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Cuentos Peruanos

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EL ALFILER, cuento completo, y su ficha de lectura

EL  ALFILER
                                                                         
     La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el jinete, en un santiamén,
saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda de Tilcabamba. Por el obeso balcón de
cedro, asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido,  que
temblaba.
     Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo:
     -¿Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas... ¡Si no nos comemos aquí a la
gente! Habla no más.
     El borradito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía  con desesperada mano el
sombrero de jipijapa y quiso explicar  tantas cosas a la vez -la desgracia súbita, su galope  nocturno de
veinte leguas, la orden de llegar en pocasa horas aunque reventara la bestia en el camino- que enmudeció
por un minuto. De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla.
     -Pues, le diré a mi amito que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche mismito agarró y se
murió la niña Grimanesa.
     Si don Timoteo no sacó el revólver como siempre que se hallaba conmovido, fue sin duda, por mandato
de la Providencia; pero estrujó el brazo del criado queriéndole extirpar mil detalle.
     -¿Anoche?...¿Está muerta?...¿Grimanesa?... Algo advirtió quizá en las obscuras explicaciones del
Borradito, pues sin decir palabra, rogando que no despertaran a su hija, "la niña Ana María", bajó él mismo
a ensillar su mejor caballo de paso.
     Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno, Conrado Basadre, que el año último se casara
con Grimanesa, la linda y amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios, una
fiesta sin par, con fuegos de Bengala, sus indias danzantes de camisón morado, sus indias, que todavía
lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos, pero  revivisciente en la endecha  de la raza
humilada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos
desementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos, que obstentaban en el ruedo de
velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el
simpático y  arrogante Conrado Basadre terminaba así...¡Badajo!...
     Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería
llegar en cuatro horas  a Sancavilca, el antiguo feudo de los  Basadre.
      En la tarde, ya vencida se escuchó otro  galope resonante y premioso, sobre los cantos rodados de la
montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
      -¿Quién vive?
     Refrenó su carrera el jinete próximo, y, con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez:
     -¡Amigo! Soy yo, ¿no me conoce?, el administrador de Sincavilca. Voy a buscar al cura para el entierro.
     Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tan prisa en lamar al cura si
Grimanesa estaba muerta, y por qué razón no se hallaba en la hacienda el capellán. Dijo adiós con la
mano y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a galope con el flanco lleno de sangre.    

     Al besar don Timoteo la santa imagen, quedó entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió,
aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del cadáver como enloquecido, con
repulsión  extraña. Entonces, miró por todos los lados, escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse
de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba,  en la noche cerrada.
     Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni siquiera
había asistido al entierro! Don Timoteo  vivía enclaustrado en su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar
días enteros, sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana Grimanesa que vivía
adorando y temiendo a su padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía
Conrado  Basadre.
     Pero un día domingo claro de junio se levantó don Timoteo de buen humor, y propuso a Ana María que
fueran juntos a Siancavilca, después de misa. Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla
transitó por la casa durante la mañana entera como enajanada, probándose al espejo las largas faldas de
amazona y el sombrero de jipijapa, que fue preciso fijas en las oleosas crenchas con un largo estilete de
oro. Cuando el padre la miró así, dijo turbado, mirando el alfiler.  
     -Vas a quitarte ese adefesio...
     Ana María obedeció suspirando, resuelta, como siempre, a no adivinar el misterio de aquel padre
violento.
     Cuando llegaron a Siancavilca, Conrado estaba domando a un potro nuevo, con la cabeza descubierta
a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata. Desmontó de un salto y
al ver a Ana  María tan parecida a su hermana en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato,
embebecido.
     Nadie habló de la desgracia ocurrida, ni mentó a Grimanesa, pero Conrado cortó sus espléndidos y
carnales jazmines del Cabo para obserquiarlos a Ana  María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la
muerte, y hubo un silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a "la niña" llorando.
     -¡José, María y José! ¡Tan linda como mi amita! ¡Un capulí!
      Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Siancavilca. Conrado y Ana María pasaban el  día
mirándose a los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el rostro para
contemplar un nuevo corte de caña madura. Y un lunes de fiesta, después del domingo encendido en que
se besaron por primera vez, llego Conrado a Ticabamba, ostentando la elegancia vistosa de los días de
feria, terciado el poncho violeta sobre el pellón de carnero, bien peinada y luciente la crin del caballo,  que
"braceaba" con escorzo elegante y clavaba el espumante belfo en el pecho, como los palafrenes de los
Libertadores.
     Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado, y no le llamó con el  respeto de
siempre "don Timoteo", sino que murmuró, como en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa:
     -Quiero hablarle, mi padre.
     Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija muerta. El viejo, silencioso
, espero que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando, con indecisa y vergonzante voz, su deseo de
casasrsew con Ana María. Midió una pausa tan larga que don Timoteo, con los ojos entrecerrados, parecía
dormir. De súbito, ágilmente, como si los años no  pesaran  en aquella férrea constitución de hacendado
peruano, fue a abrir  una caja de hierro de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester solicitar
con mil ardides y un " santo y seña" escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió allí un
alfiler de oro. Era uno de esos topos que cierran el manto de las indias y terminan en hoja de coca, pero
más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.
     Al verlo,Conrado cayó de rodillas, gimoteando como un reo confuso. 
     -¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!
     Más el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar. Disimulando con un
esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda que se le comprendía apenas:
     -Si se lo saqué yo  del pecho cuando estaba muerta... Tú le habías clavado este alfiler en el corazón...
¿No es cierto? Ella te faltó, quizá...
      -Sí, mi  padre.
      -¿Se arrepintió al morir?
      -Sí, mi padre.
      -¿Nadie lo sabe?
      -No mi padre.
      -¿Por qué no lo mataste también?
      -¡Huyó como un cobarde!
      -¿Juras matarlo si regresa?
      -Sí, mi padre.
      El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya si aliento:
      -¡Si ésta también te engaña, haz lo mismo!...¡Toma!
      Entregó el alfiler de oro solemnemente, como ortogaba los abuelos la espada al nuevo caballero, y con
brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó al yerno que se marchara enseguida, porque
no era bueno que alguien viera sollozando al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.
                                                                         (Ventura García Calderón)

ES QUE SOMOS MUY POBRES, Cuento de Juan Rulfo


    ES QUE SOMOS MUY POBRES 
(Cuento)

     Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la
habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso
le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de
repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo
único  que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo
el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
     Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi
papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río. 
     El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin
embargo, el estruendo que traía el río al arrastrase me hizo despertar enseguida y pegar un brinco de la
cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa.
Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río porque ese sonido se fue haciendo igual
hasta traerme otra vez al sueño.   
  Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin
parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una
quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
     A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la
calle real, y estaba  metiéndose a toda  prisa en la casa de esa mujer que le dicen  es la más grande la
Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar  por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La
Tambora iba y venía por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran
a esconder a algún lugar donde  no les llegara la corriente.
     Y por otro lado, por donde está el recodo, el río se debía haber llevado, quién sabe desde cuando, el
tamarindo que estaba el solar de mi tía Jacinta, porque ahora no se ve ningún tamarindo. Era el único que
había en el pueblo, y  por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente está que vemos es la más
grande de todas las que ha bajado el río en muchos años. 
     Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace
más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos
horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque
queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo,  junto al río,  hay una gran ruidazal y sólo se ven las
bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso
nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha
hecho. Allí fue donde  supimos que el río se había llevado a la Serpentina la vaca esa que era de mi
hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y
otra colorada y muy bonitos.
     No acabo de saber por qué se le ocurría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el
mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más  seguro es que ha
de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó
despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día
entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
     Y aquí ha de haber sucedido eso de  que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el
agua pesada le golpeaba las costillas.
     Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y
acalambranda entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le
ayudaran.
     Bramó como sólo Dios sabe cómo.
     Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que
andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó
patas arriba muy cerquita de dónde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los
cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rondaban muchos troncos de árboles con todo y
raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los
que arrastraba.
     Nomás por eso, no sabemos si el becerrito está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue
que Dios los ampare a los dos.
     La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana
Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde
que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que tuviera un capitalito y no se fuera ir
de piruja como la hicieron mis  otras dos hermanas, las más grandes.
     Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas  eran
muy retobadas- Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por  andar con
hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas.  Ellas aprendieron pronto y entendían los chiflidos,
cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban a cada rato por agua al
río  y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas
encueradas y cada una con un hombre trepando encima.
     Entoncess mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no
pudo aguantarlas más y les dio carrera a la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé dónde; pero andan
de pirujas.
     Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere que vaya  a resultar como
sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó  muy pobre  viendo la falta de su vaca, viendo que ya no
va a tener con que entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno que la
pueda querer para siempre. Y eso va a estar difícil, Con la vaca  era distinto, pues no hubiera faltado quien
se hiciera el ánimo de casasrse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca bonita
     La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá  que no se haya ocurrido
pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito de retirado de hacerse
piruja. Y mamá no quiere.
     Mi mamá no sabe por qué Dios  la ha castigado  tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su
familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios
y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie.
     Todos fueron por el estilo. Quién sabe  de dónde les vendría  a ese par de hijas  suyas aquel mal
ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el
pecado de nacerle una tras otra con la misma mala  costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en
ellas llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos".
     Pero mi papá alega que  aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha. que
va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen  ser como los
de sus hermanas: puntiagudos y altos y medios alborotados para llamar la atención.
     -Sí -dice- le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy
viendo que acabará mal.
     Ésa es la mortificación de mi papá.
     Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su
vestido de color rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de
agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
     Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más gana. De su boca sale un
ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras,
la creciente sigue subiendo. A sabor de podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los
dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse
para empezar a trabajar por su perdición.

                                                                                          (Juan Rulfo)
EL CUENTO "EL CABALLERO CARMELO" Y SU COMPRENSIÓN LECTORA

EL CABALLERO CARMELO

     Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer,
desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo
en cuello que agitaba el viento, sampedrano pellón de sedosa cabellera negra,
yhenchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.
     Reconocímosle. Era el hermano mayor que, años corridos, volvía. Salimos
atropelladamente gritando:
     -¡Roberto! ¡Roberto!
     Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y lacampanilla enredábanse en
las columnas como venas en un brazo, y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se
regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste,
delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeado por
nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que habían comprado durante
su ausencia y llegó al jardín:
     -¿Y la higuerilla?- dijo.
     Buscaba, entristecido, aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir.
Reímos todos.
     -¡Bajo la higuerilla estás!...
     El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocólo mi
hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rozaban la cara y luego volvimos al
comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante. Sacaba él, uno a uno, los objetos
que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas!  ¡Por dónde
había viajado! Quesos frescos y blancos por la cintura con paja de cebada, de la
quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles
colados, en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo del propio
dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos en sus cajas de papel, de
yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de
“piedra de guamanga” tallados en la feria serrana; caja de manjar blanco y rojo. Todos
recibíamos el obsequio, y él iba diciendo al entregárnoslo:
     -Para mamá…Para Rosa…Para Jesús… Para Héctor…
     -¿Y para papá? –le interrogamos, cuando terminó:
     -Nada…
     -¿Cómo? ¿Nada para papá?...
     Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo:
     -¡El “Carmelo”!
    A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, libre, estiró sus cansados
miembros, agitó las alas y cantoestentóreamente:
     -¡Cocorocóooo!...
     -¡Para papá! – dijo mi hermano.
     Así entró en nuestra casa este amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, aquí
acaecería historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una
sombra alada y triste: el “Caballero Carmelo”.

II

     Amanecía en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor


del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos  de mi madre en el
comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a
la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos  goznes; oíase el canto del
gallo que era contestado a intervalos por todos  los de la vecindad; sentíase el ruido del
mar, el fresco de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a
nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama con nuestras  blancas camisas de
dormir, vestíamos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del
panadero, llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos
años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días a la misma hora con el pan
calientito y apetitoso montado en un burro, detrás de los dos “capachos” de acero,
repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de  mantecado, rosquillas…
     Mi madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús, lo recibía en
el cesto. Marchábase  el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del
comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos la
mazorca de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral
donde los animales nos rodeaban. Volaban los pájaros, picoteábanse las gallinas por el
grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Desde su frugal comida hacían grupo
alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras
piernas; piaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos blancos, con sus orejas
largas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién
sacados, amarillos como yema de huevo,  trepaban en un panto de agua; cantaba, desde
su rincón entrabado, el “Carmelo”; y el pavo siempre orgulloso, alharaquero y antipático,
hacía por desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose  como dueñas gordas, hacían,
por lo bajo, comentarios, sobre la actitud poco gentil  del petulante.
     Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse el “Pelado”,
un pollón sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de 17 años, flacos y golosos;
pero el “Pelado” a más de  eso era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la
paz era en el corral, y los otros comían el modesto grano, él en pos de mejores viandas,
habíase encaramado en la mesa del comedor y roto varias piezas de nuestra limitada
vajilla.
     En el almuerzo tratóse de suprimirlo; y cuando mi padre supo sus fechorías, dijo
pausadamente:
     -Nos lo comeremos el domingo…
     Defendiólo  mi tercer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que
era un gallo que haría crías espléndidas. Agregó que desde que había llegado el
“Carmelo” todos miraban mal al “pelado”, que antes era la esperanza del corral y el único
que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina.
     -¿Cómo no matan –decía en defensa del gallo- a los patos que no hacen más que
ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplastó un pollo, ni al puerco que todo lo
enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas que traen mala suerte?...
     Se adujo razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre simpático,
inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban; además no estaba comprobado que hubiera
muerto el pollo. El puerco  mofletudo había sido criado en casa desde pequeño.  Y las
palomas con sus alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa a conversar
en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para
darlo a sus polluelos.
     El pobre “Pelado” estaba condenado. Mis hermanos pidieron que se le perdonase, pero
las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su  señor, de
poca influencia. Viendo ya perdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iba a
partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un
sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre,
acercóse al muchacho, lo besó en la frente, y le dijo:
     -No llores, no nos lo comeremos…
III
Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y
torna por la calle de Castillo que hacia el sur se alarga, encuentra al terminar, una
plazuela pequeña, donde quemaban a judas el Domingo de Pascua de Resurrección,
desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvassilvestres. Al lado
del Poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje
complicados encajes al besar  la orilla.
     Termina en ella  el puerto,  y, siguiendo hacia el sur, se va por estrecho y arenoso
camino, teniendo a la diestra el mar  y a la izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora 
fecunda, pero escarpada entrada vigilan, de trecho en trecho, una que otra
palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y lostoñuces siempre coposos y
frágiles. Ondea en el terreno la “hierba del alacrán” verde y jugosa al nacer, quebradiza en
sus mejores días, y en la vejez, bermeja como sangre de buey. En el fondo del desierto,
como si  temieran su silenciosa aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal
como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y,  ante el peligro, los hombres.
     Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina.,
San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas
entre la rumorosa orilla y el estéril desierto. Allí las palmeras se multiplican y
las higuerasdan sombra a los hogares, tan plácida y fresca, que parece que no fueran
malditas del buen Dios, o que su maldición hubieracaducado; que bastante castigo
recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor, y de todas sus flores dan fruto que al
madurar revienta.
     En tan peregrina aldea. De caprichoso plano, levántase las casuchas de frágil caña y
estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan; limpio y brillante, reposando en la
arena blanda sus caderas amplias, duerme a la puerta, el bote pescador, con sus velas
plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales
yacen con su muda y simbólica majestad, el timón grácil, la calabaza que “achica” el agua
mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la
pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada de caireles de liviano
corcho.
     En las horas del mediodía, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave,
teje la red el pescador abuelo; sus toscos dedos anudan el lino que ha de enredar al
sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo la nave;
saltan al sol; como chispas, las escamas, y el perro husmea en los despojos. Al lado, en el
corral que cercan enormes huesos de ballena, trepan los chiquillos desde la orilla;
mientras, bajo la ramada, el más fuerte pule el remo; la moza, fresca y ágil, saca agua del
pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos extraños.

     Junto al bote, duerme el hombre del mar, el fuerte mancebo embriagado por la brisa
caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón
corto, las musculosas pantorrillas cruzadas, y en cuyos duros pies de redondos dedos,
piérdense, como escamas, las diminutas uñas. La cara tostada por el aire y el sol, la boca
entreabiertas  que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se
levanta rítmicamente, con el ritmo de la vida, el más armonioso que Dios ha puesto sobre
el mundo.
     Por las calles no transitan al mediodía las personas y nada turba la paz en aquella
aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras.
Iglesia ni cura había en mi tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al clarear
el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego en la
capilla cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas
y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del
Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz del Inca atravesaban en
caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacámac, con la
ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la fe en el sencillo espíritu.
     Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido
besaron siempre  labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires,
era, entre ellos, tan normal y apacible como alguno de sus pozos. De fuertes padres,
nacían sin comadronas rozagantes muchachos, en cuyos miembros la piel hacía
gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la
arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y manejar
los botes de piquete que zozobrando en las olas, les enseñaban a domeñar la marina
furia.
     Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de
Pisco unía a las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban
a la felicidad, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno veían
desenvolverse, impasibles, las horas; filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con
llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca; y
al crepúsculo de cada día lloraban , pero, hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha
poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin fe, lamentándose siempre de
perenne mal, pero inactivas, inmóviles, infecundas y solas…
                                                IV                                                             
     Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de
un hidalgo altivo, caballeroso, justiciero y prudente.Agallas bermejas, delgada cresta de
encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo.
La cola hacía un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color carmeloavanzaba en el
pecho audaz y duro. Las piernas fuertes queestacas  musulmanas y agudas defendían,
cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval.
     Una tarde mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una
apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Julio. No había podido evitarlo.
Le habían dicho que el Carmelo, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un
gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas y aceptó. Dentro de un
mes toparía el “Carmelo” con el “Ajiseco” de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como
el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor.
El “Carmelo” iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo con un gallo más
fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras
crecíamos nosotros. ¿Por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?
     Llegó el terrible día. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis
días seguidos a preparar al “Carmelo”. A nosotros ya no nos permitían  ni verlo. El 28 de
Julio, por la tarde, vino el preparador y de una caja llena de algodones sacó una media
luna de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado. El
hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos, en
silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo que el hombre cargó en sus brazos como
a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos le acompañaron.
    -¡Qué crueldad! –dijo mi madre.
     Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto antes de salir:
     -Oye anda junto con él…Cuídalo…¡Pobrecito!...
      Llevóse las manos a los ojos, echóse a llorar y yo salí precipitadamente, y hube de
correr unas cuadras para poder alcanzarlos.                          
      Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitábanse
sobre las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de
gallos a la que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a
cuya entrada había arcos de sauce envueltos en colgadura, y de los
cuales pendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras y
pescado fresco, asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los
invadía, parlanchín yendomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían 
camisetas nuevas de horizontales  franjas rojas y blancas, sombreros
de junco, alpargatas y pañuelos anudados al cuello.
     Nos encaminamos a la “cancha”. Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus
ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el
juez y a su derecha el dueño del paladín Ajiseco. Sonó una campanilla, acomodáronse las
gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno
un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas, miráronse los
adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el
otro echándose al medio del circo; miráronse fijamente; y alargaron los cuellos, erizadas
las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la
muchedumbre y, a los pocos segundos de jadeante lucha, cayó uno de ellos. Su cabecita
afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:
   -¡Ha enterrado el pico, señores!
    Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos
gallos, sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornadahabía terminado. Ahora
entraba el nuestro: el “Caballero Carmelo”. Un rumor de expectación vibró en el circo:
  -¡El Ajiseco y  Carmelo!
  -¡Cien soles de apuesta!...
    Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.
     En medio de la expectación salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo
un profundo silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro “Carmelo” al lado del otro era un
gallo viejo yachacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo
iba a morir. No faltó aficionado que anunciara el triunfo del “Carmelo, pero la mayoría de
las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el “Carmelo” empezó a
picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad no parecía un
gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas;
miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha.
Enardeciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados
cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida;
entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la
Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.
     Batíase él con todos los aires de un experto luchador, acostumbrado a las
artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho,
jamás picaba  a su adversario, -que tal cosa es cobardía- mientras que éste, bravucón y
necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un
segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del “Carmelo”. Estaba herido, mas parecía
no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas a favor del Ajiseco y las gentes
felicitaban ya al poseedor del menguado. En su nuevo encuentro, el “Carmelo” cantó,
acordándose de sus tiempos y acometió con tal furia que desbarató al otro de un solo
impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer
al “Carmelo”, jadeante.
     -¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! –gritaron sus partidarios creyendo ganada la prueba.
     Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones, dijo:
     -Todavía no ha enterrado el pico, señores!
     En efecto, incorporóse el “Carmelo”. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a
él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor  de la caída, todo el coraje de los
gallos de Caucato. Incorporado el “Carmelo”, como un soldado herido, acometió de frente
y definitivo sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces
cuando el “Carmelo”, que se desangraba se dejó caer, después que el Ajiseco había
enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó en la
cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo y, como esa era la jugada más interesante, se
retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta:
   -¡Viva el “Carmelo”!
     Yo y mis hermanos lo recibimos y lo conducimos a casa, atravesando por la orilla del
mar el pesado camino y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador que desfallecía.
V
     Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidados. Mi hermana Jesús y yo le
dábamos maíz, se lo poníamos en el pico, pero el pobrecito no podía comerlo ni
incorporarse. Una gran tristeza  reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del
colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo
llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico
rojo granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde y, por la ventana
del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana,
miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo.
Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos,
inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas
escamosas y, mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.
    Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la
comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra y, bajo la luz amarillenta del
lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de
las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre.
     Así pasó  por  el  mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra
niñez: el Caballero Carmelo, flor y nata de paladines y último vástago de aquellos gallos
de sangre y raza, cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el
verde y fecundo valle de Caucato.  
                                                                   (Abraham
Valdelomar)                                                         

VOCABULARIO:
acaecer: ocurrir, suceder
acerado: de acero; fuerte
achacoso: viejo, enfermizo
agallas: bronquios de los peces
alada: que tiene ala
alba: la primera luz del día, amanecer
alcurnia: linaje, ascendencia
alforja: bolsón para llevar provisiones para el viaje
alpargata: calzado de tela
anales: historia por años
anegado: ahogado
apaciblemente:  tranquilamente
aridez:  sequedad
aristocracia: nobleza
augurio: predecir, pronosticar
austero: severo, rígido
bermejo: rubio, rojizo
azaroso: peligroso, arriesgado, riesgoso
butifarra: emparedado con jamón, lechuga y ají
caducado: terminado, acabado
caldeada: calentada
campanilla: timbre
cánones:  preceptos, reglas
capacho: canasto grande
Carmelo: de color rojo encendido
cesto:  canasta grande
clamoreo: griterío
comadrona: partera o mujer de edad y experta para realizar un parto.
cornisa:  adorno que sobresale  en parte alta de una cornisa.
crepúsculo:  amanecer
cresta: carnosidad roja que tiene sobre la cabeza el gallo  y alguna otras aves
chancaca: dulce compacto de azúcar
chirriaba: sonaba ruidosamente, rechinaba
desdeñar: tratar con desdén o menosprecio  a una persona o cosa.
desmedrado: débil, delgado
divisó:  miró, vio
domeñar: domesticar
empedrado: de piedra
encaramado: alzado,  elevado, levantado
enardecido:  excitado, encendido, entusiasmado
endomingado: dominguero
enseñorearse adueñarse, apoderarse, dominar.
entrabado:  atado, amarrado
escabullirse: escaparse
esbelto:  apuesto, airoso
estacas: palos con puntas.
estentóreamente: ruidosamente
expectación: expectativa, atención
frágil: delicado, quebradizo
frijol colado: dulce espeso a base de frijol
frondoso: abundante de hojas y ramas, coposo
frugal: escaso
goznes: bisagras
hidalgo: persona  que por su sangre es de una clase noble y distinguida.
higuera: árbol  de mediana altura,  de hojas grandes y verdes.
higuerilla: variedad de higuera
henchido: lleno, repleto
hogaza: pan grande
impasible: incapaz de padecer
incorporarse: levantarse, ponerse de pie
jadeante: sofocado
jumento: burro
junco: planta con tallos de seis u ocho decímetro de largo de color verde
lides: peleas, luchas, combates
magro:  flaco, delgado
malvas silvestres:  plantas salvajes
mancebo: joven fuerte
mazorca: choclo
menguado: cobarde
mofletudo: cachetudo, gordo
mohoso: herrumbre, orín
musulmana: mahometana. Islámica
ñorbo: flor pequeña y olorosa
paladín:  campeón,  líder
panto: vasija que sirve para bañar animales
parlanchín: charlatán,  hablador
pellón: cobertor de piel que va en la silla de montar
pendenciero: violento, belicoso
pendían: que colgaban
perdurar: durar, subsistir
peregrino: caminante, viajero
petulante: soberbio, orgulloso
picar espuelas: hundirlas en la cabalgadura para tomar una dirección.
piedra de Guamanga:  especie de alabastro procedente del lugar que le da            
                                       nombre.
plazoleta: plazuela
poniente:  ocaso, occidente.
provisión: alimento
quitasueños: adorno móvil y sonoro
rebosante: repleto, lleno
rozagante: saludable, lleno de vida, sano
rumor: voz que corre entre el público,  ruido confuso de voces.
sampedrano pellón:  pellón fabricado en San Pedro, caserío de Ica.
sedoso: brillante como seda
sombrío: melancólico, taciturno,  tenebroso
teja: dulce relleno de la región de Ica
tocado: arreglo personal
toñuz: arbusto de la costa
tornar:  voltear
traba: soga para atar de la pata a los gallos
ubérrimo: muy abundante, fértil.
vástago:  persona descendiente de otra.
ventorrillos: kioscos
verdeguear: tomar color verde
unánime:  general, total
 COMPRENSIÓN LECTORA
1.- ¿Quién regresó a casa después de una larga ausencia?
2.- ¿Qué  lugares recorrió el personaje  cuando estuvo en casa,   después que volvió de muchos
años alejado de ella?
3.- ¿Cómo halló la  madre de Abraham  a su hijo viajero?
4.- ¿Qué sembró en el patio de la casa antes de partir a lugares  lejanos?
5.- ¿Qué cosas trajo el hermano mayor para los miembros de la familia?
6.- ¿Qué le trajo el hijo a su padre?
7.- ¿Qué labor desempeñaba la mamá de Roberto en la casa?
8.- ¿Cómo era el Pelado?
9.- ¿Qué travesuras hizo el  Pelado?
10.-¿Qué argumentó Anfiloquio en defensa del Pelado?
11.-¿Qué razones expuso Anfiloquio para matar a los otros animales que había en la granja?
12.- ¿Cómo era el Carmelo?
13.- ¿Qué noticia dio el padre a la familia después del almuerzo?
14.- ¿Cómo era el gallo, el Ajiseco?
15.- ¿Por qué  recibieron la familia la noticia con mucho dolor y preocupación
16.- ¿Qué celebraban en San Andrés?
17.- ¿Cómo fueron los primeros  instantes de la pelea entre el Carmelo y el Ajiseco?
18.- ¿Por qué el juez no dio por finalizada la pelea cuando cayó el Carmelo?
19.- ¿Cómo ganó el Carmelo?
20.- ¿Cómo termina el cuento?
CALIXTO GARMENDIA (Texto completo) Y SU FICHA DE LECTURA

CALIXTO GARMENDIA
     Déjame contarte –le pidió un hombre llamado  Remigio Garmendia a otro llamado Anselmo,
levantando la cara-. Todos estos días, anoche, esta mañana, aun esta tarde, he recordado
mucho… Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida… Además, debes aprender. La vida,
corta o larga, no es  de uno solamente.
     Sus ojos diáfanos  parecían fijos en el tiempo. La voz se le  fraguabahondo y tenía un rudo
timbre de emoción. Blandíase a ratos las manos encallecidas.
     Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era carpintero y me mandó a la escuela.
Hasta el segundo de primaria era todo lo que había. Y eso que tuve suerte de nacer en el pueblo,
porque los niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su carpintería, mi padre tenía un
terrenito al  lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo cultivaba con la ayuda de algunos indios a
los que pagaba en plata  o con obritas de carpintería: que al cabo de una lampa o de hacha, que
una mesita, en fin. Desde un extremo del corredor de mi casa, veíamos a amarillear el trigo,
verdear el maíz, azulear las habas en nuestra  pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida y la
carpintería, teníamos bastante, considerando nuestra pobreza. A causa de tener algo y también
de su carácter, mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintero estaba en el
corredor de la casa, dando a la calle. Pasaba el alcalde. “Buenos días, señor”, decía mi padre, y
se acabó. Pasaba el subprefecto. “Buenos días, señor”, y asunto concluido. Pasaba el alférez
de gendarmes. “Buenos días, alférez, y nada más. Pasaba el  juez y lo mismo. Asé era mi padre
con los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o les pidiese o les debiera algo.
Se acostumbran a todo eso los que mandan. Mi padre les disgustaba. Y no acaba allí la cosa. De
repente venía gente del pueblo, ya sea indios, cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte, o
también en poblada llegaban. “Don Calixto, encabécenos para hacer este reclamo”.Mi padre se
llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía bien  aceptaba y salía a la cabeza de la
gente que daba vivas y metía hasta harta bulla,  para hacer el reclamo. Hablaron buena palabra.
A veces hacía ganara a los reclamadores y otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía
confianza. Abuso que se cometía, ahí estaba mi padre para reclamar al frente de los
perjudicados. Las autoridades y los ricos del pueblo, dueños de haciendas y fundos,  le tenían
echado el ojo  para partirlo en la primera ocasión. Él ni se daba cuenta y vivía como si nada le
pudiera pasar. Había hecho un sillón grande, que ponía en el corredor. Ahí solía sentarse, por las
tardes, a conversar con los amigos. “Los que necesitamos es justicia”, decía. “El día que  el Perú
tenga justicia, será grande”. No dudaba de que la habría y se torcía los mostachos con
satisfacción, predicando: “No debemos consentir abusos”.
     Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón del pueblo se llenó con los muertos del
propio pueblo y los que traían del campo. Entonces, las autoridades echaron mano  de nuestro
terrenito para panteón. Mi padre    protestó diciendo que tomaran tierra de los ricos, cuyas
haciendas llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron de pretexto que el terreno de mi
padre estaba ya cercado. Pusieron gendarmes y comenzó el entierro de los muertos. Quedaron a 
darle unaindemnización de setecientos soles, que era algo en esos años, pero que autorización,
que  requisitos, que papeleo, que no hay plata en este momento… Se la estaban cobrando a mi
padre, para ejemplo de reclamadores. Un día, después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso
a afilar una cuchilla y, para ir  a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le vería en la cara y
se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que nada sacaba con ir  a la cárcel y dejarnos a
nosotros desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose.  Yo era niño entonces y me
acuerdo de todo eso como si hubiera pasado esta tarde.
     Mi padre no era hombre que renunciara  a su derecho. Comenzó a escribir  cartas exponiendo
la injusticia. Quería conseguir al menos le pagaran.  Un escribano le hacía las cartas y le cobraba
dos soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El escribano ponía al final: “A ruego
de Calixto Garmendia , que no sabe firmar, Fulano”. El caso fue que mi padre despachó dos o
tres cartas al diputado por la provincia. Silencio. Por último, mandó cartas a los periódicos de
Trujillo y a los de Lima. Nada, señor. El postillón  llegaba al pueblo una vez por semana, jalando
una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de la casa y mi padre se iba
detrás  y esperaba en la oficina de  despacho hasta que clasifican la correspondencia. A veces,
yo también iba. “¿Carta para Calixto Garmendia?”, preguntaba mi padre. EL interventor, que era
un viejo flaco y bonachón, tomaba las cartas que estaban en la casilla de la G, las iba viendo y al
final decía: “Nada, amigo”. Mi padre salía comentando que la próxima vez habría carta. Con los
años, afirmaba que al menos los periódicos responderían. Un estudiante me había dicho que, por
lo regular, los periódicos creen  que asuntos como esos carecen de interés general. Esto en el
caso de que los mismos no estén a favor del gobierno y sus autoridades y callen cuanto pueda
perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos y estar yéndose por las alturas,
varios años.
     Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía cadáveres,
para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes mandados  por el subprefecto en
persona, y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el terreno era de
propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el  Síndico de Gastos del
Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí debiera estar la plata: “No hay
dinero, no hay nada ahora. Cálmate Garmendia. Con el tiempo se te pagara”. Mi padre presentó
dos recursos al juez. Le costaron diez soles cada uno. El juez los declaró  sin lugar. Mi padre ya
no pensaba en afilar la cuchilla y el formón. Es triste tener que hablar así –dijo una vez-, pero no
me darían tiempo de matar a todos lodos que debía”. El dinerito que mi madre había ahorrado y
estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa se fue en carta y en papeleo.
     A los  seis o siete años del despojo, mi madre se cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho en
aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en irse a Trujillo o a
Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta de que,  viéndolo
pobre y solo, sin influencia ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo podría valerse? El
terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos- Mi padre no quería ni verlo, pero cuando por
casualidad llegaba a mirarlo,  decía: “Algo mío han enterrado también ahí. ¡Crea usted en la
justicia”. Siempre se había ocupado de que les hicieran justicia a los demás y, al final, no labia
podido obtener ni para él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre
despotricaba contra los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones.
     Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra cosa que su modesta
carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese
pueblito sedentario, casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las otras
duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo se enterraban en cajón, pero eran
pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban a sus muertos envueltos en  mantas
sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no.
La verdad era que cuando nos llegaba la noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi
padre se ponía contento. Se alegraba de tener trabajo y también de verse ir al hoyo a uno de a
pandilla que lo despojó. ¿A qué hombre, tratado así, no se le daña el corazón?  Mi madre creía
que no estaba bueno alegrarse debido a la muerte de un cristiano y encomendaba el alma del
finado rezando unos cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al cepillo,
a la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón muerto debe hacerse luego. Lo hacíamos por lo
común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo querían así y otros que pintado de color caoba o
negro y encima charolado. De todos modos, el muerto se iba a podrir lo mismo bajo tierra, pero
aún para eso hay gustos.
     Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y en el pueblo. Un forastero abrió una
nueva tienda, que resultó mejor que las otras cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos
mese haciendo el mostrador y los andamios para los géneros y abarrotes. Se inauguró con banda
de música y la gente hablaba de progreso. En mi casa, hubo ropa nueva para todos. Mi padre me
dio para que la gastara en lo que quisiera, así, Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que
mermar el negocio de las otras cuatro, nuestra ropa envejecido y todo fue olvidado. Lo único
bueno fue que yo gasté los dos soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que
una noche se dejó coger entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante no me cobró
ya nada y si antes me recibió los dos soles, fue de pobre que era.
     En la carpintería las cosas siguieron como siempre. A veces hacíamos un baúl o una mesita o
dos o tres sillas en un mes. Como siempre, es decir. Mi padre trabajaba a disgusto. Antes ya
había visto yo gozarse puliendo y charolando cualquier obrita y le quedaba muy vistosa. Después
ya no le importó y como que salía del paso con un poco de lija. Hasta que al fin llegaba el encargo
de otro cajón de muerto que era el palto fuerte. Cobrábamos generalmente diez soles. Déle otra
vez a alegrarse mi padre, que solía decir: “¡Se fregó otro bandido, diez soles!” y a trabajar duro él
y yo, y a rezar mi madre y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa todo. ¿Esto es
vida? Como muchacho que era, me disgustaba que en esa vida estuviera mezclada tanto la
muerte.
     La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a esos de las tres o cuatro de la madrugada,
mi padre se echaba unas cuantas piedras bastantes grandes a los bolsillos, se sacaba los
zapatos para no hacer bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del alcalde. Tiraba las
piedras, rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo las tejas. Luego volvía a la carrera
y, ya dentro de la casa , a oscuras, pues no encendía luz para evitar sospechas, se reía, se reía.
Su risa parecía a ratos  el graznido de un animal. A ratos era tan humana, tan desastrosamente
humana, que me daba   más pena todavía. Se calmaba unos cuantos días con eso.  Por otra
parte, en la casa del alcalde solían vigilar. Como había hecho incontables chanchadas, no sabían
a quién echar la culpa de las piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar.
Volvía a romper las tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió las tejas de la casa
del juez, del subprefecto, del alférez de los gendarmes, del Síndico de Gastos. Calculadamente
rompió las de las casas de otros notables, para que si querían deducir, se confundieran. Los ocho
gendarme del pueblo salieron en ronda muchas noches, en grupos y solos, y nunca pudieron
atrapar a mi padre. Se había vuelto un artista de la rotura de tejas. De mañana salía a pasear por
el pueblo para darse el gusto de ver que los sirvientes de las casas que atacaba, subían con tejas
nuevas a reemplazar a las rotas. Si llovía, era mejor para mi padre. Entonces, atacaba la casa de
quien odiaba más, el alcalde, para que el agua dañara o,  al caerles, los molestara a él y su
familia. Llegó a decir que les metía a los dormitorios, de lo bien que calculaba   las pedradas. Era
poco probable que pudiese calcular tan  exactamente en la oscuridad, pero él pensaba que lo
hacía por darse el gusto de pensarlo.
     El alcalde murió de un momento a otro.  Unos decían que de un atracón de carne de chancho
y otros que de las cóleras que le daban sus enemigos.  Mi padre fue llamado para que le hiciera
el cajón y me llevó a tomar medidas con un cordel. El cadáver era grande y gordo. Había que
verle la cara a mi padre contemplando el muerto. Él parecía la muerte. Cobró cincuenta soles,
adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron el precio, dijo que el cajón tenía que ser muy
grande pues el cadáver también lo era y además gordo, lo cual demostraba que el alcalde comió
bien. Hicimos el cajón a la diabla. A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor
cuando metían el cajón al hoyo, y decía: “Come la tierra queme quitaste, condenado, come,
come”. Y reía con esa risa horrible. En adelante, dio preferencia en la rotura de tejas a la casa del
juez y decía que esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los otros mandones. Su
vida era odiar  y pensar en la muerte. Mi padre se consolaba rezando. Yo, tomando a Eutimia en
el alisar de la quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran derrumbado así a mi padre.
Antes de que lo despojaran, su vida era amar a su mujer y a su hijo, servir a sus amigos y
defender a quien lo necesitaba. Quería a su patria. A fuerza de injusticia y desamparo, lo habían
derrumbado.
     Mi madre le dio la esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi padre sanara de pronto.
Eso duró dos días. El nuevo alcalde le dijo también que no había plata para pagarle. Además, que
abusó cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que era un agitador del pueblo. Esto ya
no tenía ni apariencia de verdad. Hacía años que las gentes, sabiendo a mi padre en desgracia
con las autoridades, no iban por la casa para que los defendiera. Con este motivo ni se
asomaban. Mi padre le gritó al nuevo alcalde, se puso furioso y lo metieron quince días en la
cárcel, por desacato. Cuando salió, le aconsejaron que fuera con mi madre satisfacciones al
alcalde, que le lloraran ambos y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar: “¡Eso nunca!
¿Por qué quieren humillarme? ¡La justicia no es limosna! ¡Pido justicia! Al poco tiempo mi padre
murió.
(Ciro alegría)
FICHA DE LECTURA
ANÁLISIS LITERARIO DE LA OBRA
1.-Obra………………………………………………………………………………….
2.-Autor…………………………………………………………………………………
3.-Género literario………………………………………………………………........
4.-Especie literaria …………………………………………………………………...
5.-Forma de composición…………………………………………………………..
6.-Escuela literaria……………………………………………………………………
7.- Época……………………………………………………………………………….
8.- Localización del texto literario…………………………………………………
9.- La estructura de la obra…………………………………………………………
10.- Los personajes principales……………………………………………………
11.- Los personajes secundarios…………………………………………………..
…………………………………………………………………………………………....
12.- Ambiente(s)……………………………………………………………………….
13.- Acciones  principales……………………………………………………………
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………….......
14.-Tiempo……………………………………………………………………………..
15.- Tipos de narrador…………………………………………………………….....
16.-Tema central………………………………………………………………….......
17.- Argumento……………………………………………………………………….
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………..........
…………………………………………………………………………………………...
18.- Estilo del autor…………………………………………………………………..
…………………………………………………………………………………………...
…………………………………………………………………………………………..
19.-Apreciación personal sobre la obra………………………………………….
………………………………………………………………………………………….
………………………………………………………………………………………….
20.- Mensaje de la obra:……………………………………………………………
………………………………………………………………………………………….
………………………………………………………………………………………….

VOCABULARIO:
agazapado: agachado, acurrucado
agolpa: unirse, juntarse
altanero: soberbio, orgulloso, arrogante
blandir: mover, levantar
cabo: asa, mango
cogote: cuello
chanchada: bajeza, grave equivocación
desacato: desconsideración, desobediencia
despotricar: criticar, desatinar
diáfano: claro, cristalino,  trasparente
en poblada: en grupo
formón: instrumento filudo y ancho que se usa en carpintería
fraguar: maquinar un lío, embuste
gamonal: terrateniente, hacendado
gendarme: policía,  guardia
graznido: chillido
interventor: fiscalizador, administrador
mandón: persona poderosa
mermar: disminuir
mostachos: bigotes espesos
postillón: cartero
predicar: exhortar, disertar
quebrada: desfiladero
tagarote: burócrata
tifo: enfermedad infecciosa
ultimado: finalizado

                 Lima, 16 de julio de 2012           Rafael Alvarado Castillo


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LADISLAO, EL FLAUTISTA, (Cuento completo) Y SU FICHA DE LECTURA


LADISLAO, EL FLAUTISTA

     -¿Oyes maestro?


     -¿Qué?
     -Flauta.
     Y toda la clase se sume en religioso silencio. A cual más, los muchachos tratan
de oír, levantándose de las carpetas.
     -¡Ladislau!
     -¡Sí, el Ladislau!
     -Sólo el Ladislau, maestro, sabe tocar así la flauta.
     -No puede ser Ladislau, niños. Su padre, hace poco su padre me ha dicho que
está ausente y que ya no regresará al pueblo. Ha ido a Chachapoyas, donde su
madre.
     -El Ladislau es, señor. Ha llegado ayer, al anochecer, con la lluvia. Yo le he
visto.
     La escuela es ya un revuelo.
     En todos los labios tiemblan el nombre de Ladislao.
      Y una profunda ola de simpatía cruza la escuela de banda en banda.
     -El Ladislau es, señor… Allí está su cabeza.
     -Si, maestro. Allí está, véalo, véalo usted. Está mirando por el cerco.
     Efectivamente, la cabecita hirsuta de Ladislao aparecía sobre el pequeño cerco
de piedras de la escuela.
     -Zamarruelo… Vayan a traerlo.
     Y tres de los muchachos más grandes de la clase van como un rayo en su busca
y después de un rato vuelven sin haber podido coger a Ladislao. Y solo dicen:
     -Señor, escapó a todo correr, como un venado, por el monte.
     -¡Qué raro, exclama el maestro, Ladislao se está volviendo vagabundo! ¡Qué
lástima un buen muchacho!
     Y todos recuerdan con pena al compañero que tantos deliciosos momentos  dio
a la escuela con su arte. Parecía que Ladislao hubiera nacido con el divino don de
tocar la flauta y  de hacer flautas de carrizo como nadie.
     Todos recuerdan aún  que cuando el grupo de comuneros salió a explorar la
verde e inmensa selva que empieza al otro lado del cerro, fue él quién iba adelante
tocando la flauta, acompañando en el tambor por Macshi otro muchachito, hasta la
loma de las afueras, donde se despidió a los valientes exploradores.
     Y, además, todos recuerdan nítidamente su inseparable poncho raído, y rebelde
como los zarzamorales de las quebradas.
     -El Ladislau, se ha vuelto así diz, maestro, porque mucho le pega su madrastra.
     -Sí, algo he sabido. ¡Pobre muchacho!
     -A mí me ha contadu señor llorando.
     -Por eso diz que vive así, señor, andando por todos lados, por todos los pueblos
que va.
     -Aura diz, señor, no ha llegado a la casa de su padre, ha llegado donde la mamá
Grishi.
     -Su padre ya ni cuenta hace de él diz, señor. Lo ve como un extraño.
     -Y aura diz, maestro, se va a vivir ya en la Mina.
     -En las minas de sal?
     -Sí, diz señor?
     -¿Y su madre?
     -Diz, señor que está enferma en Chachapoyas y precisamente él quiere trabajar
para ayudarla?
     -Y por eso diz, maestro, ya no viene ni vendrá a la escuela.
     En ese momento, volvió a oírse lejanas notas de flauta que como sollozo de un
niño abandonado, hacían florecer en la escuela todo un rosal de emoción,
perfumado de tristeza.
     ¡El corazón de los niños está en suspenso!
     En la huerta, bañada por la luz de oro de un jovial sol mañanero hasta los finos
álamos parecían agobiados de pena.
     Ladislao, el flautista, se alejaba para siempre de la escuela.
(Francisco Izquierdo Ríos)
FICHA DE LECTURA
ANÁLISIS LITERARIO DE LA OBRA
1.-Obra………………………………………………………………………………….
2.-Autor…………………………………………………………………………………
3.-Género literario………………………………………………………………........
4.-Especie literaria …………………………………………………………………...
5.-Forma de composición…………………………………………………………..
6.-Escuela literaria……………………………………………………………………
7.- Época……………………………………………………………………………….
8.- Localización del texto literario…………………………………………………
9.- La estructura de la obra…………………………………………………………
10.- Los personajes principales……………………………………………………
11.- Los personajes secundarios…………………………………………………..
…………………………………………………………………………………………....
12.- Ambiente(s)……………………………………………………………………….
13.- Acciones  principales……………………………………………………………
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………….......
14.-Tiempo……………………………………………………………………………..
15.- Tipos de narrador…………………………………………………………….....
16.-Tema central………………………………………………………………….......
17.- Argumento……………………………………………………………………….
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………...........
…………………………………………………………………………………………..
18.- Estilo del autor…………………………………………………………………..
…………………………………………………………………………………………..
…………………………………………………………………………………………..
19.-Apreciación personal sobre la obra………………………………………….
…………………………………………………………………………………………..
…………………………………………………………………………………………..
20.- Mensaje de la obra:…………………………………………………………….
…………………………………………………………………………………………..
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    Lima, 16 de julio de 2012             Rafael Alvarado Castillo


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EL BAGRECICO (Cuento completo) Y SU FICHA DE LECTURA


    

Un viejo bagre, de barbas muy largas, decía con su boca ronca en elpenumbroso
remanso del riachuelo: “Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado  a él, y he vuelto”
     Y en el fondo de las aguas se movía de un lado a otrocontoneándose orgullosamente. Los
peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con admiración. “¡Ese viejo conoce el mar!”.
     Tanto oírlo, un bagrecico se le acercó una noche de luna y le dijo: “Abuelo, yo también quiero
conocer el mar”.
     -¿Tú?
     -Sí, abuelo.
     -Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran proeza.
     Vivían en ese remanso de un riachuelito de la Selva Alta del Perú, un riíto con lecho de
piedras menudas y delgado rumor.
     Palmeras y otros árboles, desde las márgenes del remanso, oscurecían las aguas. Esa
noche, en un rincón de la pozuela iluminadatenuemente por la luna, el viejo bagre enseñó al
bagrecito cómo debía llevar a cabo su viaje al lejano mar.

 Y cuando el riachuelito se estremecía con el amanecer, el bagrecito partió  aguas abajo. “Tienes
que volver”, le dijo, despidiéndolo, el viejo bagre, quien era el único que sabía de aquella
aventura.
    El bagrecico sentía pena por su madre. Ella, preocupada  porque no lo había visto todo el día,
anduvo buscándolo. “Qué te sucede?, le preguntó el anciano bagre con la cabeza afuera de un
hueco de la orilla, una de sus tantas casas.
    -¿Usted sabe  dónde está mi hijo?
    -No. Pero lo que te puedo decir es que no te aflijas. El muchacho ha de volver. Seguramente
ha salido a conocer mundo.
    -¿Y si alguien lo pesca?
    -No creo. Es muy sagaz. Y tú comprendes que los hijos no deben vivir todo el tiempo en la
falda de la madre. Torna a tu casa… El muchacho ha de volver.
     La madre del bagrecico, más o menos tranquilizada con las palabras del viejo filósofo, regresó
a su casa.
     El bagrecico mientras tanto, continuaba su viaje. Después de dos días y medio entró por la
desembocadura del riachuelo en un riachuelo más grande.
     El nuevo riachuelo corría por entre el bosque haciendo tantos zigzags, que el bagrecico se
desconcertó. “Este es el río de las mil vueltas que me indicó el abuelo”, recordó. . . Su cauce de
piedras y, partes, de arena, salpicado de   pedrones, sobresaliendo de las aguas con plantas
florecidas en el légamo de sus superficies; hondas pozas se abrían en los codos con multitud de
peces de toda clase y tamaño; sonoras corrientes. . . El bagrecico seguía, seguía ora nadando
con vigor, ora dejándose llevar por las corrientes, con las aletas y barbitas extendidas, ora
descansando o durmiendo bajo el amparo de las verdes cortinas de limo. . .
     Se alimentaba lamiendo las piedras, con los gusanillos que había debajo de ellas o
embocando los que flotando en los remansos.
     -¡De lo que me escapé! – se dijo, temblando. En una poza casi muerde un anzuelo con
carnada de lombriz, . . .iba a engullirlo, pero se acordó del consejo del abuelo: “antes de comer,
fíjate bien en lo que vas a comer”; así descubrió el sedal que atravesando las aguas terminaba en
la orilla, en las manos del pescador, un hombre con aludo sombrero de paja. . .
     Los riachuelos de la Selva Alta del Perú son transparentes; de ahí que los peces pueden ver el
exterior.
     El incidente que acababa de sucederle, hizo reflexionar al viajero con mayor seriedad sobre
los peligros que le amenazaban en su larga ruta; además de los pescadores con anzuelo, las
pescas con el barbascovenenoso, con dinamita y con red; la voracidad de los martín pescadores
y de las garzas. . . también de los peces grandes…Aunque él sabía que los bagres no eran
presas apetecibles para dichas aves, por sus aletasenconosas; ellas prefieren los peces blancos,
con escamas…
     Con más cautela y los ojos más abiertos prosiguió el bagrecico su viaje al mar.
     En una corriente, colmada de la luz de la mañana de la mañana límpida, una vieja magra, toda
arrugas, metida en las aguas hasta las rodilla, pescaba con las manso, volteando las piedras. El
bagrecico se libró de las garras de la pescadora, pasando a toda velocidad. . .
     “¡La misma muerte!”, se dijo, volviendo a mirar, en su carrera, a la huesuda anciana, y ésta le
increpó con el puño en alto:¡”Bagrecico bandido!”

Dentro del follaje de un árbol añoso, que cubría la mitad del riachuelo, cantaban un montón de
pájaros. El bagrecito, con las antenas de sus barbas, percibió las melodías de esos músicos y
poetas de los bosques, y se detuvo a escucharlos.
     Después de una tormenta, que perturbó la selva y el riachuelo, oscureciéndolos, el viajero
ingresó en un inmenso claro lleno de sol; a través de las aguas ligeramente turbias distinguió un
puente de madera, por donde pasaban hombres y mujeres con paraguas.
     Pensó: “Estoy en la ciudad que el riachuelo de las mil vueltas divide en dos partes, como me
indicó el abuelo. . .” ¡Ah, mucho cuidado!, se dijo luego ante numerosos muchachos que, desde
las orillas, se afanaban en coger con anzuelos y fisgas los peces que en apretadas manchas, se
deslizaban por sobre la arena o lamían  las piedras, agitando las colas.
     El bagrecico salvó el peligroso sector de la ciudad con bastante sigilo. En la ancha
desembocadura del riachuelo de las mil vueltas, tuvo miedo; las aguas del riachuelo
desaparecían, encrespadas, en un río quizá cien, doscientas veces más grande que su humilde
riachuelo natal. Permaneció indeciso un rato. . . luego se metió con coraje en las fauces del río.
     Las aguas eran turbias y corrían impetuosas. . . Peces gigantes, con los ojos encendidos,
pasaban junto al bagrecito, asustándolo: “No tengo otro camino que seguir adelante”, se dijo
resueltamente.
     El río turbio, después de un curso por centenares de kilómetros por tupidas selvas, entregaba
bruscamente sus aguas a otro mucho más grande. El bagrecico penetró en él ya casi sin miedo.
     Se extrañó de escuchar un vasto y constante runrún musical.
     Débese a la fina arena y partículas de oro que arrastran las violentas aguas del río.
     En las externas curvas de este río caudaloso hierven terribles remolinos que son prisioneros
no sólo para las balsas y canoas que, por descuido de los bogas, entran en ellos, sino también
para los propios peces. Sin embargo, nuestro vivaz bagrecico  los sorteaba manteniéndose firme
a lo largo de las corrientes que pasan bordeándolos.
     Cerros de sal, piedra, marginan también, en ciertos trechos, este río bravo. Blancas montañas
resplandecientes. Al bagrecico se le ocurrió lamer una de esas minas durante una media hora,
luego reanudó su viaje con mayor impulso.
     Un espantoso fragor que venía de aguas abajo, le aterrorizó sobremanera. Pero él juzgó que,
seguramente, procedía de los “malos pasos”, debidos al impresionante salto del río por sobre una
montaña grave riesgo del cual habló mucho el abuelo…
     A medida que avanzaba el estruendo era más pavoroso…¡Los malos pasos a la
vista!. . .Nuestro viajero se preparó para vencer el peligro…se sacudió el cuerpo, estiró las aletas
y las barbitas, cerró los ojos y se lanzó al torbellino rugiente…Quince kilómetros cascadas, peñas,
aguas revueltas y espumantes, pedrones torrentes rocas…El bagrecico iba a merced de la furia
de las aguas…aquí, chocó contra una roca, pero reaccionó en seguida; allá, un tremendo oleaje
le varó sobre un pedrón, pero, con felicidad, otra ola le devolvió a las aguas…
     Al término del infierno de los “malos pasos”, el bagrecico, todo maltrecho, buscó refugio debajo
de una piedra y se quedó dormido un día y una noche.
     Se consideraba ya baquiano. Además había crecido, su pecho era recto, sus barbas más
largas, su color, blanco oscuro con reflejos metálicos…No podía ser de otro modo, ya que
muchos soles y muchas lunas alumbraron desde que salió de su riachuelo natal, ya que había
cruzado tantos ríos, sobre todo vencido los terroríficos “malos pasos”, los “malos pasos” en que
mueren o encanecen muchos hombres. . .
     Así, convencido de su fuerza y sabiduría, siguió el viaje…Sin embargo, no muy lejos, por poco
concluye sin pena ni gloria. A la altura de un pueblo cayó en la atarraya de un pescador, un alegre
muchacho, lo cogió de las barbas y le arrojó desde la canoa a las aguas, estimándola sin
importancia en comparación con los otros pescados.
     Cerrado rumor especial, que conmovía el río, llamó un caluroso anochecer la atención del
viajero. Era una mijanada, avalancha de peces en migraciones hacia arriba, para el desove. Todo
el río vibraba con los millones de peces en marcha. Algunos brincaban sobre las aguas,
relampagueando como trozos de plata en la oscuridad de la noche. El bagrecico se arrimó a una
orilla fuertemente, contra el lodo, hasta que pasó el último pez.
     En plena jungla, el voluminoso río desaparecía en otro más voluminoso. Así es el destino de
los ríos: nacen, recorren kilómetros de kilómetros de la tierra, entregan sus aguas a otros ríos, y
éstos a otros, hasta que todo acaba en el mar.
     El nuevo río, un coloso,, se unía con otro igual, formando el Amazonas, el río más grande de la
Tierra. Nuestro bagrecico  entró en ese prodigio de la Naturaleza a las primeras luces de un día,
cuando los bosques de las márgenes eran una sinfonía de cantos y gritos de animales
salvajes...Allá, en el remoto riachuelito natal, el abuelo le había hablado también mucho del Rey
de los Ríos.
     Por él tenía que llegar al mar, ya él no daba sus aguas a otro río… No se veía el fondo ni las
orillas…Era pues, el río más grande del mundo.
     “Debes tener mucho cuidado con los buques”, le había advertido el abuelo. Y el bagrecico
pasaba distante de esos monstruos que circulaban por las aguas, con estrépito.
     Una madrugada subió a la superficie para mirar el lucero del alba, digamos mejor para
admirarlo, ya que nuestro bagrecico era sensible a la belleza; el lucero del alba, casi sobre el río,
parecía una victoria regia de lágrimas. . . después de bañarse en su luz, el bagrecico se hundió
en las aguas, produciendo un leve ruido y leve oleaje.
     Durante varias horas de una tarde lluviosa lo persiguió un pez de mayor tamaño que un
hombre, para devorarlo. El pobre bagrecico corría a toda velocidad de sus fuerzas. . .corría…  .co
rría…de pronto columbró un hueco en la orilla, y se ocultó en él…de donde miraba a su terrible
enemigo, que iba y venía y, finalmente desapareció.
     Mucho tiempo viajó por el río más grande del planeta, pasando frente a puertos, rublos,
haciendas, ciudades, hasta que una noche, con luna enorme, redonda, llegó a la
desembocadura...El río era allí extraordinariamente ancho y penetraba retumbando más de cien
leguas en el mar. . .”¡El mar!”, se dijo el bagrecico profundamente emocionado. “¡El mar!”. Lo vio
esa noche de luna llena como un transparente abismo verde…
     El retorno a su riachuelo natal fue difícil… Se encontraba tan lejos…Ahora tenía que surcar los
ríos, lo cual exige mayor esfuerzo…

     Con su heroica voluntad dominaba el desaliento…Vencía todos los


peligros…Cruzó los “malos pasos” del río aprovechando una creciente, y, a veces, a saltos por
sobre las rocas y pedrones que no estaban tapados por las aguas…En el riachuelo de las mil
vueltas salvó de morir, por suerte. Un hombre, en la orilla pedregosa, encendía con su cigarro la
mecha de un cartucho de dinamita, para arrojarlo a una poza, donde muchísimos peces, entre
ellos nuestro viajero, embocaban en la superficie, con ruidos característicos, los millares de
comejenes que, anticipadamente, desparramó como cebo el pescador…¡No había escapatoria!
Empero ocurrió algo inesperado…El pescador, creyendo que el cartucho de dinamita iba a
estallar en su mano, lo soltó desesperadamente y a todo correr se internó en el bosque…Las
piedras saltaron hasta muy arriba con la horrenda explosión…algunos pájaros también cayeron
muerto de los ramajes.

     La alegría del viajero se dilató como el cielo cuando, al fin, entró en su riachuelo natal, cuando
sintió sus caricias…Besó, con unción, las piedras de su cauce…Llovía menudamente…Los
árboles de las riberas, sobre todo los almendros, estaban florecidos…Había luz solar por entre la
lluvia suave y dentro del riachuelo…El bagre, loco de contento, nadaba en zig zags, de espaldas,
de costado hasta el fondo, sacaba sus barbas de las aguas moviéndolas en el aire.
     Sin embargo en su pueblo ya no encontró a su madre ni a su abuelo. Nadie lo conocía. Todo
era nuevo en el remanso del riachuelito, ensombrecido por las palmeras y otros árboles de las
márgenes. Se dio cuenta, entonces, de que era anciano…En el fondo de la pozuela, con su voz
ronca solía decir, contoneándose orgullosamente:
     “Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él, y he vuelto”.
     Los peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con admiración.
     Un bagrecico, tanto oirlo, se le acercó una noche de luna y le dijo: “Abuelo yo también quiero
conocer el mar”.
     -¿Tú?
     -Sí, abuelo.
     -Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran proeza.
(Francisco Izquierdo Ríos)
FICHA DE LECTURA
ANÁLISIS LITERARIO DE LA OBRA
1.-Obra……………………………………………………………………………
2.-Autor……………………………………………………………………………
3.-Género literario……………………………………………………………….
4.-Especie literaria ………………………………………………………………
5.-Forma de composición……………………………………………………...
6.-Escuela literaria………………………………………………………………
7.- Época…………………………………………………………………………..
8.- Localización del texto literario……………………………………………..
9.- La estructura de la obra…………………………………………………….
     10.- Los personajes principales……………………………………………….
     11.- Los personajes secundarios……………………………………………..
     12.- Ambiente(s)………………………………………………………………….
     13.- Acciones  principales……………………………………………………..
……………………………………………………………………………………...
………………………………………………………………………………………
     14.-Tiempo…………………………………………………………………………
     15.- Tipos de narrador……………………………………………………………
     16.-Tema central…………………………………………………………………..
     17.- Argumento……………………………………………………………………
      ………………………………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………....
………………………………………………………………………………………
     18.- Estilo del autor………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………
    19.-Apreciación personal sobre la obra………………………………………
………………………………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………
    20.- Mensaje de la obra:…………………………………………………………
     ………………………………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………

COMPRENSIÓN  LECTORA
1.-¿Qué historia narra el viejo bagre?
2.- ¿Qué le dice el bagrecico al viejo bagre?
3.- ¿En qué lugar viven?
4.- ¿En qué momento parte el bagrecico aguas abajo?
5.- ¿Por quién siente mucha pena el bagrecico cuante parte aguas abajo?
6.- ¿Cuántos días pasó cuando el bagrecico llegó a un riachuelo  más grande?
7.- ¿Cómo era el nuevo riachelo?
8.- ¿Qué le sucedió al bagrecico en la poza y de qué manera se salvó?
9.-¿Qué le ocurrió  al bagrecico en una corriente , colmada de la luz de la mañana  límpida?
10.- ¿Qué peligros pasó el intrépido bagrecico en un río que era cien o doscientos veces más
grande que su riachelo donde nació?
11.- ¿Cómo se preparó el bagrecico para vencer  el peligroso “malos Pasos”?
12.- ¿Cómo logró ponerse a salvo el bagrecico en el momento en que cayó en la atarraya de un
pescador?
13.- ¿Cuándo se produjo la llegada del bagrecico  al río más grande de la   tierra?
14.- ¿Qué fue lo que sintió el pequeño pez en el instante en que llegó al mar?
15.- ¿Cómo halló el bagrecico al regresar a su riachuelo donde nació después de una larga
ausencia?
16.-Cómo terminó el cuento?
VOCABULARIO:
alba: primera luz del día
aludo: de grandes alas
añoso: de muchos años
atarraya: red redonda para pescar
bagrecico: pez pequeño
baquiano: hábil, experto, conocedor de ríos y trochas
barbasco:  hierba narcótica
cautela: precaución, cuidado
columbrar: ver desde lejos una cosa
coraje: valor, arrojo, bravura
desove: período de puesta de huevos
enconoso:  inflamado, irritado,
engullir: tragar, devorar
estrépito: ruido considerable, estruendo
fauces: parte posterior  de la boca de los mamíferos
fisga: arpón de tres dientes para pescar
follaje: conjunto de hojas de árbol
fragor: estruendo, ruido, estrépido
horrenda: que tiene horrendo
increpar: reprender, llamar la atención
impetuoso: violento, arrebatado, fogoso
jungla: selva, terreno cubierta de vegetación espesa
légamo: lodo, fango
limo: barro, lodo, fango
límpido: limpio, puro
magro: flaco, enjuto, demasiado delgado
malos pasos: paso angosto y peligroso de un río
mijanada:  multitud de peces  que van juntos
pavoroso: espantoso, aterrador, temible
penumbroso: oscuro
proeza: hazaña
remanso:  lugar de aguas tranquilas
remoto: lejano
resueltamente: decididamente
riachuelo: río pequeño
sagaz: astuto
sedal: hilo para pescar
sigilo: cautela, prudencia, cuidado
tenue: débil, delicado
tornar:  regresar
turbio: sucio
unción: fe, devoción
varar: quedar fuera del agua
voracidad: hambre desmedido
zigzag: ondulante

     Lima, 16 de julio de 2012           Rafael Alvarado Castillo


EL BANQUETE

Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los
pormenores de este magno suceso. 
En primer  término,  su residencia hubo de sufrir  una transformación general. Como se
trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las
ventanas, cambiar las maderas de los pisos y pintar de nuevos todas las paredes. Esta
reforma trajo consigo otras y –como esas personas que cuando se compran un par de
zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una
camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo
nuevo-  don Fernando se vio obligado a reformar todo el mobiliario, desde las consolas
del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las
lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir las paredes que desde que estaban
limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto
un concierto en el jardín. Fue necesario construir un jardín. En quince días, una
cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, lo que antes era una especie salvaje, un
maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, lagunas
de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que
cruzaba sobre un torrente imaginario.

Lo más grave, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer,  como
la mayoría de la gente proveniente del interior, solo habían asistido en su vida a
comilonas provinciales, en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se terminan
devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía
servirse en algún banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un
consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin,  don Fernando decidió
hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo
enterarse que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario
encargar por avión a las viñas del mediodía.

Cuando estos  detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia
que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de
servicios, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había  invertido toda
su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes
beneficios que obtendría de esta recepción.

-Con una embajada en  Europa y un ferrocarril  a mis tierras de la montaña rehacemos 
nuestra fortuna en menos en lo que canta un gallo decía su mujer-. Yo no pido más. Soy
un hombre modesto.

-Falta saber si el presidente vendrá –replicaba su mujer.

En efecto, don Fernando había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación. Le
basta saber que era pariente del presidente –con uno de esos parentescos serranos tan
vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de
encontrarles un origen adulterino-  para estar   plenamente seguro que aceptaría. Sin
embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al
presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto.
-Encantado  -le contestó el presidente-. Me parece una magnifica idea. Pero por el
momento me encuentro muy ocupado. La confirmaré por escrito mi aceptación.
Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó
algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión el aspecto de un palacio
afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un
retrato del presidente –que un pintor copió de una  fotografía- y que él hizo colocar en la
parte más visible de su salón.

Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a


inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida. Aquel fue un día de
fiesta, una especie de anticipación  del festín que se aproximaba. Antes de dormir, salió
con su mujer al balcón para contemplar su jardín iluminado y cerrar con un sueño 
bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus
propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí
mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo  donde
–como  en ciertos afiches turísticos- se confundían los monumentos  de las cuatro
ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su  quimera, veía un
ferrocarril regresando de la floresta con sus vagones cargados de oro. Y  por todo sitio,
movediza y transparente como una alegoría  de lasensualidad, veía una figura femenina
que tenía     las piernas de unacocotte, el sombrero de una marquesa, los ojos de una
tahitiana y absolutamente nada de su mujer.

El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la
tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que
traicionaba    sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese
terrible aire de delincuencia  que adquieren a menudo los investigadores, los agentes
secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.

Luego fueron llegando los automóviles.  De su interior descendían ministros,


parlamentarios, diplomáticos, hombres de negocios, hombres inteligentes. Un portero les
abría la verga, un ujier los anunciaba, unvalet recibía sus prendas y don Fernando, en
medio del  vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y
conmovidas. 

Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la


mansión y la gente de los conventillos se hacía a una fiesta de fasto tan inesperado,
llegó el presidente. Escoltados por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando,
olvidándose de las reglas de etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en
los brazos con tanta simpatía que le daño una de sus charreteras.

Repartidos  por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron
discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se
acomodaron en las mesas que les estaban reservadas –la más grande, decoradas con
orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombres ejemplares- y se comenzó  a
comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba
inútilmente de imponer un aire vienés.

A mitad del banquete, cuando  los vinos blancos del Rhin habían sido honrados y los
tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos.
La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la
elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente
en las copas de coñac.

Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya,
seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente 
sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas de protocolo, a la
izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para
colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos
amodorrados  y  digéstónicos  y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de
grupo en grupo para reanimarlos con copas de menta, palmaditas, puros y paradojas.
     Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el  ministro de gobierno, ebrio, se había visto
forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente  a la salita
de música y allí, sentados en uno de eso canapés que en la corte de Versalles servían
para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído una
modesta demanda.

-Pero no faltaba más –replicó el presidente-. Justamente queda vacante en estos días la
embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es
decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril, sé que hay en diputados una
comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a
todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que
más convenga.

Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo


siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y
costumbres. A las dos de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar
algunos  cortesanos que no ostentaban ningún título y que esperaban aún el
descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de
plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solo don Fernando y su mujer.
Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta
el alba entre los despojos de su inmerso festín. Por último, se fueron a dormir con el
convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por
la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.

A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los
ojos, la vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos.
Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre
la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un
golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir.

Julio Ramón Ribeyro


FICHA DE LECTURA
ANÁLISIS LITERARIO DE LA OBRA
1.-Obra………………………………………………………………………………….
2.-Autor…………………………………………………………………………………
3.-Género literario………………………………………………………………........
4.-Especie literaria …………………………………………………………………...
5.-Forma de composición…………………………………………………………..
6.-Escuela literaria……………………………………………………………………
7.- Época……………………………………………………………………………….
8.- Localización del texto literario…………………………………………………
9.- La estructura de la obra…………………………………………………………
10.- Los personajes principales……………………………………………………
11.- Los personajes secundarios…………………………………………………..
…………………………………………………………………………………………....
12.- Ambiente(s)……………………………………………………………………….
13.- Acciones  principales……………………………………………………………
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………….......
14.-Tiempo……………………………………………………………………………..
15.- Tipos de narrador…………………………………………………………….....
16.-Tema central………………………………………………………………….......
17.- Argumento……………………………………………………………………….
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………….......
……………………………………………………………………………………...........
……………………………………………………………………………………………
18.- Estilo del autor……………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………………
19.-Apreciación personal sobre la obra………………………………………….
……………………………………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………………
20.- Mensaje de la obra:……………………………………………………………..
……………………………………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………………
LOS GALLINAZOS SIN PLUMAS

      A las seis de la mañana, hora celeste y mágica, la ciudad se levantaba de


puntillas  y comenzaba a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disolvía el
perfil de los objetos y creaba como una atmósfera encantada las personas que
recorrían la ciudad  a esa hora, diríase que estaban hechas de otra sustancia, que
pertenecían a otro orden de cosas. Las beatas se arrastraban penosamente hasta
desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, devueltos por la
noche, regresaban a sus refugios envueltos en sus bufandas y en su melancolía.
Los basureros iniciaban por la avenida su paseo siniestro, armados de escobas y
de carretas. A esta hora se veían también obreros bostezando, policías dormidos
contra los árboles, canillitas transidos de frío. Sirvientas sacando los cubos de
basura. A esta hora, por último, como una especie de
misteriosa consigna aparecían los gallinazos sin plumas.
     A esa hora el viejo Don Santos se ponía la pierna de palo y sentándose en el
colchón comenzaba a berrear.
    -¡Efraín, Enrique! ¡A levantarse! ¡Ya es hora!
     Los dos muchachos corrían a la acequia del corralón frotándose los ojos
legañosos. Con la tranquilidad de la noche, el agua se había remansado y en su
fondo transparente veían crecer las yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego
de enjuagarse la cara, cogía cada uno su lata y se lanza a la calle. Don Santos,
mientras tanto, se aproximaba al chiquero y con una larga vara  golpeaba el
lomo de su cerdo que se revolcaba entre los desperdicios. 
    -¡Todavía te falta un poco, cochino! –decía-. Pero espérate no más que ya
llegará tu turno.
     Efraín y Enrique se demoraban en el camino, trepándose a los árboles para
arrancar moras, o recogiendo piedras de aquellas filudas  que cortan el aire y
hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegaban a su dominio, una
larga calle ornada de casas elegantes que desembocaban en el malecón.
     Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbiosalguien había
dado la voz de alarma y muchos se habían levantado. Unos portaban latas, otras
cajas de cartón: a veces era suficiente un simple periódico. Sin conocerse
formaban como  una especie de organización clandestina que tenía repartida la
ciudad. Los  hay quemerodean por los edificios públicos, otros  han elegido los
parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido sus hábitos,
susitinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.
     Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empezaban su trabajo. Cada
uno escogía una acera de la calle. Los cubos de basura estaban alineados delante
de las puertas. Había que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración.
Un cubo de basura era siempre una caja de sorpresas. Se encontraban latas de
sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones
inmundos. A ellos sólo les interesaban, sin embargo, los restos de comida. En el
fondo del chiquero, Pascual recibía cualquier cosa y tenía predilección por las
verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se iba
llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuraban
en ningún manual de cocina. No era  raro, sin embargo, hacer un hallazgo
valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con que fabricó una honda. Otra
vez, una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tenía suerte
para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes
usadas y otras cosas semejantes que coleccionaba con avidez.
     Después de una rigurosa selección regresaba la basura al cubo y se lanzaban
sobre el próximo. No convenía demorarse mucho, porque el enemigo siempre
estaba al acecho. A veces eran sorprendidos por las sirvientas y ellos tenían que
huir. Lo más grave, sin embargo, era la aparición del carro de la Baja Policía.
Esto les significaba la pérdida de la jornada. El camión pasaba lentamente, pero
los basureros se derramaban  por la calle gritando, cargando los cubos,
vaciándolos en el depósito, arrojándolos con estrépito en las veredas. Efraín y 
Enrique corrían delante del carro tratando de anticiparse a sus competidores. Por
último el camión terminaba por ganarlos…
     Cuando el sol asomaba sobre las lomas, la hora celeste llegaba a su fin. La
niebla se había disuelto, las beatas estaban sumidas enéxtasis,
los noctámbulos habían repartido los diarios, los obreros trepaban los andamios.
La luz conjuraba el mundo mágico del alba.Los gallinazos sin plumas habían
regresado a su nido.
    Don Santos les esperaba con el café preparado.
     -A ver ¿qué es lo que me han traído? –preguntaba husmeando en las latas y si
la provisión estaba buena, hacía siempre el mismo comentario:
    -Pascual tendrá banquete hoy día.
    La mayoría de las veces, sin embargo, estallaba:
    -¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente!
Pascual morirá de hambre! –y los tiraba de las orejas hasta dejárselas ardiendo.
Ellos huían hacia el emparrado, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero.
Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba
la comida.
     -¡Mi pobre Pascual! . . . –murmuraba-. Hoy día quedarás con hambre por
culpa de estos zamarros.  Ellos no te quieren como yo. ¡Habrá que zurrarlos para
que aprendan!
     Al comenzar el invierno, el cerdo estaba convertido en una especie de
monstruo insaciable. Todo le parecía poco, y don Santos  descargaba sobre sus
nietos una furia animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los
terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último, los forzó a que se
dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.
    -Allí encontrarán más cosas.  –les dijo-. Será más fácil, además porque todo
está junto.
     Un domingo Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja
Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre
una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar formaba  como
una especie de acantilado oscuro, donde los gallinazos y los perros se
desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaban piedras para
espantar a sus enemigos. Un perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca
sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les
hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas.
Enterrando las manos comenzaron a explorar. A veces, bajo un periódico,
descubrían una carroñadevorada a medias. En los acantilados próximos los
gallinazos espiaban impacientes y algunos se aproximaban saltando de piedra en
piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba paraintimidarlos y sus
gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse piedras que rodaban
hasta el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los
cubos llenos.
    -¡Bravo, bravo! -exclamó  don Santos-. Habrá que repetir esto dos o tres veces
por semana.
     Desde entonces, los miércoles y los domingos. Efraín y Enrique hacían
el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos
lugares y los gallinazos acostumbrándose a su presencia, laboraban a su
lado graznando, disputando, escarbando con sus picos amarillos como si
quisieran prestarle una suerte de colaboración. Fue, al regresar de una de estas
excursiones, que Efraín, sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio le había
causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante
lo cual, prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don
Santos no se percató de ello pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo
que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.
    -Dentro de quince o veinte días –decía el hombre- vendré por acá. Para esa
fecha creo que podrá estar a punto.
     Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos de alegría.
     -¡A trabajar, a trabajar! –gritó-, ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la
ración de Pascual! El negocio marcha bien.
     A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus
nietos, Efraín no se pudo levantar.
     -¿Qué tiene este granuja? –preguntó acercándose al colchón.
     -Tiene una herida en el pie –replicó Enrique-. Se ha cortado con un vidrio.
     Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.
     -¡Hum! –murmuró-. Esto no es nada. Lávate el pie en la acequia y envuélvete 
un trapo.
     -Pero si le duele –intervino Enrique-. No puede caminar bien.
     Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de
Pascual.
     -¿Y a mí? –preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo- ¿Acaso no me
duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo… ¡Hay que dejarse de
mañas! Levantarse, vendarse y luego ya veremos.
     Efraín se ovilló en el colchón y trató de dormir mientras Enrique partía hacia
los desperdicios y el abuelo rondaba por el chiquero echando maldiciones.
    -¡Pedazo de carroña! –decía- ¡Hacerme esta pasada cuando la cosa está en
marcha! ¡Me las pagarán, Pascual! –añadió aproximándose al cerdo -. Pascual –
murmuró-. Pascual. . . Pascualito. . .
     El cerdo, desde el fondo, veía un cuadrilátero de cielo nublado y al viejo don
Santos haciéndose guiños. La garúa comenzó a caer.
     Cerca de medio día regresó Enrique con los cubos repletos. Lo seguía un
extraño visitante: un perro escuálido y sarnoso.
     -Lo encontré en el muladar –explicó Enrique –y me ha venido siguiendo.
     Don Santos cogió la vara.
     -¡Una boca más en el corralón! –gritó- ¿Te has vuelto loco?
     Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.
     -¡No le hagas nada,  abuelito! –plañó-. Yo lo cuidaré, yo le daré de comer!
     Don Santos se acercó hundiendo su pierna de palo en el lodo.
     -Nada de perros aquí –bramó-. Ya tengo bastante con ustedes.
     Enrique abrió la puerta.
     -Pues si se va él, me voy yo también –replicó encorajinándose.
     El abuelo se detuvo. Enrique se aprovechó para insistir.
     -Él es bueno, no come casi nada….Además desde que Efraín está enfermo, me
ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buen olfato.
     Don Santos reflexionó mirando el cielo. Sin decir nada soltó la vara, cogió los
cubos y rengueó hasta el chiquero.
     Enrique sonrió de felicidad. Conocía bien a su abuelo y sabía que su silencio
equivalía a su consentimiento. Con su amigo aferrado al corazón corrió donde su
hermano.
    -¡Pascual! ¡Pascual! …¡Pascualito…! –cantaba el abuelo.
     -Tú te llamarás Pedro –exclamando Enrique rascando la cabeza de su perro e
ingresó donde Efraín.
     Su alegría desapareció. Efraín inundado de sudor, se revolcaba de dolor sobre
el colchón. Tenía el pie hinchado como si fuera jebe y estuviera lleno de aire. Los
dedos habían perdido casi la forma.
     -¿Te duele mucho?  -preguntó Enrique sentándose a su lado.
     Efraín movió la cabeza afirmativamente  mientras mordía labrizna de paja.
     -Te he traído un regalo –masculló Enrique exhibiendo al perro-, se llama
Pedro, es para ti, para que te acompañe… Cuando yo me vaya al muladar  te lo
dejaré y los dos jugarán todo el día… Le enseñarás a que te traiga piedras en la
boca.
     -¿Y qué dice el abuelo? –preguntó Efraín estirando su mano hacia el animal.
     -No dice nada –replicó Enrique y quedó callado. Ambos miraron hacia la
puerta. La garúa caía finamente. La voz del abuelo llegaba …
    -¡Pascual!... ¡Pascual ….. Pascualito….!
     Esa misma noche salió la luna. Ambos nietos se inquietaron porque en esta
época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el
corralón hablando solo, golpeando con la vara las paredes. Por momentos se
aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior, y al ver a sus dos nietos
silenciosos gruñía como un animal. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se
acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra. Ya por la tarde había tenido una
disputa a propósito de un hueso que el viejo le arrebató para echárselo a Pascual.
     -¡Mugre nada más que mugre! –repitió toda la noche el abuelo mirando a
Pascual!
     A la mañana siguiente, Enrique amaneció resfriado, el viejo que lo sintió
estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía
un cataclismo. Si Enrique se enfermaba ¿quién se ocuparía de Pascual? Efraín
ya no contaba. Tirado todo el día en el colchón, comiendo con desgano sus
verduras, delirando por la noche, era un traste inútil. Por otra parte, la voracidad
de Pascual crecía con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado
en el lodo. Del corralón de Nemesio, que vivía a media cuadra, se habían venido a
quejar.
     Al segundo día sucedió lo inevitable. Después de haber tosido toda la noche.
Enrique amaneció con fiebre alta. El pecho le roncaba y sentía frío. Cuando el
abuelo lo despertó él no pudo levantarse.
     -¿Tú también? –le dijo observándolo.
     -Es la gripe,  abuelito –murmuró Enrique.
     El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.
     -¡Muy mal! –gritó- ¡Muy mal está engañarme de esta manera! Por momentos
parecía iba a llorar. Ustedes saben que yo no puedo caminar bien, que yo soy
viejo, que yo soy cojo! De otra manera los mandaría a ustedes al diablo y me
ocuparía yo solo de Pascual. . . ¡
     Efraín despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.
   -¡Pero no importa! Siguió el abuelo excitándose-.
    -¡Yo me ocuparé de él ¡Ustedes son basura, nada más que basura, nada más
que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! ¡Ya verán cómo les saco ventaja!
¡El abuelo todavía está fuerte…! Pero eso sí… ¡hoy día no habrá comida para
ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!
     A través del umbral lo vieron coger las latas y volcarse en la calle. Media hora
más tarde regresó muerto de fatiga. Había conseguido apenas llenar los cubos.
Sin la ligereza de sus nietos, el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los
perros, además, habían querido morderlo.
    -¡Pedazos de mugre! -balbuceó-, ya saben se quedarán sin comida hasta que
no trabajen.
     Al día siguiente trató de repetir la operación, pero tuvo que renunciar. El
esfuerzo era demasiado grande para él y comenzaba a dolerle la ingle. A la hora
celeste del tercer día quedó enterrado en el colchón, lanzaba injurias. Pascual
había gruñido toda la noche.
    -Si se muere de hambre –gritaba el abuelo- será por culpa de ustedes!
     Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres
pasaban encerrados en el cuarto, silenciosos, sufriendo una especie de reclusión
forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua. Enrique tosía. Pedro se levantaba y
después de hacer una recorrida por el corralón, regresaba con una piedra en la
boca, que depositaba en manos de sus amos. Don Santos a medio acostar, jugaba
con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. Había optado por callarse,
por escupir contra el suelo, por madurar un plan de venganza. A mediodía se
arrastraba hasta una esquina del corralón donde crecían verduras y preparaba su
almuerzo que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos una
lechuga, o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito, creyendo
de este modo hacer más refinada su tortura.
     Efraín que ya no tenía fuerzas  ni para quejarse, estaba sumido en
una somnolencia  malsana y no se daba cuenta de nada. Solamente Enrique
sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar los ojos de su abuelo
creía desconocerlos, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las
noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo
aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a
gruñir y el abuelo se quejaba como si le estuvieran haciendo una herida. A veces
se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir
diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que
encontraba en su camino. Por último, fatigado, con los oídos rajados por los
gritos de la bestia, reingresaba al cuarto y quedaba mirándolo fijamente, como si
quisiera hacerlo responsable del hambre de Pascual. Enrique se volvía contra la
pared, atento a la respiración de su abuelo, esperando de él alguna extraña
decisión.
     La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos
rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos cuando tenían hambre, se
volvían locos como los  hombres. El abuelo permaneció en vela sin apagar
siquiera la luz. Esta vez no salió al corralón y maldijo entre dientes. Enterrado en
el colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera
muy vieja, jugar con ella, darle forma, aprestarse a dispararla. Cuando en el cielo
comenzó a desteñirse sobre las lomas, se incorporó, abrió la boca y lanzó un
rugido.
     -¡Esto se acabó! Pronunció al fin, levantándose-. ¡Basta de bromas! ¡Hasta
cuándo vamos a estar así? –y en el acto se precipitó sobre sus nietos.
     Enrique se metió bajo la cubierta y abrazó a Efraín. Pedro huyó aullando
hacia el corralón.
     -¡A levantarse, haraganes! – prosiguió don Santos y cogió la vara-. ¡Arriba…
arriba…! Y los golpes comenzaron a llover.
     Efraín comenzó a gemir sin comprender nada. Enrique se levantó
aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta
volverlo insensibles a los golpes. Veía la vara    alzarse y batirse sobre él como si
fuera de cartón. Al fin pudo reaccionar.
     -¡A Efraín no! ¡Él no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al
muladar. . .!
     El abuelo se contuvo y comenzó a jadear. Tardó mucho en recuperar el
aliento..
     -¡Ahora mismo. . . al muladar…. Lleva  dos cubos, cuatro cubos!
     Enrique salió corriendo y cogió los cubos. La fatiga del hambre y de
la convalecencia lo hacía trastabillar. Cuando abrió la puerta Pedro quiso
seguirlo.
     Tú no –masculló-. Quédate cuidando a Efraín.
     Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire mañanero. En el
camino comió yerbas, estuvo apunto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de
la niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo, volaba casi como pájaro. En
el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Con los antebrazos
cargados de moretones –la vara no era de cartón- pero los cubos llenos, 
emprendió el camino de regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas
descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad.
Enrique,  devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, sin pensar en nada,
tocado por la hora celeste.
     Al entrar al corralón sintió un aire opresor resistente, que lo hizo detenerse.
Era como si allí, en el umbral, terminara un mundo y comenzara otro fabricado
de barro, de rugidos, de absurdaspenitencias. Lo sorprendente era sin embargo,
que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como
si toda la violencia  estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo,
parado, al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo
desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido, pero el abuelo nos se movió.
    -¡Abuelito aquí están los cubos! -gritó   
     Don Santos le volvió la espalda y  quedó inmóvil. Enrique soltó los  cubos y
corrió  intrigado hasta el cuarto. Efraín, apenas lo vio, comenzó a gemir:
   - Pedro…Pedro….
   -¿Qué pasa? – preguntó.
    Pedro…-balbuceó Efraín-. Pedro ha mordido al abuelo… el abuelo  cogió la
vara…después lo sentí aullar. 
     Enrique salió del cuarto.
-¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?
     Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared.
Enrique tuvo un mal presentimiento. De un saltó se acercó al viejo. 
     -¿Dónde está Pedro? –preguntó  y de pronto su mirada descendió al chiquero.
Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del
perro.
     -¡No!  -exclamó Enrique tapándose los ojos. ¡No, no!  Y a través de las lágrimas
buscó la mirada del abuelo. Éste le rehuyó  girando torpemente sobre su pierna
de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa,
gritando, pataleando, tratando de  mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.
     -¿Por qué  has hecho eso?- gritaba-. ¿Por  qué? ¿Por qué?
     El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón  a su nieto
que lo hizo rodar por tierra.  Desde allí Enrique observó al viejo que erguido como
un gigante miraba obstinadamente  el festín de Pascual. Una opresión en el
pecho le impedía respirar. Estirando la mano encontró  la vara, que tenía
manchado de sangre. Con ella se  levantó  de puntillas y se acercó al viejo.
     -¡Voltea! –gritó-. ¡Voltea!
     Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba y se estrellaba contra
su pómulo.
     -¡Toma! –chilló. Enrique y levantó nuevamente la  mano. Pero súbitamente se
detuvo temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor,
miró al abuelo, casi arrepentido. El viejo cogiéndose el rostro, retrocedió un paso,
su pata de palo tocó tierra húmeda y dando un alarido se precipitó de espalda al
chiquero.
      Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el  oído, pero no escuchaba
ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pierna de palo
quebrada, estaba estirado de espalda en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos
miraban oblicuamente a Pascual que se había refugiado en un ángulo y
husmeaba sospechosamente en el lodo.
     Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado.
Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría  hacía el cuarto
le pareció que lo llamaba por su nombre,  con un tono de  ternura que él nunca
había escuchado.
     -¡A mí, Enrique, a mí…!
     -¡Pronto! –exclamó.  Enrique, precipitándose sobre su hermano-. ¡Pronto,
Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¡Debemos irnos de acá!
    -¿Adónde?  -preguntó Efraín.
    -¡Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!
    -¡No me pudo parar!
     Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho.
Abrazados  hasta formar una sola persona, cruzaron lentamente el corralón.
Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había
terminado y que la ciudad despierta y viva, abría  ante ellos su gigantesca
mandíbula.
     Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.
        Julio Ramón Ribeyro
VOCABULARIO:

absurda: opuesta a la razón
acantilado:  se dice del fondo del mar cuando forma escalones   o candiles
acecho: observando y mirando a escondidas y con cuidado.
aguzó: estimuló, incitó
alba: primera luz del día
arrear: incitar al movimiento
aullando: bramando, gritando
baja policía: servicio de limpieza de calles y recolección de basura.
barranco: orilla de un precipicio, despeñadero.
beatas: mojigatas, santurronas
berrear: chillar
brizna:  filamento  o hebra especialmente de plantas o frutos.
bufandas: prenda para abrigar el cuello.
carroña:  carne  descompuesta
cena: comida que se toma en la noche.
chiquero: pocilga
conjuraba:  conspiraba
consigna:  orden, contraseña
convalecencia:  mejoría, recuperación
corralón: terreno cercado
cubos:  baldes
desfiladero:  paso estrecho entre montañas.
divisó: vio, miró.
emparrado:  cubierta de parras
escuálido: flaco, delgado
estrépito:  estruendo, ruido
éxtasis:  estado  del alma enteramente embargada  por un sentimiento de
admiración , alegría.
fango:  lodo
fauna: conjunto de especies de animales que habitan en determinados ambientes
y territorios.
garúa: llovizna
granujas:  pícaro, bribón
gruñir: refunfuñar
ingle: parte del cuerpo, en que se juntan los muslos con el vientre.
injuria:  agravio,  ofensa
intimidarlos:  atemorizarlos,  asustarlos
intrigado: conspirado, enredado
itinerario: camino,  recorrido, ruta
jadear:  respirar anhelosamente por efecto  de algún trabajo  o ejercicio
impetuoso.
malsana:  enfermiza
masculló:  murmuró,  musitó
merodean:  vagan, vagabundean
niebla:  nube en contacto con la tierra y que oscurece más o menos la atmósfera.
noctámbulo:  trasnochado
obstinadamente:  terca y  porfiadamente; con pertinacia  y  tenacidad  en el
ánimo.
opresor:  déspota, tirano, dictador
optado:  elegido, escogido
ornada:  adornada
ovilló: encogió
pendiente:  cuesta o  declive de un  terreno.
provisión: abastecimiento
remansado: calmado, tranquilizado
rengueó: andó cojeando
sigilo: secreto que se guarda de una cosa o noticia
siniestro:  funesto, aciago, infeliz
somnolencia: pesadez y torpeza de los sentidos motivados por el sueño.
suburbio: barrio a las afueras de la ciudad
trastrabillar: tambalearse,  vacilar
traste:  persona inútil o que no sirve sino de estorbo.
tregua:  descanso
trote:  modo de caminar acelerado.
umbral: parte inferior o escalón, por lo común de piedra o contrapuesto al dintel,
en la puerta o entrada de una casa.
zamarro:  bandido, malandrín, pillo
zurrar:  pegar, golpear, apalear, azotar

I.-  COMPRENSIÓN  LECTORA


1.-¿Qué aspectos nos ofrece la ciudad a las seis de la madrugada?
2.- Cómo se llaman   los  niños explotados por el malvado don Santos?
3.- ¿Qué dice a sus nietos el perverso abuelo cuando se pone la pierna  de palo y
se sienta en el colchón?
4.- ¿Qué cosas agarran los dos muchachos cuando se lanzan a la calle? ¿Y qué
van a buscar?
5.¿Cómo se llama el cerdo? ¿Y cómo se ponía el marrano al principiar la estación
del invierno?
6. ¿Qué sucedió un domingo cuando los hermanitos Efraín y Enrique llegaron al
barranco?
7. ¿Por qué Efraín sintió un fuerte dolor en la planta del pie cuando regresaba del
muladar?
8. ¿Por qué no se pudo levantar el niño Efraín una mañana cuando el abuelo don
Santos despertó a sus nietos?
9. ¿Qué pasó cuando Efraín apoyado en el hombro de Enrique fueron en busca de
alimentos para el hambriento Pascual?
10. ¿Cómo se llama el perro que recogió Enrique del muladar y qué hizo con el
animal después el malvado don Santos?
11.¿Por qué se inquietaron los muchachos Efraín y Enrique una noche de luna
llena?
12. ¿Cuánto tiempo demoró en regresar de la calle el  abuelo don Santos para
traer  la  comida para el cerdo  Pascual en las latas que  había llevado? ¿Logró su
objetivo el abuelo?
13.- ¿Con qué propósito el abuelo don Santos aventaba a veces a la cama de
Efraín y Enrique alguna lechuga o una zanahoria cruda?
14.- ¿Qué suerte tuvo el perro Pedro y cuál  fue la reacción de los hermanos
Efraín y Enrique?
15.- ¿Quiénes son los gallinazos sin plumas?
17.- ¿Cómo termina el cuento de Julio Ramón Ribeyro?

  II.-APRECIACIÓN CRÍTICA PERSONAL
1.- ¿Cuál es tu opinión personal   sobre el cuento leído?
2.- ¿Qué le pareció la conducta agresiva del abuelo que ejerció sobre sus nietos?
Explícalo
3.- ¿Qué opina usted la vida que llevó Efraín y Enrique al lado de su abuelo, don
Santos? ¿Cómo le hubiera gustado que sea para usted?
4.- ¿Qué opinas usted de la suerte que corrió el malvado abuelo? Fundamenta tu
opinión.
EL NIÑO DE JUNTO AL CIELO

or alguna desconocida razón,


Esteban había llegado al lugar
exacto, precisamente  al 
único lugar….Pero, ¿no sería
más bien, que “aquello” había
venido hacia él?  Bajó la vista
y volvió a mirar. Sí, ahí seguía
el billete anaranjado, junto a
sus pies, junto a su vida.

-¿Por qué, por qué, él?

Su madre se había encogido


de hombros al pedirle él,
autorización para conocer la
ciudad, pero después le
advirtió que tuviera cuidado
con los carros y con las
gentes. Había descendido
desde el cerro hasta la
carretera y, a los pocos
pasos, divisó “aquello” junto
al sendero que corría
paralelamente a la pista.

Vacilante, incrédulo, se
agachó y lo tomó entre sus
manos. Diez, diez, diez era un
billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas,
innumerables reales. ¿Cuántos reales, ¿cuántos medios exactamente? Los
conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le
bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que decía “diez” por sus
dos lados.

     Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese otro
cerro cubierto de casas.  Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el
billete de su bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el
billete hacia él   -se preguntaba- o era él, el que había ido hacía el billete?
     Cruzó la pista y se internó en un terreno
salpicado de basura, desperdicios de albañilería y
excremento; llegó a una calle y desde allí divisó al
famoso mercado, el Mayorista, del que tanto había
oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima…? La
palabra le sonaba a hueco. Recordó: su tío le había
dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande
que en ella vivía un millón de personas.

     -¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban


había soñado hacía unos días, antes del viaje, en
eso: una bestia con un millón de cabezas. Y
ahora, él, con cada paso que daba, Iba internándose
dentro de la bestia.
     Se detuvo, miró y meditó: la ciudad, el Mercado
Mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los
autos, la infinidad de  gentes –algunas como él,
otras no como él-  y el billete anaranjado, quieto,
dócil, en el bolsillo de su  pantalón. El billete llevaba
el “diez” por ambos lados  y en eso se parecía a Esteban. Él también llevaba el
“diez”  en su rostro y en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y
confiado, pero sólo hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción
de las cosas y de los hechos, la meta, el horizonte, había sido fijado en los diez
años. ¿Y ahora? Ni, desgraciadamente no. Diez años no era todo. Esteban se
sentía incompleto aún. Quizá si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los
quince. Quizá ahora mismo, con la ayuda del billete anaranjado.

     Estuvo dando algunas vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegó


a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una más. La gente se
movía, se agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra, y él. Esteban, con el
billete anaranjado, quedaba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo.
     Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban se detuvo a unos
metros de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas; jugaban dos y el
resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba seres
como él, gente que no se movía incesantemente de un lado a otro. Parecía, por lo
visto, que también en la ciudad había seres humanos.

     ¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora?
¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido, menos uno. Esteban quedó
mirándolo, mientras su mano dentro  del bolsillo acariciaba el billete:
     -¡Hola, hombre!
      -Hola…-respondió Esteban susurrando, casi.
     El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un
mismo tono, algo que debió ser kaki en otros tiempos, pero que ahora pertenecía
a esa categoría de colores vagos e indefinibles.
     -¿Eres de por acá? –le preguntó a Esteban.
     -Sí, este. . . –se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que
estaba en viaje de exploración a través de la bestia de un millón de cabezas.
     -¿De dónde, ah? –se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y
sus ojos inquietos le recorrían de arriba abajo- ¿De dónde, ah? –volvió a
preguntar.
     -De allá, del cerro –y Esteban señaló en la dirección en que había venido.
     -¿San Cosme?
     Esteban meneó la cabeza, negativamente.
     -¿Del Agustino?
     -¡Sí, de ahí! Exclamó sonriendo. Ese era el nombre y ahora lo recordaba.
Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse
a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era
muy grande, demasiado grande, tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao
y que ahí llegaban buques de otros países; que habían lugares muy bonitos,
tiendas enormes, calles larguísimas…¡Lima…! Su tío había salido dos meses
antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa. ¿En qué sitio será?,
le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los días corrieron y después
de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir. ¡Lima…! ¿El cerro del
Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La
choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y
Esteban era el único que lo sabía.
     -Yo no tengo casa… -dijo el chico después de un rato. Tiró una bola contra la
tierra y exclamó: -¡Caray, no tengo!
     -¿Dónde vives entonces? –se animó a inquirir Esteban.
     El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego respondió:
     -En el mercado, cuido la fruta, duermo a ratos -amistoso y sonriente-, puso
una mano sobre el hombro de Esteban y preguntó:
     -¿Cómo te llamas tú?
     -Esteban…
     -Yo me llamo Pedro –tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano-.
Te juego, ¿Ya Esteban?
     Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente. Pasaron los
minutos, pasaron hombres y mujeres junto a ellos, pasaron autos por la calle,
siguieron pasando los minutos. El juego había terminado. Esteban no tenía nada
que hacer junto a la habilidad de Pedro. Las bolas al bolsillo y los pies sobre el
cemento gris de la acera. ¿A dónde, ahora? Empezaron a caminar juntos. Esteban
se sentía más a gusto en compañía de Pedro, que estando solo.
     Dieron algunas vueltas. Más y más edificios. Más y más gentes. Más y más
autos en la calle. Y el billete anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó.
     -¡Mira lo que encontré! –lo tenía entre sus dedos y el viento lo
hacía oscilar levemente.
     -¡Caray! –exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle-. ¡Diez soles, caray!
¿Dónde lo encontraste?
     -Junto a la pista, cerca del cerro –explicó Esteban.
Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó:
     -¿Qué piensas hacer, Esteban?
     -No sé, guardarlo, seguro… -y sonrió tímidamente.
     -¡Caray, con una libra haría negocios, palabra que sí!
     -¿Cómo?
     Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo,
muchísimas cosas. Su gesto podría interpretarse como una total despreocupación
por el asunto –los negocios- o como una gran abundancia de posibilidades
y perspectivas. Esteban no comprendió.
     -¿Qué clase de negocio, ah?
     -¡Cualquier clase, hombre! –pateó una cáscara de naranja que rodó desde la
vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus que la aplanó contra
el pavimento-. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos días cada uno
de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo.
     -¿Una libra más? –preguntó Esteban asombrándose.
    -¡Pero claro, claro que sí…! –volvió a examinar a Esteban y le preguntó: ¿Tú
eres de Lima?
     Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni
jugado sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de eso en sus diez años, salvo
lo de ese día…
     -No, no soy de acá, soy de Tarma; llegué ayer…
     -¡Ah! –exclamó Pedro, observándolo fugazmente- ¿De Tarma, no?
Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la carretera. A medio kilómetro
de distancia se alzaba el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según
Esteban! Antes del viaje, en Tarma, se había preguntado: ¿Iremos a vivir a
Miraflores, al Callao, a San Isidro, a Chorrillos, en cuál de esos barrios quedará la
casa de mi tío? Había tomado el ómnibus y después de varias horas de pesado y
fatigante viaje, arriban a Lima. ¿Miraflores? ¿La Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao?
¿A dónde Esteban, a dónde? Su tío había mencionado el lugar y era la primera
vez que Esteban lo oía nombrar. Debe ser algún Barrionuevo pensó. Tomaron un
auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes pero, cosa curiosa, todas
parecidas, también. El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casa
en mitad del cerro, casas en la cumbre del cerro. Habían subido y una vez arriba,
junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló la bestia con un
millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra
de casas, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar.
Entonces Esteban había levantado los ojos, y se había sentido tan encima de todo
–o tan bajo, quizá- que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo.
     -Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio, conmigo?
     Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta.
     -¿Yo…? –titubeando preguntó: -¿Qué clase de negocio? ¿Tendrían otro billete
mañana?
     -¡Claro que sí, por su puesto! –afirmó resueltamente.
     La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete
más, y otro más, y mucho más. Muchísimos billetes más, seguramente. Entonces
el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado.
     -¿Qué clase de negocios se puede, ah? –preguntó Esteban.
     Pedro sonrió y explicó:
     -Negocios hay muchos… Podríamos comprar periódicos y venderlos por Lima;
podríamos comprar revistas, chistes… -hizo una pausa y escupió
con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose: -Mira, compramos diez soles de
revistas y las vendemos ahora mismo, en la tarde, tenemos quince soles, palabra.
     -¿Quince soles?
     -¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mí! ¿Qué te
parece, ah?
     Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en
que Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío; convinieron en que
venderían revistas y que de la libra de Esteban, saldrían muchísimas otras.
     Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a
su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con ellos, pues en su
trabajo le daban de comer  gratis, completamente gratis, como había recalcado al
explicar su situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y
se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar en que había
encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció Pedro y
empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de
cabezas.
     -Vas a ver qué fácil es vender revistas, Esteban. Las ponemos en cualquier
sitio, la gente la ve y, listo las compran para sus hijos. Y si queremos nos
ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas, y así vienen más rápido…
¡Ya vas a ver qué bueno es hacer negocios…!
     -¿Queda muy lejos el sitio? –preguntó Esteban, al ver que las calles seguían
alargándose  hasta el infinito. Qué lejos había quedado Tarma, qué lejos había
quedado todo lo que hasta hacía unos días había sido habitual para él.
     -No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamosgorreando hasta el
centro.
     -¿Cuánto cuesta el tranvía?
     -¡Nada, hombre! –y se rió de buena gana-. Lo tomamos no más y le decimos al
conductor que nos deje ir hasta la Plaza de San Martín.
     Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos
y flamante, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde.
     -¿A dónde va toda esa gente en auto?
Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero, ¿a dónde iban realmente? Pedro no halló
ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro.
Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque.
     -¡Corre! –le gritó Pedro, de súbito. El tranvía comenzaba a ponerse en marcha.
Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y se encaramaron al estribo.
     Una vez arriba se miraron, sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y
llegó a la conclusión de  que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un
millón de cabezas, no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba
estar siempre, aquí o allá, en el centro mismo de la bestia.
     Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente, esta vez, después de
una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de sus asientos y Pedro
lo estaba empujando.
     -Vamos, ¿qué esperas?
     -¿Aquí es?
     -Claro, baja.
     Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la
bestia. Esteban veía más gente y las veía marchar –sabe Dios, dónde- con más
prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como la
gente de Tarma?
     -Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas.
     -Bueno –asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era
vender las revistas, y que la libra se convertiría en varias más. Eso era lo
importante.
     -¿Tú tampoco tienes papá? –le preguntó Pedro, mientras doblaban hacia una
calle por la que pasaban los rieles del tranvía.
     -No, no tengo… -y bajó la cabeza, entristecido-. Luego de un momento,
Esteban preguntó: -¿Y tú?
     -Tampoco, ni papá ni mamá. –Pedro se encogió de hombros y apresuró el
paso. Después inquirió descuidadamente:
     -¿Y al que le dices “tío”?
     -Ah…él vive con mi mamá, ha venido a Lima de chofer… -calló, pero en
seguida dijo: -Mi papá murió cuando yo era chico…
     -¡Ah, caray…! ¿Y tu tío qué tal te trata?
     -Bien; no se mete conmigo para nada.
     -¡Ah!
     Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio más o menos grande,
puertas, ventanas, y dos letreros que anunciaban revistas al por mayor.
     -Ven, entra –le ordenó Pedro.
     Esteban entró. Desde el piso hasta el techo había  revistas, y algunos chicos
como ellos, dos mujeres y un hombre, seleccionaban sus compras. Pedro se
dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y
volvió a revisarlas.
     -Paga.
     Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más
desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y
pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario.
     -Paga –repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que
controlaba la venta.
     -¿Es justo una libra?
     -Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una.
     Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del
bolsillo. Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo entregó al hombre.
     -Vamos –dijo jalándolo.
     Se instalaron en la Plaza san Martín y alinearon las diez revistas en uno de los
muro que circunda el jardín. Revistas, revistas, revistas señor, revistas señora,
revistas, revistas. Cada vez que una de las revistas desaparecía con un
comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban seis revistas y pronto, de
seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna.
     -¿Qué te parece, ah? –preguntó Pedro, sonriendo con orgullo.
     -Está bueno, está bueno… y se sintió enormemente agradecido a su amigo y
socio.
     -Revistas, revistas, ¿no quiere un chiste, señor? El hombre se detuvo y
examinó las carátulas.  
     -¿Cuánto?
     -Un sol cincuenta, no más…
     La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al
fin se decidió.
     -Cóbrese.
     Y las monedas cayeron tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a
observar, meditaba, sacaba sus conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma;
con una bestia de un millón de cabezas y otra era estar en Lima, en el centro
mismo  del universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida. Él era el
socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. Revistas, revistas,
gritaba el socio industrial, y otra revista más que desaparecía en manos
impacientes. ¡Apúrate con el vuelto! Exclamaba el comprador. Y todo el mundo
caminaba aprisa, rápidamente ¿A dónde van que se apuran tanto?.  Pensaba
Esteban.
     Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo
difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente; con el tiempo, se
acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de
diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaba más que dos revistas sobre el
muro. Dos nada más, y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados
rincones de la bestia, Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes… Listo,
ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y media.
     -¡Caray, me muero de hambre, no he almorzado…! –prorrumpió luego.
    -¿No has almorzado?
     -No, no he almorzado…-observó a posibles compradores entre las personas
que pasaban y después sugirió: -¿Me podrías ir a comprar un pan o bizcocho
     -Bueno –aceptó Esteban, inmediatamente.
     Pedro sacó un sol de su bolsillo y explicó:
     -Esto es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya?
     -Sí, ya sé.
     -¿Ves ese cine? –preguntó Pedro señalando a uno que quedaba en la esquina.
Esteban asintió-. Bueno, sigues por esa calle y a mitad de cuadra hay una
tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un
plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya, Esteban?
     -Ya.
     Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la
calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró.
     -Deme un pan con jamón –pidió a la muchacha que atendía.
     Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban
puso la moneda sobre el mostrador.
     -Vale un sol veinte –advirtió la muchacha.
     -¡Un sol veinte…! –devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego decidió:
     -Deme un sol de galletas, entonces.
     Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al
cine y se detuvo a contemplar los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego,
prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba?
     Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, se sentiría feliz absolutamente
feliz. Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle, esperó que pasaran los
automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta metros más allá había quedado
Pedro. ¿O se había confundido? Porque Pedro ya no estaba en ese lugar, ni en
ningún otro. Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro, ni revista, ni quince soles,
ni… ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero, ¿no era ahí donde
habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en
el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El papel era amarillo, con
letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más de dos
horas. Entonces ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince soles, y la
revista?
     Bueno, no era necesario asustarse, pensó. Seguramente se había demorado y
Pedro lo estaba buscando. Eso tenía que haber sucedido, obligadamente. Pasaron
los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo; ya estaría de regreso de ser así.
Tal vez había ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos
fueron quedando a sus espaldas. No, Pedro no había ido a buscar sencillo; ya
estaría de regreso, de ser así. ¿Entonces…?
     -Señor, ¿tiene hora? –le preguntó a un joven que pasaba.
     -Sí, las cinco en punto.
     Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia y prefirió no pensar.
Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando y eso no podía ser. Él ya tenía
diez años, y diez años no eran ocho, ni nueve. ¡Eran diez años!
     -¿Tiene hora, señorita?
     -Sí, sonrió y dijo con una linda voz: -
Las seis y diez- y se alejó presurosa.
     -¿Y Pedro, y los quince soles, y la
revista…? ¿Dónde estaban, en qué lugar
de la bestia con un millón de cabezas
estaban…? Desgraciadamente no lo sabía
y sólo quedaba la posibilidad de esperar y
seguir esperando…
     -¿Tiene hora señor?
     -Un cuarto para las siete.
     -Gracias.
     ¿Entonces?... Entonces, ¿ya  Pedro no
iba a regresar…? ¿Ni Pedro, ni los quince
soles, ni las revistas iban a regresar
entonces…? Decenas de letreros
luminosos se habían encendido. Letreros
luminosos que se apagaban y se volvían a
encender; y  más y más gente sobre la piel
de la bestia. Y la gente caminaba con más
prisa ahora. Rápido, rápido, apúrense,
más rápido aún, más, más, hay que
apurarse muchísimo más, apúrense más…
Y Esteban permanecía inmóvil, recostado
en el muro, con el paquete de galletas en
la mano y con las esperanzas en el bolsillo
de Pedro…Inmóvil, dominándose para no
terminar en pleno llanto.
     Entonces, ¿Pedro lo había engañado…?
¿Pedro, su amigo, le había robado el billete
anaranjado…? O no sería, más bien, la
bestia con un millón de cabezas la causa
de todo…? Y, ¿acaso no era Pedro parte
integrante de la bestia…?
     Sí y no. Pedro ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y,
desolado, se dirigió a tomar el tranvía.
F
in

VOCABULARIO

 atisbar: mirar,  ver con detenimiento


 capitalista: persona que pone dinero para un negocio
 caqui: color amarillento oscuro
 circundar: redondear, rodear
 desolado: triste
 despreocupación: desinterés
 divisó: vio, miró
 dócil: sumiso, apacible
 encaramarse: subirse
 flamante: brillante, centellante
 fruición: goce, placer
 fugazmente: rápidamente
 gorrear: viajar sin pagar
 indefinible: que no se puede definir
 Indispensable: que es necesario
 inquirir: preguntar, averiguar
 libra: billete de 10 soles
 medio: moneda de cinco centavos
 menear: mover o agitar una cosa
 oscilar: moverse alternativamente un cuerpo desde una posición a otra
 paladear: saborear
 pavimento: pista
 peseta: moneda de 25 centavos
 radicarse: establecerse
 real: moneda de 10 centavos
 recalcar: insistir, resaltar
 revelar: descubrir
 ruborizarse: ponerse rojo
 sendero: senda, trocha
 socio capitalista: el que pone el dinero
 socio industrial: el que pone el conocimiento técnico.
 titubeando: dudando, vacilando
 tranvía: ferrocarril de pocas unidades, movido por electricidad.
 vacilante: inseguro
 vehemencia: violencia, ímpetu
1.- ¿Qué fue “aquello” que halló el niño Esteban?
2.- ¿Qué le aconsejó la mamá de Esteban antes de salir a la calle?
3.- ¿Qué le dijo el tío al niño Esteban sobre la ciudad de Lima?
3.- ¿Cómo aparece la ciudad de Lima a los ojos del niño Esteban?
4.- ¿Por qué  se refiere a Lima como   “la bestia  con un millón de cabezas?
5.- ¿Por qué el autor  dice que el billete anaranjado se semejaba  al niño Esteban?
6,- ¿Qué hacían  en la vereda  los chicos a los  que se aproximó  el protagonista Esteban?
7.- ¿En qué lugar construyó su choza su tío de Esteban?
8.- ¿Cómo entabla amistad Esteban con Pedro?
9.- ¿Dónde vivía Pedro, el amigo de Esteban?
10.-¿Qué hace Pedro?
11.-¿En qué lugar de Lima vivía Esteban?
12.-¿Qué negocio le propuso realizar Pedro a su amigo Esteban con el billete anarajando?
13.-¿A qué acuerdo llegaron  Esteban y Pedro?
14.-¿Qué medio de transporte  utilizaron Esteban y Pedro para viajar al centro de Lima?
15.-¿Qué sintió el niño Esteban en el momento en sacó de su bolsillo  el billete anaranjado para
pagar las revistas?
16.-¿Cómo efectuaron las ventas de las revistas y  qué resultados conseguían en su negocio?
17.- ¿Qué le dijo  Pedro a su amigo Esteban cuando quedaba una sola revista sin vender?
18.-¿Qué ocurrió cuando regresó Esteban al lugar de   venta?
19.-¿Cómo termina el cuento?
EL TROMPO
I
Sobre el cerro San Cristóbal la neblina  había puesto una capota sucia que cubría
la cruz de hierro.

Una garúa de calabobos  se cernía entre los árboles lavando las hojas,


transformándose en un fango  ligero y descendiendo hasta la tierra que
acentuaba su color pardo. Las estatuas desnudas  de la Alameda de los Descalzos
se chorreaban con el barro formado por la lluvia y el polvo acumulado en
cada escorzo. Un policía, cubierto con su capote azul de vueltas rojas, daba unos
pasos aburridos entre las bancas desiertas, sin una sola pareja, dejando
la estela  fumosa de su cigarro. Al fondo, en el convento de los frailes
franciscanos se estremecía la débil campanita como un son  triste…

En esa tarde todo era opaco y silencioso. Los automóviles, los tranvías, las
carretillas repartidoras de cervezas y sodas, los "colectivos", se esfumaban en la
niebla gris-azulada y todos los ruidos parecían lejanos. A veces surgía
la estridencia característica de los neumáticos rodando sobre el asfalto húmedo y
sonoro y surgía también solitario y escuálido, el silbido vagabundo del transeúnte
invisible. Esta tarde se parecía a la tarde del vals sentimental y huachafo que,
hace muchos años, cantaban los currutacos de las tiorbas:
¡La tarde era triste,
la nieve caía!...

Por la acera izquierda de la Alameda iba Chupitos, a su lado el cholo Feliciano


Mayta. Chupitos era un zambito de diez años, con ojos vivísimos sombreados por
largas pestañas y una jeta burlona que siempre  fruncía con estrepitoso sorbo.
Chupitos le llamaron desde que un día, hacía un año más o menos, sus amigos le
encontraron en la puerta de la botica de San Lázaro pidiendo:
     -¡Despáchabame esta receta!...
Uno de los ganchos, Glicerio Carmona, le preguntó:
    -¿Quién está enfermo en tu casa?
   -Nadies...Soy yo que me ha salido unos chupitos... Y con "Chupitos" quedó
bautizado el mocoso que ahora  iba con Feliciano, Glicerio, el bizco Nicasio,
Faustino Zapata, pendencieros de la misma edad que vendían suertes o
pregonaban crímenes, ávidamente leídos en los diarios que ofrecían. Cerraba la
marcha Ricardo, el  famoso Ricardo que, cada vez que entraba  a un cafetín
japonés a comprar un alfajor o un comeycalla, salía, nadie sabía cómo, con
dulces o bizcochos para todos los feligreses de la tira:
     -¡Pestaña que tiene uno, compadre!
 Gran pestaña, famosa pestaña que un día le falló, desgraciadamente, como
siempre falla, y que costó una noche íntegra en la comisaría de donde salió con el
orgullo inmenso de quien tiene la experiencia carcelera que él sintetizaba en una
frase  aprendida de una crónica policial:
     -Yo soy un avesado en la senda del crimen...
     El grupo iba en silencio. El día anterior, Chupitos había perdido su trompo,
jugando a la "cocina" con Glicerio Carmona, ese juego infame  y taimado, sin
gallardía de destreza, sin arrogancia de fuerza. Un juego que consiste en ir
empujando el trompo contrario hasta meterlo dentro de un círculo, en la "cocina",
en donde el perdidoso tiene que entregar el trompo cocinado a quien tuvo la
habilidad rastrera  de saberlo empujar.
     No era ese un juego de hombres. Chupitos y los otros sabían bien que los
trompos, como todo en la vida, deben pelearse a tajos y a quiñes, con el puñal
franco de las púas sin la mujeril arteria del evangelio. El pleíto tenía siempre que
ser definitivo, con un triunfador y un derrotado, sin prisionero posible para el
orgullo de los mulatos palomillas.
     Y, naturalmente, Chupitos andaba medio tibio por haber perdido su trompo.
Le había costado veinte centavos y era de naranjo. Con esa ciencia sutil y
maravillosa, que sólo poseen los iniciados, el muchacho había acicalado su
trompo así como su padre acicalaba sus ajisecos y sus giros, sus cenizos y sus
carmelos, todos esos gallos que eran su mayor y su más alto orgullo. Así como a
los gallos se les corta la cresta para que el enemigo no pueda prenderse y patear a
su antojo, así Chupitos le cortó la cabeza al trompo, una especie de perrilla que
no servía para nada; lo fue puliendo, nivelando y dándole cera para  hacerlo más
resbaladizo y le cambió la innoble púa de garbanzo, una púa roma y cobarde, por
la púa de clavo afilada y brillante como una de las navajas que su padre
amarraba a las estacas de sus pollos peleadores.

Aquel trompo había sido su orgullo. Certero en la chuzada, Chupitos nunca


quedó el último y, por consiguiente, jamás ordenó cocina, ese juego zafio de
empellones. ¡Eso nunca! Con los trompos se juega a los quiñes, a rajar al
chantado y sacarle hasta la contumelia que en, en lengua faraona, viene  a ser
algo así como la vida. ¡Cuántas veces su trompo, disparado con su fuerza infantil,
había partido en dos al otro  que enseñaba sus entrañas compactas de madera, la
contumelia destrozada! Y cómo se ufanaba entonces  de su  hazaña con una
media sonrisa pero sin permitirse jamás la risotada burlona  que habría
humillado al perdedor:
-Los hombres cuando ganan,  ganan. Y ya está.
Nunca se permitió una burla. Apenas la burla presuntuosa que delataba el
orgullo de su sabiduría en el juego y, como la cosa más natural del mundo, volver
a chuzar para que otro trompo se chantase y rajarlo en dos con la infalibilidad de
su certeza. Sólo que el día anterior, sin que él se lo pudiese explicar hasta este
instante, cayó detrás de Carmona. ¡Cosas de la vida! Lo cierto es que tuvo que
chantarse y el otro, sin poder  disimular su codicia, ordenó rápidamente por las
ganas que tenía de quedarse con el trompo hazañudo de Chupitos:
-¡Cocina!
Se atolondró la protesta del zambito:
-¡Yo no juego a la cocina! Si quieres a los quiñes...
La rebelión de Chupitos causó un estupor  inenarrable en el grupo de los
palomillas. ¿Desde cuándo un chantado se atrevía a discutir al prima? El gran
Ricardo murmuró con la cabeza baja mientras enhuracaba su trompo:
-Tú sabes, Chupitos, que el que manda, manda, así es la ley…
Chupitos, claro está, ignoraba que la ley no es siempre la justicia y viendo la
desaprobación de la tira de sus amigotes, no tuvo más remedio que arrojar su
trompo al suelo y esperar, arrimado a la pared con la huaraca enrollada en la
mano, que hicieran con su juguete lo que les daba la gana. ¡Ah, de fijo que le iban
a quitar su trompo!... Todos aquellos compadres sabían lo suficiente para no
quemarse ni errar un solo tiro y  el arma de su orgullo iría a parar al fin en la
cocina odiosa, en esa cocina que la avaricia y la cobardía de Glicerio Carmona
había ordenado para apoderarse del trozo de naranjo torneado, en que el zambito
fincaba su viril complacencia de su fuerza, Y, sin decirlo naturalmente, sin
pronunciar las palabras en alta voz, Chupitos insultó espantosamente a Carmona
pensando:
-¡Chontano tenía que ser!
Los golpes se fueron sucediendo y sucediendo hasta  que, al fin, el grito de júbilo
de Glicerio anunció el final del juego:
-¡Lo gané!
Sí,  ya era suyo y no había poder humano que se lo arrebatase. Suyo, pero muy
suyo, sin apelación posible, por la pericia mañosa de su juego. Y todos los amigos
le envidiaban  el trompo que Carmona  mostraba en la mano exclamando:
-Ya no juego más...

II
¡Pero qué mala pata, Chupitos! Desde chiquito la cosa había sido de una pata
espantosa. El día que nació, por ejemplo, en el Callejón de Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro, una vecina dejó sobre un trapo la plancha ardiente, encima de
la tabla de planchar, y el trapo y la tabla se encendieron y el fuego se extendió por
las paredes empapeladas con carátulas de revistas. Total: casi se quema el
callejón. La madre tuvo que salir  en brazos del marido y una hermana  de éste
alzó  al chiquillo de la cuna. A poco, los padres tuvieron que entregarlo a una
vecina para que lo lactara, no fuera que el susto de la madre se la pasara al
muchacho. Luego fue creciendo en un ambiente  "sumamente peleador", como
decía él, para explicar esa su pasión por las trompeaduras. ¿Que sucedía? Que su
madre, zamba engreída, había salido un poco volantusa, según la severa y acaso
exagerada opinión de la hermana del marido, porque volantusería era, al fin y al
cabo, eso de demorarse dos horas  en la plaza del mercado y llegar a la casa, a los
dos cuartos del callejón humilde,  toda sofocada y preguntando por el marido:
-¿Ya llegó Demetrio?
Hasta que un día se armó la de Dios es Cristo y mueran los moros y vivan los
cristianos. Chupitos tenía siete años y se acordaba de todo. Sucedió que un día
su mamá llegó con una  oreja muy colorada y el revuelto pelo mal arreglado. El
marido hizo la clásica pregunta:
-¿A dónde has estado?... La comida está fría y yo... ¡espera que te espera! A ver,
vamos a ver...
Y, torpemente, sin poder urdir la mentira tan clásica como la pregunta, la zamba
había respondido rabiosamente:
-¡Caramba! Ni que fuera una criminal...
Arguyó la impaciencia contenida del  marido:
-Yo no digo que tú eres una criminal. Lo que quiero es saber adónde has estado.
Nada más.
-En la esquina.
-¿En la esquina? ¿Y qué hacías en la esquina?
-Estaba con Juana Rosa…
Y dando una media vuelta que hizo revolar la falda, se fue a avivar los tizones y
recalentar la carapulcra. La comida fue en silencio. Chupitos no se atrevía a
levantar las narices del plato y el padre apuraba, uno tras otro, largos vasos de
vino. Al terminar, el zambo se lió la bufanda al cuello, se terció la gorra sobre una
oreja, y, encendiendo un cigarrillo, salió dando un portazo.

La mujer no dijo ni  chus ni mus. Vio salir al marido y adivinó a dónde iba: ¡a


hablar con Juana  Rosa! Y entonces, sin reflexionar en la locura que iba a
cometer, se envolvió en el pañolón, ató en una frazada unas cuantas ropas y salió
también de estampida dejando al pobre Chupitos que, de puro susto, se tragaba
unas lágrimas que le desbordaban los ojazos ingenuos sin saber el porqué. A
medianoche regresó el marido con toda la ira del engaño avivada por el alcohol;
abrió  la puerta de una patada y rabió la llamada:
 -¡Aurora!
 Le respondió el llanto del hijo:
-Se fue, papacito...
El zambo entonces guardó  con lentitud el objeto de peligro que le brillaba en la
mano y murmuró con voz opaco:
-Ah, se fue, ¿no?... Si tenía la conciencia más negra que su cara...  ¡Con Juana
Rosa!...¡Yo le voy a dar Juana Rosa!...
Su hermana había tenido razón: Aurora fue siempre una volantusa... No había
nada qué hacer. Es decir, sí, sí había qué hacer: romperle la cara, marcarla duro
y hondo para que se acordara siempre de su tamaña ofensa. Allá, en la esquina,
se lo habían contado todo y ya sabía lo que mejor hubiese ignorado siempre: esa
oreja enrojecida, ese pelo revuelto, era el resultado de la rabia del amante que la
zamaqueó rudamente por sabe Dios, o el diablo, qué discusión sin verguenza...
Ah, no sólo había habido engaño sino que, además,  había otro hombre que
también se creía con  derecho de asentarle la mano... No, eso no: los dos tenían
que saber quién era Demetrio Velásquez... ¡Claro que lo iban a saber!
     Y lo supieron. Sólo que, después, Demetrio estuvo preso quince días por
la paliza que propinó a los mendaces y quien, en buena cuenta pagó el pato el
pobre Chupitos que se quedó si madre y con el padre preso, mal consolado  por la
hospitalidad de la tía, la hermana de Demetrio, que todo el día no hacía sino
hablar de Aurora.
-Zamba más sinverguenza... ¡Jesús!
Cuando el padre volvió de la prisión el chiquillo le preguntó llorando:
-¿Y mi mamá?
El zambo arrugó sin piedad la frente:
-¡Se murió!...  Y... ¡no llores!
El muchacho lo miró asombrado, sin entender, sin querer entender, con una
pena y con un
estupor que le dolían  malamente en su alma huérfana. Luego se atrevió:
-¿De veras?
Tardó unos instantes el padre en responder. Luego, bajando la cabeza y
apretándose las
manos, murmuró sordamente:
-De veras. Mujeres con quiñes, como si fueran trompos... ¡Ni de vainas!

III
  
Fue la primera lección que aprendió Chupitos en su vida: mujeres con quiñes,
como  si fueran trompos, ¡ni de vainas! Luego los trompos tampoco debían  tener
quiñes...No, nada de lo que un hombre posee, mujer o trompo -juguetes- podía
estar maculado por nadie ni por nada. Que si el hombre pone toda su
complacencia y todo su orgullo en la compañera o en juego, nada ni nadie puede
ganarle la mano. Así es la cosa  y no puede ser de otra guisa. Esa  es la dura ley
de los hombres y la justicia dura de la vida.

Y no lo olvidó nunca. Tres años pasaron desde que el muchacho se quedara sin
madre y, en esos tres años, sin más compañía que el padre, se fue haciendo
hombre, es decir,  fue aprendiendo a luchar solo, a enfrentarse a sus propios
conflictos, a resolverlos sin ayuda de nadie, sólo por la sutileza de su ingenio
criollo o por la pujanza viril de sus puños palomillas, En las tientas de gallos,
mientras sostenía al chuzo desplumado que servía de señuelo a los gallos que  su
padre  adiestraba, aprendió  ese arte peligroso de saber pelear, de agredir sin
peligro y de pegar siempre primero.

Ahora tenía que resolver la dura cuestión que le planteaba  la codicia del cholo
Carmona: ¡había perdido su trompo! Y aquella misma tarde de la derrota regresó
a su casa para pedir a su padre después de la comida:

-Papá, regáleme treinta centavos, ¿quiere?

-¿Treinta centavos? Come tu ajiaco y cállate la boca,

El muchacho insistió levantando las cejas para exagerar  su pena:

-Es que me ganaron mi trompo y tengo que comprarme otro.

-¿Y para qué   te lo dejaste ganar?

-¿Y qué iba a hacer?

La lógica paterna:

-No dejártelo ganar...

Chupitos explicaba alzando más las cejas:

-Fue Carmona, papá, que mandó cocina y como tuve  que chantarme... Déme  los
treinta chuyos,  ¿quiere?...

En la expresión y en la voz del muchacho el padre advirtió algo inusitado, una


emoción que se mezclaba con la tristeza de una virilidad humillada y con la rabia
apremiante de una venganza por cumplir. Y, casi sin pensarlo, se metió la mano
en el bolsillo y sacó los tres reales pedidos:

-Cuidado con que te ganen otro.    

El muchacho no respondió. Después de echar la cantidad inmensa de azúcar en


la taza de té, bebió resoplando.

-¡Caray con el muchacho! ¡Te vas a sancochar el hocico! - rezongó la tía     

El zambito, sin responder, bebía y bebía, resopló al terminar, se limpió


los belfos con el dorso de la mano y salió corriendo:
-¿A dónde vas?

-¡A la chingana de la esquina!

Llegó acezando a la pulpería en donde el chino despachaba impasible a la luz


amarilla del candil de kerosene:

-Oye, dame ese trompo!

Y señalaba uno, más chico que el anterior, también de naranjo, con su petulante
cabecita y su vergonzante púa de garbanzo. Pagó veinte centavos y compró un
pedazo de lija con qué pulir el arma que le recuperase  al día siguiente el trompo
que fue su orgullo y la envidia de toda la tira del barrio.

Por la mañana se levantó temprano y temprano fue al corral. Allí escogió  un claro
y comenzó toda la larga operación  de transformar el pacífico juguete en un arma
de combate. Le quitó la púa roma y con el serrucho más fino que su padre
empleaba para cortar los espolones de sus gallos, le cortó la cabeza inútil. Luego
con la lija, pulió el lomo y fue desbastando el contorno para hacerlo invulnerable.
Dos horas estuvo afilando el clavo para hacer la púa de pelea, como las navajas
de los gallos, y le robó un cabito de vela para encerarlo. Terminada la operación,
enrolló el trompo con la huaraca, la fina cuerda bien manoseada, escupió una
babita y lo lanzó con fuerza en el centro de la señal. Y al levantarlo, girando como
una sedita, sin una sola vibración, vio con orgullo cómo la púa de clavo le hacía
sangrar la palma rosada de su mano morena:

-¡Ya está! ¡Ahora va a ver ese cholo currupantioso!

IV

La tarde era triste,


la nieve caía!...

En Lima, gracias  a Dios, no hay nieve que caiga ni caído nunca. Apenas esa
garúa finita de calabobos, como dije al principio de este relato, chorreando su
fanguito de las hojas de los árboles, morenizando el mármol de las estatuas que
ornan la Alameda de los Descalzos. Allá iban los amigotes del barrio a chuzar esa
partida en que Chupitos había puesto todo su orgullo y su angustiada esperanza:
-¿Se lo ganaré a Carmona?...
Al principio, cuando Mayta, por sugerencia del zambito, propuso la pelea de los
trompos, el propio Chupitos opinó que en esa tarde, con tanta lluvia y tanto
barro, no se podría jugar. Y como  lo presumió, Carmona tuvo la mezquindad de
burlarse:
-Lo que tienes es miedo de que te quite otro trompo.
-¿Yo miento? No seas...
-Entonces, ¿vamos?
-Al tirito.
Y fueron al camino que conduce a la Pampa de Amancaes que todavía tiene,
felizmente, tierra que juegan los palomillas.   Carmona se apresuró a escupir la
babita alrededor de la cual todos formaron un círculo. Mayta disparó primero,
luego Ricardo, después Faustino Zapata. Carmona midió la distancia con la
piola, adelantó el pie derecho, enhuaracó con calma y disparó. Sólo que fue
carrera de caballo y parada de borrico porque cayó el último. Chupitos disparó a
su vez, inexplicablemente para él, su púa  se hincó detrás de la marca de Ricardo
quien resultó prima. Desgraciadamente, así,  en público, el muchacho no pudo
sugerirle que mandase la  cocina con que habría recuperado su trompo y Ricardo
mandó:
     -¡Quiñes!
     El trompo que ahora tenía Carmona, el trompo que antes había sido de
Chupitos, se chantó ignominiosamente: ¡en sus manos jamás se habría chantado!
Y allí estaba estúpido e inerte, esperando que las púas de los otros trompos se
cebaran en su noble madera de naranjo. Y los golpes fueron llegando: Mayta le
sacó una lonja y Faustino le hizo los quiñes de emparada. Hasta que al fin le llegó
el turno a Chupitos. ¿Qué podría  hacer?

     ¡Los trompos con quiñes, como la mujeres, ni de vainas!... Nunca sería el suyo
ese trompo malamente estropeado ahora por la ley del juego que tanto se parece a
la ley de la vida... Lenta, parsimoniosamente, Chupitos comenzó a enhuaracar su
trompo para poner fin a esa vergüenza. Ajustó ahora la piola y pasó poo la púa el
pulgar y el índice mojados en saliva; midió la distancia, alzó el bracito y disparó
con toda su alma. Una sola exclamación admirativa se escuchó:
     -¡Lo rajaste!
     Chupitos ni siquiera miró el trompo rajado: se alzó de hombros y
abandonando junto al viejo el trompo nuevo, se metió las manos en los bolsillos y
dio la espalda a la tira murmurando:
     -Ya lo sabía...
   Y se fue. Los muchachos no se explicaban por qué los dos trompos allí, tirados,
ni por qué se iba pegadito a la pared. De pronto se detuvo. Sus amigos que lo
miraban marchar con la cabecita gacha, pensaron que iba a volver, pero Chupitos
sacó del bolsillo el resto del clavo que lesirviera para hacer la segunda púa de
combate, y arañando la pared, volvió a emprender su marcha hasta que se
perdió, solo,  triste e inútilmente vencedor; tras la esquina esa  en que, a la hora
de la tertulia, tanto había ponderado al viejo trompo  partido ahora por su mano:
-¡Más legal, te digo!...¡De naranjo purito!

José Diez Canseco

Fin

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