El Diálogo en La Enseñanza. Teoría y Práctica

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Licenciatura en Educación e Innovación Pedagógica

Área Académica 5

Burbules, Nicholas C. (1999). El diálogo en la enseñanza Teoría y práctica,


Introducción a la educación política
Argentina: Amorrortu editores
Prefacio
La idea de la enseñanza como diálogo significa algo fundamental y perenne en la historia de la
educación. Sócrates y el joven esclavo, Mark Hopkins y su discípulo en el otro extremo, Freire y los
campesinos oprimidos del Brasil: estos y parecidos ejemplos ponen de relieve un ideal que insiste en
la historia y aspira a una enseñanza que es un especial compromiso dialógico entre las mentes.

En este libro, Nicholas Burbules nos guía en una exploración refinada y atenta de las diversas formas
que el diálogo puede adoptar y de las movidas pedagógicas que pueden hacer los que juegan el
juego dialógico. Pero este no es un libro de recetas y de técnicas, ni trata el diálogo como mero juego
pedagógico. Es un reconocimiento, serio y filosóficamente sagaz, de la complejidad y espontaneidad
del diálogo como forma de la comunicación pedagógica humana, y de sus dimensiones pragmáticas,
dependientes del contexto.

Para Burbules, el diálogo es una relación comunicativa simbiótica entre iguales, que exige un
compromiso tanto emocional cuanto cognitivo. Para poder llegar a un buen resultado, el diálogo genuino
se sustenta en una inteligencia cognitiva, pero también en los sentimientos recíprocos de interés,
confianza, respeto, aprecio, afecto y esperanza de los participantes. Como actividad humana de larga
tradición, encarna y exige además un conjunto de virtudes, que incluyen la tolerancia, la paciencia, la
apertura, la mesura y la disposición a escuchar, con las que se habilita al otro para que hable.

El autor se apoya magistralmente en las perspectivas teóricas de Bajtin, Gadamer, Habermas, Vigotsky y
Wittgenstein, y con ellas ilumina las distintas dimensiones del proceso dialógico de una manera muy
accesible aun para quien no tiene formación filosófica; pero es el concepto de Dewey de la democracia como
libre intercambio de ideas en la diversidad lo que sirve de apoyo a la tesis de Burbules de que el diálogo es
esencial para el espíritu de una sociedad democrática genuinamente pluralista. Por desgracia, según
observa Burbules, nuestro sistema educativo actual es antidialógico, tan antidialógico como no lo habíamos
conseguido" con un diseño deliberado. Es claro que nuestros ideales pedagógicos y sociales están en pugna
con la realidad. Así, aunque fortalece inteligentemente nuestra comprensión del diálogo, Burbules, antes
que damos prescripciones y respuestas fáciles, nos coloca frente a desafíos y a preguntas.

Exaltar la pedagogía como diálogo sin reconocer las fuerzas que la amenazan en las escuelas y en la
sociedad de hoy sería proceder de manera irresponsable. El principal propósito de esta excelente
obra filosófica es hacer que la mentes de los otros emprenda un diálogo responsable acerca del
diálogo como se lo podría alentar y llevar adelante en un ambiente hostil. Logra ese propósito, de
manera admirable, y, de, hecho, establece la base para hacer progresar el pensamiento y la práctica
de la educación contemporánea.

Jonas F. Soltis

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Introducción
«Es precisamente esto lo que caracteriza a un diálogo en contraste con la forma rígida de
enunciado que requiere ser puesto por escrito: que aquí el lenguaje, en el proceso de
preguntar y de responder, de dar y de tomar, de hablar equivocando las intenciones y de ver
cada uno lo que el otro desea decir, efectúa la comunicación de sentido que (...) es la tarea de
una hermenéutica (…) Así, es característica de toda genuina conversación el que cada uno se
abra a la persona del otro, acepte de verdad que su punto de vista es digno de consideración,
y llegue a la interioridad del otro.»

Hans-Georg Gadamer, Verdad y método

«Empleamos aquí el método socrático. Apelo a ustedes, les formulo una pregunta y ustedes la
responden. ¿Por qué no me limito a darles una conferencia? Porque con mis preguntas
aprenderán a enseñarse a si mismos. Con este método de preguntar, responder, preguntar y
responder, procuramos desarrollar en ustedes la capacidad de analizar el vasto conjunto de
hechos que constituyen la relación entre los miembros de una sociedad determinada.
Preguntar y responder. A veces pueden creer que han hallado la respuesta correcta; Jamás
hallarán la respuesta correcta, absoluta y definitiva. En mi clase, siempre hay otra pregunta,
otra pregunta que busca su respuesta.»

Profesor Charles W. Kingsfield (h), en La vida íntima de un estudiante [The paper chase]

«En este proceso, los argumentos basados en la “autoridad” no son ya válidos; para funcionar,
la autoridad debe estar del lado de la libertad, no contra ella. Aquí nadie enseña al otro, ni
nadie se enseña a sí mismo. Los hombres se enseñan los unos a los otros, mediados por el
mundo (...) En el punto de encuentro no hay ni ignorantes cabales ni sabios perfectos,
sencillamente hay hombres que intentan, en común, aprende .más que lo que ahora saben.»

Paulo Freire, Pedagogía del oprimido

«¿Qué clase de hombre soy? Un hombre al que le agradaría ser refutado si lo que digo no es
verdad, y al que le agradaría refutar a otro que dice lo que no es verdad, pero no sería menos
dichoso al refutarme a mí mismo que al refutar a otro, pues considero que es más benéfico,
por ser un don mayor librarse a sí mismo del peor de los males que librarlo a otro. Y creo que
no hay mal mayor que una opinión falsa (…) Si tienes algún interés en lo que se ha dicho y
deseas ponerlo del derecho, entonces (…) y refútame y sé refutado.»

Platón, Gorgias

Este libro es un examen del diálogo y de las muchas formas que el diálogo toma en la enseñanza.
Aunque llamaríamos «diálogo» a cualquier especie de conversación, limitaré aquí la aplicación del
término y lo emplearé para designar una particular comunicación pedagógica: una interacción
conversacional deliberadamente dirigida a la enseñanza y el aprendizaje. No todas nuestras
conversaciones tienen un propósito pedagógico; y a la inversa, no todas relaciones comunicativas
pedagógicas son formas de conversación (están las conferencias, por ejemplo). Aunque muchas

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formas híbridas y fronterizas de comunicación burlan estas tajantes distinciones, en este libro
sostendré que existe un conjunto más o menos diferenciado de conversaciones que podemos
considerar «dialógicas» con provecho; que dentro de ese conjunto hay distintos géneros o enfoques
de diálogo, que se acomodan a diferentes estilos de enseñanza, a alumnos diferentes y a diferentes
temáticas; y que ciertas movidas típicas caracterizan a una enseñanza dialógica eficaz, que podemos
definir, estudiar y mejorar con la práctica. El presente libro no es, pues, sólo un análisis filosófico
global de una concepción particular de la enseñanza; es también, según espero, una orientación útil
para aprender a enseñar de esa manera. Exhortar a los docentes a que se dediquen a diversas
prácticas liberadoras, como hacen muchos teóricos progresistas en pedagogía, pero sin ofrecerles al
mismo tiempo un instrumento realista para apropiarse de esas prácticas, reflexionar acerca de ellas y
mejorarlas, a menudo los desalentó en lugar de entusiasmarlos.

Los ejemplos citados al comienzo de esta «Introducción» representan cuatro visiones del diálogo muy
distintas entre sí. Ilustran uno de los temas centrales de este libro: que si bien muchos han
caracterizado el diálogo de acuerdo con cierto «método socrático», este método socrático puede
designar varias cosas muy diversas entre sí, y en modo alguno es, por lo tanto, un verdadero
«método», sino un repertorio de enfoques dialógicos entre los que el docente habilidoso sabe cuál
elegir y aplicar a diversas circunstancias pedagógicas. Los cuatro maestros citadas (Gadamer,
Kingsfield, Freire y Platón) atribuyen a Sócrates la fuente común de sus enfoques, que sin embargo
son distintos. Como se sabe, el propio Sócrates solía basar todo diálogo en un proceso intelectual
definido: la dialéctica.

«¿No es la dialéctica el único proceso do indagación que avanza de.este modo,


remontándose desde las hipótesis hasta el primer principio para hallar confirmación en este? Y
es literalmente cierto que cuando el ojo del alma se hunde en el bárbaro pantano (...) la
dialéctica poco a poco lo hace avanzar, ar y ascender» (Platón, 1961c, pág. 765).

Con todo, escritores como Gadamer (1980) y Sophie Haroutunian-Gordon (1987, 1988, 1990) han
demostrado que en los distintos diálogos socráticos vemos en realidad una amplia gama de estilos
dialógicos, y que el verdadero genio de Sócrates como maestro se cifró en ese eclecticismo y en su
disposición a quebrar aun sus propias reglas (Burbules, 1991b). Como lo ha señalado David Hansen
(1988), el propio Sócrates ¡no siempre fue un maestro «socrático»!

Es difícil catalogar como «método» un enfoque de la enseñanza que exige tanta flexibilidad, tanta
capacidad de adaptación y tanto discernimiento. El diálogo es, según sustentaré, más una expresión
de la prâxis que de la tékhne (Hostetler, 1991). Iniciar un diálogo con éxito es algo que debemos
aprender a hacer por medio de la práctica, no según una receta o un algoritmo. Este libro se
organizará en torno de la metáfora de jugar un juego para iluminar, en las condiciones más
favorables, los. aspectos creativos, espontáneos y placenteros de un diálogo: así contrarrestamos las
tendencias que hoy quieren considerar la enseñanza como una técnica. Por cierto, también en
muchos juegos hay aspectos técnicos; sostendré que, como en cualquier juego, hay ciertas reglas y
movidas generales que nos permiten distinguir, de manera amplia, el juego hábil del menos hábil.
Conociéndolas y practicándolas mejoraríamos la enseñanza y el aprendizaje por medio del diálogo.

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Por eso, para conseguir aquí un buen resultado, tendré que explicar la espontaneidad y la estructura
de la práctica dialógica.

Mi exposición debe mucho" a las ideas de Paulo Freire y a un cuerpo afín de trabajos de pedagogía
crítica que ha elevado el diálogo hasta un lugar central en nuestro enfoque de la enseñanza. Pero si
la bibliografía inspirada en Freire presenta un defecto insistente, es su nivel de generalización, a
menudo retórico y abstracto, sobre lo que el diálogo es y aquello para lo que sirve. Leemos esos
trabajos cada vez más convencidos de su inspiración y propósito moral, pero sólo obtenemos la idea
más general sobre la manera de enseñar así (una excepción notable es la obra de Ira Shor, 1980,
1987). A menudo, un comprensible deseo de no caer en tecnicismos dio lugar a la falta de claridad y
especificidad analíticas, y también al descuido casi completo de un importante cuerpo de bibliografía
empírica, en lingüística y en psicología, acerca de las pautas reales de la interacción conversacional.
Espero remediar en este libro esa falta de equilibrio sin comprometer los fundamentales valores de la
igualdad social y la libertad personal que determinan nuestro interés por el diálogo.

El desarrollo de mi exposición y la división de los temas en capítulos son como sigue. Primero,
examinaré con más detalle la definición: del diálogo como una relación comunicativa pedagógica
(capítulo 1). Se suele cometer este preciso error en la comprensión del diálogo, el de creer que es
esencialmente igual a cualquier otra conversación y, puesto que todos sabemos mantener
conversaciones, conocemos ya los fundamentos del diálogo. Suele utilizarse «diálogo» como
sinónimo de «discusión», «charla» y otros términos cercanos.

Pero un diálogo bueno y eficaz es mucho más difícil que la conversación corriente, aunque desde
luego el diálogo comparte elementos con la conversación.

A continuación, me centraré en uno de los aspectos de esa definición: pensar el diálogo como una
relación comunicativa es el mejor modo de concebirlo (capitulo 2). Ultimamente se ha puesto de
moda utilizar el verbo «dialogar» en frases como «Dialoguemos un poco acerca de esto». Es un
empleo que resta valor al término «diálogo» en dos sentidos. Primero, como se señaló antes, lo
convierte en un sinónimo pretencioso de «conversación»; pero, aparte de eso, distorsiona, a mi modo
de ver, la naturaleza del diálogo. El diálogo no es algo que hagamos o que empleemos; es una
relación en la que entramos: a veces atrapados, a veces, llevados por ella. Considerar el diálogo
como una relación (con otra persona o con otras personas) destaca en él aspectos que están más
allá de nosotros, que descubrimos y que nos modifican. Por otra parte, usar el diálogo como verbo
refuerza la visión unidimensional e instrumental de él, visión por entero inadecuada para las
complejidades y las sutilezas de la pedagogía. La creación y el mantenimiento de una relación
dialógica con los otros supone la formación de lazos emocionales como el respeto, la confianza y el
interés, y la expresión de rasgos de carácter o virtudes como la paciencia, la capacidad de escuchar,
la tolerancia ante el desacuerdo, etc. En la bibliografía sobre diálogo es frecuente emitir estos
factores.

Ampliaré enseguida este análisis relacional con la exploración de distintos aspectos de la metáfora
del diálogo como un juego (capítulo 3). A los juegos jugamos. Atraen. Son divertidos. Suponen reglas

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y movidas apropiadas. En algunos juegos hay «ganadores»; otros se cultivan por las razones más
intrínsecas del placer y la camaradería. Hay juegos más competitivos que otros; a veces, un juego
puede llegar a ser demasiado competitivo para resultar divertido. La mayoría de los juegos se juegan
con otros; hay juegos que podemos jugar solos, pero siempre contra alguna forma de resistencia (un
adversario imaginario, una barrera física, las leyes del azar, etc.). También otras cosas se juegan,
como la música.1 Gadamer (1982) ve la esencia del juego en todas sus formas en un movimiento de
«vaivén» una idea profunda, creo, llena de sugerencias para el «juego del diálogo».

El propósito de esta metáfora del juego, que desarrollaré aquí, es poner el acento más en el proceso
que en el resultado de un encuentro dialógico. Cuando entramos en un diálogo, tenemos intenciones
y metas; no obstante, una de las razones para iniciar-un diálogo en lugar de formas más directas de
afirmaciones o de preguntas es justamente que estamos dispuestos a que nos aleje, nos lleve más
allá de nuestros propósitos iniciales. Un juego puede absorbemos; puede cobrar vida propia más allá
de nuestro gobierno, y lo mismo puede decirse del diálogo. Muchos han destacado que Sócrates
mismo no escribió; sabemos de sus diálogos "sólo por los escritos de Platón y otros autores. Esto
sugiere que en un diálogo viviente hay (al menos a juicio de Sócrates) algo que nunca se concluye,
que nunca puede ser registrado o repetido sin que pierda algo de su vitalidad inicial. El diálogo se
crea de manera constante en el acto de emprenderlo, y cada vez que lo creamos es diferente.
También en eso se parece a un juego.

En los dos capítulos siguientes (los capítulos 4 y 5) se examinan en detalle las reglas y las movidas
posibles de este juego dialógico. Puede que la palabra «reglas» sea un poco rígida; acaso
«patrones» esté mejor: principios constitutivos, que ayudan a definir y a gobernar una actividad, sin
los cuales no habría tal actividad, Sitio otra cosa. No todo lo comunicativo cuenta como diálogo (por
ejemplo, abuchear a un político que pasa en: una caravana automovilística), y en consecuencia tiene
que haber criterios, aunque sean amplios y flexibles , que nos ayuden a identificar en general cuándo
algo es diálogo y cuándo no lo es. Las personas están implícitamente de acuerdo en jugar según
esos criterios a fin de que el juego pueda desenvolverse.

Las «movidas», por otra parte, no son constitutivas de una actividad. Son acciones, elecciones o
gestos particulares en el seno de ella, pero no tienen tras sí ninguna regla; si resultan prototípicas, es
porque una experiencia repetida ha, mostrado que son útiles dentro de las reglas. Las movidas son
artefactos prácticos de convención y de tradición. Por ejemplo, en el basquetbol uno puede hacer, un
tiro libre en forma indirecta, hacia atrás o con los ojos cerrados –las reglas no lo regulan–, pero
resulta que la mayoría de los jugadores hacen los tiros libres más o menos de la misma manera.
También las movidas son expresión del carácter relacional de los juegos: los jugadores habilidosos
tienen experiencia en reconocer y crear pautas de interacción que ayudan a alcanzar buenos
resultados. Lo mismo vale para el diálogo. Me basaré aquí en algunos trabajos empíricos sagaces

1 En lengua inglesa se emplea to play también para la acción de ejecutar una composición o un
instrumento de música y para la de desempeñar o representar un papel, por ejemplo, dramático. (N.
del T.)

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para identificar algunos de esos enfoques dialógicos eficaces. Los jugadores habilidosos son
aficionados también a ejercitar el juicio para reconocer cuándo y cómo recurrir a un repertorio de
movidas ante situaciones nuevas, y a reconocer el surgimiento de circunstancias inesperadas donde
las respuestas ya formalizadas no son útiles y se requiere algo más original y creativo.

En esos dos capítulos se sugieren algunas de las reglas y de las movidas que caracterizan el juego
del diálogo. La importancia de intentar hacerlas explícitas está en que nos pone en condiciones de
reflexionar acerca de ellas, practicarlas y mejorar su empleo.

Para avanzar todavía un paso con esta metáfora, vemos que jugar repetidamente un juego suele
poner de manifiesto determinadas pautas de práctica que constituyen géneros o estilos particulares
de juego (capítulo 6). Sostendré que hay por lo menos cuatro tipos diferentes de diálogo (en
correspondencia con los cuatro ejemplos citados al comienzo de esta «Introducción») y cada uno de
ellos puede ser caracterizado de acuerdo con determinadas pautas de movidas prototípicas; por
ejemplo, el empleo de preguntas de determinada especie. Esos cuatro géneros pueden no agotar
todos los tipos de diálogo, pero creo que abarcan a la mayoría de los ejemplos principales. Tampoco
son del todo distintos entre sí. Hay muchas versiones híbridas, y un diálogo que se inicia en un estilo
puede pasar a otro muy distinto; de hecho, puede transformarse en algo que no sea un diálogo. Los
cuatro tipos son los que denominaré diálogo como conversación (en un sentido determinado y
restringido), diálogo como indagación, diálogo como debate y diálogo como enseñanza. Difieren entre
si en muchos aspectos, entre ellos lo que suponen sobre el saber, su grado de tolerancia hacia
puntos de vista divergentes, el grado en que son cooperativos o competitivos, y la especie y el grado
de autoridad que originan. Con todo, cada uno puede, a su manera, ser provechoso para la
enseñanza y el aprendizaje.

Separa a los dos últimos capítulos un «Interludio» donde se:presenta el ejemplo de diálogo que he
compuesto junto con mi amigo y colega Ladd Holt. En esa discusión imaginaria, un profesor
universitario y el maestro de una escuela pública, discuten la visión que cada uno tiene de la
enseñanza, de la conversación y de las relaciones entre colegas. Comienza con algunos conflictos y
malentendidos, pero los interlocutores colaboran, en diversas formas de interacción dialógica, para
llegar a conclusiones acerca de sí mismos, la relación, entre ellos y la naturaleza del propio diálogo.
Si, este ejercido ha salido bien, entretendrá y también informará, al ilustrar el proceso de los cuatro
tipos de diálogo, la manera en que pueden llegar a buenos resultados y las razones por las que a
veces fracasan. No se lo presenta en modo alguno como un diálogo «ideal», y les lectores
descubrirán que los dos participantes cometen muchos errores cuando se.esfuerzan por llegar a una
comprensión mutua en los temas en cuestión.

Por último, tras haber presentado una amplia exposición de lo que puede ser la enseñanza dialógica,
concluiré considerando los rasgos de las escuelas, según las hemos creado, que vuelven
problemática la formación de relaciones dialógicas entre docentes y estudiantes (capítulo 7). Los
filósofos de la educación y otros estudiosos son conocidos por proponer visiones, de la educación
completamente inalcanzables en el mundo en que, vivimos. Esas utopías tienen su finalidad: pueden
inspirar, hacer que se tengan más en cuenta las alternativas, y promover la reflexión critica acerca del

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statu quo. Pero raramente son por sí mismas catalizadoras del cambio. Espero que los docentes que
lean este libro imaginen distintas maneras de modificar nuestra enseñanza para hacerla más
dialógica. Pero ese logro es posible, según creo, sólo si alcanzamos una sostenida conciencia crítica
de las circunstancias que nos limitan. Existe un amplio acuerdo en que el llamado «método socrático»
es el modelo ejemplar de enseñanza buena (véase, por ejemplo, Bruner, 1971), pero nos hemos
ingeniado para crear instituciones de enseñanza que tornan difícil, si no imposible, su práctica en la
mayoría de las aulas.

Este libro es una invitación en dos sentidos. Primero es una invitación, dirigida a cada uno de
nosotros individualmente, a reflexionar sobre nuestra enseñanza y mejorarla, y a considerar cuándo y
cómo puede el diálogo desempeñar un papel acrecentado en nuestro repertorio de prácticas de
enseñanza. Pero es también una invitación a sumarse, directa o indirectamente, a un diálogo
conmigo, con los autores examinados aquí y entre los mismos lectores acerca de la naturaleza del
diálogo y sus posibilidades. Una cuestión importante para nosotros como educadores es la manera
de modelar una serie de enfoques dialógicos con nuestros alumnos y la flexibilidad para modificar
esos enfoques; e incorporarlos al proceso dialógico en forma tal que lleguen a ser capaces de llevarlo
adelante por sí solos con independencia. La habilidad dialógica se aprende, según sostendrá, ante
todo cuando se es «atrapado» por buenos diálogos con los otros; el legado de la vida de Sócrates
como maestro da testimonio de esa afirmación (Haroutunian-Gordon, 1989).

Puesto que Sócrates prefirió no escribir, lo conocemos sólo por su enseñanza, y su influencia llega
hasta nosotros mediante la ininterrumpida cadena de relaciones dialógicas que lo unen, a través de
sus discípulos, con nosotros y, a través de nosotros, con nuestros estudiantes.

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Agradecimientos
Cuando pienso en las muchas conversaciones con amigos y con colegas que han contribuido a este
proyecto, y recuento los libros y los artículos (los que recuerdo) de los que he tomado en préstamo
ideas que aparecen en estas páginas, se me ocurre que muy poco de lo que he escrito puede
considerarse verdaderamente «original» y que acaso la originalidad sea, en nuestro trabajo intelectual
en general, una mercadería sobrevaluada. Puede que la mayor parte de lo que he hecho consistiera
en seleccionar, interpretar y combinar de otra manera ideas que provienen de otros. Espero que la
lista de referencias bibliográficas haga un poco de justicia con esa deuda.

Gran parte de este libro deriva directamente de conversaciones y del intercambio epistolar con
Andrew Gitlin, Sophie Haroutunian-Gordon, Ladd Holt, Frank Margonis, Ralph Page, Mike Parsons,
Bert Powers, Ralph Reynolds y Suzanne Rice. Suzanne trabajó conmigo en este proyecto como
auxiliar graduada, y ha ejercido una significativa influencia en mi pensamiento acerca del diálogo,
como lo indican las muchas publicaciones que hemos hecho juntos. Ladd es coautor del diálogo
incluido aquí como «Interludio». Falleció cuando este libro se editaba, y me apena muchísimo que no
viviese para verlo impreso.

Partes de este libro han sido presentadas en reuniones anuales de la American Educational Research
Association y de la Philosophy of Education Society; en seminarios de la Universidad de Illinois,
Urbana-Champaign, el Institute of Education, la Universidad de Londres y la Universidad de Utah; en
reuniones del Philosophy of Education Discussion Group, en el Department of Educational Policy
Studies de la UIUC, y en algunos de mis cursos y seminarios. Los que participaron en esas
conversaciones formularon muchas críticas y sugerencias excelentes, gran parte de las cuales han
influido en lo escrito aquí. Más concretamente, los siguientes colegas leyeron todo el manuscrito o
parte de dl y me suministraron consejos muy útiles y aliento a lo largo del camino: Kal Alston, Donna
Alverrnann, Mike Apple, Bonnie Armbruster, Chip Bruce, Walter Feinberg, Sophie Haroutunian-
Gordon, Ladd Holt, Frank Margonis, Nel Noddings, Ralph Page, Bert Powers, Suzanne Rice, Harvey
Siegel, Suzanne Wade y Philip Zodlhiates,

Ha sido un placer trabajar con el fallecido Ron Galbraith y, en particular, con Susan Liddicoat y Peter
Sieger, de Teachers College Press, en la elaboración editorial de este libro. Aprecio en especial la
sensibilidad (y la paciencia) con que cuidaron de este autor primerizo en sus esfuerzos de completar
un manuscrito difícil. Sobre todo, deseo agradecer a Jonas Soltis, que fue el primero, en alentarme a
emprender este libro acerca del diálogo, y cuya experiencia, sabiduría, y comprensión han sido
esenciales para guiarme por ese camino.

Este libro está dedicado a mis alumnos y maestros.

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1. ¿Por qué «diálogo»? ¿Por qué «teoría y prácticas»?
Un buen punto de partida puede ser discutir el título del libro. Durante largo tiempo el diálogo ha sido
una preocupación central tanto de la filosofía occidental cuanto de la teoría de la educación. De
hecho, se sitúa en la frontera .entre la filosofía y la educación, y en forma que pone claramente de
manifiesto el lazo fundamental que une esos dos ámbitos (McKeon, 1990). A propósito del lazo entre
la filosofía y la educación, Dewey (1916) señala:

«En este punto aparece la íntima conexión entre la filosofía y la educación. En realidad, la
educación proporciona una perspectiva que permite penetrar en la significación humana,
distinta de la técnica, de las discusiones filosóficas (...) si estamos dispuestos a concebir la
educación como el proceso en el que se forman las disposiciones fundamentales,
intelectuales y emocionales, hacia la naturaleza y hacia los demás hombres, es posible definir
la filosofía incluso como la teoría general de la educación. Si la filosofía no ha de ser simbólica
–o verbal– o una afición sentimental para unos pocos, o un mero dogma arbitrario, su examen
de la experiencia pasada y su programa de valores debe tener su efecto en la conducta (…)
La educación es un laboratorio donde las distinciones filosóficas se hacen concretas y se
someten a prueba» (págs. 383-4).

Más recientemente, James Giarelli (1991) ha sostenido que, una vez abandonados los supuestos de
una filosofía de los fundamentos, trascendental, advertimos que una educación –entendida en
general– es el medio por el que se establecen y justifican las «verdades» epistemológicas, éticas,
políticas o estéticas.

«La filosofía (…) no tiene su raíz ni en un acceso privilegiado a la realidad ni en un


procedimiento neutral sino más bien en una análisis de las prácticas por las cuales las
comunidades humanas mantienen, amplían y renueven la continuidad de su existencia. Dicho
en pocas palabras, la filosofía tiene su raíz en un análisis de las prácticas educativas (…) El
futuro de la filosofía depende de su capacidad para convertirse en un elemento educativo en
la vida de la comunidad (...) Llamo a esta visión emergente “filosofía como educación”» (págs.
36-7).

Dicho de otra manera, la significación de las cuestiones filosóficas sobre lo verdadero, bueno, recto o
bello tiene que ser estimada por su relación con la vida social y su efecto en ella. Está justificado
proponer enunciados sobre esos temas sólo cuando disponemos de los medios para llevar a los
demás a una conclusión así. Si bien desde cierto punto de vista tendría sentido decir que una cosa
es como es, independientemente de que otros lo reconozcan, en la práctica esa aserción no llega a
nada, salvo que podamos respaldarla con un esfuerzo educativo: argumentativo, persuasivo,
demostrativo. Con frecuencia, ese esfuerzo descansa en un compromiso dialógico.

Por consiguiente, el diálogo proporciona una perspectiva única para el interjuego entre filosofía y
educación. Distintos autores contemporáneos han visto un tema central de interés y debate en la

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condición del dialogo como fuente de conocimiento y de inteligencia, como medio del discurso
interpersonal y como relación pedagógica. Específicamente, en diversos autores que tratan de
educación y sociedad, y sobre todo en los que escriben desde las perspectivas «posmodernas»
contemporáneas, el dialogo ha sido el punto focal para discutir cuestiones mas amplias de lenguaje,
epistemología, ética y política. Me referiré a esos debates en este capítulo y en todo el libro.

La crítica posmoderna
«Posmodernismo» es un término notablemente vago, difícil de definir como movimiento intelectual o
Cultural unitario (Harvey, 1989). Pero en la mayoría de los trabajos posmodernos se han indicado tres
cuestiones generales que cabe considerar graves desafíos a las principales tradiciones e instituciones
de nuestro tiempo.

Primero está el carácter central de un análisis del poder y de la jerarquía como dinámica fundamental
de la organización social y política. Por cierto, el posmodernismo no descubrió la realidad de las
relaciones de poder como factor determinante en la sociedad; pero ninguna tradición había atendido
tanto a la instilación de las relaciones de poder en la cultura, en el lenguaje, en la sexualidad y en
otros aspectos de la vida humana que por lo común no se ven como ruedos de dominio y de opresión
(Foucault, 1980, 1988; se hallará un registro de las posiciones posmodernas y no posmodernas en la
bibliografía educativa en Apple, 1982; Burbules, 1986; Cherryholmes, 1988). Este análisis del poder
ha extendido la mirada crítica de las políticas de izquierda más allá de las tradicionales cuestiones de
la redistribución dela riqueza, el logro de autonomía política para los desposeídos, o el
cuestionamiento de la posición social y los privilegios institucionalizados, para llevarla a una ~política
cultural~ mucho más amplia que destaca la naturaleza institucional e ideológica de diversas formas
de marginación y de opresión cultural (Giroux, 1988; Giroux y McLaren, 1989; Giroux y Simon, 1989).

En el campo académico esa política cultural ha conducido a un cuestionamiento general de las


tradiciones intelectuales de la cultura occidental como encarnación de siglos de dominación por
ciertos grupos de clase, género, raciales y nacionales. Los posmodernos anhelan denunciar el
carácter político de instituciones y de discursos cuya credibilidad tradicionalmente se ha basado en
pretensiones de objetividad, imparcialidad y universalidad. Desde luego, la filosofía no se libró de este
ataque, y los valores de la racionalidad, el conocimiento, la belleza y los ideales éticos o políticos que
han servido de base al pensamiento moderno son hoy criticados como reliquias de
unasuperestructura legitimadera que ha excluido, perjudicado y silenciado a los grupos subordinados.
Las formas tradicionales de hablar de las cuestiones que conciernen a la verdad o a la corrección, y
de dirimirlas, han sido «deconstruidas», y en su reemplazo ha quedado poco en pie en muchos
casos.

Esto lleva al segundo de los temas principales del posmodernismo, a saber, el énfasis en la
irreductible pluralidad de las visiones culturales del mundo. Es en parte una estrategia política y en
parte una tesis teórica, pero los grupos marginados que adquieren voz encestas cuestiones insisten
ahora en la singularidad e importancia de sus formas de pensar, valorar o hablar, diferentes de las
pautas tradicionales. Para evitar que se los juzgue con criterios en cuya definición no intervienen,

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esos grupos suelen insistir en la imposibilidad de comparar o juzgar tales diferencias, y sostienen, sus
afirmaciones apoyados en posiciones filosóficas relativistas como «la diferencia de paradigmas» o «la
inconmensurabilidad». En versiones más fuertes de esta posición, hasta se duda de la posibilidad de
una comunicación transversal a esas diferencias, y es así como sus defensores creen que se pueden
ahorrar la molestia de intentar explicarse o justificarse ellos mismos desde la posición de los otros.

A su vez, esta posición se relaciona estrechamente con un tercer tema: el ataque a lo que suele
llamarse «la lógica de, la identidad», esto es, la idea filosófica de que nuestra meta intelectual es
hallar principios rectores comunes, reglas generalizables definiciones universales como signo de
coherencia teórica y de credibilidad (I. Young, 1990a). Los posmodernos niegan que un solo sistema
do pensamiento o de valores pueda abarcar la variedad de las creencias, los sentimientos y las
experiencias humanas y en esta negativa sostienen que todo intento de sistematizar el pensamiento
ineludiblemente descuida alternativas legitimas y fuerza a grupos distintos a explicarse invocando
categorías monolíticas que les son ajenas; esto los aliena todavía más, porque no pueden eludir el
inviable intento de hacerse valer desde la posición de otro al mismo tiempo que se extrañan del
carácter profundo de ellos mismos y de las formas culturales que los unen a sus semejantes. En
contra de esta orientación, los posmodernos destacan la pluralidad de las diferencias para crear y
preservar espacios culturales donde quepa obrar, sentir y hablar diferentemente.

Estos ataques a la jerarquía, a la tradición y a la uniformidad se compendian en un característico


estilo intelectual al que responde la mayoría de los trabajos posmodernos se insiste en el contexto, en
la historicidad, en la diversidad y en la naturaleza construida cié todos los sistemas de creencia y de
valor. En sus formas de hablar y de escribir, no nos que en su contenido explícito, el posmodernismo
cuestiona las categorías tradicionales de la Ilustración (razón, libertad, naturaleza humana,
comunidad, la educación misma) y ve en ellas otras tantas hipóstasis, nociones excluyentes y
demasiado formalizadas, que se basan en supuestos erróneos sobre la universalidad de ciertos
valores. En respuesta a ello, muchos posmodernos procuran redefinir y ampliar esas categorías para
dar lugar a la diversidad de las culturas humanas y a la temporalidad de las instituciones. En una
versión más radical del posmodernismo, que en otro lugar Suzanne Rice y yo hemos llamado
«antimodemismo» (Burbules y Rice, 1991), se niega la posibilidad misma de esas categorías, o de
esos patrones, y con esta postura no se deja lugar a la objetividad, a los juicios sobre lo mejor o lo
peor ni hay –esto aquí nos interesa en especial– ninguna esperanza d,e diálogo ni de entendimiento
transversal a las diferencias.

Concepciones teleológicas y no teleológicas del diálogo,


El carácter absolutista de muchas concepciones tradicionales del diálogo hace comprensible la crítica
posmoderna. Platón (1961b) creía que el diálogo era el camino racional hacia el conocimiento y la
forma más elevada de enseñanza, y para él esas dos tesis eran inseparables porque sostenía que se
enseña guiando al otro por los pasos que permiten deducir las verdades y que estas se descubren
tras someterse a un intercambio dialéctico entre hipótesis provisionales y cuestionamientos
escépticos. Esas tesis se basaban en su particular visión de la Verdad, la Bondad y la Belleza como

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ideales intrínsecos invariables cuya certeza resultaría evidente a cualquiera que se expusiera a ellos;
y se basaban en la idea de Platón del aprendizaje como reminiscencia, esto es, que las personas
habían visto esas verdades eternas en una existencia anterior, y entonces podían ser llevadas a
recordarlas en un proceso universal de enseñanza la dialéctica. Denomino «teleológica» a esta visión
del diálogo, porque supone que el diálogo puede y debe tener un punto de llegada definitivo
predeterminado.

Junto a esta visión del diálogo y del conocimiento, está la «antiepistemología» de un escritor
posmoderno que sostiene que el diálogo debiera poner de manifiesto

«un conocimiento negativo en tanto opuesto al positivo, en el que determinadas categorías


preceden al proceso de discusión y se consideran fundamentos necesarios para que el debate
se despliegue. Mientras que en el conocimiento positivo subrayado por la epistemología las
categorías conceptuales son relativamente inexpugnables, en el diálogo se las expone al
cuestionamiento y a la crítica. Estas operaciones tienden a reemplazar a las categorías como
piedras angulares del edificio del conocimiento (…) Opuesto al centramiento epistemológico
en el conocimiento positivo, sea idea o práctico, el diálogo queda como la esperanza de
superar el dominio dogmático de ciertos significados sobre otros, un dominio que es hijo de
rígidas concepciones de morada, sujeto, lenguaje y significado» (Maranhâo, 1990, págs. 1-2 y
20).

Si yo pudiera reformular este aserto en otros términos, diría que sostiene que los supuestos
platónicos del conocimiento; la razón, el lenguaje y el método universal, en realidad impiden Ias
posibilidades del diálogo como método de una comunicación y una investigación abiertas.
Debiéramos, en cambio, según sastiene Tullio Maranhâo, someternos a un espíritu más crítico y
constructivista del diálogo –como de hecho Sócrates y P!atón suelen entenderlo– sin el supuesto de
que en la práctica siempre llevará a los que participan en él, a conclusiones comunes e indudables;
sus beneficios están más en la construcción que en el hallazgo de la Verdad. Denomino «no
teleológica» a esta concepción del diálogo.

Esta tensión entre concepciones telológicas y no telológicas del diálogo se entenderá un poco
considerando las ideas de Paulo Freire, un educador brasileño cuyo trabajo com los campesinos
analfabetos tiene como meta afianzar tanto sus capacidades de lectura cuanto su conciencia política.
Freire (1970, 1985a) hace del diálogo el elemento central de su «pedagogía del oprimido». Busca
reemplazar las teorías del conocimiento como posesión codificada y estática, que, según dice, llevan
a una «concepción bancaria» de la educación en la que una mercancía valiosa –la Verdad– es
«depositada» en los que aprenden. Para Freire, «el diálogo es la unión del maestro y de los alumnos
en el acto común de conocer y re—conocer el objeto de estudio (…) En lugar de transferir el
conocimiento estáticamente, como una posesión fija de maestro, el diálogo exige una aproximación
dinámica al objeto» (Shor y Freire, 1987b, pág. 14). Esta era ilustra tres aspectos importantes de la
teoria de Freire que han influido marcadamente en mi pensamiento acerca del diálogo: el carácter
relacional del diálogo, una visión constructivista del conocimiento y una concepción no autoritaria de
la enseñanza. Para Freire, la meta de la enseñanza y el aprendizaje dialógicos es el desarrollo común

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del entendimiento por un proceso de indagación compartida, no la transmisión de verdades del
especialista informado a un receptor pasivo.

Aparte de eso, en el diálogo siempre se aprende un significado determinado acorde con el desarrollo
de la conciencia personal y política de los participantes. Al considerar que todas las convenciones
estáticas y todas las verdades obvias esfera abiertas a la reflexión, la pedagogía freiriana busca
emancipar al «oprimido» de las cadenas de la ideo|ogía, de la indefensión aprendida y de la
dependencia. A Freire (1985b) le interesa ante todo enseñar a adultos las habilidades del alfabetismo,
pero para él «alfabetismo» es una metáfora que tiene el sentido mucho más amplio de habilitación:
«Leer la palabra» no sólo quiere decodificar el texto, sino que representa una capacidad inclusiva de
crítica cultural y política («leer el mundo»). El maestro, el texto y el Estado no vuelan sobre, los
sujetos como algo que les impone autoridad, sino más bien son objetos que es preciso examinar y
cuestionar los propósitos de liberación en mente.

La obra de Freire ha ejercido una enorme influencia en los teóricos posmodernos de la educación de
los Estados Unidos y de otros sitios, más notoriamente en la pedagogía crítica de Henry Giroux
(1985), Peter McLaren (1986) e Ira Shor (Shor y Freire, 1987a). La obra de Freire también ha ejercido
una importante influencia en la pedagogía feminista, que destaca con fuerza para el aprendizaje las
relaciones no autoritarias y «las asociaciones dialécticas» (Maher, 1985; Schniedewind, 1987; Weiler,
1991). A su vez, la pedagogía feminista ha respondido con el aporte de ideas teóricas y prácticas a la
tradición de la pedagogía crítica (Giroux, 1991; Weiler, 1988). En general, la propia palabra
«pedagogía» connota hoy un enfoque de izquierda, de contenido político, en educación.

Es claro que la concepción de Freire armoniza con gran parte del espíritu posmoderno: su
compromiso explícito con una pedagogía liberadora para el «oprimido», su rechazo de los enfoques
monológicos de la enseñanza y de las concepciones reificadas del conocimiento, y su
cuestionamiento de la autoridad del maestro. Con todo, no es claro si su concepción del diálogo es no
teleológica o teleológica; si representa un proceso descentrado mediante el que los grupos
marginados generan su propia comprensión del mundo, y sus propias visiones y estrategias de
cambio político, o si simplemente es un instrumento más humano –pero de todos modos un
instrumento– para llevar a los grupos a un análisis particular de su situación y del modo de
remediarla. En parte por esta razón, su obra y la de otros pedagogos críticos ha recibido agudos
cuestionamientos, de autores feministas sobre todo (por ejemplo, Ellsworth, 1989).

La cuestión central de este libro es, por lo tanto, si son posibles una teoría y una práctica del diálogo
que respondan a la crítica posmoderna. Espero sugerir un enfoque del diálogo que cuestión las
jerarquías y las concepciones tradicionales de la autoridad del maestro; que tolere y apoye la
diversidad; que no descanse en supuestos teleológicos sobre respuestas correctas y verdades
últimas; que no se apoye en esfuerzos individuales aislados, sino en relaciones comunicativas
mutuas y recíprocas; y que mantenga abierta la conversación en el sentido tanto de que carezca de
un término final cuanto de invitar a una diversidad de voces y de estilos a que ingresen en él.

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Hacia una concepción renovada del diálogo
Para basamos en una distinción conocida, digamos que el diálogo es un fenómeno del discurso
(parole), no del lenguaje formal (langue); es una práctica, sensible al contexto y a propósitos que
varían (Crowell, 1990; Swearingen, 1990). Esto sugiere que sólo hasta cierto punto puede
establecerse una caracterización puramente formal de lo que quepa considerar como diálogo y lo que
no. No hay discontinuidad entre el diálogo y la conversación en general, y en muchos casos será
difícil aislar una sección de habla y decir «Aquí y ahora ha pasado a ser to ha dejado de ser)
diálogo». Más adelante sostendré que un rasgo importante del diálogo es que puede ofrecer
paralelismo con cualquier patrón singular o interrumpir este cuando los participantes modifican sus
enfoques en sus respuestas recíprocas. Pero al mismo tiempo parece provechoso poder decir en
forma general que ciertas interacciones verba]es son diálogos y otras no lo son. Es posible imaginar
los paradigmas claros, en los extremos, de una conversación en general y una interacción dialógica
en sentido estricto: «La esencia de la “conversación” es la informalidad y la falta de estructuración, la
apertura total; en cambio, el diálogo está lejos de la divagación amistosa» (Swearingen, 1990, pág.
63). El desafío consiste en establecer lo que Wittgenstein (1958) llamó criterios de «aire de familia»,
que nos permitan agrupar formas emparentadas de interacción verbal sin la expectativa de fijar una
demarcación neta bajo una definición formal y universal.

Podemos decir, en general, que el diálogo incluye a dos o más interlocutores. Se caracteriza por un
clima de participación abierta de cualquiera de los intervinientes, que alternadamente producen
enunciados de duración variable (estos pueden ser preguntas, respuestas, reorientaciones o
construcciones, que definiré en el capitulo 4), en una secuencia continua y evolutiva. El diálogo se
guía por un espíritu de descubrimiento, de manera que el tono característico de un diálogo es
exploratorio e interrogativo. Supone un compromiso con el proceso mismo de intercambio
comunicativo, una disposición a «llevar las cosas hasta el fin» para llegar a entendimientos o
acuerdos significativos entre los participantes. Aparte de eso, muestra una actitud de reciprocidad
entre los participantes: un interés, respeto y cuidado de cada uno hacia los demás, aun ante los
desacuerdos.

Espero que esta caracterización del diálogo no cause en los lectores la impresión de ser arbitraria o
imprecisa; a medida que este libro avance intentaré darle contenido. Es importante advertir que
pueden imaginarse diálogos específicos que carezcan de una de estas características o de varias de
ellas, pero la mayoría de las cosas que llamamos «diálogos» parecen poseer muchas, y es eso lo que
quiere decir «aire de familia». Tampoco debemos suponer que esas condiciones se puedan dar por
sentadas en la mayoría de los contextos; en realidad, cuanto más se piensa en los diálogos y en las
barreras sociales que les hemos creado, más notable parece que se pueda producir un diálogo
(volveré sobre este tema en el capítulo 7). Puede resumirse, según creo, esta definición amplia de
diálogo llamando «diálogo» a una relación comunicativa pedagógica: a continuación examinaré por
separado cada uno de los componentes de esta enunciación. Mi propósito es indicar el alcance de las
cuestiones suscitadas por el examen del diálogo, y mostrar que esta es una cuestión fundamental
para la educación misma y también para toda una serie de variados intereses humanos.

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El diálogo en tanto pedagógico
El diálogo no es como otras formas de comunicación (charlar, argumentar, negociar, etc.). El diálogo
es una actividad dirigida al descubrimiento y a una comprensión nueva, que mejora el conocimiento,
la inteligencia o la sensibilidad de los que toman parte en él. Ello es cierto aunque los papeles de los
participantes no se deslinden con claridad como los de «maestro» y «estudiante» (o aunque el
diálogo sea interno e imaginario, interior al pensamiento). El diálogo representa un intercambio
comunicativo continuo y evolutivo por medio del cual logramos una aprehensión más plena del
mundo, de nuestra subjetividad y de los demás. En algunos casos, puede tener una finalidad
determinada, como la de responder a una pregunta específica o comunicar un entendimiento ya
declarado. Pero en otros casos ninguno de los participantes sabe con exactitud hacia dónde lleva, o
si ha de.tener buen término; el que adopte una visión del diálogo y de sus beneficios con predilección
por el proceso, juzgará educativamente valiosa esa incertidumbre. Y aunque el diálogo se inicie con
un propósito particular, la dinámica de la interacción comunicativa puede llevar a sus participantes a
modificar o a abandonar ese propósito. Por esas razones, nociones estrechas de «enseñanza» y de
«aprendizaje» no entran cómodas en muchos ejemplos de diálogo; dicotomizan los papeles de
maestro y de estudiante, y connotan la búsqueda de determinados resultados pedagógicos, lo que los
distingue de un proceso más amplio (y más recíproco) de edificación (Rorty, 1979).

(Hay, por supuesto, formas valiosas de comunicación pedagógica aparte del diálogo: la conferencia,
la explicación, etc. Pero no son el tema que trato aquí.)

Aunque se idealiza e| diálogo como una relación entre dos participantes, también caracteriza a
algunas formas de discusión grupal. David Bridges (1988a) ha hecho observaciones muy serviciales
acerca de ese vínculo: señaló que la discusión dialógica en el aula no sólo hace que los participantes
aprendan acerca del tema en cuestión, sino que también aprenden a expresarse con claridad ante los
demás; a regular sus debates por convenciones como hablar por turnos, prestar atención, etc., y
aprenden acerca de las demás personas. Bridges propone organizar el aula de manera que los
estudiantes no sólo aprendan historia, matemáticas o lo que fuere, sino que también se socialicen
incorporándose a la «cultura moral de la discusión grupal», virtud que este autor no sólo asimila a la
buena educación, sino también a la supervivencia y la viralidad de la sociedad democrática (pág. 32).

Por último, el diálogo trae consigo una visión descentrada y no autoritaria del aprendizaje, aunque los
papeles de maestro y alumno estén separados (Haroutanian-Gordon, 1991). Esta visión puede recibir
sustento de la psicología cognitiva contemporánea. Muchos de los estudios actuales del aprendizaje
sostienen que el conocimiento se estructura en la memoria según «esquemas», estos son estructuras
cognitivas que comprenden relaciones complejas entre palabras o conceptos (Anderson, 1977;
Bransford y McCarrell, 1974; Spiro, 1977). De acuerdo con esta visión, entender o comprender
presupone incorporar información nueva a los esquemas existentes o modificar estos esquemas a la
luz de la información nueva o los contenidos nuevos. Un corolario importante de este modelo desde el
punto de vista del aprendizaje es que si meramente se presenta a los estudiantes una información
nueva sin prestar la atención adecuada a sus estructuras presentes de entendimiento, con toda

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seguridad ese material nuevo será olvidado (porque los estudiantes no cuentan con algo a lo cual
asociarlo con claridad) o será erróneamente entendido (se lo alterará para que encaje en las
preconcepciones existentes).

Por esta razón, ciertos modelos preocupados por la comprensión, junto con teorías constructivistas
del conocimiento, han dado origen a la idea de la enseñanza como «andamiaje»: el trabajo con los
estudiantes consiste en edificar nuevos niveles de comprensión desde su conocimiento previo, y,
cada vez que se presenta una información nueva, no dejar de llamarles la atención sobre los
procesos explícitos que nos llevan a relacionar unas ideas con otras. Por ejemplo, podemos orientar
paso a paso a un estudiante en el proceso de lectura e interpretación de un poema («¿Por qué el
autor eligió esta palabra en lugar de aquella? Mira: este verso termina en mitad de una oración. ¿Por
qué crees que el autor hizo eso?»). Esos andamios «permiten que el alumno tome parte, desde el
principio mismo, en la tarea docente, y para ello ofrecen sustentos a la vez regulables y
temporarios» (Cazden, 1988, pág. 107). En esta obra, el diálogo o, como se lo llama a veces, la
«enseñanza reciproca» se describe como una forma pedagógica; no interesa la mera provisión de
información nueva, sino que se cultiva una comprensión explícita sobre la índole del conocimiento
(Collins y Stevens, 1982, 1983; Palincsar, 1986; Palincsar y Brown, 1984). En este sentido, procura
formar un alumno independiente y autónomo.

Como sé que a algunos lectores los dejará perplejos y los confundirá ver que un partidario de la teoría
crítica apela a la psicología cognitiva como fuente empírica, daré a esta tesis una interpretación
política más explícita. En los encuentros pedagógicos no modificamos a las demás personas. Ellas
cambian por sí solas: construyen su propia comprensión, cambian de modo de ver, deciden entre
cursos de acción, redefinen sus prioridades, etc. (Fay, 1977). Ese proceso sólo en parte puede ser
consciente, y resulta de tantos cambios pequeños que aun la persona que cambia verá la culminación
sólo después que ocurrió. Pero partir de esta perspectiva nos conduce a una postura pedagógica
fundamentalmente distinta, que no se define tanto por el hecho de «dar» a los estudiantes ciertas
cosas, «formarlos» de determinada manera, o «llevarlos» a determinadas conclusiones, sino más
bien por crear oportunidades y ocasiones en las que ellos, dadas sus preguntas, sus necesidades y
sus propósitos, poco a'poco construyan una comprensión más madura de sí mismos, del mundo y de
los demás: una comprensión que, por definición, debe ser propia de ellos. El proceso de andamiaje
en la enseñanza muestra que no necesariamente existe incompatibilidad entre un papel significativo
para el maestro en el diálogo y una concepción activa y respetuosa del alumno.

El dialogo en tanto comunicativo


Los seres humanos vivimos gracias a la comunicación, y muchas de las prácticas que consideramos
que nos definen como seres humanos son un resultado directo de la manera en que nos
comunicamos: el lenguaje, el razonamiento, la moralidad y la organización social. En esta sección
estudiaré el carácter fundamental del diálogo para cada una de esas cuatro áreas interrelacionadas
de la practica humana.

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LENGUAJE. Según Mijail Bajtin (1981), el lenguaje es fundamentalmente dialógico. Es claro que
usamos y creamos el lenguaje hablando con los demás, pero lo que Bajtin señala es más profundo.
Nuestro lenguaje es un tejido de lo nuevo y lo viejo, en el que cada uso novedoso se entreteje con
usos anteriores. Nuestros clisés, nuestros lemas, nuestros proverbios y la red de connotaciones
asociadas a cada enunciado contienen en sí una historia de acuerdos y desacuerdos en
conversaciones previas. Así, un enunciado humano se parece menos a un nítido rayo láser de
referencia que a un receptáculo tejido donde intentamos retener el significado con hilos mal ajustados
y muchas hebras que cuelgan, de las que no podemos deshacernos sin deshilachar el resto. Bajtin
llama a esto «la dialogicidad interna del mundo».

«La palabra nace en un diálogo como una réplica viva dentro de él; la palabra se configura en
una interacción dialógica con una palabra ajena que está ya en el objeto. Una palabra forma
un concepto de su propio objeto en forma dialógica (...) Toda palabra está dirigida hacia una
respuesta y no puede escapar de la profunda influencia de la palabra respondiente que
anticipa (...) La palabra encuentra una palabra ajena, no puede sino encontrarla en una
interacción viva llena de tensión (...) La orientación dialógica del discurso es un fenómeno que,
por cierto, es propiedad de todo discurso. Es la orientación natural de todo discurso
viviente» (págs. 279-80).

Dicho de otro modo, hallamos nuestro lenguaje ya empleado, y por el lenguaje nos reunimos con los
hablantes del pasado y con los del presente, En este sentido, el lenguaje no es sólo el medio del
diálogo sino también su producto, y al hallar nuestra voz inevitablemente escuchamos ecos. de otros.
Bajtin (1981) lo llama «heteroglosia», tema sobre el que volveré después (véanse también
Daelemans y Maranhâo, 1990; Holquist, 1981; Quantz y O'Connor, 1988; Wertsch, 1991). Gadamer
(1982) hace una observación similar al decir: «La forma literaria del diálogo restituye el lenguaje y el
concepto al movimiento origina] de la conversación» (pág. 332). Para estos autores, pues, en el
diálogo hallamos «una hemenéutica de todo discurso» (Swearingen, 1990, pág. 48).

RAZÓN. El diálogo se relaciona también con nuestra capacidad de pensamiento, en especial con
nuestra aptitud para resolver problemas, para pensar atinadamente con vistas a una conclusión, para
sopesar consideraciones enfrentadas y para elegir cursos razonables de acción. Si Ley Vigotsky
(1962, 1978; véase también Wertsch, 1991) está en lo cierto, el lenguaje precede al pensamiento.
Nuestros estilos de pensamiento se forman por la internalización de interacciones comunicativas que
mantenemos con los demás desde una edad muy temprana. Al principio nos guían, nos explican, nos
preguntan o argumentan con nosotros, y terminamos por representarnos ese diálogo con nosotros
mismos (Kuhn, 1992). Así, por ejemplo, vemos con frecuencia a los niños pequeños hablar consigo
mismos en voz alta como si lo hicieran con otra persona, indicándose los pasos por dar en un
proceso complejo y dificultoso.

Pero, aparte de eso, una vez que se han formado, nuestras capacidades para proceder
racionalmente sufren también la influencia de las circunstancias sociales en las que nos hallamos: la
persona con la que hablamos, la manera en que piensan y actúan quienes nos rodean, la forma en
que nos responden. Incluso si en el corto plazo podemos mantener la cabeza serena cuando todos a

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nuestro alrededor pierden su cabeza (para caer en un lugar común), en el largo plazo nuestras
capacidades disminuirán, o se atrofiarán, si no las sostiene una comunidad racional donde las
capacidades de cada uno, limitadas e imperfectas, hallen un apoyo y un complemento en un trato
cotidiano con los demás (Burbules, 1991a, 1992). El diálogo es la forma que asumen muchas de esas
interacciones. Esta concepción relacional y comunicativa de la razón está próxima a lo que Nel
Noddings (1992) llama «razonamiento interpersonal»:

«En contraste con el pensamiento lógico-matemático, que procede paso a paso de acuerdo
con reglas a priori, el razonamiento interpersonal es abierto, flexible y sensitivo. Se guía por
una actitud que prefiere la relación de los que razonan a cualquier resultado particular, y se
caracteriza más por el apego y la conexión que por la separación y la abstracción» (pág. 158).

MORALIDAD. Nuestra capacidad para la comunicación dialógica tiene, además, un lazo fundamental
con la concepción de nosotros mismos como seres morales; y en el interior de esta concepción, el
diálogo se suele investir de un imperativo ético propio: «La quintaesencia de nuestro ser es el ser
dialógico (...) [Es] una potencia real de toda persona: una potencia que debo ser realizada» (R.
Bernstein, 1986, págs. G5 y 113). El concepto de diálogo como proceso de comunicación se liga de
manera estrecha a los valores de compromiso con el interlocutor o los interlocutores, respeto e
interés por ellos en una discusión. Connota actitudes tan admirables como el espíritu igualitario y la
disposición a considerar visiones diferentes. Para autores tan dispares como Nel Noddings (1984) y
Paulo Freire (1970), el diálogo se asocia al sentimiento de cuidado hacia el otro y al amor.

En un nivel más abstracto, se ha propuesto el modelo dialógico de comunicación como base de una
teoría ética en general: son moralmente defendibles las normas a las que los interlocutores prestan
acuerdo unánime en un ,,diálogo libre de coerción,, (Mecke, 1990, pág. 207). En la obra reciente de
Jürgen Habermas (1990a) y de Seyla Benhabib (1986, 1987, 1989, 1990; Benhabib y DaUmayr,
1990), se ha denominado «ética comunicativa» a este modelo:

«El modelo discursivo de legitimación es un aspecto de una teoría comunicativa de la ética. El


modelo discursivo desarrolla la idea fundamental de esta teoría en su aplicación a la vida
institucional. La ética comunicativa es, antes que nada, una teoría de la justificación moral. Su
punto de partida es una defensa del núcleo cognitivo o racional de los juicios morales tal que
no los asimile ni a enunciados acerca del mundo (naturalismo) ni a enunciados acerca de mis
preferencias (emocionalismo). En síntesis, su respuesta es que en los juicios morales y en
otros enunciados que defienden la validez de las normas debemos ver aserciones cuya
justificabilidad establecemos con argumentaciones morales llamadas “discursos”. La
justificación moral equivale a una forma de argumentación moral. Ese es el principio
fundamental que rige una ética del discurso (...) “Sólo puede decirse que son válidas las
normas en las que todos los afectados están de acuerdo (o estarían de acuerdo) como
partícipes de un discurso práctico”» (Benhabib, 1989, pág. 150).

Más adelante tendré otras cosas para decir acerca de este modelo; aquí lo menciono sólo para
sugerir que ver el diálogo como un proceso de significación y de valor libremente negociado tiene un

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estrecho parentesco con una metateoría sobre la manera de identificar y justificar valores morales
generalizables.

ORGANIZACIÓN SOCIAL. Hay, además, un íntimo lazo entre la comunicación y la política, en particular la
democracia. Dewey (1916) es conocido por su tesis de que la democracia no se sostiene
principalmente en sus formas políticas (como el voto) sino en su organización social, basada en la
igualdad, el respeto y el discurso público. Dewey aboga con vigor por la necesidad de que, en una
democracia, exista una comunicación abierta en el interior de los grupos sociales, y entre estos, en
torno de cuestiones de interés común. El tejido social, según cree, es más fuerte cuanto mayor sea la
variedad de problemas que se pueden discutir en la esfera pública. Es claro, desde el punto de vista
social, que esas discusiones permiten establecer relaciones de negociación, cooperación y tolerancia
mutua, procurar intereses comunes (donde existan) y resolver conflictos de manera pacífica. Este
ideal habla, en particular, al contexto presente, donde un registro cada vez más amplio de grupos
culturales diversos vive en proximidad cada vez mayor, y ciertas categorías tradicionales de
unificación (como la identidad nacional) han comenzado a perder fuerza.

Desde ya, esos esfuerzos comunicativos entre grupos diferentes a menudo fracasarán. De hecho,
pueden agravar las tensiones; el diálogo transversal a las diferencias no por fuerza lleva al acuerdo y,
en algunos casos, la mayor comunicación hará que los conflictos entre los grupos sean más
manifiestos. Pero no hay razones para prejuzgar ese resultado; a esa posibilidad se oponen los
muchos ejemplos en los que, para nuestra sorpresa quizás, y para beneficio de todos, se establecen,
al menos provisionalmente, una comprensión y una comunidad de intereses. En una discusión así,
también se beneficia el individuo: en la medida en que la identificación grupal es un elemento de la
formación de la identidad personal, la identidad del individuo será más flexible y más autónoma, tanto
que alguien pueda verse como miembro de yarias subcomunidades diferentes al mismo tiempo. Esa
identificación simultánea puede, en sus extremos, producir un conflicto interno y un sentimiento de
esquizofrenia cultural, pero las más de las veces tiene el efecto benéfico de propiciar un sentimiento
más amplio y más completo del individuo y de las relaciones que mantiene con los demás.

En general, pues, sólo puedo haber democracia en sentido pleno si grupos e individuos diferentes
pueden, a propósito de asuntos controvertidos, enterarse de posiciones encontradas, entenderlas y,
aunque no es forzoso que se llegue siempre a la unanimidad o al acuerdo acerca de ellas:
aprehender los puntos de vista de los otros lo suficiente para que los resultados logrados por los
procesos democráticos sean los aceptables, si no los más favorables, para todos los grupos. En este
sentido, el diálogo es esencial para la democracia (Barber, 1984).

En esta sección he intentado analizar diversos temas que conciernen al aspecto comunicativo del
diálogo como relación comunicativa pedagógica y, en especial, mostrar que el diálogo remite a cuatro
aspectos importantes de la vida humana, en cuya base se encuentra: la naturaleza del lenguaje, las
formas de racionalidad, la ética y nuestras posibilidades como sociedad democrática. Espero haber
indicado no sólo que el diálogo es un tema importante en contextos estrictamente educativos, sino
que es esencial en las cuestiones más amplias de la existencia social: porque en estas debemos ver
cuestiones fundamentalmente educativas.

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El diálogo en tanto relación
Uno de los temas centrales de este libro es que el diálogo se debe considerar como una relación que
engloba a las partes que intervienen en él y las reúne en un espíritu de interacción que ellas,
individualmente, no gobiernan o no dirigen del todo (véase el capítulo 2). Para comenzar con esta
argumentación, es útil examinar la etimología de la propia palabra «diálogo». Es bastante sencillo
advertir que «diá-logo» se relaciona con dos personas que hablan juntas; no obstante, algunas de las
connotaciones de las expresiones griegas nos dirán un poco más que eso. «Diá» significa más que
simplemente «dos»: es una preposición que significa «entre», «a través» o «mediante», y es así
como puede aplicarse también a más de dos personas (Crapanzano, 1990; Swearingen, 1990). La
idea fundamental que expresa es la de extender o conectar.

«Lógos» es una palabra usada no sólo para decir «palabra» o «lenguaje», sino también
«pensamiento» «razón» y «juicio» (Crapanzano, 1990; Swearingen, 1990). Aun más específicamente,
si Heidegger (1977) está en lo cierto, denota la manera particular en que se establece la credibilidad
en situaciones concretos de habla.

«Si decimos que el significado fundamental de lógos es lenguaje, esa traducción literal se
vuelve válida sólo cuando definimos lo que quiere decir “lenguaje” (...) Lógos como lenguaje
significa, en realidad, hacer manifiesto “aquello de que se habla” (...) El lógos deja que una
cosa sea visible (...) para el hablante (que sirve como el medio) o para los que hablan entre si
(...) Lógos adquiere el significado de relación y vínculo» (págs. 79-82).

Esta concepción de lógos indica que las pretensiones de validez tienen una condición negociada y
relacional. No hace radicar el significado y la verdad en criterios trascendentes sino en la
comprensión y el acuerdo que en la práctica logran las personas: una empresa que, desde ya, puede
fracasar. Como lo dice Vincent Crapanzano (1990): «etimológicamente un diálogo es ma habla a
través, entre, mediante dos personas. Es un atravesar y un apartarse (...) Es una relación de
considerable tensión» (pág. 276).

Esta idea sugiere que la eficacia del diálogo depende de que entre los participantes se establezca y
se mantenga una especie particular de relación. El diálogo, aun cuando tiene algunas propiedades
formales generales que le son características, no está atado a ellas. Lo que está en la base de las
pautas de interacción del diálogo y las configura son las actitudes, las emociones y las expectativas
que los participantes tienen, el uno para con el otro y para con el valor del propio diálogo; en parte,
nacen de la dinámica de la interacción a medida que la discusión avanza. Lo que sustenta al diálogo
en el tiempo no es solamente el intercambio vivo acerca del tema en cuestión, sino cierto compromiso
con el interlocutor; un compromiso que acaso no precede al diálogo sino que surge sólo poco a poco
en el espíritu del compromiso. Además, como lo examinaré más adelanto (capítulo 4), una de las
funciones importantes del diálogo, cuando se ajusta a ciertas reglas o principios, es la de establecer
en la discusión un grado de confiabilidad y de coherencia que permita a los participantes entregarse
con confianza a un intercambio abierto. Pero a menudo esas características de la relación dialógica
no bastarán para introducir: a los participantes en el intercambio o hacer que se sientan seguros.

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También debemos prestar atención a los contextos institucionales e ideológicos que constituyen la
situación de habla; no hace falta decir que esos factores suelen obstaculizar las posibilidades
dialógicas de determinadas participantes en situaciones particulares, y que no siempre son
remediables a pesar dela persistencia y de las buenas intenciones delos participantes. De todos
modos, no hay que excluir del todo tales posibilidades.

Teoría y práctica
¿Qué quiere decir «teoría y práctica» en el contexto del diálogo? He presentado una imagen básica
del diálogo como relación comunicativa pedagógica y he esbozado, en términos generales, el modo
en que el diálogo actúa en lo educativo: como forma de expresar y de crear comprensiones nuevas,
como forma de reflexionar acerca de las normas éticas o políticas y dirimirlas, y como forma de llevar
a los participantes a un tipo particular de relación comunicativa. El diálogo, según he sugerido, está
en la base de nuestras prácticas lingüísticas, lógicas, éticas y políticas, no como medio de
aprehender la Verdad o la Justicia (como para Platón), sino como el mejor instrumento de que
disponemos para reconocer, entre nosotros, respuestas aceptables, soluciones viables y acuerdos
racionales. Esta investigación se guía por una visión pragmática, y la única justificación que
reclamaría para mi versión de las cosas es que pueda ser útil para pensar las complejas cuestiones
concernientes a la manera en que el diálogo opera en los contextos educativos.

En las discusiones de la teoría y la práctica se suele incurrir en dos errores. Uno es el de separarlas
de manera dicotómica como dos ámbitos de actividad, cuando lo que en realidad indican es la
separación existente entre dos grupos de personas entregadas a dos empresas diferentes
(potencialmente relacionadas entre sí). «La relación entre teoría y la práctica» se transforma en un
problema cuando Intelación entre los que teorizan y los que hacen es un problema, y ese es
ciertamente el caso en la educación actual. Muchos maestros prácticos (que ejercen sobre todo en
las escuelas públicas) consideran que el trabajo teórico, que en buena parte se encarga a
especialistas académicos más o menos privilegiados (como yo mismo), está alejado de sus intereses
y es irrelevante para estos. Por otra parte, los teóricos miran a muchos maestros prácticos como si no
reflexionaran lo bastante sobre su práctica y los aquejara una comprensión errada del propósito y del
valor de su quehacer.

Ese es, creo, en el fondo, un problema sociológico en cuya base hay contextos organizativos en
conflicto, sistemas de valores en competencia en discursos a menudo incompatibles acerca de la
educación. De ahí que la resolución de este problema no sea en si misma una empresa intelectual o
académica, como la de formular una nueva síntesis conceptual o presentar mejores argumentos en
favor de la «praxis» o de una «teoría fundada». La resolución de este problema consiste
fundamentalmente en trabajar para establecer más y mejores comunicaciones entre los teóricos y los
prácticos, y en señalar las serias barreras institucionales y los prejuicios (de ambas partes) que lo
impiden.

El segundo problema de muchas discusiones sobre teoría y práctica constituye una de esas barreras,
a saber, la tendencia, una vez que se ha establecido entre teoría y práctica una relación dicotómica, a

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asegurar la prioridad de la una sobre la otra. Se cometen errores de ambos lados: por parte de los
que subestiman el contenido teórico y la complejidad de toda práctica eficaz, y de los que denigran el
valor de la «torre de marfil» y suponen que la experiencia y la actitud de «hacer las cosas sobre la
marcha» pueden reemplazar al aprendizaje académico.

Este libro pretende eludir esas dicotomías del pensamiento; busca identificar las propiedades
formales generales del diálogo viendo, a la vez, que esas propiedades siempre deben ser
interpretadas y aplicadas en el contexto; intenta evitar la tendencia a prejuzgar acerca de los límites y
las posibilidades de una situación educativa, sea en forma positiva (utopismo) o negativa (cinismo);
pretende extraer ideas de las distintas fuentes de comprensión disponibles e integrarlas de manera
coherente sin quedar atrapado en presupuestos acerca de la incompatibilidad de la teorización
«cualitativa» y «cuantitativa» (Howe, 1985, 1988) o de la prioridad de la comprensión filosófica sobre
la empírica o la narrativa.

Por último, si bien lo que interesa en este libro es describir y defender determinado ideal educativo –el
diálogo–, se trata de un ideal de proceso. He procurado indicar aquí las ventajas do una concepción
no teléológica del diálogo en la que los participantes se comprometen a mantener una relación
intersubjetiva de comprensión exploratoria y negociada sin tener necesariamente un resultado
definitivo en mente. Sin duda, las actividades comunicativas esbozadas aquí no son del todo
neutrales en los resultados posibles. Algunos resultados serán enteramente incompatibles con el
establecimiento y la mantención de relaciones dialógicas, o con las condiciones para continuar un
diálogo ulterior. A mi modo de ver, esa incompatibilidad nos suministra una razón para cuestionar
esos resultados; no todo es admisible. Por eso, el diálogo, como ideal de proceso, proporciona el
patrón que es compatible con una comprensión posmoderna: flexible y abarcador de una amplia
gama de valores y de pespectivas posibles (de otro modo, no podría servir en absoluto como patrón).

La educación es una empresa intrínsecamente política, y no es legítimo que una teoría de la


educación se pretenda por completo ajena a supuestos y compromisos políticos.

Tenemos que ser capaces de identificar y criticar las relaciones de poder y las barreras ideológicas
que recortan las posibilidades dialógicas en las escuelas y en la sociedad en general. Por eso el
pragmatismo que sostengo aquí es un pragmatismo critico (Cherryholmes, 1988). Sin embargo, una
de las características más perturbadoras de los académicos de izquierda ha sido, a mi modo de ver,
su tendencia a fusionar esas investigaciones críticas con la defensa de una visión social específica; a
menudo esto ha conducido a algunos autores al desdichado error de distorsionar sus propios escritos
para propiciar un resultado particular. El efecto de ello ha sido decidir sobre la mejor solución de los
problemas o sobre el ordenamiento social más justo y viable, sin tener en cuenta a las personas que
deben tomar parte en esas definiciones, y a las que, en general, se les da oportunidades mínimas de
hacerlo. Los aspectos paradójicos de esta posición son obvios. La versión del diálogo presentada
aquí depende explícitamente del principio de que debemos esforzarnos por incluir y habilitar a las
personas como partícipes del diálogo permanente que es la sociedad democrática, y que las
instituciones educativas, pese a sus graves deficiencias, siguen siendo un posible punto de partida
para promover y dar nuevas fuerzas a ese diálogo.

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