Populismo y Democracia en La Argentina C

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POPULISMO Y DEMOCRACIA

EN LA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA
Entre el hegemonismo y la refundación1

Gerardo Aboy Carlés2

Sé que hemos cambiado desde hace


tiempo, ya no recordamos como éramos,
pero no hemos olvidado que fuimos
distintos.

Ivo Andrić Crónica de Travnik

1. Introducción

Hace apenas un año, Carlos Vilas escribía un excelente artículo en el que


desarrolló una implacable crítica de lo que denominó la “jibarización” del
término populismo por parte de las ciencias sociales en los años 90.3 El trabajo
tomaba distancias de lo que consideraba una ilegítima reducción del concepto
para caracterizar como neopopulistas las experiencias mexicana, peruana y
argentina de la pasada década, encabezadas por los presidentes Carlos Salinas
de Gortari, Alberto Fujimori y Carlos Menem.4 Frente a estos desplazamientos

1 Agradezco a Julián Melo sus comentarios a una versión preliminar de este trabajo.

2Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín. Investigador


CONICET.

3 Carlos Vilas, “¿Populismos reciclados o Neoliberalismo a secas? El mito del neopopulismo


latinoamericano”, ESTUDIOS SOCIALES. Revista Universitaria Semestral, Año XIV, Nº 26,
Santa Fe, Argentina, Universidad Nacional del Litoral, primer semestre de 2004.

4 Así, en el centro de la crítica de Vilas se encuentran aquellos trabajos que caracterizaron como

neopopulistas a distintas intervenciones políticas de corte neoliberal en la región, aquellas que en


diversas esferas de las políticas públicas desarrollaron estrategias antagónicas con los
denominados populismos clásicos latinoamericanos. La utilización criticada por Vilas
en la connotación del término populismo, Vilas reivindicó su tradicional
caracterización del mismo a partir de un conjunto de rasgos acumulativos: la
movilización e integración de las clases populares en un esquema de
articulación multiclasista, el énfasis industrializador y redistributivo en un
régimen de economía mixta y con fuerte intervención estatal, una política de
sesgos nacionalistas y no alineamiento internacional y, finalmente, una
conducción fuertemente personalizada que, no obstante ello, se vinculaba con
un importante grado de organización y encuadramiento de las masas
movilizadas. Confrontadas ambas perspectivas, comprendemos que el
contraste no puede ser mayor: entre el proteccionismo socioeconómico de las
experiencias clásicas y el neoliberalismo de los 90, entre la movilización e
integración de una parte y la pasividad y exclusión de la otra, entre el no
alineamiento y el alineamiento, entre la ciudadanización y el clientelismo.
Apenas los liderazgos personalistas quedaban como el polémico dato común de
ambas experiencias, de allí que la sugerencia de Vilas de llamar sin eufemismos
“antipopulismos” a los procesos emprendidos en los años 90 pareciera
justificada. El populismo es, para el autor argentino, una experiencia
históricamente situada, correspondiente a una fase precisa de la acumulación
capitalista y por tanto irrepetible.
Compartimos con Vilas el interés por una mayor precisión conceptual,
como él hemos criticado los usos que hicieron del populismo un sinónimo de
demagogia o aun aquellas reducciones que el autor identifica con la frugalidad
del gasto o el papel destacado de los liderazgos personalistas.5 Las reducciones
del populismo, lejos de dar lugar a un esclarecimiento del concepto, han
elastizado las referencias que son nominadas bajo el mismo término. Al
identificar la parte con el todo, en un juego de sustitución metonímica, han
proliferado las más variadas referencias al populismo toda vez que un elemento

corresponde a diversos autores: entre los principales, Dresser (1991), Roberts (1995), Novaro
(1996), Gibson (1997), Knight (1998) y Weyland (1999).

5 Sobre el particular ver nuestro trabajo “Repensando el populismo”. Revista Política y Gestión

Nº 5, Buenos Aires, 2002.


aislado del fenómeno más vasto era identificado en una situación particular
(Taguieff, 1996) . Es justamente esta proliferación de categorías radiales6 la que
ha llevado a que no pocas voces abogaran por desterrar al término populismo
del léxico de las ciencias sociales.
Aun cuando seguimos a Vilas en su caracterización del populismo como
una suerte de “democratización fundamental” de distintas sociedades
latinoamericanas, nos apartamos de la crítica de lo que denomina
“reduccionismo discursivo del populismo” y que identifica con el clásico texto
de Ernesto Laclau de los años 70. El punto no es menor ya que Vilas califica a
“Hacia una teoría del populismo” como “la variante más elaborada” de un
reduccionismo que coloca el liderazgo y la palabra del líder como la dimensión
definitoria del populismo. Aun cuando hemos tomado una distancia crítica de
la definición de Laclau de 1978 (Aboy Carlés 2001 y 2002) , distancia que el
mismo Laclau (2001) ha tomado tras las críticas suscitadas a comienzos de los
años 80 por las intervenciones de Emilio de Ipola y Juan Carlos Portantiero
(1989), estimamos que no es Laclau quien hace una reducción del populismo,
sino que es precisamente Vilas quien sostiene una concepción reduccionista del
discurso.
Cómo se recordará, en su texto de 1978, Ernesto Laclau había
caracterizado al populismo como una forma particular de discursividad
política, más específicamente, como aquella en que las interpelaciones popular
democráticas se presentaban como conjunto sintético antagónico respecto de la
ideología dominante (Laclau, 1978). La constitución del pueblo como un actor
colectivo que enfrenta al bloque de poder aparecía así como el registro
sustancial de un campo político dicotomizado que Laclau identificaba con el
populismo. Entre otras, las críticas que suscitó este texto en su momento
provinieron del campo de la sociología: se acusaba a Laclau de reducir el
populismo a un fenómeno ideológico y de desatender las vinculaciones
existentes entre los procesos de cambio social, el tipo de liderazgo y el

6 Un buen resumen sobre el debate en torno de las categorías radiales y los subtipos
disminuidos puede verse en Weyland 2004.
entramado institucional que habían caracterizado a procesos como el
cardenismo mexicano, el varguismo brasileño o el peronismo argentino7.
Creemos que la crítica de Vilas se inscribe precisamente en esta tradición
sociológica.
Ahora bien, la concepción de discurso que el texto de Laclau de 1978
hace suya, no coincide con la habitual caracterización de las nociones de
ideología y dimensión ideológica que el conjunto de la crítica sociológica parece
dar por supuestas8. Si de una parte Laclau siempre hizo suya una concepción
gramsciana de la ideología que afirmaba su materialidad en una serie de
instituciones y relaciones sociales, de otra, la noción de discurso utilizada por el
autor argentino remite a toda práctica articulatoria de naturaleza lingüística o
extralingüística que constituye y organiza relaciones sociales mediante
configuraciones de sentido.9 En sus propias palabras:

7 Fue Nicos Mouzelis (1978) quien inició esta crítica al sostener que las prácticas discursivas no
podían desvincularse de las características y conformación de clases de una sociedad, al tiempo
que argumentó que las dimensiones político-organizativas del fenómeno eran tan importantes
como su discurso. Aun en una intervención tan aguda como la de Emilio de Ipola y Juan Carlos
Portantiero de 1981 (1989) veladamente se reprocha a Laclau que se hable de “socialismos
realmente existentes” mientras que los populismos serían abordados en su “forma discursiva”.
La incomprensión de la amplitud del concepto de discurso de Laclau es aun más radical en
autores como Geras (1987) o Borón y Cuellar (1983) quienes atribuyen sin más al autor una
“concepción idealista de la hegemonía”.

8 Sobre la distinción entre ideología y dimensión ideológica seguimos a Verón y Sigal (1988: 18
y ss.). Para los autores, mientras que la noción de “ideología”está referida al plano del
enunciado, designa un conjunto de opiniones o representaciones de la sociedad, el análisis en
términos de dimensión ideológica debe dar cuenta y al mismo tiempo trascender el plano del
enunciado para ocuparse del plano de la enunciación. Éste es el nivel del discurso en el que se
construye no lo que se dice, sino la relación del que habla con aquello que dice y, derivada de
esto, la relación que el enunciador propone al destinatario, ya que el discurso construye tanto
una imagen del que habla como una imagen de a quién se habla.

9 Entendemos por articulación una práctica que establece una relación tal entre elementos que
la identidad de los mismos resulta modificada como resultado de esa práctica (ver Laclau y
Mouffe, 1987, 119). Un ejemplo de articulación sería aquella que tuvo lugar en las postrimerías
de la dictadura militar, cuando intentando desbaratar a la naciente oposición el gobierno de
Galtieri lanzó la ocupación de Malvinas. El discurso nacionalista rearticuló los clivajes internos,
que crecientemente venían estableciéndose en términos de una dicotomización entre el gobierno
militar y la oposición democrática, borrando sus límites. La participación de la mayor parte de
la oposición política y de la dirigencia sindical como voceros de la ocupación militar ante
Estados Unidos y Europa, y, la complicidad de una mayoría social, nos hablan de la
modificación de esos elementos rearticulados que muy difícilmente podían reconocerse en los
alineamientos previos al 2 de abril.
"Por discursivo no entiendo lo que se refiere al texto en sentido
restringido sino al conjunto de los fenómenos de la producción social de
sentido que constituye la sociedad como tal. No se trata, pues, de
concebir lo discursivo como constituyendo un nivel, ni siquiera, una
dimensión de lo social, sino como siendo coextensivo a lo social, en
cuanto tal. Esto significa, en primer término, que lo discursivo no
constituye, una superestructura, ya que es la condición misma de toda
práctica social o, más precisamente, que toda práctica social se
constituye, como tal en tanto productora de sentido... la historia y la
sociedad son, en consecuencia, un texto infinito" (Laclau, 1979)

La apuesta filosófica de Laclau por construir una ontología política, en la


que las articulaciones hegemónicas contingentes son en un sentido primario las
que constituyen relaciones sociales sin ninguna racionalidad social a priori,
debiera precavernos acerca de una reducción “idealista” de su noción de
discurso. Por éste entendemos la resultante de una articulación dada entre
elementos, elementos que son convertidos en momentos de una precaria y
siempre indecidible estructura o sistema de posiciones, sujeta a imposibilidades
que la habitan y que revelan su radical contingencia.10
Si nos desplazamos al campo de la sociología política advertimos que el
papel instituyente acordado a las intervenciones hegemónicas en la producción
de relaciones sociales adquiere particular relevancia para abordar los procesos
de constitución y transformación de las identidades políticas.11 Dichas
intervenciones hegemónicas constituyen precisamente los siempre precarios
límites a partir de los cuáles toman forma las solidaridades o identidades
políticas colectivas. Constituyen la fuerza, como instancia trascendente a un
conjunto de conexiones estructurales dadas, capaz de crear sentido o

10 En su libro Hegemonía y estrategia socialista, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe definen sus
principales conceptos. Discurso es allí la totalidad estructurada resultante de la práctica
articulatoria. Momentos son las posiciones diferenciales en tanto aparecen articuladas en el
interior de un discurso. Finalmente, los autores denominan elementos a toda diferencia que no
se articula discursivamente. Cuando un “elemento” es articulado se convierte en un “momento”
de la estructura discursiva (Laclau y Mouffe, 1987: 119).

11Definimos a la identidad política como el conjunto de prácticas sedimentadas, configuradoras


de sentido, que establecen, a través de un mismo proceso de diferenciación externa y
homogeneización interna, solidaridades estables, capaces de definir, a través de unidades de
nominación, orientaciones gregarias de la acción en relación a la definición de asuntos públicos.
significación. Es así como se articulan los espacios de homogeneización o
afinidad interna y de diferenciación respecto a un exterior que es constitutivo
de cualquier identidad social en tanto sedimentación de poder; es así como
toman forma las asociaciones y disociaciones políticas.
Aunque compartiendo con Vilas la crítica al estiramiento conceptual que
adjudicó aristas neopopulistas a los procesos argentino, mexicano y peruano de
los años 90; subrayando que la tradición populista constituye una de las
principales tradiciones democráticas en la región –tradición que se ha afirmado
a expensas del liberalismo- y por tanto en tensión con la estabilización de una
democracia liberal, nuestra apuesta específica es por una concepción del
populismo como una forma particular de constitución y funcionamiento de una
identidad política. Estimamos que esta perspectiva nos permite aislar ciertos
mecanismos que el populismo condensó en su funcionamiento, algunos por
cierto con una historia que en el caso argentino precedió al surgimiento del
radicalismo yrigoyenista y del peronismo; mecanismos que desgastados,
atemperados y redefinidos, siguen dejando su marca sobre la realidad política
argentina tras el colapso de la matriz populista en la década del 70.

2. El mecanismo populista

Como hemos dicho, Laclau en su texto de 1978 había señalado como


característica definitoria del populismo aquella dimensión rupturista, de
dicotomización del campo político que se expresaba en la presentación de las
interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético antagónico a la
ideología dominante. En 1981, en su célebre intervención “Lo nacional popular
y los populismos realmente existentes”, Emilio de Ipola y Juan Carlos
Portantiero (1989) embistieron contra la caracterización de Laclau intentando
poner en cuestión la continuidad que éste establecía entre populismo y
socialismo. Sintéticamente, la lectura de de Ipola y Portantiero parte de
concebir al populismo como una forma particular de transformismo. Si de una
parte admiten que en los populismos clásicos, y en especial en el caso del
peronismo argentino, se observa esa ruptura en la que las interpelaciones
popular democráticas presentan una oposición al orden existente –oposición
que se desarrolla sólo hasta cierto punto- los autores afirman que el populismo
acaba por cerrar y coartar su propia conflictividad inicial derivando en la
integración de un nuevo orden de tipo organicista que desactiva el potencial de
ruptura. Este devenir como transformismo es para de Ipola y Portantiero
esencial al populismo y marca su distancia con el socialismo, el cual por cierto
para los autores, sólo existe como proyecto y no es encarnado por ninguna
realidad sociohistórica existente al momento de redactar su comunicación.
Si el populismo en el Laclau de 1978 era el movimiento que representaba
a una parte de la sociedad en ruptura con el orden existente; para de Ipola y
Portantiero ese movimiento derivaba necesariamente en un nuevo orden
organicista que velaba la ruptura inicial a partir de la aspiración a la
representación de la comunidad política como totalidad.
En verdad, la observación realizada por de Ipola y Portantiero remite a
una tensión más profunda que atraviesa a toda identidad política que aspira a
prevalecer en un contexto dado. Nos referimos a aquella disyuntiva entre la
afirmación de la propia identidad diferencial a partir de una ruptura, de una
parte; y, la tentación de expandirse más allá de los propios límites, de ganar al
adversario para el propio espacio, de la otra. Si ésta es una característica que
como decimos atraviesa prácticamente a toda identidad en un marco de
competencia entre diferentes identidades, no puede por cierto constituir la
diferencia específica que hace del populismo una realidad diferenciada. Sólo
nos quedarían el organicismo y la imposibilidad de la aceptación del pluralismo
como rasgos constitutivos entre los enunciados por los autores. Ahora bien:
organicismo y falta de pluralismo pueden estar presentes en experiencias tanto
populistas como no populistas (pensemos en el caso del comunismo soviético
durante buena parte del siglo XX, o en el régimen franquista) por lo cual no
pueden constituir como tales la especificidad en cuestión.
La crítica de de Ipola y Portantiero dejaba sin embargo como plenamente
visible algo que no contemplaba la caracterización de Laclau. Todo populismo
realmente existente (es decir todo caso clásico aceptado indiscutiblemente como
tal) no podía ser reducido a su sola dimensión rupturista fundacional sino que
debía atender también a la recomposición comunitaria que, pretendiendo a una
representación hegemónica de la sociedad, había signado las diversas
experiencias sucedidas en la primera mitad del siglo en Argentina, México y
Brasil.
El populismo no puede ser entonces la simple tensión entre las
estrategias de ruptura y de integración de la comunidad política, pero se
constituye precisamente en esa tensión. Francisco Weffort acuñó en 1969 la
alegoría de un “Estado de compromiso” para dar cuenta de esta formar
particular de componer un tipo de negociación entre el cambio y la tradición,
entre la ruptura y la integración de la comunidad política (Weffort, 1998).
En anteriores trabajos (Aboy Carlés 2001 y 2002) hemos intentado
rastrear los mecanismos específicos a partir de los cuáles las experiencias
populistas argentinas del radicalismo yrigoyenista y el peronismo intentaron
procesar esa tensión entre la afirmación de la propia identidad diferencial y la
aspiración a una representación global y hegemónica de la sociedad que sin
dudas estuvo presente en ambos movimientos.12 El populismo argentino había
sido recurrentemente caracterizado por defensores y detractores bien como un
mero transformismo basado en la capacidad manipulatoria de un liderazgo;
bien reforzando una dimensión cuasi revolucionaria de escisión y
enfrentamiento respecto de un orden dado. Uno y otro énfasis oscurecían la
riqueza de un fenómeno que en sus manifestaciones históricas paradigmáticas
se había caracterizado por la gestión precaria e inestable de la ruptura y el
orden social, del reformismo y el antirreformismo.

12En su texto de 1978 Laclau consideraba al yrigoyenismo como la forma más alta de desarrollo
del transformismo oligárquico. Hemos discutido esta apreciación en diversos lugares bajo el
convencimiento fundado de que el yrigoyenismo marca el inicio de la tradición populista
argentina. El propio Laclau ha revisado con el tiempo aquella caracterización inicial (ver Laclau,
2001).
El análisis pormenorizado de las experiencias populistas en Argentina
nos revela un mecanismo específico de negociación de la tensión que hemos
enunciado: se trata de la a veces simultánea, a veces alternativa
exclusión/inclusión del adversario en el propio campo de representación que el
populismo aspira a asumir. La tradicional imagen del juego pendular atribuido
al liderazgo de Perón da cuenta cabal de esta particular forma de gestión de la
tensión entre la afirmación de la propia identidad y la aspiración a una
representación unitaria de la sociedad. Por ello hemos recurrido a la
caracterización del populismo bajo la alegoría de Penélope: si aquella tejía y
destejía la mortaja de su suegro Laertes, el populismo reinstala ese juego
inestable entre la afirmación y el borramiento de su propio origen, entre su
ruptura fundacional y la aspiración a una representación global de una
comunidad política que revela menor plasticidad para el cambio que aquella
concebida en la emergencia del movimiento.13
Un breve recorrido por los mecanismos desarrollados por el
yrigoyenismo y el peronismo para gestionar en forma inestable esta tensión
puede servirnos como ejemplo.
Concebido como encarnación de la nación toda en sus derechos
conculcados, el yrigoyenismo emerge como impugnación al orden político
vigente en los albores del siglo pasado, marcando una abrupta frontera
respecto del orden conservador. Tenemos aquí los dos momentos de la tensión:
la afirmación de la propia identidad en su conflicto con el viejo orden que se
refleja en la consigna que encarna la Causa en la UCR enfrentando al poder
conservador, pero al mismo tiempo se observa la pretensión yrigoyenista de

13 Aunque inspirada en ambas, nuestra caracterización diverge tanto del Laclau de 1978 como
de la de de Ipola y Portantiero. Asumimos que el populismo se caracteriza por la gestión no de
una, sino de ambas tendencias, a la ruptura y a la recomposición del espacio político. Pero a
diferencia de lo sostenido por de Ipola y Portantiero creemos que su especificidad no está dada
por la preeminencia del hegemonismo, que supone el desenlace transformista, sino
precisamente por el juego inestable de inclusiones y exclusiones que perpetúa la tensión sin
resolverla ni inclinarse por ninguno de sus dos polos. Mi deuda para con Ernesto Laclau en esta
caracterización y mi agradecimiento por su disposición a replantear y debatir algunos aspectos
de su propia obra son enormes: la síntesis misma del populismo como una forma específica de
negociar la tensión entre la representación de una parte de la comunidad y la representación de
la comunidad política como un todo le pertenece (ver Laclau, 2001).
identificar a la UCR con la nación toda, como es nítido en la polémica entre el
propio Yrigoyen y Pedro C. Molina14. El Régimen aparece en esta segunda
dimensión como una pura excrecencia que no permite el desarrollo de una
voluntad nacional concebida en forma monista (Botana y Gallo 1997: 119) y
encarnada en la UCR y su mesiánico líder. ¿Cómo resuelve el radicalismo
yrigoyenista esta tensión? De un lado, despersonalizando el campo adversario y
sosteniendo que se luchaba contra un sistema y no contra hombres concretos.
Esta despersonalización posibilitaba a su vez la impronta regeneracionista de
época que el yrigoyenismo hizo suya: el enemigo de entonces, aquel al que se
acusaba de haber usufructuado de la venalidad comicial, sería el ciudadano
virtuoso de un mañana mejor. En este juego en dos tiempos, en el que los
pecadores del hoy son los redimidos de un mañana que encarna la propia
frontera construida por el yrigoyenismo respecto del pasado, se juega ese
espacio de desplazamientos que permite negociar la ampliación y reducción de
la aspiración representativa. Cada vez que los rivales internos o conservadores
articularon una oposición amenazante a los gobiernos de Yrigoyen, el
movimiento reactualizó la dimensión de su ruptura fundacional. Cada vez que
las aguas se aquietaron, la pretensión de una representación comunitaria cubrió
el discurso yrigoyenista. Ambos movimientos se sucedían en un juego incesante
en el que la nación real y la nación verdadera nunca acababan por estabilizar
sus límites.
Algo similar ocurre en el caso del peronismo. Como en el radicalismo
yrigoyenista, la vasta red de continuidades que une al peronismo al pasado
inmediato y que tan agudamente ha sido explorada entre otros por Juan Carlos

14 La identidad entre la UCR y la idea de nación en la construcción política de Yrigoyen es


conocida. Así, en su intercambio epistolar de 1909 con el renunciante dirigente Pedro C. Molina
escribió Yrigoyen respecto de la UCR: “Su causa es la de la Nación misma y su representación
la del poder público (…) Sobre esta cumbre de gloriosas rutas hacia todas las ascensiones, es
que usted ha blasfemado; y de los artífices, sus compatricios y correligionarios es que usted ha
renegado. Maldiga, entonces, a la patria misma; porque no es posible concebir mayor
identidad.” (Primera carta de Yrigoyen a Pedro C. Molina, en Botana y Gallo, 1997). Aun en
papeles escritos por el líder radical en 1923 y que serían utilizados en su defensa en el proceso
judicial que siguió a su derrocamiento se lee “La U.C. Radical es –lo reitero finalmente-, la
patria misma. Movimiento de opinión nacional que enraíza en los orígenes de Mayo”
(Yrigoyen, 1981: 138).
Torre (1990) es velada por el propio discurso peronista, velo que sería reforzado
por las lecturas que, desde las antípodas del movimiento, Germani (1962)
realizó del proceso.15 La amplia literatura de la crisis procedente de los años 30
(Martínez Estrada, Scalabrini Ortiz, Mallea) había reforzado la inversión
operada a principios del siglo del antiguo dilema sarmientino sobre el país dual
(Svampa, 1994). De la finisecular contraposición entre el país formal y el país
real de Agustín Álvarez al impacto de la distinción maurrasiana entre el país
visible y el país invisible en las décadas del 20 y el 30; la idea de una
contraposición entre un orden apariencial y una realidad profunda, que no
alcanzaba la luz de la escena pública, aparecía como un dato del contexto
sociocultural en el que se produce la emergencia del peronismo. De allí que el
mismo Scalabrini Ortiz acuñara su caracterización de los sucesos de Octubre de
1945 bajo la imagen del “subsuelo de la patria sublevado”16. Nuevamente como
en el caso del surgimiento del yrigoyenismo, el cierre del camino de las urnas
inherente a la prolongada venalidad comicial de los años 30 potenció la imagen
del sistema político existente hasta antes de la Revolución de Junio como una
excrecencia irreal. De allí que la emergencia del peronismo presentara una
radicalización de la tensión entre la afirmación de la propia identidad y la
pretensión de hegemonizar el campo de la representación similar a aquella que
observamos en las primeras décadas del siglo: si de una parte se intenta marcar
un abrupto corte respecto del pasado, ese corte se da frente a un adversario que
es considerado una pura excrecencia. De allí también la facilidad de Perón para
enfrentar al conjunto de los partidos políticos existentes como la indiferenciada
máscara que no permitía la expresión de una voluntad popular. La realidad de
una sociedad políticamente dividida que emergió del triunfo peronista
reactualizaría este juego incesante entre la afirmación de la diferencia
fundacional y la aspiración de encarnar una representación hegemónica de la

15 Pocas veces se repara en hasta que punto la lectura de Germani de una movilización sin
integración invierte el propio mito fundacional del peronismo manteniendo la alegoría
malleana de la dualidad entre el país visible y el país invisible. Las diferencias entre el discurso
académico de Germani y el propio discurso épico del peronismo se establecen en torno a la
caracterización mórbida o heroica del proceso.

16 Raúl Scalabrini Ortiz, “Tierra sin nada, tierra de profetas” (1946).


nación: observamos así como una vez más se presenta ese juego de
sustituciones entre el país real y el país verdadero.
¿Cómo procesa el peronismo en su década dorada esta tensión? El
mecanismo no es otro que la ya vista inclusión/exclusión del adversario del
propio campo que la identidad peronista aspira a cubrir. Los límites mismos de
la solidaridad nacional serán reducidos por el peronismo gobernante a su
identificación con lo popular en los momentos en que se refuerza la ruptura
fundacional y se enfrenta la expansión de los derechos sociales. Otro tanto
ocurriría cada vez que la oposición articuló desafíos beligerantes resistidos
abiertamente por el gobierno: en esos casos, los no peronistas aparecían como el
enemigo expulsado de una solidaridad nacional reducida a lo popular. Pero en
un movimiento contrario, la solidaridad nacional se expandía hasta cubrir los
límites mismos de la comunidad política: esto sucedía cuando se pretendía
desactivar el potencial de los antagonismos emergentes y, en este caso, los
propios peronistas comprometidos con la consecución de la impronta
fundacional, aquellos que seguían bregando por la expansión de la inicial
frontera de ampliación de derechos, serían los expulsados de la solidaridad
nacional y caracterizados como agentes disolventes al servicio de potencias
extranjeras.
Otro tanto ocurre con la idea de justicia social: la misma sería levantada
como la bandera de las reformas sociales en la consecución de la ruptura
fundacional, pero adquiriría el papel de constituir la única barrera contra el
comunismo cuando el propio líder se dirigiera a los factores de poder existentes
o buscase reducir a dirigentes levantiscos del movimiento obrero. Del discurso
de la Bolsa de Comercio de 1944 a la radicalización de las elecciones de febrero;
de éstas a la disolución del Partido Laborista y la defenestración de Luis Gay al
frente de la CGT; una y otra vez se repite el mecanismo, a veces en forma cíclica
y pendular, otras, en un movimiento tan amplio y complejo como el peronismo,
de forma simultánea y contradictoria.
Expresión de agudos procesos de cambio, los movimientos populistas
emergen como abruptas fronteras respecto de un pasado repudiado y con la
pretensión de encarnar una representación hegemónica de la sociedad frente a
un adversario considerado tan ilegítimo como irrepresentativo. La resistencia
de la sociedad al cambio, la supervivencia de antiguas y nuevas
sedimentaciones de poder, marca ese juego pendular inagotable en el que el
populismo debe encarnar al mismo tiempo el reformismo y el antirreformismo
social como una garantía de negociar la imposible supervivencia de dos
aspiraciones incompatibles: la de encarnar una abrupta frontera respecto de un
orden y unos actores que conservan aún cierto poder de bloqueo, y la de
encarnar globalmente la representación de la comunidad política a partir de
una voluntad unitaria y hegemónica. Es justamente por ello que los
movimientos populistas presentan oposiciones bipolares: la una en función de
su dimensión rupturista de fuerzas reformistas; la otra en función de su
dimensión de partidos de orden que intentan asimilar, en su pretensión
hegemonista de representar al conjunto de la comunidad política, a un
adversario que se les escapa. De allí los consensos negativos que eclipsan al
populismo, las extrañas coaliciones de izquierdas y derechas que promueven o
saludan su caída, sea ésta en 1930 o en 1955.
Pero llegados a este punto, una importante objeción puede tomar cuerpo
contra nuestra caracterización del populismo. Si efectivamente toda identidad
política está sometida a esa tensión entre la afirmación de su carácter diferencial
específico y la pretensión de ampliar el espacio de su representación, bien
podría decírsenos que el mecanismo de alternativa inclusión/exclusión del
adversario del propio campo que la identidad aspira a representar es un rasgo
que excede la especificidad del populismo para encontrarlo en las más variadas
experiencias políticas. Ciertamente debemos conceder que el mecanismo de
inclusiones y exclusiones de la alteridad constitutiva trasciende largamente a
las experiencias que consideramos populistas. Aquí ya comenzamos a
comprender la equivocidad que el destino ha deparado al término populismo,
puesto que lo que estamos afirmando es que la caracterización de un fenómeno
como populista depende en última instancia de una cuestión de grado. Sólo un
uso extremo de los mecanismos de inclusión y exclusión, uso que agudiza aún
más la tensión original, será considerado populista en sentido estricto. De allí
que podamos hablar de la presencia o no de rasgos característicos del
populismo en experiencias que como tales no consideraríamos populistas.17
El mecanismo específico del populismo supone una gestión extrema y
radical que agudiza esta tensión misma tomando la forma de un inestable
borramiento y reinscripción entre el fundacionalismo y el hegemonismo.
Expliquemos brevemente que entendemos por estos neologismos. Por
fundacionalismo entendemos el establecimiento de abruptas fronteras políticas
en el tiempo. Las mismas se establecen entre una situación pasada pero aún
cercana o amenazante que es demonizada y considerada oprobiosa, y, un
tiempo posterior venturoso que aparece como la contracara vis à vis de ese
pasado que se pretende dejar atrás. El tiempo específico de gestión de la
frontera es el presente, un presente que será aún de esfuerzos debido al reverso
negativo de un pasado amenazante o será ya ese paraíso incoado por la fuerza
política que trazó la ruptura. La amenaza de un retroceso hacia el reverso
negativo de la frontera es uno de los mecanismos más eficientes a los que se
apela para defender al movimiento ante los embates de sus opositores. Se trata,
por ejemplo, de esa frontera que tan ligeramente el propio Perón calificaba
como “un partido de campeonato entre la justicia social y la injusticia social”18
El hegemonismo es, estrictamente, la pretensión de un imposible. Mientras que
la noción de hegemonía nos remite a la lógica de constitución de cualquier
espacio de solidaridades políticas a través de la universalización de un
particular que representa un espacio más vasto, el hegemonismo es un tipo
particular de articulación hegemónica que pretende la clausura de cualquier
espacio de diferencias políticas al interior de la comunidad. Decimos que es una
pretensión irrealizable porque la conformación de cualquier identidad es

17 Cómo se verá más adelante, con ello no nos referimos a los llamados neopopulismos de los 90,
ya que por diferentes motivos coincidimos con Vilas en lo inadecuado de tal caracterización.
Para el caso argentino, veremos la supervivencia de esos rasgos en experiencias tan diferentes
de aquellas como el alfonsinismo, la renovación peronista y la misma construcción que Kirchner
lleva a cabo en nuestros días.

18Díscurso de Perón en vísperas de los comicios presidenciales de febrero de 1946 (citado por
Torre, 1990: 171).
relacional y requiere de la constitución de límites. Aun en el extremo caso de los
totalitarismos, en los que se pretende la unívoca representación comunitaria,
ésta se establece frente a un pasado que se caracteriza como ominoso y/o a ante
un enemigo exterior; pasado y/o enemigo que sigue dejando las huellas de la
imposibilidad del cierre comunitario en las figuras del enemigo interno o el
agente extranjero.
Fundacionalismo y hegemonismo se nos revelan entonces como la forma
extrema de la tensión que es procesada a través de pendulares y contradictorias
exclusiones e inclusiones reactualizadas. Allí radican mayormente las aristas
erosivas que las experiencias populistas han tenido para conformar una
institucionalidad estable. Además del cruce entre pretensiones hegemonistas
opuestas, el populismo supone, a través del juego de inclusiones y exclusiones
de la alteridad constitutiva, la constante redefinición del demos legítimo que
constituye la comunidad política.
A la hora de explicar la crónica inestabilidad política que signó a la
Argentina a lo largo de buena parte del siglo XX muchas veces hemos tomado
los efectos como causas. Demasiada atención se ha prestado al pretorianismo
militar y bastante poca a las formas específicas en que se articularon las
principales identidades políticas del país. Con esto no estamos poniendo en
cuestión diversas características institucionalizantes que las experiencias
populistas supusieron en la historia argentina en cuanto al desarrollo de una
ciudadanía política primero y de una ciudadanía social luego, pero sí hablamos
de sus particulares características.
Las ciencias sociales generalmente han contrapuesto las nociones de
populismo y ciudadanía como si de realidades antitéticas se tratara. En buena
medida, ello se debió a que la ampliación de los derechos políticos y sociales
fueron en Argentina y en buena parte de América Latina de la mano de
movimientos con liderazgos plebiscitarios y ciertas aristas autoritarias que
erosionaron no pocos derechos civiles. Ahora bien, si continuamos
contraponiendo populismo y ciudadanía, lo que perdemos de vista es
precisamente cuánto de gramática populista ha tenido el proceso de desarrollo
de los derechos políticos y sociales en nuestra realidad. El etnocentrismo
característico de las viejas teorías de la modernización continúa habitando
indisimuladamente nuestro campo disciplinario.
Los procesos de ampliación de los derechos políticos primero y de los
derechos sociales luego, aparecieron en el caso argentino indisolublemente
vinculados a las fuerzas políticas que bregaron por dicha extensión: el
radicalismo en su vertiente yrigoyenista y el peronismo respectivamente. La
ciudadanía tomaba así paradójicamente la forma de una exlusión inherente a la
propia frontera fundacional, dado que los nuevos derechos aparecían como la
conquista a expensas de un “Otro” que había medrado en la anterior situación y
cuyo espectro, asociado a tentativas involucionistas, era recurrentemente
agitado como un mecanismo de fortalecimiento de las propias identidades
emergentes. La inestabilidad del propio demos bajo los mecanismos pendulares
del populismo, y, la amplia volatilidad de derechos que siguió a las
experiencias postpopulistas, no hicieron sino reforzar estas aristas faccionalistas
de la ciudadanía que la alejaban de constituirse en la tradicional marca de una
membresía comunitaria.
Si cierto es que las experiencias populistas acabaron polarizando el
campo político, no menos verdadero es afirmar que de la fuerza de su particular
combinación de fundacionalismo y hegemonismo obtuvieron los recursos de
poder necesarios para constituirse en movimientos de profunda modernización
de la sociedad argentina. Fueron fuerzas claramente homogeneizadoras en lo
que refiere a la expansión de nuevos derechos, de allí la problemática relación
que los populismos argentinos tuvieron con el principio de organización federal
del Estado. La expansión de los derechos políticos al conjunto del territorio
nacional bajo la consigna yrigoyenista de que “las autonomías son de los
pueblos y no de los gobiernos” fue de la mano de la más agresiva política de
intervenciones federales a las provincias de la historia argentina. De igual
forma, la expansión de derechos sociales del peronismo estuvo marcada por la
impronta de una homogeneidad territorial desconocida que llegó a constituir
una sociedad más plenamente integrada y menos diferenciada en términos de
disfrute de estos derechos, desde La Quiaca hasta Tierra del Fuego. Más aún, el
peronismo no se privó en su Reforma Constitucional de 1949 de dar una
legitimidad unitaria al vértice del poder estatal.19 Es esta fuerza
homogeneizadora e inclusiva del populismo (Barros, 2004), esta dimensión
jacobina, la que hace del mismo una fuerza democratizadora. Si siguiendo una
línea que va de Rousseau a Carl Schmitt distinguimos a la democracia del
liberalismo y concebimos a la primera como homogeneidad, no es arriesgado
sostener que el populismo constituye la principal tradición democrática en la
historia argentina. Una tradición por cierto reñida con el liberalismo político y
que ha sido uno de los principales obstáculos a la hora de intentar establecer
una institucionalidad pluralista.
El mecanismo populista de gestión de la tensión entre fundacionalismo y
hegemonismo colapsa definitivamente en Argentina en el proceso democrático
de 1973-1976. De una parte, la radicalización fundacionalista de la Juventud
Peronista alentada por el propio Perón desde su exilio madrileño vuelve
imposible, una vez retornado el líder al país, una gestión efectiva del juego de
inclusiones y exclusiones que había signado su previo paso por el poder. El
precio mismo del retorno no fue pues ajeno a la erosión de los instrumentos que
hacían posible la gestión populista. De otra parte, y pese a la amplitud de su
liderazgo, las propias posibilidades del hegemonismo habían quedado
mermadas toda vez que las aspiraciones que posibilitaron un retorno en el cual
algunos veían la consecución de un “socialismo nacional” y otros la única
garantía de recrear un orden, había creado las condiciones para la incorporación
de ciertas aristas pluralistas que permitieron un diálogo diferente, aunque no
por ello exento de pretensiones subordinantes, con el resto de las fuerzas
políticas. Poco antes de morir, el propio Perón anunciaba la incapacidad de la
política para reconstruir un orden y deslizaba la opción por una recomposición
violenta del escenario político que inevitablemente conducía al terrorismo de
Estado:

19Como se recordará, la Constitución de 1949 fue la primera en establecer la elección directa del
Presidente de la Nación en distrito único. Sobre las difíciles relaciones entre el populismo y la
organización federal del Estado ver el excelente trabajo de Julián Melo (2003).
“Estamos afrontando una responsabilidad que nos ha dado
plebiscitariamente el pueblo argentino. Vamos a proceder de acuerdo
con la necesidad, cualquiera sean los medios. Si no hay ley, fuera de la
ley, también lo vamos a hacer y lo vamos a hacer violentamente. Porque
a la violencia no se le puede oponer otra cosa que la propia violencia.
Eso es una cosa que la gente debe tener en claro.”20

Tres meses después de estas palabras se produciría la definitiva ruptura


entre el líder y Montoneros. Con la muerte de Perón el 1º de julio de 1974 queda
descartada la última y ya maltrecha posibilidad de gestión de aquella
ambigüedad que había sido constitutiva del peronismo como fuerza capaz de
representar las expectativas de reforma y la reconstitución de un orden. La
violencia y no la política ocuparía el centro de la escena y llevaría al país a la
mayor tragedia de su historia bajo la sombras del terrorismo estatal.
Parafraseando libremente a Tulio Halperin Donghi, a partir de allí
Argentina vivió ya indisimuladamente esa “larga agonía” que sucedió a las
experiencias populistas. Proceso que supuso amplios fenómenos de
fragmentación y polarización social, esa lenta descomposición de la antigua
homogeneidad característica del populismo. Proceso que también estaría
marcado por la creciente fragmentación política y que, tras la tragedia de los
años de plomo, devino en la construcción, inédita en el país, de una democracia
capaz de institucionalizar el pluralismo. Generalmente, quienes a partir de
cierto determinismo sociológico ven en la fragmentación misma una condición
de viabilidad para el desarrollo del pluralismo no hacen sino invertir la
secuencia histórica escindiendo como realidades ontológicamete diferenciadas
lo social y lo político. Quienes conciben lo político como un mero epifenómeno
de una supuesta realidad subyacente olvidan que Argentina siempre fue una
sociedad heterogénea. Fue la política, y básicamente las experiencias populistas,
las que a partir de la extensión de identidades, creencias y derechos comunes
realizaron esa tarea ciclópea de homogeneización del espacio nacional
concluyendo un proceso que nuestros manuales de historia siguen datando en

20 Mensaje al país del presidente Juan Domingo Perón, 20 de enero de 1974.


1880. La irreversible crisis del populismo, sería también la erosión de aquella
sociedad integrada.

3. ¿La democracia liberal como horizonte postpopulista?

La existencia de dos experiencias traumáticas es insoslayable a la hora de


intentar abordar el proceso de recreación de una institucionalidad que se abre
en 1983. Dichas experiencias no son otras que el violento colapso de la matriz
populista en los años 70 seguido de la experiencia del terrorismo de Estado, de
una parte, y el devenir de la guerra del Atlántico Sur, como intento de
perpetuación del poder militar, de otra. Ambos episodios estuvieron signados
por el acompañamiento a veces efusivo, a veces simplemente silencioso, de la
mayor parte de la sociedad argentina. De la legitimación de la violencia política
al silencio coercitivo de los años de plomo, de la efusividad ante la aventura de
Galtieri a los días de furia que siguieron a la derrota. Fue el desmoronamiento
del poder militar ante el descalabro de Malvinas el que hizo visible el triste
destino de una complicidad fallida, habilitando los márgenes para la inusual
radicalidad que revistió el proceso de transición argentino.
En una suerte de fuga hacia adelante ante ese pasado indecoroso, se
fortalecieron los liderazgos que mostraban las mejores credenciales para
escindirse de la vasta complicidad que la mayor parte de la dirigencia política
demostró ante la violencia política, el terrorismo estatal y la ocupación de
Malvinas, y que por tanto aparecían más dispuestos a cortar toda vía de
negociación con unas Fuerzas Armadas en retroceso. En una realidad en la que
los pasados impolutos no existen, es claro que la trayectoria de Raúl Alfonsín y
sus posicionamientos en los meses claves que van de la ocupación de Malvinas
de abril de 1982 a las elecciones de Octubre de 1983, permitieron marcar una
clara diferencia respecto de sus competidores.
No nos interesa aquí analizar pormenorizadamente las políticas que en el
inicio de la reinstitucionalización tuvieron lugar. Simplemente creemos
necesario remarcar el papel fundacional que la revisión del pasado tuvo en la
construcción del nuevo régimen político.
La ruptura trazada por Alfonsín respecto del pasado fue en verdad una
doble ruptura. De una parte, se trataba de dejar atrás un pasado inmediato de
violencia, represión, guerra y muerte asociando la democracia a valores como
la paz, la libertad y la vida. Pero por otro lado, implicaba una ruptura de más
largo plazo que vinculaba la decadencia argentina con un pasado que se perdía
en el tiempo histórico e identificaba a las principales fuerzas políticas con
prácticas faccionalistas, pretensiones hegemonistas y un recurrente desprecio de
la legalidad. La democracia liberal aparecía entonces como la contracara vis à vis
de ese pasado y el campo propicio en el que las esperanzas de reparación de
una sociedad, menguada en sus derechos cívicos y niveles de vida, podrían ver
cumplidas sus expectativas.
La desaparición forzada de personas y el compromiso de Alfonsín de
investigar estos hechos21 es central para distinguir los componentes del proceso
de reinstitucionalización iniciado en 1983 y sus diferencias frente a anteriores
intentos fracasados como el de 1973. La vigencia de los derechos humanos y un
respeto cuasi sacralizado de los derechos civiles fueron el núcleo articulador de
la construcción encarada por el líder radical. No se nos escapa la diferencia
existente entre el discurso de los derechos humanos y el discurso de los
derechos que componen la esfera civil de la ciudadanía. Si los primeros son
derechos atribuidos a todo hombre en virtud del nacimiento, los derechos

21 No nos proponemos aquí analizar la política de revisión de las violaciones de los derechos
humanos de la gestión Alfonsín. Tan sólo diremos que básicamente ésta estuvo orientada a
marcar que había un pasado atroz que merecía ser sancionado. Desde la misma campaña
electoral Alfonsín anunció su intención de perseguir ciertas conductas prototípicas y distinguir
distintos niveles de responsabilidad en la comisión de delitos. Podríamos decir que la estrategia
alfonsinista en este aspecto estuvo guiada por el convencimiento de que no podía haber
impunidad aunque sí impunes. De hecho, a poco de asumir la Presidencia, el Ejecutivo intentó
lograr la sanción del principio de Obediencia Debida en su proyecto de reforma del Código de
Justicia Militar. El fracaso en el Congreso de ese aspecto particular de la iniciativa hizo que la
cuestión quedara abierta hasta 1987. Frente a la demanda éticamente incuestionable de una
persecución de toda acción represiva ilícita, hemos de decir que ésta nunca fue la política que la
gestión Alfonsín pretendió impulsar. La imagen de un quiebre en la política de revisión del
pasado acaecida hacia 1987 frente a los levantamientos militares, imagen hoy asumida y
reiterada por el propio Alfonsín, es más una construcción realizada hacia esa época por la
emergente renovación peronista, que disputaba con el alfonsinismo la gestión de esa frontera
respecto del pasado, que una descripción de la política radical.
civiles aparecen inextricablemente vinculados al carácter colectivo que supone
la membresía en una comunidad política dada. Ahora bien: el conjunto de
derechos y libertades específicos que el discurso de los Derechos Humanos
actualiza (libertad de asociación, de expresión, de petición, de debido
proceso,etc) es inescindible de la dimensión civil de la ciudadanía.
Es la necesidad de sutura de las heridas traumáticas dejadas por el
propio papel en la violencia, el terrorismo de Estado y la guerra, la que
habilita, entre otras alternativas incoadas posibles, la emergencia de un discurso
que lleva la vigencia de las libertades civiles al centro de la escena. El
componente civil de la ciudadanía, aquel que había sido mermado por la forma
específica en que el populismo amplió los derechos políticos y sociales durante
la primera mitad del Siglo XX, impregna por tanto el intento de recreación de
un orden que se inició en 1983. El componente liberal, solapado y menguado
una y otra vez por la tradición populista, revestía así una centralidad
desconocida en los tiempos de ampliación del sistema político. Con ello, y como
quedó claro desde los inicios mismos de la transición, el pluralismo político
contaba con inéditas posibilidades de institucionalizarse.
Hasta qué punto esta suerte de reforma moral ha calado a lo largo de más
de dos décadas de vida democrática sobre la sociedad argentina es una cuestión
abierta al debate. Sin embargo, la ausencia de alternativas autoritarias en
situaciones de máxima tensión política como fue el virtual colapso del sistema
político de diciembre del 2001, no parecen ajenas a su impronta.
Si de una parte una importante institucionalización del pluralismo es la
marca más consistente del proceso iniciado en 1983, de otra, la plasticidad de
las identidades políticas suele revelarse más resistente que lo que toda nueva
fundación supone. El hecho mismo del cíclico fundacionalismo que habita
indisimuladamente el proceso iniciado en 1983 nos habla ya a las claras de la
supervivencia de rasgos que habían sido característicos de la antigua matriz
populista en un contexto, por cierto, muy diferente de aquel.
El cíclico fundacionalismo aparece así como una marca sustancial a lo
largo de estos casi veintidós años de vida democrática. A la primer e inevitable
frontera que animó la construcción de la nueva institucionalidad en 1983 y que
tuvo por principales expresiones identitarias al alfonsinismo y la renovación
peronista siguieron otras dos. En 1989 el ascenso de Carlos Menem a la
primera magistratura fue de la mano de una clara promesa de recomposición de
un orden frente al caos y la disolución del poder político que aparejó el proceso
hiperinflacionario en el que se hundió el sistema construido por el alfonsinismo
y la renovación. Asociando al gobierno radical y a sus rivales internos
encabezados por Cafiero en una política común, el menemismo encaró este
nuevo giro fundacional que sería vital en su construcción de un horizonte de
estabilidad que signó su predominio en la escena política de los años 90.
Tras el agotamiento del ciclo menemista, en el que se hundiría el propio
gobierno de la Alianza que fue parasitario de su imaginario de la estabilidad, se
desemboca en el derrumbe político de fines del 2001. La crisis que se expresó en
aquellos meses afiebrados que van de fines del año 2001 hasta bien entrado el
año 2002 implicó, una vez más, una compleja y diversa concatenación de
significados. En el consenso negativo que acabó con el gobierno de la Alianza y
puso en jaque al sistema político argentino encontramos una polisemia tal que
sólo puede ser soslayada por las lecturas descalificadoras que vieron allí tan
solo una expresión de la “antipolítica”, ó, las reconstrucciones épicas que
redujeron el estallido a una reacción de la sociedad frente a las políticas
inequitativas de los 90 continuadas por la gestión de De la Rua. En verdad la
polisemia del estallido de diciembre de 2001 radica en que si de una parte
expresó el rechazo de importantes segmentos sociales a la continuidad de las
políticas de los 90, de otra fue el canal expresivo a partir del cual aquellos
sectores plenamente integrados a las políticas hasta entonces en curso
reaccionaron frente a su crisis terminal. Debería llegar esa tercera fundación
encarada por Kirchner para sedimentar una significación retroactiva de los
hechos de 2001-2002, significación que no sería ajena a la construcción de su
propio liderazgo.
La sola fragilidad del gobierno de la Alianza debería ya alertarnos sobre
hasta qué punto la dependencia del cíclico fundacionalismo ha sido vital para el
mantenimiento de las sucesivas administraciones en el poder. Si a su turno
tanto Alfonsín como Menem encarnaron poderosos liderazgos, ello estuvo
estrechamente vinculado a que, marcando una abrupta ruptura con el pasado,
ambos consiguieron generar un fuerte capital político que amplió sus márgenes
de maniobra. Nada de esto había ocurrido en 1999 con la asunción del gobierno
de la Alianza: éste se había mostrado más preocupado por demostrar sus
credenciales como garante de la continuidad de la estabilidad que había
signado el imaginario menemista y acabó por hundirse con ella. Las voces
discordantes que intentaron construir una frontera frente a las consecuencias
sociales de la experiencia menemista, como la del ex presidente Alfonsín,
fueron silenciadas por los propios candidatos a la Presidencia y la
Vicepresidencia.22 La Alianza intentó construir su diferencia específica frente a
la gestión Menem básicamente a partir de aquellos aspectos que habían
resultado más irritativos para los sectores medios: la crítica de la corrupción
imperante y la mejora de la Justicia, acompañados con promesas de una mayor
sensibilidad en áreas como salud, educación y pobreza. Si las promesas de
continuidad fueron más importantes que los débiles elementos de
diferenciación en la sucesión de 1999, estos últimos terminarían de naufragar
con el escándalo suscitado a raíz de la denuncia de pagos de gratificaciones en
el Senado para aprobar la ley de flexibilización del mercado de trabajo, hechos
que derivaron en la renuncia del vicepresidente Álvarez.
La articulación de una nueva frontera radical, esto es de un corte crítico
con la Argentina de los 90, debería esperar el inestable transcurso de las
presidencias provisorias de origen legislativo asumidas por Rodríguez Saa y
Duhalde para tomar forma cierta recién tras la llegada de Néstor Kirchner al
gobierno en mayo del año 2003. Fue la propia debilidad con la que el nuevo

22 Poco antes de las elecciones, de la Rua prometía la continuidad del régimen de


Convertibilidad peso-dólar, mientras que Álvarez ya había manifestado públicamente tiempo
atrás su arrepentimiento por no haber acompañado, siendo diputado, la Ley de Convertibilidad
de 1991.
mandatario llegó a la Casa Rosada, la que hizo indispensable un nuevo giro
fundacional para obtener recursos de poder.23
Como en el caso de Alfonsín, existe en la construcción llevada a cabo por
Kirchner ese intento de establecer una ruptura en dos tiempos: una ruptura de
corto plazo que contrapone como adversario político al menemismo y las
consecuencias sociales del proceso de reformas pro mercado de los años 90 y,
otra ruptura de más largo plazo. Esta segunda ruptura se representa respecto
de un proceso cuya data inicial se atribuye a la dictadura militar iniciada en
marzo de 1976 y que encadenaría en un patrón socioeconómico regresivo al
gobierno militar con las supuestas claudicaciones de la democracia iniciada en
1983. Las injusticias de esta lectura son variadas y la sobreactuación recurrente
del propio Presidente las ha dejado de manifiesto una y otra vez: desde erigirse
en campeón de los derechos humanos desconociendo lo hecho por la gestión de
Alfonsín, hasta atribuirse la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder
constitucional tras los sucesivos recambios en las cúpulas militares. Ni la
democracia naciente había guardado silencio frente al terror, sino que por el
contrario había llevado al banquillo de los acusados a sus máximos
responsables en circunstancias mucho más difíciles que las actuales, ni las
Fuerzas Armadas fueron disciplinadas en el último bienio, sino a través de un
largo y contradictorio proceso que se inició en la gestión de Alfonsín y continuó
en la de Menem.
Es a partir de esta doble ruptura que la construcción de Kirchner ha
significado retroactivamente la crisis de fines del año 2001 para construirse
como una respuesta a sus supuestas demandas. La actual administración ha
logrado así dar nueva vida a aquella inicial promesa de asociación entre la
democracia y el bienestar que había marcado los inicios de la transición y que

23 Cómo se recordará, Kirchner llegó al gobierno tras cosechar un magro 22% de sufragios y
ubicarse en segundo lugar tras Carlos Menem, que obtuvo el 24% en la primera ronda electoral
del año 2003. La retirada de la candidatura de Menem en la segunda vuelta, privó a Kirchner de
un respaldo electoral que según las principales encuestas lo ubicaba en un 2 a 1 frente al ex
Presidente. Por otra parte, Kirchner aparecía como el postulante de una pequeña provincia que
reunía tan sólo al 0,5 % del electorado nacional (Santa Cruz) y que se había convertido en el
candidato oficial del saliente mandatario interino, Duhalde, tras los sucesivos fracasos de éste
por vertebrar otra candidatura.
pareció hundirse en los sucesos de 2001. Se trata de una lejana promesa de
reconstitución de una comunidad política fragmentada que apunta a un
horizonte en el que la democracia, las instituciones y sus actores, renueven las
expectativas de reparación social. Son las aristas nacionalistas del propio
discurso kirchnerista aquellas que más directamente aluden a la recomposición
de una comunidad reparadora de derechos que no había sido ajena a la
impronta del populismo clásico y cuya fragmentación signó su prolongada
agonía.24
El pluralismo político ha mermado ciertamente la impronta hegemonista
que latió en el populismo clásico. En este sentido, el populismo constituye una
experiencia del pasado. Ahora bien, distintos rasgos que lo signaron continúan
latiendo en la vida política argentina y el recurrente fundacionalismo no es, en
este aspecto, un dato menor. Paradójicamente, si bien el refundacionalismo
crónico altera la continuidad esperable de un régimen estable, se ha demostrado
como el único factor capaz de producir los efectos de homogeneización política
necesarios que garantizan a todo gobierno el margen requerido para
permanecer en funciones.
Por cierto, la supervivencia de estos rasgos no es la única herencia del
legado populista. El régimen de inclusiones y exclusiones de la propia alteridad
constitutiva ha marcado claramente las improntas regeneracionistas que en su
momento cubrieron la articulación identitaria del alfonsinismo, de la
renovación peronista y de la actual construcción kirchnerista25. Como intentos

24 La identificación de elementos nacionalistas y demandas de inclusión y reparación social que


habían sido características del populismo reemerge en los distintos movimientos de protesta
social de la década del 90 como invocación de un Estado ausente. Paradójicamente, entre los
principales dirigentes políticos, el primero en dar un giro a la idea de nación como comunidad
cívica reparadora fue Alfonsín, quien produjo una fuerte inflexión en su discurso en la segunda
mitad de los años 90. Esa redefinición de las referencias nacionales en un marco pluralista sería
llevada a su paroxismo por Kirchner.

25 La impronta regeneracionista del kirchnerismo es abordada por Juan Carlos Torre (2005). Tal
influencia no es menor: despersonalizando el campo adversario más allá de ciertas figuras
prototípicas se logra encauzar una política que aspira a la conversión de los pecadores del ayer
en los virtuosos del mañana. Detrás del intento alfonsinista, disparatado por cierto, de un juicio
en primera instancia militar late esa impronta. De igual forma, la complicidad social ante la
represión de los 70 o el egoísmo de los beneficiarios de la década del 90, pudo articularse como
aquello a ser superado en las construcciones de Alfonsín, la Renovación o Kirchner. Finalmente,
de marcar una abrupta ruptura con el pasado y al mismo tiempo de convertir al
conjunto de la sociedad a una nueva fe en una empresa de reforma moral, unos
y otros han reeditado ese mecanismo, moderado ahora por la marca pluralista
que incorporó el proceso iniciado en 1983. Sólo como una referencia a esta
imbricación de pasado y presente en nuestra vida política es que podemos
hablar de cierto populismo atemperado que cubre las gestiones de Alfonsín y
Kirchner, teniendo en cuenta que no se trata de una nueva variedad de aquel
mecanismo extremo que signó los populismos clásicos. La cuestión es
claramente diferente si atendemos a la experiencia menemista. La frontera
construida por el menemismo se estableció como ruptura respecto del desorden
y el caos hiperinflacionario. Los sesgos populistas de Menem se agotaron con la
campaña de 1989, ya que fue esta coincidencia en que la ruptura misma encarnó
la idea de orden la que inhabilitó cualquier juego pendular: lejos de encarnar al
mismo tiempo el orden y la reforma, el menemismo, como discurso hobbesiano
de superación del caos, supuso el desplazamiento de la vieja promesa
reformista de “justicia social” en favor de la construcción de un orden frente a
lo que era señalado como un caos inmediato y anterior. En este sentido el
menemismo, se aleja del patrón de supervivencia de rasgos populistas
atemperados que signan claramente las gestiones de Alfonsín y Kirchner. Por
motivos diversos, la ausencia de toda frontera política cierta, un mayor énfasis
en los aspectos liberales y la crítica republicana, la continuidad misma que se
esbozó con sus predecesores en el mantenimiento de una idea de orden como la
estabilidad, la breve y fallida experiencia de la Alianza tampoco puede
inscribirse en dicho patrón que aparece como marca significativa de la
democracia argentina.

la despersonalización del campo adversario juega también un papel central en la disolución del
propio involucramiento en silencios y complicidades del pasado: sea ésta la postura equívoca
de distintos dirigentes radicales y peronistas durante la represión, o bien, la participación de
diversos personajes del elenco hoy gobernante en la gestión menemista.
4. Palabras finales

A lo largo de este trabajo hemos intentado rastrear la especificidad del


populismo como un mecanismo específico de gestión de la tensión entre la
afirmación de la propia identidad diferencial y la pretensión de una
representación hegemónica de la sociedad. Hemos visto que la alternativa y
extrema inclusión/exclusión del adversario político del propio campo que el
populismo aspira a representar es la forma específica que dicho mecanismo
asume en las experiencias yrigoyenista y peronista. El fundacionalismo y el
hegemonismo aparecían así como las marcas más recurrentes que atravesaban a
las principales identidades políticas argentinas. La constante redefinición del
propio demos legítimo introducía así un factor de crónica inestabilidad que
erosionaba las posibilidades de institucionalización del pluralismo político.
El colapso de la matriz populista en los años 70 supuso también la
erosión de aquellos elementos que más disruptivos se habían demostrado para
el establecimiento de un régimen institucional estable. Es el nuevo
posicionamiento de los derechos civiles en la experiencia de 1983 el que abre
camino a una institucionalización del pluralismo, el elemento que había
resultado más esquivo en la tradición democrática argentina.
Pese a ello, el análisis de las más de dos décadas de vida democrática nos
revela una imbricación entre elementos provenientes de la matriz populista y
elementos democrático liberales. Si el hegemonismo ha menguado en la vida
política argentina, un crónico refundacionalismo sigue siendo su marca
distintiva. Un verdadero juego de solapamientos entre la democracia liberal y la
democracia populista es el que tal vez mejor describe el proceso iniciado en
1983.
En una sociedad fragmentada y polarizada, menguada en sus derechos y
donde la larga agonía de aquella sociedad integrada que signó las experiencias
populistas ha devenido en muy desiguales accesos a las diferentes esferas de la
ciudadanía por parte de los distintos sectores de la población, este proceso está
lejos de ser novedoso. Las expectativas de una nueva inclusión en una
comunidad reparadora de derechos conculcados abre las puertas a incesantes
ensayos fundacionalistas que muchas veces no son sino la expresión de las
tensiones mismas de la relación entre el liberalismo y la democracia, entre la
limitación del poder y la consecución de un principio de igualdad en el Estado.
La tradición populista es, con sus inherentes limitaciones, la principal tradición
democrática que ha tenido la Argentina y algunos de sus elementos seguirán
presentes allí donde surja un reclamo de inclusión comunitaria.
No hay política sin hegemonía. La constitución de solidaridades políticas
es en sí misma un producto de articulaciones hegemónicas, de negociación de
equivalencias que son inherentes a la vertebración de cualquier identidad
política26. Como hemos dicho, esa forma particular de la hegemonía que
buscaba una representación monista y unitaria de la comunidad política y que
llamamos hegemonismo ha retrocedido en la vida pública argentina al punto de
hacer posible en los últimos veintidós años una instauración del pluralismo sin
precedentes desde la ampliación de los derechos políticos y sociales. Ahora
bien, el recurrente fundacionalismo supone claramente en sí mismo un exceso
no de hegemonía, que es la lógica misma de constitución de lo social, pero si de
una articulación hegemónica concreta, del desarrollo de una cadena de
equivalencias. En este sentido, la política argentina de las últimas dos décadas
ha estado altamente sobredeterminada por los antagonismos inherentes a la
construcción de distintas fronteras, en 1983, en 1989 y en 2003 como sutura de la
crisis iniciada a fines de 2001. De allí que la política argentina tome más
recurrentemente la forma de una especialidad popular27, esto es la existencia de
alineamientos paratácticos que dicotomizan el campo político
sobredeterminándolo, que la de una especialidad democrático pluralista, que se

26 Toda articulación hegemónica supone la operación de dos lógicas: una lógica de la


equivalencia, que es una lógica de la simplificación del espacio político, por ejemplo la
transformación de dos identidades preexistentes que a expensas de su propia literalidad
subvierten su diferencialidad inicial, y, una lógica de la diferencia, que es una lógica de la
expansión y la complejización del espacio político (Laclau y Mouffe, 1987: 157 y ss).

27 Sobre la distinción entre posición popular de sujeto y posición democrática de sujeto ver
Laclau y Mouffe (1987:152).
caracteriza por la proliferación de conflictos que tienden a autonomizarse de
cualquier lógica sobredeterminante.
Ese exceso inherente al cíclico fundacionalismo parece una marca
destinada a perdurar en la vida política argentina. Si de una parte es un
elemento que altera la continuidad esperable de un régimen estable, de otra se
ha revelado como un factor imprescindible para asegurar el mantenimiento en
el poder de las distintas administraciones a través de su potencialidad a la hora
de construir apoyos sociales. Pero el fundacionalismo es también un recurso de
réditos decrecientes toda vez que las expectativas generadas por el trazado de
una frontera respecto del pasado no alcanzan una mínima satisfacción.
Paradójicamente aquel elemento que perturba la estabilidad y parece ser
un obstáculo para el desarrollo pleno de una institucionalidad estable se ha
revelado una y otra vez como un factor necesario para la supervivencia misma
de esas instituciones. El signo pues de este derrotero no es sino el de un pasado
transfigurado que continúa habitando el presente como su condición de
imposibilidad, pero también como su condición de posibilidad.
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