09 Rinesi - La Producción Del Conocimiento y El Desarrollo

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 17

La producción de conocimiento y el desarrollo.

Consecuencias del postulado de la Educación Superior como derecho.

Eduardo Rinesi1

Introducción

Una de las novedades más extraordinarias (y uno de los logros más irrenunciables)
que se expresaron en la Declaración Final de la Conferencia Regional de Educación Superior
(CRES) del año 2008 es sin duda el postulado –establecido en el inicio de esa declaración y
desde entonces muchas veces comentado, retomado y vuelto inspiración para el desarrollo
de políticas públicas, y aun para la reforma de las normativas existentes en varios de nuestros
países– de que la Educación Superior debe ser tenida por un bien público y social, un derecho
humano universal y una responsabilidad de los Estados. Me interesará, en este capítulo,
indagar el significado y las consecuencias que tiene ese postulado, específicamente la idea
de que la Universidad (que es la institución de esta zona de la “Educación Superior” de la
que aquí quiero ocuparme) es un derecho humano universal, en relación con el problema de
una de las funciones fundamentales que tiene esta institución, la Universidad, desde el inicio
mismo de su jornada en la cultura de los países de lo que llamamos habitualmente
“Occidente”, hace cerca de mil años, que es la función de investigar, de producir
conocimiento, y, más concretamente aún, con el importante asunto de la relación entre esta
actividad de producción de conocimiento en nuestras universidades y el problema
fundamental del desarrollo, especialmente en países en los que, como es el caso en los de
América Latina, este último es todavía un desafío pendiente.

Marco teórico y metodológico

1
Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina.
El postulado de que la Universidad es un derecho humano universal señala un punto
de ruptura fundamental en la tradición de una institución, la Universidad, que a lo largo de
su casi milenaria historia nunca antes (no exactamente nunca antes de la declaración de la
CRES de 2008: nunca antes del conjunto de transformaciones que hicieron posible y
volvieron verosímil esa declaración) había encontrado ningún estímulo para pensarse a sí
misma como otra cosa que como aquello que siempre había sido: una máquina de fabricar
élites. Élites clericales, élites abogadiles, élites burocráticas, élites profesionales. Ni siquiera
los grandes movimientos de renovación de las cosas en nuestras universidades ocurridos a lo
largo del siglo XX (la Reforma cordobesa de 1918 y el mayo francés de 1968), con todo lo
democratizadores que sin duda fueron de la vida universitaria y de las representaciones sobre
la Universidad, tuvieron la ocurrencia, que habría resultado por completo disparatada, de que
la Universidad pudiera pensarse y ser pensada como un derecho humano universal. Esa idea
pudo concebirse recién varias décadas después de todo eso, en un lugar preciso del planeta:
América Latina, y en el doble contexto de, por un lado, un conjunto de transformaciones
conceptuales que habían puesto la preocupación por los derechos en general, y por los
derechos humanos en particular, en el centro de las agendas públicas, y, por otro lado, un
conjunto de decisiones políticas que permitieron la expansión de los sistemas educativos de
nuestros países y facilitaron el acceso de los jóvenes de vastos sectores sociales a los niveles
superiores de esos sistemas.
En ese contexto, es comprensible que cuando se formula el principio de que la
Universidad es un derecho humano universal ese postulado tienda a interpretarse en el sentido
de que ese derecho es el de los ciudadanos (especialmente el de los jóvenes) a estudiar en
ella. A ingresar en ella, para empezar (por eso una reciente reforma de la legislación
argentina sobre el asunto ha indicado que la idea de que la universidad es un derecho implica
que las instituciones universitarias públicas no pueden ni establecer restricciones al ingreso
ni cobrar aranceles por sus cursos de grado, y no deja de ser penoso que exactamente por
estos dos motivos esa reforma haya sido impugnada judicialmente por las autoridades de más
de una institución del sistema universitario público nacional), pero también a permanecer en
ella, a avanzar en ella, a aprender en ella. Y a hacer todo eso, además, en los más altos
estándares de calidad, sea como sea que esa bendita “calidad” se mida, lo cual por cierto es
un problema nada fácil de resolver. Pero la cuestión, aquí, para lo que aquí interesa, no es
práctica, sino conceptual: si entendemos a la Universidad como un derecho, no podemos
aceptar el postulado o la idea de una contraposición casi de principio entre la calidad y la
cantidad, entre la excelencia y la masividad. Si entendemos que la Universidad es un derecho
(un derecho universal: los derechos son universales o no son), es necesario entender que
ninguna universidad es buena si no es buena para todos, pero también, y con la misma fuerza,
que ninguna universidad es para todos si no es, para todos, buena. Es sólo un prejuicio
reaccionario, perezoso y torpe (pero sostenido sobre una historia de mil años, y que por lo
tanto no es fácil sacudirnos de un solo movimiento) el que puede llevarnos a pensar que los
más no pueden hacer, en el mismo nivel de calidad, lo mismo que los menos.
Este tipo de discusiones, que aquí no podemos hacer más que apuntar en sus trazos
más gruesos y generales, es el que ha promovido el postulado de la CRES 2008 de que la
Educación Superior debe ser pensada como un derecho humano universal, y no hay duda de
que eso es una gran noticia, toda vez que seguramente el desarrollo de estas discusiones, que
están llenas de consecuencias normativas, institucionales, organizacionales y pedagógicas
sobre las que todavía tenemos mucho que pensar, pueda poner a nuestras instituciones
universitarias, y a nuestros sistemas universitarios, en mejores condiciones de atender
algunos de los desafíos que hoy se les presentan. Dicho esto, sin embargo, me parece
necesario observar que este modo de entenderse el postulado de que la Universidad debe ser
considerada un derecho humano universal que aquí hemos presentado supone una doble
reducción del asunto, una doble simplificación del problema, que es bastante más complejo
y bastante más interesante. En efecto, pensar que el derecho humano a la Universidad es el
derecho de los jóvenes, o más en general de los ciudadanos, a estudiar en ella es, por un lado,
pensar la Universidad en una sola de sus por lo menos tres funciones, cierto que en una que
es sin duda fundamental: la de formación, y no en sus otras dos funciones de investigación y
de (para seguir utilizando la vieja terminología de la Reforma, y dejar para más adelante la
interesante discusión sobre los múltiples motivos por los que esta vieja terminología ha
merecido últimamente todo tipo de impugnaciones) “extensión”, y es también, por otro lado,
pensar el derecho a ella, el derecho a la Universidad, en una sola de sus dos dimensiones:
como derecho individual de los ciudadanos, y no como derecho colectivo del pueblo.
Y el derecho a la Universidad, en realidad, forma parte del conjunto de derechos que,
de un tiempo a esta parte, podemos pensar, en nuestros países, como siendo (como teniendo
que pensarse como), al mismo tiempo, derechos individuales y derechos colectivos. Derechos
de los ciudadanos y derechos del pueblo. Esto no está dicho, no está escrito, en la Declaración
Final de la CRES 2008: ahí leemos que la Educación Superior (e insisto en que del vasto
universo institucional que involucra esta expresión yo estoy haciendo eje aquí en la específica
cuestión de la Universidad) es un “derecho humano universal”. Pero lo que yo querría sugerir
es que es sólo el prejuicio “individualista” con el que casi naturalmente tendemos a pensar
nuestro vivir común (el supuesto básico subyacente a nuestras representaciones sobre la vida
social que nos hace imaginar que la sociedad es la suma aritmética de los individuos que la
componen) el que nos lleva a traducir la idea de derecho humano universal como derecho de
la totalidad de los individuos, de los ciudadanos, que integran una comunidad, y a privarnos
de examinar las interesantes consecuencias que tiene la posibilidad de pensar a un sujeto no
individual, a un sujeto colectivo: a esa misma comunidad, al pueblo, como titular de esos
derechos, como sujeto de esos derechos. No sólo de este derecho que aquí estamos
estudiando, por supuesto: muy verosímilmente puede argumentarse, y se lo ha hecho, que
otros derechos sancionados también por las legislaciones de nuestros países son derechos no
sólo individuales sino colectivos, no sólo de los ciudadanos sino también del pueblo. Así, por
ejemplo, el derecho a la comunicación no puede ser pensado solamente como el derecho de
los individuos a comunicar a otros lo que deseen, sino que debe ser pensado también como
el derecho del pueblo a recibir información diversa, plural y de alta calidad.
Si estuviéramos dispuestos a pensar de esta manera, si estuviéramos dispuestos a
interpretar la idea de que la Universidad es un derecho humano universal en el sentido de que
la Universidad es un derecho no solamente de los ciudadanos, sino también del pueblo,
deberíamos preguntarnos a continuación qué es lo que semejante cosa significa. En efecto,
¿qué quiere decir que la Universidad es (como estoy postulando que tenemos que pensar que
es) un derecho del pueblo? Permítaseme decir lo más evidente, lo más obvio: Afirmar que la
Universidad es un derecho del pueblo es afirmar que el pueblo, que pagando sus impuestos
sostiene el funcionamiento de sus universidades, tiene que poder recibir de ellas los
profesionales (y los técnicos y los científicos y los docentes) que necesita. ¿Y que necesita
para qué? Pues para vivir dignamente, para realizarse. Para ver garantizados también otros
derechos que lo asisten (¿qué querría decir, por ejemplo, que el pueblo tiene un “derecho a
la salud”, si eso no quisiera decir también, entre otras cosas, que tiene un derecho a que las
universidades públicas de su país, que ese pueblo sostiene pagando sus impuestos, le provean
los profesionales de la salud: los médicos, los enfermeros, encargados de garantizarle la
realización efectiva y cierta de ese derecho, que de otro modo sería puramente declarativo y
nominal?), y también –agrego ahora, introduciendo un asunto tan polémico como
fundamental para el argumento que aquí quiero presentar– para ver garantizadas las
posibilidades para su desarrollo.
Asunto polémico, digo. Palabra polémica. Que ha sido impugnada desde diversas
perspectivas y en numerosas ocasiones. A veces, señalándose la candidez de su
evolucionismo optimista y eventualmente poco atento a determinaciones más duras de las
relaciones económicas mundiales que, en determinados momentos de la historia de la
sociología latinoamericana, pudieron pensarse bajo el nombre de la dependencia. O
subrayándose el reduccionismo economicista que muchas veces la apuesta “desarrollista”
suponía, y advirtiéndose de la importancia de otras dimensiones y variables de la vida de las
sociedades: la de la política, la cultura, la educación, las comunicaciones. O mostrándose su
complicidad con un tipo de perspectiva que ponía al Estado nacional en el centro –hoy
fuertemente disputado– de la escena de una planificación que se ha revelado mucho más
complicada que lo que pudo imaginarse alguna vez. O indicándose la ingenuidad de su
apuesta por una “burguesía nacional” que en la práctica terminaba resultando casi siempre
bastante desilusionante. O advirtiéndose sobre las consecuencias que el impulso al desarrollo,
sobre todo cuando se produce de los modos más desaprensivos hacia la naturaleza, puede
tener sobre las condiciones mismas de la vida en el planeta. De ahí que últimamente casi no
sea posible encontrar la palabra “desarrollo” sin el acompañamiento de una cantidad de
adjetivos que nos hemos habituado a verle adicionados: se habla de desarrollo local, o
regional, se habla de desarrollo humano, se habla de desarrollo sustentable. Se piensa al
desarrollo, en suma, con menos optimismo y con más cuidados que algunas décadas atrás.
Sin embargo, y aun a pesar de todas estas necesarias puntualizaciones, no parece
prudente dejar de hablar de desarrollo, que es una palabra que todavía contiene en sí una
promesa en la que vale la pena obstinarse, que es la promesa de un cambio posible de las
coordenadas de la vida colectiva respecto a los modos en los que la misma se organiza en el
presente. La promesa de un futuro que no sea la copia perfecta de las miserias del presente.
Incluso despojada de su finalismo, de su economicismo, de su nacionalismo, de su
estatalismo, la palabra “desarrollo” conserva la idea de que las sociedades pueden
transformarse y de que las condiciones de vida de sus habitantes pueden mejorar, y es en ese
sentido que, incluso sin desconocer ninguna de las muy fundadas críticas que se le han hecho
y que venimos de reseñar muy insuficientemente, vale la pena aferrarse a ella. En este sentido,
no quiero dejar de mencionar, además del importante trabajo reciente del politólogo argentino
Oscar Madoery (2016), el interesante paso que ha dado en un libro reciente el jurista –
también argentino– Eugenio R. Zaffaroni (2015), quien últimamente postuló la idea de que
hay un “derecho humano al desarrollo”, que el desarrollo es un derecho humano de los
pueblos, y que los Estados, que son los responsables de garantizar los derechos de sus
ciudadanos y de sus pueblos, deben promoverlo y defenderlo. Es en este sentido que me
parece que cobra fuerza la insinuación, que dejábamos hecha más arriba, de que decir que
los pueblos tienen un derecho a la Universidad quiere decir, entre otras cosas, que la
Universidad tiene la obligación de garantizarles a esos pueblos la formación de los
profesionales (y de los técnicos y de los científicos y de los profesores) necesarios para su
desarrollo.
Pero ahora que hemos llegado a este punto, ahora que hemos indicado que la
Universidad debe ser pensada como un derecho colectivo del pueblo, y que este derecho
colectivo del pueblo está asociado a ese otro derecho colectivo del pueblo que es (en el
interesante argumento de Zaffaroni que aquí estoy acompañando) el derecho al desarrollo,
podemos dar un paso más y preguntarnos otra cosa. Preguntarnos cómo tenemos que pensar
este derecho del pueblo a la Universidad, asociado a este derecho del pueblo al desarrollo,
cuando nos desplazamos desde la consideración de la Universidad en su función de
formación a la consideración de la Universidad en su función de investigación. Cuando no
pensamos ya la Universidad solamente como una productora de profesionales (y de técnicos
y de científicos y de profesores) sino también como una productora de conocimiento. Quiero
sugerir la idea de que, igual que decíamos más arriba que decir que el pueblo tiene un derecho
a la Universidad significaba decir, cuando pensábamos a la Universidad en su función
formativa, que tiene un derecho a que la Universidad forme los cuadros profesionales y
técnicos y científicos y docentes necesarios para su desarrollo, decir que el pueblo tiene un
derecho a la Universidad, cuando pensamos ahora a la Universidad en su función
investigativa, quiere decir que el pueblo tiene que poder usufructuar los beneficios del trabajo
científico que se lleva adelante en las universidades cuyo funcionamiento sostiene pagando
sus impuestos, y que es necesario, por lo tanto, generar las condiciones para que ese trabajo
científico repercuta después positivamente en las posibilidades de ese desarrollo al que
decimos que ese pueblo tiene derecho.

Discusión

Para ello son necesario, por supuesto, y en primer lugar, que el gobierno del Estado
desarrolle políticas activas tendientes a favorecer la investigación en las universidades, a
proveer a esas universidades de recursos para sostener su actividad investigativa y a orientar
esa actividad en relación con los temas estratégicos para el desarrollo nacional. Esto es
fundamental, decisivo. Y debe ser subrayado con especial fuerza en un contexto, como el que
conocemos hoy en toda nuestra región, de fuerte retroceso de las políticas tendientes al
fomento de la actividad científica y tecnológica que habíamos conocido en muchos de
nuestros países a lo largo del ciclo político que cubrió los tres primeros lustros de este siglo,
y de fuerte reducción de los presupuestos públicos asignados a esta función en nuestras
universidades. Ahora bien, junto con esta primera cuestión, decisiva, me gustaría sugerir aquí
que son necesarias por lo menos otras dos cosas más. La primera es que puedan generarse,
en el espacio público de las grandes discusiones colectivas, mecanismos democráticos para
determinar cuáles son esos temas estratégicos para el desarrollo nacional: esa determinación
no puede ser una cuestión de expertos, entre otras cosas porque no es un problema de
experticia, sino de definiciones políticas, hacia dónde, en qué dirección, con qué
orientaciones se quiere desarrollar un país, y por lo tanto qué cosas deben investigarse en la
Universidad para hacer posible ese designio. La otra es que en el seno de las propias
universidades públicas se desplieguen mecanismos de discusión y de re-flexión (re-flexión,
es decir: flexión del propio pensamiento hacia su propio punto de partida, hacia sus propias
condiciones –entre otras cosas, institucionales, burocráticas, administrativas, reglamentarias,
simbólicas– de producción) que les permitan revisar sus propias prácticas y representaciones,
a fin de poner a las unas y a las otras a la altura de la responsabilidad de pensar su tarea
investigativa al servicio del desarrollo de nuestras sociedades. Me gustaría insistir en que la
Universidad es una institución que hace mil años viene funcionando lejos del supuesto de
que constituye un derecho del pueblo o de que tiene la responsabilidad de garantizarle al
pueblo el ejercicio efectivo y cierto de algún derecho: es necesario generar los mecanismos
para que se re-piense a sí misma en esta perspectiva, nueva para ella y para todos, también
en el campo de la investigación.
El primero de los dos asuntos que acabo de dejar planteado nos conduce a un clásico
problema de la teoría política en general, y de la teoría de la democracia en particular, que es
el problema del tipo de instituciones y de prácticas que es posible forjar en el interior de un
sistema político configurado (como lo están las que el filósofo político canadiense C. B.
Macpherson [2003] llamó en su momento las “democracias liberales” contemporáneas) por
una cierta articulación entre los principios y valores del liberalismo político, y a la cabeza de
todos ellos el principio (y el valor) de la representación, es decir, del tipo de relación entre
ciudadanos y magistrados en virtud del cual los primeros no pueden deliberar ni gobernarse
sino a través de los otros, de sus representantes, en los que ellos han delegado tal derecho, y
de la democracia, y a la cabeza de ellos el principio y el valor fundamental de la participación
popular, de la intervención de los ciudadanos en las discusiones sobre los asuntos que les
conciernen y en la toma de decisiones en relación con ellos. Por eso la también canadiense
Carole Pateman [1985], que es una fuerte crítica del liberalismo representacionalista y una
firme defensora de los principios de la democracia participativa, suele escribir, cada vez que
usa la expresión “participación popular” en relación con esta discusión, que esa participación
popular debe ser, para serlo de manera genuina y plena, “deliberativa y activa”. Deliberativa:
porque se trata de participar en las discusiones sobre los problemas de la comunidad y sobre
sus posibles soluciones. Y activa: porque el resultado de esas discusiones entre los
ciudadanos tienen que convertirse en políticas efectivas de los gobiernos de sus
representantes.
Pues bien: lo primero que querría sugerir, entonces, es que es necesario alentar
mecanismos altamente democráticos para que la ciudadanía en su conjunto pueda decidir las
grandes direcciones hacia las que los gobiernos deberían orientar el proceso de desarrollo de
nuestras naciones. Es necesaria una gran conversación colectiva sobre esta cuestión, y es
necesario que los gobiernos recojan los resultados de esta conversación y los pongan en la
base de sus propias definiciones. Nuestras universidades (nuestros sistemas de ciencia y
técnica, más en general: pero lo que aquí nos interesa de ellos son especialmente nuestras
universidades) deben encontrar su lugar en esta gran conversación democrática. Pienso acá
en el argumento desarrollado en su momento por Jürgen Habermas en su Ciencia y técnica
como ideología (Habermas, 1986), en que el filósofo alemán, inspirado en los desarrollos de
su maestro Herbert Marcuse, alentaba una forma activa de comunicación y de intercambios
–digamos– “triangulares” entre unas burocracias estatales abiertas a los aportes de la
comunidad científica y de la ciudadanía, una comunidad científica que no debía encerrarse
en lo que Habermas llamaba una “autocomprensión cientificista”, sino esmerarse en una
actitud reflexiva hacia adentro y dialógica hacia afuera, y una ciudadanía capaz de
institucionalizar formas democráticas de discusión pública y de producir una “opinión
pública” activa e informada, alimentada por un lado por los desarrollos de la investigación
científica universitaria y dispuesta por el otro a orientar y controlar a los poderes públicos.
La Universidad puede y debe contribuir al ejercicio efectivo del derecho del pueblo al
desarrollo participando sin cerrazones y con espíritu crítico de esta necesaria conversación
con la opinión pública y con los poderes gubernamentales.
Para eso –y esto es lo segundo que querría proponer– es necesario que la Universidad
aprenda o re-aprenda a hablar un lenguaje que no siempre logra hablar con eficacia, que es
el lenguaje de las grandes conversaciones colectivas, en lugar de obstinarse en el uso
exclusivo de las formas más irreflexivas y convencionales del lenguaje de los papers y los
artículos referateados y los abstracts y las kew words y en la suposición de que es casi un
timbre de distinción el olvido de cualquier forma de uso del lenguaje menos aséptica y
deserotizada que esa, o incluso el olvido de la saludable costumbre de hablar o de escribir,
cada tanto, en la lengua que habla cotidianamente el pueblo que pagando sus impuestos
sostiene la tarea de sus investigadores. No hacen bien nuestras universidades, en efecto, en
aceptar que esa es la forma superior o incluso la forma específica del lenguaje que deben
saber articular, lo cual no quiere decir, por supuesto (y por favor entiéndase), que deban ellas
privarse de hablar también ese lenguaje desabrido y ñoño, cuyo uso parece necesario manejar
para intervenir en ciertos tipos de intercambios entre pares cuya importancia no es el
propósito de estas notas relativizar. Pero parece necesario subrayarlo: es mucho más difícil,
mucho más meritorio y mucho más exigente que eso lograr estar a la altura de las exigencias
estilísticas, retóricas, morales y políticas de esa otra forma del lenguaje que es el que nos
permite intervenir lúcidamente en las grandes conversaciones colectivas, en las que no es
posible que los universitarios nos excusemos de participar so pretexto de lo ocupado que nos
tiene la improbablemente gloriosa tarea de preparar nuestro próximo paper para publicar
(porque así nos lo exige, acaso, la entidad que financia nuestras investigaciones, o nuestra
propia necesidad de engrosar nuestro curriculum vitae) en alguna revista referateada… ¡en
inglés!
Lo que nos conduce a la otra cuestión que había dejado planteada un poco más arriba.
Resumo y retomo, entonces. Decíamos, primero, que era necesario que los gobiernos de
nuestros Estados desplegaran políticas públicas activas para el desarrollo de la función de
investigación científica, tecnológica, humanística y artística en nuestras universidades.
Segundo, que era necesario que nuestras sociedades generaran mecanismos para hacer
posibles grandes conversaciones colectivas sobre la orientación de los procesos de desarrollo
y sobre los temas cuya investigación es necesario alentar y promover. Y tercero, que las
Universidades debían revisar críticamente sus propios modos de intervenir en esas
discusiones y su propio modo de trabajar, de producir conocimiento y de ponerlo en diálogo
con los actores a los que ese pensamiento está orientado. En ese sentido, este ejercicio de
reflexión crítica sobre los lenguajes que hablamos y con los que escribimos en la Universidad
debe formar parte de un más vasto ejercicio de revisión del conjunto de fetiches y de
fetichismos que organizan, con frecuencia sin que nos demos mucha cuenta, nuestros modos
de habitar y de pensar (en) nuestras universidades. Como los que nos llevan a naturalizar
formas de organización de las actividades, los discursos y las personas altamente
jerarquizantes, o a convalidar esquemas de medición de las más variadas cosas (de la
“calidad” de los procesos educativos, de los merecimientos académicos de los investigadores
y de los docentes) enteramente ideológicos, o a emprender carreras muchas veces muy
insensatas en pos de objetivos que no nos hemos detenido la suficiente cantidad de tiempo a
examinar con más prudencia, o a abrazar maneras sumamente ingenuas de pensar nuestra
propia actividad, nuestros logros o nuestros desafíos?
Y lo mismo podríamos decir de muchas otras cosas, por supuesto. Apunto, solo como
ejemplo, nuestra tendencia a suponer que es intrínsecamente bueno para un país contar con
una gran cantidad de masters, doctores y pos-doctores, y por lo tanto a imaginar que es
conveniente alentar –a veces a muy altos costos– la producción en altas cantidades de sujetos
capaces de exhibir semejantes acreditaciones, en cuya relevancia parecemos dispuestos a
creer a pie juntillas más allá de cualquier consideración. O a creer, como a veces llegamos a
creer, de buena fe (estamos discutiendo el modo en que somos presas de los fetiches y de la
ideología, no suponiendo que no tenemos buena fe), que es más difícil y más meritorio, y que
debería estar mejor remunerada, la tarea de dar clases a media docena de colegas en un curso
de pos-doctorado sobre el último rulo de nuestra propia investigación (lo cual, digámoslo, es
más bien fácil, además de grato), que la de dar clases a un centenar de jóvenes de 18 años,
en cursos donde tenemos muchos más (y no muchos menos) problemas, que presentan
muchas más (y no muchas menos) dificultades, y en los que para dar una buena clase es
necesario saber mucho más (y no mucho menos) que lo que es necesario saber para dar
buenas clases en aquellos otros. O a imaginar, porque un conjunto de determinaciones
institucionales sobre las que no nos detenemos a pensar lo suficiente nos hace imaginar, que
la tarea de investigación que desarrollamos en nuestras universidades es la parte “buena”,
“noble” o “alta” de nuestro trabajo en esas instituciones, mientras que la tarea de docencia
que llevamos adelante en ellas es la parte “mala”, “in-noble” o “baja”, cuando no incluso una
“carga” (como escuchamos decir con demasiada frecuencia en las salas de profesores de
nuestras instituciones de educación superior) que se cumple casi a regañadientes cuando no
se puede delegar en algún colega más joven al cual –como solemos decir y decirnos–“le gusta
enseñar”.
Revisar estos fetiches, estas maneras altamente ideológicas de pensar las cosas, es
una obligación que tenemos como universitarios y como defensores del importante valor,
legado por la Reforma de 1918, de la autonomía universitaria. Déjeseme decir una palabra
sobre cada una de estas dos ideas. Primero, sobre la idea de que corresponde a la universidad,
de que corresponde a lo que la universidad tiene de más propio y específico, el ejercicio de
flexionar el conocimiento sobre sí mismo para interrogar sus propias condiciones de conocer,
de volver el pensamiento sobre su propio punto de partida para indagar sus propias
condiciones de pensar. Condiciones epistemológicas, desde luego, categoriales, teóricas,
pero también burocráticas e institucionales. Como escribió hace tiempo, a fines del siglo
XVIII, Immanuel Kant (2004), una universidad sólo puede conjurar el riesgo del dogmatismo
y de su potencial complicidad con las peores tiranías si reserva un espacio de su propia trama
institucional y cognitiva al cumplimiento de esta necesaria tarea de autoexamen. Es necesario
que sigamos siendo fieles a este mandato, inscripto en la mejor tradición republicana sobre
la Universidad. Es necesario que la Universidad se piense críticamente a sí misma, porque
ése es el único conjuro contra el peligro de que, en lugar de eso, sea pensada (como
advertimos hoy, en América Latina, que en muchas zonas empieza a ser pensada) por los
actores de la economía más concentrada o de la política menos democrática y más
conservadora.
Lo que nos lleva a la segunda idea. La de que es necesario estar a la altura del legado
del gran valor republicano, y específicamente reformista, de la autonomía. Que no es ni puede
ser apenas la autonomía negativa de nuestras universidades frente a los poderes del Estado,
aunque no se trate tampoco de desconocer que con mucha frecuencia, en toda nuestra región,
esos Estados han representado severas amenazas para la independencia y la libertad de las
universidades, sino que tiene que ser la capacidad de esas universidades para dictarse a sí
mismas (auto) sus propias normas (nomos), tanto de gobierno como de pensamiento. Para
pensar por sí mismas, pues, no sólo –si fuera el caso– contra los designios más conservadores
o más antidemocráticos de los gobiernos de nuestros Estados, sino también contra la vocación
de otros poderes, como los de las empresas y las corporaciones (externas y también internas,
desde luego, a su propia trama institucional), que suelen constituir fortísimos factores de
heteronomización de la vida y del pensamiento de (y en) nuestras instituciones. Es necesario
pues retomar este legado decisivo del valor de la autonomía, al mismo tiempo que someterlo
a él mismo al tipo de reflexión crítica y de autoexamen al que nos referíamos recién. En la
difícil circunstancia latinoamericana que vivimos, las universidades tienen que ser, más que
nunca, autónomas, re-flexivas, críticas de sí mismas, y de este modo, y sólo de este modo,
críticas también del mundo, de sus poderes y de sus injusticias.
Eso nos conducirá también a la necesaria ampliación y democratización de los
criterios de validación de lo que hacemos, lo que investigamos, lo que producimos en
nuestras universidades. En efecto, sobre todo cuando de lo que se trata es de pensar lo que en
estas páginas hemos tratado de pensar, que es la posibilidad de nuestras universidades de
contribuir con su actividad específica a los procesos de desarrollo de nuestras naciones y de
nuestros pueblos, es evidente que tenemos que poder pensar no sólo en la necesaria re-flexión
sobre (y mejoramiento de) los mecanismos académicos o “intra-universitarios” de
autorización, certificación o validación de lo que hacemos, sino en la ampliación de esos
mecanismos y criterios en otras direcciones y atendiendo a la mirada, también, de otros
actores, entre los que voy a mencionar apenas tres. Uno: el sistema productivo, que no puede
ni debe orientar en función del único criterio de la búsqueda de un aumento de la
productividad o de la ganancia empresarial lo que enseñamos ni lo que investigamos en
nuestras universidades, pero que sí tiene que estar en la mira de lo que las universidades
piensan y hacen en favor de una sociedad más equitativa y más justa, como cuando se
despliegan proyectos de investigación (a veces muy interesantes y valiosos) destinados a
mejorar las condiciones de trabajo o las formas de organización de empresas sociales o
cooperativas u orientadas a una función social relevante, o a generar formas de energía
alternativas a –y menos contaminantes que– las más convencionales, o a tantísimos otros
fines hacia los que las universidades, en ejercicio de su autonomía y de su competencia para
determinar qué (y a favor de quiénes) enseñar o investigar, puede elegir dirigir sus esfuerzos
institucionales y académicos.
Dos: el sistema de organizaciones de los territorios donde las universidades se
emplazan y desarrollan su tarea, y en un sentido más general el entero entramado institucional
de la “sociedad civil” de nuestros países, compuesto por organizaciones sociales, políticas,
culturales, deportivas, religiosas y de los más diversos tipos, que no pueden pensarse más
como conformando una especie de “afuera” de nuestras casas de estudio, como un afuera
eventualmente “destinatario” de algunos esfuerzos más o menos filantrópicos y
bienintencionados, pero en todo caso siempre accesorios, secundarios, de nuestras
instituciones de educación superior, sino que deben ser protagonistas principales (sobre todo,
insisto, en una perspectiva como la que aquí estamos abordando: en una perspectiva
preocupada por los modos que tienen nuestras universidades de contribuir al desarrollo de
nuestros pueblos) de las conversaciones en las que se definan, entre otras muchas cosas, las
líneas de trabajo, de enseñanza y de investigación en las que debemos empeñarnos. Y tres
(termino, volviendo sobre un asunto que ya había dejado planteado más arriba): la opinión
pública, el espacio de las grandes conversaciones colectivas en las que nuestras universidades
tienen que intervenir llevando una voz autorizada por la investigación muy seria y
responsable que se despliega en sus aulas, en sus gabinetes y en sus laboratorios, en un
lenguaje que no puede ser (solamente, por lo menos) el de la comunicación académica intra-
universitaria y con un espíritu que debe estar orientado a mejorar la puntería de esas grandes
conversaciones democráticas a través de las cuales tenemos que aspirar a que se definen las
líneas de política y las orientaciones para el desarrollo de nuestras naciones.

Resultados

Algunas de las cosas que acabo de apuntar en los párrafos finales de la discusión
precedente nos conducen a un asunto que, a cien años de la Reforma Universitaria de 1918,
tiene sentido plantear, al menos como un resultado muy parcial, o como una de las muchas
consecuencias que se pueden derivar de estas consideraciones. Me refiero –lo había
anticipado de pasada– a la necesidad de revisar nuestros modos más convencionales y más
clásicos de pensar la fundamental función universitaria de la extensión, que me parece
evidente que tenía un sentido cuando nos representábamos la Universidad –incluso en las
perspectivas más progresistas y avanzadas, como las que se expresaron en aquellas jornadas
cordobesas de hace un siglo, o en el mayo francés de cincuenta años después– como un
relativo privilegio de una élite que ni en Córdoba ni en París tuvo las condiciones necesarias
para pensar muy seriamente en dejar de serlo, pero que tiene que tener un sentido diferente
en estos tiempos en los que, entre otras cosas gracias a la Declaración Final de Cartagena, a
la orientación discursiva que animó la tarea de buena parte de los gobiernos de nuestra región
durante los tres primeros lustros de este siglo y a muchas de las políticas públicas que se
llevaron adelante en esos años, empezamos a pensar la Universidad de otra manera. Tenemos
que pensar en la función universitaria de extensión en términos compatibles con la
representación de la Universidad como un bien público y social y como un derecho de los
ciudadanos y del pueblo. Aquí me gustaría sugerir apenas dos direcciones en las que me
parece que deberíamos orientar nuestra revisión de ese viejo y muy ponderable concepto de
“extensión”.
En primer lugar, me parece que pensar una idea de extensión universitaria a la altura
de estos tiempos y de la idea de que las universidades tienen algo que hacer y que decir en
relación con el desarrollo de nuestras sociedades y de nuestros pueblos exige pensar a las
instituciones, organizaciones y grupos a los que tradicionalmente se dirige la actividad
extensionista de nuestras universidades no ya como meros objetos de ayuda, colaboración o
apoyo (académico, técnico, profesional o lo que fuera), sino como sujetos activos de procesos
de producción de conocimiento en los que las universidades deben, junto con ellos,
involucrarse. Es necesario, en otras palabras, articular la función de extensión de nuestras
universidades con su tarea de investigación, y hacerlo de manera que esos actores sociales,
políticos, culturales, productivos, que están “allá afuera” de los muros de nuestras
instituciones se conviertan en protagonistas activos de los procesos de aprendizaje común
(de aprendizajes “en movimiento”, como los han llamado Rodrigo Ávila Huidobro, Liliana
Elsegood, Ignacio Garaño y Facundo Hargunteguy pensando precisamente en la necesaria
articulación entre universidad, territorio y transformación social [Ávila Huidobro y otros,
2015]) que sea posible llevar adelante a partir de esas articulaciones. En algunas partes, en
estos últimos años, se han empezado a desarrollar convocatorias tendientes a estimular las
presentaciones de proyectos de investigación-extensión que buscan acoplar la tarea de
producción de conocimiento con la de articulación con los actores sociales de los territorios:
parece necesario perseverar en ese camino.
En segundo lugar, parece necesario también ampliar nuestra mirada sobre la extensión
universitaria incorporando a nuestra reflexión sobre los modos de pensar esta articulación
entre la universidad y los actores sociales de los territorios la idea, exactamente opuesta (y
que le he oído presentar más de una vez, en discusiones públicas sobre este problema, a mi
amigo Diego Tatián, ex Decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad
Nacional de Córdoba, en la Argentina), de in-tensión universitaria. In-tensión, dice Tatián.
Con “s”. Es decir: introducción, incorporación, dentro de la trama institucional y cognitiva
de la Universidad, de las tensiones del mundo social, político y cultural externo a ella.
Dilución, pues, de las fronteras, apertura de las puertas de la Universidad no sólo en el sentido
más tradicional, “extensionista”, de una apertura de esas puertas “hacia afuera”, de manera
de dejarnos a nosotros, los universitarios, “salir” al mundo de las necesidades de los sectores
populares de nuestras sociedades con nuestras presuntas competencias y pericias, sino, justo
al revés, en el sentido de una apertura de esas puertas “hacia adentro”, de manera de permitir
a los actores de esa vida social ingresar a nuestras universidades a formar parte de su vida
interna, de sus discusiones e incluso, por qué no, de sus procesos de toma de decisiones. Es
necesario avanzar, como se lo está haciendo en algunas de nuestras universidades, en
procesos de consolidación y de refuerzo de las funciones de los “Consejos Sociales”
universitarios, cuerpos colegiados de deliberación y asistencia a los órganos de gobierno de
nuestras instituciones, cuya importancia, en una perspectiva de compromiso de las
universidades con los procesos de desarrollo integral de nuestros territorios, sería difícil
exagerar. Es necesario avanzar, asimismo, en la indagación de los mejores modos para que
los actores de la vida democrática de las sociedades donde nuestras universidades se levantan
y desarrollan su tarea puedan llevar al seno de esos órganos de gobierno su voz, y por qué no
su voto, como también se empieza a hacer en muchas de nuestras instituciones.

Conclusiones

La Educación Superior es un bien público y social, un derecho humano universal y


una responsabilidad de los estados. Así lo ha establecido la Declaración Final de la CRES de
hace una década, y así debemos seguir pensándola hoy, en un contexto en que por lo menos
la orientación discursiva y práctica de las políticas de la mayor parte de los gobiernos de los
países de nuestra región ha cambiado mucho respecto a la que enmarcaba aquella reunión de
Cartagena. Lo que aquí hemos tratado de pensar es qué consecuencias tiene este postulado
para pensar el problema, que no es nuevo, del compromiso que deben tener nuestras
universidades con los procesos de desarrollo. Sugerimos que el derecho a la Universidad no
es ni puede ser pensado solamente como un derecho de los ciudadanos, sino como un derecho
de los pueblos, y sugerimos que es posible pensar que a esos pueblos los asiste también un
“derecho al desarrollo”, y que, por esa vía, esa polémica palabra, “desarrollo”, podía ser
recuperada con interés y con provecho. Nuestras universidades tienen el compromiso de
favorecer, promover y ayudar a ver garantizado ese derecho colectivo de los pueblos a su
desarrollo revisando los modos en los que planifican y organizan sus tareas de investigación,
favoreciendo una mayor articulación con las necesidades y prioridades que surjan de los
grandes debates colectivos en el seno de una ciudadanía activa y crítica, reflexionando sobre
su propio lenguaje y sobre las formas en las que da a conocer los resultados de su actividad
investigativa y mejorando y democratizando su manera de pensar su articulación con las
organizaciones sociales de los territorios donde están emplazadas y donde desarrollan su
misión.
Referencias bibliográficas

Ávila Huidobro, Rodrigo y otros, Universidad, territorio y transformación social. Reflexiones en


torno a procesos de aprendizaje en movimiento, UNDAV, Avellaneda, 2014.
Habermas, Júrgen, Ciencia y técnica como “ideología”, Tecnos, Madrid, 1986.
Kant, Immanuel, El conflicto de las facultades, Losada, Buenos Aires, 2004.
Machperson, Crawford B., La democracia liberal y su época, Alianza, 2003.
Madoery, Oscar, Los desarrollos latinoamericanos y sus controversias, UNTF, Ushuaia, 2016.
Pateman, Carole, The problem of political obligation. A critique of liberal theory, University of
California Press, Los Ángeles, 1985.
Rinesi, Eduardo, Filosofía (y) política de la Universidad, UNGS-IEC/CONADU, Buenos Aires,
2015.
Zaffaroni, Eugenio Raúl, El derecho latinoamericano en la fase superior del colonialismo, Ediciones
Madres de Plaza de Mayo, Buenos Aires, 2015.

También podría gustarte