El Dolor de Amar

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El dolor de amar

Aliviar el dolor es, para Juan David Nasio, desprenderlo de lo real, transformarlo en símbolo. ¿Y
qué significa transformar el dolor en símbolo para darle sentido? No significa en absoluto postular
una interpretación de aquello que lo causa, intentar consolar al que lo sufre o alentarlo a vivir su
pena como una experiencia formadora que templará su carácter. Según, Juan David Nasio, la
función del psicoanalista consiste en la de ser el oyente que, por su sola presencia, puede disipar
el sufrimiento recibiendo sus irradiaciones. Según una metáfora musical, el psicoanalista armoniza
con el dolor del otro, trata de vibrar con él y, en ese estado de resonancia, espera que el tiempo y
las palabras lo desgasten. A lo largo de las páginas de su nuevo libro, Juan David Nasio quiere
mostrarnos ejemplos de que el dolor, en nuestro fuero más íntimo, es el signo indiscutible del paso
por una prueba. La muerte de un ser querido o el abandono del ser amado rompe nuestro vínculo
con un objeto al que estábamos intensa y perdurablemente apegados hasta el punto de que ese
objeto regía la armonía de nuestra psique. Puesto que ese apego se llama amor, Juan David Nasio
cree que sólo hay dolor cuando hay un fondo de amor, y que ése es el bagaje necesario para
deshacer el camino del sufrimiento.

El concepto de odio
Juan David Nasio

Esta mañana vamos a trabajar un sentimiento que de manera general preferimos


ignorar: el odio. Como si el hecho de hablar del odio, despertara en nosotros un
malestar, un malestar hasta físico de reconocer que ese afecto pueda existir en
nosotros. La literatura psicoanalítica tampoco es muy abundante con relación al odio, y
esto a pesar de su importancia decisiva tanto en la experiencia de la cura como en la
teoría y en la clínica. Después de haber situado brevemente su función en cada uno de
estas campos vamos a examinar el concepto de odio desde dos perspectivas
diferentes: el odio como pulsión y el odio como reacción de defensa del yo
contra el dolor.

En una cura de análisis, el peso del odio es tal que Freud la aisla como el criterio más
claro para distinguir la técnica psicoanalítica del conjunto de los otras métodos
terapéuticos. Contrariamente a las diversas terapias alternativas, en las cuales se
desarrollan espontáneamente transferencias afectuosas y amistosas con relación al
terapeuta, en el tratamiento analítico, y en un momento preciso de la cura, las
tendencias al odio deben ser despertadas, traídas a la conciencia y, de esta manera,
favorecer la disolución de -son las palabras de Freud- las transferencias amistosas.

Para Freud, uno de los rasgos especificos del psicoanálisis, consiste en estimular con
mucha tacto, el surgimiento del odio o por lo menos no frenar, la hostilidad
inconsciente contra el terapeuta, en la actualidad de la transferencia.

Pero la importancia del odio surge también en la teoría como el aguijón que ha
permitido a Freud inventar el complejo de Edipo. En efecto, no fue la constatación
del amor del niño por la madre lo que le permitió descubrir el Edipo, sino la
observación de la rabia y el odio del hijo hacia su padre r¡val. Recordemos que el
concepto de complejo de Edipo aparece por primera vez a la largo de un capitulo de
"La interpretación de los sueños" consagrado a los sueños de muerte de personas
queridas, capítulo en el que Freud revela la moción inconsciente de odio hacia el
difunto, en el corazón mismo de la persona en duelo.
Si pensamos ahora en el caso del Edipo femenino recordamos el papel jugado por el
odio en lo que se llama la prehistoria del Edipo . Mientras el niño se separa de la
madre por, miedo, la niña se separa por odio y rencor. El vínculo de la niña con su
madre, se rompe una primera vez a causa del odio, un odio muy particular. Es una
rabia dificil de justificar. Es una hipótesis de Freud muy discutida, sobre todo por las
mujeres. Se trata de un odio por, decepción , de un reclamo irritado. Una parte de ese
odio termina por disiparse con el tiempo. En cambio, la otra parte es tenaz y está
destinada a permanecer inconsciente, y a durar a lo largo de la vida de la mujer.
Ocurre que esta parte, que ha quedado inconsciente, puede más tarde desencadenar
una reacción de ternura exagerada o de culpabilidad penosa hacia la madre o hacia
cualquier otro sustituto materno.

Quisiera señalar aquí uno de los destinos posibles de ese odio antiguo e inconsciente
de la niña hacia su madre: creemos, a menudo, y con toda razón, que cuando una
mujer elige a un hombre, esta elección está sobredeterminada por la antigua relación
con su padre. Pero hay que tener en cuenta también la eventualidad siguientez cuando
el lazo con el hombre elegido queda establecido de manera durable, y que esta pareja
se convierte, por ejemplo, en marido y padre de sus hijos, ocurre que la mujer no
redescubre en él a su padre sino a su madre. La mujer adopta entonces con relación a
su marido las mismas actitudes que tomaba con respecto a su madre.

Cuando una mujer odia a su marido, podemos suponer que esta actitud está dirigida
no contra el padre sino contra la madre. La antigua hostilidad ya olvidada e
inconsciente contra la madre, reaparece y se encarna en el odio contra el compañero.

Vayamos a la presencia del odio en la clínica de la neurosis y la psicosis.

En este ámbito como en los precedentes, el odio interviene siempre íntimamente


ligado al amor, su asociado inseparable, cualquiera sea el registro en el que actúa.
Aquí, en el campo de la clínica, la interacción entre ambos justifica la causa de cada
neurosis y de cada psicosis.

Me explicaré describiendo en pocas palabras el juego complejo de la relación del amor


y del odio en cada una de las configuraciones clínicas.

En el caso de una neurosis obsesiva, Freud habla de una coexistencia crónica y


apasionada del amor y del odio con relación a una misma persona. Pero lo que resulta
llamativo en este funcionamiento psíquico, es el hecho de ver que el amor consciente
puede más que el odio y reprime el odio; el amor reprime el odio y lo hace retroceder
hasta el inconsciente. Pero este odio reprimido no se apaga; por el contrario, se
mantiene muy activo y se desarrolla hasta el punto de provocar un incremento
excesivo del amor consciente, una sobrecompensación amorosa.

Es decir que el amor consciente aumenta de forma reactiva para mantener la presión
de la censura sobre el odio reprimido. Aquí se esclarece un rasgo típico del
obsesivo: su amor exagera, insoportable, a menudo posesivo e, incluso, sádico.
Algunas veces este amor hipertrofiado se agota y se transforma en su contrario: un
amor inhibido. Se instala entonces, una alternancia de amor excesivo y de amor
ahogado. A esta fluctuación obsesiva del amor, Freud le da el nombre de "duda del
amor". La que sorprende es el hecho de constatar que las indecisiones para cumplir tal
o cual acto, así como las dudas del pensamiento, tan características del obsesivo, no
son sino variantes de la "duda del amor".
Siempre pensé que el obsesivo sufría en el pensamiento, - como el histérico sufre en el
cuerpo - o el fóbico sufre en el espacio. Ahora me digo que el sufrimiento obsesivo del
pensar es la expresión de un "sufrimiento obsesivo del amar".

Si ahora nos fijamos en el caso de la neurosis fóbica, vemos que aquí también el
odio es reprimido y desplazado, pero, a diferencia de la neurosis obsesiva, este odio se
encuentra proyectado hacia afuera sobre un objeto exterior que se convierte para la
conciencia del fóbico, en un objeto angustiante y hostil. Ahora bien, ocurre un
fenómeno curioso, privilegio exclusivo del amor del fóbico: para protegerse de la
angustia, el sujeto fóbico se apega y aferra tan sólidamente a su pareja amada,
verdadera armadura contra el miedo, que el amor consciente, el vínculo amoroso deja
de ser un sentimiento para convertirse en necesidad, necesidad física de protección.

En el caso de la histeria, no es el odio lo que se reprime sino el amor, el amor por el


Otro femenino - la mujer mayúscula - la mujer ideal. Amor que es preferible hacer
aflorar a la superficie del análisis, cada vez que surjan en el paciente hay esos odios
tenaces y rencorosos tan propios al histérico.

Consideremos finalmente, la paranoia y reconozcamos la presencia no sólo de un odio


consciente, sino más aún, de un odio delirante en un grado tal que podríamos calificar
la paranoia como un "delirio de odio". Ustedes conocen el mecanismo de proyección
que explica el funcionamiento psíquico de esta enfermedad. El amor, acerca del cual el
paranoico no sabe nada, ni quiere tampoco saber nada , es proyectado en el mundo
exterior y depositado sobre una persona ya admirada por él. El amor así proyectado se
transforma en odio , del Otro. El Otro del paranoico se convierte en un enemigo al que
se trata con la misma virulencia rabiosa. El delirio de odio de la paranoia funciona en
doble sentido: del otro contra sí, y de sí contra el otro.

Vayamos ahora más directamente al concepto de odio. Lo enfocaré sucesivamente


desde dos puntos de vista complementarios: el odio como pulsión de conservación del
yo, y el odio considerado como reacción defensiva del yo para evitar el dolor de la
pérdida de un objeto particular, en circunstancias precisas.

El odio pulsión: el odio y el amor en la génesis del yo

Comencemos por el odio-pulsión, que yo llamo odio primordial, y que quisiera


presentarles juntamente con su doble, el amor primordial.

El odio primordial y el amor primordial designan los dos grandes movimientos que
participan del nacimiento del yo psíquico. El odio y el amor primordiales, no son otra
cosa que las fuerzas maestras desplegadas por el yo en su lucha con el mundo
exterior, a fin de afirmarse, conservarse y sobrevivir. Desde ya debo precisarles que el
nacimiento del yo, tal como voy a describirlo, es hablando con precisión, un mito, un
montaje imaginario destinado a hacer, comprender que odio y amor no sólo son
sentimientos sino también son pulsiones.

Para el psicoanálisis, odio y amor, constituyen fuerzas generadoras y protectoras del


yo desde el comienzo de su existencia, hasta el momento actual de su desarrollo,
cualquiera sea ese momento. Voy a presentarles un mito. Un mito que dibuja la formas
más primitivas del amor y del odio. Esas formas primeras no corresponden a los
sentimientos pero les pido, sin embargo, que piensen a medida que hablo en los
afectos de amor y de odio expresados por nuestros pacientes, si es que practican la
escucha, o bien en los sentimientos que experimentan ustedes mismos. Quiero decirles
también que este mito no sólo ha sido comentado por Lacan en los "Los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis" -de manera distinta a como lo voy a hacer
hoy- sino que ha sido la base sobre la cual Melanie Klein ha sentado su teoría. Luego
de leer y profundizar el mito del nacimiento del Yo en "Pulsiones y destinos de
pulsión", me dí cuenta que toda la teoría kleiniana toma de allí su raíz teórica o
ideológica. Es mi interpretación. No conozco nadie que haya establecido esta precisa
relación entre el Freud de 1915 y Melanie Klein.

Antes de entrar de lleno en este mito de la génesis del yo, quisiera decirles que las
fuerzas elementales del amor y del odio persiguen tres fines: evitar el displacer que
significa la tensión interna, buscar el placer que apacigua esa tensión y preservar la
¡integridad del yo.

Evitar el displacer, tal es la función del odio primordial. El odio es el nombre que
damos a la pulsión más arcaica entre todas, aquella que rechaza. El odio es el rechazo
de todo objeto -cosa o persona -susceptible de crear una sensación displacentera. Así
el odio es el movimiento de un yo precoz que dice "¡No!" al displacer; o con más
exactitud, que dice "¡No!"a todo objeto que provoca el aumento intolerable de la
tensión psíquica. El amor primordial es también un empuje, una moción del yo que
busca, por el contrario, los objetos de placer, es decir cualquier cosa o persona que
procure una regulación agradable y placentera de esa misma tensión. Mientras que el
odio es movimiento de rechazo, el amor es movimiento de apertura y expansión del
yo.

La diferencia entre objeto de amor y objeto de odio, es que el primero es ante todo
benéfico y estimulante, asimilable e integrable en el seno del yo; en última instancia el
objeto de amor nos es homogéneo. Por el contrario, el objeto de odio es
fundamentalmente nocivo y amenazador para la supervivencia del yo puesto que es
inconciliable y disonante en relación a todos los otros componentes del yo. Es un
objeto que nos es extraho y permanece inasimilable y, en última instancia
heterogéneo.

Mientras que el objeto de odio no es sólo heterogéneo al yo sino, al mismo tiempo,


semejante al yo, el objeto de amor es semejante al yo. Unicamente puede ser odiado
lo que es cercano. El objeto de amor es semejante al yo; el objeto de odio es a la vez
semejante y extraño al yo.

Después de esto, preguntémonos más directamente cuál es el proceso de generación


del yo psíquico. Desde el comienzo el yo es capaz de encontrar en sí mismo, quiero
decir sin la ayuda del mundo exterior, la satisfacción de sus necesidades. Alcanza el
placer por sí mismo y en sí misma, a tal punto que este yo narcisista es indiferente al
mundo de afuera y no siente por él ningún afecto, ni tiene ninguna representación.
Esta indiferencia radical del yo hacia el mundo que lo rodea, este cerrarse a su
entorno, es lo que constituye la primera figura del odio primordial. El yo, replegado
sobre sí mismo y autosuficiente ignora al Otro. El odio es aquí el nombre de esta
ignorancia arrogante , de este desinterés, de esta despreocupación frente a lo exterior.
Si pensamos en la relación con el amor, podemos decir, que en esta etapa inicial de la
génesis mítica del yo, el amor toma la forma de la autosuficiencia del amor por sí
mismo y el odio, el de la indiferencia hacia el Otro.
Quisiera detenerme aquí un instante y hacer un comentario importante sobre el orden
de aparición del amor y del odio. ¿Cuál de los dos afectos es el primero, el amor a el
odio? Contrariamente a la que se piensa, el odio primordial considerado como
indiferencia, precede al amor, va por delante del amor. Antes del amor está la
indiferencia. Sin embargo debo decir que no se trata del amor de sí mismo sino del
amor por el afuera . Este amor, esta tendencia hacia el afuera surgirá únicamente en
la etapa siguiente. Quisiera ser preciso. Desde el punto de vista de la relación al Otro,
el odio es, entonces, más antiguo que el amor, la indiferencia hacia el Otro precede al
amor por el Otro. De este modo podemos también decir que el odio primordial se
confunde con la autosuficiencia y protege al amor de sí mismo. La secuencia es, la
siguiente: amor de sí mismo -indiferencia, es decir odio primordial- amor por el Otro.

Quisiera citar una frase de Freud que me ha acompañado a todo lo largo de la


preparación de esta conferencia. En ese pasaje Freud reconoce haber comprendido,
finalmente, en oposición a la opinión común que, en los primeros balbuceos de las
relaciones humanas, el odio precede al amor. He aquí lo que escribe en 1913: "Una
tesis de Stekel, -Stekel fue una de los primeros discípulos de Freud-, me parecía
incomprensible en otro tiempo. Esta tesis postula lo siguiente: es el odio y no el amor
la que constituye a relación primaria entre los humanos". Más tarde, en 1915, retoma
esa frase casi literalmente: "El odio, en cuanto relación con el objeto, es más antiguo
que el amor; proviene del rechazo originario que el yo narcisista opone al mundo
exterior."

Decía que esta frase no ha cesado de acompañarme durante mi trabajo, no sólo por la
prioridad que Freud acuerda al odio como base de nuestros sentimientos humanos,
sino, sobre todo, a causa del corolario que se deduce de esta primacía del odio sobre el
amor, y que concierne, precisamente, a la culpabilidad.

He aquí la que Freud añade: "El hecho que el odio sea el precursor del amor, funda la
capacidad de hacer nacer a la moral". Proposición que podríamos parafrasear de la
manera siguiente: el hecho que el odia sea el precursor del amor, funda la capacidad
de hacer nacer la culpabilidad ¿Por qué decir culpabilidad? Si admitimos que el odio
primordial es indiferencia, rechazo pasivo e indiferencia hacia el mundo, como así
también protección de si mismo, comprenderemos que este gesto de cierre y de
afirmación de sí, pueda engendrar culpa ¿Qué tipo de culpa? La de existir en
detrimento de otro; la culpa de ser uno mismo, ignorando al Otro. Si algun delito, si
alguna falta hay aquí, será la falta original de amarse uno mismo con exclusividad,
olvidando al Otro. Así pues, seria el odio y no el amor lo que constituiría la fuente y el
fundamento primero de la moral de los hombres.

Pero abordemos el segundo tiempo de nuestra génesis. Sucede ahora que el yo


debe imperativamente abrirse hacia el exterior para responder a sus apremiantes
exigencias vitales. En esta etapa, al necesitar imperiosamente la ayuda benevolente
del mundo, el yo debe, obligatoriamente interesarse y por él y consagrarle su energía .
En este estado de necesidad material, y sometido al principio que ordena buscar
siempre el placer, el yo incorpora los objetos externos agradables, rechaza los
desagradables y expulsa fuera de él todo la que es motivo de displacer. He aquí, pues,
tres acciones por medio de las cuales el yo regula sus intercambios con el exterior:
incorporar, rechazar y expulsar.

Podemos considerar la incorporación como la primera figura de la tendencia de


apertura al Otro, -quiero decir, de amor por el Otro en cuanto objeto de placer-, esta
incorporación implica la supresión, la abolición de la existencia exterior de ese Otro.
Así con este fenómeno, nos encontramos en presencia de dos movimientos
simultáneos: un amor que incorpora y un odio que destruye.

Subrayemos que, durante esta segunda fase de la génesis mítica del yo, el mundo
exterior se divide de esta manera, en dos partes bien diferenciadas: una, fuente de
placer que será interiorizada por el yo, es decir, amada y destruida; otra, extraña al yo
que será rechazada y odiada porque es inasimilable. En resumen, en este segundo
estado, el yo tiende, en cuanto a él, a convertirse en un ser de puro placer purificado,
mientras que el "afuera" se constituye como una parte amada en tanto asimilable, y
una parte mala y extraña en tanto inintegrable, y para decirlo todo, odiada.

Desarrollemos la tercera fase de nuestra mito. El "afuera" está organizado ahora


como un bloque que envuelve al yo, a la manera de un medio ambiente principalmente
inasimilable y hostil; este "afuera" se ofrece al yo ahora como un desafío , como un
territorio que debe ser conquistado y sometido. El yo más decidido que nunca,
diría :"Puesto que no puedo incorporar esa masa de displacer, debo apoderarme de
ella, respetando su existencia, pero neutralizando su autonomia". A este empuje del yo
tendiente a dominar y tomar posesión del medio ambiente extraño, Freud lo califica de
"pulsión de dominio". La finalidad de semejante pulsión es la de obtener placer de
conquistar el campo de la heterogéneo para conocerlo, someterlo y modificarlo. ¿Cuál
es, entonces, la parte de odio y de amor en este impulso de conquista del yo? El amor
se manifiesta aquí a través del carácter seductor de la pulsión de dominio destinada a
llamar al Otro, seducirlo y envolverlo; mientras que el odio corresponde al objetivo
tiránico de someter al Otro y abolir su individualidad ya que no su existencia.

Como en el caso de la incorporación, el amor y el odio permanecen, en la pulsión de


dominio, indisolublemente ligados.

Este es el mito de la formación del yo. ¿Cuáles han sido en esta génesis las diferentes
figuras adoptadas por el odio? La primera y la más vigorosa es la indiferencia o
rechazo pasivo; luego el rechazo activo y la expulsión de lo displacentero interior, y la
destrucción de lo malo exterior, del objeto exterior incorporado. Más tarde, en la
tercera fase, el odio se reviste de una nueva figura, abolir la independencia del objeto
conquistado pero sin destruirlo materialmente. En síntesis: el odio es una fuerza
protectora del yo.

El odio en su relación con la destrucción, el sadismo, la pulsión de muerte y el


masoquismo primario

Es frecuente constatar que el dominio ejercido sobre un objeto, su conquista y


sometimiento, no se obtienen si no es al precio de su destrucción parcial. La pulsión de
dominio o de conquista se confunde con una pulsión de destrucción. Y el odio agresivo
y conquistador se convierte en una acción brutal y violenta. Este estado, en el que el
odio equivale a la destrucción, es llamado por Freud "sadismo originario"; sadismo
tendiente a destruir, pero despojado toda intención de hacer sufrir a la víctima
conquistada ; sadismo sin finalidad sexual sádica. El ejemplo más expresivo para
ilustrar este sadismo sin finalidad sexual, es el de la inocente crueldad con que el niño
rompe y destroza sus juguetes por el simple placer de distruir y de experimentar con
ello el poder, de su fuerza muscular. Digamos que la musculatura es el sustrato
orgánico de la pulsión de dominio. He hablado hace un instante de "placer de destruir
y ejercitar la fuerza", pero debo añadir: "placer de conocer el interior del juguete, de
arrancarle su secreto". Pues la pulsión de dominio no consiste únicamente en una
tendencia a dominar y destruir parcialmente al Otro; también consiste en ese deseo
que nos anima tan a menudo, de conocer y de saber, de revelar el enigma de las
cosas. La pasión de conocer seria así, un deseo sublimado de la pulsión de dominio.

A fin de delimitar el sentido de términos tan próximos como "odio" y "sadismo".


Dijimos que el "sadismo originario", era el placer de destruir por destruir, sin buscar
hacer sufrir al otro. Esto es entendido como sinónimo de "odio". Al contrario, cuando al
placer de agredir, se añade el placer de suscitar el dolor del otro, nos encontramos en
presencia de un "sadismo perverso". ¿Qué es el sadismo perverso? Quisiera detenerme
un instante y precisar que no podríamos gozar del dolor del otro sin una condición
previa: la de haber experimentado uno mismo, en la realidad o en el fantasma, ese
mismo dolor que se quiere infligir a la víctima. Es decir que yo no podría gozar
sádicamente del dolor del otro, si no logro ante todo identificarme al Otro sufriendo
ese misma dolor. Una tal identificación -condición necesaria y previa a mi goce sádico-
está en relación con un fantasma masoquista en el que soy yo quien sufre. Para ser
sádico, necesito apoyarme sobre el sustrato de un fantasma masoquista. Para ser
sádico en la realidad, necesito ser masoquista en mi fantasma.

En una palabra: el sadismo originario, no perverso, cuya mejor ilustración es la


crueldad infantil, no está al servicio de una función sexual; en cambio, su opuesto, el
sadismo perverso, comporta, a su vez, un componente sexual manifiesto:el placer
sexual de ver, entender y sentir el dolor del Otro, o mejor aún el Otro sufriendo.

¿Cómo conceptualizar, entonces, el odio con relación al sadismo? Pues bien; diremos
que el odio es idéntico al sadismo no perverso, puesto que está despojado de cualquier
componente sexual. Sin embargo, sigue siendo verdad y es frecuente el que tal o cual
acceso de odio que podamos reconocer, muestre ser una pasión sádica y perversa de
hacer sufrir al otro odiado. En este caso, el odio eminentemente sexualizado y
erotizado, se confunde, sin duda, con el sadismo perverso que acabamos de definir.
Pero entonces se me preguntaría: ¿por qué distinguir tan netamente el odio del
sadismo perverso, puesto que constatamos fácilmente que ese odia conlleva a menudo
un componente perverso?

Mi respuesta es clara: reconozco esta posibilidad, pero prefiero dar mayor importancia
al odio como pulsión no sexual y conservadora del yo. Concebir el odio como una
pulsión de conservación del yo, es decir, como una fuerza vital del yo sin finalidad
sexual, permite hacer del odio un concepto autónomo, no disuelto en la noción vecina
de sadismo, y conferirle así la nobleza de una sana defensa del yo.

Aquí debo introducir un nuevo término, insoslayable si se quiere estudiar el odio, a


saber: el concepto tan delicado en su utilización, como es el de "pulsión de muerte".

¿Qué relación podemos establecer entre el odio y la pulsión de muerte? Es una


relación doble. Por un lado, el odio actualiza la pulsión de muerte, cuando esta pulsión,
vuelta hacia el exterior, se manifiesta baja la forma de una pulsión de destrucción,
pulsión de dominio con finalidad agresiva, la misma de la que acabamos de hablar.
Definir el odio como expresión de la pulsión destructora, equivale a definirlo como
expresión de la pulsión de muerte dirigida hacia el exterior. Esto se da, evidentemente,
cuando a esta vertiente exterior de la pulsión de muerte, se añade un componente
erógeno, es decir un placer sexual y sádico, el placer de gozar del dolor del Otro
violentado.
Examinemos ahora la segunda relación entre el odio y la pulsión de muerte, en el caso
en que la pulsión de muerte está orientada no hacia el exterior, sino hacia el interior
del yo. Se trata aquí de un lazo muy extraño, como lo verán. La vertiene interior de la
pulsión de muerte expresa el aspecto menos localizable, el más silencioso; al contrario
de su vertiente exterior cuya manifestación es siempre tumultuosa y tangible.
Entonces, ¿qué pretende la pulsión de muerte cuando se dirige al "adentro" de
nosotros? ¿Nuestra desaparición? ¿Nuestra muerte? Es una respuesta posible, siendo
como es tan sugerente el vocablo de muerte y tan ambiguo el concepto de pulsión de
muerte.

Ciertas pasajes de la obra de Freud van en este sentido y permiten pensar que la
pulsión de muerte significa la tendencia natural del ser humano a autodestruirse. Pero
¿qué encubre esta palabra de autodestrucción cuyo sentido se revela múltiple?

Una primera interpretación consiste en ver en la tendencia autodestructora de la


pulsión de muerte un movimiento tendiente a llevar al ser viviente hacia un más acá
de su punto de origen, hacía el estado inorgánico. Una interpretación diferente
consisitiría en considerar la tendencia autodestructora coma una tendencia
inconsciente que acompaña el movimiento biológico hacia ese final fatal destinado a
todos los seres vivientes: la muerte.

Yo les propongo una tercera interpretación, enlazada con mi trabajo de elaboración con
el odio; esta interpretación no excluye las otras, pero las completa. Consistiría en
considerar que la autodestrucción perseguida por la pulsión de muerte no busca, de
manera alguna la desaparición o la extinción del ser viviente sino toda lo contrario:
buscaría su conservación. La autodestrucción no sería autosupresión de nosotros
mismos, sino más bien, destrucción en nosotros mismos de todo lo que es perjudicial e
inútil. En otros términos, la pulsión de muerte dirigida hacía nuestro interior, debe ser
comprendida como una tendencia a separarnos de nuestras propias producciones
inútiles; una tendencia a hacer envejecer y perecer aquello que, ineluctablemente,
debe separarse de nosotros con el fin de regenerar y renovar mejor la substancia
viviente. En resumen, la pulsión llamada de "muerte", podría ser calificada como
pulsión "de separación y de pérdidas", y definida en consecuencia, como una potencia
de vida psíquica destinada a conservar al individuo, haciendo perecer en él aquello que
le es perjudicial.

Entendida así, como una fuerza de separación, de pérdidas y de renovación en el seno


mismo de nuestro yo, la actividad de la pulsión de muerte produciría un placer
singular, como si la separación de nuestra relación con los objetos caducos y su caída,
hubiesen implicado un placer sexual. Esta hipótesis de un placer sexual suscitado por
la actividad interna de la pulsión de muerte, justifica la llamativa fórmula empleada por
Freud de "masoquismo primario" , placer surgido de la autodestrucción según la
acepción en la que la tomamos, es decir: separación, pérdidas y renovación.

¿Qué decir, entonces, del odio manifestado a una mismo sino que está dirigido contra
lo heterogéneo que hay en nosotros, para separarlo de nosotros y rechazarlo?
Volvamos al comienzo mismo de nuestra génesis mítica del yo, al momento en que
afirmábamos que, en este estadio primítivo, el odio primordial era más antiguo que el
amor por el Otro.

En este punto de nuestro desarrollo, y a la luz de la hipótesis freudiana del


masoquismo primario, debemos postular la existencia de un odio dirigido hacia uno
mismo, que es todavía más originario que el odio primordial dirigido al Otro, aquel que
identificábamos con la indiferencia.

A la secuencia: amor de sí ------- indiferencia------odio contra otro------ amor


por el otro propuesto al comienzo de este trabajo, debemos añadir ahora, el elemento
"odio contra sí" y situarlo en paralelo con el primer término que era: amor de sí.

El odio: reacción defensiva del yo para evitar el dolor

Al igual que para la angustia y la culpabilidad, la sede del odio es el yo, contrariamente
a lo que hemos observado en el caso del dolor, en el que implota bajo el efecto de una
ruptura en el fantasma en el Ello.

El lugar del odio es pues, el yo. Pocas emociones existen en la vida que, al igual que el
odio, puedan conferir al sujeto una convicción tan intensa de estar en la verdad y estar
acompañadas de un sentimiento tan completo de omnipotencia. Cuando alguien vive el
odio, éste se le convierte en una fuente de placer narcisista que surge porque él ya se
siente confortado en su sentimiento de ser yo. Si el amor puede definirse como una
demanda de ser reconocido por el otro, quiera decir, reconocido en mi ser, el odio se
especifica por ser un movimiento impulsivo de auto-reconocimiento, a cambio, del
desprecio por el otro.

Pero, ¿qué es entonces, hablando con precisión, el odio? ¿Cómo justificar mi definición
que concibe al odio como una reacción defensiva y narcisista del yo a fin de evitar el
dolor de la pérdida de un objeto preciso en circunstancias precisas? ¿Cuál es esta
pérdida y cuáles son esas circunstancias?

Digamos en primer lugar, que el odio sólo puede nacer en el seno de una relación
durable con un otro amado del cual dependemos. Que esta dependencia sea fácilmente
localizable o no, el caso es, nótenlo bien, que el Otro del amor es siempre un Otro que
dispone del poder de responder a nuestra demanda o, al contrario, de ignorarla. Es
precisamente ésa la razón por la cual los casos de odio más frecuentes -y nuestra
experiencia de analistas nos lo enseña - se dan cuando la persona odiada es un
miembro de nuestra familia. Es entre miembros de una misma familia o entre antiguos
enamorados cuando se observa el odio más encarnizado y destructor.

Quisiera ser preciso en mi definición de la relación amorosa porque, si el odio viene


después del amor y sobre el fondo del amor, no podemos comprender su mecanismo
sin antes haber detallado y elucidado la lógica del amor. Acaba de decir que el odio
sucede al amor y, hablando del odio-pulsión, he afirmado también, en sentido opuesto,
que el odio es anterior al amor. Estas proposiciones no se contradicen: en tanto
pulsión, el odio precede al amar, en tanto reacción narcisista del yo, el odio sucede al
amor.

¿Qué es pues el amor? Esta es la pregunta que debemos hacernos. El amor es una
promesa, la promesa de que un otro -llamémoslo el Otro del amor -tiene el poder de
conceder o no. ¿Y qué es ese don cuya promesa me ata al otro? No es una cosa
concreta sino la parte que supuestamente colmaría mi "falta en ser". El don que espero
del Otro es, en realidad, una nada, una nada cuya virtud consiste en preservar y
alimentar mi espera. Esta nos permite comprender la célebre fórmula de Lacan:"El
amor consiste en dar la que no se tiene". Yo la traduciría as¡: el amor es la promesa de
un don que algún día llegará, o también: el amor es la promesa de un don que algún
día llegará o, si nos ponemos en el lugar del que recibe: el amor consiste en esperar la
nada del Otra. Seamos claros: lo que cuenta en el amor no es el don sino la tensión de
la espera; es el suspenso de la promesa.

Recuerden ustedes que, al estudiar el dolor, he definido la angustia como la reacción a


la amenaza de perder al ser amado, o de perder el amor de este ser amado. Ahora
podemos reemplazar esta expresión por la proposición siguiente: la angustia es la
reacción ante la amenaza de perder mí espera del don del otro; es decir mi esperanza,
mi ilusión de que un día él sabrá colmar mi ser.

Volvamos al odio reacción y distingamos en él dos tiempos: el despertar del odio


y la realización del odio. Si el Otro del amor tiene el poder de concederme o no el
don esperado, el Otro del odio posee también un poder temible, el poder de herirme.
El Otro del odio tiene el poder, no ya de concederme un don, sino de hacerme mal y de
gozar de ese mal. El odio que siento contra alguien ha sido engendrado por mi
suposición -justificada o no en la realidad, eso no importa- de que el Otro, por su
crueldad, está en el origen de mi sufrimiento. Al Otro del odio lo supongo siendo
perverso o más exactamente, sádico. Una de los reproches más frecuentes que quien
odia dirige al ser odiado sería el siguiente:"Tú has excitado mi deseo para luego
frustrarlo", o de otra forma:"Tú me has seducido y despertado mi amor para luego
abandonarme".

Como todos los sentimientos humanos, el odio sólo puede subsistir apoyado en un
fantasma alimentado por imágenes y hecho manifiesto en gestos y palabras. Y
justamente, ¿cuál es el fantasma del odio? Consiste en lo siguiente: el Otro perverso
del odio ha perdido todo poder y, en el momento presente, se encuentra reducido al
estado de objeto sometido a las fuerzas de mis pulsiones destructoras. Se convierte
as¡ en la marioneta atormentada que alimenta mis imágenes crueles y agresivas.

He aquí lo que deseaba transmitir acerca del concepto de odio en cuanto reacción
narcisista.

Puedo ya adelantar la proposición que me parece caracterizar la naturaleza del odio,


proposición con la que quisiera concluir: el odio es una defensa, un sobresalto del yo,
una crispación agresiva para evitar la experiencia dolorosa de la pérdida del amor, de
la pérdida de la promesa de un don. Aquéllo que quien odia no puede admitir, es el
haber perdido la promesa que la vinculaba al Otro, la esperanza de que un día su falta
será colmada.

Para definir el odio he adelantado la palabra "sobresalto" a fin de indicar que este odio
es una reacción transitoria y, en última instancia, una vana tentativa de negar el dolor
de ser abandonado . Digo "vana tentativa" porque tarde o temprano, el sujeto que
odia deberá afrontar, inexorablemente, la pena, la pesadumbre a la tristeza.

Quisiera cerrar esta reflexión con una última frase que, a mi juicio, puede puntuar
nuestra relación al amor y al odio. Yo la colocaría en los labios de un analizante, al final
de su análisis:"conocer bien a alguien equivale a haberle amado y odiado
sucesivamente. Amar y odiar equivale a experimentar con pasión, el ser de un ser."

Texto revisado por su autor. Corresponde a la segunda reunión del seminario realizado en Buenos Aires
en agosto de 1996 cuyo tema fue: "El dolor, el odio, la culpabilidad".

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