José Mauro de Vasconcelos - Las Confesiones de Fray Calabaza
José Mauro de Vasconcelos - Las Confesiones de Fray Calabaza
José Mauro de Vasconcelos - Las Confesiones de Fray Calabaza
www.lectulandia.com - Página 2
José Mauro de Vasconcelos
www.lectulandia.com - Página 3
Título original: As confissões de Frei Abóbora
José Mauro de Vasconcelos, 1966
Ilustraciones: Jayme Cortez
Traducción y prólogo: Haydée M. Jofre Barroso
www.lectulandia.com - Página 4
EL AUTOR Y SU LIBRO
www.lectulandia.com - Página 5
una realidad ni de lejos presentida. Y, de ahí, adviniendo hombre rico, festejado,
artista conocido, frecuentador de salones elegantes, de exquisitos círculos
«bohemios».
Marchando a su lado conocemos sus deslices amorosos, sus trasformaciones
anímicas, sus vivencias inquietantes y sus perplejidades. Asistimos al amargo precio
por la dicha y el éxito alcanzados, que él acepta pagar ¡y paga! en buena moneda de
adhesión, de comprensión, de solidaridad, de entrega. Compartimos con él sus
momentos de dolor y de amargura, de humillación y de perplejidad. Y finalmente
reiniciamos su mismo camino descendente: cuando lo volvemos a encontrar rebelde,
sufriendo en cuerpo y alma y sin esperanzas de recuperación ni para uno ni para la
otra; un camino descendente en el que solo aparecen algunos chispazos de ilusión y
de ternura: ese negrito pícaro, comprador y afectuoso, que tantos puntos de contacto
tiene con él, en aquel tiempo en que, virgen aún de desilusiones, se contentaba con
ser solamente Zezé. Zezé, jinete de un caballo misterioso viviendo en un árbol, pillete
de la calle capaz de gestos conmovedores, travieso y mal hablado, tímidamente
cariñoso, imaginador de historias deslumbrantes que su fantasía —único juguete de
niño pobre— le regalaba. Zezé, cantor y covendedor de letras de canciones
populares, pobrecito bote perdido en las correntadas de una vida dura, abrigado por
muy poco tiempo en las tierras firmes del amor de su amigo «el Portuga», o de la
mulata tentadora que arrebata la calle con sus contoneos, que le brinda su ternura
amiga, que será también su consuelo y su leve contacto con la parte más limpia y
buena de la vida que se demora en la calle sucia y pobre en que acabó por instalarse
(fuera de los momentos de ensueño que, si bien a veces duelen, en muchas otras
ocasiones le deparan el reencuentro con el pasado hermoso).
Largo diálogo con el lector es este libro… A veces, en algunos momentos de mi
tarea de traductora, me parecía escuchar la voz del amigo adelantando los párrafos
de su historia que, algunos renglones más adelante, encontraba. Esto, con la misma
autenticidad e igual calor de realidad que ciertos pasajes que me llevaban a asentir
furiosamente con la cabeza, traduciendo frases de esas que nos llevan a decir:
«¡Justo! Es tal como yo lo pienso», o «¡Así mismo, es como me parece a mí!» Es la
magia de la literatura, amigos, que nos permite a todos a veces ser un poco autores
de un libro, o traductores de un texto, cuando se nos presentan descripciones, frases
o definiciones que nos son propias. Es, también, la magia del escritor de raza, que
pone en boca de sus criaturas, las criaturas comunes que transitan a nuestro lado,
las cosas simples de todos los días, las ideas que alguna vez se nos ocurrieron.
Cuando no es así, cuando no nos sentimos «traducidos» por un autor, cuando todo en
él nos resulta nuevo y frío, el diálogo no se ha dado, y alguno de los dos ha fallado:
el escritor o el lector. Y casi siempre es aquél…
A veces, un poco como telón de fondo pero siempre como presencia viva y firme,
están los indios con sus problemas y sus dificultades, sus pequeñas compensaciones y
sus alegrías infantiles; siempre ellos un poco niños, inocentes, crueles, generosos y
www.lectulandia.com - Página 6
caprichosos a un mismo tiempo. Un tema que Vasconcelos trata en forma paralela al
del asunto sentimental. Y que le permite protestar, comunicar su caliente experiencia
personal, abogar por soluciones definitivas y, con la rigidez y autoridad que le
brinda el conocimiento directo del «caso indio», acusar esgrimiendo razones, y
reivindicar derechos que, por estar perdida su legitimidad en el tiempo, ya casi nadie
recuerda. Pero Vasconcelos hace algo más que acusar: esboza soluciones, habla al
que quiera oír y colabora con el que quiera hacer. Ese es otro de los derechos que
como escritor se concede y antes que ése, por supuesto, el de sentir de determinada
forma un tema, de expresarlo a su manera, colocándose al lado de los «escritores
comprometidos», para usar una expresión pasada de moda. Pero comprometido con
la buena literatura y con los derechos del hombre a gozar como tal de cuanto
bíblicamente le fuera prometido y de cuanto humanamente le fuera robado.
Y ya tenemos esbozado otro aspecto de este libro singular: el paralelismo de
temas, el amor y la denuncia social. ¿Cómo los plasma él literariamente? De una
manera sorprendente: son dos Vasconcelos distintos los que abordan ambos temas;
diferentes en su tratamiento, en su terminología, en su enfoque estilístico. El asunto
sentimental le permite jugar con una mayor ligereza, usando y desarrollando formas
narrativas clásicas, a las que él aporta, además de esa levedad y calidez, la
expresión de un conocimiento también diferente del mundo de los sentimientos y de
sus motivaciones, y que él no vacila en llevar a la línea de lo artístico con verdadera
habilidad. Ofrece incluso, en ocasiones, un mismo motivo o una misma intención a
través de ángulos, puntos de vista y personajes diversos. Es muy difícil hacer hablar
con un realismo convincente a los personajes literarios para lograr que se definan
por sí mismos; es muy difícil disimular el artificio derivado de este riesgo y esta
intención; pero José Mauro de Vasconcelos lo consigue casi siempre, y a medida que
avanza el relato, cuando ya el lector se ha habituado a sus formas y modalidades de
expresión, acepta las definiciones que hacen de sí mismos esos personajes, se deja
ganar de lleno por los acontecimientos, se interna en ellos con naturalidad. Y entra
en el juego del creador.
Pero Las confesiones de Fray Calabaza es algo más que un simple relato de amor,
y tampoco se conforma con ser una novela de contenido social. La intención del
autor está clara desde el título: es la confesión de un hombre que ha pasado por
todas las instancias, recorrido todos los senderos que llevan a la definición del «¿qué
soy?», «¿de dónde vengo?», «¿adónde voy?», «¿qué quiero?», y finalmente, «¿qué
acepto ser?» Sobre todo cuando comienza a aparecer un nuevo y gran personaje que
llena de sentido la narración, pues ya no se trata solamente de la lucha por mejorar
algunos centenares de existencias sumergidas en el vacío escueto de mantenerse con
vida, sin otra esperanza que subsistir. Momento en que la preocupación social
trasciende a un plano casi religioso (¡y cuánto más religioso es Vasconcelos en esos
instantes en que lo niega todo, cuando se rebela contra Dios, en el fondo por exceso
de amor, por el dolor de sentirse abandonado!). Y cuando todo este subtema queda
www.lectulandia.com - Página 7
en la vulgar historia de un hombre combatiendo contra la realidad, como un quijote
que, en vez de enfrentar molinos de viento, arremete contra prejuicios y egoísmos,
arribamos a la verdadera finalidad del autor.
La psicología de los pueblos, y por lo tanto de los hombres, data de una fecha tan
remota como el siglo XVIII, cuando Herder elabora el concepto —que luego habría de
ser recogido por los románticos— de un alma creadora de los pueblos y que los
distingue entre sí. Los escritores del presente, de alguna manera emparentados con
este concepto, participan de la creencia «de un alma creadora de los pueblos», con
la que ellos creen colaborar poniendo de manifiesto las características de su gente.
Nuestro autor, también enrolado en esa corriente, brinda en su novela muchos
elementos que permiten conocer el alma de su pueblo, para entender mejor las
reacciones de sus personajes y explicar por qué les plantea particulares situaciones.
Es decir, que se coloca voluntariamente en el plano de los escritores-testigos, sin
dejar de lado su marcado interés por ser escritor-cronista; y, como tal, pasa revista a
situaciones políticas, sociales y artísticas del Brasil de la hora en que él sitúa la
acción de su novela, sin evadirse de la necesidad, que en toda oportunidad parece
tener, de definir su posición y defender sus convicciones. Cuanto él cuenta está
destinado a dejar constancia de su opinión y de su juicio; aunque a veces tenga que
ser un poco duro con él mismo, extremando posiciones.
A pesar de esto, ¿es posible encontrar símbolos, o intentos de revitalizar viejos
mitos? Sí, cuando el autor se abandona a su fantasía y la saga maravillosa va
revelando ante nosotros el mágico encanto de las leyendas y creencias indígenas, ese
reservatorio de ternura, cántico al coraje, anécdota rubricada por moralejas y
deliciosa inventiva de los primitivos habitantes del suelo brasileño. Estratégicamente
dispuestos, estos cuadros de imaginación y de vivo color son como inapelables
marcas del alma de esos hombres por cuya defensa se bate Vasconcelos, y
contribuyen a hacer del texto un todo orgánico, bien dosificado en cuanto a
elementos armoniosos, que hacen más entretenida, más inesperada y sorpresiva, más
interesantemente apasionada la lectura.
José Mauro de Vasconcelos, autor de extensa obra, no la ha construido como
producto del acaso o de la simple inspiración; en igual medida participa de ella la
disciplina. Es de los escritores que cuando escriben lo hacen porque ya han sentido
que el libro está vivo dentro de ellos; que lo hacen, en lo que a labor física se refiere,
viviendo la cosa. Por eso su trabajo es increíblemente lúcido, sigue esquemas
preliminares que quizá prevé la ilación de capítulos, el número de páginas de cada
uno, y una suerte de esquematización gráfica que nace de la propia estructura
intelectual. Una compatriota, María de Lourdes Coimbra, decía no hace mucho en
un reportaje: «El libro es el resultado final de un deseo de realizar algo mío, pero
que sea independiente de ligaciones exteriores. Cuando se escribe, siempre se coloca
algo muy nuestro; por eso un libro mío es también un poco de mí; o yo, en última
instancia, algo de mi libro». Tal parece ser, asimismo, la situación del autor de Las
www.lectulandia.com - Página 8
confesiones de Fray Calabaza.
En momentos en que algunos críticos sostienen que «las ideas nacidas de la
fantasía no pueden ya competir con la realidad de hoy, que solo lo documental
despierta aún interés, que nuestra época es menos fantástica de lo que muchos
autores se permiten soñar» (todo esto, precisamente en una época que dice medirse
por el gusto de lo científico), pues bien, en esta hora los libros de Vasconcelos son un
enérgico desmentido de tales lucubraciones, porque su sostenido éxito está
explicitando que siempre hay cabida para la ternura, para la fantasía, para los
llamados de atención ante las injusticias y el olvido, e incluso para la leyenda: es
decir, para los cuatro componentes de los libros que él escribe. Esto, quizá como
síntoma de que la fantasía y la ternura —me detengo particularmente en estos dos
componentes literarios— no son formas inferiores de conocimiento y de
comunicación entre los hombres, sino que poseen el mismo grado que la razón;
concepto que durante buena parte de los últimos años se trató de reprimir o, cuanto
menos, de esquivar. Si Kant —que no fue precisamente un soñador— decía que la
realidad no nos está dada, sino presentada como tarea, algo así como un crucigrama
que nosotros debemos completar, Harold Pinter expresó que la fantasía no quiere
decir desprecio por la realidad, sino una posición que, colocada en modo subjuntivo,
permite desarrollar el lado más hermoso de la vida y el más positivo de las ideas. Y
yo, por mi parte, agregaría que es la posibilidad de poner el tiempo imposible como
si fuera posible. Y me parece que Vasconcelos está en mi línea…
Pero casi siempre él hace jugar la fantasía sobre una cierta base de realidad;
acaso un contrasentido en este escritor cuyos libros son también como un vasto
documental de las necesidades, apetencias y abundancias de su país y de sus
hombres. Esto no quiere decir, sin embargo, que ese aspecto documental de su obra
nos satisfaga por completo, o satisfaga nuestras expectativas; él, como verdadero
escritor, nos permite que en sus historias inventadas quede lugar para que podamos
encontrar y fundamentar por nosotros mismos el contenido de verdad y de fantasía
que hay en ellas, y los ingredientes que nos permitan decir, en determinado momento,
como una reacción natural: «Aquí están los documentos».
Vasconcelos provoca nuestro poder de comprensión y de absorción de la fantasía;
sus novelas dicen, sin decirlo, su expresión de fe. «¡Sin fantasía no hay esperanza
alguna para el hombre!» De manera que acabamos comulgando con él —como en el
caso de Las confesiones de Fray Calabaza estoy segura de que le pasará al lector—
para soñar con los ojos abiertos, llegando así al extremo de la paradoja: soñarnos
despiertos.
HAYDÉE M. JOFRE BARROSO
www.lectulandia.com - Página 9
Para mis queridísimos amigos:
FRANCISCO MATARAZZO SOBRINHO
DORIVAL LOURENÇO DA SILVA (Dodô)
y VICTÓRIO LUONGO GAÊTA
Homenaje a
Ray, mi hermana,
y tía China
www.lectulandia.com - Página 10
«¡Oh! Vosotros, evangélicas criaturas, sobre todo no juzguéis…»
EL AUTOR
www.lectulandia.com - Página 11
PRIMERA PARTE
LA ORACIÓN
Amén.”
www.lectulandia.com - Página 12
Capítulo Primero
EL AMANECER DE DIOS
www.lectulandia.com - Página 13
razón un fondeadero.
Felizmente debería remar un día y una noche, como máximo, para alcanzar el
avión de la Fuerza Aérea Brasileña que lo llevaría hasta el puesto de Santa Isabel.
Allá, como siempre, apenados por su flacura, lo dejarían descansar por lo menos
quince días. Los viejos indios, los amigos que criara, seguramente vendrían a
rodearlo de cariño, y a cambio de ese cariño le harían un montón de pedidos. Cuando
Fray Calabaza aparecía era porque iba de regreso a la ciudad.
Sonrió y se adormeció. A pesar de todo, la vida tenía pequeñas láminas de ternura
que cortaban con menor dolor la condenación de estar vivo.
Bostezó, entreabrió los ojos, y allá en lo alto las estrellas parecían borrachas de
sueño. Hasta que se adormecieron.
* * *
Un rayo tibio y atrevido, un simple dedito de sol, se derramó por la playa, pasó
por sobre la hoguera apagada y se demoró sorprendido sobre el rostro barbudo del
hombre delgado.
Aquel gesto de ternura despertó a fray Calabaza. Se sentó, todavía envuelto en la
frazada descolorida, y alejó del rostro y de los cabellos la arena fría y pegajosa.
Después se restregó los ojos con los nudillos de los dedos. Estiró los huesos de las
piernas y se sintió todavía muy cansado. No parecía que hubiera dormido una noche
entera.
Examinó la vida, ahora ya atacada por el joven sol. Las playas se perdían en
distancias anchísimas. La canoa, obediente, continuaba amarrada, presa al cabo de la
cuerda que estrangulaba el remo enterrado en la arena mojada.
Leyó el nombre escrito con una letra verdosa y embarrada: «Hermenegilda».
¡«Hermenegilda» del diablo! De todos los pecados. Canoaza burra, idiota, pesada,
cretina, cuadrada. Un poco de todas las malas cualidades. ¡Y había gente qué
conversaba con canoas, que las entendía! Podía ser, pero aquella burra era tan
truculenta y lerda que ni siquiera sabía la única obligación que tiene cualquier canoa:
seguir solita el canal, sin equivocarse. Pero, ¡vaya!, bastaba dejar a «Hermenegilda»
sola y ella, ¡zas!, o perdía el rumbo, entraba en las salidas sin la necesaria
profundidad, encallaba en cualquier obstáculo o a propósito iba a chocar en las ramas
de los árboles muertos que obstaculizaban el río. Que necesitaba paciencia, eso ya se
veía. En fin, un día, solamente una noche, ¿quién sabe?, y ella sería dada de regalo al
primer pobre que apareciera en Santa María, que los civilizados habían bautizado
como Araguacema. Nombre exactamente muy tonto y sin tradición en el río.
Con aquel rezongar descosido, el tiempo había pasado un poco y el sol ya había
adquirido una suave tibieza que calentaba el cuerpo. Ya hasta tentaba para levantarse,
pero fray Calabaza, o Cal, como él acostumbraba abreviar, se quedó allí, en ese
www.lectulandia.com - Página 14
rinconcito olvidado, apretando el corazón coraje y fuerzas.
La conciencia lo aguijoneó: «Vamos, Cal, que todavía tienes mucho camino por
delante, mucho estirón de leguas por cortar. ¡Después, cuando el sol del mediodía
multiplique tu sudor, no me vengas con reproches!»
Respondió molesto: «¡Ya voy, fastidiosa!»
Separó las cobijas y caminó, sintiendo dolerle los pies al contacto con la arena
helada.
Se puso en cuclillas a la orilla del río, sin coraje de lavarse la cara. El río aún
dormía, todo liso, todo de cristal. Se inclinó para lavarse y miró su rostro quemado y
gastado por las arrugas. Cuando tropezó con los espejos del agua que reflejaban la
tristeza de sus ojos, no pudo contenerse con el descubrimiento que hacía: «¡Hay gente
que ya nace con la muerte en los ojos!»
Llevó el agua fría hasta el rostro y se lavó rápidamente. Volvió a la canoa.
Revolvió en una lata de grasa y en el fondo encontró un trozo de mandioca cocinada
sin sal. Restos que sobraran de la comida. Solo que en la comida de la víspera había
tenido la suerte de encontrar tres huevos de gaviota.
Llevó a la boca ese resto de comida frío, grasiento, endurecido, y comenzó a
masticarlo con la desagradable impresión de que comía la vida vieja de las cosas.
Necesitaba viajar en seguida; aprovechar el tiempo al máximo. Pero no resistió la
tentación de sentarse un poco, mientras dejaba que el estómago se deshiciera de
aquella inmundicia que tragara.
Miró el cielo azulísimo, inmenso, abandonado a sí mismo. Quedó con los ojos
mojados, pensando en la pornografía de la imagen que lo perseguía siempre
despertando la realidad cruel de la vida. Su corazón amargado gritaba en torbellinos
de desesperación:
—Cielo tan lindo, tan azul, tú que comienzas por «c» y terminas con «o» ¿dónde
escondes en tu desperdicio de dos sílabas, en esa enormidad, dónde, dónde…
escondes a Paula?
Desvió el rostro hacia el río. Los pequeños peces nadaban apresurados, esperando
que el hombre les diese una migaja de lo que ellos, en su voracidad, imaginaban un
buen almuerzo. Pero el hombre triste se levantó y fue a desamarrar la canoa.
Nada podría responder a su extraña angustia ni sacarlo de su perenne tristeza:
tristeza constante, cual si la muerte que descubriera en sus ojos lo persiguiera como la
propia sombra.
El sol delineaba el paisaje en una marca de fuego.
El reverberar de la luz castigaba los ojos, dondequiera que se mirase.
Principalmente los ojos fatigados de Fray Calabaza, castigados por la noche mal
dormida, cortada a cada instante por los fantasmas del frío. «Hermenegilda»,
pesadota, descendía por el río contra su voluntad, sin prisa alguna por llegar,
descubriendo la flaqueza del hombre, abusando de su abatimiento y cansancio.
No eran los brazos de fray Calabaza los que empujaban a la embarcación por el
www.lectulandia.com - Página 15
río, sino su desánimo avasallador. Las fuerzas se obstinaban en no querer continuar,
pero la rabia, la incomodidad, los mosquitos, la falta de viento que hacía que el calor
circulara alrededor de su cuerpo enflaquecido, lo obligaban a proseguir, a proseguir…
Mejor sería acostarse a la sombra y dejar que las horas violentas del sol pasaran
indiferentemente. No sentía hambre, tal era su desmoronamiento interior. Sin
embargo, en cualquier momento se detendría para pescar, hacer un fuego y
alimentarse con pescado y harina, ya que todo lo que llevara consigo se había
terminado.
¡Qué eternas eran las horas! Ni una sombra descuidada, con forma de nube,
conseguía ocultar la crueldad del sol sofocante. Hasta el viento que todo lo alivia y
lleva lejos a los mosquitos, más atraídos aún por el sudor y la suciedad de sus ropas,
se había olvidado de soplar.
No pensar en nada, no protestar, olvidar y sufrir, sufrir y olvidar para esterilizar la
incomodidad de la vida, porque según San Agustín vivir es dolor. Hasta el ruido del
remo en las aguas repetía: ¡Vivir es dolor! ¡Vivir es dolor!…
Y cuando la vida se cansó de doler, ofreciendo de a poco la calma de las horas
dulces de la tarde, Fray Calabaza cobró nuevo aliento. Mañana llegaría, poco después
de la aurora, si la bondad de Dios lo permitía, al puerto de Araguacema.
Un hecho realmente extraño comenzó a suceder, y eso hizo que la frente de Fray
Calabaza se arrugara. Por detrás de la canoa, nubes espesas se reunían en una
amenaza. Tampoco eso podía ser, puesto que la época, la estación de las aguas, había
finalizado y ya iba a hacer un mes que no llovía. En seguida entraría junio en la
región, más frío y cruel. Ni por casualidad pensar en lluvia en ese momento.
Remó más, mirando la llegada de la tarde. Ahora un frío cortante revolvía las
aguas del río y soplaba las arenas de las playas. Algunos jabirúes bailaban la danza de
la conquista y del amor, corriendo alrededor de las hembras con las alas grandotas
entreabiertas y emitiendo un canto bárbaro y feo. Espátulas y maguaris describían
curvas en el espacio antes de alcanzar el extremo de la playa para descansar el día de
cielo. Las ciganas, en plena fiesta, atraídas por el rumor de la canoa, gritaban
entusiasmadas, saltando de rama en rama, alzando vuelo o abriendo los abanicos
marrones de sus colas. Era el momento en que los árboles ribereños dejaban de tener
hojas para forrarse de plumas.
Fray Calabaza volvió la mirada al cielo, y vio que las nubes cobraban mayor
volumen que momentos antes y, como un gran paraguas amenazador, hacían, en la
hora en que ya no era necesario, una gran sombra sobre la canoa, el hombre y el río.
A medida que la noche descendía, el viento aumentó, gruñendo amenazador.
Fray Calabaza se fue acercando a la orilla del río, contorneando las playas,
procurando un lugar más seguro para abrigarse en la noche.
Las nubes negras se tornaban cada vez más densas, cobrando una negrura
terrorífica, quedando altas sobre su cabeza. Quizá si el viento subiese un poco alejara
el temporal que sin duda habría de llegar.
www.lectulandia.com - Página 16
Sintió dolor en el corazón, pero todavía guardaba un resto de esperanza de que la
buena suerte lo ayudara:
—Dios de mi alma, justo en el final del viaje… Tú no vas a hacer eso conmigo,
¿verdad?
Contorneó la curva de una gran playa y se abrigó en una pequeña ensenada. Allí
la playa era bien alta. ¿Quién sabe si a lo mejor tendría tiempo de recoger leña para
una pequeña hoguera? Pero el viento contrarió su pensamiento. Dio una guiñada
fuerte como un golpe, y un montón de arena cayó en dirección a la canoa. Fue preciso
esconder el rostro en las manos para no herirse los ojos.
Las nubes de la tempestad comenzaban a bajar, haciendo que la noche, aún no
madura del todo, se oscureciera más de lo necesario.
Ni una estrella en el cielo. Solamente amenaza. Necesitaba correr. Amarrar con
seguridad la canoa. Se olvidó de su debilidad y comenzó a actuar. Clavó el remo
completamente en la arena y en él amarró la canoa con la cuerda de la proa. Después,
con la pala, empujó la embarcación, pegándola casi contra la playa. Con la otra
cuerda afirmó la popa fuertemente, clavando un pedazo de madera en la arena.
Apenas pudo hacer eso. Apresuradamente retiró las cobijas y una pequeña estera y se
abrigó contra la furia del viento y la tempestad de arena. Todo era noche y miedo. El
relámpago incendiaba las nubes negras como un serrucho de fuego.
—¡Dios mío! ¡Ni siquiera podré hacer una hoguera!
El viento rugía y el río traía un rumor desorientado. Las olas enfurecidas
arremetían contra la canoa; «Hermenegilda» corcoveaba en sonoros saltos, apretada
por el furor del viento y por las bofetadas del agua; chorros de agua se mezclaban con
la arena para caer sobre su costado. Fray Calabaza sabía que al día siguiente, cuando
pasara la lluvia y necesitara viajar, tendría un trabajo enorme para limpiar aquella
arena seca y endurecida. En fin… y eso no sería seguramente lo peor. Las grandes
aves huían del temporal con alaridos. Las marrecas y las gaviotas gritaban
ensordecedoramente. Y él esperaba la lluvia cubierto por una pequeña frazada y
arrollado en un pedazo de estera. Apenas podía respirar a causa de la tempestad de
arena. Si la lluvia llegaba en seguida, quizá también se iría pronto.
Y lo temido no tardó en producirse. Con un rugido bárbaro la lluvia se desató
sobre la tierra de los hombres. Con brutalidad incomparable los chorros de agua
fueron asfixiando la arena y estrangulando al viento. El olor de tierra mojada subió
por los aires, despertando una grata sensación. Después se extinguió encharcando la
playa de una frialdad incómoda. El río se había sosegado un poco y «Hermenegilda»
dejó de golpearse contra la dureza de la playa.
Las horas trascurrían sin ninguna prisa. Y el frío aumentaba, aumentaba por el
cuerpo, por el alma. Sintió los ojos mojados. Positivamente no merecía eso, y
protestó a Dios, sordamente irritado.
—¡No entiendo bien lo que estás haciendo, Dios, ni por qué lo estás haciendo
conmigo! ¿No ves qué débil y cansado estoy? ¿No viste el día de sol quemante que
www.lectulandia.com - Página 17
tuve que pasar, faltándome todas las fuerzas, tanto en el cuerpo como en el alma?
Pero, en respuesta, la lluvia estaba riéndose de él. Solamente le respondía su
fuerte ruido contra la estera, ya traspasada de agua.
—¿Por qué Tú no me das una pequeña noche de paz?
Sólo el eco monótono de la lluvia sonando en el río.
—Bien podrías haberme dado una noche estrellada. Bien podría haber pescado
siquiera un pececito chico. Bien podría haber tenido tiempo de hacer un pequeño
abrigo para entibiar mi soledad.
Solo la lluvia rozando la arena con su toc-toc acompasado. Ahí perdió los
estribos, y ya no pudo contenerse más.
Sentíase leproso de tanta rabia. Comido, devorado, destrozado por tantas
molestias. Le dolía la espalda por el esfuerzo de un día bien remado. Las
articulaciones, los brazos, sobre todo las rodillas, lo aguijoneaban con la intensidad
helada de la humedad. Apretaba los dientes y se friccionaba los endurecidos
músculos de las piernas.
Y la lluvia no pasaba nunca. Y un comienzo de hambre le retorcía el estómago. Y
Dios, allá arriba, cómodamente instalado en un sillón de nubes, se quedaba
agujereando el cielo en una indolencia total.
—Si piensas que haciéndome sufrir así me llevarás para el cielo, estás
rotundamente engañado. Puedes quedarte con toda tu porquería; ¡yo cambio todo eso,
de buen gusto, por un pedazo de carne o un pescado frito comido en la pala de un
remo!…
Y la lluvia, el frío y el hambre se unían para burlarse de él. Y un dolor finito
aumentaba más en proporción a su irritabilidad.
La lluvia debía de haber tragado la monotonía de las horas. Seguramente la
medianoche ya estaría lejos. Y el agua no cesaba de caer.
Entonces fray Calabaza perdió todo control. Se descubrió totalmente y se puso en
pie, sintiendo por entero el castigo de la lluvia. El corazón le hervía de indignación.
Abrió los brazos en cruz, y tragando lluvia, invadido por el agua, gritó hacia el cielo:
—¡Dios! ¡Dios!… ¡Eres el mayor hijo de puta que yo conozco! El mayor de
todos… El mayor de todos… El mayor de todos…
Comenzó a llorar de desesperación, mezclando sus lágrimas a la lluvia de Dios.
Cayó de rodillas, todo tembloroso, y se cubrió el rostro con las manos. Después llegó
una resignación inesperada; se envolvió en la frazada mojada y en la estera
chorreante, se hizo un ovillo y comenzó a llorar bajito, murmurando frases que sólo
él mismo podría comprender. Hablaba, lloraba y babeaba. Continuó llorando, y ahora
solamente el corazón protestaba, atontado.
—Tú sabes que yo vine porque quise. ¿Quién me mandó salir de la comodidad
para venir a enredarme en una selva desgraciada como ésta? Sin embargo, ya no era
más tiempo de lluvia, Tú no tenías por qué mandar tanta agua en mi último día de
viaje.
www.lectulandia.com - Página 18
En su conciencia, Dios respondió:
—No será el último, mi querido fray Calabaza. No será el último.
—Está bien que no lo sea. Pero ¿qué mal hice yo? Salir en esta canoa cretina,
viendo un montón de aldeas abandonadas de todo, sin remedios para la fiebre, con
chicos barrigudos con diarrea, amarillos de bichos, y tantas cosas más que Tú debías
haber sabido cuando creaste el mundo…
Dios se empeñaba en perseguirlo, con aquella obstinación que hasta se parecía a
la de la lluvia.
—Todo eso todavía es poco, fray Calabaza, todo eso aún no será la última vez que
pase.
Poco después dejó de llorar. Ahora el cansancio y el desahogo controlaban más su
irritación. Pero resultaba indudable que aquello era duro. Por otro lado, no serviría de
nada seguir discutiendo con Dios, porque Él siempre llevaba la mejor parte. Una
puntada de dolor mordió lo más hondo y escondido de su corazón. Si mirase hacia el
cielo e indagara sobre el contenido de su imperecedera angustia, si preguntara a la
lluvia, al viento, a la tierra, al dolor, a la incomodidad, si preguntara finalmente a todo
lo que existe, dónde estaba Paula, ninguno de ellos sabría responderle. Pero si le
preguntara a Dios, quizás un día Él le respondiera…
Meneó la cabeza mojada, desorientado. Dios debía de esconder a Paula por celos.
Sus labios murmuraron dulcemente:
—Paula… Paule… Paule… Toujours… Paule Toujours… Polvo…
La tristeza lo entibiaba como podía, haciendo resurgir recuerdos que deberían
estar muertos, pero que la condición humana no permitía nunca olvidar.
Se adormeció de fatiga y agotamiento. Cuando despertó, la mañana se delineaba
aún por dentro de la cortina de lluvia, pero ésta comenzaba a debilitarse, anunciando
que en seguida pararía.
Abrió los ojos y, como siempre, se limpió la arena del rostro. El cuerpo estaba
acalambrado y el frío le hacía sentir dolor. Se irguió, atontado. No había muerto. Dios
tenía razón. Aún quedaba más dolor por delante, en el horizonte, en el futuro. Sin
dolor el hombre no vive.
Fue a mirar los estragos causados a la canoa. El hambre volvió a molestarlo.
Limpió la arena de un pedazo de la canoa y extrajo un resto de rapadura[1] guardada
en una vieja lata de grasa. Masticó lentamente, para que rindiera más. La lluvia,
después de mortificar en una noche desgraciada, se recogía para desaparecer. Apenas
era ya una sombra ceniza que atravesaba el río para esconderse en la mata
enverdecida.
—Ahora toca andar, fray Calabaza. No falta mucho. Cuatro horas descendiendo
mansamente por el río. También… porque tú ya no tienes más fuerzas para luchar.
Retiró cautelosamente la arena que el viento acumulara sobre la embarcación.
Urgía actuar así para que «Hermenegilda» no se pusiera más pesada. Sentíase al final
del camino y, también, al final de sus energías.
www.lectulandia.com - Página 19
Comenzó a remar para calentarse. Remar para vivir, para revivir. Para recibir en
el alma el consuelo de santo Tomás de Aquino que pregonaba a los siete vientos:
«Vivir pronto para morir, más vivir como si nunca se fuera a morir».
Sonrió, desconsolado. Tom —como lo trataba en la intimidad— era tan gordo que
la mesa donde trabajaba poseía un agujero para que en él entrara su barriga. Tom, tan
gordo, y él tan enflaquecido y hambriento. El sol surgía como por encanto. La selva
estaba perfumada de lluvia, en un esplendor luminoso. Las playas blancas habían
adquirido un ceniza reverberante. El río era plata extendida sobre las aguas. Las
grandes aves habían regresado al cielo. El sol amigo, cálido, daba nueva dimensión a
las cosas que doraba.
Aquella opresión de la noche anterior iba siendo espantada por la riqueza de los
paisajes.
Remó más y aquietó el corazón, abriéndole la primera ventana de ternura. Sentía
hasta un poco de remordimiento. Si aquello continuaba, acabaría cediendo. Siempre
había sido así: estallaba de rabia, atravesaba una calle y ¡pum!… la rabia había
desaparecido.
Miró amigablemente al cielo que escondía a Paula en la belleza de toda su
amplitud y se sobrecogió ante tanta maravilla.
Comentó, para comenzar:
—No hay duda que Tú hiciste cosas muy bonitas…
Silencio del lado de allá.
—Ayer fue horrible, ¿no?
Nuevo silencio. Parecía que Él estaba gozando con su confusión. Intentó
disculparse.
—¡Pero que fue duro sí que lo fue! Tal vez yo haya sido un poco precipitado.
Una racha de viento se abatió sobre el río, la canoa y su rostro, recia que hasta el
viento preguntaba:
—¿Un poquitito?
—Bueno, pero en mi lugar ¿qué es lo que Tú harías? ¿Dime?
No llegó respuesta alguna, pero aquel viento quería decir que del otro lado las
cosas estaban siendo recibidas.
Remó más y miró el encantamiento del paisaje, reconocidamente.
—Muchas gracias. Pero yo tenía que desahogarme. Juré en mi vida confesar todo
lo que hiciese, aun lo más triste, lo más oscuro, lo más feo. Todo no pasó de un
desahogo, una confesión. Además, si yo no peleara contigo, ¿con quién podría pelear,
en este abandono?
Permaneció con los ojos llorosos, como un bobo. Remaba de cualquier manera y
miraba hacia lo alto.
—Juro que ya no tengo más rabia contra Ti. Ni Te detesto. Sabes, Dios mío. ¡Tú
eres formidable! Realmente formidable. A veces, uno ha de tener mucha paciencia
contigo. Pero vale la pena. Yo perdono todo. Ya no estoy enojado. Te perdono de todo
www.lectulandia.com - Página 20
corazón…
Y le vino una alegría inmensa. El viento descendió para alejar a los mosquitos. El
río corrió más, para que «Hermenegilda» no se pusiera tan obtusa. Y todo se hizo más
lindo porque Dios, sintiéndose perdonado, también estaba contento de la vida.
Y salieron río abajo, muy amigos de nuevo.
Fray Calabaza en su canoa dura, y Dios remando la soledad de los hombres.
www.lectulandia.com - Página 21
Capítulo Segundo
“TOUJOURS”
www.lectulandia.com - Página 22
—¿Y quién tomó a su cuidado el Puesto, Maricá?
El indio rió y murmuró apenas:
—Cal.
Caminaban en dirección al rancho, seguidos por la bandada de indios. Todos
esperaban obtener algún regalo de aquellos caraibas[2].
Maricá lo tomó de la manga de la camisa y lo llevó hasta la enfermería, un rancho
más chico, también de forma circular. Señaló hacia dentro.
—Cal.
El hombre estaba agachado, haciéndole una curación en la pierna a un indio
todavía joven. Se irguió solícito y apenas presentó el puño para corresponder al
saludo del capitán Murilo pues aún tenía las manos sucias del medicamento.
Se disculpó.
—Escuché el ruido del avión, pero no pude acercarme hasta allá, porque si no
este diablo se me iba al otro mundo sin el tratamiento. ¡Pero qué placer verlo, Capitán
Murilo!…
—Traje a mi viejo para que conozca el sertão[3].
Cal rió al simpático señor.
—Le va a gustar mucho. Lástima que Orlando haya ido hasta Río en busca de una
partida de dinero. Todo está con un atraso de los mil diablos. Ustedes ¿no van a ir
hasta el otro rancho? En seguida, en seguidita acabo con esto y voy para allá.
Se encaminaron hacia el lugar, seguidos aún por los indios.
—Todo esto, papá, y solo esto es lo que estos hombres tienen para vivir.
El viejo se quedó perplejo. ¡Y era gente tan joven y tan alegre! Entraron en el
rancho, examinándolo bien. Algunas hamacas extendidas. Un enorme monte de arena
en la playa para que los chicos jugaran. Una que otra cama de campaña, y solo eso.
El viejo se rascó la cabeza, admirado.
—No es mucho, ¿no? Y hay gente que todavía calumnia a estos abnegados.
Sentáronse en el banco tosco y bromearon con los indios conocidos del capitán.
Luego Fray Calabaza entró, enjugándose las manos en los pantalones desabotonados.
—Estábamos aguardándolo para saborear un cafecito.
Cal rió alegremente.
—Bien que me gustaría. Un cafecito con unos bizcochitos. Un beijuzinho[4]
caliente con una mantequilla sabrosa. Así es. Créame, mi querido amigo, deseo no es
lo que me falta, pero…
Lanzó otra carcajada.
—Hace exactamente cuatro meses que no sabemos lo que es el café, ni el azúcar,
ni un cigarrillo, ni sal, ni grasa… Ni siquiera un jabón. Orlando fue allá a recoger
ramas… Estamos aguardando su regreso. Hay noches en que mi cielo consiste en
soñar con un maravilloso pedazo de guayabada, de esos que dan escalofríos de tan
dulce…
Murilo balanceó la cabeza.
www.lectulandia.com - Página 23
—¿Es posible, santo Dios?
—No es posible, pero tiene que ser.
El viejo se quedó mirando las piernas delgadas de fray Calabaza. Fascinado por
los zuecos blancos del muchacho.
—¿Y qué es lo que ustedes han comido, últimamente?
—Ella, la tosca, la hermana calabaza. Uno toma arroz sin sal, mete adentro la
calabaza, esparce pimienta por encima y se la manda garganta abajo. Si la deja
enfriar, no la aguanta. O se pegotea en el paladar…
Rió nuevamente.
Descruzó las piernas y juntó las manos.
—Además de nuestra comida común, tenemos una hamaca limpia, mucho frío, y
apenas nuestro calor humano para ofrecer. O cuando mucho, si nuestra propuesta no
fuera tentadora, un baño agradable que mata las tristezas en las aguas frías del
Tuatuari.
Después, casi imploró.
—Por caridad, capitán Murilo, quédese con nosotros esta noche. ¡Nos gustaría
tanto saber alguna cosa de la ciudad! También estamos sin radio.
Se quedaron y conversaron alegremente hasta tarde. El capitán Murilo sabía que
una noche mal dormida y mal alimentada no alcanzaba para matar a nadie.
Su padre fue hasta el pequeño rancho donde Cal dormía. Era un rancho
minúsculo. Dentro sólo había una pequeña cama de campaña, de la que únicamente
se conservaban dos patas. La parte posterior esta sostenida por un viejo cajón. De
unos clavos, en la pared, colgaban algunas camisas. Arriba de la cama había una de
esas frazadas tipo bolsa y diarios viejos y amarillos.
Cal mostró los periódicos.
—Esto sirve para extenderlo sobre la cama y aminorar el frío. Siéntese.
El viejo estaba estupefacto. A la luz de la lamparilla, el ambiente parecía más
pobre que cualquier celda de un humilde sacerdote.
Pero usted es joven, no puede terminar con su vida así, de este modo.
Cal palmeó la espalda de su nuevo amigo.
—Estoy aquí porque quiero, porque me gusta. Nadie me obliga a quedarme. Y,
mire —alisó la bolsa de campaña—, esto es un lujo que mucha gente no puede
permitirse. Imagine a esos pobres indiecitos que duermen haciendo fuego a ambos
lados de la hamaca. A cada momento están obligados a levantarse para reavivar el
fuego. ¿Se imagina?
—¿Qué le gustaría a usted recibir? ¿Qué podría mandarle de la ciudad, en seguida
que llegue?
—Tantas cosas, que no sé qué elegir.
—Digamos lo más inmediato.
—¿Podría pedirle tres cosas?
—¡Y mucho más!
www.lectulandia.com - Página 24
Fray Calabaza sacudió la cabeza negativamente.
—Un pedazo de chocolate, un paquete de cigarrillos y diarios y revistas; no
importa que sean viejos. Aquí siempre serán novedades.
El padre del capitán Murilo se sobrecogió.
—Todo eso le será remitido. Lo juro.
Después hizo castañetear los dedos nerviosamente.
—¡Qué mala suerte! ¡Ninguno de la tripulación fuma! Pero esté seguro de que no
olvidaré al hombre de los zuecos blancos.
Cal volvió a palmearle la espalda.
—No se olvide. Porque mucha gente que viene por acá dice cosas parecidas y
cuando llega a la ciudad ni se acuerda de uno…
Ahora el capitán Murilo dirigía el avión pensativamente, y fray Calabaza dormía
sin cesar. El teniente Barbosa lo despertó de su ensueño.
—¡Hombre! ¿Dónde estaba que le pregunté dos cosas y no me oyó?
—Estaba muy lejos. ¿Qué era?
—Pregunté si ese hombre era realmente misionero.
—Nada de eso. No lo es. No es misionero en el verdadero sentido del término.
Pero supera a diez misioneros juntos.
—¿Él gana suficiente dinero como para hacer todo eso?
—Nada. Nada de nada. Pasa una temporada en la ciudad, trabaja, pide limosna,
obtiene algún dinero y trae todo para los indios.
—¿Y de dónde le viene el sobrenombre de «fray Calabaza»?
—Nunca se lo pregunté. Nunca oí decir su nombre. Lástima que dentro de media
hora tengamos que dejarlo en el Bananal. ¿Vamos a hacer una colecta para ayudarlo?
El sargento de a bordo entró.
—Capitán, el hombre flaco despertó.
Murilo se levantó y siguió al sargento. Se sentó cerca del viejo amigo de los
zuecos blancos.
—En este momento, capitán, estaba pensando que no fue Pedro Alvares Cabral
quien descubrió al Brasil, sino este condenado DC3.
Estaba muy débil y hablaba con esfuerzo.
El capitán Murilo observa el avanzado estado de debilidad del hombre. Había
envejecido, o mejor dicho, se había consumido bastante desde la última vez que
estuvieran juntos.
—Pero, fray Calabaza, ¿qué diablos le ha pasado? ¿Cómo es que un hombre
puede llegar a tal estado de desgaste físico? ¿Dónde estaba?
—Allá —y señaló con los dedos flacos en dirección a Xingu. Después continuó
pausadamente, como si cada palabra soportara un gran peso.
—Estuve cuatro meses o más, ya ni me acuerdo, ayudando en el reino de la
calabaza. Allá la gente sólo tiene hartura cuando llega el dinero… Después…
—¿Y cómo es que vino a parar a esos lugares?
www.lectulandia.com - Página 25
—Apareció un avión particular y me hizo el favor de llevarme hasta Mato
Grosso. Entonces, como yo tenía «Aralém», remedio para la disentería, y antibiótico,
preparé una canoa miserable y bajé por el río para dar una manito a esas aldeas tan
abandonadas. No pensé que estuviese tan débil. Mucho más de lo que pensaba. En
fin, voy a descansar unos días en el Bananal y a recoger algún material de los indios
para vender y comprar comida, ropa y municiones. Y un montón de esas cosas que
ellos necesitan.
El capitán Murilo sonrió.
—¿Siempre la misma cosa?
—Además de Dios, ¿qué otra cosa existe? Siempre la misma cosa. Sólo día y
noche. Noche y día.
Suspiró, fatigado por el esfuerzo de la conversación.
—¡Cómo me gustaría conseguir un cigarrillo!
El sargento tomó un paquete y un encendedor y se los entregó. Con los dedos
trémulos, fray Calabaza retiró un cigarrillo, que se llevó a la boca. Pero sus dedos
tomaron el encendedor temblando, sin fuerzas para hacerlo accionar. Fue necesario
que el sargento acudiera en su ayuda.
Dio una larga bocanada y recostó la aturdida cabeza contra la silla. Sólo entonces
dejó vagar la mirada por el resto del avión y pudo notar que una porción de gente
diferente lo estaba observando. Recordó que había embarcado con otras personas, no
con aquéllas. Ciertamente el avión se había detenido muchas veces y debió de
haberse cambiado el pasaje.
Rió, mirando al capitán Murilo.
—¿Cómo está su padre?
—Bastante bien. Esperando su visita, algún día, en Río.
—Sí, algún día iré para agradecerle personalmente los regalos que me envió.
—¿Y después del Bananal?
—Seguramente São Paulo… São Paulo.
Rió suavemente.
—En seguida estaré, cualquier tarde de éstas, en Barão de Itapetininga, mirando
pasar a Francoise…
—Ya estamos llegando a otra de sus casas, fray Calabaza. Sus indios ya están
sintiéndole el olor. ¿Cuántos años hace que usted viene a Bananal?
Pensó un poco.
—Quizá veintitrés o veinticuatro años. ¡Qué sé yo! En ese tiempo no existían
ustedes, con sus alas de ángeles para ayudarnos. ¡Todo era tan duro y tan lejano!
Tren, camión, canoa y mucha marcha a pie. En cambio, yo era joven y servía para
alguna cosa. Hoy soy esta porquería inútil que está viendo.
* * *
www.lectulandia.com - Página 26
Sus planes fallaron rotundamente. Tendría que permanecer en el Bananal mucho
más tiempo del que supusiera. Su estado de inanición era tan grande que parecía
provenir de un campo de concentración y no de las selvas de Xingu. Había caminado
el kilómetro existente desde el aeropuerto hasta la aldea de los indios casi como una
carga, apoyándose un poco y otro poco arrastrándose. Tenía las rodillas doloridas
como si se le hubieran paralizado. En la casa central del Servicio le dieron una
habitación con una buena hamaca. La enfermera le aplicó varias inyecciones
dolorosas, de vitaminas. Después, como el estómago reclamara, fueron aumentando
paulatinamente su alimentación.
Entonces lo atacó un verdadero estado de postración. Se sintió somnoliento y
febril. Su cuerpo, a cada momento, era acometido por escalofríos y malestar. Deliraba
hasta con los ojos abiertos…
Sentía que hasta la blandura de la hamaca lo molestaba, le producía más dolor que
la dura arena de la playa.
Hasta los indios habían interrumpido sus incansables cánticos y el entrechocar de
los maracás[5] para que él pudiera recuperarse.
Y una noche, entre la fiebre y el sueño, sus fantasmas, con dedos de angustia, le
reabrieron las llagas de la nostalgia.
…Miró espantado al amigo sorprendido.
—¿Qué pasó?
—¡Cielos! Qué quemado está.
—Vine de allá. De la selva.
—¿Quiere posar para mí?
—Bueno. Estoy sin nada.
—Con ese bronceado va a quedar colosal.
—Y no es solamente eso. Míreme las manos callosas.
—¿De qué?
—Remo y machete. Estoy fuerte como un burro.
—¿Por qué no vuelve a posar en la Escuela de Bellas Artes?
—Volveré. ¿Usted puede conseguirlo?
—Basta con que aparezca por allá. Los modelos que hay allá son horribles. Un
mujerío de pechos caídos.
—¿Cuándo voy? ¿Mañana?
—Mañana. ¿Usted ha dibujado?
—Un poco.
—Entonces, hasta mañana.
—OK.
Recordó que había vuelto a posar quince días atrás. Y no alcanzaba para todos.
Tenía que posar en las clases de modelo vivo, por la tarde. Por la mañana, en las
clases de escultura. Después del almuerzo, para alumnos particulares. No tenía
tiempo ni de cambiar de taparrabos. Quedaba cansado, con los pies doloridos. Firme
www.lectulandia.com - Página 27
en las poses, impasible, mirando, como una condenación, el reloj, colocado bien
frente a sus ojos. La sangre parecía espesársele en las venas. El tiempo se amarraba a
los minutos. Y hasta que no cayera en un nirvana absoluto, en un desinterés total,
aquello se asemejaría a un purgatorio.
Posaba siempre con una condición, la de hacer el curso libre de dibujo. Pero esta
vez estaba tan asediado que no le sobraba tiempo para nada. Era bueno aquello
porque necesitaba dinero. Hacía cuatro años que posaba en la escuela. Y podría
continuar posando, a pesar del magro salario; su cuerpo aún resistiría mucho.
Juventud no le faltaba. Perdido en el desinterés, dejaba que el tiempo se gastara, que
triturase las horas como le conviniera, ya que siempre estaba encadenado a la
inmovilidad.
En el intervalo de una de las poses de modelo vivo, el amigo se acercó a
preguntarle:
—¿Qué vas a hacer esta noche?
—Todavía estoy medio desacostumbrado con las poses; puede ser que vaya a mi
hotel en la plaza de la República, a dormir.
—Tengo un lindo programa. Principalmente para un «siempre listo» como tú.
Se sentó en la tarima y, mientras se interesaba en el asunto, se friccionó los pies
para activar la circulación.
—Una fiesta.
—¿Dónde?
—En la casa de aquella escultora grande y gorda. Comida y bebida a discreción.
Todos los artistas fueron invitados.
—Pero yo no soy artista.
—Tonterías. Dibujas tanto como yo. Además —le guiñó un ojo—, ella simpatiza
contigo.
—No tengo ropa.
—Es una fiesta de artistas. La ropa no cuenta para nada. Si quieres, nos
encontramos a las ocho y media en el Largo do Machado. ¿Está bien?
—Aunque cambie de idea me encontrare contigo allí.
* * *
Pensó no ir, pero fue. En el hotel tomó un buen baño, alejando el cansancio de un
día de estatua. Se puso un traje claro, a cuadros de ave color café. La misma camisa
azul marino, porque resaltaba su tono bronceado y el dorado de los cabellos. Era otro
hombre, rezumando juventud y alegría por todos los poros. Ni parecía que estuviera
tan cansado. Se encontró con el amigo, a la hora fijada. Ambos rieron al mismo
tiempo.
—Pensé que no venías.
www.lectulandia.com - Página 28
—Pero vine.
El amigo observó su ropa.
—No está mal, no está mal.
—Me puse lo más elegante posible.
—Eso es bueno, porque en esas fiestas siempre existen algunas millonarias medio
locas, que dan oportunidades.
—Si fueran iguales a aquellas millonarias viciosas que van a bailar con uno en el
cabaret Cristal, en la Lapa, desisto.
—¿Es peor que quedarse desnudo delante de una multitud, en la Escuela?
—En la Escuela los ojos no arrancan pedazos. En el cabaret, con que la persona
vaya ya es suficiente, imagina… Cada rostro grasiento, cremoso, perfumes dulces, las
manos como verdaderas aspas o palancas, manos sudadas y brillantes de joyas…
—Y con eso, ¿qué?
—Cuando las brujas descubren que uno está allí, como prostitutos que no pueden
escapar antes de que el cabaret cierre, salen furiosas, dejando una miserable propina
que no alcanza ni para un filet mignon.
—¿Ninguna te agarró después?
—Solamente dos. Quedaron rondando con el automóvil y el chófer hasta que yo
saliera.
—¿Y entonces?
—Muchacho, los pies le dolían tanto a uno que cuando caía en los suaves
almohadones del coche ya ni se interesaba por las otras cosas, ni por las frasecitas
pegajosas de Mon chou, Mon petit chou.
Lanzó una alegre carcajada.
—¿Vamos a tomar un taxi?
—Vamos en el tranvía.
—Es que con el tranvía no llegamos nunca. Y como recibí unos mangos de mi
abuela…
—Menos mal, porque estoy seco como nunca. Y eso que ya recibí algunos
adelantos.
Tomaron un taxi.
—¿Por qué esa carcajada?
—Me acordé de una señora gorda, pálida, con cierto bozo, que me dio un abrazo
tan grande como si fuese el Cristo del Corcovado, ahogándome en una marea
suavísima de seda y llamándome… ¿sabes cómo?
Rió nuevamente. El otro movió la cabeza negativamente.
—Mon chien.
Hicieron una pausa.
—¿Y el hombre de las fotografías?
—¡Ah, muchacho! Aquél era un buen negocio. Dejaba un dineral.
—Pero, ¿él no era…?
www.lectulandia.com - Página 29
—A mí no me interesaba. La base de nuestra relación era el negocio. Después la
policía le cayó encima y cerró el atelier.
—¿No tenías miedo de que alguna fotografía te comprometiera?
—No había peligro. Nunca dejé que fotografiara mi rostro o, cuando lo hacía,
estaba tan fuera de la iluminación que sería imposible reconocerme.
—No sé dónde voy a encontrar sujeto más inmoral que tú.
—Inmoral, nunca. Sin moral, tal vez. Es fácil juzgar a los otros cuando se tiene de
todo. Fácil, fácil. Yo no tengo casa, ni padre rico, ni abuelo que me mande dinero. Y
tú no sabes lo que es el hambre a mi edad.
—¡Bueno, pero yo no tengo culpa de no ser como tú!
—No le doy importancia a eso. Si fuésemos a depender de mí, iríamos camino de
una fiesta, en tranvía. ¿Dónde queda la casa de la gorda?
—Tan pronto salgamos de Copacabana y entremos en la Laguna Rodrigo de
Freitas. Estamos muy cerca.
La casa, en lo alto de una gran muralla, se hallaba totalmente iluminada.
—¿Conoces a la gente? ¿Ya estuviste antes aquí?
—Millones de veces.
—¡Uf! ¡Qué alivio!
Sentíase fuera de aquel mundo, pero después de tres whiskies dobles cualquier
cosa le parecía íntima. Para eso tenía juventud y belleza. Lo que deseaba era comer
cosas exquisitas y beber whisky gratis.
Fue presentado a decenas de personas probablemente sin nombre, como en su
caso. Por el contrario, su amigo se encontraba en su ambiente. Se inclinaba, besaba
las manos de las señoras elegantes, tenía siempre una frase ingeniosa para cada
ocasión. De lejos, le guiñaba el ojo, entre borracho y feliz.
Alguien a quien era presentado se aproximaba admirado porque el otro hacía su
cartel, dando gran importancia a su condición de modelo, exagerando al decir que su
cuerpo era el más perfecto de Río de Janeiro. Pero las millonarias robustas y repletas
de joyas no aparecían y eso ya era algo bueno.
Recogió un nuevo vaso de whisky de una bandeja que pasaba y se fue alejando de
los salones. Fue a buscar un rincón, con aquella atracción suya que no sabía explicar
y que siempre sentía por los rincones. Descubrió una terraza en calma, menos
iluminada, desierta ante todo, derramándose sobre las aguas iluminadas de la Laguna.
La música de adentro se tornaba lejana. Un poco de agotamiento por el día de
trabajo, y algo de aturdimiento a causa del alcohol hicieron que cerrara blandamente
los ojos. El entorpecimiento de la primera embriaguez tornaba el mundo leve, sin
angustias, sin problemas, sin comparaciones. El momento era aquél, únicamente
aquél.
—¿Va a beber sólito?
No abrió los ojos. La voz femenina era agradable. Extendió el vaso, ofreciendo el
whisky.
www.lectulandia.com - Página 30
—Puede beber. Es gratis.
Una carcajada alegre aprobó su frase.
—¿Está borracho?
—No propiamente.
Se obstinaba en no abrir los ojos, temeroso de descubrir a una millonaria gorda.
Escuchó el ruido del vaso al beber, y el entrechocar del hielo.
—Antes de que yo llegara, ¿dónde estabas? ¿En qué mundos te habías escondido?
—Ese es el error. Justamente yo no estaba. No estaba en nada.
—¿Sabes que hoy te vi de lejos?
—¿Sí?
—Y de lejos me agradaste. Pero aquí, en esta penumbra, continúo sin ver de cerca
el color de tus ojos.
—Tienen un color tonto, castaño oscuro.
—¿Fuiste tú quién apagó ese velador?
—¿Qué velador? Cuando llegué estaba todo oscuro. ¿Puedo continuar con los
ojos cerrados?
—Sí, puedes. Pero voy a encender el velador.
Antes de que dijera nada, la mujer movió el interruptor. Sintió que todo estaba
iluminado. Ella se sentó a su lado, en el sofá.
—¡Qué pestañas largas tienes!
Él sonrió.
—¿Sabes que eres muy buen mozo?
—Sí, lo sé.
—Engreído. ¿Conoces a Zoraida?
—¿Qué Zoraida?
—Mi amiga, la dueña de casa.
—Estuve desnudo una vez para ella. Una vez no, muchas veces.
En esta ocasión la risa llegó llena de gracia.
—Estás loco. ¿Por qué desnudo delante de Zoraida?
—¡Qué sé yo! No quiero pensar. El problema es de ella.
—¿Cómo viniste a parar aquí?
—Fui invitado por un amigo que es amigo de otro amigo de su amiga.
—¿Te parece aburrida la fiesta?
—Antes de que tú llegaras, sí. Vine solamente para comer, para ahorrar el
sándwich de la comida.
—¡Pobrecito!
—¿Tú eres rica?
—Bastante.
—¿Gorda?
—Nada de eso.
—¿Vieja?
www.lectulandia.com - Página 31
—No se pregunta eso a una mujer. Pero vaya eso por cuenta del alcohol. Treinta y
dos años.
—¡Qué escondedora!…
—Pues bien, soy rica, delgada, bastante joven y me llamo Paula.
—¡Dios del cielo! Con todo ese capital casi abro los ojos.
—Espera un poco. Cuando diga uno, dos, tres, los abres.
—Trato hecho.
Oyó que la mujer se alejaba del sofá. Su voz se hizo lejana.
—¡Uno, dos, tres!
Abrió los ojos y solamente entonces divisó a Paula en la plenitud de su belleza
morena. Ella reía, recostada contra la terraza. Analizó a la mujer con arrobo, como
fulminado.
Los cabellos lisos y negros, separados a ambos lados, tenían una independencia
salvaje. Sus ojos eran aterciopelados, la nariz bien hecha, los dientes blanquísimos,
los labios pulposos. El cuello era elegante, alto; el seno, que aparecía por entre el
osado escote, presentaba un blanco sombreado. Los senos eran duros, atrevidos,
vivos, bajo la trasparencia del blanco vestido. Descendió los ojos por la cintura
esbelta, que se ampliaba en las bien torneadas caderas. Y ambas piernas estaban bien
formadas, desde los zapatos hasta el contorno de los muslos.
Ella, riendo, se señalaba el pecho, y golpeaba levemente con el dedo índice su
propio cuerpo.
—¿Te gustó Paula?
—¡Qué hermoso nombre para una cosa tan linda!
Ella se apoyó en los brazos y se irguió, sentándose en el borde de la terraza. No se
contuvo. De un salto se situó junto a la mujer, y la tomó por los hombros.
—¡Estás loca! ¡Puedes caer desde esta altura!
Medio atontada, Paula reclinó la cabeza sobre el pecho de él.
—Baby. Estuve buscándote desde que la primera estrella fue creada…
Un suave perfume venía de todo su cuerpo, de sus cabellos. Él deseaba quedarse
así toda la vida, sintiendo ese cuerpo sobre su existencia.
—¡Qué agradable perfume!
—Es «Ma Griffe». Griffe, uña, garra.
Con las manos crispadas rozó las espaldas de él, desde la nuca hasta donde sus
nerviosas manos alcanzaban.
—Puede llegar alguien. Vamos a salir de esta posición.
Se dejó llevar hasta el sofá, con languidez. Se reclinó y cerró los ojos. Quedaron
en silencio, fascinados por la mutua atracción.
Ahora le tocó a Paula permanecer con los ojos cerrados. Parecía que ya no existía
la fiesta, ni la música, ni nada. Solamente los dos, sintiéndose. Gustándose,
encontrándose cada vez más próximos.
Paula interrumpió el éxtasis. Hablaba susurrando.
www.lectulandia.com - Página 32
—Baby.
—Hum…
—Toma mi mano.
Obedeció.
—¿Sabes, Baby, lo que dicen los árabes?
—¡Qué idea! ¿Qué dicen?
—Que cuando se produce un silencio en una conversación es porque pasó un
ángel.
—Entonces vamos a dejar pasar una legión de ángeles ahora, para que yo te
aprenda de memoria. Así como estás. Mañana, cuando todo pase, quiero recordarte
así. ¿Puedo?
Ella le clavó las uñas en la muñeca.
—¿Quién eres, Baby?
—¡Nadie! Nada.
—¡Qué bueno!
Sonrió.
—Bueno ¿por qué?
—¡Todo el mundo quiere tantas cosas!
—Ahora me toca a mí preguntar. ¿Quién eres tú, Paula?
—No nos descubramos. Vamos a continuar en nuestro baile de máscaras. Cuatro
ángeles pasaron lentamente.
—Baby…
—Hum…
—¿Podrías quererme?
—Ya te quiero. ¿Y tú?
—Para siempre. Toujours.
—Paula Toujours… La verdad, mi bien, es que estás demasiado alta para mí. Y
mañana estaremos siguiendo la vida, cada cual a su modo…
Pasos y risas se acercaron a la terraza. El reconoció la voz estridente de su amigo.
Adivinó que la verdad a su respecto sería descubierta y así terminaría un baile de
máscaras más.
—¡Fugitivo! Di vueltas a la casa, buscándote.
—Si hubieras dado vuelta a la terraza, yo habría caído en seguida.
El amigo, sonriendo, tropezó con Paula.
—¡Ah! ¿Entonces ustedes ya se conocen? ¿Entonces Paula descubrió a nuestro
Apolo Cigarrette?¡Vaya, viva!
Se levantó medio contrariado.
—Tanto me podrías haber presentado como Apolo Cigarrette, o como Cristo,
Narciso, Eros, o cualquier otra estatua de la que fui modelo.
Había un aire divertido en el rostro de Paula.
—Ahora ya sabes por qué estuve desnudo frente a tu amiga. Cualquiera que me
www.lectulandia.com - Página 33
pague podrá verme desnudo. Me voy. Mañana volveré a ser Cristo a las nueve horas
en punto.
Paula se levantó, secreteándole:
—Baby… ¡Bobito lindo!
El cuerpo joven, duro contra el suyo, en aquella breve despedida; el alcohol que
empujaba a Paula a sus brazos. No sabía si la muchacha estaba divirtiéndose con su
insignificancia.
El perfume. Las uñas, las garras. «¡Paula! ¡Paula! Paule. Toujours… Toujours…
Toujours»…
www.lectulandia.com - Página 34
Capítulo Tercero
ZÉFINETA “B”
www.lectulandia.com - Página 35
sobre su cabeza.
—¡Ay, ay, ay! Diablos arránquenme los cabellos blancos más despacio. ¡Lo que
ustedes quieren es dejarme pelado!…
Todos rieron. Arrancaban un hilo blanco y lo levantaban para mostrar la
conquista. Sentíase sofocado por el calor de los cuerpos cayendo sobre su reciente
flaqueza; quedaba atontado pero complacido con el olor de pescado cocido que
escapaba de esas pequeñas manos arteras. Y no decía nada, con miedo de alejar tanta
ternura.
—Toerá, ¿traerás buna-buna para mí?
—Sí, traeré.
—¿Para mí también?
—¿Para mí?
—¿Para mí?
—Para todos, demonios míos.
—¿Traerás una pelota?
—Traeré para todos.
Sabía que pelotas era lo más caro y difícil de llevar.
Después vinieron los montones de encargos. Carritos, juegos de dama, bolitas,
papel para hacer barriletes, anzuelos, camisas, pantalones y un sinfín de cosas que
obligarían a su mísero corazón a implorar por toda la ciudad, tan grande, tan distante
y fría.
—Traeré de todo, voy a fabricar, voy a robar, bandidos. Y también voy a traer un
chicote de este tamaño para pegarles en la cola a todos ustedes.
Intentó levantarse.
—Ahora basta, si no Toerá va a tener mucho dolor de cabeza.
Miró el río y sintió el calor del día. Tuvo deseos de mojarse el rostro en las
agradables aguas del río amigo. La chiquilinada entendió su mirada.
—¿A bañarse, Toerá? ¿A bañarse?
Tomó un trozo de escoba que le servía de bastón e intentó erguirse. Ahora las
rodillas le dolían menos y comenzaban a funcionar.
—Toerá bien que querría. Pero está muy débil todavía.
—¡Los chicos ayudaremos! ¡Los chicos ayudaremos!
—Entonces tú, Uerradiú, corre a mi habitación y trae una toalla.
—¿Tiene jabón?
Miró la alegría refulgente en cada mirada. Estuvo indeciso. Tanto tiempo había
pasado sin un jabón, y ahora que por fin tenía uno sería gastado en pocos minutos,
con tantos chicos juntos.
Rió.
—Está bien, señores gigolós, pueden traerlo.
No servía para nada haber indicado apenas uno, porque todos salieron a la
disparada, brillando dentro del sol caliente, levantando polvo del suelo. A su lado
www.lectulandia.com - Página 36
solo permanecieron los más pequeños.
* * *
Quince días después ya miraba la vida de otra manera. Fue recobrando las fuerzas
paulatinamente, y poco a poco también las carnes comenzaron a aparecer en su
cuerpo enflaquecido. Ahora sus ojos poseían un nuevo brillo y el trozo de palo de
escoba que le servía de apoyo no estaba ya en sus manos. Podía caminar, aunque
lentamente. Los amigos lo llenaban de banana, pescado, mamón y mandioca.
La vieja Xemalo aparecía todas las tardes con una raíz de mandioca y, mezclando
con términos indios un portugués destrozado, se la regalaba, recomendándole:
—Toerá necesita comer mucha manlioca. Manlioca es buena para ponerse fuerte.
Agradecía y sonreía, pensando que los indios viejos nunca conseguían aprender
bien las palabras. Era más fácil usar una adaptación. Difícilmente pronunciaban bien:
banana era manana. Belém, Melém, gasolina, kadiurina. Naranja, Larájao. Hasta
conseguían dar una cierta gracia a palabras que en portugués eran horrendamente
feas.
Vuelta a andar, hacer ejercicios, caminar por la aldea, sentarse en las esteras y
escuchar conversaciones. Visitar la casa de Aruaná y quedarse escuchando las
inacabables, complicadas y monótonas cantigas. Vivir la vida, dormitar a la orilla del
río, sumergirse en sus aguas, haciendo fuentes con los chorros de agua lanzada al
cielo por su boca. Comer cosas suaves mansamente, hasta que se recuperara del todo
y pudiera ir a São Paulo, y recomenzar todo de la misma manera y cada vez con más
dificultad, porque la vida encarecía tremendamente. Una tarde, cuando el calor se
hacía más fuerte, caminó en dirección a la aldea. Mirando la pobreza de los ranchos
mal alineados, se puso delante del Uataú, contemplando fascinado las tres tortugas.
Eran tres ejemplares enormes. Estaban presas, y los vientres combados mostraban su
condición de hembras. Por el tamaño debían de ser muy viejas. Desde que comenzara
a pasear por la aldea, los animales se encontraban en la misma posición. Tuvo pena
por ellos. Sin embargo, no podía mudar el orden de las cosas. Día y noche, y desde
hacía más de una semana. Pese al sol o al frío cortante de las noches, las cabezas
pendían, desanimadas. Seguramente no comprendía el porqué de tanta maldad de los
hombres. Allí quedaban, deshidratándose lentamente, lentamente… Y no morirían
hasta dentro de algunos días, cuando llegara la fiesta que Andeciula Rituera pretendía
organizar. Una que otra vez, si eran tocadas, movían lentamente las patas chatas y con
largas uñas. Y seguramente que el sol ardiente acumularía un calor terrible en esas
gruesas armaduras. Fray Calabaza sentía que se le humedecían los ojos, pero nada
podía hacer. Nada. Imaginaba el dolor del hombre al ser arrojado del Paraíso, por
haber desobedecido a Dios al comer el fruto prohibido. Entonces le habían sido
anunciados el dolor de la vida, el trabajo y la muerte como compañeros y sombras
www.lectulandia.com - Página 37
paralelas de la debilidad humana…
Pero ¿por qué los animales tendrían que sufrir la consecuencia del pecado y de la
desobediencia de la criatura de Dios? ¿O sería aquello una amenaza? ¿O los animales
participarían de los extraños designios de Dios? ¿No había alguna especie de creencia
que admitía la encarnación, la trasposición del alma del hombre en un animal para
purgar el mal y el pecado? Fuese lo que fuere, no entendía por qué un animal tan
lindo, obra también de la mano de Dios, después de años de vida dentro de las aguas
agradables de un suave río, tenía que estar penando allí, torturado por el fuego de un
sol inclemente, sacrificado a la indiferencia de seres humanos.
Si por casualidad ahora, en ese momento, librase a los animales y los devolviera
al río, estarían tan débiles, tan faltos de agua en su organismo, que no conseguirían
sumergirse. Se quedarían nadando desorientados, ciegos y sin meta, nadando contra
la corriente. Una vez había probado con una pequeña tortuga condenada al mismo
suplicio y que había comprado por buen dinero. El animalito tardó horas en
recomponerse. Cualquier mal nadador aún habría podido cogerla con la mano tres
horas después… Por fin consiguió desaparecer en la oscuridad de las aguas.
Condolido por tamaño suplicio penetró en un rancho y volvió portando un cuenco
con agua.
—Sé que no servirá de nada, pero todos los días vendré aquí para esto.
Se arrodilló y, sacando un pañuelo del bolsillo, lo mojó y fue exprimiéndolo en la
boca de las tortugas. Las pobres revolvieron la cabeza de un lado para el otro.
Cuando hubo terminado devolvió el cuenco a un indiecito que miraba con
curiosidad y se quedó masajeándose los riñones lentamente.
En su interior rezaba esta extraña oración: «Qué Dios me conceda un poco de
ternura en la hora de mi muerte».
El indio preguntó:
—¿Por qué Toerá hizo eso?
—Porque los animalitos sufren mucho.
—No sufren, no. Papá dice que Cobra Grande y tortugas no sienten nada cuando
se quedan sin beber.
Miró a la criatura, sin argumentos para refutarlo. Pero el niño continuó:
—Cuando ella llega, sufre, se revuelve. Después ya no sufre más, se acostumbra.
¿No vio cómo ellas están quietas siempre?
Pasó la mano por la cabeza de la criatura, alisó sus cabellos negros y tras una
sonrisa, siguió caminando.
* * *
www.lectulandia.com - Página 38
Fray Calabaza volaba nuevamente con el corazón lleno de esperanzas. Hacía ya
veinte minutos que había dejado atrás la gran aldea, lleno de pedidos y
recomendaciones. Dormiría en Goiânia. Al día siguiente llegaría a São Paulo donde,
según se anunciaba, el frío intenso estaba causando muertes. Iba desabrigado, pero
los amigos siempre lo socorrían. No había nada que temer. Algún malestar, nada más.
Sin embargo, no tardó mucho en sacudirlo un nuevo temblor, esta vez más fuerte. Se
miró las uñas y vio que se le estaban poniendo moradas. Un frío húmedo le recorrió
la columna. No había duda: la «Hermana Malaria» había reaparecido en el peor
momento. Temblaba tanto, que le castañeteaban los dientes. Y todo aquello, mezclado
con los restos de una gran debilidad, le nublaba la vista. Una puntada atroz se le
clavaba en la nuca.
Abrió los ojos y tropezó con el rostro moreno y amigo del mayor Couto.
—¿Qué es eso, fray Calabaza? ¿Se dio el mal? Si continúa así, mi viejo, no
aguantará hasta llegar a Goiânia.
Le consiguieron una manta gruesa para librarlo del frío. Los otros pasajeros lo
miraban con pena.
Couto continuaba.
—Me parece que usted debió haberse quedado dos meses en el Bananal. Todavía
está muy débil, amigo.
Las palabras venían de lejos, del hueco de la eternidad. Hasta los sonidos le
llegaban de una manera lacerante.
—Vamos a dejarlo en Aruana. Por lo menos, en el hotel de doña Estefanía usted
podrá ser tratado. Aunque no quiera.
* * *
Cuando pudo entreabrir los ojos vio con sorpresa que el avión se había convertido
en una habitación, y su asiento en una cama amplia y confortable. ¿Qué milagro
había sucedido?
Se libró de las cobijas porque sentía el cuerpo inundado de sudor, y aspiró el aire
con fuerza. Del lado de afuera venían voces, y algunos perros ladraban. Debía de ser
casi de noche, porque las sombras vestían la habitación. Se encaminó hacia la puerta.
Tomó por un corredor. Ahora sabía dónde se encontraba. Salió a la calle y se sentó en
la calzada; los perros, al reconocerlo, le hicieron algunas fiestas. Ante sus ojos
fatigados, el río Araguaia se coloreaba con los últimos toques de la puesta de sol. La
vieja y conocida planta de tamboril engendraba una gigantesca silueta contra el cielo.
—La primera cosa que usted va a hacer, antes de decir siquiera buenas tardes, es
tomarse este vaso de leche tibia.
—Tía Estefanía… Al principio creí que estaba soñando.
Recibió el vaso y esperó que la buena señora se sentara a su lado. Sus ojos
www.lectulandia.com - Página 39
reflejaban la bondad que le conocía desde hacía veinte años. Como siempre, estaba
descalza y se quedaba conversando mientras sus pies jugueteaban con el pasto y los
guijarros del suelo.
—¿Qué estragos te hicieron ahora, fray Calabaza?…
—¿Quiere decir que los cobardes me abandonaron y se fueron a São Paulo?
—¡Ellos te quisieron llevar, pero cuando supe tu estado me fui en el jeep con
Eduardo, hasta el aeropuerto, y te robé!
—No estoy en condiciones de quedarme…
Meneó la cabeza entristecido.
—En lo que no estabas era en condiciones de viajar. Eso sí.
—¿Y cómo voy a pagarle? Estoy al final de mis monedas.
—Algún día me pagarás. Quien ayuda a unos pobres abandonados de los que ni
siquiera el gobierno se acuerda, para mí tiene crédito por toda la vida.
—Pero ahora es época de turismo. Usted va a necesitar todas las habitaciones del
hotel.
Sabía que en esa época tía Estefanía necesitaba ganar por todos los meses en que
el hotel no funcionaba a causa de las grandes lluvias.
—No va a ser por eso, no. Es por el barullo por lo que voy a mandarte de vuelta
tan pronto te cures de las fiebres. Ya hablé con Dimundo para que mañana haga una
limpieza en la chacra del Poção[6]. Vas a ir allá hasta que te cures. Vendrás a comer
aquí y ¡listo!
Confundido, depositó el vaso de leche en la vereda todavía tibia del gran día de
sol.
—¿No está viviendo nadie allá?
—No, nadie. Y es bueno que te quedes allí descansando una temporada, así nadie
roba el mandiocal, que está hecho una belleza.
Hizo una pausa. Sacó un cigarrillo del bolsillo y encendió un fósforo. Lanzó una
gran bocanada de humo hacia las nubes, miró encantada el rojo violáceo del poniente,
y continuó:
—Mañana voy a mandar a Dimundo para que lleve en el jeep, una cama, dos
sillas, una hamaca, cobijas y toalla.
Calló. Después, al recordar algo, y viendo que la noche ya casi reinaba, gritó
hacia dentro:
—¡Dimundo! ¡Dimundo!…
Un muchachote negro llegó presuroso, acompañado de unos cuantos perros.
—Mira el motor, Dimundo. Dentro de poco los huéspedes comienzan a protestar.
El negro obedeció y continuó corriendo por la calle, seguido por los perros.
Fray Calabaza continuaba indeciso.
—No sé… no sé, tía Estefanía.
—No tienes nada que saber. Aquello es una belleza ahora. El Poção está lleno y la
fuente es un continuo canto. Los pajaritos, que son la cosa que más te gusta, están de
www.lectulandia.com - Página 40
fiesta todos los días. Voy a dar órdenes a mis nietos para que ni siquiera se acerquen
con una jaula cazadora. Y de hondas, ni hablar. ¿Viste cómo conozco todo lo que te
gusta?
Tal vez a causa de tanta fiebre y debilidad juntas, los ojos se le nublaron de
lágrimas. Por suerte ya la noche estaba oscura y eso impedía que se viera su emoción.
Pero tía Estefanía aún no había terminado. Estaba pronta para dar su jaque mate.
—Condenado fray Calabaza, ¿cuántos años hace que me conoces plantada a la
orilla de este río?
—Unos buenos veinte años.
—¿Y cuántos años hace que te conozco?
—También más o menos. Pues son veinte años que te veo distribuyendo bondades
y corazón por estas breñas. ¿Piensas que me olvido de aquella vez que llegaste tan sin
camisa que fue preciso comprar una bien ordinaria para poder viajar? ¿Piensas que
me olvido?
Lanzó una carcajada.
—¿Sabes que al comienzo yo pensaba que estabas mal de la sesera?
—Creo que nunca dejé de estarlo.
—Cuando mueras, hijo mío, vas a tener una escalera de indios, mira bien, no de
ángeles sino de indios que se tomarán de las manos contigo para ayudarte a subirla,
peldaño a peldaño. Es una maldición amiga que te mando.
—Si todas las maldiciones fueran tan lindas, Dios viviría de sonrisas.
—Pues bien. Vas para el rancho y no se discute más. Si Joao Artiaga estuviera
vivo no te dejaría salir de acá ni a balazos. Y si te obstinas llamo a Fio y a Tanari para
calmarte. ¡Conque basta de historias!
Levantó su grueso corpachón, echó otra bocanada de humo hacia la noche, se
rascó las caderas, levantó un mechón de pelo encanecido de la frente y miró hacia el
lado por donde se fuera Edmundo.
—¡Qué diablos pasa con esa porquería de Dimundo que no viene rápido con su
luz!
Y como en respuesta se escuchó el ronquido del generador, funcionando.
—Más tarde tomarás un caldito especial. Ahora voy allá dentro, a ver la cocina,
que los huéspedes ya están reclamando la comida. Y esas empleadas… todas juntas
no valen un centavo.
Salió arrastrando lentamente los pies por el corredor iluminado por la luz
mortecina.
* * *
www.lectulandia.com - Página 41
su vez, se unía a otro cuarto. Había una terraza grande y simpática, de tierra
apisonada. Una verdadera maravilla para quien necesitaba de un mes o veinte días de
sana indolencia.
El mandiocal totalmente verde dejaba escapar dos cocoteros en admirable estado
de crecimiento. Todo era verde. Excepto el gran matorral de carrapicho que constituía
el contraste. Una mancha amarilla secándose entera, porque era la época en que para
felicidad de todos el carrapichal moría.
Buscó el fondo del rancho. ¡Allí la belleza era extraordinaria! La fuente gorjeaba
una canción casi monótona y adormecedora. Era una lengua de agua que se
derramaba desde escasa altura para sumergirse en las murmuradoras aguas del pozo.
Y cuando éste se llenaba, dejaba escapar un pequeño arroyo que iba a dar en el río.
Los veinte indios de la vecindad ya le habían dicho que hasta había pececitos,
avoadeiras y mandis bien sabrosos para comer. Pero ésa era otra cuestión. Los bichos
eran cosa de Dios. Y si en el río había tantos peces buenos y grandes para comer, ¿por
qué, entonces, meterse con aquéllos? Sonrió al recordar que unos amigos de la
ciudad, una vez lo habían clasificado como una mezcla de whisky importado con san
Francisco de Asís.
Anduvo por la casa que dentro de dos días lo tendría como huésped. Las moreras
habían verdecido y prometían florecer. Un montón de tejas, en un rincón de la pared,
esperaban ser útiles un día. Era un puñado de tejas sin importancia, a no ser por algo
que las hacía diferentes: sobre ellas había una linda lagartija curiosa. Se aproximó y
el animalito no huyó.
—¡Buenas tardes, linda dama! ¿Cómo está?
Era una hermosa lagartija de la selva, no una de esas blancuzcas y babosas
lagartijas de pared. Apenas se alejó un poco, estudiando, curiosa, al hombre que le
hablaba.
Y como viera que él no sujetaba ningún palo con que pegarle, ni piedra para
lanzarle, permaneció en su lugar.
—¿Sabe que usted es muy simpática? Y tiene dos ojitos muy brillantes y, sobre
todo, muy curiosos. Pues bien, le comunico que vendré a vivir aquí pasado mañana.
Rió porque estaba seguro de que el bichito no se alejaría asustado. A todo lo que
es obra de Dios le gusta la ternura. Le dio la espalda sonriendo y fue a sentarse en el
suelo de la terraza, a fin de descansar un poco. Se quitó el sombrero de paja para
abanicarse por el calor. De pronto reparó en que la lagartija había dado vuelta,
ubicándose en lo alto para observarlo.
—Si le gusté a usted como usted a mí, señora, podremos ser buenos amigos. Y
esté segura de que no dejaré que nadie le haga daño.
Descansó un poco y se limpió el sudor de la frente. Se irguió con cansancio.
—¿Sabe qué es esto entre los hombres, hija mía? Vecchiaia. Vejez, ¡vecchiaia!
Eso, vejez. No porque tenga edad como para ser un carcamal, pero confieso que estoy
rotundamente podrido. Y si no haces fuerza, corazón, dudo que me recupere de
www.lectulandia.com - Página 42
nuevo.
Intentó caminar. Esto es, dio dos pasos y se volvió. La lagartija continuaba en el
mismo rincón, fascinada por la bondad y la dulzura de la voz. Apuntó hacia ella
tiernamente con el dedo.
—Mañana vuelvo. Diga a todos los bichitos que no dejaré que nadie los maltrate
mientras esté aquí. Diga a los pajaritos que voy a ponerles arroz con ciscara para
aquellos que les guste, y arroz sin cascara para los que lo prefieran y tengan el pico
más viejo y cansado. Y si usted hace ese favor, mañana, cuando regrese, le traeré un
nombre tan lindo que incluso las flores van a morir de envidia. Hasta entonces.
Cuando al día siguiente volvió a pasear para hacer un poco de ejercicio con las
rodillas y fortalecerse de la malaria que ya se iba con el sol, lo primero que hizo fue
reparar en las tejas. No pensó en la fuente, ni en las pequeñas aguas del arroyo.
Suspiró aliviado. ¡Allá estaba ella!
—¡Oh, ya veo que usted no me olvidó! Gracias por haberme esperado. Como ve,
hoy estoy más contento. ¿Y usted? ¿Hizo lo que le pedí? Seguro que sí; pero vamos a
sentarnos allí, a la sombra, porque caminé muy rápido y estoy sintiendo las
consecuencias. ¡Uf!
Caminó de espaldas, observando a la lagartija. Y no había avanzado dos metros
cuando sonrió felicísimo porque ella ya se dirigía hacia la pared.
Apenas podía creerlo. Quizá fuera casualidad, pero resultaba absurdo que la
lagartija lo siguiera sin comprender sus palabras. Buscó la misma posición y el
mismo camino de la víspera para que ella no se extrañara. Y ella vino aproximándose
y se detuvo exactamente en el mismo lugar.
Rió, pero no demasiado alto, para no asustar al bichito.
—Está bien. Las novedades son las mismas. ¿Vio usted los muebles que llegaron
hoy por la mañana? Pues bien, no es necesario que diga que son los míos; usted,
como criatura inteligente, ya lo habrá deducido. Bien, yo estaba contrariado por tener
que quedarme aquí un mes; pero me parece que no perderé el tiempo. Mandé buscar
unas tintas y unos papeles y aprovecharé el tiempo para dibujar. Cuando llegue a la
ciudad, como mis dibujos posiblemente serán la cosa más linda del mundo, los
venderé y así ganaré unos buenos pesos. Podré comprar entonces un montón de cosas
para mis indios y algunas que yo, a decir verdad, estoy necesitando bastante.
Dio un suspiro largo como ala de jabirú. Se quedó en silencio y pensó contarle a
la lagartija que cuando sobreviene un silencio es porque pasa un ángel. Pero eso ya
era muy difícil para que lo comprendiera una pobrecita como aquélla. Y en realidad
los ángeles le recordaban muchas tristezas juntas. Disfrazó su pasajero desencanto y
sonrió.
—Bien, bien. Según lo que conversamos ayer, como usted es una niñita buena,
debo darle un nombre. Un nombre pomposo, como el de una reina. Vamos a ver.
Usted es finita como un alfiler. Seguramente va a transformarse en una lagartija
bellísima, rolliza y cascaruda. Porque, por lo que veo, usted aún no entró en la
www.lectulandia.com - Página 43
adolescencia de las lagartijas.
Pensó nuevamente en un alfiler.
—¡Alfiler! ¡Alfiler! ¡Qué gracioso! Usted tiene cara de Josefa. Josefa Alfiler[7]
¡No! Eso es nombre para una costurera y no para tan mimosa criatura que quiere ser
reina. Josefa. Josefina. Josefinete.
¡No! Queda muy francés. Zefa Alfinete. ¡Diablos de alfinete, que no me deja en
paz! Pero si él insiste es porque necesita participar del nombre. Zefa, Zéfinete ¡Dios
del cielo, por fin lo descubrí! Zéfineta. Eso Zéfineta. El nombre ideal para usted.
Miró tiernamente al bichito. Por cierto que ella podría estar pensando que él era
un loco. Pero no, si sospechara eso seguramente huiría.
—Tengo la impresión de que le gustó. Ahora falta el resto. Zéfineta primera,
segunda, tercera. No, es absurdo. Necesita usted tener un nombre de barco.
Federico C, Ana C. Si un barco que no es humano puede llamarse C, usted debe ser
mejor porque para eso es humana. Entonces yo quiero que usted sea conocida como
Zéfineta “B”. De ahora en adelante, mi florcita, usted queda bautizada como Zéfineta
“B”.
Hizo una pausa, aliviado, y miró el rancho. Resolvió entrar para observar la
colocación de la cama, de la silla y la mesita. La hamaca quedaría para su recreo.
—Con permiso, debo ir a examinar mis cosas.
Entró en el dormitorio y vio la simplicidad de todo. Exclamó sinceramente
encantado, agradeciendo de corazón la bondad de la tía Estefanía.
—¡Caramba! ¡Soy afortunado!
Se aproximó a la pared y abrió la ventana. Quería luz y alegría para su hogar
transitorio.
Miró la cama, una estera de indio que le servía de alfombra, unos clavos que
serían utilizados como perchas. Todo. Todo. Y descubrió que en aquella soledad que
lo rodearía, además de poder hablar con los animales que tuvieran la caridad de
escucharlo, estaría esperando la visita nocturna de sus fantasmas predilectos.
Para sorpresa suya, Zéfineta había subido a la pared y, después de atravesar el
tejado, observaba al hombre desde encima de la ventana.
—Estaba hablando conmigo mismo, por eso usted no pudo oírme; decía que mi
nostalgia va a traer, de noche, mucha gente a visitarme. Y casi siempre para llenar mi
corazón de lágrimas. Y los ojos también; ¿para qué mentir? Usted es feliz. Zéfineta,
mi Amiga y Reina Zéfineta B., porque no necesita aprender a llorar…
* * *
www.lectulandia.com - Página 44
Pero Undrubligu protestaba por tanta sabiduría.
—Niña, si yo estuviera en tu lugar tendría más cuidado. Nunca se puede confiar
demasiado en los hombres.
Zéfineta hizo un mohín y se quedó pensando, indignada, en la desconfianza de los
viejos. Y en Undrubligu, que no pasaba de ser un arruinador de placeres.
Pero la tía Ranglabiana estaba más curiosa con la historia de Zéfineta.
—¿Y él viene a vivir aquí?
—¿No oíste nada desde acá arriba?
—¿Cómo podría oír, si ando medio sorda? Además estaba cazando unos
mosquitos, tan entretenida, que no presté demasiada atención a nada.
—Pues viene mañana mismo. Undrubligu no se daba por satisfecho.
—Ten cuidado, niña, ten cuidado.
Zéfineta se quedó todavía más contrariada.
—¿Usted ya vio al hombre? ¿Escuchó cómo hablaba él? Entonces; ¿por qué se
pone a aventurar hipótesis así nomás, porque sí? Entre el modo que él tiene de hablar
y el de los otros hombres hay la misma diferencia que existe entre un mosquito y una
langosta de campo.
—¿Y qué es lo que tú entiendes por diferentes modos de hablar de los hombres?
¡Como si conocieras mucho de la vida!…
—Pero, ¡caramba!, una se queda escuchando cuando pasan los hombres por la
carretera, y las cosas feas que ellos dicen. Cuando se trata de vaqueros no se pueden
repetir sin ponerse colorada. Si es un camión al que se le pincha un neumático, peor
aún. Cuando los carros de bueyes se atraviesan en el camino, los hombres dicen
horrores. Para no citar lo que ocurre cuando ellos regresan, el domingo, con la cara
chorreada de bebida, peleándose y queriendo matarse. Entonces, ¿yo no conozco a los
hombres?
Suspiró de tal manera que la vieja Ranglabiana se acomodó los anteojos para
observar a la sobrina.
—Éste no, es diferente. Habla tan suave, tan linda, tan tibiamente que parece una
música. Tan bella como cuando llega el viento cantando en las hojas de los
cañaverales, o diciendo palabras de amor a los oídos del río mañoso.
Se demoró un poco más y continuó disertando, causando estupefacción al viejo
Undrubligu, que durante su larga existencia nunca había visto semejante cosa. ¡Era el
mal del modernismo!
—Mañana temprano voy a continuar escribiendo en las hojas más distantes los
recados que él me dejó para que los hiciera llegar a los pájaros. Voy a levantarme
cuando todavía esté oscuro. Apenas los gallos de los indios despierten en la
madrugada.
Se acostó, desperezándose y apoyando la cabeza en los bracitos.
—Aunque él me matara a palos o a pedradas no tendría miedo. Por lo menos fue
alguien que me prestó atención. ¿Quién, hasta hoy, me habló sin recriminarme o
www.lectulandia.com - Página 45
llamarme a los gritos? El me habló con ternura, y porque sí nomás. Y, por si fuese
poco, todavía me dijo que yo era una reina. Estuvo inventando durante mucho tiempo
hasta que por fin descubrió un nombre que solamente las estrellas del cielo tienen
derecho a recibir: «Zéfineta B».
www.lectulandia.com - Página 46
Capítulo Cuarto
LA SONRISA DE DIOS
Si una simple vela causa alegría y ameniza la soledad, ¿qué se podría decir de la
hoguera que fray Calabaza hizo cuidadosamente, quemando los haces de leña con
ternura, puesto que los árboles habían tenido vida, alojaron nidos de pajaritos y
dieron sombra y frutos? Muertos porque por las leyes fatales de la naturaleza todas
las cosas se terminan, aun así daban fuego y calor a quien los precisara. Consumidos
en llamas, a la mañana siguiente serían un montón de cenizas que la mano del viento
esparciría en todas las direcciones, para abonar la tierra y crear nuevos árboles.
Pensando en esas cosas que parecían muy simples pero que no lo eran, cuando fray
Calabaza encendió el fósforo para prender la hoguera lo hizo con el mismo cuidado
que si fuese de vidrio y buscó el rinconcito en el que la leña no sufriera mucho.
Ahora, sentado en su vieja hamaca, obra y presente de tía Estefanía, miraba el cielo
sembrado de estrellas, un cielo tan negrísimo que ya no existía imagen poética en la
Tierra, en la lengua de los inspirados, para loar su plenitud y belleza.
La verdad sea dicha, que aquella ideal situación de suavísima indolencia hacía
bien a su alma, aunque comenzaba a arrastrar un deseo enorme de hacer las cosas.
Dicho y explicado: cuando salía de la selva derecho para la ciudad, venía con un
increíble coraje, tostado de sol, embebido de humus y savia de la selva, y conseguía
todo o casi todo, en la medida de lo posible. Ahora no, iba dejándolo, se estaba quieto
www.lectulandia.com - Página 47
y, cuando deseaba emprender algo de lo que tanto necesitaba, se quedaba indeciso,
sin saber por dónde empezar.
Hasta las estrellas de Dios, allá arriba, debían estar comentándolo.
—¡Espérate, fray Calabaza, que esa buena vida va a terminarse!…
—Ya lo sé. Por mí, ya habría acabado desde que dejé el Bananal.
Volvió la mirada al fuego que un vientito filoso empujaba para todos lados,
saltarín, dando tonos verdes y azulados a las llamas.
A esa hora, Zéfineta “B” estaría en el mejor de los sueños, allá arriba, en la pared
que tenía la ventana del frente. Las otras también. Es gracioso cómo los animales
hablan y buscan cariño. Sufría, con un remordimiento inútil, por las maldades que
hiciera cuando pequeño, en el Norte, matando a hondazos en los cocoteros a las
cascarudas lagartijas: apuntaba la piedra bien en la espalda y la pobre se quebraba
hacia atrás, cayendo al suelo y estremeciendo la cola y las patitas. Por suerte, Zéfineta
y las otras no necesitaban saber nada de eso. Él confesaba aún ese pecado de niño a la
benevolencia de Dios.
Sonrió recordando cosas sin maldad. Por el contrario. Pero los animales
conversaban entre sí. Cambiaban impresiones sobre los humanos. Juraría que sí. Si
no, ¿por qué entonces comenzaron a aparecer alrededor del rancho pajaritos que antes
ni se veían? Vino una palomita de color ceniza y estudió el ambiente. Por la tarde ya
había por lo menos tres rondando, picoteando piedritas en el fondo. Habló con ellas,
muy cuidadosamente. A la mañana siguiente los colas negros conocieron la historia y
a la tarde acudieron los blancos alborotadores que cazaban lagartas entre los gajitos
del mandiocal. Ellos llevaron la noticia aún más lejos, porque viajaban más por las
matas.
—¿Vieron al hombre?
—Todavía no.
—¿Es bueno?
—Sí. Siempre habla dulcemente… Y camina como un viejito que solo tiene
bondad.
—¿Qué hace?
—Da comida. Nos deja arroz…
—Las juritis ¿ya lo saben?
—Les dejé un mensaje en la puerta de la casa.
Y aparecieron la juriti, la tórtola roja, más palomitas color ceniza, las «almas de
gato» de linda cola, que no comían nada de lo que fray Calabaza dejaba pero que
venían a adornar la tarde huyendo de la maldad de los chicos con hondas. Corrupiao,
pardal, un pajarito medio parecido a la cambaxirra, bellísimos sanhacos, xexéus por
montones. Todos en una alegría loca, haciendo barullo desde el amanecer hasta el
último rayito de sol.
Una cotia arisca, que vivía siempre a la sombra y en la humedad del sombreado
mandiocal, le comentó a una liebre cenicienta:
www.lectulandia.com - Página 48
—Puedes quedarte tranquila, que el hombre es bueno hasta dar dolor. Trae a los
preás y a los chanchitos del mato para tomar sol por los caminos, que no les ha de
pasar nada.
—¿Y cuánto tiempo va a durar todo esto?
—Lo ignoro. Pero, mientras dure, yo y mi familia saldremos todas las tardecitas,
cogidos del brazo, a pasear por ahí y a roer lo que nos pida el apetito.
La anciana Ranglabiana y el anciano Undrubligu podían pasear sin susto sus
viejos y paralelos reumatismos por el solazo del mediodía.
Zéfineta, ¡qué muchachita traviesa!, tan jovencita aún y ya sabía distinguir de
lejos cosas que ellos, los viejos, nunca habían descubierto. En fin…
Un mundo de coloridos calangos saltaban juguetonamente por la pequeña quinta,
al pie del amarelao[8]. Fray Calabaza pensaba: «Son como niños que juegan a la
rueda y a la mancha. En todo son iguales a la gente. Sólo hace falta que uno los sepa
mirar».
El catango le dijo al lagarto:
—Venga para aquí, bobo. Traiga a su familia. Múdese. Hágase cuenta de que se
tomó unas vacaciones de verano. Hable con los camaleones asustadizos, contándoles
que esto se trasformó en un concierto de flauta dulce.
—¿El hombre toca la flauta?
—Es como si tocara la flauta dulce, porque su voz es como una música.
Y por eso hasta Execrundo, el patriarca de los lagartos, se dedicó a dormitar al
sol, en el barranco del Poção.
El tijuassu[9] lerdo, lerdísimo, arrastraba su gran cuerpo por el fondo de la casa,
dejando un rastro finísimo con la cola, marcando en la arena su hermoso paso.
¿Y las lagartijas? Ahora eran unas doce, aunque Zéfineta continuaba como reina
absoluta. Y ella lo sabía. Se metía en todo. Lo acompañaba por todos lados. Si iba a
la terraza ella aparecía en la pared, esperando siempre una conversación. Si caminaba
por el lado del portón, ella subía por el tejado y se quedaba en su punto de
observación. Si entraba en la habitación de al lado de la cocina para dibujar, Zéfineta
venía llegando, llegando hasta quedar encima de la mesa de carpintero que servía de
base para sus dibujos. Se sentaba encima de los papeles, quedaba junto a los lápices.
Hasta llegó a dormir, o a dormitar indiferente a todo. ¿Y las otras? Bueno. Había una
curiosísima que se llamaba Mata-Hari y era una espía infernal. Cuando iba a afeitarse
frente al espejo, allí aparecía ella, surgiendo no se sabía de dónde, y se quedaba
mirando sus movimientos de sube y baja contra la barba. A ella le gustaba mirarlo
todo, siempre con la cabeza para abajo. Cuestión de gusto, y no había por qué
discutir. Después estaban las gemelas Xititinha y Gramofona, esta última aún no
acostumbrada totalmente a él, como si lo viese por primera vez. En cambio, Xititinha
no, era una dulzura de inocencia. Se quedaba la vida entera mirando todo, pequeñita,
porque era recién nacida, tomando baños de sol en sus paseos. ¡Y cómo le gustaban
las canciones! Fray Calabaza había descubierto que cuando él canturreaba fados
www.lectulandia.com - Página 49
imitando la voz de los portugueses, ella se quedaba tan fascinada que salía de la pared
y se apostaba en la puerta. Entonces comenzaba el «baile». Zéfineta, celosa,
descendía por la pared a la carrera y ponía en fuga a Xititinha. Pero lo más
extraordinario era el poder de comunicación existente entre ellas. A la una, cuando
Fray Calabaza se disponía a caminar el kilómetro que lo separaba del hotel, y también
cuando se aproximaba al portón de la propiedad, distante más de quinientos metros,
sabía que la Porterita lo estaba esperando. Aquélla era una lagartija medio lánguida
que habitaba en un gran agujero del portón, que para suerte suya aún no había sido
descubierto por los indiecitos que a veces acudían a visitarlo. Pues bien, en seguida
que salía y tomaba el gran camino entre el mandiocal, Zéfineta telefoneaba por el
alambre tejido a la Porterita, y ella iba a esperarlo y a recibir su cuota de música.
—Buen día, mi amor, ¿cómo está? Cuidado que voy a abrir el portón. Hasta
mañana, querida mía.
La Porterita quedaba en éxtasis, siguiendo al hombre que se alejaba. Él le decía
«hasta mañana» porque sabía que a su regreso ya no la encontraría allí. Con el sol
caliente desaparecía para aprovechar la siesta, de lo más cómoda.
Se movió en la silla. Casi se había dormido. Era bueno quedarse así, pensando sin
ninguna obligación, sin nada de cosas feas. Aprovechaba al máximo lo que podía.
Cerró los ojos para que la hoguera dejara descansar un poco sus ojos. Prestó atención
al mundo de gritos y ruiditos diferentes que se agitaban en la oscuridad. En mayor
grado sobresalía el gotear de la fuente. A veces sus murmullos eran tan extravagantes
que imitaban la voz humana. ¿O acaso serían las voces de los muertos que
deambulaban grabadas en el éter? ¿Quizás el alma en pena de Manuel do Poção, que
decían que había enterrado por ahí un tesoro encantado? ¿Y los peces? A esa hora
deberían de estar durmiendo. Mis «pezómetros» como él los llamaba. El idioma de
los peces es muy diferente de los otros. Una lengua de leyenda, suave, subacuática…
Hasta con ellos había establecido ya camaradería. Los peces conocían la hora
marcada para cada cosa. Aquélla en que él les daba restos de comida, al atardecer;
cuando por la mañana, al hacer sus abluciones, les llevaba puñados de avena, y
cuando retornaba del almuerzo con las manos llenas de harina. Quedaban nadando en
un rincón, esperando entristecidos: un montón plateado moviéndose impaciente. Peor
aún eran los pobres mandis, que no podían subir a la superficie y se quedaban
aguardando vorazmente que se sumergiera alguna migaja. Era preciso que hundiera la
mano llena de alimentos, abriéndola bien en el fondo, para que los pillos de más
arriba no les robaran también su pequeña porción. Después daba gusto, cuando iba a
bañarse. En vez de picarlo, de morderlo, como hacían al comienzo, sabiéndolo amigo
y protector acudían a nadar en torno de él, pasando entre sus brazos y sus piernas.
Habían aprendido una broma de fray Calabaza, cuando éste fingía pretender cazar
alguno. Hasta venían a provocarlo. Una pequeña bandada quedaba cerca de sus
manos, esperando, y cuando él hacía un gesto como para prenderlos, era un
desparramo de peces por todas partes, para en seguida volver a recomenzar todo de
www.lectulandia.com - Página 50
nuevo.
Esa era su vida. Una vida mansa, dulce, agradable. Y si no fuera por las picaduras
de los borrachudos y de los infames carapañas[10] el paraíso terrestre no estaría muy
lejos de eso Decía Bernardette de Soubirous que una alegría que se da en un rostro
humano es traducir, es ver el rostro de Dios. Y, entonces, la alegría y la sonrisa que
tan simplemente podía producir en los animales, ¿qué sería? Sin duda el rostro de los
ángeles. Sí, el bello rostro de los ángeles que significaba sin esfuerzo un trailer para
la más linda sonrisa de Dios.
Por eso sonreía casi en la sombra, porque en esa semiinconsciencia se había
olvidado de alimentar al hermano fuego.
Ahora venía un viento que nadie esperaba. No conseguía abrir los ojos. Sentíase
cargado de velocidad. Casi atontado de placer. Usted está corriendo mucho, querida.
—Es la misma velocidad, Baby. Sólo que el viento aumentó con la proximidad
del mar. Abre los ojos, perezoso.
A lo lejos vio las luces de la costa. Casas que se distanciaban, iluminadas en un
mundo increíblemente grande.
Posó dulcemente la mano sobre las piernas de Paula.
—¿Acaso ya descubriste que estoy locamente enamorado de ti, mi amor?
Apartó la mano del volante y acarició la de él.
—Si no fuese secreto te diría que siento lo mismo.
—¿Por qué quisiste viajar tan de noche? Podía haber sido mañana.
—Deja de protestar. Dormiste casi todo el viaje. Ni sentiste el descenso de la
sierra. Vine lentamente por causa de la niebla.
Encendió dos cigarrillos al mismo tiempo y puso uno en labios de Paula.
—¿Cómo sabías que quería fumar?
—Lo podría ignorar solamente si no te conociera tan bien como te conozco.
Ella rió, feliz.
—Baby, vas a adorar la casa.
—¿De quién es ahora?
—Papá la construyó para mí, dándome todos los gustos. Estudié el plano y elegí
el lugar. No voy a decirte nada para no quitarte la sorpresa.
—¿Es más bonita que aquella de Gávea?
—A mí me gusta más.
—¿Tan bonita como tu departamento en Higienópolis?
—Es otra cosa. Baby, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Claro que sí.
—¿Estás satisfecho con esa lata de sardinas en la que vives?
—Bastante. No puedo vivir más allá de mis posibilidades.
—¡Oh, Baby! ¡Qué tonto eres!
—Mi departamento tiene lugar para que yo pueda dibujar. Tiene una pequeña
cocina. Un buen baño. Un dormitorio confortable con una linda cama. Y todo es
www.lectulandia.com - Página 51
enorme, inmenso, infinito cuando estás allá. Ni el cielo con todas las estrellas
consigue ser mayor. Porque eres tú la que lo engrandece todo. Tú eres quién hace mi
existencia, vida mía.
Paula fue deteniendo el automóvil. Salió del camino y lo estacionó.
—¿Qué pasó?
—¿Todavía me preguntas qué pasó? Después de lo que oí, ¿crees que podría
continuar manejando? —Tomó el rostro del hombre entre sus manos y lo atrajo hacia
sí. Quedaron abrazados. Las manos de él penetraban por el escote del vestido y
acariciaban suavemente los senos duros de Paula.
No podían decir más lo que habían dicho.
—Baby, ¿me amas?
—Paula, Paule, Pupinha.
Le acarició los cabellos, siempre más lisos, más salvajes, más independientes.
—Vamos, si no nunca llegaremos.
—Llegaremos, sí, querido. Basta dar vuelta a esa curva.
Rieron, y Paula volvió a conducir, con lentitud, sin libertar la cabeza de él que se
encontraba reclinada, casi acostada sobre el pecho de ella. Dirigía con una de las
manos y con la otra acariciaba el rostro del joven.
—Llegamos, Baby. El coche se detuvo.
—¿Al cielo?
—Casi, querido; pero tú, como un caballero, debes ir a abrir la puerta del cielo,
porque hoy le di asueto a san Pedro.
Él descendió y abrió el gran portón. Volvió al coche y Paula comenzó a bajar por
una gran alameda de eucaliptos que proyectaban una sombra oscura sobre el camino.
—¿No vas a cerrar el portón?
—Dambroise lo cerrará mañana.
Se irritó un poco.
—¿De nuevo él?
—¿Y quién más? Alguien tiene que cuidar de la comida. Además, él es fortaleza
de discreción.
¿Olvidas, querido, que siempre que salimos pides que deje de lado caseros,
mucamos y todo lo demás?
—Es verdad. Me había olvidado de eso.
—No importa, porque Dambroise no va a arruinar nuestra luna de miel.
El auto se detuvo y la puerta se entreabrió. Allí estaba el viejo Dambroise,
sonriente y servicial. Extendió la mano hacia Paula.
—¿Buen viaje, madame?
—Espléndido. Un poco de neblina en la sierra.
—¿Monsieur también?
—Dormí todo el tiempo.
Dambroise tomó las valijas. Como siempre, Paula había llevado otra para él. Y no
www.lectulandia.com - Página 52
servía de nada discutir.
Fue examinando la casa. Tres pisos en la costa. Solamente los caprichos de Paula
imaginaban aquellas cosas.
—Arriba, nuestros dormitorios. Aquí la sala, terrazas de vidrio hacia el mar. Sala
de desayuno. Abajo, salas para deportes y…
Oyeron los pasos de Dambroise, que subía las valijas, en la escalera. Paula lo
abrazó.
—¿Te gusta?
—Mucho.
—Ahí hay una cosa que vas a adorar.
Lo llevó a la terraza y encendió la luz. Abajo había una piscina recortada entre las
piedras. Después, una ancha escalinata de azulejos que descendía hasta una playa
particular.
Quedó pensativo.
—¿Qué pasa?
—Imagino la plata que gastas para conservar esa maravilla.
—¿Por qué tienes que preocuparte por el dinero, cuando no hay motivo para ello?
Lo tengo todo, y en estos momentos lo divido contigo. ¿Por qué dejar afuera lo que es
mío? Pensé llevarte a conocer una propiedad mía en Cabo Frío. Pero es medio
pobrecita. Ni piscina tiene.
Continuaba ensimismado.
—No te pongas así, Baby.
Resolvió arruinar la causa de aquel viaje.
—Es que no entendí el motivo de unas vacaciones en esta época.
Paula se alejó, medio decepcionada.
—¿No te das cuenta?
—Que yo recuerde, no.
Paula se alejó y, pegando su rostro al vidrio quedóse mirando la belleza del mar
iluminado. Guardó silencio.
Él se apoyó en el cuerpo de ella y, rodeándola con los brazos, introdujo la nariz en
sus cabellos y acunó a Paula lentamente. Ella se dejó llevar, casi indiferente.
—¿Sabes, Baby? A veces pienso que soy una tonta.
—¿Por qué? ¿Todavía dudas de que soy tuyo?
—No es eso. La naturaleza femenina está llena de pequeños misterios. Y eso no
es culpa tuya.
—¿Cuántas veces te dije que mi corazón es una gran banana, Pô, que tú
descascaraste y fuiste comiendo de a poco? Sólo dejaste un pedacito para mí. Y en
ese pedacito que es mío, también solamente existes tú.
Dambroise descendía por la escalera.
—Preparé una cena para la señora, madame.
—Está bien, Dambroise. Dentro de media hora. Necesitamos prepararnos.
www.lectulandia.com - Página 53
Subieron la escalera sin decir nada. Paula iba al frente. Abrió la puerta de una
habitación.
—Este es tu cuarto.
Su valija estaba entreabierta.
Tomó a Paula por las muñecas. Miró la valija y sonrió.
—¿Ahí está todo lo que te gusta que me guste?
Ella hizo señas afirmativas con la cabeza. Una suave tristeza le había
ensombrecido el rostro.
La atrajo hacia sí. Sentóse en la cama y apoyó su rostro en el vientre de la mujer.
Después levantó los ojos hacia Paula. Ella lloraba.
—¿Qué pasó, Pupinha?
Sacó el pañuelo del bolsillo y le enjugó dulcemente los ojos.
—¿Qué es esta tristeza que vino así, tan repentinamente? ¡Oh, Paule, Paule, no
quiero verte así!
Ella se rehizo.
—¿Te gusta tu cuarto?
—Es, como siempre… ¡tú!
Se encaminaron a la habitación de enfrente. Paula abrió las puertas de par en par.
—¿Te gusta?
—Nuevamente, es… tú.
Rió.
—Finalmente, ¿dónde vamos a dormir? ¿Tú en mi cuarto, o yo en el tuyo?
—¿Eso establece alguna diferencia?
—Ninguna.
—Vamos a prepararnos para la comida.
* * *
www.lectulandia.com - Página 54
—Estoy un poco cansada por el viaje. ¿Vamos a dormir, querido?
La acompañó silbando quedamente. Sabía que no había la menor receptividad en
Paula. Ambos se detuvieron ante las puertas de sus habitaciones.
—¿Quieres que vaya a decirte buenas noches?
—No, querido. Tan pronto como termine, yo iré a dártelas a ti.
Él entró en su cuarto y comenzó a deshacer la valija que Paula le trajera. No
necesitaba saber de qué se trataba. Era un mundo de taparrabos, shorts y bikinis.
Todos con los colores que Paula había estudiado que eran los que mejor le sentaban.
Buscó rápidamente, porque estaba seguro de que habría un pijama de seda celeste. Lo
encontró y sonrió. Lo levantó llevándolo al rostro, tiernamente. ¡Bobita! Sonrió de
nuevo pensando que la seda era la única cosa en la vida que acariciaba sin interés
alguno.
Apartó las suaves sábanas de hilo y, después de ponerse el pijama, encendió el
velador y comenzó a leer uno de aquellos fastidiosos cuentos mientras esperaba a
Paula. Leyó. Se detuvo. Miró el reloj y sintió que Paula estaba tardando demasiado.
Volvió a prestar atención a lo que leía, pero los ojos se le iban tornando pesados. El
vino de la comida y su juventud, mezclados con el viaje y las emociones tiernas,
aprisionaban sus ojos dentro de los párpados. Cada vez más. Cada vez más…
Cuando Paula entró en la habitación, él dormía con los papeles desparramados
por el suelo. Sin ruido, ella se inclinó y juntó las hojas dispersas.
Se quedó de rodillas, contemplando la belleza de su amante. Los cabellos rubios
sobresalían del pijama que más le gustaba a ella. Sus ojos se humedecieron
nuevamente. No lo tocaría de ninguna manera. Se odiaba por ser tan romántica,
estúpidamente romántica. No le gustaba perder una oportunidad en la vida, para no
sentir un día la falta de ese momento desperdiciado. Colocó las hojas sobre un
mueble y, antes de apagar la luz, contempló todavía una vez más el rostro dulcemente
adormecido.
En su cuarto, sintiendo aún las lágrimas que descendían por su rostro, se acostó,
puso agua en un vaso y tomó un comprimido para dormir. A pesar de ello, sabía que
aún pasaría mucho tiempo sintiéndose la mujer más infeliz del mundo, hasta que el
sueño llegara.
* * *
www.lectulandia.com - Página 55
Él se había puesto el traje de Dambroise y ahora le traía la bandeja hasta la cama.
La ropa le sobraba en el vientre y le apretaba en los hombros. Llevaba una servilleta
en la mano y, en la bandeja, una rosa roja, casi negra, un vaso con naranjada y un
sobre.
Se sentó para recibir el beso en la frente.
—¡Ahora vas a pagármela, so cuentera!
Se sentó a su lado en la cama y, mientras ella servía la bebida, él le acariciaba la
frente con la rosa.
—¿Qué es esto?
—No sé. Debe de ser algún recado de Dambroise. ¡Dios del cielo, cómo son las
mujeres! Ni siquiera notó que la naranjada tenía champaña y mucha más ternura
porque fui yo quien la preparó.
Retiró la bandeja, dejándole la rosa y el sobre. Sin prisa, Paula lo rasgo y
desdobló el papel. Dentro había un dibujo de dos corazones vulgarmente entrelazados
y una frase: «Paula, Paule Toujours ¡Felicidades por los tres años maravillosos que
pasamos juntos!»
Paula rompió a llorar.
—¡Oh, Baby, Baby! ¡Y yo que pensé que te habías olvidado! Lo abrazó, y ahora
fue él quien sintió los ojos humedecidos.
—¿Cómo podría olvidarme, tontita?
Ella sollozaba, pero ahora era de felicidad. Él la apretó más fuertemente.
—Ayer estaba que no podía contenerme más. Si hubieras ido a darme las buenas
noches prometidas, no hubiese aguantado, confesándote que no me había olvidado.
—Quítate esa ropa horrenda, Baby; si no pensaré que te estoy traicionando con
Dambroise.
* * *
Paula había armado una sombrilla de playa, toda llena de coloridos dibujos.
Los ojos semicerrados, miraba la indolencia del cuerpo con la somnolencia
perezosa del alma. Se había acostado en una lona de playa y trataba de hurtarse a los
rayos del sol. Ella sabía que después de cierta edad las mujeres debían resguardarse
de él. Pequeños misterios de la naturaleza y de la defensa femenina.
Si existía la felicidad, seguramente que sería ésa. Calma, contenta, cerca de quien
amaba y en un lugar que desde jovencita adoraba.
¿Dónde estaría él? Se puso los anteojos oscuros para descubrirlo. No tenía miedo
de perderlo, pero siempre quería sentirse cerca de su presencia. Muchas veces, él
había tenido pequeñas aventuras sin importancia, pero acababa volviendo a ella con
los ojos más humildes y naturales, pedía perdón muy a su manera y juraba que ella
sería siempre su Paula, Paule, Toujours, Pô, Pupinha…
www.lectulandia.com - Página 56
Sonrió recordando la vez que una bailarina exótica lo fascinara. Tuvieron una
pelea de una semana. Después, él había vuelto con un ramo de rosas amarillas que
depositó a sus pies. En seguida puso la cabeza en sus rodillas y, mirándola a su
manera de oso bravo, murmuró:
—Pô, a ella no le gustaba bañarse.
Allá estaba él. Baby era una criatura admirable. No se había equivocado cuando
lo tratara así la primera vez. Había reconocido en el muchacho, sin equivocarse en
ninguno de sus juicios, la maravillosa sorpresa que él podría ofrecer en cada uno de
sus gestos. Mezcla de indio, a pesar de su tipo rubio, poseía una alegría cautivadora y
una espontaneidad que le encantaba. Podía decir las mayores barbaridades, comentar
la mayor pornografía, y continuar siendo puro e inviolable. Su alma era
soberbiamente fuerte y segura de sí misma.
Volvió a reír recordando una de sus explosiones de naturalidad. Una vez le había
dicho en la playa:
—Voy a hacer pipí.
E hizo. De repente soltó una exclamación de placer.
—Date cuenta, Pô. Estoy orinando la cosa más hermosa del mundo: son gotas
resplandecientes de berilos y topacios.
Y esas gotas, contra el sol, parecían corresponder a la verdad.
Allá estaba él como un indio, como un gato salvaje investigando, descubriendo
lugares que aún no conocía. Después, también como un bicho, como un indio, como
un gato salvaje, escogería para sí los rincones que más le gustaran.
Sintiéndose observado, desde lejos, desde lo alto de las piedras, él le hizo una
señal de adiós, con simpatía. Después arremetió a los saltos sobre las piedras y vino
en dirección a la playa. Llegó agitado cerca de Paula.
Se arrodilló y, reclinando su cuerpo sobre el de Paula, con el dedo bajó la parte
superior de su bikini, besándole primero un seno y después el otro, luego descendió
más y olió su ombligo. Solamente entonces inventó una cosa linda y dijo:
—Mi rosa, mi flor, mi negra, mi amor.
Sentóse junto a Paula y sonrió.
—Dormías tanto cuando entré en la habitación que no quise despertarte. Me dio
pena. Te arrojé un beso en la cola y salí suave, lentamente.
Paula le acarició las espaldas calientes de sol.
—¡Baby, bonjour quand-même!…
—¡Paloma! Si lo que yo hice no fue un buen día, ¿qué más quieres?
—Ven aquí.
Se enroscó como una cobra en el cuello de Baby.
—Calma, Pô. Dambroise puede estar mirando.
—¡Que mire!
Le mordisqueaba voluptuosamente las orejas. Y solo conseguía murmurar:
—¡Baby! ¡Baby! …
www.lectulandia.com - Página 57
—¡Paula! Dambroise …
—Pago a Dambroise para ser ciego, sordo y mudo.
Después, acostados uno al lado del otro, él le preguntó bajito:
—¿Viste la piscina, Pô?
—No, no la vi, ¿qué tiene?
—Está sucia.
—Mandaré limpiarla.
—No. No es eso.
—¿Qué es, entonces?
—Escribí una palabra en el limo, bien grande.
—¿Qué palabra?
Él le pasó los labios suavemente por el cuello y dijo lo más bajo posible:
—Toujours.
www.lectulandia.com - Página 58
Capítulo Quinto
HISTORIAS
www.lectulandia.com - Página 59
elasticidad en los músculos. Del mismo modo que perdiera las fuerzas, sentíase feliz
en recuperarlas.
Abrió la habitación, entró en la cocina; a esa hora ya las juritis en bandadas se
habían avecinado, posándose en las ramas de la copuda amoreira.
Sacudiendo en la lata de grasa el arroz descascarado, para que los pájaros
atenuaran su avidez, salió de la cocina.
Llenó ambos platillos. Buscó el rincón de la terraza adecuado para que los
animalitos se sirvieran a su gusto, y se sentó en la hamaca a mirar. Apostaría que
primero iba a descender aquella cachorona pechuda, que debía ser la jefa de las otras.
—¡Ay, ay, ay! ¿No dije yo?
Ella había llegado, tan suavemente que ni parecía volar: lo suyo era más un salto
que un vuelo. Lo miró seriamente, como hacía todos los días. Sondeó la comida y
comenzó sus arrullos para contar a las otras:
—¡Pueden venir, que el muy tonto ya llenó nuestros platillos!
De una en una acudieron las otras, con aquel aletear sordo que tenían. Unas se
servían de la lata de guayabada y otras invadían el plato de barro, haciendo caer
granos de arroz en el suelo.
Fray Calabaza no se movía, para poder gozar mejor del espectáculo. Cuando
estuvo seguro de que ya habían comido lo suficiente, y también a ellas les pareció lo
mismo, comentó:
—Bueno, ahora ya pueden dejar un poco para las palomas, que se despiertan más
tarde. ¿Está bien?
Ellas se alejaron en grupo y comenzaron a cantar balanceando sus cuerpos.
Repetían sus arrullos durante un minuto, como máximo, y luego se detenían.
Fray Calabaza les respondió:
—No hay de qué. No hay de qué…
Ellas levantaron vuelo casi al mismo tiempo y se fueron en dirección a los
grandes árboles del río.
—Pobrecitas. Tan pronto me vaya, se quedarán sin nadie que se acuerde de
ustedes. A no ser los que se relamen de gusto imaginándolas en una sartén,
quemaditas, tostaditas, torraditas. Aunque eso no tiene importancia. Después de una
semana, o menos, ya se habrán olvidado de mí. El olvidar es cosa de la vida. Felices
los que lo pueden hacer…
Tomó unos restos de comida, unas sobras de arroz, el cepillo de dientes, el jabón
y la toalla, y descendió en dirección al gran pozo.
Fuese porque no había sol, o porque estuviera adormecida, la fuente caía en un
minúsculo hilo dentro del Poção. Quizá con frío y miedo de introducirse en el agua
helada de la noche anterior.
¡Bueno, no había duda de que ellos estaban allí! Hasta podía adivinar que eran las
seis menos cuarto, por su puntualidad. Resolvió hacer una travesura. Fingió no ver la
gran impaciencia movediza. Bajó el camino del arroyo y fue a lavarse en un pozo
www.lectulandia.com - Página 60
menor.
Cuando le pareció oportuno darse por enterado de la situación, los muy picaros
habían descendido por el hilo de agua y estaban nadando en un lugar bien raso y
próximo a sus manos.
—¡Grandísimos atrevidos! Podían haber esperado un poco, ¿no?
Sonrió encantado porque ahora, con bastante retraso, venía descendiendo por el
mismo hilo de agua el pequeño mundo de mandíes del gran pozo.
Acabó de lavarse y cuando sumergió el cepillo de dientes lleno de pasta usada,
ellos avanzaron y luego retrocedieron, decepcionados.
Se levantó y caminó, a la vez que el pequeño arroyo. Allá venían alegremente,
brillando en sus escamas plateadas. Después, con mayor dificultad aún, los mandíes
que subían contra la corriente.
Fue hacia el rincón predilecto y comenzó a arrojar puñaditos de arroz para ellos.
¡Qué juego loco! ¡Cuántas cabriolas y volteretas ligeras!
Unos se adelantaban para tomar un pedazo mayor que otro; todo era una viva
confusión.
—Ahora debo arrojar arroz más hacia el fondo, para dar tiempo a los otros.
Dicho y hecho. Entonces se llenó las dos manos con arroz y las sumergió bien
hondo, entreabriéndolas de manera que la comida quedase sujeta, para que los
animalitos acudieran a mordisquear. Si abriera la mano de una vez, la comida flotaría
y ellos continuarían su ayuno. Pero debía prestar mayor atención, porque casi siempre
uno de esos picaros que estaban más arriba, no satisfecho con su porción, se sumergía
para complicar la vida a los otros.
—Ahora que todos comieron nos toca a nosotros dos, fray y Calabaza, hacernos
un cafecito.
Volvió a la cocina, subiendo esta vez la ladera con cierta facilidad.
No se ganaba nada con preocuparse a esas horas por el mundo de las lagartijas.
Era muy temprano. Ellas solamente aparecerían una a una, cuando el sol ya estuviera
rojo como una almendra madura.
* * *
—¿Me dejas?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Si fuese uno de esos indios de allá abajo, me dejarías.
—No te dejaba, no.
—Entonces no eres un amigo.
—Lo soy.
www.lectulandia.com - Página 61
—Pero no te gusto.
—Sí que me gustas.
—Entonces ¿me dejas?
Fray Calabaza sonrió por tanta obstinación, pero no se decidió.
—No. Ya te dije que no.
Eran tres lindos chicos. Tres indiecitos morenos como lo serían los ángeles si
fuesen morenos. Se llamaban Tenraluna, Rauacate y Cumarri. Los había visto nacer.
Sabía que uno tenía el sobrenombre de Retó-ti, porque se había caído de arriba de la
casa machucándose la cabeza. El otro era Diorossá-dó, porque lo había mordido un
perro, y el otro Mauá-dó, porque se había cortado con un cuchillo. Pero todos ellos se
enojaban mucho si alguien los llamaba por sus sobrenombres. Quien se atreviera a
ello hasta podría recibir una pedrada o un palo.
No desistían, y tampoco fray Calabaza abandonaba su posición.
—Solamente hoy.
—Únicamente cuando yo me vaya. Cuando Deará caticará arakre.
Rauacate torció el labio, contrariado.
—Tú nunca te vas.
—Ya lo haré. Cuando ustedes menos le esperen.
Tenraluna, que era el mayor, decidió intentarlo de otra manera.
—Uno toma los pececitos, un montón de ellos, y separa cinco para ti. Mamá los
hace fritos, bien séquitos, bien tostaditos, y cuando los comas dirás: «¡Qué ricos!»
Rió de lo ingenioso del plan y continuó.
—Y, entonces, ¿no te gusta?
—Gustarme… más bien que sí, que me gusta. Pero no quiero que pesquen mis
pececitos. ¡Qué diablos! ¡Bastantes tiene el río, está lleno!
—Pero éstos son más gordos y más fáciles de pescar.
—Ya dije que no, y es no.
Como envueltos por una misma corriente eléctrica los tres se dieron vuelta al
mismo tiempo y llevando consigo las cañas de pescar se encaminaron hacia el lado
del mandiocal. Apenas habían caminado cinco metros cuando, como tocados por un
mismo impulso, se dieron vuelta. Entonces Retó-ti o Tenraluna, el mayor, lo amenazó
con el dedo.
—No eres amigo. Se lo voy a contar a Estefanía, Fio y Tanary.
¡Qué pícaros! Todo lo habían ensayado antes, pero ciertamente que no esperaban
la respuesta que iban a tener.
—¿Ah, es así? ¡Pues bien! Vayan a contárselo a Estefanía, Fio y Tanary. Pero
vayan corriendo. Quiero ver, cuando fray Calabaza vuelva de la ciudad, si ustedes
van a tener caramelos, juguetes, pantalones y camisas. ¡Vayan a contarlo, vayan
corriendo!…
En un segundo quedaron desarmados. Indecisos, se miraron entre sí con
embarazo.
www.lectulandia.com - Página 62
Cumarri se separó de los otros, medio avergonzado, y fue caminando hasta fray
Calabaza. Este lo miraba fingiendo dureza, pero muy divertido.
El chiquilín, medio barrigón, medio gordito ¡y tantas cosas lindas! le tomó la
mano.
—¿Fray Calabaza se puso teburé? ¡No se enoje, no! Estábamos jugando.
Tenraluna no va a contar nada, ni a Estefanía, ni a Fio ni a Tanary. ¿Está bien?
Se inclinó y miró al niño en los ojos, que eran unas bolitas de dulzura.
—No, hijo mío. Fray Calabaza no se enojó ni siquiera un poquito…
Y entonces, para sorpresa de él, Cumarri sonrió con los ojos, con la boca, con
toda su inocencia.
—Entonces, fray Calabaza, ¿va a dejarnos pescar los pececitos?
Fue tan estrepitosa su carcajada que necesitó levantarse para no perder el
equilibrio y caer. Llamó a los otros y les acarició las cabezas.
—Vamos a hablar de hombre a hombre. Pero a hablar duro. Yo no voy a dejarlos
mientras esté aquí. Pero hoy me regalaron una lata de guayabada y, si ustedes
quieren, puedo abrirla y comeremos un poco cada uno. ¿Qué tal?
La sonrisa iluminó los tres rostros.
—Entonces, ¡vamos!
Fueron a la cocina y recibieron cada uno su parte. Y, como ya nada tenían que
hacer allí, dijeron «hasta luego» y partieron. En medio del mandiocal, Rauacate
preguntó a Cumarri.
—¿Cómo sabías que él tenía guayabada?
—Hoy lo vi de lejos, cuando pasó con la lata roja debajo del brazo.
—Pero ¡cómo demoró en darnos un poco! ¡Pucha!
Fray Calabaza se sentó en la hamaca mirando el bulto de las tres figuritas que
iban desapareciendo entre el verde.
Eran tres lindos chicos, lindos, morenos como ángeles, si los ángeles fuesen
morenos. Y más aún comiendo guayabada.
* * *
—No. Yo no quería. Yo sentía odio por todo aquello. Estar sentado ante un piano
cuatro horas por día, mientras los otros chicos jugaban, tejían un mundo de sueños
trepando por los árboles. No imaginas el odio, el rencor por la música que yo estaba
adquiriendo.
Paula alisó sus cabellos.
—¿Por qué hacían eso contigo?
—En mi precocidad, yo lo sabía. Me quejaba a mi tristeza de ocho años: «Esto es
porque no te quieren. Esto es porque no eres su hijo. No te trajeron porque quisieran
un niño: te trajeron porque eras el niño más lindo de la calle. Si fueses su hijo no te
www.lectulandia.com - Página 63
obligarían a estudiar el piano. Y si fueses feo no te hubieran traído».
Se levantó, contrariado, sentóse en la cama y observó a la mujer. Sonrió en la
contemplación.
—¿De qué te estás riendo, Baby?
—¡Qué mal quedas en este escenario!
Paseó la mirada por el supermodesto cuarto del hotel. Piso sucio, una alfombra de
color desconocido que cuando mucho se clasificaría de oscuro, una mesa sin mantel,
una escupidera sucia. Una silla dura. Una pileta. Y también una toalla
deshilachándose.
Volvió a mirar en torno. Sólo veía la cama y a Paula. A Paula envuelta en una
sábana ordinaria. Y sus manos bien cuidadas arañaban tiernamente las espaldas del
hombre.
—Cuéntame el resto.
—En seguida. Estaba pensando otra cosa.
—¿Qué cosa?
—¿Tú ya habías estado en un ambiente así?
—¿No te enojas si te cuento la verdad?
—No.
—Creo que solamente una vez, cuando volvía de París. El barco encalló en
Dakar. Yo estaba muy blasée, me agarré una buena borrachera y acabé en un cuarto
parecido a éste… Con un lieutenant de la policía, dueño de unos ojos azules y mucho
charme. La habitación era parecida, solo que las alfombras eran más bonitas y un
biombo intentaba crear la discreción. Sí, el cuarto era parecido, pero los hombres ni
se comparan…
Rió y arañó con fuerza las espaldas musculosas.
—¡Ay, qué me haces daño…!
—¿No te gusta tanto lastimarme?
—No en la conversación.
Tomó las manos de Paula y las apretó contra el rostro. Después dijo con toda
naturalidad:
—No me gusta que las manos tengan uñas.
—¿Mis manos, o todas las manos?
—Las tuyas, especialmente. Porque el único lugar donde no puedo besarte es
debajo de las uñas.
Ella se emocionó.
—¡Oh, Baby! ¡Mi lindo muchacho! No sé qué haría sin ti.
Ahora le tocó a él tomar el rostro de Paula entre las manos y mirarla sonriendo
bien adentro de los ojos.
—Quiero saber una cosa, Paula. Nunca en la vida tuve una mujer tan hermosa
como tú. Esa tu manera tan francesa de ser. Esa tu vida llena de garras de inutilidad
que tú modelas tan bien. Todo en la vida existe como si hubiere sido hecho para ti, y
www.lectulandia.com - Página 64
tú lo usas con la obligación de quien tiene derecho a todo. ¿No es así?
—Bien analizado… Pero lo que me atrajo en ti fue tu modo natural de ser.
Cuando te vi en aquella fiesta vestido como…
—¿Cómo?
—No sé, medio exótico.
—Pero ¡cómo! Si me presenté lo más elegante posible…
—Elegante estabas porque eras tú, bobo. Si hubiese sido otro, ¡oh mon Dieu!…
Rieron alegremente.
—Casi te pregunte por qué vestías así.
—Yo te hubiese respondido, quizá groseramente: «Amor mío, ando en la mierda
y no tengo otra cosa para vestir». ¿Y qué?
—Te habría dicho algo bien fuerte: «Usted está así porque quiere».
Se pasó el dedo por el mentón.
—Una mujer tan fina, hablando así…
—Cerca de ti puedo decir cualquier cosa, juntos, Baby, somos tan nosotros
mismos…
Volvieron a reír.
—Evidentemente, Pô. Yo me siento tan bien cerca de ti, que digo cosas que
normalmente no diría. La vida se torna algo tan suave…
—¡A cualquier mujer le gusta escuchar eso!…
—¡Cualquier mujer, una hueva! No todas las mujeres merecen eso. Solamente tú.
Uno toma a las mujeres como ellas son. O diciendo cosas vulgares, o tomándolas a
golpes, o diciéndoles en la cara: «Mi bien, ¿vamos a darnos una farrita?»
—Entonces ¿te esfuerzas conmigo?
—¿Crees eso? ¿O dudas de mi sinceridad?
Se levantó y fue hasta la mesa.
—Voy a fumar un cigarrillo.
—Uno para mí también. Pero quiero que lo enciendas. Así. Y que me lo coloques
en la boca. Gracias. Y ahora ¿dónde pondremos la ceniza?
Él rió.
—En el suelo. Los hoteles «ingenuos» no tienen cenicero.
—Por tercera vez hablas de hotel ingenuo. Vivo en un hotel «ingenuo»… Tú no
tendrías coraje de ir a mi hotel «ingenuo»…
—Así llamo a todos los hoteles de esta clase. El hotel no es ingenuo: ingenuo es
el dueño de estas pocilgas, que piensa que la pileta de la habitación es utilizada
solamente para lavarse las manos y el rostro.
Ella rió con placer.
—También tú imaginas cada cosa…
Fumaron en silencio, tornando aún más opaco el tono del cuarto, a causa del
humo.
—¿Cuántos ángeles?
www.lectulandia.com - Página 65
—No los conté. Se está haciendo tarde. ¿Qué hora es?
—No sé. Las tres, las cuatro.
—¿No tienes reloj?
La miró asustado.
—Pero dime, querida, ¿la gente como yo usa reloj? Para eso lo tiene la
colectividad: la estación central del Brasil, Mesbla[12], las plazas públicas y las aulas
de la escuela. Y también está la hora de hacer caca.
—¿También para eso necesitas horas exactas?
—¿Te imaginas a un modelo relajando la posición para decirles a las niñas
pituquísimas: «Con permiso, necesito diez minutos para ir a hacer mi pum»?
Paula volvió a reír con ganas.
—Baby, eres una delicia. ¡Qué manera de contar las cosas!… ¿Cuándo cumples
años?
—En junio.
—Entonces ¿ya pasó?
—Sí.
—¿Recibirías un regalo retrasado?
—¿Qué cosa? ¿Un reloj? ¿Cómo pago, o con afecto?
—Caramba, Baby, eres demasiado evolucionado para interpretar las cosas tan
tontamente.
¿Lo quieres?
—Lo quiero, pero sólo si es de una forma especial.
—¿Cuál?
—Cuadrado.
—¿Cuadrado?
—Siempre me quedo mirando las vitrinas donde hay relojes cuadrados.
—Veremos qué es lo mejor que encuentro, que te quede más elegante.
—No. Sólo si fuera elegante-cuadrado.
—Espera, al menos.
—Cuadrado. Cuadrado o nada.
Miró al joven con cara de reprobación.
—Merecerías unas palmadas.
—¿Otras, Pô? Pupinha, lo único que yo hice en la vida es recibirlas… ¿Ya te
quieres ir? Aquí solo tenemos un baño común. Tan sucio y maloliente a cosas que
también se hacen fuera de la pileta, tan lleno de barro que parece el Pantanal de Mato
Grosso.
—Iremos a mi departamento cuando salgamos de acá.
—¿Y la Escuela?
—Solamente irás allá si quieres dibujar. Por favor, no vamos a discutir, Baby. Un
hombre como tú merece una vida mejor, más hecha a la imagen de Dios.
—Así pensaban también cuando yo era chico.
www.lectulandia.com - Página 66
Sus ojos se habían ensombrecido, perdiéndose en las nebulosidades del pasado.
—¡Gum!… ¡Gum!… ¿Por dónde andará ese diablo de chico?
Su hermana Gloria había aparecido en el fondo de la casa y se secaba las manos
en un delantal sucio.
—¡Gum!… ¡Gum!…
En aquella época aún no había cumplido ocho años y ya era el terror de la calle y
de la escuela pública, el más peleador, el más atrevido, el más de todo. Era un reinar
de la mañana a la noche. Huía hacia la carretera Río-São Paulo y andaba por los
rincones cazando murciélagos en la parte trasera de los automóviles y los camiones.
Era dueño de todas las palabrotas de la calle. Conocía el misterio de cada casa. Había
hecho un infierno de la vecindad. Los más viejos lo corrían, insultaba a todo d
mundo. Pero cuando llegaba el domingo se trasformaba en un ángel de ternura,
tomaba el cajón de lustrar zapatos y salía por las casas ofreciendo la sonrisa más linda
y la voz más simpática posible.
—¿No quiere lustrarse, don Meru? Doscientos reis… y todo el mundo cobra
cuatrocientos. Y usted ni siquiera necesita salir de su casa.
Miraba al descendiente de sirios, seguro cliente de su hermano mayor, que más
tarde le daría unos coscorrones cuando lo descubriera. Una tontería; con habilidad, y
sabiendo de la pereza del hermano, conseguía más rápidamente el dinero para la
matinée del cine Bangu. Y en medio de la pandilla amiga se ubicaba bien al frente, en
la segunda fila. De vez en cuando cambiaban de lugar, entre los gritos de cow-boys y
tiroteos de bandidos, para hacer pipí que corría por un rincón de la pared como una
cobra hedionda. Cuando salían era necesario que, antes de comenzar la sección de la
noche, desinfectaran el lugar con mucha creolina.
Tenía que andar ligero Don Meru, bamboleando el cuerpo gordo, fue a sentarse
debajo del almendro.
—Aquí es mejor. El sol está más frío. —Se abría la camisa, sentábase en el banco
y ponía los pies para la lustrada.
De vez en cuando levantaba los ojos y hacía una sonrisa de simpatía como para
interrogar si el cliente estaba satisfecho con su trabajo. Don Meru sonreía y se
abanicaba con una hoja de almendro, enjugándose el pecho peludo y oscuro por entre
la camisa entreabierta.
Le gustaba conversar. Preguntaba cosas de la escuela. Del fútbol. Se interesaba
por el tiempo de las cosas. Tiempo de bolitas, de trompos, de barriletes, de arco.
Finalmente le daba los cuatrocientos reis y preguntaba:
—¿Por dónde anda tu hermano?
—Está por el lado del Murundu, lustrando.
—De ahora en adelante voy a tomar siempre tus servicios. Das mejor lustre y
sabes conversar más lindo. Tu hermano es muy buenito pero muy callado.
¡Dios del cielo! Se llevaría unos buenos coscorrones de su hermano Totoca. Pero
ser trompeado por ser trompeado, él llevaba no menos de cuatro palizas por día. De
www.lectulandia.com - Página 67
los hermanos mayores, de Gloria, de Rosa, de la madre cuando llegaba del Molino
Inglés, y del padre cuando recibía quejas al llegar de la fábrica. Era tan mañoso,
cometía tantas tropelías que a veces se llevaba una zurra sin saber por qué. Otras
veces ya estaba durmiendo cuando el padre le calentaba el trasero con la correa.
Lloraba de dolor, sí, pero al rato ya volvía a estar dormido.
—¡Gum!… ¡Gum!…
Había recibido ese sobrenombre pequeñito porque era tan cabezudo que cuando
no podía contestar o insultar tragaba en seco haciendo ese ruido: Gum…
Llegó corriendo desde donde se escabullera para robar guayabas en la quinta de la
Negra Eugenia, que era muy mala y hacía brujerías.
Antes de subir a la quinta, resbaló y cayó sentado en el agua sucia. ¡Listo! Si lo
llamaban para no ser castigado, ahora tendría motivo para llevarse unas buenas
palmadas.
Tropezó con la hermana, que lo miró con aire de reprobación; sobre todo al ver
sus bolsillos hinchados de fruta.
—¿Otra vez, Gum?
No sabía si la reprimenda se dirigía al robo de las guayabas o al pantalón sucio.
Quedó sin saber qué hacer, pero en expectativa de correr y desaparecer por el fondo.
Sin embargo, las manos de Gloria no tenían ni siquiera una vara, ni una zapatilla, ni
un cinturón. Por el contrario, sus ojos estaban tristísimos.
—Vamos a la cocina. Quiero hablarte.
Empezó a desconfiar. ¿No habría alguna trampa en la cocina? ¿No querría
encerrarlo allí?
—¿No quieres ir?
Se asustó. ¿Qué estaría sucediendo?
—¿No me vas a pegar, Gloria?
Para su mayor susto, las lágrimas bajaban por el rostro de la hermana. Ella se
arrodilló y lo estrechó entre sus brazos.
—¡Oh, Gum!… mi hermanito travieso.
Sollozó un poco, y después lo separó tomándole el rostro entre las manos.
—¡Mi hermanito tan lindo! Tan inteligente. Eres un diablo, pero voy a sentir tanto
tu falta.
Se levantó y lo tomó de la mano, encaminándose a la cocina.
Sentóse en un banquito junto al fogón, no sin antes mirar la cacerola con feijão[13]
puesta al fuego. Para disminuir su emoción, ella le pidió:
—Dame una guayaba.
El sacó un montón del bolsillo y las depositó sobre la mesa. Con el dedo eligió
una.
—Come ésta, Gloria, es la más dulce.
—¿Cómo lo sabes?
—Las mordí todas para dejar la más dulce para el final.
www.lectulandia.com - Página 68
Rió de la idea y examinó las otras. Todas tenían la marca de sus dientitos. La
mordió.
—Cierto, ¡es dulce!
—¿Viste que es más dulce y más roja que las de la casa de Dindinha?
—Mucho más.
Hizo una pausa y respiró hondo, esforzándose para no llorar nuevamente.
—Gum, mañana debes bañarte bien, lavarte las orejas y cortarte las uñas.
—¿Pero no me bañé ya el miércoles?
—No importa. Mañana es sábado. Debes estar bien lindo para cuando vengan a
buscarte. Te vas a ir.
No entendió bien. ¿Por qué tenía que irse? Entonces ¿era por eso por lo que
Gloria lloraba?
—¿Te acuerdas del doctor Barreto, tu padrino, que estuvo aquí la semana pasada?
Afirmó con la cabeza, recordando la visita del padrino rico. Lindo hombre de
barba cerrada, que lo había sentado en sus rodillas y lo besó. Antes nunca había sido
besado por nadie que no fuesen sus hermanas, y por la boca marchita y babosa de la
abuela Dindinha. Parecía sentir en sus mejillas el roce de la barba que picaba.
—Bueno, pues él va a hacer por ti lo mismo que ya hiciera por nuestra otra
hermana. Va a llevarte con él para que estudies, para darte linda ropa y todo lo que
nosotros nunca tuvimos.
Nuevamente pensó en el padrino, acariciándole los cabellos y elogiándolo con su
voz de acento norteño.
—Eres un lindo chico. No te pareces a tus hermanos que tienen sangre de
Pinagé[14]. Realmente eres muy lindo. Vas a tener todo lo que es bueno, Gum. En
Navidad tendrás muchos regalos…
Entonces le vino el recuerdo de la última Navidad que pasara. De la maldad de
niño que cometiera contra su padre y que le acompañaría toda la vida, alejando
cualquier sentimiento navideño agradable.
El día 24, antes de dormir, había combinado con Totoca que dejarían los zapatos
del lado de afuera de la puerta de la habitación. Sabía, porque los niños pobres no
tienen ilusiones de Papá Noel, que alguien de la familia se acercaría a poner los
regalos. Siempre había sido así.
A la mañana saltó de la cama, codeó a Totoca para despertarlo y corrieron para
ver los regalos. Los zapatos estaban completamente vacíos.
Se miraron y le comentó al hermano:
—¡Qué malo es tener un padre pobre…!
Solo entonces se dieron cuenta de que el padre estaba de pie ante ellos. Lo miró;
vio que tenía los ojos humedecidos y tragó en seco. Vieron que él se alejaba,
confundido.
—No debías haber dicho eso, Gum…
—No lo vi.
www.lectulandia.com - Página 69
—Pobre papá, Gum. Hace seis meses que está sin empleo. No tenía dinero ni para
comprar la comida. Eres muy malvado, Gum.
Se puso triste y tuvo ganas de llorar, pero los hombres no lloran. Salió con el
cajón de lustrar por las calles, con un remordimiento enorme viendo a los otros llenos
de juguetes, de pelotas, de carritos de colores. El hijo del doctor Faulhaber había
recibido una bicicleta azul y roja y andaba dando vueltas por el patio. Se detuvo y
espió por las rejas. Sergio bajó de la bicicleta y se acercó a conversar.
—¿La recibiste de regalo?
—Sí.
—¡Qué linda es!
—Un día te voy a dejar andar en ella, ¿quieres?
—Mejor vamos a esperar que sea más vieja, no sea que me caiga y se arruine.
—¿Qué estás haciendo?
—Hoy necesito ganar unos doscientos reis.
—Pero hoy es Navidad. Nadie debe lustrar.
Se puso triste pensando en los ojos del padre.
—Hoy no hubo Navidad en casa. Papá está sin empleo desde hace mucho tiempo.
El otro niño se apeno.
—¿Ustedes no tuvieron ni castañas, ni avellanas, ni almendras?
—¿Saben? Mañana me voy. Voy a América del Norte. Voy a conocer a todos los
artistas. Desde la ventana de mi casa veré pasar a Buck Jones. A Fred Thompson y su
caballo «Rayo de Luna».
—Te vas, mi hermanito lindo. El diablito más lindo, más mal educado y travieso
que conozco, pero voy a sentir mucho tu falta.
Para no volver a llorar, pidió otra guayaba… Baby guardó silencio y miró a Paula.
—La historia de la gente pobre es siempre así de tonta.
—No sé por qué es tonta.
—Lo es tanto que la escondo de todo el mundo, y cuando me acuerdo me quedo
idiotamente emocionado. Cuando me acuerdo de Gloria tan linda, la única hermanita
rubia que tenía…
—¿Por qué «tenía»?
—Hizo un viaje en automóvil a Petrópolis y al regreso sufrió un accidente
horrible. Su rostro quedó totalmente deformado. Se efectuó una operación para
mejorarlo, perdió casi todos los dientes y no se los podía arreglar. Le quedó un ojo
torcido y que lagrimearía para siempre. Algunos años después se suicidó poco a poco.
Enflaqueció, tuvo una tuberculosis y no se quiso tratar. Pudo haber sanado, pero no
quiso. Se dejó morir…
Baby calló.
—¿Sabes una cosa, Paula? Para mí la muerte tiene olor a guayaba. Cuando pienso
en ella siento olor a guayaba. Cuando hablan de muerte viene a mí en seguida ese
olor que me persigue. Pero vámonos ya, que es de noche.
www.lectulandia.com - Página 70
Pasó los dedos por entre los cabellos del joven, mientras se levantaba.
—¡Cómo has sufrido, mi amor! …
* * *
Desde uno de los rincones más confortables del departamento divisaban el mar
enorme. Un buen drink y un sofá todavía más confortable hacían que olvidaran la
«ingenuidad» del viejo hotel de la plaza de la República. Las luces bien dosificadas
daban al ambiente un aire de suave acogimiento.
—Listo, querido. Uno de los rinconcitos que te gusta. Tú y tus rincones.
—¡Qué raro que siempre me hayan gustado los rincones!
Paula encendió un cigarrillo y habló, reclinando la cabeza en el sofá.
—¿Nunca pensaste qué podría significar eso, Baby? Eso es timidez, y a veces el
deseo de no haber nacido.
—Posiblemente las dos cosas juntas. Nacer es vivir, y vivir, según mi amigo Gus,
es sufrir.
—¿Quién es él?
—San Agustín. Vivir es abrir un alma en la soledad de un cuerpo. Pensar que te
gustaría participar el ciento por ciento de los otros. Y cuando piensas haber alcanzado
como mínimo el diez por ciento de los cien, lo que más has conseguido es un ciento
por ciento de diez.
—Pero eso es horrible, Gum.
—Es que Gus era un santo miserablemente lúcido y terrible. Cuando yo tenía
ocho años en el colegio, como el Hermano de nuestra clase enfermara dejando de
concurrir a las aulas, fuimos enviados a la clase de religión de un curso más
adelantado. Fue la primera vez, y quizá por culpa de mi aguda inteligencia, que tuve
contacto con una máxima tan cruel como la de Gus. El Hermano había olvidado que
los niños lo aprenden todo. Él explicaba que cada momento de felicidad exigía mil
minutos de sufrimiento. Desde ese día comencé a analizar mi vida a través de dicho
prisma. Para ir a la playa los domingos, necesitaba sacar buenas notas en todo. Y las
matemáticas eran una tortura. Era una semana de angustia. Pero habiendo obtenido
permiso para ir a la playa, antes tenía que asistir a misa, y en la misa había sermón.
Después, en casa todo dependía de la voluntad de mi protector. Y la voluntad de él, a
su vez, dependía de que el automóvil funcionara bien. Y cuando a veces el automóvil
funcionaba, aparecía un llamado médico. Y tenía que aguardar hasta que él pudiera
retornar de la consulta. Si él continuaba con deseos de ir, entonces íbamos. Pero
todavía quedaba la prohibición de bañarse en los lugares en los que otros lo hacían.
Había que quedarse en los rincones, entre las piedras. Y después de todo eso, cuando
la cosa estaba mejor, él resolvía irse. Cuando regresaba a casa con el cuerpo
pegoteado de sal, era el último en usar el baño. Por la tarde, con la espalda medio
www.lectulandia.com - Página 71
quemada, tenía que asistir a la clase de catecismo particular de mi tía, que nos
preparaba para la primera comunión… Y así siempre: cada minuto era el pago de los
otros mil condenados…
—¡Basta, Baby! ¡Qué cosa horrible para una criatura!
—Nunca pude ser una criatura igual que las otras. Pero ante tanto desaliento
apareció la defensa. Cada minuto de felicidad era gozado con la voluptuosidad de los
mil que vendrían en seguida. Vivir es sufrir, Paule, Paule; vivir es condenarse a la
mínima angustia: «¿Qué importa que fulano se cortara una pierna si yo me pinché un
dedo? Es mi dedo el que me duele. Es mi dolor el que duele. Si no existiera primero
mi dolor, quizás el dolor de los otros, de la pierna del otro, significara algo para mí. Y
aun así, solo por comparación: Si fuese yo el que hubiera perdido la pierna; si, en vez
de él, fuese yo». Todas esas son ejemplificaciones de los pensamientos de soledad de
Gus.
—¿No te parece que la vida es una gracia?
—Sí y no. Incluso porque estoy vivo y tengo que vivir. Quizá los hindúes tengan
razón al decir que la vida fue creada por un placer. La propia naturaleza de la
naturaleza humana comete un genocidio para que un ser humano exista. Solo un
espermatozoide fecunda normalmente un óvulo para que la gracia de la vida
aparezca; el resto es eliminado sin ninguna consecuencia. Desde entonces el milagro
de la vida se une a la condenación de la muerte, la clausura y el dolor.
—¿Dónde descubriste todo eso?
—Leyendo como un ratón de biblioteca. Pensando; porque cuando estás
paralizado durante muchas horas cada día, puedes pensar. Es la única liberación.
Sorbiendo ávidamente todas las teorías de gente más culta, asistiendo a clases libres
de filosofía… En fin… ¡La belleza del alma humana!…
—¿Crees en eso?
—Claro, porque creo en Dios. Es más fácil creer que no creer. Comprender es
otra cosa. Dentro de la limitación de la inteligencia humana, ni Gus consiguió
comprender a Dios. Se limitaba humildemente a participar de la presencia de Dios.
Creo en la belleza del alma humana y en la purificación de ésta. Desde que ella
conozca la vivencia de las cosas, que participe de toda la podredumbre humana para
derretirla en beneficio del suave gesto de haber sido creados a imagen de Dios. Si no
todos los hombres serían puros y castos, vulgares y comunes como lo fue san Luis
Gonzaga, el lirio de Dios…
—Baby, Baby, me haces erizar toda.
—No veo por qué. Estamos conversando sin consecuencias. Y tú eres una buena
chica.
Le acarició la barbilla y terminó la frase.
—Eres demasiado linda, mi amor. El hecho de que lo tengas todo no importa,
porque la suerte es generosa y no justa. Si tienes suerte, ¿de quién es la culpa? De la
propia suerte.
www.lectulandia.com - Página 72
Paula estaba pensativa.
—¿Y no le das ninguna chance a la soledad? ¿Serías capaz de nacer de nuevo?
—Hay una sola chance en la vida que dignifica la razón de la existencia; una cosa
común, pero cuando sucede, con quienquiera que sea, parece la renovación de todo:
el amor. Yo viviría de nuevo, nacería de nuevo por ti, Paule.
Callaron, contando los ángeles que pasaban en la oscuridad. Estrechándose
cuerpo contra cuerpo, entibiando el calor de la ternura. Un minuto eterno de felicidad
que apenas iniciado fue interrumpido por el sonido del teléfono.
—He de atender. Debe de ser la Lady-Señora que me busca.
Se desenroscó de él y fue hasta la salita, a atender.
Volvió en seguida y preguntó con ansiedad:
—¿Quieres que vaya, Baby? Es ella, sí. Desea que vaya a cenar y después a jugar
a algo.
Se abrazó a él suspirando, preguntándole dulcemente al oído:
—No quieres, ¿verdad que no, Baby? Estoy deseando tanto que tú no quieras…
Te amo, Baby. Pero decide en seguida. ¿No quieres? Si me cuentas el resto que me
prometiste, no voy. En realidad, no voy, aunque no me lo cuentes…
Hablaba amigable, apasionadamente. Lo besó en los labios tan suavemente como
si usara pétalos de rosas.
—Nosotros no queremos que yo vaya, ¿no es cierto, amorcito? Pero decide en
seguida.
—Paule, mi toujours. Ni yo, ni tú, ni nuestros ángeles de la guardia quieren que te
vayas.
—¡Yo sabía que no ibas a querer!
Se incorporó y regresó a la salita para decidir lo que ya decidiera
caprichosamente. Volvió feliz, y se sentó próxima a él.
—¿Todo en paz, Baby?
—Nosotros cuatro estábamos perfectamente. Ahora llegaron ustedes cuatro y
todo quedó mejor.
—¿Qué historia es ésa de tanta gente?
—¡Mira! —señaló la figura de ambos reflejada en las tres paredes de vidrio del
jardín de invierno.
—¡Qué lindos se nos ve en el vidrio, Baby!
—¿Solamente en el vidrio? Mira. Ese que está allí te va a preguntar, porque le
toca a él: ¿me amas?
La besó lentamente.
—Ahora, aquel que está más lejos.
—¿Me amas, Pô?
Volvió a besarla.
—Y, por fin, este que está más cerca. ¿Me amas, Pupinha?
Paula sentíase en éxtasis. Nadie como él sabía hacer las cosas tan bellamente.
www.lectulandia.com - Página 73
Ahora nosotros dos, Paule, Paule.
Sin que pudiera responder, quedó ansiosa, sintiendo al hombre que besaba sus
ojos, su frente, su boca, sus orejas. Sus cabellos. La lengua caliente que penetraba
locamente en busca de su lengua.
—¿Me amas, Paula? ¿Serás siempre mi toujours, Paula?
Rodaron sobre la espesa alfombra. No existía nada más, nada, ni vidrio ni mar, ni
angustia, ni dolor de vivir. Solamente el amor y el cuerpo fuerte rozando sus senos
duros, dando aquellos escalofríos violentos, voluptuosos, ecos de maravilla. Sus uñas
arañando la espalda caliente, fuerte, musculosa, y la belleza del pecado verdadero que
Dios creara con la poesía del amor.
—¿Me amas, Paula? ¿Me amas, de verdad?
Abrió los labios en un gemido cruel, mordiéndole la boca y las orejas, dejando
que las palabras saliesen húmedas de gozo.
—Baby, Baby, yo te busco desde que fue creada la primera estrella.
* * *
El sol de cerca del mediodía le quemaba el rostro y le dolía sobre los ojos
cerrados. Volvió a la vida y la vida era nuevamente dolor. Movió el cuerpo dolorido
por el tiempo que había quedado en esa posición. Frente a él Zéfineta “B” caminaba
nerviosamente de un lado para otro, en la pared. Vino hasta el piso y respiró aliviada
cuando el hombre se movió. Felizmente, él no había muerto. Estaba vivo.
Vio que la bichita, preocupada, lo miraba largamente.
—¡Ah! mi linda Zéfineta, casi muero. Pero estoy vivísimo. Todavía vivo. ¿Qué
hora será?
Observó el sol y calculó que sería mediodía.
—Necesito ir caminando para almorzar, querida mía. Estoy tan desanimado que
ni voluntad para ir a bañarme tengo, ni de conversar con mis peces. A la vuelta
hablaré con ellos. Feliz tú, mi linda reina, que no necesitas recordar. Porque,
verdaderamente, regresar es siempre morir un poco. Hasta luego, Zéfineta.
Salió medio tambaleante, y Zéfineta corrió por el fondo, cruzó el pasto y con el
corazón en la boca subió al primer árbol de la cerca. Telefoneó preocupada a la
Porterita, para avisarle que él había partido.
—Por favor, Porterita, trátalo con ternura. Hoy, desde que amaneció tiene los ojos
muy tristes, como queriendo llorar. Por favor, amiga mía… nunca lo vi en ese estado.
www.lectulandia.com - Página 74
Capítulo Sexto
EL ADIÓS, LA LÁGRIMA Y EL ESPEJO
Fray Calabaza sintió ese estrangulamiento, esa cosa opresiva que venía del fondo
del corazón y tornaba desagradable todo lo que hiciera. Hasta la piel no era la suya.
La angustia y la soledad lo ovillaban para asfixiarlo. Hacía mucho tiempo que no se
sentía tan deprimido. Caminó por el largo arroyo del Poção, pero no tenía fuerzas
para conversar con los hermanos peces. Les llevó comida, pero en un silencio tan
prolongado que los incomodaba. No estaban acostumbrados a aquello, y eso les dolía.
Volvió a la sala de dibujos. Miró los trabajos ya listos y firmados, fijados a la pared
con clavos.
—Cualquier cosa que dibujes sobre los indios puedes traerla a la galería. La
compramos.
Era una voz conocida de la ciudad. Aquellos dibujos positivamente no deberían
valer nada. Cuando los hacía pensaba realizar la cosa más hermosa del mundo, pero
ahora, lleno de mal humor y de espíritu de destrucción, le parecía que no valían nada.
Tomó un papel y se inclinó sobre la mesa, pero la voluntad no le obedecía. La
inspiración había, huido lejos. Su rostro se enfrentó con Zéfineta, entre los lápices y
los pinceles, observando todos sus movimientos.
—Amiguita, es posible que hoy nada le salga bien a este bobo. ¿Sabes qué pasa?
Hay días, y son raros, que me dejan así, destrozado. No sé si usted me comprende,
www.lectulandia.com - Página 75
Zéfineta “B”, no sé si en su lindo mundo de agujeritos de pared, de banquetes
suntuosos de mosquitos y mosquitas, se pasa por estas fases. Increíblemente, por más
que madure, dos días me persiguen siempre: hoy y Navidad.
Dejó todo y tomó un gran trago de aguardiente en la cocina; tomó sin sentirlo,
casi un vaso. Quería quemar el alma en ese infernal día de soledad. Volvió medio raro
al dormitorio y de nuevo miró a Zéfineta. Lanzó una risa medio desequilibrada.
—Hoy, mi amor, estoy mucho más cerca del whisky que de San Francisco. El
viejo «Chico»… Por eso voy a tomar otro hermosísimo trago.
Volvió medio temblequeante, porque había bebido demasiado. Rió como un loco,
de manera que casi asustó a la lagartija.
—¿Por casualidad oyó usted hablar de la Navidad, Zéfineta? ¡Pues bien, la
Navidad es la fiesta más hija de puta que existe! No debía ser así, no. Pero lo es. Una
fiesta injusta. Me gusta el carnaval porque es alegre y una fiesta abierta a todos. Todo
el mundo toma dos buenos tragos de aguardiente y juega. Juega el rico y juega el
pobre. Juega quien puede y también el otro. En Navidad, no. Es una fiesta deformada,
comercializada. Donde todo es muy caro. Donde no en todas las mesas hay pan, y en
la que no todas las mesas poseen mantel.
Hizo castañetear los dedos.
—Sin embargo, Zéfa, la cosa no fue hecha para que eso ocurriera.
Zéfineta reparó en que él estaba fuera de sí, porque ya tres veces había sucedido
que el hombre, al emborracharse, la llamara de ese modo, Zéfa. Solamente que las
otras veces él se había puesto alegre, cantando cosas muy lindas. Hoy no, esta vez le
había dado por hablar con los ojos mojados de tristeza. Y a ella no le gustaba eso
porque, en su insignificancia de bichito, no podía hacer nada.
—Voy a contarte una historia muy linda. Una vez, un mestizón formidable,
llamado Dios, hizo el mundo, hizo a los hombres, a los pájaros y a las lagartijas;
también hizo la nostalgia, el amor y el abandono.
Dio un hipido.
—Estoy hablando de manera muy difícil para usted, amiguita. Pero hizo todo eso,
y muchas tierras más grandes que este sitio del Poção.
Más llenas de hombres y con mucha menor cantidad de lagartijas. ¿Es más fácil
de esta manera? Me parece que sí. Pero espere que voy a tomar otro poco de maná
para aclarar las ideas y dar mejor compás al corazón.
Ella oyó, asustada, sus pasos indecisos. Escuchó el destapar de la botella y el
gorgoteo del líquido en el vaso. Después los pasos retornaron, más lentos y
vacilantes.
—Bien, ¿dónde estábamos?
Se sentó, medio debilitado, en el rincón de la pared.
—¡Ah, sí! Entonces, el mestizo llamado Dios vio que los hombres se estaban
alejando de la bondad, que peleaban mucho, hacían la guerra y se castigaban mucho
entre sí. Dios escogió a la mujer más bonita, de ojos más redondos, de manos tan
www.lectulandia.com - Página 76
finas como las flores y sonrisa más brillante que una reunión de luciérnagas en noche
sin luna. Esa señora tan linda era la Virgen María. Pero en esta parte, Zéfineta, existe
mucha confusión. Hay gente que cree en eso, y gente que no. Pero la Virgen María
quedó esperando un hijo que venía lleno de ideas bondadosas de Dios, para
sembrarlas entre los hombres. Porque, frente a tanta tontería de la humanidad, era
necesario que Dios tomara una forma humana para que todos comprendieran que el
amor es más beneficioso que la maldad y la rabia. Entonces, la Virgen María
emprendió un viaje, ya con el vientre tan grande que apenas podía respirar. Nadie la
recibía en los hoteles a ella ni a San José, un viejecito carpintero que era todo
dulzura, porque ellos eran pobres, y solo después que Cristo nació apareció gente
buena, dueños de hoteles como la tía Estefanía. Caminando, caminando llegaron a
Belén, y como ella no pudiera más, descubrieron una gruta; y en medio de la paja,
junto a un buey y a un burrito, nació el hombre que debería salvar a la humanidad por
amor. Esa noche el cielo reunió a todas las estrellas e hizo un ramo tan grande que
parecía un cometa, para saludar al Niño Dios. Llegaron llenos de regalos tres Reyes
Magos, cada uno de un color distinto, que venían de muy lejos atraídos por la luz de
la estrella. De ahí nació la costumbre de que los hombres se entreguen regalos en esos
días. Más para acabar esa historia que ya está siendo muy larga, el hombre creció y
escribió una novela muy linda llamada Evangelios. Habló tan bellamente que molestó
a los otros, que lo apresaron y lo golpearon, dando muerte a aquel que era el hijo de
Dios. Después de cometer todas esas maldades, pensaron, pensaron y resolvieron:
uno puede hacer un gran negocio con esto. Y comenzaron a vender vinos, nueces,
almendras, champaña y juguetes, y muchas cosas más. ¡Listo! Eso es la Navidad.
Miró a la lagartija, que se hallaba fascinada con su discurso.
—Es una lástima que yo haya confundido todo, Zéfa. La historia era más bonita,
pero usted sabe, mi amor, que yo formo parte de los hombres. Uno tiene el destino de
nacer con un pedazo de Cristo, del hombre hijo de Dios en el corazón. Es apenas una
miniatura que inyectan en el corazón de las criaturas. Mi Jesusito ya comenzaba a
caminar cuando un padre, un religioso lo asesinó dentro de mi corazón. Entonces,
para no estar totalmente abandonado de Dios, ya que no podía hacer más, adapté
humanamente a Dios a mi inteligencia. Nos hicimos amigos, cobré intimidad con tres
de sus mayores compañeros de juego: Tom, Gus y Chico. Y así voy yendo por la
vida, peleando con Él, haciendo las paces, abusando de Su Misericordia,
distribuyendo sin pretensión un poco de su sonrisa entre los rostros humanos para que
Dios no se ponga más triste de lo que yo me siento hoy.
Colocó los codos sobre las rodillas y apoyó las manos en el mentón.
Quedó unos momentos como desintegrado por tanta tristeza. Entonces su corazón
no aguantó más. Cayó de rodillas y entreabriendo los brazos soltó un grito tan
dolorido que Zéfineta, asustada, trepó por la pared.
Y con la baba corriéndole por el mentón se quejó lúgubremente.
—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! Un poco de piedad hoy. Sólo hoy. Ayúdame. Tú conoces
www.lectulandia.com - Página 77
la honestidad de mi corazón. Conoces la sinceridad de mis confesiones. Siempre me
muestro ante ti sin los siete velos de la hipocresía. Por todo el barro y el estiércol que
existe o existió en mi corazón. Por las heces de mi alma y de mi remordimiento. Por
la suciedad que contagié a mi Cristo asesinado tan joven. Por la prostitución con que
vendí mi cuerpo entre hombres y mujeres. Por las alucinaciones de los tóxicos que
tomé. Por la debilidad con que me vendí por el hambre a los instintos de los otros.
Por el amor de Paula que me trasformó de un «gigoló» en un fraile sin sotana, un
paria sin nadie; por las exploraciones que hice entre los indios, sobre todo por mi
amor por Paula… Dios… Dios… Dios… «Ten piedad de mí. Una sonrisa apenas,
para que no estalle mi corazón de soledad. Ten piedad de este dolor que conocéis.
Ahora os trato de Vos, Dios mío. Y no puede existir mayor humildad que eso…»
Pero Dios aún no había gustado de su oración. Por lo menos lo dejó allí,
encogiéndose poco a poco, volviendo a la posición anterior.
Cuando disminuyeron sus sollozos y las lágrimas hicieron un valle seco y
luminoso entre sus mejillas, Zéfineta descendió lentamente de la pared.
—Discúlpeme, amiguita mía. Lo único que un hombre tiene de real es la
verdadera noción de su debilidad.
Después fue murmurando cosas lentamente, para que el corazón no se le astillara
de dolor.
—La otra cosa que me duele, Zéfineta, es que hoy —y nosotros estamos en el
mes de junio—, hoy es el día de mi cumpleaños. Y yo no tengo a nadie. Perdí en un
mundo confuso toda idea de afecto y de familia. Quise engañar a mi corazón
haciendo del amor al prójimo mi familia, y debo de haber fracasado, porque en caso
contrario no estaría haciendo lo que hago.
Todavía ebrio, pero un poco menos, tuvo una idea.
—Espere, que ya vuelvo. Usted me va a ayudar.
Volvió a entrar en la cocina y retornó con un plato y un pedazo de guayabada
dentro. Un trozo de vela estaba incrustado en el dulce.
Acercó un banco a la mesa y sentóse en él. Después de encender un fósforo para
prender la vela, sonrió melancólicamente a Zéfineta.
—Ahora, Zéfa, cante conmigo para festejar mi cumpleaños. Imagínese que
estamos en su lindo palacio, en un salón enorme, lleno de armaduras relucientes, y
que los cirios iluminados circundan el vasto salón. Hágase cuenta de que nosotros dos
estamos caminando del brazo, distribuyendo sonrisas por el ambiente lleno de gente
distinguida. Vea bien, mi reina: a un lado están todos los pederastas, putos,
homosexuales, putas, rameras, viejas entregadoras, viejas ninfómanas y toda una
corte de barro y podredumbre que chupan la guayabada de mi cuerpo. Y al otro lado,
una banda de gente pobre sin rostro, sin significado, a quien pensé haber hecho algún
bien, en vez de ser bueno… Inclinemos respetuosamente la cabeza ante ellos, ya que
todos fueron hechos a la imagen de nuestro buen Dios. No somos nosotros los que
iremos a juzgarlos, ya que existen, han salido del genocidio de cromosomas que el
www.lectulandia.com - Página 78
propio Dios permitió que la naturaleza hiciera.
Dejó escapar una carcajada mayor.
—No caerá un solo cabello de su cabeza sin que ésa sea la voluntad de Dios. Qué
manía de arrojar la culpa de todo a Dios. Imaginen qué trabajo debió de haber tenido
Dios con los pelados. La mayor parte de su tiempo la pasaría en eso y castigando a
los fabricantes de productos de hacer crecer el cabello… Bueno, vamos a soplar la
vela y acabar con la fiesta. Cuando yo haga ¡flup! usted canta conmigo:
«Felicitaciones para mí
en esta fecha querida.
Muchas felicidades
y largos años de vida…»
* * *
www.lectulandia.com - Página 79
Undrubligu, que dormitaba más de lo que hablaba, preguntó:
—¿No dijiste que ibas a contarnos la historia de Navidad que él te contó ayer?
—¿Para qué? Antes de que yo termine ya estarás durmiendo.
—No importa; hago como con las novelas. Mañana Ranglabiana me cuenta lo que
no escuché. Y si ronco ustedes pueden codearme.
Zéfineta pensó cómo podría traducir la historia que fray Calabaza le contara,
reduciéndola a la más simple expresión para aquellas minúsculas inteligencias. Tomó
actitud de gran narradora y comenzó:
—Fue así: Dios, el Gran Camaleón que hizo el mundo, estaba muy triste. Triste
porque había una pelea infernal entre los seres que habitaban los grandes ríos. Por
causa de la pesca y de las aguas, los cocodrilos se peleaban con los yacarés. Estos con
los caimanes, y los caimanes con los gaviáis. Era una pelea tan grande que el río
quedó rojo de sangre, en vez de conservar claras las aguas…
Miró alrededor y vio el interés de los oyentes. Valía la pena continuar, entonces.
—Al Gran Camaleón no le gustó esa situación. «Finalmente no hice el mundo
para que él se destruyera solo». Piensa que piensa resolvió darle una oportunidad al
mundo, mandándole un hijo santo y cocodrilo para salvar a la humanidad. Y así lo
hizo: tomó una iguana muy linda, muy verde, de ojos redondos, que se llamaba María
y estaba casada con un viejo yacaré llamado José, y dijo:
«Tú serás la madre de mi hijo».
Se oyó una vocecita, medio a lo lejos:
—Él no contó nada de eso.
Zéfineta se puso loca de rabia. Ranglabiana amonestó:
—Cállate la boca, Xititinha. No te metas en conversaciones de los mayores.
Vamos, niña, prosigue que la historia está muy linda.
—¡Entonces sucedió la cosa! María quedó esperando su nidada, de la que sólo
valdría un huevo, ya que de él nacería el hijo del Gran Camaleón. Fue a buscar un
hotel, porque ya estaba muy pesada, pero todos los grandes montes de arena del río
estaban ocupados. Además, ellos no podían pagar, porque José era muy viejo para
cazar y no había pescados muertos con que pagar el alquiler. Fueron caminando,
caminando, hasta que llegaron a Belén.
Undrubligu quedó intrigado:
—¿Qué Belén? ¿Belém do Para?
—Creo que sí.
—No sé… yo tengo un primo que vino de allá, como polizón de una
embarcación, y que conoce toda la historia de Belém, pero nunca me contó nada de
eso.
—Si el hombre dijo que fue allí, es porque fue. Él no miente. Pero ¿voy a poder
continuar o no?
Llegaron a un acuerdo y guardaron silencio.
—Solamente en una gruta en la que habitaban los calangoes encontraron abrigo.
www.lectulandia.com - Página 80
Ahí nació el hijo que vendría a llamar al entendimiento entre los hombres. ¡Fue una
fiesta! Tomaron un gran yacaré, le colgaron adornos y lo colgaron del cielo como una
gran linterna para anunciar el nacimiento del hijo divino del Gran Camaleón.
Vinieron tres grandes reyes cocodrilos de tres colores: uno amarillo, uno verde y uno
marrón. Trajeron regalos caros: trozos de pirarucu[15] pez eléctrico, aceite de boto[16].
Una verdadera fiesta. Habían venido de lejos y eran grandes reyes.
—Si vinieron de lejos, sólo podían haber venido de Manaus, descendiendo por el
Amazonas. Zéfineta no sabía explicar ese detalle.
—Creo que así fue.
—¿Y entonces?
—Entonces el hijo de María creció y se trasformó en el más lindo cocodrilo del
mundo. Tenía unos hermosísimos ojos verdes y pestañas doradas. Fue hablando,
diciendo cosas lindas y hermosas enseñanzas para la humanidad. Quien aprovechó
aquello, lo aprovechó bien, y se hizo mejor. Pero a los ladrones, los atrevidos, los
deshonestos no les gustó nada de eso. Y como eran mayoría, tramaron matarlo.
Armaron una emboscada y ¡zas!, lo arponearon. Como su cuero era muy lindo, con él
hicieron millares de carteras de cocodrilo, cintas y billeteras. Por eso en Navidad todo
el mundo hace regalos y se bebe mucho. Hasta hoy todavía se regalan carteras de
cocodrilo, recordando al que viniera a salvar la humanidad. Eso fue todo.
Ranglabiana comentó:
—El final está medio descocido, pero es de elogiar la gran memoria que tiene esta
niña y la gracia para contar las cosas.
Undrubligu, todavía impresionado con la historia de Belém, rezongó escéptico:
—Para mí que ese amigo tuyo estaba algo confundido. Las borracheras producen
esas cosas.
El ratón viajero apenas comentó, decepcionado:
—Así es.
Pero Xititinha estaba allá en lo alto, toda revuelta.
—No dijo nada de eso. Ella lo cambió todo. La historia que el hombre contó era
una belleza.
Fue preciso que Ranglabiana la sujetara por el rabo para que Zéfineta no pasase a
las vías del hecho con la lagartijita.
—¡Mañana te agarro, chismosa, embustera!
—Calma, niñas, calma. No hay motivo para tanto. Vamos todos a dormir, que es
mejor.
Cada uno se recogió en su sueño sin sueños.
Zéfineta no conseguía dormir, excitada por el día terrible que había pasado. Oía,
gracias a Dios, que el hombre roncaba tranquilo, allá debajo del mosquitero. Eso la
apaciguó un poco, pero no dejaba de recordar que el hombre pronto se iría. Y que, al
partir, su pequeño mundo perdería su encanto, al menos por varios días.
Allá abajo, él roncaba. Seguro que, ya que podía soñar, estaría soñando con
www.lectulandia.com - Página 81
aquella mujer que lo perseguía como un fantasma. ¿Cuál era el nombre de ella? Ah,
sí, Paula… Cuando tuviera una hija, si la memoria no la traicionaba, la llamaría así.
Sería lindo cuando por las tardecitas le gritara para que viniera a dormir:
—Paula… Paula… Paula…
* * *
www.lectulandia.com - Página 82
—Mi amor, no puedes continuar viviendo como vives. No quiero ni lo permitiré.
Debes aceptar lo que estoy haciendo, con toda naturalidad. Siquiera porque estoy
preparando un montón de cosas para tu futuro. Si estás así tan… ¿Cómo diré? ¡Qué
sé yo! Si no quieres aceptar una cosa mínima como una simple habitación, ¿cómo te
pondrás cuando sepas que vamos a São Paulo el viernes próximo?
Se levantó, molesto. Por primera vez después de haberse encontrado, tuvo un
gesto grosero para Paula.
—¿Y si no quiero ir?
—Pero nosotros queremos que tú quieras, Baby. Es la única forma de poder creer
en ti. Eso no es vida.
—¿Piensas transformarme en un «gigoló», realmente?
—No pienso. Tú ya lo hubieras podido ser antes, de haberlo querido.
¿O no? Pienso en una vida más digna para ti. Ye conseguiré un empleo cualquiera
en el que no te mates. Ya mandé preparar un pequeño departamento para que
comiences a vivir, para que no estés obligado a vivir conmigo en mi lujoso
departamento de Higienópolis. Hablé con la «Lady-Señora» y ella consiguió ya un
departamento en São Paulo. Mi primo es dueño de una cadena de diarios y te
conseguirá un puesto de ilustrador o algo que valga la pena. Ganarás lo suficiente
para pagar tus gastos. Después, con tu propio esfuerzo, podrás mejorar tu situación.
Entonces, como honestamente me gustan tus trabajos, comenzaremos —esto también
con mucho esfuerzo tuyo— a transformarte en artista, valiéndonos de la inteligencia
y la sensibilidad que tienes.
Se levantó y, ante la desorientación de Baby, caminó por la habitación, dura y
arrogante, cruzando los brazos y apretando los codos.
Se detuvo de nuevo cerca del hombre, recostado en el respaldo de la cama, y
frunció la frente.
—Ven aquí.
Olvidando en un instante toda la independencia con que hiciera su vida se levantó
para colocarse junto a Paula.
—Mírame de frente, como un hombre. Y como un hombre dime de una vez si
quieres mejorar de vida o no. Si quieres continuar chapoteando en la podredumbre o
en el cinismo, o si aceptas una ayuda para vivir simplemente con decencia, como el
hombre decente que tratas de esconder. Responde de una vez. Todavía es hora. Así no
perderemos nuestro tiempo.
—¿Cómo quieres que te responda? —preguntó casi sin voz.
—Si lo quieres, estréchame en tus brazos. En caso contrario, abofetea mi rostro
para que sepa que perdí mi última ilusión sobre los hombres.
Con los brazos trémulos la envolvió y llevó sus labios a los de Paula. Paula soltó
un suspiro con gusto a muerte. Enredó los dedos en sus cabellos sedosos y los
acarició con lentitud. Sintió que las lágrimas se deslizaban por su rostro, y que no
eran de ella.
www.lectulandia.com - Página 83
—¡Estás llorando, Baby! ¡Oh, mi Baby, mi vida!
Emocionado, él confesó.
—Paula, nadie hizo nada igual en la vida por mí. Todos me devoraban, me
devoraban sin piedad. Eran caníbales alrededor de mi apostura. Solamente eso,
siempre, toda la vida.
Dejó que él se desahogara y, dominando la propia emoción, haciendo acopio de la
máxima ternura, confesó también:
—Yo no perdería la estrella que busqué en mi vida. Por eso estoy luchando por
ella. No dejaría que desaparecieras como un simple bólido sin rumbo.
Se apartó de él.
—Vamos hasta el jardín de invierno. Nosotros, más nuestros ángeles de la
guardia, están muy necesitados de un coñac.
* * *
—São Paulo tendrá otro horizonte para ti. Río es una ciudad marcada. Vamos a
hacer un brindis.
Entrechocaron las copas.
—Ahora que todo pasó, Baby, voy a confesarte mi miedo. Si te hubieras ido,
habría enloquecido. Juro que me mataba…
Él hizo rodar la copa entre los dedos, observando su elegancia y divirtiéndose con
la danza de la bebida, dentro de ella.
Quizá sea mejor salir de aquí. Cuando una ciudad nos humilla hasta el punto de
conocer los cafés donde la mediocridad es mayor, es porque está decidida a no darnos
una oportunidad…
Bebieron largamente, y él analizó a Paula con un respeto que antes nunca tuviera.
Sonrió.
—Pareces Mavirú. No por nada tienes los cabellos negros y lisos como Mavirú.
—¿Quién es Mavirú?
—Una historia del Xingú. Marivú era una india casada que vivía en la aldea de
los indios Camaiurás. Una india que debía tener unos veinticinco o veintiséis años.
Un día ella fue con el padre a visitarnos en el Puesto del Servicio de Protección a los
Indios. Allá tropezó con Kanato, un muchachón de la tribu Iualapeti, Kanato tenía,
cuando mucho, dieciocho años, había sido criado por la gente del Puesto y sabía
hablar portugués muy bien. Cuando Mavirú vio a Kanato, aquella belleza se enamoró
de él. Rieron al mismo tiempo. De vuelta a su tribu, Mavirú llamó al padre y al
marido y les confesó:
—Voy a separarme para casarme con Kanato.
El padre le preguntó:
—¿Y si Kanato no quiere?
www.lectulandia.com - Página 84
—Va a querer. Y si no quiere no continuaré más con mi marido.
Juntó sus pertenencias y se fue a buscar a Kanato.
—¿Y después?
—El tiempo fue pasando y como las mujeres indias envejecen rápidamente, ella
pensó: «Debo ser inteligente para no perder a Kanato. Él se va a dar cuenta de que
estoy poniéndome vieja». Entonces salió con Kanato y los hijos, de aldea en aldea,
buscando una mujer joven y bonita. Consiguió una y la llevó a su cabaña. Todos
viven muy felices y ella no perdió a su gran amor.
Paula rió.
—La historia es muy parecida. También estoy separada de mi marido. Y también
soy más bella que tú… pero mira, gran cuentero, puedo volverme vieja, una ruina,
caerme a pedazos, pero no te dividiré con nadie.
Y le dio un mordisco en la oreja para probar lo que decía.
—Pô.
—Hum…
—Siéntate aquí.
—¿Para qué?
—Ya lo verás.
Lo complació. Y, como un gato, él se estiró en el sofá, acostándose en su regazo.
Preguntó cínicamente:
—¿Así está bien, Paule? Si es así, pasa la mano por mi pecho.
Ella obedeció, fascinada.
—¿Qué más?
—Ahora escucha. Pero va a ser doloroso.
—No dejaré que duela mucho.
—Por eso te pedí que hicieras tantas cosas.
El gran error había sido el casamiento de su padre con su madre. Él rubio,
educadísimo, culto, hijo de portugueses; ella analfabeta, muy morena, hija de indios
Pinagé. Se conocieron en la fábrica donde trabajaban los dos. Después el nomadismo
de la madre, fenómeno natural, que no lo dejaba parar en ningún empleo. Siempre se
repetía lo mismo: trabajar un año aquí, después otro allá, sin consolidar nunca una
posición. La india hablaba en voz alta, lo fascinaba. Y después estaban los once hijos.
Dos murieron. Quedaron nueve y el tiempo fue llegando, trayendo consigo la edad y
la imposibilidad de renovación en el trabajo. Ahora mismo, desde hacía largo tiempo
que estaba sin empleo. Fue preciso que ella volviera, ya con bastantes años, a los
telares del Molino Inglés, y que las hermanas mayores trabajasen para ayudar a
soportar el peso del hogar. La educación de los hijos se tornaba pesada, y por eso
entregaron una hija a una prima casada con un médico rico que no tenía hijos.
Mientras esa hija era educada como una princesa, los otros se preparaban desde
temprano para el camino de cualquier empleo en la ciudad. Después, él, que había
partido hacia el Norte soñando con artistas de cine y caballos blancos…
www.lectulandia.com - Página 85
Un barco. El mareo que se apoderara de él lo hacía quedar acostado, mareado.
Incorporábase solamente cuando sentía que el barco se detenía en el puerto.
De noche, atontado de sueño, mareado, veía al padrino al que se veía obligado a
reconocer como a otro padre, inclinado sobre él, preguntando:
—¿Ya rezaste?
Ni siquiera sabía lo que era rezar.
—¿No vas a misa? ¿No estudiaste el catecismo?
Recordaba haber ido a las clases de catecismo del padre Vasconcelos, que le
habían parecido tan aburridas que ni valían el sacrificio para ganar una estampita o
una medalla. Mejor, y por ser de tarde, a la hora en que soplaba el viento, era empinar
barriletes, obstaculizar a los otros poniendo trozos de vidrio en la cola de las grandes
cometas y lanzarlas a la otra calle.
—No, señor.
—Entonces vamos a aprender.
Tomó su pulgar y fue distribuyendo las palabras de acuerdo con las cruces: por la
—señal— de la santa —cruz—, líbranos Señor…
—Sin aprender a rezar, nadie va al cielo.
Por primera vez escuchó esa palabra que comenzaba con «c» y terminaba con
«o», y que en sus dos sílabas debería encerrar la salvación del hombre. Cielo hasta
aquel momento para él había sido el lugar en el que se agitaban los barriletes o,
cuando mucho, de noche, se prendían las estrellas.
El caserón colonial. Muros enormes con lanzas puntiagudas sobre las rejas que
encimaban el paredón. Palmeras imperiales en filas. Jardín bien cuidado, con flores
de todas clases. Un arco en el centro, que era una belleza cuando se agitaba. Los
balcones, las grandes salas. El austero comedor con una mesa de Jacarandá siempre
brillante, ovalada, inmensa, para que pudiera ubicarse toda la familia. Un huerto lleno
de frutas, que ni siquiera precisaban ser robadas. Mangos, zapotes, cocoteros. La
capilla para la misa de los domingos, muy hermosa, siempre arreglada por tía Raquel,
el afecto personificado en una solterona. El establo donde había dos caballos medio
viejos, completamente inútiles, uno blanco y el otro castaño. Un nicho con un San
José das Palmeiras que decían que, por más que lo colocasen en la capilla, siempre
escapaba para ese lugar. Una abuela linda, de cabellos peinados con raya al medio,
blancos, muy blancos; siempre de negro, caminando con una dignidad maravillosa.
En su pecho lucía constantemente un camafeo. Además de esa abuela, había
adquirido nuevos tíos y algunos primos. Pero todos tenían su propia vida y sus casas
lejanas. Por la noche aparecían para rezar el rosario de las seis.
La casa de su nuevo padre era un hermoso chalet, a la derecha de un gran terreno;
con una gran terraza sombreada por mangueiras de amplias copas y zapotes olorosos.
En la casa grande vivía un primo, muy peleador, que le daba grandes bofetadas,
porque era más fuerte.
Y¿qué más? Ah, había un perrito Lulú todo estropeado, al que había atropellado
www.lectulandia.com - Página 86
un coche. En seguida se hicieron amigos. Y allá venía el perrito, con los cuartos
traseros desequilibrados, como una bicicleta mal dirigida, a lamerle el rostro o
intentar acompañarlo en sus juegos.
—¿Sabes?, Lulú, vas a correr tanto, vas a aprender a jugar para alcanzar la pelota,
subir las escaleras y tantas otras cosas, que acabarás por curarte.
Yasí había ocurrido.
Apenas llegado de la escuela, donde el estudio era pan comido para él, almorzaba,
jugaba un poco, hacía los deberes y se esforzaba por trabar amistad con los nuevos
árboles, probando frutos de los que nunca oyera hablar. Todo eso le había sido dado a
cambio de la calle, del polvo y el sol, de peleas y palabrotas. Todo lo que comenzaba
a hacerle falta. Le faltaba la ternura de las cosas y de la gente. Desde que pasara la
curiosidad por él, se había trasformado en un niño más, sin importancia alguna, que
no era notado ni visto. Vivía bien arreglado, comenzaba a ser limpio, pulido,
civilizado.
La fascinación de la casa grande lo atontaba. Andaba por aquellos cuartos
enormes. Dejaba de lado la parte superior, reservada a una tía que vivía allí —una tía
casada—, a su abuelo y también a la tía Raquel. Se perdía en la habitación de juegos,
donde el primo tenía hasta billar. Y se quedaba mirándolo todo, sin tocar nada,
contemplando la bicicleta. Pero el primo no era como Sergio, y nunca se la había
ofrecido para dar una vuelta. Abría la puerta prohibida del cuarto de juegos y se
quedaba deslumbrado mirando el salón de fiestas. ¡Qué cosa más bella! Los muebles
negros, tapizados. Las alfombras coloridas y sombrías. Los espejos largos, con garzas
rosadas pintadas, con dibujos de follajes verdes. Las cortinas rojas de terciopelo, tan
suaves, que caían desde el techo hasta el suelo. Y los dos pianos. Uno pequeño y otro
con una cola redonda. Más lejos, una pianola que debía ser más inteligente, ya que
tocaba sólita. Los tres muy negros. El grande tenía una dentadura toda blanca y larga,
y estaba lleno de notas. Sabía eso porque lo adoraba, y cuando no había nadie rozaba
levemente las teclas. Ese era uno de sus buenos momentos. Todo el mundo estaba allá
arriba, y muchos habían salido.
Dio una vuelta alrededor del estudio del abuelo. Todo vacío. Perfecto. Se deslizó
por el salón, abrió el piano y con el dedo fue buscando las notas que se juntaban para
hacer sus músicas. Era un misterio aquello: Buscando una nota junto a otra iba
descubriendo cosas; si se equivocaba volvía a investigar hasta dar con el sonido
exacto. Estaba perdido en un mundo que descubriera hacía menos de una semana,
cuando la llave de la puerta central giró rápidamente y apareció la figura negra de la
abuela.
Quedó paralizado de horror al ver que ella se acercaba lentamente. No había
tenido tiempo de huir. Sintió que le temblaban los labios y los ojos se le llenaron de
lágrimas. Suplicó:
—Abuelita Inés; no me pegue. Yo sé que soy un niño desobediente, pero prometo
que no lo haré más.
www.lectulandia.com - Página 87
Se puso a llorar, pegando el rostro contra las teclas.
Pero las manos que tocaron sus hombros eran de una increíble dulzura.
—¿Qué es eso, hijo mío? Nadie te va a pegar. Nada hay de malo en lo que estás
haciendo. Ven acá. Siéntate conmigo en el sofá.
Y sacó un pañuelo muy blanco, con el que limpió el rostro de la criatura.
—Ahora, corre aquella cortina y vuelve aquí.
Obedeció, todavía lloroso. Con la luz, una bondad calmosa se esparcía por el
rostro de la abuela. Sondeó sus intenciones, todavía con desconfianza.
—¿No se va a enojar conmigo, abuelita? ¿Ni me castigará? Ella sonrió, meneando
la blanca cabeza.
—¿Ni va a contárselo a nadie?
—Nada de eso. Vine aquí porque escuché una música muy linda y quería ver
quién era el ángel que tocaba tan bien.
Su voz era diferente, calma y graciosa; a veces, ella hablaba de una cierta manera
que parecía cantada.
—Pero, ¿no está prohibido venir al salón de fiestas?
—En cierta forma, sí. Se cierra, dejando los muebles cubiertos con fundas para
que no se arruinen. Pero eso solamente para que siempre esté lindo cuando haya
fiestas. ¿No te parece qué si entrara gente a todas horas se pondría sucio y feo?
—Sí, abuela.
—¿Te gusta jugar con el piano?
—Es tan lindo…
—¿Y por qué no juegas con el de tu casa?
—Hay un montón de cosas, abuela, que están prohibidas para los chicos. El piano
está cerrado con llave.
—¿Qué música estabas tocando?
—Una música de donde yo vivía antes. Un hombre salía por las calles con los
folletos de las canciones y se detenía a cantarlas. Los que gustaban de las letras, iban
y se las compraban. Yo me pasaba todo el día acompañándolo en todas las esquinas
en las que él se detenía para cantar. Así aprendía…
Se detuvo un instante.
—¡Era tan lindo!
—¿Y en tu casa no descubrían lo que hacías?
—No, porque yo era buen alumno y pensaban que estaba en la escuela. El hombre
venía a la ciudad solamente los miércoles. Había días que yo ni siquiera iba a
almorzar.
—¿Y no te extrañaban? Rió traviesamente.
—Nada, abuelita Inés. Éramos muchos y la comida poca. Cuando faltaba uno era
porque ya había encontrado donde comer, y entonces quedaba más para los otros.
La anciana estaba emocionada.
—¿Ahora no quieres jugar?
www.lectulandia.com - Página 88
—¿Adónde, abuela? Quedó espantada.
—Era una casa con un fondo tan grande, tan llena de cosas, en donde solamente
se prohíbe matar pajaritos…
—Ya fui a hablar con los caballos, pero ellos no me hacen caso. Fui a jugar con
Tulú, pero él en seguida se cansa porque está enfermo. Ya pasé por todos los
rincones…
Entonces la abuela notó la soledad de la criatura, que estaba sintiendo la falta de
la calle, de los hermanos, del mundo que le fuera robado tan abruptamente. Nadie
reparaba en eso.
—Entonces vamos a hacer una cosa. Cierra la cortina, cierra el piano y vamos a
visitar mis rosales, ¿quieres?
—Yo siempre veo cuando usted pasea entre ellos.
—¿Por qué? Porque tengo muchas rosas amigas allí.
—¿Y ellas la conocen?
—Sí, todas. Y todas tienen nombre, ya vas a ver. Bajaron las escaleras tomados de
las manos y se fueron a perder en las alamedas del jardín…
Se removió en el regazo de Paula y preguntó:
—¿No estás cansada, Paula?
—Estoy encantada. ¡Qué vida tuviste, Baby! Enciéndeme un cigarrillo, ya que me
tienes prisionera.
—Y tu hermana, ¿por dónde andaba todo ese tiempo?
—Interna en el colegio. Y era bueno, porque nunca vi mayor aburrida. Durante mi
infancia ella fue un infierno. Aún hoy sigo sin relacionarme con ella. Si hay una
persona a la que detesto…
—Pero ¿cómo se puede hablar así de una hermana? ¿Cómo pueden odiarse dos
hermanos?
—Eso es más viejo que la posición de hacer caca…
Paula rió.
—Ya vienes con tus cosas. Parece que volvieras a tus travesuras de niño en la
calle.
—Es verdad. Esas cosas suceden desde Caín y Abel, Esaú y Jacob. La Biblia está
llena de casos así.
¿Todos tus hermanos se te parecen?
—Ninguno. Casi todos, con excepción de Gloria que murió, son morenos tirando
a indios. El único claro, y también el único que tiene las taras de los indios, soy yo.
La sangre también. Tú misma ya viste con qué facilidad me bronceo al sol. Voy a
continuar, para después no volver a hablar del pasado nunca más.
Descruzó las piernas para cambiar de posición.
—Bien, mi abuela fue quien descubrió lo que torturaría mi vida durante muchos
años: el piano. Mi instinto musical. Y así se acabó mi paz. ¡Todo el tiempo música,
después del colegio! No podía hacer ejercicio, subir a un árbol, a causa de mis
www.lectulandia.com - Página 89
preciosas manos. Y le fui tomando un grandísimo odio al piano; él y la falta de cariño
me trasformaron en un niño ensimismado, callado, hosco. No me cobraban cariño,
pero en compensación yo tampoco me apegaba a nadie. Fue duro descubrir que mi
reducida geografía estaba equivocada. Tuve que patear lejos mis sueños y mis
cowboys favoritos. Comencé a gustar solamente de películas de amor y besos. Eso
todos los domingos creaba fricciones con la familia. A los doce años sucedió algo que
cambiaría el rumbo de todos nosotros: mi abuela murió.
…Recordaba que ella se había ido a Río para operarse, y que a su regreso el tío
Abel dio una gran recepción en los salones de fiesta. Él había ensayado una pequeña
pieza de la que era autor, en la que participaban varios primos. Después hubo una
parte musical, cuyo programa inició él tocando una musiquita llamada La Tulipe. La
abuela, sonriente, encontraba todo lindo, y cada uno que terminaba su número iba a
recibir su beso de agradecimiento…
Pero ella no había regresado nada bien. Comenzó a sentir dolores que la
obligaban a recibir continuas inyecciones y a quedar postrada en la cama. Los nietos
casi nunca subían a verla. Y cuando lo hacían notaban que estaba cada vez más flaca
y débil. Su bonito rostro se había vuelto anguloso y chupado.
—¿Qué tiene abuelita?
Uno de los primos dijo, haciéndose el misterioso:
—Tiene cáncer.
—Y eso ¿qué es?
—¿Nunca oíste hablar de eso? Es una enfermedad mala que come a las personas
en vida y que da mucho dolor. Si abres el pico diciendo que fui yo el que te lo contó,
te lleno la cara de bofetadas.
Una noche en que los grandes no salían nunca de la casa, la abuela comenzó a
morir. Su agonía duró hasta las dos de la tarde del día siguiente.
El silencio había venido a vivir en cada cosa. Después, la llegada de las flores,
gente pobre invadiendo los jardines, llorando a la mujer cariñosa que ella había sido
toda la vida. El cuerpo en la capilla. La familia también llorando en silencio para
besar su rostro macilento y enflaquecido. Con horror había esperado que le tocara el
turno. Quedó estupefacto ante la muerte, capaz de destruir un rostro tan bello. Ahora
yacía allí, frío y callado, muerto y triste.
Baby se detuvo.
—Oh, Pô, nunca más quiero ver a nadie morir de cáncer. Si supieras qué feo y
repugnante es. Y sobre todo ella, que siempre tuvo algún rayo de ternura hacia mí…
—El rostro de la muerte nunca es lindo.
—No siempre; depende del que muera. Pero el cáncer es cruel.
Se levantó para barrer la emoción del recuerdo. Sirvióse un coñac y ofreció otro a
Paula. Se desperezó.
—Me hiciste revolver en un baúl viejo de reminiscencias; solamente tú podrías
conseguirlo. Bien, el resto tiene poca importancia. Me volví un rebelde. Para todo
www.lectulandia.com - Página 90
había un sonsonete acompañándome: «No niegas que eres indio», «No puedes negar
que eres Pinagé». Indio: eso era lo más repugnante de que podían tacharme. Sentía
gran amistad por mi padre e incluso lo quería… pero él no me tenía afecto. Hasta
ahora nunca signifiqué nada para él. El resultado fue que tengo dos madres y no
poseo ninguna; tengo dos padres y no poseo ninguno. Es mejor así. Pero volviendo a
un punto importante: cuando terminé el colegio secundario, en el que siempre fui el
primer alumno, aumentaron mi edad para que me pudiera inscribir en el preparatorio
de la facultad: e hice un excelente curso en medicina, hasta las pruebas finales del
segundo año. Después, con la misma capacidad de destrucción que siempre tuve, lo
abandoné todo. Quizá para herir a mi padre, que esperaba que continuara con su
consultorio. Pero no servía para médico. Me presenté a un concurso en la marina
mercante y obtuve el primer puesto, embarcando hacia las costas del Brasil como
oficial de cubierta, control de carga, etcétera.
—Todavía hay dos cosas que me gustaría saber, y después te dejaré dormir en
paz. La primera es…
—Di.
—¿Qué fue lo que modificó en tu familia la muerte de la abuela?
—La fortuna, que había sido dilapidada en seguida por los hijos mayores, poco
después quedó en nada. La anciana, inteligentemente, en su testamento, para evitar
peleas entre los hijos, había dejado la vasta mansión a los padres Salesianos, para que
en ella hicieran un colegio para niños pobres. Dolió un poco ver las reformas
introducidas por los sacerdotes, que acabaron con los jardines y ampliaron los fondos
de la casa, modificando y haciendo más angosta la capilla. Lo que restó, algunos
terrenos y casas, se dividió entre todos. Y cada cual fue por su lado. ¿Qué más
quieres saber?
—¿Cómo te convertiste en modelo profesional de desnudo?
—Con mi independencia de todo, escapé al servicio militar. Y no supe qué hacer.
—La marina mercante ¿no te daba derecho a la reserva de la Marina?
—Sí, pero cuando llegué a Río era tiempo de fiesta. Por lo menos necesitaba un
día para ver la ciudad, los amigos, hasta a los parientes. Pero lo inmediato es que se
daba conmigo una maldita complicación: tan pronto llegaba a los puertos, cuanta
ramerita había quería dormir gratis conmigo, y había un jefecito que, nada…
Rió con gusto.
—En ese tiempo, Paule, yo era una uva. Campeón de natación en todas las
distancias, con un pechazo que era un verdadero nido para un rostro de mujer.
—Alabancioso.
—Cierto, así era. Pero volvamos al tema. En venganza, mi jefe en una de las
escalas me designó para trabajar. Protesté, discutimos. El me insultó. Yo lo levanté
por los hombros y ya iba a arrojarlo a la bodega cuando me sujetaron a tiempo.
Entonces me dieron vacaciones para siempre y perdí el tiempo en que estuve a bordo,
porque no me lo hicieron anotar en mi libreta. Vino lo peor. Cuando cumplí veintiún
www.lectulandia.com - Página 91
años me presenté al ejército con mucha rabia. Siempre odié el uniforme.
¿Sabes lo que sucedió? Fui desertor por un mes. Acabé yendo escoltado a la Villa
Militar, consciente de que si servía en el ejército sería trasladado al CPOR[17]
problema más angustioso todavía, ya que no tenía dinero ni para el uniforme. Fui al
examen médico y me descubrieron una afección de corazón, dándome permiso de un
año, por incapacidad temporaria. Volví feliz a mi unidad, porque en un año, podían
pasar muchas cosas. Pero me aguardaba una sorpresa. Tenía que cumplir la pena de
dos meses como castigo por insubordinación. Aguanté quince días; por la mañana
tenía que quedarme desnudo dentro de los baños, para lavar mi ropa. Una inmundicia.
El batallón estaba repleto de gente maloliente, sudada, sucia. No sé qué diablos pasó,
ni lo quiero saber. Ni si mi proceso biotipológico funciona exactamente o no. Pero
sucede que, en mi formación, o el treinta por ciento de glándulas femeninas o el
setenta por ciento de potencialidad masculina, o ambas cosas juntas, no soportan el
olor a sudor de ninguna clase. Me fui quedando triste, sin deseos de comer…
¿Imaginas lo que pasó?
—Te enfermaste.
—No, trepé el muro y huí. Huí hacia la libertad y la aventura, pasando a ser
desertor. Me arrojé a la selva, y allá estuve más de un año. Pasé tiempos de lluvia y
de sequía; trabajando con el machete y con el remo. Abriendo caminos y derribando
mangabas en los campos de aviación. ¡Una belleza! Si me apresaban, la pena sería
dura. Pero ya lo resolví todo. No hace ni veinte días, en seguida que llegué.
—Entonces ¿ya eres reservista? ¿Cómo lo conseguiste?
—Ya sé… si no lo hubiera resuelto, tú tendrías un pariente en el ejército que…
—Me robaste el pensamiento.
—Lo conseguí de la manera más sórdida.
—Quiero saberlo.
—Paula, sabes que a mí no me gustan las mentiras. Ni siquiera por cinismo. Pues
bien, cuando yo llegué, bien quemado, fuerte, conocí en un bar a un tipo muy bien
educado que se enamoró de mí. Era uno de esos que tienen las glándulas al revés.
Como descendía de un gran general de la historia del Brasil, y a su vez el padre era
un general que estaba en el candelero en el país, me dijo que conseguiría solucionar
mis problemas sin correr el riesgo de que me llevaran preso. Pero…
—Tendrías que dormir con él.
—Exacto.
—¡Qué horror!
—Si yo hubiera sabido que algún día sería la estrella que tú buscabas desde que
fueron creadas las estrellas, te habría esperado. De todo lo que pasó nada me ensucia,
porque fui como un pijama azul de seda para un ciudadano del Brasil legalizado. A la
hora de jurar la bandera, a todo lo que hacía jurar a la gente yo le ponía un «no» en la
frente. Como a luchar, guerrear. ¡Si yo siempre estuve contra la guerra, la mortandad
y el odio!…
www.lectulandia.com - Página 92
—¡Eres un monstruito!
—Pero coherente conmigo mismo.
—¿Y él?
—¿El, quién? ¡Ah, el tipo! Me pidió que volviera otras veces, como es natural.
Pero yo, dueño ya de mis papeles en regla y cumplida mi palabra, lo miré y le dije
tranquilamente: «¿Sabe una cosa? ¡Váyase a la mierda!»
Paula rió largamente.
—Hay algo que no llego a comprender. Es que teniendo todo en orden continúes
posando de modelo.
Cuestión de disciplina. Tenía que concluir las poses para no perjudicar el trabajo
de nadie. Pero, aun así, no tenía la certeza de que cambiaría de vida. Hacer otra cosa
sería lo mismo que hacer cualquier otra cosa. Y entre mis ambiciones no había gran
ambición de ser nada en particular.
Besó a Paula suavemente y bostezó:
—¡Esta es la vida! ¡Vida!…
* * *
www.lectulandia.com - Página 93
—¡Ah, malandrina!, ¿dónde te habías escondido?
Pero ella no se atrevía a dejar el agujero. Por sus ojos pasaba la sombra de una
dolorida timidez.
—Puedes salir, bobita. ¿Estás con miedo por la borrachera de fray Calabaza? Ya
pasó todo. Juro que no te causaré ningún daño.
Sin embargo, ella permanecía indecisa.
—Venga, querida, estoy despidiéndome de cada uno de ustedes. Mañana pasará
un gran avión que me llevará lejos. ¿No quiere?
En vista de eso, Xititinha cobró ánimos y se arrastró fuera de su escondrijo.
Fray Calabaza no pudo contener un grito de asombro: Xititinha estaba
incompleta, le faltaba un pedazo de cola.
—Pobrecita ¡Era por eso! Debe de haber dolido mucho. Pero no importa, ya te
crecerá otra cola en seguida, y como tú todavía eres muy jovencita, te recuperarás.
Mira: mañana, cuando fray Calabaza parta, tú y las otras tengan mucho cuidado.
Desgraciadamente no a todos los nombres les gusta hacer nacer en el rostro de los
otros la sonrisa de los ángeles. Cuidado con los chicos de la calle y con los indios
pequeños, vendrán aquí a cazarlos con hondas y arcos. Avísales a todos, recuerda
bien esto. Habla con los pájaros, con los lagartos, con todos. ¿De acuerdo?
Sonrió a la bichita estropeada, pero no dejó de sentir un raro embarazo. Fue hasta
el Poção, a decir adiós a los peces. Con ellos era peor. El cardumen estaba bien
compacto y era fácil de pescar. Muy pronto la laguna, al disminuir el volumen de las
aguas, no alimentaría el canal, y éste, sin fuerzas, no tendría vida para trasmitirla al
gran pozo. La fuente dejaría de cantar. Las aguas del Poção irían perdiendo la
vivacidad y poniéndose verdes hasta desaparecer. Entonces los pájaros del cielo
descenderían sobre los peces para diezmarlos. Y eso si antes no aparecían con flechas
y anzuelos los angelitos morenos que comían guayabas…
Por esa razón llenó sus manos de harina, de arroz cocido y hasta de restos de
avena, que fue distribuyendo en silencio, viendo aquella fiesta de vida y de alegría
que ya no tendría mucha duración. Con las manos sumergidas, dejaba que los mandis
se divirtieran. No había nada que decir. En tres días, como máximo, ellos perderían
los reflejos condicionados y, viendo que el hombre no regresaba, buscarían mientras
estuvieran vivos su manera de pasar el tiempo.
Subió el barranco y miró el rancho, los cocoteros y el verdor de los mandiocales.
Quería aprender de memoria el paisaje, grabarlo en el corazón, para acudir en los
momentos más duros a aquel recuerdo de verdor y de ternura.
Entonces todo se hizo más duro. Faltaba ella. Ella. No podía escapar a esa
realidad. Disimuló, pasó de largo, pero retornó allí, donde ella debería estar
esperándolo.
En un mes Zéfineta había crecido, hasta convertirse en una oronda lagartija. En
breve estaría haciendo su nido al pie de la canjirana[18]. Ya había comenzado a dar
grandes paseos por su tronco, investigando el futuro, haciendo planes.
www.lectulandia.com - Página 94
Por la aflicción que revelaban sus ojos redondos ella ya debía de haberlo
adivinado todo. Sintió como una intensa conmoción y se quedó con los ojos llenos de
agua. Esta vez lloraba bajito, ¡oh, hombre tan llorón!
—Mire…
Les costaba nacer a las palabras.
—Mire… yo… no vine a pelear con usted por causa de la cola de Xititinha. No
necesitaba tener tantos celos porque usted, querida mía, siempre fue mi predilecta.
Aun sabiendo que la cola de la lagartija se renueva y se recompone, no precisaba
hacer eso con ella, que al final de cuentas es casi un bebito… y le debe de haber
dolido mucho…
Se calló para recuperarse.
—Pero eso no es nada.
Tomó impulso y comunicó brutalmente:
—Mañana tempranito me voy para siempre, Zéfineta.
Se limpió una lágrima obstinada que descendía aún, sin quererlo.
—Deseaba agradecerle todo lo que hizo por mí, todo. Usted merece ser una reina,
mereció el hermoso nombre de Zéfineta “B”, la Única. Si no fuera por su gran
simpatía y comprensión, ¿qué habría sido de un hombre que de rico sólo tiene una
sombra y por compañera únicamente la tristeza obligatoria? Sí, mi bichito lindo.
Lástima que no pueda sentir todo lo que mi corazón está pensando. Mañana me voy.
Y cuando me vaya, siempre la recordaré con amistad, mi reina.
Fue emocionándose cada vez más; ya casi no podía hablar.
—Cuidado con los chicos y con los hombres. Avise a los pájaros que no dejaré
nada para ellos. Que mañana, cuando encuentren sucias las vasijas y las ventanas sin
abrir, me perdonen. Tengo que hacer eso para que se alejen lo más rápidamente
posible de aquí, porque vendrán los chicos con hondas y tramperas. ¡Cuídense y
vivan!
Se pasó el revés de las manos por los ojos. Y viendo que no alcanzaban, se limpió
los ojos con el borde de la camisa.
—¡Qué tonto soy!, ¿no Zéfineta? Feliz de usted, querida mía, que no necesita
llorar. Esas son cosas necesarias a los hombres, para que no revienten. Pero tenga
mucho cuidado, bichita linda. Un día, si yo vuelvo por aquí, quiero ver este mundo
poblado de Zéfinetitas traviesas. Adiós.
* * *
www.lectulandia.com - Página 95
Cerró la pequeña cancela de la entrada y salió sin hacer ruido.
La vida todavía estaba medio adormecida. Pero Zéfineta “B”, desde arriba del
tejado, observaba angustiada su partida.
Él depositó la pequeña bolsa en el suelo y bendijo con los ojos, emocionado, cada
cosa del rancho. Después pidió a Dios:
—Haced que cada uno no sufra mucho con la muerte. Por mi parte, Dios mío,
muchas gracias. Gracias por los pájaros, los peces, los innumerables bichitos que
tanto me ayudaron.
Guardó las vasijas y salió en dirección al camino, perdiéndose lentamente entre el
mandiocal.
Zéfineta no sabía qué hacer. Descendió del tejado hacia la pared, y allí se quedó
observando el escenario que perdería ahora toda su belleza: la flauta musical de la
voz del hombre. Todo sería igual que antes. Un mundo deshabitado. Y cuando viniera
gente, no traería el mismo espíritu de bondad y de poesía.
Balanceó indecisa la cola hacia un lado y continuó descendiendo lentamente por
la pared. Algo había muerto en su almita. Y algo había nacido, que dolía tanto como
nunca lo pensara. Una despedida era lo peor que viera hasta ese momento en el
limitado tiempo de su mundo.
Caminó por el suelo, tratando de escuchar la suavidad de sus pasos. Nada. Miró el
verde todavía oscuro de la mata que se cerrara sobre sus espaldas. Sabía que él no
volvería más.
Subió a la mesa a fin de examinar las cosas que dejara para los indios. ¡Qué pobre
era su amigo! Solamente tenía esas pocas cosas para dejarles. No sabía llorar, pero su
alma estaba humedecida de tristeza. Y su tristeza era un río que se llenaba en el
tiempo de las grandes aguas. Vio el espejo reflejándose a través del techo. Subióse a
él y se deslizó por su superficie. Se detuvo para mirar.
«Feliz de usted que no necesita llorar…»
No, no era feliz. Necesitaba llorar y no sabía. Relajó el cuerpo y se quedó
acostada, llena de dolor, sobre el frío del espejo. Miró los ojos, miró los ojos, miró los
ojos… Entonces le vino aquel gran dolor. Comprendió que los hombres vivían tanto
porque al llorar evitaban ese dolor. Pero ella no, ella era una simple lagartijita
indefensa, sin nada, de ojitos redondos, sin ninguna lágrima. Y el dolor vino
creciendo, doliéndole toda, desde el lomo hasta la punta de los dedos. Cuando llegó al
máximo, no resistió más.
Al llegar los indios que acudieron a buscar las cosas, en seguida que escucharon
el ronquido del avión levantando vuelo, tomaron el espejo asustados por el lugar tan
raro que había elegido aquella lagartija para morir.
www.lectulandia.com - Página 96
SEGUNDA PARTE
PEDAZOS DE MEMORIA
www.lectulandia.com - Página 97
Capítulo Primero
ESPUMAS DE ÉXITO
www.lectulandia.com - Página 98
—¿Cuándo acabará todo esto? Sería tan bueno que nos fuéramos a mi
departamento… Preparé un montón de cosas de las que te gustan…
—¿Por qué no a mi departamento?
—Hoy no, Paule, Paule. Solamente hoy, ¿me entiendes?
Ella rió, llena de amor.
—Entiendo.
Hizo un gesto como para levantarse. Pero él apoyó la mano firme en su brazo, y
la detuvo.
—Una cosa, Pupinha. Estoy sintiéndome un poco mareado. No sé si es de
felicidad, o por el champaña.
—Son las dos cosas, Baby. Es la embriaguez del éxito.
—¡Pô, qué linda estás! Sabes que el color rosa no me gusta, pero el rosado le da
un lindo tono a tu piel.
Ella sonrió.
—Es el más viejo truco de la mujer, desde que se inventaron los colores. El
rosado rejuvenece enormemente, tontito. Cuando las mujeres ya dejan de ser
jovencitas tienen que usar ciertos trucos con los colores. ¿Qué pintor es éste que
ignora eso?
—Lo ignoro todo, pero tú puedes aclarar las cosas de vez en cuando, así como…
Paule, Paule, ¿me amas?
—Te amo tanto que voy a tener que dejarte. Mira quién viene.
Atravesando el salón, derramando una sonrisa que la iluminaba, se iba
aproximando Gema, siempre ruidosa. Besó a Paula en ambas mejillas.
—Me atrasé por culpa de esa infernal escuela de danzas que no me da un segundo
de descanso. ¿Dónde está el genio?
Él se levantó y recibió en las mejillas el beso de la amiga.
—Estaba buscando al genio.
—Sólo si fuera el genio B…
Paula lo censuró.
—Hoy no, Baby. La fiesta es de gala…
Gema lanzó una de sus alegres carcajadas y se sentó junto a Baby.
—Cuídalo, que necesito ir a mirar cómo van las cosas por ahí.
Gema miró divertida los ojos del muchacho que desaparecían en una sonrisa
constante, y también por efecto del alcohol ingerido.
—¡Gemoca, qué bueno que hayas venido!
—¿Muchas ventas?
—No sé. Porque no consigo prestar atención a nada. Dice Paula que ya reservaron
varios cuadros. Sólo sé que tengo los músculos del rostro doloridos de tanto sonreír.
—Mañana ustedes comen conmigo en casa ¿no?
—Por mí es seguro. Depende de Paula.
—Ya arreglé eso con ella… ¿Por qué te ríes ahora?
www.lectulandia.com - Página 99
—¡Qué sé yo!… Tanta gente, tantas fotografías, tantas compras… estoy pensando
si realmente mis dibujos y óleos valen algo.
—Esa es la duda más vieja de un artista. No vayas a pensar que Renoir, Gauguin,
Van Gogh estaban seguros del arte que practicaban.
—Bien, eso ya es un consuelo.
—¿Vino la Lady-Señora?
—¡Imagínate! Mi dulce enemiga íntima me mandó unas flores y una tarjeta
gentilísima. Viniendo de quien viene, ya es lo máximo…
Quedaron comentando pequeños detalles de la inauguración de la muestra. No
parecía que todo aquello formara parte de su fiesta. Paula recorría el salón saludando
a personas, analizando los cuadros, dando una opinión sobre el que más le gustaba.
Los ojos de Baby, cuando se cerraban, acompañaban su paso sin perder un solo
detalle de sus movimientos.
—Gemoca; ¿no te parece que Paula está hermosa?
—Ella siempre fue linda. Siempre fue un amor de criatura.
—Aun con el rosa está bien. También tú estás linda. Y yo. Todo el mundo está
hermoso hoy. Hasta aquella flaquita de allá, vestida de blanco, fina y trasparente
como un sobre aéreo.
—Cállate la boca, loco. Aquélla es Denise Longchamps. Rica hasta el alma. Debe
haber comprado por lo menos dos cuadros tuyos.
—¿Sabes lo que yo haría ahora, Gemoca?
—No debe ser nada bueno.
—Alejaba a todo el mundo y salía bailando un vals de Strauss contigo.
Descenderíamos por las escaleras de la Galería. Y quedaríamos bailando tomo dos
locos por la calle San Luis. ¡Uf, qué calor! ¿Podré aflojarme el cuello?
Gema lo ayudó en la operación.
—¡Qué tontería inventar esto! Paula dice que cuando sea un artista de verdad
podré andar como quiera. ¿No bebes nada? Hay un cocktail de champaña que
Elizabeth Taylor inventó para nosotros y que es un sueño: champaña y jugo de
naranja y no sé qué más. Cuando pase el mozo tomamos uno.
—Solamente yo; tú estás que ya ni siquiera abres los ojos.
—No los abro, Gemoca, pero la verdad es que ni así consigo diferenciar la
pesadilla que me persigue: hoy champaña, ayer pan sin manteca. En lugar de manteca
comía otro pan…
—Eso ya pasó. Olvídalo.
—Pasó, sí, gracias a Dios.
* * *
Dado que la felicidad es una cosa completamente irrisoria, Paula vivía dentro de
una cuarteta de calendario:
Por lo tanto, dentro de su simple felicidad, ¡seamos felices! Vengan en seguida los
otros ítem de la felicidad.
—Evitar de cualquier manera la monotonía del tiempo.
—No siendo posible, por lo menos disimular la monotonía del tiempo.
—Finalmente, hacer del tiempo un tiempo en función de las cosas más
desagradables.
Más que eso era imposible. El resto que se desprendía de esas máximas, ella
todavía lo miraba con la ternura del amor. Pensando así había aparecido en su vida,
cuando más lo ansiaba, la estrella que soñara desde que ésta se creara.
Entonces, como el amor está por encima de toda comprensión, ella establecía sus
* * *
* * *
Tomaron asiento ante una pequeña mesa y Paula comenzó su refacción. Su rostro
liso, sin rastros de pintura, tenía un frescor maravilloso.
—¿Está buena esa comidita de pajarito?
Paula detuvo el tenedor en el aire y miró fijamente a los ojos de Baby.
—¿Qué era tanta prisa, cuando ahora estás aquí, haciéndote de rogar? ¿Realmente
tenías algo que decirme, o solamente querías verme?
Él sonrió, bastante confundido.
—Deja de ponerte como un gatito que se restriega en las piernas de la gente y
cuéntame.
—¿Sabes qué pasa, Pupinha? Que hoy recibí una carta de un fantasma.
* * *
Pasó el día fastidiado. No sabía qué hacer ni adonde ir. Entró en un cine, pero el
film le pareció terriblemente aburrido y se retiró antes de que terminara.
Buscó un bar, entró, y pidió un gin-tonic bien helado. Estaba preocupado con todo
aquello. Había concertado la entrevista con Silvia en el bar del hotel donde ella se
hospedaba. Tenía deseos de no ir. La curiosidad del comienzo, tan agudizada, iba
fallando a medida que se aproximaban las horas, dejando en su lugar un sentimiento
de desengaño. Se ponía a meditar siempre sobre lo mismo. Después de tantos años…
No eran pocos. Posiblemente Silvia lo encontraría viejo, acabado. No estaba
totalmente destruido, pero se perdía a lo lejos el tiempo en que poseía líneas
apolíneas. Ya se había comenzado a habituar a la inexorabilidad del tiempo. Su
vientre presentaba un dedo de gordura que él siempre se esforzaba en suprimir. Su
rostro se había arrugado alrededor de los ojos; no mucho, pero lo suficiente para
permitir una comparación con el pasado. Bajo el mentón, la futura amenaza de una
papada poco elegante… Todo eso en él. Pero ¿y en ella? Recordaba bien su pequeño
cuerpo erguido y elegante. Los senos duros y en punta. Su mentón voluntarioso y dos
hoyuelos en el rostro. El modo de caminar torciendo la cabeza hacia la izquierda,
cuando venía a esperarlo debajo del árbol de ficus-benjamim, en la placita de Natal.
¿Y ahora? ¿Sería la misma? ¿O por ventura se habría tornado una viuda gorda y
sudorosa?… No era bueno pensar en la confusión de ambos al enfrentarse y comparar
el estrago causado en ellos por la vida…
Por eso había hecho la cita para la noche. Entonces irían a comer fuera, o
buscarían un bar, una boite donde la luz tuviera la caridad de ser discreta.
Bebió un largo trago y se puso a prestar atención al movimiento de la calle que
pasaba indiferente ante su mesa. No obstante el esfuerzo por distraerse, el
pensamiento, imantado, retornaba al mismo punto incómodo.
Pagó el gasto y se puso a caminar sin rumbo fijo, tratando de interesarse en las
vitrinas. Pero la tarde demoraba en traer la noche. Aceptó varios cafecitos con
muchos amigos que accidentalmente encontraba. Visitó dos galerías de pintura, pero
* * *
Nunca Paula había aparecido tan deslumbrante después de un viaje a Río. Sus
mejillas habían adquirido un tono sazonado, maravilloso. Y lo que le dolía a Baby era
la indiferencia con que hablaba de todo.
—Sí. Fuimos a la playa en grupo. Hicimos un poco de yachting. El sol de Río,
que empezaba a enfriarse a causa del invierno, era una delicia.
Sentóse en el sofá y encendió un cigarrillo como solo ella sabía hacerlo, con
elegancia hasta en los menores detalles. Después de una gran bocanada que provocó
una nube de humo, miró a Baby, frente a ella. Se sentía lastimada y temerosa; por eso
se resguardaba en esa actitud femenina de defensa y seguridad. No dejó de
estremecerse íntimamente al reparar en el rostro de él. Algo muy grave le estaba
sucediendo. Había adelgazado bastante. Demasiado para esos tres días. Lo molesto
era la expresión de su rostro triste.
—Caramba, Pô. Pasas tantos días lejos y, cuando llegas, entras en la sala y ni
siquiera me das un beso de bienvenida.
—Es verdad, es verdad. Me había olvidado.
Con un gesto sofisticado extendió la mano para que él la besara.
—Siéntate allí para conversar.
Obedeció prestamente.
—Entonces, muchacho…
Pero en vez de comenzar a hablar, él miró a Paula tan desesperado que las
lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro. Paula se conmovió y quebró un poco
* * *
* * *
Entre las cosas buenas surgían, cada vez menos distantes entre sí, las disputas.
Estaban excesivamente estragados para admitirse y comprenderse
completamente. Ambos habían sido corrompidos por la vida, habituados a una
exagerada mala crianza que los tornaba parecidos: temperamentos semejantes
chocando y entrechocando en la desesperación de la igualdad.
Resultaba irritante aquella manía de encontrar que todo lo norteamericano era
mejor y más eficiente…
Quizás aquel viaje fuera demasiado prolongado… Tal vez la soledad de la selva
produjera esa fiebre de impaciencia… Acaso las bebidas que Silvia siempre adquiría
en los poblados y de las que abusaba un poco durante la noche… Quizá también esa
forma de luna de miel abrigada por un amor prisionero, un amor que tenía un límite
para todo; un amor simplemente familiar, sin audacia, sin variantes, sin extremos de
intimidad, proporcionara paulatinamente una selva aburrida y sin sabor.
* * *
* * *
* * *
* * *
Una semana después, todo el miedo había desaparecido de ella. Hasta admiraba la
rapidez con que se adaptó al ambiente. Se había hecho íntima de los trompudos
txucarramáes. Aprendía cantos con ellos. Les enseñaba cancioncillas en inglés, lo que
no dejaba de ser bastante pintoresco y anacrónico. Se bañaba sin ropas en el río
Tuatuari, en medio de las indias, y se divertía bastante. Pero pasados los primeros
días de encantamiento y diversión, comenzó a sentir la ausencia de Gum, que salía
por la madrugada y regresaba cansadísimo, lleno de garrapatas. Andaba visitando las
aldeas y tratando a los indios enfermos.
El Xingu era lindo, pero no tenía la alegría del deslumbrante Araguaia. Y la
primera mancha de tedio comenzó a brotar, muy despacito.
Después de haber establecido tanta camaradería con todos los indios, después de
jugar y cantar con ellos y enseñarles canciones en inglés, Silvia comenzó a demostrar
que la monotonía la iba sitiando.
Empezó por dar pequeños paseos sola, cerca del campamento. Le pidieron que no
se alejara mucho, o de lo contrario que se hiciera acompañar por un indio de
confianza. La mujer de fray Calabaza, como la llamaban, había caído en gracia a
todos, y al mismo tiempo sentían verdadero placer en servirla. Miraba lo que hacía
Gum y, viéndolo ocupado, esperaba pacientemente que terminara su tarea, aunque no
dejaba de protestar:
—Honey, tú no me prestas la menor atención. En plena luna de miel me cambias
por cualquier indio.
—Querida, no se trata de eso. No hay nadie en el Puesto que entienda de
farmacia, y no cuesta nada dar una mano a los demás. Pronto estaré libre.
Le rodeaba la cintura y olía sus cabellos con placer.
—¿Por dónde quieres pasear? ¿Te sientes medio abandonada, desde que los
txucarramáes se fueron?
—¡Qué raro!, ¿no, Gum?
—¿Qué cosa?
—¡Estoy embarazada!
Se sintió palidecer ante aquella frase.
—¿Qué pasa? Estoy diciéndote algo cierto. ¡Estoy grávida!
Se había quedado sin saber qué responder, y ello de alguna manera había irritado
a Silvia.
—¿Qué hay de raro en eso? Somos normales. Un hombre duerme con una mujer,
y viceversa. La mujer deja de tener sus flujos mensuales por dos meses seguidos. Por
lo tanto…
La declaración, dicha tan en frío, hacía que estallaran definitivamente todas las
reservas del absurdo. No podía ser verdad. Un hijo en aquel momento y en esas
circunstancias tenía el carácter de un crimen vil. Un hijo así solamente serviría para
apresurar la muerte vinculada con un plazo fijo.
Se rascó la cabeza, desorientado.
Silvia comenzó a enfurecerse con su actitud inexplicable.
—¿Así recibes la noticia que te doy? Un hijo nuestro ¿no tiene ningún significado
para ti?
Intentó justificarse.
—No es eso, querida. Tú no puedes tener un hijo. Nunca deberás tener un hijo.
* * *
Un caso así, pensaba, exigía un médico. Y para elegir un médico, lo mejor era un
amigo. Sobre todo porque ese médico-amigo ya estaba al corriente de todas las
complicaciones de su vida. Lo había enterado de todo antes de su partida para el
sacrificado viaje.
La enfermera lo reconoció con una sonrisa.
—¡Qué quemado está! Y más delgado, también.
—Tomé mucho sol en la selva.
—¡Qué envidia! Y uno aquí, en este frío endemoniado, sin un poquitito de sol.
¡Usted sí que sabe vivir!
—¿Está el doctor Alfonso?
—Tiene usted suerte. Cada vez que aparece, él está desocupado o por
desocuparse. Voy a avisarle.
* * *
* * *
Después del primer especialista vinieron los otros Y Paula siempre empeorando.
No había remedio que detuviera la vejez. Y no existía consuelo para ello, por lo que
Paula se entregaba a la desesperación. Quizás ella no fuese tan joven como le dijera
la primera vez; pero ¡oh! el terrible secreto de las mujeres…
Había tomado una extraña decisión, como si aún quisiera aprovechar todos los
restos que quedaban de su belleza y su disminuida juventud. No se contentaba con
beber en casa, con esconder el comienzo de su ruina a los ojos de los demás.
Sádicamente, parecía encontrar placer en exhibirla, en ilusionarse con las frases
fingidas de muchas amigas que también huían de los mismos problemas.
—¡Estás espléndida, Paula!
—¡No cambias nada, Paula!
—¡Los años pasan y continúas siendo la misma!
Comenzaba a embriagarse desde que tenía conciencia de estar más o menos
despierta. Era trasladada casi a cuestas hasta el departamento y exigía de Baby una
paciencia inagotable. Tomaba comprimidos para dormir. Despertaba pidiendo
remedios para los restos de su embriaguez. Una vez mejorada, comenzaba de nuevo
la búsqueda del alcohol, ininterrumpidamente.
Baby también se resentía con los efectos de la bebida; sus ojos, además de la
tristeza, denotaban ahora una falta de brillo poco común. Su organismo, joven y
* * *
* * *
* * *
Y vinieron las grandes lluvias que todo lo encharcaron. Con ellas, las primeras
fiebres y la invasión de mosquitos. Las noches eran calientes y asfixiantes adentro de
los mosquiteros. La humedad arruinaba hasta las pilas de las linternas.
Pasaba el día penetrando en los ranchos y en espera de enfermos que llegaran de
las aldeas lejanas, para tratarlos. Los comprimidos de «Aralém» iban desapareciendo
de los frascos. Trabajaba de la mañana a la noche para fatigar el cuerpo y descansar el
alma Nada más de pensamientos ni de nostalgias. El tiempo ya sobrepasaba el mes y
Orlando aún no había vuelto. ¡Dios del cielo! Vivir en un «fin del mundo» como
aquél, y que el gobierno descuidara un misérrimo presupuesto que apenas alcanzaba
para pagar las cuentas de las provisiones enviadas desde Goiánia…
La lluvia corría monótonamente por los aleros del rancho y los chicos se divertían
como alegres pajaritos, sobre las grandes montañas de arena que Orlando mandaba
traer de las playas distantes para que ellos jugaran.
Un día llegó un indio camaiurá.
—Fray Calabaza, tengo un chico enfermo en la aldea. Tiene las piernas
paralizadas, no camina más. Necesita venir aquí a curarse, o que el avión lo lleve a la
ciudad.
—¿Por qué no lo trajiste?
—No es nada mío, no es mi pariente.
—¿Qué tamaño tiene?
Señaló con la mano la altura del chico.
—¿Cómo se llama?
—Itaculu.
—Los parientes de él ¿no lo traerán?
—No tiene a nadie. Vive en el rancho de Uacucumá. Nadie trae a nadie. Dicen
Xauara pipiararê
Xauara pipiararê…
Ueru, ueru, ueru.
Ueru, ueru, ueru…
La misma letra fue repetida tres veces, y la voz se extinguió. Debía ser una
canción aprendida de algún indio txucarramáe, cuando ellos estaban en tiempo de
caza y aparecían como nómadas por allí, ostentando la belleza de sus hermosos
batoques, que daban una terrible impresión de dureza y ferocidad. Se acordó de
Silvia, al ser rodeada por primera vez por un grupo de once recién llegada de Nueva
York y recibiendo aquel impacto brutal de la selva…
Ni se sintió adormecer, cuando inmediatamente despertó con el sonido del timbre
del despertador.
—¿Ya, Dios mío?
Oprimió el botón del reloj, para no despertar a los otros. Bajó hacia la madrugada
lluviosa y hasta la orilla del río. Se lavó y ahuyentó la posible pereza que podría
acometerlo. Le parecía que su empresa se iba a tornar durísima Pero jamás dejaría
abandonado en un rincón a un pobrecito paralítico, amenazado de ser muerto por
haber adquirido fama de hechizado.
Fue hasta la cocina y buscó algo para pellizcar. Calentó café de la víspera y
descubrió en un plato un trozo de jeibu casi roído por las hormigas. Las expulsó del
* * *
—Llueve, llueve que llueve… Llueve, llueve que llueve… Fuera de allí cantaba
el sapo.
—Llueve, llueve que llueve… Llueve, llueve que llueve… Y el sapo cantaba,
fuera.
El día era de lluvia. Y también la noche. Raros eran los estíos en que todo el
mundo corría para aprovechar la pausa, yendo hasta la plantación a recoger mandioca
para preparar la harina, o pescar algo con un poco más de comodidad.
Había llegado el tiempo en que los árboles se cubrían de grandes bellotas verdes.
Los indios las recogían y esperaban que maduraran. Tomaban las pulpas y las
colocaban dentro de grandes cestos, que hundían en el río para conservarlas frescas
más tiempo. Al pasar los días retiraban los cestos y con su contenido hacían una
especie de bebida medio acida.
Había llegado una carta de Orlando acompañando un montón de artículos
alimenticios, y pidiendo que tuvieran un poco más de paciencia porque todo estaba
más atrasado de lo que esperaba. Preguntaba si podía quedarse para Navidad, pues
hacía ya cinco años que no pasaba las fiestas con los suyos
¡Dios del cielo! Ya estaba cerca la Navidad. Y debía estarlo, porque el Tuatuari se
hallaba en el grado máximo de su creciente. Hasta sus aguas, siempre tan
trasparentes, habían adquirido aquella característica tonalidad sucia y amarillenta.
Navidad. No quería recordar esa fiesta. Especialmente la de los últimos años, cuando
se engañara creyéndose feliz. Era el tiempo de los encendedores de Paula.
* * *
* * *
Enero se fue mojado. Orlando volvió. Febrero pasó rápidamente. Con marzo la
lluvia disminuyó, y abril presentó el sol: más sol, mucho más sol que lluvia. Y,
cuando llegara mayo, con el frío comenzaría la bella época de las sequías y del
verano.
Entonces se dio cuenta de su gran adelgazamiento, y de qué larga y rojiza se
había vuelto su barba.
—¿Sabes algo, Orlando?
—Sí.
—En ese caso no necesito hablar.
—Habla igual.
—¿Adivinaste que estoy furiosamente cansado de este Xingu miserable?
—Quieres dar una vueltita, ¿no?
—Eso mismo.
—Estás ansioso por mojar el bizcocho, ¿no? Rieron amigablemente de la broma.
LAS TORTUGAS
* * *
* * *
* * *
Salió por la galería con la cabeza baja. Con miedo de que todo el mundo hubiera
leído el diario y lo acusara, cuando lo descubrieran caminando. Tomó la calle Sete de
Abril, cruzó hacia el edificio de la Telefónica y caminó por la calzada. A pesar de la
donación del cónsul llevaba el alma revuelta. Si tropezara con ese periodista… Sin
darse cuenta, estaba parado frente al edificio del diario. Bastaba cruzar la calle, tomar
el ascensor y restregarle el papel en la nariz a aquel puerco. La rabia creció en su
alma. Llevado por un ciego impulso arremetió por la calle, distraído…
* * *
* * *
La bañera se había vuelto un río. Un río caliente, como solo sucede cuando el
gran calor prepara las lluvias. Un calorcito de noviembre. Podía quedarse desde las
dos de la tarde hasta las seis, que el agua no mataba el calor. Soñar no costaba nada, y
fray Calabaza, sumergido hasta el pescuezo, cerraba los ojos yendo por viajes muy
conocidos del pasado. ¿Por qué el pasado? En seguida comenzaría un período de
masajes, ejercicios y radioterapia, y poco después se prepararía para viajar. Dos
meses sin caminar, con las piernas prisioneras en aquella armadura de yeso… No fue
cosa muy simple. ¡Cómo adelgazó en su prisión! Ahora había tenido conocimiento
del número de fracturas sufridas. En una sola pierna, dieciséis, y rotura de rótula.
Poca gente aguantaría eso. Extraño era no sentir la tibieza del agua sobre la piel,
desde el ombligo hasta la punta de los pies. Ni siquiera el sexo aprovechaba aquella
delicia de baño que los miembros superiores sabían diferenciar.
La primavera ya debía de haber ido al sertão. Las tortugas habrían desovado en
setiembre; aunque quedaban las retrasadas, las que todavía abusaban del mes de
octubre. Sonrió, pensando que el anzuelo para tortugas no tiene aguijón.
—¡Basta de baño, muchacho!
Abrió los ojos y encontró el alegre rostro de David.
—Sólo un poquito más, David.
—Nada de eso. Media hora de baño sirve para sacar la suciedad hasta de un
hindú. Se agachó y destapó la bañera. El agua hacía remolinos bajando sobre su
* * *
* * *
* * *
Las luces habían retornado a su antigua fuerza. A no ser por un resto de debilidad
y de dolor en los ojos, todo se recomponía. Los brazos estaban llenos de ataduras,
desde las muñecas hasta arriba de los codos. En la otra cama, Alfonso dormía el
sueño de los justos. Tuvo deseos de despertarlo para preguntarle:
—¿Estás sintiendo, Alfonso?
Pero le dio pena su cansancio y el sueño que venía entrecortado por un leve
ronquido. Él había tenido un día atropellado, por su culpa. Era mejor dejarlo dormir.
Pero el olor aumentaba tremendamente. Y no era imaginación. Un olor a
guayabas llegaba de todas partes.
Ante sus ojos, la luz tomaba una inusitada intensidad. Era como si fuese de día.
Las paredes del cuarto comenzaban a ensancharse y a adquirir un color blanco
esplendoroso. La puerta se había ensanchado hasta desaparecer y formar un corredor
enorme y también fulgurante. Allá venía él, caminando lentamente y arrastrando las
sandalias por el mosaico reluciente. Alcanzaba a divisar los pantalones blancos y la
camisa también blanca, con las mangas levantadas hasta los codos.
Era la segunda vez que se le aparecía su padre; pero la otra vez usaba solamente
un pijama azul y calzaba chinelas.
¡Pobre padre! Solamente dos años antes de morir, cuando el corazón ya no le
servía para nada, lo había descubierto. Cómo quería, de lejos, a su padre. Pero nunca
había significado gran cosa para él. Sólo al final de su existencia había comenzado a
admirarlo, gustando hasta de sus dibujos y cuadros. Sabiendo de su condenación,
cuando podía se alejaba de Paula, aun antes de internarse en el sertão, para quedarse
algunos días a su lado. Intentó remediar en aquel poco tiempo toda una existencia
carente de su cariño y comprensión. Cuando éstos aparecieron, ya estaba cansado de
esperar. Un retrasado regalo de la vida.
Se acercaba más; lo suficiente para ver su rostro moreno en el cual la barba
azuleaba Sus cabellos, como cuando muriera, con un leve encanecimiento en las
sienes. Se detuvo junto a su cama y sonrió. Después inclinóse, ofreciendo su rostro
para ser besado. Como siempre lo hiciera, dejábase besar, confirmando las dos
variaciones de besos de la vida: la de los que besan y la de los que se dejan besar.
Se sentó a su lado y lo miró firmemente a los ojos.
—¿Entonces, hijo?
—Cuénteme cómo está, padre. ¿Está bien? Su aspecto es muy bueno.
Llevado por la ternura, quería mover los brazos atados y apretarlo contra el
pecho. Quizás así barriera el vacío y la soledad de las últimas horas.
—Estoy bien, muy bien. Es cuanto puedo decir, y tú mismo puedes verlo.
Alargó el brazo y colocó la mano abierta sobre su pecho, como si acariciara su
Seis meses son, más o menos, 184 días. Cada día, 24 horas. Cada hora, 60
minutos vividos uno por uno, excepto las horas de sueño. Vividos, no. Deslizados,
no; arrastrados.
Arrastrados, propiamente, no. Aprisionados: aprisionados como todo,
prendiéndose en un eslabón condenatorio. Desde el alma, en el cuerpo. El cuerpo, en
la silla de ruedas, la rueda en el eje… ¿Y el eje? ¡En la puta que lo parió!…
Necesitaba no contar el tiempo. Olvidar, olvidar como la arena de la playa que
recibe las olas pero al anochecer no recuerda cuánta agua pasó por allí.
Cuando no empujaba su silla de ruedas, intentaba usar las muletas Hasta que se
había acostumbrado. Al comienzo, el ardor; ardía más aún a causa del sudor
producido por el clima caliente. Pero una vez surgieron los callos, las cosas tornaron
otro aspecto. Lo que resultó duro fue aprender a equilibrar el cuerpo. Arrastrarlo
pacientemente, sin poder evitar nunca que las puntas de los pies arañaran el suelo.
Entonces había pasado a usar zapatos de tenis, que eran más baratos y arruinaban
menos sus finanzas. Y oscuros: marrones o azules.
* * *
…No podía rechazar la invitación. Tenía que ir. La entrevista había sido
* * *
La brisa venía más fuerte del mar. Una mano cariñosa rozó sus hombros caídos en
la silla de ruedas.
—Pero mi santito, ¿éstas son horas de estar en la calle, de noche, tan tarde?
* * *
Su tremenda lucha estribaba en dirigirse al baño, ayudado por las muletas Luego
colocaba un taburete debajo de la ducha, se quitaba los pantalones, abría el grifo,
sentábase y ponía las muletas contra la pared, mirando que no se mojaran mucho.
Después arrastraba el banco con dificultad, para cerrar la ducha. Secábase y regresaba
al cuarto. Llamar a eso «baño» era una exageración. Ni en los hoteles «ingenuos»
podía existir tanta suciedad. Pero aún tenía suerte en poder disponer de ése, y de la
paciencia de los otros moradores para esperar sin protesta alguna a que él acabara con
todo.
Volvía al cuarto y se afeitaba frente a un espejito, sumergiendo la brocha y la
máquina de afeitar en una vasija. Todo lentamente, sin ninguna prisa, porque la
eternidad era muy grande.
Sentábase en la cama y se entalcaba las ingles, para que con el calor no le
ardieran tanto. Observaba la deformación de su cuerpo. Porque la gordura y la
posición sedentaria en que vivía habían amontonado una capa de grasa sobre el
vientre y le redondeaba el pecho. En contraste, las piernas se trasformaban en un
compás magro y amarillento que escondía el sexo muerto, amoratándose con el paso
del tiempo.
Volvió a vestirse y se empujó hasta llegar al lado de la mesita de noche donde, en
un lugar que dejaba vacío a propósito, escribía o dibujaba. Sus dibujos eran
invariablemente la repetición de los mismos motivos La habitación, las muletas, el
vaso de noche cerca de las muletas La silla de ruedas al lado del vaso de noche, y a
veces los tres juntos. Desde que Paula se fuera, había perdido el gusto por el dibujo.
Una sola vez consiguió dibujar el rostro de Turga. Ella lo encontró tan lindo que se lo
pidió y, dándole un beso en la frente, fue a pegarlo en un tabique de su habitación…
Estaba metido en su mundo de sombras cuando la puerta del cuarto se estremeció
con los golpes de unos nudillos contra la madera.
¿Quién sería ahora? Aún era muy temprano.
—Entre.
La puerta se abrió con lentitud y apareció un rostro sonriente. Era un rayo negro
* * *
* * *
Dio vueltas toda la noche en la cama, sintiendo calentarse las cobijas contra el
cuerpo, porque el verano se tornaba insoportable. Pero no era ésa la razón, sino el
choque recibido con la propuesta de Dito. Era enternecedor el cuidado que se tomaba
por él. Le chocaba pensar en vender billetes. Todo el mundo vendía algo en el
mundo: Turga, su bello cuerpo y sus flores, él vendería la ilusión de la felicidad. No
era tan malo vender ilusiones a los otros. Quizá la mitad de una sonrisa de la mitad
del rostro de Dios. Era eso. Todo proporcional a su invalidez. Finalmente, ese falso
pudor ¿no significaba una sintomatización del amor propio y el orgullo? Iría. No
podía ser peor que limpiar las suciedades de los indios enfermos o las heridas
podridas de tantos seres humanos. Iría, sí. Dito era un ángel. Lo sabía todo, hasta lo
del dinero guardado en la gran lata de bizcochos «Aymoré». Tantos años había estado
lejos de Recife, tan lejos se encontraba de su juventud, que no sería reconocido. Y si
lo era, paciencia. Necesitaba hacer algo. Y la vida, ¿qué era? ¿Qué valía la vida?
Nada. Absolutamente nada. Quizá valiera solo por los momentos de paciencia y
bondad, cuando estas cualidades aún anidan en el corazón.
Con alivio vio aparecer la mañana tibia, y esperó en medio de cierta expectativa
la llegada de Dito. Este apareció de lo más elegante: camisa a cuadros azules dentro
del pantalón; calzado con medias de elástico rojo y zapatos bien lustrados.
Y así regresó fray Calabaza al contacto con el pueblo.
* * *
* * *
* * *
* * *
* * *
Se acercó a la silla de ruedas. Por un momento sintió pena del lisiado, que dormía
con la cabeza reclinada sobre el pecho. Los billetes de colores habían caído de sus
manos y yacían en la mata que le envolvía las piernas. ¿Cómo había conseguido
dormirse en medio de la calle, con la gente pasando a su lado, con el ruido de los
autos y de los ómnibus? Felizmente, la gente era caritativa y no lo molestaba.
—Quien duerme en el puente no gana dinero.
Rápidamente levantó el rostro y vio a Turga que le sonreía con la más linda
sonrisa de la tarde.
—Me venció el sueño…
—¡No tiene que decírmelo!
Ella le ayudó a juntar los billetes y dejó que él los tomara nuevamente.
—¿A esta hora en la calle, Turga?
—Son casi las cuatro. ¿No observa nada de nuevo?
—¡Ah! El vestido de rosas amarillas sobre fondo blanco. Ella dio una vuelta, toda
vanidosa, agitando la cartera.
Es palo.
Es piedra.
Es guijarro menudo.
Rueda la bahiana
Por encima de todo.
Así repetía, y la gente, enloquecida por la música, sobre todo por la música de su
La bahiana es hechicera.
En el lugar donde ella pisa
hace humo la polvareda,
queda la tierra toda lisa.
Es palo.
Es piedra.
* * *
Corrió fama de que el lisiadito del Puente vendía siempre la grande; por increíble
que parezca, Reimundo había vendido en dos meses un tercer premio, dos segundos y
* * *
Pero el diablo de Dios, cuando se encapricha con uno, cuando resuelve que va a
pescarlo, no para de golpear en los lugares más doloridos. Sólo se da por satisfecho
cuando el pobre ya no tiene más capacidad de resistencia. Entonces doña Muerte
pincha su cuerpo con la punta de la guadaña y le dice a Él:
—Este ya dio todo lo que tenía que dar. Está más muerto que piedra y más duro
que madera de ley.
* * *
* * *
Cuando llegase allá abajo iba a ser divertido. En la repartija de su cuerpo los
gusanos quedarían decepcionados.
—¡Vean lo que a mi grupo de trabajo le quedó! Unas piernas secas y un traste
amarillo, reseco y sin gusto.
Una gusana más vieja, colocándose los anteojos, examinaría su sexo refutando
sabiamente.
—Si hace mucho tiempo que no tenía gusto a vida, ¿por qué ahora quieres que él
se refresque?
¿Sólo por tus lindos ojos?
Sonrió del disparate, porque los gusanos no tienen ojos. Pero el corazón sufrió.
—Reimundo, no pasas de ser un gran idiota, ¿sabes? ¿Por qué hacer doler a tu
propio dolor?
¿Ya no basta el que pasamos juntos?
—Es por poco tiempo, mi querido querido.
Se mareó con la oscuridad, y su mano cansada encendió la luz. La lluvia había
pasado, pero la fatiga aumentaba terriblemente, al punto de que sus manos caían
como peso muerto. Estaba sintiendo un calor sofocante que casi le impedía respirar.
Al mismo tiempo, le parecía que su pecho había engordado, inflándose como una
pelota de goma. Algo había dentro de él que parecía no pertenecerle, querer
evaporarse. Consiguió librarse un tanto de la angustia y beber un poco de agua.
Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.
—¿Quién colocó eso ahí? No vi a nadie entrar con eso. Hasta los cabellos se le
erizaron.
* * *
Al día siguiente continuaba en su vía crucis. Esperaba que el reloj caminara, pero
éste parecía desear lo contrario.
Sus ojos fueron atraídos por la puerta de la sala de escultura que se abría y las
voces que interrumpían el silencio del ambiente.
El amigo y el profesor flanqueaban a Paula. Ella fue presentada a los alumnos.
Visitaba la escuela por curiosidad: había entrado en todas las aulas que estaban en
* * *
Miró el ambiente sin prisa alguna. Las cortinas que filtraban la luz de la mañana.
El viento que las golpeaba levemente, ondulándolas. La noche satisfecha, la cama
blanda y Paula todavía adormecida con los cabellos cayéndole un poco sobre el
rostro, y la espalda blanca y armoniosa casi vuelta hacia él.
Comenzó a soplarle dulcemente la espalda y después pasó la uña del dedo índice
con cuidado. Ella gimió y se encogió, con un estremecimiento.
Pegó la lengua a su oreja.
—Amor, ya es tarde. Necesito ir a la escuela.
Ella abrió los ojos, mareada de sueño, sonrió y le pasó la mano por la frente.
—¿Qué hora es, Baby? ¿La una, o las dos?
—Perdóname querida, pero son las seis y cuarto. Ya sé que para ti es la
madrugada, pero para mí es tarde.
Ella se sentó en la cama, se desperezó como un animalito y rodeó sus propias
rodillas con sus brazos.
—Dios del cielo. Tanto tiempo para conseguir un hombre y vengo a descubrir
justo a uno que no sabe dormir.
—En cambio, tú no sabes hacer café y yo sí.
Ella fue reclinándose sobre su pecho e hizo que la abrazara, posando las manos
sobre sus senos. Baby comenzó a acariciarlos cariñosamente.
* * *
* * *
La lluvia fea continuaba toda la noche. Turga, cubierta por el impermeable que
escondía las flores y sus encantos, regresaba con una tristeza rara que no sabía
explicar muy bien. Necesitaba llegar a su casa y cambiarse los zapatos mojados. La
noche no había rendido nada. Los hombres habían huido con la lluvia. Se limpió los
pies en el escalón de la puerta y caminó en la penumbra. Vio un bulto caído. Se
detuvo, asustada. Podía ser un borracho. Volvió hacia la puerta y encendió la luz.
Lo que vio le hizo llevarse la mano a la boca, para no soltar un grito de dolor.
Arrojó la cartera y se quitó el impermeable. Se arrodilló y con los ojos mojados por
las lágrimas levantó la cabeza de Reimundo.
* * *
Cuando amaneció, los primeros trabajadores, obreros que habían salido a su labor,
encontraron a Turga sentada en la misma posición, dejando descansar al hombre
muerto. Tenía los ojos hinchados de llorar. Los vecinos acudieron para ayudar.
En los ojos de Reimundo lucía una expresión maravillosa, la de quien ve algo que
los ojos humanos no podrían contemplar.
En su boca había un rictus despreciativo, como si intentara explicar:
—¡Ved lo que fue un hombre! Nació, sufrió y murió. Y vosotros los que esperáis
el cielo, escuchad: el cielo es apenas una palabra de dos sílabas que también
comienza con «C» y termina con «O».
<<
la T.) <<
de la T.) <<