Nosferatu de Griselda Gambaro
Nosferatu de Griselda Gambaro
Nosferatu de Griselda Gambaro
Nosferatu acarició el polvo de la ventana con sus largos dedos de uñas crecidas y el
polvo permaneció quieto. Miró de nuevo hacia afuera y suspiró: podía dormir en
paz. Ningún movimiento extraño lo amenazaba.
Pensó que se habían empequeñecido sus gestos, antes lo movía la pasión y ahora,
cuando salía, consumaba un simple despojo, robaba como el más mísero de los
ladrones y con menor aptitud. La noche anterior lo habían perseguido tenazmente.
Él había actuado con una falta de prudencia que más tarde recordó con asombro y
no supo explicarse. Había agredido a un transeúnte rezagado, caminante inerme
entre las sombras y sin embargo dueño dichoso del calor y el movimiento de su
sangre. Hostigado por la avidez y la nostalgia que conservamos hacia los deseos
perdidos, Nosferatu lo había atacado desde atrás: con una vara de hierro había
golpeado repetida, bárbaramente la nuca frágil, como si se concediera un desquite o
se castigara.
Luego, en lugar de moverse, había permanecido quieto, fascinado ante la sangre que
le provocaba una incomprensible repugnancia. Y cuando por fin se arrodilló junto al
hombre que yacía en la calle y se levantaba ya con el botín en la mano, otros
transeúntes lo habían sorprendido. Huyó entonces y supo que su salvación la debía
a una persecución emprendida con desgano. Las piernas no le respondían. Él, que
había sido capaz de transformarse en criatura alada, estaba pegado a un cuerpo que
le hablaba sólo de necesidad y no de gloria.
Salió echando la llave, aunque no había muebles ni pertenencias en el cuarto.
Completamente vacío. Ni siquiera una luz en el techo. Sólo tierra que había entrado
durante años por la ventana sin vidrios. Tierra seca o acompañada de lluvia, seca en
seguida, como si la humedad rehusara su lejano parentesco con la sangre. Bajó las
escaleras ocultándose de los vecinos y caminó, tratando de imitar el paso de los
otros. Se adhería demasiado a la pared, se agazapaba cuando oía risas o murmullos,
y sabía que era un error. Debía haber esperado que la noche avanzara y la oscuridad
fuera intensa, creciera solitaria como él mismo, y sin embargo no podía hacerlo.
Desfallecía. Comer, pensó, e imaginó torrentes de sangre, océanos de sangre, fuerza
y saciedad. Pero la imaginación no lo alentaba, como quien sueña para otro.
Una vieja caminaba delante de él y se detenía cada tanto en los botes de basura.
Comenzó a seguirla por costumbre, una costumbre ancestral que no podía
abandonar aunque fuera ya inútil, gratuita y sin sentido como tantas costumbres. La
vieja intuyó su presencia porque de pronto se volvió, enfrentándolo inmóvil.
Nosferatu vio sus ropas carcomidas, su cabellera rala. La vieja lo miraba sin miedo, y
esto lo fastidió un poco, lo atemorizó también. Sin embargo, cuando llegó más cerca,
comprendió que la vieja estaba inmovilizada por el hambre. Mientras que en él era
sequedad, en ella el hambre rezumaba saliva, como en un animal esperando su
alimento. Él pensó en atacarla, descubrió los colmillos y apresuró los últimos pasos,
sabiendo no obstante que el simulacro no sustituiría a la acción. Ya no podía atacar
de esa manera, provocar el minuto de espanto y casi de amor que anticipaba en sus
víctimas la entrega, el éxtasis pavoroso del deseo y de la muerte.
La vieja pronunció unas palabras que él no entendió pero que intentaban un saludo;
insinuó una temblorosa sonrisa. Cuando estuvo a su alcance, extendió la mano hacia
él con un gesto pedigüeño, ávido y remiso al mismo tiempo.
Nosferatu le mostró los dientes como un perro que gruñe listo para el ataque. Pasó
de largo y se sintió desfallecer. A ciegas, abrazó un tronco en busca de apoyo, por un
segundo reclinó la cabeza.
—¿Qué le ocurre? —preguntó la vieja con voz educada, una sombra de afecto.
—Dios mío. —susurró la vieja con una inquietud que le nacía de las sombras, del
frío, del resultado de su gesto desprovisto de violencia.
La vieja miró con asombro el trozo de tela que se deshizo como ceniza entre sus
dedos. Se sobresaltó, las arrugas se le profundizaron y abrió la boca, dispuesta al
grito.
—Es mucho. —repitió, y justificó la fragilidad de las ropas por razones de miseria.
Eligió un billete y lo guardó bajo el escote. El resto lo tendió hacia él, pero
bruscamente volvió a asustarse, se inclinó y abandonó el dinero sobre el suelo.
Un mozo atendía desganado, el delantal gris, las uñas largas que debían hundirse en
los platos de sopa. Temiendo la desnudez de su voz, señaló con el índice en el menú
y supo en seguida que no podía esperar tanto.
—Leche. —repitió él, alzando apenas la voz, que se le antojó ronca, inhumana.
Pero el otro no pareció darse cuenta. Asintió y casi sin demora depositó sobre la
mesa un vaso que rebasaba.
Nosferatu se abalanzó hacia la leche y bebió. Tenía ganas de morder el vaso, pero ya
no podía morder. No sabía por qué, quizá corrían otros tiempos, otras crueldades, y
el gesto se había vuelto irrisorio. El líquido atemperó la sensación de vacío, la
quemazón del hambre. Reclinándose contra el respaldo de la silla, suspiró y se dejó
estar, como si él también pudiera adherirse a la frágil esperanza de los otros en la
ventura posible, o más modestamente, compartiera la dicha de existir en la
inadvertencia.
El policía se separó del mostrador y se afirmó sobre sus pies, frotándose los muslos
con los dedos abiertos. Nosferatu se enderezó en la silla, sintió el dardo de la luz e
involuntariamente se incorporó volcando el vaso, que rodó estrellándose contra el
suelo. El policía empezó a caminar hacia su mesa. Caminaba lentamente y sonreía,
con una sonrisa de reencuentro o de ternura.
Nosferatu se alzó y empezó a correr. Las balas silbaron por encima de su cabeza,
muy desviadas, como si no quisieran acertarle. Sin embargo, estaban cada vez más
cerca, cada vez más nítidamente escuchaba los gritos. Y luego, no ya la sensación de
peligro, la persecución que permite una mínima esperanza, sino la realidad
inevitable, los cuerpos pesados, el resuello animal a distancia imperceptible; una
mano tocó su hombro, resbaló aferrándolo por la ropa. El saco se desprendió
enteramente, se disgregó en hilachas, polvo, ceniza.
Pero los otros no se asustaron. Rieron, rieron un poco sin aliento por la carrera.
Nosferatu dio dos zancadas, tropezó y cayó de bruces. Los cinco se abalanzaron
hacia él. Lo sujetaron y se quedó quieto y sin resistencia mientras el silencio se
instalaba entre los hombres que lo habían perseguido. Esperó, hasta que las manos
que lo aprisionaban se levantaron y por un momento pensó que se había equivocado
y que lo favorecería una impensable justicia o misericordia, puesta fuera de esos
hombres, puesta fuera de su destino, casi fuera del mundo. Pero las manos
descendieron de nuevo sobre él y lo inmovilizaron de espaldas contra el pavimento.
El que tenía el revólver desenfundado lo guardó en la cartuchera.
Desde el suelo, Nosferatu los miró. Parecían inmensos, gigantes. Uno de ellos se dejó
caer de rodillas a su lado y acercó el rostro. Abrió la boca. Los dientes asomaron,
muy blancos, irreales. Nosferatu gritó. El policía le clavó los dientes en el cuello,
torpemente, pero con decisión. Atacó la carne varias veces hasta que la sangre brotó
limpia. Nosferatu volvió a gritar. Y luego, uno tras otro, se inclinaron sobre él, con la
boca abierta.