11 Independencia o Muerte
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Lección Uno
Independencia
o muerte
OTROS ÁMBITOS
Aunque este no es un curso de filosofía ni de historia, inevitablemente
roza esas disciplinas. Así, en la lección inaugural se ofreció el ámbito
histórico en que se inserta el curso, y algo más sobre historia será ine-
vitable añadir en esta y otras lecciones. Ahora quisiera abordar otros
ámbitos. Inicialmente, el geográfico.
El ámbito geográfico de nuestra América, entre finales del siglo
XVIII y principios del XIX, era uno de los más vastos del planeta. Abar-
caba desde buena parte de lo que hoy es Estados Unidos hasta Tierra del
Fuego, más las islas del Caribe y otras. Sólo la superficie de lo que era
la Nueva España rebasaba los 4 millones de kilómetros cuadrados. In-
cluía actuales estados como California, Arizona, Nevada, Nuevo México,
Texas. Primero este último, y luego los demás, fueron arrebatados a
México a mediados del siglo XIX por el creciente país del Norte. Las Tre-
ce Colonias inglesas originales tenían, juntas, un territorio menor que
Venezuela y apenas la tercera parte de la Argentina. Y una ciudad como
el México de entonces era inimaginable en Estados Unidos.
Sin embargo, demográficamente, el nuestro era un continente
subpoblado, y en el cual la mayor parte de los habitantes no eran lo
que se han solido llamar blancos. De acuerdo con algunas fuentes, en la
América española (la mayoría de nuestra América), alrededor de 1800
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sido abolida para siempre. Todos los hombres nacen, viven y mueren
libres y franceses”. Acaso estas palabras se hacen eco de la hermosa
Declaración de los revolucionarios de las Trece Colonias del 4 de julio
de 1776. Con la diferencia de que en Haití sí había sido extinguida la
esclavitud, que perduró casi un siglo en Estados Unidos. La trascen-
dencia de la Revolución Haitiana es grande. Un historiador afirmó:
“Toussaint empezó donde Robespierre acabó”. En 1963, el escritor de
Trinidad y Tobago, C. L. R. James, llamó “De Toussaint L’Ouverture a
Fidel Castro” al epílogo de la nueva edición de su libro Los jacobinos
negros. Toussaint L’Ouverture y la revolución de Haití (James, 1938). Y
en 1970, en su obra De Cristóbal Colón a Fidel Castro: el Caribe, fron-
tera imperial, Juan Bosch (1970) comparó la acción de Sonthonax al
decretar, en un momento decisivo, la extinción de la esclavitud, con
la de Fidel Castro cuando proclamó el 16 de abril de 1961, la víspera
de la invasión mercenaria, el carácter socialista que había asumido la
revolución en Cuba. Los sucesos haitianos, y en general las repercu-
siones de la Revolución Francesa en el Caribe, han sido temas de las
grandes novelas de Alejo Carpentier El reino de este mundo y El Siglo
de las Luces.
Si la Revolución Haitiana entusiasmó a los esclavos de las Antillas,
incluso por supuesto las hispanoamericanas, en cambio atemorizó a las
respectivas oligarquías. En el caso de Cuba, su guerra de independencia
no vino a estallar sino en 1868, y a reanudarse, ya en condiciones muy
distintas a las de los demás países del área, en 1895 (de lo que nos ocu-
paremos en otra lección). En la Hispanoamérica continental, la chispa
que encendió las revoluciones fue el derrocamiento por Napoleón del
rey de España en 1808, lo que hizo que, tras distintos avatares, alrede-
dor de 1810 se iniciaran de norte a sur las guerras de independencia cu-
yos dirigentes son harto conocidos: tales fueron los casos de Hidalgo y
Morelos en México, Bolívar y Sucre en Venezuela, San Martín y Moreno
en Argentina, O’Higgins en Chile, Artigas en Uruguay, y muchos más.
Tales guerras no siempre contaron con componentes iguales, aunque
todas aspiraban a la independencia con respecto a España, y por lo
general se proponían independizar no a una zona, sino a lo que era
la América española en su conjunto. Ello explica que algunas grandes
figuras (como Bolívar, San Martín y Sucre) pelearan en más de uno de
los actuales países. O que el Grito de Dolores, que proclamó la inde-
pendencia mexicana, fuera “¡Viva México! ¡Viva América!”. O, en fin,
el Congreso de Panamá, proyectado por Bolívar en 1824 (el año en que
la victoriosa batalla de Ayacucho selló la independencia de la Hispa-
noamérica continental) y realizado en 1826, para que “las repúblicas
americanas, antes colonias españolas, tengan una base fundamental”.
Por desgracia, tal Congreso no obtuvo su propósito, ni se mantuvo la
unidad deseada, sobre lo que se hablará después.
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CONSERVADORES Y JACOBINOS
Si los líderes de las revoluciones independentistas tenían, en general,
metas políticas comunes, no pasaba otro tanto con sus metas sociales.
Me detendré en dos ejemplos señeros de quienes han sido considerados
conservadores en este último orden. Uno es, acaso, la primera gran figura
hispanoamericana, y sin duda el precursor por antonomasia de lo que
él llamaba la Magna Colombia, pues veía a nuestras tierras como una
unidad. Me refiero al venezolano Francisco de Miranda. Su vida fue fas-
cinante. Militar a las órdenes de España (también lo fueron otros, como
San Martín), participó heroicamente en la guerra de independencia de
las Trece Colonias, y se vinculó con grandes figuras del país naciente,
como después lo haría con figuras inglesas y hasta con Catalina de Rusia.
En 1792 fue mariscal de campo y luego lugarteniente general de los ejér-
citos de la Revolución Francesa, entonces regida por los girondinos. Su
nombre está inscripto en el Arco de Triunfo de L’Étoile en París. Sin em-
bargo, se ha dicho con razón que Miranda soñaba a América como su
verdadera patria. Pero lo hacía como un anti-jacobino convencido. Su
biógrafo, Mariano Picón Salas, dice que “su concepción del Estado era
un tanto patriarcal”. No quería que la política de la Revolución Francesa
llegara a contaminar el continente americano ni siquiera bajo el pretexto
de llevarle la libertad, porque temía más a lo que consideraba la anarquía
y la confusión que a la dependencia misma. Para decirlo en términos
más modernos, entre la contradicción metrópoli-colonia y la de clases
explotadoras-clases explotadas, se inclinaba hacia la primera, y prefería
que se siguiera explotando a las clases que consideraba inferiores. Sien-
do un ardiente independentista, rechazaba resolver la contradicción a
favor de la colonia si el precio era hacerlo a favor de las masas. Tenía, en
consecuencia, un pensamiento político revolucionario y un pensamiento
social conservador. Este fue también el caso de otra figura espectacular
a su manera: el mexicano Fray Servando Teresa de Mier, quien también
fustigó el principio de la igualdad. Con ironía, dijo que “los franceses han
deducido que era necesario ahorcarse entre ellos para estar en situación
de igualdad en el sepulcro, único lugar donde todos somos iguales”. Era,
dijo Romero, “aristocratizante”. Defendía la nobleza criolla, en peligro
a sus ojos si prosperaban las tesis igualitarias. Tales criterios, en ambos
casos, no amenguan su grandeza, que ha atraído a no pocos escritores.
Pero su costado conservador los asemeja a próceres de las que fueron las
Trece Colonias, independentistas, sí, pero esclavistas y oligárquicos.
Sin embargo, tales criterios no fueron compartidos por muchos
líderes independentistas. Es más, ha podido aplicárseles a no pocos de
ellos el calificativo de jacobinos. De entrada, a los haitianos, como hizo
(el primero, según creo) C. L. R. James en su libro mencionado de 1938.
No vamos a encontrar en el pensamiento de la emancipación de nuestra
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