Alias Calacho1
Alias Calacho1
Alias Calacho1
Autor: El Burrólogo
A veces las cosas pasan por presentimiento, otras por simple acción e inacción, en otros
casos, la vida es una ilusión de ecos causados por un pin-pon que cae, rechina y vuelve a
caer, dejando sonidos perdurables en el tiempo y el espacio. Eso pasó en San José de
Lachán, que de tantos pin-pones sorteados en la vida, le tocó uno que dejó una huella
inseparable al sentir de su memoria. Cuando todo sucedió, en ese lugar en serranía vivían
3.500 almas humanas que lo tenían todo en el manjar de la nada. Es preciso indicar que los
habitantes de ese lugar habían adoptado la costumbre de dormirse temprano bajo unas
toldas rojas producto de muchas noches oscuras.
-Quien ensilla su burro, sabe pa’ donde va-, y sin importar lo que su compañera presentía,
Calacho cedió su lomo a la horma de su silla. -A menos carga, vida más larga-, eso
pensaba, y así, lo fueron adornando con dos cajones llenos de habichuela y mango, comía
lavaza fresca y no mostraba ni el más mínimo interés de ver la mirada de su compañera. Él
creía en su génesis, y sabía que el bienestar no estaba en la silla, ni en los cajones, ni en los
ojos de su amada, ni mucho menos en lo pasado, confiaba en su sabiduría proverbial, así
como en el empoderamiento de su alma, era un ser libre al que nada lo trastornaba.
Vuelve otra vez la burra al trigo. El año no había arrancado bien, Emilia lo sabía. De una u
otra manera le quiso recordar que por allá en las lejanías del Atlántico a un pájaro le
fallaron las alas, causando ciento ochenta y nueve tristezas. Y eso no fue casualidad, poco
después en las arequipas otro pájaro cesó su vuelo y le aportó al mundo ciento veintitrés
tristezas más. Por lo menos esas tristezas llegaron diciendo un hasta luego, otras no tienen
esa posibilidad. Calacho en su sabiduría sabía que más vale pájaro en mano, que ciento
volando, y estos pájaros no cesaron su vuelo por culpa de los aires del destino, si no por las
fallas del mismo mundo que les dio vida.
Una cosa piensa el burro y otra el que lo está enjalmando. Aunque generalmente a San José
de Lachán las noticias llegaban en burro, ese día ni siquiera se asomaron; mientras tanto en
la parcela, a Emilia le tocó tragar entero su soledad, y de paso, ver por el cercado como su
amado marchaba sin despedirse, en efecto, sus orejas seguían mirando hacia atrás.
Mientras el sol se asomaba entre matorrales y dejaba ver la majestuosidad de las montañas,
el trayecto fue interrumpido por una maleza que había nacido de la misma tierra. A veces
pisotear la maleza genera más maleza, y Calacho recordó todos los caminos por los que
había pasado, y con seguridad sabía que nunca había enredado sus cascos en ese tipo de
maleza. Sin embargo, eso es como pelea de tigre con burro amarra’o, y con el andar del
tiempo la maleza lo atrapaba más y más, en su soledad se fue apartando de su camino, el
mismo en el que ahora labraría un destino diferente. -A la burra, burro y al burro, palos-.
Emilia se había enterado a cuenta gotas de algunas cosas que habían sucedido en unas
plantaciones de maíz lejanas y que se habían forjaron con grandes labranzas. El día
anterior, por esos lares la maleza penetró el cultivo, desapareció la cosecha y solo dejó
como recuerdo tres tusas verdes forradas con mantos de tristezas.
Donde hay burro muerto, no faltan los goleros, y por el camino no había labranzas, ni
grandes plantaciones, y Calacho solo sabía que, hasta la muerte, todo es vida, y así empezó
el conteo. La maleza había enredado a otros más, así pudo recordar a Emilia, y con su
recuerdo, entender el por qué los burros de las otras parcelas no habían rebuznado. La fiesta
era para los goleros, festín decorado por la tristeza atiborrada de maleza. Ahora, eran las
orejas de Calacho las que miraban hacia atrás.
El que muere por su gusto, hasta la muerte le sabe, pero en Calacho eso fue la excepción.
La maleza había crecido mucho, ya no había terreno para las habichuelas y mangos, en su
remplazo había más malezas, que crecían hasta en las tierras grises poco fértiles. El pin-pon
había caído por primera vez en San José y nadie lo había escuchado; con razón las noticias
no llegaron, quizás para el mundo todo era maleza sin importancia.
Pasaron las horas y los goleros saciados cedieron la pista a las luciérnagas, iniciando estas
su fiesta en el cielo; a su vez, a Calacho le tocó bailar con la más difícil, tenía sesenta
razones para no seguir arrastrando sus cascos, pero su existir estaba atado a la desidia y
cuando quiso revelarse a su destino, sonó un tic-tac, el pin-pon cayó de nuevo y el sonido
esta vez fue imborrable a la memoria de todos.
La gratitud de un burro es una patada. Las orejas de Emilia sintieron el rechinar del pin-
pon, pero ella prefirió sucumbir al silencio para no darle gusto a los presentimientos,
negaba una y otra vez el sonar, y a la distancia avizoraba tristezas sin decir ni un hasta
luego. Este era el ambiente turbio, ráfagas de dolor en once almas que yacían a la espera de
un lamento o solidaridad; las luciérnagas huyeron por el aire donde solo se avizoraron
algunas etiquetas; ¡Ah! y de Calacho, solo se resistieron a la existencia dos de sus cuatro
extremidades, curiosamente, sus cascos tenían malezas enredadas. Los juicios no tardaron,
a nadie le importó que los cascos son esquivos a la maleza, y como a rey muerto, rey
puesto, para el mundo nació alias Calacho, el burro-bomba. El pin-pon volvió a caer
nuevamente.
La inacción se hizo presente y mientras todo sucedía, todo fue un mar de omisiones. Para la
época había ocho mil razones para no prestar atención a lo sucedido en San José, es más, el
desconocimiento era ruin: -Enviamos un mensaje condolencia a todos los habitantes de San
José de Calachán-. Los pregoneros del honor y el orden decidieron dejar a su suerte al
pueblo, iniciaron la retirada, el pin-pon había caído más de dos veces y esta vez, para darle
gusto al mundo y reafirmar su falso juicio de que todo era maleza ¡ese pueblo no nos
merece!
Emilia marchó sin decir ni un hasta luego; los pájaros y los abejorros retornaron al aire, esta
vez para divisar como los pin-pones seguían cayendo sin medir distancias, causando más
tristezas en la tierra en serranía. A pesar de que la maleza ha disminuido, aun se duerme
bajo toldas rojas, no obstante, la ilusión de una vida mejor sigue con los ecos de un pasado
que mantiene su sonar.
Alias Calacho
En San José de Lachán un boleto para la guerra fue sorteado, y no fue por suerte que se lo
ganaron, sino porque a veces la vida es así, lo peor se ensaña contra aquellos que no les
gusta jugar a la suerte su destino. Al momento de los sucesos, en el poblado vivían
aproximadamente 3.500 almas humanas que tenían lo necesario en el manjar de la nada,
pero que habían adoptado por costumbre dormirse temprano bajo unas toldas rojas producto
de muchas noches oscuras.
-Quien ensilla su burro, sabe pa’ donde va-, y sin importar lo que su compañera presentía,
Calacho cedió su lomo a la horma de su silla. -A menos carga, vida más larga-, eso
pensaba, sin embargo, adornó su lomo con dos cajones de habichuela, yuca y mango, y a la
par, comía suficiente lavaza fresca y no mostraba ni el más mínimo interés de ver la mirada
de su compañera. Él creía en su génesis, sabía que el bienestar no estaba en la silla, ni en
los cajones, ni en los ojos de su amada, ni mucho menos en el pasado, pues confiaba en su
sabiduría proverbial, así como, en el empoderamiento de su alma, era un ser libre al que
nada lo trastornaba.
Vuelve otra vez la burra al trigo. Emilia todos los días le recomendaba a su compañero fiel
tener cuidado,
- Allá en las lejanías del Atlántico a un pájaro le fallaron sus alas, causando ciento
ochenta y nueve tristezas-. Decía Emilia
Por lo menos esas tristezas llegaron diciendo un hasta luego, otras no tienen esa posibilidad.
Calacho en su sabiduría sabía que más vale pájaro en mano, que ciento volando, y le decía
estos pájaros no cesan su vuelo porque si, sino por aires del destino disueltos a la falla de
quien los creó.
Una cosa piensa el burro y otra el que lo está enjalmando, y a San José de Lachán las
noticias llegaban en burro, pero ese día ni siquiera se asomaron; a Emilia le tocó tragar
entero su soledad, veía a Calacho alejarse sin despedirse, mientras sus orejas seguían
mirando hacia atrás.
Mientras el sol se asomaba entre matorrales y dejaba ver la majestuosidad de las montañas,
el trayecto fue interrumpido por una maleza que había nacido en la misma tierra. A veces
pisotear la maleza genera más maleza y quizás es mejor sobrellevarla. Calacho quiso
recordar el camino, pero como en pelea de tigre con burro amarra’o, con el andar, la maleza
fue atrapando sus cascos, creando un nuevo destino. -A la burra, burro y al burro, palos-.
Donde hay burro muerto, no faltan los goleros, y por el camino no había labranzas, ni
grandes plantaciones, Calacho solo sabía que, hasta la muerte, todo es vida, y así empezó el
conteo regresivo de su destino. La maleza había enredado a otros más y la fiesta era para
los goleros.
El que muere por su gusto, hasta la muerte le sabe, las horas pasaron y los goleros saciados
cedieron el lugar a las luciérnagas, iniciando estas su fiesta en el cielo; a su vez, a Calacho
le tocó bailar con la más difícil, tenía sesenta razones para no seguir arrastrando sus cascos,
pero su existir estaba atado a la desidia y cuando quiso revelarse a su destino, sonó un tic-
tac imborrable a la memoria de todos.
La gratitud de un burro es una patada. Las orejas de Emilia sintieron el rechinar de aquel
sonido, pero ella prefirió sucumbir al silencio para no darle gusto a los presentimientos,
negaba una y otra vez aquel sonar, y a la distancia avizoraban tristezas sin decir ni un hasta
luego.
El ambiente era muy turbio, ráfagas de dolor en once almas que yacían a la espera de un
lamento o solidaridad; las luciérnagas apagaron la fiesta, todo era oscuridad. De Calacho
solo se resistieron dos de sus cuatro extremidades, curiosamente, sus cascos aún tenían
malezas enredadas. Los juicios de culpabilidad no tardaron y como a rey muerto, rey
puesto, para el mundo nació alias Calacho, el burro-bomba.
La inacción se hizo presente en un mar de omisiones. Por parte del Estado, había ocho mil
razones para no prestar atención a lo sucedido en San José, es más, el desconocimiento era
ruin y en los medios titulaban:
Los pregoneros del honor y el orden decidieron dejar a su suerte al pueblo, iniciaron la
retirada, reafirmando el falso juicio de que todo en el pueblo era maleza ¡ese pueblo no nos
merece!
Desde entonces, todos los burros y burras estaban en la mira, pues la mayor desgracia del
pueblo fue causada por un tal alias Calacho, ex compañero de Emilia, cuyos
presentimientos fueron más débiles que la encarnada sabiduría, pero ya que, ahora viene la
marcha ¡este mundo no los merece!
Emilia marchó sin decir ni un hasta luego y el alma de Calacho resuena cada año, con ganas
de mostrarle al mundo que su alias fue producto de un destino marcado por la maleza que
enredó sus cascos.