Populismo y Democracia en La Argentina C
Populismo y Democracia en La Argentina C
Populismo y Democracia en La Argentina C
EN LA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA
Entre el hegemonismo y la refundación1
1. Introducción
1 Agradezco a Julián Melo sus comentarios a una versión preliminar de este trabajo.
4 Así, en el centro de la crítica de Vilas se encuentran aquellos trabajos que caracterizaron como
corresponde a diversos autores: entre los principales, Dresser (1991), Roberts (1995), Novaro
(1996), Gibson (1997), Knight (1998) y Weyland (1999).
5 Sobre el particular ver nuestro trabajo “Repensando el populismo”. Revista Política y Gestión
6 Un buen resumen sobre el debate en torno de las categorías radiales y los subtipos
disminuidos puede verse en Weyland 2004.
entramado institucional que habían caracterizado a procesos como el
cardenismo mexicano, el varguismo brasileño o el peronismo argentino7.
Creemos que la crítica de Vilas se inscribe precisamente en esta tradición
sociológica.
Ahora bien, la concepción de discurso que el texto de Laclau de 1978
hace suya, no coincide con la habitual caracterización de las nociones de
ideología y dimensión ideológica que el conjunto de la crítica sociológica parece
dar por supuestas8. Si de una parte Laclau siempre hizo suya una concepción
gramsciana de la ideología que afirmaba su materialidad en una serie de
instituciones y relaciones sociales, de otra, la noción de discurso utilizada por el
autor argentino remite a toda práctica articulatoria de naturaleza lingüística o
extralingüística que constituye y organiza relaciones sociales mediante
configuraciones de sentido.9 En sus propias palabras:
7 Fue Nicos Mouzelis (1978) quien inició esta crítica al sostener que las prácticas discursivas no
podían desvincularse de las características y conformación de clases de una sociedad, al tiempo
que argumentó que las dimensiones político-organizativas del fenómeno eran tan importantes
como su discurso. Aun en una intervención tan aguda como la de Emilio de Ipola y Juan Carlos
Portantiero de 1981 (1989) veladamente se reprocha a Laclau que se hable de “socialismos
realmente existentes” mientras que los populismos serían abordados en su “forma discursiva”.
La incomprensión de la amplitud del concepto de discurso de Laclau es aun más radical en
autores como Geras (1987) o Borón y Cuellar (1983) quienes atribuyen sin más al autor una
“concepción idealista de la hegemonía”.
8 Sobre la distinción entre ideología y dimensión ideológica seguimos a Verón y Sigal (1988: 18
y ss.). Para los autores, mientras que la noción de “ideología”está referida al plano del
enunciado, designa un conjunto de opiniones o representaciones de la sociedad, el análisis en
términos de dimensión ideológica debe dar cuenta y al mismo tiempo trascender el plano del
enunciado para ocuparse del plano de la enunciación. Éste es el nivel del discurso en el que se
construye no lo que se dice, sino la relación del que habla con aquello que dice y, derivada de
esto, la relación que el enunciador propone al destinatario, ya que el discurso construye tanto
una imagen del que habla como una imagen de a quién se habla.
9 Entendemos por articulación una práctica que establece una relación tal entre elementos que
la identidad de los mismos resulta modificada como resultado de esa práctica (ver Laclau y
Mouffe, 1987, 119). Un ejemplo de articulación sería aquella que tuvo lugar en las postrimerías
de la dictadura militar, cuando intentando desbaratar a la naciente oposición el gobierno de
Galtieri lanzó la ocupación de Malvinas. El discurso nacionalista rearticuló los clivajes internos,
que crecientemente venían estableciéndose en términos de una dicotomización entre el gobierno
militar y la oposición democrática, borrando sus límites. La participación de la mayor parte de
la oposición política y de la dirigencia sindical como voceros de la ocupación militar ante
Estados Unidos y Europa, y, la complicidad de una mayoría social, nos hablan de la
modificación de esos elementos rearticulados que muy difícilmente podían reconocerse en los
alineamientos previos al 2 de abril.
"Por discursivo no entiendo lo que se refiere al texto en sentido
restringido sino al conjunto de los fenómenos de la producción social de
sentido que constituye la sociedad como tal. No se trata, pues, de
concebir lo discursivo como constituyendo un nivel, ni siquiera, una
dimensión de lo social, sino como siendo coextensivo a lo social, en
cuanto tal. Esto significa, en primer término, que lo discursivo no
constituye, una superestructura, ya que es la condición misma de toda
práctica social o, más precisamente, que toda práctica social se
constituye, como tal en tanto productora de sentido... la historia y la
sociedad son, en consecuencia, un texto infinito" (Laclau, 1979)
10 En su libro Hegemonía y estrategia socialista, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe definen sus
principales conceptos. Discurso es allí la totalidad estructurada resultante de la práctica
articulatoria. Momentos son las posiciones diferenciales en tanto aparecen articuladas en el
interior de un discurso. Finalmente, los autores denominan elementos a toda diferencia que no
se articula discursivamente. Cuando un “elemento” es articulado se convierte en un “momento”
de la estructura discursiva (Laclau y Mouffe, 1987: 119).
2. El mecanismo populista
12En su texto de 1978 Laclau consideraba al yrigoyenismo como la forma más alta de desarrollo
del transformismo oligárquico. Hemos discutido esta apreciación en diversos lugares bajo el
convencimiento fundado de que el yrigoyenismo marca el inicio de la tradición populista
argentina. El propio Laclau ha revisado con el tiempo aquella caracterización inicial (ver Laclau,
2001).
El análisis pormenorizado de las experiencias populistas en Argentina
nos revela un mecanismo específico de negociación de la tensión que hemos
enunciado: se trata de la a veces simultánea, a veces alternativa
exclusión/inclusión del adversario en el propio campo de representación que el
populismo aspira a asumir. La tradicional imagen del juego pendular atribuido
al liderazgo de Perón da cuenta cabal de esta particular forma de gestión de la
tensión entre la afirmación de la propia identidad y la aspiración a una
representación unitaria de la sociedad. Por ello hemos recurrido a la
caracterización del populismo bajo la alegoría de Penélope: si aquella tejía y
destejía la mortaja de su suegro Laertes, el populismo reinstala ese juego
inestable entre la afirmación y el borramiento de su propio origen, entre su
ruptura fundacional y la aspiración a una representación global de una
comunidad política que revela menor plasticidad para el cambio que aquella
concebida en la emergencia del movimiento.13
Un breve recorrido por los mecanismos desarrollados por el
yrigoyenismo y el peronismo para gestionar en forma inestable esta tensión
puede servirnos como ejemplo.
Concebido como encarnación de la nación toda en sus derechos
conculcados, el yrigoyenismo emerge como impugnación al orden político
vigente en los albores del siglo pasado, marcando una abrupta frontera
respecto del orden conservador. Tenemos aquí los dos momentos de la tensión:
la afirmación de la propia identidad en su conflicto con el viejo orden que se
refleja en la consigna que encarna la Causa en la UCR enfrentando al poder
conservador, pero al mismo tiempo se observa la pretensión yrigoyenista de
13 Aunque inspirada en ambas, nuestra caracterización diverge tanto del Laclau de 1978 como
de la de de Ipola y Portantiero. Asumimos que el populismo se caracteriza por la gestión no de
una, sino de ambas tendencias, a la ruptura y a la recomposición del espacio político. Pero a
diferencia de lo sostenido por de Ipola y Portantiero creemos que su especificidad no está dada
por la preeminencia del hegemonismo, que supone el desenlace transformista, sino
precisamente por el juego inestable de inclusiones y exclusiones que perpetúa la tensión sin
resolverla ni inclinarse por ninguno de sus dos polos. Mi deuda para con Ernesto Laclau en esta
caracterización y mi agradecimiento por su disposición a replantear y debatir algunos aspectos
de su propia obra son enormes: la síntesis misma del populismo como una forma específica de
negociar la tensión entre la representación de una parte de la comunidad y la representación de
la comunidad política como un todo le pertenece (ver Laclau, 2001).
identificar a la UCR con la nación toda, como es nítido en la polémica entre el
propio Yrigoyen y Pedro C. Molina14. El Régimen aparece en esta segunda
dimensión como una pura excrecencia que no permite el desarrollo de una
voluntad nacional concebida en forma monista (Botana y Gallo 1997: 119) y
encarnada en la UCR y su mesiánico líder. ¿Cómo resuelve el radicalismo
yrigoyenista esta tensión? De un lado, despersonalizando el campo adversario y
sosteniendo que se luchaba contra un sistema y no contra hombres concretos.
Esta despersonalización posibilitaba a su vez la impronta regeneracionista de
época que el yrigoyenismo hizo suya: el enemigo de entonces, aquel al que se
acusaba de haber usufructuado de la venalidad comicial, sería el ciudadano
virtuoso de un mañana mejor. En este juego en dos tiempos, en el que los
pecadores del hoy son los redimidos de un mañana que encarna la propia
frontera construida por el yrigoyenismo respecto del pasado, se juega ese
espacio de desplazamientos que permite negociar la ampliación y reducción de
la aspiración representativa. Cada vez que los rivales internos o conservadores
articularon una oposición amenazante a los gobiernos de Yrigoyen, el
movimiento reactualizó la dimensión de su ruptura fundacional. Cada vez que
las aguas se aquietaron, la pretensión de una representación comunitaria cubrió
el discurso yrigoyenista. Ambos movimientos se sucedían en un juego incesante
en el que la nación real y la nación verdadera nunca acababan por estabilizar
sus límites.
Algo similar ocurre en el caso del peronismo. Como en el radicalismo
yrigoyenista, la vasta red de continuidades que une al peronismo al pasado
inmediato y que tan agudamente ha sido explorada entre otros por Juan Carlos
15 Pocas veces se repara en hasta que punto la lectura de Germani de una movilización sin
integración invierte el propio mito fundacional del peronismo manteniendo la alegoría
malleana de la dualidad entre el país visible y el país invisible. Las diferencias entre el discurso
académico de Germani y el propio discurso épico del peronismo se establecen en torno a la
caracterización mórbida o heroica del proceso.
17 Cómo se verá más adelante, con ello no nos referimos a los llamados neopopulismos de los 90,
ya que por diferentes motivos coincidimos con Vilas en lo inadecuado de tal caracterización.
Para el caso argentino, veremos la supervivencia de esos rasgos en experiencias tan diferentes
de aquellas como el alfonsinismo, la renovación peronista y la misma construcción que Kirchner
lleva a cabo en nuestros días.
18Díscurso de Perón en vísperas de los comicios presidenciales de febrero de 1946 (citado por
Torre, 1990: 171).
relacional y requiere de la constitución de límites. Aun en el extremo caso de los
totalitarismos, en los que se pretende la unívoca representación comunitaria,
ésta se establece frente a un pasado que se caracteriza como ominoso y/o a ante
un enemigo exterior; pasado y/o enemigo que sigue dejando las huellas de la
imposibilidad del cierre comunitario en las figuras del enemigo interno o el
agente extranjero.
Fundacionalismo y hegemonismo se nos revelan entonces como la forma
extrema de la tensión que es procesada a través de pendulares y contradictorias
exclusiones e inclusiones reactualizadas. Allí radican mayormente las aristas
erosivas que las experiencias populistas han tenido para conformar una
institucionalidad estable. Además del cruce entre pretensiones hegemonistas
opuestas, el populismo supone, a través del juego de inclusiones y exclusiones
de la alteridad constitutiva, la constante redefinición del demos legítimo que
constituye la comunidad política.
A la hora de explicar la crónica inestabilidad política que signó a la
Argentina a lo largo de buena parte del siglo XX muchas veces hemos tomado
los efectos como causas. Demasiada atención se ha prestado al pretorianismo
militar y bastante poca a las formas específicas en que se articularon las
principales identidades políticas del país. Con esto no estamos poniendo en
cuestión diversas características institucionalizantes que las experiencias
populistas supusieron en la historia argentina en cuanto al desarrollo de una
ciudadanía política primero y de una ciudadanía social luego, pero sí hablamos
de sus particulares características.
Las ciencias sociales generalmente han contrapuesto las nociones de
populismo y ciudadanía como si de realidades antitéticas se tratara. En buena
medida, ello se debió a que la ampliación de los derechos políticos y sociales
fueron en Argentina y en buena parte de América Latina de la mano de
movimientos con liderazgos plebiscitarios y ciertas aristas autoritarias que
erosionaron no pocos derechos civiles. Ahora bien, si continuamos
contraponiendo populismo y ciudadanía, lo que perdemos de vista es
precisamente cuánto de gramática populista ha tenido el proceso de desarrollo
de los derechos políticos y sociales en nuestra realidad. El etnocentrismo
característico de las viejas teorías de la modernización continúa habitando
indisimuladamente nuestro campo disciplinario.
Los procesos de ampliación de los derechos políticos primero y de los
derechos sociales luego, aparecieron en el caso argentino indisolublemente
vinculados a las fuerzas políticas que bregaron por dicha extensión: el
radicalismo en su vertiente yrigoyenista y el peronismo respectivamente. La
ciudadanía tomaba así paradójicamente la forma de una exlusión inherente a la
propia frontera fundacional, dado que los nuevos derechos aparecían como la
conquista a expensas de un “Otro” que había medrado en la anterior situación y
cuyo espectro, asociado a tentativas involucionistas, era recurrentemente
agitado como un mecanismo de fortalecimiento de las propias identidades
emergentes. La inestabilidad del propio demos bajo los mecanismos pendulares
del populismo, y, la amplia volatilidad de derechos que siguió a las
experiencias postpopulistas, no hicieron sino reforzar estas aristas faccionalistas
de la ciudadanía que la alejaban de constituirse en la tradicional marca de una
membresía comunitaria.
Si cierto es que las experiencias populistas acabaron polarizando el
campo político, no menos verdadero es afirmar que de la fuerza de su particular
combinación de fundacionalismo y hegemonismo obtuvieron los recursos de
poder necesarios para constituirse en movimientos de profunda modernización
de la sociedad argentina. Fueron fuerzas claramente homogeneizadoras en lo
que refiere a la expansión de nuevos derechos, de allí la problemática relación
que los populismos argentinos tuvieron con el principio de organización federal
del Estado. La expansión de los derechos políticos al conjunto del territorio
nacional bajo la consigna yrigoyenista de que “las autonomías son de los
pueblos y no de los gobiernos” fue de la mano de la más agresiva política de
intervenciones federales a las provincias de la historia argentina. De igual
forma, la expansión de derechos sociales del peronismo estuvo marcada por la
impronta de una homogeneidad territorial desconocida que llegó a constituir
una sociedad más plenamente integrada y menos diferenciada en términos de
disfrute de estos derechos, desde La Quiaca hasta Tierra del Fuego. Más aún, el
peronismo no se privó en su Reforma Constitucional de 1949 de dar una
legitimidad unitaria al vértice del poder estatal.19 Es esta fuerza
homogeneizadora e inclusiva del populismo (Barros, 2004), esta dimensión
jacobina, la que hace del mismo una fuerza democratizadora. Si siguiendo una
línea que va de Rousseau a Carl Schmitt distinguimos a la democracia del
liberalismo y concebimos a la primera como homogeneidad, no es arriesgado
sostener que el populismo constituye la principal tradición democrática en la
historia argentina. Una tradición por cierto reñida con el liberalismo político y
que ha sido uno de los principales obstáculos a la hora de intentar establecer
una institucionalidad pluralista.
El mecanismo populista de gestión de la tensión entre fundacionalismo y
hegemonismo colapsa definitivamente en Argentina en el proceso democrático
de 1973-1976. De una parte, la radicalización fundacionalista de la Juventud
Peronista alentada por el propio Perón desde su exilio madrileño vuelve
imposible, una vez retornado el líder al país, una gestión efectiva del juego de
inclusiones y exclusiones que había signado su previo paso por el poder. El
precio mismo del retorno no fue pues ajeno a la erosión de los instrumentos que
hacían posible la gestión populista. De otra parte, y pese a la amplitud de su
liderazgo, las propias posibilidades del hegemonismo habían quedado
mermadas toda vez que las aspiraciones que posibilitaron un retorno en el cual
algunos veían la consecución de un “socialismo nacional” y otros la única
garantía de recrear un orden, había creado las condiciones para la incorporación
de ciertas aristas pluralistas que permitieron un diálogo diferente, aunque no
por ello exento de pretensiones subordinantes, con el resto de las fuerzas
políticas. Poco antes de morir, el propio Perón anunciaba la incapacidad de la
política para reconstruir un orden y deslizaba la opción por una recomposición
violenta del escenario político que inevitablemente conducía al terrorismo de
Estado:
19Como se recordará, la Constitución de 1949 fue la primera en establecer la elección directa del
Presidente de la Nación en distrito único. Sobre las difíciles relaciones entre el populismo y la
organización federal del Estado ver el excelente trabajo de Julián Melo (2003).
“Estamos afrontando una responsabilidad que nos ha dado
plebiscitariamente el pueblo argentino. Vamos a proceder de acuerdo
con la necesidad, cualquiera sean los medios. Si no hay ley, fuera de la
ley, también lo vamos a hacer y lo vamos a hacer violentamente. Porque
a la violencia no se le puede oponer otra cosa que la propia violencia.
Eso es una cosa que la gente debe tener en claro.”20
21 No nos proponemos aquí analizar la política de revisión de las violaciones de los derechos
humanos de la gestión Alfonsín. Tan sólo diremos que básicamente ésta estuvo orientada a
marcar que había un pasado atroz que merecía ser sancionado. Desde la misma campaña
electoral Alfonsín anunció su intención de perseguir ciertas conductas prototípicas y distinguir
distintos niveles de responsabilidad en la comisión de delitos. Podríamos decir que la estrategia
alfonsinista en este aspecto estuvo guiada por el convencimiento de que no podía haber
impunidad aunque sí impunes. De hecho, a poco de asumir la Presidencia, el Ejecutivo intentó
lograr la sanción del principio de Obediencia Debida en su proyecto de reforma del Código de
Justicia Militar. El fracaso en el Congreso de ese aspecto particular de la iniciativa hizo que la
cuestión quedara abierta hasta 1987. Frente a la demanda éticamente incuestionable de una
persecución de toda acción represiva ilícita, hemos de decir que ésta nunca fue la política que la
gestión Alfonsín pretendió impulsar. La imagen de un quiebre en la política de revisión del
pasado acaecida hacia 1987 frente a los levantamientos militares, imagen hoy asumida y
reiterada por el propio Alfonsín, es más una construcción realizada hacia esa época por la
emergente renovación peronista, que disputaba con el alfonsinismo la gestión de esa frontera
respecto del pasado, que una descripción de la política radical.
civiles aparecen inextricablemente vinculados al carácter colectivo que supone
la membresía en una comunidad política dada. Ahora bien: el conjunto de
derechos y libertades específicos que el discurso de los Derechos Humanos
actualiza (libertad de asociación, de expresión, de petición, de debido
proceso,etc) es inescindible de la dimensión civil de la ciudadanía.
Es la necesidad de sutura de las heridas traumáticas dejadas por el
propio papel en la violencia, el terrorismo de Estado y la guerra, la que
habilita, entre otras alternativas incoadas posibles, la emergencia de un discurso
que lleva la vigencia de las libertades civiles al centro de la escena. El
componente civil de la ciudadanía, aquel que había sido mermado por la forma
específica en que el populismo amplió los derechos políticos y sociales durante
la primera mitad del Siglo XX, impregna por tanto el intento de recreación de
un orden que se inició en 1983. El componente liberal, solapado y menguado
una y otra vez por la tradición populista, revestía así una centralidad
desconocida en los tiempos de ampliación del sistema político. Con ello, y como
quedó claro desde los inicios mismos de la transición, el pluralismo político
contaba con inéditas posibilidades de institucionalizarse.
Hasta qué punto esta suerte de reforma moral ha calado a lo largo de más
de dos décadas de vida democrática sobre la sociedad argentina es una cuestión
abierta al debate. Sin embargo, la ausencia de alternativas autoritarias en
situaciones de máxima tensión política como fue el virtual colapso del sistema
político de diciembre del 2001, no parecen ajenas a su impronta.
Si de una parte una importante institucionalización del pluralismo es la
marca más consistente del proceso iniciado en 1983, de otra, la plasticidad de
las identidades políticas suele revelarse más resistente que lo que toda nueva
fundación supone. El hecho mismo del cíclico fundacionalismo que habita
indisimuladamente el proceso iniciado en 1983 nos habla ya a las claras de la
supervivencia de rasgos que habían sido característicos de la antigua matriz
populista en un contexto, por cierto, muy diferente de aquel.
El cíclico fundacionalismo aparece así como una marca sustancial a lo
largo de estos casi veintidós años de vida democrática. A la primer e inevitable
frontera que animó la construcción de la nueva institucionalidad en 1983 y que
tuvo por principales expresiones identitarias al alfonsinismo y la renovación
peronista siguieron otras dos. En 1989 el ascenso de Carlos Menem a la
primera magistratura fue de la mano de una clara promesa de recomposición de
un orden frente al caos y la disolución del poder político que aparejó el proceso
hiperinflacionario en el que se hundió el sistema construido por el alfonsinismo
y la renovación. Asociando al gobierno radical y a sus rivales internos
encabezados por Cafiero en una política común, el menemismo encaró este
nuevo giro fundacional que sería vital en su construcción de un horizonte de
estabilidad que signó su predominio en la escena política de los años 90.
Tras el agotamiento del ciclo menemista, en el que se hundiría el propio
gobierno de la Alianza que fue parasitario de su imaginario de la estabilidad, se
desemboca en el derrumbe político de fines del 2001. La crisis que se expresó en
aquellos meses afiebrados que van de fines del año 2001 hasta bien entrado el
año 2002 implicó, una vez más, una compleja y diversa concatenación de
significados. En el consenso negativo que acabó con el gobierno de la Alianza y
puso en jaque al sistema político argentino encontramos una polisemia tal que
sólo puede ser soslayada por las lecturas descalificadoras que vieron allí tan
solo una expresión de la “antipolítica”, ó, las reconstrucciones épicas que
redujeron el estallido a una reacción de la sociedad frente a las políticas
inequitativas de los 90 continuadas por la gestión de De la Rua. En verdad la
polisemia del estallido de diciembre de 2001 radica en que si de una parte
expresó el rechazo de importantes segmentos sociales a la continuidad de las
políticas de los 90, de otra fue el canal expresivo a partir del cual aquellos
sectores plenamente integrados a las políticas hasta entonces en curso
reaccionaron frente a su crisis terminal. Debería llegar esa tercera fundación
encarada por Kirchner para sedimentar una significación retroactiva de los
hechos de 2001-2002, significación que no sería ajena a la construcción de su
propio liderazgo.
La sola fragilidad del gobierno de la Alianza debería ya alertarnos sobre
hasta qué punto la dependencia del cíclico fundacionalismo ha sido vital para el
mantenimiento de las sucesivas administraciones en el poder. Si a su turno
tanto Alfonsín como Menem encarnaron poderosos liderazgos, ello estuvo
estrechamente vinculado a que, marcando una abrupta ruptura con el pasado,
ambos consiguieron generar un fuerte capital político que amplió sus márgenes
de maniobra. Nada de esto había ocurrido en 1999 con la asunción del gobierno
de la Alianza: éste se había mostrado más preocupado por demostrar sus
credenciales como garante de la continuidad de la estabilidad que había
signado el imaginario menemista y acabó por hundirse con ella. Las voces
discordantes que intentaron construir una frontera frente a las consecuencias
sociales de la experiencia menemista, como la del ex presidente Alfonsín,
fueron silenciadas por los propios candidatos a la Presidencia y la
Vicepresidencia.22 La Alianza intentó construir su diferencia específica frente a
la gestión Menem básicamente a partir de aquellos aspectos que habían
resultado más irritativos para los sectores medios: la crítica de la corrupción
imperante y la mejora de la Justicia, acompañados con promesas de una mayor
sensibilidad en áreas como salud, educación y pobreza. Si las promesas de
continuidad fueron más importantes que los débiles elementos de
diferenciación en la sucesión de 1999, estos últimos terminarían de naufragar
con el escándalo suscitado a raíz de la denuncia de pagos de gratificaciones en
el Senado para aprobar la ley de flexibilización del mercado de trabajo, hechos
que derivaron en la renuncia del vicepresidente Álvarez.
La articulación de una nueva frontera radical, esto es de un corte crítico
con la Argentina de los 90, debería esperar el inestable transcurso de las
presidencias provisorias de origen legislativo asumidas por Rodríguez Saa y
Duhalde para tomar forma cierta recién tras la llegada de Néstor Kirchner al
gobierno en mayo del año 2003. Fue la propia debilidad con la que el nuevo
23 Cómo se recordará, Kirchner llegó al gobierno tras cosechar un magro 22% de sufragios y
ubicarse en segundo lugar tras Carlos Menem, que obtuvo el 24% en la primera ronda electoral
del año 2003. La retirada de la candidatura de Menem en la segunda vuelta, privó a Kirchner de
un respaldo electoral que según las principales encuestas lo ubicaba en un 2 a 1 frente al ex
Presidente. Por otra parte, Kirchner aparecía como el postulante de una pequeña provincia que
reunía tan sólo al 0,5 % del electorado nacional (Santa Cruz) y que se había convertido en el
candidato oficial del saliente mandatario interino, Duhalde, tras los sucesivos fracasos de éste
por vertebrar otra candidatura.
pareció hundirse en los sucesos de 2001. Se trata de una lejana promesa de
reconstitución de una comunidad política fragmentada que apunta a un
horizonte en el que la democracia, las instituciones y sus actores, renueven las
expectativas de reparación social. Son las aristas nacionalistas del propio
discurso kirchnerista aquellas que más directamente aluden a la recomposición
de una comunidad reparadora de derechos que no había sido ajena a la
impronta del populismo clásico y cuya fragmentación signó su prolongada
agonía.24
El pluralismo político ha mermado ciertamente la impronta hegemonista
que latió en el populismo clásico. En este sentido, el populismo constituye una
experiencia del pasado. Ahora bien, distintos rasgos que lo signaron continúan
latiendo en la vida política argentina y el recurrente fundacionalismo no es, en
este aspecto, un dato menor. Paradójicamente, si bien el refundacionalismo
crónico altera la continuidad esperable de un régimen estable, se ha demostrado
como el único factor capaz de producir los efectos de homogeneización política
necesarios que garantizan a todo gobierno el margen requerido para
permanecer en funciones.
Por cierto, la supervivencia de estos rasgos no es la única herencia del
legado populista. El régimen de inclusiones y exclusiones de la propia alteridad
constitutiva ha marcado claramente las improntas regeneracionistas que en su
momento cubrieron la articulación identitaria del alfonsinismo, de la
renovación peronista y de la actual construcción kirchnerista25. Como intentos
25 La impronta regeneracionista del kirchnerismo es abordada por Juan Carlos Torre (2005). Tal
influencia no es menor: despersonalizando el campo adversario más allá de ciertas figuras
prototípicas se logra encauzar una política que aspira a la conversión de los pecadores del ayer
en los virtuosos del mañana. Detrás del intento alfonsinista, disparatado por cierto, de un juicio
en primera instancia militar late esa impronta. De igual forma, la complicidad social ante la
represión de los 70 o el egoísmo de los beneficiarios de la década del 90, pudo articularse como
aquello a ser superado en las construcciones de Alfonsín, la Renovación o Kirchner. Finalmente,
de marcar una abrupta ruptura con el pasado y al mismo tiempo de convertir al
conjunto de la sociedad a una nueva fe en una empresa de reforma moral, unos
y otros han reeditado ese mecanismo, moderado ahora por la marca pluralista
que incorporó el proceso iniciado en 1983. Sólo como una referencia a esta
imbricación de pasado y presente en nuestra vida política es que podemos
hablar de cierto populismo atemperado que cubre las gestiones de Alfonsín y
Kirchner, teniendo en cuenta que no se trata de una nueva variedad de aquel
mecanismo extremo que signó los populismos clásicos. La cuestión es
claramente diferente si atendemos a la experiencia menemista. La frontera
construida por el menemismo se estableció como ruptura respecto del desorden
y el caos hiperinflacionario. Los sesgos populistas de Menem se agotaron con la
campaña de 1989, ya que fue esta coincidencia en que la ruptura misma encarnó
la idea de orden la que inhabilitó cualquier juego pendular: lejos de encarnar al
mismo tiempo el orden y la reforma, el menemismo, como discurso hobbesiano
de superación del caos, supuso el desplazamiento de la vieja promesa
reformista de “justicia social” en favor de la construcción de un orden frente a
lo que era señalado como un caos inmediato y anterior. En este sentido el
menemismo, se aleja del patrón de supervivencia de rasgos populistas
atemperados que signan claramente las gestiones de Alfonsín y Kirchner. Por
motivos diversos, la ausencia de toda frontera política cierta, un mayor énfasis
en los aspectos liberales y la crítica republicana, la continuidad misma que se
esbozó con sus predecesores en el mantenimiento de una idea de orden como la
estabilidad, la breve y fallida experiencia de la Alianza tampoco puede
inscribirse en dicho patrón que aparece como marca significativa de la
democracia argentina.
la despersonalización del campo adversario juega también un papel central en la disolución del
propio involucramiento en silencios y complicidades del pasado: sea ésta la postura equívoca
de distintos dirigentes radicales y peronistas durante la represión, o bien, la participación de
diversos personajes del elenco hoy gobernante en la gestión menemista.
4. Palabras finales
27 Sobre la distinción entre posición popular de sujeto y posición democrática de sujeto ver
Laclau y Mouffe (1987:152).
caracteriza por la proliferación de conflictos que tienden a autonomizarse de
cualquier lógica sobredeterminante.
Ese exceso inherente al cíclico fundacionalismo parece una marca
destinada a perdurar en la vida política argentina. Si de una parte es un
elemento que altera la continuidad esperable de un régimen estable, de otra se
ha revelado como un factor imprescindible para asegurar el mantenimiento en
el poder de las distintas administraciones a través de su potencialidad a la hora
de construir apoyos sociales. Pero el fundacionalismo es también un recurso de
réditos decrecientes toda vez que las expectativas generadas por el trazado de
una frontera respecto del pasado no alcanzan una mínima satisfacción.
Paradójicamente aquel elemento que perturba la estabilidad y parece ser
un obstáculo para el desarrollo pleno de una institucionalidad estable se ha
revelado una y otra vez como un factor necesario para la supervivencia misma
de esas instituciones. El signo pues de este derrotero no es sino el de un pasado
transfigurado que continúa habitando el presente como su condición de
imposibilidad, pero también como su condición de posibilidad.
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