La Casa Negra-Holaebook
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Patricia Highsmith
La casa negra
ePub r1.0
orhi 02.01.16
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Título original: The Black House
Patricia Highsmith, 1981
Traducción: Martín Schifino
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Para Charles Latimer
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Lo que trajo el gato
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El crujido plástico de la gatera interrumpió el reflexivo silencio que reinaba en torno
al tablero de Scrabble: Portland Bill estaba de regreso. Nadie le prestó atención.
Michael y Gladys Herbert llevaban la delantera; Gladys con un poco de ventaja sobre
su marido. Los Herbert jugaban a menudo al Scrabble y lo hacían con gran habilidad.
El coronel Edward Phelps —un buen amigo que vivía cerca— los seguía como podía,
y su sobrina norteamericana, Phyllis, de diecinueve años, venía jugando bastante
bien, aunque había perdido el interés en los últimos diez minutos. Pronto sería la hora
del té. El coronel tenía sueño y se notaba.
—Pomo —dijo el coronel pensativamente, tocándose el bigote a lo Kipling con el
dedo índice—. Una pena, estaba pensando en pomada.
—Si tienes «pomo», tío Eddie —dijo Phyllis—, ¿de dónde sale «pomada»?
El gato hizo un ruido más largo junto a la puerta y, con la cola negra y los cuartos
traseros moteados dentro de la casa, se movió hacia atrás arrastrando algo por la
abertura plástica oval. Lo que arrastraba parecía ser blancuzco y de unos quince
centímetros.
—Ha vuelto a atrapar un pájaro —dijo Michael, impaciente por que Eddie jugara
para hacer una jugada brillante antes de que otro la aprovechara.
—Me parece que es otra pata de ganso —dijo Gladys, echando una mirada de
reojo—. ¡Qué asco!
El coronel jugó por fin, agregando una P a ATA. Michael jugó, haciendo suspirar
de admiración a Phyllis al poner las sílabas EN y DO a JOYA y obteniendo ODA con la O.
Portland Bill dio la vuelta a su trofeo, que hizo un ruido sordo al golpear sobre la
alfombra.
—Tiene que ser una paloma bien muerta —observó el coronel, que era quien más
cerca estaba del gato, aunque no quien mejor lo veía—. O un nabo —dijo para que lo
oyera Phyllis—, o una zanahoria de forma rara —agregó, espiando, para después reír
entre dientes—. He visto zanahorias de las formas más increíbles. Una vez…
—Pero eso es blanco —dijo Phyllis y se levantó a investigar, porque le tocaba
jugar a Gladys antes que a ella. Phyllis, con pantalones y suéter, se agachó con las
manos sobre las rodillas—. ¡Dios mío! ¡Tío Eddie! —se levantó y se tapó la boca con
la mano como si hubiera dicho algo espantoso.
Michael Herbert se había levantado a medias de la silla.
—¿Qué pasa?
—¡Son dedos humanos! —dijo Phyllis—. ¡Mirad!
Todos miraron, acercándose poco a poco, con escepticismo, desde el tablero. El
gato levantó la vista orgulloso hacia las caras de los cuatro humanos que lo
observaban. Gladys contuvo el aliento.
Los dos dedos estaban muertos, blancos e inflamados; no había restos de sangre
ni siquiera en la base, que comprendía unos cinco centímetros de lo que había sido
una mano. Lo que identificaba inconfundiblemente a los dedos como el mayor y
anular de una mano eran las uñas, amarillentas y cortas, de aspecto pequeño entre la
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carne hinchada.
—¿Qué hacemos, Michael? —Gladys era una persona práctica, pero le gustaba
que su marido tomara las decisiones.
—Eso lleva muerto por lo menos dos semanas —murmuró el coronel, que tenía
experiencia en el campo de, batalla.
—¿Puede que venga de un hospital de por aquí? —preguntó Phyllis.
—¿Un hospital que haga una amputación como esa? —contestó su tío riendo
entre dientes.
—El hospital más cercano queda a treinta kilómetros —dijo Gladys.
—Que no lo vea Edna —Michael miró su reloj—. Yo creo que tendríamos que…
—¿Llamar a la policía? —preguntó Gladys.
—En eso estaba pensando. Yo… —dijo Michael, y en ese momento Edna, el ama
de llaves y la cocinera de la casa, interrumpió sus titubeos al abrir una puerta en un
rincón alejado de la sala. Traía la bandeja del té. Los demás se movieron
discretamente hacia la mesa de centro que estaba frente a la chimenea, mientras
Michael Herbert se quedó en el lugar con aire tranquilo. Los dedos estaban detrás de
sus zapatos. Michael sacó una pipa sin encender del bolsillo de su chaqueta y
jugueteó con ella, soplando por la boquilla. Le temblaban un poco las manos. Alejó a
Portland Bill con el pie.
Edna repartió los platos y servilletas y dijo:
—¡Que disfruten el té!
Era una mujer de la zona de unos cincuenta y cinco años, alguien de confianza,
pero que se pasaba el tiempo pensando en sus hijos y nietos, por lo que había que dar
gracias al cielo en las presentes circunstancias, pensó Michael. Edna llegaba a las
siete y media en bicicleta y era libre de irse cuando quisiera, siempre y cuando dejase
algo preparado para la cena. Los Herbert no eran exigentes.
Gladys miró con ansiedad a Michael.
—¡Sal de ahí, Bill!
—Algo tenemos que hacer mientras tanto —murmuró Michael. Fue con decisión
hasta el canasto de los periódicos ubicado junto a la chimenea, arrancó una página del
Times y volvió hacia los dedos que Portland Bill estaba a punto de llevarse. Michael
le ganó de mano y agarró los dedos con la hoja del periódico. Nadie se había sentado.
Michael los invitó a hacerlo con un gesto y envolvió los dedos enrollando y plegando
el periódico—. Lo que hay que hacer, creo —dijo Michael—, es avisar a la policía,
porque puede que haya habido… un crimen en alguna parte.
—O puede que se haya caído —empezó el coronel, sacudiendo su servilleta— de
una ambulancia o una unidad de desechos, ¿no? A lo mejor hubo un accidente.
—¿O deberíamos no meternos y tirarlo? —dijo Gladys—. Necesito un poco de té
—se había servido y procedió a darle un sorbito a su taza.
Nadie respondió a la sugerencia. Era como si los otros tres estuviesen paralizados,
o hipnotizados por la presencia mutua, vagamente a la espera de una respuesta que no
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llegaba.
—¿Tirarlo adónde? ¿A la basura? —preguntó Phyllis—. Hay que enterrarlo —
agregó, como respondiendo a su propia pregunta.
—No creo que eso sea lo correcto —dijo Michael.
—Michael, toma un poco de té —dijo su mujer.
—Tenemos que guardarlo en alguna parte hasta mañana —Michael seguía con el
paquetito en la mano—. A menos que llamemos a la policía ahora mismo. Pero ya
son las cinco, y un domingo…
—¿En Inglaterra a la policía le importa si es domingo? —preguntó Phyllis.
Michael se dirigió al armario que estaba cerca de la puerta de entrada, con la idea
de poner aquello sobre unas cajas de sombreros, pero el gato lo siguió, y Michael
sabía que un gato con suficiente inspiración es capaz de subir de un salto a cualquier
mueble.
—Ya sé —dijo el coronel, satisfecho con su propia idea, pero con aire tranquilo
por si Edna llegaba a aparecer de nuevo—. Ayer compré unas pantuflas en una tienda
y guardé la caja. Iré a buscarla, si os parece —fue hasta la escalera, se volvió y dijo
en voz baja—: La ataremos con un cordel. Así queda fuera del alcance del gato —el
coronel subió la escalera.
—¿Y la guardamos en la habitación de quién? —preguntó Phyllis con una risita
nerviosa.
Los Herbert no contestaron. Michael, todavía de pie, sostenía el objeto con la
mano derecha. Portland Bill estaba sentado con sus patas delanteras blancas bien
juntas, observando a Michael, esperando a ver qué haría Michael con el paquete.
El coronel Phelps volvió con una caja de cartón blanco. El paquetito cupo con
facilidad, y Michael dejó la caja en manos el coronel mientras fue a lavarse las suyas
en el baño que quedaba cerca de la puerta de entrada. Cuando volvió, Portland Bill
seguía rondando por ahí y hasta dejó escapar un «¿miau?» esperanzado.
—Por ahora guardémoslo en el aparador —dijo Michael, y tomó la caja. Le
parecía que al menos la caja estaba bastante limpia; la ubicó junto a una pila de platos
grandes y que se usaban poco, y después cerró la puerta del mueble con llave.
Phyllis mordió una galleta Bath Oliver y dijo:
—Vi un pliegue en uno de los dedos. Si lleva un anillo, quizás nos dé una pista.
Michael cruzó una mirada con Eddie, que asintió con delicadeza. Todos habían
notado el pliegue. Los hombres acordaron tácitamente ocuparse del asunto más tarde.
—¿Más té, querido? —dijo Gladys mientras le llenaba la taza a Phyllis.
—Miau —dijo el gato en tono desilusionado. Estaba sentado delante del aparador,
mirando por encima de un hombro.
Michael cambió de tema: el progreso de la redecoración de la casa del coronel. La
razón principal de que el coronel y su sobrina hubiesen ido de visita a casa de los
Herbert era que estaban pintando el primer piso. Pero eso no era interesante
comparado con la pregunta que Phyllis hizo a Michael:
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—¿No deberías averiguar si hay alguien desaparecido en la zona? Esos dedos
quizás formen parte de un asesinato.
Gladys negó con la cabeza sin decir nada. ¿Por qué los norteamericanos siempre
pensaban en términos tan violentos? De todas formas, ¿qué podría haber cercenado
una mano de aquella manera? ¿Una explosión? ¿Un hacha?
Un enérgico rasgado hizo que Michael se levantara.
—Bill, ¡basta! —Michael se acercó al gato y lo espantó con el pie. Bill había
intentado abrir la puerta del mueble.
El té se terminó más deprisa que de costumbre. Michael se quedó junto al
aparador mientras Edna quitaba la mesa.
—¿Cuándo vas a examinar el anillo, tío Eddie? —preguntó Phyllis. Usaba gafas
de marco redondo y era bastante miope.
—Creo que Michael y yo no hemos decidido aún lo que hay que hacer —dijo su
tío.
—Pasemos a la biblioteca, Phyllis —dijo Gladys—. Dijiste que querías ver unas
fotografías.
Era cierto. Había fotos de su madre y su casa natal, la misma en la que ahora vivía
el tío Eddie, que le llevaba quince años a su madre. Phyllis deseó no haber pedido ver
las fotografías, porque los hombres iban a hacer algo con los dedos, y le hubiese
gustado mirar. Después de todo, había hecho disecciones de ranas y cazones en el
laboratorio de zoología. Pero su madre le había advertido antes de su partida de
Nueva York que cuidara sus modales y no fuera «grosera e insensible», dos adjetivos
que solía usar para referirse a los norteamericanos. Diligentemente, Phyllis se sentó a
mirar unas fotos que debían de tener entre quince y veinte años, por lo menos.
—Llevémosla al garaje —dijo Michael a Eddie—. Allí hay un banco de
carpintería.
Los dos hombres fueron caminando por la senda de gravilla hasta el garaje de dos
coches, al fondo del cual Michael tenía un taller con sierras y martillos, cinceles,
taladros eléctricos, provisiones de madera y tablones por si la casa necesitaba algún
arreglo o a él se le ocurría construir algo. Michael era periodista y crítico literario
independiente, pero le gustaba el trabajo manual. Una vez dentro, Michael se sintió
mejor en cuanto a la horrible caja, hasta cierto punto. Podía ponerla sobre el sólido
banco de carpintería como un cirujano que extiende un cuerpo, o un cadáver.
—¿Qué diablos dirías que es todo esto? —preguntó Michael mientras hacía salir
los dedos, sosteniendo el periódico por una de las puntas. Los dedos cayeron sobre la
gastada superficie de madera, esta vez con la palma hacia arriba. La carne blanca
estaba desgarrada donde había sido cortada y, bajo la intensa luz de la lámpara que
había sobre el banco, pudieron ver dos pedazos de metacarpo, también astillados, que
sobresalían de la carne. Michael dio la vuelta a los dedos con la punta de un
destornillador y separó la carne un poco para ver el brillo del oro.
—Alianza de oro —dijo Eddie—. Pero debe de haber sido un trabajador de algún
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tipo, ¿no? Mira las uñas. Cortas y gruesas. Con algo de tierra. Sucias, en cualquier
caso.
—Estaba pensando: si vamos a avisar a la policía, ¿no deberíamos dejarlo como
lo encontramos? ¿En vez de mirar el anillo?
—¿Vas a avisar a la policía? —preguntó Eddie con una sonrisa mientras encendía
un cigarro—. Quién sabe a qué te arriesgas.
—¿Arriesgarme? Les diré que lo trajo el gato. ¿Dónde está el riesgo? Tengo
curiosidad por el anillo. Puede que nos dé una pista.
El coronel Phelps echó un vistazo a la puerta del garaje, que Michael había
cerrado sin llave. También a él le despertaba curiosidad el anillo. Eddie pensaba que
si no hubiese sido la mano de un trabajador, sin duda ya la habrían entregado a la
policía.
—¿Quedan muchos granjeros por esta zona? —preguntó el coronel—. Supongo
que sí.
Michael se encogió de hombros, incómodo.
—¿Qué hacemos con el anillo?
—Echémosle un vistazo —dijo Eddie, resoplando con calma, y miró las
estanterías de herramientas de Michael.
—Ya sé lo que necesitamos —Michael cogió una cuchilla que usaba para cortar
cartón, empujó el filo hacia fuera con el pulgar y apoyó los dedos sobre los restos
esponjosos de la palma. Hizo una incisión por encima de donde estaba el anillo y otra
por debajo.
Eddie Phelps se inclinó a mirar.
—Nada de sangre. Vaciado. Como en la época de la guerra.
«Es solo una pata de ganso», se decía Michael para no desmayarse. Michael
repitió las incisiones en la superficie superior del dedo. Tenía ganas de pedirle a
Eddie que terminara la labor, pero pensó que quedaría como un cobarde.
—Caramba —murmuró Eddie, cosa que no ayudaba.
Michael tuvo que filetear unas tiras de carne y después sostener aquello con las
dos manos para extraer la alianza. No cabía duda de que era un anillo de oro puro, no
muy ancho y grueso, pero apropiado para que lo llevara un hombre. Michael lo
enjuagó bajo el agua fría del grifo que estaba a su izquierda. Cuando lo sostuvo bajo
la lámpara, pudo leer unas iniciales: W.R. — M.T.
Eddie miró de cerca.
—¡Eso sí es una pista!
Michael oyó el gato que arañaba la puerta del garaje y, a continuación, un
maullido. Puso las tres tiras de carne cortada en un trapo viejo, lo hizo una bola y le
dijo a Eddie que regresaría en un minuto. Abrió la puerta del garaje, disuadió a Bill
con un «¡chist!» y metió el trapo en un cubo de basura cuyo pestillo no podía abrir el
gato. Michael había supuesto que se le ocurriría un plan que proponerle a Eddie, pero
cuando volvió a entrar —Eddie seguía examinando el anillo— le faltaba el habla. Su
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idea era hacer «averiguaciones discretas». En vez de eso, dijo con voz ahogada:
—Dejémoslo así por hoy, a menos que se nos ocurra algo genial por la noche.
Podemos guardar aquí la caja. El gato no podrá entrar.
Michael no se sentía cómodo con la caja sobre el banco de carpintería. Guardó el
anillo con los dedos y puso la caja sobre unos bidones que estaban contra la pared. El
taller era a prueba de ratas, o al menos lo había sido hasta ahora. Nada se acercaría a
mordisquear la caja.
Cuando Michael se metió en la cama aquella noche, Gladys dijo:
—Si no avisamos a la policía, tendremos que enterrar esa cosa en alguna parte.
—Sí —dijo Michael con vaguedad. Por alguna razón enterrar un par de dedos
humanos le parecía un acto criminal. Le había hablado a Gladys sobre el anillo.
Tampoco a ella le sonaban las iniciales.
El coronel Edward Phelps se durmió en paz, tras recordar que había visto cosas
mucho peores en 1941.
Durante la cena, Phyllis había interrogado a su tío y a Michael sobre el anillo.
Quizás el asunto se resolviera al día siguiente y —de alguna manera— resultara ser
algo simple e inocente. En fin, era una buena historia que contar a sus amigos de la
universidad. ¡Y a su madre! ¡Así que esto era la apacible campiña inglesa!
Como el día siguiente era lunes y la oficina de correos estaba abierta, Michael
decidió hacerle una pregunta a Mary Jeffrey, que trabajaba allí como empleada de
correos y vendedora de comestibles. Michael compró sellos y después dijo como si
nada:
—A propósito, Mary, ¿hay alguien que falte por aquí, cerca del pueblo?
Mary, una muchacha de expresión vivaz y cabello negro rizado, puso cara de
sorpresa:
—¿Cómo que falte?
—Desaparecido —dijo Michael con una sonrisa.
Mary negó con la cabeza.
—No que yo sepa. ¿Por qué lo pregunta?
Michael había previsto aquella reacción.
—Leí en un periódico que la gente, a veces, desaparece sin motivos, incluso en
pueblos pequeños como este. Pierden el rumbo, se cambian el nombre o cosas así. Es
de lo más desconcertante, adónde van —Michael perdía el rumbo él mismo. No era
una buena excusa, pero la pregunta había sido hecha.
Recorrió a pie el medio kilómetro hasta su casa, deseando haberse animado a
preguntarle a Mary si alguien llevaba la mano izquierda vendada, si se había enterado
de algún accidente por el estilo. Mary salía con chicos que frecuentaban el pub local.
En aquel preciso momento, Mary quizás tuviera conocimiento de un hombre con la
mano vendada, pero no había forma de que Michael le dijera a Mary que los dedos
faltantes se encontraban en su garaje.
El problema de qué hacer con los dedos se pospuso durante la mañana, pues los
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Herbert tenían planeado ir a Cambridge y comer en la casa de un profesor amigo. Era
impensable cancelar los planes por un encuentro con la policía, de manera que no se
mencionaron los dedos en la conversación de aquella mañana. Y en el coche hablaron
de cualquier otra cosa. Michael, Gladys y Eddie decidieron, antes de partir a
Cambridge, que no se hablaría más del tema delante de Phyllis; en lo posible, lo
dejarían caer en el olvido. Eddie y Phyllis se iban por la tarde del miércoles, en dos
días, y para entonces el asunto se habría resuelto o estaría en manos de la policía.
Gladys le había advertido cuidadosamente a Phyllis que no sacara a relucir el
«incidente del gato» en casa del profesor, de manera que Phyllis no dijo nada. Todo
salió bien, y los Herbert, Eddie y Phyllis estuvieron de vuelta a eso de las cuatro.
Edna le dijo a Gladys que acababa de darse cuenta de que les faltaba mantequilla, y
que como estaba haciendo una tarta… Michael, que estaba en el salón con Eddie, oyó
la frase y se ofreció a ir a la tienda de comestibles.
Michael compró la mantequilla, un par de paquetes de cigarrillos y una caja de
caramelos que parecían ricos mientras Mary, como era su costumbre, lo atendía con
amabilidad y discreción. Michael esperaba que ella le diera alguna noticia, y justo
después de pagar, al dirigirse hacia la puerta, la oyó decirle:
—Ah, ¡señor Herbert!
Michael se dio la vuelta.
—Hoy a mediodía oí que alguien había desaparecido —dijo Mary, inclinándose
sobre el mostrador con una sonrisa—. Bill Reeves: vive en la propiedad del señor
Dickenson. Tiene allí una casita y trabaja la tierra, o la trabajaba.
Michael no conocía a Bill Reeves, pero sí sabía de la propiedad de Dickenson,
que era enorme y quedaba al noroeste de la población. Las iniciales de William
Reeves cuadraban con las W. R. del anillo.
—Ah, ¿sí? ¿Ha desaparecido?
—Hace unas dos semanas, según dice el señor Vickers, el dueño de la gasolinera
que está cerca de la propiedad de Dickenson. Pasó por aquí hoy, y se me ocurrió
preguntarle —volvió a sonreír, como si hubiera procedido bien con respecto al
interrogante de Michael.
Michael conocía la gasolinera y tenía visto a Vickers, mal que bien.
—Interesante. ¿Sabe el señor Vickers por qué ha desaparecido?
—No, dice que es un misterio. La mujer de Bill Reeves dejó también el cottage
hace unos días, pero todo el mundo sabe que se fue a Manchester a quedarse en casa
de su hermana.
Michael asintió.
—Caramba. Se ve que puede ocurrir en cualquier lugar, ¿no? Gente que
desaparece —sonrió y salió de la tienda.
Tenía que llamar por teléfono a Tom Dickenson, pensó Michael, y preguntarle
qué sabía. Michael no lo llamaba Tom, solo lo había visto un par de veces en
asambleas locales y cosas así. Dickenson tenía unos treinta años, estaba casado, había
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heredado un buen dinero y llevaba la vida de un granjero potentado, según tenía
entendido Michael. La familia de Dickenson se dedicaba a la industria de la lana y
era propietaria de tierras en el condado y fábricas en el norte del país desde hacía
varias generaciones.
Cuando regresó a casa, Michael le pidió a Eddie que subiera con él a su estudio, y
pese a que Phyllis sentía curiosidad, no la invitó a ella también. Michael le contó a
Eddie lo que Mary había dicho sobre la desaparición de un campesino llamado Bill
Reeves hacía unas dos semanas. Eddie coincidió en que debían llamar a Dickenson.
—Las iniciales del anillo podrían ser casualidad —dijo Eddie—. ¿No has dicho
que la finca de los Dickenson está a unos veinte kilómetros?
—Sí, pero aun así creo que voy a llamarlo —Michael buscó el número en la guía
de teléfonos de su escritorio. Había dos números. Michael probó con el primero.
Atendió un sirviente, o alguien que sonaba como un sirviente, le preguntó a
Michael su nombre y dijo que llamaría al señor Dickenson. Michael esperó un buen
minuto. Eddie también.
—Hola, señor Dickenson. Soy uno de sus vecinos, Michael Herbert… Sí, sí, sé
que nos hemos visto, un par de veces. Escuche, tengo que hacerle una pregunta que
quizás le suene rara, pero, en fin, ¿usted tenía un empleado o arrendatario llamado
Bill Reeves?
—¿Sí…? —contestó Tom Dickenson.
—¿Sabe dónde está ahora? Se lo pregunto porque me han dicho que desapareció
hace un par de semanas.
—Sí, es verdad. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Sabe adónde fue?
—Ni idea —contestó Tom Dickenson—. ¿Usted trataba con él?
—No. ¿Sería tan amable de decirme el nombre de su mujer?
—Marjorie.
Coincidía con la primera inicial.
—¿Por casualidad sabe cuál es su nombre de soltera?
Tom Dickenson dejó escapar una risa.
—Me temo que no.
Michael miró de reojo a Eddie, que lo observaba a él.
—¿Sabe si Bill Reeves llevaba una alianza matrimonial?
—No, nunca le presté mucha atención. ¿Por qué?
En efecto, ¿por qué? Michael se inquietó. Si ponía fin a la conversación entonces,
no habría averiguado mucho.
—Es que… encontré algo que puede ser una pista sobre Bill Reeves. Supongo
que lo estarán buscando, si nadie sabe de su paradero.
—Yo no estoy buscándolo —respondió Tom Dickenson con naturalidad—. Y
dudo que su mujer lo esté buscando. Ella se fue de aquí hace una semana. ¿Puedo
preguntarle qué ha encontrado?
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—Preferiría no decírselo por teléfono… Lo mejor sería ir a verlo a su casa. O
quizás usted prefiera venir a la mía.
Tras un instante de silencio, Dickenson dijo:
—Francamente, no me interesa dónde pueda estar Reeves. Que yo sepa, no dejó
ninguna deuda a su paso, eso puedo garantizarlo. Pero no me importa lo que haya
podido pasarle, para serle sincero.
—Ya veo. Disculpe la molestia, señor Dickenson.
Colgaron.
Michael se volvió hacia Eddie Phelps y dijo:
—Supongo que has oído casi todo. A Dickenson no le interesa el asunto.
—No puede esperarse que a Dickenson le interese la desaparición de un obrero.
¿Le oí decir que la mujer también se ha ido?
—Creía que te lo había dicho. Se fue a Manchester a casa de su hermana, me dijo
Mary —Michael tomó una pipa del portapipas que estaba sobre su escritorio y
empezó a llenarla—. La mujer se llama Marjorie. Cuadra con la inicial del anillo.
—Es cierto —dijo el coronel—, pero hay cientos de Marys y Margarets en este
mundo.
—Dickenson no sabía su apellido de soltera. En fin, Eddie, dado que Dickenson
no ha sido de gran ayuda, yo diría que tendríamos que contactar con la policía y
acabar con este asunto. No me siento capaz de enterrar ese… objeto. Terminaría
obsesionado. Pensaría que un perro lo desenterraría, aunque solo queden huesos o
algo en mal estado, y la policía tendría que empezar por alguien además de mí, y el
rastro estaría mucho menos fresco para entonces.
—¿Sigues pensando que fue un crimen? Tengo una idea más simple —dijo Eddie
con calma y lógica—. Gladys dijo que hay un hospital a unos treinta kilómetros,
supongo que en Colchester. Podemos ir a preguntar si en las últimas dos semanas
hubo un accidente en el que alguien perdiera dos dedos de la mano izquierda. Sabrán
quién. No es un accidente de todos los días.
Michael estaba a punto de acceder a la propuesta, al menos antes de llamar a la
policía, cuando sonó el teléfono. Michael levantó el auricular, y oyó que Gladys
hablaba en el teléfono de abajo con alguien cuya voz sonaba como la de Dickenson.
—Yo respondo, Gladys.
Tom Dickenson saludó a Michael.
—Pensaba que… que si usted de verdad quisiera verme…
—Con mucho gusto.
—Preferiría hablar con usted a solas, si es posible.
Michael le aseguró que lo era, y Dickenson dijo que llegaría en unos veinte
minutos. Michael colgó con alivio y le dijo a Eddie:
—Viene hacia aquí y quiere hablar conmigo a solas. Es lo mejor.
—Claro —dijo Eddie, decepcionado, y se levantó del sofá de Michael—. Se
sentirá más en confianza, si tiene algo que decir. ¿Le hablarás de los dedos? —miró a
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Michael de soslayo, con las tupidas cejas levantadas.
—Quizás no llegue a tanto. Primero veré lo que tiene que decir.
—Te preguntará qué encontraste.
Michael lo sabía. Fueron a la planta baja. Michael vio a Phyllis en el jardín
trasero, pegándole sola a una bola de croquet, y oyó la voz de Gladys en la cocina.
Michael le advirtió a Gladys, sin que lo oyera Edna, de la llegada inminente de Tom
Dickenson y le explicó el porqué: la información proporcionada por Mary de que un
tal Bill Reeves, un trabajador de la tierras de Dickenson, había desaparecido. Gladys
se dio cuenta al instante de que las iniciales coincidían.
Poco después llegó el coche de Dickenson, un Triumph negro descapotable, que
necesitaba un buen lavado. Michael salió a recibirlo. Hubo «holas» y «¿me
recuerda?» por ambas partes; se recordaban vagamente. Michael invitó a Dickenson a
pasar antes de que Phyllis se les acercara y fuera necesario presentarlos.
Tom Dickenson era rubio y bastante alto, y llevaba una chaqueta de cuero,
pantalones de pana y botas de goma que, según le aseguró a Michael, no estaban
embarradas. Había estado haciendo unos trabajos en el campo y no había tenido
tiempo de cambiarse.
—Subamos —dijo Michael, guiándolo hacia la escalera.
Michael le ofreció a Dickenson un cómodo sillón y se sentó en el sofá viejo.
—¿Me dijo que la mujer de Bill Reeves también se ha ido?
Dickenson sonrió levemente y sus ojos gris azulado miraron a Michael con calma.
—Su mujer se marchó, sí. Pero eso fue después de que Reeves se esfumara.
Marjorie se fue a Manchester, según tengo entendido. Tiene una hermana en la
ciudad. Los Reeves no estaban en muy buenos términos. Los dos tienen unos
veinticinco años, y a Reeves le gusta mucho la bebida. Me alegra poder reemplazarlo,
sinceramente. Con facilidad.
Michael esperó algún otro dato. No lo hubo. Michael se preguntó por qué
Dickenson se había mostrado dispuesto a ir a hablar con él de un obrero al que no
tenía mucho aprecio.
—¿Por qué le interesa tanto el tema? —preguntó Dickenson. Después soltó una
risa que lo hizo verse más joven y más alegre—. ¿No estará Reeves pidiéndole
empleo con otro nombre?
—No, nada de eso —Michael también sonrió—. No tengo dónde albergar un
trabajador. No.
—¿Pero usted dijo que ha encontrado algo? —el ceño de Tom Dickenson se
contrajo, formando una cortés mueca interrogativa.
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Reeves. Las otras iniciales son M. T., lo que podría ser Marjorie algo. Por eso se me
ocurrió llamarlo.
¿Acaso Dickenson se había puesto pálido, o Michael se lo imaginaba? Los labios
de Dickenson estaban un poco abiertos, sus ojos revelaban inseguridad.
—Dios mío, ¿dónde encontró eso?
—Lo trajo el gato, por increíble que parezca. Tuve que decírselo a mi mujer,
porque el gato lo dejó en el salón en frente de todos nosotros —de alguna manera
Michael se sintió muy aliviado al decir aquellas palabras—. Mi viejo amigo Eddie
Phelps y su sobrina norteamericana están aquí de visita. También lo vieron —Michael
se puso de pie. Tuvo ganas de fumarse un cigarrillo. Sacó una caja de su escritorio y
se la ofreció a Dickenson.
Dickenson dijo que acababa de dejarlo, pero aceptó uno.
—Era algo espantoso —prosiguió Michael—, así que se me ocurrió hacer
averiguaciones por la zona antes de hablar con la policía. Creo que lo correcto es dar
parte a la policía. ¿No le parece?
Dickenson no respondió inmediatamente.
—Tuve que cortar parte del dedo para quitarle el anillo anoche, con ayuda de
Eddie —Dickenson seguía sin decir nada; solo le daba caladas al cigarrillo
frunciendo el ceño—. Pensé que el anillo nos daría una pista, cosa que hizo, aunque
quizás no tenga nada que ver con este Bill Reeves en cuestión. Usted no sabe si
llevaba una alianza e ignora el nombre de soltera de Marjorie.
—Ah, eso puede averiguarse —la voz de Dickenson sonó distinta, más ronca.
—¿Cree que debemos hacerlo? O quizás usted sepa dónde viven los padres de
Reeves. ¿O los de Marjorie? Puede que Reeves esté en una u otra de las casas en este
momento.
—Seguro que no en la de los padres de su mujer —dijo Dickenson con una
sonrisa nerviosa—. Ella está harta de él.
—Bueno, ¿qué le parece? ¿Debo llamar a la policía? ¿Quisiera ver el anillo?
—No. Confío en su palabra.
—En ese caso me pondré en contacto con la policía mañana, o esta tarde.
Supongo que cuanto antes mejor —Michael notó que Dickenson miraba en torno a la
habitación como si fuera a descubrir los dedos sobre uno de los estantes.
La puerta del estudio se movió y entró Portland Bill. Michael nunca la cerraba del
todo y Bill sabía cómo lidiar con las puertas, irguiéndose en dos patas y dándoles un
empujoncito.
Dickenson parpadeó al mirar al gato y le dijo a Michael con voz firme:
—Me vendría bien un whisky. ¿Puede ser?
Michael fue a la planta baja y volvió con la botella y dos vasos en la mano. No se
había cruzado con nadie en la sala. Michael sirvió. Después cerró la puerta del
estudio.
Dickenson se bebió unos buenos dos centímetros del líquido al primer trago.
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—Mejor le digo desde ya que yo maté a Reeves.
Un escalofrío recorrió la espalda de Michael, aunque se dijo que lo sabía desde el
principio, o en cualquier caso desde el momento en que Dickenson había llamado.
—¿Ajá? —dijo Michael.
—Reeves había estado… propasándose con mi mujer. No voy a darle la dignidad
de llamarlo affaire. La culpa fue de ella, que coqueteaba como una tonta con Reeves.
Él era un patán, desde mi punto de vista. Un tipo apuesto y estúpido. Su mujer lo
odiaba por eso —Dickenson le dio una última calada al cigarrillo, y Michael trajo de
nuevo la caja. Dickenson tomó uno—. Reeves estaba cada vez más envalentonado.
Yo quería despedirlo y que se mudara, pero no podía hacerlo por su contrato de
alquiler del cottage, y tampoco quería sacar a la luz la situación con mi mujer…
frente a la justicia, quiero decir, como una razón válida.
—¿Cuánto duró esa situación?
Dickenson tuvo que pensarlo.
—Puede que un mes.
—¿Y su mujer, qué pasa ahora?
Tom Dickenson suspiró y se frotó los ojos. Se inclinó hacia delante en su silla.
—Nos arreglaremos. Apenas llevamos un año de casados.
—¿Y ella sabe que usted mató a Reeves?
Ahora Dickenson se echó hacia atrás, apoyó una de sus botas verdes sobre la
rodilla y tamborileó con los dedos de una mano en el brazo del sillón.
—No lo sé. A lo mejor cree que lo despedí. No me ha hecho ninguna pregunta.
Michael ya se lo imaginaba y también notó que Dickenson prefería que su mujer
nunca lo supiera. Michael se dio cuenta de que se enfrentaba a una decisión: entregar
a Dickenson a la policía o no. ¿O quizás Dickenson preferiría que lo entregaran?
Michael escuchaba la confesión de un hombre que había cargado con el peso de un
asesinato en la conciencia durante más de dos semanas, encerrado en sí mismo, o eso
suponía Michael. ¿Y cómo lo había matado Dickenson?
—¿Lo sabe alguien más? —preguntó Michael con cautela.
—Bueno, supongo que a estas alturas puedo contárselo. Supongo que tengo que
hacerlo. Sí —Dickenson de nuevo hablaba con voz ronca, y se había terminado el
whisky.
Michael se levantó y volvió a llenar el vaso de Dickenson.
Dickenson dio un sorbo y miró la pared a un lado de Michael.
Portland Bill estaba sentado a poca distancia de Michael, concentrado en
Dickenson, como si entendiera cada palabra y estuviese esperando el próximo
capítulo.
—Le dije a Reeves que dejara de tontear con mi mujer y se marchara de mi
propiedad con la suya, pero sacó a relucir el contrato. ¿Y por qué no hablaba yo con
mi mujer? Era arrogante, ¿sabe?, estaba encantado de que la mujer del patrón se
hubiese dignado mirarlo y… —Dickenson empezó de nuevo—. Los martes y viernes
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voy a Londres a ocuparme de la empresa. Un par de veces Diane dijo que no tenía
ganas de ir a Londres o tenía cosas que hacer. Reeves podía arreglárselas para hacer
trabajos cerca de la casa esos días, estoy seguro. Y además, había una segunda
víctima, como yo.
—¿Víctima? ¿A qué se refiere?
—Peter —Dickenson, con el cigarrillo colgándole de los labios, hizo rodar el
vaso entre sus manos, miró la pared que estaba al lado de Michael y habló como si
estuviese relatando lo que veía en una pantalla ubicada allí—. Estábamos podando
setos a campo abierto y cortando estacas para hacer nuevos cercados. Reeves y yo.
Hachas y mazos. Peter estaba clavando estacas bastante lejos de nosotros. Peter es un
empleado, como Reeves; lleva más tiempo conmigo. En un momento tuve la
sensación de que Reeves iba a atacarme y que después diría que había sido un
accidente o algo así. Era por la tarde, y él había tomado mucha cerveza con la
comida. Tenía un hacha. No le di la espalda, pero de alguna manera me sentía cada
vez más furioso. Él tenía una sonrisita petulante y movía el hacha de un lado a otro
como si quisiera pegarme en el muslo, aunque no estaba lo suficientemente cerca.
Entonces me dio la espalda con arrogancia y lo golpeé en la cabeza con el mazo.
Asesté un segundo golpe mientras se desplomaba, pero solo en la espalda. No me
había dado cuenta de que Peter estaba tan cerca, o no había pensado en ello. Peter
llegó corriendo, con el hacha en la mano. Dijo: «Muy bien. Que muera el cabrón», o
algo por el estilo, y… —Dickenson pareció quedarse sin palabras, y miró el suelo y
luego al gato.
—¿Y después…? Reeves estaba muerto.
—Sí, ocurrió todo en segundos. Todo acabó cuando Peter le dio un hachazo en la
cabeza a Reeves. Estábamos muy cerca de un bosque, un bosque de mi propiedad.
Peter dijo: «Enterremos a este cerdo. Deshagámonos de él». Peter tenía un ataque de
furia y no paraba de maldecir, y yo estaba fuera de mí por otros motivos, quizás la
conmoción; Peter decía que Reeves también se había tirado a su mujer, la de Peter, o
que lo había intentado, y que él estaba al tanto de lo de Reeves y Diane. Peter y yo
cavamos una fosa en el bosque, los dos esforzándonos como locos, cortando raíces y
removiendo la tierra con las manos. En el último momento, justo antes de echarlo
dentro, Peter empuño el hacha y dijo algo sobre el anillo de matrimonio y le pegó un
par de hachazos a la mano de Reeves.
Michael no se sentía bien. Se inclinó hacia delante, más que nada para bajar la
cabeza, y acarició la larga espalda del gato. El gato seguía con la vista clavada en
Dickenson.
—Después lo enterramos; para entonces los dos estábamos bañados en sudor.
Peter dijo: «No diré ni una palabra, señor. Este cabrón se merecía lo que le tocó».
Apisonamos la tumba y Peter escupió sobre ella. Peter es un hombre, de eso no me
cabe duda.
—Un hombre… ¿Y usted?
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—No lo sé —los ojos de Dickenson se pusieron serios cuando volvió a hablar—.
Aquel día Diane estaba en uno de los clubes de mujeres del pueblo tomando el té. Esa
misma tarde pensé: ¡Dios mío, los dedos! Porque no recordaba que Peter o yo mismo
los hubiéramos tirado dentro de la tumba. Así que volví. Y los encontré. Hubiera
podido cavar otro hoyo, pero no había llevado nada con que cavar y además no quería
que hubiera… nada más de Reeves en mi propiedad. Así que subí al coche y me alejé
conduciendo, sin que me importara adónde iba, sin prestar atención a los alrededores,
y al ver un bosque, me bajé y arrojé aquello tan lejos como pude.
—Debió de ser a menos de seiscientos metros de aquí —dijo Michael—. Portland
Bill no va más lejos, creo. Está castrado, pobre Bill —el gato levantó la cabeza al oír
su nombre—. ¿Confía en este Peter del que habla?
—Sí. Conocí a su padre y mi padre también lo conoció. Y puestos a decidir, no
sabría decir quién asestó el golpe de gracia, si Peter o yo. Pero si vamos a lo correcto,
la responsabilidad es mía, porque fui yo quien le dio dos golpes con el mazo. Y no
puedo alegar que fuera en defensa propia, porque Reeves no me había atacado.
«Correcto. Una palabra rara», pensó Michael. Pero Dickenson era el tipo de
persona que deseaba ser correcta.
—¿Qué propone que hagamos ahora? —dijo Michael.
—¿Proponer? ¿Yo? —Dickenson dio un suspiro que sonó casi como un jadeo—.
No lo sé. Acabo de confesarme. En cierto modo lo dejo en sus manos… —hizo un
gesto indicando la planta baja—. Me gustaría no inculpar a Peter, dejarlo fuera del
asunto, si es posible. Usted me entiende. Podemos hablar. Usted y yo nos parecemos.
Michael no estaba tan seguro, pero había tratado de imaginarse en el lugar de
Dickenson, había intentado verse a sí mismo con veinte años menos en aquellas
circunstancias. Reeves había sido un canalla sin escrúpulos, incluso con su propia
mujer. ¿Debía un hombre joven como Dickenson arruinarse la vida, o la mejor parte
de su vida, por alguien como Reeves? ¿Y la mujer de Reeves?
Dickenson frunció el ceño.
—Sé que lo detestaba. Si él desaparece sin dar noticias, no creo que ella haga el
menor esfuerzo por buscarlo. Se alegra de haberse librado de él, estoy seguro.
El silencio se instaló y creció entre ellos. Portland Bill dio un bostezo, arqueó la
espalda y se estiró. Dickenson miró al gato como si este fuera a decir algo: al fin y al
cabo, era él quien había descubierto los dedos. Pero el gato no dijo nada. Dickenson
rompió el silencio con torpeza pero cortésmente:
—¿Dónde están los dedos, a todo esto?
—En el fondo de mi garaje, que está cerrado con llave. Los guardamos en una
caja de zapatos —Michael sintió que perdía pie—. Bueno, hay dos invitados en casa.
Tom Dickenson se puso de pie rápidamente.
—Lo sé. Disculpe.
—No hay por qué disculparse, pero algo tengo que decirles, porque el coronel, mi
viejo amigo Eddie, sabe que lo llamé a usted por lo de las iniciales en el anillo y que
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vendría a vernos, a verme. Puede que les haya contado algo a los demás.
—Claro. Entiendo.
—¿Le importaría quedarse aquí cinco minutos mientras hablo con los de abajo?
Sírvase todo el whisky que quiera.
—Gracias —sus ojos no se alteraron.
Michael bajó. Phyllis estaba de rodillas junto al gramófono, a punto de poner un
disco. Eddie Phelps estaba sentado en un extremo del sofá leyendo el periódico.
—¿Y Gladys? —preguntó Michael.
Gladys estaba arrancando las flores marchitas de los rosales. Michael la llamó.
Ella llevaba puestas unas botas de goma como las de Dickenson, aunque más
pequeñas y de color rojo intenso. Michael se aseguró de que Edna no estuviera detrás
de la puerta de la cocina. Gladys dijo que Edna había salido a comprar algo a la
tienda. Michael les contó la historia de Dickenson, procurando ser claro y conciso. A
Phyllis se le cayó la mandíbula un par de veces. Eddie Phelps se tocaba el mentón
con gesto de sabiduría y decía «ajá» cada tanto.
—No tengo ningún deseo de entregarlo, ni siquiera de hablar con la policía —osó
decir Michael, en una voz que apenas se elevaba por sobre un suspiro. Nadie había
hablado después de oír la historia, y Michael había esperado varios segundos—. No
veo por qué no podemos olvidarnos del asunto. ¿Qué hay de malo?
—Qué hay de malo, en efecto —dijo Eddie Phelps, pero hubiera podido ser un
eco mecánico por la ayuda que le prestó a Michael.
—He oído hablar de cuestiones como esta entre pueblos primitivos —dijo Phyllis
con seriedad, como diciendo que el acto de Tom Dickenson le parecía bastante
justificable.
Por supuesto, Michael había incluido al trabajador, Peter, en su versión. ¿Había
sido el martillo de Dickenson el arma que diera el golpe fatal, o el hacha de Peter?
—La ética primitiva no es lo que me preocupa —dijo Michael, y de inmediato se
sintió confundido. Lo que lo preocupaba con respecto a Tom Dickenson era lo
contrario de lo primitivo.
—Pero ¿qué otras opciones hay? —dijo Phyllis.
—Sí, sí —dijo el coronel, mirando el techo.
—La verdad, Eddie —dijo Michael—, no ayudas mucho.
—Yo no diría nada. Entierra los dedos en alguna parte junto con el anillo. O
quizás convenga enterrar el anillo en otro lugar, para asegurarse. Sí.
El coronel hablaba casi entre dientes, en un murmullo, aunque sí miraba a
Michael.
—No me convence —dijo Gladys, frunciendo el ceño.
—Estoy de acuerdo con el tío Eddie —dijo Phyllis, consciente de que Dickenson
seguía arriba a la espera del veredicto—. El señor Dickenson fue provocado,
gravemente provocado, ¡y el hombre que terminó muerto parece haber sido un tipo
muy desagradable!
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—No es así como lo ve la ley —dijo Michael con una sonrisa de ironía—. A
mucha gente se la provoca seriamente. Y una vida humana es una vida humana.
—Nosotros no somos la ley —dijo Phyllis, como si en aquel momento fueran
algo superior a la ley.
Michael había pensado exactamente en eso: no eran la ley, pero actuaban como si
lo fueran. Se inclinaba por secundar a Phyllis y a Eddie.
—Muy bien. No me parece que tengamos que presentar una denuncia, dadas las
circunstancias.
Pero Gladys seguía oponiéndose. No estaba segura. Michael conocía bien a su
mujer para saber que eso no se convertiría en una manzana de la discordia más tarde
si no estaban de acuerdo ahora. De manera que dijo:
—Una contra tres, Glad. ¿En serio quieres arruinarle la vida a un hombre joven
por algo así?
—En realidad, tendríamos que votar, como en un jurado —dijo Eddie.
A Gladys le pareció bien. Le dio la razón. Menos de un minuto después, Michael
subió la escalera hasta su estudio, donde el primer borrador de una reseña descansaba
enrollado en la máquina de escribir, intacto desde el día anterior. Por fortuna aún
estaba dentro del plazo previsto y Michael no tendría que matarse para terminarla.
—No queremos denunciar el hecho a la policía —dijo Michael.
Dickenson, de pie, asintió solemnemente como si recibiera un veredicto. Habría
asentido de la misma manera si él le hubiese dicho lo contrario, pensó Michael.
—Me desharé de los dedos —murmuró Michael y se inclinó a agarrar tabaco para
su pipa.
—Sin duda esa es mi responsabilidad. Déjeme enterrarlos en alguna parte, junto
con el anillo.
En verdad era responsabilidad de Dickenson, y a Michael lo alegró librarse de la
obligación.
—Bien. Muy bien. ¿Bajamos? ¿Quiere que le presente a mi mujer y a mi amigo el
coronel…?
—No, gracias. Ahora no —interrumpió Dickenson—. En otra ocasión. Pero ¿les
dará las gracias de mi parte?
Bajaron por otra escalera que estaba al final del pasillo y salieron hacia el garaje,
cuya llave Michael llevaba en el bolsillo. Michael se imaginó por un momento que la
caja quizás había desaparecido misteriosamente, como en una historia de detectives,
pero estaba exactamente donde la había dejado, sobre los viejos bidones. Se la dio a
Dickenson, y este desapareció en el Triumph polvoriento hacia el norte. Michael
entró a su casa por la puerta principal.
Para entonces los demás tomaban unas copas. Michael se sintió de repente
aliviado y sonrió.
—Creo que el viejo Portland se merece algo especial con el aperitivo, ¿no os
parece? —dijo Michael, más que nada para que lo oyera Gladys.
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Portland Bill miraba sin demasiado interés un tazón lleno de cubitos de hielo.
Solo Phyllis dijo «¡sí!» con entusiasmo.
Michael fue a la cocina y habló con Edna, que se encontraba espolvoreando
harina sobre una tabla.
—¿Ha quedado algo del salmón ahumado de la comida?
—Una loncha, señor —dijo Edna, como si no valiera la pena servírsela a nadie y
ella, virtuosamente, no se la hubiera comido, aunque quizás fuera a hacerlo después.
—¿Me la daría para el viejo Bill? Adora el salmón.
Cuando Michael regresó al salón con la loncha rosada en un plato, Phyllis dijo:
—Apuesto a que el señor Dickenson tiene un accidente con el coche camino a
casa. Pasa a menudo —dijo y, acordándose de sus modales, agregó en un suspiro—:
Es que se siente culpable.
Portland Bill engulló el salmón con un breve pero intenso placer.
Tom Dickenson no tuvo un accidente.
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Nunca fue uno de los nuestros
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No era solo porque había dejado de fumar y apenas bebía que Edmund Quasthoff
parecía distinto, un poco como un santito y, por consiguiente, resultaba algo
desagradable. Había otra cosa. Pero ¿qué?
De eso hablaban en el apartamento de Lucienne Gauss, en el East Side a la altura
de la calle Ochenta, un día a las siete de la tarde, la hora de los aperitivos. Julian
Markus, el abogado, estaba allí con su esposa, Frieda, como también Peter Tomlin, un
periodista de veintiocho años, que era el más joven del grupo. El grupo contaba con
siete u ocho personas que conocían bien a Edmund, lo que en la mayoría de los casos
quería decir desde hacía unos ocho años. También estaban presentes el sociólogo
Tom Strathmore, el editor Charles Forbes y su mujer, y Anita Ketchum, bibliotecaria
del New York Art Museum. Se reunían más a menudo en el apartamento de Lucienne
que en ningún otro, porque a Lucienne le gustaba recibirlos y, siendo una pintora que
trabajaba por cuenta propia, tenía horarios flexibles.
Lucienne tenía treinta y tres años, no estaba casada y era muy atractiva, de sedoso
cabello rojizo, piel blanca y suave, y una boca delicada e inteligente. Le gustaba la
ropa cara, iba a menudo a la peluquería y tenía estilo. El resto del grupo la llamaba, a
sus espaldas, la dama, cuidándose mucho de no usar la palabra ni siquiera entre ellos
(Tom el sociólogo la había usado), porque era una palabra anticuada o quizás esnob.
Edmund Quasthoff, contable en un bufete de abogados, se había divorciado hacía
un año, porque su mujer lo había dejado por otro y, en consecuencia, él le había
pedido el divorcio. Edmund tenía cuarenta años, era alto, de cabello castaño y
modales serenos, ni apuesto ni feo, pero tampoco dueño de esa chispa que a veces
convierte a una persona bastante fea en atractiva. Lucienne y el grupo habían dicho
después del divorcio:
—No es para sorprenderse. Edmund es bastante aburrido.
Aquella tarde en casa de Lucienne, alguien dijo de repente:
—Antes Edmund no era tan aburrido, ¿no?
—Me temo que sí. ¡Sí! —gritó Lucienne desde la cocina, porque en ese momento
había abierto el grifo para liberar los cubitos de una cubitera de metal. Había oído una
risa. Lucienne regresó al salón con el cubo de hielo. Edmund estaba a punto de llegar.
Lucienne se dio cuenta de que quería excluir a Edmund del círculo, de que no lo
soportaba.
—Sí, ¿qué le pica a Edmund? —preguntó Charles Forbes sonriéndole con
picardía a Lucienne. Charles era regordete, la delantera de la camisa le tiraba en los
botones, se le veía una franja de piel entre los calcetines y el pantalón cuando estaba
sentado, pero todos lo querían mucho por su amabilidad, su inteligencia y su
capacidad de beber como un cosaco sin que se le notara—. Quizás le tenemos envidia
porque él dejó de fumar —dijo Charles, mientras apagaba su cigarrillo y sacaba otro.
—Yo confieso que le tengo envidia —dijo Peter Tomlin con una amplia sonrisa
—. Sé que tendría que dejar de fumar, pero no hay manera. Lo he intentado dos
veces. De un año a esta parte.
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Los pormenores del esfuerzo de Peter no le interesaron a nadie. Pronto Edmund
llegaría con su nueva mujer, y todos hablaban mientras podían.
—¡A lo mejor el problema es su mujer! —susurró Anita Ketchum con
entusiasmo, previendo que los demás se reirían y harían más comentarios. Tal como
hicieron.
—¡Mucho peor que la primera! —admitió Charles.
—Claro, ¡Lillian, al lado de ella, era un encanto! Estoy de acuerdo —dijo
Lucienne, que seguía de pie y le pasaba a Peter la botella de Vat 69 para que se
sirviera él mismo a gusto—. Es cierto que Margaret no ayuda. Que… —Lucienne
estuvo a punto de decir algo muy cruel sobre la expresión miedosa y al mismo tiempo
distante que aparecía a veces en el rostro de Margaret.
—Ah, eso de casarse por despecho —dijo Tom Strathmore, con aire reflexivo.
—No cabe duda de que fue así —dijo Frieda Markus—. Quizás tengamos que
perdonárselo. ¿Sabíais que los hombres, según dicen, sufren más que las mujeres
cuando los abandona su cónyuge? El ego, dicen, se les resiente mucho más.
—El mío se resentiría con Magda, en realidad —dijo Tom.
Anita soltó una risa.
—¡Y qué nombre, Magda! Me hace pensar en un modelo de lámpara o algo así.
Sonó el timbre.
—Debe de ser Edmund —Lucienne fue a apretar el botón del portero electrónico.
Había invitado a Edmund y Magda a cenar, pero como iban al teatro no podían
quedarse. Solo tres personas lo harían: los Markus y Peter Tomlin.
—Tiene un trabajo nuevo, no os olvidéis —decía Peter cuando Lucienne regresó
a la sala—. Nadie lo obliga a ser tan callado o, para ser exactos, reservado. Pero no es
eso…
Como los demás, Peter buscó la palabra, la frase adecuada para describir lo poco
agradable que era Edmund Quasthoff.
—Es un estirado —dijo Anita Ketchum con un mohín de fastidio.
A continuación se hizo silencio por unos segundos. El timbre del apartamento iba
a sonar en cualquier momento.
—¿Creéis que es feliz? —preguntó Charles en un susurro.
Lo cual fue suficiente para que todos se echaran a reír al mismo tiempo. La idea
de que ahora Edmund irradiara felicidad, incluso dos meses después de haberse
casado, era risible.
—Pero, por otra parte, puede que nunca haya sido feliz —dijo Lucienne, justo
cuando sonó el timbre, y debió ir a abrir la puerta.
—Lucienne, querida, espero no haber llegado tarde —dijo Edmund al entrar,
inclinándose para besarla en la mejilla y sin llegar a tocarla por varios centímetros.
—No, para nada. A mí me sobra el tiempo, pero a vosotros no. ¿Y cómo estás,
Magda? —preguntó Lucienne con deliberado entusiasmo, como si de verdad le
importara cómo estaba Magda.
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—Muy bien, gracias, ¿y tú? —Magda de nuevo iba de marrón, con un vestido
beis y marrón oscuro de algodón y una bufanda de satén marrón al cuello.
Los dos se veían marrones y aburridos, pensó Lucienne mientras los guiaba hacia
la sala. Hubo saludos cálidos y simpáticos.
—No, agua tónica sola, por favor… Bueno, una gotita de ginebra —le dijo
Edmund a Charles, que hacía los honores—. Rodaja de limón, sí, gracias.
Edmund, como siempre, daba la impresión de estar sentado al borde del sillón.
Anita, diligentemente, le daba conversación a Magda en el sofá.
—¿Y cómo te va en el nuevo trabajo, Edmund? —preguntó Lucienne. Edmund
había trabajado en el departamento de contabilidad de las Naciones Unidas varios
años, pero en el nuevo puesto le pagaban mejor y se sentía menos encerrado, dado
que había comidas de negocios casi a diario, según tenía entendido Lucienne.
—Y… —empezó Edmund—, os digo una cosa, es otra gente —trató de sonreír.
Las sonrisas de Edmund parecían esfuerzos—. Esas comidas con tanto alcohol… —
Edmund movió la cabeza—. Creo que hasta les molesta que yo no fume. Quieren que
uno sea como ellos, ¿sabéis?
—¿Quiénes son «ellos»? —preguntó Charles Forbes.
—Clientes de la agencia y muchas veces sus contables —contestó Edmund—.
Prefieren hablar de negocios durante la comida que hacerlo en mi oficina. Es curioso
—Edmund se pasó el índice por la aleta de su nariz aguileña—. Tengo que beber una
o dos copas con ellos (el restaurante al que voy sabe prepararlas suaves), porque si
no, los clientes pueden pensar que soy el Infernal Departamento de Hacienda en
persona, que privilegia la honestidad sobre la conveniencia o algo por el estilo —la
cara de Edmund volvió a torcerse en una sonrisa que no duró mucho.
«Qué pena», pensó Lucienne y por poco lo dijo. Raro pensar en esa palabra,
porque no sentía pena por Edmund. Lucienne cruzó miradas con Charles y después
con Tom Strathmore, que esbozó una sonrisita irónica.
—Además me llaman a cualquier hora de la noche. En California no se dan
cuenta de la diferencia horaria…
—Deja el teléfono descolgado por la noche —terció Ellen, la mujer de Charles.
—Ah, no puedo darme el lujo —contestó Edmund—. Estos clientes y sus
preocupaciones son como vacas sagradas. A veces me hacen preguntas que podrían
resolverse con una calculadora. Pero Babock y Holt, como empresa, les debe cierta
cortesía, así que duermo poco… No, gracias, Peter —dijo cuando Peter intentó
servirle más alcohol. Edmund también alejó un cenicero casi lleno cuyo olor parecía
molestarle.
Normalmente Lucienne habría retirado el cenicero, pero ahora no lo hizo. ¿Y
Magda? Cuando Lucienne la miró, Magda echaba un vistazo a su reloj mientras
hablaba con Charles, que estaba a su izquierda. Veintisiete años tenía, sin duda era
envidiablemente joven, pero ¡qué sosa! Mal cutis. No era sorprendente que no se
hubiera casado antes. Seguía trabajando, había dicho Edmund; hacía algo relacionado
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con ordenadores. Tejía bien, sus padres eran mormones, aunque Magda no lo era.
¿No?, se preguntaba Lucienne.
Un momento después, tras rechazar los ofrecimientos incluso de zumo de naranja
o de tomate, Magda le dijo suavemente a su marido:
—Amor… —y dio unos golpecitos sobre su reloj pulsera.
Edmund dejó su vaso sobre la mesita al instante, y sus anticuados zapatos de
vestir marrones se levantaron del suelo un poco antes de que él se incorporara.
Edmund ya tenía cara de cansado, aunque apenas eran las ocho.
—Ah, sí, el teatro. Gracias, Lucienne. Un placer, como siempre.
—¡Pero tan poco tiempo! —dijo Lucienne.
Después de que Edmund y Magda se fueran, hubo un «uf» generalizado y algunas
risotadas contenidas, que sonaban no tan indulgentes como ácidamente divertidas.
—No me gustaría nada estar casado con alguien así —dijo Peter Tomlin, que no
estaba casado—. Honestamente —agregó.
Peter conocía a Edmund desde que él, Peter, tenía veintidós años; los había
presentado Charles Forbes, en cuya editorial Peter se había presentado a un puesto sin
éxito. A Charles, que era un poco mayor, Peter le había caído bien, y lo había
presentado a algunos de sus amigos, entre ellos Lucienne y Edmund. Peter recordó
que Edmund Quasthoff le había causado una primera impresión favorable —la de un
hombre serio y honrado—, pero las virtudes que Peter había visto en Edmund
entonces se habían desvanecido con el tiempo, como si aquella primera impresión
hubiera sido un error por parte de Peter. Edmund, por alguna razón, no había estado a
la altura de la vida. Había en él algo forzado, y Magda parecía ser lo forzado en
persona. ¿O era que a Edmund en realidad no le caían bien ellos?
—Quizás se merece a Magda —dijo Anita, y los otros se rieron.
—Quizás nosotros tampoco le caemos bien —dijo Peter.
—Pero sí —dijo Lucienne—. ¿Te acuerdas, Charles, de lo contento que se puso
cuando… cuando lo aceptamos… la primera vez que los invité a él y a Lillian a cenar
aquí en casa? Una de mis cenas de cumpleaños, si mal no recuerdo. Edmund y Lillian
no paraban de sonreír porque se los había admitido en nuestro círculo de elegidos —
la risa de Lucienne despreciaba al círculo y también a Edmund.
—Sí, Edmund hizo el intento —dijo Charles.
—Hasta la ropa que se pone es aburrida —dijo Anita.
—Cierto. ¿No podría alguno de vosotros deslizar una indirecta? Tú, por ejemplo,
Julian —Lucienne echó un vistazo al impecable traje de algodón de Julian—.
Siempre vas tan elegante…
—¿Yo? —Julian se acomodó la chaqueta sobre los hombros—. Sinceramente,
creo que los hombres prestan más atención a lo que dicen las mujeres. ¿Por qué
habría de decirle algo yo?
—Magda me contó que Edmund quiere comprarse un coche —dijo Ellen.
—¿Sabe conducir? —preguntó Peter.
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—¿Me permites, Lucienne? —Tom Strathmore se inclinó hacia la botella de
whisky que había sobre una bandeja—. Quizás lo que le hace falta a Edmund es una
buena borrachera una noche de estas. A lo mejor Magda hasta va y lo deja.
—Acabamos de invitar a los Quasthoff a cenar en casa el viernes por la noche —
anunció Charles—. Quizás Edmund llegue a emborracharse. ¿Quién más quiere
venir? ¿Lucienne?
Previendo aburrirse, Lucienne dudó. Pero quizás no se aburriría.
—¿Por qué no? Gracias, Charles. Y Ellen.
Peter Tomlin no podía, porque tenía que entregar un encargo el viernes por la
noche. Anita dijo que le encantaría ir. Tom Strathmore estaba libre, pero no así los
Markus, porque era el cumpleaños de la madre de Julian.
Fue una velada memorable en la amplia cocina-comedor de los Forbes. Magda no
había estado nunca en el ático. Contempló educadamente la colección de dibujos
enmarcados de artistas contemporáneos, pero pareció darle miedo hacer comentarios.
Magda se portó mejor que nunca, mientras los demás, como por acuerdo tácito,
estuvieron inusualmente distendidos y contentos. En parte, se dio cuenta Lucienne, lo
hacían para dejar a Magda fuera del jovial círculo de amigos y burlarse de su
exagerado decoro, aunque de hecho todos se esforzaban por que Edmund y Magda se
divirtieran. Una de las formas de hacerlo, observó Lucienne, era la de Charles, que
servía ginebra en el vaso de tónica de Edmund con mano muy generosa. A la mesa,
Ellen hizo lo propio con el vino. Era un vino muy bueno, un margaux añejo que iba
muy bien con los trozos de carne que todos sumergían en el aceite caliente de una
olla ubicada en el centro de la mesa redonda. Había pan caliente con mantequilla y
ajo, y servilletas de papel en las que limpiarse los dedos grasientos.
—Vamos, mañana no tienes que trabajar —dijo Tom con afabilidad, volviendo a
llenar el vaso de vino de Edmund.
—No, sí, mañana trabajo —contestó Edmund, con una sonrisa—. Siempre lo
hago. Los sábados hay que hacerlo.
Magda miraba fijamente a Edmund, aunque él no lo notara, porque sus ojos no se
dirigían hacia ese lado.
Después de cenar, pasaron al largo salón que daba a la terraza. Con el café se
sirvió Drambuie, Bénédictine o brandy a elección. A Edmund le gustaba lo dulce,
como bien sabía Lucienne, y ella notó que a Charles no le costó persuadirlo de que
aceptara un traguito de Drambuie. Después jugaron a los dardos.
—Los dardos es el mayor ejercicio físico que me permito —dijo Charles,
preparándose. Su primer tiro dio justo en el centro.
Los demás fueron turnándose; Ellen anotaba la puntuación.
Edmund se preparó con torpeza, haciéndose el gracioso, como todos sabían,
aunque tratando de apuntar bien. Edmund tenía cualquier cosa menos agilidad y
coordinación. Su primer tiro dio en la pared a un metro del blanco, y, como la golpeó
de lado, el dardo no se clavó sino que cayó al suelo. Lo mismo hizo Edmund, tras
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girar por algún motivo sobre el pie izquierdo y perder el equilibrio.
Gritos de «¡bravo!» y risas alegres.
Peter alargó una mano y levantó a Edmund.
—¿Te has hecho daño?
Edmund pareció muy sorprendido y no sonrió al ponerse en pie. Se arregló el
traje.
—No creo que… La verdad me siento como… —sus ojos miraron alrededor,
como desenfocados, mientras los demás esperaban, escuchando—. Tengo la
sensación de que no se me aprecia en esta casa… así que…
—¡Ay, Edmund! —dijo Lucienne.
—¿De qué hablas, Edmund? —preguntó Ellen.
Le pusieron a Edmund otro Drambuie en la mano, pese a que Magda trató de
impedirlo. Edmund se calmó, pero no mucho. La partida de dardos continuó. Edmund
estaba lo suficientemente sobrio para darse cuenta de que haría el ridículo yéndose
enfadado en ese momento, pero lo suficientemente ebrio como para revelar la
corazonada, por muy vaga que fuera, de que la gente que estaba a su alrededor ya no
eran verdaderos amigos suyos, que en realidad él no les caía bien. Magda lo
convenció de que tomara más café.
Los Quasthoff se fueron unos quince minutos después.
Sobrevino una inmediata sensación de alivio.
—Ella es la muerte, seamos sinceros —dijo Anita, y arrojó un dardo.
—Bueno, lo emborrachamos —dijo Tom Strathmore—. O sea que es posible.
De alguna manera todos habían probado el sabor de la victoria al ver a Edmund
despatarrado en el suelo.
Esa noche, Lucienne, que había bebido más que de costumbre —dos coñacs
después de la cena—, llamó a Edmund a las cuatro de la mañana para preguntarle
cómo se encontraba. Sabía también que lo llamaba para estropearle el sueño. El
teléfono sonó cinco veces y Edmund respondió con voz soñolienta; Lucienne
descubrió que no podía decir nada.
—¿Hola? ¿Hola? Habla Qu… Quasthoff.
Cuando Lucienne se despertó a la mañana siguiente, el mundo se veía un poco
diferente, más nítido y excitante. No se trataba de la leve sensación de nervios que
hubiera podido causarle la resaca. De hecho, se sintió muy bien después de su
desayuno habitual de zumo de naranja, té inglés y tostadas, y pintó a gusto durante
dos horas. Se dio cuenta de que tenía la mente ocupada detestando a Edmund
Quasthoff. Ridículo, pero así era. ¿Cuántos de sus amigos se sentían de la misma
manera ese día?
El teléfono sonó justo después de mediodía, y era Anita Ketchum.
—Espero no interrumpirte en medio de una pincelada maestra.
—No, no. ¿Qué pasa?
—Bueno, Ellen me llamó esta mañana para decirme que se canceló la fiesta de
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cumpleaños de Edmund.
—Ni sabía que había una fiesta.
Anita se lo contó. La noche anterior, Magda había invitado a Charles y Ellen a
una cena para festejar el cumpleaños de Edmund dentro de nueve días, y había dicho
que, como servirían un bufet con los invitados de pie, invitaría a «todo el mundo»,
incluidos algunos amigos de ella que aún no todos conocían. Pero resultaba que a la
mañana siguiente, sin mediar una explicación del tipo de que Edmund o ella estaban
enfermos de algo grave, Magda había dicho que había «reconsiderado» lo de la fiesta,
que lo sentía.
—A lo mejor le da miedo que Edmund se emborrache de nuevo —dijo Lucienne,
pero sabía que eso era solo parte de la respuesta.
—Estoy segura de que piensa que ni ella ni Edmund nos caen bien, lo que por
desgracia es cierto.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Lucienne, fingiendo desilusión.
—Somos unos parias sociales, ¿no? Ja, ja. Ahora me tengo que ir, Lucienne, que
hay alguien esperando.
El pequeño revés de la fiesta cancelada le pareció a la vez hostil y tonto a
Lucienne; el resto del grupo se enteró en unas veinticuatro horas, aunque no todos
habían llegado a recibir la invitación.
—Nosotros también podemos invitar y desinvitar —le dijo riendo Julian Markus
por teléfono a Lucienne—. Qué chiquillada; ni siquiera dieron la excusa de un viaje
de negocios o algo así.
—No hay excusa, no. En fin, ya pensaré en algo divertido, Julian de mi corazón.
—¿A qué te refieres?
—Una pequeña revancha. ¿No crees que se la merecen?
—Claro, querida mía.
La primera idea de Lucienne fue sencilla. Ella y Tom Strathmore invitarían a
Edmund a comer el día de su cumpleaños, y lo emborracharían de tal manera que no
estaría en condiciones de regresar a su oficina esa misma tarde. Tom se mostró
entusiasta. Y Edmund sonó agradecido cuando Lucienne lo llamó para invitarlo, sin
mencionar el nombre de Magda.
Lucienne reservó mesa en un restaurante francés bastante caro cerca de la calle 60
en el East Side. Ella, Tom y tres martinis ya estaban esperando cuando Edmund llegó,
sonriendo tímidamente, pero a todas luces contento de ver a sus viejos amigos de
nuevo en torno a una pequeña mesa. Conversaron afablemente. Lucienne se las
arregló para pronunciar algunos elogios con respecto a Magda.
—Tiene cierta dignidad —dijo Lucienne.
—Ojalá no fuera tan tímida —replicó Edmund al instante—. Yo trato de que se
suelte.
Otra ronda de copas. Lucienne pospuso el momento de pedir al ir a hacer una
llamada telefónica, mientras que Tom pidió una tercera ronda para pasar el tiempo
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hasta que Lucienne volviera. Después pidieron la comida, con vino blanco seguido de
tinto. Con la primera copa de blanco, Tom y Lucienne le cantaron bajito el «Feliz
cumpleaños» a Edmund mientras levantaban los vasos. Lucienne había llamado a
Anita, que trabajaba a solo tres manzanas, y Anita se les unió cuando la comida
estaba terminando, justo después de las tres, y le pidieron un Drambuie a Edmund,
aunque Lucienne y Tom se abstuvieron. Edmund murmuraba algo sobre un
compromiso a las tres en punto, al que quizás le conviniera no ir, porque en realidad
no era un compromiso de los más importantes. Anita y los demás le dijeron que sin
duda se lo perdonarían en su cumpleaños.
—Tengo solo media hora —dijo Anita cuando salieron juntos del restaurante,
donde Anita no había bebido nada—. Pero tenía ganas de verte en tu día, mi querido
Edmund. Te invito a beber una copa o una cerveza. Insisto.
Los otros besaron a Edmund en la mejilla y partieron, y Anita cruzó la calle con
Edmund hacia el bar de la esquina, cuya exuberante decoración intentaba emular a la
de un antiguo pub irlandés. Edmund cayó sobre su silla, tras resbalarse en el serrín
del suelo. Costaba creer que le servirían algo, pensó Anita, pero ella estaba sobria, y
les sirvieron. Desde el bar, Anita llamó a Peter Tomlin y le explicó la situación, que a
Peter le causó gracia, y Peter prometió aparecer y tomar el relevo. Llegó Peter.
Edmund bebió una segunda cerveza e insistió en tomar café, que fue pedido, pero la
combinación pareció descomponerlo. Anita se había ido hacía unos minutos. Peter
esperó con paciencia, hablando de cualquier tontería con Edmund, preguntándose si
Edmund vomitaría o se desplomaría al pie de la mesa.
—Mag invitó a gente a las seis —farfulló Edmund—. Tengo que estar en casa…
antes… que si no —intentó en vano enfocar el reloj con la mirada.
—¿La llamas Mag? Termínate la cerveza, compañero —Peter levantó su primer
vaso de cerveza, que estaba casi vacío—. Hasta el fondo y ¡que cumplas muchos
más!
Vaciaron sus vasos.
Peter dejó a Edmund en la puerta de su apartamento a las 18:25 y se marchó. Por
el murmullo de las voces que se oían detrás de la puerta, Peter se había dado cuenta
de que, en casa de Magda y Edmund, los invitados estaban en pleno aperitivo.
Edmund había dicho que «su jefe» estaría presente, así como un par de clientes
importantes. Peter se sonrió en el ascensor. Regresó a su casa, le pasó un informe
completo a Lucienne, se preparó café instantáneo y volvió a sentarse frente a la
máquina de escribir. ¿Cómico? ¡Claro! ¡Pobre Edmund! Pero era Magda quien más
divertía a Peter. Magda era la estirada, el verdadero blanco, pensó Peter.
Peter cambiaría de opinión en menos de una semana. Vio con sorpresa y cada vez
mayor inquietud que la ofensiva, liderada por Lucienne y Anita, se concentraba en
Edmund. Diez días después de la borrachera, Peter pasó un día por el apartamento de
los Markus —solo para devolver un par de libros que le habían prestado— y los
encontró a los dos saboreando la última desgracia de Edmund. Edmund había perdido
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su empleo en Babcock y Holt y ahora estaba en el hospital Payne-White haciéndose
una cura de desintoxicación.
—¿Cómo? —dijo Peter—. ¡No sabía nada!
—Nos enteramos hoy —dijo Frieda— Me llamó Lucienne. Dijo que quiso
contactar con Edmund en su oficina hoy por la mañana, y le dijeron que estaba de
permiso, pero ella insistió en saber dónde estaba con el pretexto de que se trataba de
una emergencia familiar, y ya sabes lo buena que es para ese tipo de cosas. Así que le
dijeron que Edmund estaba en el Payne-White, y ella llamó y habló con él en
persona. Para colmo, según contó él mismo, Edmund había tenido un accidente con
su coche, aunque por suerte no había resultado herido ni había herido a nadie.
—Santo Dios —dijo Peter.
—Siempre tuvo debilidad por la botella —dijo Julian— y por desgracia muy poca
tolerancia al alcohol. Tuvo que dejar de beber por completo hace cinco o seis años,
¿no, Frieda? Quizás tú no lo conocías en aquella época, Peter. En fin, se mantuvo
sobrio, pero no duró mucho. Las cosas empeoraron cuando Lillian lo abandonó. Pero
ahora, este trabajo…
Frieda Markus dejó escapar una risita.
—¡Este trabajo! Lucienne no ayudó y lo sabes bien. Invitó a Edmund un par de
veces a su casa y le soltó la lengua con alcohol. Lo hizo hablar de sus problemas con
Magda.
Problemas. Peter sintió una punzada de antipatía hacia Edmund por haber hablado
de sus «problemas» tras solo unos tres meses de matrimonio. ¿No tenía problemas
todo el mundo? ¿Había que aburrir a los amigos con ellos?
—Quizás se lo merecía —murmuró Peter.
—En un sentido, sí —dijo Julian con autoridad y sacó un cigarrillo. La
agresividad de Julian daba a entender que la campaña anti Edmund aún no había
terminado—. Es débil —agregó.
Peter le agradeció a Julian el préstamo de los dos libros y se marchó. Una vez más
tenía trabajo que hacer por la noche, así que no podía quedarse a tomar una copa. Ya
en casa, Peter dudó entre llamar a Lucienne o a Anita; se decidió por Lucienne, pero
como no contestaba probó con Anita. Anita estaba en casa, con Lucienne. Las dos
hablaron con Peter, y a ambas se las oía alegres. Peter le preguntó a Lucienne por
Edmund.
—Se habrá recuperado en una semana más o algo así, me dijo. Pero no será el
mismo de antes, no creo, cuando salga.
—¿Por qué?
—Bueno, perdió su trabajo y todo este asunto no le hará fácil conseguir otro.
Puede que haya perdido también a Magda, porque Edmund me dijo que ella lo iba a
dejar si no se iban de Nueva York.
—Así que a lo mejor se mudan —dijo Peter—. ¿Te dijo si la pérdida del trabajo
era definitiva?
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—Sí, sí. En la oficina se habló de un permiso, pero Edmund sabe que no van a
readmitirlo —Lucienne soltó una risa breve y estridente—. Les convendría irse de
Nueva York. Magda nos odia. Y, sinceramente, Edmund nunca fue uno de nosotros,
así que se entiende.
¿Se entendía?, se preguntó Peter mientras se abocaba a su propio trabajo. Había
algo malicioso en todo aquello, y él se había comportado maliciosamente al servirle
cerveza tras cerveza a Edmund. Lo curioso era que Peter no sentía ni pizca de
compasión por Edmund.
Se habría pensado que el grupo dejaría a Edmund tranquilo, como poco, o incluso
haría un esfuerzo para levantarle la moral (sin copas) cuando saliera del Payne-
Whitney, pero ocurrió exactamente lo contrario, observó Peter. Anita Ketchum invitó
a Edmund a cenar en su apartamento y también le pidió a Peter que fuese. Anita no
alentó a Edmund a beber, pero por voluntad propia él bebió al menos tres cócteles. A
Edmund se lo veía decaído, y no se puso de mejor humor cuando Anita empezó a
criticar a Magda. Anita dijo con imparcialidad que Edmund se merecía una mujer
mejor, y debería buscarla lo antes posible. Peter estaba de acuerdo.
—No parecía hacerte muy feliz, Ed —comentó Peter de hombre a hombre—, y
ahora dicen que quiere que te vayas de Nueva York.
—Es cierto —dijo Edmund— y no sé en qué otra parte conseguiría un trabajo
decente.
Conversaron hasta tarde, en el fondo sin llegar a nada. Peter se fue antes que
Edmund. Descubrió que la imagen de Edmund lo deprimía: una figura alta,
encorvada, con ropa amplia, que miraba el suelo mientras daba vueltas por el salón de
Anita con una copa en la mano.
Lucienne estaba en su casa leyendo cuando el teléfono sonó a la una de la
mañana. Era Edmund, diciéndole que iba a divorciarse de Mag.
—Acaba de irse, hace un minuto —dijo Edmund en un tono alegre pero que
sonaba un poco ebrio—. Dijo que pasaría la noche en un hotel. Ni siquiera sé dónde.
Lucienne se dio cuenta de que quería que lo elogiara, o que lo felicitara.
—Bueno, Edmund querido, puede que sea lo mejor. Espero que lleguéis a un
arreglo sin problemas. Después de todo, no has estado casado mucho tiempo.
—No, creo que hago, quiero decir, que ella hace, lo correcto —dijo Edmund con
pesadez.
Lucienne le aseguró que ella pensaba lo mismo.
Ahora Edmund se dedicaría a buscar un nuevo trabajo. Creía que Mag no pondría
dificultades, financieras o de otra índole, en cuanto al divorcio.
—Es una mujer joven que valora su privacidad. Es sorprendentemente…
independiente, ¿sabes? —hipó Edmund.
Lucienne sonrió, pensando que cualquier mujer querría ser independiente de
Edmund.
—Todos te deseamos suerte, Edmund. Y hazme saber si crees que podemos
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mover hilos en alguna parte.
Charles Forbes y Julian Markus, le dijo más tarde Charles a Lucienne, fueron al
apartamento de Edmund una tarde para hablar de negocios, porque a Charles se le
había ocurrido que Edmund podía trabajar como contable autónomo y de hecho la
editorial donde trabajaba Charles necesitaba a alguien así. Ellos dos no bebieron casi
nada, según Charles, pero se quedaron hasta bastante tarde. Edmund estaba con el
ánimo por los suelos, y para cuando se hicieron las doce ya había tomado varios
dedos de whisky.
Aquello fue un jueves por la noche, y, para el martes por la mañana, Edmund
estaba muerto. La mujer de la limpieza entró con su llave y lo encontró durmiendo en
su cama, según pensó, a las nueve de la mañana. No se dio cuenta hasta las doce y
entonces llamó a la policía. La policía no pudo dar con Magda, y el proceso de avisar
a alguien se retrasó mucho, de manera que nadie del grupo supo nada antes del
miércoles por la noche: Peter Tomlin vio la noticia en el periódico y llamó a
Lucienne.
—Una combinación de pastillas para dormir y alcohol, pero no hay sospechas de
suicidio —dijo Peter.
Tampoco Lucienne sospechaba que hubiera sido un suicidio.
—Qué final —dijo con un suspiro—. ¿Y ahora qué pasará?
No estaba conmovida, sino que pensaba vagamente que los otros miembros del
círculo estarían oyendo las noticias o leyéndolas en aquel momento.
—Bueno, el funeral es mañana en una funeraria de Long Island, según lo que dice
aquí.
Peter y Lucienne decidieron ir.
Los amigos, Lucienne Gauss, Peter Tomlin, los Markus, los Forbes, Tom
Strathmore, Anita Ketchum, acudieron todos; formaban al menos la mitad de la
pequeña concurrencia. Quizás unos pocos parientes de Edmund habían venido, pero
el grupo no estaba seguro: la familia de Edmund vivía en el área de Chicago, y el
grupo no había conocido a ninguno de sus integrantes. Magda estaba presente,
vestida de gris con un fino velo negro. Se quedó a un lado, y apenas saludó con un
asentimiento de cabeza a Lucienne y a los demás. Fue una ceremonia no confesional;
Lucienne no prestó atención y dudó que sus amigos lo hicieran, salvo para reconocer
las palabras como una cantinela vacía y cerrar los oídos. Después Lucienne y Charles
dijeron que no se sentían con ánimo de seguir el ataúd hasta la tumba, y tampoco los
demás lo hicieron.
La boca de Anita parecía de piedra, aunque se había congelado en una leve
sonrisa pensativa. Había taxis a la espera, y los coches se acercaron hacia ellos. Tom
Strathmore caminaba con la cabeza gacha. Charles Forbes miró el cielo de verano.
Charles caminaba entre su mujer, Ellen, y Lucienne, y de repente le dijo a esta:
—¿Sabes? Un par de veces llamé a Edmund de madrugada, solo para molestarlo.
Lo confieso. Ellen lo sabe.
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—Ah, ¿sí? —dijo Lucienne con calma.
Tom, detrás de ellos, lo había oído.
—Yo hice algo peor —dijo con una mueca sonriente—. Le dije a Edmund que
podía perder su empleo si invitaba a Magda a ir con él a sus comidas de negocios.
Ellen se rio.
—Oh, eso no es serio, Tom, eso es… —pero no terminó la frase.
«Lo matamos», pensó Lucienne. Todos pensaban lo mismo, y ninguno tenía el
valor de decirlo. Cualquiera de ellos hubiera podido decir: «Lo matamos, ¿sabéis?»,
pero nadie lo hizo.
—Lo vamos a echar de menos —dijo Lucienne finalmente, como si de verdad
sintiera eso.
—Sí —respondió alguien con igual seriedad.
Subieron a tres taxis, prometiendo verse pronto.
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Los terrores de la cestería
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El terror de Diane empezó de manera inocente y fortuita. Ella y su marido, Reg,
vivían en Manhattan, pero tenían una casa en la costa de Massachusetts, cerca de
Truro, donde pasaban casi todos los fines de semana. Diane era jefa de prensa en una
agencia de publicidad llamada Retting. Reg era abogado. Los dos habían cumplido
treinta y ocho años, no tenían hijos por elección y ganaban buenos sueldos.
Les gustaban las caminatas por la playa, y en general cada uno caminaba solo, no
en compañía del otro. Diane era aficionada a buscar piedras vistosas, caracoles de
forma interesante, botellas de diversos colores y tamaños, pedazos de madera pulidos
por la arena y el viento. Llevaba aquellos objetos a la casa gris descolorida que
llamaban «la cabaña», los guardaba algunas semanas o meses, y acababa tirándolos
casi todos, porque no quería que la cabaña se convirtiera en un nido de urraca. Una
mañana de domingo encontró una cesta de mimbre desteñida, sin fondo, pero de
lados y armazón sólidos. Parecía una de esas antiguas cunas entretejidas, pues un
extremo era más alto que el otro, uno de ellos se estrechaba, y la cesta era del tamaño
ideal para un recién nacido o un bebé de unos dos meses. Un moisés, como suele
decirse, pensó Diane.
¿Era la cesta siquiera norteamericana? Le divirtió pensar que pudiera haberse
caído, o que, vieja y rota, hubiera sido arrojada por la borda de un buque italiano que
pasaba, o de algún otro barco extranjero en el que hubiera una mujer abordo con un
niño. En cualquier caso, Diane decidió llevársela consigo y la dejó en el porche
lateral de la cabaña, sobre un banco en el que ya había piedras de colores, cantos
rodados y vidrios hallados en el mar. Quizás intentara repararla, para entretenerse,
porque en la condición en que estaba no servía para nada. Reg removía arena con una
pala de nieve junto a los escalones de madera y estaba por plantar más hierba en las
dunas, una segunda fila de soldados entre ellos y el mar, a fin de mantener la arena a
raya. La tarea, como sabía Diane, continuaría por una hora o algo así, hasta la hora de
la comida —la langosta fría y la ensalada de patatas estaban ya en la nevera—, y el
esfuerzo ajeno la inspiró a probar suerte con la cesta en ese mismo momento.
Se había percatado hacía unos minutos de que había ramas delgadas como las que
necesitaba junto a la pequeña chimenea en un cilindro de latón. Quizás fuera mejor
usar juncos, pero las ramas le darían más solidez al fondo de una cesta que acaso
utilizara para llevar pequeñas macetas con plantas, por ejemplo. Se podrían llevar
varias macetas en la cesta hasta donde daba el sol, en caso de poder repararla.
Diane tomó las tijeras de podar y cortó cinco ramas largas de color marrón rojizo
—el resultado de la poda del manzano de un vecino, recordó— y a continuación cortó
otras nueve de menor longitud para los travesaños. Calculó que necesitaba nueve. En
una estantería había un oportuno ovillo de hilo, y Diane se puso manos a la obra al
instante. Arrancó los pedazos rotos que quedaban en el fondo de la cesta y tomó una
de las ramas largas. La punta, que era un poco afilada a causa del ángulo en que la
había cortado con las tijeras, se deslizó con facilidad entre el apretado mimbre que
formaba la base del armazón. Tomó una segunda y una tercera rama. Después, sin
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atar aún los pedazos largos, pasó los más cortos por arriba y por debajo de los otros,
en ángulos rectos. Las ramas tenían la flexibilidad adecuada para ser manipuladas y
la rigidez necesaria para soportar el peso de una carga. Ninguna rama sobresalía
demasiado. Las había cortado de la longitud perfecta, calculando con el pulgar y a ojo
antes de dar el tijeretazo. Tomó el hilo.
Lo pasó por encima y por debajo, en torno a las puntas del mimbre que estaban al
borde del armazón y a través del mimbre ya trenzado, y finalmente hizo un nudo bien
fuerte. Pudo extender el hilo hasta la siguiente rama en un par de lugares, de manera
que no tuvo que hacer un nudo en cada travesaño. De repente, para su inmensa
sorpresa, la cesta había quedado reparada y se veía espléndida.
Irradiando orgullo, Diane miró su reloj. Apenas habían pasado quince minutos
desde que había llegado a la casa. ¿Cómo lo había logrado? Levantó la tapa de la
cesta e hizo presión con la palma de la mano derecha sobre el fondo. Los crujidos
indicaron firmeza. El entretejido era flexible. Y resistente. Miró el hilo
cuidadosamente atado y la longitud precisa de los travesaños, todos de más o menos
el diámetro de un lápiz, y una vez más se preguntó cómo lo había logrado.
Fue entonces cuando el terror se le acercó de puntillas, al principio como una leve
sospecha o una conjetura o una pregunta. ¿Tenía algún pariente o ancestro en un
pasado no muy remoto que hubiera sido un excelente tejedor de cestas? No que
supiera, pero la idea la hizo sonreír y le divirtió. Las abuelas y bisabuelas que sabían
hacer acolchados y tejer a ganchillo no contaban. Lo de las cestas era más primitivo.
Sí, la gente había tejido cestas desde miles de años antes de Cristo, y quizás hasta
un millón de años antes, ¿no? Las cestas debían de haber aparecido antes que las
vasijas de arcilla.
La respuesta a su pregunta, a cómo lo había logrado, acaso fuera que la raza
humana había transmitido el antiguo arte de tejer cestas por tanto tiempo que este
había salido a la luz en ella una mañana de sábado a finales del siglo XX. La idea la
inquietó.
Al poner la mesa para la comida, volcó una copa de vino, pero la copa estaba
vacía y no se rompió. Reg seguía paleando arena, aunque ahora más lentamente;
estaba a punto de terminar. Era un poco temprano para comer, pero Diane había
querido tener la mesa puesta y el aliño para la ensalada preparado en el cuenco de
madera, antes de afrontar el trabajo que se había traído para el fin de semana. Por fin
se sentó con un cuaderno amarillo y un lápiz en la mano y abrió la tapa plástica de la
carpeta que decía RETTING, además de su nombre, DIANE CLARKE, en letras más
pequeñas a pie de página. Debía escribir trescientas palabras sobre un artefacto de
cocina que extraía el aire de bolsas de manzanas, naranjas, patatas o lo que fuera.
Extraído el aire, las bolsas podían guardarse en la base de la nevera como siempre,
pero el producto se conservaba por más tiempo y ocupaba menos espacio por la
ausencia de aire en la bolsa. Lo había visto en funcionamiento en la oficina, y ahora
tenía una foto enfrente de ella. Era un tubo de cuarenta centímetros que se fijaba al
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grifo de agua fría de la cocina. Al pasar, el agua movía una turbina dentro del tubo,
que producía un vacío por medio de una aguja insertada en la bolsa sellada. Diane
entendía el mecanismo bastante bien, pero empezó a sentirse rara y desorientada.
Era extraño estar sentada en una casita sencilla, construida hacía más de un siglo;
haber reparado una cesta del modo en que la gente había tejido o reparado cestas
durante miles de años, y tratar de escribir una frase sobre un aparato cuya existencia
dependía de la fontanería moderna, los envoltorios sellados, el transporte mecánico
de frutas y verduras que se cultivaban a cientos (quizás miles) de kilómetros del lugar
donde se consumían. De no ser así, la gente podría llevarse a casa las frutas y
verduras desde el campo en una bolsa, o en una cesta como la que ella acababa de
arreglar.
—¿Has dado un buen paseo esta mañana? —preguntó Reg, mientras se relajaba
con un vaso de vino blanco frío en la mano. Estaba de pie en la sala de techo bajo,
vestido con pantalones cortos, camisa desabotonada y sandalias. La cara se le había
tostado un poco más y tenía la piel rosada en las mejillas.
—Sí. Encontré una cesta. Bastante bonita. ¿Quieres verla?
—Claro.
Lo condujo hasta el porche lateral y le señaló la cesta, que estaba sobre la mesa de
madera.
—Se había desfondado, así que la he arreglado.
—¿La has arreglado tú? —Reg se inclinó a admirarla—. Sí, ya veo. Buen trabajo,
Di.
Ella sintió un temblor, un poco similar a la vergüenza. ¿O era miedo? Se sintió
incómoda cuando Reg levantó la cesta y miró el fondo desde abajo.
—A lo mejor puede servir para guardar leña, o revistas, quizás —dijo—. Siempre
podemos tirarla si nos cansamos.
—¿Tirarla? ¡No! Es rara, tiene la forma de una cuna o algo así.
—Es lo que yo pensé, que debe de haber sido hecha para un bebé.
Volvió al salón, deseando que Reg dejara de examinar la cesta de una vez.
—No sabía que tenías esas habilidades, Di. ¿Herencia de las Girl Scouts?
Diane se rio. Reg sabía que ella nunca había formado parte de las Girl Scouts.
—No olvides que los Gardner vienen a las siete y media.
—Sí, gracias. No lo había olvidado. ¿Qué hay de cenar? ¿Tenemos todo lo que
hace falta?
Diane dijo que sí. Los Gardner traerían frambuesas de su jardín y crema. Había
whisky para quien quisiera, y Olivia Gardner querría. Era una bebedora consumada y
resistía bien el alcohol. Trabajaba como asesora financiera, y su esposo, Peter, era
profesor en el departamento de Matemáticas de la Universidad de Columbia.
Diane, después de ir a nadar a las cuatro, recogió unos juncos secos en las dunas y
dispuso entre ellos unos cuantos tallos de hierba en flor y flores silvestres, de color
azul y rosa, y naranja amarillento. Los puso todos en la cesta en forma de cuna que
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había dejado en el suelo junto a la chimenea.
—¡Qué bonito! —dijo Olivia al segundo whisky, como si la bebida le abriera los
ojos. Se refería al arreglo floral, pero Reg dijo al instante:
—¡Y mira la cesta, Olivia! Diane la encontró en la playa y la reparó. —Reg
levantó la cesta hasta la altura de su cabeza, para que Olivia y Pete pudiesen admirar
la base.
Olivia se rio.
—¡Está muy bien, Diane! ¡Precioso! ¿Cuánto tiempo te costó? Es una cesta
divina.
—Eso es lo raro —empezó Diane, ansiosa de expresarse—. Me llevó unos doce
minutos.
—¡Mirad lo orgullosa que está! —dijo Reg, sonriendo.
Pete pasaba el dedo por las ramitas de manzano de la base, asintiendo en gesto de
aprobación.
—Sí, es casi aterrador —prosiguió Diane.
—¿Aterrador? —Pete levantó las cejas.
—No me estoy expresando bien —Diane sonreía cortésmente, pero hablaba en
serio—. Sentí como si hubiera descubierto una habilidad o un conocimiento secreto,
así, de golpe. Estaba segura de todo lo que hacía. Me sorprendió muchísimo.
—Parece resistente, además —dijo Pete y dejó la cesta en su lugar.
A continuación cambiaron de tema. El coste de la calefacción, en caso de usar las
casas el invierno próximo. Diane hubiera querido que la conversación sobre la cesta
se alargara un poco más. Vino otra ronda de bebidas, mientras Diane traía la cena fría
a la mesa. Tazones de gelatina de consomé con una rodaja de limón como entrante.
Se sentaron. Diane estaba insatisfecha. ¿O era una sensación de molestia? ¿Molestia a
causa de qué? ¿Solo porque no se habían explayado sobre el tema de la cesta? ¿Qué
obligación tenían? Para ellos se trataba solo de una cesta, remendada de manera que
cualquiera habría podido hacerlo. Pero ¿cualquiera habría podido remendarla igual de
bien? Diane estaba sentada a la cabecera de la mesa, así que la cesta estaba a poco
más de un metro, detrás de ella y a su derecha. Por alguna razón le molestaba la
proximidad de la cesta. Era muy raro. Debía llegar hasta el fondo del asunto —una
idea graciosa, con vistas a las reparaciones— pero ahora no era el momento, no
mientras los demás hablaban y ella debía ocuparse de que los invitados disfrutaran la
comida.
Mientras tomaban café, Diane encendió tres velas y la lámpara de aceite, y
escucharon un disco de los divertimenti de Mozart. En realidad, no lo escuchaban,
sino que hacía de fondo a la conversación. Diane sí escuchó: la música era compleja,
incluso moderna, civilizada. Diane saboreó su brandy, que también le pareció un
epítome de la destreza, el cuidado y el conocimiento humanos. No como una cesta
que hasta un niño podía montar. Quizás un niño de pocos años no podía, pero alguien
en la infancia del progreso y la evolución de la raza humana sí podía tejer una cesta.
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¿Era posible que la bebida les estuviera haciendo efecto? Diana se acomodó la
falda por encima de las rodillas. El tema ahora eran los grupos de presión, la
impotencia de cualquier presidente y hasta del Congreso en contra del poder que
tenían.
El lunes temprano, Diane y Reg regresaron a Nueva York en helicóptero.
Ninguno tenía que llegar al trabajo antes de las once. Diane había creído que Nueva
York y el trabajo le quitarían la cesta de la cabeza, pero no fue así. Nueva York
acentuó lo que había sentido en la cabaña, aunque los orígenes de su sensación habían
quedado atrás. ¿Qué sentía, en cualquier caso? A Diane le disgustaba la vaguedad y
acostumbraba etiquetar sus emociones como celos, resentimiento, sospecha o lo que
fuese, incluso cuando la emoción no hablaba bien de ella. Pero ¿esto?
Lo que sentía casi seguro no era culpa, aunque francamente era perturbador y
desagradable. Tampoco envidia, no en el sentido de que quisiera dominar la cestería
como para tejer una cesta realmente magnífica, fuera eso lo que fuese. Siempre había
considerado que tejer cestas era una ocupación para gente de inteligencia limitada, y
de hecho la actividad se había convertido en un símbolo de lo que recomendaban los
psiquiatras a los pacientes con trastornos mentales. Nada que ver con eso.
Diane se sintió perdida. Desde que había arreglado la cesta, ya no era Diane
Clarke, o no del todo, en cualquier caso. Tampoco era otra persona, por supuesto. No
era que sintiese que había adoptado la identidad, por parcial que fuese, de un ancestro
remoto. ¿Cómo de remoto, de todos modos? No. Más bien se sentía como si estuviera
conviviendo con mucha gente del pasado, que residía en su cerebro o en su mente
(Diane no creía en el alma, y consideraba la idea de un inconsciente colectivo
demasiado vaga para darle importancia), y que algunas personas de los albores de la
humanidad estaban encerradas en ella, influyéndola, controlándola tanto como, hasta
ahora, ella se había controlado a sí misma. Aquella no era en modo alguno una
explicación reconfortante, pero al menos era una explicación parcial, quizás, de la
inquietud que la sobrecogía. Ni siquiera era una explicación, se daba cuenta, sino más
bien una descripción de sus sentimientos.
Quería hablarle del tema a Reg y no quería, pues pensaba que cualquier cosa que
tratase de decir al respecto parecería una estupidez o resultaría confusa. Para entonces
habían pasado cinco días desde que había arreglado la cesta en Truro, y el fin de
semana irían de nuevo a la cabaña. Los cinco días habían transcurrido en la oficina
como tantas otras semanas transcurrían para Diane. Había tenido un enfrentamiento
con Jan Heyningen, el director gráfico, el miércoles, y había estado a punto de decirle
lo que pensaba de su terquedad y mal gusto, pero no lo había hecho. Se lo había
tragado, furiosa. Ya le había pasado otras veces. Ella y Reg habían ido a cenar al
apartamento de unos amigos el jueves. Todo como de costumbre, visto desde fuera.
Lo inusual era la atmósfera esquizoide en su cabeza. ¿Era eso? ¿Dos
personalidades? Diane le dio vueltas a esa posibilidad durante toda la tarde del
viernes en la oficina mientras revisaba un nuevo material de promoción. ¿De verdad
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se imaginaba que varios cientos de ancestros prehistóricos habitaban en ella? No,
francamente no. Una idea así era incluso menos creíble que la idea de Jung de un
inconsciente colectivo. De golpe descartó también la simple idea o explicación a
partir de lo esquizoide. La esquizofrenia era un comodín, había oído, para un abanico
de trastornos para los que no existía otro diagnóstico. De cualquier modo, ella no se
sentía esquizoide, no se sentía como dos personas, ni tres, ni más. Simplemente sentía
miedo, un misterioso terror. Pero solo una cosa fuera de lo común había pasado
aquella semana: el centrifugador de lechuga se le había escapado de la mano en la
terraza y la lechuga había salido volando por todos lados: quedó colgada de las
plantas de bambú, se enganchó en los rosales, cayó fresca y limpia sobre las losas y
en el asiento de la mecedora. Diane se había reído, aunque no quedaba lechuga en
casa. Estaba tensa, quizás, y de ahí la torpeza. Un accidente como aquel podía pasar
en cualquier momento.
Durante el vuelo a Cape, Diane tuvo una buena idea: no usaría la cesta solo para
los arreglos florales sino para guardar más objets trouvés provenientes de la playa, o
mejor aún para las patatas y las cebollas de la cocina. La trataría como a cualquier
otra cesta vieja. Eso le quitaría el aura de misterio, el terror. Haber sentido terror era
absurdo.
Así que el sábado por la mañana, mientras Reg trabajaba en la máquina de
escribir mecánica que tenían en la cabaña, Diane dio un paseo por la playa con la
cesta. Había puesto un pedazo de periódico en el fondo y recogió muchos más objetos
que de costumbre: una gran variedad de guijarros de colores, unas pocas rocas de
mayor tamaño —una de color naranja, que parecía casi un trompe l’oeil de un mango
— y un pedazo interesante de madera gastada similar a un bumerán. ¿No sería raro,
pensó, si se tratara de un antiguo bumerán que se había ido gastando a lo largo y a lo
ancho hasta que solo había quedado la curvatura? Mientras ella caminaba de regreso
a casa, la cesta emitía unos leves crujidos que concordaban con sus pasos. La cesta
pesaba tanto que se vio obligada a cargarla con las dos manos, apoyándola de lado
contra la cadera, pero no tenía el menor miedo a que las ramas del fondo se
rompieran. Su obra.
«Ya basta», se dijo.
Cuando empezó a vaciar la cesta sobre la mesa de madera del porche, se dio
cuenta de que había juntado demasiadas piedras, así que arrojó por encima de la
baranda del porche más de la mitad a la arena, eligiendo rápidamente las menos
interesantes. Al final sacudió la arena del periódico y empezó a desplegarlo de nuevo
en la cesta. El sol caía sobre las lustrosas ramas de manzano marrón rojizo. No todas
estaban aseguradas con hilo por arriba y por debajo, porque en algunos casos no
había sido necesario. Un nuevo trabajo, y sin embargo, Diane sintió que el miedo
irracional la sobrecogía de nuevo y desplegó el papel en la cesta, haciendo presión
contra los bordes en forma de cuna para que su obra quedara oculta. Después la tiró
sin cuidado en el suelo; hubiera podido llenarla con unas patatas que estaban en una
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bolsa de papel, pero quería alejarse de la cesta inmediatamente.
Más o menos una hora después, cuando ella y Reg terminaban de comer, y Reg
reía y encendía un cigarrillo, Diane sintió un sobresalto interior, como si… ¿Qué? Se
esforzó por relajarse y le prestó más atención a lo que le estaba diciendo Reg. Pero
era como si hubieran quitado el sonido del televisor. Lo veía a él, pero no alcanzaba a
escucharlo ni a oírlo. Parpadeó y se obligó a escuchar. Reg hablaba de alquilar un
tractor para quitar parte de la arena, de hacer terrazas en el terreno y preservar la
propiedad con plantas que fueran creciendo. Hacía unas semanas habían hecho un
plan sencillo, recordaba Diane. Pero, una vez más, no se reconocía a sí misma, como
si se hubiera perdido entre millones de individuos, de la misma manera en que
alguien puede perderse en una multitud abigarrada. No, dicho así sonaba muy simple,
le pareció. Seguía tratando de encontrar alivio en las palabras. ¿O acaso estaba
esquivando algo? En tal caso, ¿qué?
—¿Qué? —preguntó Reg, reclinándose en su silla, relajado.
—Nada. ¿Por?
—Estabas como ida.
Diane hubiera podido contestar que se le había ocurrido algo para uno de los
proyectos que tenían en Retting, contestar muchas cosas, pero de repente dijo:
—Estoy pensando en pedir una excedencia. Solamente un mes, quizás. Creo que
Retting me la concedería, y me iría bien.
Reg pareció sorprendido.
—¿Estás cansada? ¿Es eso? ¿Es algo reciente?
—No. Estoy un poco inquieta. Descolocada, no sé… Pensé que quizás un mes sin
ir a la oficina… —pero se suponía que el trabajo era benéfico en una situación como
la suya. El trabajo impedía que la gente pensara demasiado en sus problemas. Pero
ella no tenía un problema, sino más bien un estado de ánimo.
—Ah… bueno —dijo Reg—. ¿Heyningen te ha estado crispando los nervios
últimamente?
Diane cambió de posición. Hubiera sido fácil decir que sí, que era eso. Sacó un
cigarrillo y Reg se lo encendió.
—Gracias. Te va a dar risa, Reg. Pero me molesta la cesta —lo miró, sintiéndose
avergonzada y extrañamente a la defensiva.
—¿La que encontraste el fin de semana pasado? ¿Te preocupa que un bebé se
haya ahogado en ella, perdido en el mar? —Reg sonrió como si acabara de hacer un
chiste no muy obvio.
—No, no es eso. Nada por el estilo. Te lo dije el fin de semana pasado.
Simplemente me molesta haberla arreglado con tanta facilidad. Ahí está. Lo dije. Y
puedes tratarme de loca, no me importa.
—No entiendo, no entiendo del todo lo que quieres decir.
—Me hizo sentir, de alguna manera, prehistórica. Y rara. La sensación me dura
hasta ahora.
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—En cierto sentido te entiendo —le aseguró Reg—. De veras. Pero otra manera
de ver las cosas, Di, sería que se trata de una actividad muy simple, lo de arreglar o
incluso tejer una cesta. No es que no admire lo bien que lo hiciste, pero no es como,
no sé, sentarse a tocar el Concierto Emperador de Beethoven, por ejemplo, sin haber
recibido una sola clase de piano en la vida.
—No.
Habría podido decir que nunca en su vida había recibido una clase de cestería.
Guardó silencio, preguntándose si podría cursar una solicitud de excedencia el lunes,
a manera de gesto, como un modo de calmar la inquietud que sentía. Para exorcizar
las emociones hacían falta gestos, había leído en alguna parte. ¿De verdad lo creía?
—En fin, Di, la excedencia es una cosa, pero lo de la cesta… Es una cesta
interesante, claro, porque no está hecha a máquina y esa forma ya no se ve. Te he
visto entusiasmarte con las piedras que encuentras. Lo entiendo. Son hermosas. Pero
dejar que te preocupe algo así…
—Las piedras son distintas —interrumpió ella—. Las admiro. No me inquietan.
Te dije que ya no me reconozco a mí misma. Me siento rara y perdida. La identidad,
a eso voy —dijo de nuevo, cuando Reg intentó hablar.
—¡Ah, Di! ¿Cómo que me dijiste eso? —se puso de pie—. No lo hiciste.
—Bueno, acabo de hacerlo. Me siento como si hubiera mucha otra gente dentro
de mí. ¿Entiendes?
Reg dudó.
—Entiendo las palabras, no la sensación.
Aquello era un avance. Diane se sintió agradecida, y aliviada por haberle contado
su malestar a Reg.
—Adelante con la idea de la excedencia, amor. No quise ser tan brusco.
Esa tarde, después de ordenar la cocina, Diane puso otro periódico en la cesta y
descargó una bolsa de patatas en ella, además de tres o cuatro cebollas. Objetos
familiares y cotidianos. Perecederos también. Se obligó a no pensar en la cesta o en la
excedencia el resto del día. A eso de las 19:30, ella y Reg fueron en coche a Truro,
donde había una fiesta callejera organizada por una agrupación ecológica. Vino,
cerveza y refrescos, perritos calientes y música de gramola. Se encontraron con los
Gardner y otros vecinos. El vino era imbebible; la atmósfera, maravillosa. Diane
bailó con un par de alegres extraños y fue feliz por un par de horas.
Un mes de excedencia, pensó esa noche en la ducha, era absurdo e innecesario.
Haberlo pensado, una aberración momentánea. Si la cesta —un objeto realmente
simple, como había dicho Reg— le molestaba tanto, lo correcto era deshacerse de
ella, quemarla.
El domingo por la mañana, Reg se subió al coche y fue a llevarle el taladro u otra
herramienta eléctrica a los Gardner, que vivían a doce kilómetros. En cuanto partió,
Diane se dirigió al porche lateral, volvió a poner las patatas y las cebollas en la bolsa
de papel que había guardado como casi todas las bolsas que entraban en la casa, y,
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con la cesta, el periódico y unas cerillas en la mano, caminó por la arena en dirección
a la playa. Encendió una cerilla, prendió el periódico y puso la cesta encima. Después
de un momento de vacilación, como si se sorprendiera, la cesta dio un crujido y
empezó a quemarse. Los costados más secos, por supuesto, prendieron más rápido
que las ramas de manzano más nuevas. Con un palo, Diane removió el mimbre entre
las llamas, hasta que no quedó nada salvo ceniza negra y unos rescoldos amarillentos,
que también acabaron por extinguirse y oscurecerse bajo la brillante luz del día.
Diane cubrió las cenizas con arena hasta que no quedó nada a la vista. Inspiró hondo
en el camino de regreso a la cabaña y se dio cuenta de que había contenido el aliento,
o casi, durante todo el tiempo que había durado la quema.
No le diría nada a Reg en cuanto a la cesta, y no era probable que él notara su
ausencia, como Diane bien sabía.
Diane sí dijo, el martes en Nueva York, que había cambiado de opinión en cuanto
a la excedencia. Se sobrentendía que se sentía mejor, pero no lo dijo.
La cesta ya no estaba, nunca volvería a verla a menos que se propusiera invocarla
de memoria, y no tenía intención de hacerlo. Se sentía mejor sin aquel objeto en la
casa, sabiéndolo destruido. Sabía que quemarlo había sido un acto que ella había
llevado a cabo para deshacerse de un sentimiento; un acto primitivo, si se pensaba
bien, porque aunque la cesta había sido tangible, sus pensamientos no lo eran. Y
resultaron ser muy difíciles de destruir.
Tres semanas después de quemar la cesta, aún no se le había ido la idea demente
de que ella era una «raza humana caminante» o algo por el estilo. Seguía escuchando
a Mozart y Bartók, iba con Reg a la casa casi todos los fines de semana, y seguía
fingiendo que su vida tenía importancia, que era parte del curso o la evolución de la
raza humana, aunque sentía que al quemar la cesta había rechazado aquella posición
o función. Se dio cuenta de que, durante una semana, se había aproximado a algo
importante y después, con plena conciencia de ello, lo había desaprovechado. De
hecho, no era más feliz ahora que cuando poseía la cesta bien arreglada. Pero había
tomado la decisión de no hablarle más del tema a Reg. Reg se había mostrado al
borde de la impaciencia el sábado anterior al domingo en que ella la había quemado.
¿Y de verdad podía expresar algo más con palabras? No. De manera que tenía que
dejar de pensar en el asunto. Sí.
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Bajo la mirada de un ángel oscuro
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Había llegado al último tramo del viaje, el trayecto en autobús desde el aeropuerto
hasta Arlington Hills. Nadie iría a buscarlo a la terminal de autobuses, pero a Lee no
le importaba lo más mínimo. De hecho, le parecía mejor así. Con su pequeña maleta,
podría hacer a pie las cuatro o cinco manzanas que había hasta el hotel Capitol Hill
(suponía que seguía existiendo), registrarse y después llamar a Winston Greeves para
avisarle de que había llegado. Quizás pudieran resolver el asunto con el abogado ese
mismo día, puesto que justo serían las cuatro de la tarde cuando Lee llamara a
Winston. Era solo cuestión de firmar un papel relacionado con la casa en la que Lee
Mandeville había nacido. Lee era el dueño actual y tenía que venderla porque
necesitaba el dinero. No le importaba, no se ponía sentimental por la casa blanca de
dos plantas con jardín delantero. ¿O sí? Con toda sinceridad, Lee creía que no. Había
pasado malos momentos en esa casa, además de algunos ratos felices: una infancia
descalza, arrojando una pelota de fútbol americano con sus amigos del barrio en el
jardín delantero. También había perdido allí a Louisa.
Lee se acomodó en el asiento, apoyó la mejilla en la mano, que estaba cerrada
suavemente en un puño, y miró por la ventanilla el paisaje de Indiana que desfilaba
ante sus ojos. Apenas reconoció el pueblecito que atravesaban. ¿Cuándo había estado
en Arlington Hills por última vez? Hacía nueve, no, diez años. Diez años atrás había
venido a ver a su madre al asilo de ancianos que se llamaba Hearthside, y ella no lo
había reconocido o había fingido no reconocerlo, o de verdad lo había confundido
con otra persona. En cualquier caso, su madre se las había arreglado para lanzarle un
«¡no vuelvas!» en el momento en que él cruzaba la puerta de su habitación. Winston,
que acompañaba a Lee, se había reído y había negado con la cabeza, como si dijera:
«No hay nada que hacer con los viejos, más que soportarlos».
Sí, hoy en día vivían para siempre. Los doctores no dejaban que los ancianos
murieran, no mientras hubiera pastillas, inyecciones, máquinas de diálisis, drogas
nuevas, todo lo cual costaba muy caro. Esa era la razón por la que Lee tenía que
vender la casa. Durante doce años, desde el ingreso de su madre en el asilo, la había
alquilado a una pareja cuyos niños ahora eran adolescentes. Lee nunca les había
cobrado un alquiler muy alto, porque no podían pagarlo, y Lee valoraba que fueran
de confianza. Pero la madre de Lee ahora costaba entre quinientos y seiscientos
dólares a la semana, se le habían acabado sus propios ahorros cinco años atrás, y Lee
se había hecho cargo de ella desde entonces, aunque Medicare pagaba parte del
tratamiento. Su madre, Edna, no estaba enferma, pero necesitaba pastillas y
tranquilizantes además de chequeos y vitaminas especiales. Lee le prestaba poca
atención al estado de salud de su madre, porque era el mismo año tras año. Caminaba
por sí sola pero tenía mal carácter, y nunca escribía a Lee, porque él no le escribía a
ella. Incluso antes de entrar en el asilo, su madre lo había culpado por carta de faltas y
actos imaginarios, así que Lee se había desentendido de ella, excepto para pagarle las
facturas. Un vástago le debía eso a sus padres, creía Lee, del mismo modo que los
padres le debían a un niño amor, cuidados y toda la educación que pudieran pagarle.
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Los niños eran caros y llevaban tiempo, pero, ciertamente, los padres se cobraban la
deuda cuando envejecían e imponían las mismas cargas a sus hijos.
Lee Mandeville tenía cincuenta y cinco años, no estaba casado, y era dueño de
una tienda de antigüedades en Chicago que iba bastante bien. Se dedicaba a la
compraventa de muebles antiguos, algunas alfombras de buena calidad, cuadros y
marcos, artículos de plata y latón y platería. No era un pez gordo del negocio de las
antigüedades, pero se lo conocía en Chicago y alrededores. Era delgado y su cabello,
que no se le había caído, tampoco había encanecido mucho. Su cara, siempre
afeitada, estaba surcada por una arruga en cada mejilla, y tenía cejas bastante espesas
sobre unos ojos gris azulados que eran amables y simpáticos. Le gustaba encontrarse
con desconocidos en su tienda y evaluarlos, descubrir si querían comprar algo que
quedara bien en alguna parte de su casa o si se habían enamorado de un objeto.
Cuando el autobús llegó dando pesados bamboleos a Arlington Hills, Lee se puso
tenso, inquieto y no muy contento. Bueno, no era su intención ver a su madre en este
viaje. No deseaba verla y no tenía obligación de hacerlo. Ella estaba tan perdida que
Lee era su apoderado desde hacía diez años. Afortunadamente, Winston había
obtenido la firma de su madre para ese fin. Ella se había resistido durante meses, no
por razones lógicas, sino por terca y porque le gustaba poner obstáculos. Eran las
cuatro menos veinte, vio Lee de reojo en su reloj. Se levantó y bajó la maleta del
maletero antes de que el autobús se detuviera.
—¡Lee! ¿Cómo estás, Lee?
A Lee le sorprendió la voz y le llevó un segundo identificar a Win entre la
pequeña multitud que esperaba a los que bajaban.
—¡Win! ¡Hola! No esperaba verte aquí —Lee sonreía ampliamente. Se dieron
palmadas en la espalda—. ¿Cómo va todo?
—Como siempre —contestó Win—. Sin grandes cambios. ¿Ese es todo el
equipaje que traes? Mi coche está por aquí, Lee, y Kate y yo esperamos que seas
nuestro invitado. ¿Te parece? —para entonces Win tenía la maleta de Lee en la mano.
Win tenía sesenta y tantos años y pelo lacio canoso que siempre parecía despeinado
por el viento. Llevaba pantalones azul marino y una camisa azul sin corbata. Era
gerente de una compañía de seguros que había fundado él mismo, y los Mandeville le
habían comprado pólizas para vivienda y automóviles durante décadas.
—Es muy amable de tu parte, Win, pero sinceramente, por una noche, no hay
problema en que me quede en el viejo Capitol —Lee no quería decir que prefería ir a
un hotel.
—De ninguna manera. Kate ya te ha preparado una habitación.
Win caminaba hacia el coche y Lee lo seguía. Al fin y al cabo, Win había sido de
gran ayuda en cuanto a Edna y parecía muy contento de recibirlo.
—Tú ganas, Win —dijo Lee, sonriendo—. Te lo agradezco. ¿Cómo está Kate? ¿Y
Mort? —Mort era su hijo.
—Como siempre —Win acomodó la maleta liviana de Lee en el asiento trasero
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del coche—. Ahora trabaja en Bloomington. Vendedor de coches.
—¿Sigue casado? —Lee recordaba unos problemas tremendos en relación con la
mujer de Mort: se había ido con otro, había abandonado a su hijo y después, creía
Lee, la pareja había vuelto a unirse.
—No, al final optaron por el divorcio —dijo Win y encendió el motor.
Lee no supo si debía decir «muy bien» o no, así que no dijo nada. Seguía su
madre, pensó Lee. Esa era la siguiente pregunta. Pero no le importaba saber cómo
estaba su madre. En vez de eso, dijo:
—Estaba pensando en que quizás podríamos cerrar este asunto hoy por la tarde,
Win. Es solo cuestión de firmar un papel, ¿no? —la casa de Barrett Avenue se había
vendido a una joven pareja de apellido Varick, Ralph y Phyllis, según recordaba Lee
de la carta del agente inmobiliario.
—Sí —dijo Win, y sus manos pesadas se abrieron sobre el volante por un
segundo, para cerrarse firmemente—. Supongo que podríamos.
Lee entendió que Win aún no había concertado la cita.
—Se trata del viejo Graham, ¿no? Nos conoce bien a los dos. ¿No podríamos
llegar de improviso y punto?
—Claro, por supuesto, Lee.
Win Greeves condujo hacia Main Street, y Lee echó un vistazo a los escaparates
de las tiendas y los letreros, notando muchos cambios desde la última vez que había
estado ahí; en un sentido estético, los cambios eran para mal. Más gente circulaba por
Main Street, donde había más tiendas. Acaso la antigua oficina de Graham no había
cambiado. Douglas Graham era abogado y notario público. Había redactado un poder
hacía unos cuantos años, a petición de Lee, para que Lee pudiera firmar los cheques
de las facturas de su madre, y el nombre de Winston Greeves había sido agregado en
calidad de administrador, porque Win estaba allí en Arlington Hills, e incluso visitaba
a veces a su madre, aunque ella no siempre lo reconocía, decía Win. En los últimos
años, mientras la cuenta bancaria de Edna se iba vaciando, Lee enviaba quinientos o
mil dólares de refuerzo todos los meses o casi. Win le enviaba a Lee el extracto de la
cuenta ahora a nombre de Lee y una explicación de los gastos.
—Supongo que no necesito que los Varick estén presentes —dijo Lee— cuando
firme.
—Lo sé. Ralph Varick ya firmó —dijo Win—. Son buena gente. Deberías
conocerlos, Lee.
—En fin, no hace falta. Dales mis mejores deseos de mi parte, si alguna vez los
ves —Lee no quería pasar cerca de la vieja casa, no quería verla. La familia
simpática, los Young, que no podían pagar un alquiler muy alto, aún seguían allí,
hasta fin de mes, pero Lee no quería visitarlos ni saludarlos. Le daban pena. Se obligó
a preguntar lo inevitable—. ¿Y supongo que mi madre también sigue igual?
Win se rio y movió la cabeza.
—Está… sí… no hay novedades.
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«¿Es que nunca estiran la pata?», pensó Lee con resentimiento y casi se rio de sí
mismo. Después de que él cobrara el dinero de la casa, ¿cuánto tiempo más, cuántos
años más viviría su madre, comiéndose quinientos o seiscientos dólares a la semana?
Ahora tenía ochenta y seis años. ¿Llegaría a los noventa o noventa y uno? ¿Por qué
no? Lee recordaba que tres de sus cuatro abuelos, además de un tío materno, habían
muerto después de los noventa años.
—Hemos llegado —dijo Win, aparcando cerca del bordillo.
Lee buscó una moneda y la metió en el parquímetro antes de que Win pudiera
insertar la suya. Doug Graham no tenía secretaria y salió de la oficina cuando ellos
llamaron al timbre de la sala de espera.
—Qué sorpresa, Lee. Y Win. ¿Cómo estás, Lee? Se te ve bien.
Doug Graham le dio a Lee un cálido apretón de manos. Doug, un hombre robusto,
estaba más corpulento que hacía diez años; ahora tenía casi setenta y llevaba un traje
beis ancho cuyos pantalones no estaban planchados con raya.
—Bastante bien, Doug. ¿Y tú?
Hubiera deseado decir palabras más simpáticas, pero por alguna razón no le
salieron. Doug les había hecho muchos favores a Lee y a su madre en el curso de los
años. Lee recordaba con vergüenza que, hacía unos veinte años, Doug había
convencido a su madre de no hacer un testamento que hubiera desheredado a Lee
como único hijo y pariente más cercano para ofrecerlo todo a una joven mujer negra
que limpiaba la casa y se había ganado a Edna.
Con calma y en silencio, Doug Graham dispuso unos papeles sobre el escritorio y
señaló dónde tenía que firmar Lee.
—Después de que leas el acuerdo, por supuesto, Lee —dijo Doug con una
sonrisa.
Lee les echó una mirada. Era un acuerdo de venta para la casa de Barrett Avenue,
llano y simple. Lee firmó. La escritura también estaba ahí, con la firma del padre de
Lee, también la del abuelo de Lee, pero antepuesta a estas un apellido que no era de
la familia. David Varick era el nombre completo. Lee no tenía que firmar esa parte.
—Espero que no te afecte de manera sentimental, Lee —dijo Doug con su voz
pausada y profunda—. Al fin y al cabo, no has estado mucho por aquí en estos
últimos años. Te hemos echado de menos.
Lee negó con la cabeza.
—No, sentimental no.
La pluma pasó a Winston Greeves, que se levantó para firmar el contrato de
compra en calidad de testigo.
—Lamento que sea así, de todas formas —dijo Doug—. Y lamento lo de tu
madre.
Una vez más Lee sintió una punzada de vergüenza, porque Doug sabía, como
todo el mundo, que su madre padecía demencia senil.
—Bueno, son cosas que pasan. Al menos no sufre —dijo Lee, incómodo.
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—Es cierto… Gracias, Win. Y con esto cerramos el asunto, creo… ¿Cuánto
tiempo te quedas, Lee?
Lee le dijo que solo hasta el día siguiente, porque tenía que regresar a Chicago a
ocuparse de la tienda. Le preguntó a Doug cuánto le debía, y Doug dijo que nada, y
una vez más Lee sintió vergüenza, porque Doug debía de saber que había vendido la
casa porque de otra forma no llegaba a cubrir sus gastos.
—Deberíamos beber por esto —dijo Doug, y sacó una botella de whisky de uno
de los cajones inferiores de su escritorio—. Además, ya casi es hora de cerrar, así que
nos lo merecemos.
De pie, cada uno apuró un traguito de whisky seco. Pero a Lee el ambiente le
resultó triste y un poco forzado.
Diez minutos después estaban en la casa de los Greeves, que era mejor que la
casa que Lee acababa de vender, con un jardín más grande y árboles más caros. Kate
Greeves le dio la bienvenida a Lee como si fuera de la familia, tomando su mano
entre las suyas y dándole un beso en la mejilla.
—¡Lee, me alegro mucho de que Win te haya convencido de que te quedaras con
nosotros! Ven, te mostraré tu habitación. Después podremos relajarnos.
Lo acompañó a la planta de arriba.
De la cocina llegaba un aroma a pastel y canela caliente. Su habitación estaba
ordenada y limpia, amueblada con un tocador, unas sillas y una mesa de fábrica; Lee
había visto cosas peores. Los Greeves daban lo mejor de sí para que se sintiera a
gusto.
—Me encantaría dar un paseo —dijo Lee al regresar a la planta baja—. No son ni
las seis. Todavía queda mucha luz…
—¡Ah, no! Charlemos, Lee. O te llevo en coche, si quieres ver la vieja ciudad —
Win parecía más que dispuesto.
Pero la idea no lo tentaba. Quería estirar las piernas por su cuenta, pero sabía que
Win protestaría que había que caminar quince minutos para salir de Rosedale, la zona
residencial, y patatín y patatán. Lee se encontró sentado en el salón con un vaso de
whisky en la mano. Kate volvió con un bol de palomitas de maíz con mantequilla.
Sonó el teléfono; los Greeves cruzaron miradas y Win fue al vestíbulo a
responder.
Lee tomó un viejo pisapapeles de vidrio que contenía una mariposa azul con las
alas abiertas. Era del tamaño de un jabón y muy bonito. Estaba a punto de preguntarle
a Kate dónde lo había comprado cuando la voz de Win que decía «¡No!» hizo que
guardara silencio.
—Te digo que no —dijo Win en voz baja pero en un tono de cólera reprimida—.
Y no vuelvas a llamar esta noche. En serio —se oyó un clic cuando Win colgó el
teléfono. Cuando regresó al salón, las manos le temblaban un poco. Agarró su vaso
—. Disculpa —le dijo a Lee con una sonrisa nerviosa.
Algún asunto relacionado con Mort, sospechó Lee. Quizás Mort en persona. Lee
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decidió que era mejor no hacer preguntas. También Kate parecía tensa. Mort debía de
tener al menos cuarenta años, pensó Lee. Tenía una personalidad muy frágil, y Lee
recordaba un lío de adolescente tras otro: el choque de un coche; la policía
deteniendo a Mort en alguna parte por estar borracho; Mort casándose con una chica
porque estaba embarazada, la misma mujer de la que se había divorciado, como había
dicho Win. A Lee esos problemas le parecían idiotas, porque bien podían evitarse, a
diferencia de una madre trastornada que se aferraba a la vida.
—No viene hacia aquí, ¿no? —murmuró Kate mientras se inclinaba a ofrecerle el
bol de palomitas a Lee.
Win negó con la cabeza de manera pausada y grave.
Lee apenas había oído lo que Kate había dicho. Hablaron de otras cosas durante la
cena y solo un poco de la madre de Lee. Estaba bien de salud, paseaba por el jardín
del asilo, bajaba al comedor a la hora de cada comida. Una vez al mes había una
«fiesta de cumpleaños» para todos los que cumplían años ese mes. Había un televisor,
no en cada habitación, sino en el salón comunitario de la planta baja.
—Supongo que todavía lee la Biblia —dijo Lee, con una leve sonrisa.
—Supongo que sí. Hay una en cada habitación, doy fe —contestó Win, y miró de
reojo a su mujer, que respondió preguntándole a Lee qué tal le iba con la tienda en
Chicago.
Mientras Lee contestaba, pensó en su madre, de labios lúgubres y horripilantes
sin los dientes postizos que no siempre se tomaba la molestia de ponerse, sentada
leyendo la Biblia. ¿Qué vería en ese libro? Sin duda, no la leche de la bondad
humana, aunque por supuesto esa era una frase de Shakespeare. ¿O la había dicho
primero Jesús? El Antiguo Testamento era sanguinario, vengativo, hasta bárbaro en
algunos lugares. Su madre le había dicho siempre, o con suficiente frecuencia: «Lee
la Biblia, Lee», cuando él estaba deprimido, desanimado, o cuando lo habían
«tentado» a comprar un coche vistoso de segunda mano a plazos, a la edad de
diecisiete o dieciocho años. ¡Qué inocente era comprar un coche a plazos comparado
con lo que su madre había hecho cuando él tenía veintidós años! Se había
comprometido con Louisa Watts, estaba locamente enamorado de ella; enamorado de
un modo, en cualquier caso, que hubiera podido durar y cuyo resultado habría sido un
buen matrimonio, según creía Lee. Pero su madre le había dicho a Louisa que Lee se
veía con chicas por todas partes, que hasta tenía prostitutas favoritas e iba en coche a
otros pueblos a divertirse. Cosas por el estilo. Y Louisa tenía solo diecisiete años. Le
había creído y había sufrido mucho. «Al diablo con mi madre», pensó Lee. ¿Y qué
había ganado ella con sus mentiras? ¿Qué él se quedara en casa? Ciertamente no.
Louisa se había casado con otro hombre en menos de un año, se había mudado a otra
parte, tal vez a Nueva York, y Lee se había ido de casa a pasar una temporada en San
Francisco, donde había trabajado de estibador, y después había ido a Nueva Orleans y
se había dedicado a lo mismo. Si Louisa no se hubiese casado, lo habrían intentado de
nuevo, porque estaban hechos el uno para el otro. Sí, había conocido a otras, cuatro o
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cinco. Había querido casarse, pero nunca había logrado convencerse (y quizás
tampoco a las chicas) de que el matrimonio funcionaría. Después se había mudado a
Chicago cuando casi tenía treinta años.
—¿No te gusta el pastel, Lee?
Lee se dio cuenta de que apenas había probado el pastel de manzana caliente y
que apretaba su servilleta con la mano izquierda como si fuera el cuello de una
persona.
—Sí, me gusta —dijo con calma y procedió a terminarlo.
Esa noche Lee durmió mal. Las ideas le daban vueltas por la cabeza, pero cuando
intentaba pensar en algo por unos minutos, no llegaba a nada. Fue un placer
levantarse al amanecer, vestirse en silencio y bajar la escalera de puntillas para ir a
dar un paseo antes de que nadie más despertara. No se tomó la molestia de afeitarse.
En menos de diez minutos se había alejado del área de Roseadle. El aire era dulce y
limpio, un poco fresco para mayo. El pueblo despertaba. Había camiones de leche
que entregaban la mercancía, carteros desde luego y unos cuantos trabajadores que
subían a los primeros autobuses.
—¿Lee? ¿Lee Mandeville?
Lee miró a la cara a un joven veinteañero con el pelo castaño ondulado, que
llevaba un traje de tweed, camisa y corbata. Lee recordaba con vaguedad la cara, pero
no habría sido capaz de acordarse del nombre si de ello dependiera su vida.
—¡Charles Ritchie! —dijo el muchacho, riendo—. ¿Me recuerda? Le entregaba
las compras a su madre.
—Pero claro. Charlie —Lee sonrió mientras recordaba a un chico flacucho de
doce años que a veces tomaba un refresco en la cocina—. ¿No vas a perder el
autobús, Charlie?
—No importa —dijo el muchacho, mirando apenas el autobús que se iba—. ¿Qué
lo trae por aquí, Lee?
—La venta de la casa. ¿Recuerdas la vieja casa?
—¡Claro que sí! Lamento que la venda. Creí que algún día volvería a instalarse
aquí. Cuando se jubilara o algo así.
Lee sonrió.
—Es por fuerza mayor, la verdad. Mi madre aún vive, y eso cuesta bastante
dinero. No es que me queje, por supuesto —vio que Charlie ponía de repente cara
seria.
Frunciendo el ceño, Charlie dijo:
—No lo entiendo. La señora Mandeville murió hace cuatro, no, cinco años. Sí, sí,
yo mismo fui al funeral, Lee —miró a Lee a los ojos.
Lee se dio cuenta de que era cierto. Se dio cuenta de que esa era la razón por la
que Win había insistido en que pasara la noche en su casa, para que no se cruzara con
ciudadanos que pudieran decirle la verdad.
—¿Qué ocurre? Discúlpeme por haber hablado del tema. Pero usted dijo que…
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Lee apartó el codo de la mano del joven y sonrió.
—Perdón. Supongo que di la impresión de que iba a desmayarme —Lee respiró
hondo e hizo un esfuerzo denodado por recobrar la compostura—. Sí, por supuesto
que está muerta. No sé por qué dije eso, Charlie.
—No se preocupe… ¿De verdad se siente bien?
—Sí, claro. Y ahí viene otro autobús, ¿no?
A través de un halo de luz matinal amarilla y hojas verdes, el autobús se acercaba.
Lee se apartó y saludó con la mano sin prestar atención a la despedida de Charlie.
Caminó lentamente durante unos cuantos minutos; no le importaba en qué dirección
lo llevaran sus pasos.
Entonces Lee se dio cuenta de que alguien de Hearthside, el contable del asilo u
otra persona, estaba confabulado con Win Greeves, porque Lee había visto facturas
reales durante los últimos cinco años. Lee se sintió débil, como si caminara en el
fango en vez de por la acera de cemento. ¿Y qué demonios pensaba hacer al respecto?
Cinco años. ¿Y en dólares? Veinte o veinticuatro mil dólares por cinco daban… Lee
sonrió con ironía y dejó de hacer cálculos. Miró el cartel que indicaba el nombre de la
calle y vio que estaba en la esquina de Elmhurst y South Billingham. Tomó Elmhurst,
que creía llevaba hacia al este, de vuelta a Rosedale. Lo único que quería de la casa
de los Greeves era su maleta.
Cuando regresó a la casa, se encontró con la puerta abierta y un aroma a café y
tocino. Win salió al recibidor de inmediato.
—¡Lee! Estábamos un poco preocupados. ¡Creímos que te habías ido caminando
dormido como un sonámbulo! —Win sonreía.
—No, no, solo fui a dar un paseo: me había quedado pendiente de anoche —Win
lo miraba fijamente. ¿Estaba pálido?, se preguntó Lee. Era probable. Lee se dio
cuenta de que aún podía ser cortés. Era sencillo. También era seguro y natural en él
—. Espero no haberte retrasado, Win —Lee miró su reloj pulsera—. Ya son las ocho
menos diez.
—No, en absoluto —le aseguró Win—. Ven a desayunar.
La comida se resistía a ser tragada, pero Lee conservó su buena educación, se
tomó el café y removió los huevos revueltos. Una vez más vio que Kate y Win
cruzaban miradas, miradas que Win intentaba evitar, aunque los ojos de su mujer lo
atraían como si estuviera hipnotizado.
—¿Has dado un paseo… agradable, Lee? —preguntó Win.
—Muy agradable, gracias. Me topé con Charles Ritchie —dijo Lee con cautela y
algo de respeto, como si Charles hubiera ascendido de repartidor al estatus de uno de
los discípulos que divulgaban el mensaje de la verdad—. Solía entregarle las compras
a mi madre —Lee notó que Win no lograba tragar el desayuno mucho mejor que él.
La tensión aumentó unos pocos grados, hasta que Kate dijo:
—Win me dijo que querías irte hoy mismo, Lee. ¿No hay manera de que cambies
de parecer?
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El comentario era tan falso que, de repente, Lee estalló para sus adentros. Pero en
el exterior no perdió la calma, aunque sí arrojó la servilleta sobre la mesa.
—Perdón, pero no puedo. No —su voz sonaba hueca y ronca. Lee se levantó de la
mesa—. Si me permitís —se alejó y subió a su habitación.
Cuando estaba cerrando la maleta, Win entró. Ahora Win estaba pálido y parecía
diez años mayor.
Lee casi sintió pena por él.
—Sí, me he enterado de lo de mi madre. Creo que estás pensando en eso, ¿no,
Win? —para entonces Lee tenía su pequeña maleta en la mano y estaba listo para
salir.
Win fue en silencio hasta la puerta y la cerró. La mano que retiró del picaporte
estaba temblando, y la levantó junto a la otra para cubrirse la cara.
—Lee, quiero que sepas que me doy vergüenza.
Lee asintió una vez, con impaciencia, sin que Win lo viera.
—Morton tenía muchos problemas. Esa maldita mujer suya… No se ha ido, no
hay divorcio y es todo un embrollo. La chica… quiero decir, la mujer de Mort está
embarazada de nuevo y ahora acusa a Mort, pero dudo que sea verdad, sí, lo dudo.
Pero no deja de pedir dinero y legalmente…
—¿A quién diablos le importa? —lo interrumpió Lee. Apretó el asa de la maleta,
deseoso de partir, pero Win le cerró el paso como una montaña horrenda. Los ojos de
Win, dilatados y con miedo, se clavaron en los de Lee.
A Lee le recordó un animal que sabe que será sacrificado en los próximos
segundos, pero de hecho Lee nunca había visto un animal en circunstancias
semejantes.
—Supongo —dijo Lee— que el asilo llegó a un acuerdo contigo. Recuerdo
facturas, en todo caso. Recientes.
Win dijo de manera miserable:
—Sí, sí.
Entonces Lee recordó las palabras de Doug Graham cuando Lee había dicho que
su madre no sufría y Doug había contestado que era cierto. Doug sabía que su madre
estaba muerta, pero durante la conversación no se había visto obligado a repetir ese
hecho, y desde luego había supuesto que Lee lo sabía. Lee se precipitó hacia la
puerta.
—¡Lee! —Win por poco lo agarró de la manga, pero apartó la mano, como si no
se animara a tocarlo—. ¿Qué vas a hacer, Lee?
—No sé… Creo que estoy conmocionado.
—Sé que es culpa mía. Solo mía. Pero si supieras las dificultades por las que
pasé, por las que paso. Chantaje: primero por parte de la mujer de Mort, que lo
chantajea a él, quiero decir, y ahora…
Lee entendía: el hijo estaba chantajeando al padre por este asunto. ¿Cuán bajo
podían caer los seres humanos? Por alguna razón, Lee quiso sonreír.
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—¿Cómo murió? —preguntó en tono educado—. Un ataque al corazón,
supongo…
—Murió mientras dormía —murmuró Win—. Casi nadie fue al funeral. Se había
granjeado tantos enemigos, ¿sabes?, con la lengua viperina que tenía… El hombre…
—¿Qué hombre? —preguntó Lee, porque Win se había callado.
—El hombre de Hearthside. Se llama Victor Malloway. Es… se podría decir que
es tan culpable como yo. Pero es el único otro culpable —una vez más Win le
imploró con la mirada—. ¿Qué vas a hacer, Lee?
Lee tomó aliento.
—Bueno, ¿qué quieres que haga? —Win no contestó a la pregunta, y Lee abrió la
puerta—. Adiós, Win, y gracias.
Abajo Lee le dio también las gracias a Kate y se despidió. No registró las palabras
que le dijo ella. Algo sobre llevarlo a la terminal de autobuses o llamar a un taxi.
No hay problema —se oyó Lee decir a sí mismo—. Llegaré por mi cuenta.
Se había ido, era libre, estaba solo, caminaba con la maleta hacia el pueblo, hacia
la terminal de autobuses. Recorrió el trayecto a pie a paso tranquilo y uniforme, llegó
a la terminal a eso de las diez y esperó con paciencia el autobús que iba a la ciudad
vecina, donde estaba el aeropuerto. Seguía aturdido, pero no podía silenciar los
pensamientos. Eran pensamientos amargos e infelices que corrían por su mente como
un río contaminado. Odiaba esos pensamientos.
Los pensamientos continuaron incluso cuando el autobús llegó y se puso en
marcha; recuerdos de la odiosa vanidad de su madre cuando era más joven, la forma
en que ella dominaba a su padre (muerto de cáncer antes de cumplir los sesenta), la
desaprobación y la crítica infatigable que su madre hacía de cada una de las chicas
que él llevaba de visita a su casa. También las murmuraciones de su madre sobre sus
propios amigos y vecinos, incluso los que eran simpáticos y amables con ella. A su
madre siempre le parecía que había algo «malo» en ellos. Y ahora venía lo realmente
horrendo, el hecho aterrador de que la vida de su madre había terminado como una
tragedia representada entre bambalinas en vez de sobre una escenario a la vista de
todos. La habían empujado a la muerte, por decirlo así, unos sinvergüenzas de
segunda categoría como Win Greeves y su hijo, y aquel tipo llamado Victor. Victor
Mallory, ¿no? En efecto, se habían alimentado como buitres de su cuerpo en
descomposición durante los últimos cinco años.
Lee no se relajó hasta abrir la puerta de su tienda de antigüedades y echar una
mirada en el interior familiar de muebles lustrosos, reconocer el cálido brillo del
cobre y las curvas suaves de la madera de cerezo pulida. Dejó colgado el letrero que
decía cerrado y volvió a cerrar con llave desde dentro. Debía volver a la normalidad,
se dijo, seguir como si nada hubiese ocurrido y olvidarse de Arlington Hills o
también él enfermaría, acabaría contaminado como el río de malos recuerdos que
había sentido en el autobús y en el avión. Lee se bañó y se afeitó y a las cinco de la
tarde quitó el letrero de cerrado. Tuvo un solo cliente, un hombre que miró por toda la
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tienda sin comprar nada, pero no le importó.
Solo alguna que otra vez, en momentos de cansancio, o cuando algo que salía mal
lo decepcionaba, Lee pensaba en la falsa amistad de Win y le deseaba lo peor. «Ojo
por ojo y diente por diente», decía la Biblia, el Antiguo Testamento, en todo caso.
Pero la verdad era que él no deseaba eso, se decía Lee; si así fuera haría algo por
llevar a Win ante la justicia, contraatacaría. Lee podía llevarlo a juicio y ganar con
facilidad, recuperar los gastos y ganar algo más, obligando a los Greeves a vender la
imponente casa de Rosedale. Con ese dinero podría recuperar su propia casa, su lugar
de nacimiento. Pero Lee se dio cuenta de que no quería la casa blanca de dos plantas
en la que había nacido. El espíritu de su madre había echado a perder aquella casa, la
había envilecido.
Win Greeves, entretanto, guardó silencio; no escribió ni una carta, ni una línea,
dando explicaciones, ni se ofreció a devolver parte de lo que se había quedado
ilegalmente. De vez en cuando, Lee se imaginaba a Win preocupado, sin duda
ansioso mientras intentaba adivinar qué pensaba hacer Lee. Había pasado casi un mes
desde su visita a Arlington Hills. ¿No suponían Win, Kate y Mort que Lee
Mandeville había contratado a un abogado y que estaba preparando una demanda
contra Winston Greeves y el hombre de Hearthside?
Grande fue la sorpresa, entonces, cuando Lee recibió una carta desde Arlington
Hills en un sobre escrito a máquina con el nombre de la empresa de Win, Eagle
Insurance, y su logotipo, un águila de alas abiertas, estampado en el ángulo superior
izquierdo. Lee dio la vuelta al sobre —no llevaba remitente— y por un par de
segundos se preguntó qué podía contener. ¿Una abyecta disculpa, tal vez incluso un
cheque, por pequeño que fuera? ¡Absurdo! ¿O quizás Eagle Insurance le enviaba la
última factura por el seguro de la casa de su madre? Lee se rio de la idea y abrió la
carta. Era una breve nota también escrita a máquina.
Querido Lee:
Después de todos nuestros problemas, nos acosa uno más. Mort murió el
martes pasado por la noche, tras atropellar a un hombre y herirlo de gravedad (sin
matarlo, gracias a Dios), y estrellarse contra un árbol con el coche. Casi puedo
decir que es para bien, teniendo en cuenta los problemas que Mort se había
causado a sí mismo y a nosotros. Pensé que querrías saberlo. Aquí estamos todos
muy tristes.
Saludos,
Win
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Más tarde ese día, cuando Lee se quitó las botas de caucho con cierto cansancio
—había estado quitando la pintura con una manguera a presión en el callejón trasero
de su tienda—, imaginó a Mort inerte y sangrando después de estrellarse contra el
árbol con el coche, y pensó: «¡Bien!». Ojo por ojo y diente por diente… Por unos
segundos saboreó la venganza. El único hijo de Win. Un inútil durante toda su vida,
¡y ahora muerto! ¡Bien! Ahora Lee tenía el dinero de la venta de la casa en Arlington
Hills y podía, si así lo deseaba, comprar la propiedad que había visto en un suburbio
de Chicago, una casa agradable cerca del lago. Podía comprarse un botecito.
Mientras se desvestía para irse a la cama esa noche, lo asaltó una imagen de su
madre, sentada en la sala en su gran mecedora de mimbre leyendo la Biblia; en un
momento lo miraba por encima del libro con la boca lúgubre (aunque con dientes) y
le preguntaba por qué no leía la Biblia más a menudo. ¡La Biblia! ¿Había hecho de su
madre un ser mejor, más amable con el prójimo? Gran parte de la Biblia estaba en
contra del sexo, además. Su madre lo estaba, sin ninguna duda. Si el sexo era tan
maligno, pensó Lee, ¿cómo había hecho su madre para concebirlo y antes de eso para
casarse?
—No —dijo Lee en voz alta y se sacudió como si estuviera sacudiéndose algo de
encima. No, no iba a pensar en la Biblia, o en la venganza, con respecto a la familia
de Win, o al hombre de Hearthside cuyo nombre completo Lee ya había olvidado,
aunque recordaba que el de pila era Victor. ¿Qué tipo de Victor era, por cierto? Lo
absurdo de su nombre, su retintín jactancioso, lo hizo sonreír.
Lee tenía algunos amigos en el vecindario y uno de ellos, Edward Newton, un
hombre de su edad, dueño de una librería cercana, vino de visita sin previo aviso
como era su costumbre, para tomar un café en la trastienda. Lee les había contado a
Edward y a otros de sus amigos que había encontrado a su madre enferma en su visita
a Arlington Hills y que ella había muerto pocos días más tarde. Edward había
encontrado una pequeña noticia en el periódico.
—¿Lo conocías? Pensé que te interesaría, porque recordé el nombre de
Hearthside, donde estaba tu madre —Edward señaló una columna de unos siete
centímetros en el periódico que había traído.
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se mueren con mucha frecuencia, supongo.
Lee asintió y cambió de tema.
Ahora le tocaba a Win, pensó Lee. ¿Qué le ocurriría, o qué se haría a sí mismo?
Tal vez nada, al fin y al cabo. Su hijo estaba muerto, y Lee se preguntaba cuánto
había habido de suicidio en esa muerte. Con seguridad Win le había dicho a Mort que
el juego había acabado, que no obtendrían más dinero de Lee Mandeville. Sin duda,
también, Win y Victor Malloway habían tenido un par de conversaciones
desesperadas. Lee todavía recordaba la cara rendida y aterrada que había puesto Win
en la habitación del primer piso de Arlington Hills. Con eso bastaba, pensó Lee. Win
estaba casi acabado.
Lee invirtió parte de su dinero en unas alfombras turcas que le gustaban por su
calidad y color. Estaba seguro de que podía vender cinco o seis con ganancias, y puso
un letrero en la vitrina anunciando que se presentaba una excelente oportunidad de
comprar alfombras turcas, razón en el interior. Las que no se vendieran quedarían
bien en la casa de las afueras por la que Lee había pagado el depósito. Lee estaba
cada vez más contento. Dio una fiesta el día de su cumpleaños, invitó a diez amigos a
un restaurante, después los llevó a su apartamento y encendió las luces de la tienda.
Uno de sus amigos tocó el piano de la tienda, y el hecho de que estuviera un poco
desafinado causó mucha risa. Todos cantaron y bebieron champán y brindaron a la
salud de Lee.
Lee comenzó a amueblar su casa nueva, que era más pequeña que la casa familiar
de Arlington Hills, pero aun así tenía dos plantas y un encantador jardín con árboles
frutales a su alrededor. Quedaba a casi cuarenta y cinco kilómetros de la tienda de
Lee, así que no iba allí todos los días, sino que la usaba sobre todo los fines de
semana, aunque la distancia tampoco era tan grande como para impedirle ir alguna
que otra tarde y pasar la noche, si así lo deseaba. Cada tanto pensaba, sintiendo una
especie de conmoción, en su madre y en el hecho de que llevaba casi seis años
muerta, no diez o doce meses como le había dicho a sus amigos. Y pensaba sin
punzadas de resentimiento en los cien mil dólares perdidos, un dinero que Win se
había embolsado y compartido con Mort y el suicida de Victor. Habían quedado
igualados. Habían empatado, como en un juego de los que a Lee no le interesaban, el
dominó, o los crucigramas. Lo mejor era olvidar. Todas las muertes eran tristes. Lee
no había movido un dedo, y sin embargo Mort y Victor estaban muertos. No había
sido necesario arrancarle los ojos a nadie.
Llegó el otoño, y Lee se encontraba instalando burletes en su casa cuando una
noticia le llamó la atención. Había oído el nombre de Arlington Hills, pero se le había
escapado la primera parte. Algo sobre la muerte de un hombre en su hogar a causa de
una herida de bala que bien podía haber sido autoinfligida. Lee siguió trabajando, con
una vaga sensación de inquietud. ¿Era el nombre que el locutor había dicho Winston
Greeves? La noticia se repetiría dentro de una hora, a menos que un suceso más
importante desplazara lo de Arlington Hills. Lee seguía midiendo la cinta aislante,
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cortando y pegando. Trabajaba de rodillas, en vaqueros.
Si se trataba de Win Greeves, ya era demasiado, pensó Lee. Suficiente venganza.
Más que suficiente. En fin, había mucha gente en Arlington Hills, y quizás no se
tratara de Win. Pero Lee se dio cuenta de que estaba preocupado, extrañamente
furioso, con los nervios de punta. Los minutos pasaban mientras Lee trabajaba, y
cuando dieron las cinco, Lee escuchó con atención las noticias. Fue la última antes
del pronóstico del tiempo: Winston Greeves, de sesenta y cuatro años, de Arlington
Hills, Indiana, había muerto de una herida de bala que podía o no haberse infligido él
mismo. Según su mujer, había comprado una pistola recientemente para practicar tiro
al blanco.
Lee había escuchado las noticias de pie, y de repente los hombros se le vencieron
y bajó la cabeza. Se sintió débil por unos segundos, después su fuerza retornó poco a
poco y con ella regresó la extraña furia que había sentido hacía una hora. Era
demasiado. Mi copa se derrama… No, esa no era la frase. Cristo la había dicho.
Cristo no hubiera permitido que ocurriera lo que ahora ocurría. Lee estaba a punto de
cubrirse la cara con las manos cuando recordó a Win haciendo el mismo gesto. Lee
bajó las manos y se irguió. Bajó la escalera hacia la sala.
A izquierda y derecha del hogar había estantes empotrados en la pared. Aferró un
libro negro encuadernado en cuero. Era la Biblia, el ejemplar que solía leer su madre,
con la tapa y la base del lomo ajados y amarronados allí donde el negro del cuero se
había descolorido. Lee encontró rápido el lugar donde terminaba el Antiguo
Testamento y empezaba el Nuevo; aferró la parte más ancha del Antiguo con la mano
izquierda y la arrancó de la encuadernación. La arrojó lejos de sí, como si fuera algo
sucio, al hogar en el que ahora no había un fuego encendido, y se limpió la mano
izquierda contra el vaquero. Las páginas delgadas y secas se habían desparramado.
Lee encendió una cerilla.
Miró cómo las páginas prendían y se volvían más delgadas y muy negras, y supo
que no había logrado nada. Aquel no era el único Antiguo Testamento que existía en
el mundo. Solo había hecho un gesto simbólico para su propia satisfacción. Y no se
sentía en absoluto satisfecho, ni purificado, ni libre de nada en especial.
Una carta expresándole sus condolencias a Kate, pensó Lee, sería apropiada. Sí,
la escribiría esa noche. ¿Por qué no ahora? Se le ocurrían palabras mientras iba hacia
el escritorio en el que guardaba papel y bolígrafos. Una carta escrita a mano, por
supuesto. Kate había perdido a su hijo y a su marido en el curso de pocos meses.
Querida Kate:
Esta tarde he oído en la radio las noticias sobre Win. Me doy cuenta de que
debe de ser un golpe muy duro tan poco tiempo después de la muerte de Morton.
Quiero que sepas que te envío mis más sinceras condolencias y que soy
consciente de tu dolor…
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Lee siguió escribiendo con lentitud y soltura. Lo curioso era que sus condolencias
eran sinceras. No le guardaba ningún rencor a Kate, aunque hubiese sido la aliada de
su marido. Kate era, en un sentido, una entidad independiente. El hecho trascendía la
culpa o la necesidad de perdonar. Lee firmó la carta. Cada palabra era cierta.
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Detesto tu vida
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Un agujero es un agujero y punto, pensaba Ralph mirando la cerradura. Tenía la llave
en la mano, lista para ser introducida, pero aún dudaba. No era que no pudiese tocar
el timbre. Lo esperaban.
Ralph giró sobre sus talones, dio unos pasos pesados en círculo con sus botas
vaqueras y miró de nuevo la puerta. Al fin y al cabo, era el apartamento de su padre y
él tenía llave. Ralph apretó los dientes, el labio inferior le sobresalió, metió la llave en
la cerradura y la hizo girar.
Había una luz encendida en la sala, al fondo y hacia la derecha.
—Hola, papá —dijo Ralph en voz alta y se internó en la sala. Llevaba un bolso de
cuero gastado al hombro.
—¡Ralph, hola! —su padre estaba de pie, en pantalones de franela, suéter y
pantuflas, con una pipa en la mano. Miró a su hijo de arriba abajo.
Ralph, más alto que su padre, pasó por delante de él. Todo estaba ordenado y
limpio, como siempre, constató Ralph; limpios y ordenados los dos sofás, los
sillones, uno de ellos con un libro sobre el apoyabrazos donde su padre debía de
haber estado leyendo.
—¿Qué tal la vida? —preguntó su padre—. Se te ve… muy bien.
¿En serio? Ralph se dio cuenta de que sus vaqueros estaban sucios y recordó que
no se había molestado en afeitarse ni siquiera el día anterior. El lado izquierdo de su
pelo rubio y corto estaba teñido de rosa, porque alguien se lo había embadurnado con
una mano llena de tinte en algún momento de la noche o incluso de aquella misma
mañana. Ralph sabía que su padre no mencionaría el tinte, pero su padre se sonreía de
manera un poco divertida. Una actitud nada amable, pensó Ralph. La gente así era el
enemigo. No había que olvidarlo.
—Siéntate, hijo. ¿Qué te trae por aquí? ¿Quieres una cerveza?
—Sí, gracias —Ralph se sentía un poco aturdido. Había estado mucho más lúcido
hacía menos de una hora, más drogado y más lúcido, mientras fumaba con Cassie,
Ben y Georgie en la pocilga. Claro, la pocilga. Eso era lo que lo traía por ahí, y mejor
sería ir al grano. Mientras tanto, era socialmente aceptable, como solía decirse, beber
una cerveza. Ralph tomó la lata fría que le ofreció su padre.
—Supongo que no quieres un vaso.
Ralph no quería un vaso, ¿y qué? Echó la cabeza un poco hacia atrás, sonriendo,
y bebió un trago del triángulo de la lata. Otro agujero, aquel triángulo.
—La vida está llena de agujeros, ¿no?
Le tocó sonreír a su padre.
—¿A qué te refieres…? Siéntate en alguna parte, Ralph. Se te ve cansado. ¿Te
acostaste tarde?
Su padre se sentó en el sillón, puso un marcapáginas en el libro y dejó el libro
sobre una mesita que estaba allí al lado.
—Bueno, sí, estuvimos ensayando. Siempre se hace más tarde de lo que
prevemos —Ralph dejó caer su cuerpo delgado sobre el sofá—. Vamos a… —¿Qué
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estaba diciendo? La idea era contarle a su padre sobre el disco que iban a grabar el
domingo siguiente en un estudio del Bronx. La banda de Ralph se llamaba The
Plastics. Cassie era muy buena al bajo, una habilidad inusual en una chica. Cassie era
muy buena en todos los sentidos. Era la mascota de la banda, e incluso les cocinaba
—. Hay una cocina en la casa donde vivimos —dijo Ralph al final.
—Ah, me lo suponía. Es un apartamento amplio, ¿no?
—Bueno, sí, pero es un loft. Una sola habitación enorme, con otra habitación más
pequeña, baño y cocina. Y ese es… Necesito cien dólares para pagar mi parte. Del
alquiler. Es decir, hasta que grabemos el disco el domingo en el Bronx. Por eso
estamos ensayando.
Su padre asintió con calma.
—¿Y después el disco se va a comercializar?
—Claro —dijo Ralph, consciente de que mentía, o de que la «comercialización»
era en el mejor de los casos dudosa—. Diez temas. Es algo muy importante. Se va a
llamar Noche de juerga de The Plastics.
Su padre jugueteó con la pipa, removió el tabaco con un adminículo parecido a un
clavo.
«Bueno, bueno», pensó Ralph con impaciencia mientras el silencio se prolongaba.
—No es que me guste pedírtelo —pero eso no era cierto: no le importaba un
comino pedirle cien dólares. ¿Qué eran cien dólares para su padre? ¡El precio de una
comida de negocios!
—Esta vez la respuesta es no, Ralph. Lo siento.
—¿Cómo que no? —Ralph sintió que una sonrisita educada se dibujaba en su
cara, una sonrisa de incredulidad fingida—. ¿Qué son cien dólares para ti? Tenemos
que pagar el alquiler y todos tenemos que contribuir, y queremos grabar el disco. ¡Es
un negocio y es muy importante!
—¿Y el disco anterior y el anterior a ese? ¿Es que siquiera existen esos discos? —
Stephen Duncan siguió hablando por encima de las protestas de su hijo—: Tienes
veinte años cumplidos, Ralph, pero te comportas como si tuvieras diez, y me pides
que siga financiándote.
Su padre sonrió, pero se estaba enfadando. Pasaba muy raras veces. Ralph dijo:
—Le pasas a mi madre mil dólares al mes y ni siquiera sientes la diferencia.
—¿Por qué no le pides cien a tu madre? —Steve se rio.
No, eso sería como hablar con una pared. La madre de Ralph había vuelto a
California, al pueblo de sus padres. Los padres de Ralph llevaban cerca de un año
divorciados. Su madre había iniciado el divorcio, y se había difundido una historia
bastante desagradable sobre «el otro hombre», Bert, el amante de su madre, pero la
relación había terminado poco después del divorcio, aunque eso no tuviera nada que
ver con lo mal que se llevaban Ralph y su madre. Su madre no veía con buenos ojos
su estilo de vida; no había mostrado la menor simpatía, por sorprendente que
pareciera, cuando la Universidad de Cornell lo había expulsado por sus malas notas a
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la mitad del segundo curso; y por poco había dejado de hablarle cuando Ralph se
había ido a vivir con unos músicos de Nueva York. Hasta su padre se había mostrado
más comprensivo entonces. ¡Y he aquí que su padre, que ganaba montañas de dinero
con la fábrica de herramientas en New Jersey y tenía una casa y un barco en Long
Island, se negaba a darle cien dólares! A Ralph le dieron ganas de gritarle que era un
avaro y que a los cuarenta y seis años vivía en el pasado, pero fue precavido y se
tomó las cosas con calma, porque quizás no todo estuviera perdido.
—Es una emergencia, papá. Estas dos semanas son muy importantes si
queremos…
—Por el amor de Dios, Ralph, ¿cuántas veces has dicho lo mismo? Haz un
esfuerzo y consigue un empleo. Cualquier empleo. Detrás de un mostrador si hace
falta. Mejores hombres que tú empezaron así.
Ahí estaba el enemigo. El labio inferior de Ralph le, sobresalió como cuando
había metido la llave en la cerradura, pero él siguió hablando en voz baja y cortés.
—Lo que dices es muy negativo. Es la muerte y la destrucción de la vida.
Su padre se rio y negó con la cabeza.
—¿Qué has tomado hoy? ¿Ácido? Algo has tomado. Hablas de la muerte y ni
siquiera eres capaz de mantenerte sano. No engañas a nadie, Ralph.
—No he tomado nada, pero ayer trabajamos hasta tarde. Ensayando. Eso es
trabajo. Y escribimos la música. Ben escribe la música.
De nuevo su padre asintió con suficiencia.
—Nunca te había interesado particularmente la música hasta hace unos meses. Y
ahora te da por el clarinete. Un instrumento noble, Mozart escribió música para
clarinete, pero tú lo usas para tocar basura. Admítelo, Ralph. ¡The Plastics! El
nombre os va al dedillo —su padre se puso de pie; sus labios eran una delgada línea
de tensión—. Lo siento, Ralph, pero voy a salir dentro de diez minutos. Tengo que ir
al Algonquin a reunirme con un hombre que acaba de llegar de Chicago. Por trabajo,
¿te suena? Esto de la música, Ralph, lo veo por todas partes, bandas de pop
mediocres…
—Rock —dijo Ralph.
—Rock, de acuerdo. La fase musical parece parte de un programa de estudios. Un
año de guitarra, clarinete o lo que sea. Música de tercera categoría y después se
abandona todo.
Su padre intentaba, al menos un poco, ser amable, Ralph se daba cuenta.
—De acuerdo, a lo mejor se trata de una fase. Pero échame una mano por un
tiempo. No te va a matar.
—Puede que te mate a ti. Has perdido peso. No quiero imaginarme las porquerías
que coméis.
Ralph se puso de pie, tambaleándose un poco, por efecto de los tacones de sus
botas. Estaba listo para irse, más que listo.
—Con toda honestidad, creo que tu vida es un asco.
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—No creo que lo digas en serio… Cálmate, Ralph.
Ralph ya se dirigía a la puerta. Una vez que la abrió, se dio la vuelta de manera
automática, porque no había previsto el movimiento, y dijo:
—Adiós, papá.
Veinte minutos más tarde, estaba de vuelta en la pocilga, que quedaba en la linde
del SoHo. Ralph había caminado un rato para deshacerse de la frustración, o intentar
hacerlo, y después había tomado un autobús hacia el sur. Y ahí estaba finalmente,
respirando con calma una vez más. ¡En casa! ¡Las altas paredes blancas y el elevado
techo blanco formaban como un espacio abierto! Cassie tenía el aparato de música
encendido a todo volumen y bailaba sola, chasqueando los dedos con suavidad.
Apenas saludó con la cabeza a Ralph cuando lo vio entrar, pero no importaba. Ralph
sonreía. Ben, que rasgaba la guitarra al ritmo de la música electrónica, gritó un
«hola». En el baño, un tipo con pantalones cortos al que Ralph no conocía se
enjuagaba el pelo en el lavabo, mientras Georgie chapoteaba en la bañera. Ralph
quería usar el inodoro, y lo hizo. Cuando volvió al salón, un muchacho y una chica a
los que tampoco conocía salieron de la habitación pequeña que se hallaba en un
rincón. Ambos se sentaron sobre una de las camas dobles que estaban juntas y servían
como un enorme sofá durante el día. Encendieron cigarrillos, Cassie les sonrió y gritó
algo —Ralph no pudo oír qué por la música—. Ralph vio que los recién llegados
habían dejado sus abrigos en el rincón junto a la mesa de caballetes, donde todos los
invitados dejaban los abrigos. ¿Había una fiesta esa noche? Eran apenas las ocho.
Temprano para que empezara a llegar gente.
De repente Ralph tuvo una idea: ¡organizarían una fiesta para recaudar fondos!
Ralph no era el único de los cuatro al que le faltaba dinero para el alquiler. Cobrarían
cinco dólares la entrada —o mejor tres— y la gente podría traer su propio licor o vino
o lo que fuera.
Ralph se acercó a Cassie y le gritó la idea.
Los ojos gris azulados de la chica se encendieron, ella asintió y fue a gritarle a su
vez a Ben.
Lo único que tenían que hacer era avisar a la gente indicada, unas veinte o treinta
personas, pensó Ralph. Las cuales traerían más gente, pero los pocos señalados
aportarían el dinero. Era miércoles. Planearían la fiesta para el sábado.
—¡Venid a las nueve! —gritaba Cassie en el teléfono—. Diles a Teddie y a
Marcia, ¿sí? Así me ahorro una llamada.
La cinta había llegado a la parte de la voz, que siempre le daba la impresión a
Ralph de ser un cántico.
Te ha tocado ahora…
Te ha tocado ahora…
Pero ¿qué quería decir eso? Que uno estaba acabado, o que a uno acababa de
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tocarle algo bueno. Como Cassie. Cassie era de todos en aquel momento, de Georgie
el pianista, Ben el guitarrista y de él. Era algo bueno. Nada de discusiones, ni de celos
estúpidos por parte de nadie. Nada de toda esa bazofia que le preocupaba a los
muertos como su padre.
—¡Muertos! —gritó Ralph, levantando una de sus botas y una mano. Sus dedos
rozaron el ala de su sombrero Stetson de segunda mano, recordándole que todavía lo
llevaba puesto—. Hoy he visto a mi padre —gritó Ralph, quitándose el Stetson con
un gesto exagerado.
Pero nadie lo oyó. El muchacho que se había lavado el pelo salió del baño con
una toalla en la cabeza, se chocó con Cassie y siguió caminando, se chocó contra las
camas y cayó sobre una de ellas. La pareja de desconocidos se había ido.
A eso de las doce comieron salchichas fránkfurt en la cocina, hervidas por Cassie.
La mostaza estaba en un gran plato sobre la mesa. La música seguía sonando. De la
habitación pequeña, Cassie trajo una barra de coca del escondite (que siempre
cambiaba de lugar) y Georgie hizo los honores, raspando con una hoja de afeitar la
barra blanca sobre un pedazo de mármol plano pero de bordes irregulares que apoyó
sobre los pantalones de cuero que le cubrían los muslos. Cuidadosa y
equitativamente, alineó catorce rayas de polvo, que a continuación todos se turnaron
en aspirar con calma y buenos modales. Cinco personas, a dos rayas cada una, dejaba
cuatro. Ralph le cedió galantemente su segunda ronda a Cassie, que lo recompensó
con una sonrisa y un beso en los labios. Estaban sentados uno al lado del otro, en el
borde de la cama doble. Los cinco, de hecho, estaban sentados en los bordes, medio
recostados hacia el centro donde se hallaba el pedazo de mármol.
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desayunaban café y bollos glaseados en la cocina.
—Será como una enorme discoteca —dijo Ben— y pondremos la comida sobre la
cama, para que la gente pueda sentarse en el suelo y picar.
—Decorados surrealistas de fruta. Ya sé lo que voy hacer —Georgie, con los ojos
bien abiertos, el pelo rubio engominado en forma de picos, masticaba su bollo.
—Vasos de papel. Más seguro si algo se rompe. ¿Tenemos dinero para comprar
vasos de papel? —dijo Cassie.
—Tenemos por lo menos cincuenta frascos de mermelada —terció Ralph—.
Escuchad, queremos ganar dinero. ¿Creéis que tendríamos que hacer una lista de
invitados muy exclusiva? ¿Unos veinte, que estemos seguros de que pueden pagar,
para no encontrarnos con una multitud que no puede?
—No, no —dijo Ben—. Ponemos un anuncio en el Meetcha que deje bien en
claro el precio de la entrada. El que no traiga tres dólares no entra. ¡Vendrán!
Quedaban dos días para el sábado. Apenas dormirían el sábado, pensó Ralph,
pero la cita en el Bronx no era hasta el mediodía, nunca empezaban nada en aquel
lugar hasta las tres de la tarde y, tomando pastillas, no tendrían problemas e incluso
quizás el disco saliera mejor. Solo grabarían cinco canciones el domingo, la mitad del
disco.
Esa tarde, Cassie hizo un cartel en un gran pedazo de cartulina para pegarlo en la
cartelera del bar Meetcha, que quedaba cerca.
¡FIESTA!
PARA RECAUDAR FONDOS PARA EL ALQUILER
Y TIRAR LA CASA POR LA VENTANA
SÁBADO POR LA NOCHE DESDE LAS 21
103 FROTT ST. (3ER PISO)
ESTÁIS TODOS INVITADOS
DISCO ELECTRÓNICA
ENTRADA 3 DÓLARES
TRAED POLVO, ZUMO, ETC.
La última línea, confesaba Cassie, era un mensaje a mitad de camino entre decir
que no se ofrecería comida (lo que no era cierto) e insinuar que si la gente prefería
algo en especial de beber o lo que fuera, deberían traerlo a fin de asegurarse que lo
obtendrían. Cassie había bebido cerveza mientras pintaba y después de una hora se
sentía cansada, pero se animó cuando los chicos elogiaron el diseño. Había dibujado
un par de figuras desnudas, delgadas y de color azul, que bailaban.
—¡Genial! —dijo Ben—. ¡Muy llamativo!
Cassie se dejó caer de espaldas sobre la cama, con una sonrisa en los labios, y
cerró los ojos y cruzó los brazos sobre su cabeza. A Ralph le pareció encantadora: sus
muslos se abultaban dentro de los vaqueros y los botones de la camisa se tensaban a
la altura de los pechos, que se veían un poco entre las aberturas.
A Ralph se le encomendó ir a poner el cartel, y salió con él bajo el brazo llevando
también un sobre viejo en el que Georgie había puesto seis o siete chinchetas. Fuera
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por la razón que fuese (en realidad, Ralph sabía por qué), lo consideraban un poco
más formal que el resto, incluso más respetable. Hasta entonces no se había
endeudado con Ed Meecham, el dueño del Meetcha, mientras que los demás sí. Eran
cuentas pendientes pequeñas, desde luego. Ed no fiaba por más de veinte dólares.
Dando pasos pesados con sus botas vaqueras, Ralph entró con el cartel en la mano en
el local lleno de mesas y sillas de madera, y al instante echó un vistazo a las paredes,
en busca de un lugar libre y apropiado. Las paredes estaban casi totalmente
recubiertas de carteles de exposiciones de arte, anuncios de objetos de segunda mano,
ofertas de habitaciones y caricaturas de los clientes. Ralph saludó a un par de tipos
inclinados sobre sus cervezas o cafés y se dirigió a Ed Meecham, que estaba al fondo
tras el mostrador.
—¿Puedo pegar esto en alguna parte, Ed?
Ed, calvo, con un bigote como una brocha negra y gris, clavó la mirada en el
cartel como si esperara ver pornografía —quizás fuese el caso— y al final dio su
consentimiento.
—Si encuentras dónde, Ralph.
—Gracias, Ed.
A Ralph le halagó que Ed lo llamase por su nombre. Ed lo conocía, desde luego,
pero hasta entonces no lo había llamado de ninguna manera. Era curioso lo bien que
los detalles como ese le sentaban al ego, pensó Ralph. El grupo de la pocilga se
pasaba el tiempo hablando de eso —el ego—, lo que uno pensaba de uno mismo. Era
un tema importante. La flamante confianza de Ralph lo inspiró a pegar el cartel, sin
complicaciones y con la velocidad conveniente, sobre un pequeño grafiti del que, en
opinión de Ralph, la clientela se había reído lo suficiente. Ralph saludó con la mano y
se fue.
De vuelta en el edificio, Ralph miró el buzón antes de subir por la escalera. Dos
cartas. El buzón tenía cerradura, pero la habían roto. Para sorpresa de Ralph, uno de
los sobres estaba dirigido a él, escrito con una genuina pluma estilográfica con la letra
grande y angulosa de su padre. A su padre le disgustaban los bolígrafos. Ralph subió
la escalera, informó a los demás de que la pegada del cartel había sido un éxito y fue
a la cocina a leer la carta. Ben y Georgie practicaban al piano y la guitarra y
conversaban. Ya habían tenido una sesión de ensayo ese día y Ben quería hacer otra,
pero Ralph disponía de cinco minutos para leer una carta, y tal vez su padre hubiera
incluido un cheque, pensó Ralph al abrir el sobre de resistente papel blanco. No
llevaba sello. Su padre había entregado la carta en persona. Ralph se había dado
cuenta de eso abajo, pero ahora ese hecho —u otra cosa— hizo que le temblaran los
dedos.
No había un cheque adjunto. La carta, después de la fecha del día anterior,
miércoles, decía:
Querido Ralph:
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Es tarde por la noche pero me siento inspirado u obligado a escribirte unas
palabras que expliquen mi actitud, que sé que consideras errada, tal vez inhumana
o por completo ciega. Así que tal vez te alegre saber que he decidido no interferir
ni intentar influirte de aquí en adelante. Cada cual tiene derecho a hacer su vida.
Las aves deben volar del nido. Yo lo hice cuando dejé a mis padres a la misma
edad que tú, 20, y fui a probar suerte a Chicago y después a Nueva York. Tú
tienes el mismo derecho. Y me doy cuenta de que lo que a mí me parece errado o
poco sabio puede ser, para ti, lo correcto. De todas formas, eres un hombre y eres
capaz y debe permitírsete sostenerte por tu cuenta.
Creo que quizás así mejore el clima entre nosotros y podamos tener una mejor
relación, porque Dios sabe que no ha de ser agradable que un hijo sienta la
«desaprobación paterna» todo el tiempo, incluso si la mayor parte del tiempo te
da lo mismo.
Sin embargo, si te enfermas, sabes muy bien que aquí estaré para cuidarte. No
estás solo en el mundo, Ralph, solo eres libre. Y mis buenos deseos y mi amor
están contigo.
Tu padre, por siempre,
Steve
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celofán—. Empecemos de nuevo. ¿Ralphie? Media hora o algo así. Nos toca «Airport
Bird» —Georgie señaló la sala.
Ralph sacó el clarinete de su lugar, debajo de una de las camas dobles, donde lo
había guardado al salir a pegar el cartel. Para sacarlo se precisaba levantar la cama y
atraer el estuche con el pie como si este fuera un rastrillo, pero al menos allí el
instrumento estaba siempre seguro, a prueba de robos y pisotones. Grabar el disco
costaría setenta y cinco dólares. Tenían un acuerdo con Mike, el tipo del Bronx. Mike
distribuía los discos en tiendas de descuento donde, decía, promovían grupos nuevos.
Hasta ahora The Plastics no había ganado un centavo con aquel sistema, pero lo que
habían creado estaba grabado, y había dos discos anteriores suyos en la pocilga.
Ensayaron, Cassie incluida. Eran las seis pasadas y las luces del techo estaban
encendidas, tres focos rosados, un par azules, pero sobre todo blancos. Alguien había
dicho que esas luces abultaban la cuenta de electricidad, pero creaban atmósfera y,
una vez que la música empezaba a sonar, ¿a quién le importaban las luces? Ralph se
esforzó por tocar con cuidado y precisión, y se soltó justo en el punto álgido de
«Fried Chicks», la canción que sería la número cinco, la última, en el disco del
próximo domingo.
Pero los pensamientos de Ralph, en su mayoría, eran sobre su padre y no podía
quitárselos de la cabeza. Increíble. Estaba alterado. Cualquier otro día les hubiera
dicho a sus compinches: «Hoy estoy tenso, un poco descolocado», pero ahora no lo
dijo, ni siquiera durante el descanso que se tomaron a eso de las nueve en la cocina,
donde Cassie revolvía una salsa de tomate para los espaguetis de la cena. Ben
encendió un porro, que se fueron pasando. Georgie salió a comprar lechuga y un vino
de mesa italiano de los que vendían en una jarra. No había carne para la salsa,
anunció Cassie, pero de todos modos quedaría rica. Y pensar que su padre creía que
no comían bien, recordó Ralph.
¿Por qué no invitar a Steve a la fiesta? Si su padre se dignaba venir, vería con sus
propios ojos que vivían en una casa de paredes limpias, que no eran una banda de
primates. Steve, sabía Ralph, pensaba que no tenían idea de qué día de la semana era,
que vivían de sus padres —lo cual era falso en el caso de Georgie y Ben, que daban
clases de piano y guitarra— y que nunca lavaban la ropa, mientras que había ropa en
remojo en la bañera la mitad del tiempo y Cassie planchaba muy bien.
—Escuchad, ¿a alguien le molesta…? —empezó a decir Ralph en voz alta, pero
el aparato de música estaba encendido, Ben acababa de hacer un chiste y todo el
mundo se reía. Todo el mundo incluía a dos personas nuevas, un chico y una chica
que debían de haber entrado con Georgie cuando él regresó con la lechuga y el vino.
Ralph hizo un segundo intento—: Dime, Cass. Estaba pensando en invitar a mi padre
el sábado por la noche. ¿Vale?
Cassie, sonriendo, encogió un poco los hombros como de costumbre. Era un
movimiento parecido al que hacía al bailar.
—¿Por qué no?
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Ralph sonrió contento, hasta orgulloso. ¿Acaso sus padres, por poner un ejemplo,
les hubieran abierto las puertas a sus amigos de la pocilga? ¡Santo Dios, no! ¿Quién
de ellos era el más caritativo, buen cristiano, tolerante y todas esas estupideces?
—Esas estupideces —gritó Ralph—. Tirémoslas. ¡Conquistémoslas con amor! —
nadie le prestaba atención, nadie oía, pero no importaba. Había proclamado el
mensaje—. ¡Cambio y fuera! —gritó Ralph y se abalanzó hacia el teléfono. Eran las
diez menos veinte, si su reloj andaba bien. Ralph marcó el número de su padre.
No respondía nadie. Fue una desilusión.
Esa noche, llamó a su padre cada media hora. Cuando dieron las doce, todos en la
pocilga, incluidos otros tres que habían llegado más tarde, sabían con quién estaba
intentando hablar y por qué, y Ben había dicho que iba a invitar a su tío. Los padres
de Ben vivían en alguna parte en el norte del estado de Nueva York, pero él tenía un
tío en Brooklyn. Poco después de la una de la mañana el padre de Ralph cogió el
teléfono, y Ralph procedió a invitarlo a la fiesta del sábado, a partir de la nueve.
—Caramba, ¿una fiesta? En fin… sí, Ralph, gracias —dijo su padre—. Me alegra
que hayas llamado, porque me quedé un poco preocupado después de dejarte la carta.
A su padre se lo oía más serio que de costumbre, incluso triste.
—Ah, bueno, es… Gracias, papá, me gustó recibirla, la verdad —las palabras
salieron de la nada y no significaban nada, se dio cuenta Ralph, pero hablaba en un
tono educado.
Después de que cortaron, Ralph tuvo la extraña sensación de que la conversación
no había tenido lugar, de que la había imaginado. Pero la voz de su padre había dicho
que vendría. Sí. No cabía duda.
Los dos días previos al sábado parecieron más intensos debido a la fiesta que se
acercaba, de la misma manera que, según recordaba Ralph, la inminencia de la
Navidad, cuando era niño, hacía que los días precedentes fueran mágicos, diferentes,
más bonitos. Ben tuvo la idea genial de preparar puré de patatas como plato principal,
algo sencillo y económico, con trozos de salchichas fránkfurt flotando dentro; había
un gran ramo de perejil para decorar cada bol o vaso de papel o incluso plato de aquel
puré espeso, que Cassie prometió crear. Le pondrían mucho ajo al puré, que tendría
como base un codillo de jamón. Cassie y Georgie se ocuparon además de la
decoración. Un amigo que vivía cerca les procuró metros y metros de viejos rollos de
películas, que daban un aspecto festivo trenzados y colgados del techo de la
habitación y atados en el centro con la bufanda roja de alguien.
—¡Que nadie encienda una cerilla! —dijo Cassie la noche de la fiesta—. Ya
sabéis lo inflamable que es el celuloide.
En dos ollas enormes (una prestada por una chica que venía a la fiesta), el puré de
patatas humeaba a fuego lento, el perejil estaba listo y había seis latas de cerveza en
la nevera, dos jarras del vino italiano de mesa y seis baguettes. Se suponía que la
gente traería su propia bebida. Una caja de zapatos en la que ponía hucha estaba
sobre una mesa de caballetes cerca de la puerta, y Georgie se quejó de que estuviera
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tan cerca, porque cualquiera podía escaparse con la caja por la escalera antes de que
nadie se diera cuenta. Pero la caja se quedó allí, porque no se dejaría entrar a la gente
sin que pagara tres dólares, y Ben y Cassie argumentaron que sería una tontería abrir
la puerta e ir cada vez a alguna parte como la habitación pequeña a guardar tres
dólares en la caja de zapatos.
El aparato de música vibraba y retumbaba, y la gente iba entrando. Los abrigos y
las chaquetas e incluso los zapatos se apilaban en la cama doble de la habitación
pequeña, y después en un rincón junto a la mesa de caballetes. Sobre las camas
dobles que estaban juntas, Cassie había puesto una mesa de bridge plegada y la tabla
de planchar, para apoyar cuencos de patatas fritas, pretzels, palomitas y aceitunas.
¡Aceitunas! Negras y verdes. Ralph recordó que él las había comprado. Un toque
de distinción. Había gastado unos diez dólares en ellas. Ralph, vestido con una
camisa limpia, vaqueros más o menos limpios y botas que había lustrado, estaba
nervioso, como si fuera el único anfitrión. Miraba todo el tiempo a la puerta,
esperando que apareciera su padre, sintiéndose aliviado pero un poco acalorado cada
vez que entraban muchachos extraños, o caras que apenas reconocía. Eran casi las
once. ¿Acaso su padre se había arrepentido?
No me has olvidado-o-o-o
No me has olvidado-o-ah-ah
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en la hucha, quizás uno de diez, o al menos de cinco. Ralph tragó con dificultad, se
sintió completamente sobrio un instante y se abalanzó hacia su padre, chocándose con
los que bailaban.
—¡Papá! —Ralph y su padre se dieron la mano, ambos sin poder oír lo que decía
el otro.
Su padre señaló su camisa y corbata como pidiendo disculpas, y Ralph creyó oírle
decir algo acerca de que había pasado el principio de la noche con un colega del
trabajo. Rodeando a los que bailaban, Ralph guió a su padre hacia la cocina, donde si
no había cerveza, habría al menos café instantáneo. Vaga pero insistentemente, como
se sostiene una honda convicción, Ralph sentía que la cocina, la sola existencia de la
cocina, le demostraría a su padre que aquel era un hogar. Pero la cocina estaba repleta
de gente, como si la mitad de los invitados se hubiese refugiado en ese apéndice del
apartamento para quedarse quietos y de pie, aunque estuvieran tan amontonados
como en el metro a la hora punta.
—¡Mi padre! —gritó Ralph con una nota de orgullo—. ¿Hay una cerveza?
—Cerveza, ¡ja! —dijo un muchacho que tenía una botellita marrón en la mano,
sacudiéndola para mostrar que estaba vacía.
—Métetela ya sabes dónde —respondió Ralph sin que lo oyeran, y empujó hacia
delante y hacia abajo, desequilibrando al menos a dos chicas que estaban de pie, pero
que no parecieron molestas, solo se rieron. Ralph estaba muy pendiente de su padre,
que seguía de pie más o menos en el marco de la puerta, y también de la sorpresa de
los demás al ver a un hombre mayor entre ellos. Pero Ralph encontró lo que buscaba,
la valiosísima cerveza de Ben escondida detrás del refrigerador: tibia, pero una
cervecita al fin y al cabo. Solo quedaba una y Ralph se dijo que debía reemplazarla al
día siguiente, para que Ben no se fastidiara. Encontró un abridor y la abrió. No
quedaban vasos de papel.
—¡Una cerveza! —dijo Ralph, pasándole la botella a su padre con orgullo.
A continuación los dos se encontraron de nuevo en la gran sala, no del todo
juntos, porque los que bailaban a gritos se metían por alguna razón en medio, por más
que Ralph intentara quedarse al lado de su padre, que ahora se encontraba cerca del
bufé instalado sobre las dos camas. Alguien —probablemente Georgie— había
creado un símbolo fálico con un plátano y un par de naranjas, lo que parecía un cañón
sobre ruedas o un órgano sexual, según quisiera uno interpretarlo, al que subyacían y
rodeaban racimos de uvas moradas. Ese llamativo arreglo frutal ocupaba el centro de
la tabla de planchar de color grisáceo, y Ralph vio que su padre evitaba mirarlo.
yeeowr a wing-ding-ding…
yeeowr a wing-ding-ding…
… decían las voces electrónicas, que no eran del todo voces humanas, pero Ralph
oía indefectiblemente esas palabras en aquella parte de la cinta. Peores cosas se oirían
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en esa cinta, si por peores se entendía obscenidades. Ralph tenía la vista clavada en
los ojos de su padre, en su expresión. Los ojos de su padre estaban alerta, casi
asustados, y miraban alrededor, parpadeando un par de veces; en un momento, Steve
giró la cabeza bruscamente como si quisiera cambiar de vista. Toda aquella gente,
para su padre, se dio cuenta Ralph, era el enemigo.
Malditos los dos maricas que se besuqueaban, y no por primera vez, mientras
bailaban lento aunque la música fuera rápida. Por supuesto, muchas parejas de chicos
y chicas hacían lo mismo, pero eso sin duda era aceptable desde el punto de vista de
su padre. Ralph oyó un «uuuuuh» general y risas, y vio una llama subir por uno de
los tirabuzones de film y consumirse en uno de los extremos superiores, mientras la
bufanda roja del centro se caía y la gente tiraba de los otros tirabuzones, que se
perdieron entre los que bailaban.
Ralph encontró a Cassie y la llevó a conocer a su padre, con la intención de
presentársela como la «madre de la casa»; al menos aquel término respetable y un
poco gracioso se le grabó en la cabeza. Ralph no había llegado hasta donde se hallaba
su padre cuando alguien se cayó al suelo justo delante de él y de Cassie, haciendo que
otra pareja también se cayera. La pareja se puso en pie, pero el que había caído el
primero no. Era, a ojos de Ralph, un extraño delgaducho e inconsciente de pantalones
negros, chaleco rojo y camisa blanca con gemelos. Un tipo en vaqueros se lo llevó a
rastras de los tobillos, gritando que abrieran paso, hacia la mesa de caballetes, donde
había un poco de espacio libre. Ralph siguió adelante con Cassie de la mano.
—¡Mi padre, Steve! ¡Cassie! —gritó Ralph.
Steve asintió y dijo en voz alta:
—Buenas noches —pero muy probablemente Cassie no lo oyó.
Cassie estaba cansada, muy cansada, los ojos se le iban hacia el techo. Llevaba
puestos una camisa blanca limpia de cuello amplio y puños almidonados, pantalones
negros y tacones de aguja, y además se mantenía bien erguida, pero Ralph sabía que
estaba exhausta y era evidente que algo había inhalado.
—Cassie nos da de comer —le gritó Ralph a su padre, mientras sostenía con
firmeza a Cassie—. Está cansada por todo el trabajo que ha tenido hoy con los
preparativos.
—¡Cansada no! —gritó Cassie— ¡Es un rectángulo! ¡No un cuadrado, un
rectángulo! Como…
Mientras Cassie buscaba en vano la palabra, y el padre de Ralph intentaba
escuchar, Ralph le dio un tirón al brazo de Cassie que sacudió todo su cuerpo, pero
ella mantuvo los ojos clavados en el techo y continuó:
—… ayer lo vi también en el lavabo del baño. ¡Está en todas partes! ¡Donde me
lavé el pelo esta tarde! Es una pantalla de televisión que se hace cada vez más
pequeña, ¡lo juro por Dios! ¡Y es una ventana! También una ventana, Ralphie. ¿Me
entiendes? ¡Con un marco plateado!
—Sí —dijo Ralph, cortante, apretando los dientes un momento. Cassie estaba en
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trance. ¿Qué habría tomado? En un minuto la llamaría su mantra, esa visión que
había tenido, o tenía aún—. Bueno, Cassie, ¡muy bien! —riéndose, Ralph sacudió de
nuevo el brazo de Cassie.
—Y palpita —le aseguró a Steve—. Sube y baja en el lavabo, ¿me entiendes?
—Te refieres al agua —dijo Ralph—. ¡El nivel del agua baja!
—¡Sube y baja!
Sonriendo, Ralph condujo a Cassie de vuelta a la cocina, a fin de alejarla de su
padre y protegerla de los que bailaban y podían llevársela por delante. Cassie, sin
embargo, se las arreglaba bien por su cuenta; solo estaba perdida dentro de su cabeza.
Ralph le dio una calada honda a un porro que le pasó alguien, retuvo el humo en los
pulmones, se dio la vuelta para regresar al salón y se golpeó la frente contra el marco
de la puerta.
Ralph vio a su padre e intentó abrirse paso hacia él. Y en ese preciso momento se
quedó sin energía, quizás porque creyó que su padre se despedía con un asentimiento
de cabeza y se iba. ¡Ralph hubiera querido presentárselo a Ben y Georgie! ¡Casi
imposible en medio de aquella multitud!
Sí, Steve se había ido. Por sobre la gente, Ralph alcanzó a ver apenas la parte
superior de la puerta que se cerraba.
Bueno, eso era todo. Los oídos de Ralph le dolían y zumbaban a causa de la
música, y estaba un poco sordo. No oyó lo que alguien le gritó mientras regresaba a
la cocina. No, quizás hubiese más espacio en la habitación pequeña, y pudiera cerrar
la puerta detrás de sí por un minuto. Pero cuando Ralph empujó la puerta entornada,
vio lo que le parecieron al menos dos muchachos y una chica en la cama, retozando y
riendo. Ralph dio un salto hacia atrás y cerró la puerta.
Algo más tarde, Ralph despertó sobresaltado por una patada en la pierna. Una
chica desconocida le sonrió desde lo alto. Ralph estaba en el suelo cerca de las camas
dobles. La música seguía vibrando, y todo estaba igual que antes. Ralph se levantó,
creyó por un momento que la cama cubierta de verde se le venía encima con sus
platos, cuencos vacíos y arreglo fálico, pero la cama se detuvo y Ralph se irguió. Ben
besaba hondo a Cassie, bamboleándose y bailando con los demás.
También Georgie besaba a Cassie. Ella era una muñeca rubia vestida de negro y
blanco entre los dos, y se caería si no la sostenían, supo Ralph. Se sintió superior a
los demás (quizás la siesta o el apagón le había venido bien) y en un plano diferente y
distinto.
—Un plano mejor. Todo es plano —murmuró para sí mismo. Quería decírselo a
cualquiera que estuviese cerca, pero todos parecían atentos a otra gente. Su padre. Sí,
por Dios, su padre había estado allí. Esa noche. En esa fiesta. Y su padre se había
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marchado de no muy buen humor. Ralph de repente recordó la cara pálida y
desconcertada de su padre mientras se iba por la puerta. Aquello no había salido bien.
Ralph tuvo ganas de vomitar, sin duda a causa del vino. Mejor ir al baño, al
inodoro por supuesto, adónde Ralph se dirigió al instante. La puerta no estaba
atrancada, aunque dentro había una chica y un tío apoyados contra el lavabo, y de
repente Ralph se puso furioso y les gritó que se fueran. Oyó su propia voz que
gritaba, y siguió gritando hasta que, con cara de sorpresa, la pareja salió lentamente;
después Ralph echó el cerrojo a la puerta. No tuvo que vomitar, aunque recordó que
esa era su intención.
—Estoy en otro plano —dijo Ralph en voz alta y con calma. Ahora se sentía muy
bien. Resuelto a hacer algo. Lleno de energía—. Soy un hombre que toma decisiones
—abrió el botiquín que estaba sobre el lavabo y sacó lo que quería: la maquinilla de
afeitar que usaban todos—. Un hombre que toma… decisiones.
Los muchos segundos que siguieron representaron para él un viaje geográfico.
Pensó en un vuelo que había hecho con su familia —mamá y papá, sí— sobre el
desierto, de Dallas-Fort Worth a Albuquerque. Formas moradas como lagos allí
abajo, lagos secos o apenas llenos, quebradas sinuosas, quizás secas, allí abajo.
Pequeños cañones. Colores hermosos, tostados y verdes. Y ahora rojo. Hoja de afeitar
corta ríos hinchados y sale el rojo. ¡Eso sí era colorido! Peligroso, tal vez, pero
excitante. Y no dolía en absoluto. Nada pero nada de dolor.
Ralph despertó en posición horizontal, de espaldas, con la boca seca. Cuando
intentó mover los brazos no pudo, y pensó que estaba encerrado en alguna parte. La
policía, quizás. Entonces vio que sus manos, a excepción de los dedos, estaban
vendadas hasta la altura de los antebrazos, y era como si pesaran una tonelada cada
una. Podía moverlas solo tirando hacia atrás. Se hallaba en una habitación con al
menos diez camas como la suya, y había una luz azul mortecina sobre la puerta.
—Dios, ¿otro sueño? —dijo Ralph con una voz asustada, que se le quebró. Miró
de nuevo alrededor, sorprendido.
Entonces fue consciente del olor: medicamentos, desinfectante. Estaba en un
hospital. No cabía duda. ¿Qué había pasado? Intentó mover las piernas y se alivió al
comprobar que podía. ¿Había habido una pelea en la pocilga? Ralph no recordaba
ninguna. ¿En qué hospital estaba? ¿Dónde? Ralph se sentía grogui —sin duda le
habían dado un calmante— pero más furioso que adormecido, y más furioso cuanto
más miraba alrededor y no encontraba ni una lámpara ni un botón que pulsar.
Así que gritó:
—¡Eh! ¿Hay alguien? ¡Eeeh!
Le llegó un gemido de una de las camas de la habitación, una voz indistinguible
de otra. La puerta se abrió y entró en silencio una figura más o menos blanca con una
gorra.
—¡Eh! —dijo Ralph, aunque en voz más baja.
—Silencio, por favor —dijo la chica. Tenía en la mano una linterna delgada como
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un lápiz.
—¿Dónde estamos?
Ella le dijo que en tal y tal hospital en cierta calle del East Side. Y era domingo
por la noche, medianoche, respondió la enfermera a la siguiente pregunta.
La fiesta había sido el sábado por la noche, pensó Ralph. Y hoy, sí, hoy tendría
que haber estado en el Bronx. ¿Dónde estaban sus amigos?
—Tengo que llamar a mis amigos —le dijo a la enfermera, torciendo el cuello
bajo los dedos de ella. Ella trataba de tomarle el pulso, pero Ralph creyó por un
segundo que quería estrangularlo.
—No puedes llamar a nadie a esta hora. Dos amigos tuyos estuvieron aquí esta
tarde. Me vi obligada a decirles que dormías y no se te podía molestar.
—Bueno, ¿cuánto tiempo tengo que quedarme aquí?
—Puede que dos días más —susurró la enfermera—. Perdiste mucha sangre.
Estabas en estado de shock. Se te hicieron algunas transfusiones, y tal vez necesites
más. Ahora toma esto, por favor —le ofreció un vaso de agua con la mano que
sostenía la linterna-lápiz entre los dedos; en su otra mano había una pastilla rosa
bastante grande.
—¿Qué es?
—Tómalo por favor. Te sentirás mejor.
Ralph la tragó con un gesto de disgusto y, cuando volvió a abrir los ojos, la
enfermera salía por la puerta.
En los segundos que siguieron, las cosas se aclararon un poco. Se había cortado
las venas. Lo recordó con una punzada de vergüenza. Un acto muy estúpido, sin
duda. Había causado muchos problemas. Sangre en el baño. ¡Toda aquella gente! ¡Y
su padre había ido a la fiesta! Claro, aquello era lo que tanto lo había entristecido,
decepcionado y avergonzado. Pero ¿qué razón había para sentirse avergonzado? ¿De
qué? Ralph sintió que el corazón le latía más rápido, con beligerancia, desafiante. Él
y sus amigos habían dado una fiesta, eso era todo.
La pastilla le hizo efecto como una música zumbona en los oídos. Como platillos
electrónicos, con tambores débiles pero graves de fondo.
Y zing-zing-zing…
Y wing-ding-ding…
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cerveza en casa, y en cuanto llegaron Ben salió a comprar sándwiches de pastrami,
que se vendían en la esquina. Georgie había salido a dar una clase de piano. Era
fantástico estar en casa y Cassie era un ángel; comprensiva, dulce, lo ayudaba a
levantar los pies, le quitaba los zapatos y le ponían almohadas detrás de la cabeza.
—No fuiste el único, querido Ralphie —dijo Cassie—. Otros dos tipos se
desmayaron y no se despertaron hasta el domingo por la tarde, y creíamos que nunca
se irían. ¡Pero recaudamos trescientos sesenta y dos dólares! ¿Te das cuenta?
Eran buenas noticias, pero el dinero era para el alquiler, no para la cuenta del
hospital, y el hospital le había dado a Ralph un papel que parecía una sentencia de
prisión o, en el mejor de los casos, una amenaza muy pero muy desagradable, y
estipulaba para el pago una fecha límite que Ralph había olvidado pero era cuestión
de días, de modo que tenía que ir a ver a su padre.
El padre de Ralph cogió el teléfono esa noche cerca de las ocho. Ralph había
dormido y se sentía mejor, preparado para afrontar la frialdad de su padre, preparado
incluso para que le dijera: «Francamente, Ralph, no quiero verte nunca más. Ya eres
un hombre adulto, etcétera». O: «la fiesta me abrió los ojos».
Pero para sorpresa de Ralph, su padre sonaba calmado y diplomático. Sí, podía ir
a su casa, esa misma noche si quería, pero por favor no después de las diez.
Ralph se afeitó y se lavó lo mejor que pudo. Sus muñecas seguían vendadas, por
supuesto, pero el vendaje era más ligero. Ralph se puso una holgada chaqueta de
plástico, con la esperanza de que su padre no notara el vendaje.
—Buena suerte, Ralphie —dijo Cassie, y le dio un beso en la mejilla—. Nos
alegra que sigas entre nosotros, y ya podremos grabar el disco cualquier otro día.
—Tómatelo con calma —dijo Ben—. No te desplomes por ahí.
Aquellas palabras le hicieron pensar a Ralph en las tenues manchas rosadas de los
rincones del baño. Sin duda el suelo había quedado hecho una inmundicia, y sus
amigos aún no habían quitado del todo las manchas. Ralph tomó un autobús, se sentó
e intentó respirar despacio, a la manera zen.
Su padre tenía un vendaje pegado con cinta adhesiva sobre la nariz y las mejillas.
Steve saludó con la cabeza, sosteniendo la puerta abierta.
—Pasa, Ralph.
Ralph entró.
—¿Qué te ocurrió?
—Algo muy estúpido. Curioso —en el salón, su padre lo miró, sonriendo.
También esta vez llevaba pantuflas y había estado leyendo un libro—. Tuve un
pequeño accidente al volver de la fiesta. Un accidente muy estúpido. Giré muy
cerrado en una curva a la izquierda, y choqué contra otro coche casi de frente. En la
Tercera avenida. La culpa fue mía. Y me golpeé la nariz contra el parabrisas. Nariz
rota —su padre se rio. Los hombros se le sacudieron, pero rio en silencio.
—Lo siento. Y la policía… —Ralph pensó al instante en una multa por conducir
ebrio. Pero ¿cómo podía Steve haber estado ebrio?
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—Ah, en fin, sí, me hicieron la prueba de alcoholemia y estaba muy por debajo
del límite. Puro descuido por mi parte, les dije… ¿Quieres una cerveza, Ralph? —sin
esperar la respuesta, Steve fue a la cocina a buscar una.
Ralph estaba perplejo. ¡Que su padre hubiese tenido un accidente idiota como
aquel! ¡Y sobrio! Ralph comprendió: su padre había quedado muy afectado por lo
que había visto en la fiesta. Ralph recibió la cerveza que le daba su padre.
—Gracias, papá.
—¿Y eso? —su padre había visto el vendaje en la muñeca derecha de Ralph e
inmediatamente miró la otra muñeca, cuyo vendaje no quedaba del todo oculto por la
holgada manga de plástico azul.
—Bueno, en fin, yo también tuve un pequeño accidente. Nada grave —Ralph
bebió un sorbito del agujero de la lata y sintió que se le acaloraba la cara. Si el
accidente no era grave, ¿por qué estaba allí? Estaba allí por la cuenta de quinientos
dólares del hospital. Ralph se descubrió mirando a los ojos a Steve, consciente de la
boca tensa de su padre. Su padre sabía por qué estaban allí esos vendajes.
—¿La noche de la fiesta? —preguntó Steve, cogiendo las cerillas.
—Sí —dijo Ralph.
—Te llevaron al hospital, imagino. Te llamé ayer. Me dieron una respuesta medio
tonta. Una voz de hombre.
Ralph tragó. Tenía la garganta seca, así que bebió más cerveza.
—Nadie me pasó el mensaje.
—No será que necesitas dinero para pagar la cuenta del hospital…
—Sí, ese es exactamente el problema. Es verdad… Y fueron muy desagradables
en el hospital. Insistentes, quiero decir —y las muñecas cortadas, la cuenta por pagar,
había sido culpa suya, se daba cuenta Ralph. Algo innecesario. La mirada de Ralph
descendió hasta los botones de cuero del cárdigan de su padre. La nariz rota de su
padre también había sido un accidente, ¿no? Realmente innecesario—. Estaba
alterado.
Ralph se encogió de hombros, incapaz de mirar a su padre a los ojos. ¿No se
había alterado su padre también? ¿No se alteraba todo el mundo de vez en cuando?
—Tendrás el dinero —dijo su padre finalmente, con una voz bastante tensa, como
si le estuviese pagando a un extorsionador al que no se animaba a tratar de manera
brusca.
O a Ralph le dio esa impresión. Acentuada cuando su padre agregó:
—Después de todo, todavía eres mi hijo —fue hasta el escritorio donde guardaba
su chequera— ¿Cuánto es, Ralph?
—Un poco más de quinientos.
—Te haré uno por no más de seiscientos. Puedes completar lo que haga falta.
Su padre rellenó el cheque sin sentarse.
—Gracias… Lo siento —dijo Ralph al tomar el cheque que le ofrecía su padre.
—¿Debo decir que es el último? Ojalá lo fuera.
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—Te juro que…
—Detesto tu vida —lo interrumpió su padre— para serte perfectamente sincero.
Entonces Ralph miró a su padre a los ojos azules que parecían hipnotizarlo. El
vendaje blanco sobre la nariz y la cara de su padre, que habría sido gracioso si los dos
hubiesen estado de mejor humor, le hizo pensar a Ralph en una máscara antigás, o
algún tipo de equipamiento de guerra, algo para nada gracioso. Y Ralph se sintió
vencido.
—He tratado de… de apreciar tu estilo de vida, de comprenderlo, en todo caso.
Ralph no dijo nada. Sabía que su padre lo había intentado. Una de sus muñecas
palpitaba, y se miró la venda para ver si tenía sangre. No tenía, hasta ahora. Ralph dio
un incómodo paso atrás, como para irse.
—Sí, lo sé, lo siento, papá.
Su padre asintió, pero no era un asentimiento afirmativo, sino un gesto
desesperanzado, resignado y de cansancio.
—No vuelvas por aquí, si puedes evitarlo.
Ralph se mordió el labio, con deseos de decir algo, pero sin hallar la palabra
adecuada. Le molestaba que su padre lo tratara como a un vago, que le dijera sin más
que no regresara a pedir limosna. Ralph estaba de pie como un imbécil, mudo,
incapaz de enfadarse como correspondía, aunque sin duda enfadado. Sí. Ralph
empezó a gritar en su interior un «sí» que era como una gran afirmación, un gran «de
acuerdo», pero sus labios apenas se separaron. Después se dio la vuelta, avanzó a
grandes pasos hacia la puerta y la cerró detrás de sí, sin golpearla.
La batalla no había terminado, Ralph lo sabía.
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El sueño del Emma C
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Sam, que a los diecinueve años era el más joven de la tripulación, iba al timón
cuando divisó una mota blanca en el agua azul, a unos ochocientos metros al frente y
un poco a babor. Una gaviota solitaria, pensó, flotando en el mar de verano. El Emma
C se dirigía hacia el norte por la Bahía de Cabo Cod, y a la derecha de Sam se veía
con nitidez la costa del cabo y sus agrupaciones de casitas blancas que marcaban las
poblaciones. Habían pescado una redada de caballa muy pobre aquella mañana, y el
capitán, Bif Hastings, había decidido probar suerte en otra parte antes de poner rumbo
hacia el puerto. El resto de la tripulación, cuatro hombres además de Bif, tomaban en
ese momento un segundo desayuno de café y rosquillas.
Cuando Sam miró de nuevo, la gaviota blanca le pareció redonda, como una
pelota de playa. No era una gaviota. Sam tenía buena vista y se concentró en aquel
punto. ¡Era un nadador! ¡Y mar adentro, al menos a tres kilómetros de la costa!
¿Estaba muerto? ¿Flotaba y nada más?
—¡Eh! —gritó Sam, mientras giraba el timón para que el Emma C se dirigiera
directamente hacia el punto blanco—. ¡Eh, Louie! ¡Johnny!
Resonaron unos pasos pesados en cubierta y, a continuación, Chuck apareció por
la puerta de babor del puente de mando.
—¿Qué pasa?
—Hay alguien flotando allí. ¡Mira!
En segundos, todos estaban mirando. Bif tomó los prismáticos del pequeño
armario que estaba detrás del timón. Declaró que el rostro cubierto por una gorra
blanca era el de una muchacha.
—¿Una muchacha?
Los prismáticos pasaron de mano en mano.
—¡Le veo los ojos!
—No se mueve. ¡Si estuviera muerta, tendría los ojos abiertos!
—¡Lleva un traje de baño azul! —informó Chuck.
Sam echó una mirada rápida, sosteniendo los prismáticos con una sola mano.
—Es una nadadora exhausta. ¡Preparad una manta!
Louie, un tipo corpulento, mitad portugués, bajó la escalera cuando el capitán Bif
dio la orden. La escalera fue dejando surcos en el mar. Ya estaban muy cerca. La
muchacha flotaba sin mover los brazos ni las piernas, como si el cansancio le
impidiera hacer cualquier tipo de esfuerzo. Pero tenía los ojos abiertos, entornados.
Louie fue el primero en bajar por la escalera. Sam había apagado el motor. Detrás de
Louie bajó Johnny, un muchacho más bien alto, un poco mayor que Sam.
A tientas, mojado hasta los muslos, Louie atrapó el brazo derecho de la muchacha
por el codo. La oyeron gemir un poco. No cabía duda de que estaba viva, pero tan
cansada que la cabeza se le fue hacia delante cuando Louie la levantó por los dos
brazos. Johnny tiró de Louie. Varias manos bien dispuestas tomaron las manos de la
muchacha, después la cintura y los pies, y cuatro pares de manos la depositaron con
cuidado sobre la áspera manta verde oliva que había sido desplegada en cubierta.
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Estaba pálida, apenas rosada en los hombros y los brazos; no era muy alta; y tenía
el busto bien desarrollado y una cintura pequeña de la que salían caderas redondas
como las de una sirena. Pero no se trataba de una sirena. Tenía piececitos agraciados
y piernas y todo el resto.
—Té, té caliente —dijo el capitán Bif—. Y después habrá que llamar por radio a
la costa.
—¡Café es más rápido, Bif! —Chuck fue a buscarlo.
Sam le quitó a la muchacha la gorra blanca, con suma delicadeza para no tirarle
del pelo. Era muy rubia. Tenía los labios pálidos y azulados; la punta de su lengua
rosa pasó por el borde de sus dientes blancos.
—¡Qué guapa es! —murmuró alguien en tono reverencial.
—¿Café, señorita? —Chuck le llevó la gruesa taza blanca a los labios. Se había
arrodillado, al igual que Louie, que le sostenía la manta sobre los hombros.
—Mmm… —murmuró la muchacha, y bebió un sorbito ínfimo.
—¿De dónde eres?… ¿Tienes frío?… ¿Cómo has llegado hasta aquí? —las
preguntas se sucedían una tras otra.
Los ojos azules de la muchacha apenas se habían abierto.
—Una apuesta.
—¿Hasta dónde pensabas nadar?
—¡Cerrad la boca de una vez! —dijo Sam como si fuera el capitán—. Necesita
descansar en una litera. Que use la mía. ¿Me echas una mano, Louie? —Sam se
dispuso a cargarla en la manta.
—Mi litera —dijo Chuck—, la mía tiene sábanas limpias desde esta mañana.
Todos ofrecieron sus literas —solo había cuatro bajo la cubierta principal— pero
se eligió la de Chuck por la sábana. Chuck sonrió como si hubiera ganado una novia
y siguió a Louie y Sam mientras llevaban a la muchacha hacia el camarote. Chuck
miraba por encima del hombro como diciéndoles a los otros tres hombres, incluido el
capitán, «no os acerquéis».
El camarote de techo bajo tenía una litera a cada lado. Los miembros de la
tripulación a veces se turnaban para dormir un rato, pero casi nunca pasaban allí una
noche entera. Cada tanto un hombre se daba el gusto de poner una sábana entre las
mantas, y en ese momento la casualidad había querido que Chuck lo hubiera hecho,
cosa que consideraba buena suerte. Con cuidado tapó los pies de la muchacha y se
aseguró de cubrirle los hombros, porque tenía la piel fría.
—Como la bella durmiente —dijo Chuck en voz baja—. ¿No?
—¿No deberíamos quitarle el traje de baño mojado, Chuck? —preguntó Sam.
Chuck frunció el ceño, pensativo.
—Mmm…, sí, pero dejémoselo a ella, hasta dentro de un rato. ¿No crees?… ¿Va
entrando en calor, señorita?
Los ojos de la muchacha estaban de nuevo abiertos. Separó apenas los labios pero
no dijo nada.
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Sam salió y volvió con una botella de vino tapada y envuelta en una manta.
—Agua caliente de la cocina —le dijo a Chuck y puso la botella con cuidado a
los pies de la muchacha, entre la sábana y la manta.
Louie se había ido, respondiendo a la llamada de Bif. Filip, un muchacho de
veinte años, feo y tímido, miró por la escotilla a la muchacha que estaba acostada en
la litera de abajo de estribor.
—Dejémosla tranquila un rato —dijo Chuck. Sam estaba cerca, y Chuck le dio un
codazo tan fuerte en las costillas que lo hizo entrecerrar los ojos—. Nada de hacerse
el listo, muchacho. Déjala en paz.
Sam fulminó al hombre mayor con la mirada.
—¿Hacerme el listo, yo?
El Emma C avanzó hacia el norte por la Bahía de Massachusetts, pero con mayor
lentitud que antes, en una especie de ensoñación, como si la presencia de la
muchacha hubiera hechizado no solo a los seis hombres sino además al motor. El
capitán Bif llevaba el timón, mordisqueando nervioso un cigarro apagado, mientras
contemplaba el agua familiar al frente y el cabo que se perdía de vista a su derecha.
Había llamado por radio a Provincetown y había dado una descripción de la
muchacha, rubia, de unos veinte años, aclarando que se encontraba muy cansada
como para hablar, pero que no parecía herida y daba la impresión de encontrarse bien.
A juzgar por la respuesta del operador de Provincetown, nadie había dado aún parte
de la desaparición de una muchacha así. ¿Hacia dónde se dirigían? El barco tenía
derecho a probar suerte donde quisiera por aquella zona, cerca de la costa, y también
al norte; derecho a bajar las redes, hacer un barrido y llenar la bodega, o intentar
hacerlo, antes de regresar a Wellfleet, su puerto de matrícula. Pero Bif se dio cuenta
de que no le importaba un comino si pescaban o no algo más ese día. Tampoco a la
tripulación, era consciente. ¿De dónde era la muchacha? ¿Cómo se llamaba? ¡Por
cierto que era hermosa! ¡Era fantástico sacar algo así del agua! Era como un cuento
chino, una leyenda divertida de oír pero que nadie creería.
—Señores —murmuró el capitán Bif para sí mismo, con cierta satisfacción. Sí, se
ocuparía de contarlo—. ¡Eh, Sam! —exclamó Bif en voz alta, por encima del
hombro.
Sam, que ordenaba las redes en la cubierta de popa, dejó lo que estaba haciendo y
fue al puente de mando.
—Mantén el rumbo y la marcha —dijo Bif.
—Sí señor —Sam se hizo cargo del timón. Pasado un minuto, bajó ligeramente la
velocidad. Era un día especial. Sam no quería ver otro pez muerto o agonizante por
ese día. Sam había cursado dos años en la universidad, incluidos seis meses en el
buque de capacitación Westward, con base de operaciones en Woods Hole,
Massachusetts, en el que había obtenido créditos en ciencia náutica y marina. Sam
quería ser oceanógrafo. Su puesto en el Emma C era una práctica de un mes durante
las vacaciones de verano. A bordo del Westward, Sam había viajado por la costa del
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Caribe y de Florida, y habían visto medusas fosforescentes por la noche, preciosas
marsopas que saltaban en grupo, pero nada tan hermoso como esta muchacha
tranquila que el mar les había regalado de la nada.
Chuck estaba de pie junto a la escotilla del camarote cuando Bif se acercó con la
intención de entrar.
—Se encuentra bien, Bif. Está dormida.
—Bien. Estaba pensando en afeitarme; no haré ruido. Dile a Filip que me traiga
una olla de agua caliente, ¿sí, Chuck?
Bif no solía afeitarse a bordo. Chuck entornó un poco la escotilla, vio que la
muchacha parecía dormida y se tocó los labios con el índice para indicarle a Bif que
no hiciera ruido. Después fue en busca de Filip y lo halló en la cubierta trasera,
barriendo pescaditos muertos. Le transmitió la orden de Bif y lo conminó a entrar al
camarote en silencio, porque la muchacha dormía. Pensándolo mejor, Chuck decidió
llevar él mismo la olla cuando Filip la trajera. Filip se alejó al trote, sonriendo. Era
cierto que había un espejo en la pared que estaba entre las literas, pero ¿no podía Bif
haberse afeitado en la cocina?
Después una voz gritó:
—¡Vete al diablo, Filip!
Hubo un golpe sordo, un ruidito, y Chuck vio a Filip perder el equilibrio, salir de
la cocina tambaleándose hacia atrás y golpearse la cabeza contra la borda. Louie, que
estaba de pie sobre él con el puño apretado, tomó la olla y entró en la cocina. Filip se
incorporó; la cabeza le sangraba. La sangre le empapó rápidamente la espalda de la
camisa.
Chuck tomó al muchacho por el brazo y lo ayudó a levantarse.
Por la puerta de babor del puente de mando, Sam miró a popa y se dio cuenta de
lo que había sucedido. También había oído parte de la conversación. Los dos habían
querido llevarle a Bif el agua caliente al camarote. Con una sonrisa, Sam alteró un
poco el rumbo hacia estribor, hacia el Atlántico. A estribor pasaban Race Point y la
punta del cabo.
Louie entró en el camarote con la olla de agua caliente y miró a la muchacha
dormida hasta que Bif le dijo que se fuera. Después Chuck informó a Bif sobre el
accidente de Filip y dijo que le harían falta unos puntos en la cabeza. Bif maldijo
entre dientes.
—Me ocuparé de ello en un momento —dijo Bif, sabiendo que era el hombre
indicado para poner los puntos, pues lo había hecho varias veces—. Dile a Filip que
se recueste en alguna parte, en cualquier parte menos aquí dentro, hasta que termine
de afeitarme.
Chuck recostó a Filip sobre cubierta con la cabeza a resguardo del sol. Tenía un
tajo de casi ocho centímetros. El capitán Bif llegó con media botella de whisky, una
botella de alcohol para uso quirúrgico y un botiquín con gasa, cinta adhesiva, aguja y
tijeras. Le hizo beber a Filip un buen trago de whisky para darle coraje, porque el
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muchacho casi lloriqueaba, y cuando nadie miraba él mismo bebió un sorbo. Bif era
bastante estricto con respecto a beber a bordo: un poco de cerveza o vino estaba
permitido, pero nada fuerte, fuera cual fuese el clima.
Después, la muchacha despertó y se produjo un gran alboroto en cuanto a qué
darle de comer.
—Sopa —dijo Johnny, dado que quedaba mucha sopa de la comida del día
anterior, pero alguien observó que Johnny, como un pánfilo, le había puesto filetes de
pescado, por lo que a esa altura ni un perro podría comerla.
—Si no te gusta cómo cocino… —empezó a decir Johnny, amenazando con el
puño a Chuck, que lo había llamado pánfilo. Aquel era un chiste repetido y una
amenaza siempre en pie: como a nadie le gustaba cocinar a bordo del Emma C,
cualquiera que criticase la comida de otro se arriesgaba a que lo designaran cocinero
en el acto.
Chuck también había apretado los puños.
—A lo que voy es que una sopa de pescado, ¡una sopa horrible no es adecuada
para ella! Mejor darle huevos revueltos —después el puño derecho de Chuck salió
disparado como si tuviese un resorte y golpeó a Johnny en el plexo solar.
Johnny boqueó y, tras un segundo, le asestó un derechazo en la mandíbula a
Chuck. Chuck se tambaleó hacia atrás y tropezó, cosa que jugó a su favor, porque
cayó sobre cubierta en vez de directo al mar por la borda. Chuck sacudió la cabeza y
se levantó, apartó a Bif de un empujón y, con la izquierda, le dio un puñetazo a
Johnny de nuevo bajo las costillas, seguido de uno con la derecha que lo derribó. Los
dos hombres eran corpulentos y estaban igualados. Johnny no se levantó.
—¡Más vale que terminéis!, —dijo Bif—. Es suficiente. ¿Entendéis? Es una
orden… Tenemos filetes congelados, ¿no? Ve y prepárale a la muchacha un filete,
Chuck. ¿Estás en condiciones?
Chuck se irguió con orgullo, aunque le sangraba el labio.
—Estoy bien, capitán —fue a la cocina, dando un paso sobre Johnny como si
Johnny no fuera más que un rollo de cuerda.
Filip hizo un gesto de dolor cuando Bif le pegó con cinta adhesiva el vendaje al
cuero cabelludo que le había afeitado con torpeza. Filip sabía que estaba en lo más
bajo de la jerarquía del Emma C; era un muchacho no muy alto que no asustaba a
nadie. Pero Louie no era más alto, sino solo más pesado, así que Filip juró vengarse.
El capitán Bif ordenó a Louie lavar el suelo de la cocina a mano, con un balde y
un trapo, como castigo por atacar a Filip, y Louie se puso manos a la obra. Louie
sentía curiosidad por la muchacha. ¿Se había quitado el traje de baño? ¿Qué podía
hacer él para serle útil? Así que le dijo a Chuck, mientras Chuck añadía unas patatas
fritas al plato del filete y ponía un vaso de leche en la bandeja:
—Con mucho gusto le llevaría la comida a la muchacha, Chuck, señor.
Chuck se rio.
—Ya lo creo, viejo. Pero yo me ocupo. Termina con lo qué estás haciendo aquí —
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Chuck mojó la mitad de un trapo en la olla de agua caliente que estaba sobre la
cocina, se limpió el labio y las manos y levantó la bandeja—. Abran paso —dijo al
salir a cubierta. La escotilla del camarote estaba cerrada, de manera que le dio unos
golpecitos con el pie—. ¡Hola, señorita! ¿Me permite…? —Chuck le puso mala cara
a Johnny, que estaba de pie pero se agarraba la mandíbula como si le doliera. Johnny
estaba listo para abrir la escotilla corrediza.
—Mmm… ¿qué? —se oyó dentro, y cuando Chuck le dio la señal, Johnny cerró
la escotilla.
Chuck bajó los escalones con la bandeja.
La muchacha estaba sentada y tapada con la sábana casi hasta los hombros, y
Chuck vio al instante que se había quitado el traje de baño azul, que había quedado en
el suelo junto a la litera.
—Disculpe que la moleste, señorita. Algo de comer. ¿Se siente mejor?
Ella le sonrió.
—Sí, sí… Creo que no me hice daño.
Chuck la miró, recordando su cuerpo suave y pálido, perfecto.
—No tiene ni un rasguño, hasta donde yo sé. ¿Podrá comer algo? —estaba a
punto de dejar la bandeja sobre los muslos de la muchacha, pero pensó que la sábana
se le deslizaría de los hombros y tuvo una idea brillante—. Sosténgame esto un
minuto —apoyó la bandeja en su regazo, se arrodilló y abrió el cajón que estaba en el
costado de la litera, donde guardaba al menos una camisa limpia además de calcetines
de lana y varios calzoncillos y camisetas. Dio con la camisa de franela roja y negra a
cuadros que buscaba—. Aquí tiene. Es abrigada. No debe enfriarse.
La muchacha extendió un brazo, y Chuck le pasó la camisa y al instante se dio la
vuelta. El movimiento hizo que notara a Johnny y Bif espiando por la escotilla
abierta.
—Bueno, no se queden ahí mirando como imbéciles —gritó Chuck, y avanzó
hasta la base de la escalera, tapándoles la vista. ¡Incluso Louie cotilleaba entre Bif y
Johnny!
—Pensé que a lo mejor le hacía falta algo más —dijo Johnny—. ¿Kétchup?
Demasiado molesto para responder, Chuck les dio la espalda. La muchacha se
abotonaba la camisa amplia sobre sus pechos. A continuación tomó el tenedor y el
cuchillo. Se metió un pedazo de filete en la boca y le sonrió a Chuck, masticando con
apetito.
—¿Sal, señorita? ¿Está sabroso? —Chuck había salado el filete.
—Muy bueno. Rico.
Chuck miró hacia arriba y vio una sola figura, la de Louie, que se escabullía.
Chuck levantó la mano y cerró la escotilla con firmeza.
—¿Me diría su nombre?
—Natalie.
Natalie. El nombre lo hizo pensar en cosas que provenían del mar, como perlas y
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corales vistosos, rosados y rojos. Se dio cuenta de que no quería preguntarle dónde
vivía. ¿No sería fantástico si ella pudiera quedarse para siempre allí en su litera,
sonriéndole, y él pudiera servirla?
—Le está volviendo el color a las mejillas.
Ella asintió, y bebió un sorbo de leche.
—¿Le molestaría, Natalie, si me afeitara aquí? Es el único espejo que hay a
bordo. Y de verdad necesito afeitarme.
La muchacha dijo que no le molestaba, y Chuck abrió la escotilla y gritó:
—¡Cocina!
Filip, con la cabeza vendada, fue el primero en aparecer.
—Olla de agua caliente para afeitarme, Filip. ¿Te arreglas?
Filip miró a la muchacha.
—Claro. Ya mismo —se fue.
Chuck sacó la cuchilla de su cajón y la afiló en la correa de cuero que colgaba
junto al espejo. Después oyó un grito que provenía de cubierta, el gruñido de una voz
airada y la reprimenda rugida por Bif.
—¡Por el amor de Dios! —dijo Bif.
—¡Él no va a decirme lo que tengo que hacer, el hijo de puta!
Chuck subió un poco por la escalera, abrió la escotilla y miró hacia fuera. Louie
yacía en la cubierta de babor fuera de la cocina. Bif le tomaba el pulso, mientras Filip
esperaba de pie con las piernas separadas y una barra de metal en la mano derecha.
Louie estaba muerto. Chuck se dio cuenta por cómo Bif se enderezaba tras
examinar la figura caída y cómo se frotaba el mentón. Chuck cerró en silencio la
escotilla. Louie debía de haberle pedido a Filip que le dejara llevar el agua caliente.
Algo por el estilo. Y Filip se había vengado de Louie por el tajo que este le había
abierto en la cabeza. Ahora habría un entierro en mar abierto. ¿No?
La muchacha había vuelto a cerrar los ojos. Sus pestañas eran largas y doradas.
¿Tendría, cuántos, veinte años? ¿O menos? Había apoyado las manos delicadas y las
muñecas delgadas sobre las mantas, junto a la bandeja. Se había comido casi todo el
filete.
Filip trajo una olla de agua humeante con manos temblorosas un minuto más
tarde. Chuck la recibió a través de la escotilla sin hacer preguntas, dejó la olla en un
escalón y cerró la escotilla al instante.
Al timón del Emma C, Sam Wicker había compuesto un poema. Había redactado
tres borradores en el papel rayado que estaba en el estante de arriba del timón, lo que
le había llevado un buen tiempo.
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Sin embargo, flotaba con calma,
en la cara azul del mar,
un premio más hermoso.
Lo izamos con cuidado
como quebradizo coral,
en un silencio reverente, contemplándote,
muchacha hermosa, viva y perfecta,
nacida del mar.
¿Precisamos, preciso buscar más?
Nuestro premio está aquí y, mientras duerme,
prevalece una paz paradisíaca.
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frunciendo el ceño.
Sam rozó su poema, que estaba plegado en el bolsillo trasero de su peto.
—¿La muchacha está bien? —preguntó a Chuck tanto como a Bif.
Chuck lo miró desafiante.
—Claro, está perfecta. ¿Por qué no iba a estarlo?
Eran más de las tres y todos habían olvidado la comida. Sam negó con la cabeza
cuando le ofrecieron otro trago y salió a cubierta. Sacó su poema, echó una mirada a
la página desplegada, se dirigió al camarote y llamó a la escotilla con tal suavidad
que no habría despertado a la muchacha si ella hubiese estado durmiendo.
—¿Sí? Pase —dijo la voz de la muchacha.
Con una sonrisa de súbito alivio, Sam entornó la puerta. La luz del sol se coló
hacia el interior por encima de la cabeza de la muchacha, nimbando su cabello rubio
como si ella llevara un halo. Sus labios y sus mejillas eran ahora de un color rosado
natural.
—He venido a preguntarte cómo te sentías, y a ver si puedo hacer algo por ti.
—Gracias. Me siento mucho mejor. Estoy…
—Pero ¿qué haces tú aquí? —Chuck tomó a Sam del brazo desde atrás.
—Eh, ¡ya basta, Chuck!
—Es mejor que te vayas, Sammy —Chuck empujó a Sam a un lado y bajó un par
de escalones.
—¡Yo encontré a la muchacha! —dijo Sam—. Tengo un poema para darle.
—¡Un poema! —Chuck sonrió y le hizo un gesto para que se fuera.
A Sam le dio la impresión de que Chuck estaba demente. En defensa propia, Sam
apretó el puño derecho.
—La verdad, Chuck, no sé por qué…
Chuck salió de un salto a cubierta, y cortó las palabras de Sam dándole a este un
golpe en el costado izquierdo de las costillas. Sam le devolvió un puñetazo en el
pecho, pero Chuck era más corpulento y apenas se movió. Después Chuck empujó a
Sam con el pie y Sam cayó sobre cubierta.
La muchacha dijo algo en tono de protesta y Chuck la interrumpió diciendo:
—No quiero que estas bestias vengan por aquí.
Sam se puso de pie casi sin aliento, furioso. ¿Bestias? ¿En qué estaba pensando
Chuck?
—Si intentas hacerle algo a la muchacha…
Chuck le cerró a Sam la escotilla en la cara.
Temblando, Sam plegó el poema y se lo guardó de nuevo en el bolsillo. Fue a
buscar al capitán Bif, que seguía bebiendo en la cocina sentado a la mesa, y le dijo en
una voz tan ronca que no sonó como la propia:
—Creo que Chuck se trae algo entre manos en el camarote, señor. Tal vez usted
deba ir a verlo.
—¿C… cómo? —dijo Bif, incrédulo, sin levantarse.
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—Yo no puedo hacer nada, señor. Él está sobre mí —Sam quería decir que Chuck
era su superior, el segundo después de Bif.
El capitán Bif salió y pasó el cuerpo envuelto de Louie, mientras Sam se quedaba
en la cubierta, con las zapatillas bien plantadas en el suelo, observando. Bif llamó a la
puerta y gritó. El camarote estaba a unos cuatro metros de Sam.
Chuck abrió la escotilla un poco, y Bif dijo:
—¿Estás bien ahí dentro, Chuck?
Y Chuck contestó algo que incluía la frase:
—… protegiendo a la muchacha…
La ira de Sam aumentó. ¿Decía Chuck la verdad? Chuck era un tipo duro de casi
treinta años, tenía una cicatriz sobre una ceja y llevaba una mujer desnuda tatuada en
el antebrazo derecho. Pero ¿podía Chuck escribir un poema? Sam escupió con desdén
por la borda y volvió a mirar el camarote. Bif debía de haberle dado a Chuck alguna
orden, porque Chuck subía por la escalera hacia cubierta. Sam pasó por delante de
Chuck camino a la proa sin mirarlo, sacó su bolígrafo y escribió en letra pequeña
sobre el poema:
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cigarro apagado. El capitán tenía una mujer en Wellfleet, Sam lo sabía. ¿En qué
pensaba el capitán Bif ahora? Bif le había dicho a Sam que había llamado por radio a
Provincetown para informarles acerca de la muchacha. Y sin duda la muchacha les
diría su nombre y de dónde era. ¿Se lo había contado ya a Chuck?
Con un apetito repentino, Sam entró en la cocina, pasando sobre la espalda de
Filip, que fregaba el suelo con lentitud. Sam cortó un pedazo del queso anaranjado
que llamaban queso de ratas y lo comió de pie. El viejo suelo de linóleo de la cocina
estaba más limpio que nunca. El vendaje blanco de Filip se había manchado de
sangre, y, mientras Sam lo miraba, Filip se desplomó y dejó caer el cepillo de fregar.
Sam hizo que se tumbara y le puso una toalla mojada en agua fría sobre la frente.
Filip estaba pálido.
—Vas a estar bien —dijo Sam—. Ya es suficiente. El suelo se ve fantástico.
En el camarote, Chuck había averiguado que el apellido de la muchacha era
Anderson y que vivía en Cambridge. Su padre era profesor de Historia. Ella estaba de
campamento con unos amigos, y había salido a nadar esa misma mañana a eso de las
nueve, con la intención de llegar a cierto cabo o saliente (Chuck creía entender a qué
se refería), pero después había nadado deliberadamente mar adentro, para llegar a
otra parte, hasta que se había cansado muchísimo.
—Me peleé con alguien. Después hice una apuesta con otra persona, con una
chica —creyó entender Chuck.
Tal vez se había peleado a causa de un muchacho, algún mocoso insignificante. A
Chuck le molestaba esa posibilidad y, de hecho, no quería preguntar por los detalles.
No quería imaginar que ella pudiera sentirse atraída por nadie.
—Es demasiado… —dudó por un momento largo— valiosa para poner en riesgo
su vida por una cosa así.
La muchacha se rio un poco, divertida.
—¿Ya puedo levantarme? Me siento mucho mejor.
—Puede hacer todo lo que quiera, Natalie —Chuck se levantó de donde había
estado sentado, la litera opuesta a la de ella, y de nuevo abrió el cajón de su ropa. Un
peto. Había uno, bastante limpio—. ¿Puedo ofrecerle esto? Esperaré fuera mientras se
lo pone —Chuck regresó a cubierta.
En aquel momento, el capitán Bif dio un grito, su acostumbrado «¡eh!», que podía
significar cualquier cosa. Chuck no acusó recibo; había otros hombres a bordo.
Sam dejó a Filip y respondió a la llamada. El capitán quería ver a Chuck. Sam
halló a Chuck en cubierta junto al camarote y se lo dijo.
—Dile a Bif que puede venir a verme —dijo Chuck.
Sam transmitió el mensaje.
Con cara de molesto, Bif le indicó a Sam que tomara el timón, cosa que Sam hizo.
—¿Has averiguado su nombre? —preguntó Bif a Chuck.
—Sí, señor. Natalie Anderson.
—¿Y de dónde es?
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—Cambridge.
—Mmm… Más vale que llame a la costa y les avise.
—A ella no le importa, Bif. Quiero decir, no tiene prisa.
—¿No? ¿Le preguntaste?
Chuck no le había preguntado. No contestó.
Bif fue al puente de mando. Sam pilotaba. Bif se dispuso a usar el radio-teléfono,
pero encontró la línea muerta.
—¿Qué pasa con esto, Sam?
—¿Señor?
—La radio no funciona —Bif examinó la parte trasera de la radio. La antena
estaba en su lugar, pero alguien había quitado un componente esencial, descubrió Bif,
y quizás ahora lo tuviera en el bolsillo, o lo hubiese arrojado por la borda— ¿Sabes
quién ha tocado esto?
—No, señor —dijo Sam, que sospechaba de Johnny.
—Qué fastidio —murmuró Bif y prosiguió hacia el camarote.
Chuck lo vio venir y dijo:
—Se está vistiendo, Bif.
Bif soltó una risotada.
—Bueno, pregúntale si ha terminado.
Chuck golpeó a la puerta.
—¿Ha terminado de vestirse, señorita? —dijo delante de la escotilla cerrada.
—Sí, pueden bajar.
La muchacha tenía puesto el peto enorme de Chuck, al que le había arremangado
las perneras. Sostenía la cintura con una mano.
—Tengo un cinturón… en alguna parte —dijo Chuck y se puso a rebuscar de
nuevo en su cajón—. Pruébeselo, Natalie —le dio un cinturón marrón de cuero—. A
lo mejor necesita atarlo.
—La radio está muerta —le dijo Bif a Chuck, que apenas puso cara de sorpresa y
no pareció muy interesado—. Hemos hablado por radio con la costa para decirles que
habíamos recogido a una muchacha, señorita, pero no dijimos su nombre. ¿No estará
preocupada su familia?
La muchacha sonrió con su sonrisa natural, que le encendió los ojos azules.
—¿Mi familia? Solo creen que estoy de campamento. Con tal que hayan dicho
que recogieron a una muchacha, ¿cuál es el problema?
Bif asintió, pensando que no pasaría mucho tiempo hasta que la Guardia Costera
enviara un bote a encontrarse con el Emma C, aunque se alejaban cada vez más del
puerto.
Chuck miró embobado a la muchacha que pasaba el largo cinturón por las
presillas del overol y lo anudaba de tal manera que las dos puntas quedaban colgando
a un lado. Esperaba que la muchacha aplazara el regreso, que decidiera no volver a
tierra; que se quedara, por lo menos, una semana allí con ellos, quizás más. Chuck
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imaginó al Emma C haciendo escala en cualquier puerto para proveerse de comida
fresca y agua, mientras Natalie permanecía oculta en el camarote.
—No tengo prisa por regresar —dijo la muchacha finalmente.
Chuck rebosaba satisfacción. Tal como le había dicho a Bif.
—Me encantaría ver el resto del barco —agregó ella.
Bif asintió con asombro.
—Por supuesto… Natalie.
—¡Calcetines! —una vez más se abrió el cajón, y Chuck sacó un par de calcetines
blancos gruesos con una banda roja en el elástico.
La muchacha se los puso deprisa.
—¡Fantástico!
Todos subieron a cubierta. La muchacha inclinó la cara hacia el sol y sonrió, miró
una gaviota que planeaba sobre ella, el horizonte. Johnny la miró con la boca abierta
cuando ella se le acercó.
Sam la vio y aferró estupefacto la cabilla. Ahora la muchacha caminaba hacia la
proa. Sam la miró fijamente, preguntándose si tendría su poema en el bolsillo de los
pantalones, pensando en qué mascarón de proa espléndido sería la muchacha para el
Emma C, ¡inclinada hacia delante mientras el viento le soplaba el cabello rubio hacia
atrás! Salvo que se merecía un barco mejor. ¿Cuál había sido la idea de Bif cuando
estaba al timón? Se hallaban muy al norte, e iban dejando atrás la Bahía de
Massachusetts y adentrándose en el Atlántico hacia el este. Les llevaría toda la noche
regresar a Wellfleet, incluso si viraban en redondo en ese momento.
La muchacha se dio la vuelta y se apoyó contra la proa. Miró directamente a Sam,
y el corazón de Sam dio un vuelco.
Sam levantó la mano en un saludo entre informal y militar y, de repente, le sonrió.
Johnny entró en el puente de mando y Sam abandonó el timón antes de que
Johnny pudiera decir nada, de modo que Johnny tuvo que tomarlo. Sam salió al
encuentro de la muchacha. El sol se ponía.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Sam.
Ella asintió.
—Sí, claro.
Sam se mantuvo a cierta distancia, en parte por cortesía y en parte para verla
mejor de cuerpo entero.
—¿Has…? Yo soy el que…
—¿Qué?
—Soy el que escribió ese poema horrible… ¿Lo has leído?
—No me parece horrible.
Sam suspiró, dolorido.
—¿Podrías mostrarme el barco?
—¡Claro que sí!
Empezaron a caminar hacia la popa por la cubierta de estribor. Al instante Sam
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percibió un tufillo a pescado proveniente de la bodega. Pensó en la caballa que estaba
sobre el hielo con sal debajo de sus pies. Quizás tuvieran que tirar la pesca. ¿Y cómo
era que a nadie se le había ocurrido poner a Louie en la bodega?
—Esa es la cocina —dijo Sam, haciendo un gesto—. Hoy más limpia que de
costumbre, debo confesar. Creo que es en tu honor —vio a Filip aún acostado sobre el
linóleo gastado y brillante.
—¿Hay alguien durmiendo ahí? —preguntó ella.
—Ss… sí, señorita —dijo Sam, consciente de los pasos a su espalda.
Chuck venía detrás de ellos, con una sonrisa que consistía en esencia en mostrar
sus dientes.
—¿Y bien, Sam?
—Ah, Chuck —Sam no se amedrentó—. ¿Quieres unirte a nosotros en una visita
por el barco?
Chuck los siguió como una sombra fea y pesada. Sam miró de reojo a la
muchacha en busca de complicidad, pero ella miraba al frente, con los ojos un poco
levantados, como si no se diera cuenta de la actitud de Chuck. Sus pies envueltos en
los calcetines blancos no hacían ruido en la cubierta, y Sam casi hubiera podido
pensar que ella no existía, de no ser porque cuando la miraba rápido, con solo verle el
rabillo del ojo volvía sobresaltado a la realidad. Sam oyó a Bif darle la orden a
Johnny de dar la vuelta. Las luces de babor y estribor se habían encendido. La
cubierta aún estaba manchada con la sangre de Filip, pero la muchacha no miró hacia
abajo.
En la cubierta de babor ella se detuvo de repente. Había visto la figura de Louie
envuelta en la lona. El rollo de cuerda estaba más ajustado en torno a las tobillos. No
cabía duda de que era una forma humana.
—¿Y eso? —dijo ella, mirando con sus grandes ojos azules a Sam, después a
Chuck.
Chuck carraspeó y dijo:
—Bolsas. Bolsas de arpillera para guardar peces. Hay que preservarlas secas.
Sam siguió caminando lentamente con la muchacha, deseando que la respuesta se
le hubiese ocurrido a él.
Ahora estaban delante de la escotilla del camarote. Chuck se detuvo, pero la
muchacha no tenía intención de entrar. Dijo que se sentía muy bien y quería quedarse
al aire libre. El capitán Bif les habló a Sam y a Filip, que ahora estaba sentado en un
banco de la cocina: debían preparar la cena, una buena cena pues todos se habían
quedado más o menos sin comer. Después el capitán hizo aparecer unas botellas de
vino tinto. Era vino casero producido por los portugueses de la zona, no muy bueno,
pero tampoco de los que hacían que a uno se le frunciera la boca.
Sam salió por la puerta de estribor de la cocina y se dirigió al camarote. Del cajón
que compartía con Johnny sacó una chaqueta anaranjada impermeable con forro
abrigado, salió a la carrera y cerró la escotilla. Le ofreció la chaqueta a la muchacha.
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—Está refrescando —dijo Sam.
Sam sonrió y, sin siquiera mirar a los demás, siguió cocinando. Oscurecía. La luz
blanca humeante ubicada en la cima del mástil del Emma C le daba al barco un
encantador relumbre, casi tan bonito como la luna. Y la luna estaba a punto de salir,
Sam lo sabía, casi llena. Alguien, era probable que Johnny, había encendido una radio
de transistores en la que ponían música de guitarras. Por lo general Bif prohibía las
radios salvo para escuchar noticias, pero Bif estaba de buen humor esa noche. Sam
oía risas y cada tanto la voz suave de la muchacha, porque los demás hacían silencio
cuando ella hablaba.
—¡Eh, la pesca empieza a hacer mal olor! —gritó Chuck, y todos rieron, incluida
Natalie.
Entonces Sam oyó que corrían las planchas de madera que cubrían la bodega.
Caballas y alguna que otra sardina voló por encima de la borda de popa.
—Lástima que las gaviotas estén durmiendo —dijo alguien.
Sam puso brócoli congelado a hervir y bebió un sorbo de vino tinto. Oyó la risa
del capitán, algo un poco extraño, pensó Sam, teniendo en cuenta que se estaban
deshaciendo de media bodega de pescados. Cuando Sam llamó a todos a la mesa,
había salido la luna, y él alcanzó a ver a la muchacha apoyada con gracia contra la
superestructura del barco con su copa de vino —la única copa a bordo— y a Sam le
dio la impresión de que ella lo miraba fijamente por un par de segundos.
Johnny había amarrado el timón. No había ningún otro navío a la vista, y las luces
del Cabo estaban muy lejos, en alguna parte, todavía invisibles. Cuatro personas se
sentaron a la mesa, incluida Natalie, a la que le dieron una almohada para el asiento
duro y otra contra la que apoyar la espalda. A Sam no le molestaba quedarse de pie y
servir, y el capitán Bif, con una vivacidad nunca vista en él, también se quedó de pie,
echando una mirada cada tanto para ver si había otro bote en la cercanía.
«Natalie… Natalie». Pero nadie quería saber su apellido. Nadie preguntaba dónde
vivía. Solo había preguntas como: «¿Cuál es tu color favorito? ¿Qué pie calzas?».
Sam se preguntó si alguno de esos idiotas iba a comprarle zapatos. Pero también notó
la talla: siete, a veces siete y medio. Nadie le preguntó su dirección. Y se oyeron
muchas risotadas, sin motivo. Comieron costillas de cordero, lo mejor que
encontraron esa noche en el congelador. Natalie dijo que la cena estaba deliciosa.
Sam había descubierto un tarro de jalea de menta con que acompañar las costillas. Y
después hubo helado. Y más vino.
Johnny estaba un poco ebrio y cantó «Moon River» dirigiéndose a Natalie pero,
de manera cómica, también dirigiéndose a Chuck, el hombre con el que había peleado
ese día:
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Chuck sonrió con desdén y le dijo que se callara.
Después de cenar, fueron a cubierta a la luz de la luna, y la tripulación siguió
echando peces por la borda. La muchacha no aceptó el cigarrillo que le ofreció
Johnny. Ella y dos o tres hombres permanecieron en la cubierta de estribor, donde la
luna brillaba con mayor intensidad. ¿Alguna vez olvidaría la cara de la muchacha?,
pensó Sam, al apoyarse en la superestructura, con las manos a la espalda y su
chaqueta anaranjada puesta. ¿La curva de su mejilla, pálida como la luna llena? Sam
deseó que se le ocurriera otro poema entero, para escribirlo y dárselo a ella en ese
mismo momento.
¡Más risotadas cuando Johnny cayó dentro de la bodega apestosa! Johnny
confirmó que la bodega estaba vacía, y Chuck y Bif lo izaron. Sam fue a la cocina a
ayudar a Filip, que estaba limpiando. Empezaron a lavar los platos.
En cubierta, la muchacha bostezó como una niña, y al ver aquel gesto, el capitán
Bif y Chuck le informaron que tenía sueño, que había sido un día muy largo y duro.
—Dormirá sola en el camarote —dijo Chuck—. Y yo haré guardia —Chuck
apenas se tenía en pie, por la bebida y por el cansancio. Se había golpeado el labio
hinchado, la piel se le había partido y ahora sangraba un poco.
—Y yo le daré el besito de buenas noches —dijo Johnny, acercándose y haciendo
un torpe intento de reverencia.
Natalie se rio, rehuyó un poco a Johnny, y en ese momento Chuck lanzó un
puñetazo que le pegó a Johnny directo en el pecho. Johnny cayó hacia atrás y se fue
por sobre la borda al mar, mientras los pies de Chuck se deslizaban hacia delante y él
aterrizaba sobre su trasero en cubierta.
—¿Qué demonios sucederá después en este bote? —vociferó Bif—. Y por Dios
¿dónde hay una cuerda?
Natalie fue la primera en ver una cuerda, el cabo que colgaba de los pies atados
de Louie, la levantó y Bif la arrojó por la borda.
—¡Hombre al agua! —gritó Bif—. Dad la vuelta.
Sam lo oyó y corrió al timón. Johnny atrapó la cuerda después de más o menos un
minuto, y lo subieron a cubierta boqueando y escupiendo. Allí permaneció acostado,
aún murmurando algo sobre darle a Natalie el besito de buenas noches. Los zapatos
de Louie habían quedado expuestos y la muchacha vio lo que sin lugar a dudas
contenía la lona. Chuck la tomó de la mano con firmeza y la condujo al camarote. La
luz estaba encendida. Chuck tomó una manta de otra litera y la agregó a la que ella ya
tenía, y hasta le tapó los pies.
—Estará segura como… como un insecto en una alfombra —le aseguró. Sacó dos
mantas más de las otras literas y volvió a cubierta con ellas. Allí anunció que nadie
dormiría en el camarote esa noche excepto Natalie.
Bif se rio, como si le divirtiera que Chuck diera esa orden.
Pero nadie protestó. Filip quería un suéter y Chuck entró al camarote con una
linterna, lo más silenciosamente posible, agarró un suéter y chaquetas y pilotos con
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que mantenerse todos calientes y los arrojó a cubierta. Después se sentó con la
espalda contra el camarote. Filip se acurrucó en el suelo de la cocina y Bif contra la
superestructura, a resguardo del viento. Sam pilotaría alrededor de una hora y
después despertaría a Bif. Sam amarró el timón, se apoyó cansado contra la pared
trasera del puente de mando y fumó un cigarrillo, soñando despierto.
«¿Y acaso era un sueño?», pensó Sam. La cabeza aún le zumbaba por efecto del
vino. En ese caso, todos lo soñaban. ¿O era solo él, soñándolos a todos los demás?
El capitán se ofreció a relevarlo a eso de las cuatro de la mañana, y Sam se
envolvió en una manta y se desplomó de cara a la superestructura. Chuck dormía con
la cabeza entre las rodillas, resuelto a quedarse sentado a la entrada del camarote.
A eso de las seis y media, Sam preparó café. El cabo se distinguía borroso a
babor, pero faltaba un par de horas para llegar a Wellfleet. El Emma C no iba a
velocidad máxima. Nadie mencionó la posibilidad de bajar las redes y pescar otra
carga. Iban a abandonar a la muchacha, a entregarla, en solo un rato. Johnny bebió el
café solo pero no quiso comer nada. Echaba miradas sombrías a la costa. A Sam le
dio la impresión de que esa mañana los ojos de todos expresaban tristeza. Chuck
había terminado por estirarse con la espalda contra el camarote por debajo de la
escotilla, y cuando los demás despertaron, también Chuck lo hizo.
Sam quería ir a decirle a Bif: «¡Hagamos una escala de reaprovisionamiento y
volvamos a partir!». Pero no podía dar una orden semejante. Lo que hizo fue poner
dos tazas de café en una bandeja y llevársela a Chuck.
—Una para Natalie —dijo Sam.
Chuck se levantó, dobló su manta y se espabiló con un trago de café. Después dio
golpecitos a la escotilla del camarote.
Sam se entretuvo ahí cerca, no con la intención de espiar dentro del camarote,
sino para oír la voz de la muchacha. Ella dijo:
—Buenos días, Chuck. ¿Dónde estamos ahora?
Sam fue hacia la cocina.
Pocos minutos después, una lancha de la Guardia Costera se les aproximó lo
suficiente para saludarlos.
—Emma C, ¿qué ocurre con su radio?
—¡Estropeada! —contestó Johnny antes de que nadie pudiera.
—¿La muchacha Anderson está con ustedes?
Esta vez contestó Bif:
—Sí… No sabíamos su nombre cuando los llamamos por radio.
El hombre con el megáfono dijo:
—¿Van hacia Wellfleet?
—Sí —contestó Bif—. Todo está en orden.
El Emma C siguió su curso. Hacia las diez de la mañana contornearon el banco de
arena que protegía el puerto de Wellfleet y divisaron los muelles. La muchacha estaba
en cubierta, vestida con el peto, la camisa y los calcetines de Chuck, y cinco hombres
Herbert se rio como loco al oír la historia de los dientes. Se la contaron a sus amigos.
Aún tenían a sus amigos, eso no había cambiado. Pasados dos meses, los McIntyre
organizaron dos o tres cenas bastante ruidosas y extensas en su casa. Con la televisión
encendida, era probable que los Forster no hubieran oído nada; en cualquier caso, ni
Los traería a vivir conmigo pero mi mujer y yo no tenemos mucho espacio, solo
una habitación libre que usan nuestros hijos y su familia cuando están de visita…
Intentaré convencer a los nietos de que escriban pero esta familia no es de las que
escriben…
—Eh, ¡hola! —la voz llegaba por encima del repiqueteo del helicóptero.
Walter se sobresaltó al ver el helicóptero por encima de él un poco hacia atrás.
—No se acerquen —gritó Walter, frunciendo el ceño para darle mayor énfasis a
sus palabras, porque no podía soltar una mano para hacerles gestos. No quería que las
aspas del helicóptero se enredaran en el hilo y lo cortaran. Había dos hombres en la
cabina.
—¿Cómo vas a bajar? ¿Puedes hacer que baje?
—¡Claro!
—¿Seguro? ¿Cómo? —el hombre llevaba gafas de vuelo. Habían abierto el techo
de vidrio de la cabina y se mantenían inmóviles en el aire. En el helicóptero ponía
algo así como patrulla aérea en el costado. Quizás eran policías.
—¡Estoy bien! ¡No se acerquen! —a Walter de repente los hombres le dieron
miedo, como si se tratara de enemigos.
Entonces vio a más gente en tierra que miraba hacia arriba. Sobrevoló otra
pequeña comunidad, donde veinte o treinta personas lo miraron boquiabiertos. Walter
no quería descender, no quería volver a casa con su familia, ¡no sentía ningún deseo
de regresar a su habitación! Los hombres del helicóptero le gritaban algo sobre
agarrarlo.
—¡Déjenme en paz, estoy bien! —gritó Walter desesperado, porque entonces vio
que sacaban, sección por sección, algo parecido a una larga caña de pescar. Walter
suponía que tendría un gancho en la punta como un bichero y que intentarían agarrar
el hilo de nailon. El hilo colgaba bajo sus pies hasta perderse de vista.
—¡… arriba! —dijo una voz de hombre en el viento, y en un segundo el
helicóptero se elevó hasta la altura de la cometa, quizás más alto.
Walter ahora estaba furioso. ¿Pensaban atacar su cometa? Walter tiró
defensivamente del hilo, pero este era tan largo que la cometa apenas se movió.
—¡No toquen eso! ¡No lo toquen! —chilló Walter con todas sus fuerzas, y
maldijo el motor ruidoso que con toda probabilidad había tapado sus palabras—.
¡Imbéciles! —les gritó, cegado por sus propias lágrimas. Parpadeó y siguió mirando
hacia arriba. Sí, forcejeaban con la vara larga para atrapar el hilo no muy por debajo
de la cometa, o así le pareció.
Si la cometa llegaba a elevarse de pronto, se estrellaría contra las aspas y se haría
trizas. ¿No se daban cuenta esos imbéciles? La larga vara salía del lado derecho del
helicóptero y se curvaba hacia abajo. Walter supuso que tenía un gancho en la punta,
pero era imposible ver nada, porque ahora el sol le daba de lleno en los ojos. Además
del ruido entrecortado del helicóptero, la gente que estaba en tierra gritaba, se reía,
daba consejos a viva voz. Aun así, Walter volvió a gritar:
—¡No se acerquen, por favor! ¡Noooo se aceeeeeerquen!