Frankenstein Educador

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Juan All- Profesorado de Psicología- “Pedagogía”- 2022

FRANKENSTEIN EDUCADOR

INTRODUCCIÓN:
HAY GINEBRINOS Y GINEBRINOS ...
o sobre la legitimidad de un enfoque mitológico en educación

: La ciudad de Ginebra se enorgullece, y hace bien, de ser «la Meca de la


pedagogía». No le faltan razones. Allí nació Jean ·Jacques Rousseau, en
1712, y allí residió varias veces en el curso de su agitada vida. Cierto que, tras
la publicación del Emilio y del Contrato social, ese ciudadano de la república
ginebrina tuvo problemas con la justicia de su país: el Consejo Menor de la
ciudad ordenó que ambos libros fuesen desgarrados y quemados delante de
la puerta del ayuntamiento por «temerarios, escandalosos, impíos, tendentes a
destruir la religión cristiana y todos los gobiernos». No se puede escribir

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impunemente que la conciencia es el único juez infalible del bien y del mal, ni
que las sociedades legítimas deben basarse en una adhesión previa, y sujeta
a renovación constante, de sus miembros a un pacto social. Ningún orden
establecido puede ser de muy buen ojo proposiciones como ésas; ningún
poder puede aprobar unas obras que parecen llamar tan abiertamente a la
desobediencia civil. Y Jean-Jacques tendrá que huir: Yverdon a Neuchatel, de
Inglaterra a Francia... sin encontrar los ginebrinos la comprensión que
esperaba por encima de todo. Pero aquello que Ginebra negó a Rousseau en
vida se lo ha prodigado después de muerto: el personaje incontrolable e
impetuoso desaparece y queda su obra, marginal y generosa, sediciosa y
sensible. Aunque la personalidad de Jean-Jacques inquietó a los gobernantes
ginebrinas, éstos aludirán a ella, indefectiblemente, coma encarnación de la
originalidad intelectual y política de la pequeña república. Ginebra quiere a
jean-Jacques porque aspira a ser, como él, emblema de libertad y de
tolerancia, de modestia activa al servicio de la paz entre los pueblos, de
desprecio a los honores y al formalismo, de confianza en el hombre y en las
virtudes de la educación.
Y así nos encontramos con que Ginebra conocerá, a comienzos del siglo
XX, una formidable efervescencia intelectual en torno a las cuestiones
pedagógicas. Adolphe Ferriere estará en el centro de un importantísimo
movimiento pedagógico a favor de la «escuela activa»; funda, ya en 1899, la
Oficina Internacional de nuevas escuelas, y luego la Liga Internacional para la
nueva educación, antes de participar activamente en la creación de la Oficina
Internacional de educación en 1925. Célestin Freinet y muchos otros
pedagogos reconocerán lo mucho que deben a esas iniciativas
ginebrinas. Édouard Claparede, por su parte, fundará en Ginebra, en 1912, un
instiituto de ciencias de la educación al que llamará, por cierto, Institut Jean-
Jacques Rousseau. Pierre Bovet impulsará la importante revista de referencia
L 'éducateur antes de convertirse en el primer presidente de la Oficina
Internacional de educación. Robert Dottrens, aparte de sus muchas
responsabilidades universitarias e institucionales, crea, en 1927, la École du
Mail, en la que se experimentarán formas de trabajo individualizado que
aspiran suscitar el deseo de aprender y, al mismo tiempo, permitir al niño

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desbordar sus intereses inmediatos y acceder a una cultura exigente. Ginebra


va manteniéndose en el proscenio del escenario pedagógico: :se
convierte en la segunda patria de militantes pedagógicos del mundo
entero; aloja una de las primeras instituciones dedicadas explícitamente a
trabajos sobre «ciencias de la educación»; asiste, entre sus muros, a la
experimentación pedagógica más audaz; acoge a los universitarios de más
renombre en la psicología y la reflexión educativas, el más célebre de los
cuales, evidentemente, el que otorgará definitivamente a la ciudad sus cartas
de nobleza en ese ámbito, es Jean Piaget.
La herencia de Jean-Jacques está, pues, garantizada, y, si bien el autor de
Emilio fue tratado injustamente, sus reivindicadores tienen ahora casa propia.
Hay, sin embargo, un «pedagogo» ginebrino que no saca gran provecho del
favor local: ningún colegio, ninguna institución llevan su nombre; ningún
monumento, ninguna placa honran su memoria; ningún centro de archivos le
está dedicado, y no puede decirse que se le cite demasiado en los trabajos
universitarios. Se trata, sin embargo, de un ginebrino de pura cepa, y
pertenecía, según él mismo, a «Una de las familias más ilustres de esa
república», de esa ciudad de la que valoraba «las instituciones republicanas
[...] que han dado como resultado unas costumbres más simples y más
apacibles que las de las grandes monarquías que la rodean> . Solía residir en
Plainpalais, allí por el Boulevard des Philosophes, muy cerca de las
instalaciones actuales de la universidad. Su familia tenía una casa de campo
en Belrive, junto al lago, y le gustaban, como a Jean-Jacques, los paseos en
bote al atardecer. También como Jean-Jacques, recorrió el mundo en una
búsqueda desesperada de una paz interior que no alcanzó. Trabajó en
Alemania, en Ingolstadt, donde estudió «filosofía natural» y realizó su primera
gran experiencia pedagógica. Volvió a Ginebra, escaló el Saleve, y partió en
expedición a Chamonix, donde pernoctó en la modesta cabaña del
Montenvens, junto a la Mer de Glace. Llevó luego a cabo largos viajes, hasta
Escocia e incluso hasta el Polo Norte. Lo que sabemos de su registro civil nos
permite suponer que hubiera podido toparse con Jean Jacques en las calles
de Ginebra . Incluso hubieran podido tener apasionadas discusiones
pedagógicas, él ardiente partidario de la «filosofía natural», confiado en las

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posibilidades de la técnica y en el dominio de la evolución humana gracias a


los progresos de las ciencias, y Jean-Jacques, convencido de que no hay
ningún progreso científico que no se deba a nuestros vicios y que no
aumente la desigualdad y la violencia entre los hombres.

Es posible, por lo demás, que Jean-Jacques encontrase, por fin, en las


experiencias pedagógicas de su compatriota, materia de reflexión y quizá,
incluso, una confirmación de sus tesis.
Para esto último, claro está, ese ginebrino hubiese tenido que existir de
veras, y a quien se haya fijado en el título de este libro no le habrá costado
descubrir que no es el caso. Se trata del doctor Víctor Frankenstein, nacido de
la imaginación de una joven inglesa de 19 años, hija de ilustres intelectuales
liberales británicos, mujer de un célebre poeta romántico, la cual se aburría
con ganas, cierto verano lluvioso, mientras pasaba las vacaciones en una
casa grande y triste junto al Lago Léman. Se aburría tanto que propuso a sus
amigos (entre ellos el distinguido Lord Byron) un concurso literario: se trataba
de escribir una «historia de fantasmas» al estilo de las «novelas góticas» que
entonces hacían tutor, llenas de gárgolas aterradoras de las que colgaban
cadáveres de niños despedazados, de castillos hechizados al claro de luna
que hacía brillar entre penumbras algún puñal ensangrentado, de vampiros
que se abatían golosamente sobre sus presas, de cadáveres, y de toda clase
de instrumentos de tortura. El proyecto de concurso no dio frutos numerosos:
sólo Mary Shelley escribió un texto, un texto muy diferente de las «novelas

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góticas», llamativamente sobrio y tan poderoso que su lectura deja, por largo
tiempo, una extraña sensación de malestar. Un texto cuya importancia literaria
desborda, con mucho, su calidad literaria; un texto que ha dado pie a tantas
variantes teatrales y cinematográficas que hoy son pocos, en el planeta,
aquéllos a quienes no dice nada el nombre de Frankenstein.
Pues bien, es partiendo de ese extraño personaje y de su historia que nos
proponemos reflexionar sobre la educación. El proyecto es curioso, ¡qué duda
cabe! ¿Por qué escoger esa vía si la filosofía, desde hace mucho, y las
ciencias de la educación, desde hace unos años, nos proponen darnos la
clave de la empresa educativa? Por gusto a la provocación, por supuesto; y
también porque el paralelismo con Rousseau era demasiado tentador. Pero,
más básicamente, porque apostamos a que el mito de Frankenstein puede
acercarnos mucho, cosa extraña, a la comprensión de la cosa educativa.
Porque no cabe duda que Frankenstein se ha convertido en un mito: «una
historia que recomienza infinitamente, en la que algunos actores (el monstruo,
el sabio maléfico, la dulce novia) y ciertas escenas (la muerte del niño) se han.
convertido en elementos obligados; una historia, por último, sin origen y sin
contexto [...] una. historia sin historia, en suma, libre de cualquier anclaje en
cualquier coyuntura histórica» (Lecercle, 1994, p. 7). Frankenstein es, en
realidad, el mito más significativo del que es, fuera de duda, el interrogante
fundamental del pedagogo que se replantea una y otra vez la pregunta
punzante del niño que se interroga sobre sus orígenes: «Pero, ¿cómo se
hacen los niños?» Y sé muy bien que he puesto: «se hacen», con todo el
peso, terriblemente ambiguo, del verbo «hacer». Frankenstein «hace» un
hombre, es decir, lo «fabrica». Y su acto le aterra tanto que cae en postración
y abandona a su suerte al ser innominado. Un ser que no es, ni mucho menos,
básicamente malo; un ser que se aproxima, en sus reacciones iniciales, a ese
«estado de naturaleza» que Rousseau describía; un ser que se educará un
poco al modo de Emilio... y que caerá en la violencia cuando al abandono de
su creador se sume la estupidez de los hombres.
Frankenstein es, pues, el hombre encarado a la llegada de <otro», de una
de esas criaturas que, dice Daniel Hameline, empezamos por «sostener>>
antes de tener que «cargar con ellas». «Cargar con ellas» sin saber muy bien

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qué ha hecho uno y qué puede hacerse con la criatura; deseando conseguir
que «pros páe» lo mejor posible, pero comprendiendo que ese prosperar
impondría, sin duda, restricciones contradictorias con su libertad; unas
restricciones que, por lo demás, solemos ser incapaces de imponerle. Hemos
«hecho» un niño y queremos «hacer de él un hombre libre».. ¡como si eso
fuese fácil! Porque, si se l'«hace», no será libre, o al menos no lo será de
veras; y, si es libre, escapará inevitablemente a la voluntad y a las veleidades
de fabricación de su educador.
Veamos: ¿por qué el acto del doctor Frankenstein habría de parecernos un
verdadero sacrilegio, si no fuese que afecta lo sagrado, es decir, aquello que,
en nuestro imaginario, constituye uno de esos interrogantes tan potentes que
no se puede intentar darles respuesta sin que se tambaleen nuestras
construcciones conceptuales ordinarias? «Fabricar» un hombre, si pensamos
en ello, es ya tremendo" como formulación. Pero «hacer un cuerpo con trozos
de carne», eso ya resulta insoportable. Vulnera la constitución misma de
nuestra humanidad originaria, vulnera aquello que hace que no tengamos
derecho a alienar nuestro propio cuerpo ni a desenterrar un cadáver en un
cementerio de Carpentras, de Toulon o de donde sea. «Fabricar un hombre»
es una tarea insensata, lo sabemos muy bien.
. Y, sin embargo, es también una tarea cotidiana, la de cada vez que nos
proponemos «construir un sujeto sumando conocimientos» o «hacer un
alumno apilando saberes». «Fabricar un hombre» es una cosa rara que nos
inquieta lo suficiente para que la novela de Mary Shelley tenga el éxito que
tiene. Es algo que nos toca tan de cerca, algo tan íntimo, que su evocación
nos estremece. Porque sabemos perfectamente que participamos en ese
proyecto que, sin embargo, nos da miedo ... Ahora bien: he ahí, precisamente,
el verdadero sello del mito, y del hecho de que se trata de un mito fundacional,
de un mito que tiene que ver con la vida y la muerte al mismo tiempo, de un
mito cuyas implicaciones son, para cada uno de nosotros, de primerísima
importancia. Es incluso, sin duda, uno de esos mitos «dinámicos» de los que
nos habla el epistemólogo y filósofo Abraham Moles, el cual nos explica que
fundamentan todos los proyectos científicos: «Ícaro es el mito de la aviación,
Prometeo el de la energía atómica que roba a las estrellas su secreto para

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dárselo a los hombres...» (Moles, 1971, p. 248). !caro y Prometeo también


juegan con la vida y la muerte; y nosotros, como ellos, jugarnos con un
progreso técnico del que ya no podemos huir pero que no sabemos adónde
nos arrastra ... Lo mismo que Frankenstein, el educador «que no sabe lo que
hace» consigue dar vida a un ser que se le parece lo bastante para que esté
logrado y que, por ese mismo parecido, y porque se le ha dado libertad,
escapa ineluctablemente al control de su «fabricante». Para lo mejor, pero,
sobre todo, para lo peor.
Y es eso lo que nos desvela el mito de Frankenstein: nos enfrenta a lo que
podríamos considerar el «núcleo duro» de la aventura educativa; a lo que está
en el corazón de una historia que cada uno de nosotros ha de rehacer por
cuenta propia, sin que la experiencia ajena nos sea, en último término, de gran
utilidad. Tiene que ver con una realidad que está más acá de todo lo que
configura, en un momento dado y en una sociedad dada, las condiciones
particulares del acto educativo: el entorno familiar y su estructura, el peso y las
funciones de una institución formativa como es la institución escolar, los
problemas de los métodos pedagógicos y las cuestiones ideológicas en torno
a las cuales se organiza el debate mediático sobre la educación.
No es que estudiar esas condiciones particulares del acto educativo no
tenga interés, ni mucho menos. Es especialmente importante comprender, por
ejemplo, cómo el acceso a los estudios de cientos de miles de jóvenes que
antes quedaban excluidos de ellos modifica en profundidad el oficio de
enseñante. Es: esencial analizar bien las evoluciones de la estructura familiar
y observar en qué medida tenemos ahí un dato básico que nos obliga a
pensar de otro modo el acceso a la palabra en nuestras sociedades. Es
decisivo informarse de las condiciones psicológicas que favorecen tal o cual
aprendizaje, con objeto de construir dispositivos didácticos adaptados ... Pero
aunque todo eso nos fuese ya conocido, aunque hubiéramos tomado la
medida de todas esas evoluciones y adquirido todos los conocimientos
psicológicos y sociológicos necesarios, seguiría habiendo «algo» que entra
siempre en juego cada vez que un adulto se encuentra en la coyuntura de
educar; «algo» que nos es desvelado, precisamente, por el mito por cuanto

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que «constituye el modelo mismo de la mediación de la Eterno en lo temporal»


(Durand, 1984, p .129).
Nos encontramos, pues, con que, sea cual sea mi nivel de información
científica, y sean cuales sean las formas precisas de las situaciones
educativas en que estoy inmerso y su aparente facilidad o su dificultad real,
sea cual sea el «oficio» de educador que me esté asignado, tanto si soy
enseñante corno si soy formador de adultos, animador sociocultural, tutor,
padre, vigilante, responsable de recién nacidos, de ancianos, de minusválidos
o de superdotados, siempre, con independencia de las circunstancias, he de
enfrentarme a la misma realidad irreductible : el cara a cara con «otro» a quien
debo transmitir lo que yo considero necesario para. su supervivencia o para su
desarrollo y que se resiste al poder que quiero ejercer sobre él (Meirieu, 1995);
el cara a cara con «alguien» que está, respecto a mí, en una relación
primordial de dependencia inevitable; alguien «que me lo debe todo» y de
quien quiero hacer «algo», pero cuya libertad escapa siempre a mi voluntad. Y
es que todos, en mayor o menor medida, queremos «hacer algo de alguien»
después de haber «hecho alguien de algo». Pero, lo mismo que el doctor
Frankenstein, no siempre entendemos demasiado cómo es que el «algo» y el
«alguien» no son exactamente lo mismo, e ignoramos muy a menudo que esa
confusión nos condena, pese a toda la buena voluntad que queramos
desplegar, al fracaso, al conflicto, al sufrimiento e incluso, a veces, a la
desgracia. .
. Por eso intentaremos comprender extraña historia del doctor Frankenstein y
su criatura. Por eso les seguiremos los pasos en busca de identificar, en esa
historia, qué es constitutivo de la empresa educativa. Por eso, también,
contemplaremos, en la historia de las ideas pedagógicas, qué nos proponen
los pedagogos para que el cara a cara no degenere en una pesadilla. ¿Es
posible abandonar toda veleidad de «hacer» al otro, y, si es que sí, no se cae
entonces en la impotencia o en el fatalismo? Dicho de otro modo: ¿se puede
ser educador sin ser un Frankenstein? Como se verá, esta pregunta no es
ingenua

FRANKESTEIN O EL MITO DE LA EDUCACIÓN COMO FABRICACIÓN

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Hay cosas evidentes que, curiosamente, se olvidan pronto. Para empezar,


que el hombre no está presente en su propio origen. Que nadie puede darse la
vida a sí mismo, aunque adquiera, o c1rea adquirir, progresivamente la
capacidad de dirigirla por su cuenta y de conservarla cuanto más tiempo
mejor. Nadie puede darse la vida a sí mismo, y nadie puede, tampoco, darse
su propia identidad. No elegimos cómo nos llamamos: eso, por una parte, lo
heredamos, y por otra parte nos es impuesto por los padres. Nuestra opinión
no cuenta. Y, aunque no nos adhiramos a las alegaciones fantasiosas de
quienes creen que nuestra vida queda determinada en gran medida por la
elección de un nombre de pila en la que no participamos, al menos hemos de
admitir que somos introducidos en el mundo por adultos que hacen, como se
dice, «las presentaciones»: «Aquí, mi hijo. Se llama Jaime, o Ahmed. Hijo mío,
aquí el mundo, y no sé en realidad cómo se llama: Francia o Europa, el Caribe
o el Islam, la televisión o los Derechos Humanos. Pero ese mundo existe;
formamos parte de él, más o menos, pero ahí está. Ya estaba ahí antes que
tú, con sus valores, su lenguaje, sus costumbres, sus ritos, sus alegrías y sus
sufrimientos, y también con sus contradicciones. Ese mundo, por supuesto, no
lo conozco del todo. Por supuesto, no todos sus aspectos me parecen bien.
Pero ahí está, y yo formo parte de él. Formo parte de él, y debo introducirte en
él. Debo, para empezar, enseñarte las normas de la casa, de la domus que te
acoge. Tendrás que someterte a ellas y eso, sin duda, será para ti una fuente
de preocupaciones y quizá incluso de algunos tormentos. Integrarse a la
domus siempre es un poco una domesticación, un asunto de horarios a
respetar y hábitos que adquirir, de códigos que aprender y de obligaciones a
las que hay que someterse. Es normal, al fin y al cabo, que aquél que llega
acepte algunas. renuncias para tomar parte de la vida de aquéllos que le
acogen. Ése es el precio a pagar para que te conviertas en miembro de la
comunidad.»
Y es que, según expone Daniel Hameline (1973, p. 3), «no se ha dado el
caso de que un ser humano haya alcanzado el estatus de adulto sin que
hayan intervenido en su vida otros seres humanos, éstos adultos». El pequeño
humano llega al mundo generosamente provisto de potencialidades mentales,

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pero esas potencialidades están muy poco estabilizadas. El hombre se


caracteriza, nos explican los antropólogos, por su fabulosa capacidad de
aprendizaje. Pero el reverso de la medalla es que el niño tendrá que aprender
todo lo necesario para vivir con sus semejantes. Al nacer, no sabe nada, o
sabe muy poco; ha de familiarizarse con multitud de signos, acceder a una
lengua llamada «materna», inscribirse en una colectividad determinada,
aprender a identificar y respetar los ritos, las costumbres y los valores que su
entorno primero le impone y después le propone.
En eso se diferencia el hombre del animal: nadie ha visto jamás una abeja
demócrata. Genéticamente, la abeja es monárquica: su sistema político va
inscrito en sus genes y no es libre de cuestionarlo. En cambio, ningún hombre
está en esa situación: todo hombre ha de elegir sus valores, tanto en el ámbito
moral corno en el social y el político. Todo hombre llega al mundo totalmente
despojado, y por eso todo hombre ha de ser educado. La riqueza de su
patrimonio genético se empareja con una extrema disponibilidad que es,
también, u na dependencia extrema: los casos de «niños salvajes», adoptados
por animales o que han crecido alejados de los hombres (Malson, 1979),
atestiguan la necesidad imperiosa de una gestión educativa que acompañe la
entrada del niño en el mundo. Ninguno de tales niños, a pesar, a veces, del
empeño pedagógico de educadores modélicos, ha podido enlazar con un
desarrollo normal ni integrarse en la colectividad humana. El doctor ltard,
interpretado y puesto en pantalla por François Truffaut en El niño salvaje, fue,
sin duda, un hombre notable, un educador obstinado cuyos métodos, todo sea
dicho, no fueron tan dulces como los vemos en la película, pero que, eso sí,
inventó instrumentos pedagógicos que los niños de hoy siguen utilizando en la
escuela materna. Con todo, no alcanzó el fin que se había propuesto: que
Victor, ese niño encontrado en los bosques del Aveyron, accediese al lenguaje
articulado y a una vida social normal. Cabe intentar, como lo han hecho
algunos autores (Lane, 1979), entender los fracasos de ltard y exponer que no
supo encontrar los métodos eficaces...
También cabe considerar que la dificultad de la tarea es tal que hace
peligrar la posibilidad misma de que un niño pueda integrarse tardíamente a la
sociedad humana, sin haber sido introducido en ella desde muy temprano y de

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modo progresivo. En relación a eso, Daniel Hameline (1973, p.3) atina en


señalar que una famosa ficción imaginada por Rudyard Kipling en su Libro de
la selva sitúa, alrededor de Mowgli, bajo la apariencia de un simbolismo
animal, un entorno de adultos que le abren un campo para la experiencia de la
vida, le inducen a ciertos riesgos y, al mismo tiempo, le protegen: adultos que,
en suma, aseguran su educación».
El niño necesita, pues, ser acogido; necesita que haya adultos que le
ayuden a estabilizar progresivamente las capacidades mentales que le
ayudarán a vivir en el mundo, a adaptarse a las dificultades con que se
encuentre y a construir él mismo, progresivamente, sus propios saberes.
Tenemos, así, que 1a actitud de los progenitores, desde los primeros días de
la vida, es determinante: la sonrisa con que la madre responde a la inquietud
del bebé permite a éste disponer de un punto de referencia estable en el
universo extraño que descubre; las palabras repetidas regularmente
despiertan su atención; los ritmos de la vida cotidiana le estructuran
progresivamente el tiempo y le permiten construir las primeras relaciones de
causa a efecto. Luego vienen experiencias más complejas: el reconocimiento
del propio cuerpo en el espejo, el descubrimiento, en juegos de escondite, de
que un objeto no desaparece enteramente cuando sale del campo visual, la
toma de conciencia , lenta y progresiva, jalonada y formalizada por
intervenciones adultas y organizada en un espacio en el que el tanteo pueda
realizarse con plena seguridad, de que no es necesario recomenzar siempre
las mismas experiencias porque la memoria de los actos permite ganar tiempo
y eficacia. Más adelante, cuando sean posibles los intercambios por medio_
del lenguaje elaborado, podrá n construirse, mediante el diálogo, verdaderos
hábitos intelectuales: la reformulación sistemática y benévola de las
expresiones equívocas favorecerá la construcción del pensamiento; la
discusión, con ocasión de menudos incidentes de Ja vida cotidiana, podrá
invitar al niño a reflexionar, prever y planificar.
De ese modo, como la pared que el albañil ha de apuntalar para que se
sostenga mientras no pasa de ser un conjunto de tierra y piedras mal
ensambladas, el niño ha de beneficiarse del apuntalamiento del adulto. No

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puede construirse a sí mismo mentalmente al margen de las reclamaciones de


su entorno: es ese entorno el que, en muy gran medida, lo construye.
Y es en este punto que, la mayor parte de las veces, se detiene el
psicólogo: afirma la importancia de las reclamaciones del entorno para la
construcción de la inteligencia del niño, y puede ayudarnos, con ello a crear
situaciones educativas más apropiadas. El sociólogo, por su parte, subraya las
determinaciones socioculturales de ese proceso: explica por qué no todos los
medios sociales son igual de operativos en ese ejercicio y cómo los más
favorecidos de esos medios consiguen transformar las diferencias en los
modos de estructurar la inteligencia en desigualdades que se inscriben en una
jerarquía social implacable.
Unos y otros, psicólogos y sociólogos, ponen, pues, el acento en la
importancia de la intervención educativa en la construcción de las sociedades
humanas.
Con todo, ¿no negligirán, quizá, a veces, el hecho de que esa intervención
tiene también una función decisiva de enlace entre las generaciones? Educar
no es sólo desarrollar u na inteligencia formal capaz de resolver problemas de
gestión de la vida cotidiana o de encararse a dificultades de orden
matemático. Educar es, también, desarrollar u na inteligencia histórica capaz
de discernir en qué herencias culturales se está inscrito.
«¿De quién soy hijo o hija?», se pregunta siempre el niño. (< ¿De quién soy
real mente hijo o hija?}) es, a veces, el interrogante del adolescente, en esos
instantes de extraño ensañamiento en que imagina haber sido abandonado de
pequeño en los peldaños de una iglesia. He ahí u n delirio inquietante para
aquél que no se dé cuenta de hasta qué punto la búsqueda identitaria es
también, y básicamente, una interrogación sobre los orígenes. Es porque sí lo
es que el niño y el adolescente no se preguntan tan sólo quiénes son sus
progenitores, sino también: «¿De qué soy hijo o hija? ¿De qué genealogía
familiar, de qué historia religiosa, cultural y social soy heredero?»
Porque también ahí el niño es «hecho». Así como no se ha creado a sí
mismo físicamente ex nihilo, así como no ha podido desarrollarse
psicológicamente sin un entorno educativo específico, tampoco puede
construirse como miembro de la colectividad humana sin saber de dónde

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viene, en qué historia ha aterrizado y qué sentido tiene esa historia. Todavía
más precisamente: sólo puede vivir, pensar o crear algo nuevo sí ha hecho
suya hasta cierto punto esa historia, sí ésta le ha proporcionado las claves
necesarias para la lectura de su entorno, para la comprensión del
comportamiento de quienes le rodean, para la interpretación de los
acontecimientos de la sociedad en la que vive. No puede participar de la
comunidad humana si no ha encontrado en su camino las esperanzas y los
temores los arrebatos y las inquietudes de quienes le han precedido; todos
esos rastros dejados, en ese fragmento de tierra en que vive, por
predecesores que mediante esos rastros le dan consejos que no siempre le
servirán, pero que no puede ignorar más que al precio de repetir eternamente
los mismos errores y quizá, más grave todavía, de no comprender por qué son
errores y por qué los hombres los pagan.
Educar es, pues, introducir a un universo cultural, u n u ni verso en el que
los hombres han conseguido amansar hasta cierto punto la pasión y la muerte,
la angustia ante el infinito, el terror ante las propias obras, la terrible necesidad
y la inmensa dificultad de vivir juntos ... un mundo en el que quedan algunas
«obras» a las que es posible remitirse, a veces tan sólo para asignar palabras,
sonidos o imágenes a aquello que nos atormenta, tan sólo para saber que. no
se está solo. Lascaux y el canto gregoriano, el Roman de Renart y las
catedrales, Rabelais y Diderot, Leonardo da Vinci y Mozart, Picasso y Saint-
John Perse, no son más que esos elementos fijos que permiten a aquél que
llega saber dónde está, reconocerse y «decirse». Sin ésas u otras referencias,
lo que soy y experimento corre el riesgo de no alcanzar nunca un nivel de
expresión en que la inteligencia pueda apropiárselo; sin eso, yo me anularía
en la ex presión del instan te, sin capacidad de pensamiento, de memoria o
siquiera de lenguaje. «El nacimiento y la muerte», explica Ha nnah Arendt
(1983, p. 110), «presuponen un mundo en el que no hay un movimiento
constante; cuya durabilidad, por el contrario, cuya relativa permanencia,
posibilita aparecer y desaparecer en él; un mundo que existía antes de la
llegada del individuo y que le sobrevivirá .

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Sin un mundo al que los hombres vienen al nacer y que abandonan al morir,
no habría nada más que el eterno retorno, la perpetuidad inmortal de la
especie humana, semejante a la perpetuidad de las otras especies animales».
Por lo demás, sin duda esa cuestión se planteaba menos ayer, hace
algunos decenios, de lo que se plantea hoy. No ha pasado tanto tiempo desde
que las diferencias de una generación a otra eran mínimas; las generaciones
sucesivas se superponían unas a otras en el grado suficiente para que el
vínculo transgeneracional quedase garantizado, por decirlo así, por
impregnación, sin que se pensara realmente en ello y sin que fuese producto
de una acción ordenada y sistemática: se sabía, en las familias, qué eran la
Ascensión y Pentecostés, o quiénes eran tales o cuales figuras públicas de
los propios tiempos...
La mayoría de los franceses podían decir algo sobre Robespíerre y Danton,
e íncluso recitar algunos versos de Yictor Hugo. De todo eso se hablaba de
vez en cuando durante las comidas, y eran cosas que reaparecían en las
conversaciones con la frecuencia suficiente para que la transmisión se
realizase median te un juego sutil de evocaciones y explicaciones. También,
en todas partes, se cultivaba el recuerdo del barrio o del pueblo natal es de
sus personajes típicos y de sus acontecimientos destacados. A veces no era
gran cosa, pero bastaba para que la generación siguiente no fuese del todo
extraña a la precedente o para que no tuviese que redescubrirlo tardíamente
por la vía indirecta de manifestaciones folklóricas de gusto a menudo dudoso.
Hoy, en cambio, vivimos una aceleración sin precedentes en la historia. De
una generación a otra, el entorno cultural cambia radicalmente, hasta tal punto
que la transmisión por impregnación se ha hecho, en muchas familias,
particularmente difícil. La oleada de imágenes televisuales es, a veces, la
única cultura común en grupos familiares reducidos a su más simple
expresión: un conjunto de personas que utilizan la misma nevera. A falta de
nada que compartir, ni comidas, ni preocupaciones, ni intereses convergentes,
ni cultura común las relaciones entre generaciones se han
«instrumentalizado»'. según explica el sociólogo Alain Touraine; ya no se
habla de veras, se intercambian servicios: «Quédate en casa a cuidar de tu
hermana, y tendrás el dinero de bolsillo que pides» ... «Ahí tienes mi ejercicio

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de lengua; he hecho lo que me has pedido, con una introducción y una


conclusión y sin faltas de ortografía; ahora, me pones la nota que me
corresponde y quedamos en paz. No me pidas que, además, me interese por
el texto que me has hecho estudiar. Tu vida es tuya. La mía es mía. ¡Hacemos
tratos comerciales, no otra cosa!»
En esas condiciones de aumento del desfase entre generaciones y de
inmolación de la transmisión cultural, encontramos a adolescentes «bólido»
{Imbert, 1994), sin raíces ni historia, sin acceso a la palabra, dedicados por
entero a satisfacer impulsos originales. Parte de ellos son incluso susceptibles
de precipitarse en algún <<fundamentalismo», de dejarse atrapar por algún
fanatismo sin pasado ní futuro y quedar absorbidos por un ideal fusionado que
les permita, por fin, existir dentro de un grupo, encontrar una identidad
colectiva por medio de la renuncia a cualquier búsqueda de identidad social.
Los peligros de esa deriva están tan claros. ante nuestros ojos que por fuerza
han de confortamos por la convicción de que, así como somos concebidos
biológicamente por los padres, y así nos construye psicológicamente el
entorno, nuestra condición social, por su parte, ha de inscribirse en una
historia y desarrollarse gracias a la transmisión de una cultura. De ese modo
se ve confirmada la enérgica afirmación de Kant (1980, p. 34): ((El hombre es
el único ser susceptible de educación. {...] El hombre no puede hacerse
hombre más que por la educación. No es más que lo que ella hace. de él. Y
observemos que no puede recibir esa educación más que de otros hombres
que a su vez la hayan recibido.)>
Pigmalión, o la fortuna pedagógica de una curiosa historia de amor
El hombre, pues, acabamos de verlo, es «hecho» por otros. Una o más
personas se encargan siempre, de un modo u otro, de. su educación. A veces,
esas personas intentan hacer lo mejor que saben. ¿Se les puede echar eso en
cara? Más bien debería preocuparnos el caso inverso de la indiferencia o la
negligencia, el pesimismo o el fatalismo. Quien tenga a su cargo la educación
de alguien debe poner en ello toda su energía, ha de multiplicar las
solicitaciones, ha de comunicarle los saberes y los saber hacer más
elaborados, ha ce equiparle cuanto más mejor para que, cuando deba

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Juan All- Profesorado de Psicología- “Pedagogía”- 2022

enfrentarse solo al mundo, pueda asumir lo mejor posible las opciones


personales, profesionales o políticas que tendrá que tomar.
En el siglo XVIII se hablaba de «perfectibilidad> del hom bre. Helvétius
explicaba: «la educación lo puede todo, incluso hacer que los osos bailen».
Hoy preferimos hablar de «educabilidad>> (Meirieu, 1984) e insistir en la
necesidad de apostar que «todos los niños pueden ser logros». Suele
subrayarse que nadie puede jamás decir de nadie: «No es inteligente, no hará
nada», porque nadie puede jamás saber si se han probado todos los medios y
métodos para que haga algo. Otros insisten en la «modificabilidad cognitiva»
(Feuerstein, 1994), y con ello se enfrentan a las comodidades de una
«psicología de las dotes» que da explicación a todo y justifica, a bajo precio, la
pasivídad, el fatalismo, incluso la incompetencia del educador.
Recordemos que hace menos de un siglo, pese a algunas mentes audaces,
la mayor parte de las dificultades intelectuales de los niños eran consideradas
deficiencias mentales congénitas e incurables. Hoy, en cambio, muchos
educadores se dedican precisamente a «reeducar» a aquéllos a los que en
otros tiempos se creía excluidos para siempre jamás del acceso al lenguaje y
a la cultura. Otros niños, víctimas de traumatismos psicológicos o sociológicos
graves, no hace tanto que eran recluidos durante años y años sin que se
intentase de veras sacarlos adelante. Hoy, les acompañan psicólogos y
educadores convencidos de que una acción educativa y terapéutica bien
llevada puede permitirles reconstruir sus equilibrios fundamentales. Y en
cuanto a aquéllos que han sufrido daños fisiológicos irremediables, se les
dedican cuidados atentos y se insiste en proponerles actividades artísticas y
culturales susceptibles de permitirles expresar, pese a la carga de su
desventaja, su «humanitud» (Chalaguier, 1992).
En el campo escolar, la evolución es del mismo orden: así como hace una
veintena de años dominaba una {<sociología determinista>> que hacía de la
escuela una máquina para la reproducción sistemática de las desigualdades
sociales, hoy se descubren fenómenos que se denominan <<efecto-maestro»
o
«efecto-centro educativo»; claro que la posición social de los alumnos sigue
determinando en enorme medida su futuro escolar... pero, a igualdad de

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posición social, se discierne la existencia de prácticas pedagógicas y de


proyectos de centros que permiten esperar éxitos que quebranten el fatalismo
(Duru Bellat & Henriot-van Zanten, 1992).
Ocurre, pues, como si la modernidad educativa se caracterizase por el
potente auge del poder del educador: mientras que en otros tiempos había
resignación ante el hecho de que las cosas se hicieran de modo aleatorio, en
función de la riqueza del entorno del niño y de la oportunidad de lo que se
fuese encontrando, hoy se pretende controlar lo mejor posible los
procesos educativos y actuar sobre el sujeto a educar de modo
coherente, concertado y sistemático... para su máximo bien. Se sabe, hoy
más que nunca, la importancia que tiene la educación para el destino de las
personas y el futuro del mundo, y no queremos abandonar un asunto tan
importante al azar. El educador moderno aplica todas sus energías y toda su
inteligencia a una tarea que juzga al mismo tiempo posible (gracias a los
saberes educativos ahora estabilizados) y extraordinaria (porque afecta a lo
más valioso que tenemos: el hombre). El educador moderno quiere hacer
del hombre una obra, su obra.
Y su optimismo voluntarista se ve, ahí, sostenido por el resultado de
trabajos que confirman-ampliamente la influencia considerable que un
individuo puede tener sobre sus semejantes tan sólo por la mirada que les
aplica: los psicólogos y los psicólogos sociales destacan, en efecto, lo que
denominan «efecto expectativa»; subrayan hasta qué punto la imagen que
podemos formarnos de alguien, y que le damos a conocer, a veces sin darnos
cuenta, determina los resultados que se obtienen de él y de su evolución.

INTERESANTE PARA ARTICULAR CON EDUCAR CON LA


MIRADA
Rosenthal y Jacobson (1980), en una obra que tuvo gran resonancia,
explican que si a unos enseñantes se les dice que tales alumnos tienen
grandes capacidades intelectuales, todas las posibilidades están a favor de
que obtengan de ellos resultados excelentes, porque, convencidos de esas
capacidades, esos enseñantes se dirigirán a esos alumnos de un modo
diferente, con una actitud particularmente benévola susceptible de hacerles
entrar en confianza gracias al respaldo a sus esfuerzos y a la atribución de sus

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dificultades o fracasos a flaquezas pasajeras fácilmente superables. Otros


estudios exponen incluso que los enseñantes, cuando corrijan los ejercicios de
esos alumnos, cribarán los errores mediante una especie de censura con
objeto de que el resultado no desmienta las certidumbres que tienen a su
respecto (Noizet & Caverni, 1978). Se habla, en consecuencia, de «predicción
creativa> e incluso de «autorrealización de profecías», aludiéndose con ello
al considerable poder de atracción del maestro que, decretando que tal
alumno es un «buen alumno» y comportándose con él como si fuese tal, lo
induce a modificar el comportamiento para mostrarse digno de la imagen que
se tiene de él. La literatura, por lo demás, nos proporciona ejemplos de ese
fenómeno, como en esa narración de Marcel Pagnol (1988) en la que
Lagneau, un mal estudiante peculiarmente reacio a la institución escolar y
aterrado por un padre que quiere de todas formas que triunfe en la escuela,
logra, gracias a una serie de estratagemas ideadas por su madre, su tía y sus
compañeros, que sus profesores le vean como un buen alumno. Y Pagnol
escribe (p. 76): «Desde que los profesores empezaron. a tratarle como un
buen alumno se convirtió de veras en uno: para que la gente merezca nuestra
confianza, hay que empezar por dársela». Pero, claro está también es cierto al
revés, y cada cual ha podido comprobarlo por sí mismo: hay, como decía
Alain, «un modo de preguntar que mata la buena respuesta»; tenemos a aquél
del que no se espera nada bueno y que se abandona a lo peor; o está aquél
del que se dice: «Ese chico no es inteligente» y, para no desautorizar una
opinión tan sentenciosamente formulada, o tan sólo porque no se siente
apoyado en los esfuerzos que intenta, se considera obligado a hacer que se
cumpla la predicción (Alain, pp. 52 SS.).
He ahí, pues, al educador muy lejos de la impotencia a la que a veces se le
ha pretendido condenar. He ahí que es capaz de identificar las situaciones
que permiten «hacer un hombre». e ahí, incluso, que puede conseguir que se
cumplan sus propias predicciones por la sola fuerza de su mirada, por la
atracción intrínseca de sus convicciones. No sorprende, pues, que, para
descnbrr el fenómeno del «efecto expectativa», Rosenthal y Jaobson
recurriesen al mito de Pigmalión y titulasen su obra, precisamente, Pygmalión
en la escuela.

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La modernidad, en ese punto, se adscribe, y trata de realizarlo a gran


escala, a un proyecto que la mitología griega nos ofrecía ya, de forma
arquetípica, en la historia de Pigmalión. Pigmalión, nos cuenta Ovidio en Las
metamorfosis, es un escultor taciturno, quizá incluso algo misántropo, que vive
solo y consagra toda su energía a la elaboración de una estatua de marfil que
representa a una mujer tan hermosa «que no podía deber su belleza a la
naturaleza,>.
Una vez terminada su obra Pígmalíón se comporta con su estatua de un
modo extraño: besa e imagina que sus besos le son devueltos>> , le pone las
mejores ropas, la colma de regalos y de joyas, y por la noche se acuesta junto
a ella. Venus, la diosa del amor, que pasaba por ahí con ocasión de unas
fiestas en su honor, se conmovió ante ese extraño cuadro y accedió a la
petición de Pigmalión: dio vida a la estatua, la cual, de ese modo, pudo
convertirse en la mujer del escultor... Dejemos de lado a Venus, que ahí hace
que se cumpla el anhelo del escultor, y quedémonos con el nudo de la historia,
una extraña historia de amor y de poder: un hombre consagra toda su energía,
toda su inteligencia, a «hacer» una mujer, una mujer que ciertamente es obra
suya y que sale tan conseguida
que él quiere como sea infundirle la vida.
El Pigmalión de Ovidio tendrá una larga descendencia literaria. El propio
Rousseau adaptó la historia en una «escena lírica» de gran éxito en su
tiempo. El texto, escrito en 1762, iba acompañado de música y se interpretó
en Lyon y en París, donde, según las gacetas de la época, <<la concurrencia
de público fue prodigiosa». Vemos ahí a un escultor que, frente a una de sus
estatuas, expresa, ante su creación, una multitud de sentimientos
contradictorios: desaliento y postración cuando constata que su obra «no es
más que piedra)>, febrilidad cuando cae presa del deseo desbordante de
llegar más allá de la sola fabricación material, pánico cuando se da cuenta del
sentido oculto de sus propias intenciones, orgullo inmenso por haber logrado
un producto tan hermoso ((que supera todo lo que existe en la naturaleza y
rivaliza con la obra de los dioses», entusiasmo y fascinación cuando admite
«que no se cansa de admirar su obra, que se embriaga de amor propio y se
adora a sí mismo en lo que ha hecho» (1964, p. 1.226). Luego, el escultor se

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embala y sus sentimientos se exacerban: pasión, ternura, vértigo de deseo,


abatimiento, ironía hacia sí mismo y hacia su voluntad a la vez imperiosa e
irrisoria de infundir vida al mármol, miedo, delirio... hasta que sus anhelos se
cumplen, hasta el «éxtasis» cuando la estatua, por fin, se anima: ((Sí, querido
objeto encantador; sí, obra maestra digna de mis manos, de mi corazón y de
los dioses... eres tú, sólo tú eres: te he dado todo mi ser; ya sólo viviré a través
de ti>) (ibid., p. L23 l).
Pigmalión está aquí, sin duda, hecho a imagen del educador. Y es evidente
que Rousseau, familiarizado con los asuntos educativos, escogió el personaje
sabiendo lo que hacía... hasta tal punto que ciertas críticas literarias
consideran sin vacilación que ese breve texto desvela «aquello que el
moralismo disimula en Emilio y en La Nouvelle Héloi'se» (Demougin, 1994, p.
1.276). Más allá o más acá de las intenciones pedagógicas, se podría detectar
ahí algo así como un proyecto fundacional, una intención primera de hacer del
otro una obra propia, una obra viva que devuelva a su creador la imagen de
una perfección soñada con la que poder mantener una relación amorosa sin
ninguna alteridad y consumada en una transparencia completa. Amar la propia
obra es amarse a sí mismo porque se es el autor, y es también amar a otro ser
que no hay peligro que escape, puesto que uno mismo se ha adueñado de su
fabricación. Esa creación, claro está, es una aventura dolorosa cuyas etapas
se corresponden, probablemente, con los distintos movimientos musicales de
la «escena lírica» de Rousseau: adagio, allegro vívace, andante, largo,
scherza ... Obstinación en esmerarse para que la obra sea lo más lograda
posible, cólera ante la resistencia del otro y la lentitud de sus progresos,
apasionamiento cuando las cosas empiezan a desbloquearse y se siente que
se está cerca del éxito, desaliento cuando se descubre que, a fin de cuentas,
no se ha conseguido nada, tristeza en las expansiones sobre el propio destino,
entusiasmo cuando se expone el proyecto a quienes se quiere convencer,
inquietud de no estar a la altura de la tarea, serenidad al reemprender
tranquilamente el trabajo... y «éxtasis>>, a veces, cuando el otro colma
nuestros deseos y se acurruca dentro de nuestro proyecto, cuando por fin se
puede amarle y amarse a uno mismo sin reserva.¿ Qué educador no ha
conocido esos momentos y no los ha vivido con mayor o menor intensidad?

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Pero, también, ¿qué educador no ha descubierto, cierto día, que, más allá de
los infrecuentes momentos de «éxtasis», no se ha conseguido nada definitivo?
La narración de Ovidio y la de Rousseau terminan en el momento en que la
estatua cobra vida. Expresan de ese modo, sin duda, una intención que a
todos nos labra en profundidad ... ¡pero nos dejan con la criatura en brazos, y
nos obligan a conformarnos con la simple suposición de que los personajes,
seguramente, como en los cuentos de hadas, «se casarán y tendrán muchos
hijos»! Ahora bien: en la vida, las cosas no se interrumpen de ese modo y,
después del «éxtasis», hay que seguir viviendo. En la vida, las estatuas,
aunque sean perfectas, si uno se arriesga a darles la vida, nunca son del todo
sosegadoras.
Bernard Shaw lo tuvo claro cuando retomó el tema de Pigmalión en u na
obra teatral que tu vo u n éxito considerable. Estamos en el Londres de
comienzos de siglo y asistimos a una curiosa «experiencia pedagógica»
(Shaw, 1913). El doctor Higgins, un especialista en fonética que vive como
solterón empedernido en un laboratorio extraño donde, valiéndose de
instrumentos curiosos e imponentes, intenta reproducir la voz humana, acepta
el reto de transformar a una florista en una duquesa. Lo conseguirá hasta ta]
pun to que, en una gran fiesta, Liza será la admiración de toda la aristocracia
londinense. Pero las cosas no tardarán en complicarse; la joven va cobrando
confianza y le sienta mal que Higgins recuerde a su madre que ha tomado
afecto a esa joven que no es más que el «resultado de un experimento»:
«Déjala hablar, madre. Que hable de ella misma. Así te darás cuenta, muy
pronto, de si es capaz de tener alguna idea que yo no le haya metido en la
cabeza o de decir alguna palabra que yo no le haya puesto en la lengua. He
fabricado esta cosa con las hojas de col que estaban tiradas y pisoteadas n el
pavimento de Covent Carden. Y ahora, pretende hacerse conmigo la gran
dama» (Shaw, op. cít.). La relación entre Liza y Higgins se hará difícil; sienten
una obvia atracción mutua, pero esa «simetría afectiva> topa una y otra vez
con la presencia tenaz de una «asimetría educativa» de la que no pueden
hacer abstracción. Se quieren, está claro, peo Higgins ha «hecho» a Liza y no
puede olvidarlo. En realidad, ama su obra y su éxito educativo y no puede
soportar que ese éxito se aleje de él.

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Pigmalión nos da, pues, acceso a comprender el mito de la educación como


fabricación: todo educador, sin duda, es siempre, en alguna medida, un
Pigmalión que quiere dar vida a lo que «fabrica». No hay nada censurable en
eso; mu y al contrarío intenta crear u n ser que no sea un simple producto
pasivo de sus esfuerzos, sino que exista por sí mismo y pueda incluso dar las
gracias a su creador; porque es poco el placer, y la satisfacción mínima, si se
fabrica a alguien que no sea nada más que un resultado de nuestros actos:
siempre esperamos que desborde de algún modo ese resultado y pueda, por
ese mismo desbordamiento, acceder a una Libertad que le permita adherirse a
lo que hemos hecho por él. Pigmalión quiere <hacer» a su compañera, pero
no quiere que su compañera sea una estatua o, como lo dice Higgins, una
«duquesa autómata». Quiere una compañera que, al mismo tiempo,
esté hecha enteramente por él y se le entregue por libre voluntad.
Las cosas se complican, y no poco: el educador quiere «hacer al otro>, pero
también quiere que el otro escape a su poder para que entonces pueda
adherirse a ese mismo poder libremente, porque una adhesión forzada a lo
que él propone, un afecto fingido, una sumisión por coacción, no pueden
satisfacerle. Y se entiende que esas cosas no tengan valor para él: quiere
más: quiere el poder ·sobre el otro y quiere la libertad del otro de adherirse a
su poder. He ahí una aspiración enormemente compleja cuyo rastro
seguiremos por medio de nuevas aventuras.

Pinocho, o las chistosidades imprevistas de una marioneta impertinente


Lo menos que puede decirse es que, con Pínocho, las aventuras no
terminan con su fabricación. Y no es que la fabricación fuese u n asunto
reposado. Recordemos que fue de un leño llegado por azar, una noche de
invierno, a la casa de un carpintero llamado Maestro Cereza que nació el
títere. Maestro Cereza quería sacar del leño un pie de mesa, pero abandonó
ese pro yecto, aterrado, cuando, tras asestar un hachazo al trozo de madera,
oyó una extraña vocecilla: «Pero, ¿de dónde habrá salido esa vocecilla que ha
dicho "ay"? Aquí no hay nadie.
¡Pero no será ese pedazo de madera el que haya aprendido a llorar y a
quejarse como un niño!» (Collodi, 1881)... Y lo cierto es que a veces cuesta

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Juan All- Profesorado de Psicología- “Pedagogía”- 2022

creer que el otro, ése al que queremos educar, al que queremos introducir,
para su bien, en la comunidad humana, pueda existir ahí, frente a nosotros,
resistirse a nuestra empresa emancipadora y a veces, incluso, sufrir por su
culpa. Los pueblos colonizados ya se enteraron de eso a sus expensas, y del
asunto conservan todavía los estigmas. Nuestros hijos y nuestros alumnos lo
constatan, hoy, a menudo: cuando nuestra determinación educativa se ve
respaldada por la certidumbre de obrar «por su interés», nos importa poco, a
fin de cuentas, saber «qué les interesa». Entonces, nos abrimos paso «a
hachazos»; imponemos, decidimos en .su lugar. Y lo hacemos con razón, qué
duda cabe; porque si ellos pudieran decidir por su cuenta sobre su vida, sobre
el modo de comportarse en ella, sobre qué necesitan aprender... ¡sería que ya
habrían completado su educación!
En cuanto a Maestro Cereza, no será él quien complete la educación de
Pinocho. Se desembaraza así que puede del incómodo leño dándoselo a su
compadre Gepeto, el cual, precisamente, ha ido a pedirle material para hacer
un títere: «He pensado en fabricar, con mis propias manos, un bonito títere de
madera; un títere maravilloso, que sepa bailar, manejar una espada y dar el
salto mortal. Daré la vuelta al mundo con ese títere, para ganarme mi
mendrugo y mi vaso de vino». Gepeto no tendrá más suerte, pero pondrá más
obstinación. A pesar de las afrentas de que le hace víctima Pinocho en el
curso de su fabricación, a pesar incluso de la tristeza en que le sumen, llegará
hasta el final... Hasta el final, es decir, hasta el momento en que se le
escapa de las manos: «Pinocho tenía las piernas entumecidas y no sabía
usarlas, de modo que Gepeto lo sostenía de la mano y lo guiaba para que
aprendiese a poner un pie delante del otro. Cuando tuvo las piernas bien
desentumecidas, Pinocho empezó a andar solo y a correr por la habitación; y,
de repente, abrió la puerta, saltó a la calle y huyó..»
Empieza entonces una increíble cascada de incidentes en los que seres
extraños que salen de un bestiario fabuloso se codean con personajes de la
commedia dell'arte y con modestos campesinos de la Toscana. El títere
rebelde imaginado por Collodi nos meterá en una serie de aventuras en las
que le seguirán millones de lectores de todo el mundo, millones de lectores
que han hecho de ese libro, considerado por su autor como una «bambinata»,

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la obra más traducida y leída después de la Biblia y del Quijote. Y es que, «


¿cóno no interesarse P,º.r ese granujilla de cabeza de madera,fugu1sta,
robado,fameh co, amenazado de muerte, convertido en asno, que detesta
siempre et trabajo, se ríe de todos los buenos consejos y resiste todos los
golpes traicioneros? (Yendt, 1996, p. 5), pregunta Maurice Yendt, autor de una
excelente adaptación teatral de Pinocho que rompe a propósito con la visión
reduccionista y moralizante impuesta por Walt Disney en 1940.
Lo cierto es que la historia de Pinocho termina de un modo que puede
parecer espantosamente bien pensante, con un resbalón del que, por lo
demás, el autor dijo luego no acordarse: «¡Qué ridículo era cuando era un
muñeco! ¡Y qué contento estoy de haberme convertido en un niño bueno!»
(Collod1, op. cit.). Pero Pinocho no era tan ridículo cuando era un títere.
Simplemente tenía problemas para vivir, para «encontrar su camino» como
decimos a veces, para «situarse en el yo» como deberíamos decir. Porque
«situarse en el yo» no es fácil, en especial si se es un títere, un objeto
fabricado por mano del hombre e ideado, precisamente, para ser manipulado.
No es, pues, casual que, con su padre encarcelado por su culpa, después
de haberle sometido a sus caprichos alimentarios y de haberse vendido el
alfabeto que le había comprado con las pocas monedas que había sacado de
vender su vieja chaqueta, la primera aventura de Pinocho tenga lugar en un
teatro de marionetas. No es casual que allí Pinocho sea acogido por un grupo
de marionetas como uno de los suyos: «¡Es Pinocho! ¡Es Pinocho!, chillan a
coro los títeres, saltando desde detrás del telón. ¡Es Pinocho! ¡Es nuestro
herma no Pinocho! ¡Viva Pinocho!». Su historia, es decir, en realidad, las
aventuras que vivirá lejos de su padre, empiezan ahí, entre los suyos; incluso
salva de la muerte a uno de ellos, marcando así, al mismo tiempo, su
pertenencia y su diferencia: Pinocho es un títere y otros le tiran de los
cordeles... pero, en realidad, está hecho de otra madera, de la madera de que
estamos hechos todos.
Es, pues, como marioneta que Pinocho vivirá sus numerosas aventuras,
manipulado sucesivamente por el Zorro y el Gato, por un juez que le acusa de
un delito que no ha cometido, por sus compañeros de clase, por el
presentador del País de los Juguetes, por el director de circo que le hace

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actuar como el asno en que se ha convertido. También es manipulado (¡y de


qué modo!) por «la niña de pelo azub>, la que más adelante se convertirá en
el hada, la que él querría que fuese su madre; la que, hábil mente, le hace
comer u nos terrones de azúcar para después hacerle ingerir u na poción
maligna, la que no vacilará en hacerse pasar por muerta cuando querrá
castigarle por haberla abandonado.
Pero, en realidad, todas esas manipulaciones no tienen demasiada
importancia. En el fondo, incluso, sólo son posibles porque Pinocho, en cierto
modo, está manipulado desde dentro. Es prisionero de él mismo. Está
encerrado en un dilema infernal que le induce siempre a prometer y a no
cumplir lo prometido, un dilema que le impide, precisamente, «situarse en el
yo»: «Dar gusto al otro o dárselo a uno mismo». Es porque quiere dar gusto a
su padre que acepta ir a la escuela, y es porque no puede resistirse al placer
de la música de los pífanos que no va. Es porque quiere dar gusto al hada que
promete u na y otra vez que será un niño bueno, y es porque no puede
resistirse a su propio placer que parte hacia el País de los Juguetes.
De ese modo, se pasa el tiempo lamentando las faltas que ha cometido,
auto-acusándose de sus desgracias ... y volviendo a las andadas: «¡Me está
bien!... ¡Vaya si me está bien! He querido hacer el vago, hacer de
vagabundo... He querido seguir los consejos de falsos amigos, de gente mala,
y por eso la mala suerte me persigue. Si hubiese sido un niño bueno, como
hay tantos, si hubiese tenido ganas de estudiar y de trabajar, si me hubiese
quedado en casa del pobre papá, ahora no estaría aquí, en medio de los
campos, haciendo de perro guardián a la puerta de un campesino. ¡Oh! ¡Si
pudiera nacer por segunda vez! ... Pero es demasiado tarde...»
No se puede nacer por segunda vez; dicen. El final de la historia sí parece
un segundo nacimiento. Pinocho reencuentra por fin a Gepeto, en el vientre
del gran tiburón. El padre se cree prisionero para siempre de la boca
tenebrosa. Apresado y condenado a muerte: los víveres y las velas que
quedaban de un barco tragado por el tiburón se están terminando. Y Pinocho,
con dulzura, dice a su padre: «Sígueme y no tengas miedo,». Ya no hay ahí
una «competición de gustos>>. Ya no es cosa de quejarse ni de
entusiasmarse. Hay que calmarse. Hay que tomar la situación en mano. Hay

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que salir de ah del tiburón, y del aprisionamiento en el dilema de los gustos:


«Dar gusto al otro o dárselo a u no mismo... No escoger nunca de veras y
lamentarse siempre... Decidir y no cumplir». Ahora ya no es cosa de ver cómo
satisfacer los deseos del adulto para final mente ceder a los propios caprichos.
Hay un cambio de registro. Se llega ahí a u na cosa extraña, nueva, a algo así
como «la voluntad». «Situarse en el yo.» No ser ya tan sólo el «tú>> de otra
persona, dócil o rebelde pero siempre dependiente. No ser ya, tampoco, el
«tú» de uno mismo, que cede a la excitación del momento, que se auto-
concede la ilusión de la libertad cuando sólo es prisionero de los impulsos
inmediatos.
Hay que salir del imaginario en el que nada es posible porque se piensa que
todo es posible: satisfacer siempre a u no mismo y a los demás, recrearse en
la pereza y comer hasta la saciedad, ejercer el poder y ser querido de todos,
ser a la vez hijo, hermano y amante de la madre, ser alguien que sólo hace lo
que le viene en gana y que a la vez quiere mostrarse digno de su padre.
«Situarse en el yo» es salir de todo eso, al menos por un momento... Y habría
que decir: «situarse en el yo» como se dice «vestirse de punta en blanco»:
arreglarse la ropa, echar un vistazo sereno alrededor, olvidar por un instante
los propios miedos y fantasmas, pensar a fondo en lo que se hace, tragar
saliva y... dar el paso: (( Dame la mano, papá, y cuidado, no resbales...»
Pinocho, ahora, ya no es un títere. No invoca la fatalidad, no se echa a gritar
ni a llorar, ni a patalear exigiendo que alguien le saque de ahí. No incrimina a
nadie, no gime por su mala suerte. Ya no se auto-acusa inútilmente, como ha
hecho tantas veces, de ser un «niño malo». Pinocho ha crecido: ya no
responde a las expectativas de los adultos ni con melindres de niño formalito
ni con el pánico de no dar la talla. Ya no está encerrado en el balanceo
infernal entre el buen alumno estudioso que complace a todo el mundo
exhibiendo los resultados que se esperan de él y el desaplicado profesional
cuya ocurrencia o impertinencia ya no sorprenden a nadie. Escapa de las
imágenes, de lo ya visto, de lo previsible, de lo que todos esperan se atreve a
un gesto que procede de otra parte, es decir, que procede, en el fondo, de él
mismo...un gesto que no le es dictado por los demás, un gesto que no ha

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hecho nunca y que no sabe hacer, pero que debe hacer precisamente para
aprender a hacerlo... En suma: un gesto con el que «se sitúa en el yo».
«Profesor, ¿me deja que intente hacer un poema, explicar un teorema, o
mirar por el microscopio? De mí no se ha esperado nunca nada bueno;
siempre he fracasado y todo el mundo se burla de mí, pero hoy quisiera
probar».
«Súbete a caballo sobre mis hombros y sujétate fuerte a mí. Yo me encargo
del resto», dice Pinocho a su padre. «Así que Gpeto estuvo bien instalado
sobre los hombros de su hijo, Pinocho, seguro de lo que hacía, se lanzó al
agua y echó a nadar...». Ha quedado muy atrás el pilluelo inconstante y
caprichoso en el que nadie hubiera confiado. En su lugar hay un niño resuelto
que no vacila en afirmar su voluntad, con serenidad y sin violencia; un niño
que ha abandonado las gesticulaciones. desordenadas y los impulsos
contradictorios ... para cumplir por fin un acto verdadero; «un acto de
valentía», dirán algunos; quizá sea, simplemente, «un gesto de hombre».
El resto es anecdótico: Pinocho y su padre encuentran un techo, una
modesta cabaña. Pinocho se pone a trabajar. Gana u n poco de dinero y
supera la nueva prueba que el hada [e pone: acepta sacrificar su dinero para
cuidarla y salvarla. Ella, claro, no estaba enferma: «iba de risa», como dicen
los niños; sólo pretendía manipular a Pinocho un poco más: los adultos
necesitan a veces esas cosas para saber que les quieren y sentir que existen.
Como recompensa (los adultos suelen confundir el amor y el comercio), el
hada lo perdona todo y se opera la metamorfosis: (Pinocho fue a mirarse en el
espejo y creyó ver a alguien que no era él. Ya no era la imagen acostumbrada
de una marioneta de madera la que se reflejaba allí, sino la imagen viva e
inteligente de un guapo niño de pelo castaño, de ojos azules, de aire vivo y
alegre como una mañana de Pentecostés».
Una mañana de Pentecostés. Un día de primavera en que el Espíritu
desciende sobre los hombres; en que los títeres se convierten en niños porque
escapan al mismo tiempo al poder de su educador y a las trampas de su
imaginación; un día, en cierto modo, en que la educación adviene... Pero, en
la vida, no hay hada ni hay tiburón, o al menos no a menudo. Y, en la vida, la

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educación no adviene por milagro un día de Pentecostés. Hay que intentar,


con obstinación, que venga en lo cotidiano … ¡Y eso ya es otro asunto!

Del Golem a Robocop, pasando por Julio Verne, H. G. Wells, Fritz Lang y
muchos otros, o la extraña persistencia de un proyecto paradójico

Con Pigmalión y con Pinocho se expresa, pues, u na misma intención, pese


a las considerables diferencias que los contraponen en muchos aspectos:
tanto el prestigioso mármol del escultor antiguo como el vulgar leño del
carpintero tos cano son materiales que se ofrecen a la mano del hombre, y
éste pone en ellos Jo mejor de sí mismo. La forma humana, por mediación de
una diosa o en virtud de algún poder que le es propio, se anima y vive,
expresa incluso sentimientos hacia su creador... En ambos casos, en realidad,
se revela una misma esperanza: acceder al secreto de la fabricación de lo
humano.
Si examinamos con atención la historia de la literatura y del cine, nos damos
cuenta de que hay toda una serie de obras que intentan penetrar el mismo
secreto. Esas obras, según demuestra Philippe Breton (1995) en su trabajo: A
l'image de l'homme: du Golem aux créatures virtuelles, constituyen un
conjunto absolutamente específico y hay que distinguirlas de aquellas otras
que abordan Ja relación del hombre con Dios, lo absoluto, el conocimiento o el
amor. Fausto o Sísifo, Moby Dick o la princesa de eleves, nos muestran
situaciones en que el hombre, enfrentado a dilemas radicales, ha de decidir su
destino jugando fuerte. Pero los héroes, en estos casos, no tienen por tarea
«hacer un hombre» . Pues bien: «para entender la unidad profunda de los
seres artificiales y percibir mejor la frontera que los separa de otros seres de
ficción, el método más simple es quizá tomar.se las distintas narraciones al pie
de la letra, en el nivel en que son más explícitas, Desde esa perspectiva
concreta, que moviliza simplemente una competencia como lector, se
diferencian bastante bien de los demás seres fantásticos. Por otra parte, esos
seres no son ni hombres ni dioses, y por otra a hacerlo... En suma: u n gesto
con el que «Se sitúa en el yo».

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«Profesor, ¿me deja que intente hacer u n poema, explicar un teorema, o


mirar por el microscopío? De mí no se ha esperado nunca nada bueno;
siempre he fracasado y todo el mundo se burla de mí, pero hoy quisiera
probar».
«Súbete a caballo sobre mis hombros y sujétate fuerte a mí. Yo me encargo
del resto», dice Pinocho a su padre. «Así que Gepeto estuvo bien instalado
sobre los hombros de su hijo, Pinocho, seguro de lo que hacía, se lanzó al
agua- y echó a nadar ...». Ha quedado m uy atrás el pilluelo inconstante y
caprichoso en el que nadie hubiera confiado. En su lugar hay un niño resuelto
que no vacila en afirmar su voluntad, con serenidad y sin violencia; un niño
que ha abandonado las gesticulaciones desordenadas y los impulsos
contradictorios ... para cumplir por fin un acto verdadero; «un acto de
valentía>, dirán algunos; quizá sea, simplemente, «un gesto de hombre)>.
El resto es anecdótico: Pinocho y su padre encuentran un techo, u na
modesta cabaña. Pinocho se pone a trabajar. Gana un poco de dinero y
supera la nueva prueba que el hada le pone: acepta sacrificar su dinero para
cuidarla y salvarla. Ella, claro, no estaba enferma: «iba de risa», como dicen
los niños; sólo pretendía manipular a Pinocho un poco más: los adultos
necesitan a veces esas cosas para saber que les quieren y sentir que existen.
Como recompensa (f as adultos suelen confundir el amor y el comercio), el
hada lo perdona todo y se opera la metamorfosis: «Pinocho fue a mirarse en el
espejo y creyó ver a alguien que no era él. Ya no era la imagen acostumbrada
de una marioneta de madera la que se reflejaba allí, sino la imagen viva e
inteligente de un guapo niño de pelo castaño, de ojos azules, de aire vivo y
alegre como una mañana de Pentecostés».
Una mañana de Pentecostés. Un día de primavera en que el Espíritu
desciende sobre los hombres; en que los títeres se convierten en niños porque
escapan al mismo tiempo al poder de su educador y a las trampas de su
imaginación; un día, en cierto modo, en que la educación adviene... Pero, en
la vida, no hay hada ni hay tiburón, o al menos no a menudo. Y, en la vida, la
educación no adviene por milagro un día de Pentecostés. Hay que intentar,
con obstinación, que venga en lo cotidiano... ¡Y eso ya es otro asunto!

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Del Golem a Robocop, pasando por Julio Veme, H. G. Wells, Fritz Lang y
muchos otros, o la extraña persistencia de un proyecto paradójico

Con Pigmalión y con Pinocho se expresa, pues, una misma intención, pese
a las considerables diferencias que los contraponen en muchos aspectos:
tanto el prestigioso mármol del escultor antiguo como el vulgar leño del
carpintero tos cano son materiales que se ofrecen a la mano del hombre, y
éste pone en ellos lo mejor de sí mismo. La forma humana, por mediación de
u na diosa o en vírtud de algún poder que le es propio, se anima y vive,
expresa incluso sentimientos hacia su creador... En ambos casos, en realidad,
se revela una misma esperanza: acceder al secreto de la fabricación de lo
humano.
Si examinamos con atención Ja historia de la literatura y del cine, nos damos
cuenta de que hay toda una serie de obras que intentan penetrar el mismo
secreto. Esas obras, según demuestra Philippe Breton (1995) en su trabajo: A
l'image de l'homme: du Golem aux créatures virtue!les, constituyen un
conjunto absolutamente especifico y hay que distinguirlas de aquellas otras
que abordan la relación del hombre con Dios, lo absoluto, el conocimiento o el
amor. Fausto o Sísifo, Moby Dick o la princesa de Cleves, nos muestran
situaciones en que el hombre, enfrentado a dilemas radicales, ha de decidir su
destino jugando fuerte. Pero los héroes, en estos casos, no tienen por tarea
«hacer un hombre». Pues bien: «para entender la unidad pro funda de los
seres artificiales y percibir mejor la frontera que los separa de otros seres de
ficción, el método más simple es quizá tomarse las distintas narraciones al pie
de la letra, en el nivel en que son más explicitas. Desde esa perspectiva
concreta, que moviliza simplemente una competencia como lector, se
diferencian bastante bien de los demás seres fantásticos. Por otra parte, esos
seres no son ni hombres ni dioses, y por otra parte son concebidos por los
hombres a imagen del hombre» (Breton, 1995, p. 46).
Desde esa perspectiva, es probable que, al margen de algunos ejemplos,
por lo demás poco recordados en la historia, de estatuas animadas en el
mundo antiguo, la primera figura realmente notable, junto a la de Pigmalión,
sea la del Golem en la tradición judía. Según explica Borges, el mito del

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Golem se inscribe en la perspectiva cabalística: «Nada casual podemos


admitir en un libro dictado por una inteligencia divina, ni siquiera el número de
las palabras o el orden de los signos [...]. Los cabalistas hubieran aprobado
ese dictamen; uno de los secretos que buscaron en el texto divino fue la
creación de seres orgánicos» (1967, p. 104). Encontramos, en los textos del
Sefer Jezira, que la tradición hace remontar al siglo m d.C. la idea de que la
Biblia puede permitir la comprensión del universo si se la considera como una
combinación muy especial de caracteres que desvela, más allá del mensaje
explícito que vehiculiza, indicaciones precisas sobre la estructura del mundo y
proporciona prescripciones para reproducir el acto creativo. Remitiéndose a
esa idea, numerosos textos, desde el siglo XV, incorporan la figura del Golem;
en su mayor parte, explican que el rabino debe empezar por modelar un ser
con arcilla roja y luego, para darle vida, grabarle en la frente, en hebreo, la
palabra «verdad», Emet. El ser, entonces, se anima y se convierte en u n
sirviente dócil capaz de cumplir toda clase de tareas difíciles, en particular las
que contribuyan a la super vivencia de la comunidad judía: es constructor de
muros, guardián en la noche, portador de sellos, suministrador de agua a las
familias y Walt Disney, decididamente atraído por los seres artificiales, lo
convertirá además en u n «aprendiz de brujo», adaptando el relato de Goethe.
El Golem crece aprisa, se con vierte en un verdadero gigante y adquiere el
aspecto de un monstruo que su amo ya no controla. Para destruirlo, ha de
borrar la primera letra de la palabra grabada en la frente, por que entonces
sólo queda la palabra Met, que significa <<muerte», y el Golem se convierte
en lo que había sido, un montón de barro.
La celebridad del Golem en Occidente se debe, sobre todo, nos recuerda a s
recuerda Borges, a la obra de 1915 del escritor austríaco.
Gustav Meyrink, El Golem. Meyrink da una versión particular del mito: «El
origen de la historia remonta al s1glo XVII. Según perdidas fórmulas de la
cábala, un rabino [el rabino Loew, de Praga] construyó un hombre artificial
para que éste tañera las campanas en la sinagoga e h1c1era los trabajos
pesados. No era, sin embargo, un hombre como los otros y apenas lo animaba
una vida sorda y vegetativa. Esta duraba hasta la noche y debía su virtud al
influjo de una inscripción mágica, que le ponían detrás de los dientes y que

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atraía las libre fuerzas siderales del universo. Una tarde, antes de la oración
de la noche, el rabino se olvidó de sacar el sello de la boca del Golemy éste
cayó en un frenesí, corrió por las callejas oscuras y destrozó a quienes se le
pusieron por e/ante. El rabino, al fin, lo atrajo y rompió el sello que lo animaba.
La criatura se desplomó. Sólo quedó la raquítica figura de barro, que aún hoy
se muestra en la sinagoga de Praga.» (Meynnk, El Golem, en traducción de
Borges, cit., pp. 105-106).
La novela onírica de Meyrink no está exenta de un cierto antisemitismo, que
encontramos en autores que evocan al Goem para denunciar la sed humana
de poder encarnada, en particular, por el pueblo judío. Para muchos de los
herederos del romanticismo alemán, el mito del Golem es específicamente
un«mito judío» que ilustra la ambición desmesurada de ese pueblo que quiere
someter el universo a sus leyes. Reminiscencias como ésa, por desgracia,
siguen hoy vigentes y a menudo pasan desapercibidas. En la película de Fritz
Lang Metrópolis, que es el arquetipo de muchas películas de ciencia ficción,
puede observarse que hay una estrella judía grabada en la puerta de la casa
del sabio que crea la mujer autómata que ha desplantar a María, dulce egeria
idealista, para arrastrar a la rebelión a los trabajadores sojuzgados bajo tierra.
Pero no vayamos a creer que el tema del Golem sólo haya sido objeto de
tratamientos antisemitas en denuncia del poder abusivo de los judíos como
manipuladores de extraños secretos para dominar el mundo: en 1928, Chaim
Bloch publica sobre el Golem un conjunto de relatos con el que muestra el
carácter extremadamente sutil y ambiguo del mito: ese ser no es
primordialmente un instrumento de poder, sino sobre todo un medio de
protección contra las agresiones injustificadas de que son víctimas los judíos;
el crearlo es, pues, un acto por el cual un pueblo amenazado intenta
sobrevivir; el rabino, cuando indaga los secretos de su fabricación, persigue el
misterio de sus orí genes y busca, sobre todo, garantizar el futuro sin que, con
ello, pretenda jamás igualarse a Dios. Recientemente, en 1984, el escritor
Isaac Bashevis Singer publicó una obra para niños titulada, de nuevo, El
Golem, en la que presenta a [a criatura como un «genio benéfico)) que ayuda
a los judíos de Praga a escapar a su aislamiento y a encontrar su espacio en
las convulsiones políticas del Renacimiento ... Y, ya en 1812, el escritor

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romántico alemán Joachim von Arnim, en una extraña y soberbia novela,


Isabel de Egipto, había empleado el tema del Golem en paralelismo con el
mito, éste completamente ajeno a la tradición judía, de la mandrágora. En ese
texto, del que André Breton dijo que «logra traducir admirablemente las
irrupciones del inconsciente y del sueño en un mundo real», el autor nos
cuenta la historia de u na joven bohemia que, por la lectura de los pergaminos
de su padre, consigue fabricarse un servidor a partir de una raíz de
mandrágora. La raíz es producto de las «lágrimas» (es decir, en realidad, del
semen) de un ahorcado y ha de ser arrancada una noche de viernes por u na
joven virgen de corazón puro que utilice para ello sus propios cabellos y se
valga de la ayuda de un perro negro. Una vez realizada esa operación,
después de algunas otras manipulaciones misteriosas la mandrágora se
convierte en un servidor celoso capaz de proporcionar a su amo el poder, la
riqueza y la gloria. En la novela de Arnim, Isabel quiere utilizarlo, en
especial, para seducir al futuro Carlos V, que una noche pasó fugazmente por
su dormitorio y por el que desde entonces siente un amor absoluto. Pero las
maquinaciones del hombre-raíz, aliado con la vieja bohemia Braka,
desencadenan acontecimientos imprevistos: el hombre-raíz intenta suscitar los
celos del príncipe haciéndose pasar por el prometido de Isabel... y, por un
curioso juego de espejo, el príncipe, para poner a prueba el amor de Isabel,
acude a un viejo sabio judío al que pide que cree un Golem, una falsa Isabel.
Con una hábil estratagema, en una barraca de linterna mágica, el sabio toma,
en cierto modo, las huellas de Isabel, fabrica una estatua, en la que escribe la
palabra sagrada, y la entrega al príncipe, el cual intentará que sustituya a la
verdadera Isabel frente al hombre-raíz, con la esperanza de que la horrible
mandrágora muera ahogada por el monstruo de arcilla, que crecerá
desmesuradamente. Pero una vez más las maquinaciones fallan:
concluyamos que, sean Golem o sean mandrágora, los seres ideados por los
hombres para servirles no se dejan dominar fácilmente.
Queda claro que el tema de la “criatura servidor” no pertenece de modo
específico a ninguna tradición religiosa en especial; queda claro, también, que
siempre remite al mismo proyecto, y que ese proyecto siempre comporta
peligros extraordinarios: el Golem crece de tal modo que, a veces, causa

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catástrofes que ya no es fácil detener; la mandrágora, tarde o temprano,


querrá para ella el poder y la riqueza que se supone que debe buscar para su
amo; llegará a veces, y no falta en ello una cierta ironía, a echar en cara a su
creador su propia creación y a amenazarlo: “¿Por qué, con tus hechizos
infernales, me arrancaste a la tranquilidad de mi vida anterior? El sol y la luna
brillaban para mí sin artificio; me despertaba con pensamientos apacibles, y
por la noche juntaba las hojas para rezar. No veía nada malo, porque no tenía
ojos; no oía nada malo, porque no tenía orejas; pero me vengaré... [...] Te
daré dinero para que satisfagas todos tus deseos, te traeré tantos tesoros
como me pidas, pero todo lo haré para que te pierdas ... [...]
Desdicha para las razas venideras. Me has traído al mundo por medios
infernales y no podré escapar a él más que. el día, del juicio final” (Arnim, op.
cit.). Encontraríamos palabras de ese estilo en boca de la mayoría de los
seres nacidos por mano del hombre a los que éste haya querido infundir vida:
el engendro; «laicizado» (Breton, 1995), desgajado de la 'imaginería mágica y
recuperado por la imaginería científica; recorre la narración pidiéndole cuentas
a su creador y escapando sistemáticamente a su poder. La Eva fatura, de
Vílliers de l'Isle AClam, nacida de la unión del amor con la electricidad,
concebida por un ingeniero llamado Edison, no tiene nada que envidiar en ese
aspecto, a la cantante fantasma imaginada por Julio Verne en El castillo de los
Cárpatos, y esta última no está tan lejos. como parece de los monstruos
aterradores fabricados en La isla del Doctor lYJoreau, de H.G.. Wells. El
«escultor en carne humana» que es Le mystérieux Docteur Cornélius, de
Gustave Lerouge, conocerá, con el hombre que fabrica, los mismos
sinsabores que los ideadores de Robocop (en la película dirigida por Paul
Verhoeven en 1987) o que los hombres que, en Blade Runner (la excelente
película de Ridley Scott, de 1982), creen que controlan a unos robots que, en
realidad, imponen la ley.
Hemos llegado casi al corazón de la paradoja de «la educación como
fabricación>>, y quizá, para entender mejor su sentido, convenga recordar por
un momento «la dialéctica del Amo y el Esclavo» tal como la presenta Hegel.
Recordemos que Hegel explica que el Amo, tras una lucha para instaurar; su
poder, impone al Esclavo que trabaje para él mientras él accede al goce, es

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decir, al placer sin esfuerzos ni trabajo. El Esclavo, forzado a mantener con el


mundo una. relación disociada de la persecución del placer inmediato,
construye una conciencia de sí mismo que le permite acceder a la
comprensión de las cosas, adquiere fuerza física y carácter; en suma: se
forma (es lo que Hegel, después de tantos otros, denomina la Bildung, que
designa la formación adquirida por un individuo en el curso de su desarrollo,
por contraposición a una formación reducida la suma de las influencias que
recibe). De ese modo se crean las condiciones para que la relación de
servidumbre se invierta: «Así como la dominación manifiesta que su esencia
es lo inverso de lo que pretende ser, también la servidumbre se convertirá, en
su propio cumplimiento, en lo contrario de lo que es en lo inmediato» (Hegel,
1807).
. Ahora bien: ¿por qué el Amo queda en jaque de ese modo? La
interpretación trivial del tema hegeliano remite, la mayor parte de las veces, a
una especie de «mecanismo que se invierte», siendo el trabajo el vector
esencial de transformación: la ociosidad del Amo cava su tumba, mientras que
la actividad del Esclavo le proporciona medios para reconquistar el poder.
Pero todo eso es, fuera de duda, en Hegel, mucho más complejo. Según
expone Alexandre Kojeve (1947, pp. 120-195), el Amo vive en una
contradicción terrible que lo "mina'', en cierto modo, desde dentro y contribuye
a su perdición por lo menos tanto como el Esclavo. Porque, ¿qué quiere, de
veras, el Amo, que ha arriesgado la vida para convertirse en tal, que ha
invertido todas sus energías en una empresa insensata en busca de
servidores obedientes? Quiere ser obedecido, por supuesto, y gozar así de su
victoria. Pero no quiere ser obedecido por máquinas. Eso no le interesa
porque, de ser el caso, no sería de veras un «Amo». Quiere ser obedecido por
hombres, por hombres corno él... Ahora bien: los esclavos no son realmente
hombres como él, dado que no tienen más remedio que obedecerle.
«Para ser hombre, ha querido hacerse reconocer por otro hombre. Pero si
ser hombre es ser Amo, entonces el Esclavo no es un hombre, y hacerse
reconocer por un esclavo no es hacer se reconoce r por un hombre» (Kojeve,
1947, p. 174).

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En cierta manera, pues, el Amo ha actuado en vano y no puede alcanzar


nunca su objetivo. ¿Merecía la pena hacer todo lo que ha hecho, invertir todo
el tiempo y todas las energías, toda la inteligencia y toda la valentía, para
conseguir ese resultado? ¿Merecía la pena bregar tanto para reinar sobre un
autómata dócil incapaz de reconocer la obra de su creador? ¿Merecía la pena
educar a alguien, tomarse tantas molestias, transmitirle lo mejor que uno sabe
y tiene, para encontrarse finalmente frente a un ser que es incapaz, debido a
la misma dependencia en que uno lo ha puesto, de darnos las gracias por lo
que hemos hecho dárnoslas, se entiende; no a la fuerza, como esclavo, ¿sino
como un igual que reconoce ‘la obra de un igual?
La verdadera satisfacción del amó sería que el servidor le saludase como
hombre libre. Pero entonces el servidor ya no sería tal, y el Amo ya no sería el
amo. La verdadera satisfacción del educador sería que aquél a quien ha
educado le saludase como hombre libre y lo reconociera como su educador
sin ser, con ello, su vasallo. Pero eso es imposible, porque la exigencia de ese
reconocimiento constituye ló que el antropólogo norteamericano Gregory
Bateson denomina una «doble imposición»:
«Te obligo a adherirte libremente a lo que te propongo»; y resulta que hay ahí
una conminación auténticamente paradójica: o bien uno obliga a otro y
renuncia a que el otro sea libre, o bien hay que asumir el riesgo de la libertad
del otro y entonces, no hay ninguna garantía de que se adhiera a nuestras
pro posiciones.
Claro que no decimos así las cosa: preferimos decir que «nos gustaría que
el otro se adhiriese a lo que le proponemos» ... pero «de todos modos
aceptamos que no lo haga». «Nos gustaría ... ¡pero de todos modos
aceptamos» He ahí el leitmotiv, a menudo conmovedor por su banalidad '
bien intencionada, del educador que no ha renunciado a la «educación como
fabricación» y se encuentra en un callejón sin salida.
«Nos gustaría» porque nos adherimos a lo que proponemos y por lógica, lo
que proponemos nos parece lo mejor. «Nos gustaría» porque tenemos,
nosotros tenemos, la experiencia de la vida. «Nos gustaría» porque somos
responsable de la educación del otro y, dado que el otro no ésta todavía
educado, no puede juzgar por sí mismo lo que le conviene. Pero «de todos

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modos aceptamos», para empezar porque, la mayor parte de las veces, no


nos queda otro remedio; porque hay que vivir y nuestra energía no es
inagotable. «De todos modos aceptamos», también, porque preferimos que el
otro se aparte de lo que le proponemos antes que entrar con él en una lucha
encarnizada de la que ambo saldríamos heridos... y el otro sin ninguna duda,
afianzado en sus convicciones. «De todos modos aceptamos» porque nos
damos cuenta de que, in fine no tenemos poder sobre la decisión del otro... la
cual decisión. no siempre depende de él mismo (Meirieu, 1995).
Alexandre Kojeve afirma que «el dominio es un callejón sin salida existencial»
(ibid., p. 174). ¿No sería eso aplicable a la educación? ¿No será, también ella,
un <callejón sin salida existencial»? Si examinamos algunos de los textos
mitológicos en los que vemos a la criatura girarse contra su creador, escapar a
su poder sin por ello convertirse en un ser libre capaz de entrar en una
relación de iguales, por no hablar de un compartir, -es como para pensarlo.
¿Se puede, de veras, «fabricar un hombre» que sea «Un hombre para
nosotros», es decir, ¿alguien capaz de establecer con nosotros algo que no
sea una relación dialéctica entre amo y esclavo? ¿Se puede «formar», sin
«fabricarlo», un ser que se nos asemeje, que nos lo deba todo, y que, al
mismo tiempo, no esté obligado a nada respecto a nosotros? ¿un ser que no
intente quitarnos el puesto en ün ciclo infernal de dominio recíproco? ¿Un ser
que no pretenda damos gusto, como Pinocho antes de crecer, ni ha cernos
desgraciado, como la mandrágora que se propone hacer expiar su creación a
su creador? ¿Podemos escapar a la «doble imposición» y renunciar a la
conminación paradójica del. «te obligo a adherirte libremente»? ¿Podemos no
caer en la violencia que siempre se desencadena cuando se está en un
callejón sin salida? Ha llegado el momento de consultar la historia ejemplar de
Frankenstein respecto a ese asunto que adquiere, a medida que vamos
avanzando, un carácter cada vez más irreductible y nos permite ya entrever
otro interrogante, oculto como un secreto en el corazón de todos los que ya
hemos encontrado: ¿se puede renunciar a «hacer al otro» sin, con ello,
renunciar a educarlo?

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Mary Shelley, o la creación, por una joven modosita de 19 años, de un


texto ejemplar: Frankenstein, o el moderno Prometeo

El destino de Mary Shelley fue, es evidente, excepcional. Nació en 1797 de


la unión de dos intelectuales ingleses de los que hoy se diría que fueron
vanguardistas: William Godwin, autor de “An Enquiry Concerning Polítical
Justice”, donde defiende la distribución de la propiedad privada según las
necesidades atestadas de cada individuo y denuncia con violencia las
injusticias sociales de la sociedad británica, y Mary Wollstonecraft. que. había
escandalizado terriblemente a esa misma sociedad publicando su Vindicación
de los derechos de la mujer. Esos dos personajes extravagantes habían
decidido vivir juntos, pero si compartir hogar, para no hacer peligrar su
independencia recíproca. En muchos aspectos, hoy podemos verlos como
<figuras célebres de la causa de las Luces: no tenían conciencia de ninguna
sombra, salvo la de la ignorancia a su alrededor, y creían firmemente ser
portadores de una antorcha que podía honrar la Historia» (Spark, 1989, p.
18). Su unión, por desgracia, duró poco, porque al cabo de cuatro años Mary
Wollstonecraft dio a luz una niña, que iba a ser Mary Shelley, y murió diez días
más tarde, de una fiebre que los médicos no pudieron atajar.
La pequeña Mary fue educada, pues, por su padre, el cual no tardó en
casarse con una vecina. Mary conoció, durante su infancia, corno sucede a
menudo en situaciones de ese tipo, vivas tensiones con su madrastra, a la que
consideraba (sin duda con. razón) bastante mediocre por comparación con la
madre perdida e idealizada. El clima intelectual y político de la época, por lo
demás, contribuía a eso en gran medida, porque Inglaterra era entonces presa
de una reacción anti-francesa y antirrevolucionaria, y la pequeña Mary no
podía percibir a su madre sino como una figura progresista desaparecida de
modo prematuro e injusto. Cuando Mary tenía quince años, su padre, para
evitar que el clima familiar se degradase más, la envió a casa de un amigo en
Escocia, «a que se educase como filósofa, e incluso como cínica» (ibid., p.
34). Fue por entonces que describió a Mary como «singularmente audaz,
bastante imperiosa y de mente activa, [con] un fuerte deseo de conocimiento y
una perseverancia casi- invencible en todo lo que emprende» (ibid., pp. 31,

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32). ¡El doctor Frankenstein tendrá a quién parecerse! Godwin contaba, por lo
demás, a quien quisiera oírle, que sería una digna sucesora de su padre.
Pero Godwin no calculaba que Mary conociese, en 1814, al poeta Percy
Bysse Shelley, de fama todavía muy modesta, pero con un encanto sin duda
tremendamente atractivo. El acaba de separarse de su mujer, y se enamora
perdidamente de Mary. Mary, fascinada por él, no tarda en sucumbirle. Para
escapar a Godwin y a la buena sociedad inglesa, Mary y Percy huyen, la
noche del 28 de julio de 1814, y parten en un viaje, demente y terriblemente
romántico como su amor, por Francia, Suiza, Alemania, Holanda... antes de
atreverse a volver a Londres y desafiar la ira de Godwin. La pareja vivirá allí,
entre los tumultos y las aventuras necesarias para sentirse existir y alimentar
de pasión y sufrimientos su romanticismo. Ya conocemos la continuación, al
menos en lo que nos concierne: el verano lluvioso de 1816, junto al lago de
Ginebra, Mary empieza a escribir Frankenstein consecutivamente a una
apuesta entre amigos. Cuando el libro se publica, en Londres, en 1818, causa
«un extraño escalofrío» No es que la crítica lo acogiese unánimemente como
una obra maestra. Al contrario: fue objeto de vivos ataques y de muchas
polémicas. Una revista literaria muy influyente denunció con violencia «esa
clase de escrito» que «no inculca ninguna lección de conducta, de modales ni
de moralidad; no puede enmendar, y ni tan sólo divertirá a sus lectores, a
menos que tengan el gusto tristemente vicia. o». Sólo Walter Scott (¡que la
creía obra de Percy!) la elogio y subrayó que, en su opinión, revelaba dotes
poco comunes de imaginación poética [ ...] capaces de suscitar reflexiones
nuevas y fuentes de emoción inéditas».
Todavía hoy, los juicios en tomo a la calidad literaria de la obra son
peculiarmente contradictorios. Michel Boujut considera que <la redacción de la
novela falla; la construcción es pueril y apresurada, y no faltan las repeticiones
ni los desarrollos excesivos)> (prefacio a la edición francesa de Frankenstein
[1978], Verviers: Marabout). Y lo cierto es que, por ejemplo, puede sorprender
al lector que el personaje de Justine (que será acusada del asesinato de
William, el hermano de Frankenstem, cometido, en realidad, por la criatura)
sea presentado, por la vía rápida, mediante una carta en la que cuenta su
historia porque la autora, es evidente, acaba de darse cuenta de que ha de

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pre sentar a ese personaje. Y no queda uno demasiado contento de Ja historia


inverosímil de la familia De Lacey, con la que el ser tendrá su aprendizaje
humano: se trata de una inserción rocambolesca en la que se mezclan un rico
mercader turco, un proceso amañado, una fuga extravagante y el reencuentro
inverosímil de dos enamorados que, sin ni siquiera hablar el mismo idioma,
logran, milagrosamente, reunirse en un pueblecito de Alemania. Pero los
defectos quedan de sobra compensados por la organización general de la
novela, a la vez original y rigurosa: se trata, en realidad, de un juego de «cajas
chinas» (Lecercle, 1994): distintas historias se estructuran en una trama muy
precisa en la que se articulan nacimientos y muertes en progresión
paroxística. Se empieza y se termina con cartas de un explorador, Walton, que
intenta llegar al polo Norte y cuyo barco está atrapado en los hielos. Walton
recoge al doctor Frankenstein y cuenta la tremenda impresión que causa en él
mismo y en la tripulación. Sigue la historia del propio Frankenstein a través del
diario de Walton, y en esa narración se enclava lo que cuenta la criatura, en el
famoso encuentro con su creador en Montenvens, de su propia «educación» y
sus primeras fechorías. Tenemos ahí una construcción en círculos
concéntricos cerrados por u na nueva carta de Walton, que, tras oír la historia
de Frankenstein y haber visto morir al creador y a su criatura, renuncia a su
propia búsqueda, la conquista del polo Norte.
El estilo del texto también ha sido objeto de discrepancias: algunos ven ahí
una escritura poco trabajada y con mezcla de influencias de la novela gótica
(escenas en que Frankenstein desentierra cadáveres en cementerios), del
naturalismo (descripciones líricas de montañas y lagos, desde Chamonix
hasta Escocia), de tópicos filosóficos del siglo XVIII (modo de analizar las
primeras impresiones de la criatura y el despertar de sus sentidos), de la
ideología «científica» entonces en boga (alusión al doctor Darwin, abuelo de
Charles, experto en «galvanismo» , convencido del poder de la electricidad de
devolver la vida a cuerpos inanimados), etcétera. Hay, incluso, a veces,
acentos shakespearianos, en especial en la grandilocuencia de las
maldiciones proferidas por el monstruo y en el carácter épico de un combate
que sobrepasa en envergadura, claramente, a los protagonistas. Pero más allá
de la suma de influencias y referencias explícitas o implícitas, la novela se

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caracteriza, extrañamente, por el «realismo» del discurso. Si el lector siente


«escalofríos» es quizá, precisamente, porque el estilo de la narración es
relativamente simple y no estamos ante una forma literaria original que pueda,
en cierto modo, absorber la intriga. Mary Shelley dice las cosas con la
ingenuidad de una chica de diecinueve años; las dice «tal como vienen», sin
buscar la coherencia estilística, aplicando, siempre, a la acción las palaras que
espontáneamente le parecen mejores. No intenta conseguir una obra literaria
homogénea, y lo cierto es que no la consigue. Pero, lejos de perjudicar lo
contado, esa «imperfección» hace resaltar todavía más la fuerza del mito en
estado bruto. Por eso, sin duda, el éxito popular de la novela fue inmediato.
Por eso hoy no se la puede clasificar fácilmente en ningún «género literario»
bien delimitado. Y por eso nos fascina tanto.

Frankenstein y su criatura, o el sorprendente juego de espejos del «no


soy yo, es el otro»

¿Por qué, cuando se dice «Frankenstein», todos pensamos enseguida en el


monstruo? ¿Por qué ese nombre evoca irresistiblemente la cara suturada, el
cuerpo enorme y los crímenes atroces de la criatura? Sabemos, sin embargo,
más o menos, que Frankenstein no es el monstruo, sino su creador; que no es
el asesino, sino un sabio médico, ávido de conocimientos, que quiere,
emulando a Prometeo, robar a los dioses un secreto esencial. Lo sabemos
tanto más cuanto que el título exacto de la obra no se presta a confusión:
Frankenstein, o el moderno Prometeo. Ocurre, como dice Jean-Jacques
Lecercle, que «lo sabíamos, pero no queríamos saberlo. Sé que Frankenstein
no es el monstruo, pero de todos modos...» (op. cit., p. 5).
Esa confusión no se debe a un simple lapsus, ni es producto de las
adaptaciones cinematográficas que la han alentado. Está inscrita en el texto
mismo de la obra; inscrita en hueco, por así decirlo. La inscribe Mary Shelley
en el cuerpo mismo del monstruo que, como en el relato de Kafka «En la
colonia penitenciaria» (1919), lleva en su carne el texto de su condena y los
estigmas que determinan inflexiblemente su futuro la criatura es obra de
Frankenstein; su cuerpo deforme, que su autor ha hecho mayor que el de un

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ser humano por comodidad y porque eso facilitaba el trabajo quirúrgico de


fabricación, ese cuerpo «es» Frankenstein porque el doctor ha puesto en él
todo su saber, toda su energía, toda su voluntad: lo ha querido, no ha querido
más que eso. «Quien no haya oído la llamada irresistible de la ciencia», dice,
«no puede hacerse idea de su tiranía» (Shelley, 1818). Ha creído realizar una
obra y esperado, sin duda, que, tras su larga y difícil tarea, pueda decirse «un
Frankenstein» como se dice «un Rubens» o «un Vermeer». He ahí la
esperanza, inverosímil y sin embargo banal, de hacerse reconocer a través de
lo que se ha creado, de sobrevivir en ello y de alcanzar, de ese modo, una
forma peculiar de clonación que otorga la inmortalidad.
Sólo que un «Rubens» o «un Vermeer» se contemplan en un museo... y
por eso, sin duda, escapan en enorme medida a su creador, tanto porque el
espectador hará una proyección de sí mismo cuando contemple el cuadro
como porque los críticos de arte encontrarán en él cosas que, probablemente,
su creador jamás tuvo el ánimo explícito de poner. Cierto que el pintor o el
escultor sueñan en secreto en fundar una «escuela» y tener por discípulos a
imitadores fieles pero imperfectos ..., fieles por reverencia, e imperfectos por
deferencia. Pero las obras, una vez ejecutadas, guardan, con su creador,
una relación de exterioridad, hasta tal punto que lo usual es que el autor se
desprenda de ellas por trato mercantil. Viene a ser: «Mi trabajo es "mío" pero
no es realmente "yo", puesto que puedo intercambiarlo por dinero, puesto que
lo entrego a otros por la mediación material de billetes anónimos que circulan
en transacciones humanas que yo no controlo ya realmente... Conservo una
ternura secreta por lo que he hecho, pero me gusta que otros se reconozcan
en ello. En el fondo, lo que he hecho, lo he hecho para eso, para que hombres
iguales a mí se lo apropien, me desposean de ello, en cierto sentido, y puedan
decir, a su vez: "ese cuadro es mío".» Ahora bien: no hay nada de todo eso en
el doctor Frankenstein: su «obra» no será «entregada» a un público hipotético
para que otros hombres se reconozcan en ella y compartan, gracias a ella,
emociones esenciales de lo humano. Su obra permanece suya: su creación es
una paternidad crispada y posesiva; quiere, y ésa será su ruina, triunfar en
todos los escenarios: «ser padre» y «ser creador», ambas cosas a la vez;
conciliar la satisfacción de «dar nacimiento a un hombre» con la de «fabricar

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un objeto en el mundo». Quiere el éxito material y el reconocimiento por parte


de la obra misma, ignorando que no puede haber más reconocimiento, para el
creador, que el de sus semejantes, los demás hombres, por la obra que les ha
cedido, entregado, regalado incluso. «Nadie puede imaginar», explica
Frankenstein en pleno frenesí de acción, «la diversidad de emociones que
[ ...], en los primeros furores del éxito, me empujaban hacia adelante con una
fuerza irresistible. [ ...] Una nueva especie me bendeciría como su creador. Y
fuente; muchas criaturas felices y excelentes, me deberían su existencia.
Ningún padre podría reclamar la gratitud de sus hijos tan completamente como
yo merecería la de ellas)) (Shelley, op. cit.). _
Frankenstein quiere, pues, ser padre, y no es extraño que la criatura no
tenga nombre: ¡su apellido será, evidentemente, como con todo hijo, el de su
padre! Y, como todo hijo, se parece a su padre pese a esas diferencias de
generación (y, en este caso de fabricación) que afectan la relación de filiación
y la diferencian de la simple reproducción. De un niño, se dirá que tiene una
sonrisa, una expresión, un rasgo de carácter, un modo de andar o de
reaccionar que, fugazmente, recuerdan a sus progenitores y, en cierto modo,
constituyen su rastro. Y la criatura tiene rastros así: comparte el gusto de su
padre por la soledad y los grandes espacios desiertos y hostiles de la alta
montaña; es, como él, «razonadora» a no poder más, exaltada, obstinada
hasta la tozudería; no se detiene nunca a mitad camino y lleva su búsqueda
hasta el fin. Frankenstein no cejara en crear un ser vivo; la criatura no cejará
en conseguir una compañera que comparta su destino. Y cuando Frankenstein
haya renunciado, en un arranque de lucidez, a crear esa compañera...«¿Tenía
derecho, por mis intereses personales, a lanzar una tal plaga sobre las
generaciones imperecederas.?», cuando haya «desgarrado en jirones
informes la casa inmunda en la que trabajaba, entonces habrá de cumplirse la
terrible maldición del «hijo»: «¡La noche de tu boda, yo estaré contigo!» . Si el
monstruo no ha tenido derecho a una compañera, ¡tampoco el doctor tendrá
ese goce! Y la simetría proseguirá en la terrible persecución mundo a través,
hasta los hielos árticos... aunque en una curiosa inversión, porque el
monstruo, después de haber sido el perseguidor, se convertirá en una especie
de fugitivo voluntario: «A veces, entonces, dejaba propósito detrás de él

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ciertos indicios, porque temía que yo, desesperando de dar con él, me dejase
morir» ...«Llego incluso a grabar inscripciones en cortezas de árbol o en rocas,
para mantener mifuror: [ ...] ¡ Valor, enemigo mío! Hemos de seguir luchando
por nuestra existencia; todavía nos esperan muchas horas penosas ».
La confusión entre Frankenstein y el monstruo no es, pues, un simple error
de comprensión; muy al contrario: pone de relieve una dimensión primordial de
la novela y del mito: inscribe el mimetismo en el corazón de la relación de
filiación Y ese mimetismo es al mismo tiempo ineluctable e infernal. Es
ineluctable porque, ya queda dicho, nadie puede estar presente en su propio
origen y cada cual lleva consigo los rastros, formalizados por la educación, de
aquél o aquéllos que se han introducido en el mundo. Pero ese mimetismo es
infernal porque, como bien dice René Girard (1981), «no se puede ser dos,
idénticos o parecidos, en un solo puesto», y la violencia es inevitable cuando
el parecido es tanto que cada cual proclama el derecho a ocupar ese puesto.
Es infernal, sobre todo, para quienes no puedan librarse de la relación de
«fabricación» y queden apresados en la «dialéctica del amo y el esclavo».
«Eres mi creador, de acuerdo, pero yo soy el amo. ¡Me obedecerás!» (Shelley,
1818), dice el monstruo a su «padre». «Te equivocas», replica el creador; «la
hora de mi indecisión queda atrás, y también la de tu poder». No podría
expresarse mejor hasta qué punto no tiene salida el callejón al que conduce el
proyecto de «hacer» al otro; no podría explicarse mejor la violencia que se
apodera ineluctablemente de quienes confunden la educación con Ja
omnipotencia, no soportan que el otro se les escape y quieren dominar por
completo su «fabricación»):
« -Te quiero conforme a mis proyectos; te quiero para satisfacer mi deseo de
crear a alguien a mi imagen o a mi servicio; te quiero para que hagas que me
sienta importante, sabio, eficaz, un «buen padre» o un «buen enseñante>); te
quiero para estar seguro de mi poder.
»-Pero te condenas a ser desgraciado, y me condenas a serlo, porque no
puedo ser tú sin tomar tu puesto y destruirte; no puedo parecerme a ti sin
manifestar mi libertad y escapar a tu poder; no puedo cumplir lo que deseas
sin sentir la necesidad irresistible de romper mis cadenas y girar contra ti la
violencia que llevas en ti»

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El pavor del doctor Frankenstein, o el descubrimiento tardío de que no


siempre hay perdón para quienes «no saben lo que hacen»
En contraste con la imaginería complicada y barroca empleada en cine para
escenificar la operación por la cual Frankenstein da vida al monstruo, Mary
Shelley es de una sobriedad sorprendente: «Una siniestra noche de
noviembre pude por fin contemplar el resultado de mis trabajos. Con una
ansiedad mortal, dispuse al alcance de la mano los instrumentos que me
permitirían transmitir una chispa de vida a la forma inerte que yacía a mis pies.
Era ya la una de la madrugada lluvia tamborileaba lúgubremente en los
cristales, y la vela iba acabando de consumirse. De pronto, a la luz de la llama
titubeante, vi que la criatura entreabría sus ojos. de un amarillo deslustrado.
Respiró profundamente, y sus miembros se agitaron en un movimiento
convulsivo», Una vez efectuada la operación y colmado el anhelo, el doctor
Frankenstein siente un profundo malestar y se sume en un sueño lleno de
terribles pesadillas del que no despertará sino al cabo de vanas horas. En
realidad, tiene un miedo inmenso; le asusta lo que acaba de hacer sin
entender todavía bien qué ha hecho. Entrevé, cuando despierta, la mano del
monstruo que esboza un gesto hacia él, y descubre «el horror» que le inspira
su creación. Ha cometido lo irreparable. Ahora no ve más posibilidad que la
huida.
Pero, ¿es en ese momento que se sella su destino? Nada tan lejos de
poder afirmarse. Cierto que la criatura no es demasiado agradable de ver...
pero, al fin y al cabo, antes de que lo laven y lo vistan, ¡tampoco lo es un niño
recién nacido! La criatura, ¿es ya, de veras, a partir de ese momento, el
monstruo sanguinario en que más adelante se convertirá? De ningún modo.
Mary Shelley es categórica en ese punto. La criatura es profundamente
«buena», rebosa sentimientos compasivos y no pide más que ser querida. Es,
por supuesto, torpe e insegura, e ignora las costumbres humanas. Pero no
hay en ella nada de maldad ni de agresividad ... hasta el extremo de que
algunos verán en ella la manifestación característica del mito del «buen
salvaje grato a los filósofos del siglo XVIII: «Es la encarnación ficticia de una

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experiencia imposible, pero en la que la filosofía de las Luces no había dejado


nunca de soñar: la de la tabla rasa.
¿Cómo sería un hombre en estado de naturaleza, sin haber conocido nunca
la sociedad? (Lecercle, 1994, p. 28). Sería profundamente bueno, alejado de
las depravaciones sociales y de los prejuicios culturales; descubriría el mundo
progresivamente Y se formaría de él una representación a partir de las
primeras visualizaciones e impresiones inscritas en su conciencia. Aprendería
de las cosas mismas lo que hay que saber; sólo querría ser útil, servir, ser
querido y apreciado; tendería la mano al semejante, no para agredirlo sino en
testimonio de su «voluntad buena» ... cosa ésta muy distinta de la «buena
voluntad». Sería, dicho de otro modo, el engendro de Frankenstein. La
criatura, abandonada por su creador, intentará, en efecto, «hacerse una
educación». Para empezar, descubrirá el mundo en un modo que Locke y los
filósofos empiristas imaginaban posible: «No hay nada en el entendimiento
que no haya estado antes en los sentidos», escribe Locke en Ensayo sobre el
entendimiento humano, publicado en 1690. Y el filósofo parte en campaña
contra el innatismo cartesiano, y desarrolla la tesis de la prioridad de las
experiencias concretas... experiencias concretas que, precisamente, la criatura
de Frankenstein tendrá en el bosque al que va a dar cuando escapa del
laboratorio. Primero descubre «la extraña multiplicidad de las sensaciones que
se apoderan de todo su ser», y luego observa ciertos fenómenos con los que
ejercerá la reflexión: se nota más calor al solo junto al fuego, la carne es mejor
cuando está cocinada dormir a cubierto de la lluvia es más agradable y
permite que el cuerpo se recobre mejor del cansancio sin riesgo de enfermar...
Poco a poco, Y de entrada sin intervención de los hombres la criatura se
«civiliza», construye su inteligencia en lo que hoy llamaríamos su interacción
con el mundo, y adquiere ciertos conocimientos esenciales por el «método
natural». Luego vendrá el encuentro con la familia De Lacey, refugiada en una
casa de campo tras un juicio desgraciado. Allí, escondida en un cobertizo, la
criatura descubre las costumbres humanas, empezando por el lenguaje: «Me
di cuenta de que aquella gente disponía, por articulación de sonidos, de un
medio de comunicarse unos a otros experiencias y sentimientos. Observé que
las palabras que pronunciaban tenían el don de causar a veces, en aquéllos a

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quienes iban dirigidas, sonrisas o caras tristes. Había ahí, sin duda, una
ciencia divina que yo deseaba aprender lo antes posible» (Shelley, 1818). La
criatura, cómo no, aprende fácil mente a hablar; y, en prueba de gratitud hacia
sus benefactores involuntarios, les presta, de noche, pequeños servicios: corta
leña o ayuda clandestinamente en trabajos de granja. La llegada de una
muchacha a la que hay que enseñar a leer proporciona a la criatura la ocasión
de enriquecer su cultura e integrarse más en la comunidad humana. Sin
dejarse ver, sigue las lecciones que el joven da a su amada y se entera de la
historia de los hombres con Plutarco y sus vidas paralelas de los hombres
ilustres de Grecia y de Roma. Ahí descubre valores morales y sociales a los
que se adhiere de modo espontáneo: «Admiraba la virtud y los sentimientos
nobles» (ibid.), explica, conmovida por la fuerza y la simplicidad de los
grandes actos y de las grandes almas de las que la familia De Lacey le ofrece
ejemplos cercanos. El monstruo medita sobre su propio destino también por el
estudio del Paraíso perdido, de Milton: «Como Adán, yo no estaba unido, en
apariencia, por ningún vínculo a ningún ser. Pero en todo lo demás su
situación era muy distinta de la mía. Él había salido de las manos de Dios, el
ser perfecto; él era feliz y no le faltaba nada. Además, le protegía su creador,
que le dedicaba atentos cuidados. [...] Yo, en cambio, era un desdichado,
desamparado y solo».
De ese modo empieza a insinuarse la duda en esa criatura que no pide más
que querer y ser querida. La duda, y luego, cuando descubre el diario del
doctor Frankenstein en los bolsillos de su chaqueta, que había tomado al huir
del laboratorio, la inquietud, la ira y, finalmente, la rebeldía: «¡Maldito sea el
día que me vio nacer!, grité, desesperado. ¡Maldito creador!»). Y, ciertamente,
¿por qué crear un ser y Juego abandonarlo, solo, pese a sus tremendas
desventajas, entre hombres que no pueden, si algún mediador no les ayuda,
reconocerlo como uno de los suyos? ¿Por qué ponerlo en el mundo y
renunciar a introducirle en el mundo, a socializarlo, y a ayudar a los hombres a
socializarse respecto a él? El doctor Itard desafiará el escepticismo y el miedo
de los hombres, incluyendo a los hombres de ciencia, para hacerle un espacio
a Víctor del Aveyron, pese al «asco» que el niño despertaba en sus
contemporáneos. Y el cine nos ha ofrecido, con El hombre ·elefante, la célebre

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película de David Lynch, un ejemplo de magnífica tenacidad y de la


posibilidad, pese al espanto que inspiran las deformidades físicas, de
reconocer en un «monstruo» a un miembro de la comunidad humana; del lento
y soberbio hallazgo ·de su humanidad. Nada de eso en el doctor Frankenstein:
cuando comete un «sacrilegio», cae postrado, se sume en una culpabilidad
mortífera y parece perder por completo el sentido de sus responsabilidades.
Repite, entonces, hasta la saciedad, que «no sabía lo que hacía» ... Pero,
justamente, había que saberlo. Fabricar un hombre no se puede hacer, así
como así, a bote pronto, sin pensarlo de veras, sin calcular las consecuencias
ni preguntarse qué implica eso en el futuro.
Fabricar un hombre y abandonarlo es correr, efectivamente el riesgo de
hacer de él un «monstruo». Si la criatura es un «monstruo» es porque ha sido
abandonada por «su padre». Puede descubrir el mundo gracias a sus
sentidos; tiene la oportunidad de acceder a la cultura gracias al encuentro
milagroso de situaciones que le permiten aprendizajes esenciales.; Pero le
falta algo aún más esencial: aprende mucho, pero nadie, propiamente
hablando, se ocupa de su educación. Ningún mediador la presenta a los
hombres y se los presenta. Y lo que había de suceder sucede: el encuentro
tiene lugar... pero en forma de una auténtica conmoción que generará
numerosos cataclismos.
El resto, ya se sabe: la criatura intenta que la adopte el viejo ciego de la
familia De Lacey; defiende su causa con sinceridad: «Todavía no he hecho
daño a nadie. Al contrario: siempre he intentado, en la medida de mis
modestas posibilidades, ser útil a mi prójimo» (Shelley, 1818); consigue de ese
modo inspirarle compasión... hasta la llegada de los restantes familiares que,
aterrados, se precipitan contra ella y le asestan golpes violentos a los que la
criatura se niega a replicar. Luego viene la huida, el vagar desesperado, el
malentendido que deriva en tragedia: la criatura salva a un niño de ahogarse y
los hombres, convencidos de que intenta ahogarlo, le dan las gracias a golpe
de escopetazo. La historia, entonces, no puede sino dar un tumbo:
«Los sentimientos de bondad y afabilidad que todavía me animaban hacía tan
sólo unos instantes se cambia ron por una furia diabólica que me hacía chirriar
de dientes». Y, con la furia en el corazón, la criatura emprende la búsqueda de

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su creador. Los crímenes se suceden: William, el hermano del doctor, es


degollado; Justine es acusada del asesinato y ahorcada; Clerval, el amigo fiel,
es asesinado; la mujer del doctor será muerta la noche de la boda, y el padre
de Frankenstein morirá poco después. El resorte estaba tensado, todo estaba
a punto: la máquina infernal tenía que ponerse en marcha. Estamos ahora en
una historia cuyo desarrollo es implacable, en similitud con lo que describe
Jean Cocteau en su adaptación de Edipo, La machine infernale: «Contempla,
espectador, con la cuerda tensa, de tal modo que el resorte se desenrolle con
lentitud a lo largo de toda una vida humana, una de las máquinas· más
perfectas que han construido los dioses infernales para la aniquilación
sistemática de un mortal» (Cocteau, 1934, p. 12). Sólo que, aquí, los dioses no
pintan nada. Es un hombre, uno de los nuestros, quien, sin saber lo que hacía,
ha desencadenado el proceso. Un hombre que ha cometido el delito
imperdonable de confundir «fabricación» y «educación». Un hombre que. creía
que podía poner un ser en el mundo sin acompañarlo en el ·mundo. Un
hombre que sella su desgracia y la de su criatura al considerar terminado el
trabajo cuando ha terminado el «montaje» y construido el cuerpo. Pero un
cuerpo humano es muy distinto de un montón de carne: es el sitio de un sujeto
que se construye, que se proyecta, y que prolonga, mucho más allá de su
fabricación, algo así como un excedente de humanidad. ·

Frankenstein, o la, educación entre praxis y poiesis

Es, sin duda alguna, Francis Imbert quien mejor ha formulado la oposición
entre praxis y poiesis en educación. Retomando esa temática de Aristóteles, e
iluminándola con los trabajos de Hannah Arendt (1983) y de Cornelius
Castoriadis (175), ha demostrado que toda empresa educativa está
profundamente marcada por esa oposición (Imbert, 1985, 1987, 1992). La
poiesis se caracteriza por tratarse de una fabricación que se detiene en cuanto
alcanza su objetivo. El objeto que se propone como fin impone que entren en
juego unos medios técnicos, unos saberes y unos saber hacer, unas
capacidades y competencias que generan un resultado objetivable y definitivo
desgaja do de su autor, el cual ya no vuelve a tocarlo. La poiesis es, hablando

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en propiedad, una actividad; en el sentido aristotélico, no es un «acto». La


praxis, por el contrario, se caracteriza por ser una acción que no tiene más
finalidad que ella misma; aquí ya no hay ningún objeto a fabricar, ningún
objeto del que se tenga una representación anticipada que permita su
elaboración y lo encierre, en cierto modo dentro de su «resultado», sino un
acto a realizar en su continuidad, un acto que nunca termina de veras porque
no comporta ninguna finalidad externa a él mismo definida con antelación.
Tenemos, de ese modo, que la educación no puede ser nunca por entero
una poiesis, aunque tenga inevitablemente características de
«amaestramiento» que remiten a una imagen, definida previamente, de
conformidad social. Reducir la educación a una poiesis sería tratar al sujeto
educado como una «Cosa» de la que podría decirse, antes de empezar a
educarla, qué debe ser y de qué modo exacto podrá verificarse si se
corresponde con lo proyectado. Seria, en realidad, negar la educación y
encerrarse en la contradicción que tantas veces hemos visto en
funcionamiento: el educado, para estar «logrado», debe parecerse al
educador, pero ese parecido implica que, como él, disponga de una libertad
que le permita, precisamente, diferir de lo proyectado para él. En ese punto
fracasa la empresa de Frankenstein, cuando descubre que su criatura ha sido
«dotada involuntariamente por él de la voluntad y el poder de cometer los
actos más horribles» (Shelley, 1818). Y, por eso Frankenstein no es un
educador; por eso no entra en la praxis.
Porque resulta, explica Cornelius Castoriadis, que «en la praxis la
autonomía de los otros no es una finalidad; es, y no jugamos con las palabras,
un comienzo; es todo lo que se quiera menos una finalidad; no está terminada,
no admite ser definida por un estado o unas características cualesquiera»
(1975, p. 104). Y Francis Imbert añade: «El punto de mira de amaestramiento,
de logro, de supresión del tiempo y del sentido, he ahí la manifestación
esencial del olvido de la praxis. Mientras que la poiesis exige una Figura de
Autor, Señor del sentido, capaz de garantizar la predecibilidad y la
reversibilidad de sus operaciones de producción, la praxis se propone obrar
con "actores", con sujetos singulares que se comprometen y se encuentran en

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base a su no-dominio del sentido y de la imprevisibilidad de lo que puede


derivar de su compromiso y su encuentro» (1992, p. 112). -
Frankenstein, es evidente, reduce la educación a una poiesis: para él, la
acción termina con la fabricación, El cuerpo no es más que un conjunto de
órganos, la formación de una combinación eficaz de sensaciones y
conocimientos; el sujeto es el simple resultado de procedimientos técnicos que
basta con poner en obra a partir de principios elementales de la «filosofía
natural». La fisiología y la psicología, la construcción del cuerpo y el
adiestramiento social, bastan para «hacer un hombre».
En cierto modo, sin embargo, Frankenstein no se engaña de veras: sabe, sin
duda, muy en el fondo, que no es eso; que un sujeto es otra cosa que un
ensamblaje de elementos físicos y psíquicos. Pero eso, es evidente, le da
miedo; le causa pavor porque, si aceptase esa realidad, tendría que
reconsiderar sus convicciones fundamentales más íntimas, empezando por su
relación con los saberes científicos'. Porque Frankenstein comparte, en lo más
recóndito de su ser, esa convicción que hoy llamaríamos «tecnocrática»,
analizada por Olivier Reboul como fundada en cinco postulados:
1- El postulado de que la técnica puede resolver todos los problemas;

2- El postulado de un control total de nuestra acción y de la eliminación


de cualquier imprevisto;
3- El postulado de la reducción de lo real a lo que es científicamente
detectable y mensurable.
4- El postulado de que las opciones técnicas se imponen por razones
puramente técnicas y no son discutibles
5- El postulado de que la eficacia técnica es el valor supremo.

Ahora bien: Frankenstein descubre, en el curso de su espantosa aventura, el


carácter particularmente peligroso de esos postulados, hasta tal punto que no
querrá transmitir su terrible secreto a Walton, hasta tal punto que una y otra
vez lamentará sus actos y su irresponsabilidad en el pasado .., aunque sin
sacar las consecuencias y tratar de pasar, cuando todavía estaba a tiempo, de
la poiesis a la praxis. : ··
En ese sentido, Frankenstein, en su ceguera, comparte la tentación descrita
por Hannah Arendt de «sustituir el actuar por el hacer». «La cosa es siempre

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escapar a las calamidades de la acción buscando refugio en una actividad,


con la que un hombre, aislado de todos, se mantiene dueño de sus actos y
sus gestos de comienzo a fin: [...] huir de la fragilidad .de los asuntos humanos
y refugiarse en la solidez de la tranquilidad y el orden» (Arendt, 1983, pp. 247,
249). Porque la educación (todo educador lo sabe) está siempre llena de
«calamidades»: los niños son maleducados y le sacan la lengua a a gente en
vez de dar amablemente los buenos días; los alumnos no entienden jamás lo
que toca cuando toca; no se aplican lo suficiente en matemáticas y están
distraídos en clase; cuando tienen buenos resultados en la escuela y podrían
cursar la carrea superior que quisieran, a veces les da por hacer teatro o
ponerse a viajar; desde luego compleja y difícil, por la cual un hombre
introduce a otro en el mundo y lo ayuda a construir su diferencia, se enreda en
un proyecto infernal que sólo podía conducirles, a él y a su criatura, a ésa
carrera hacia la muerte por las soledades polares desérticas en las que reinan
definitivamente «el frío y la desolación» (Shelley, 1818).

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