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AA. VV.
Nueva Dimensión 11
Nueva Dimensión 11
ePub r1.0
Colophonius 16.05.2019
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Título original: Nueva Dimensión 11
AA. VV., 1969
Retoque de cubierta: pherikit
Editor digital: Colophonius
Escaneo: luangoru
Edición de fuente original: johansolo
ePub base r2.1
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1969/5
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REVISTA BIMESTRAL DE CIENCIA FICCIÓN Y FANTASÍA
A cargo de:
Sebastián Martínez
Domingo Santos
Luis Vigil
AÑO 1969/5
Director:
J. M. Armengou
Colaboradores:
Joaquín Alberich
Dr. Alfonso Álvarez Villar
Luis-Eduardo Aute
Carlos Buiza
Alfonso Figueras
José Luis Garci
Luis Gasca
José Luis M. Montalbán
Octavi Piulats
Manuel Rotellar
Berit Sandberg
Daphne Sewell
Mercedes Valcárcel
Director de publicidad:
Andreu Romá Parra
Director artístico:
Enrique Torres
Ilustradores:
José M.ª Beá
Carlos Giménez
Esteban Maroto
Enric Sió
Adolfo Usero Abellán
Corresponsales:
Argentina: Elvio E. Gandolfo
Austria: Kurt Luif
Estados Unidos: Forrest J Ackerman
Francia: Jacques Ferron
Gran Bretaña: Jean G. Muggoch
Italia: Riccardo Leveghi
México: Luis Vázquez
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Rumanía: Ion Hobana
Uruguay: Marcial Souto
Septiembre-Octubre 1969. Número 11
Miembro de The National Fantasy Fan Federation
Miembro del Círculo de Lectores de Anticipación
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EDITORIAL
¿Qué has hecho tú por la S. F.?
SE PIENSA
«Back to Methuselah»
por Martín Pitt
La creación de un universo
por James H. Schmitz
El impacto de la S. F. en el mundo de hoy
por Hugo Gernsback
SE DICE
Libros, revistas, cine, comic, TV, teatro, radio, discos, premios, expos,
fandom, varios
SE ESCRIBE
Las opiniones de nuestros lectores
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NOVELA CORTA
Un lugar llamado Tierra
por Domingo Santos
CUENTOS
El programa del Destino
por Derek Lane
Las trampas del Tiempo
por John Baxter
El hombre que adivinaba
por André Carneiro
La autopista
por George Clayton Johnson
Delta
por Christine Renard y Claude F. Cheinisse
El fundador de la Civilización
por Romain Yarov
CLÁSICO
Un envenenamiento en el siglo XXI
por Jean Rameau
ARTE FANTÁSTICO
Portofolio
por José Baqués
ILUSTRACIONES DE
Miguel Albiol
Carlos Giménez
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Jordi París
Adolfo Usero Abellán
PORTADA DE
Enrique Torres
HUMOR
Chas Addams en New Yorker
Virgil Partch en Drink and be Merry
Busino en True
Glen Zulauf en Planète
Anónimo en Uranella
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¿QUÉ HAS HECHO TÚ POR
LA S. F.?
Me acuerdo de cuando, hace tres años, empecé a recibir fanzines,
primero franceses, luego americanos. Hasta entonces yo había sido
un aficionado «de los de siempre» a la ciencia ficción, y ya tenía una
respetable colección de obras nacionales y extranjeras; pero la
llegada de los fanzines fue como una renovación. Fue el pasar de la
ciencia ficción considerada como un mundo estático, en el que la
única comunicación se producía en forma unilateral: el escritor
escribía un libro y los lectores lo leían, a un universo dinámico, en el
que sus lectores también se ponían en comunicación —a través de
esos fanzines— con los autores y aún entre ellos.
No era una diferencia simple, de matiz. Era una alteración total
de las bases sobre las que había creído asentado el mundo de mis
aficiones. Me encontraba como el físico al que le arrancan las rígidas
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y cómodas leyes newtonianas para sustituírselas por las resbalosas
premisas einstenianas.
Al cabo de un tiempo, ya me movía por ese nuevo universo como
pez en el agua. Dejando atrás la crisálida del lector solitario, me
movía entre los enjambres de mariposas-fans que revoloteaban de
fanzine en fanzine.
Lo mismo —sin tanto simbolismo bucólico— es lo que está
ocurriendo en estos días al aficionado español. Cada día, al levantar
una nueva piedra, o al apartar un estante de libros, aparece
escondido un fan, hasta entonces lector dedicado a los solitarios
placeres de la letra impresa, que tras el inicial asombro del «¡No-
estoy-solo-en-el-mundo!» hace suyo el ideal común y se pone a
colaborar con el resto del fandom.
Esto ha sido algo totalmente inesperado para mí. Sí, ya sabía que
debían de haber más fans de los que conocía, y hasta tenía relación
con un puñado de ellos: los núcleos pioneros de Barcelona y Madrid,
ese —para seguir la denominación americana— Primer Fandom
constituido por los Buiza, Garci, Frabetti, Montalbán… Pero de esto
a esperar que en tan corto plazo iba a surgir un Segundo Fandom,
con una entidad tan vigorosa como el C. L. A., y un faneditor tan
prolífico como Jaime Rosal del Castillo… No francamente, el estado
de cosas de hace tres años no lo dejaba imaginar.
Pues el fandom se propaga —como todos los grupos que cuentan
con proselitistas activos— en una especie de «cascada» que hace que
cada nuevo fan busque atraer a otros, y éstos a su vez algunos más,
con lo que el crecimiento se hace en una forma tremendamente
rápida; ayudado por el hecho de que el terreno que se siembra no es
virgen, sino que ya está plagado de fans en estado «durmiente» que
sólo necesitan de una insinuación para salir de su inmovilismo.
Y este editorial pretende ser eso precisamente: la insinuación a
tantos y tantos lectores que —la comparación de nuestras cifras de
venta con el número de aficionados adheridos al C.L.A. nos lo dice—
no pasan del estadio primero de leer nuestras páginas y guardarlas
luego cuidadosamente en sus bibliotecas. Tan sólo el 10% de los
lectores de nuestro país pertenecen activamente al fandom.
Sí, ya sé que se me puede objetar que se trata de una cifra muy
alta, que ninguna otra clase de literatura tiene un porcentaje tan alto
de lectores «dedicados», que… Pero —aunque parezca intransigente
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— yo no quiero aceptar tales argumentaciones. Para mí, la ciencia
ficción es una literatura distinta a las demás, es absorbente, y es, por
tanto, natural que sus lectores sean fans, mientras que no lo es el que
lo sean los del género oeste o policíaco.
Por ello, el 10% aún me parece poco.
¿Por qué?
Porque quiero lo mejor para la ciencia ficción española. Quiero
más fans no para aumentar el tiraje —me estoy dirigiendo a personas
que ya compran mi revista— sino porque creo que hay mucho que
hacer por la ciencia ficción en nuestro país, y que tan sólo se puede
hacer si todos arrimamos el hombro. El C.L.A. arrimará el hombro,
Nueva Dimensión arrimará el hombro, los «viejos» del Primer
Fandom lo arrimaremos también, pero aún hacen falta más hombros.
Hacen falta más hombros para romper el hermetismo estúpido de
tantos órganos de opinión que no consideran, o consideran
negativamente, a nuestra literatura. Hacen falta más hombros para
lograr que nos importen películas de verdadera ciencia ficción.
Hacen falta más hombros para poner en marcha la primera
HispaCon, o sea la primera Convención Española de ciencia ficción.
Hacen falta muchos hombros, y no es comprensible que haya
aficionados que no sean fans.
Es muy cómodo quedarse en casa y esperar que los demás lo
hagan todo, para luego disfrutar de los beneficios sin el más mínimo
esfuerzo. Pero, si todos lo hiciéramos así, no se haría nada, nadie
disfrutaría de nada. Naturalmente, yo también preferiría leer esta
revista en lugar de escribirla. Pero lo que pasa es que hace dos años
me di cuenta de que si no me la hacía yo, no me la haría nadie.
Éste es el verdadero problema. No podemos esperar a que un
hada buena —o un marcianito rosa, para estar más acordes con el
género— baje del cielo para colmar nuestros deseos. Si queremos
convención, la tendremos; si queremos fanzines, los tendremos; si
queremos cine, lo tendremos.
Pero sólo si todos contribuimos.
Porque, parafraseando lo dicho por un reciente fanzine español:
¿Qué has hecho tú por la ciencia ficción?
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EL PROGRAMA DEL DESTINO
DEREK LANE
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lo mismo. Cada vez me encontraba con mayores problemas para tratar de
evitar que interfiriese con la parte técnica del programa, pidiendo ciertos
planos de cámara, o modificaciones en el guión.
—No tiene objeto que te enfades por eso —le dije—. La línea temporal de
Stranmore está llena de buen material con interés humano, y la vamos a usar,
te guste o no.
—¡Interés humano, y un huevo! —gritó Goodfellow—. No puedes
continuar teniendo éxito con esas porquerías de historias de éxitos. Estaban
bien para cuando se inició el programa; pero la gente es ahora más
sofisticada, y quieren algo con un verdadero drama sanguinolento.
—Claro que lo quieren. Estamos todo el tiempo buscando por si aparece
algo nuevo —le dije—. Hemos perdido semanas trazando las líneas
temporales de sujetos que parecían ir a tener desarrollos interesantes, y
finalmente teníamos que echar al cubo de la basura todo nuestro trabajo
cuando nos encontrábamos con un hiato. El elemento de sorpresa es algo que
siempre encontraremos a faltar, dada la misma naturaleza de los instrumentos
de que disponemos.
Nuestra dificultad estaba en que a pesar del hecho de que el visor Strogoff
era infalible en lo que mostraba del futuro de un sujeto, tan sólo podía dar una
imagen limitada. Nos habíamos encontrado con el hecho de que aun cuando el
esquema general de una vida humana ya estaba preestablecido, existía aún
dentro de ese andamiaje una cierta posibilidad de autodeterminación por parte
del sujeto. Había puntos de decisión en las líneas temporales de cada
individuo, como pequeñas bifurcaciones por las que podía perderse antes de
volver de nuevo a la gran carretera de su línea temporal. Esto significaba que
si bien podíamos determinar incidentes dramáticos en la vida de un sujeto,
casi siempre nos encontrábamos con espacios vacíos en las motivaciones en
lugar de hallar las cadenas causativas que necesitábamos para convertir esos
incidentes en significativos. La imagen de la vida de una persona que
obtenemos a través del visor temporal se parece a un rompecabezas, del que
faltan algunas piezas. Llamamos hiatos a esos espacios vacíos en la
pantalla… también les llamamos otras muchas cosas cuando aparecen en
medio de una buena línea, porque no podemos llenarlos por nosotros mismos.
El programa tiene que ser totalmente verídico. Y si la verdad no da un buen
programa, peor para todos.
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Goodfellow sabía todo esto tan bien como yo, pero no estaba dispuesto a
razonar.
—Has tenido muchas cosas buenas y no las has querido usar —dijo—. No
olvides que yo también he pasado bastante tiempo en el departamento de
investigación.
—Claro que hemos rechazado un montón de líneas temporales por ser
inutilizables debido a varias razones —le contesté—. Entre otras cosas,
tenemos que pensar en posibles demandas por libelo.
—¿Cómo puede ser libelo la verdad?
—No es ése el problema. Hasta que no se cambie la ley y se acepten las
grabaciones del visor temporal como pruebas testificales estaremos siempre
sujetos a posibles acciones en contra nuestra, como la que llevó a cabo
Cortman.
—Y un año más tarde lo declaraban loco —dijo Goodfellow.
—Seguro que lo estaba… y se demostró que todo lo que habíamos usado
en el programa era cierto. Pero para entonces ya era demasiado tarde,
habíamos perdido el caso y le había costado a Global un saco de dinero.
—¿Y qué? Lo recuperan con las tarifas publicitarias. Deberíamos estar
mostrando la vida tal cual es, todo lo que sucede…
Suspiré. Era la vieja rutina de Goodfellow, y ya estaba empezando a
asquearme el oírla tantas veces. Teníamos alquilado el visor Strogoff al
gobierno. Éramos los únicos usufructuarios comerciales, dado que (a) los
gerifaltes de Global tenían buenos enchufes en el partido gubernamental, y (b)
habíamos tenido la fortuna de contar con Strogoff en nuestra nómina cuando
había perfeccionado el instrumento. Aún así, existía bastante oposición en los
altos círculos, y maniobras por parte de las compañías rivales. Teníamos que
ser cuidadosos, y tener bien limpios nuestros expedientes, pues de lo contrario
nos revocarían la licencia y Esta será su vida, el programa que más dinero
había conseguido en toda la historia de la TV, desaparecería de las pantallas.
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—Estás demasiado preocupado por lo mediocre —dijo Goodfellow—.
¿No te das cuenta de que millones de personas que viven vidas aburridas
esperan ansiosamente durante toda la semana para que las dos horas de Esta
será su vida den algún sentido a su existencia?
Me alcé y lo miré desde lo alto, que era algo que no le gustaba en
absoluto. No estaba tan gordo como él, pero tenía casi un palmo más de
altura.
—De acuerdo, Manley. Si has terminado, yo tengo trabajo que hacer.
—¿Y sigues insistiendo en que vas a usar ese programa con Stranmore?
—me miró con los ojos entrecerrados.
—Pienses lo que pienses, el programa todavía va a la cabeza en las
clasificaciones… y aún soy su productor. ¿Qué te parecería si tú hicieses tu
trabajo y yo el mío?
—¿Y si rehúso participar en lo que va a ser un fracaso seguro?
Me alcé de hombros.
—Eso es cosa tuya. Pero si estuviera en tu caso, primero hablaría con el
departamento jurídico.
Me miró por un momento, con la cabeza hundida entre sus amplios y
robustos hombros, y luego salió de la oficina sin decir ni una palabra más.
—¡Guau! Realmente has hecho enfadar a su excelencia —dijo Terry
cuando entró. Terry Nichols había sido mi secretaria en los dos últimos años,
lo que quería decir que había participado en la concepción de Esta será su
vida. Y aún así, a veces yo tenía la impresión de que no aprobaba el que
fisgoneásemos las vidas privadas de la gente, aunque nunca lo hubiera
expresado en palabras. No obstante, por alguna razón propia, jamás había
abandonado el trabajo. Yo estaba satisfecho por ello, pues era algo más que
decorativa, con su pequeño rostro de grandes ojos y su mechón de cabellos
negros, muy cortos.
—Es muy posible, pero ya era hora de que se enterase de quien dirige este
programa —contesté.
—¡Oh, oh! —Terry alzó una ceja—. ¿Así que tú tampoco estás muy
contento?
—Ya tengo bastante con organizar el programa, sin tener que
preocuparme en pelear con ese payaso pomposo.
—Si estuviera en tu caso, Peter, vigilaría mis tratos con él —dijo
suavemente—. Tiene muy buenos amigos entre los jefes. La gente
acostumbra a olvidarse de los individuos como nosotros, que trabajamos duro
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entre bastidores, cuando hay por medio figurones como Goodfellow. Ellos
son los que salen en las pantallas y en los periódicos.
Me acordé de las palabras de Terry cuando, a la mañana siguiente, abrí el
periódico. La primera cosa que vi fue una fotografía de Goodfellow justo en
el centro de la página. Y no obstante, no fue esta sino la fotografía que la
acompañaba la que hizo que me olvidara del desayuno y me dirigiera a toda
prisa hacia el Edificio de Televisión Global.
Todo el impacto del programa dependía del hecho de que el sujeto no
sabía nada hasta que se hallaba en el estudio frente a Goodfellow, que le
decía: «Ésta será su vida…». Todas nuestras investigaciones y nuestro trabajo
preparatorio eran mantenidas bajo el más estricto secreto hasta ese momento,
y nadie más que el equipo que trabajaba en el programa sabía hasta entonces
quien iba a ser el sujeto.
Esto no sólo proporcionaba el consiguiente suspense sino que, al mismo
tiempo, el secreto nos daba la seguridad de que nuestro trabajo no sería
malgastado. Hasta ahora, nadie había tenido el suficiente coraje moral para
rehusar servir de sujeto en un programa. Mientras que, si se les hubiera dado
tiempo para reflexionar, en lugar de encontrarse ante el hecho, posiblemente
muchas personas hubieran preferido que sus vidas futuras no hubieran sido
expuestas en una transmisión a escala mundial.
El sujeto del próximo programa, Stranmore, opinaba así, porque por
primera vez en la historia del programa alguien había hablado fuera de
tiempo. Bajo su foto y la de Goodfellow se podía ver una declaración de
Stranmore en la que decía que no tomaría parte en el programa, y que si se
pasaba tal programa sin su autorización, entablaría un pleito contra Global por
intromisión en su vida privada.
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Cuando llegué a Global tomé el ascensor hasta el veinteavo piso y me
apresuré hasta la oficina de Macklin, el Vicepresidente encargado de
Producción. Era un hombre bajo y rechoncho, con la complexión de un
cadáver de dos días y unos ojos de color marrón oscuro que lo veían todo.
Contestó con un movimiento de cabeza a mi saludo y fue directo al grano:
—He ordenado a los de seguridad que investiguen la indiscreción. Pero lo
importante es el programa. Tan sólo faltan treinta y seis horas. ¿Tiene un
sustituto?
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Con Macklin no valía el irse por las ramas. Había llegado a su posición
por el camino difícil, y yo respetaba su habilidad aunque no su moralidad.
—No. Desde que pasamos a un programa semanal hemos estado usando
los sujetos tan rápidamente como los vamos encontrando.
—Pero deberían de haber estado preparados para algo como esto —dijo
secamente.
—Estoy de acuerdo. Pero por el momento nos lleva siete días completos
el investigar a lo largo de la línea temporal de un sujeto para grabar lo que
necesitamos. Si tuviéramos otro Strogoff quizá podríamos adelantarnos al
programa.
—¿Entonces qué es lo que hacemos? —Sus ojos estaban clavados en mí
mientras tomaba un cigarro de la tabaquera de su escritorio—. No podemos
permitirnos el cancelar… el programa es ya algo demasiado grande.
—Ciertamente no existe tiempo suficiente para producir un protagonista
distinto —dije—. La única cosa que se me ocurre es que tomemos las
grabaciones de los programas anteriores y hagamos una especie de antología
de los momentos más emocionantes de todos ellos.
Permaneció silencioso por un momento, girando el cigarro entre sus
gruesos dedos, y luego dijo:
—No me gusta, pero por esta vez podría funcionar. ¿Cuánto tardará en
tenerlo dispuesto para que lo pueda ver?
—¿A las seis de esta tarde?
—Que sea a las cuatro —me contestó, extendiendo el brazo para tomar
una cubeta llena de papeles.
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Cerré de un golpe el interruptor del visor de cinta que estaba utilizando.
—Escúchame ahora, Goodfellow. No tengo tiempo para andar jugando
contigo. Cuando Macklin dice a las cuatro no está bromeando. ¿Qué es lo que
tienes en mente?
—Harry Vince y yo hemos estado grabando algo que haría un mejor
programa que esta bazofia —dijo—. Si vienes a su despacho podrás verlo por
ti mismo.
—De acuerdo. Te daré diez minutos —dije, alzándome—. ¿Cuándo
hicisteis esas grabaciones?
—Harry y yo hemos estado investigando la línea temporal de ese sujeto a
ratos libres durante el pasado mes —me contestó—. Era algo así como un
experimento acerca de la forma en que a mí me gustaría hacer el programa.
Por el momento está sin acabar, pero podríamos pulirlo a tiempo.
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Créeme, cuando los espectadores vean la clase de programa que hemos
escogido se olvidarán de cualquier comentario crítico.
Vince disminuyó la intensidad de las luces y la cinta empezó a pasar a
través de la pantalla monitor.
Goodfellow había tenido razón cuando había dicho que Paul Kraus era
bastante diferente a los sujetos normales que aparecían en Esta será su vida.
La cinta mostraba que Kraus había pasado tres años de su adolescencia en un
reformatorio escolar, graduándose como un criminal sin escrúpulos. A los
diecinueve años ya había organizado un negocio de prostitutas y de venta de
drogas que cubría una gran parte de la ciudad, y ahora, a los veintidós, ya se
había introducido en los «sindicatos» de los trabajadores de los muelles.
Esto era solamente una breve presentación. Después del hiato, que duraba
quince meses, los incidentes malignos que mostraba la cinta empezaron
realmente a ponerse al rojo vivo. Crímenes, violaciones, asaltos a mano
armada… en cualquier momento de su carrera Kraus estaría involucrado en
todos esos crímenes y en más. Lo que más aterraba al contemplar la cinta era
el conocimiento de que, habiendo sido tomada por el visor temporal, era un
registro inviolable de lo que iba a ocurrir en el futuro y que no había forma
humana de hacer nada para evitar que esos acontecimientos sucedieran.
—Está bien, corta ahí —dijo Goodfellow. Se volvió hacia mí—. ¿Has
visto lo que quería decir? Este Kraus hace que Capone parezca un maestro de
escuela dominguero. Di el crimen que se te ocurra y Kraus, en algún tiempo
de su futuro, será el rey en la especialidad.
Había algo en su entusiasmo que me hizo sentir enfermo.
—¿Realmente crees que voy a usar esa porquería en Esta será su vida?
Daría por terminado el programa antes que utilizar eso. Ya es lo
suficientemente horrible saber que esas cosas van a ocurrir, y no hay porque
mostrarlas por todas las pantallas del mundo. Cualquier ciudadano decente y
con espíritu cívico saldría y mataría a Kraus en el acto, y estaría haciéndole
un servicio a la humanidad…
—Sabes tan bien como yo que eso es imposible —dijo Goodfellow—. Lo
que tenemos aquí en la cinta es lo que su vida va a ser. No hay ninguna duda
sobre eso. ¡Es una historia terrorífica!
—Tal vez lo creas así, pero aún soy yo el productor del programa —dije
—. Tal vez en el pasado hayamos jugado sin piedad con las viejas normas
sentimentales, pero nunca mostramos algo tan podrido y venenoso como eso,
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y no lo vamos a hacer. —Salí de la habitación y me apresuré hacia el
departamento de montaje. Aún tenía un programa por preparar.
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—¿Qué es lo que puedo hacer?
—Muchas cosas —dijo Terry, con vehemencia—. Por ejemplo, indagar y
conseguir pruebas de que fue Goodfellow el que puso sobre aviso a
Stranmore. Todo este asunto fue planeado deliberadamente por él. No es una
casualidad el que tuviera a punto ese programa de Kraus.
Era una bajeza, pero no tanto para Goodfellow. Tal vez Terry tuviera
razón.
—Stranmore trabajaba para algún supermercado de la parte Norte, ¿no es
verdad? —pregunté.
—Aquí lo tienes —Terry me puso en la mano un pedazo de papel con las
señas.
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—Algunos, tal vez… pero yo no. ¡Y ahora, fuera! —gritó—. Lo que dije
en los diarios es final. No quiero saber nada de su asqueroso programa.
Por primera vez empecé a comprender realmente los sentimientos de la
gente que eran víctimas del programa. Antes, siempre habían sido meramente
«sujetos», cuyas líneas de la vida había seguido a través del medio impersonal
de las cintas del visor del tiempo; gente con la que sólo me había encontrado
en persona durante la breve duración del programa actual, y a la que nunca
había vuelto a ver otra vez. Preocupado siempre con la producción del
programa, nunca había tenido tiempo para pensar en las reacciones de una
persona cuya vida futura era expuesta a la curiosidad vulgar de una audiencia
masiva.
—Está bien, Mr. Stranmore. Después de lo que ha ocurrido no hay
ninguna probabilidad de que aparezca usted en el programa. Todo lo que
quiero saber es como se enteró de que intentábamos utilizarlo como sujeto.
—Lo supe por primera vez cuando un reportero del Globe me llamó a mi
casa la pasada noche —dijo.
Le di las gracias y salí precipitadamente. Mi próxima visita fue a las
oficinas del Globe. Pero mi premonición de que podía haberme ahorrado el
trabajo quedó justificada. No tenían intención de divulgar la fuente de su
información, y no tenía modo de obligarlos a que lo hicieran. De cualquier
forma, dudaba de que ellos mismos supieran la fuente. Lo más probable es
que la información les hubiera llegado por medio de una llamada telefónica
anónima. Había sido un estúpido al creer que Goodfellow se expondría a la
posibilidad de dejar un rastro.
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como el visor quede libre?
—¿El sujeto es quien yo creo que es? —preguntó.
Afirmé con la cabeza.
—Debo examinar la línea de la vida de Goodfellow. He de saber por
cuanto tiempo va a salirse con la suya con esta clase de suciedad. Entonces
quizá empiece a creer en algo otra vez.
Terry alargó la mano y me tocó suavemente en el brazo.
—Yo te daré algo en lo que puedas creer, Peter, te lo prometo.
Comencé a pensar en lo maravilloso que sería vivir una vida normal con
una mujer como ella, lejos de esta jungla de plástico y metales cromados.
—Gracias, Terry —dije—. Lo tendré presente cuando hayamos finalizado
este último trabajo.
El programa empezaba a las ocho, pero desde bastante tiempo antes toda
la actividad estaba enfocada alrededor del auditorio, y no había nadie por los
alrededores cuando Terry y yo nos introducimos en la habitación del visor del
tiempo.
Conecté el instrumento, y los dos nos sentamos esperando a que el aparato
se calentara.
—¿Estás seguro de que lo que estamos haciendo es correcto? —preguntó
Terry.
—Por primera vez estoy seguro de ello —dije.
La pantalla mostró una mancha de luz, formándose luego una imagen.
Mostró a dos hombres subiendo a un taxi.
—Harry debe haber estado trabajando en ese punto del hiato hasta el
último momento —dije—. Ése es Kraus, con Barney Wilson. Barney lo ha de
traer al programa.
—¿Quieres decir que el hiato se ha disipado?
—Podría ser. Quizá se ha producido un punto de decisión durante estas
últimas horas.
—¿Tal vez por el hecho de ser presentado en el programa? —sugirió
Terry.
—Posiblemente… de todos modos no es importante. El programa de
Kraus ha terminado para nosotros. —Me incliné sobre el panel de control y
empecé a hacer los ajustes necesarios. Había estado tanto tiempo aquí con
Harry Vince, observando a los sujetos, que sabía muy bien como funcionaban
los controles, y el instrumento pronto estuvo dispuesto para mostrar la línea
de vida de Goodfellow.
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Pero no se formó ninguna imagen…
—¡Es curioso! Debe haber un hiato en este punto de la vida de
Goodfellow. —Aceleré el aparato de observación, cubriendo en pocos
segundos un período de seis meses, y esperé a que la imagen se aclarara. Pero
no hubo nada excepto una mancha difusa.
—Prueba más lejos —dijo Terry tensamente.
Conecté el acelerador otra vez, cubriendo esta vez un año completo.
—Nada.
—¿Estás seguro de que lo has sintonizado correctamente para
Goodfellow? —preguntó Terry.
—Desde luego, lo he hecho antes docenas de veces. —Decidí tratar de
hacer un experimento. Cambiando el ajuste a como estaba anteriormente, lo
sintonicé en el punto en que Kraus subía al taxi con Barney Wilson. Entonces
aceleré por un momento. La imagen se hizo confusa, luego se resolvió otra
vez, para mostrar a Kraus y Barney caminando juntos por el costado del
auditorio de Esta será su vida.
—Ésta será su vida… ¡Paul Kraus! —El rostro de Goodfellow, con su
sonrisa de locutor brillando bajo los focos, apareció a gran tamaño en la
pantalla.
—¿Hemos de ver todo esto? —preguntó Terry.
—Puede ser importante —dije.
Goodfellow y Kraus estaban ahora en el escenario. Goodfellow estaba
hablando al público, efectuando la introducción del programa. Estaba de pie,
dando la espalda a Kraus.
La cara del criminal estaba pálida y rígida, los ojos hundidos en su cabeza
mientras se agachaba a medias, como un animal dispuesto a saltar.
—¡Peter! ¿Qué está haciendo? —susurró Terry.
Kraus estaba deslizando una mano pálida y de largos dedos hacia el
bolsillo interior de su americana. Mientras observaba la acción conocí
súbitamente la respuesta a la aparente paradoja de una sociedad que permitía
que Kraus continuara con sus actividades criminales después de que habían
sido expuestas en el programa.
La razón del hiato en la línea de la vida de Kraus era la decisión que había
tomado en este momento… la decisión que evitaría que su futuro fuera
mostrado. Pero hasta ese momento, hasta el desarrollo de la nueva situación,
el hiato había permanecido. Y el hiato en la línea de la vida de Goodfellow…
—¡Quédate aquí, Terry! —grité, y salí corriendo de la habitación del
visor. El visor iba un poco adelantado con respecto al tiempo real, no estaba
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seguro de cuanto… pero tal vez aún habría una probabilidad.
Llegué a la puerta trasera del auditorio y la abrí de un empujón. Arriba, en
el escenario, algo brillante relució por un momento en la mano de Kraus.
Goodfellow se detuvo súbitamente en la mitad de su discurso, su boca
cayendo abierta sin formar ningún sonido. Entonces, como una torre
dinamitada, empezó a caer lentamente hacia adelante, hacia el foso de la
orquesta.
Mientras caía, vi el puño del cuchillo hundido en medio de su espalda. No
había habido ningún hiato en su línea de la vida… no tenía futuro.
Las luces del escenario se apagaron, y la cortina empezó a descender. A
mi alrededor, las mujeres estaban chillando…
Título original:
THE DESTINY SHOW
© 1960, Nova Publications Ltd., by arrangement with E. J. Carnell
Traducción de S. Velázquez
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LAS TRAMPAS DEL TIEMPO
JOHN BAXTER
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satisfecho por el emblema. A su edad, y ya con un círculo azul… y sin
ninguna razón por la que no pudiera llegar aún más alto.
Ataviado, perfumado, con el cabello anudado en su nuca y muy corto en
la frente para dar aún una mayor longitud a su ya estilizado rostro, Yada
inició el trabajo de aquel día. Su oficina consistía simplemente en una
habitación sin ningún mueble y con el suelo enteramente acolchado. Tras
cruzar las piernas, se sentó en el suelo sobre sus talones, se cruzó de brazos y
consideró los asuntos del día. Primeramente había la cuestión del personal
necesitado veinticinco años hacia adelante en Katsaido. Había considerado el
problema durante la noche y ahora estaba seguro de que deberían ser enviados
al menos cuarenta hombres. Iba a ser difícil para ellos. Dentro de veinticinco
años Katsaido se convertiría en un intempestivo infierno de aullante viento y
nieve, en el que los hombres morirían rápidamente. Pero un alto personaje
había ofrecido pagar bien por la eliminación de ciertos elementos irritantes de
su comunidad, así que…
Hizo una nota en un rincón de su mente que era su libro de apuntes y pasó
al siguiente asunto. Por el momento, los viajes temporales en este sector
estaban limitados al paso ocasional de una unidad de vigilancia y, aún más
raramente, a algún corto viaje de placer de los dignatarios locales. Yada y su
gente se hallaban todavía a prueba y lo estarían por muchos años. Esto
significaba que le faltaban muchos datos vitales que le permitieran moverse
libremente por el tiempo. ¿Qué soborno debería ofrecer a un correo
extratemporal para obtener acceso ilimitado a las coordenadas del sector?
Éste era un problema bastante complicado, un problema que requería mucha
delicadeza y cuidado.
Por esta razón, se irritó cuando unos discretos rasguños en el exterior de la
puerta le indicaron que tenía un visitante. ¿Quién sería a esta hora?
Seguramente alguien importante, pues de lo contrario sus sirvientes no lo
hubieran molestado. Componiendo su rostro, Yada dio unos golpes para
significar su permiso a entrar. Silenciosamente, se abrió la puerta.
Casi en el mismo momento en que vio la imponente figura en la entrada,
ya estaba Yada planeando qué hacer. El helado horror que le había producido
la túnica negra con su acusador cuadrado blanco fue reprimido y encerrado en
las profundidades internas de su mente, allá donde se escondían las pesadillas.
Para el Demandante, Net San Yada presentaba un aspecto tan despreocupado
como el del ciudadano más inocente.
—Te saludo, Cuadrado Blanco —dijo formalmente Yada.
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El otro hizo una reverencia, con sus manos tan apretadas contra sus
costados que parecían clavadas allí.
—Yo también te saludo. —Hizo una pausa, y continuó—: Se te demanda,
Círculo Azul.
Era una sentencia de muerte, pero Yada dejó que las palabras colgasen en
el aire como volutas de humo, visibles pero sin importancia.
—¿Puedo saber por quién?
—Puedes —dijo lentamente el Demandante—. Por los familiares de Sent
Sa Knio, por ofensas contra el honor de la familia.
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este signo. Brutalmente abrió de un tirón la puerta corrediza de la habitación
contigua y caminó hasta la pared más lejana. Parecía ser de madera, como las
otras, pero al empujarla se rasgó como si fuera de papel.
Tras la pared falsa, un pequeño cubículo contenía la jaula de alambres y
cristal que era una máquina del tiempo. Había costado muchas vidas el robar
el secreto de esta máquina y aún más el construirla y ocultarla en su casa,
pero ahora la inversión estaba pagando sus dividendos. Apartando los restos
de la pared, Yada se arrellanó en el sillín. Los alambres se curvaban
protectoramente sobre él. Conectó el mando principal y, mientras se calentaba
el mecanismo, revisó las provisiones, las armas y la vestimenta que había
almacenado allí hacía mucho, en previsión de una emergencia similar a ésta.
A través del agujero en la pared le llamaban las silenciosas paredes de su
hogar. Pensó que quizá no era realmente necesario el escapar, que tal vez aún
pudiera salir de esto con audacia. Pero sabía que era demasiado tarde. Los
intersticios entre los alambres se estaban ya desvaneciendo entre neblinas
formadas por un nimbo dorado, y la máquina estaba vibrando ansiosa bajo sus
pies. Dio una última mirada a su mundo, y pulsó el control.
¡INTRUSIÓN!
El hombre de guardia parpadeó y volvió a contemplar cuidadosamente la
luz que se encendía y apagaba. Luego, apretó el botón de alarma y lo siguió
apretando.
—¡Intrusión, intrusión, intrusión! —aulló ante el micrófono—. Todo el
personal a sus puestos. Alerta roja. ¡Intrusión!
La alarma le llegó a Ley Farrar, Monitor Principal de Ciudad Temporal,
mientras estaba entrevistando a un visitante intertemporal. Era un enviado del
siglo XXII, dominado por África, un hombre de mayestática figura con la
variopinta vestimenta tradicional de los embajadores africanos. En la loggia,
que era lo más aproximado que la ciudad tenía a una oficina, se le veía como
una brillante mariposa entre polillas. Contra los deslumbrantes colores de su
ropaje, el de los monitores parecía desvaído. Divertido, Farrar contempló
cómo miraba a lo largo de la Ciudad Temporal. Obviamente, los amplios
parques y las desperdigadas y diseminadas viviendas lo asombraban.
—La ciudad temporal —comentó diplomáticamente—, no se parece a lo
que yo había imaginado.
Farrar sonrió.
—Supongo que no —dijo, recordando los tremendos pilares de acero y
cristal del Jo’burg del siglo XXII cociéndose bajo un ardiente sol—. Aquí no
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nos gusta demasiado el vivir apiñados. El sistema de transporte…
En aquel instante el aullido de la alarma general rasgó el silencio del
atardecer como un grito pidiendo auxilio. Farrar no lo dudó ni un instante.
Antes de que el primer sonido de cinco segundos de duración hubiese
terminado, ya estaba corriendo hacia el complejo de control.
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Se apartó de la consola y recorrió con la vista los brillantes paneles
situados a cada lado. En cada uno de ellos, un hombre cuyas manos se movían
con la velocidad y la seguridad de un pianista de conciertos estaba calculando
las nuevas rutas que los viajeros tendrían que usar, colocando avisos para que
evitasen la zona de peligro y tratando de prever lo que iba a suceder luego.
Mientras Farrar los contemplaba, podía ver como los hombres se iban
haciendo gradualmente con el control de la situación, dominándola tal cual
uno domina a un caballo desbocado. Trabajaban bien, trabajaban como el
equipo muy entrenado en que se habían convertido en los pocos años que
habían transcurrido desde que la Ciudad Temporal había surgido a la
existencia. Y sin embargo, por alguna razón, esto irritaba a Farrar. Era un
trabajo inútil. En la sonda temporal y su cámara de televisión, tenían el medio
para averiguar por anticipado cualquier acontecimiento y así poder alcanzarlo
a través del tiempo, para llegar al instante preciso en que se produjese y así
controlarlo. Pero había millares de siglos que examinar y millones de
emergencias que solucionar.
Por cada una que era prevista, se pasaban por alto una docena, que
permanecían desconocidas hasta que estallaban encima de ellos. Quizá en
algunas décadas… pero no tenía utilidad el lamentarse por el hecho de que los
días tenían tan sólo veinticuatro horas. El Control del Tiempo tan sólo podía
cambiar algunas cosas y ésta no era una de ellas.
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casi con desesperación algún objeto que apartase de su mente la inevitable
ansiedad, y halló una figura confusa en pie junto a la barandilla, mirando
hacia abajo en una fascinada contemplación de la actividad que se producía a
sus pies. Se le acercó, y puso una mano amistosa sobre el hombro del
africano.
En el pozo de la habitación de control, parpadeaban y correteaban luces de
una multitud de colores, grandes sombras manchaban las paredes con sus
imágenes grotescamente distorsionadas. Había incesantes idas y venidas de
hombres a la carrera, un rugido de voces y un ruido que era aumentado en una
forma tan extraña como las sombras. Parecía la boca del Infierno.
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así? (Excepto que no fluye, añadió para sí mismo. Y que no se comporta como
ningún líquido conocido por el hombre. Y que corre al menos en cinco
dimensiones. Y que es un sujeto incalculablemente más complejo de lo que
nadie pensó). Bueno, piense en el Tiempo fluyendo como… como esta fuente
de aquí.
Satisfecho consigo mismo por haber hallado una comparación válida, se
giró hacia el estrecho canal sobre el que caía el agua de la fuente para volver a
ser bombeada en un ciclo sin fin. En el ligeramente inclinado canal, una
corriente de agua fluía con suavidad, continuamente.
—¿No parece lisa? —preguntó Farrar—. Pues mire a esa superficie. Aún
una corriente lisa como ésta tiene sus inconsistencias. El líquido fluye más
rápidamente en el centro que en los lados, y va más deprisa en la parte de
arriba que en el fondo. Pues bien, comparado con el río del Tiempo, esto es
un modelo de predictibilidad. El problema del Tiempo es que contiene gente,
y acontecimientos… en una palabra, historia. Y la historia no es rígida. Se
halla en el Tiempo como un reguero de color en el agua, como la mancha de
un colorante que se disuelve. El más ligero movimiento puede alterarla,
modificar su fluir.
El africano parecía interesado.
—Así que las antiguas paradojas: el matar al propio padre, el regresar a la
prehistoria y cambiar el devenir del Tiempo aplastando una sola flor, ¿todo
eso podría suceder?
Farrar asintió con seriedad.
—En la práctica es aún mucho peor. Aún el mismo hecho de moverse
hacia el pasado podría anularlo todo por milenios. Sin querer, uno podría
aniquilar no sólo a su padre sino a toda la raza.
Volviéndose de nuevo hacia la fuente introdujo un dedo en el agua que
fluía rápida. Inmediatamente comenzó a dividirse y burbujear por los lados de
la obstrucción. Aparecieron turbulencias.
—Ya lo ve, aún cuando coloco un pequeño objeto en la corriente se
producen alteraciones. Si alguien se zambulle y nada contra la corriente, los
resultados son catastróficos. A eso lo llamamos Intrusión.
—Pero en este caso, el hombre logró completar su salto. Eso debe de
probar que no ha causado ningún daño grave. ¿No hubiera sido barrido junto
con todos los otros acontecimientos en que se hallaba mezclado si es que
hubiera alterado mucho el Tiempo?
Farrar negó con la cabeza.
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—Me temo que el Tiempo tenga un as en la manga. El que lo use o no es
lo importante. Vea, el río…
Se detuvo y miró hacia la escalinata. Un ordenanza corría hacia ellos. De
su mano pendía una banda de blanco papel de gráficos. Farrar se lo arrebató
ansiosamente.
—¿Bueno o malo? —preguntó.
El hombre hizo una mueca.
—Peor.
Miró a las líneas rojas que zigzagueaban a lo largo del papel y asintió
anonadado.
—Supongo que el muy tonto se lo merece —dijo—, pero no puedo dejar
de sentir cierta compasión por él.
Yada llevó a la máquina hacia algún tiempo en los siglos muertos tras la
última de las guerras atómicas. Había escogido el punto cuidadosamente.
Después de haber estado estudiando durante horas los pocos planos de que
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disponía. Ningún lugar era más seguro que ése. Nadie iba ya allí. La Tierra
había sido quemada hasta la aridez. Tan sólo quedaban unas pocas personas y
se hallaban escondidas muy por debajo de la superficie, ocultándose del ahora
desvanecido trueno de las bombas. Pasarían aún años antes de que reptasen
fuera de sus refugios y comenzasen la tarea de reconstruir la civilización.
Hasta entonces, Yada estaba seguro. Tenía tiempo para prepararse, tiempo
para planear.
Aún antes de que la maraña de cables hubiese comenzado a perder su
brillo, pudo notar la helada mordedura del viento. Soplaba incesantemente,
ásperamente, arrastrando todo a su paso y convirtiéndolo en polvo. Dedos
insistentes tiraron de su traje, tratando de hacer que se uniese a su incesante
recorrido sobre el globo. Yada se hundió aún más en el asiento y se arrebujó
contra su vestimenta.
A través de la luminosidad que se apagaba contempló un paisaje
desprovisto de todo lo que no fuera esencial. Una llanura gris se extendía en
todas las direcciones excepto en una. En aquélla, el horizonte estaba formado
por una masiva cordillera que soportaba sobre sus picos el plomizo cielo.
Todo presentaba un aspecto extraño. Las montañas eran demasiado altas,
demasiado agudas. En una de ellas un glaciar de hielo negro serpenteaba
como un camino hacia el infierno.
Ignorando deliberadamente su imponente presencia, Yada empezó su
trabajo. Primero una pesada chaqueta de piel de carnero sobre su túnica para
resguardarlo del frío. Luego, comida. Abrió su paquete de raciones y preparó
un refrigerio. Hizo esto con un gran cuidado, atendiendo a la pequeña llama
de la lámpara y midiendo las especies y los trozos de carne seca con el
cuidado de un tallador pesando gemas. Era todo lo que le quedaba: su
habilidad, su cuidado en hacer las cosas meticulosamente y bien. Se
complacía en esta pequeña riqueza, considerando inapreciable cada momento
en el que podía hacer uso de ella.
Cuando estuvo preparada la comida, colocó los alimentos humeantes en
su mejor cuenco y se sentó al refugio de la máquina para comer. Mientras la
comida llenaba de combustible el motor de su cuerpo, se sintió mejor.
Después de todo la situación no era tan mala como podría haber sido. Había
escapado a una muerte cierta y esto solo ya justificaba los riesgos que había
corrido. Pero además, se había llevado consigo comida, vestido y armas. Con
estas materias primas y con su habilidad innata no debía de serle difícil hallar
un tiempo en el que tomar residencia y amasar otra fortuna. Sonrió para sí.
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Quizá hasta fuese adecuada una pequeña recompensa. Seleccionó entre
sus raciones una lata de fruta en conserva y tragó su contenido, dejando
alegremente que el almíbar gotease por su barbilla.
¡Dos horas! Eso era ridículo. La noche, en esa latitud de la Tierra, nunca
duraba menos de siete horas. ¿Acaso la máquina le había llevado a un mal
sector del Tiempo? Se giró para comprobar los controles, pero parecían
correctos. Por un momento permaneció quieto, tratando de resolver el
problema mentalmente. Fue entonces cuando se dio cuenta que su sombra se
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estaba moviendo. Estaba girando alrededor de él con la precisión de una
manecilla de un reloj.
Casi contra sus deseos, miró hacia arriba al pálido sol que, lenta pero
perceptiblemente, se movía a través del cielo. En el espacio de unos pocos
minutos había recorrido desde el amanecer hasta el principio de la tarde.
Pronto, se fue haciendo oscuro y el sol pareció apresurarse hacia la noche.
Cuando caía contra el horizonte, un breve atardecer lució naranja, rojo, índigo
y al final se hundió en el negro. La noche envolvió a Yada en una fría sábana
de oscuridad. Se quedó inmóvil, petrificado. El único sonido era el latir de su
corazón y el suspiro sin fin del viento.
Pasaron menos de cinco minutos hasta que el sol se alzó de nuevo.
Mientras subía sobre las montañas, Yada vio que éstas también estaban
moviéndose: desde las cimas y por los campos de nieve rodaban avalanchas,
que se derrumbaban y arrastraban como brillantes sombras… y el glaciar se
estaba moviendo. Ya no era una masa que se deslizaba lentamente, sino que
fluía en un oscuro torrente bajando por la montaña y desapareciendo en el
interior de la tierra con tanta limpieza como si ésta se lo estuviese tragando.
De nuevo saltó el sol a través del cielo y se zambulló, dejando el mundo
en la oscuridad. El viento estaba aumentando en intensidad y bajo sus pies
temblaba la tierra. Por primera vez, Yada sintió la necesidad de escapar, pero
en la oscuridad no podía leer los instrumentos. El pánico lo inundó como una
oleada, pero repentinamente fue reemplazado por una sensación de tranquila
resignación.
Deliberadamente salió de la cabina y dio la espalda a la máquina. Ya no
importaba, tan sólo quedaban los últimos momentos del largo viaje a lo que,
fuera lo que fuera, estuviese más allá. La luz volvía ahora, notó con un interés
despreocupado, aunque no era la luz del sol. Un resplandor azul lo iluminaba
todo, comunicando aún a la misma árida llanura una apariencia de suavidad.
La luz se hizo más brillante y luego aún más. Sintió como su piel le
cosquilleaba y sus pulmones comenzaban a arder. Repentinamente el aire era
menos denso, más frío. Hizo una última inspiración… y entonces la luz, el
trueno y el terremoto estallaron en él. No recordó nada más.
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—Es difícil de creer —dijo el jefe del equipo. Su ordenanza le estaba aún
ayudando a despojarse de su respirador, traje de presión y armadura. Tan sólo
se veía la parte superior de su cabeza por encima de la protección aislante de
su traje. El resto del equipo estaba torpemente esparcido por la habitación
como si fueran los crustáceos a los que se asemejaban.
—Es tan sólo una cáscara de nuez —continuó—. No tiene monitor, ni
piloto automático, ni la más mínima protección exterior. Cuando lo alcanzó el
vórtice no tuvo ni la más mínima oportunidad.
—¿Está muerto? —preguntó Farrar.
—¿Cómo no? Lo que lo mató fue principalmente la descompresión. Esa
área había sido tremendamente agitada, especialmente durante las guerras. En
una simple estimación, diría que en los últimos segundos la densidad del aire
debió de caer desde lo normal hasta el equivalente de unos cinco mil metros.
Y además de eso recibió una dosis de radiación que podría matar a un
centenar de hombres.
—¿Radiación? No sabía que esa parte del río estuviese todavía caliente.
—No lo está. —Tomando un arrugado trozo de papel de su bolsillo, el
hombre lo desplegó sobre la mesa. Lo atravesaban cinco líneas rojas, más o
menos paralelas. En cada una de ellas, aproximadamente en el mismo punto,
se veía una pequeña oscilación en el lugar donde las plumillas se habían
agitado momentáneamente. En cuatro casos, la línea volvía a la normalidad
tras la alteración, pero no en el quinto. En vez de esto, el trazo se curvaba en
un agitado círculo, se cortaba a sí mismo y continuaba. El hombre señaló con
un gran dedo enguantado al círculo.
—Puede ver que es un vórtice grande. Su movimiento a través del río
debió de causar un nudo de cuatro siglos. Y dos siglos antes todavía había
guerras atómicas. Parece como si el remolino cogió parte de ese período y…
bueno, ya puede usted imaginárselo.
Farrar asintió y contempló la destrozada máquina. Podía imaginárselo…
pero el pobre diablo que había ido en esto no podía. No habría llegado a saber
lo que le había pasado, nunca podría haberse dado cuenta de que el repentino
holocausto al que era lanzado era su propia obra. El tiempo fluye, sí… pero
cuando es disturbado también forma nuevas corrientes, y ocasionalmente,
cuando la alteración es lo bastante grande, gira sobre sí mismo en un titánico
remolino. Gira, da vueltas, vuelve a cruzar su camino y, ansioso por
continuar, ruge a lo largo de su antiguo cauce. Deprisa, más deprisa,
empujándose a sí mismo y arrollando a cualquier cosa y a cualquiera que se
halle en su camino.
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Había alguna especie de justicia poética en la forma en que este viajero
había sido ajusticiado por las leyes que había roto en vez de por cualquier
agente externo. Sería una advertencia para cualquiera que tratase de saltar por
el Tiempo sin pensar en las consecuencias. Y también un aviso, dijo una débil
voz, de que los hombres no debían de entremeterse con las cosas que no
entendían. Pero Farrar no escuchó a esto.
Título original:
THE TRAPS OF TIME
© 1964, Nova Publications Ltd., by arrangement with E. J. Carnell
Traducción de B. Samarbete
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UN
ENVENENAMIENTO
EN EL SIGLO XXI
CLÁSICO
JEAN RAMEAU
A veces, uno se topa con la sorpresa de hallar, en el más insospechado libro
ojeado al azar, un relato que entra de lleno en la más estricta ciencia ficción.
Éste es el presente caso: les confesamos honestamente que no sabemos nada de
Jean Rameau, y que nuestra sorpresa fue grande al descubrir este relato en un
libro suyo publicado en París en el año 1887, bajo el título de «Fantasmagories
(histoires rapides)». Es probable que Rameau haya escrito otras historias de
tema similar, como parecen señalar los títulos de algunas de sus otras obras
como «Poèmes fantastiques» y «La vie et la mort». No obstante, todo esto son
suposiciones: agradeceremos cualquier información adicional que pueda sernos
suministrada.
Fue hacia el año 1934 que los franceses —envenenados lentamente por
sus proveedores de comestibles y por los olores nauseabundos que, después
de haber infectado París, se expandieron rápidamente sobre toda Francia— se
apercibieron de que su naturaleza y sus necesidades habían cambiado
completamente y que, como nuevos Mitrídates, estaban no solamente
armados contra el veneno sino que tenían necesidad de absorberlo tres veces
por día, si no querían morir de inanición.
Este estado de cosas, gracias a los progresos de los falsificadores, no hizo
más que acelerarse y, en el año 2056, fue necesario construir villas y cottages
en los albañales de París, para uso de los mundanos y mundanas que,
abandonando las poblaciones termales y el malsano campo, experimentaban
la necesidad de fortalecerse, durante algunas semanas, en los bienhechores
efluvios del gran colector.
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«Vino de primera calidad.— Composición: 23 partes de agua del Sena, 57
partes de vitriolo, 17 partes de decocción de viejos guantes de piel, 3 partes de
esencia de trementina, constituyendo el total un excelente crudo Château-
Lèoville, 2046».
—¡Analicen el vinagre, el aceite, la ensalada! —recomendó la viuda, que
quería saber cómo había muerto su marido.
Pero todos esos productos fueron hallados irreprochables.
Los guisantes provenían de las mejores fábricas de Grenelle y contenían
un cuarenta por ciento de acetato de cobre.
La pimienta había sido proporcionada por una empresa de demoliciones y
no contenía más que ladrillo triturado extra.
El vinagre era rico en amoníaco y en agua de Javel. En cuanto al aceite, la
compañía de Orleans no había empleado nunca uno mejor para engrasar sus
máquinas.
—¿Qué veneno ha abatido pues a mi pobre marido? —se preguntó la
desconsolada viuda.
—¡Ah! —gritó de pronto—, este vaso lleno aún a medias en el cual bebió
el difunto, ¿qué es lo que contiene?
Presentó el vaso a los expertos.
Éstos, apenas hubieron echado el ojo al brebaje, palidecieron de terror.
—¡Atrás, señora! —clamaron, con la mente atravesada por una terrible
sospecha.
Y, cubriéndose las manos con guantes impermeables y la cabeza con una
máscara dotada de lentes de cristal, analizaron el misterioso brebaje.
Habían adivinado.
—¡Ah, señora! —dijeron a la viuda, que tenía el alma en un hilo y que
adelgazaba de día en día—. ¡Qué abominable crimen!
—¿Es un veneno horrible?
—¡Un veneno aterrador!
—¿Cuál?
—Agua pura.
Y los servidores que oyeron aquello empezaron a castañetear sus dientes y
huyeron aterrorizados.
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No encontró.
Fue a casa de un farmacéutico.
—Dos gramos de agua pura, señor —suplicó.
—¿Tiene usted prescripción? —pidió el discípulo de Galeno.
La viuda, desesperada, visitó así todas las farmacias de la capital,
ofreciéndoles montones de oro.
Todos fueron insobornables.
Y entonces, alocada, abandonó París y se puso a errar por el campo.
—¡Ah, la lluvia! —se dijo—. ¡Esto es agua pura! ¡Voy a esperar a que
llueva!
Pero, después de observar con atención el cielo, vio —cosa de la que
había dudado— que, por medidas de seguridad pública, el Estado había hecho
instalar una especie de techumbre sobre el campo, a fin de que el agua del
cielo no cayera jamás sobre una mucosa humana.
—¡Un río! —dijo entonces—. ¡Un arroyo! ¡Una fuente!
Pero ya no había en Francia ni fuentes, ni arroyos, ni ríos. Sabiamente, el
Estado había hecho captar todos los cursos de agua pura, por miedo a que los
habitantes del campo fueran a envenenarse, y sólo el Sena se deslizaba a cielo
abierto, triunfalmente, a causa de su riqueza en microbios, los cuales eran tan
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grandes y tan inverosímilmente prósperos que la gente se dedicaba a pescarlos
con caña, desde París hasta el Havre.
Título original:
UN EMPOISONNEMENT AU XXIe SIÈCLE
Traducción de P. Domingo
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La obra gráfica de Baqués siempre ha dejado trasver un fondo profundo,
fuertemente sensibilizado, cargado de imaginación y fuerza surreal. Esta
potencia artística que cualquiera de sus creaciones acusa con notoriedad,
procede tanto de su misma personalidad como de su refinada sensibilidad. De
aquí que no haya parado la fuerza creativa de su espíritu, en la simple
creación gráfica. Baqués ha procurado expresar la fuerza de sus contenidos
con todas las técnicas y procedimientos que las clasificaciones artísticas han
deslindado como pintura, esculturo-pintura, grabado, fotografía, rompiendo
barreras ajenas a la auténtica creación. En cada una de estas notas Baqués es
el mismo, las constantes poetizantes, cachemirescas, evanescentes,
permanecen invariables. Las técnicas son sencillamente distintos modos de
expresión de una misma manera de hablar, de ejecutar la transmisión. Si en su
grafismo la fuerza del color nos resulta viva, locuaz, llamativa —por
exigencias evidentes del poder de imagen— en sus grabados pintados o en sus
dibujos coloreados los valores, la gradación tonal, serán nítidamente
valorados desde el simple difuminamiento al lapicero, a la penetrante y opaca
masa de óleo. Este tecnicismo pulquérrimo, amador de la técnica y de lo
minucioso, del hacer manual en general, le sirve para transportarnos a un
mundo de tangible idealidad donde aúna la carga romántico-afectiva de su
querencia por las biologías, los cristales coloreados, las alas de mariposa o las
viejas ermitas. Su capacidad de fabulación de lo irreal dotan a todo ello de esa
nota tan particular como acentuada que nos hace descubrir en cualquiera de
sus plurales quehaceres unas comunes constantes, originales, novedosas y
logradas que manifiestan una misma mano creadora y un mismo espíritu: el
de Baqués.
Daniel Giralt-Miracle
Barcelona, Octubre 1969.
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JOSÉ BAQUÉS
Curriculum Vitae
Nace en Montmeló (provincia de Barcelona) el 8 de junio de 1931.
Formación autodidacta.
En 1959 establece estudio propio, dedicado exclusivamente al Grafismo
Publicitario.
Art Director y Diseñador Gráfico.
En 1962 Primer Premio de Dibujo del «Círculo Artístico de Sant Lluc».
En 1962 es galardonado con el Delta de Plata de ADI/FAD.
Obras publicadas en las más importantes revistas especializadas de Arte
Gráfico internacionales como «Graphis» de Zürich, «Gebrausgraphick»
de Munich, «Arts D'Agency» de Italia y «Aiga» de New York.
En 1967 Primer Premio de Carteles «Concurso Internacional de Dibujo Joan
Miró».
En 1968 expone litografías en la Galería Kruga de Belgrado en colaboración
de Grafistas FAD y grafistas yugoslavos con temas de «Don Quijote»,
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posteriormente en el Colegio Oficial de Arquitectos de Barcelona.
En 1968 es premiado en la «II Bienal de la Flor en la Gráfica contemporánea»
en Pistoia (Italia).
En 1968 exposición individual en la Galería AS de Barcelona. Dicha
exposición obtiene Diploma de Selección, que patrocina Radio Barcelona,
para ser expuesta parte de la obra en «Señal 69».
En 1969 es seleccionada una de sus obras para ser expuesta en el
Takishamaya Department Store de Tokyo, en representación por España.
En 1969 participa en el «Pictorama 1».
En 1969 2.º Premio de carteles Caja de Pensiones para la Vejez y de Ahorros.
Miembro de Grafistas Agrupación FAD y Agrupación de Diseño Industrial de
Barcelona ADI/FAD.
Profesor del Conservatorio Municipal de Barcelona «Escuela Massana».
Profesor-catedrático de la asignatura de Grafismo en la Escuela Oficial de
Publicidad.
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EL HOMBRE QUE ADIVINABA
ANDRÉ CARNEIRO
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amigo le contara que acabó acudiendo a ver aquella película de la que le
hablara, añadiendo que la había «reconocido» por la escena del disparo…
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Durante aquellos momentos Fernando había permanecido con los ojos
abiertos, como distraído, sin percibir nada a su alrededor. De repente el
ambiente volvió a llenarse de ruidos, olores y fisonomías familiares. Se
prometió a sí mismo tener la máxima discreción con sus «visiones». Pero era
difícil apartar de su pensamiento el coche hundiéndose. ¿No tenía una
obligación moral de avisar a su colega? Intentaba olvidarlo: «en realidad,
¿con qué derecho puedo asustar a los demás pidiéndoles que no vayan en
coche?». Permaneció en silencio hasta terminar el expediente. Por la noche no
durmió bien, esperando recibir el anuncio del desastre. Al volver al trabajo
respiró aliviado al ver a la mujer en su mesa. Se dirigió hacia allá, no pudo
evitar las palabras, hasta que terminó pidiéndole que hablaran en privado. Ella
se levantó, fueron al corredor. Comenzó, embarazado:
—Discúlpeme, tal vez sea una indiscreción, pero desearía saber si
pretende usted hacer en breve un viaje en automóvil.
—No, no pretendo… bueno, este fin de semana voy con unos amigos a
una excursión. Tenemos que ir en coche. ¿Puede considerarse esto un viaje?
Fernando explicó como «viera» el desastre, su preocupación de si debería
o no hablarle de ello. La funcionaria quedó impresionada, se lo agradeció,
prometió no comentarlo con nadie.
Al lunes siguiente, cuando llegó al despacho, todos le rodearon, hablando
al mismo tiempo. La mujer, con los ojos enrojecidos, le agradecía «haberle
salvado la vida». A trozos, entre interrupciones y comentarios admirados de
los que llegaban preguntando: «¿qué pasa? ¿qué pasa?», supo los hechos. La
mujer había avisado a sus amigos de la «previsión», diciéndoles que desistía
del paseo y pidiéndoles que ellos hicieran lo mismo. Se rieron, entre los
comentarios burlones y el disfrazado recelo de algunos. Partieron. El
automóvil saltó por un puente, sólo dos se salvaron, los otros tres murieron.
Fernando era el héroe del día, un héroe extraño, al cual se le hacen
preguntas incontestables y a quien se procura colocar una aureola milagrosa.
Aún no disminuía el movimiento en torno a su mesa cuando llegó un aviso: el
Director quería hablarle. No esperaba nada bueno. Había salvado una vida,
eso era lo que todos afirmaban, pero no estaba enteramente seguro de ello. En
todo caso, se dijo, el Director no lo llamaría para reprenderlo. Introducido en
el despacho, pese a que la antesala estaba llena, se sentó en silencio. El
director le ofreció un cigarrillo y le preguntó cómo había comenzado todo.
Fernando resumió su última previsión, pero el otro quería saber de «antes», le
arrancó detalles, hizo comentarios, y por fin preguntó si había leído ya algo
sobre parapsicología. Ante su respuesta negativa, extrajo dos libros de su
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biblioteca, de Rhine y Amadou, ambos en traducción española, y se los
entregó. Arrepentido, tal vez, por tanta intimidad, lo despidió,
recomendándole prudencia y que no hablase del asunto, principalmente en
horas de trabajo. Fernando salió satisfecho. Había sido creído, lo cual no
ocurría con todos. Lo irritaban con sonrisas irónicas y peticiones de que viera
«cosas».
Habían telefoneado a un periódico. Luego apareció un reportero rodeado
de entusiasmados deponentes. Joven y superficial, no consiguió que hablase
mucho. La noticia apareció al día siguiente, a dos columnas, atribuyendo al
«funcionario público profeta», además de los hechos, diversas estupideces.
En el club que frecuentaba, en el círculo de sus relaciones y hasta a gentes
desconocidas, llegaban las noticias de los «poderes» de Fernando. Al
principio era difícil responder si aquello lo perturbaba o no. De modo general,
las personas son crédulas, y él sentía un secreto respeto hacia los que le
hacían preguntas. Hay los que creen por miedo a lo desconocido, pero hay
también los que rechazan lo fuera de lo normal por la misma razón.
Comenzó a recibir peticiones para experiencias llamadas científicas,
sesiones espiritistas o reuniones de aniversario. Aquella súbita popularidad no
era del todo desagradable. Exceptuando los que dudaban, la mayoría le
prestaba una nueva consideración. Comenzó a hacer algunas
«demostraciones» con notable éxito. Entretanto, era grande la diferencia entre
lo que realmente pasaba y lo que narraban de él. Intentaba negar las historias
inventadas, observando que su testimonio (el más autorizado) no era el más
aceptado. Los relatos desmentidos por él continuaban circulando, sustentados
por «creyentes» sinceros. Fernando empezó a leer sobre parapsicología y todo
lo que se relacionase con el asunto. Supuso que así penetraría en el origen del
fenómeno y aprendería a controlarlo. Desgraciadamente la ciencia le enseñó
muy poco, excepto a desconfiar de los milagros y a investigar con calma lo
desconocido.
La agitación que lo rodeaba se calmó. Sin un documento (escrito o
grabado) que probase su previsión del desastre, el hecho se deformaba a
medida que era transmitido oralmente, con detalles jamás ocurridos.
Fernando ya no procuraba «ver» nunca nada. Así las visiones no se
proyectaban, lo que le daba la impresión de que podía controlar la aparición
del fenómeno. Un día, la tentación de «experimentar» sus facultades fue más
fuerte que todo. Acababa de leer, en la oficina, la página política de un
periódico. Sintió el «aviso» bajo la forma de una extraña disposición. Las
formas fueron adquiriendo vida en su mente. Vio una escalera y al fondo un
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jardín. Sentía que se trataba de una casa muy grande, relacionada con las
cosas del gobierno. Un hombre de facciones vagas y bigote blanco descendía
por las escaleras, otros le acompañaban detrás. La visión era triste, como si
fuera a ocurrir algo angustioso. Alguien surgió por entre los árboles del
jardín. Empuñaba un revólver, apuntando al hombre del bigote. Éste se llevó
una mano al pecho, donde corrió un hilo rojo, abrió la boca y se sentó en la
escalera, con la cabeza colgando entre las rodillas. Como en una televisión
que se apaga, Fernando no percibió nada más. Transpiraba. Estaba seguro de
haber visto algo importante. El hombre del bigote —¿quién era?—… tenía la
certeza de conocerlo. Se levantó, fue a la otra habitación, caminó por el
corredor, observó el movimiento de la ciudad por la ventana. En las paredes
aún había las hojas rotas de la propaganda política de las últimas elecciones.
Ahora lo reconocía. Era el gobernador electo. El problema de ocultar o no su
presentimiento era ahora más serio. ¿Cómo prevenir al gobernador? ¿Sería
tomado en consideración? Si veía el futuro, ¿tenía por ello la oportunidad de
modificarlo? En la previsión del desastre anterior había «visto» el accidente,
pero no podía afirmar que la funcionaria estuviera dentro. ¿Fue su aviso lo
que la impidió morir, o aquello estaba ya «escrito»? ¿Cómo podía ver lo que
no iba a ocurrir? ¿Emitían los que tramaban el crimen entrevisto ondas
desconocidas que él captaba, siendo su previsión apenas una deducción
mental, o «veía» este mismo futuro? En el colegio religioso donde había
estudiado había aprendido sobre la omnisciencia de Dios. Aunque Él dio al
hombre el libre albedrío, sabe el camino que va a tomar y las acciones que
cometerá. Ahora volvían estos problemas insolubles de la adolescencia, pero
objetivos y apremiantes. No había mucho donde escoger. El desastre previsto
ocurriría. Alguien, avisado, se salvaría. Intentaría lo mismo con el
Gobernador. Ya eran las seis. No quería ir a las redacciones de los periódicos,
que causarían un escándalo. ¿Cuándo podría ocurrir aquello? Mientras
esperaba, tal vez un hombre ya estuviese con la cabeza colgando inerte, un
hilo de sangre entre los dedos… Tenía que decidirse aprisa. Veíase delante
del palacio solicitando una audiencia, el gobernador escuchándolo solícito…
El frío de la tarde penetraba en su pullover. Fernando miraba el tránsito un
poco alucinado, el problema se distanciaba, no tenía nada más que hacer sino
ir a casa, comer, dormir sosegado… El hombre en la escalera, la sangre
corriendo entre los dedos… Levantó un brazo para parar un taxi que pasaba,
entró rápidamente. «Palacio del Gobierno». Se vio ante dos portalones,
preguntando a los guardias por dónde debía entrar. En «Información» supo
que el gobernador aún despachaba. Lo enviaron a otra sala. Era difícil saber a
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quién dirigirse. Entraban y salían personas, y no hallaba a quien podía
introducirlo. A todos repetía su deseo de ver al gobernador. El asunto era de
gran importancia, pero todos, sentados en los sillones, con el aire fatigado de
quien espera, inmóviles y de mirada perdida, que se agitaban esperanzados a
cada puerta que se abría, pidiendo siempre «por favor» con una sonrisa
obsequiosa, tenían también asuntos de «mayor importancia» que tratar.
Algunos se dirigían a los oficiales de gabinete con palmaditas en la espalda,
tal vez eran frecuentadores habituales. Después de una hora de espera oyó un
rumor general, personas que se levantaban con exclamaciones decepcionadas.
El gobernador había cerrado el expediente, se había ido. Fernando no se
movió del local, sintiéndose extraño en aquel ambiente, y desalentado de irse
sin haber conseguido nada. Un funcionario se acercó:
—¿El señor está esperando a alguien? El despacho se ha cerrado, tal vez
mañana.
Se levantó y respondió, desanimado:
—Es difícil probárselo, pero el asunto que me trae aquí es respecto a la
propia vida del gobernador…
El funcionario parpadeó, sorprendido. Fernando tenía un rostro vulgar
pero simpático. Sus gestos y su voz no indicaban a una persona nerviosa o
desequilibrada. Alguien surgió al final del corredor llevando una cartera. El
funcionario indicó:
—Mire, aquél es el secretario del gobernador. Si consigue que él lo oiga,
quién sabe, mañana…
El hombre de la cartera llegó a la escalera. Fernando lo abordó:
—Necesito hablar con el gobernador hoy mismo.
—Hoy es imposible, además, mañana también. ¿Es una reclamación, una
súplica?
—No —protestó inmediatamente—. Lo que le tengo que decir se refiere
exclusivamente a la vida del gobernador.
Algo, tal vez, en esa frase, hizo detenerse al secretario.
—Si puede usted explicarme el caso en tres minutos puedo escucharle; si
no, mañana. El coche me está esperando abajo, y voy retrasado.
—Bien —comenzó Fernando—, lo que le voy a informar es realmente
extraordinario, espero que no me juzgue un loco o un charlatán. Oiga, sería
indispensable que usted leyera esto —extrajo del bolsillo un recorte arrugado
de un pequeño reportaje sobre él, donde eran descritas sus «profecías». Se
excusó—: Usted ya sabe, los reporteros dicen muchas tonterías, pero en
esencia lo que está aquí ocurrió…
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—Sí, lo recuerdo, el caso se comentó aquí en palacio. ¿Pero qué es lo que
tiene usted que comunicarme?
Fernando le resumió su visión. El secretario escuchó, recostado en la
barandilla, repitiendo: «Escalera, jardín al fondo, sólo puede ser allí en el
patio». Después se volvió hacia Fernando:
—Si es el lugar donde pienso, el gobernador baja por allí muy raramente,
cuando recibe manifestaciones o algo parecido. —Dejó la cartera—. Bien,
¿qué es lo que usted quiere que haga? ¿Pedir al gobernador que no aparezca
por allá?
Fernando vaciló.
—Sí, quería que el gobernador lo supiese. Si muriese de la manera en que
lo vi, me sentiría culpable si no hubiera tomado alguna medida para
informarlo.
El secretario comenzó a descender de nuevo, hablando en el tono de quien
se despide.
—Para mí, resulta un tanto delicado dar consejos al propio gobernador
basándome en previsiones. —Ya estaban en la calle y el secretario sonrió, un
tanto irónico—: Mi querido señor, puede usted volver tranquilo a su casa.
Naturalmente, no va a suceder nada de lo que usted soñó. —Fernando quiso
interrumpirle para decir que no era un sueño, pero el otro prosiguió—: Sueño
o no, puede estar seguro de que el gobernador no lo tendría en consideración.
Si tengo ocasión, haré una referencia a Su Excelencia. Muy agradecido y
hasta luego—. Tocó a Fernando en el hombro, entró rápidamente en el
automóvil, partió.
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publicar su «previsión», ya que el gobernador, probablemente, no llegaría a
saber nada sin esta providencia. El redactor no se sorprendió, comenzó a
escribir a máquina. Llamó a un fotógrafo, que tiró una placa. Fernando hacía
largas consideraciones, que apenas eran respondidas. De repente el reportero
se levantó, se despidió, diciendo que terminara, que iba a llevar el reportaje al
secretario de redacción. Salió con la sensación de haber procedido
correctamente, pero con la idea de que iba a verse nuevamente en los
periódicos, ahora con un hecho de mayor repercusión. Lo curioso era que, si
impedía la muerte del gobernador, la previsión no se confirmaría.
Fernando se preparaba para dormir, cuando allá en la redacción el
secretario gritaba: «¿Quién hizo este reportaje?». El título decía:
«FUNCIONARIO PROFETA VE AL GOBERNADOR MUERTO». El reportero se
aproximó. El secretario le tiró la noticia con la fotografía cogida a ella.
—Rasgue esto. Con la situación actual no se habla ni una palabra sobre el
gobierno, y mucho menos que el «hombre» va a morir. ¿A quién está
pensando usted que pertenece este negocio?
Algunos rieron. El reportero cogió la noticia, volvió a su mesa, la tiró a la
gaveta y no pensó más en ello.
Al día siguiente, el secretario del gobernador tuvo un día atareado. Según
las anotaciones de su gabinete, atendió a ochenta y dos personas, aparte los
diputados y líderes políticos, que abrían su puerta con familiaridad y no
precisaban solicitar ser recibidos. Habló con el gobernador decenas de veces,
siempre de asuntos relevantes. Su mente estaba entrenada para seleccionar lo
que realmente importaba. En las fronteras de su olvido, Fernando era tan sólo
un ingenuo que había retrasado diez minutos su salida a causa de su sueño.
Por la mañana Fernando compró el periódico, hojeándolo ansioso. En la
segunda edición de la tarde y al otro día hizo lo mismo, hasta convencerse de
que no le habían prestado atención. Habló con sus compañeros, que le
sugerían soluciones, pero no hizo nada.
La semana fue pobre en acontecimientos, hasta que el gobierno federal
anunció un nuevo plan para la contención de gastos y fue abierto un riguroso
expediente con plena autonomía para verificar un desfalco. En el ámbito
estatal se declaró una huelga en los ferrocarriles. Los sindicatos acusaban al
gobernador de torpedear los aumentos y de lanzar a la policía contra los
grupos de huelguistas.
Pasaron seis días desde que Fernando «soñara». Era un lunes, había más
de trescientas personas rodeando las puertas de palacio. Llevaban pancartas y
gritaban a coro. En la sala de reuniones, el gobernador conferenciaba con tres
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dirigentes sindicales. Estaba rojo, sus manos temblaban, pero habló con voz
segura:
—Pueden decir a los obreros de allá abajo que voy a explicarles
personalmente mis razones, esto es, las razones del gobierno. Ahora bien,
quedan ya advertidos de que no admitiré ningún tipo de desorden.
Las puertas fueron abiertas, y la multitud entró en el patio que limitaba
con el jardín. El gobernador descendió, seguido por sus auxiliares. Abrieron
la puerta que daba a la escalera del patio. El gobernador echó una mirada y
comenzó a pisar el primer peldaño. Desde un lado del jardín, alguien vino
corriendo con un revólver en la mano. Cuando estuvo cerca disparó dos tiros
seguidos. El gobernador osciló un poco, sintió flaquear sus rodillas, se sentó
en un peldaño. Su mano oprimía el pecho, la sangre corría por entre sus
dedos. La cabeza colgaba entre sus rodillas. Lo mantenían sujeto, pero ya
estaba muerto. El asesino corrió unos doscientos metros amenazando con el
revólver. Fue abatido por una ráfaga de subfusil, de la cual solamente una
bala le alcanzó en la cabeza.
Hubo ediciones especiales. El retrato del gobernador a cuatro columnas, el
de Fernando en un ángulo con el subtítulo: «Extraordinaria y trágica
previsión». El secretario del gobernador confirmó más tarde la visita al
palacio: «Cumplí con el deber de informar a Su Excelencia, que apenas
sonrió, sin prestarle mayor atención».
Fernando se vio asaltado por una extraordinaria notoriedad. Comenzó a
faltar a la oficina. Eran telefonemas, cartas, solicitudes, entrevistas. Participó
en un programa de televisión, donde narró los hechos. Allí estaba su colega
funcionaria, salvada del desastre, y el reportero a quien narrara el crimen
previsto. En la confusión de luces, cámaras y técnicos circulando de acá para
allá, su imagen penetraba en todas partes. El entrevistador hablaba sin parar,
sugiriendo respuestas, repitiendo adjetivos, y cuando en medio de una frase
Fernando vacilaba, el locutor la finalizaba sin que pudiera corregirlo.
Las razones del crimen permanecerían para siempre en la oscuridad. El
criminal, según se probó, era un psicópata, sujeto a crisis de violencia. Si fue
instigado por motivos políticos fue algo que nunca se consiguió saber.
Fernando fue visitado por un investigador, que le hizo preguntas. Imaginaban
que tal vez la previsión fuera una denuncia. Pero no pudo probarse.
Antes Fernando tenía pocos conocidos, una vida regular, el cine, amigas,
idas a la playa algunos fines de semana. Ahora era arrastrado por una
corriente de invitaciones y reuniones. Por su apartamento aparecían personas
dispuestas a pagar una «consulta», dando explicaciones seguras sobre las
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predicciones. Recibió cien mil cruzeiros por posar en una foto de propaganda
recomendando un producto. Compareció en algunos programas de radio y se
convirtió en un frecuentador solicitado de las entrevistas y mesas redondas de
la televisión. En uno de estos programas le fue pedida una «demostración».
Intentó explicar que no era así, tan simple. Pero lo usual en aquel programa
era hacer una «sorpresa desafiante» al entrevistado. El presentador apareció
con una caja rectangular, cerrada. Allí, un espectador del auditorio colocó
algo. Pedían a Fernando que adivinase. Éste se puso encarnado. No conocían
nada de fenómenos paranormales, era un recurso desleal para divertir al
público a su costa. Nunca había dicho que fuera capaz de adivinar cualquier
cosa que fuese. Con la caja ante sí, intentó una concentración difícil. Protestó:
—Ésta es una broma que no puedo tomar en consideración. No voy a
adivinar lo que hay aquí, ni aunque fuera un huevo.
El presentador llevó la caja junto a los espectadores, la cámara rodó hasta
tomar un primer plano de la tapa que se abría. Un huevo rodó dentro de la
caja. Una salva de aplausos cubrió las palabras del locutor, que continuó con
sus frases y comentarios, como si fuera un gol victorioso en un campeonato
de fútbol. Fernando también se sorprendió de su acierto. Más tarde intentó
reconstruir aquellos minutos, saber por qué y cómo había adivinado. De
cualquier manera, este episodio tendría mucha influencia en su vida. Acabado
el programa, entre los abrazos admirados y los cumplidos de gente
desconocida, el director de la estación le pidió una entrevista para otro día.
Faltó al trabajo y fue. El director lo llevó a una agencia de publicidad, donde
dos muchachos le presentaron el esbozo de un gran programa de televisión.
La atracción principal sería él. Su primera reacción fue rehusar, pero un
verdadero cerco verbal paliaba las dificultades, facilitándolo todo.
—¿Pero cómo puedo saber si mis «poderes» o lo que sea funcionarán en
el momento correcto?
Ellos garantizaron que los fallos serían calculados, no irían a perjudicar el
conjunto. Resistió hasta que dijeron las cifras previstas del contrato, que
podían aumentar más tarde, dependiendo del patrocinador. En un mes ganaría
más que en todo un año en la oficina. Se calló, con el dinero ocupando su
pensamiento en forma de adquisiciones y placeres. Las dificultades
argumentadas por él mismo se atenuaban: adivinaría, como ya lo había hecho
antes. Aceptó. Recibió abrazos, y se fijó otra reunión. Salió de allá con el
recelo de que todo aquello no fuera real. Este cambio en su vida era
demasiado sorprendente.
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El esquema del programa fue discutido en la siguiente reunión. Su base
era la historia de los hechos inexplicables o paranormales de todo el mundo,
que poseían documentación científica. Fernando haría comentarios, seguidos
por una «demostración» final. No comprendía como aquellos hombres
experimentados, trabajando con enormes cantidades de sus clientes, confiaban
en su éxito. Memorizó rápidamente el pequeño script a «improvisar». El
tiempo pasaba en ensayos, reuniones con el personal del estudio, de
propaganda y los representantes del patrocinador. Sin darse cuenta, llegó el
día de la presentación. Se levantó más temprano, agitado y nervioso. A
medida que corrían las horas, el pánico crecía, se veía delante de las luces
cegadoras olvidándose del papel, diciendo tonterías, silbado por el repleto
auditorio. El entusiasmo por el dinero era asfixiado por las dificultades
antepuestas y que juzgaba no ser capaz de superar. Llegó a telefonear al
director, sin encontrarlo. Quería decirle que hiciera modificaciones, que
arreglase preguntas de entrevista, a las cuales ya estaba habituado. Las saetas
de su reloj pulsaban hacia adelante, faltaban tres, dos, apenas una hora para la
gran presentación. Estudió el papel, salió, encontró amigos y conocidos,
escondió la preocupación, recibió felicitaciones que agradeció
embarazosamente. Ya no había ningún medio de huir. Faltaban veinte
minutos. Confusión de técnicos, cables, luces, gente de un lado para otro. No
tenía el hábito de beber, pero fue al bar del estudio, tomó dos copas de coñac.
Un calorcillo descendió por su estómago, su cuerpo se distendió, en una
relajación agradable. Cuando volvió estaban buscándolo. El programa
comenzó. Tenía que cambiar algunas frases con alguien que representaba a un
científico. No le fue muy difícil esta parte, sabía lo que tenía que hacer.
Finalmente, después de una escena teatralizada, se explicó algo más sobre
parapsicología. La «demostración» sería un simple test en el cual sería
ensayado el fenómeno. Las posibilidades negativas estaban previstas. Para
Fernando, en cambio, era diferente. Él necesitaba acertar. Un espectador del
auditorio le vendó los ojos con algodón, un paño negro y esparadrapo. Puesto
de espaldas al público, se sorteó un número distribuido en la entrada. El
escogido, un hombre de media edad, aparentando calma, fue conducido al
escenario. Lo colocaron detrás de Fernando, de perfil a la cámara. Se hizo un
gran silencio, se podía oír las suaves ruedas de la cámara n.º 2 que se
aproximaba. Fernando dijo: «Es un hombre». La multitud aplaudió. Demoró
unos segundos más. «Está vestido de marrón, vive en un lugar alto, muy alto.
Me llama la atención el número nueve, ¿es cierto?». El hombre confirmó: «Es
cierto, vivo en lo alto de una calle, la casa es el número nueve». Fernando dijo
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alguna cosa más, se refirió a un puente, que el hombre no supo identificar.
Finalmente citó el nombre de Catalina, que era el nombre de su esposa. El
programa finalizaba triunfalmente.
Al día siguiente, toda la ciudad conversaba sobre el asunto «Fernando»,
con historias paralelas, reminiscencias de hechos inexplicables que
guardamos en la memoria. «Un fenómeno que desafía a la ciencia», como
decían los locutores con distintas frases. Fernando se convirtió en comentario
obligatorio en cualquier reunión. Fue el inicio de un torrente que acabó
invadiendo diversos estados, tal vez todo el país. El programa «Fernando»,
como era llamado, penetraba en todas partes, consiguiendo un índice de
audición que ni el más optimista de sus creadores previera jamás. En video-
tape, todos los canales del país se disputaban su transmisión. El patrocinador
inicial fue luego sustituido por una marca extranjera de electrodomésticos, y
las historias escenificadas de adivinaciones, previsiones, visión a distancia,
etc., pasaron a influenciar el pensar y el actuar de la población. Los periódicos
aumentaron o crearon sus secciones de horóscopos. Algunas industrias
fabricaban barajas para echar la suerte y juguetes «mágicos» para niños. Los
cartomantes y curanderos vieron, sorprendidos, aumentar su clientela,
accesible y confiada. Lo inexplicable, lo fantástico, ganaba fuerza. Los llanos
de Umbanda, llenos, recibían visitas, que también incorporaban al santo y
eran adoctrinadas por el Padre João o el caboclo Ubijara. Las agencias de
publicidad sentían aquella atmósfera sobrenatural, propicia al milagro. Los
jabones, desodorantes o dentífricos ya no eran recomendados por sus
cualidades químicas, los factores R.S. o X-18 que mataban microbios, sino
porque proporcionaban buenos sueños, armonizaban la vida o traían suerte a
los compradores. Los puestos de periódicos pasaron a vender patas de conejo,
horóscopos y medallones benditos.
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Fernando se iba convirtiendo en un hombre nacional. Varios estados
seguían sus demostraciones. Largamente anunciado, su programa semanal era
aguardado ansiosamente por todos. Bastaron algunas semanas para
transformarlo, de funcionario público (cuyo empleo simplemente había
abandonado), en figura conocida por todo el mundo, atendida con deferencia
en bares y restaurantes, citada en chistes e historietas, base de comparación
para definir a quien intentaba adivinar o prever cualquier cosa. Tenía
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defensores entusiastas y críticos sin piedad. Citaban detalles de su biografía,
la previsión del desastre, el crimen del Gobernador, punto álgido e
incontestable, que los detractores recibían con sonrisas irónicas, ya que nada
podía probar que su ida anticipada al periódico fuera absolutamente cierta.
Citaban al secretario del gobernador: «Oh, sí, un político interesado, como
todos, debe haber inventado aquello para conseguir publicidad, atraer
electores…». Con respecto a las adivinaciones televisivas, eran «trucos,
combinaciones…». Incluso si Fernando saliese volando sin alas por el estudio
estarían seguros de que se trataba de una mixtificación.
Cualquier posición excepcional trae consigo la responsabilidad de
mantenerla y justificarla. Fernando se sentía cargado de deberes y
obligaciones, no creyéndose completamente a la altura para sustentarlos.
Tiempo atrás, no hubiera osado hacer sobre sí mismo una previsión ni
siquiera aproximada. El éxito había transformado su vida. Adquirió hábitos
nocturnos, hizo amigos ricos, conoció mujeres provocativas y fáciles. Compró
ropa nueva, se cambió a un apartamento mayor. Pasaba los domingos en casas
de campo o playas particulares, sintiéndose embarazado al seleccionar las
invitaciones, desdoblándose en una vida intensa, con fotografías en las
páginas sociales de los periódicos, entre familias de prestigio. ¿Era más feliz
de lo que había sido antes? Tenía que responder sí. Estaba disfrutando de
bastantes cosas con las que sueñan los hombres. Pero no se sentía tranquilo ni
seguro de que fuese justo. Tan sólo porque poseía un medio de prever o
adivinar, había subido en la escala social, ganaba dinero e importancia. Su
facultad no le parecía una cualidad o don que se disfrutara después de un
perfeccionamiento, una dedicación indispensable, como los músicos o los
autores, los artistas en general. No necesitaba entrenarse, ni sabía exactamente
cómo se manifestaba su poder. En medio de comidas y paseos, entre elogios
curiosos y admiración, sufría con su posición, como si disfrutase de un
premio obtenido mediante engaño. Siempre había sido honesto. Después del
primer mes, discutió acerbamente con el representante de la agencia de
publicidad. El director de la estación escuchaba en silencio, aunque estuviese
de acuerdo. El joven, después de unas frases conciliadoras, sugirió que podían
«dinamizar» el programa empleando un proceso natural y justificable que
garantizase todas las veces una adivinación espectacular. Los vendedores
ambulantes, los magos, prestigitadores y políticos, usaban este recurso simple
y eficiente. Bastaría con preparar, entre las adivinaciones legítimas, una
ensayada antes, hecha con ayuda de alguien de confianza colocado en el
auditorio. La agencia se encargaría de todo…
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Fernando se exaltó. Lo que mantenía su dignidad era esto precisamente.
«Tengo la impresión de que el público percibe, siente esta actitud, y por eso
me apoya». El joven de publicidad sonrió. Con respecto al público, sus ideas
eran distintas. Fernando, irreductible, hizo que la conversación se detuviera
allí, pero continuaron, en adelante, insistiendo en que las adivinaciones eran
lentas, en que precisaban arreglar algo que moviese más el interés de los
televidentes.
No es cierto que alguien pueda acostumbrarse a la pobreza y a las
dificultades. Sin embargo, los placeres y las comodidades que trae el dinero
se insinúan en nuestras vidas con tal facilidad, torciendo principios y
convicciones, que nos sentimos adaptados, como si siempre hubiéramos
vivido con ellos.
Fernando sobrepasó el breve período de deslumbramiento, cuando
pensaba que aquello era demasiado bueno como para que durara. Se apegaba
a la nueva profesión, a la que no sabía dar ningún nombre. Ya no corregía las
historias exageradas que oía a su propio respeto. Cambiaba de tema,
sonriendo con modesta anuencia. También perdió la antigua despreocupación
de funcionario público. El día del programa constituía una pesadilla que debía
enfrentar, un punto de interrogación que lo afligía, sin poder tomar ninguna
providencia. Su participación en los comentarios de la parte teatralizada la
realizaba con interés y facilidad. Pero las «demostraciones», que mantenían a
casi la totalidad de los aparatos conectados con su canal, eran un salto en la
oscuridad, una tarea cuyo fracaso podía alcanzarlo sin previo aviso.
Fernando miraba hacia el frío rostro del agente de publicidad. Los
espectaculares aciertos del principio apenas se repetían. Los pacientes,
sorteados en el auditorio, no siempre daban facilidades. Muchos negaban
algunas aproximaciones, se callaban, mirando hacia Fernando, como esfinges
prontas a no perdonar ningún fallo. Una vez sucedió que Fernando no fue
capaz de «percibir» nada. Al público no le interesaban las explicaciones
científicas de la irregularidad paranormal. En el auditorio y en millares de
casas, los espectadores miraban decepcionados, como si el fenómeno no fuera
tan extraordinario, como si fuera necesario que se repitiera infaliblemente
para convencerlos a todos.
En el programa siguiente transpiraba, con los músculos tensos, con el
recelo de decir lo que le venía a la cabeza y que el sorteado, impasible,
volviera a responder: «No, no recuerdo nada de eso». Con una extraña
sensación, que más tarde pudo entender, fue acertando, casi sin ninguna
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desviación. El aplauso total que recibió parecía el de los primeros éxitos.
Fernando exultaba, aunque su sensibilidad le avisara de algo.
Aquella misma noche hubo una reunión a puerta cerrada con Fernando, el
director y los dos representantes de la agencia y del patrocinador. Presentaron
encuestas de audiencia. Los antiguos índices bajaban de manera alarmante.
Fernando se justificó: «Eso fue porque los aciertos disminuían, pero, con el
éxito de hoy, todo se restablecerá». El agente de publicidad estuvo de
acuerdo, dando casi una conferencia: «El espíritu humano es ávido de
soluciones sobrenaturales y maravillosas. Todos creen en historias fantásticas,
sin pensar en que solamente una, entre diez mil, puede ser legítima. Una
facultad como la suya (y señalaba a Fernando), que debería ser estudiada por
la ciencia, si no pasase en nuestro país, pasma a los crédulos y perturba a los
escépticos, aunque no los convierta. Sin embargo, la gente no se contenta —
como lo haría un científico— con comprobar un solo hecho que los sentidos
comunes no pueden explicar. Viviendo entre supersticiones y creyendo en
todos los milagros, no se conforman con una sola demostración. Quieren que
se repita siempre».
Miró nuevamente a Fernando, hizo con las manos un gesto de aviso:
«Usted tiene que aceptar la realidad, usted está luchando con el público, que
es ciego, influenciable y exigente. Usted le presentó los fenómenos más raros,
y él quiere más y más. Tenemos que satisfacerlo, de cualquier manera, o
fracasaremos». Cambió de tono, volviéndose hacia Fernando: «Debo
informarle que el programa de hoy fue “facilitado” por un agente nuestro. La
gente no quiere la mitad de un milagro. Démosle pues un milagro entero,
aunque sea falso».
Fernando se levantó indignado. Nadie lo había prevenido. Se sentía
frustrado e incapaz de modificar la situación. Sus argumentos caían
blandamente ante las respuestas lógicas del director y del publicista. Para
ellos sólo existía un aspecto. Fracasado el programa, se perdía el público, el
patrocinador y los beneficios (de los cuales ellos absorbían la mayor parte).
Para Fernando, era la alternativa entre la dignidad y el dinero. Acabó
callándose, sin tener nada que decir. El publicista justificó aquel
procedimiento. No era preciso usarlo siempre, continuaría adivinando tal y
como acostumbraba, con el recurso de valorizarse, de vez en cuando, para la
avidez del gran público.
No estaban allí para pedir su opinión, sino para informarle de que sólo así
podrían continuar. La ambición se consuela con el atraso ajeno. Fernando
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rememoraba sus éxitos y la incomprensión, la estrechez mental de los que no
creían, y también de los que desfiguraban la verdad por exceso de credulidad.
Salió en silencio, lo que equivalía a una aceptación. Cuando abdicamos un
principio, pasamos a justificar, a convencernos de una inevitabilidad que
antes no percibíamos. Al final, ¿qué obligación tenía de respetar a los
televidentes o a los radioescuchas, que lo miraban con ojos asombrados, como
a un fenómeno de feria? ¿Por qué tendría que ser una fábrica de magia, bajo
las exigencias insaciables de todos? ¿Qué importaba que fueran engañados a
veces…? No creerían ni más ni menos que cuando todo era auténtico.
Circunstancia rara en los medios de difusión, el programa recuperó el
primer lugar en las preferencias populares. Era «científico» e irrefutable,
como las demostraciones prácticas de Fernando. Su técnica mejoró. Hablaba
con mayor seguridad. Aprendió a construir frases esquivables cuando
adivinaba. Así los yerros no eran destacables. Adquirió el hábito de tomar un
coñac antes del programa. Sentíase entonado, «percibiendo» más. El fraude
dinamizador era ensayado con cuidado. Había vacilaciones, pequeños
engaños, y una adivinación final, incontestable, cuyo desarrollo hacía
contener la respiración al público, ansioso, fanático de Fernando. Los
escépticos sonreían irónicos, sin impresionarse, pero tampoco se perdían su
programa.
Acabado éste, aceptaba cualquier invitación: odiaba su vuelta al
apartamento, donde, incluso de madrugada, permanecía con los ojos abiertos,
sin poder dormir, pensando. Era un «profesional» muy bien pagado (aunque
los otros ganaran más). Representaba un papel. Entretanto, también
«adivinaba», hasta hacía previsiones que sus pacientes consideraban
extraordinarias. ¿Lo eran realmente? Perdió su ingenuidad, cuando decía
secamente lo que veía, ayudando él mismo al paciente a no sugestionarse. Se
sentía, a veces, como un hipnotizador, haciendo afirmaciones que sólo
obtenían un «sí» como respuesta, con los ojos fijos en los del otro,
transformándose en una entidad que todo lo sabe y nunca falla. «La ciencia
debería ocuparse de este hombre», decían los más informados. En sus
madrugadas de insomnio, esbozaba una amarga sonrisa interior. Con el coñac
ahogando sus inhibiciones, el ojo rojizo de la cámara acompañándolo por el
escenario, el locutor repitiendo frases y frases, vivía aquellos minutos del
programa como si fuese una operación dolorosa, en la que estamos amarrados
y recordamos solamente frases y gestos sueltos, hasta que todo acaba y
queremos extraerlos de la memoria.
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Las acusaciones de fraudes, estafas y trucos existían desde el principio.
Fernando, en los inicios, se exaltaba con los que dudaban, dispuesto a darles
las mayores garantías de su sinceridad. Después se vengó de todos: sí, existía
el fraude, aunque introducido posteriormente. Lo que importaba era ganar
dinero, comprar objetos de primera calidad, frecuentar los mejores lugares. En
la columna de un conocido cronista social, surgió la pregunta de si «no era
burlarse del público el presentar como auténticos fenómenos parapsicológicos
preparados por una conocida agencia de publicidad». Comentarios menos
directos que éste ya habían sido publicados, pero el prestigio del autor, lejos
de disminuir, aumentaba.
Fernando encontró al director de la estación preocupado. El secreto se
hacía cada vez más difícil de mantener oculto. Los «colaboradores» de las
adivinaciones eran reclutados con cuidado, ganaban bien su parte, cómplices
a los que no interesaba denunciar nada. Pero un secreto ya no lo es si es
confiado a otra persona. Los amigos «de confianza», las esposas, amantes,
hermanos, dejaban escapar la verdad sobre Fernando. Nuevamente decaían
los índices de audiencia. Adivinaba siempre, y esto empezaba a cansar. Lo
milagroso se volvía rutina, ya no interesaba. Los muchachos de la agencia, los
redactores del programa, junto con Fernando, intentaban introducir variantes,
hacerlo todo más dinámico. A esta altura, ni siquiera un milagro auténtico
ayudaría. Ellos mismos habían abusado de lo fantástico, lo habían empleado
tanto que el público se había habituado.
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Vino lo inevitable. El patrocinador rescindió el contrato y, de una hora a
otra, se vio abandonado por la agencia, por el director de la estación y sin
empleo. El movimiento en su casa recrudeció como en los tiempos del
estreno, pero ahora eran sonrisas irónicas, preguntas impertinentes, reporteros
a la caza de confesiones sensacionales. No sabía qué decir ni cómo huir de los
hechos. Le contó la verdad a un reportero que le pareció comprensivo: cómo
disminuyó su capacidad de adivinar, y el recurso empleado por los publicistas
para renovar el interés hacia el programa. La revista lo presentó como
víctima, lamentando que ningún instituto científico hubiera tomado
conocimiento de los probables fenómenos provocados por el «funcionario
profeta».
Con esta agitación se modificaron nuevamente sus hábitos.
Desaparecieron los amigos ricos e influyentes, que lo invitaban a recepciones
y fines de semana. Lo buscaban personas humildes y de la clase media para
conocerlo, para solicitar curas o «arreglar» casos sentimentales o de familia.
Fernando no se irritaba con las tonterías que le decían, inventaba subterfugios
para no atender a los pedidos absurdos. Al final, aún agradecía la solidaridad
de aquella gente crédula, que no creía en las denuncias contra él.
Como asunto periodístico pronto fue olvidado. Salvo en breves
referencias y en los chistes inevitables, ya no se publicaba nada a su respecto.
Su programa en la televisión fue sustituido por uno de «Preguntas y
Respuestas». Pasaban los días, vivía horas vacías, con menos curiosos que
acudían a él. Lo dominaba una apatía, no podía admitirse buscando un empleo
(¿cuál?), ganándose la vida como antes. Aún poseía dinero, suficiente para
algunos meses de vida modesta, muy diferente del alto patrón al cual se había
habituado. Volver al antiguo empleo, conseguir una readmisión problemática,
era difícil. El Fernando funcionario público había desaparecido. Existía ahora
un hombre ambicioso, que había experimentado el éxito y sus facilidades y no
sabía cómo recuperarlo. Imaginaba soluciones, una previsión fantástica, que
convenciese a todos, la invitación para un nuevo programa… A veces veía la
realidad sin disfraces, sabía que su carrera de «artista» estaba muerta. Urgía
hallar un empleo, cerrar aquel período de sueño, casarse, tener hijos, volver a
ser un hombre anónimo y normal. Las tentativas se iniciaban mal. Las
miradas de reconocimiento, las sonrisas, impedían incluso una pregunta.
Aunque no existiera razón, se sentía humillado al buscar un empleo, él, a
quienes todos conocían, que había sido objeto de comentarios en todo el país.
Buscó amigos y conocidos, algunos de posición, cuyas casas había
frecuentado y en donde había sido bien tratado. Muchos no le recibieron,
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diciéndose ausentes, otros lo trataron con cortesía, se mostraron amables, sin
encontrar ninguna solución que sirviera. Ya no había vuelto a encontrar más a
los viejos compañeros del negociado, ni ninguno de ellos hubiera podido
acompañarle a los lugares que frecuentaba.
De los centenares de personas que lo invitaban con insistencia, no
quedaba ninguna que fuera realmente amiga (no del «profeta», sino
simplemente del funcionario). Sus antiguas amigas de hábitos sencillos, que
se empolvaban para ir al cine o se divertían en una fiesta de barrio, hacía ya
mucho que no las veía. Las otras, que iban a peluqueros de fama, conocían
marcas extranjeras de perfume, tenían joyas y dinero, ya no podía invitarlas,
ni sabría de qué hablar con ellas. El único compañero que la fama le había
dejado era el coñac, que le traía un poco de optimismo, la impresión de que le
permitía «ver» nuevamente. Evitaba salir de casa para no ser señalado e
identificado. Una tarde, sin nada que hacer, miraba el distante paisaje a través
de la ventana, cuando llamaron a la puerta. Era una vieja gorda, habladora,
que deseaba hacer una «consulta». Eso era común. Generalmente, las
despachaba en la puerta con cualquier disculpa. Esta vez, ella entró y se
instaló en un sillón. Conversaron largamente sobre problemas personales,
narrados con detalle, dificultades que le arrancaban largos suspiros. Fernando
respondía gentilmente, dándole consejos de sentido común. En el fondo, no se
sentía aburrido. Tener a alguien como compañía, obligado a prestar atención,
a hablar, era mejor que contar las manchas del techo, en la soledad. Mientras
le daba las gracias, al levantarse para salir, ella sacó de la bolsa dos billetes y
los colocó debajo del cenicero. Iba a hacer un gesto para devolverlos, pero
abrió la boca en un «no era necesario» casi inaudible, mientras la señora,
satisfecha, se deshacía en elogios. Había perdido su tiempo, había ayudado a
la vieja, ¿por qué no tenía que recibir el dinero dado espontáneamente? Una
consulta con un psicoanalista costaría mucho más. ¿Conseguiría mejores
resultados que él?
Recomendadas o no por la vieja, recibió a otras personas en aquella
semana que, además, le pagaron pequeñas cantidades, ahora necesarias, ya
que las reservas se acababan. Poseía aún gran cantidad de ropa, hecha por
sastres de fama. Pero su figura no era la misma de antes. Despidió a la mujer
que hacía la limpieza del apartamento, para economizar. El polvo lo cubría
todo, vestía camisas sucias, iba con la barba crecida, el cabello cubriéndole
las orejas. Ese desaliño, más las gafas oscuras que pasó a usar
constantemente, impedían que lo reconociesen. Frecuentaba un bar de las
inmediaciones, donde no le preguntaban si era «Fernando, el profeta». Apenas
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aparecía, el coñac, de mala calidad, surgía frente a él. Discutía con empeño de
fútbol, un nuevo interés que lo ponía dentro del ambiente. Continuaba
recibiendo personas, su única renta para vivir. Con el auxilio de la bebida, se
ponía a prever como antiguamente, a describir episodios, bajo los admirados
ojos de los que le rodeaban. El éxito eventual convencía a los clientes, pero
no a Fernando. Sería difícil explicar, pero él sabía cuando «atisbaba» algo
auténtico. Esa convicción misteriosa no surgía nunca, y él se desesperaba en
una concentración inútil, con su frente transpirando, los músculos tensos, en
busca de un secreto invisible y perdido. Tuvo que cambiarse de apartamento,
que ahora estaba por encima de sus posibilidades. Fue a un cuarto, en una
vieja casa de huéspedes, a una manzana de distancia. Vendió por una miseria
los muebles finos y otras cosas que no cabían allí, y parte de su ropa. Días
después volvió al apartamento y sólo entonces reparó en la cuidada entrada
del jardín, la alfombra de espuma, los tiestos de flores. Los nuevos inquilinos
prometieron informar de su dirección a los que la preguntasen. Fueron
amables, descendió en el ascensor con una mezcla de alivio y decepción, no
lo habían reconocido.
Por algún tiempo el dinero de los muebles le ayudó a vivir, solo, sin
frecuentar la casa de nadie, bebiendo coñac en el bar, adoptando las frases
vulgares de los compañeros, su vocabulario y sus palabrotas. Perdió algunos
kilos, su ropa de buena calidad ya no le caía bien, las manchas por limpiar, los
pliegues perdidos hacía ya mucho tiempo. Ya no le señalaban por las calles,
hasta su nombre transformaron los amigos del bar en el de Nando. La bebida
empezaba a darle aquel aire abúlico de quien no tiene nada qué hacer ni sabe
para dónde ir. Aparecían clientes, y en la pensión indicaban el bar, que se
transformaba en lugar de recados e informaciones. Por una selección natural,
su «clientela» se reducía a gente pobre, operarios, costureras, jóvenes
preocupados por el futuro, que iban allí por indicación de alguien. Cuando le
preguntaban el nombre respondía apenas Nando, y poquísimos lo
identificarían con el famoso Fernando, a quien el país entero conociera por la
televisión.
Bebía desde la mañana, y ya no se esforzaba en adivinar nada. Las
personas le consultaban porque «era médium vidente» o «leía muy bien la
suerte». Tenían preocupaciones que variaban poco. Fernando las enunciaba,
proponía soluciones, pedía que volvieran otra vez. Con preguntas hábiles
terminaba sabiendo detalles, que usaba como si él mismo los hubiera
descubierto. Procuraba ajustarse a los deseos ansiados por los clientes. Con
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esto, pagaba el alquiler de la pensión con gran dificultad. No era lo que quería
ni lo hacía con gusto. Generalmente los astrólogos y cartomantes, por
deshonestos que sean, a costa de atribuirse poderes terminan creyendo que
predicen o adivinan realmente. Fernando, cuyos fenómenos pasados le
sorprendían incluso a él mismo, sabía que engañaba fríamente a los ingenuos.
Esta ausencia de convicción era notada, tal vez inconsciente, lo que reducía a
los interesados. Pasaban días enteros sin que nadie viniera a llamar a su
puerta. Atrasaba el alquiler, tomaba prestado dinero de los conocidos del bar,
se colocaba a su lado, soltando carcajadas, contando chistes, hasta que lo
invitaban a beber.
Tiempo después, en la redacción de aquel periódico que no quiso publicar
la previsión de la muerte del gobernador, apareció un hombre casi andrajoso,
con la barba y los cabellos descuidados, las manos trémulas, el andar cansado
de los viejos dolientes. El portero dudó en dejarlo entrar, llamó a un redactor,
que le preguntó el nombre. Era «Fernando, el funcionario profeta». Si no
fuera por una vieja y rota tarjeta de identidad hubiera sido arrojado afuera.
Entre el elegante Fernando de otros tiempos y aquel mendigo no había la
menor semejanza. El pobre hombre estaba nervioso, con los ojos brillantes, en
su ansia por explicar y ser creído. Estaba «percibiendo» otra vez, repetía
muchas veces. Fue después de un coñac, «vio» a un hombre cometiendo un
crimen en el Viaducto, tenía la certeza. Doce, había el número doce, media
noche, a esta hora llegaría el hombre. Las frases regresaban, insistía
Fernando, «preveía» como antiguamente, argumentaba buscando
reminiscencias, repitiendo casos, hasta que el redactor lo interrumpió, fue a la
mesa del secretario. «Así el profeta ¿se transformó en aquel desgraciado de
allí?». «Fue un farsante muy experto. Nunca “engullí” aquella historia de la
muerte del gobernador. En todo caso coja a un fotógrafo, vaya a verificar
quién va a morir a medianoche esta vez».
Fernando salió con el fotógrafo y el reportero. Llegaron al probable lugar
indicado por él. Faltaba aún bastante para la medianoche. La noche era fría,
había poca gente en las calles. Con voz trémula por el frío, repetía la visión,
acentuaba el número doce, hacía gestos, hasta se reía de algún recuerdo.
Parecía feliz. Cuando faltaban veinte minutos para la medianoche, andaban
por la calzada, el fotógrafo preguntando si era aquel lado mismo, y a cada
persona que surgía miraban disimuladamente, con el fotógrafo preparando el
flash. En un monasterio próximo dieron doce campanadas. Se olvidaron del
frío, a la expectativa. Por dos o tres veces casi echaron a correr detrás de
alguien que hizo algún movimiento al andar o se desviaba sospechosamente
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hacia uno u otro lado. A medida que pasaban los minutos, la tensión
disminuía. El reportero comenzaba a rezongar, el frío aumentaba, los
solitarios pasaban aprisa, mirando curiosos hacia aquellos tres hombres,
parados, que aguardaban. A las doce y treinta minutos el reportero dijo que se
iba, que era inútil esperar más. Vio a Fernando y sintió pena. Había
desaparecido el brillo de sus ojos, sus hombros estaban caídos y apretados a
causa del frío, los labios rojos, los cabellos revoloteando por encima de sus
orejas. La imagen del desaliento, del fracaso total. El reportero, a punto de
maldecir las «malditas previsiones», se calló. Fernando lo miraba, sus labios
iniciaron una palabra, que no surgió. Con una agilidad de la que nadie lo
juzgaría capaz, trepó a la baranda del viaducto y saltó. El fotógrafo y el
reportero apenas pudieron hacer un gesto. El cuerpo estaba allá abajo
mientras, nadie sabía de donde, empezaban a surgir curiosos desde todos
lados. El fotógrafo se acordó entonces de usar su cámara.
Los periódicos imprimieron titulares: «Se suicida célebre estafador». En
el depósito nadie reclamó el cuerpo. Fue sepultado como indigente. En la
pensión, la patrona se apropió de sus cosas, que no daban para pagar los
alquileres atrasados.
Los amigos del bar pasaron de mano en mano los recortes maltratados de
los periódicos. Comentaron sorprendidos la importancia de Fernando, su
fotografía de los buenos tiempos, frente a las cámaras. Morir así, con tanto
eco en los periódicos, valía la pena. Y, entre la bebida y el fútbol, sintieron un
poco de envidia.
Título original:
O HOMEM QUE ADIVINHAVA
© 1968, André Carneiro
Traducción de P. Domingo
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POR PRIMERA VEZ EN ESPAÑA
Y A NIVEL NACIONAL,
LOS AFICIONADOS A LA CIENCIA FICCIÓN
SE UNEN EN EL
C.L.A.
CÍRCULO DE LECTORES DE ANTICIPACIÓN
C.L.A.
Aptdo. de Correos 1573
Barcelona
TODO AFICIONADO
A LA CIENCIA FICCIÓN DEBE
UNIRSE AL C.L.A.
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LA AUTOPISTA
GEORGE CLAYTON JOHNSON
George Clayton Johnson, del que presentamos aquí una de sus obras más
representativas, abandonó desde joven la práctica de su primitiva
profesión, la arquitectura, para dedicarse de lleno a la literatura, en cuya
nueva capacidad se ha revelado, además de como un brillante escritor,
como un excelente guionista de televisión; hasta el punto, que su
coadaptación del relato de Ray Bradbury Icarus Montgolfier Wright ha
merecido recientemente el codiciado galardón de un Oscar.
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—El último de los martinis. Supongo que tendremos que apretarnos los
cinturones hasta que lleguemos a la próxima ciudad —galantemente, le
entregó a ella la copa.
—Gracias —dijo ella—. Estoy sedienta. —Se llevó la copa a los labios y
dio un sorbito. Puso mala cara—. Está caliente. ¿Quién puede beber ginebra
caliente? —Depositó la copa en el bar—. Hemos estado yendo en automóvil
durante siglos. Si hubiera sabido que eso iba a durar tanto, simplemente no
hubiera venido.
—Las cosas no están tan mal —dijo él calmándola, y pensando que aún
podían ponerse peor—. Seguramente llegaremos a algún sitio al atardecer.
Este cacharro va a casi 350 kilómetros por hora.
—¡Oh, mira! —dijo ella con voz de tragedia—. ¿Qué es lo que ha pasado
a la imagen?
Señalaba al televisor. La pantalla era una masa de líneas ondulantes.
—Déjame ver —dijo él. Encaró la pantalla hacia él y ajustó un botón. La
pantalla se oscureció.
—Mira lo que has hecho ahora —dijo ella.
—No he sido yo —dijo él con voz cargada de enojo—. Primero se
estropea el sistema de refrigeración, luego la televisión. No me puedes echar
las culpas a mí por todo eso.
—No, supongo que no.
Se quedó malhumorada por unos momentos, mirando por la ventanilla
hacia el brillante desierto que pasaba a su lado. Pequeñas gotitas de sudor
cubrían su labio superior.
—Dios —dijo al fin—. Me siento como si estuviera en un horno. ¿No
podrías abrir una de las ventanillas para que al menos entrase algo de aire?
Se removió en el asiento. Se le subió la falda, dejando al descubierto unos
centímetros de sudorosos muslos. No pareció darse cuenta.
Él se inclinó hacia adelante y apretó el botón de control, esperando oír el
sonido del motor que movería el cristal de la ventanilla. No pasó nada. Lo
apretó de nuevo. Luego sus dedos bailaron por encima de los botones que
controlaban las demás ventanillas.
—Parece como si hoy todo se hubiera ido al cuerno —dijo. La miró,
notando una repentina oleada de simpatía—. Llegaremos pronto a un parador.
Tomaremos algo frío y haremos que nos lo reparen todo.
—Mira ahí afuera —dijo ella, señalando el desierto que pasaba corriendo
al lado del coche—. ¿Habías visto alguna vez antes algo tan muerto?
Él suspiró y no dijo nada.
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—Debería de haberme puesto algo más ligerito —dijo ella. Llenó su boca
de aire y sopló en el interior de su rellena blusa.
Él pensó en tocarle la rodilla.
El coche dio un repentino tirón.
—¿Qué fue eso? —dijo ella.
El coche tosió, perdiendo velocidad.
—¡Haz algo!
Sus manos encontraron el volante y lo asieron con incertidumbre. El
coche estaba perdiendo rápidamente velocidad. Le llevó algunos segundos el
encontrar el interruptor manual. El volante, repentinamente vivo, se notaba
extraño entre sus manos. Afortunadamente, había un espacio vacío entre los
coches que le permitía pasar a la pista de menor velocidad, por lo que
maniobró el vehículo hasta meterse en ella.
—El motor se está parando —dijo.
Examinando un amplio trozo de la carretera, dio un tirón al volante hacia
la derecha y se sintió violentamente empujado hacia adelante. Extendió el
brazo para sujetar a la muchacha mientras su pie golpeaba el freno. Apretó
hacia abajo, y el coche se detuvo pesadamente en el polvo del arcén.
Cuando vio que la muchacha no había sufrido daño, buscó en su bolsillo y
sacó el pañuelo. Comenzó a secarse el cuello y la cara con él.
—Bueno, no te quedes ahí sentado. Mira a ver qué es lo que no funciona.
—Sí —dijo él—. Naturalmente.
Se quedó sentado en el asiento y miró a los botones e indicadores del
cuadro de control. Todas las pequeñas lucecitas se habían apagado.
—¿Y bien?
—Tan sólo un minuto —dijo—. Espera a que se enfríe.
Giró tentativamente la llave y escuchó el sonido del motor de arranque.
Falló una y otra vez. A Arthur le sonaba como un monstruo rechinando los
dientes. Soltó la llave, sintiéndose enfermo.
—¿Qué, lo puedes arreglar? —preguntó ella. Su cabello de brillante color
rubio le caía sobre la frente, por lo que se lo echó hacia atrás con gesto
impaciente.
Él apretó el acelerador varias veces y probó de nuevo el arranque. Gruñó
resonantemente.
—No lo entiendo —dijo.
—Pues esto es una verdadera tontería —le contestó ella—. ¿Nos vamos a
quedar aquí sentados? No podemos hacerlo.
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—El mecánico me aseguró que el coche estaba a punto para el viaje —
dijo él.
—Tal vez no tengamos gasolina.
—¿Es que no ves el indicador? —le dijo él con brusquedad. Marcaba
lleno.
—Bueno, no tienes por qué ponerte nervioso —le dijo ella—. Si hubiera
sabido que ibas a comportarte de esta forma, nunca hubiera aceptado pasar
mis vacaciones contigo. —Sacó su polvera y la abrió—. Mira lo que está
haciendo este calor con mi maquillaje.
—Siempre podemos parar a alguien para que nos ayude —dijo él.
—¿Es que no lo puedes arreglar tú?
—¿Y qué demonios sé yo de coches? —le contestó—. Todo lo que sé es
que esta cosa me ha costado doce mil dólares y que no hay ninguna razón
para que se muera así.
—Me parece que lo razonable sería abrir el capó y mirar qué es lo que no
funciona. Tal vez se ha soltado un cable o algo así.
Arthur sintió como la irritación aumentaba en su interior. ¡Tener que
soportar ahora a esta individua parlanchina!
Comenzó a buscar por el cuadro de mandos un botón o una palanca que
llevase la palabra capó. Tenía que haber alguna forma en que abrir aquel
estúpido capó.
He estado conduciendo un coche durante casi treinta años, pensó. Tengo
éste desde hace dos, y en todo ese tiempo nunca he abierto el capó de
ninguno. ¿Y por qué tendría que hacerlo? Para esto están las estaciones de
servicio. ¿Por qué tendría uno que gastarse doce mil dólares en un coche si
luego tenía que arreglarlo por sí mismo?
—Tal vez se abra desde fuera —le dijo la muchacha.
Se levantó y dijo:
—Lo sé, lo sé.
Abrió la puerta y salió del coche. El sol le dio un golpe como un puñetazo.
Por un momento vio el desierto como si fuera el negativo de una película;
todas las áreas oscuras las veía blancas. Luego todo volvió a quedar enfocado.
¡Dios, que lugar desolado! No podía ver una sola señal de vida, excepto la
autopista y los brillantes automóviles que pasaban zumbando. Por delante de
él, la autopista subía a lo alto de una cresta. Los coches parecían deslizarse
por la carretera, y luego, al llegar a aquel punto, hundirse en el suelo.
Desaparecidos. Para ser reemplazados por otros coches en un torrente sin fin
de brillantes esmaltes.
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Todo lo demás era el desierto.
Muy a lo lejos había unas difuminadas colinas casi perdidas en el dorado
relumbre del sol reflejado.
Podía notar como la humedad era casi arrancada de su piel mientras se
dirigía hacia la parte delantera del coche. Se arrodilló sobre una piedra para
buscar la palanca del capó. Debía de estar en algún sitio, pensó. No
fabricarían un coche en el que uno no pudiese llegar al motor. Notaba una
creciente ira. Lo hacían tan fácil para uno, pensó. Le vendían a uno una
máquina que sólo podía arreglar un especialista con equipo de alto precio. Le
llenaban a uno los oídos con ampulosas frases que prometían toda una vida de
uso sin problemas. Cuidaban del motor, llenándolo con gasolina y
lubrificantes, para que así, en alguna forma, uno se hiciera la idea de que el
coche era más de ellos que de uno mismo y entonces, para rematarlo todo,
instalaban la red en las autopistas para que uno ni tuviera que conducir el
coche.
Sus tanteantes dedos encontraron una palanquita cuidadosamente oculta
entre la intrincadamente forjada parrilla. La empujó. Cuando nada sucedió,
engarzó sus dedos alrededor y tiró de ella. El capó se abrió mágicamente
como la puerta de la caverna de Alí Babá.
Arthur esperó a que el enorme capó se quedase detenido antes de
adelantarse para mirar dentro.
Allí estaba, anidado en las profundas sombras.
El motor.
—Dios mío —dijo Arthur Danyluk.
En una ocasión, hacía mucho, cuando era pequeñito, su padre lo había
llevado a un museo. Habían vagado por corredores sin fin hasta llegar a una
tremenda sala.
En el mismo centro de la sala, alzándose hasta el techo, estaba la Gran
Locomotora Negra. Recordaba el asombro con que había contemplado la
enorme masa de metal extrañamente moldeado. Las ruedas descansaban sobre
raíles y parecía alzarse sobre él como una gran bestia negra.
Ahora contempló el motor de su coche y notó el mismo asombro
constriñéndole la garganta.
Podía ver gruesos cables enrollados formando un laberinto, juntándose
aquí y allí con finalidades incomprensibles. Había dos extrañas cajas y unos
bloques cilíndricos colocados al azar encima, a los lados y a través de una
masa central de algo extraño, negro y aceitoso. Estaba acurrucado entre
brillantes paredes metálicas que parecían doblarse sobre sí mismas. No podía
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ver una sola porción del todo que presentase un plano o una curva que no
estuviese cortado. Pequeños cables y tubitos conectaban unas partes con otras,
dividiéndose y volviéndose a unir en una pesadilla de complejidad.
¡El motor!
Tragó aire, parpadeando.
Extendió la mano y golpeó con los nudillos, aprensivamente, una de las
masas más grandes. En alguna parte, pensó, en alguna parte dentro de todo
aquello había algo que no funcionaba. Agitó la cabeza anonadado.
Podía oír la voz de la muchacha que le llegaba ahogada y casi inaudible:
—¿Qué estás haciendo? ¿Has encontrado dónde está el problema?
Sí, pensó: he encontrado el problema.
Trató de mantener tranquila la voz:
—Todo me parece normal —dijo—. Nada parece estar roto.
—¿Has comprobado los terminales?
Trató de ver dónde terminaba cualquier cosa.
—Naturalmente —dijo—. Fue lo primero que miré.
—¿Ya sabes que te has llenado de porquería?
Miró hacia abajo, a su camisa nueva. Tenía una larga y repugnante
mancha de grasa en la parte delantera.
—No importa —dijo.
Volvió al asiento del conductor y se sentó tras el volante. Probó de nuevo
con el motor de arranque, dejándolo gruñir durante largo rato antes de cerrar
la llave de contacto.
—Bueno, eso es todo —dijo.
—¿Quieres decir que no hay nada a hacer?
—Eso creo.
Vio cómo miraba a sus rodillas desnudas y tiraba hacia abajo de la falda.
—Tendría que haberme hecho examinar la cabeza —dijo ella al fin—.
Podría estar allá en la ciudad, bebiéndome un cóctel helado.
—No tenías por qué venir —dijo él, enrojeciendo.
Ella cruzó los brazos sobre sus senos.
—No nos peleemos —dijo él suavizando su tono—. Tal como veo las
cosas, tenemos varias alternativas. Podemos quedarnos aquí un rato sentados
y esperar para ver si el problema del coche se arregla por sí solo. Tal vez
cuando se enfríe el motor, vuelva a ponerse en marcha. Si resulta que es algo
más serio, podemos hacer señas a un coche que pase y pedirle que nos lleve
hasta la ciudad más cercana. Podemos enviar a un mecánico a que recoja el
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coche. Mientras esperamos, podremos comer algo, beber algo frío y
cambiarnos de ropa. Cuando hayan arreglado el coche, podremos continuar.
Su tono calmoso pareció dar confianza a la muchacha.
Permanecieron sentados durante unos momentos. Ella sacó la polvera y
comenzó a reparar su maquillaje. Examinó con cuidado sus pestañas, antes de
buscar en su bolso para sacar un delgado aparato de metal. Comenzó a
mejorar la curva de las pestañas. Él trató de no mirarla.
—Ahora —dijo al fin—. Probemos.
Dio vuelta a la llave y el motor de arranque continuó fallando. Dio
violentas patadas contra el acelerador. No pasó nada. Lo intentó de nuevo.
—Bueno —dijo—. Puedes esperar en el coche mientras yo hago señales a
alguien. No habrá ningún problema.
—De acuerdo —dijo ella—. Pero apresúrate.
Salió del coche y se acercó a la autopista. Cuando se aproximó el primer
coche levantó el pulgar.
Pasó a su lado corriendo… igual que el segundo y el tercero. Zumbaron
en un restallido de calor y movimiento. Se sintió bastante tonto al estar allí,
junto a la autopista, con su pulgar alzado. Miró por encima del hombro hacia
la muchacha. Ésta había sacado unas diminutas pinzas y, atisbando en el
espejo de su polvera, estaba ocupaba en arrancarse algunos pelos de las cejas.
Volvió su atención a la autopista y a la avalancha de coches.
¡La autopista!
Seis canales de metal en movimiento corriendo bajo el calor del día. Y sin
embargo, cada coche iba separado de los demás. Era como si sus ojos fueran a
cámara lenta fotografiando cada máquina que pasaba. Dentro de cada uno de
los coches podía ver a la gente. Estaban lánguidamente recostados, atontados,
caídos en posiciones de aburrimiento en sus mundos privados de metal
brillante, tela, imitación de cuero y plástico.
Se le ocurrió entonces que tan sólo podía pedir ayuda en el canal exterior.
Era totalmente imposible para los coches de los otros cinco canales el
maniobrar para pasar al de menor velocidad en el corto tiempo que tardaban
en cruzar por delante suyo, aunque hubiesen querido hacerlo.
—¡Maldición! —dijo la muchacha—. ¿No puedes hacer nada bien? ¡Agita
la mano para que te puedan ver!
—De acuerdo —contestó—. ¡Ya lo estoy tratando!
Agitó la mano débilmente.
No van a parar, pensó. Nadie va a parar. Todo el mundo tiene tal prisa que
nadie tiene tiempo. ¿Y por qué tendrían que ayudarme a mí? ¿Cómo podrían
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saber que no soy ningún bandido que los pudiera atracar y robarles su coche y
su dinero? Una sensación de fuerza le invadió al pensar en sí mismo como un
fuera de la ley. ¿Pero acaso no soy eso? ¿No estoy solitario en la autopista,
más allá del alcance de la ley y de los hombres? Claro que hay policías en los
puestos de control y en los paradores para vigilar el tráfico manual, pero aquí
fuera simplemente no existen. Soy un fuera de la ley por el simple hecho de
estar solo, lejos de los demás.
La sensación de fuerza se desvaneció, para ser reemplazada por una
creciente debilidad. Comenzó a sentir miedo.
Pasó una hora mientras estaba allí, haciendo señas a los coches. El sol lo
mareaba y podía sentir como los músculos de su espalda y de sus piernas se
hinchaban. Le empezaron a picar los ojos y notaba en carne viva su garganta.
Los coches parecían llegar en grupos. En un momento la autopista parecía
estar vacía en toda la distancia que abarcaba la vista, silenciosa y soñadora
bajo la luz del mediodía, y luego llegaban los coches en un apretado nudo de
chillante sonido, diez o veinte de ellos apretados en tropel.
De vez en cuando, un coche solitario o un par de ellos atravesaban la
autopista, separados de los demás, corriendo como polluelos metálicos
buscando a la gallina, como temerosos de hallarse solos en la pista de
concreto.
En estas ocasiones, Arthur Danyluk hacía movimientos exagerados con su
brazo y su pulgar, esperando que uno de los vehículos se detuviera. Podían
detenerse, pensó, sin ser alcanzados por otros coches, pero los autos pasaban
de largo como si no existiese. En una ocasión, dentro de un coche amarillo,
vio a una jovencita llevándose una copa a los labios. Adquirió conciencia de
su tremenda sed.
Pasaron otros quince minutos.
Bueno, pensándolo bien, discurrió estremecido, ¿dónde iba a salir un
coche de la autopista si es que decidía salir? ¿Dónde podría detener un
conductor, si es que tuviera la rapidez de reflejos para desconectarlo de la red,
un coche para que estuviese a salvo del tráfico?
Más allá, por la autopista, había un trozo de terreno liso con una longitud
de unos seis coches en donde podría detenerse un auto, pero aún así tendría
que clavar sus ruedas en el polvo tal como él había hecho. Y esto podía ser
peligroso. Trató de imaginar la habilidad de manejo que se necesitaría para
frenar un coche y detenerlo en aquel pequeño espacio. Resultaría claramente
imposible si al conductor lo seguían de cerca otros coches.
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Mantuvo en alto su cansado brazo durante unos pocos minutos más, y
luego lo dejó caer a su costado.
—¿Qué estás haciendo? —dijo la muchacha, inclinándose por la puerta
abierta. Él le hizo un gesto para que se apartase y entró en el coche.
—Tengo que descansar unos minutos —dijo—. Estoy agotado.
Se recostó en el asiento, respirando laboriosamente.
—Estoy sedienta —dijo la muchacha. Se la veía pálida y trastornada.
No le contestó.
Se echó hacia adelante y asió el volante con ambas manos. Apretó el
acelerador varias veces y luego giró la llave del contacto. Escucharon el
sonido hueco del motor de arranque.
—Bueno —dijo ella—. ¿Qué es lo que hacemos ahora?
—Déjame descansar unos minutos y trataré de parar a alguien —se
derrumbó cansado en el asiento.
—No veo por qué has de estar tan cansado. No has hecho nada.
La ignoró y miró a la autopista. Por delante se veía la elevación en donde
se perdía de vista la carretera. Trató de calcular cuán lejos se hallaba. Las
distancias eran equívocas bajo el sol del atardecer. Tanto podría estar a un
kilómetro como a cinco.
—Escucha —le dijo a la muchacha—, vamos a hacer lo siguiente: tú te
quedas en el coche y vigilas. Si alguien se para le dices lo que ha sucedido.
Yo voy a caminar. Tal vez hay una casa o una estación de servicio por ahí.
—¿Vas a dejarme?
—Como quieras —le dijo cortésmente—. Si deseas caminar, a mí me da
lo mismo. Pensé que lo mejor para ti sería que te quedases aquí, resguardada
del sol, pero si lo deseas puedes venir conmigo.
La miró fijamente, deseando sacársela de encima. Ya tenía bastantes
problemas como para estar soportando sus impertinencias.
—¿Qué, ya has decidido lo que quieres hacer?
—Oh, Dios —dijo ella, frustrada—. ¿Por qué no pude elegir a un
jovencito que supiera algo de motores…?
Terminó la frase por ella:
—¿En vez de un tonto, gordo y maduro?
—Yo no he dicho eso.
—Pero lo has estado pensando.
Ella vio la cara que ponía y no contestó.
Se alzó cansinamente, dio la vuelta y comenzó a caminar siguiendo la
autopista, abandonándola en el silencio de la noche.
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Para cuando había recorrido un kilómetro sus piernas estaban ya rígidas.
Sentía un dolor en el costado.
Un hombre maduro, pensó. ¿Es lo que soy? Recordando, le parecía que
siempre lo había sido. Tan sólo un tonto y gordo hombre maduro, incapaz de
hacer nada por sí mismo. Hacía que un jardinero le fuese a arreglar el césped.
Que alguien le cocinase sus comidas, le hiciese la cama, le lavase la ropa…
El vivir se había hecho demasiado complicado. Había habido un tiempo
en que cada hombre hacía las cosas que utilizaba. Construía su casa con
árboles y barro. Tejía su propia ropa y plantaba su propia comida. Cierto que
no tenía muchas cosas, pero tampoco se sentía inseguro cuando se hallaba en
su casa rodeado por los productos de sus propias manos. Si algo se rompía, lo
podía reparar en la misma forma en que lo había construido. Pero ahora todo
era demasiado complicado. Diez mil hombres metían comida en latas y,
cuando se abrían esas latas, lo que quedaba por comer podía ser colocado en
un refrigerador, donde no se estropearía. Pero el refrigerador era construido
por hombres, y si se estropeaba se llamaba a otros hombres para que lo
arreglasen usando herramientas creadas por otros hombres, y todos los
hombres, puestos juntos, recibían el nombre de sociedad. Era un sistema
estupendo si uno formaba parte de él, pero si uno perdía la llave y se quedaba
fuera, podía morirse golpeando a la puerta.
Sus piernas comenzaron a fallarle de nuevo. Descubrió repentinamente
que estaba trastabillando de un lado a otro, zigzagueando como un borracho
mientras caminaba.
Aguanta, pensó. Mantente firme.
Alzó cuidadosamente sus pies y los colocó uno tras otro, concentrándose
en esta tarea.
Su costado le hacía más daño, y estaba jadeando.
Muy por delante, la carretera se alzaba hasta el deslumbrador horizonte.
Trató de canturrear en voz baja, para establecer una cadencia de marcha,
pero el sonido era tan sólo un débil quejido.
Decidió no mirar hacia adelante. Era más fácil mirar hacia el suelo
mientras caminaba.
Recordaba que cuando era un niño, su padre había hecho que plantaran
manzanos en la parte de atrás de la casa. Cuando la fruta estaba ya madura, su
padre la recolectaba y la llevaba en cestos al sótano. Allí cortaba y pelaba las
manzanas, metiéndolas en un depósito grande, triturándolas. Luego las ponía
en vasijas de barro y esperaba que se convirtiesen en sidra.
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Su madre se reía y le decía a su padre que en el supermercado vendían
sidra a medio dólar la botella, pero su padre sonreía y no le hacía caso.
En el otoño, su padre acostumbraba a sentarse entre las hojas muertas del
patio posterior, sobre el césped que había plantado por sí mismo, bajo un
manzano que había hecho crecer de una simiente, bebiendo su sidra y
mirando al pedregal que había edificado con sus propias manos.
Su padre era un hombre feliz.
Arthur nunca lo había comprendido hasta este momento en que se hallaba
en la autopista.
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Mientras caminaba, cabizbajo, se dio cuenta de los restos que llenaban el
borde de la carretera. Sus ojos contemplaron arrugados paquetes de
cigarrillos, latas de cerveza, trozos de papel… y luego algo extraño. En trozos
de terreno liso, vio pisadas de conejos. Las pisadas formaban un claro sendero
en el polvo. Se detuvo. Sus ojos siguieron las huellas a través del desierto.
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Fue entonces cuando divisó un conejo, el primero que había visto en toda su
vida.
Se hallaba entre dos cactus, a unos siete metros de distancia, con las orejas
tiesas, mirándole.
Dio otro paso, esperando que estallara en movimiento. El conejo se quedó
rígido, moviendo la nariz, y luego se puso de cuatro patas y mordisqueó el
matorral que tenía más cercano.
Vaya, pensó. No tiene miedo. Probablemente nunca ha visto a un hombre
a pie en toda su vida. Podría llegarme hasta él antes de que escapase. Parecía
increíble que el conejo viese pasar todo el día a los coches y desconociese la
existencia de los humanos.
Repentinamente, apartó al conejo de sus pensamientos, mientras llegaba a
la cresta de la elevación del camino. Por delante de él sólo se veía más
desierto, atravesado por la autopista que iba a perderse entre unas bajas
colinas situadas a muchos kilómetros de distancia.
Escuchó el sonido de la bocina.
Miró y vio cómo el coche pasaba a su lado. Entornando los ojos, pudo ver
a una rubia sentada al frente, al lado de un hombre de aspecto muy joven. La
muchacha le hizo un saludo burlón. El coche era una reliquia, parecía un
modelo de 1965. Esto significaba que no podía ser conectado a la red. El
pensar que un coche podía ser manejado manualmente por una autopista, le
produjo un cierto shock. Entonces su sistema nervioso sufrió otro shock.
Notó como se le hundía el estómago. Había reconocido a la muchacha: era
su rubia.
El regreso al coche fue un infierno.
De vez en cuando tenía que detenerse, sentarse y descansar. Estirado entre
la porquería de al lado de la autopista, se maldijo a sí mismo, a su coche, y
maldijo a la gente que pasaba por su lado.
En alguna forma se alzó y continuó caminando.
Podía notar como se le formaba una ampolla en el talón de su pie
izquierdo. Resultaba claro que sus elegantes zapatos no estaban hechos para
caminar.
Recorrió los últimos centenares de metros en una desigual carrera, y se
desplomó contra el costado del coche. No tenía fuerzas para abrir la puerta y
meterse dentro.
Pasó media hora antes de poderse poner en pie.
Vio las marcas dejadas en el suelo por el otro coche al frenar para
detenerse. Las líneas oscuras de goma daban testimonio del riesgo
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desesperado que el conductor había aceptado para detener su coche en el
polvo. Notó como la ira lo sumergía totalmente. Cuando le pasó, se sintió
vacío.
¿Por qué no podía ella haber atraído a un hombre mientras él estaba allí?
No, tenía que esperar hasta que él se había alejado por el camino. Y entonces
había llegado aquel conductor idiota para quemar sus neumáticos mientras
rescataba a la doncella en peligro. Pero luego pensó: ¿no habrías hecho tú lo
mismo? Si vieras a una rubia fenomenal sola en la autopista, ¿no harías todo
lo posible para ayudarla? Se preguntó por qué no se le había ocurrido antes.
Nadie dejaba abandonada a una muchacha bonita en problemas. Hubieran
parado por ella, pero no por un hombre con el mismo problema. Hubieran
parado por una docena de buenas razones. Por haber estado solos o por estar
con alguien. Por el tráfico, por, por, por…
Arthur Danyluk podía sentir su grasiento sudor cubriéndole el cuerpo
mientras el caliente sol caía sobre él. Volvió a meterse en el coche. Bueno,
pensó, ¿y qué hago ahora? ¿A dónde voy? ¿He de quedarme aquí con el
pulgar en alto hasta que me desplome con una insolación o hasta que mis
tejidos se queden secos y muera de sed? Y, cuando se haga oscuro y llegue el
frío, ¿tendré que quedarme temblando en el asiento trasero de este coche
inútil hasta que el sol se alce de nuevo?
Y, cuando llegue la próxima semana, ¿estaré rígido en el interior de un
ataúd de doce mil dólares al lado de la autopista? ¿Esperaré a que los insectos
y animalillos roan mis huesos?
Se sintió cansado, viejo y temeroso.
Se cubrió los ojos, protegiéndolos del relumbre del sol en el capó. Tenía la
lengua hinchada dentro de la boca.
Sentado allí, vio claramente el desierto por primera vez. Vio al verdadero
enemigo: el reseco polvo y la escasa vegetación, las rocas y los guijarros.
¿Eres tú la razón por la que se construyeron los duraderos edificios y las
rápidas máquinas y las grandes autopistas, en forma de que por su misma
complejidad y por su mismo gran número podamos construir más
rápidamente de lo que tú puedas gastar y destruir?
Podía notar como pequeñas manchas doradas bailaban bajo sus párpados
cuando los cerraba muy apretados.
¿Es así como van las cosas?, pensó. ¿Debemos juntarnos para conseguir la
fuerza con que sobrevivir? ¿Está desamparado un hombre solo? ¿Acaso yo,
Arthur Danyluk, no tengo posibilidad alguna?
Título original:
THE FREEWAY
© 1963, Star Press Inc. by arrangement with Forrest J Ackerman
Traducción de E. Pérez
Si yo leyera los periódicos, tal vez nada de todo esto hubiera ocurrido.
Pero no leo los periódicos, no estoy al corriente de nada. De muy pocas cosas
en todo caso. Y la etnología, terrestre o no, apenas me interesa. De acuerdo,
sé reconocer vagamente de qué rincón de la galaxia viene este que tiene los
ojos color púrpura, o aquel otro cuyos brazos tienen cuatro articulaciones…
algunas veces sé también quienes son apreciados, poco apreciados, odiados o
temidos por nosotros, los terrestres. Pero esto no va más lejos: desconozco los
detalles. Quizá nada de todo esto me hubiera ocurrido si yo hubiera sabido…
¿Pero para qué buscarme excusas? Sabía bien que no puede nacer un niño
de la unión de dos especies distintas, sabía también que, por esta razón, se
prohíben los matrimonios interraciales. Sin embargo, prescindí de ello. Así
que… si yo hubiera sabido también el resto, tal vez todo hubiera ocurrido
igual. No buscaré pues vanas excusas: he aquí lo que hice.
Fue a la mañana siguiente que recibí una carta de mi tía. No había tenido
el valor suficiente para ponerla al corriente de mi despido, pero la señora
N*** se había encargado de ello. Quemé aquella carta, que me producía
demasiado daño. Mi tía apelaba a todos mis buenos sentimientos y sobre todo
al reconocimiento, me hablaba también mucho de Dios y de la Iglesia y de sus
decretos, y me hablaba de mi alma inmortal y de «algunos pecados que, ellos
sí son mortales». Estas frases provocaban mi indignación y mi cólera, pero
lograban su objetivo: jamás me sentí tan indigna, tan culpable como en aquel
momento. Al mediodía no pude comer, fui a echarme un rato pretextando un
dolor de cabeza.
Cuando Imonea vino a buscarme me halló en un mar de lágrimas. Le dije:
—He recibido una carta de mi tía, y lo que me ha escrito me es
insoportable.
Los postigos estaban medio cerrados; en la penumbra, Imonea me atrajo
hacia ella y lloré en su hombro. No deseé el hombro de Irveille, no en aquel
momento. Imonea hablaba suavemente, con su hermosa voz grave y un poco
sorda, con el acento cantarino de los arturianos:
—Tu tía te quiere seguramente mucho, y ella querría para ti lo que cree
que es lo mejor. Pero tú, Elisabeth: ¿cuál es tu deseo?
Lo que yo deseaba… Una frase sorprendente, casi incongruente para mí
apenas una semana antes: nunca había tomado mis deseos por ley, nunca
había pensado que esto fuera posible. Ninguna frase podía trastornarme más,
ni siquiera después de cinco días de aquella vida de sueño en la que mis
deseos eran enteramente colmados.
Escribí a mi tía una carta corta y seca. Comenzaba así: «Dentro de tres
días cumpliré veintidós años…».
Título original:
DELTA
© 1967, Fiction
Traducción de P. Domingo
II
IV
Sí, la política del Gran Cambio era buena. Al menos daba buenos
resultados.
Juan recordaba aún el caos en que se encontraba el mundo antes del Gran
Cambio. Las máquinas iban sustituyendo cada vez más al hombre. Una
fábrica que antes necesitaba mil obreros se bastaba ahora con sólo diez. Ello
hacía que el paro obrero fuera también cada vez mayor. Las fábricas seguían
produciendo, la economía de las naciones era espléndida, pero por muchas
partes se cernía la miseria. El principal elemento adquisitivo, la clase
trabajadora, iba perdiendo cada vez más sus recursos. Si esto seguía así, las
fábricas podrían seguir produciendo, pero ¿para quién?
Juan estaba convencido de que, si aquella circunstancia no se hubiera
producido y agravado con el tiempo, el Gran Cambio nunca hubiera tenido
razón de existir. Pero era inevitable que ocurriera: era una consecuencia
lógica de la mecanización. El mundo cambiaba, y era preciso que el hombre
cambiara también. Y que cambiaran las estructuras sobre las que estaba
basada la antigua sociedad.
—Hay tres grandes problemas —le dijo una vez alguien, hacía ya mucho
tiempo, cuando el Gran Cambio era aún un simple movimiento minoritario de
rebeldía—. Primero la superpoblación, que roba cada vez mayor espacio vital
y más alimentos. Segundo la progresiva mecanización, que consigue mejores
y mayor cantidad de productos con menor mano de obra, aunque esté mejor
pagada, con lo que sólo se logra una saturación del mercado, un mayor
—Al principio creí que el caso de HL no sería el único, que los hombres
empezaban a comprender, y que se estaba preparando una rebelión de toda la
conciencia humana ante la ausencia de sentimientos de la Nueva
Organización. Creí que el hombre desearía regresar a la Naturaleza, convivir
de nuevo con ella como lo había hecho antes. Pero me equivoqué. Ignoro lo
que debió suceder, pero HL no regresó nunca, y nadie hasta ahora ha seguido
sus huellas. Nadie recorre los campos por las tardes, ni ha hecho un ramillete
de margaritas, ni ha dejado que las piezas de metal se acumulen ante su
máquina para soñar con una casita de paredes blancas y techo rojo en medio
de un bosque, ni nadie, después de llevar doce años seguidos realizando cada
treinta segundos la misma operación absurda, se ha detenido a preguntarse
por qué.
El Ordenador estaba silencioso, con los ojos fijos en la gran pantalla, sin
saber qué decir.
—Y sin embargo —continuó Juan—, estoy convencido de que ha habido
muchos HL en la Nueva Organización, aunque nunca se haya oído hablar de
ellos. ¿Dónde están ahora, qué les ha sucedido?
El Ordenador seguía silencioso, mirando su pantalla. Juan se levantó.
—Durante muchos años he luchado frente a la Nueva Organización —
murmuró—. Durante muchos años he intentado mantenerme al margen de
ella. Al final, creí que ya no valía la pena sostenerme más en mi postura. Por
eso me encuentro ahora aquí.
VI
VII
Se necesitaron muchos años para ello. Durante mucho tiempo, una serie
de hombres venidos de todas partes del mundo estudiaron la manera de salvar
al mundo de aquel hundimiento. Era preciso levantarlo de nuevo, hacerlo
resurgir del caos. Fue un cónclave de hombres que velaban por el futuro de la
Humanidad. Y de ahí surgió la Nueva Organización.
—Yo fui uno de los líderes del Gran Cambio —dijo el anciano—: uno de
los que planeó su puesta en marcha. Yo era muy joven por aquel entonces…
como usted. Recuerdo bien aquellos días. El mundo agonizaba en un
materialismo de oro y miseria, se hundía en una ciénaga sin fondo sin hallar
ninguna orilla salvadora. No atacamos. No nos levantamos violentamente
contra nadie. Simplemente, aparecimos. Hicimos nuestras promesas, y
aguardamos la respuesta. Y la gente vino hacia nosotros por su propia
voluntad.
VIII
Era una habitación inmensa. En su interior hacía frío. Una luz entre rojiza
y anaranjada, muy tenue, la sumía en una penumbra de aspecto fantasmal. A
primera vista parecía estar completamente vacía, pero pronto se adivinaba en
ella algo, como un tenue latido, el sonido de una apagada respiración, un
extraño ambiente que indicaba la existencia de algo vivo en su interior.
—Éste es nuestro cerebro coordinador —dijo el anciano—. El promotor
del Gran Cambio.
Juan se detuvo en el umbral. Todas las paredes de la habitación estaban
recubiertas con paneles llenos de extraños aparatos, consolas, luces,
conmutadores, indicadores, esferas, diales. Lo demás estaba vacío. Tan solo,
en el centro mismo de la habitación, había un gran sillón tapizado en negro,
frente a una mesa de control en forma de herradura. Nada más.
Y sin embargo, toda la habitación respiraba vida.
—¿Qué es? —preguntó Juan.
—Nuestro cerebro —dijo el anciano—. El cerebro más poderoso de todo
el mundo. Ocupa un volumen de veinte pisos, pero es omnipotente. Es el
creador del Gran Cambio, el mantenedor de la Nueva Organización. Nunca
morirá.
IX
¡SUSCRÍBASE!
NUEVA DIMENSIÓN
Apartado 4018
BARCELONA (España)
Por fin, después de todo, fueron incluidas las carreras de máquinas del
tiempo en el programa de competiciones de los deportes técnicos. La larga y
persistente lucha de los aficionados fue coronada por el éxito. Estaban
orgullosos, y tenían buenas razones para estarlo. Desde hacía ya tiempo,
desde aquel día en que apareció la primera noticia sobre la fabricación de un
modelo experimental de una máquina del tiempo, se inició un flujo de cartas a
los editores de las revistas de técnica popular tales como Conocimientos para
la Juventud, La Ciencia es Fuerza y Tecnología y Vida, que fue
incrementándose con el tiempo. Al principio, las revistas guardaron silencio,
pero finalmente, todas al mismo tiempo, publicaron descripciones de modelos
de máquinas del tiempo de tipo turístico, familiar y de competición, con
planos en colores fuera de texto. Rápidamente se formó una federación
deportiva para agrupar a los viajeros al pasado. Como presidente honorífico
fue elegido un anciano de ciento cuarenta y siete años. Efectuaron varias
competiciones de largo recorrido, pero ninguno logró ir más atrás que al siglo
diez y seis.
Mientras tanto, los mejores corredores de calibre internacional estaban ya
viajando al siglo primero antes de J. C. Inesperadamente, de Suecia llegó una
noticia que hizo tambalear a todo el mundo del deporte. Un corredor de
diecinueve años de edad, llamado Jorgen Jorgenson, viajó a través de
veinticuatro siglos en tres horas, dieciocho minutos, cuarenta y ocho segundos
Por detenerse, Fedoseyev fue descalificado por varios meses. Pero como
no podía imaginar su vida sin el deporte, siguió entrenándose como antes,
escuchando las explicaciones del entrenador y las conferencias del
historiador. Ciertamente que el entrenador había disminuido sus horas de
trabajo, pues estaba preparando un libro: El Compañero del Viajero del
Tiempo Principiante. Pero el historiador estaba haciendo todo lo que podía.
Hasta llegó a traer a un amigo suyo a las conferencias, un graduado por un
instituto de mecánica y matemáticas que explicó a los corredores los
© 1969, Mezhkniga
Traducción de S. Velázquez
«Back to Methuselah»
Hay ocasiones en las que, por pura casualidad, nos enteramos de la
existencia de obras de SF en lugares que jamás hubiéramos sospechado.
Estamos seguros de que, para muchos lectores, será una auténtica sorpresa
el enterarse de que una de las obras más importantes del irlandés George
Bernard Shaw, premio Nobel de Literatura: Back to Methuselah, puede
encuadrarse perfectamente dentro de nuestro género. Este artículo aparecido
originalmente en el fanzine británico Zenith Speculation, es el encargado de
decírnoslo.
Martín Pitt
La creación de un Universo
Todos conocemos esas grandes series de relatos de SF en que nos son
pintados, gracias a la fértil imaginación del autor, Universos futuros con
todo lujo de detalles, llegando a constituir planos de existencia que nos
parecen tan reales como el que vivimos cotidianamente. Pero en pocas
ocasiones habremos tenido la oportunidad de que uno de estos «creadores de
Universos» nos explique su génesis y desarrollo. Para cubrir esta laguna
viene aquí este artículo, aparecido originalmente en el newszine americana
Science Fiction Review de noviembre de 1965.
Año 3499
Lion Loose (Heslet Quillan).
Who Has My Golden Arm?
James H. Schmitz
Hugo Gernsback
* LIBROS
A pesar de los intentos de algunos editores —entre los que nos contamos— la
poesía no es un estilo que haya cundido demasiado entre los autores de SF,
que parecen considerar la prosa como mucho más apta para sus excursiones a
la imaginación.
Por ello merece el título de acontecimiento excepcional la edición, por
parte de la firma Panther Books y dentro de su colección Panther Science
Fiction de la antología, FRONTIER OF GOING, que reúne obras de 24 poetas que
han decidido cantar las gestas del mañana.
Dos hombres están frente a frente. Sus manos engarfiadas penden a sus
costados. Se miran fijamente. Un movimiento rápido y… ZAP, ZAP, suenan los
desintegradores…
Era natural que, tras la resurrección de héroes de los años treinta, tales
como Doc Savage o La Sombra, los editores se acordasen de alguno de esos
míticos superhombres de la SF del tiempo de los «pulps».
Éste ha sido el motivo que ha llevado a la reaparición del CAPTAIN FUTURE
(Capitán Futuro), que en los años cuarenta, gracias a la pluma de Edmond
Hamilton, recorrió el Espacio, como nuevo caballero andante, «desfaciendo
entuertos» y resolviendo sus problemas a disparos de su desintegrador en
escenas del más puro sabor «western».
* REVISTAS
Se anuncia ya como inminente la aparición en Italia de una nueva revista de
SF bajo la dirección de Ugo Malagutti, el conocido autor y fan.
La revista, que recibirá el título de EUROPA 2000, recogerá entre sus
páginas relatos de autores de todos los países, pero con una especial
dedicación hacia los del ámbito europeo.
* CINE
* COMIC
El artista aficionado Vaughn Bodè, ganador este año de un premio Hugo (Ver
premios), ha hecho su presentación en Europa en las páginas de la conocida
revista italiana Linus, con un excelente relato ilustrado de SF.
* TV
* TEATRO
* RADIO
El famoso fan Pierre Versins está realizando, desde 1957, una serie de
programas para la radiodifusión suiza denominados Passeport pour l’inconnu
(Pasaporte para lo desconocido) y, en la actualidad, se halla buscando
material adecuado procedente de otros países europeos.
La Radiodifusión belga ha transmitido un programa basado en la adaptación
de un relato corto del autor italiano Sandro Sandrelli titulada Il Polipo
Musicante (El pulpo al que le gustaba la música). Esta misma historia ya fue
retransmitida, hace algunos años, por las emisoras francesas en la serie Teatre
de l’etrange.
* DISCOS
* PREMIOS
Los premios HUGO, concedidos este año por la Convención Mundial de San
Luis, han correspondido a: Novela Stand on Zanzibar de John Brunner.
Novela corta Night Wings de Robert Silverberg. Cuento largo Shearing of
Flesh de Poul Anderson. Cuento The Beast that Shouted Love at the Hearth of
the World de Harlan Ellison. Producción dramática 2001, a Space Odyssey de
Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick. Revista profesional Fantasy and Science
Fiction. Artista profesional: Jack Gaughan. Fanzine Psychotic editado por
Dick Geiss. Autor fan: Harry Warner. Artista fan: Vaughn Bodè.
El director de escena debutante Rolf Bolin, de nacionalidad sueca, ha sido
proclamado vencedor del premio nórdico de relatos de SF.
Este premio fue recientemente convocado por tres de los más importantes
diarios de los países escandinavos: Dagens Nyheter de Estocolmo (Suecia),
Politiken de Copenhague (Dinamarca) y Dagbladet de Oslo (Noruega) y se
recibieron más de 500 relatos en Suecia, unos 200 en Noruega y un número
similar en Dinamarca.
La labor de los tres jurados se vio dificultada por gran número de historias
extrañas, o fantásticas que es necesario definir si pertenecían al género o no.
* EXPOS
Aparte de estas salas, la feria comprendió exhibiciones de películas, arte,
colecciones de objetos «del futuro», documentos sobre el diseño en el año
2000 y la moda del día del mañana.
* FANDOM
Hacía ya años que, exceptuando algún ejemplar ocasional, no aparecía ningún
fanzine destinado a los contactos extranjeros en toda Escandinavia. Pero, el
reciente interés por la próxima convención mundial en Heidelberg ha
cambiado la situación, ya que los fans de esas latitudes han sentido una
renovada necesidad de comunicarse con sus contrapartidas de otros países. Es
así como ha nacido FORUM INTERNATIONAL, fanzine en inglés editado por la
SFSF, o sea la SKANDINAVISK FÖRENING FÖR SCIENCE FICTION (Sociedad de SF
escandinava).
El ejemplar número uno contiene relatos, comentarios, información, y
sobre todo dos muy interesantes entrevistas con los autores John Sladek y
John Brunner, realizadas con motivo de su asistencia a la convención
británica. Todo el material ha sido realizado por aficionados escandinavos.
* VARIOS
Las noticias y comentarios de esta sección proceden de las siguientes fuentes: DAGENS
NYHETER (diario) Estocolmo, Suecia. EUROPEAN LINK (fanzine) Londres, Gran
Bretaña. FORUM INTERNATIONAL (fanzine) Hägersten, Suecia. FRONTIER OF GOING
(libro) Londres, Gran Bretaña. FUTUROPOLIS (catálogo) París, Francia. GALAXIA 2000
(libro) Río de Janeiro, Brasil. IMPRESIONEN (fanzine) Bremen Walle, Alemania. LINUS
(revista) Milán, Italia. PATH INTO THE UNKNOWN (libro) Nueva York, Estados Unidos.
ROMUALDO MOLINA
MADRID
— ¿Explicación? Claro que hay una explicación: ¡que usted es un hombre
afortunado! Afortunado porque dispone de volúmenes agotados como es el
Ciudad de Simak, y porque tiene todo lo que se publica en castellano.
Nosotros, se lo confesamos, no lo poseemos; por tanto, cuando pedimos a una
agencia literaria internacional los derechos por una historia, nos fiamos si nos
dice que están libres para el castellano. Luego, si ya han sido publicados en
ediciones que nosotros, y hasta puede que el agente, desconocíamos… Tenga
Aprovecho ésta para lanzar una breve ojeada sobre el material aparecido en su
número 6:
Portada y presentación: excelentes.
Editorial: Muy bueno, como de costumbre.
La Edad de la Benevolencia: Mediocre.
Las Paredes: No es original, pero está bien escrita.
La Gema: Regular.
Sitges 68: Magnífica presentación, letra microscópica. Muy bien hecho.
Maldito Matasellado: Excelente.
Flores en sus ojos: Muy bueno, incluyendo la ilustración.
Ciencia Ficción rumana: Terriblemente exhaustivo.
Un capítulo de historia literaria: Bueno.
El sol naranja: Regular.
Sobre el tiempo y Texas: Me reí de verdad, excelente.
El despertar del profesor Bern: De lo mejor de la SF rusa.
Sueños de Cristal: No está mal, pero no es un cuento de choque, como el
magnífico del número 5: Diálogo de mutantes.
El enigma de otro mundo: Teniendo en cuenta el tiempo que hace que se
escribió, es muy bueno.
Sección Verde: Una maravilla como siempre. En cuanto a Se Escribe, suben
de calidad las cartas dirigidas a ustedes.
JAVIER A. A. MOLINARI
PICO TRUNCADO. ARGENTINA
— Nos complace que haya podido entrar en contacto con nosotros desde un
punto tan distante. Trataremos de colmar sus ocios con una creciente
selección de textos, incluyendo tan a menudo como sea posible sus autores
favoritos, que también son los nuestros. En lo del comic, tenga en cuenta lo ya
dicho tantas veces: la revista es de todos sus lectores, y lo que a unos
desagrada es sumamente placentero para otros; lo importante es que todos
JOSÉ A. GONZÁLEZ
MONTEVIDEO. URUGUAY
— Queremos publicar cuentos hispanoamericanos. No importa la edad de sus
autores, no importa la extensión, ni los títulos, ni los temas, siempre que estén
dentro del género. Lo único que pedimos es calidad, en eso seremos
inflexibles. Adelante, envíenos todo lo que tenga, y aún más si quiere. Lo
máximo que puede pasar es que se los devolvamos, pero a lo mejor incluso
nos gustan. Deseamos que nos gusten.
ALBERTO BUSSONS
MÉXICO. MÉXICO
— No tenemos corresponsales en Portugal por la misma razón que no los
tenemos en muchas otras partes: porque no conocemos a nadie en ese país
interesado en la SF y con algo de tiempo y ganas para enviarnos noticias
ocasionales sobre los acontecimientos que se produjeran en este terreno en su
país. Quedan muchos puestos abiertos pues, y tal vez algunos de nuestros
A pesar de que, hasta ahora, sólo he leído dos números de su revista, ésta me
hizo recordar aquella frase de Shakespeare: «Algunos nacen grandes, otros
conquistan grandeza y a algunos la grandeza les cae como llovida del cielo».
Sin lugar a dudas a ustedes se les aplica perfectamente el primero de los
apelativos. Porque no sólo nacieron grandes exteriormente: presentación
lujosísima, impresión muy buena e ilustraciones excelentes, sino que, lo que
es más importante, la calidad de los cuentos, con lógicos altibajos, es muy alta
y a veces excepcional.
Otra cosa que felicito en ustedes es la originalidad. Las secciones que
suelen aparecer en verde y otros colores, salvo las cartas de los lectores, son
una novedad en este tipo de revistas, y por cierto una novedad muy
bienvenida. Me pareció bien la respuesta a aquel lector que les pedía una línea
similar a la de PLANETA. Una revista nueva debe formar su propia
personalidad, sea esta buena o mala. De lo contrario sólo sería una imitación,
y entonces habría de recordar aquello de que nunca segundas partes fueron
buenas.
Creo que ya es hora de terminar, porque si llegan a publicar esta carta con
tantos elogios, los lectores van a creer que la escribió el Director. Para
terminar, me gustaría que me hicieran un pequeño favor: si publican la carta,
al final publiquen también mi dirección completa, por si algún lector (o
lectora) quiere mantener correspondencia con un colega argentino. Aseguro
solemnemente que ninguna de las cartas que reciba será utilizada como medio
para apropiarme de la personalidad del que la escriba, ya que la invasión que
preparamos no… pero ya estoy hablando de más.
GERARDO D. LÓPEZ
Pasaje de Heza 841
ROSARIO, STA. FE. ARGENTINA
— Los elogios nunca hacen daño a alguien que tan necesitado está del aliento
de su público como es nuestra redacción. Pero más que los elogios nos
agradan las valoraciones, y las confirmaciones —si es que los lectores creen
que hemos obrado bien— de nuestras tomas de posición. Gracias.
Complacemos su deseo de ver publicada su dirección y esperamos que algún
Por Dios, Murray, ¿quién ha oído hablar de una merienda en el campo sin hormigas?