propio Dorado…
—¡Ya salen! —avisó Lario Antonio.
Las aclamaciones se multiplicaron junto a la puerta del Pabellón.
Allí, reluciendo a la luz de los proyectores, había aparecido la figura
del autómata, del gran Mercurio Hermes, llevando en sus brazos a
Laria Roxana, su reina. El griterío se hizo ensordecedor, y cientos
de esclavos corrieron hacia los recién aparecidos, aumentando la
aglomeración ante la puerta.
—Ha preferido hacer salir a su imagen divina, antes que él
mismo —rio Kardim—. No quiere decepcionar a quienes le han
identificado con la divinidad.
—Y él mismo no saldrá hasta que la multitud se haya dispersado
—asintió Lario Antonio—. Tampoco Turmo se animará a hacerse
visible, creo.
—¿Y Svetania? —preguntó Shanti.
Casi antes que tuviera tiempo de terminar la pregunta, vio al
objeto de la misma. Laria Svetania Kluténida, con una capa azul
oscuro cubriendo sus albas vestiduras de reina de la competición,
había aparecido en una puertecilla del Pabellón. Al descubrir al
grupo, hizo una seña hacia él.
En aquel mismo instante, una avalancha de serviles chocó con
Shanti y sus compañeros, haciéndole trastabillar. Los «alejandras»
comenzaban a abrir paso para que el autómata y la mujer que
transportaba pudieran llegar hasta el aero del Dorado, situado en
una plataforma próxima, y la multitud debía desplazarse hacia los
lados, aunque sin cesar en sus gritos y aclamaciones. En un
instante Shanti se vio separado de sus compañeros, materialmente
empujado hacia la puertecilla donde había aparecido la princesa.
Esta se apartó para hacerle sitio, la risa bailándole en los ojos.
—En estas ocasiones los serviles no reconocen Larios ni iguales
—dijo.
Shanti advirtió que realmente Svetania se divertía con el
espectáculo, no importándole un comino la derrota de su campeón.
—¿Cómo se te ha ocurrido bajar aquí? —preguntó.
—Tenía curiosidad por ver la apoteosis de los vencedores —
repuso ella—. Turmo está en la cámara de mandos, maldiciendo su
robot roto. Se alegró de que le dejara solo.
Shanti intentó localizar a sus compañeros entre la muchedumbre
que ahora atestaba la avenida entera. Por un instante creyó ver a
Arvarín, arrastrado hacia el otro extremo de la calle.
—Déjales —aconsejó la princesa—. Iremos a la villa más
próxima y desde allí podremos pedir un vehículo aéreo.
En efecto, pegados a la pared, los dos pudieron alejarse
fácilmente del grueso de la multitud. Al dejar tras ellos el Pabellón el
avance se hizo mucho más fácil, pues no solo el gentío era menos
denso, sino que los serviles fijábanse en ellos y les dejaban el paso
libre al reconocerlos como Larios.
No tardaron en llegar a una hilera de aquellas pequeñas villas de
dos pisos que Shanti ya conocía, pero ni siquiera tuvieron necesidad
de entrar en una de ellas, puesto que hallaron una cabina de
comunicación muy cercana. Fue Svetania quien introdujo la piedra
de su anillo en el lugar adecuado para establecer el contacto.
—¿Qué deseas, mi señora? —dijo la voz impersonal del aparato.
—Dispón el envío de un aero manual al punto… —leyó la
indicación sobre el aparato—. Lo antes posible. —Inmediatamente,
mi señora.
Afuera, los espectadores de la Robomaquia continuaban
pasando, discutiendo animadamente sobre las incidencias del
espectáculo. Un grupo de jóvenes acolitas del templo de Astra
Sapiente, vestidas con largas túnicas blancas, dirigieron curiosas
miradas hacia aquellos dos Larios inmóviles en la puerta de una
cabina comunicadora. Shanti pensó si acaso no les tomarían por
amantes o por esposos, y la idea tuvo la virtud de turbarle.
—Esta es la noche del Dorado —dijo Svetania con animación—.
Es su revancha por la derrota que sufrió en el Ben Hur Circus,
cuando su cuadriga fue sobrepasada por la de Turmo. Es en
realidad como un juego infantil.
—Todos los deportes lo son —opinó Shanti—. Pero no creo que
Turmo considere su derrota de hoy como un juego. Svetania asintió:
—Turmo está acostumbrado a vencer siempre —dijo—. Recibió
el homenaje popular, tras su victoria en las cuadrigas, como algo
natural, algo debido a su persona. Por eso su reacción hoy es más
amarga. Sospecho que los esclavos que reman en su trirreme
pagarán por lo que esta noche ha sucedido.
Shanti se sobresaltó.
—¿Quieres decir que… que los torturará para vengarse en ellos
de su derrota?
Svetania negó:
—¡Oh, no! Turmo está muy por encima de esas vilezas. Me
refiero a que la próxima prueba en que competirán Turmo y el
Dorado será la carrera de trirremes, durante las fiestas de la
Apertura del Mar. Turmo necesita desquitarse, y puedes estar
seguro de que los entrenamientos a bordo de la «Quimera Negra»
se harán mucho más duros a partir de ahora.
Llegaba ya el solicitado vehículo. El conductor, un «servus
publicus» de la ciudad, descendió a tierra y luego se quedó
observando inexpresivamente cómo el aero se elevaba con los dos
Lados a bordo. Shanti pensó que el hombre debería regresar a su
lugar de trabajo en algún vehículo público para servirles, y se
preguntó qué pensaría sobre ello.
La iluminada Olimpia se deslizaba bajo ellos, espléndida como
una joya, mientras la princesa manejaba los mandos con facilidad y
práctica. La navecilla inició el ascenso para sobrevolar el acantilado
de la Acrópolis por el lado opuesto al del gran templo.
—Mira —indicó Laria Svetania, señalando con la mano derecha.
De la cima del acantilado surgían torrentes de luz multicolor,
bengalas luminosas y radiaciones fulgurantes.
—Es la quinta del Dorado —advirtió Shanti—. Debe haber vuelto
ya, junto con Roxana.
—Y todos sus servidores están en fiesta, celebrando el triunfo —
terminó Svetania, sonriendo.
Shanti recordó la quinta del Dorado, sus extensos jardines y el
hermoso edificio situado junto al acantilado. Los pobló, en su
imaginación, con una multitud de siervos, felices y alegres,
celebrando con baile, música y bengalas el éxito de su dueño.
¡Hasta los robots debían sentirse contentos!
Y, dominando la fiesta, el propio Dorado, el triunfador, junto con
su reina, Laria Roxana, hermosos y sonrientes, recibiendo el
homenaje. Para luego introducirse en sus aposentos y pasar a
celebraciones más íntimas.
Esta última idea hizo que Shanti clavara súbitamente los ojos en
su compañera de vuelo. Laria Svetania le pareció, una vez más, la
mujer más bella que nunca había visto. El aura que de ella emanaba
le atraía ahora, en vez de distanciarle. Laria Svetania Kluténida… la
Virgen Olímpica…
El vehículo tomó tierra en la terraza de la Casa del Imperio. La
princesa pulsó el mando automático antes de saltar a tierra.
—Haremos que el aero vuelva a su lugar de origen —dijo—. De
otra forma les sería difícil a los «servi» llegar hasta aquí para
recogerlo.
Shanti no respondió. En vez de ello acercó su rostro al de
Svetania y la besó en los labios.
No fue un beso apasionado. Sencillamente acercó su boca a la
de la princesa, lentamente, con el absurdo miedo de topar en
cualquier momento con una incomprensible barrera que le
rechazara, y cuando sintió en los suyos los labios de ella, los besó
como hubiera hecho un adolescente. No intentó abrazarla siquiera,
como si ello hubiera sido innecesario para la experiencia. Por su
parte ella ni esquivó ni devolvió la caricia. Apenas si sus propios
labios temblaron y se abrieron levemente.
Retrocedió luego Shanti, y ambos quedaron un instante
inmóviles, como si esperaran que ocurriera algo insólito. Luego la
princesa habló suavemente.
—No me disgusta lo que acabas de hacer, Shanti —dijo—, pero
tampoco puede gustarme…
Hizo un gesto rápido para impedir que él replicara. —Entiende
mis palabras —insistió—. No me disgusta, y no «puede» gustarme.
Existe una diferencia entre ambas cosas. Podría amarte, Shanti
Belt, pero hay algo que debe ocurrir antes de que yo pueda unirme a
un hombre.
—¿Qué deberá ocurrir, Svetania? —preguntó Shanti.
—Mi destino, Shanti —murmuró la princesa—. Un destino que no
es el de cualquier otra mujer. Cuando te elegí para el Club de los
Hombres que Piensan y te entregué el Anillo, no lo hice solamente
por admiración hacia el sacrificio altruista que habías intentado. Vi
algo en ti, Shanti, algo que bien pudiera fructificar. No me preguntes
ahora qué fue ello, ni de qué manera pude advertirlo. Quizá algún
día pueda relatarte toda la historia, y quizá luego nuestro destino
sea el mismo. Pero te ruego que aguardes, Shanti, y que veas en mí
hasta entonces tan solo una amiga.
Shanti apretó los labios.
—Así lo haré, Svetania —prometió—. Considero tus palabras
como una esperanza para mí.
—Una esperanza para ti —replicó ella—. Y también una
esperanza para mí.
Su mano rozó el brazo de Shanti, y este sintió en aquel leve
contacto una mayor intimidad que en el anterior de sus labios.
—Hasta mañana, Shanti —se despidió la princesa. Y sin
aguardar respuesta se alejó, silenciosa como una sombra por la
desierta terraza, hacia las puertas de los ascensores.
Shanti quedó unos minutos solo e inmóvil, procurando ordenar
sus pensamientos y sensaciones. En cierto modo se sentía
frustrado, pero también tenía la certeza de que nunca hasta aquel
momento se había encontrado tan cerca de Laria Svetania, la
inaccesible Virgen Olímpica, la mujer de quien de pronto se sabía
enamorado.
Al fin se dirigió, con paso lento, hacia los ascensores que le
conducirían hasta sus propios apartamentos, hacia la «suite» que, al
mismo tiempo que el Anillo del Poder, le había sido entregada.
Cuando se encontró allí, aún batallaban en su ser los opuestos
sentimientos de frustración y exaltación.
Aquella noche solicitó por el comunicador una «robot-girl» que
compartiera su cama.
CAPÍTULO V
LA CENA DE SIMBAD

«En el orden interno, la acción de este segundo emperador


kluténida se caracterizó por una suavización en las rígidas medidas
tomadas por Kilos II. Fueron reducidas las inmensas fuerzas
militares, se dulcificaron las leyes represivas y se inició un cierto
renacimiento para la postergada clase técnica. Llegó a pensarse en
una posible abolición de la Religión Imperial instituida por el anterior
monarca, pero Sandor I decidió dejar en ese aspecto las cosas
como estaban. El visible “boom” económico y el innegable aumento
del nivel de vida iniciado a partir de 1400 había tenido amplio eco de
satisfacción en todas las clases y, al mismo tiempo que se
robustecía la lealtad a la idea imperial, muchos eran los que daban
también gracias por ello a los nuevos dioses».

(Seth Vansa: «Las Civilizaciones Terrestres en la Galaxia»).

«Para establecer relaciones entre las magnitudes del espacio


simple y las pseudomagnitudes hiperespaciales, el camino más
seguro consiste en el establecimiento de una serie de esquemas
sucesivos que abarquen a todas ellas».

(Samuel Murray: «Introducción a la Teoría de Esquemas»).

«… pues podéis estar seguros de que cuando un Imperio se


detiene en su marcha, siempre es para empezar a cavar su propia
tumba».
(Joaquín Morel (Kilos II): «La Espada y el Arcabuz»).

Shanti se durmió muy tarde aquella noche, y por ello no despertó


hasta muy entrado el día siguiente. Cuando despidió a la «robot-
girl», que se había presentado a sí misma con el nombre de
Verónica, esta se cruzó en la puerta con Kardim, que venía para
invitar a Shanti a comer en su compañía.
El historiador silbó burlonamente y dio un sonoro azote, al paso,
en el redondo trasero de la muchacha cibernética.
—Ahora comprendo, amigo Shanti, por qué te has quedado
durmiendo hasta tan tarde —rio, en tanto que la «robot-girl» se
alejaba—. De todas formas hoy toda Olimpia parece muerta, tras del
encuentro de anoche. ¿Vienes a comer conmigo a la Puerta
Acuaria?
Shanti asintió. Un instante después, ambos estaban a bordo de
un volador, con la Acrópolis olímpica a sus espaldas.
—Veo que eres aficionado a las «robot-girls», Shanti —comentó
el historiador—. ¿Las prefieres a las androides y a las esclavas
humanas?
—Posiblemente —respondió Shanti, sin comprometerse. Kardim
rio.
—Así pues, te asemejas en tus gustos a Turmo, aunque
sospecho que por razones diferentes. Te repugna llevar a la cama a
una mujer que esté obligada a obedecerte aún contra su voluntad,
¿no es cierto?
—Creo que sí —asintió Shanti.
—Tienes que aprender mucho todavía de la realidad de Olimpia
—dijo el otro—. Considera que todas las esclavas de placer que hay
en la ciudad, están por propia voluntad. Más aún, han debido porfiar
mucho para ser admitidas en ella. Son prostitutas de lujo, Shanti,
elegidas entre las más bellas y expertas de la Galaxia, y ni una de
ellas ha sido obligada a venir aquí. ¿Sabes que muchas se han
infamado voluntariamente para poder ejercer el oficio de cortesanas
en la Ciudad?
—Lo sé —admitió Shanti—. Y siento pena por ello.
—¿Pena? Un buen demócrata, como tú dices ser, no debe
arrogarse el derecho de juzgar las motivaciones ajenas. Si una
mujer quiere capitalizar su cuerpo y su capacidad erótica, libre es de
hacerlo. Y si para alcanzar la culminación del viejo oficio, para servir
a los Larios en Olimpia, decide pasar a la clase de los esclavos, ni tú
ni yo podemos reprocharle nada. Pasados unos años pueden
retirarse con una buena fortuna, y hasta regresar a la clase social de
la que procedían. E incluso tienen la posibilidad de llegar a ser
sacerdotisas de Venus Afrodita, con un rango equiparable al de la
nobleza lárica.
—¿Y las androides? —preguntó Shanti.
Kardim meneó la cabeza.
—Para mí las androides no son sino una variante perfeccionada
de las «robot-girls». Seres artificiales, perfectamente entrenados
para su misión.
—Esa es la diferencia —opuso Shanti—. Entrenadas y no
programadas. Son seres humanos, pese a haber sido desarrolladas
en un laboratorio en vez de concebidas. Son, en realidad, la clase
social más baja del Imperio, por debajo de los serviles. —Puede que
sea así —concedió Kardim— pero no por ello son dignas de esa
lástima que pareces tenerlas. He hablado con varias androides, y
puedes creer que no hay en todo el universo seres más felices.
Como dices, han sido construidas en laboratorio, y se las ha dado
una mentalidad y un equilibrio glandular acordes con su trabajo. Si
te llevas a la cama una esclava, ella estará cumpliendo un trabajo,
pero si haces lo mismo con una androide, estará realmente
«enamorada» de ti, y disfrutará tanto como tú del acto sexual. Son
felices, y en cierto modo también son libres, pues la libertad consiste
en hacer aquello que deseamos, y ellas hacen lo que más desean.
—No acabas de convencerme —negó Shanti—. No es libre
quién se ve impelido a realizar una tarea mediante un
acondicionamiento mental.
—No han sido acondicionadas, realmente —explicó Kardim—.
Simplemente nacieron así, como un kerfardiano nace con el impulso
de la lucha, y un xeriniano con el del aislamiento.
«Y en cuanto a las esclavas humanas, puedes estar tranquilo,
repito. Hoy día nadie pasa hambre ni miseria en el Imperio, ni
siquiera en la clase de los serviles. Si compraras o lograras la
asignación de una esclava en la Tierra, te cabría duda acerca de su
conformidad con tus deseos. En Olimpia el caso no se da. Quien
sirve aquí es porque así lo ha decidido libremente y ha luchado
duramente por conseguirlo».
El vehículo sobrevolaba plácidamente la ciudad de Olimpia, sus
templos y sus jardines, y una vez más los ojos de Shanti gozaban
con la belleza del espectáculo. Kardim se dio cuenta de ello, y de
nuevo soltó una risita.
—Admiras la superficie de Olimpia, Shanti —dijo—, pero, por lo
que acabamos de hablar, sospecho que no te gustaría demasiado lo
que hay bajo ella. ¿Has oído hablar del Tártaro?
—¿El infierno de los antiguos griegos?
—Exactamente. Pero en Olimpia la palabra tiene otra acepción.
El historiador echó una mirada un tanto burlona a su compañero.
—Evidentemente no sabes de qué te estoy hablando. Tu
principal guía en la ciudad ha sido Svetania, y ella se ha preocupado
de mostrarte solo la belleza exterior, y no las tinieblas que ella
disimula.
«El Tártaro es una verdadera ciudad subterránea situada bajo
Olimpia, con numerosos ascensores de acceso. Cualquiera puede,
si lo desea, imitar a Dante y descender a los infiernos».
—¿Y qué hay allá abajo? —preguntó Shanti, interesado.
—¡Todo lo que se pueda desear! Un Lario debe, por ser quien
es, tener ocasión de satisfacer sus deseos «todos sus deseos». Así,
pues, no hay variación, desviación o aberración que no tenga allí
abajo su acomodo. Maquinófilos, fetichistas, pederastas,
gerontófilos, bestialistas, xenorastas, sádicos, masoquistas… todos
los que puedas imaginar y muchos más, Shanti… todos pueden
encontrar el acomodo necesario. ¿Tienes el complejo de Edipo, o el
de Ammon y Tamar? Se te proporcionarán robots o androides a
imagen y semejanza de las personas correspondientes. ¿Te gusta
hacer el amor en grupo, o en el agua, o en gravedad cero? Se te
proporcionarán escenarios y copartícipes al efecto. Un día me
permitiré adoptar el papel de Virgilio, y guiarte por esas
profundidades. ¿Quieres conocer todo sobre los Larios, no?
—Creo que no me gustará —Shanti se mordió los labios—. Así,
pues, esos son los Señores del Anillo, la élite del Imperio.
Decadencia y degradación…
Ahora sí que rio con ganas Kardim.
—¿Decadencia? ¿Degradación? ¿Por qué? De nuevo olvidas
tus ideales democráticos, Shanti. Tu puritanismo es curioso. ¿No
puedes recordar la regla de que no hay crimen sin víctima? Un
gerontófilo o un xenorasta no es sino una persona que piensa y
actúa de forma distinta a ti. Quizá algún purista fanático del Imperio
estaría de acuerdo contigo al tratar esos gustos de aberraciones. Y
quizá estipularía que la democracia es una aberración.
Shanti dudó un poco y luego sonrió.
—De acuerdo, un día descenderé contigo a los infiernos, Kardim.
Y quizá encuentre en esas bodegas subterráneas algún licor
prohibido que sea de mi agrado.
—Esa es la postura de un Lario —aprobó el historiador—. Si se
considera lícito gozar de toda sofisticación posible en las artes de la
pintura, de la arquitectura, de la música… aun de la gastronomía.
¿Por qué negarnos a gustar las mil variaciones del sexo? ¿Por qué
no crear verdaderas sinfonías del placer, en vez de limitarnos a un
solo sonido uniforme? El Anillo te da una oportunidad para ello.
Aprovéchala o recházala, a tu arbitrio, ya que eres libre.
El vehículo comenzó a descender. Shanti vio aproximarse la gran
Puerta Acuaria, al final de la avenida del mismo nombre. Kardim
manejó hábilmente los mandos hasta hacerlo posarse en la terraza
de uno de los edificios adyacentes.
—Hemos llegado —dijo—. «La Ribera», mi restaurante preferido
en Olimpia. Especializado en pescados locales.
«La Ribera» no era excesivamente grande, y los camareros eran
esclavos humanos. Shanti quedó gratamente sorprendido por el
ambiente que reinaba en él, así como por el buen gusto de la
decoración, aunque a esto último ya le tenía Olimpia acostumbrado.
—Te aconsejo un menú ligero —dijo Kardim—. Puedes confiar
en el consejo del «chef», a menos que tengas alguna preferencia o
aversión.
—Me arriesgaré —dijo Shanti—. ¿Y por qué un menú ligero?
—Era una de las cosas que vine a decirte. Esta noche
tendremos una cena en gran estilo. Ha vuelto Simbad.
Shanti quedó perplejo.
—¿Simbad?
—Es verdad —exclamó Kardim—. Siempre me olvido de que
eres un recién llegado. Simbad, o Simbad el Marino, o Simbad el
Astronauta es en realidad Bernald Lor, un buen amigo nuestro, y
célebre explorador del espacio.
—No creo haber oído su nombre antes de ahora —vaciló Shanti
—. ¿Es un Lario?
La respuesta se vio demorada por la llegada del «chef». Los dos
Larios hicieron sus peticiones, acomodándose Shanti al consejo de
su compañero. Sabía que la comida en Olimpia era digna de los
restantes aspectos de la Ciudad de los Dioses.
—¿Un Lario? —continuó la conversación Kardim, ido ya el
«chef»—. No. Simplemente pertenece a la clase de los Caballeros.
—¿Un militar?
—Tampoco. A los nacidos en la clase de los Caballeros que no
desean abrazar la carrera de las armas tan solo les queda el recurso
de integrarse entre los populares, o quizá solicitar el cambio a otra
clase, si reúne las condiciones requeridas. Pero Simbad es la
excepción que confirma la regla. Sin el menor deseo de ingresar en
una Academia Militar, ha logrado que se le conceda el mando de
una nave exploradora —guiñó un ojo—. Mucha influencia, y una de
las más importantes fortunas dentro de su clase. Ahora creo que
anda detrás del Anillo.
—Así, pues, explora el espacio —dijo Shanti—. ¿Y acaba de
regresar ahora de una de esas exploraciones? ¿A Olimpia?
—En Olimpia tiene muy buenos amigos. En sí, esta ciudad está
poblada por Larios y por esclavos, pero los de otras clases pueden
permanecer en calidad de invitados. Simbad gusta mucho de los
placeres que Olimpia puede proporcionarle, aunque no está
demasiado contento de tener que depender siempre de otra persona
para obtenerlos. —Por eso desea el Anillo.
—¿Y quién, en toda la Galaxia, no desea el Anillo del Poder? —
rio Kardim—. En fin, de un modo u otro, hoy los Larios de Olimpia
invitan a Simbad el Astronauta, y durante la cena tendremos ocasión
de oír relatar sus hazañas. Más tarde alguno de nosotros pondrá su
Anillo en el alvéolo para proporcionarle alojamiento y quizá una
«robot-girl» de lujo… eso si alguna joven Laria no insiste para
escuchar a solas el relato de sus viajes y aventuras.
«Esta noche estaremos juntos más Larios de los que suelen
verse en torno a una sola mesa. Y también, y ello es un aliciente
más para la fiesta, veremos al Dorado y a Turmo uno junto al otro,
después de la Robomaquia».
La llegada de los primeros platos interrumpió un momento la
conversación. Pues, como Kardim había anticipado, las viandas que
se servían en «La Ribera» valían la pena de ser disfrutadas.

Fue el mismo Kardim quien acompañó a Shanti, horas después,


hasta el lugar donde se ofrecía la cena al explorador espacial. No
era otro el tal lugar que la terraza superior de la Casa Imperial, bajo
las estrellas. Así, pues, los dos amigos tomaron uno de los
ascensores del gran edificio. Vestían ambos llamativos trajes de
gala, habiendo igualmente Kardim ayudado a Shanti a elegir el suyo
dentro del infinito guardarropa que, como Lario, estaba a su
disposición.
—Aún queda tiempo —explicó el historiador—. Los que hayan
llegado ya estarán espigando en los aperitivos, mientras hablan de
lo miserables que son las clases inferiores y de la equivocación del
Emperador al repartir de tanto en tanto una docena de anillos entre
sus miembros. O quizá se comente el último estreno en «Golden», o
se lancen quejas acerca de que Olimpia no es hoy lo que antes
era…
Shanti parpadeó cuando el ascensor llegó a su destino, y las
puertas se abrieron en la terraza. Las luces de las pantallas
iluminaban una larga mesa y relumbraban en las lujosas
vestimentas de las personas que ante ella se sentaban. Shanti creyó
encontrarse ante la representación de toda la aristocracia galáctica,
tal era el brillo de las telas y el fulgor de las joyas que las mujeres
llevaban. Ciertamente la alta terraza era aquella noche la cima del
universo imperial.
Observó, mientras se acercaban a la mesa, que el tema de la
conversación no era ninguno de los profetizados por Kardim. De
hecho era Turmo, el fuerte y oscuro Lario Turmo, el que llevaba la
voz principal, puesto en pie ante su silla.
—¡Cuerpo que se anquilosa, muere! —decía—. ¿Cuántos años
han transcurrido desde que el Imperio anexionó su última estrella?
Debemos seguir hacia adelante, o de lo contrario algún otro
aparecerá y lo hará por nosotros.
Uno de los comensales lanzó un resoplido de desaprobación.
Shanti vio su uniforme y supo que era un oficial de la Guardia
Olímpica, los tres escuadrones navales basados en Parnassus,
donde cumplían su deber militar los jóvenes herederos del Anillo. De
aquellas tres unidades de veloces y poderosos destructores,
tripulados tan solo por oficiales, siempre una estaba en el espacio,
otra de guarnición en el asteroide que les servía de base, y la
tercera con las tripulaciones de permiso en la propia Olimpia.
Observó por sus insignias que aquel joven oficial pertenecía al
Escuadrón Blanco.
—Nos cansan tus alarmas, Turmo —dijo el oficial—. ¿Qué
podemos temer de esas pobres federaciones y planetas
independientes que viven su vida en nuestra periferia? ¡Con solo mi
escuadrón daríamos buena cuenta de todas sus flotas!
—No son esos estados independientes, sino el hecho de que
hayan llegado a existir —rebatió Turmo—. El Imperio fue único, en
tiempos, y se decidió que sus futuros límites serían los del universo.
Pero hoy los bordes se han detenido en su avance, e incluso
empiezan a descomponerse, al tolerarse esas soberanías
independientes. Y ello sin pensar en lo que puede venir desde fuera
de nuestras fronteras.
—¡Bah! —replicó el oficial, desdeñoso—. Vencimos y
conquistamos la Mersia cuando estaba en la cima del poder. ¿Quién
en todo el universo se atrevería a enfrentarse con nosotros?
Varios jóvenes Larios hicieron notar su aprobación, pero Turnio
no se dio por vencido por ello.
—Olvidas tu galactografía, Rhantal —dijo—. O acaso no os la
enseñan en Parnassus. ¿Sabes el volumen de la Galaxia, y el
porcentaje de ella que hoy ocupa el Imperio? Tres mil años luz en su
extensión mayor, desde la Nebulosa Oscura a las Marcas
Sagitarias. Frente a cien mil que mide la Galaxia de extremo a
extremo. Somos un grano de arena que ha conquistado otro grano
de arena, y con ello se cree dominador del desierto entero. Pueden
existir estados estelares ignorados por nosotros, mucho más
grandes de lo que hoy es el nuestro. Y de hecho no faltan las
noticias sobre extraños navíos que rondan nuestras fronteras.
Nuestro huésped de esta noche podría hablarnos de ello.
Shanti y su compañero habían llegado ya junto a la mesa, y el
primero pudo ver a sus anchas al hombre que Turmo indicaba. Un
hombre joven, tan moreno como Lario Antonio, con un cuidado
bigotillo bajo el cual brillaban sus dientes en leve sonrisa. Aquel era
Simbad, el explorador de los espacios.
Quizá hubiera dicho algo al ser aludido por Turmo, pero del otro
extremo de la mesa llegó el tintineante son de una copa al ser
golpeada. Shanti advirtió que la autora de aquel toque de atención
no era otra que la propia Svetania, deslumbrante en un sencillo
vestido azul apenas enjoyado. Al momento de poner en ella sus
ojos, el aura le envolvió y la figura de la princesa pasó a dominar,
ante él, toda la reunión.
—Amigos —dijo Svetania suavemente, una vez atraída la
atención de los demás—. Acordamos todos no solicitar los, relatos
de nuestro huésped hasta pasados los postres. Además he de
presentaros un nuevo Lario a quien mucho de vosotros aún no
conocéis, y por el que, pese a no haber empezado aún la cena,
propongo un brindis.
Alzó en el aire su copa, llena de rojo seghir, y exclamó:
—Por Lario Shanti de Shaar. «¡Tafy!». Al instante se levantaron
los concurrentes, y un centenar de copas se alzaron al unísono.
—¡Por Lario Shanti de Shaar! «¡Tafy!». Shanti no pudo hacer
sino agradecer el brindis con una inclinación, turbado ante tantas
miradas curiosas o divertidas.
—Vamos, Shanti —rio Kardim—. Todos esperan que te sientes.
Advirtió entonces que Svetania le hacía señas de que se
acercara a su puesto en la mesa. Junto a ella estaban Antonio,
Arvarín y Armintha, junto a dos lugares vacíos, visiblemente
destinados a Kardim y a sí mismo. Tomaron asiento en ellos, y todos
les imitaron, reanudándose la conversación.
—Sois los últimos del Club —reprochó risueñamente Antonio—.
Os habéis perdido una de las más inspiradas diatribas imperialistas
de nuestro amigo Turmo.
—Pero ahora Svetania ha hecho cambiar el tema —repuso
Kardim. Y luego, dirigiéndose a Shanti—. Precisamente uno de los
temas que hace un instante te anticipaba.
Hablaba ahora un hombre mayor, cuyas facciones le resultaron a
Shanti vagamente conocidas. Tardó unos instantes en reconocer a
una de las figuras más importantes del Imperio, nada menos que
Lario Marcelo de Varnada, marqués de Orion, miembro «cum sede»
del Consejo Soberano y cabeza del Servicio Civil que administraba
el Imperio. Asombróse puerilmente de poder compartir mesa y cena
con semejante personalidad y un repentino pensamiento le hizo
preguntarse si acaso no llegaría a sentarse un día junto al propio
Antheor III, el Emperador de la Galaxia al que, siglos ha según
ahora le parecía, había planeado dar muerte.
—Más amenaza que en esos hipotéticos imperios exteriores de
que Turmo nos habla, la veo yo en la disgregación interior del
Imperio nuestro. En la mezcla y confusión de las clases tal como
hoy estamos viendo por todas partes.
Diversos Larios hicieron gestos y ademanes de asentimiento,
hallado al fin el tema sobre el que más o menos todos estaban de
acuerdo.
—No hablo, desde luego —siguió el señor de Varnada— de la
clase de los caballeros, a la que pertenece nuestro huésped.
Hizo una leve inclinación hacia Bernald Lor.
—¡Pero las otras clases! —continuó luego—. Un caballero es un
noble en potencia y de hecho llega a serlo dignamente en muchas
ocasiones, pero… ¡esos científicos! ¿Por qué esa lluvia de Anillos
para ellos?
Hubo grandes rumores de aprobación entre la concurrencia.
—¡Científicos elevados a Larios! —opinó un joven noble, cerca
de Shanti—. ¡Advenedizos! No aparecen por Olimpia sino para
revolcarse con las esclavas del Tártaro…
Shanti oyó una risita a su lado. Volvióse y vio a Kardim que le
guiñaba un ojo burlonamente, mientras se señalaba a sí mismo con
el dedo.
—Malos son los científicos, no cabe duda —hablaba ahora otro
Lario, de corpulenta figura—, pero al menos debemos reconocer
que no molestan demasiado, salvo quizá a las esclavas del Tártaro,
como dice Anselmo. ¿Pero qué me decís de los otros, de los
comerciantes?
Nuevas muestras de adhesión a la postura del orador se hicieron
evidentes a lo largo de toda la mesa.
—¡Los comerciantes! —tomó de nuevo la palabra Lario Marcelo
de Varnada—. No, esos no necesitan el Anillo, ni creo que aspiren a
él. Les basta con el poder económico de la Galaxia… por encima de
la nobleza e incluso del Emperador.
—Porque se les deja —opinó el anterior orador—. El Imperio es
el poder absoluto y no tiene por qué dejarse manejar por esos
señores de la economía. Un simple movimiento del dedo imperial
bastaría para llevar ese poder a las manos de quien debe
detentarlo. Mucho hablamos de los científicos, pero debemos
reconocer que la ciencia es necesaria para el Imperio. En cambio
esos empresarios y tiburones de la industria ¿para qué son
necesarios? ¿No hay técnicos en economía capaces de llevar mejor
que ellos las empresas de que se ocupan?
—Técnicos… comerciantes… ¡bah! —gruñó el señor de Varnada
—. Iguales unos que otros. ¿Acaso les recibiríamos con gusto
alrededor de esta mesa? Mejor lugar ocuparían en la administración
del Imperio mis propios funcionarios del Servicio Civil…
Le interrumpió una carcajada. Shanti vio que procedía del
Dorado, negligentemente reclinado en su silla.
—¡Ah, Marcelo! —rio de nuevo el señor de Rhum—. No me
digas que desearías ver a tus chupatintas sentados aquí con
nosotros esta noche.
Muchos se echaron a reír, y la atmósfera quedó aclarada. Antes
de que Lario Marcelo hallara respuesta apropiada, aparecieron los
servidores robot y la cena propiamente dicha comenzó, relegando
las conversaciones a los grupitos sentados en cada sector de la
gran mesa.
Para aquella ceremonia gastronómica habíase dado al olvido la
tradición que exigía alimentos naturales. El ignorado cocinero había
hecho maravillas con la química molecular, jugando ciertamente con
el sentido gustativo de los comensales como un músico virtuoso lo
haría con el auditivo. Los manjares adoptaban la apariencia de
flores, frutas, figuras geométricas o caprichos finamente elaborados,
pero sus sabores eran lo mejor que cien siglos de ciencia aplicada a
la gastronomía habían podido conseguir. Aquí un cilindro dorado se
deshacía en la boca con un delicioso sabor al más exquisito
pescado, en tanto que una supuesta fruta sorprendía al parecer
estar compuesta de la más sabrosa carne de ave que pudiera
imaginarse. Aquellas viandas estaban hechas, como toda la ciudad
de Olimpia, para disfrutar al máximo de ellas. Y los finos vinos,
procedentes de las mejores cavas de toda una Galaxia, no
desmerecían en absoluto de los manjares a los que acompañaban.
Shanti observó cómo los Larios picaban displicentemente aquí y
allá, no viendo en aquellas magnificencias gustativas sino un
homenaje que por definición ellos merecían. Inconscientemente se
vio intentando imitarles. ¿Pues no era ciertamente en aquellos
momentos un Lario entre Larios?
La conversación en el grupo que rodeaba a Svetania se refería a
la diatriba de Lario Marcelo contra los componentes de la clase
comercial.
—Pues si se puede hacer ¿por qué no se hace? —preguntaba el
impulsivo Arvarín—. ¿A qué se espera para echar mano de todas
esas riquezas?
—Las fuerzas económicas de los grandes bancos favorecieron a
Antheor en los días de la Conmoción —explicó Kardim—. Sin duda
Su Majestad Imperial sabe ser agradecido.
—No hasta ese punto —protestó el Lario Rojo—. Hoy por hoy
ese poder económico representa un estado dentro del estado. Si
una nación civilizada quiere subsistir como tal no puede verse
obligada a mendigar unos recursos que le serán otorgados en
condiciones arbitrarias. El poder del Imperio debe pertenecer al
propio Imperio.
—No es tan fácil —intervino Lario Antonio—. La clase comercial
representa un verdadero laberinto de poderes interrelacionados,
algo realmente complejo. No se puede desgajar ningún sector de
ella sin que la máquina deje de funcionar por completo.
—¿Y quién habla de desgajar? —insistió Arvarín—. Que el
Imperio controle la máquina entera, desde la producción de materias
primas hasta el último taller, desde el más poderoso banco a la más
modesta tienda, y solo entonces merecerá la postura dominante que
se atribuye. ¿Me pasas el thiska, Shanti? ¿No pones hoy tu punto
de vista junto a los nuestros?
Shanti sonrió:
—¿Qué puedo yo saber de las interioridades de la economía
imperial? —disculpó—. Recordad que no soy sino uno de esos
advenedizos de que antes se hablaba aquí.
Arvarín hizo un gesto burlón.
—¿De los que se revuelcan con las esclavas en el Tártaro?
Tomaré una frase de la religión de nuestro amigo Antonio para decir:
quien esté libre de culpa que arroje la primera piedra.
—Nunca te hemos considerado como un advenedizo —dijo
sinceramente Kardim.
Shanti asintió maquinalmente. En todas las partes de Olimpia
que había visitado había sido tratado por lo general como un Lario
tradicional, de rancia nobleza, y sospechaba el motivo. Por su
nacionalidad regional en la Tierra, el español, la «lingua lárica»
instituida siglos ha por Kilos II el Glorioso era su propio idioma natal,
y lo hablaba con toda perfección, sin rastros de ningún acento ni
dificultad que para los avisados oídos de los poseedores del Anillo
fuera indicio de extranjerismo.
—De un tiempo a esta parte no se oye hablar sino de control
económico —Laria Svetania había tomado la palabra—. ¿Es que
hay algo más que rumores sobre ello? Kardim meneó la cabeza.
—¿Quién puede penetrar en las intenciones de Su Majestad
Imperial, tu progenitor? —preguntó—. Pero no creo que vaya a
producirse hoy por hoy una reforma semejante. Si de algo adolece
hoy el Imperio es de conservadurismo, de esa inercia que tanto
hace enfadar a nuestro amigo Turmo.
—A veces las cosas deben cambiar, incluso para permanecer
inmóviles —opinó aún el incorregible Lario Rojo.
Siguió en parecidos términos la conversación, hasta que los
servidores robot, ataviados a la antigua usanza, hicieron de nuevo
su aparición portando los platos de postre. Y aquí se apagaron las
conversaciones, pues incluso los afectadamente impasibles Larios
debieron reconocer que el «chef», esclavo o robot, se había
superado a sí mismo, y aun dar cuenta de ello con algunos
ocasionales murmullos de aprobación. En cuanto a Shanti, jamás
pudo pensar que el término «dulce» pudiera prestarse a tantas y tan
exquisitas variaciones como ahora tenía delante.
—¡Dorado! —llamó un Lario desde el otro extremo de la mesa—.
¡Tu cocinero es ciertamente tan digno de ti como tu campeón en la
Robomaquia!
Lo que indicó a Shanti quién se había ocupado de preparar la
fiesta, tal vez para celebrar el triunfo en la lucha de autómatas. El
Dorado agradeció el elogio con un amable movimiento de cabeza,
pero Shanti pensó que la frase no habría sido demasiado del agrado
de otro de los comensales. La expresión de Lario Turmo se
conservaba hermética e impasible.
Terminaba ya el postre que había sido cumbre y colofón de la
cena en cuanto al aspecto gastronómico se refería. Sirviéronse los
licores, y fueron varios los impacientes que iniciaron el acoso de
Bernald Lor, Simbad el Astronauta, el invitado de honor de la fiesta.
—¡Ya has comido de nuestro pan y bebido de nuestro vino,
viajero de las estrellas! —bromeó Lario Anselmo—. ¿No es hora de
que correspondas relatándonos tus aventuras?
Todas las miradas se dirigían ahora hacia el invitado que sonreía
con satisfacción al ver a los Señores del Anillo pendientes de sus
labios.
—Para empezar diré que, como de costumbre, hicimos una visita
al viejo rey de Yarness, antes de adentrarnos en espacio
desconocido, al Norte de la Nebulosa.
—¿Sigue ese granuja de Thulkán en el trono? —preguntó Lario
Marcelo—. Debe tener ya más de cien años…
—Pues aún sigue comiendo como un gargantúa, y persiguiendo
a las mujeres —respondió Simbad—. ¡Magnífica fiesta la que nos
preparó! Realmente saben vivir en esos pequeños estados
independientes de la periferia, aunque —se apresuró a asegurar—
desde luego sin alcanzar el esplendor de Olimpia. «Pues bien, nada
más salir de sus fronteras, se nos vino encima una docena de
merodeadores…».
—¿Piratas? —preguntó alguien.
—Pobres desgraciados —sonrió Simbad—. No sé si navegantes
independientes o quizá amigos de nuestro buen rey Thulkán. Nada
que pudiera medirse con nuestro excelente «Mensajero Imperial».
Destruimos un par de ellos antes de que el resto se decidiera a
buscar mejores terrenos de caza.
«Rodeamos luego la Nebulosa, cuidando de no meternos en su
interior, cosa que pienso dejar para próxima expedición. De todas
formas descubrimos una veintena de planetas habitables para
nuestra humanidad, y llevamos el saludo del Imperio a siete razas
inteligentes…».
—¿Es cierto que descubristeis rastros de naves extraterrestres?
—se impacientó uno de los comensales.
—No directamente —repuso Simbad—. En un pequeño planeta
de una estrella roja hallamos una colonia de Esteloides. Hubo un
coro general de exclamaciones.
—¿Esteloides? —preguntó el Dorado, dignándose salir de su
tranquila negligencia—. Creía que las viejas Compañías Francas de
la Confederación habían acabado con esa raza. ¿Y tan lejos de
Polaris?
—El miedo a esas mismas Compañías Francas les dio alas para
recorrer media Galaxia en su huida. Aún hoy hubimos de sudar para
convencerles de que nuestras intenciones eran pacíficas, tanto
temor tienen a todo cuanto tenga figura humana. Creed que son
buena gente cuando se les trata con cortesía. Ellos nos hablaron de
ciertas naves gigantescas que en ocasiones surcaban su espacio.
Aunque nunca les hicieron daño, esos seres las temían, pues sus
ocupantes eran humanos.
—¿Humanos? —se extrañó alguien—. ¿Quizá los Brujos?
Simbad se encogió de hombros.
—¿Quién puede saberlo? No niego que la noticia nos inquietó, y
en nuestros siguientes vuelos navegamos ojo avizor, pero
afortunadamente no tuvimos ningún encuentro desagradable.
—Así, pues, fue un viaje tranquilo, ¿no? —preguntó el Dorado en
tono de mofa.
Simbad le correspondió con una sonrisa.
—¿Tranquilo? ¿Cuándo los viajes por el espacio desconocido lo
son? Perdimos varios tripulantes, e incluso hubo un conato de
motín.
—¿A bordo de un explorador imperial? —se extrañó un oficial de
los escuadrones navales—. ¡Cuenta, cuenta!
—En un planeta sin aire. Un misterio que no pudimos resolver.
Habíamos tomado tierra junto a un acantilado en el que se advertían
huellas que al principio nos parecieron artificiales. Las rocas
formaban un recodo, y la gente desaparecía al doblarlo.
Hubo un colectivo rumor de asombro.
—¿Cómo?
—¡Ojalá lo supiera! Perdimos dos tripulantes antes de darnos
cuenta de lo que ocurría. Situamos entonces un hombre a cada
lado, y un tercero dobló la esquina fatal una y otra vez, sin que nada
ocurriera. Finalmente retiramos a los vigilantes, y entonces el
voluntario dobló el recodo… y nunca volvimos a verle.
«Quizá hubiéramos podido desvelar el enigma, pero la
tripulación enloqueció, y un grupo de astronautas se hizo con el
control de la sala de mandos y nos obligó a todos a subir a la nave,
so pena de quedarnos en tierra. Y menos mal que subimos a bordo,
pues la siguiente acción de los amotinados fue aniquilar el
acantilado y toda la zona contigua con explosivos nucleares».
—¿Y cómo acabó la cosa? —preguntó un Lario.
—Media hora más tarde nos habíamos hecho de nuevo con el
control de la nave y… bien, todos conocéis las leyes del espacio.
Los amotinados fueron expulsados por la compuerta. Sin traje
espacial.
Siguió luego Simbad relatando las jornadas de su periplo por el
espacio extraimperial. Durante el relato, Shanti no dejó de sentir un
cierto hormiguillo al considerar aquel nuevo aspecto de la realidad
imperial que Laria Svetania había prometido mostrarle «desde
arriba». Pensó en sí mismo arribando a un planeta desconocido,
afrontando una nueva raza extraterrestre. ¿Sería posible realizarlo?
¿No se decía que nada era imposible para un Lario?
Terminado al fin su relato, Simbad se levantó de su asiento, los
ojos chispeantes.
—Y para terminar, traigo conmigo un objeto recogido durante mi
viaje, algo que os sorprenderá. Un obsequio para esta amistosa
asamblea.
Su mano se abrió dejando al descubierto un objeto redondo de
color dorado, que luego mostró a izquierda y derecha.
—¿Una manzana de oro? —se asombró un Lario sentado junto a
él—. ¿Dónde la has conseguido?
—¿Pero es realmente una fruta? —preguntó otro comensal,
mientras otros varios se inclinaban hacia delante para examinar el
objeto.
Simbad, sonriente, echó la mano hacia atrás, como rescatando
la áurea fruta de la curiosidad de los Larios.
—Es una genuina manzana de oro, fruto de una planta. Pero no
de un árbol, sino de un alga marina, una planta de los océanos del
mundo que bautizamos con el nombre de Alinia, justo en el borde de
la Nebulosa Negra. Un mundo de atmósfera irrespirable, de
volcanes y tormentas.
Alzó la esfera de oro, y la luz de los tubos luminosos la hizo
brillar como si el explorador espacial sostuviera una antorcha.
—Durante quizá miles de años el alga fue catalizando el oro
contenido en las aguas del océano en que vivía. El motivo de ello es
cosa que solo los biólogos podrán, quizá, averiguar. Pero la planta
crio su fruto de oro. Su manzana marina que hoy ofrezco a la
nobleza del Imperio.
—¡La Manzana de la Discordia! —gritó de pronto el Dorado, con
una carcajada—. Bien, amigo París, tuya es la elección. ¿A cuál de
las hermosas diosas presentes ante nosotros favorecerás con tu
regalo? Pero cuida que tu elección no cause celos entre los Señores
de Olimpia, y ello no ocasione una cruel guerra.
La mayoría de los Larios presentes acogieron con divertida
aprobación el juego. El propio Simbad sonrió alzando en alto la
manzana de oro, mientras su vista recorría las filas de los Señores
del Anillo. Luego, abandonando su lugar tras la mesa, avanzó hacia
el extremo de ella en el que Shanti se hallaba.
—Dura es la elección, Señores de Olimpia —dijo, siguiendo la
broma—. ¿Cómo puede un simple mortal ser juez de la belleza de
las divinidades láricas? Pero si lo deseáis, si es vuestro mandato,
¿cómo puedo oponerme? Así pues…
Se acercó con paso rápido a Laria Svetania, manteniendo en
una mano la fruta de oro, y en la otra una copa de dorado licor.
—La Manzana de la Discordia es tuya, Svetania —dijo, al tiempo
que se la entregaba. Y luego, alzando la copa—. ¡Salve, Afrodita!
—¡Salve, Afrodita! —gritaron alegremente todos los asistentes,
puestos en pie, respondiendo al brindis.
Pero uno solo no estuvo de acuerdo. Shanti vio levantarse a
Arvarín, visiblemente bebido, pues había vaciado su copa varias
veces durante el relato de Simbad.
—¡No! —gritó, agitando el puño—. ¡Simbad, no te atrevas a
comparar a Svetania con esa prostituta marina! ¡Ella es la Virgen
Olímpica!
Como un trueno, le respondió la risa del Dorado, el iniciador del
juego.
—¡Bien has hablado, Rojo! —gritó llenando una nueva copa—.
La leyenda no se ha repetido, y esta noche no ha sido Afrodita la
favorecida. ¡Salve, Artemisa!
Y de nuevo todos los Larios alzaron sus copas en alto. —¡Salve,
Artemisa! ¡Salve, Virgen Olímpica! Arvarín vació de un golpe su
copa y luego miró a un lado y otro, vacilante, como si le sorprendiera
el papel que él mismo había desempeñado en el lance. En cambio
el Dorado parecía contento, y una chispa de buen humor brillaba en
sus ojos.
—Os propongo ahora un nuevo brindis —dijo—. ¡Por Lario
Turmo de Khurán, mi vencedor en las carreras de cuadrigas!
Shanti sintió en su brazo la mano de Kardim, y oyó su risa.
—Le ha cogido —dijo el historiador—. Ahora Turmo deberá
corresponder, y eso no le gustará nada.
—¡Por Lario Turmo de Khurán, el Auriga Negro, vencedor sobre
Lario Alvar de Rhum, el Dorado! —brindaron todos. Y las copas
fueron vaciadas.
Con una apenas esbozada sonrisa, Lario Turmo llenó de nuevo
la suya y la alzó en alto.
—Va a responder —murmuró Kardim.
—No le conoces bien —negó Lario Antonio—. Nunca lo hará.
Pero el corpulento Auriga Negro lo hizo.
—¡Por Lario Alvar de Rhum! —brindó—. ¡Mi vencedor en la
Robomaquia!
Y de nuevo se coreó el brindis y se vaciaron las copas.
—¡Un buen brindis! —aprobó, triunfante, el Dorado—. Te daré
ocasión de repetirlo después de la Apertura del Mar.
Junto a Shanti, Kardim soltó una risita.
—El Dorado ha bebido de más —anunció—. Si sigue insistiendo
acabará por hacer que Turmo se enfade.
Pero el Auriga Negro se limitó a sonreír.
—¿Estás seguro de vencer en las competiciones de trirremes,
Dorado? —preguntó cortésmente.
—¡Seguro! —afirmó el Dorado—. ¿Quieres saber por qué?
Toda la concurrencia estaba pendiente de los dos rivales.
—Porque yo soy el Dorado —continuó el señor de Rhum—.
Porque yo represento la luz, y tú la oscuridad, yo la vida y tú la
muerte. Y la luz disipa las tinieblas, del mismo modo que la vida
prevalece sobre la muerte. ¡Por eso seré tu vencedor, Turmo de
Khurán!
Hubo algunos aplausos y muestras de aprobación. Pero luego
Turmo se irguió en toda su estatura, sereno y sonriendo con dureza.
El aura que le rodeaba se expandió por toda la terraza en una
oleada de poder y fuerza, haciéndole dominar de pronto la situación,
como un dios entre mortales. La energía del Dorado quedó al
instante apagada, y no hubo sino Turmo y sus palabras.
—Te equivocas, Dorado —y su voz, aunque modulada en tono
normal, pareció retumbar como un trueno—. Precisamente por lo
que dices seré siempre tu vencedor. Pues las tinieblas vencen a la
luz, y la muerte a la vida. La luz es tan solo unos puntos en el
universo, y las tinieblas son el infinito. ¡La vida puede durar unos
breves años, pero la muerte es la eternidad! «¡Ubi est, vita, victoria
tua!».
Shanti quedó de pronto sin aliento, como si hubiera asistido a un
formidable fenómeno natural. Observó que todos parecían
impresionados, más que por las palabras de Turmo, por la tremenda
aura que las rodeaba. El Dorado tragó saliva, comprendiendo su
error al desafiar dialécticamente a su rival. Aquella noche había
ciertamente perdido mucho de lo conquistado la anterior en la
Robomaquia.
Durante unos instantes todos guardaron silencio. Después, Lario
Marcelo de Varnada alzó nuevamente su copa, repitiendo el desafío
de Turmo.
—«¿Ubi est, vita, victoria tua?». ¡Bien dicho! Vida, ¿dónde está
tu victoria?
Buena parte de los Larios respondieron al nuevo brindis, y la
atmósfera se distendió. Luego fue Kardim el que se levantó para
hacer una proposición.
—Si hemos terminado las discusiones deportivas, y con vuestra
aprobación, rogaría a nuestra querida Laria Armintha que acabara la
velada obsequiándonos con sus canciones.
Todos manifestaron su adhesión aplaudiendo, y uno de los
sirvientes robot fue requerido para que trajera la cítara de Armintha,
ya de antemano dispuesta en lugar cercano.
Shanti aún no había escuchado a su amiga, y el hacerlo ahora le
impresionó grandemente. Armintha de Thabis comenzó con «La
Muchacha de Landaón», y al instante se hizo con el auditorio.
Olvidado quedó el enfrentamiento de los dos Larios rivales, y para
todos no hubo otra cosa en el universo que la dulzura de la música y
la voz, fundidas en una sola caricia. Quizá era eso mismo lo que
había pretendido Kardim al proponer el recital.
No se cansaba Shanti de observar a la citarista. Armintha le
había parecido bella desde el primer momento, pero ahora su
belleza se transfiguraba. En aquellos instantes ni siquiera la gloriosa
aura de Laria Svetania, sentada a su lado, podía hacerla sombra.
Aquella era la hora de Laria Armintha de Thabis, y todos debían
comprenderlo así.
Arrullado por la melodía y también por el calorcillo del alcohol,
Shanti se sintió satisfecho de estar allí, entre aquellos seres
superiores que discutían sus hazañas atléticas, que disfrutaban de
los placeres de la música y también de los de la mesa. Y si por un
instante se sintió impulsado a luchar, a intentar oponerse a aquella
satisfacción culpable, de buscar refugio y apoyo en su ser anterior,
pronto renunció a hacerlo.
No podía luchar contra la música de Armintha.
El recital de la joven Laria puso fin a la cena. Muchos eran los
que se habían levantado de sus asientos al cesar de cantar
Armintha, y mientras unos abandonaban la terraza, otros se reunían
en pequeños grupos aquí y allá.
Shanti hizo una salida hasta los servicios cercanos, y cuando
regresó no pudo ver a ninguno de sus amigos. Dudó entre
marcharse definitivamente a sus apartamentos o bien buscar entre
los grupos alguna cara conocida, y optó por esto último.
En los primeros momentos no pudo encontrar a ninguno de sus
amigos en ninguno de los grupos, y advirtió igualmente la ausencia
del Dorado, de Simbad y de Lario Marcelo de Varnada. En cambio,
al acercarse al borde de la terraza, descubrió la presencia de Turmo.
El Auriga Negro estaba solo, acodado en el parapeto,
contemplando gravemente la gloria luminosa de Olimpia. No se
animó en principio Shanti a entablar conversación con él, y se
hubiera alejado de allí si el otro no hubiera advertido su presencia y
le hubiera llamado.
—Acércate, Shanti de Shaar —invitó—. ¿Acaso buscas
esquivarme?
Shanti negó, mientras se reunía con él. Sonrió, quizá un poco
forzadamente, pues el poderoso Auriga Negro le imponía, a pesar
suyo.
—¿Has decidido ya sobre esto? —le preguntó Turmo—. Su
mano hizo un gesto hacia la telaraña de luz que había bajo ellos.
—¿La ciudad?
—El Imperio. El Imperio Galáctico —y la mano se alzó, indicando
también las estrellas que tachonaban el negro firmamento.
Shanti no supo qué responder. Lario Turmo dejó escapar una
risita irónica.
—Sigues luchando por tus convicciones, Shanti de Shaar —dijo
—. Tu lucha está perdida de antemano, te lo advierto, pero si lo
prefieres, eres dueño de continuarla. Svetania te ha hablado de su
Imperio particular, como creador de cultura y belleza. El Dorado te
ha presentado el suyo, el del egoísmo personal de una clase. ¿No
quieres conocer mi propia versión?
—Nada me agradaría más —respondió Shanti.
—El Imperio es la fuerza —el puño de Turmo se cerró con
energía, pero su voz continuó siendo suave y amable—. Una fuerza
necesaria para la supervivencia. Es curioso que mis razones son las
más amplias, las más democráticas para expresarlo con tus
palabras. Svetania cree en la belleza en sí misma, al alcance tan
solo de unos pocos. El Dorado cree en la libertad absoluta, también
para unos pocos, aunque sea a costa de la esclavitud para el resto.
Yo pienso en el conjunto de la raza humana.
—¿De la raza humana?
—Y de todas las demás razas del Imperio. ¡De todas las razas
del Universo! El Imperio es la fuerza, el orden, el bloque que avanza
unido, y con él avanzan todos los que hay en él.
—Avanzan al compás que unos pocos le marcan —se aventuró
a oponerse Shanti.
—No hay otra forma de avanzar. El Emperador toma decisiones
y esas decisiones son ejecutadas sin discusión. ¿Pretenderías que
fueran discutidas en un Parlamento en el que cada cual busca
contestar a sus electores en sus deseos momentáneos? ¿Podría
superar una crisis un gobierno así? Cada representante popular
aplazaría su voto a las medidas de emergencia, temiendo la cólera
de sus electores, hasta que fuera ya demasiado tarde. Solo un
gobernante independiente de sus gobernados puede decidir
sacrificarse mañana para poder renacer pasado mañana.
—Menosprecias gratuitamente el entendimiento de esos
gobernados —rebatió Shanti cansadamente—. Pero no creo que
nada de cuanto te diga pueda hacer variar tu modo de pensar.
Lario Turmo rio de nuevo.
—Te repito que puedes seguir luchando si lo deseas, aunque la
batalla está de antemano perdida para ti. Y no seré yo ni Svetania
quienes te derrotaremos, sino precisamente el menos democrático
de todos los defensores del Imperio.
—¿El Dorado? —preguntó Shanti con incredulidad.
—El Dorado. Y será él quien te convenza, pues su ofrecimiento
es irresistible. Te ofrece la libertad, y precisamente la libertad es la
droga a la que ningún humano puede resistir. ¡Mírate a ti mismo,
Shanti de Shaar, Lario entre Larios! Eres libre, completamente libre.
Puedes hacer lo que desees, sin que nadie te salga al paso para
obstaculizar tu deseo, sin que la falta de dinero te ponga una barrera
delante, puesto que en Olimpia hemos abolido el dinero. Eres libre
para tornar lo que te apetezca, para desarrollar o no cualquier
actividad, para viajar o no, para amar o no a una mujer, para vivir
encerrado en tu apartamento o para salir a pasear por la calle, para
utilizar cualquier vehículo que prefieras, para probar los manjares
que desees o quedarte en ayunas. Eres libre para desarrollar
cualquier variación sexual que te agrade, pues la palabra
«aberración» no existe para ti. Eres libre para hablar, para escribir y
para gozar. Incluso eres libre para morir.
—No soy libre para matar —replicó Shanti, queriendo bromear.
—Cierto —concedió Turmo en tono pensativo—. Tendrías
dificultades si eliminaras violentamente a un Lario, e incluso si
mataras un esclavo. Pero nada te impide que satisfagas tus posibles
instintos asesinos solicitando al Tártaro un cargamento de robots
adecuados. Tu crédito es ilimitado. E incluso puedes sumergirte
cuando lo desees en un sueño programado. Hasta puedes, si se te
antoja, permanecer toda la vida en uno de ellos.
»Desengáñate, Shanti, la libertad es irresistible. Mírate a ti
mismo. ¿No estás contento tal como estás? ¿Podrías soportar
volver a la vida vulgar, tener que realizar el trabajo que te impongan,
cuando y como te lo impongan, tan solo para poder subsistir?
¿Desear esto o lo otro, y ver que tus deseos son frustrados por
encontrarse lo deseado fuera de tus disponibilidades económicas?
¿Hacer algo cuando no tienes deseos de hacerlo y no poder hacer
en cambio otra cosa que deseas?
»Mírate a ti mismo, Shanti de Shaar. ¿No piensas que el estado
en el que ahora te encuentras es el más propio para ti? ¿No buscas
pretextos para aceptarlo?».
Calló Shanti, espantado, pues Turmo había acertado al golpear
precisamente en el lugar en que más le dolía, a remover la cuestión
que tanto le había hecho pensar y rebelarse en los últimos tiempos.
Y supo que el Auriga Negro, mal que a él le pesara, tenía razón.
—No debes tomarlo como un estigma, sino como una victoria —
rio Turmo—. Es Shanti el que se impone a Shanti. Y no pienses que
eres el único drogado. Mira a Antonio y a Arvarín. También se
complacen en sostener ideas hermosas y altruistas, en oponerse al
Imperio. ¿Pero se apartan de él? No, tampoco ellos soportarían
dejar de ser Larios, dejar de ser libres después de haber conocido la
libertad —su rostro se hizo burlón—. Antonio ha aprendido a tomarlo
con filosofía, pero al buen Arvarín, aún le duele. Si quieres hacerle
pasar un mal rato no tienes sino interrumpir la exposición de sus
locas ideas comunistas e invitarle a dejar el Anillo para ponerlas en
práctica.
Shanti suspiró suavemente en la pausa que siguió. Luego, presa
de una repentina idea, se volvió hacia su compañero.
—Turmo —preguntó con decisión—. ¿Es cierto que eres
inmortal?
El rostro del Auriga Negro se fijó en una expresión de dureza, y
por unos instantes Shanti pensó que no iba a responder a su
pregunta. Pero luego el poderoso rostro se volvió hacia él, y el aura
de potencia le envolvió, casi haciéndole retroceder.
—No acostumbro a hablar de ello, pero creo que mereces una
respuesta después del modo en que he intentado hace un momento
poner al desnudo tu alma.
«Sí, soy inmortal, Shanti de Shaar. Hoy es tan solo una
afirmación mía, pero dentro de un siglo, o de cien, mi propia
existencia será la prueba definitiva. Si el Imperio subsiste, yo lo
veré, y si estoy equivocado en mis ideas y el estado imperial llega a
caer, yo asistiré a su caída, pero no le acompañaré en ella, puesto
que no puedo morir».
Hizo una pausa que Shanti no se atrevió a romper.
—En cierto modo el Dorado tenía razón —dijo luego Turmo,
como hablando para sí mismo—. «¿Ubi est, vita, victoria tua?».
Vida, ¿dónde está tu Victoria?
Se volvió hacia la ciudad resplandeciente y golpeó con el puño
su propio pecho.
—Aquí —dijo—. Aquí está la victoria de la vida.

Bernald Lor, más conocido como Simbad, paseaba


nerviosamente por la penumbrosa sala, contemplando una y otra
vez la fila de solidografías que ocupaban una de las paredes.
Estaban allí las imágenes de todos los emperadores kluténidas,
desde Kilos II el Glorioso hasta el actual ocupante del trono
galáctico, Antheor III. Helados en actitudes mayestáticas dentro de
sus respectivos cubículos, los soberanos de cuatro siglos parecían
observar al explorador, contribuyendo a alterar sus nervios.
Más nervioso que ninguno le ponía el enigmático Sandor II, de
imperial memoria. Ciertamente aquel monarca parecía a punto de
salir de su cubículo solidográfico para enfrentarse con Simbad.
Recordó este la leyenda que aseguraba que aquel emperador había
hecho un pacto con las potencias demoníacas para oponerse a los
Paranormales que en su época pretendían dominar el Imperio.
Simbad se le quedó mirando fijamente, y los ojos inmóviles de la
imagen parecieron devolverle la mirada. Hubiera jurado el
astronauta que aquellos ojos brillaban en la penumbra, y que un
curioso halo rojizo ardía tras las austeras facciones del emperador.
Apartó los ojos con un escalofrío, y en el instante de hacerlo le
pareció que Sandor II le hacía una rápida mueca.
Un crujido del suelo le sobresaltó de nuevo, haciéndole volverse
con rapidez. Pero no era sino Laria Svetania, la persona por la que
había esperado tanto tiempo en aquella poco agradable sala.
—¡Por fin! —no pudo dejar de decir—. ¿Qué idea te ha dado
para citarme en este lugar?
La princesa sonrió, y en el acto su encanto borró el siniestro
ambiente que hasta su llegada reinara en la sala.
—Es un lugar solitario y seguro, Simbad —dijo—. ¿Es posible
que tengas miedo aquí, tú que has bordeado la Nebulosa Negra y
explorado los mundos que hay allá?
Simbad le devolvió la sonrisa.
—Te contaré un secreto, Svetania —dijo—. Yo siempre tengo
miedo, tanto aquí como en el espacio desconocido. Así, pues, miedo
por miedo, prefiero pasarlo donde todo el mundo lo tiene, y de paso
conocer tierras nuevas. Esa es la razón de mis viajes, de mis
continuos viajes por el espacio.
No dijo más, y se quedó contemplando malignamente a
Svetania, gozando con su visible impaciencia.
—¿Y bien? —preguntó al fin la hija de Antheor—. ¿Qué noticias
deseabas comunicarme a solas?
Él dejó transcurrir aún un instante de pausa y luego habló
suavemente:
—Las Siete Puertas de Pórfido.
Las facciones de Svetania no se alteraron, pero algo en ella
cambió. Notó Simbad cómo la familiar aura de la princesa se
cargaba de energía, resplandeciendo invisiblemente en un
formidable destello. Y luego ella se dominó, y cuando habló su voz
era casi tranquila.
—¿Las has encontrado? —preguntó.
—He encontrado al hombre que sabe dónde están —replicó
Simbad.
Hubo una pausa silenciosa. Luego Svetania preguntó
simplemente:
—¿Qué deseas?
Simbad apretó los dientes.
—El Anillo —dijo.
—Lo tendrás. ¿Qué más?
—Una nave propia. De espacio profundo.
—La tendrás. ¿Qué más?
Simbad vaciló. Por un instante estuvo a punto, por simple
experimentación, de solicitar a la propia Svetania, pero la idea
pronto murió en su mente. No se hacían tales proposiciones a la
Virgen Olímpica.
—Me basta —dijo.
—Entonces habla —pidió la princesa, ahora sin disimular su
terrible ansia.
—Fue en Rigel V, cuando regresábamos —inició su relato
Simbad—. Ya antes, como convinimos, había dejado caer
cautamente la cuestión entre todos quienes podían de un modo u
otro tener conocimiento de la misma. Varias confidencias me
llevaron a un comerciante estelar de la Frontera, un tal Sanyo
Vashta, un rigeliano de la Clase Comercial. Así, pues, mis hombres
le raptaron y yo mismo le proporcioné una buena dosis de veradín.
—¿Así te contó lo que sabía?
Simbad negó.
—No lo hizo —dijo—. La droga apenas hizo efecto en él. Es uno
de la Gran Raza.
Una vez más el aura invisible de Svetania se conmovió
apreciablemente.
—¿Un superviviente de la Gran Raza? —preguntó, incrédula—.
¿No me estás engañando, Simbad?
El astronauta se encogió de hombros.
—En absoluto. Te cuento las cosas tal y como sucedieron. Y
personalmente yo creo que existe alguna relación entre la Gran
Raza y lo que buscas con tanto interés. Así, pues, le dejé en
libertad, tras haber borrado el recuerdo de lo ocurrido en su mente,
que eso sí que pude hacerlo. Algunos pensamientos superficiales no
estaban tan protegidos, y así puedo darte el itinerario aproximado de
las próximas singladuras de nuestro amigo por la Galaxia.
Se inclinó hacia Svetania, y su expresión se hizo seria.
—Él sabe dónde están las Siete Puertas, Svetania —dijo—. Eso
puedo garantizártelo. Búscale, y encuentra el medio de arrancarle el
secreto.
—Así lo haré —convino ella—. Y creo tener el medio de hacer
que me confíe lo que sabe. En cuanto conozca el emplazamiento de
las Siete Puertas, tendrás lo que me has pedido, Simbad.
El astronauta retrocedió unos pasos, e hizo una leve reverencia.
—En ello confío —dijo—. Y cuando halles a tus dioses del
espacio, Svetania, háblales bien de mí.
CAPÍTULO VI
LA APERTURA DEL MAR

«En los últimos tiempos del Imperio sucedió que las nuevas
generaciones de Larios se desentendieron por completo de la
Administración Imperial, dedicándose a llevar una vida de
parasitismo dorado tanto en Olimpia como en el resto de la Galaxia.
Con ello quedó rota la tradición de una poderosa casta nobiliaria
asesorando al Emperador en los problemas gubernativos del
estado, y siendo la emanación de su voluntad ante las castas
inferiores.
»Ciertamente quedaron hasta el final los llamados Grandes
Larios, manteniendo los restos de tal tradición contra viento y
marea, pero cada vez con mayor frecuencia los herederos de esas
mismas casas elegían el parasitismo, negándose a aceptar la menor
obligación o responsabilidad.
»Así sucedió que numerosos cargos elevados de la
Administración quedaron en manos de funcionarios del Servicio Civil
Imperial, esto es, miembros de la clase popular, quienes accedieron
incluso a algunas megaprefecturas.
»Paralelamente registróse una apreciable disminución en el
número total de los Larios. Eran raros los matrimonios estables
entre ellos, predominando las uniones irregulares y efímeras, sin
descendencia. Pero incluso en los casos de existir el matrimonio,
especialmente entre los Grandes Larios, el hecho de heredar el
Anillo tan solo el primogénito contribuía a la recesión numérica de la
clase noble.
»La política de ennoblecer a miembros de las clases inferiores,
iniciada por Antheor III, lejos de solucionar el problema, contribuyó a
crear tensiones y diferencias entre la antes monolítica clase de los
poseedores del Anillo, llevando también una cierta degradación a la
idea del mismo, hasta entonces indiscutible para las restantes
clases».

(Yaamar Shalem: «Historia Social de la Galaxia»).

«Después de las campañas antimutantes de principios del


siglo XVI de la Era Imperial hizo su aparición la raza de los llamados
Brujos, establecidos en algunos planetas de más allá de la frontera.
»Según algunos los tales Brujos no eran otra cosa que mutantes
paranormales exiliados del territorio imperial, mientras que para
otros sus poderes procedían del contacto psíquico con una
desconocida energía existente en el Cosmos. De todas formas
puede decirse que nunca se mostraron abiertamente hostiles hacia
el Imperio, aunque durante el reinado de Kilos IV intentaron, al
parecer, influir en él a través de algunos miembros de la familia
imperial, tal vez intentando resucitar el discutido episodio de la Gran
Raza durante el Imperio Constitucional.
»Correspondió a Sandor II, el siguiente Emperador, anular dicho
intento, lo que se logró sin violencia, merced a la puesta en uso de
los inhibidores, que privaban a los Brujos de sus poderes
paranormales. En 1590 los representantes de aquellos se obligaron
a abandonar toda interferencia con el Imperio e instalarse en
planetas alejados del mismo. El Imperio nunca volvería a tener
noticia de ellos».

(Karla Yazid: «Los Mitos del Espacio y su Realidad Histórica»).

Mientras oía las palabras de Lario Arvarín de Xer, Shanti


recordaba con cierta ironía interior el consejo que habíale dado
Turmo tras la cena de Simbad. Se imaginó a sí mismo cortando la
cháchara de su amigo y gritándole a la cara «¡Pues bien, Arvarín!
¿Qué cosa, además de hablar ociosamente, has hecho tú por ese
comunismo que tanto es para ti?». Y se imaginó también la cara del
Lario Rojo al escuchar aquellas palabras.
Pero no pasó del pensamiento a la acción, pues Arvarín le era
simpático, y además él mismo sentía ya el placer de la discusión
ociosa que tanto gustaba a los Larios.
Era el día de la Apertura del Mar y, con excepción de Turmo que
tomaría parte en ella, el Consejo del Principado en pleno se hallaba
en lugar privilegiado para presenciar los actos. Justamente sobre el
gran arco que era el límite superior de la Puerta Píscica, por donde
saldría la comitiva. Bajo ellos, a ambos lados de la parte exterior de
la puerta, podían verse los dos monstruosos peces de piedra que
montaban guardia ante ella. Arrancaba de allí un recto camino,
flanqueado por esfinges y quimeras igualmente de piedra, que se
alargaba hasta el horizonte, donde apenas eran visibles en la lejanía
las instalaciones del puerto olímpico, y también un atisbo del azul
oceánico. La Puerta Píscica llevaba al mar, del mismo modo que la
Sagitaria conducía al espacio.
Numerosos Larios lucían sus habituales posturas negligentes en
los balcones y terrazas próximas. Más abajo se agolpaba la
bulliciosa multitud de los esclavos, muchos de ellos con máquinas
solidográficas, tomavistas o captaimágenes, preparados para
obtener su particular recuerdo de la fiesta.
Y mientras todos aguardaban el comienzo de la misma, el
incorregible Arvarín había iniciado una de sus habituales
discusiones políticas, tomando esta vez como interlocutor y víctima
al propio Shanti.
—Así, pues, la democracia propiamente dicha no existe —estaba
diciendo el Lario Rojo, muy convencido—. En el caso en que el
gobierno de la Galaxia se decidiera por medio de la votación, tú no
votarías a un partido que propugnara el comunismo, ni a otro que
propugnara el capitalismo, ni a otro que propugnara cualquier otra
cosa. Tú, que solo estás interesado en que se vote, sin más,
deberías votar en blanco.
—No entiendes nada, Arvarín —respondió cansadamente Shanti
—. La democracia consiste en elegir gobernantes, no en votar
exclusivamente a partidos políticos. Yo votaría por unos
administradores honrados y capaces que me parezcan dignos de
gobernarme a mí, y a todos los demás.
—¿Y si luego demuestran no serlo?
—No les votaría en las próximas elecciones. Así, si desean
continuar en el poder, deberán procurar contentarme a mí, contentar
a todo el pueblo, a fin de conseguirlo.
Arvarín pareció pensativo.
—No está mal —concedió—. ¿Y en cuanto a la empresa
privada?
—La considero uno de los derechos de la democracia. «La
búsqueda de la felicidad», como decían los antiguos habitantes de
América.
—Pues yo te digo —rebatió, excitado Arvarín— que si hay
empresa privada no puede haber democracia. ¿Oíste hablar de los
Cinco Grandes?
—¿Y quién no?
—Son los cinco hombres que hoy dominan el poder económico
de la Galaxia. Si fuera derrocado el Emperador y se llegase a
instaurar en sus dominios un sistema democrático tal como tú lo
ves, el poder seguiría siendo suyo, y deberías derrocarles también
para lograr que mandaran los elegidos por el pueblo. ¿Es que no lo
entiendes? Si celebras unas elecciones con la economía en manos
privadas, es como si eligieras democráticamente al portero del
palacio imperial, en tanto que el Emperador sigue inmutable en su
trono. Pues el poder económico seguiría en las manos de aquellos
que el pueblo no ha elegido, y es el poder económico el que hace
marchar a los planetas y rige el nivel de vida de sus habitantes.
«Tomo entonces tus propias palabras. Que se elijan a los
representantes del pueblo y que se les otorgue el poder, tanto
político como económico. ¡Eso, y no otra cosa es el estado
comunista! El gobierno representa al pueblo, el gobierno tiene todos
los poderes, “ergo” el pueblo tiene todos los poderes. Democracia
en su sentido más puro».
—Pero ¿a qué te refieres cuando hablas del pueblo? —preguntó
Shanti, no sin sorna—. ¿Al proletariado exclusivamente? —Cuando
se llega al estado comunista todo el pueblo es proletariado, en el
sentido de que todos trabajan para la comunidad, y son retribuidos
por ella.
—¡Muy hermoso! —aplaudió Shanti—. Pero, si creemos a
Kardim, los gobiernos comunistas que florecieron en la antigua
Tierra del Sol no eran representativos de sus pueblos.
—Todo lo que de ellos sabemos fue escrito por sus enemigos —
opuso el Lario Rojo—. Yo creo que sí lo fueron, de una forma u
otra… Y de todas maneras —desafió— yo preferiría un estado
deficientemente democrático y sin empresa privada antes que otro
democrático en el sentido político con el poder económico en manos
privadas.
—Olvidas —advirtió Shanti— que un tirano que dominara el
poder económico sería un supergrande, un supercapitalista. El
estado «no» representa al pueblo, el estado tiene todos los poderes,
«ergo» el pueblo no tiene ningún poder, ni político ni económico.
—Conclusión —intervino entonces jovialmente Kardim, que
había seguido con atención el diálogo—. Un estado comunista y
demócrata será de difícil logro, puesto que ni Arvarín quiere la
democracia de Shanti, ni Shanti el comunismo de Arvarín. Pero
dejad por unos instantes de arreglar la Galaxia, puesto que la
Apertura del Mar va a comenzar.
Shanti dejó al instante la discusión y se asomó hacia afuera. Allá
abajo unos serviles colocaban ante la Puerta Píscica, justamente
entre los dos monstruos marinos de piedra, lo que parecía ser una
larga plataforma metálica e irregular.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Parte del espectáculo —respondió el antiguo historiador—.
Pronto verás cuál es su función.
—¡Ya vienen! —gritó de pronto Laria Armintha, y su voz fue el
inicio de un fuerte griterío procedente de los lugares donde se
agolpaban los serviles.
Shanti corrió con todos hacia el pretil que dominaba la parte
interior de la Puerta. Allá, procedentes de la plaza central de
Olimpia, siguiendo la amplia Avenida Píscica, una masa de
cuadrigas, bigas y carros de todo tipo corrían a todo galope,
animados por los gritos de la concurrencia, que desde todas las
ventanas, balcones y terrazas les aclamaba.
—¡Turmo viene en cabeza! —exclamó Armintha.
—Es su puesto, como vencedor en la última carrera del Ben Hur
Circus —explicó Antonio—. Y el Dorado marcha inmediatamente
detrás de él.
Shanti se llevó a los ojos el largavista que había solicitado para
la ocasión, y lo dirigió a la cabeza de la todavía lejana formación
carrista. Allí estaban los dos incansables rivales, formidables y
hermosos, ambos con el mismo gesto altivo y desafiante, los
músculos de los brazos hinchados manteniendo las riendas, los
rostros tensos, inmóviles como estatuas sobre las cuadrigas
lanzadas a la carga. Negro, sombrío y poderoso el gran Turmo de
Khurán, dorado como una llama viva su adversario, Alvar de Rhum.
De nuevo la luz y las tinieblas, la vida y la muerte. Pero el Dorado un
cuerpo de caballo detrás de su antagonista.
Tras ellos, cien rostros excitados, cien cuerpos sudorosos sobre
las plataformas de los carros que hacían retumbar las falsas losas
de la avenida. No eran pocos los jóvenes Larios deportistas que
gritaban a voz en cuello, que aullaban con todas sus fuerzas,
excitados por el trueno de sus vehículos y por las aclamaciones de
la multitud. Los dos adalides de la carga no lo hacían, permanecían
callados e impasibles, como ajenos a cuanto les rodeaba, a todo
cuanto no fuera la fantástica carrera por las calles de la ciudad de
los dioses, precediendo a todos los demás.
Llegaban ya a la Puerta Píscica, seguidos por la multitud de
carros y carristas, entre los que se mezclaban jóvenes jinetes
cabalgando las más extrañas bestias, zooides o animales robot,
enarbolando banderines y estandartes. Ya se precipitaban los
primeros por la puerta, y aún no se vislumbraba el fin de la
galopante comitiva.
—¡Ahora! —dijo Kardim, abatiendo la mano derecha como para
dar una señal.
Y obedeciendo a su voz, estalló un estruendo como jamás Shanti
escuchara antes, un bramido ensordecedor procedente de la parte
exterior de la Puerta Píscica, como el rugido de una
inconmensurable bestia feroz. Todos corrieron hacia el pretil exterior.
La vanguardia de los carros había alcanzado la curiosa alfombra
metálica que antes despertara la curiosidad de Shanti, y eran las
ruedas de los vehículos las que originaban aquel estruendo al cruzar
sobre el metal irregular, tal como había sido previsto para dar la
sensación sónica de poder y violencia que se pretendía. Parecía
que el universo entero se desplomaba, y Shanti se sorprendió a sí
mismo gritando de pura excitación. Quienes le rodeaban gritaban
también, pero sus voces eran inaudibles ante el bramido de los
carros lanzados al galope sobre la superficie de metal.
Turmo y el Dorado habíanse perdido ya de vista, encabezando la
carga hacia el mar, pero carros y más carros, jinetes y más jinetes
continuaban surgiendo por la puerta como balas de una antigua
ametralladora o gotas de un violento chorro de agua brotado a
presión de una manguera. Por medio de su largavista, Shanti podía
ver el temblor de los músculos de los aurigas, cuando pugnaban por
dominar sus vehículos, que vibraban y saltaban al pasar sobre la
alfombra de metal.
De repente estalló un formidable estampido, logrando el milagro
de dominar un instante el rugido de las ruedas sobre el metal. Shanti
vio un espantoso surtidor de trozos de madera y restos
inclasificables eruptar al cielo junto a una de las esfinges de piedra
que flanqueaban el camino. Comprendió que uno de los carros
había perdido la dirección y se había estampado contra el monstruo
de piedra. Inútilmente enfocó el largavista hacia allí pretendiendo
conocer la suerte del auriga. La carga de los vehículos que seguían
al accidentado impedía ver nada. Observó cómo uno de los carros
trastabillaba al cruzar sobre algún resto del vehículo aniquilado, y
amenazaba con chocar a su vez contra la cuadriga que corría a su
lado. Vio tensarse los músculos de los dos aurigas, y al volver uno
de ellos el rostro, observó sus facciones, la mueca que mostraba los
blancos dientes, con la fiera alegría de quien roza a la muerte por
capricho y placer. Luego ambos carristas dominaron sus vehículos y
se alejaron confundidos en la general corriente. Unas figuras
borrosas retiraban apresuradamente del camino los más
voluminosos restos del infortunado carro. Shanti comprendió que se
trataba de robots, pues un ser humano no hubiera podido acarrear
tan gran carga.
Otro accidente llamó al instante su atención. Uno de los jinetes,
poco hábil o afortunado, había caído arrollado por el carro que le
seguía. Entre la riada de vehículos que pasaban como meteoros,
Shanti pudo atisbar la listada piel del enorme tigre que cabalgaba el
hombre, y en el segundo siguiente la vio rasgada, disparando en
todas direcciones ruedecillas dentadas y trozos de metal deformado,
reliquias del mecanismo que hasta el momento de su destrucción
impulsara a la bestia robot. Shanti sintió un sudor frío en la frente al
considerar cuantos episodios semejantes sucederían o habrían ya
sucedido a lo largo de la demencial carrera.
Finalmente las retaguardias montadas cruzaron sobre el tapiz
metálico, y luego el bramido terminó, dejando ensordecidos los
oídos de todos los asistentes. Los últimos carros y jinetes, envueltos
en nubes de polvo, se alejaron vertiginosamente, camino del mar,
donde ya debían esperarles los que salieron antes que ellos. No
todos, pensó Shanti, viendo los restos desintegrados de varios
vehículos, aquí y allá, a lo largo del camino.
Junto a él, Kardim y Antonio se frotaban los oídos, intentando
recuperarse de los efectos del gigantesco trueno que acababa de
cesar.
—¿Cómo es posible esto? —preguntó Shanti, aún impresionado
por el espectáculo.
—¿Qué? —respondió Antonio, sin entender.
—¡Esas muertes! —estalló Shanti—. ¡Al menos una docena de
Larios han dejado la piel en esa carrera de locos!
—¿Y qué? —respondió alegremente Antonio—. Los Larios
tenemos libertad para morir.
—Hay quien se aburre de la tranquila y acomodada vida de
Olimpia —intervino a su vez Kardim—. Hay Larios que ansían el
roce de la muerte para luego poder gozar con más intensidad de la
vida. Y algunos de ellos se acercan demasiado a la comadre de la
guadaña y ya no vuelven jamás a sentir aburrimiento. Algo iba sin
duda a responder Shanti, cuando un coro de chillidos procedentes
de la muralla desvió su atención.
Desde las torres que interrumpían a trechos regulares la
desnudez de la muralla de carborundum, una bandada de figuras
humanas emprendía el vuelo, llenando el aire de estridentes gritos.
Apresuróse Shanti a enfocar su largavista, y vio que se trataba de
muchachas Larias, algunas de ellas muy jóvenes, que volaban
cabalgando extrañas bestias, caballos alados, quimeras voladoras,
pájaros fantásticos y aun palos de escoba como el que él mismo
utilizara en cierta ocasión. Vestían las jóvenes los más caprichosos
atavíos y aun varias de ellas volaban prácticamente desnudas.
Kardim lanzó una carcajada.
—¡Allá van las brujas! —exclamó—. Que tengan feliz vuelo hasta
la costa.
—¿Cabalgan en animales mutantes? —preguntó Shanti,
interesado—. ¿O quizá son zooides, o robots?
—Son robots —le sacó de dudas Kardim—. Ningún zooide
creado en laboratorio, ni mucho menos un animal, sería capaz de
volar teniendo cualquiera de esas formas fantásticas. Nuestras
jovencitas tienen caprichos caros, pero bien pueden permitírselo.
Las bandadas de seres voladores perdíanse ya en el cielo,
sobrevolando los campos y el camino con sus cadáveres y restos de
carros destrozados. Los agudos chillidos de las brujescas amazonas
no eran ya sino un leve eco en la distancia.
—Y ahora nos toca a nosotros —dijo Lario Antonio. Y luego,
dirigiéndose a Svetania y Armintha—. ¿Nos acompañaréis en el
aero, hermosas? ¿O tenéis preparadas vuestros propios palos de
escoba?
Armintha le hizo un alegre gesto burlón:
—Quizá el año que viene nos unamos al vuelo de las brujas,
curiosón. Pero no cabalgaremos escobas, sino blancos caballos
alados.
—O quizá lo hagamos cuando tú te decidas a conducir una
cuadriga bajo la Puerta Píscica, Lario Antonio de Undor —tomó la
palabra Svetania, riendo también.
Antonio hizo un cómico gesto de negación.
—Quizá la vida en Olimpia sea aburrida, pero sigo prefiriéndola a
la muerte —dijo—. Dejemos a los dioses como Turmo y el Dorado
desafiar al peligro, y nosotros, pobres mortales, limitémonos a viajar
utilizando medios normales y corrientes. ¿Vamos?
Ya los primeros vehículos aéreos se elevaban en el aire, rumbo a
la orilla del océano donde se celebraría la segunda parte de la
fiesta.
Cuando Shanti y sus amigos llegaron a la tribuna a ellos
destinada, a la orilla del mar, los esclavos de Olimpia empezaban a
llenar los espacios libres, llegando en sus propios vehículos y en las
plataformas públicas rodantes atiborradas de gente. Allá en el
puerto, las trirremes se iban colocando lentamente en sus puestos.
—¿Cuál es la de Turmo? —preguntó Shanti, acodándose en la
barandilla de la tribuna.
Kardim paseó su propio largavista por la fila de embarcaciones.
—Allí está —dijo al fin—. La tercera empezando por el fondo.
¿La ves? La «Quimera Negra». Y dos barcos más allá, la del
Dorado, la «Princesa». Son con mucho los favoritos de la prueba.
—¿Y los demás? ¿No tienen ninguna posibilidad?
Kardim se encogió de hombros.
—Nadie apostaría por ellos. Quizá Lario Kim de Shimonato, con
su «Delfín» pudiera dar una sorpresa, aunque no lo creo. La pugna
está de nuevo entre Turmo y el Dorado, como en casi todas las
pruebas atléticas de importancia.
—¡Eh! —gritó de pronto Arvarín—. ¡Mirad! ¡Ya está ahí el
sacerdote!
Una barquilla se había separado de la orilla. Una cerrada
ovación brotó de las filas serviles, mezclada con algunas pullas
aisladas, lanzadas desde el anonimato de la multitud.
—Los «servi» se están divirtiendo a fondo —rio Lario Antonio—.
En cierto modo son ellos el verdadero pueblo de Olimpia. ¡Mirad, ya
salen los capitanes!
En efecto, cada trirreme izaba en aquellos mismos instantes el
estandarte personal de su dueño y capitán, en tanto que este hacía
su aparición en el castillo de proa, ataviado con sus mejores galas.
Ya el sacerdote había llegado a la isleta de mármol en la que se
alzaba la imagen de su dios. Alzó los brazos y sin duda había un
rayo sónico enfocado a su persona, pues su invocación se escuchó
clara y potente en todo el puerto.
—¡Gloria, navarcas! —gritó—. ¡Gloria a Neptuno Poseidón,
señor de los mares!
—¡Gloria a Neptuno Poseidón! —respondieron los capitanes a
coro—. ¡Que él nos sea propicio!
Alzáronse todos los remos de las trirremes, como patas de
inmensos ciempiés y del interior de los cascos llegó el trueno de los
martillos, golpeando en honor del dios marítimo.
Acabado el homenaje, las diez trirremes que iban a participar en
la competición se pusieron en marcha. Descendieron los alzados
remos hasta tocar la superficie del agua, y el trueno de los martillos
se hizo regular, marcando el compás del movimiento de los remos.
Cruzaron las embarcaciones, cinco a un lado y cinco al otro de la
isla de Poseidón desde la que había hablado el sacerdote. Llegaron
todas simultáneamente a la línea de salida, donde se detuvieron.
—¡Ahora! —exclamó Lario Antonio.
Las trirremes se pusieron de nuevo en marcha. Ahora no
cuidaban la simultaneidad, y no tardaron en destacar unas sobre
otras. La competición había empezado.
Shanti manipuló en su largavista, pretendiendo enfocar las
naves.
—No te preocupes —rio junto a él Lario Antonio—. La posición
actual de las trirremes nada indica. Todos los capitanes refrenan a
sus remeros en los primeros momentos de la competición. Es allí —
señaló a alta mar— cuando crucen tras el islote negro, cuando
tendremos base para hacer las primeras predicciones sobre quién
resultará ganador.
No obstante, Shanti siguió las embarcaciones con su largavista.
Sí, allí estaba la maciza figura de Lario Turmo, como un oscuro
mascarón de proa en la parte anterior de su «Quimera Negra». Por
lo menos tres naves iban delante de la suya, pero eso no parecía
preocuparle. En cuanto al Dorado, su hermosa trirreme estaba aún
más atrás, casi a la cola del grupo.
Shanti admiró el uniforme batir de los remos, que una hábil
dirección mantenía con el máximo de eficiencia. Le pareció que el
ritmo de remada seguía siendo uniforme en toda la flotilla, dando
ventaja tan solo, de momento, a la particular ligereza o buena
construcción de cada navío.
Salieron las diez trirremes del puerto en grupo compacto, y
viraron luego a la derecha para iniciar su periplo, marcado por una
larga hilera de boyas blancas que se balanceaban levemente sobre
las aguas. Ahora parecía que los remeros forzaban un tanto el ritmo,
buscando ya alcanzar mejores posiciones. Las naves se
empequeñecieron al alejarse, sin que ninguna pareciera destacar.
Muchos de los asistentes dejaron de seguirlas, esperando sin duda
su pase por aquel negro islote que, de creer a Antonio, habría de
dar la primera nota sobre quién llevaba ventaja en la prueba.
Observó Shanti que Arvarín parecía haberse desinteresado de la
carrera náutica, y charlaba animadamente con Kardim.
—No creas que este año perderé mi tiempo viajando en ningún
incómodo velero —decía—. Ya tuve bastante con el pasado. Volaré
cómodamente hasta Puerto Luz y os esperaré allí bien tranquilo y
descansado. ¿Quién se adhiere?
—Creo que yo acompañaré al Dorado en su trirreme —opinó
Antonio—. Si encuentras aburrido un viaje en velero, más te
aburrirás en Puerto Luz sin nada que hacer. ¿O piensas quedarte en
Olimpia hasta que llegue al otro lado del mar el último velero?
El Lario Rojo se encogió de hombros.
—Puede que sí. Olimpia es mucho más cómoda y atractiva que
Puerto Luz, aun cuando queda vacía. Quizá —y guiñó un ojo— pase
toda la temporada en el Tártaro, a salvo de curiosidades y
maledicencias.
Svetania se volvió hacia Shanti, un tanto ajeno al significado de
la conversación.
—Es tradicional que, tras la Apertura del Mar, los Larios pasen
una temporada en sus posesiones del otro lado del mar, invitándose
unos a otros. Me gustaría verte como huésped en el Castillo. ¿Me
acompañarás en mi propio pentecóntero?
—¿Posesiones? —preguntó inquieto Shanti—. ¿Quieres decir…
que «yo» tengo también posesiones al otro lado del mar?
—Al menos tienes tierras vinculadas a tu Anillo —rio Kardim—.
Pero como eres nuevo Lario, y no has heredado nada, me temo que
tus tierras estén un tanto incultas. Puedes construir en ellas lo que
quieras, desde una quinta estilo romano a un castillo medieval o un
palacio del Renacimiento Italiano. Pero en esta ocasión harías bien
en aceptar la oferta de Svetania, o en ser huésped de uno de
nosotros.
—Acepto entonces —dijo Shanti de todo corazón—. Y espero
corresponder el año que viene.
Se dio entonces cuenta, apenas pronunciadas aquellas palabras,
que por primera vez había expresado exteriormente la decisión que
ya para sí había tomado: la de continuar con el Anillo pasado el año
de prueba que Laria Svetania le había impuesto. Miró de reojo a la
princesa, pero esta no pareció haberse dado cuenta. Y de nuevo le
invadió, como reacción, la habitual vergüenza. El desprecio de sí
mismo, el recuerdo de su fracasada misión, de los compañeros que
a la misma le habían enviado y que ahora debían ciertamente
tenerle por muerto. ¿Qué pensarían al verle integrado en el mismo
sistema que un día jurara destruir?
Pero, por fortuna, el curso de sus pensamientos fue interrumpido
por un multitudinario grito.
—¡Allí están!
Todas las manos volaron a los largavistas. Las naves habían
aparecido junto al islote negro, lanzadas ahora a toda marcha y con
su formación más espaciada de lo que antes estuviera.
—¿Quién va en cabeza? ¿Quién va en cabeza? —se
preguntaba en todos los tonos.
Y Shanti se dejó deslizar con complacencia en el «laissez
passer», posponiendo una vez más el examen de conciencia que
temía.
—No es ninguno de ellos —dijo Lario Antonio, manipulando su
instrumento óptico—. ¡No es ninguno de ellos!
—¿Pero quién es? ¿Es Kim de Shimonato? ¿Es el «Delfín»?
Ahora Shanti podía ver bien la nave que iba en cabeza, muy
destacada sobre las demás. Los remos batían con perfecta
regularidad, y en el palo mayor desguarnecido de toda vela,
ondeaba la bandera de un toro rojo.
—Es uno nuevo —explicó Kardim, sin separar el ojo del
largavista—. Lario Alexis de Nhabia, si no me equivoco. El
«Cormorán».
Ya los serviles se habían dado cuenta de la situación, y
empezaban a gritar y alborotar, saludando al probable vencedor.
Pero Lario Antonio, que se había mostrado entendido en la cuestión,
meneó la cabeza con escepticismo.
—Alexis de Nhabia —dijo—. Le conozco, y no creo que se alce
con la victoria. Habrá agotado a los esclavos y pronto estos
empezarán a desfallecer.
Las trirremes habían desfilado a lo lejos, paralelamente a la
costa, y ahora iniciaban la virada para poner proa al puerto. Shanti
se dio cuenta de que la nave de cabeza empezaba a flaquear, tal
como Antonio predijera. La ventaja respecto a su inmediata
seguidora habíase reducido a la mitad. Dirigió la mirada al grupo
seguidor, y pudo ver flamear la negra enseña de Turmo. Dos naves
flanqueaban a la suya, quizá algo retrasadas e inmediatamente
después llegaba el Dorado, acortando distancias. El resto de las
trirremes había quedado tan retrasado que apenas podían ya
pensar en una hipotética victoria.
Poco a poco, a medida que las naves se iban aproximando, la
«Quimera Negra» empezó a destacarse de las dos trirremes que la
flanqueaban. Pero con mayor rapidez aún avanzaba la «Princesa»
del Dorado. Shanti podía ver las filas de remos que se alzaban y
descendían con rítmica rapidez, y comprendió que el adversario de
Turmo iniciaba la embestida suprema, haciendo dar a sus remeros
todo el esfuerzo que hasta el momento les había ahorrado.
Ya en la multitud de serviles comenzaba a sonar el grito de
«¡Dorado! ¡Dorado!», lanzado al aire por cientos de esperanzados
apostantes.
—¡Míralo! —triunfó Antonio excitado—. El «Cormorán» empieza
a retrasarse. Sus esclavos remeros deben de estar sin aliento.
Turmo está a punto de alcanzarle.
—¡Y fíjate en Kim de Shimonato! —llamó a su vez la atención
Arvarín—. Ha dejado pasar demasiado tiempo antes de iniciar el
esfuerzo final, y ya no podrá recuperar la ventaja que le llevan los
destacados.
En efecto, del grupo que iba a la zaga brotó una elegante
trirreme abanderada de azul, lanzada desesperadamente al intento
de alcanzar el grupo de cabeza.
Un nuevo estruendo de aclamaciones le hizo dirigir el largavista
hacia los destacados. Casi en el mismo instante la nave de Turmo
daba alcance a la pretenciosa trirreme de Alexis de Nhabia, y la del
Dorado se unía a la pareja de trirremes que el Auriga Negro había
dejado atrás, y que ahora pugnaban por acelerar la marcha. Durante
unos instantes las tres trirremes avanzaron juntas, pero pronto la
«Princesa» se destacó, iniciando la caza del «Cormorán» y de la
«Quimera Negra».
—¡Bravo! —gritó Antonio—. El Dorado viene a toda marcha.
Pero falta saber si podrá alcanzar a esos dos antes de que lleguen a
la meta.
Lo hizo fácilmente con el «Cormorán», cuya velocidad se reducía
por momentos. Turmo era, sin embargo, peor hueso para roer, y la
«Princesa» apenas si ganaba terreno respecto a la nave
abanderada en negro.
Todo el mundo, tanto en los observatorios privilegiados de los
Larios como en los muelles donde los serviles se amontonaban,
estaba ya en pie y gritando, como si el mayor volumen de voz
pudiera auxiliar la marcha de las respectivas naves favoritas. No
faltaba quien aclamaba a Kim de Shimonato, cuya nave avanzaba
valientemente, aproximándose a la pareja de trirremes que cerraba
marcha en el grupo destacado. Redoblaban estas también sus
esfuerzos con ánimo de aproximarse al agotado «Cormorán» y
disputarle el tercer puesto.
Shanti oyó fuertes voces de «¡Turmo! ¡Turmo!», y dirigió el
largavista a la nave del Auriga Negro. Los remos seguían batiendo
con rapidez, pero el capitán ya no estaba sobre cubierta.
—¿Se habrá puesto al remo? —preguntó Laria Armintha—. Es
capaz de haberlo hecho… Pero Kardim negó.
—Eso es lo que creen los serviles, y por eso le aclaman —dijo—.
Pero no es cierto. La tremenda fuerza física de nuestro amigo no
lograría sino desequilibrar el movimiento de las filas de remos. No,
está abajo animando a sus remeros. Tiene un gran ascendiente…
Un formidable grito le interrumpió. Shanti se dio cuenta de que él
mismo había también gritado como los demás. En aquel preciso
instante, ya muy cerca de la meta, el Dorado había logrado
adelantar a su rival.
—¡Le tiene! ¡Le tiene! —gritó Antonio, en el colmo de la
excitación—. ¡Como en la Robomaquia!
—¡Todavía no! —se opuso Arvarín—. ¡Mira! En el último
momento la «Quimera Negra» pareció dar un salto hacia delante, en
tanto que la «Princesa» acortaba la marcha, tal vez agotados los
remeros por el brutal esfuerzo tanto tiempo mantenido. Shanti pudo
ver por el largavista la mueca de disgusto que apareció en el rostro
del Dorado. Le vio dar una furiosa patada sobre la cubierta.
—¡Le alcanza! ¡Le alcanza! —gritó Kardim, unido a la histeria
general.
Shanti vio los dos mascarones proeles, la dorada sirena del
señor de Rhum y el negro monstruo del de Khurán, emparejados al
mismo nivel. Luego un formidable grito de la multitud le anunció que
la meta había sido alcanzada.
—¿Quién? ¿Quién? ¿Quién? —era la pregunta que se repetía al
unísono.
Shanti estaba, como todos, inclinado sobre el parapeto. Dejó a
un lado el largavista y pudo ver las dos naves rivales con los remos
en alto, usando tan solo el impulso adquirido para apartarse del
camino de las que venían detrás. Entraba ahora el «Cormorán», que
en un último esfuerzo había logrado evitar ser alcanzado por Kim de
Shimonato y las otras dos naves, alzándose con el tercer puesto.
¿Pero quién había alcanzado el primero?
Todos los ojos se dirigían ahora al atribulado sacerdote de
Neptuno Poseidón, que discutía con algunos otros jueces de su
misma clase. Finalmente el griterío estalló de nuevo, al izarse
simultáneamente dos banderas sobre la estatua del dios.
—¡Empate! —gritó Antonio, riendo a carcajadas—. ¡Empate!
¡Precisamente lo que faltaba para excitar todavía más su rivalidad!
Abajo, los apostantes reñían, burlados todos ellos en sus
ilusiones. Pero la masa principal de la multitud servil parecía alegre
por el desenlace de la competición. Por todas partes se gritaba
«¡Turmo y Dorado!», y a Shanti le pareció que el nombre del Auriga
Negra era aclamado con mayor intensidad que en otras ocasiones,
precisamente debido a haber quedado igual a su rival en la
competición marítima.
Kardim también se debió de darse cuenta, pues, cuando ya el
público comenzaba a desfilar, dijo:
—Creo que nunca se ha oído tanto el nombre de Turmo entre los
serviles. Debería estar contento nuestro amigo.
—No lo estará —respondió Antonio, meneando la cabeza con
pesimismo—. A Turmo le importa un comino la opinión de los
serviles. Lo que él desea es la victoria.
—Tienes razón —admitió el antiguo historiador—. No estará de
buen humor el Auriga Negro en los próximos días. Renuncio a
acompañarle en su trirreme, cuando parta para Puerto Luz. Creo
que escogeré el camino más cómodo, volando sobre el mar en
compañía de Arvarín.
—¿Cuándo salen las naves? —preguntó Shanti.
—En cualquier momento, a partir de ahora —le replicó Antonio
—. Turmo no se demorará mucho en hacerlo.
Kardim quedó un tanto rezagado del grupo, y Shanti aprovechó
para acercársele. De todos sus amigos era el historiador el que le
inspiraba mayor confianza.
—Kardim —dijo de sopetón—. ¿Cómo van los Larios al espacio?
El otro rio, con su risa franca y amistosa.
—¿Te han entusiasmado los relatos de Simbad?
Shanti asintió. No dijo que había pensado buscar en el espacio
un posible remedio para la inquietud que le atormentaba. Kardim no
conocía el problema de conciencia que continuamente le aquejaba,
y en realidad no tenía por qué saberlo.
—Si se lo pides, el mismo Simbad te llevaría en el próximo viaje
de exploración, aunque ello no le gustaría demasiado.
—¿Por qué?
—Porque, poseyendo tú el Anillo, serías en teoría la máxima
autoridad de la expedición. Otra solución sería adquirir tu propio
yate espacial, como hacen muchos. Pero deberás practicar mucho
con él antes de arriesgarte en el espacio profundo.
—Lo pensaré —prometió Shanti.
—¿Y bien? Mientras lo haces puedes conocer este mismo
planeta, del que la ciudad de Olimpia tan solo es una minúscula
parte. Creo que te gustará Tierra Firme, donde todos nos dirigiremos
dentro de poco. Cada Lario ha arreglado sus dominios de acuerdo
con su personal gusto, y así podrás visitar en poco tiempo muchos
planetas distintos, e incluso muchas épocas históricas, en su mayor
parte terrestres. Creo que serás huésped de Svetania, y viajarás en
su pentecóntero ¿no?
—Le debo el Anillo —explicó Shanti, algo turbado, como
justificándose.
—De igual modo que el resto de nosotros, los del Consejo del
Principado —continuó Kardim—. Pues me parece que te gustará el
Castillo. Svetania ha creado en su dominio un enclave del medievo
terrestre, y lo ha hecho como todo aquello en que pone su mano,
con amor a la belleza y al buen gusto. Incluso disfrutarás del placer
de una buena cacería.
Shanti sonrió, aun con algo de turbación. El hospedaje ofrecido
por Svetania le resultaba incómodo de mencionar en sus
conversaciones con los demás. Le parecía haber asumido el papel
de un favorito, incluso de un juguete en manos de una mujer. Pero
nadie sino él parecía considerar esa interpretación y recordó que la
princesa, de un modo u otro, había conseguido que nadie dudara de
su virginidad poco menos que perpetua. Así, pues, Shanti no sería
nunca tomado por un «gigoló».
Pensó largamente sobre ello, cuando ya Kardim se había
separado de él, y no pudo evitar morderse los labios, en un remolino
de ideas y sentimientos encontrados.
CAPÍTULO VII
EL INMORTAL Y EL HOMBRE MUERTO

«Con la posible excepción de Katius I, ninguno de los soberanos


kluténidas del Imperio Terrestre fue nunca muy propicio a conceder
el anillo lárico a miembros de razas no humanas. Y aun los escasos
miembros de estas que consiguieron (cuando su morfología lo
permitía) verlo en su dedo, no acostumbraban, pese a que ninguna
reglamentación se opusiera a ello, a visitar ni residir en Olimpia,
ciudad de placer proyectada por y para humanos. Durante toda su
existencia los únicos alienígenas presentes en aquella ciudad fueron
los que, en el subterráneo Tártaro, complacían los instintos
xenorásticos de algunos de los Larios de raza humana».

(Kriem Veith: «Los Terrestres»).

«Resulta ciertamente extraño lo poco que aún hoy se sabe sobre


la Gran Raza de Rigel. Hasta después del conflicto Batugsan se
creía que todos los habitantes de Rigel V pertenecían a ella, cuando
en realidad se trataba de una élite aristocrática que algunos
suponen de origen ajeno al planeta sobre el que predominaba.
»También resulta desconocida la verdadera esencia de sus
poderes, que para unos serían simplemente paranormales, mientras
que otros los pretenden relacionar con oscuras potencias presentes
entre las estrellas. De una forma u otra, tales poderes sirvieron a la
Gran Raza no solo para mantenerse al margen del expansivo
Imperio Constitucional Terrestre, sino también para influir en él, se
pretende que benévolamente, por medio de poderosas sociedades
secretas. Tal influencia duraría hasta la fecha del brutal golpe
Batugsan sobre Rigel, que provocó la virtual exterminación de la
Gran Raza».

(Karla Yazid: «Los Mitos del Espacio y su Realidad Histórica»).

El pentecóntero «Estrella Brillante», de Laria Svetania Kluténida,


aunque básicamente nave de remos, no por ello dejaba de ser
también velero, y hasta el momento había sido la fuerza del viento la
que le había impulsado por la superficie del Mar Olímpico.
Descansaban los esclavos remeros bajo cubierta mientras los
marineros igualmente serviles se afanaban en el manejo de las
velas. El viento que las henchía era más o menos constante, y
soplaba en dirección a Puerto Luz, en Tierra Firme. Había dos
mundos coexistentes a bordo del «Estrella Brillante». Bajo la
cubierta remaban, descansaban y vivían los esclavos que
manejaban los remos, y también tenían sus cubículos los restantes
marineros, así como los miembros del servicio directo de la
princesa. Era un lugar estrecho e incómodo, aunque la moderna
técnica, malévolamente insinuada en la estructura tradicional de la
nave, hacía que las condiciones de existencia fueran soportables.
De cubierta para arriba, muy distinta era la situación. En el
alcázar de popa, donde por la noche brillaba un auténtico fanal,
podían alojarse con toda comodidad hasta cuatro Larios, en
camarotes individuales relativamente amplios, dotados de todas las
comodidades. Las comidas, creadas por el cocinero automático del
pentecóntero, podían ser servidas en cualquiera de las cámaras, o
bien en la camareta de proa, si los Señores del Anillo deseaban
comer en compañía. Los dos oficiales de la nave, también de clase
servil, aunque distinguidos dentro de ella, ocupaban dos camarotes
en proa, menos cómodos desde luego que los anteriores, pero,
como ellos, situados por encima de la cubierta.
En el viaje que realizaba por aquel entonces la «Estrella
Brillante», tan solo dos de los camarotes de popa estaban
ocupados, y un tercero se había habilitado, de común acuerdo,
como salón-comedor, donde ambos Larios, anfitriona y huésped,
pudieran departir con toda tranquilidad, sin temor a ser molestados.
—¿Pero por qué todo esto, Svetania? —estaba diciendo Shanti,
en la mañana del segundo día de viaje—. ¿Para qué viajar a vela y
remo, en la época de los viajes interestelares? Un simple salto y
estaríamos en Puerto Luz para la hora de la cena.
—¿Y el romanticismo, y la tradición? —rio Laria Svetania,
sentada frente a su huésped—. ¿No te agrada navegar sin prisas
por el mar, sentir en tu piel la brisa, ver el orto y el ocaso sobre el
horizonte libre de toda tierra, tomar el sol en cubierta, libre de todo
apuro y apresuramiento?
Shanti asintió sin poderlo evitar, puesto que todo ello, en efecto,
le agradaba. La princesa rio de nuevo.
—Te conozco demasiado para que me decepciones, Shanti —
dijo—. No te disgusta la lentitud de nuestra travesía. Lo que te
disgusta son «los remos».
—No los remos en sí, sino quienes los manejan —corrigió Shanti
—. Viajo a bordo de una galera, manejada por esclavos, y es el
esfuerzo de esos esclavos el que me proporciona esa satisfacción
de que me hablas. ¿Cómo puedo disfrutar de ella?
El rostro de Svetania se hizo serio. Shanti no pudo discernir si
aquellas facciones eran más hermosas ahora que antes, cuando ella
reía.
—Eres un hombre generoso, Shanti —dijo Laria Svetania—. Y
tan grande es tu generosidad que a veces te excedes en ella.
Piensa que tras cada placer disfrutado por cualquier ciudadano de la
Galaxia hay un número variable de trabajadores que lo hacen
posible. Si un popular viaja en una nave espacial ese hecho implica
que hay una tripulación trabajando para servirle. Si fuma un
cigarrillo, existen cultivadores de tabaco que han trabajado para
darle ese gusto. Si descansa en una silla, existen carpinteros que
debieron trabajar para construirla, y si fueron máquinas quienes lo
hicieron, hubo técnicos que debieron programarlas.
—Pero esos técnicos no eran esclavos —rebatió Shanti.
—Tienes razón —admitió Svetania—. Y la tripulación de este
barco es, en cambio, servil. No son «servi publici» de Olimpia, sino
esclavos particulares, procedentes de mis posesiones personales en
el planeta Urya, un mundo humano cerca de las Pléyades. Te
asombraría saber la lucha que hay en ese mundo para venir a
Olimpia a sufrir esa esclavitud de que hablas. Aquí tienen cuanto
desean, y en cierto modo participan de la vida de los Larios. Los
remeros que hay abajo disponen de sus propias residencias, y
huelgan en ellas todo el año, excepto cuando la «Estrella Brillante»
está en movimiento. Las diversiones de los Larios son sus
diversiones, incluso el Tártaro está abierto para ellos. Su comida
casi iguala a la nuestra, y si caen enfermos, los mismos
robomédicos que nos cuidan a nosotros, lo hacen con ellos…
—Pero deben añorar la libertad, el no tener amo ninguno, el
actuar según su propia voluntad…
—Te asombraría conocer cuántos hombres libres se infaman
voluntariamente en Urya solo con la esperanza, y digo «solo con la
esperanza», de ser traídos a Olimpia como «servi». No hay que
forzar a nadie, tan solo elegir entre los aspirantes voluntarios.
Hubo una pausa en la que Shanti buscó inútilmente un
argumento para rebatir a su interlocutora, que de nuevo sonreía.
—Sigue siendo generoso, Shanti Belt, Lario Shanti de Shaar —
dijo al fin Svetania con suavidad—. Pero no tengas miedo al Anillo,
ni te avergüences de él. Si lo llevas en tu dedo, habrá quién deseará
servirte, y no debes pretender liberar a quien no lo desea. Sé
bondadoso con quienes dependan de ti, y que tu conciencia
descanse con ello. Continúa siendo Lario, Shanti.
—¿Continuar siendo Lario? —dijo amargamente Shanti—. No
creo poder renunciar al Anillo, por más que me esfuerce. Y pienso
en mis compañeros, en aquellos junto a los que preparé mi misión.
¿Y si envían a otro, y ese otro me encuentra a mí aquí, en Olimpia,
del lado de los Larios?
De nuevo la expresión de Svetania se ensombreció. Pareció
dudar un instante, y luego habló.
—No vendrán, Shanti.
Shanti sintió un sobresalto, y luego un contacto helado que
pareció oprimir sus entrañas.
—¿Cómo dices? —preguntó.
Svetania movió la cabeza de un lado a otro, con tristeza en el
semblante.
—Han muerto, Shanti. Hasta hoy te he ocultado la noticia, pero
ahora creo que debes saberlo. Zenon Rollory, y su grupo de
estudiantes terrestres. La Policía Imperial descubrió su célula, y
ellos intentaron una resistencia desesperada… Una horrible
sospecha atenazó a Shanti. —Svetania… Tú no… no me sondeaste
mientras estaba inconsciente. No sacaste de mi mente… el
paradero de mis amigos. La princesa negó.
—No hice nada de eso —negó—. Te lo juro. Si tus antiguos
compañeros fueron descubiertos, fue por su propia culpa. Tampoco
ellos te traicionaron a ti. Lucharon y murieron por sus ideas, y el
caso quedó cerrado con su desaparición.
Pero Shanti desvió la vista, huyendo de los ojos de ella. —
Lucharon y murieron por sus ideas —murmuró—. Y yo les traicioné.
—¡No lo hiciste! —exclamó Svetania—. Hubiera sido así si
realmente hubieras alcanzado al Emperador, a mi padre, y cuando
tu puñal estuviera en su garganta, él te hubiera ofrecido el Anillo a
cambio de su vida, y tú hubieras aceptado. Pero las cosas no fueron
así, piensa en ello. Tu misión fracasó, y puede decirse que en ella
encontraste la muerte, puesto que no tenías ninguna forma de
escapar a ella. ¿Qué hubiera ganado la Galaxia con tu suicidio? El
proyecto en sí era suicida. Mi padre nunca podría haber sido
alcanzado por un atentado como el que proyectabais… «está
protegido absolutamente contra ello». ¿Por qué unir al fracaso la
muerte física, Shanti?
La mano de Svetania se posó sobre el brazo de Shanti, pero
este la rechazó con un movimiento brusco.
—Ellos murieron para erradicar el autoritarismo y la esclavitud de
la Galaxia —dijo—. Y yo navego ahora en un barco movido por
esclavos…
—¡Esclavos! —gritó Svetania, perdiendo la serenidad por
primera vez—. ¡Es tu obsesión! ¡Espera! ¡Espera un instante! Tomó
en sus manos un comunicador y habló por él. —¡Capataz! Que suba
al salón un esclavo cualquiera… el primero del primer remo, por
ejemplo.
Hubo unos instantes de silencio, inmóvil Shanti en lucha con sus
emociones e inmóvil también Svetania contemplándole. Luego la
puerta se abrió, y el esclavo hizo su aparición.
—¿Me llamabais, mis señores? —preguntó respetuosamente.
Shanti se volvió hacia él, sombrío. El servil era corpulento,
habituado al duro trabajo del remo. Permanecía inmóvil junto a la
puerta, aguardando órdenes.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó Svetania.
—Kurt Valder, mi señora.
—Está bien, Kurt Valder —la mano de la princesa se extendió
hacia el siervo—. Quedas en libertad. Ya no eres esclavo, sino
hombre libre.
El esclavo vaciló, y una luz de alarma apareció en sus ojos.
—Mi señora… —dijo— ¿eso es… que no podré quedarme en
Olimpia… que tendré que volver a Urya?
—En Olimpia no hay sino Larios y esclavos —replicó ella—.
Ahora perteneces a la clase popular, Kurt Valder. Puedes
permanecer en Urya, donde serás enviado, o bien viajar a cualquier
planeta del Imperio.
La boca del recién liberado se abrió con expresión de horror.
—¡Mi señora! —exclamó—. ¿En qué te he faltado? ¿En qué he
incumplido mis obligaciones, para que me arrojes de tu lado? Sin
poderse contener más, Shanti se interpuso entre Svetania y el
remero.
—¿Qué dices? —le apostrofó—. ¿No te das cuenta de que te
están ofreciendo la libertad?
—¿La libertad, mi señor? —preguntó el remero, y la estolidez de
su rostro centuplicó la cólera de Shanti.
—¡La libertad! —gritó—. ¡Vas a dejar de ser esclavo, Kurt Valder!
¡Vas a ser el dueño de ti mismo!
—¡No quiero la libertad, mi señor! —respondió el otro—. ¡No
quiero ser un hombre libre! ¡Quiero seguir siendo esclavo! Un
relámpago rojo cegó los ojos de Shanti. Sin saber bien lo que hacía,
enfermo de odio hacia aquel hombre que rechazaba lo que para él
era bien e idea fundamental, agarró lo primero que le vino a mano,
una pesada jarra de bronce y lo estampó con todas sus fuerzas en
la cabeza de Kur Valder, esclavo remero del «Estrella Brillante». Las
protestas del hombre se quebraron en un gemido, y Valder se
desplomó, tiñendo el suelo con su sangre, mientras que la jarra
escapaba de las manos de Shanti por la violencia del golpe y
chocaba sobre la mesa con metálico tañido.
—¡Bravo! —exclamó Laria Svetania—. ¡Mátale! ¡Oblígale a
golpes a aceptar una libertad que no quiere!
Volvióse Shanti con los ojos brillantes, como un loco. Su mano
se alzó y descargó un tremendo bofetón en pleno rostro de
Svetania. La princesa se tambaleó, mientras sus bellas facciones se
alteraban por la sorpresa y el horror.
Horrorizado quedó por un instante Shanti, igualmente, al ver el
resultado de su acto, pero luego la ira le invadió de nuevo, junto con
el perverso instinto de descargarla haciendo el mal. Golpeó de
nuevo a Svetania, como si lo hiciera contra las estructuras de aquel
orden social que se burlaba de él. Cayó al suelo la hija de
Antheor III, y Shanti cayó a su vez sobre ella, con el loco afán de
hacerla más mal todavía, de castigarla por el triunfo moral que había
obtenido hacía un instante sobre él. Y sintió el cuerpo de la princesa
contra el suyo, el contacto de sus formas que le parecieron
ardientes. La locura dejó paso instantáneamente al deseo, un fuego
como antes nunca sintiera. La abrazó y buscó la boca de ella con la
suya, juntos los dos cuerpos en el suelo de la cámara, como dos
amantes.
—¡No! —suplicó ella, con un nuevo temor en el rostro—. ¡Shanti,
no, no!
La besó con fuerza, acallando su voz. Un beso feroz, semejante
a un mordisco, muy diferente a aquella tímida caricia dada en la
azotea de la Casa Imperial, en Olimpia. Mantuvo Shanti el contacto
de sus bocas, mientras entraba violentamente en erección. Sus
manos apresaron los vestidos de Svetania para apartarlos o
romperlos.
Y entonces el deseo murió.
Fue un fenómeno inexplicable y espantoso, como una brillante
luz que bruscamente se apaga. Shanti se encontró abrazando una
fría estatua de piedra, ciertamente hermosa, pero incapaz de
despertar la menor pasión. Sus manos se deslizaron al suelo, a
ambos lados del cuerpo de la princesa. Su boca se abrió, incrédula
y espantada.
Durante un instante los dos permanecieron inmóviles y
silenciosos, mimando un acto amoroso que no existía. Luego Shanti
produjo un extraño gorgoteo sin sentido, apretó los dientes y se
puso lentamente en pie.
Junto con el deseo sexual había muerto también la locura
agresiva que le precediera. Tan solo sentía una inmensa vergüenza
de sí mismo, una lastimosa furia por aquella afrenta, por aquella
humillación que le parecía la peor que a un hombre se le pudiera
causar, aún no entendiendo del todo lo que le había ocurrido.
Mordiéndose los labios con fuerza, dio la espalda a Svetania, aún
caída en el suelo. Cerró el puño y descargó un tremendo golpe en la
esquina de la mesa, complaciéndose en el ramalazo de dolor que
con ello sintió.
Una mano suave se posó en su hombro, pero no se volvió.
—Lo siento —dijo dulcemente la voz de Svetania—. Siento
infinitamente lo que ha tenido lugar, Shanti, y más aún porque la
culpa ha sido por entero mía. No debí desafiarte, ni burlarme de tus
ideas e ideales con una prueba sin sentido.
Él no respondió, ni se volvió. La mano le seguía doliendo, y
sentía la calidez de la sangre gotear entre los dedos.
—Sí, es un poder que poseo —siguió Svetania—. Un poder que
me ha sido muy difícil emplear contra ti, pues todo en mi cuerpo me
tentaba a no hacerlo.
»Pero ha sido necesario, créeme. Necesito seguir siendo la
Virgen Olímpica, y no por mí, sino por algo que está sobre todos
nosotros, y de cuya esencia proviene ese mismo poder que he
utilizado.
»Tal vez podré relatártelo todo muy pronto, Shanti, y tal vez
pediré entonces tu ayuda. Entretanto te pido perdón por lo que ha
ocurrido».
La dulce mano seguía sobre su hombro. Llevado por un impulso,
Shanti alzó la suya propia y, sin volverse, la oprimió cálidamente.
Svetania lanzó una leve exclamación.
—Tienes la mano herida —dijo—. Y este pobre esclavo víctima
de mi locura sigue en el suelo, quizá sin vida.
La mano de la princesa se zafó de la suya, y poco después
Shanti oyó cómo ella hablaba por el comunicador, solicitando la
presencia del médico de a bordo.
Sintió un inmenso alivio cuando el facultativo comunicó que Kurt
Valder estaba solamente herido, y que se repondría con prontitud.
Luego el alivio moral se hizo físico cuando la fresca celulina cubrió
su mano herida. Quiso hablar, disculpar sus actos ante Svetania,
pero ella le hizo callar tocándole los labios con suavidad.
—Hemos errado los dos, Shanti —dijo—. Yo mucho más que tú.
Separémonos ahora. Solo te ruego que pienses con calma en todo
lo que ha ocurrido, y medites sobre ello. De igual modo que tú tienes
tus ideales, y puedes golpear y matar por ellos, considera que yo
puedo tener los míos, y defenderlos con mis propios poderes. Yo
también meditaré sobre lo que los próximos días nos podrán traer.
De nuevo te pido perdón, Shanti.
Shanti Belt no vio a Svetania en todo el resto del día, ni tampoco
en la siguiente noche. Cenó a solas en su camarote, pensando en el
Imperio, en la esclavitud que en él estaba institucionalizada, y en mil
cosas más. Y sobre todo pensó en la princesa, y en su aura, y en su
poder sobre los deseos de los hombres. Y también en aquella
enigmática misión en la que ella parecía tan interesada, y en la cual
el propio Shanti podía, quizá, ser llamado a participar. ¿Tendría
algún significado el negarse a ello?
Odiaba en ocasiones a la princesa, y en otras la deseaba.
Pensaba en cada una de sus palabras, y pretendía deducir de ellas
si acaso algún día podría lograrla. Y luego decidía de pronto
renunciar al Anillo y regresar a su antigua posición, a sus viejos
ideales según los cuales todo esclavo aspiraba a ser liberado, y el
estado servil era un mal absoluto. Pensaba luego en sus amigos
muertos, y en el fin de la conspiración de la que un día formara
parte. Y una y otra vez se estremecía al rememorar el poder que
Svetania había ejercido sobre él. ¿Dónde, en qué rincón maldito de
la Galaxia se hallaba la fuente de aquel poderío, del dominio de
Svetania sobre las pasiones humanas, de la inmortalidad de Turmo?
Su sueño fue inquieto aquella noche. Le pareció en un momento
dado oír el retumbar del tambor y el pausado batir de los remos, y
se imaginó a sí mismo encadenado a uno de ellos, reducido a la
clase servil «y sin desear ser liberado». Despertó entonces
sobresaltado y tan solo pudo oír el rumor del viento sobre las velas.
Luego volvió a sumirse en el sueño, y nuevas visiones le acosaron.
Cuando finalmente despertó, ya con la luz del día penetrando por
los ventanos del camarote, permaneció algún tiempo en el lecho,
pensando en cómo enfrentarse de nuevo a Svetania. ¿Debía actuar
como si nada hubiera ocurrido? ¿Quizá pedir disculpas por su
arrebato del día anterior?
Voces excitadas que llegaban desde cubierta le animaron al fin a
salir. Y pronto comprendió que un suceso imprevisto relegaba la
solución a su problema, dejándola para más adelante.
El «Estrella Brillante» se había detenido en medio del mar. Sus
velas habían sido arriadas, y los remos descansaban. Toda la
tripulación se apretaba en la borda de estribor, en tanto que
Svetania en persona departía en el puente con los dos oficiales de
la nave.
Muy cerca de esta, semihundido en las aguas, podía verse el
pecio de lo que fuera una orgullosa trirreme. Una canoa
perteneciente al pentecóntero de la princesa bogaba lentamente a
su lado, tripulada por tres marinos.
Shanti se unió al grupo del puente, y pudo ver que sus
componentes estaban muy serios y aún podría decirse que
alarmados. La propia Svetania parecía incluso asustada. No se
animó a hacer ninguna pregunta.
—¡No vemos nada! ¡Ningún cuerpo! —gritó uno de los que
tripulaban el batel.
—¡Regresad a bordo! —respondió el primer oficial, gritando para
hacerse oír.
Svetania se volvió hacia el oficial.
—¿La serpiente de mar? —preguntó en un murmullo.
Pero el marino negó con un movimiento de cabeza.
—Creo que algo peor, mi señora —dijo—. Las mareas han sido
este año muy altas sobre el Atolón…
La princesa se mordió los labios.
—¿El Rey? —susurró.
—Eso me temo —replicó el marino—. Mi consejo es de izar las
velas y navegar hacia Skarm, mi señora.
Svetania se limitó a asentir. La canoa alcanzaba ya el costado
del pentecóntero, y los esclavos se preparaban para izarla.
Fue entonces cuando Shanti vio la desgarrada bandera que aún
pendía lamentablemente del palo mayor del pecio. Reconoció el toro
rojo.
—¿Era Alexis de Nhabia? —preguntó.
Svetania se volvió hacia él.
—Sí, Shanti —dijo—. Era Alexis de Nhabia.
—Pero ¿qué ha sido lo que le ha atacado?
Svetania dirigió una preocupada mirada al mar. Ya se daban las
primeras órdenes, y los esclavos remeros entraban bajo cubierta, en
tanto que las velas eran izadas.
—Es un animal marino —respondió—. Uno de los peores
encuentros que una nave puede tener en los mares de Olimpia.
—¿Un animal? —se extrañó Shanti—. ¿Es que no había armas
modernas a bordo de la trirreme de Alexis de Nhabia?
Svetania negó.
—Tan solo algunos arpones de pesca, lo mismo que en esta —
dijo—. Y el Rey es difícil de matar.
Shanti sintió que se apoderaba de él una súbita cólera, mezclada
con un inicio de pánico.
—Pero ¿cómo es posible esto? —casi gritó—. ¿Cómo se puede
navegar desarmado por un mar infestado de monstruos?
—Hemos elegido vivir así —repuso Svetania—. ¿Recuerdas a
los muertos de la Apertura del Mar?
Shanti apretó los labios. Sí se acordaba de la feroz carrera de las
cuadrigas hacia el mar, y de los cuerpos inmóviles que quedaban
tras ella.
—Los Larios tenemos libertad de morir —concluyó Syetania—.
Pero luego desmintió el laconismo con un leve suspiro.
—Pero… precisamente ahora… —susurró para sí misma.
Echó una última mirada al mar y, sin más palabras, dio la
espalda a Shanti y se dirigió a su cámara.
Shanti reprimió los deseos de seguirla. Recordó que no se había
disculpado ante ella por haberla golpeado, y por haber intentado
violarla. Y como ella sí lo había hecho por no haberse dejado violar,
bien que utilizando un poder humillante para él. Sintió una oleada de
vergüenza de sí mismo.
Pero de nuevo el temor desplazó a cualquier otro sentimiento.
Avizoró inquieto la superficie marina, sin que viera nada inusitado en
ella. Las velas estaban henchidas, y el tambor de los remeros
retumbaba bajo cubierta, colaborando en la marcha del navío. Los
restos de la trirreme hundida habían quedado ya muy atrás.
Se acercó al primer oficial, que parecía tan inquieto como él
mismo.
—¿Mi señor? —preguntó el marino.
—¿Qué es lo que nos amenaza?
El oficial lanzó una breve mirada al mar, mordiéndose los labios.
—Es un habitante del mar, mi señor, y al mismo tiempo es un
diablo —dijo en un murmullo—. El Rey vive en la laguna interior del
Atolón, lejos hacia el Norte, y sus súbditos, los de su misma
especie, los que se alimentan en el mar, acuden allí, y constituyen a
su vez el alimento del soberano. Este crece y crece hasta hacerse
gigantesco, y lanza al mar las huevas que hacen que la especie se
reproduzca. Muere luego, y es devorado por sus súbditos, el más
fuerte de los cuales ocupará luego su lugar.
«Algunas veces las mareas son altas junto a Atolón, cuando la
posición de las lunas lo permite. Y entonces el Rey puede nadar
sobre los arrecifes y salir a mar abierto».
No dijo más, y Shanti observó que extendía los tres dedos
medios de su mano derecha, formando el signo del tridente para
solicitar la protección de Neptuno Poseidón, señor de los mares.
No se animó Shanti a meterse en la cámara, sino que continuó
contemplando el mar desde cubierta, mientras la nave avanzaba a
toda la velocidad que sus medios podían darle. La amenaza no se
hizo visible y cuando el vigía lanzó su grito, fue para avisar, con
alegría, que la isla de Skarm estaba a la vista.
De nuevo apareció Svetania en cubierta y en esta ocasión se
mostró más optimista.
—Skarm es la escala obligada para muchas de las naves que
cruzan estos mares —explicó a Shanti—. Hay en ella un templo de
Neptuno Poseidón y, lo que para nosotros es más importante, una
emisora. Podremos solicitar un vehículo aéreo e incluso avisar
desde él a todas las naves del peligro que corren.
—¿Y el monstruo?
—El Rey no gusta de los fondos bajos. En cuanto entremos en el
puerto de Skarm estaremos a salvo.
Pero apenas tales palabras llegaron a tranquilizar a Shanti,
cuando un grito agudísimo surgió del puesto del vigía.
—¡Allí está! ¡Allí está! ¡El Rey!
Corrieron todos a la banda de estribor, en tanto que los oficiales
gritaban diversas órdenes dirigidas a gavieros y remeros. Allá,
apenas un centenar de metros de la nave, el océano parecía hervir
en una gran extensión.
—¡Vira a babor! —gritó el primer oficial, frenético—. ¡Aprisa!
¡Aún podemos llegar a Skarm!
Por unos instantes pareció que la amenaza iba a ser dejada
atrás. Luego la extensión de mar bullente pareció ponerse también
en movimiento, dirigiéndose a la nave a mayor velocidad de la que
esta era capaz de desarrollar.
—¡Ahí viene! —exclamó entonces el primer oficial—. ¡Prepararse
todos para la lucha! ¡A los arpones, vosotros!
Y de nuevo tuvo Shanti un acceso de rabia al darse cuenta del
desastre que se avecinaba. ¡Los dueños de un Imperio Galáctico,
atacados por un estúpido monstruo marino, y defendiéndose de él
con arpones! Pensó que él mismo podía morir allí, en aquel anodino
viaje naval que había creído ser de placer, y maldijo furiosamente
contra su destino, ya que en los dioses no creía.
Pero ya el Rey comenzaba a mostrarse ante sus enemigos. El
hervir de las aguas se acentuó, y de pronto mil tentáculos
serpentearon desde allí, como un inmenso nido de víboras. Algo
enorme y oscuro brotó de entre la espuma, y el monstruo quedó por
completo a la vista.
Sobre las aguas se veía un inmenso círculo de carne negruzca,
con una protuberancia en el centro geométrico. Y todo alrededor de
aquel círculo, como rayos brotando de una imagen clásica del sol,
los tentáculos se alzaban y se abatían, azotando el mar y
levantando olas enormes. La bestia circular debía medir más de
treinta metros de diámetro, sin contar la extensión de los tentáculos,
algunos de los cuales llegaban casi a alcanzar el casco de la nave.
Aún siguieron los remos batiendo desesperadamente, pugnando
por alejarse del formidable enemigo, pero luego este batió el mar de
nuevo, a su vez, con sus múltiples extremidades, y se propulsó
hasta tener a su alcance la infortunada «Estrella Brillante» de Laria
Svetania Kluténida.
Una docena de tentáculos se enredaron con los remos de
estribor, arrancando algunos de su sitio y rompiendo en dos otros. El
buque se detuvo con una sacudida que hizo rodar por cubierta a
muchos de los que la ocupaban. A continuación llegó el asalto
propiamente dicho.
Un terrible coro de gritos estalló en el pentecóntero cuando los
tentáculos cayeron sobre cubierta. Shanti no pudo ver apenas
ningún gesto de defensa, fuera de un arpón que, lanzado por
alguien, trazó una parábola en el aire, golpeó de lado la base de uno
de los tentáculos y se sumergió inofensivamente en el agua. Corrió
él mismo para ponerse en salvo, y todos corrieron junto con él. En
un abrir y cerrar de ojos la cubierta se limpió de gente, pues
mientras unos se introducían bajo ella por las salidas del espacio
destinado a los remeros, otros asaltaban las cámaras de los
pasajeros. Mezclado con un grupo de marineros demasiado
asustados para reconocerle por Lario, Shanti penetró en el estrecho
pasillo entre las cámaras. Un hombre cayó ante él, haciendo
tropezar a otros varios. Miró afuera y se horrorizó al ver cómo un
largo tentáculo arrebataba por los aires un ser humano que se
retorcía y chillaba.
—¡Svetania! —gritó.
La princesa estaba junto a él, igualmente llevada y empujada por
los despavoridos serviles. Fue impulsado contra ella al inclinarse
alarmantemente el barco.
—¡Arpones, arpones! —gritó alguien. El segundo oficial de la
nave, armado de un hacha, se abrió paso por el corredor, seguido
por algunos marinos que empuñaban los arpones. Sin saber cómo,
Shanti se vio con uno de ellos en las manos, y se unió al
improvisado contraataque que parecía dispuesto a salir a la
cubierta.
Un tentáculo penetró de pronto por la puerta, haciendo
retroceder a los que ya llegaban a ella. Entre la general gritería,
Shanti creyó oír a Svetania que le llamaba. Pero toda sensación se
fundió en un terrible pánico ante la sola idea de ser siquiera rozado
por el tentáculo. Retrocedió apresuradamente y, como se le
enganchara el arma en el quicio de un armarillo, la abandonó. Pudo
ver cómo el oficial, más valeroso que él, atacaba furiosamente el
tentáculo con el hacha, en tanto que otro hombre le hincaba un
arpón. El furioso miembro se retiró.
—¡Shanti! —gritó de nuevo la princesa. Se precipitó en la
cámara de ella, en tanto que la nave se inclinaba aún más de
banda, y en el pasillo unos hombres avanzaban y otros retrocedían.
Dentro de la cámara, al menos se podía respirar, aunque los
muebles habían quedado volcados en gran parte por la cada vez
más peligrosa inclinación de la nave. Svetania llamó su atención
hacia la ventana.
—Viene un barco —dijo.
Shanti se aproximó al ventanal, que se abría prácticamente
sobre el inmenso cuerpo del monstruo. Tan inclinado estaba el
pentecóntero que tuvo que acuclillarse para tener una vista del
horizonte. Allí, muy lejos, se alzaba la negra mole de la isla de
Skarm, el refugio al que no habían podido llegar. Pero una gran
trirreme, pequeña en la lejanía, navegaba a toda vela hacia el lugar
donde se desarrollaba el combate.
—Es la «Quimera Negra» de Turmo —dijo Svetania—. Debía
estar cerca de Skarm cuando ha visto lo que sucedía. Viene a
auxiliarnos.
—¿Tendrá a bordo armas modernas? —deseó más que preguntó
Shanti.
Pero Svetania meneó la cabeza con desaliento.
—Estoy segura de que no. Aunque antes de salir hayan llamado
a Olimpia desde la isla, no creo que ningún arma moderna pueda
llegar hasta aquí a tiempo. En Olimpia están prohibidas.
—¡Pero viene hacia aquí! —exclamó Shanti—. ¡Va a atacar al
monstruo!
Armas modernas o no, se sintió animado y excitado al pensar en
el poderoso Auriga Negro lanzado en su ayuda, en demanda de un
peligro que ellos habían intentado esquivar. En el resto de la nave,
los hombres que combatían o se escondían debieron haber visto
también el negro navío de Turmo, pues estallaron algunas voces de
aliento.
Ahora el Rey estaba prácticamente pegado al pentecóntero,
enlazando los palos con sus tentáculos, en un aliento por volcarlo y
hacer saltar al agua a aquellos para él animalillos que lo tripulaba y
que había escogido como alimentos. Otros tentáculos azotaban la
cubierta, haciendo retroceder a quienes pretendían
esporádicamente salir a ella para combatir. Nada de cuanto pudiera
hacerse contra el titán parecía suficiente para hacerle abandonar su
presa.
Pero un nuevo enemigo se acercaba, a todo poder de vela y
remo. No debió reparar en él el monarca marino, tal vez porque su
estrecho cerebro animal juzgara inconcebible que cualquier otro ser
viviente del universo tuviera la osadía de atacarle. Así, pues, la gran
«Quimera Negra» enfiló su espolón hacia el monstruo, atravesó
como un ariete la nube de tentáculos que en el último momento
quiso interponerse en su embestida y se clavó profundamente en el
negro cuerpo.
El Rey tuvo una estremecedora sacudida al sentirse herido.
Shanti pudo ver el mascarón de proa, también de oscuro color, de la
nave de Turmo, rodeado de tentáculos serpenteantes como un
diablo entre las llamas del infierno. Vio el mar teñirse con la sangre
verdosa del gigante herido. Vio la granizada de arpones que brotaba
de la otra cubierta, acribillando el lomo circular.
Y vio algo más, algo inconcebible. Pues lanzado al abordaje
como un antiguo corsario, un hombre había saltado sobre el mismo
cuerpo del Rey, enarbolando un gran sable, algo parecido a un viejo
alfanje turco. Por encima de la carne negra, esquivando los
tentáculos, el atacante, también ataviado con oscuras vestiduras,
corría hacia el centro del círculo vivo, agitando su arma. No podía
ser sino Lario Turmo de Khurán, el héroe lanzado al socorro de sus
amigos.
—Quiere alcanzar el ojo del Rey —dijo Svetania, junto a Shanti
en la ventana de la cámara—. ¡Quiere matarlo él solo! La bestia
debió darse entonces cuenta del peligro que la amenazaba, pues los
tentáculos de casi la mitad de su circunferencia convergieron en la
figura que corría sobre su cuerpo. Defendióse el poderoso Turmo
con terribles sablazos, y Shanti creyó ver como con uno de ellos
quebraba en dos partes un tentáculo. Pero otros acudieron, y el
avance del Auriga Negro se vio detenido. Al mismo tiempo se
reanudó el salvaje tirar de los palos del pentecóntero, y otros
tentáculos partieron al ataque de la «Quimera Negra».
—El Rey no está vencido —murmuró Svetania, y Shanti creyó
percibir miedo en su voz—. Aún puede destruirnos. Y fue
precisamente entonces cuando Shanti enloqueció. No por el miedo
a la muerte, ni por el deseo de proteger a la mujer que estaba junto
a él, ni por un súbito afloramiento de valor. No, simplemente se
encontró incapaz de consentir que Turmo matara al monstruo, que
resultara ser el liberador de Laria Svetania. De pronto su enemigo
no fue el Rey, sino el Auriga.
Se vio de pronto en el pasillo, atropellando a los marinos serviles
que contemplaban la lucha de la «Quimera Negra» desde la puerta,
momentáneamente libre de tentáculos. A uno arrebató un arpón, y a
otro un largo cuchillo. Salió al aire libre, a la cubierta del
pentecóntero, desierta de tripulantes.
En un relámpago de intuición, sus ojos se dirigieron al palo
mayor, inclinado casi en un ángulo de cuarenta y cinco grados,
aferrado por varios poderosos tentáculos que tiraban de él hacia la
borda. Había una cuerda atada al tope y sujeta por el otro cabo a la
base. ¡Aquello era!
Oyó gritos y llamadas tras él, mientras corría por la cubierta,
esquivando un par de tentáculos que se agitaban ciegamente. ¡La
cuerda! ¡La cuerda! Llegó a la base del palo y rápidamente se puso
arpón y cuchillo bajo el brazo mientras la desataba. Más tarde, al
pensar fríamente en lo que entonces realizara, Shanti sentiría horror
por aquella carrera loca, a merced del monstruo que, a no ser por la
diversión del ataque de Turmo, allí mismo le hubiera atrapado. Pero
entonces nada pensaba, decir, tan solo en una idea obsesiva.
Llegar antes que Turmo al ojo de la bestia, a la protuberancia
que surgía del centro geométrico del círculo vivo. ¡El punto
vulnerable!
Ya la cuerda estaba desatada, y varios tentáculos se movían
hacia él. Aferró las dos armas y, agarrándose con todas sus fuerzas,
dio impulso con los pies contra el mástil y se balanceó al extremo de
la cuerda como un péndulo, como aquel viejo héroe selvático
terrestre colgado de una liana, por encima de la cubierta, del mar y
del hormigueo de los tentáculos.
Fue tan solo en aquel instante cuando sintió una centella de
miedo, de no poderse volver atrás. Pero en el instante siguiente ya
estaba sobre el monstruo. No tuvo sino que soltarse y cayó de lleno
sobre la carne negruzca, a poca distancia de su objetivo. Rodó un
trecho en aquel suelo vivo e inmundo, y sintió una atroz quemadura
al tocar con la mano desnuda la piel del Rey. Comprendió que un
jugo urticante cubría a su enemigo, pero ello apenas despertó en él
un atisbo de repugnancia. Estaba sobre su enemigo, luchando
cuerpo a cuerpo con él.
El sorprendido Rey fue lento en reaccionar. Cuando los primeros
tentáculos abandonaron la borda del pentecóntero o la de la trirreme
para tenderse hacia su agresor, ya Shanti se hallaba junto a la
protuberancia vital. Vio una superficie viscosa, en la que su propio
rostro se reflejaba deformado. Gritó ¡y hundió el arpón con todas sus
fuerzas!
Fue un momento de alegría salvaje, de rabia, miedo y placer
mezclados. Shanti se apoyó con todo su peso en el astil del arma, y
vio cómo el hierro se hundía profundamente en aquella gelatina,
seguido por la misma madera, en busca del vital centro cerebral.
Empujó hasta que sus manos se hundieron también en aquella
masa blanda y temblorosa, mientras sentía más que veía las
sombras de los tentáculos que se cernían sobre su cabeza. Y de
pronto el centro vital fue alcanzado. En un terrible espasmo de dolor
silencioso, todos los tentáculos del monarca se erizaron hacia fuera,
como los rayos de un astro incandescente. Ni un sonido dejó
escapar el titán, pero Shanti sintió en todos los nervios de su cuerpo
el alarido de muerte, la protesta del gigante abatido por el pigmeo.
Vio los dos barcos rechazados bruscamente sobre el mar, girando y
bamboleándose. Vio no muy lejos de él a Lario Turmo, esgrimiendo
su gran alfanje, sin comprender aún lo que había ocurrido.
Pero nada le importaba de cuanto tenía alrededor. Gritando
inarticuladamente, atacó a cuchilladas al moribundo monstruo,
desgarrando la carne, haciéndola saltar en jirones. Pues él era el
triunfador, el David vencedor del Goliat oceánico, el enemigo al que
ahora destrozaba. Creyó oír el trueno de gritos procedentes de los
dos barcos, y comprendió que se había convertido en un héroe, que
había superado al Auriga Negro, que el rescate de Svetania le
correspondía a él, y no a otro. Pero incluso aquella idea quedaba
desdibujada ante el terrible impulso de cortar, de destrozar la carne
enemiga, indiferente a las quemaduras que esta le causaba en las
partes descubiertas de su cuerpo.
Finalmente una inmensa ola cayó sobre él, arrastrándole, y
comprendió que el monstruo se sumergía para buscar su fin en las
simas del océano.

No tuvo consciencia de haberse desmayado. Sencillamente le


pareció que de algún modo mágico había sido arrebatado
instantáneamente del mar en el que se debatía para aparecer,
luego, limpio, seco y vendado, en un suave lecho, ante una serie de
rostros que le contemplaban.
Estaba Svetania, desde luego. Y también Lario Turmo. Y otros a
quienes no conocía. Se sentía inmensamente cansado y hubo de
hacer un verdadero esfuerzo para sonreírles.
—¡Bravo! —tronó la voz de Turmo, y su sonrisa de respuesta era
sincera—. Lario Shanti de Shaar está de nuevo con nosotros.
—¿Pero dónde? —pudo hablar trabajosamente el nombrado—.
¿Y el monstruo?
—Estás en el templo de Skarm —respondió Svetania, con
suavidad.
—Y el monstruo flota sobre el océano, muerto por tu mano —
completó la respuesta Turmo—. Los habitantes del mar deberán
elegir un nuevo rey, allá en el Atolón.
Shanti pugnó por incorporarse, pero le fallaron las fuerzas y cayó
de nuevo en el lecho.
—Te rescatamos medio ahogado, pero todavía con el cuchillo en
la mano —explicó Turmo—. Y el jugo urticante del Rey te había
atacado los brazos, las manos y parte del rostro. Felizmente los
sacerdotes de Neptuno Poseidón mantienen aquí un pequeño
hospital para cuidar de las víctimas del mar.
—Un hospital con todos los adelantos modernos —dijo otro de
los que le rodeaban. Shanti vio que usaba la túnica sacerdotal.
Curiosamente pensó que aquella era la primera vez que hablaba
con un sacerdote de la Religión Imperial.
—En el mar nos hubieran hecho falta algunos de los adelantos
modernos —dijo de pronto, sintiendo que volvía a su mente la
incongruencia de toda aquella batalla librada.
Pero Turmo se echó a reír.
—¿Armas desintegradoras? —preguntó—. ¿Y abandonar el
riesgo que es para los Larios la auténtica alegría de vivir? No, amigo
Shanti. Luchamos contra los monstruos marinos de igual a igual, y
tú te has podido batir noblemente con el Rey. Ha sido tu victoria,
Shanti de Shaar, tu victoria como hombre y como Lario.
La mano de Svetania se posó sobre la frente de Shanti.
—Como hombre y como Lario —repitió las palabras de Turmo. Y
en ellas el hombre postrado en el lecho creyó detectar algún oculto
significado.
—¿Y bien, sacerdote doctor? —preguntó bruscamente el Auriga
Negro—. ¿Puede levantarse?
—¿Para qué? —preguntó la princesa.
—¡Para presentarse ante las naves! Los marinos quieren rendir
homenaje a quien ha salvado sus vidas y sus navíos.
El sacerdote médico se encogió de hombros.
—No tiene herida alguna, fuera de las quemaduras que ya le
hemos prácticamente curado. Solo se encontrará un poco débil.
—Pues yo le prestaré mi brazo, si hace falta —decidió el Auriga
Negro—. ¡Vamos, favorito de Neptuno Poseidón!
Se inclinó sobre el lecho, y su fantástica aura de poder envolvió
a Shanti prestándole fuerzas aún antes de que la mano de Turmo le
tocara. Alzóse, y se encontró vestido con un holgado pijama gris, de
tela muy suave. Turmo le envolvió en una capa de color azul,
abrochándosela él mismo al cuello.
—Con esto estarás presentable —dijo.
Shanti dio un paso hacia delante, y se sintió tambalear. Al
instante el brazo del Auriga Negro le rodeó, manteniéndole en pie.
—Vamos —dijo—. Las tripulaciones están impacientes por
aclamarte.
Salieron en grupo a una pequeña explanada ante el templo. Más
allá había una rotonda que daba al mar. Detuviéronse los
acompañantes, y tan solo Turmo continuó a su lado. Abajo, las dos
naves flotaban en la bahía, visiblemente en reparación.
—¡Marinos! —gritó Turmo, y su voz retumbó sobre la tierra y el
mar—. ¡Este es Lario Shanti de Shaar, que ha matado al Rey, y
salvado nuestras naves!
Hubo una breve pausa, y luego los remos se alzaron en el aire,
mientras los tambores retumbaban en las cámaras interiores. Un
terrible vocerío llegó desde las naves.
—¡Shanti! ¡Shanti! ¡Shanti!
El así aclamado recordó el homenaje a Neptuno Poseidón en el
puerto de Olimpia, y se asombró al ver que se le rendía un
homenaje igual al de un dios. Levantó la mano con esfuerzo para
corresponder.
Durante un minuto las aclamaciones se sucedieron. Luego, la
mano de Turmo se posó sobre su hombro.
—Bien, ya puedes regresar —dijo—. Ya tienes ganado el
corazón de todos esos hombres de mar, de todos nuestros
hermanos serviles.
Shanti asintió maquinalmente, mientras daba media vuelta.
Pensaba en el esclavo remero de la «Estrella Brillante», aquel Kurt
Valder a quien tan brutalmente golpeara. Se sintió satisfecho al
pensar que también él le debía la vida, que también él le habría
aclamado desde su puesto en el pentecóntero.
—Y a esas aclamaciones quisiera que añadieras mi propia
felicitación —le estaba diciendo Turmo—. Si he de decirte la verdad,
no pensé que te atrevieras nunca a lanzarte sobre el mismo cuerpo
del Rey para acabar con él. Confieso que te minusvaloré, Shanti de
Shaar…
Shanti se volvió hacia él y sonrió:
—¿Acaso no hiciste tú antes lo mismo, Turmo de Khurán? —le
replicó usando su mismo estilo.
Turmo le devolvió la sonrisa de forma más amplia. —Arriesgaba
menos que tú —dijo—. Recuerda que soy inmortal. El Rey no podía
darme muerte.
Shanti sintió un leve escalofrío. ¿De verdad pensaba Turmo lo
que decía? ¿Creía seriamente que su pretendida inmortalidad le
hacía invulnerable ante cualquier ataque físico? ¿Y podría ser que
estuviera en lo cierto?
Y entonces sintió de súbito el dolor de una vieja herida. No
ninguna de las que el Rey le infligiera en el combate oceánico. Era
la llaga antigua, la de su propio puñal, esgrimido por Svetania, justo
sobre su corazón.
—Tampoco yo arriesgaba nada —respondió—. El Rey no podía
matarte a ti por ser inmortal, pero tampoco a mí, pues estoy muerto.
Turmo le consideró curiosamente, como queriendo medir el
sentido de sus palabras.
—¿Muerto? —preguntó—. No tienes aspecto de ello, pero lo
aceptaré, puesto que tú no has dudado de mi inmortalidad.
Su mano sostuvo de nuevo al inseguro Shanti, mientras se
aproximaban al grupo de Svetania y los otros.
—Regresemos al templo de Neptuno Poseidón —concluyó el
Auriga Negro, riendo—. Una buena pareja de luchadores, en
verdad. El Inmortal y el Hombre Muerto.
Un instante más tarde todos estaban de nuevo en el interior del
templo, mientras el volador llamado para recogerles se aproximaba
a la isla.
CAPÍTULO VIII
LAS SIETE PUERTAS DE PÓRFIDO

«No cabe ninguna duda de que, mucho antes de la expansión de la


raza humana por la Galaxia, otras civilizaciones habían dominado
parte de la misma, quizá incluso su totalidad. Los restos y ruinas
hallados en diversos planetas sin vida lo demuestran sin duda
ninguna.
»No obstante, es preciso considerar con desconfianza los libros
legendarios que pretenden describir, de forma más o menos críptica,
el esplendor de aquellas culturas desaparecidas, y que en algunos
casos se presentan como pertenecientes a ellas. Los testimonios
que tales obras presentan son con frecuencia contradictorios, y
parecen referirse a varias civilizaciones distintas y aun opuestas, de
no tratarse, como parece ser más probable, de simples
mixtificaciones.
»Vistos a la luz de la ciencia los vestigios conocidos de las
llamadas Antiguas Civilizaciones, lo único cierto que de ellas
podemos decir es que adoptaron formas completamente diferentes
a la civilización humana y sus contemporáneas, y que algunas de
sus realizaciones resultan por completo inconcebibles para las
ciencias y mentalidades del conjunto de razas que en la actualidad
pueblan nuestra Galaxia».

(Karla Yazid: «Los Mitos del Espacio y su Realidad Histórica»).

«Grandes Antiguos (también Grandes Galácticos o Precursores):


(mit) Raza legendaria que, según ciertos mitos, habría dominado el
Universo mucho antes de la aparición de las que hoy conocemos.
Poseedora de una ciencia superior y, según algunos, emparentada
con antiguas divinidades».

(Pequeña Enciclopedia Galáctica).

«La ciencia o arte del Sumo Contacto, la posibilidad de abrir


puertas o puntos de comunicación entre nuestro universo y otros
adyacentes es generalmente atribuida a los Grandes Galácticos, y
aún se dice que fue la culpable de su desaparición. De ser así no
queda sino felicitarse de que la actual ciencia galáctica sea incapaz
siquiera de recorrer los primeros pasos de semejante camino a la
extinción».

(Abu Shr’glaith: «El Libro de los Conocimientos Perdidos»).

La Mansión de Lur, edificada por orden de Laria Svetania


Kluténida en las tierras de su pertenencia, dentro del vasto
continente conocido con el nombre de Tierra Firme, era un gran
alcázar rodeado de parques y jardines, dotado en su interior de
todas las comodidades modernas. Una numerosa familia de
esclavos y robots cuidaba de su mantenimiento a lo largo de todo el
año, componiendo también el cuerpo de servidumbre cuando su
señora se alojaba allí.
Shanti se encontraba allí como en casa propia, en tanto se
reponía de su movido encuentro con el Rey marino al que venciera
en singular combate. No le había faltado la visita de sus amigos,
incluso había recorrido una vez en aero los alrededores,
sobrevolando los terrenos de caza adyacentes, amplias estepas
pobladas de ciervos y gamos al Norte y una espesa selva rebosante
de los más diversos animales indígenas al Sur. La princesa era
aficionada a los deportes cinegéticos, y Shanti pensó que quizá no
tardaría él mismo en verse envuelto en una partida de caza junto
con ella y quizá otros Larios invitados.
Pero cuando, en el cuarto día de su estancia, Laria Svetania hizo
salir a los esclavos que les servían en su comida, quedando sola
frente a él en el cuidado comedor de la Mansión de Lur, Shanti
comprendió que los temas que a continuación se tratarían serían
más importantes que el planteamiento de cualquier diversión.
Svetania estaba radiante frente a él, tanto por la propia aura a la
que casi había ya tomado Shanti como algo acostumbrado, como
por una nueva expresión, mezcla de triunfo y ansiedad. A Shanti le
pareció que nunca la había visto tan hermosa.
—Shanti —dijo ella—, quiero que me escuches con atención,
porque lo que tengo que relatarte es quizá la historia más extraña
que hayas oído nunca, y la propuesta que luego te haré será con
toda seguridad la más extraordinaria que un ser humano haya
hecho a otro desde que nuestra raza existe.
Shanti sonrió con suavidad.
—Es tu secreto ¿no es cierto? —preguntó—. El secreto que
compartes con Turmo, y sobre el que toda Olimpia hace conjeturas.
¿Es ello?
Svetania asintió.
—Te quería a bordo de mi propio pentecóntero para estudiarte
durante el viaje, para hablar contigo, descifrar tu carácter… para ver
si «podía» hablarte como lo voy a hacer ahora. Te noté próximo a lo
que yo quería nada más verte por primera vez, cuando irrumpiste
cuchillo en mano en mi habitación, allá en Olimpia. El poder que me
ha sido concedido me lo reveló así. Pero necesitaba conocerte a
fondo, estar segura de que me sería permitido revelarte la historia
que pronto vas a saber. Y estuve segura al fin después de tu lucha
con el Rey… Shanti estalló entonces en una risa nerviosa.
—¡Mi lucha con el Rey! —exclamó—. Svetania, tú sabes
perfectamente que solo la absurda tradición de prohibir el uso de
armas modernas en Olimpia fue la causa de esa estúpida batalla.
De haber dispuesto de un desintegrador la famosa epopeya se
hubiera limitado a la simple presión de un dedo sobre un gatillo.
—Eres tú el que se equivoca —replicó la princesa, sin alterar la
voz—. La importancia de la lucha estriba en que fue librada en
condiciones de inferioridad, con armas blancas. Escucha, Shanti;
existen en nuestro universo trampas y peligros tales que nuestra
ciencia moderna es comparable ante ellos a un arpón o un cuchillo
frente al poderío del Rey. La lucha contra ellos, utilizando todos
nuestros recursos técnicos es igual a la que tú llevaste a cabo frente
al monstruo marino, ni más ni menos. Y si tuviste valor para librar
esta, demostraste ser capaz de realizar la otra. El valor humano es
indivisible, Shanti, y tú lo posees, aunque en ocasiones parezcas
avergonzarte de él.
Shanti no supo qué contestar. Se limitó a tragar saliva.
—Pero mi argumento decisivo no es la lucha en sí, sino su
motivo. ¿Sabes tú mismo por qué atacaste al Rey, por qué te
lanzaste de aquella manera sobre sus lomos?
—Por ti —respondió decididamente Shanti—. Por salvar tu vida,
Svetania.
—No lo dudo —admitió ella—. Pero hubo también otro motivo.
Se inclinó sobre la mesa, y sus brillantes ojos se clavaron en el
rostro de Shanti.
—Viste a Turmo abordar el monstruo —dijo—. Le viste avanzar
sable en mano entre sus tentáculos, y no lo pudiste resistir. Quizá
atacaste al Rey para que este no acabara con mi vida, pero tu más
profundo motivo fue el de que no fuera Turmo quien la salvara, sino
tú, tú mismo, Shanti de Shaar. De nuevo quedó silencioso el
nombrado, pues de haber respondido no hubiera podido hacer sino
asentir. Una vez más Svetania había desvelado sus más ocultos
pensamientos y motivaciones.
—Luchaste como un Lario, Shanti —continuó ella—, por los
motivos que los Larios lo hacen. Eres digno del Anillo, y el Anillo lo
es de ti, Lario Shanti de Shaar. Bueno es que un hombre se
entregue a un ideal, pero malo resulta que quede esclavizado por él.
Contra el Rey actuaste por ti mismo, como hombre y como Lario.
—¿Y eso me hace digno de compartir contigo el secreto? —
preguntó suavemente Shanti.
—Eso y otras muchas cosas que he podido descubrir en ti —
respondió la hija de Antheor—. Digno de conocer el secreto, y digno
de alcanzar lo que ese secreto supone. Escucha ahora.
Hizo una pausa, mientras el aura rodeaba a Shanti y erizaba el
vello sobre su piel. Alguna oscura potencia parecía gravitar en la
sala, tan atenta a los labios de Svetania como su propio interlocutor
humano.
—Sabrás que Turmo y yo misma, a los cinco años de edad,
pasamos uno perdidos en el espacio —inició su relato la princesa—.
Un año desde que la nave que nos transportaba se extravió en el
curso de un salto hiperespacial, hasta que fue hallada por los
patrulleros del Imperio, en Polaris. Y algo en nosotros había
cambiado.
«Evidentemente se especuló desde el primer momento con la
idea del rapto, del abordaje de una nave desconocida al yate
“Alcotán”, en el que navegábamos, de la estancia en un planeta
extraimperial. Pero nada pudo saberse.
»Tan solo nuestros recuerdos, los recuerdos de dos niños de
cinco años, el mensaje que quizá alguien imprimiera en nuestras
mentes antes de entregarnos de nuevo al Imperio. Pero tampoco se
pudo sacar gran cosa de allí. Nuestros recuerdos eran vagos y en
ocasiones contradictorios. La investigación quedó cerrada, y se nos
aceptó tal como éramos».
Svetania hizo una nueva pausa, y sus ojos brillaron más que
nunca.
—Pero Turmo y yo compartíamos una serie de claves, de
conocimientos comunes. Un extraño lugar, alumbrado por las
estrellas, unos seres encapuchados, unos extraños humos de
colores, unos cánticos… y al fondo de todo, las Siete Puertas de
Pórfido.
—¿Las Siete Puertas de Pórfido?
—Esa denominación es común en nuestros recuerdos. Unas
puertas abiertas situadas una tras otra, por donde fuimos
conducidos. Y al otro lado… no puedo explicarlo… algo extraño,
infinitamente poderoso, indefinible…
—¿Un dios? —preguntó Shanti, impresionado a pesar suyo.
Svetania movió la cabeza a un lado u otro, nerviosa.
—¿Cómo podría saberlo? Éramos dos niños lanzados en medio
de algo que no podíamos comprender, que quizá ningún adulto de la
Galaxia pudiera tampoco hacerlo. Ahí nuestros recuerdos se borran,
o se hacen incoherentes. Pero queda el mensaje, en ello también
coincidimos. El Imperio en peligro, y la voluntad del Ser, o de los
Seres, situados más allá de las puertas. Quizá un capricho, o un
experimento, o una simple intrusión en nuestro universo de
entidades tan ajenas a nosotros que toda explicación resulta inútil.
«Fuimos elegidos, Shanti. Y nos fueron concedidos diversos
dones inexplicables, como una prueba de que habíamos sido
llamados para influir poderosamente en la historia, de modificar el
destino del Imperio, quizá de la raza humana y de las demás que
pueblan la Galaxia. El poder de Turmo, esa inmortalidad de que
gusta hacer jactancia… mis propios dones…».
—¿Pero qué ha pretendido tener en vosotros esa entidad de que
hablas? —preguntó Shanti, confuso—. ¿De qué modo podéis influir
en el Imperio, o en el destino de la Galaxia? Svetania hizo un gesto
negativo.
—No lo sé —confesó—. Quizá el momento no haya llegado aún,
quizá incluso algo haya fallado y ese momento nunca llegue. Turmo
confía que en un momento del futuro el Ser o los Seres influyan de
nuevo en nosotros, y nos entreguen el dominio del Imperio, y el
poder de extenderlo por todo el Universo. Svetania se irguió
mientras hablaba, y sus ojos relumbraron de nuevo.
—¡Pero yo no estoy de acuerdo en ello! —casi gritó—. Turmo
representaría el dominio de la fuerza bruta, del poder por el poder,
en una Galaxia sometida. Cree estar atado indisolublemente a mí
por la voluntad de los dioses, pero no ha contado con la mía. Y hoy
sé algo que él ignora. Sé dónde se encuentran las Siete Puertas de
Pórfido.
—¿Lo sabes? —preguntó Shanti.
—O al menos tengo una pista segura sobre su paradero. Y me
presentaré de nuevo ante esos dioses a los que él entrega su
destino y su voluntad.
La mirada de la princesa se fijó en el rostro de Shanti, y este
sintió el impacto candente del aura cuyo origen ahora conocía.
—Shanti, te pido que compitas de nuevo con Lario Turmo de
Khurán —dijo—. «Te pido que me acompañes hasta las Siete
Puertas de Pórfido».
Shanti se echó hacia atrás, como golpeado por un impacto físico.
—¿Yo? —exclamó—. ¿Por qué yo? ¿Cómo has pensado en mí
para sustituir a Turmo?
—Eres el hombre preciso —le replicó la hija de Antheor—. El don
que me fue ofrecido me lo dice, y mi voluntad así lo quiere. Tú
podrás llegar conmigo hasta las Puertas, Shanti, y enfrentarte con lo
que hay más allá de ellas. A mi lado, Shanti, si lo deseas.
—¿Y transformarme en un ser poseído por esos dioses o
diablos, en su herramienta para dominar nuestro Universo?
—No es así —negó Svetania—. ¡No es así! Esos dioses son
ajenos en todo a nosotros. Son tan solo unas entidades dotadas de
poderes formidables que pueden transferir o no a los humanos. No
seremos poseídos, Shanti, sino dotados de esos poderes para
detener el peligro que se cierne sobre el Imperio o sobre nuestra
raza, tal como se me hizo entender.
—¿Y entonces? —Shanti procuraba dominar el torbellino en que
se había convertido su mente—. ¿Una pareja de emperadores
inmortales tiranizando la Galaxia? ¿Es eso lo que me ofreces?
—Eso es lo que Turmo cree que le fue ofrecido. Pero no será así
en nuestro caso —la voz de Svetania se hizo casi suplicante—.
Shanti, te pido que me acompañes para compartir un desafío como
jamás antes se ha ofrecido a la humanidad. Actúa según tu
conciencia, puesto que eres un hombre ético. Pero actúa por ti
mismo, como hombre y como Lario, del mismo modo que
combatiste al monstruo marino. ¡Acepta el desafío, Shanti de Shaar!
Shanti vaciló, mordiéndose los labios. Y entonces, de un modo
devastador, le invadió la evidencia de que toda discusión era inútil,
de que ya había decidido aceptar lo que se le ofrecía. Era, como
Svetania había dicho, el mayor desafío que un hombre pudiera
encontrar ante sí. El poder de los dioses, o al menos la esperanza
de poseerlo. De nuevo el «hybris», la droga irresistible para todo ser
pensante. Había deseado salir al espacio, explorar la Galaxia en
busca de lo desconocido, descender sobre planetas extraños, en
busca de la aventura. Y ahora se le ofrecía una aventura como
jamás hubiera podido soñar.
No pudo evitar echarse a reír. ¿Qué influjo había guiado sus
pasos desde que llegó a Olimpia como un impostor, como un
aspirante a magnicida? Salido de una oscura universidad terrícola,
de la clase de los intelectuales, nunca demasiado apreciada, le
había sido ofrecido primeramente el anillo lárico, que es el don más
ansiado para los habitantes del Imperio. ¡Y ahora se le ofrecía la
alianza con los dioses!
—¿Por qué ríes, Shanti? —quiso saber Svetania—. ¿Qué hay de
cómico en lo que te he dicho?
—Que estas cosas no ocurren en la realidad, Svetania —
respondió—. Puede que en los cuentos, puede que en las viejas
leyendas, pero no en la vida real. A nadie le es ofrecido el poder de
forma súbita, nadie llega desde el arroyo al trono de esta manera. Y
lo que me ofreces pudiera ser incluso superior a la púrpura imperial,
si es cierto lo que dices.
—¿Nadie llega del arroyo al trono? —sonrió Svetania—. Muchos
fueron los que en el pasado lo hicieron, los que asaltaron el poder
desde la mediocridad, aún desde la pobreza, los que construyeron
su propio imperio a partir de la nada. Genghis Khan, Napoleón
Bonaparte, Natham Ruder, Clemmenceton… para referirnos tan solo
a la Vieja Tierra. Y no fueron pocos los que fueron elegidos y
elevados por poderes religiosos o económicos, también de la
mediocridad al poder, siéndoles ofrecido el mandato de vastos
imperios. Adolf Hitler, el falso Dimitri…
—Hablas de ejemplos que desconozco —repuso Shanti—. Sin
duda deben ser personajes de la vieja historia terrestre. Pero Tierra
era un solo planeta, y sus imperios y naciones no eran sino granos
de polvo comparados con lo que ahora pones en juego, ante mí…
Le interrumpió la risa de Svetania.
—¡Y procedes de la clase llamada intelectual! —exclamó—. Sí,
ya recuerdo pensabas dedicarte a la abogacía, como otros a la
física o a la cibernética. Pero ignoras la historia de tu propio planeta,
desprecias el pasado como toda tu generación, fuera de nosotros
los Larios. ¡Pues escucha lo que te digo! Las fuerzas históricas son
tan inmutables como las que hacen girar los planetas en torno a las
estrellas, y la clave del futuro está escrita en el pasado…
«Pero olvidemos ahora eso. Es indiferente si la oportunidad que
se te presenta es repetición o imitación de casos antes sucedidos, o
bien eres el primer ser humano en poder aprovecharte de ella. Yo
partiré en cuanto me sea posible hacia las Siete Puertas, para pedir
cuentas a los dioses de lo que me hicieron y de lo que me
prometieron, y para intentar una nueva alianza con ellos. Te he
ofrecido acompañarme, como el hombre al que quiero, y al que
estimo digno de enfrentarse a esos dioses. ¿Quieres o no quieres
hacerlo?».
El corazón de Shanti dio un gozoso salto, casi sorprendiéndole a
él mismo. Ella había dicho «el hombre al que quiero».
—Te acompañaré, Svetania —decidió—. Lo haré por ti.
—Y por ti también, Shanti —dijo ella, y el aura que la rodeaba
envolvió a Shanti, sin que por ello sus cuerpos se acercaran—. Por
Svetania, por su ambición, por su personalidad, por ella misma, por
sus virtudes y por sus defectos. Y por Shanti de Shaar, por sus
ideales, por sus ímpetus, por él mismo, por su cuerpo, su mente y
su espíritu. Pues lo que yo quiero es todo eso, del mismo modo que
todo eso es lo que tú amas. Podremos conseguirlo, si
verdaderamente estamos empeñados en ello.
Ahora sí que su rostro avanzó, y sus labios se posaron
levemente en los de Shanti, en un beso que fue tan solo un suave
roce. Y luego se separó de él, antes de que pudiera corresponder o
moverse en su dirección.
—Viajaremos en una nave de mi propiedad, bajo otras
personalidades —dijo—. Nadie, y especialmente pienso en Turmo,
debe saber lo que intentamos ni mucho menos a dónde nos
dirigimos.
Clavó los ojos en los de Shanti, y de nuevo su aura se expandió,
irradiando determinación.
—Viajaremos solos en la nave, Shanti —dijo— pero no habrá
contacto sexual entre nosotros, por más que ambos lo deseemos.
Es preciso que así sea.
Shanti frunció los labios, en un involuntario gesto de enfado.
Estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo. Sin embargo,
Svetania pareció leer en sus pensamientos, y una sonrisa dulcificó
su expresión.
—Sé lo que piensas, Shanti —afirmó—. Crees que doy una
importancia absurda al hecho de la virginidad. Te molesta, y al
mismo tiempo miras con burla el título de Virgen Olímpica que me
ha sido asignado, y al que tengo derecho. Te parece una obsesión
digna de otras épocas, completamente fuera de lugar en nuestra
era. ¿No es así?
Shanti no quiso negarlo, y se mantuvo en silencio.
—No puedo darte razones ni pruebas que te convenzan de lo
contrario, Shanti —continuó ella—, pero sí enseñarte algo en cierto
modo relacionado con las razones de mi posición.
Se alejó brevemente, para volver con un cofrecillo de madera,
que abrió ante Shanti. De su interior extrajo un medallón de un metal
dorado, provisto de cadena. Shanti vio que el rostro de la princesa
aparecía grabado en la joya. Una princesa niña, pero en cuyas
facciones podían muy bien adivinarse las de la Svetania actual.
La hija de Antheor acarició el medallón lentamente, pasando su
mano una y otra vez sobre el metal.
—Es oro —informó—. Oro común, tal como existe en todos los
planetas, en mayor o menor proporción. Ningún análisis químico
diría otra cosa. Y sin embargo…
Le entregó el medallón, y Shanti lo recogió automáticamente. En
el instante siguiente lo arrojaba al suelo con un grito. El dolor había
sido tan fuerte como inesperado, algo totalmente imposible de
resistir. Incrédulo, se miró las manos en busca de una quemadura
que no existía.
—¡Está ardiendo! —exclamó.
Svetania se acuclilló y recogió la joya, sin dar muestras de sentir
la menor molestia al entrar en contacto con ella.
—Arde solo para ti, Shanti —dijo—. Mejor dicho, arde para todos
menos para mí, para aquella que es su dueña, para la que fue
fundida, al otro lado de las Siete Puertas. Shanti se la quedó
mirando, incrédulo.
—¿Pero cómo es posible lograr una cosa así? —el dolor que
todavía sentía le hacía mostrarse un tanto irritado.
—Puedes preguntárselo a quienes la fundieron, cuando te
enfrentes con ellos —replicó—. Yo me limito a aceptar el hecho,
como uno de los muchos elementos incomprensibles que rodean las
Siete Puertas. El oro, la estructura atómica de ese elemento, que en
nuestro universo es totalmente inerte, actúa de distinta forma al otro
lado de las Siete Puertas, y con esa esencia puede ser introducido
entre nosotros.
De nuevo sus ojos se fijaron con determinación en los de Shanti.
—Deberás aceptar esto, y otras muchas cosas similares, si es
que verdaderamente deseas atravesar las Siete Puertas de Pórfido.
Y de igual forma piensa en que el hecho de la virginidad, un simple
hecho biológico que en nuestro universo puede no tener más
importancia que el que los humanos quieran darle, en relación con
las Siete Puertas puede alcanzar una trascendencia extrema.
«Me han sido conferidos ciertos poderes y, sobre todo, ciertas
posibilidades de poder. Y sé que ello depende de la virginidad, que
son consustanciales con la Virgen Olímpica. Quien me concedió el
poder, grabó en mi mente este hecho, y soy consciente de ello del
mismo modo que lo soy de estar viva». Shanti asintió, pensativo.
—De acuerdo, pues —concedió—. Viajaré con la Virgen
Olímpica, pero… —y de pronto sonrió— creo que tendré mucho que
tratar con los dioses sobre ese particular.
Svetania se hizo eco de su sonrisa, con lo que la atmósfera entre
los dos se distendió un tanto.
—Hablaremos con ellos de todo lo que los hombres puedan
hablar con los dioses —prometió—, pero eso será uno de los
principales temas, te lo aseguro. Y si los de más allá de las Siete
Puertas ignoran lo que es un hombre y lo que es una mujer, se lo
haremos comprender.
—¡Se lo haremos comprender! —repitió Shanti. Y el hormiguillo
de la aventura se apoderó de él, incitándole a la acción.
—Empecemos los preparativos —sugirió—. Ya estoy tan
impaciente como tú por alcanzar esas Siete Puertas. ¿Bajo qué
personalidad viajaremos?
—Dadas las circunstancias, nada más apropiado que dos
hermanos. Dos hermanos mercaderes, con su documentación en
regla, conduciendo un mercante hacia los mundos de la
Transmersia, cambiando, comprando y vendiendo las más diversas
mercancías.
—¿Y cómo disimularemos nuestra ausencia?
—Oficialmente estaremos de caza en las islas del Norte. Los
Larios no se entrometen en las vidas de sus iguales, y no será difícil
disimularnos a sus miradas.
Hubo una pausa, y luego Svetania preguntó, risueña.
—¿Alguna otra pregunta?
—La más importante —dijo Shanti—. ¿Cuál es nuestro destino?
—Aún no puedo saberlo a ciencia cierta —respondió ella—. Pero
puedo darte el nombre de nuestra primera escala: ¡Rigel!
CAPÍTULO IX
LA GRAN RAZA DE RIGEL

«Tal importancia había llegado a alcanzar Rigel en las mentes de los


ciudadanos imperiales, que al llegar la noticia del brutal asalto
batugsan y del exterminio de la Gran Raza, no hubo voz que no se
alzara exigiendo el envío de una expedición naval de represalia.
Pero pese a ello y pese a la comprobada hostilidad de los
batugshan hacia el Imperio, las circunstancias del momento
impidieron tal acción, limitándose las autoridades imperiales a dejar
el castigo a cargo de las entonces semiindependientes Compañías
Mercantes de Betelgeuse, que desencadenaron la que luego se
llamó Cruzada Orionita. Las consecuencias de ello no pudieron ser
más nefastas para el propio Imperio Terrestre…».

(Antón Moore: «Historia del Gran Imperio» Tomo II).

«Durante los siguientes siglos, Rigel se convirtió en el tesoro de


la Galaxia, bendición para quienes lo poseían y envidia para los
demás. Aunque el legendario saber de la Gran Raza fue destruido
totalmente por los bárbaros batugsan, sus inmensas industrias
cibernetizadas, sus astilleros y su tecnología avanzadísima
constituyó un verdadero regalo para los sucesivos estados que
tuvieron la suerte de incluirlo dentro de sus fronteras.
»Fue Rigel quien convirtió a las Compañías de Betelgeuse, que
arrojaron de allí a los batugshan, en la poderosa Confederación
Orionita, que tanto daría que hacer y lamentar a los emperadores de
Sol. En manos luego del imperio mersiano, tras la nefasta Gran
Alianza contra la Confederación, rápidamente convirtió aquel, de un
estado semibárbaro que era, en una gran potencia que estuvo a
punto de prevalecer sobre el propio conglomerado solar. Tras la
guerra mersiana, su conquista por el Imperio Terrestre sirvió, no solo
para frenar en seco la inicial crisis económica postbélica, sino para
potenciar formidablemente el desarrollo imperial, y poner los
cimientos de la reforma kluténida.
»No es extraño que las últimas palabras de Kilos el Glorioso, en
su lecho de muerte, a su sucesor Sandor, fueran las conocidas
“Eres ya Emperador. Haz lo que quieras, pero no sueltes Rigel”,
aunque luego el nuevo soberano las testificara como “Tú eres el
Emperador. Haz lo que quieras” y, latinizándolas (“Imperator
Quidquid Ipse Vis Age”), las adoptara como lema de su reinado,
simbolizando el poder absolutista del trono imperial».

(Lemuel Raabe: «El Legado de Rigel»).

Sobreviviente a las guerras y a las sucesivas invasiones, el Pilar


de la Gran Raza se alzaba, orgulloso, sobre la populosa capital,
dominando los más altos edificios de la misma, como si de pigmeos
se tratase. Impasible entre el múltiple revoloteo de aeros que le
circundaban, parecía simbolizar la tranquila superioridad de la
estirpe que lo construyó, la Gran Raza caída ante el embate de la
barbarie, pero aún en su muerte mucho más grande que quienes la
asesinaron.
Shanti no se cansaba de contemplar el gigante, perdida la vista
en las esbeltas líneas que, de crecer a algunos místicos, llevarían
en su diseño la clave de fantásticos secretos.
Muchos eran los que, antes que él, habían dirigido su vista al
coloso, desde que la Gran Raza desapareciera, y con ella el antiguo
saber que la obra simbolizaba. Bárbaros batugshán de apariencia
de batracios, príncipes mercaderes de la Confederación Orionita,
orgullosos mersianos semejantes a saurios, almirantes del Imperio
Terrestre… cada nación dominadora tras haber expulsado a sangre
y fuego a la anterior, pero todas ellas humilladas ante el gran
monumento, el exponente de la primera y más gloriosa civilización
que conocieran los mundos rigelianos.
Hoy día, integrados en el Imperio, los mundos de la gran estrella
rivalizaban en esplendor con la propia Tierra de Sol. Innumerables
astronaves llegaban y partían constantemente de sus puertos, y los
inmensos complejos industriales trabajaban a todo vapor,
esparciendo sus productos por toda la Galaxia. El eje de
comunicaciones Rigel-Sol seguía siendo la columna vertebral del
Imperio, y buena parte de la flota de guerra se encargaba de
mantenerlo seguro. Prosperaba ciertamente Rigel, y sus habitantes
gozaban hoy de un nivel de vida tan solo superado por Tierra y
Olimpia. Pero algo en la población indígena, en aquellos
humanoides tan semejantes a los terrestres que antaño asombraron
a quienes por primera vez entraron en contacto con ellos, seguía
denotando el atisbo de un algo perdido para siempre, el recuerdo
racial de aquella benévola oligarquía desaparecida que hubiera
podido conducir a la Galaxia por nuevos derroteros si se la hubiera
dejado vivir lo suficiente como para ello. Svetania y Shanti habían
llegado a la capital del sistema rigeliano hacía ahora dos días, en la
primera etapa de su viaje. Pero ahora no eran Svetania ni Shanti,
sino Anna y Alfredo Calvert, de la clase de los comerciantes,
tripulantes y dueños del mercante estelar «Donna 5», matriculado
en Canopus, y con todos los documentos en regla. Los anillos
láricos habían desaparecido de sus dedos, y Shanti se sentía
extraño por la falta del suyo. No habían encontrado al hombre al que
buscaban, Sanyo Vashta, que debía pertenecer, de creer a Simbad,
precisamente a aquella enigmática raza desaparecida. Su nave
había partido el mes anterior de los mundos rigelianos con rumbo
desconocido, pero los informes del sondeo mental efectuado por el
propio Simbad proporcionaban serios indicios acerca de su destino y
a la clase de negocio que se traía entre manos, sin duda poco
acorde con el ideario de sus legendarios antecesores. Shanti caviló
sobre si realmente el hombre al que perseguían sería un
superviviente de la estirpe que construyera el Pilar. ¿Un simple
atavismo? ¿O acaso en algún lugar del sistema rigeliano habría
sobrevivido, generación tras generación, algún pequeño grupo
oculto de la Gran Raza?
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de
Svetania. La vio abriéndose paso entre los grupos de turistas, Larios
algunos de ellos, que perpetuaban incesantemente sus imágenes
solidigrafiándose con el fondo del Pilar de la Gran Raza. La hija de
Antheor, bajo su personalidad de mujer de negocios, acababa de
dar los últimos toques al contrato de compra-venta y transporte que
era el disfraz de su verdadera empresa.
—¡Todo arreglado! —exclamó alegremente Svetania—.
Podemos salir cuando lo deseemos.
—¿Cuánto hemos ganado? —bromeó Shanti, cogiéndola
familiarmente por el brazo.
—Poco más de cien coronas, incluyendo en el pasivo los gastos
de astropuerto y los víveres para la próxima etapa.
—No nos haremos ricos —fingió condolerse Shanti.
Sentía un vivo placer al verse allí con Svetania, gozando cada
cual de la confianza del otro, amigo y amiga, lejos del esplendor de
Olimpia donde todos se conocían por su categoría. Le parecía haber
vuelto a su clase anterior, la de los intelectuales, y que la hija del
Señor del Universo no era sino una alegre compañera de
universidad a quien se podía llevar a bailar a un club juvenil, y besar
tras un árbol del «campus». No pudo evitar un suspiro al darse
cuenta de sus propios pensamientos.
—¿No te ha reconocido nadie? —se interesó.
Svetania negó, sonriente. En los primeros momentos Shanti
había creído que aquella misteriosa aura, presente del ser o los
seres en cuya busca iban debería imposibilitar todo disfraz para la
princesa, pero ella al parecer era capaz de anular o disminuir por
cortos períodos de tiempo su manifestación, si era verdaderamente
necesario. Se le ocurrió fugazmente a Shanti la idea de que quizá al
regresar de su misión, él mismo fuera poseedor de una inmaterial
aureola semejante. ¿Cómo la de Turmo, quizá? ¿Podría soñar en
sentirse tan poderoso como el sombrío Auriga Negro?
—La hija del Emperador está en estos momentos cazando en las
islas al Norte de Tierra Firme, en Olimpia —declaró Svetania—. Los
Larios no suelen dedicarse al comercio, al menos directamente, y
nadie podrá nunca identificar a Anna Calvert con Svetania Kluténida.
—Mi problema es más sencillo —sonrió Shanti, mientras
caminaban—. De todas las personas que nos rodean, nadie habrá
que conozca a Shanti Belt, ni a Lario Shanti de Shaar, ni que le
importe un ardite si uno u otro se ocultan bajo la personalidad de
Alfredo Calvert, el mercader.
—Puede que muy pronto conozcan todos a Lario Shanti de
Shaar —dijo seriamente Svetania—. Quizá mejor de lo que ahora
puedan conocer a Laria Svetania Kluténida, o a su mismo padre.
Aquellas palabras, sin duda destinadas a favorecerle, sumieron a
Shanti en una cierta inquietud. Su mirada erró sobre la móvil
multitud que les rodeaba, sobre los brillantes aeros y los edificios
multicolores.
De nuevo Svetania pareció adivinar sus pensamientos.
—¿Te preocupan los cambios que pudieran traer lo que vamos a
hacer?
Shanti asintió, sin hablar.
—Recuerda tu llegada a Olimpia —continuó Svetania—.
Pretendías entonces sacudirte el Imperio hasta sus cimientos,
cambiar todo el orden existente.
Nuevamente calló Shanti, pues nada se le ocurría que decir.
Continuó contemplando la multitud, los hombres, mujeres y niños
que se cruzaban con ellos indiferentes. Sin que ninguno de ellos
pudiera adivinar…
La mano de Svetania oprimió cálidamente la suya.
—No te preocupes, Shanti —dijo—. Tanto tú como yo somos
personas éticas. Nada cambiaremos para mal, puedes contar con
ello. Quizá la acción que podamos emprender después de nuestro
viaje no sea otra que uno de esos cambios de que hablaba Arvarín,
necesarios para que todo se mantenga en pie.
—Quisiera estar seguro de ello —murmuró Shanti, casi para sí.
—Yo estoy segura —le aseguró Svetania—. Estoy segura por mí
misma, y también por ti, aunque desconfíes de ti mismo.
Shanti se sintió de pronto tranquilizado, y supo que el aura de su
compañera había brotado de nuevo, envolviéndole.
Sonrió.
Un par de horas más tarde, los dos estaban en el espacio.

Desde la salida de Olimpia, y durante toda la primera etapa de


su vuelo, Svetania había insistido en que Shanti aprendiera a dirigir
la nave. Ella misma era una competente astronauta, al menos en lo
relativo a una nave tan automatizada como la «Donna 5», pero
Shanti creyó adivinar que no quería que él mismo se considerara
como un pasajero, como una carga inútil. Siendo así que compartía
aquellos mismos sentimientos, Shanti se ocupó con interés de
adentrarse en las técnicas de la astronavegación, o al menos de la
programación de los computadores que eran quienes realmente
dirigían la nave. Fue él mismo quien programó el aterrizaje en
Rigel V, que, para orgullo suyo, se reveló impecable.
Ahora mismo estaba trasteando en los mandos de la
computadora de navegación normal, disponiendo la órbita que le
haría alejarse de la gran estrella. Los datos aparecían
incesantemente en la pantalla, y en varias ocasiones tuvo que
efectuar leves correcciones para dirigir la nave al punto crítico donde
iniciar el salto interestelar.
Svetania se hallaba en la cámara hiperespacial, trabajando en la
otra computadora, la que habría de regir la transmisión dimensional
que les llevaría a su destino, aquel planeta llamado Pharka, donde
en aquellos momentos debía hallarse el hombre al que buscaban.
No era del todo desconocido para Shanti el manejo de aquel
segundo ordenador, mucho más complicado que el que ahora tenía
delante, pero Svetania tenía mayor experiencia, y por eso se hizo
cargo de él.
El aviso luminoso indicador de que la nave se hallaba en el punto
de partida coincidió con el leve zumbido de la energía,
concentrándose para la transición. Svetania se reunió con Shanti en
el puesto de mando.
—Dos saltos —anunció—. Uno de ellos a espacio profundo.
Sus manos juguetearon con los mandos de la computadora
orbital, mientras contemplaba el negro firmamento estrellado que
llenaba la pantalla de visión.
—¿Llegaremos a tiempo para encontrar a nuestro hombre en
Pharka? —preguntó Shanti, inquieto.
—Seguro —le tranquilizó ella—. Tan solo gastaremos día y
medio entre los dos terminales del salto. Es una congruencia
favorable.
Shanti asintió. Las leyes del hiperespacio eran caprichosas, y en
ocasiones el tránsito entre dos estrellas requería varios centenares
de saltos, todos los cuales debían ser previamente programados,
amén de los cansados días de trayectoria en espacio normal a
recorrer entre el fin de cada transición y el comienzo de la siguiente.
Había temido que aquel fuera uno de esos casos, pues Pharka no
era ninguno de los planetas principales de la Galaxia, de los que
líneas regulares de astronavegación unían, en viajes con
transiciones previamente calculadas.
En realidad, Pharka era un mundo aislado, perdido en la
inmensidad de la Transmersia y cuyo acceso, teóricamente, estaba
vedado a quienes no dispusieran de un permiso especial del
Ministerio del Espacio. Así, pues, su empresa era tan ilegal como la
del hombre al que buscaban.
La mano de Svetania oprimió su hombro con fuerza.
—Ahora —dijo.
Shanti fijó los ojos en la pantalla, donde la gigantesca Rigel ardía
en los cielos. Y de pronto no hubo más Rigel, sino un simple telón
negro tachonado por una miríada de lucecitas que antes no estaban
allí.
El salto se había realizado, y la nave se hallaba ahora en algún
lugar de la Transmersia, a años luz de cualquier estrella, solitaria en
medio de la Galaxia.
La mano de Svetania seguía en el hombro de Shanti, mientras la
computadora comenzaba a zumbar de nuevo, buscando establecer
la nueva posición de la nave y localizar el punto inmaterial hacia la
que esta debería ser dirigida para la próxima transición.
La mirada de Shanti seguía fija en las pantallas visoras. Delante,
detrás, a los costados, arriba, abajo… solo espacio negro y lucecitas
estelares, con alguna nebulosa fulgurante aquí y allá. Jamás, hasta
el advenimiento de la era del espacio, ermitaño alguno viose tan
aislado de todo ser vivo. Le rozó el pensamiento de que si algo
fallara ahora en el dispositivo hiperespacial, nunca podrían llegar
hasta otro ser viviente, y tampoco nadie llegaría hasta ellos.
—Es más fácil creer en los dioses cuando uno se encuentra aquí
¿verdad? —musitó Svetania.
—En efecto —asintió él—. Los dioses suelen frecuentar los
lugares desiertos, lejos de las viviendas de sus criaturas.
No hablaba Shanti en tono de burla, sino expresando lo que
realmente sentía allí frente a las lejanas estrellas. La humanidad
terrestre y cualquier otra de las que poblaban el universo parecían
pequeñas y lejanas, simples parásitos de algunas motas de polvo
planetario que ni siquiera podían verse tampoco desde allí. Tan solo
se advertía la presencia de las estrellas, los ardientes motores que
sostenían con su energía toda vida y todo movimiento. Y aun las
estrellas parecían pequeñas e insignificantes.
—No es el hombre quién se siente pequeño ante el universo —
siguió hablando Svetania en tono quedo— pues cada ser suele
tenerse como centro de él. Es el universo el que es tenido por
pequeño por los que le contemplan desde lugares como este. Desde
aquí es difícil hacerse solidario con la Humanidad, o con cualquier
ideario que le atañe. En el espacio profundo el hombre solo puede
solidarizarse con los dioses.
Asintió Shanti, aunque con algo de reluctancia, pues también él
lo sentía. Los pueblos que habitaban la Galaxia estaban demasiado
lejanos. No los tenía en torno suyo, como le sucedía en las avenidas
rigelianas. No, allí la humanidad era lejana y extraña, ajena a sí
mismo. Estaban solos, las estrellas, Svetania y él. Y quizá también
los dioses.
Se volvió hacia su compañera, embebiéndose en su aura y su
belleza. Entonces la deseó con todas sus fuerzas, y ella se
complugo con su deseo. No empleó su poder para mitigarlo, sino
que dejó que Shanti luchara contra él, sin aproximarse ni alejarse
físicamente un palmo a su cuerpo. Ni una palabra se cruzó entre los
dos.
Finalmente el deseo fue dominado, sin que ello fuera derrota o
victoria para quien lo encendiera ni para quien lo experimentara.
Simplemente retrocedió como las sombras ante el alba o la luz ante
el ocaso. La suave mano sobre el hombro de Shanti, que había sido
ardiente, fue de nuevo amiga y acariciadora.
Un instante después, el zumbido de la computadora llevó la
atención de Shanti hacia su teclado de mandos, para programar la
nueva ruta, en tanto que Svetania contemplaba su labor. Pero él ya
sabía que Laria Svetania Kluténida le pertenecía, y que ningún dios
de este u otro universo tendría poder suficiente para alterar tal
hecho.

—Pharka es ciertamente un planeta curioso —comentó Svetania


—. Sus habitantes fueron los únicos humanos de raza terrestre que
lucharon al lado de Mersia en la guerra galáctica.
—¿De veras?
Shanti estaba demasiado ocupado programando el aterrizaje en
el planeta que brillaba en la pantalla para poner demasiada atención
en lo que su compañera le decía. No obstante, ella continuó con su
explicación.
—Como tantos otros, los tutsi escaparon de la Tierra en busca
de un planeta en el que vivir independientes y a su gusto. Eran
gente orgullosa, y amante del aislamiento. Crearon en Pharka un
hogar a su medida, y vivieron tranquilos en él hasta que los
exploradores de Mersia descubrieron el planeta y lo anexionaron a
su imperio.
Shanti continuaba luchando con la computadora y con los mapas
de Pharka que habían conseguido en Rigel, directamente de los que
empleaban a Sanyo Vashta, el hombre en cuya busca iban. No
bastaba con aterrizar, sino que había que hacerlo cerca de la nave
de aquel, pues el planeta era demasiado vasto para iniciar sobre él
una exploración exhaustiva. Felizmente también ese dato había sido
conseguido por Laria Svetania. ¿Empleando quizá el prestigio de su
propia personalidad, o mediante cualquier otra influencia de las
muchas que parecía poseer, aun manteniendo aquella oculta?
—Dos culturas se habían desarrollado en el planeta —continuó
la princesa—. La de las ciudades costeras, muy avanzada, y la de
los campos y las selvas, que vivía de acuerdo con la tradición traída
de la Tierra. Dos culturas que luchaban entre sí fieramente, sin que
ninguna de ellas fuera lo suficientemente fuerte como para abatir o
asimilar a la otra.
El planeta era ya inmenso en la pantalla. Shanti podía ver los
continentes y los océanos, los ríos y los lagos, las estepas y las
cadenas montañosas.
—La cultura urbana abrazó de todo corazón la causa de Mersia,
y sus hombres se batieron duramente contra el Imperio Terrestre. Y,
evidentemente, la cultura rural se convirtió en un semillero de
guerrillas que defendían a la Tierra de Sol aún sin apreciarla ni casi
conocerla, de no ser en el vago recuerdo tradicional de antes de su
éxodo. Venció el Imperio Terrestre, y la cultura urbana tutsi fue
desarticulada, entregándose el predominio del planeta a sus rivales,
los nómadas tradicionalistas.
La nave sobrevolaba ahora un inmenso continente de selva y
sabana. Aquí y allá pudo ver Shanti grandes manadas de
cuadrúpedos errantes que levantaban densas nubes de polvo. Y
también, por primera vez, la pantalla telescópica le mostró señales
de vida humana. Eran pequeñas comunidades cercadas por
empalizadas, situadas a la orilla de los principales ríos, la mayoría
de ellas semiocultas por la vegetación. Pudo ver también algunos
campos sembrados, pero era evidente que la mayoría de las
aglomeraciones se dedicaban principalmente al pastoreo y quizá a
la caza. Nutridos rebaños de ganado fueron espantados por el paso
de la nave, y Shanti vio junto a ellos las minúsculas figuras de los
pastores, alzando su mirada al cielo y en ocasiones gesticulando
hacia él con ira.
—Los nómadas tutsi —continuaba diciendo Svetania— nunca
poseyeron un gobierno centralizado, y eran frecuentes las guerras
entre sus distintas comunidades y tribus. Desaparecido el enemigo
común, esto es, la civilización urbana, no tardaron en recrudecerse
las querellas, surgiendo y fracasando algunos intentos de
unificación.
«El Imperio ha prohibido el uso de armas modernas sobre la
superficie de Pharka, pero es el caso que estos reyezuelos tutsi
tienen productos nativos con suficiente valor como para tentar a los
contrabandistas de armas. Uno de ellos es el hombre al que
estamos buscando».
—Y al que ya hemos encontrado —contestó entonces Shanti
indicando la pantalla.
Los informes que Simbad obtuviera en la mente de Sanyo
Vashta, unidos a los mapas logrados en Rigel habían dado su fruto.
Allí, burdamente oculto entre los árboles de la selva, pero
perfectamente detectable, se hallaba el navío contrabandista. La
«Donna 5» empezó a describir amplios círculos sobre el lugar.
—Aterrizaremos en la sabana, junto al comienzo de la jungla —
explicó Shanti, manipulando en el ordenador—. Esa nave puede
estar armada, y no quisiera tener un disgusto.
Svetania asintió mudamente. Con toda suavidad la nave inició el
descenso, moderando su velocidad al acercarse al suelo.
Finalmente tomó tierra en el lugar elegido por su piloto, no muy lejos
de la barrera de árboles gigantes que disimulaba el emplazamiento
del otro navío.
—Espero que Vashta se acerque a nosotros —deseó Shanti de
todo corazón—. De otra forma tendremos que internarnos en esa
selva desconocida, cosa que no me agradaría demasiado.
—Sabe que estamos aquí —sonrió Svetania, mientras se
disponía a abandonar la nave—. No puede permitirse el lujo de
ignorarnos, siendo él quien es. No te preocupes, saldrá.

La primera impresión que Shanti tuvo del planeta Pharka vino en


forma de una tufarada de calor que le alcanzó apenas abierta la
escotilla. Era mediodía, y el sol calentaba de firme sobre la sabana.
Shanti hizo una mueca y descendió por la escalerilla, asentando el
pie en aquel su primer planeta desconocido. Svetania le siguió de
cerca.
El límite entre sabana y selva era sorprendentemente neto.
Habíase posado la nave sobre un terreno herboso, punteado por
bajos arbustos cuyas hojas lucían con un intenso color verde
decididamente no terrestre. Extendíase aquella llanura a un lado y
otro hasta el horizonte, pero ante ellos se erguía la barrera de
árboles que era el comienzo de la jungla, alta y amenazadora,
cuajada de vegetación parásita que entrelazaba unos troncos con
otros, hasta crear una pantalla casi inexpugnable.
Existía vida en el llano, y también en la selva. Un múltiple chirrido
y aleteo insectil se dejaba oír por todas partes, y gritos más lejanos
de invisibles animales ponían contrapunto a su zumbar. A la vista
solo había, de momento, una amplia bandada de bellas aves azules
que sobrevolaban el límite de las selvas, marchando en dirección al
sur.
Shanti avanzó unos pasos hacia la barrera de árboles, sintiendo
aplastarse la hierba bajo sus botas. Así, pues, allí estaba él
desembarcando en un planeta salvaje, tal como había más de una
vez soñado. Un mundo del que muy poco sabía, y que podía estar
lleno de peligros. Ante la idea, alzó maquinalmente el desintegrador
ligero que había sacado de la nave, preguntándose qué clase de
bestias podrían brotar de la espesa jungla.
Svetania le dirigió una breve mirada, entre curiosa y
desaprobadora. Shanti sonrió un poco forzadamente y enfundó el
arma. Nada había dicho ella, pero Shanti notó claramente la
teatralidad de su gesto anterior, y se burló mentalmente de sí
mismo. Ahora como siempre, la princesa había evitado cualquier
palabra que hubiera manifestado indicio de superioridad por su parte
en la empresa que ambos llevaban a cabo. Shanti meditó si él
mismo se hubiera sentido ofendido de haber adoptado Svetania otra
postura. ¿Seguía siendo tan susceptible como en Olimpia?
—Allá vienen —dijo de pronto ella.
Shanti dirigió la mirada hacia la selva. En efecto, los
representantes del planeta habían hecho su aparición, y se
aproximaban rápidamente. Eran una docena de nombres negros de
estatura muy elevada, adornados con telas y plumas de vivos
colores. Avanzaban dando grandes saltos, como astronautas en un
mundo de baja gravedad, lo que allí no era el caso. En conjunto
inspiraban una sensación de fuerza, destreza y, sobre todo, libertad,
como si cada uno de ellos fuera dueño y señor de aquel remoto
planeta. Shanti detectó también una cierta amenaza, y debió hacer
un esfuerzo para no desenfundar de nuevo el desintegrador.
Cuando los indígenas llegaron junto a él comprendió el peligro
que hubiera supuesto tal acción. Cada uno de ellos empuñaba en la
diestra un tosco sable de metal dorado, pero en su espalda llevaba
también sujeto un largo y fino rifle láser de mortífera apariencia. Por
otra parte su aspecto general no era de hostilidad.
Ambos grupos quedaron un instante contemplándose
gravemente. Luego uno de los indígenas alzó el brazo desarmado
en el universal gesto de paz. Shanti le imitó.
—¿Quiénes sois y que deseáis? —preguntó el hombre negro, en
correcto interespacial, si bien con fuerte acento.
—Buscamos a un hombre llamado Sanyo Vashta, de Rigel —
respondió Shanti.
El indígena le miró curiosamente, de arriba abajo. Debía medir
más de dos metros de estatura, y no era el más alto de la partida.
—¿Él os espera? —preguntó.
—Sus jefes de Rigel nos envían en su busca. Llévanos hasta él.
El gigante vaciló un instante. Luego pareció tomar una decisión.
—Seguidme.
Avanzaron hacia la barrera vegetal de la que la partida había
surgido. Ahora los indígenas no corrían ni saltaban, sino que
marchaban al paso, como comprendiendo que sus compañeros de
camino no podrían imitar sus acrobacias. No hablaron más, ni
siquiera entre sí, de modo que los dos recién llegados decidieron
guardar también silencio.
Vista desde cerca, la pantalla de árboles no era tan impenetrable
como les había parecido a distancia. Quedaban amplios huecos y
senderos entre los troncos y los cables de vegetación parásita, y los
indígenas penetraron por uno de ellos. Al instante el sol quedó
oculto, y todo el grupo se encontró marchando en medio de una
suave penumbra de tonalidades verdes. No resultaba sencilla la
marcha entre los árboles. Era fácil tropezar con raíces, arbustos o
ramas caídas, enredarse entre la vegetación rastrera, resbalar sobre
el musgo viscoso que cubría el suelo. En una ocasión Svetania
vaciló, y Shanti debió cogerla firmemente de un brazo. Luego él
mismo estuvo a punto de caer, y se lastimó una sien al dar su
cabeza contra el tronco de un gigantesco árbol. Hacía tiempo que
sudaba, y el líquido cálido y ácido le picaba en los ojos, por más que
procurara secárselo con un pañuelo.
Los indígenas avanzaban con toda facilidad, como quién se
encuentra en su propia casa, y aun parecían moderar el paso para
adecuarlo al de los torpes extranjeros. El guía del grupo marchaba
ágil y seguro de sí mismo, golpeando con su sable a diestra y
siniestra, tanto los arbustos como los troncos de los árboles. Shanti
comprendió que pretendía con ello poner en fuga a cualquier
alimaña que se hallase en su camino, y en más de una ocasión
pudo oír, en efecto, el ruido de algo invisible alejándose a toda prisa
entre la maleza. No pudo, en cambio, ver ninguna muestra de vida
animal, bien que los gritos y graznidos de la fauna local resonaran a
su alrededor, procedentes de todas las direcciones.
Durante un período de tiempo sin determinar avanzaron entre los
árboles. Luego comenzaron a encontrar a su paso señales de
humedad, charcos negruzcos en los que las botas se hundían en un
sordo chapoteo y aun pequeñas corrientes que se cruzaban sobre
troncos caídos dispuestos a manera de puentes. Finalmente
llegaron a la orilla del río, cuya vista aérea les había sido antes
hurtada por la densidad de la vegetación.
Allí estaba también lo que buscaban. La nave de Vashta debía
haber aterrizado lejos y luego seguido el curso del río
manteniéndose a unos centímetros sobre la superficie de las aguas,
protegido por la bóveda vegetal. Finalmente, llegada a una pequeña
playa, habíase deslizado lateralmente hasta descansar en ella, a
salvo de la curiosidad de quien no dispusiera de detectores
modernos. A su alrededor se habían construido algunas cabañas
rústicas, y los nativos iban y venían cargados con diversas cajas y
sacos.
La mano del guía, se alzó, conminatoria.
—Esperad unos instantes —dijo.
Obedecieron, mientras el hombre se dirigía directamente hacia la
escotilla de la nave. Hubo una corta espera, animada por la
curiosidad de los indígenas del campamento que no tardaron en
rodearles, hablando animadamente en su propia jerga, ininteligible
para los recién llegados.
Luego el guía volvió a salir por la escotilla, acompañado por un
hombre de raza diferente, que les dirigió una interesada mirada.
—Sanyo Vashta —musitó Svetania.
En efecto, el hombre tenía todas las características de la bella
raza rigeliana. Era esbelto y hermoso de rostro, bien que con
expresión de dureza. Aunque pequeño junto a los indígenas de
Pharka, su estatura era elevada, y se movía con la elegancia de un
Lario.
Al aproximarse Vashta, el círculo de indígenas que rodeaba a los
recién llegados se abrió. El rigeliano fijó la vista en ellos.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí?
Su mirada era dura, y los gigantes negros que le rodeaban no
tenían un aspecto demasiado tranquilizador. De pronto Shanti deseó
estar lejos de allí, en su lujoso apartamento de Olimpia, libre de
peligros y preocupaciones. Debió tragar saliva antes de responder.
—Hablemos a solas en tu nave, Sanyo Vashta.
El rigeliano hizo un gesto de asentimiento. Luego, de improviso,
algo pareció preocuparle, y su mirada se clavó en Svetania, sin que
ni uno ni otro pronunciara palabra alguna. Shanti comprendió que
Vashta había captado el aura que rodeaba a su compañera, y que
se sentía intrigado por la sensación.
Durante un segundo nadie se movió. Después el hombre de
Rigel apartó los ojos de la princesa, como a pesar suyo.
—Hablemos en mi nave —dijo—. Pero antes dejad aquí vuestras
armas.
Un impasible indígena se adelantó, y tanto Shanti como Svetania
dejaron en sus manos los desintegradores que portaban. Solo
entonces les fue abierto el paso hacia la escotilla de la nave
contrabandista. Sanyo Vashta dijo algo en la lengua de Pharka, y los
porteadores cesaron en su trabajo.
Shanti agradeció el frescor de la atmósfera acondicionada que
llenaba el navío de Vashta. De nuevo le pareció, aunque ello no
fuera cierto, hallarse en territorio amigo, y libre de toda amenaza. Su
confianza renació mientras recorrían los brillantes y estrechos
corredores, y eran objeto de la curiosa atención de algunos
tripulantes compatriotas de Vashta. Finalmente fueron introducidos
por este en una agradable salita, y se les invitó a tomar asiento junto
con su anfitrión.
—¿Una copa? —ofreció Vashta, extrayendo de un anaquel una
botella de seghir.
Aceptaron, y la confianza de Shanti en sí mismo se acentuó al
sentir el amistoso fuego del licor en su boca.
—¿Y bien? —inquirió luego el rigeliano—. Se me ha dicho que
venís de parte de mis jefes de Rigel ¿es ello cierto?
Shanti vaciló en responder, y así quien contestó fue Svetania con
voz tranquila y reposada.
—Venimos a verte «a través» de tus jefes, no por encargo de
ellos. Tenemos una petición que hacerte, Sanyo Vashta de la Gran
Raza.
La expresión del rigeliano se alteró por una décima de segundo.
Luego, instantáneamente, sus facciones volvieron a ser las mismas.
—Veo que, en efecto, venías de más allá de mis jefes —dijo—
puesto que el conocimiento que tenéis sobre mí, ellos no lo poseen.
¿Qué petición deseáis hacerme?
Shanti le estaba mirando fijamente desde antes de que terminara
de hablar. Allá fuera, en medio de la selva de un planeta primitivo,
Vashta le había parecido simplemente un aventurero, un audaz
contrabandista que dominaba a todos aquellos indígenas que le
rodeaban. Pero ahora que Svetania había hablado y que los dos
estaban sentados a solas con el hombre de Rigel, era de otra forma
como le consideraba. Miraba su rostro, su mano que sostenía la
copa, su cuerpo sentado frente a él, y se preguntaba si
efectivamente aquel hombre era un exponente de la legendaria
estirpe que se creía extinguida, del pueblo que había guiado durante
siglos los destinos de Rigel, y que había pretendido hacer lo mismo
con la Galaxia entera. ¿Era aquel su primer eslabón en la cadena
fantástica que habría de conducirles hasta el propio dominio de los
dioses galácticos?
—Antes que nada —dijo— deseamos saber si realmente
perteneces a la Gran Raza.
El rigeliano sonrió.
—¿Habéis hablado sin estar seguros? Bien, no creo que deba
ocultarlo ante vosotros. Sí, soy un superviviente de la antigua Gran
Raza de Rigel.
Inclinóse hacia ellos y extendió los dos brazos, invitándoles a
que los tocaran.
Tras un instante de duda, Shanti extendió la mano y palpó el
antebrazo derecho de Vashta, mientras Svetania hacía otro tanto
con el izquierdo. Y toda duda quedó disipada. La carne humana
había quedado trocada en mármol o en acero. A través del contacto
llegaba la impresión de una fuerza colosal más allá de todo lo
conocido. Sí, aquel era uno de los dones que se atribuían a la Gran
Raza, no el único ciertamente, ni el más espectacular, pero quizá el
más conocido. Con un simple esfuerzo de voluntad, Vashta podía
transformar su cuerpo en una mortífera e irresistible máquina de
combate, de una forma que la ciencia había sido incapaz de
descifrar en los tiempos del primer contacto del Imperio con origel.
—Veo que estáis convencidos —sonrió nuevamente el rigeliano,
mientras retiraba de nuevo los brazos, trocados ahora en simples
miembros humanos—. Pero si vuestra petición se refiere a esta o a
cualquiera otra de las características que me llegan de mis
antepasados, es vano que lo hagáis. No se trata de una técnica, ni
de un entrenamiento, sino de un verdadero don de los dioses.
—¿De los dioses? —preguntó suavemente Svetania—. ¿De qué
dioses?
Una vez más la expresión de Vashta se alteró con un
instantáneo atisbo de alarma. Pero cuando respondió, su voz
continuaba sonando tranquila.
—No los dioses del Imperio, desde luego. La Gran Raza de Rigel
tenía sus propias divinidades. Mientras la noción de otras religiones
suele ser la de «los dioses sobre nosotros», la nuestra era, y aún
sigue siendo, la de «los dioses del otro lado».
Shanti notó al instante la excitación que agitó el aura invisible de
su compañera, como si ella supiera que el momento decisivo de la
conversación acababa de llegar.
—¿Los dioses del otro lado? —inquirió—. ¿Del otro lado de las
Siete Puertas de Pórfido?
Al instante el rigeliano estuvo en pie, con los ojos desorbitados.
Shanti sintió físicamente la amenaza que de él provenía, y supo que
su carne mortal era nuevamente de mármol o acero.
—¡No tienes derecho…! —estalló el superviviente de la Gran
Raza—. ¡No tienes derecho a saber esto y a continuar viviendo!
Fue un instante en el que Shanti creyó que el último instante de
sus vidas había llegado. Sus armas habían quedado en el exterior
de la nave, y el ser que se les enfrentaba representaba un peligro
que hubiera hecho risible la acometida de una fiera salvaje. De
todas formas se puso él mismo en pie de un salto, para combatir por
su existencia y por la de Svetania, bien que nada confiara en su
fuerza frente a la sobrenatural de Vashta. Una mano leve se posó
entonces en su hombro. Svetania habíase levantado también de su
asiento, y su mirada se enfrentaba, segura de sí, con la del furioso
rigeliano.
—Te equivocas, Sanyo Vashta —dijo, y su voz restalló como un
látigo—. Tengo derecho a saber lo que sé, y a continuar con vida.
Tengo derecho a que respondas a mi petición. Y es esto lo que me
da todos los derechos.
Su mano se extendió, y Shanti vio en ella el medallón que tan
intensa sensación le causara a él mismo, allá en Olimpia. Tras una
breve vacilación, el rigeliano abrió la mano, y Svetania depositó el
medallón sobre la palma, manteniéndolo sujeto por la cadena.
Gritó de dolor Sanyo Vashta, mientras la oculta energía retorcía
su carne modificada, tan irresistible para el mármol o acero que
entonces era como para la piel de cualquier ser común. Retiró la
mano con una sacudida, en tanto que la sonriente Svetania seguía
sosteniendo el medallón de oro, y acariciándolo triunfante con los
dedos desnudos, para significar su invulnerabilidad frente al metal
encantado.
—Eres… tú eres… —vaciló el rigeliano—. ¡Eres la Virgen
Olímpica!
—La misma que estuvo en contacto con tus dioses «del otro
lado», Sanyo Vashta —repuso Svetania—. La que regresa ahora a
las Siete Puertas, para reclamar lo que le es debido. Sanyo Vashta
fijó de nuevo su mirada en los ojos de la mujer que se le enfrentaba.
Después, con suave movimiento, cayó de rodillas ante ella y humilló
la frente hasta rozar el suelo de la cabina.
CAPÍTULO X
LOS DIOSES NO CAMBIAN DE OPINIÓN

«Muy poco se han ocupado los historiadores de los estados


periféricos humanos, teóricamente independientes, que en los
tiempos del Tercer Imperio coexistieron en la Galaxia exploradora
con este.
»En su inmensa mayoría estas naciones estelares tendieron
siempre a ser imitaciones miniaturizadas del propio Imperio,
adoptando la forma de reinos, con su petulante nobleza y su corte
más o menos pretenciosa. Los monarcas se complacían en referirse
al Emperador como “Nuestro Amado Primo el Soberano del Imperio
Terrestre”, fingiendo una hipotética igualdad que ninguno creía pero
que a todos encantaba.
»Todos estos pequeños reinos estaban en realidad ligados por
pacto al Imperio Kluténida, gozando de una generosa ayuda
económica y tecnológica sin la que no hubieran podido mantenerse,
pero estando al mismo tiempo reducidos al papel de simples
satélites.
»No faltaron, sin embargo, las consabidas excepciones a esta
regla. Quizá la más conocida sea la referente al planeta Drum y a su
difusa esfera de soberanía, situada en el entonces poco conocido
espacio que separa las Híades de las Pléyades…».

(Seth Vansa: «Las Civilizaciones Terrestres en la Galaxia»).

«Tras la destrucción de la Gran Raza por los bárbaros


batugshan, perduró una romántica leyenda según la cual la
benévola influencia ejercida por ella sobre el Imperio habría estado
centralizada no en Rigel sino en otro astro, místicamente oculto, y
mantenido por ello a salvo del desastre.
»Nada de ello tiene probabilidades de ser cierto. La
responsabilidad de los rigelianos en el fenómeno considerado queda
fuera de toda duda, y la misma sociedad semisecreta que era su
portavoz en el seno del Imperio Constitucional lo confirmaba
implícitamente al asumir el nombre de “Caballeros de Orion”.
»Al iniciarse la Cruzada Oriónida, a cargo de los hombres de
Betelgeuse, los citados “Caballeros de Orion” se alistaron en masa y
lucharon heroicamente contra los ejércitos batugshan, pero al
terminar la campaña la sociedad quedó disuelta al faltarle el apoyo
exterior que la alimentaba.
»En tiempos posteriores fueron muchos los iluminados y
nostálgicos que pretendieron fundar nuevas sociedades secretas
basadas en el mito de la Gran Raza, pero todas ellas fracasaron por
idéntica razón».

(Karla Yazid: «Los Mitos del Espacio y su Realidad Histórica»).

De nuevo la «Donna 5» se hallaba en el espacio, y el planeta


Pharka, con sus inmensas selvas y sabanas, sus océanos y sus
continentes, no era sino un circulito luminoso en las pantallas de
observación.
Laria Svetania Kluténida estaba ensimismada, comparando los
datos que Sanyo Vashta les había proporcionado con las
indicaciones del atlas galáctico de a bordo, y consultando
alternativamente el ordenador de navegación hiperespacial y la
memoria electrónica. A Shanti le parecía que la serena princesa se
había convertido en una bulliciosa y entusiasmada colegiala, tal era
su alegría al hallarse a un paso del objetivo de toda su vida.
En cuanto a él mismo, no podía considerar su propia posición de
modo tan optimista, y por ello se hallaba preocupado y nervioso.
Ciertamente su compañera había sufrido el soplo de los dioses,
pero… ¿y él? No se sentía sino como un simple invitado, de modo
parecido a cuando se le concedió el Anillo sin más trámite que la
voluntad de su dispensadora. ¿Podría presentarse dignamente ante
aquellos fabulosos seres que todos parecían identificar con la
divinidad? ¿Estaban dispuestos los dioses a atender al primero que
llegara a sus puertas, y a darle todo aquello que les pidiera?
Y en cuanto a los resultados del favor divino, también tenía sus
dudas. Ni la misma Svetania había podido decirle lo que
verdaderamente esperaba de aquella audiencia por la que tanto
suspiraba. Tal vez le fuera proporcionado a él, a Shanti Belt de la
Vieja Tierra, un don semejante al que poseía Sanyo Vashta, y que
había sido común a toda la Gran Raza desaparecida. O tal vez se
viera igualado al Auriga Negro ¿incluida aquella inmortalidad de la
que Turmo se sentía tan seguro? Tal vez el influjo divino adoptara
sobre su persona aspectos insospechados. O quizá, y se estremeció
al pensarlo, su no solicitada presencia hiciera descargar sobre su
cabeza la cólera de las divinidades, significando la instantánea
aniquilación o incluso algo peor.
Para tranquilizarse, procuró pensar en el otro aspecto al que
Svetania había hecho mención. Que el futuro contacto con los
dioses, por aleatorio o peligroso que pudiera ser, permitiría conjurar
una amenaza sobre la raza humana. El proyecto de defender la
causa de la humanidad, y también de las otras razas galácticas
asociadas con ella, ante las divinidades «del otro lado» no podía
sino justificar la exposición a cualquier peligro. Svetania habíale
pedido tan solo que se comportara según su conciencia en los días
que se avecinaban, y él estaba dispuesto a ello. ¿Le sería acaso
permitido el uso de los poderes que antes tuviera la Gran Raza para
influir en el Imperio, del mismo modo que esta lo hiciera? Y de
pronto pensó, y al hacerlo frunció el ceño, que no debían ser
omnipotentes aquellos dioses «del otro lado» cuando sus protegidos
de la Gran Raza fueron aniquilados por las hordas batugshan.
¿Hasta dónde llegaba realmente el poderío de aquellas entidades?
—¡Lo tengo! —interrumpió de pronto sus pensamientos la voz de
Svetania.
Y en el instante siguiente Shanti se vio ante la representación
tridimensional de un sector del atlas galáctico.
—Este es el Sol —explicó la princesa—. Una estrella tipo G,
cercana a la constelación de las Pléyades. En el atlas consta como
sistema solar deshabitado. En realidad apenas un conglomerado de
asteroides… —¿Entonces?
—Sanyo Vashta nos advirtió que el mundo que buscábamos
estaba protegido y oculto, pero que se nos daría acceso si lo
solicitábamos.
Gran poder debían poseer después de todo los dioses «del otro
lado», pensó Shanti, para poder ocultar un planeta entero en medio
del espacio vacío.
—Existe un problema, sin embargo —continuó Svetania—.
Aunque deshabitado, el sistema forma parte de un reino humano
independiente del Imperio. El reino de Drum. Nuestra llegada allá
puede ser estorbada por alguna flotilla de patrulla.
—¿Qué hacer entonces? —preguntó Shanti—. ¿Abrirnos paso
combatiendo?
—La posibilidad de intercepción es muy pequeña —Svetania
parecía calcular cada una de sus palabras—. De todas formas, para
asegurarnos, efectuaremos una transición Murray-Legrand.
Shanti se puso en pie de un salto, casi derribando el atlas.
—¡Una transición Murray-Legrand! —exclamó—. ¿Es que
quieres que reventemos en medio del espacio, Svetania?
Ella negó, con aquella sonrisa suya tan especial que denotaba
seguridad en sí misma.
—Es perfectamente posible, no te preocupes. Acabo de hacer el
cálculo en el ordenador.
Shanti hubiera querido estar tan seguro. La transición Murray-
Legrand era ciertamente un cómodo atajo, pero un atajo demasiado
peligroso.
Para trasladarse entre las estrellas las naves espaciales solían
hacer uso del salto hiperespacial, que las permitía trasladarse en un
tiempo cero de un punto a otro, separados ambos por decenas o
cientos de años-luz. Sin embargo, para lograr tal hazaña no bastaba
desencadenar la energía de transición en un lugar cualquiera del
universo, sino que se debía acudir a los comúnmente llamados
«puntos de entrada», de situación variable según las caprichosas
leyes del hiperespacio, y que solo la teoría modificada de esquemas
podía localizar. Así, pues, el viaje interestelar se componía de
tediosos recorridos por el espacio normal hasta el «punto de
entrada» más próximo, salto instantáneo al correspondiente «punto
de salida», nuevo recorrido hasta el siguiente «punto de entrada» y
así sucesivamente, hasta alcanzar el destino deseado, lo que en
ocasiones significaba largos meses de travesía.
La transición Murray-Legrand era algo completamente distinto.
En determinadas circunstancias, y a costa de gran energía, era
posible esquivar las leyes de la teoría de esquemas y saltar
directamente de una posición espacial a otra determinada creando
uno mismo sus propios puntos de entrada y salida, el primero en la
posición en que la nave se hallaba y el segundo en el objetivo
deseado. El descubrimiento pudiera haber revolucionado las
técnicas de la navegación estelar de no ser por dos circunstancias
desfavorables, dejando aparte el derroche de energía que
significaba. En primer lugar la transición Murray-Legrand no era
posible en todo tiempo y en todo lugar, sino que dependía de
configuraciones dimensionales de cálculo aún más complicado que
las de la navegación hiperespacial simple, hasta el punto de resultar
casi aleatorias. En segundo lugar, la técnica era peligrosa y muchas
naves habíanse perdido, desaparecidas para siempre, al intentar
hacer uso de ella. Poquísimas veces, y siempre en casos de
verdadera emergencia, se usaba en la actualidad la transferencia
Murray-Legrand.
¿Podía considerarse aquel un caso de emergencia? Shanti
entendía de cierta manera las razones de su compañera. Teniendo a
mano el cálculo de los «puntos de salida» hiperespaciales próximos
a un planeta determinado, una flota de guerra podía fiscalizar a toda
nave que llegara por ellos, en tanto que el punto de salida Murray-
Legrand, al ser creado instantáneamente por la propia nave que lo
utilizaba, resultaba imposible de prever, y por tanto de controlar.
Pero Shanti tenía la sospecha de que las causas de la decisión
de Svetania eran otras, quizá de forma inconsciente. La Virgen
Olímpica estaba a la vista de su último objetivo, de la meta a la que
había consagrado su vida. No deseaba un largo viaje cuajado de
cálculos de salto hiperespacial. No, ella quería llegar a su destino
«ahora».
Hizo Svetania las últimas conexiones, y volvió su rostro sonriente
hacia su compañero:
—No te preocupes, Shanti —le tranquilizó una vez más—. Este
ordenador es prácticamente infalible. La transición está
perfectamente calculada.
Pero tras la sonrisa, Shanti creyó ver asomar el ansia infinita que
había en la hija de Antheor. ¿«Hybris» de nuevo? ¿El contacto de
los dioses, tan sutilmente poderoso que los favorecidos por él no
pueden ya vivir sino para renovarlo?
A los oídos de Shanti llegó un vago retumbar, un temblor que
parecía llenar la nave entera, emanar de toda su estructura. Por un
instante creyó oír el propio trueno de las divinidades, anticipándose
al futuro contacto, pero luego comprendió que se trataba de los
generadores de la propia astronave, acumulando energía para la
gran embestida a través de las dimensiones.
Ante él, Svetania se mordió los labios, súbitamente preocupada
pese a la seguridad de que antes había hecho gala. Y en el último
instante, antes de que el ordenador diera paso a la descarga
definitiva, hizo algo que demostró que, en cierto modo, su temor
igualaba al de Shanti. Adelantó el rostro y le besó. Sintió entonces
Shanti la familiar oleada de deseo, y esta sensación se mezcló con
el impacto interno de la transición, cuando el hiperespacio golpeó
simultáneamente cada nervio y cada músculo de su organismo.
Y luego sus labios se separaron, y ambos se encontraron con
vida, a cientos de años-luz del lugar donde el beso comenzara.
—Lo hemos logrado —susurró Svetania, para luego repetir,
gritando—. ¡Lo hemos logrado!
Separándose de Shanti, corrió hacia los indicadores del
ordenador, triunfante, como si se hubiera olvidado de la presencia
de su compañero. Este quedó inmóvil, manteniendo en sus labios el
sabor de los de ella, temblando aún de deseo insatisfecho, y presa
de un vago rencor, como tantas veces antes, dirigido a aquellos
dioses ante cuyo olimpo acababan de llegar, y que parecían ser sus
rivales triunfadores. Pero luego el hormiguillo de la aventura se
apoderó de él, y le obligó a correr hacia las pantallas de visión
exterior.
Al momento todas sus dudas se disiparon. Supo que había
llegado a su destino, y este incuestionable conocimiento le atenazó
de un extremo a otro de su sistema nervioso. Las estrellas brillaban
en el exterior, tal como lo habían hecho en la anterior posición de la
nave. Ninguna constelación, ninguna nebulosa, ningún accidente
cósmico especial podía indicar que la «Donna 5» se hallaba en la
región del estelar hacia la que había sido dirigida, y que por otra
parte Shanti desconocía. Pero el conocimiento estaba allí, y era
inútil pretender ignorarlo.
Se dice que ciertas configuraciones geométricas son capaces de
actuar sobre el subconsciente humano, provocando extraños
efectos psíquicos, y quizá la disposición de las estrellas en aquella
posición de la nave lograba algo similar en el espíritu de quien la
contemplaba. Pero Shanti no creía en aquella fácil explicación. No,
simplemente los dioses estaban allí, en algún lugar del negro
firmamento, muy cerca de él. Y su presencia no se manifestaba con
ningún trueno ni clamor, sino con un pesado silencio que penetraba
en el tuétano de los huesos, un silencio de cualidad positiva, que
semejaba capaz de apagar cualquier sonido y aun cualquier
pensamiento dentro del volumen espacial en el que dominaba.
Shanti se estremeció ante la presencia de los dioses. Sintió el
aura de Svetania antes de que su mano se le posara en el hombro.
Durante unos largos instantes ambos contemplaron el exterior, sin
decir palabra.
—¿Lo sientes? —murmuró al fin Shanti, y se extrañó de que su
voz fuera audible.
—Sí, lo siento —respondió la princesa en el mismo tono—. Y
despierta en mí ciertos recuerdos.
—¿Son ellos? ¿Son los dioses «del otro lado»? Svetania negó.
—No lo creo. Los dioses deben seguir en su propia dimensión, al
otro lado de las Siete Puertas. Pero algunas de las fuerzas de su
dominio se manifiestan en esta región del espacio.
Indicó con un movimiento de su mano un pequeño sol
amarillento que lucía en el borde inferior de la pantalla.
—Allí, en algún lugar cerca de ese sol hay algo que no podemos
ver. Las fuerzas que nos lo impiden, y que son extrañas a nuestro
universo, son las que provocan en nosotros esta sensación.
—¿Qué debemos hacer ahora?
—Simplemente esperar. Nuestra emisora está emitiendo.
Svetania dio un paso hacia un lado, y bajó una clavija. Al instante
su propia voz sonó en la cabina, procedente de un altavoz.
—Soy Laria Svetania Kluténida. Pido paso libre hasta las Siete
Puertas de Pórfido.
Tras una pausa, el mensaje grabado se repitió, y luego una vez
más. Svetania volvió a cerrar la clavija, y su voz cesó de oírse en la
nave, bien que siguiera siendo emitida al espacio externo.
—¿Bastará con ello? —preguntó quedamente Shanti.
—Tendrá que bastar. El paso deberá sernos franqueado desde el
interior.
Permanecieron de nuevo en silencio frente a la pantalla visora.
Shanti sentía muy cerca de él el cuerpo de la mujer a la que amaba,
solos ambos en medio de incontables kilómetros de espacio vacío,
pero en esta ocasión el deseo estaba ausente. El silencio de los
dioses estaba entre ellos, y Shanti no podía ya considerar a las
divinidades como rivales. Notaba tan solo que Svetania Kluténida y
él compartían en aquellos momentos un mismo destino, y que
solamente tras terminarse aquella aventura podrían considerarse de
nuevo hombre y mujer, y el amor humano podría restablecerse entre
ambos. Ahora eran dos nuevos Prometeos ante los dioses,
solicitando una chispa del fuego divino para favorecer con él a las
razas mortales que poblaban la Galaxia. ¿Les aguardaría acaso,
pensó Shanti, el triste destino del semidiós?
—¡Mira! —exclamó de pronto Svetania.
Algo estaba cambiando en el espacio, cerca del sol amarillo al
que la «Donna 5» se había estado aproximando insensiblemente.
Una forma surgía de la negrura y se expandía ante sus ojos.
No era un planeta, ni un asteroide. Solo un rectángulo irisado y
tembloroso, incongruentemente colgado entre las estrellas.
—Nos muestran la puerta —dijo Svetania—. Dirige la nave hacia
allá.
Shanti obedeció sin decir palabra, manipulando en el ordenador
de ruta normal. La «Donna 5» pareció despertar al ponerse en
marcha los motores, lanzándose en dirección al objeto rectangular.
No se sintió ningún choque cuando la puerta irisada fue
alcanzada y atravesada. Sencillamente el objeto fue creciendo en
las pantallas hasta ocultar las estrellas, y de pronto desapareció,
dejando que los astros brillaran de nuevo. Junto con uno más, pues
ahora un esferoide luminoso había surgido a proa. Dos pequeños
círculos, a la manera de satélites, rotaban en torno al misterioso
astro escondido.
—¿Qué clase de barrera es esta, que deja pasar la luz
exclusivamente en una dirección? —preguntó Shanti.
—No creo que el efecto se limite a la luz —le replicó Svetania—.
Posiblemente se trate de algo más, de un pliegue de la misma
estructura del universo, producido por una técnica que
desconocemos. Desde el interior todo parece normal, y el universo
es visible. Pero si se ve desde fuera, no solo los mundos contenidos
en él permanecen invisibles, sino que una nave lanzada contra la
frontera probablemente aparecería en el otro extremo sin haber
hecho siquiera aparición en el espacio interior. Y sin que la
tripulación se hubiera dado cuenta de nada.
—Empiezo a comprender la importancia de lo que buscamos —
musitó entonces Shanti, impresionado—. Una técnica así puede
cambiar el destino del Imperio.
El asteroide era ahora claramente visible. Pese a su pequeño
tamaño se hallaba rodeado de una atmósfera, ya fuera mediante los
conocidos sistemas de terraformación, tal como se usaban en el
Imperio, ya mediante algún desconocido poder. Una luz brillante
llamó su atención hacia determinado lugar del globo. Vieron una
gran edificación aislada, adosada a una montaña.
—Es la señal —indicó la princesa—. Debemos aterrizar allí,
frente a la puerta del Templo. —¿El Templo?
Svetania pareció vacilar un instante, llevándose una mano a la
frente.
—Creo que recuerdo algunas cosas —murmuró—. Sí, ese es el
Templo de una extraña religión cuyos dioses son reales, y próximos
al lugar en el que se les adora. Las Siete Puertas de Pórfido están
en el interior, en el corazón de la montaña.
Shanti no contestó, sino que manipuló en el ordenador de
pilotaje, preparando el descenso frente a aquel enigmático edificio.
Advirtió que no se veían más indicios de vida humana en las
proximidades. Tan solo el Templo, aislado en un asteroide desierto.
El cielo se tornó azul, bien que poco iluminado, cuando la nave
penetró en la artificial atmósfera del pequeño mundo. El ordenador
piloto estaba actuando con su habitual eficacia, e instantes después
la «Donna 5» se inmovilizaba justo ante el gran portal flanqueado de
columnas que daba entrada al Templo.
Se les aguardaba. Apenas salieron al exterior, halláronse frente a
un pequeño grupo de personas, aparentemente humanoides.
Vestían todas ellas unas holgadas túnicas de color azul, provistas de
capuchas, de tal forma que no quedaban a la vista ni los rostros ni
parte alguna de sus cuerpos. En otras circunstancias quizá Shanti
hubiera encontrado aquello artificioso y aún ridículo aquel aparato,
pero algo había en aquel conjunto, en las inmensas puertas del
Templo, el desolado asteroide y el cielo estrellado sobre sus
cabezas, con sus luminarias apenas veladas por la tenue capa de
aire, algo que cerraba el paso a toda consideración burlona.
En especial, Shanti se sentía fascinado por la fachada del
Templo. Era ciertamente impresionante, con su escalinata blanca y
sus altas columnas en torno a las abiertas puertas de metal dorado.
Pero él había contemplado obras arquitectónicas aún más
grandiosas, en Tierra y en Olimpia, por no hablar del Pilar de la Gran
Raza en Rigel. No, en realidad la fuente de aquella fascinación no
era visible para los ojos, era algo que había «dentro» del edificio y
que trascendía de un modo u otro al exterior. La sensación que le
asaltara en el espacio estaba de nuevo allí, mucho más
concentrada, puesto que su origen estaba ahora cercano,
precisamente dentro del Templo. La presencia de los dioses.
Le sobresaltó la voz del primero de los encapuchados. Y sin
embargo no era una voz inhumana ni sobrenatural, sino por el
contrario perfectamente normal, hablando interespacial sin la menor
dificultad y con un acento cálido y amistoso que al momento
inspiraba confianza.
—¿Eres Lari Svetania Kluténida? —fueron las palabras del
hombre de la túnica.
—Yo soy —respondió la princesa—. Pido el acceso a las Siete
Puertas.
La cabeza oculta por la capucha hizo un gesto de asentimiento.
Shanti observó que el rostro quedaba siempre en sombras,
cualquiera que fuese la disposición de la luz, como si aquella
negrura que ocultaba las facciones fuera un aditamento de las
propias vestiduras, un tejido de tinieblas creado para ocultar la cara
del guardián del Templo, del mismo modo que estaba oculto el
asteroide en que aquel se alzaba.
—¿Y tú? —se dirigió ahora el hombre al propio Shanti.
—Soy Lario Shanti de Shaar —se presentó, intentando igualar la
tranquila arrogancia de su compañera—. Pido también acceso a las
Siete Puertas de Pórfido.
—Y es ciertamente digno de ello —añadió Svetania.
La encapuchada testa se volvió hacia la hija de Antheor.
—¿Digno de acceder a las Siete Puertas? —preguntó el
guardián—. ¿Cómo puedes tú saberlo?
—Por medio de los poderes que han sido puestos en mí —
replicó ella.
Shanti creyó ver vacilar al encapuchado, y comprendió que
habíasele presentado una razón superior a todo lo que pudiera
exponer para rebatirla. Finalmente pareció tomar una decisión, e
hizo una seña indicando la puerta del Templo.
—Seguidme —dijo—. Seréis llevados hasta las Siete Puertas.
Pusiéronse todos en marcha, siendo rodeados los dos recién
llegados por el resto de los encapuchados, que no habían
pronunciado palabra alguna hasta el momento. Subieron por las
amplias escaleras y cruzaron el umbral, entre las gigantescas
columnas que lo flanqueaban.
El interior del edificio era semejante a su fachada. Grandioso,
como hecho para cíclopes o gigantes, para gentes distintas a
aquellos humanos de menguada estatura que ahora discurrían por
sus salones y corredores. Las paredes, construidas con una cierta
piedra que Shanti no intentó identificar, aparecían desnudas, y el
suelo apenas si resonaba bajo sus pies. El aura de los dioses
llenaba todo el edificio.
Atravesaron un gran salón en el que se veían algunas formas
escultóricas retorcidas, quizá simbólicas. Luego marcharon por un
corredor interminable, sin el menor jalón ni discontinuidad, iluminado
por extrañas lámparas ajenas a todo lo que Shanti había conocido
hasta el momento. Comprendió que estaban internándose en el
corazón de la montaña a la que el propio edificio estaba adosado.
En un momento dado, la mano de Svetania agarró su brazo. —
Los colores… —susurró ella.
Shanti advirtió entonces el humo, o lo que al principio le pareció
tal. Sus volutas eran de distintos colores, todos los del espectro
solar, y se retorcían aquí y allá a lo largo del corredor, aumentando
en intensidad a medida que avanzaban. No notó Shanti, sin
embargo, la más mínima dificultad en su respiración, como si aquel
extraño vapor fuera irreal o como si no se tratara de otra cosa que
del propio aire del asteroide teñido por algún inimaginable método.
—Recuerdo —murmuró Svetania, quizá para sí misma—.
Recuerdo los colores…
Y sus ojos se dirigieron hacia adelante, como hambrientos de lo
que allí habrían de encontrar, cuando el corredor terminase y la
marcha llegase a su fin.
Había una puerta metálica, del mismo material dorado del que se
componían los portales externos del Templo. El encapuchado que
les había dirigido la palabra se adelantó para abrirla. Unos pasos
más, y el grupo penetró en un gran salón.
Los límites de la nueva estancia parecían difusos, en gran parte
debido a las volutas de vapor coloreado que allí eran más densas
que en el corredor. Era difícil llegar a ver los muros o el elevado
techo y tan solo el tono de luz de aquellas extrañas lámparas
indicaba que no se había salido de nuevo al exterior del edificio.
Había allí nuevos encapuchados, a cargo de varios dispositivos o
muebles de inusitado aspecto.
Pero Shanti encontraba difícil separar la vista de lo que había
directamente ante él. Pues en esa dirección los vapores coloreados
estaban ausentes, y podía contemplarse, muy al fondo, la gran
Puerta.
Era esta de inmensas proporciones, construida en una sola pieza
de piedra antigua, labrada de arriba abajo con un millón de formas y
símbolos que parecían dotados de vida y movimiento. Aquella pieza
había estado allí durante millones de años, antes que el mismo
Templo fuera construido para protegerla, o quizá para proteger al
universo contra ella.
Shanti supo que estaba ante la primera de las Siete Puertas de
Pórfido.
El aliento divino que llegaba de ella era irresistible. No era
agradable ni repulsivo, amistoso ni hostil. Simplemente existía, y se
percibía con todos los sentidos del ser humano.
Olía, en efecto, a dios. Olía a dios, y los mil receptores táctiles
del cuerpo humano sentían también el roce divino, del mismo modo
que el nervio óptico captaba su luminosidad, y el auditivo su trueno.
Excitadas estaban las papilas gustativas por el sabor indescriptible
del Eterno, en tanto que los embrionarios órganos telepáticos
humanos daban también fe de su presencia. Mil ignorados sentidos
competían en advertir a la conciencia que aquella Puerta no era
como las conocidas en otros mundos, y que los que al otro lado de
ella permanecían se hallaban más allá de todo lo que la experiencia
de los humanos era capaz de concebir.
Y sin embargo, el entorno común permanecía en cierta forma
inalterado, pues el fulgor de los dioses no deslumbraba, ni su clamor
ensordecía. Era como si la conciencia se dividiera en dos partes
separadas, una de las cuales continuara informando de lo que
ocurría en el mundo banal, mientras que la otra reaccionara tan solo
a los nuevos estímulos que llegaban a través de la cerrada Puerta.
Shanti se tambaleó ligeramente, como el astronauta que busca
acomodar su equilibrio a la gravedad de un nuevo mundo. Pensó en
la Puerta, y en las otras seis que debía haber tras ella. ¿Qué oleada
inimaginable inundaría el salón y el Templo entero si las Siete
Puertas se abrían simultáneamente? Sintió miedo ante la fuerza y la
majestad de los dioses; a los que había venido a hacer frente.
Junto a él advirtió la presencia de Svetania, y notó cómo la
aureola de la princesa se fundía con la de aquellos que la habían
originado hacía años. La Virgen Olímpica también parecía asustada,
peto la emoción dominante en su rostro era la del ansia, casi
rayante en éxtasis. Avanzó un paso tras otro hacia la Puerta.
De improviso un grupo encapuchado brotó de entre las nubes de
vapor coloreado y se interpuso en el camino de la princesa,
formando una sólida falange.
—La Puerta… —dijo ella—. ¡Abrid la Puerta!
—La Puerta no puede ser abierta —respondió la voz del
guardián que ya conocían.
Temió Shanti el efecto de la negativa en su compañera y avanzó
para ponerse a su lado. Mas Svetania no reaccionó violentamente.
Simplemente se detuvo, y paseó la vista por las figuras de los
hombres que se oponían a su paso.
—Llevo conmigo la marca de los dioses —insistió—. Debo cruzar
las Siete Puertas de Pórfido.
Pero los encapuchados no se apartaron. Shanti se preguntó si
sería necesario luchar con ellos. Y de repente se sintió aliviado con
la idea de que el temido enfrentamiento con los dioses «del otro
lado» podría aplazarse.
—Por llevar contigo la marca de los dioses te hemos traído hasta
el umbral de las Puertas, Laria Svetania Kluténida —habló el
encapuchado—. Pero el camino está cerrado. Los dioses han
cambiado de opinión respecto a ti.
—Los dioses no cambian de opinión —replicó Svetania—. Si me
impides el paso deberás enfrentarte con ellos.
El encapuchado abrió los brazos.
—Mucho es lo que te falta por saber —dijo—. Has visto la
Primera Puerta, y sin duda la has reconocido. Ven ahora conmigo,
junto con tu acompañante, y hablaremos.
Por un instante la hija de Antheor permaneció inmóvil, de cara a
la barrera humana que le impedía el paso. Luego suspiró
hondamente y dio media vuelta para acompañar al guardián. Shanti
les siguió, dando la espalda a la Puerta labrada.
El aliento de los dioses quedó tras él.

La parte del Templo a la que fueron conducidos estaba


concebida más como alojamiento para hombres que para
divinidades. Había una mesita y unos cómodos sillones en los que
tomaron asiento. Tan solo la luz resultaba deficiente, y Shanti pensó
que quizá ello estaba hecho a propósito para mantener intacta la
máscara de sombra que disimulaba los rasgos faciales de su
anfitrión.
Unos hombres jóvenes sin capucha sirvieron unos platillos de
carne y unas copas de licor fuerte y dorado. Hubo tan solo dos
copas, pues quien les había conducido hasta allí no tenía, al
parecer, intención de beber, como tampoco de probar bocado. Se
había sentado frente a ellos, no demasiado próximo, y Shanti estuvo
entonces seguro de que la barrera de sombra que le ocultaba el
rostro tenía existencia propia. En efecto, aunque la luz fuera débil,
en la posición en que se encontraban debían ser visibles los rasgos
del encapuchado, cosa que no sucedía. A menos, pensó con
inquietud, que el cuerpo y el rostro del guardián no fueran sino pura
sombra.
Se retiraron sin decir palabra los sirvientes. Eran unos robustos
mocetones vestidos con túnicas oscuras y con un anillo plateado en
torno a la cabeza. Acólitos o legos, seguramente, de aquella
extraordinaria congregación astral. Tal vez aspirantes ansiosos de
ocultar la testa con la capucha y la cara con la cortina de sombras
que indicaba el clero superior, los sacerdotes del dios o de los
dioses que se ocultaban tras las Siete Puertas.
—La historia que debéis saber es larga —empezó el guardián—.
Tan larga que su comienzo se pierde en la noche del tiempo, mucho
antes de que la humanidad terrestre a la que pertenecéis y las
restantes razas que hoy pueblan la Galaxia fueran otra cosa que
una remotísima posibilidad.
»El Universo era joven, y en él reinaban los que hoy conocemos
con el nombre de Grandes Antiguos, una estirpe superior a todas las
que en su tiempo, antes o después recorrieron o recorrerían las
rutas entre las estrellas. Los Grandes Antiguos, que emplearon
fuerzas y energías de las que hoy la civilización imperial no tiene la
menor idea.
»Una de las técnicas desarrolladas por esa raza primigenia
permitía alcanzar los universos colaterales, abrir Puertas a otros
espacio-tiempos distintos al nuestro, a fin de aprovechar para sus
fines las fuerzas y esencias que de aquellos pudieran extraer. Un
saber terrible y peligroso, que solo la sabiduría de los superseres
que lo desarrollaron era capaz de encadenar y hacer esclavo de sus
designios.
»Pues bien, los Grandes Antiguos desaparecieron de la Galaxia,
inesperadamente, de forma súbita, como una vela que se apaga. Tal
vez llegaron a abrir camino a una entidad de otros universos cuya
fuerza fuera demasiado aún para ellos mismos, y así su civilización
fue destruida sin que de ella quedaran sino algunos pocos restos
que hoy día causan la estupefacción de nuestros científicos. Pero
entre estos restos aún quedan algunas de las Puertas que abrieron
aquí y allí en el espacio. Uno de estos lugares es el que ha sido
llamado las Siete Puertas de Pórfido, en el asteroide en el que ahora
nos encontramos.
»Una vez que hubieron pasado miles o millones de años, y que
nuevas razas señorearan la Galaxia, las Siete Puertas fueron de
nuevo descubiertas. Una raza humanoide nacida en el quinto
planeta de Rigel descubrió la técnica de la navegación interestelar, y
sus exploraciones alcanzaron el asteroide, y se asombraron ante lo
que hallaron en él».
—¿Fue así la Gran Raza la que construyó el Templo? —
preguntó Svetania, interrumpiendo al orador.
—Entonces no era aún la Gran Raza —replicó este—. No era
sino una raza más de las que entonces poblaban el Cosmos,
curiosa y aventurera como casi todas ellas.
»Pero las Siete Puertas fueron estudiadas a fondo y, tras la
multitud de trágicos intentos fallidos, se logró entrar en contacto con
lo que se encontraba al otro lado. ¡Y fue entonces cuando nació la
Gran Raza!
»El pueblo de Rigel obtuvo ciertos dones físicos y mentales, es
cierto. Pero sobre todo consiguió asimilar una forma de filosofía
benévola que le llevó a predominar en los primeros momentos sobre
las razas próximas a su estrella. Cometió entonces el error de
creerse la conciencia de la Galaxia, de pretender llevar su ética y su
moral a todos los pueblos estelares, valiéndose de los medios
obtenidos en Trinya».
—Así, pues, tú mismo perteneces a la Gran Raza de Rigel —
aventuró Shanti.
El encapuchado detuvo su relato unos instantes, produciendo un
extraño sonido que tal vez equivaliera a un suspiro.
—Yo no pertenezco a ninguna raza —dijo luego—. Cierto que mi
origen es o fue rigeliano, pero ahora Trinya y las Siete Puertas son
mi única estirpe y mi único hogar. Tienes ante ti, Shanti de Shaar, a
uno de aquellos que fueron llamados por tu raza «los Grandes
Sabios».
Shanti se sobresaltó.
—¿Los Grandes Sabios? —exclamó—. ¿Así, pues, era verdad lo
que decían las leyendas? La infiltración en el Viejo Imperio
Constitucional no estaba dirigida desde el mismo Rigel, sino desde
otro astro. Y sin embargo cuando cayó Rigel, la infiltración cesó.
—Trinya era el verdadero centro espiritual de la Gran Raza —
explicó el encapuchado, y su voz era triste al pensar en el esplendor
perdido—. Nuestras naves, las de los mundos rigelianos, volaban de
aquí para allá, pretendiendo civilizar a las razas salvajes, crear una
comunidad pacífica de mundos. Pero entonces el Imperio terrestre
irrumpió en este sector del espacio, fuerte y vigoroso, con una
capacidad de asimilación mayor que la nuestra, y una filosofía
mucho más violenta.
«Lo que tú llamas infiltración comenzó apenas los Grandes
Sabios de Trinya se dieron cuenta de la situación. Logramos que el
Imperio respetara a Rigel como cultura independiente, y al mismo
tiempo iniciamos nuestra labor dentro del mismo Imperio. Rodeamos
Trinya con una barrera invisible, para mantenernos ocultos a todas
las miradas. Y pretendimos transformar el gran estado estelar
terrestre, reclutando a todos los hombres justos y de buena voluntad
que quisieron colaborar con nosotros. Fueron las sociedades
secretas más o menos esotéricas que se identificaban con Orion,
pues la filosofía de la Gran Raza era la suya.
»Se nos llamaba Grandes Sabios, pero mejor hubiéramos
merecido el nombre de Grandes Insensatos, por cometer tan gran
error. Intentamos utilizar el poder de los dioses para moldear
estados e imperios a nuestro gusto, y por ello la Gran Raza fue
destruida. Pues no en vano se dice en la Vieja Tierra, refiriéndose a
una antigua religión, que el destino de todos los redentores es ser
crucificados».
—Pero el Imperio no lo hizo —dijo Svetania—. No fue el Imperio
quien destruyó a la Gran Raza.
—No, no fue el Imperio —estuvo de acuerdo el guardián—. No
llegó a ser el Imperio, pero tan solo porque alguien se le adelantó.
¿Cuánto tiempo hubieran soportado los emperadores la existencia
de un poder paralelo, por muy benévolo que fuera? ¿Qué ocurrió
cuando, siglos más tarde, los paranormales intentaron crear una
influencia parecida?
«No, no fue el Imperio. Fueron los bárbaros batugshan, una de
las razas a las que habíamos intentado modelar. No vieron en Rigel
sino un centro de poder del que merecía la pena apoderarse, y así
lo hicieron. Trinya tan solo debió la salvación a que era desconocida
para ellos, así como para los terrestres. Todos creían que la fuente
de todo estaba en Rigel, y por ello la Gran Raza fue exterminada. La
Gran Raza… la más noble emanación de los dioses “del otro
lado”…».
Las últimas palabras sonaron casi como un lamento, bien que
cualquier posible gesto de emoción quedaba oculto por la capucha y
la inquietante barrera de sombras. Hubo una pausa y luego la voz
del guardián fue de nuevo firme.
—Después de la catástrofe, Trinya decidió aislarse. Tan solo
mantuvo relaciones con el estado estelar de Drum, del que esta
zona del espacio depende, pero de una forma vaga y no
comprometida. No se intentó construir una nueva Gran Raza con su
pueblo. Los guardianes de las Siete Puertas permanecimos aquí,
generación tras generación, nutriendo nuestras filas con los últimos
restos de los que habitaron Rigel, y con algunos adeptos drumíanos.
Simplemente al servicio de los dioses «del otro lado», al cuidado de
las Siete Puertas.
«Y sin embargo, por increíble que ello pueda parecer, el error
estuvo a punto de ser repetido. Fue cuando nuestros estudios
filosóficos indicaron que el Imperio terrestre caminaba hacia su
ruina».
Shanti vio tensarse el cuerpo de su compañera. Pero Svetania
no llegó a pronunciar la más mínima palabra. Simplemente adelantó
la cabeza hacia el orador, escuchando con gran ansiedad.
—El Imperio iba a caer —siguió el encapuchado—. Y con él
caería para varias generaciones la civilización en este sector de la
Galaxia. Sería la larga noche de los bárbaros, de los piratas, de los
asesinos. Una visión que conmovió a los Grandes Sabios, y les hizo
olvidar las lecciones del pasado y su propio poder predictivo. Se
pensó en intervenir.
—Y se tomó una pareja de niños de sangre imperial —la clara
voz de la princesa interrumpió al que hablaba—. Se les salvó de un
accidente y se les puso en presencia de los dioses «del otro lado»,
para que influyeran en ellos y les convirtiesen en los posibles
salvadores de la civilización en peligro. Se pensó en ellos para regir
el Imperio terrestre y lograr su salvación. ¿No es así?
La capucha hizo un gesto de asentimiento.
—Ocurrió como dices, princesa. La fortuna, o la voluntad de los
dioses llevó a los niños hasta nuestro sector espacial. La hija del
poderoso Antheor, el Señor del Universo. Y un noble vástago de una
de las más linajudas familias Larias del Imperio. Hicimos que
cruzaran las Siete Puertas de Pórfido, y los dioses les obsequiaron
con algunos de sus dones. Fueron devueltos luego al Imperio para
que crecieran y se desarrollaran.
—Pero eso no fue todo ¿no es cierto? —la voz de Svetania
acusaba—. Lario Turmo de Khurán y yo misma debíamos regresar a
las Siete Puertas para recibir el espaldarazo final de los dioses, que
nos permitiría pasar a la acción para salvar el Imperio, la civilización,
como tú mismo has dicho. Pero nadie nos trajo aquí, nadie entró en
contacto con nosotros… ¿Qué ocurrió?
—El estudio filosófico siguió su curso —respondió el guardián—.
Se contemplaron las consecuencias de nuestra intervención, en el
futuro probable. Se decidió interrumpir la experiencia, y dejar actuar
libremente a las corrientes históricas que actuaban en el corazón del
Imperio terrestre.
—¡Se decidió dejarlo caer! —gritó Svetania—. Nos dijiste al
principio que los dioses habían cambiado de opinión. Pero no fueron
los dioses, sino los hombres, los rencorosos servidores del Templo.
Decidisteis dejar que el Imperio se hundiera para luego erigiros
vosotros en dueños de la Galaxia sobre sus cenizas. ¿Acaso no es
ese el plan?
—No es ese el plan —contradijo el encapuchado, impasible—.
La ambición del poder es completamente extraña para nosotros.
Sencillamente se decidió no provocar una catástrofe aún mayor que
la que se pretendía evitar.
«En el pasado se pretendió emplear el poder de los dioses para
influir en el desarrollo de los pueblos galácticos. La Gran Raza, una
estirpe mucho más noble y grande que lo que la humanidad
terrestre llegará nunca a ser, pereció por ello. No repetiremos el
error. El Imperio lleva en sí mismo el germen de su caída, pero esta
no es ineludible. Que el Imperio use sus propias fuerzas para
salvarse. Los dioses no están para eso». Fue entonces cuando
Shanti se levantó y enfrentó al encapuchado guardián, clavando los
ojos en su oculta faz, como si pretendiera taladrar la barrera de
sombras que ocultaba sus facciones. Había llegado hasta allí
llevado por Svetania, pero ahora la lucha era suya, y se proponía
llevarla hasta el fin.
—Sois unos simples servidores de la divinidad —dijo gravemente
—. Vuestro poder y vuestra capacidad de decisión no importan
nada. Escúchame, tú, como quiera que te llames y quien quiera que
seas. Yo, Lario Shanti de Shaar, he sido juzgado digno de atravesar
las Siete Puertas, y este juicio ha sido llevado a cabo mediante un
don del que tú careces, de un don que tus dioses han impreso en la
naturaleza de mi compañera. Has hablado y has expuesto tu
opinión, pero eso no me sirve a mí. Si tus dioses me consideran
digno de enfrentarme con ellos, nada has de decir en contra.
Llévame a las Siete Puertas, y si «los del otro lado» participan en tu
opinión negativa, que ellos mismos me lo digan.
Hubo una leve pausa cuando Shanti dejó de hablar. El rostro de
Svetania se volvió hacia él, claramente asombrado. Por un instante
llegó a pensar que el inmóvil encapuchado aceptaría su exigencia, e
incluso que se postraría ante él del mismo modo que el
contrabandista rigeliano lo hiciera ante la princesa.
Pero luego un leve sonido brotó de la cara oculta por las
sombras, y Shanti reconoció una risita burlona.
—¡Que «los del otro lado» te lo digan! —exclamó el guardián—.
¡Qué poco sabes sobre los dioses que dices te han juzgado, Shanti
de Shaar!
Alzóse el encapuchado para enfrentarse a su vez con Shanti, y
su voz se hizo dura y metálica.
—¿Qué crees que son los dioses «del otro lado»? ¿Acaso
esperas encontrarte ante un Júpiter Imperator gigantesco y de noble
rostro, que hable contigo en interespacial o quizá en español?
«¡No! Las entidades que existen al otro lado de las Siete Puertas
no tienen nada que ver con cualquier cosa que exista o pueda existir
en nuestro universo. Tienen sus motivaciones y su lógica, desde
luego, pero tan extrañas para nosotros que nunca llegaremos a
comprenderlas. Tan solo nosotros, los llamados Grandes Sabios,
hemos logrado siglo tras siglo establecer un cierto contacto, una
cierta comunicación con ellos. ¡Y ello nos ha costado dejar de ser
humanos!».
La última frase golpeó casi físicamente a Shanti. Dejar de ser
humanos… Se preguntó, qué facciones serían las que
misericordiosamente ocultaba la cortina de sombras.
—Así, pues, pese al juicio de tus dioses, te niegas a dejarme
paso libre a ellos —resumió, procurando adoptar un tono
amenazador.
—Eres digno de presentarte ante «los del otro lado» —le
respondió inesperadamente el otro— y puedes hacerlo en cuanto
gustes, así como tu compañera. ¡Pero a título estrictamente
individual!
Shanti y Svetania se miraron, confusos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la princesa.
—Toda intervención de «los del otro lado» en el desarrollo
histórico de nuestro universo entrañaría la peor de las catástrofes.
Pero los dioses pueden influir en el destino individual de los
mortales, como las leyendas de todos los mundos aseguran.
«Existen otros dones muy superiores a aquellos que “los del otro
lado” han concedido hasta ahora, y están a vuestro alcance. El
reposo, el descanso de las fatigas humanas, el fin de la ambición, lo
que comúnmente se define como felicidad. Cruzad las Siete Puertas
después de que los Sabios hayamos cribado vuestras mentes para
estar seguros de vosotros. Cruzad las Siete Puertas, y existiréis en
el mundo de los dioses».
Shanti tragó saliva.
—¿Cruzar las Siete Puertas… y no regresar más a nuestro
propio universo?
—Y tener en vosotros todo lo que los dioses pueden ofrecer.
Vaciló Shanti un solo instante ante las palabras del Sabio. Pero
Svetania no lo hizo.
—¿Y dejar que el Imperio caiga, y con él la civilización?
—El Imperio deberá encontrar la salvación en sus propias
fuerzas, sin contar con intervención exterior que no haría sino
empeorar la situación. Laria Svetania Kluténida, Lario Shanti de
Shaar, ambos sois dignos de presentaros ante los dioses, y podéis
hacerlo. Pero el Imperio no es digno, y si intenta cruzar las Puertas
formando parte de vuestras mentalidades, le será cerrado el paso.
Svetania avanzó un paso hasta colocarse a la altura de Shanti,
con los ojos llameando hacia el guardián.
—Os niego el derecho a cribar mi mente —desafió—. Usaré del
poder de los dioses para salvar la civilización imperial.
—Pues te será prohibido el acceso a las Siete Puertas. ¿Y en
cuanto a ti, Lario Shanti de Shaar?
Durante un instante Shanti se concentró en el aura divina, en el
aliento de «los del otro lado» que llegaba hasta él a través de las
paredes de la sala, muy amortiguado pero indudablemente real.
Creyó detectar una llamada, una oferta. Pero Svetania estaba junto
a él, y ni por un instante pensó en aceptar la proposición.
—Yo también me niego —dijo—. Si he de llegar ante los dioses,
será sin condiciones.
—Pues a ti también te será cerrado el paso.
Y aquello pareció decidirlo todo. No hizo el encapuchado el
menor gesto, pero como atendiendo a una llamada telepática, una
docena de guardianes igualmente enmascarados penetraron en la
sala.
—¿Bien? —preguntó Svetania, sin moverse—. ¿Vas a matarnos
ahora, para que no divulguemos las coordenadas espaciales de
Trinya?
—Simplemente seréis conducidos hasta vuestra nave —replicó
el primer guardián—. El daño quedó hecho cuando tú y Lario Turmo
fuisteis conducidos a las Puertas, y no soy yo nadie para paliarlo. La
marca de los dioses está en ti, princesa, y por ello no te podemos
causar el menor daño. Y al quedar tú libre, resultaría inútil matar o
retener a tu acompañante. Estáis libres los dos. Trinya se protegerá
tras la barrera que «los del otro lado» ofrecieron a sus pobladores.
Svetania, que ya iniciaba la marcha hacia la salida, se volvió
entonces hacia el Sabio, con un último desafío.
—¿Sabes lo que el Imperio puede lanzar contra vuestro
asteroide? —preguntó.
Pero el encapuchado continuó inmóvil e inmutable.
—¿Y sabes tú lo que puede brotar desde el otro lado de las Siete
Puertas? —replicó.
La princesa se mordió los labios y dio la espalda al guardián,
dirigiéndose a la salida, donde ya la esperaba Shanti. Este admiró
una vez más su hermosura y la gracia de sus movimientos, aún en
la derrota.
—Volveremos —murmuró Svetania—. Juro que muy pronto
volveremos a Trinya con todo el poder imperial tras nosotros.
Y del interior de la sala que abandonaban les llegó la respuesta
de quien había rechazado sus peticiones.
—Volved cuando lo deseéis. Los Grandes Sabios de Trinya
aguardarán vuestro regreso.
CAPÍTULO XI
LAS PRISIONES DE LA TRANSMERSIA

«Desde que, al finalizar la guerra mersiana, Rigel quedara


anexionado al Imperio, tan solo en dos ocasiones se vio en peligro
el eje comercial que le unió a Sol: en 1694 y en 1791.
»La primera ruptura fue ocasionada por la rebelión de
Betelgeuze, siendo dicho sol escala obligada para las naves que
unían la capital imperial con los mundos rigelianos. Ciertamente el
vuelo hiperespacial hubiera podido mantener la unión en lo que al
aspecto técnico se refiere, pero en la práctica los costes de una ruta
directa hubieran encarecido desastrosamente el comercio. En ello
pensaban, sin duda, los rebeldes cuando pretendieron independizar
bajo su mandato todas las estrellas de la zona a fin de forzar, en
caso de éxito, una o varias escalas de las naves de transporte
dentro de ella, con la consiguiente afluencia de derechos portuarios.
»Más peligrosa aún fue la segunda ruptura, pues, en esta
ocasión fue el propio Rigel el que, aprovechando el caos de la
Usurpación, pretendió independizarse tomando como bandera el
recuerdo legendario de la Gran Raza.
»De las consecuencias que se hubieran hecho presente de
triunfar una u otra rebelión no podemos hacer sino cábalas, pues
ambas fueron ahogadas por dos de los más fuertes emperadores de
que la dinastía kluténida puede enorgullecerse».

(Carol Mordereth: «Las Rutas Comerciales del Imperio


Terrestre»).
«Puede decirse que el verdadero dominador de la rebelión de
1791 fue Kilos II, muerto tres siglos antes de su estallido. Al primer
Emperador Kluténida se debió, en efecto, la decisiva reforma que
hizo del auricalco y del argenticalco, los metales patrones de la
economía galáctica, y convirtió Tierra de Sol en la capital bancaria,
además de política, del Imperio y de toda la galaxia explorada.
»Bien podía Rigel disponer de sus grandes astilleros y de sus
inmensas fábricas robóticas. Las materias primas que tales
industrias necesitaban habían de ser pagadas en auricalco, y los
depósitos de este metal se hallaban en el Banco Imperial de Urbis y,
en menor medida, en las cajas fuertes de las compañías privadas de
crédito. Al haber fracasado las conversaciones con Hart Lundwal,
presidente del principal consorcio bancario terrestre, el recién
creado Banco Nacional Rigeliano cometió el error de emitir papel
moneda sin respaldo de auricalco, con lo que contribuyó al definitivo
colapso económico de la república. Factores como el bloqueo de las
Compañías Francas y el terrible saqueo de Alfanor por las mismas
no hicieron sino acelerar el final. El célebre aterrizaje del Emperador
Antheor III en la capital de la efímera nación rigeliana sirvió tan solo
para dar el pretexto que todas las fuerzas sociales estaban
aguardando para reintegrarse de nuevo al seno del Imperio
terrestre».

(Lemuel Raabe: «El Legado de Rigel»).

«Tras su derrota militar en 1224, el antiguo imperio mersiano fue


dividido en dos partes. El sistema de Rigel y las demás posesiones
orionitas se integraron en el Sector de Orion del Imperio Galáctico,
en tanto que con el resto se formaba la llamada Transmersia, bajo el
mando de un virrey militar y sometida a estatuto de ocupación.
»Con el tiempo tal régimen se fue dulcificando, pero mientras
existió el Imperio la Transmersia se mantuvo legalmente
dependiendo de la voluntad virreinal, y las leyes fueron allí distintas
y más severas que en el resto de los territorios dominados por Tierra
de Sol».

(Antón Moore: «Historia del Gran Imperio»).

Ardían las lejanas estrellas en torno a la «Donna 5», y Laria


Svetania Kluténida fulguraba igualmente dentro del navío. Shanti
notaba la cólera de su compañera destellar en su aura y esparcirse
por todos los rincones de la nave.
—Hemos estado ante la misma puerta de los dioses —exclamó
Svetania con despecho—. ¡Ante el mismo umbral! Y ellos nos han
detenido…
Shanti callaba, pues nunca antes la había visto en tal estado. Era
sin duda la primera vez que alguien o algo se había opuesto a la
voluntad de la hija de Antheor III, y precisamente en lo que a esta
más le importaba, en el sueño de toda su vida.
—Pero volveré —continuó la princesa, como hablando consigo
misma o tal vez para el universo entero—. ¡Volveremos, Shanti! Y
llevaremos tras nosotros toda la potencia del Imperio.
—¿La potencia del Imperio? —interrumpió Shanti. Y su mano se
movió hacia la pantalla visora, indicando la cercana estrella que
quedaba tras ellos—. Svetania, piensa… ¿qué podrá la potencia del
Imperio contra esa barrera que nuestra ciencia no puede
comprender?
—Podemos derribarla, aunque no la comprendamos —repuso
Svetania—. En los tiempos de Sandor II el Imperio se opuso a los
llamados Brujos, que eran mutantes paranormales, capaces de
alterar la naturaleza misma del espacio con el poder de sus mentes.
La ciencia terrestre creó los inhibidores para inutilizar los poderes de
aquellos mutantes, y los estabilizadores de campo, para anular los
efectos de ellos en nuestro espacio dimensional. Podremos derribar
la barrera que aísla Trinya, Shanti, ahora que sabemos exactamente
dónde se alza.
«Pero también podemos atacar en otro sentido. Trinya necesita
un entorno, un estado que la proteja, como sus mismos Grandes
Sabios nos han confesado. Primero fue Rigel, con su Gran Raza, y
ahora es el estado independiente de Drum. Caeremos sobre Drum
primeramente, y si su posesión no nos da la de Trinya,
bloquearemos el planeta invisible hasta que se nos rinda».
Shanti se dejó caer en uno de los butacones de la sala de
mando. Se sentía súbitamente cansado, y hubiera deseado dejar
toda aquella absurda aventura, regresar a Olimpia y disfrutar allí los
días que le restaran de vida, dejando que el Imperio se deslizara
dulcemente en torno suyo hacia su destino final.
—Atacar Trinya, atacar el estado de Drum —enumeró—. ¿Por
qué atacar a gentes que nada nos han hecho, Svetania? ¿Por qué
no dejarles en paz a ellos y a sus dioses, y salvar el Imperio desde
dentro del Imperio, tal como los Sabios nos han dicho?
Svetania se volvió bruscamente hacia él, y Shanti admiró la
llama que ardía en sus ojos. Esperó ser increpado, pero no fue así.
Pues la llama se apagó, y en el rostro y aura de Svetania se hizo
presente algo no muy diferente del cansancio que él mismo sentía.
—Shanti, Shanti —exclamó tristemente la princesa—. ¿Me vas a
dejar ahora?
—No —respondió él—. No te dejaré, Svetania.
Laria Svetania Kluténida sonrió entonces, y el aura se animó de
nuevo en torno a ella.
—El Imperio no puede ser salvado desde su interior —dijo—. Lo
sabía desde el principio, y el Sabio de Trinya no ha hecho sino
corroborarlo. El Imperio está en el camino hacia el fin, y la única
posibilidad de salvarlo se encuentra tras las Siete Puertas de
Pórfido. Se nos dio una esperanza de salvación, y no podemos
permitir que esa esperanza muera.
—Pero el Sabio dijo que la intervención de «los del otro lado» no
haría sino acelerar y empeorar la catástrofe. Y el Sabio conocía a
los dioses.
—Yo conozco a los dioses mejor que el Sabio —se encrespó
Svetania—. Porque los dioses estuvieron en mí, del mismo modo
que estuvieron en Lario Turmo. El poder de las Siete Puertas es lo
único que puede impedir la caída de la civilización.
Decidida, Svetania se dirigió al ordenador de ruta.
—Regresaremos a Pharka, y de allí iremos a Olimpia para
preparar el nuevo viaje.
—¿A Pharka? —se asombró Shanti, súbitamente alarmado—.
¿Vas a emplear otra vez la transición Murray-Legrand?
—No hay ahora ningún riesgo —explicó ella—. Las corrientes
dimensionales no pueden haber cambiado en tan poco tiempo, y
bastará desandar el camino que recorrimos. Puede que nuestra
próxima expedición debamos realizarla por el camino hiperespacial.
Los dos ordenadores latieron apresuradamente mientras la
«Donna 5» se dirigía al punto espacial por donde brotara a aquella
región de enigmas. Y luego fue el choque invisible de la transición, y
el cambio en las estrellas. El sol de Pharka surgió ante la nave,
como conjurado por un nigromante.
—Lo hemos hecho de nuevo —dijo Svetania—. Ahora no
tenemos sino que…
Pero Shanti no llegó a saber lo que ella pretendía decir. Porque
la nave entera se estremeció con un terrible golpe, y sus ocupantes
fueron lanzados al suelo como por una mano gigantesca. Gritó
inconteniblemente Svetania, y Shanti tuvo la sensación de que el
hiperespacio entero se le había caído encima.
Pero lo ocurrido nada tenía que ver con la transición Murray-
Legrand, y Shanti lo comprendió cuando las sirenas de alarma
empezaron a aullar.
—¡Svetania! —gritó—. ¡Nos están cañoneando! ¡Son naves
espaciales!
—¡Las defensas! —respondió desesperadamente la princesa.
Pero su voz se vio ahogada por un terrible estrépito, mientras la
nave era sacudida como un ratoncillo atrapado por un fox-terrier. El
tono de las señales de alarma se hizo histéricamente agudo.
Shanti supo instantáneamente lo que se debía hacer. No había
tiempo para intentar poner en acción el armamento del navío, a
menos de desear suicidarse. Lanzóse hacia el cuadro de mandos,
lastimándose el costado al chocar con un sillón derribado. Allí
estaba el botón rojo, protegido por una cubierta de plástico
traslúcido. Apartó esta de un manotazo y pulsó el resorte con todas
sus fuerzas.
La gran burbuja creció al instante, englobando a Shanti como un
leucocito lo haría con un germen invasor. Al instante siguiente
Svetania cruzaba la membrana del globo transparente, permeable
solo en una dirección, y luego todo el costado de la nave se abrió,
eyectándoles al espacio.
La infeliz «Donna 5» se desintegraba en el espacio tras ellos,
golpeada por los disparos enemigos y degollada por el mismo
sistema de salvamento que habían empleado. La vieron
desmembrarse en infinidad de fragmentos revoloteantes y, a la
manera de un enjambre de meteoritos, precipitarse hacia el cercano
globo de Pharka, a cuyos habitantes proporcionaría sin duda un
magnífico espectáculo de estrellas fugaces cuando todo aquel
archipiélago se abrasara en la atmósfera. La burbuja de salvamento
quedó flotando en el espacio, equilibrada por sus minúsculos
generadores, aparentemente sola entre las estrellas.
Pero Shanti sabía que tal soledad era ilusoria. Allá, en algún
lugar del espacio cercano, las naves causantes del desastre
acechaban aún, y la presencia del globo salvador no podía de
ningún modo haberles pasado inadvertida. Shanti sintió un
escalofrío al pensar que un solo disparo de los agresores podía
reducir a la nada su vehículo, y a ellos con él.
El desastre había sido tan rápido que ni siquiera se le había
ocurrido preguntarse por la identidad de los agresores. Un minuto
antes estaban preparando nuevos planes, satisfechos de que la
arriesgada transición hubiera salido con bien, y de encontrarse en
territorio imperial. Un minuto después se hallaban flotando en una
burbuja de salvamento, en espera de un posible golpe final que
acabara con sus vidas.
—¿Pero… pero quiénes son? —tartamudeó Svetania.
Era la primera vez que la veía insegura. Aún lleno él mismo de
temor, Shanti la enlazó con un brazo que quiso fuera firme, a fin de
tranquilizarla.
—No lo sé —confesó—. Piratas probablemente.
—¿Piratas? ¿En el interior del Imperio?
Shanti no respondió. Allá afuera, una de las estrellas se movía. Y
de pronto se aproximó y ya no fue una estrella, sino una afilada
nave de combate, iluminada por los rayos del sol de Pharka.
Svetania lanzó una exclamación al verla.
—¡Es la Policía Espacial! ¡La Patrulla Transmersiana!
La insignia era claramente visible, aumentando incluso de
tamaño a medida que la nave íbase acercando.
—Al menos parece una de sus naves —repuso Shanti.
—¿Pero qué ha ocurrido? ¿Una rebelión?
La nave policíaca no parecía tener intención de darles el golpe
de gracia ni tampoco de abandonarles a su suerte, lo que a la larga
hubiera significado lo mismo. En vez de ello se acercó con toda
delicadeza hasta casi rozar la burbuja, y el túnel de abordaje se
desplegó con lentitud, semejante a una negra serpiente que alargara
la cabeza hacia un huevo.
Nada había que hacer, aunque hubieran tenido deseo de
intentarlo. El extremo del túnel se introdujo en la burbuja del mismo
modo que ellos lo habían hecho allá en la infortunada «Donna 5».
Shanti y Svetania retrocedieron hasta apoyar las espaldas en la
membrana del otro lado. Luego el túnel se abrió, y tres hombres con
uniforme azul de la Patrulla de Transmersia entraron en la burbuja,
que quedó materialmente atestada. Antes de que ninguno de los
recién llegados pudiera hablar, Svetania se dirigió orgullosamente a
ellos.
—Soy Laria Svetania Kluténida, la hija del emperador —dijo en
tono helado—. Exijo saber al instante quién es el culpable de este
atentado.
—¿Laria Svetania Kluténida…? —estalló uno de los policías, el
que parecía mandar en el trío—. ¿Pero cómo…?
Por un instante pareció desconcertado. Pero luego su mirada se
fijó en la mano derecha de la princesa, y de nuevo su rostro fue
duro.
—¿De modo que la hija del emperador? —preguntó con ironía—.
¿Dónde está tu anillo lárico, entonces?
Shanti sintió algo helado en el corazón. Los anillos láricos…
Habían quedado en la nave destruida y en aquellos instantes no
serían sino polvo incandescente en la atmósfera de Pharka. En un
instante de pánico comprendió que no tenían sobre sí nada que
pudiera identificarles.
—Mi anillo ha quedado en la nave que vosotros habéis destruido
—explicó Svetania.
Pero su voz había perdido firmeza, y el policía se dio cuenta de
ello.
—Nunca he oído que un Lario se despojase voluntariamente de
su anillo, ni aún para bañarse —sonrió—. ¿Y tu compañero?
¿También de la familia imperial?
—Soy Lario Shanti de Shaar —se presentó sencillamente Shanti,
sin mucha esperanza de ser creído.
—¿Otro Lario sin anillo? —rio el policía—. ¿Estáis
verdaderamente locos o pensáis que soy yo quien lo está?
Shanti se mordió los labios, sin responder. La situación era a la
vez trágica e inconcebible. ¿Cómo podrían creer aquellos patrulleros
que dos Larios, uno de ellos de la más elevada nobleza del Imperio,
se hubieran despojado de sus anillos para emprender de incógnito
una loca aventura? Y sin embargo aquello no podría prolongarse
mucho tiempo, pensó. Habría algún modo de identificarse, quizá
serían llevados a los planetas centrales del Imperio, quizá podrían
entrar en contacto con Olimpia. O quizá «se les ejecutaría» sin
juicio. Muchas cosas eran las que se decían sobre lo que ocurría en
la Transmersia, y de cómo era allí aplicada la ley imperial.
Y después de todo ¿de qué delito se les acusaba?
—¿Por qué habéis destruido nuestra nave? —preguntó.
El policía se le quedó mirando con curiosidad.
—¿No lo sabes? Su Alteza el Virrey de la Transmersia ha tenido
a bien ordenar el exterminio de los contrabandistas que infestan
esta zona del espacio. Pero ya está bien de charla, mis queridos
Larios sin anillo. Seguidme, y sin armar jaleo.
Y sin más palabras, se introdujo de nuevo en el túnel negro que
llevaba a la nave policíaca. Los otros dos policías, que no habían
abierto la boca entretanto, hicieron un inequívoco gesto con los
delgados fusiles láser que empuñaban. Shanti y Svetania
penetraron en el túnel.
El interior de la nave patrullera les pareció angosto e incómodo,
de espartana simplicidad. Se les hizo esperar hasta que el oficial
que les capturara conferenciara con el comandante. Luego les llegó
la orden de pasar al puesto de mando.
Tres personas les esperaban allí. Una era el oficial patrullero con
quien antes habían hablado, y otro, corpulento y de rostro
sanguíneo, debía ser el propio comandante en jefe de la nave.
El tercero de los hombres parecía incongruente en aquel
reducido despacho de paredes metálicas. Era un gigante de negra
piel, envuelto en una larga tela multicolor. Meditó Shanti dónde
había visto antes a aquel individuo, hasta que reconoció en él al
guía tutsi que les había conducido hasta el refugio de Sanyo Vashta,
el rigeliano de la Gran Raza. Empezó a comprender.
—Soy el comandante Neal Sender, de la Patrulla Transmersiana
—se presentó el oficial superior—. Estoy al mando de la patrullera
policíaca AM-7, en la que nos encontramos.
Shanti hizo ademán de presentarse, pero el comandante le cortó
con un enérgico ademán.
—Os habéis presentado como dos importantes Larios. ¿Podéis
probar vuestra personalidad?
Shanti hizo un gesto negativo, buscando unas palabras que le
faltaban.
—Todas las pruebas de nuestra identidad ardieron en la nave —
dijo Svetania.
El comandante Sender suspiró.
—Habla tú ahora —invitó al guía tutsi.
—La nave que fue destruida corresponde a la que vi aterrizar en
Pharka —declaró en perfecto interespacial—. Estas dos personas
salieron de ella y me manifestaron venir enviados por los jefes
rigelianos de la red contrabandista a la que Sanyo Vashta
pertenecía. Les guie entonces hasta su base.
—¿Estáis de acuerdo con esa declaración? —inquirió el
comandante.
—¡Sanyo Vashta! —exclamó Shanti—. ¿Dónde está? Él puede
testificar que…
—Sanyo Vashta ha sido ejecutado —interrumpió secamente el
oficial que se sentaba junto a Sender—. Igual que los componentes
de su banda e igual que probablemente os ocurrirá a vosotros.
¡Sanyo Vashta muerto! Shanti recordó al hombre de la Gran
Raza, fuerte y al parecer indestructible. No pudo evitar el llevarse la
mano a la frente, que encontró llena de sudor.
El comandante Sender había hecho callar con un gesto a su
subordinado.
—Habéis invadido por dos veces, a sabiendas, una zona
espacial prohibida —acusó—. Habéis manifestado ante un testigo
pertenecer a una red de contrabando de armas dirigida a un planeta
protegido por la ley imperial. De acuerdo a la Ley de Excepción
vigente en la Transmersia, y por la autoridad que me ha sido
conferida por Su Alteza el Virrey, estoy facultado para condenaros a
la muerte, y ejecutar inmediatamente la sentencia arrojándolos al
espacio sin traje protector. ¿Tenéis algo que alegar antes de que la
sentencia sea dictada?
De nuevo Svetania habló, con voz tranquila, aunque en cierto
modo tensa.
—Pertenecemos a la nobleza imperial, comandante Sender, y
por ello no podemos ser juzgados sino por nuestros pares. Ante
ellos justificaremos los actos que hemos realizado al margen o en
contra de las leyes del Imperio. Este tribunal no tiene autoridad para
juzgarnos, y cualquier medida que tome en contra nuestra le hará
incurrir en delito de prepotencia, por el cual será a su vez juzgado
en cuanto el hecho se conozca.
Shanti vio vacilar al comandante. Visiblemente había algo que le
preocupaba, y de pronto comprendió que ese algo era el aura de su
compañera, que Sender captaba sin entenderla. Supo que en
aquellos momentos la vida de Svetania y la suya propia estaban
pendientes de un hilo.
Quizá el elemento decisivo fuera el propio prestigio que dentro
del Imperio gozaba el Anillo. Las fuerzas policíacas, al contrario que
las militares, se reclutaban en la clase popular, y para los populares
la nobleza lárica era algo lejano y mítico, que quizá pudiera ser
odiado, pero cuya presencia o mención impresionaba. La simple
posibilidad, por muy remota que fuera, de que los dos prisioneros
fueran realmente Larios (y uno de ellos nada menos que la hija del
emperador) bastó para detener la mano del comandante Sender.
—Decís que pertenecéis a la nobleza imperial —dijo— pero no
podéis demostrarlo. De todas formas os concederé una oportunidad.
Pondremos rumbo a nuestra base en este sistema, y allí se decidirá
vuestra suerte.
Shanti cerró brevemente los ojos, mientras lograba reprimir un
gran suspiro de alivio. Las piernas le temblaban y debió realizar
verdaderos esfuerzos para no tambalearse cuando fue conducido al
camarote que se le había asignado.

En sus tiempos de esplendor la cultura urbana tutsi del planeta


Pharka había navegado por el espacio dentro de su propio sistema
solar, y aún lanzado incursiones a otras estrellas próximas. Como
base para tales expediciones se había construido una serie de
edificaciones a presión en el último planeta del sistema, Balmaki,
desprovisto de atmósfera. Durante muchos años la enseña
pharkiana había lucido sobre los edificios y el pequeño astropuerto
al que rodeaban. Luego habían llegado los mersianos, y el sistema
entero se había unido a su Imperio, participando con hombres y
naves en las numerosas campañas guerreras de aquel.
Derrotados finalmente los mersianos y desmantelada y
deportada la comunidad urbana tutsi, las instalaciones de Balmaki
habían quedado abandonadas como un triste relicario de antiguas
glorias. Durante siglos permanecieron en tal estado, hasta que las
patrullas policíacas de la Transmersia, en su campaña contra el
contrabando de armas, habíanlas puesto en funcionamiento a
beneficio propio, convirtiéndolas en su base fija en el sistema.
Shanti apenas tuvo tiempo de echar una breve ojeada a aquellas
altivas torres azules perfiladas contra el negro absoluto del espacio
sin aire, en el momento en que era conducido por un túnel de
paredes transparentes desde la patrullera AM-7 hasta la más
próxima de ellas. Había disfrutado de una travesía relativamente
soportable, en la que su mayor incomodidad había sido el
aislamiento y su mayor ansiedad, la falta de noticias sobre Svetania
a la que no había visto desde la entrevista con el comandante
Sender. Pero ahora se hallaban allí, en la base principal policíaca
del sistema, y de nuevo se encontrarían juntos frente al destino.
El tal destino se enfrentó con Shanti y con Svetania en una sala
de regular tamaño apresuradamente amueblada y habilitada en el
interior de la antigua torre tutsi. Era el destino un hombre bajo y
gordo, de aspecto poco agradable, que lucía las insignias de coronel
de la Patrulla Transmersiana. Se acercó a ellos con un curioso paso
bamboleante y se les quedó mirando de hito en hito, sin pronunciar
palabra alguna, como quien contempla dos curiosos ejemplares
enjaulados en un zoológico.
Shanti le devolvió la mirada, fascinado. En el grueso rostro del
coronel destacaban dos increíbles ojos prominentes y saltones,
semejantes a los de un batracio, que parecían a punto de salir
disparados contra el rostro de quien los contemplaba. Llegó a
pensar el prisionero si acaso no se encontraba ante uno de aquellos
raros productos de mestizaje galáctico que aún podían hallarse aquí
o allá, en apartados rincones del Imperio. ¿Y en ese caso cuál seróa
la mitad extrahumana de aquel ser? ¿Un batugsan?
Habló por fin el coronel, y su voz era chirriante y un tanto
atiplada, tan irritante para el oído como su fisonomía lo era a la
vista.
—Soy el coronel Teitzel, jefe de esta base —se presentó—. Os
habéis identificado como Laria Svetania Kluténida, hija de Su
Majestad, y como Lario Shanti de Shaar, de la clase noble. ¿No es
cierto?
Era inconfundible el acento amenazador de aquella voz. Shanti
tragó saliva y luego asintió.
—Así es —dijo.
Sintió un súbito dolor y fue ensordecido por un estallido seco
sobre su mejilla. El coronel le había propinado una formidable
bofetada.
Su cabeza se bamboleó bajo el golpe, y por un instante se sintió
totalmente desconcertado, luchando entre la sorpresa y la ira. Y
entonces oyó un segundo restallido similar. Teitzel había abofeteado
a Svetania con la misma mano, golpeándola de revés, mientras que
con él había utilizado la palma.
Sus músculos actuaron por sí solos, antes de que su mente
llegara siquiera a darse cuenta por completo de lo sucedido.
Actuaron para lanzarse contra el oficial y destrozarlo allí mismo,
delante de sus mismos hombres. Mas actuaron en vano, pues
coincidiendo sin duda con el golpe, un disco de fuerza había sido
dirigido hacia su persona, dejándole tan paralizado como si hubiera
sido hundido hasta el cuello en un bloque de cemento.
El coronel Teitzel de la Patrulla Transmersiana paseó su mirada
de uno a otro de aquellos a quienes había golpeado. Una sonrisa
irónica se dibujó en su rostro.
—Repito que soy el coronel Teitzel, y debería haber añadido
antes que no soporto que nadie se ría de mí. Laria Svetania
Kluténida y Lario Shanti de Shaar…
Dio un paso hacia atrás y con un gesto teatral extrajo de su
bolsillo un papel azul que fingió consultar:
—Laria Svetania Kluténida se halla en estos momentos en
Olimpia, en su dominio particular de Tierra Firme —anunció—. Y el
noble Lario Shanti de Shaar la acompaña.
Guardó el papel de nuevo y se dirigió derecho hacia Shanti,
ahora sin sonreír.
—Los radiogramas hiperespaciales son caros, en especial desde
esta zona del espacio. ¿Queréis decirme de qué forma vais a
compensar ese gasto idiota que he debido hacer por vuestra culpa,
a cargo del presupuesto de la Patrulla?
Shanti no dijo nada, pues nada había que decir. Simplemente
pensaba de un modo frenético si era posible que tales cosas
ocurrieran, si su destino final, tras haber alcanzado el Anillo y
desafiado luego a los dioses, estaba en acabar su vida a manos de
un grupo de imbéciles que creían tener todo derecho y toda razón. Y
si Svetania Kluténida, la Virgen Olímpica, la hija del todopoderoso
Antheor III debería perecer así también, víctima de un error
estúpido.
El rostro de Teitzel se hallaba de nuevo muy cerca del suyo, con
los saltones ojos de batracio clavados en él.
—¿Quién eres? —preguntó el coronel, con peligrosa dulzura—.
¿Cuál es tu nombre?
—Soy Shanti de Shaar —respondió—. En realidad. ¡Zas! Ahora
fue la mejilla derecha la que le ardió, al impactar en ella una nueva
bofetada.
—¿Quién eres? —repitió el coronel Teitzel—. ¿Quién eres?
¿Quién eres? ¿Quién eres?
Con cada pregunta llegaba un nuevo golpe, alternando entre los
dos costados de la cara. El oficial sonreía de nuevo, y sus repulsivos
ojos brillaban. Era evidente que le divertía lo que estaba haciendo.
Existen personas así.
Y también existen personas, pensó Shanti a través de la roja
nube que envolvía su mente, a quienes tal tratamiento hubiera
desconcertado y achicado hasta el punto de colocarles a merced de
quién se lo administrara. Pero a él mismo no le causaba sino una
terrible acumulación de furia, un espasmo muscular pugnando por el
imposible de romper el campo de fuerzas y devolver mil golpes por
uno, sentir las fofas carnes del torturador ceder bajo sus puños o
desgarrarse bajo sus dientes.
—¿Quién eres? —seguía golpeando y preguntando el otro—.
¿Quién eres? ¿Quién eres?
Y de pronto Shanti se encontró respondiendo con un terrible grito
que retumbó en la sala.
—¡Soy Lario Shanti de Shaar, y voy a tener tus tripas, cerdo!
Teitzel palideció y retrocedió un paso, como golpeado
físicamente por la voz. Sus ojos se movieron aquí y allá, buscando
el apoyo de sus hombres.
Luego la sonrisa irónica nació de nuevo, y otra vez estuvo junto a
Shanti, la mano alzada hacia él.
—Falta de respeto a la autoridad ¿eh? —graznó, golpeando—.
¿Eh? ¿Eh? —y golpeó por dos veces.
Ahora en su tono había mucho de furia. No replicó más Shanti,
sintió cómo la sangre afluía a su cabeza, congestionándola. Se
preguntó si su propia rabia impotente no llegaría a matarle allí
mismo. Nunca en su vida había sentido nada parecido.
El propio Teitzel debió temer también la posible muerte por
congestión de su prisionero, pues dejó de golpear y se le quedó
mirando con curiosidad. Poco a poco se fue moderando la ira de
Shanti, aunque sin cesar en absoluto, y se vio incluso capaz de ver
las cosas de un modo objetivo. Recordó haber leído en algún sitio
un estudio sobre la «resistencia del odio» cómo un hombre sometido
a tortura puede en ocasiones sobreponerse al dolor físico mediante
el odio a su torturador, hasta resistir cualquier tipo de coerción.
Al menos él había logrado algo parecido, aunque
involuntariamente, respecto a Teitzel y sus golpes, aunque dudaba
de poder mantener idéntica postura ante un torturador profesional y
a un tipo de tormento más sofisticado.
—Testarudo —diagnosticó el coronel—. ¡Testarudo! Bien, podéis
llevároslo para que descanse y tenga ocasión de meditar.
La nube roja invadió de nuevo el cerebro de Shanti cuando vio
que Teitzel se dirigía ahora hacia Svetania. La mano se alzó como
para golpear, pero en vez de ello se posó en la mejilla de ella y la
acarició torpemente el rostro.
Shanti esperó que el disco de fuerza fuera interrumpido, y se
preparó para saltar, aun sabiendo que nada podría lograr contra los
hombres bien entrenados que le rodeaban. Pero de todas formas no
hubo caso, pues antes de que sus músculos fueran liberados, una
aguja se hincó en su antebrazo y en el acto fue precipitado en la
oscuridad de la inconsciencia.

Despertó tendido en una cama neumática, dentro de un pequeño


apartamento sin ventanas ni más mobiliario. No debía haber
transcurrido mucho tiempo, pues aún sentía en el rostro el dolor y la
hinchazón producidos por los golpes del odioso Teitzel. Se llevó la
mano a la mejilla derecha, y notó un inmenso cansancio, como si
cada músculo de su brazo se quejara por separado, obedeciendo
apenas su voluntad.
Comprendió que, como medida de seguridad, alguien le había
inyectado un inhibidor muscular, que le volvía tan débil e indefenso
como un niño. Ni siquiera podía levantarse sin ayuda del lecho en el
que se encontraba.
Gritó con todas sus fuerzas, sin palabras, en un simple sonido
inarticulado, con la esperanza de que alguien apareciera. Y así fue.
Abrióse la puerta y dos hombres penetraron en la habitación.
Dos tenientes comisarios de la Patrulla Transmersiana.
Si Teitzel resultaba desagradable aún antes de actuar, aquellos
subordinados suyos no inspiraban, ni con mucho, la misma
aversión. En realidad parecían arrancados de alguna vieja comedia,
gordo y colorado uno de ellos y seco y flaco su compañero. Tan solo
sus rostros se igualaban con idéntica expresión de vaga simpatía,
no demasiado inteligente.
—¡Hola! —saludó alegremente el Gordo—. ¿Te encuentras bien,
muchacho?
Instintivamente, Shanti respondió con un leve movimiento de
cabeza.
—¿Un poco debilucho, no es cierto? —continuó el obeso
teniente, sonriendo con jovialidad—. ¿Y qué? ¿Te decides a
confesar quién eres en realidad?
Shanti imitó su sonrisa en lo que pudo. ¿La antigua técnica de
interrogatorios de «el villano y el amigo»? ¿Pensaban extraerle por
medio de aquella simpática y un tanto absurda pareja lo que Teitzel
no había logrado sacar a golpes?
Pero en realidad no había nada que decir, sino la verdad. —Soy
Lario Shanti de Shaar, de la nobleza del Imperio —repitió una vez
más, cansadamente.
—Sigue en las mismas —habló el Flaco, con un gesto de
desilusión—. En fin, no es asunto nuestro interrogarte, sino
simplemente asegurarnos de que estás bien. Ahí, al lado de la
cama, tienes el dispositivo sanitario, y junto a la cabecera el
avisador, por si necesitas algo más.
—Si te encuentras con fuerzas para ello, puedes pasear por la
habitación —dijo el Gordo—. Ya vendremos a por ti cuando se te
llame.
Ambos hicieron ademán de abandonar el cuarto. —¡Esperad! —
les gritó Shanti—. ¿Y mi compañera? ¿Qué le ha ocurrido?
El Gordo miró al Flaco, con una risita. El otro se encogió de
hombros.
—¿Tu compañera? —replicó—. Esta noche el coronel se
encargará personalmente de interrogarla, en su propia habitación.
—Es su estilo —suspiró el Gordo, quizá con algo de envidia.
El horror se apoderó de Shanti. Intentó incorporarse en el lecho y
las fuerzas le fallaron.
—Pero… pero… —tartamudeó—. ¿Queréis decir… «que va a
acostarse con ella»?
—Hombre, tú dirás —respondió tranquilamente el Gordo—. No
se la va a llevar a su habitación para contarle cuentos de hadas,
digo yo.
—¡Pero eso es un abuso! —estalló Shanti, sin encontrar
palabras para expresarse—. ¿Qué clase de policía es esta?
Los dos tenientes se le quedaron mirando con cierta compasión
mezclada con burla.
—Bueno, no te olvides de que estamos en la Transmersia, y aquí
la ley la hacen los jefes de escuadrón —dijo el Flaco.
—No lo tomes así, muchacho —intentó consolarle el Gordo—.
¿Quién le da hoy en día importancia a esas cosas? Y en realidad
deberías alegrarte, pues si el coronel acaba contento, puede que
todavía os libréis los dos de la ejecución…
¡No se daban cuenta! ¡Aquellos dos no podían darse cuenta! ¡De
nuevo intentó incorporarse y de nuevo falló!
—¡Pero es que no comprendéis! —gritó—. ¡Ella es la Virgen
Olímpica!
El Gordo se echó a reír con todas sus ganas. No era una risa
insultante ni superior, sino la genuina expresión del buen humor.
Shanti podía ver cómo su papada temblaba al compás de las
carcajadas.
—¡Oh, qué chiste! —exclamó el buen hombre, intentando
controlar su hilaridad—. Olímpica puede continuar siéndolo, pero te
aseguro que lo otro no le sobrevivirá a esta noche…
De pronto notó Shanti que el Flaco no reía, e incluso que cierta
inquietud había aparecido en su rostro. Dio un codazo a su
compañero y luego se dirigió seriamente al prisionero.
—¡Escucha, y no intentes hacerte el gracioso! —le interpeló—.
¿Sigues sosteniendo que esa mujer es verdaderamente la hija del
emperador y que tú mismo eres Lario… Lario…
—Lario Shanti de Shaar —completó Shanti—. ¡Y ella es
verdaderamente la hija del emperador!
El Gordo hipó un poco y luego dejó de reír.
—No le hagas caso —dijo—. ¡Está loco! La hija del emperador
está ahora divirtiéndose en Olimpia tranquilamente. ¿Cómo se le
puede ocurrir a nadie que una princesa imperial venga a rondar por
estos andurriales dejados de la mano de los dioses?
—Vinimos a buscar una información de tal importancia que no
podía ponerse en manos de cualquiera —continuó
desesperadamente Shanti—. Era un viaje completamente de
incógnito, y por ello nos despojamos de nuestros anillos láricos y
fingimos estar cazando en Tierra Firme.
Ahora los dos tenientes le contemplaban, boquiabiertos. Una
salvaje esperanza empezó a crecer en él. Si de algún modo pudiera
aprovechar aquella pareja para…
—No —decidió el Gordo—. No creo que sea verdad.
Pero en su voz no estaba ausente la duda.
El Flaco avanzó hacia la cama. Su mano cogió la muñeca
derecha de Shanti y la elevó hasta que los dedos del prisionero
quedaron frente a sus ojos.
—Este hombre ha llevado un anillo hasta hace poco —dijo.
—Pero… bueno… eso no quiere decir nada —se opuso aún el
Gordo—. Sabes que en algunos lugares de la Tierra los hombres
llevan anillos por el simple hecho de haberse casado. No creerás en
serio que…
—¿Y si es verdad? —preguntó su compañero—. ¿Qué nos
ocurrirá si es verdad?
—¡Podéis salir de dudas! —ofreció Shanti, ansioso—. Basta que
enviéis un mensaje, un simple mensaje hiperespacial a Olimpia.
¿Tenéis oportunidad de hacerlo?
Sus interlocutores vacilaron.
—Un mensaje hiperespacial… —meditó el Flaco—. Quizá
pudiéramos hacerlo pero…
Shanti le interrumpió.
—Dirigido a Lario Khardim de Samaghar, en Olimpia, con
carácter urgente, a donde quiera que se encuentre. «Shanti de
Shaar y la que recibió de Simbad la Manzana de la Discordia no
están cazando, sino detenidos por error en el planeta Pharka.
Compruébalo y envíanos ayuda».
—¿Y qué es eso de la manzana? —quiso saber el Flaco,
confuso.
—Es algo que se refiere a un suceso ocurrido en Olimpia —
explicó con paciencia Shanti—. Para que sepa que efectivamente
somos nosotros.
—¡Pero oye! —protestó el Gordo—. Un mensaje hiperespacial
de urgencia a Olimpia nos costará tres «tones»… o tal vez cuatro.
¡El sueldo de dos meses! Y si llega a ser todo una mentira, o una
locura…
—¿Queréis apostar? —preguntó Shanti.
El Gordo se volvió hacia él.
—¿Apostar?
—Apostaréis esas tres coronas. Si todo es cierto, y yo os lo
aseguro, «recibiréis tres mil».
Los ojos de los dos tenientes parecieron a punto de saltarles de
las órbitas.
—¡Tres mil coronas! —estalló el Gordo—. ¡Tres millones de
créditos!
El Flaco tragó saliva. —Pero… eso es un soborno —protestó.
—¡En absoluto! —le contradijo Shanti—. Soborno sería si yo os
diera «ahora» tres mil coronas para que hicierais algo ilegal. En
realidad se trata de una apuesta que hacéis a favor de que yo sea
quien digo ser. Y no deberéis hacer nada ilegal, ya que cualquiera
puede enviar mensajes particulares por la red hiperespacial.
¿Entendido?
Vio cómo la mandíbula del Flaco temblaba inconteniblemente.
—Espera —dijo—. Tenemos que hablar.
Condujo a su compañero al otro lado de la puerta y cerró esta.
Shanti quedó de nuevo solo en el cuarto.
¡Esperanza! Su corazón latía fuertemente. ¿Podría resultar? ¿Se
decidirían aquellos dos a actuar a cambio de una simple promesa?
Les había prometido tres mil coronas, una cantidad que no hacía
mucho tiempo le habría parecido tan lejos de sus posibilidades
como el hecho de ir a pie de una estrella a otra. Pero ahora él era
Lario, y sabía que su dominio de Shaar podía proporcionar el pago
de la apuesta, si todo salía bien. ¡Ah, si todo saliera bien!
Los dos tenientes-comisarios debían haberse quedado no muy
lejos de la puerta pues, si al principio hablaban en voz baja, al
acalorarse más tarde y alzar el tono de sus voces, estas llegaron
claramente hasta él.
—Pero el Sapo nos despellejará vivos si se entera que nos
metemos en sus asuntos —protestaba la voz del dubitativo Gordo—.
Ese mensaje nos puede costar muy caro, y no me refiero ahora a
los tres «tones»…
—¡Pero piensa! —respondió su compañero—. Esa chica… hace
tiempo que vi a la princesa Svetania en el video, y de verdad que se
le parece. Además la chica tiene algo… algo que se siente aunque
no se sepa lo que es. ¿No lo notaste cuando la vimos en el
corredor?
—Sí, creo que sí —la voz del Gordo temblaba—. ¿Crees
verdaderamente que…
—¡Si alguien viola a la princesa o le causa el menor daño, el
Emperador aniquilará este destacamento sin importarle quién
mandaba ni quién obedecía órdenes! No quiero ni pensar en ello.
«Mira, el emisor hiperespacial está abierto a todos, siempre que
puedan pagar el mensaje. Creo que podré convencer a Salinas de
que pierda la copia del hipergrama, si insisto lo suficiente. ¿Vamos a
medias?».
Hubo una pausa, que muy bien pudo corresponder a un largo
suspiro del atribulado Gordo.
—¡A medias! —decidió este, al fin.
Un instante después la puerta se abrió de nuevo, y los dos
compadres aparecieron en el umbral.
—Enviaremos el mensaje —anunció el Flaco—. Y que los dioses
nos ayuden a todos, si es que pueden. Pero sin embargo… —hizo
una pausa— el Sa… digo el coronel se llevará esta noche a la cama
a la mujer. ¿Qué quieres que hagamos?
Shanti había ya pensado en ello, y sus pensamientos no habían
sido optimistas en absoluto.
—Escuchad bien, amigos —dijo— «nadie puede violar a la
Virgen Olímpica».
—Pero es que el coronel… —quiso protestar el Gordo.
—No podrá nada —aseguró Shanti— y ello le enfurecerá. Puede
matarla, o intentarlo. Y allí deberéis intervenir, vosotros. Debéis
salvarla. Como sea, pero salvarla. Aunque os arresten, aunque os
tomen por locos. Si Laria Svetania Kluténida es muerta en esta
base, Antheor III no dejará con vida a un solo hombre de la
guarnición.
—Ya lo sabemos, ya —se quejó el Flaco—. No importa, se nos
ocurrirá algo. ¡Ah, por qué nos debía pasar esto precisamente a
nosotros!
—Piensa en las tres mil coronas —sugirió Shanti. Aquello
pareció animar a sus interlocutores. Tras de enterarse de sus
nombres, Krali Demot y Zunder Baracka, y hacer que copiaran el
mensaje, se despidió de ellos y quedó de nuevo solo con sus
inquietudes.
La espera fue larga. Un silencioso policía le trajo horas después
una bandeja de alimentos, dejándole con el problema de
consumirlos poco a poco, dada su artificial debilidad muscular que
casi le impedía manejar platos y cubiertos. Pero Shanti apenas tenía
apetito. Hubiera dado años de vida por poder enterarse de lo que
estaba ocurriendo en el resto de la fortaleza.

Y luego, tras infinito tiempo de espera, la puerta se abrió otra


vez, y sus dos amigos irrumpieron en el cuarto, a la vez exultantes y
temerosos.
—¡Ya está! —anunció el Gordo—. ¡Ya lo hemos hecho! Todo
ocurrió como tú habías dicho.
—Nos hicimos los distraídos en las proximidades del alojamiento
del Sapo —tomó la palabra el Flaco— hasta que oímos en el interior
una formidable zapatiesta. Entonces aprovechamos para forzar la
puerta y entrar.
—Preguntando a voces al coronel que qué ocurría, y qué si
estaba en peligro —interrumpió el Gordo, excitado.
—¡Estaba como loco! No hacía sino gritar «¡Bruja! ¡Bruja!» y
golpear a tu amiga… es decir; a la princesa Svetania. Bueno, los
dos estaban… estaban casi desnudos.
Se detuvo un instante, avergonzado de haber contemplado la
desnudez de tan gran señora como ya no dudaba que era.
—¿Y ella? —gritó a su vez Shanti—. ¿Y ella? ¿Qué daño le
había hecho ese cerdo?
—Sangraba —replicó el Flaco—. Le había golpeado en la cara y
en un brazo. No, no había podido violarla, y eso era lo que le había
puesto en ese estado de furia. No te preocupes, nada que la celulina
no pueda arreglar. Pero él la hubiera tomado con nosotros, de no
ser porque, como estaba gritando «¡Bruja! ¡Bruja!», a mí se me
ocurrió una idea…
—A este se le ocurren siempre buenas ideas —dijo el Gordo en
tono admirativo, indicando a su compañero.
—Pues me puse a gritar a voz en cuello «¡Una paranormal! ¡Una
bruja!» y a llamar a la guardia. El Sapo mismo se asustó y así la
arrancamos de sus brazos y conseguimos que fuera encerrada en
una celda.
—El coronel llegó a creer que efectivamente se trataba de una
paranormal, y ordenó conservarla con vida, como está
reglamentado, enviando un mensaje a la central del sector…
—¿Pero y vuestro mensaje? —se impacientó Shanti—. ¿Lo
enviasteis?
—Mucho antes. La cosa ya está en marcha. Pero escucha… —y
la voz del Flaco se hizo temerosa— ¿no se tratará «realmente» de
una paranormal, verdad?
Shanti cerró los ojos con un suspiro. Pensó en aquellos
poderosos mutantes que tres siglos antes fueran expulsados del
Imperio y cuyo recuerdo aún aterrorizaba a muchos de sus
habitantes. Recordó luego su propia experiencia a bordo de la
«Estrella Brillante», y no le extrañó que el frustrado Teitzel hubiera
pensado en aquellos exiliados Brujos de ignorado paradero. Pero la
imagen del coronel golpeando a Svetania le inflamó de nuevo con
una llamarada de odio.
—No, no es una paranormal —respondió al Flaco—. Os lo
aseguro.
—Otra cosa —vaciló el Gordo—. Este dice que, puesto que
hemos salvado a la hija del Emperador… bueno, pues que nos
podían, digo yo, dar el Anillo.
Shanti contuvo la tentación de echarse a reír.
—Eso depende del Emperador, y yo no prometo nada que no
pueda cumplir por mí mismo —dijo—. Tan solo os garantizo las tres
mil coronas.
—Espero que vivamos para disfrutarlas —suspiró a su vez el
Flaco.
Shanti no vio en los días siguientes a sus amigos, pero sí pudo
notar los efectos de su actuación. Pues al siguiente día de su última
conversación, un par de oficiales desconocidos irrumpió en el
cuarto, en compañía de hasta media docena de patrulleros. Una
inyección devolvió al prisionero sus fuerzas, y a continuación fue
trasladado a un aposento mucho más cómodo, donde se le
proporcionó ropa, buen alimento e incluso lectura y algunas
películas video. Eso sí, nada de información sobre lo que ocurría en
el exterior.
Pero Shanti creía adivinar lo que estaba sucediendo. El mensaje
había hecho sin duda efecto, y alguien debía estar en ruta hacia allí.
La consigna era de tratar a los prisioneros con todo respeto, aun
vigilándoles de forma especial, ya que muy bien pudiera tratarse de
verdaderos paranormales.
La incógnita se despejó semana y media más tarde. De nuevo
una escolta penetró en la prisión, y Shanti fue trasladado por ella
hasta una sala que debía corresponder al puesto de mando de la
base. Allí se encontraba sentado en un sillón, un hombre corpulento,
cuyo rostro parecía tallado en roca.
—Este es —dijo simplemente el oficial que le conducía. El
personaje se levantó de su asiento, y estrechó la mano de Shanti
con fuerza.
—Lario Shanti de Shaar —dijo—. He recibido una solidografía
tuya transmitida por vía hiperespacial. Soy Therión Popescu, Virrey
de la Transmersia.
Shanti quedó boquiabierto. Ahora sabía por qué los rasgos de su
interlocutor le habían parecido familiares.
—¡Alteza! —exclamó, iniciando una inclinación.
Pero la mano del Virrey cayó sobre su hombro, impidiendo el
gesto.
—No, no lo hagas —dijo—. Eres tú quien lleva el Anillo, y no yo.
Lo que ha ocurrido me obliga a presentarte mis excusas con toda
humildad y…
Se detuvo bruscamente. Shanti siguió la dirección de su mirada y
vio a Svetania que llegaba con otra escolta similar a la que le había
conducido allí a él mismo. Vio su conocido y querido rostro y en el
acto advirtió las leves líneas blancas que la celulina había dejado,
muestra de heridas que aún no habían desaparecido del todo. El
aura de la princesa le inundó de nuevo, tal como recordaba.
—¡Svetania! —exclamó entonces el Virrey.
Y el tono de la voz convenció a Shanti de que también él había
visto las señales blanquecinas.
Pero ahora no podía pensar en el Virrey, ni en nada que no fuera
la propia princesa. No supo decir si fue él quien avanzó, ni si por el
contrario permaneció inmóvil en tanto que Svetania corría hacia él.
Solo se dio cuenta de que de pronto la tenía en sus brazos.
No se besaron, ni pronunciaron una sola palabra. Simplemente
mantuvieron sus cuerpos unidos por un instante. Luego, como de
común acuerdo, se separaron y se volvieron hacia el Virrey.
No hizo este el menor comentario acerca de la muestra de afecto
que había presenciado. En vez de ello se dirigió a Svetania con voz
pausada y tranquila:
—Svetania, se me ha dicho que el jefe de la guarnición te puso
las manos encima, intentó violarte, aún sin conseguirlo, y luego te
golpeó, causándote heridas cuyas últimas huellas aún podemos ver.
¿Es eso cierto?
—Es cierto —respondió Svetania.
El Virrey hizo una seña a los oficiales y soldados, tanto de la
patrulla policial como del ejército, que había en la sala.
—Dejadnos solos, y que la orden se cumpla. Saludaron y se
marcharon. Therión Popescu invitó entonces a los dos rescatados a
sentarse frente a él. Su rostro era grave y pesaroso.
—De todos los sucesos que pudieran darse en la Transmersia,
nada me causaría más pena y rabia que esto que ha ocurrido. Pues
son hombres dependientes de mí los que han actuado contra
vosotros y han llenado de infamia mi autoridad y mi nombre.
—Pero igualmente son hombres dependientes de ti los que han
arriesgado la libertad y la vida para corregir la afrenta —interrumpió
Shanti—. Dos de los subordinados de Teitzel se arriesgaron a dar el
aviso, y también a salvar a Svetania de las manos de su superior.
—Lo sé, lo sé —replicó el Virrey—. Kardim me envió un mensaje
apremiante desde Olimpia. Hasta el último instante me aferré a la
esperanza de que todo fuera un error. Entré en contacto, no
obstante, con esta base y ordené conservar a los prisioneros y
otorgarles el mejor trato. Zarpé luego a bordo de mi crucero
personal…
Siguió hablando Therión Popescu, y Shanti tuvo la impresión de
que estaba aguardando algo. Y en efecto, lo que esperaba se
manifestó por medio de un toque del zumbador de la puerta.
—Podéis pasar —dijo el Virrey por el comunicador. Abrióse la
puerta y penetró por ella un oficial del ejército seguido de un soldado
que sostenía entre sus manos una caja de plástico negro. El oficial
saludó, y Therión Popescu se puso en pie al tiempo que devolvía el
saludo.
—Las torturas y las vejaciones a los prisioneros están prohibidas
en todos los territorios colocados bajo mi autoridad —dijo
sombríamente, mientras se aproximaba a los recién llegados—. La
lesa majestad no es sino un factor añadido a ello. Acercaos.
Svetania y Shanti obedecieron, aproximándose al soldado que
sostenía la caja negra.
—El Imperio está basado en la justicia y en la ley —dijo aun el
Virrey—. Y en la Transmersia la ley y la justicia del Imperio están en
mis manos.
Fue Svetania la primera en asomarse a la caja, y Shanti vio que
sus ojos se fruncían levemente, aunque no diera otro signo de
sorpresa. Llevó luego él mismo su mirada al recipiente y no pudo
evitar un respingo ni un paso atrás.
Desde el objeto del tamaño y forma de una pelota que había
dentro, dos ojos enloquecidos, más saltones y prominentes que
nunca, le devolvían la mirada.
CAPÍTULO XII
EL SEÑOR DEL UNIVERSO

«La decadencia de la clase popular, con mucho la más numerosa


del Imperio, aunque comenzara a manifestarse en los últimos años
del reinado de Antheor III, tenía sus raíces en hechos mucho más
antiguos, vinculados a los orígenes de la misma dinastía kluténida.
»La preeminencia de la mano de obra cibernética había ido
apartando poco a poco a los populares de los oficios y trabajos
propios de su casta, hasta sumirlos en la inactividad. No trajo esta
consigo la miseria, debido a los generosos subsidios de paro
concedidos por la administración imperial, pero la misma cuantía de
estos contribuyó a extender el gusto por la ociosidad. El popular
típico no se preocupaba sino de cobrar al fin de mes el subsidio,
conocido comúnmente como “la corona”, por ser tal su cuantía, y
vivir a su costa la tranquila vida de “panem y circenses” que el
Imperio le ofrecía. Perdióse incluso el afán de ascender a clases
superiores, y la misma noción de trabajo fue considerada odiosa y
degradante, digna tan solo de esclavos. Se creaba así una clase
multitudinaria de gentes perezosas e incultas eternamente
descontentas y a la vez envidiosas y despreciadoras del resto de los
estamentos sociales, mucho más activos y eficientes.
»En los tiempos de Antheor III aún manteníase el prestigio de
dos únicas ramas de actividad popular: la policía y el Servicio Civil
Imperial. Pero incluso este último, comenzaría pronto a verse falto
de personal voluntario, contribuyendo este hecho en gran medida al
estallido de la gran crisis que habría de caracterizar la segunda
mitad del siglo».
(Yaamar Shalem: «Historia Social de la Galaxia»).

«La ciudad de Imperia tuvo su origen en el 710 de la Nueva Era,


cuando las secesiones oriónida y sagitaria provocaron en Tierra de
Sol la reacción absolutista que dio fin al sistema constitucional hasta
entonces preponderante.
»Fue idea de los primeros soberanos del llamado Segundo
Imperio la construcción de un gran palacio que les permitiera residir
lejos de Urbis, aquel “dominio y emporio del chupatintas”, como la
denominara Trimmell. Elegido como emplazamiento un lugar
cercano a la antigua Tánger, conocida desde hacía mucho como
residencia de magnates y potentados, no tardó en agruparse en su
torno un vasto conglomerado de villas de recreo propiedad de los
más conspicuos palaciegos de la nueva Corte. Imperia, o la Ciudad
Imperial, como también fue denominada, se extendía en tiempos de
los últimos kluténidas desde Cabo Espartel hasta los mismos
puentes intercontinentales que unían Europa con África».

(Adriana Norbert: «Guía Terráquea»).

El viaje de retorno a Olimpia fue tranquilo y en cierto modo


triunfal. Therión Popescu les hizo detenerse unos días en su palacio
de Neoghuda, capital de la Transmersia, para hacerles objeto de
fiestas y homenajes. Allá quedaron los dos afortunados tenientes-
comisarios Krali Demot y Zunder Baracka, que fueron grandemente
agasajados y, aunque no lograron su ambición del Anillo, en cambio
sí pasaron a la clase de los caballeros, quedando integrados con el
grado de capitán en la propia guardia espacial del Virrey. En cuanto
a la recompensa monetaria ofrecida, no permitió Therión Popescu
que fuera pagada por Shanti, e insistió en abonarla de su propio
bolsillo, aumentándola por su cuenta hasta cuatro mil coronas. Con
lo que los dos agraciados tuvieron motivos de consolarse por la
inaccesibilidad del supremo don con el que por un momento habían
soñado. En su afán por hacer olvidar el desdichado episodio de
Pharka, en lo que a él mismo le tocaba, el Virrey puso a disposición
de los ofendidos su propio yate espacial, pero Svetania y Shanti, no
sin agradecer el gesto, prefirieron hacer el viaje en un rápido y
lujoso transespacial de la Línea Azul, que se dirigía a Olimpia
haciendo escala únicamente en Rigel.
Tan solo cuando Shanti avizoró las blancas murallas de
«carborundum» en el horizonte, supo hasta qué punto la ciudad
olímpica se había transformado en su verdadero hogar.
No se había divulgado, por expreso deseo de Svetania, la noticia
de lo sucedido, de modo que la mayoría de los Larios que había en
la ciudad no otorgaron demasiada importancia al regreso de los
frustrados expedicionarios. Sin embargo, naturalmente, el «club de
los Hombres que Piensan» estaba al corriente y, cuando de nuevo
estuvieron instalados en la Casa Imperial, sobre la Acrópolis
olímpica, Kardim tuvo ocasión de relatarles todo lo sucedido allí
desde la llegada del famoso mensaje hiperespacial.
—Fue el detalle de la Manzana de la Discordia lo que me
convenció de que efectivamente se trataba de vosotros —confesó
—. Os buscamos durante un solo día por los lugares donde
deberíais haber estado cazando. Luego enviamos un hipergrama
directamente a Therión. Creedme que desde entonces no hubo paz
aquí hasta que se nos anunció que todo estaba arreglado.
—¿Y Turmo? —preguntó Svetania.
Shanti también había notado su ausencia, y no había dejado de
extrañarse por ello.
—El Auriga Negro no se ha enterado de nada —respondió
Kardim—. Partió hacia su dominio de Khurán antes de que todo
empezara. Creo que, de haberlo sabido, hubiera armado su yate y
partido directamente hacia Pharka.
Advirtió Shanti que su compañera dejaba escapar un leve
suspiro de alivio. Comprendió entonces que aquello era lo que ella
había temido verdaderamente, aún más que todo lo que hubiera
podido ocurrirle en las prisiones transmersianas.
Olimpia estaba tan alegre y activa como siempre, y muchos de
los Larios que la habitaban habían regresado ya de Tierra Firme.
Shanti sintió el gran placer de sumergirse en la vida fácil de antes,
dejados atrás los peligros y frustraciones que la pasada aventura
habían significado. Llegó incluso a pensar que la misma Svetania
había renunciado, al menos por el instante, a satisfacer el sueño de
su existencia, tan bruscamente rechazado en el oculto asteroide de
los Sabios.
Una circunstancia fastidiosa servía, sin embargo, para irritarle.
Pues se daba el caso de que tanto él como la propia Svetania
carecían ahora de Anillos, y por tanto su estatuto era el de simples
invitados a la ciudad. Tan raro era que un Lario perdiera el emblema
de su clase, que la concesión de los nuevos se retrasaba día tras
día. Mucho más fácil había sido concederle a él mismo el signo de la
nobleza, cuando por primera vez llegara a Olimpia, pero de los
anillos reservados para el Consejo del Principado, tan solo uno
restaba en poder de Svetania, y ella había preferido otorgárselo a
Simbad, según su anterior promesa.
Muy contento, evidentemente, había quedado el aventurero, pero
no ocurría lo mismo con Shanti, a quien no le gustaba depender de
Kardim ni de cualquier otro de sus amigos para su comida, su
bebida y sus robot-girls.
Kardim rio de buena gana cuando al fin se sinceró con él sobre
aquel problema.
—¡No te preocupes, Shanti! —le animó—. Organizaremos en las
selvas del Norte de Tierra Firme esa cacería que vosotros fingisteis.
Las panteras listadas y los bicornes no echarán en falta tu Anillo.
Montaremos un campamento en la desembocadura del Thanis y
haremos la cacería sobre elefantes robot, al estilo de la antigua
India. ¡Te gustará, de veras que sí! Y cuando volvamos, los Anillos
estarán aquí esperándonos.
Se trasladó, en efecto, Shanti a la residencia de Kardim en Tierra
Firme, semejante a un castillo de montaña. Y fue allí donde Svetania
le anunció su viaje a Tierra de Sol, con lo que su ánimo decayó por
completo.
Shanti se había apartado un tanto de la princesa desde su
llegada a Olimpia, pero tan solo con la esperanza de que ella
reflexionara y aceptara finalmente unirse a él, olvidando Trinya y sus
esquivos dioses. Y ahora, cuando había llegado a pensar que todo
se decidiría en el curso de la planeada cacería, he aquí que
Svetania ni siquiera tomaría parte en ella.
—¿Por qué? —preguntó furioso, aunque de sobra conocía la
razón—. ¿Por qué Tierra de Sol?
—Puedo acelerar la devolución de los Anillos —sonrió ella.
—Eso puedes lograrlo desde aquí.
—¿Es tan extraño que una hija quiera visitar a su padre? Shanti
crispó los puños.
—No es esa la razón, y tú lo sabes. No juegues conmigo,
Svetania, después de todo lo que hemos pasado juntos. Estás
preparando la nueva campaña contra Trinya.
La sonrisa de la princesa desapareció, y su boca se torció en un
rictus.
—Tienes razón, Shanti —confesó—. Voy a pedir la ayuda de mi
padre para forzar las Siete Puertas.
Por un instante ambos quedaron en silencio, contemplándose el
uno al otro, inmóviles.
—Había llegado a creer que eso había pasado —dijo luego
Shanti—. Había pensado que podía encontrarme contigo como un
hombre lo hace con una mujer. Que dejaríamos al Imperio seguir su
curso. Ya conociste las leyes imperiales que nos fueron aplicadas en
Pharka, y lo que nos hubiera ocurrido de no ser poseedores del
Anillo. ¿Es ese el Imperio que quieres salvar?
—Es ese el Imperio que quiero mejorar, Shanti —la voz de
Svetania era tensa—. Piensa en la Larga Noche, en el fin de la
civilización. Sería la selva, la ley del más fuerte, una infinidad de
Teitzels satisfaciendo sus instintos por todo el universo,
esclavizando, violando y matando, sin tener ningún freno. La
injusticia que pueda haber en el Imperio es mitigable, pero el terror
de la Larga Noche no dejará paso a ninguna esperanza. ¿Es que no
puedes entenderlo?
—¡No, no puedo entenderlo! —gritó Shanti frenético—. El
Imperio está seguro a nuestro alrededor, Svetania. ¿Quién nos
anuncia la llegada de esa Larga Noche?
—Los dioses lo han hecho —respondió ella—. Pero aún hay otra
razón para que deba marcharme. Es Turmo.
—¿Turmo?
—Sí. Regresará, y se enterará de todo lo ocurrido, más tarde o
más temprano. ¡Shanti, si me encuentras ansiosa de cruzar las
Puertas, el ansia de Turmo es mil veces superior a la mía! Asaltará
Trinya y se presentará ante los dioses, cualquiera que sea el
obstáculo que los Sabios le opongan. Y me llevará con él, quiera o
no, como si fuera una esclava.
—¿No te interesa salvar el Imperio y su civilización? —preguntó
brutalmente Shanti—. ¿No quieres salvarlos por medio de Turmo?
La mirada de Svetania se clavó en él, doliente.
—Turmo convertiría el Imperio en una terrible dictadura, una
teocracia en la que él mismo sería el dios —dijo con suavidad—. Y
además yo te quiero a ti.
Avanzó Shanti inconteniblemente y abrazó a la mujer a la que
amaba, estrujándola entre sus brazos. Al momento, el deseo se
apoderó de él.
—¡Y yo te quiero a ti! —exclamó—. ¡Te quiero a ti, Svetania! Me
casaré contigo, o me uniré de cualquier manera, dentro o fuera del
Imperio. Olvida a Turmo, a los dioses, a todo. ¡Entrégame esa
maldita virginidad que te hace distinta a todos, y seamos un hombre
y una mujer, una pareja libre del trato con los dioses!
Svetania se movió en sus brazos, pero no para escapar, sino
para acoplarse a ellos. Sus labios abrasaron los de Shanti, y las
formas de su cuerpo se apretaron contra él como si ambos formaran
un solo ser.
—¡No, no lo hagas! —susurró la princesa, desesperadamente.
Pero en el segundo siguiente de nuevo le besaba.
Y entonces fue cuando Shanti reaccionó e inició la lucha consigo
mismo. Podía tomar en aquel mismo instante a la mujer a quien
amaba y deseaba, pero comprendió que ello la destruiría. Supo que
si el sueño desaparecía, aquella no sería ya más Svetania. Y luchó
por apartarla, contra el torrente arrollador de su propio deseo.
Hubiera agradecido que la propia princesa ejerciera en aquel
instante sobre él su poder, tal como antes lo hiciera con el coronel
Teitzel. Pero no lo hizo, y Shanti debió pelear solo, forzar a rechazar
a unos brazos que atraían por sí solos, a apartarse a un cuerpo que
ardía por poseer al que se le oponía.
Lo logró, y pudo contemplar a Laria Svetania Kluténida frente a
él, con una lumbre de los ojos que reflejaba la suya propia.
—¡Vete, Svetania! —le gritó—. Estoy contigo y con tu sueño,
hasta el fin. Asaltaremos juntos las Puertas de Pórfido, o las del
infierno si lo prefieres. ¡Pero vete ahora, o nunca podrás presentarte
virgen ante los dioses!
—Volveré —dijo simplemente ella. Y dio media vuelta para salir
de la habitación.
Shanti cerró los ojos para no ver su salida. El deseo era tan
evidentemente revelador en él, que llegó a avergonzarse de sí
mismo. Y luego sintió un ramalazo de rabia, de furor contra el
destino que había mezclado dioses e imperios en su vida.
Ella ya se había ido, en camino hacia la lejana Tierra de Sol en la
que había nacido. Pero su calor permanecía en Shanti, abrazándole
y haciéndole jadear. Se asomó a un pasillo y luego a un salón. El
palacio de Kardim parecía estar desierto. ¿O acaso no lo estaba el
universo ahora que Svetania se había marchado?
Finalmente encontró a una de las esclavas del servicio de su
amigo, una muchacha morena y delgada.
—¡Esclava! —gritó—. ¡Esclava, ven aquí!
Ella le miró, y al mirarle comprendió. Sonrió, quizá un poco
cansadamente y se aproximó al invitado de su señor.
Shanti la enlazó con furia y, casi corriendo, la condujo a sus
propias habitaciones. Si se le negaba el ser dios, nadie podía
vedarle el ser ahora hombre, o quizá bestia.
Todo aquel que, tripulando un turbo de superficie o cualquier otro
vehículo no aéreo, cruzara las viejas Puertas de Hércules hacia el
Sur; con solo volver la vista hacia la derecha una vez alcanzada
tierra africana, tendría ocasión de ver las fabulosas cúpulas y
espiras del Palacio Imperial, en cierto sentido el centro de la galaxia
explorada, pues allí residía quien en ella reinaba.
A poca distancia de la acerada pista alzábanse ya las primeras
quintas de recreo de los nobles palatinos, rodeados de amplios
jardines y dotadas de todas las comodidades de la época. Pero los
más allegados al Emperador habitaban fuera de la vista, en el
corazón de los inmensos parques que rodeaban el palacio. Y los
mejores de entre ellos, en el propio edificio.
Quizá el viajero tuviera un pensamiento de envidia hacia quienes
allí vivían, dominando el Imperio, o tal vez el deseo de, al menos
una vez en su vida, ser recibido en el territorio prohibido, ver cara a
cara a la encarnación de Júpiter Imperator que se sentaba en el
trono. Y el conocimiento de cuán difícil le sería lograrlo.
No era, en efecto, fácil llegar ante el Emperador. Mil centinelas
humanos o cibernéticos saldrían al paso de cualquier recién llegado,
deteniéndole implacablemente de no poseer el necesario
salvoconducto, la razón de haber sido llamado allí. Nadie volaba
sobre el Palacio, ningún explosivo nuclear o químico podía ser
llevado hacia allá y ningún arma radiante funcionaba en sus
proximidades. El Señor del Universo sabía protegerse.
Si pocos eran los que llegaban a verse ante el Emperador,
escasísimos de entre ellos eran quienes tal lograban por su personal
voluntad, sin necesidad de haber sido previamente convocados. Y
uno de los privilegiados era precisamente Laria Svetania Kluténida,
por ser sangre de la sangre y carne de la carne del soberano. Los
guardianes de palacio se limitaron a comprobar su personalidad y
luego, tras saludarla respetuosamente, la condujeron a la sala de
audiencias privadas, mientras avisaban a Antheor III.
De sobra conocía Svetania aquella estancia, de modo que
apenas prestó atención a las obras de arte que la llenaban. Tan solo
paseó la mirada, nerviosamente, por la magnífica tela que formaba
el fondo de la sala, la famosa «Toma de Singara por los Persas» de
Galen, de la que se decía que cada uno de los personajes tenía una
expresión diferente. De niña, Svetania había pasado horas
escrutando los rostros de cada uno de los guerreros sasánidas,
soldados romanos, fugitivos, mujeres y niños representados,
procurando descubrir el estado de ánimo presentado en sus
facciones. Pero ahora no sentía sino impaciencia.
Finalmente una luz roja se encendió sobre la gran puerta de
mármol, y esta se abrió por sí sola. Svetania avanzó sobre la
alfombra carmesí, y una vez cruzado el umbral, se encontró en
presencia de su padre.
El Señor del Universo vestía un sencillo batín. Su rostro
enérgico, afable ahora, mostraba las líneas y pliegues de la edad y
de la responsabilidad que en él era muy superior a la del resto de
los mortales. Hacía cincuenta años que Antheor III ocupaba el Trono
de las Galaxias, tras haber expulsado de él por la fuerza al
usurpador Mayger, el asesino de su propio padre.
—Tania… —sonrió el soberano, abriendo los brazos. La princesa
corrió a sumergirse en ellos, contenta de poder hacerlo. Ante aquel
hombre poderoso, la princesa se sentía siempre como una niña, aun
teniendo en su ser la marca de las divinidades «del otro lado».
Tras abrazarla tiernamente, Antheor III la apartó de sí lo
suficiente para mirarla, sonriente, de arriba abajo. Ella contempló
también a su padre, y, tras de su figura, la estancia que tan bien
conocía, la pequeña biblioteca privada del soberano, donde este
solía pasar gran parte de su tiempo libre, y solo las personas más
allegadas eran por él recibidas.
Y allí estaba también el pájaro robot, el juguete mecánico que no
se había separado de Antheor desde que este accediera al trono.
Una joya viviente de plumas multicolores y verdes esmeraldas en
lugar de ojos, que para la mayoría de los amigos del Emperador no
era sino una simple mascota. Pero Svetania sabía que no era así,
que el volátil cibernético era en realidad el perfecto guardaespaldas
de su padre, infalible e inmune a toda corrupción. El arma más cara
del universo, un robot telepático capaz de detectar cualquier indicio
de hostilidad hacia su amo, y aniquilar al instante al dueño de la
mente en que se manifestara. Si un audaz asesino consiguiera un
día llegar a aquel lugar sacrosanto en el corazón del Palacio
Imperial, el ave alzaría el vuelo contra él, y su pico de acero
escupiría rayos de fuego. No, ciertamente el Emperador no podría
nunca ser asesinado.
—Recibí noticias tuyas —dijo el Señor del Universo—. Ciertas
dificultades con los policías de la Patrulla Transmersiana. ¿Qué
ocurrió en realidad?
—¿Para qué repetir esa desagradable historia, si tus servicios de
inteligencia te habrán proporcionado ya hasta el último detalle? —
sonrió Svetania.
El Emperador asintió lentamente.
—Sé que fuiste atacada en el espacio, y luego conducida a una
base patrullera, junto con el Lario que te acompañaba. Sé que el
coronel jefe de la unidad intentó violarte, y sé que no lo consiguió. Y
también sé de qué forma nuestro amigo Therión Popescu puso fin al
incidente.
Hizo una pausa y luego su tono se hizo inquisidor.
—Pero no sé cuál era la razón de ese absurdo viaje por la
Transmersia. Y eso es lo que espero que me digas.
—Para decírtelo he venido —respondió la princesa—. He
descubierto al fin quiénes me raptaron hace veinte años junto con
Turmo.
Antheor enarcó las cejas, sorprendido.
—¿De veras? —preguntó—. Bien, espero el relato de tus
aventuras.
Sentáronse ambos ante la sencilla mesa donde leía y escribía el
Emperador, justo bajo la percha donde anidaba el peligroso pájaro
de metal. Svetania relató entonces todo lo referente a su encuesta,
desde la revelación de Simbad hasta el momento de su captura en
las proximidades de Pharka.
Antheor escuchó sin pronunciar palabra, y sin que sus facciones
se alteraran lo más mínimo. Diríase que estaba oyendo una historia
ficticia sin la menor relación con sí mismo, con su hija o con la
suerte del Imperio que él señoreaba.
—¿Y bien? —preguntó al terminar de hablar Svetania—. ¿Qué
es lo que propones que se haga?
—El rapto de un miembro de la familia imperial es un grave delito
—respondió la princesa—. Y además el planetoide Trinya encierra
algo vital para la supervivencia del Imperio. Propongo que se envíe
a Drum una flota con el fin de tomar el control de Trinya y forzar las
Siete Puertas de Pórfido.
El Emperador suspiró cansadamente y se echó hacia atrás en su
asiento, entrecerrando los ojos.
—Estás proponiendo una guerra contra la Federación de Drum
—dijo—. Y ello no es, por el momento, posible.
Svetania respingó con brusquedad.
—¿No es posible? —inquirió—. ¿«El Imperio» no puede luchar
contra Drum?
—No por tus motivos, Tania —respondió tranquilamente el
Emperador—. Drum es un estado independiente que no nos ha
ofendido en nada. Si en el pasado algunos de sus súbditos raptaron
un par de niños del Imperio, o bien les salvaron de un naufragio
estelar para devolverlos después sin daño, las posibles
culpabilidades deberían ser investigadas y resueltas mediante
negociaciones diplomáticas, y no con el envío de una flota. No
existe «casus belli».
Svetania no respondió. Se limitó a mirar fijamente a su padre,
con los labios muy apretados y los ojos brillantes. Antheor sonrió y
avanzó la mano derecha hasta posarla suavemente en el hombro de
la princesa.
—El verdadero motivo es muy diferente al recuerdo de aquel
secuestro espacial. Ellos tienen algo que tú ambicionas, Tania. Pero
por suerte o por desgracia ya no estamos en los tiempos del
Segundo Imperio, cuando un capricho podía llevar la devastación a
planetas enteros. La Galaxia está en paz, y es mi obligación
conservarla así.
—No es un capricho —la voz de la princesa era sorda y airada
—. No se trata de lo que yo ambicione, sino de lo que el Imperio
necesita para sobrevivir. Los dioses me han tocado, padre, y me han
designado para servir al estado estelar en el que tú reinas, para
utilizar su propia fuerza en la salvaguardia de la civilización. Eso es
lo que busco tras las Siete Puertas.
Antheor III retiró la mano del hombro de su hija, tras darle un
pequeño y afectuoso apretón.
—Escogida por los dioses… —murmuró—. ¡Cuántas guerras y
cuantas desgracias históricas han comenzado con palabras
parecidas a esas! No, Tania, no es este el momento para que te
pongas a jugar a Jeanne d’Arc. En realidad tú misma te contradices
al hablar de los dioses y de su voluntad. ¿No eligieron esos dioses
de que hablas a tu primo Turmo para compartir contigo los derechos
y deberes de la salvación galáctica? Pero tú has variado esos
designios a tu arbitrio, y has llevado a Trinya a tu amigo Lario
Shanti, a quien tú misma entregaste el Anillo, ¿no es cierto?
Svetania vaciló, como cogida en falta. —Shanti de Shaar es
digno de ello —dijo—. Y también… Como ella se interrumpiera, el
Emperador continuó la frase. —También es el hombre por el que
dejarías de ser la Virgen Olímpica. Bien, yo nada tengo que oponer
a esto último. Pero mira tú misma como ya has enmendado la plana
a esos seres sobrenaturales de Trinya. ¿Pretendes servir la voluntad
de los dioses, o que los dioses sirvan tu voluntad? ¿Es el poder lo
que buscas, Tania? ¿Te ves en el puesto de Emperatriz de la
Galaxia, de fundadora de una nueva dinastía?
—Pretendo derrocarte del trono, padre —respondió seriamente
Svetania—. Y también matarte.
En el acto el pájaro guardián se movió inquieto en su percha,
abriendo las alas y alzando la cabeza, mientras sus ojos se
encendían con una luz poco tranquilizadora.
Antheor III se sobresaltó por un momento, pero luego se echó a
reír, pronto imitado por su hija, con lo que la tensión descendió en
gran medida. Pues aquella era la antigua broma de Svetania niña,
en los tiempos en que ella correteaba libremente por las salas
prohibidas del gran palacio, el forzar un pensamiento que «hiciera
rabiar» al pajarraco robot, sin que se alcanzara la sinceridad que
haría estallar su acción mortífera. En el pasado Antheor habíase
enfadado terriblemente ante el peligroso juego, pero ahora aquella
frase le hacía verse en cierto modo quince años más joven, y
también más cercano a los heroicos comienzos de su reinado.
—Sigue gustándote jugar con fuego, Tania —dijo—. Y entre
nosotros te diré que no harías mala figura de emperatriz… —Echó
atrás la cabeza, como para contemplarla y evaluarla—. Pero ello no
es posible —continuó— y tú lo sabes. Nuestro Tercer Imperio está
basado en unas tradiciones no por absurdas e irracionales menos
efectivas. La sangre imperial, y el género masculino de los
soberanos. No, el próximo emperador kluténida será tu hermano
Katius.
Se levantó de su asiento, irguiendo su cuerpo corpulento ante la
mirada de la princesa.
—Mírame bien, Tania —dijo—. Ya no soy el joven héroe de
Thongar y de los Mundos Canopeanos, ni quizá me atreviera hoy
día a descender en el astropuerto de Rigel. Tengo setenta y seis
años, y he pasado cincuenta y uno en el trono. Debí engendrar un
hijo varón mucho antes, y con gusto le hubiera cedido hace tiempo
el mando del Imperio, que hoy me pesa sin causarme ninguna
satisfacción. Pero, tal como es la realidad, deberé permanecer en el
poder quince años más, hasta que Katius alcance la mayoría de
edad.
—¿Un Emperador de veinte años? —preguntó Svetania.
—Veinticinco tenía yo cuando me enfrenté a Mayger. Ah, Tania,
ese es el mal que ha corroído el Imperio. Emperadores que lo son
hasta su muerte, retrasada por todos los medios de la ciencia
galáctica, hasta el punto que el heredero que les sucede es ya un
viejo en el instante de subir al trono. Una dinastía de ancianos que
se suceden unos a otros.
«¡Hace falta juventud para revigorizar el Imperio, Tania! El
perfecto Emperador debería subir al trono a los veinte años,
engendrar a su heredero a los treinta y dejarle el poder a los
cincuenta. ¡Eso es lo que salvaría el Imperio, y no la intervención de
ningún dios!».
—Así, pues, la respuesta sigue siendo no —dedujo Svetania.
—Sigue siendo no. Puede que el Imperio esté efectivamente en
decadencia, pero somos nosotros mismos quienes debemos y
podemos salvarlo de ella. Fue construido por la humanidad y las
razas aliadas, y a ellas compete mantenerlo.
«Quince años, Tania. Dispongo de quince años para allanar el
camino de tu hermano, para dejar en sus manos un Imperio eficiente
y próspero, y un trono seguro. No es demasiado tiempo, y por ello
no pienso perderlo con aventuras anexionistas ni cazas de tesoros
ocultos. Quizá un día me ocupe de los Grandes Sabios de Trinya y
de sus divinidades de otros universos, pero nunca será para fiar en
sus poderes la supervivencia del Imperio».
Svetania pareció resignarse.
—Bien —dijo—. Acepto que no envíes la flota para apoyarme.
¿Puedo confiar que tampoco la enviarás para obstaculizarme?
El Emperador rio de nuevo.
—Un kluténida jamás se da por vencido ¿no es cierto? —dijo—.
¿Vas a armar tus yates y declarar por ti misma la guerra a Drum?
—Tal vez —replicó enigmáticamente Svetania—. De todas
formas tienes mi promesa de que nada de cuanto logre será
utilizado contra el Imperio ni contra ti.
—Si no te opones al Imperio, el Imperio tampoco se opondrá a ti
—decidió Antheor—. Tienes las manos libres.
Svetania avanzó hacia su padre y le besó suavemente en la
mejilla.
—Te lo agradezco —dijo.
—¿Te quedarás algunos días en Imperia?
—Me temo que no. Aún me quedan muchos preparativos que
hacer.
El Emperador abrazó a Svetania con cariño.
—Ten cuidado, Tania —recomendó.
—Lo tendré, padre.
Después de que su hija saliera, Antheor III permaneció en pie,
quieto y silencioso, sumido en sus pensamientos. De ellos vino a
sacarle un nuevo visitante. Penetró este, sin anunciarse, por una
portezuela lateral, casi oculta entre las estanterías de libros de los
que tanto gustaba el Emperador.
Ni siquiera el poderoso Lario Marcelo de Varnada, pues no era
otro quién llegaba, tenía el derecho de acceder a presencia del
soberano sin previo aviso, pero en realidad el noble no hacía sino
regresar a una conversación privada que había sido interrumpida
por la llegada de la princesa.
—¡Encantadora Svetania! —alabó—. Siento de veras no haber
podido saludarla.
—No conviene que nadie sepa que estás aquí —replicó Antheor
—. Ni siquiera mi propia hija.
El otro asintió, y aguardó que su soberano tomara asiento antes
de imitarle.
—Venía a proponerme una interesante aventura —siguió
Antheor—. El asalto a un reducto de los Grandes Antiguos, para
aprovechar sus poderes en beneficio del Imperio… De tener medio
siglo menos, quizá la hubiera seguido.
El cabeza del Servicio Civil Imperial se echó a reír. —Es
animador pensar que entre los señores del Anillo aún quedan
jóvenes valerosos y amantes de la aventura —dijo—. Créeme que
esos «dandies» de Olimpia cada vez me producen más tedio. Pero,
por desgracia, creo que nosotros debemos dedicar nuestros
esfuerzos a problemas más realistas, aunque quizá menos
románticos.
El Emperador asintió, con un suspiro. —En realidad poco queda
que añadir a nuestra conversación. Dentro de dos meses, cuando
se reúna en Urbis el Gran Consejo Soberano, los dos proyectos
serán presentados y aprobados. Tu nombramiento como Primer
Ministro y la nacionalización de las grandes empresas privadas.
Inmediatamente el Servicio Civil se hará cargo de la administración
de todas ellas. Esa será la parte difícil de la operación.
—Te repito que todo está preparado —aseguró Lado Marcelo—.
Sigo confiando en que muchos de esos magnates, por supuesto los
de segunda fila, se acoplarán a la nueva situación y continuarán
actuando bajo nuestro control. Pero aunque ello no sucediera, mis
hombres y los técnicos económicos que hemos contratado podrán
hacerse cargo de la situación.
—¿Y en cuanto a «ellos»? —preguntó Antheor—. ¿Estás seguro
de que no sospechan nada? Lario Marcelo abrió los brazos.
—¿Quién puede saberlo? Se dice que los Cinco Grandes tienen
oídos en todas partes. Pero por lo menos no han dado señales de
estar enterados de nada. La Bolsa no ha bajado, ni se ha señalado
ninguna actividad extraordinaria en el interior de los propios
«trusts».
—Espero que el período de transición sea lo más breve posible
—deseó el Emperador—. A finales de año quisiera tener resuelto
por completo el problema económico, para poder iniciar la siguiente
etapa.
—¿La desaparición del protectorado Transmersiano y su división
en megaprefecturas? —Lario Marcelo rio de nuevo—. No tengas
prisa en empezar esa tarea, pues no será nada fácil. Ahí chocarás
con muchos intereses creados de Larios y de caballeros. La
Transmersia ha sido desde hace siglos la ubre inagotable de la que
muchos han chupado.
—Pues se chocará con quien haga falta —respondió Antheor—.
No quiero ningún superseñor que un día pueda convertirse en otro
Mayger. Tengo la intención de dejar a mi sucesor un Imperio sólido y
monolítico, y no me queda toda la eternidad para lograrlo. Tan solo
quince años.
Sin duda el Señor del Universo se hubiera sobresaltado de saber
hacia dónde su hija Svetania estaba dirigiendo el vuelo de su yate
estelar «La Perla». Pues cuando el último salto hiperespacial se
hubo realizado, la navecilla encontróse en un punto de la
constelación de Cefeo, muy conocido en todo el Imperio, aunque
muy pocos de sus ciudadanos tuvieran ocasión de visitarlo.
El pulsátil gigante rojo que daba fama a la constelación quedaba
a su izquierda, a muchos años luz de distancia, y la estrella
Alderamín, cuyo nombre era conocido en la Tierra desde mucho
antes de la era espacial, no quedaba mucho más cercana. Pero el
pequeño astro amarillo que ardía a proa, aun sin poder competir
astronómicamente con cualquiera de los soles nombrados, había en
los últimos años alcanzado mucha mayor notoriedad, aunque por
motivos completamente distintos. Pues en su torno giraba el gran
satélite artificial llamado «Nuevo Edén» (y por algunos,
maliciosamente «Nueva Olimpia») donde la mayor parte del poder
económico de la Galaxia conocida solía hallarse concentrado.
Residían allí habitualmente los hombres conocidos bajo el
nombre de los Cinco Grandes, la indiscutible élite de la Clase
Económica del Imperio, cabeza y también brazo ejecutivo de
aquellos formidables supertruts denominados «Leps», cuyos
tentáculos se extendían hasta las más alejadas estrellas
dependientes de Tierra de Sol.
Era el primero de entre los Cinco, sin duda alguna, el legendario
Adrián Lodmel, en cuyas manos estaba todo el poderío de los
Bancos privados del Imperio, mas a muy poca distancia le seguía
Yaan Kommer «El Navarca de Oro», controlador de las más
importantes líneas de pasajeros y mercancías entre los mundos
civilizados, dueño de la mayoría de las naves espaciales civiles y
aun de los astilleros en las que eran construidas. Venían luego, casi
igualados en importancia, Simón Mathurián, el hombre de las
Comunicaciones Hiperespaciales, Justín Van Poorten, amo y señor
de la Energía, y Eliezer Murth, director del trust que controlaba todos
los laboratorios y factorías relacionados con la vital rama de la
Cibernética y la Robótica.
Svetania Kluténida había visitado ya antes una vez aquel
fastuoso satélite, invitada por sus dueños junto con varios otros
nobles con motivo del tercer matrimonio de Mathurián. Conocía los
magníficos jardines y parques, las piscinas y los centros de recreo,
así como las eficientes cadenas de oficinas, los grandes
ordenadores y los comunicadores hiperespaciales que captaban y
emitían sin cesar órdenes y directivas, informaciones y pronósticos,
estadísticas y datos de producción, manteniendo en funcionamiento
segundo tras segundo la gigantesca máquina que allí tenía su
cerebro.
No esperaba la hija de Antheor encontrar reunidos a los Cinco, y
sintióse complacida cuando, tras ser debidamente identificada, se le
permitió el satelizaje y se le informó que los honorables Adrián
Lodmel y Yaan Kommer se sentían muy honrados con su visita y
acudían gustosos a recibirla.
Marco de la entrevista fue, como no podía ser menos dada la
personalidad de la visitante, el propio Salón del Dux, cuyo lujo
decíase no tener par ni siquiera en las mansiones olímpicas.
Grandioso escenario que hacía parecer pigmeos a los tres seres
humanos que participaban en la conversación.
—¿Y a qué debemos, Laria Svetania, el placer de tu presencia?
—preguntó afablemente Lodmel, tras una larga serie de
salutaciones y cumplidos.
Svetania paseó la mirada de uno a otro de los dos hombres que
tenía frente a sí. Adrián Lodmel, gordo, de aspecto bonachón,
vestido con una de sus célebres túnicas brillantes, que centelleaba
bajo las luces del Salón. Kommer, corpulento y atlético, siempre
serio y grave, ataviado con prendas discretas y casi modestas.
Ricos, poderosos, implacables, tanto uno como otro.
—Vengo a hablaros de negocios —anunció. Adrián Lodmel rio
suavemente, en tanto que su compañero se mantuvo impasible.
—Grandes negocios deben ser, cuando vienes a proponérnoslos
personalmente —dijo el banquero.
—Quiero tomar el control de un sistema estelar extraimperial —
expresó llanamente la princesa—. Será preciso atacar a la
Federación de Drum, tomar el poder en dicho estado y luego
bloquear un planeta defendido con campos de naturaleza
extradimensional.
Siguió un breve silencio. Svetania advirtió que Kommer había
perdido su impasibilidad y la miraba con irreprimible asombro.
Lodmel, pensativo, parecía sopesar mentalmente los pros y los
contras de lo que había escuchado. Fue el Navarca el primero en
hablar:
—¿Declarar una guerra por nuestra cuenta? Princesa, nos estás
proponiendo algo completamente ilegal.
—En modo alguno —replicó Svetania—. Soy de naturaleza
Laria, y lo fui desde mi nacimiento. Desde mi primera infancia fui
soberana en los dominios de Karón, Manar, Thalia y otros menores,
en la Transmersia, todos ellos vinculados a mi Anillo. De acuerdo
con la Convención de 1395, todavía en vigencia, me cabe el
derecho de defenderme por mí misma contra una agresión
procedente del exterior del Imperio. Soy una soberana absoluta e
independiente, si bien vinculada al poder imperial.
Kommer se mordió los labios.
—Deberemos consultar con nuestros expertos legales…
—¡En absoluto! —interrumpió Lodmel—. Si Laria Svetania
Kluténida lo dice no es necesario consultar con nadie. Yo lo creo, y
estoy dispuesto a prestar toda la ayuda que nos pida. De improviso
las gruesas facciones del banquero habían adquirido una
inesperada energía, y Svetania se asombró al darse cuenta de que,
de los dos hombres que se le enfrentaban, no era precisamente
Kommer el más duro y dominante.
—¿Y qué ayuda deberemos prestar? —preguntó entonces el
Navarca con suavidad, quizá ofendido por las palabras de su
compañero.
Svetania se dirigió entonces a él personalmente. —Yaan
Kommer —dijo—, sé que posees naves de guerra y hombres
acostumbrados a las armas, dentro de lo que se conoce como
Flotillas Juradas de Protección. Puedes reunir una armada muy
superior a todo lo que Drum pueda oponer, y un pequeño ejército de
especialistas capaz de tomar el control de la administración
gubernamental una vez efectuado el desembarco. Te pido que
pongas esas fuerzas a mis órdenes.
Por primera vez el Navarca sonrió, si bien con una mueca
carente de toda alegría.
—No será barata esa expedición, Laria Svetania —manifestó—.
Un mínimo de cincuenta naves armadas, más una docena de
transportes de tropas y alrededor de diez mil mercenarios con su
correspondiente armamento. Eso sin contar las posibles
destrucciones de naves y los seguros de vida de los combatientes
que mueran. ¿Cuánto tiempo durarán las hostilidades?
—Depende de la situación —contestó Svetania—. Si los de
Drum aceptan mi ultimátum y me entregan el planeta Trinya, será
tan solo el tiempo de ir y volver. Si resisten, entonces Drum deberá
ser obligado a rendirse, Trinya bloqueado y sus campos de defensa
hechos saltar desde fuera. De todas formas —se volvió ahora hacia
Lodmel— solicito de ti un crédito inicial de un millón de coronas
imperiales para financiar la operación. Como garantía puedo
entregarte todos los derechos económicos del dominio de Thalia.
Minas, agricultura, industria, derechos portuarios, comunicaciones…
Lodmel cortó educadamente a la princesa alzando la mano.
—No es necesario, Laria Svetania —dijo—. Te concederé el
crédito que pides y más aún si es necesario, con la sola garantía de
tu palabra. Pero antes debo saber el pretexto de esta expedición, y
la actitud de tu padre el Emperador hacia la misma.
Svetania vaciló un instante, pero luego se decidió a hablar:
—El Emperador me ha prometido no obstaculizar la empresa. En
cuanto a la causa de la expedición, es la siguiente: hace veinte
años, siendo ya soberana de Karón, Manar y Thalia, fui raptada en
el espacio y sometida sin mi consentimiento ni el de mis tutores
legales a una serie de operaciones modificadoras de mi
personalidad. Los dominios de Karón, Manar y Thalia tienen por
tanto derecho a exigir la entrega de los culpables y también una
indemnización compensadora.
—¿Se trata de eso? —preguntó Lodmel, pensativo—. Bien,
legalmente tu razonamiento es impecable. En realidad se puede
pedir en cualquier caso a Drum una indemnización de guerra que
cubra los gastos de la expedición, lo que arreglaría todo. Y si hay
que pelear, Drum quedará anexionado a tus dominios, con lo que los
derechos económicos que nos ofrecías podrían ser los de ese
estado.
Sonrió ampliamente al tiempo que se levantaba de su asiento y
hacía una leve reverencia hacia Svetania.
—Tienes crédito ilimitado, princesa —decidió—. La flota de
guerra se reunirá contigo en la misma Olimpia en cuanto esté lista.
De ese modo podrán embarcar en ella todos tus amigos Larios que
lo deseen.
—Sí, será una experiencia excitante para ellos —apoyó Kommer,
volviendo a lucir aquella misma sonrisa sin alegría—. Una guerra
galáctica en pequeña escala.
Svetania pensó en Shanti, y no pudo menos que asentir.
—¿Para cuándo estará lista la flota? —preguntó.
—Algo más de un mes —prometió Kommer—. Las operaciones
son rápidas dentro de mi Lep. Te mandaremos aviso en cuanto
zarpe para Olimpia, princesa.
—Allí la esperaré.
Tras despedir a Svetania, los dos magnates de la Clase
Económica regresaron a aquel mismo salón donde se desarrollara la
entrevista. Ya les esperaban allí Simón Mathurián, Justín Van
Poorten y Eliezer Murth, los restantes miembros de los Cinco
Grandes, los mismos que se habían dado como ausentes a la
princesa.
—¿Y bien? —les preguntó sonriente Lodmel—. ¿Lo habéis
escuchado todo?
—Una historia de locos… —expresó Mathurián.
—¡Es una trampa! —estalló a su vez el menudo y sanguíneo
Murth—. ¡Nos han descubierto y nos quieren hacer caer en una
trampa!
La sonrisa del banquero desapareció y sus facciones se
endurecieron.
—¡Tonterías! —exclamó—. Por increíble que ello nos parezca,
todo se debe a una simple casualidad. Si el Emperador sospechara
algo no hubiera enviado a su hija, sino una flota de guerra. La
petición de ayuda por parte de nuestra querida princesa no tiene
nada que ver con el proyecto que entre todos hemos planeado.
—¿Y entonces? ¿Siguen los planes como antes?
—Como antes pero mejorados —sonrió de nuevo Lodmel—. ¿No
comprendéis el alcance de lo tratado con la princesa? Ella nos dará
el salvoconducto para introducir una flota armada en el sistema
olímpico. ¡En el mayor lugar de concentración de Larios de toda la
Galaxia!
—¿Quieres decir que…? —Justín Van Poorten vaciló en
continuar su frase.
—¡Eso quiero decir! La flotilla destruirá ese nido de ratas con
todos los que lo habitan, incluida la propia hija de Antheor, y cuando
las flotas de defensa se quieran dar cuenta, ya estará de nuevo en
el hiperespacio.
Kommer se echó a reír.
—Lástima que ella tenga que morir también —dijo—. Me hubiera
gustado traérmela aquí y echar abajo personalmente ese estúpido
título de Virgen Olímpica. ¡Le hubiera enseñado a esa dama
orgullosa lo que es un verdadero hombre!
—Sí, todos conocemos tus aficiones en ese aspecto… —gruñó
el pequeño Eliezer Murth con ironía.
—¡Haya paz! —la voz de Lodmel restalló como un látigo,
cortando la réplica del Navarca—. Laria Svetania debe morir, ella
más que cualquiera de los Larios que la rodean. Un equipo
especializado aterrizará en su residencia de Olimpia y se asegurará
de que está presente y de que muere, antes de empezar el
bombardeo general. Aunque hembra, tiene en sus venas sangre
imperial, y por ello debe desaparecer, igual que su hermano y que
su padre, si es que queremos llevar a buen término nuestro
proyecto.
—¡Aniquilar el Imperio! —exclamó Mathurián, con un algo de
aprensión en la voz.
Lodmel se volvió hacia él.
—Sí, aniquilar el Imperio antes de que el Imperio nos aniquile a
nosotros. ¿De dónde te vienen esos escrúpulos? ¿No fuiste tú
mismo quien descubrió los planes de Antheor y quien, sin
consultarnos organizó esa imbécil conjura universitaria contra su
vida?
—¿Y quién podía pensar que el Emperador era invulnerable a
cualquier atentado? —murmuró Mathurián.
—Él —replicó secamente el banquero, indicando a Eliezer Murth
—. El mismo que dispuso la defensa de robots alados telepáticos, y
quien te lo hubiera comunicado si hubiera sabido tu idea. Suerte
tuviste que esos muchachos se dejaran matar por la Policía
Imperial, porque de no haber sido así, quizá hubieran podido seguir
el rastro hasta ti y hasta nosotros.
«¿Aniquilar el Imperio? ¡Demasiado ha durado ya! Recuerda que
ha sido el Emperador quien nos ha declarado la guerra, y no
nosotros a él. Después de que mi propio padre pusiera la banca
privada a su disposición cuando la Usurpación, ahora se vuelve
contra nosotros. ¡Pues yo digo que se acabó el Imperio y todos sus
estúpidos Larios parásitos! Terminaremos de una vez para siempre
con esos palomos anillados o les pondremos a trabajar en nuestras
fábricas y en nuestros campos, para que conozcan quién manda
realmente en la Galaxia».
—Ahora eres tú el que se exalta, Lodmel —le reprochó fríamente
el Navarca—. No es este el momento ni el lugar para arengas ni
gritos. Ignoro lo que en el pasado te ha podido ocurrir con los Larios
para que les odies tanto, y además me importa un comino. Cuando
todo esto termine podrás satisfacer tus pequeñas venganzas y
frustraciones, y no seré yo quien te lo impida. Pero «por favor» —su
mirada recorrió lentamente la concurrencia, deteniéndose
especialmente en Murth— que nadie interfiera tampoco en mis
propios gustos personales, ni en la forma en que yo mismo festejaré
la victoria.
Nadie replicó. Tras una pausa, el propio Kommer continuó
hablando:
—Llevaré personalmente el mensaje a Popescu, dándole cuenta
de los últimos acontecimientos. A estas alturas no debemos fiarnos
de claves ni cifrados. Y luego dispondré mis flotas con todo cuidado,
para que nada falle.
—Nada fallará si todos actuamos sin precipitaciones ni
nerviosismos —afirmó Lodmel—. Dile al Virrey que es indispensable
su presencia en este satélite junto a nosotros, cuando la cosa se
desencadene. No creo que falte a la cita, pues está ya demasiado
implicado como para arrepentirse a última hora. Recuerda que fe
necesitamos.
Kommer asintió.
—¿Y en cuanto a ti, Mathurián? —siguió Lodmel—. Ya sabes
que gran parte del éxito depende de tu acción en las
comunicaciones hiperespaciales.
—Todo preparado —respondió firmemente el nombrado, quizá
deseando hacer olvidar su anterior vacilación—. E incluso creo que
mis técnicos en Olimpia podrán hacer algo para facilitar la tarea a
las naves de Kommer.
—Luego lo discutiremos. ¿Cómo va tu «Operación Brutus»,
Murth?
—Puesta en marcha —el hombrecillo vaciló y luego murmuró
como para sí mismo—. Y que Hermes Trismegisto nos ayude a
todos.
Los demás sonrieron con ironía. De todos los presentes, Murth
era el único que creía sinceramente en la Religión Imperial.
—Los dioses ayudan a quien se ayuda, Murth —dijo Lodmel,
burlón—. Y dan el poder a quien lo merece. Desde hace más de un
siglo el poder supremo del Imperio ha estado al alcance de nuestras
manos. Bien, tomémosle.
CAPÍTULO XIII
EL DÍA QUE LA GALAXIA ENMUDECIÓ

«La Guardia Estelar fue creada por Kilos II a la manera de un


cuerpo de élite completamente fiel a su persona, listo para
contrarrestar cualquier posible intento golpista procedente de alguna
flota imperial poco segura. Fue el sucesor del Glorioso, Sandor I,
quien en el curso de la reforma militar iniciada en 1430 la instituyó
como único cuerpo naval armado existente en el Sistema Solar y
sus proximidades, en tanto que las flotas de guerra propiamente
dichas eran acuarteladas en los diversos sectores del Imperio.
»En los siglos siguientes la Guardia Estelar aumentó
grandemente su prestigio, siendo considerada como el cuerpo de
élite de la clase militar, y constituyendo el sueño de todos los
miembros del orden ecuestre el tener el honor de servir en ella.
»En los tiempos de Antheor III su base principal se hallaba en el
planeta exterior de Alfa Centauri, y tan solo algunas de sus patrullas
se encontraban en el propio sistema del Sol».

(Tebrar Seriel: «Las Flotas del Imperio»).

«Una de las más grandiosas obras del Tercer Imperio fue sin
duda la red de comunicaciones hiperespaciales, que por primera vez
permitió el contacto instantáneo entre los diversos planetas, y aun
con las astronaves en vuelo. Planeada ya en los tiempos del
Segundo Imperio, nada más acabada la guerra mersiana, no fue
iniciada su construcción hasta el reinado de Sandor II, ya en pleno
período kluténida, y terminada por su sucesor Katius II.
»Se componía la red de alrededor de cien millones de boyas-
relais situadas en los lugares apropiados para servir de repetidores
a las transmisiones hiperespaciales. Su coste fue, desde luego,
fabuloso, pero los resultados superaron toda esperanza, y jamás el
Imperio Terrestre se había sentido tan unido como aquel histórico
primero de enero de 1640, cuando el Emperador inauguró la red
mediante el envío de mensajes de saludo a los seis planetas
civilizados más alejados de Tierra de Sol en las diversas
direcciones.
»Dicha red, por su propia naturaleza, tenía el defecto, no
obstante, de ser grandemente vulnerable, y ello se hubo de
demostrar en los últimos años de la dinastía kluténida».

(Seth Vansa: «Las Civilizaciones Terrestres en la Galaxia»).

El corte en las comunicaciones hiperespaciales llegó


súbitamente, sin que nadie sospechara que algo así pudiera llegar a
suceder algún día. Bastaron en realidad unas simples órdenes
cifradas dirigidas a unos pocos miles de boyas-relais, para que la
red entera dejara de funcionar, y los planetas del Imperio quedaran
tan aislados entre sí como en los tiempos anteriores a Katius II.
Para la inmensa mayoría de la población imperial el hecho no
desencadenó, al menos al principio, ninguna alarma ni menos aún
ningún pánico. Cada planeta creyó que era él solo el aislado, y las
compañías de comunicaciones emitieron por las redes locales
comunicados tranquilizadores hablando de averías en este o el otro
reíais, que serían prontamente subsanadas. Tan solo a medida que
el tiempo iba pasando sin que la situación cambiase comenzaron las
primeras protestas, y luego las primeras alarmas. Hombres de
negocios, para los que cada minuto de incomunicación costaba
créditos. Viajeros espaciales, astronautas, militares… Y junto a
ellos, desde luego, estaban los pocos que sabían lo que realmente
ocurría, y que se movían aquí y allá con la precisión de una máquina
bien engrasada.
En el planeta que albergaba la mágica ciudad de Olimpia,
escasa fue la reacción en los primeros instantes, pues quienes en él
habitaban habíanse aislado ya voluntariamente del resto del
universo sin necesidad de que la red de comunicaciones fallara.
Para los Larios que se divertían en la ciudad y el planeta, el resto
del Imperio simplemente no existía. Y en cuanto a la población no
Laria poco era lo que contaba. Tan solo los escasos técnicos del
astropuerto fruncieron el ceño y se dispusieron a esperar
tranquilamente a que la anomalía cesara. Y sin embargo, de entre
todos los planetas de la Galaxia, al astro olímpico había
correspondido una distinción. Pues allí no eran solamente las
comunicaciones hiperespaciales las que habían fallado, sino
también las más modestas ondas de radio que le comunicaban con
el resto de su sistema y aun las que deberían poner en contacto los
diversos puntos del planeta. Unos extraños y tenaces parásitos
impedían cualquier tipo de transmisión. Se hablaba vagamente de
una explosión solar sin precedentes, pero al principio nadie acertó a
relacionar estas dos distintas y coincidentes averías y sacar las
conclusiones pertinentes. Los técnicos aguardaban aburridos, los
esclavos cumplían con sus deberes rutinarios y los Larios se
divertían.
Uno de los nobles que tal hacían era precisamente el más
reciente de todos ellos. En su lujoso y nuevo apartamento de la
ciudad olímpica, Lario Bernald de Zesk, también conocido como
Simbad el Astronauta, contemplaba como embobado aquel soñado
Anillo que al fin adornaba su dedo, mientras que, tumbado
cómodamente en su lecho, daba instrucciones por comunicador a
uno de los muchos proveedores de diversiones de la ciudad.
—Una rubia, otra morena y otra pelirroja —estaba diciendo—. La
rubia del tipo de «Thyra, la Mujer Pantera», como aparece en el
video. La morena deberá parecerse a «La Exploradora de la
Jungla», y la pelirroja, como «La Maravillosa Muchacha de Acero»,
también del video. ¡Ah!, la pelirroja con ropa interior negra, la
morena con ropa interior blanca y la rubia sin ropa interior.
¿Comprendido?
—Comprendido, mi señor —respondió, no sin algo de chunga, el
esclavo—. ¿Las prefieres una a una o todas a la vez?
Simbad se estiró placenteramente en el lecho.
—Todas a la vez —solicitó—. ¿Para cuándo estarán listas?
El esclavo proveedor apartó un instante el rostro de la pantalla,
tal vez para consultar algún folleto.
—Entre una hora y hora y media, mi señor —dijo—. ¿Deseas
que comunique contigo cuando las «robot-girls» vayan a aparecer?
Simbad hizo un negligente gesto, que quería ser señorial, con la
mano del Anillo.
—Oh, no hace falta. Que se limiten a venir.
—A tu disposición, mi señor —se despidió el esclavo.
La pantalla quedó en blanco, y Simbad se desperezó, pensando
en lo qué hacer durante aquel lapso de tiempo. Podía contemplar
una vez más el video, o leer un buen libro…
Se decidió por la segunda alternativa, escogiendo uno de los
volúmenes de su nueva biblioteca. No se cansaba de disfrutar los
dones del Anillo, el poder solicitar lo que deseara sin el molesto
intermedio de un Lario amigo que le sirviera de anfitrión. No, ahora
el Lario era él, y si lo deseaba podía incluso tener sus propios
invitados. Pasaría ciertamente algún tiempo antes de que Simbad se
decidiera a estrenar su nueva nave exploradora, que ahora mismo
debía estar ya en ruta hacia el astropuerto olímpico.
Hacía aproximadamente media hora que había iniciado la
lectura, cuando el zumbador de la puerta hizo oír su sonido. Simbad
enarcó las cejas, mientras dejaba el libro, con la hoja
cuidadosamente señalada, en un cajón de su mesa de noche.
¿Sería posible que fueran ya las «robot-girls»?
—¡Adelante! —invitó.
Pero no eran las chicas. En la puerta abierta se perfiló la gran
figura de Lario Turmo de Khurán, el Auriga Negro, y su indefinible
aura de potencia se expandió por la «suite» como una ráfaga de
viento abrasador.
—Ah, Turmo —saludó sin mucho entusiasmo Simbad—. Pasa,
hombre, pasa. ¿Qué se te ofrece?
El Auriga Negro cerró cuidadosamente la puerta a sus espaldas
antes de dirigirse hacia el lecho, donde el antiguo explorador
galáctico se había incorporado.
—No te entretendré mucho tiempo, amigo Simbad —dijo—.
Simplemente el que tardes en decirme dónde se encuentran las
Siete Puertas de Pórfido.
Simbad se sobresaltó, y luego intentó sonreír displicentemente,
sin conseguirlo del todo.
—No tengo ni idea de lo que me hablas —dijo. Turmo le dirigió
una mirada inexpresiva. Sin apresurarse se acercó al inquieto
Simbad y tomó asiento en un sillón cercano a la cama.
—Sé perfectamente que has estado buscando las Siete Puertas
por encargo de Svetania —dijo—. Llegaste de visita a Olimpia y
unos días más tarde, ella partió al espacio con rumbo desconocido e
identidad falsa. Tras algunos incidentes en ciertos lugares del
espacio donde ordinariamente nada hubiera atraído su atención,
Svetania regresa a Olimpia y te otorga el Anillo y algunos otros
regalos. Te lo repito, amigo Simbad, ¿dónde están las Siete Puertas
de Pórfido?
Simbad sonrió de nuevo forzadamente.
—Creo que eso, aún en el caso de que lo que supones fuera
cierto, sería un asunto privado entre Svetania y yo.
Turmo negó con un lento giro de cabeza. —Pues te equivocas
en ello —replicó—. Todo lo relativo a las Siete Puertas de Pórfido
me concierne a mí, del mismo modo que concierne a Svetania. Las
entidades que habitan allí marcaron nuestras vidas hace veinte
años, y la cita que nos dieron entonces se refiere por igual a ella y a
mí.
«Tengo derecho a conocer la información que te pido, Simbad. Si
te obstinas en no dármela voluntariamente te la arrancaré por otros
medios, puedes tener la completa seguridad. Y emplearé para ello
tan solo mis manos».
Simbad saltó en pie, furioso y a la vez terriblemente asustado.
—¿Estás loco, Turmo de Khurán? —estalló—. ¿Olvidas que
ahora yo soy tan Lario como tú? ¡Si me haces el menor daño lo
pagarás muy caro!
Su voz le pareció de pronto demasiado chillona, y también
advirtió que sus manos temblaban. Turmo no se inmutó, ni tampoco
hizo el menor movimiento.
—No olvido nada, Lario Bernald de Zesk —respondió—. Ambos
somos nobles y de cualquier incidente violento entre nosotros
entenderán tan solo nuestros pares. Confío que su juicio me sea
favorable.
Simbad retrocedió, rodeando la cama. No, estas cosas no
podían ocurrir en Olimpia, no podían ocurrirle a quien llevara en su
dedo el Anillo del Poder.
—¡Pero esto es… es ilegal! —exclamó. Turmo se puso en pie sin
prisas. Dio un largo paso a un lado, a fin de cerrar el camino a
Simbad hacia la puerta.
—¡Espera! —gritó el explorador—. ¡Espera! ¡Está bien, tienes
razón! ¡Te lo voy a decir!
Turmo quedó inmóvil, con una ligera expresión interrogativa en el
rostro. Y Simbad le relató detalladamente todo lo que sabía acerca
de la encuesta que Laria Svetania Kluténida le había encargado que
hiciera.
El veterano explorador galáctico tenía ciertamente miedo, más
del que nunca había sentido en ninguno de los astros desconocidos
a los que arribara en el pasado. La poderosa aura invisible de
Turmo, y la expresión de su rostro material superaban el espanto
que podría producir cualquier amenaza espacial a una nave aislada
en territorio inexplorado. Y temió Simbad la cólera del Auriga Negro,
pues le estaba confesando que en realidad no conocía el
emplazamiento de las Puertas, y tal vez no fuera creído.
Pero Turmo sí le creyó. Acabado el relato, se sentó de nuevo,
como sopesando mentalmente las revelaciones que se le habían
hecho.
—Así, pues, Svetania estuvo allí —murmuró—. Y volvió
incambiada, es decir, sin haber conseguido su propósito. Para
organizar, sin duda, una nueva expedición con más medios. Simbad
no dijo palabra.
—Así, pues, mi próxima visita deberá ser hecha a la propia
Svetania —concluyó Turmo— que probablemente estará ahora en
su dominio de Tierra Firme, al otro lado del mar.
—¡Ahora sí que estás loco! —estalló entonces Simbad—.
¿Crees que podrás tratar a la hija del Emperador como has hecho
conmigo? Si le pones un dedo encima, si le haces la menor
amenaza…
—¿Amenazas? —interrumpió Turmo—. ¿Por qué amenazas?
Soy el aliado natural de Laria Svetania Kluténida. Nuestros destinos
están unidos desde el día en que fuimos conducidos conjuntamente
al otro lado de las Puertas. Lo que deba ser hecho, lo será por los
dos.
—¿Puedo utilizar tu comunicador?
—Haz lo que quieras —respondió Simbad, de mal humor. Turmo
manipuló en el comunicador, desconectando la imagen y haciendo
uso del casco, según lo acostumbrado cuando se hacía una llamada
privada en presencia de otras personas. Así Simbad tan solo pudo
oír lo que el Auriga Negro decía, quedándole oculta la respuesta de
su interlocutor.
—Deseo saber si Laria Svetania Kluténida se halla en su dominio
de Tierra Firme —solicitó Turmo. Luego, tras una pausa, su voz
denotó extrañeza—. ¿Cómo? ¿Todas las comunicaciones cortadas?
¿Y cómo es posible eso?
Transcurrió una pausa algo más larga, y luego el tono del Auriga
Negro manifestó ya indicios de verdadera alarma.
—¿Quieres decir que «en el mismo instante» han fallado las
comunicaciones hiperespaciales por avería de un reíais y las locales
del sistema por erupción solar? ¿Que Olimpia está completamente
aislada? —una pausa más—. Está bien, te lo agradezco —e
interrumpió la comunicación.
Cuando se volvió luego hacia Simbad, había una nueva
expresión en sus ojos.
—Svetania deberá esperar —dijo—. Creo que está
preparándose algo en contra de la propia Olimpia, aunque todavía
no sé qué. Voy a volar a Parnassus, ¿me acompañas?
—¿Algo contra Olimpia? ¿Por un simple fallo de las
comunicaciones? —Simbad lanzó una risita seca que quiso ser de
burla—. Vives en un mundo quimérico, Turmo, pero no pretendas
que los demás lo compartamos. No, no te acompaño. Tengo algunas
cosas agradables que hacer aquí.
Sin reiterar la invitación, Turmo abandonó la «suite». En el
exterior se cruzó con tres atractivas figuras femeninas que se
dirigían a la puerta por la que él mismo abandonara los dominios del
reciente Lario Bernald de Zesk. No las hizo el menor caso.

La Guardia Olímpica, basada en el asteroide Parnassus, se


hallaba bajo el mando del comodoro Lario Kyler de Rhidra, un
antiguo conocido de Turmo, que le acogió con afabilidad. Hallábase
disponible en la base el Escuadrón Rojo, mientras que el Blanco
efectuaba sus prácticas de vuelo por los límites del sistema
Olímpico, y los astronautas del Azul disfrutaban de su acostumbrado
permiso en la propia Olimpia. El asteroide sesteaba tranquilo, ajeno
a cualquier alerta o señal de peligro.
—Sí, claro que lo hemos advertido —explicó Kyler, sosegado—.
Pero se trata de dos fenómenos diferentes. Las comunicaciones del
hiperespacio han sido cortadas por el fallo de un reíais, que pronto
será reparado. En cuanto a las locales, parece que ha invadido el
sistema una nube electrónica procedente de la propia estrella
central, y ello ha desbaratado las ondas. Nuestro Observatorio
Naval está estudiando la situación y…
—¿Pero es que no te das cuenta? —le interrumpió Turmo—. Es
completamente imposible que estos dos fenómenos de que hablas
hayan sucedido de modo natural al mismo tiempo. Olimpia ha sido
aislada artificialmente de su propia guardia, y también del resto del
Imperio. ¡Podemos estar a punto de recibir un raid, un ataque
procedente del espacio! ¿Funcionan al menos vuestros detectores?
—Naturalmente que funcionan —se ofendió el otro—, y no han
captado nada extraordinario. Algunos yates que vienen, algunos
yates que van… Está prevista la llegada de cincuenta naves de las
Flotillas Juradas, contratadas por… Turmo saltó materialmente ante
la noticia. —¿Quieres decir que una flota armada de cincuenta
naves se va a presentar en el sistema olímpico en un momento en
que este se halla aislado del resto del Imperio? —exclamó—. ¿Y
que a nadie se le ha ocurrido tomar ninguna medida al respecto?
—No me has dejado terminar —sonrió Kyler—. La flota ha sido
contratada por Laria Svetania Kluténida, la hija del Emperador, y ha
sido ella personalmente quien ha firmado la solicitud de arribada.
Llevarán la insignia de Karón, uno de los dominios dependientes de
Svetania.
—¿Así, pues, es eso? —se preguntó a sí mismo en voz alta
Lario Turmo.
Durante un instante permaneció en silencio, pensando. Kyler
creyó percibir el rumor del mecanismo mental que ante él
funcionaba, y permaneció asimismo callado. Al fin Turmo se dirigió
de nuevo a él.
—Kyler, tu única excusa es que el Imperio ha permanecido en
paz durante medio siglo. Escucha, Olimpia es la mayor
concentración de Larios de toda la Galaxia, y alguien ha logrado
aislarla del Imperio, al mismo tiempo que una escuadra armada
independiente se dirige hacia ella. ¿Te das cuenta del peligro que
corre la ciudad que tú estás encargado de defender?
«Da la alarma, Kyler. Envía un patrullero al Escuadrón Blanco,
para que entre en contacto con él aunque sea por máser. ¡Intercepta
esas naves que llegan, y no las dejes acercarse a Olimpia!».
Kyler palideció de pronto, al darse cuenta de que Turmo hablaba
realmente en serio, y que la situación era precisamente la que
describía. Captó el peligro, y se levantó con la intención de iniciar la
acción. Pero en aquel momento la puerta de su apartamento se
abrió, y un oficial de detección apareció en ella, saludando y
tendiendo un parte.
—A tus órdenes, comodoro. Una información de urgencia.
Echó Kyler una ojeada al parte y no pudo evitar una
exclamación.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Turmo, aproximándose.
—No sé si esto tendrá algo que ver con lo que me decías —
replicó el comodoro de la Guardia Olímpica—. Una nave particular
salida de Olimpia acaba de iniciar una transición Murray-Legrand en
el interior del sistema.

Laria Svetania Kluténida estaba efectivamente en su dominio de


Tierra Firme en el momento en el que Turmo había intentado en
vano ponerse en contacto con ella desde Olimpia. Hallábase en un
estado de gran excitación, y era en vano que Lario Kardim de
Samaghar, huésped suyo, intentara calmarla.
—¿No hay ninguna comunicación de la torre del astropuerto? —
preguntó por enésima vez la hija del Emperador, cara a la pantalla
de su comunicador personal.
—La interferencia continúa, mi señora —respondió a través del
aparato el técnico esclavo encargado de las comunicaciones.
Svetania cerró el comunicador y empezó a pasear
nerviosamente por el salón.
—¡Esa avería inexplicable! —exclamó, exasperada—. La
escuadra debe estar a punto de llegar y no hay manera de saber si
ha aparecido ya en las proximidades del sistema. ¡Y tampoco es
posible comunicar con Shanti! Llegarán las naves, y él continuará en
los bosques del Norte.
—Ya hemos mandado mensajeros, y no tardarán en entrar en
contacto con el grupo de los cazadores —quiso tranquilizarla Kardim
—. De todas formas Shanti estuvo un poco enfurruñado desde que
partiste para Tierra de Sol. ¿Crees que querrá acompañarte a esta
nueva expedición?
—Lo hará —respondió tajantemente Svetania—. Me lo ha
prometido.
—Espero que algún día condescenderás a decirme qué hay
detrás de todo esto —murmuró Kardim, un tanto irritado.
Svetania no replicó. Continuó paseando nerviosamente hasta
que el zumbador del aparato comunicador dejóse oír.
—Un volador atmosférico acaba de llegar, mi señora.
—Ese debe ser Shanti —observó Kardim—. Ya ves cómo ha
llegado a tiempo.
Pero no eran sino Antonio y Arvarín, que también habían
formado parte del grupo de cazadores. Llegaban sonrientes, aún
con atuendo venatorio y llevando en sus manos las ballestas de
acero empleadas en la caza. La expresión desilusionada de
Svetania no dejó de sorprenderles.
—¿No viene Shanti con vosotros? —preguntó la princesa—. ¿No
os han encontrado los mensajeros que enviamos?
—Sí, llegaron a nuestro campamento principal, en la
desembocadura del Dorga —explicó Antonio—. Pero Shanti no
estaba con nosotros, sino que se había internado hacia el Este con
el grupo de Kim. De todas formas a estas horas ya deben haber
establecido contacto con ellos.
—Nosotros vinimos por nuestra cuenta, para ver qué pasaba —
intervino Arvarín, risueño—. ¿Qué ocurre con las comunicaciones?
—Están cortadas en todo el sistema —les informó Kardim—.
Todo está desbarajustado. De un momento a otro llegará una Flotilla
Jurada con las insignias de Karón, y tanto Svetania como Shanti
deben partir en ella.
—¿Y no te servimos nosotros, Svetania? —preguntó Arvarín—.
¡Una expedición naval! ¿No nos permitirás que te acompañemos a
conquistar nuevos mundos?
Svetania se permitió una leve sonrisa y miró afectuosamente a
sus amigos.
—Si lo deseáis podéis acompañarnos —dijo—. Si me prometéis
no tomar iniciativas personales y limitaros a ser espectadores o,
todo lo más, colaboradores.
—¡Estaremos por completo a tus órdenes, Svetania! —rio
alegremente Arvarín efectuando una parodia de saludo militar—. Y
si nos cedes unas habitaciones y algunos robots para que
descarguen nuestro equipaje, antes de que llegue esa escuadra nos
tendrás listos y preparados para la aventura.
La princesa les vio desaparecer, cambiando bromas, y se dirigió
a Kardim.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿Vendrás igualmente con nosotros? Esa
explicación que hace un instante me pedías no podré darla hasta
que lleguemos a nuestro objetivo.
Iba a responder Kardim cuando de nuevo zumbó el comunicador.
—Mi señora, una pequeña nave espacial de tipo falúa militar
acaba de tomar tierra en la explanada —anunció el comunicante—.
No hemos podido entrar en contacto con ella debido a la
interferencia. Ha descendido un solo hombre, que se dirige a la
puerta.
—¡Dejadle entrar! —ordenó Svetania. Y luego, a Kardim—. ¡Es
la flota! En estos momentos debe de estar en órbita alrededor del
planeta. De no ser por esa interferencia…
Pero la hija de Antheor III se había equivocado una vez más.
Cuando el visitante apareció en la puerta del salón, conducido por
un sirviente, ella no pudo evitar una exclamación de sorpresa.
—¡Therión! ¡Therión Popescu! ¿Pero qué haces aquí?
El poderoso Virrey de la Transmersia hizo una mueca. También
él parecía presa de una intensa emoción.
—Por favor, Svetania —farfulló—. Tengo que hablarte ahora
mismo. A solas, si me haces el favor.
Kardim, sonriendo, hizo un pequeño saludo con la mano y siguió
al sirviente fuera de la sala. Svetania quedó sola con el recién
llegado.
—¿Y bien? —preguntó.
—¡Svetania! —casi gritó Popescu—. ¡Debes abandonar Olimpia
inmediatamente! Esa flota de guerra que estás esperando trae en
realidad la orden de matarte. ¡Por todos los dioses, si es que crees
en ellos! ¡Embarca conmigo y dejemos este planeta! ¡Antes de que
sea demasiado tarde!
La princesa retrocedió un paso, atónita.
—Pero… pero… —por un instante pensó si acaso el Virrey no
estaría loco, o drogado—. ¿Pero qué es lo que quieres decir,
Therión? Esa flota está a mi servicio, bajo la insignia de Karón…
—¡No está a tu servicio! —estalló Popescu—. Escúchame,
Svetania, la revolución ha estallado en la Galaxia, y el Imperio ha
caído o está a punto de caer. El Emperador ha sido asesinado…
—¿Qué dices? —interrumpió ella—. ¡El Emperador no puede ser
asesinado!
—¿Crees que ese absurdo pájaro telepático ha sido bastante
para protegerle? —preguntó a su vez Popescu, exasperado—. Los
robots no piensan, y por tanto sus motivaciones no pueden ser
detectadas. Otro pájaro telepático del mismo modelo «y de la misma
procedencia», ha acabado con la vida del Emperador. ¡Y se ha
dictado pena de muerte contra toda la estirpe de los Kluténidas!
—Pero… —la hasta aquellos instantes impasible princesa se
tambaleaba ante el Virrey, y su aura parecía apagarse—. ¿Quiénes
han desencadenado la revolución?
—¡Los Cinco Grandes! El Emperador había pensado en
destruirles, en nacionalizar sus pertenencias. Ellos han tomado la
iniciativa simplemente, y descargado el primer golpe. Pretenden una
nueva Confederación, una Pentarquía económica imitando quizá el
viejo Libre Cambio de Orion. ¡Pero debes darte prisa!
—¿Y tú? —los ojos de Svetania centellearon al fijarse en los de
su interlocutor.
El Virrey de la Transmersia bajó la cabeza.
—Soy parte de la conspiración —confesó—. La mayor parte de
las tres flotas transmersianas han cruzado el límite y se han
concentrado en Rigel, bajo el mando del almirante Shigeru
Yoshitomo, mi primer jefe naval. Los Cinco Grandes me esperan en
su planetoide artificial de Cefeo, y desde allí deberé lanzar mi
llamada a esas escuadras para que marchen sobre Sol, con el
pretexto de restaurar el orden. Soy el brazo armado de la
Pentarquía.
—Y sin embargo has venido aquí —completó Svetania—. ¿Por
qué?
La cabeza humillada de Therión Popescu se irguió, y sus ojos
buscaron los de la princesa, que antes había evitado.
—Por el amor que siento hacia ti, Svetania Kluténida —
respondió.
La hija de Antheor III retrocedió un paso, como si alguien la
hubiera golpeado.
—Por el… amor… —murmuró.
—Por el amor que siempre he sentido hacia ti —confirmó el
Virrey—. Créeme cuando te digo que ignoraba los planes últimos de
los Cinco Grandes. Cuando recibí la visita de Kommer y me habló
del asesinato de tu padre, y del proyectado exterminio de toda la
familia kluténida, con objeto de que nadie pudiera reclamar el trono,
sentí deseos de matarle. Pero ya las comunicaciones estaban
cortadas y todo el plan en marcha. No podía hacer nada sino
intentar impedir tu muerte, Svetania. Hice el viaje desde Rigel a
Cefeo en mi falúa personal, pero me desvié hacia Cor Caroli para
avisarte.
Svetania no respondió. Apoyada de espaldas en la pared parecía
una hermosa estatua sin vida ni movimiento, un monumento al
desconcierto.
Popescu avanzó hacia ella y extendió un brazo. —¡De prisa,
Svetania! —rogó—. Luego tendrás tiempo de juzgarme, pero ahora
el tiempo apremia. Embarca conmigo y te llevaré a cualquier planeta
que elijas…
—¡Y después te reunirás con tus amos de Nuevo Edén! —estalló
una rabiosa voz desde la puerta.
Salió Svetania de su inmovilidad con un sobresalto, y tanto sus
ojos como los de Popescu buscaron el origen de la voz. Allí,
enmarcado en la puerta, estaba Lario Arvarín de Xer, las facciones
contraídas, tal como ninguno de los dos le viera antes.
—¿Has oído…? —preguntó vacilante la princesa.
—Lo he oído todo —replicó el Lario Rojo—. Así que has
traicionado al Imperio, Therión Popescu, y has matado al
Emperador. ¡Así que has pretendido entregar la Galaxia entera a
esos asquerosos vampiros de Nuevo Edén, para que terminen de
devorarla!
Gritó Svetania y el Virrey se llevó desesperadamente la mano a
la cintura. Pero antes que lograra empuñar el arma que llevaba,
escuchóse un agudo zumbido y el Virrey de la Transmersia cayó
pataleando al suelo, traspasado por una delgada varilla de acero.
—¡Arvarín! —exclamó la princesa.
El Lario Rojo dio firmemente dos pasos hacia adelante, mientras
volvía a cargar la ballesta de caza. El herido, desde el suelo, le
dirigió una mirada de dolor y pánico, y tal vez quiso decirle algo.
Pero el inexorable cazador descargó su segunda flecha antes de
que pudiera pronunciar una sola palabra. Therión Popescu dejó de
moverse al instante, con el corazón limpiamente atravesado.
Svetania se mordió los labios con furia durante la pausa que
siguió, hasta que tuvo el convencimiento de poder abrir la boca sin
que por ella escapara una serie de locos chillidos. Luego habló, con
toda la serenidad de que pudo hacer gala.
—Me ha salvado la vida dos veces —dijo—. Vino aquí tan solo
para darme una oportunidad de huir de la muerte. Y tú le has
matado.
—¡Por todos los dioses en los que creas, Svetania! —aulló Lario
Arvarín—. ¿No le has oído? ¿No has oído que tu padre ha muerto, y
que toda tu familia va a ser exterminada? ¡Ese hombre ha sido
cómplice de todo ello, y todo para entregar la Galaxia a un puñado
de sucios! —por un instante la odiada palabra pareció atragantarse
en el gaznate del Lario Rojo, como si se tratara de un arácnido o de
un ciempiés que clavara sus garras en la carne viva luchando por no
ser expulsado. Pero al fin, como un escupitajo, el vocablo brotó, con
todo el odio que cinco sílabas pueden contener en su seno—
¡…«ca-pi-ta-lis-tas»!
—¡Arvarín! —exclamó de nuevo la princesa—. ¿Te has vuelto
loco?
Calló, al darse cuenta de que el otro no le oía. Acuclillado junto a
su víctima, estaba registrando sus ropas. Cuando al fin se irguió,
Arvarín empuñaba en su diestra un proyector láser, y la expresión
de su rostro era tal que Svetania llegó a temer que lo usara contra
ella. Pues el Lario Rojo había enloquecido.
Corrió el demente hacia la puerta, mas al llegar a ella se volvió, y
sus facciones parecieron dulcificarse por un solo instante.
—Svetania… yo… —vaciló.
Pero inmediatamente regresó la locura, y Lario Arvarín de Xer
abandonó bruscamente la sala.
No pudo decir Svetania cuanto tiempo permaneció inmóvil,
mirando el cuerpo del hombre que había venido a salvarla. Le
sacaron de aquella especie de estupor las voces de Kardim y
Antonio, que acababan de irrumpir en la habitación.
—¡Svetania! ¿Qué ha ocurrido? —preguntó el antiguo profesor
de historia.
—La falúa militar ha despegado sin previo aviso, y creíamos…
¡Infiernos! ¿Qué es eso?
Corrió la princesa hacia Kardim, pero no le abrazó ni derramó
una sola lágrima. Tan solo oprimió sus dos manos en las suyas, muy
fuerte, hasta hacerle daño. Y luego relató lo que había ocurrido allí.
—¿Que el Emperador ha muerto? —gritó Antonio—. ¡Pero eso
es la guerra civil! Y esa falúa…
—Es Arvarín quien navega en ella —explicó la princesa—. Las
noticias de lo ocurrido le han enloquecido. No sé lo que se propone.
Fue Kardim quien reaccionó primero. De pronto el epicúreo
historiador se sintió protagonista de la asignatura que antes
enseñara, y comenzó a desarrollar su estrategia como si un Warner
o un Kletus hubieran encarnado súbitamente en su persona.
—Svetania, no puedes quedarte aquí —dijo—. Esa escuadra
mercenaria puede estar ahora mismo en la estratosfera.
Utilizaremos el volador de Antonio y Arvarín para llegar al
astropuerto, y allí te embarcaré clandestinamente en mi propio yate.
Además de Samaghar, poseo algunos otros pequeños dominios, y el
más cercano está en Tejat, en Géminis. Nadie te buscará allí.
—¿Y no sería mejor ir a Parnassus y ponernos bajo la protección
de la Guardia Olímpica? —propuso Antonio.
—No. No podemos fiarnos de nadie hasta saber cuál es la
verdadera situación. Si lo deseas puedes ir a Parnassus desde el
astropuerto, en tu yate, y dar la alarma pero, por favor, después de
que nosotros hayamos salido. Entretanto carga en el volador todo tu
equipo de caza, pues a los ojos de la servidumbre iremos hacia los
cotos del Norte.
—¿Pero qué ocurre con Shanti? —protestó Svetania—.
Aparecerá aquí de un momento a otro, y él debe saber dónde me
encuentro…
Kardim meditó por unos instantes, mientras Antonio partía para
cumplir sus instrucciones.
—¿Tienes alguien de absoluta confianza entre los esclavos? —
preguntó.
—Todos ellos lo son. Un encargo difícil podría hacérselo a
Bantos, el mayordomo. —Llámale.
Una vez el mayordomo ante ellos, Kardim se ocupó de instruirle.
—Puede que llegue un grupo de individuos armados,
preguntando por la princesa —dijo—. Les dirás que ha salido con
nosotros hacia el Norte, a los terrenos de caza, y eso será lo que
toda la servidumbre debe creer. Pero si aparece por aquí Lario
Shanti de Shaar, a él solo le dirás que la princesa se encuentra en el
quinto asteroide terraformado del sistema de Tejat, en Géminis.
¿Podemos confiar en ti?
—Podéis confiar enteramente, mis señores —respondió
firmemente el mayordomo. Y, sin que se lo pidieran, repitió a la
perfección el mensaje, para mostrar que lo había captado.
Momentos después el volador despegaba, dirigiéndose
aparentemente hacia el Norte. Tan solo cuando su vuelo le llevó
lejos de las vistas de la residencia, efectuó el cambio de rumbo que
le conduciría al astropuerto olímpico.

Avisado por el ruido del zumbador, Adrián Lodmel atravesó la


sala y puso en funcionamiento el visor.
—Detectada la falúa transmersiana —dijo escuetamente la
imagen que apareció en la pantalla.
—¡Ya iba siendo hora! —exclamó el banquero, con un suspiro de
alivio—. ¿Cuánto tardará en satelizar?
—Alrededor de media hora —respondió el vigía—. Me
comunican que la falúa acaba de salir de una transición Murray-
Legrand.
—¡Diantre! —juró Kommer—. Al Virrey le gustan los riesgos
gratuitos…
—El llegar a tiempo a Nuevo Edén no es un riesgo gratuito —
cortó Ledmel—. Esperemos que Popescu sea tan buen organizador
como navegante, y que su parte en el plan haya sido cumplida.
Enfrentó de nuevo su rostro a la pantalla del comunicador y
ordenó:
—Que el visitante sea escoltado hasta el Salón del Dux. Le
recibiremos allí.
El secretario hizo un leve saludo.
—Comprendido, señor Lodmel —y cortó.
Los cinco futuros Pentarcas habíanse ya acomodado en el gran
salón cuando recibieron el aviso de que el visitante había llegado.
—El Virrey se mostró muy cooperador en nuestra última
conversación —dijo Kommer— pero no me gustaría que se hiciera
ideas falsas sobre quién dirigirá las cosas de ahora en adelante.
—Si tiene alguna duda sobre ello —sonrió Lodmel— dentro de
un instante se la aclararemos.
Los Cinco Grandes, intencionadamente, se habían sentado uno
junto al otro, tras una pesada mesa al otro lado de la cual estaba el
sillón destinado al Virrey, de manera que este se sintiera en
inferioridad frente a los cinco, casi como un acusado ante un
tribunal. Acción psicológica, había explicado Lodmel.
—De momento os ruego que me dejéis hablar a mí —rogó el
banquero—. No debe advertir la menor divergencia entre nosotros.
Asintieron todos, aunque Kommer con un poco de renuencia. Y
en aquel mismo instante, la gran puerta se abrió y el visitante
apareció ante ellos.
Hubo un momento de tenso silencio mientras el recién llegado
avanzaba hacia la mesa, con una extraña sonrisa en el rostro.
—Pero… —vaciló Lodmel, desconcertado—. Tú no eres
Popescu. ¿Quién eres? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—En el nombre del Imperio —recitó Lario Arvarín de Xer con voz
monocorde— y de los pueblos que lo habitan, os acuso de traición y
os condeno a muerte por ella.
El infierno se desencadenó en la gran sala antes de que ninguno
de los Pentarcas pudiera hacer el menor gesto o emitir la menor
respuesta. El primero de los rayos restalló como un gigantesco
látigo, alcanzando de lleno a Justín Van Poorten y a Eliezer Murth,
que se sentaban en el lado izquierdo de la mesa. Uno de los dos
lanzó un terrible alarido que se cortó bruscamente entre el crepitar
de la mesa incendiada. Los otros Tres Grandes saltaron de sus
asientos, buscando desesperadamente esquivar la suerte de sus
compañeros. Lodmel se puso en pie, en fatal vacilación sobre lo que
había de hacer, en tanto que Mathurián se dejaba caer buscando la
protección de la mesa. Kommer era el único de los Cinco Grandes
que estaba armado, y también fue el que reaccionó más
rápidamente. Lanzóse a tierra tras el asiento de Lodmel, que tenía a
su derecha, y rodó sobre la mullida alfombra hasta dejar atrás los
cuerpos humeantes de Murth y Van Poorten y asomarse por el
extremo derecho de la mesa, que en aquella parte seguía ardiendo.
Mientras luchaba por sacar su propio láser del bolsillo en el que lo
llevaba, vio a Lodmel erguirse y alzar un brazo, mientras recibía el
segundo disparo del intruso. El rayo le alcanzó en el abdomen,
produciendo un terrible chisporroteo y envolviendo a la víctima en
una pestilente masa de humo negro. El primero de entre los Cinco
Grandes cayó hacia atrás en una oscura ruina, sin producir el menor
sonido.
Apretó entonces Kommer el gatillo de su arma, apuntando al
agresor que seguía en pie en mitad de la sala. Pero no salió el tiro, y
el Navarca de Oro advirtió que, con el susto, había olvidado quitar el
seguro. Allá en el fondo de la sala, el zumbador de la pantalla
comunicadora empezó a sonar insistentemente.
La mirada enloquecida de Arvarín se fijó en Kommer, que
apuntaba nuevamente con su arma. Se acuclilló el Lario Rojo tras el
sillón que había sido destinado al Virrey, y accionó el disparador al
mismo tiempo que su contrario.
El sillón estalló en llamas, abrasando el costado derecho de
Arvarín, mientras que el tiro de este alcanzaba la mitad inferior del
Navarca, girando luego para quemar por segunda vez el cuerpo
muerto de Van Poorten. El aullido de dolor de Kommer retumbó en
el Salón del Dux, y su arma cayó sobre la alfombra incendiada.
Arvarín se golpeó la túnica para sofocar el fuego que había
prendido en ella, y el contacto de su mano provocó en su quemado
torso una oleada de dolor. Supo que estaba gravemente herido,
quizá de muerte, mas no por ello amainó su resolución, sino que se
puso trabajosamente en pie y marchó hacia el cuerpo de Kommer,
que aún se movía.
Ese fue el momento elegido por Mathurián para abandonar su
escondrijo e intentar alcanzar la puerta del salón, al tiempo que
gritaba como un loco:
—¡Socorro! ¡Seguridad, seguridad!
Volvióse hacia él Arvarín, y el rayo de su láser alcanzó al fugitivo
en mitad de la espalda, arrojando el cuerpo desmadejado hacia
adelante, envuelto en humo y llamas. Al mismo tiempo, atenazado
por un irresistible mareo, también el matador se desplomó por tierra.
La puerta se abrió violentamente, dejando paso a un grupo de
agentes de seguridad armados, justamente convencidos de que
algo grave estaba allí ocurriendo. El espectáculo de muerte y
desolación les hizo detenerse en seco, y en el segundo siguiente el
láser de Arvarín les alcanzó con su fuego.
Allí gritaron, cayeron y ardieron hasta una docena de hombres,
antes de que el resto contestara al fuego. Al azar en un principio, sin
saber el origen de la agresión, mas luego con mayor precisión,
cuando el dedo azul del láser enemigo les mostró donde se ocultaba
el tirador. Dispararon así sus carabinas radiantes contra él los
guardias supervivientes, y continuaron disparando, enloquecidos por
el miedo y la rabia, hasta que de Lario Arvarín de Xer no restó sino
algún residuo orgánico en medio de un círculo de llamas. Y solo
entonces cesaron el fuego y avanzaron por aquel campo de
destrucción para ver si en él quedaba alguien con vida.
Tan solo hallaron con aliento a Yaan Kommer, el Navarca de Oro,
aunque por poco tiempo, pues sus heridas eran de las que no
perdonaban. Aún podía, sin embargo, hablar, y en sus últimos
murmullos solicitó la presencia de uno de sus secretarios.
—En mi despacho —susurró trabajosamente al tenerlo ante sí—.
El sobre lacrado marcado con una «B»… Todo ha fracasado y se
debe dar la orden de sálvese quien pueda… Que las Lep se
dispersen…
—¿La orden? —preguntó el secretario—. Pero las
comunicaciones siguen cortadas…
—Imbécil —la tenue voz de Kommer no alcanzó fuerzas para
subrayar el insulto—. Todo está en el sobre… la orden para que las
comunicaciones sean restablecidas, y así el mensaje alcance…
Pero el resto de la frase no llegó a brotar de aquellos labios
secos. Murió Yaan Kommer, el Navarca de Oro, y con él
desapareció el último resto de la frustrada Pentarquía que había
querido dominar el universo.
Vinser Maltón era uno de esos hombres que entran en la carrera
de las armas no por patriotismo, ni por ansia de poder, gloria o fama,
sino sencillamente porque el combate les gusta. Y como el combate
regular era raro en el Imperio Kluténida después de la guerra de la
Usurpación, Vinser Maltón había renunciado a las flotas regulares
para, conservando su pertenencia a la clase ecuestre, alistarse en
una de las Flotas Juradas mantenidas por las Lep para proteger sus
intereses y su comercio. Sus jefes confiaban en él, y ciertamente
había tenido sobrada ocasión de satisfacer su gusto por la lucha en
el curso de algunas misiones reservadas que sin duda la
administración y la justicia del Imperio no hubieran encontrado
demasiado propias. Podía confiarse en Vinser Maltón para cumplir
una orden, pues el dicho capitán jurado seguiría las instrucciones de
sus empleadores hasta donde tuviera fuerzas para ello, bien que
importándole poco las consecuencias marginales. Ahora mismo,
instalado en la residencia de Laria Svetania Kluténida en Tierra
Firme, consagrábase firmemente a la misión asignada sin que le
importunaran lo más mínimo los ruidos del saqueo que llegaban
hasta él ni los gritos de las esclavas de la princesa, de las que sus
mercenarios usaban sin la menor consideración ni suavidad.
Tampoco le reprochaba nada su conciencia acerca de las bombas
de neutrones almacenadas en la flota y destinadas a la confiada
ciudad de Olimpia, donde causarían la muerte de miles de personas
que a él en nada le habían ofendido. No, la única preocupación de
Vinser Maltón estribaba en el hecho de que sus bien trazados
planes habían encontrado algunos obstáculos inesperados.
Según lo previsto, la flotilla había llegado sin oposición al sistema
de Cor Caroli, hallándolo en un estado de total incomunicación, no
solo con el exterior, sino también en lo referente al área local. Se
dirigieron las naves hacia el planeta olímpico, y allí ordenó Maltón su
puesta en órbita bajo el mando del teniente jurado Dreiser, el único,
aparte de él mismo, que conocía las implicaciones reales de la
misión. Entretanto el propio Maltón descendía en un pequeño
crucero-transporte a la propiedad de Laria Svetania en Tierra Firme,
a fin de llevar a cabo la ejecución que habría de preceder al ataque
general contra Olimpia. Y entonces empezaron los imprevistos, pues
la hija del Emperador no se encontraba allí.
—¿Estás seguro que no se halla en Olimpia? —preguntó con
peligrosa displicencia al mayordomo de la propiedad.
El leal Bantos tragó saliva con dificultad, pues había visto morir a
más de uno y más de dos servidores de su ama, al querer oponerse
a la invasión de aquellos intrusos.
—Estoy seguro, señor —dijo—. Partió con unos amigos hace
muy poco tiempo, hacia el Norte.
El capitán jurado suspiró, nada contento. La mujer cuya muerte
debía lograr estaba en algún lugar indetectable dentro de un
territorio selvático y demasiado extenso para ser cribado con los
hombres de que disponía.
—Lo convenido era que estuviese aquí para aguardar la flota —
dijo.
—No me comunicó sus planes —replicó por su cuenta el
mayordomo— pero creo que salió para buscar a un noble amigo
suyo que debía formar parte de la expedición, y que se había
retrasado en los terrenos de caza.
—Así, pues, volverá pronto —musitó Maltón—. Eso está bien.
El mayordomo se mantuvo en silencio, preguntándose cuánto
tiempo podía ganar con aquella simulación. Procuraba no temblar,
pero cada uno de los terribles ruidos que procedían de las otras
habitaciones le hacía estremecerse.
Un moreno suboficial penetró en la sala y se cuadró ante Maltón.
—Acaba de aterrizar un volador —anunció—. Desde el Norte.
—¡Desde el Norte! —exclamó Maltón—. Puede ser quien
esperamos. ¡Qué cese el saqueo inmediatamente! No quiero que
levante el vuelo otra vez si ve algo sospechoso.
Pero no se trataba de Svetania, sino de Lario Shanti de Shaar,
que precisamente venía a reunirse con ella, y que se mostró
sorprendido por su ausencia, hasta el punto de no darse cuenta de
lo que realmente había ocurrido en el dominio.
—¿Eres el comandante de la escuadra que esperábamos? —
preguntó sin sospechar nada a Maltón, cuando fue conducido ante
él.
—Capitán Jurado Vinser Maltón —se cuadró el otro ante él—. La
escuadra está en órbita, preparada para partir. Pero Laria Svetania
no está aquí. Se me dijo que había partido para el Norte, a buscarte
a ti.
El mayordomo tembló de nuevo, sin arriesgarse a hacer un solo
gesto de aviso. Allí estaba el hombre al que debía proporcionar la
verdadera localización de la princesa, pero las circunstancias no
eran, desde luego, propicias para ello.
—Pues si fue a buscarme debimos cruzarnos en el camino —
respondió tranquilamente Shanti—. Prepáralo todo, de todas formas,
pues no creo que tarde mucho en presentarse.
—Descuida —sonrió Maltón—. Todo estará preparado para
cuando llegue la noble princesa.
—Tráenos algo de seghir, Bantos —ordenó Shanti, sin parar
mientes en la terrible palidez del mayordomo—. Quisiera que me
hablaras del resto del Imperio, capitán Maltón. Llevamos varios días
incomunicados…
Abrió la boca el capitán jurado, con la intención de decir que todo
estaba en calma. Pero la mentira fue bruscamente cortada por el
estrépito de una descarga de láseres en el exterior.
—¿Pero qué hacen? —gritó Maltón—. ¿Es que están matando a
los esclavos? ¡Zimmerman! ¡Zimmerman!
—¿Matando a los esclavos? —preguntó Shanti—. ¿Pero qué
ocurre?
El suboficial Zimmerman penetró violentamente en la sala,
desencajado.
—¡Nos han caído encima por sorpresa, mi capitán! —aulló—.
Son de la Guardia Olímpica, y deben haber desembarcado en las
cercanías, ¡han atacado por todas partes!
—Efectivamente —terminó la información una voz poderosa y
tranquila—. Y haríais mejor en deponer las armas.
La invisible oleada de poder que invadió la sala indicó
claramente a Shanti, aún antes de verle, quién había hablado. Lario
Turmo de Khurán estaba en la puerta, empuñando un pesado
proyector láser. Tras él podían verse tres hombres con el uniforme
de la Guardia Olímpica, portando largas carabinas radiantes. El
rumor de la lucha se intensificaba tras ellos, mezclándose el aullido
de la energía con gritos estridentes de los que morían.
—¿Pero qué haces, Turmo? —protestó Shanti—. ¡Es la flota
jurada contratada por Svetania!
—No exactamente, mi ingenuo amigo —negó el Auriga Negro—.
Es la flota contratada para matar a Svetania y limpiar de vida
humana la ciudad de Olimpia con bombas de neutrones. Es la flota
de los Cinco Grandes, que se han sublevado contra el Imperio.
—¡Un momento! —cortó Vinser Maltón la incrédula protesta de
Shanti—. Tengo cincuenta naves en órbita planetaria. Si no entro en
contacto con ellas…
—Tenías cincuenta naves, capitán Maltón —corrigió Turmo—.
Los Escuadrones Rojo y Blanco de la Guardia Olímpica no han
tenido dificultad para caer sobre ellas y capturarlas con
paralizadores y tractores. La cápsula que enviaste desde aquí nos
encontró a nosotros para recibirla. «Todo listo para iniciar el ataque
a Olimpia a mi siguiente señal». Y tu segundo en el mando, «el
difunto» Dreiser, vivió lo suficiente para contarnos todos los
hermosos planes de los Cinco Grandes.
El capitán jurado se mordió los labios y alzó la cabeza con
altivez.
—He prestado juramento —dijo—. No diré nada.
—No, no dirás nada —estuvo de acuerdo Turmo. Y apretó el
gatillo de su arma.
Shanti respingó, como todos los presentes en la sala, al morir el
capitán jurado. El suboficial, pálido como un difunto, inició un
movimiento que los guardias olímpicos cortaron apuntándole con
sus carabinas.
—¿Qué está ocurriendo, Turmo? —insistió de nuevo Shanti—.
¿Dónde está Svetania?
—¿Mi noble dueña? —intervino entonces el mayordomo—.
Ahora ya puedo comunicártelo, mi señor. Te espera en el quinto
asteroide terraformado del sistema de Tejat, en Géminis.
—¿Ah, sí? —dijo Turmo.
La expresión en el rostro de Shanti apagó la satisfacción que
había sentido el mayordomo por dar a la perfección el mensaje
confiado. Después de todo, pensó preocupado, ¿no se le había
ordenado que confiara la información «tan solo» a Lario Shanti de
Shaar?
Tal vez hubiera iniciado una disculpa de no llegar en aquel
mismo instante un oficial de la Guardia Olímpica, sonriente y
excitado.
—¡Ha cesado la resistencia, Lario Turmo! —anunció—. Tenemos
varias docenas de prisioneros…
—Llevad a todos los sirvientes de la casa a la explanada anterior
—ordenó el Auriga Negro—. Luego, delante de ellos, fusilad a los
prisioneros.
Shanti se sintió asaltado por una oleada de irrealidad, en tanto
que los guardias olímpicos salían de la estancia, arrastrando con
ellos al horrorizado suboficial mercenario y también al mayordomo
que habría de ser testigo de la ordenada masacre.
—¿Pero por qué? —preguntó, confundido—. ¿Por qué todo ese
ensañamiento?
Turmo hizo una mueca. Habían quedado los dos solos en aquel
salón donde tantos acontecimientos habían sucedido en las últimas
horas.
—¿Ensañamiento? —dijo el Auriga Negro—. Esa flota
mercenaria se ha rebelado contra el Imperio, y se disponía, óyeme
bien, a arrojar una salva de bombas de neutrones sobre Olimpia… a
matar a todos los Larios, a todos los esclavos que ahora hay allí, a
todos nuestros amigos, sin el menor aviso ni la menor piedad. Y
además…
Su rostro se endureció, y con él, también su terrible aureola
personal.
—Han atacado la casa de Laria Svetania, han destruido sus
bienes y asesinado a sus sirvientes. Han buscado la muerte de la
propia princesa. Y quien ofende a Laria Svetania Kluténida,
«muere».
Shanti tragó saliva, y en su mente apareció la visión de la cabeza
cercenada de Teitzel. Tuvo la impresión, y no por primera vez, de
estar sumergido en el seno de fuerzas primigenias a las que no
podía oponerse ni tan siquiera comprender.
De nuevo varió la esencia del aura invisible que rodeaba a
Turmo. Se hizo amenazante, y envolvió a Shanti como una pesada
manta.
—Shanti de Shaar, el juego ha terminado —dijo Turmo, clavando
en él unos ojos brillantes e inexorables—. El imperio está
amenazado, y puede que el mismo Antheor esté muerto. ¿Dónde se
hallan las Siete Puertas de Pórfido?
Shanti retrocedió un paso, sobresaltado. Y súbitamente creyó
comprender que el verdadero enemigo se manifestaba ahora ante
él. No eran los mercenarios rebeldes, ni el brutal Teitzel, ni ninguno
de los seres o entidades que antes se le habían enfrentado. Era
Lario Turmo de Khurán, el Auriga Negro.
—No… no lo sé —balbuceó.
—Fuiste hasta ellas, junto con Svetania —dijo el otro, sin hacer
caso de sus palabras—. Luego regresasteis incambiados, es decir,
sin haber logrado el éxito. E iniciasteis la formación de una flota
mercenaria… ¡para forzar las Puertas! Pero tú eres ajeno a ello,
Shanti de Shaar. El puesto junto a Svetania, frente a los dioses, me
corresponde a mí, no a ti. ¿Dónde se hallan las Siete Puertas?
—Sin el acuerdo de Svetania no diré nada —respondió Shanti.
Se dio cuenta de que había pronunciado las mismas palabras
que dijera el capitán mercenario Maltón antes de morir, y tuvo un
escalofrío. Pero ni por un instante pensó en ceder.
Turmo avanzó lentamente un par de pasos, y su figura pareció
agigantarse.
—Esa información es necesaria para el Imperio —murmuró— y
también para mí. Si es preciso te la arrancaré por la fuerza,
empleando tan solo mis propias manos.
—No te la daré —rechazó de nuevo Shanti, enfrentándosele con
decisión.
El aura de Turmo centelleó invisiblemente, en tanto que Shanti
se preparaba para la última lucha de su vida, contra un hombre cien
veces más poderoso que él mismo. Y en aquel instante decisivo, un
hombre penetró en la sala.
—¡Turmo! —exclamó Kyler de Rhydra, jadeante—. ¿Dónde te
habías metido? ¡Las comunicaciones han vuelto!
—¿Cómo? —por un instante el Auriga Negro pareció olvidarse
de Shanti y de la casi iniciada lucha entre los dos—. ¿Las
comunicaciones? ¿Qué ha sucedido?
—¡El Emperador ha sido asesinado! —gritó el jefe de la Guardia
Olímpica—. Se da por extinguida toda la estirpe kluténida, y también
los Cinco Grandes han perecido.
—¡Los Cinco Grandes! —exclamó Turmo—. ¿Quién les ha
matado?
—¡No se sabe! —replicó el otro—. Las noticias son confusas, y
todos parecen haber enloquecido. Se lucha en cien planetas del
Imperio, y el almirante Yoshitomo ha concentrado en Rigel las flotas
transmersianas para marchar sobre Sol y hacerse con el poder.
—¿Y qué ocurre en Sol? —Turmo, frenético, agarró por un brazo
a Kyler, sacudiéndole con fuerza—. ¿Y la Guardia Estelar?
—¿Qué va a defender la Guardia Estelar? —contestó el
comodoro—. Su juramento es de lealtad al Emperador, y ahora el
Emperador ha muerto. No luchará, y si lo hace será por su propia
cuenta, como una facción más.
—¡El Imperio desgarrado por la lucha de mil flotas, de mil bandas
piratas! —estalló Turmo—. ¡El fin de todo!
Shanti pensó en la posibilidad de abandonar la sala,
aprovechando el desconcierto de su rival. Pero, como si aquel
mismo pensamiento hubiera atraído la atención de aquel, de nuevo
los ojos brillantes en Turmo se fijaron en él.
—El Imperio está cayendo, Hombre Muerto —le dijo—. Y su
única oportunidad es la que tú le niegas. Pero no tengo intención ni
tiempo de luchar contigo. Me reuniré con Svetania, y juntos
cruzaremos las Puertas.
Volvióse hacia Kyler, que escuchaba sin comprender.
—El Imperio aún puede salvarse —dijo—. Necesito uno de los
escuadrones de la Guardia Olímpica.
Pero Kyler, ya algo más calmado, meneó negativamente la
cabeza.
—Lo siento, Turmo, pero es imposible. Yo también he hecho un
juramento y, ocurra lo que ocurra, debo permanecer en Cor Caroli y
defender Olimpia mientras me quede una nave.
No se encolerizó Turmo, como Shanti hubiera esperado.
Simplemente meditó durante unos instantes y luego pareció hallar la
solución.
—Está bien —admitió—. Me llevaré entonces la flotilla
mercenaria.
—¿Los rebeldes? —preguntó Kyler, incrédulo.
—Los Cinco Grandes, que les contrataron, han muerto, y nada
les impide firmar un nuevo contrato. Izarán la insignia de Khurán, y
harán bajo mi mando lo que debe ser hecho.
Y Shanti comprendió que tenía razón. Nada impedía a aquellos
hombres en trance de muerte firmar un nuevo contrato jurado con el
señor de Khurán, al haber perecido sus anteriores empleadores. El
Auriga Negro llegaría con aquella flota a Tejat, y allí se enteraría por
la propia Svetania del paradero de las Siete Puertas. Nada ni nadie
podía detenerle.
—Quizá debería matarte, Shanti —se dirigió de nuevo Turmo a él
—, pero no quiero hacerlo, pues eres un hombre valeroso y
honrado, y has sido mi amigo. Pero te repito que has quedado
definitivamente fuera del gran juego. Podrás vivir como Lario, pero
nunca como dios.
Y, volviéndose hacia Kyler, terminó:
—Llama a un destacamento. Quiero que este hombre
permanezca prisionero, bien tratado pero incomunicado, hasta que
yo vuelva o se reciban noticias de mi muerte. La salud del Imperio
así lo exige.

En el curso de los acontecimientos históricos, más de una vez el


ciego dios del azar se ha dignado extender su mano para alterar
planes, arruinar maniobras y destruir combinaciones, haciendo
asombrarse a los cronistas futuros y obligando a los más
materialistas historiadores a dudar de sus leyes y teorías
estadísticas mejor cimentadas.
Y sucedió así que cuando la flotilla jurada de Turmo abandonó el
sistema de Cor Caroli, antes de que pudiera penetrar en el
hiperespacio, recibió de la base de Parnassus la noticia de que una
escuadrilla de tres naves parecidas a las suyas acababa de surgir
en el espacio normal y que, tras algunas vacilaciones, se dirigía a su
encuentro. Desde la nave de Turmo se detectó de inmediato la
pequeña formación y, casi al instante, llegó una petición para pasar
a bordo por parte de quien mandaba aquella. La estampa del
teniente jurado Ibrahim Alamak no tenía nada de extraordinario,
pero la revelación que hizo en el puente de mando de la capitana de
Turmo sobresaltó al Auriga Negro.
—¿Por qué no cumpliste las órdenes de los Cinco Grandes? —
preguntó este.
—Tal vez no tuve corazón para ello —sonrió el mercenario.
—O tal vez te llegó la noticia de la muerte de tus empleadores, y
preferiste aprovecharte de las circunstancias.
—Quizá —admitió el otro—. De todas formas lo hecho, hecho
está. Dirigí mis naves hacia Olimpia, donde sabía que estaba el
resto de la flota jurada. Si eres tú quien la mandas ahora, señor,
estoy a tu disposición. Firmaré contrato contigo, si lo deseas.
—Bien —estuvo de acuerdo Turmo—. Iza en tus naves la
insignia de Khurán, y te prometo que serás recompensado. En
cuanto a «él», quiero tenerle en mi propia nave.
—Se hará como ordenes, señor.
Una vez marchado el teniente mercenario, Turmo quedó en
silencio, como meditando. El tercer asistente al diálogo, capitán
jurado Teal Balley, recién ascendido y puesto por Turmo como jefe
de la flotilla bajo sus órdenes, no pudo evitar entonces dar su
opinión.
—Estoy a tus órdenes, Lario Turmo —dijo—, pero, si me
permites aconsejarte esto puede cambiarlo todo. Si lo deseas
puedes convertirte en el árbitro del Imperio… puedes impedir la
guerra civil…
—Detener la caída del Imperio Galáctico… —murmuró
suavemente Turmo, dubitativo.
Bruscamente pareció tomar una decisión. Puso en
funcionamiento el visor y preguntó:
—¿Cuáles son las últimas noticias de Rigel?
—Acaban de comunicar que el almirante Yoshitomo ha
empezado a moverse —respondió el informador, desde la sala de
radio—. Sus divisiones de vanguardia están tomando la ruta de
Betelgeuze.
—¡No hay tiempo, no hay tiempo! —se quejó el Auriga Negro,
dudando aún.
Su mirada se fijó en el rostro esperanzado de Bailey.
—¡Bien! —decidió al fin—. Tomaré primero el Imperio, y después
la tendré a ella. ¡Cambio de planes, Bailey! Nos dirigimos a la base
de la Guardia Estelar, en Alfa Centauri. Que los astronavegadores
empiecen a trabajar, pues quiero entrar en el hiperespacio apenas
nuestro huésped esté a bordo.
CAPÍTULO XIV
EN EL NOMBRE DEL EMPERADOR

«La situación militar al restablecerse las comunicaciones


hiperespaciales era la siguiente:
»Las 4.a, 5.a y parte de la 6.a Flotas, llamadas transmersianas,
se hallaban concentradas en las proximidades de Rigel, bajo el
mando de Shegeru Yoshitomo, totalizando casi trescientos
acorazados y un millar de cruceros de espacio profundo. Algunas
patrullas de avanzada habíanse ya deslizado hacia Betelgeuze por
la conocida ruta hiperespacial conocida vulgarmente como el
Corredor de Orion.
»La Guardia Estelar, con quinientos cruceros de batalla y casi el
doble de destructores torpederos, no se había movido de sus bases
centáuricas.
»En cuanto a la 7.a Flota, el almirante Rappel la había
concentrado en la región de Fomalhaut, poniéndola en estado de
alerta. Totalizaba ciento cincuenta grandes acorazados, incluido el
famoso “Señor de la Guerra” y su habitual complemento de cruceros
y naves auxiliares de todo tipo.
»Tanto las 2.a y 3.a Flotas de Sagirario, como la 1.a, basada en el
Sector de Polaris, se hallaban demasiado alejadas, en términos de
traslación hiperespacial, como para tomar parte en los
acontecimientos».

(Capitán de Fragata Taron Weird: «El Pronunciamiento del


Almirante Yoshitomo». Publicado en la Revista Militar Galáctica,
n.º 10.639).
«El reinado de Antheor III marca indudablemente la culminación
de la gloria del Imperio Galáctico. Después de él comienza el
descenso».

(Kriem Veith: «Los Terrestres»).

Tras el restablecimiento de las comunicaciones hiperespaciales,


la Galaxia entera pareció querer resarcirse frenéticamente del
anterior silencio que le fuera impuesto. Cientos y miles de emisoras
parloteaban en todas las frecuencias, disparando noticias,
comunicados, rumores, órdenes, preguntas y respuestas. La
inmensa mayoría de la población imperial había verdaderamente
creído que el silencio se debía tan solo a una avería local, y al
comenzar a comunicar de nuevo las emisoras, se hallaron
bruscamente ante el panorama de un Emperador asesinado y un
estado en disolución. La reacción fue caótica.
Docenas de mundos anunciaron su independencia. Otros
solicitaban incesantemente ayuda naval. Cientos de personajes y
personajillos se desgañitaban ante los captores del video, pidiendo
apoyo para las más diversas causas y tareas, en tanto que las
fuerzas militares intentaban establecer contacto con los diversos
cuarteles generales, solicitando instrucciones. En la propia Tierra de
Sol se anunciaban serios disturbios callejeros, mientras los
supervivientes del Consejo Soberano buscaban desesperadamente
una figura que al menos provisionalmente, pudiera hacerse cargo
del timón del estado. Pero la guadaña de los Cinco Grandes había
segado las principales cabezas, y ahora los Cinco Grandes habían
desaparecido igualmente, y sus cómplices se hallaban en
dispersión. Desde Rigel un llamado Consejo Militar Provisional
anunciaba la salida de las flotas transmersianas hacia Sol, y
ordenaba a todas las fuerzas armadas del Imperio ponerse bajo las
órdenes del almirante Shegeru Yoshitomo, so pena de ser tratadas
como facciosas.
Muchas eran las naves que surcaban los caminos
hiperespaciales entre los soles, huyendo de unos para dirigirse a
otros, impulsadas por el temor, por la ambición o por el sentido del
deber. Y en todas ellas los receptores estaban continuamente
abiertos, llevando a los tripulantes el múltiple y cambiante tapiz de
noticias que la Galaxia emitía por todas sus bocas.
Una de aquellas naves vagabundas era el yate espacial «Nova»,
propiedad de Lario Antonio de Undor, y que este compartía con su
amigo Lario Shanti de Shaar en la ruta de Cor Caroli a Tejat.
No había permanecido Shanti mucho tiempo en la prisión a que
Turmo le había condenado. Lario Antonio había llegado en aquel
mismo «Nova» al satélite militar Parnassus para dar la alarma a la
Guardia Olímpica, hallando que alguien se le había adelantado y
que la base estaba desierta. Había vuelto entonces a los dominios
de Svetania muy a tiempo para, no sin larga porfía con Kyler, liberar
a Shanti de su encierro, bien que no de la desesperación en que se
hallaba.
Los frenéticos ruegos de su amigo unidos a su propio gusto por
la aventura habían impulsado luego al Lario cristiano, a iniciar la ruta
de Tejat, persiguiendo a la flotilla de Turmo, que ambos suponían
siguiendo el mismo camino. A duras penas pudo convencer Antonio
a su amigo del terrible peligro que hubiera supuesto dirigir un
mensaje hiperespacial a Svetania en una Galaxia donde los
kluténidas eran perseguidos a muerte. Preguntó a continuación
Shanti si no sería posible efectuar una de aquellas mágicas
transiciones Murray-Legrand entre Cor Caroli y la estrella Tejat,
donde Svetania se hallaba. Aquí también hubo Antonio de
desengañarle.
Fue, pues, un viaje desesperante, día tras día en medio del
negro vacío, saltando una y otra vez por el hiperespacio, viendo
cambiar imperceptiblemente el firmamento después de cada salto,
atentos siempre a las pantallas detectoras que podrían captar en
cualquier momento la retaguardia de la flotilla dirigida por el Auriga
Negro.
Las estrellas brillaban con burlona indiferencia en torno a la
apresurada nave, ajena a los conflictos de aquellos minúsculos
seres que decían dominarlas. Denébola y Régulus, en el Gran León;
la fulgurante Polaris, guardiana del Norte; los dos colosos gemelos
llamados Castor y Pólux, ahora muy separados ante la vista,
formando parte de la misma constelación a la que Tejat pertenecía.
Y más allá de Géminis, más allá de los resplandecientes astros de
Orion, actuales semilleros de escuadras de guerra, el conglomerado
de las Híades, junto al que, invisible, permanecía el formidable
secreto por el que tantos hombres habían luchado y en cuyo umbral
había llegado a estar el propio Shanti.
Silenciosas eran las estrellas, pero no así los planetas que
giraban en su torno, o mejor dicho, aquellos quienes los habitaban.
Pues los comunicadores de la navecilla seguían crepitando, dando
cuenta del caos galáctico, de las luchas entabladas aquí y allá, del
despliegue de las flotas militares. Pero nada de ello interesaba a
Shanti. Tan solo una mujer, en algún lugar del sistema tejatiano. Tan
solo Laria Svetania Kluténida, quizá el único eslabón superviviente
de la estirpe imperial. Pero él ansiaba a la mujer, no a la princesa.
Tan seguro estaba Shanti de que la flotilla de Turmo se le había
adelantado, y tan dispuesto se hallaba a perseguirla hasta la propia
Trinya, si tal era preciso, que la presencia de Svetania en el dominio
tejatiano de Kardim le dejó completamente desconcertado. La
abrazó fuertemente, como si temiera que en último instante ella se
desvaneciera en algún maligno truco de la magia de los Grandes
Sabios. Tan solo mucho después, cuando su ansiedad pudo ser
tranquilizada, fue el momento de las preguntas y de los cambios de
noticias, de las teorías y las hipótesis.
—No hemos oído hablar de Turmo, ni de ninguna flotilla jurada,
al menos desde que llegamos aquí —declaró Kardim—. ¿Estás
seguro de que el mayordomo le dio el lugar exacto?
—Al mismo tiempo que a mí —respondió Shanti—. ¿Será
posible que les hayamos adelantado en el espacio?
—No lo creo —negó Antonio—. Quizá Turmo se desviara en el
último momento hacia otro objetivo.
—Si Turmo pensaba llegar por mi medio a las Siete Puertas,
nada en la Galaxia hubiera sido capaz de desviarle —dijo
seriamente Svetania—. Quizá le haya ocurrido algo. El Imperio
entero es un caos de luchas y de revoluciones.
Shanti creyó oír su voz quebrarse. Recordó que Svetania había
perdido a toda su familia, que la dinastía unida a su nombre había
caído en el polvo, y que ella misma estaba amenazada de muerte.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó.
—Salir de aquí —fue la instantánea respuesta de Kardim—. Si
queréis esquivar a Turmo no podéis quedaros en mi dominio. Turmo
sabe dónde os encontráis ahora y, si vive, vendrá más tarde o más
temprano.
Shanti desvió la mirada para echar una ojeada al exterior, a
través del ventanal que ocupaba el fondo de la habitación. Nada
podía tener mayor apariencia de placidez que el pequeño asteroide
terraformado donde el castillo edificado por Kardim se alzaba. Había
apacibles plantaciones, ríos y un lago azul, dentro del panorama que
el cercano horizonte asteroidal dejaba ver. Los robots trabajaban en
los campos, y las minúsculas aldeas y caseríos estaban tranquilos.
Quizá sus pobladores se agolparan junto a los aparatos de video, a
la caza de las últimas noticias, pero ningún disturbio habíase
manifestado, pues Lario Kardim de Samaghar era un buen amo.
Pero tras el cielo azul, tras la artificial atmósfera, Shanti
adivinaba el espacio negro y ahora más hostil que nunca. El espacio
por donde podían llegar de un momento a otro las naves
mercenarias del Auriga Negro, su rival.
—¿Svetania? —preguntó.
La princesa le miró, y de pronto el aura familiar estuvo en su
torno, cálida y dulce, muy distinta a la poderosa emanación de
Turmo. Laria Svetania se había decidido.
—Partiremos —dijo—. No puedo esperar aquí a Turmo. Shanti
sintió de nuevo dentro de sí la sensación que tanto había recordado
y echado de menos en aquellos largos días de viaje, y que era algo
más que amor y algo más que deseo. De nuevo Svetania estaba
unida a él, y pensó que harían falta algo más que cien Turnios para
romper aquella unión.
—Pues no hay tiempo que perder —urgió Kardim—. Podéis
llevaros mi yate espacial. Lo cambio por tu «Perla», Svetania.
—¿Y vosotros? —preguntó la princesa. El antiguo profesor de
historia sonrió. —De veras que me gusta este lugar, que yo mismo
he creado —dijo—, pero creo que mi verdadero hogar está en
Olimpia. Si Antonio está de acuerdo, volveremos allá en su nave, y
allá esperaremos lo que nos depare el destino. No en vano tenemos
el Anillo, y somos Larios entre Larios. Lario Antonio de Undor
asintió.
—Que tengáis suerte.
—Y vosotros.
Se abrazaron fuertemente, Kardim con Svetania y Antonio con
Shanti, y luego Kardim con Shanti y Antonio con Svetania. Algo
parecía decirles que la despedida sería definitiva esta vez, y que se
habían acabado las amistosas tertulias y las fiestas y excursiones
del Club de los Hombres que Piensan. Que muchas cosas habían
terminado para siempre.
Y luego se separaron, y las dos navecillas espaciales
despegaron del asteroide con rumbos opuestos. Una de ellas hacia
Cor Caroli, en la constelación de los Lebreles. La otra, con rumbo
desconocido.

Aunque Laria Svetania nada dijo, Shanti supo desde el primer


momento hacia donde pensaba ella dirigir la nave, el rápido yate
espacial de Kardim de Samaghar.
—Hacia allá, de nuevo —dijo simplemente, cuando Svetania
terminó la programación de la computadora principal.
La princesa asintió:
—Todos los míos han muerto, y el Imperio se está
desintegrando. Los kluténidas hemos salido de la historia, como
tantas otras dinastías que se creían eternas. ¿Hacia qué otro sitio
podríamos dirigirnos?
Shanti no pudo encontrar ninguna razón en contra. El viaje sería
largo, puesto que ninguna transición Murray-Legrand era posible
ahora tampoco en aquel recorrido. Pero en realidad no había
ninguna prisa.
—¿Piensas intentarlo de nuevo? —preguntó Shanti. La dorada
cabeza hizo un gesto negativo.
—Es demasiado tarde. ¿En provecho de quién podría solicitar la
intervención de «los del otro lado»? Han matado a mi padre y a mi
hermano, y con ellos se ha extinguido la rama masculina de los
kluténidas. ¿Rogaría yo acaso por la victoria de un Turmo, o de uno
de los generales y almirantes que hoy se disputan el trono? En lo
que a mí respecta la lucha ha terminado. Fue posible en nuestro
anterior viaje, pero entonces los dioses rechazaron a los hombres.
—No es cierto —opuso Shanti, con tranquilidad—. La verdad es
otra, aunque tú no te quisieras dar cuenta. Son los hombres quienes
rechazan a los dioses.
La princesa se volvió hacia él, con expresión de apatía, pero
también con un atisbo de curiosidad. —¿Qué quieres decir?
—Lo que no has querido comprender, Svetania —le respondió
Shanti—. Los hombres no quieren a los dioses junto a ellos. Pueden
adorarlos de buena gana en los templos, o pueden dirigir a ellos sus
peticiones, pero tan solo cuando saben que no recibirán una
respuesta explícita. Sitúan siempre los hombres a sus dioses en
remotos cielos u Olimpos inaccesibles, pero no les sufren
mezclados con ellos mismos, actuando en su vida corriente,
pactando alianzas en sus guerras y exigiendo continuamente el
respeto a la superior condición divina. Los hombres aceptan a los
dioses, siempre que se mantengan lejos de ellos mismos.
«Ofreciste la ayuda de “los del otro lado” a tu padre el
Emperador. ¿Y qué sucedió? Los rechazó. Luego te dirigiste a los
Cinco Grandes. Tampoco aceptaron ayudarte. Los humanos quieren
gobernar humanamente, según les dicta su ética, su entendimiento
o su capricho, sin consejeros divinos a su lado.
»Hubo en los tiempos pasados terrestres una muchacha que
quiso utilizar la esencia divina con la que había hecho contacto para
librar una guerra entre dos pequeñas naciones. La quemaron viva.
Hubo, muchos siglos después, una raza que planeó lograr la
armonía de las naciones galácticas utilizando el poder de “los del
otro lado”. Fue exterminada. No, Svetania, los hombres han
rechazado siempre a los dioses y siempre les rechazarán. Si ahora
mismo las entidades divinas aparecieran entre nosotros para dictar
su ley superior, todas las razas de la Galaxia se unirían para
hacerles la guerra».
El rostro de Svetania había permanecido serio e inmóvil mientras
Shanti hablaba, como una máscara de cera. Pero cuando él hubo
terminado, la expresión de la princesa cambió, y una sonrisa se
insinuó en sus facciones, creciendo más y más hasta llenar el rostro
entero, en tanto que el aura también sonreía aunque con un cierto
remanente de tristeza.
—Me parece oírte de nuevo en nuestro Club de los Hombres que
Piensan, defendiendo tus teorías demócratas frente a Turmo y a
Arvarín —dijo Svetania con dulzura—. Quizá tengas razón, y quizá
la tenías también cuando propugnabas la destrucción del Imperio.
Pero ahora los acontecimientos se han precipitado, y están fuera de
toda conversación y de toda discusión.
«Soy la última de los kluténidas, Shanti, y soy también la Virgen
Olímpica, la marcada por los dioses. Si los hombres rechazan a los
dioses y los dioses a los hombres ¿dónde está mi puesto? ¿Deberé
regresar al Imperio, o a lo que quede de él, para seguir la suerte de
mi familia? ¿O presentarme otra vez ante las Siete Puertas, para ser
rechazada de nuevo?».
La sonrisa se había apagado, y ahora Laria Svetania miraba a su
compañero con sincera ansiedad, casi con desesperación. Shanti
veía el rostro de la princesa silueteado contra la gran pantalla visora,
con el fondo de las nebulosas y los cúmulos estelares entre los que
la nave se movía, y era incapaz de darle la respuesta que ella
solicitaba.
—No importa a dónde vayas, Svetania. Yo estaré contigo —dijo
solamente.
Sonrió de nuevo la princesa, con algo que era agradecimiento y
algo que era algo más que ello.
—Escucha, Shanti —dijo—. Los dioses no nos han rechazado
completamente. Tan solo rechazaron al Imperio, como los Grandes
Sabios nos dijeron. ¿Acaso no añadieron que el camino quedaba
abierto para nosotros dos?
—¿Quieres decir… cruzar las Siete Puertas definitivamente,
abandonando nuestro universo?
—Si dejamos atrás nuestras ambiciones —afirmó Svetania—, si
usamos del poder divino exclusivamente para nosotros. Para las
entidades divinas, tal vez cada persona sea una individualidad, tan
solo responsable ante sí misma. Y para la persona humana, quizá la
única manera de aceptar a los seres divinos sea también
individualmente, sin la interferencia de ninguna sociedad ni nación.
Los ojos de la princesa se fijaron nuevamente en Shanti.
—No te pido que me sigas —dijo—. El Imperio y el Universo
entero que lo contiene han dejado de tener que ver conmigo, pero
quizá tú, en cambio, puedas aún encontrar un lugar en ellos.
—Dije que estaría contigo, Svetania —reafirmó Shanti— a donde
quiera que fueras.
Y en el instante siguiente a aquellas palabras, la mano de
Svetania estuvo en la suya, y el aura le rodeó como una caricia
impalpable.
—Entonces es tiempo ya de romper todas las ataduras y
símbolos del pasado, para que los dioses nos reciban como a
nosotros mismos, como a hombre y mujer —los ojos de Svetania
llamearon—. Líbrame de ello, Shanti, si es que lo deseas.
Algo estalló dentro de Shanti cuando se dio cuenta de lo que ella
le pedía. Comprendió de pronto que en aquel último viaje solitario
apenas había visto en la hija de Antheor otra cosa que una fugitiva,
alguien a quien proteger, casi una criatura. Pero ahora volvía la
llamada que sintiera antes en el mar de Olimpia, y en el palacio de
Tierra Firme, y en otros lugares. Y el terrible deseo se despertó de
nuevo, la atracción formidable que minimizaba cuanto antes sintiera
por cualquier otra mujer real o mecánica. El conocimiento decisivo
de que Svetania había sido siempre para él, y él para Svetania,
quizá desde que el proyecto del universo surgiera en las mentes de
las verdaderas divinidades creadoras.
—Sí —asintió, atrayendo el cuerpo de ella hacia el suyo—.
Puesto que tú lo quieres…
Pero la mano de Laria Svetania se posó en su pecho,
rechazándole.
—¡No! ¡No, no, no! —protestó ella—. ¡Puesto que tú lo quieres,
Shanti! ¡Puesto que tú lo deseas!
—¡Puesto que yo lo deseo! —gritó entonces Shanti. Y el cuerpo
de Laria Svetania Kluténida estuvo contra el suyo.
En un último destello, Shanti creyó ver el rostro sombrío de
Turmo, y oír su voz: «Podrás vivir como un Lario, pero nunca como
un dios». Y sin embargo, Svetania era suya, y pronto las Siete
Puertas se abrirían ante él. Supo que el sombrío Auriga Negro
acababa de perder la batalla, puesto que Shanti tenía por suyos los
dos dones que aquel había deseado sobre todas las cosas. Saboreó
aquel triunfo por un instante.
Pero luego todo se olvidó, y Svetania llenó todo su horizonte,
toda su percepción y todo su pensamiento. Ardieron uno junto al
otro, y Shanti se oyó gritar, aunque quizá fuera ella. De tal forma, en
pleno espacio profundo, entre los luminosos astros de Géminis y los
conglomerados estelares de Hyades y Pléyades, a bordo de una
minúscula navecilla lanzada entre las estrellas, acabó para siempre
la leyenda de la Virgen Olímpica.
Ivor Berghan estaba de pie, erguido, y su gigantesca estatura
resplandecía con las condecoraciones e insignias que constelaban
su uniforme. Era ya de edad madura el comandante de la Guardia
Estelar, pero todo él seguía irradiando fuerza, y su marcial apostura
de veterano del espacio todavía impresionaba a los hombres y
atraía a las mujeres.
Sin embargo no era él quien dominaba el diálogo. El hombre que
se le enfrentaba, sencillamente ataviado con un traje negro y
ajustado, jamás habíase encontrado en segundo término por
dondequiera que fuese, y ante quienquiera que se situase junto a él.
Era Lario Turmo, señor de Khurán.
—¿Y bien, Turmo? —preguntó impaciente el militar—. Tan solo
por ser tú quien eres he aceptado esta entrevista a bordo de tu
nave. Pero no puedo permanecer contigo mucho tiempo. Ya
conoces la situación galáctica.
—Ah, la situación galáctica —replicó el Auriga Negro, con
displicencia, como si ello no tuviera mucha importancia—. ¿Cuáles
son las últimas noticias?
—Yoshitomo sigue moviéndose, aunque con cierta cautela —
informó Berghan—. Sus avanzadillas están en Achernar, y su
infantería de marina ha tomado el control de aquellos planetas, sin
ninguna resistencia. Está siguiendo, punto por punto, la ruta de los
antiguos príncipes mercaderes de la Confederación Oriónida, en sus
ataques a Tierra.
—¿Y por qué crees que no se decide a caer rápidamente sobre
el sistema de Sol?
—Una escuadra de guerra importante no puede desplazarse tan
rápidamente como un crucero aislado. Yoshitomo es precavido. Y
además —Berghan se permitió una leve sonrisa— creo que está
preocupado por cómo pueda reaccionar la Séptima, o por como
pueda reaccionar yo mismo.
Turmo se le quedó mirando fijamente.
—Ese es el problema, Berghan —dijo—. ¿Qué piensa hacer la
Guardia Estelar? ¿Va a defender el sistema solar?
—¿Defender qué? —se impacientó el militar—. El Emperador ha
muerto, Turmo. El juramento de la Guardia Estelar se refiere tan
solo a su persona. ¿Para qué vamos a luchar? El Imperio está en
disolución, y más tarde o más temprano un señor de la guerra se
hará con el mando. ¿Qué importa que sea Shegeru Yoshitomo u
otro cualquiera? ¿Voy a sacrificar mis hombres y mis naves para
que el nuevo dueño sea uno en vez de otro?
—Pero el Imperio mismo puede desmembrarse en la lucha —
insistió Turmo—. La Guardia Estelar se debe también al Imperio.
El militar se le quedó mirando, con algo de burla en la sonrisa.
—Lario Turmo de Khurán, te conozco —dijo—. Quieres tomar el
poder imperial en tus propias manos, y por eso pides mi ayuda.
Bien, eres un hombre fuerte y muy conocido, y tu abuelo fue el
mejor almirante que ha luchado entre las estrellas. Muchos te
seguirán, sin duda. Pero no cuentes con la Guardia Estelar. Tienes
muchas cualidades, pero te falta algo.
—¿Qué? —preguntó Turmo con suavidad.
—¡La sangre imperial! Nada más y nada menos, Turmo de
Khurán. La Guardia Estelar solo lucha por el legitimismo, no apuesta
por este o el otro «condottiero». Has reunido una flotilla mercenaria
de buen tamaño, aunque no creo que cometas la locura de oponerla
a las escuadras de Yoshitomo. Bien, intenta atraer bajo tus
banderas a más naves, a una o varias flotas imperiales, si es que
tienes esperanzas de ello. Puedes tomar por asalto el trono imperial
e incluso fundar una nueva dinastía. La Guardia Estelar no se te
opondrá, pero tampoco te ayudará a ello. Cuando lo hayas
conseguido, veremos.
Turmo no respondió, de momento. Se quedó contemplando a su
interlocutor tranquilamente, hasta lograr impacientarlo.
—Bien, Turmo —dijo el militar—. Si realmente no tienes nada
más que decirme…
Entonces el Auriga Negro se irguió, y su sombría aureola
envolvió al comandante de la Guardia Estelar.
—Ivor Berghan —dijo, y su voz restalló como un látigo—. Pon en
estado de alerta a la Guardia Estelar, y haz despegar todas las
naves hacia Sol, para oponerlas a Yoshitomo. Envía un mensaje a la
Séptima, y a las demás flotas del Imperio anunciándoles que
lucharás bajo mi mando, e invitándoles a unirse a mi bandera. Te lo
ordeno —y sus ojos se clavaron en los del atónito Berghan— «en el
nombre del Emperador».
El militar retrocedió un paso, como temiendo hallarse ante un
demente.
—En… en el… —balbuceó—. ¡Estás loco, Turmo! ¡El Emperador
ha muerto!
El Auriga Negro se volvió hacia la puerta del fondo, que
separaba el austero puente de mando en el que ambos se hallaban
del resto de la nave.
—Podéis pasar —dijo.
Abrióse la puerta y dos fornidos marineros jurados penetraron.
Entre ellos avanzaba un niño de unos cinco años, tambaleante y no
muy seguro del papel que allí representaba, pero portando su rostro
los inconfundibles rasgos familiares que toda la Galaxia conocía.
—¡En el nombre del Emperador! —repitió Turmo—. ¡En el
nombre de Su Imperial Majestad Katius Séptimo, Señor del
Universo!
De nuevo retrocedió Ivor Berghan, en tanto que sus ojos se
desorbitaban. Turmo se apartó deliberadamente hacia un lado,
dejando en primer término al pequeño recién llegado.
Por un instante ambos se contemplaron, frente a frente, el
gigante y el niño. Quiso Berghan decir algo, quizá dudar, quizá
protestar de alguna manera, pero no logró articular palabra.
Finalmente, tomada su decisión, tragó saliva e hincó en tierra su
rodilla derecha, alzando el brazo en el tradicional saludo a los
soberanos del universo.
—Ave, Imperator.
Laria Armintha de Thabis y Lario Antonio de Undar se hallaban
en la terraza de la Casa Imperial de Olimpia, silenciosos y
pensativos, las miradas fijas en el firmamento nocturno.
A su alrededor, la fantástica ciudad de Olimpia era diferente. No
faltaban los Larios que tenían a gala continuar su vida anterior,
jactándose de indiferencia respecto a lo que en el resto del universo
sucediera. Ni los que refugiaban su inquietud y miedo en lo más
profundo del Tártaro, entregándose a las más frenéticas diversiones
y los más degradantes vicios para intentar huir así de una realidad
que no veían muy segura. Pero eran los menos. La mayoría de los
Larios seguían con interés los acontecimientos exteriores, excitantes
como su generación nunca conociera. Pegábanse a los medios de
comunicación, acechando cada parte, cada noticia y cada informe, y
si bien las fiestas, banquetes y orgías eran mucho más raros que
antes, multiplicábanse las conversaciones y tertulias a las que los
Larios fueron siempre aficionados y se comentaban
exhaustivamente las convulsiones de la Galaxia.
Allí, entre las fulgurantes estrellas que Armintha y Antonio
contemplaban, grandes cosas estaban siendo hechas, y aún más
grandes eran las que en el futuro se harían.
—Las flotas transmersianas se retiran o desertan —murmuró el
señor de Undor—. Se dice que Yoshitomo se ha suicidado.
La dama de Thabis no respondió. Sus bellos ojos seguían fijos
en las estrellas y el suave movimiento de la respiración era el único
que afectaba su cuerpo.
—Parece ser que tendremos de nuevo Imperio —siguió Lario
Antonio, con suavidad—. Un Imperio en las manos de nuestro amigo
Turmo, como regente de un emperador niño…
Armintha de Thabis se volvió lentamente hacia él. Sus ojos
brillaban levemente en la oscuridad, iluminados por las luces de la
urbe olímpica que bajo ellos ardían.
—¿Por qué lo hizo? —preguntó.
Antonio no preguntó a quién se refería. Lo sabía de sobra.
—Se creyó en el deber de hacerlo —respondió—. Se vio ante
unas circunstancias y tuvo el valor de cumplir con lo que creía su
obligación. Él tenía un ideal, y en nombre de lo que creía ser ese
ideal no pudo soportar un Imperio puesto en manos de unos
plutócratas a los que odiaba. Eligió dar su propia vida para mantener
el ideal.
—¡El ideal! —exclamó Armintha, furiosa—. ¿Qué ideal? Había
escogido lo que él llamaba comunismo como tú elegiste la religión
de los cristianos. Como se escoge un equipo de pelota aérea o de
rugby, para tener algo sobre lo que discutir.
—Un ideal de esa clase es arriesgado de escoger —rebatió con
dulzura lario Antonio—. Pues puede llegar a apoderarse de uno, si
se es tan noble y generoso como Arvarín lo era. Creo que yo mismo
no hubiera tenido valor para hacer lo que él hizo. En realidad fue él
solo quien salvó el Imperio, y ello será recordado, no lo dudes.
Tendrá su imagen de oro en el Corredor…
—¡Al infierno con el Corredor! —estalló Armintha de Thabis—.
¿Qué me importa a mí la fama y el heroísmo, y los honores
póstumos? ¡Yo le quería!
—Y él te quería a ti.
—¡No! —rechazó de nuevo ella—. Él no me quería a mí. La
quería a «ella», lo mismo que tú, lo mismo que todos. Aun cuando
hacíamos el amor, yo sentía que era en «ella» en quién pensaba.
Estaba enamorado de Svetania, como Turmo, como Shanti, como tú
mismo. ¿Te atreverás a negarlo?
Antonio no respondió, limitándose a inclinar la cabeza. La dama
de Thabis rio amargamente.
—Es curioso. Toda la nobleza del Imperio a sus pies, y al final
quien la consiguió fue un advenedizo, un hombre llegado de ninguna
parte.
—Quizá el hombre que realmente la merecía —repuso Antonio,
casi en un murmullo—. Recuerda el combate con el Rey, en Skarm.
¿Quién de nosotros se hubiera arriesgado a hacer lo que él?
—Turmo, seguramente —vaciló Armintha—. Turmo, que
encontrará amargo ahora el poder sobre el Imperio, si Svetania no lo
comparte… ¿Crees que ella regresará algún día?
—Creo que ninguno de los dos lo hará.
Armintha suspiró, y de nuevo dejó perder su mirada entre las
estrellas.
—Me pregunto dónde se encontrarán ahora.

Retorcíanse los penachos de humo coloreado, y el aliento divino


era mayor que nunca. Svetania y Shanti, la mano en la mano,
avanzaron por entre las filas de arrodillados oficiantes, hasta el gran
portón que ahora se mostraba abierto. Cruzaron un umbral ajeno al
universo de los hombres, y luego otro, y otro, y otro más, hasta
siete.
Y fueron semejantes a los dioses.

FIN
CARLOS SAIZ CIDONCHA (Ciudad Real, 1939). Escritor español,
uno de los clásicos en el género de la ciencia-ficción española.
Leyó en español, inglés y francés desde muy joven, acumulando
una cultura enciclopédica. Se aficionó también a la literatura pulp y
llegó a apasionarse por la historia, los viajes y la aventura en estado
puro. Su obra refleja esa pasión dentro de las corrientes más
sociales de la ciencia ficción, pues desde temprano militó en la
oposición política al Franquismo.
A mediados de los cincuenta se instaló en Madrid para estudiar
Ciencias Físicas en la Universidad Complutense, licenciándose en
Física, en Derecho y en Ciencias de la Información, y se doctoró en
esta última disciplina con una tesis doctoral pionera sobre la ciencia
ficción en España.
Recién licenciado ingresó en el Cuerpo de Facultativos del Instituto
Nacional de Meteorología, donde consiguió una plaza para Guinea
Ecuatorial. Allí vivió allí largo tiempo la experiencia de la
colonización y la descolonización posterior; la visión del mundo
africano influyó poderosamente su narrativa, que empezó a crear
entonces. Tras la independencia de Guinea Ecuatorial en los
sesenta, continuó aún dos años en el país hasta que la situación
política de los cooperantes y residentes españoles se deterioró y
tuvo que volver a España en una difícil operación de evacuación y
rescate.
En Madrid empezó a frecuentar la tertulia de aficionados, escritores
y críticos de ciencia-ficción conocida como Círculo de Lectores de
Anticipación, y colaboró en su revista Nueva Dimensión
frecuentemente con relatos y críticas. En los setenta el Círculo se
transformó en la Asociación Española de Ciencia-Ficción, y en 1975
organizó la Hispacón, su reunión anual. En 1978 publicó su primera
novela extensa, La caída del imperio galáctico.
Conocido por los aficionados españoles como «el buen doctor»
(apelativo concedido igualmente a Isaac Asimov), ha escrito más de
una docena de novelas, decenas de relatos y varios centenares de
artículos. Ha publicado en España, Francia, EE. UU. y en Hungría y,
al margen de su obra como investigador en temas militares o
históricos (es autor de una Historia de la piratería en América
española, de una Historia de la guerrilla en Cuba y otros países de
Iberoamérica y de una Historia de la aviación republicana en tres
volúmenes), siempre ha escrito obras de ciencia ficción
ambientadas en el futuro lejano. También es el cronista del Imperio
Galáctico más «clásico» de la ciencia ficción en lengua castellana
(La caída del imperio galáctico, Crónicas del Imperio galáctico).
Destaca su obra escrita por cultivar el sentido de la maravilla, lo que
le convierte en un representante vivo de la llamada Edad Dorada del
género, el aprecio por los temas exóticos, la riqueza y variedad de
sus personajes y el tratamiento del lenguaje (espectacular en
Memorias de un merodeador estelar). Sus obras están teñidas
igualmente de un gran sentido del humor y llenas de referencias a
famosas obras del género, lo que hace las delicias del entendido y
enriquece la lectura de los nuevos lectores.
Ha escrito también varios cómics para el dibujante Alfonso Azpiri,
siendo el cocreador de la famosa Lorna. Igualmente ha colaborado
en decenas de fanzines y revistas profesionales o de aficionados,
llevando su actividad incesante en defensa y extensión del género
por decenas de congresos, convenciones españolas (ha estado en
todas las HispaCon desde su fundación) o extranjeras (WolrdCon de
Bielefield, Alemania, y de Glasgow, Reino Unido) como
conferenciante invitado. Ha recibido dos premios Ignotus (premio
español concedido por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia
Ficción y Terror): en 1993 a la labor de toda una vida y en 1998 al
mejor libro de ensayo por La gran saga de los Aznar, en
colaboración con Pedro García Bilbao.

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