Cuentos de Jorge Onilo Cardoso
Cuentos de Jorge Onilo Cardoso
Cuentos de Jorge Onilo Cardoso
Una vez hubo un hombre por Mantua o por Sibanicú, que le nombraban Juan Candela y que
era de pico fino para contar cosas.
Fue antes de la restricción de la zafra, que se juntaban por esos campos gente de
Vueltarriba con gente de Vueltabajo. Yo recuerdo bien a Candela. Era alto, saliente en las
cejas espesas, aplanado y largo hacia arriba hasta darse con el pelo oscuro. Tenía los ojos
negros y movidos, la boca fácil y la cabeza llena de ríos, de montañas y de hombres.
Por entonces nos juntábamos en el barracón y se ponía un farol en medio de todos. Allí
venían: Soriano, Miguel, Marcelino y otros que no me acuerdo. Luego en cuanto Juan
empezaba a hablar uno se ponía bobo escuchándolo. No había pájaro en el monte ni sonido
en la guitarra que Juan no se sacara del pecho. Uno se movía, se daba golpes en las piernas
espantándose los bichos, pero seguía ahí, con los ojos fijos en la cara de Juan, mientras él se
ayudaba con todo el cuerpo y refería con voz distinta de la suya cuando hablaban los otros
personajes del cuento. Allí, con vales para la tienda, y el cuerpo doblado con el sol a
cuestas todo el día, uno llevaba metido dentro, el oído para las cosas que pudieron haber
sido y no fueron.
Pero, eso sí, a Juan Candela nunca se le pudo contradecir, porque cerraba los cuentos con
una mirada de imposición en redondo y uno se quedaba callado viendo cómo el hombre
tenía algo fuerte metido en el cuerpo suyo. Preciso, certero, Juan sacaba la palabra del saco
de palabras suyas y la ataba en el aire con un gesto y aquello cautivaba, adormecía.
Por eso contaba cosas como estas con otras palabras suyas: “Río abundante de peces el de
las Lajas, allá por Coliseo. Mire, una vez reventaron las aguas antes de tiempo sobre San
Miguel y toda esa zona. Primero pasaron unas nubes a ras de loma y luego vino aquel mar
negro con un viento frío de vanguardia que aplanó el espartillo y doblegó los guayabos
hasta que se establecieron las lluvias. Yo vendía ambulante entonces, y tenía una mula
caminadora y firme. Así que en cuanto empezaron a encausarse las aguas y vino el oreo de
las tierras, hice camino para dentro de las sitierías. Iba tirando mis cálculos con el río —
porque para pensar no hay como el paso de una mula bajo el cielo—. Un poco lleno, me
decía, pero con cruce. Yo había pasado aguas mayores que aquellas y conocía la zona como
para andar con los ojos de la mula nada más. Así que partí a la marcha buscando el río y
por la tarde, ya estaba entrando en él. Arrastraba todavía aguas de chocolate revuelto, pero
apenas si se botaba medio metro de la orilla. Conque meto la mula en el agua y empiezo a
pasar. Todo iba bien. Abajo golpeaban los cascos sordamente sobre las lajas, pero en mitad
del río el animalito resbaló corriéndose apenas una cuarta. Yo pensé en la carga, en el hilo,
en los polvos, en todo lo que el agua me iba a malograr, entonces clavé la mula en firme. El
animalito lució su sangre como siempre. Se estremeció, levantó las orejas asustadas y pasó,
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buenamente, arrollando el agua en el pecho. Pero ahí viene la cosa, que estando fuera ya,
me siento las espuelas pesadas tirando abajo. ¡Diablo! —digo— y veo que traía dos
pescados de a libra cada uno trincados en las espuelas. Bueno, miré al río y le dije: hoy
tienes más peces que nunca”.
Y Juan movía los dedos largos de la mano como peces apretados en un palmo de agua.
Luego aquello; una mirada alrededor como por la punta de un cuchillo.
Otra cosa que contaba fue que tuvo un perro jíbaro cogido de cachorro y amansado con
amor. Era el llamado Mariposa lo que se dice un perro saliente. Entre otras cosas aprendió a
venadero. Mas, su único mal era el bien de sus patas, porque “así como usted quiere ver el
viento silbando en un alambre” —decía Juan— era lo mismo ver las patas de Mariposa tras
el venado. Esa fue la causa de su desgracia, pues una tarde se fue solo al monte y el fresco
de la noche fue trayendo su ladrido disperso.
Ha encontrado rastro —pensaba Juan adormeciéndose en la hamaca e imaginando ver pasar
el venado y detrás el perro con el demonio en las patas. Pero con la mañana y los
quehaceres Juan se olvidó del perro. Mas a eso del mediodía, dominando todos los ruidos,
se sintió un tropelaje por el lado de la caña, a tiempo que a saltos volaba el venado rumbo al
batey. “¡Había que verle los ojos de mala noche al animalito!” Juan afilaba su mocha y
pensó en el perro. ¡No había tiempo de nada! ¡Al venado que se lo llevara el diablo!
Mariposa, el pobre Mariposa, que llevaba una noche entera corriendo. Entonces Juan clavó
el mango de la mocha en tierra para que el perro tropezara y poderlo detener, pero no tuvo
suerte. Fue una de esas pocas veces que Juan no tuvo suerte. El venado saltó, y en la prisa
Juan clavó de filo la mocha. Luego como una bala, venía la mancha de color del perro.
Checó con el filo, cosa de medio segundo, y se abrió en dos mitades justas.
“¡Ah! —decía Juan— es bueno que un perro sepa correr, y si es venadero, mejor, pero eso
fue lo que perdió a mi pobre Mariposa y luego que yo no había descubierto todavía que con
baba de guásima se pueden pegar las dos partes de un animal dividido.”
En esas noches Marcelino, Miguel o Soriano, contaban algo de sus propias cosechas, pero
no se les podía soportar después de Juan. Ninguno de ellos tenía aquel manojo de palabras,
ninguno el gesto preciso de la mano en el aire.
Después íbamos a las hamacas y no se sentía más que el chirrido metálico de los grillos o la
exactitud de los gallos distantes.
Una mañana en el surco Marcelino me preguntó inesperadamente:
—¿Tú crees que puedan haber tantos peces?
—¿Dónde? —dije.
Pero él miraba ahora al frente, y yo sorprendí allá, en el extremo de su mirada el contraluz
de Juan Candela, encorvado, arrancándole hierbas a la tierra.
Otra mañana afilando los machetes hablaban Miguel y Soriano:
—No digo que no, puede que lo que corre se corte si da con un filo de mocha.
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—Por ejemplo la mantequilla —dije interrumpiendo, y Miguel y Soriano estallaron en
risas. Luego hubo un silencio y Soriano pegando con el lomo del machete en la piedra, dijo:
—¡Ese hombre dice mentira!
—Está claro —murmuró Miguel.
Y los tres nos miramos con gusto, nos sentimos iguales. La cosa estaba en que uno se
decidiera a romper la fuerza que Juan tenía metida en el cuerpo y que se le asomaba a los
ojos.
—Pues una noche de estas yo cojo y le digo… —afirmó Soriano golpeando de nuevo y más
fuerte la piedra.
—Está haciendo falta, no creas —concluyó Miguel y luego cada uno siguió en lo suyo.
En verdad, pensábamos entonces que era necesario ahogarle aquel poder a Juan, porque a
un hombre se le puede aguantar una mentira por ser la primera, otra por decencia, pero la
tercera suena como un bofetón y ese hay que contestarlo enseguida.
Esa misma noche vino Juan con su tabaco torcido en las puntas y su frente espaciosa.
Después empezó por la guerra y dijo:
“Yo era entonces pequeño y todo el mundo pasaba hambre. Mi tío, hombre con buen ojo
para las bestias caminadoras y hermano de mi madre, nos salvaba de morir hambrientos.
Porque los mambises arrasaban los campos y no había ‘tabla’ de maíz posible, ni bejuco
parido de calabaza. Mi tío montaba su jaca dorada y se iba unos días, luego regresaba
cargado de cosas que yo no he vuelto a comer tan hermosas. Empujaba la puerta de un
puntapié y riendo volcaba la alforja en la sala.
“¡Aquí tienen para dos semanas! —decía y todo se regaba por el suelo: ñames, calabazas,
plátanos, tomates más grandes que una güira cimarrona. Se llenaba el piso de verde, de
rojo, de color de tierra removida. ¡Qué se yo! Mi madre empezaba entonces recogiendo en
la falda y luego me gritaba por un saco para desbordarlo. ¡Ah!, aquellos días. ¡Pero, sin
embargo, digo que no eran tiempos para tan buenos ‘forrajeos’! ¿Dónde, pues, mi tío
hallaba aquellas viandas de Dios?”
Juan dejó la pregunta en el aire casi vestida de humo y oliendo a tabaco. Yo aproveché para
recorrer de un vistazo la cara de todos. Marcelino estaba mirando y con un mosquito
chupándole la sien. Soriano vuelto todo a Juan y Miguel y todos indefensos, como moscas.
“Pues cuando mi tío se estaba muriendo —prosiguió Juan— hizo señal de que todos
salieran y me dijo: ‘Tú quédate y escucha’. Se había enderezado en el catre y me miraba
con ojos vidriosos. ‘A todo el mundo no se le pueden contar ciertas cosas, Juan —siguió
diciéndome—. La gente se ríe y no cree más que lo que tiene enfrente de los ojos, pero tú
no eres de esos y yo te necesito ahora para que mi secreto no se malogre conmigo. Óyeme
bien, para la Ciénaga de Zapata en la fuente misma del Río Negro, hay una vereda, apretada
de yana y mangle que es el camino. Tú lo coges temprano con la fresca, porque vas a estar
seis días caminando y al sexto aparece el volcán. Entre el paso de la bestia y el volcán te va
quedando la ciudad, pero tú no vas a ella, antes en los campos hay mucho que forrajear y
los indios son buena gente’.
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“—¿Qué ciudad, tío? —le pregunté.
“—¡México, hijo, México! ¿Dónde crees tú que yo iba a encontrar viandas? —y expiró
haciéndome la pregunta.”
Juan calló un instante y nadie se movió de su lugar. Luego levantó la cabeza para mirar y
añadió complacido:
—La verdad, yo pienso ir un día de estos, estoy seguro que nadie más sabe el camino de
México.
Soriano se puso de pie entonces. Se enderezó agarrándose la faja, pero Juan lo cogió en vilo
con su mirada. Luego Soriano tragó en seco y se sentó de nuevo.
Al día siguiente, después que Juan llevó su plato a la cocina, Soriano me enseñó un papel
doblado y sucio. Era un grabado descolorido donde aparecía un barco excursionista y se
podía leer arriba: “Tantos pesos ida y vuelta a México”.
—¿Y cómo no hablaste anoche? —le pregunté.
—No sé, me trabé de aquí —dijo señalándose el cuello.
Luego cogimos la guardarraya y cada uno se fue quedando en su porción de caña invadida
de hierba. Esa mañana Soriano estuvo silencioso. Miguel habló del bicho del tabaco y de
cómo se podía exterminar y Soriano no hizo nada por contradecirlo en aquella vieja disputa
establecida periódicamente.
Después, cuando fumábamos en la puerta y se estaba tirando el sol por encima de la caseta
de la romana, Soriano explotó pegándole un puntapié a la vasija de las gallinas.
—¡Demontre, esta noche sí que hablo, lo verán!
Pero esa noche fue cuando se quemaron las cañas del Asta. Don Carlos vino de la vivienda
y nos ordenó ayuda para el vecino y todos fuimos a apagar el incendio. Aquello duró toda
la noche y un pedazo de la madrugada. Después se nos dio el día para dormir ahumados
como estábamos. Juan cogió su calentura y su tos. Apenas comía iba derecho para la
hamaca y tosía durante las primeras horas hasta que se quedaba rendido. Poco a poco sin
saberlo casi, se nos fue quitando la cosa de la cabeza. Porque nosotros seguíamos allí
contando nuestras cosas con el farol en medio, pero notando la ausencia de Juan, poniendo
los ojos sobre el cajón vacío donde se sentaba él; y ya nadie se acordaba de que hubo
necesidad de ahogarle a Juan su fuerza, sino que seguíamos hablando de cómo se acababan
las plagas y de cómo se exterminaba principalmente la del tabaco. Mas, Juan curó de sus
calenturas. Se quedó con la tos, pero eso hizo más interesante todavía sus cuentos. Porque
la aguantaba hasta el momento de hacer una pregunta, seguro de que así prolongaba el
tiempo en espera de la respuesta y una noche empezó de nuevo. Ya estaba de pie, agitando
los brazos y atando las palabras con su movimiento, mientras refería de esta manera:
“Aquel sí era un majá, ¡no digo yo. Uno de Santa María. El lomo marcado con manchas de
sombra, pero bueno, déjenme decirles que yo había llegado a la zona sin conocer más que
al sol y a las estrellas.
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“Estábamos en un corte de monte al pie mismo de la Sierra Maestra. Un monte de esos que
son un techo verde en veinte leguas. Empezábamos a desmontar con la cuadrilla y así que
en cuanto yo me vi frente a una de esas ácanas añosas que no abrazan tres hombres juntos
cogí el hacha y: ¡Chac!, el primer golpe. ¡Chac, el segundo, cuando siento, caramba!, que
me enlaza el pescuezo una cosa gorda y fría. ¡Ah!, compañero, uno debe saber lo que son
los sustos cuando tiene cuarenta años y ha vivido pobre siempre. Uno debe saberlo, pero
aquel día fue que yo me di cuenta cabal de lo que es un susto redondo de verdad. Porque lo
que me apretaba el cuello me estaba quitando el aire y botándome los ojos de sus cuevas.
Por más que le prendía las uñas resbalaba sin saber qué diablo era. Entonces, medio
ahogado, medio muerto, me acuerdo de mi cintura y de mi cuchillo y tanteando hallé la
vaina y poco a poco levanté el brazo que me pesaba como una piedra para cortar al fin un
palmo más arriba de mi cabeza. Cayó redondo al suelo y encima, caliente, me vino el
chorro de sangre del majá. Les digo que era como para morirse cuando vi el animal, sin
cabeza, desangrándose como un tubo roto. Bueno, había que verlo, era un Santa María y
luego cuando lo estiramos vimos que medía sus cuarenta varas justas.”
Juan calló abriendo sus dos brazos largos y flacos. Soriano estaba de pie ya cogiendo aire
para hablar, mas Juan se le quedó mirando. Estaba seco por las calenturas, pero conservaba
fuertes los ojos y lo estaba deteniendo con toda su energía. Empero, Soriano seguía de pie y
ya con aire suficiente para decir sabe Dios cuántas cosas. Sin embargo, callado, inmóvil
todavía. Entonces yo tuve una idea y me puse de pie:
—Puede que no lo haya medido con buena medida, Juan —le dije, y él me miró igual que a
Soriano. Era dura la ceja saliente y una chispa debajo. Yo le aguanté la mirada todo lo que
pude, hasta que al fin regresó a mirar a Soriano y dijo:
—Bueno, es posible.
—¡Quizás no tenía más que treinta! —gritó casi Soriano, buscándole los ojos ahora.
—Acaso menos —rió Miguel y le coreamos todos la risa. Pero Juan cruzó los brazos,
levantó el mentón y dijo calmosamente corriendo la mirada sobre todos:
—Seguro que no pasaba de treinta bien medido.
—¡Vaya, vaya!, ¡seguro que de seis! —atacó Soriano. Entonces pasó lo que pasó:
Juan tiró del machete y dijo levantándolo sobre su cabeza:
—¡El que me le quite medio metro más lo mato!
Nadie se atrevió a moverse. Tenía los ojos encendidos y la mano trigueña se le blanqueaba
ahora en el apretón al cabo del machete. Así que nos quedamos callados. Luego él bajó
lentamente el arma y dijo:
—¡Bestias, nada más que bestias mal agradecidas!
Y volvió la espalda para perderse en la oscuridad del barracón.
La caña siguió creciendo y la hierba dando guerra. Guerra que nos permitía ir tirando del
“tiempo muerto” para madurar la zafra. El poco jornal y los vales seguían también. Algunas
noches oíamos desde el barracón la guitarra del mayoral en la vivienda. Pero Juan no
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contaba ya. Se quedaba en la hamaca como cuando las calenturas, y nosotros allí en la
puerta con lo pobre de nuestros recuerdos y el cajón de Juan desocupado siempre.
Una noche de calor vino don Carlos y dijo algo de la luna y las estrellas. Luego acabó
afirmando:
—La tierra es redonda.
—Pues parece plana como una tabla —rió Miguel. Don Carlos soltó el humo de su veguero
y dijo yéndose para la vivienda:
—Hay muchas cosas que son y sin embargo no parecen.
Nadie habló más, pero yo sentí que aquellas palabras me apenaban, porque empezaba a
comprender que Juan era eso: una cosa que tiene que ver con las estrellas, una cosa que es
aunque no lo parezca. Algo seguramente fuera del tiempo, del barracón y del mundo. Ahora
pienso que a los otros les estaba pasando lo mismo, porque recuerdo que cuando nos
íbamos Marcelino dijo sin dirigirse a nadie:
—Hay que creer en algo que sea bonito aunque no sea.
Esa noche no pude dormir como de costumbre. Había un silencio espeso y fresco acaso
interrumpido por un gallo distante, pero se me fueron pasando las horas sin pegar los ojos
hasta que asomó la madrugada. Oí entonces —al principio confusa— la voz suplicante de
Soriano cerca de la hamaca de Juan:
—Vuelva a contar esta noche. Hágalo, Juan.
—Ustedes son un hato de descreídos —respondía Juan sin cuidarse de bajar la voz como
Soriano, y él insistía:
—No haga caso. Uno sabe poco. Nosotros no hemos salido de aquí ni hemos visto esas
cosas. Pero ahora estamos seguros de que usted habla verdad.
—¿Ahora por qué?
—Bueno, no tendrá que ver, pero anoche don Carlos dijo algo de la tierra y de las cosas que
son y no parecen.
—¿Qué tengo yo que ver con eso?
—No lo sé bien, Juan, pero algo tiene que ver…
Así los sorprendí hablando y detuve mi propia respiración esperando que Juan dijera que sí,
porque él era él, y embotaba los sentidos y tapaba el piso de tierra donde vivíamos…
Además desde entonces estoy seguro de que aun en piso bueno, después de comer y en
cualquier latitud del mundo no es posible dejar de oír la maravillosa palabra de Juan
Candela.
FIN
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El cangrejo volador
[Cuento - Texto completo.]
Había una vez un cangrejito nuevo que estaba haciendo un hueco profundo en la tierra,
cuando, sin más ni más, vino una paloma torcaza a darle conversación.
—¡Bonito que te está quedando el pozo ese! —dijo la paloma, y el cangrejo, levantando los
tarritos de sus ojos, la miró tranquilo y respondió:
—No se trata de un pozo, estoy haciendo mi casa.
—¡Cómo! —exclamó asombrada la paloma—. ¿Ese oscuro agujero es tu casa?
—Pues… sí, mi casa.
—¿Cómo se entiende ese disparate, muchacho?
—¡Ah!, ¿qué no?
—¿Pero te parece poco llamarle casa a un agujero en la tierra? Escucha: si puedes vivir en
la rama de un árbol ¿cómo vas a habitar en el fondo de un pozo oscuro?
—Señora —dijo dignamente el cangrejito—, ¿se olvida usted de que está hablando con un
crustáceo? No soy una paloma, señora.
—¿Pero eso qué importa si eres “cangrejo con voluntad”?
—Un “cangrejo con voluntad” —se dijo el cangrejito, levantando directamente al cielo los
tarritos de sus ojos. ¿Sería posible eso? Mas, enseguida contuvo su entusiasmo.
—¿Cómo vas a pasarte la vida bajo tierra?
—Pero es que toda mi familia lo ha hecho siempre así.
—Ya me imagino a toda tu familia; es decir, por uno que empezó una vez, todos los demás
han seguido haciendo lo mismo. ¿Y es que en tu familia no hay aspiraciones?
—Bueno, hay cangrejos… aspiraciones, que yo sepa, no.
—Bien —dijo la paloma— entonces tú vas a ser el primero de los tuyos que viva en un
árbol.
—¡Cómo! ¿Yo vivir en un árbol?
—Tú, el primero de todos.
—¡Pero mire, señora Paloma, que mi abuelo me mandó esta mañana a que hiciera mi
cueva, diciéndome que ya es hora de fabricarla como hacen los demás!
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—Pero, muchacho, contesta una cosa: ¿qué casa estás fabricando?
—La mía, señora, ¿cuál otra?
—Ninguna, porque ¿cuándo tú has visto una casa sin puertas ni ventanas?
—Bueno… no; verdad que no la he visto.
—Entonces ¿dónde vas a hacer allá abajo una ventana y qué fresco y qué luz van a entrar
por ella?
—Tiene razón.
—Y hasta suponiendo que hubiera una ventana sin fresco y sin luz, ¿qué pajarito se pondría
a cantar en ella cuando llegue el verano?
—No, ninguno.
—Entonces está claro; hazte una casa en el aire, muchacho.
—Pero… ¿en el aire?
—Quiero decir en la rama de un árbol, de un pino, de un júcaro, de un dagae, en el polo del
monte que más te guste.
—¡Un nido!
—Eso, un nido fresco que lo meza el viento. De día cerca del Sol, de noche cerca de las
estrellas.
—¡Ah! ¡qué bueno sería! En el fondo, los cangrejos todos queremos llegar a las estrellas —
más, enseguida se entristeció—: ¡pero es que soy solamente un cangrejo!.
—¡Déjate de historias! ¡Tú eres lo que tú quieras ser! ¡Sé, pues, un crustáceo con voluntad!
Y como si estuviera cansada de hablar, la paloma torcaza batió sus alas y salió volando por
encima del joven cangrejo, quien con los tarritos de sus ojos la siguió mirando hasta que se
perdió con el viento.
Mas, ya el cangrejito no podía seguir haciendo su cueva en la tierra. Así que aquella misma
tarde, después de que se lavó las tenazas en el río, fue directo a ver a su abuelo.
—Abuelo, quiero fabricar mi casa fuera de la tierra.
—¡Cómo! —exclamó el abuelo, cayéndosele la comida de la boca.
—Sí. Voy a hacerlo si es posible en el copito de un caguairán.
—¡Hijo mío! —dijo entonces mirándolo muy preocupado—, tienes que tener cuidado con
las hierbas que comes. A ver, ¿qué has comido, hijo mío?
—Palmiche, abuelo, pero hablé con la paloma torcaza…
—¿Con esa loca?
—Me ha dicho que es un disparate vivir bajo tierra como una lombriz.
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—Será, pero ten en cuenta que tú no eres más que un cangrejo, muchacho.
—Un cangrejo que acaso un día pueda vivir cerca de las estrellas.
—Pero, ¿qué diablos de casa es esa?
—Un nido, abuelo, un nido.
—¿Nido? ¿Y dónde están tus alas, muchacho?
—Pues, quién sabe con el tiempo si…
Mas esta vez el abuelo no lo dejó terminar.
—¡Muchacho! —tronó—, mientras tú seas cangrejo no hay ala que te salga ni pluma que te
cuelgue. Cangrejo naciste y cangrejo terminarás.
Pero el nieto estaba dispuesto a trabajar de todas maneras. Así que se fue solo al monte y
escogió el caguairán que le pareció más alto y frondoso de todos. Era un trabajo difícil el
que se había propuesto. Tendría que subir y bajar el árbol cuantas veces fuera necesario
para construir allá arriba su nido. Mas, empezó sin miedo, echándose a las espaldas los
palitos secos y las bolsas de resina y todo lo que necesitaba para su trabajo. Subía y bajaba
clavando sus patas espinadas en el tronco, y lo hizo tantas veces que formó un trillito de
puntos en la corteza del caguairán. Y no solo era el trabajo que pasaba y el peligro que
corría sino las cosas que le decían los otros animalitos del suelo, los que no vuelan.
—¡Loco, loco de a viaje está! —decía la jicotera encaramada en su piedra del río—, ¡Y se
revienta un día de estos! ¡Vivir para ver!
Pero él ni siquiera contestaba. Subía y bajaba lento, incansable, llevando su carga. A veces
sucedía también que a mitad de camino, ya no podía más y rodaba la carga. Entonces,
firme, sin ceder, bajaba hasta el suelo, cargaba de nuevo y tornaba a subir con los ojos fijos
allá arriba, donde estaba creciendo su nido en la punta de la rama más alta.
Por su parte, el viejo abuelo estaba muy triste y acabó diciendo que tenía un nieto chiflado,
el primero en la familia. Pero al fin, una mañana se corrió la voz por toda la isla. De todas
las provincias vinieron pájaros a visitarlo. De oriente llegó un lindo senseremicó, con su
cuello amarillo como una corbata nueva. De Camagüey, un pájaro carpintero de pecho rojo
y camisa de guinga. De Santa Clara un zenzontle cantador al que le decían el “Jilguero del
Escambray”. De Matanzas, la más dulce paloma de todas. De La Habana, un zunzún azul
que se paraba en el aire volando. Y por fin, de Pinar del Río, un ruiseñor de Viñales al que
le decían la “Flauta de Aragón”. Vinieron todos y alabaron el nido del cangrejito, que era
como un hermoso balcón al viento y la luz. Él dio las gracias a todos y les ofreció guayabas
maduras y pomarrosas del río.
Y en ese mismo día, al atardecer, fue que sintió sueño y se extrañó. ¿Acaso estaría
enfermo? Jamás había sentido sueño al atardecer. Todo lo contrario, porque esa es la hora
en que los cangrejos salen a pasear, la misma en que los pájaros se posan a dormir. Pero en
fin, se quedó dormido. Y cayó la tarde y pasó la noche con sus estrellas y sus sputniks,
mientras él dormía sosegadamente sin darse cuenta de nada. Mas al otro día, cuando el sol
tibio de la mañana lo hizo despertar, sintió como si no cupiera en el nido. Levantó primero
el tarrito de un ojo y después el tarrito del otro. Miró a la derecha y quedó mudo de
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asombro; miró a la izquierda y quedó mudo del mismo asombro; ¡Dos alas! ¡Dos alas
encendidas como las plumas del tocororo le salían de los costados! Le habían crecido
durante la noche y eran más largas que sus tenazas. Entonces el cangrejito, no sabiendo si
llorar o reír de alegría, levantó sus hermosas alas, las batió ruidosamente haciendo caer
algunas hojas maduras del caguairán y se lanzó de frente al viento a volar para siempre.
Desde aquella mañana todo el mundo vivía asombrado, con las caras vueltas hacia arriba
para ver el cangrejito volador atravesar el aire, y hasta el viejo abuelo solía decir orgulloso
ahora:
—¡Tengo un nieto plumoso, lindo como un tocororo y vuela como el viento!
FIN
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Donde empieza el agua
[Cuento - Texto completo.]
Shakespeare
El hombre iba descalzo sobre su canoa. Una vuelta de soga le anudaba la cintura y abajo,
terminaba el pantalón como cortado a cuchillo. De la soga de arriba ascendía el torso
desnudo y corpulento, inclinándose a uno y otro lado según de la parte que buscara apoyo
en el fondo con la palanca que apretaba en sus manos terrosas.
Era en la Laguna de Ariguanabo y el sol de agosto abrumaba ese año más espigas de bledo
silvestres que nunca.
Ya lo habían asegurado con tiempo los hombres de la Laguna:
“Para fines de la primavera todo Ariguanabo será como un potrero. Un caballo mismo
podrá engañarse y querrá pastar la hierba sobre el agua, pero tendrá que nadar”.
Era que las lluvias habían roto todos los cálculos y estuvieron cayendo hasta que les dio la
gana.
Había ahora que empezar por aprender los caminos del agua. Las plantas estaban
enviciadas de ella. Rendía por entonces su mayor estatura. Los largos cuellos de los bledos
desafiaban la altura del macío. Las redondas hojas de las malangas podían contener ahora, a
ras del agua, una decena de ranas bulliciosas, sin litigio entre ellas por ganar espacio en
espera de las moscas. La hierba bruja le regateaba el sol al agua y se quedaba con él,
mientras abajo el pedúnculo de un tallo submarino pugnaba por ganar la superficie llevando
arriba, cerrado y verde todavía, el capullo redondo de un loto silvestre.
Así estaba el agua y por allí andaba el hombre y su canoa cuando una red de canutillos
sumergidos hizo presa de la quilla deteniendo la embarcación. El hombre se preparó
entonces con cuidado, reafirmó bien los píes desnudos y empuñó la palanca a fondo.
Durante unos segundos permaneció tenso e inmóvil, y al fin, cuando parecían reventarle del
codo a la muñeca todos los músculos del antebrazo, hubo un largo crujido bajo el agua y la
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canoa cabeceó hacia delante deslizándose sobre los canutillos partidos. Sin restarle impulso
el hombre tiró de la palanca desencajándola y se dejó llevar sin perder el equilibrio.
Navegaba ahora en un milagro de aguas sin hierbas. Un monte de macío espigado rodeaba
la poceta y el hombre respiró con descanso. Era todo lo que necesitaba: un claro de agua
donde las truchas y las biajacas pudieran morder en firme el anzuelo.
Vio entonces la lata de las lombrices, y mientras dos hilos de sudor bajaban a unírseles en
la hoyita, sonrió. No era para menos la fiesta de las lombrices. Todas habían brotado de los
cuatro dedos de tierra fresca del recipiente asadas por el calor. Pugnaban por ganar ahora el
borde de la lata y se contorsionaban en una desesperada lucha que daba gusto a los ojos del
hombre.
Juntó las manos entonces y cogió agua de la laguna para arrojarla de un golpe a la lata. Fue
peor acaso, las más gordas alcanzaron el borde de la vasija y retrocedieron como quemadas
por el metal. Esto dio más gusto al hombre y volvió a sonreír mientras buscaba el anzuelo
con una mano y con la otra tomaba del borde de la lata, la única lombriz que insistía en
resistir y liberarse.
Pero fue en ese momento que oyó el disparo. Un pato verde y amarillo dejó de volar sobre
su cabeza. Vino a caer a unos metros de la canoa. El hombre frunció entonces el ceño y
miró por el lado de los macíos, mientras oía venir el chapoteo primero y después el perro.
Era un animal de orejas tan grandes que acaso podía escuchar los secretos de las hormigas
sin bajar el hocico al suelo. Nadaba sin reparo del hombre como mordiendo el agua a cada
golpe de su mandíbula.
El hombre lo miró hacer por un momento y luego empezó sin darse cuenta a imitar sus
movimientos. Quizás llegó a temer que el pato pudiera escaparse, pero el animal llegó
certero sobre su presa y cerró las mandíbulas. Él también tiró al aire la mordida y sonrió
complacido.
Luego un pensamiento molesto vino a su cabeza: otra bala más baja podía cogerlo a él.
Tomó, pues, la palanca de nuevo y calculando por dónde salir con menos hierbas fue
dejando a su espalda el montecito de macío en el cual sonaron dos tiros más, sin pato
alguno esta vez.
Había solo un lugar donde las semillas de las hierbas tenían que seguir el viaje. Era más
abajo, pegado al manantial que vertía sus aguas en la laguna. Allí la corriente se encargaba
de alejar las semillas, permitiendo tan solo el cruce de las pomarrosas y las huevas
naufragadas de rana, que iban a morir en la boca implacable de las truchas.
Allí resultaba la pesca, y hacia el lugar encaminó, pues, la estrecha embarcación, pensando
de antemano en la sarta de pescado fresco que había de ofrecer más tarde en la carretera, a
la velocidad de los autos.
Era la tercera lucha cerrada contra las hierbas en un tiempo duro y lento que no permitía
levantar los ojos del agua ni detener la palanca. Y eso fue quizás lo fatal del hecho, porque
cuando estaba llegando, cuando sudaba a chorros y el cuerpo entero le ardía como una
brasa, lo primero que vio en la orilla fue a una mujer.
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Toda su persona pareció inmovilizarse entonces. Solo el pecho subía y bajaba respirando el
aire caliente de la laguna. Ella lo había advertido desde antes. Tenía los ojos puestos en él y
estaba sentada en una piedra de la orilla con los pies desnudos metidos en el agua. La falda
recogida le subía a dos dedos de la rodilla.
Él se apartó el sudor primero y luego fue subiendo la mirada desde donde estaban juntos y
transparentados los pies, hasta el reborde de la falda. De allí saltó súbitamente a mirarle los
ojos, y ella comprendió entonces hasta dónde aquella mirada quería o no, encontrarse con la
protesta de una mujer. Pero ella no dijo nada, ni se movió siquiera. El hombre por su parte
estuvo unos segundos esperando sin saber lo que esperaba, y cuando por fin su mano fue a
tocar los anzuelos la voz de ella lo hizo detenerse.
—¿Se pesca mucho, señor?
—A veces. No siempre, hay días buenos y días de mala suerte…
Su voz sonó mejor que la del viento entre los atejes mientras volvía a mirar la falda, pero la
mujer inclinó la cabeza mirándose el contorno del pelo revuelto, reflejado en el agua
ondulante.
—¿Le vino huyendo a los tiros, no?
—No. Vine buscando el pesquero que es este.
—¡Ah!… ¿Sabe quién está cazando patos allá? —y esta vez una disimulada sonrisa de
burla ganó en tanto las mejillas de la mujer—: Mi esposo.
—Sentí los tiros, pero no ví el hombre.
—Sabe matar y dispara como nadie… —y en tono más bajo, sin que el hombre pudiera
advertir la conclusión de su pensamiento, añadió—: Es casi todo lo que sabe.
—Cualquiera sabe cuando le llega el caso —repuso el hombre y ella se volvió presurosa,
como si tuviera algo que arreglar a la carrera.
—¡Yo digo patos, patos de la laguna! —y estalló en una risa alta y nerviosa en la que ahora
había más gusto por las últimas palabras del hombre que por las suyas mismas.
Él no dijo nada esta vez. La mujer calló al fin y estiró las piernas sacándolas del agua. Por
la punta de los pies, reunidos y desnudos, caía ahora un hilo de agua que el hombre quería
inútilmente oír.
El viento vino desde los macíos con un golpe caliente de aire y ella se sujetó el vestido,
pero con el movimiento dejó fuera el hombro desnudo contra el que golpeó,
deshilachándose, el manojo de cabellos.
Levantó entonces la cabeza y miró a la cara del hombre. El sol le bajó por el cuello redondo
y se hizo una cuchilla de luz que se hundió entre el nacimiento de los senos. Sintió entonces
un miedo complacido que le hizo hundir los pies y chapotear furiosamente el agua. Sabía
que los ojos del pescador estaban pendientes de todo esto y al cabo volvió a detenerse para
hablar sin mirarlo:
—¿Usted viene por el gusto de pescar o vive de la pesca?
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—No tengo la suerte de meter los pies en la laguna solo para refrescarlos. Meto el cuerpo y
hasta el alma a veces, pero no por diversión.
—Entonces… Y se detuvo un momento al decirlo, mientras un golpe de sangre le subía a
las mejillas para terminar, ¿por qué no se le ocurre, por qué no se tira al agua ahora?… Me
gustaría verlo caer…
Todo lo que vino más allá de sus palabras vino claro entonces al corazón del hombre, fue
en ese momento que comprendió que podía conseguirla toda o perderla con una sola
pregunta, y no se demoró en hacerla:
—¿Cree que debo hacer lo que a usted se le ocurra pedirme?
—Tal vez, ¿por qué no?
—Seguro que casi no.
—No soy tan poca cosa.
—Pero tiene que darme el ejemplo… A mí también me gustaría verla dentro, y hay agua,
mucho agua para los dos…
La miró ahora fijo, obstinadamente, y esperó. Ella no pudo decir más.
Miró hacia los macíos distantes queriendo no ver más que hierbas altas. Un disparo lejano
la hizo estremecerse, pero ya había apoyado las manos sobre la piedra y se dejaba correr
hacia abajo, mientras lentamente el nivel del agua le subía por los muslos en dos anillos.
El pescador no dijo más tampoco. Dio un paso hacia el borde de la embarcación y el pie
volcó sin querer la lata de las lombrices, pero no se enteró siquiera. Su cuerpo entero cayó
de un chapuzón en el agua, y al momento, cuando sacó la cabeza chorreante, vio que la
mujer se había vuelto atrás y ganaba la piedra de nuevo…
—¡No, ahora no te vayas!
Y calló solo para esperar la respuesta, pero el viento le trajo la risa alta, aguda, nerviosa,
perdiéndose con el rumor de la carrera por entre los romerillos de la tierra firme.
Entonces el hombre dio cuatro brazadas hasta que sus pies tocaron el fondo. Escaló la orilla
con dos saltos de fiera y corrió hacia el ateje. Por unos segundos dejó de oír la risa y pensó
que ella prefería las hojas amontonadas del suelo, pero de pronto, al pasar el tronco del
ateje lo asaltó el llanto de la mujer y le vio los brazos cruzados sobre el pecho, plegada
sobre si misma:
—¡Váyase!… No… ¡Váyase!
En el primer instante el hombre no pudo moverse. Había oído claramente las palabras y el
llanto, y estaba como clavado en el suelo, pero lo malo fue que ella dio temerosamente un
paso hacia atrás y tropezó para caer.
Él bajó los ojos a todo lo largo de su caída. Fue un segundo nada más…
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Ella logró incorporarse, enseguida cruzar los brazos de nuevo sobre el pecho. Más ahora el
hombre la había visto acostada por primera vez.
—Lárguese, váyase, váyase o llamo a mi marido…
Pero él no era él, sino un grupo de fuerzas reunidas. Tenía en los ojos ahora el mismo color
de las lombrices, en el cuello estirado la intención de las espigas del macío, en las manos la
presión de las mandíbulas del perro y en las entrañas todo el sol y la trabazón de los
canutillos bajo el agua.
No quiso oír más, la tumbó bajo la sombra del ajete. Otro golpe de viento vino desde los
macíos y se volvió un remolino caliente que levantó las hojas del suelo. Dos cayeron sobre
la espalda mojada del hombre y allí se pegaron, subiendo y bajando, mientras cesaba el
llanto de ella sobre la tierra cubierta de romerillos.
FIN
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Negrita
[Cuento - Texto completo.]
Hacía tres años ya que Bruno había llegado por primera vez a la finca de don Cristóbal. Lo
recordaba como si fuera ayer mismo; el dueño estaba sentado en el portal, porque era la
hora del mediodía en que el sol del verano cae aplanando los campos y abrumando de calor
los caminos.
Bruno venía sudoroso y ardido de sol. Había estado andando desde el amanecer y los
mechones sudados de su pelo se asomaban debajo del sombrero raído. Venía visitando las
fincas y haciendo la misma petición a todos los dueños de tierra. Así anduvo hasta
acercarse al portal y amparándose del sol bajo el filo de sombra que proyectaba el alero, se
dirigió al hombre:
—Señor, quisiera hablar con usted dos palabras.
Don Cristóbal frunció el ceño y lo miró despaciosamente de arriba abajo:
—¿Cómo te llamas?—dijo—. ¿De parte de quién vienes?
—No vengo de parte de nadie y me llamo Bruno. Solo la necesidad me trae.
El dueño advirtió el tono sereno con que hablaba. Sacó un tabaco del bolsillo de la
guayabera y lo prendió dándose todo su tiempo. Luego habló sin mirarlo:
—Tú dirás.
Y Bruno dijo:
—Los tiempos son malos para los pobres. Yo, por no tener, me falta hasta el rancho donde
vivir —hizo una pausa y mirando al suelo vio a sus pies una cordillera de bibijaguas
cargando pedacitos de hojas verdes—: si uno tuviera la suerte de esos bichos, con hacer un
agujero en la tierra tendría casa propia.
El dueño se movió y repuso:
—Bueno, no soy yo quien te hizo hombre o bibijagua.
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El caminante no pareció oírlo y continuó hablando en tanto miraba el tráfico de los
insectos:
—En el camino real ya la rural no deja hacer un rancho. Tiene que ser en tierra de uno —y
decididamente levantó la cabeza—, pero si usted me lo permite en cuatro días hago el mío
donde menos estorbe.
—En tierra mía —murmuró el hombre sin mirarlo.
—Sí —dijo Bruno y esperó.
Pasó un rato sin que el hombre dijera palabra. Hubo tiempo para que un sinsonte planeara
desde el viejo ceibo hasta su nido en el naranjo. Dos hojas secas de yagruma se
desprendieron del árbol y un pájaro carpintero rompió con su canto metálico al fondo de la
arboleda. Luego don Cristóbal levantó el brazo con el tabaco entre los dedos y señaló allá,
hacia las lomas lejanas.
—¿Ves donde vuelan aquellas auras?
—Sí —dijo Bruno.
—Es un extenso marabusal. Si lo dejo crecer invadirá los potreros —y se volvió a Bruno—:
si echas abajo esa manigua puedes contar con hacerte un rancho allí.
Bruno volvió a mirar las lomas y los dos quedaron callados. Era una tarea de gigantes para
un hombre solo, pero por primera vez le habían ofrecido algo. En todas las leguas que había
estado caminando no le habían brindado más que café, salvo en la finca colindante a la de
don Cristóbal, donde el montero le había ofrecido almuerzo. Bien sabía que nada más podía
esperar ahora, y oyó de nuevo la voz del hombre:
—Te presto hacha, machete y el hierro que necesites. Tú dirás si en verdad eres hombre de
necesidad y trabajo.
Bruno se volvió calmoso, mostrándole los callos de su mano.
—Esto le dirá qué clase de persona puedo ser.
—Entonces, ¿te decides? —dijo el dueño sin mirarle la mano.
—Pienso que es trabajo imposible para un hombre solo.
—Si quieres casa es porque la necesitas. Tendrás familia que te ayude, ¿no?
—Mujer y dos niños tengo, pero son pequeños todavía.
Entonces el dueño se puso de pie dando por terminada la conversación, pero Bruno habló a
su espalda antes que entrara por la puerta.
—Está bien, trato hecho, mañana vengo por los hierros.
Al atardecer del otro día Bruno subió por las faldas de la loma con su mujer y dos hijos
abriéndose camino por entre las zarzas y la manigua cerrada. Luego, cuando los cuatro se
detuvieron frente al monte de marabú, la mujer suspiró:
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—Tú solo no vas a poder, Bruno.
Él calló un instante mirando y, mientras bajaba del hombro el saco donde traía los hierros
de trabajo, dijo:
—No vamos a vivir ambulantes como los gitanos. Lo haré.
Esa misma tarde levantó su vara en tierra donde albergar la familia y pasar las noches y las
lluvias bajo el techo de guano, resistiendo toda estrechez y durmiendo en el suelo limpio
para estar de pie al amanecer contra el inmenso marabusal de troncos añosos, donde cada
arbusto nacido al pie de su vecino entrecruzaba con este sus ramas enmarañadas y
espinosas. Desnudo de la cintura arriba, a machete contra la tronconera, rasponado de
pecho y brazos, continuó con sol y lluvia hasta amontonar semanas que sumaron meses. Y
así fue también como la mujer y los hijos iban hasta el río al pie de la loma todos los días a
llenar y subir vasijas de agua. Así, hasta que un día Bruno levantó la casa cuando ya estuvo
desarraigada la última raíz de marabú. Entonces bajó una mañana con el saco de los hierros
al hombro y los entregó a su dueño. Luego dijo:
—Quiero que me deje hacer carbón con los troncos secos. La mayor parte me sirven.
Y esta vez el dueño dijo que sí, ocultando su satisfacción de haberse ahorrado el jornal de
muchos hombres.
Hubo siempre un día de la semana que los hijos de Bruno esperaban con verdadero
entusiasmo. Ese día era el domingo. El primero de los dos hermanos que despertaba
llamaba al otro y ambos miraban alegres las paredes de palma por cuyas rendijas se colaba
a chorros la luz del sol. Del otro lado de la puerta venían los ruidos de la casa mezclados
con el cacareo de las gallinas, el canto del gallo y hasta el escándalo lejano de algún bando
de cotorras en el monte. Pero lo más importante era la luz del sol, la claridad que les
mostraba la temprana hora del domingo amanecido. Era, pues, el gran momento de tirarse
del catre, agarrar pantalón y camisa para hacer, antes que todo, la invariable pregunta del
día:
—¿Papá, hoy no vamos al río?
Bruno parecía complacerse en demorar la respuesta:
—¿Hoy dicen ustedes?
—¡Es domingo, papá!
Y el padre callaba disimulando la sonrisa con un despacioso sorbo a su taza de café, en
tanto miraba los pequeños rostros pendientes de su palabra. La madre callaba también, pero
un enjambre de ideas acudían a su cabeza. Pensaba lo que eran los días de siempre para sus
hijos: acarrear agua desde el río. Subir a hombros latas, si no llenas, mediadas del precioso
líquido para cocinar, lavar las ropas, bañarse y alguna que otra vez para que no se secaran
definitivamente las cuatro matas de flores que la madre había sembrado frente al bohío. Eso
porque ella tenía que bregar todo el día con los quehaceres diarios: barrer con una escoba
de palma el piso de cocó, desgranar el maíz, lavar la ropa de todos, cocinar y recorrer la
manigua buscando los huevos de las gallinas que preferían hacer sus nidos bien lejos y
ocultos. Mientras, Bruno tenía que salir a vender lo que pudiera o conseguir algún trabajo
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temporal y regresar luego al atardecer para atender la pequeña siembra de viandas, lograda
en un pedacito del espacio en el que estuvo el extenso marabusal. ¿Qué ratos libres les
quedaban a los niños en el resto de la semana? Enyugar dos botellas a manera de bueyes,
tirando de una pequeña rastra que Bruno les había hecho de una horqueta de güira. Hacer el
“baile de la carolina”, puesta la flor de cabeza en el fondo del taburete, o poner a zumbar el
trompo de güira que también Bruno les había hecho. Mejor irse durmiendo rápido el sábado
al anochecer para amanecer de repente domingo, e irse a nadar y pescar con el pañito de red
que la madre misma les había tejido. Y a ella, aunque sabía que Bruno compartía los
mismos pensamientos suyos, no le gustaba que les demoraran la respuesta. Por eso se
adelantaba al último sorbo de café.
—Naturalmente que hoy van al río los tres —decía. Entonces el padre, poniéndose en pie,
los retaba:
—¿Qué esperan? Me voy corriendo delante a ver quién llega primero.
Y echaba, red en mano, por la colina abajo, fingiendo no dejarse pasar en la carrera.
Una pequeña cascada de agua caía en el remanso mezclando su rumor con el sonido del
viento que agitaba a su vez las hojas de las pomarrosas y el follaje de una solitaria mata de
mango. Los árboles sombreaban el agua de orilla a orilla. Arriba se entrelazaban las ramas
formando un techo de hojas verdes que se reflejaban en la superficie del río. Así, cuando el
viento fuerte movía los gajos, se colaba la luz del sol iluminando el agua transparente.
Entonces si uno se acercaba a la orilla veía a los peces fugitivos sobre el fondo de arena.
Este era el delicioso sitio donde, a plena carrera, largaban los muchachos la ropa y de un
chapuzón entraban en el agua fresca.
En épocas de frutas caían los mangos maduros y se les veía desde la orilla allá abajo, en el
fondo transparentados; verdes, amarillos y rojos. Era un goce lanzarse con las manos por
delante para abrir los ojos bajo el agua y agarrar los frutos frescos y jugosos. En tanto, el
padre iba desenredando la red en la orilla para cuando se cansaran de nadar y estuvieran
dispuestos a la pesca.
Esa mañana precisamente, vio el padre venir por la orilla a Pedro, el montero de la finca
colindante, cargando un saco a la espalda.
—¿Qué? ¿Tú también vienes a refrescar? —saludó Bruno.
—Ojalá —dijo Pedro, y se puso a mirar el agua buscando la parte más honda. Bruno le
miró a la cara y luego al saco que cargaba. Le pareció que algo vivo se había removido
dentro del saco.
—¿Qué traes ahí? —preguntó—. ¿Has cazado una jutía?
—No —respondió el montero—. Vengo de hacer algo que no me gusta nada.
Bruno frunció el ceño y quedó un instante callado observándolo. Luego oyó un gruñido de
protesta a través del saco y dijo volviendo los ojos a Pedro:
—Traes un perro, ¿verdad?
—Una cachorrita —rectificó el montero—, un animalito de Dios.
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Y entonces Bruno comprendió todo de un golpe recordando la mirada primera hacia el
lugar más hondo del río.
—¿Vas a ahogarla, Pedro?
El montero se sentó en la orilla colocando el saco entre sus piernas y habló en tono
apesadumbrado mientras buscaba un cordel en el bolsillo.
—Sí, tengo que hacerlo… el dueño me lo ordenó… la madre de esta perrita tuvo tres
cachorros, pero los otros dos son machos. A esta no la quiere… La he tenido escondida
para ver si la salvaba, pero ayer se me escapó y se presentó en la vivienda retozando como
cachorra que es. La vio el dueño y ya tú sabes, tengo que hacerlo.
—Ahogarla —repitió Bruno como si ya la viera muerta dentro del saco en el fondo del río.
El montero no contestó y ya iba a amarrar el saco cuando Bruno, inesperadamente, le
arrebató el bulto y de un tirón le abrió la boca. De un salto la cachorrita se tiró al agua.
Pedro se puso en pie y se metió en el río hasta las rodillas, pero Bruno hizo lo mismo y
agarró al montero por un brazo—: ¡Espérate! Déjala. Vamos a ver qué pasa.
Los dos se quedaron mirándola. Nadaba chapoteando el agua y alejándose de los hombres.
Y naturalmente, pasó lo que Bruno esperaba: el mayorcito de sus hijos la vio primero:
—¡Mira qué linda!—y echó a nadar hacia ella en tanto la perrita, ni que lo tuviera decidido,
nadó hacia el más pequeño de los hermanos, quien le tendía los brazos, y se entregó a él.
Ahora el niño reía sosteniéndola, y la perra, como si lo hubiera conocido toda la vida,
empezó a lamerle la cara.
—¡Demontre! Esa perra sabe más que nosotros, Pedro.
—Así es —dijo el montero sonriendo por primera vez.
Luego el niño se acercó con la cachorrita en los brazos y el ombligo a nivel del agua:
—¡Oye, regálamela! —suplicó. Antes que Pedro fuera a decir que sí, Bruno atajó al
pequeño enseguida.
—¿Cómo eso de óyeme? Diga cómo se dice.
Y el niño rectificó enseguida:
—¡Regálemela, señor!
Entonces Pedro dijo que sí con todo el cuerpo, y así fue como Negrita no murió ahogada en
el río, sino que pasó a vivir a casa de Bruno.
Aquella mañana no se pescó, o mejor dicho se trajo “apresada” en la red a Negrita, quien
saliéndosele el rabito por entre las mallas, lo movía entusiasta a las cosas de cariño que
venían diciéndole los niños por el camino.
Fue la madre quien hizo la pregunta. Estaba contenta de ver a los muchachos alborozados
con la presencia juguetona de la perrita:
—Bueno, ¿y qué nombre le ponemos? —dijo.
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—¡Jibarita! —gritó el mayor de los hijos, pero el otro protestó enseguida:
—¡No! ¡Le ponemos Negrita!
La cachorrita, que estaba inútilmente tratando de roer un hueso a los pies de Bruno, levantó
cómicamente la cabeza como si la hubieran llamado y Bruno, sonriente, terminó el asunto:
—Ha contestado ella misma —dijo. Se llamará Negrita.
Y así fue como le pusieron el nombre para siempre, porque también era negra como la
noche sin estrellas.
Entonces fue enseñarla, y de eso se ocupó Bruno, quien tenía gran habilidad para educar un
perro como nadie en la zona.
Comenzó por lanzarle un pedazo de madera ligero y allá iba Negrita con sus patas
grandotas dando tumbos, tropezando y volviendo a pararse, hasta morder la madera y
regresar orgullosa, poniéndola a los pies de Bruno. Este fue su primer aprendizaje. Pero
entonces era una perra poco juiciosa todavía, pues a veces, si pasaba una mariposa mientras
ella corría a buscar el madero, olvidaba su misión desviándose tras la mariposa y cayendo
al fin de cabeza en la zanja. También por ignorancia y extrema curiosidad, regresaba a
veces con el rabo entre las patas a todo aullar, por ponerse, inocentemente, a oler los
panales de avispas ocultos entre las cercas de piña. Hubo una tarde que hizo memoria en la
vida de los niños y fue cuando Negrita, mirando hacia atrás, se descubrió el rabo. Hasta
ahora no sabía que el rabito era suyo y por lo mismo ni que realmente existía. Entonces se
lanzó indignada contra él, persiguiéndolo y desde luego girando enloquecida como un
trompo.
Los niños se morían de risa y Bruno y María comprendieron que habían conseguido al fin
un verdadero juguete vivo para ellos. Y así fue creciendo, ganando seguridad en sus patas y
aprendiendo que los panales de abejas y avispas son cosas muy respetables para cualquier
clase de perro, no importa su tamaño. Luego, con el tiempo, cambió sus primeros dientes de
leche y levantó un tanto sus orejas. En lugar de los dientes le nacieron dos arcadas bien
armadas de dientes y colmillos blanquísimos, que relucían entre la lengua roja y el fondo
negro de la cabeza. Además ya no resultaba cómico su ladrido ni se caía de nalgas como
cuando pequeña, al intentar ladrar con todas sus fuerzas. Ahora era una perra joven y bien
plantada que empezaba a inspirar respeto a los desconocidos.
Fue por aquellos días cuando Bruno realizó un prodigio de enseñanza con ella.
Pacientemente consiguió que Negrita, valiéndose de sus dientes, fuera capaz de zafar la
soga anudada a la puerta del gallinerito, donde María encerraba al caer la tarde su gallo y
sus seis gallinas. Bruno empezó por enseñarla a zafar un simple nudo. Negrita mordía y
tiraba una y otra vez, pero siempre de la misma soga, de los dos extremos que formaban el
nudo; y jalando así, paciente y tercamente, conseguía aflojarlo hasta zafarlo y abrir con la
pata la puerta del gallinero. Luego Bruno duplicó los nudos y el resultado fue igual: Negrita
los zafaba así Bruno llegara a hacer, uno sobre otros, hasta cuatro nudos bien ceñidos. Esto
costó mucho tiempo y esfuerzo, pero tuvo otra ventaja: que se fortalecieron los dientes y los
colmillos de Negrita. Aprendía fácilmente la perra cuanto quisiera enseñársele. Hasta los
muchachos mismos por aquellos días la enseñaron a “morirse”. Bastaba que le dijeran:
“muérete, Negrita”, para que se echara boca arriba completamente inerte, fingiéndose
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muerta. Entonces venía “el entierro”. Le tiraban de las patas arrastrándola hasta que le
ordenaban de nuevo:
—¡Vive, Negrita!
Inmediatamente abría los ojos y de un salto se ponía de pie, moviendo la cola como si
aplaudiera su propia gracia. Tanta fue la fama de Negrita en la zona, que más de un
interesado vino a que Bruno le vendiera su perra; sin embargo, Bruno contestaba siempre lo
mismo:
—No hay dinero en el mundo para comprarme esta perra.
Y le pasaba la mano alisándole el pelo brillante de la cabeza, mientras Negrita cerraba los
ojos llena de felicidad.
Ya por aquellos días Bruno la llevaba con él a cuantos trabajos conseguía. Si era conducir
cerdos o reses, allá iba Negrita obedeciendo sus órdenes; saltando zanjas y troncos a todo
correr y atajando el ganado, según conviniera llevarlo en una u otra dirección. Siempre
inquieta y sofocada bajo el sol, aprovechaba los momentos en que el ganado abrevaba en el
río para meterse en el agua refrescante. Luego, sacudiendo todo el cuerpo, soltaba mil gotas
de agua en todas direcciones, y a una voz de Bruno, comenzaba a ladrar para que el ganado
emprendiera de nuevo la marcha.
De los primeros trabajos Bruno guardaba a Negrita un agradecimiento imborrable.
Conducía entonces un total de treinta reses a cuyo frente marchaba el toro padre
capitaneando la manada. Era un robusto animal de cuello poderoso y agudos cuernos.
Había estado demasiado tiempo suelto en el monte para dejarse conducir por nadie. Sacarlo
del monte fue una tremenda labor. Después de dar la orden a la perra de detener la manada,
se desmontó del caballo y se dirigió a abrir el portillo de la cerca. Pero no hizo Bruno más
que volver la espalda cuando el toro, escarbando la tierra, se desprendió contra él en una
furiosa estampida. Entonces Negrita saltó, corrió triplicando la velocidad de sus patas, y ya
cuando estuvo aparejada a la bestia, giró a la derecha y con el mismo impulso, de un salto
se colgó del toro mordiéndole los morros. El animal se paró en seco mugiendo de dolor y
zarandeando a Negrita en el aire como si fuera un trapo. Pero la perra apretaba más los
dientes hasta que Bruno cruzó la cerca, y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Suéltalo, Negrita!
De un envión la bestia lanzó a la perra por los aires, y esa fue la suerte de ella, porque
cuando el toro corrió a alcanzarla, ya Negrita estaba a dos metros de la cerca y, pegándose
al suelo, se arrastró ligera para cruzar bajo las púas de los alambres. Luego Bruno le estuvo
pasando la mano por el cuerpo tembloroso y sofocado. Al cabo, le habló:
—Estamos en paz, Negrita. Me salvaste la vida.
Una mañana don Cristóbal mandó a ensillar su jaca dorada y por primera vez subió la loma
hasta la casa de Bruno. Mientras María preparaba el café, el dueño se dirigió al montero:
—Tengo visto que eres un hombre de palabra y de trabajo.
Bruno lo miró extrañado. Era la primera vez que le reconocía su conducta.
22
—La gente así como tú no abunda y hace falta… —dijo y se quedó esperando que se
interesara por sus palabras, mas Bruno continuó en silencio. Entonces don Cristóbal entró
directo a hablar del asunto—: Necesito que pases a trabajar conmigo. Voy a empezar un
negocio nuevo y quiero que tú seas mi montero.
El dueño de Negrita se quedó pensando; cualquier trabajo con sueldo fijo era mejor que
encontrar un trabajito por ahí y otro mañana no se sabe dónde. Además, era difícil negarse a
quien le había dado suelo para levantar su casa, y Bruno era agradecido.
—Usted dirá qué debo hacer.
—Se trata de la cría de puercos, y voy a meterme en eso. Escúchame… —y don Cristóbal
empezó a hablar de sus quinientas caballerías de tierra, del monte lleno de semillas
comestibles, etcétera, cuando de repente pasó frente a la casa el “entierro” de Negrita. Iban
los niños tirando de la perra inerte, arrastrándola y fingidamente lamentándose: “¡Ay!
¡pobrecita Negra que se murió… que te vamos a enterrar!”
El dueño de la finca, volviendo la cabeza a Bruno, preguntó:
—¿Qué, se te ha muerto un perro?
Bruno se echó a reír y parándose del taburete, llamó:
—¡Negra, ven aquí!
De un salto la perra se puso en pie y vino moviendo la cola.
—¡Diablo! —dijo don Cristóbal—. ¿Trabajó en un circo esa perra?
—No, entre mis hijos y yo la enseñamos. Este numerito del entierro es obra de los
muchachos— y sonreía observando el efecto de asombro que causaban sus palabras sobre
don Cristóbal. Entonces el dueño de la finca intentó levantarse del asiento y un gruñido
amenazador de Negrita lo detuvo.
—¿Qué pasa?, ¿también desconfía de los visitantes? —preguntó.
—Sospecha de quien se ponga de pie frente a mí cuando estoy sentado —dijo Bruno, y
sonriendo añadió—: Pero eso se arregla enseguida, don Cristóbal. A ver —y volviéndose a
Negrita le ordenó—: Negra, párate y saluda al señor.
Negrita se sentó entonces sobre sus extremidades traseras y levantó la pata derecha. Don
Cristóbal a pesar de todo desconfiaba todavía de aquellos colmillos blancos y filosos.
Entonces Bruno dijo:
—No le haga el desprecio. Dele la mano.
Al fin el dueño de la finca se atrevió a agarrarle la pata a Negrita, aunque su mano estuvo
indecisa al hacerlo.
Un rato después cuando el dueño de la finca, montado ya en su jaca, se despedía de Bruno,
habló:
23
—Sabes, esa perra puede llegar a ser la mejor pastora de cerdos si tú la enseñas. Así que
acuérdate; el trato es que la lleves contigo.
Hincó las espuelas marchándose al trote de su jaca.
Tres meses después don Cristobal trajo los primeros cerdos colorados Duroc Hersey, para
fomentar la cría de cochinos de poca grasa y abundante carne. Puso cercas de alambre a sus
quinientas caballerías de tierra y los echó al monte libres, sabiendo que allí encontrarían
suficiente alimento todo el año, entre las semillas de guairaje, las nueces de yaya, el
palmiche y muchos otros granos silvestres abundantes.
En poco tiempo la multiplicada familia de cerdos se dividió en “trozos de cochinos”;
manadas compuestas de treinta o cuarenta hembras con sus críos, presididas por el verraco
semental. Era este, por cierto, un tipo solitario quien no vivía todo el tiempo en compañía
de las hembras, sino solo en épocas de celo. Los demás días deambulaba libre, con sus
bárbaras navajas que se le salían por los lados de la boca como los jabalíes. Al decir de los
monteros, un macho adulto era capaz de abrir de un tajo el vientre de un caballo; y solo
corría en defensa de su manada al escuchar los agudos chillidos de su grupo si este era
atacado por los jíbaros. En ese caso bastaba su presencia para que los perros desistieran de
su empeño. Nadie en el monte era más respetado que un verraco furioso.
Sin duda don Cristóbal había aumentado su riqueza con el negocio de los puercos, y Bruno
y Negrita sus trabajos. En las ocasiones de los partos de las puercas, estas eran muy
cuidadosas de tenerlos y ocultar sus hijos en los más intrincados sitios del monte. Y era
Negrita quien tenía que descubrirlos; entonces, permaneciendo previsoramente a distancia
de las madres, ladraba y ladraba una mañana entera si era necesario, hasta que su ladrido
llegara a oídos de Bruno, quien acudía a caballo para anotar el número de los nacimientos y
que don Cristóbal tuviera la cifra de sus cerdos. Esto era parte del trabajo de Bruno y
Negrita, pero no el más difícil. Pronto apareció el primer enemigo pequeño. Se trataba del
gusano que anida en las heridas y rasguños de los cerditos y cerdos jóvenes. Era la
operación más difícil de realizar por Negrita; pues ninguna madre estaba dispuesta a que le
tocaran un solo hijo. Ocurría que mientras Bruno sacaba de la cartuchera que llevaba al
cinto el frasco de “matagusanos” con que había que untar a fondo las heridas de los
pequeños, la puerca se volvía una fiera contra el atrevido. En ese momento entraba en juego
Negrita. Violenta, fingiendo el ataque más lleno de rabia y de furia contra la puerca,
Negrita la provocaba para distraerla. Se encimaba a ella expuesta a sus dentelladas y tan
pronto la puerca intentaba agredirla, saltaba la perra y volvía al falso ataque, así haciéndola
volverse de lomos contra el montero mientras este, con la mayor habilidad y en el menor
tiempo posible, curaba al herido para dejarlo rápidamente en libertad. Entonces, con
asombro de la puerca, Negrita cesaba sus furias, como si en realidad se hubiera tratado solo
de enseñarle los colmillos.
La plaga peor apareció más tarde. Desde las montañas que se alzaban en peñascos enormes
empezaron a bajar los seres más hambrientos y más audaces de los campos, atraídos por la
carne rica y abundante de los cerdos. Desde los siglos habían sido canes domésticos, como
lo era Negrita, pero las guerras que diezmaron las familias y dejaron las casas deshabitadas
en el monte, obligaron a los perros a buscarse la vida por sus propios dientes. Desde
entonces se fueron transformando. Ya no tenían las orejas caídas, sino erectas como el viejo
padre lobo. El olfato se les aguzó de modo que caminaban siempre en contra del viento
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para descubrir a distancia el olor del enemigo y prevenirse a tiempo de su encuentro por
sorpresa. El oído se hizo más fino y sensible y en su sangre dio la docilidad paso al instinto
permanente de matar. Pero sobre todo les nació el odio contra los perros domésticos,
eternos guardianes de los animales de carne, pertenecientes a los hombres. Era toda una
estrategia de los jíbaros cuando se mudaban a zonas donde abundara la alimentación: dar
muerte primero a los perros domésticos para limpiar de enemigos su campo de acción. Esta
era, si no la primera, la más constante ley de los jíbaros.
Mucho antes que los hombres presintieran la llegada de la primavera, ya Negrita lo sabía.
No necesitaba la descarga de los nubarrones amenazadores ni el trueno rodado en la
distancia para convencerse de que había llegado la época de los grandes aguaceros,
inundando cañadas y ríos hasta lograr que, poco después, brotaran millares de retoños en
los árboles del monte.
Era un don que todos los animales tenían y que ella, como todos, había heredado de sus
antepasados. Le bastaba apuntar su hocico contra la brisa para diferenciar enseguida los
olores que el viento le traía. ¡Y qué agradable le resultaban los días de la primavera!
Entonces los pájaros enloquecían de contento. Cada quien buscaba su pareja y poblaba el
espacio de vuelos y trinos sobre la tierra esponjada de frescura. Los árboles y los seres
cambiaban. A los animales mayores les nacía de la piel un nuevo olor atrayente que
invitaba a los individuos de su especie a encontrarse entre ellos por encima de todos los
obstáculos que existieran. A las grandes rocas sombreadas en los lugares húmedos les nacía
un musgo verdoso de redoblado olor a humedad que atraía a cientos de insectos, ranas,
mariposas y caracoles. Pero sobre todo, después de caídos los aguaceros de la tarde,
brillaban más limpias que nunca las estrellas. Se renovaba el mundo como si empezara a
vivir otra vez.
En una noche así dormitaba Negrita vigilante bajo el viejo ceibo del batey, cuando un olor
acre, amenazador, golpeó de repente su olfato. ¿Quién podía ser y desde qué punto de la
noche vendría? Resopló entonces fuertemente tratando de repeler el olor, pero este
desapareció tan pronto como había llegado.
Sin duda alguien había cruzado el viento dirigido a su hocico. Permaneció, pues, inmóvil,
metiendo sus ojos hacia los árboles frutales cercanos y así estuvo un tiempo olfateando y
con sus orejas erguidas. Luego, acomodándose entre las raíces salientes del ceibo, volvió a
tumbarse de nuevo; y ya estaba queriendo dormitar cuando el fusilazo de un relámpago
alumbró la noche. Negrita aprovechó para mirar lo más distante posible, pero no vio otra
cosa que el monte firme detrás de los frutales. Nadie, ni una bestia, ni un pájaro dormido en
su rama. Solo la noche punzada de estrellas entre los nubarrones desgarrados. Había sido el
relámpago un segundo de luz suficiente, tanto como lo que duró el maldito olor en el aire.
Mas, esta vez, Negrita no se conformó con quedarse allí. Era necesario dar un recorrido por
las cosas del batey, porque, entre otras obligaciones, tenía la de vigilar la finca todas las
noches. Alguien sin duda debía estarse encaminando hacia acá; de modo que se puso en pie
y se dirigió primero a la gran casona donde se secaba el tabaco. Se detuvo a la entrada
porque el olor, demasiado picante, de las hojas secas ofendía su olfato. Moviendo en una y
otra dirección sus orejas escuchó atentamente hasta oír el ruido de los ratones hurgando
entre las hojas de palma. Marchó entonces a la vivienda. Iba a ser una noche de atenta
vigilancia, porque el pesado olor le daba muy malas pulgas.
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Y entonces rompió a ladrar, escandaloso, el cachorro. Era un perro diminuto y lanudo hasta
caerle el pelo sobre los ojos, al que el dueño de la finca había traído de la ciudad. Negrita lo
despreciaba porque un perro así resultaba en el campo un animal de costumbres inútiles. A
pesar de todo, ya una vez Negrita había tenido que lanzarse al río y sacar al inocente por
meterse en aguas crecidas y ser arrastrado por la corriente. Así y todo abrió la boca y lo
dejó caer en la orilla como si se tratara de un coco seco, llevado por el agua. Se pasaba todo
el tiempo el cachorro acezando de calor o armando escándalos en la vivienda. A veces era
tan torpe que le ladraba a un zapato en la oscuridad como si fuera un enemigo. Ahora
mismo, tal vez, los propios pasos de Negrita sobre las hojas secas le habían llamado la
atención, y “buena” la iban a pasar todos con el ladrido chillón y agudo del cachorro.
Mas, de pronto, oyó la voz áspera y regañona de don Cristóbal detrás de las paredes de
tabla:
—¡Cállate, Tinke! —y sintió el golpe seco dado con la vaina del machete. El perrito corrió
aullando a un rincón de la vivienda y allí estuvo quejándose hasta que enmudecieron sus
lamentos.
No, no le gustaba el cachorro a Negrita, pero tampoco le gustaban los vainazos que le
propinaba el amo. Siguió, pues, su recorrido. Pasó por el corral de los puercos y vio el
cochino en ceba, tumbado en su chiquero y roncando como un bendito. El cerdo despertó al
oír sus pasos apagados, gruñó y volvió a dormirse. Negrita siguió su camino, vio la vaca
mirándola amenazadora, con su ternerito recién nacido pegado a la ubre. Se adentró por el
trillo hacia el gallinero y vio las aves de corral, dormidas en sus palos.
Sin duda todo estaba en orden y, paso entre paso, regresó al pie del viejo ceibo que
empezaba a asomar sus retoños. Ya había acomodado sus cuatro patas, permaneciendo
aplastada contra el suelo, e iba a estirar el cuello descansando la cabeza sobre sus remos
delanteros, cuando súbitamente sintió el olor más fuerte que antes. De un salto se puso en
pie y se le erizaron las cerdas del cuello. Había identificado ahora el maldito tufo; resultaba
de un enemigo peligroso para no estar alerta, porque además el olor no cesaba ahora en el
aire. Sin duda se había detenido en alguna parte y la estaba mirando sin que ella lo
advirtiera.
Negrita era lo que se dice una perra valiente; más de una vez había librado combates contra
los perros de la finca colindante y si no había vencido siempre, por lo menos se había hecho
acreedora al respeto de todos sus congéneres. Además ya estaba acostumbrada a provocar y
evadir los colmillos de las puercas paridas. Eso la había hecho sumamente ágil y sin gota de
grasa en todo su cuerpo asabalado. Sin embargo, tanto ella como todos los perros
domésticos, reconocían un solo enemigo invencible, aquel que esparcía ahora su olor a
muerte en el viento.
Se dispuso, pues, a vender cara su vida, pero necesitaba localizar al enemigo. Poco a poco,
escudriñando las sombras, comenzó a recorrer con la vista los arbustos cercanos; en eso
sorprendió dos puntos fosforescentes, separados el uno del otro algo más de lo común en un
perro doméstico. Por tanto esos ojos debían corresponder a una cabeza poderosa cuya
mordida no necesitaba más que un sacudón para partirle el cuello a su víctima.
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El viento descorrió una nube y asomó la luna. Negrita vio que frente a ella la línea de
arbustos se interrumpía permitiendo un espacio sin matojos por donde había de atacar la
fiera.
Y no tardó en asomar al claro. Era un perrazo grande, mayor que Negrita; blanco de la cola
al hocico. Sus orejas rectas y erguidas, terminadas en agudas puntas, se levantaban sobre
una gran cabeza sostenida por el cuello ancho y corto. De la boca acezante le colgaba la
lengua entre los colmillos agudos. Parado sobre sus cuatro patas firmes clavaba ahora sus
ojos en ella. Negrita comprendió entonces que haría lo de siempre para lanzarse, lo que
hacen los perros salvajes cuando tienen cercada su presa; dar vueltas en derredor de ella,
describiendo lentamente un círculo cada vez más ceñido, hasta colocarse a distancia de un
salto sobre su lomo y partirle el cuello de una sola mordida.
Pero la perra tenía a sus espaldas el tronco grueso del ceibo y esto iba a ser un gran
obstáculo para la fiera. Comprendiéndolo así, Negrita decidió mantenerse alrededor del
tronco e ir girando de manera que siempre le ofreciera el frente al enemigo en la medida
que este comenzara a rondarla.
Y empezó el juego. El perro dio unos pasos a su derecha y Negrita giró también
encañonándolo con su hocico. Otros pasos más y Negrita repitió el movimiento. Entonces
el jíbaro entendió que iba a ser imposible atacarla por el lomo, pues no era una perra
cualquiera la que estaba decidido a matar. Por su parte ella podía romper a ladrar
despertando a Bruno en el barracón y a don Cristóbal en la vivienda, pero esta decisión iba
a traerle otro inconveniente mayor, que el perrazo determinara acabar cuanto antes y se
lanzara de frente. El jíbaro movió su cabeza de un lado a otro, captando con sus orejas los
ruidos de la noche y luego, cauteloso, continuó su rodeo. Negrita repitió su movimiento sin
dejar de dar la espalda al grueso tronco.
Entonces los ojos del perro fosforecieron de rabia, porque él también se estaba jugando la
vida en los predios del hombre. Dio unos pasos más gruñendo sordamente y se detuvo de
repente volviéndose. Pero ese fue su error, pues había quedado en dirección a la vivienda y
el viento seguía llevando su olor.
Súbitamente Tinke, el cachorro, rompió a ladrar aterrorizado. El jíbaro levantó la cabeza y
miró furioso adivinando por el ladrido el tamaño de aquel perrito al que podía matar de una
sola mordida, pero no estaba al alcance de sus dientes y despertaría a los hombres.
Entonces, decidiéndose a matar y huir, se plantó ante Negrita, puso en tensión sus patas
traseras y olvidándose del cachorro se lanzó por el aire. La perra aplastada contra el suelo
lo vio venir y hasta sintió su aliento cuando caía pero de repente con un rápido esguince, se
le escapó de costado como hacía con las puercas. El perrazo dio entonces contra las raíces
salientes, rodando aturdido, y en ese instante se rompió el silencio entero de la noche.
De una patada violenta se abrió la puerta de la cocina a tiempo que un fogonazo silbó su
bala sobre las orejas azoradas del jíbaro.
Sorprendido por un segundo se puso en pie de un salto y mientras una nueva bala se
clavaba en el tronco del ceibo, el perro emprendió la fuga desesperado, zigzagueando entre
los matojos.
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Un momento después, cuando las gallinas, escandalizadas, no cesaban de cacarear y flotaba
en el aire el olor a pólvora todavía, el dueño llamó desde la vivienda.
—Bruno, enciende el farol y ven.
Pero ya Bruno salía del barracón con el farol encendido en la mano izquierda y el machete
en la derecha:
—Qué perrazo, don Cristóbal. Se llevó la cerca de un salto.
—No puede ser, va herido.
—Lo vi con mis propios ojos.
—No acostumbro a fallar, Bruno. Llama a la perra y registra el monte. Seguro te lo
encuentras muerto antes de llegar al lindero.
Bruno iba a contestar, pero ya venía Negrita moviendo el rabo, zalamera, para lamer el
puño del montero. Bruno soltó el machete y le acarició la cabeza:
—¡Bribona, de buena te salvaste!
—Si no es por Tinke que ladra, la matan. Bien merecido se lo tenía —los ojos del montero
parpadearon un segundo, pero no habló.
Don Cristóbal palanqueó el rifle soltando el casquillo del último disparo y repitió la orden
retirándose:
—No pierdas tiempo. Registra palmo a palmo, que por lo menos mal herido está.
A la mañana siguiente Bruno fue a la vivienda. Estaba el dueño sentado a la mesa, frente a
unos papeles toscamente dibujados:
—Se lo tragó la tierra, don Cristóbal.
—¡No puede ser! No harías un buen registro…
—Palmo a palmo como usted dijo. Aparecieron las huellas hasta la cerca de piña, pero
desde ahí, voló.
Don Cristóbal volvió el rostro contrariado.
—Alguna mancha de sangre debes haber visto.
—Si mis ojos no la vieron, el olfato de Negrita hubiera dado con ella.
Indudablemente le contrariaban las respuestas de su montero.
Estaba orgulloso de ser un buen tirador. Por su parte Bruno no era terco, pero acostumbraba
no desdecirse de una sola palabra dicha. Por eso don Cristóbal soslayó el asunto.
—A ver, dime: ¿cuántos cerdos hemos perdido?
—Ocho en cinco noches.
—¡Entonces no ha sido ese jíbaro solo!
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—Natural, son un bando de ellos capitaneados por el jíbaro blanco—dijo el montero.
—Pues si no acabamos con esos perros no hay cría que aumente.
—Los otros dueños hacen contra ellos lo que pueden.
—No sé qué harán que valga la pena. Cada día es mayor el daño.
—Bueno, últimamente han entregado una escopeta a cada montero. Pero como el jíbaro
siempre va contra el viento, no ofrece ocasión al cazador.
—¡Lo que no hay es inteligencia para resolver los problemas! —dijo despectivo el patrón
—. ¡Que salgan juntos todos los monteros y den una buena batida!
—Eso también se ha hecho —dijo Bruno.
—¿Y qué?
—Nada tampoco. Se calman por unos días, pero vuelven. El hombre vive aquí abajo en el
llano, y el perro en la montaña. Se mete el jíbaro en los rajones de piedras y no hay quien
dé con ellos.
Entonces don Cristóbal respondió sarcástico:
—¡Por lo que oigo, según tú, mejor será entregarle la cría a los jíbaros y que se despachen!
De primera intención Bruno no contestó. Simplemente se quitó el sombrero y lo puso sobre
sus rodillas mientras fue diciendo:
—Mire, don Cristóbal, una cosa es ser el dueño y otra el montero. Usted heredó esta finca y
vino a ella sin conocer. Yo me sé del campo todo lo que hay que saber, y en cuanto al
jíbaro, conoce más que usted y que yo, porque él defiende su vida y usted solo su negocio.
Esta vez el rostro de don Cristóbal se puso rojo. Bruno no pareció darse por entendido.
—Puede que sea —empezó y se fue indignando—, pero tú no sabes de técnica. Eres un
ignorante y me debes respeto.
Bruno se demoró un tanto oyendo la respiración alterada del amo, pero al fin respondió con
su calma habitual:
—Así es —dijo.
Don Cristóbal agarró la jarra de agua y después de llenar un vaso entero se lo bebió de un
golpe.
—Escúchame y aprende —dijo apuntando a los papeles. Aquí hay un invento que no falla.
Lo saqué de esa enciclopedia de caza— y señaló hacia un librero destartalado que contenía
cuatro o seis libros mal parados.
“Bueno, el libro sabrá más que nosotros”, pensó el montero y el amo acabó explicándole
los dibujos. Dijo que lo primero sería cerrar el batey con cerca alta de seis pelos de
alambre. Dejar abierta una sola entrada frente al ceibo por donde únicamente podría pasar
el perro blanco cuando volviera, si es que vivía. Solo que frente a la entrada y de la parte de
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la cerca, abriría un foso de cuatro metros de ancho por cuatro de fondo. “Va a salir agua”,
pensó Bruno. En él caería preso el jíbaro cuando tratara de pasar sobre el falso piso cubierto
de ramas…
Bruno lo estuvo escuchando atentamente hasta que el amo pareció terminar.
—Bueno, eso no se ha hecho aquí todavía —dijo—. A lo mejor resulta el librito.
—Seguro —dijo animadamente el patrón y con igual entusiasmo continuó—: Negrita estará
aquí al pie del ceibo, y por supuesto como no ladró anoche no volverá a hacerlo…
Bruno frunció el ceño y miró a los ojos del amo:
—Siga —dijo.
—Pero de todas maneras habrá que asegurarse contra el ladrido y que no abandone el
puesto.
Entonces hubo una secreta angustia en la voz del montero:
—¿Asegurarse de qué manera, don Cristóbal?
—Ponerle un bozal bien ceñido y además amarrarla al tronco del ceibo.
Bruno quiso tener paciencia y añadió:
—¿Y si falla el librito, don Cristóbal?
—El libro no falla…
—Y casi siempre el jíbaro tampoco… —dijo Bruno.
De nuevo el rostro del amo empezó a enrojecer, pero Bruno terminó sus palabras:
—…si el perro se huele el suelo falso y rodea, por un pretil pegado al alambre, va a entrar
seguro contra Negrita indefensa para partirle el cuello.
Contra lo que esperaba Bruno, el amo no terminó de enrojecer esta vez, sino que firme y
decidido se puso en pie:
—Bruno, vas a tener que escoger entre tu familia y la perra esa. Si no puede ser como yo
digo, ya estás sobrando aquí desde ahora. Vete con los tuyos otra vez al camino real.
Había dicho lo último y el montero lo comprendió. Entonces vino a su memoria lo que le
había confesado su mujer la primera vez junto al marabusal:
“…no vamos a vivir como los gitanos”. En ese mismo instante el dueño añadió:
—Vete y piénsalo, pero me respondes hoy mismo.
Cuando Bruno salió de la vivienda el sol había evaporado el rocío de las hojas y Negrita
estaba echada a la sombra de la yagruma. No hizo más que verlo para levantarse y venir
hasta él con la cabeza baja, gimiendo de cariño. Bruno le tomó el cuello con la mano
izquierda mientras le acariciaba la cabeza con la derecha:
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—No te preocupes, Negra. Noche a noche estaré velando cerca y con el machete. Si el
jíbaro burla la trampa, lo parto en dos antes que llegue a ti —luego, como si quisiera darse a
entender completo, añadió—: Tú sabes, tengo también que salvar mi casa y los míos.
El batey de la finca estaba en plena actividad. Iba y venía el dueño entre sus peones dando
órdenes en todo sentido. Había señalado a Bruno para dirigir a los demás, pero él llevaba la
más estrecha vigilancia sobre el trabajo. Cada estaca de la cerca fue clavada con la misma
profundidad y toda de madera escogida del monte.
Los necesarios rollos de alambre fueron traídos del pueblo y brillaban ahora al sol
mostrando sus agudas puntas de metal. Pero, sobre todo, el trabajo más detenido fue abrir el
foso en toda su exactitud y profundidad. Dos peones con Bruno a la cabeza fueron
dedicados exclusivamente para esta labor y todo el tiempo que duró el trabajo don Cristóbal
permaneció vigilante hasta quedar convencido que el animal que cayera en él quedaría
irremisiblemente atrapado. Luego fue tender la red como un gigantesco embudo que
descansaba sobre el piso del fondo, subía pegado a las paredes de tierra y al fin se abría
arriba, pegado al falso techo. Después comenzó el tendido de la cerca. Los seis pelos de
alambre quedaron fuertemente tensados y clavados a las estacas.
Solo Tinke podía ahora, por su única cuarta de estatura, darse el lujo de pasar y repasar bajo
la alambrada de púas.
Sin duda, para don Cristóbal no había más que un solo enemigo: el jíbaro blanco. Aquel
rencor le nacía sobre todo porque habían fallado sus disparos sobre él. En el fondo se
consideraba tan capaz que lo había tomado como una ofensa personal. Además, el perro
había hecho tanto daño con su manada a los dueños de fincas colindantes, que cazarlo vivo
sería como un trofeo de honor ante sus vecinos. Por eso había dicho:
—Lo moleré a palos, y luego de mostrarlo a todos, lo mataré de un solo disparo.
Allá, en lo más alto de la montaña como quien dice mirando al lucero del alba, donde
soplaban los vientos fríos del norte y cálidos del sur, según la época del año, tenía su
asiento la perrada de los jíbaros.
Medraba la vegetación de espinos y troncos retorcidos entre las moles de piedras
manchadas de líquenes y musgos. Ningún árbol intentaba nacer en la cúspide donde
empezaba el cielo. En aquel sitio, después de pasar la pared de rocas y cuevas, aparecía un
ancho anfiteatro natural, abundante de escondrijo. Allí tenían los perros su seguro y bien
oculto refugio.
Como había dicho Bruno, el cuerpo de un hombre no podía pasar entre los grandes
peñascos mientras que los perros se deslizaban a rastras para penetrar y salir al soleado
anfiteatro. Solo allí se distendían los nervios de los jíbaros; parían las madres y, a vuelta de
sus cacerías nocturnas, podían traerles a los hijos alguna que otra cabeza de cochino.
Al caer la tarde, el jíbaro blanco subía hasta la cúspide para mirar abajo los caseríos y
haciendas, hombres y bestias pequeños como insectos, entrando o saliendo debajo de las
sombras de los árboles. Desde allí decidía el punto menos habitado donde no le llegaran los
ruidos a sus altas orejas. Luego, cuando empezaban a salir las estrellas, descendía el grupo
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cazador, precedido por él. Perros y perras de variados colores lo seguían en el más
completo silencio.
En tanto, allá en el monte los “trozos de cochinos” buscaban el sitio para dormir. Un
gregarismo urgido por el más inmediato instinto de conservación hacía que el crío buscara a
la madre y esta a su vecina para reunirse todas. Marchaban entonces hacia un claro del
monte donde formaban un círculo con las cabezas hacia afuera y los hijos detrás,
justamente en el centro del oscuro manchón. Así intentaban dormir, pero siempre alertas al
menor ruido nocturno. La caída de un fruto las hacía levantar las cabezas gruñendo y
mirando cada una a su frente. Luego volvía a reinar el canto de los grillos y las madres
tornaban a dormitar.
El perro blanco detuvo sus pasos y el resto de los cazadores hizo lo mismo. Acababa de
llegar a su olfato el grueso olor de los cerdos. Entonces torció a la derecha y paso a paso,
sigilosamente, echó a andar para ponerse esta vez, seguido de los suyos, a favor del viento.
Era la única ocasión en que lo hacían. Este era el primer paso de su estrategia; hacer que el
propio olor llegara al olfato de su enemigo. Bastaría que una sola puerca despertara para
que cundiera la alarma. Entonces los perros jíbaros aullarían a su modo, peculiar,
aumentándoles el miedo. Después, todo sería correr en torno al círculo de madres,
amenazando y tirando dentelladas.
Así, mientras la piara se mantuviera en sus puestos oponiendo los colmillos, no se
atreverían a lanzarse contra el manchón alerta. Pero bastaba con que un cerdo joven
aterrado intentara la fuga, para que el cazador más cercano en la carrera le clavara los
dientes en el cuello y cargara con él.
Así, uno a uno de los espantados iría cayendo en poder de los jíbaros. Mas esa noche las
cosas no iban a salir tan bien como siempre, al menos para el jíbaro blanco. Este se detuvo
después de haberle dado muerte a uno de los jóvenes más crecidos y siguió aullando para
que el resto de la manada continuara su ataque. Pero súbitamente a su espalda, brotado de la
noche, surgió el verraco padre de la piara.
Si no se hubiera tratado del jíbaro blanco, si hubiese sido cualquier otro perro, también este
instante habría sido el último de su vida.
Pero el perro volvió grupas de un salto y la embestida de la navaja sólo alcanzó a abrirle de
un tajo el anca derecha. Inmediatamente el puerco, volviéndose, mató al primer perro que
venía corriendo y tropezó con él. Los demás se dispersaron en todas direcciones a lo que le
daban sus patas.
Fue al quinto día que, reptando más que caminando, el jíbaro blanco llegó al pie de las
moles de piedra sobre cuya cumbre nacía el lucero del alba.
Casi desangrado por la herida que le interesó profundamente el anca derecha y teniendo que
avanzar solo de noche, ocultándose de día bajo el monte cerrado, estuvo lamiéndose la
herida y bebiendo del agua aposentada en las pencas de palmas caídas o en los hilos de
agua que halló al azar en su camino.
Apenas despuntaba el día se echaba al suelo en los sitios más umbríos y allí dormía
esperando la noche. Al tercer día sintió comezón y ardor en la herida que empezaba a
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infectarse de gusanos. Entonces tuvo que lamerse detenidamente, lo que le resultaba muy
doloroso, pues tenía que volver la cabeza para alcanzar el bárbaro tajo en toda su extensión.
Ahora, al quinto día de camino las hambres sumadas lo desplomaron frente a los
intersticios de las grandes piedras. Parecía, pues, llegado el final del audaz capitán, y ya
estaba cayendo la tarde cuando oyó un ruido de pelea y reconoció el chillido de la jutía.
Frente a él dos machos peleaban. Le hubiera sido fácil sorprenderlos si hubiese estado en
pie, pero tuvo suerte porque los que luchan entre sí no advierten el terreno por donde
ruedan, y solo cuando estuvieron cerca, asió por el cuello con sus colmillos a uno de los
contrincantes y tuvo el necesario alimento.
A la mañana siguiente pudo reptar entre las piedras y de este modo llegar hasta el
anfiteatro, penetrar en su cueva y tenderse a lo largo. Veinte ojos de canes se asomaron a
mirar. Solo se sabía que estaba vivo por el escuálido costillaje que subía y bajaba
afanosamente.
La primavera siguió lloviendo sus aguas, pero aún no había alcanzado su apogeo. Por
aquellos días María prohibía terminantemente a sus hijos que fueran a bañarse al río.
Cuando llueve fuerte, en la cabecera de las montañas el agua se va sumando en las laderas
de modo que llega como un torrente inesperado cuya crecida arrasa con todo, animales
domésticos y troncos podridos. Por eso los muchachos no iban al río. La mayor parte del
tiempo se la pasaban en el rancho mirando caer los hilos de agua y algunas veces, cuando
no estallaban los truenos, María los dejaba bañarse desnudos en el aguacero.
De todas maneras extrañaban a Negrita, pues ella siempre los acompañó en sus carreras y
juegos bajo la lluvia. Pero desde que Bruno pasó a ser montero de don Cristóbal la cosa
había cambiado para ellos.
Don Cristóbal poco a poco había hecho que Bruno fuera sumándose tareas diarias y
necesariamente Negrita también, puesto que como hemos visto era el brazo derecho de
Bruno en los trabajos. Esto se había recrudecido desde la noche que el jíbaro blanco quiso
dar muerte a Negrita. Desde entonces Bruno solo tenía libres los sábados por la tarde y el
domingo todo el día para estar con los suyos. Después, a partir de la trampa armada de don
Cristóbal en espera del jíbaro, Bruno decidió quedarse todas las noches apostado como
había prometido, con el machete en la mano, oculto cerca de Negrita.
De día el montero seguía atendiendo su trabajo, curando cerdos heridos y llevando cuenta
de los nacimientos. A veces lo invadía el sueño y entonces se echaba al suelo dos o tres
horas, mientras Negrita esperaba, sentada sobre sus patas traseras. Otras veces se sentía tan
rendido que iba del monte directamente a su casa y dormía algunas horas de siesta. En estas
ocasiones Negrita recobraba sus memorias de los primeros tiempos y repetía con los
muchachos todas las gracias que con ellos y con Bruno había aprendido.
Por su parte don Cristóbal estaba que se lo llevaban los malos rumores. A veces se
despertaba por la noche y asomándose a la ventana miraba hacia el ceibo donde permanecía
amarrada Negrita y puesto el bozal, al que nunca se acostumbraba. Bruno lo veía por entre
los matojos a la luz de la ventana. Pero solo los grillos y las ranas resumían la tranquilidad
de la noche.
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Una mañana Bruno vino con la noticia. Un montero de la finca al pie de la montaña le dio
la información.
—Me han dicho que para la vuelta de La Julia encontraron los restos de puercos y un perro
jíbaro muerto.
—¿El blanco?—se adelantó, ansioso, el dueño.
—No —dijo Bruno—, otro de ellos, pero parece que hubo batalla y que el verraco del
“trozo de cochinos” se enfrentó con el jíbaro.
—La cosa es que no apareció muerto el blanco, ¿no?
—Cierto —dijo Bruno y aventuró—: A lo mejor salió mal herido y se murió más adelante.
Quién quita.
—¿Y quién quita que me lo estés insinuando para que tape el foso y deje de amarrar a tu
perra por la noche?
El montero no se alteró en lo más mínimo.
—Eso tampoco estaría mal —dijo—, pero no me negará que hay cosas que no están escritas
en los libros y pueden pasar.
Don Cristóbal quedó en silencio. No se le había escapado la alusión, pero una vez más se
complació en imponer su autoridad.
—Muerto o no, ahí estará el foso abierto y la perra en su lugar hasta que me canse de
esperar. Eso lo decido yo.
Una gota de agua, cayendo desde el techo de roca, alimentaba una pequeña oquedad del
suelo donde el jíbaro tenía su bebedero con solo levantarse de las patas delanteras. Hacía un
mes que permanecía en su refugio después del bárbaro navajazo. Aún estaba imposibilitado
para la cacería.
En tanto, apoyando su pata trasera solo para equilibrarse, se movía hasta las cuevas vecinas
de algunas madres, alimentándose de los restos de comida desechadas por los críos. Y así
iba recuperando sus carnes.
Un perro, amarillo, joven, estaba ocupando su lugar de jefe en la jauría. Desde el principio
le había tomado ojeriza al herido. Esta era una ley entre los canes salvajes que venía de los
tiempos remotos.
Perro que empezara a envejecer, diera pruebas de su debilidad o quedara mutilado en una
pelea, debía ser sustituido por el más joven quien a la vez mostrara capacidad de audacia.
El perro amarillo decidió pues, por su cuenta y riesgo, guiar al resto de la jauría en las
noches de caza. Naturalmente que al principio la manada estuvo esperando el regreso del
verdadero jefe. Pero al tercer día de hambre, marcharon con el amarillo a la cabeza. Aun así
no se aventuraba el perro nuevo en empresas demasiado riesgosas. Poco a poco había de
ganar en mayores atrevimientos, pero aún faltaba mucho tiempo para eso. Así, olfateaba
alguna res enferma o moribunda para asegurarse con la víctima. Entraba a los patios de las
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casas pobres, dando muerte a los perros menos desarrollados que él y devoraba las gallinas.
Sin duda estaba haciendo sus primeras armas.
Mas, a cada regreso, aumentaba el odio contra aquel perrazo maltrecho que vivía ahora de
las sobras de los pequeños, y andaba lento, renqueando todavía. No le resultaría difícil al
perro amarillo un combate con él. Podía atacarlo cuando abandonara su cubil en busca de
alimento; pero tal vez esto no le sería muy provechoso aún ante el resto de la jauría. Más
seguro, penetrar en su cubil y sorprenderlo dormitando.
Por eso una mañana en que estaba echándose en su cueva el herido, sintió a sus espaldas un
amenazador gruñido. Entonces volviéndose vio una cabeza amarilla que le mostraba sus
dientes y colmillos desde la entrada de la cueva.
La única ventaja que podía tener el jíbaro ahora era su astucia y su experiencia. Sabía que si
se negaba a enfrentarse con el atrevido, este le daría muerte de cualquier modo. Pensó en
salir al claro y vender cara su vida, pero entonces advirtió la tercera ventaja. La entrada al
cubil era baja. De tal manera que el perro amarillo se vería un tanto obligado a aplastarse
para entrar por ella. Entonces no se movería de su sitio. Y devolvió el gruñido aceptando el
duelo. Bastó con esto para que por inexperiencia el amarillo se envaneciera, dando un paso
adelante y tratando de morder. Pero no halló más que sombras al obstruir su cuerpo la luz
que también entraba por la boca del cubil.
Súbitamente cuatro colmillos apresaron su cuello y cuando trató de recular, el resto de los
dientes junto a los colmillos penetraron en su carne. El intruso ni siquiera pudo gruñir. Allí
se volvió aterrado sin que el jíbaro soltara su presa hasta que quedó inmóvil. Desde ese
momento los demás perros comprendieron que aún gobernaba entre ellos el fiero capitán.
La noche prometía un mundo de agua. El calor sofocante había hecho que don Cristóbal,
contra su costumbre, dejara abierta la ventana del cuarto. Ni el más leve roce del aire movía
una sola hoja del monte. Era como si la tierra se hubiera quedado sin el viento nocturno.
Hasta Tinke por su parte se había ido a dormir en mitad de la sala, echado de patas abiertas
contra el cemento, buscando la frescura del suelo.
Negrita seguía amarrada a una raíz saliente del ceibo, y más allá, oculto entre las hojas de
malanga silvestre, estaba Bruno.
¿Cuántas noches habían pasado desde que el amo ordenara la trampa? Hasta una trepadora
de cundiamor, nacida al pie de una estaca, subió por ella a los alambres y se extendía
empezando a dar sus frutos corrugados y rojos.
“Capricho de hombre que se vale de ser el dueño”, pensaba Bruno contando una noche más
de su larga vigía. A veces, cercana la madrugada ya, entre canto y canto de gallos, había
llegado hasta Negrita aflojándole un tanto el bozal. Luego tornaba a su puesto y solo
cuando el cielo empezaba a amarillear como un inmenso girasol, regresaba al barracón, no
sin antes haber liberado a la perra de sus ataduras.
¿Cuántas noches pasarían para que don Cristóbal admitiera la desaparición definitiva del
jíbaro? Últimamente solía hablarle poco a Bruno. Solo para darle las órdenes necesarias. El
montero comprendía que lo esquivaba por no “dar su brazo a torcer” sobre la posible
eficacia de su trampa.
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Esta noche de calor era aún más peligrosa, pues de no correr la brisa a Negrita se le hacía
imposible ventear su enemigo. Sin embargo, habían sucedido antes otras noches iguales y
el perro salvaje no apareció por ninguna parte. “Esta sería una más”, pensaba Bruno cuando
escuchó una rana primero y después un coro de ellas se dejó oír desde la cañada.
Mejor así; la noche cálida y silenciosa no era grata a los oídos del montero. Mas, de
repente, la rana primera suspendió su canto. Bruno frunció el ceño y entreabrió la boca para
reforzar el oído. Extraño que una rana cortara su canto ante la inminencia del aguacero.
Esto sucedía si alguien, animal o persona, pasara cerca del sitio donde ella se ocultaba.
Entonces el montero miró a Negrita, pero la encontró en su misma posición, echada de
vientre al suelo, las patas delanteras estiradas y la cabeza descansando en ellas. El montero
se alivió pensando que tal vez un jubo andaba rondando al batracio, y ya se iba a conformar
con ese pensamiento cuando el ¡crac! de una rama seca al partirse llegó bien claro a su
oído. Miró rápido a Negrita y simultáneamente la vio erguirse y parar las orejas mirando
hacia la única entrada abierta al batey.
Allí estaba, de pronto aparecido, desafiante y alta la cabeza, firme en sus cuatro patas. La
mano de Bruno tanteó el suelo buscando el machete, pero se contuvo. Cualquier
movimiento suyo podía alterar al perro. Había que esperar su decisión antes que todo.
El jíbaro blanco bajó el hocico olisqueando la tierra y Bruno pensó “malo que se huela el
suelo falso”. El perro había advertido la cadena sujeta al cuello de Negrita y entendió de un
golpe su ventaja ahora. Mostró los dientes gruñendo y calculó que de dos trancos caería
sobre ella. Entonces dio el primer salto, recto hacia la entrada. Cayó en mitad de la trampa
y se fue abajo en su estruendo de ramas y hojas secas. Bruno soltó el machete y su grito
atronó la noche:
—¡Lo cogimos, Negrita!
Un relámpago fulminó la noche y todos los seres y las casas se hicieron evidentes. El
propio trueno que bramó su furia dio inicio a las tibias gotas de agua, cayendo por millares.
En la vivienda el dueño oyó el grito del montero y saltó de la cama a la ventana por donde
primero fue la luz de un nuevo relámpago copiándolo hasta el mínimo detalle de sí mismo:
su ansiedad por saber más del grito victorioso, su loco deseo de comprobar por sus ojos la
prisión del perrazo, el goce de tenerlo en el hueco mismo de la mano.
—¿Bruno, qué pasa? ¿Dónde está?
—¡Aquí, venga a verlo, cayó!
Eran dos goces de distinta raíz. El uno porque saciaba su vanidad y el otro porque Negrita
vivía sin riesgo.
Asomados a los bordes del foso bajo la tormenta que azotaba los árboles inclinando sus
copas, miraban el fondo obscuro queriendo adivinar la figura del prisionero. Pero solo
alcanzaban a verlo en el nítido instante cuando estallaba un nuevo relámpago. Entonces lo
hallaban abajo de pie, los ojos espantados e intentado el inútil salto por ganar el borde
superior de la trampa.
Don Cristóbal agarró un extremo de la red y gritó al montero:
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—¡Coge la otra punta y tira de ella! —pero antes que Bruno se dispusiera a hacerlo, cambió
de pensamiento—: ¡Deja, agarra tú aquí! Voy yo… —y andaba ahora bajo la lluvia y el
viento, excitado, nervioso, como si el perro tuviera alas y fuera a escapársele volando.
Luego, cuando amarraron los dos extremos, de modo que el jíbaro quedó cogido en la red
mordiéndola, el amo se volvió al montero:
—Vámonos; en cuanto suba el sol trae a los peones, que vengan.
Todo el tiempo que duró la operación de tirar de la red para sacar el jíbaro del foso, estuvo
don Cristóbal mirando sin hablar. Su rostro había cambiado ahora. Parecía apacible pero un
rictus de crueldad se marcaba en los extremos de su boca. El mango de un rebenque de
cuero trenzado bajaba de su mano derecha descansando su extensión en el suelo.
Dos peones se encargaban del trabajo. El jíbaro blanco liado ahora en las mallas, revuelto
de fango y rabia, parecía extenuado. Cada vez que quiso librarse de la red, mordiendo y
girando sobre sí mismo, más sujeto quedó; al extremo que cuando salió a la superficie solo
podía manifestar su furia con un ronco gruñido y la mirada de odio a los hombres.
—Póngalo ahí, delante mío—ordenó el amo, y los hombres depositaron el animal
prisionero a sus pies.
Entonces don Cristóbal se volvió a Bruno:
—Dio resultado el librito, ¿verdad? —Bruno hizo un movimiento afirmativo con la cabeza,
pero sus ojos estaban fijos en el suelo, más allá del perro.
—¿Cuántos cerdos nos ha matado? —tornó a preguntar el dueño. El montero se demoró un
instante y al cabo dijo sin volver la cabeza:
—He perdido la cuenta. Así de memoria, no sé ahora.
El amo sonrió irónico y levantando el látigo sobre su cabeza, dijo:
—Entonces voy a perderla yo también.
Y descargó el primer trallazo sobre la cabeza del jíbaro. Hubo un movimiento casi
imperceptible en el perro, pero su ronquido se hizo más fuerte. Y dio el segundo golpe, el
tercero y nadie pudo contarle el resto, porque el brazo del amo subía y bajaba pegando
como si la propia furia del perro se hubiera apoderado de él.
Entonces un ladrido fuerte y amenazador se oyó a su espalda. Don Cristóbal detuvo el
brazo en el aire y giró sobre sus talones. Otro y otro ladrido se enfrentaron ahora; todos
disparados de las mismas fauces de Negrita. Indignado la amenazó con el látigo.
—¡Cuidado, perra, que te hago lo mismo!
—No lo haga, don Cristóbal —había un tono frío y decidido en la voz del montero; de
modo que cuando el amo giró dándole el frente, halló la misma decisión en los ojos del
hombre—. No se le vaya a ocurrir —repitió Bruno sin apartar la mirada. El dueño enrojeció
de rabia y cogió aire como si fuera a estallar, pero con todo, fueron otras sus palabras:
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—¡Llévatela! —gritó—, ¡llévate esa perra de aquí! —y volviéndose al jíbaro siguió
descargando el rebenque contra el perro indefenso.
Más tarde los peones lo llevaron al gallinero, reforzado ahora con alambres de púas, el
perro estaba sin sentido. De manera que esta vez la faena resultó sin riesgo para ellos. Lo
desenredaron de las mallas y lo tiraron allí cerrando la puerta y asegurándola con cuerdas
de cuero crudo humedecidas, un nudo sobre otro.
Al medio día don Cristóbal mandó a buscar a Bruno y le entregó una lista de vecinos
dueños de fincas:
—Visítame esa gente; que venga a comprobar lo que agarré —y poniéndose en pie terminó
—: Ya verás que tampoco voy a fallar con el rifle.
Bruno cumplió la orden, pero antes se dio una vuelta por el batey y llenando un cubo de
agua, se acercó al gallinero. Negrita quiso beber en el cubo, pero Bruno la apartó:
—No es para ti —dijo—. Vamos a hacer algo por ese pobre.
La perra se sentó sobre sus patas traseras y apuntó las orejas curiosas. Luego, vio al
montero levantar el cubo y lanzar el agua a través de las mallas chasqueando a lo largo del
cuerpo inerte cubierto de verdugones. El perro abrió un solo ojo. Tenía el otro
monstruosamente hinchado. Por la boca le fluía un hilo de sangre. Todo lo que pudo hacer
fue mirar con el ojo sano y tropezarse con la curiosa mirada de Negrita. Ni siquiera pudo
levantar la cabeza, pero trató de gruñirle a la perra.
El viento soplaba entre los alambres a favor de Bruno y Negrita. Entonces la perra pudo
percibir, entre los malos humores de las magulladuras, un matiz extraño que no se parecía
en nada a aquel de la primera noche cuando vino a matarla. Bruno dio la orden:
—Arriba, Negrita —y echó a andar; pero ella siguió olisqueando el aire y el montero se
volvió—: ¡Andando, Negra! —entonces dio un salto tras él y ambos se alejaron.
Aquella misma noche Bruno regresó con la contestación de los invitados. Felicitaban a don
Cristóbal por la captura del jíbaro, pero no todos podían asistir para el día indicado.
Esa noche Negrita tuvo sus pesadillas. A menudo las tenía a pleno mediodía. Los
muchachos de Bruno fueron los primeros que descubrieron los malos sueños de Negrita.
Simplemente estaba dormida bajo la mesa, bien cerrados los ojos, cuando intentaba un
ladrido que no le salía de la boca cerrada.
“¡Guorff, guorff!”, hacía estremeciéndose. Entonces los niños la despertaban y Negrita
movía la cola agradecida.
Pero esa noche, alta en el cielo la luna ya, debió ser tan inquietante la pesadilla que Negrita
despertó. ¿Acaso estuvo soñando que, como aquella vez, estaba prendida a los morros del
toro y este la sacudía a todos los vientos, o quizás volvía a ver ante sus ojos la figura
iracunda de don Cristóbal alzando el rebenque contra ella? El caso era que de tan frecuentes
los sueños, acabó por levantarse del trillo y andar hacia la vasija de agua, donde estuvo
bebiendo a lengüetadas el líquido refrescado por la luna. Luego volvió a su sitio en el jardín
y se echó a tratar de dormir, pero le era imposible pegar los ojos. Quiso enroscarse sobre sí
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misma y fue peor, pues percibió su propio olor con el hocico pegado a la piel. Era así,
extrañamente parecido al que sintió venir desde el jíbaro dos días atrás por entre los malos
humores de su cuerpo lastimado. Entonces se puso en pie y comenzó a aullarle a la luna. Al
quinto aullido oyó la voz de Bruno tras la pared de tablas:
—¡Sio, Negrita!
Y calló su desagradable lamentación, pero se volvió a mirar hacia la vivienda distante y
repentinamente echó a andar hacia el batey de la finca.
Cuando Negrita asomó su cabeza plateada por el brillo de la luna, el jíbaro blanco estaba
parado en medio del gallinero. La inflamación del ojo había cedido bastante, al extremo de
tener ambos igualmente abiertos. Un gruñido amenazador salió de su garganta a tiempo que
Negrita miraba sus fauces; estaban aún lastimadas y sin duda adoloridas. El resto de su
cuerpo permanecía cruzado de verdugones, pero ya estaba en pie.
La perra tornó a mirar a otra parte como si el gruñido no fuera con ella, y el perrazo avanzó
hacia los alambres animoso de que se le entendiera su odio y su desprecio.
Entonces Negrita comenzó a moverse como si intentara rodear el gallinero, pero en realidad
era otro su propósito: estaba buscando ponerse en contra de la brisa ligera, suficiente para
trasmitir su nuevo y peculiar aroma. El jíbaro permanecía en su puesto girando altivamente
la cabeza. Ella se detuvo cuando sintió la suave corriente de aire tocándole en contra las
cerdas del lomo. Un instante después el perro bajó la cabeza olisqueando desde el suelo y la
fue levantando como si quisiera oler más arriba de su hocico hasta apuntar su nariz al techo
mismo del gallinero. Al verlo Negrita dio súbitamente un salto juguetón y se detuvo. Luego
vino paso entre paso y acabó pegando su hocico a los alambres. El jíbaro abrió su boca en
un largo bostezo que terminó en un suave gemido:
—“¡Ahhuuu!” —dijo.
Dos días después Negrita salió con Bruno a cumplir los trabajos, y los hizo bien. Ladró a
las puercas paridas con la furia fingida de siempre, desviándolas para que el montero
pudiera curar las heridas de los cerditos sin riesgo de las madres. Sin embargo, en la
generalidad de su comportamiento ese día Bruno tuvo que llamarle la atención más de una
vez. A cada rato se demoraba en la marcha detrás del caballo del montero por las
intrincadas veredas de la manigua. Se detenía entonces ladrando rumbo al batey.
—Negra, adelante, busca —le gritaba Bruno, y al momento, obedecía corriendo y
metiéndose por entre el monte cerrado hasta oírse después su ladrido distante donde
acababa de descubrir otra madre y sus críos. Luego, “atacando”, se le encimaba tanto a las
puercas paridas que Bruno llegó a temer por su vida. Al fin, a eso de media mañana el
montero determinó regresar a la casa:
—Vámonos, Negra, trabajas hoy de mala gana.
Esta vez, de regreso, Negrita estuvo todo el tiempo marchando a la cabeza del caballo.
Luego ocurrió otro detalle que llamó la atención del montero. Fue cuando los muchachos
quisieron jugar al juego de “muérete, Negrita”. La perra se mostró huraña y no quiso
dejarse arrastrar por la cola.
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—Déjenla, hoy no tiene un buen día —dijo Bruno.
—Perra pesada —rezongó el mayorcito, y María sonrió.
Después de la comida, cuando empezó a caer la tarde, María le llevó unos huesos a Negrita,
pero no quiso comer. La mujer la miró detenidamente y pensó: “Bueno, es natural”.
Aquella noche cuando el jíbaro sintió sus leves pisadas, ya Negrita lo estaba mirando. Mas,
esta vez, el perro no le gruñó siquiera: Ella echó atrás sus orejas y levantó la cabeza oliendo
el aire. El perrazo se adelantó entonces y topó su hocico con el alambre frío.
En ese mismo instante asomó Tinke por el otro lado del gallinero. Venía el enanito lanudo
en son de guerra. Lo había estado haciendo todos los días y por primera vez le gustaba a
don Cristóbal su comportamiento. Sencillamente se acercaba al gallinero gruñendo
amenazador y al cabo estallaba contra el prisionero en sinfín de ladridos insultantes, seguro
de tener por medio una alambrada que le permitía toda impunidad. El jíbaro, por su parte,
no se dignaba siquiera mirarlo. Entonces Negrita le hizo pasar a Tinke el susto más grande
de su vida. Corrió hacia el otro lado del gallinero y cuando el perrito vino a darse cuenta
tuvo ante sus ojos la visión de una boca tan abierta como casi su tamaño:
—“¡Guorff!” —roncó Negrita, y el perrito salió huyendo con el rabo entre las patas que se
mataba.
El jíbaro blanco contempló la escena y echó a andar hacia la puerta del gallinero.
El día anterior había intentado morder las tiras de cuero que aseguraban la puerta. Y quiso
continuar ahora, pero las lastimaduras de la boca volvieron a impedírselo. Negrita paró las
orejas y ladeó la cabeza. Eso, solo ella podía hacerlo, además los nudos, uno sobre otro
estaban por fuera del gallinero. Se acercó entonces a la puerta y quién sabe qué tiempo
estuvo mordiendo y tirando de los ligamentos de cuero, ahora reciamente apretados por
resecos. Pero allí continuó mordiendo hasta lograr ablandarlos con su propia saliva. Por eso
cuando la luna comenzó a bajar desde la mitad del cielo, Negrita no necesitó abrir la puerta
tal y como Bruno le había enseñado. El propio jíbaro la empujó con la cabeza lanzándose
fuera del gallinero. Enseguida continuó al trote, sigiloso, hacia la noche. Negrita pensó que
se iba, mas el perro se detuvo y volvió la cabeza esperando. Entonces la perra de un salto se
decidió a seguirlo. Un rato más tarde Negrita atravesó un enjambre de limitas
fosforescentes y millares de puntos, luminosos y diminutos, se pegaron al cuerpo negro, de
modo que hasta rayar el alba, el perrazo corría y miraba asombrado la extraña silueta
fosforescente de la perra, galopando incansable a su lado.
Cuando llegaron a lo alto de la montaña apenas si había salido el sol oculto tras un toldo de
nubes espesas y bajas que rozaban las moles de la cúspide. Una escasa luz se derramaba sin
determinar el contorno de las piedras y, menos aún, el vivo color de la vegetación. La
pareja anduvo hasta el centro del anfiteatro y allí se detuvo. Entonces, como si los demás
perros se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a salir de sus cubiles. El jíbaro blanco
permanecía de pie en tanto Negrita se sentaba sobre sus patas, acezando todavía por el
esfuerzo de la subida.
Un perro más adelantado que los otros y de jaspeado color, fijó en Negrita sus ojos
estriados de venitas rojas. El jíbaro blanco levantó la cabeza alerta. Paso entre paso el resto
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de los cánidos fue avanzando hasta situarse justo detrás del perro verdugo e irguieron sus
orejas. El perro volvió los ojos fieros hacia el jíbaro blanco y dejó oír un ronco gruñido
mostrando sus dientes. A su espalda rezongó un coro de amenazas.
Bien sabía el perrazo que estaba ante el trance más difícil de su vida. Desde tiempos
remotos no es posible la convivencia entre los jíbaros y los perros domésticos. Resultaba
pues una afrenta la sola presencia allí de la perra servidora de los hombres, y aunque era
mucho el respeto con que miraban y seguían a su jefe este había trasgredido la ley de la
jauría. Eso invalida el mando entre ellos.
El jíbaro continuaba inmóvil, con los ojos clavados en el perro provocador. Era inminente
la pelea. La ley solo podía ser infringida o respetada con la muerte de uno u otro, y en el
caso de caer el jíbaro blanco, habría otra muerte inevitable.
Sucedería inmediatamente después. Todos los perros y perras menos el vencedor, se
echarían sobre Negrita hasta destrozarla a mordidas. Era pues, absolutamente necesario dar
muerte al perro jaspeado. Había que olvidar la desventaja de la boca lastimada y la
magulladura de los días de prisión; sacar fuerzas de donde no las hubiera, tensar más
poderosamente que nunca sus tendones y nervios.
En ese instante una nube mayor comenzó a bajar chocando con las moles de piedra e
invadiendo de brumas el anfiteatro. El jíbaro blanco vio ocultarse ante sus ojos los
colmillos del verdugo y desaparecer los demás perros en la oscuridad, pero seguía oyendo,
cada vez más amenazador, el coro de protestas. Entonces se orientó por el gruñido cercano.
Aseguró sus patas traseras y de un salto se lanzó por entre la niebla cayendo justo sobre su
contrario, pero la mordida fue más arriba de lo calculado; sintió chocar sus dientes sobre el
cráneo y la oreja de su enemigo. Pero este, de un desesperado sacudón se libró de él y lo
mordió furiosamente en la paletilla, mientras rodaban ambos a ciegas, enroscados, tratando
cada quien de apresar el cuello del otro.
Así, guiándose los demás por los ronquidos y las furias, tenían que adivinar el combate.
Al rato, se escuchó solo un gemido agonizante y, enseguida, entró un aire suave llevándose
los jirones de la bruma. Entonces todos pudieron ver: el perrazo blanco estaba de pie,
ensangrentado, pero sin soltar el cuello de su enemigo, quien estiró las patas y dejó de
gemir. El jíbaro levantó la cabeza amenazante y los demás perros bajaron las orejas
mientras emprendían la marcha, silenciosamente, hacia sus cubiles. En lo adelante Negrita
viviría todo el tiempo que quisiera entre ellos, sin ser molestada.
Con delgado alambre de cobre, varetas de pencas de coco y güines de caña, Bruno había
terminado su obra esa mañana: una jaula para cazar tomeguines y cuanto pájaro canoro, o
de colores, se posara a comer del soleado cundiamor.
En lo que buscó los güines, peló las varetas y anduvo recogiendo el sobrante de alambre en
el batey —aparte de atender su trabajo diario—, pasaron muchos días y los muchachos
acuciándolo:
—¡Papá, termina la jaula, anda!
—¡Cuándo vas a acabarla, viejo!
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Y María suspirando:
—Hasta yo tengo ganas para no oírlos todo el día con la matraquilla de la jaula.
Por eso, esa mañana el montero levantó en la mano la hermosa jaula olorosa a madera
nueva.
—¡Vaya, ya está; ahora al monte a cazar pajaritos!
Relucían como de oro los güines amarillos y pesaba menos que un trozo seco de bagá. Los
falsos suelos caían de solo tocarlos con la yema del dedo; enseguida se oía el golpe seco de
la tapa cerrando la trampa y el prisionero dentro aleteando sorprendido.
Los muchachos se precipitaron a tenerla en sus manos, pero naturalmente pasó lo de
siempre, el mayorcito la tuvo primero y lo que sí dijeron los dos a un mismo tiempo y con
diferentes palabras, fue:
—¡Papá, préstanos hoy a Negrita!
—¡Llévensela! —dijo el padre y María se alegró, pues cada vez que los niños se alejaban
de la casa le gustaba que Negrita los acompañara.
—¡Negra, Negritaaa! —corrieron a llamar los muchachos, pero la perra no apareció por
ninguna parte. La buscaron hasta el río. Fueron junto al manantial donde a veces Negrita se
detenía bajo el sol a beber el agua fresca, y nada: hasta que Bruno habló a los niños:
—Váyanse solos, Negrita debe andar por el batey.
Y los muchachos, que estaban locos por probar su tesoro, corrieron al monte. De lejos los
miraba el padre detenerse junto a las cercas de piña acopiando cundiamores maduros.
Después, cuando los vio entrar en los primeros árboles, se volvió a su mujer:
—Me da el pálpito que Negrita nos va a traer dificultades. Anda extraña estos días.
—Es natural —dijo María—, está enamorada.
El montero sonrió y dijo:
—Y no sabes tú de qué perro precisamente; del jíbaro blanco nada menos.
Entonces ambos quedaron callados mirando chisporrotear la leña en la cocina hasta que
María creyó hallar la solución:
—¿Por qué no la traes y la amarras unos días hasta que se le pase?
—Es lo que estoy pensando.
—No vaya a ser que nos traiga problemas con ese hombre —añadió la mujer.
—Eso —respondió Bruno—. Y para luego es tarde. Voy a buscarla.
Cuando Bruno llegó al batey lo primero que vio fue la puerta abierta del gallinero y no supo
qué pensar. Enseguida oyó en la vivienda la voz rabiosa de don Cristóbal increpando al
peón que había designado para vigilar al jíbaro:
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—¿Te das cuenta que por tu culpa voy a ser la burla de todo el mundo en la zona? ¿Qué
hacías cuando el perro se fugó?… Debí comprender que estás demasiado viejo para contar
contigo.
Era un hombre de cabeza blanca, enteco de cuerpo y cargado de años. Se le veía a todo lo
largo de su cuerpo y en el tamaño de sus manos que toda la vida no había hecho otra cosa
que trabajar. Pero lo que no podía el amo advertir, por su furia y por el desconocimiento de
la verdadera gente, era que detrás de aquellos ojos azules, gastados, había un límite para
soportar palabras.
—Cumplo mi trabajo lo mejor que puedo, pero ¿qué quiere usted? Eso debe haber sucedido
por la madrugada. ¿Qué ruido hace un animal que masca un pedazo de cuero? ¡El demonio
se enteraría si es que tiene fino el oído!
Don Cristóbal sintió como una burla en las últimas palabras del viejo:
—No pregunto si lo oíste o no, te pago porque respondas a tu deber, y si no lo hiciste, ¡ya
estás sobrando aquí!
—Hace mucho que estoy sobrando —dijo el peón tranquilamente—, pero siempre se me ha
tratado con el respeto que la gente se merece.
—¡Anda a buscarte la comida donde puedas; conmigo no trabajas ni para abrir portillos!
El viejo levantó la cabeza, pero su voz sonó igualmente tranquila:
—No necesito que me mantenga nadie y usted menos si hay que estarle aguantando
zoquetadas.
Era demasiado para don Cristóbal, por eso, apretó los dientes y dio un paso hacia el peón,
pero la palabra del viejo lo detuvo:
—¡Atrévase! —y con una agilidad que nadie podía suponer, tiró del machete—: Si da un
paso más y me levanta la mano, ¡le corto el brazo!
Don Cristóbal quedó clavado en su sitio, en tanto Bruno entrando por la puerta puso sus dos
manos sobre los hombros del viejo:
—Deje eso, Anselmo, haga el favor.
—Qué se ha creído este de los hombres —continuaba el viejo—. ¡Vergüenza debía darme
con los años que tengo trabajar de carcelero de un perro por el capricho y la soberbia del
que paga!
Don Cristóbal ahora sintiéndose protegido por la presencia de Bruno solo atinó a decir:
—¡Llévatelo… sácalo de aquí!
Y el viejo se dejó llevar por Bruno, tranquilamente otra vez, como si nada hubiera dicho.
Luego, cuando el montero lo acompañó hasta el lindero, habló:
—Sabes, Bruno, he estado pensando y creo que fue tu perra… ¿Tú le enseñaste, no?
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—Sí —dijo el montero—. ¡Quién iba a saber! —y los dos quedaron callados hasta que el
viejo dijo:
Pude decirle eso al tipo este, pero te iba a comprometer.
—Debió decirlo, don Anselmo —musitó Bruno y el viejo no pareció oír.
—Mal que bien, tú tienes familia y ya no va quedando sitio en la Isla que no se lo cojan los
don Cristóbales.
—Cierto —dijo el montero, y los dos quedaron en silencio. Entonces un tocororo sonó su
canto en la manigua.
Cuando el montero regresó a la vivienda don Cristóbal se había cambiado de ropa, puesto
su pantalón a rayas y su guayabera de salir. Ahora parecía más calmado, pero aún se le veía
en los ojos la indignación por la fuga del jíbaro blanco.
—¿Sabes a cuánto estamos hoy?
Bruno movió negativamente la cabeza.
—A primero. Hoy vienen los vecinos que te mandé a invitar para que comprobaran que
cogí al jíbaro —Bruno siguió callado—. ¿Te das cuenta del ridículo que voy a hacer?
El montero continuaba en silencio.
—Por tanto me voy al pueblo, ¡y no vendré en una semana!… ¡Esa vergüenza no la paso
yo!… Les dirás que se murió de los golpes… o que trató de fugarse y lo maté.
Entonces Bruno habló:
—Esa mentira no sirve, aparte de ser mentira.
El amo lo miró a los ojos:
—¿Qué tratas de decir?
—Yo nunca trato de decir nada, don Cristóbal; sencillamente digo.
—Pues habla, ¿por qué?
—Porque el jíbaro blanco va a seguir haciendo daño aquí y dondequiera, y todo el mundo
se va a enterar…
Aparte de ser completamente lógica la respuesta, don Cristóbal comprendió que el montero
empezaba a hablar con la misma tranquilidad del viejo y se sintió como si debiera mantener
su autoridad y tal vez aminorar el tono de sus palabras.
—Di entonces lo mejor que te parezca…
Bruno no contestó. Por la ventana, allá en el cielo, se vio pasar un bando de garzas y don
Cristóbal, mirándolas, halló tiempo para pensar lo que iba a decir ahora:
—Hoy no andas con tu perra, ¿verdad?
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Bruno no dijo nada, pero advirtió el tono irónico de la pregunta.
—Me dijeron que se te ha perdido. ¿Es cierto eso?
—No tanto, Negrita sabe siempre el camino de su casa…
—Entonces, ¿tienes esperanza de que vuelva?
—Por supuesto.
—Lo digo porque si no aparece te vas a ver en dificultades con tu trabajo, y para mí va a
ser imposible seguir pagándote el jornal si no resulta la atención con las puercas.
—Está claro —dijo Bruno.
El amo se movió entonces y fue a pararse frente a la ventana, dándole la espalda al
montero:
—Francamente, Bruno, puedes seguir viviendo en tu casa, pero tendrás que trabajar otra
vez por tu cuenta… El sueldo se lo ganaban entre la perra y tú.
—De acuerdo —dijo el montero. Y como hubiera entendido que se terminaba la
conversación se volvió para salir, pero don Cristóbal habló:
—Espérate, no hemos terminado.
Bruno se volvió a él y el amo quedó callado un instante para mirarle luego a los ojos:
—Dicen que hay perros de batey y… perras que suelen irse con los jíbaros… ¿Qué sabes de
eso?
—Es cierto —dijo Bruno.
—¿Entonces admites que tu perra se fue con el jíbaro blanco? —disparó a quemarropa el
amo.
—Sí —respondió Bruno mirándole a la cara sin que sus ojos parpadearan una sola vez. Don
Cristóbal se sintió entonces seguro para continuar sus preguntas:
—¿Y que no fue el jíbaro quien mordió el cuero, sino tu perra porque desde hace tiempo
que la tienes enseñada?
—Desde nuevecita, cuando era cachorra todavía.
Tampoco don Cristóbal se esperaba esta respuesta y mucho menos la firmeza con que el
montero había contestado y continuaba ahora:
—No tiene que darle vueltas a las cosas para hablar claro, don Cristóbal. Negrita se
enamoró del jíbaro. Lo libertó con los dientes y se fugó con él, ¿qué más necesita saber?
—Una sola cosa —habló el amo.
—Pues dígala.
Y se metió entonces un silencio pesado entre los dos. Luego el hombre dijo:
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—Hace un momento aseguraste que tu perra sabe siempre el camino de tu casa.
—Puede que así sea y puede que se quede para siempre con los jíbaros. No será la primera
vez que una de las dos cosas sucedan.
—Pero, ¿qué desearías tú, que regresara, verdad?
—Naturalmente —dijo Bruno.
—Bien —empezó don Cristóbal y caminó hasta la ventana, dándole la espalda al montero
—. Tú que sabes más que yo del campo y los perros, sabrás también que hay una ley en los
bateyes contra los que se van con los jíbaros y regresan…
Bruno levantó la cabeza y el amo terminó:
—…sencillamente se les da muerte.
—¿Y eso es lo que usted me pediría?
—No tanto, por supuesto… Ese gusto me lo voy a dar yo.
El montero quedó callado, pero don Cristóbal, de espaldas a él, no pudo ver cómo se
encendieron sus ojos y cómo un instante después su mirada volvió a ser como siempre era:
—En ese caso vamos a desear que Negrita no regrese nunca; pienso que va a ser lo mejor.
A fines de agosto se había ido ya el verano. Los meses de calor y lluvia dieron paso a la
estación ciclónica que formó sus huracanes sin que esta vez ninguno amenazara la Isla.
Entonces empezó a refrescar la temperatura dando su turno al invierno con sus largas y
doradas tardes apacibles. En lo adelante el cielo fue azul y despejado de nubes con sus
noches casi fosforescentes de estrellas. Algunos árboles empezaron a despojarse de sus
hojas y otros recrudecieron su verdor. Secretamente fue bajando el nivel de las aguas
subterráneas y luego se cuartearon de terrones los caminos y comenzaron a secarse las
malas hierbas sopladas por el viento frío.
Difícil fue para Bruno y María convencer a los muchachos de que, seguramente, Negrita
regresaría alguna vez. Nunca como entonces comprendieron hasta dónde era necesaria para
los niños la presencia de Negrita en la casa. Por muchos días olvidaron los muchachos la
jaula de trampas y en vano María los entusiasmaba diciéndoles que cuando menos lo
esperasen iba a asomar Negrita seguida de tres o cuatro perritos blanquinegros de ojos
desconfiados. Solo entonces parecían entusiasmarse:
—¿Y los vamos a enseñar como a Negrita?
—¿Aprenderán a “morirse” igualitos que ella?
—Pues claro que sí, porque esos van a ser tan inteligentes como su madre.
Una vez se corrió la noticia de que en la finca colindante le habían dado muerte a una perra
jíbara negra. Mas Bruno se encargó de averiguar y vino a contar que la víctima tenía las
cuatro patas blancas; los muchachos respiraron tranquilos.
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En fin, que ya iba para tres meses la ausencia de Negrita y parecía que los niños
comenzaban a resignarse, cuando ocurrió algo que le hizo ver al matrimonio la dependencia
afectiva de los muchachos hacia la perra. Una noche, alta la hora ya, Bruno despertó y
como oyera un ruido en la casa salió a la sala para encontrarse que el más pequeño estaba
de pie junto a la ventana abierta, mirando la noche.
—¿Qué haces ahí, mi hijo? —preguntó. Al principio el niño se turbó y no pudo contestar,
pero al cabo dijo:
—¿Y si viene de noche, papá?
—¿Quién?
—Ella, Negrita —dijo y levantando los ojos hacia el padre, añadió—: Hace muchos días
que se fue y está el campo tan oscuro que a lo mejor no da con la casa, sigue de largo y se
va…
Bruno sonrió, pero fue como un puntazo en su corazón.
—Está bien —dijo—, vigilaré desde la ventana del cuarto; acuéstate —luego cuando
volvió, María lo oyó entre sueños—: ¡Mañana traigo un cachorrito del color que sea!
Pero no fue necesario —como si el muchacho la hubiera llamado con el pensamiento— a la
mañana siguiente ya Bruno se había agarrado al pico de la montura y alzaba el pie
izquierdo buscando el estribo cuando vio distante la mancha negra corriendo hacia la casa.
Apartándose del caballo se volvió al camino. ¡No, no era posible, no podía ser otra cosa
sino ella misma!
—¡Negritaa! —voceó con todas las fuerzas de sus pulmones y oyó el ladrido de respuesta.
María, quien estaba en el cordel tendiendo unas ropas, habló mirando:
—¿Dónde? —dijo.
—Mírala, salió del monte y ahora va a subir al camino, ahí viene.
—¡Negra, Negrita! —gritaron los muchachos dentro de la casa y parándose de la mesa
volcaron el desayuno para salir atropellados por la puerta. Corría ahora y ladraba
enloquecida. Los niños se adelantaron a alcanzarla en el camino y ya cerca, de rodillas,
abrieron los brazos para atajarla como si la perra fuera a esquivarlos. Pero Negrita fue
directa al encuentro. La abrazaron cada uno por donde pudo mientras gemía la perra de
contento y trataba de lamerles las caras como aquella primera vez en el río. Luego, de un
salto se les escapó y vino donde Bruno y María. Cuando ya llegaba, el montero le puso una
cara muy seria y fingió el reproche en alta voz:
—¡Qué bonito; nosotros esperándola y usted de parranda, verdad!
Claro que la perra no podía entenderlo, pero conocía demasiado bien el tono áspero de
Bruno cuando de regañar se trataba. Entonces hizo lo de siempre: se detuvo bruscamente,
bajó la cabeza y se aplastó contra la hierba quietecita toda menos el rabo que se movía
desesperadamente alegre. Los muchachos miraron al padre contrariados por el regaño. Y
ahí fue que de repente, se le ocurrió la idea al mayorcito. Lo dijo imitando, cómico, el
regaño del padre:
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—¡A ver, muérase, Negrita!
Ligera, la perra se volvió patas al cielo. Una pulga descubierta al sol saltó del ombligo al
muslo. Negrita permanecía inerte con los ojos cerrados. Los cuatro se echaron a reír, pero a
María le duró menos la risa.
—Mira, fíjate, Bruno —le señaló en voz baja y el montero vio la ubre de Negrita hinchada,
harta de leche materna.
Después que María y los muchachos la espulgaron de guisasos, la metieron en la batea
espumosa de jabón donde permaneció tranquila dejándolos hacer, solo abriendo y cerrando
los ojos en esquiva de la jabonadura. Luego lo primero que hizo fue sacudirse soltando una
lluvia de gotas y andar ligera hacia los restos de comida que los niños le trajeron. Devoró
los alimentos y anduvo al paso para meterse bajo la mesa, echarse y después de un
profundo suspiro, quedarse dormida. Mucho más tarde, a eso del mediodía, mirándola
rendida de sueño todavía, el más pequeño se volvió a la madre:
—¿Mamá, y por qué no trajo los perritos? —esta vez María no supo qué decir.
Antes de que cayera la tarde Negrita se despertó bruscamente, levantó la cabeza como si
hubiera perdido la noción del tiempo y lugar donde estaba. Rápida entonces se lanzó por la
puerta emprendiendo al galope el camino de regreso. Los muchachos corrieron inútilmente
tras ella. Pronto no se vio más que un punto negro avanzando hasta meterse entre los
primeros árboles por donde mismo había venido esa mañana, allá donde la esperaba ahora
la menuda familia de su propia sangre. Luego, cuando los niños cariacontecidos regresaban
a su casa, la madre los estaba esperando:
—Ustedes tienen que entender —les habló—, Negrita no puede abandonar a sus hijos…
—¿Y para qué vino entonces? —dijo el menor, quebrada la voz y los ojos aguados.
—Para saludar, para que uno sepa que nos sigue queriendo pero que no puede dejar que sus
hijos se le mueran solitos en la montaña —los muchachos callaron y la madre sintió que
debía aliviar lo dicho—: Seguro cuando los perritos se valgan por sí solos, volverá con
nosotros otra vez.
Esa misma noche dormían ya los muchachos cuando María sintió los pasos del caballo
acercándose a la casa, abrió la puerta y oyó la voz de Bruno:
—¡La conseguí! —dijo, y se desmontó de la bestia. A la poca luz de la luna la mujer vio
que el montero traía en sus manos una pequeña figura de cortas orejas y cuando entró por la
puerta vio el brillante y sedoso color canela de una nueva cachorrita.
—¿Y los muchachos? —preguntó.
—Dormidos —dijo ella.
—Bien, échasela en el cuarto para que la descubran por la mañana.
Y bajó la perra al suelo, que se les quedó mirando como si en aquella casa no hubiera nada
que comer.
FIN
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