La Escritura de Lo Posible: El Sistema Poético de José Lezama Lima
La Escritura de Lo Posible: El Sistema Poético de José Lezama Lima
La Escritura de Lo Posible: El Sistema Poético de José Lezama Lima
Índice
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La escritura de lo posible
La escritura de lo posible
Remedios Mataix
[9]
Como ocurre con otros autores que en diversas épocas han reflejado en su
obra el conjunto de problemas de su tiempo a través de un sistema
estrictamente personal, más o menos hermético (Nicolás de [11] Cusa,
Giambattista Vico, Goethe, José Martí, Baudelaire, Ortega y Gasset, María
Zambrano, para citar sólo algunas referencias de la afiliación de Lezama), la
interpretación de esa obra nos obliga al ejercicio de la lectura con método, pues
en ella están implicadas una particular forma de ver el contexto, unas
intenciones al respecto y una tupida red de referencias literarias, religiosas,
políticas, culturales, que construyen una peculiar visión (y misión) del hecho
literario.
¡Cuidado con la filología! Después de leer a algunos críticos se nos puede ocurrir definir la poesía como
la pervivencia del tipo fonético por la vitalidad interna del gesto vocálico que la integra. Pudiera
pensarse que el objeto último de la filología es el intento diabólico y perezoso de definir la poesía. Hay
en esa ciencia la obstinación diabólica de querer hundir un alma... Pero la poesía, que no está definida,
(4)
sigue mostrándose.
Los decididos por una América muy segura de definiciones y perfiles olvidan que lo que van
alcanzando es un perfil prematuro que puede confundirse con la cariátide. Una síntesis anticipada e
inoportuna puede darnos la egiptización actual americana (...) egiptización como homogeneidad de las
formas, como preludio de la muerte y como trabajar con materiales endurecidos que refractan
incesantemente la imaginación. Lo indio contemplativo, lo negro trasplantado y lo europeo emigrante
forman una síntesis que hasta ahora, por su ingenuidad y su impotencia histórica, no ha podido sino
ofrecer un producto frío, voluptuoso o desterrado (...) Para no caer en la egiptización, el hombre
americano tendrá que unir el aporte de la cuenca mediterránea con el concepto de libertad como
(5)
riesgosa libertad de elegir.
Lezama presenta su Sistema Poético del Mundo como ese lugar de confluencia
de lenguajes, tiempos y culturas; en él una poderosa fuerza de asimilación
acaba por borrar los ecos, absorbiéndolos y modificándolos según los
postulados de un pensamiento que parece delirante a primera vista, pero
resulta inobjetablemente lógico dentro de sus propias leyes; tal vez por eso el
autor calificó su intento como una locura: «Al llegar a mi posible madurez, se
me ocurrió hacer una temeridad, hacer una locura que fue mi sistema poético
del mundo, que lo considero un intento de intentar lo imposible. Pero si en
nuestra época no intentamos eso ¿qué es lo que merece la pena intentar? Lo
que tenemos que intentar es eso: lo imposible»(6).
Lezama pudo haber aprendido de José Martí que «Lo imposible es posible. Los
locos somos cuerdos»(7), y, como otra de esas paradojas que parecen ser su
mejor definición, al hablar así de su Sistema, nos estaba indicando,
precisamente, la perspectiva desde la que acceder a él: lo que lo construye es
la libertad absoluta de investigar. Él mismo [13] lo aclara: «Algunos,
aterrorizados por la palabra sistema, han creído que mi sistema es un estudio
filosófico ad usum sobre la poesía. Nada más lejos de lo que pretendo. He
partido siempre de los elementos propios de la poesía»(8). Su pensamiento
quiso ir más allá de la originalidad literaria y aun más allá de la originalidad
filosófica, para practicar esa digestión de la totalidad en lo que Lezama llamaba
con humor su Estómago del Conocimiento, y que no confundió nunca la
«síntesis horizontal del eclecticismo»(9) con la martiana (y cubanísima) tradición
electiva, puesta al servicio de un eje vertical de valores, de una unidad. Lo que
aporta esa asimilación lezamiana es «un nuevo saber», según sus palabras; un
logos intransmisible o transmisible sólo en forma de símbolos, de enigmas que
resolver, cuyo descubrimiento a través de la lectura comenzaría con la
dificultad misma, si aceptamos el credo desafiante que propuso el autor:
Sólo lo difícil es estimulante. Sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener
(10)
nuestra potencia de conocimiento.
Digo potencia porque supone un material hostil, una resistencia. Resistencia que puede describir un arco
de infinitas variaciones, desde la frustración hasta el acierto momentáneo que, agrandado, puede situar
la definitiva gracia (...) y digo razonamiento reminiscente porque las nueve musas son hijas de
Nemósine. Esa crítica, cuyo instrumento es el razonamiento reminiscente, favorece una mutua
adquisición, apega lo causal a lo originario y vuelve el guante para mostrar no tan sólo las artificiosas
(11)
costuras, comunicándole a la razón una proyección giratoria de la que sale espejeada y gananciosa.
[14]
Esa práctica que es la suya y que exige repetir en la exégesis crítica la quiebra
de la causalidad que permite operar libremente sobre el imaginario cultural,
podría insertarse quizá, como se ha propuesto, en la corriente anagógica de
Northrop Frye(12), o en la «subjetividad cultivada» de Roland Barthes(13). « Pero
ese método crítico que propone Lezama se inserta, por encima de todo, en su
propio pensamiento: su Sistema Poético, su escritura y desde luego, buena
parte de la oscuridad lezamiana, son resultado ejemplar de ese razonamiento
reminiscente; incluso los prodigios metafóricos del autor derivan de la relectura
del mundo propiciada por «la hipérbole de la memoria que lo es también de la
curiosidad»(14); operación que a su vez otorga el dominio de la
sobreabundancia, todo un sacramento lezamiano:
Para acercamos al Sistema Poético conviene no olvidar que lo es, y que esa
cualidad esencialmente poética de los intereses del autor sitúan su
pensamiento en las antípodas de la Razón entendida al modo racionalista y
sistematizada en forma arquitectónica cerrada. De ahí, también, sus constantes
advertencias contra ese conocimiento discursivo que él llama «dialéctico». Sin
embargo, es indudable que su proyecto parte de un conjunto «racional» de
ideas, aunque éstas se expresen a través de su particular metodología, y que
esa metodología, como todas, supone la existencia de una «lógica», aunque
sólo fuera válida para su propia obra. Hay que precisar también que Lezama
nunca negó, sino todo lo contrario, la existencia de una «lógica poética»: en
realidad, su pensamiento comporta (entre otras) esa contradicción; pero él no
sólo fue consciente de eso, sino que incluso lo [15] fomentó, quizá para que su
sistema -es decir, su obra- pudiera perdurar en su independencia estética y
filosófica, como una obra de arte original, como una creación. Recordemos sus
versos:
De todo esto parte su dificultad: entender algo sólo nos es posible con orden y
conexión, y el Sistema de Lezama no es sino un orden en perpetuo hacerse; un
laberinto intelectual en el que el único hilo de Ariadna es Lezama mismo, y
cuya finalidad se revela sólo cuando vamos enlazando piezas en apariencia
inconexas. Su Sistema Poético es exactamente toda su obra.
Otro punto de interés para lograr ese fin es la atención a las múltiples
influencias que Lezama, más que recibir pasivamente, asimila o digiere para la
formación de su poética. De él ha llegado a decirse que es «el alminar cubano
del siglo XX, donde se resumen las disímiles escuelas literarias de nuestro
siglo de oro con sus infinitas raíces sembradas en la historia lírica del
mundo»(26). Pero no he pretendido una exhaustiva búsqueda de «fuentes».
Aunque en su obra se vislumbran huellas de una amplísima variedad de
lecturas, y, más aún, aunque Lezama cita (o atribuye citas inventadas) a una
infinidad pasmosa de autores, me ha parecido más interesante detenerme sólo
en los que creo contribuyen de manera inequívoca a la formación del
pensamiento lezamiano, y en algunas afinidades indiscutibles que se advierten
en su obra con autores que no siempre han sido incluidos en esa «síntesis
mediterránea» que constituyó la base de su poética.
Exégetas andaluces, tened ángel, pedía Darío. Tener ángel. Yo propondría tener novela. Prolongarse de
(28)
lo visible hacia lo invisible, gravitar de lo invisible a lo visible, es decir, tener novela.
Tal vez por eso aquella «profunda natación» de Cortázar sumergido en las
aguas de Paradiso nos dé la clave no sólo de una experiencia de lectura
individual, sino de un método de validez más general, previsto ya por el autor.
María Zambrano, a propósito de Ortega -ambos referencias ineludibles, como
veremos, para acercarse a Lezama-, señalaba un proceso similar como la
situación intelectual privilegiada para que surja el pensar: es la situación que
Ortega llamó «de naufragio». En ella no hacemos pie en la realidad, no
sabemos a qué atenernos, y esa extrema indigencia fuerza a la búsqueda de
un método, de una forma mentis sostenida por la necesidad de orientación.
Entonces «pensar es nadar»(29).
Quizá sea ese Método del Naufragio el que exige Lezama para acercarse a su
obra y aprehender el logos sumergido que propone: bastaría pensar en los
múltiples rituales de inmersión por los que debe atravesar el protagonista de
Paradiso para alcanzar la sabiduría poética(30), pero unos apuntes inéditos del
autor parecen coincidir también con esto que digo:
Llevado el hombre a la última encina, brusco paredón o multiplicada jauría, ¿cómo organiza los
ligamentos de su resistencia, qué nuevas facultades surgen entonces, más allá de su aliento y de su piel?
Esa situación in extremis lo lleva casi a tornarse en un animal de cerdillas defensivas. Pero es entonces
cuando la luz busca ese punto que se mueve debajo de un caparazón. ¿Qué ha sucedido? Lo imposible
(31)
ha obrado sobre lo posible organizando el reino de la posibilidad en la infinitud. [20]
De María Zambrano pudo aprender también Lezama que es propio del guía no
declarar su saber, sino ejercerlo, sin más. Porque él enuncia, ordena, advierte,
a veces tan sólo insinúa sin tener demasiado en cuenta si se entenderá su
insinuación, pero sus herméticas orientaciones ofrecen siempre, como habría
querido su maestra y amiga, las notas, en sentido musical, de un Método:
«Todo poeta construye su Discurso del Método -escribía Lezama en 1939- Si
consideramos la cultura de un poeta como arsenal cuantitativo, el único método
posible es el de un impresionismo sinfónico: si el impresionismo es la reacción
variable y temporal ante el mundo externo, el impresionismo sinfónico viene a
unir todas esas variantes provocadas por momentos diferentes de reacciones
ante la circunstancia»(34).
En esa misma línea autocrítica o tal vez de orientación para el crítico lector,
Lezama se permitió incluso cuestionar, no sé si angustiado o cercano al
choteo, el sentido de su vida y de su obra. Fue en 1953, [22] en las páginas de
Orígenes, cuando publicó, todavía como cuento, el momento en que la madre
de Oppiano Licario confiesa su inquietud acerca del hijo y sus «mágicas
elucubraciones», temiendo que se convirtiera en la burla de los letrados, que
podrían tomarlo por «un Aladino de la filología» o «una víctima de la alta
cultura», sin verle «ese misterio» que ella había sabido respetar:
Ha llegado a tener tal perfección -dijo la madre- en esa manera, no digo método, porque desconozco
totalmente su finalidad, que me atemoriza si todas esas adecuaciones no logra aclararlas en un sentido
final (...) Él está ahora en un momento muy difícil, si no se nos aclara en una combinatoria o en una
piedra filosofal, no nos parecerá un estoico persiguiendo lo que él ha creído que es el soberano bien de
su vida, sino un energúmeno que aúlla inconexas sentencias zoroástricas, o un cándido
(36)
embaucador...
Para Lezama lo más negativo que podía decirse de un poeta es que no tuviera
misterio, que no tuviera inconnu. Su obra misteriosa pone en juego todos los
registros de la sugerencia, y al hacerlo exige orientar el análisis hacia esa otra
vertiente, poética, del saber, que fue la que le interesó al autor. Me refiero al
saber como aletheia, como revelación. Decía Ortega: «Quien quiera
enseñamos una verdad que no nos la diga: simplemente que aluda a ella con
un breve gesto que inicie en el aire una trayectoria (...), que nos sitúe de modo
que la descubramos nosotros»(37). Y a esa mayéutica Lezama pudo añadir: «El
secreto de la poesía está dicho a voces, sólo que no se puede oír con los dos
oídos»(38). A ese ejercicio socrático nos invita su obra, y es en ese gusto por la
sugerencia opuesta a la evidencia donde se fundamenta el ya tópico
hermetismo lezamiano.
Pero esa imagen del Lezama hermético ha ido desechando poco a poco lo
accesible en el poeta para convertirlo en un semidiós impenetrable, cargado de
enigmas; y él alimentó esa leyenda con comentarios sobre su obra que
multiplicaban la oscuridad. Es ya célebre su críptica respuesta a la inevitable
pregunta de crítico «¿qué es para usted la poesía?»: «La poesía es un caracol
nocturno en un rectángulo de agua», contestó más de una vez, subrayando la
raíz irónica de esa no definición.(41) De la acusación de hermetismo difícilmente
podía escapar una obra que propone una aprehensión de esencias por vía de
lo mítico y lo esotérico en todas sus formas, pero pulimentar boquiabiertos el
mito no nos da al verdadero Lezama; al contrario: nos aleja de él. Su obra
sigue conservando una imagen demasiado elitista y casi impermeable a su
contexto, que no le corresponde, al menos en tan alto grado.
Entre nosotros es casi imposible configurar una tesis o un punto de vista aproximativo sobre nuestro
pasado, ya de poesía, ya de pintura, porque los diversos elementos larvales aún no se han escudriñado,
ni siquiera señalado en su regirar ectoplasmático. Si no aparecen las larvas, cómo vamos a abrillantar el
caparazón. Lo larval sólo podemos captarlo en sus mutaciones, en su devenir para llegar a ser forma,
(50)
cuerpo, materia artizada.
La historia está hecha, pero hay que hacerla de nuevo. La historia se ha hecho sobre el dromenón de los
griegos, el hecho cumplido que está en la raíz del concepto generacional de Tucídides: la historia [30]
comienza en nosotros (...) Pero ahora ya sabemos que la historia tiene que empezar a valorarse a partir
de lo que ha sido destruido. Es decir, que vastísimas extensiones temporales que no lograron
configurarse se igualarán a grandes extensiones que alcanzaron la ejecución de su forma (...) Y
(51)
únicamente la imago puede penetrar en ese mundo de lo que no se realizó.
Aquella generación buscaba en la hondura, en los verídicos planteamientos estilísticos, sentir el caudal
mayor de lo histórico, confluir hacia metas donde se clarificase nuestro destino histórico (...) Nos
proponíamos metas, sutilizábamos nuestras vueltas para penetrar en lo histórico, buscábamos el relieve
de una confluencia donde el arte, al alcanzar su saturación, lograse la posibilidad de un nuevo estilo en
(53)
lo histórico nuestro.
Estaba dispuesto José Martí, y ésa es su imago más fascinante junto con su muerte, a llenar el contenido
vacío de ese espejo de paciencia (...) Poco antes de su retiramiento había soñado con escribir un libro,
que para nosotros cobra su existencia por la testarudez aragonesa de su inexistencia, del que se le escapa
una frase dicha ante el lanzazo final: el Sentido de la Vida (...) Hubiéramos comenzado con un
Enchiridión custodiado por José Martí, con una secular paciencia de escritura, con un hieratismo en el
lento tejido de las danaides devuelto por el espejo...
Pero Martí no pudo hacerlo. Y tal vez la escritura de Lezama tenga mucho que
ver con las sugestiones derivadas de esos dos vacíos. Ya Cintio Vitier
apuntaba en la misma dirección cuando interpretaba el [32] verso inicial de
Muerte de Narciso («Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo») como «un
tiempo original» con el que Lezama brindaba «un verdadero principio»(57). Pero
creo que puede darse un paso más, y afirmar que ese «libro talismán» de los
cubanos quiso elaborarlo él, llenando aquel espejo vacío con su propia obra.
Así podemos entenderlo a partir de sus declaraciones en aquel ensayo:
Supongamos que una obra alcanzase una calidad tan refinada y misteriosa, tan secular y tan
contemporánea, como la que [ese] enigmático título nos sugiere (...) Si aquel Espejo de paciencia
lograse articular de nuevo el prodigioso alcance de su título con la extraordinaria imago desplazada por
la sentencia y las ejecuciones de José Martí, tendríamos entonces nuestro Enchiridión, el libro talismán,
custodiado por aquellos que lograron con sus transfiguraciones, con sus transustanciaciones, participar
como metáfora en el Uno procesional penetrando en la suprema esencia.
Tal vez por eso hablaba Lezama de una «secular paciencia de escritura» y de
un «tejido de danaides devuelto por el espejo». Y tal vez por eso también, en
1949, el mismo año en que apareció el primer capítulo de Paradiso en la revista
Orígenes y precisamente en el número anterior de la revista, publicó un texto
en el que, como si se tratara de un prólogo, decía:
Si una novela nuestra tocase en lo visible y más lejano, nuestro contrapunto y toque de realidades,
muchas de esas pesadeces o lascivias se desvanecerían al presentarse como cuerpo visto y tocado, como
enemigo que va a ser reemplazado. Si una poesía de alguno de los nuestros alcanzase tal tejido que
mostrase en su esbeltez una realidad aún intocada, aunque deseosa de su encarnación, por tal motivo
cobraría su tiempo histórico, recogeríamos claridades y agudezas que despertarían advertencias
(58)
fieles...
Al nacer recibe de golpe toda la herencia de la cultura china, comprende muy bien su destino, dominar
toda esa gran tradición, tratar de apoderarse de lo impalpable y terrible: meter al dragón en una
biblioteca. Pero este hombre sentencioso no está frente a la materia inmensa que recoge, sino que es su
centro, su aumento y extinción, no se sabe, no se sabrá nunca, cuándo añade y cuándo tacha, y al final
(60)
de su vida ostenta un título único, el de ser dueño de una tradición, su guardián y su creador.
Más que reincidir en una historia de la revista ya muy bien trazada y al alcance
de cualquier lector interesado(61), me ha parecido más útil detenerme en
algunos momentos clave y tratar algunos aspectos que aún provocan
desacuerdo entre la crítica, precisamente porque son también los más
determinantes y los que mejor ayudan a dilucidar los fundamentos del
pensamiento lezamiano, que fue lo que en realidad dio unidad de fines a un
grupo muy heterogéneo y muy difícil de reducir a otro tipo de definición. [34]
A aquella generación, que por mi parte lo mismo puede llamarse de Espuela de plata o de Orígenes, yo
la llamaría, por contraste irritante con el medio cubano que se endurece, logra su punto gelée y le
molesta [sic] por saturniana y errante la expresión espíritu (...), yo la llamaría, por hostilidad a ese
(66)
milieu carcinomoso, sencillamente, la Generación de la Poesía.
Sin embargo, otro de esos mismos origenistas, Gastón Baquero, llegó a opinar
todo lo contrario: «No hay tal generación de Orígenes -aseguraba-: no se
puede hallar nada más heterogéneo, más dispar, menos unificado, que el
desfile de la obra de cada uno de los presuntos miembros de esa
generación»(67). Sin necesidad de llegar a tales extremos categóricos (hay que
tener en cuenta que algunas disputas internas de los años cuarenta
enemistaron a Baquero desde entonces y para siempre con el grupo de
Lezama)(68), sí es preciso recordar que la llamada tercera generación de la
República incluye a otros muchos escritores cubanos que no se identificaron ni
colaboraron con sus coetáneos de Orígenes y que, por tanto, usar el término
«generación» para referirse a lo que, en rigor, fue un grupo (por las razones
que ha estudiado detalladamente Jesús Barquet)(69), confunde más de lo que
ayuda.
Destruir las generaciones que pasaron puede ser un macabro entretenimiento, pero es mejor la
penetración en lo oscuro y en la poesía, en el entredeux pascaliano. Todas las generaciones cantan en la
gloria. En el valle del esplendor no existen jóvenes ni viejos... La tierra prometida, la Orplid, la Fata
(71)
Morgana, interesan más que el grupito que se tiene enfrente por orden de Cronos o de Saturno.
En grado mayor o menor, vivieron con la mirada puesta en las realidades de su país. Algunos llegaron a
la franca militancia en un partido revolucionario, como Mirta Aguirre; otros, procediendo más por la
libre, se acercaron a los campesinos humildes en vida y obra (Cardoso) e incluso lucharon durante años
por reivindicaciones campesinas (Feijoo); y no faltó entre ellos quien tomara las armas en la loma, como
(74)
Aldo Menéndez. Su obra literaria es un testimonio de esa preocupación, de esa actitud.
...Intentaron superar la ausencia de finalidad en que se hundían el país y las letras, atacando enemigos de
cartón como eran la cursilería, el academicismo y la oratoria engolada, y proponiéndose la meta
abstracta del avance por el avance, de lo nuevo por lo nuevo. Pero ¿a dónde se iba? Después del primer
impacto, su movimiento era más ilusorio que real. Ninguno de los grandes esfuerzos creadores de la
época, poco o nada conocidos entonces en Cuba (la obra de Proust, de Joyce, de Eliot, de Claudel) halló
eco decisivo en sus páginas, que se mantuvieron siempre sobre la más visible y fugaz espuma de «lo
(77)
nuevo», cifrado en la hueca palabra «vanguardismo».
...No era, como en México, con el caso ejemplar de Alfonso Reyes, o en la Argentina, con Martínez
Estrada o Borges, donde se encontraba, cualquiera que sea la valoración final de sus obras, con
decisiones y ejemplos rendidos al fervor de una obra (...) Habían adquirido la sede a trueque de la fede y
(79)
estaban dañados para perseguirse a través del espejo del intelecto o de lo sensible.
Sin pretender agotar esta cuestión, creo que entre los inéditos de Lezama que
publicó la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, hay un texto muy
interesante para entenderla mejor. Me refiero a [41] «Los Zurdos» (1948), una
de las escasas referencias satíricas de Lezama contra otros escritores de su
generación no pertenecientes a su grupo.(83) En ella realiza una durísima crítica
contra las actividades culturales conformadas al amparo de la política militante.
Vale la pena reproducir algunos fragmentos:
Como el río hace tiempo trae sucio revuelto, están ahí ya los cazadores de última hora. Dicen que traen
cuchillo y con tatuaje viriloide. Son fieros, incisivos (incisagueados). Como es característica de estos
zurdos llegar tarde a todas partes, tienen que detonar, insultar y -costumbrosos en el tiempo perdido-
hacer perder tiempo y alegría. Se empeñan en dar una batalla, que sólo a ellos interesa, por buscar
posiciones y nombradía. Son los que nacieron tarde, los que toman el agua estancada, los que tienen un
aguado veneno que no saben dónde depositar (...) Calados de habitantismo congénito, le han entregado
su alma al tertulión inocuo y al café con leche profético e incesante. Productos de la actual
desintegración política, pasan a la cosa intelectual en su terrorismo pornográfico y su viveza de tropical
perezoso. Habrá que sufrirlos unos cuantos meses más... y después irán a la provincia, en comisiones
agrícolas, a vender velitas de novias o requerirán la gualdrapa de agentes de pompas fúnebres.
Pero el título del texto no debe hacemos caer en un error: con esa
denominación, los Zurdos, Lezama no se burlaba de nada que tuviera que ver
con la filiación ideológica de izquierdas -que era también la suya- de varios de
esos no origenistas, sino de la manera burda, poco diestra, de practicar una
labor intelectual. El propio texto aclara ese malentendido poco después:
Son los zurdos, combaten a aquellos que por natural jerarquía les pueden enseñar de todo y a los que
envidian con celo cainita. Les llegaron los treinta años sin haber hecho intelectualmente ni una nuez
foradada, y mientras buscan becas quieren darse viajecitos a Nueva York «para aumentar su paisaje
cultural» y traicionan la poca juventud que ya les queda.
Y con el texto del que hablamos, entre otras divertidas críticas, Lezama parece
devolver a esos zurdos uno de los dardos que con más frecuencia lanzaron
contra el grupo Orígenes: el de su presunto elitismo (o capillismo) intelectual.
Concluye el autor:
...Hablan de capillitas, porque no se han podido colar en ninguna, ya que esas gentes sólo se unen por el
bostezo, la comisión de amedrentar o el brazalete coprófago. Estaba escrito en las profecías de
Nostradamus: en el año 1948 un grupo de mediocres hará un homenaje a los escritores cubanos, con
coces e injurias, con coces y mala prosa.
La vida americana viene demostrando que cuando el periodo subsecuente a una revolución es recogido
y potenciado por las clases bien orientadas, toca un momento de granazón para la cultura. Quizás
nosotros empecemos a atravesar ese momento que, aprovechando la impulsión revolucionaria en lo que
ésta tiene de rico y matizado, sea necesario conducirla hasta la nueva forma, donde el proyecto del
artista y del artesano es recogido por la nueva clase capaz de receptarlo y realizarlo. En nuestro país
existen fuerzas inestimadas, existen núcleos que pueden ya mostrar su apetencia de penetrar en lo
histórico, de hacer, de mostrar, de cumplir (...) Quien tenga la suficiente sutileza para captar lo que aún
en nuestro país no está deshecho, corrupto y finiquitado, y pueda acercarse a esa verdad de lo que de
veras es creador, no solamente habrá vencido el pesimismo y el complejo de autoinferioridad [sic] que
suele apoderarse de lo cubano, sino que será claro indicio de verdadera integración de la nacionalidad,
que únicamente puede logarse por la suma de las creaciones, [43] de lo que lo hondamente creador
pueda expeler (...) ¿Quizá le corresponde a usted la grata misión de facilitar a esa clase, que es al mismo
(85)
tiempo una generación, los recursos para que su trabajo alcance una forma?
Hacia 1925 empezamos a liquidar en Cuba, como usted sabe, una rutina literaria en que los residuos del
modernismo, ya en su mayor parte muy raídos, llenaban un lamentable vacío de poesía y de prosa
significativas, pero se avenían bastante con la efusión provinciana y oratoria que por las letras cundía
(...) Entonces se produjo, bajo las consignas críticas primero del «minorismo» y después, más
explícitamente, de la Revista de avance que Ichaso, Lizaso, Marinello y yo dirigimos, la campaña que se
llamó del «vanguardismo». De lo que se trataba era de barrer con toda aquella literatura trasudada y de
estimular una producción fresca, viva, audazmente creadora, capaz de ponerse al paso con las mejores
letras jóvenes de entonces. Exaltamos lo que por entonces el sagacísimo Mariátegui se atrevió a llamar
«el disparate lírico», adoramos la «asepsia» y el pudor antisentimental (...) le abrimos la puerta del
sótano a toda la microbiología freudiana, pusimos por las nubes la metáfora loca, los adjetivos
encabritados, las alusiones a toda la frenética de nuestro tiempo, los versos sin ritmo y rima (...)
Hicimos la estética de lo feo y de lo ininteligible, la apología del arte como expresión pura y del sentido
poético como mera irradiación mágica de imágenes y vocablos. Mucha gente sensata nos insultó, y
nosotros los insultamos de lo lindo a nuestra vez...
Pues bien: ustedes los jóvenes de Orígenes son, amigo Lezama, nuestros descendientes. Si usted me
reprocha a mí mi desvío respecto de ustedes, yo a mi vez podría reprocharle a ustedes su falta de
reconocimiento filial respecto de nosotros. Nos envuelven ustedes hoy en el mismo menosprecio que
entonces nosotros dedicábamos a la academia, sin querer percatarse de la deuda que tienen contraída
con sus progenitores de la Revista de avance, que fuimos los primeros en traer esas gallinas de la nueva
(88)
sensibilidad. [45]
Y añade:
Gran parte de su epístola está recorrida por el pro domo sua (...) ¿Filiación y secuencia de la Revista de
avance? Había radicales discrepancias. A Orígenes sólo parecía interesarle las raíces protozoarias de la
creación. Sus pronunciamientos no se reducían a la simpleza del manifiesto o índice marmóreo que
señala tan sólo un camino y un camino. Dispénseme pero su fervor por la Revista de avance es de
añoranza y retrospección...
No podíamos mostrar filiación, mi querido Mañach, con hombres y paisajes que ya no tenían para las
siguientes generaciones la fascinación de la entrega decisiva a una obra y sobrenadaban en las vastas
demostraciones del periodismo o la ganga mundana de la política (...) Con socarronería de ágil criollo
nos afirma usted que fue la Revista de avance la que trajo la gallina de los huevos de oro del arte nuevo.
Quizá en eso reconozcamos su verdad, porque ese arte fue para nosotros alción y albatros. Cínife
(89)
sombrío o soledad brumosa del que se sabe sobre una labor sin compañía...
Pero, claro, se trata de una vanguardia atípica, que escapa a los límites de la
definición académica del término. Fue una vanguardia sin vanguardismo, como
dijera Cintio Vitier, cuyo proyecto renovador se niega a la recepción militante de
cualquier ismo y rechaza la parafernalia provocadora vanguardista, pero, a la
vez, asume sus mejores conquistas decantadas por el tiempo (la amplitud
metafórica, la liberación del lenguaje poético, la transgresión de reglas y límites
de géneros) de una manera ya metabolizada, para emprender la puesta en
práctica de algunos de los valores profundos que el breve vanguardismo
cubano había esbozado sin llegar a desarrollarlos.
Lo que no lleva en su bagaje [este nuevo bajel] es la bandera blanca de las capitulaciones. Lo inmediato
en nuestra conciencia es un apetito de novedad, de movimiento. Por ahora sólo nos tienta la diáfana
pureza que se goza mar afuera, lejos de la playa sucia, mil veces hollada, donde se secan, ante la mirada
del mar, los barcos inservibles o que ya hicieron su jornada (...) Salimos, pues, rigurosamente a la
aventura, a contemplar estrellas, a ver si por azar nos topamos con algún islote que no tenga aire
(90)
provinciano, donde uno se pueda erguir en toda su estatura.
Idénticas inquietudes constituían la razón de ser del movimiento "de ideas» que
se concretó alrededor del llamado Grupo Minorista, núcleo de la joven izquierda
habanera que se había ido constituyendo desde 1923. Ese año tuvo lugar lo
que se conoce como la Protesta de los Trece (trece «minoristas»), que,
encabezados por el poeta Rubén Martínez Villena, concentraron el movimiento
de oposición contra la corrupción y los turbios gobernantes de la llamada
seudorrepública. Y cinco de esos trece -los firmantes del manifiesto «Al levar el
ancla»- decidieron fundar en 1927 la revista de avance, quizá no con el
propósito de dar voz pública al minorismo, pero así fue.
La lucha contra la dictadura impuso como quehacer la satisfacción de las necesidades populares como
un aspecto de la lucha política. [48] Los escritores «descubren» entonces al pueblo, a las masas, en sus
porciones más explotadas: el negro, el campesino, el proletario. Por otra parte, la creciente preocupación
social de la literatura, que acentúa su carácter ancilar, determina la evasión de un grupo de escritores
que aspiran a eludir las urgencias políticas y salvarse a sí mismos en el seno de sus propios universos
(92)
poéticos, de acuerdo con las fórmulas contemporáneas de la poesía pura.
Éste era un gesto tan vanguardista como el de avance, aunque sin manifiestos
explícitos -de ahí la dificultad para perfilar nítidamente sus contornos- y en
sentido contrario: pensaban que lo realmente nuevo no es una brusca ruptura,
sino algo que realiza las posibilidades ocultas en lo anterior. Así, los nuevos
poetas siguen a Lezama en su oposición a las novedades a ultranza y las
rupturas rebeldes, y emprenden la revisión y reconstrucción de una tradición
milenaria que enriquecen con los aportes de las grandes figuras de la
Modernidad. Frente a un arte desmitificador e irreverente, apuestan por uno
empapado de afirmaciones utópicas, por una devoción litúrgica en la labor
artística y por una fe absoluta en sus posibilidades de redención. Oponen
también, frente al cuestionamiento polémico de modelos culturales, esa sed
integradora que animaba la «síntesis mediterránea de innumerables aportes»
defendida por Lezama y que se acercaba a la vocación ecuménica que para
ellos tuvo el Modernismo (especialmente Martí, pero también Darío y Casal),
convertido, con otra lectura -la lezamiana- en antecedente perfecto para un
proyecto que buscaba la identidad de lo cubano desde unos presupuestos tan
alejados de la colonización mental como del rechazo hacia lo hispánico.
A esas afinidades estéticas del grupo se sumaba una formación común, en
gran parte autodidacta, nutrida en las fuentes más diversas, interesada en los
clásicos y muy atenta a la literatura contemporánea europea e
hispanoamericana, pero marcada por la Generación española del 27 como
referencia inicial y tutelada por la Revista de Occidente (1923-1936), su
compatriota Cruz y Raya (1933-1936) y sus compañeras mexicana y argentina
de generación: las prestigiosas Contemporáneos (1928-1931) y Sur (1931-
1970).(94) Ambas podrían [50] añadir a su extendida influencia por tierras
americanas la que ejercieron sobre Lezama y el resto de los entonces jóvenes
universitarios que conformarían la tercera generación republicana. Pero las dos
tutoras fundamentales en el proceso de gestación del pensamiento lezamiano
fueron, por razones opuestas, la mencionada revista de avance y la Revista de
Occidente de Ortega y Gasset, que no fue sólo el puente entre sus ideas y las
de los poetas del 27 español: cruzó el Atlántico e influyó también
poderosamente en sus lectores del otro lado del océano.
En realidad, la relación de Lezama con las grandes figuras del 27, que llegó a
ser intensa, no tendría lugar hasta los años de Orígenes, es decir, cuando su
obra estaba ya plenamente formada y resuelta a ser ella misma: Jorge Guillén,
Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Pedro Salinas y Manuel Altolaguirre
colaboraron en la revista desde su fundación, en 1944. Por supuesto, Lezama
los había sabido admirar desde mucho antes, pero el magisterio fundamental
que esos poetas ejercieron fue en realidad el servir de puente hacia el
descubrimiento de las «influencias» que ellos habían recibido y que coincidían
con ese desencanto de la vanguardia que Lezama empezó muy pronto a
manifestar con un repliegue hacia la tradición.
Entre esas lecciones estaban las advertencias de Juan Ramón Jiménez sobre
la poca viabilidad de una poesía que renegara de su pasado literario, así como
sus frecuentes recomendaciones a los poetas del 27 sobre la necesidad de una
vuelta a «eso humano que les faltaba cuando la crítica los señaló como
deshumanizados»(96); unas recomendaciones que expuso también
insistentemente en las conferencias que dictó durante sus cuatro años de
estancia en La Habana (1936-1939), defendiendo «el espíritu contra el injenio»
y la expresión por la poesía de «lo intuitivo de la existencia material y espiritual
de un país»(97).
Naturalmente, en el ensayo del que hablamos comienza por unir su voz a «las
que vibran frente al silencio de tres siglos con que la desconfianza castellana
se ha mantenido al margen de las ganancias gongorinas», pero "Soledades
habitadas por Cernuda» pronto deriva hacia planteamientos que muy poco
tienen que ver con posturas reivindicativas o deslumbradas ante el barroco
cordobés, y mucho con las convicciones que vertebrarán la obra de nuestro
autor de aquí en adelante. «Empezábamos a preguntamos cuál sería la
resolución poética que sobrevendría después de tantas ausencias exclusivas y
de tanto paraíso hermético -reflexiona allí Lezama- ¿Cómo es que después del
milagro de las Soledades no se llegó a la resolución de las preguntas poéticas
en un espejo exacto de poesía y de verbo?» Y responde, rotundo:
Se abrían dos soluciones, poblar la argentería de Góngora por la novela de una nueva sensibilidad (...), o
llevar la palabra, ascendiendo a mero son, hasta su desaparición representativa absoluta (...) Góngora no
puede repetir con Cézanne: he descubierto un camino con respecto a cuyas posibilidades últimas puedo
considerarme un primitivo. Las etapas posteriores fueron de una ingenua mezquindad.
Creo que podemos ver ahí un resumen exacto de la disyuntiva con la que
Lezama veía enfrentarse la trayectoria poética que él mismo estaba
empezando a transitar: o el espíritu o el ingenio verbal, según dijo Juan Ramón.
El texto parece alertar incluso contra los peligros de un gongorismo
incondicional fenómeno de época del que también a su poesía le fue difícil
escapar- que, según Lezama, «acaba inutilizándonos para la creación».
Góngora interesa al autor porque «descubrió un camino» cuyas posibilidades
últimas él trataba ahora de explorar, y lo hace señalando ya en la poesía de
Góngora esa «carencia» que estudiará en sus ensayos de madurez con más
precisión y que, como puede verse, su propia obra desde el principio intentaba
cubrir: el «cosmos poético» gongorino es para él
... vida deshabitada, cuerpo vacío, palabras sin encarnación, vertiginosos duendes, colección de cristales
(...) Su esencial falla, reparo generalizable a casi todo el arte contemporáneo, es que el desfile
vertiginoso de sus impresiones sensibles no nos entrega el mito de una verdad poética paralela, cuyo
dichoso acoplamiento pudiéramos llamar momentáneamente metafísica sensible, o tal vez carnal
geometría. [54]
Cernuda crea los valores de ese misticismo corporal cuya legitimidad viene entregada por sus valores de
proyección sobre el cuerpo (...) Una mística que no busca sumergirse para reaparecer diluida, sino que
se hunde para salvarse en la gracia de ese encuentro. Misticismo que necesita la recepción sensible,
opuesto a los anegarse teresianos (...) Una angustia sensual que engendra esa mística proyección
chirriante como la única aventura posible después que la palabra se ha abandonado en el desfile
vertiginoso del tiempo. [55]
Vamos a saltar de la torre gongorina al agua nebulosa que la rodea y que acabará por negarla, dejando la
seguridad de una penetración en el delirio.
Entre estas huellas del 27 en Lezama tampoco hay que descartar un posible
influjo temprano de Federico García Lorca, aunque las relaciones del poeta
durante su visita a La Habana en 1930 se concentraron alrededor de la familia
Loynaz y de los autores de la Generación del 23.(104) Lezama, que definió a
Lorca muchos años después (y ya muy lezamianamente) como «una impulsión
y una detención, sangre y espíritu», nos dice también que asistió fascinado a
sus recitales en aquella ocasión:
Recuerdo aún desde mi adolescencia la seguridad de su voz en el recitado (...) La visibilidad de los
mitos de la cuenca mediterránea, unida a la gracia voluptuosa incrustada por los árabes en la España
[56] sureña, unida también a una intuición vivaz y rápida de lo cotidiano poetizable, hicieron de los
aportes lorquianos una fascinante imantación para la curiosidad que siempre ha despertado la española
(105)
piel de toro.
En este sentido apetecemos la palabra «Taller», que tenga un sentido simbólico que no esté lejos de las
corporaciones de artesanos donde el artista, saltando las limitaciones de su orgulloso individualismo,
procura abandonarse a la alegría de una búsqueda coral, trascendental humanismo, engendrada por
(112)
honradas intuiciones del tiempo histórico.
Si existió algún vínculo entre su poética artesana y la popularista que pudo ver
al principio en Lorca, Lezama sólo lo descubre mucho después, quizá cuando
profundizó en ello para escribir el prólogo de una edición de las Conferencias y
charlas de Federico García Lorca que publicó en 1964(113), o tal vez,
sencillamente, cuando tuvo la perspectiva que le daba haber orientado su
propia obra como un intento más para esa confluencia entre lo culto y lo
popular que tanto caracterizó la de Lorca, pero que Lezama no parece haber
recibido de él, sino de lo que llamó, matizándola, «La integración poética de
Juan Ramón»(114).
La gran poesía, ¿no es y será siempre la que funde lo popular con lo «aristocrático» en una suma de
naturaleza y conciencia? La mejor [58] poesía contemporánea viene intentando unir más
concientemente que nunca lo popular y lo aristocrático, no en una clase media lírica, sino en una
(115)
sobreclase única final, permanente, de espíritu natural por popular y supremo por idealista.
Y Lezama matiza, volviendo sobre ese tema:
Ese misterio no fue hecho por el pueblo, ni hecho o deshecho por el letrado. J.R.J. [sic] establece una
diferencia entre lo popular y lo literario. Yo no diría poesía popular, nido de enredos, sino poesía
ancestral. Ese velante, inapresable acierto, aparece siempre como lo ancestral acarreado y
(116)
misterioso.
Después de explotar con largueza el verso maestro de Federico García Lorca, al que debe sus mejores
éxitos, José González Marín ha llegado al extremo de ofrecer en Puerto Rico un recital de poesía a
beneficio de los generales traidores y de las tropas moras que están desangrando a España y que en
Granada segaron la vida fecunda del autor de Romancero gitano. Por un deber de fidelidad y devoción a
la memoria del gran poeta del pueblo español, cuya sangre gloriosa -maltratada, destruida por los
enemigos de la cultura- nos duele para siempre, los poetas cubanos que suscriben expresan su más
sentida repulsa a los recitales de González Marín, quien, al poner su arte al [60] servicio de los verdugos
de su patria, profana la obra del gitano ejemplar.
Pero de los recuerdos escritos por Lezama se puede inferir que asistió también
a la famosa conferencia «La imagen poética de don Luis de Góngora» que
Lorca pronunció durante su estancia en Cuba en 1930.(122) Las posibles huellas
que dejó en él aquel discurso sólo son detectables en un ensayo muy posterior,
aunque fundamental, sobre el que volveremos después: en «Sierpe de don
Luis de Góngora» (1956), donde esa influencia, si la hubo, ha sido ya
plenamente asimilada a su poética.
Quizá Lezama reservara para Federico García Lorca un homenaje mejor que
dejarse influir por él: en La expresión americana, cuando celebra la fuerza
moral y «el romanticismo del hecho americano», Lezama sitúa a Lorca en un
lugar de honor -junto a Fray Servando Teresa de Mier, Simón Rodríguez y José
Martí-, para recordar esa «gran tradición hispánica» de vivir y morir
poéticamente, que ilustra evocando a «un García Lorca que asciende como un
delfín mediterráneo veteado de plata sombría en la medianoche de una tumba
sin nombre»(123).
2.3. Tres magisterios enlazados: Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset, José
Martí
Juan Ramón ha sido para mí un secreto impulso. Hacerme digno de esa amistad que él me regaló en la
adolescencia ha sido siempre para mí como una voz que oía en la soledad de la conciencia.
Contemplábamos fríamente cómo la poesía recorría las más opuestas etapas, de la tragedia del lenguaje
a la expresión de la angustia, rabiosamente temporal, fuera del toque de la gracia (...) Habíamos huido
de esas seguridades elementales; nos fijamos en el acto naciente y en la redención por la gracia. Y aquí
podemos encajar la claridad y la dulce luz y la gracia en vagos ángeles de Juan Ramón Jiménez.
(125)
Colocada frente a la más decisiva prueba, la gracia se hacía eficaz y palpable.
Eso, que podría entenderse como un «retraso formativo», un volver atrás (Juan
Ramón Jiménez, ya se sabe, había sido un modelo para la generación anterior,
en Cuba y en España), no lo era: la figura del poeta significó para él y para los
poetas que lo acompañaron un poderoso estímulo hacia adelante. Cintio Vitier,
uno de los origenistas más marcados por la influencia de Juan Ramón, al
menos en sus comienzos, ha explicado por qué:
Las obras poéticas de Brull, Florit y Ballagas carecían de virtud fecundante para las generaciones
posteriores. Ningún poeta pudo hallar impulso en aquellas órbitas cerradas (...) Lo mismo habría de
ocurrir en España con la generación correspondiente -la de Lorca, Alberti, Guillén, Salinas, Cernuda,
Aleixandre-, que no ha podido [62] engendrar sucesión válida. La explicación en ambos casos es
idéntica, aunque tal vez se agrava en el nuestro: son herederos y diversificadores de las intuiciones
poéticas sucesivas y el impulso fecundante central de Juan Ramón Jiménez. Por eso algunos de los más
jóvenes por esos años, animados de un oscuro instinto, nos dirigimos directamente a ese venero
juanramoniano, que entonces algunos podían juzgar como algo que se situaba en el antes. Pero ese antes
era una verdadera raíz, un verdadero comienzo, contenía un eros poético original que podía provocar
(126)
nuevas fuerzas liberadas del causalismo inmediato y a la postre cerrado de los epígonos.
Cuba empieza a tocar lo universal (es decir, lo íntimo) en poesía, porque lo busca y lo siente por los
caminos ciertos y con plenitud, desde sí misma; porque busca en su bella nacionalidad terrestre, marina
(128)
y celeste, su internacionalidad verdadera.
1936 fue una fecha excepcional para nuestra poesía: Juan Ramón sospechó que tras las capas muertas de
la cultura convencional y de propaganda se agitaban las posibilidades de una poesía que mostraba la
dedicación total de una vida. De ahí salió mi afán de mostrar el mundo hipertélico de la poesía, cómo la
(129)
poesía es un en sí que va al mismo tiempo mucho más allá de su finalidad.
En él la influencia que perdura es la de la poesía. Por encima y por debajo de su poesía fluían los
secretos que van de Góngora a Bécquer, sus intuiciones de Darío, la gravedad de la sentencia española
resistiendo la tensión inglesa o el ensalmo con Mallarmé (...) Lo que movilizaba su presencia era la
(130)
poesía, no su poesía.
La perfección de la rosa, jaula de aire perfecto, derecho y descreído, que se va a clavar en su tortura del
tiempo ínfimo en las escalerillas de agua, donde la rosa lucha con el clavel y con la anémona, flor más
sucia y bajada (...) El romance, la rosa, la forma desnuda, empiezan a sentir un extraño contorno. Es el
momento barroco llegado para cierta etapa de la obra de Jiménez, en que la forma desnuda oscilará -
temblará- entre la gracia de la rosa y el torcedor de la muerte...
Pero lo realmente importante de aquel coloquio fue que, estimulado por las
preguntas y respuestas de Juan Ramón Jiménez, el discurso de Lezama -
complejísimo- planteaba por primera vez la necesidad de entender lo cubano
como «insularidad cósmica», y de buscar su expresión a través de una poética
que «bucea en los orígenes pero no rehuye soluciones universalistas». Lezama
(y sintetizo una dialéctica de más de catorce páginas) propone allí superar lo
que llama las «tesis disociativas», que habían generado, bien el «insularismo
fanático» de «hombres-isla» entregados a la observación «hacia adentro» de
su peripecia individual, o bien la «síntesis apresurada» del negrismo o la
poesía mulata -en referencia obvia a la obra de Nicolás Guillén-, un
«eclecticismo artístico» a su juicio superficial e insuficiente:
Una realidad étnica mestiza no tiene nada que ver con una expresión mestiza. Entre nosotros ha habido
mestizos que se han expresado dentro de los cánones del parnasianismo, y gran parte de la poesía [65]
afrocubana es, en cambio, obra de poetas de raza blanca. Una cosa es el mestizaje y otra abogar por una
expresión mestiza (...), cuyo principal hallazgo ha sido la incorporación de la sensibilidad negra y más
frecuentemente la incorporación del vocablo onomatopéyico. Entre nosotros la poesía se resiente de
haber estado de espaldas a la prueba del nueve, a la que debe responder toda poesía, según Cocteau, y se
ha contentado con la primera simpatía de la prueba orejera (...) Abogar por una expresión mestiza es
intentar un eclecticismo sanguinoso. La poesía será siempre amor absoluto o definitivo rencor.
Toda labor de cultura es una interpretación -esclarecimiento, explicación o exégesis- de la vida. La vida
es el texto eterno. La cultura (arte o ciencia o política) es el comentario, es aquel modo de la vida en
(138)
que, refractándose ésta dentro de sí misma, adquiere pulimento y ordenación.
La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre. Mi salida natural hacia el universo
se abre por los puertos del Guadarrama o el Campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante
(140)
forma la otra mitad de mi persona: sólo a través de él puedo integrarme y ser yo mismo.
Como se sabe, con aquel «Yo soy yo y mi circunstancia», Ortega estaba dando
carta de naturaleza filosófica a un entrañamiento en la propia realidad (la
Conciencia Histórica) destinado en última instancia a desahuciar la vieja
política a favor de la nueva, esa política sui generis que practicó intuitivamente
la mayoría de los autores del 98 y que exigía evitar una disparidad (la
desvertebración) entre la España oficial y la España «vital». Por eso la Razón
Vital de Ortega se llamó después Razón Histórica: aquel reabsorber la
circunstancia consistía, no sólo en comprenderla, sino en actuar sobre ella, en
transformarla. En su momento esa Razón Histórica debió constituir para
Lezama algo así como la explicitación de su fe (histórica también) en el arraigo
profundo en aquella «circunstancia cósmico-insular» que reveló su Coloquio
con Juan Ramón Jiménez, y que no es imposible procediera de la dialéctica
incorporación/disgregación sobre la que Ortega había construido su principal
discurso regeneracionista sobre España.(141) Además, su pensamiento político
parece que prosiguió guiado por una vocación muy similar: a la Cuba
invertebrada había que salvarla adentrándose en su ser, comprendiendo su
circunstancia e intentando transformarla, sin necesidad de militar en partido
alguno; es más: a condición de no militar.
Desde niños nos envuelve, nos rodea, no en la tristeza del homenaje oficial, en la cita del político frío, o
en el tributo inevitable del articulista de turno, sino en cada momento en que hemos podido entrever en
su oscura y fragmentaria ráfaga el misterioso cuerpo de la patria o de nuestra propia alma. Él solo es
(143)
nuestra entera sustancia nacional y universal.
Todavía en los umbrales de ese destino, Lezama había convertido a José Martí
en el ejemplo máximo de la promesa que la poesía hace a la historia. Con Martí
tiene lugar la «culminación de la expresión criolla», pero también con él es con
quien alcanza plenitud el sueño [69] de propia pertenencia, la rebelión
romántica que Lezama atribuye a lo americano y la gran tradición de las
«ausencias genitoras», aquella que «crea un hecho por el espejo de la
imagen»(145). Su figura y su obra nutren secretamente el pensamiento
lezamiano desde siempre, y en ellas encuentra Lezama, para empezar, la
respuesta para una de las más apremiantes preguntas de su Sistema Poético:
¿Cómo aumentar la corriente mayor, el pez y la flecha caudal, sumando la poiesis y el ethos? Buscar la
(146)
manera en que creación y conducta puedan formar parte de la corriente mayor del lenguaje.
Lo que pretendo es un henchimiento, una dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte. Este
henchimiento se acerca con veneración a don Luis de Góngora, respirante carbunclo, lince de diamante,
grave como la mariposa cuando ya no está. Y a José Martí, fabulosa suma del idioma, incesante genitor
por la imagen que vuelve a jugar al ajedrez con el hechizado Hernando de Soto y vuelve a oírle a
Atahualpa las leyendas sobre el agua de vida. Se me podrá argüir que todo henchimiento o dilatación
(149)
termina por engendrar tangencias. Es cierto: en Martí el lenguaje termina por reformar la realidad.
Pero, en contra de lo que sería lógico esperar, no encontramos en la obra de
Lezama un gran estudio sobre José Martí. Él, que recorrió tan atentamente la
tradición literaria cubana (incluidas sus «ausencias»), en proporción al enorme
fervor que demostró siempre hacia su figura y su obra, dedica muy pocas
páginas a Martí. Fina García Marruz recuerda haberle planteado a Lezama esa
misma pregunta:
Acercándose el año del Centenario [1953], le pregunté cuándo nos iba a dar ese ensayo suyo que todos
esperábamos sobre Martí. Me respondió: «Todavía debo esperar». ¿Qué tenía que esperar él, que se
atrevió con todos los temas? Era evidente que no se trataba de un impedimento literario: necesitaba
descifrarlo a la luz de nuestro destino, insertarlo en una historia mayor de la que no parecía tener aún
todas las claves (...) Sentía que nosotros no podíamos venir después de Martí, de ahí lo de sus
«Influencias en busca de José Martí» o lo de su «tradición por futuridad» (...) Creo que incluso necesitó
crear todo un Sistema Poético para poder insertar en él -no con sentido de pasado, sino de futuridad- a
(150)
José Martí.
José Martí era el núcleo perfecto para esa tradición «con rasguños proféticos»
que se propuso levantar Lezama, y era también el mejor símbolo de esa
posibilidad infinita de la palabra poética que, ya lo decía el autor, acaba por
reformar la realidad. Por eso su ínsula tuvo a Martí como habitante central.
Haciendo inventario de sus Eras Imaginarias, escribió: «La última era
imaginaria es la posibilidad infinita que entre nosotros la acompaña José
Martí»(154). Y según él, el acto fundacional de esa última era se celebró el 30 de
septiembre de 1930: ese día tuvo lugar en La Habana una masiva protesta
universitaria, violentamente reprimida, contra la tiranía de Gerardo Machado y
el imperialismo, como preámbulo de la frustrada Revolución del 33 que quiso
llegar después. Lezama participó en ella y años más tarde interpretaba el
sentido profundo de aquellos hechos como el nacimiento de la era presidida
por «la ausencia operante» de José Martí: «Bastaba aquel sumergimiento para
que comenzase entre nosotros la historia de los prodigios y los ecos»(155).
Todos los signos que corren a su totalidad son los que tenemos que tocar y reverenciar, descifrar y
habitar. Ahora es un fragmento; de nuestras imágenes creadoras en lo histórico depende que vuelva a ser
una totalidad. Su sentencia de la que dependemos deberá ser el encantado instrumento de Anfión que
romperá los impedimentos sombríos, las murallas que no son transparentes y el aliento que
(160)
metamorfoseado en piedra decapita la prolongación de las raíces.
Ya había dicho Lezama que «la poesía evita una antítesis entre lo predicho y
su cumplimiento», pero aún así sorprende encontrar en su obra esa especie
«premonición» pronunciada desde muchos años antes de que se produjera el
triunfo de una Revolución que se declaró inspirada en Martí. Y es que ese autor
protagoniza uno de los más logrados paralelos de Lezama, el que acaba por
extraer su reflexión sobre la historia del terreno especulativo para encarnarla,
como diría él, en el futuro de su Isla. Ese deseo tenaz pareció convertirse en
enero de 1959 en algo realizable y localizado. La utopía lezamiana, pues,
dejaba de serlo y se convertía en el cumplimiento de un destino americano
escrito desde siempre y, además, plenamente conciliable con los principios del
Sistema Poético. De ahí su entusiasta invocación en 1959 a un cubano Ángel
de la Jiribilla quizá heredero del Ángel de las maracas de Carpentier(161), pero
protector de la historia posible: [73]
Ángel de la Jiribilla, hociquillo simpático, simpatía de raíz estoica, arca de nuestra resistencia en el
tiempo, ruega por nosotros. Y sonríe. Obliga a que suceda. Enseña una de tus alas, lee: realízate,
cúmplete. Sé el guardián del etrusco potens, de la infinita posibilidad. Repite: lo imposible, al actuar
sobre lo posible, engendra un posible en la infinidad. Ya la imagen ha creado una causalidad, es el alba
de la era poética entre nosotros (...) Ahora ya sabemos que la única certeza se engendra en lo que nos
rebasa y que el icárico intento de lo imposible es la única seguridad que se puede alcanzar, donde tú
(162)
tienes que estar ahora, Ángel de la Jiribilla.
Yo creo que siempre he sido un escritor revolucionario, porque mis valores son revolucionarios (...) No
he sido un hombre de acción. He asumido la realidad cubana de otra forma; pero nunca he sido una foca
que espera tranquilamente que le tiren la sardina por la ventana. Jamás he puesto la cultura por encima
de la vida, ni la vida por encima de la cultura (...) Y quien lea atentamente mi obra verá cosas que, si
bien no están en la superficie, están, y constituyen un grito de nuestra generación en defensa de nuestra
identidad cultural, en contra de la desintegración y de la frustración política del país. Hicimos las
revistas Verbum, Espuela de plata y Orígenes porque [74] consideramos que ese era nuestro deber
histórico, y creo que esas publicaciones -vanidad aparte, que la tengo, como todo escritor- contribuyeron
a salvar la situación cubana. Porque no era sólo señalar los males; nosotros señalamos remedios para
ellos y pudimos ver en Martí el mayor impedimento frente a frustración, la intrascendencia y la
(164)
banalidad.
Y con esto tocamos otra de las cuestiones que han desatado controversia: la
religiosidad de Lezama y la de Orígenes, por extensión. Aunque también sobre
el catolicismo «respondón» del autor(166) habrá más que decir después, quiero
subrayar ante todo que tampoco en eso el grupo se sometió a un dogma, y que
en su obra se entreteje una religiosidad más o menos heterodoxa en cada caso
con otros intereses comunes, presididos «aquí sí sin duda» por el fervor hacia
la figura de Martí. Muchos de los componentes del grupo fueron (o son)
creyentes: Lezama, Eliseo Diego, Octavio Smith, Gastón Baquero, Cintio Vitier,
Fina García Marruz y obviamente el Padre Gaztelu, sacerdote católico. Pero
Virgilio Piñera y Lorenzo García Vega constituyen la otra vertiente,
radicalmente agnóstica e incluso rotundamente atea en el caso del segundo, y
la cohesión del grupo se dio también por encima de estas diferencias privadas:
las dos vertientes son Orígenes y ambas convergen en un punto que quizá sólo
podamos entender si hablamos de la catolicidad -y no catolicismo- del
pensamiento lezamiano, no sólo por su rechazo de cualquier ismo excluyente
(también éste, identificado demasiado a menudo con opciones conservadoras
en lo político y retrógradas en lo social), sino especialmente por su voluntad de
inserción en la catolicidad entendida como una rama de su árbol genealógico,
como parte ineludible de la [75] cultura occidental. Como avanzaba antes, esa
religiosidad del grupo -que aceptó todas las formas del saber esotérico- se
tradujo sobre todo en el sentido ceremonial y misional de su labor, en esa
relación reveladora de la poesía con las circunstancias y en la asunción de las
propuestas esperanzadoras de un peculiar idealismo cristianomartiano, que
integraron en su estilo de vida y en su labor artística como alimento para el
espíritu en un contexto que les parecía carente de él. De ahí su caracterización
como «poetas trascendentalistas», según la ya clásica denominación de
Roberto Fernández Retamar(167), aceptable si tenemos en cuenta que el
término «trascendencia» no hay por qué adscribirlo necesariamente a una
confesión religiosa en particular. El propio Fernández Retamar prevenía contra
esa posible confusión, cuando advertía: «Nos ceñimos al término en su prístino
sentido (...) Poesía trascendente en cuanto no se detiene morosamente en el
deleite verbal, y en la que es evidente una voluntad de trascender la
arquitectura de palabras»(168), en este caso, a través del lenguaje poético
entendido como un vehículo para descifrar mejor la realidad asomándose a la
trascendencia.
La poesía no puede convertirse, sería empequeñecerla y empequeñecernos, en un medio para esto o para
lo otro, sino que, en calidad de fin, debe acompañamos constantemente, con apariencia quizá de medio
(...) Para todo ello, viviendo todos en un estado natural de poesía y siendo todo lo poético de verdad, no
haría falta otro estímulo que ese mismo fin (...) Ese comunismo ideal, el comunismo poético, es muy
sencillo de pensamiento y de práctica: cada país debe constituirse y administrarse «poéticamente» con
arreglo a su propio, profundo y bello carácter popular. Lo demás (amor, relijión, familia, [76] etcétera)
(170)
se resolverá ello solo sobre el firme fundamento anterior.
Quizá uno de los giros más claros de este poeta sea lo que él ha llamado la república de la poesía.
Abierto un debate sobre la poesía, no ha de faltar nunca el tonto peligroso que nos afirma jubilosamente
que la vida está condicionada por factores socioeconómicos (...) Hoy que podemos recoger la regalía de
que uno de los grandes líricos contemporáneos toque esenciales problemas de la sensibilidad cubana,
meditemos en el secreto y la claridad de su palabra (...) únicamente un trabajo poético realizado sin
intermediarios, y esto no evita las naturales influencias que son el aire en el reino de la cultura, nos
permitirá disparamos en persecución de esa fugitiva liebre, rápida y sorprendente, para alcanzar «lo
(171)
secreto y eterno» que nos exige el gran poeta que ahora vigila y cuida nuestra poesía.
Con la muerte de Ortega y Gasset pensé escribirle, pero estaba yo todavía muy dentro de los relatos que
me llegaban de España... He preferido dejar pasar el tiempo, pues me molestaba terriblemente que aquél
que había representado en la historia de España la reaparición del espíritu de fineza y que había
dominado con regia agudeza una poderosa extensión de conocimiento, pudiera ser tratado con tan
descampada frialdad. ¡Qué rencor! Se imponía silencio y se obligaba a subrayar sus errores. Ese trato
brutal con el hombre que más había [77] enseñado en nuestro idioma en los últimos cincuenta años era
(172)
de una terrible indignidad...
Su otro homenaje a Ortega, el público, lo tributó desde las páginas del que
sería el último número de la revista Orígenes. Lezama le concede entonces los
más altos honores al investirlo como «Ortega el americano», en nombre de su
cultura. Pero quizá estaba entonando un réquiem que sabía doble, e insiste en
subrayar algunas de esas cosas «valientes, inteligentes y voluntariosas» que
dijo Ortega, con las que él tanto se identificó y que tanto había tratado de
difundir durante más de doce años desde las páginas de esa revista que ya no
se volvería a publicar. Bastaría leer «lo cubano» donde dice «lo hispánico»
para creer que Lezama estaba hablando de sí mismo y de su propio destino:
Ortega no apetecía la tradición como disfrute, sino el disfrute de una tradición matinal, reciente,
descubierta. La historia se había hecho tópica, repetición, cartoné, y comprendió que había que
despellejar aquel falso ordenamiento que dañaba lo hispánico, «la perdurable modorra de idiotez y
egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia». Se enfrentó hasta su muerte con esa idiotez;
combatió, hasta que una mezquina circunstancia histórica le cerró todas las puertas (...) De ese destino
derivó su concepción de la esencial frustración del hombre dentro de la órbita hispana. Ortega y Gasset
se empeñó toda su vida en superar esa frustración, ese no habitar su destino del hombre hispano. En el
señalamiento de esa frustración no hubo pesimismo en Ortega, sino virtudes aurorales, enérgicas flechas
elevadas a un más alto potencial hispánico. Los que se contentaban y aprovechaban esa frustración
mirarán siempre con recelo maligno ese esplendor, ese triunfo de la inteligencia, ese recio señorío de
Ortega para combatir las enfermedades de su circunstancia. Él era un místico del fervor del
conocimiento, del apetito de las esencias (...) A su espíritu de fineza, a la noble voracidad de su fervor
humanístico a la sobriedad de su muerte, rodeada de la maligna incomprensión que se complació en
escarnecerlo durante sus últimos años, el homenaje, un angustioso detenemos en la marcha, de los que
(173)
trabajamos en Orígenes.
3. Lezama en su circunstancia
No deja de ser conmovedor (también revelador) comprobar que el destino
poético de Lezama, quizá como un último gesto de regreso a sus orígenes,
reservaba para la Revista de Occidente el que sería el último texto que publicó
en vida el autor. Apareció en julio de 1976 -Lezama moría en La Habana el
nueve de agosto siguiente- y se titulaba «Un poeta que camina su propia
circunstancia». El artículo es, en principio, un comentario a Las palabras de la
tribu, de José Ángel Valente, pero, como en casi todo texto crítico de Lezama,
también éste nos dice más de él mismo que del poeta objeto de su reflexión.
Esa habitual deformación manierista se traduce en este caso en algo así como
un autorretrato difuminado con el que Lezama proyecta sobre Valente algunas
de las inquietudes que dieron sentido a su propia poética; entre ellas una de las
más claras definiciones de su «método»: «Encontrar por el intelecto y descifrar
por la penetración inefable, por la vía iluminativa», y un resumen muy breve
pero muy sugerente de la vertiente regeneracionista de su Sistema, aquél que
«buscaba otra verdad, otro bien, otra belleza» guiado por «la eticidad
fundamental» de españoles como «Giner de los Ríos, Sanz del Río, Antonio
Machado y Juan Ramón Jiménez»:
Esa eticidad se fundamenta no en el yo, rescate del individuo, sino en un yo universal, en la creencia de
raíz religiosa en una conciencia universal para lo visible y lo invisible.
Además, el texto parece querer completar esa recapitulación final con nuevas
reflexiones a propósito de aquel «entrañamiento cósmico» en la propia
circunstancia, heredero directo del perspectivismo de Ortega. Leemos allí:
Partiendo de los Alpes suizos o de la llanura castellana se puede mostrar la alegría de adentrarse por
todos los caminos (...) Un grupo [80] de españoles está más allá sin dejar de estar más acá de sus
fronteras. María Zambrano, como J. A. Valente [sic] y otros españoles hace años que han buscado en los
ventisqueros suizos, tal vez la Alta Engadina, como Nietzsche, para su vivir más profundo. Eso les ha
dado un extrañamiento y una perspectiva, y también un entrañamiento, una facultad para poder tomar
(174)
de un pasado el germen viviente y actualizarlo o sembrarlo de nuevo.
«Caminar la propia circunstancia» es, pues, un ejercicio centrífugo y centrípeto
a la vez, plenamente lezamiano.
Cuando alguien está iniciado por nacimiento y por tradición, cuando alguien habita verdaderamente un
lugar, como José Lezama Lima La Habana; cuando el laberinto que forman las propias entrañas reclama
ser recorrido y resulta ser coincidente con el laberinto de su ciudad, podría decirse que se produce una
conjugación que no desmiente, sino que cualifica la trascendentalidad (...) Y la obra toda de Lezama -
(176)
asistí a ello durante largos y hondos años- tuvo ese poder conjugante. [81]
Aquella voz lejanísima, de la que no perdía una insinuante sílaba, la voz más hecha de silencio que de
sonido de la profesora andaluza, peregrina de la guerra civil española, sacabala filosofía del marco
didáctico para mostrarla viva, desnuda, sutil y trágica, en figura de Ifigenia o de Antígona. No sólo en
ella se aliaban sentir y pensar, sino también creer y pensar, pensar y sufrir, remando intensa, aguda,
delicadamente, en la misma dirección de las aguas deslumbrantes que arrastraban al muchacho y a su
(182)
novia.
...En realidad siempre la sitúo en aquellos años en que nos veíamos con tanta frecuencia que nuestra
conversación parecía no interrumpirse. (...) Desde aquellos años usted está en estrecha relación con la
vida de nosotros. Eran años de secreta meditación y desenvuelta expresión y nos daba la compañía que
necesitábamos. Éramos tres o cuatro personas que nos acompañábamos y nos disimulábamos la
desesperación. Porque sin duda, donde usted hizo más labor de amistad secreta e inteligente fue entre
nosotros. Yo recuerdo aquellos años como los mejores de mi vida (...) Usted estaba y penetraba en la
Cuba Secreta, que existirá mientras vivamos y luego reaparecerá en formas impalpables tal vez, pero
(183)
duras y resistentes como la arena mojada...
Es a la luz de esa fe común como creo que hay que interpretar las palabras de
la autora en el célebre ensayo «La Cuba secreta» que publicó en Orígenes en
1948, a propósito de la aparición de la antología origenista Diez poetas
cubanos.(185) Aquel texto fue clave para impulsar el desarrollo del proyecto
cultural de Lezama y resultó casi más decisivo que la propia antología para la
cohesión del grupo, pues, aunque el libro fijaba el canon y la nómina origenista,
el ensayo de María Zambrano establecía sus principales valores e intereses, y
los interpretaba otorgándoles un alcance -y un prestigio- filosófico que coincidía
[84] plenamente con la orientación que ellos querían dar a lo que se llamó
después su trascendentalismo. Recordemos algunos fragmentos:
Como el secreto de un viejísimo, ancestral amor, me hirió Cuba con su presencia (...) Yo sentí a Cuba
poéticamente, no como cualidad sino como substancia misma. Cuba: sustancia poética visible ya. Cuba:
mi secreto. Ahora, un libro de poesía cubana me dice que mi secreto, Cuba, lo es en sí misma y no sólo
para mí. Y no puede eludirse la pregunta acerca de esta maravillosa coincidencia: ¿Será que Cuba no
haya nacido todavía y viva a solas tendida en su pura realidad solitaria? Los Diez poetas cubanos nos
dicen diferentemente la misma cosa: que la isla dormida comienza a despertar, como han despertado un
día todas las tierras que han sido después historia.
Es de esperar que no se interprete este pensamiento como negación de lo que Cuba ha conquistado ya de
Historia, ni como desvaloración de lo que ha producido de pensamiento. Despertar poético, decimos, de
su íntima substancia, de lo que ha de ser el soporte, una vez revelado, de la Historia y que ha de
acompañar al pensamiento como su interna música. En medio de la vida de Cuba tan despierta, Cuba
secreta aún yace en su silencio...
...Nada es de extrañar que este grupo de poetas cubanos haya llevado y prosiga una vida secreta y
silenciosa (...) Sentimos la coincidencia de ese destino secreto con lo secreto de Cuba que se despierta;
es la unidad del instante en que situación vital y obra literaria se funden (...) Cabe esperar, y aun exigir
(186)
de ellos la cristalización de ese futuro que les está abierto.
Quizá la profecía aparezca entre nosotros como un candoroso empeño por romper la mecánica de la
historia, el curso de su fatalidad. Suma de posibilidades para avizorar las tierras que tendremos que
habitar como estilo de vida (...) No era una profecía de acentos directos, que solicitara de inmediato la
calcinación de las piedras, por el contrario, consistía en esperar con estoica dignidad que el soplo, lo
(190)
numinoso, fuera algún día, por la arribada de la poesía a la tradición, un castillo fuerte.
No cabe duda de que fue a la luz de esos mismos planteamientos (casi uno por
uno) como enfocó Cintio Vitier sus decisivas «Consideraciones finales» que
definían lo cubano origenista «bajo especie de fundación» y las búsquedas del
grupo como antídoto contra esa otra desintegración que se producía también
en la Cuba republicana:
Lo que en [otros] poetas era ingenuo, preconcebido o agresivo intento de «cubanizar» la poesía (...), es
en nosotros necesidad profunda de conocer nuestra alma, cuando parece que sus mejores esencias se
prostituyen o evaporan (...) Quizás, junto a la hermosa tradición de nuestro pensamiento eticista, la
poesía signifique la única continuidad profunda que hemos tenido. A los pocos años de inaugurada la
República, de la inspiración política de los fundadores coronada en la obra y la acción de Martí, apenas
quedaba un grotesco fantasma. Hoy ya ni eso. Tenemos la sensación del estupor ontológico, de la
situación vital en el vacío. Por eso volvemos los ojos al testimonio poético, donde ese mismo vacío
puede adquirir sentido como síntoma del ser y del destino (...) Es preciso situar lo cubano bajo especie
(195)
de fundación.
Por eso Lezama, confluyendo en todo con María Zambrano, defendió con su
vehemencia habitual la criticada selección de Vitier en Cincuenta años de
poesía cubana, subrayando una vez más la voluntad del grupo por fundar el
«proceso creador de la nación», patente en la incorporación a la antología de
poetas muy jóvenes entonces (Roberto Fernández Retamar o Fayad Jamís)
pero que formaban parte ya, a su entender, de ese «invisible metagrama
histórico»:
Esperaban los contumaces letargíricos la inscripción oficiosa y proliferante del nombre de todos los que
forman el séquito del dios de la cacería. La antología que encaraba cincuenta años de poesía cubana
venía a sobresaltarlos porque iban a ser rechazados por aquella justicia poética de que habla Goethe (...)
El concéntrico, la ovillada fuerza histórica de Diez poetas cubanos, iba a cobrar su relevancia [88] al
verificar esos cincuenta años, no como centón o fría súmula inoperante, sino procurando participar en el
proceso creador de la nación. Es así que nos ha parecido admirable que hombres de veinte años (...)
aparezcan ya en esa antología, pues se vislumbra de inmediato que forman parte de la mejor corriente de
poesía que estructura la imaginación como historia, la imaginación encamando en otra clase de actos y
(196)
de hechos.
3.2. Los orígenes de Orígenes: Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía, Clavileño,
Poeta
...La inteligencia no aspira en aquellos momentos a dominar por la saturación ejercida por sus obras,
sino que grita por las esquinas de la polis, carece de energía para enfrentar o espumar el demos y
saborea el perfume de la guanábana, los lentos envíos del eco del subconsciente siboney o los juegos de
pelota (...) En medio de toda esa turbamulta, las sonrisillas provincianas frente a la universalidad
manejadas con malévola astucia por los agentes macabros del resentimiento vernáculo, los infames
ignorantes de muy alto rango y la autoridad universitaria, enfrentada a la comisión estudiantil que le
pide el honorable recinto para escuchar la poesía dicha por Juan Ramón Jiménez, y se oye: «Miren
muchachos, hay que tener cuidado con quien viene a hablar aquí ¿es conocido ese señor Jiménez?»Y la
[89] prensa, tronada de incultura, que en la insignificancia de a una columna nos previene: «Han llegado
los dos ilustres viajeros Menéndez y Pidal». Habían propiciado una zona pesimista, necrosada, indecisa,
(197)
donde la frustración era la norma de acatamiento.
Primero: Derrocar todo intento artístico de tendencia política, pues en este momento toda tendencia
política que no sea estrictamente [91] nacional está forzosamente equivocada y sólo nos puede conducir
a una desaparición total.
Segundo: Derrocar todo arte racista, hispanoamericano o afrocubano, que puede ser un gran obstáculo
para la integración de nuestra nacionalidad.
Tercero: Derrocar todo arte servil que se ponga a disposición de esos seres rubios que nos vienen a
observar detrás de espejuelos ahumados y a pasear sus autos repletos de camisitas de colores (...)
Tenemos que convencernos de que un país de arte exclusivamente turístico será siempre clonesco [sic] y
nunca podrá aspirar a un verdadero rol histórico.
Cuarto: Alentar con celo todo lo que sea capaz de crear la sensibilidad nacional y desarrollar una
cultura. El deber ahora no está en la política; está en el estudio desinteresado y rudo, en la búsqueda del
centro de gravedad de nuestra civilización, en el desarrollo de un orgullo patriótico sano, potente,
(204)
sincero, y de una sensibilidad nacional.
El dualismo poético que va a traspasar todo el siglo XVI, aparece en Garcilaso centrado y resuelto, sin
intentar excluir, sin cruz de problematismo. Caso raro. (...) Garcilaso no necesita de la originalidad en el
peor sentido, es decir, sentir la poesía como contrastante virtud, como lucha de generaciones, tal como
la quieren imponer los retóricos de la antirretórica. Obra y conducta van a engrosar una suprema unidad,
el prodigio en la fusión de amigos contrarios, sin mezquina superposición (...) Su originalidad no
consistió en el hallazgo, sino en el desarrollo de las formas. Poesía tradicional, caramillos, Virgilio,
(206)
Petrarca, y sale de él un feroz marfil culto.
Ante la frustración de lo inmediato, Lezama se sumergía en lo remoto, pero no para evadirse como en el
puro juego intelectivo, sensual o angustiado de Brull o de Ballagas, sino para afincar el pie en roca de
cultura y replantear la batalla en otra dimensión. Su tema, tan remotamente formulado, tenía en el fondo
una absoluta actualidad: se trataba de refutar el dualismo de lo culto y lo popular que ya empezaba a
escindir a nuestra poesía en polémicas estériles. El unitivo Garcilaso lo remitía, además, a la
incorporación del Renacimiento que no tuvimos y que, a su vez, proyectado hacia los orígenes de la
fábula, esplende en Muerte de Narciso. Se trataba, en suma, frente a la traición y la chapucería, de,
(207)
realmente, comenzar.
Otra de las «Razones» que Lezama esgrimió al frente del primer número
señalaba para siempre la actitud de aquel grupo decidido a luchar sólo «contra
el desgano inconcluso»:
Mientras el hormiguero se agita -realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil, torre-, pregunta,
responde, el Perugino se nos acerca silenciosamente y nos da la mejor solución: Prepara la sopa,
(210)
mientras tanto, voy a pintar un ángel más.
Lezama, como nadie en Cuba, comprendió lo sin salida y frustrante de esa pesadilla de irrealidades
mezcladas y de interminables confusiones que la realidad cubana imponía a quienes se acercaban
demasiado a ella. Frente a esa actitud ante los espejismos, Espuela de plata pareció dar un paso hacia
adelante. Quiso metamorfosear esa realidad; quiso, ante los frutos híbridos que siempre confundían sus
identidades, robar otros frutos, e inventar el hambre para cuando se robaran esos frutos...
García Vega alude ahí a una de las más famosas sentencias culturales de
Lezama: «Europa hizo la cultura. Y aquel verso: tenemos que fingir hambre
cuando robemos los frutos. ¿Hambre fingida? ¿es eso lo que nos queda a los
americanos?»(215) Y concluye atinadamente: «Pero ese paso hacia adelante no
dejó de ser demasiado complicado»(216). Sí: tal vez Martí habría escrito también
sobre Lezama aquello de «pecó de finura en tiempos crudos»(217). Pero
además, como director parece que era extremadamente exigente, y de ahí
vinieron algunos problemas(218), a los que se sumaron otras disputas internas,
al parecer relacionadas [96] con la incorporación de Ángel Gaztelu a la
dirección de la revista(219), que desataron la «rebelión» de Virgilio Piñera (era
sólo la primera) y encendidas discusiones que acaban dividiendo al grupo.
Las verdaderas causas del conflicto siguen siendo un enigma, parece que
hasta para los propios origenistas, pero los durísimos términos en que Virgilio
Piñera se dirige a Lezama en una carta de esas fechas dan muestras
inequívocas de que ese «turbio affaire», como lo llama él, llegó a alcanzar una
trascendencia casi tan cósmica como la integración estética que sus
protagonistas pretendían alcanzar. Escribió Piñera entonces:
Ciñéndonos a la gran síntesis podremos afirmar que tú, ante un problema de mano derecha y mano
izquierda, optaste por el procedimiento de la mano izquierda. Hasta ese momento, antes de tal
determinación, yo creía en ti. Creía y lo sostenía a brazo partido que tú (aunque no te lo hubieras nunca
propuesto) eras aquél que instalado en «su túmulo» se frotaba los labios con el espíritu de una justicia
genial; aquél que plantado en la raya invitaba a un dios y no a un tonto o a un oportunista. Eso creía yo
y por ello acudía a tus convivios por considerarte entre los poquísimos con derecho al elegante diálogo
(...) Un coup d'eventail y todo trastocose: quien debía ser negado era confirmado; quien por propio
reconocimiento tuyo significaba una integridad entre defecciones era arrojado, ignorado, desoído (...)
Una asimilación de la sociedad como fiscal y como adecuado ferrocarril de ancha vía para completar un
periplo brillante te impidió ponerte de mi lado (que era el tuyo), obligándote a aceptar la amañada
fórmula del personaje condenado la víspera (...) Ahora sólo creo en Espuela de plata y no en su
(220)
admirable director José Lezama Lima.
Así empezaba una tensa relación entre Lezama y Piñera, llena de peleas
antológicas (verbales y no verbales) y espectaculares reconciliaciones(221) que
acabaron en una mutua y respetuosa admiración, que, no obstante, no anuló
nunca las diferencias fundamentales, de esencia, entre dos estéticas -dos
visiones del mundo, en realidad- opuestas e irreconciliables, que en buena
parte determinan algunas tendencias de la literatura cubana hasta nuestros
días. [97]
La dispersión del grupo dio lugar a la aparición entre 1942 y 1943 de tres
revistas distintas: en Clavileño, editada por Gastón Baquero, se integran Cintio
Vitier y su grupo de amigos; Lezama y Gaztelu publican diez números de Nadie
parecía, y Virgilio Piñera funda Poeta, que, a pesar de su corta vida (sólo dos
números de apenas cinco páginas), dio muestras suficientes de la propensión
del autor hacia esa fecunda «tradición de la ruptura» de que hablara Octavio
Paz.(222) Pero en su caso el objetivo favorito fue siempre Lezama, el reverso de
sí mismo, y Poeta ha pasado a la historia sobre todo por la publicación del
artículo «Terribilia meditans...», donde Piñera arremete contra él en abierta
hostilidad, aunque no lejos de ofrecer una valoración acertada sobre la
tenacidad de su poética:
Después de Enemigo rumor -testimonio rotundo de la liberación- era preciso, ineludible, haber dejado
atrás ciertas cosas que él no ha dejado. Era absolutamente preciso no proseguir en la utilización de su
técnica usual. Hacer un verso más con lo ya sabido y descubierto por él mismo significaba repetirse
(223)
genialmente, pero repetirse al fin y al cabo.
No le interesa a Orígenes formular un programa, sino ir lanzando las flechas de su propia estela. Como
no cambiamos con las estaciones, no tenemos que justificar en extensos alegatos una piel de camaleón.
[98] No nos interesan superficiales mutaciones, sino ir subrayando la toma de posesión del ser.
Queremos situarnos cerca de aquellas fuerzas de creación, de todo fuerte nacimiento, donde hay que ir a
buscar la pureza o impureza, la cualidad o descalificación de todo arte. Toda obra ofrecida dentro del
tipo humanista de cultura, o es una creación en la que el hombre muestra su tensión, su fiebre, sus
momentos más vigilados y valiosos, o es por el contrario una manifestación banal de decorativa
simpleza. Nos interesan fundamentalmente aquellos momentos de creación en los que el germen se
(224)
convierte en criatura y lo desconocido va siendo poseído.
Estamos viviendo no sólo el resquebrajamiento objetivo del régimen colonial. Estamos en presencia,
también de una revuelta de masas contra el imperialismo yanqui y su verdugo Machado (...) Por [100]
eso ya sobran la palabra y la pluma. La conciencia popular está madura para el vuelo redentor. Ahora se
hace urgente predicar a balazos. La consigna es única y definitiva: ¡tiene la palabra el camarada
(229)
máuser!
De la lucha contra la espantosa realidad de las circunstancias surgió en la sangre de todos nosotros la
idea obsesionante de que podíamos, al avanzar en el misterio de nuestras expresiones poéticas, trazar,
dentro de las desventuras rodeantes, un nuevo y viejo diálogo entre el hombre que penetra y la tierra que
(231)
se hace transparente.
Después de haber llevado a las ciudades la lucha que nuestras guerras de independencia desarrollaron en
los campos, la revolución del 30 se quedó clamando muda en la conciencia del pueblo como un gesto
(234)
ensangrentado y trunco.
Creíamos que cada forma alcanzada artísticamente tenía que lograr, por una nobleza más evidente, una
claridad para el estado, entonces indeciso, fluctuante, mediocrísimo (...) Queríamos un arte, no a la
altura de la nación, indecisa, claudicante y amorfa, sino de un estado posible, constituido en meta, en
(236)
valores de finalidad.
Algo parecido a ese Estado ideal concebido como meta común debía ser para
ellos la España republicana que representaban las ilustres figuras que habían
pasado por La Habana y sufrían las consecuencias de la dictadura de Franco.
Sobre todo, María Zambrano, cuyo magisterio tuvo mucho de poético y
filosófico, pero también de compromiso por un futuro mejor y de apuesta
intelectual por algo que pudiera revocar de una vez «esa ley fatal de nuestra
historia» que formulaba el pensamiento origenista: «El callejón sin salida en
que siempre había desembocado el esfuerzo heroico: la ley del imposible»(237).
El proyecto de Lezama elaboraba una poética que superaba ese imposible
histórico a través de su concepto de la imagen, entendida, precisamente, como
«infinita posibilidad». La poesía era el «gran puente» que podría unir las dos
orillas, la de lo real y la de lo posible:
Pero aquella sentencia de Lezama que acabó siendo divisa del grupo, «Un país
frustrado en lo esencial político puede alcanzar virtudes y expresiones por otros
cotos de mayor realeza»(240), no condujo nunca a una fuga de la realidad; se
llevó a la práctica como un modo de compensar sus carencias y como una
labor sumergida de oposición que abanderaba en sus publicaciones la figura de
Martí como «cerrado impedimento a la intrascendencia y la banalidad»(241), a la
espera de ese gran momento que según Lezama traería su «resurrección»
como operante fuerza histórica. En una de las «Señales» sobre la realidad
sociopolítica del país que publicaba la revista, se apuntaba en 1949: [104]
Medio siglo es unidad de tiempo apreciable para cualquier conclusión. Lo que fue para nosotros
integración y espiral ascensional en el siglo XIX, se trueca en desintegración en el XX. ¿Por qué? Las
conspiraciones bolivarianas, las guerras del 68 y del 95, Martí, la propaganda autonomista eran
proyecciones que no han tenido par en el medio siglo siguiente (...) Aun los jouisser más optimistas
tendrán que reconocer que las fuerzas de desintegración han sido muy superiores a las que en un estado
marchan formando su contrapunto y la adecuación de sus respuestas (...) Esa corriente, honda en lo
negativo, indetenible casi, hubiera podido ser contrastada si en otros sectores del gusto y de la
sensibilidad se hubiera proyectado un deseo de crear, de mantener una actitud de búsqueda de lo capital
(242)
y secreto.
Que no hemos tenido estadistas agudos en la interpretación de los instantes o de los fenómenos de la
polis, bueno: tampoco hemos tenido artistas capaces de comunicarle al hombre de estado una misión, o
(243)
de enviarlos [sic] a una tierra descubierta por su extrañeza.
Por eso quiso asumir él ese papel: «explotar la decisión del arte para crear las
posibilidades de un estado mucho antes que la visión tosca de los
estadistas»(244), con la instauración, frente al estado real (república o ciudad),
de lo que llegó a llamar en su respuesta a Mañach «una pequeña república de
las letras»(245).
Si andamos diez años con vuestra indiferencia, no nos regalen ahora, se lo suplicamos, el fruto fétido de
su admiración. Les damos las gracias, pero preferimos decisivamente vuestra indiferencia. La
indiferencia nos fue muy útil. Con la admiración no sabríamos qué hacer. A todos nos confundiría, pues
nada más nocivo que una admiración viciada de raíz. Estáis incapacitados vitalmente para admirar.
(247)
Representáis el nihil admirari, escudo de las más viejas decadencias...
Y en otra de esas «Señales», Lezama deslizaba algunas claves ya
inconfundibles, a propósito del célebre anatema -desintegración- que la revista
lanzaba contra la seudorrepública:
Ha existido siempre entre nosotros una médula muy por encima de esa desintegración. Existe entre
nosotros otra suerte de política, otra suerte de regir la ciudad de una manera profunda y secreta. Han
sido nuestros artistas, que procuran definir, comunicar sangre, diseñar movimientos. Mientras, la otra
política, la fría, la desintegrada, ha rondado con su indiferencia y su dedo soez esa labor secreta que
asombra ver en pie dando pruebas incesantes de su vocación como quien se dirige a su destino con
misional misterio (...) Y ese grupo de nuestros artistas, si no ha vencido, está afanoso de mostrar quien
(248)
venza.
Había, por tanto, dos formas de hacer política: la inculta, falsa y desintegradora
de los gobernantes oficiales, y la otra, una política secreta, profunda, auténtica,
defensora de los valores de lo cubano y cultivada por los artistas, que ejercen
en la amable República Lezamiana un misterioso poder redentor.(249) Ese
atractivo planteamiento [106] hubo de ser decisivo para la cohesión del grupo,
pues daba cauce a una ideología que no había encontrado acomodo en
ninguna de las corrientes políticas cubanas de aquellos años, ni se reconocía
con la capacidad (ni el interés) para crear una nueva. La propuesta lezamiana
daba solvencia histórica a una aventura que buscaba oscuramente en lo
poético, en las esencias y en la vuelta a los orígenes, una conquista del futuro.
Recordemos que los poetas de Orígenes querían hacer tradición, pero también
querían hacer profecía, «suma de posibilidades para avizorar las tierras que
tendremos que habitar como estilo de vida».
Desde esa misma convicción escribió Lezama también para Orígenes uno de
sus textos más desconcertantes: «X y XX»(250), un hermético diálogo en el que
dos voces discuten de nuevo la insularidad «como interrogación para la
cultura» y aclaran algunos puntos que permiten entender mejor su propuesta y
descubrir en ella con relativa facilidad las grandes líneas de su proyecto
utópico: «Lo que en la esfera de pensamiento se llama paradoja, en lo terrestre
se llama isla», escribe allí. Y concluye:
Hay que evitar una antítesis entre lo predicho y su cumplimiento (...) No es un lujo de la inteligencia
zarpar unas naves para contemplar unas arenas no holladas. Que nuestra demoníaca voluntad para lo
desconocido tenga el tamaño suficiente para crear la necesidad de unas islas y la fruición para llegar
hasta ellas.
Y entendemos que esa isla-paradoja -más que una (u otra) objetivación de
Utopía en territorio americano-(251) fue una apuesta intelectual a favor de la
«navegación riesgosa» del pensamiento, si enlazamos ese texto con lo dicho
en «las imágenes posibles» (1948): «Ninguna aventura, ningún deseo por el
que hombre ha intentado vencer una resistencia ha dejado de partir de una
imagen»(252), y con su editorial del último número de Nadie parecía, que llevó el
significativo título de «Resistencia»: [107]
Hay que subrayar que esa vertiente salvadora del pensamiento de Lezama no
fue una derivación tardía o un añadido inconexo a su poética, sino algo que
brotaba espontáneamente de una obra que rehuyó siempre cualquier intento
desprovisto de esa proyección. Recordemos, por ejemplo, que en su
«Rapsodia para el mulo» escrita por las mismas fechas -poema que María
Zambrano vio como himno de raíz teleológica y canto a «la tenacidad de un
Sísifo vencedor»(254)- Lezama situaba, frente a la «estéril cabeza negadora», la
callada labor del mulo impulsada por «el agua de los orígenes»(255). La
terquedad del mulo en el cumplimiento de su «destino frente a la piedra», una
misión que lo sitúa contra lo inerte, es capaz de transformar la piedra en árbol y
«sembrar árboles en todo abismo». Desde este punto de vista, el poema
sintetiza, no sólo su afán de resistencia ante lo difícil, sino también su destino
misional, fértil a través de la creación(256): [108]
Esos textos críticos e históricos de Vitier pueden interpretarse como un ambicioso intento de
fundamentar, preservar y sistematizar la continuidad cultural nacional, a la vez que se funda un discurso
acerca de la literatura en el que la conciencia de la herencia marca su pensamiento, creando las
(258)
condiciones que autorizan su propio discurso.
No hay una esencia inmóvil y preestablecida, nombrada lo cubano que podamos definir con
independencia de sus manifestaciones sucesivas y generalmente problemáticas, para después decir: aquí
está, aquí no está. Nuestra aventura consiste en ir al descubrimiento de algo que sospechamos, pero cuya
identidad desconocemos. Algo, además, que no tiene una entidad fija, sino que ha sufrido un desarrollo
(259)
y que es inseparable de sus diversas manifestaciones históricas.
Al querer subrayar valores populares en el arte, nos subordinábamos a lo hispánico: ¿no hemos visto
acaso, en colecciones de versos populares negros, el A Pedro, mi hermano -el santo que tengo en la
mano- roto y descosío -que no sabe ni el santo que ha sío, que era en realidad una coplilla burlesca del
XVI hispano? Surgían así los temas negros tratados en octosílabos romanceados y los cuentos
malcriados, donde nuestros guajiros hablan como andaluces (...) Si temíamos a los integrantes
nacionales, al arte que en definitiva venía a rendirnos a lo hispánico, precisábamos ya que sólo la
eticidad resistente de lo hispánico podría lograr la unidad. Sabíamos ya que lo hispánico no podía ser la
norma para lograr la universalidad de nuestra expresión artística, pero si ésta se lograba, la eticidad
(270)
hispánica ayudaría a la rotundidad de su pleno.
Lo que debemos a Europa no podría ser olvidado sin caer en la triste ingenuidad americana de negar el
papel todavía rector de la cuenca del Mediterráneo en los rumbos del espíritu. Y decimos «todavía»
porque un nuevo espíritu, si así puede llamarse, amenaza con helar nuestras mejores esencias (aquellas
que, por el contrario, Europa nos ayuda a partear y definir), desde la nación más poderosa de este mismo
hemisferio.
Estamos muy lejos de constituir esa exquisita especie de evadidos que algunos imaginan (...) Resulta
para nosotros evidente que el poeta hispanoamericano ha de realizarse dentro del ámbito de la poesía
occidental (...) Pero no es sólo que no hayamos olvidado el conmovedor hogar histórico en que vivimos,
la traicionada isla que nos mira, sino que el centro mismo de nuestro fervor ha sido el hallazgo de una
(271)
realidad cubana universal, la provocación de nuestra sustancia más dura y resistente.
Durante las primeras décadas del siglo XIX, los letrados prominentes se proponen reestructurar el
campo intelectual cubano creando un campo literario alternativo que ellos definen como un espacio
autónomo que ha de permitirles alcanzar una mayor independencia intelectual y profesional. Desde ese
espacio, designado metafóricamente como la «República de las Letras Cubanas», esos letrados aspiran a
(272)
tener una influencia cultural y política decisiva en la sociedad.
Lector, he aquí a Ciclón, la nueva revista. Con él borramos a Orígenes de un golpe. A Orígenes, que
como todo el mundo sabe tras diez años de eficaces servicios a la cultura en Cuba, es actualmente sólo
peso muerto. Quede pues sentado de entrada que Ciclón borra a Orígenes de un golpe. En cuanto al
grupo Orígenes, no hay que repetirlo, hace tiempo que, al igual de [sic] los hijos de Saturno, fue
(279)
devorado por su propio padre.
Estoy de acuerdo: Piñera reaccionaba entonces contra una obra que quizá aún
admiraba, pero que no era ya la que él quería hacer. Y en su caso era una
negación «dialéctica», no generacional.
No parece verosímil que aquel conflicto entre los directores de Orígenes, por
grave y hasta justificado que fuera, provocara por sí solo la rencorosa ruptura
que se proclamaba ya en el primer editorial de Ciclón y que convirtió a Virgilio
Piñera por largos años en «Némesis de los origenistas»(283). Tal disidencia, y
los ataques correspondientes contra la obra de Lezama, adquieren, con la
perspectiva que da el tiempo, los valores de esa constante cultural de
«agotamiento de las formas». Y Virgilio Piñera, cuya obra pareció vivir siempre
adelantada a su tiempo, pudo ser portavoz también de ese pronóstico. Desde
Las furias (1941), El conflicto (1942), La isla en peso (1943) y Verso y prosa
(1944) demostró que su obra obedecía a otro rumor, muy distinto del que
inspiraba a Orígenes, y su ensayo «El país del arte» (1947) puede interpretarse
sin dificultades como su primera diatriba anti-Lezama, lanzada con la furia del
ciclón, pero todavía desde dentro de la revista anterior. Leemos allí:
Uno se levanta todas las mañanas diciéndose que ya no puede más con esos artistas, con esas pláticas,
con esas exclamaciones, con uno mismo; que basta ya de Arte, de Belleza, de Sacrificio, de Rigor, de
Seriedad, de Resistencia; que no hay tal predestinación, tal éxtasis, tal destino...; que somos
francmasones del Arte ¡qué horror!: yo te muestro y tú me muestras, y todos se muestran; que la meta
está próxima, que ya llegaremos, ¡cómo no! ¡No faltaba más! Finalmente me digo que se nos ha hecho
una sucia jugada, que mentira, que no hay tal Arte, que estamos condenados per saecula saeculorum a
seguir una sombra cuyo cuerpo real y propio nada tiene que ver con el triste uso que hacemos de la
misma. Bueno, me digo todo esto y mucho más, me pongo en sumo grado energético y ¿qué pasa
(284)
entonces? Que el resto del día me lo paso en artista...
Con la aparición de Ciclón en 1955 se abría, pues, una tribuna para un autor
que nunca cupo en Orígenes y que rompe entonces definitivamente con ella,
con su estética, con su ética y con su figura central. Pero esa fue una ruptura
anunciada y razonada desde mucho antes. Las reflexiones de Piñera al
respecto permiten comprobar que ya en [119] 1944 el autor estaba anunciando,
al mismo tiempo, la necesidad de un nuevo lenguaje y el agotamiento del
anterior. Como acuse de recibo del primer ejemplar de Orígenes, escribió a los
editores:
Señores,
hoy me llega Orígenes, que ustedes editan. Su recibo me obliga a un comentario (...) Llega en un
momento crítico de nuestras letras: Imposible a la altura a que estamos continuar con las soluciones de
hace un lustro y medio; entonces ellas funcionaban; hoy no serían sino peso muerto. Orígenes tiene que
superar ese delicuescente marbete de morceaux choisis con que se adornan las culturas cuando,
habiendo cumplido su fase dinámica, entran a esa elegante pero estéril postura de la momia. Yo quiero
decir concretamente que Orígenes tiene que llenarse de realidad, y lo que es aún más importante y
(285)
dramático: hacer real nuestra realidad.
La de Ciclón fue, sin duda, una postura más acorde con la inquieta
personalidad de Piñera y más acorde también con las nuevas corrientes de
pensamiento y expresión que ya empezaban a imponerse y exigían romper con
una visión de las cosas que, a la luz de los cambios que se avecinaban, podían
ser tachadas de anacrónicas en el nuevo contexto. La vocación de la revista,
igual que la de Orígenes, siguió siendo más literaria que política, pero es
interesante señalar que su silencio de dos años se explicó a los lectores
aduciendo esa segunda motivación: según señala su director cuando
reaparece en 1959, la revista había suspendido su publicación en junio de 1957
«...porque en los momentos en que se acrecentaba la lucha contra la tiranía de
Batista y moría en las calles de La Habana y en los montes de Oriente nuestra
juventud más valerosa, nos pareció una falta de pudor ofrecer a nuestros
lectores simple 'literatura'»(286).
No es extraño que, en ese contexto, las respuestas que dio Lezama a una
encuesta de 1956 sobre literatura y política(287) parecieran pronunciadas desde
otra Cuba, ajena a la que se conmocionaba por la fuerza de los
acontecimientos. Pero la fecha en que Lezama escribe su respuesta también
es significativa por otras razones: 1956 fue el año en que Orígenes llegó a su
fin, recordémoslo, tras haber rechazado públicamente una subvención estatal
que habría garantizado el sostén económico de la revista. Hacía poco que
Lezama había tenido que publicar su doloroso epitafio (ese «angustioso
detenernos en la marcha de los que trabajamos en Orígenes» que cerró el
último número(288)), y, fiel a su estilo y tal vez también a su luto, no entra en ese
[121] asunto que podría haber resultado rentable para una entrevista similar, e
insiste, en cambio, en sus convicciones de siempre: sus respuestas son un
rechazo a cualquier relación mecánica entre literatura y política, entendida
como sinónimo de Estado.
Para nosotros las tangencias entre literatura y sociedad son tan sólo permisibles por evaporación o
imagen, por saturación o metamorfosis, o por reducción o metáfora (...) Son las formas aportadas por los
artistas de muchos milenios para esclarecer, descubrir o penetrar en la ciudad. Provocarán siempre el
perplejo de la sociedad, pero he ahí el sacudimiento de la literatura para empujarles la puerta y
amigarlos con esa sociedad hasta donde sea posible.
Ciclón hablaba ya otro idioma. Quería penetrar en los nuevos horizontes que se
empezaba a avizorar y proponía practicar sus «tangencias» con la sociedad
con otras formas de sacudimiento cultural, más cercanas a valores
«vanguardistas», favorables a la ruptura sin nostalgias, al contacto con las
masas y a la renovación del lenguaje poético; algo que, al menos en
apariencia, chocaba con esos «perplejos» de Lezama y con sus aspiraciones
acerca de hallar una sustancia esencial y resistente frente al tiempo. De hecho
Ciclón rompió tanto y tan explícitamente con su antecedente que más bien se
subordinó a él por negación: publicar en la revista de Piñera era ya en buena
medida estar en contra del proyecto de Lezama. Claro que la opinión (privada)
de este último no quedó a la zaga de aquella contundencia. Escribía en 1957:
En la actualidad háblase en poesía de la vuelta a la sencillez, contra una generación que se considera
complicadísima, barroca y extremadamente cargada. Pero una parada en tercia, como dicen los
esgrimistas: una sencillez lograda a voluntad, escalada a soga gimnástica, conseguida en marcha opuesta
a la anterior estructura, ¿es [122] acaso una sencillez? (...) Una generación voluntariosa de la sencillez,
porque la anterior fue lujosa y barroca, estrena una complicación más peligrosa y secreta que la anterior,
y mucho me temo que esa decantada sencillez caiga en lo simple del recuento o en la disfrazada
(289)
complicación intermedia.
Esos reparos que se señalan con frecuencia, claro que entre los vulgares, de preciosismo, de oscuridad,
de esterilidad, de falta de comunicación, ¿cuál es la correcta actitud frente a ellos? Lo contrario de lo
precioso no es lo grande y humano sino lo vil y deleznable (...) Lo contrario de lo oscuro no es lo cenital
(291)
o estelar, sino lo nacido sin placenta envolvente.
Desde este punto de vista, el antiorigenismo de Virgilio Piñera tal vez estaba
anunciando desde siempre, no sólo la confrontación que estallaría
inmediatamente después entre el grupo Orígenes y algunos portavoces
«oficiales» de las primeras urgencias revolucionarias, sino también el nuevo
realismo que se impondría de ahí en adelante: él fue, de todo el grupo
Orígenes, «el único que se aproxima, más que por la tangente, por la secante,
al orbe coloquial»(298). Y ya desde las páginas de Ciclón, los poemas que
siguieron escribiendo Lezama, Vitier, García Marruz, incluso Diego, se
identificaron con esa sensibilidad remota y ese «trasnochado hermetismo»,
contra cuyo auge se volvería a pronunciar la revista El Caimán Barbudo en
1966, decretando el triunfo definitivo del coloquialismo.(299) [124]
Las de Lezama fueron desde el principio una prosa, una poesía y una poética
difíciles, oscuras, insólitas, de «un barroquismo que no era el previsible»(302).
No había en ellas continuidad con lo inmediatamente anterior, pero su
originalidad no buscaba la ruptura polémica: su novedad estaba en lo ecléctico,
laberíntico y «trasmutativo» de sus referencias, y su imprevisible barroquismo
proclamaba como tal «el verdadero espíritu clásico [que] no rehúsa la mordida
de la sierpe»(303). Una estética asombrosa y desconcertante, cuya esencia
paradójica es la «solución unitiva» por la que, dice Lezama, «todo viene a parar
en lo de Gracián: nos concertamos de desconciertos»(304).
«Los estudiosos, tan abrumados por mi obra, tienen suerte de que abordo el
ensayo; allí busco clarificar mi concepción poética», aseguraba Lezama(307),
pero en ellos nos habla del súbito, la vivencia oblicua o el azar concurrente
como si fueran temas de dominio público y con una capacidad de asociación
que llega a extraviar al lector, pero le permite enlazar a Pascal con el
Andrógino, a la catedral de La Habana con la pirámide de Keops o a Simón
Rodríguez con el vacío taoísta. A pesar de que Góngora es referencia
constante y una clave indiscutible de la poética de Lezama, el suyo es un
gongorismo tal vez demasiado visible para ser generador de tanta «oscuridad».
El propio Lezama dijo muchas veces que entre Góngora y él había diferencias
notables:
Mi amiga Fina García Marruz dice que Góngora las cosas claras las volvía oscuras y que yo las cosas
oscuras las vuelvo claras. (...) Góngora partía de un color, de un metal, de un sonido, a los que aplicaba
una hipérbole desproporcionada resuelta en un verbo poético con suficiente abertura para que el nuevo
monstruo se rindiese como la seda. Yo parto de un oscuro y por una contemplación obsesionante logro
establecer un centro irradiante en el centro de esa oscuridad que se fragmenta por la penetración de la
(308)
mirada.
Detrás de los valores que se aprecian como originales, se admira ahora a título de súmulas históricas, de
sentido crítico concentrado, la astucia para pellizcar en aquellas zonas del pasado donde se habían
aposentado viveros de innovaciones que se habían quedado inexpresivas en su totalidad y que ahora se
presentan como un fragmento aditivo.
Formar parte de un estilo acreciéndolo, llevándolo a su plenitud. Si al final de su vida un escritor cree
que ha esclarecido o aumentado el flujo creador de su época, se sentirá como si su obra hubiese
(311)
producido un henchimiento, un desarrollo, y ésa es su principal utilidad.
Usted pertenece a esta misma generación; pero más joven, más maduro, más fuerte, tiene la misión de
enseñar a los que nos sucedan en sólidas y altas disciplinas. No dude usted de su influencia sobre los
que vienen ni tampoco de la retrospectiva sobre los que quedamos algo atrás. Sea usted, como es,
(317)
maestro, en el más noble sentido de esta palabra.
Así pues, bien por la excesiva españolidad de su obra, bien por el papel de
ideólogo principal de la Vanguardia peninsular(318) que la interpretación [130] en
positivo de su obra más difundida, La deshumanización del arte (1925), le
adjudicó(319), el vanguardismo hispanoamericano pudo ver personificada en la
prestigiosa figura de Ortega esa España cuya hegemonía cultural se
cuestionaba. No hay que perder de vista que entre las múltiples e inmediatas
respuestas hispanoamericanas a aquel texto de La Gaceta Literaria, hubo una
divertida sátira escrita en lunfardo y atribuida, no a un «Giménez Cavallieri» o a
un «Guillermo Torrelli», por ejemplo (los responsables de la revista y del
polémico editorial), sino precisamente a un burlón -y burlado- Ortelli y
Gasset(320).
Insisto en que es sólo una hipótesis, pero creo interesante contemplarla, entre
otras razones, porque de ella derivaría una explicación más para entender el
pensamiento de Lezama: su apasionada asimilación de la filosofía de Ortega y
Gasset fue, desde luego, el reconocimiento de un magisterio innegable, pero
significaba también una toma de postura más en el contexto intelectual de su
época, a favor de la continuidad de ese cordón umbilical que la Vanguardia
hispanoamericana había querido anular.
Las palabras de Ortega en La deshumanización del arte, como casi todas las
suyas, dejan espacio para más de una interpretación, pero [131] creo que,
aunque su agudo diagnóstico de las letras del momento se interpretó como un
«manifiesto filovanguardista» por las principales figuras del vanguardismo
español(322), aquel ensayo de Ortega señalaba el peligro fundamental de esa
deshumanización que describía: glorificar la técnica, la «razón», y anular la
«vida», algo del todo incompatible con el equilibrio de su Raciovitalismo.(323)
Porque «Si se analiza el nuevo estilo -escribía allí-, se hallan en él ciertas
tendencias sumamente conexas entre sí. Tiende 1) a la deshumanización del
arte; 2) a evitar las formas vivas; 3) a hacer que la obra de arte no sea sino
obra de arte; 4) a considerar el arte como juego y nada más; 5) a una esencial
ironía; 6) a una escrupulosa realización. En fin, 7), el arte, según los artistas
jóvenes, es una cosa sin trascendencia alguna»(324). En sus Ideas sobre la
novela, texto publicado también en 1925 y que se ha considerado
complementario del anterior, las palabras de Ortega parecían despejar dudas
cuando subrayaban que en el arte «lo importante no es lo que se ve, sino que
se vea bien algo humano, sea lo que quiera»(325).
Sin entrar más a fondo en la cuestión, creo que a la ruptura programática de las
vanguardias, beneficiosa en parte («eran demasiados siglos de decir lo mismo
en la misma forma», escribe Ortega(326)), se asignaba, además, un carácter
destructivo, o, al menos, empobrecedor: convertirse en antítesis, y no en
síntesis, de la tradición cultural anterior. Romper con la tradición desvinculaba
al arte de su «realidad radical», todo lo contrario de lo que aconsejó su
pensamiento, empeñado en vertebrar el signo de los tiempos con la fidelidad al
historicismo por el que todo encuentra su raíz.
Generación que abría los ojos al ajeno deslumbramiento, creía fabricar cuando reconstruía, adivinar
cuando recogía el dictado del espejo. Generación necesaria desde el punto de vista de lo ornamental
sucesivo pero de sustanciales hallazgos dudosos, abría un paréntesis desmesurado, que tenía que
atolondrar o desesperar a los que venían después, que, imposibilitados de toda tregua, tenían que
trazarse de nuevo una continuidad invisible, aunar la ruptura y la continuidad, el respeto y el rapto, la
herejía y el acatar un lugar irremplazable que había sido negado (...) Esa generación había sido
necesaria, pero la continuidad de su parábola, que se había iniciado con cumplimiento y recta
interpretación del tiempo, terminaba ya en el puro hastío de un interregno humoso o en prolongaciones
indecisas. Unos, nutriéndose de migas, insistentes, insuficientes; otros, repitiendo las tres o cuatro
(327)
verdades que creían haber adquirido.
De su obra, de su vida, llega una corriente que nos enciende el infinito deseo de ser, en irrefrenable afán
de saltar sobre nuestra propia vida y vivirla profunda, inalienablemente nuestra. La medida de su poder
creador está, aparte de los descubrimientos de carácter teórico, en ese contagio de autenticidad que
(334)
produce.
Con esa lectura, el Raciovitalismo de Ortega quedaba muy lejos aún (como
estaría siempre) de la «impureza»(335) en que desembocó aquel proceso de
«vuelta a lo humano» que constataba a la vez la crisis del vanguardismo
purista y la relación cada vez más estrecha entre literatura y circunstancia
política; pero sí se mostraba vinculado ya a aquellas recomendaciones de Juan
Ramón Jiménez sobre el «espíritu» contra el «injenio» sólo verbal, que fueron
asimiladas por el joven Lezama con entusiasmo y que reaparecen en su obra
con frecuencia. Por ejemplo, en sus Tratados en La Habana, retomando la
cuestión e insistiendo precisamente en la confusión formalista -las «Torpezas
contra la letra»- que la Vanguardia y sus derivaciones habían contribuido a
generar:
La antítesis entre letra y espíritu sólo puede existir cuando alguno de los términos está descentrado y
errante, vacío e inapropiado. La letra mata solamente cuando el espíritu nutricio ya se extinguió o pasa a
ella venenoso y desinflado. El verbo espurio es el que motiva la letra yacente (...) El indolente joven
escriba sueña con ideogramas grafológicos y con reemplazar el hiriente rasgueo de la estilográfica por el
caricioso pincel. Escribir a pinceladas, sin despertar ni ahuyentar el monstruo, musita con esa
ingenuidad radical de los pasados de listo. Si el escriba ha debilitado su memoria ancestral, olvidando
que la letra va surgiendo de la inscripción en un coloso, no podrá ser el escriba jubiloso en la eternidad
(336)
de su oficio. Su misión estaba ya entorpecida cuando el signo en sus manos dejó de ser operante.
Un panorama que Cintio Vitier explicaba por las mismas fechas diciendo que
del «confuso vanguardismo» cubano se desprende el [135] grupo de poetas de
la entonces llamada «poesía nueva» -Emilio Ballagas, Mariano Brull, Eugenio
Florit y Nicolás Guillén-, en quienes detecta el ejemplo «decisivo» de la
generación española de 1927: «Los ideales estéticos de ese grupo serán
centralmente los de nuestros poetas: juego, lucidez, belleza intelectual»(337).
Y todo eso no sin un ilustre precedente, ya que Ortega (de nuevo) había
elaborado en su breve ensayo Góngora 1627-1927 -que forma parte de la obra
titulada, precisamente, El espíritu de la letra (1927)(338)-, una especie de
poética-guía de la Generación del 27 que establecía la relación de la nueva
estética neogongorina con la labor iniciada por el vanguardismo, por su mirada
a la realidad desde perspectivas opuestas, pero igualmente extremas: desde la
inspiración popular o desde el cultismo del «logaritmo de la metáfora» (cuyo
propósito es «tapar lo real con su fantasmagoría»). O, lo que es lo mismo, ese
popularismo que la poética artesana de Lezama quiso superar, y esa
«argentería de Góngora» -«vida deshabitada, palabras sin encarnación,
colección de cristales»- que Lezama decidió «poblar» desde aquel ensayo de
1936, «Soledades habitadas por Cernuda».
Puede ser aclarador interpretar esa toma de postura a la luz de aquel debate
que llegó a enfrentar a dos grandes de la poesía del momento -Juan Ramón
Jiménez y Pablo Neruda-, y que en 1930 ofrecía ya el primer intento teórico de
superar la tendencia purista. Me refiero al ensayo El nuevo romanticismo de
José Díaz Fernández, ampliamente comentado en las revistas de la época(339),
cuya alternativa ideológica al vanguardismo -una «literatura de avanzada»-
proponía una «tarea constructiva» que consistía en «construir una obra con
todos los elementos modernos (síntesis, metáfora, antirretoricismo), pero que
organice en producción artística el drama contemporáneo de la conciencia
universal»(340). Esa construcción obedecía ya a los dictámenes [136] de
Mariátegui que habían subrayado «la fe» (revolucionaria, por supuesto) como
elemento esencial para que el arte fuera arte:
La literatura de la decadencia es una literatura sin absoluto. Pero así sólo se puede dar unos cuantos
pasos. El hombre no puede marchar sin una fe, porque no tener una fe es patiner sur place. El artista
que más exasperadamente escéptico se confiesa, es, generalmente, el que tiene más desesperada
(341)
necesidad de un mito.
Toda una versión laica del trascendentalismo lezamiano. Porque, «¿Qué cosa
es un poema sino creencia por anticipado? Los que trabajamos con la imagen
sabemos que la fe es su comienzo. Una cantidad habitable entre la metáfora y
la imagen: la cantidad por recorrer es la fe; la cantidad recorrida con fe es la
caridad, omnia credit, que todo lo cree»(342). Una fe similar defendía Alejo
Carpentier por las mismas fechas en su formulación de lo real maravilloso: «La
sensación de lo maravilloso presupone una fe (...) Lo maravilloso invocado en
el descreimiento -como hicieron los surrealistas durante tantos años- nunca fue
sino una artimaña literaria»(343).
Para Lezama (como para Ortega(346)) el «exceso de arte» era algo antiartístico -
reproche curioso de alguien a quien se acusó de esteticista-, y la falta de fe,
sencillamente «vida deshabitada». De esas mismas convicciones procede uno
de los pronunciamientos centrales en su labor y que aparecía en su
«Presentación de Orígenes» marcando la trayectoria del grupo con ese
rechazo tan suyo a la separación entre lo artístico y lo vital:
Sabemos que cualquier dualismo que nos lleve a poner la vida por encima de la cultura, o los valores de
la cultura privados de oxígeno vital, es ridículamente nocivo y sólo es posible en etapas de decadencia.
En épocas de plenitud, la cultura, dentro de la tradición humanista, actúa con todos sus sentidos,
incorporando el mundo a su propia sustancia. Cuando la vida tiene primacía sobre la cultura, es que se
tiene de ésta un concepto decorativo. Cuando la cultura actúa desvinculada de sus raíces, es pobre cosa
torcida y maloliente (...) En estas cosas no hay primero, no hay después, que siendo ambas, vida y
cultura, una sola y misma cosa, no hay por qué separarlas y hablar de ridículas primacías (...) En las
fundamentales cosas que nos interesan, todo dualismo es superficial; todo apartarse de lo primigenio -
(347)
que no tolera dualismos o primacías-, obra de falacia o de apresurados inconscientes.
El texto intentaba neutralizar el viejo debate ideológico sobre las relaciones
entre arte y vida que se venía replanteando con toda seriedad por lo menos
desde los años veinte, con una sorprendente lucidez, y yo diría que con
argumentos de plena vigencia aún en nuestros días. Lezama critica los
esfuerzos que se han derrochado en discutir sobre un conflicto que cree
inexistente, o existente sólo con un planteamiento superficial y apresurado: se
ha pensado erróneamente que con la disputa entre lo «puro» y lo «impuro» se
trataba de dilucidar una cuestión estética fundamental, sin tener en cuenta
hasta qué punto esa presunta antítesis es una contraposición falsa, por
artificial: la pureza o impureza del arte está «en la calidad de sus jugos
nutricios» -que pueden derivar, bien en «la desnudez», bien en «la plenitud que
logren diseñar»-, pero nunca «en las manifestaciones externas o ruidosas
movidas por manos que pueden ser estériles, aunque se agiten en el orbe de
una extremada locuacidad». Lo «primigenio», lo que es [138] auténtico, no
tolera ese dualismo: «Las esenciales cosas que nos mueven», concluye
Lezama, no sólo «parten del hombre» sino «regresan a él, dejando su
nutrición»(348). Aquellos binomios indisolubles espíritu-ingenio y yo-
circunstancia habían abierto para él una parábola que iba del yo a las cosas, y
de ellas de nuevo al yo.
Por eso irrumpió con una expresión nueva en su contexto que, frente al uso en
exclusiva de un lenguaje de raíz popular (como la poesía negra), de vocación
abstracta (como en la poesía pura), de registro realista (como en la poesía
social), o de inspiración neorromántica (como el lirismo intimista de, por
ejemplo, Dulce María Loynaz), buscaba fundir en uno los dos modos de la
poesía: el canto a lo interior y a lo exterior del hombre; la confluencia entre lo
inmediato y lo trascendente. De ahí la «metafísica sensible o tal vez carnal
geometría» de la que hablaba en su ensayo de 1936 sobre las Soledades,
incubado exactamente en ese contexto en que se produce uno de los más
importantes cambios de orientación de la literatura en español de nuestro siglo,
el que habría de llevar a los intelectuales desde el purismo vanguardista hacia
posiciones comprometidas. En esa encrucijada es donde hay que insertar el
peculiar barroco rehumanizador de Lezama, es decir, su «vanguardia sin
vanguardismo», y todas las paradojas consecuentes.
Pero quizá en Lezama encontramos ecos de otra luz gongorina que sí le fue
dada a conocer antes de escribir su ensayo. Me refiero a esa «fría luz de plata»
de la que habló Federico García Lorca en aquella conferencia sobre «La
imagen poética de don Luis de Góngora» que pronunció en La Habana en
1930, a la que Lezama recordaba haber asistido emocionado. Ese texto puede
ofrecernos también algunas claves sobre el peculiar gongorismo lezamiano,
porque si Lorca ve en Góngora a un maestro y lo evoca «con la rama novísima
en las manos esperando las nuevas generaciones que recogieran su herencia
objetiva y su sentido de la metáfora»(354), Lezama censura en Góngora
exactamente lo que Lorca entonces celebraba.(355)
Destella la luz por la corteza del cordobés, pero, después de la ofrenda, sólo quedan los que San Juan de
la Cruz llama «ejercicios de pequeñuelos».
Cuando ese dualismo sea vencido, volviéndose a sumergir en ese infuso espejeante, volverá a
presentarse la necesidad poética como [142] un alimento que rebasa la voracidad cognoscente y de
gratuidad en el cuerpo (...) Serán la pervivencia del barroco estético español las posibilidades siempre
contemporáneas del rayo metafórico de Góngora envuelto por la noche oscura de San Juan.
La poesía de Lezama, que es acción y no contemplación, se sitúa, a pesar de sus complicadas formas, en
ese lugar primario que corresponde a la poesía que se adentra en la realidad, despertándola y
despertándose (...) No de otro modo nos conduce a las oscuras cavernas del sentido. La poesía se
(358)
alimenta del mundo de los sentidos, buscando en la physis su metafísica.
Lezama no empezaba su discurso desde el mismo plano que los otros. No había en él la menor
continuidad con lo inmediatamente anterior, pero esa fuerza de irrupción no lo encerraba tampoco en un
contrapunto polémico. Su espacio y sus fuentes no estaban en relación esencial con la circundante
atmósfera poética. Su tiempo no parecía ser ni histórico ni ahistórico, sino literalmente, fabuloso (...)
Rompiendo todo causalismo, la poesía de Lezama irrumpió como una inexplicable explosión de
(362)
matinalidad. Las aguas del verbo se rizaban con soñadora alegría en Muerte de Narciso.
El principio formal
¿tiene entrañas y escudo?
(...)
Sus desgañites palpebrales [145]
el agua lustral no encierran.
Escoge cáscaras labiales,
la boca muerta encierra.
Y exhibe su modorra
en las lecturas zodiacales
(367)
pavón de atrévetes formales.
...de la metáfora como superadora de la metamorfosis y de la metanoia del mundo antiguo; de la imagen
como nueva causalidad entre el hombre y lo desconocido; de la resistencia del cuerpo de la poesía; de la
sentencia poética como unidad de la doble refracción; de la dimensión o extensión como fuerza creadora
(...); del posibiliter infinito y las nuevas leyes de la gravitación de la sustancia de lo inexistente; y de la
(370)
mayor exigencia conocida hecha a la imaginación del hombre, es decir, la resurrección.
Yo creo que la maravilla del poema es que llega a crear un cuerpo, una sustancia resistente enclavada
entre una metáfora que avanza creando infinitas conexiones, y una imagen final que asegura la
pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis (...) Las conexiones de la metáfora son progresivas e
infinitas; el cubrefuego que la imagen forma sobre la sustantividad poética es unitivo y fijo como una
(380)
estrella.
Y en uno de sus últimos poemas:
Pascal, al señalar su inquietante entredeux, señala, sin proponérselo acaso, la región de la poesía. En
realidad, la poesía es el único hecho o categoría de la sensibilidad donde no es posible la antítesis, es la
total ruptura del entredeux pascaliano (...) Es ahí donde hay que buscar las tierras incógnitas de la
poesía, colocándose en la tradición de Pitágoras, que creía que la escritura, tesis incomprensible para el
(382)
contemporáneo romanticismo antisignario, nace de un misterio, no de la horticultura de la pereza.
Como la mayor posibilidad infinita es la resurrección, la poesía tenía que expresar su mayor abertura de
compás, que es la propia resurrección. Fue entonces que adquirí el punto de vista que enfrento a la
teoría heideggeriana del ser para la muerte, levantando el concepto de la poesía que viene a establecer la
causalidad prodigiosa del [149] ser para la resurrección. Cuando el potens actúa en lo visible, sus
derivaciones son el dominio de la physis; cuando se desarrolla en lo invisible, nos regala el prodigio de
la imagen de la resurrección. En esa dimensión, tal vez la más desmesurada y poderosa que se pueda
(384)
ofrecer, el poeta es el ser causal para la resurrección.
Entre los símbolos, la fe acompaña a la poesía, la única visibilidad de su itinerario, y muele entre el
Padre, el Hijo y Espíritu Santo, incesantemente. El Padre, con las virtudes de la semilla y el
henchimiento. El Hijo, ya encarnado, ofreciendo con el Verbo, el Logos, las dos naturalezas del Padre y
el Hijo relacionadas. El Espíritu Santo que resuelve la unión de lo real con lo irreal, de lo visible con lo
(386)
invisible...
Entendido de ese modo y sustentado por esa nueva Trinidad, «un Sistema
Poético del Mundo puede reemplazar a la religión, se constituye en
religión»(387). Y a ello añadía: «Es innegable que la gran plenitud de la poesía
corresponde al período católico, con sus dos grandes temas, donde está la raíz
de toda gran poesía: la gravitación metafórica de la sustancia de lo inexistente
y la más grande imagen que tal vez pueda existir, la resurrección»(388).
Va la metáfora hacia la imagen con una decisión de epístola; va como la carta de Ifigenia a Orestes que
hace nacer en éste virtudes de reconocimiento. Lleva la metáfora su carta oscura, desconocedora de los
secretos del mensajero, reconocible tan sólo en su antifaz por la bujía momentánea de la imagen. Y
aunque la metáfora ofrece su penetración, es la llegada primera de la imagen la que le presta su
penetración de conocimiento (...) Entre la carta oscura entregada por la metáfora, precisa sobre sí y
misteriosa en sus decisiones asociativas, y el reconocimiento de la imagen, se cumple la vivencia
(390)
oblicua.
El ancestro había dotado a Oppiano Licario desde su nacimiento de una poderosa res extensa. En él muy
pronto la extensión y la cogitanda se habían mezclado en equivalencias de una planicie surcada
incesantemente por trineos (...) La ocupatio de la extensión por la cogitanda era tan cabal, que en él la
causalidad y sus efectos reobraban incesantemente en corrientes alternas, produciendo el nuevo
ordenamiento del ente cognoscente. La analogía de dos términos desarrollaba una tercera progresión o
marcha hasta abarcar el tercer punto de desconocimiento. En la intersección de ese ordenamiento
espacial de los dos puntos con el tercer móvil errante, desconocido, situaba Licario lo que él llamaba
(392)
Silogística poética.
Para Lezama, la «palabra simbólica» -esto es: «el verbo que significa»-
funciona como en el mito: no importa tanto el fragmento aislado como la fábula
completa; los versos, las estrofas, los enlaces de estrofas, nos conducen hacia
una imagen, un sentido final: el «tercero desconocido» que «engendran»
imagen y metáfora unidas por el Eros Cognoscente. La sobreabundancia
lezamiana, por supuesto, concede a la palabra un valor en el conjunto, pero es
el conjunto lo que de verdad importa, de modo que para entenderlo debemos
centrar el análisis en la interrelación de versos en progresión hacia la imagen, y
en ésta como portadora de la revelación que el poeta concibe como conclusión
«natural». Ha logrado traducir lo que eso significa en la obra de Lezama Virgilio
López Lemus:
A Lezama se llega como a una ciudad desconocida: primero con mirada de turista, luego volviendo a
ella, visitando otras ciudades y comparando, residiendo en ella para desentrañar lo que es aún el secreto
de sus calles y plazas, escrutando éste o aquel edificio, hasta que todo se hace luz, y sin darnos cuenta
(396)
sabemos que ya la conocemos. A Lezama hay que leerlo, releerlo, permanecer en sus páginas.
Desde ese punto de vista es fácil detectar en el poema de Lezama ciertos ecos
del registro poético que fascinó al Modernismo: nieve, espejos, plumajes,
rubíes, personajes mitológicos, dorado hastío, un rubio doncel, hermosas aves,
alusiones a la vida y la muerte, a las estaciones de otro año lírico, y hasta
cisnes, vuelven a tomar cuerpo en este poema que, sin embargo, no es
modernista. Para entender este regreso aparente basta pensar de nuevo en el
antivanguardismo lezamiano. Cuando poetas como Nicolás Guillén, Emilio
Ballagas o Eugenio Florit, por citar los tres más diferenciables, se habían
apartado hacía tiempo de esa estética para iniciar nuevas líneas de la poesía
cubana, Lezama regresaba a los orígenes de su modo de entender las cosas.
Lo incorporativo de su poética coincidía para él con el ecumenismo modernista
integrador de referencias disímiles, con su afán fundacional y mítico, y con esa
concepción de lo bello como una estética, una ética y una moral que Lezama
detecta en los modernistas con los que se siente más identificado(397): por
supuesto José Martí, pero también Julián del Casal, «secreto donde vida y
poesía se resuelven»(398), y Rubén Darío, «el americano, el innovador, el dueño
de la palabra nueva, el que llegó primero, el que aprendió mejor»(399).
Una parte del lenguaje lezamiano viene del Modernismo, otra del Barroco
culterano y conceptista, otra más (a pesar de sus fobias) de los hallazgos
expresivos de la Vanguardia y, desde luego, también de los poetas que
tutelaron su formación, desde la estilizada belleza de Juan Ramón Jiménez
hasta la exuberancia lorquiana o lo «angélico» de Jorge Guillén, todo ello
encaminado en este poema inicial a esa inevitable «graduación» gongorina que
también hubo de obtener el joven Miguel Hernández, coetáneo de Lezama.
Pero el Sistema Poético elabora en Muerte de Narciso una «síntesis
gananciosa», nutrida [154] por una cultura de ensortijada erudición y de
increíble vastedad en la que todo se interrelaciona, y, a través de «lo
transmutativo» decanta los materiales más heterogéneos para ofrecer lo que
será la clave de toda su obra: la relectura/reconstrucción de la tradición cultural.
Lo recordaba Cintio Vitier:
Su originalidad era tan grande y los elementos que integraba tan violentamente heterogéneos (Garcilaso,
Góngora, Quevedo, San Juan, Lautréamont, el surrealismo, Valéry, Claudel, Rilke), que si aquello no se
resolvía en un caos, tenía que engendrar un mundo. Esto último fue lo que sucedió; y no sólo un mundo
(400)
para él, sino la posibilidad para todos de comenzar la crecida súbita de la ambición creadora.
Tampoco ese ejercicio de relectura de Ovidio era una novedad. A partir del libro
tercero de las Metamorfosis en que se fija la narración, cada época -casi cada
autor- ha interpretado la historia de Narciso de acuerdo con sus gustos y
necesidades.(406) Tras las numerosas versiones de la Antigüedad, la
moralización medieval de Ovidio, la lectura neoplatónica del mito, los Narcisos
bucólicos renacentistas, los Narcisos «a lo divino» del Barroco y los Narcisos
románticos, el mito llega a nuestro siglo ya como un signo fuertemente
polisémico.
Narcisse: la confrontation du Moi et de la Personnalité; la différence pure des moi (...) Je n'ai pas su le
(408)
dire dans le Narcisse, dont c'était le vrai sujet, et non la beauté revenant sur elle-même. [156]
La misma que continúan, entre otros, Vicente Huidobro, Juan Ramón Jiménez
o el propio Lezama. Pero Muerte de Narciso creaba algo nuevo dentro de esa
tradición de reinterpretaciones.
Para empezar, su lectura recoge sólo un fragmento del mito: estamos ante
Muerte de Narciso y no Metamorfosis o Historia de Narciso; el poema no es
una actualización de la fábula clásica que diluya lo anecdótico, sino un proceso
de resemantización del que sale totalmente transformada y convertida en algo
así como una alegoría lezamiana de significados propios que encaja la materia
mitológica en los moldes formales de las Soledades. La poesía de Lezama
nacía clásica, pero mordida por la sierpe gongorina: toda una «solución unitiva»
cultural. Por eso cuando en 1957 dictó su conferencia sobre Mitos y cansancio
clásico, parecía responder aún a los múltiples interrogantes que veinte años
antes había planteado su poema:
Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos al reaparecer de nuevo nos
ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos
(409)
mitos, con nuevos cansancios y terrores.
Objetivarse artísticamente es una de las más graves acciones que se pueden cometer, pues el arte es la
salvación del narcisismo; y la [157] objetivización artística, por el contrario, puro narcisismo. El artista
perpetuamente adolescente, enamorado de sí. Mortal juego, en que no se juega a recrearse sino a
morirse. Todo narcisismo es juego con la muerte. La poesía puede caer en él; es un riesgo mortal. No es
camino sino trágica y a la par grotesca galería de espejos; alucinatoria repetición, mezquina exhibición
(411)
de lo que no es.
Para Lezama el tema constituye una especie de gran era imaginaria que pone
en práctica la incorporación simultánea de todos los Narcisos posibles, donde
al significado clásico del mito y al motivo barroco del reflejo ilusorio, se unen las
lecciones de María Zambrano, otra Muerte de Narciso, la de Pierre de Ronsard,
y, por supuesto, Sor Juana Inés de la Cruz, que ocupa un lugar central.
Aunque Sor Juana declara que lo compuso imitando a Góngora, es una humildad encantadora más que
una verdad literaria. La dimensión del poema es muy otra que las fiestas sensuales que rodean los
himeneos meridionales. Es lo más opuesto a un poema de los sentidos (...) Su oscuridad desciende a
nuestras profundidades para fundirse con lo inexpresado evitando que la luz, al invitarlo, lo ahuyente.
Conocimiento superficial del tejido mitológico, simple presentación o presencia, ahondada por
referencias personales disimuladas, acrecidas por el propio devenir del poema, que así viene a darle
sombra de profundidad (...) La grandeza no está en la habilidad o extrañeza de su desarrollo, sino en la
extensión ocupada por un tema tan total como la vida y la muerte, del que extrae no las maravillas y las
(415)
excepciones, sino cautelas distributivas, graduaciones del ser, para recibir el conocimiento.
Para entender cómo realiza Lezama su operación de reinvención del mito hay
que acercarse también a esas referencias disimuladas y esas «cautelas
distributivas», y entenderlas como un recurso más al servicio del mensaje que
encierra el poema.
También como el peregrino de las Soledades, rodeado por «el húmido templo
de Neptuno» (I, 478), Narciso está en una isla extraña, y otro de los elementos
reveladores del poema es la elección de ese escenario. Como Ronsard y
siguiendo a Góngora, Lezama reubica el mito y hace de su Narciso -personaje
aislado ya por la circular contemplación de sí mismo-, un ser doblemente
insular y, además, marino, habitante de unas contradictorias «islas no
cuidadas, guarnecidas / islas» (vv. 37-38), que pueblan el poema de
«conchas», «olas», «sal», «playas», «espumas», «caracolas». Fácilmente
puede interpretarse esa insularidad como una de las primeras representaciones
que ofrece el autor del espacio original cubano, tanto por la exuberancia y la
fuerza primigenia en que envuelve desde el principio al decorado y sus
«invasores»:
Narciso, por tanto, pudo haber penetrado en esa trascendencia, pero equivoca
la vía cognoscitiva y -«terco rostro»- queda anclado en la contemplación de su
imagen reflejada en la superficie el agua, sin rebasarla. Su flecha no emprende
el tránsito:
En todas las formas del pensamiento esotérico está presente esa idea de
transición entre ambas dimensiones de la realidad, la visible y la oculta. En la
misma línea, el Eros Cognoscente accede a la sustancia de las cosas
penetrando más allá de la barrera que interpone su engañoso reflejo. Es, claro,
otra formulación de la resistencia cuyo vencimiento sustenta la poética
lezamiana como motivación para la creación; y ahora es el espejo de agua lo
que en Muerte de Narciso éste debería atravesar para trascender y
trascenderse. El poema lo advierte: [161]
Al Narciso de Ovidio le fue permitido reconocer su error: «Iste ego sum! Sensi;
nec me mea fallit imago» (v. 464)(420). Era el cumplimiento del destino que
predijo Tiresias, el reconocimiento fatal que inicia la agonía también en la
elegía de Ronsard: «Je cognois maitenant l'effet de mon erreur / Rien je ne voy
dans l'eau que l'ombre de moymesme [sic]»(421). Pero el Narciso lezamiano no
advierte su error:
El tipo de saber perseguido por Lezama reúne todas las claves del Sistema
Poético en un Narciso «a lo esotérico», una propuesta que, como ha sugerido
Lourdes Rensoli, podría identificarse «con la idea platónica de la fronesis» y
está dirigida a obtener «la función creadora de la poesía, que, como subraya
Lezama, aparece como consecuencia de la sabiduría, no de la soberanía de la
sensibilidad o de la precisión del intelecto»(424). Pero lograr esa sabiduría
requería, por lo menos, una metamorfosis de Narciso, un cambio en su actitud:
un sumergimiento. Y el Narciso del poema de Lezama no atraviesa en ningún
momento la superficie del agua ni experimenta metamorfosis alguna. La fábula
se suspende sin que se haya verificado la transformación que Ovidio atribuye a
su personaje y el poema de Lezama parece cerrarse con la muerte de Narciso
anunciada en el título, que aniquila también su actitud:
El efecto del truncamiento que Góngora opera en la Soledad segunda consiste en que el lector se aliena
del poema y se ve obligado a acabarlo en otra parte. La obra restante es la creación de un sentido [165]
de lo hispánico no ligado a su ideología (...) Tal vez por esta razón la cultura hispanoamericana lleva la
fuerte influencia de Góngora, ya que comparte con las Soledades la función de buscar una cultura
(432)
posible partiendo de la mutilación que el imperialismo ha infligido en sus pueblos.
En realidad ¿qué es lo difícil? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una
interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva
lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco (...) Una primera dificultad
es su sentido; la otra, la mayor, la adquisición de una visión histórica, que es ese contrapunto o tejido
(433)
entregado por la imago.
Quizá Góngora dejara en Muerte de Narciso algo más que «un apetito, una
facultad gustativa de la lengua»(434).
El gongorismo, signo muy americano, aparece como una apetencia de frenesí innovador, de rebelión
desafiante, de orgullo desatado por lograr dentro del canon gongorino un exceso aún más excesivo que
los de don Luis, de crepitación formal, de contenido plutónico que va contra las formas como contra un
paredón. (...) El gongorismo americano rebasó su contenido verbal para constituir el cotidiano
(435)
desenvolvimiento de ese señor barroco, instalado en el paisaje que ya le pertenece.
...No hay la novela de Afganistán ni la metafísica americana. Europa creó la cultura, una segregación
suya, con personajes que claman la dialéctica griega, la coral bachiana, la metafísica alemana,
Dostoyevski [sic], la novela francesa del siglo XIX. Los hemos convertido en dramatis personae. A
través de la imagen que los ha reconstruido, danzan, con sólo un nombre, no hay un río, se dice un río, o
(438)
el mar, y se descorre una cortina y aparece el mar.
Por «concertados desconciertos» como los que hemos visto hasta ahora, José
Lezama Lima planteó en su momento y sigue planteando, creo que como
pocos escritores, el problema de la accesibilidad de su obra, en todos los
sentidos: ¿Cómo leerla? pero, sobre todo ¿cómo estudiarla? ¿cómo analizar
ese súbito donde leer, escribir, recordar e «invencionar» confluyen y desdibujan
sus múltiples referencias? Las respuestas de la crítica a esos interrogantes han
sido de lo más variado. No podía ser de otro modo en una obra como ésta, que
todo lo absorbe pero todo lo trastoca, donde la actitud parece parnasiana, la
reflexión purismo abstracto, la poesía culterana y la novela proustiana, cuando
en realidad está más cerca de Martí que de Casal, de San Juan de la Cruz que
de Góngora, atiende más a lo cubano que a la «retórica blanca» del purismo y
liquida las distancias entre arte y vida con su metafísica sensible; todo ello
envuelto en un curioso programa social de corte nacionalista-cósmico. Son
estratos innumerables: poéticos, filosóficos, éticos, especialmente mixtos, y
todos se comunican, como en el Puraná, donde confluyen los objetos más
disímiles. Tal vez por eso Lezama tituló «Confluencias» uno de sus últimos
ensayos, una especie de confesión final en la que resume sus puntos de vista
sobre la poesía. Decía allí:
Una antigua leyenda de la India nos recuerda la existencia de un río cuya afluencia no se puede precisar.
Al final su caudal se vuelve circular y se pone a hervir. Una desmesurada confusión se observa en su
acarreo, desemejanzas, chaturas, concurren con diamantinas simetrías y coincidentes ternuras. Es el
Puraná, todo lo arrastra, siempre parece estar confundido, carece de análogo y de aproximaciones. Sin
(440)
embargo, es el río que lleva a las puertas del paraíso.
¿El simbolismo? Se había ido convirtiendo en el banquete sin comensales del que sólo se escapaban el
frío último de los manteles y el rebrillo inicial de los candelabros. El símbolo se entremezclaba con el
címbalo (...) La música no acompañaba, sino que en la embriaguez de no estar, intentaba nutrir los
residuos de cada poema, de cada abandonada experiencia, con las tubas del órgano en sus más difíciles
(446)
situaciones de medianoche.
Sin embargo, es innegable que, a pesar de esos reparos, la tradición simbolista
es también su tradición. Lo que ocurre es que, una vez es digerida por su
poética, se convierte en uno más de sus múltiples acarreos, y por tanto deja de
ser cualidad distintiva de modo absoluto. Proponer fórmulas unívocas olvidando
que lo que genera la obra del autor es precisamente «lo incorporativo»,
conduce, cuando menos, a un desenfoque.
Creo que ya va resultando un término apestoso, apoyado en la costumbre y el cansancio, con el que se
trata de apresar maneras que en su fondo tienen diferencias radicales (...) La sorpresa con que nuestra
literatura llegó a Europa hizo echarle mano a ese término, pero la palabra barroco se emplea
(450)
inadecuadamente y tiene su raíz en el resentimiento.
En cuanto al Surrealismo, existe ya suficiente perspectiva histórica para
aceptar su poderosa influencia sobre la creación poética desde fines de los
años veinte. Pero, tal como Lezama lo interpretó, significaba, no un paso más
hacia el abandono de esa deshumanización vanguardista que tanto le
inquietaba, ni siquiera algo que al bucear en lo inconsciente se acercara a esos
orígenes que también perseguía él, sino, sorprendentemente, un renacer del
racionalismo con el que tanto discrepó: «La magia de los surrealistas me ha
parecido siempre una forma encubierta, escondida entre la fronda de su
metaforismo, del mecanismo que cae en la trampa de lo que intenta combatir:
la causalidad dejada por el helenismo en la era de la madurez del Sileno»(451).
En nuestra adolescencia, cuando nos preguntábamos qué debe saber un poeta, qué debe ser la cultura del
poeta, en qué forma se manifiesta en el poeta la sabiduría, nos encontramos con El cementerio marino,
que ejerció sobre nosotros una influencia deslumbradora. El estudio de ese poema venía a poner fin a las
siguientes cosas: a) a la poesía como copia del diseño del sueño. Pesadilla de Proust; b) a los pastiches
fáciles del folclorismo a la española; c) a las acumulaciones superficiales del surrealismo; d) a la forma
de mandarín de algunos maestros del simbolismo que ofrecían como respaldo de su obra las
compulsiones de la música y no una cosmovisión, una penetración, un combate entre el devenir y la
duración. (...) Después el estudio esforzado de Valéry nos iba sumiendo en dudas. Llegaba así a ser para
nuestra generación un maestro doblemente venerable: en nuestra adolescencia nos había llenado de
inquietud; y nos llevaba al paso del tiempo a rendirle el mayor de los homenajes: el de nuestra
(458)
inconformidad con su obra.
Él mismo supo resumir mejor que yo cómo resolvió todo ese laberinto de
realismos, purismos, surrealismos e influencias dispares:
Nuestra generación había desdeñado lo popular turístico, las fáciles onomatopeyas del negrismo musical
o poético (que eran disfraces de lo hispánico menor y del cosmopolitismo desangrado), y huía del
hieratismo enfático mexicano, de su rotundidad muralista, para librarnos también de la poesía
diplomática, fina, entrecomillada y como en marco de doradilla. Y, lo que es más irremplazable y
periódicamente valioso, huyó de la imaginación haitiana, del terror visto a lo francés, a través de los
cristales de refracción del surrealismo. Si había buscado esa generación para lo cubano una levadura
más alta, era natural que actuase por saturación, por una lenta acumulación de lo occidental y el súbito
interviniendo en ese lleno, como pinchazo temporal de la circunstancia, de lo histórico a que se
(463)
obligaba.
El hallazgo genial de Vico consistió en ver con evidencia que hay en el hombre un sentido, llamémosle
el nacimiento de la razón mitológica, que no es la razón helénica ni la de Cartesio (...) Esa adivinación,
ese Deorum interpretes que nos recuerda Vico, hacía de la [175] poesía la línea donde lo imposible, lo
no adivinado, lo que no habla, se rinde a la posibilidad (...) Tres frases colocaría yo al frente de esta
nueva vicisitud de la imagen en la historia. Primera: «Lo imposible creíble», de Vico. Es decir, el que
cree acepta un movimiento sobrenatural, una propagación sobrenatural, un sobrenatural estar en todas
las cosas. Segunda frase: «Lo máximo se entiende incomprensiblemente», la línea que va desde San
Anselmo hasta Nicolás de Cusa. (...) Tercera, esta frase de Pascal, como resguardo o conjuro: «No es
bueno que el hombre no vea nada; no es bueno tampoco que vea lo bastante como para creer que posee.
Es bueno ver y no ver; esto es precisamente el estado de naturaleza».
Entrecruzados con esos nombres mayores del umbral, deslizamos también nuestro interrogante, pues el
original se invenciona sus citas: el imposible al actuar sobre lo posible crea un posible actuando en la
infinitud. Todo lo que hombre hace es un enigma, pero tiene el vislumbre de que ese enigma posee un
(469)
sentido. Lo imposible, lo absurdo, crean su posible, su razón.
...Al fin de la pieza se veía una inscripción de fósforo que se hacía visible en la oscuridad del fondo:
Fábrica de Metáforas y Hospital de Imágenes. Abajo, como un exergo, la frase que le había oído
muchas veces a Cemí: Sólo lo difícil es estimulante. Por las paredes, laberintos, emblemas y enigmas. El
loquillo lucía en su cabeza un sombrero cónico con los signos zodiacales. Comenzó a oírle:
-Tengo que vivir al lado de una posesa para despertar y ennoblecer de nuevo a la poesía. El más
poderoso instrumento que el hombre tiene ha ido perdiendo significación profunda, de conocimiento, de
magia, de salud, para convertirse en una grosería de lo inmediato. (...) Así como para Descartes no hay
más que pensamiento y extensión, para mí no hay más que cuerpo e imagen. Y lo único que puede
captarlo es la poesía, por eso me desespero ante la inferioridad que la recorre en los tiempos que
sufrimos y lloramos. Hay que volver al enigma, en el sentido griego, es decir, partiendo de las
semejanzas [177] llegar a las cosas más encapotadas (...) Pero lo que sí es una obligación es devolver la
(475)
poesía al laberinto donde el hombre cuadra y vence a la bestia.
Magnificar las tachas es un pretexto acaso inconsciente para quedarse de este lado de Lezama, para no
seguirlo en su implacable sumersión en aguas profundas. El hecho incontrovertible de que Lezama
parezca decidido a no escribir jamás correctamente un nombre [178] propio inglés, francés o ruso, y de
que sus citas estén consteladas de fantasías ortográficas y de fondo, induciría a un intelectual rioplatense
típico a ver en él un no menos típico autodidacto de país subdesarrollado, lo que es muy exacto, y a
encontrar en eso una justificación para no penetrar en su verdadera dimensión, lo que es muy
(479)
lamentable.
Lezama en su isla amanece con una alegría de preadamita sin corbata de pájaro, y no se siente culpable
de ninguna tradición directa. Las asume todas, desde los hígados etruscos hasta Leopold Bloom
sonándose en un pañuelo sucio, pero sin compromiso histórico (...) Puede escribir lo que le dé la gana
sin decirse que ya Rabelais, a Marcial... ¿Cómo es posible ignorar o desafiar a tal punto los tabúes del
saber, los no escribirás así de nuestros mandamientos profesorales vergonzantes? Con Lezama lo genial
irrumpe sin los complejos de inferioridad que tanto nos agobian en Latinoamérica, con la fuerza del
(482)
robador del fuego.
Los que detienen, entresacándolos de sus necesidades y exigencias poéticas, los errores de los animales
a que gustaba aludir el cordobés creyendo que los tomaba de Plinio el Viejo, como «las escamas de las
focas», olvidan que esas escamas existían para los reflejos y deslizamientos metálicos que él
(483)
necesitaba.
¿Tenía como los primitivos un mundo plástico que al intentar reproducirlo se quedaba en sus
impedimentos? ¿Expresaba con lo que tenía, con sus recursos intuitivos, sin agazaparse el reto de las
formas? O, una ulterior posición ante sus obras, ¿había en él una malicia de los estilos detrás de sus
órficos encantamientos? (...) Ni la tristeza, ni el cansancio del conocer aparecen nunca en su pintura ni
en su persona, conoce a la sombra del Árbol de la Vida. Sabe lo que tiene que saber, sabe lo necesario
para su salvación, no con el soplo [180] de Marsyas o de Pan bicorne, sino con la flauta del dios de la
justicia alegre y de la suprema justicia poética (...) La pureza de La gitana dormida está en haber
acercado la gitana al león sin que quepa la menor posibilidad de que sea destruida. Sabemos que tiene
que existir una extraña relación entre dos incomprensibles cercanías, sabemos también que es inagotable
su indescifrable liaison. Ahí no encontramos problematismo a puñetazos, pero no comprendemos. Su
(486)
hechizo en esa situación es superior a la distancia, la causalidad y el hábito esperado.
Taurus siempre ha sido débil con la blancura de Europa y consentía en dejarse poner flores de almendro
en el testuz. Pero el toro comenzó a caminar hacia el mar, luego hacia el mar con noche... Y Europa
comenzó a gritar. El toro, antiguo amante de su blancura y su abstracción, siguió hacia el mar con
noche, y Europa fue lanzada sobre los arenales, hinchada con un tatuaje en su lomo sin tacha: tened
cuidado, he hecho la cultura.
Europa, con su blancura y su abstracción, está sola en la playa. Europa hizo la cultura y aquel verso:
Tenemos que fingir hambre cuando robemos los frutos. ¿Hambre fingida? ¿Es eso lo que nos queda a
los americanos? El toro ha entrado en el mar, se ha sacudido la blancura y la abstracción, y se puede oír
su acompasada risotada baritonal. Recibe otras flores en la orilla, mientras la uña de su cuerpo raspa la
(490)
corteza de una nueva amistad.
Y por eso también desde muy temprano el Sistema Poético intentaba «levantar
la voluntad de un pueblo y una sensibilidad que siempre padecieron de
complejo de inferioridad»(491). Toda la obra de Lezama está vertebrada por un
destacado interés por encontrar solución intelectual a los complejos de cultura
subordinada, porque «una cultura asimilada o desasimilada por otra no es una
comodidad, nadie la ha regalado, sino un hecho doloroso, igualmente creador,
creado»(492). El Sistema Poético del Mundo fue también el instrumento ideado
por el autor para ese peculiar ejercicio de reconquista de una tradición. En él la
curiosidad barroca, la suma crítica, la hipérbole de la memoria y la de la
invención forman parte de una misma actividad de relectura cultural, Horno
trasmutativo de la Asimilación, que permite explorar los «misterios del eco» y
encontrar «la huella de la diferenciación». No es extraño que nos recordara
Lezama, de nuevo me atrevo a asegurar que aplicándola a sí mismo, la
afirmación de Valéry sobre Mallarmé: «Para leerlo hay que aprender a leer de
nuevo»(493). [182] [183]
Mi generación comenzó su vida pública y literaria a comienzos de los años sesenta, bajo la impronta de
la revolución. Entre nosotros Lezama seguía siendo respetado y querido por unos, al tiempo que lo
rodeaba cierta desconfianza y el extrañamiento de quienes se acogían a una concepción del arte que
extrapolaba recetarios ya vencidos. Desde ángulos muy diversos pero entrecruzados de la sensibilidad y
la inteligencia, ambas tendencias orquestaron alrededor del poeta una atmósfera paradojal, que todavía
(495)
alimenta interpretaciones paradojales.
Me he negado siempre a aceptar homenajes, pero éste realmente me ha dado alegría. En la vida de uno
hay dos cumpleaños que se sienten, lo demás es un desfile de años: cuando se cumple treinta y cuando
se cumple sesenta años, uno se da cuenta de que algo distinto ha sucedido. Algo termina y algo
comienza. Cuando uno llega a los treinta se ha despedido ya de la juventud y los años se escapan de
nosotros. Cuando uno llega a los sesenta, los años marchan hacia nosotros, a buscarnos. Es decir:
sesenta años es edad de recuento y nuevo comienzo (...) por eso me siento alegre, pues al cumplir esa
edad siento que puedo llamar también a éste «el Año de la Imprenta» para mí, por la cantidad de obras
que se han publicado y por los trabajos que se han hecho, pues ha sido un acercamiento a mi obra regido
por comprensiones de tipo amistoso (...) Creo felizmente que en los últimos tiempos, después de
momentos de violencia, ha habido cierta fusión de las generaciones en Cuba. Hoy la gente joven y la
gente más madura buscamos una compenetración. Todos marchamos hacia una finalidad... Y en mi caso
me siento muy a gusto con un grupo de jóvenes investigadores y escritores en los que percibo la misma
(497)
cualidad que en mi juventud: un afán de irradiar y de comprender.
Sea como sea, es obvio que esa institucionalización cultural de Lezama (fuera
dirigida o espontánea) no habría sido posible nunca si no hubiera existido
desde antes una adhesión del autor al proyecto revolucionario. Claro que esa
adhesión se expresó en términos que no eran los habituales en el discurso
político; pero la esencia sí estaba clara: Lezama nunca fue un disidente, como
la publicación de aquella [186] parte de su epistolario en 1979 pudo dar a
entender.(498) Por eso se incorporó a trabajar en los organismos culturales
creados por el gobierno revolucionario, con la misma pasión con la que había
rechazado en el pasado ofrecimientos similares del régimen anterior. Sin duda,
su visión romántica de la revolución se sintió siempre más cerca del Che
Guevara que de Fidel, pero nunca se manifestó en contra del nuevo Estado,
aunque sí censuró sin medias tintas los excesos políticos de una revolución
que cada vez más se desviaba de la ilusión humanista y se acercaba
peligrosamente a una nueva concentración personal del poder: «Todo
contribuye a crear este aire tenso, trágico, que rehúsa el tiempo dilatado -
escribió en 1963-. Es el acecho del silencio. Si no hay libertad, no hay nada, no
hay posibilidad, no hay imagen, no hay poesía. Si no hay libertad no puede
haber verdad»(499).
Puede resultar interesante repasar unos breves apuntes de Lezama del año
1949 en los que emite juicios sobre Marx muy en la línea de los reparos
«metodológicos» que le había señalado Martí con motivo de la muerte del
filósofo en 1883.(500) Porque Lezama encuentra también «el error de Marx» en
su «olvido» de que «el hombre total se forma en el curso de una historia». Su
interés se dirige más a lo marxiano que a lo marxista, y se concentra en «la
juventud de Marx, cuando estaba más apegado a Hegel, que fue el creador de
la Alienación». Sus principales elogios van dirigidos a la rentabilidad filosófico-
humanista de esa noción, que Lezama entiende como la desposesión obligada
de lo que se es. A partir de ahí expone su peculiar interpretación del marxismo:
Un pensamiento como ése y una obra como la suya no podían tener fácil
adaptación ni en las preceptivas literarias ni en las políticas, pero basta
recordar aquellos textos donde presentaba a la Revolución como la última de
sus eras imaginarias, en la que «todos los conjuros negativos han sido
decapitados», para comprobar que Lezama fue de los primeros en interpretar el
proceso revolucionario como esa definitiva posibilidad de cambio que tanto
había anhelado su generación. [188] A partir de esa comprensión entusiasta
aunque, eso sí, muy personal (nunca traicionó su concepción poética de las
cosas), celebró la coyuntura histórica recién llegada y expresó su adhesión a
un proyecto que permitía vislumbrar un futuro autónomo y mejor; una adhesión
que se hizo apoyo explícito en muchos de sus textos de los primeros años
revolucionarios. Ensayos como «Ernesto Guevara, comandante nuestro» o «El
26 de julio: imagen y posibilidad» no dejan lugar a dudas; son textos que ni
siquiera plantean graves dificultades de comprensión: Lezama se muestra allí
consciente del profundo significado de lo ocurrido y, a su manera, siempre
poética pero nada ambigua, dice, por ejemplo, que aquel 26 de julio de 1953, si
no fue un éxito inmediato, «despertó» la posibilidad de un cambio social
necesario:
Se decía que el cubano era un ser desabusé, que estaba desilusionado, que era un ensimismado
pesimista, que había perdido el sentido profundo de sus símbolos. Como una piedra de frustración, el
cubano contemplaba a Martí muerto, expuesto a la entrada de Santiago de Cuba, o a Calixto García
obligado a quedarse contemplando las montañas sin poder entrar en la ciudad. Pero el 26 de julio
rompió los hechizos infernales y trajo una alegría, pues hizo ascender como un poliedro en la luz el
tiempo de la imagen que encendió sus fogatas en la medianoche impenetrable. No fue un fracaso, fue
una prueba decisiva de la posibilidad, la posibilidad creando el hoc age, el hazlo, el apodérate, la
(503)
posibilidad extendiéndose como una pólvora de platino fue interpretada y expresada.
Comienza ahora la etapa poética cubana, cenital, creadora, intensamente afirmativa. Ahora sabemos que
hay un Martí que hizo en vida y que engendró después de muerto. Germinativo en la tierra que
transfiguró, ahora es una imagen fecundante. (...) El héroe entró en la ciudad. Comenzamos a vivir
nuestros hechizos y el reinado de la imagen se entreabre en un tiempo absoluto. Martí, como el
hechizado Hernando de Soto, ha sido enterrado y desenterrado hasta que ha ganado su paz. (...) La
Revolución Cubana no es otra cosa que la creación del verídico Estado Cubano. Albricias, aquí
revolución es creación. No revolución dentro de un estado anterior, que nunca [189] existió, sino
(504)
creación de un nuevo ordenamiento estatal, justo y sobreabundante.
Lezama era amable y gentil, pero distanciado. No resultaba fácil llegar a él. Era particularmente sensible
y estaba herido. Pronto supe la causa de aquel recelo: había afrontado serios problemas con algunos
miembros del semanario Lunes de Revolución, quienes lo hostigaron [190] e hirieron mucho y de
manera gratuita. Iban de la agresión escrita a la ofensa personal y le hacían bromas de pésimo gusto (...)
Contra eso su lengua podía volverse un estilete. Una vez un poeta joven a quien no profesaba particular
simpatía fue comisionado para invitarlo a un almuerzo en el cual pretendían reunir a poetas mayores.
Por temor o por torpeza, el poeta joven masculló al teléfono: «Lezama, se nos ha ocurrido que sería
bueno reunirnos y almorzar con poetas cubanos de otro tiempo». Rápido y como sin pensarlo, Lezama
(505)
le respondió: «Pues invite usted a Silvestre de Balboa», y colgó el teléfono.
Sorprende, por lo tanto, que a pesar de esos insistentes «ser de aquí», «de
ahora» y de todos sus pronunciamientos políticos (algunos yo diría que hasta
patrióticos y muy en la línea que exigía la nueva situación), esa vertiente
realista de la obra de Lezama no consiguiera desmantelar la imagen de poeta
aislado e indiferente que sus enemigos literarios habían reservado para él,
desde mucho antes de 1959, por cierto.
Pudiéramos decir que la más firme tradición cubana es la tradición del porvenir. Pocos pueblos en
América se han atrevido a entrar con [191] tanta decisión en lo porvenirista. Pudiéramos decir que el
cubano tiene sus catedrales, sus grandes mitos, en el futuro, y las catedrales se construyen poco a poco
(...) Todos marchamos hacia una finalidad que vemos todavía un poco lejana, pero esa imprecisión es
conveniente, nos enriquece. Esa falta de límites nos presta más entusiasmo en el acercamiento y nos da
una atmósfera mayor y más plena. La imantación de lo desconocido es, por el costado americano, más
inmediata y deseosa. Lo desconocido es casi nuestra única tradición. Yo prefiero ver lo cubano como
posibilidad, como ensoñación, como fiebre porvenirista. La atracción de vencer las columnas de la
(508)
limitación o las leyes del contorno está en nuestros orígenes.
En esos momentos el objetivo era encontrar una expresión estética acorde con
la novedad, la creatividad y el dinamismo del primer entusiasmo revolucionario:
«Intentamos hacer de la revolución algo leíble y, por tanto vivible», escribió
Cabrera Infante(511). El teatro, el cine, la poesía, las artes plásticas recibían con
ese entusiasmo propio de lo que se ha llamado «el período romántico de la
Revolución (1959-1961)»(512), una enorme transfusión de energía: todos los
intelectuales [193] querían hacer algo, todos querían formar parte del proceso.
Ese algo se concretó, de entrada, en las páginas de aquel Lunes de Revolución
que daba a conocer obras, nombres y traducciones de autores poco difundidos,
imágenes nuevas del cine soviético o el neorrealismo italiano, y músicas
desconocidas hasta entonces, a la vez que materializaba sus exaltaciones
revolucionarias a través de poemas, novelas, películas, espectáculos,
canciones, reportajes, carteles y hasta nomenclatura.
La Revolución ha roto todas las barreras y le ha permitido al intelectual, al artista, al escritor, integrarse
a la vida nacional, de la que estaban alienados. Creemos -y queremos- que este papel sea el vehículo o
más bien el camino de esa deseada vuelta a nosotros (...) No formamos un grupo, ni literario ni artístico,
sino que simplemente somos amigos y gente de la misma edad más o menos. Creemos que la literatura,
y el arte, por supuesto, deben acercarse más a la vida y acercarse más a la vida es, para nosotros,
acercarse más a los fenómenos políticos, sociales y económicos de la sociedad en que vive. No tenemos
una decidida filosofía política, aunque no rechazamos ciertos sistemas de acercamiento a la realidad y
cuando hablamos de sistema nos referimos, por ejemplo, a la dialéctica materialista o al psicoanálisis o
(513)
al existencialismo.
Teníamos el credo surrealista por catecismo y en cuanto a estética, al trotskismo, mezclados, con malas
(515)
metáforas o como un cóctel embriagador.
La revista, al contar con el aplastante poder de la revolución (y el gobierno) detrás suyo [sic], más el
prestigio político del Movimiento 26 de Julio, fue como un huracán que literalmente arrasó con muchos
escritores (...) Desde esa posición de fuerza máxima nos dedicamos a la tarea de aniquilar a respetados
(517)
escritores del pasado.
¿Era suficiente? Yo creo que no. Se trataba más bien de una descarga emocional, de una liberación de la
presión acumulada después de tanta frustración republicana. No había una actitud consciente, un análisis
de las razones y de los objetivos de la revolución. Casi nadie se planteaba esas cuestiones en aquellos
(518)
momentos románticos y exaltados.
Entre los anatemizados por el semanario había destacado, sobre todos los
demás, José Lezama Lima. El tajante rechazo de su obra, además de
responder a esa urgencia de autoafirmación política quizá inevitable, tiene aún
otra sencilla explicación: Lunes de Revolución contaba para eso con la
complicidad de los dos origenistas disidentes, Virgilio Piñera y José Rodríguez
Feo, que pasaron a formar parte del [197] nuevo grupo junto a otros
colaboradores de su ya desaparecida Ciclón (el mismo Cabrera Infante, sin ir
más lejos, había publicado allí), de modo que continuaron su particular
vendetta contra Lezama, ahora desde un soporte «oficial» que parecía otorgar
legitimidad a esa confrontación: «Mi primer error como director de Lunes -
reconoció después Cabrera Infante- fue intentar limpiar los establos del auge
literario cubano recurriendo a la escoba política para asear la casa de las
letras». Y precisaba: «Pero lo que hicimos en realidad fue tratar de asesinar la
reputación de Lezama»(522).
Sin embargo, todo esto no impidió que Lezama, al parecer sin ningún
rencor(525), colaborara pocos meses después en un número extraordinario [198]
del semanario titulado A Cuba, con amor, para el que se le encargó escribir un
ensayo destinado al inocente apartado «La comida cubana». Lezama, de
acuerdo con esa petición, escribió para Lunes un texto dedicado a la piña
titulado «Corona de las frutas», como única y sorprendente respuesta a todo el
discurso dirigido contra su obra en los meses anteriores desde esa misma
publicación.
La fruta protagonista del texto nos remite a un Zequeira casi obvio, aquél que,
según Lezama, fue «el primer poeta ganado por lo cubano», con quien
comienza «la sacralización de la cubanía»(528), que en [199] su «Oda a la piña»
entroniza a esa fruta en el Olimpo, convirtiéndola en emblema patriótico. Pero
las obviedades lezamianas siempre esconden algún «perplejo». El ensayo
comienza planteando la existencia de «dos grandes bandos frutales, tan
vehementes como las dos familias de gatunos y caninos» enfrentados, según
Lezama, desde las primeras descripciones de los cronistas de Indias: «los que
alzan la blandura del almibarado mamey sobre la dureza de la piña». Y
enseguida vemos que estamos ante otro de esos peculiares paralelos del autor
que buscaron «el significado profundo de los símbolos de lo cubano», esta vez
convirtiendo a la piña, la «fruta nacional», nada menos que en un trasunto
simbólico de su propia poética, protegida, como esa fruta, por una coraza
«resistente», a cuya pulpa -tan cubana como la de aquélla- resulta difícil (y
estimulante) acceder. El texto lo expone así:
No soy yo de los que me encuentre en ese bando del gusto, porque sigo manteniendo la postura del
triunfo de la piña. Su corteza no es de las que ceden al rasguño, antes bien sus escamas parecen
guardarla hasta de la caída al mar. Su pulpa hay que reencontrarla con el cuchillo, librándola de unas
tachuelas que están como ijares que acicatean la perfumada evaporación. Llevarla al gusto, en el punto
donde proclama su dulzor, su perfección sutilísima, es ya una muestra de saber trabajar los manjares.
De la posibilidad americana viene un agua ejercitada en adentrarse por las entrañas de la fruta (...) En
esta cosmogonía el fruto se forma en una naturaleza, pero participa de la sucesión del oleaje, de la
respiración de los astros, de la dilatación de las plantas, prolongados dictados donde la plenitud de las
formas logra inscribir la posibilidad de una aventura.
Cuba empieza a tocar lo universal (es decir, lo íntimo) en poesía, porque busca en su bella nacionalidad
(529)
terrestre, marina y celeste, su internacionalidad verdadera.
Estamos en presencia de una aventura excepcional: un poeta de cuidada madurez va a tropezar con una
lírica incipiente (...). Hoy que podemos recoger la regalía de que uno de los grandes líricos
contemporáneos toque esenciales problemas de la sensibilidad cubana, meditemos en el secreto y la
claridad de su palabra. (...) Únicamente un trabajo poético realizado sin intermediarios nos permitirá
dispararnos en persecución para alcanzar «lo secreto y eterno» que nos exige el gran poeta que ahora
(530)
vigila y cuida nuestra poesía.
De acuerdo con esas premisas, como sabemos, Lezama había intentado desde
siempre captar el latido auténtico de lo insular, lejos de dogmas estéticos e
ideológicos, autóctonos o trasplantados, y lejos también de cualquier
delimitación artificial entre lo «poético» y lo «real» que pudiera entorpecer la
confluencia entre lo inmediato y lo trascendente que su obra quiso materializar.
A mi juicio, Lezama interpretó los ruidosos ataques de Lunes de Revolución, no
tanto como algo personal, quizá ni siquiera como un problema político grave,
sino como ese «pinchazo temporal de lo generacional» (y puede que [201]
hasta como una gamberrada juvenil) que afectaba ahora a esos poetas que
buscaban «su lugar» -como decía el título del texto de Padilla- por oposición
radical a sus padres literarios: de ahí la lección magistral que les ofreció en
«Corona de las frutas», como única respuesta a sus provocaciones.
Y quizá sí esos ataques fueran sobre todo eso, una forma de afirmación
generacional, porque así se entendería que Padilla hiciera extensivas sus
críticas a Virgilio Piñera, cuya asociación con Orígenes o con Lezama en esas
fechas era ya un disparate cultural. Creo que aquella avalancha de agresiones
procedente de Lunes de Revolución no puede entenderse del todo si no
insertamos su innegable contenido político en el marco más amplio de una
confrontación literaria intergeneracional (lo que no era algo excepcional ni
siquiera en la trayectoria del propio Lezama, a pesar de su sostenida vocación
de coralidad(531)), agravada en este caso por ese otro «empezar de nuevo» que
quiso ser también el recién estrenado contexto revolucionario. El triunfo de la
Revolución significaba el comienzo de otro tiempo; otra literatura buscaba su
lugar, y quizá esos textos no eran sino una especie de ritual parricida con el
que hacer pública y muy sonada la ruptura de los nuevos autores con la
generación anterior y su poética.
Mi vida ha sido toda un hilo continuo, ha seguido siempre la misma línea. No creo haber hecho nada
que pueda traer odio o venganza. Si esos hechos se engendran, es por viejos resentimientos que nadie
puede evitar. En mi tierra he sufrido hasta el desgarramiento, he trabajado, he hecho poesía. En los
dominios de la expresión y el intelecto he trabajado en una zona donde no hay dualismos, donde los
hombres no se separan. No he oficiado nunca en los altares del odio. He creído siempre que Dios, lo
(532)
bello y el amanecer pueden unir a los hombres. Por eso trabajé en mi patria, por eso hice poesía.
[202]
Yo sé, por ejemplo... No sé si está aquí, pero me atrevo a mencionar su nombre con todo el respeto que
me merece su obra, su conducta en tantos planos y su persona; yo sé que puedo mencionar a José
Lezama Lima. Y lo puedo mencionar por una simple razón: la Revolución Cubana ha sido justa con
Lezama, la Revolución Cubana le ha editado a Lezama este año dos libros hermosísimamente
impresos... pero los juicios y las actividades de Lezama no han sido siempre justos con la Revolución
Cubana. Y todos esos juicios, compañeros, todas esas actitudes y actividades a las que yo me refiero son
muy conocidas, muy conocidas en todos los sitios y además muy conocidas en Seguridad del Estado.
Yo no estoy dando noticias aquí a nadie; esas actitudes las conoce Seguridad del Estado, esas opiniones
dichas entre cubanos y extranjeros, opiniones que van más allá de la opinión en sí, opiniones que
constituyen todo un punto de vista que instrumenta el análisis de libros que después difaman a la
Revolución sobre la base de apoyarse en juicios de escritores connotados. Y yo me decía: Lezama no es
justo y no ha sido justo, en conversaciones que ha tenido delante de mí con otros escritores extranjeros,
no ha sido justo con la Revolución. Ahora: yo estoy convencido de que Lezama sería capaz de venir
aquí a decirlo, a reconocerlo; estoy convencido porque Lezama es un hombre de una honestidad
extraordinaria, de una capacidad de rectificación sin medida. Y Lezama sería capaz de venir aquí y
(535)
decirlo, y decir: sí, chico, tú tienes razón...
Las opiniones sobre las consecuencias que esas acusaciones tuvieron para
Lezama varían mucho. Hay quienes consideran que aquello fue «lo que
propició su caída en desgracia, su ostracismo junto con el de muchos otros,
durante sus últimos cinco años de vida»(536) y quienes defienden que aquella
crisis marcó el comienzo de su más decidida rehabilitación. Así lo entendió
Cintio Vitier:
En un momento dado, la dirección más alta del país se da cuenta de que todo ha sido un disparate, de
que ese hombre [se refiere a Lezama] no se va, de que ese hombre no es un contrarrevolucionario, que
es una figura que está adquiriendo realce fuera y que todo estaba bien encaminado para que volviera a
publicar, para que volviera a ocupar el primer lugar que le correspondía..., cuando sobreviene la muerte
(537)
de Lezama, que nos coge a todos por sorpresa. Pero había un firme propósito de rectificar todo eso.
[204]
El «pecado original» de Lezama fue seguir siendo tercamente él, «un hombre
que vivía en la libertad irreductible», como dijo de otros(542), y persistir con su
terquedad de siempre en lo que era: un poeta. Como tal, apoyó el significado
profundo de la Revolución, su imagen, el símbolo de impulsión histórica que
era para él, pero rechazó siempre cualquier relación de dependencia entre la
cultura y el poder. Ya había definido qué entendía por libertad en su primer
editorial de la revista Orígenes:
La libertad consiste para nosotros en el respeto absoluto que merece el trabajo por la creación, para
expresarse en la forma más conveniente a su temperamento, a sus deseos o a su frustración, ya partiendo
de su yo más oscuro, de su reacción o de su acción ante las solicitaciones del mundo exterior, siempre
que se manifieste dentro de la tradición humanista y de la libertad que se deriva de esa tradición, que ha
(543)
sido el orgullo y la apetencia del americano.
Una revolución no se expresa en una forma, sino en la acrecida de un devenir, imposibilidades que se
rinden ante posibilidades, hechos que terminan en imágenes que aclaran una perspectiva. Es el camino
(545)
de lo increado creador.
Semejantes sentencias no eran, aunque pudieran parecerlo, «retórica contra
censura», según la fórmula de José Sánchez Reboredo(546), ni cautas
indefiniciones para esquivar la cuestión, sino el resultado de una convicción
poética inamovible. Mejor dicho: el resultado de una convicción política fundada
en una poética que era también una cosmovisión. Él mismo lo explicó a su
modo, cuando contestó a la delicada pregunta «¿Ve usted relaciones entre su
producción literaria y la Revolución?»:
Como en la primera pregunta reaccionaba contra la concepción de las formas, ahora reacciono contra lo
que se ve. Es algo más profundo que lo que se ve, lo que encuentro en esa relación. Está no tan sólo en
lo que se ve, sino en la fundamentación, en la raíz, que se extiende más allá de su finalidad visible (...)
En vísperas de la Revolución yo escribía incesantemente sobre las infinitas posibilidades de la imagen
en la historia. Y, de pronto, se verifica el hecho de la Revolución. Nuestra historia se vuelve un sí, una
inmensa afirmación, el potens nuestro comienza a actuar en la infinitud. Eso es para mí su lección
(547)
fundamental.
Pero no hay duda de que aquel caso Padilla y sus derivaciones provocaron en
Lezama, al menos, una profunda conmoción. Sus cartas sobre el asunto
permiten comprobarlo: «El cuadro no puede ser más sombrío, incierto y
aterrador -escribía a su hermana entonces-. [207] Vivo para el temor y la más
arrasante melancolía. Las últimas semanas han sido las más trágicas que he
pasado en mi vida. Vivo en la ruina y la desesperación»(548). El «cuadro» venía
a agravar la desolación en que lo había sumido el exilio voluntario de parte de
su familia, la muerte de su madre en 1964 y, finalmente, su delicado estado de
salud. Encerrado en su casa y en sí mismo, Lezama atraviesa desde entonces
su más honda crisis personal:
Si morirnos es separarnos de todo lo nuestro, la separación de todos los nuestros es también morirse. Es
la soledad metafísica, el silencio aterrador que nos rodea. Ahora comprendo, al final todo se aclara, por
qué hace tanto tiempo que decía que vivo en una dimensión egipcia: como viviente soy un muerto, pero
como muerto soy un fantasma que golpeo. Soy un fantasma que paso algodonoso golpeándome mis
entrañas deshechas. Soy un fantasma que ni paso, miro la puerta (...) Jamás pensé que los temas del
(549)
existencialismo, la nada, la náusea, pudieran tener una presencia tan amenazadora.
Oppiano Licario se gesta en un momento de su vida en que escasean los nutrientes naturales. Necesita
fagocitarse (...) Ya se ha desvanecido la casa trepidante del entra y sale familiar. Es una casa llena [208]
de sombras donde sólo viven dos personas y el recuerdo de los ausentes. En una de sus cartas me dice:
(550)
«En mi vida no hay anécdotas. Perdona que sólo te hable de cosas intelectuales».
Tras Dador, Lezama no publica ningún nuevo libro de poemas hasta que en
1970 aparece su Poesía completa, en la que incluye desde Muerte de Narciso
hasta poemas aún inéditos. Entre ellos destaca la «Oda a Julián del Casal»(553):
Como gran Poeta, Lezama sintió el latido del pueblo en el alto momento de su historia, y tal vez sin
proponérselo haya sido influido en su poesía por el lenguaje directo, preciso, a veces más cercano a lo
narrativo que a lo lírico, de la mejor poesía coloquial que en la década del 60 se hacía (...) Como
legítimo creador, renovarse a sí mismo no debería ser para él una profanación de su sistema poético, a
pesar de que el poeta tiene otra formación, lo que naturalmente le podría afectar alguna
(557)
desgarradura.
Abel Prieto afina más al señalar en ese libro, junto a cierta «claridad» formal,
algo mucho más profundo: «Fragmentos a su imán es la gran entrada, a
torrente abierto, de la angustia en la poesía de Lezama». Pero establece las
coordenadas de esa angustia en una «frustración» de tipo literario: [211]
En Fragmentos a su imán Lezama vuelve con características nuevas sobre el tema -recurrente en toda su
obra- de la gestión infructuosa del poeta en busca de las esencias que huyen (...) No es posible
aprehender, definir ese cuerpo que siempre se escapa. El cambio de tono es muestra inequívoca del
proceso que nos presenta [el libro]. La suficiencia del poeta se ha quebrado en una muy humana
impaciencia por conseguir resultados tangibles (...) Aquí Lezama está percibiendo la tragedia de la
poesía «pura». El mito de la poesía que se alimenta a sí misma encuentra en Fragmentos a su imán un
(560)
mentís angustioso e indudable.
Creo que puede hacerse otra lectura de toda esa evolución que termina en
«tragedia». El propio Lezama, en el ensayo mencionado sobre Julián del Casal,
había definido como «frustración involuntaria» la característica principal del
poeta cubano, y había establecido que en ella la imaginación «ocupa su
posición más legítima», esto es: «encontrar en la frustración de una búsqueda
pasada una justificación de la posible plenitud que anhelamos». E insistía para
concluir:
No se trata de un universo poético, cosa poetizada, que sería después de todo candorosa reducción. Todo
parece dirigirse, imantarse o provocarse alrededor de una sustancia que suprime toda incoherencia. Pero
de esta última posición poética, ¿cómo podría yo hablar ahora? (...) ¿No veis en la frustración de Casal,
(561)
en su sacrificio, el cumplimiento del destino armonioso que anhelamos?
Estoy en un café
multiplicador del hastío,
el insistente daiquirí
vuelve como una cara inservible
para morir, como la primavera.
Recorro con las manos la solapa
que me parece fría.
No espero a nadie
e insisto en que alguien tiene que llegar.
De pronto, con la uña,
trazo un pequeño hueco en la mesa.
Ya tengo el tokonoma, el vacío,
la compañía insuperable
la conversación en una esquina de Alejandría...
Sin duda todo eso tiene algo que ver con la dolorosa circunstancia histórica y
personal que vivió el poeta en los años de composición del libro. Lezama ha
visto cómo se derrumbaba a su alrededor el sueño utópico que creyó acariciar
con el triunfo de la Revolución, y su mundo familiar se ha desintegrado. Su
paradiso está hecho añicos: «Todo allí está roto, con soplos arenosos, / con
fondos de botellas que se clavan» («Retroceder»). Por eso «abrir los ojos es
romperse por el centro» y la noche «reparte por mi rostro enormes cicatrices»
(«Los fragmentos de la noche»). Hasta de los objetos cotidianos brota angustia:
un colchón escoltado por la muerte («¿Y mi cuerpo?»), «un zapato que crece
hasta la silla / y nos ponemos a temblar» («Brillará»), una mesa que «camina y
lanza su reojo» («Enemigos»), un cenicero que muestra los dientes, o un sillón
que aprisiona misteriosamente («Esperar la ausencia»). Pero el exterior no es
mucho mejor: es «una muchedumbre de ciempiés destartalada» («Estoy»),
«una multitud / que escandaliza su nombre, / aunque él apenas lo oye» [213]
(«La caja»), «juramentos, perogrulladas, testigos» («Sorprendido»), o un
extraño acantilado («Retroceder»).
Ese despertamiento fabuloso, que puede convertir a una hormiga en una doncella planetaria, situación
paradisíaca, no está exento, como todo paraíso, de peligros y de engaños, porque allí surgió la maldición
(563)
de la culpa y la relación trágica con el padre. [216]
Dice Martí, en palabras preciosas para nosotros: «Preservad la imaginación, hermana del corazón,
fuente ampia y dichosa. Los pueblos que perduran en la historia son los pueblos imaginativos. La
imaginación es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo.» Sentencia esta
última que nos reafirma en nuestra interpretación. Compañera de la inteligencia, hermana del corazón,
la imaginación en estado naciente, soplando en las hojas del libro como si fueran las hojas de los árboles
en el alba del mundo, campea en los pasos de danza de este discurso (...), balanza de aire cuyo platillo
de sombras a veces parece pesar más, alzando el otro platillo, el de la luz, para iniciar la gran aventura
(564)
cotidiana que tiene un final feliz.
Una lectura global de la obra de Lezama permite ver que entre sus complejas
propuestas se perfilaba también un proyecto humanista «revolucionario»,
orientado por esa acción-transformación artística en la que nunca dejó de
insistir, o, al menos, una apuesta intelectual [218] a favor de la poesía que
puede orientar la marcha de la historia porque ofrece principios en los que
creer.
6. Bibliografía
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1.1. Poesía
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La Habana, Letras Cubanas, 1985; Madrid, Aguilar, 1988.
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