3 Lección - La Centralidad de Cristo
3 Lección - La Centralidad de Cristo
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LA CENTRALIDAD
DE CRISTO
Practicando la Centralidad de Cristo
en Nuestras Vidas e Iglesias
Monte Mor/SP
2018
Esta guía de estudio fue escrita a partir de las video clases impartidas en
la Escuela Convergencia de Teología y Vida Cristiana EAD (Educación a
Distancia) y otros materiales de enseñanza relacionados, cuyas
referencias se incluyen en el cuerpo de la misma.
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Copyright© 2018 por la Escuela Convergencia
Todos los derechos reservados
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Autor:
Harlindo de Souza
Compilación y elaboración de texto:
Raphael Martins
Revisión teológica:
Harlindo de Souza
Revisión Final:
Maria de Fátima Barboza
Diagramación:
Daniel Sousa
traducción y revisión:
Andrés Leví Alarcón
Maheli Dono
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Esta guía de estudio o cualquier parte de ella no puede ser reproduci-
da o utilizada de ninguna manera sin el permiso expreso de la Escuela
Convergencia, excepto para el uso de citas breves siempre y cuando se
mencione la fuente, con direcciones postales y electrónicas.
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3 Leccion
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v.1.0.0
LA PRÁCTICA
DE LA CENTRALIDAD
DE CRISTO:
EN LA ACCIÓN DE DIOS
En esta lección veremos los aspectos prácticos de la centralidad de Cristo en nues-
tras vidas. Hemos visto antes, sobre el lugar que Dios puso a Jesús, y que por su
sacrificio fuimos hechos herederos junto con él de todas las cosas. A partir de esta
comprensión veremos cómo la posición (el lugar) de Cristo ha afectado prácticamen-
te nuestras vidas, pensamientos y elecciones. Para ello, veamos algunos aspectos de
la persona de Jesús:
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Todo fue creado por medio de él y para él. Él antecede a todas las cosas, y
en él todas las cosas subsisten.” (Col 1:15-17 )
Como afirma Pablo en la Carta a los Romanos, los elementos creados revelan y
señalan a Cristo. Al ver el mundo a través del lente de la centralidad de Cristo,
echamos una mirada redimida a la belleza de la creación, sin detenernos en la be-
lleza de las cosas creadas en sí mismas, sino en la creatividad y el poder de quien
las creó. A través de esta nueva perspectiva comprendemos nuestra vocación de
adorarle, y recuperamos la capacidad de asombro ante él.
La independencia de Dios es un atributo que nos ayuda a ver la creación desde la
perspectiva de la centralidad de Cristo. Dios no depende de nada. Es trascendente, es
decir, está por encima y es independiente de la creación. Pero también es inmanente,
es decir, no se desinteresa de la creación, pues sabe que ésta depende de él para su
existencia y mantenimiento. Job reconoce esta verdad ante sus amigos. Él dice:
“En sus manos está la vida de todo viviente y el hálito de todo mortal.”
(Job 12:10)
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Dios nos habla de muchas maneras y a lo largo de las Escrituras cuando habló a tra-
vés de los profetas, los patriarcas y los discípulos. Pero en el texto anterior vemos
que la mayor manifestación de la palabra de Dios no fue pronunciada por los hom-
bres, sino proclamada por el propio Dios que se hizo carne y habitó entre nosotros.
“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas,
y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. (...) Y aquel Verbo fue
hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del
unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.” (Jn 1:1-3, 14)
El Padre anuncia a Jesús y el Espíritu Santo involucra a María, para que el Verbo de
Dios se haga carne.
No hay nada que exprese más a Dios que la persona de Jesús. Es la expresión exacta de
su Ser. La creación, aunque nos recuerda la gloria del Creador, no expresa exactamente
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“Le dijo Felipe: —Señor, muéstranos el Padre y nos basta. Jesús le dijo:
—Tanto tiempo he estado con ustedes, Felipe, ¿y no me has conocido? El
que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Cómo, pues, dices tú: “Muéstranos
el Padre”? (Jn 14:8-9)
Dios Padre se aseguró de que todos escucharan lo que sentía por su Hijo. Tanto el
Antiguo como el Nuevo Pacto señalan a Cristo, y nos revelan que él es la plenitud
de todas las cosas. En esta increíble experiencia contada por Mateo, el objetivo de
Dios es señalar a Cristo como el centro de la revelación de sí mismo al hombre. Es
decir: sin Cristo no tendríamos la revelación exacta de quién es Dios.
“Quiero, pues, que sepan cuán grande conflicto tengo por ustedes, por
los de Laodicea y por todos los que nunca me han visto personalmente
para que unidos en amor, sus corazones sean reanimados hasta lograr
toda la riqueza de la plena certidumbre de entendimiento, para conocer
el misterio de Dios; es decir, Cristo mismo. En él están escondidos todos
los tesoros de la sabiduría y del conocimiento.” (Col 2:1-3)
La revelación de todas las cosas que necesitamos, inclusive del mismo Dios, está en
Jesús. Esa es la verdad del evangelio que debemos predicar. Para conocer a Dios es
necesario conocer a Jesús. Al leer tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento sin la re-
velación de quién es Cristo tendremos una visión distorsionada de la Palabra y de quién
es Dios. Toda la Escritura debe entenderse desde el centro de la revelación de Dios: Je-
sucristo. En Él están escondidos TODOS los tesoros de la sabiduría y el conocimiento.
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Dios muestra su favor al hombre de muchas maneras: dándole lo que necesita, re-
alizando proyectos, sanando sus enfermedades y tantas otras cosas. Todo lo que re-
cibimos de él demuestra su amor por nosotros. Pero además de esto, hubo un favor
mostrado por Dios al hombre que es más grande que cualquier favor que haya hecho
o que vaya a hacer, más grande aún de lo que cualquier otro ser sería capaz de hacer:
“Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que ha traspasado los cie-
los, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra confesión. Porque no te-
nemos un sumo sacerdote que no puede compadecerse de nuestras debi-
lidades, pues él fue tentado en todo igual que nosotros pero sin pecado.”
(Heb 4:14-15)
El texto anterior dice que Jesús es nuestro sumo sacerdote. No fue el único, pues
hubo otros en el Antiguo Testamento cuando se hicieron sacrificios y se derramó
sangre a lo largo de la historia. No tenían vida en sí mismos, es decir, no tenían
poder en sí mismos para salvar, pero señalaban a Cristo y su sacrificio. Sin Cristo
nada de lo que hicieron los sacerdotes de la época tendría razón de ser.
El libro de los Hebreos destaca el señorío de Cristo y, al mismo tiempo, muestra
que tiene compasión de nosotros. Cristo es nuestro sumo sacerdote, y no tenemos
necesidad de otros. Él es nuestro mediador: él, y sólo él, intercede por nosotros
ante el Padre.
Como sacerdote, Jesús cumplió y sigue cumpliendo tres oficios principales, según
Eurico Bergstén en su libro “La Santa Trinidad”:
“Los encargos del sumo sacerdote en el AT son una figura verdadera que muestra con
precisión el trabajo que Jesús, nuestro Sumo Sacerdote hizo y está haciendo. Destacare-
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mos tres grandes cargos en el servicio del sumo sacerdote, que se cumplieron en la vida y
el ministerio de Jesús:
A. El sumo sacerdote sacrificaba junto al altar de los holocaustos. Llevó el sacri-
ficio al pie del altar, donde decapitaba y sacrificaba a la víctima (Lev 4:24-27;
9:18; Sal 118:27).
Este sacrificio fue hecho de una vez por todas (Rom 6:10). Nunca se repetirá. Esta parte
del cargo de nuestro Sumo Sacerdote aquí en la tierra ha terminado para siempre (Juan
19:30). ¡Gloria a Dios para siempre!
B. Después de que el sumo sacerdote sacrificaba la ofrenda junto al altar, tomaba
la sangre el día de la gran expiación (una vez al año - Ex 30:10; Heb 9:7) y la
llevaba al interior del velo, en el lugar santísimo, donde rociaba la sangre sobre
el propiciatorio, entre los dos querubines, haciendo así expiación por los pecados
del pueblo ante Dios (Lev 16:15-17; Ex 25:22; Núm 7:9).
Nuestro Sumo Sacerdote también entró en el Santísimo - en el Cielo, con su propia san-
gre (Heb 9:24), y ahora está allí, ejerciendo continuamente su ministerio de Sumo Sa-
cerdote a la derecha de Dios. Los signos eternos de la cruz, sus santas heridas (Apoca-
lipsis 5:6), muestran que la expiación, hecha por Él, dura para siempre. De este modo,
Jesús es nuestro propiciatorio (Rom 3:24), nuestra propiciación (1 Juan 2:2). Él es la
garantía del perdón de todos los pecados, para todos los que creen en su nombre.
C. El sumo sacerdote, después de llevar la sangre al interior del velo, se dirigió
al pueblo que lo esperaba (Lc 1:21 comp. Ex 28:35) para bendecirlo y orar por él.
Así, Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, vive para siempre, intercediendo por nosotros
(Heb 7:25) y bendiciendo a los que reciben la expiación por su sangre. Fue después de
haber consumado la redención en la cruz, cuando Dios envió la promesa del Espíritu
Santo (Gálatas 3:13-14).” 1
1. BERGSTÉN, Eurico. La Santa Trinidad: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Rio de Janeiro:
CPAD, 1989, p. 53,54.
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• La sangre de Jesús
La sangre de Jesús es más poderosa y preciosa que cualquier otra sangre que haya
sido o sea derramada. Sólo su sangre fue suficiente para pagar nuestra deuda con
Dios. Ninguna otra sangre podría hacerlo, pues cualquier otra estaría contaminada
por el pecado; sólo la sangre de Jesús es pura. La sangre del santo Cordero que fue
derramada trajo propiciación por nuestros pecados.
Su sangre es infinitamente más poderosa que todas las demás juntas. Jesús es el Cor-
dero perfecto, sin mancha ni defecto, sin defecto ni pecado, tal y como exigía la ley.
Comprendemos la importancia de su sacrificio, pues sabemos que sin el derrama-
miento de sangre no podría haber remisión de nuestros pecados. No hay manera
de que el imperfecto redima al imperfecto, sino que sólo el perfecto y sin pecado
puede sanar al imperfecto.
Además, la deuda del hombre con Dios era tan grande que la sangre animal no re-
solvería el problema. Se necesitaba una sangre poderosa y llena de vida para pagar
esa deuda. Sólo la sangre de Dios mismo, como hombre, absolvería al hombre y a la
creación de la fatídica sentencia merecida: la muerte. No había otro cordero capaz
de absolvernos. Por eso Juan el Bautista dijo:
“¡He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!” (Jn 1:29)
Él era el Cordero que el propio Dios proveyó para sí mismo; el mismo al que
Abraham se refirió cuando se le pidió que sacrificara a su hijo a Dios.
“(Isaac) le dijo: —He aquí el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero
para el holocausto? Abraham respondió: —Dios mismo proveerá el cor-
dero para el holocausto, hijo mío.” (Gn 22:7b, 8a)
No hay nada que podamos hacer para pagar nuestra deuda con Dios. No hay obra
que pueda hacer lo que sólo la sangre de Cristo puede hacer. Pero sólo la providen-
cia de Dios, su obra, podría satisfacer esta sentencia.
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• El sacrificio completo
Jesús es tanto el Sumo Sacerdote como el Cordero sustituto. Por lo tanto, él es el
sacrificio completo.
Observemos lo que sucedió con Jesús desde Getsemaní hasta el Gólgota, obser-
vando todo el proceso hasta la crucifixión. Para comprender mejor la importancia
del huerto de Getsemaní, observe el siguiente cuadro:
Jesús solía visitar el Getsemaní para orar. Este lugar estaba lleno de olivos, de los
que sacaban aceite.
Según la imagen anterior, en el Edén, Adán tenía todo lo que le era favorable, pues
era un lugar de placer y satisfacción. Pero aun así, desobedeció el mandato que Dios
le había dado.
En el otro huerto, el de Getsemaní, la situación era muy diferente. Jesús, el segun-
do Adán, no estaba en una situación pacífica, al contrario, estaba sufriendo. En su
angustia se detuvo a orar y pidió la compañía de sus discípulos. Allí no había placer,
sino agonía. Del mismo modo, en este jardín, el hombre recibió una orden, que no
era más indulgente que la anterior, ni tampoco fácil de obedecer. Jesús iba a beber el
cáliz de la ira de Dios que, en verdad, iba a ser derramada sobre cada pecador, como
una sentencia justa que todos merecíamos. Sí, era nuestro cáliz el que debía beber.
“como está escrito: No hay justo ni aun uno; no hay quien entienda, no
hay quien busque a Dios. Todos se apartaron, a una fueron hechos inúti-
les; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto
es su garganta; con su lengua engañan. Hay veneno de serpiente debajo
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de sus labios; su boca está llena de maldiciones y amargura. Sus pies son
veloces para derramar sangre; hay ruina y miseria en sus caminos. No
conocieron el camino de paz; no hay temor de Dios delante de sus ojos.
Pero sabemos que todo lo que dice la ley, lo dice a los que están bajo la ley
para que toda boca se cierre y todo el mundo esté bajo juicio ante Dios.
Porque por las obras de la ley nadie será justificado delante de él; pues
por medio de la ley viene el reconocimiento del pecado. (...) porque todos
pecaron y no alcanzan la gloria de Dios.” (Rm 3:10-20, 23)
Era justo que Dios derramara su ira sobre nosotros, y su sentencia de muerte sobre
la humanidad era eterna. El hombre no tendría forma de volver a estar en contacto
con Dios, excepto librándose de su justa ira. ¿Pero cómo?
La situación en Getsemaní no era favorable ni fácil para Jesús, hasta el punto en el que
dudó un momento y pidió al Padre, si era posible, que pasara de él aquel cáliz. Pero el
Padre no podía sustituirlo por otro, pues no había otro digno de beber de esa copa.
Jesús experimentaría en esa situación algo que nunca podría formar parte de su
naturaleza: el pecado. Y además, la condena, la culpa y la separación del Padre. El
hombre justo, Jesús, tomó nuestra culpa y condena sobre sí mismo al recibir la ira
de la santidad de Dios, para que pudiéramos ser justificados y volver a una relación
con el Padre y Creador.
En esa situación de angustia, a diferencia de lo que ocurrió en el primer jardín, Jesús
obedeció la voluntad del Padre y aceptó beber del cáliz. El Cordero perfecto sería en-
tregado como sacrificio. ¡Qué escena tan dura fue esa! Allí mismo comenzó a derra-
mar su sangre; su sudor se convirtió en gotas de sangre, tan grande era el sufrimiento.
Entre Getsemaní y el Gólgota, Jesús fue detenido por sus verdugos. Antes de Get-
semaní se le veía como alguien poderoso y digno de aplauso. Pero después de salir
del jardín y dondequiera que fuera, la gente ya no lo admiraba: lo insultaban y lo
despreciaban. Jesús, que ya había entregado su alma al Padre, entrega ahora su ima-
gen ante los hombres.
Su cuerpo fue marcado, azotado y herido hasta llegar al Gólgota, donde sería colo-
cado en la cruz. El alma, el cuerpo, la imagen, todo había sido ya entregado; sólo
faltaba entregar su espíritu. Fue en la cruz, en la agonía, que él lo entregó al Padre,
terminando así el holocausto - fue el sacrificio completo y perfecto. ¡Jesús murió!
Ese fue el mayor favor de Dios al hombre. Nada de lo que Dios pueda hacer por
nosotros puede compararse con este acto extremo de entrega y amor.
Su muerte nos dio la vida, pero la muerte no pudo contenerlo. El justo Dios, injus-
tamente condenado, venció a la muerte. ¡Gloria al Cordero de Dios!
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