3° Anexo I Virtudes Morales

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OBISPADO CASTRENSE DEL PERÚ - ODEC CASTRENSE

Anexo I
Las virtudes morales
Tomado y adaptado de Catholic.net. Escuela de la Fe

Las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas humanas. Son los
frutos y los gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen todas las
potencias del ser humano para armonizarse con el amor divino.

La dimensión moral de la persona incluye la vivencia de las virtudes morales. Una virtud es un
buen hábito. Una persona virtuosa es una persona buena, habitualmente buena, tiene
costumbres buenas, se porta bien. Las virtudes morales son formas de ser y vivir
habitualmente bien, que forman la fisonomía de una persona buena, pero no tienen que ver
directamente con Dios. Si se quiere formar una personalidad íntegra, hay que trabajar en el
cultivo y formación de estas virtudes.

La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien que permite a la persona no sólo
realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y
espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones
concretas. “El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a
Dios” (San Gregorio de Nisa, beat. 1).

Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales
del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y
guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para
llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien.
Las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y los
gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano para
armonizarse con el amor divino.

Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama ‘cardinales’; todas
las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la
templanza. “¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la
templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza” (Sb 8, 7). Bajo otros nombres, estas virtudes
son alabadas en numerosos pasajes de la Escritura.

A. La prudencia.- es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia


nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo: “El hombre cauto medita
sus pasos” (Prov 14, 15). Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El
hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud
aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre
el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar. La prudencia nos ayuda a "vivir la
verdad en nuestra vida". Es esa disposición de nuestro espíritu, conscientemente formada, que
nos inclina a escoger siempre el bien y, además, a atinar en la elección del mismo, en las
circunstancias en las cuales no aparece tan claro cuál es el bien.

Las personas que saben dar un consejo atinado, "prudente", en el momento oportuno, pueden
a veces salvar a una persona de tantos peligros y consecuencias negativas, y permitirle vivir
en el bien suyo y de su prójimo. Cuando hay cuestiones serias por resolver y es difícil encontrar
un camino correcto, no acudimos al más simpático, al más guapo, al más deportista, ni siquiera
al más culto. Acudimos al que es prudente, es decir al que tiene la cualidad de reconocer con
claridad el bien concreto y sabe aplicarlo.

La prudencia requiere un gran espíritu de reflexión: quien no es capaz de analizar los


problemas y valorar el bien y el mal en ellos, no puede tomar decisiones prudentes. La
prudencia requiere muchas cualidades y virtudes. No se reduce a una capacidad de reflexión.
Es muy importante lo que podríamos llamar la "afinidad con el bien". Es decir, ser hombres

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que practican siempre el bien, no sólo que conocen el bien, sino que están acostumbrados a
practicarlo. Esta es una cualidad de la voluntad, que acostumbra optar por el bien. El que
habitualmente obra según el bien, según la ley de Dios, adquiere una mayor afinidad, una
predisposición natural de la voluntad hacia lo que es bueno. En los momentos difíciles, cuando
no aparece tan claro el camino del bien, esta predisposición de la voluntad puede favorecer
mucho la intuición de lo que debería ser el bien y ayuda a emitir un juicio "prudente".

B. La justicia.- es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios
y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada la virtud de la religión.
Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer
en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al
bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue
por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. “Siendo juez no
hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu
prójimo” (Lv 19, 15). “Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo
presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo” (Col 4, 1).

La justicia busca dar a cada uno lo que le corresponde, en todos los órdenes de la vida y del
bien. El justo busca lo que es correcto, sin parcialidades, sin egoísmos. Esta virtud implica un
gran desprendimiento de sí, una gran objetividad y una actitud a salir de uno mismo, para
buscar y realmente otorgar lo que es correcto a los demás. Por eso se dice en la Biblia que
esta virtud es muy propia de Dios, porque Dios no es egoísmo, sino Bien verdadero, no es
capricho, sino Verdad.

C. La fortaleza.- es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia


en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los
obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a
la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la
renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. “Mi fuerza y mi cántico
es el Señor” (Sal 118, 14). “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al
mundo” (Jn 16, 33). La fortaleza implica mantener el ánimo en los momentos difíciles, seguir
adelante a pesar de la tristeza y del abatimiento. La persona fuerte tiene voluntad, no teme a
lo difícil, no renuncia cuando todo se complica: sabe perseverar. La fortaleza transforma a la
persona en un ser valiente y decidido que sabe que todo se puede superar, que cualquier
problema tiene solución. Una persona fuerte sabe levantarse todos los días, y si es necesario
empezar de nuevo, sin dejarse anular por la carga de los problemas, crisis, tristezas y
dificultades.

La fortaleza es una virtud humana directamente relacionada con la voluntad, y por lo tanto se
refiere a ese gran principio: "vivir todo por amor". El bien tiene ese gran privilegio de que no
se impone y se tiene que realizar libremente, por amor. Y el bien no es una norma teórica, sino
que siempre es el bien de alguien: de Dios, de algún hombre, de muchos, de sí mismo. Querer
el bien, es querer el bien de alguien, es amar.

D. La templanza.- La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres


y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre
los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada
orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar.
La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: “No vayas detrás de tus
pasiones, tus deseos refrena” (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada moderación o
sobriedad. Debemos “vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente” (Tit 2, 12).

Solamente las personas llenas de templanza son personas de fiar, que pueden asumir
responsabilidades de valor, que pueden garantizar un bien hacia los demás: la familia, la
colectividad. Los que no dominan sus fuerzas pasionales pueden fallar en cualquier momento
y dirigir con más facilidad hacia fines egoístas su actuación, con el peligro de mucho
sufrimiento para los demás hombres.

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