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Sermón #126 La Justificación por Gracia 3
hubiera sido maravilloso si Cristo lo hubiera pagado en abonos; parte
ahora y parte después.
Los rescates de los reyes a veces han sido pagados en parte con un
pago inicial, y luego en abonos durante un plazo de años. Pero no suce-
de así con nuestro Salvador: de una vez por todas Él se dio a Sí mismo
como sacrificio; de inmediato contó el precio, y dijo: “Consumado es,”
no quedando nada adicional que Él tuviera que hacer, ni nada que no-
sotros tuviéramos que llevar a cabo. Él no abonó un pago parcial, y lue-
go declaró que vendría de nuevo a morir, o que sufriría de nuevo, o que
obedecería de nuevo; sino que liquidó en el acto, hasta el último centa-
vo, el rescate de todo el pueblo, y se le dio el recibo del pago total, y
Cristo clavó ese recibo en Su cruz, y dijo: “Consumado es, consumado
es; he suprimido el manuscrito de las ordenanzas, lo he clavado en la
cruz. ¿Quién es el que condenará a Mi pueblo, o le levantará algún car-
go? ¡Pues yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus
pecados!”
Y cuando Cristo pagó todo este rescate, observen bien, que ¡Él lo hizo
todo por Sí mismo! Él fue muy especial acerca de eso. Simón, el Cireneo,
pudo haber llevado la cruz; pero Simón, el Cireneo, no podía ser clava-
do en ella. Ese círculo sagrado del Calvario estaba reservado exclusiva-
mente para Cristo. Dos ladrones estaban con Él allí; ni había en ese lu-
gar hombres justos, para que nadie dijera luego que la muerte de esos
dos hombres justos ayudó al Salvador. Dos ladrones estaban colgados
con Él, para que los hombres pudieran ver que había majestad en Su
miseria, y que Él podía perdonar a los hombres y manifestar Su sobe-
ranía, aun cuando se estaba muriendo. No había hombres justos que
sufrieran; ninguno de Sus discípulos compartió Su muerte. Pedro no
fue arrastrado allí para ser decapitado. Juan no fue clavado a una cruz
al lado de Él. Fue dejado solo allí.
Él dice: “He pisado yo solo el lagar, y de los pueblos nadie había
conmigo.” El total de la tremenda deuda fue puesto sobre Sus hombros;
todo el peso de los pecados de todo Su pueblo fue colocado sobre Él.
Una vez pareció tambalearse bajo ese peso: “Padre mío, si es posible.”
Pero luego se puso firme: “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.”
Todo el castigo de Su pueblo fue destilado en una sola copa; ningún
mortal podría darle ni siquiera un sorbo. Cuando Él se llevó la copa a
Sus labios, era tan amarga, que casi la rechazó: “pase de mí esta copa.”
Pero Su amor por Su pueblo era tan grande, que tomó la copa con Sus
dos manos, y—
“De un solo sorbo de amor
Bebió hasta el fondo la condenación,”
por todo Su pueblo. La tomó toda, lo soportó todo, lo sufrió todo; de tal
forma que ahora y por siempre no hay llamas del infierno para ellos, no
hay potros de tormento; no tienen aflicciones eternas; Cristo ha sufrido
todo lo que ellos deberían haber sufrido, y ellos deben salir, y saldrán
libres. El trabajo fue llevado a cabo completamente por Él mismo, sin
ayuda de nadie.
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Y además observen que fue aceptado. Verdaderamente fue un rescate
excelente. ¿Qué podría igualarlo? Un alma que “está muy triste, hasta
la muerte;” un cuerpo desgarrado por la tortura; una muerte del tipo
más inhumano; y una agonía de tal carácter que la lengua no puede
mencionar, ni la mente de un hombre puede imaginar su horror. Fue
un precio muy bueno. Pero pregunto: ¿fue aceptado? Ha habido precios
que se han pagado algunas veces, o más bien que se han ofrecido, que
nunca fueron aceptados por las personas a quienes se les había ofreci-
do, y por eso el esclavo no obtuvo su libertad. Pero este rescate sí fue
aceptado.
La evidencia es clara. Cuando Cristo declaró que Él pagaría la deuda
por todo Su pueblo, Dios envió al oficial para que lo arrestara; lo arrestó
en el huerto de Getsemaní, y prendiéndolo lo arrastró al pretorio de Pi-
lato, a casa de Herodes, y al tribunal de Caifás; el pago fue hecho por
completo, y Cristo fue puesto en el sepulcro. Estuvo allí, encerrado en
prisión vil, hasta que la aceptación fuera ratificada en el cielo. Durmió
allí durante tres días en Su tumba. Fue declarado que la ratificación
fuera esta: el fiador quedaría en libertad tan pronto como sus compro-
misos de la fianza fuesen cumplidos. Ahora dejen que sus mentes vi-
sualicen a Jesús enterrado. Él está en el sepulcro. Es cierto que Él ha
pagado toda la deuda, pero el recibo no ha sido entregado todavía; Él
duerme en esa estrecha tumba. Encerrado allí con un sello sobre una
piedra gigante, duerme todavía en Su tumba; la aceptación de Dios to-
davía no ha sido otorgada. Los ángeles todavía no han descendido del
cielo para decir: “la obra está hecha, Dios ha aceptado Tu sacrificio.”
Ahora es la crisis de este mundo; oscila tambaleante en la balanza.
¿Aceptará Dios el rescate o no? Veremos. Un ángel desciende del cielo
con un resplandor intenso; remueve la piedra; y sale el cautivo, sin
vendas en Sus manos, habiendo dejado atrás Su indumentaria fúnebre;
libre, para no sufrir nunca más, para no morir nunca más. Ahora—
“Si Jesús no hubiera pagado la deuda,
Nunca habría sido puesto en libertad.”
Si Dios no hubiera aceptado Su sacrificio, Él estaría en Su tumba en
este momento; nunca se hubiera levantado de Su tumba. Pero Su resu-
rrección fue una señal de que Dios lo había aceptado. Dijo: “He tenido
una reclamación contra Ti hasta esta hora; esa reclamación ha sido sa-
tisfecha ahora; eres libre.” La muerte entregó a su cautivo real, la pie-
dra fue rodada y el conquistador salió llevando cautiva a la cautividad.
Y además, Dios dio una segunda prueba de aceptación; pues llevó al
cielo a Su unigénito Hijo, y lo sentó a Su diestra, muy por encima de los
principados y potestades; y por medio de eso quiso decirle: “Siéntate en
el trono, pues has hecho la obra poderosa; todas tus obras y todas tus
miserias son aceptadas como el rescate de los hombres.” Oh, amados
míos, piensen qué escena tan maravillosa debe haber sido cuando Cris-
to ascendió a la gloria. ¡Qué noble certificado de la aceptación de Su
Padre! ¿No les parece contemplar la escena en la tierra? Es muy simple.
Unos cuantos discípulos están sobre una colina, y Cristo comienza a
ascender con un movimiento lento y solemne, como si un ángel Lo im-
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pulsara con suavidad gradualmente, como niebla o vapor que se levan-
ta de un lago hasta los cielos. ¿Pueden imaginar lo que sucedía allá a lo
lejos? Pueden concebir por un momento cómo, cuando el poderoso con-
quistador entró por las puertas del cielo, los ángeles lo recibieron—
“Trajeron su carroza de lo alto,
Para transportarlo a Su trono;
Batieron sus triunfantes alas, y exclamaron,
‘La obra grandiosa ya está hecha.’”
¿Pueden imaginar cómo resonaban los aplausos cuando Él entró por
las puertas del cielo? ¿Pueden concebir cómo se empujaban unos a
otros para ver cómo se aproximaba Él, vencedor y sangrante de la bata-
lla? ¿Ven a Abraham, Isaac, Jacob, y a todos los santos redimidos, re-
unidos para contemplar al Salvador y al Señor? Ellos habían deseado
verlo, y ahora sus ojos Lo contemplaban en carne y sangre, ¡el conquis-
tador de la muerte y del infierno! ¿Pueden verlo, con el infierno sujetado
a las ruedas de Su carruaje, arrastrando a la muerte cautiva a través
de las calles reales del cielo? ¡Oh, qué espectáculo había allí ese día!
Ningún guerrero romano obtuvo jamás un triunfo así; nadie vio jamás
un espectáculo tan majestuoso. La pompa de todo el universo, la reale-
za de la creación entera, los querubines y los serafines, y todos los po-
deres creados, se maravillaron ante esa escena. Y Dios mismo, el Eter-
no, coronó todo cuando estrechando a Su Hijo contra Su pecho, dijo:
“Bien hecho, bien hecho; has finalizado la obra que Te encomendé.
Quédate para siempre, mi Amado.”
¡Ah! Pero Él nunca habría tenido ese triunfo si no hubiera pagado
toda la deuda. A menos que Su Padre hubiera aceptado el precio del
rescate, el rescatador nunca hubiera sido honrado de tal manera; pero
debido a que fue aceptado, por eso Él triunfó así. Suficiente, entonces,
en lo que concierne al rescate.
II. Y ahora, con la ayuda del Espíritu de Dios, voy a referirme al
EFECTO DEL RESCATE; siendo justificados: “siendo justificados gra-
tuitamente por su gracia, mediante la redención.”
Ahora, ¿cuál es el significado de justificación? Los teólogos los con-
fundirán, si les preguntan. Voy a hacer mi mejor esfuerzo para explicar
la justificación de manera sencilla y simple, para que me entienda in-
clusive un niño. No hay tal cosa como una justificación que pueda ser
obtenida en la tierra por los hombres, excepto de una sola manera. La
justificación, ustedes saben, es un término forense; siempre es emplea-
do en un sentido legal. Un prisionero es traído al tribunal de justicia
para ser juzgado. Sólo hay una forma en que ese prisionero puede ser
justificado; esto es, no debe ser encontrado culpable; y si no es encon-
trado culpable, entonces es justificado: esto es, se ha demostrado que
es un hombre justo.
Si ese hombre es encontrado culpable, no puede ser justificado. La
Reina puede perdonarlo, pero ella no puede justificarlo. Sus hechos no
son justificables, si fuera culpable de ellos; y él no puede ser justificado
por ellos. Puede ser perdonado; pero ni la realeza misma podrá jamás
lavar el carácter de ese hombre. Es tan criminal cuando es perdonado
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como lo era antes de ser perdonado. No hay ningún medio entre los
hombres de justificar a un hombre de una acusación que es levantada
en su contra, excepto cuando se demuestra que no es culpable.
Ahora, la maravilla de maravillas es que se ha demostrado que so-
mos culpables, y sin embargo somos justificados: se ha leído el veredic-
to en contra nuestra de: culpables; y sin embargo, a pesar de ello, so-
mos justificados. ¿Puede algún tribunal terrenal hacer eso? No, la re-
dención de Cristo logró eso que es una imposibilidad para cualquier tri-
bunal de la tierra. Todos nosotros somos culpables. Lean el versículo 23
que precede inmediatamente al texto: “por cuanto todos pecaron, y es-
tán destituidos de la gloria de Dios.” Allí es presentado el veredicto de
culpables, y sin embargo inmediatamente después se dice que somos
justificados gratuitamente por Su gracia.
Ahora, permítanme explicarles cómo justifica Dios al pecador. Voy a
suponer un caso imposible. Un prisionero ha sido juzgado y condenado
a muerte. Él es un hombre culpable; él no puede ser justificado porque
es culpable. Pero ahora, supongan por un momento que pudiera ocurrir
algo así: que alguien más pudiera participar, y que pudiera asumir toda
la culpa de ese hombre, que pudiera ponerse en su lugar y por algún
proceso misterioso, que por supuesto es imposible entre los hombres,
se convirtiera en ese hombre; o tomara sobre sí el carácter de ese hom-
bre; él, el hombre justo, pone al rebelde en su lugar, y convierte al re-
belde en un hombre justo. Nosotros no podemos hacer eso en nuestras
cortes.
Si yo me presentara ante un juez, y él decidiera que debe encarce-
larme durante un año en vez de un desgraciado que fue condenado ayer
a un año de prisión, yo no podría asumir su culpa. Podría sufrir su cas-
tigo, pero no podría llevar su culpa. Ahora, lo que la carne y la sangre
no pueden hacer, eso hizo Jesucristo mediante Su redención. Aquí es-
toy yo, el pecador. Yo me refiero a mí mismo como representando a to-
dos ustedes. Estoy condenado a muerte. Dios dice: “Voy a condenar a
ese hombre; debo, quiero y lo voy a castigar.” Cristo interviene, me hace
a un lado, y se pone en mi lugar. Cuando se pide que hable el reo, Cris-
to dice: “Culpable;” y hace que mi culpa sea suya. Cuando se va a apli-
car el castigo, Cristo se presenta. Dice: “castígame a Mí,” “he puesto mi
justicia en ese hombre, y Yo he tomado sobre Mí los pecados de ese
hombre. Padre, castígame a Mí y considera a ese hombre como si fuera
Yo. Deja que él reine en el cielo; y que yo sufra sus miserias. Déjame
que Yo soporte su maldición, y que él reciba mi bendición.” Esta mara-
villosa doctrina del intercambio de lugares entre Cristo y los pobres pe-
cadores, es una doctrina de revelación, pues no habría podido ser con-
cebida por la naturaleza humana.
Permítanme que lo explique de nuevo, no sea que no quedó muy cla-
ro. La forma en que Dios salva a un pecador no es, como dicen algunos,
ignorando el castigo. No; el castigo ha sido cumplido por completo. Es
colocando a otra persona en el lugar del rebelde. El rebelde debe morir;
Dios dice que debe morir. Cristo dice: “Yo seré el sustituto del rebelde.
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El rebelde tomará mi lugar y Yo tomaré el suyo.” Dios consiente a esto.
Ningún monarca de la tierra tendría poder para dar su consentimiento
a un cambio así. Pero el Dios del cielo tenía el derecho de hacer lo que
Él quisiera. En su infinita misericordia dio su beneplácito al arreglo.
“Hijo de mi amor,” dijo, “debes colocarte en el lugar del pecador; debes
sufrir lo que correspondía sufrir a él; debes ser considerado culpable,
tanto como él fue considerado culpable; y después voy a ver al pecador
bajo otra luz. Lo veré como si fuera Cristo; lo aceptaré como si fuera mi
unigénito Hijo, lleno de gracia y de verdad. Le daré una corona en el
cielo y lo llevaré en Mi corazón por toda la eternidad.” Esta es la forma
en que somos salvados, “siendo justificados gratuitamente por su gra-
cia, mediante la redención que es en Cristo Jesús.”
Y ahora proseguimos a explicar algunas de las características de esta
justificación. En el momento en que un pecador arrepentido es justifi-
cado, recuerden, él es justificado en relación a todos sus pecados. He
aquí un hombre plenamente culpable. En el instante en que cree en
Cristo, recibe su perdón de inmediato, y sus pecados ya no son más
suyos; son arrojados a las profundidades del mar. Fueron puestos so-
bre los hombros de Cristo y han desaparecido. Ahora es un hombre jus-
to a los ojos de Dios, y acepto en el Amado. “¡Cómo!”, dicen, “¿quieres
decir eso literalmente?” Así es, en efecto. Esa es la doctrina de la justifi-
cación por la fe.
El hombre deja de ser considerado por la justicia divina como un ser
culpable. En el instante en que él cree en Cristo toda su culpa es quita-
da. Pero voy un paso más allá. En el momento que el hombre cree en
Cristo, deja de ser considerado culpable desde la perspectiva de Dios. Y
lo que es más, se vuelve justo, se vuelve meritorio. Pues en el instante
en que Cristo toma sus pecados, él toma la justicia de Cristo; así que
cuando Dios mira al pecador que sólo una hora antes estaba muerto en
pecados, ahora lo contempla con tanto amor y afecto como siempre mi-
ró a Su Hijo. Él mismo lo ha dicho: “Como el Padre me ha amado, así
también yo os he amado.”
Él nos ama tanto como su Padre Le ama a Él. ¿Pueden creer en una
doctrina como ésa? ¿No sobrepasa a todo pensamiento? Pues bien, es
una doctrina del Espíritu Santo; la doctrina mediante la cual debemos
esperar ser salvados. ¿Podría yo ilustrar mejor este pensamiento para
cualquier persona no instruida? Les voy a decir la parábola que encon-
tramos en los profetas, la parábola de Josué el sumo sacerdote. Josué
entra vestido con ropas inmundas; esas ropas inmundas representan
sus pecados. Quítenle esas ropas inmundas; ese es el perdón. Pongan
una mitra en su cabeza, vístanlo con ropajes reales, háganlo rico y
apreciable: eso es la justificación.
Pero, ¿de dónde salen estas ropas, y a dónde van a parar esos hara-
pos? Los harapos que Josué vestía pasan a Cristo, y con las vestiduras
de Cristo se viste Josué. El pecador y Cristo hacen exactamente lo que
hicieron Jonatán y David; Jonatán dio su ropa David, y David dio a Jo-
natán sus vestidos; así también Cristo toma nuestros pecados, y noso-
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tros tomamos la justicia de Cristo; y por medio de esta gloriosa sustitu-
ción e intercambio de lugares, los pecadores son liberados y son justifi-
cados por Su gracia.
“Pero”, dice alguien, “nadie es justificado así, sino hasta que se mue-
ra.” Créanme, lo es—
“El instante en que un pecador cree,
Y confía en su Dios crucificado,
Recibe de inmediato su perdón;
Salvación plena, mediante Su sangre.”
Si aquel joven por allá ha creído verdaderamente en Cristo hoy, habién-
dose dado cuenta mediante una experiencia espiritual de lo que yo he
intentado describir, está tan justificado ahora a los ojos de Dios como lo
estará cuando esté ante el trono. Los espíritus gloriosos no son más
aceptables a Dios en el cielo que el pobre hombre aquí en la tierra que
ha sido justificado una vez por la gracia. Es una perfecta purificación,
es un perfecto perdón, una perfecta imputación. Somos plenamente,
libremente y totalmente aceptados por Cristo nuestro Señor.
Sólo una palabra más sobre esto, y dejaré el tema de la justificación.
Quienes han sido justificados una vez, son justificados irre-
versiblemente. Tan pronto un pecador ocupa el lugar de Cristo, y Cristo
toma el lugar del pecador, no hay temor de un segundo cambio. Si Je-
sús ha pagado la deuda una vez, la deuda está saldada y nunca más
será presentada al cobro; si son perdonados, son perdonados de una
vez y para siempre. Dios no otorga al pecador Su libre perdón firmado
de Su puño y letra para retractarse más tarde y castigarle. Está lejos de
Dios proceder de esta manera. Él dice: “He castigado a Cristo; tú pue-
des irte libremente.” Y después de esto “nos gloriamos en la esperanza
de la gloria de Dios”, porque “justificados, pues, por la fe, tenemos paz
para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.”
Oigo que alguien exclama “Esa es una doctrina extraordinaria.” Bien,
alguien puede pensar así; pero déjenme decirles que es una doctrina
que profesan todas las iglesias protestantes, aunque no la prediquen.
Es la doctrina de la iglesia anglicana; es la doctrina de Lutero; es la
doctrina de la iglesia presbiteriana; es visiblemente la doctrina de todas
las iglesias cristianas; y si resulta extraña a los oídos de ustedes, es
porque no están acostumbrados a oír, y no porque la doctrina sea ex-
traña. Es doctrina de la Santa Escritura que nadie puede condenar a
quien Dios justifica, y nadie puede acusar a aquellos por los que Cristo
ha muerto, pues están completamente liberados de pecado. Así que,
como dice uno de los profetas, Dios “no ha notado iniquidad en Jacob,
ni ha visto perversidad en Israel.” En el mismo instante en que ellos
creen, sus pecados son imputados a Cristo, dejan de ser suyos, y la
justicia de Cristo les es imputada y contada como suya, de manera que
son aceptados.
III. Y ahora voy a terminar con un tercer punto, el cual espero expo-
ner brevemente y con mucho denuedo: LA FORMA DE OTORGAR ESTA
JUSTIFICACIÓN. John Bunyan diría que hay personas a quienes se les
hace agua la boca por este gran don de la justificación. Algunos de mis
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lectores estarán diciendo: “¡Oh, si yo pudiera ser justificado! Pero, ¿po-
dré serlo, amigo? He sido un borracho, he sido un blasfemo y todo lo
ruin que pueda ser un hombre. ¿Acaso puedo ser justificado? ¿Tomará
Cristo mis negros pecados y tomaré yo Sus blancas vestiduras?” Sí, po-
bre alma, si tú lo deseas, si Dios te ha hecho desearlo. Si confiesas tus
pecados, Cristo está dispuesto a tomar tus harapos y a darte Su justi-
cia para que sea tuya para siempre. “Bien, pero, ¿cómo se puede obte-
ner?”, dirá alguno. “¿He de ser un santo varón durante muchos años
para llegar a conseguirlo?” ¡Escucha!: “Gratuitamente por su gracia”,
“gratuitamente”, porque no hay precio que pueda pagarlo; “por su gra-
cia”, porque no es por nuestros méritos. “Pero yo he estado orando por
ello y no creo que Dios me perdone si no hago algo para merecerlo.” Te
digo, amigo, que si traes alguno de tus méritos, jamás serás perdonado.
Dios otorga su justificación gratuitamente, y si tú traes algo para pa-
garla, te lo tirará a la cara, y no te dará Su justicia. Él la otorga gratui-
tamente.
El viejo Rowland Hill fue cierta vez a predicar a una feria. Observó
cómo los comerciantes vendían sus mercancías en subasta pública. En-
tonces Rowland dijo: “Yo también voy a hacer una subasta en la que
venderé vino y leche sin dinero y sin precio. Mis amigos allí, dijo, se es-
fuerzan porque ustedes puedan llegarles sus precios, mi problema es
que yo no encuentro quién sea capaz de bajarse a los míos.” Y esto, mis
queridos lectores, sucede con los hombres. Si yo predicara una justifi-
cación que se pudiera comprar con dinero, ¿quién se iría de aquí sin ser
justificado? Si yo predicara una justificación que se puede obtener ca-
minando cien kilómetros, ¿no nos convertiríamos en peregrinos cada
uno de nosotros, mañana mismo? Si yo predicara una justificación que
consistiera en flagelos y torturas, habría muy pocas personas que no
aceptarían la tortura, y debo agregar que muy severamente.
Pero si se trata de una justificación que es gratuita, gratuita, gra-
tuita, los hombres la desprecian. “¡Cómo!, ¿voy a obtenerla completa-
mente gratis, sin que yo haga nada?” Así es; la debes obtener a cambio
de nada, o jamás la tendrás: es “gratuita.” “Pero, ¿acaso no puedo ir a
Cristo y apelar a su misericordia diciendo: Señor, justifícame, pues no
soy tan malo como los demás?” Eso no te servirá de nada, porque es
“por su gracia.” “Pero, ¿no podré albergar una esperanza porque voy a
la iglesia dos veces al día?” No señor; es “por su gracia.” “Pero, ¿tampo-
co podré alegar que intento ser cada vez mejor.” No señor; es “por su
gracia.” Insultas a Dios queriendo comprar Sus tesoros con tu dinero
falso. ¡Oh, qué ideas tan pobres tienen los hombres sobre el valor del
Evangelio de Cristo, cuando piensan que pueden comprarlo! Dios no
aceptará las sucias monedas de ustedes para que compren el cielo. Una
vez, un rico moribundo, creyó que podría comprar un lugar en el cielo
construyendo por su cuenta una serie de asilos. Un buen hombre se
aproximó a su lecho de enfermo y le preguntó: “¿Cuánto más va a dejar
usted?” “Veinte mil libras.” “Esa cantidad no podría comprar el suficien-
te espacio para que sus pies puedan pisar el cielo, pues sus calles son
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de oro. ¿Qué valor puede tener su oro? Sería considerado como nada,
cuando el suelo del cielo está empedrado con oro.”
No amigos míos; no podemos comprar el cielo ni con oro, ni con bue-
nas obras, ni con oraciones, ni con nada. ¿Cómo habremos, pues, de
conseguirlo? Con sólo pedirlo. Todos los que nos reconocemos pe-
cadores, podemos tener a Cristo con sólo pedirlo. ¿Deseas tú tener a
Cristo? ¡Puedes tener a Cristo! “El que quiera, tome del agua de la vida
gratuitamente.” Pero si tú te apegas a tus propios conceptos diciendo:
“No, yo trataré de hacer muchas obras buenas, y luego voy a creer en
Cristo”, te respondo, amigo mío, que serás condenado si crees en seme-
jante engaño. Solemnemente te advierto que no puedes ser salvo de esa
manera. “Bien, pero, ¿no he de hacer buenas obras?” Ciertamente que
sí; pero no debes confiar en ellas. Debes confiar solamente en Cristo, y
después haces las buenas obras. “Pero”, dice alguien, “yo creo que si
hiciera algunas buenas obras me servirían de recomendación cuando
me acercara a Cristo.” No sería así; no constituirían recomendación al-
guna. Supongan que un mendigo usando guantes blancos de piel fina
se acercara a la casa de alguien diciendo que tiene mucha necesidad y
que necesita una limosna. ¿Le servirían de recomendación sus guantes
blancos para mover a alguien a la caridad?, ¿podrá servirle de recomen-
dación para lograr limosna un lindo sombrero nuevo que se compró es-
ta mañana? “No”, dirías: “¡Eres un miserable impostor!; no necesitas
nada, y no obtendrás nada; ¡fuera de aquí!”
El mejor distintivo de un mendigo son los harapos; y el mejor ropaje
para un pecador que vaya a Cristo, es ir tal cual es, sin otra cosa que
rodeado de pecado. “Pero no, dice alguien, debo ser un poco mejor, y
entonces creo que Cristo me salvará.” No podrás ser mejor por mucho
que lo intentes. Además, usando una paradoja, si pudieras mejorar, es-
tarías en desventaja, porque cuanto peor seas, tanto mejor serás para ir
a Cristo. Si son completamente impíos, vengan a Cristo; si sienten su
pecado y renuncian a él, vengan a Cristo; aunque hayan tenido el alma
más perversa y vil, vengan a Cristo; si sienten que no tienen nada en
ustedes que les pueda servir de recomendación, vengan a Cristo—
“Confía en Jesús, confía plenamente;
No dejes que se mezcle otra confianza.”
No digo esto para alentar a ningún hombre a que continúe en su pe-
cado. ¡Dios no lo quiera! Si continúan en pecado, no deben venir a Cris-
to; no pueden, sus pecados se lo impedirán. No pueden venir a Cristo y
ser libres, y continuar encadenados al remo de su galera, al remo de
sus pecados. No, señores, es el arrepentimiento; es dejar inmediata-
mente sus pecados. Pero fíjense bien que ni el arrepentimiento, ni el de-
jar sus pecados, puede salvarlos. Es Cristo, Cristo, Cristo, solamente
Cristo.
Pero sé que muchos de ustedes se irán y tratarán de construir su
propia torre de Babel para llegar al cielo. Unos lo harán de una manera
y otros de otra. Adoptarán ceremonias: pondrán como cimiento de la
estructura la doctrina del bautismo infantil, y encima colocarán la con-
firmación y la cena del Señor. “Iré al cielo”, dicen; “¿acaso no guardo el
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Viernes Santo y el día de Navidad? Soy mejor que esos disidentes. Soy
una persona sumamente extraordinaria. ¿Acaso no oro más que cual-
quiera?” Estarás largo tiempo empujando esa rueda de molino, sin que
consigas avanzar una pulgada. No es éste el camino para llegar a las
estrellas. Alguien dice: “Iré y estudiaré la Biblia y creeré en la sana doc-
trina; y no dudo que, creyéndola, seré salvo.” ¡En verdad que no lo se-
rás! No serás más salvo por creer en la verdadera doctrina que por
hacer buenas obras. “¡Vaya!”, dirá otro, “eso me gusta; creeré en Cristo
y viviré como mejor me plazca.” ¡En verdad que no serás salvo!; porque
si crees en Cristo, El no te dejará vivir como le plazca a tu carne; por
medio del Espíritu te constreñirá a mortificar tus inclinaciones y con-
cupiscencias. Si te concede la gracia de que creas, también te dará des-
pués la gracia de vivir una vida santa. Si te da la fe, te dará después
buenas obras. No puedes creer en Cristo a menos que renuncies a cada
pecado y decidas servirle con pleno propósito de corazón. Por último,
creo oír a un pecador que dice: “¿Acaso es ésa la única puerta?, y
¿puedo aventurarme a pasar por ella? Entonces lo haré. Pero no lo
comprendo muy bien; soy como el pobre Tiff en ese libro tan notable ti-
tulado ‘Dred’. Hablan mucho acerca de una puerta, pero yo no veo esa
puerta; hablan mucho sobre un camino, pero no puedo verlo. Porque si
el pobre Tiff pudiera ver el camino saldría por él con aquellos niños.
Hablan de combates, pero no veo que nadie luche, de otro modo yo
también combatiría.”
Permítanme que se los explique, pues. Encuentro en la Biblia: “Pala-
bra fiel y digna de ser recibida de todos: que Cristo Jesús vino al mun-
do para salvar a los pecadores.” ¿Qué otra cosa pueden hacer, sino
creer en esto y confiar en Él? Nunca serán defraudados con una fe co-
mo ésta. Les voy a poner otro ejemplo que he utilizado cientos de veces,
pero que volveré a utilizar por no poder encontrar otro mejor. La fe es
algo parecido a esto: Es una historia que se cuenta de un capitán de
barco de guerra, cuyo hijo, un muchacho joven, era muy aficionado a
subir por el cordaje del buque. Una vez, persiguiendo a un mono, subió
al mástil hasta alcanzar el verterlo mayor. Y como ustedes saben, el
verterlo mayor es como una gran mesa redonda puesta sobre el mástil;
así que, cuando el joven estuvo allí, tenía espacio suficiente; pero la di-
ficultad estaba, usando la mejor explicación que puedo, en que no po-
día alcanzar el mástil que estaba debajo de esa plataforma, pues su es-
tatura no le permitía descolgarse por el verterlo, alcanzar el mástil y ba-
jar. Allí estaba en esa plancha de madera; se las había arreglado para
llegar allí, de alguna manera u otra, pero le era imposible bajar. Su pa-
dre se dio cuenta y quedó horrorizado; ¿qué debía hacer? ¡En unos ins-
tantes su hijo caería y quedaría destrozado! Estaba aferrado a la pla-
taforma con todas sus fuerzas, pero en pocos segundos caería sobre la
cubierta convirtiéndose en una masa informe. El capitán pidió un me-
gáfono, y llevándoselo a la boca gritó: “¡Muchacho, la próxima vez que el
barco se incline lo suficiente, lánzate al mar!” Era en verdad su única
salvación; podía ser rescatado del agua, pero jamás se salvaría si caía
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12 La Justificación por Gracia Sermón #126
sobre cubierta. El pobre muchacho miró al mar; la altura era impresio-
nante, no podía soportar la idea de arrojarse a la corriente que rugía
allá abajo; le pareció brava y peligrosa. ¿Cómo podría lanzarse a ella? Y
así se aferró con todas sus fuerzas a la plataforma, aunque no había
duda que pronto se soltaría y perecería. El padre pidió una pistola, y
apuntando al muchacho dijo: “Muchacho, la próxima vez que el barco
se incline, lánzate al mar, o si no te disparo.” El chico sabía que su pa-
dre cumpliría su palabra, y así, cuando el barco se inclinó hacia un
costado, se lanzó al mar. Los robustos brazos de los marineros fueron
tras él, y lo rescataron, subiéndole a cubierta.
Como aquel joven, nosotros nos encontramos por naturaleza en una
posición de peligro extremo, del cual, ni ustedes ni yo tenemos la menor
posibilidad de escapar por nosotros mismos. Desafortunadamente, te-
nemos algunas buenas obras propias a las que, como aquella platafor-
ma, nos aferramos de forma tan entrañable que no las soltaremos nun-
ca. Cristo sabe que, si no las soltamos, terminaremos hechos pedazos,
pues esa confianza putrefacta nos destruirá. Y por eso dice: “Pecador,
abandona esa confianza en tus propias obras, y arrójate en el mar de
mi amor.” Nosotros miramos hacia abajo diciendo: “¿Podré ser salvo
confiando en Dios? Parece como si estuviera disgustado conmigo, y no
podría confiar en Él.” ¡Ah!, ¿no te persuadirá el tierno grito de la miseri-
cordia?: “El que creyere será salvo.” ¿Acaso es necesario que te apunte
con el arma de la destrucción?: “El que no creyere será condenado.”
Ahora te encuentras en la misma posición que aquel joven; te hallas en
una situación que encierra un peligro inminente, y despreciar el conse-
jo del Padre es motivo de la más terrible alarma, y hace que tu peligro
se agrave. ¡Debes hacerlo, o de otro modo morirás! ¡Deja de aferrarte! La
fe consiste en que un pecador se suelte de su asidero y se deje caer, y
así es salvado. Y aquello que parecía ser su destrucción es el medio de
su salvación. Crean en Cristo, oh, pobres pecadores, crean en Cristo.
Ustedes que conocen su culpa y su miseria, arrójense sobre Él; vengan
y confíen en mi Señor, y como Él vive, ante quien estoy, nunca confia-
rán en Él en vano; sino que serán perdonados, y proseguirán su camino
gozándose en Cristo Jesús.
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Oren diariamente por los hermanos Allan Roman y Thomas Montgomery,
en la Ciudad de México. Oren porque el Espíritu Santo de nuestro Señor
los fortifique y anime en su esfuerzo por traducir los sermones
del Hermano Spurgeon al español y ponerlos en Internet.
Sermón #126 – Volumen 3
Justification by Grace
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