El Arte Escultórico

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Jorge Carlos Peláez Alfaro

El Arte escultórico: Imágenes y retablos


El periodo inicial

El arte escultórico occidental hizo su presencia en América poco después de la llegada de los conquistadores,
suscitándose un creativo encuentro entre las concepciones y metodologías europeas, y los aportes y las
técnicas andinas.
Sin embargo, no podemos hablar en rigor de una única tradición hispánica, pues desde el primer momento se
superponían –y no habíase deslindado todavía– las tendencias estilísticas de matriz occidental. Bernales
Ballesteros ha tratado de ordenar esta multiplicidad en la producción artística del siglo XVI, señalando que el
primer tercio del cinquecento español estaría signado por las nuevas ideas renacentistas, que se funden con el
gótico y el mudéjar. El segundo tercio sería propiamente el renacimiento español, etapa en que alcanza
grandiosidad aquella mezcla “más perfecta entre el gótico y lo itálico bajo el signo de la religiosidad hispana”.
El último tercio estaría caracterizado por la aparición del manierismo.
Si bien el arte escultórico precolombino había dado brillantes muestras de maestría y perfección, las técnicas y
las opciones estilísticas diferían ostensiblemente. Pero el arte avanza también a partir de las fusiones y el
mestizaje, y relativamente pronto la antigua tradición indígena se amalgamó con los procedimientos
occidentales, generando interesantes mixturas, donde no se perdía ni la sensibilidad andina, ni la función
social que el arte cumplía para los españoles.
La escultura es un arte sumamente complejo y supone una creciente especialización y dotes cada vez más
exigentes. Por ejemplo, el procedimiento más común para realizar una imagen de bulto contemplaba
inicialmente la ejecución de una serie de bocetos. Habitualmente se elegían las maderas más nobles y fáciles
de desbastar (cedro, caoba o pino), pero ante la carencia de éstas y aprovechando la tradición indígena, se
recurrió al tronco del maguey.
Más tarde el artífice se abocaba a la paciente labor del tallado de secciones de la imagen, con delicados o
incisivos golpes de los formones o gurbias. Estas diferentes partes luego se ensamblaban con espigas de
madera o con clavos y grapas. Una vez unidas las piezas eran sometidas al proceso de aparejo, por el cual se
las recubría con una capa de yeso y cola, quedando listas para el pulido, el dorado y el pintado.
El proceso de plastecer consistía en enyesar la imagen, para después recubrirla con una arcilla denominada
bol en las partes que irían vestidas, y con yeso y albayalde en las zonas que quedarían al desnudo. Realizadas
estas labores, la pieza recibía una mano de pan de oro o de pan de plata y luego se estofaba, es decir se
pintaba sobre la superficie dorada.
Esta pintura era luego picada, grabada o esgrafiada, lo que se conseguía rayando la capa aplicada de color,
para hacer sobresalir el pan de oro subyacente.
Por lo general se plasmaban motivos geométricos o naturalistas, que imitaban el brocado de las telas. Las
partes descubiertas recibían las carnaciones, o capas de pintura más delgada y sonrosada, en acabado brillante
o mate, según la época. Muchas de estas tareas estaban a cargo de un especialista, aunque algunos maestros
preferían encarar todas las etapas de la obra, apoyándose solamente en sus ayudantes.
Dentro del proceso evangelizador la estatuaria ocupó un papel de primera importancia. Si bien la escultura no
podía competir con la función didáctica de la pintura, estaba llamada a suscitar sentimientos más piadosos y
meditativos en el ánimo de los fieles. Debido a ello, las órdenes religiosas trajeron rápidamente las primeras
imágenes que adornaron sus templos. Sin embargo, poco es lo que ha llegado hasta nosotros de las obras
realizadas entre 1535 y 1580. En muchos casos sólo tenemos acceso a algunos documentos notariales y cartas
de embarque, que nos informan de la temprana y gran importación de obras que van desde esculturas de
piedra y madera, hasta retablos y portadas.
Entre las obras remitidas desde la Península por aquellos años destaca el Cristo de la Conquista en la iglesia
de la Merced de Lima, donde se puede observar “una imagen de Cristo expirante en la Cruz ... que tiene la
particularidad de tener los pies cruzados y con cuatro clavos”. También se refieren las célebres composiciones
que enviara desde Sevilla el escultor Roque Balduque, entre las que destaca La Virgen de la Asunción (c.
1562), imagen titular de la catedral. Dicha talla hoy ha sido bautizada como la Virgen de la Evangelización, y
es de tamaño natural y expresión hierática, pues responde a las tendencias flamencas de su autor. En la iglesia
de Santo Domingo se conserva La Virgen del Rosario (c. 1561) del mismo Balduque, que posee todavía gran
parte de su estofado original, mientras en el coro alto de San Francisco se halla un “Crucificado con un efecto
dramático de herencia gótica”, perteneciente presumiblemente al círculo del artista.

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Estos nuevos territorios también seducirán a algunos artistas, que los encuentran propicios para establecerse y
ejercer su oficio. No fue extraño que artífices castellanos y andaluces abrieran obradores en la capital, y se
hicieran cargo de los numerosos pedidos de retablos y esculturas, provenientes de los conventos y cofradías.
El español Alonso Gómez (1558) realizó en estas tierras una tabla del retablo mayor de la catedral, dedicada al
tema de La adoración de los pastores, que tenía una composición bastante esquemática. Por su parte Diego
Rodríguez perdido. Los sevillanos Cristóbal de Ojeda y Juan de Navajeda se establecieron en la Ciudad de los
Reyes desde 1555, obteniendo una serie de contratas para elaborar retablos. Éstos se convierten en elementos
imprescindibles para amoblar las capillas de los templos. Como ha mencionado Bernales: “la estructura
jerarquizada del altar como sus contenidos de representación sacra se ajustaban perfectamente a las funciones
didácticas que requería el proceso de adoctrinamiento masivo. En él se conjugaban las principales
manifestaciones del arte –pintura, escultura y arquitectura– configurando programas iconográficos de fácil
lectura para los fieles que asistían al oficio religioso”.
El retablo comprendía un basamento, pedestal o sotabanco, encima del cual continuaba el banco, o largo
pedestal corrido pintado y ornado por imágenes que soporta el cuerpo superior. Sobre ellos se ubicaban las
calles o cuerpos, según se les apreciara de manera vertical u horizontal. La calle principal lleva en su primer
cuerpo el sagrario, en el segundo el templete, donde se exponía el Santísimo Sacramento, y en el tercero la
imagen del santo titular del retablo. Las calles laterales que podían ser dos o cuatro, definían el espacio para
las tablas o telas policromadas, y las imágenes secundarias. El ático coronaba todo el conjunto. Los retablos
que seguían los modelos que antecedieron al manierismo, contenían esculturas de candelabro, es decir sólo
con rostros, manos y pies tallados, y el resto de armazón cubierta por tela encolada. Completaban estos altares
una serie de colgaduras de tela, ángeles y relieves de acusado cromatismo.
Como se puede entender, tan gigantesca fábrica proveía de trabajo a numerosos artistas. Sobresalían el
ensamblador, quien construía la estructura; el entallador que realizaba los relieves y las imágenes de espalda
plana que se colocaban en las hornacinas; el encarnador y el estofador que daban color a las piezas
componentes; el dorador que recubría de pan de oro de 23 kilates las estructuras; y los pintores que esbozaban
las telas necesarias. Si bien en Lima no quedan rastros de estos retablos iniciales, en la zona del Alto Perú
todavía es posible apreciar bellos exponentes mantenidos en las iglesias de las reducciones indias.
La incesante actividad artística que promovió el nacimiento de las ciudades permitió que los artistas
emigrados abrieran talleres, rodeándose de ayudantes lugareños. Todos ellos contribuyeron a extender la
escultura –entendida de una manera occi estos tempranos aprendices andinos no fueron receptores pasivos, y
más bien aportaron sus técnicas locales –como el uso del maguey– e hicieron gala de una sensibilidad muy
propia. La estética escultórica mestiza se aproxima al expresionismo en la idealización de los rostros y las
manos, e insiste en una policromía muy viva y una marcada frontalidad en el diseño.
En el Cuzco la actividad escultórica sería también muy importante durante estos años. Una de las más
notables imágenes es el muy reverenciado Señor de los Temblores, de tamaño natural (c. 1560).
Pese a que la mitología popular cree que la imagen fue regalada a la ciudad por el emperador Carlos V, se
trata de una obra local. Ello queda fácilmente demostrado si revisamos su estructura, que es de maguey
entrelazado y encolado, cubierta a su vez por tela encolada. Esta técnica absolutamente indígena era imposible
de ser imitada en la Metrópoli.
Otras antiguas imágenes son la Virgen de la Concepción realizada en piedra (c. 1560), similar a otra del
mismo año hecha en madera, y una serie de Crucificados y Madonnas que se ejecutaron en la localidad. Ellas
expresan el gusto de los conquistadores, detenidos en cánones estéticos de principios de la centuria, por lo
cual ostentan un aire arcaico. (Bernales 1991: 8 y ss.; Estabridis 1991:138- 140; Wuffarden 1994: 554-584;
Bernales 1987: 293-300).

EL MANIERISMO
El manierismo al que muchos prefieren denominar “romanismo” o “arte a la italiana”, por las diferencias
estilísticas que fueron surgiendo con los contramanieras y los antimanieristas, se afianza en el campo de la
escultura limeña entre los años 1580 y 1620. Como es lógico pensar, estas fechas se adelantan y retrasan en
las diversas regiones del virreino, de acuerdo a su cercanía o alejamiento de los centros de producción
artística. Los talleres indígenas serán particularmente fieles a estos lineamientos “romanistas” y tardarán en
evolucionar hacia el realismo, aunque manifestaron simultáneamente tendencias propias. Según ha comentado
Bernales, “sus esquemas compositivos suelen partir del manierismo, pero sin la afectada elegancia de las
imágenes genuinamente manieristas, pues prefirieron desde fechas tempranas animar las representaciones con
leves efectos expresivos e intensas policromías, sobre todo en los temas pasionarios y de santos mártires, los

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que años después con el clima del barroco se acentuarán con efectos trágicos muy propios de la escultura
mestiza e indígena”.
Al igual que las estilísticas precedentes, el manierismo llegó a estas tierras gracias a los artistas emigrados, la
remisión de obras peninsulares y los libros con grabados que difundían las creaciones de moda en Europa.
Estos envíos, que terminaron siendo extremadamente numerosos y variados, contemplaban desde pequeños
crucifijos, hasta retablos y portadas desarmadas. Igualmente, diversos eran los materiales empleados en su
creación, como por ejemplo finas maderas, terracota, plomo, piedra, pasta y marfil. Los protocolos notariales
serán mudos testigos de este floreciente comercio entre Sevilla (de donde partían cualesquiera que fuese su
procedencia original) y Lima. De esta manera la capital del virreinato pudo contar con obras de Juan Bautista
Vázquez, seguidor del legado de Miguel Ángel y de la estética del Berruguete. En la iglesia de Santo
Domingo se encuentra el retablo de la Virgen del Rosario (c. 1582), en el que se puede observar el
Crucificado que la prominente familia Agüero encargara al maestro. Posiblemente los relieves de La
Anunciación, La Visitación y Los Ángeles pertenezcan a la misma mano. Otro envío de Vázquez es la Virgen
con el Niño del Instituto Riva- Agüero, conocida como “la Rectora”, imagen sedente de tamaño natural, que
todavía exhibe buena parte de su policromía original y debió ser parte de algún retablo que los terremotos
destruyeron. La influencia del maestro español fue grande y se extendió entre los artistas regionales.
Otro escultor importante fue Gaspar del Águila al que se le debe la Virgen del Consuelo de Arequipa y la
Virgen con el Niño de la Merced de Ayacucho. Anónimos resultan en cambio el Cristo de la Conquista y la
Virgen de la Merced, ambas en el referido templo mercedario, la Virgen de los Remedios en la iglesia de los
jesuitas, el Cristo Milagroso de Santo Domingo, y la Virgen de la Candelaria de la capitalina iglesia de
Copacabana. Estas imágenes, y muchas otras más que desaparecieron, ayudaron a difundir las maneras
italianas entre la población y los artistas locales. Pero tanto o más impacto tuvo la llegada de una serie de
artistas de raigambre “romana” o manierista. Conviene recordar a Bernardo Bitti, Gómez Hernández Galván,
Andrés de Hernández, Martín de Oviedo, José Pastorelo y otros, cuyos nombres desfilan incansablemente en
los documentos notariales, aceptando realizar esculturas, relieves, retablos, sillerías, dorados, policromados y
ensamblajes.
Bernardo Bitti, el célebre pintor introductor de la contramaniera en el Perú, llevó las novedades del arte
contrarreformista al Alto Perú. Durante el dilatado viaje por esas comarcas exornó templos de la Compañía
con pinturas y esculturas. Bitti desarrolló una importantísima vena escultórica, que ha permanecido ignorada
hasta poco tiempo atrás. Sólo a partir de la semejanza que se establece entre el gran relieve de la Asunción de
la Virgen (c. 1584) del templo del mismo nombre en Juli, con el cuadro de idéntico tema que pintó en San
Pedro de Lima, se ha podido descubrir al mismo autor en ambos. El relieve en cuestión “es quizás de las obras
más bellas de la escultura manierista peruana, tanto por el canon alargado y afectada elegancia en el
contraposto, como por las caprichosas actitudes de los angelillos que rodean a la figura de la Virgen”.
También basándose en esta primera y certera relación, se le ha atribuido la autoría del retablo de San Pedro de
Acora (c. 1587), con el relieve de la Anunciación. En Challapampa se encuentra el relieve de la Virgen
rodeada de ángeles, y en San Juan de Acora se encuentra la escultura de San Juan Evangelista, que al decir de
Bernales “es una de las esculturas exentas más manieristas de la época y destaca por su elocuente delicadeza,
aspecto juvenil y movimiento inestable”. Todas estas creaciones de Bitti están confeccionadas con fibra de
maguey y tela encolada.
Pero sin duda serán los paneles del perdido retablo mayor de la Compañía del Cuzco una de las mejores obras
del artista jesuita. Ubicados felizmente en una hacienda cercana a la capital de los incas, se pueden apreciar
fragmentos de la obra como los relieves de San Sebastián, Santiago Apóstol, San Ignacio de Antioquía, Santa
Marta y San Gregorio Papa. Realizados por Bitti y policromados por el hermano jesuita Pedro de Vargas,
estas “composiciones de las figuras de los santos, de rebuscados esquemas y posturas que llenan los espacios
de las estrechas tablas, demuestran que Bitti es más pintor que escultor, pero con calidades evidentes que es
justo reconocer dentro de los aspectos angustiosos que muestran la más clara estirpe manierista”.
juicio de todos los entalladores y pintores y buenos oficiales de todo el reino es la obra más grande y más
hermosa que hay en todo él, en bultos, imágenes, vista, autoridad, pincel y proporción”. También en el Cuzco
Bitti realizará el niño Jesús de la cofradía de Santa Ana, que aparece en las fiestas del Corpus Christi. Pedro
de Vargas también realizó obra individual como la Virgen de Copacabana de la iglesia de Chinchaypujio.
Otro importante introductor del manierismo como Angelino Medoro no descuidará las artes del esculpido y
realizará un Crucificado que se conserva hoy en Yotala (Bolivia).
Gómez Hernández Galván, posible seguidor de Bitti, trabajará en 1580 en el hoy perdido retablo mayor de la
segunda catedral limeña. Al regresar del Alto Perú donde posiblemente refuerce su admiración por Bitti, se le

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asignará la primera sillería de la catedral, de la cual nos ha llegado un profeta en relieve, que se le ha atribuido
tanto a él como a Álvaro Bautista Guevara. Son de Hernández Galván también cuatro tallados que representan
a San Felipe, San Miguel, San Martín y San Juan Bautista. Pedro Santángel de Florencia pertenece a la
primera y precoz generación de mestizos dedicados al arte. Además de su arte pictórica se dedicará a la
escultura, como lo evidencian la Asunción, Santiago y Santa Bárbara, encargo del cura de Livitaca (1589). Su
maestría le valió que otras comunidades cercanas le pidieran además un San Juan Bautista y un San
Bartolomé.
Artistas sin paradero fijo serán los transhumantes Gerónimo Pérez de Villarreal y Juan Toledano, quienes
hicieron un altar para San Agustín en 1623; Pedro de Mesa, quien trabaja decorando la iglesia de Copacabana
(1634); y Luis de Riaño, el discípulo de Medoro que trabajara en Huaro y Urcos. La composición de los
retablos adquiere por esta época un estilo más clásico, por el cual las columnas con decoraciones en el tercio
inferior del fuste forman parte del único cuerpo de la estructura. Sus superficies adquieren una coloración muy
trabajada y presentan esgrafiados de armoniosa decoración naturalista, además de los típicos grutescos que se
pueden ver en las provincianas iglesias indias de Chinchero, Huaro, Cai-Cai, Oropesa y Huasao.
Tras el cambio de siglo, los artistas nativos van definiendo un estilo propio, que fluctúa entre el “arte a la
romana” y las pautas estilísticas sevillanas. El más notable de todos estos escultores será Francisco Titu
Yupanqui Inga, que sigue los modelos de Roque Balduque, y realiza la Virgen de Copacabana, la imagen más
venerada del Alto Perú. Basado en el modelo de una Virgen de la Misericordia, esta imagen expresa “algo
arcaizante, aunque de gran majestuosidad y fuerza expresiva”. Antes de morir en 1608 realiza varias copias de
su creación para distintas localidades. En Copacabana surgirá una escuela indígena entre cuyos integrantes
destacará la figura de Sebastián Acostopa Inca, quien en 1618 acomete el retablo de la iglesia de Copacabana,
donde demuestra gran arte y oficio especialmente en las esculturas exentas del Nacimiento de Cristo, La
Virgen, dos Virtudes, cuatro Doctores y seis Sibilas. Tal sería su renombre que desde Sevilla se le hicieron
otros encargos (Chichizola 1983: 23 y ss.; Wuffarden 1994: 559-582; Bernales 1987: 299-305).

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