Blade Runner - AA. VV

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Rafael Argullol, Guillermo Cabrera

Infante, Juli Capella & Quim Larrea,


Alberto Cardín, José Luis Guarner,
Antonio Miró, Vicente Molina Foix,
Fernando Savater, Antonio Tello,
Eduardo Úrculo, Jorge Wagensberg,
rinden homenaje con sus textos, desde
ámbitos tan diversos como la poesía, la
filosofía, la ciencia, la moda, el diseño
o el propio cine, a Blade Runner
(1982), la mítica película de Ridley
Scott que ha dejado su sello en distintos
campos del pensamiento y de la imagen.
AA. VV.

Blade Runner
ePub r1.0
T itiv illus 23.12.2019
Título original: Blade Runner
AA. VV., 1988

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
«Yo he visto cosas que
vosotros no creeríais. He
visto atacar naves en llamas
más allá de Orión. He visto
rayos C brillar en la
oscuridad cerca de la Puerta
de Tanhäuser. Todos esos
momentos se perderán en el
tiempo como lágrimas en la
lluvia. Es hora de morir».
También Zeus debe caer

Esquilo fue un hombre sabio. Puso a


Prometeo en los confines del mundo
para que protegiera la loca carrera de
los hombres en pos de sus «ciegas
esperanzas». Eligió el escenario con
soberbia clarividencia: alrededor de
aquel peñasco en el que se encadenaba
al titán cautivo sólo había desnudez.
Esta roca del Cáucaso es, en realidad,
una isla que pende del vacío. Cielos
despoblados, estepas de infinita
desolación y, al fondo, el Tártaro
expectante que aguarda. Prometeo está
solo. Todo el tiempo está solo, con la
excepción de la presencia fugaz de
fuerzas numinosas. Y, como tenue
intervención humana, la danza
atormentada de la errante Ío. Prometeo
permanece en el escenario más escueto
que se haya podido concebir. Pero la
sabiduría de Esquilo estriba en su
capacidad de enriquecer del modo más
absoluto esta aparente precariedad. Este
escenario, casi reducido a la nada,
contiene el todo. A los hombres y a los
dioses, al cosmos, trabajosamente
forjado en medio de violencias, y al
caos, sombra acechante que envuelve el
pasado y el porvenir. Contiene, además,
la poderosa inteligencia de la ley
fundamental: el mundo busca su justicia
a través de catástrofes porque en cada
catástrofe brota la semilla de una
ulterior perfección.
Nadie, ni nada, escapa a esta ley.
Por eso en este escenario desnudo está
todo. Y por esa razón —exclusivamente
por esa razón— Prometeo es el
filántropo por antonomasia. Únicamente
a partir de una sutilísima percepción de
la condición y el terror humanos, como
la que demuestra Esquilo (es decir: la
«cultura que es Esquilo»), podía
expresarse la idea de que la limitación
de los hombres sólo es soportable si,
asimismo, cabe imaginar la limitación
de los dioses. Y esto es lo que canta
Prometeo: los dioses tienen un
incomparable poderío, mas tampoco
ellos se sustraen a la ley del mundo.
También ellos están sujetos a la Ananké
primordial que rige los destinos y los
involucra en senderos en los que nada,
para nadie, es seguro. Esta es la gran
enseñanza que debemos a la tragedia de
Esquilo. La inseguridad de los dioses
alivia la inseguridad de los hombres y,
en cierto modo, les abre un resquicio de
libertad. No hay, desde luego,
posibilidad de paraíso, pues los
paraísos sólo se dan, como quimeras
invertidas, en aquellos que construyen
sobre sus cabezas ídolos inviolables.
Sin embargo, este pequeño espacio de
libertad, el único posible, es el que
empuja a los hombres a lanzarse en el
torbellino del azar con la conciencia,
inquietante pero cómplice, de que
también el universo es azar. Prometeo
no deja otra opción, ni siquiera la de la
nostalgia, porque en su horizonte no hay
edades áureas, ni paraísos perdidos, ni
dioses eternamente felices. El hombre
no puede mirar atrás. Únicamente
avanzar, a pesar de la inevitable caída.
Resurgirá y, de nuevo, caerá. Al igual
que el universo. Al igual que Zeus.
No obstante, Esquilo, además de
sabio, era piadoso. Creía en los dioses,
a pesar de su imperfección, porque creía
que un sentido último, indescifrable para
los hombres, regía el mundo. El
acontecer de la existencia estaba
surcado de continuas turbulencias, pero
los estragos del odio y de la guerra, los
desórdenes de la sangre, impulsaban al
universo hacia el descubrimiento de su
propia Justicia. En relación a Esquilo,
Sófocles nos parece mucho más terrible
porque, habiéndose desvanecido el
horizonte de la piedad, ninguna fe cobija
el desamparo humano frente al azar. En
las tragedias de Sófocles la tenaz
suposición de libertad es, aunque
admirable, la única venganza que el
hombre puede oponer a la absoluta
arbitrariedad del destino. La tragedia
griega termina su grandioso recorrido
devorándose a sí misma, en un exceso
de verdad Acaba aniquilando la idea
consoladora de un cosmos
incomprensible pero piadoso. Por eso es
sustituida por la comedia, expresión del
sarcasmo de la supervivencia y antesala
lúcida del declive de una civilización.
Al hombre se le hace casi
insoportable vivir sin sentirse, de una u
otra manera, amparado en formas de
piedad cósmica. Y esto es tanto así que,
en buena medida, su «historia
espiritual» se circunscribe a los
sucesivos esfuerzos religiosos,
metafísicos e incluso científicos por
incrustar la existencia en un cosmos
piadoso. Dante es implacable con su
orografía del castigo y la salvación,
pero su organización supraterrenal es tan
geométricamente perfecta que a la postre
resulta familiar y accesible para los
habitantes de la tierra. Cuando se
resquebraja la nítida geometría dantiana
los pensadores renacentistas, seducidos
por una imagen ilimitada del universo,
se apresuran a postular la armonía
secreta que emana del Alma del Mundo.
E incluso después, cuando la propia
revolución astronómica del
Renacimiento amenaza con arrinconar a
las fuerzas divinas, abandonando al
hombre a su pleno aislamiento cósmico,
la Razón y la Ciencia se aprestan a
recomponer el orden necesario con que
se legisla el mundo. El gran engranaje
de Newton, en el que Dios
obligadamente ocupa un dudoso lugar,
sigue implicando el reconocimiento de
un cosmos piadoso.
El reclamo a la piedad cósmica es
posible en la Atenas del año 500 antes
de nuestra era, en la Florencia del año
1300 o en el Londres de 1700. Pero ya
no lo es en Los Angeles-2019, año en el
que transcurre la acción de Blade
Runner y hacia el que se encamina
nuestra acción. En Los Angeles-2019 la
creencia en un sentido último desde el
que late una promesa de piedad ha
desaparecido. Cosmos y caos conviven
estrictamente, y los pasos prometeicos
del hombre se producen en un delicado,
salvaje, equilibrio sobre el filo de una
navaja cuya longitud se desconoce. A un
lado, la opresión barroca de un mundo
en el que el impetuoso avance técnico ha
arrojado a la cuneta de un brumoso
pasado aquello que, en otros tiempos,
los hombres llamaban «espíritu» o
«alma». Al otro, el insondable vacío que
aquel mismo avance técnico, a pesar de
sus portentosas conquistas, no sólo no ha
logrado paliar sino que ha incrementado
abrumadoramente.
Ambas vertientes, apenas separadas
por la finísima hoja de la navaja, están
igualmente presentes en el escenario de
Blade Runner. Únicamente vemos el
decorado barroco, asfixiante y
fascinante, pero cada figura, cada
acción, cada conducta están
determinadas por aquel otro decorado,
invisible y omnipresente a la vez, que
suspende al hombre en el naufragio
absoluto de un espacio para el que
jamás tendrá tiempo suficiente. Por eso
Los Angeles-2019, contrapaisaje denso,
casi irrespirable, del paisaje vacío, es
un espacio dominado por la
insuficiencia del tiempo humano, la
auténtica gran amenaza, más poderosa
que la seca invitación a la ausencia que
llamamos muerte.
Pero si el sueño del hombre, su
único sueño en realidad aunque haya
tomado mil caras, es vencer tal amenaza,
su pesadilla es verla encarnada,
recrearla como un interlocutor capaz de
recordarle vorazmente su propio miedo.
El sueño del hombre es alcanzar a ser
Dios y su pesadilla verse obligado a
simular que ha alcanzado ese propósito.
Porque entonces comprende la
miserable situación de Dios al crear
seres a su imagen y semejanza: seres
que, precisamente gracias a esa imagen
y semejanza, le recuerdan de continuo su
soledad y su temor.
Blade Runner presenta un momento,
quizá posible, de estos sueño y
pesadilla. Hace tiempo que el hombre
lleva imaginando momentos semejantes
como retos decisivos con los que poner
a prueba su propio mito. De ahí que Los
Angeles-2019, al contrario de tantas
escenografías de ciencia-ficción, nos
resulte eficazmente íntimo. Está todavía
lejano, pero lo sentimos próximo. Es
todavía futuro, pero ya es presente. No
es una fantasía propuesta contra nuestra
realidad, sino una realidad largamente
imaginada durante siglos. Un depósito
de sedimentos que cada pasado ha ido
precipitando sobre el espejo del
porvenir. Este escenario nos es
verosímil porque nos muestra un futuro
que tiene grabadas las imágenes de esos
pasados, a pesar de que la tempestad del
tiempo ha desfigurado sus huellas,
distorsionándolas y mezclándolas en un
laberinto de incertidumbre. Las calles
de Los Angeles son también las calles
de Praga por las que merodea el Golem.
Sus arquitecturas son también pirámides
mayas y templos clásicos. Sus
muchedumbres son también las
muchedumbres de cualquiera de nuestras
metrópolis. El desafío se desarrolla
entre las sombras chinescas de la
Historia.
Es un desafío inevitable: rodeado el
laberinto de lo incierto por el desierto
de lo desconocido, desprovisto el
cosmos de un último sentido consolador,
el hombre, para interrogarse, se ve
impelido a hacer de creador y criatura al
mismo tiempo. Blade Runner es la
tragicomedia de este desdoblamiento, de
esta escisión esquizofrénica una vez ha
s i d o técnicamente realizada. Los
replicantes, en apariencia esclavos
programados, han sido concebidos para
preguntar desde el punto de vista
humano pues, en el fondo, su mayor
perfección como criaturas estriba en su
capacidad de rebelión contra la
ignorancia. Frente a ellos sus creadores,
en apariencia sus dioses, están
aprisionados en su impotencia para
responder desde igual punto de vista.
Creadores y criaturas chocan ante el
escollo insuperable del mismo enigma.
Hay, no obstante, una diferencia
entre ellos. Mientras los hombres, con
distintas intensidades y a tenor de sus
diversas funciones (Tyrell, el cerebro
procreador, Sebastian, el diseñador
genético, o Deckard, el pesimista
ejecutor de la ley), tienen una clara
conciencia de la naturaleza de este
escollo, los replicantes, sumidos en un
estado de infancia espiritual, luchan
desesperadamente por tenerla. Se
debaten todavía entre las «ciegas
esperanzas» que en la obra de Esquilo
se atribuían a los humanos, al tiempo
que éstos, lúcidos y desesperanzados
tras miles de años de progreso,
ejerciendo de nuevos prometeos se ven
obligados a acatar la incontrolable
superioridad de esa Ananké primordial,
cuya férrea oscuridad ha resistido todos
los asaltos del conocimiento.
Los creadores aman y odian a sus
criaturas porque, si bien están
orgullosos de su perfección técnica (al
igual que Jehová después de su génesis),
temen la rebelión (lo mismo que Jehová)
y su interrogación. Las criaturas aman y
odian a sus creadores porque al
agradecimiento filial le sucede el
sufrimiento provocado por los límites
con que han sido engendrados. La
conciencia quisiera contemplarse en una
hermosa imagen de inocencia sin dolor,
mas la inocencia, a cualquier precio,
aspira ella misma a ser conciencia: el
círculo vicioso que encierra la entera
historia humana. Por eso el hombre,
atrapado entre los resortes de esta
contradicción, necesita matar al Padre,
matar a Dios, para acceder al pleno
estado humano. Sólo el deicidio le sitúa
brutalmente ante sí mismo, despojándole
de la seguridad de la dependencia
paterna y arrojándole a la libertad del
huérfano.
El deicidio es el eje alrededor del
cual se mueve la acción claustrofóbica
d e Blade Runner. Tyrell, el procreador
de humanoides, es sólo conciencia,
acarreando la morbosa perversión de
ser sólo conciencia. Pero además
personifica el cénit del gran movimiento
de usurpación del trono divino que
significa la ciencia moderna. Es, pues,
un deicida. También Roy, el replicante
que aúna en su persona la mayor
fortaleza inocente y el mayor ansia de
conciencia, lo será. Necesitará asesinar
a Tyrell, su creador, para llegar a sentir
libremente su destino trágico. Con su
deicidio Roy deja de ser un replicante
pues, al asegurarse del carácter
inevitable de la muerte, se asegura de su
acta de nacimiento como hombre.
Los Angeles-2019 nos parece, a
pesar de su distancia, cercano porque
nos enseña un escenario en el que se
representa el único género al que está
abocada nuestra cultura: la
tragicomedia. La comedia del
escepticismo y del sarcasmo, del baile
de disfraces en el que se ocultan los
rostros de la angustia bajo las brillantes
máscaras de la tecnología. Del juego
descreído y el reto desmesurado. La
comedia de una supervivencia que
inventa templos para derribarlos entre
carcajadas de pánico. Una comedia que,
por tanto, tiene también la grandeza de
una tragedia porque nos muestra a un
hombre furiosamente empeñado en
quebrantar sus fronteras. A pesar de la
existencia de la Gran Frontera. También
Roy, el replicante que ya ha nacido
como hombre, sueña más allá de las
fronteras cuando percibe que ha llegado
su «tiempo de la muerte». Desde su
naturaleza fuerte e inocente ha visto
cosas portentosas. Ha intuido la salvaje
belleza del mundo. Asimismo ha intuido
su dolor, y el peor dolor, lo sabe ya, es
desvanecerse como las lágrimas que se
pierden en la lluvia. Ha sido presa de
una incomprensible violencia. Ha sido
destruido y también él, en un último
acto, puede destruir. Pero acepta otra
venganza: la piedad humana contra la
impiedad del cosmos. Deja que viva
aquél que aún tiene vida. Por frágil,
mentiroso y efímero que sea el tiempo
que le va a ser concedido.
La caza del facsímil

Al principio de El amargo té del


general Yen, esa obra maestra del cine
exótico y erótico de 1932, en que China
no era vecina sino remota y amenazante
como un planeta Marte amarillo, Frank
Capra (tal vez el más americano de los
directores de Hollywood, aunque
naciera en Sicilia) creaba una admirable
escena de turbas asiáticas en pánico de
hormigas ante el fuego y que luego
repetiría con mayor desespero en
Horizontes perdidos, ya convertido en
un autor mayor del arte de la fuga.
Ahora, en Blade Runner, China ya está
entre nosotros: la ciudad del futuro es la
Pekín del pasado. Es la ciudad de todos
los ángeles caídos: del cielo al infierno.
Los Angeles contiene a Hollywood, que
siempre ha contenido a Los Angeles.
Pero en el año 2019 es una enorme urbe
letal: Los Angeles es Los Angeles
Infernales. En la ciudad que vendrá (Los
Angeles es una de las ciudades más
secas del hemisferio) llueve eternamente
una lluvia ácida, espesa, casi viscosa:
del cielo conquistado cae
constantemente un agua, como la que
asombró a Gordon Pym, que se puede
cortar con un cuchillo y verla separarse
en estrías estrechas. Ahora esa
metrópolis es la meca del futuro,
colmada de edificios de altura
vertiginosa, pirámides que bajan del
cielo a plomo, como la lluvia. Pero
todas las torres altivas se ven ruinosas,
cariadas y abandonadas a la erosión,
como la babel indigente de cinco
continentes y siete mares que bulle abajo
y habla desesperanto, impenetrable
mezcla de inglés, español, chino,
japonés y, ¡sorpresa!, el holandés
errante, errando aún más esa lingua
franca y frenética: diez dialectos que
conmueven la lengua.
Como en las ficciones de Ray
Bradbury, la ciencia-ficción es en este
film una moraleja que rodea a una
fábula, perla de cultivo monstruosa que
es una excrecencia invertida. Para el
año 2019, al revés de la China intestina
de un siglo atrás, todo pánico perecerá y
Los Angeles, violentando la visión de
Capra, será, es, una ciudad colmada y
calma que canta en la lluvia como bajo
una ducha de dulce vitriolo. En las
calles hay estancos más que fondas que
son lo contrario a muchos McDonalds:
sólo se venden viandas vegetales, en
apariencia. No es éste el paraíso de
Bernard Shaw o de Hitler, vegetarianos
vigilantes, sino un producto de la
invención del hombre: entonces el
ersatz es de rigor mortis. No queda ya
nada de carne ni pescado, el planeta
convertido en un restaurante al que
siempre se llega tarde. Toda la vida
animal ha sido desplazada de la tierra
por el hombre y la necesidad es la
madre de esa invención de Dios que es
su único, último error.
Blade Runner es, sin embargo, la
apoteosis de esa radiante invención
visual del siglo XX (el cine, se
recordará, se inventó en el siglo XIX)
que es el anuncio lumínico, luminoso
más bien. Pero la ciudad vive en
tinieblas, más cerca ahora del oscuro
Piranesi que del alba de Alva Edison.
Entre cárceles imaginarias y
alucinaciones del opio del cine, la única
fuente de luz audible viene de la
parodia. En la banda sonora, una voz
que recuerda un cruce telefónico entre
Humphrey Bogart y Dick Powell, es la
de Philip Marlowe, que regresa de entre
los muertos para acechar su presa,
zombis del futuro, fantasmata.
Los Angeles ya no es más L.A.,
lunatic asylum, asilo de todos los locos,
sino una visión de lo que vendrá:
nightmare a la que despertaremos una
noche. Los mitos ya no son el sueño
colectivo sino la pesadilla de todos. La
voz que narra sobre las luces y desde las
sombras, como en la mejor tradición de
la serie negra, es una voz amiga, segura,
confiable. Es el sonido transmitido por
el hilo de Ariadna para sacamos del
laberinto del pasado que se presenta
como único porvenir posible. En Blade
Runner, gracias a la parodia, la más
risueña forma de homenaje, la luminosa
ciencia-ficción se casa con la novela
negra y no tienen una cinta mulata, sino
una hermosa alucinación en glorioso
tecnicolor: la pesadilla sin aire
acondicionado. Nada funciona ya en la
tierra, excepto, claro, la más prodigiosa
tecnología, capaz de mantener colonias
activas en sofisticadas naves espaciales
y de fabricar exactas reproducciones de
esa criatura de la que nunca parece
haber bastante: homo erectus. El mismo
animal que aniquiló a todas las bestias
de la tierra y con sus sueños ha creado
la ficción admirable que cuenta un
cuento que nunca debió empezar. Ad
astra per asperissima!
Deckard, el protagonista, se llama
también Rick, pero no es dueño del
Rick’s Cafe Americain durante una
ocupación nazi futura de una
Casablanca de cartón y telón pintado en
Marruecos. Ni ha venido a Los Angeles
por las aguas (ni siquiera por el agua),
sino que es un detective privado del
futuro —es decir— del pasado. Antiguo
policía, ha nacido y vivido y ahora
agoniza en L.A., locus abyssus abyssum.
Su especialidad es la caza del
homúnculo, facsímiles perfectos de ese
original que se cree aún más perfecto.
Rickard es, en una fase brillante, un
Blade Runner o rastreador matrero: un
sabueso sofisticado y solitario, que sabe
más por animal que por hombre. Es
decir, confía en sus instintos mientras
alrededor todos se dan al instante, el
carpe diem del futuro. Al final, Rick
Deckard (un Harrison Ford más maduro
que en las Galaxias) demostrará quién
sabe más: si el viejo diablo que fabrica
facsímiles y los gasta, o el joven que
nació con el fin de los siglos, el
siglo XX, doble incógnita. Este siglo,
por fortuna, es también el inventor de
todas las imágenes imposibles y entre
ellas, la más fascinante, el cine hablado.
Para quien como yo detesta la lectura de
libros de ciencia-ficción, de Julio Verne
a Arthur Clarke, pero se apasiona con el
ingenio visual de Star Trek en la
televisión, cada película de imágenes
futuras, desde Lo que vendrá hasta Dark
Star y Silent Running, es una invitación
al viaje. O el viaje mismo a veces.
Ya era el viaje desde los días de ira
infantil, pura pataleta, por no poder ver
a la semana siguiente el otro episodio de
Flash Gordon cuando todavía se
l l amaba Roldán el temerario y el
planeta Mongo no era un chiste
ramoniano. Siguió siendo en esos años
cincuenta en que se iba a la luna como al
mismo misterio cósmico. O venían del
espacio exterior arrojando imágenes
como tecnología ingenua a la cara del
espectador: pedradas en tercera
dimensión. Lo fue aún más ante el
aséptico mundo futuro de 2001: Odisea
del espacio, en que el mono más bruto
de África se convertía en un simio
superior, homo sapiens, y el mero
hombre se trocaba en un superhombre,
mono mayor o simio siniestro, con la
ayuda de una laja fúnebre como una fosa
y los acordes de todo Strauss posible,
desde el vienés Johann hasta el nazi de
Richard en Así habló Zaratrustra.
Manes de Nietzsche y filiación que ha
a d o p t a d o Blade Runner en este
crepúsculo de los odiosos. De 2001 acá,
la tecnología ha avanzado hasta
parecerse al cine, forma visible de la
magia, para dejar detrás todos los
misterios que vendrán. Suceda lo que
suceda en el espacio exterior, cada día
es más obvio que estamos solos en el
universo y más que una causa somos el
efecto de una casualidad —o un juego
del azar—. O canicas de Eisntein:
pensantes bolitas de barro.
A h o r a Blade Runner, la más
excitante y perfecta de las películas de
fantaciencia, de Fanta y ciencia, desde
2001, muestra no un futuro promisorio
sino, empeorando lo presente, un
mañana peor: polvo eres y terminarás
comiendo polvo. O fideos plásticos. Lo
que encuentres primero. El futuro es de
lo más odioso. En medio del
entretenimiento más sofisticado, pocas
películas han mostrado una realidad más
espantosa que la muerte. Toda la
historia que cuenta Blade Runner, un
cuento de hados, desde el título que
tiene el embrujo del hampa americana
según el cine, puede quedar contenida en
una cápsula terrestre, pero no para
enviar al futuro, sino para abrir ahora,
como el séptimo sello de Alka Seltzer.
Cuatro réplicas (y no replicantes
como quiere el traductor: nadie replica a
nada: robots más perfectos que el
androide: un hombre con sus virtudes
físicas y mentales centuplicadas, tanto
como sus defectos morales), obreros
ejemplares, regresan de un satélite
artificial, el sino es vecino, a la tierra
buscando prolongar su exigua vida de
cuatro años adultos pero irremisibles.
Las réplicas condenadas son dos
hombres (uno fuerte como Atlas,
Charles; otro inteligente como Einstein
pero sin escrúpulos éticos: sabe que el
hombre juega a las canicas con los
androides) y dos mujeres bellas y
brutales: un cuarteto listo y letal y
armado con la total tecnología que los
creó a imagen del hombre, dios menor.
Todos no tienen más que un proyecto
perentorio y una sola ilusión humana,
terriblemente humana: durar, vivir un
poco más ilustrando el verso: «Oír
llover no más/sentirme vivo». Nada más
Unamuno, nada más unánime. Pero al
ver el espectador cuál es la vida en la
tierra en el año 2019 este afán se hace
inhumano. ¿Qué hombre, bestia o su
exacta simetría quiere de veras vivir en
ese mundo bajo la lluvia perenne,
malvada ilustración del verso vasco? La
tierra es ahora un inframundo bajo una
lluvia perenne, ácida y aniquiladora: un
universo vacío y hostil y a la vez
atiborrado de una multitud que es una
masa compacta y promiscua que se
hacina en ese infierno bajo el agua.
¿Vivir para ver llover no más?
Como en toda ficción política que
usa la ciencia como vehículo
convincente, desde Swift hasta Orwell,
un viaje al futuro no es más que la
proyección implacable del presente: la
utopía hecha distopía, deshecha. En
Blade Runner ese porvenir es ya un
huésped instalado entre nosotros. No hay
más que visitar Times Square al
atardecer para ver cómo convive la
tecnología de las imágenes más
inventiva, desde Disney en los anuncios
de neón controlados por computadoras
de animación, con el escualor más
inhumano. ¿O es más humano? Es, como
prevenía Ortega, una convivencia
democrática: la revulsión de las masas.
Pero su sola solución ahora no es un
sistema sutil sino brutalmente
autoritario. En Blade Runner ambos
mundos forman un universo hostil y
depravado, representado por ese
parquímetro automático que, como
castigo capital a una contravención
menor, ejecuta ipso facto al conductor
inadvertido que ignoró (o tal vez olvidó)
las instrucciones para aparcar. El
policía de tránsito es a la vez juez y
verdugo. ¡Que le sirva de lección! La
ley es letal, total.
Al final, cuando el Blade Runner
mejor caza al réplica mayor, que muere
(es decir, es destruido) luchando por
vivir una vida invivible, puede uno
terminar esta visión y el siglo que la
hizo posible con las palabras de un
bárbaro refinado (y por tanto cruel), ese
señor de la guerra, el general Yen. Al
acusarlo Barbara Stanwyck de que su
auto raudo acaba de atropellar y matar a
su pobre palanquín, como un mago
manchú el general saca de la amplia
manga de su bata mandarina un pañuelo
de sutil seda para replicar cortés,
cortesano, cartesiano, a la compasiva
misionera americana, el chino a la vez
impecable e implacable: «Si su
palanquín ha muerto, señora, es entonces
un hombre afortunado. La vida, en su
mejor momento, es apenas tolerable».
P e r o Blade Runner termina a la
manera americana en una optimista
luminosidad imprevista pero anhelada:
la de la abierta naturaleza plácida de la
pradera del sueño. El libro sin embargo
acaba en la naturaleza creada por el
hombre-atea, inhumana. Dos mujeres
educadas tienen un intercambio
telefónico (no hay por qué imaginar el
aparato: la conversación es suficiente)
que es fruto del futuro: «Quiero una
libra de moscas artificiales, por favor.
Pero eso sí, que vuelen y que zumben»,
dice una. Dice la otra: «¿Es para una
tortuga eléctrica, señora?».
Prefiero por supuesto la película. No
sólo porque tiene a Harrison Ford, ahora
un Houdini de la época, maestro del arte
del escape, y esos efectos especiales
(antes eran defectos espaciales) que la
inundan de luz como de lluvia en una
cascada luminosa. Sino también porque
está en ella la dulce belleza anacrónica
de Sean Young, la fanciulla del Oeste
del año 2019 que va vestida como Joan
Crawford en su apogeo. ¿O era ya
perigeo? Ella es, gracias a la tecnología
del cine, un facsímil redimible: modelito
para amar. Es ella la que forma el film
del futuro. Allí donde, como quería
Oscar Wilde, las flores serán extrañas y
de sutil perfume, donde todas las cosas
serán perfectas y ponzoñosas.
¿Todo lo que se mueve está
vivo?

El diseño ha sido una


artificialización progresiva de lo
natural. Entonces, ¿qué hay de
inmutable a través de los siglos?
Pues se mantiene inmutable
aquella serie de problemas
existenciales que están
relacionados con la muerte.

Alessandro Mendini, arquitecto

El colmo del diseño


A pesar de las duras críticas que en
su día recibió Blade Runner por
especialistas, cinéfilos y aficionados a
la ciencia-ficción, el film causó un
fuerte impacto entre el tiquismiquis
sector de la arquitectura y el diseño.
Ofrecía un aventurado panorama de
estas disciplinas en un futuro no muy
lejano, y mucho más verosímil del que
hasta la fecha nos tenían acostumbrados
las babosas películas del género.
Preguntado el arquitecto barcelonés
Eduardo Samsó sobre su vocación más
profunda, respondía que hacer cine era
la labor creativa que más le seducía.
Inventar, sin ningún tipo de cortapisas,
la arquitectura, la decoración, el
vestuario, el mobiliario, el grafismo,
incluso la música, resultaba sin duda la
máxima aspiración de cualquier
creativo, y eso sólo es posible en
nuestra sociedad a través de la ficción
del cine. En ese sentido Blade Runner,
además de sus jugosas disquisiciones
filosóficas, ofrecía una visión
inquietante del próximo hábitat humano.
Pero además se apoyaba literalmente en
un objeto, en un diseño, el de un
replicante, para urdir su trama.

La pasión humana por lo que se mueve


Año 2019, Los Angeles en un futuro
cercano. Se somete a examen con un test
Voight-Kampff de empatía a un supuesto
habitante del planeta Tierra. Pero éste
resulta ser un androide. Máquinas
perfeccionadas con casi todos los
atributos humanos: el superdesarrollado
modelo Nexus 6, producto del eminente
científico doctor Tyrell, dueño del
imperio industrial que lleva su mismo
nombre. Viéndose descubierto en el test,
el replicante León Kowalsky dispara a
bocajarro contra el Blade Runner que lo
examina y huye sin inmutarse.
Casi trescientos años antes, en plena
época del rococó, un antepasado de
León también es sometido a un examen,
esta vez ante la Academia de Ciencias
de París. El examinado es un flautista
«que tiene unos labios que se mueven,
una lengua también móvil, que hace las
veces de válvula para el paso del aire, y
unos dedos animados cuyas puntas de
cuero abren y cierran a la perfección los
orificios de la flauta». Elogiado por
Diderot y D’Alembert, el autómata del
genial inventor Jacques de Vaucanson,
pasó a ocupar una digna referencia en la
Encyclopédie francesa; y también otros
de sus ingenios, como el Pato Mecánico,
capaz de mover sus alas emplumadas
compuestas por más de dos mil piezas,
zambullirse, comer grano, e incluso
expulsar, tras un complejo proceso
químico, algo similar al excremento.
En 1920 el escritor checo Karel
Capek inventaba la palabra robot en su
l i b r o R.U.R. (Rossum’s Universal
Robots) que, recogiendo la tradición
ancestral de objeto animado, iba a
desarrollarse abundantemente hasta
nuestros días, tanto en ficción como en
la vida real.
Blade Runner ofrece una visión
global de la sociedad venidera, pero por
primera vez no alternativa sino real: un
urbanismo canceroso y una arquitectura
sucia, mezcla entre el pasado perenne y
la acumulación de nuevas
construcciones. Una arquitectura
posmoderna por definición, compleja,
variada, fruto de la yuxtaposición, la
adición o la mezcla, nunca de la
premeditación o el laboratorio. Una
visión muy lejana a los asépticos,
cromados y pulcros pasadizos de 2001 o
La Guerra de las Galaxias.
Los interiores rezuman el
barroquismo que procura el paso del
tiempo. Las luces son frías o calientes,
pero siempre deben penetrar una densa
atmósfera, como si el mismo aire y
polvo hubiese estado allí acumulándose
desde siglos. Los objetos adoptan
apariencias rancias y atemporales, van
d e l high-tech al neobrutalismo. Los
vehículos volantes nos resultan de lo
más familiar, al igual que los complejos
aparatos telemáticos o los paraguas
luminosos. El vestuario vuelve a ser
caleidoscópico: medieval entre los
orientales, de alta costura en las
oficinas, punki en la calle… Y por
encima de todo, amenazadoramente, un
monstruoso amasijo de lucecitas nos va
provocando intermitentemente: «enjoy…
enjoy… enjoy…».
¿No es ésta, desgraciadamente, la
visión más probable de nuestro futuro
entorno? ¿No es incluso en algunos
detalles, por ejemplo la sustitución de
llaves por tarjetas, la reproducción de la
realidad actual? Por eso justamente la
película nos da miedo, por eso
impresiona y deprime. ¿Es justo tildar la
película de pesimista? La pregunta
inmediata es: ¿No serán capaces
arquitectos, urbanistas, y diseñadores de
renovar y mejorar nuestro entorno para
dentro de treinta años?…

Los objetos también viven

Los teléfonos de Boris Vian


rabiaban al dar una mala noticia, incluso
algún personaje era castigado por matar
a una silla. Pero a fin de cuentas
sabemos que los objetos, aunque se
muevan, no tienen vida. ¿O quizá sí?
Veamos.
E n Blade Runner, J.F. Sebastian
regresa fatigado a su casa, ha sido un día
duro, trabaja en la Tyrell Corporation
como diseñador genético. Cuando llega
a su apartamento, en la cuarta planta del
Bradbury Building, dos pequeños seres
animados con atuendos grotescos salen a
su encuentro. Le saludan y tropiezan
provocando la risotada de su dueño, que
los ha diseñado en sus ratos libres: «Me
fabrico amigos». Él sabe que sus
criaturas vivirán más que él, pues
padece un irreversible proceso de
envejecimiento acelerado, el síndrome
de Matusalem, que le hará sucumbir
antes que sus creaciones. Lo que aún no
sospecha es que además morirá a manos
de un replicante que ha ayudado a
construir.
Mucho tiempo antes, durante los
siglos XVI y XVII proliferaron en la corte
de los Austria unos personajes similares
a los engendros cómicos de Sebastian,
pero eran humanos: los bufones. Solían
ser enanos y deformes para así resaltar
la belleza de sus dueños. Se vestían con
ropas usadas de los monarcas, para
parodiar más esperpénticamente sus
costumbres. Vivían de limosnas y según
el antojo del señor a quien servían y
hacían compañía. Uno de ellos,
Francesillo de Zúñiga, bufón de
Carlos IV, fue castigado con la tortura
hasta la muerte por ofender a un noble al
que pretendía entretener. Muchos otros
corrieron igual suerte. Habían sido
«creados» por los monarcas para su
servicio y por lo tanto disponían hasta
de su vida.
Algunos bufones llegaron incluso a
conspirar en la corte, al igual que sus
descendientes electrónicos, los
replicantes Nexus, insatisfechos con su
condición anónima, y de servicio
temporal a los humanos. Obsesionados
por tener que convivir constantemente
con la pregunta «de dónde vengo»,
«¿cuánto tiempo me queda?». La misión
de Deckard era retirarlos,
«desenchufarlos», a fin de cuentas
matarlos.
La angustia de la caducidad

Es verdaderamente lamentable y
deprimente pensar que cuando muramos
seguirá funcionando nuestra máquina de
escribir y que nuestro televisor
continuará inmutable emitiendo
electrones. Cuando seamos polvo
seguirán en pie catedrales y rascacielos,
y firmes los miles de muebles que
hayamos usado en vida. La permanencia
del objeto sobre lo humano es una burla
grotesca para su creador. La obsesión de
grandes creadores ha sido precisamente
escapar al tiempo, asegurar la
pervivencia mediante sus obras.
Prolongarse infinitamente transformados
en cuadros, lámparas o edificios
ideados por ellos. Sin embargo los
objetos de Blade Runner, los
replicantes, saben que deben morir a los
cuatro años, y al igual que los hombres
buscan desesperadamente su eternidad.
Se rebelan contra sus genitores y les
exigen longevidad. No es tan sólo la
«paradoja del creador», donde las
criaturas se rebelan contra el amo, es
algo mucho más impresionante:
pretenden obtener todos los atributos de
una máquina, además de los de un
mortal. Este es precisamente su gran
error, no librarse de las desventajas
terrenas, del deterioro, amargamente
ilustrado por Cioran: «Tras tantos años,
toda una vida, volví a verla. ¿Por qué
lloras?, le pregunté de entrada. No lloro,
me respondió. Y en efecto no lloraba,
me sonreía, pero habiendo la edad
deformado sus rasgos de alegría no
podía ya acceder a su rostro, en el que
se hubiera podido leer: Quien no muera
joven se arrepentirá tarde o temprano».
No sabían los diseños androides la
ventaja que tenían por desaparecer sin
envejecer. La seguridad que les confería
el tener conectado un dispositivo de
marcha atrás. Gozar de cualidades
perfeccionadas durante cuatro años,
pero escapar a la decrepitud. Sin
embargo, por querer parecerse a los
hombres, anhelaban incluso sus defectos
y desventajas, de las cuales se
aprovecha cínicamente el protagonista al
final de la película, quien consciente de
la caducidad replicante, no sabemos si
contento o desconsolado, piensa
mientras escapa con un hermoso pedazo
de circuitos con apariencia de hembra
perfecta: «No sabíamos el tiempo que
estaríamos juntos, pero ¿quién lo sabe?
…».
Está claro que, a fin de cuentas, todo
era cuestión de ajustar unos reguladores.
En última instancia, todo era cuestión de
diseño.
¿O quizá no…?
La frágil fama del futuro

La tendencia hacia la simetría, si


se la contempla como
movimiento hacia un ideal, se
revela como un deseo de muerte.

L. Law White, La forma de lo desconocido

¿Qué convierte a una película en


«película de culto»? ¿Por qué, por
ejemplo, La diva y no París nous
appartient o Spectre one out, inspiradas
por igual en L’Histoire des treize de
Balzac? ¿Por qué el culto rendido a
Blade Runner y el total olvido de una
película mítica como Forbbiden Planet?
Existen ciertamente los revivals, y las
películas «eternas» como Lo que el
viento se llevó, ambiguamente
conservadas entre la nostalgia y la
rechifla. Y están también las películas
«geniales», como Eva al desnudo o
Sunset Boulevard, donde, a la irónica
sublimidad alcanzada por una estrella y
un director, se une una perfección formal
que induce a la veneración catártica.
Pero las «películas de culto» son
otra cosa. Su estatus no es el de los
grandes mitos genéricos, que en los años
setenta solían agruparse por maratones y
hoy se incluyen en ciclos televisivos, y
de los que las grandes productoras
antologan de tanto en tanto las
secuencias «cumbre», mil veces
reproducidas en pósteres y revistas.
Tampoco su culto es el mismo que los
cinéfilos otorgan al «cine de autor»,
culto diferencial pero sistemático
rendido a cada uno de los films de los
grandes directores.
La devoción de las «películas de
culto» es efímera y pasional, ni
demasiado pública ni bien codificada,
tan difusa como las modas mismas y a la
vez retrasada respecto de ellas. Los
sustentadores de este culto no son
cinéfilos de pro ni connaisseurs de las
grandes estrellas y sus intimidades. Se
trata de devotos de lenta receptiva, pero
tenaces, ansiosos por buscar sentido
trascendente en productos únicos. Es, en
definitiva, un fenómeno de semicultos:
una realidad middlebrow que aspira
desesperadamente al high.
El film objeto de esta devoción
resulta ser una percha perfecta para
estas pretensiones, está como
preformado para ellas: junta en sí lo más
típico de varios géneros, acumula lo más
reconocible junto con cierto velo
esotérico, suma las modas anteriores a
las previsibles, y como bricolaje único
de tantas determinaciones, se ofrece
como objeto de especulación y arca de
emblemas para los iniciados.
Claro que el paso de la
preformación al culto no es siempre
sencillo, ni mucho menos inmediato, y
aún habría que decir que hay films
preformados que no llegan a actualizar
jamás su ser «de culto», aunque esto
quizá sea retorcer demasiado
ontológicamente las cosas tal vez porque
en igualdad de condiciones siempre
gana el film de aspiración más
minoritaria, como es el caso en este
momento de dos películas a la vez
convergentes y simétricamente inversas,
Prick up your ears y Parting glances:
ambas podrían convertirse en la
«película de culto» gay de los ochenta.
Por el tema, la de Frears podría llevar
la delantera, ayudada por la persona y
l o s Diarios de Orton. Y sin embargo
Parting glances salió ya ofreciéndose
como película rara y de capilla, a la vez
crítica e intimista, comedia de
costumbres y manifiesto filosófico.
Orton resulta, a pesar de todo,
demasiado daté, de una subversión
contracultural que hoy más bien resulta
curiosa (queer!).
Blade Runner tuvo ciertas
dificultades para hacerse reconocer
como película de cult movie. Intervino
en esto, sin duda, la anterior película de
su director, Alien, tan innovadora en el
género de la SF como en su día pudo
s e r l o 2001, pero con muchas menos
pretensiones metafísicas, y un pulso
narrativo de riguroso thrill equiparable
al de La guerra de los mundos o La
invasión de los ladrones de cuerpos.
Tan fascinante aportación al género, que
continuaba el tecnologismo realista de
Atmósfera 0 (las tripas chirriantes de la
nave) y de Saturno 3 (primera aparición
estelar de un androide psicópata), y que
resultó posteriormente ensalzada por la
zafiedad de su secuela (Aliens),
necesariamente hizo aparecer a Blade
Runner, en un primer momento, como un
film puramente preciosista, en el que el
decorado parecía ser la principal
estrella.
Y ciertamente lo era, pero en
perfecta trabazón con el guión, la
dirección de actores, y el trasfondo
ideológico-afectivo que daba unidad a
todos los elementos. Basta comparar
Blade Runner con ese producto típico
de la Corman Factory que es Androide
(concebido como un prólogo a
posteriori de la película de Scott), para
ver que, siendo el planteamiento del
producto Corman mucho más coherente
narrativamente, visual e
ideológicamente estaba afincado en los
cincuenta, mientras que el film de Ridley
Scott sintetizaba toda una serie de
tradiciones anteriores y se establecía
como modelo de un imaginario del
futuro perfectamente a tono con la
época.
Una de las propuestas ideológico-
visuales más atractivas de la película, a
la hora de imaginar el futuro, es la de
proyectarlo como una realidad
heteróclita, de desigual desarrollo y
cargada de elementos atávicos, e incluso
primitivos, chocantemente combinados
con el más sofisticado desarrollo
tecnológico: el mercado de animales
artificiales, concebido como una mezcla
de zoco moruno y mercado de pescado
japonés, donde una especie de bruja
oriental analiza por ordenador una
escama de pescado (que resulta ser de
serpiente biónica, con el número de
serie incorporado), es quizás el mejor
ejemplo de esta idea realmente
innovadora, cargada de sabiduría
antropológica.
Hasta Blade Runner (y aun después:
ahí está el caso de 2001) las películas
de SF solían presentar un mundo
igualado en su degradación o en su
avance tecnológico: al primer tipo de
propuesta, el del mundo polucionado
hasta lo insoportable y la humanidad
desaparecida, o casi, pertenecerían
películas como Soylent Green (la
primera que presenta un futuro realmente
negro, donde los humanos se vuelven
caníbales sin saberlo), 1997, Rescate en
Nueva York (proyección de la jungla
tribal de Manhattan hacia el futuro), la
serie de El planeta de los Simios, y La
máquina del tiempo (donde los humanos
aparecen como zombis sometidos a una
raza cruel: los morlocks). Al segundo
tipo pertenecerían prácticamente todas
las demás películas del género, aunque
las haya, como Planeta prohibido, que
presentifiquen los terribles peligros del
avance tecnológico en forma de voraces
ectoplasmas del inconsciente, o las que,
como THX 1138 o La fuga de Logan,
nos muestran un mundo infeliz y
apagado, sometido a y separado de un
mundo exterior muerto o polucionado, al
que le está prohibido acceder.
El mundo futuro de Ridley Scott es,
en cambio, un mundo hecho de detritus
culturales, donde lo atávico convive con
la más avanzada tecnología, bajo el
imperio de un clima acuoso y
entenebrecido. La visión de Los
Angeles, año 2019, que Scott nos ofrece
es una clara perversión de la vista
canónica de la ciudad, tal como se
divisa desde las colinas de Hollywood:
el valle y su trazado hipodámico,
convertido en un inmenso hervidero de
fuegos fatuos y fumarolas, y punteado
por los edificios similares a fortalezas
de las grandes corporaciones (la idea
tan cara a Eco de una nueva Edad
Media). El interior de la ciudad, en
cambio, se asemeja extrañamente al
Tokio de hoy, con sus inmensos paneles
luminosos, sus entrelazados de neón, sus
calles estrechas, y todo ello conviviendo
con chiringuitos en los que se vende
sushi y noodles soup: la proyección, en
este caso, es pura transposición, cual si
quisiera decirnos que ese futuro
heteróclito ya está dado en algún sitio.
Frente al mundo monstruosamente
dominado por las máquinas de
Terminator, Scott presenta una imagen
mucho más sutil del futuro, donde la
crueldad de los androides es fruto de su
desespero y no consecuencia de su
inexorable programación, y donde el
hardware (no demasiado diferente del
actual, si exceptuamos los coches
volantes de la policía) no ha invadido
con su estrépito el mundo humano hasta
dejarlo arrinconado en las alcantarillas.
De hecho, desde el punto de vista
tanto ideológico como narrativo, el gran
atractivo de Blade Runner está en esta
humanidad demasiado humana de los
seres artificiales, de esos Nexus 6 que
vuelven a la Tierra para suplicar de su
creador un alargamiento vital. En torno a
este núcleo se despliegan todos los
temas clásicos de la identificación del
policía y su presa, la ternura del
criminal (¿no recuerda acaso la patética
crueldad de Roy Batty al criminal
personificado por James Cagney en
White heat, sólo que mucho más humano
y reflexivo, aun siendo un replicante?),
el cinismo del detective, y al mismo
tiempo su desvalimiento afectivo, la
liaison amorosa entre el policía y la
chica del arroyo (que en este caso es un
arroyo biológico, más que social),
etcétera.
Ese final en el que el jefe de los
replicantes rebeldes, después de una
lección a lo Espartaco, salva a su
perseguidor y entona una despedida
estoica del mundo, es quizás uno de los
más tristes y ejemplares parlamentos
mortuorios del cine mundial, sobre todo
en boca de un gigante como Rutger
Hauer: «Yo he visto cosas que vosotros
no creeríais… Todos esos momentos se
perderán en el tiempo como lágrimas en
la lluvia. Es hora de morir».
Es un adiós a la vida tan inesperado
en un ser al que hemos visto matar sin
pestañear a su creador (Tyrell quien por
cierto resulta ser una magnífica
recreación del doctor Frankenstein:
mucho más cínico y sofisticado), que
deja al espectador tan estupefacto como
al propio Rick Deckard. Es la cumbre
filosófica de la película, donde el
policía, el Blade Runner interpretado
por Harrison Ford reelabora al Bogart
d e Más dura será la caída, pero en
metafísico: «No sé por qué me salvó la
vida. Quizás en esos momentos amaba la
vida más de lo que la había amado
nunca. No sólo su propia vida, sino la
de todos. Mi vida. Todo lo que él quería
eran las mismas respuestas que todos
buscamos: ¿De dónde vengo? ¿Adónde
voy? ¿Cuánto tiempo me queda?».
Los ecos moralistas, la visión de la
vida que este final-explicación y en-sí
de toda la trama de la película, resume,
van más allá de cuanto conscientemente
pretendía Scott. Quería «mezclar la
serie negra a lo Raymond Chandler con
la ciencia-ficción especulativa», y le
salió una mezcla de Hawks, Huston y
Ford (aunque más Huston que los otros
dos) a la altura de lo que cualquier
cinéfilo pudiera desear.
Pero la preformación cultural de
Blade Runner recoge muchos más
elementos que los propiamente cinéfilos
(sustanciados no pocas veces en esas
grandes frases cruciales, refulgentes
como máximas de grandes filósofos), o
los perspicazmente antropológicos:
recupera la tradición del expresionismo
alemán (los techos bajos, las
habitaciones y las calles oscuras, los
edificios barrocos —la casa de J.F.
Sebastian, el diseñador genético—, las
alcantarillas: un tenebrismo de origen
ecológico en este caso), la del cómic
barroquista y metafísico (Escher: una
influencia explícita), y enlaza con un
precedente de la SF muy poco trabajado
desde los años treinta: la Metrópolis de
Lang, coloreada y sonorizada con
música de Queen por las mismas fechas
de aparición de Blade Runner.
La sensibilidad sismográfica de
Scott para reelaborar tradiciones a punto
de revivir y adelantarse a modas que
empezaban a condensarse en el ambiente
se ha hecho notar en su clara influencia
sobre productos inmediatamente
posteriores a su película: Dune (que
estuvo a punto de dirigir), Brazil (tan
exhibicionistamente posmoderna) y la
serie televisiva Max Headroom (una
extraña mezcla de Blade Runner y
videoclip estándar). Lo curioso es que
fueran estos productos, ya asentados y
reconocidos dentro de una corriente
explícita, los que hicieran volver la
vista, con ánimo zahorí, hacia el
hontanar estilístico de Blade Runner,
que ha acabado adquiriendo la misma
ambigüedad de todos los objetos de
culto: todos encuentran en ella la
interpretación, el rasgo identificatorio,
que los hace diferentes.
El hombre de sable contra el
infierno de Ridley

Un detective testarudo, desaliñado y


vulnerable, consumido por el alcohol, la
duda y el derrotismo, persigue con
tenacidad en Los Angeles —una ciudad
más desolada y feroz que nunca— a un
grupo de fugitivos de la justicia, hasta
eliminar a su jefe, el más peligroso de
ellos, en un duelo encarnizado y vicioso.
El héroe, inconfundible remedo de
Philip Marlowe, piensa en voz alta,
cuenta en primera persona su aventura,
tal y como ordenan los preceptos del
roman noir.
Pero Blade Runner ocurre en el año
2019, Los Angeles es un conglomerado
siniestro de Tokio y Metrópolis —la de
Fritz Lang, no la de Superman— que
surcan varios niveles de circulación,
donde altavoces ruidosos difunden
consignas ininteligibles, letreros
luminosos y pantallas de vídeo
diseminan mensajes indiferentes,
mientras una lluvia gris, mefítica, cae
sin cesar. Y los evadidos a cuya caza va
el protagonista no son otra cosa que
replicantes, es decir, robots androides,
productos refinados de la ingeniería
genética, hechos de carne y sangre
además de plástico y componentes
electrónicos, tan perfectos que
prácticamente nadie podría distinguirlos
de los humanos. Pero la identidad de
éstos podría suscitar un no menos
angustioso interrogante…
Es esta una extrapolación ingeniosa
y malvada, sin duda, en la que Ridley
Scott, director de Blade Runner, tiene
alguna experiencia. En Alien, su
precedente epopeya, un carguero que
regresa a puerto se detiene en una isla
desierta, para atender una llamada de
S.O.S. Sus siete tripulantes descubren
una nave extrañamente fosilizada, con el
esqueleto del capitán todavía al timón, y
continúan el viaje, ignorantes de que una
entidad misteriosa se ha introducido a
bordo y les llevará a la destrucción…
Podría ser una novela de Joseph Conrad,
de quien Scott adaptó un relato en su
primera película, Los duelistas, y no por
azar el carguero lleva por nombre
Nostromo. Pero no se trata de un buque
que transporta copra por el océano
Indico, sino una aeronave comercial del
siglo XXI en ruta hacia la Tierra.
Alien es un brillante y perverso
experimento en terror, que exorciza
miedos tan antiguos como el mundo.
Pero, en definitiva, no es mucho más: un
pan de suculenta apariencia y sin nada
dentro, un juego del gato y el ratón sin
particular refinamiento —la trama es
mínima, los personajes no pueden ser
más esquemáticos— aunque, eso sí,
llevado a las últimas consecuencias. Por
algo su origen no es otro que una oscura
producción de serie B, It! The Terror
from Beyond Space, perpetrada por
Edward L. Cahn en 1958, y que un
guionista inventivo —Dan O’Bannon, a
quien se deben unas cuantas invenciones
maliciosas, como el robot petulante y
parlanchín, en realidad una bomba
nuclear, que lleva a todos de cabeza en
Dark Star, la primera película de John
Carpenter— y unos cuantos diseñadores
de genio transfiguraron en algo próximo
a una tragedia del espacio.
Blade Runner, por el contrario, se
presenta como un producto mucho más
ambicioso, incluso al borde de lo
pretencioso. No podía ser de otra
manera, a fin de cuentas, porque su
fuente de inspiración es mucho más
sofisticada, una novela de Philip
K. Dick publicada en 1968 —año
emblemático—, y provista del
portentoso título Do Androids Dream of
Electric Sheep? El nombre de Dick —
un verdadero Dick Turpin de la ciencia-
ficción— no dirá gran cosa a los
profanos en ese tipo de literatura. Pero
posee indudables resonancias para
quienes frecuentan los espinosos
senderos de la utopía futurista. No es
ningún recién llegado precisamente:
publicó su primer cuento en 1952 y
contaba en su haber con un centenar de
relatos y una veintena de novelas cuando
la muerte le sorprendió en marzo de
1982, a los cincuenta y tres años. En
Europa se le respeta más que en Estados
Unidos, donde su novela de mayor
empeño, A Scanner Darkly —aparecida
en 1977 y que no es de ciencia-ficción
sino una elocuente y emotiva historia de
la «cultura de las drogas» de los sesenta
— no mereció del editor más que un
anticipo de dos mil quinientos dólares.
No es un autor conocido del gran
público, ni tampoco un gran escritor: su
prosa, como la de tantas otras figuras
del género, es más bien correosa y no
muy grata de leer, en inglés por
supuesto. (Ignoro si las traducciones la
mejoran, dado que las esquivo por
sistema; una gran mayoría de novelas de
ciencia-ficción es ya difícil de entender
en la lengua original, pero la traducción
castellana suele hacerlas estrictamente
incomprensibles). Las utopías de Dick
se distinguen, sin embargo, por una
espléndida percepción del absurdo
universal, una inventiva tan malévola
como su humor, fruto de una lógica
llevada a extremos lunáticos. Y desde su
prematura desaparición su prestigio no
ha dejado de crecer, se ha consolidado
como una figura de culto, una voz
vibrante y personal en el campo de la
fantasía especulativa.
La historia de cómo Do Androids
Dream of Electric Sheep? se convirtió
e n Blade Runner es algo tortuosa. Pero
antes valdría quizá la pena detenerse un
momento en cómo se le ocurrió a Dick
la idea de esa novela. «Hay algo en
nosotros de humanoide,
morfológicamente idéntico al ser
humano, pero que no es humano. No es
humano quejarse, como un miembro de
las S.S. hace en su diario, de que los
niños hambrientos [en los campos de
concentración] no le dejan dormir. De
ahí mi idea de que en nuestra especie
hay una bifurcación, una dicotomía entre
lo que es humano realmente y lo que
sólo imita lo que es humano realmente»,
concluyó tras la lectura de numerosos
documentos de la Gestapo como
material para su novela The Man on the
High Castle (1963), basada en la alegre
proposición de que Estados Unidos
perdiera la segunda guerra mundial y
quedara dividido en dos zonas, una
controlada por los alemanes, la otra por
los japoneses.
De esta noción parte la premisa de
Do Androids Dream of Electric Sheep?
En ella presenta Dick una sociedad
donde la práctica erradicación de la
vida animal en la Tierra, fuera del
hombre, conduce a medir la riqueza por
la posesión de animales vivos. De
acuerdo con un catálogo que establece
escalas de valor, como es usual con las
antigüedades o los automóviles usados,
los ricos compran corderos, ovejas,
vacas, gatos como símbolo de status. Y
quienes no pueden permitirse animales
vivos, han de contentarse con réplicas
mecánicas. (En la escena más
inquietante del libro, un sapo hallado en
el desierto y por el que se espera
obtener una cuantiosa recompensa —en
cuanto la especie se cree prácticamente
extinguida— posee un diminuto panel de
control en el abdomen…). Nada más
natural que en ese universo de imitación,
de falsificación organizada y
sistemática, la erosión de la humanidad
real por imitaciones progresivamente
perfectas e indetectables se revele como
una plaga inédita y fatal, donde la
evolución degenera en sustitución, sin
que nadie sea capaz de descubrir la
diferencia. Ya tenemos aquí, pues, a los
replicantes, aunque en la novela no se
llamen así —pero no nos adelantemos a
los acontecimientos—. El caso es que,
en 1969, tras dirigir su primera película
l a r ga , Who’s that Knocking at my
Door?, Martin Scorsese pensó en filmar
el libro de Dick. No lo consiguió, y la
opción cayó en manos de una compañía
llamada Herb Jaffe Associates. Alguien
llamado Robert Jaffe pergeñó un guión
en clave de comedia. A Dick le pareció
tan espantoso que, cuando Jaffe y él se
vieron por primera vez, «yo tenía
curiosidad por saber si él pensaba que
yo iba a partirle la cara en el mismo
aeropuerto, o esperaría a llegar a mi
casa».
Mientras tanto, un actor llamado
Hampton Fancher se había enamorado
de la novela —la única de ciencia-
ficción que había leído además de The
Stars Are My Destination, de Alfred
Bester— y convenció a otro actor, Brian
Kelly, de que comprase la opción al
caducar la de Jaffe. No consiguió, en
cambio, convencer a Dick de que
escribiese el guión, y tuvo que hacerlo
él mismo. El resultado tampoco fue del
agrado del escritor, quien se limitó a
comentar, filosóficamente, que si
Hollywood deseaba convertir su trabajo
en un thriller sangriento a lo Mickey
Spillane, él no podía hacer nada por
impedirlo.
El estado de la cuestión, con todo,
mejoró algo al entrar en escena un nuevo
personaje, un montador llamado David
Peoples, que acababa de colaborar en un
documental prestigioso sobre el físico
Robert Oppenheimer y su papel en la
fabricación de la primera bomba
atómica, The Doy After Trinity. Peoples
releyó el libro y escribió un nuevo
guión, que esta vez obtuvo la
aquiescencia de Dick. Desaparecían en
él muchas cosas del original —a cambio
introducía el término replicantes, para
evitar el más tópico de robots— pero, al
menos, no traicionaba el espíritu y las
preocupaciones del autor.
La película no cobró forma, sin
embargo, hasta que Ridley Scott, al no
encontrar financiación para otro
pr oyecto, Legend, aceptó dirigirla.
Veterano del cine publicitario antes de
convertirse en director de películas,
Scott sabía muy bien lo que quería.
Quería un concepto con impacto, fuerza
y lo que los expertos llaman selling
power. Para empezar, sustituyó el
extravagante título inicial por el más
sonoro, contundente y al propio tiempo
evasivo de Blade Runner (que era el
título de una novelita fantacientífica de
un tal Alan E. Nourse, de la que William
Burroughs había hecho un tratamiento
cinematográfico que no llegó a
filmarse). No se dan explicaciones de lo
que blade runner —«el que corre con la
espada», sinónimo del ejecutor
implacable, el cazador de replicantes
con licencia para matar legalmente—
significa con exactitud, ni está muy claro
cuál sería su traducción castellana —
aunque Galdós propondría El hombre de
sable, título de su segunda o tercera
novela.
Buen conocedor del negocio, Scott
había aprendido una lección del éxito de
Alien: que necesitaba un equivalente de
l a Nostromo diseñada por Ron Cobb y
de los mecanoides intestinales de
H.R. Giger. Sentinel, un libro de
pinturas futuristas de Syd Mead, un
diseñador industrial que contaba con
U.S. Steel, Chrysler, Ford y Singer entre
sus clientes —y había colaborado en una
película de ciencia-ficción singular,
Tron—, le proporcionó la inspiración
visual que necesitaba. Así se concibió
una ciudad de Los Angeles que se diría
el fruto de la más negra pesadilla de
Raymond Chandler tras una noche de
borrachera, y como será probablemente
Los Angeles en el año 2019: un
monstruoso conjunto urbano de enormes
rascacielos que brotan
desordenadamente entre suburbios
derrelictos en una atmósfera corrompida
por el smog y una lluvia fétida,
torrencial e incesante, que abruma a la
población, un lumpen degenerado y
enloquecido.
¿Y quién vive en ese círculo
dantesco, que se diría un mural del
Bosco rehecho al gusto heavy metal? A
partir de la presencia progresiva de
comunidades de inmigrantes extranjeros
en los grandes núcleos yanquis, Scott
decretó que en el siglo XXI esta
colonización habría llegado al colmo y
que su Los Angeles estaría llena de
restaurantes chinos, bares sushi,
artesanos cambodianos, joyeros de Hong
Kong, «discos» japonesas. Tiene su
gracia observar que, sin haber leído
Scott ninguna novela de Dick, la pintura
que propone de América no está muy
lejos del país ocupado por nazis y
nipones en The Man on the High Castle,
ni de los conjuntos urbanos modernos,
donde lo nuevo se confunde
lamentablemente con las ruinas de lo
viejo, descritos en Ubik.
El monumento gargantuesco que
domina esta indecible megalópolis —
surcada por automóviles aerodinámicos,
capaces de arrancar y aparcar
verticalmente, de volar como avionetas
— es la pirámide de la Tyrell
Corporation, de dos kilómetros de alto y
uno de ancho, donde reside el propio
Tyrell, el cerebro creador de los
replicantes; en un avieso toque de
diseño, sus oficinas poseen un esplendor
ciclópeo digno del Tercer Reich, y
Rachael, la serena ayudante de Tyrell,
luce el anguloso vestido negro y el
severo peinado de las secretarias nazis.
El toque definitivo de esta estudiada
y extremosa combinación de alta
tecnología y putrefacción social —que
fue bautizada durante el rodaje como el
Infierno de Ridley— son los replicantes,
robots androides fabricados para
trabajar como esclavos en las colonias
del espacio exterior. (Absorto tal vez en
el montaje de tan tremendo mecano
futurista, a Scott se le pasa por alto —
pese a una larguísima leyenda
introductoria en los créditos— precisar
claramente el detalle importante de que
los ciudadanos acomodados de la Tierra
emigraron hace tiempo más allá del
sistema solar. Esta omisión, unida a la
práctica supresión de los animales
mecánicos, que priva de sentido al test
de identificación aplicado a un
sospechoso en la primera escena,
constituye el talón de Aquiles de la
película). Los replicantes tienen una
vida breve —cuatro años—, plazo tras
el cual sus delicados componentes
electrónicos se deterioran hasta
destruirse. Algunos de estos inestables
humanoides pueden degenerar antes,
llegan a enloquecer y hasta matar (como
el artefacto mecánico que, en julio de
1981, empaló a un obrero que
traspasaba inadvertidamente una barrera
de seguridad en una factoría de las
industrias pesadas Kawasaki, el primer
robot asesino de la Historia, mal que le
pese a Isaac Asimov). Alguien, pues,
tiene que perseguirles, identificarles y
retirarles —en vez de eliminarles,
magnífico eufemismo—. Para eso está
nuestro Blade Runner, Rick, hombre de
sable que no por azar toma los rasgos de
Harrison Ford, el epónimo Indiana
Jones.
Más allá de la fantasía de Dick,
alguien —¿Peoples? ¿Scott?— añadió
un matiz que presta una nueva dimensión
a este cuento sombrío y que podía no
haber sido mucho más que un trepidante
spaguetti-western espacial. Porque los
replicantes acosados por Rick,
creaciones maravillosas que no se
distinguen prácticamente de los seres
humanos —como su muy rubio y muy
germánico jefe, Roy—, no se infiltraron
en la Tierra para matar, sino para visitar
a Tyrell y conseguir de él un
alargamiento de su vida normal:
patéticas criaturas de Frankenstein que
piden gracia a su inclemente creador. A
lo largo de su brutal cacería, Rick va
descubriendo que sus oponentes no son
las máquinas insensibles que imaginaba
—pese a su ominoso aspecto punk— de
la misma manera que su relación con
Rachael, una muchacha especial (es una
replicante, pero tiene emociones y
recuerdos), le hace reconsiderar sus
convicciones acerca de lo que es
humano y lo que es mortal. Y en su
enfrentamiento definitivo, delincuente y
verdugo, replicante y ejecutor, Roy y
Rick —tan parecidos finalmente como
sus propios nombres— reconocen una
frágil alianza en la brevedad de sus
existencias. Dick concedió plena
aprobación a esta escena, afirmando que
expresaba una de las obsesiones de su
novela: «El tema trágico de que si
luchas contra el mal, acabas por formar
parte del mal, y ésa es una condición de
la vida».
Es posible que la sutileza de esta
fábula quede inevitablemente oscurecida
por la deslumbrante y aparatosa
parafernalia puesta en juego por el
director, un cineasta rudo en su
refinamiento, cuyo fuerte son las
historias elementales —recuérdense Los
duelistas y Alien, sus dos primeras
películas— de personas comentes que
tratan de sobrevivir en condiciones
calamitosas. Blade Runner resulta tan
poco solemne en su posmodernidad, tan
aplastante en su tratamiento visual —una
apoteosis de lo que cabría denominar el
Sórdido Sofisticado— como enfática la
música de Vangelis que lo envuelve,
empeñada en dar a una simple escena de
amor, por ejemplo, proporciones
wagnerianas. Pero posee dos
significativas —y decisivas—
cualidades que no tienen ninguna de las
películas de línea similar que la
precedieron. Una es la de proporcionar
una perspectiva de una sociedad futura
que es a un tiempo inusual, rica e
inquietante; por algo muchos talentos
fuera de lo común participaron en su
invención. Y la otra, no igualada hasta
ahora, es la de materializar de forma
maestra —gracias a la síntesis feliz de
diseño y efectos especiales— una visión
del mundo futuro de fascinante realidad,
la más convincente que nos haya
propuesto el cine.
El futuro ya no es lo que era
(entrevista)

Lo que más me gustó de la película,


y lo que más sobresale, es que, al
contrario de lo que ocurre con la mayor
parte de las películas futuristas, en ésta
el vestuario era, por así decirlo, clásico,
es decir que la gente no iba vestida muy
diferente que nosotros. Recuerdo que en
un encuentro en Santander, en una mesa
en la que se hallaban presentes varios
filósofos y en la que se hablaba sobre la
moda, todos estaban de acuerdo en que
la moda era algo efímero, a lo que yo
respondí que eso no era exacto, pues si
bien existe una moda efímera hay otra
que no lo es. Dije entonces que si yo
sentaba a aquella mesa a una persona
vestida a la moda de los años veinte,
nadie se daría cuenta de su
extemporaneidad. Quienes se ocuparon
e n Blade Runner del vestuario
comprendieron algo de esto y
contemplaron la posibilidad de que en
un futuro no lejano exista una
continuidad con los hábitos del vestir
menos efímeros entre los hoy vigentes.
¿Y qué es lo menos efímero? Pues en un
hombre, por ejemplo, la americana, la
camisa, la corbata… Eso es lo que sin
duda nos sorprendió a todos un poco:
comenzar a ver una película ambientada
en Los Angeles en el año 2019 y ver que
la primera escena, en la que un detective
entrevista a un replicante, aquél viste
con un traje perfectamente común. Ese
contraste sorprende, pero se desprende
de una reflexión muy interesante según
la cual la moda, cuando responde a un
buen diseño, perdura. Algo en fin que en
la película queda bien claro.
En lo que respecta a las mujeres,
ocurre algo muy parecido. La replicante
Rachael aparece vestida con un traje de
chaqueta. El traje de chaqueta para las
mujeres es uno de los fenómenos de
moda más destacados de nuestro siglo.
Supone el acceso por parte de la mujer a
un tipo de vestuario perfectamente
asimilable al del hombre y constituye
todavía hoy un símbolo de igualdad
práctica que en la película todavía tiene
validez. El traje de chaqueta que lleva
Rachael puede ser un modelo de los
años treinta o cuarenta. En cuanto al
protagonista, Harrison Ford, si bien va
vestido con un concepto más moderno,
no deja de ser clásico, aunque un clásico
más actual, en la línea de los
trabajadores liberales de hoy día:
camisa y corbata de tonos oscuros,
gabardina de tela ligera… podríamos
decir un look contemporáneo. El único
toque futurista en el vestir, o el más
futurista, se introduce en la película a
través de la banda de replicantes,
particularmente de su líder, Roy.
El vestuario de la película, en
general, pues, tanto por la reflexión que
lleva detrás como por su realización me
parece muy bueno.

Charles Knode y Michael Kaplan,


responsables del vestuario en la
película, apostaron explícitamente,
como tú observas, por un vestuario en
absoluto extravagante, más bien al
contrario, conservador, en la
convicción, según sus propias
declaraciones, de que el fenómeno de
la moda es un fenómeno cíclico, en el
que determinadas formas regresan una
y otra vez, de tal modo que en el año
2019 las cosas no serán muy diferentes
que ahora.
Y tienen razón, aunque sólo en parte.
Pues las modas se reciclan
reiteradamente hasta que llega un
momento dado en el que se destruyen
definitivamente. Está claro que nuestra
forma de vestir hoy no tiene nada que
ver con la del setecientos. No parece
verosímil que se pueda regresar a las
formas de entonces. Ocurre más bien
que la moda recorre largos segmentos de
tiempo, correspondientes generalmente a
varios siglos, dentro de los que,
efectivamente, los diseños se repiten,
pero que, llegados al límite se extinguen.
¿Cuáles son las causas que motivan esta
ruptura? Evidentemente responden a la
forma social de vivir. Para que haya un
cambio en la forma de vestir actual
tendría que darse algo así como, por
ejemplo la desaparición de los
automóviles, o cualquier otra cosa que
cambiara sustancialmente nuestro modo
de vivir. En el Los Angeles-2019 de
Blade Runner, pese a los grandes
avances tecnológicos, ello todavía no ha
ocurrido. Las formas de vida son de
algún modo equiparables a las nuestras,
y por ello el vestuario no presenta
grandes novedades. En este sentido
puede añadirse que, como cualquier otra
manifestación cultural, la moda refleja
de algún modo los aspectos más
cotidianos de nuestro vivir. Ocurre algo
parecido a lo que supone el ruido en la
música pop. No dejaremos de tener
ruido en la música mientras no
desaparezca el ruido de las calles. La
ropa sólo cambiará como consecuencia
de cambios sociales muy importantes,
que por el momento no están a la vista.
Y no parece que vayan a estarlo de aquí
al 2019, como sospecha el director de
Blade Runner.
Los responsables del vestuario de
Blade Runner plantean también una
moda ecléctica.
Sí, y también esto es un reflejo de la
sociedad de hoy día, de la que tan poco
se aparta la película. Hoy en día el
vestir es un fenómeno de tribus.
Recuerdo una conferencia en la que
participé, sobre el tema Rock y Moda,
celebrada en una especie de estación de
metro. Me divirtió muchísimo ver como
los representantes de los punkis, los
heavys, los tecno, los nostálgicos, los
rockers, etc… aparecían cada uno
vestido de una forma perfectamente
identificable, de acuerdo con los
cánones de su tribu respectiva,
reflejados también entre el público.
Algo parecido ocurre, a mayor escala,
en la sociedad en general. Los yupis, los
progres, los más clásicos, etc… todos
ellos conforman tribus perfectamente
diferenciables por sus hábitos en el
vestir. La película refleja este fenómeno,
también allí aparecen claramente
identificables los punkis, los liberales,
los haré krishnas, los asalariados…

Se diría que, a diferencia de otras


épocas, en los últimos tiempos el
vestuario, antes que un reflejo fiel de
la condición social de cada uno, define
las afinidades del individuo, sus
ideologías, y sólo secundariamente su
situación real.
Evidentemente, y ello se refleja en
una mayor variedad de los hábitos del
vestir. Es verdad que hoy día puede
darse el que un artista, por ejemplo, opte
indistintamente por un vestuario punki o
uno clásico, por decir algo.

¿No crees pues que, de cara a un


futuro, la moda, en tanto que fenómeno
masivo, tienda a uniformar a la gente?
La palabra moda significa los modos
de hoy, y esto es inevitable. Se puede
especular sobre la moda del futuro, pero
el fenómeno de la moda es un fenómeno
actual, y lo que hoy destaca es un
persistente eclecticismo. En los largos
de las faldas de las mujeres ello se hace
particularmente evidente. La moda, por
otra parte, se halla sometida a una fuerte
pulsión de cambio, de continuo
inconformismo. Ello, sumado a la
diversidad de tribus y de intereses,
garantiza un progresivo eclecticismo en
el vestir y un continuo recambio de las
formas más exteriores de vestuario que
en nada contradicen, por lo demás, la
circunstancia de que ciertos elementos
de un orden que podríamos llamar
clásico permanezcan durante largos
períodos, como ya he dicho antes.

En la película, la Tierra ha pasado


a ser una reserva de las clases
inferiores en la que se subraya un
predominio bastante importante de la
raza oriental. Cierta impronta
orientalista, por otra parte, puede
advertirse en la moda occidental de
hoy. ¿Crees que se puede presumir una
tendencia creciente a la introducción
de elementos orientales en la moda de
un futuro próximo?
Es posible, pero ello no supondría
más que una nueva oscilación en el
continuo movimiento de vaivén que
genera la recíproca influencia de
Oriente sobre Occidente y viceversa.
Esto es algo que viene ocurriendo desde
hace mucho tiempo. Por otra parte, el
predominio de una influencia sobre otra
tiene su última causa en una cuestión de
poderío económico. Es allí donde hay
que buscar la razón de la pujanza de la
moda japonesa en contraste con la
decadencia de la moda americana, por
ejemplo. En última instancia, la moda,
como tantas otras cosas, es una cuestión
de poder. Los grandes cambios en la
moda sólo llegan a imponerse desde el
poder.
¿En alguna otra película de
fantaciencia ha ocurrido, como en
Blade Runner, que te llame la atención
el planteamiento del vestuario?
La verdad es que no soy muy
aficionado a este género de películas, de
modo que no tengo demasiados
elementos de contraste y de opinión. En
cualquier caso, ninguna otra me ha
llamado tanto la atención como ésta. A
todo el mundo, por otra parte, le
sorprende el que en una película
ambientada en el 2019 no aparezcan por
ningún lado esos estrafalarios trajes
plateados o esos monos ajustados con
los que por lo general se acostumbra a
disfrazar a los habitantes del futuro.
Recuerdo ahora, pese a todo, una
película en la que también se ofrecía una
interesante hipótesis en torno al
vestuario futuro. Se trata de 2001
Odisea en el espacio. Allí Kubrik vestía
a sus personajes del año 2000 con trajes
convencionales cuya única diferencia
con los de hoy consistía en que, en lugar
de complementarse con una corbata, lo
hacían con un jersey de cuello alto. No
me extrañaría que ésta fuera una
tendencia que, efectivamente, se
confirmara en el futuro, dado el
desprestigio actual de la corbata como
elemento común del vestuario. De
hecho, ya hoy, existen indicios claros
que anuncian el éxito de esta tendencia.

En la película, Zhora, la replicante


que muere acribillada en la
espectacular persecución por las calles
comerciales, viste una especie de
impermeable transparente sobre
prendas interiores. Aunque quizás ello
nada tenga que ver con las intenciones
de quienes determinaron ese atuendo,
¿no piensas que un avance radical en
el tratamiento de los tejidos imponga
en un futuro próximo un cambio brusco
en nuestros hábitos de vestir?
Seguro, seguro. No me cabe la
menor duda de que ocurran cosas como
que lleves una camisa y un pantalón de
algodón y que un dispositivo térmico te
permita controlar la temperatura con la
que te quieras abrigar. Y por supuesto
que algo así cambiaría bastante
espectacularmente la forma de vestirse.
Pero también esto pertenece al territorio
de las profecías y, en consecuencia, de
lo estrictamente impredecible. En Blade
Runner, se han cuidado muy bien de
apoyar ninguna hipótesis concreta y ése
es, en contraste con la mayor parte de
las películas de su género, su mayor
atractivo y su más inteligente propuesta.
Si te colocaran en situación de
diseñar el vestuario de una película
futurista, como Blade Runner, ¿se te
ocurriría alguna idea concreta que en
tu opinión avanzara posibilidades
latentes en la forma de vestir de hoy?
Sí, sí, seguro. Pero de una forma
discreta, que apuntara más a los detalles
que a las líneas generales como ocurre
en la película. No sé, cosas como que
las gafas incorporaran un teléfono, o
algo así. En tanto que objetos
susceptibles de una aplicación
tecnológica precisa, yo veo a las gafas
un gran futuro. Por ejemplo.
Por todo lo que dices, parece
desprenderse que, en tu opinión, el
motor fundamental en los cambios del
vestir lo constituyen sus aspectos
funcionales, por encima de los
estéticos.
No tanto, no tanto. El factor estético
es siempre muy muy importante, y puede
llegar a ser determinante, confundiendo
incluso el aspecto estrictamente
funcional. Cuando, por ejemplo, yo, que
por mi oficio debo fijarme en cosas
como ésta, veo esas fotos en las que
aparecen varios políticos reunidos y me
fijo en la caída de los pantalones,
observo un desorden descomunal. A
cada uno la caída del pantalón le cubre
el zapato de una forma distinta, y me
pregunto cuánto más estético sería que
todos esos personajes llevaran pantalón
bombacho y medias, lo cual ofrecería
una impresión de mucha mayor
uniformidad y destacaría la línea del
zapato. Naturalmente, se trata de una
observación muy personal y algo
chocante, pero no necesariamente
desorientada. Imagino una película
ambientada en el año 3000 en la que
hombres y mujeres fueran vestidos con
medias, como en el setecientos.
Imagínate: que la referencia histórica, en
lugar de ser los años veinte o cuarenta,
como ocurre parcialmente en B.R., fuera
mucho más atrás. No hay que descuidar,
por último, el aspecto lúdico, además de
estético, que tiene la moda, y que ofrece
un amplio margen al ornamento, al
adorno por sí mismo, por encima de
cualquier aspecto funcional. Una vez
más, eso es algo que se puede ver en
Blade Runner, cuando, en la escena del
bar, en la que Harrison Ford llama por
la cabina a Rachael, se ve cómo la fauna
nocturna que llena el local hace uso de
elementos tan absolutamente
ornamentales como pamelas
transparentes o largas boquillas.
Irrealismo sucio

El 2019 de Blade Runner está cerca;


sólo treinta y un años nos separan de él,
cuatro menos de esos treinta y cinco que
George Orwell puso por medio en 1949
entre su fantasía y su profecía. Un
poquito más lejos, a una distancia
escasa de treinta y siete años, aguarda
con luz propia el 2026 de la Metrópolis
de Lang.
Por encima del juego combinatorio
de los guarismos —perfectamente
apropiado a esta película, suma de una
matemática demente— invoco aquí las
fechas de esas obras porque las tres
poseen una cifra común. Del fastidioso
concepto que desarrolla Orwell en 1984
sólo, afortunadamente, tomó Ridley
Scott la idea de futura vigilancia
tecnológica. Del diseño de Lang, como
veremos, mucho más, casi tanto, me
atrevo a señalar, como del libro de
Philip K. Dick. Y es que, justamente,
uno de los puntos cruciales de
originalidad de Blade Runner es su
articulación en torno a una imagen
figurativa y no sobre una denuncia
lógica.
D o s motivos plásticos recurren en
Blade Runner. El primero es la noción
de medio-ambiente (environement)
como lugar protagonista, capaz tanto de
las más inesperadas amenazas (según las
convenciones usuales del género
fantacientífico) como de los asilos de
mayor garantía. El director Scott lo
explica a su manera: «Caminando por
ciudades como Chicago o Nueva York
en una cruda tarde de invierno se tiene
esa sensación de ciudad sobrecargada.
Incluso al pasar por los barrios
modernos que acaban de ser levantados
se ve basura junto a los rascacielos en
construcción. Esencialmente, la ciudad
se va empequeñeciendo cada vez más
ante el medio-ambiente».
Pero junto a la realización visual,
tan espléndida, de esa disolución de la
urbe tradicional (que recuerda la más
escueta pero no menos eficaz metonimia
de Godard en Alphaville: una ciudad-
futura de cristalerías transparentes y
autopistas sin fin), Blade Runner nos
propone, y ése es su emblema más
potente, la imagen de un 2019
superdesarrollado, convertido en reino
de la acumulación no restrictiva, crisol y
cubo de basura de todos los iconos,
despojos y conquistas, lenguas,
metalenguajes, sueños y vergüenzas del
hombre y la cultura anteriores.
Arquitectura —y trazado ético— que los
realizadores de la película llamaron,
como propuesta de trabajo, retro-fitted
(retro-adaptable), y que a los ojos del
espectador se manifiesta en esa sucia
trama de irreales omegas donde
conviven la grasa inmemorial del
Oriente y las geometrías más secas del
arte occidental, el dandi de todos los
colores y el guardia rojo rebajado a
punki, el transporte por medio de
desastrados animales mecánicos y la
bicicleta, la comida ambulante de zoco y
los tenderos que se sirven del
ordenador.
Esa es la «filosofía visual» de la
película, como con cierta justificada
pretensión la designa uno de sus
artífices, Syd Mead, acreditado en los
títulos como «futurista visual» y
responsable, junto al diseñador
Lawrence G. Paull y los supervisores de
efectos especiales Douglas Trumbull y
David Dryer, del llamativo look de la
película (en Blade Runner, película de
gesto antes que de palabra, esos tres
nombres dicen más que el de los
guionistas). Filosofía que consiste
principalmente en anteponer la función
a l estilo. «Las cosas han de funcionar
día a día, y se hace lo que sea para que
funcionen. […] Si el aire acondicionado
se estropea o le pasa algo, pues se
aplica algo al edificio, un añadido en el
exterior, antes que detenerse a arreglar
la avería. Ese componente averiado se
deja y encima se coloca otra cosa, y
después se seguirá construyendo encima
de todo eso».
No hace falta elaborar mucho estas
rudas palabras de David Dryer para
entender la fuerza imantadora que Blade
Runner ha ejercido desde su primera
aparición en las pantallas hasta hoy, en
que es objeto ya de un culto mundial de
latría y de una fatría de entusiastas
descreídos a la que, imagino, este libro
aporta nuevas liturgias. ¿O es que acaso
no estamos ya acostumbrándonos —y
aún nos quedan treinta y un años— a
v i v i r con y de los barullos de una
estilización de la eficacia?
Los desperfectos de la razón
histórica, que empieza a no tener arreglo
fácil, el ingeniero del sinsentido los
recubre con capas de material efímero.

Recorramos ahora, en el trecho final,


los siete años que separan Blade Runner
d e Metrópolis, señalando primero que
la filiación de la película de Scott
respecto al cine de Fritz Lang es más
extensa y tiene sus citas más
espectaculares en la lucha de desenlace
entre Batty (Rutger Hauer) y Deckard
(Harrison Ford). En esa bellísima
secuencia, necesariamente ingenua, y
wagneriana a través del filtro Lang (el
Lang de Los nibelungos, película,
recuérdese, que solidificó
monumentalmente las exhalaciones
gaseosas del espíritu ario mucho antes
de que Leni Riefenstahl y el ministro
Goebbels intentasen lo mismo con más
sudores), Batty, rubio como un Sigffrido,
viste mallas de atleta, las luces lo
resaltan en contraluz heroico, sostiene
en su mano la paloma del sacrificio —
que volará a su muerte ante el altar— y,
en el tejado ecléctico que recuerda el
bosque de flores artificiales de cemento
y luz eléctrica por donde cabalgaba el
personaje langiano, le habla a su rival
de un punto que se encuentra «más allá
de la Puerta de Tanhäuser». Scott,
pragmático, pinta a su personaje, en una
entrevista, como «más capaz que un
atleta olímpico y con el cerebro de una
computadora».
Se trata sin duda de un homenaje o
un guiño de larga duración, pero
respecto a Metrópolis realiza Blade
Runner una sutil depredación en su
brillante definición de las Dos Ciudades
Simbióticas. La megápolis de Lang tenía
un corte vertical que, dentro de las
estupendas limitaciones del diseño de la
época, mostraba tres niveles de
metáfora: la superficie alada de los
Señores, el mediano jardín narcisista de
los Elegidos y los bajos fondos del
esfuerzo prometeico. Fredersen, el
dueño y señor de esos destinos, es un
claro antecedente del repulido Tyrell de
Blade Runner, y el envejecido
J.F. Sebastian que surte de muñecos
mecánicos a la Tyrell Corporation, un
trasunto free lance del mago particular
de Fredersen, Rotwang, creador de la
malvada robot María.
Scott, como es natural en una
empresa de estas premisas, retro-adapta
a Lang (y a otros; dos de los más
conspicuos son Frank Lloyd Wright, a
quien copia una casa, y Ray Bradbury,
en cuyo honor retiene el nombre original
del bloque de apartamentos The
Bradbury de Los Angeles, donde sitúa la
vivienda de J.F. Sebastian), pero el
funcionamiento de sus capas de sentido
es genuino.
Y así, la tríada de mundos de
Metrópolis es en Blade Runner
dualidad de substancias contrapuestas y
necesarias, que sirve a su director para
plasmar mejor que ningún otro creador
plástico o literario actual las avanzadas
de lo que pronto seremos: una cabeza
piramidal y de mucho lustre, accionada
con los secos resortes del último
elemento de la ciencia, y un cuerpo fofo
y húmedo, acabado en pies de fango,
donde las bajas pasiones tendrán el día
libre, hablando en esa jerga de la pasión
que por nada del mundo debe oír el
sentido teórico y parabólico de más
arriba.
La paradoja última que no lo es, que
muy probablemente se pretendía, es que
tan sólo seis años después de su
realización Blade Runner es un material
altamente retro-adaptable, y no sólo por
los artistas. Ya vemos, en la vida real,
los estragos que el film ha hecho en
otros posteriores como Brazil o
Robocop, en autores de cómic, en
modistos, en arquitectos. Lo más
emocionante, sin embargo, es que
empieza a verse una ética de los
comportamientos imaginarios que remite
a Blade Runner.
No hará falta que llegue el 2019
para que todos seamos, si no
completamente replicantes, sí, por lo
menos, réplicas de otros hombres más
recios y más aseados que vivieron,
según todos los indicios de la historia,
en la mitad final de un siglo que termina
con las escabrosas formas del milenio.
La Puerta de Tanhäuser

Todos nosotros, al igual que


todos los sistemas, sentimos la
avidez de desbordar nuestro
propio principio de realidad y
refractarnos en otra lógica.

Jean Baudrillard, El otro por sí mismo

He seguido con cierta curiosidad la


polémica librada recientemente en
medios de comunicación y simposios
entre críticos de diversas escuelas y
creadores artísticos. Curiosidad
propiciada por la lejanía. Por lo visto,
la gente se deja guiar por los críticos de
una manera que me resulta
incomprensiblemente dócil. En todas
esas disputas y debates no he visto bien
subrayado que el gusto del espectador
teatral o cinematográfico, del lector, del
aficionado a las artes plásticas, etc… no
debe ser formado por el crítico, sino a
pesar del crítico y contra el crítico.
Cualquier persona sensata sabe que un
crítico no es más que otro mirón, aunque
con posibilidad de escribir y por tanto
obligación de dogmatizar su
peculiarísimo gusto. Leer críticas de
artes y espectáculos es una afición
divertida por la misma razón que hay
quien se divierte leyendo horóscopos:
porque no existe obligación racional
ninguna de hacer caso. Si te tomas en
serio el esparcimiento, peligra la
cordura y te amargas con falsos y
estériles determinismos la libertad de la
existencia. El dictamen de cada crítico
debe ser contrarrestado con el de otros,
lo mismo que debemos ir de arúspice en
arúspice hasta encontrar un oráculo que
nos sea favorable…
Por mi parte, mi preceptiva es muy
sencilla: el buen gusto es algo frágil y
cuestionable, pero el malo se presenta
de manera inequívoca, vigorosa y
constante. Un crítico que ha revelado
buen gusto en dos o tres ocasiones puede
siempre fallar a la próxima, por lo que
sus dictámenes deben ser acogidos cada
vez con recelo; pero quien ya ha
probado su mal gusto —es decir, quien
se empeña en recomendarme lo que no
puede gustarme y prohibirme lo que me
gusta—, es un guía fiel, aunque al
contrario. En cuanto tengo localizado a
uno de estos turbios adivinos lo
aprovecho sin escrúpulo: cada una de
sus fobias se me convierte en
recomendación y cada una de sus
recomendaciones me hace poner pies en
polvorosa. Les debo hallazgos
inolvidables y milagrosas escapadas.
En cuestión cinematográfica tengo la
suerte de que la mayoría de los críticos
oficiales tienen un gusto detestable, es
decir, para nada coincidente con el mío.
Les pongo cabeza abajo, como Marx
quería hacer con Hegel, y me sirven muy
donosamente como brújula. Gracias a
ellos he disfrutado joyas denostadas
como El nombre de la rosa (cuanto más
semianalfabeto era el censor, tanto más
seriamente afirmaba que «la novela es
mucho mejor»), Los intocables, E la
nave va…, mientras evité con hábil
escorzo ensalzados bodrios como
Masacre o Novecento. El mayor regalo,
empero, obtenido por este sencillo
sistema fue la milagrosa Blade Runner,
uno de los mayores esfuerzos
metafísicos del cine actual. Como la
metafísica a la que me refiero no es la
tópica concentración ceñuda del
estreñido esforzándose por producir lo
que le sobra (según la conocida imagen
d e l Pensador de Rodin), sino la
reflexión vivaz y melancólica de la rosa
del presente en la cruz del porvenir, fue
de inmediato tachada de «efectista»
(insulto tan cruel como llamarla
«cinematográfica», pues no hay película
que no lo sea), «deslavazada»,
«pretenciosa», y —crimen de crímenes
— «superficial». El cine americano ya
no es lo que era, comentó algún sesudo
sabio que hace veinte años llamaba
«fascista» a John Ford y «codicioso
artesano» a Hitchkock. Bueno, al menos
él sí sigue siendo lo que era: un solemne
imbécil.
Ridley Scott, el director de Blade
Runner, había realizado ya en Alien un
sutil ejercicio espiritual sobre la
ambigüedad de la siempre hurtada
naturaleza en el ámbito del artificio
generalizado, es decir, en la perspectiva
de nuestra modernidad. En su día
dediqué un análisis pormenorizado a la
gradación contrapuesta en esa
inolvidable película desde la
espontaneidad automática de lo salvaje
(polo natural) hasta el pleno salvajismo
espontáneo de la perfecta automación
(polo del artificio). Blade Runner es un
replanteamiento del tema, pero con la
notable variante —mejor dicho,
agravante— de que lo artificialmente
producido es precisamente nuestro
vínculo más directo e irremediable con
lo natural: la conciencia de la propia
finitud. O la conciencia sin más, pues
ser consciente es saber incesantemente
que el cese es en todo momento posible.
El miedo a la muerte es el filo más
estrecho por el que camina la condición
humana, el borde donde lo natural se
adelgaza al máximo pero a la vez se
hace máximamente firme. Por un lado, la
necesidad de la muerte, su presencia
inocultable y permanente en lo más
íntimo de nuestra experiencia (lo único
que con certeza está llegando, pues la
cuenta atrás ya ha comenzado) es nuestro
vínculo definitivo con el orden natural,
el proceso inexorable de lo no elegido
que nos consiente pero no nos conserva.
La muerte es la frontera natural de toda
ambición, todo fervor y toda rapacidad,
la pura y simple derrota del amor que
quisiéramos invencible. De todos los
proyectos que nos conciernen, el único
que sin falta ni excusa habremos de
cumplir es aquél en el que nada de
propio hemos puesto, el que nos trata
con mayor impersonalidad y menos
miramientos. La muerte propia que
reclamaba como don el poeta Rilke es
un contrasentido impotente, pues no
podemos ostentar ninguna propiedad
sobre aquello a lo que justamente
pertenecemos. Pero por otro lado, si
bien morir es lo más natural que nos
ocurre, aquello en lo que estriba por
antonomasia lo incontrolable de nuestra
naturaleza, saber que vamos a morir es
la característica menos refutablemente
humana. De modo que la muerte nos une
a la naturaleza, pero la conciencia de la
muerte nos distancia de ella. Ni el
animal ni la máquina se saben mortales:
de ahí su peculiar invulnerabilidad y
también lo relativo de la emoción que
despiertan. Para empezar de veras a
conmovernos tienen que soportar la
proyección de nuestra conciencia de
acabamiento, de nuestro riguroso
presagio de muerte. La proximidad de su
extinción les humaniza.
La vida es trivial, la muerte es
trivial: por trivial entiendo animal,
mecánica, natural. La conciencia del
horror y del júbilo de la vida resbalando
hacia la muerte, de la muerte
empinándose más y más hasta hacerse
con la vida: esto es lo sobrenatural, lo
humano, lo trascendente. Lo contrario de
lo humano es lo inconsciente: egoísmo
contra identidad.
Blade Runner está presidida por el
tema del tiempo. La Ciudad del futuro se
muestra ya vieja, gastada, pasada
(incluso pasada por agua, ciertamente).
A los replicantes se les inventa la falsa
memoria de un pasado que nunca existió
(pero ¿ha existido alguna vez lo
pasado?): esa memoria sirve para
identificarles en la ilusión y
denunciarles en la realidad. En la
Ciudad siempre es de noche, hora de
sombras y luces chillonas más allá del
crepúsculo. El detective afronta su
último caso, vuelve hacia la tarea
pasada que abandonó y la reemprende
por última vez. Los ojos de los
replicantes los fabrica un anciano
milenario que vive en estado de
hibernación; sus cuerpos, un joven
artesano violentamente envejecido por
el síndrome de Matusalem. Los animales
son cosa del pasado, aunque
perfectamente reproducidos en
autómatas del presente. Los replicantes
vuelven a su origen en busca de su
creador, obsesionados por el breve
plazo de tiempo que éste les ha
concedido. Quieren más tiempo, quieren
todo el tiempo, quieren que el tiempo no
pase por ellos. Al líder de los
replicantes —espléndido Rutger Hauer
— se le va acabando el plazo concedido
antes de lograr concluir la misión que se
ha encomendado a sí mismo (rescatarse
del tiempo). Finalmente sólo el amor se
revela como capaz de un presente que no
necesita pasado y se desentiende del
futuro, fragilidad sin excusa y por ello
mismo invulnerable.
Al final, cuando expira el tiempo,
vuelve la constancia de lo irrepetible:
«He visto atacar naves en llamas más
allá de Orion. He visto rayos C brillar
en la oscuridad cerca de la Puerta de
Tanhäuser». Espectáculos ni más ni
menos asombrosos que cualquiera de los
testimoniados por el individuo más
modesto. «He visto… estuve allí…
padecí… anhelé… perdí…»: sólo es lo
que no es, todo ya es pérdida y lo
llamamos nuestro. «Momentos que se
perderán en el tiempo como lágrimas en
la lluvia»: bienvenido a la humanidad,
hermano replicante.
La luz perversa

Yo descubrí Blade Runner entre la


lluvia del norte. El asfalto siempre
húmedo y empapado de grises
deslizantes y la atmósfera abarrotada de
gases oscuros, me impedían contemplar
los soñados prados rabiosamente verdes
que noticias de otros tiempos narraban
con melancolía. También la variada
fauna y los peces que fatigaban su río
desde lo alto de la montaña hasta lo
hondo del valle, habían desaparecido.
Desde niño, estoy acostumbrado a
los paraguas y a los amplios capotes con
olor a brea que protegen de lo que, en
otras geografías más secas, consideran
inclemencias del tiempo.
Me inicié en el erecto mirar viendo
grandes chimeneas penetrar cielos
violáceos entre la niebla que el sol no
conseguía desgarrar, y en las noches
oscuras bocas invisibles lanzaban
lenguas de fuego ocultando el trabajo
sudoroso de los hombres en el interior
de sus fábricas. La Tierra también
tragaba en sus negras fauces durante el
día, otros hombres que descendían
callados hasta sus profundas entrañas.
No eran replicantes ni androides, ni
esperaban verse trasladados a las
prometedoras «colonias exteriores». A
los que intentaban escapar a su destino
de esclavos les daban caza unos seres,
menos sofisticados y cosmopolitas que
los Blade Runner, que también
realizaban «servicios especiales»: éstos
eran conocidos como «la brigadilla».
El tiempo en su proceso inexorable
pasó, y la historia social de mi infancia
se disolvió y se mutó en arena que los
vientos depositaron en los siete
desiertos.
La lluvia continúa cayendo y los
canalones, a veces, no dan abasto
intentando evitar el desplome de los
aleros. El río sigue bajando oscuro,
aunque menos negro que entonces, y las
especies que habían desaparecido no
han vuelto.
En mi pueblo, nadie hablaba
interlingua, ni siquiera bable. No había
luminosos digitalizados en pantallas
gigantescas anunciando Coca-Cola o
Atari con boca seductora a lo Marilyn
interpretada por Andy Warhol, ni
invitaban a nadie a probar suerte en las
maravillosas «colonias exteriores». No
se veían los plurales neones iluminando
las misteriosas esquinas. A lo más,
alguna bombilla Osram de bajo voltaje
que producía aquella luz mortecina y
ácida con olor a azufre.
En mi pueblo era notable la ausencia
de haces de luz circulares surcando los
espacios de la ciudad de Los Angeles,
coloreándola y preñándola de sutilezas
éticas y estéticas. A veces, linternas
alimentadas con pilas Tudor rasgaban la
noche con «naranjeros» cargados de
plomo, buscando algún «fugao» que se
hubiera tirado al monte. Nadie iba muy
lejos… y seguía lloviendo igual que
siempre.
No había «Angeles de fuego que
bajaran del cielo con espadas
flamígeras…». La policía no tenía
máquinas voladoras tipo «Spinner» que
permiten recorrer velozmente el asfalto
y subir hasta las azoteas de los
rascacielos de cuatrocientos pisos.
Los ingenieros de mi pueblo no eran
genéticos: eran ingenieros de minas. No
explotaban la tierra con sofisticadas
máquinas industriales, sino con hombres
y mulas que se quedaban ciegas. No
existía la Tyrell Corporation, ni
fabricaban Nexus 6, el sueño más
soñado por el cincel de Praxíteles: la
belleza, la perfección y el deseo de
inmortalidad.
En mi pueblo, ya lo he dicho, no
había replicantes o pellejudos, como los
definía Bryant. La policía no usaba
máquinas y técnicas altamente complejas
en los interrogatorios tipo Voight-
Kampff como utilizan los Blade Runner,
para descubrir a los replicantes
renegados y «retirarlos». La policía de
mi pueblo —eran otros tiempos—
empleaba otros métodos en los
interrogatorios para otros fines.
Bajo la lluvia, los paraguas en mi
pueblo se consumen como McDonalds,
pero aún no llevan luz ni colores en las
varillas como en el 2019, en la ciudad
de Los Angeles.
Las fronteras tampoco eran
enigmáticamente galácticas como en
Blade Runner. En el húmedo asfalto no
había chinos que vendiesen perritos
calientes ni existía el variado y
cosmopolita mestizaje de Los Angeles.
Allí, al lado de aquel Río Negro y
de aquellas bombillas opacas, empecé a
pintar sin evitar lo arduo del caminar y
lo yermo de los desiertos, llegué durante
un mes de noviembre, un día de lluvia,
invitado por Ridley Scott, a Los
Angeles, en el año 2019, para saborear
una gran obra de Arte: el banquete más
esencial, fantástico y libre de la plástica
en movimiento. Era como los mil y un
desnudos bajando las mil y una
escaleras de Marcel Duchamp. Sentí que
la luz, que es la que produce el color, se
había multiplicado abriendo 2019
ventanas. La luz no venía solamente del
este. La luz de Blade Runner no viene
de ninguna parte y está en todas. El
color es polimorfo y la luz perversa.
Ridley Scott me contó que iluminó con
libertad el espacio de la misma manera
que Velázquez libremente iluminó Las
Meninas.
Cada objeto, móvil o inmóvil, tiene
su luz propia. «Nada es impenetrable,
nada es opaco, y la luz encuentra la luz».
Es todo lo contrario a lo quieto, a veces
monstruoso, y clasificado de los museos.
Al final, en la azotea del edificio
Bradbury, como un cuadrilátero
neoclásico después de un combate,
patinado de ruinosas memorias brillando
bajo la lluvia, la cabeza greco-romana
de Nexus 6, pronuncia las últimas
imágenes en presencia de Deckard: «Yo
he visto cosas que vosotros no creeríais.
He visto atacar naves en llamas más allá
de Orion. He visto rayos C brillar en la
oscuridad cerca de la Puerta de
Tanhäuser. Todos esos momentos se
perderán en el tiempo como lágrimas en
la lluvia. Es hora de morir».
Nexus 6, languideciendo como el
brillo de una estrella, suelta la blanca
paloma que retenía dulcemente en su
mano, y ésta emprende un vuelo
ascendente y estelar sobre el Lloyd’s
Bank de Richard Rosers. Nexus 6,
convertido en mármol griego, ya no
siente la lluvia resbalando por su cabeza
ni la pátina que el tiempo produce.
Rachael y las truchas

En las últimas escenas de la


película que nos convoca en este libro
el héroe y la bella replicante se
pierden ebrios de futuro por un
luminoso paisaje. Alguien (quizá más
cercano a la producción que a la
dirección) ha querido insinuar
anticipándose por sorpresa a la caída
del telón que siempre es posible soñar
con un edén al oeste de cualquier
montón de escombros. Muchos
espectadores serios habrán torcido el
gesto ante este desenlace a traición y
consideran que basta borrarlo de la
mente para retener intacto el sabor de
una obra de arte maestra. Mis
disculpas para quienes habían
conseguido olvidar el lance pero creo
de verdad que éste no deja de tener su
morbo científico-filosófico. En efecto,
el fin semiñoño de esta historia bien
podría ser el principio de una pesadilla
que, caso de llevarse a la pantalla,
plantearía, ahora sí, un verdadero
desafío a «los arregladores de finales».
Nuestra particular ficción empieza
pues, precisamente, donde terminan
tantas historias de amor: en una boda.
Asistimos a la primera unión mixta
natural él, artificial ella. Es otoño del
año 2019 y la ceremonia se ha sellado
con una buena e íntima comida china.
Verano de 2068. John se dirige al
rectorado de la universidad. Está
eufórico. Hoy se publican los resultados
de las pruebas para el acceso a la
facultad de biología. Aunque no tiene la
menor duda de haberlas superado (¡qué
preguntas tan ingenuas para un científico
precoz como él!), el hecho de ir a
constatarlo no deja de ser una alegre
ceremonia. Durante un rato intervendrá
en los corrillos que se formarán en torno
a las listas. Consolará a los que no han
tenido «suerte» y hará proyectos con los
futuros compañeros.
Llega con las manos en los bolsillos
y con la amplia sonrisa de quien no
necesita (ni por lo tanto tiene prisa por)
mirar la relación de admitidos. Dos
amigos, para los que la cosa no estaba
tan clara, se abrazan jubilosamente
como futbolistas que acaban de
colaborar en la consecución de un gol.
John se acerca a ellos ampliando, aún
más, su sonrisa. Un raro pestañear se
apodera de las risas de sus amigos, se
miran, le miran. Todo el mundo le está
mirando. Ha habido un error, piensa
John.
—No estás en las listas, John. Debe
de haber habido un error.
—Voy a ver.
Los corrillos se deforman en un
pasillo por el que John camina en busca
de la papeleta explicativa. Todos,
admitidos y rechazados, estudian el
semblante de John con curiosidad. Un
gran tipo debe reaccionar como un gran
tipo ¿no?
—¿Qué ha sido, John?
—Dinos algo, somos tus amigos.
Está claro que los grandes tipos
también se descomponen. John se aleja;
en realidad ya está muy lejos. En el
puño aprieta con rabia la bola de papel.
¡Imbéciles! Las pruebas médicas no
pueden haber revelado mis antecedentes
genéticos. Ni siquiera saben que eso no
es posible. Ni siquiera saben que yo sé
que eso no es posible. Ha sido el
maldito soplo de un cretino que ni
siquiera se habrá beneficiado del hueco.
Han dado la razón a la abuela Rachael.

Primavera de 2075. La abuela


Rachael ha cumplido ochenta años,
aunque hace tan sólo cincuenta y ocho
años que fuera «inventada». John se ha
dedicado finalmente a la pequeña
empresa familiar, una piscifactoría que
suministra truchas frescas a los hoteles y
pescaderos turísticos de la zona. Cuando
Rachael y Deckard fundaron el negocio
aún quedaban peces en los lagos y
arroyos. Deckard intentó al principio
criar la especie autóctona, verdadero
símbolo del lugar y principal atractivo
para los pescadores domingueros. No
fue posible aclimatarla a las piscinas y
la especie acabó extinguiéndose del
todo. Sin embargo, Deckard logró que
alguien le «sintetizara» una réplica
perfecta: igual aspecto, mejor sabor y
dicen que incluso más divertida de
pescar a la cucharilla. No sobrevive
mucho tiempo en libertad (lo suficiente
para morder algún anzuelo), pero para el
negocio eso no es sino una ventaja más.
Roy, el hijo de Rachael y Deckard, y su
esposa Miriam, siempre han vivido
felices cuidando de las truchas y del
pequeño John. El abuelo murió en 2048
sin dejar información alguna sobre los
científicos que le habían ayudado.
Todos los datos sobre la creación de las
truchas replicantes (más de dos mil
discos de un millón de megas)
permanecieron en la caja fuerte hasta
que John se interesara repentinamente
por ellos. Fue la noche de aquel día en
que fue rechazado por la universidad.
Desde entonces John ha trabajado en
solitario en un laboratorio que empezó
siendo un simple cobertizo construido
cerca del tanque de los alevines (su
responsabilidad en la piscifactoría),
pero hoy el cobertizo no es más que la
entrada a un inmenso laboratorio
subterráneo. Nadie sabe, excepto
Rachael y el propio John, hasta dónde se
extiende por el subsuelo. Allí, junto a la
puerta, en medio del murmullo de los
chorros de agua y del burbujeo de los
tanques cercanos, dormitaba Rachael de
cara a los ya débiles rayos de sol.
—¿Montando guardia?
—¿Qué? Hola John. ¡Oh no! Pensaba
que estabas dentro, dando los últimos
toques.
—Todo está comprobado una y mil
veces, abuela. Yo estoy preparado para
la prueba definitiva. Sólo falta que lo
estés tú.
—Confío en ti. No tengo miedo. Ya
llegará el momento. No te impacientes.
Sólo quiero que hablemos un poco más
de todo ello.
—Me muero de ganas por hacer el
gran experimento, pero también me gusta
filosofar sobre sus consecuencias.
—Siéntate.
—El éxito con las truchas y con los
otros animalitos es una garantía relativa,
ya lo sabes. Y encontrar un voluntario
humano no sería muy difícil. Hay mucha
gente desahuciada que se prestaría.
Todavía estás a tiempo.
—Ya tienes tu voluntario. ¿Qué diría
August Weismann si levantara la
cabeza? ¿Tú crees que él llegó a
imaginar lo que estás a punto de hacer?
—Imposible, a finales del siglo XIX
esto era del todo inimaginable. En aquel
tiempo especulaban sobre una cuestión
que ni siquiera podían constatar
experimentalmente. A Weismann le
repugnaba la idea de Lamarck según la
cual la evolución se explica por la
«herencia de los caracteres adquiridos».
Incluso Darwin llegó a admitir esta
posibilidad. Si las jirafas tienen el
cuello largo es de tanto estirarlo, es
decir, el efecto de generaciones y
generaciones debatiéndose por alcanzar
bayas de ramas cada vez más altas.
Weismann no creía que el hijo de un
herrero hubiera de nacer con una
musculatura privilegiada y argumentó
que a partir de un huevo fecundado
empiezan dos procesos independientes
de división celular, la que lleva al
cuerpo adulto, «el soma», y «la línea
germinal», el punto de partida de la
generación siguiente. El primero es
necesariamente mortal, pero el segundo
es potencialmente eterno.
—No lo entiendo del todo, pero
estoy segura de que hubieras sido un
buen profesor universitario. En realidad
me lo he aprendido de memoria y me lo
repito tantas veces que ya no sé si lo
entiendo o es que, sencillamente, me es
familiar: el cuerpo debe morir, pero la
información que de-ter-mi-na to-tal-
men-te a un in-di-vi-duo es po-ten-cial-
men-te in-mor-tal. Mi cuerpo morirá
pronto, pero antes de que eso ocurra tú
vas a hacer una copia exacta. Seré
artificial, pero en mi caso no más de lo
que ya he sido hasta ahora.
—Estoy orgulloso de mi única
alumna. Pero quiero que entiendas que
yo sólo estoy seguro de reproducir el
cuerpo, cerebro incluido. El nuevo
cuerpo será sobre todo eso: nuevo, con
la edad virtual que decidas. Sólo falta
saber si serás «la misma» o sólo
«idéntica». Con los animales no ha
habido forma de averiguar tal cosa,
claro.
—Pero tú siempre has dicho que
aunque la materia cambie, lo importante
es «la forma». De hecho cualquier
individuo, incluso los «naturales»,
cambian sus moléculas miles de veces a
lo largo de sus vidas. Y no por ello
dejan de ser «ellos mismos» a medida
que envejecen. Nunca he entendido tus
reservas en este punto.
—Está bien, ya que me obligas te lo
diré. De lo que no estoy seguro es de
que «todo sea cuerpo» en la esencia de
un individuo.
—¡John! ¿Qué estás diciendo? La
prueba de que «todo es cuerpo» la tienes
delante. ¡Yo soy la prueba!
—Perdóname, no quería ofenderte.
No dudo de que tienes la misma
cantidad de «alma» que cualquier otro
ser humano. El problema es si tenemos o
no tenemos. Si no tenemos la cuestión
está zanjada. Podemos ser eternos,
podemos ser todos dioses. Pero si
tenemos alma es que alguien o algo nos
la insufla en un momento determinado.
Da igual si es durante la fecundación del
huevo o durante el proceso de
elaboración de la copia replicante. En
ese caso, ¿por qué habrían de
insuflarnos la misma alma y no cualquier
otra de las que esperan para existir? Si
Dios existe, es Dios quien nos sopla el
alma. Y si Dios existe no veo por qué
habría ahora de conservar el alma en
cada replicación. Es como si fuera
precisamente yo el que le ha hecho
cambiar de opinión. Si nos quisiera
inmortales ya lo seríamos.
—Pero tú puedes haber conseguido
algo que nadie ha conseguido antes: un
replicante exacto de otro cuerpo. Para
evitar errores utilizas directamente el
cuerpo «original». Por eso debes
«matar» el «original»…
—Sí, no hay método de «copias
indirectas» que no introduzca
variaciones, y un solo error produce ya
otra persona.
—No me interrumpas. Si tu método
es bueno…
—Lo es.
—No me interrumpas. Si consigues
reproducir un cuerpo exactamente…
—¡Con precisión infinita!
—… entonces, si tiene éxito, si
después de la experiencia resulta que yo
sigo siendo yo… ¡Dios mío! ¡Eso
significará que Dios no existe!
—Tienes razón. He diseñado una
experiencia que puede probar la
existencia de Dios, mejor dicho, que
puede probar la no existencia de Dios.
Y eso no es lo peor: lo que estamos
deseando es que mi experimento tenga
éxito, es decir, que Dios no exista. ¡Que
Dios me perdone!
……………………………………………
Abuela ¡Por Dios! ¡Qué tontería
estamos diciendo! La inmortalidad
pasará sencillamente de ser una
imposibilidad a ser una posibilidad.
—¿Te parece poco?
—Una bacteria se convierte ella
misma en su propia descendencia y se
puede decir, según cómo, que no muere
por el hecho de duplicarse. Sin embargo
«es mortal», ello no le salva de la
posibilidad de morir. Tú tampoco
estarás a salvo de un accidente mortal y
si ello ocurre no habrá réplica que
llegue a tiempo de salvarte. Y cuantos
más siglos vivas más alta será la
probabilidad de que ocurra un accidente
mortal.
—Bueno, bueno. De acuerdo, Dios
se reserva siempre el derecho de
matarnos, pero tu experimento puede
probar que el alma no existe y si el alma
no existe, el papel de Dios queda muy
descafeinado.
—Mi experimento probará en todo
caso que el alma está mucho más ligada
al cuerpo de lo que siempre hemos
creído. Un hombre en particular, con un
poco de suerte, tiene la posibilidad de
vivir dos millones de años con la misma
alma. No está mal, aunque sólo sea
como avance de la medicina.
—Pero la idea de la muerte será
algo insoportable. No habrá consuelo ni
resignación posible.
—Eso es cierto. Al cruzar una calle
uno se jugará algo más que la «vida».
Morirse significará terminar con una
posibilidad teórica de eternidad. Sólo
puede morir lo que está vivo, pero no
todo lo que está vivo tiene por qué
morir. Morir dejará de ser una «ley de
vida». Una frase menos para las
condolencias en los funerales. ¡Y no
había muchas!
—John, eso no tiene gracia. Pobre
Roy. Ahora me acuerdo de él. Su
máxima obsesión era saber cuándo iba a
morir. Pero quizá se llegue a conseguir
la «renovación» con copias indirectas.
A lo mejor la consigues tú mismo. De
este modo todos podríamos hacernos
unas copias de seguridad a tiempo y
dejarlas a buen recaudo.
—¡Qué horror! Eso plantea la
posibilidad teórica de duplicarse en
vida, incluso de triplicarse… ¿Te
imaginas la colisión de dos «yoes»?
Abuela, estamos cansados, esto no es
más que ciencia-ficción.
—¿Dos «yoes»? ¿Un «yo»? ¿Cuál es
la esencia del «yo»?
—Un montón de bits contenidos en
el mensaje genético, supongo. Un «yo»
que no tenga reparos por perpetuarse en
forma de «replicante» puede ser tan
inmortal como el propio mensaje
genético. No te molestes otra vez,
abuela. En realidad todo esto es el
desquite de ya sabes qué veinticinco por
ciento de mi «yo». En eso difiere nuestra
marginación de la que sufren los
esclavos, los pobres o los parados.
Nadie desea ser esclavo, pobre o
parado. Pero, si acierto en mi empresa,
¿quién será capaz de rechazar una
«renovación» periódica en forma de
«replicante»?
Invierno de 2148. Fuera llueve con
fuerza. Son muy pocos los que utilizan el
maloliente e insalubre exterior para sus
movimientos, pero el clima influye en el
ánimo. Uno puede poner a salvo el oído
y el olfato, pero la atmósfera se ve y se
siente. La luz solar apenas se abre paso
hasta las ciudades; eso es ya materia de
vacaciones. Según cómo mejor; así no
hay discusiones a la hora de aceptar uno
de los tres turnos diarios destinados al
descanso. Sólo en los pueblos puede
dormir todo el mundo al mismo tiempo.
Rachael camina con elegancia por la
rampa mecánica. Siempre se adelanta
algo. Lleva gafas negras para practicar
su entretenimiento favorito cuando se
desplaza por las rampas: observar todos
y cada uno de los rostros que circulan en
dirección contraria. Tantos y siempre
distintos. Los mudos relámpagos de la
tormenta se funden con los destellos de
los neones. Sí, hoy hay tristeza. La lluvia
entristece. Uno. Dos. Tres. Todos son
desconocidos y sin embargo todos son
previsibles. Uno, dos, tres. Cada uno de
ellos en particular es improbable, pero
pocos sorprenden. ¿Qué ocurre ahora?
Parece como si los rostros de esta serie
conservaran los restos de una sonrisa
reciente. Cada vez más reciente. Ahora
ya sonríen abiertamente. Incluso hay
quien intercambia unas palabras con su
vecino más próximo. La rampa termina
en una plaza donde convergen otras
rampas, un cruzarse isótropo de gentes.
Aquí está el origen del flash de
felicidad ambiental. Todos miran hacia
el mismo lado sonriendo y sonriéndose
unos a otros. Es una mujer con un niño
en los brazos. ¡Un niño! Al parecer
todavía puede conseguirse alguna
licencia. En la nueva rampa, Rachael
observa que algunos rostros le
interrogan levemente con la mirada.
«Claro, debe de ser mi sonrisa», piensa.
En el comedor hay cierto bullicio,
pero más debido a los camareros que a
los clientes. En general, éstos se
concentran distraídamente en su bol y en
la enorme pantalla donde unas imágenes
muy familiares anuncian el telediario de
mediodía. Algunos se colocan el
auricular individual para escuchar el
sonido. La bella presentadora informa
que acaba de morir Stephen K. Donovan
víctima de una cirrosis hepática. El
verbo «morir» hace que muchos
bocados se queden a medio camino. Ya
no hay auriculares libres. Un camarero
conecta el sonido a los altavoces de la
sala. La noticia debía producirse en
realidad tarde o temprano, porque
Stephen K. Donovan pertenecía a una
antigua secta religiosa que se oponía a
la «renovación por copias replicantes» y
estaba considerado como el último ser
humano totalmente «natural». Tenía
sesenta y nueve años. La bella
presentadora se ha emocionado un poco
y ha prometido un amplio reportaje para
este fin de semana. También habrá
coloquios y entrevistas. Rachael
adelantará sus vacaciones a mañana
mismo.
Epílogo
Por los ocultos ojos del sueño descubro
la lluvia persistiendo sobre el espejismo
futuro,
la niebla hacinada de sombras
y el laberinto de lenguas indecibles,
donde se confunde el entendimiento.

La vida de los hombres


—y la de aquellos que se les asemejan
—,
sucumbe inexorablemente en la ciudad
entrevista.
Alguien, huérfano de pasado,
en la infinita reiteración de su destino,
en algún instante de la eternidad,
mata al Creador y convierte la lluvia
en el olvido de todas las visiones,
en el silencio de todas las respuestas
que
—no obstante—
jamás fueron ni serán pronunciadas.

Antonio Tello
Apéndices
1. Una entrevista con Ridley
Scott
Olivier Boissière y Dominique Lyon

E n Blade Runner (1982) se da una


versión muy conseguida de lo que
podría ser la ciudad del futuro: ese San
Angeles que según usted reagrupará
San Francisco y Los Angeles de aquí a
cuarenta años. ¿Cómo surgieron esas
imágenes?
Al comenzar a trabajar en la película
no era mi intención un cambio tan
pronunciado del futuro cercano. La gente
podría no entenderlo y quedarse sólo
con lo exótico y lo excesivo. Dentro de
cuarenta años nos pasearemos por la
calle y todo será como ahora, excepto
que al doblar una esquina, de repente,
nos encontraremos con algo fuera de lo
común. Así me imagino el futuro
cercano.
Al preparar cada película elijo
siempre con mucho cuidado a un
ilustrador que convenga a los fines que
persigo. Para Alien (1979) conté con
Geiger y Ron Cobb. Tres años antes
había encontrado en una pequeña
librería una obra muy interesante de Syd
Mead titulada La Centinela. Entonces
me puse en contacto con él para que
diseñara los vehículos: el «spinner»
volador, los camiones, los taxis. Syd
trabaja tan deprisa, nuestras
conversaciones eran tan interesantes,
que inevitablemente nos extendimos al
entorno, a la ciudad. Él solía mencionar
el «shock del futuro», del que yo nunca
había oído hablar, para sugerir que el
futuro no va a ser nada divertido. Era de
lo que charlábamos, siguiendo una
lógica verdaderamente apasionante.
Quiero decir que no se trataba de dejar
volar la imaginación, sino de seguir un
proceso totalmente lógico. El siguiente
paso fue pedirle bocetos de la ciudad,
cómo podría ser, de qué manera se
desarrollaría. Y lo más curioso es que
e s o s gouaches fueron ya la imagen
exacta de lo que luego construimos. Así
nacieron esas imágenes.

¿Es usted diseñador?


Estuve tres años en Bellas Artes, en
pintura. Trabajé de ilustrador, de
fotógrafo y en publicidad. Supongo que
así se explica mi buen entendimiento con
Syd Mead. El resultado fueron esos
dibujos a partir de los cuales se
construyeron los decorados. Por razones
financieras, la mejor manera de hacer y
controlar la película era rodarla en los
decorados exteriores de la Warner
Brothers, donde tienen construida una
gran calle con todos sus edificios. Así
que la visitamos, hicimos fotografías
aéreas y corregimos y ampliamos lo que
nos interesaba mediante enormes
paneles. Luego Syd pintó todo cuanto
podría suceder en esa calle en los
próximos años. Llegamos a la
conclusión de que se tenderá a sacar sus
tripas al aire, de que el aire
acondicionado y la electricidad serán
más baratos y más fáciles de reparar
instalados en el exterior de los edificios.
También nos pareció lógico concebir
estas estructuras cuidando su estética. Es
exactamente el caso del Lloyd’s Bank,
que tanto me interesa. Syd tenía razón.
E n Blade Runner también se ven
tres célebres edificios de Los Angeles:
Ennis House, de F.L. Wright, Union
Station y el Bradbury Building.
Es cierto que le concedo mucha
importancia a la arquitectura. Antes de
hacer la película, cuando aún no sabía si
utilizaríamos o no decorados, me
dediqué a recorrer algunas ciudades de
Estados Unidos en busca de calles y
edificios aprovechables. Luego no
pudimos utilizarlos pero anduve por
Florida, Boston y por supuesto Nueva
York, donde siempre encuentras lo que
quieres aunque luego no puedas
utilizarlo, porque resulta imposible y
carísimo bloquear un par de calles
durante diecisiete semanas. Así que
cuando llegué a Los Angeles sabía ya
que habría que construir decorados. Y
que aquellos decorados que el
presupuesto no nos permitiese construir
habría que buscarlos. Para el
apartamento del protagonista podíamos
habernos contentado con otra cosa, pero
veía absolutamente necesario el hecho
de que viviese solo, de que fuese el
único vecino de un enorme bloque,
porque eso significa mucho en cuanto al
estado de la ciudad. Era una idea muy
gótica porque se trata de un personaje
muy gótico. El caso es que terminamos
localizando en Los Angeles los edificios
que necesitábamos.

¿Qué le interesó de los elegidos?


Son obras de arte, obras maestras.
El Bradbury Building se construyó a
finales del siglo XIX. A su belleza hay
que añadir su atmósfera a lo Philip
Marlowe. Lo pensé al principio para el
apartamento de Harrison Ford, porque
su personaje tiene mucho de Marlowe,
pero luego me gustó más la idea de un
personaje más contemporáneo, en un
gran bloque de cuatro mil apartamentos
vacíos. Me interesé por las
construcciones de Frank L. Wright
porque estoy convencido de que en el
año 2019 habrá una vuelta a la
decoración en arquitectura. Es el caso
del Lloyd’s Bank y su uso de lo
decorativo. Por si no fuese poco
complejo, en el futuro se complicará
todavía más. En Wright se conjuga lo
decorativo con lo utilitario. Es
divertido: sus bloques no son de piedra
sino de cemento, una idea muy utilitaria.
Pensamos rodar en una de sus casas
pero no podíamos meter en ella un
equipo de rodaje y correr el riesgo de
estropear algo tan valioso. Terminamos
reproduciendo el exterior y construimos
un decorado para Harrison Ford. Me
encantaba la idea de que se asomase a
contemplar la ciudad, las naves de la
policía sorteando los edificios.
Whoom… Estoy seguro de que eso
impactará.

¿Podemos hablar de la influencia


de pintores?
Sí, desde cualquier pintor del siglo
XIX hasta otros mucho más antiguos. Me
interesa la pintura tradicional, la
figurativa, la que crea la ilusión de la
tercera dimensión. En este sentido la
pintura contemporánea es más limitada
al ser literalmente bidimensional. Sé que
es una estupidez olvidar, digamos, el
poder de Matisse, su grafismo, sus
imágenes verdaderamente potentes. O
Picasso, que es otro genio aparte. Sin
embargo no opino lo mismo de otros
contemporáneos.

¿Qué le hace decidirse por una u


otra referencia? Pongamos el caso de
Alien.
Se trata de una vieja historia porque
yo en aquella época preparaba Tristán e
Isolda. Prácticamente había terminado
ya de prepararla y teníamos incluso listo
el guión. Estaba en Hollywood y tuve
entonces ocasión de ver en un pase antes
de su estreno La Guerra de las
Galaxias (1977), que me impresionó
hasta el punto de hacerme cambiar de
rumbo en mi trabajo. Ahora ya no sé
muy bien si acerté o no, pero entonces
me convencí de que había elegido un
camino demasiado limitado, de que me
había equivocado con el Tristán. En
lugar de hacer un Tristán del siglo XI
o XII decidí que el tratamiento sería
futurista. Siguiendo paso a paso el guión
dibujé cómo me imaginaba a esos
caballeros en el futuro y también su
entorno, sus vehículos. Llegué a reunir
un enorme dossier de dibujos. La gente
creía que me había vuelto loco.
Entonces fue cuando me enviaron el
guión de Alien. Había sido ya leído por
cinco o seis directores que lo habían
dejado caer de las manos como si no
valiese nada. Yo pensé: ¡Dios mío, pero
si es buenísimo! Además, todo cuanto
había dibujado para Tristán podía
aplicarlo a Alien. Sabía cómo
arreglármelas y acepté, vaya si acepté.
Para Tristán la referencia concreta era
Moebius, que influyó en mis dibujos
pero también en mis ideas. Cuando un
ilustrador estudia el trabajo de otro es
fácil introducirse en su manera de
pensar. Esa forma suya de combinarlo
todo, el futuro y el pasado, eso lo hace
creíble. Moebius es el ilustrador más
prolífico, el más ingenioso que conozco;
no se limita a ningún estilo en particular,
sus referencias son muy extensas. Lo
abarca todo.

¿En su caso es muy diferente el


producto final del story board?
Normalmente no. Para Alien dibujé
el story board de toda la película y en el
rodaje lo respetamos plano a plano.
2. Un texto de Ridley Scott

El argumento de Blade Runner dio


un guión estupendo y, curiosamente,
algo similar ocurrió con Alien. Cuando
me llegó Alien, como llovido del cielo,
pensé que era un argumento
maravilloso e imaginé lo que podía
hacerse con él: lo vi en su totalidad.
Michael Deeley me trajo Blade Runner
precisamente cuando estaba
terminando Alien. Mientras leía el
guión pensé que era muy interesante,
pero también me dije: «Oh, otra vez
ciencia-ficción». Luego, mientras
preparaba otra cosa, el guión de Blade
Runner no se apartaba de mi mente.
Llegué a pensar que en realidad no era
en absoluto ciencia-ficción. De alguna
extraña manera, era más bien cine
contemporáneo. De modo que fui a ver
a Michael Deeley y le dije:
«Hagámoslo».
Si observas ciudades como Chicago
y Nueva York en una cruda tarde de
invierno, se tiene esa sensación de
ciudad sobrecargada. Incluso al pasar
por los barrios modernos que acaban de
ser levantados se ve basura junto a los
rascacielos en construcción.
Esencialmente la ciudad se va
empequeñeciendo cada vez más ante el
medio-ambiente.
Las modas no cambiarán muy
drásticamente en cuarenta años. Y creo
que ése es un desastroso error que
siempre cometen los cineastas: el
síndrome de las cremalleras en diagonal
y el pelo color platino. Si haces una
historia futurista, a menos que des un
salto de cien, doscientos o trescientos
años, no verás una conversión tan
espectacular. Sin duda, no la verás en
cuarenta años.
Cuando nos dispusimos a hacer esta
película, decidimos transformar en tabú
la palabra «androide». Afirmé que le
partiría la crisma con un bate de béisbol
a quien empleara el término «androide».
Esta palabra plantea todo tipo de
preconceptos sobre el tipo de film que
puede hacerse. Un androide podría ser
humano, de hecho un ser de carne y
hueso, genéticamente estructurado, pero
resolvimos no aplicar ese término
porque se ha hecho de él excesivo uso y
abuso. Así creamos nuestra propia
palabra, que es «replicante».
Un replicante es, básicamente, un ser
humano completo, un cultivo de pura
carne, muy avanzado y altamente
perfeccionado. Y ésa es justamente la
singular dicotomía de todo el relato. El
trabajo del detective consiste en ser una
especie de policía, pero también un
exterminador en caso necesario. Debe
dar caza a los replicantes que por
casualidad logran internarse en la
ciudad. Los replicantes no tienen
derecho a estar allí porque
originariamente fueron concebidos para
funciones ajenas al mundo verdadero:
militares, industriales y mineras. Son
una suerte de generación de segunda
mano, creada para ambientes
inhospitalarios y trabajos peligrosos o
pesados. Puede llegar un momento en
que, si tenemos que enviar un astronauta
a las profundidades del espacio
sabiendo que jamás volverá, prefiramos
enviar un replicante.
Antes del rodaje de la película, pasé
un tiempo con los actores a fin de
encontrar el nivel y la dimensión de los
personajes. Después de bastantes
discusiones, el actor comienza a
sintonizar lo que considera correcto con
lo que yo quiero y conforma al
personaje por ese derrotero. Es
prácticamente como un proceso de
escultura. Vas construyendo el personaje
gradualmente, a medida que avanzas.
También me resultó útil redactar una
biografía de cada personaje, porque
ayuda al actor a orientarse.
Dediqué cierto tiempo a explicar a
Rutger y a Brion cómo fueron diseñados
en principio los replicantes y qué
funciones podían desempeñar. Fue casi
como presentarles una historia urdida
sobre cómo había evolucionado la
ciencia hasta ese momento específico y
qué utilidades se habían descubierto
para la que, en esencia, se había
convertido en una generación de segunda
clase. Empezaron a asimilar todo esto y
a discutir al respecto. En cuanto
consigues que un actor discuta acerca de
algo, sabes que estás llegando a algún
sitio.
Me parece que muchos directores
están comprendiendo repentinamente
que las películas de efectos especiales
no tienen que ser, necesariamente,
películas descabelladas. La expresión
«efectos especiales» se asocia, a
menudo, a atroces películas de terror.
Pero opino que hoy las películas con
buenos efectos especiales están
atrayendo a directores de otro nivel.
Tanto directores como productores
comienzan a darse cuenta de que los
efectos especiales son, sencillamente,
instrumentos muy necesarios para hacer
una buena película. Si el director no se
compromete, estará apostando a una
jugada muy arriesgada. Si no quiere
encontrarse con efectos erróneos, el
director tendrá que intervenir.
3. Ficha técnica

A Warner Bros Pictures release [The Ladd


Co.], 6/82, 114 mins. In Color, scope, 70 mm
and Dolby stereo. Directed by Ridley Scott.
Produced by Michael Deeley. Screenplay by
Hampton Fancher, David Peoples, Based on
the novel «Do Androids Dream of Electric
Sheep?» by Philip K. Dick. Cinematographer,
Jordan Cronenweth. Production designer,
Lawrence G. Paull. Associate producer, Ivor
P o we l l . Music by Vangelis. Supervising
editor, Terry Rawlings. Executive producers,
Brian Kelly, Hampton Fancher. Special
photographic effects supervisors, Douglas
Trumbull, Richard Yuricich, David Dryer.
Production executive, Katherine Haber. Unit
production manager, John W. Rogers. 1st
assistant directors, Newton Arnold, Peter
C o r nbe r g. Costumes by Charles Knode,
Michael Kaplan. Art director, David Snyder.
Visual futurist, Syd Mead. Casting by Mike
Fenton, Jane Feinberg. Script supervisor, Anna
María Quintana. Production coordinator,
Vickie Alper. Location manager, Michael
N e a l e . Sound mixer, Bud Alper. Set
decorators, Linda DeScenna, Tom Roysden,
Lesile Frankenheimer. Production
illustrators, Sherman Labby, Mentor Huebner,
Tom Southwell. Assistant art director, Stephen
D a n e . Set designers, Tom Duffield, Bill
Skinner, Greg Pickrell, Charles Breen, Louis
Mann, David Klasson. Property master, Terry
L e wi s . Makeup artist, Marvin Westmore.
Special floor effects supervisor, Terry Frazee.
Special effects tecnicians, Steve Galich, Logan
Frazee, William G. Curtís. Gaffer, Dick Hart.
Best boy, Joseph W. Cardoza Jr. Key grip,
Carey Griffith. Construction coordinator,
James F. Orendorf. Stunt coordinator, Gary
C o m bs . Action props, Mike Fink, Linda
Fleisher. Still photographer, Stephen Vaughan.
Production assistant, Bryan Haynes. Editor,
Marsha Nakashima. Assistant editor, William
Zabala. English crew: First assistant editor,
Les Healey. Sound editor, Peter Pennell.
Dialogue editor, Michael Hopkins. Dubhing
mixers, Graham V. Harstone (Pinewood),
Gerry Humphries (Twickenham). Visual
displays by Dream Quest Inc. Electron
Microscope photographs by David Schraf.
Esper sequence, Filmfex & Lodge/Cheesman.
Titles by Intralink Film Graphic Design.

Special photographic effects by EEG.


Director of photography, Dave Stewart.
Optical photography supervisor, Robert Hall.
Cameramen, Don Baker, Rupert Benson, Glen
Campbell, Charles Cowles, David Hardberger,
Ronald Longo, Timothy MacHugh, John Seay.
Matte artist, Matthew Yuricich. Additional
matte artist, Rocco Gioffre. Assistant matte
artist, Michele Moen. Matte photography by
Robert Bailey, Tama Takahashi, Don Jarel.
Special camera technician, Alan Harding.
Optical line up, Philip Barberio, Richard
Ripple. Animation and graphics, John Wash.
Effects illustrator, Tom Cranham. Special
projetcs consultant, Wayne Smith. Miniature
technician, Bob Spurlock. Assistant effects
editor, Michael Bakauskas, Chief modelmaker,
Mark Stetson. Modelmakers, Jerry Alien, Sean
Casey, Paul Curley, Leslie Ekker, Tilomas
Field, Vanee Frederick, William George,
Kristopher Gregg, Robert Johnston, Michael
McMillian, Thomas Phak, Christopher Ross,
Robert Wilcox. Cinetechnician, George
P o lkingho me . Still lab, Virgil Mirano.
Electronic and mechanical design by Evans
Wetmore. Electronic engineering by Greg
McMurry. Computer engineering by Richard
Hollander. Special engineering consultants,
Bud Elam, David Grafton.Assistant to David
Dryer, Leora Glass.

Deckard Harrison Ford


Batty Rutger Hauer
Rachael Sean Young
Gaff Edward James
Olmos
Bryant M. Emmet Walsh
Pris Daryl Hannah
Sebastian William
Sanderson
León Brion James
Tyrell Joe Turkell
Zhora Joanna Cassidy
Chew James Hong
Holden Morgan Paull
Bear Kevin Thompson
Kaiser John Edward
Alien
Taffey Lewis Hy Pyke
Cambodian Lady Kimiro Hiroshige
Sushi Master Robert Okazaki
Saleslady Caroly DeMirjian
Índice de contenido

Blade Runner

También Zeus debe caer


Rafael Argullol

La caza del facsímil


Guillermo Cabrera Infante

¿Todo lo que se mueve está vivo?


Alberto Cardín
El colmo del diseño
La pasión humana por lo que
se mueve
Los objetos también viven
La angustia de la caducidad
La frágil fama del futuro
Juli Capella y Quim Larrea

El hombre de sable contra el infierno de


Ridley
José Luis Guarner

El futuro ya no es lo que era (entrevista)


Antonio Miró

Irrealismo sucio
Vicente Molina Foix

La Puerta de Tanhäuser
Fernando Savater

La luz perversa
Eduardo Úrculo
Rachael y las truchas
Jorge Wagensberg

Epílogo
Antonio Tello

Apéndices
1. Una entrevista con Ridley Scott
2. Un texto de Ridley Scott
3. Ficha técnica

Sobre los autores


Sobre los autores
RAFAEL ARGULLOL (Barcelona,
1949). Poeta, novelista y ensayista
español. Se licenció y doctoró en
Estética en la Universidad Central de su
ciudad natal. Impartió clases en las
Universidades de Roma y Berkeley, y
desde 1988 fue profesor de Estética en
la Universidad Central de Barcelona,
centro en el que ejerció como
catedrático.
Entre su extensa producción se
encuentran los libros de poemas
Disturbios del conocimiento (1980) y
Duelo en el valle de la Muerte (1984).
De sus novelas destacan Lampedusa
(1981) y El asalto del cielo (1986),
cuyo protagonista emprende un viaje
iniciático marcado por el descenso
existencial a los infiernos, así como por
una irrenunciable exigencia de belleza,
que es un tema recurrente del autor. En
1989 se publicó Desciende, río
invisible, novela centrada en una ciudad
inmovilizada, que queda atrapada en un
invisible estado de sitio. En 1993 le fue
concedido el Premio Nadal de novela
por La razón del mal, una obra de corte
alegórico en la que subyace una
reflexión sobre el mal y sobre la lucha
humana entre la memoria y el olvido.
Destacado pensador, entre sus ensayos
deben citarse El Quattrocento (1982),
La atracción del abismo (1983), El
héroe y el único (1984), que propone
una reflexión sobre el Romanticismo,
planteado como una concepción trágica
del hombre moderno, Tres miradas
sobre el arte (1985), Territorio del
nómada (1988), El fin del mundo como
obra de arte (1991), El cansancio de
Occidente, escrito en colaboración con
el filósofo y ensayista Eugenio Trías
(1992) y Sabiduría de la ilusión (1994).
GUILLERMO CABRERA INFANT
(Gibara, Cuba, 22 de abril de 1929 -
Londres, 21 de febrero de 2005).
Escritor, periodista y crítico de cine. En
1941 se traslada con su familia a La
Habana y allí empieza a escribir, por lo
que abandona sus estudios de Medicina
y comienza a trabajar en diversos
oficios, ingresando en 1950 en la
Escuela de Periodismo de Cuba.
En 1951 funda la Cinemateca de Cuba
junto a Néstor Almendros y Tomás
Gutiérrez Alea, y lo dirige hasta 1956.
Trabaja como crítico de cine con el
seudónimo de G. Caín desde 1954, en el
semanario Carteles, del que tres años
más tarde es redactor-jefe. En 1959, tras
el cambio político en Cuba, se le
nombra director del Consejo Nacional
de Cultura y, a la vez, subdirector del
di ar i o Revolución. Poco después es
director del magazine cultural cubano
Lunes de revolución, desde su
fundación hasta su clausura en 1961.
El conjunto de su obra es una especie de
«collage» de La Habana
prerrevolucionaria, además de una
síntesis de la ideología del autor;
considera que el compromiso no es
indispensable para hacer una literatura
crítica y que, en ciertas condiciones, el
goce estético sirve también para
cuestionar los poderes establecidos. El
erotismo está presente en toda su obra,
pero siempre «en función de la parodia
y de la risa, cosa que un autor erótico no
haría nunca», según dice él mismo. Es
autor entre otras novelas de Tres tristes
tigres (1966), La Habana para un
infante difunto (1979) y Ella cantaba
boleros (1996). Siendo el cine lo que le
atrae e impulsa al comienzo su actividad
cultural y periodística, marcha a
Hollywood y se convierte en el primer
escritor latinoamericano guionista, con
títulos como Punto de fuga y
Wonderwall.
Ejerce también como profesor en las
universidades de Virginia y de West
Virginia y conferenciante en otras
universidades americanas, como la de
Oklahoma.
BENIGNO ALBERTO CARDÍN
GARAY (Villamayor, España, 1948 -
Barcelona, España, 1992) fue un
ensayista y antropólogo, uno de los
activistas LGBTI españoles más
importantes de la Transición y un autor
destacado de la literatura gay española.
Consiguió el título de doctor en 1986 en
la Universidad de Barcelona, con la
tesis Dialéctica y Canibalismo, en la
que trata de deconstruir el concepto de
caníbal, con el que se ha tratado de
difamar a menudo a los pueblos
«primitivos». Fue profesor de dicha
universidad y autor de Guerreros,
chamanes y travestis (1984), Tientos
etnológicos (1986) y Lo próximo y lo
lejano (1990).
JULI CAPELLA (Barcelona, España
1960) es arquitecto. Ha comisariado
exposiciones de ámbito nacional e
internacional como Diseño Industrial en
España, 300% Spanish Design o Tapas.
Entre sus obras de arquitectura destaca
el hotel Omm en Barcelona. En el campo
del interiorismo los restaurantes Jaleo,
Minibar y China Chilcano para José
Andrés, en EE.UU. Fue presidente del
FAD-Foment de les Arts i del Disseny y
miembro del Consell de la Cultura i les
Arts (Generalitat de Catalunya). Dirige
el estudio Capella García Arquitectura.
Fue director de las revistas De Diseño,
Ardi y Domus. Es colaborador habitual
e n El País, Avui y El Mundo. Es autor
de libros como Nuevo Diseño Español o
Arquitecturas Diminutas.
QUIM LARREA (Córdoba, España,
1957) es arquitecto. Cofundador y socio
de Juli Capella & Quim Larrea Disseny.
Barcelona. 1982-1997. Miembro
fundador de Quim Larrea & Asociados,
arquitectura, interiorismo y diseño
industrial. Barcelona. Desde 1997. Ha
participado en proyectos de
arquitectura, urbanismo, interiorismo,
diseño gráfico e industrial.
Fue miembro de la Junta de Edición de
El Croquis y codirector de De Diseño y
Ardi. Ha cooperado y sigue haciéndolo,
en numerosas publicaciones
especializadas en arquitectura y diseño
en España y en el extranjero, así como
en El País, Avui y El Mundo.
JOSÉ LUIS GUARNER (Barcelona
España, 1937 - Barcelona, España,
1993). Crítico cinematográfico en
numerosas publicaciones, entre ellas el
diario La Vanguardia y las revistas The
Movie, Fotogramas y Film Guide. Fue
autor de monografías sobre Rossellini,
Pasolini y Visconti. Impulsó en 1959 la
creación de la Semana del Cine de
Barcelona, que después se transformó en
el Festival Internacional de Cinema,
siendo presidente desde 1977 a 1990.
Fue colaborador en España del director
italiano Vittorio Cottafavi, presidente de
la Asociación de Críticos y Escritores
Cinematográficos de Cataluña, y
escribió libros como 30 años de cine en
España (1971), Una monografia sobre
Visconti (1978) y, sobre todo, su
fundamental Roberto Rossellini, que
apareció publicado en inglés en 1970,
convirtiéndose inmediatamente en un
clásico para la historiografía mundial.
ANTONIO MIRÓ (Sabadell, España
1947) es un modista y diseñador de
moda español. Responsable del
vestuario de varias películas y
producciones teatrales, sus colecciones
suelen estar presentes en los más
importantes pases de moda.
VICENTE MOLINA FOIX (Elche
España, 1946). Es narrador, poeta,
dramaturgo, además de crítico y director
de cine. Desde su inclusión en la
histórica antología Nueve novísimos
poetas españoles, ha centrado su
producción, sin embargo, en el campo
de la narrativa, donde destacan las
no v e l a s Museo provincial de los
horrores (1970), Busto (Premio Barral
1973) , La comunión de los atletas
(1979) , Los padres viudos (Premio
Azorín 1983), La Quincena Soviética
(Premio Herralde 1988), La misa de
Baroja (1995), La mujer sin cabeza
(1997), El vampiro de la calle Méjico
(Premio Alfonso García Ramos 2002) y
El abrecartas (Premio Nacional de
Narrativa 2007, Premio Salambó 2007);
y los volúmenes de relatos Con tal de
no morir (2009) y El hombre que
vendió su propia cama (2011).
FERNANDO SAVATER (San
Sebastián, España, 1947) es escritor,
filósofo, y catedrático de Filosofía,
además de formar parte de varias
agrupaciones comprometidas con la paz
y en contra del terrorismo. Ha publicado
más de cincuenta obras de ensayo
político, literario y filosófico,
narraciones y obras de teatro, además de
cientos de artículos en la prensa
española y extranjera. Algunos de sus
libros han sido traducidos a más de
veinte lenguas.
Entre sus obras destacan La tarea del
héroe (Premio Nacional de Ensayo,
1982) y las novelas El jardín de las
dudas (finalista del Premio Planeta,
1993) y La hermandad de la buena
suerte (Premio Planeta, 2008). Entre sus
publicaciones más recientes hay que
subrayar la novela Los invitados de la
princesa (Premio Primavera de Novela,
2012) y el ensayo Ética de urgencia,
que se suma a las varias otras obras con
las que Savater ha acercado la filosofía
—siempre engarzada en el devenir del
mundo actual— a todo tipo de lectores.
EDUARDO ÚRCULO (Santurce
España, 1938 – Madrid, España, 2003)
fue un pintor y escultor, cuyas obras,
desde la crítica social hasta el erotismo,
pasando por el Pop Art, han estado
presentes en numerosas exposiciones
individuales y colectivas.
JORGE WAGENSBERG LUBINSK
(Barcelona, 1948 - Barcelona, 2018) fue
doctor en física y profesor de Teoría de
los Procesos Irreversibles en la
Universidad de Barcelona. Además de
investigar, fue un dinámico animador del
debate de ideas, lo que le valió, entre
otros, el Premio Nacional de
Pensamiento y Cultura Científicos en
Cataluña. Fue director de la colección
Metatemas y director científico de la
Fundación «la Caixa», después de haber
dirigido durante quince años
CosmoCaixa, referente de los museos de
la ciencia de todo el mundo.
Fue autor de diecinueve libros y de
múltiples trabajos de investigación
sobre termodinámica, matemáticas,
biofísica, microbiología, paleontología,
entomología, museología científica y
filosofía de la ciencia. Entre sus obras
destaca Ideas sobre la complejidad del
mundo (1985).
ANTONIO TELLO ARGÜELLO
(Córdoba, Argentina, 1945) es un poeta
y narrador argentino. Dedicado al
periodismo escrito y radiofónico en Río
Cuarto, también incursionó en el teatro
como profesor, autor e integrante de un
grupo de agitación teatral, e intervino en
las fundaciones de las revistas Cine-
Síntesis y Puente. En 1973 inicia su
carrera literaria con la publicación del
libro de cuentos El día en que el pueblo
reventó de angustia.
Sus novelas De cómo llegó la nieve,
Los días de la eternidad y Más allá de
los días, que constituyen la trilogía
Balada del desterrado y los cuentos de
El interior de la noche recrean y
trascienden con aspiraciones de
universalidad el tiempo y el espacio
históricos del terror vividos en
Argentina durante la dictadura militar
que gobernó el país entre 1976 y 1983.
Su poesía resulta la decantación de un
lenguaje fruto de una experiencia vital
que supera lo estrictamente biográfico.
Para el poeta Jorge Rodríguez Hidalgo,
en una nota publicada en las revistas
digitales Espacio Luke y Barcelona
Review, Sílabas de arena es el libro de
poesía en español más importante
publicado en las primeras décadas del
siglo XXI. En diciembre de 2009, la
editorial argentina Cartografías publicó
Conjeturas acerca del tiempo, el amor
y otras apariencias, su segundo libro de
poesía, aunque escrito con anterioridad
a Sílabas de arena, y en 2011
Nadadores de altura.
Su ensayística es parte de una misma
actitud indagadora de la realidad, tanto
desde el punto de vista sociológico,
como en Extraños en el paraíso, que
trata de la experiencia de la inmigración
y la extranjeridad, como histórico, según
se desprende de su Breve historia de
Argentina, claves de una impotencia,
como lingüístico, como lo ejemplifican
Gran Diccionario erótico, el más
completo en habla castellana en este
campo, y Diccionario político, en el que
aborda los desplazamientos de los
campos semánticos que distorsionan la
realidad social. Buena parte de su obra
ha sido traducida a los idiomas inglés,
francés, portugués, griego, turco, chino y
ruso, entre otros.
Índice
Blade Runner 3
También Zeus debe caer 6
Rafael Argullol 6
La caza del facsímil 28
Guillermo Cabrera Infante 28
¿Todo lo que se mueve está
49
vivo?
Alberto Cardín 49
El colmo del diseño 50
La pasión humana por lo
52
que se mueve
Los objetos también viven 58
La angustia de la 62
caducidad
La frágil fama del futuro 66
Juli Capella y Quim Larrea 66
El hombre de sable contra el
87
infierno de Ridley
José Luis Guarner 87
El futuro ya no es lo que era
115
(entrevista)
Antonio Miró 115
Irrealismo sucio 138
Vicente Molina Foix 138
La Puerta de Tanhäuser 153
Fernando Savater 153
La luz perversa 168
Eduardo Úrculo 168
Rachael y las truchas 179
Jorge Wagensberg 179
Epílogo 206
Antonio Tello 206
Apéndices 209
1. Una entrevista con Ridley
210
Scott
2. Un texto de Ridley Scott 224
3. Ficha técnica 232
Sobre los autores 242

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