El Arte de La Homilía
El Arte de La Homilía
El Arte de La Homilía
ÍNDICE DE CONTENIDO
A. LA HOMILIA, HOY.
1. LA HOMILIA, ¿LO MÁS IMPORTANTE?
2. LA HOMILIA, DE ACTUALIDAD.
B. UN SERVICIO A LA PALABRA.
3. LA PALABRA DE DIOS ES CELEBRADA.
4. SERVIDORES DE LA PALABRA.
5. EXÉGESIS Y HOMILIA.
6. FIDELIDAD A LA PALABRA.
7. EL LECCIONARIO ACTUAL.
8. COMO NO USAR EL LECCIONARIO.
C. UN SERVICIO A LA ASAMBLEA.
9. APLICACION DE LA PALABRA AL "HOY" Y
"AQUI".
10. FIDELIDAD AL OYENTE.
11. LA COMUNICACION EN LAS HOMILIAS.
12. CARTA A UN OYENTE IRRITADO.
13. LA PREDICACION SOCIAL.
14. DE LA PALABRA AL SACRAMENTO.
15. LA HOMILIA, ELEMENTO INTEGRADOR.
D. EL ARTE PASTORAL DE LA HOMILÍA.
16. DODECÁLOGO DEL PREDICADOR.
17. SERMON A LOS PREDICADORES.
18. A PROPOSITO DE LAS HOMILIAS
DIALOGADAS.
19. LA IMPORTANCIA DEL LENGUAJE.
20. CONSEJOS PARA UN MAL ORADOR.
21. ACUPUNTURA HOMILETICA.
22. LA ENSEÑANZA DE LA HOMILIA EN LOS
SEMINARIOS.
23. LA ACTITUD ESPIRITUAL DEL
PREDICADOR.
A. LA HOMILIA, HOY.
1. LA HOMILIA, ¿LO MÁS IMPORTANTE?
PERE TENA
Quien visite la catedral de san Pedro, en Ginebra, no podrá
pasar por alto el cambio que supuso, en la disposición interna
de la iglesia, su adaptación a las necesidades litúrgicas de la
Reforma. Allí se conserva el altar mayor, en el ábside; pero el
altar dejó de ser el polo de atracción de la asamblea reunida.
Absolutamente todo está centrado en el púlpito, incluso los
asientos corales del presbiterio; delante del púlpito, una
pequeña mesa recuerda la posibilidad de la eucaristía. En la
estructura fundamental de la catedral de san Pedro no hay otra
variante más que ésta, pero queda muy claro hacia dónde se
dirige la atención de los reunidos.
Esta noticia no tiene el sentido de una indicación turística, sino
el de una invitación a entrar en el tema que nos hemos
planteado en este dossier: ¿dónde estamos en lo que se
refiere a la homilía, y a su lugar dentro de la celebración?; la
homilía, ¿no se nos estará comiendo la celebración entera?
Cronológicamente, la homilía ocupa a veces en las
celebraciones un tiempo desproporcionado al resto; recuerdo
ahora una misa en la que, a los cinco minutos de empezar se
habían "liquidado" ya las lecturas con la rapidez que se
supone; empezó entonces la homilía, con gran énfasis, que
duró exactamente veinte minutos. Nuestras celebraciones
resultan, demasiadas veces —y valga la comparación—, una
especie de "emparedados" de homilía; en ellas, lo que
realmente cuenta es la homilía correspondiente, mientras que
el pan —la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística—
quedan relegados a la categoría de acompañantes benévolos.
Un dato muy significativo es el que se puede recoger cualquier
domingo en cualquier iglesia: los fieles que llegan tarde a la
asamblea difícilmente se atreverán a circular por la iglesia,
buscando sitio, si se está predicando la homilía; lo harán, en
cambio, con toda normalidad, durante las lecturas y durante la
liturgia eucarística.
Si de estas constataciones —entre festivas y cáusticas—
pasamos a la experiencia de los responsables de la homilía,
tenemos que reconocer que, normalmente, estamos bastante
más preocupados por la preparación de la homilía que vamos a
predicar que por el resto de la celebración que vamos a
presidir. Admito que hay justificaciones para ello, ya que la
homilía implica mayor creatividad personal; pero creo que es
bueno dar un toque de alerta.
Como todo el mundo puede suponer, no es el propósito de este
dossier invitar a una desvalorización de la homilía, o criticar las
personas que dedican sus esfuerzos a prepararla. Nuestra
pretensión es bastante más simple y fraternal que todo esto, y
ha quedado suficientemente expresada en las preguntas
iniciales.
Querríamos ofrecer unos elementos que sirvieran para resituar
la homilía en el interior de nuestras celebraciones. Partimos —
hemos partido, muchos de nosotros— de una etapa en que se
podía celebrar la eucaristía, un bautismo, una unción de
enfermos, etc., sin hacer más que seguir fielmente las páginas
del misal o del ritual correspondiente. Bien es verdad que en la
mayoría de los casos éramos conscientes de que era
necesario un acercamiento personal a los reunidos, una
palabra de exhortación y actualización, etc. Pero —en el caso
de los sacramentos, excepto la eucaristía— esto no tenía un
soporte de lectura bíblica que le diera consistencia. Ahora, en
cambio, la proclamación de la Palabra de Dios está formando
parte de cualquier celebración, incluso de estas mini—
celebraciones que son la distribución de la comunión a los
enfermos, o fuera de la misa... Y por esto no se trata, ahora, de
continuar diciendo unas palabras de exhortación, con la única
diferencia que éstas puedan seguir cronológicamente la lectura
bíblica; se trata de hacer "homilía", ni más ni menos.
Volviendo a la situación anterior a la reforma litúrgica, podemos
recordar cómo la importancia del celebrante era bastante
reducida. Muchas veces ha sido citada la frase de Mauriac
alabando a los benedictinos y sus celebraciones, precisamente
porque no acostumbraban a predicar. Era un ministerio ritual,
que transparentaba —eso sí— la intensidad espiritual con que
se ejercía; pero que no llegaba a ofrecer, en la mayoría de los
casos, un testimonio personal acerca de su reflexión sobre la
Palabra de Dios. Con facilidad podía quedar aureolado de
trascendencia.
Nuestra situación actual no discurre por los mismos caminos,
desde luego. Cristianos hay que asisten regularmente a tal o a
cual misa en vistas a la homilía, y poca cosa más, de una
manera semejante a como, años atrás, las multitudes acudían
a los novenarios y a los sermones de los predicadores de
fama. Creo, desde luego, que estas personas están en su
derecho. Pero creo asimismo que los responsables de la
homilía podemos sentir con facilidad la tentación del
protagonismo en las celebraciones. Y esto no es deseable.
Servir la Palabra de Dios es una tarea honrosa, que hay que
hacer con toda la confianza y la audacia —parresía— que nos
han enseñado, desde el principio, los apóstoles de Cristo; pero
a la vez hay que tener muy en cuenta —como Pablo— que no
tenemos que predicarnos a nosotros mismos, es decir, a
nuestras particulares aficiones, ideologías, o conveniencias de
cara al público.
El tema es amplio, y está ahí, en todas sus dimensiones. Sin
pretensión de "agotarlo", sino más simplemente, como una
invitación: ¿caminamos bien?
2. LA HOMILIA, DE ACTUALIDAD.
JOSÉ ALDAZÁBAL
a) La asamblea de los creyentes, que es el sujeto primordial de
la celebración litúrgica, se pone a la escucha de la Palabra y se
constituye en "Iglesia oyente". Toda ella, incluido su presidente
y los demás ministros, acoge la Palabra, se deja iluminar y
juzgar por ella.
Pero dentro de la asamblea existe un ministerio, el de la
homilía, que quiere ayudar a los presentes a captar el mensaje
vivo de esa Palabra que se ha proclamado y relacionarla con el
rito sacramental y con la vida.
La homilía es un "servicio" que el ministro hace a los demás
creyentes para que comprendan la Palabra anunciada como
"Palabra—para—nosotros—hoy.
Hay mucha distancia desde la "oratoria sagrada" que se
estudiaba en otros tiempos, desde los panegíricos de santos o
los sermones temáticos más o menos basados en las lecturas,
hasta la "técnica" de la homilía actual.
Su nombre mismo nos puede ayudar a "situarla" dentro de la
celebración litúrgica. El término "homilía" designa en griego una
"plática familiar". La palabra latina es "sermo", que no
corresponde al "sermón" castellano. La homilía se distingue por
su tono familiar. No es una conferencia, un sermón temático,
un discurso, un panegírico, una oración fúnebre. No es una
"oratio" latina (discurso oratorio) o un "logos" griego.
Lo de "plática familiar" se refiere, no tanto a que tenga que ser
necesariamente una "conversación" compartida, sino a que el
que dirige la palabra a los demás no lo hace desde fuera, no
habla a alumnos o oyentes curiosos, haciéndoles propaganda.
Les dirige la palabra como hermano a hermanos. Como a
miembros de la familia. No a paganos ni a catecúmenos. Sino
a miembros de la misma comunidad cristiana que él, con una
exhortación familiar en torno a la Palabra de Dios.
La homilía es parte integrante de la acción litúrgica En las
Rúbricas publicadas en 1960 se decía en el n. 474: "Missæ
celebratio suspendatur et tantummodo expleta homilía
resumatur": se consideraba útil la homilía, pero era una
interrupción de la acción litúrgica. Tres años más tarde (SC
35.52) la homilía se definía ya como parte de la misma
celebración, una prolongación normal de la lectura de la
Palabra bíblica, no sólo en la Eucaristía, sino en todos los
sacramentos y celebraciones, incluida la Liturgia de las Horas.
Es un cambio de perspectiva muy significativo.
b) La homilía presenta hoy dificultades evidentes en su
realización pastoral. No hace falta recurrir a muchas encuestas
para percatarse de la desafección que en muchas partes
acusan los fieles y el desánimo o cansancio de los ministros
respecto a la homilía.
Las causas pueden ser múltiples:
unas son extrínsecas, como la crisis religiosa general, y
la visión cada vez más secular del mundo; la inflación de
"palabra" que sufrimos (antes, casi el único que hablaba
era el predicador); la desigual competencia con los
medios de comunicación, por lo general más
evolucionados y adaptados al hombre moderno;
hay razones de tipo objetivo: la dificultad de la
intercomunicación humana, sobre todo cuando se trata
del mensaje religioso; la problemática inherente a la
misma Palabra bíblica, por el estado actual de evolución
en su exégesis y hermenéutica;
otras residen en las personas interesadas: en los
ministros homiletas, que tienen tal vez poca preparación
remota y próxima, tanto en el terreno bíblico como en el
arte de la comunicación, o disponen de pocos subsidios y
escaso tiempo para ejercer este ministerio con vivacidad
y eficacia; en los fieles oyentes: unos porque a duras
penas están evangelizados, y el anuncio más abundante
de la Escritura les encuentra poco preparados; otros
precisamente por lo contrario, porque ya están más
promocionados en la nueva espiritualidad bíblica y
litúrgica y no encuentran a los sacerdotes a la altura…
muchas veces se produce el desprestigio por el modo
como se realiza el servicio de la homilía: por demasiado
moralizante, o por abstracta y poco encarnada en la vida;
a veces, por el contrario, la juzgan demasiado concreta
en sus aplicaciones y denuncias; su lenguaje es con
frecuencia difícil, o pasado de moda en la espiritualidad y
en las motivaciones teológicas...
La crisis es antigua. Desde la primera homilía de Jesús, en su
pueblo de Nazaret, que terminó al borde del barranco, no es
difícil conectar con las dificultades de las homilías actuales, en
una o en otra dirección, pasando por el "éxito" de Pablo, a
quien se le durmió aquel joven durante su homilía, o por
Agustín, que se quejaba de que el pueblo se le escapaba de la
iglesia para ver el circo, o por Tomás de Aquino, a quien en
París ya le salieron en plena celebración ruidosos
contestatarios interrumpiendo su homilía...
c) Pero por otra parte son claros también los signos de
revalorización de la homilía en la pastoral y en la espiritualidad:
la teología nueva nos está haciendo comprender el
misterio cristiano mucho más en categorías de "buena
noticia" e Historia de la Salvación, y así nos permite un
lenguaje más positivo a la hora de transmitir los valores
del mensaje bíblico;
la espiritualidad posconciliar se ha centrado
decididamente en la Palabra de Dios: tanto en el proceso
de la evangelización, al que se da prioridad absoluta en
la pastoral, como dentro de la celebración litúrgica de
todos los sacramentos; el pueblo cristiano se está
familiarizando con la Biblia;
a la vez, la celebración litúrgica de la Palabra se ha
hecho mucho más consciente y activa: se celebra con
una variedad mucho más rica de lecturas que
proporcionan los nuevos leccionarios; se ha recuperado
el Antiguo Testamento, prácticamente desterrado hasta
ahora; y por todo ello se ha colocado la homilía en
condiciones mucho más significativas;
muchas comunidades cristianas van adoptando el ritmo
de la homilía diaria;
por fin, un fenómeno interesante, que puede
considerarse como sintomático del nuevo enfoque
vivencial de la Palabra: la tendencia de muchas
comunidades, sobre todo las más promocionadas,
a participar en el servicio de la homilía.
d) Tal vez lo más urgente para muchos de los que realizan este
ministerio en la comunidad eclesial sea un repaso de sus
ideas, una re—situación de la homilía: qué es, cuál es su
puesto en el conjunto de la celebración...
Es clásico ya hablar de tres direcciones en la homilía:
su mirada a la Palabra bíblica, para entenderla y
explicarla a la comunidad,
su mirada a la Vida, para aplicar la Palabra a la historia
que estamos viviendo hoy y aquí, a las personas que nos
escuchan,
y su "paso al rito", para ayudar a que la comunidad
celebrante pase desde la Palabra al sacramento, que es
donde esa misma Palabra adquiere su mayor actualidad
y su eficacia salvadora.
Así la homilía se constituye en auténtico "gozne" de toda la
celebración, conduciendo a la asamblea congregada a la
asimilación de la Palabra, de modo que ésta dé sentido pleno
al signo sacramental o a la oración que seguirá, y a la vez
ilumine con sus criterios la vida concreta de la comunidad
cristiana.
EL PROBLEMA DE LA HOMILÍA
Por otra parte, una homilía bien hecha es una verdadera obra
de arte. El pastor debe hablar como cabeza de una comunidad
con una intención religiosa de provocar la conversión antes que
de hacer florituras, debe relacionar el mensaje de los textos
bíblicos del día con los problemas vivos de los que escuchan, y
todo ello debe relacionarlo con la celebración eucarística. Y
eso en seis, en ocho, en diez o en doce minutos. Porque un
número considerable de asistentes tiene prisa y mira el reloj.
Hoy todos andamos cronometrados. Y estamos cansados de
escuchar palabras. Palabras y más palabras en la radio y en la
TV. Palabras que cansan. Además, estos medios de
comunicación han aprendido a solicitar al espectador aburrido
con fórmulas estimulantes, aunque impliquen un cierto engaño.
¿Cómo lo haremos para decir una palabra de fe a unos
hombres que no quieren escuchar, que prefieren no pensar en
determinados temas, y que encuentran aburridas y monótonas
las palabras del sacerdote? "Diga a los sacerdotes que hagan
mejor sus homilías. Lo que dicen es aburrido y no interesa", me
decía hace poco una señora.
Un esfuerzo necesario
Ahora bien: a pesar de eso, también hay que pedirles a los
sacerdotes que pongan todo su esfuerzo en el
aprovechamiento de estos minutos tan importantes. Todo el
mundo, cuando habla, proyecta su propia personalidad con la
propia riqueza cultural o de sentimientos. Por eso el sacerdote
prepara la homilía cuando se esfuerza por vivir en sí mismo la
riqueza del evangelio, cuando se cultiva intelectualmente con el
estudio de la Biblia y de la teología, cuando está como buen
pastor cerca de los hombres, de sus problemas, de sus penas.
Cuando lee el periódico y cuando ora.
Los hombres de hoy a veces piden utopías, pura ciencia
humana, distracción propia del que tiene curiosidad y poco
más. Pero también es verdad que tienen el corazón abierto a la
buena semilla.
Lenguaje y sensibilidad
B. UN SERVICIO A LA PALABRA.
5. EXÉGESIS Y HOMILIA
JOAN LLOPIS
La homilía, en su calidad de "comentario litúrgico de la
Escritura", tiene particulares problemas. Las cuestiones
exegéticas, sobre todo, repercuten de modo evidente en la
predicación homilética.
El problema fundamental de la homilía coincide con el de la
exégesis científica: ¿cómo interpretar correctamente los textos
bíblicos, en un caso proclamados en la celebración, en el otro
estudiados en el gabinete? Es un mismo problema de
interpretación, es una misma cuestión hermenéutica, pero la
diversidad de motivaciones y de finalidades, en uno y otro
caso, determina dos modos distintos de comentario exegético:
el científico, cuyo objetivo fundamental es comprender mejor la
Palabra de Dios contenida en la Biblia; el litúrgico, cuya meta
es celebrar y vivir esta misma Palabra.
a) Tanto la exégesis teológica como el comentario homilético
pueden enfocarse desde distintos criterios interpretativos, que
corresponden a otras tantas actitudes vitales ante la Sagrada
Escritura. Sin creerla exhaustiva, me parece válida todavía la
clásica enumeración de las diversas interpretaciones —
o sentidos— de la Biblia, contenida en la fórmula escolar del
Medioevo: "Littera gesta docet, quid credas allegoria,
moralis quid agas, quo tendas anagogia". La interpretación
literal intenta descubrir el contenido objetivo de
los hechos bíblicos; la interpretación alegórica quiere penetrar
la significación religiosa de las verdades reveladas; la moral
busca las normas orientadoras de la conducta obediente a la
Palabra de Dios, y la anagógica desvela el sentido último que
esta Palabra tiene para el destino total del hombre.
Es evidente que la exégesis científica es primariamente literal,
pero si quiere ser verdaderamente teológica, no puede
prescindir de las demás interpretaciones, a las que en cierto
modo sirve y conduce. El comentario homilético, en cambio,
consiste en "una exhortación e invitación a que imitemos estos
bellos ejemplos" [S. Justino, Apología 1,67]; está, por lo tanto,
en la línea de las otras tres interpretaciones, sin que pueda
reducirse a una sola de ellas, y sin que pueda prescindir del
sentido literal. Podríamos afirmar que el comentario homilético
perfecto es aquel que, basándose en una rigurosa
interpretación científica literal, actualiza de tal modo la Palabra
de Dios que lleva a los oyentes a creerla, vivirla y celebrarla
cada vez mejor. Los cuatro sentidos de la Escritura confluyen
en la homilía, convirtiéndola en la "forma plenaria de la
predicación" y en el instrumento más eficaz de transmisión de
la Palabra de Dios.
b) Pero la homilía tiene el peligro de caer en acentuaciones
parciales que la desequilibran y desvían. Quisiera señalar aquí
tres de estas posibles desviaciones que podrían concretizar el
mal uso de la exégesis en la homilía:
Interpretación mágico-literal.
La interpretación literal de la Escritura puede entenderse de
dos modos distintos. Según el primero, exégesis literal no es
más que el esfuerzo por comprender lo que primaria y
directamente quieren comunicarnos los hagiógrafos a través de
la letra de las Escrituras. Para lograrlo, hay que echar mano,
naturalmente, de todos los recursos científicos de
interpretación. Este primer sentido es correctísimo, y
representa un presupuesto indispensable para cualquier
interpretación más profunda de la Biblia. El otro modo, en
cambio, consiste en leer e interpretar la Biblia "al pie de la
letra", sin ningún intento de revisión crítica, ya que se funda en
la convicción de que todas las Escrituras, globalmente y en
cada una de sus partes, han sido directamente inspiradas por
Dios de un modo absolutamente sobrenatural y milagroso.
Este tipo de interpretación literal conduce a un tratamiento
mágico de las Escrituras.
La homilía debe desempeñar un papel de primer orden en la
necesaria desmagización de la proclamación de la Palabra de
Dios, y para ello tiene que consistir, ante todo, en una
clarificación del sentido real de las perícopas proclamadas,
presentando el mensaje perenne de la Escritura en toda su
transparencia y actualidad. En este esfuerzo de superar la
comprensión mágica e ingenua de la literalidad de la Escritura,
hay que evitar la caída en otra concepción —que en el fondo
también es mágica— absolutizadora de las interpretaciones
más recientes y audaces, sobre todo cuando no pasan de ser
meras hipótesis de trabajo en el campo de la investigación
bíblica. Más allá de la letra, sea leída acríticamente, sea
científicamente analizada, debemos buscar el espíritu que
realmente vivifica.
Interpretación alegorizante.
En el intento de superación del sentido meramente literal y de
búsqueda de un sentido más pleno y espiritual, se debe evitar
a toda costa el peligro del alegorismo. La interpretación
alegórica se basa en el presupuesto de que el sentido de las
Escrituras no se agota en lo que el hagiógrafo quería
comunicar ni en lo que directamente entiende el lector, sino
que siempre dicen otra cosa, siempre manifiestan algo más,
porque la intención divina, última inspiradora de la Biblia,
supera necesariamente el alcance de los autores humanos. Lo
malo no está en este presupuesto, perfectamente admisible,
sino en los excesos inevitables que trae consigo el esfuerzo de
interpretación alegórica cuando, en lugar de dejarse guiar por
los indicios objetivos existentes en la misma letra de la
Escritura, se abandona a toda suerte de fantasía subjetiva. La
exégesis se convierte entonces en un juego imaginativo,
enormemente peligroso, ya que representa una manipulación
de la Escritura mucho más audaz que su utilización mágica e
ingenua.
Hoy quizás estamos muy lejos de las exageraciones
alegoristas de la escuela alejandrina, e incluso de las de san
Agustín, con sus malabarismos numéricos, su insistencia en
detalles insignificantes, su complacencia en armonías
misteriosas. Pero no podemos afirmar que estemos exentos de
un neoalegorismo, tanto más peligroso cuanto con mayor
aparato científico se recubre. Por un lado, se advierte en
algunos exegetas modernos una preocupación excesiva por
descubrir en ciertos libros de la Biblia unas estructuras
formales que obedecen a planes totalmente preconcebidos,
según pautas que quizá más existen en la mente del intérprete
que en la del autor o bien un interés desorbitante por señalar
correspondencias temáticas entre escritos enormemente
separados en el tiempo y en la mentalidad. Y por el otro lado,
cada vez se va imponiendo más una utilización ideológica de
los libros santos, que, al estilo de ciertos manuales clásicos de
teología, se sirve de pasajes escriturísticos, sacados de su
contexto y artificialmente conectados entre sí, con el fin
de probar una tesis o de inculcar ideas u opiniones, que poco o
nada tienen que ver con el mensaje bíblico.
Interpretación moralista.
La orientación práctica y concreta que ha de tener la
interpretación de la Escritura no debe convertirla en mera
búsqueda de normas morales, que orienten en cada momento
la actuación práctica del creyente. Si la Biblia no es una simple
crónica, ni un tratado filosófico o dogmático, tampoco podemos
considerarla como un mero manual de recetas morales.
La aplicación moral de la interpretación de las Escrituras tiene
que limitarse a hacernos descubrir el designio amoroso de Dios
que, a lo largo de toda la historia de salvación, ha comunicado
su vida a los hombres. A pesar de sus infidelidades y pecados,
y a llevarnos a la conclusión de que la única respuesta válida a
la iniciativa amorosa de Dios es el amor, norma suprema del
creyente, motor último de su actuación práctica. No creamos
que los excesos moralizantes sean cosa de otros tiempos. En
la actualidad corremos el mismo riesgo cuando nos
empeñamos en querer iluminar con la Palabra de Dios todas
las situaciones prácticas, tanto a nivel individual como a escala
comunitaria. Si lo entendemos como un esfuerzo por
encontrar soluciones concretas para todos nuestros problemas
morales, o por dictar normas de actuación incluso en lo social y
político, lo más probable es que, como en el caso de las
construcciones ideológicas, busquemos sólo en la Palabra de
Dios la justificación de nuestras propias opciones o las armas
para combatir a nuestros adversarios, pero de ningún modo la
luz que disipe nuestros errores y la interpelación que nos
convierta de nuestra cerrazón y de nuestro egoísmo.
c) PARA UNA RECTA UTILIZACIÓN DE LA EXÉGESIS
La homilía no debe basarse en una interpretación meramente
literal de la Biblia, ni puramente alegórica, ni solamente moral,
sino que, aceptando lo bueno de cada uno de estos tipos de
exégesis, tiene que tender hacia la "anagogía", es decir, a ser
totalizante y conductora. Parte de una clarificación del sentido
de las palabras proclamadas en la celebración, pero luego guía
a los oyentes hacia una asimilación creyente de su contenido,
hacia una celebración laudatoria del hecho de la Palabra como
don divino, y hacia una realización práctica de su fuerza vital.
De este modo contribuye a que la Palabra de Dios,
proclamada, celebrada y vivida, sea lo que radicalmente tiene
que ser: dadora del sentido último de la existencia fiel.
6. FIDELIDAD A LA PALABRA.
MANUEL RAMOS
"Así pues, debemos ser considerados como siervos de Cristo y
administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se
pide a un administrador es que sea fiel" (1 Cor. 4, 1-2).
La fidelidad, característica decisiva del buen administrador,
implica en el caso del ministerio de la Palabra la necesidad de
tomar en serio, ante todo, la Palabra misma de Dios y sus
destinatarios, los oyentes; y, además, las leyes de la
comunicación y el ser movidos por el Espíritu. Vamos a intentar
unas reflexiones sobre la primera de esas dimensiones: la
fidelidad a la Palabra.
Sólo la auténtica Palabra de Dios lleva a la fe y a la salvación.
Si en lugar de ella servimos otra cosa, no podemos
extrañarnos de que no fructifique. Estemos seguros de que se
nos van a pedir cuentas, como a administradores desleales o
descuidados. Nos las pedirá Dios mismo y nos las pedirán los
hijos de Dios, en cuyo beneficio somos administradores.
¿Cómo conseguir ser fieles a la Palabra? No hay duda de que
la primera condición, indispensable, es que comencemos por
captarla con exactitud, por comprenderla, por hacernos cargo
de ella. El servicio que Dios espera del predicador no es el de
un funcionario de correos que lleva un mensaje en sobre
cerrado y lo entrega así al destinatario. Se trata más bien de
auténticos mensajeros, de "hombres—mensaje", como
aquellos intrépidos, algunos de los cuales hemos conocido,
que en circunstancias críticas han tenido que llevar un mensaje
importante atravesando fronteras policialmente custodiadas, en
las que cualquier escrito corría evidente peligro de ser
interceptado. Han de ser ellos mismos los que han de repetir
personalmente el mensaje cuando logren llegar, por fin, a su
destinatario. De ahí que antes de partir a semejante misión
todo esfuerzo les parezca poco para captar bien el mensaje
que han de transmitir, para comprender con la máxima
exactitud posible cuál es su sustancia y cuáles los pormenores
más o menos complementarios, dónde pone el énfasis el que
los envía, los matices todos de lo que han de comunicar.
Pero se da, además, una circunstancia que complica y pone a
prueba la fidelidad del mensajero, al mismo tiempo que lo hace
mucho más imprescindible. No bastará con que sea un
mensajero personal, ha de ser también intérprete. El mensaje
que lleva deberá ser traducido a la lengua del destinatario. Y le
corresponde a él mismo, al mensajero, realizar
la traducción. Naturalmente, no nos referimos sólo a una
traducción de orden lingüístico; es algo mucho más complejo:
es todo un entorno cultural, un medio ambiente cada vez más
alejado de aquel en que la Palabra de Dios vivió, por así
decirlo, sus primeras encarnaciones, a donde el ministro de la
Palabra ha de llevarla. Todos sabemos algo de lo
extraordinariamente difícil de realizar una traducción al mismo
tiempo viva y fiel. De ahí la extraordinaria responsabilidad del
ministro de la Palabra, que ha de ser, en una pieza, "hombre—
mensaje" e "intérprete". A la hora de pronunciar su mensaje
ante el destinatario deberá cuidar con esmero de que no se
pierda ninguno de los "imponderables" de la Palabra, de suerte
que pueda ser reconocida como Palabra de Dios. Cualquier
palabra, en efecto, es un fenómeno complejo; no es sólo un
contenido, sino un contenido encarnado en unos determinados
signos y pronunciado en un determinado tono. Ser fiel a la
palabra no es sólo ser fiel a su contenido desencarnado, sino
ser fiel al fenómeno en su integral complejidad, a los signos
que encarnan el contenido, al tono, a la forma de hablar del
que envía, a su expresión única e irrepetible. En el caso del
ministerio de la Palabra el mensajero lo es de un mensaje muy
"sui generis": es un mensaje de invitación suprema de amor,
que ha de estar siempre presente, al menos como trasfondo,
incluso en el caso de tener que restallar el látigo de una
denuncia profética implacable. La fidelidad a la Palabra exigirá,
pues, incluso en esos momentos, dejar constancia de ese tono
cálido propio del amor, que nunca podrá esconderse del todo si
se actúa como verdadero profeta del que lo envió.
Y es que, en el caso del ministerio de la Palabra, el mensaje no
puede ser nunca totalmente extrínseco al mensajero. Éste no
puede ser solamente un cronista externo, desinteresado,
respecto a aquello que comunica. Es el sentido mismo de la fe,
de su propia fe, lo que ha de transmitir; por tanto, él mismo
deberá sentirse penetrado por ese sentido de la fe. No es
solamente "hombre—mensaje" e "intérprete" en el sentido
antes explicado; es, además "testigo" y "testigo comprometido".
Digámoslo de una vez, el ministro de la Palabra habrá de ser
personalmente él mismo Palabra de Dios, acontecimiento
salvífico en su vida.
7. EL LECCIONARIO ACTUAL.
JOSÉ M. BERNAL
a) ¿HACE FALTA UN LECCIONARIO?
En ciertos ambientes la cuestión se ha planteado de un modo
radical, poniendo en tela de juicio la conveniencia o no de leer
la Biblia en las asambleas litúrgicas: la utilidad del leccionario
bíblico, en cuanto selección de un determinado número de
perícopas cuya lectura queda oficialmente distribuida y
reglamentada a lo largo del año litúrgico. ¿No hubiera sido más
oportuno dejar completamente a la iniciativa de los pastores y
responsables de las comunidades la tarea de seleccionar las
lecturas bíblicas? ¿No son ellos quienes mejor conocen la
situación real de sus iglesias con sus peculiares exigencias y
necesidades? ¿Por qué imponer desde arriba determinados
cielos de lectura o determinados temas que acaso quedan muy
lejos de los intereses reales de la comunidad?
Sin pretender con mi respuesta menospreciar la seriedad de
las dificultades propuestas, creo poder abogar por la validez y
conveniencia del leccionario. Ello por varios motivos:
El leccionario permite una presentación más
objetiva de la palabra de Dios, sobre todo en los
cielos de lectura continuada, sin ceder a
condicionamientos subjetivos o a gustos
personales.
Nos ofrece una lectura casi completa de la Biblia,
sobre todo de los libros o pasajes más relevantes.
Ningún texto importante ha quedado olvidado o
marginado.
Garantiza una coherente vinculación de los textos y
de los temas a la marcha o desarrollo del año
litúrgico. Ello nos permite una visión global del
misterio de Cristo, celebrado a lo largo del año,
desde distintas perspectivas bíblicas tanto del
Nuevo como del Antiguo Testamento.
Asegura una visión complementaria y
coherente del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Nos permite permanecer fieles a la tradición de la
Iglesia, la cual ha vinculado desde antiguo la
lectura de algunos libros o textos del Antiguo y del
Nuevo Testamento a determinados tiempos o
fiestas del año litúrgico.
Nos facilita una rica selección de perícopas
bíblicas a utilizar en determinadas ocasiones
(misas votivas) y en la celebración de los
sacramentos.
b) ¿LECTURA "CONTINUADA" O LECTURA "TEMÁTICA"?
Cuando hablamos de lectura "continuada" ya se sabe a qué
nos referimos. Se trata de abordar la lectura de un libro
sagrado y de continuarla día tras día siguiendo el orden del
libro, saltando eventualmente ciertos fragmentos menos aptos
para ser proclamados en la asamblea. En este caso algunos
prefieren hablar de lectura "semi—continuada". De hecho este
sistema suele utilizarse con relativa frecuencia, a lo largo del
año, tanto en la eucaristía como en el oficio de lecturas.
Pero no son pocas las voces que se manifiestan en contra de
este sistema. ¿Por qué someterse a la lectura disciplinada de
un autor sagrado? ¿Por qué no elegir en cada ocasión lo que
más convenga? ¿Por qué no seleccionar los diversos textos de
lectura en función de un tema previamente determinado? No
debemos olvidar, a este respecto, el interés que viene
despertando desde hace unos años, sobre todo a nivel de
grupos, las llamadas misas "de tema": tendencia a construir el
montaje de la celebración eucarística a partir de ciertos motivos
temáticos previamente establecidos. Eucaristía "temática" y
lectura "temática" obedecen, sin duda, a un mismo tipo de
sensibilidad y de inquietud.
En esta reflexión deseo subrayar el interés positivo que ofrece
la lectura "continuada" o "semi—continuada" de los libros
sagrados. Para ser breve indicaré tres motivos:
No basta con retener y meditar ciertas frases o escenas
más sobresalientes de la vida de Jesús. Debemos situar
sus palabras y sus gestos en el conjunto de su
historia, en su propio contexto. Es decir, hay que dejar
que la palabra de Dios se nos distribuya con el mismo
ritmo y en el mismo orden con que ha sido escrita. No
basta leer aisladamente estas o aquellas frases. Es
preciso situarlas y apreciarlas en el interior de la misma
vida de Jesús. La continuidad del evangelio pone de
relieve los diversos elementos de su mensaje.
Es preciso, además, saborear la Escritura teniendo
presente la sensibilidad personal y la profundidad
religiosa de los testigos que nos narran los hechos y
palabras de Jesús. La palabra de Dios nos llega por
medio de los testigos, encarnada en su propia
experiencia religiosa. Hay que dejarles hablar libremente,
sin interrumpirles, sin pasar anárquicamente de uno a
otro. Hay que dejar el tiempo necesario para que el
evangelista nos refiera, del principio al fin, todo lo que
nos ha de decir sobre Cristo.
Finalmente, tratándose de las Cartas, hay que leer los
escritos de Pablo, de Pedro, de Juan, o de los otros
escritores teniendo en cuenta el contexto global de las
cartas, suscitadas casi siempre por motivaciones bien
concretas: por situaciones críticas de determinada
comunidad o por problemas de doctrina suscitados en su
seno. Sólo una lectura continuada y paciente de la carta
podrá permitimos una apreciación conveniente de la
misma.
Desde luego, nunca la lectura "continuada" ha tenido
pretensiones de exclusividad en la liturgia de la Iglesia. De
hecho las lecturas que se proclaman tanto en las fiestas del
Señor y de los Santos, como en las misas rituales y votivas,
han sido siempre seleccionadas atendiendo al misterio que se
celebra o a la circunstancia que motiva tal celebración
eucarística. En esos casos es fácil detectar el motivo lineal en
el que convergen las diversas lecturas. Entonces podemos
hablar de una lectura "temática", no porque el nexo de
convergencia sea algo puramente abstracto, sino porque el
motivo de selección es el mismo.
e) EL LECCIONARIO DOMINICAL
La elaboración del nuevo leccionario bíblico ha sido llevada a
cabo con escrupulosa seriedad. Los criterios seguidos en la
elaboración podrían reducirse a dos: por una parte, se ha
mantenido un criterio de fidelidad a la tradición litúrgica,
respetando el uso de ciertos libros sagrados y de ciertas
perícopas que, desde los más antiguos leccionarios, venían
utilizándose en determinados tiempos y fiestas del año
litúrgico. Por otra parte, se ha tenido muy en cuenta la
exhortación del Concilio a establecer en las celebraciones
litúrgicas "lecturas de la Sagrada Escritura más abundantes,
más variadas y más apropiadas" [Sacrosanctum Concilium,
35,11.
El leccionario dominical asegura para toda la comunidad
cristiana una lectura de los pasajes más importantes, de tal
manera que los fieles puedan escuchar, dentro de un
determinado espacio de tiempo, las partes más importantes del
mensaje salvador.
Para ello se han tomado diversas medidas. La primera ha
consistido en aumentar a tres el número de lecturas: la
primera, del Antiguo Testamento o del Nuevo, si se trata del
tiempo pascual; la segunda, de los Escritos Apostólicos; la
tercera, de los Evangelios. La introducción de una primera
lectura del Antiguo Testamento ha de favorecer una
comprensión más clara del progreso y de la unidad de la
Historia de la Salvación.
En segundo lugar, se ha establecido un triple ciclo de lecturas,
denominados A, B y C, a utilizar en el espacio de tres años
consecutivos. Esto ha permitido una lectura más abundante y
más completa, y ha evitado las dificultades que entraña la
lectura anual de los mismos textos. De esta forma una
perícopa viene a leerse una vez cada tres años.
En la distribución de los textos se ha combinado el sistema
de lectura "continuada" con el de lectura "temática" o
"armonizada". En los tiempos fuertes del año litúrgico
(Adviento, Cuaresma y Pascua) y en las grandes fiestas la
selección de textos aparece impuesta por la temática o colorido
propio de cada tiempo o de cada fiesta. En este caso hay una
notable correlación entre las tres lecturas. En los domingos
ordinarios, en cambio —llamados per annum—, se ha optado
por una lectura "semi—continuada" de los evangelios. En el
ciclo A se lee Mateo; en el B, Marcos; y en el C, Lucas. Juan se
lee preferentemente en Navidad, Cuaresma y Pascua. Esta
distribución permite un acercamiento muy enriquecedor a los
grandes testigos de la vida del Señor. Durante esta serie de
domingos, un tanto incoloros e indefinidos en cuanto a
temática, la primera lectura se elige en consonancia con el
texto evangélico, lo cual ayuda a una comprensión unitaria de
los dos Testamentos.
d) EL LECCIONARIO FERIAL
En los días ordinarios, entre semana, sólo se leen dos lecturas.
La primera se toma del Antiguo Testamento o de los Escritos
Apostólicos; la segunda de los Evangelios.
Hay que distinguir, sin embargo, la sistematización de lecturas
en los tiempos fuertes (Adviento, Cuaresma y Pascua) y en el
tiempo llamado "per annum".
Durante los tiempos fuertes el cielo es único; pero las lecturas
se eligen teniendo en cuenta las exigencias peculiares de cada
uno de esos tiempos.
Durante el resto del año o tiempo "per annum" la primera
lectura ha quedado sistematizada según un doble ciclo, uno
para los años impares (I) y otro para los pares (II). Las
perícopas evangélicas, en cambio, tomadas de los Sinópticos,
se ajustan a un ciclo único. Tanto la primera como la segunda
lectura se presentan de forma continuada, permitiendo un
recorrido casi completo de los libros sagrados y ofreciendo a la
asamblea la lectura de los pasajes más significativos.
e) EL LECCIONARIO DEL SANTORAL Y DE LAS MISAS
VOTIVAS
El leccionario para las fiestas de los santos es doble: uno
propio, y otro común.
En el propio de los santos se han señalado en algunas
ocasiones textos de lectura propios. Eso ocurre cuando se
cuenta con perícopas bíblicas que aluden directamente al
santo. En otras ocasiones se sugiere el uso de una lectura
contenida en el común, cuando se trata de textos que iluminan
o interpretan el carisma propio de un determinado santo. En
todos estos casos, si se trata de solemnidades y fiestas, o de
memorias con textos propios, el uso de tales lecturas es
obligatorio. En los demás casos es preferible proseguir la
lectura continuada del cielo ferial a fin de no perder el ritmo
progresivo del libro que se está leyendo, a no ser que la
sensibilidad o devoción especial de una determinada
comunidad aconseje seleccionar las lecturas en función del
santo que se conmemora.
Respecto a las lecturas previstas para el común de los santos
y para las misas votivas, rituales o "ad diversa" sólo he de decir
que ofrecen una estupenda selección de textos distribuidos en
atención a los distintos carismas que caracterizan la diversa
personalidad de los santos, o en atención a las diversas
circunstancias o momentos sacramentales de la vida cristiana.
El uso de tales lecturas deberá regularse teniendo muy en
cuenta las necesidades pastorales de las diversas
comunidades, y respetando siempre el carácter preferencial de
los ciclos de lectura en los tiempos fuertes. Me parece
importante volver a insistir en la necesidad de respetar el ritmo
regular de la lectura continuada o semi-continuada del cielo
ferial "per annum" si se quiere conseguir un acercamiento
profundo a la palabra de Dios tal como ha sido plasmada en los
libros sagrados.
8. COMO NO USAR EL LECCIONARIO.
PERE TENA
El "Ordo Lectionum Missae", publicado en 1969 por la Sagrada
Congregación para el culto divino, es uno de los elementos
más preciosos de la conjunción entre Biblia y Liturgia, propia
de la renovación actual de la Iglesia. La experiencia de estos
últimos años ha confirmado plenamente las esperanzas que se
habían puesto en esta nueva distribución de las perícopas
bíblicas, desde el punto de vista de la variedad, riqueza de
matices en la presentación de la fe, acercamiento al Antiguo
Testamento, restauración del sentido de los Salmos, entrada
masiva, en fin, de las Escrituras en la liturgia de la Palabra,
según el deseo conciliar: " ¡una mesa bien provista!" [Const.
Sacrosanctum Concilium, n. 511.
Sin embargo, hay que reconocer que la experimentación está
todavía en sus comienzos, y que las posibilidades del nuevo
Leccionario están lejos de poder ser consideradas como
plenamente desarrolladas. Una serie de prejuicios, en efecto,
limita con facilidad las perspectivas de los responsables de la
homilía. He ahí algunos:
a) La atención exclusiva a la perícopa evangélica en el
momento de preparar la homilía. Con ello se pierde de vista
muchas veces la orientación de la perícopa en el leccionario,
cosa que fácilmente se podría obtener con una referencia al
texto del Antiguo Testamento, completado —muchas veces—
con el salmo responsorial, encargados precisamente de
subrayar un aspecto del evangelio.
b) La preocupación por enlazar todas las perícopas de un
domingo bajo un tema común, cuando, en realidad, muchas
veces este tema no existe; la consecuencia es, normalmente,
que la homilía se convierte en la exposición de un punto
sistemático, con citas de las lecturas.
c) La costumbre de predicar solamente a partir del evangelio, o
de escoger indistintamente entre las tres lecturas, sin
continuidad. Esto, además de dar pie al subjetivismo del
predicador, limita la riqueza del contenido de la predicación, y
hace perder el sentido de la continuidad en una lectura
seguida; p.ej. en los domingos "per annum", conviene ser fiel al
principio de la lectura continua, y no pasar, de un domingo a
otro, a comentar ora la perícopa evangélica, ora la lectura
apostólica; con ello se perdería el sentido del conjunto.
d) El principio de tomar perícopas enteras, sin tener en cuenta
el valor que pueda tener la explicación de una simple frase;
p.ej. de la respuesta del salmo, de una afirmación del Apóstol,
de una sentencia de Jesús, de un proverbio, etc... Así, también,
el no advertir suficientemente las características de una
perícopa en comparación con la siguiente y precipitar el
comentario en lugar de ceñirlo, con lo cual se tiene después la
impresión de que "ya está todo dicho"; p.ej., las parábolas de
Lucas sobre la oración, los textos de Pablo a los Romanos
sobre la justificación por la fe, etc.
e) El olvido de la situación litúrgica de las perícopas, y en
general de la estructura del leccionario: tiempos fuertes,
conexiones, lecturas continuas, etc. Esto hace perder una gran
cantidad de matices, y empobrece la educación bíblica y
litúrgica.
Todos estos prejuicios y limitaciones pueden mermar
considerablemente las ventajas del nuevo Ordo lectionum; de
ahí la conveniencia de un estudio detallado de cada ciclo, con
una visión de conjunto de las perícopas, de las líneas de
lectura continuada, y, sobre todo, de las características del
evangelio —o evangelios— propios de cada cielo: Mateo en el
A, Marcos y Juan en el B, Lucas en el C (aparte la presencia
de Juan durante Cuaresma y Pascua).
C. UN SERVICIO A LA ASAMBLEA.
9. APLICACION DE LA PALABRA AL "HOY" Y "AQUI"
JOSÉ ALDAZÁBAL
Esta es la segunda dimensión de la homilía: la "mirada,' a la
vida. "Después de haber leído el pasaje, enrolló el volumen y
empezó a hablarles: ‘Hoy, en vuestra presencia, se ha
cumplido este pasaje’" (Lc 4, 18).
Este es el aspecto "profético" de la homilía: descubrir para bien
de todos lo que nos dice HOY la Palabra: cómo se aplica a
nuestra vida su mensaje. La Historia de la Salvación continúa:
la Palabra salvadora de Dios, que siempre es y será Cristo,
sigue interpelando con fuerza a cada generación. Pero no es
siempre evidente la dirección de este impacto: la homilía debe
ayudar a descubrirla. Ayudar a que el gozo, la esperanza y la
denuncia de la Palabra llegue a iluminar las circunstancias
concretas que vivimos; que la comunidad se mire al espejo de
la Palabra y acepte el compromiso de su acogida.
"La predicación sacerdotal, que en las circunstancias actuales
del mundo resulta no raras veces dificilísima, para que mejor
mueva a las almas de los oyentes, no debe exponer la Palabra
de Dios sólo de modo general y abstracto, sino aplicar a las
circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del
Evangelio" [Presbyt. Ord., 4].
El mejor éxito de su ministerio lo consigue el predicador
cuando contribuye a que la Palabra salvadora de Dios resuene
en ESTA asamblea como Palabra viva dicha Hoy con toda su
fuerza de juicio y de gozo. Porque el Dios que habló es el que
habla. Y su Palabra no puede resonar en vano.
Para una adecuada "aplicación a la vida", el predicador:
a) Debe esforzarse en conocer a la asamblea: sus
circunstancias, su ideología y sensibilidad. Debe entrar en
sintonía con la vida de la comunidad concreta que celebra con
él. Igual que ha reflexionado sobre qué dice la Palabra, deberá
meditar sobre los aspectos en que esa Palabra interpela hoy y
aquí a estos creyentes. Que probablemente serán distintos de
los del año pasado. Y distintos en una comunidad de monjas
de clausura que en un centro juvenil o en una parroquia en la
misa de dos. Si ha sido fiel a la Palabra, deberá también ser fiel
a la comunidad y a su vida. Son los dos polos entre los que
debe saltar la "chispa" del encuentro salvador.
b) A la hora de aplicar a la vida el mensaje bíblico, debe evitar
el excesivo afán moralizante, buscando siempre el aspecto de
las costumbres. La Palabra no ilumina sólo nuestra moral, sino
fundamentalmente nuestra mentalidad, nuestra comprensión
del Misterio, de la vida, del destino humano. No nos afecta en
pequeños matices de la vida, sino que interpela en pleno
nuestro "plan de vida", nuestro proyecto existencial. Muchas
veces la homilía, siguiendo el tono de la lectura, deberá ser
anuncio gozoso de la Buena Noticia. Más bien "dogma" que
moral. Aunque naturalmente esta comprensión del Misterio,
exigirá una respuesta vital comprometida. Una homilía
reiteradamente moralizante puede empobrecer la riqueza de
mensajes de la Palabra bíblica.
c) Como también lo haría si fuera superficial o se quedara en
los pequeños detalles, a la hora de aplicar a la vida la lectura
proclamada. Hay que esforzarse por descubrir, no los detalles
ni las anécdotas Propias del tiempo bíblico, sino la intención
fundamental del pasaje, para trasladarla a nuestras
coordenadas históricas. Serán, por ejemplo, las actitudes
humanas, juzgadas, alabadas o condenadas en el pasaje, o la
intervención y los criterios del obrar de Dios. Cuántas veces, al
oír determinadas homilías, siente uno el temor de que se ha
puesto en primer término un aspecto que no tenía ningún
relieve en la mente del escritor bíblico: ¿qué importancia tiene
el orden de las apariciones, al hablar de la Resurrección; o la
moralidad del baile, en el martirio de Juan el Bautista?
d) Los hechos de vida que la homilía debe tener presentes, a la
hora de exhortar y edificar a la comunidad, son variadísimos:
los problemas de la humanidad entera, los intereses y las
aspiraciones de nuestra generación, los acontecimientos de la
Iglesia universal y de la comunidad local, los temas candentes
del propio país, la vida personal, familiar y
profesional ... ¿Puede una homilía olvidar la palpitación de la
historia? Todo ello no como tema de una conferencia o para
resolver dichos problemas: sino como realidades vivenciales
que son iluminadas por la Palabra salvadora que Dios dirige a
sus creyentes.
e) Naturalmente que también la política, como realidad humana
que es. Los cristianos viven esta realidad guiados por la
Palabra de Dios. No son invitados a refugiarse en una
escatología lejana, sino a comprometerse como responsables
en la sociedad. La homilía cumple el magnífico y difícil servicio
de iluminar "proféticamente" sus actitudes y actuaciones según
la orientación de la Palabra. No puede renunciar a estos
aspectos más difíciles de su ministerio.
El documento "La Iglesia y la comunidad política" del
Episcopado Español, de 1973, reafirma plenamente, sobre
todo en sus números 26-31, la obligación, a la vez que
dificultad, que tienen los ministros de la comunidad de realizar
este servicio de aplicación de la Palabra bíblica a la situacón
histórica concreta que vivimos. (Cfr. su texto en el número 13
de este dossier).
f) A nadie se le oculta que si en algún momento hace falta
equilibrio, es precisamente en una homilía litúrgica. Para no
hacer prevalecer los gustos personales, sino servir a la
Palabra. Para no tematizar unilateralmente en ninguna
dirección. Antes hablábamos del tono demasiado moralizante,
pero se podría aplicar también al tema socio—político. En la
exhortación homilética el criterio céntrico debe ser siempre la
Palabra, que es la que ilumina nuestra vida y la que provoca
nuestra respuesta de acogida y de compromiso. Lo que hace el
ministro, con humildad y con amor, desde "dentro" y no con
autosuficiencia irónica o demagógica, es ponerse con todos a
la escucha de esa Palabra y ayudar a los demás a entender
sus implicaciones. Sin escamotear su fuerza contestataria y su
exigencia. Pero sin convertirla tampoco en un latiguillo social ni
en un mitin.
10. FIDELIDAD AL OYENTE.
MANUEL RAMOS
Cuanto dijimos antes a propósito de la fidelidad a la Palabra no
puede quedarse ahí, como en una mera contemplación
estética; debe servir al designio de Dios que es la salvación del
hombre mediante la fe en su Palabra. Si Dios hace a algunos
hombres ministros de su Palabra y los envía al mundo, no los
envía, como no envió a su Hijo, para condenar al mundo, sino
para que el mundo se salve por él. La fidelidad al designio
salvífico de Dios implica en el ministro la necesidad de tomar
en serio al hombre, al que es enviado, y dirigirse a él, llevarle
su mensaje, no como el pastor asalariado, a quien no le
importan sus ovejas, sino como el buen pastor, que las tiene
como suyas y está dispuesto a dar su vida por ellas.
Por eso, el ministro de la Palabra habrá de comenzar
paradójicamente su misión, no por hablar, sino por oír,
por escuchar al destinatario de su mensaje. Intentará
conocerlo, comprenderlo. Tendrá necesidad de aprender su
lenguaje, su mundo, a fin de poder ser un intérprete útil. Todo
ello implica un acercamiento, una proximidad de persona a
persona, algo parecido a una "encarnación".
Una vez logrado este contacto, deberá caer en la cuenta de las
dificultades que tiene ese destinatario concreto del mensaje, el
hombre de nuestros días, inmerso en nuestra sociedad,
primero para entender el mensaje pero, además,
para aceptarlo como mensaje de Salvación. En el modo
concreto de proponer la Palabra el ministro deberá ser
consciente de una serie de dificultades para
la inteligencia misma del mensaje, provenientes de mil
factores, de la falta, quizá, de suficiente formación religiosa del
destinatario, de los prejuicios acumulados, de la propaganda
adversa... y deberá caer en la cuenta, igualmente, de otra serie
de dificultades para la aceptación de la Palabra, provenientes
algunas de sus propias debilidades y pasiones, pero otras de
nuestras debilidades e inconsecuencias, de nuestra incorrecta
presentación, tal vez fría e inmisericorde, del mensaje
transformador que portamos. Habrá que devolver al hombre
que nos escucha, en no pocas ocasiones, la confianza en
nuestro respeto a su dignidad personal y a su libertad.
De esta forma, sin prisas y sin pausas, con infinita paciencia,
con delicadeza, "como una madre cuida de sus hijos" (1 Tes
2,7), el ministro de la Palabra cumplirá con el deber supremo
de fidelidad para con aquellos a quienes ha sido enviado.
11. LA COMUNICACION EN LAS HOMILIAS.
ROBERTO COLL-VINENT
Mi opinión como seglar sobre la predicación sagrada, debo
confesarlo, es poco positiva. Las homilías de hoy son
tributarias, todavía, de un modo de decir mas o menos
anacrónico que ha dejado fuertes residuos incluso en personas
jóvenes o que creen serlo. Y cuando en un intento meritorio de
aproximación a la realidad y a las necesidades de hoy se
quiere huir de una oratoria desfasada de nuestro tiempo, no se
consigue, en general, la comunicación humana, deseada con
más buena fe que acierto.
Es fácil que en estas afirmaciones iniciales se produzca un
acuerdo si se examina el hecho con honestidad y con
desapasionamiento. Es menos fácil, en cambio, coincidir en las
causas y en las soluciones. Las consideraciones que siguen
quieren ser un intento de analizar con alguna profundidad esa
situación incómoda para todos y de cuya incomodidad creo que
existe una conciencia bastante clara.
a) Lo más elemental que puede decirse, en primer lugar, es
que ningún tipo de comunicación colectiva —y la homilética
menos que ninguna— debiera servir nunca para desahogos
personales aun los más legítimos y que no tienen nada que ver
con las necesidades y las aspiraciones de los que van a
escuchar. Y con más razón debe decirse que resulta
incomunicativo y frustrante el propósito de lucimiento que aún
puede detectarse en algunas homilías solemnes y retóricas, un
lucimiento cada día más difícil, dicho sea de paso, cuando el
público es cada vez más exigente y más crítico. Y mucho
menos sensible, por tanto, a unos adornos que no son
necesarios, en absoluto, para hacerse escuchar. En un
proceso de comunicación colectiva que quiera ser eficaz es
rechazable cualquier protagonismo personal que desplace a un
segundo plano la preferencia que en cualquier caso merecen
los destinatarios del mensaje, los únicos que pueden
legitimarlo del todo en virtud de una atención voluntariamente
prestada.
b) La comunicación colectiva eficaz descansa, en buena parte
al menos, en la relación personal que existe entre el emisor y
el receptor y en el conocimiento que aquél tiene de las
expectativas de quienes se disponen a escucharle. Son muy
útiles a este respecto unos conocimientos, siquiera
elementales, de las motivaciones más fuertes por las que se
mueve el hombre de nuestro tiempo y lo es, por tanto, poderse
adentrar en los fundamentos básicos de la psicología de grupo
y de la psicología en general.
Con propósitos puramente indicativos y para concretar un poco
más, yo señalaría dentro de un abanico sin duda más extenso
los siguientes grupos de oyentes cuya existencia sería útil
tener en cuenta:
El grupo de gentes que pueden no tener fe o tenerla muy
débil y van a la Iglesia o a las asambleas que la Iglesia
convoca en busca de esa fe que desean recuperar o
reforzar. La homilía que demanda un grupo así ha de ser
densa en contenido, ha de poder satisfacer el interés
expectante de los que están prestos a oírla y ha de
instruirles, con información y con argumentos claros y
sencillos, respecto a aquello que motiva su presencia
física en el templo.
El grupo compuesto por aquellos que experimentan una
especial complacencia en ver reforzados sus puntos de
vista y que van a escuchar a aquel de quien saben de
antemano que los comparte más o menos íntegramente.
Es la clientela habitual de un orador concreto que tiene
demasiado fácil su tarea persuasora y que puede
sentirse engañado respecto de sus facultades de
comunicación. Grupo normalmente entusiasta de un
determinado enfoque del Evangelio y al que cuesta poco
reforzar en sus creencias. También a este grupo es
necesario, aunque por otras razones, saber instruir con
mucha claridad y con predominio de elementos
intelectuales para no prestarse al juego de una
complacencia peligrosa e incluso demagógica.
El grupo de los escépticos o poco convencidos que
acuden a la Iglesia con una actitud crítica o acaso
polémica y que fácilmente pueden sentirse molestos
frente a quien muestre una seguridad que ellos no tienen
o no entienden. Hay que contar con una buena dosis de
agresividad en tales casos, por más que sea una
agresividad encubierta y fácilmente disimulable. Y la
respuesta ha de estar impregnada de modestia y de
sencillez, también de dulzura en el tono y en la actitud.
El cuarto grupo —el más numeroso a mi juicio, al menos
en este momento histórico— lo integran la multitud de
los indiferentes que acuden a un rito religioso que no
acaban de entender o con cuya significación apenas se
sienten identificados, y en el que están presentes sólo
físicamente por razones más o menos extrañas a lo
propiamente religioso. Mientras subsista, por
reminiscencias de una tradición todavía poderosa, el tipo
humano que acude a la Iglesia por razones
predominantemente sociológicas, el predicador habrá de
esforzarse mucho más en suscitar un interés que no
existe de entrada, y en despertar una atención que se
convierte por este motivo en una atención muy difícil.
En todo lo que llevo dicho va implicada una cuestión de actitud
más que una cuestión de técnica y de estilo, aunque el estilo y
la técnica ocupen también un puesto importante a la hora de
conseguir una comunicación eficaz y aunque estas tres
exigencias -actitud, técnica y estilo- converjan hacia una misma
dirección a la hora de buscar soluciones al problema de la
homilética hoy.
c) La dirección apunta hacia un nuevo modo de producirse. La
homilía se entendería como una conversación "sui generis" en
voz alta. Una conversación especial porque es uno solo el que
habla, pero lo hace en una disposición de ánimo tal que pueda
ser teóricamente y prácticamente interrumpido por cualquiera
de sus oyentes sin necesidad de que esa interrupción
equivalga a una interpelación hostil. Puede ser una muestra
explícita de asentimiento o puede ser la formulación
respetuosa de una discrepancia. O puede ser simplemente una
pregunta que obligue a una aclaración sobre la marcha que
rompa un esquema demasiado rígido.
La interpelación es interpretada demasiadas veces como una
especie de agresión verbal y no suele ser bien recibida. Pienso
que en buena parte es por falta de la costumbre de escuchar,
por temor a ser de algún modo puestos en evidencia en la
propia inseguridad o en la propia endeblez ideológica y
argumental.
Es falsa o por lo menos sospechosa la seguridad que a veces
se experimenta cuando se habla en medio de un
silencio susceptible de múltiples y muy encontradas
significaciones. Es una seguridad que en razón de su misma
endeblez se derrumba cuando uno ha de callarse y ha de
hacer frente a un silencio largo y ambiguo, cuando se constata
que no se tienen respuestas para todo, y que el mensaje que
uno comunica descansa en una verdad de la que es
administrador pero no propietario, y que es susceptible de una
gran variedad de interpretaciones.
Soportar, sin angustia, la interpelación del signo que sea, saber
escuchar con tranquilidad y con sosiego, admitir de buen grado
y con plena paz de espíritu las más diversas opiniones aun las
que se oponen diametralmente a aquella con la que uno se
siente encariñado sería no sólo muestra de madurez afectiva,
indispensable para la buena comunicación, sino una garantía
para la misma comunicación. El sacerdote ha ocupado durante
mucho tiempo entre nosotros un puesto relevante que ahora y
en el futuro ya no va a serle reservado si no tiene méritos
propios, ajenos a su condición de tal sacerdote. No va a ser
escuchado si no se gana a pulso la atención, y su palabra será
una palabra cualificada sólo cuando aparezca como tal a los
ojos críticos de aquellos que le obsequien con el regalo de su
atención.
d) Añadiría, para concluir, que la comunicación hablada que se
da en la homilía puede alcanzar sus más altas cotas de
eficacia cuando va acompañada de una comunicación
empática respecto de aquellos que están a punto de escuchar.
La empatía, como todos sabemos, es una capacidad,
adquirible, para saberse poner en el lugar de aquél con quien
tratarnos de entrar en contacto. Los gestos distanciantes y aún
la misma distancia física que antes más que ahora se daba
entre el orador sagrado — ¡oh, aquellos púlpitos lejanos e
incomunicativos de antaño!— y el público están en las
antípodas de la comunicación que aquí consideramos
necesaria y como viable para quienquiera que tenga real
voluntad de establecerla.
Las cuestiones puramente técnicas, muy importantes todas
ellas e imposibles de ser siquiera enumeradas en un tan breve
trabajo, palidecen en importancia al lado de aquellas otras que
afectan al tono, a la actitud interna y a la disponibilidad del que
habla a un público heterogéneo y plural cada día menos
dispuesto a ceder gratuitamente el don libérrimo de la atención.
Cualquier tipo de público aun el más profano y el menos culto
percibe, por vía cuasi magnética, esa disponibilidad y esa
actitud interior del que les habla y que excluyen frontalmente
un intelectualismo pedante o el gesto de superioridad ofensivo
y por esta misma razón, incomunicativo.
Cada día más el hablar a otros aunque sean muchos y aunque
se trate de asambleas numerosas como lo son algunas
celebraciones eucarísticas se debe parecer al lenguaje
convencional; y el tono del que habla en público no tiene por
qué diferir del tono como se hace en privado, mano a mano,
como no sea en la relativa necesidad de levantar un poco más
la voz. El orador debe ser capaz, sin necesidad de un esfuerzo
especial, de percibir la respuesta que obtiene su mensaje y
de sentir esa especie de "feedback" en su propio mundo
afectivo; y corregir a puntería sobre la marcha cuando
experimenta dentro de sí, que sus palabras no encuentran en
sus destinatarios el eco que él esperaba. Si se es insensible a
este fenómeno, es que se habla para uno mismo y se está
como aislado del público indiferente, que soporta con
paciencia, cada vez más limitada, una tal situación. Y si esto
ocurre de un modo habitual, uno debe concluir, por más ingrato
que ello resulte, que él no sirve para ningún género de
comunicación.
12. CARTA A UN OYENTE IRRITADO.
JOAQUIM GOMIS
Apreciado señor: usted se fue clamando que no venía a misa
para oír hablar de política. Se fue y no sé quién es: la carta no
se la podré enviar. Pero me hubiera gustado hablar un poco
sobre todo eso.
No sobre el caso concreto que provocó su enfado. Creo que lo
que se pretendía decir era simplemente que la Navidad debe
vivirse en la realidad de nuestra vida sin esconder nuestra
pobreza en paz, en amor, en justicia... Precisamente para
celebrar la auténtica Navidad, que es don de Dios. El problema
es que entre los hechos de falta de paz, de amor, de justicia...
había hechos económicos, sociales, políticos. Como había
también personales, familiares, etc. ¿Podemos los cristianos
prescindir de estos hechos? Una señora que, como usted,
también se ha marchado, decía que "esto ya lo sé por el
periódico". Creo que era un ilustre teólogo -Karl Barth- quien
decía que la homilía debía prepararse con la Biblia y los
periódicos.
Pero no piense que estoy muy seguro al hablar de todo eso.
Realmente me da miedo pensar que los "predicadores"
abusemos de nuestro ministerio transmitiendo nuestras
opiniones. No sería nada nuevo y quizá sea en parte inevitable,
pero por lo menos deberíamos abstenernos de instrumentalizar
la Palabra de Dios. Aunque también dé miedo quedarse en las
nubes, no situar la Palabra de Dios en nuestra realidad.
Estos son los dos peligros extremos: traicionar la Palabra de
Dios aprovechándola para propagar nuestras personales
opiniones o traicionarla dejándola en la vaguedad de lo que no
dice nada a la vida concreta. Entre ambos extremos, el camino
justo es difícil. Usted piensa que muchos curas pecamos por
"hacer política, ' en los sermones. Otros piensan que pecamos
por hablar demasiado aéreamente, sin comprometerse en la
realidad concreta de nuestro mundo.
No hay solución prefabricada. Pero permita que ensaye
algunas pistas:
no vale quedarse en las nubes. Es preciso hablar
concretamente. Se trata de ayudar al camino cristiano de
unos hombres y mujeres concretos, que viven en un
mundo determinado. Aunque este concretar sea siempre
difícil, discutible. Por ello pienso que debería hacerse sin
seguridad, sin imponerse, dialogalmente;
la finalidad de este hablar concreto (con una concreción
que tiene dos vertientes: concretar lo que dice la Palabra
de Dios, concretar su repercusión en nuestra vida)
debería ser siempre la de iluminar el camino cristiano. Es
decir, la homilía es un servicio a la fe, esperanza y amor
de los cristianos. Si no hay este servicio, la homilía
queda convertida en otra cosa. Quizá muy respetable,
pero fuera de lugar en la eucaristía;
la realidad en la que vive el cristiano —como hombre que
es— es una realidad política, económica, social.
Tampoco vale olvidarlo o reducir la importancia de este
factor. Realidad humana que implica unas influencias en
el comportamiento cristiano y pide unas actitudes. La
frontera entre fe—esperanza—amor y humanidad no es
clara. Aunque sean niveles distintos, no son
independientes. Como sucede en el Antiguo Testamento,
como sucede en el Nuevo, también ahora la Palabra de
Dios tiene una inevitable incidencia concreta'. El principio
"en la homilía no debe hablarse de política" es falso,
como lo sería decir que no debe hablarse del trabajo, de
la familia, etc.;
pero la homilía no puede pretender una eficacia
política. De ninguna política. Es preciso constatar que en
una situación en la que los canales de expresión política
eran precarios, la tentación de utilizar la homilía era fácil.
Pero creo que es una tentación fatal: para la Iglesia y
para la política. Cada nivel de vida humana debe buscar
sus caminos de eficacia. Y utilizar los que no son los
propios, conduce a no buscar los realmente eficaces y a
estropear los que tienen otra finalidad;
finalmente deberíamos recordar la debida
pedagogía. O, con otras palabras, el realismo. No basta
que el predicador piense lo que él cree que debe decir
(como actualizador de la Palabra de Dios). También ha
de pensar lo que sus oyentes entenderán. En eso
también hay quien siempre tiene miedo de ser mal
comprendido (y calla o habla abstractamente) y quien se
lanza sin pensarlo demasiado (consiguiendo más ruido
que un servicio real al camino cristiano). Quizá todos
deberíamos estar más atentos a la realidad de los
oyentes.
No sé si este intento de explicación tiene utilidad. Usted, el
irritado oyente que se marchó, probablemente no estaría de
acuerdo. Pero quizá esto puede servir para que otros
reflexionen algo más sobre el tema.
13. LA PREDICACION SOCIAL.
EPISCOPADO ESPAÑOL
El aspecto social del mensaje cristiano, aunque no ha de ser
tema único de la predicación cristiana, es un aspecto, una
dimensión que no debe faltar, ya que la doctrina social cristiana
es una parte integrante de la concepción cristiana de la vida.
[ ... ]
El magisterio jerárquico tiene la obligación de
pronunciarse sobre los principios sociopolíticos en cuanto
afectan a la dignidad y a los derechos de la persona, al sentido
último de nuestra existencia y a los valores éticos de los actos
y actitudes humanas. Al tratar de estos principios desde el
ángulo de su competencia, el magisterio eclesiástico no
pretende constituirse en maestro exclusivo de las realidades
temporales ni coaccionar las conciencias para imponer una
determinada solución de los problemas concretos de orden
temporal. No es ésa su misión. Pero faltaría a ella si no
aportara la luz de su doctrina para ayudar al discernimiento
cristiano en la vida concreta y si, en los casos en que sea
necesario, no señalara las condiciones que exige la fe para que
una opción política o social sea compatible con la concepción
cristiana de la convivencia social.
No podrá, pues, decirse sin más, que un obispo o un sacerdote
"hacen política" cuando en virtud de su misión pastoral
enjuicien hechos, situaciones u obras de la sociedad civil,
desde la perspectiva de la fe. [ ... 1
Nadie ignora tampoco lo delicado y complejo de estas
actuaciones. La denuncia evangélica ha de hacerse con
mansedumbre, con sinceridad y verdad, con respeto a las
personas e instituciones y sobre todo con auténtica caridad
fraterna. [ ... 1
Pero tengan todos presente que el silencio por falsa prudencia,
por comodidad o por miedo a posibles reacciones adversas,
nos convertiría en cómplices de los pecados ajenos, seríamos
pastores infieles a la misión que Cristo nos encomendó con
perjuicio para los más débiles y oprimidos y en definitiva
cedería en desprestigio de nuestras comunidades cristianas al
mostrarlas incapaces de oír la palabra salvadora que a todos
nos invita a la penitencia y a la conversión. Cuando los
pastores nos vemos obligados a señalar abusos o deficiencias
graves de la comunidad en materia social o política, lejos de
minar la estabilidad de la ciudad terrena, contribuiremos a su
perfeccionamiento y consolidación. La denuncia de los
pecados sociales, hecha con espíritu evangélico, con sana
independencia y con verdad, contribuye a liberar a la sociedad
de todas aquellas lacras que la envilecen y corroen en sus más
sólidos fundamentos.
Del documento La Iglesia y la Comunidad política, de la XVII
Asamblea Plenaria del Episcopado Español (enero 1973).
14. DE LA PALABRA AL SACRAMENTO.
JOSÉ ALDAZÁBAL
Además de servir de lazo de unión entre la Palabra y la vida, la
homilía cumple otra función dentro de la celebración litúrgica: la
"mistagógica", o sea, la de conducir a la comunidad, desde la
Palabra escuchada y acogida, al Sacramento como signo de la
fe, como cumplimiento hoy y aquí, entre nosotros, de esa
Palabra eterna y eficaz. Es el paso de la Palabra al Rito.
a) Lo que la Palabra anuncia (y ya es acontecimiento salvador),
el Sacramento lo realiza a través de signos eclesiales. Las
lecturas nos proclaman, por ejemplo, el perdón de Dios y su
llamada a la conversión; o bien, sus intervenciones salvíficas a
través del agua. El signo sacramental realiza después, en el
ámbito de la fe así suscitada, el misterio de la reconciliación o
el baño bautismal en el agua.
Hay una unidad íntima entre la celebración de la Palabra y la
del Sacramento. Es un encuentro único, sucesivo, con el
mismo Cristo: primero como Palabra viva dicha por el Padre, y
luego como Pan de Vida (Eucaristía), Reconciliación hecha
persona (Penitencia), etc. El Sacramento es la concentración,
hoy y aquí, del Plan de Salvación de Dios que las lecturas
previamente habían proclamado.
La homilía debe ser el "quicio", el punto de entronque que
aclare a todos los creyentes esta íntima unidad de la
celebración, que les inicie en la dinámica que corre entre una y
otra parte de la misma.
b) Esto es bastante fácil en las celebraciones de Bautismo,
Matrimonio, Reconciliación, etc., porque las lecturas se refieren
al misterio concreto que luego se va a celebrar.
Pero también tiene que realizarse en el caso de la Eucaristía, a
pesar de la mayor variedad de las lecturas, que no se refieren
directamente al misterio eucarístico. La celebración eucarística
es muy compleja en su teología y contiene en sí la
concretización sacramental de los grandes acontecimientos y
categorías de la Historia de la Salvación: la autodonación de
Cristo como Siervo por los demás, su Exodo pascual a la
nueva vida, la comunidad fraterna unida por la nueva Alianza,
la actuación del Espíritu de Dios, la comida sacramental en
contexto de bendición y alabanza, la mirada escatológica a la
salvación definitiva, etc. Son actitudes y situaciones básicas
tanto en la revelación bíblica como en la celebración litúrgica.
Por eso el predicador no debería encontrar, por lo general,
dificultad en conectar ambas coordenadas, haciendo ver cómo
la Eucaristía cumple, hoy y aquí, todo lo que el Antiguo o el
Nuevo Testamento anuncian.
c) Otro aspecto de esta inter—relación entre la Palabra y el
Rito: la Palabra resuena de distinto modo según sea la
celebración litúrgica o el tiempo del año o la fiesta en la que se
proclama. Precisamente porque no es sólo un texto, una
página de un libro sagrado: sino Palabra viva, acontecimiento
siempre nuevo, de un Dios que se dirige hoy y aquí a su
comunidad.
A veces el pasaje bíblico adquiere un sentido litúrgico especial,
no necesariamente el mismo que tenía en su contexto original.
Una lectura del libro de la Sabiduría tiene en rigurosa exégesis
un sentido, pero si se proclama en una fiesta de Cristo, apunta
a Él como la verdadera Sabiduría; en una fiesta mariana o en
la conmemoración de un santo doctor, se acomoda a una
interpretación diferente y en la simple lectura continuada
sugerirá otras aplicaciones. Lo mismo pasará con el relato de
Caná, según sea anunciado a la comunidad creyente en una
fiesta cristológica o mariana o en torno a la Epifanía o en una
celebración matrimonial...
Debe ser precisamente la homilía la que ayude a que toda la
celebración tenga una dinámica unitaria y progresiva, a partir
de la Palabra, pero englobando a la asamblea y su vida, en el
tiempo o fiesta que se celebra, y en la celebración sacramental
concreta que tiene lugar.
15. LA HOMILIA, ELEMENTO INTEGRADOR.
JOAN LLOPIS
Cada vez estoy más convencido de que la importancia de la
homilía en la celebración litúrgica le viene de su carácter
INTEGRADOR.
La homilía es el elemento integrante de una serie de elementos
que, sin ella, correrían el riesgo de la dispersión e incluso de la
desintegración.
a) Dicha integración se sitúa en diversos niveles.
En primer lugar, la homilía es como el quicio de las dos partes
integrantes de toda celebración litúrgica: la Palabra y el
Rito. Pero no sólo como un elemento unificador de tipo
objetivo, sino profundamente vinculado con los miembros de la
asamblea, que son en definitiva los que escuchan la Palabra y
los que celebran el Rito.
En segundo lugar, la homilía reúne las principales
características de los demás géneros de predicación existentes
en la Iglesia. Aunque en su más íntima esencia sea una
exhortación a actualizar la Palabra a través de la celebración y
de la vida, la homilía debe conservar el poder interpelante del
anuncio misionero y la riqueza doctrinal de la exposición
catequética. No sólo exhorta, sino que anuncia y enseña y,
finalmente, conduce al corazón del misterio.
En último lugar, aunque no el menos importante, la homilía
integra las diversas aportaciones que cada miembro de la
asamblea litúrgica puede y debe ofrecer a los demás, por lo
que se refiere a la interpretación de la Palabra de Dios y a la
mutua consolación. Las suscita, discierne y asume en una
unidad superadora de las posibles discrepancias y vinculadora
con la fe de toda la Iglesia.
b) Creo que el problema más acuciante es el de lograr que la
homilía cumpla de veras ese papel integrador en todos los
niveles señalados.
En cuanto al primero, en conjunto hemos progresado bastante.
Las homilías se centran más en la Palabra de Dios, se insertan
armónicamente en el conjunto de la celebración, y tienen en
cuenta las necesidades reales de los oyentes. Quizá lo que nos
cueste más sea incidir de modo claro e incisivo en los
problemas vitales de la comunidad, sin dogmatismos ni
demagogias, pero con valentía y libertad.
En el segundo nivel, es muy difícil guardar el equilibrio exacto
entre las diversas potencialidades de la homilía. Si
sólo exhortamos, nuestra palabra parece perder fuerza y vigor.
Si nos dedicamos a enseñar, fácilmente caemos en el
intelectualismo. Si únicamente gritamos el anuncio de la Buena
Nueva, nos volvemos monótonos y reiterativos. Se nos exige
un esfuerzo de imaginación para que nuestras homilías, sin
perder su esencial condición de predicación litúrgica, no
pierdan absolutamente nada de su fuerza evangelizadora y
catequética.
El último nivel es el que, a mi entender, presenta un panorama
más Pobre. En general, no hemos hallado el modo de hacer
participar a los fieles
en el comentario homilético, y nos es muy difícil encontrar el
puesto exacto que nos corresponde como responsables de la
distribución del pan de la Palabra sin ser por ello sus
acaparadores.
c) Quizás, en el fondo, el problema fundamental esté en que
esos responsables de la homilía no estamos suficientemente
integrados personalmente ni lo estamos a la comunidad. Si no
estamos integrados, difícilmente podemos realizar la función
homilética, que, como he dicho, es esencialmente integradora.
EL SACERDOTE PREDICADOR Y LA BIBLIA.
D. Bonhoeffer, en un curso de homilética, de los años 1935-
1939.
Traduzco libremente, resumiendo su pensamiento, del tomo 4,
de sus
"Gesammelte Schriften" Kaiser, München 1975, pp. 255-259.
J.A.
Un sacerdote se encuentra con la Biblia de tres formas: en el
púlpito, en la mesa de estudio y en el reclinatorio. A veces no lo
hace. También él, que es el predicador de la Biblia, a veces no
la usa bien, o no la usa. Un predicador sólo trata bien la Biblia
si se encuentra con ella de las tres maneres, no sólo de una o
de dos.
a) En el púlpito.
Es el lugar más característico para un ministro de la
comunidad. Es él el servidor, el transmisor de la Palabra
bíblica. Para que ella encuentre su camino a todos los
creyentes.
b) En la mesa de estudio.
El sacerdote debe estudiar esa Palabra que predica. Se trata
de conocer a fondo la Verdad. Es el libro en el que la Iglesia ha
aprendido la Verdad desde hace veinte siglos. Es el libro que
ha consolado y conducido a Dios a millones de hombres. El
sacerdote estudia la Biblia como representante de la
comunidad. Para que sepa predicarla siempre mejor. Para que
sepa orar con ella siempre mejor.
El leer la Palabra precipitadamente, con superficialidad, es
indigno de un ministro ordenado.
Debe conocerla a fondo. Y así predicarla a los demás. No está
la cosa en contar cosas sensacionales. Ni lo que se le ocurre a
él. La palabra decisiva es siempre la de Dios.
El estudio de la Escritura pertenece a un sacerdote como tarea
diaria.
c) En el reclinatorio.
El reclinatorio ha desparecido de nuestras casas como mueble.
Pero no debería desaparecer la Biblia de la oración del
sacerdote. El mismo debe estar impregnado de la Palabra de
Dios: debe orar esa Palabra, tomar tiempo para meditarla.
"Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la
Palabra"...
El ministro debe orar más que los otros miembros de la
comunidad. Debe fundamentar su propia fe en Dios y en su
palabra. Esto es lo único que le ayudará a tener tierra firme
bajo sus pies.
El sacerdote debe meditar cada día la Escritura. Para que nada
ni nadie le arrebaten su fe del corazón. Antes de encontrarse
con los hombres, debe encontrarse con Cristo. Antes de tomar
sus propias decisiones, debe ponerse a la luz de las decisiones
de Dios.
No se trata de buscar novedades en la Biblia. Sino
sencillamente de que la escuche, de que la guarde y medite en
su corazón, como María (Lc 2,19). No pretenderá que sucedan
cosas extraordinarias. Sólo hace falta que ore, que medite, que
haga suya la Palabra, se deje ganar por ella.
Así es como puede darse la auténtica predicación. La
preparación de una homilía empieza en la oración y la
meditación propia del predicador. Porque la homilía no es un
lucimiento personal, ni una conferencia de temas que sabe.
Sino servicio a la Palabra de Dios, que es la que tiene que
llegar a los demás.
Esa preparación sigue en el estudio del texto: ¿qué dice este
pasaje? ¿qué me dice Dios? ¿qué nos dice en nuestras
circunstancias actuales? Sólo así puede disponerse el
sacerdote a ser el servidor y testigo de esa Palabra para con
los demás. Servidor f ¡el y obediente.
23. LA ACTITUD ESPIRITUAL DEL PREDICADOR.
JOSE ALDAZABAL
Hace tiempo leí un artículo de un laico que se titulaba más o
menos: "¿Desde dónde nos hablas?". Era una interpelación al
sacerdote predicador. Y no se refería precisamente a si les
dirigía la palabra desde el púlpito o desde la sede, sino a la
actitud personal que adoptaba al hablarles: ¿nos hablas desde
la Palabra de Dios o desde la tuya? ¿a quién pretendes ser fiel,
a Dios o a ti mismo? ¿qué buscas, agradar, decir lo que nos
gusta, o al revés, contradecir y acusar?
Creo que es importante el talante espiritual del predicador. Es
una postura hecha de simpatía o antipatía, de
intercomunicación misteriosa, o de matices muy sutiles que
capta la asamblea oyente con más claridad que el mismo
sacerdote que predica.
Podríamos ensayar un retrato de la actitud espiritual del
sacerdote cuando se pone a predicar en medio de una
comunidad creyente.
1. El sacerdote predica desde dentro de la
comunidad. No desde fuera. Ni desde arriba.
Es un creyente. Forma parte de la asamblea que celebra. Es
un hermano, que ha recibido el ministerio de ayudar a los
demás a entender y acoger la Palabra proclamada.
Predicar "desde dentro" significa amar a la asamblea. A toda la
asamblea: no sólo al grupo de los más adictos o afines en
ideología. Significa conocer a los presentes: sintonizar con sus
problemas y necesidades. Sentirse unido a ellos. No hablarles
con ironía o desde lejos.
La homilía se tiene que distinguir por su tono familiar. No es
una conferencia, ni una clase magisterial. No es tampoco un
discurso de propaganda ni una predicación a paganos que no
creen. Es una exhortación de hermano a hermanos, sobre la
Palabra que todos han escuchado.
2. Predica no como doctor y profesor, sino como oyente de
la misma Palabra.
El sacerdote es el primero que se hace discípulo de Dios y
escucha con atención lo que la Palabra ha dicho. Como decía
S. Agustín, "in schola Christi omnes condiscipuli sumus".
Aunque es un ministro ordenado en la comunidad, no por eso
lo sabe todo, ni ha terminado de aprender, ni tiene revelaciones
privadas.
Su actitud, antes de predicar, no debe ser ¿qué les digo hoy?,
sino más bien: ¿qué nos dice la Palabra hoy?
Debe aparecer claramente, en el tono de la predicación, que el
que realiza la homilía no es dueño de la Palabra. ni dueño de la
asamblea. Aunque en este momento tenga el micrófono en la
mano. Sino servidor tanto de la Palabra como de la asamblea.
Que él es el primero que escucha a la Palabra y escucha
también a la comunidad.
Su tono no debe ser dominador ("yo, ministro del Dios
altísimo..."), sino el de uno que, como los apóstoles, ha
entendido que su misión en la Iglesia es la de "servidor de la
Palabra" (Ac 6).
3. Su actitud no es la de un vidente, sino la de un testigo.
No es un visionario al que ha sido dado escudriñar los
misterios de la Biblia. Ni un exegeta consumado que ha
estudiado en su lengua original las fuentes y ahora se luce ante
los demás.
Es un ministro que ha estudiado —eso sí— la Palabra. Pero
fundamentalmente es un cristiano que da testimonio, no tanto
de lo que sabe, sino que se ha dejado interpelar también
personalmente por la Palabra. No emplea tanto el "ustedes"
sino el "nosotros" a la hora de dejarse iluminar, juzgar o animar
por esa Palabra. Que conoce la vida y las grandes
orientaciones de nuestra historia, y por eso exhorta a los
demás, por encargo de la Iglesia, a que acojan en sus vidas el
mensaje que Dios nos ha comunicado a todos.
Ojalá sea él el primero en mirarse al espejo de esa Palabra y
no merezca nunca el reproche que Cristo dirigió a los fariseos:
"haced lo que os dicen, pero no hagáis lo que hacen".
4. El sacerdote predica con alegría.
Es verdad que el ministerio de la homilía a veces le parecerá
difícil. Porque requiere preparación constante. Porque a veces
no se ve el fruto inmediato. Porque otras supone un
compromiso evidente.
Pero el sacerdote debe superar la tentación del desánimo o del
miedo. Y predicar con simpatía, con alegría interior, con la
convicción de que es un servicio que vale la pena. Él está
encargado de ayudar a que todos entiendan y gusten la Buena
Noticia para que suceda ese encuentro salvador entre la
Palabra de Dios, viva y comunicadora, y la fe de cada uno de
los presentes.
Todos los profetas han tenido miedo ante su misión, ya desde
Moisés o Jeremías. Pero, como Pablo, el sacerdote debe ser
fiel a su ministerio: "ay de mí, si no evangelizare". Y a la vez,
hacerlo con ilusión: "qué hermosos son, sobre los montes, los
pies del heraldo que anuncia la paz y trae la buena noticia"
(Isaías 52).
Predicar con alegría significa: no reñir, no tomar la palabra
siempre para acusar o exigir. Cuando la Palabra juzga o
condena, el sacerdote debe transmitir esta condena,
incluyéndose siempre entre los afectados por ella. Pero a lo
largo del año es mucho más abundante la carga de consuelo y
de noticia salvadora la que la Palabra nos comunica. Y el
sacerdote se goza de ser el instrumento de la misma. Y se le
debe notar que él es el primer convencido de la Buena Noticia.
5. Finalmente, el sacerdote predica habiéndose
preparado seriamente.
No improvisa. Precisamente por el respeto que tiene a la
Palabra y a la asamblea que escucha.
No quiere caer en la rutina, ni en vulgaridades, ni en
consideraciones superficiales que se le ocurren año tras año.
Es algo serio lo que está en juego: el que la comunidad
cristiana escuche, entienda y haga suya la Palabra salvadora
de Dios hoy y aquí. La homilía es un medio a veces decisivo
para que suceda ese encuentro, personal e íntimo entre los
cristianos y el Dios que habla.
No se trata de que quede bien él ("hay que ver qué bien
habla... cuánto sabe..."), sino de que la Palabra llegue en las
mejores condiciones a todos.
Se ha preparado remotamente en sus estudios. Pero no puede
fiarse de eso. Debe prepararse también próximamente.
Ante todo con la oración. Si durante la semana lee él por su
cuenta, en actitud de creyente, las lecturas, meditándolas y
haciéndolas suyas, seguramente estará luego en mejores
condiciones para ayudar a los demás.
Al profeta Ezequiel se le encomendó esto: "escucha lo que te
voy a decir... abre la boca y come lo que te voy a dar... come
ese rollo" (Ez 2).
También deberá recurrir normalmente a comentarios de otros
autores, que le ayudarán a él mismo a comprender mejor el
mensaje concreto de la lectura y las direcciones de su
aplicación a la vida.
Es una actitud de humildad y seriedad.
En el fondo está el Misterio de un Dios que habla y de una
comunidad que es invitada a la fe.
Y en medio, el sacerdote, que —sin falsa humildad ni orgullo—
toma en serio su papel de instrumento al servicio de la Palabra
y de la comunidad.