11 Independencia o Muerte

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Lección Uno.

Independencia o muerte Titulo


Fernández Retamar, Roberto - Autor/a Autor(es)
Pensamiento de nuestra América. Autorreflexiones y propuestas En:
Buenos Aires Lugar
CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales Editorial/Editor
2006 Fecha
Campus Virtual Colección
colonialismo; esclavitud; historia social; medio fisico; America Latina; Caribe; Temas
Capítulo de Libro Tipo de documento
http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/clacso/formacion-virtual/20100721122156/3Lec1.p URL
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www.clacso.edu.ar
Fernández Retamar, Roberto. Lección Uno. Independencia o muerte. En publicacion: Pensamiento de
nuestra América. Autorreflexiones y propuestas. 2006 ISBN 987-1183-05-4
Acceso al texto completo: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/campus/retamar/FRLec1.pdf

Lección Uno

Independencia
o muerte

OTROS ÁMBITOS
Aunque este no es un curso de filosofía ni de historia, inevitablemente
roza esas disciplinas. Así, en la lección inaugural se ofreció el ámbito
histórico en que se inserta el curso, y algo más sobre historia será ine-
vitable añadir en esta y otras lecciones. Ahora quisiera abordar otros
ámbitos. Inicialmente, el geográfico.
El ámbito geográfico de nuestra América, entre finales del siglo
XVIII y principios del XIX, era uno de los más vastos del planeta. Abar-
caba desde buena parte de lo que hoy es Estados Unidos hasta Tierra del
Fuego, más las islas del Caribe y otras. Sólo la superficie de lo que era
la Nueva España rebasaba los 4 millones de kilómetros cuadrados. In-
cluía actuales estados como California, Arizona, Nevada, Nuevo México,
Texas. Primero este último, y luego los demás, fueron arrebatados a
México a mediados del siglo XIX por el creciente país del Norte. Las Tre-
ce Colonias inglesas originales tenían, juntas, un territorio menor que
Venezuela y apenas la tercera parte de la Argentina. Y una ciudad como
el México de entonces era inimaginable en Estados Unidos.
Sin embargo, demográficamente, el nuestro era un continente
subpoblado, y en el cual la mayor parte de los habitantes no eran lo
que se han solido llamar blancos. De acuerdo con algunas fuentes, en la
América española (la mayoría de nuestra América), alrededor de 1800

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Pensamiento de nuestra América

había casi 14 millones de indígenas, varios millones de esclavos negros


y algo más de 3 millones de blancos. Estos últimos, pues, eran una
minoría. Y, de ellos, sólo el 5% eran españoles, los cuales, sin embargo,
detentaban el poder político y eclesiástico. El resto eran criollos. Las vi-
cisitudes del término criollo han sido estudiadas por José Juan Arrom.
Según él, la palabra surge en el portugués del Brasil en el siglo XVI.
Significaba “criado en un lugar”, es decir, no venido de fuera. Se apli-
có primero a los negros americanos (para distinguirlos de los africa-
nos), luego a animales y plantas oriundos de estas tierras, y por último
también a blancos de similares características. Pero hacia finales del
siglo XVIII y principios del XIX, había quedado casi exclusivamente
reservada a los considerados blancos americanos, como señal de su di-
ferencia con respecto a los metropolitanos. En cuanto a los indígenas,
los verdaderos descubridores de este Continente, y los africanos, que a
partir del siglo XVI empiezan a ser introducidos en calidad de esclavos,
fueron arrojados a la base de la pirámide social. Aunque de ellos, y los
numerosos mestizos, nos ocuparemos en lecciones posteriores, algo se
adelantará sobre todo a propósito del caso relevante de Haití.
Naturalmente, hechos como algunos de los anteriores implican
raíces autóctonas de la emancipación y de su correspondiente pensa-
miento. Concretamente, la esclavitud, por una parte; y, por otra, el he-
cho de que el poder político y eclesiástico estuviera en las manos de una
minoría de habitantes blancos no criollos, mientras estos se iban sin-
tiendo distintos de los metropolitanos. Alexander von Humboldt, quien
recorrió por la época distintas zonas de la América española, haciendo
sagaces observaciones, afirmó que los criollos blancos (o que se tenían
por tales) ya no se consideraban españoles de ultramar, y decían: “Yo no
soy español, soy americano”, subrayando así su pertenencia a América,
un vocablo que todavía no había sido absorbido por el país del Norte
que casi no tiene nombre, sino definición: Estados Unidos de América.
Ello no quiere decir que se nieguen influencias foráneas, como las
provenientes de la guerra de independencia de las Trece Colonias y la
Revolución Francesa. Con ellas se inicia un ciclo de revoluciones donde
se inscriben las independentistas de nuestra América. Pero estas últi-
mas tenían razones propias, como las tempranas y constantes revueltas
de indígenas (la más relevante de las cuales fue la de Túpac Amaru a
finales del siglo XVIII), de esclavos negros (que en algunos países logra-
ron establecer enclaves autónomos, hasta la gran hazaña haitiana) y de
criollos blancos, como las revueltas comuneras del siglo XVIII. Ahora
bien: según José Luis Romero (1977), ellas no tenían pretensiones se-
cesionistas, siendo más bien émulos de “la democracia villana” de tra-
dición medieval, ejemplificada en obras como Fuenteovejuna, de Lope
de Vega. No debe dejar de mencionarse la expulsión de los jesuitas de
la América española en 1767. Se ha dicho que ellos inventaron la nos-

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talgia de América. Fue significativa la Carta a los españoles americanos


de 1792, de Juan Pablo Viscardo, de origen peruano, que Francisco de
Miranda hizo publicar en 1799 y donde se clama ya abiertamente por la
independencia de Hispanoamérica.

LA PRIMERA INDEPENDENCIA DE NUESTRA AMÉRICA: DE LA


REVOLUCIÓN HAITIANA A AYACUCHO
Aunque en la última década del siglo XVIII y la primera del XIX no
faltaron en América textos (y aun acciones) que criticaban las políticas
metropolitanas y en algunos casos llegaban a propugnar la separación
política, la independencia de nuestra América se inicia, de manera
atípica, en lo que había sido la colonia francesa de Saint Domingue y
a que partir de su liberación, el 1º de enero de 1804, fue rebautizada
por sus libertadores con su nombre primigenio de Haití. Culminaba
así una gran revuelta de esclavos negros iniciada en 1791. Su razón
principal, pues, era interna: la espantosa esclavitud que la hacía pro-
bablemente la colonia más rica del mundo. Pero sin duda influyó en
el hecho la Revolución que había estallado en la metrópoli france-
sa en 1789 y tuvo profundas repercusiones en la isla. Hostigada esta
por enemigos de Francia, ávidos de aquella riqueza, un enviado de la
Revolución Francesa, Sonthonax, emite en agosto de 1793 el decreto
de emancipación de los esclavos del Norte. Se trata de una medida
de gran trascendencia, que lleva a los esclavos a un primer plano y
acaba transformando la vasta revuelta en una guerra que al cabo será
de independencia y encontrará dirigentes del calibre de Toussaint
L’Ouverture. Este último es encarcelado y llevado a Francia por el
ejército que Napoleón envía a la isla, al mando de su cuñado Leclerc,
con el fin de aplastar la revolución y restablecer la esclavitud. Pero
las tropas napoleónicas son derrotadas en 1803, antes que en Rusia
y España. Los ex esclavos haitianos habían asumido la gran divisa de
la Revolución Francesa en ascenso, “Libertad, igualdad, fraternidad”,
que Napoleón pisoteaba. La Revolución Haitiana, dijo Romero, fue el
“primer gran triunfo en Latinoamérica del principio de la igualdad”
(1977). El general en jefe, Jean-Jacques Dessalines, proclama la inde-
pendencia y anuncia un discurso donde se plantea: “Independencia
o muerte”, disyuntiva dramática que hemos dado como título a esta
lección. Tanto la proclama como el discurso deben haber sido escritos
por su secretario, Boisrond Tonnerre, pues Dessalines era analfabeto.
En general, los textos en que se expresan los criterios por los cuales
se luchaba son proclamas, discursos y constituciones (Fischer, 2003).
Así, en el tercer artículo de la constitución de Toussaint L’Ouverture,
de 1801, emitida cuando Saint Domingue era todavía colonia francesa,
se lee: “En este territorio no podrá haber esclavos. La servidumbre ha

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Pensamiento de nuestra América

sido abolida para siempre. Todos los hombres nacen, viven y mueren
libres y franceses”. Acaso estas palabras se hacen eco de la hermosa
Declaración de los revolucionarios de las Trece Colonias del 4 de julio
de 1776. Con la diferencia de que en Haití sí había sido extinguida la
esclavitud, que perduró casi un siglo en Estados Unidos. La trascen-
dencia de la Revolución Haitiana es grande. Un historiador afirmó:
“Toussaint empezó donde Robespierre acabó”. En 1963, el escritor de
Trinidad y Tobago, C. L. R. James, llamó “De Toussaint L’Ouverture a
Fidel Castro” al epílogo de la nueva edición de su libro Los jacobinos
negros. Toussaint L’Ouverture y la revolución de Haití (James, 1938). Y
en 1970, en su obra De Cristóbal Colón a Fidel Castro: el Caribe, fron-
tera imperial, Juan Bosch (1970) comparó la acción de Sonthonax al
decretar, en un momento decisivo, la extinción de la esclavitud, con
la de Fidel Castro cuando proclamó el 16 de abril de 1961, la víspera
de la invasión mercenaria, el carácter socialista que había asumido la
revolución en Cuba. Los sucesos haitianos, y en general las repercu-
siones de la Revolución Francesa en el Caribe, han sido temas de las
grandes novelas de Alejo Carpentier El reino de este mundo y El Siglo
de las Luces.
Si la Revolución Haitiana entusiasmó a los esclavos de las Antillas,
incluso por supuesto las hispanoamericanas, en cambio atemorizó a las
respectivas oligarquías. En el caso de Cuba, su guerra de independencia
no vino a estallar sino en 1868, y a reanudarse, ya en condiciones muy
distintas a las de los demás países del área, en 1895 (de lo que nos ocu-
paremos en otra lección). En la Hispanoamérica continental, la chispa
que encendió las revoluciones fue el derrocamiento por Napoleón del
rey de España en 1808, lo que hizo que, tras distintos avatares, alrede-
dor de 1810 se iniciaran de norte a sur las guerras de independencia cu-
yos dirigentes son harto conocidos: tales fueron los casos de Hidalgo y
Morelos en México, Bolívar y Sucre en Venezuela, San Martín y Moreno
en Argentina, O’Higgins en Chile, Artigas en Uruguay, y muchos más.
Tales guerras no siempre contaron con componentes iguales, aunque
todas aspiraban a la independencia con respecto a España, y por lo
general se proponían independizar no a una zona, sino a lo que era
la América española en su conjunto. Ello explica que algunas grandes
figuras (como Bolívar, San Martín y Sucre) pelearan en más de uno de
los actuales países. O que el Grito de Dolores, que proclamó la inde-
pendencia mexicana, fuera “¡Viva México! ¡Viva América!”. O, en fin,
el Congreso de Panamá, proyectado por Bolívar en 1824 (el año en que
la victoriosa batalla de Ayacucho selló la independencia de la Hispa-
noamérica continental) y realizado en 1826, para que “las repúblicas
americanas, antes colonias españolas, tengan una base fundamental”.
Por desgracia, tal Congreso no obtuvo su propósito, ni se mantuvo la
unidad deseada, sobre lo que se hablará después.

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CONSERVADORES Y JACOBINOS
Si los líderes de las revoluciones independentistas tenían, en general,
metas políticas comunes, no pasaba otro tanto con sus metas sociales.
Me detendré en dos ejemplos señeros de quienes han sido considerados
conservadores en este último orden. Uno es, acaso, la primera gran figura
hispanoamericana, y sin duda el precursor por antonomasia de lo que
él llamaba la Magna Colombia, pues veía a nuestras tierras como una
unidad. Me refiero al venezolano Francisco de Miranda. Su vida fue fas-
cinante. Militar a las órdenes de España (también lo fueron otros, como
San Martín), participó heroicamente en la guerra de independencia de
las Trece Colonias, y se vinculó con grandes figuras del país naciente,
como después lo haría con figuras inglesas y hasta con Catalina de Rusia.
En 1792 fue mariscal de campo y luego lugarteniente general de los ejér-
citos de la Revolución Francesa, entonces regida por los girondinos. Su
nombre está inscripto en el Arco de Triunfo de L’Étoile en París. Sin em-
bargo, se ha dicho con razón que Miranda soñaba a América como su
verdadera patria. Pero lo hacía como un anti-jacobino convencido. Su
biógrafo, Mariano Picón Salas, dice que “su concepción del Estado era
un tanto patriarcal”. No quería que la política de la Revolución Francesa
llegara a contaminar el continente americano ni siquiera bajo el pretexto
de llevarle la libertad, porque temía más a lo que consideraba la anarquía
y la confusión que a la dependencia misma. Para decirlo en términos
más modernos, entre la contradicción metrópoli-colonia y la de clases
explotadoras-clases explotadas, se inclinaba hacia la primera, y prefería
que se siguiera explotando a las clases que consideraba inferiores. Sien-
do un ardiente independentista, rechazaba resolver la contradicción a
favor de la colonia si el precio era hacerlo a favor de las masas. Tenía, en
consecuencia, un pensamiento político revolucionario y un pensamiento
social conservador. Este fue también el caso de otra figura espectacular
a su manera: el mexicano Fray Servando Teresa de Mier, quien también
fustigó el principio de la igualdad. Con ironía, dijo que “los franceses han
deducido que era necesario ahorcarse entre ellos para estar en situación
de igualdad en el sepulcro, único lugar donde todos somos iguales”. Era,
dijo Romero, “aristocratizante”. Defendía la nobleza criolla, en peligro
a sus ojos si prosperaban las tesis igualitarias. Tales criterios, en ambos
casos, no amenguan su grandeza, que ha atraído a no pocos escritores.
Pero su costado conservador los asemeja a próceres de las que fueron las
Trece Colonias, independentistas, sí, pero esclavistas y oligárquicos.
Sin embargo, tales criterios no fueron compartidos por muchos
líderes independentistas. Es más, ha podido aplicárseles a no pocos de
ellos el calificativo de jacobinos. De entrada, a los haitianos, como hizo
(el primero, según creo) C. L. R. James en su libro mencionado de 1938.
No vamos a encontrar en el pensamiento de la emancipación de nuestra

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Pensamiento de nuestra América

América un pensamiento más radical que el de la victoriosa revolución


de ex esclavos de Haití. Pero sí otras personalidades radicales que mere-
cen ser llamadas jacobinas. Marx definió el jacobinismo como una ma-
nera plebeya de acabar con los enemigos de la burguesía. La idea, que
se ha extendido mucho, de que las guerras de independencia de nuestra
América fueron sólo una revolución de las oligarquías no parece justi-
ficable. Con razón ha sido expuesto que la historia de los movimientos
populares en nuestra América todavía no se ha escrito. En Haití, es
evidente que no eran oligarcas quienes combatían, sino masas de ex
esclavos. A Hidalgo y Morelos en México los seguían en gran medida
pobres e indios. Algo parecido puede decirse de quienes peleaban junto
a Artigas en la Banda Oriental, que terminará llamándose Uruguay. A
él se debe una precoz reforma agraria favorable a los indios. Y, con
variantes, jacobinos han sido llamados también Nariño en Colombia,
Gual y De España en Venezuela, Moreno y Monteagudo en Argentina,
el Doctor Francia en Paraguay. Su pensamiento está articulado en ac-
ciones concretas, y sus manifestaciones son generalmente proclamas,
constituciones, documentos de guerra.
Pero a pesar de esos llamados jacobinos, a pesar de las masas
sobre todo indígenas, aunque también de otras etnias, en las tropas,
con frecuencia, el movimiento insurgente no tuvo su principal impul-
so en esas masas, sino, al menos en los primeros momentos, en las
incipientes burguesías o pre-burguesías, como prefirió considerarlas
Noël Salomon.
De aquí pasamos al “hombre solar” de este momento, como lo
llamó José Martí, para quien fue, indudablemente, la figura históri-
ca más importante de su vida. Lo llamó “Padre” (así lo haría tam-
bién Pablo Neruda en “Un canto para Bolívar”), y añadió que “lo que
Bolívar no hizo en América, por hacer está todavía”. Pero Bolívar tuvo
una vida tormentosa, como lo dijo él mismo, lo que además se ha
expresado en muchísimas obras literarias que le han consagrado. Por
su nacimiento fue un mantuano, es decir, perteneció a la aristocracia
venezolana. Pero en su conducta sobrepasó muy frecuentemente a su
clase de origen, y ella no se lo perdonó (Acosta Saignes, 1983). Ello se
vio en su final desgarrador, que dio materia para la novela de García
Márquez El general en su laberinto.
El pensamiento de Bolívar fue muy complejo. Su influencia y
herencia son múltiples. Yo diría que los neomantuanos (es decir, los
conservadores) tienen algún derecho a reclamarlo, pero sólo a un pe-
dacito suyo. A Bolívar lo reclamamos sobre todo los revolucionarios.
Por ejemplo, el chileno Francisco Bilbao, desde luego Martí, y, en el
siglo XX, Fidel, el Che y los actuales revolucionarios venezolanos que
incluso han llamado Bolivariana su República. Hay etapas en el pensa-
miento de Bolívar que se corresponden con lo que va viviendo histórica-

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Roberto Fernández Retamar | Lección Uno

mente. Hay un momento que se ha llamado “la patria boba” (Romero,


1977), del inicio de la independencia, cuando no hay rey en España, y
las Cortes de Cádiz, protegidas por los ingleses, mantienen una actitud
confusa con respecto a América. Pero Fernando VII asume su reinado,
se revela atroz, y tras su regreso, y especialmente tras la instauración de
la Santa Alianza y la invasión de España por los cien mil hijos de San
Luis, la guerra adquiere momentos muy dramáticos y Bolívar va dando
testimonio de esta evolución. Hay que decir además que, a diferencia de
la mayor parte de las figuras que consideramos en esta parte del curso,
Bolívar fue un extraordinario escritor, y no sólo un gran estadista, un
gran pensador, un gran militar. Sus textos se siguen leyendo hoy con no-
table inmediatez. Por ejemplo, en su “Manifiesto de Cartagena” (1812),
cuando había sido derrotada la primera República, dice:
Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que
podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno, sino lo que han
formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas
aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponien-
do la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos fi-
lósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por principios
y de cosas, el orden social se sintió extremadamente conmovido, y
desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución
universal, que bien pronto se vio realizada (Bolívar, 1812).
Aquí está el Bolívar terrenal, que llegó a ser tremendo. Decide, a partir
de este momento, cambiar totalmente de giro, pasar de las que conside-
raba repúblicas aéreas a la reales, y creo que pocos textos más duros se
han escrito en nuestra América, en relación con este giro, que el decreto
que firma Bolívar en Trujillo el 15 de junio de 1813, y es conocido como
“La guerra a muerte”:
Todo español que no conspire contra la tiranía a favor de la justa cau-
sa por los medios más activos y eficaces, será tenido como enemigo y
castigado como traidor a la patria y, por consecuencia, será irremisi-
blemente pasado por las armas. No el que no combata, sino el que no
conspire contra la tiranía. Por el contrario, se concede un indulto ge-
neral y absoluto a los que pasen a nuestro ejército con sus armas [...]
Y vosotros, americanos, que el horror y la perfidia los han extraviado
de la senda de la justicia, sabed que vuestros hermanos os perdonan.
El solo título de americanos será vuestra garantía y salvaguardia. Es-
pañoles y canarios, contad con la muerte aun siendo indiferentes si
no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Ameri-
canos, contad con la vida aun cuando seáis culpables.
Los textos ulteriores de Bolívar, hombre de vasta cultura, siguen dando
idea de su enorme complejidad. Así, dice: “Es menester que la fuerza

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Pensamiento de nuestra América

de nuestra nación sea capaz de resistir con suceso la ambición europea.


Y este coloso de poder que debe oponerse a aquel otro coloso, no pue-
de formarse sino de la unión de toda la América meridional”. No sigo
citándolo, los invito mejor a leer su “Carta de Jamaica” y su “Discurso
de Angostura” (Bolívar, 1986a; 1986b). Concluiré subrayando la visión
americana meridional que tuvo y compartió con muchos grandes diri-
gentes coetáneos, como San Martín y Sucre. Sin embargo, tal visión,
como sabemos de sobra, no encarnó en la realidad. Conspiraron diver-
sos hechos contra ello. Por ejemplo, la contradicción entre geografía y
demografía: un enorme territorio subpoblado, comparado con las Trece
Colonias que cabían holgadamente en algunos de los países nuestros.
Por otro lado, en su mayor parte habíamos sido colonias de países atra-
sados, España y Portugal, que he llamado paleoccidentales, mientras
las Trece Colonias se alimentaban de las tradiciones inglesas. Y apenas
había entre nosotros barruntos vagos de una burguesía fuerte. Así se
hizo imposible hacer realidad el sueño bolivariano y de tantos de nues-
tros primeros líderes independentistas.

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