Cayucos 2

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CAYUCOS

I
La camarera era joven y delgada; su pelo negro como la obsidiana
adquiría reflejos azulados al herirle la llama de las velitas que decoraban la
mesa. Dejó en el centro una fuente de arroz caldoso con carabineros.
Landero hizo un comentario sobre el despropósito que significaba servir
una cantidad tan exagerada. Dijo que había arroz suficiente como para
llenar los estómagos hambrientos de media África.
—No os vais a comer ni la mitad.
Mayte y el Profe se miraron como si les acusara de un imperdonable
pecado de gula insolidaria. El Profe se llevó a los labios la copa de vino. El
Viña Norte acariciaba el paladar; la misma dulzura en la boca que la de las
isleñas cuando hablaban y reían. O besaban, pero ése era otro cantar.
Mayte preguntó,
¿qué os gustaría visitar?,
y Landero, que manejaba los cubiertos de pescado con una delicadeza
muy francesa, casi con la pericia de un cirujano, habló de paisajes, de
bosques élficos de laurisilva y jardines edénicos; de dragos milenarios y
costas de acantilados vertiginosos; de terrazas sembradas de papas aún sin
arrugar y de volcanes drapeados de bruma.
¿Y a ti, Profe?,
preguntó Jotajota. El Profe, aún con la copa en la mano, esperó a que se
disiparan en el paladar los perfumes del vino:
Tú ya sabes.
En ese instante preciso Jotajota se llevaba una papa frita a la boca.
Detuvo el gesto y miró intrigado. Tenía ojeras oscuras, profundas, como si le
abrumara la fatiga del día o el peso de sus negocios.
No sé qué quieres, Profe.
Miró de reojo a las señoras cuya conversación había bifurcado hacia otros
derroteros.
¿No me irás a pedir que te lleve a un prostíbulo de lujo...?
¡Qué bruto eres! ¿Cómo voy a querer eso?
El Profe volvió a beber un sorbito.

1
Un cayuco lleno de inmigrantes, eso quiero. Desde pequeño deseo
presenciar la llegada de un cargamento de inmigrantes a estas costas
occidentales y cristianas. Lo he soñado tantas veces: la proa negra surgiendo
de las olas espumosas; los parias de la tierra arrastrándose como náufragos,
arañando con las uñas la arena dorada en la que antes sólo florecían
turistas nórdicos, sonrosados y panzudos. No te rías,
advirtió al notar que Jotajota dibujaba una media sonrisa,
te estoy hablando en serio. Debe de ser un espectáculo fascinante. Luego
podríamos escribir un cuento para el taller.
Profe, estás más zumbao que las maracas de Machín. ¿Te sirvo más
arroz?

2
II

Al día siguiente, Mayte arrastraba un dolor de muelas pernicioso y


lancinante. Pero seguía hablando y sonriendo como si nada. En el coche,
cedió el lugar delantero al Profe que acomodó las nalgas sin pudor. El
asiento lo acogió con suavidad de útero materno. Era un Jaguar azul de
vientre bajo y fauces de diseño. Jotajota lo conducía con cariño, sin
movimientos bruscos ni volantazos intempestivos, con mimo, como si tuviera
entre las manos no un volante en madera noble sino las riendas de un pura
sangre árabe.
Os llevo a la playa de Los Cristianos,
Jotajota guiñó un ojo socarrón al Profe,
con un poco de suerte vemos llegar media docena de cayucos. Antes
solían desembarcar en la del Médano, pero han descubierto que aquí las
condiciones meteorológicas son más favorables.
El cuero que tapizaba los asientos y el interior del coche era de color
vainilla; arena caliente del desierto. El Profe lo acarició; terso y cálido como
piel de mujer enamorada. Mejor no pensar en nada, no hacerse demasiadas
ilusiones, dejarse mecer por el imperceptible vaivén de la carretera y el
rumor de las ruedas sobre el asfalto. En el asiento de atrás, Mayte y Landero
conversaban en voz baja de sofocos e incontinencias.
La playa desplegaba su curva artificial entre dos promontorios rocosos;
en la isla, muchas eran así. El Profe recordó la de Las Teresitas que visitaron
el día anterior. Sobre la mítica arena, eternamente soleada, pequeñas
pagodas de paja oscura ofrecían sombra de pago. Tumbonas como sudarios:
el aceite de protección integral dibujaba en la lona el perfil de un cuerpo
lacerado por los rayos del sol, hirientes como espinas. En aquella, a
diferencia de en su recuerdo, a espaldas de la playa nos se arremolinaban
casitas blancas, florecía el variado pastel arquitectónico-turístico. Tartas
para todos los malgustos: redondas y empalagosas; piramidales y lúbricas;
bíblicas de ornamentos engañosos; morunas de falso embrujo. Dubai,
Disneylandia y Las Vegas en escandaloso contubernio.

3
Caminaban por el paseo marítimo cuando Jotajota, que observaba el
horizonte detrás de sus gafas oscuras, advirtió que algo iba a suceder.
Profe, creo que no te vas a ir de Canarias sin que se cumplan tus deseos.
Mira.
No veo nada.
El Profe se quitó las gafas y se frotó los ojos. Miró de nuevo: agua y cielo;
olas y sombras
Esa sombra negra sobre el agua es un gran cayuco,
ayudó Jotajota,
por lo menos irán cincuenta personas en él.
Y dirigiéndose a las mujeres:
Id al coche a por agua; tengo una docena de botellas en el maletero.
El Profe seguía su escrutinio del mar. Se sacó la gorra y la agitó dando
saltos como un poseso. Nadie supo si hacía señas a los náufragos o si la
excitación era su demostración de alegría por ver cumplidos sus deseos.

4
III
Aquella noche el Profe se desveló, pasó horas dando vueltas en la cama,
sin conciliar el sueño; imposible apartar de su cabeza a los negritos de ojos
febriles y gruesos labios quemados por la sal. Cinco docenas de desgraciados
harapientos y descalzos. Él apenas había visto a media docena, los demás se
desvanecieron por la playa como si nunca hubieran estado en el cayuco. Él
se había ocupado de atender a una mujer que arribó con una tripa de siete
meses, había humedecido sus labios con un pañuelo mojado mientras
pronunciaba palabras de ánimo y de consuelo en español, en francés y hasta
en latín; tan atolondrado estaba. Luego estuvo a punto de tener un altercado
con un turista alemán; porque éste, decía, los había mirado con malos ojos
y, en lugar de ayudar, no paraba de filmar la escena con una videocámara.
Menos mal que en ese momento llegaron los voluntarios de la Cruz Roja y la
patrulla de la Guardia Civil. En un abrir y cerrar de ojos se hicieron cargo de
todo, se notaba que tenían experiencia. Rápido aparecieron las mantas
térmicas, que refulgían al sol como inmensos espejos de papel de aluminio, y
más botellas de agua y más amorosos brazos que ayudaron a los más
cansados a llegar hasta las ambulancias que, minutos después,
desaparecieron dejando un rumor de sirenas y un persistente murmullo de
comentarios políglotas.
Durante el resto de la semana, aposentados en el confortable cuero de los
asientos del Jaguar, que ya parecían guardar la memoria de sus cuerpos, el
Profe y Landero se dejaron conducir por sus anfitriones a pasear por
bosques élficos de laurisilva y jardines edénicos; a contemplar dragos
milenarios y costas de acantilados vertiginosos; a descubrir terrazas
sembradas de papas aún sin arrugar y volcanes drapeados de bruma.
Hasta pronto, cuidaros mucho,
dijo Jotajota al tiempo que se enlazaba en un tímido abrazo castellano
con el Profe, y Mayte y Landero se besaban a la francesa. En el cielo, sin
luna, Sirio se apagó oculta por una nube.

5
Muchas gracias, por todo. A mi edad uno tiene pesadillas, no cumple
sueños. Un cayuco lleno de inmigrantes, aún no puedo creerlo.
añadió el Profe con la emoción contenida cuando ya Mayte y Jotajota
estaban de nuevo en el coche.
Dejaos de despedidas tristes; nos vemos pronto, ya podéis ir pensando el
sitio,
concluyó Mayte.

6
Epílogo
Bueno días,
saludó Silvia al entrar en el despacho.
Buenos días,
respondió Jotajota alzando la vista del ordenador.
¿Se fueron ya sus amigos?
Sí, ayer regresaron a Francia.
Silvia desvió la vista hacia la ventana; un palomo zureaba en el alfeizar. A
lo lejos, un crucero embocaba el puerto.
Un buen día para los cayucos; lastima que ya no les dejen salir de
Senegal.
comentó Jotajota, que había perseguido la mirada de la joven. Silvia
sonrió, miró a Jotajota y pareció a punto de añadir algo, pero no lo hizo,
volvió de nuevo la cabeza hacia la ventana y, al final, preguntó:
¿Fue todo bien en Los Cristianos?
Sí, perfecto. No sé cómo lo lograste, pero no creo que haya habido un
desembarco más perfecto, ni siquiera cuando llegaban cinco o seis al día, de
los de verdad. Un gran trabajo, Silvia, como siempre.
Gracias.
Silvia calló un instante, retraída ante el halago.
Espero que siga pensando lo mismo cuando venga la factura de la
ambulancia y las horas extras de los obreros; no va a ser barato.
Sonrió.
Ah, al capitán del puesto de la Guardia Civil tuve que prometerle que, si
me hacía el favor, contrataríamos publicidad en su revista, la de la
contraportada, que es la más cara.
Sigue siendo perfecto; tendrías que haber visto la cara de mi amigo.

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