Juegos de Manos - Profesor Boscar
Juegos de Manos - Profesor Boscar
Juegos de Manos - Profesor Boscar
Juegos de manos
Título original: Juegos de manos
Profesor Boscar, 1960
PROLOGO
Si este libro no fuera más que una colección de «trucos fáciles para divertir a
la juventud», no habría necesidad de prólogo. Tal como resulta, algunos
pensarán que tampoco le hace falta. Pero no estará de más decir en dos palabras
cuál ha sido el objeto que nos ha guiado al escribirlo.
Es claro que ha sido compuesto para distraer a niños y adolescentes; la
«física recreativa», como se llamaba hace un siglo al ilusionismo, hace pasar
muy buenos ratos a los espectadores jóvenes —y también a los viejos—. La
práctica de los elementos de este arte enseña a presentarse y a hablar en público;
es una lección de postura, de reflexión, de cuidado en los preparativos, de
dominio de sí mismo, para no aturrullarse durante la ejecución. Si el aprendiz
continúa, y si, además, persevera (que no es la misma cosa) hasta pasar al
estudio de la prestidigitación verdadera y del ilusionismo escénico, este arte
desarrolla singularmente, no sólo la habilidad y el aplomo, sino también la
clarividencia y el sentido crítico y defiende a más de un espíritu contra la
ingenua credulidad que algunos hombres eminentes han mostrado de una manera
lamentable creyendo en la virtud de los médiums.
Nos hemos propuesto dar a nuestros jóvenes lectores, no una enseñanza
elemental de la prestidigitación, sino un prolegómeno que les permita estudiarla
más tarde. Esperamos que en este libro aprenderán la manera de presentarse en
público, de preparar un programa y de organizar una sesión. Nada más. Pero ya
es mucho. Cuando hayan adquirido alguna práctica, no sabrán todavía nada de
prestidigitación; pero, por lo menos, sabrán darse cuenta del abismo que todavía
les separa de un verdadero ilusionista que ha aprendido y practicado los
principios de una ciencia menos frívola y más absorbente que lo que muchos se
figuran. Entonces la apreciarán en su justo valor y se sentirán tal vez más
modestos, con lo cual ganarán también en simpatía.
Esperamos, además, que algunos de nuestros lectores, interesándose más y
más en este arte, sentirán el deseo de continuar los estudios necesarios para
llegar a la cumbre del mismo. Si este libro no hiciera más que revelar un
reducido número de vocaciones, nos felicitaríamos de haberlo escrito, y nuestros
colegas no nos reprocharían el haber divulgado secretos que perderían todo su
interés si el primer deber del lector no fuese el de guardarlos para él solo.
Si es cierto que ninguno de los trucos que se explican en este libro exige los
conocimientos ni la técnica del prestidigitador, no obstante es necesaria, para
ejecutarlos, una gran seguridad. Ésta se alcanzará leyendo y releyendo con
cuidado cada párrafo, para ver claro el mecanismo; por esto aconsejamos a
nuestros lectores que no se aventuren en una sesión con sólo haber dado una
ojeada a las descripciones, y que ensayen repetidamente cada truco antes de
aparecer en público, practicándolo a solas en MU habitación, delante de un
espejo, o, si es posible, delante de un testigo atento y severo, y sobre todo
procurando no mostrarse admirados del resultado nomo un espectador
cualquiera.
PRIMERA PARTE
Prestidigitación en general
CAPITULO I
Generalidades - Historia - Bibliografía
Generalidades
La prestidigitación o ilusionismo es un compuesto de arte y ciencia cuyo
objeto es presentar hechos o experimentos en apariencia inexplicables, pero de
carácter recreativo. Si estos hechos tendieran únicamente a poner de manifiesto
la incomprensión del público, producirían estupefacción o asombro, pero no
podría decirse que era prestidigitación o ilusionismo; hasta llegarían a dar la
sensación de un espectáculo desagradable, ya que no es divertido presenciar
experimentos que la razón no acierta a comprender, si no quedara compensado
este efecto deprimente con el aspecto recreativo de la exhibición. Por estas
razones no será buen prestidigitador quien He limite a conocer el mecanismo de
un juego y sus sistemas de ejecución; a estas cualidades, que evidentemente son
imprescindibles, debe acompañar el «don de presentación», para hacer las
sesiones no sólo interesantes, sino también amenas: éste es el principal objeto de
los capítulos segundo y tercero de esta primera parte.
Historia
El arte de engañar a los hombres para divertirlos (en lo que consiste
esencialmente la prestidigitación) es bien antiguo. Tanto los textos como los
grabados y objetos de tiempos remotísimos nos demuestran la existencia de
magos y brujos, de los cuales, con toda seguridad, un gran número eran simples
prestidigitadores. En los templos del antiguo Egipto se han encontrado
dispositivos para hacer trucos. Jamnés y Membrés, los magos del Faraón que
pusieron sus «milagros» y prodigios frente a los de Moisés, no eran más que
unos intrigantes y embaucadores, encargados oficialmente de engañar al pueblo:
aun en la actualidad los faquires indios practican el mismo truco de convertir una
serpiente en un palo, y al contrario. Hacia el año 200 de nuestra Era el retórico
griego Alciphron, en una de sus Cartas, describe un número de juego de
cubiletes, presentado en un circo, con tantos detalles que un autor
contemporáneo nuestro ha podido hacer un estudio crítico muy curioso de dicho
juego.
De los diez siglos que siguen a esta época, no ha quedado documento alguno
referente a prestidigitación. Pero en lo que hace a la Edad Media, sabemos que
los juglares y titiriteros que recorrían campos y ciudades hacían juegos en
castillos, tabernas, granjas, etc., presentando espectáculos variados a cargo de
unos cuantos, que formaban la comparsa o compañía; los números de estos
espectáculos estaban constituidos por canciones guerreras, satíricas o
sentimentales, farsas dramáticas, exhibiciones de animales domesticados,
acrobacias, títeres y escamoteos diversos. La tradición sigue en la actualidad con
los circos mayores o menores que recorren el mundo, compuestos a la manera de
los antiguos, aunque con los adelantos y perfección que el progreso ha llevado a
su funcionamiento.
A partir del Renacimiento, la abundancia de documentos, ya desde entonces
impresos, nos dan toda clase de detalles sobre los programas de prestidigitación
y sus autores. Merlin Coccaie habla en una do sus Macaronées (poemas escritos
en latín macarrónico) de Boccal el Bergamasco, y hacia la misma época el
Maestro Gonin fue tan popular en Francia, que su nombre es sinónimo de
escamoteador (y hasta de carterista) y durante cien años después fue llevado
tranquilamente por muchos prestidigitadores.
En el siglo XVII, en que aparecen los periódicos y en que las crónicas,
memorias y cartas aumentan cada vez más, existieron muchos prestidigitadores,
como se ve en todos esos escritos. La mayor parte tenían su campo de
operaciones en París, en el Puente Nuevo, haciendo la competencia en
popularidad al ilustre Tabarín. Pero el verdadero espectáculo de ilusionismo en
teatro por artistas especializados en oste género (los operadores al aire libre sólo
hacían algunos trucos para atraer público, siendo realmente vendedores de telas a
bajo precio, o de mercería, o sacacamuelas etc.) no se encuentra hasta el siglo
XVIII. sobre todo en la feria de San Germán (en París). Gampardon, Fournel,
Hullard y otros cronistas de fiestas populares nos han legado una lista de
nombres de prestidigitadores, cuya lectura completa resultaría, más que pesada,
insoportable. Citaremos solamente los del «Campesino de Holanda», en las
ferias de 1746, 1747 y 1751, de Deslile (1749), del inglés Jonas (1774), de
Palatin (1777) y de Perrin (en las ferias, en el Palacio Real y en el boulevard del
Temple, 1785-1789). En tiempos de la Revolución, el físico más célebre era el
italiano Pinetti, nacido en 1750 y muerto en Rusia en 1796, cuyo éxito se debía
más a su serenidad y propaganda que a la novedad del espectáculo que
presentaba.
Pero lo que principalmente hace del siglo XVIII la época en que la
prestidigitación se empieza a desarrollar como un arte, y casi nos atrevemos a
decir que es la época en que nace este arte, es que aparecen en este tiempo, en
Francia, los primeros tratados sobre esta materia, que fueron los de Ozanam
(1693), de Guyot (1769) y de Decremps (1784-1785).
En el Imperio, la «física recreativa[1]» tuvo también gran desenvolvimiento,
siendo los principales artistas de aquella época Gonus, Oliver, Courtois, Ledru,
llamado Gomus (suegro de Ledru-Rollin), aparte otros de menos categoría, como
Miette y Lesprit, todos ellos prestidigitadores al aire libre. En tiempos de la
Restauración y principios del reinado de Luis Felipe, y sin contar las compañías
ambulantes de Courtois, Loramus, Delisle y Gallicy, había una media docena de
teatros de «magia blanca» o «rosa», de los cuales los más en boga eran el de
Comte, que dirigía un espectáculo de actores infantiles, el del italiano Bosco
(1793-1862), y el de Talón, llamado Felipe, confitero meridional que pasaba casi
toda su vida viajando por Europa, permaneciendo sólo tres años en París, donde
edificó, en 1842, un teatro en el boulevard Bonne-Nouvelle.
Pero, por mucha actividad que tuviera la física recreativa entre 1815 y 1840,
carecía casi en absoluto novedades; los aparatos de doble fondo constituían la
base de casi todos los experimentos, siendo ni primero Felipe (antes nombrado)
en aportar algunos trucos originales, de procedencia exótica (los anillos chinos,
de hierro, que se engarzan o se sueltan, y los bocaux de pescado que aparecen
sobre un pañuelo de seda), y que, juntamente con el austríaco Dobler, creó
algunos efectos con gran aparato, que actualmente se llaman grandes trucos.
Sobre todo, el ilusionismo conservaba, como consecuencia de su erigen
heterogéneo, una presentación de gusto dudoso: cacharros de cobre y hojalata en
abundancia, lapices, alfombras, trajes chillones, y retruécanos y aspavientos
repartidos a granel en todas las sesiones; éstos eran los principales efectos que
no pudieron evitar ni los artistas de origen distinguido y buena educación, como
eran Comte y Bosco.
La reforma que se necesitaba fue realizada de una vez por un artista francés
de primera categoría, cuyo nombre es seguramente el más ilustre en toda la
historia de la prestidigitación, el célebre Robert-Houdin, cuya vida resumimos a
continuación. Nació Juan Eugenio Robert el 6 de diciembre de 1805 en Blois,
donde su padre trabajaba como relojero. Después de haber estudiado en el
colegio de Orleans, fue, durante dos años, mozo en una notaría, y en 1825
aprendió el oficio de relojero en casa de un primo suyo, por haberse retirado ya
su padre del negocio. De 1827 a 1828 estuvo de operario en una relojería de
Tours, hasta que un accidente ocurrido en la calle en un acceso de delirio le
obligó a recogerse durante algunos meses en el carro de un prestidigitador
ambulante, conde arruinado, según parece, que perfeccionó los conocimientos
prácticos de un arte cuyos elementos había estudiado en Blois en un viejo
libraco; en el otoño de 1828 dio su primera sesión en Aubusson, con un ligero
percance excusable en un principiante.
A fines de 1828 vuelve a Blois, y se dedica de nuevo a la relojería, casándose
con la hija de Houdin, relojero afamado de Blois, pero establecido en París,
donde también fija su residencia Robert en 1830, como socio de su suegro.
Viviendo de su profesión, sigue atentamente todas las sesiones de Gomte, Bosco,
Felipe, etc., construyendo autómatas de gran mérito. En 1842 queda viudo, con
tres hijos, vuelve a casarse, y en 1845 abre el teatro de las «soirées
fantastiques», cuya primera sesión tuvo lugar el 3 de julio. Como después de la
Revolución de 1848 los teatros vinieron a menos en Francia, se marchó a
Inglaterra, donde obtuvo éxito tras éxito durante dieciocho meses, volviendo a
París a fines de 1849. Desde el año siguiente, Pedro Chocard, llamado Hamilton,
le substituye en verano, y para siempre, en 1852, en que se convierte en cuñado
suyo.
Robert-Houdin hace una larga excursión por Alemania en 1852, y después,
en 1856, da una serie de sesiones en Argel y en varias tribus árabes, llamado por
el gobierno argelino que quería impresionar la opinión de los indígenas con los
prodigios de un francés, y disminuir así el prestigio que gozaban los morabitos
disidentes. Su última sesión pública fue en Marsella, a su regreso de Argelia, y
desde entonces, hasta su muerte, ocurrida el 13 de junio de 1871, sólo se ocupó
en aplicaciones de la electricidad a la relojería y en la redacción de sus obras.
Está enterrado en Blois, donde una calle lleva su nombre, y donde habitaba en un
barrio en que ingeniosamente había reproducido su casa de campo del Priorato.
El teatro de Robert-Houdin, trasldado al boulevard de los Italianos desde
1854, fue dirigido desde 1860 a 1870 por Clevermann; después de la guerra lo
dirige el hijo mayor de Robert, Emilio, con Brunnet, y entre 1883 y 1888 lo
dirige la viuda de Emilio, teniendo como artista operador a Dicksonn. El último
director fue Méliés, desde 1888 a 1920, que proyectó las primeras vistas
fantásticas obtenidas en cinematógrafo. El teatro fue demolido, por expropiación
para el boulevard Haussmann. Casi lodos los artistas que han significado algo en
la prestidigitación francesa, desde 1870 a 1920, han trabajado en este teatro
alguna vez.
Volviendo a la reforma que dijimos se debe a Robert-Houdin, podemos
concretarla en las siguientes palabras: se presentaba vestido correctamente, de
negro, con la escena amueblada y alumbrada con elegancia y sobriedad,
suprimió las bromas y chistes inoportunos, los retruécanos, las digresiones
ociosas y otras muchas calamidades que «adornaban» las sesiones de los artistas
anteriores: abandonó por completo el uso de aparatos de doble fondo y otros
accesorios que no podían dejarse examinar al público; su ayudante dejó de ser un
payaso, para convertirse en un criado. En resumen, la prestidigitación, que en el
siglo XVII era un espectáculo de ferias y calles y que en el siglo XVIII llegaba ya
hasta el teatro, pasa, a partir de esta época, a ser un arte de salón, practicable
hasta por personas de la buena sociedad.
Pero no es esto sólo lo que se debe a Robert Houdin; en un excelente libro
(seguido de otros sobre los trucos de gran efecto, las trampas o fullerías en el
juego y sobre su propia vida) ha dado de la técnica de su arte un tratado no
superado en cincuenta años, y traducido a varios idiomas[2].
Después hay quien ha encontrado que fueron pocas sus investigaciones
personales realmente tales, y que, antes que él, hubo prestidigitadores que se
habían presentado vestidos de negro para las sesiones; pero si esto es cierto, no
lo es menos que a Robert-Houdin se debe un gran impulso en el ilusionismo, con
el mérito de haber trabajado durante muy poco tiempo en público, ya que toda su
carrera se redujo a cuatro años en París y dos fuera de Francia.
Aunque no puede decirse que Robert-Houdin formara discípulos suyos,
puede asegurarse que durante la segunda mitad del siglo XIX hay una escuela
francesa inspirada en sus procedimientos. Los principales nombres de
prestidigitadores de este tiempo son: Lassaigne, Grandsart, A. de Caston,
Alberti, Dieudonné, Cazeneuve, Brunnet, Robin, De Linsky, y más recientes
Arnould, Verbeck, Moreau, Méliés, Raynaly, Garoly, De Gago, Duperrey,
Agosta-Meynier, Harmington, Carmelli, Ferraris, Legris, Cordelier, Albany,
Ysola hermanos, etc.
Merece mención especial el lionés José Buatier, llamado Buatier de Kolta,
nacido en 1848 y muerto en Nueva Orleans el 7 de octubre de 1903. Más
conocido fuera de Francia que por sus mismos compatriotas, hubiera sido el
prestidigitador e inventor más sobresaliente de la época, a no ser por su falta de
presentación y su carácter retraído; a pesar de ello era más original que Robert-
Houdin y la novedad de sus ideas y trucos desconcertaba a los artistas, más
duchos en la materia; seguramente muchos de sus procedimientos son
desconocidos aún en la actualidad. Bajo la influencia de Buatier y Méliés, v
como consecuencia de la multiplicación de salas de espectáculos (variedades,
circos, etc.), los trucos de gran efecto tomaron gran incremento a fines del siglo
pasado.
Hay que reconocer que, en esta misma época, la escuela austrohúngara dio
artistas meritísimos: además de Dobler, ya citado anteriormente, sobresalen
Samuel Thierfeld, llamado San Román, muerto casi con cien años ha poco
tiempo, el célebre (Carl-Compars Hermann, así como su hermano Alejandro, el
ingenioso Hofzinser, el popular Kratky-Baschik, José Velle, Agoston, y en
nuestros días Molini y Ottokar Fischer.
En Inglaterra, donde el teatro de San Jorge, sucesor del Egipcio, equivalía al
teatro Robert-Houdin de Francia, sobresalieron Lynn, Stodare, Burnam, los
Maskelyne (padre, hijo y nieto), David-Devant, Hertram, Hoffmann (autor de
obras excelentes). Más recientes son Will Goldston, Stanyon, Margery, Selbit,
Oswald Williams, Cecil Lyle, Percy Naldred, Billy O’Connor y otros muchos.
En Alemania, Bellachini fue un gran prestidigitador, poco conocido en
Francia, y cuyo nombre lo llevan tranquilamente en la actualidad muchos
artistas, como en otro tiempo llevaron el de Bosco; otros alemanes célebres en
ilusionismo fueron Frikell, las familias Basch y Uferini, los fabricantes y autores
Fillmann, Bartl, Horster (llamado Conradi), Suhr, y más recientemente Schenk,
Imro-Fox, Rohnstein, Tagrey, etc.
En Polonia, los prestidigitadores de más fama han sido Epstein y Linsky, y
en época más reciente Cari Hertz y Thorn, especialistas en trucos de gran efecto.
En Italia, además de Bosco y Pinetti, que son de otro tiempo, se han
destacado Aldo, Frizzo, Patrizzio, etc.
En Holanda sobresalen Melachini, Dunkell (que se establece en París en
1862 con el nombre de Robin), y la dinastía de los Bamberg, a la que pertenece
el conocido Okito.
En Suiza pueden citarse como ilusionistas más importantes Blind (llamado
Profesor Magicus) y Hügli, y en Portugal los más conocidos son Ramos Pinto y
Ferreira do Nascimento.
América, que a fines del siglo XIX no había dado más prestidigitadores
renombrados que Harry Kellar y Hartz (además de los hermanos Davenport, que
se hacían pasar por médiums hacia 1860), renovó su producción hacia el 1900;
sus artistas dieron gran vuelo a la manipulación de alta escuela, ejecutada sin
accesorio alguno, muy difícil y desconcertante, de la cual abusaron un poco
transformando la prestidigitación en un espectáculo de pases muy ingeniosos y
hasta científicos, pero que deben ser un medio, y no el fin de este arte.
El plan de este libro es incompatible con el estudio de estas manipulaciones
mágicas, pero seríamos injustos si no citáramos los nombres de Thurston y
Houdini (cartas), los de Nelson Down y Alian Shaw (monedas) y de Warren
Kean (bolas).
Tampoco pasaremos por alto los nombres de Keller, doctor Elliot, De Biére,
del danés Clement de Lión, del checo Balzar, de Horace Goldin, Houdini,
Carmo, Chung-ling-Soo, etc., para los trucos de gran efecto, todos los cuales han
trabajado en ocasiones diversas en París.
Bibliografía
La bibliografía de un arte es el complemento natural de su historia: las obras
escritas sobre prestidigitación, sólo en francés, llegan a 360, sin contar, duro
está, las reimpresiones ni los artículos publicados en revistas y periódicos. Pero
muchas de estas obras no son sino compilaciones o resúmenes sin valor alguno,
que copian casi al pie de la letra libros antiguos; otras hay que se refieren al
ilusionismo en último término, o sólo desde el punto de vista histórico o
anecdótico; es decir, que el número de obras de prestidigitación propiamente
tales, que valgan la pena de leerse, es bien reducido. De los libros que tienen el
mismo carácter que el nuestro, o sea, que se refieren a trucos y números que
pueden hacerse sin técnica ni aparatos especiales, podemos citar los siguientes:
SAINT-JEAN DE L’ESCAP: Les secrets de la prestidigitation, editado por Hachette
(Biblioteca escolar y familiar), 1907, con 58 trucos bien explicados y r3
grabados excelentes. Es buen libro, pero casi todos los trucos han de hacerse con
aparatos, por otra parte muy bien descritos. La sequedad de la exposición hace
que no sea práctico para un principiante, que falto de consejos para organizar
una sesión encontraría que todos los trucos ocuparían bien poco tiempo.
MAGUS (seudónimo de M. Pierre Baret, misionero apostólico en Oriente): Le
magicien amateur (57 trucos con 74 figuras y 329 páginas), editado en 1897 por
H. Gautier. Magie blanche en famille (62 trucos, 96 figuras y 355 páginas),
editado en 1894 y reimpreso en 1904 por la misma casa editorial que el anterior.
Algunos de los trucos descritos (con anillos, etc.) requieren una cierta habilidad
o por lo menos una gran experiencia; otros son más bien juegos o pasatiempos
de sociedad. Pero de todos modos constituye el primer libro una buena colección
de trucos bien explicados con la «palabrería » o «versación» y los detalles
necesarios para su presentación. El segundo libro, que lleva un largo prólogo
muy bien escrito, está dedicado principalmente a los preparativos de una sesión
de ilusionismo, y es muy solicitado.
CAROLY: Tours fáciles d’escamotage (67 trucos, 47 figuras y 183 páginas),
editado en 1900 por Guyot. Este librito, infinitamente superior a otros de mucho
más precio, explica claramente los trucos, clasificados en ocho capítulos, según
que se hagan con monedas, cuerdas, huevos, etc. También contiene algunos
trucos de gran efecto realizables por aficionados. Hay algunos trucos (el de los
cubiletes, por ejemplo) que requieren habilidad y técnica especiales, esta última
bien descrita y detallada. Otro libro del mismo autor es el siguiente: Tours de
cartes fáciles pour Reúnes gens, de 188 páginas, editado por Eichler en 1911: es
análogo al anterior, y su título indica claramente su objeto especial.
DOCTOR FAUST: Commnent on devient prestidigitateur. Este folleto, de 78
páginas con croquis, editado en 1910 por La Nouvelle populaire, describe 18
trucos, algunos de ellos formados de la reunión de dos o tres más sencillos. El
conjunto puede formar una sesión completa, con la parte de charlatanería en su
sitio, obligando al principiante a seguir, quizá demasiado al pie de la letra, las
intenciones y el estilo del autor. Le faltan consejos y normas de índole general.
LÜC MÉGRET: Le petit magicien, folleto de 28 páginas editado por Larousse,
en el núm. 322 de la colección Livres roses pour la jeunesse. El asunto del librito
es la descripción de una sesión para niños, dada por uno de ellos, para castigar o
mortificar a otro demasiado presumido y mal educado. El autor hace describir,
incidentalmente, al protagonista una media docena de trucos fáciles, de un modo
resumido pero suficiente.
ALBER: Manuel du prestidigitateur, volumen de 182 páginas con 21 figuras,
editado por Albin Michel en 1927. Contiene este libro 40 trucos muy
interesantes y bien elegidos, y perfectamente explicados. Puede consultarse con
aprovechamiento en muchos casos. Del mismo autor es La prestidigitation
moderne, de 70 páginas, con figuras, publicado en 1927 por el mismo editor. Es
una recopilación de diversos trucos, análoga al contenido de la obra anterior.
Traducciones al español:
PONSIN: Curso completo de prestidigitación. Valencia.
El programa
El primero y el más importante de todos los consejos es el siguiente: saber
siempre con toda precisión lo que se va a hacer y lo que se está haciendo. Es
propio de malos aficionados el lanzarse como abejorros, y no saber lo que decir,
si se les preguntara qué se proponen hacer en un momento dudo, yendo a ciegas
y teniendo necesidad de improvisar a cada instante. Es absolutamente preciso
pensar antes de cada sesión y de cada truco lo que se debe hacer, y en general
hacerse un programa, (pie se tendrá a la vista durante toda la sesión. Las rugías
para la preparación de programas las veremos en la segunda parte, capítulo XII,
por lo cual no insistimos aquí sobre ello; únicamente diremos que, una vez bien
meditado y hecho el programa, conviene conservarlo escrito y consultarlo en la
sesión. Improvisar una sesión sólo es posible tratándose de prestidigitadores muy
duchos y con gran experiencia, que conozcan a fondo sus trucos, lo cual les da la
serenidad necesaria delante del público y en el transcurso del espectáculo; claro
está que no debiera decirse que en este caso hay improvisación, ya que realmente
se trata de la repetición, por centésima vez, de juegos y trucos practicados por el
artista desde mucho tiempo atrás. Ya hablaremos algo después de la «longitud»
que debe darse a los programas, es decir, de la duración que puede preverse para
las sesiones.
El traje
El traje estará en consonancia con el del público y con la clase de éste que
presencie la sesión; pero cualquiera que sea, debe ser elegante y a la moda, ya
que todo el público tiene los ojos fijos en el artista y no se le escapan detalles de
ninguna clase; por otra parte, claro está que cualquier traje es bueno para la
prestidigitación. El chaqué sería el más cómodo por la amplitud de sus faldones;
en su defecto, el frac puede ser necesario para algunos trucos (que no
describiremos aquí); mas, para la gran mayoría, el mejor traje es el smoking, si el
público es de los llamados «elegantes», y la americana, si se está «en confianza».
Los bolsillos especiales, útiles a los profesionales para ciertos trucos, son
completamente inútiles para los descritos en este libro. Ya indicaremos, al llegar
el caso, los bolsillos que deben estar vacíos y las cosas que hay que poner en
otros.
En alguna ocasión no está mal el vestirse de mago antiguo, con gorro
puntiagudo, peluca, gafas, toga, gola, etc.; o bien salir vestido de chino más o
menos auténtico. Estas excentricidades requieren que el prestidigitador sea un
buen cómico y tenga gran práctica de la escena, por lo cual no son
recomendables para principiantes.
Con mucha frecuencia se ven prestidigitadores que se quitan los puños (que
tanta elegancia dan a las manos) delante del público y que se vuelven las mangas
del traje, así como las de la camisa, para que los espectadores vean «que no hay
trampa y que nada pasa por las mangas»; esta costumbre, además de no ser
elegante, no conduce a nada, pues a pesar de toda la buena voluntad del artista,
el público sigue tan escéptico como antes. Lo que debe hacerse, cuando hay
especial interés en demostrar al público que no hay combinación alguna por
entre las mangas, es subir éstas, con los puños en su sitio, unos diez o quince
centímetros hacia el codo; después van cayendo poco a poco y se vuelve a estar
con la debida corrección.
No quisiera que se molestaran los lectores jóvenes si les dijera que las
manos, y claro está que las uñas también, deben estar siempre perfectamente
limpias, como sometidas que están a la mirada continua y atenta de todos los
espectadores.
El local
La sala donde se opere será… la que sea. A veces será un verdadero teatro,
donde se trabajará en el escenario, o por lo menos en un entarimado alto; éstas
son unas condiciones excelentes para el artista, ya que el prestidigitador está a la
vista de todos, bastante alejado de sus censores (los espectadores) y las mesas
están bastante altas para que el público no las vea por arriba, lo cual es soberbio
para ciertos juegos de cartas. Como generalmente las salas de espectáculos son
estrechas y largas, los espectadores que ocupan las localidades laterales ven la
escena, las mesas y el artista de un modo poco conveniente para ciertos trucos,
como se verá más adelante.
Si se trabaja en un salón, donde no se dispondrá casi nunca de una tarima
alta, hay que excluir del programa los trucos que requieran que el público no vea
el tablero de la mesa. En casos muy raros basta con echarse para atrás, sobre
todo si el público es numeroso o la sala pequeña; pero, cuando menos, se
dispondrán las sillas de las primeras filas de modo que los espectadores que
ocupan las laterales no vean al artista demasiado lateralmente: lo mejor sería que
el artista ocupara un rincón de la sala, con lo cual se tendría el máximo de filas,
es decir, el máximo de espectadores alejados de la mesa (figura 1), y además, las
primeras filas se hacen más estrechas, en la cantidad que se desee, cosa que se
consigue con los biombos o mamparas que se ven en la figura. Pero, en general,
si se han escogido los trucos de modo conveniente, se adopta la disposición de
filas paralelas, colocadas en sentido transversal, como se ve en la figura 2.
Nunca debe permitirse que la primera fila de butacas o de sillas esté al pie de la
mesa: alrededor de ésta debe quedar un espalo de unos metros cuadrados que no
pertenezca al público.
Tratándose de sesiones particulares, no hay que decir que hay que extremar
la cortesía con los dueños de la casa y sus invitados, no intentando pretender que
trastornen completamente su salón, ni que echen a la calle, o a las últimas filas, a
los espectadores molestos, si es que los hubiera. Para conseguir las comodidades
necesarias a la sesión hay que pedirlas con toda cortesía. Por otra parte, no faltan
juegos que pueden hacerse completamente rodeado de público, por lo cual el
programa hay que prepararlo con arreglo a las exigencias del local.
Por último, en el caso, muy raro por cierto, en que haya que trabajar en un
teatro con galería o anfiteatro, hay que asegurarse previamente de que desde
arriba (tanto de frente como de los lados) no se ven los servicios de la mesa, que
deben ponerse cerca del fondo. Claro está que no pueden hacerse juegos ni
trucos que requieran tener el tablero de la mesa fuera de la vista del público.
El alumbrado de la sala habrá que tomarlo, en general, tal y como está de
ordinario, es decir, en condiciones poco ventajosas para el artista. Es preciso que
el público, sin que esté en la oscuridad, esté mucho menos alumbrado que la
escena y el prestidigitador; por consiguiente, hay que colocar las lámparas de
modo que puedan moverse para que alumbren todo lo más posible al artista, no
sólo a un lado y a otro, sino de abajo arriba (como las baterías de los teatros), y
de arriba abajo, con las luces que haya en el techo, que, por otra parte, no deben
ser vistas directamente por el público, para no molestar a éste durante toda la
sesión; todas las pantallas necesarias deben colocarse de antemano, sin esperar el
momento de dar comienzo al espectáculo. Por último, hay que desconfiar de los
espejos de las paredes, que pueden enviar al público la luz que se trata de
ocultar; en caso necesario se cubren con velos. Para darse cuenta de todos estos
detalles, debe el artista sentarse en varios sitios del público antes de empezar la
sesión.
El fondo, para todos los trucos que en este libro se describen, puede ser
cualquiera, pero huyendo de los espejos, que pueden enseñar al público lo que
no conviene que vea; lo mismo que para la iluminación, se debe, antes de
empezar el espectáculo, darse una vuelta por el sitio destinado al público, para
ver lo que éste ve y lo que no debe ver.
Conviene disponer bastidores a los lados de la escena, no sólo para ocultar la
entrada y salida del prestidigitador (o la presencia de un ayudante), sino porque
constituyen una especie de gabinete donde un puede, en unos instantes, tomar o
dejar ciertos objetos, cambiar el contenido de los bolsillos, distribuir u ordenar
algún pequeño dispositivo en el traje, retirar los accesorios que no hayan de
servir más, etcétera. En los escenarios, aun en los más pequeños, siempre hay
bastidores; pero como casi siempre donde se trabaja es en salones, que carecen
de ellos, hay que procurarse, para suplirlos, dos biombos, o por lo menos uno, a
los lados de la mesa. El telón es ventajoso, pero no indispensable, a condición de
que el público no pueda entrar más que una vez en el salón, después de
preparado todo (mesa, accesorios, trucos, hilos, etc.), o bien que el programa no
requiera preparación alguna previa del escenario. Si es preciso se puede
improvisar un telón, teniendo un cordel a dos metros de altura, por delante de la
tarima o sitio en que esté la mesa, y colocando sobre el mismo un paño grande,
cortina, sábana, colcha, tapiz, etc.; para «levantar el telón», basta correr hacia un
lado el paño colocado; es fácil darse cuenta de que esta improvisación carece en
absoluto de elegancia.
El material necesario
Según el programa, variará el mobiliario de la escena; casi siempre basta con
una mesa grande de centro y un velador, y a veces con una sola cosa; de sillas,
mientras menos mejor; en general basta con una sola, ya que las demás sólo
servirán para tropezar con ellas y aturdir o molestar al operador.
La mesa debe ser más bien alta: la altura ordinaria de las mesas, de setenta y
seis a setenta y ocho centímetros, resulta molesta para maniobrar los servicios de
la misma, y hasta para tomar o poner objetos en la tapa. La altura más
conveniente es la de ochenta y dos a ochenta y cinco centímetros, para la
mayoría de las personas; claro está que puede elevarse la cantidad necesaria una
mesa cualquiera poniendo las patas de la misma sobre soportes como los de los
pianos, o en caso preciso sobre ladrillos, libros, tacos de madera, etc., aun a costa
de la elegancia y la buena presentación.
Vamos ahora a hablar de los servicios de la mesa: esos accesorios tan útiles,
de los cuales procuraremos hacer el menor uso posible, consisten en bolsas o
tablillas fijadas detrás de la mesa (figura 3), a ocho o diez centímetros por debajo
del tablero, y a veces a doce o quince centímetros, cuando hay que poner en ellas
objetos que pueden sobrepasar del tablero de la mesa; el servicio que se emplee
no ha de llegar a ningún extremo de ésta, para que no sea visto por los
espectadores de las primeras filas; su longitud dependerá de la cantidad de
objetos que haya que poner o tomar del mismo.
Si se trata de poner los objetos antes de la sesión, para facilitar las
manipulaciones, o si se quiere disponer una cubeta con agua, se emplea el
servicio en forma de tablilla forrada en general de paño, bien horizontal y
provista, por precaución, de rebordes por detrás y por los lados: ordinariamente
es desmontable, y a veces plegable, para facilitar su transporte, y se coloca en
pocos segundos, empleando dispositivos como los que se ven en la figura 3 u
otros análogos. También se puede instalar una especie de repisa (tabla o cartón
fuerte) en el sitio del cajón, que se quita de antemano. Si basta con una simple
bolsa donde echar un objeto cualquiera, sin precauciones especiales, debe
forrarse para evitar el ruido; estas bolsas pueden hacerse con una servilleta
doblada cuatro veces y fijada con chinchetas, o con un bolso de mano abierto, o
un sombrero flexible, etc.
También se puede improvisar un servicio de esta clase formando un pliegue
grande, con alfileres, en el tapete de la mesa, como se ve en la figura 4. Existen
servidos especiales para tomar o poner objetos determinados (bolas, anillas,
monedas, etc.); del mismo modo se pueden disponer pequeños servicios de esta
clase detrás del respaldo de una silla: si ésta tiene el respaldo muy estrecho o de
rejilla, para que no se vea lo que hay detrás, se coloca encima de ella un paño
que parezca puesto para servir más tarde; pero hay que tener cuidado con que el
paño no caiga tan atrás que tape la boca del servicio de que se trata.
Si se utiliza un velador, que generalmente es más bajo que las mesas y de
poca superficie, servirá para poner los objetos que no hayan de utilizarse más, o
para presentar algunos juegos o trucos sencillos. Pero si ha de constituir el
mueble principal, es decir, si ha de servir de mesa, es conveniente que cada
prestidigitador construya el suyo. Para poder trabajar bien, debe tener el velador
un tablero de cincuenta centímetros de ancho por sesenta de largo; de velador
accesorio puede servir otro de cuarenta centímetros de ancho por cincuenta de
largo. Es fácil hacer una plancha de madera de estas dimensiones, y de diez a
doce milímetros de espesor; también puede servir un cartón grueso de cincuenta
por sesenta centímetros, clavado sobre una tabla de treinta por cuarenta. Por
debajo de esta tabla, y en el centro de la misma, se atornilla una varilla metálica
de ocho a diez milímetros de diámetro por diez a quince centímetros de largo,
fácil de encontrar en una ferretería; se introduce esta varilla un el pie hueco de
un atril de música, de metal dorado, que son muy ligeros y estables, y cuya altura
se regula a voluntad con un tornillo de presión Todo este velador se pliega
ocupando muy poco, el trípode con la varilla en un paquete y el tablero en otro.
Este velador se cubre con un tapete negro (lo mejor es el terciopelo mate)
bien cortado, de modo que se ponga y se quite en un instante, con los cuatro
lados formando caídas verticales de cinco a seis milímetros de anchura,
adornadas con flecos o borlas, que además sirven para aumentar la altura de
estas caídas. La parte que da frente al público se puede adornar con arabescos,
iniciales, emblemas mágicos, oropel, etc. En la banda de atrás va un servicio de
cincuenta centímetros de longitud, de madera, cartón, o tela extendida en un
marco, que llegue a los extremos de la mesa, y con rebordes laterales y por
detrás, como claramente se ve en la figura 5.
Se pueden facilitar considerablemente muchos trucos practicando en este
velador una, o, mejor aún, dos trampas inglesas (una sola para un velador de
cuarenta por cincuenta centímetros). La trampa inglesa, consiste sencillamente
en una abertura practicada en la tapa del velador, en comunicación con un
saquito o bolsa de paño negro, poco profundo (seis a ocho centímetros a lo
sumo) para que no pueda sobresalir de las caídas del tapete y quedar a la vista
del público. Si el tapete es de terciopelo negro, estos agujeros no son
perceptibles a metro y medio de la mesa. Para más precauciones no hay que
cortar la tela en el sitio de las trampas, sino sólo darle dos cortes con las tijeras,
en cruz y mantener horizontales los cuatro triángulos formados con una pequeña
armazón de caña fina de ballena o de alambre de acero; los cuatro triángulos
quedan así perfectamente horizontales y unidos, disimulando tan bien las
trampas, que más de un prestidigitador se ve apurado para encontrarlas, con el
natural deslucimiento del número y la pérdida de serenidad para toda la sesión;
al colocar un objeto, aunque sea de muy poco peso, sobre la trampa, cede la tela,
y cae a la bolsa de debajo. Creemos conveniente que las trampas sean dos: una
cuadrada, de diez a doce centímetros de lado como máximo, para echar en ella
objetos relativamente grandes, como vasos, dados, cajitas, etc.; la otra ha de ser
redonda, de cinco a seis centímetros de diámetro, para objetos más pequeños,
como naipes, relojes, huevos, pelotas, cajas de cerillas, etc.
Las trampas deberán hacerse hacia las esquinas del tablero más cercanas al
prestidigitador, a unos diez centímetros del borde lateral de aquélla, y a igual
distancia del borde posterior, es decir, del lado en que se coloca el artista, de
modo que quede libre la parte central de la mesa para la colocación de los
objetos y accesorios propios de la sesión. Hay que conocer perfectamente la
situación de las trampas y no titubear, con los ojos cerrados, en encontrarlas;
nadie sabe lo desastroso que resulta poner un vaso en la mesa con intención de
dejarlo sobre ésta y verlo desaparecer por una de las trampas…
El velador empleado debe ser lo bastante estable para no moverse al caer
algún objeto en las trampas; si la tapa oscila con facilidad o el pie resiste poco a
los movimientos de torsión, se refuerza el velador fijando alambres de acero en
los cuatro picos de la tapa y uniéndolos, bien tirantes al tornillo de presión del
trípode.
Los accesorios
Claro está que los accesorios variarán con la clase de trucos que vayan a ser
materia de la sesión; para cada truco, y por lo tanto para cada sesión, daremos la
lista más adelante; pero conviene hacer algunas advertencias de carácter general.
Desde luego hay que disponer de todos los accesorios precisos, y para ello hay
que repasar bien el programa con anterioridad a la sesión, y prepararlo todo con
tiempo, nunca en el último instante. Por otra parte, hay que disponer siempre de
pequeños accesorios, que nunca están de más: hojas de papel en blanco, de papel
transparente, bramante, cuerdas, lápices, hilo negro fino, cerillas, anillas finas de
goma elástica, alfileres, unas cuantas monedas, un pañuelo blanco, etc. Antes de
entrar el público en el salón, o antes de levantar el telón, hay que asegurarse de
que están todos los accesorios necesarios en su sitio, sabiendo exactamente la
posición de cada uno; a continuación se colocan los objetos que hayan de estar
ocultos (los que van sobre los servicios de las mesas, hilos o cintas sobre el
propio prestidigitador, los objetos precisos en los bolsillos o sobacos, etc.). Todo
hay que repasarlo antes de dar comienzo a la sesión: un solo hilo que se haya
roto… y todo el número correspondiente se va por tierra. El material debe
prepararse la víspera de la función y no el mismo día de ésta.
Es evidente que todos los preparativos deben hacerse fuera de miradas
ajenas. Nunca deben rasgarse los pañuelos de seda, ni perder naipes, ni romper
hilos con apresuramientos que a nada conducen. Todo el material se coloca con
cuidado y orden en una caja apropiada, cuyas dimensiones y disposición interior
son del gusto de cada uno y de los medios de que se disponga. Puede resultar útil
tener dos de estas cajas: una grande, para colocar en ella todo el material, o por
lo menos el necesario para una gran sesión, y otra más pequeña, suficiente para
llevar el material reducido de sesiones sencillas, como las 4, 5 y 6 (véase
segunda parte, capítulo XXI).
Finalmente, diremos que produce una gran impresión en el público la
presentación con material y accesorios bonitos, brillantes y dispuestos con gusto;
la pintura, el barniz y el níquel hacen el milagro; Los accesorios con poca vista,
por mucho mérito que puedan tener, producen una impresión poco agradable en
el público, lo mismo que los pañuelos de seda deslucidos, las cajas y las bolas
despintadas, los naipes usados o manchados, etc.
CAPITULO III
El prestigitador ante el público
La presentación
Ya está todo dispuesto; el programa preparado en todos sus detalles, los
objetos debidamente colocados, las mesas en su sitio, y el público en sus
asientos; después de tres golpes, o del toque de una campanilla o timbre, sale el
prestidigitador de detrás del bastidor o de la mampara, y avanza hasta el medio
del escenario, en la parte delantera de éste, sin precipitación ni grandes zancadas,
ni tampoco con indecisión ni timidez: hay que dar la impresión, y para ello es
preciso que el prestidigitador sea el primero en sentirla, de que está uno en su
casa. Si el escenario se reduce a dos metros cuadrados en un salón, tratándose da
una sesión improvisada en familia, sin bastidor ni mampara donde retirarse o de
donde salir, se espera a que todo el mundo se haya sentado y a que se establezca
el silencio en el público. Se saluda cortésmente, sin precipitación, y sólo una
vez, desde el medio de la plataforma o sitio que haga de escenario; no debe
empezarse a hablar en seguida, como algunos, demasiado nerviosos, que apenas
terminado el saludo comienzan a hablar y más hablar, sin dar tiempo a que el
público se acabe de instalar, a callarse y a prestar atención.
Hay que esperar un poco, de pie, con una ligera r isa en los labios, y
paseando tranquilamente la mirada por el público para darse cuenta de que éste
se encuentra ya colocado y dispuesto a escuchar, y para establecer el contacto
con el mismo. Si no sabe que hacer con las manos en estos momentos, se sale del
apuro gracias a la varita mágica, que se tiene en lo mano derecha, y sobre la cual
se apoyan algunos dedos de la izquierda como quien no quiere la cosa; claro está
que hay que procurar no tener la varita como quien tiene una escoba o un bastón.
Después de unos segundos de atención, y estando todo el público en silencio
y pendiente del prestidigitador, es cuando éste, con una ligera inclinación de
cabeza, pronuncia la consabida frase: Señoras… señores, que equivale a decir:
Empieza la sesión.
Pero ¿qué es lo que hay que decir?, y ¿cómo decirlo? El discursito de
presentación debe ser corto v sencillo, como, por ejemplo: «Señoras y señores:
voy a tener el honor de presentarles varios experimentos de ilusionismo que les
distraerán, y algunos les asombrarán; con este objeto y para conseguirlo todo lo
mejor posible, pondré en ello toda mi voluntad, contando por adelantado con la
amabilidad y benevolencia de todos», y después de esto, se empieza la
palabrería del primer número o truco.
La «palabrería» o «versación».
La palabrería es la charla (no el discurso ni la disertación ) que expone el
objeto del juego, acompaña la ejecución del mismo y hace resaltar el fin del
truco propuesto. Creemos que no debe trabajarse en silencio, pues esta
explicación, de efecto triple, da más valor al truco y hace más distraído su
desarrollo. El silencio puede resultar bien, de vez en cuando, en el transcurso de
la sesión, para que la atención del público se concentre en algún truco de gran
interés, como en algún número de bolas, por ejemplo. Pero los trucos descritos
en este libro, contrarios precisamente de toda manipulación (hecha para cautivar
la mirada, y donde toda explicación sería superflua), requieren, a nuestro
entender, como complemento de gran valor, una palabrería , una charlatanería
explicativa y ponderativa, que por otra parte es indispensable para dar la debida
serenidad a quien aún no tiene un dominio perfecto de la escena y una gran
costumbre de presentarse y trabajar en público.
Pero hay que evitar un peligro serio: la palabra continuada cansa al público
(y al artista también), obligándolo a la vez a ser auditorio y espectador; además,
si se abusa, la atención que se reclama para las palabras puede ir en detrimento
de la necesaria para los trucos y encontrarse el público, a la salida de la sesión,
un poco desengañado. La «versación» debe ser una cosa accesoria, y dejar el
interés principal para el truco; en realidad, la charla debe adornar y rellenar los
números de la sesión, y no acompañarlos paso a paso. Nada más fuera de la
lógica que llevarse charlando un cuarto de hora para realizar un truco en medio
minuto. No debe olvidarse nunca que una cosa es el caldo y otra la carne.
En resumen: hay que hablar poco, pero este poco que sea bien hablado; para
ello debe prepararse, escribir, pensar, retocar y recordar la charla; claro está, que
esto no quiere decir que haya que aprendiese cada charla al pie de la letra; si el
original un del mismo prestidigitador, no es preciso esfuerzo alguno para
acordarse de lo que uno mismo ha hecho; y debe ser así, pues tomando el
original de otra persona distinta, cualquier incidente que ocurra en el público
hará difícil reanudar el hilo de la charla, y más todavía si por cualquier
circunstancia falla la memoria en un momento dado. Por lo tanto, cada uno debe
preparar sus charlas: conviene leer y escuchar las de los demás, darse cuenta de
los defectos que tenga (todas los tienen, incluso las que damos en este libro),
corregirlos, preparar con unas y otras las charlas de carácter más adecuado al de
cada cual y con arreglo a la clase de público de que se trate, pensarlas bien, y
una vez dadas por buenas escríbanse. Después sólo hay que recordar lo
fundamental, es decir, el esqueleto de cada discursito, y algunas frases o palabras
que se estiman dignas de ello y que se tiene interés en decir ante el público; los
detalles, o sea el relleno, se improvisan, pero sin esfuerzo alguno, ya que se
vendrán a la lengua sin necesidad de pensarlos; de este modo se pueden adaptar
a la clase de público que se tenga delante y al tiempo que deba durar la sesión.
Sobre todo, nada de consideraciones generales interminables, de comparaciones
o argumentos traídos por los pelos, de hacer gala de erudición y suficiencia
inútiles, casi siempre acompañadas de meteduras de pata; tampoco debe
abusarse de chistes y retruécanos continuados y sin ton ni son, que por otra parte
son del dominio de todos.
En una sola sesión, hemos visto tres prestidigitadores distintos repetir uno
tras otro el chiste tan original de que el «calor dilata los cuerpos, y que por eso
los días son más largos en verano que en invierno»; y otras tres veces también,
haciendo trucos con pañuelos de seda, hemos oído lo de que «el verde es el color
de la esperanza». Estas ocurrencias deben eliminarse de las charlas; y si se
quiere colocar alguna, y se ve que otro prestidigitador, en la misma sesión, o
ante el mismo público, la ha soltado antes, hay que cortarla por lo sano sin
miramiento alguno. Y para hacer esto sin embarullarse, es preciso que la
palabrería del artista no sea una cosa aprendida de pe a pa, sin poder cambiar
una palabra ni una frase.
El modo de hablar
Hay que hablar poco, pero hablar bien; sobre todo despacio; no siendo un
orador profesional, todos hablan demasiado de prisa, especialmente al principio
y cuando falta tiempo o se ve que el truco que se está desarrollando no marcha
del todo bien. Si se siente que los nervios empiezan a dispararse, hay que parar
un momento y esforzarse en hablar y accionar despacio, con lo cual el miedo
desaparecerá, y el público recobrará la calma por un momento perdida ante el
visible aturdimiento del operador, y lo que empezaba a marchar mal acabará
marchando bien. Hay que pronunciar bien, articulando con gran claridad: nada
tan monótono y que tanto canse como un orador que apenas abra los labios.
Tampoco hay que incurrir en el defecto contrario, de cantar materialmente las
palabras, subiendo bajando, y haciendo escalas que molestan o hacen reír al
público.
Pero no sólo hay que pronunciar bien, sino que hay que escoger las palabras
y las frases, evitando, sobre todo, los párrafos compuestos de «ahora bien…»,
«por lo tanto…», «es decir…», «señoras y señores…», «desde luego…», tan
frecuentes cuando se quiere improvisar sin tener costumbre de hacerlo.
Los gestos
Un escena no se debe estar pasmado, ni tampoco en movimiento continuo,
poniendo y quitando cosas de su sitio sin necesidad, metiendo y sacando las
manos de los bolsillos, frotándoselas como si se atuvieran lavando o como si se
tuvieran heladas. Lo mismo que sucede con las palabras y las frases, ocurre con
los gestos; todos tenemos tics más o menos pronunciados; para conocerlos y
remediarlos hay que pedir a los buenos amigos que, sin miramiento alguno, nos
los indiquen, para procurar corregirlos.
Los gestos que hay que hacer en el transcurso del trabajo no deben ser
bruscos ni repentinos; no debe abusarse de ellos, ni tampoco escatimarlos
demasiado; nunca debe ponerse un objeto en la mesa de manera violenta ni
repentina, como si se tuviera prisa por soltarlo, defecto muy corriente en los
principiantes y nerviosos. A pesar de su nombre, la prestidigitación no es el arte
de andar ligero, sino pausadamente. Los números descritos en este libro no
exigen técnica especial alguna, y por esta razón no hay por qué adornarlos con
gestos extraordinarios de ninguna clase. Ante todo, la naturalidad. Como el
operador está en peores condiciones que todos para darse cuenta de sus propios
defectos, hay que solicitar la crítica y observaciones de los buenos… y de los
malos amigos. No hay que dudar que quien quiera documentarse perfectamente
de sus defectos tendrá muchas ocasiones de hacerlo, pasando del límite con que
pudiera soñar…
Si en este libro fuéramos a estudiar la verdadera prestidigitación, en todos
sus aspectos, nos extenderíamos en consideraciones sobre la ficción, que sólo
explicaremos cuando haya necesidad, y haríamos hincapié en la precisión de
hacer independientes los ojos de las manos. Basta aquí indicar que cuando se
quiere hacer una cosa con una mano, no debe mirarse a ésta, sino a la otra, que
hará algo para despistar al público, distrayendo su atención de la primera. Por
ejemplo, sería desastroso mirar el servicio de la mesa al tomar o soltar en el
mismo un objeto sin que el público se dé cuenta; no sólo el truco resultará en
cierto modo fallido, sino que el público se percatará de la existencia de los
servicios, cosa grave para el desenvolvimiento de la sesión. Lo mismo sucede
con las trampas de la mesa; no hay que mirarlas con excesiva atención cuando se
introduce en ellas algún objeto, porque los espectadores las verían al mismo
tiempo, ya que no hay cosa que tanto sugestione ni que tanto se siga como la
mirada.
Basándose en esta sugestión de la mirada, se puede llevar la mirada del
espectador hacia algún objeto inútil, mirando a éste de modo bien ostensible,
mientras que una mano hace discretamente, y sin ser acompañada de la mirada,
la maniobra esencial secreta en que consiste el truco. Por lo menos, si los
espectadores notan que el operador mira con insistencia la tapa de la mesa,
aunque ellos no la vean bien, supondrán que hay engaño en ella, y perderán valor
e interés los trucos que se realicen. Es preciso, como ya hemos dicho
anteriormente, familiarizarse con el material que se emplee, y repetir mucho los
trucos, por fáciles y seguros que sean. Hasta para los que damos en este libro hay
que tener siempre en cuenta esta advertencia, y para la alta Prestidigitación, la
repetición es la regla fundamental de su estudio y práctica.
Otro axioma clásico del ilusionismo (con habilidad o sin ella) es el siguiente:
nunca debe anunciarse de manera terminante a los espectadores la clase de
prodigio que se les va a presentar; porque pueden dudar, y estando alerta en el
desarrollo del truco, cazar éste en el momento de la operación esencial, o fijarse
en algún detalle que les habría pasado inadvertido de no ser por el anuncio hecho
al empezar el truco. Pero hay números cuya fase que pudiéramos llamar de
ejecución es corta, y la presentación del mismo larga; en este caso conviene
anunciar al público lo que va a ver, si en el momento de anunciarlo están hechas
todas las operaciones, para que toda la vigilancia que desde este instante
desarrolla el público no le sirva para descubrir nada del truco. Ya veremos
algunos ejemplos en que conviene seguir esta práctica para dar mayor realce y
valor a la sesión.
Los ayudantes
A veces es necesario disponer de un ayudante; pueden presentarse tres casos:
un espectador (niño o persona mayor, según el caso; nunca debe hacerse subir a
la escena a una mujer ni a una muchacha), al que se ruega se acerque para
ayudar en un número, o dos solamente, sin olvidarse de enviarlo a su sitio
cuando termine su cometido, para evitar que, estando sin hacer nada mientras el
prestidigitador trabaja o charla, se le ocurra echar una mirada a los servicios de
la mesa, a las trampas, etcétera; el segundo caso se refiere al ayudante clásico,
instruido por uno mismo, que permanece en escena toda o casi toda la sesión, a
la vista del público, y que sirve para poner y quitar objetos, y en general para
hacer cuanto se le mande; el tercer caso es el del ayudante oculto detrás de un
bastidor trabajando misteriosamente en los momentos señalados de antemano,
para mover ciertos hilos, por ejemplo. Estos dos últimos, frecuentes y casi
generales en la prestidigitación profesional, serán excepcionales para los trucos
que aquí describiremos; sobre todo, el ayudante oculto sólo se utiliza en sesiones
de altos vuelos, con escenarios provistos de bastidores y preparados para
determinados trucos (véase truco LXVII, figuras 74 y 75). Claro está que este
ayudante ha de repetir el truco con el operador cuantas veces sea necesario, y
que ha de tener serenidad y discreción a toda prueba.
Otro ayudante que puede ser de gran valor en determinadas ocasiones es el
pianista (hombre o mujer, no importa): una música que no moleste, como decía
Leconte de Lisie hablando de la de Massenet para sus Erynnies, constituye un
buen relleno entre dos números sucesivos, cuando el prestidigitador sale de la
escena unos instantes, o cuando hay que preparar el número siguiente. Unos
arpegios con sordina acompañan perfectamente a los trucos finos que se
presentan sin hablar, un vals bien interpretado da carácter a un juego que termine
con distribución de flores, y un himno marcial, la Marcha Real, la Madelon, etc.,
para la aparición de las banderas al final de la sesión. El principio, los entreactos
y el final de la sesión serán amenizados por aires apropiados. Al pianista le basta
con tener costumbre de acompañar, parar e improvisar, adaptándose a las
circunstancias, sin que se note la improvisación; hay que darle instrucciones
previamente, no olvidándose do entregarle un programa con anotaciones. Será
muy conveniente hacer un ensayo completo de la sesión con el pianista.
Generalidades
No hay nadie que no conozca, por lo menos, dos o tres juegos de manos con
cartas; también es verdad que esta capacidad constituye por sí sola la mitad del
ilusionismo. En este capítulo describiremos solamente un número limitado de
esta clase de trucos, seleccionando los menos conocidos y los más ricos en
variantes y derivados de entre los factibles sin necesidad de habilidad especial.
La serie de juegos de esta clase es tan numerosa, que conviene distribuirlos en
tres grupos:
V. El montón de siete
Más bien que juego de manos, se puede decir que este número es una broma
de prestidigitación… Sin embargo, se le puede dar cierta importancia insistiendo
en el tema de la predicción del pensamiento… El juego consiste en poner en sitio
bien visible, desde el principio de la sesión, un sobre con cinco lacres, y después
de aludir al mismo haciendo que se fije el público en la importancia de estar
cerrado y lacrado, se toma una baraja cualquiera y se hace un montoncito con
siete cartas cualesquiera, y en otro montoncito se ponen los cuatro sietes de la
baraja. Se ruega a un espectador que elija el montón que quiera, y una vez
señalado se le entregará para que lo vea, y abriendo el sobre se da a leer el papel
que contiene, y que dice, de manera poco comprometedora por cierto:
1 2 3
4 5 6
7 8 9
10 11 12
etc.
M U T U S
1 3 5 4 7
N O M E N
9 11 2 13 10
D E D I T
15 14 16 17 6
C O C I S
19 12 20 18 8
Hecho esto, se distribuyen sobre la mesa las veinte cartas, boca arriba, pero
una a una y en el orden indicado por el cuadro siguiente, formado por cinco
palabras mágicas (¿?), cuyas letras suman en total diez, repetidas cada una dos
veces. Siguiendo mentalmente la sucesión y repetición de estas letras, es como
hay que colocar las cartas: la primera sobre la M, inicial de Mutus; la segunda
sobre la segunda M, que es la tercera letra de Nornen; la tercera sobre la primera
U de Mutus, la cuarta sobre la segunda U, etc.
Basta entonces preguntar al espectador en qué filas se encuentran sus dos
cartas, para deducir inmediatamente cuáles son éstas, que precisamente ocuparan
los sitios de la letra común a estas dos filas o nombres. Por ejemplo, si el
espectador responde que sus cartas están en la primera y cuarta filas, son las que
ocupan el sitio de las S (números 7 y 8), o sea, la última de la derecha de cada
fila. Si las dos están en la tercera fila, es señal de que son las correspondientes a
las dos D, es decir, las 15 y 16.
1 2 3 4 5
6 7 8 9 10
11 12 13 14 15
16 17 18 19 20
21 22 23 24 25
1 2 3 4
5 6 7 8
9 10 11 12
13 14 15 16
Los prestidigitadores hacen este juego con una baraja ordinaria, empujando
ligeramente hacia atrás la carta de abajo con un dedo, mientras con otro se saca
la que le precede, dando la sensación de que es la de abajo la que se ha sacado.
No hay inconveniente en que los espectadores cercanos a cada uno de los
que ven la carta de abajo, la vean al mismo tiempo, ya que de este modo el
asombro se extiende a más personas; pero los tres elegidos para enseñarles la
baraja deben estar en puntos de la sala lo bastante separados entre sí para que, al
enseñar la baraja a cada uno de ellos, no sepan lo que han visto los anteriores.
También se puede pedir a cada espectador que escriba en un papel la carta que ha
visto; este papel se dobla para ocultar lo escrito, y sobre la parte de afuera se
dice al segundo espectador que escriba lo que ha visto, etcétera. Al volver a la
mesa, se desdobla, y se dice:
«Vamos a leer lo que dice en el papel; el primer caballero ha escrito as de
bastos; ¿es ésta la carta que ha visto usted?… ¡Muy bien! El segundo ha escrito,
etc.» (se termina como antes se indicó). Estas declaraciones escritas, que evitan
todo olvido por parte del espectador y hacen desaparecer la idea de una respuesta
afirmativa por complacencia o timidez, producen siempre, por estas causas, un
gran efecto en el público. También puede darse a leer el papel a un espectador
cualquiera.
Las cartas «al tercio» (biseladas)
No hay trucos más fáciles de hacer con las cartas que los efectuados con los
llamados «naipes al tercio» o biselados; no sólo pueden hacerse muchísimos
juegos, sino que la baraja sirve para cualquier otro truco.
Este corte de los naipes permite hacer juegos de manos
de un modo sencillo y seguro cuando no se tiene la
habilidad profesional de un prestidigitador, es decir, que las
cartas así cortadas substituyen en cierto modo la destreza
manual del prestidigitador de oficio.
Se llama cartas «al tercio» a las cartas cortadas de
modo que los dos lados largos no son rigurosamente
paralelos, a causa de un corte dado a los mismos,
resultando, como consecuencia lógica, que los dos lados
cortos dejan de ser iguales. La carta queda en forma de
trapecio, en vez de ser rectangular; pero esta deformación,
por ser tan pequeña, no es apreciable a simple vista; la diferencia de longitud
entre los dos lados cortos no debe pasar de un milímetro, y si se tiene un tacto
delicado, basta con medio milímetro de diferencia. En la Fig. 10 se ve una carta
«al tercio», con la forma muy exagerada, para que se vea bien en qué consiste
este corte.
Se comprende fácilmente que si no pone una carta así preparada en sentido
inverso en una baraja en que todas las cartas estén colocadas de modo que
tengan superpuestos exactamente lodos los bordes, esta carta presentará salientes
los picos no cortados, a derecha e izquierda de la parte estrecha de la baraja (fig.
11).
Tomando la baraja de modo que se apoye el dedo pulgar sobre uno de los
lados largos de la baraja y los otros cuatro dedos sobre el borde opuesto, sin
apretar demasiado, se nota en seguida el saliente que hacen los picos de la carta
puesta al revés, y con sólo tirar hacia afuera sale esta sola carta (fig. 12).
Si hubiera que acertar varias cartas puestas al revés, es decir, en sentido
contrario, en la baraja, se ponen a distintas alturas y se van sacando una a una.
De todos modos, es conveniente hacer primero muchos ensayos para
acostumbrarse a no apretar demasiado, o no apretar nada.
Si se saca la carta de esta manera estando de espaldas al público, al volver a
la mesa, el cuerpo tapa las manos, y se puede con toda facilidad sacar la carta y
ponerla encima o debajo de la baraja antes de volverse de nuevo al público y de
poner la baraja sobre la mesa. Este sistema es con frecuencia muy conveniente
para terminar bien algunos trucos. De todos modos, es importante no mover la
mano más de lo necesario, sin que los codos se separen ni el brazo haga
movimiento sospechoso alguno.
Se pueden cortar las cartas con unas tijeras largas, o mejor aún con una
navaja de afeitar o cortaplumas bien afilado, que se ajusta a una regla, poniendo
la carta sobre un cartón o sobre una lámina de cinc. Claro está que resulta
extremadamente difícil dar ochenta cortes exactamente iguales con la misma
oblicuidad; esto se consigue muy bien con sólo dos cortes de guillotina sobre
toda la baraja.
Después hay que suavizar e igualar los cortes frotándolos con un poco de
papel de lija; a continuación se frotan fuertemente con un paño ligeramente
impregnado de cera, o con una vela, o jabón seco, etc., y, por último, con un
paño seco. También os conveniente, y fácil, matar los picos del lado más corto
con papel de lija puesto en una matriz especial.
Una baraja así biselada queda útil para cualquier juego. El aficionado que no
haya estudiado ni practicado la prestidigitación de habilidad, hará bien en
emplear siempre barajas biseladas, aun cuando no tenga que utilizar esta
propiedad particular. Una recomendación eficaz: no deben llevarse nunca estas
barajas en los bolsillos, si no se piensa dar ninguna sesión de prestidigitación; su
sitio está en la caja o maletín de accesorios y no en los bolsillos. Si se presta una
de estas barajas a los amigos, para jugar a las cartas, y se dan cuenta de que se
llevan esta clase de cartas en los bolsillos, no sólo padecerá la reputación propia
del prestidigitador, sino también la personal, que es aún más digna de tener en
cuenta.
Vamos a ver algunos trucos o juegos basados en el uso de cartas «al tercio»;
después veremos los medios que pueden sustituir a este corte, y los
procedimientos para conocer, con una sola ojeada, mirando las cartas por el
revés, el nombre de cada una de éstas, sin que los espectadores puedan adivinar
el truco.
Se ruega a éste que tome la carta que quiera: hecho esto, se cierra la baraja y
se recomienda al espectador que mire bien su carta para que no se le olvide, que
la enseñe a sus vecinos, si quiere, pero que procure que no la vea el operador.
Mientras se hacen estas recomendaciones, se tiene la baraja a por sus extremos
con las dos manos o se pasa de una mano a otra sencillamente. Después se abre
la baraja en abanico, pero teniéndola esta vez con la otra mano, de tal modo que
si la primera vez que mi presentó al espectador, los bordes más cortos estaban
dirigidos hacia el público, ahora lo estén hacia la mesa. Como el espectador mete
la carta en la baraja en el mismo sentido que la ha tomado[11], resulta que ésta
entra a contrapelo. Se deja entonces la baraja al espectador para que corte o
baraje como quiera (procurando no escoger una persona que ya por su aspecto
diga que es lo bastante torpe para dejar caer la baraja y reuniría después sabe
Dios cómo). Al devolver la baraja, bastará pasarla suavemente por entre el
pulgar y los restantes dedos de una de las manos, tapando éstas con el cuerpo al
tiempo de volver a la mesa para sacar la carta vista por el espectador; esta carta
se puede poner encima do la baraja, que es lo que generalmente da tiempo a
hacer.
Ese empleo de la baraja biselada es fundamental y constituye casi todo el
interés de la misma. Se puede decir que la mitad de los trucos de cartas están
basados en esta manipulación: encontrar una carta Lomada y vuelta a poner en
una baraja bien mezclada. Para utilizar este principio, que en realidad no os un
juego sino un procedimiento para hacer trucos, véanse los juegos XXII a XXIV.
Claro está que se pueden encontrar en la baraja dos, tres o cuatro cartas
tomadas por otros tantos espectadores, teniendo vista suficiente para estar
seguros de que ninguno le ha dado media vuelta mientras se está hablando con
otro. Aunque esto no sucede sino en casos contadísimos, es mejor y más seguro
no recurrir a ningún espectador, cuando el juego se presta a ello. Por ejemplo, se
buscan en la baraja los cuatro reyes, se enseñan en abanico y poniéndolos unos
sobre otros, se introducen, a contrapelo, en distintos sitios de la baraja, que se da
a un espectador cualquiera para que la baraje bien. Se toma nuevamente la
baraja, y al volver a la mesa, de espaldas al público, se sacan de una vez los
cuatro reyes, que sobresalen de las demás cartas, y se ponen en seguida sobre la
baraja. Después se hacen reaparecer juntos, en las circunstancias adecuadas al
discurso pronunciado. Por ejemplo, se anuncia la reunión de los reyes, como en
el Carnaval de Venecia, lamentando no poder reunir más de cuatro…
Una vez convenido en que los aficionados a que está dedicado este libro
tienen derecho a utilizar cartas señaladas (para juegos de prestidigitación, claro
está), vemos a describir varios trucos hechos con cartas señaladas. Para conocer,
por el revés, las cartas, puede bastar un punto, o cuanto más dos. Robert-Houdin
indica un procedimiento muy delicado que los griegos utilizaban en un
principio; más recientemente, Bruno-Delville ha indicado una variante, en que la
carta se pincha ligeramente, para formar un relieve muy pequeño, en el sitio que
se quiera, con una aguja embotada, pudiéndose reconocer al tacto todas las cartas
sin necesidad de mirarlas.
Las dimensiones interiores de esta caja son de unos milímetros más que las
de una carta ordinaria. Finalmente, esta caja contiene una tablilla móvil, muy
delgada (de uno o dos milímetros), idéntica a las del fondo y de la tapa de la
caja, que entra y sale de ésta sin frotamiento alguno, pero ni dejar tampoco
mucho juego entre sus bordes y la madera de la caja; para ello se le da medio
milímetro menos de dimensión que a las del interior de la caja.
También se puede emplear una caja redonda de cartón, lo bastante grande
para que dentro quepa una carta, y se hace un disco de cartón de diámetro igual
al del interior de la caja y forrado de papel igual al de dentro de la misma.
Antes de hacer el juego se pone una carta que llamaremos núm. 1, en el
fondo de la caja, y encima se pone la tablilla. Al abrir la caja y enseñar su
interior al público, éste tomará por fondo verdadero la tablilla. Encima de ésta se
pone entonces la carta que se trata de cambiar, y se cierra la caja. Con gestos
cabalísticos, o simplemente cambiando de mano la caja mientras se está
hablando, o como quiera que sea, se da la vuelta a la caja, de modo que la tapa
quede abajo. Como ésta es idéntica a la caja propiamente dicha, es decir, a la
parte del fondo, el público no se da cuenta de la vuelta. Al abrir de nuevo la caja,
la tablilla está sobre el fondo de lo que antes era tapadera, que ahora hace de
fondo de la caja, tapando la carta puesta a la vista del público, o sea la carta
número 2; la carta que, a la vista del público, está sobre la tablilla, que hace de
fondo de la caja, es la número 1. De este modo se puede cambiar una carta de
palo largo por otra de palo corto, una figura por un número, una carta ordinaria
por otra de doble cara, una carta rota por otra nueva llamada «compuesta», etc.
También se puede cambiar un papel escrito por un espectador por otro escrito de
antemano.
Es evidente que no puede darse a ver al público la caja más que cuando se
tiene la habilidad suficiente para hacer caer la tablilla en algún servicio de la
mesa, o detrás del pañuelo, sin que el público se dé cuenta, mientras se está
hablando y haciendo los gestos convenientes para ayudar la operación, y que
cada cual estudiará y preparará según el experimento que trate de hacer.
Estos cartuchos son de papel, y pueden doblarse como los que dan en las
tiendas de ultramarinos. El agujero, de unos centímetros de diámetro no se hace
en el fondo, mismo, sino un poco por encima, en la pared lateral. Al doblar el
fondo sobre un lado (figuras 32 a 34), queda tapado este agujero, no siendo
visible a los espectadores al enseñarles el cartucho. También se puede enseñar el
otro lado del cartucho, o doblar el fondo sobre este último; en este caso para
disimular el agujero que queda al descubierto, se sostiene el cartucho por debajo,
abriendo la mano para tapar el agujero.
Se introducen la mano y el antebrazo en el cartucho para abrirlo e hincharlo;
se pone de pie en la mesa, claro está que con el agujero en el lado que no mira al
público, y precisamente junto a la trampa inglesa de la mesa o el velador. Se
echa entonces una naranja o un huevo en el cartucho, se eleva éste oblicuamente
para que el objeto no pueda salirse por el agujero, y se muestra al público
tocando el fondo de modo que se vea que está dentro el objeto. Después se pone
el cartucho otra vez en la mesa, pero verticalmente, para que la naranja o el
huevo pueda salir por el agujero y caer en la trampa, mientras se doblan los
bordes superiores. Se avanza hacia el público, con el cartucho cerrado entre las
manos, y de pronto se aplasta entre éstas y se rompe.
Conviene combinar este truco, tan corto, con otro que se sirva de los mismos
accesorios, como el LIII, o el siguiente.
1ª. Se toma la hoja de «papel de seda, llamado así porque está hecho de
seda, que vamos a extraer destilándolo al calor de esta bujía»; teniendo el
papel entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, con la mano derecha
se coge la caja de cerillas, que se coloca en la izquierda, entre los tres
dedos libres; se saca una cerilla y se frota con el rascador. Si so enciende,
se empuja para adentro el cajoncillo, que hace salir por el lado contrario
al pañuelo rojo, que cae en la palma de la mano izquierda. «Vean ustedes
qué buen mago soy (se dice empujando el cajoncillo de la caja), que hasta
hago arder las cerillas de la Compañía…». Las risas con que son acogidas
estas frases hacen disipar toda desconfianza en la operación de encender
la cerilla. Si no arde la cerilla primera, se dice: «Me tengo por un buen
mago, pero mi poder no llega a hacer arder las cerillas de la Compañía», y
se frota otra hasta que arda. Se enciende la bujía falsa, se sopla y se tira la
cerilla ya apagada, y con la mano derecha se vuelve a poner la caja en la
mesa. La hoja de papel, que se tiene entre el pulgar y el índice de la mano
izquierda, obliga a tener ésta medio cerrada, con lo cual se tiene con toda
tranquilidad el pañuelo oculto en la misma. Se enciende el papel en la vela,
se agita un poco en el aire, y se juntan las dos manos para apagarlo; se
agitan de arriba abajo, y con la punta de los dedos de la mano derecha se
saca el pañuelo de la izquierda.
2ª. Puesto el pañuelo, como quien no quiere la cosa, sobre el espaldar
de la silla, para tomar la copa, se vuelve a coger al mismo tiempo que el
que está detrás sujeto con el hilo negro, poniendo los dos en la copa, como
si no fuera más que uno. Se tapa la copa con el papel fuerte de tamaño
mediano, y se aplica bien con las manos contra la boca de la copa, para
que ésta quede bien marcada, ya veremos para qué. Se recoge este papel
cuando el espectador ha sacado los pañuelos de la copa, y se pone al lado
de ésta, ya sobre la mesa.
3ª. Se toma, con la mano derecha, de encima de la mesa el papel más
grande, con el pulgar encima y el índice debajo, los otros dedos pasan
detrás de la mesa y hacia abajo, y con el medio se engancha el asa de
alambre (pero sin titubeos ni miradas furtivas; es muy fácil hacerlo, pero
hay que ensayarlo); no alza la hoja de papel y el alambre con el pañuelo
verde, que queda oculto a la vista del público por el mismo papel, que para
ello debe elevarse bien de cara al público, y nunca horizontalmente. Con la
mano izquierda se hace de este papel un cucurucho alrededor de la
derecha, que se retira dejando dentro de aquél el pañuelo, con su montura
de alambre. Una vez retorcida la punta de este cucurucho, para que no se
deshaga, se sujeta con una mano y se mete en el mismo, de manera bien
ostensible, el pañuelo rojo; después de unos pases mágicos, se introduce la
mano (habiendo enseñado que está vacía) en el papel y se saca el pañuelo
verde, que se desprende con ligereza de la armazón de alambre en que
estaba. En cuanto se presenta el pañuelo verde, se arruga y se hace una
bola con el papel y se tira al suelo, con el alambre y el pañuelo rojo dentro
(no hay que olvidarse recogerlo después de la sesión).
4ª. La copa que contiene el pañuelo rojo se tapa con el papel fuerte que
sirvió antes, en el que está bien señalado el borde de aquélla. Se toma con
la mano derecha, y se coloca el papel con la copa debajo, sobre la trampa
inglesa o sobre el servicio de la mesa, donde se deja caer al doblar el
papel, ya que se procurará aflojar los dedos lo suficiente; una vez caída la
copa en la trampa, se avanza con el papel entre las manos, como si
siguiera la copa dentro, hacia el público, y se termina como ya se indicó.
5ª. La desaparición del otro pañuelo se hace como sigue: se abre el
periódico para enseñarlo abierto al público por las dos caras. Se cierra y
se dobla en dos, como hacen los vendedores, pero de modo que caigan una
sobre otra las dos mitades de la portada. Se arrolla en forma de tubo el
periódico así doblado, pero de manera que la longitud del tubo sea la
anchura del periódico; con dos alfileres se sujetan los bordes para que no
se deshaga el tubo, y hecho todo esto, se introducen los dedos de la mano
derecha, no dentro del tubo, sino entre las páginas 2 y 3, separándolas, y en
este espacio es donde se introduce el pañuelo, haciendo como si se metiera
en el centro del tubo. Al sacar la mano se vuelven a poner en contacto las
hojas 2 y 3. Al quitar los alfileres se ve que el tubo está vacío; hay que
procurar que la boca del saco formado por las páginas 2 y 3 no quede
hacia abajo. Se arruga entre las manos el periódico, se hace una bola y se
tira al suelo (sin olvidar recogerlo al terminar la sesión).
6ª y 7ª. El sacar los dos pañuelos de las dos mitades del tubo-bujía, es
cosa que no hay que explicar, lo mismo que el sacar encendida la otra
bujía, cosa que se hace frotando la cabeza de la cerilla, al sacar aquélla
del bolsillo, con el papel de lija cosido por encima de éste.
El tronco de cono se pinta de negro mate por dentro; el extremo más estrecho
se mantiene centrado respecto al tubo, con algunas tiritas acodadas de cinc, o
con clavijas de madera bien ajustadas y aseguradas con papel encolado. De este
modo queda entre los dos cartones una separación, en la boca, de dos a tres
centímetros: en este espacio anular se ponen, antes de empezar la sesión, los
pañuelos, banderas, etc., bien apretados unos contra otros para que ocupen el
menor volumen posible. Las flores y ramilletes se hacen, con plumas recortadas,
coloradas y montadas en alambritos, por quienes se dedican a esto: estos ramos
son tan flexibles que pueden meterse en cualquier sitio sin ocupar apenas nada,
hinchándose considerablemente al sacarse. También se pueden hacer con papel
fino de color y unos muellecitos para estirarlo.
Hay que hacer ciertos ensayos para ver el modo de poner estos objetos entre
los tubos, y de sacarlos uno a uno a través del papel roto.
No hay que decir que solamente se presenta al público la boca del tubo
correspondiente a la base del tronco de cono; resulta imposible que aquél se dé
cuenta de que el orificio más distante es algo más pequeño que el más próximo.
También se han construido tubos formados por dos, uno de ellos (el de
dentro) oblicuo respecto al otro, con una generatriz común, que es por donde van
pegados. Esta disposición da más solidez y además permite introducir en el
espacio A (fig. 44) objetos más voluminosos.
Se ponen un momento las cintas sobre el velador, para dar una explicación
cualquiera, como, por A ejemplo: «Ruego a usted, caballero, que fue tan amable
que se dejó atar por mí, que tome ahora el desquite atándome los dedos con estas
cintas, tal y como yo hice con usted». Y diciendo esto, se superpone un pulgar
sobre todo, formando una cruz.
Se toman después las dos cintas, pero esta vez se unen en el aire los dos
extremos BB’, sujetándolos entre el pulgar y el índice, quedando colgando los
extremos AA’, pero sin pasar por encima de la cinta BB’; las dos cintas quedan
unidas por las dos puntadas, lo cual no se ve a distancia superior a un metro. El
público cree estar viendo aún lo que representa la figura 49, cuando, en realidad,
lo que ve es lo representado por la figura 51.
Se introduce el pulgar derecho en el ojal formado por BB’ teniendo estos
extremos entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, y colgando los AA’ se
avanza así hacia el espectador, y se ruega a éste que haga un doble nudo con BB’
alrededor de vuestro pulgar derecho. Después se pone debajo de éste el pulgar
izquierdo, en contacto con él, apretado y en cruz con el mismo, y se dice al
espectador que los anude fuertemente con la otra cinta A A’, y se elevan las dos
manos, así unidas, hasta la altura de la cara, para facilitar la operación de amarre
al espectador en cuestión.
Al volver a la mesa, y con un ligero esfuerzo se separan las dos manos; el
hilo se rompe, y las dos cintas quedan en forma de anillas
alrededor de cada dedo, que quedan perfectamente libres
el uno del otro. Claro está que este esfuerzo debe ser
moderado, sin hacer gestos exagerados, que serían
notados en seguida por el público, aun cuando se
estuviera de espaldas a éste: se mantienen los codos
pegados al cuerpo, moviendo únicamente las muñecas,
que han de estar en el medio del cuerpo y precisamente
en el momento en que se está de espaldas al público; este
movimiento ha de durar un instante.
Se sigue con las manos unidas y los dedos en cruz,
como si aún estuvieran unidos, y una vez de cara al
público, se hacen cosas inexplicables en un hombre así
atado; por ejemplo, se pide al público que os tire unos
aros, que de antemano se habrán dado a varios
espectadores; se avanzan las manos hacia el aro, y en el
momento de llegar se separan lo preciso nada más para
que pase aquél: los espectadores no han tenido tiempo de
ver que las manos se han separado, a causa del
movimiento general de los brazos y del aro. Se repite esta operación dos o tres
veces.
Otro experimento consiste en golpear dos veces, con las manos unidas, el
espaldar de una silla y, a la tercera vez, pasar este espaldar por entre las manos,
que se abren un instante para volverse a unir en seguida otra vez. Tanto si se
hace lo de los aros como lo de la silla, se va después al público, para que alguien
corte las dos cintas que rodean vuestros dedos, sin dejar de decir que se fijen en
las señales que en éstos han hecho las cintas, prueba de que estaban bien
apretadas.
Este medio elegante e ingenioso de hacer un aficionando este juego,
perteneciente a un género reservado hasta ahora a los profesionales, se debe al
ingeniero francés señor J. Laissus.
Se dice a uno de los espectadores que suelte el extremo que tiene sujeto y
que examine las anillas que se han sacado de detrás de la americana; al mismo
tiempo, el otro espectador tira de los cordones y los examina con igual cuidado;
los dos reconocen noblemente que no ven truco alguno ni en las anillas ni en los
cordones.
Explicación.— El truco es tan sencillo como ingenioso: se tienen dispuestas
otras cuatro anillas iguales a las que se enseñan al principio, que se tendrán
guardadas de antemano, en uno de los bolsillos interiores de la americana. Una
vez pasados los cordones por las mangas y bien tirantes, se coloca el operador
detrás de la americana, de cara al público, y la sostiene con una mano por el
cuello, con el índice debajo y el pulgar arriba, y los otros tres dedos alargados
hacia abajo y libres. Con esta mano se sujetan las cuatro anillas que hay en los
cordones, y con la otra mano se van sacando las otras cuatro una a una del
bolsillo, con algunos segundón de intervalo, dando a entender que se están
haciendo manipulaciones muy delicadas y difíciles. Los cordones deben ser lo
bastante largos para que los dos espectadores no puedan ver lo que se está
haciendo; claro está que las manos quedan, por otra parte, casi completamente
ocultas en la americana, pero todas las precauciones son pocas. Cuando los
cordones quedan sueltos por un extremo, y por el otro tira de ellos uno de los
espectadores, las anillas que estaban enfiladas en los mismos quedan libres y
sujetas en los dedos de la mano izquierda del operador. Con la mano derecha se
coge entonces la americana por el cuello, la izquierda introduce en un abrir y
cerrar de ojos las anillas en el bolsillo en que estaban las otras y se pone
nuevamente la americana en la silla, o se la vuelve a poner el prestidigitador si se
la había quitado para hacer el juego.
Hay pocos juegos de manos tan fáciles como éste, lo cual no quita que sea
uno de los que más intrigan al público.
CAPÍTULO VI
Juegos de manos con sombreros
Después de dar a ver los dos sombreros y de enseñar el dado por sus seis
caras, pero sin darlo al público[19], se anuncia que se va a hacer dar un viaje
invisible al dado de un sombrero a otro; pero casi inmediatamente se interrumpe
la frase para decir, con aire de duda: «Pero no sé si va a poder entrar en los dos;
me parece que son un poco pequeños». Y se prueba, introduciendo el dado en un
sombrero y después en otro. «Aunque no sobre mucho, entra bien, que es lo
esencial». Y diciendo esto, se saca del segundo sombrero… el dado de fuera
solamente, sujeto por sus aristas sin apretar las caras; el de dentro, lleno de
objetos, cae por su peso en el sombrero sin que el público pueda darse cuenta de
ello. Llamemos a este sombrero, para entendernos “A”. Al sacar el dado hueco
de fuera hay que evitar inclinarlo, para que el público no pueda ver que le falta la
cara de debajo. Hecho esto, se sigue diciendo: «Ya que puede entrar el dado en
los dos sombreros, vamos a hacer el experimento anunciado. Y no sólo voy a
hacer viajar al dado, sino a todos estos objetos que ven ustedes y que me han
servido en la sesión. Pongo en el sombrero “B” el dado (al meterlo se le da la
vuelta para que quede la abertura hacia arriba), y después esta baraja, este huevo,
esta bola, esta caja de cerillas…, a ver si puedo poner algo más…, ¡ah!, este
pañuelo». Como estos objetos no están preparados, pueden darse a ver antes de
introducirlos en el sombrero; se ponen en éste, pero no al lado del dado, sino
dentro del mismo, acabando de enseñar éste con el pañuelo, pero todo con el
mayor disimulo.
Se da la voz de mando: a la una, a las dos, a las tres, ¡pasa!, y del sombrero
«A» se sacan sucesivamente los objetos, dejando dentro el dado. «Ya tenemos
aquí los objetos, que han hecho felizmente el viaje; sólo queda el bulto mayor, el
dado, que aún está aquí», y se saca del sombrero «B» para enseñarlo, con la
abertura hacia el lado contrario al público, y algo hacia arriba, para que no pueda
caerse ningún objeto. Con la otra mano se vuelve este sombrero para que se vea
que no contiene ningún objeto.
«Para hacer pasar el dado al otro sombrero, voy a trabajar en secreto, porque
ustedes se alegrarían demasiado viendo cómo se hace: lo pongo en la mesa y lo
tapo con este pañuelo». Este pañuelo es el doble, que tiene dentro los cinco
cuadros articulados; se extiende, procediendo con rapidez, sobre el dado, de
modo que el cuadro central caiga sobre la cara superior de éste, y los otros cuatro
que caigan sobre las caras verticales del dado. Hay que tener cuidado para que
los espectadores no puedan notar la existencia de la cruz de cartón dentro del
pañuelo doble; para ello lo mejor es ponerse delante de la mesa al enseñar el
pañuelo, y volverse de espaldas para cubrir el dado, con lo cual el cuerpo tapa la
vista del público. Otro sistema consiste en colocar el dado sobre el cartón
central, y manteniéndolo con una mano aplicado sobre el pañuelo, volverlo con
la otra hacia abajo.
Se arrastra entonces horizontalmente sobre la mesa el dado con el pañuelo,
sujetándolo todo por los cuatro vértices del cartón superior, entre el pulgar y el
índice de las dos manos; así se lleva a pasar sobre la trampa inglesa de la mesa
(de tamaño suficiente para que quepa por la misma el dado); el dado lleno de
objetos cae en la trampa y sólo queda entre las manos el pañuelo con la forma
del dado, gracias a los cartones que tiene dentro. Se sujeta entonces con una sola
mano el cuadrado de encimo (o central), por sus cuatro lados, o por dos opuesto,
y con la otra mano se coge un borde del pañuelo y se agita vivamente todo él: en
cuanto la primera mano suelta el cartón, coge una punta del pañuelo; el dado,
cuya silueta cúbica se veía un momento antes dentro del pañuelo, ha
desaparecido. Se ex tiende el pañuelo sobre la mesa, se dice que el dado ha
pasado ya al sombrero «A», y… efectivamente, so saca de éste.
A falta de pañuelo preparado como se ha indicado, se puede utilizar el
estuche de colores, inspirándose en el juego anterior.
Como se ve, entre el juego anterior y éste sólo hay algunos puntos comunes,
considerados en su presentación y desarrollo. Sobre todo, la causa fingida, que,
motiva o justifica el introducir el dado en el sombrero, es bien distinta en uno y
en otro.
Del mismo modo se puede tener la varilla apoyada sobre la falange media o
la falangeta de los cuatro dedos, o de dos solamente, o por el dorso de la mano,
etc. Todo esto ha de hacerse sin hablar, lentamente y de modo gradual, con
elegancia de movimientos en mano y dedos, y acompañados de una música con
sordina, del género misterioso.
Por último (todo esto no debe durar más de dos minutos), se hace de modo
que los hilos vayan directos de la varilla al chaleco sin abrazar la mano o la
muñeca; se va entre el público y se da la varilla a un espectador para que la
examine, lo que se hace inclinándola hacia el mismo, casi horizontalmente.
Cuando el espectador la coge por un extremo, se suelta el otro, con lo cual el
hilo resbala por ella, por efecto de la plomada, y se adapta perfectamente al
chaleco, quedando invisible. El espectador, no sólo no encuentra nada de
particular en la varilla, sino que no puede explicarse lo que ha visto, ya que no se
ha hecho ningún gesto que dé lugar a suponer que se haya desprendido de
ningún hilo ni resorte.
Esta presentación, de origen inglés, ha sido introducida en Francia por el
aficionado señor G. A. Weiller.
Las hojas de papel se ponen en la silla para enseñar las manos solamente,
pero se procurará ponerlas de modo que caiga hacia adelante más de la mitad de
su longitud de banderas que sale tras ellas al volverlas a tomar de la silla[23].
Se arrugan entre las manos estas hojas, avanzando hacia el medio del
escenario: las anillitas de papel se rompen y las banderas empiezan a hincharse y
separarse poco a poco entre las manos, que, al abrigo del papel arrugado, las
acaba de separar hasta tener una especie de ramillete de banderas que se
despliegan mientras la música toca la Marcha Real o alguna marcha triunfal
adecuada. Las hojas de papel del principio, cada vez más estrujadas, acaban por
formar sólo una bolita que puede disimularse perfectamente en la mano que agita
las banderas. Al llegar a la mesa se puede echar en el servicio de ésta, o
metérsela en un bolsillo.
Si se trata de una carta baja (as, dos, tres, cuatro o cinco) se pregunta
solamente: «¿Es el señor Estrella?». Para seis, siete, sota, caballo o rey, se
pregunta: «¿Es el señor Estrella quién está al aparato?». Finalmente, para dar la
última indicación, se dice:
Carta Indicación
Para As o Seis No se retire
Para Dos o Siete Va a ponerse al aparato
Para Tres o Sota No se retire va a ponerse al aparato
Para Cuatro o Caballo Oiga, no se retire, va a ponerse al aparato
Para Cinco o Rey Buenas, no se retire, va a ponerse al aparato
Generalidades
No basta con conocer un centenar de trucos ni aun con saberlos presentar; es
preciso saberlos agrupar para formar sesiones completas. Pero un buen programa
no es una simple colección de números o juegos de manos: los trucos deben
encadenarse y sucederse de modo que no cansen (por ejemplo, no debe hacerse
el truco XIII que requiere una baraja dividida en dos series distintas, a
continuación de otros que precisen la baraja bien mezclada). Es casi evidente
que el número de los anillos pasados por dos cintas (número L) resultaría algo
inocente hecho después del de las anillas enfiladas en los cordones que pasan por
dentro de la americana (número LI): debe hacerse, por lo tanto, antes de éste, y
no después.
Siempre es preferible no presentar seguidos, ni en la misma sesión, dos
trucos que se parezcan. Por ejemplo, los dos números de los dados en el
sombrero (LUI y LIV) se harían la competencia y perderían los dos en valor. Sin
embargo, es lógico agrupar los juegos que necesiten los mismos accesorios: los
juegos con cartas perderían mucho si se presentaran aislados. Del mismo modo
se puede formar toda una parte de una sesión con trucos de transmisión del
pensamiento, o de pañuelos, cuerdas, etc.
No cabe duda, que para que una sesión resulte interesante, debe ser lo más
variada posible; por consiguiente, hay que procurar que en cada sesión entren
juegos de todas clases: cartas, monedas, pañuelos, dados, cuerdas, trucos de
Química, etc. En los programas que siguen puede verse que prevalece este
criterio.
Se dice mucho que los números de una sesión de prestidigitación deben ser
cada vez más fuertes. Es natural que debe terminarse con un juego de gran efecto
y aparatoso: acabar con un juego inocente de cartas o monedas, sería tan
equivocado como terminar un concierto con un nocturno. Pero el principio no
debe sacrificarse demasiado; por otra parte, el éxito de cada número y su efecto
dependen de la manera de presentarlos más que de nada, y de las preferencias de
cada cual. Por esta razón, no puede fijarse un orden a cada individuo. Al cabo de
los primeros ensayos se establecerá el orden según el gusto personal de cada cual
y las transiciones que se hayan ido pensando para enlazar las «versaciones»
correspondientes. Las listas que damos a continuación no son más que normas
generales.
En un principio tuvimos la intención de decir detrás de cada programa los
objetos y accesorios necesarios, así como las preparaciones que hubiera que
hacer de antemano, en caso preciso; pero nos ha parecido más útil para el lector
dejar esto a su cargo; teniendo que hacerse él mismo esta lista, tendrá que
reflexionar y revisar muy bien sus conocimientos, con lo cual dominará
perfectamente toda la sesión. Por consiguiente, es preciso formar, de una vez
para siempre, aunque para cada programa, la lista de objetos que hay que utilizar,
los sitios en que hay que colocarlos antes de la sesión, los dispositivos secretos
(hilos, cargas), etc.
que precisamente las dos cartas que van juntas se separen; pero es peligroso
hacerlo. Hay quien ha propuesto ponerse en la uña del dedo Índice o medio un
granito de cera blanda que, al abrir la baraja para recibir la carta vista por el
espectador, se pone disimuladamente sobre la carta. <<
[4] Nunca debe decirse: «las cuatro cartas», hace observar, con razón, Raynaly.
<<
[5] Se sobreentiende que es con barajas españolas (40 naipes). En caso de hacer
el juego con una baraja francesa (52 naipes) se colocarán sobre cada carta 12
cartas en vez nueve. <<
[6]No es preciso ser maestro en el arte de barajar en falso pura barajar algunas
cartas, delante del público, pero sin salir de mi montón, es decir, las de la mitad
de arriba pueden barajarse mitre sí, sin pasar ninguna a la de abajo, y al
contrario. <<
[7] Las barajas españolas son generalmente de una sola hoja; las francesas y las
los reyes antes de dar a ver los vasos, sin embargo, hay quien se fija en todo, y
vale más asegurarse para evitar suspicacias. <<
[10] Si se quiere, uno mismo puede dibujar, colorar y cortar esta carta, en papel
subir la última carta con los dedos medio e índice, se vean éstos desde el
público. <<
[15]Ad limitum: conviene proceder de este modo para evitar que el espectador se
olvide de la carta que ha visto, lo cual siempre desluce el juego, aun cuando
después, al mostrársela, recuerde que, efectivamente, aquélla es la que antes
escogió. <<
[16] Se tiende la mano hacia una baraja colocada en el velador o mesa, preparada
de antemano de modo que la carta en cuestión esté encima; la baraja debe estar
colocada boca abajo. <<
[17]No se puede apoyar encima de la etiqueta la mano ni el puño, porque se
pegaría. Se puede dar la impresión de que se pega con fuerza en el sobre
apretando con el puño en sitio distinto al en que está la etiqueta. A distancia, y
sobre la mesa, el público no se da cuenta de este detalle. <<
[18] No es difícil cambiar una bola igual que la preparada, pero sin hilo, por esta