El Amor de Un Canalla - Christi Caldwell (THoaD)
El Amor de Un Canalla - Christi Caldwell (THoaD)
El Amor de Un Canalla - Christi Caldwell (THoaD)
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
El Amor de un Canalla
The Heart of a Duke Series (3)
Christi Caldwell
Traducción: Manatí
Lectura Final: Bicanya
Lady Imogen Moore no lo ha tenido fácil desde que tuvo su Presentación
tres temporadas atrás. Con su prometido, un poderoso duque rompiendo
su compromiso para casarse con su hermana, se ha convertido en el chisme
favorito de la alta sociedad. Nunca más deseando experimentar el dolor de
un corazón roto, ella está decidida a conseguir un matrimonio con un
caballero educado y respetable. Lo último que quiere es otro pícaro
imprudente.
Lord Alex Edgerton tiene un problema. Su hermano, cansado de la
jactancia de Alex, lo instó a acompañar a su hermana soltera en los
restantes eventos de la alta sociedad. ¿Compras? No gracias. ¿Asistir al
teatro? Prefería estar en Placeres Prohibidos con una belleza escasamente
vestida en su regazo. La tarea de acompañante se vuelve aún más molesta
cuando su hermana arrastra a su querida amiga, Lady Imogen, a las
funciones sociales. Lo último que quiere en su vida es una joven e inocente
señorita inglesa.
Excepto que, cuando Alex e Imogen se unen, las pasiones arden y Alex
descubre que no solo quiere a Imogen en su cama, sino también en su
corazón. Sin embargo, ahora debe convencer a Imogen de arriesgarlo todo,
por el corazón de un pícaro.
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
Atentamente
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
Capítulo 1
Londres, Inglaterra
Primavera, 1815
El día en que Lady Imogen Isabel Moore hizo su debut, hace casi tres
temporadas, había impactado a la alta sociedad.
Sin embargo, no por buenas razones.
Un vaso de limonada sostenido con dedos temblorosos, un paso en falso
sin gracia y una Lady Jersey incómodamente situada en los pasillos
sagrados de Almack's habían puesto a Imogen en el foco de la sociedad
educada. En aquel momento, ese vaso de limonada había resultado ser el
momento más desastroso de sus entonces dieciocho años. En una sola
noche, había escandalizado a la sociedad... y también se había ganado la
atención del gloriosamente apuesto Duque de Montrose.
Con un suspiro, Imogen miró el ejemplar de The Times.
El D de M, recién casado, había regresado a Londres...
Ojeó los detalles del artículo. Enamorado sin remedio. Devoto... El amor a
cualquier precio… Imogen tiró el periódico a un lado, donde cayó con un golpe
sobre la mesa auxiliar de caoba.
Él había vuelto. El gloriosamente guapo y dorado duque, con su lengua
locuaz, su sonrisa ganadora y su corazón negro. Y había regresado con su
esposa, la hermana menor de Imogen, Rosalind. O, la Duquesa de
Montrose, como ahora se titulaba apropiadamente.
—No me digas que estás melancólica otra vez.
Se le escapó un grito y se giró tan rápido que un rizo carmesí
cegadoramente brillante se escapó de su peinado y cayó sobre su ojo. Su
madre entró en la habitación en medio de una ráfaga de faldas azules y
ruidosas. —Madre—, saludó con una débil sonrisa para la madre que sólo
se había alegrado de que una de sus hijas hubiera conseguido el título del
duque. Nada de lo demás había importado. —No estoy melancólica—,
añadió como una idea tardía. Cielos. Sus labios se tensaron en una mueca.
Aquel duque infiel y pícaro del que se había imaginado enamorada la había
convertido en uno de esos individuos terriblemente miserables.
Su madre se detuvo ante ella y, sin mediar palabra, apartó el rizo errante
y horriblemente rojo detrás de la oreja de Imogen. Entornando los ojos
como un viejo lord que necesita su monóculo, miró a Imogen.
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Capítulo 2
El Marqués de Waverly juntó los dedos y luego los dobló bajo la barbilla.
Lord Alex Edgerton, segundo hijo, repuesto del heredero, levantó las
piernas y las apoyó en el borde del escritorio de su hermano, el actual
marqués. —¿Me has convocado?— Bostezó y con la mirada buscó la hora
en el reloj de caja larga. Una hora impía para que un hombre estuviera
despierto.
Gabriel frunció el ceño y se inclinó hacia delante en su silla. —Te
convoqué hace una semana.
¿Había pasado una semana? Creía que la misiva había llegado a su club
dos días después, pero desde luego no una semana. En cualquier caso... —
He estado bastante ocupado—. Había tenido una mala racha en las mesas
de faro pero una deliciosa compañía en Placeres Prohibidos.
—¿Ocupado?— Repitió su hermano con ese tono incrédulo y más que
condescendiente. —¿En qué? ¿En tus mesas de whist?—
Alex se erizó. —Apenas—. Todo el mundo sabía que prefería el faro al
whist. Qué decepción que su hermano, que lo sabía todo, no supiera este
importante detalle sobre él.
—¿Entonces qué?
Él parpadeó.
Su hermano bajó la voz en esa forma reprobatoria y paternal que poseía.
—¿Estás en tal estado de estupor inducido por el alcohol que necesitas que
te lo aclare?— Oh, maldita sea. Su hermano estaba de mal humor. —Muy
bien—, continuó Gabriel, sin que Alex tuviera que insistir. —¿Has estado
demasiado ocupado jugando, acostándote con putas y bebiendo como para
responder a una misiva?
—Una convocatoria.
Su estirado hermano ladeó la cabeza.
Alex se movió, y sabiendo que lo enfurecería, pasó su tobillo por encima
del otro. —Lo tuyo no era una nota. Era una convocatoria. Eres muy hábil
para dar órdenes—. Endureció su mandíbula. —Muy parecido a padre,
sabes. Él estaría orgulloso—. Aquellas palabras deliberadamente punzantes
tuvieron el efecto deseado. Los ojos de su hermano se convirtieron en finas
rendijas y la rabia goteó de su cuerpo.
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Qué bien se había deslizado Gabriel en ese papel tan detestado. Alex se
había alegrado mucho el día en que su miserable y violento progenitor
había partido al más allá, sin atreverse a imaginar que Gabriel se convertiría
en... esto.
—¿Hemos terminado aquí?— preguntó Alex, con otro bostezo. —Si
recuerdas, mencioné que tenía asuntos importantes que atender—. En
particular, una exuberante morena y una deliciosa rubia en Placeres
Prohibidos que habían sido bastante ingeniosas y ansiosas la noche
anterior.
Gabriel se recostó en su asiento y cruzó los brazos sobre el pecho. —
Has estado perdiendo en el whist.
Faro. Había tenido una racha de mala suerte. Alex suspiró. —Mi suerte
siempre cambia.
—Lo único que cambia con una frecuencia predecible es el contenido de
tus bolsillos; a medida que despilfarras la fortuna de esta familia.
—Mi asignación—, se sintió inclinado a señalar. Cada chelín de su
asignación era un pago que se le debía por los latigazos de la vara de abedul
de su padre. —Me lo he ganado—, susurró, sin saber que había hablado en
voz alta.
Gabriel se burló. —Nunca has ganado nada en tu vida. Nunca has
trabajado por nada ni has conocido fatiga alguna.
Un calor sordo le subió por el cuello ante la acusación que daba muy
cerca del blanco. —¿A diferencia de tu trabajo tan diligente y orgulloso?—
Arqueó una ceja burlona hacia el otro hombre, que, por su derecho de
nacimiento, tenía derecho a todo y a nada sin tener en cuenta el trabajo.
Por desgracia, su hermano se había hecho inmune a sus provocaciones a
lo largo de los años. —Tampoco despilfarro el regalo que me han dado
como hijo de un noble—. Sin embargo, Gabriel se había vuelto más preciso
a la hora de lanzar esas punzantes púas. —Lo que me lleva al motivo de mi
misiva.
—Convocatoria—, añadió él.
Un rubor moteado manchó el rostro de su hermano. —Te quitaré la
asignación—, dijo por fin.
Alex deslizó las piernas por el borde del escritorio y los tacones de sus
botas rozaron el suelo. —¿Qué cosa?— Realmente no debería haber
tomado esa botella de brandy la noche anterior. Un buen licor francés, uno
de los mejores, pero aun así no debería haber bebido tanto. Porque había
sonado como si su hermano hubiera dicho...
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Gabriel, en cambio, no siempre había sentido esa antipatía por él. No, en un
tiempo él y Gabriel habían compartido ese vínculo. Alex habría dado
gustosamente su vida por Gabriel. Cuando era irremediablemente ingenuo,
había pensado que esos sentimientos eran correspondidos. Todo había
cambiado el día en que el frío bastardo de su progenitor había notado que
su heredero ya no era un niño y lo había tomado bajo su ala despiadada,
inculcándole todas esas lecciones necesarias para un futuro marqués.
Desde entonces, Alex había dejado de existir. Para ambos. Hizo girar el
contenido de su vaso. Lo cual fue, en cierto modo, un favor que le hizo,
aunque involuntariamente, Gabriel. Porque entonces, los golpes habían
cesado. Apretó las manos por reflejo sobre el vaso. Lo único que lamentaba
era que su malvado padre no hubiera conocido al hombre en el que se había
convertido, porque, por Dios, al diablo con las leyes de la naturaleza, habría
intercambiado gustosamente golpe por golpe con el otro hombre.
Sentado en la tranquilidad de la biblioteca de su hermano, reconoció
que había cosas mucho peores que acompañar a Chloe durante el resto de
la temporada. Su padre le había enseñado eso.
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Capítulo 3
Al día siguiente, después de que Chloe hubiera urdido su desesperado plan
para reintroducir a Imogen en la sociedad educada, ésta se encontró con la
espalda apoyada en el sofá de cuero del Marqués de Waverly. Con la cabeza
de su amiga inclinada sobre una u otra hoja de escándalo, Imogen apreció
hasta qué punto había caído ella misma.
Imogen suspiró. Tres días, a sólo treinta y seis horas de ser una duquesa
enamorada de su esposo, y ni siquiera cinco meses después, esto. Había
copias de los papeles extendidas ante ellas en montones desordenados y
dos lápices opacos descansaban sobre ellos. Imogen sacudió la cabeza de
forma patética. Como si cualquier estrategia pudiera acallar a los
chismosos. Dondequiera que estuviera la alta sociedad, también estaría la
historia de ella y del Duque de Montrose y de la hermana que él realmente
amaba.
El D de M abandona todo por amor.
Si un lord menor, o cualquier otro caballero para el caso, hubiera dejado
a Imogen por su hermana, el canalla habría sido considerado en las filas del
propio Boney. Pero era un duque y de alguna manera la sociedad había
convertido su traición en algo romántico. Ella nunca entendería a la alta
sociedad. Tampoco le importaba entender a personas tan insensibles como
para deleitarse con los males de otra persona.
Imogen movió los hombros, con la espalda baja dolorida por la posición
rígida en la que se encontraban desde que Lord Alex había invadido la
biblioteca. —¿No podemos simplemente anunciarnos?—, dijo.
Chloe la hizo callar con el ceño fruncido y le sacudió la cabeza con
brusquedad.
Alcanzó el ejemplar matutino de The Times. Su amiga le dio un golpe en
la mano y ella se estremeció. —¿Qué ha sido eso...?
—Calla—, susurró ella, llevándose un dedo a los labios.
Imogen se acomodó en su asiento. Por el tintineo de los vasos en
contacto, Lord Alex Edgerton tenía la intención de quedarse, y
probablemente se emborracharía. En una biblioteca. Solo. Lo que
probablemente significaba que estaba atrapada aquí durante todo el
tiempo que su amiga decidiera que iban a estar... bueno, atrapadas aquí. O,
hasta que el caballero bebiera hasta el olvido. Imogen tenía poca
experiencia en asuntos de caballeros excesivamente indulgentes y sus
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prometido había sido delgado y poseía una perfección dorada, lord Alex
Edgerton no podía ser más diferente del duque que le había roto el corazón.
Bastante más alto que su propio metro y medio, la musculatura de lord
Alex tenía el poder de dominar una habitación. Todas las damas, inocentes
o no, susurraban que no había nada correcto ni respetable en el soltero.
Con sus guiños seductores y sus sonrisas socarronas, representaba la
locura. Como si sintiera su mirada sobre él, Lord Alex deslizó su mirada en
su dirección, evaluándola a través de gruesas pestañas entrecerradas. El
corazón de Imogen se aceleró. Una locura, en efecto. Dio las gracias en silencio
cuando Chloe dijo algo para llamar su atención.
En ese momento, él echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. El
sutil movimiento hizo que un mechón de pelo negro cayera sobre su frente.
Ella inclinó la cabeza y observó la dulzura de sus ojos mientras conversaba.
Este hombre, al que sólo conocía como un pícaro, demostró ser algo más:
un hermano burlón. Ella había aprendido a protegerse de los tipos más
desvergonzados. Este leal y devoto desconocido era un asunto totalmente
diferente. Con su consideración por Chloe, Lord Alex hizo desaparecer
algunas de las ideas cínicas y preconcebidas que había tenido de él en los
últimos años.
Imogen se vio obligada a rechazar los pensamientos que podrían
ablandarla con respecto al notorio libertino. En su lugar, se fijó en el
mechón oscuro sobre su ojo. Oscuro como el pecado, susurró una voz. Una
sonrisa triste le torció los labios en la comisura. Entonces, un caballero más
dorado que el legendario Apolo la había traicionado. Esperó la familiar
punzada de dolor. Pero no llegó.
Lord Alex la miró una vez más y le dirigió un tardío saludo. —Lady
Gwendolyn—, se inclinó. —Un placer, como siempre.
—Imogen—, dijo ella apretando los dientes. ¿Era invisible para todos?
—Si insiste en esa informalidad, Imogen—, dijo él con otro de esos
perversos guiños.
Ella abrió la boca y la cerró varias veces. El canalla sólo la había
engañado para que le permitiera utilizar su nombre de pila. Un
sinvergüenza, sin duda. ¿Por qué se le aceleró el corazón?
Lord Alexander recuperó su asiento y alcanzó una botella de brandy
parcialmente vacía. La inclinó y procedió a llenar su vaso vacío.
Imogen abrió los ojos. Él... Él... Pretendía sentarse y deleitarse con los
licores. Aquí. ¿Ahora? ¿Y se refería a ella por su nombre de pila? —Pero...—
Él se detuvo mientras se servía y le dirigió una mirada curiosa. —¿Sí,
Imogen?
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Por el brillo burlón de sus ojos, ella supo que esperaba que ella lo
regañara por su prepotencia. Imogen sacudió ligeramente la cabeza,
cansada de ser la dama aburrida y predecible. —No es nada—, dijo,
resintiéndose tal vez tanto como detestaba las miradas de compasión que
cosechaba de todos, excepto de su todavía alegre madre. Oh, qué decepción
le habría producido a su difunto padre el hecho de que su esposa buscara
mercenariamente ese codiciado título. Leal hasta la médula, él se habría
sentido casi tan decepcionado con su esposa como con el comportamiento
de Rosalind; regodeándose con el título de duquesa que había conseguido,
sin importarle que el corazón de su hermana mayor se hubiera roto. Ese era
el verdadero dolor que quedaba del precipitado matrimonio entre el Duque
y la Duquesa de Montrose.
—¿Puedo atreverme a preguntar qué las tiene escondidas en la
biblioteca?— preguntó Lord Alex, dando un lento giro a su copa.
—Nada—, dijo Imogen rápidamente. Eso le hizo levantar la cabeza.
Demasiado rápido. Dirigió su mirada a Chloe. Eran amigas desde hacía
tanto tiempo que a menudo captaban los pensamientos tácitos de la otra.
Chloe se agachó para rescatar su colección de hojas de escándalo. —Oh,
sólo estamos hojeando las columnas de chismes—, dijo. Al parecer, su
amiga no la conocía tan bien como esperaba. Imogen la miró para
silenciarla. —Estamos tratando de averiguar los eventos menos populares a
los que asistir—. Una mirada silenciadora que su amiga ignoró
cuidadosamente.
—Ciertamente—, dijo él. Afortunadamente, Lord Alex sonaba tan
interesado como si su hermana hubiera anunciado sus intenciones de
tomar sus votos en la iglesia y tenerlo a él como testigo.
—Oh, sí—. Imogen contuvo un gemido. Por favor, deja de hablar. —
Estamos cuidando de evitar amontonamientos—. Agitó una mano. —Esos
eventos a los que asisten todos los chismosos más populares. Verás ese ha
sido mi inteligente plan para...— Imogen le pisó los pies. —¿Me acabas de
pisar los pies?— Chloe lo preguntó con la misma conmoción que tendría si
Imogen hubiera convertido a su perrito en tartas de cereza.
—Se me ha resbalado el pie—, murmuró ella, con ese leve gesto, ahora
no demasiado sutil.
Lord Alex las atendía con verdadero interés, ahora.
Espléndido.
Su amiga le dirigió una larga mirada de conmiseración, que rozaba
demasiado el tipo de compasión. Ella desvió la mirada.
—¿Y bien?— le preguntó Lord Alex. —Hablen.
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Chloe apretó los labios y sacudió la cabeza una vez. ¿Ahora se quedaría
callada? Bueno, había algo para, al menos, tomar conciencia tardía.
Con un movimiento sin esfuerzo, se inclinó sobre el sofá y le arrebató a
su hermana el ejemplar de The Times. Imogen se quedó sin aliento cuando el
antebrazo bien musculado de él le rozó el hombro. —Gracias—, dijo en voz
baja. Procedió a hojear la primera página.
La vergüenza hizo retroceder el momentáneo lapso de cordura que su
inocuo contacto había despertado al hojear las páginas de la hoja de
escándalo que documentaba su vergüenza. Imogen se movió de un lado a
otro sobre sus pies, haciendo gala de estudiar la habitación. Su mirada
chocó con la de Chloe.
Lo siento, dijo su amiga, y luego se volvió con un gesto hacia su hermano.
—No está muy bien hecha la lectura de las páginas de escándalo—, dijo del
modo en que una niñera podría dar lecciones.
—No, no lo está—, murmuró él, sin apartar los ojos de la página. —
Deberías abstenerte de hacerlo—. Entonces Lord Alex levantó la vista de la
página. Se encontró con la mirada de Imogen de frente. Ella levantó la
barbilla un poco. Desafiándolo a que dijera una maldita cosa del ruin duque
y de su hermana tramposa. Todo aquello. Cualquier cosa.
—Toma—, le tiró el papel a su hermana, que lo atrapó sin esfuerzo. —
Todo eso es basura.
Imogen tragó con fuerza. Lord Alex tenía razón. Ante su defensa tácita,
un calor se deslizó en su corazón y, por primera vez en mucho tiempo,
reconoció la verdad de aquello. Todo era basura. Hasta el último detalle.
Después de meses de pensar en los chismes hirientes, hubo algo liberador
en esa repentina comprensión.
—¿Eso es todo lo que vas a decir?—, exclamó su amiga, cortando este
momentáneo debilitamiento del escandalosamente galante caballero.
—Chloe—, dijo ella. Apreciaba la lealtad de su amiga, pero también
ansiaba su discreción. Incluso si el granuja que tenían delante no era más
que su hermano, el indolente Lord Alex.
—Oh, eh, sí. Bueno, entonces—. Chloe dio un aleteo de sus rizos, esta
vez interpretando correctamente la silenciosa súplica de Imogen.
—¿Qué quieres que diga?
Nada. Ella no quería que dijera nada sobre el escándalo, ni sobre su
compromiso roto, y seguramente nada sobre Su Gracia, el Duque de
Montrose.
Ambas damas intercambiaron una mirada.
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Alex se dispuso a dar un sorbo a su brandy y se quedó helado, con la
copa a medio camino de sus labios. Imogen lo miró con una audacia que no
esperaba de una señorita de diecinueve, veinte años... Los ojos azules de ella
podrían haber sido un espejo de su propio cinismo oscuro sobre los
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—Te aseguro que estoy bien—, dijo. Alex dejó su vaso. Debería
marcharse. En lugar de eso, se dirigió al respaldo del sofá. Miró los
montones de hojas de escándalo esparcidas por el suelo y se fijó en los
ejemplares. Realmente habían acumulado una gran colección. —Me
atrevería a esperar que fueses tan minuciosa como para tener el Tons Tattler
en tu pila—, dijo secamente.
Chloe jadeó. —¿Cómo no he podido conseguir un ejemplar?—. Corrió
hacia la puerta.
—¿Adónde vas?—, la llamó él.
—A pedirle a uno de los lacayos que me consiga una copia—, respondió
ella sin interrumpir su marcha.
Sacudió la cabeza con pesar y volvió a bajar la mirada. Sus labios se
movieron y cuando levantó la cabeza, las mejillas de Imogen estaban rojas
como una baya de verano. Lo cual no hizo más que despertar deliciosas
imágenes de la joven sobre sábanas de satén mientras él mojaba bayas en
champán y... Con una maldición silenciosa dio una patada a la pila
desordenada. —Bastante lectura están practicando ustedes, damas.
Ella sonrió. —Idea de su hermana.
Una vez más admiró la generosa sonrisa de Imogen, notando el leve
hoyuelo en su mejilla derecha que la transformaba de algo ordinario en
alguien realmente... extraordinario. —Si es idea de mi hermana, seguro que
es una mala idea—, dijo por fin y se acercó a buscar su botella de brandy y
su copa vacía. Imogen se quedó mirando y sonrió con descaro de mujer y,
sin embargo, se sonrojó como una jovencita recién salida de la escuela.
Si estaba notando la sonrisa de Lady Imogen, necesitaba un trago. Llenó
su vaso.
—¿Tiene la costumbre de beber a estas horas tan tempranas?
Tendría que estar sordo para no oír el rastro de desaprobación en esa
pregunta. —Sí—. Bebió un largo sorbo.
Ella frunció los labios. —¿También tiene la costumbre de beber licor
delante de jóvenes solteras?
Dios, la arpía era tenaz. La prefería sonriendo. —No—, dijo
solemnemente. Le dedicó una sonrisa lenta y seductora. —Tengo la
costumbre de evitar por completo a las jóvenes solteras.
Ella murmuró algo en voz baja.
Él habría apostado la asignación con la que su hermano lo amenazaba
ahora a que ella había dicho algo sobre —esas afortunadas jóvenes—. Y
estando allí a solas con Lady Boca Agria, se le ocurrió que a la dama no le
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Alex le guiñó un ojo a Imogen y se despidió. Por fin sabía qué podía ser
peor que el hecho de que le encomendaran el papel de acompañante.
Sería servir de acompañante a aquella joven dama de boca agria y
ardientes rizos carmesí.
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Capítulo 4
A la tarde siguiente, en el vestíbulo de mármol de la casa de su hermano,
Alex sacó la lengüeta de su reloj y consultó el reloj de oro. Llegaba tarde.
Casi treinta minutos tarde, y tomó nota de ese detalle en particular no
porque le importara un bledo la puntualidad o cualquier otra tontería, sino
más bien porque, hasta que no se ocupara de su responsabilidad, no podría
pasar el día como deseaba: en sus mesas de faro con una deliciosa belleza
como única compañía deseada para la noche.
Con una maldición silenciosa, miró hacia la escalera en busca de una
pista de su hermana, condenando a Gabriel al diablo por milésima vez ese
día. Acompañante. En un viaje a Bond Street. Alex se estremeció.
Probablemente el diablo estaba exigiendo su recompensa por todas las
acciones pecaminosas de las que Alex había sido culpable a lo largo de los
años. Acostarse con viudas y damas ligeras de faldas. Las apuestas
excesivas. Tenía pocos planes de dejar de ser pícaro, pero podía apreciar
que su hermano tratara de castigar su maldad.
¿No se había dado cuenta Gabriel de que su padre lo había intentado?
Lo había intentado y había fracasado. Alex sacudió la cabeza con disgusto.
Debería estar en Placeres Prohibidos, con una belleza carmesí de boca
exuberante y ojos azules acurrucada en su regazo. El rápido flujo de
pensamientos se detuvo bruscamente. —¿De dónde demonios ha salido
eso?
—¿De dónde ha salido qué, señor?—, preguntó el viejo mayordomo de
pelo gris en tono nasal.
Se giró. —Maldita sea, Joseph, ¿tienes que asustar a un hombre?
El fantasma de una sonrisa jugó en los labios del sirviente que había
estado con su familia desde que el viejo monstruo de un marqués estaba
vivo y en el poder, golpeando a sus hijos y... —Mis disculpas, señor—. Le
tendió la capa a Alex.
Con un —gracias— murmurado, Alex se encogió en ella. Lanzó otra
mirada hacia la escalera justo cuando apareció su hermana. —Me alegro
mucho de que puedas acompañarme.
Joseph sonrió, tosiendo en su mano para ocultar la expresión de
diversión.
Ignorando o no escuchando sus divertidas palabras, su hermana bajó los
escalones con una falta de decoro que habría escandalizado a su madre.
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—No lo hiciste.
Un lacayo cerró la puerta detrás de ellos y luego el conductor movió las
riendas. El carruaje se tambaleó hacia adelante.
Chloe levantó los hombros de forma indiferente. —De todos modos,
incluso tú te das cuenta de que simplemente no podemos dejarla con su
familia. Eso no sería en absoluto algo que haría un amigo.
Esa es una conversación poco apropiada para una dama y un caballero, y uno que es
prácticamente un extraño. Teniendo en cuenta las palabras de la dama y el
hecho de que su piel todavía le picaba por la bofetada, no había
sentimientos de amistad de ninguna de las partes. —No.— Le habían
encargado acompañar a su hermana. No se le encargaría Lady Imogen y sus
ojos desaprobadores o labios fruncidos.
No siempre están fruncidos. A veces se elevan de una forma seductora y tentadora...
Chloe cruzó los brazos amotinada sobre su pecho. —Sí.
Él abrió la boca para dar órdenes de que el carruaje continuara
directamente a Bond Street, pero una sombra atípica en los ojos de su
hermana sofocó las palabras.
—Por favor, Alex. Ella no puede estar sola. Ella está ansiosa por esta
excursión—. Por supuesto. El viaje a las tiendas en el famoso distrito
comercial no tenía nada que ver con su hermana pragmática y todo que ver
con la joven que había atrapado y luego perdió un duque. —Seguramente
ves que ella requiere todo el apoyo que pueda encontrar.
Usted señor, no es un amigo... es un extraño...
—Realmente es todo bastante trágico—. El labio inferior de su hermana
tembló, insinuando la tristeza que ella llevaba.
Él se movió en el banco y resistió el impulso de dirigir sus ojos hacia el
techo. —¿Trágico?
—Le han roto el corazón, Alex. Ella lo amaba.
Él resopló. —Ella amaba su título.
Chloe retrocedió como si hubiera sido golpeada. —¿Cómo puedes decir
eso?
—Muy fácilmente—, dijo con una brusquedad que la hizo
estremecerse. La culpa apareció, pero la empujó hacia atrás. La ingenuidad
y la inocencia de su hermana serían la ruina de ella si él no era
cuidadoso. Quizás él era el mejor acompañante para ella, después de
todo. Su pesado y estirado hermano no vería los peligros que abundaban en
Londres para alguien como Chloe.
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Las hojas de escándalo habían informado con cierta frecuencia sobre Lord
Alex Edgerton. En todas esas piezas que había leído con apenas interés, lo
habían etiquetado como un pícaro encantador, afable, aunque cínico.
Pero aparte del lado cínico del pícaro, Imogen veía muy poco de
encantador o afable en el caballero.
En la silenciosa quietud del carruaje, ella lo estudió. Con su cabello
negro, largo pasado de moda, y sus ojos verde oscuro, casi negros, había
algo oscuro y amenazante en él. Los periódicos también mencionaban que
era conocido por relacionarse con cualquiera desde una viuda escandalosa
hasta una dama infelizmente casada. Y a pesar de la belleza oscura y dura
de él, nunca vería nada más que un descarado canalla que pertenecía a las
filas de los Montrose del mundo. Cielos, ella no sentía más que el mínimo
despertar de interés en el caballero. Él bien podría haber sido… Alex desvió
la mirada hacia ella y la atravesó con la intensidad de su mirada.
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Capítulo 5
Las damas, de edad indeterminada, miraban fijamente y sin reparos a
Imogen. Tal detalle no debería haber captado su atención, ni importarle. La
mujer de cabello oscuro con faldas azul pálido le dijo algo a su amiga y
estallaron en una ráfaga de risas. Encontró a Imogen con la mirada.
Estaba de pie en un rincón de la tienda, de espaldas a su público,
mientras inspeccionaba una pieza de encaje italiano. Con los hombros
orgullosamente rectos de la joven, apenas dio señales de haber notado los
susurros dirigidos hacia ella. La mayoría de las damas se habrían deshecho
en un ataque de lágrimas al ser objeto de chismes tan descarados o, como
mínimo, habrían huido. La valentía de la joven le infundió respeto.
Entonces los largos y gráciles dedos que sostenían la tela de marfil
temblaron, el más mínimo indicio de la inquietud de Imogen.
A él le importaba.
Su cuerpo se puso erguido y no sabía cómo explicar esta furia por parte
de la dama. Los vaivenes de las jóvenes y lo que sentían o pensaban no le
afectaban, y mucho menos a las jóvenes que eran amigas de su hermana.
Otra ronda de susurros demasiado fuertes, seguidos de risitas. Excepto
que él había sido víctima del abuso de otra persona, tanto verbal como
físico. No toleraría que una mujer del orgullo y la fuerza de Imogen se viera
tan rebajada ante las viciosas mujeres.
Maldijo en silencio y se acercó a ella, ignorando la mirada inquisidora
que le dirigió. Colocándose al lado de su hombro, hizo que las dos mujeres
guardaran un silencio aterrador. Ellas se apresuraron a desviar la mirada y
siguieron en dirección contraria a la tienda.
Imogen miró a las mujeres y luego a él. Sus labios se separaron con
sorpresa al notar su intervención. —Gracias—, dijo en voz baja. La gratitud
iluminó sus ojos azules y brilló con una belleza etérea que él no había
conocido en ninguna de las damas a las que había acusado de acostarse.
Incómodo por el hecho de que ella hubiera adivinado la naturaleza de
sus esfuerzos, Alex abrió la boca para rebatir su suposición. En lugar de
ello, se tiró del corbatín, por primera vez en su maldita vida sin palabras, en
lo que respecta a una dama.
Ella llenó el silencio. —Sospecho que aquellos que han despertado el
interés de los chismes de la forma en que nosotros dos lo hemos hecho
deberían, como mínimo, apoyarse mutuamente—, dijo ella con un guiño.
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—Yo lo soy—, dijo Chloe con un gesto alegre. —Es decir, la hermana.
Bueno, una de ellas.
Primly frunció el ceño en señal de confusión.
Aunque se movían en círculos sociales muy diferentes, Alex siempre
había sentido simpatía por el hombre que había conocido el menosprecio y
la burla que los despreciables chicos de la universidad le dedicaban por su
tartamudez. —Permítame hacer las presentaciones—, dijo para aliviar al
caballero de algunas de sus molestias habituales. —Primly, mi hermana,
Lady Chloe—. Luego se paralizó cuando una idea lógica se deslizó en su
mente. Primly, como un conde de veintiocho o veintinueve años, estaba
seguramente en el mercado para una esposa. Un tipo decente, inofensivo; el
caballero estable sería una pareja perfecta para Chloe. Demonios, él sería la
pareja perfecta para cualquier dama.
Con un movimiento rápido y tembloroso, Primly hizo una reverencia. —
Es un honor c-conocer a cualquier p-pariente de Lord Alex—. ¡Por
supuesto! Era el tipo perfecto, lejos de ser un canalla, con el que cualquier
hermano vería casarse a su hermana.
—Es un placer, milord—. Su hermana, sin embargo, lanzó una rápida
mirada anhelante hacia la calle, con mucho menos entusiasmo por el
potencial pretendiente.
Primly dirigió su atención a Imogen. Un destello de interés, nada propio
de Primly, brilló en sus ojos. Alex frunció el ceño. No había nada de
inofensivo en el desenfrenado aprecio de la mirada del otro hombre. El conde
lo miró expectante.
Él frunció el ceño. ¿Esperaba Primly que le presentara a la enérgica Lady
Imogen, cuyos labios estaban hechos para besar?
Claramente cansada de esperar que se hicieran las presentaciones
apropiadas, Imogen dijo: —Hola—. Luego sonrió. Una sonrisa que, a juicio
de Alex, era demasiado brillante y sólo serviría para alimentar el aprecio del
pobre Primly, lo que realmente no estaba bien hecho por parte de la dama.
El joven conde, sin pretensiones, le dedicó una sonrisa cálida. Las
estrellas bien podrían haber iluminado los ojos del hombre.
Oh, maldito infierno, ya había tenido suficiente. La dama no tenía por
qué sonreír de esa... Chloe le dio un codazo. Él gruñó. —Perdón. Primly,
permíteme presentarte a Lady Imogen Moore.
El color rojo cubrió las pálidas mejillas de Primly mientras estudiaba
con audacia a la joven. Y Primly nunca hacía nada audazmente. Ni siquiera
decir su propio nombre. —Milady. Es un honor c-conocerla—. Hizo una
reverencia y el libro que llevaba bajo el brazo cayó al suelo. —D-
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Oh, por el amor del Rey George y de todos los hombres del rey. Buenas
noches.
Un pequeño suspiro escapó de los labios de Imogen. ¿Por Primly y un
verso incorrecto? Alex apretó los dientes. —Buenas noches—, espetó. El
trío lo miró como si le hubiera salido una segunda cabeza. Cierra la maldita
boca. —El verso es, de hecho, 'Buenas noches, buenas noches. La despedida
es una dulce pena—. Un silencio incómodo se produjo tras su declaración.
Un rubor sordo subió por su cuello. —Simplemente me pareció importante
que... lo supieran—, terminó torpemente.
Como si se asustara al recordar lo que era apropiado, Primly soltó los
largos y elegantes dedos de Imogen. —Er, uh, p-por supuesto—, dijo
Primly, tirando de su oreja. —E-Edgerton, un placer como siempre. Lady
Imogen, Lady Chloe—. Hizo otra reverencia y por fin se despidió.
Las damas hicieron una reverencia y se apresuraron a seguir en la
dirección opuesta. —Eso fue bastante grosero de tu parte—, reprendió
Chloe.
Sí, lo había sido. En realidad, Primly era todo lo contrario a los lores
condescendientes e interesados que había llegado a detestar a lo largo de
los años. Algo en el interés del hombre por Imogen había despertado ese
impío fastidio en su pecho. No le importaba pensar en por qué había
querido separar la mano de Primly de su persona por haber tocado las
yemas de los dedos enguantados de ella. Alex no era un caballero que se
dejara llevar por los celos y, desde luego, no por una joven que buscaba
marido. Bueno, Primly era una pareja perfectamente adecuada para ella y...
Aquella neblina de rojo descendió sobre su visión una vez más.
Parpadeó varias veces y, cuando abrió los ojos, vio que Imogen había
desaparecido. Alex se detuvo a mitad de camino y giró en torno a ella,
buscando a la belleza de pelo ardiente y a su hermana, y entonces su mirada
se posó en las dos damas frente a la entrada del Templo de las Musas. El
edificio, de varios pisos, inaugurado hace unos años por James Lackington,
ofrecía todo tipo de libros para comprar.
Alex volvió a caminar por el empedrado y llegó a la entrada del
establecimiento justo cuando Chloe pulsaba el pomo de la puerta y se
deslizaba dentro. Él habló, quedándose con Imogen. —Te gusta leer,
¿verdad, Imogen?
—Sí—. Hizo una pausa y le miró. —¿Te sorprende?— Un desafío
iluminó sus ojos.
Alex le indicó que se acercara. —En realidad, sí—, murmuró mientras
ella entraba. Se detuvo un momento para admirar la agraciada forma de sus
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
nalgas. —La mayoría de las mujeres preferirían pasar sus días en la modista
o en la sombrerería que en una librería.
Chloe subió las escaleras por la esquina trasera izquierda. Más que
esperar que saliera corriendo detrás de su hermana, Imogen lo sorprendió
frenando sus pasos y permitiéndole caminar a su lado. —No tienes una
buena opinión de los que pertenecen al sexo opuesto, ¿verdad?
—Se me han dado pocas razones para confiar en los motivos de una
dama. Mi experiencia me ha demostrado que son egoístas y codiciosas—.
Sus palabras hicieron que la joven frunciera un poco el ceño. Había habido
decenas de debutantes que no habían tenido una mirada para el segundo
hijo. —Así que, efectivamente, tienes razón. No tengo una opinión
favorable de tu sexo.
Imogen movió una ceja. —Entonces tal vez está manteniendo compañía
con las damas equivocadas, Lord Alex—. Y con eso, caminó por el pasillo,
arrastrando los dedos sobre los volúmenes de cuero.
Alex miró por encima del hombro. Se le había encomendado la
responsabilidad de cuidar a Chloe. Debía seguir a su joven hermana,
propensa a hacer travesuras... y sin embargo, con el grácil movimiento de
sus caderas, Imogen era una sirena. La manera en que ella pasaba los dedos
distraídos sobre los libros de cuero lo atrajo. Él la persiguió. —¿Y quiénes
son las damas correctas?
Su pregunta en voz baja la hizo detenerse. Imogen se giró ligeramente,
con la mirada fija en los libros que tenía delante. —Ciertamente no son esas
damas escandalosas de las que hablabas antes—, reprendió. Con las manos
que habían rondado sus pensamientos despiertos y dormidos desde ayer
por la mañana, tomó un ejemplar de Hamlet de la estantería, recordándole
sus palabras para Primly. Abanicó las páginas del volumen de cuero. —Las
que tienen poco interés en tu corazón—. ¿Acaso ella pensaba ahora en el
otro hombre?
Él apretó la mandíbula. —No tengo corazón.
Ella arrugó la frente. —Todo el mundo tiene corazón, Alex—. Ella le
dirigió una mirada triste. —Puede que hayas olvidado cómo usarlo porque
te han hecho mucho daño, pero está ahí y algún día encontrarás a la
persona que enseñe a ese órgano a volver a latir.
Sus palabras lo atravesaron con una intimidad impactante que hizo que
su corazón latiera a un ritmo de pánico. Forzó una sonrisa despreocupada y
dio otro paso hacia ella. Luego otro. Hasta que sólo el espacio de una palma
de la mano los separó, lo suficientemente cerca como para que el fragante
toque de limón que se aferraba a la piel de ella envolviera sus sentidos. Bajó
los labios cerca de su oreja. —Presumes mucho, Imogen—. Alex capturó su
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
rizo hábilmente arreglado. La criada que había hecho este trabajo debería
ser despedida por la tentadora criatura que había puesto en sociedad. —
Quizás deberías dar más crédito a esas hojas de escándalo que tanto
aborreces—. Incapaz de resistirse a la atracción de aquel rizo, levanto el
mechón de seda hasta su nariz e inhaló el aroma cítrico del limón.
El libro que tenía en los dedos cayó al suelo a sus pies, olvidado. —No
haré e-eso—, tartamudeó ella, mientras sus pestañas ardientes se agitaban
salvajemente.
Él se deleitó con el sutil movimiento que hablaba de su deseo. —No creo
en el amor. Creo en la fría practicidad y la razón. Cuando deseo a una
mujer—, aspiró una respiración audible, —la tomo y la adoro con mi
cuerpo. Esa es la emoción más honesta y real que puede existir entre dos
personas—. Le lanzó esas escandalosas palabras, en un intento silencioso
de hacerla huir de la conmoción que le producían, incluso cuando deseaba
que se quedara tal como estaba, con su cuerpo pegado al suyo.
Imogen abrió los ojos. La tristeza, la compasión y el deseo se
arremolinaban en sus profundidades azules. —Me temo que si realmente
crees eso, vives una existencia muy solitaria y triste—.
Sus palabras golpearon como una flecha demasiado cerca de las
verdades que él mantenía ocultas, incluso de sí mismo, hasta ahora. —¿Y
qué hay de ti?— Alex le tomó el labio inferior entre el pulgar y el índice y
jugueteó con la carnosidad. —Te habrías casado con Montrose, ¿y para
qué?
—¿Esperas que por estar prometida a un ilustre duque aspire a un gran
título por encima de todo?— Ella enarcó una ceja, sin dar a entender que
hace unos momentos se había quedado sin aliento por el deseo. —¿Crees
que no lo amaba?
Los músculos de su estómago se contrajeron al ver la combinación de
ella, Montrose y la emoción amor. —¿No lo hacen todas las damas?
—No, no lo hacen—. Ella le acarició la mejilla. —Eso es lo que crees,
¿no?—, preguntó suavemente. —¿Que las damas sólo desean a un lord con
título?
Un músculo saltó en la esquina de su boca. ¿Por la suave caricia de ella?
¿Por sus propios pensamientos turbulentos? —Esa es la verdad—. Él habló
con la convicción que le daba la experiencia de ser ese lord deseado por
nada más que el placer que podía darle a una dama cuando estuviera
debidamente casada.
—Oh, Alex, esa no es la verdad—. Su brazo volvió a caer a su lado y él
condenó la pérdida de su suave tacto. —No quería a William por su
título—. William. Algo primitivo se agitó en su pecho cuando ella utilizó el
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
nombre de pila del duque. Esa familiaridad nacida de dos personas que
habían estado comprometidas y casi casadas. Ella bajó la mirada a su
corbata. —Lo quería porque creía que lo amaba, o pensé que lo amaba—,
murmuró, más para sí misma.
En ese momento, Alex odiaba al Duque de Montrose. Lo odiaba por
razones que no entendía, y por razones que no podía aclarar con Imogen
tan cerca. —Pero te atrajo su título—, dijo él, necesitando
desesperadamente consignarla al lugar de las señoritas cazafortunas, donde
era mucho más seguro para sus sentidos.
Por un momento, ella tocó con sus dedos el colgante que llevaba al
cuello y luego dejó que sus manos volvieran a caer a su lado. —Me atraía
porque me hacía reír—. Sus ojos se volvieron distantes y la familiar
aversión ardió en sus entrañas ante el hombre que ocupaba sus recuerdos.
—Él vio más allá de mi escándalo—. ¿Había habido un escándalo? Ella
tendría su tercera temporada y él mismo acababa de darse cuenta ahora. —
No le importó la mala opinión de la sociedad sobre mí cuando hice mi
debut.
Y por eso había recompensado a Montrose con su corazón y el bastardo
se había casado con su hermana. Se mordió las palabras de desprecio.
—Ya ves, no somos diferentes, Alex—. No se parecían en nada. —Tú
dejaste de creer en el amor por razones que desconozco...
Él había dejado de creer de la mano de su padre, la persona que debería
haberlo amado incondicionalmente le enseñó en cambio que el amor, de
hecho, tenía condiciones. Desde muy joven, Alex llegó a apreciar el
sentimiento meramente debilitado. No se haría víctima de nadie más. El
débil tonto que había sido una vez había muerto con el bastardo de su
padre. —Y tú cesaste porque tu prometido se casó con tu hermana—, dijo
con una brusquedad que la hizo estremecerse.
Ella asintió con un movimiento brusco. —Sí—. Imogen levantó sus ojos
hacia los de él. —Sólo que no dejé de creer en el amor—. La emoción
iluminó el azul de sus ojos. —O de esperarlo, para mí.
Ah, Dios, esto era peligroso. Eran deseos, anhelos y sueños de los que no
sabía nada y que había evitado cuidadosamente. Hasta ahora. Alex le rodeó
la nuca con la palma de la mano y la acercó. —Montrose era un maldito
idiota—, susurró, y allí, con el único riesgo de que un cliente pasara de
largo, la besó.
Imogen se puso rígida y luego, casi instantáneamente, su cuerpo se
volvió suave y flexible en sus brazos. Él deslizó su boca sobre la de ella,
saboreando los exuberantes contornos de una boca hecha para el pecado,
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
deseada desde que había entrado en la biblioteca ayer por la mañana. Ella le
rodeó el cuello con las manos y las enredó en su pelo.
Con un gemido apenas reprimido, él deslizó su lengua dentro de la boca
de ella y profundizó el beso. Ella sabía a miel y menta y él se deleitó con esa
mezcla dulce y embriagadora. Imogen se enfrentó con audacia a su lengua
en un movimiento de vaivén. El deseo de tenderla ante él lo golpeó con una
intensidad asombrosa.
No es suficiente.
Pasó las manos por su espalda, por la curva de su cadera, tomando sus
nalgas. La arrastró contra su carne tensionada. Ella gimió y él se lo tragó, el
sonido vibraba en su boca.
Un fuerte golpe sonó en algún lugar de uno de los pasillos.
Alex levantó la cabeza. Su corazón tronó con la intensidad de su propio
deseo. El horror sustituyó a la espesa niebla del deseo en los ojos de Imogen
cuando miró a su alrededor. Se llevó una mano a los rizos despeinados. En
silencio, él le dio la vuelta y se puso a trabajar recogiendo el puñado de
rizos sueltos en las peinetas de mariposa de la base de la cabeza. —Vete—,
le susurró al oído, aspirando una vez más su embriagador aroma. —O no
me detendré en un simple beso en el futuro, Imogen.
Ella salió casi corriendo por el pasillo, como si los sabuesos del infierno
le pisasen los talones, donde rápidamente chocó con Chloe.
—Ahí estás—, exclamó Chloe, cogiendo a Imogen por los hombros. —
¿Has terminado tus compras?
La respuesta murmurada de Imogen se perdió.
Chloe sonrió. —¡Espléndido!— Con un movimiento de muñeca, su
hermana le hizo un gesto para que se acercara. —Ven, Alex, es hora de
buscar el carruaje.
Alex se pasó una mano por los ojos. ¿Un paseo en carruaje cerrado con
Lady Imogen Moore, que en el lapso de una maldita tarde había
trastornado sus pensamientos?
Maldito infierno.
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
Capítulo 6
Imogen se sentó al borde de su cama. Jugueteaba con el tonto colgante que
su amiga le había puesto en el cuello hacía más de una semana. Habían
pasado siete días desde el atrevido e impenitente beso de Alex y el
accidentado paseo en carruaje que le siguió. En ese tiempo, ella y Chloe
habían ido al Egyptian Hall, de compras por Bond Street y de paseo por
Hyde Park. En cada una de esas salidas, las había acompañado el pícaro
Lord Alex. En todas esas ocasiones, había sido perfectamente educado y
sorprendentemente correcto. En resumen, el acompañante perfecto... tanto
que empezó a preguntarse si sólo había imaginado aquel beso.
Sus pensamientos siguieron regresando al Templo de las Musas. Con las
palabras roncas de Alex y la promesa en sus ojos, él le había robado la
lógica y había causado estragos en sus sentidos.
No. Lord Alex Edgerton, un libertino de la peor calaña, un descreído del
amor, con su sonrisa cínica y su barítono melifluo, la había besado y ese
encuentro había sido muy real. Ella cerró los ojos con fuerza. Que Dios la
ayudara, porque ella había querido que él siguiera haciéndolo. Lo había
deseado con tal intensidad que su cuerpo aún ardía al recordar su tacto, la
sensación de él apretado contra su vientre.
Él, por el contrario, no dio señales de haber sentido... bueno, nada. Ella
se rió. ¿Qué iba a sentir él? Incluso cuando el beso de Alex había dejado una
marca en su alma, un hombre que llevaba sus placeres a donde quería,
probablemente permanecía impasible ante aquel intercambio.
Imogen escondió la cara entre las palmas de las manos y enterró un
gemido al recordar cómo había gemido y gimoteado en su boca como una
de esas... esas... vergonzosas damas de las que él hablaba sin
remordimientos. Podía contar con los tres dedos de una mano el número de
veces que William, el Duque de Montrose, la había besado. Dos de esos
besos habían sido en la mejilla derecha, pero uno había implicado el
encuentro de sus bocas. Su fétido aliento y sus suaves labios nunca, nunca,
habían despertado esa peligrosa emoción del deseo en su vientre,
licuándola hasta que su cuerpo se calentara por dentro y por fuera.
La puerta se abrió y ella levantó la cabeza. Su madre entró en su
habitación. —Madre—, saludó, poniéndose en pie. ¿Podría su madre ver la
culpa de sus pensamientos estampada en su rostro?
Su madre cerró la puerta tras ella. —Seguramente sabes que no puedes
evitar a tu hermana y a su esposo para siempre.
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
El recuerdo de las caricias de Alex se enfrió. —Lo sé—, dijo ella. Miró el
reloj en la esquina de la habitación. Su madre no cedería hasta que este
primer intercambio público entre hermanas enemigas y el duque que había
elegido a una y se había casado con la otra, hubiera tenido lugar.
—Tu hermana y Su Excelencia estarán en el baile de Williston esta
noche—. Ella frunció los labios. —Esperaba que vinieras.
Por supuesto que sí. Ella creía tontamente que una vez que se produjera
la reunión de las hermanas, la Sociedad cambiaría su atención a alguna otra
pobre y desprevenida joven.
—Fui invitada al teatro por Chloe—. Chloe podría haberla invitado a
cenar con el diablo en el infierno esa noche e Imogen habría tomado esa
opción antes que ver a su hermana y su cuñado. Se alisó las faldas. —Es
probable que ella llegue en cualquier momento y yo debería...
Su madre levantó la palma de la mano, haciéndola callar. —Quiero que
seas tan feliz como lo es tu hermana con Montrose—. Extrañamente,
Imogen había dependido tanto de su felicidad de aquella unión y de los
esponsales rotos, que esperaba que las palabras de su madre dolieran más.
—He aceptado la invitación al baile de Lady Ferguson esta semana. Tu
hermana estará allí—. Imogen se lanzó hacia adelante sobre las puntas de
sus pies, preparada para lanzar todo su ser en su argumento. —Y tú vas a
ir—. La garganta de su madre se movió. —Me rompe el corazón verte sufrir
como hasta ahora.
Imogen ladeó la cabeza. Extraño, había sido consumida por la miseria de
su hermana durante mucho tiempo. Sólo que en este momento, se dio
cuenta de que no había ahorrado un solo pensamiento resentido hacia
Rosalind o Montrose desde que Alex se había empeñado en burlarse de ella
y hablarle... y besarla.
—¿Me estás escuchando, Imogen?
Ella se estremeció. —Eh, sí—, mintió ella, dejando de lado las confusas
cavilaciones de Alex. Imogen asintió. —Sé que quieres que sea feliz y lo
seré—. Antes de que su madre pudiera decir algo más, Imogen se inclinó y
la besó en la mejilla. —Si me disculpas, Chloe debería llegar en cualquier
momento—. Su amiga debería haber llegado hace más de diez minutos.
Desgraciadamente, hacía tiempo que había aprendido lo pésima que era
Chloe en cuestiones de puntualidad.
—Oh, ¿y Imogen?
Ella hizo una pausa, con los dedos en el pomo de la puerta.
—No hay nada vergonzoso en tener un marqués como esposo—.
Imogen se puso rígida y, como si no pudiera entender esa insinuación poco
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
sutil, su madre dijo: —El Marqués de Waverly sería una espléndida pareja
para ti.
Una espléndida pareja. También podría haber hablado de telas
emparejadas. Imogen abrió la puerta de un tirón y salió de la habitación y
atravesó los largos pasillos. Las palabras de su madre resonaron en las
cámaras de su mente, confundiéndose con la anterior acusación de Alex.
Pero te atrajo su título...
Ella frunció el ceño, reconociendo secretamente las acusaciones de él
sobre la mayoría de las mujeres y su búsqueda de títulos como un hecho.
¿Era de extrañar que tuviera una opinión tan baja de las damas? Por
primera vez, consideró a Lord Alex Edgerton, no como el cínico libertino,
sino como el hombre que había sido antes. Imogen se giró al final del
vestíbulo y, pasando los dedos por la barandilla, descendió la blanca
escalera de mármol italiano.
El mayordomo estaba a la espera al final, con su capa esmeralda
extendida.
Ella se deslizó en ella. —Gracias, Masterson.
—Lady Imogen—, murmuró, y luego abrió rápidamente la puerta. —El
carruaje de Lady Chloe llegó hace un rato—. Miró con atención más allá de
su hombro.
—Gracias—, articuló, sabiendo que su madre probablemente la
perseguía ahora. Salió al exterior, el aire fresco de la noche le acarició la
cara y se abrazó a la libertad momentánea, lejos de la charla sobre Rosalind
y el duque o su madre y sus esperanzas para Imogen. Cualquiera de ellos.
Con impulso, se dirigió al carruaje del Marqués de Waverly que la
esperaba. Un lacayo vestido de librea estaba de pie, con los brazos
entrelazados detrás de él, junto al Barouche de laca negra.
Desde el interior del elegante carruaje, Chloe se asomó detrás de la
cortina de terciopelo rojo, con una amplia sonrisa en sus regordetas mejillas
de marfil, y saludó.
Imogen devolvió el gesto con entusiasmo y se apresuró a dar los pasos
restantes hacia el carruaje.
El criado abrió la puerta y la ayudó a subir. Sus ojos se esforzaron por
adaptarse a los oscuros confines del carruaje del marqués. —Gra...—, su
mirada chocó con la de Alexander. Su corazón se aceleró. —...cias—,
susurró.
—Hola, Imogen—, dijo él. Alexander golpeó con la palma de la mano su
grueso y bien musculado muslo.
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Mientras Alex avanzaba detrás de su hermana y de Imogen, se sentía
molesto. Chloe, con su charla desenfadada, lo había pintado bajo la luz más
desfavorable para Imogen. La dama lo consideraba un libertino que tomaba
su placer donde quería y luego pasaba al siguiente cuerpo caliente y
ansioso...
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Alexander la miraba fijamente. Entonces, casi todos los lores y damas
del teatro de esta noche habían robado en algún momento una mirada a la
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Sí, oh, Dios, ella estaba muy de acuerdo. El tacto de él, unido a su
conocimiento de Shakespeare, era algo embriagador. —Lees a
Shakespeare—, dijo ella, incapaz de evitar la conmoción de su declaración.
Él le dio la vuelta a la misma pregunta que le había hecho la semana
pasada. —¿Te sorprende?— De repente, él dejó de acariciar suavemente y
ella lamentó la pérdida de ese pequeño y seductor movimiento. Se mordió
el interior del labio para no rogarle que continuara.
—En absoluto—. Sin embargo, le sorprendió que él leyera las
románticas palabras de William Shakespeare. Tampoco le importaba esta
faceta de Alex. Este amor compartido y la fascinación por las obras del
Bardo que lo hacían más humano que libertino.
—Me encuentro sorprendido por ti—. Él deslizó sus dedos entre los de
ella, entrelazando los dígitos. Su mano fuerte y poderosa, la de ella frágil y
delicada contra ella, y sin embargo, de alguna manera, perfectamente
emparejada. —Me intrigas.
—¿Por qué?— El corazón de ella se aceleró erráticamente ante su
contacto y sus palabras. Con la excepción de su compromiso roto y su pelo
rojo intenso, nada se había ganado la atención de nadie, hasta Alex. —No
hay nada fuera de lo común en mí—. El voluble interés de William había
demostrado ser una prueba de ello.
—Todo es extraordinario en ti—, sus labios casi le rozaron la oreja y
cuando habló en ese ronco y melifluo susurro, ella casi pudo creerlo. —
¿Citas a Shakespeare, dulce Imogen?— Sus fuertes y poderosos dedos se
apretaron contra los de ella en un agarre seductoramente posesivo.
Aquí, en medio de la sociedad educada, con un teatro lleno de lores y
damas en busca del próximo chisme, él la había cautivado. —Sí—. No
siempre de forma intencionada. Imogen tragó saliva y miró a su alrededor,
pero Chloe estaba sentada en el borde del palco, absorta en el espectáculo.
Miró hacia el teatro. ¿Cómo podía alguien no ver que con cada movimiento
de su mano sobre la de ella, Alex hacía que su mundo se volviera más
tumultuoso?
—Odias ir de compras, pero te gusta el teatro—. Con una lentitud
infinita, hizo rodar lentamente el guante de satén por su brazo y luego
liberó cada dedo de los restrictivos límites. Imogen miró a su alrededor.
Seguro que alguien conocía el seductor juego que Alex estaba llevando a
cabo. Sin embargo, a pesar de estar a dos asientos de distancia, su amiga
seguía absorta en la obra. Sin importarle en absoluto quién pudiera
observar su atrevido toque, Alex susurró: —¿Qué clase de mujer eres?—. Él
apoyó el guante de ella en su regazo.
Ella aspiró un suspiro ante su íntima caricia. —¿Qué c-clase...?
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
Ella apretó los dientes, odiando que lo deseara como lo hacía. —Nunca
acepté llamarte por tu nombre de pila. Yo...
Él la miró expectante.
Ella simplemente había empezado a usarlo a instancias de él. —
Además...
—No has terminado la primera parte de tu argumento, amor.
Amor. Ah, ¿qué clase de tonta era ella para desear ese apelativo en sus
labios?
Él sonrió, con una sonrisa de conocimiento. El patán. —Además—,
repitió ella en un susurro silencioso. —Has olvidado convenientemente la
segunda parte de la cita del señor Shakespeare.
Alexander arqueó una ceja hacia arriba.
—¿Qué hay en un nombre? ¿Lo que llamamos rosa con cualquier otro
nombre olería igual de dulce?— Ese segundo verso tan importante fue
hábilmente omitido por un lord que tomaba los placeres donde quería y no
pensaba en la angustia que dejaba a su paso. Ella recorrió su rostro con la
mirada. —Lo que importa es lo que es algo, no cómo se llama—. Y él era un
pícaro. Y ella era una dama a la que le habían roto el corazón. Incluso si lo
deseaba, cosa que sin duda no hacía, no podía haber una pareja más
imperfecta que ellos dos.
Otra sonrisa seductora asomó en la comisura de los labios de él. —¿Y yo
qué soy? ¿Un pícaro? ¿Un canalla de corazón negro?—. El tenue tono
burlón de ese puñado de palabras se vio subrayado por una dureza acerada.
—¿No es eso lo que afirmaste la semana pasada, Alex?—, respondió ella
con una pregunta propia. —No tener corazón.
El cuerpo de él se sacudió como si lo hubiera golpeado. —En efecto,
milady—. Aquellas tres palabras tan escuetas fueron más elocuentes que
cualquier otra que hubiera podido encadenar.
Y allí, en medio del teatro, en medio de un mar de lores y damas, Imogen
se dio cuenta de que el exterior arrogante que Lord Alex Edgerton
presentaba al mundo no era más que un espectáculo, no muy diferente de la
obra de Drury Lane que se estaba representando en el escenario.
La suya era una imagen astutamente esculpida de un pícaro indolente
cuando, en realidad, deseaba más, anhelaba más, aunque él mismo
probablemente no lo supiera.
¿Cómo no había visto hasta ahora la fachada cuidadosamente
presentada? Le dolía el corazón por el deseo de derribar todos los muros
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Capítulo 7
A la mañana siguiente, en la intimidad de su habitación, Imogen reflexionó
sobre el pícaro Lord Alex, que citaba a Shakespeare. Sean caballeros o
nobles o sirvientes, todos los hombres eran iguales. Todos ellos se sentían
atraídos por una mujer encantadora y no veían mucho más allá de una
belleza superficial. Su primera lección de ese hecho se la había dado el
poderoso Duque de Montrose. Y realmente, no se necesitaban otras
lecciones después de semejante traición. El interés de Alexander por la
impresionantemente voluptuosa Lady Kendricks no había hecho más que
reforzar ese hecho, ahora evidente.
De pie junto a la ventana de sus aposentos, Imogen dirigió su atención al
volumen de Romeo y Julieta que tenía entre sus dedos. Pero todos los
pensamientos sobre las hermosas y atrevidas palabras de Shakespeare y las
penas de los amantes cruzados eran ahora una mera sombra ante el
recuerdo de las caricias de Alexander la noche anterior, sus susurros. Con
un gemido, arrojó el libro sobre una mesa auxiliar de caoba cercana. Se
deslizó por la suave superficie de caoba y cayó al suelo con un fuerte golpe.
¿Qué clase de tonta era para que se le rompiera el corazón, para que su
confianza fuera traicionada por un pícaro, y para que luego se sintiera tan
cautivada por otro como para quedarse de pie junto a una ventana, como
un cachorro enamorado, soñando con él, deseando que pudiera ser más,
para que tal vez pudieran ser más?
—Suficiente—, se reprendió a sí misma. Con paso decidido, se dirigió a
la puerta y la abrió de un tirón. La mejor manera de apartar el recuerdo de
sus caricias era, sin duda, no quedarse en la tranquilidad de su habitación,
recordando sus dedos sobre su palma desnuda. O... Otro gruñido de
fastidio subió por su garganta mientras caminaba por el pasillo, detestando
sus suaves zapatillas de raso que apenas hacían ruido sobre la fina alfombra
de marfil. Imogen llegó a la escalera y bajó los escalones a un ritmo poco
femenino. Llegó al final y casi chocó con Masterson. Se le escapó un grito
de sorpresa y se llevó una mano al corazón.
—Le ruego que me disculpe, milady—. Había algo ligeramente
aterrador en la forma furtiva en que él dirigía su mirada.
Ella sonrió al habitualmente imperturbable sirviente, que durante
mucho tiempo había sido devoto, estoico y totalmente amable. —Es
enteramente mí...
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~*~
Alex estaba tumbado en el sofá de terciopelo de la biblioteca, con la
chaqueta de la noche anterior hecha un ovillo y metida bajo la cabeza. El
Romeo y Julieta de Shakespeare estaba abierto y olvidado sobre su pecho.
Se pasó una mano por la barba que le había crecido durante el día y se
quedó mirando el nauseabundo y alegre mural pintado en el techo con
querubines enzarzados en un abrazo que habría llevado a la mayoría de los
mortales al infierno por el escándalo.
El cielo, de azules y púrpuras pálidos, servía de contraste burlón con el
oscuro y vil marqués que había ordenado pintar aquella obra y con todas
las maldades que había perpetuado aquí contra sus propios hijos. Excepto
que, mirando a esos querubines danzantes y regordetes encima de sus
biliosas nubes blancas, la última persona en la que pensaba era su padre.
Imogen, con su piel suave y satinada y su pelo rojo, no debería provocar
más que pensamientos eróticos y pecaminosos que implicaran a los dos
entrelazados en los brazos del otro. Pero mientras él ansiaba acostarse con
ella y reclamarla, se había producido un gran cambio. Él, que antes sólo
buscaba el placer sin sentido que se podía obtener en esos intercambios
absurdos con mujeres escandalosas, ansiaba más. Porque si esta conciencia
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Con su cuerpo casi pegado al de él, detectó el débil temblor que sacudía
su cuerpo. —Eso no es asunto tuyo—. Los ojos de ella, redondos como
lunas, se fijaron en el grueso crecimiento de sus mejillas y en su estado
desaliñado. —Usted no es un caballero, milord.
Una risa retumbó en su pecho. —Nunca he profesado serlo—. Alex rozó
con sus labios la comisura derecha de su boca. La inhalación audible de ella
envió un aliento de menta y miel, envolviéndolo en su pliegue
inocentemente seductor. —Creo que cuando pensamos que estamos solos,
somos más sinceros, Imogen—. Le acarició el cuello, pasando la yema del
pulgar por su sedosa piel. —Quieres tener a mi hermano, ¿verdad?— A
pesar de esa pregunta tan frívola, se le apretaron las tripas ante la idea de
que Gabriel la reclamara.
Imogen sacudió la cabeza, como si tratara de aflojar la atracción que él
ejercía sobre ella. —¿De qué hablas?— Se alejó de su alcance.
Alexander apoyó la cadera en el borde del sofá y la miró fijamente. —
¿No has buscado al marqués?
Sus ojos desconcertados se encontraron con los de él. —¿De qué estás
hablando?
No se dejaría engañar por sus falsas protestas. —Oh, vamos—, se burló
él. —Revelaste tus pensamientos cuando creíste estar sola. Te preguntaste
por qué se te negaba la compañía de mi estimado hermano y se te endilgaba
un mero segundo hijo.
—No seas tonto—. Ella puso los brazos en jarras. —Yo no he dicho tal
cosa.
Alex se puso en pie. —¿Me has llamado mentiroso?—, preguntó en un
susurro de tono duro. A lo largo de los años, la gente le había puesto un
sinfín de etiquetas: canalla, sinvergüenza, desalmado. Ninguno de ellos se
habría atrevido a llamarlo...
—No te he llamado mentiroso—, aclaró ella. Dejó caer los brazos a los
lados. —Te he llamado tonto.
Otra cosa que nunca había sido acusado de ser. —Madame, no voy a
debatir el punto con usted—, espetó él. —La he oído claramente.
—Sí, pero…
—Y sin embargo, ¿lo niegas?
Su color aumentó. —Sí, pero eso es sólo porque estás muy equivo...
—Y tú has expresado tu descontento con mi presencia en más de una
ocasión, Imogen.
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diversiones sin sentido a lo largo de los años que verse obligado a analizar
la persona que era, la persona que quería ser.
—Eso no es cierto—, dijo ella con fiereza, con fuego en los ojos.
—Tal vez—, dijo él simplemente. —Tal vez no—. Alex había pasado
años siendo entrenado para creer una cosa y, como resultado, no podía
separar lo que era de lo que no era. —En cualquier caso, esta casa, esta
habitación, me recuerda a toda la oscuridad—. Se pasó una mano por el
pelo revuelto. —Sin embargo, cuando tú estás en ella no veo nada de esa
oscuridad. Desafías todo lo que creo de mí mismo y de las mujeres—. Alex
se acercó y la tomó firmemente por los hombros, acercándola. Le recorrió la
cara con la mirada. —Hasta que dejo de saber quién soy, qué soy o qué
quiero ser—. Ella puso en tela de juicio todas las lecciones que le había
inculcado su padre sobre la propia autoestima de Alex. Ella lo hacía
sentirse digno, y más, lo hacía querer ser un hombre mejor, para ella.
Los labios de ella se separaron, la emoción brotaba de sus ojos. Alex la
soltó de repente y se alejó. Sin mediar palabra, recogió su chaqueta y,
mientras se dirigía a la puerta, volvió a ponerse el arrugado abrigo negro de
noche. Se detuvo en el umbral, sin mirar atrás. —Anoche no le hice ojitos a
nadie, Imogen. A nadie que no fueras tú—. Esta dama inteligente y
ferozmente valiente había roto la fachada que él había construido, como la
de un libertino descuidado, dejándolo expuesto.
Ella emitió un suave y estremecedor jadeo, y demasiado cobarde para
tratar de dar sentido a esa leve exclamación, él se marchó rápidamente.
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Capítulo 8
Imogen miró fijamente el cuerpo de Alexander, que se retiraba
rápidamente. Su corazón en la garganta amenazaba con ahogarla con la
fuerza de su emoción. Se llevó la mano a la mejilla, recordando sus palabras
de Shakespeare y ahora esta figura expuesta y cruda que compartía el dolor
de su pasado en un intento de explicar la amargura de su presente.
Sin proponérselo, su mirada se posó en el volumen de cuero olvidado
que él había tirado a un lado y, atraída por el pequeño libro, lo recogió,
pasando la mirada por el título: Romeo y Julieta.
Anoche no le hice ojitos a nadie, Imogen. A nadie que no fueras tú.
Imogen se hundió en el borde del asiento que había ocupado momentos
atrás? ¿Horas? ¿Hace toda una vida? Se quedó con la mirada perdida en el
libro que tenía en el regazo. Con un intercambio, un puñado de palabras,
Alexander había puesto en duda todo lo que ella sabía o todo lo que creía
saber de él. El mundo del blanco y el negro había sido más fácil de entender
que esta sombra turbia que ella no sabía cómo entender. Ella lo había
acusado de hipócrita y, sin embargo, en realidad no había mayor hipócrita
que ella misma, ya que había colocado a Alexander en la categoría de pícaro
impenitente. Nunca se había permitido considerar quién había sido él antes
de ser ese hombre.
Ahora lo sabía. Y ese conocimiento era muy doloroso. Apretó el tomo de
cuero entre sus dedos. Él sólo había compartido un recuerdo de su padre y
de la vil negrura que encontró en este hogar, y ese recuerdo le había abierto
los ojos al niño marcado y roto que había sido. Las lágrimas llenaron sus
ojos y las parpadeó. No se compadecería de él. No se compadecía de él y, sin
embargo, varios trozos de su corazón se rompieron y se arrugaron al pensar
en el niño de cabello oscuro que había sido, temiendo esta habitación, esta
casa, esta...
—Oh, cielos, no vuelvas a decirme que estás pensando en él.
Imogen se puso en pie de un salto, el libro se le escapó de los dedos y
cayó al suelo con un ruidoso golpe. —¿Él?—, repitió sin comprender,
mientras su amiga entraba en la habitación.
Chloe puso los ojos en blanco. —Eres una terrible mentirosa—, dijo,
deteniéndose frente a Imogen. —No has dejado de pensar en él.
No lo había hecho. Dios la perdone, no lo había hecho. No desde que, al
inclinar la cabeza hacia atrás, encontró a Alex mirándola fijamente con los
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Capítulo 9
A la tarde siguiente, sentado en la misma biblioteca y con los pensamientos
de Imogen dándole vueltas en la cabeza, Alex miró con aire de mal humor
su copa de brandy y, con una maldición, dio un largo sorbo. Sus labios
formaron una mueca involuntaria cuando el fino licor se deslizó por su
garganta. Agradeció el escozor que dejaba a su paso. El volumen de cuero
abierto lo miraba burlonamente.
La dama citaba a Shakespeare. Y con su calma al enfrentarse a las
víboras de la alta sociedad, demostró tener un espíritu que rivalizaba con el
de la propia Juana de Arco. Ella detestaba ir de compras. Disfrutaba de la
lectura. Y lo veía a él como poco más que uno de esos lores indolentes y
holgazanes.
Alex agitó el contenido de su vaso. ¿No es eso lo que eres?
Había abrazado el papel de réprobo en el que se había metido con tanta
facilidad a lo largo de los años. Había pocas expectativas en alguien que,
como decía su hermano, —se acostaba con putas, apostaba y bebía— toda
su vida. Sí, había sido mucho más fácil seguir con esas bajas expectativas
por las que su padre lo había golpeado de niño y luego se había burlado de
él de adulto. Era un momento de humildad para un hombre de veintinueve
años darse cuenta de que había vivido una vida sin rumbo y sin sentido en
la que la acusación de su hermano era cierta. Más allá de sus hermanas,
nadie más importaba.
Pero, si eso era cierto, ¿por qué en el teatro abarrotado de gente, con la
Vizcondesa Kendricks, que acababa de enviudar, mirándolo fijamente, con
una invitación en los ojos, había sido incapaz de despertar un incipiente
interés? No lo había consumido ni un ápice de deseo. No había habido
nada. Sólo una silenciosa comparación de todas las formas en que la
vizcondesa palidecía al lado de la ardiente belleza de Imogen.
¿Qué estragos había causado Imogen en él?
Unos pasos pesados y decididos sonaron en el vestíbulo. Alex se puso
rígido pero mantuvo su atención fija en el contenido restante de su bebida.
—No me digas que estás borracho a estas horas—, le dijo su hermano
desde la puerta.
—Entonces no lo haré—. Sabiendo que eso enfurecería al otro hombre,
Alex se bebió el brandy y alcanzó la botella. Llenó la copa hasta el borde. —
Un placer, como siempre—, dijo, dejando la botella en el suelo. —¿Has
venido a encargarme más responsabilidades? ¿Seré el siguiente en limpiar
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¿Se suponía que eso traería alguna forma de absolución? —No fue
suficiente—. Alex apretó su vaso, la presión amenazaba con hacerlo añicos.
¿Cuántos años habían sufrido Chloe y Philippa en manos del monstruo?
—No fueron más que un puñado de veces—, dijo Gabriel, con su propia
mirada culpable fija en su vaso.
—Que sepamos—. Alex consiguió sacar las palabras. Los temores que
había arrastrado durante tanto tiempo que había sido demasiado cobarde
para preguntar a cualquiera de sus hermanas.
Gabriel le sostuvo la mirada. —No fue culpa de madre.
No, ciertamente no era culpa de la diminuta y delicada marquesa.
Aunque nunca había llevado las marcas físicas que hablaban de los abusos a
manos de su esposo, tampoco tenía ninguna influencia sobre las acciones
del difunto Marqués de Waverly. —No culpo a madre.
Como si le hubieran dado un puñetazo en el centro del cuerpo, el aire
salió de los labios de Gabriel en un siseo. Un espasmo de dolor asoló su
rostro. —Tú siempre fuiste el mejor. Tú lo detuviste. Cuando madre...—
Hizo una pausa, su mirada se desvió. —Madre o yo no logramos acabar con
sus abusos, tú lo hiciste.
¿Su hermano lo haría pasar por un héroe? Porque no lo era. Él era
defectuoso, estaba roto y vacío. Y como no sabía qué responder, no dijo
nada.
Por desgracia, su hermano no se contentó con dejar el asunto en paz. —
Nunca te perdonó.
Alex forzó sus labios en una sonrisa irónica. —Tal como yo lo veía, me
odiaba de todos modos—. No había nada que perder para él, un muchacho
de dieciséis años, el día en que tomó la vara de abedul de su padre y lo
golpeó hasta casi matarlo por haber golpeado a Chloe. No había sido más
que una niña. El dolor escarbó en sus entrañas.
—Yo debería haberme ocupado de ello—, dijo su hermano en tono
tranquilo.
—¿Porque eras el heredero?— El vínculo que habían compartido, sin
embargo, no siempre había reconocido las distinciones de su nacimiento.
Gabriel lo miró fijamente. —Porque era tu hermano mayor.
—Por un año—, dijo él. Incómodo con la emoción que veía en los ojos de
su hermano, habitualmente imperturbable, se removió en su asiento.
Su propio pesar se reflejaba en la mirada de su hermano. —Y sin
embargo, ese año debería importar mucho—. No debería haber sido así. No
entre dos chicos que habían crecido como mejores amigos, protectores el
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
uno del otro. Sin embargo, esos doce meses habían importado mucho a su
padre. —Yo debería haberle dado una paliza por haber castigado a Chloe
con esa vara de abedul.
—Sí, sí, deberías haberlo hecho—, dijo Alex sin remordimientos.
Gabriel se aclaró la garganta y luego dio un largo trago a su bebida. —
No he venido a pelearme contigo. He venido a hablar contigo sobre tus
responsabilidades con Chloe.
Su hermano seguramente se había dado cuenta de su insensatez al
enviar a Chloe al mundo con Alex como acompañante. —¿Oh?— Se le
hicieron nudos en el vientre ante la idea de que le quitaran esas
responsabilidades, por razones que no tenían nada que ver con la devoción
fraternal y sí con una tentadora de cabello ardiente.
—Quedas liberado de tus responsabilidades por esta noche.
Por esta noche.
Algo de la tensión se le escapó. Era sólo por la noche.
—Pensé que estarías mucho más entusiasmado con el indulto, con la
oportunidad de visitar tus clubes—. Esas palabras fueron pronunciadas
con naturalidad, sin recriminación.
—No soy del todo el borracho ensimismado por el que me tomas. ¿Has
llamado a un médico...?
—El médico ya la ha atendido. Ella se pondrá bien. Necesita descansar.
Cuando estaba atormentada por sus migrañas, Chloe no soportaba ni
siquiera la luz. Sus cortinas se mantenían cerradas, su habitación envuelta
en la oscuridad. Apretó las manos, deseando poder golpear de nuevo a su
padre por haber tocado a Chloe y a Philippa.
Gabriel terminó su bebida y dejó el vaso sobre la mesa de caoba con
incrustaciones de rosa. Se quedó mirando la superficie, por lo demás
inmaculada, durante un largo momento. —A pesar de todo lo que crees, no
te odio—. Eso era algo. —Yo...— Apretó y aflojó la mandíbula. —Hay
muchas cosas que desearía haber hecho de otra manera cuando éramos más
jóvenes y por eso lo siento, pero no puedo cambiar el pasado. El cargo que
te he dado, cuidar de Chloe, no era un castigo.
—¿Entonces qué fue?—, le espetó. Los esfuerzos de Gabriel habían
guardado evidentes similitudes con el intento de su padre de ejercer
control sobre los que estaban bajo su influencia.
Gabriel lo fulminó con la mirada. —No me compares con él. No soy ese
hombre. No soy él—. Colocó las palmas de las manos sobre su regazo y se
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
inclinó. —Si fuera como él, entonces no me importaría cómo vives tu vida.
Permitiría que te convirtieras en el libertino borracho que quieres ser.
Las entrañas de Alex se retorcieron ante las palabras de su hermano.
Gabriel se puso en pie de un empujón. —No te conviertas en el hombre
que él creía que eras. Sé el hombre que yo siempre supe que eras. Bueno,
honorable, digno—. Abrió la boca como si quisiera decir algo más, y luego,
con una leve inclinación de cabeza, se marchó. Cerró la puerta tras de sí
con un suave clic.
Los músculos de la garganta de Alex se agitaron y se llevó la copa a los
labios para devolver el ardor del brandy caliente que tanto necesitaba. Las
palabras de su hermano resonaron en su mente. Con una maldición, dejó la
copa con tanta fuerza sobre la mesa que el líquido salpicó el borde. Se pasó
una mano por la cara, sin saber en qué mundo se encontraba ahora. Un
mundo en el que su hermano no era el extraño dominante y autoritario que
había sido durante años. Un mundo en el que una joven e inocente dama
tenía más encanto que la más experimentada sirena.
El pánico creció con fuerza y rapidez en su pecho. Gabriel estaba
equivocado. Él era el pícaro sin emociones que el mundo creía que era. No
era una fachada. Y esto, este cautiverio con la orgullosa Imogen impávida
ante cualquier miembro despreciable de la alta sociedad, no se basaba en
nada más que en la lujuria. Él deseaba su cuerpo. Todavía anhelaba el sabor
de sus labios. Deseaba subir el dobladillo de su vestido, exponiendo la
cremosa extensión de sus muslos y saquear su ardiente centro.
¡Oh! ella enseña a las antorchas a arder con fuerza.
Parece que ella permanece suspendida en la víspera noche
Un gemido retumbó en su pecho y rechazó los fútiles deseos de una
dama que requería matrimonio. Con el pánico volviendo a arder en su
pecho, se puso en pie de un salto. —¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos una
rosa con cualquier otro nombre olería igual de dulce...— La dama había tenido
razón. Lo que un hombre era, importaba. Su hermano estaba equivocado.
No había nada bueno, honorable o digno en él.
Alex salió de la habitación, decidido a ir a sus clubes.
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
Capítulo 10
Sentada en el asiento de la ventana con vistas a las tranquilas calles de
abajo, Imogen trazó un pequeño círculo sobre su palma. Su doncella estaba
sentada tranquilamente en un rincón. Esperaba, ya que esta noche sería la
noche del gran reencuentro entre las dos hermanas Moore en el baile de
Lord y Lady Ferguson, que debería estar llena de algún horror nervioso por
la exhibición pública. Sin embargo, no pudo arrastrar ni una pizca de
preocupación, miedo, fastidio o cualquier emoción intermedia para ese
encuentro.
Alex había ocupado todos los rincones de su mente desde la noche
anterior. Estudió las líneas de intersección que él había marcado con la
punta del dedo. Ella prefería un mundo en el que lo hubiera relegado a las
filas de los infieles Duques de Montrose del mundo; un indolente buscador
de placeres que no pensaba en romper el corazón de una dama. Porque ella
no sabía qué hacer con este caballero, el que presentaba un exterior duro al
mundo, mientras que en el fondo anhelaba ser considerado como algo más
que un pícaro sin emociones. Todo lo que sabía era que cada día que pasaba
en su compañía, él cincelaba los muros que ella había construido
cuidadosamente en torno a su corazón. Con sus besos y sus palabras
susurradas de Shakespeare burlándose de esos esfuerzos. Ella se había
creído enamorada de William. Y sin embargo, desde que Alex había
entrado en su vida, no había pensado en el duque, sino con desapego. En
cambio, había llegado a esperar con ansia las burlas de Alex, sus atrevidos
desafíos y... su compañía.
Imogen gimió y se golpeó la nuca contra la pared. —Tonta, tonta, tonta.
Alguien se aclaró la garganta en la parte delantera de la habitación y ella
se incorporó tan rápidamente que se retorció los músculos del cuello. —
Masterson—, dijo, con un acalorado rubor que le quemaba las mejillas.
En sus ojos brilló un destello. —Tiene una misiva, milady—, dijo él,
acercándose a grandes zancadas con la bandeja de plata en la mano.
Ella balanceó las piernas sobre el borde del asiento de la ventana y
aceptó la pequeña hoja y la nota con la letra familiar de Chloe, animada por
la indicación de que su amiga seguramente estaba mejor desde la migraña
de ayer. —Gracias—, murmuró al viejo sirviente. Una emoción se agitó en
su vientre ante la perspectiva de ir... bueno, a cualquier parte con el poco
convencional acompañante de su amiga. Imogen deslizó la punta del
cuchillo bajo el sello y lo volvió a colocar sobre la bandeja. —Gracias,
Masterson.
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Capítulo 11
Alex se quedó mirando la botella de brandy. Debería estar borracho.
Debería estarlo, si se hubiera bebido esa maldita botella. Pero después de
haber pasado casi toda la tarde y las primeras horas de la noche en Placeres
Prohibidos, seguía bebiendo su segunda copa.
Su labio se retrajo en un gruñido de asco por el tonto en el que se había
convertido. Cuando su amigo, Stanhope, había entregado su corazón a la
supuestamente caprichosa Lady Anne, él se había burlado del otro hombre
por haber cambiado su despreocupado estilo de vida por una respetable
señorita. Después de todo, ¿cuál era el interés en una inocente no casada?
Alex dio un sorbo a su bebida. Resultaba que, conociendo a Lady
Imogen como lo hacía ahora, había mucha intriga en esas inocentes no
casadas. No, no en todas. Una de ellas. Se pasó una mano disgustada por la
cara.
—¿Busca compañía, milord?—, ronroneó una voz ronca en su hombro.
Se puso rígido y levantó la vista. La belleza apenas vestida, con un
cabello tan pálido y dorado que era casi un tono de blanco, se acariciaba el
labio inferior. Unos labios que no tenían suficiente volumen ni el tono de
las bayas carmesí, y probablemente una boca que no sabía a inocencia.
Alex sacudió bruscamente la cabeza y volvió a prestar atención a su
bebida. Se estaba volviendo loco. No había otra forma de explicar el hecho
de que, en lugar de saborear su indulto del temido papel de acompañante,
se fijara en el tedioso paso de los minutos, deseando que pasara el día hasta
que su hermana pudiera salir una vez más con Lady Imogen Moore.
Esta noche, estaría en el baile de Lady Ferguson, donde ella y su
hermana y el imbécil, Duque de Montrose, se reunirían ante la alta
sociedad. Había pasado la mayor parte del día tratando de convencerse de
que no importaba que la dama se enfrentara a la nobleza, capeando los
chismes por su cuenta. Lo intentó y fracasó.
Sí le importaba. Que Dios lo ayude, él que no se preocupaba por la
felicidad de nadie más allá de la suya, se preocupaba por Imogen. Se le
apretó el estómago ante la idea de que ella se enfrentara sola al ataque de
los chismosos y sus viles susurros. Apretó los ojos para cerrarlos. Debería
estar allí. Alex echó la silla hacia atrás. Debería haber estado allí hace dos
horas.
—Vaya, vaya, Edgerton—, dijo una voz dura y fría como el acero.
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Una sonrisa fría y fea torció los labios del otro hombre hacia arriba en
una sonrisa macabra. —Me sorprendes, Edgerton.
—¿Oh?— La historia entre ellos debería haber enseñado a Alex a no dar
rienda suelta a las vengativas burlas del canalla.
Rutland echó su silla hacia atrás y se puso en pie. —Siempre te había
tomado por alguien que apreciaba a las bellezas más finas—. Alex se puso
rígido. —Jadeando tras la aburrida y despechada Lady Imogen...— Una
cortina negra de ira descendió sobre la visión de Alex, cegándolo
momentáneamente. —Qué impropio de ti tomar los desechos de otro
hombre cuando seguramente puedes tener a la más hermosa hermana
Moore en tu...
La furia corrió por sus venas y lo hizo ponerse en pie. Golpeó a Rutland
en la cara. El otro hombre gruñó y se tambaleó hacia atrás, chocando con
una mesa de dandis boquiabiertos y cayendo luego en un montón en el
suelo. Ardiendo de furia, Alex rodeó la mesa y se alzó sobre Rutland. —Si
vuelves a mencionar el nombre de Lady Imogen Moore, por Dios que te veré
al amanecer. No eres digno de pronunciar su nombre. La dama es más
hermosa que cualquier...— Apretó los dientes con tanta rapidez que el
dolor irradió a lo largo de su mandíbula. Había revelado demasiado ante el
público de Placeres Prohibidos. Una ráfaga de fuertes murmullos sonó a su
alrededor.
Rutland se puso en pie de un empujón. —Qué apasionado eres con una
mujer por la que profesas no tener ningún interés—. Sacó un pañuelo
blanco del bolsillo de su chaqueta negra y abrió la tela. Con una sonrisa
triunfal, se lo llevó a la nariz ensangrentada.
Las náuseas se agitaron en su vientre. El otro hombre no había hecho
más que provocarlo. Por supuesto que a él le importaba Imogen. Era la
amiga más querida de su hermana. —No hay ningún interés—. Mentiroso.
Su pausa fue demasiado larga. El depredador era demasiado perceptivo.
—Por supuesto que no lo hay—. Había un hilo ligeramente
condescendiente en el tono de Rutland —Vaya, un hombre que toma su
placer donde quiere, no podría dar su nombre a una dama en el mercado en
busca de un esposo—. Se burló y, aun con la similitud de altura entre ellos,
logró mirar por su nariz aguileña a Alex. —¿Qué podrías ofrecerle tú, un
mero segundo hijo que bebe y se complace con innumerables putas?
Esas palabras burlonas se clavaron como flechas bien colocadas en su
pecho. El tono frío y burlón de su padre se mezclaba y fundía con el de este
vil réprobo. Nada. No tengo nada que ofrecerle. Cada una de las feas acusaciones
que le lanzó su padre salió a la superficie y, sin embargo, que Dios lo
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El Amor de un Canalla – Corazón del Duque #3
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Resulta extraño que una pudiera estar en el centro de un mar de
bailarinas y damas y caballeros sonrientes y, sin embargo, estar tan sola.
Imogen se situó junto a la amplia columna. Cerca de la parte delantera
del salón de baile, charlaba con Lady Ferguson. Las mujeres habían estado
charlando durante casi una hora, lo que Imogen sospechaba que tenía más
que ver con la esperanza de la anfitriona de estar cerca cuando el Duque y
la Duquesa de Montrose entraran en su sagrado salón de baile que con el
verdadero aprecio por la compañía de la Condesa de Grisham. Suspiró.
Desde que la nota de Chloe había llegado esa tarde, había pasado la mayor
parte del día temiendo esta inevitable reunión y la atención que la rodeaba.
Ahora, deseaba que su maldita hermana y su cuñado llegaran para poder
terminar con el intercambio y seguir adelante.
Desde detrás de su hombro, una ráfaga de susurros interrumpió sus
cavilaciones, seguidas de risas exageradas. Imogen apretó los dientes,
cansada de la diversión que se estaba produciendo a su costa. La pobre y
lamentable hermana Moore.
—...Escogió a la hermana más bonita, así es...
Imogen se estremeció cuando el susurro deliberadamente fuerte llegó a
sus oídos, odiando estar sola, anhelando desesperadamente que alguien
estuviera hombro con hombro a su lado. No de la manera distante en que
su madre lo había hecho durante la mayor parte de la noche, sino alguien
que se enfrentara con valentía a los chismosos y los desafiara con sus ojos a
decir una palabra soez...
Sus ojos....
Imogen cerró los ojos con fuerza. ¿Y por qué ese alguien sin nombre
poseía unos ojos verde jade y una sonrisa seductora? Cuando los abrió de
nuevo, Lord Primly estaba ante ella. Le dedicó una sonrisa amplia, sin
tapujos y sin seducción. —Lady Imogen.
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Capítulo 12
Alex no tenía cabida al lado de Imogen en esta reunión íntima, aunque
pública, entre una familia fracturada. El Lord Alex Edgerton que había sido
cuando se le presentó por primera vez esa maldita orden de ser
acompañante o la falta de fondos habría corrido lo más lejos y rápido
posible de la joven a su lado. Diablos, no la habría buscado en primer lugar.
No, habría estado firme y cómodamente instalado en Placeres Prohibidos.
Sin embargo, todo había cambiado. En unos pocos y cortos días. Debido
a ella, y más, debido a su amor por ella.
La madre de Imogen, la Condesa viuda de Grisham, se apresuró a
acercarse con una sonrisa en el rostro. —Im...— Parpadeó como una
lechuza al ver la posición que Alex había establecido como centinela, y
luego sonrió distraídamente. —Lord Alexander, confío en que su hermano
esté bien.
La codicia brilló en los ojos de la mujer. ¿Qué podrías ofrecerle tú, un mero
segundo hijo que bebe y se complace con innumerables putas? Las palabras de
Rutland todavía ardían. Por supuesto que la condesa querría un marqués
para su hija. Entonces, cualquier caballero con título ciertamente serviría
antes que un mero segundo hijo. —Toda mi familia está bien, milady. El
marqués es... muy... marqués—. De reojo, los labios de Imogen se movieron
con diversión.
La condesa arrugó la nariz en señal de confusión y luego esbozó una
sonrisa de satisfacción. —Espléndido. Dígale que, por supuesto,
preguntaba por él—. Bajó la voz a un susurro conspirador. —Creo que mi
Imogen sería una espléndida marque...
—Madre—, dijo Imogen.
La mujer mayor sacudió la cabeza. —Oh, sí, sí. Por supuesto—. Tomó a
Imogen de la mano. —¡Tu hermana y su esposo están aquí, Imogen!—
Extendió la mano, haciendo un gesto hacia el mar de rostros que ahora los
miraban.
La multitud se separó para permitir que el Duque y la Duquesa de
Montrose continuaran su camino hacia Imogen.
Una rabia impía se instaló en sus entrañas y lo llenó ante la total falta de
consideración de la condesa hacia Imogen. Ella captó su mirada por encima
del hombro de su madre y le dedicó una suave sonrisa. Él negó con la
cabeza. Nunca antes había conocido a una mujer más valiente. Con qué
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Alex la estudió por encima del borde de su copa de champán, como
había hecho durante la mayor parte de la velada. La intensidad de sus ojos
hizo que Imogen sintiera un gran calor en su vientre. Apartó forzosamente
su mirada y la devolvió al educado y correcto caballero que había tenido la
amabilidad de cortejarla cuando ningún otro lo había hecho.
—Parece usted distraída, milady—, observó Lord Primly.
Imogen se estremeció cuando Lord Primly volvió a pisarle los pies. Hizo
un esfuerzo para sonreír. Es probable que sus pobres dedos no se
recuperaran nunca. —¿Ah, sí? Perdóneme—. Nunca había sido una de esas
damas locuaces capaces de conversar de forma inteligente. Probablemente
por eso su prometido la había dejado plantada por su hermana. Suspiró. —
Me temo que mi mente está en otra parte—, concedió.
—En su hermana y el Duque de Montrose, imagino.
Imogen perdió el equilibrio y, esta vez, Lord Primly la enderezó. Y ante
la falta de respuesta adecuada, no dijo nada.
—Permítame decir que lo ha manejado espléndidamente. Me atrevo a
decir que yo nunca me manejaría con tanto aplomo—, murmuró él.
Ella le sonrió suavemente. —Me atrevo a decir que su disposición a
desafiar el desprecio de la sociedad al cortejarme dice mucho de cómo se
maneja en todos los asuntos, milord.
Sus mejillas enrojecieron ante su sincero elogio. Miró a su alrededor, ese
ligero movimiento le hizo perder el paso una vez más. —¿Puedo hablar con
franqueza?
Ella lo consideraba demasiado caballero como para hacer algo así. —Por
supuesto.
—Desde nuestro primer encuentro he pensado a menudo en usted y en
todos nuestros intercambios, milady.
Su mente se agitó. Sólo habían hablado en dos... ¿tres ocasiones?
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que se enfrenta con valentía a los chismosos con la cabeza bien alta, no se
esconde.
Ante su opinión sobre ella, el calor se desplegó en su corazón y ella, por
el lapso de un momento, olvidó que ahora él buscaba a otra porque estaba
aquí. —En algún momento me habría escondido—. Puso una mano sobre la
de él y tomó sus dedos, estudiándolos entrelazados. —Me maravilla la
joven asustada y cobarde que fui una vez—. Imogen miró hacia arriba. —Ya
no soy esa chica, Alex. Soy una mujer que ha conocido la traición y el
desamor.
—Y la vida nos cambia, ¿no es así?— Su expresión se volvió oscura. —
Las personas que una vez fuimos se transforman en figuras que ya no
reconocemos.
Esas palabras la admitieron más profundamente en el pasado de él. —
Oh, Alex. ¿Qué te ha hecho él?— Dolía saber todo lo que había que saber
del hombre que había sido y lo que había sucedido para convertirlo en el
hombre en el que se había convertido.
Una vena palpitó en el borde de su sien. Por supuesto, el notoriamente
endurecido pícaro no recibiría con agrado un sondeo tan íntimo por parte
de una joven. —Mi padre era un monstruo—. Durante un largo momento,
creyó que sólo había imaginado esa expresión silenciosa. Con el rostro
convertido en una máscara ilegible, Alexander retrocedió un paso. Ella
deseó llamarlo de nuevo, pero en lugar de irse, él se dirigió a la ventana de la
esquina del despacho de Lord Ferguson.
Imogen dio un paso hacia él, luego otro, y sus pies la llevaron a su lado.
Se detuvo justo al lado de su hombro y se quedó vacilando. Su silencio
debía servir como toda la evidencia necesaria de que tenía pocas ganas de
participar en esta discusión en particular.
—No me corresponde decirte lo vil y abusivo que era.
Sus palabras la atravesaron y la hicieron erguirse. Excepto que, desde su
breve admisión en la biblioteca del Marqués de Waverly, ella había
necesitado escuchar el resto de él y sospechaba que él necesitaba contarlo
igualmente. Imogen acortó los pocos pasos que los separaban y se colocó a
su lado, tan cerca que sus brazos se rozaron, sabiendo que su silencio era,
de alguna manera, más necesario que cualquier otra cosa en este momento,
sabiendo intuitivamente que Alex nunca antes había compartido la agonía
de su pasado y que lo hacía ahora por una necesidad de liberarse finalmente
de sus propios demonios.
Él descorrió la cortina y miró hacia la calle oscura. —Un auténtico
marqués que hizo algo tan vulgar como golpear a sus hijos—. Alex le
dedicó una media sonrisa. Aquella sonrisa escalofriantemente vacía le
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—No estoy haciendo nada más que proporcionar la verdad—. Con una
aguda y superficial reverencia, giró sobre sus talones y se marchó.
Una lágrima resbaló por su mejilla y el silencio de la habitación fue su
única compañía. Que Dios la ayude. Se había enamorado de Lord Alex
Edgerton, un hombre tan decidido a mantener los muros de su corazón,
que nunca podría amarla a cambio.
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Capítulo 13
Alex estaba sentado en el sofá de la biblioteca de la casa de su hermano,
envuelto en el espeso y oscuro silencio de las primeras horas de la mañana,
con la cabeza enterrada entre las manos. Incluso después de su abrupta
separación de Imogen en el baile de Lady Ferguson, cinco horas atrás, un
torrente de emociones seguía agitándose en su interior.
Él la amaba. Un siseo se le escapó de los pulmones, la leve exhalación
que salió de sus labios fue el único sonido en la oscuridad de la noche.
¿Por qué haces esto...?
Una dama que se había comprometido con un duque, y que ahora era
cortejada por un honorable conde, merecía mucho más que Lord Alex
Edgerton, el segundo hijo roto y maltrecho al que se le había repetido con
frecuencia su falta de valor. Primero por parte del progenitor que le había
dado la vida y luego en todas esas innumerables mujeres que lo llevaban a la
cama, sin querer nada más que el placer de su cuerpo. Y esos enredos sin
sentido habían sido suficientes.
Hasta Imogen.
—¿Puedo entrar?
Levantó la cabeza. —No te he oído entrar—, dijo, con la voz ronca por
el tumulto de sus emociones y la vergüenza de haber sido sorprendido por
su siempre perfecto hermano mayor.
Gabriel cerró la puerta de un empujón y se acercó. Luego, de una manera
que le recordaba inquietantemente a un intercambio que había tenido lugar
en esta misma habitación hace poco, Gabriel se detuvo a los pies de su
asiento. Alex alcanzó la botella de brandy llena y la copa vacía junto a ella.
Su hermano le cubrió la mano con la suya, deteniendo el movimiento. —No
quieres eso.
Sí lo quería. Desesperadamente. Así podría encontrar fortaleza líquida.
—¿Qué demonios sabes de esto?— Una gran cantidad de preguntas
enterradas dentro de la una. En algún momento Gabriel lo había sabido.
Con el paso del tiempo, había olvidado lo que habían compartido.
—Si realmente lo quisieras, habrías consumido casi la mitad de la
botella. Tal y como está, no la has tocado.
Alex apretó los dedos sobre el borde de su vaso, lo suficientemente
fuerte como para romper el vaso. Aligeró su agarre, condenándolo por ser
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astuto, por verlo todo y, al mismo tiempo, por no ver nada. —¿Qué
demonios quieres?
—¿Puedo?—, le indicó el asiento junto a Alex.
—Seguro que el poderoso marqués no necesita pedir permiso para
sentarse en su propia biblioteca—. ¿Imaginó el espasmo de dolor que
contorsionaría el rostro de Gabriel? A pesar de sus protestas en su anterior
conversación, Gabriel había dejado de ser humano en el momento en que el
diablo lo había tomado bajo su ala y le había proporcionado tutela al
venerado heredero.
Sin mediar palabra, su hermano mayor sacudió los faldones de su
chaqueta y reclamó un asiento. Luego, en el primer acto chocante que
recordaba del siempre correcto e inflexible marqués, Gabriel manoteó la
botella de brandy. Aprovechó la copa sin tocar de Alex y se sirvió un trago.
—Desde luego, anoche dejaste a la sociedad hablando con tu espectáculo
en Placeres Prohibidos—, dijo sin preámbulos.
La defensa pública de Imogen por parte de Alex habría sido, por
supuesto, objeto de comentarios y se convertiría rápidamente en material
para los chismes. Sin embargo, no creía que su intercambio con Rutland
hubiera circulado con tanta rapidez. Más bien, esperaba que no lo hiciera.
—La dama es una amiga de nuestra hermana—, dijo, en un intento de
proteger la verdad de la influencia de Imogen sobre él. —Entonces, no
esperaría que entendieras asuntos de lealtad.
Gabriel hizo una mueca de dolor y, sin embargo, había demostrado ser
mucho más resistente a lo largo de los años. —No espero que te importe lo
que alguien como Rutland diga de la dama.
—No importa—. La mentira fue automática. Rodó los hombros.
—Sin embargo, la defendiste—. Su hermano tomó un sorbo lento y
deliberado. —¿Por la conexión de la dama con Chloe?— El escepticismo
subrayó esas preguntas.
Una fuerza volátil de emoción puso a Alex en pie. —¿Hay alguna
pregunta ahí?— Su hermano arqueó una ceja. —Rutland es un maestro de
la manipulación—, dijo a la defensiva. —Quiere hacer creer a la alta
sociedad que hay más de lo que realmente hay—. Mentiroso.
Siempre imperial y poco afectado, Gabriel se recostó en su asiento. —
Tal vez—. Colocó un brazo a lo largo del respaldo del sofá de cuero. Por
supuesto, no dejaría que el asunto terminara. —Estoy seguro de que fueron
meras habladurías y mentiras las que afirmaron que habías defendido la
belleza de la dama—. Una sonrisa irónica tiró de los labios del otro
hombre. —Aunque, el caballero, protesta demasiado, me parece.
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peores que entregar tu corazón a una dama respetable que cuide de ese
amor.
Y con eso, se fue.
Los hombros de Alex se hundieron. Había pasado años odiando a su
hermano por haberlo abandonado, cuando en realidad Gabriel había
buscado refugiarlo, mantener la atención del marqués por la suya propia, y
con ello redirigir la ira del loco lejos de sus hermanos menores. Se sintió
humillado por la vergüenza de su propio egoísmo, por no haber visto la
verdad que siempre había estado ahí, si tan sólo hubiera vislumbrado más
allá de su propio egocentrismo para ver las verdades pintadas ante él.
Sonó otro golpe en la puerta. Levantó la cabeza.
—¿Puedo entrar?— Sin esperar permiso, Chloe se deslizó dentro de la
biblioteca.
Él esbozó una sonrisa para su hermana menor. —Por supuesto que
tenías intención de hacerlo a pesar de todo.
Ella sonrió. —Efectivamente—. Luego hizo una mueca de dolor,
tocándose la sien con los dedos. Alarmado, él se apresuró a acercarse, pero
ella se limitó a hacerle un gesto para que no se acercara. —Hará falta más
que una migraña para debilitarme—. Él lo creía. En todo lo que había
soportado y triunfado, ella era más fuerte que cualquier caballero que él
conociera.
Él le indicó que se acercara. —Siéntate.
Con un suspiro, ella se dirigió lentamente y se hundió en el amplio sofá
de cuero que él había ocupado antes. Los viejos pliegues del asiento se
tragaron su diminuta figura. En ese momento, bien podría haber sido la
misma chica que había perseguido sus pasos y había convertido en un
hábito desastroso el imitar los malos comportamientos de su hermano
mayor e incorregible. Chloe levantó las rodillas y dejó caer la barbilla sobre
la parte superior de su modesta y gruesa bata de algodón. —Escuché tu
discusión con Gabriel.
Todavía poseía esa molesta costumbre de escuchar por detrás de las
cerraduras. —¿Lo hiciste?—, preguntó secamente, lo que por supuesto
indicaba que ella había escuchado la mención de cierta belleza ardiente que
se había colado en su corazón apagado y le había devuelto la vida al órgano
antes inútil.
Ella asintió. —Sobre, Imogen—. Chloe se mordió el labio inferior. —
Bueno, todo en realidad. Pero sobre todo la parte de Imogen—. La
inquietud se agitó en sus ojos azules, fijos en sus rodillas. —No me interesa
hablar de él.
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Capítulo 14
Imogen recorrió con las yemas de los dedos el volumen de cuero verde
de Romeo y Julieta de Shakespeare, recordando su viaje al teatro, con Alex
a su lado, susurrándole palabras del Bardo al oído mientras le acariciaba la
palma de la mano. Las acciones de un pícaro, y sin embargo, no.
Sus ojos se clavaron en un verso y se fijó en esas palabras tan
apropiadas.
¿Es el amor algo tierno? Es demasiado áspero, demasiado rudo, demasiado tosco; y
pincha como espina.
La noche anterior, él se había colocado a su lado, soportando las
habladurías mientras ella, su hermana y su antiguo prometido eran
expuestos como una muestra en el Museo Real. Esas acciones no eran las
de un caballero al que no le importaba ella. Tampoco tenía credibilidad su
insistencia en que sólo había venido a instancias de Chloe. Tal vez en la
inmediatez de su partida, pero no ahora. Imogen dejó a un lado su libro y
echó mano de la literatura que aborrecía antes que ninguna otra. Consultó
las hojas de escándalo que habían puesto en entredicho las despiadadas
palabras que Alex le había lanzado la noche anterior.
Un tal Lord AE declaró públicamente su aprecio por una tal Lady IM ante una
colección de invitados reunidos en un club de mala fama. Además de mencionar la
belleza y la inteligencia de la dama, el caballero defendió muy honorablemente...
etc, etc, etc...
Una sonrisa melancólica se dibujó en sus labios. Seguramente esas no
eran las palabras o los actos de un caballero desinteresado que había
acudido a ella únicamente en beneficio de su hermana.
—La audacia del hombre—, gritó su madre desde la puerta, llamando la
atención de Imogen. Ella suspiró ante la inesperada e indeseada aparición
de su dramática madre. —Madre—, dijo, sabiendo muy bien que la dama
que amaba las hojas de escándalo, tal vez más que sus propias hijas, había
visto sin duda la mención de Alex y su nombre.
La condesa blandió un ejemplar de una u otra hoja de escándalo y lo
agitó. —¡Lord Alex Edgerton!
—¿Qué pasa con Lord Alex Edgerton?—, preguntó ella pacientemente.
En un movimiento totalmente inusual, su madre se acercó corriendo y
agitó la página ante la cara de Imogen. —Él... él... peleó por ti. Por ti,
querida.
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agradable, por muy desprovista de pasión y amor que fuera. Sin darse
cuenta, su mirada se dirigió a la hoja de escándalo.
—He leído sobre Lord Alexander.
Eso le hizo levantar la cabeza. —Oh.— Seguramente no había una
respuesta adecuada a tal admisión.
Los rayos de la mañana brillaban ahora en la frente transpirada del
conde. Sacó un pañuelo y se secó la frente. —N-no voy a menospreciar a
Edgerton en mi intento de convertirla en mi condesa—. Con esas palabras,
el caballero se elevó poderosamente en su estimación, ya que vio en él una
de las raras almas buenas en medio de su mundo hastiado y sin alma. —
Pero le prometo que la p-protegeré y que no le faltará nada y...
Imogen puso una mano sobre la suya, deteniendo sus palabras.
Aquellos ojos azules se volvieron enormes en su cara, como si se
escandalizara ante el contacto de una dama, aunque la dama fuera una a la
que acababa de hacer una oferta formal de matrimonio. —¿Milady?—,
chilló, retirando la mano como si se hubiera quemado.
Alexander nunca se escandalizaría tanto por una suave caricia. En
cambio, probablemente habría ordenado a Lucy que saliera de la habitación
y luego habría tomado sus labios bajo los suyos. El arrepentimiento le
estrujó el corazón. ¿Por qué no aceptaba el regalo de su amor? —Quería
agradecerle el honor, milord—. La esperanza brilló en sus ojos. —Pero no
sería correcto que me casara con usted.
Sus hombros se hundieron. —¿Porque ama a Edgerton?— Él dirigió su
pregunta al suelo.
Una punzada de remordimiento tiró de su corazón. —Porque usted es
un hombre bueno, amable y honorable que merece una mujer que lo ame—.
Y ella no podía ser esa mujer, no cuando su corazón y toda su alma
pertenecían a otro. —Yo sería una anfitriona deplorable.
Ante esas decisivas palabras, una triste sonrisa le hizo bajar las
comisuras de los labios. —Apenas tartamudeo cuando está cerca. Usted me
convertiría en un mejor anfitrión.
A pesar de la mala opinión que la sociedad tenía de Lord Primly, ella
llegó a apreciar la tenacidad del caballero. Abrió la boca, pero él cortó
cualquier otra protesta por su parte. —¿Y si él no quiere casarse con usted?
¿Consideraría entonces...?
—No—, dijo ella con suave firmeza. —Usted merece más que eso,
milord—. En otro tiempo, inmediatamente después de la traición de
Montrose, probablemente habría aceptado una unión sin pasión basada en
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Sentado en los cómodos asientos de su carruaje, él sacó la leontina de su
reloj por centésima vez y consultó la hora en su reloj de bolsillo. Con una
maldición, lo volvió a meter en el bolsillo y apartó la cortina de terciopelo
rojo. Miró las calzadas atascadas. Las alegres flores de invernadero del
asiento de enfrente lo miraban burlonamente.
A este paso, Primly habría presentado su oferta a Imogen, se habría
casado con ella y la habría llevado al campo. Gruñó y golpeó el techo del
carruaje y su conductor tiró con fuerza de las riendas del vehículo. —
Maldito infierno—, murmuró cuando la brusca maniobra de frenado lo
lanzó contra el lateral del carruaje. Las flores cayeron al suelo.
—¿Lord Alexander?—, dijo el criado, James.
Alex abrió la puerta de un empujón y salió de un salto del vehículo. —
Caminaré el resto del camino—. Gruñó cuando el movimiento brusco le
recorrió la pierna.
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ante la idea de que ella se enfrentara a la cruel nobleza, sin nadie más que
su madre de cabeza hueca a su lado?
—Tenía la intención de escribirte un soneto.
Los ojos de ella se iluminaron con una sorpresa tan placentera, que el
arrepentimiento se retorció en su vientre. —Pero soy un desastre
componiendo sonetos.
Los labios de Imogen se movieron con una sonrisa.
Alex recogió el ramo y se lo tendió.
—Dudas que las estrellas sean fuego,
Duda que el sol se mueva,
Duda de que la verdad sea una mentira
Pero nunca dudes de mi amor.
Los labios de ella se separaron en un pequeño mohín de sorpresa al
escuchar los versos familiares de Shakespeare.
Alex le sostuvo la mirada, el azul brillante de sus ojos lo penetró. —Si te
casas con Primly, me destruirá—. Lo destruiría de una manera que su padre
nunca había logrado. Apretó el ramo con tanta fuerza que una espina
maligna atravesó la envoltura de satén y atravesó su mano enguantada. —
Él se ofreció por ti, ¿verdad?
Imogen retiró las flores de su apretado agarre. —Lo hizo—. Las dejó
sobre la mesa.
Alex miró inexpresivamente las rosas blancas. La había perdido. —Ya
veo—. La emoción le subió a la garganta y amenazó con ahogarlo. Apretó
los ojos, consciente ahora más que nunca de lo lamentablemente
inadecuado que era, de lo poco merecedor que era.
—No creo que lo veas—. Una suave caricia en su mejilla le hizo abrir los
ojos. —No si insistes en mantener los ojos cerrados como lo haces ahora—.
—¿Aceptaste su oferta?— Los momentos transcurridos desde que él
había hecho esa pregunta pasaron con una lentitud agónica.
—No lo hice—, dijo por fin. Con un suspiro exagerado reclamó su cara
entre las manos. —¿Cómo podría aceptar su oferta si te amo como lo hago?
La garganta de él se apretó espasmódicamente. —Creía que él sería
mejor para ti. Podría ofrecerte el título de condesa.
—El cual no quiero.
—Y una vida rutinaria y aburrida.
—Perfectamente aburrida y monótona.
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Epílogo
—Me parece terrible dejarlo—, dijo Lady Anne, la Condesa de Stanhope,
con un suspiro atribulado al grupo de damas que la acompañaban por las
abarrotadas calles empedradas de Londres. —Ha sido una parte tan
importante de nuestras vidas...
Las hermanas de la dama, Lady Katherine y Lady Aldora, se detuvieron
para lanzarle una oscura mirada, sofocando el resto de esas palabras. —
Silencio, no es justo que te quedes con el objeto—, la reprendió Aldora.
Caminando junto a las damas, Imogen escuchó cómo las hermanas
debatían el destino de cierta chuchería. El objeto en cuestión era el
legendario colgante del corazón de un duque.
Anne se puso a la defensiva. —No digo que debamos conservarlo. Por
supuesto, el colgante debe llegar a alguna otra joven que pueda ganar el
corazón de su duque.
—O el corazón de su amor—, murmuró su hermana gemela, Katherine,
al lado de su hermana.
Sí, las damas, ahora unidas por lazos que iban más allá de la amistad,
lazos para conocer el verdadero amor, podían dar fe del poder de ese
colgante de corazón que ahora llevaba el retículo de Aldora.
—Ella está aquí—. Lady Aldora se detuvo al final de la acera,
observando el grupo de coloridas tiendas al final de Gypsy Hill.
—¿Cómo lo sabes?— preguntó Lady Katherine, frunciendo el ceño
mientras observaba a la multitud que abarrotaba las calles. En el aire
resonaban los gritos de los vendedores gitanos que vendían sus productos.
—Lo sabe porque ella ha estado aquí—. La encantadora y rubia
Condesa de Stanhope se llevó las manos al pecho. —Se ha encontrado con
Bunică no una, sino dos veces y ahora nos encontraremos con ella...
Mientras la excitada joven parloteaba sin cesar, Imogen echó una
mirada por encima del hombro a los caballeros que las seguían de cerca. Su
esposo caminaba junto a su amigo, el Conde de Stanhope. Alex detuvo sus
palabras y la miró inquisitivamente. Imogen le sonrió y él le devolvió la
sonrisa. Un suspiro de satisfacción escapó de sus labios.
—Vamos—, dijo Lady Aldora y luego se puso en marcha entre la
multitud, abriéndose paso por la calle. Las hermanas de la dama y sus
esposos las siguieron.
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El fin.
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