El Dolor de Amar
El Dolor de Amar
El Dolor de Amar
Aliviar el dolor es, para Juan David Nasio, desprenderlo de lo real, transformarlo en símbolo. ¿Y
qué significa transformar el dolor en símbolo para darle sentido? No significa en absoluto postular
una interpretación de aquello que lo causa, intentar consolar al que lo sufre o alentarlo a vivir su
pena como una experiencia formadora que templará su carácter. Según, Juan David Nasio, la
función del psicoanalista consiste en la de ser el oyente que, por su sola presencia, puede disipar
el sufrimiento recibiendo sus irradiaciones. Según una metáfora musical, el psicoanalista armoniza
con el dolor del otro, trata de vibrar con él y, en ese estado de resonancia, espera que el tiempo y
las palabras lo desgasten. A lo largo de las páginas de su nuevo libro, Juan David Nasio quiere
mostrarnos ejemplos de que el dolor, en nuestro fuero más íntimo, es el signo indiscutible del paso
por una prueba. La muerte de un ser querido o el abandono del ser amado rompe nuestro vínculo
con un objeto al que estábamos intensa y perdurablemente apegados hasta el punto de que ese
objeto regía la armonía de nuestra psique. Puesto que ese apego se llama amor, Juan David Nasio
cree que sólo hay dolor cuando hay un fondo de amor, y que ése es el bagaje necesario para
deshacer el camino del sufrimiento.
El concepto de odio
Juan David Nasio
En una cura de análisis, el peso del odio es tal que Freud la aisla como el criterio más
claro para distinguir la técnica psicoanalítica del conjunto de los otras métodos
terapéuticos. Contrariamente a las diversas terapias alternativas, en las cuales se
desarrollan espontáneamente transferencias afectuosas y amistosas con relación al
terapeuta, en el tratamiento analítico, y en un momento preciso de la cura, las
tendencias al odio deben ser despertadas, traídas a la conciencia y, de esta manera,
favorecer la disolución de -son las palabras de Freud- las transferencias amistosas.
Para Freud, uno de los rasgos especificos del psicoanálisis, consiste en estimular con
mucha tacto, el surgimiento del odio o por lo menos no frenar, la hostilidad
inconsciente contra el terapeuta, en la actualidad de la transferencia.
Pero la importancia del odio surge también en la teoría como el aguijón que ha
permitido a Freud inventar el complejo de Edipo. En efecto, no fue la constatación
del amor del niño por la madre lo que le permitió descubrir el Edipo, sino la
observación de la rabia y el odio del hijo hacia su padre r¡val. Recordemos que el
concepto de complejo de Edipo aparece por primera vez a la largo de un capitulo de
"La interpretación de los sueños" consagrado a los sueños de muerte de personas
queridas, capítulo en el que Freud revela la moción inconsciente de odio hacia el
difunto, en el corazón mismo de la persona en duelo.
Si pensamos ahora en el caso del Edipo femenino recordamos el papel jugado por el
odio en lo que se llama la prehistoria del Edipo . Mientras el niño se separa de la
madre por, miedo, la niña se separa por odio y rencor. El vínculo de la niña con su
madre, se rompe una primera vez a causa del odio, un odio muy particular. Es una
rabia dificil de justificar. Es una hipótesis de Freud muy discutida, sobre todo por las
mujeres. Se trata de un odio por, decepción , de un reclamo irritado. Una parte de ese
odio termina por disiparse con el tiempo. En cambio, la otra parte es tenaz y está
destinada a permanecer inconsciente, y a durar a lo largo de la vida de la mujer.
Ocurre que esta parte, que ha quedado inconsciente, puede más tarde desencadenar
una reacción de ternura exagerada o de culpabilidad penosa hacia la madre o hacia
cualquier otro sustituto materno.
Quisiera señalar aquí uno de los destinos posibles de ese odio antiguo e inconsciente
de la niña hacia su madre: creemos, a menudo, y con toda razón, que cuando una
mujer elige a un hombre, esta elección está sobredeterminada por la antigua relación
con su padre. Pero hay que tener en cuenta también la eventualidad siguientez cuando
el lazo con el hombre elegido queda establecido de manera durable, y que esta pareja
se convierte, por ejemplo, en marido y padre de sus hijos, ocurre que la mujer no
redescubre en él a su padre sino a su madre. La mujer adopta entonces con relación a
su marido las mismas actitudes que tomaba con respecto a su madre.
Cuando una mujer odia a su marido, podemos suponer que esta actitud está dirigida
no contra el padre sino contra la madre. La antigua hostilidad ya olvidada e
inconsciente contra la madre, reaparece y se encarna en el odio contra el compañero.
Es decir que el amor consciente aumenta de forma reactiva para mantener la presión
de la censura sobre el odio reprimido. Aquí se esclarece un rasgo típico del
obsesivo: su amor exagera, insoportable, a menudo posesivo e, incluso, sádico.
Algunas veces este amor hipertrofiado se agota y se transforma en su contrario: un
amor inhibido. Se instala entonces, una alternancia de amor excesivo y de amor
ahogado. A esta fluctuación obsesiva del amor, Freud le da el nombre de "duda del
amor". La que sorprende es el hecho de constatar que las indecisiones para cumplir tal
o cual acto, así como las dudas del pensamiento, tan características del obsesivo, no
son sino variantes de la "duda del amor".
Siempre pensé que el obsesivo sufría en el pensamiento, - como el histérico sufre en el
cuerpo - o el fóbico sufre en el espacio. Ahora me digo que el sufrimiento obsesivo del
pensar es la expresión de un "sufrimiento obsesivo del amar".
Si ahora nos fijamos en el caso de la neurosis fóbica, vemos que aquí también el
odio es reprimido y desplazado, pero, a diferencia de la neurosis obsesiva, este odio se
encuentra proyectado hacia afuera sobre un objeto exterior que se convierte para la
conciencia del fóbico, en un objeto angustiante y hostil. Ahora bien, ocurre un
fenómeno curioso, privilegio exclusivo del amor del fóbico: para protegerse de la
angustia, el sujeto fóbico se apega y aferra tan sólidamente a su pareja amada,
verdadera armadura contra el miedo, que el amor consciente, el vínculo amoroso deja
de ser un sentimiento para convertirse en necesidad, necesidad física de protección.
El odio primordial y el amor primordial designan los dos grandes movimientos que
participan del nacimiento del yo psíquico. El odio y el amor primordiales, no son otra
cosa que las fuerzas maestras desplegadas por el yo en su lucha con el mundo
exterior, a fin de afirmarse, conservarse y sobrevivir. Desde ya debo precisarles que el
nacimiento del yo, tal como voy a describirlo, es hablando con precisión, un mito, un
montaje imaginario destinado a hacer, comprender que odio y amor no sólo son
sentimientos sino también son pulsiones.
Antes de entrar de lleno en este mito de la génesis del yo, quisiera decirles que las
fuerzas elementales del amor y del odio persiguen tres fines: evitar el displacer que
significa la tensión interna, buscar el placer que apacigua esa tensión y preservar la
¡integridad del yo.
Evitar el displacer, tal es la función del odio primordial. El odio es el nombre que
damos a la pulsión más arcaica entre todas, aquella que rechaza. El odio es el rechazo
de todo objeto -cosa o persona -susceptible de crear una sensación displacentera. Así
el odio es el movimiento de un yo precoz que dice "¡No!" al displacer; o con más
exactitud, que dice "¡No!"a todo objeto que provoca el aumento intolerable de la
tensión psíquica. El amor primordial es también un empuje, una moción del yo que
busca, por el contrario, los objetos de placer, es decir cualquier cosa o persona que
procure una regulación agradable y placentera de esa misma tensión. Mientras que el
odio es movimiento de rechazo, el amor es movimiento de apertura y expansión del
yo.
La diferencia entre objeto de amor y objeto de odio, es que el primero es ante todo
benéfico y estimulante, asimilable e integrable en el seno del yo; en última instancia el
objeto de amor nos es homogéneo. Por el contrario, el objeto de odio es
fundamentalmente nocivo y amenazador para la supervivencia del yo puesto que es
inconciliable y disonante en relación a todos los otros componentes del yo. Es un
objeto que nos es extraho y permanece inasimilable y, en última instancia
heterogéneo.
Decía que esta frase no ha cesado de acompañarme durante mi trabajo, no sólo por la
prioridad que Freud acuerda al odio como base de nuestros sentimientos humanos,
sino, sobre todo, a causa del corolario que se deduce de esta primacía del odio sobre el
amor, y que concierne, precisamente, a la culpabilidad.
He aquí la que Freud añade: "El hecho que el odio sea el precursor del amor, funda la
capacidad de hacer nacer a la moral". Proposición que podríamos parafrasear de la
manera siguiente: el hecho que el odia sea el precursor del amor, funda la capacidad
de hacer nacer la culpabilidad ¿Por qué decir culpabilidad? Si admitimos que el odio
primordial es indiferencia, rechazo pasivo e indiferencia hacia el mundo, como así
también protección de si mismo, comprenderemos que este gesto de cierre y de
afirmación de sí, pueda engendrar culpa ¿Qué tipo de culpa? La de existir en
detrimento de otro; la culpa de ser uno mismo, ignorando al Otro. Si algun delito, si
alguna falta hay aquí, será la falta original de amarse uno mismo con exclusividad,
olvidando al Otro. Así pues, seria el odio y no el amor lo que constituiría la fuente y el
fundamento primero de la moral de los hombres.
Subrayemos que, durante esta segunda fase de la génesis mítica del yo, el mundo
exterior se divide de esta manera, en dos partes bien diferenciadas: una, fuente de
placer que será interiorizada por el yo, es decir, amada y destruida; otra, extraña al yo
que será rechazada y odiada porque es inasimilable. En resumen, en este segundo
estado, el yo tiende, en cuanto a él, a convertirse en un ser de puro placer purificado,
mientras que el "afuera" se constituye como una parte amada en tanto asimilable, y
una parte mala y extraña en tanto inintegrable, y para decirlo todo, odiada.
Este es el mito de la formación del yo. ¿Cuáles han sido en esta génesis las diferentes
figuras adoptadas por el odio? La primera y la más vigorosa es la indiferencia o
rechazo pasivo; luego el rechazo activo y la expulsión de lo displacentero interior, y la
destrucción de lo malo exterior, del objeto exterior incorporado. Más tarde, en la
tercera fase, el odio se reviste de una nueva figura, abolir la independencia del objeto
conquistado pero sin destruirlo materialmente. En síntesis: el odio es una fuerza
protectora del yo.
¿Cómo conceptualizar, entonces, el odio con relación al sadismo? Pues bien; diremos
que el odio es idéntico al sadismo no perverso, puesto que está despojado de cualquier
componente sexual. Sin embargo, sigue siendo verdad y es frecuente el que tal o cual
acceso de odio que podamos reconocer, muestre ser una pasión sádica y perversa de
hacer sufrir al otro odiado. En este caso, el odio eminentemente sexualizado y
erotizado, se confunde, sin duda, con el sadismo perverso que acabamos de definir.
Pero entonces se me preguntaría: ¿por qué distinguir tan netamente el odio del
sadismo perverso, puesto que constatamos fácilmente que ese odia conlleva a menudo
un componente perverso?
Mi respuesta es clara: reconozco esta posibilidad, pero prefiero dar mayor importancia
al odio como pulsión no sexual y conservadora del yo. Concebir el odio como una
pulsión de conservación del yo, es decir, como una fuerza vital del yo sin finalidad
sexual, permite hacer del odio un concepto autónomo, no disuelto en la noción vecina
de sadismo, y conferirle así la nobleza de una sana defensa del yo.
Ciertas pasajes de la obra de Freud van en este sentido y permiten pensar que la
pulsión de muerte significa la tendencia natural del ser humano a autodestruirse. Pero
¿qué encubre esta palabra de autodestrucción cuyo sentido se revela múltiple?
Yo les propongo una tercera interpretación, enlazada con mi trabajo de elaboración con
el odio; esta interpretación no excluye las otras, pero las completa. Consistiría en
considerar que la autodestrucción perseguida por la pulsión de muerte no busca, de
manera alguna la desaparición o la extinción del ser viviente sino toda lo contrario:
buscaría su conservación. La autodestrucción no sería autosupresión de nosotros
mismos, sino más bien, destrucción en nosotros mismos de todo lo que es perjudicial e
inútil. En otros términos, la pulsión de muerte dirigida hacía nuestro interior, debe ser
comprendida como una tendencia a separarnos de nuestras propias producciones
inútiles; una tendencia a hacer envejecer y perecer aquello que, ineluctablemente,
debe separarse de nosotros con el fin de regenerar y renovar mejor la substancia
viviente. En resumen, la pulsión llamada de "muerte", podría ser calificada como
pulsión "de separación y de pérdidas", y definida en consecuencia, como una potencia
de vida psíquica destinada a conservar al individuo, haciendo perecer en él aquello que
le es perjudicial.
¿Qué decir, entonces, del odio manifestado a una mismo sino que está dirigido contra
lo heterogéneo que hay en nosotros, para separarlo de nosotros y rechazarlo?
Volvamos al comienzo mismo de nuestra génesis mítica del yo, al momento en que
afirmábamos que, en este estadio primítivo, el odio primordial era más antiguo que el
amor por el Otro.
Al igual que para la angustia y la culpabilidad, la sede del odio es el yo, contrariamente
a lo que hemos observado en el caso del dolor, en el que implota bajo el efecto de una
ruptura en el fantasma en el Ello.
El lugar del odio es pues, el yo. Pocas emociones existen en la vida que, al igual que el
odio, puedan conferir al sujeto una convicción tan intensa de estar en la verdad y estar
acompañadas de un sentimiento tan completo de omnipotencia. Cuando alguien vive el
odio, éste se le convierte en una fuente de placer narcisista que surge porque él ya se
siente confortado en su sentimiento de ser yo. Si el amor puede definirse como una
demanda de ser reconocido por el otro, quiera decir, reconocido en mi ser, el odio se
especifica por ser un movimiento impulsivo de auto-reconocimiento, a cambio, del
desprecio por el otro.
Pero, ¿qué es entonces, hablando con precisión, el odio? ¿Cómo justificar mi definición
que concibe al odio como una reacción defensiva y narcisista del yo a fin de evitar el
dolor de la pérdida de un objeto preciso en circunstancias precisas? ¿Cuál es esta
pérdida y cuáles son esas circunstancias?
Digamos en primer lugar, que el odio sólo puede nacer en el seno de una relación
durable con un otro amado del cual dependemos. Que esta dependencia sea fácilmente
localizable o no, el caso es, nótenlo bien, que el Otro del amor es siempre un Otro que
dispone del poder de responder a nuestra demanda o, al contrario, de ignorarla. Es
precisamente ésa la razón por la cual los casos de odio más frecuentes -y nuestra
experiencia de analistas nos lo enseña - se dan cuando la persona odiada es un
miembro de nuestra familia. Es entre miembros de una misma familia o entre antiguos
enamorados cuando se observa el odio más encarnizado y destructor.
¿Qué es pues el amor? Esta es la pregunta que debemos hacernos. El amor es una
promesa, la promesa de que un otro -llamémoslo el Otro del amor -tiene el poder de
conceder o no. ¿Y qué es ese don cuya promesa me ata al otro? No es una cosa
concreta sino la parte que supuestamente colmaría mi "falta en ser". El don que espero
del Otro es, en realidad, una nada, una nada cuya virtud consiste en preservar y
alimentar mi espera. Esta nos permite comprender la célebre fórmula de Lacan:"El
amor consiste en dar la que no se tiene". Yo la traduciría as¡: el amor es la promesa de
un don que algún día llegará, o también: el amor es la promesa de un don que algún
día llegará o, si nos ponemos en el lugar del que recibe: el amor consiste en esperar la
nada del Otra. Seamos claros: lo que cuenta en el amor no es el don sino la tensión de
la espera; es el suspenso de la promesa.
Como todos los sentimientos humanos, el odio sólo puede subsistir apoyado en un
fantasma alimentado por imágenes y hecho manifiesto en gestos y palabras. Y
justamente, ¿cuál es el fantasma del odio? Consiste en lo siguiente: el Otro perverso
del odio ha perdido todo poder y, en el momento presente, se encuentra reducido al
estado de objeto sometido a las fuerzas de mis pulsiones destructoras. Se convierte
as¡ en la marioneta atormentada que alimenta mis imágenes crueles y agresivas.
He aquí lo que deseaba transmitir acerca del concepto de odio en cuanto reacción
narcisista.
Para definir el odio he adelantado la palabra "sobresalto" a fin de indicar que este odio
es una reacción transitoria y, en última instancia, una vana tentativa de negar el dolor
de ser abandonado . Digo "vana tentativa" porque tarde o temprano, el sujeto que
odia deberá afrontar, inexorablemente, la pena, la pesadumbre a la tristeza.
Quisiera cerrar esta reflexión con una última frase que, a mi juicio, puede puntuar
nuestra relación al amor y al odio. Yo la colocaría en los labios de un analizante, al final
de su análisis:"conocer bien a alguien equivale a haberle amado y odiado
sucesivamente. Amar y odiar equivale a experimentar con pasión, el ser de un ser."
Texto revisado por su autor. Corresponde a la segunda reunión del seminario realizado en Buenos Aires
en agosto de 1996 cuyo tema fue: "El dolor, el odio, la culpabilidad".