Frankenstein Educador
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FRANKENSTEIN EDUCADOR
INTRODUCCIÓN:
HAY GINEBRINOS Y GINEBRINOS ...
o sobre la legitimidad de un enfoque mitológico en educación
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impunemente que la conciencia es el único juez infalible del bien y del mal, ni
que las sociedades legítimas deben basarse en una adhesión previa, y sujeta
a renovación constante, de sus miembros a un pacto social. Ningún orden
establecido puede ser de muy buen ojo proposiciones como ésas; ningún
poder puede aprobar unas obras que parecen llamar tan abiertamente a la
desobediencia civil. Y Jean-Jacques tendrá que huir: Yverdon a Neuchatel, de
Inglaterra a Francia... sin encontrar los ginebrinos la comprensión que
esperaba por encima de todo. Pero aquello que Ginebra negó a Rousseau en
vida se lo ha prodigado después de muerto: el personaje incontrolable e
impetuoso desaparece y queda su obra, marginal y generosa, sediciosa y
sensible. Aunque la personalidad de Jean-Jacques inquietó a los gobernantes
ginebrinas, éstos aludirán a ella, indefectiblemente, coma encarnación de la
originalidad intelectual y política de la pequeña república. Ginebra quiere a
jean-Jacques porque aspira a ser, como él, emblema de libertad y de
tolerancia, de modestia activa al servicio de la paz entre los pueblos, de
desprecio a los honores y al formalismo, de confianza en el hombre y en las
virtudes de la educación.
Y así nos encontramos con que Ginebra conocerá, a comienzos del siglo
XX, una formidable efervescencia intelectual en torno a las cuestiones
pedagógicas. Adolphe Ferriere estará en el centro de un importantísimo
movimiento pedagógico a favor de la «escuela activa»; funda, ya en 1899, la
Oficina Internacional de nuevas escuelas, y luego la Liga Internacional para la
nueva educación, antes de participar activamente en la creación de la Oficina
Internacional de educación en 1925. Célestin Freinet y muchos otros
pedagogos reconocerán lo mucho que deben a esas iniciativas
ginebrinas. Édouard Claparede, por su parte, fundará en Ginebra, en 1912, un
instiituto de ciencias de la educación al que llamará, por cierto, Institut Jean-
Jacques Rousseau. Pierre Bovet impulsará la importante revista de referencia
L 'éducateur antes de convertirse en el primer presidente de la Oficina
Internacional de educación. Robert Dottrens, aparte de sus muchas
responsabilidades universitarias e institucionales, crea, en 1927, la École du
Mail, en la que se experimentarán formas de trabajo individualizado que
aspiran suscitar el deseo de aprender y, al mismo tiempo, permitir al niño
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góticas», llamativamente sobrio y tan poderoso que su lectura deja, por largo
tiempo, una extraña sensación de malestar. Un texto cuya importancia literaria
desborda, con mucho, su calidad literaria; un texto que ha dado pie a tantas
variantes teatrales y cinematográficas que hoy son pocos, en el planeta,
aquéllos a quienes no dice nada el nombre de Frankenstein.
Pues bien, es partiendo de ese extraño personaje y de su historia que nos
proponemos reflexionar sobre la educación. El proyecto es curioso, ¡qué duda
cabe! ¿Por qué escoger esa vía si la filosofía, desde hace mucho, y las
ciencias de la educación, desde hace unos años, nos proponen darnos la
clave de la empresa educativa? Por gusto a la provocación, por supuesto; y
también porque el paralelismo con Rousseau era demasiado tentador. Pero,
más básicamente, porque apostamos a que el mito de Frankenstein puede
acercarnos mucho, cosa extraña, a la comprensión de la cosa educativa.
Porque no cabe duda que Frankenstein se ha convertido en un mito: «una
historia que recomienza infinitamente, en la que algunos actores (el monstruo,
el sabio maléfico, la dulce novia) y ciertas escenas (la muerte del niño) se han.
convertido en elementos obligados; una historia, por último, sin origen y sin
contexto [...] una. historia sin historia, en suma, libre de cualquier anclaje en
cualquier coyuntura histórica» (Lecercle, 1994, p. 7). Frankenstein es, en
realidad, el mito más significativo del que es, fuera de duda, el interrogante
fundamental del pedagogo que se replantea una y otra vez la pregunta
punzante del niño que se interroga sobre sus orígenes: «Pero, ¿cómo se
hacen los niños?» Y sé muy bien que he puesto: «se hacen», con todo el
peso, terriblemente ambiguo, del verbo «hacer». Frankenstein «hace» un
hombre, es decir, lo «fabrica». Y su acto le aterra tanto que cae en postración
y abandona a su suerte al ser innominado. Un ser que no es, ni mucho menos,
básicamente malo; un ser que se aproxima, en sus reacciones iniciales, a ese
«estado de naturaleza» que Rousseau describía; un ser que se educará un
poco al modo de Emilio... y que caerá en la violencia cuando al abandono de
su creador se sume la estupidez de los hombres.
Frankenstein es, pues, el hombre encarado a la llegada de <otro», de una
de esas criaturas que, dice Daniel Hameline, empezamos por «sostener>>
antes de tener que «cargar con ellas». «Cargar con ellas» sin saber muy bien
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qué ha hecho uno y qué puede hacerse con la criatura; deseando conseguir
que «pros páe» lo mejor posible, pero comprendiendo que ese prosperar
impondría, sin duda, restricciones contradictorias con su libertad; unas
restricciones que, por lo demás, solemos ser incapaces de imponerle. Hemos
«hecho» un niño y queremos «hacer de él un hombre libre».. ¡como si eso
fuese fácil! Porque, si se l'«hace», no será libre, o al menos no lo será de
veras; y, si es libre, escapará inevitablemente a la voluntad y a las veleidades
de fabricación de su educador.
Veamos: ¿por qué el acto del doctor Frankenstein habría de parecernos un
verdadero sacrilegio, si no fuese que afecta lo sagrado, es decir, aquello que,
en nuestro imaginario, constituye uno de esos interrogantes tan potentes que
no se puede intentar darles respuesta sin que se tambaleen nuestras
construcciones conceptuales ordinarias? «Fabricar» un hombre, si pensamos
en ello, es ya tremendo" como formulación. Pero «hacer un cuerpo con trozos
de carne», eso ya resulta insoportable. Vulnera la constitución misma de
nuestra humanidad originaria, vulnera aquello que hace que no tengamos
derecho a alienar nuestro propio cuerpo ni a desenterrar un cadáver en un
cementerio de Carpentras, de Toulon o de donde sea. «Fabricar un hombre»
es una tarea insensata, lo sabemos muy bien.
. Y, sin embargo, es también una tarea cotidiana, la de cada vez que nos
proponemos «construir un sujeto sumando conocimientos» o «hacer un
alumno apilando saberes». «Fabricar un hombre» es una cosa rara que nos
inquieta lo suficiente para que la novela de Mary Shelley tenga el éxito que
tiene. Es algo que nos toca tan de cerca, algo tan íntimo, que su evocación
nos estremece. Porque sabemos perfectamente que participamos en ese
proyecto que, sin embargo, nos da miedo ... Ahora bien: he ahí, precisamente,
el verdadero sello del mito, y del hecho de que se trata de un mito fundacional,
de un mito que tiene que ver con la vida y la muerte al mismo tiempo, de un
mito cuyas implicaciones son, para cada uno de nosotros, de primerísima
importancia. Es incluso, sin duda, uno de esos mitos «dinámicos» de los que
nos habla el epistemólogo y filósofo Abraham Moles, el cual nos explica que
fundamentan todos los proyectos científicos: «Ícaro es el mito de la aviación,
Prometeo el de la energía atómica que roba a las estrellas su secreto para
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viene, en qué historia ha aterrizado y qué sentido tiene esa historia. Todavía
más precisamente: sólo puede vivir, pensar o crear algo nuevo sí ha hecho
suya hasta cierto punto esa historia, sí ésta le ha proporcionado las claves
necesarias para la lectura de su entorno, para la comprensión del
comportamiento de quienes le rodean, para la interpretación de los
acontecimientos de la sociedad en la que vive. No puede participar de la
comunidad humana si no ha encontrado en su camino las esperanzas y los
temores los arrebatos y las inquietudes de quienes le han precedido; todos
esos rastros dejados, en ese fragmento de tierra en que vive, por
predecesores que mediante esos rastros le dan consejos que no siempre le
servirán, pero que no puede ignorar más que al precio de repetir eternamente
los mismos errores y quizá, más grave todavía, de no comprender por qué son
errores y por qué los hombres los pagan.
Educar es, pues, introducir a un universo cultural, u n u ni verso en el que
los hombres han conseguido amansar hasta cierto punto la pasión y la muerte,
la angustia ante el infinito, el terror ante las propias obras, la terrible necesidad
y la inmensa dificultad de vivir juntos ... un mundo en el que quedan algunas
«obras» a las que es posible remitirse, a veces tan sólo para asignar palabras,
sonidos o imágenes a aquello que nos atormenta, tan sólo para saber que. no
se está solo. Lascaux y el canto gregoriano, el Roman de Renart y las
catedrales, Rabelais y Diderot, Leonardo da Vinci y Mozart, Picasso y Saint-
John Perse, no son más que esos elementos fijos que permiten a aquél que
llega saber dónde está, reconocerse y «decirse». Sin ésas u otras referencias,
lo que soy y experimento corre el riesgo de no alcanzar nunca un nivel de
expresión en que la inteligencia pueda apropiárselo; sin eso, yo me anularía
en la ex presión del instan te, sin capacidad de pensamiento, de memoria o
siquiera de lenguaje. «El nacimiento y la muerte», explica Ha nnah Arendt
(1983, p. 110), «presuponen un mundo en el que no hay un movimiento
constante; cuya durabilidad, por el contrario, cuya relativa permanencia,
posibilita aparecer y desaparecer en él; un mundo que existía antes de la
llegada del individuo y que le sobrevivirá .
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Sin un mundo al que los hombres vienen al nacer y que abandonan al morir,
no habría nada más que el eterno retorno, la perpetuidad inmortal de la
especie humana, semejante a la perpetuidad de las otras especies animales».
Por lo demás, sin duda esa cuestión se planteaba menos ayer, hace
algunos decenios, de lo que se plantea hoy. No ha pasado tanto tiempo desde
que las diferencias de una generación a otra eran mínimas; las generaciones
sucesivas se superponían unas a otras en el grado suficiente para que el
vínculo transgeneracional quedase garantizado, por decirlo así, por
impregnación, sin que se pensara realmente en ello y sin que fuese producto
de una acción ordenada y sistemática: se sabía, en las familias, qué eran la
Ascensión y Pentecostés, o quiénes eran tales o cuales figuras públicas de
los propios tiempos...
La mayoría de los franceses podían decir algo sobre Robespíerre y Danton,
e íncluso recitar algunos versos de Yictor Hugo. De todo eso se hablaba de
vez en cuando durante las comidas, y eran cosas que reaparecían en las
conversaciones con la frecuencia suficiente para que la transmisión se
realizase median te un juego sutil de evocaciones y explicaciones. También,
en todas partes, se cultivaba el recuerdo del barrio o del pueblo natal es de
sus personajes típicos y de sus acontecimientos destacados. A veces no era
gran cosa, pero bastaba para que la generación siguiente no fuese del todo
extraña a la precedente o para que no tuviese que redescubrirlo tardíamente
por la vía indirecta de manifestaciones folklóricas de gusto a menudo dudoso.
Hoy, en cambio, vivimos una aceleración sin precedentes en la historia. De
una generación a otra, el entorno cultural cambia radicalmente, hasta tal punto
que la transmisión por impregnación se ha hecho, en muchas familias,
particularmente difícil. La oleada de imágenes televisuales es, a veces, la
única cultura común en grupos familiares reducidos a su más simple
expresión: un conjunto de personas que utilizan la misma nevera. A falta de
nada que compartir, ni comidas, ni preocupaciones, ni intereses convergentes,
ni cultura común las relaciones entre generaciones se han
«instrumentalizado»'. según explica el sociólogo Alain Touraine; ya no se
habla de veras, se intercambian servicios: «Quédate en casa a cuidar de tu
hermana, y tendrás el dinero de bolsillo que pides» ... «Ahí tienes mi ejercicio
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Pero, también, ¿qué educador no ha descubierto, cierto día, que, más allá de
los infrecuentes momentos de «éxtasis», no se ha conseguido nada definitivo?
La narración de Ovidio y la de Rousseau terminan en el momento en que la
estatua cobra vida. Expresan de ese modo, sin duda, una intención que a
todos nos labra en profundidad ... ¡pero nos dejan con la criatura en brazos, y
nos obligan a conformarnos con la simple suposición de que los personajes,
seguramente, como en los cuentos de hadas, «se casarán y tendrán muchos
hijos»! Ahora bien: en la vida, las cosas no se interrumpen de ese modo y,
después del «éxtasis», hay que seguir viviendo. En la vida, las estatuas,
aunque sean perfectas, si uno se arriesga a darles la vida, nunca son del todo
sosegadoras.
Bernard Shaw lo tuvo claro cuando retomó el tema de Pigmalión en u na
obra teatral que tu vo u n éxito considerable. Estamos en el Londres de
comienzos de siglo y asistimos a una curiosa «experiencia pedagógica»
(Shaw, 1913). El doctor Higgins, un especialista en fonética que vive como
solterón empedernido en un laboratorio extraño donde, valiéndose de
instrumentos curiosos e imponentes, intenta reproducir la voz humana, acepta
el reto de transformar a una florista en una duquesa. Lo conseguirá hasta ta]
pun to que, en una gran fiesta, Liza será la admiración de toda la aristocracia
londinense. Pero las cosas no tardarán en complicarse; la joven va cobrando
confianza y le sienta mal que Higgins recuerde a su madre que ha tomado
afecto a esa joven que no es más que el «resultado de un experimento»:
«Déjala hablar, madre. Que hable de ella misma. Así te darás cuenta, muy
pronto, de si es capaz de tener alguna idea que yo no le haya metido en la
cabeza o de decir alguna palabra que yo no le haya puesto en la lengua. He
fabricado esta cosa con las hojas de col que estaban tiradas y pisoteadas n el
pavimento de Covent Carden. Y ahora, pretende hacerse conmigo la gran
dama» (Shaw, op. cít.). La relación entre Liza y Higgins se hará difícil; sienten
una obvia atracción mutua, pero esa «simetría afectiva> topa una y otra vez
con la presencia tenaz de una «asimetría educativa» de la que no pueden
hacer abstracción. Se quieren, está claro, peo Higgins ha «hecho» a Liza y no
puede olvidarlo. En realidad, ama su obra y su éxito educativo y no puede
soportar que ese éxito se aleje de él.
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creer que el otro, ése al que queremos educar, al que queremos introducir,
para su bien, en la comunidad humana, pueda existir ahí, frente a nosotros,
resistirse a nuestra empresa emancipadora y a veces, incluso, sufrir por su
culpa. Los pueblos colonizados ya se enteraron de eso a sus expensas, y del
asunto conservan todavía los estigmas. Nuestros hijos y nuestros alumnos lo
constatan, hoy, a menudo: cuando nuestra determinación educativa se ve
respaldada por la certidumbre de obrar «por su interés», nos importa poco, a
fin de cuentas, saber «qué les interesa». Entonces, nos abrimos paso «a
hachazos»; imponemos, decidimos en .su lugar. Y lo hacemos con razón, qué
duda cabe; porque si ellos pudieran decidir por su cuenta sobre su vida, sobre
el modo de comportarse en ella, sobre qué necesitan aprender... ¡sería que ya
habrían completado su educación!
En cuanto a Maestro Cereza, no será él quien complete la educación de
Pinocho. Se desembaraza así que puede del incómodo leño dándoselo a su
compadre Gepeto, el cual, precisamente, ha ido a pedirle material para hacer
un títere: «He pensado en fabricar, con mis propias manos, un bonito títere de
madera; un títere maravilloso, que sepa bailar, manejar una espada y dar el
salto mortal. Daré la vuelta al mundo con ese títere, para ganarme mi
mendrugo y mi vaso de vino». Gepeto no tendrá más suerte, pero pondrá más
obstinación. A pesar de las afrentas de que le hace víctima Pinocho en el
curso de su fabricación, a pesar incluso de la tristeza en que le sumen, llegará
hasta el final... Hasta el final, es decir, hasta el momento en que se le
escapa de las manos: «Pinocho tenía las piernas entumecidas y no sabía
usarlas, de modo que Gepeto lo sostenía de la mano y lo guiaba para que
aprendiese a poner un pie delante del otro. Cuando tuvo las piernas bien
desentumecidas, Pinocho empezó a andar solo y a correr por la habitación; y,
de repente, abrió la puerta, saltó a la calle y huyó..»
Empieza entonces una increíble cascada de incidentes en los que seres
extraños que salen de un bestiario fabuloso se codean con personajes de la
commedia dell'arte y con modestos campesinos de la Toscana. El títere
rebelde imaginado por Collodi nos meterá en una serie de aventuras en las
que le seguirán millones de lectores de todo el mundo, millones de lectores
que han hecho de ese libro, considerado por su autor como una «bambinata»,
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hecho nunca y que no sabe hacer, pero que debe hacer precisamente para
aprender a hacerlo... En suma: un gesto con el que «se sitúa en el yo».
«Profesor, ¿me deja que intente hacer un poema, explicar un teorema, o
mirar por el microscopio? De mí no se ha esperado nunca nada bueno;
siempre he fracasado y todo el mundo se burla de mí, pero hoy quisiera
probar».
«Súbete a caballo sobre mis hombros y sujétate fuerte a mí. Yo me encargo
del resto», dice Pinocho a su padre. «Así que Gpeto estuvo bien instalado
sobre los hombros de su hijo, Pinocho, seguro de lo que hacía, se lanzó al
agua y echó a nadar...». Ha quedado muy atrás el pilluelo inconstante y
caprichoso en el que nadie hubiera confiado. En su lugar hay un niño resuelto
que no vacila en afirmar su voluntad, con serenidad y sin violencia; un niño
que ha abandonado las gesticulaciones. desordenadas y los impulsos
contradictorios ... para cumplir por fin un acto verdadero; «un acto de
valentía», dirán algunos; quizá sea, simplemente, «un gesto de hombre».
El resto es anecdótico: Pinocho y su padre encuentran un techo, una
modesta cabaña. Pinocho se pone a trabajar. Gana u n poco de dinero y
supera la nueva prueba que el hada [e pone: acepta sacrificar su dinero para
cuidarla y salvarla. Ella, claro, no estaba enferma: «iba de risa», como dicen
los niños; sólo pretendía manipular a Pinocho un poco más: los adultos
necesitan a veces esas cosas para saber que les quieren y sentir que existen.
Como recompensa (los adultos suelen confundir el amor y el comercio), el
hada lo perdona todo y se opera la metamorfosis: (Pinocho fue a mirarse en el
espejo y creyó ver a alguien que no era él. Ya no era la imagen acostumbrada
de una marioneta de madera la que se reflejaba allí, sino la imagen viva e
inteligente de un guapo niño de pelo castaño, de ojos azules, de aire vivo y
alegre como una mañana de Pentecostés».
Una mañana de Pentecostés. Un día de primavera en que el Espíritu
desciende sobre los hombres; en que los títeres se convierten en niños porque
escapan al mismo tiempo al poder de su educador y a las trampas de su
imaginación; un día, en cierto modo, en que la educación adviene... Pero, en
la vida, no hay hada ni hay tiburón, o al menos no a menudo. Y, en la vida, la
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Del Golem a Robocop, pasando por Julio Verne, H. G. Wells, Fritz Lang y
muchos otros, o la extraña persistencia de un proyecto paradójico
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Del Golem a Robocop, pasando por Julio Veme, H. G. Wells, Fritz Lang y
muchos otros, o la extraña persistencia de un proyecto paradójico
Con Pigmalión y con Pinocho se expresa, pues, una misma intención, pese
a las considerables diferencias que los contraponen en muchos aspectos:
tanto el prestigioso mármol del escultor antiguo como el vulgar leño del
carpintero tos cano son materiales que se ofrecen a la mano del hombre, y
éste pone en ellos lo mejor de sí mismo. La forma humana, por mediación de
u na diosa o en vírtud de algún poder que le es propio, se anima y vive,
expresa incluso sentimientos hacia su creador... En ambos casos, en realidad,
se revela una misma esperanza: acceder al secreto de la fabricación de lo
humano.
Si examinamos con atención Ja historia de la literatura y del cine, nos damos
cuenta de que hay toda una serie de obras que intentan penetrar el mismo
secreto. Esas obras, según demuestra Philippe Breton (1995) en su trabajo: A
l'image de l'homme: du Golem aux créatures virtue!les, constituyen un
conjunto absolutamente especifico y hay que distinguirlas de aquellas otras
que abordan la relación del hombre con Dios, lo absoluto, el conocimiento o el
amor. Fausto o Sísifo, Moby Dick o la princesa de Cleves, nos muestran
situaciones en que el hombre, enfrentado a dilemas radicales, ha de decidir su
destino jugando fuerte. Pero los héroes, en estos casos, no tienen por tarea
«hacer un hombre». Pues bien: «para entender la unidad pro funda de los
seres artificiales y percibir mejor la frontera que los separa de otros seres de
ficción, el método más simple es quizá tomarse las distintas narraciones al pie
de la letra, en el nivel en que son más explicitas. Desde esa perspectiva
concreta, que moviliza simplemente una competencia como lector, se
diferencian bastante bien de los demás seres fantásticos. Por otra parte, esos
seres no son ni hombres ni dioses, y por otra parte son concebidos por los
hombres a imagen del hombre» (Breton, 1995, p. 46).
Desde esa perspectiva, es probable que, al margen de algunos ejemplos,
por lo demás poco recordados en la historia, de estatuas animadas en el
mundo antiguo, la primera figura realmente notable, junto a la de Pigmalión,
sea la del Golem en la tradición judía. Según explica Borges, el mito del
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atraía las libre fuerzas siderales del universo. Una tarde, antes de la oración
de la noche, el rabino se olvidó de sacar el sello de la boca del Golemy éste
cayó en un frenesí, corrió por las callejas oscuras y destrozó a quienes se le
pusieron por e/ante. El rabino, al fin, lo atrajo y rompió el sello que lo animaba.
La criatura se desplomó. Sólo quedó la raquítica figura de barro, que aún hoy
se muestra en la sinagoga de Praga.» (Meynnk, El Golem, en traducción de
Borges, cit., pp. 105-106).
La novela onírica de Meyrink no está exenta de un cierto antisemitismo, que
encontramos en autores que evocan al Goem para denunciar la sed humana
de poder encarnada, en particular, por el pueblo judío. Para muchos de los
herederos del romanticismo alemán, el mito del Golem es específicamente
un«mito judío» que ilustra la ambición desmesurada de ese pueblo que quiere
someter el universo a sus leyes. Reminiscencias como ésa, por desgracia,
siguen hoy vigentes y a menudo pasan desapercibidas. En la película de Fritz
Lang Metrópolis, que es el arquetipo de muchas películas de ciencia ficción,
puede observarse que hay una estrella judía grabada en la puerta de la casa
del sabio que crea la mujer autómata que ha desplantar a María, dulce egeria
idealista, para arrastrar a la rebelión a los trabajadores sojuzgados bajo tierra.
Pero no vayamos a creer que el tema del Golem sólo haya sido objeto de
tratamientos antisemitas en denuncia del poder abusivo de los judíos como
manipuladores de extraños secretos para dominar el mundo: en 1928, Chaim
Bloch publica sobre el Golem un conjunto de relatos con el que muestra el
carácter extremadamente sutil y ambiguo del mito: ese ser no es
primordialmente un instrumento de poder, sino sobre todo un medio de
protección contra las agresiones injustificadas de que son víctimas los judíos;
el crearlo es, pues, un acto por el cual un pueblo amenazado intenta
sobrevivir; el rabino, cuando indaga los secretos de su fabricación, persigue el
misterio de sus orí genes y busca, sobre todo, garantizar el futuro sin que, con
ello, pretenda jamás igualarse a Dios. Recientemente, en 1984, el escritor
Isaac Bashevis Singer publicó una obra para niños titulada, de nuevo, El
Golem, en la que presenta a [a criatura como un «genio benéfico)) que ayuda
a los judíos de Praga a escapar a su aislamiento y a encontrar su espacio en
las convulsiones políticas del Renacimiento ... Y, ya en 1812, el escritor
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32). ¡El doctor Frankenstein tendrá a quién parecerse! Godwin contaba, por lo
demás, a quien quisiera oírle, que sería una digna sucesora de su padre.
Pero Godwin no calculaba que Mary conociese, en 1814, al poeta Percy
Bysse Shelley, de fama todavía muy modesta, pero con un encanto sin duda
tremendamente atractivo. El acaba de separarse de su mujer, y se enamora
perdidamente de Mary. Mary, fascinada por él, no tarda en sucumbirle. Para
escapar a Godwin y a la buena sociedad inglesa, Mary y Percy huyen, la
noche del 28 de julio de 1814, y parten en un viaje, demente y terriblemente
romántico como su amor, por Francia, Suiza, Alemania, Holanda... antes de
atreverse a volver a Londres y desafiar la ira de Godwin. La pareja vivirá allí,
entre los tumultos y las aventuras necesarias para sentirse existir y alimentar
de pasión y sufrimientos su romanticismo. Ya conocemos la continuación, al
menos en lo que nos concierne: el verano lluvioso de 1816, junto al lago de
Ginebra, Mary empieza a escribir Frankenstein consecutivamente a una
apuesta entre amigos. Cuando el libro se publica, en Londres, en 1818, causa
«un extraño escalofrío» No es que la crítica lo acogiese unánimemente como
una obra maestra. Al contrario: fue objeto de vivos ataques y de muchas
polémicas. Una revista literaria muy influyente denunció con violencia «esa
clase de escrito» que «no inculca ninguna lección de conducta, de modales ni
de moralidad; no puede enmendar, y ni tan sólo divertirá a sus lectores, a
menos que tengan el gusto tristemente vicia. o». Sólo Walter Scott (¡que la
creía obra de Percy!) la elogio y subrayó que, en su opinión, revelaba dotes
poco comunes de imaginación poética [ ...] capaces de suscitar reflexiones
nuevas y fuentes de emoción inéditas».
Todavía hoy, los juicios en tomo a la calidad literaria de la obra son
peculiarmente contradictorios. Michel Boujut considera que <la redacción de la
novela falla; la construcción es pueril y apresurada, y no faltan las repeticiones
ni los desarrollos excesivos)> (prefacio a la edición francesa de Frankenstein
[1978], Verviers: Marabout). Y lo cierto es que, por ejemplo, puede sorprender
al lector que el personaje de Justine (que será acusada del asesinato de
William, el hermano de Frankenstem, cometido, en realidad, por la criatura)
sea presentado, por la vía rápida, mediante una carta en la que cuenta su
historia porque la autora, es evidente, acaba de darse cuenta de que ha de
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ciertos indicios, porque temía que yo, desesperando de dar con él, me dejase
morir» ...«Llego incluso a grabar inscripciones en cortezas de árbol o en rocas,
para mantener mifuror: [ ...] ¡ Valor, enemigo mío! Hemos de seguir luchando
por nuestra existencia; todavía nos esperan muchas horas penosas ».
La confusión entre Frankenstein y el monstruo no es, pues, un simple error
de comprensión; muy al contrario: pone de relieve una dimensión primordial de
la novela y del mito: inscribe el mimetismo en el corazón de la relación de
filiación Y ese mimetismo es al mismo tiempo ineluctable e infernal. Es
ineluctable porque, ya queda dicho, nadie puede estar presente en su propio
origen y cada cual lleva consigo los rastros, formalizados por la educación, de
aquél o aquéllos que se han introducido en el mundo. Pero ese mimetismo es
infernal porque, como bien dice René Girard (1981), «no se puede ser dos,
idénticos o parecidos, en un solo puesto», y la violencia es inevitable cuando
el parecido es tanto que cada cual proclama el derecho a ocupar ese puesto.
Es infernal, sobre todo, para quienes no puedan librarse de la relación de
«fabricación» y queden apresados en la «dialéctica del amo y el esclavo».
«Eres mi creador, de acuerdo, pero yo soy el amo. ¡Me obedecerás!» (Shelley,
1818), dice el monstruo a su «padre». «Te equivocas», replica el creador; «la
hora de mi indecisión queda atrás, y también la de tu poder». No podría
expresarse mejor hasta qué punto no tiene salida el callejón al que conduce el
proyecto de «hacer» al otro; no podría explicarse mejor la violencia que se
apodera ineluctablemente de quienes confunden la educación con Ja
omnipotencia, no soportan que el otro se les escape y quieren dominar por
completo su «fabricación»):
« -Te quiero conforme a mis proyectos; te quiero para satisfacer mi deseo de
crear a alguien a mi imagen o a mi servicio; te quiero para que hagas que me
sienta importante, sabio, eficaz, un «buen padre» o un «buen enseñante>); te
quiero para estar seguro de mi poder.
»-Pero te condenas a ser desgraciado, y me condenas a serlo, porque no
puedo ser tú sin tomar tu puesto y destruirte; no puedo parecerme a ti sin
manifestar mi libertad y escapar a tu poder; no puedo cumplir lo que deseas
sin sentir la necesidad irresistible de romper mis cadenas y girar contra ti la
violencia que llevas en ti»
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quienes iban dirigidas, sonrisas o caras tristes. Había ahí, sin duda, una
ciencia divina que yo deseaba aprender lo antes posible» (Shelley, 1818). La
criatura, cómo no, aprende fácil mente a hablar; y, en prueba de gratitud hacia
sus benefactores involuntarios, les presta, de noche, pequeños servicios: corta
leña o ayuda clandestinamente en trabajos de granja. La llegada de una
muchacha a la que hay que enseñar a leer proporciona a la criatura la ocasión
de enriquecer su cultura e integrarse más en la comunidad humana. Sin
dejarse ver, sigue las lecciones que el joven da a su amada y se entera de la
historia de los hombres con Plutarco y sus vidas paralelas de los hombres
ilustres de Grecia y de Roma. Ahí descubre valores morales y sociales a los
que se adhiere de modo espontáneo: «Admiraba la virtud y los sentimientos
nobles» (ibid.), explica, conmovida por la fuerza y la simplicidad de los
grandes actos y de las grandes almas de las que la familia De Lacey le ofrece
ejemplos cercanos. El monstruo medita sobre su propio destino también por el
estudio del Paraíso perdido, de Milton: «Como Adán, yo no estaba unido, en
apariencia, por ningún vínculo a ningún ser. Pero en todo lo demás su
situación era muy distinta de la mía. Él había salido de las manos de Dios, el
ser perfecto; él era feliz y no le faltaba nada. Además, le protegía su creador,
que le dedicaba atentos cuidados. [...] Yo, en cambio, era un desdichado,
desamparado y solo».
De ese modo empieza a insinuarse la duda en esa criatura que no pide más
que querer y ser querida. La duda, y luego, cuando descubre el diario del
doctor Frankenstein en los bolsillos de su chaqueta, que había tomado al huir
del laboratorio, la inquietud, la ira y, finalmente, la rebeldía: «¡Maldito sea el
día que me vio nacer!, grité, desesperado. ¡Maldito creador!»). Y, ciertamente,
¿por qué crear un ser y Juego abandonarlo, solo, pese a sus tremendas
desventajas, entre hombres que no pueden, si algún mediador no les ayuda,
reconocerlo como uno de los suyos? ¿Por qué ponerlo en el mundo y
renunciar a introducirle en el mundo, a socializarlo, y a ayudar a los hombres a
socializarse respecto a él? El doctor Itard desafiará el escepticismo y el miedo
de los hombres, incluyendo a los hombres de ciencia, para hacerle un espacio
a Víctor del Aveyron, pese al «asco» que el niño despertaba en sus
contemporáneos. Y el cine nos ha ofrecido, con El hombre ·elefante, la célebre
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Es, sin duda alguna, Francis Imbert quien mejor ha formulado la oposición
entre praxis y poiesis en educación. Retomando esa temática de Aristóteles, e
iluminándola con los trabajos de Hannah Arendt (1983) y de Cornelius
Castoriadis (175), ha demostrado que toda empresa educativa está
profundamente marcada por esa oposición (Imbert, 1985, 1987, 1992). La
poiesis se caracteriza por tratarse de una fabricación que se detiene en cuanto
alcanza su objetivo. El objeto que se propone como fin impone que entren en
juego unos medios técnicos, unos saberes y unos saber hacer, unas
capacidades y competencias que generan un resultado objetivable y definitivo
desgaja do de su autor, el cual ya no vuelve a tocarlo. La poiesis es, hablando
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