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Tema para Matrimonios

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Tema para matrimonios

En el amor humano hay muchas dimensiones: amor filial, amor paterno-


materno, amor fraternal, amor de amistad, amor conyugal…El amor conyugal
es una de las dimensiones más importantes del amor humano, porque sobre él
está fundamentada la familia. Todos los que se han unido en matrimonio han
recibido este don de parte de Dios. Dios nos da su Espíritu para vivir esta
vocación tan importante en la Iglesia y en el mundo.
Comprender el Amor
Para responder a esa llamada, debemos aprender a sufrir, a aceptar nuestra
debilidad, debemos aprender a perdonarnos, y por la entrega mutua, a
curarnos.
Cuando amamos verdaderamente, también sufrimos y ese sufrimiento nos
hace sentir fragilidad e inseguridad. Cada uno de nosotros ha vivido
ciertamente esta experiencia a lo largo de su vida...
Aprendemos a ponernos mutuamente al servicio del otro, a escuchar y a dar, a
comprender los silencios, las negativas del otro, a descubrir que el otro nos
puede estar diciendo "sí", aun cuando las palabras dicen que "no".
Descubrimos que cuando el otro nos ha perdonado gratuitamente, ha curado
nuestras heridas.
Perdonar no es siempre fácil pero siempre es necesario, porque perdonar
implica también aceptar nuestras imperfecciones. Con el paso de los años nos
hemos entrenado mutua y pacientemente. Hemos aprendido que quien ama
más y mejor es quien puede enseñar el perdón.
No olvidemos nunca que el Señor nos ha confiado el uno al otro y nos dio el
día de nuestro matrimonio una gracia inagotable que nos acompaña a lo largo
de toda la vida.
Muchos entre nosotros, casados desde hace varios años, habremos tenido esta
experiencia. Para las parejas que desean crecer en la vida espiritual, no se trata
de huir del mundo sino de aprender siguiendo el ejemplo de Cristo, a servir a
Dios en la totalidad de nuestra vida y en medio del mundo.
El nos lleva a descubrir que la espiritualidad no se reduce a ciertas acciones
como las oraciones y las prácticas ascéticas, sino que nos anima a servir a
Dios en todos los lugares de la vida, en nuestra familia, en el trabajo, y en la
sociedad.
En la práctica
El amor romántico y el amor escogido, querido y comprometido son
igualmente importantes.
Es vital que la pareja respete su lado humano siendo románticos, diciendo "te
amo" de todas las formas -palabras, mimos, besos, abrazos, cenas, rosas rojas-,
etc. Es aún más importante que los dos tomen conciencia de que su amor es
paciente, servicial, listo al perdón, que no es engreído, que está listo a excusar,
confiado, etc. (cf. 1 Cor 13), sin tener en cuenta cómo se siente uno, un día en
el que todo sale mal, o una jornada larga y cansada.
Nos debemos considerar nosotros mismos y mutuamente como socios activos
en la construcción de nuestro matrimonio. Cada uno ofrece y recibe dones
preciosos. Cada uno se debe considerar y considerar al otro como un don
providencial de Dios, alguien a quien honrar y amar.
Cada uno debe darse cuenta de que no puede cambiar al otro y lo debe aceptar
como es. Puede sin duda, por amor al otro, trabajar por cambiar él mismo con
el fin de ser para el otro un don mejor.
Debemos tomar conciencia del pecado y del perdón de Dios, porque la
espiritualidad de la pareja no se debe idealizar. En los momentos difíciles o de
incompatibilidad que provocan nuestras limitaciones, debemos descubrir que
somos pecadores.
Los fracasos del amor nos hacen tomar conciencia de que éste tiene necesidad
de ser salvado. Si consintiendo al cruel descubrimiento de ser pecadores,
nuestra vida conyugal se convierte al fin en una vida penitente en la gran
comunidad penitente de la Iglesia y recurrimos al Señor cuya presencia y
solicitud no se pueden poner en duda, entonces obrando en el perdón, siempre
renacerá la esperanza.
El Concilio Vaticano II tuvo orientaciones muy claras sobre las calidades del
amor humano que consagra el sacramento matrimonial. Puede haber
diversidad de enfoques según las culturas, pero se trata de un amor
eminentemente humano que abarca el bien de la persona entera. Este amor sin
fisuras garantiza la dignidad de la expresión física y afectiva o psíquica, que es
específica de la amistad conyugal; sobrepasando la inclinación erótica, los
sentimientos y los gestos de ternura, favorecen el don recíproco por el cual los
esposos se enriquecen los dos en la alegría y el reconocimiento (cf. GS 49.1-
2).
Ayudarse mutuamente todos los días
La enseñanza de la Iglesia, cuando nos dice que el marido debe amar a su
esposa como Cristo ama a la Iglesia y que la esposa debe amar como la Iglesia
a Cristo, debe pasar de la teoría a la práctica. Es una experiencia que debemos
tener en cuenta, sobre la cual es necesario reflexionar para poderla saborear.
Tenemos necesidad de ayudar al otro a encontrar el equilibrio entre lo
psíquico, lo emocional, lo social, lo mental y lo espiritual. Es a través de este
equilibrio por el que nos convertimos en personas espirituales y juntas en una
pareja fortalecida por la espiritualidad conyugal. Nos damos cuenta de que
debemos trabajar para vivir cristianamente en el mundo de hoy. Debemos
ayudarnos en nuestro crecimiento espiritual dejándonos guiar por Jesucristo y
por el Espíritu Santo
En cuanto a la relación del marido y la mujer en el matrimonio es comparable
al amor de Jesús por su esposa, la Iglesia. Jesús pasó por la tierra
enseñándonos y practicando él mismo los valores fundamentales de las
relaciones humanas. Resaltó la importancia de vivir como comunidad, nos
mostró que su relación estrecha con el Padre y el Espíritu es «comunidad de
amor»: «Cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad que yo os enviaré
y que procede del Padre, él dará testimonio sobre mí. Ustedes mismos serán
mis testigos, porque han estado conmigo desde el principio» (Jn 15,26-27).
El estilo de vida que Jesús nos enseñó se concreta en valores humanos y
virtudes fundamentales: fidelidad, perdón, curación, educación, acogida del
otro, compromiso por la vida. «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el
fin del mundo» (Mt 28,20).
Esta promesa de Jesús a «su Esposa, la Iglesia» es el modelo cristiano del
matrimonio. No nos es fácil vivir según este modelo. Sin embargo, si
cultivamos juntos esos valores en la construcción de nuestra relación, tal vez
podamos damos más cuenta de que Jesús camina con nosotros.
Compromiso por la vida, fidelidad, perdón, curación, educación,
comunicación, amistad, objetivos comunes: estos son sólo algunos de los
valores esenciales.
Como nos enseñó Jesús con su palabra, con su testimonio y con la acción
simbólica del lavatorio de los pies, el amor divino que se nos comunica y que
nos desafía a imitar, es un amor esencialmente servicial.
Es decir, un amor humilde que no humilla sino enaltece; un amor
transformador que limpia y hace crecer; un amor perdonador que disculpa sin
límites; una amor sacrificado capaz de morir por el otro; un amor concreto que
sabe valorar los bienes del otro y amoldarse a sus necesidades concretas. En
una palabra, un amor que da la vida para que pueda vivir el otro. Este amor es
el que hace posible el sacramento del matrimonio y el que alimenta
continuamente la Eucaristía. Es un proceso constante de crecimiento que sólo
alcanzará su plenitud cuando las Bodas definitivas del Cordero sean también
el cumplimiento total de nuestro amor esponsal. Entonces conseguiremos
amarnos como siempre habíamos soñado.
Una Comunidad que tiene su origen en el mismo objetivo común
Para llegar a ser una comunidad, es necesario que compartamos unos objetivos
y un mismo espíritu que nos una. Juntos reconocemos que somos responsables
el uno del otro. Necesitamos reconocer que estos sentimientos vienen de Dios:
son un regalo de Dios.
Veamos: Si considerarnos la relación de la Trinidad como comunidad,
contemplarnos tres Personas divinas con tres misiones netamente distintas: el
Padre Creador, el Hijo Salvador y el Espíritu Santificador. Esas relaciones
constituyen para nosotros un modelo de comunidad con un objetivo común:
llevar a toda la humanidad a participar del Reino de Dios.
El Espíritu es también la fuerza que transforma el corazón de la Comunidad
eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer
de la humanidad, en su Hijo, una sola familia.
Al darnos ese modelo de unidad, la Iglesia nos invita, como matrimonios
cristianos, a convertirnos, por el Espíritu Santo, en una comunidad (cf. Lumen
gentium, n. 4).
Somos más que un hombre y una mujer que se aman. Por el sacramento del
matrimonio, Dios mismo se hace presente entre nosotros y nuestra unión
participa en el misterio de la Trinidad
Si la comunidad se construye en este sentido, el matrimonio, gracias a su
íntima relación, suscitará un amor y una manera de vivir y aprender juntos que
desembocará en una nueva apertura, sensibilidad y actitud de hospitalidad.
Poco a poco y a medida que nos dejemos conducir por el Espíritu Santo
desearemos alcanzar todas estas cosas.
Pero no debemos olvidar que a veces, como seres humanos que somos,
ponemos obstáculos para ser una verdadera comunidad.
Somos invitados a discernir, a pesar de nuestra debilidad humana, la belleza
de un rostro aún cuando esté desfigurado. Estamos llamados, sin cesar, a mirar
el rostro de nuestro esposa, esposa que nos ha confiado, en el fondo de nuestro
corazón, su libertad. Y a cambio, estamos llamados a confiar nuestra propia
libertad, nuestro rostro, nuestro corazón a esta criatura, que llega a ser para
nosotros un mensajero de Dios
Al volvernos más conscientes el uno del otro así como de la importancia de la
gracia del sacramento y de los valores necesarios para vivir plenamente la vida
conyugal, comenzamos a desarrollar una actitud de intimidad, de apertura y de
hospitalidad entre nosotros.
Esta actitud, por la gracia del Espíritu Santo, nos ayuda a vivir con un espíritu
que favorece el crecimiento personal y nos conduce mutuamente hacia una
plenitud de cuerpo, de espíritu, de corazón y de alma, y todo esto dándole un
lugar a la realidad de Dios en nuestra vida cotidiana.
Esta entrega, total y desinteresada, de uno mismo sostiene y nutre al otro.
Caminando juntos, expresamos el reconocimiento mutuo a través de una
intimidad sexual que es a la vez palpitante y regocijante.
Gracias a esta satisfacción, nos abrimos a una capacidad de hospitalidad, de
creatividad y de sensibilidad que engendra nuevas vidas, tanto a nivel
biológico como espiritual.
El amor sin reserva del uno por el otro expresa, de una forma más humana, la
realidad del Reino de Dios aquí en la tierra. Nuestro hogar se convierte en la
«Iglesia doméstica» (Ecclesiola) donde se vive en el amor mutuo y en el amor
de Jesús por su Iglesia. Nuestra fe se profundiza y crece individualmente, en
pareja y en comunidad.
El hogar cristiano es el lugar donde los hijos reciben el primer anuncio de fe.
He aquí por qué la casa familiar es llamada con todo derecho "la Iglesia
doméstica", comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y
de caridad cristiana.
De la misma manera que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están en relación
de comunión, la pareja se vuelve cada vez más consciente de su sacramento
matrimonial y de su plenitud.
Nuestro amor, al profundizarse, nos hace cooperar con Dios en la creación de
la vida y de la sociedad y nos hace participar en la creación de una comunidad
espiritual y humana
El matrimonio cristiano consagra a la pareja como tal para el culto divino. Y
esto significa que entre las gracias y exigencias del sacramento está la
posibilidad y la necesidad de un culto comunitario, de una glorificación a Dios
ofrecida por la pareja como tal, y también, de la comunidad familiar. El
nosotros se ofrece al Señor. ¿Cómo realizar esta participación comunitaria por
parte de los esposos y por parte de toda la familia? La primera forma,
pertenece al mundo interior, a la intención de los miembros de la familia
cristiana.
Hace falta un espíritu comunitario, incluso cuando un solo miembro de la
familia participa en el sacrificio eucarístico: en su corazón, este miembro
recoge y presenta también la plegaria, las preocupaciones...propios del otro
cónyuge o de los otros miembros de la familia.
Pero es evidente también que la vitalidad y la riqueza de este espíritu
comunitario sabrán encontrar momentos y ocasiones para una actuación
exterior comunitaria.
La Oración Conyugal
Cuando los esposos rezan juntos, entran en el compartir más profundo. Al
escucharse en la oración, sus almas se vuelven transparentes, se encuentran, se
hacen sensibles el uno hacia el otro y comparten su experiencia de Dios. Esta
oración supone el esfuerzo de reservar el tiempo de rezar juntos.
La unión conyugal incluye compartir el sufrimiento, puesto que la Cruz sella
la unión de Cristo con la humanidad. En tiempos difíciles, la oración conyugal
dará la fuerza de perseverar en el matrimonio. Orar es decir: «Señor, aquí
estoy, aquí estamos, Te buscamos, Te queremos cerca de nosotros como
compañero de viaje y guía en nuestro camino, hermano y amigo en el
compartir de cada día, maestro en nuestras turbaciones y los límites de nuestra
comprensión”.
Como matrimonios, todos tenemos nuestra propia manera de rezar juntos
marido y mujer. Sin embargo, hay métodos nuevos que se pueden ensayar con
el fin de mantener la oración fresca y viva. Tal vez un día nos encontremos en
la cima de una montaña, o a la orilla un río, o sentados una noche bajo un
cielo estrellado o en la cocina al comenzar el día. En esos momentos, la
proximidad de Dios con nuestra vida nos conducirá tal vez a orar juntos,
alabando a Dios o sencillamente conscientes de su presencia cerca de
nosotros.
Mientras viajamos, cuando vamos en el coche, podemos recitar juntos alguna
oración, el rosario... ¡Qué maravilla sería si pudiéramos asistir a la misa juntos
todos los días o participar de la hora santa reparadora o apuntarnos juntos a un
turno de adoración eucarística! La oración del ofrecimiento de obras juntos
por la mañana y la Salve al acabar el día, poniéndolo todo en el Corazón
Inmaculado de María
La oración es comunicación con Dios. Así crecemos en su amistad. Y la vida
de amor conyugal es una singular forma de amistad. Por eso es muy
importante la comunicación profunda de la pareja.
Todos nos desviamos sin querer, de tiempo en tiempo, del destino que hemos
escogido. El diálogo a fondo, sin prisas, nos da la oportunidad de reconsiderar
el proyecto de vida que nos hemos trazado, respondiendo a la llamada del
Señor y tomar decisiones para reorientamos en la dirección correcta. Tenemos
necesidad de volvemos el uno hacia el otro, de miramos de frente y
preguntarnos: ¿Dónde nos encontramos en nuestro crecimiento espiritual?
Nuestra comunicación esponsal es un momento precioso de pasar un tiempo
juntos, sabiendo que Dios está a nuestro lado. Un simple gesto simbólico nos
puede ayudar, como por ejemplo encender una vela, comenzar por una oración
o un momento de silencio para tomar conciencia de la presencia del Espíritu
Santo en nosotros y con nosotros.
Es un tiempo para tomar conciencia de que somos colaboradores activos con
Jesucristo en la edificación de nuestro matrimonio sobre la Roca, que es Él
mismo. ¿Cómo está nuestra relación y como está nuestra relación con Dios y
con nuestra familia? Debemos cultivar la capacidad de escuchar y comprender
al otro poniéndonos en su lugar. El deseo de entrar en comunión con el otro y
aceptar la importancia de compartir, es el punto central de este momento de
escucha.

Aprender a dialogar es aprender a apreciar las diferencias


La escucha está en el corazón de la vida conyugal; es inútil hablar del estado
del matrimonio si no aprendemos a comunicar auténticamente en profundidad,
es decir, a estar en comunión... Es posible que a veces imaginemos que
hacemos un diálogo profundo porque hablamos mucho...
El deber de parar el ritmo acelerado de nuestra vida y entrar en comunión de
amor nos lleva a esa profundidad de alma donde solo tiene lugar un diálogo
basado principalmente en la escucha...
Consiste en dedicarnos un tiempo para escuchar nuestras necesidades más
íntimas y tratar de expresar la fuerza de un amor que crece a pesar de las
dificultades o la rutina cotidiana que a veces, puede hacer que perdamos todo
interés el uno por el otro.
Ese tiempo juntos debería ofrecemos la oportunidad para abordar cualquier
tema que concierna tanto a la pareja como a la familia. Pero no olvidemos
hablar de sentimientos. A veces nos podemos encontrar en una gran soledad
aunque vivamos en pareja, y esta soledad es la más dolorosa. Es una buena
costumbre tomar nota de las decisiones tomadas durante esos diálogos de
corazón a corazón para que recordemos de tiempo en tiempo el resultado de
nuestro compartir.
Es bueno fijar un día y una hora para este encuentro como si fuéramos a tener
una entrevista.
Deberíamos tratar de asegurar el tiempo y la soledad que nos van a permitir
abrirnos totalmente el uno al otro.
Vivimos en un mundo de actividades constantes lleno de exigencias. Para no
perder la mirada desde el Corazón de Cristo, debemos apartarnos de vez en
cuando de la rutina diaria.

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