Cuentos Peruanos
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Cuentos Peruanos
EL ALFILER
La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el jinete, en un santiamén,
saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda de Tilcabamba. Por el obeso balcón de
cedro, asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido, que
temblaba.
Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo:
-¿Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas... ¡Si no nos comemos aquí a la
gente! Habla no más.
El borradito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía con desesperada mano el
sombrero de jipijapa y quiso explicar tantas cosas a la vez -la desgracia súbita, su galope nocturno de
veinte leguas, la orden de llegar en pocasa horas aunque reventara la bestia en el camino- que enmudeció
por un minuto. De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla.
-Pues, le diré a mi amito que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche mismito agarró y se
murió la niña Grimanesa.
Si don Timoteo no sacó el revólver como siempre que se hallaba conmovido, fue sin duda, por mandato
de la Providencia; pero estrujó el brazo del criado queriéndole extirpar mil detalle.
-¿Anoche?...¿Está muerta?...¿Grimanesa?... Algo advirtió quizá en las obscuras explicaciones del
Borradito, pues sin decir palabra, rogando que no despertaran a su hija, "la niña Ana María", bajó él mismo
a ensillar su mejor caballo de paso.
Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno, Conrado Basadre, que el año último se casara
con Grimanesa, la linda y amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios, una
fiesta sin par, con fuegos de Bengala, sus indias danzantes de camisón morado, sus indias, que todavía
lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos, pero revivisciente en la endecha de la raza
humilada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos
desementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos, que obstentaban en el ruedo de
velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el
simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así...¡Badajo!...
Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería
llegar en cuatro horas a Sancavilca, el antiguo feudo de los Basadre.
En la tarde, ya vencida se escuchó otro galope resonante y premioso, sobre los cantos rodados de la
montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
-¿Quién vive?
Refrenó su carrera el jinete próximo, y, con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez:
-¡Amigo! Soy yo, ¿no me conoce?, el administrador de Sincavilca. Voy a buscar al cura para el entierro.
Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tan prisa en lamar al cura si
Grimanesa estaba muerta, y por qué razón no se hallaba en la hacienda el capellán. Dijo adiós con la
mano y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a galope con el flanco lleno de sangre.
Al besar don Timoteo la santa imagen, quedó entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió,
aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del cadáver como enloquecido, con
repulsión extraña. Entonces, miró por todos los lados, escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse
de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba, en la noche cerrada.
Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni siquiera
había asistido al entierro! Don Timoteo vivía enclaustrado en su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar
días enteros, sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana Grimanesa que vivía
adorando y temiendo a su padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía
Conrado Basadre.
Pero un día domingo claro de junio se levantó don Timoteo de buen humor, y propuso a Ana María que
fueran juntos a Siancavilca, después de misa. Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla
transitó por la casa durante la mañana entera como enajanada, probándose al espejo las largas faldas de
amazona y el sombrero de jipijapa, que fue preciso fijas en las oleosas crenchas con un largo estilete de
oro. Cuando el padre la miró así, dijo turbado, mirando el alfiler.
-Vas a quitarte ese adefesio...
Ana María obedeció suspirando, resuelta, como siempre, a no adivinar el misterio de aquel padre
violento.
Cuando llegaron a Siancavilca, Conrado estaba domando a un potro nuevo, con la cabeza descubierta
a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata. Desmontó de un salto y
al ver a Ana María tan parecida a su hermana en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato,
embebecido.
Nadie habló de la desgracia ocurrida, ni mentó a Grimanesa, pero Conrado cortó sus espléndidos y
carnales jazmines del Cabo para obserquiarlos a Ana María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la
muerte, y hubo un silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a "la niña" llorando.
-¡José, María y José! ¡Tan linda como mi amita! ¡Un capulí!
Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Siancavilca. Conrado y Ana María pasaban el día
mirándose a los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el rostro para
contemplar un nuevo corte de caña madura. Y un lunes de fiesta, después del domingo encendido en que
se besaron por primera vez, llego Conrado a Ticabamba, ostentando la elegancia vistosa de los días de
feria, terciado el poncho violeta sobre el pellón de carnero, bien peinada y luciente la crin del caballo, que
"braceaba" con escorzo elegante y clavaba el espumante belfo en el pecho, como los palafrenes de los
Libertadores.
Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado, y no le llamó con el respeto de
siempre "don Timoteo", sino que murmuró, como en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa:
-Quiero hablarle, mi padre.
Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija muerta. El viejo, silencioso
, espero que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando, con indecisa y vergonzante voz, su deseo de
casasrsew con Ana María. Midió una pausa tan larga que don Timoteo, con los ojos entrecerrados, parecía
dormir. De súbito, ágilmente, como si los años no pesaran en aquella férrea constitución de hacendado
peruano, fue a abrir una caja de hierro de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester solicitar
con mil ardides y un " santo y seña" escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió allí un
alfiler de oro. Era uno de esos topos que cierran el manto de las indias y terminan en hoja de coca, pero
más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.
Al verlo,Conrado cayó de rodillas, gimoteando como un reo confuso.
-¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!
Más el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar. Disimulando con un
esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda que se le comprendía apenas:
-Si se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta... Tú le habías clavado este alfiler en el corazón...
¿No es cierto? Ella te faltó, quizá...
-Sí, mi padre.
-¿Se arrepintió al morir?
-Sí, mi padre.
-¿Nadie lo sabe?
-No mi padre.
-¿Por qué no lo mataste también?
-¡Huyó como un cobarde!
-¿Juras matarlo si regresa?
-Sí, mi padre.
El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya si aliento:
-¡Si ésta también te engaña, haz lo mismo!...¡Toma!
Entregó el alfiler de oro solemnemente, como ortogaba los abuelos la espada al nuevo caballero, y con
brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó al yerno que se marchara enseguida, porque
no era bueno que alguien viera sollozando al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.
(Ventura García Calderón)
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la
habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso
le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de
repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo
único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo
el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi
papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin
embargo, el estruendo que traía el río al arrastrase me hizo despertar enseguida y pegar un brinco de la
cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa.
Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río porque ese sonido se fue haciendo igual
hasta traerme otra vez al sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin
parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una
quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la
calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen es la más grande la
Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La
Tambora iba y venía por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran
a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por otro lado, por donde está el recodo, el río se debía haber llevado, quién sabe desde cuando, el
tamarindo que estaba el solar de mi tía Jacinta, porque ahora no se ve ningún tamarindo. Era el único que
había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente está que vemos es la más
grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace
más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos
horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque
queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay una gran ruidazal y sólo se ven las
bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso
nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha
hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina la vaca esa que era de mi
hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y
otra colorada y muy bonitos.
No acabo de saber por qué se le ocurría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el
mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha
de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó
despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día
entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el
agua pesada le golpeaba las costillas.
Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y
acalambranda entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le
ayudaran.
Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que
andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó
patas arriba muy cerquita de dónde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los
cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rondaban muchos troncos de árboles con todo y
raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los
que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerrito está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue
que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana
Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde
que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que tuviera un capitalito y no se fuera ir
de piruja como la hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran
muy retobadas- Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con
hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían los chiflidos,
cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban a cada rato por agua al
río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas
encueradas y cada una con un hombre trepando encima.
Entoncess mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no
pudo aguantarlas más y les dio carrera a la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé dónde; pero andan
de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere que vaya a resultar como
sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no
va a tener con que entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno que la
pueda querer para siempre. Y eso va a estar difícil, Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien
se hiciera el ánimo de casasrse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca bonita
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá que no se haya ocurrido
pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito de retirado de hacerse
piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su
familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios
y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie.
Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal
ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el
pecado de nacerle una tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en
ellas llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos".
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha. que
va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los
de sus hermanas: puntiagudos y altos y medios alborotados para llamar la atención.
-Sí -dice- le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy
viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su
vestido de color rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de
agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más gana. De su boca sale un
ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras,
la creciente sigue subiendo. A sabor de podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los
dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse
para empezar a trabajar por su perdición.
(Juan Rulfo)
EL CUENTO "EL CABALLERO CARMELO" Y SU COMPRENSIÓN LECTORA
EL CABALLERO CARMELO
Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer,
desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo
en cuello que agitaba el viento, sampedrano pellón de sedosa cabellera negra,
yhenchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.
Reconocímosle. Era el hermano mayor que, años corridos, volvía. Salimos
atropelladamente gritando:
-¡Roberto! ¡Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y lacampanilla enredábanse en
las columnas como venas en un brazo, y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se
regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste,
delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeado por
nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que habían comprado durante
su ausencia y llegó al jardín:
-¿Y la higuerilla?- dijo.
Buscaba, entristecido, aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir.
Reímos todos.
-¡Bajo la higuerilla estás!...
El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocólo mi
hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rozaban la cara y luego volvimos al
comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante. Sacaba él, uno a uno, los objetos
que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por dónde
había viajado! Quesos frescos y blancos por la cintura con paja de cebada, de la
quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles
colados, en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo del propio
dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos en sus cajas de papel, de
yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de
“piedra de guamanga” tallados en la feria serrana; caja de manjar blanco y rojo. Todos
recibíamos el obsequio, y él iba diciendo al entregárnoslo:
-Para mamá…Para Rosa…Para Jesús… Para Héctor…
-¿Y para papá? –le interrogamos, cuando terminó:
-Nada…
-¿Cómo? ¿Nada para papá?...
Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo:
-¡El “Carmelo”!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, libre, estiró sus cansados
miembros, agitó las alas y cantoestentóreamente:
-¡Cocorocóooo!...
-¡Para papá! – dijo mi hermano.
Así entró en nuestra casa este amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, aquí
acaecería historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una
sombra alada y triste: el “Caballero Carmelo”.
II
Junto al bote, duerme el hombre del mar, el fuerte mancebo embriagado por la brisa
caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón
corto, las musculosas pantorrillas cruzadas, y en cuyos duros pies de redondos dedos,
piérdense, como escamas, las diminutas uñas. La cara tostada por el aire y el sol, la boca
entreabiertas que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se
levanta rítmicamente, con el ritmo de la vida, el más armonioso que Dios ha puesto sobre
el mundo.
Por las calles no transitan al mediodía las personas y nada turba la paz en aquella
aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras.
Iglesia ni cura había en mi tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al clarear
el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego en la
capilla cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas
y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del
Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz del Inca atravesaban en
caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacámac, con la
ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la fe en el sencillo espíritu.
Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido
besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires,
era, entre ellos, tan normal y apacible como alguno de sus pozos. De fuertes padres,
nacían sin comadronas rozagantes muchachos, en cuyos miembros la piel hacía
gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la
arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y manejar
los botes de piquete que zozobrando en las olas, les enseñaban a domeñar la marina
furia.
Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de
Pisco unía a las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban
a la felicidad, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno veían
desenvolverse, impasibles, las horas; filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con
llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca; y
al crepúsculo de cada día lloraban , pero, hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha
poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin fe, lamentándose siempre de
perenne mal, pero inactivas, inmóviles, infecundas y solas…
IV
Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de
un hidalgo altivo, caballeroso, justiciero y prudente.Agallas bermejas, delgada cresta de
encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo.
La cola hacía un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color carmeloavanzaba en el
pecho audaz y duro. Las piernas fuertes queestacas musulmanas y agudas defendían,
cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval.
Una tarde mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una
apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Julio. No había podido evitarlo.
Le habían dicho que el Carmelo, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un
gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas y aceptó. Dentro de un
mes toparía el “Carmelo” con el “Ajiseco” de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como
el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor.
El “Carmelo” iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo con un gallo más
fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras
crecíamos nosotros. ¿Por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?
Llegó el terrible día. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis
días seguidos a preparar al “Carmelo”. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El 28 de
Julio, por la tarde, vino el preparador y de una caja llena de algodones sacó una media
luna de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado. El
hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos, en
silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo que el hombre cargó en sus brazos como
a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos le acompañaron.
-¡Qué crueldad! –dijo mi madre.
Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto antes de salir:
-Oye anda junto con él…Cuídalo…¡Pobrecito!...
Llevóse las manos a los ojos, echóse a llorar y yo salí precipitadamente, y hube de
correr unas cuadras para poder alcanzarlos.
Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitábanse
sobre las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de
gallos a la que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a
cuya entrada había arcos de sauce envueltos en colgadura, y de los
cuales pendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras y
pescado fresco, asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los
invadía, parlanchín yendomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían
camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombreros
de junco, alpargatas y pañuelos anudados al cuello.
Nos encaminamos a la “cancha”. Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus
ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el
juez y a su derecha el dueño del paladín Ajiseco. Sonó una campanilla, acomodáronse las
gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno
un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas, miráronse los
adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el
otro echándose al medio del circo; miráronse fijamente; y alargaron los cuellos, erizadas
las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la
muchedumbre y, a los pocos segundos de jadeante lucha, cayó uno de ellos. Su cabecita
afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:
-¡Ha enterrado el pico, señores!
Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos
gallos, sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornadahabía terminado. Ahora
entraba el nuestro: el “Caballero Carmelo”. Un rumor de expectación vibró en el circo:
-¡El Ajiseco y Carmelo!
-¡Cien soles de apuesta!...
Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.
En medio de la expectación salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo
un profundo silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro “Carmelo” al lado del otro era un
gallo viejo yachacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo
iba a morir. No faltó aficionado que anunciara el triunfo del “Carmelo, pero la mayoría de
las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el “Carmelo” empezó a
picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad no parecía un
gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas;
miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha.
Enardeciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados
cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida;
entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la
Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.
Batíase él con todos los aires de un experto luchador, acostumbrado a las
artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho,
jamás picaba a su adversario, -que tal cosa es cobardía- mientras que éste, bravucón y
necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un
segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del “Carmelo”. Estaba herido, mas parecía
no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas a favor del Ajiseco y las gentes
felicitaban ya al poseedor del menguado. En su nuevo encuentro, el “Carmelo” cantó,
acordándose de sus tiempos y acometió con tal furia que desbarató al otro de un solo
impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer
al “Carmelo”, jadeante.
-¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! –gritaron sus partidarios creyendo ganada la prueba.
Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones, dijo:
-Todavía no ha enterrado el pico, señores!
En efecto, incorporóse el “Carmelo”. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a
él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de los
gallos de Caucato. Incorporado el “Carmelo”, como un soldado herido, acometió de frente
y definitivo sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces
cuando el “Carmelo”, que se desangraba se dejó caer, después que el Ajiseco había
enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó en la
cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo y, como esa era la jugada más interesante, se
retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta:
-¡Viva el “Carmelo”!
Yo y mis hermanos lo recibimos y lo conducimos a casa, atravesando por la orilla del
mar el pesado camino y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador que desfallecía.
V
Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidados. Mi hermana Jesús y yo le
dábamos maíz, se lo poníamos en el pico, pero el pobrecito no podía comerlo ni
incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del
colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo
llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico
rojo granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde y, por la ventana
del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana,
miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo.
Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos,
inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas
escamosas y, mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.
Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la
comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra y, bajo la luz amarillenta del
lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de
las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre.
Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra
niñez: el Caballero Carmelo, flor y nata de paladines y último vástago de aquellos gallos
de sangre y raza, cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el
verde y fecundo valle de Caucato.
(Abraham
Valdelomar)
VOCABULARIO:
acaecer: ocurrir, suceder
acerado: de acero; fuerte
achacoso: viejo, enfermizo
agallas: bronquios de los peces
alada: que tiene ala
alba: la primera luz del día, amanecer
alcurnia: linaje, ascendencia
alforja: bolsón para llevar provisiones para el viaje
alpargata: calzado de tela
anales: historia por años
anegado: ahogado
apaciblemente: tranquilamente
aridez: sequedad
aristocracia: nobleza
augurio: predecir, pronosticar
austero: severo, rígido
bermejo: rubio, rojizo
azaroso: peligroso, arriesgado, riesgoso
butifarra: emparedado con jamón, lechuga y ají
caducado: terminado, acabado
caldeada: calentada
campanilla: timbre
cánones: preceptos, reglas
capacho: canasto grande
Carmelo: de color rojo encendido
cesto: canasta grande
clamoreo: griterío
comadrona: partera o mujer de edad y experta para realizar un parto.
cornisa: adorno que sobresale en parte alta de una cornisa.
crepúsculo: amanecer
cresta: carnosidad roja que tiene sobre la cabeza el gallo y alguna otras aves
chancaca: dulce compacto de azúcar
chirriaba: sonaba ruidosamente, rechinaba
desdeñar: tratar con desdén o menosprecio a una persona o cosa.
desmedrado: débil, delgado
divisó: miró, vio
domeñar: domesticar
empedrado: de piedra
encaramado: alzado, elevado, levantado
enardecido: excitado, encendido, entusiasmado
endomingado: dominguero
enseñorearse adueñarse, apoderarse, dominar.
entrabado: atado, amarrado
escabullirse: escaparse
esbelto: apuesto, airoso
estacas: palos con puntas.
estentóreamente: ruidosamente
expectación: expectativa, atención
frágil: delicado, quebradizo
frijol colado: dulce espeso a base de frijol
frondoso: abundante de hojas y ramas, coposo
frugal: escaso
goznes: bisagras
hidalgo: persona que por su sangre es de una clase noble y distinguida.
higuera: árbol de mediana altura, de hojas grandes y verdes.
higuerilla: variedad de higuera
henchido: lleno, repleto
hogaza: pan grande
impasible: incapaz de padecer
incorporarse: levantarse, ponerse de pie
jadeante: sofocado
jumento: burro
junco: planta con tallos de seis u ocho decímetro de largo de color verde
lides: peleas, luchas, combates
magro: flaco, delgado
malvas silvestres: plantas salvajes
mancebo: joven fuerte
mazorca: choclo
menguado: cobarde
mofletudo: cachetudo, gordo
mohoso: herrumbre, orín
musulmana: mahometana. Islámica
ñorbo: flor pequeña y olorosa
paladín: campeón, líder
panto: vasija que sirve para bañar animales
parlanchín: charlatán, hablador
pellón: cobertor de piel que va en la silla de montar
pendenciero: violento, belicoso
pendían: que colgaban
perdurar: durar, subsistir
peregrino: caminante, viajero
petulante: soberbio, orgulloso
picar espuelas: hundirlas en la cabalgadura para tomar una dirección.
piedra de Guamanga: especie de alabastro procedente del lugar que le da
nombre.
plazoleta: plazuela
poniente: ocaso, occidente.
provisión: alimento
quitasueños: adorno móvil y sonoro
rebosante: repleto, lleno
rozagante: saludable, lleno de vida, sano
rumor: voz que corre entre el público, ruido confuso de voces.
sampedrano pellón: pellón fabricado en San Pedro, caserío de Ica.
sedoso: brillante como seda
sombrío: melancólico, taciturno, tenebroso
teja: dulce relleno de la región de Ica
tocado: arreglo personal
toñuz: arbusto de la costa
tornar: voltear
traba: soga para atar de la pata a los gallos
ubérrimo: muy abundante, fértil.
vástago: persona descendiente de otra.
ventorrillos: kioscos
verdeguear: tomar color verde
unánime: general, total
COMPRENSIÓN LECTORA
1.- ¿Quién regresó a casa después de una larga ausencia?
2.- ¿Qué lugares recorrió el personaje cuando estuvo en casa, después que volvió de muchos
años alejado de ella?
3.- ¿Cómo halló la madre de Abraham a su hijo viajero?
4.- ¿Qué sembró en el patio de la casa antes de partir a lugares lejanos?
5.- ¿Qué cosas trajo el hermano mayor para los miembros de la familia?
6.- ¿Qué le trajo el hijo a su padre?
7.- ¿Qué labor desempeñaba la mamá de Roberto en la casa?
8.- ¿Cómo era el Pelado?
9.- ¿Qué travesuras hizo el Pelado?
10.-¿Qué argumentó Anfiloquio en defensa del Pelado?
11.-¿Qué razones expuso Anfiloquio para matar a los otros animales que había en la granja?
12.- ¿Cómo era el Carmelo?
13.- ¿Qué noticia dio el padre a la familia después del almuerzo?
14.- ¿Cómo era el gallo, el Ajiseco?
15.- ¿Por qué recibieron la familia la noticia con mucho dolor y preocupación
16.- ¿Qué celebraban en San Andrés?
17.- ¿Cómo fueron los primeros instantes de la pelea entre el Carmelo y el Ajiseco?
18.- ¿Por qué el juez no dio por finalizada la pelea cuando cayó el Carmelo?
19.- ¿Cómo ganó el Carmelo?
20.- ¿Cómo termina el cuento?
CALIXTO GARMENDIA (Texto completo) Y SU FICHA DE LECTURA
CALIXTO GARMENDIA
Déjame contarte –le pidió un hombre llamado Remigio Garmendia a otro llamado Anselmo,
levantando la cara-. Todos estos días, anoche, esta mañana, aun esta tarde, he recordado
mucho… Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida… Además, debes aprender. La vida,
corta o larga, no es de uno solamente.
Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le fraguabahondo y tenía un rudo
timbre de emoción. Blandíase a ratos las manos encallecidas.
Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era carpintero y me mandó a la escuela.
Hasta el segundo de primaria era todo lo que había. Y eso que tuve suerte de nacer en el pueblo,
porque los niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su carpintería, mi padre tenía un
terrenito al lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo cultivaba con la ayuda de algunos indios a
los que pagaba en plata o con obritas de carpintería: que al cabo de una lampa o de hacha, que
una mesita, en fin. Desde un extremo del corredor de mi casa, veíamos a amarillear el trigo,
verdear el maíz, azulear las habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida y la
carpintería, teníamos bastante, considerando nuestra pobreza. A causa de tener algo y también
de su carácter, mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintero estaba en el
corredor de la casa, dando a la calle. Pasaba el alcalde. “Buenos días, señor”, decía mi padre, y
se acabó. Pasaba el subprefecto. “Buenos días, señor”, y asunto concluido. Pasaba el alférez
de gendarmes. “Buenos días, alférez, y nada más. Pasaba el juez y lo mismo. Asé era mi padre
con los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o les pidiese o les debiera algo.
Se acostumbran a todo eso los que mandan. Mi padre les disgustaba. Y no acaba allí la cosa. De
repente venía gente del pueblo, ya sea indios, cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte, o
también en poblada llegaban. “Don Calixto, encabécenos para hacer este reclamo”.Mi padre se
llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía bien aceptaba y salía a la cabeza de la
gente que daba vivas y metía hasta harta bulla, para hacer el reclamo. Hablaron buena palabra.
A veces hacía ganara a los reclamadores y otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía
confianza. Abuso que se cometía, ahí estaba mi padre para reclamar al frente de los
perjudicados. Las autoridades y los ricos del pueblo, dueños de haciendas y fundos, le tenían
echado el ojo para partirlo en la primera ocasión. Él ni se daba cuenta y vivía como si nada le
pudiera pasar. Había hecho un sillón grande, que ponía en el corredor. Ahí solía sentarse, por las
tardes, a conversar con los amigos. “Los que necesitamos es justicia”, decía. “El día que el Perú
tenga justicia, será grande”. No dudaba de que la habría y se torcía los mostachos con
satisfacción, predicando: “No debemos consentir abusos”.
Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón del pueblo se llenó con los muertos del
propio pueblo y los que traían del campo. Entonces, las autoridades echaron mano de nuestro
terrenito para panteón. Mi padre protestó diciendo que tomaran tierra de los ricos, cuyas
haciendas llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron de pretexto que el terreno de mi
padre estaba ya cercado. Pusieron gendarmes y comenzó el entierro de los muertos. Quedaron a
darle unaindemnización de setecientos soles, que era algo en esos años, pero que autorización,
que requisitos, que papeleo, que no hay plata en este momento… Se la estaban cobrando a mi
padre, para ejemplo de reclamadores. Un día, después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso
a afilar una cuchilla y, para ir a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le vería en la cara y
se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que nada sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a
nosotros desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me
acuerdo de todo eso como si hubiera pasado esta tarde.
Mi padre no era hombre que renunciara a su derecho. Comenzó a escribir cartas exponiendo
la injusticia. Quería conseguir al menos le pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le cobraba
dos soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El escribano ponía al final: “A ruego
de Calixto Garmendia , que no sabe firmar, Fulano”. El caso fue que mi padre despachó dos o
tres cartas al diputado por la provincia. Silencio. Por último, mandó cartas a los periódicos de
Trujillo y a los de Lima. Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una vez por semana, jalando
una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de la casa y mi padre se iba
detrás y esperaba en la oficina de despacho hasta que clasifican la correspondencia. A veces,
yo también iba. “¿Carta para Calixto Garmendia?”, preguntaba mi padre. EL interventor, que era
un viejo flaco y bonachón, tomaba las cartas que estaban en la casilla de la G, las iba viendo y al
final decía: “Nada, amigo”. Mi padre salía comentando que la próxima vez habría carta. Con los
años, afirmaba que al menos los periódicos responderían. Un estudiante me había dicho que, por
lo regular, los periódicos creen que asuntos como esos carecen de interés general. Esto en el
caso de que los mismos no estén a favor del gobierno y sus autoridades y callen cuanto pueda
perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos y estar yéndose por las alturas,
varios años.
Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía cadáveres,
para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes mandados por el subprefecto en
persona, y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el terreno era de
propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el Síndico de Gastos del
Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí debiera estar la plata: “No hay
dinero, no hay nada ahora. Cálmate Garmendia. Con el tiempo se te pagara”. Mi padre presentó
dos recursos al juez. Le costaron diez soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya
no pensaba en afilar la cuchilla y el formón. Es triste tener que hablar así –dijo una vez-, pero no
me darían tiempo de matar a todos lodos que debía”. El dinerito que mi madre había ahorrado y
estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa se fue en carta y en papeleo.
A los seis o siete años del despojo, mi madre se cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho en
aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en irse a Trujillo o a
Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta de que, viéndolo
pobre y solo, sin influencia ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo podría valerse? El
terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos- Mi padre no quería ni verlo, pero cuando por
casualidad llegaba a mirarlo, decía: “Algo mío han enterrado también ahí. ¡Crea usted en la
justicia”. Siempre se había ocupado de que les hicieran justicia a los demás y, al final, no labia
podido obtener ni para él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre
despotricaba contra los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones.
Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra cosa que su modesta
carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese
pueblito sedentario, casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las otras
duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo se enterraban en cajón, pero eran
pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban a sus muertos envueltos en mantas
sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no.
La verdad era que cuando nos llegaba la noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi
padre se ponía contento. Se alegraba de tener trabajo y también de verse ir al hoyo a uno de a
pandilla que lo despojó. ¿A qué hombre, tratado así, no se le daña el corazón? Mi madre creía
que no estaba bueno alegrarse debido a la muerte de un cristiano y encomendaba el alma del
finado rezando unos cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al cepillo,
a la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón muerto debe hacerse luego. Lo hacíamos por lo
común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo querían así y otros que pintado de color caoba o
negro y encima charolado. De todos modos, el muerto se iba a podrir lo mismo bajo tierra, pero
aún para eso hay gustos.
Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y en el pueblo. Un forastero abrió una
nueva tienda, que resultó mejor que las otras cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos
mese haciendo el mostrador y los andamios para los géneros y abarrotes. Se inauguró con banda
de música y la gente hablaba de progreso. En mi casa, hubo ropa nueva para todos. Mi padre me
dio para que la gastara en lo que quisiera, así, Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que
mermar el negocio de las otras cuatro, nuestra ropa envejecido y todo fue olvidado. Lo único
bueno fue que yo gasté los dos soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que
una noche se dejó coger entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante no me cobró
ya nada y si antes me recibió los dos soles, fue de pobre que era.
En la carpintería las cosas siguieron como siempre. A veces hacíamos un baúl o una mesita o
dos o tres sillas en un mes. Como siempre, es decir. Mi padre trabajaba a disgusto. Antes ya
había visto yo gozarse puliendo y charolando cualquier obrita y le quedaba muy vistosa. Después
ya no le importó y como que salía del paso con un poco de lija. Hasta que al fin llegaba el encargo
de otro cajón de muerto que era el palto fuerte. Cobrábamos generalmente diez soles. Déle otra
vez a alegrarse mi padre, que solía decir: “¡Se fregó otro bandido, diez soles!” y a trabajar duro él
y yo, y a rezar mi madre y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa todo. ¿Esto es
vida? Como muchacho que era, me disgustaba que en esa vida estuviera mezclada tanto la
muerte.
La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a esos de las tres o cuatro de la madrugada,
mi padre se echaba unas cuantas piedras bastantes grandes a los bolsillos, se sacaba los
zapatos para no hacer bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del alcalde. Tiraba las
piedras, rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo las tejas. Luego volvía a la carrera
y, ya dentro de la casa , a oscuras, pues no encendía luz para evitar sospechas, se reía, se reía.
Su risa parecía a ratos el graznido de un animal. A ratos era tan humana, tan desastrosamente
humana, que me daba más pena todavía. Se calmaba unos cuantos días con eso. Por otra
parte, en la casa del alcalde solían vigilar. Como había hecho incontables chanchadas, no sabían
a quién echar la culpa de las piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar.
Volvía a romper las tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió las tejas de la casa
del juez, del subprefecto, del alférez de los gendarmes, del Síndico de Gastos. Calculadamente
rompió las de las casas de otros notables, para que si querían deducir, se confundieran. Los ocho
gendarme del pueblo salieron en ronda muchas noches, en grupos y solos, y nunca pudieron
atrapar a mi padre. Se había vuelto un artista de la rotura de tejas. De mañana salía a pasear por
el pueblo para darse el gusto de ver que los sirvientes de las casas que atacaba, subían con tejas
nuevas a reemplazar a las rotas. Si llovía, era mejor para mi padre. Entonces, atacaba la casa de
quien odiaba más, el alcalde, para que el agua dañara o, al caerles, los molestara a él y su
familia. Llegó a decir que les metía a los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas. Era
poco probable que pudiese calcular tan exactamente en la oscuridad, pero él pensaba que lo
hacía por darse el gusto de pensarlo.
El alcalde murió de un momento a otro. Unos decían que de un atracón de carne de chancho
y otros que de las cóleras que le daban sus enemigos. Mi padre fue llamado para que le hiciera
el cajón y me llevó a tomar medidas con un cordel. El cadáver era grande y gordo. Había que
verle la cara a mi padre contemplando el muerto. Él parecía la muerte. Cobró cincuenta soles,
adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron el precio, dijo que el cajón tenía que ser muy
grande pues el cadáver también lo era y además gordo, lo cual demostraba que el alcalde comió
bien. Hicimos el cajón a la diabla. A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor
cuando metían el cajón al hoyo, y decía: “Come la tierra queme quitaste, condenado, come,
come”. Y reía con esa risa horrible. En adelante, dio preferencia en la rotura de tejas a la casa del
juez y decía que esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los otros mandones. Su
vida era odiar y pensar en la muerte. Mi padre se consolaba rezando. Yo, tomando a Eutimia en
el alisar de la quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran derrumbado así a mi padre.
Antes de que lo despojaran, su vida era amar a su mujer y a su hijo, servir a sus amigos y
defender a quien lo necesitaba. Quería a su patria. A fuerza de injusticia y desamparo, lo habían
derrumbado.
Mi madre le dio la esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi padre sanara de pronto.
Eso duró dos días. El nuevo alcalde le dijo también que no había plata para pagarle. Además, que
abusó cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que era un agitador del pueblo. Esto ya
no tenía ni apariencia de verdad. Hacía años que las gentes, sabiendo a mi padre en desgracia
con las autoridades, no iban por la casa para que los defendiera. Con este motivo ni se
asomaban. Mi padre le gritó al nuevo alcalde, se puso furioso y lo metieron quince días en la
cárcel, por desacato. Cuando salió, le aconsejaron que fuera con mi madre satisfacciones al
alcalde, que le lloraran ambos y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar: “¡Eso nunca!
¿Por qué quieren humillarme? ¡La justicia no es limosna! ¡Pido justicia! Al poco tiempo mi padre
murió.
(Ciro alegría)
FICHA DE LECTURA
ANÁLISIS LITERARIO DE LA OBRA
1.-Obra………………………………………………………………………………….
2.-Autor…………………………………………………………………………………
3.-Género literario………………………………………………………………........
4.-Especie literaria …………………………………………………………………...
5.-Forma de composición…………………………………………………………..
6.-Escuela literaria……………………………………………………………………
7.- Época……………………………………………………………………………….
8.- Localización del texto literario…………………………………………………
9.- La estructura de la obra…………………………………………………………
10.- Los personajes principales……………………………………………………
11.- Los personajes secundarios…………………………………………………..
…………………………………………………………………………………………....
12.- Ambiente(s)……………………………………………………………………….
13.- Acciones principales……………………………………………………………
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………….......
14.-Tiempo……………………………………………………………………………..
15.- Tipos de narrador…………………………………………………………….....
16.-Tema central………………………………………………………………….......
17.- Argumento……………………………………………………………………….
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………..........
…………………………………………………………………………………………...
18.- Estilo del autor…………………………………………………………………..
…………………………………………………………………………………………...
…………………………………………………………………………………………..
19.-Apreciación personal sobre la obra………………………………………….
………………………………………………………………………………………….
………………………………………………………………………………………….
20.- Mensaje de la obra:……………………………………………………………
………………………………………………………………………………………….
………………………………………………………………………………………….
VOCABULARIO:
agazapado: agachado, acurrucado
agolpa: unirse, juntarse
altanero: soberbio, orgulloso, arrogante
blandir: mover, levantar
cabo: asa, mango
cogote: cuello
chanchada: bajeza, grave equivocación
desacato: desconsideración, desobediencia
despotricar: criticar, desatinar
diáfano: claro, cristalino, trasparente
en poblada: en grupo
formón: instrumento filudo y ancho que se usa en carpintería
fraguar: maquinar un lío, embuste
gamonal: terrateniente, hacendado
gendarme: policía, guardia
graznido: chillido
interventor: fiscalizador, administrador
mandón: persona poderosa
mermar: disminuir
mostachos: bigotes espesos
postillón: cartero
predicar: exhortar, disertar
quebrada: desfiladero
tagarote: burócrata
tifo: enfermedad infecciosa
ultimado: finalizado
Un viejo bagre, de barbas muy largas, decía con su boca ronca en elpenumbroso
remanso del riachuelo: “Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él, y he vuelto”
Y en el fondo de las aguas se movía de un lado a otrocontoneándose orgullosamente. Los
peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con admiración. “¡Ese viejo conoce el mar!”.
Tanto oírlo, un bagrecico se le acercó una noche de luna y le dijo: “Abuelo, yo también quiero
conocer el mar”.
-¿Tú?
-Sí, abuelo.
-Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran proeza.
Vivían en ese remanso de un riachuelito de la Selva Alta del Perú, un riíto con lecho de
piedras menudas y delgado rumor.
Palmeras y otros árboles, desde las márgenes del remanso, oscurecían las aguas. Esa
noche, en un rincón de la pozuela iluminadatenuemente por la luna, el viejo bagre enseñó al
bagrecito cómo debía llevar a cabo su viaje al lejano mar.
Y cuando el riachuelito se estremecía con el amanecer, el bagrecito partió aguas abajo. “Tienes
que volver”, le dijo, despidiéndolo, el viejo bagre, quien era el único que sabía de aquella
aventura.
El bagrecico sentía pena por su madre. Ella, preocupada porque no lo había visto todo el día,
anduvo buscándolo. “Qué te sucede?, le preguntó el anciano bagre con la cabeza afuera de un
hueco de la orilla, una de sus tantas casas.
-¿Usted sabe dónde está mi hijo?
-No. Pero lo que te puedo decir es que no te aflijas. El muchacho ha de volver. Seguramente
ha salido a conocer mundo.
-¿Y si alguien lo pesca?
-No creo. Es muy sagaz. Y tú comprendes que los hijos no deben vivir todo el tiempo en la
falda de la madre. Torna a tu casa… El muchacho ha de volver.
La madre del bagrecico, más o menos tranquilizada con las palabras del viejo filósofo, regresó
a su casa.
El bagrecico mientras tanto, continuaba su viaje. Después de dos días y medio entró por la
desembocadura del riachuelo en un riachuelo más grande.
El nuevo riachuelo corría por entre el bosque haciendo tantos zigzags, que el bagrecico se
desconcertó. “Este es el río de las mil vueltas que me indicó el abuelo”, recordó. . . Su cauce de
piedras y, partes, de arena, salpicado de pedrones, sobresaliendo de las aguas con plantas
florecidas en el légamo de sus superficies; hondas pozas se abrían en los codos con multitud de
peces de toda clase y tamaño; sonoras corrientes. . . El bagrecico seguía, seguía ora nadando
con vigor, ora dejándose llevar por las corrientes, con las aletas y barbitas extendidas, ora
descansando o durmiendo bajo el amparo de las verdes cortinas de limo. . .
Se alimentaba lamiendo las piedras, con los gusanillos que había debajo de ellas o
embocando los que flotando en los remansos.
-¡De lo que me escapé! – se dijo, temblando. En una poza casi muerde un anzuelo con
carnada de lombriz, . . .iba a engullirlo, pero se acordó del consejo del abuelo: “antes de comer,
fíjate bien en lo que vas a comer”; así descubrió el sedal que atravesando las aguas terminaba en
la orilla, en las manos del pescador, un hombre con aludo sombrero de paja. . .
Los riachuelos de la Selva Alta del Perú son transparentes; de ahí que los peces pueden ver el
exterior.
El incidente que acababa de sucederle, hizo reflexionar al viajero con mayor seriedad sobre
los peligros que le amenazaban en su larga ruta; además de los pescadores con anzuelo, las
pescas con el barbascovenenoso, con dinamita y con red; la voracidad de los martín pescadores
y de las garzas. . . también de los peces grandes…Aunque él sabía que los bagres no eran
presas apetecibles para dichas aves, por sus aletasenconosas; ellas prefieren los peces blancos,
con escamas…
Con más cautela y los ojos más abiertos prosiguió el bagrecico su viaje al mar.
En una corriente, colmada de la luz de la mañana de la mañana límpida, una vieja magra, toda
arrugas, metida en las aguas hasta las rodilla, pescaba con las manso, volteando las piedras. El
bagrecico se libró de las garras de la pescadora, pasando a toda velocidad. . .
“¡La misma muerte!”, se dijo, volviendo a mirar, en su carrera, a la huesuda anciana, y ésta le
increpó con el puño en alto:¡”Bagrecico bandido!”
Dentro del follaje de un árbol añoso, que cubría la mitad del riachuelo, cantaban un montón de
pájaros. El bagrecito, con las antenas de sus barbas, percibió las melodías de esos músicos y
poetas de los bosques, y se detuvo a escucharlos.
Después de una tormenta, que perturbó la selva y el riachuelo, oscureciéndolos, el viajero
ingresó en un inmenso claro lleno de sol; a través de las aguas ligeramente turbias distinguió un
puente de madera, por donde pasaban hombres y mujeres con paraguas.
Pensó: “Estoy en la ciudad que el riachuelo de las mil vueltas divide en dos partes, como me
indicó el abuelo. . .” ¡Ah, mucho cuidado!, se dijo luego ante numerosos muchachos que, desde
las orillas, se afanaban en coger con anzuelos y fisgas los peces que en apretadas manchas, se
deslizaban por sobre la arena o lamían las piedras, agitando las colas.
El bagrecico salvó el peligroso sector de la ciudad con bastante sigilo. En la ancha
desembocadura del riachuelo de las mil vueltas, tuvo miedo; las aguas del riachuelo
desaparecían, encrespadas, en un río quizá cien, doscientas veces más grande que su humilde
riachuelo natal. Permaneció indeciso un rato. . . luego se metió con coraje en las fauces del río.
Las aguas eran turbias y corrían impetuosas. . . Peces gigantes, con los ojos encendidos,
pasaban junto al bagrecito, asustándolo: “No tengo otro camino que seguir adelante”, se dijo
resueltamente.
El río turbio, después de un curso por centenares de kilómetros por tupidas selvas, entregaba
bruscamente sus aguas a otro mucho más grande. El bagrecico penetró en él ya casi sin miedo.
Se extrañó de escuchar un vasto y constante runrún musical.
Débese a la fina arena y partículas de oro que arrastran las violentas aguas del río.
En las externas curvas de este río caudaloso hierven terribles remolinos que son prisioneros
no sólo para las balsas y canoas que, por descuido de los bogas, entran en ellos, sino también
para los propios peces. Sin embargo, nuestro vivaz bagrecico los sorteaba manteniéndose firme
a lo largo de las corrientes que pasan bordeándolos.
Cerros de sal, piedra, marginan también, en ciertos trechos, este río bravo. Blancas montañas
resplandecientes. Al bagrecico se le ocurrió lamer una de esas minas durante una media hora,
luego reanudó su viaje con mayor impulso.
Un espantoso fragor que venía de aguas abajo, le aterrorizó sobremanera. Pero él juzgó que,
seguramente, procedía de los “malos pasos”, debidos al impresionante salto del río por sobre una
montaña grave riesgo del cual habló mucho el abuelo…
A medida que avanzaba el estruendo era más pavoroso…¡Los malos pasos a la
vista!. . .Nuestro viajero se preparó para vencer el peligro…se sacudió el cuerpo, estiró las aletas
y las barbitas, cerró los ojos y se lanzó al torbellino rugiente…Quince kilómetros cascadas, peñas,
aguas revueltas y espumantes, pedrones torrentes rocas…El bagrecico iba a merced de la furia
de las aguas…aquí, chocó contra una roca, pero reaccionó en seguida; allá, un tremendo oleaje
le varó sobre un pedrón, pero, con felicidad, otra ola le devolvió a las aguas…
Al término del infierno de los “malos pasos”, el bagrecico, todo maltrecho, buscó refugio debajo
de una piedra y se quedó dormido un día y una noche.
Se consideraba ya baquiano. Además había crecido, su pecho era recto, sus barbas más
largas, su color, blanco oscuro con reflejos metálicos…No podía ser de otro modo, ya que
muchos soles y muchas lunas alumbraron desde que salió de su riachuelo natal, ya que había
cruzado tantos ríos, sobre todo vencido los terroríficos “malos pasos”, los “malos pasos” en que
mueren o encanecen muchos hombres. . .
Así, convencido de su fuerza y sabiduría, siguió el viaje…Sin embargo, no muy lejos, por poco
concluye sin pena ni gloria. A la altura de un pueblo cayó en la atarraya de un pescador, un alegre
muchacho, lo cogió de las barbas y le arrojó desde la canoa a las aguas, estimándola sin
importancia en comparación con los otros pescados.
Cerrado rumor especial, que conmovía el río, llamó un caluroso anochecer la atención del
viajero. Era una mijanada, avalancha de peces en migraciones hacia arriba, para el desove. Todo
el río vibraba con los millones de peces en marcha. Algunos brincaban sobre las aguas,
relampagueando como trozos de plata en la oscuridad de la noche. El bagrecico se arrimó a una
orilla fuertemente, contra el lodo, hasta que pasó el último pez.
En plena jungla, el voluminoso río desaparecía en otro más voluminoso. Así es el destino de
los ríos: nacen, recorren kilómetros de kilómetros de la tierra, entregan sus aguas a otros ríos, y
éstos a otros, hasta que todo acaba en el mar.
El nuevo río, un coloso,, se unía con otro igual, formando el Amazonas, el río más grande de la
Tierra. Nuestro bagrecico entró en ese prodigio de la Naturaleza a las primeras luces de un día,
cuando los bosques de las márgenes eran una sinfonía de cantos y gritos de animales
salvajes...Allá, en el remoto riachuelito natal, el abuelo le había hablado también mucho del Rey
de los Ríos.
Por él tenía que llegar al mar, ya él no daba sus aguas a otro río… No se veía el fondo ni las
orillas…Era pues, el río más grande del mundo.
“Debes tener mucho cuidado con los buques”, le había advertido el abuelo. Y el bagrecico
pasaba distante de esos monstruos que circulaban por las aguas, con estrépito.
Una madrugada subió a la superficie para mirar el lucero del alba, digamos mejor para
admirarlo, ya que nuestro bagrecico era sensible a la belleza; el lucero del alba, casi sobre el río,
parecía una victoria regia de lágrimas. . . después de bañarse en su luz, el bagrecico se hundió
en las aguas, produciendo un leve ruido y leve oleaje.
Durante varias horas de una tarde lluviosa lo persiguió un pez de mayor tamaño que un
hombre, para devorarlo. El pobre bagrecico corría a toda velocidad de sus fuerzas. . .corría… .co
rría…de pronto columbró un hueco en la orilla, y se ocultó en él…de donde miraba a su terrible
enemigo, que iba y venía y, finalmente desapareció.
Mucho tiempo viajó por el río más grande del planeta, pasando frente a puertos, rublos,
haciendas, ciudades, hasta que una noche, con luna enorme, redonda, llegó a la
desembocadura...El río era allí extraordinariamente ancho y penetraba retumbando más de cien
leguas en el mar. . .”¡El mar!”, se dijo el bagrecico profundamente emocionado. “¡El mar!”. Lo vio
esa noche de luna llena como un transparente abismo verde…
El retorno a su riachuelo natal fue difícil… Se encontraba tan lejos…Ahora tenía que surcar los
ríos, lo cual exige mayor esfuerzo…
La alegría del viajero se dilató como el cielo cuando, al fin, entró en su riachuelo natal, cuando
sintió sus caricias…Besó, con unción, las piedras de su cauce…Llovía menudamente…Los
árboles de las riberas, sobre todo los almendros, estaban florecidos…Había luz solar por entre la
lluvia suave y dentro del riachuelo…El bagre, loco de contento, nadaba en zig zags, de espaldas,
de costado hasta el fondo, sacaba sus barbas de las aguas moviéndolas en el aire.
Sin embargo en su pueblo ya no encontró a su madre ni a su abuelo. Nadie lo conocía. Todo
era nuevo en el remanso del riachuelito, ensombrecido por las palmeras y otros árboles de las
márgenes. Se dio cuenta, entonces, de que era anciano…En el fondo de la pozuela, con su voz
ronca solía decir, contoneándose orgullosamente:
“Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él, y he vuelto”.
Los peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con admiración.
Un bagrecico, tanto oirlo, se le acercó una noche de luna y le dijo: “Abuelo yo también quiero
conocer el mar”.
-¿Tú?
-Sí, abuelo.
-Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran proeza.
(Francisco Izquierdo Ríos)
FICHA DE LECTURA
ANÁLISIS LITERARIO DE LA OBRA
1.-Obra……………………………………………………………………………
2.-Autor……………………………………………………………………………
3.-Género literario……………………………………………………………….
4.-Especie literaria ………………………………………………………………
5.-Forma de composición……………………………………………………...
6.-Escuela literaria………………………………………………………………
7.- Época…………………………………………………………………………..
8.- Localización del texto literario……………………………………………..
9.- La estructura de la obra…………………………………………………….
10.- Los personajes principales……………………………………………….
11.- Los personajes secundarios……………………………………………..
12.- Ambiente(s)………………………………………………………………….
13.- Acciones principales……………………………………………………..
……………………………………………………………………………………...
………………………………………………………………………………………
14.-Tiempo…………………………………………………………………………
15.- Tipos de narrador……………………………………………………………
16.-Tema central…………………………………………………………………..
17.- Argumento……………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………....
………………………………………………………………………………………
18.- Estilo del autor………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………
19.-Apreciación personal sobre la obra………………………………………
………………………………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………
20.- Mensaje de la obra:…………………………………………………………
………………………………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………
COMPRENSIÓN LECTORA
1.-¿Qué historia narra el viejo bagre?
2.- ¿Qué le dice el bagrecico al viejo bagre?
3.- ¿En qué lugar viven?
4.- ¿En qué momento parte el bagrecico aguas abajo?
5.- ¿Por quién siente mucha pena el bagrecico cuante parte aguas abajo?
6.- ¿Cuántos días pasó cuando el bagrecico llegó a un riachuelo más grande?
7.- ¿Cómo era el nuevo riachelo?
8.- ¿Qué le sucedió al bagrecico en la poza y de qué manera se salvó?
9.-¿Qué le ocurrió al bagrecico en una corriente , colmada de la luz de la mañana límpida?
10.- ¿Qué peligros pasó el intrépido bagrecico en un río que era cien o doscientos veces más
grande que su riachelo donde nació?
11.- ¿Cómo se preparó el bagrecico para vencer el peligroso “malos Pasos”?
12.- ¿Cómo logró ponerse a salvo el bagrecico en el momento en que cayó en la atarraya de un
pescador?
13.- ¿Cuándo se produjo la llegada del bagrecico al río más grande de la tierra?
14.- ¿Qué fue lo que sintió el pequeño pez en el instante en que llegó al mar?
15.- ¿Cómo halló el bagrecico al regresar a su riachuelo donde nació después de una larga
ausencia?
16.-Cómo terminó el cuento?
VOCABULARIO:
alba: primera luz del día
aludo: de grandes alas
añoso: de muchos años
atarraya: red redonda para pescar
bagrecico: pez pequeño
baquiano: hábil, experto, conocedor de ríos y trochas
barbasco: hierba narcótica
cautela: precaución, cuidado
columbrar: ver desde lejos una cosa
coraje: valor, arrojo, bravura
desove: período de puesta de huevos
enconoso: inflamado, irritado,
engullir: tragar, devorar
estrépito: ruido considerable, estruendo
fauces: parte posterior de la boca de los mamíferos
fisga: arpón de tres dientes para pescar
follaje: conjunto de hojas de árbol
fragor: estruendo, ruido, estrépido
horrenda: que tiene horrendo
increpar: reprender, llamar la atención
impetuoso: violento, arrebatado, fogoso
jungla: selva, terreno cubierta de vegetación espesa
légamo: lodo, fango
limo: barro, lodo, fango
límpido: limpio, puro
magro: flaco, enjuto, demasiado delgado
malos pasos: paso angosto y peligroso de un río
mijanada: multitud de peces que van juntos
pavoroso: espantoso, aterrador, temible
penumbroso: oscuro
proeza: hazaña
remanso: lugar de aguas tranquilas
remoto: lejano
resueltamente: decididamente
riachuelo: río pequeño
sagaz: astuto
sedal: hilo para pescar
sigilo: cautela, prudencia, cuidado
tenue: débil, delicado
tornar: regresar
turbio: sucio
unción: fe, devoción
varar: quedar fuera del agua
voracidad: hambre desmedido
zigzag: ondulante
Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los
pormenores de este magno suceso.
En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se
trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las
ventanas, cambiar las maderas de los pisos y pintar de nuevos todas las paredes. Esta
reforma trajo consigo otras y –como esas personas que cuando se compran un par de
zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una
camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo
nuevo- don Fernando se vio obligado a reformar todo el mobiliario, desde las consolas
del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las
lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir las paredes que desde que estaban
limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto
un concierto en el jardín. Fue necesario construir un jardín. En quince días, una
cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, lo que antes era una especie salvaje, un
maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, lagunas
de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que
cruzaba sobre un torrente imaginario.
Lo más grave, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como
la mayoría de la gente proveniente del interior, solo habían asistido en su vida a
comilonas provinciales, en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se terminan
devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía
servirse en algún banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un
consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió
hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo
enterarse que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario
encargar por avión a las viñas del mediodía.
Cuando estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia
que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de
servicios, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda
su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes
beneficios que obtendría de esta recepción.
-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos
nuestra fortuna en menos en lo que canta un gallo decía su mujer-. Yo no pido más. Soy
un hombre modesto.
En efecto, don Fernando había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación. Le
basta saber que era pariente del presidente –con uno de esos parentescos serranos tan
vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de
encontrarles un origen adulterino- para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin
embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al
presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto.
-Encantado -le contestó el presidente-. Me parece una magnifica idea. Pero por el
momento me encuentro muy ocupado. La confirmaré por escrito mi aceptación.
Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó
algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión el aspecto de un palacio
afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un
retrato del presidente –que un pintor copió de una fotografía- y que él hizo colocar en la
parte más visible de su salón.
El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la
tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que
traicionaba sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese
terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes
secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.
Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron
discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se
acomodaron en las mesas que les estaban reservadas –la más grande, decoradas con
orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombres ejemplares- y se comenzó a
comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba
inútilmente de imponer un aire vienés.
A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rhin habían sido honrados y los
tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos.
La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la
elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente
en las copas de coñac.
Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya,
seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente
sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas de protocolo, a la
izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para
colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos
amodorrados y digéstónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de
grupo en grupo para reanimarlos con copas de menta, palmaditas, puros y paradojas.
Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto
forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salita
de música y allí, sentados en uno de eso canapés que en la corte de Versalles servían
para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído una
modesta demanda.
-Pero no faltaba más –replicó el presidente-. Justamente queda vacante en estos días la
embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es
decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril, sé que hay en diputados una
comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a
todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que
más convenga.
A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los
ojos, la vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos.
Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre
la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un
golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir.
absurda: opuesta a la razón
acantilado: se dice del fondo del mar cuando forma escalones o candiles
acecho: observando y mirando a escondidas y con cuidado.
aguzó: estimuló, incitó
alba: primera luz del día
arrear: incitar al movimiento
aullando: bramando, gritando
baja policía: servicio de limpieza de calles y recolección de basura.
barranco: orilla de un precipicio, despeñadero.
beatas: mojigatas, santurronas
berrear: chillar
brizna: filamento o hebra especialmente de plantas o frutos.
bufandas: prenda para abrigar el cuello.
carroña: carne descompuesta
cena: comida que se toma en la noche.
chiquero: pocilga
conjuraba: conspiraba
consigna: orden, contraseña
convalecencia: mejoría, recuperación
corralón: terreno cercado
cubos: baldes
desfiladero: paso estrecho entre montañas.
divisó: vio, miró.
emparrado: cubierta de parras
escuálido: flaco, delgado
estrépito: estruendo, ruido
éxtasis: estado del alma enteramente embargada por un sentimiento de
admiración , alegría.
fango: lodo
fauna: conjunto de especies de animales que habitan en determinados ambientes
y territorios.
garúa: llovizna
granujas: pícaro, bribón
gruñir: refunfuñar
ingle: parte del cuerpo, en que se juntan los muslos con el vientre.
injuria: agravio, ofensa
intimidarlos: atemorizarlos, asustarlos
intrigado: conspirado, enredado
itinerario: camino, recorrido, ruta
jadear: respirar anhelosamente por efecto de algún trabajo o ejercicio
impetuoso.
malsana: enfermiza
masculló: murmuró, musitó
merodean: vagan, vagabundean
niebla: nube en contacto con la tierra y que oscurece más o menos la atmósfera.
noctámbulo: trasnochado
obstinadamente: terca y porfiadamente; con pertinacia y tenacidad en el
ánimo.
opresor: déspota, tirano, dictador
optado: elegido, escogido
ornada: adornada
ovilló: encogió
pendiente: cuesta o declive de un terreno.
provisión: abastecimiento
remansado: calmado, tranquilizado
rengueó: andó cojeando
sigilo: secreto que se guarda de una cosa o noticia
siniestro: funesto, aciago, infeliz
somnolencia: pesadez y torpeza de los sentidos motivados por el sueño.
suburbio: barrio a las afueras de la ciudad
trastrabillar: tambalearse, vacilar
traste: persona inútil o que no sirve sino de estorbo.
tregua: descanso
trote: modo de caminar acelerado.
umbral: parte inferior o escalón, por lo común de piedra o contrapuesto al dintel,
en la puerta o entrada de una casa.
zamarro: bandido, malandrín, pillo
zurrar: pegar, golpear, apalear, azotar
II.-APRECIACIÓN CRÍTICA PERSONAL
1.- ¿Cuál es tu opinión personal sobre el cuento leído?
2.- ¿Qué le pareció la conducta agresiva del abuelo que ejerció sobre sus nietos?
Explícalo
3.- ¿Qué opina usted la vida que llevó Efraín y Enrique al lado de su abuelo, don
Santos? ¿Cómo le hubiera gustado que sea para usted?
4.- ¿Qué opinas usted de la suerte que corrió el malvado abuelo? Fundamenta tu
opinión.
EL NIÑO DE JUNTO AL CIELO
Vacilante, incrédulo, se
agachó y lo tomó entre sus
manos. Diez, diez, diez era un
billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas,
innumerables reales. ¿Cuántos reales, ¿cuántos medios exactamente? Los
conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le
bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que decía “diez” por sus
dos lados.
Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese otro
cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el
billete de su bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el
billete hacia él -se preguntaba- o era él, el que había ido hacía el billete?
Cruzó la pista y se internó en un terreno
salpicado de basura, desperdicios de albañilería y
excremento; llegó a una calle y desde allí divisó al
famoso mercado, el Mayorista, del que tanto había
oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima…? La
palabra le sonaba a hueco. Recordó: su tío le había
dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande
que en ella vivía un millón de personas.
¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora?
¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido, menos uno. Esteban quedó
mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo acariciaba el billete:
-¡Hola, hombre!
-Hola…-respondió Esteban susurrando, casi.
El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un
mismo tono, algo que debió ser kaki en otros tiempos, pero que ahora pertenecía
a esa categoría de colores vagos e indefinibles.
-¿Eres de por acá? –le preguntó a Esteban.
-Sí, este. . . –se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que
estaba en viaje de exploración a través de la bestia de un millón de cabezas.
-¿De dónde, ah? –se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y
sus ojos inquietos le recorrían de arriba abajo- ¿De dónde, ah? –volvió a
preguntar.
-De allá, del cerro –y Esteban señaló en la dirección en que había venido.
-¿San Cosme?
Esteban meneó la cabeza, negativamente.
-¿Del Agustino?
-¡Sí, de ahí! Exclamó sonriendo. Ese era el nombre y ahora lo recordaba.
Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse
a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era
muy grande, demasiado grande, tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao
y que ahí llegaban buques de otros países; que habían lugares muy bonitos,
tiendas enormes, calles larguísimas…¡Lima…! Su tío había salido dos meses
antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa. ¿En qué sitio será?,
le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los días corrieron y después
de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir. ¡Lima…! ¿El cerro del
Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La
choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y
Esteban era el único que lo sabía.
-Yo no tengo casa… -dijo el chico después de un rato. Tiró una bola contra la
tierra y exclamó: -¡Caray, no tengo!
-¿Dónde vives entonces? –se animó a inquirir Esteban.
El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego respondió:
-En el mercado, cuido la fruta, duermo a ratos -amistoso y sonriente-, puso
una mano sobre el hombro de Esteban y preguntó:
-¿Cómo te llamas tú?
-Esteban…
-Yo me llamo Pedro –tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano-.
Te juego, ¿Ya Esteban?
Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente. Pasaron los
minutos, pasaron hombres y mujeres junto a ellos, pasaron autos por la calle,
siguieron pasando los minutos. El juego había terminado. Esteban no tenía nada
que hacer junto a la habilidad de Pedro. Las bolas al bolsillo y los pies sobre el
cemento gris de la acera. ¿A dónde, ahora? Empezaron a caminar juntos. Esteban
se sentía más a gusto en compañía de Pedro, que estando solo.
Dieron algunas vueltas. Más y más edificios. Más y más gentes. Más y más
autos en la calle. Y el billete anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó.
-¡Mira lo que encontré! –lo tenía entre sus dedos y el viento lo
hacía oscilar levemente.
-¡Caray! –exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle-. ¡Diez soles, caray!
¿Dónde lo encontraste?
-Junto a la pista, cerca del cerro –explicó Esteban.
Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó:
-¿Qué piensas hacer, Esteban?
-No sé, guardarlo, seguro… -y sonrió tímidamente.
-¡Caray, con una libra haría negocios, palabra que sí!
-¿Cómo?
Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo,
muchísimas cosas. Su gesto podría interpretarse como una total despreocupación
por el asunto –los negocios- o como una gran abundancia de posibilidades
y perspectivas. Esteban no comprendió.
-¿Qué clase de negocio, ah?
-¡Cualquier clase, hombre! –pateó una cáscara de naranja que rodó desde la
vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus que la aplanó contra
el pavimento-. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos días cada uno
de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo.
-¿Una libra más? –preguntó Esteban asombrándose.
-¡Pero claro, claro que sí…! –volvió a examinar a Esteban y le preguntó: ¿Tú
eres de Lima?
Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni
jugado sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de eso en sus diez años, salvo
lo de ese día…
-No, no soy de acá, soy de Tarma; llegué ayer…
-¡Ah! –exclamó Pedro, observándolo fugazmente- ¿De Tarma, no?
Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la carretera. A medio kilómetro
de distancia se alzaba el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según
Esteban! Antes del viaje, en Tarma, se había preguntado: ¿Iremos a vivir a
Miraflores, al Callao, a San Isidro, a Chorrillos, en cuál de esos barrios quedará la
casa de mi tío? Había tomado el ómnibus y después de varias horas de pesado y
fatigante viaje, arriban a Lima. ¿Miraflores? ¿La Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao?
¿A dónde Esteban, a dónde? Su tío había mencionado el lugar y era la primera
vez que Esteban lo oía nombrar. Debe ser algún Barrionuevo pensó. Tomaron un
auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes pero, cosa curiosa, todas
parecidas, también. El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casa
en mitad del cerro, casas en la cumbre del cerro. Habían subido y una vez arriba,
junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló la bestia con un
millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra
de casas, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar.
Entonces Esteban había levantado los ojos, y se había sentido tan encima de todo
–o tan bajo, quizá- que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo.
-Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio, conmigo?
Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta.
-¿Yo…? –titubeando preguntó: -¿Qué clase de negocio? ¿Tendrían otro billete
mañana?
-¡Claro que sí, por su puesto! –afirmó resueltamente.
La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete
más, y otro más, y mucho más. Muchísimos billetes más, seguramente. Entonces
el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado.
-¿Qué clase de negocios se puede, ah? –preguntó Esteban.
Pedro sonrió y explicó:
-Negocios hay muchos… Podríamos comprar periódicos y venderlos por Lima;
podríamos comprar revistas, chistes… -hizo una pausa y escupió
con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose: -Mira, compramos diez soles de
revistas y las vendemos ahora mismo, en la tarde, tenemos quince soles, palabra.
-¿Quince soles?
-¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mí! ¿Qué te
parece, ah?
Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en
que Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío; convinieron en que
venderían revistas y que de la libra de Esteban, saldrían muchísimas otras.
Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a
su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con ellos, pues en su
trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como había recalcado al
explicar su situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y
se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar en que había
encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció Pedro y
empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de
cabezas.
-Vas a ver qué fácil es vender revistas, Esteban. Las ponemos en cualquier
sitio, la gente la ve y, listo las compran para sus hijos. Y si queremos nos
ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas, y así vienen más rápido…
¡Ya vas a ver qué bueno es hacer negocios…!
-¿Queda muy lejos el sitio? –preguntó Esteban, al ver que las calles seguían
alargándose hasta el infinito. Qué lejos había quedado Tarma, qué lejos había
quedado todo lo que hasta hacía unos días había sido habitual para él.
-No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamosgorreando hasta el
centro.
-¿Cuánto cuesta el tranvía?
-¡Nada, hombre! –y se rió de buena gana-. Lo tomamos no más y le decimos al
conductor que nos deje ir hasta la Plaza de San Martín.
Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos
y flamante, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde.
-¿A dónde va toda esa gente en auto?
Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero, ¿a dónde iban realmente? Pedro no halló
ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro.
Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque.
-¡Corre! –le gritó Pedro, de súbito. El tranvía comenzaba a ponerse en marcha.
Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y se encaramaron al estribo.
Una vez arriba se miraron, sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y
llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un
millón de cabezas, no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba
estar siempre, aquí o allá, en el centro mismo de la bestia.
Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente, esta vez, después de
una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de sus asientos y Pedro
lo estaba empujando.
-Vamos, ¿qué esperas?
-¿Aquí es?
-Claro, baja.
Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la
bestia. Esteban veía más gente y las veía marchar –sabe Dios, dónde- con más
prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como la
gente de Tarma?
-Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas.
-Bueno –asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era
vender las revistas, y que la libra se convertiría en varias más. Eso era lo
importante.
-¿Tú tampoco tienes papá? –le preguntó Pedro, mientras doblaban hacia una
calle por la que pasaban los rieles del tranvía.
-No, no tengo… -y bajó la cabeza, entristecido-. Luego de un momento,
Esteban preguntó: -¿Y tú?
-Tampoco, ni papá ni mamá. –Pedro se encogió de hombros y apresuró el
paso. Después inquirió descuidadamente:
-¿Y al que le dices “tío”?
-Ah…él vive con mi mamá, ha venido a Lima de chofer… -calló, pero en
seguida dijo: -Mi papá murió cuando yo era chico…
-¡Ah, caray…! ¿Y tu tío qué tal te trata?
-Bien; no se mete conmigo para nada.
-¡Ah!
Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio más o menos grande,
puertas, ventanas, y dos letreros que anunciaban revistas al por mayor.
-Ven, entra –le ordenó Pedro.
Esteban entró. Desde el piso hasta el techo había revistas, y algunos chicos
como ellos, dos mujeres y un hombre, seleccionaban sus compras. Pedro se
dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y
volvió a revisarlas.
-Paga.
Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más
desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y
pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario.
-Paga –repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que
controlaba la venta.
-¿Es justo una libra?
-Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una.
Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del
bolsillo. Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo entregó al hombre.
-Vamos –dijo jalándolo.
Se instalaron en la Plaza san Martín y alinearon las diez revistas en uno de los
muro que circunda el jardín. Revistas, revistas, revistas señor, revistas señora,
revistas, revistas. Cada vez que una de las revistas desaparecía con un
comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban seis revistas y pronto, de
seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna.
-¿Qué te parece, ah? –preguntó Pedro, sonriendo con orgullo.
-Está bueno, está bueno… y se sintió enormemente agradecido a su amigo y
socio.
-Revistas, revistas, ¿no quiere un chiste, señor? El hombre se detuvo y
examinó las carátulas.
-¿Cuánto?
-Un sol cincuenta, no más…
La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al
fin se decidió.
-Cóbrese.
Y las monedas cayeron tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a
observar, meditaba, sacaba sus conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma;
con una bestia de un millón de cabezas y otra era estar en Lima, en el centro
mismo del universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida. Él era el
socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. Revistas, revistas,
gritaba el socio industrial, y otra revista más que desaparecía en manos
impacientes. ¡Apúrate con el vuelto! Exclamaba el comprador. Y todo el mundo
caminaba aprisa, rápidamente ¿A dónde van que se apuran tanto?. Pensaba
Esteban.
Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo
difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente; con el tiempo, se
acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de
diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaba más que dos revistas sobre el
muro. Dos nada más, y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados
rincones de la bestia, Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes… Listo,
ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y media.
-¡Caray, me muero de hambre, no he almorzado…! –prorrumpió luego.
-¿No has almorzado?
-No, no he almorzado…-observó a posibles compradores entre las personas
que pasaban y después sugirió: -¿Me podrías ir a comprar un pan o bizcocho
-Bueno –aceptó Esteban, inmediatamente.
Pedro sacó un sol de su bolsillo y explicó:
-Esto es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya?
-Sí, ya sé.
-¿Ves ese cine? –preguntó Pedro señalando a uno que quedaba en la esquina.
Esteban asintió-. Bueno, sigues por esa calle y a mitad de cuadra hay una
tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un
plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya, Esteban?
-Ya.
Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la
calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró.
-Deme un pan con jamón –pidió a la muchacha que atendía.
Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban
puso la moneda sobre el mostrador.
-Vale un sol veinte –advirtió la muchacha.
-¡Un sol veinte…! –devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego decidió:
-Deme un sol de galletas, entonces.
Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al
cine y se detuvo a contemplar los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego,
prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba?
Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, se sentiría feliz absolutamente
feliz. Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle, esperó que pasaran los
automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta metros más allá había quedado
Pedro. ¿O se había confundido? Porque Pedro ya no estaba en ese lugar, ni en
ningún otro. Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro, ni revista, ni quince soles,
ni… ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero, ¿no era ahí donde
habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en
el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El papel era amarillo, con
letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más de dos
horas. Entonces ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince soles, y la
revista?
Bueno, no era necesario asustarse, pensó. Seguramente se había demorado y
Pedro lo estaba buscando. Eso tenía que haber sucedido, obligadamente. Pasaron
los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo; ya estaría de regreso de ser así.
Tal vez había ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos
fueron quedando a sus espaldas. No, Pedro no había ido a buscar sencillo; ya
estaría de regreso, de ser así. ¿Entonces…?
-Señor, ¿tiene hora? –le preguntó a un joven que pasaba.
-Sí, las cinco en punto.
Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia y prefirió no pensar.
Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando y eso no podía ser. Él ya tenía
diez años, y diez años no eran ocho, ni nueve. ¡Eran diez años!
-¿Tiene hora, señorita?
-Sí, sonrió y dijo con una linda voz: -
Las seis y diez- y se alejó presurosa.
-¿Y Pedro, y los quince soles, y la
revista…? ¿Dónde estaban, en qué lugar
de la bestia con un millón de cabezas
estaban…? Desgraciadamente no lo sabía
y sólo quedaba la posibilidad de esperar y
seguir esperando…
-¿Tiene hora señor?
-Un cuarto para las siete.
-Gracias.
¿Entonces?... Entonces, ¿ya Pedro no
iba a regresar…? ¿Ni Pedro, ni los quince
soles, ni las revistas iban a regresar
entonces…? Decenas de letreros
luminosos se habían encendido. Letreros
luminosos que se apagaban y se volvían a
encender; y más y más gente sobre la piel
de la bestia. Y la gente caminaba con más
prisa ahora. Rápido, rápido, apúrense,
más rápido aún, más, más, hay que
apurarse muchísimo más, apúrense más…
Y Esteban permanecía inmóvil, recostado
en el muro, con el paquete de galletas en
la mano y con las esperanzas en el bolsillo
de Pedro…Inmóvil, dominándose para no
terminar en pleno llanto.
Entonces, ¿Pedro lo había engañado…?
¿Pedro, su amigo, le había robado el billete
anaranjado…? O no sería, más bien, la
bestia con un millón de cabezas la causa
de todo…? Y, ¿acaso no era Pedro parte
integrante de la bestia…?
Sí y no. Pedro ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y,
desolado, se dirigió a tomar el tranvía.
F
in
VOCABULARIO
En esa tarde todo era opaco y silencioso. Los automóviles, los tranvías, las
carretillas repartidoras de cervezas y sodas, los "colectivos", se esfumaban en la
niebla gris-azulada y todos los ruidos parecían lejanos. A veces surgía
la estridencia característica de los neumáticos rodando sobre el asfalto húmedo y
sonoro y surgía también solitario y escuálido, el silbido vagabundo del transeúnte
invisible. Esta tarde se parecía a la tarde del vals sentimental y huachafo que,
hace muchos años, cantaban los currutacos de las tiorbas:
¡La tarde era triste,
la nieve caía!...
II
¡Pero qué mala pata, Chupitos! Desde chiquito la cosa había sido de una pata
espantosa. El día que nació, por ejemplo, en el Callejón de Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro, una vecina dejó sobre un trapo la plancha ardiente, encima de
la tabla de planchar, y el trapo y la tabla se encendieron y el fuego se extendió por
las paredes empapeladas con carátulas de revistas. Total: casi se quema el
callejón. La madre tuvo que salir en brazos del marido y una hermana de éste
alzó al chiquillo de la cuna. A poco, los padres tuvieron que entregarlo a una
vecina para que lo lactara, no fuera que el susto de la madre se la pasara al
muchacho. Luego fue creciendo en un ambiente "sumamente peleador", como
decía él, para explicar esa su pasión por las trompeaduras. ¿Que sucedía? Que su
madre, zamba engreída, había salido un poco volantusa, según la severa y acaso
exagerada opinión de la hermana del marido, porque volantusería era, al fin y al
cabo, eso de demorarse dos horas en la plaza del mercado y llegar a la casa, a los
dos cuartos del callejón humilde, toda sofocada y preguntando por el marido:
-¿Ya llegó Demetrio?
Hasta que un día se armó la de Dios es Cristo y mueran los moros y vivan los
cristianos. Chupitos tenía siete años y se acordaba de todo. Sucedió que un día
su mamá llegó con una oreja muy colorada y el revuelto pelo mal arreglado. El
marido hizo la clásica pregunta:
-¿A dónde has estado?... La comida está fría y yo... ¡espera que te espera! A ver,
vamos a ver...
Y, torpemente, sin poder urdir la mentira tan clásica como la pregunta, la zamba
había respondido rabiosamente:
-¡Caramba! Ni que fuera una criminal...
Arguyó la impaciencia contenida del marido:
-Yo no digo que tú eres una criminal. Lo que quiero es saber adónde has estado.
Nada más.
-En la esquina.
-¿En la esquina? ¿Y qué hacías en la esquina?
-Estaba con Juana Rosa…
Y dando una media vuelta que hizo revolar la falda, se fue a avivar los tizones y
recalentar la carapulcra. La comida fue en silencio. Chupitos no se atrevía a
levantar las narices del plato y el padre apuraba, uno tras otro, largos vasos de
vino. Al terminar, el zambo se lió la bufanda al cuello, se terció la gorra sobre una
oreja, y, encendiendo un cigarrillo, salió dando un portazo.
III
Fue la primera lección que aprendió Chupitos en su vida: mujeres con quiñes,
como si fueran trompos, ¡ni de vainas! Luego los trompos tampoco debían tener
quiñes...No, nada de lo que un hombre posee, mujer o trompo -juguetes- podía
estar maculado por nadie ni por nada. Que si el hombre pone toda su
complacencia y todo su orgullo en la compañera o en juego, nada ni nadie puede
ganarle la mano. Así es la cosa y no puede ser de otra guisa. Esa es la dura ley
de los hombres y la justicia dura de la vida.
Y no lo olvidó nunca. Tres años pasaron desde que el muchacho se quedara sin
madre y, en esos tres años, sin más compañía que el padre, se fue haciendo
hombre, es decir, fue aprendiendo a luchar solo, a enfrentarse a sus propios
conflictos, a resolverlos sin ayuda de nadie, sólo por la sutileza de su ingenio
criollo o por la pujanza viril de sus puños palomillas, En las tientas de gallos,
mientras sostenía al chuzo desplumado que servía de señuelo a los gallos que su
padre adiestraba, aprendió ese arte peligroso de saber pelear, de agredir sin
peligro y de pegar siempre primero.
Ahora tenía que resolver la dura cuestión que le planteaba la codicia del cholo
Carmona: ¡había perdido su trompo! Y aquella misma tarde de la derrota regresó
a su casa para pedir a su padre después de la comida:
La lógica paterna:
-Fue Carmona, papá, que mandó cocina y como tuve que chantarme... Déme los
treinta chuyos, ¿quiere?...
Y señalaba uno, más chico que el anterior, también de naranjo, con su petulante
cabecita y su vergonzante púa de garbanzo. Pagó veinte centavos y compró un
pedazo de lija con qué pulir el arma que le recuperase al día siguiente el trompo
que fue su orgullo y la envidia de toda la tira del barrio.
Por la mañana se levantó temprano y temprano fue al corral. Allí escogió un claro
y comenzó toda la larga operación de transformar el pacífico juguete en un arma
de combate. Le quitó la púa roma y con el serrucho más fino que su padre
empleaba para cortar los espolones de sus gallos, le cortó la cabeza inútil. Luego
con la lija, pulió el lomo y fue desbastando el contorno para hacerlo invulnerable.
Dos horas estuvo afilando el clavo para hacer la púa de pelea, como las navajas
de los gallos, y le robó un cabito de vela para encerarlo. Terminada la operación,
enrolló el trompo con la huaraca, la fina cuerda bien manoseada, escupió una
babita y lo lanzó con fuerza en el centro de la señal. Y al levantarlo, girando como
una sedita, sin una sola vibración, vio con orgullo cómo la púa de clavo le hacía
sangrar la palma rosada de su mano morena:
IV
En Lima, gracias a Dios, no hay nieve que caiga ni caído nunca. Apenas esa
garúa finita de calabobos, como dije al principio de este relato, chorreando su
fanguito de las hojas de los árboles, morenizando el mármol de las estatuas que
ornan la Alameda de los Descalzos. Allá iban los amigotes del barrio a chuzar esa
partida en que Chupitos había puesto todo su orgullo y su angustiada esperanza:
-¿Se lo ganaré a Carmona?...
Al principio, cuando Mayta, por sugerencia del zambito, propuso la pelea de los
trompos, el propio Chupitos opinó que en esa tarde, con tanta lluvia y tanto
barro, no se podría jugar. Y como lo presumió, Carmona tuvo la mezquindad de
burlarse:
-Lo que tienes es miedo de que te quite otro trompo.
-¿Yo miento? No seas...
-Entonces, ¿vamos?
-Al tirito.
Y fueron al camino que conduce a la Pampa de Amancaes que todavía tiene,
felizmente, tierra que juegan los palomillas. Carmona se apresuró a escupir la
babita alrededor de la cual todos formaron un círculo. Mayta disparó primero,
luego Ricardo, después Faustino Zapata. Carmona midió la distancia con la
piola, adelantó el pie derecho, enhuaracó con calma y disparó. Sólo que fue
carrera de caballo y parada de borrico porque cayó el último. Chupitos disparó a
su vez, inexplicablemente para él, su púa se hincó detrás de la marca de Ricardo
quien resultó prima. Desgraciadamente, así, en público, el muchacho no pudo
sugerirle que mandase la cocina con que habría recuperado su trompo y Ricardo
mandó:
-¡Quiñes!
El trompo que ahora tenía Carmona, el trompo que antes había sido de
Chupitos, se chantó ignominiosamente: ¡en sus manos jamás se habría chantado!
Y allí estaba estúpido e inerte, esperando que las púas de los otros trompos se
cebaran en su noble madera de naranjo. Y los golpes fueron llegando: Mayta le
sacó una lonja y Faustino le hizo los quiñes de emparada. Hasta que al fin le llegó
el turno a Chupitos. ¿Qué podría hacer?
¡Los trompos con quiñes, como la mujeres, ni de vainas!... Nunca sería el suyo
ese trompo malamente estropeado ahora por la ley del juego que tanto se parece a
la ley de la vida... Lenta, parsimoniosamente, Chupitos comenzó a enhuaracar su
trompo para poner fin a esa vergüenza. Ajustó ahora la piola y pasó poo la púa el
pulgar y el índice mojados en saliva; midió la distancia, alzó el bracito y disparó
con toda su alma. Una sola exclamación admirativa se escuchó:
-¡Lo rajaste!
Chupitos ni siquiera miró el trompo rajado: se alzó de hombros y
abandonando junto al viejo el trompo nuevo, se metió las manos en los bolsillos y
dio la espalda a la tira murmurando:
-Ya lo sabía...
Y se fue. Los muchachos no se explicaban por qué los dos trompos allí, tirados,
ni por qué se iba pegadito a la pared. De pronto se detuvo. Sus amigos que lo
miraban marchar con la cabecita gacha, pensaron que iba a volver, pero Chupitos
sacó del bolsillo el resto del clavo que lesirviera para hacer la segunda púa de
combate, y arañando la pared, volvió a emprender su marcha hasta que se
perdió, solo, triste e inútilmente vencedor; tras la esquina esa en que, a la hora
de la tertulia, tanto había ponderado al viejo trompo partido ahora por su mano:
-¡Más legal, te digo!...¡De naranjo purito!
Fin