Isaac Asimov - Como Descubrimos Los Numeros

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¿Cómo se las arreglaba el hombre

para contar, antes de la aparición de


los números? Piensa en lo que
tardaría un pastor en contar las
cabezas de su rebaño si tuviera que
marcar un palote por cada una.
Ahora usamos las centenas, las
decenas y las unidades, sin
esfuerzo. Isaac Asimov nos explica
en este libro cómo descubrió el
hombre el increíble mundo de los
números.
Isaac Asimov
Cómo
descubrimos los
números
ePUB v1.1
adruki 11.06.11
A Patti y Johnny Jepsson
1. Los números y los
dedos
El hombre necesitó de los números
cuando se planteó por vez primera la
pregunta: «¿Cuántos hay?», hace muchos
miles de años.
Supongamos que una persona desea
saber cuántas ovejas tiene, para estar
segura de que no ha perdido ninguna. O
explicar cuántos días han pasado desde
el momento en que tuvo lugar cierto
acontecimiento. O que quiere contar las
personas extrañas que se aproximan a su
campamento.
El hombre podía mostrar todas las
ovejas que tenía de una vez, o mencionar
cada oveja, una por una. Si una persona
preguntaba cuántos días habían pasado
desde la última vez que la tribu mató un
oso, su interlocutor podía responder:
«Un día, y otro, y otro, y otro, y otro».
Un procedimiento bastante engorroso, en
el que era fácil perder la cuenta.
Otra posibilidad sería hacer una
comparación con algo. Así, podría
observarse que junto al río había un
bosquecillo formado por un árbol, y otro
árbol, y otro, y otro, y otro. Por tanto, la
respuesta también podría ser: «Desde la
última vez que la tribu mató un oso han
pasado tantos días como árboles hay en
aquel grupo de allí».
Eso contestaría a la pregunta, porque
mirando al bosquecillo, una persona
podría hacerse una idea del tiempo que
había pasado desde que cazaron el oso.
Pero ¿tendría siempre el hombre la
suerte de disponer de un grupo de
árboles, flores, rocas o estrellas
exactamente igual de numeroso que el
grupo de cosas por el que se le
preguntaba? ¿Podría señalar cada vez un
grupo cercano y decir: «Tantos como
esos»?
Sería bueno tener siempre a mano
grupos de diferentes tamaños. De esa
forma, cuando alguien plantease la
pregunta «¿cuántos?» se le respondería
señalando el más adecuado y diciendo
«todos esos».
Casi cualquier persona que hubiese
pensado en lo cómodo que resultaría
disponer de esa clase de grupos,
pensaría probablemente, a la vez, en los
dedos de la mano. En efecto, nada está
más cerca de uno que la propia mano.
Mírate las manos: cada una tiene un
dedo, y otro dedo, y otro, y otro, y otro
más. Puedes levantar la mano, enseñar
los dedos y decir: «Desde que la tribu
mató un oso por última vez han pasado
tantos días como dedos tengo en la
mano».
También puedes dar un nombre a
cada dedo. Ahora llamamos pulgar al
que puede separarse de los demás. A
continuación del pulgar viene el índice,
el siguiente es el corazón, el otro el
anular y el último el meñique.
Puedes enseñar tantos dedos como
quieras. Así, puedes levantar el índice
mientras mantienes los demás doblados
y decir: «Éste». O el índice y el corazón
y decir: «Éstos». O todos los dedos de
una mano y el índice de la otra diciendo:
«Éstos», etcétera.
De todas formas, sería preferible no
tener que levantar las manos para
enseñar las distintas combinaciones de
dedos, porque a lo mejor se esconde en
ellas algo que no se quiere enseñar; o
hace frío y no apetece exponer los dedos
al viento helado; o es de noche y la otra
persona no podría ver qué cantidad de
dedos se le enseñan en la oscuridad.
Supongamos ahora que inventas una
palabra para cada combinación de
dedos. Por ejemplo: en lugar de levantar
el índice y decir: «Éste», podrías decir
«uno». De esta forma, en lugar de
levantar el índice y decir: «Ésta es la
cantidad de cuchillos que tengo», dirías
simplemente: «Tengo un cuchillo». Y
podrías decirlo con las manos en el
bolsillo, o de noche, y todo el mundo te
entendería.
¿Por qué se utiliza la palabra uno,
precisamente, y no cualquier otra?
Nadie lo sabe. Esa palabra se inventó
hace tantos miles de años que nadie
puede decir cómo fue. Empezó a usarse
muchísimo antes de que se desarrollasen
los actuales lenguajes europeos, y en
cada uno de ellos se emplea una versión
distinta del término, aunque todas son
parecidas.
En español decimos uno; en inglés,
el término equivalente es one, en francés
un, en alemán ein, en latín unus, en
griego monos. Todas estas palabras
tienen la letra n, y todas proceden de un
mismo vocablo original que se ha
perdido definitivamente.
Pero no hay necesidad de
preocuparse por la palabra original, ni
por las utilizadas en otros idiomas: nos
limitaremos a usar los términos
españoles con los que estamos
familiarizados.
A la combinación de los dedos
índice y corazón la llamamos dos.
Anular, corazón e índice hacen tres. Y
tras éstos vienen cuatro, cinco, seis,
siete, ocho, nueve y diez.
En lugar de extender todos los dedos
de las dos manos y decir «todo esto es
lo que tengo», se usa el término diez.

Una vez que el hombre se


acostumbró a usar esas palabras, debió
resultarle muy fácil responder a la
pregunta «¿cuántos?» Podría decir: «Te
vi hace seis días», «tráeme ocho leños
para el fuego», o «dame dos flechas».
Supongamos que alguien arroja un
manojo de flechas a tus pies y te dice:
«Ahí dejo unas cuantas flechas, aunque
no sé cuántas». Tú podrías contarlas;
cogerías la primera y dirías: «Una»;
levantarías otra para decir: «Dos». Si al
separar la última has dicho «siete», es
que había siete flechas. Como en total
tienes diez dedos en las manos, dispones
de diez palabras distintas para contestar
a la pregunta «¿cuántos». Esas palabras
se llaman números.
Pero no es raro encontrarse con un
grupo de más de diez cosas.
Supongamos que estás contando las
flechas de que hemos hablado y que,
después de decir «diez», observas que
todavía quedan unas cuantas en el suelo.
¿Qué harías? Necesitarías más números.
Si decides inventar nuevas palabras
para esos números, llegarías pronto a un
punto en el que te sería difícil
recordarlas. Ya es bastante con tener que
recordar diez números: uno, dos, tres,
cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y
diez.
Pero supongamos que se te ocurre un
procedimiento razonable para hacer
números nuevos con los que ya tienes.
Así te resultaría más sencillo acordarte
de los nuevos.
Por ejemplo: si una vez contadas las
diez flechas observases que en el suelo
queda una, podrías decir:
«Hay diez y queda una». La palabra
española once procede de la latina
undecim, que significa uno y diez.
De la misma manera, doce
corresponde a la palabra latina
duodecim, dos y diez.
Trece, catorce y quince tienen el
mismo origen. A partir del dieciséis, la
composición de los números es mucho
más fácil de comprender: diez-y-seis,
diez-y-siete, diez-y-ocho, diez-y-nueve.
El número siguiente sería «diez-y-diez»,
es decir: «dos-dieces». En español, la
palabra que designa ese número es
veinte.
Después de veinte viene veintiuno,
que equivale a «dos-dieces-y-un-uno».
Y a continuación veintidós, veintitrés,
etcétera, hasta veintinueve, que significa
«dos dieces-y-un-nueve». El número
siguiente sería «dos-dieces-y-un-diez»,
que equivale a «tres-dieces», que es,
precisamente, el significado original de
la palabra treinta.
Si seguimos formando números de
esta forma llegaremos al treinta y nueve;
el siguiente es cuarenta (cuatro-dieces).
El mismo origen tienen cincuenta,
sesenta, setenta, ochenta y noventa.
Llegamos así al noventa y nueve, que
es «nueve-dieces-y-un-nueve». El
siguiente será «diez-dieces». Cada vez
que llegamos a reunir diez cosas iguales,
inventamos una nueva palabra (recuerda
que el número diez debe su importancia
a que ése es el número de los dedos de
las dos manos). Por esa razón a «diez-
dieces» lo llamamos cien; este término
procede de una palabra antiquísima que
hace mucho que no se usa.
Podemos seguir creando números
cada vez mayores y hablar de ciento
uno, ciento once, ciento treinta y tres o
ciento sesenta y ocho. El que sigue a
ciento noventa y nueve es el doscientos.
Más adelante llegará el trescientos,
luego el cuatrocientos, y así
sucesivamente. Al llegar a diez cientos
necesitaremos otra palabra nueva, que
en español es mil. Con ella formaremos
los números dos mil, tres mil, etcétera.
Hay palabras para designar números
todavía más grandes, pero han sido
inventadas en los tiempos modernos.
Antiguamente casi nunca era necesario
pasar del término mil y, por tanto, nos
detendremos aquí.
2. Los números y la
escritura
Nadie sabe cuándo se inventaron los
números, pero no hay duda de que son
más antiguos que la escritura. En
cualquier caso, llegó un momento en que
el hombre sintió la necesidad de idear
un sistema de señales para sustituir a las
palabras. Ocurrió hace
aproximadamente cinco mil años en el
país que hoy conocemos con el nombre
de Irak. Esa región está bañada por dos
ríos, el Tigris y el Éufrates, que
delimitan, cerca de su desembocadura,
una comarca llamada Sumeria. Los
sumerios fueron los primeros en emplear
la escritura. Otros pueblos, el chino y el
egipcio, desarrollaron también sistemas
de escritura y esta técnica fue
extendiéndose a todo el mundo poco a
poco.
Cuando se inventó la escritura, los
sumerios y los egipcios tenían ciudades,
templos y canales de riego,
construcciones que se realizaban
mediante la cooperación de muchas
personas, todas las cuales tenían que
aportar su tiempo y esfuerzo y estaban
obligadas, además, a pagar impuestos.
Por tanto, se hizo necesario llevar
registros. Los encargados de esa tarea
fueron los sacerdotes de los templos;
tenían que saber con toda seguridad
quién pagaba impuestos y a cuánto
ascendían. Podían memorizar esas
cifras, pero la memoria juega malas
pasadas y los errores provocan
discusiones. Lo mejor sería inventar
unos signos que indicasen de forma
permanente el estado de los impuestos;
si surgiera una disputa no habría más
que consultar los signos.
En los principios de la escritura, los
sacerdotes empleaban una señal distinta
por cada palabra, lo que obligaba a
memorizar una enorme cantidad de
señales, y eso hacía muy difícil aprender
a leer y escribir, por lo que antiguamente
sólo los sacerdotes sabían hacerlo.
Entre las señales más importantes
estaban las correspondientes a los
números. Al fin y al cabo, los registros
estaban llenos de ellos: tanta cantidad
de esto, tanta de aquello.
Podría crearse una marca especial
para cada número, pero como hay tantos,
sería necesario recordar miles de
signos.
Claro que, como en el origen de los
números estaban los dedos, ¿por qué no
representar el número uno con un palote
vertical, que recuerda a un dedo? Eso
mismo se les ocurrió a los egipcios, por
ejemplo. Para ellos el uno se
representaba mediante una señal
parecida a I.
Las marcas o símbolos que se usan
para representar los números se llaman
numerales. El símbolo I es un ejemplo
de numeral egipcio. Otros pueblos
usaron el mismo símbolo o muy
parecidos, porque cualquiera que
pensaba en el número uno dibujaba un
dedo.
Saber exactamente cuáles eran los
símbolos usados tiene, sin embargo,
poca importancia; lo que interesa es
saber cómo se usaban. Esto lo
entenderemos mejor si recurrimos a los
símbolos con los que estamos
familiarizados; así, para el número uno
usaremos el símbolo I.
Supongamos ahora que queremos
simbolizar por escrito el dos. En lugar
de inventar un nuevo numeral, ¿por qué
no escribir II que recuerda a los dedos?
Es fácil escribir así los siguientes
números: III es tres, IIII es cuatro, IIIII
es cinco, etcétera, hasta llegar a IIIIIIIII,
que equivale a nueve.
La ventaja que tiene este
procedimiento es que no hay más que
contarlos para determinar a qué número
se refieren los símbolos. El
inconveniente es que cuando son muchos
símbolos resulta pesado escribirlos y
contarlos; además, es fácil equivocarse
en cualquiera de las dos operaciones.
Los egipcios seguían ciertas pautas
para ordenar los palotes. Por ejemplo:
no escribían IIIII, sino III y debajo II; en
efecto, es más fácil ver tres marcas con
dos más debajo, que ver cinco seguidas.
De la misma forma, no escribían nueve
así: IIIIIIIII, sino que organizaban los
signos en tres grupos de tres dispuestos
uno debajo de otro.
Pero cuando los números son
verdaderamente grandes, ni siquiera la
división en grupos menores sirve de
gran ayuda. Piensa, por ejemplo, que
veinticinco se escribiría
IIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII.
Lo que hicieron los egipcios fue
inventar un nuevo símbolo para el diez:
tenía el aspecto de una U colocada boca
abajo. No necesitamos usarlo, sin
embargo, para demostrar cómo
funcionaban los numerales egipcios;
para que todo sea más fácil
supondremos que ese símbolo era una D,
de diez.
El once se escribiría DI o ID. El
orden no importa, porque tanto da diez y
uno como uno y diez, el número siempre
será once. Doce podría escribirse DII,
IID y hasta IDI: cualquiera de las tres
combinaciones sumaría doce.
De todas formas, sería preferible
utilizar un sistema único, porque así la
gente se acostumbraría a él y entendería
los números con mucha más facilidad.
Podemos, por ejemplo, colocar los
numerales grandes a la izquierda y los
pequeños a la derecha. De esta forma,
veintitrés se escribiría DDIII (diez y
diez y uno, uno y uno). Setenta y cuatro
sería DDDDDDDIIII y noventa y nueve
equivaldría a DDDDDDDDDIIIIIIIII.
Naturalmente, se podrían organizar en
grupos los símbolos D e I para facilitar
la lectura de las cifras.
Los egipcios decidieron que no
podían escribirse más de nueve signos
iguales seguidos, por lo que inventaron
un nuevo símbolo para utilizarlo cada
vez que otro se repetía diez veces.
Para escribir cien habría que repetir
diez veces el símbolo del diez, es decir:
DDDDDDDDDD. En vez de eso, se
inventó un nuevo símbolo que
significara cien; en el antiguo Egipto era
algo parecido a g.
Para facilitar la comprensión,
nosotros usaremos la letra C, inicial de
cien que es fácil de recordar.
Trescientos treinta y tres se
escribiría CCCDDDIII. Setecientos
dieciocho sería: CCCCCCCDIIIIIIII y
ochocientos noventa equivaldría a:
CCCCCCCCDDDDDDDDD.
Con estos tres símbolos puede
escribirse cualquier número hasta el
novecientos noventa y nueve, que
quedaría:
CCCCCCCCCDDDDDDDDDIIIIIIIII.
Para escribir cualquier número
comprendido entre uno y novecientos
noventa y nueve bastaría con memorizar
tres símbolos distintos, de los que
ninguno se contaría más de nueve veces
seguidas. Para escribir mil habría que
repetir diez veces el símbolo del cien y,
por tanto, tendrían que inventar un nuevo
símbolo. También se inventarían otros
para diez mil, cien mil, etcétera.
Por este procedimiento, (inventando
un símbolo nuevo cada vez que se repita
diez veces otro), se puede escribir
cualquier número, por grande que sea.
3. Los números en la
época romana
El sistema egipcio de numerar
concedía especial importancia al
número diez, porque ése es el número
total de dedos que hay entre las dos
manos.
Los mayas, un pueblo que habitaba
al sur de México antes de la llegada de
los españoles, utilizaban un sistema
basado en el número veinte, porque ésa
es la suma de los dedos de pies y manos.
Incluso en Europa quedan, todavía,
reminiscencias de esa forma arcaica de
contar; así, en francés, ochenta se dice
«cuatro veintes»; la palabra inglesa
score, que actualmente se aplica sobre
todo para contar los puntos de los
juegos, significa también veinte o
veintena.
También el doce tiene un interés
especial, porque en ciertos aspectos es
más cómodo de usar que el diez. Éste
sólo es divisible por dos y por cinco. Si
las cosas se agrupan por decenas, es
imposible dividirlas en tercios y en
cuartos. Doce, por el contrario, es
divisible por dos, por tres, por cuatro y
por seis.
La extensión del término docena
sugiere la importancia del doce. Así,
solemos contar los huevos por docenas.
Media docena equivale a seis; un tercio
de docena a cuatro; un cuarto a tres; y un
sexto a dos. Hay cosas (los clavos, por
ejemplo) que suelen venderse por
docenas de docenas o gruesas; una
gruesa son doce docenas, que equivalen
a ciento cuarenta y cuatro unidades.
Los sumerios daban mucha
importancia al sesenta, que todavía
puede dividirse por más números que el
doce. El sesenta conserva actualmente
su importancia; así, una hora tiene
sesenta minutos, y cada minuto se divide
en sesenta segundos.
Cuanto mayor sea el número en que
se base el sistema, también habrá de
serlo la cantidad de signos repetidos que
habremos de escribir. Supongamos que
los egipcios inventaran un nuevo
símbolo para usarlo cada vez que
reunían doce de orden inferior en vez de
diez; en tal caso, en lugar de añadir
otros iguales, sólo tendrían que repetir
once veces el mismo; y con veinte o
sesenta, las cosas serían aún peores.
Pero supongamos, ahora, que
empleamos un número inferior a diez; el
cinco parece razonable, ya que esos son
los dedos de una mano.
Hace unos 2000 años, Roma
gobernaba grandes regiones de Europa,
Asia y África. En aquel «Imperio
Romano» se empleaba un sistema de
numerales basado en el cinco, que se
escribía con símbolos tomados del
alfabeto. Como en Europa se adoptó el
alfabeto romano, sus símbolos de
numeración nos resultan todavía
familiares.
Los romanos empezaron por
conservar la escritura del uno como
solía hacerse, es decir, I. También
conservaron los signos del dos, tres y
cuatro: II, III, IIII. Hasta aquí, los
numerales romanos son como los
egipcios, con la diferencia de que había
que inventar uno nuevo cada vez que un
símbolo se repitiese más de cuatro
veces. Y así, en lugar de escribir cinco
como hacían los egipcios –IIIII–
escribían V.
El seis ya no era IIIIII, sino VI.
Nueve se escribía VIIII. No podían
escribir VIIIII para el diez, porque el
símbolo I se repetiría cinco veces y eso
iba contra las reglas; hubo que buscar un
nuevo símbolo: X.
La lista completa de símbolos hasta
mil es la siguiente:

I = uno
V = cinco
X = diez
L = cincuenta
C = cien
D = quinientos
M = mil

Al idear símbolos especiales para


cinco, cincuenta y quinientos, los
romanos se evitaron tener que repetir los
de uno, diez y cien más de cuatro veces.
Veintidós se escribía XXII. Setenta y
tres era LXXIII. Cuatrocientos dieciocho
se escribiría CCCCXVIII. Mil
novecientos noventa y nueve es, en
números romanos,
MDCCCCLXXXXVIIII.
Para escribir mil novecientos
noventa y nueve según el sistema
egipcio habría que utilizar un símbolo
para el mil, nueve de cien, y otros tantos
de diez y de uno, lo que hace un total de
veintiocho símbolos. Con los numerales
romanos basta con usar dieciséis.
En el sistema egipcio no hay más de
cuatro símbolos distintos, frente a los
siete del romano. Por tanto, este último
obliga a contar menos, pero hay que
memorizar más.
El orden en que se escribieran los
numerales romanos carecía de
importancia al iniciarse su desarrollo;
tanto daba escribir XVI que XIV, IXV o
VIX: todos significaban dieciséis.
Cualquiera que sea el orden en que se
pongan, el resultado de la suma de diez,
cinco y uno es dieciséis.
Pero, de todas formas, la escritura es
siempre más sencilla si se ordenan los
símbolos según unas reglas previamente
acordadas. Lo usual es colocar juntos
todos los que son iguales; cuando son
distintos se empieza colocando los más
grandes a la izquierda, de forma que a la
derecha queden siempre los más
pequeños. Setenta y ocho, por ejemplo,
debe escribirse LXXVIII, es decir,
primero L, luego XX, después V y,
finalmente, III.
Los romanos descubrieron, con el
tiempo, un procedimiento para reducir
aún más la cantidad de veces que era
necesario repetir un símbolo
determinado. Si los símbolos se
escriben siempre de izquierda a
derecha, ¿por qué no invertir el orden en
casos especiales?
En el orden habitual, cuando el
símbolo menor sigue al mayor, ambos se
suman. Así, VI es «cinco más uno», que
equivale a seis. Pero si el símbolo
menor precede al mayor, se resta de
éste; según esta nueva regla, IV significa
«cinco menos uno», es decir, cuatro.
Si en lugar de IIII se escribe IV, sólo
hay que leer dos símbolos en vez de
cuatro, aunque, a cambio, es preciso
fijarse en las posiciones que ocupan los
símbolos y acordarse de que hay que
restar en lugar de sumar.
De la misma forma, XL es cuarenta y
LX sesenta; XC es noventa y CX ciento
diez; CM es novecientos y MC mil cien.
El año 1973 se escribiría M CM
LXX III en lugar de M DCCCC LXX III,
lo que supone nueve símbolos en vez de
doce. El caso del mil novecientos
noventa y nueve es todavía más
llamativo: MCMXCIX en lugar de
MDCCCCLXXXXVIIII y, por tanto,
siete símbolos, no dieciséis.
Naturalmente, si aplicamos la regla
de la sustracción, no puede alterarse el
orden. Es importante que cada símbolo
sea colocado exactamente en el lugar
que le corresponda.
La parte occidental del Imperio
Romano se desgajó hace unos mil
quinientos años, pero los habitantes del
oeste de Europa siguieron usando los
números romanos durante más de siete
siglos tras la caída del Imperio.
4. Los números y los
alfabetos
Los sistemas de números egipcio y
romano obligan a repetir los símbolos.
Siempre hay combinaciones como III,
XX o TTTTTT. Por tanto, es preciso
contar los símbolos, y en esa operación
se puede incurrir en error.
¿Hay alguna forma que permita no
utilizar cualquier símbolo más de una
vez en un número? Necesitaríamos
recurrir a una variedad de símbolos
mayor para lograrlo. Si no queremos
escribir II tendremos que idear un nuevo
símbolo especial. Y lo mismo ocurriría
con el tres, el cuatro, etcétera.
No parece muy buena idea, porque
obligaría a memorizar una enorme
cantidad de signos. Pero supongamos
que los símbolos ya estuviesen
memorizados.

Hace unos 3400 años, el pueblo


fenicio, que vivía al este del
Mediterráneo en lo que ahora es el
Líbano, inventó el alfabeto. Sus sabios
dibujaron una serie de letras, cada una
de las cuales correspondía a un sonido
distinto, con las que era posible formar
cualquier palabra.
El alfabeto se difundió en todas
direcciones y fue adoptado, entre otros
pueblos, por hebreos y griegos. Todo el
que quisiera aprender a leer (tarea que
resultaba mucho más fácil gracias al
nuevo alfabeto) tenía que memorizar los
signos que lo componían. Naturalmente,
los nombres de las letras diferían de un
lenguaje a otro y cada grupo humano
memorizaba únicamente las letras del
idioma que se hablaba en su país.
Al estudiar el alfabeto, los niños
hebreos aprendían a decir: aleph, beth,
gimmel, daled, hay, vuv, etcétera,
mientras que los griegos decían: alpha,
beta, gamma, delta, epsilon, zeta, eta, y
así sucesivamente. En español
pronunciamos: a, be, ce, de, e, efe, ge,
etcétera.
El alfabeto se aprende tan
perfectamente que su conocimiento se
convierte en algo automático para
cualquiera que sepa leer. Se conocen
todas las letras en el orden exacto que
ocupan, y se designa cada una de ellas
mediante un símbolo.
¿Por qué no aprovechar los símbolos
que representan las letras para escribir,
también, los números? La primera letra
puede corresponder al primer número,
la segunda al segundo, la tercera al
tercero, etcétera. Como ya se colocan
los símbolos, no se precisa aprender
nada nuevo.
Las letras hebreas y griegas son muy
distintas de las que usamos actualmente
en español, pero eso no nos preocupa,
porque lo que nos interesa es el sistema
de escritura de número que emplearon
los griegos y los hebreos. Podemos
hacer lo mismo con nuestro alfabeto.
En ese caso, la correspondencia
sería:

A = uno
B = dos
C = tres
D = cuatro
E = cinco
F = seis
G = siete
H = ocho
I = nueve
J = diez

Como sólo hay veintiséis letras en el


alfabeto (sin contar CH, Ñ y LL), por
este procedimiento no podríamos pasar
de ese número.
Pero podemos realizar otras
combinaciones. Así, escribiríamos once
como «diez-uno» o JA. Doce sería
«diez-dos» o JB. Procediendo de esta
forma, JC sería trece, JD catorce, JE
quince, JF dieciséis, JG diecisiete, JH
dieciocho y JI diecinueve.
Si escribiésemos veinte como JJ,
estaríamos repitiendo símbolos, así que
en lugar de eso pasaremos a la siguiente
letra, K, que significará veinte.
Procediendo de esta forma tendríamos:

J = diez
K = veinte
L = treinta
M = cuarenta
N = cincuenta
O = sesenta
P = setenta
Q = ochenta
R = noventa
S = cien
T = doscientos
U = trescientos
V = cuatrocientos
W = quinientos
X = seiscientos
Y = setecientos
Z = ochocientos

Hemos agotado el alfabeto, pero aún


podemos buscar otro signo para llegar
hasta novecientos. Sea ese signo &, por
ejemplo.
Mediante este sistema de numerales
podemos escribir cualquier número
inferior a mil con uno, dos o tres
símbolos, y sin repetir nunca ninguno de
ellos.
Setenta y cinco es PE, ciento
cincuenta y seis equivale a SNF,
ochocientos dos será ZB, novecientos
noventa y nueve se escribirá &RI.
Prueba escribir todos los números
comprendidos entre uno y novecientos
noventa y nueve por este sistema;
observarás que es muy fácil.
Para pasar de novecientos noventa y
nueve pueden idearse otros signos
especiales. Por ejemplo: una pequeña
barra horizontal trazada sobre una letra
podría multiplicarse por mil el valor
que representa. De esta forma Ā
significaría mil, etcétera. Cinco mil
ochocientos veintiuno se escribiría
ĒZKA.
Un inconveniente de representar los
números mediante letras es que las
cifras parecen palabras.
Por ejemplo: en nuestro propio
alfabeto, trescientos cincuenta y cinco se
escribiría UNE, imperativo del verbo
unir y, por tanto, podría caerse en la
superstición de pensar que trescientos
cincuenta y cinco es un número de buena
suerte porque favorece los matrimonios
(UNE = 3ª persona del presente del
verbo UNIR).
De ahí a crear todo un sistema de
interpretación de los números, a partir
del significado de las combinaciones de
letras que los representan, no hay más
que un paso, y, de hecho, los pueblos
hebreo y griego compusieron unas
teorías de númerología que no pasaban
de ser más que una colección de sin
sentidos.
Aún se conservan restos de esas
númerologías, y sigue habiendo mucha
gente que cree en ellas. Todo empezó
porque hebreos y griegos decidieron
utilizar los mismos signos para
representar las palabras y los números.
5. Los números y
«nada»
Sería preferible prescindir de las
letras del alfabeto y buscar nuevos
símbolos para representar los números.
Los símbolos que utilizamos actualmente
fueron inventados en la India por los
hindúes, y se han mantenido invariables
durante muchos siglos. Si observamos
ahora los antiguos números hindúes,
podremos reconocer el origen de las
cifras que escribimos en la actualidad.
Los símbolos que nos legaron son los
siguientes:
1 = uno
2 = dos
3 = tres
4 = cuatro
5 = cinco
6 = seis
7 = siete
8 = ocho
9 = nueve
10 = diez

Estos numerales, o sus antiguos


predecesores, aparecieron en la India
hace unos 2200 años.
Quizá te extrañe que ahora
utilicemos la numeración de los hindúes,
precisamente. Después de todo, siendo
su sistema igual que cualquier otro, ¿no
parece más lógico que los hombres
hubiesen mantenido el sistema de los
romanos, al que ya estaban
acostumbrados?
Parece, en efecto, lo más lógico, y
de hecho el hombre se aferró a los
viejos símbolos mientras pudo. Lo que
ocurre es que el sistema hindú respondía
a una idea mejor, y por eso se extendió
hasta mucho más allá de la India.
Los hindúes, como los egipcios,
crearon nuevos símbolos para los
números superiores a nueve. Así,
representaban mediante símbolos
distintos los números diez, veinte,
treinta, etcétera; y también cien,
doscientos, trescientos...
Pero alguien (que, por supuesto, no
sabemos quién fue) debió preguntarse si
eso era realmente necesario. El número
doscientos equivale a dos veces «cien».
El veinte es igual a dos veces «diez». El
dos vale tanto como dos «unos». Es
decir: en todos los casos, esos números
significan dos repeticiones de algo.
Supongamos un nuevo sistema en el
que el símbolo situado a la derecha
represente el número de unos; el que se
halla justo a su izquierda representaría
el número de dieces, el situado más a la
izquierda el número de cientos, y así
sucesivamente. El significado de un
símbolo dependerá, ahora, de la
posición que ocupe, y gracias a ello
bastan nueve (1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9)
para representar cualquier cifra.
Pensemos, por ejemplo, en el
número 354: el símbolo de la derecha
indica que hay cuatro unos, es decir, que
vale cuatro; a su izquierda hay otro que
nos dice que son cinco dieces (o cinco
decenas), lo que equivale a cincuenta;
por el de más a la izquierda sabemos
que la cifra tiene tres centenas, es decir,
trescientos. Cuatro, más cincuenta, más
trescientos, suman trescientos cincuenta
y cuatro, que es precisamente lo que
representa el 354.
Cualquier número se puede leer de
esta forma. El número 18 es igual a un
diez, más ocho unos, es decir, a diez más
ocho; por tanto, dieciocho. El 999
contiene nueve centenas, y el mismo
número de decenas y unidades:
novecientos, más noventa, más nueve, o
novecientos noventa y nueve.
Con el sistema hindú se puede ir tan
lejos como se quiera. 87235, por
ejemplo, significa, empezando a leer por
la derecha: cinco unidades, tres decenas,
dos centenas, siete unidades de millar y
ocho decenas de millar; cuando se suma
todo resultan ochenta y siete mil
doscientos treinta y cinco. Y todo
solamente con los numerales hindúes.
Hay, sin embargo, un problema.
Supongamos que queremos escribir
el número dos mil tres, que está formado
por dos «millares» y tres «unidades»,
sin centenas ni decenas.
¿Podríamos escribir 23 para indicar
que hay dos «millares» y tres
«unidades»? Si lo hiciésemos así,
¿cómo podría saberse que el 2
representa dos «millares»? Porque,
igualmente, podría representar dos
«centenas» o dos «decenas».
Cabría la posibilidad de dejar un
espacio vacío para indicar que no hay
«centenas» ni «decenas» y escribir 2 _ _
3. De esta forma el lector podría darse
cuenta de que, faltando las «centenas» y
las «decenas», el 2 debe representar los
«millares».
¿Pero podría estar seguro el lector
de que el espacio vacío, sin subrayado,
corresponde precisamente a dos
columnas? Porque quizás equivalga a
una, o a tres.
Parece, pues, que dejar un espacio
vacío no es suficiente. Lo que se precisa
es un símbolo que indique «no hay
decenas» o «no hay centenas».
Pero fue muy difícil llegar a la
conclusión de que semejante símbolo
era realmente necesario. Transcurrieron
miles de años utilizando los símbolos
numéricos antes de que a alguien se le
ocurriese pensar en otro que significase
«nada».

No sabemos quién fue el autor de la


idea, aunque se atribuye a los hindúes.
Tampoco sabemos con seguridad cuándo
ocurrió; quizás haga unos 1300 años.
El símbolo con que ahora
representamos «nada» es un círculo
vacío: 0. Los hindúes lo llamaban sunya,
que significa «nada».
Veamos cómo funciona este «nada».
Si queremos representar veintitrés,
sabemos que esta cifra equivale a dos
«decenas» y tres «unidades», lo
escribimos así: 23. Doscientos tres tiene
dos «centenas», ninguna decena y tres
«unidades», y lo representamos como
203.
¿Qué ocurre con el dos mil treinta?
Está formado por un «millar», ninguna
«centena», tres «decenas» y ninguna
«unidad»; se representa, por tanto, 2030.
Tú mismo puedes averiguar por qué
dos mil trescientos se escribe 2300 y
por qué dos mil tres es 2003.
Por la misma razón, diez es una
«decena» y ninguna «unidad» y, por
tanto, se escribe 10.
Con los nueve símbolos hindúes 1,
2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, y el símbolo 0, que
equivale a «nada», es fácil escribir
cualquier número. Ya no habrá duda
alguna sobre la columna que ocupa cada
símbolo.
6. Los números y el
mundo
No cabe la menor duda de que el
mejor sistema de numerales que se ha
inventado es el hindú, con su símbolo de
«nada». Bastan unos pocos símbolos
para representar enormes números, y, en
cualquier caso, nunca se precisan más
de diez. Además, no se confunden los
números con las palabras.
Lo más importante de todo es que las
operaciones aritméticas son mucho más
fáciles con el sistema hindú de
numeración que con cualquiera de los
otros conocidos.
En la antigüedad, sólo se podían
hacer divisiones con los numerales
griegos o romanos si se estudiaban
matemáticas durante largo tiempo. Con
el sistema hindú, un niño aprende en la
escuela sin excesivas dificultades. Si
crees que hacer esas divisiones tan
largas es difícil, prueba con los números
romanos.
El sistema hindú empezó a
extenderse, precisamente, cuando se
comprobó lo fáciles que resultaban las
operaciones aritméticas con él.
Alrededor del año 800 de nuestra
era, no mucho después de la invención
del símbolo «nada», los numerales
hindúes se habían difundido por las
regiones situadas al norte y al oeste de
la India, regiones habitadas por pueblos
que hablaban árabe. Esos pueblos
ocupaban, además, todo el norte de
África y España; así llegó la numeración
hindú hasta la península Ibérica, a través
de África.
Los árabes llamaron sifr al símbolo
hindú «nada» (sunya).
El matemático árabe Mohammed Al-
Khwarizmi escribió, hacia el año 820,
el primer tratado completo sobre el
empleo de los numerales hindúes en la
aritmética.
Más de cien años después un francés
llamado Gerberto, muy interesado en
conocerlo, decidió viajar a la España
árabe, mucho más avanzada por
entonces que Francia, Alemania o
Inglaterra, que aún vivían en la «oscura
Edad Media», sin apenas escuelas ni
libros y cuyos habitantes eran, casi sin
excepción, analfabetos.
Así, Gerberto se trasladó a España
el año 967 y estudió los libros árabes.
Conoció el tratado de Al-Khwarizmi, e,
impresionado por las ventajas del nuevo
sistema de numeración, lo difundió por
toda Europa, donde llamaron números
arábigos a los numerales hindúes,
porque los conocieron a través de los
árabes, sin saber que en realidad
procedían de la India. En la actualidad
seguimos llamándolos arábigos.
El año 999 Gerberto fue elegido
Papa bajo el nombre de Silvestre II,
pero, pese a su importante posición, los
europeos no le escucharon. Algunos
hombres instruidos recomendaron el
nuevo sistema arábigo de numeración,
pero los europeos de la época estaban
ya acostumbrados a los números
romanos y, aunque operar con ellos era
laborioso y la aritmética resultaba muy
difícil, se mantuvieron fieles a su
tradición.
Pasaron dos siglos más y apareció
en escena un hombre llamado Leonardo
Fibonacci, que vivía en la ciudad
italiana de Pisa. Entró con contacto con
el sistema hindú de numeración en el
curso de un viaje que realizó por el
norte de África. En 1202 escribió un
tratado en el que empleaba ese sistema
de numeración y el símbolo «nada» para
enseñar la forma de emplearlo en
aritmética.
Por aquel entonces, Europa
empezaba a salir de las tinieblas de la
Edad Media. La prosperidad aumentaba
y con ella el deseo de saber. En Italia
había númerosos comerciantes que
necesitaban realizar continuos cálculos
para mantener sus negocios y, en cuanto
comprobaron las ventajas de los
números arábigos, abandonaron la
numeración romana y adoptaron el
nuevo sistema. Comprobaron que el
símbolo «nada» tenía una gran
importancia. Para denominarlo usaron
primero el término árabe sifr, que con el
tiempo se convertiría en zepiro, más
fácil de pronunciar, y por fin en zero
(cero en español).
Desde Italia, la numeración arábiga
se extendió por toda Europa. Cuando
Colón desembarcó por vez primera en
América, ya se habían sustituido por
completo los números romanos.
No obstante, éstos se siguen
utilizando en la actualidad cuando se
quiere destacar la importancia de ciertas
personas. Por ejemplo: la reina Isabel
de Inglaterra es la segunda de su país
que lleva ese nombre, por lo que se
escribe Isabel II. El último Papa Pablo
es el sexto que se llama así, por eso se
le denomina Pablo VI.
Pero la numeración arábiga no sólo
se usa en Europa, porque en el curso del
siglo pasado se extendió por todo el
mundo. Incluso en muchísimas lenguas
que utilizan letras distintas de las
nuestras, los números son los conocidos
1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9 y 0.
Y todo empezó cuando un hombre
primitivo se preguntó cómo podría decir
cuántas hachas de piedra tenía, mientras
se contemplaba los dedos para ver si
podrían serle de alguna utilidad.

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