El Tercer Reich en La Historia y La Memo
El Tercer Reich en La Historia y La Memo
El Tercer Reich en La Historia y La Memo
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Richard J. Evans
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Título original: The Third Reich in History and Memory
Richard J. Evans, 2015
Traducción: David León Gómez
Fotografía de cubierta: Reunión de los cuerpos del Partido Nazi durante desfile del Día del Partido en
el Luitpol-Arena, Nuremberg, 13 de septiembre de 1936
Gracias a oleole por el aporte original y su respectiva verificación
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PREFACIO
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muchos historiadores han visto en la Alemania nazi un sistema político que se
apoyaba no en el terror policial y la coerción, sino en la aprobación y el consenso
popular. Varios capítulos de este libro evalúan las obras escritas en esta línea y
defienden que, pese a todo lo que han aportado para nuestro entendimiento del
período, ha llegado el momento de recordar que la Alemania nazi fue, de hecho, una
dictadura que suprimió los derechos civiles y las libertades y en la que no se toleró
ningún género de oposición. La represión afectó no solo a quienes vivían en los
márgenes de la sociedad, sino también a porciones ingentes de las clases obreras y
sus representantes políticos. En la República de Weimar hubo judíos prominentes, tal
como ilustra el caso de Walther Rathenau, que lejos de constituir figuras despreciadas
y marginales, disfrutaban de un respaldo y una admiración colosales por parte del
pueblo, expresados en las manifestaciones nacionales de dolor que provocó su
muerte. No debe olvidarse nunca que el nazismo fue un movimiento periférico
diminuto hasta el final mismo de la década de 1920, y que el régimen hitleriano tuvo
que afanarse por cobrar popularidad tras hacerse con el poder en 1933, y en este
sentido la violencia revistió una importancia equiparable a la de la propaganda. Hitler
y la difusión de su imagen entre los alemanes revistieron una relevancia fundamental
a la hora de convencer a su pueblo, pero las investigaciones recientes han hecho
avanzar de forma considerable nuestro conocimiento del hombre que había detrás de
dicha representación, y esto constituye también un factor esencial a la hora de
comprender el Tercer Reich.
Así y todo, tal vez el cambio más notable que se ha producido en la obra histórica
sobre la Alemania nazi desde finales del siglo XX ha sido el entrelazamiento cada
vez mayor entre historia y memoria. En nuestros días resulta punto menos que
imposible escribir acerca del Tercer Reich y su época (1933-1945) sin pensar también
en cómo sobrevivió su memoria —verificada en ocasiones de forma compleja y
sorprendente— en los años de posguerra. Los ensayos de este libro examinan cómo
importantes empresas industriales y hombres de negocios individualmente que se
vieron implicados, a veces gravemente, en los crímenes del nazismo, trataron,
después de la guerra, de eliminar la memoria de su proceder. La mistificación de esa
memoria adoptó con frecuencia formas extrañas, como ocurrió con la apropiación por
parte de los mexicanos del Volkswagen Escarabajo —en su origen el «coche de la
Fuerza Mediante el Placer [Kraft durch Freude»)— como icono nacional a finales del
siglo XX. A veces, sin embargo, la creciente necesidad de arrostrar las fechorías del
nazismo y revelar la complicidad y la culpa de quienes participaron en ellas ha
desembocado en condenas sumarias y generalizadas allí donde los historiadores
deberían hacer distinciones cuidadosas. El hallazgo de la ocultación por parte de un
empresario acaudalado de las actividades que llevó a cabo durante el Tercer Reich ha
dado lugar a exageraciones colosales acerca de su implicación en los peores crímenes
del régimen; la revelación, tras décadas de esmerado encubrimiento, del papel que
representaron determinados diplomáticos profesionales en el desarrollo de la política
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exterior nazi ha dado pie a que se les acuse, con escaso fundamento, de haber
promovido el exterminio de los judíos en lugar de facilitarlo sin más (hecho que, por
negativo que sea en sí mismo, no puede equipararse con el anterior, en tanto que
semejante tesis supone liberar de culpa de manera implícita a los sectores de veras
responsables).
La Alemania nazi conoció su cénit, su plenitud y también su ocaso en la segunda
guerra mundial, y en este aspecto también se ha dado un cambio de perspectiva desde
las postrimerías del siglo XX. Se han reconocido el alcance y las conexiones
universales del conflicto bélico; en realidad no hubo dos guerras separadas en el Este
y en el Oeste, sino más bien una sola con interacciones múltiples entre sus diversos
escenarios. La historia militar, tal como pone de manifiesto el presente libro, puede
resultar esclarecedora por sí misma, aunque necesita también situarse en un contexto
económico y cultural más amplio. Miremos adonde miremos, sea al proceso de toma
de decisiones en lo más alto del escalafón, sea a la inventiva y al empuje de figuras
de segunda fila, los factores contextúales siguen siendo de vital importancia.
Por último, en años recientes la investigación se ha centrado cada vez más en la
Alemania de posguerra, en donde las continuidades subterráneas con la era
nacionalsocialista son cada vez más aparentes. La «limpieza étnica» de millones de
ciudadanos indeseables no acabó con los nazis, sino que prosiguió hasta bien entrado
el período posterior a la caída del Tercer Reich, si bien entonces los alemanes fueron
los perseguidos más que los ejecutores. Los expertos en planificación urbanística
desarrollaron utopías que hallaron expresión en la idea nazi de ciudad desurbanizada,
pero compartieron también muchos de sus supuestos con las visiones que se daban a
este respecto en otras partes del mundo. Y la creciente campaña en pro de la
restitución de obras de arte saqueadas por los nazis o robadas a sus propietarios
originales, judíos en muchos casos, aborda un problema que no comenzó con la
fundación del Tercer Reich ni acabó con su caída. Una vez más, la perspectiva a largo
plazo nos ayuda a entender el problema que tenemos entre manos, que también es de
dimensiones mundiales. La extensión de la investigación histórica a la era de
posguerra ha ido a fortalecer de forma más marcada la estrecha relación mutua que
existe entre historia y memoria. Los ensayos aquí reunidos ponen de manifiesto, entre
otras cosas, que la memoria debe someterse al escrutinio detallado de la historia si
quiere gozar de solidez, en tanto que las implicaciones de la historia para la memoria
colectiva del nazismo en nuestros días deben ser expresadas con precisión y con
pasión.
Richard J. Evans
Cambridge, marzo de 2014
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I
LA REPÚBLICA Y EL REICH
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¿UN ENSAYO DE GENOCIDIO?
AÚN pueden verse, dispersos por el mundo, ciertos rastros que nos recuerdan que,
entre la década de 1880 y la primera guerra mundial, Alemania poseía, como otras
potencias europeas de relieve, un imperio colonial en ultramar. Quien viaje a
Windhoek (Namibia), por ejemplo, puede adquirir todavía un ejemplar del
Allgemeine Zeitung, periódico destinado a los residentes de habla alemana que
quedan en la ciudad. Si decide visitar la región costera del país, podrá conocer la
ciudad portuaria de Lüderitz, para lo cual habrá de pasar por una serie de estaciones
ferroviarias cuyo nombre se lee aún en caracteres góticos, y recrearse en la playa del
Agata, disfrutando de sus olas con la mirada siempre atenta por si divisa algún
pingüino. En Tanzania podrá alojarse en la ciudad lacustre de Wiedhafen. El hombre
de negocios que busque comprar aceite de palma al por mayor habrá de acudir a las
plantaciones Woermann. En la región oriental de Ghana se anuncian ahora como
atracción turística edificios de aire germano que pertenecieron en otro tiempo a la
colonia de Togo.
Del mismo modo, en el Pacífico es posible todavía navegar por el archipiélago de
Bismarck y visitar la isla de Ritter (o lo poco que queda de ella después de que una
erupción volcánica hiciera saltar por los aires la mayor parte en 1888). Más al este, el
visitante de cualquier librería de Samoa podrá hacerse con las obras del poeta local
más representativo: Momoe von Reiche. En los restaurantes chinos de casi cualquier
rincón del mundo es posible pedir cerveza Tsingtao, comercializada por vez primera
en la China en 1903 por Germania, fábrica de la urbe que da nombre al producto y
que a la sazón se hallaba gobernada por Alemania. En Qingdao (conforme a la
transcripción actual del topónimo) cabe visitar el imponente templo neorrománico de
la catedral de San Miguel, que da la impresión de pertenecer a una ciudad del norte
de Alemania de hace un siglo aproximadamente; lo que en cierta medida es cierto.
En realidad, todo esto no es gran cosa comparado con los cuantiosos vestigios
físicos, culturales y políticos que han dejado otros imperios europeos de ultramar más
extensos y duraderos, que sumados cubrieron la mayor parte de la superficie terrestre
en un momento u otro. El imperio germano apenas duró tres décadas y quedó
fragmentado por el final de la primera guerra mundial entre el Reino Unido, Francia,
Bélgica, Australia y Sudáfrica. De superficie escasa en comparación con el británico,
y de duración efímera, el antiguo imperio seguía atrayendo cierta atención en los años
de entreguerras, cuando los propagandistas coloniales urgieron su recuperación. Sin
embargo, ni siquiera los nazis consideraron en serio esta posibilidad, porque preferían
lograr conquistas en Europa, al menos para empezar.
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Durante muchos años, la historiografía disponible sobre el particular —de la que
solía usarse como ejemplo más destacado la obra del experto anglogermano en
historia económica William Otto Henderson— tendía a centrarse en refutar las
acusaciones de violencia y brutalidad que habían desembocado en el
desmantelamiento y la redistribución del imperio durante la Conferencia de Paz
celebrada en París en 1919. Aunque tales argumentos habían perdido casi toda su
relevancia llegada la década de 1960, la situación se vio transformada por la obra de
Helmut Bley, quien reconstruyó en Kolonialherrschaft und Soiialstruktur in Deutsch-
Südwestafrika 1894-1914 («Poder colonial y estructura social en el África del
Sudoeste alemana, 1894-1914», 1968) la pavorosa historia de la guerra empeñada por
los alemanes contra las tribus namibias de los hereros y los ñamas entre 1904 y 1907.
Los sucesos que relata Bley no son complicados: el ritmo cada vez más acelerado
de la confiscación de tierras por parte del gobierno colonial a principios de la década
de 1900 provocó una serie de ataques a granjeros germanos que se tradujo en la
muerte de un centenar y medio de colonos y el envío de 14.000 soldados de Berlín a
las órdenes del general Lothar von Trotha, intransigente oficial prusiano veterano en
ultramar. «Sé bien —aseveró— que las tribus africanas solo ceden ante la violencia.
Ejercerla con terrorismo insensible y aun con truculencia ha sido y es mi principio».
Tras derrotar a un contingente de los hereros en Waterberg, anunció su intención de
ajusticiar a cualquiera de los integrantes de este pueblo «hallado dentro de las
fronteras de Alemania, sea o no portador de un arma o de ganado». A los pastores
hereros sorprendidos con las manos en la masa los mataban en el acto, y a las mujeres
y los niños los llevaban al desierto para dejarlos morir de hambre. Alfred von
Schlieffen, jefe del estado mayor general de Berlín —quien como todo oficial
prusiano era ferviente seguidor de la doctrina, dictada supuestamente por Cari von
Clausewitz, de que el objetivo de la guerra debe ser la aniquilación total de la fuerza
enemiga—, calificó de «espléndida» la campaña de Trotha, y en particular el uso que
había hecho del desierto para completar lo que Der Kampf la publicación oficial del
cuadro de mando del Ejército, llamó en tono de aprobación «el exterminio de la
nación de los hereros».
Con todo, también se alzaron voces críticas, y así, el canciller Bernhard von
Bulow tildó la acción de contraria a los valores cristianos y advirtió de que estaba
destinada a dañar la reputación de Alemania en el extranjero. Los políticos
socialdemócratas y de Centro Católico tampoco dudaron en condenarla. El
gobernador civil de la colonia, Theodor Leutwein, apartado con desdén por los
militares por su intención de alcanzar un acuerdo con los hereros, elevó a Bulow sus
protestas por la campaña y declaró el exterminio un «error grave». Aunque sus
desvelos no hallaron buena acogida, su tesis de que, en lugar de matarlos, lo más
conveniente era reclutar a los hereros en calidad de mano de obra se granjeó un
número suficiente de defensores para propiciar la detención de cuantos quedaban de
la tribu, en su mayoría niños y mujeres, junto con los ñamas, y su confinamiento en
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«campos de concentración» (fue esta la primera ocasión en que emplearon el término
de forma oficial las autoridades alemanas).
En estos, sin embargo, no corrieron mejor suerte. Los presos del peor de dichos
recintos, instaurado en el terreno rocoso de la llamada isla del Tiburón, hubieron de
servir como mano de obra forzada, con raciones mínimas, expuestos a vientos gélidos
sin la vestimenta adecuada y fustigados con látigos de cuero si no rendían como se
esperaba de ellos. Un día tras otro, se acarreaban los cadáveres hasta la playa para
que la marea los arrastrase hasta las olas infestadas de tiburones. Hasta la prensa
sudafricana se quejó de la «horrible crueldad» del régimen del campo de
concentración. Los recintos se convirtieron también en centros de investigación
científica, desde que el antropólogo Eugen Fischer, quien llegaría a ser uno de los
principales «higienistas raciales» del Tercer Reich, llegara a la ciudad de Rehoboth a
fin de estudiar a sus habitantes mestizos (a los que él se refería como «bastardos de
Rehoboth»). Junto con sus colegas, se hizo con un buen número de cráneos con los
que emprender estudios antropométricos de diversas razas, y de los que llegaron a
Alemania hasta tres centenares.
Fischer llegó a la conclusión de que la descendencia mulata de colonos bóeres o
alemanes y africanos negros eran inferiores a aquellos, pero superiores a estos, lo que
los hacía aptos para ocupar un grado similar al de suboficial en la policía, el servicio
postal y otros organismos del Estado. Dada su condición de raza útil, aunque inferior,
cumplía protegerlos a diferencia de los hereros y los ñamas. La ley, sin embargo, se
hallaba más cercana a la consideración de los africanos como infrahombres expresada
por Trotha quien tenía un temor casi patológico a que el mestizaje pudiera favorecer
la propagación de enfermedades. En 1905 se prohibió el casamiento interracial, y dos
años más tarde se declararon nulos todos los matrimonios existentes entre alemanes y
africanos. Estas medidas introdujeron el concepto de Rassenschande o «corrupción
racial» en la terminología jurídica alemana, que volvería a salir a la luz treinta años
más tarde, en las Leyes de Núremberg. La condición oficial que se atribuía a los
colonos germanos era diferente de la del resto de la población, y este hecho permitía
obligar a los hereros a hacer trabajos forzados y a llevar distintivos que los
identificasen (otro recurso que adoptarían más tarde los nazis).
El número de los hereros, que antes de la guerra ascendía a 80.000 según
estimaciones, se había reducido a 15.000 cuando acabó el conflicto, en tanto que
entre los ñamas sufrieron exterminio 10.000 de un total de 20.000. De los 17.000
africanos que se vieron recluidos en los campos de concentración no sobrevivió sino
la mitad. Dadas las ideas raciales de Trotha, no cabe duda de que se trató de un acto
de lo que más tarde se llamaría genocidio. Su revelación por parte de Bley suscitó
con carácter de urgencia la cuestión de la continuidad entre la Alemania del Kaiser y
la de Hitler. Hubo otros regímenes brutales —tal como demuestra sobre todo la
dominación del Congo por parte de Bélgica— que no dudaron en servirse de
homicidios multitudinarios a fin de reprimir alzamientos o imponer su orden: desde el
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de los franceses en Argelia durante la década de 1879 hasta el de los italianos en
Etiopía en la de 1930. La discriminación racial, las expropiaciones y los trabajos
forzados distaban mucho de ser exclusivos de los alemanes.
Sin embargo, estos últimos fueron los únicos que introdujeron los campos de
concentración, los denominaron así y crearon en ellos de forma deliberada
condiciones tan duras que nadie puede dudar que pretendían acabar con sus reclusos
además de obligarlos a trabajar (aunque la tarea de ingeniar la escalofriante expresión
de «exterminio mediante el trabajo» recayó sobre los nazis, el efecto era idéntico en
ambos casos). Solo los alemanes hicieron el intento explícito de aniquilar por motivos
raciales a todo un pueblo conquistado. Solo ellos prohibieron legalmente el mestizaje
en sus colonias, y no ya en África del Sudoeste, sino también en la región oriental del
continente (1906) y en Samoa (1912); y solo ellos organizaron una campaña mundial
de exterminio étnico que abarcaba tanto a los judíos de Europa como, en potencia, a
los del resto del planeta. ¿Existía alguna conexión entre unos y otros?
Aunque quizá no quepa sorprenderse, esta cuestión seguía sin respuesta décadas
después de la publicación del libro de Bley. Los historiadores más relevantes de
cuantos centraron su atención durante las décadas de 1970 y 1980 en los rasgos de
continuidad existentes entre la Alemania imperial y el Tercer Reich analizaron sobre
todo las raíces nacionales del nazismo, el gobierno de Alemania por parte de Hitler y
el Holocausto. El antiimperialismo de la izquierda, alimentado por la guerra de
Vietnam, y tal vez parte del trasfondo que dio lugar a la obra de Bley, se fueron
sosegando a medida que abandonaban el campo de batalla los soldados
estadounidenses y ganaban su independencia las últimas colonias de las potencias
europeas. En Alemania Occidental, la herencia del colonialismo verificable en la vida
cotidiana comenzó a desvanecerse con la creciente modernidad económica. Hasta los
comercios que vendían Kolonialwaren («coloniales»: café, té, especias, arroz y otros
productos de ultramar), aún fáciles de encontrar en las ciudades alemanas de
principios de la década de 1970, cambiaron de nombre o se camuflaron, tanto que,
por ejemplo, pocos de los clientes actuales que acuden a comprar café a un
supermercado Edeka serán conscientes de que el nombre procede de
Einkaufsgenossenschaft der Kolonialwarenhándler («Cooperativa Minorista de
Consumo de Géneros Coloniales»). Los antiguos dominios imperiales de la nación
parecían algo irrelevante y acabaron por olvidarse en gran medida.
En los años noventa del siglo XX empezó a recuperarse el interés en ellos con el
nacimiento de los estudios poscoloniales. Los historiadores convirtieron entonces el
racismo y la ideología racial en la parte central de su explicación del
nacionalsocialismo, en lugar del totalitarismo y la explotación de clase, y la historia
de la colonización germana dejó de resultar tan irrelevante. La renovación del interés
en estos asuntos quedó marcada por la publicación, en 1996, de una edición revisada
de la obra, ya clásica, de Bley, traducida a esas alturas al inglés como Namibia under
Germán rule. Empezaron entonces a aparecer monografías y artículos acerca del
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discurso colonialista en Alemania; de los orígenes coloniales de la ciencia racial, y de
las representaciones de asuntos coloniales en los escritos históricos. El interés
creciente que suscitaba la memoria cultural desembocó en estudios de autobiografías
y conmemoraciones poscoloniales en Alemania. El sucinto libro de Sebastian Conrad
Deutsche Kolonialgeschichte («Historia del colonialismo alemán», 2012) resume este
corpus nuevo y lo sitúa en el contexto de la globalización, que ha dado pie a cierta
resurrección del interés por el imperio. El número y la calidad de sus ilustraciones y
sus mapas, la bibliografía comentada que ofrece y su aguda perspicacia en lo que
respecta a tendencias historiográficas convierten esta obra en un modelo en cuanto
guía esencial sobre la materia, dotada de inteligentes indicaciones para
investigaciones futuras.
Los orígenes del colonialismo germano subyacen en parte, tal como señala
Conrad, en la historia de Alemania, en donde los sueños y las fantasías de
dominación sirvieron a los nacionalistas de lienzo en blanco en el que representar una
imagen de unidad antes de alcanzarla por fin. Tal como declaró en 1848 el
compositor Richard Wagner: «surcaremos los mares en barco para crear aquí y allí
una Alemania nueva… Vamos a hacerlo mejor que los españoles, para los que el
Nuevo Mundo se convirtió en un matadero plagado de clérigos, y nos distinguiremos
de los ingleses, que vieron en él una mina. Vamos a hacerlo de un modo maravilloso,
alemán». Mucho más importante fue el contexto mundial del capitalismo germano,
centrado en estados comerciales autónomos como Hamburgo (patria chica de Bley).
De los mercantes hamburgueses de relieve de la década de 1870 se dice que, pese a
haber visitado «todas y cada una de las ciudades del Mississippi» y haber estado
«veinte veces en Londres», no viajaron una sola a Berlín. Merced a la rápida
expansión de la industria y el poder económico de Alemania, operaron en muchas
regiones costeras de África y otras partes del planeta por colonizar, y mantuvieron
279 consulados en ciudades de todo el mundo. Las hazañas de los científicos, los
exploradores y los misioneros alemanes —como Gerhard Rohlfs, el primer europeo
que cruzó África de norte a sur, vestido en muchas ocasiones con atuendos
musulmanes— gozaron de una gran popularidad en su nación.
Bismarck, que se mostró poco entusiasmado («Mientras yo sea canciller —
aseveró en 1881—, no vamos a participar en la empresa colonialista»), dio en 1884 el
pistoletazo de salida al reparto de África al declarar protectorados en una serie de
regiones en las que Alemania tenía intereses económicos, imitando a los franceses a
actuar de modo similar para lograr que centrasen sus energías en la colonización y no
en vengar la pérdida de Alsacia-Lorena durante la guerra franco-prusiana. Lo más
seguro es que deseara también aplacar las ansias mercantiles del poderoso Partido
Nacional Liberal, cuyo apoyo necesitaba en las elecciones generales venideras. La
búsqueda de territorio se había vuelto, de cualquier modo, inevitable después de que
la rivalidad entre británicos y franceses por el norte de África alcanzase un momento
crítico entre 1881 y 1882. Fuera cual fuere el motivo, cuando la disputa por territorio
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se extendió de dicho continente al resto del planeta, Alemania acabó por amasar un
imperio que llegaría a ser el cuarto en extensión después del británico, el francés y el
neerlandés.
El grupo ecléctico de territorios que ocuparon los alemanes incluía la región árida
y poco poblada de la actual Namibia, en la que no tardaron en asentarse los ganaderos
germanos y cuyas minas de cobre y diamantes brindaron cierto beneficio a la empresa
privada a partir de 1907; las zonas costeras palúdicas del Camerún, dominadas por
los intereses mercantiles de la familia hamburguesa de los Woermann (como la
producción de caucho y aceite de palma en plantaciones del interior dirigidas por
alemanes); Togo, en donde la compraventa de aceite de palma se hallaba dominada
en gran medida por minorías selectas locales afrobrasileñas del litoral; la populosa
colonia del África Oriental Alemana (correspondiente a la actual Tanzania sin
Zanzíbar, pero con Ruanda y Burundi), en donde los colonos germanos fundaron
plantaciones de algodón y sisal; Nueva Guinea y Samoa, así como las islas del
Pacífico a ellas asociadas, en donde fueron pocos los pobladores alemanes y
prevalecieron los intereses mercantiles, y el puerto chino de Jiaozhou, arrendado en
1897 para noventa y nueve años y dirigido por el Ministerio Naval de Alemania, que
adoptó un programa enérgico de modernización y mejora por el que se dotó a la
ciudad de Qing-dao de farolas eléctricas y una universidad que permitió a los
estudiantes chinos empaparse de ciencia y erudición alemanas.
La visión que albergaba Bismarck de protectorados administrados por empresas
privadas sin participación estatal, tal como había ocurrido en el caso de la Compañía
de las Indias Orientales y el subcontinente del que tomaba el nombre, no duró mucho:
las violentas hostilidades con las sociedades africanas que se resistían a la
explotación creciente protagonizada por los comerciantes y colonos alemanes no
tardaron en propiciar la intervención formal de burócratas alemanes respaldados por
el Ejército. Tal cosa no hizo sino empeorar la situación, siendo así que, al servirse de
la fuerza para proteger a los colonos que habían entrado en conflicto con granjeros y
mercantes indígenas, el Estado provocó una resistencia aún mayor. Aunque la guerra
genocida del África del Sudoeste constituye el ejemplo más dramático a este
respecto, lo cierto es que la violencia constituía un rasgo constante de la dominación
alemana. En África Oriental, por ejemplo, los continuos choques militares,
provocados en muchos casos por el aventurero colonial sin escrúpulos Cari Peters,
llevaron al gobierno imperial de Berlín a asumir la administración de la colonia en
1891; pero el conflicto armado no se detuvo, y en los seis años siguientes se
emprendieron 61 «expediciones de castigo» de relieve. En 1905, los enfrentamientos
suscitados por la ocupación de tierras, la subida de los impuestos y los trabajos
forzados desembocaron en la sublevación Maji Maji, en la que murieron a manos de
los militares unos ochenta mil africanos. Aunque, a diferencia de la situación que se
vivía en África del Sudoeste, los alemanes no consideraban esta una guerra racial, y
de hecho muchas de las víctimas cayeron a manos de soldados africanos de uniforme
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germano, el número de víctimas fue inmenso: murieron más de doscientos mil
africanos por el hambre provocada por la destrucción de campos y pueblos rebeldes.
La violencia, que incluía la flagelación pública de africanos, formaba parte de la
vida cotidiana de las colonias alemanas: el número oficial de estas flagelaciones
registrado en el Camerún, que sin duda se queda corto, se elevó de 315 a 4.800 entre
1900 y 1913. Los jefes indígenas cameruneses elevaron una protesta al Reichstag, si
bien la subsiguiente destitución del gobernador estuvo más vinculada a las objeciones
que opusieron los comerciantes y los misioneros a las generosas concesiones de tierra
que aquel había hecho a los colonos que a la brutalidad misma. La situación se volvió
crítica en las postrimerías de la dominación alemana, cuando se ejecutó públicamente
a un antiguo cacique por su oposición a las medidas segregacionistas de Duala, su
ciudad más importante. La fragilidad crónica del yugo germano era evidente. Dado su
escaso número en comparación con el de los africanos (en el Camerún había menos
de dos mil pobladores y funcionarios), los alemanes no podían aspirar sino a crear
«islas de poder» en sus colonias. Los indígenas no aceptaron por completo su
soberanía en ninguna de ellas: su exclusión de hecho de las esferas política y pública
abocó a la administración alemana a la condición de autoridad extraña.
Esto los llevó con frecuencia a unirse en la resistencia, y así, por ejemplo, tras la
rebelión Maji Maji, el gobernador de África Oriental reconoció que lo que había
comenzado como un motín limitado a unas cuantas «tribus semisalvajes» acabó por
trocarse «en una especie de lucha nacional contra el gobierno extranjero». La
conducta alemana creaba a veces identidades nuevas, tal como ocurrió en Ruanda, en
donde los oficiales coloniales armados con manuales etnográficos transformaron las
diferenciaciones sociales entre los hutus y los tutsis en identidades raciales fijas en las
que más tarde se asentaría una serie de distinciones legales. El resultado fue lo que
algunos historiadores han descrito como una «etnogénesis» en la que más tarde
tomarían fundamento las matanzas genocidas de 1994.
Las colonias permitieron asimismo llevar a cabo experimentos científicos que
habrían sido impensables en Alemania. El bacteriólogo Robert Koch, ganador del
premio Nobel, no tuvo dificultad alguna en inyectar a diario a un millar de indígenas
de África Oriental aquejados de tripanosomiasis dosis peligrosamente altas de
arsénico en busca de una cura, lo que provocó, como cabía esperar, un número
elevado de muertes entre los sujetos de su estudio. De hecho, las ideas relativas a la
diferenciación racial y la «inferioridad» hereditaria recibieron un empuje colosal por
las investigaciones eugenésicas emprendidas por científicos como Eugen Fischer y
ayudaron a generar y popularizar las tesis raciales que luego pondrían en práctica los
nazis. Espectáculos como la Exposición Colonial de Berlín de 1899, junto con la
representación de un pueblo africano en el Tierpark Hagenbeck, zoológico
hamburgués de gestión privada, influyeron en la formación de un sentimiento popular
de superioridad racial.
Hubo quien concibió las colonias como laboratorios de modernidad en las que
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poder construir ciudades nuevas sin consideración alguna para con los derechos de
los propietarios de tierras indígenas. En ellas cabría emplear la ciencia racial para
crear un nuevo orden social en lugar de las caducas jerarquías europeas y fundar
comunidades modelo basadas en los principios patriarcales tradicionales, socavados a
la sazón en Alemania por un movimiento feminista cada vez más activo. El
vocabulario y los propósitos de la obra evangelizadora colonial se volvieron a
presentar ante la nación alemana como la «misión interior» protestante destinada a
sacar a los menesterosos y «haraganes» del «continente negro» de la pobreza y la
ignorancia que reinaba en los barrios pobres de las urbes. En 1913 se aprobó una ley
nueva que definía la ciudadanía alemana en función no de la residencia (como era
habitual en el resto de Europa), sino del origen étnico, y que bebía directamente de
las doctrinas raciales elaboradas en las colonias. Los nacionalistas germanos
comenzaron a considerar a los polacos y los eslavos pueblos inferiores en este
sentido, y dejaron de hablar de la «misión civilizadora» de su nación en la Europa
Oriental a medida que la creencia en la posibilidad de convertir a las gentes de
Polonia en alemanes de provecho comenzó a dar paso al convencimiento de que su
carácter racial, como el de los africanos, hacía imposible cualquier redención.
¿Quiere decir todo esto que existe un vínculo directo entre el imperio colonial y el
Holocausto? Pese a todas las similitudes manifiestas que se dan entre el genocidio de
los hereros y los ñamas, por una parte, y el exterminio de los judíos de Europa
cuando aún no habían transcurrido cuarenta años, por la otra, lo cierto es que hay
también diferencias de relieve: aunque no cabe dudar de la existencia de campos de
concentración en África del Sudoeste, ninguno de ellos estaba, como el de Treblinka,
consagrado exclusivamente a la aniquilación de los integrantes de una minoría racial.
Los nazis tenían a los judíos por una amenaza mundial, en tanto que los africanos,
como los eslavos, constituían un obstáculo local al que había que subyugar o eliminar
a fin de hacer sitio a los colonos germanos. Si bien la ideología del
nacionalsocialismo se hallaba influida por la experiencia colonial, sobre todo en lo
que respecta al ámbito de la raza, los ejemplos de continuidad personal fueron pocos,
pese a lo que puedan hacer pensar los casos del padre de Hermann Göring, el primer
gobernador de África del Sudoeste; Franz Ritter von Epp, quien sirvió con Trotha en
la guerra contra los hereros y llegó más tarde a gobernador nazi de Baviera, o Viktor
Boettcher, vicegobernador del Camerún y con el tiempo alto funcionario estatal de
una de las porciones de Polonia ocupadas por los nazis.
La guerra genocida de Trotha representó una excepción en la historia colonial de
Alemania, y debió más a las doctrinas racial y militar de su autor que al carácter
general del colonialismo alemán. Entre 1939 y ¹945 no se dio en la Europa Oriental
nada comparable a la sedicente misión de modernización y civilización consagrada en
los programas educativos, económicos y religiosos adoptados en la fase última de la
dominación colonial alemana. Hizo falta el influjo deshumanizador de la primera
guerra mundial —que también formaba parte del impacto del colonialismo sobre
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Europa— para tornar la violencia política en un rasgo endémico de la vida alemana
entre las décadas de 1920 y 1930 y convertir en nazis a hombres como Boettcher. El
colonialismo germano sí parece haber tenido una concepción racista más sistemática
y una puesta en práctica más brutal y violenta que el de otras naciones europeas; pero
eso no lo convierte en inspirador del Holocausto.
Así y todo, la guerra de los hereros ha ido a pervivir en la memoria del público
alemán de nuestros días en mayor medida que cualquier otro aspecto del colonialismo
como representación y precursor del Holocausto, y ha dado pie a debates apasionados
sobre cuál es el mejor modo de conmemorarla. En ningún otro lugar se ha vivido la
polémica con más pasión que en el puerto comercial de Bremen, en donde, en un
parque no muy extenso situado tras la estación principal del ferrocarril, se erige un
elefante de ladrillo de diez metros de altura a cuyo lado pasan caminando a diario
turistas y ciudadanos que van a su trabajo. El monumento, creado en los años finales
de la República de Weimar, se concibió como estilizada conmemoración del
colonialismo alemán y recordatorio de su historia. En el pedestal hay dispuesta una
serie de placas de terracota con el nombre de cada una de las antiguas posesiones.
Los discursos que se pronunciaron ante la nutrida multitud que se congregó en
derredor de la estatua el 6 de julio de 1932, día de su inauguración, celebraban los
logros de aquella época y exigían la devolución de las colonias perdidas.
Contra todo pronóstico, el elefante sobrevivió a la segunda guerra mundial sin
daño alguno, aunque las diversas inscripciones que rodeaban la base se retiraron de
inmediato después de 1945. Llegado 1982, durante el quincuagésimo aniversario de
su construcción, se había convertido en una imagen muy embarazosa, más aún en
vista de la continuada dominación de Namibia por parte de una Sudáfrica sometida al
régimen segregacionista. En 1988, la rama local de la organización juvenil del
sindicato IGM colocó en las inmediaciones una placa en la que se leía: «Por los
derechos humanos, contra el apartheid». Dos años después se declaró oficialmente al
elefante «monumento anticolonial» aun cuando nadie ignoraba cuál había sido su
propósito original. Cuando Namibia obtuvo la independencia, el alcalde de Bremen
organizó una celebración en torno a la escultura, y en 1996, el presidente namibio
Sam Nujoma desveló una nueva inscripción: «A la memoria de las víctimas del
gobierno colonial alemán en Namibia (1884-1914)», durante una visita de estado.
Hoy, el elefante recibe los cuidados de una sociedad reconocida oficialmente por su
dedicación a la tolerancia, la creatividad y la convivencia de culturas. Una placa de
bronce recuerda a los visitantes cuál fue el pasado de la estatua, cerca de la cual se ha
levantado un modesto homenaje a los hereros y los ñamas a modo de
«antimonumento».
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IDEAR EL IMPERIO
HACE unas cuantas décadas, los historiadores que buscaban las raíces remotas de
la teoría y la práctica del nazismo investigaron los casos de ruptura y continuidad del
pasado alemán: la revolución fallida de 1848; el bloqueo de la política democrática
tras la unificación de 1871; la dominación continuada de las minorías aristocráticas
sobre una clase media abúlica en lo social y lo político; el poder arraigado de la
tradición militar prusiana, caracterizada por su actitud autoritaria y beligerante…
Todo, en resumidas cuentas, lo que a su decir había distinguido a Alemania de otras
potencias europeas de relieve llegada la primera guerra mundial y la había situado en
una «trayectoria particular» hacia la modernidad que acababa no en la creación de un
sistema político democrático y una sociedad abierta que avanzasen de la mano de la
economía industrial, sino en la aparición y el triunfo del Tercer Reich.
Semejantes argumentos habían quedado desacreditados en la década de 1990,
cuando quedó demostrado que las clases medias de la Alemania imperial, lejos de ser
apáticas, habían tenido una cultura política activa y comprometida, y que cuando
estalló la Gran Guerra, su selecta aristocracia había perdido la mayor parte de su
poder. También quedó claro que la revolución de 1848 había transformado la cultura
política de Alemania en lugar de restaurar el antiguo régimen. Las comparaciones con
otros países revelaron deficiencias similares en lo tocante a apertura y movilidad
social en el Reino Unido, tendencias al autoritarismo comparables en Francia, una
preponderancia semejante del sector militar en Austria, etc. Y sin nada semejante a
una «trayectoria particular» nacional de la unificación al nacimiento del Tercer Reich,
¿hacia dónde debían mirar los historiadores?
En los últimos años se ha hecho cada vez más evidente que para dar con la
respuesta resulta imprescindible ampliar nuestras miras y considerar la historia de
Alemania no en un contexto nacional y ni siquiera europeo, sino en el de los
acontecimientos ocurridos en el mundo y, sobre todo, en las colonias a partir de la
época victoriana. Quizás esta visión del pasado alemán no es posible sino en un
tiempo como el nuestro, en el que se ha tomado plena conciencia de la globalización
en cuanto fenómeno contemporáneo. Y lo cierto es que ha dado pie a un buen número
de interpretaciones nuevas de gran significación y generado una cantidad creciente de
estudios relevantes que vinculan la relación que mantenía Alemania con el mundo
durante el siglo XIX a su empeño en dominarlo durante el régimen nazi. Ahora, estos
estudios han quedado reunidos en Naq, empire (201o), síntesis tan enérgica como
convincente que firma Shelley Baranowski, conocida hasta ahora por obras más
especializadas como, en particular, el excelente volumen que dedicó a la organización
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nazi de trabajo y ocio Fuerza Mediante el Placer.
La historia de Baranowski comienza a mediados de la década de 1880, cuando
Bismarck dio a regañadientes el visto bueno a la instauración de protectorados
coloniales a fin de granjearse el apoyo de los diputados del Partido Nacional Liberal
y el Liberal Conservador. El canciller recelaba del compromiso financiero y político
que llevaba aparejado el proceso completo de colonización; pero los imperialistas
entusiastas, los mercaderes y los aventureros no tardaron en superar sus suspicacias, y
llegado 1890, cuando se vio obligado a abandonar el cargo, Alemania poseía ya un
imperio de ultramar en toda regla. No era, todo sea dicho, para tirar cohetes: el
reparto de África había dejado al Reich con poco más que las sobras de cuanto habían
tomado británicos y franceses: Namibia, el Camerún, Tanganica, Togo y, en otras
partes del planeta, Nueva Guinea y un conjunto diverso de islas del Pacífico, como
Nauru o el archipiélago de Bismarck. Los nacionalistas de nueva generación, que no
estaban de acuerdo con la precariedad a la que se había circunscrito el nuevo Reich,
se quejaban de tener un imperio comparable a los de la España y el Portugal de
finales del siglo XIX, muy poco dignos de una potencia europea de primer orden.
Además, de las pocas colonias que poseía Alemania, había más de una que había
resultado peculiarmente difícil de gobernar. El régimen colonial respondía en estos
casos con medidas en extremo contundentes. La doctrina militar prusiana, que tenía
por objetivo principal de los enfrentamientos bélicos la total destrucción de las
fuerzas del enemigo, fue a enredarse en las colonias con el racismo y el miedo a las
tácticas de guerrilla para crear una mentalidad genocida que respondía a los
disturbios y alzamientos con estrategias de aniquilación total que incluían métodos
tan despiadados como el de matar de hambre a números ingentes de nativos: en
Tanganica murieron así 150.000 indígenas hehes, y durante la sublevación Maji Maji,
300.000 personas. Peor aún fue el exterminio en Namibia del 60 por 100 de los
hereros y los ñamas. A muchos de ellos los llevaron al desierto sin víveres.
Envenenaron sus pozos y requisaron su ganado para hacer que acabaran con ellos la
enfermedad y la desnutrición. Tras la victoria se instauró un régimen segregacionista
con leyes y regulaciones que prohibían el mestizaje y reducían a los africanos a la
condición de obreros mal pagados.
Con todo, los alemanes habían puesto ya la mira en la adquisición de nuevas
colonias. ¿Adónde habían de ir a buscarlas? Después de adoptar el káiser Guillermo
II un papel protagonista en la planificación política, Alemania emprendió en 1898 la
construcción de una flota de guerra colosal. Al centrar su atención en los acorazados
pesados en lugar de en los cruceros ligeros y móviles, el creador de dicha Armada, el
almirante Von Tirpitz, adoptó la estrategia arriesgadísima de provocar —o mostrarse
dispuesto a provocar— en el mar del Norte un enfrentamiento semejante a la batalla
de Trafalgar que amenazara con derrotar o paralizar a los británicos, cuya hegemonía
marítima se tenía por el principal obstáculo a la gloria imperial de Alemania, y los
obligara a avenirse a extender el imperio germano de ultramar. Se adoptó entonces un
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«programa político mundial» beligerante destinado a promover la posición de su
imperio y garantizarse una tierra de promisión comparable a la que poseían otras
potencias europeas. No hubo que esperar mucho para que empezaran a brotar
pasiones imperialistas irrefrenables de entre la inquieta maleza de los grupos de
presión.
La atención de estos se dirigía tanto a Europa como a ultramar. Alemania poseía
una porción considerable de Polonia, anexionada en el siglo XVIII, y el Gobierno
comenzó a alentar a los germanos étnicos a asentarse en regiones dominadas por
gentes de habla polaca. Así y todo, los 130.000 que se trasladaron a la zona durante el
período imperial no bastaron, en absoluto, para sustituir a los 940.000 germanos
étnicos que emigraron hacia poniente entre 1886 y 1905 en busca de una vida mejor.
Descontentos con esta situación, los nacionalistas radicales comenzaron a exigir una
guerra en el Este destinada a conquistar a los eslavos y librar a los millones de
germanohablantes que vivían en la Europa Oriental de la «rusificación» y
«hungarización» mediante su incorporación a un Reich agigantado. La influyente
Liga Pangermana llegó más allá y presionó al Gobierno para que considerase la
anexión de los Países Bajos, Flandes, Suiza, Luxemburgo, Rumania y el Imperio de
los Habsburgo, tenidos todos por territorios «alemanes», y negara los derechos civiles
a la diminuta minoría judía de Alemania. Una vez lograda la dominación de Europa,
la expansión del imperio de ultramar caería por su propio peso.
Ante semejantes influencias, el darwinismo social fue adquiriendo un peso cada
vez mayor en los círculos gubernamentales y propagando la concepción de las
relaciones sociales como lucha entre razas —germánica, eslava, latina…— por la
supervivencia y posterior dominación. De aquí se deducía que Alemania tenía el
deber de hacerse con un imperio colonial de grandes dimensiones. Sin embargo, los
dos partidos políticos de mayor representación, el Socialdemócrata, de orientación
marxista, y el de Centro Católico, que condenaban las atrocidades cometidas por la
nación en ultramar entre 1905 y 1906, seguían oponiéndose a la ideología colonial.
En 1913, estas agrupaciones consiguieron, junto con los liberales de izquierda, evitar
la introducción en Alemania de medidas contrarias al mestizaje apelando al carácter
sagrado del matrimonio (en el caso de los católicos) y al carácter universal de los
derechos humanos (en el de los socialistas y liberales). No obstante, la Ley de
Ciudadanía resultante definía esta, a diferencia del resto de las naciones de Europa,
en virtud no de la residencia sino de la «comunidad de descendencia».
Cuando comenzaron a darse amenazas de guerra en 1914, la presión de los de la
Liga Pangermana facilitó —cuando menos— la participación del Gobierno, en tanto
que la creencia en el darwinismo social de algunos de los protagonistas debilitó la
voluntad de dar con una salida pacífica a la crisis. Una vez que estallaron las
hostilidades, el Gobierno formuló un programa secreto que apuntaba a una serie de
adquisiciones territoriales de relieve y al sometimiento de la mayor parte de Europa,
así como a la toma de las posesiones francesas y portuguesas del África subsahariana.
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Aunque estas pretensiones superaban con creces las del Reino Unido y Francia, los
más exaltados del Gobierno, llevados por el estancamiento militar en el oeste, la
talasocracia de los Aliados y la creciente escasez alimentaria de la nación, exigieron
anexiones más ambiciosas aún.
Mientras, la administración alemana de las zonas ocupadas de Europa se volvió
todavía más implacable al mismo tiempo que los militares hacían más marcada su
dominación de la propia Alemania. Tras la Revolución bolchevique de 1917 y la
capitulación de los rusos mediante el Tratado de Brest-Litovsk en marzo del año
siguiente fueron a parar a Alemania y su aliado turco más de dos millones y medio de
kilómetros cuadrados y cincuenta millones de personas, junto con la mayor parte del
carbón, el hierro y las reservas de petróleo de Rusia. Un millón de soldados alemanes
ayudaron a imponer una inflexible dictadura militar en las áreas ocupadas, que se
extendían desde Estonia, al norte, hasta las zonas de interior del nordeste del mar
Negro, al sur, pasando por partes colosales de Bielorrusia y Ucrania. La explotación
económica y la brutal represión de movimientos nacionalistas llevaron aparejada la
imposición de un nuevo orden racial que suponía el trato explícito de los habitantes
de la región como ciudadanos de segunda y que constituyó un presagio del régimen
que impondrían los nazis un cuarto de siglo más tarde.
En el tratado de paz que siguió a la derrota de 1918, Alemania perdió todas sus
colonias de ultramar, el 13 por 100 del territorio que poseía en Europa (incluidas
Alsacia-Lorena, en favor de Francia, y ciertas regiones del Este que pasaron al recién
creado Estado de Polonia) y casi todo su equipamiento militar. Se limitaron sus
fuerzas armadas a cien mil soldados y el Gobierno tuvo que avenirse a pagar en las
décadas siguientes ingentes sumas de dinero para reparar el daño económico causado
por la guerra. Estas condiciones causaron incredulidad y más tarde indignación entre
el público general. Al cabo, la guerra había acabado estando aún en suelo extranjero
los soldados alemanes, y la derrota militar había distado de ser completa. Además —
y este es un dato que pasan por alto a menudo los historiadores— las tropas británicas
y francesas ocuparon Renania durante la mayor parte de la década de 1930, y
recordaron con ello constantemente a Alemania su sometimiento a las potencias
extranjeras. En 1923, ante un retraso en los pagos de las compensaciones, Francia
envió una fuerza expedicionaria a la región industrial del Ruhr a fin de tomar
recursos de relevancia que causaron un mayor resentimiento.
Aun así, cabe preguntarse si todo esto equivale, como sostiene Baranowski, a la
«colonización» de Alemania por parte de los Aliados. Los ataques de la propaganda
alemana a la ocupación del Ruhr se centraron sobre todo en la profanación racial que
supuso el empleo por parte de Francia de soldados procedentes de sus colonias
africanas. Con todo, a mediados de la década de 1920 se habían apaciguado los
furiosos enfrentamientos entre fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias que
habían hecho habitual el uso de ametralladoras y carros de combate en las calles de
las ciudades más importantes de Alemania en la posguerra inmediata, y la economía
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había logrado cierta estabilidad. La capacidad de negociación de Gustav Stresemann,
veterano ministro de Asuntos Exteriores, propició la readmisión del país en la
comunidad internacional, la renegociación de las reparaciones y la retirada de las
tropas de ocupación. Apenas hay indicios de que el común de los alemanes tuviese la
impresión de que su nación estuviera siendo «colonizada»: solo entre los antisemitas
extremos se daba el convencimiento de que la República de Weimar estaba dominada
por una conspiración judía internacional, y ni siquiera en este colectivo solía hablarse
de colonización. Además, no debe caer en el olvido que los resultados del Partido
Nazi en las elecciones de 1928, en las que apenas obtuvo el 3 por 100 de los votos, lo
llevaron a disimular su violento antisemitismo en elecciones siguientes. Los
disturbios antijudíos de los años de posguerra estuvieron menos generalizados y
fueron menos representativos de la opinión pública de lo que da a entender
Baranowski.
Hubo que esperar a que la depresión de principios de la década de 1930 arrastrase
a bancos y negocios a la bancarrota y dejara sin empleo a más de la tercera parte de la
fuerza laboral para que obtuvieran los nazis el apoyo de las masas, y a que llegasen al
poder en calidad de socios de coalición de las minorías selectas conservadoras —
quienes pretendían que el pueblo legitimara sus planes de destrucción de la
democracia de Weimar— para que volvieran a desvelar su antisemitismo visceral y
comenzaran a ponerlo en práctica en una serie de decretos y leyes respaldados por
guardias de asalto que usaban la violencia contra quien se opusiera al
nacionalsocialismo, sobre todo si se trataba de gentes de izquierda. A esas alturas, la
idea de un imperio alemán había quedado dominada no por las colonias de ultramar,
que durante los años de la República de Weimar no habían preocupado sino a una
minoría impotente de grupos de presión, sino por la visión de un imperio europeo
construido sobre las vivencias de la primera guerra mundial pero llevado mucho más
allá.
Aun así, los recuerdos del imperio transoceánico de Alemania no se apagaron, y
de hecho, hasta cobraron nueva vida entre los nazis.
¿En qué grado configuró la experiencia colonial los planes de exterminio que
puso en marcha Hitler? Baranowski aborda esta cuestión fundamental de un modo
sutil y equilibrado, evitando parte de los excesos de los defensores más vehementes
de la tesis continuista, de la que, sin embargo, conserva ciertos elementos centrales.
Los nazis crearon durante la primera mitad de 1933 cientos de campos de
concentración en los que recluyeron a más de cien mil de sus oponentes políticos, a
los que usaron como mano de obra esclava y trataron con tanta brutalidad que
acabaron con la vida de numerosos centenares de ellos. Sin embargo, aquellos
recintos guardaban poca semejanza con los que habían servido para matar de hambre
a los hereros en Namibia, y en cualquier caso, la idea de concentrar a poblaciones
civiles en campamentos penales no constituía, en absoluto, una invención alemana,
sino que databa, cuando menos, de las campañas emprendidas por los
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estadounidenses contra los indígenas americanos durante la década de 1830.
Si bien los nazis entendían sus campos de concentración como herramientas para
luchar contra la insurgencia, su objetivo principal consistía en intimidar y «reeducar»
a los oponentes del régimen, a los que se infligía todo género de maltratos hasta que
se avenían a abandonar toda resistencia. Casi todos los presos se habían visto
excarcelados llegado el año de 1934, cuando se encomendaron las labores de
represión política a la policía, los tribunales y el sistema estatal de prisiones. Si
existía un precedente colonial, por lo tanto, tal como señala Baranowski, había
quedado transformado por completo y debía mucho más a la polarización política que
conoció Europa tras la Revolución bolchevique. De hecho, en torno a aquellas
mismas fechas surgieron en la Unión Soviética instituciones similares que no debían
nada a ningún precedente colonial.
En este último estado, en cambio, no existía nada semejante a las medidas raciales
que adoptaron los nazis y, por ende, cabe preguntarse cuánto deben al pasado colonial
de Alemania la imposición de la «higiene racial», las leyes contrarias al matrimonio
interracial y las relaciones sexuales entre judíos y gentiles, y la esterilización forzosa
de hasta 400.000 alemanes «de estirpe inferior». Tal como argumenta Baranowski
con gran poder de persuasión, existieron precedentes llamativos en la legislación
contra el mestizaje aprobada en Namibia antes de 1914, la respuesta segregacionista a
la insurrección colonial y las medidas más extremas por las que abogaron los de la
Liga Pangermana durante los debates entablados en torno a la Ley de Ciudadanía de
1913. «El imperialismo —asevera— unió el miedo que profesaba la burguesía al
socialismo y al cruce racial, y que hacía que considerase a los obreros como
“nativos”». La descolonización de Alemania de 1919 eliminó las distinciones previas
entre derecho colonial y nacional, amén de promover el temor a que la etnia alemana
se viera contaminada en sus propios confines por «razas ajenas» como la judía o la
gitana. Los conceptos eran los mismos: lo que se radicalizó fue la práctica.
También hubo continuidades personales en muchos ámbitos diferentes, incluidas
la medicina, la eugenesia y la antropología racial. Eugen Fischer empleó las
investigaciones sobre grupos mestizos que había desarrollado en África del Sudoeste
antes de la primera guerra mundial para dar argumentos a la lucha contra la mezcla
racial durante el Tercer Reich, período en el que los estudiosos de la medicina que se
habían formado en su instituto, como el doctor Josef Mengele de Auschwitz,
cumplieron una función de relieve en la aplicación de medidas eugenésicas. Con
todo, a la postre tuvieron todas menos peso que los ejemplos de discontinuidad que
enumera Baranowski. Rebatiendo de forma convincente la opinión de buena parte de
los historiadores recientes, insiste una y otra vez en el lugar central que ocuparon el
terror y la violencia en la toma y la práctica del poder por parte de los nazis, que
marcó una ruptura crucial con la administración del bienestar y el mantenimiento del
orden público de la República de Weimar. El aplastamiento del movimiento obrero, el
arresto o exilio de judíos y funcionarios liberales de salud pública y bienestar, y —
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bien podría haber añadido— la destrucción de la libertad de prensa acabaron con los
principales obstáculos que impedían al Estado poner en marcha sus planes de
eugenesia, en tanto que el rápido crecimiento que experimentó la SS —organismo
obsesionado con la raza— a las órdenes de Himmler impulsó la aplicación central de
medidas como la esterilización multitudinaria de los supuestos enfermos mentales y
los discapacitados en una escala que carecía de rival en ninguna otra nación. También
fue excepcional el que estas medidas, unidas a la exclusión de los judíos de la vida
económica y social por motivos raciales, estuviesen destinadas a dejar el camino
expedito a una guerra de expansión imperialista en el Este que durante las
hostilidades se fue transformando en una campaña de homicidios multitudinarios en
la que los médicos nazis asesinaron a doscientos mil alemanes aquejados de
enfermedad mental o invalidez.
La simbiosis entre la campaña racial y la bélica se hizo más manifiesta aún desde
1939. Fundándose en estudios recientes, Baranowski demuestra con detalle que la
invasión de Polonia estaba diseñada desde el principio para destruir la nación,
ejecutar a polacos y judíos a decenas de millares, sacarlos de sus hogares, expropiar
sus bienes o —en el caso de los primeros— enviarlos a Alemania a fin de emplearlos
como mano de obra forzada. Los alemanes eliminaron casi por completo cualquier
distinción entre combatientes y paisanos, y abandonaron todo empeño en respetar el
derecho bélico y las convenciones marciales que, salvo raras excepciones, acataron
en el frente occidental. Tanto la SS como los soldados regulares tenían a los polacos
por salvajes, y a los judíos por seres de una especie inferior. Todo esto se repitió a
mayor escala tras la invasión de la Unión Soviética de junio de 1941, en la que se
verificaron no solo los prejuicios contra los eslavos y los «judíos orientales» que se
habían generalizado aun entre la clase obrera antes de 1914, sino también las
prácticas comunes entre los conquistadores europeos de territorios coloniales desde la
invasión española de América durante el siglo XVI.
Aun así, tal como señala Baranowski, «la expulsión o el asesinato en masa de
poblaciones nativas» del escenario colonial decimonónico «respondía a menudo a
conflictos fronterizos habidos entre los pobladores europeos y los pueblos indígenas
por tierras y recursos». Aunque las autoridades de las metrópolis imperiales trataban
con frecuencia de poner freno a la sed de territorios y mano de obra de los colonos, lo
común era que acabasen por tolerar su voracidad y aun se unieran a ella. Hasta la
decisión de emprender el genocidio durante la guerra de Namibia la tomó en el lugar
mismo de los hechos cierto mando militar que desestimó las reservas del gobernador
colonial y de sus superiores berlineses; y de hecho, era frecuente que las atrocidades
coloniales provocasen encendidas críticas en la metrópoli. Los nazis, en cambio, se
embarcaron en su guerra de subyugación racial y exterminio en el Este sin la menor
provocación y sin que mediasen más dudas ni censura que las formuladas por un
puñado de oficiales conservadores del Ejército. Además, la coordinaron y dirigieron
en todo momento desde el centro y respondiendo a las indicaciones del mismísimo
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Hitler. No se trata de negar la existencia de disputas en el seno de la minoría selecta
nacionalsocialista respecto de la puesta en práctica del proyecto de limpieza étnica y
aniquilación, pero sí de poner de relieve la existencia de unas directrices básicas
claras que culminaron en el Plan General para el Este, el exterminio mediante el
hambre y las enfermedades de al menos treinta y quizás hasta cuarenta y cinco
millones de eslavos y la repoblación de la mayor parte de la Europa Oriental con
colonos alemanes. Aquí estaba, de hecho, la «tierra de promisión de los nazis», tal
como afirma Baranowski.
Los planes concebidos por Alemania respecto de África, resucitados en la década
de 1930 cuando Hitler exigió una vez más la devolución de las antiguas colonias, no
incluían medidas similares de genocidio. En realidad, de hecho, se diferenciaban muy
poco en esencia de los paradigmas europeos convencionales de desarrollo colonial.
Los «nativos» tenían que estar, claro, separados de la sociedad de los colonos
europeos; pero los administradores alemanes pretendían educar, alimentar y
promover la salud de los indígenas africanos al mismo tiempo que desarrollaban la
economía colonial con el fin de aumentar la provisión de materias primas y alimento
a la metrópoli. Esto se debía en parte a que los nazis no consideraban África como
destino fundamental de asentamiento de los alemanes, y también a que entendían que
dicho continente no suponía amenaza alguna comparable a la que atribuían a los
eslavos y, sobre todo, a los judíos. La destrucción de estos dos últimos colectivos iba
ligada en el ideario nacionalsocialista a la purificación y consolidación de la raza
germana en sí misma, cosa que no ocurría en el ámbito de las colonias. De hecho, las
unidades de la SS llegaron a recorrer la Europa Oriental en busca de niños rubios y de
ojos azules «racialmente valiosos», de los que secuestraron a decenas de miles para
darlos en adopción a parejas alemanas y proporcionarles una identidad nueva, y una
cosa así habría sido impensable en el África colonial. Por último, la política que se
siguió en la región oriental de Europa estuvo impulsada cuando menos en parte por la
necesidad inmediata de garantizar una provisión adecuada de alimentos para la propia
Alemania, cuya agricultura no bastaba, ni por asomo, para alimentar al Reich y sus
ejércitos. El régimen, por lo tanto, radicalizó una vez más las prácticas imperialistas
de otro tiempo o se apartó de ellas en aspectos significativos más que limitarse a
mantenerlas.
¿Cómo cabe encajar el exterminio nazi de los judíos dentro del paradigma
colonial? Está claro que los nacionalistas radicales de preguerra hicieron casar el
antisemitismo con su visión de las relaciones internacionales como una lucha
darwinista por la supervivencia y supremacía de las razas. Verdad es que la
segregación, deportación y expropiación a las que se sometió primero a los judíos de
Alemania y después a los de otras partes de Europa tenían su precedente en las
colonias, pero también que el hecho deliberado de registrar todo un continente y, en
potencia —tal como se colige de las actas de la conferencia celebrada en Wannsee a
fin de tratar la puesta en marcha de la «solución final a la cuestión judía en
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Europa»—, el resto del planeta en busca de judíos que someter a un exterminio
industrializado en cámaras de gas y fosas comunes carecía de precursor alguno.
Baranowski pone en duda con gran sensatez los argumentos de los historiadores
que sostienen que los asesinatos masivos perpetrados por los mandos civiles y
militares de las colonias alemanas antes de 1914 no solo eran comparables al
genocidio nazi posterior, sino que crearon incluso una mentalidad de exterminio que
desembocó de manera directa en el Holocausto. Tal como hace constar, hubo otras
potencias europeas embarcadas en programas similares, y todas ellas, como
Alemania, estaban destinadas a destruir la independencia económica de las
poblaciones conquistadas y transformarlas en mano de obra dócil o, en determinadas
regiones consideradas aptas para ello, eliminarlas para obtener territorio que
colonizar. Lo que habían concebido los nazis para la Europa Oriental guardaba cierta
similitud con esto, y es cierto que en determinados aspectos del proceso los
administradores nazis se sirvieron también del trabajo de los judíos para impulsar la
economía bélica; pero esto, a la larga, no constituía sino una forma más lenta de lo
que ellos denominaban Vernichtung durch Arbeit («aniquilación mediante el
trabajo»). En tanto que incluía, sin lugar a dudas, la eliminación genocida de decenas
de millones de eslavos, el Plan General para el Este estaba impulsado por imperativos
ideológicos que diferían de manera fundamental de los del Holocausto, que había
atribuido a los judíos la condición de «enemigo mundial» o Welt-feind: no se trataba
de un obstáculo regional conformado por salvajes, sino de una conspiración
internacional organizada por un enemigo artero y despiadado resuelto a destruir por
completo la nación alemana.
Estos argumentos están llamados a debatirse extensamente en el futuro. Aunque
Baranowski se ha propuesto escribir un manual, ha publicado algo mucho más
importante: una síntesis hábil y bien matizada de algunas de las ideas más
productivas que se han ofrecido en los últimos años en el debate relativo a los
orígenes del nazismo y el extremismo nacionalsocialista. Influidas por las
preocupaciones de nuestro tiempo, estas no se centran tanto en el cómo y el porqué
de la ascensión de los nazis como en los hechos que protagonizaron una vez en el
poder, y sobre todo durante la guerra. Desde este punto de vista, abordan una serie de
cuestiones bien diferentes de las que plantea la tesis antigua de la «trayectoria
particular». Con todo, el libro de Baranowski les confiere relieve; expone sus aciertos
y sus yerros con sutileza y refinamiento, y constituye una lectura obligada para
cualquiera que se interese en la vía calamitosa y exterminadora que enfiló la historia
alemana en el siglo XX.
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LA DERROTA DE 1918
Así que todo había sido en vano —proseguía—: los sacrificios y las privaciones, en vano; el hambre y la
sed de meses con frecuencia interminables, en vano; las horas en las que cumplimos con nuestro deber pese
a tener el corazón atenazado por un terror mortal, en vano, y en vano también la muerte de dos millones…
¿Para eso habían caído en la tierra de Flandes muchachos de diecisiete años? ¿En eso quedó el sacrificio
hecho por la madre alemana a la patria al dejar marchar con el corazón dolorido a sus hijos para no volver a
verlos más?
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reserva y obtener victorias espectaculares en las líneas orientales en un estadio
anterior del conflicto, y Erich Ludendorff, adjunto del jefe de estado mayor y
verdadero artífice de dichos triunfos, decidieron sacar provecho de la sólida posición
de Alemania lanzando un abrumador ataque final a los ejércitos aliados de Occidente.
La Operación Michael, como la denominaron, se sirvió de una táctica de la
artillería nueva y eficaz por demás, consistente en hacer puntería en los cañones y
puestos de mando del enemigo antes de poner en marcha una «cortina de fuego
rodante», una descarga móvil que precedía el avance de la infantería y obligaba al
enemigo a mantenerse a cubierto hasta poco antes de tener encima a los alemanes.
Con una superioridad de más del doble de hombres y piezas de artillería, el ejército
germano lanzó su ataque el 21 de marzo y disparó aquel primer día más de tres
millones de balas de cañón, que dejaron maltrechos los puestos de mando y las
baterías del enemigo ubicados hasta a cincuenta kilómetros del frente en el mayor
bombardeo de artillería de todo el conflicto. Cuando la infantería germana invadió a
manadas las trincheras de los Aliados en un avance que en muchos lugares se encargó
de ocultar una densa niebla, los británicos y franceses se vieron obligados a
retroceder a lo largo de un frente de ochenta kilómetros de ancho. Ambos
contendientes sufrieron más pérdidas que en ningún otro día de las hostilidades. El 9
de abril se emprendió con igual éxito otra acometida de gran envergadura más al
norte, seguida de un avance hacia París que hizo cundir el pánico en la ciudad. En un
lapso de tiempo relativamente breve se había abandonado la situación de punto
muerto en que había estado sumido el frente occidental. Las autoridades militares
aliadas se hallaban traumatizadas, y a finales del mes de junio, Hindenburg y
Ludendorff estaban en posición de celebrar toda una serie de victorias imponentes.
Sin embargo, poco más de tres meses después, el mando alemán estaba pidiendo la
paz. ¿Cómo pudo ocurrir algo así?
La primera explicación tiene que ver con el espionaje militar. Ambos lados se
sirvieron de los métodos tradicionales durante todo el conflicto: la obtención de datos
procedentes de prisioneros de guerra y de documentos y pertrechos capturados, la
observación de las líneas enemigas y el envío de agentes para que allegasen
información más allá de estas. Los Aliados, además, recurrieron al reconocimiento
aéreo y la interceptación —y desciframiento en caso de ser necesario— de mensajes
telefónicos y, cada vez en mayor medida, radiados. Aunque no habían previsto la
ofensiva primaveral, se encontraban bien preparados para hacer frente al ataque final
que emprendieron los alemanes el 15 de julio, en tanto que estos no llegaron a crear
nunca una red eficaz de espionaje tras las líneas del enemigo, carecían de la
capacidad necesaria para descodificar sus comunicaciones y caían con facilidad en
engaños y amagos.
En segundo lugar, la guerra que se libraba en el aire había empezado a esas
alturas a tener por ganadores a los Aliados. Se había extendido mucho más allá del
frente, y aunque en 1916 los fuegos antiaéreos los habían llevado a abandonar las
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incursiones protagonizadas sobre Londres por sus dirigibles, los alemanes habían
desarrollado ya bombarderos de gran tamaño como el Gotha y, sobre todo, el Giant,
un monstruo de 42 metros de envergadura y construcción tan sólida que los Aliados
no lograron derribar jamás ninguno. En 1917 causaron un daño considerable y
obligaron a un cuarto de millón de londinenses a refugiarse cada noche en las
instalaciones del metro. En mayo de 1918 atacaron la capital británica 43
bombarderos alemanes, pero aquella fue su última acometida de importancia: la
escasez de materias primas había llegado a tal extremo en Alemania que resultaba
imposible producir aeronaves en número suficiente, y las que se construían dejaban
mucho que desear y se estropeaban con frecuencia. Llegado el verano, los Aliados
estaban fabricando muchos más aviones que los alemanes, quienes solo llegaron a
disponer de 18 de los carísimos Giant. Mientras, el Reino Unido y Francia habían
iniciado incursiones aéreas sobre Renania, aunque a una escala demasiado pequeña
para ser de veras eficaz, sobre todo habida cuenta de la excelencia de las tácticas
defensivas del enemigo. En el último año de las hostilidades, los británicos lanzaron
665 toneladas de bombas, aunque fueron muchas las que erraron su objetivo. La
importancia real de la guerra aérea se hallaba en el frente, tanto en el de Italia como
en los de Francia y Bélgica. A mediados de 1918, la hegemonía de los Aliados en este
ámbito impedía a los aviones de reconocimiento germanos averiguar gran cosa de los
preparativos de sus ataques, a la vez que permitía a sus propias fuerzas obtener
información precisa de cuanto estaba disponiendo Alemania.
El equilibrio de poder también cambió en lo relativo a la guerra química. Pocos
de los datos estadísticos que ofrece David Stevenson en With ourbacks to the wall
(Londres, 2011), dedicado al desarrollo de la guerra en 1918, impresionan tanto como
los que tienen que ver con el uso de gas venenoso. Los alemanes soltaron 52.000
toneladas de este en el frente occidental, el doble que los franceses y tres veces y
media lo que los británicos, y mataron o provocaron lesiones a 300.000 soldados
frente a las 70.000 bajas que sufrieron ellos por las mismas causas. En el último año
del conflicto, Alemania produjo poco menos de veinte millones de bombas tóxicas;
de hecho, la mitad al menos de los proyectiles que se emplearon durante la Operación
Michael pertenecían a esta clase. Sin embargo, cuando tocaba a su fin la primavera,
los británicos habían desarrollado ya una máscara de gas eficaz, y además estaban
causando no poco temor en las filas enemigas merced al mortero Livens, concebido
para lanzar cilindros cargados de productos químicos contra los que nada podían
hacer las caretas alemanas —que, de cualquier modo, no se estaban fabricando en
número suficiente por la escasez de caucho—. La producción masiva de gas por parte
de los Aliados fue uno de los factores que llevaron a los germanos a pedir la paz.
Llegado el verano de 1918, aquellos también habían cambiado su táctica ofensiva
y habían empezado a usar la artillería al objeto no de destruir, sino de neutralizar
emplazamientos concretos, cortar alambradas, crear tras las líneas de combate una
cortina de fuego que impidiera el envío de refuerzos y enviar unidades móviles a
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sorprender al enemigo y rebasar sus posiciones. A esas alturas se estaba empleando
también un gran número de carros de combate, si bien no podían avanzar sino al paso
de la infantería ni tenían combustible para más de 25 kilómetros. Los alemanes se
hallaban muy a la zaga en este sentido, y fueron incapaces de producir la cantidad
suficiente de vehículos hasta que fue ya demasiado tarde. Aunque se averiaban muy
pronto y quedaban destrozados con facilidad por los fuegos de la artillería, causaban
no poco pavor entre los soldados alemanes. De hecho, en 1919, Ludendorff incluyó la
posibilidad de tener que hacer frente a millares de ellos entre los principales motivos
que lo habían llevado a solicitar un armisticio.
En lo económico, el poderío de los Aliados resultó mayor que la combinación de
la capacidad productiva de Alemania, el Imperio austrohúngaro y sus socios turcos y
búlgaros. Los franceses manufacturaban cantidades ingentes de armamento, tanto que
abastecían a la Fuerza Expedicionaria estadounidense de más pertrechos de los que
necesitaba, en tanto que los británicos disponían tanto de los recursos de su imperio
como de su propia producción. Con todo, era Estados Unidos quien poseía, con
diferencia, la economía más sólida, y su suministro de alimento, acero, munición y
demás provisiones fueron determinantes para mantener el empuje de los Aliados
durante la fase final.
Alemania, por lo tanto, debía centrar sus empeños en destruir las embarcaciones
estadounidenses que surcaban el Atlántico para hacer llegar soldados y material a
Europa. Los británicos probaron muchos métodos diferentes para salvaguardarlas
ante los submarinos enemigos, incluido el de artillar a los mercantes o disimular su
contorno con los trazos geométricos de la llamada danle painting («pintura de
deslumbramiento»). Sin embargo, el más eficaz de todos con diferencia fue el sistema
de convoyes: al enemigo no le resultaba nada fácil hundir a los buques sin incurrir en
peligros serios cuando navegaban en grupo y acompañados por globos de
observación y destructores armados con cargas de profundidad. Los sumergibles
alemanes de aquel período no eran submarinos de verdad —pues carecían de
suministro de aire y apenas podían permanecer mucho tiempo bajo la superficie—, y
la de divisarlos y hundirlos era una labor relativamente sencilla. Además, al final, su
número era muy escaso para brindarles una victoria decisiva. Por otra parte, eran
demasiados los que se averiaban o quedaban dañados y tenían que regresar a duras
penas a puerto para que los reparasen, y escaseaba el personal adiestrado con que
dotarlos. Los planes destinados a aumentar de forma marcada su producción llegaron
demasiado tarde para que sirvieran de algo.
El gobierno alemán desvió cuantos recursos tuvo a su disposición para destinarlos
a la industria armamentística y a otras a ella vinculadas, en perjuicio de la agricultura
y el abastecimiento alimentario. El bloqueo aliado le impedía importar las
provisiones agrícolas esenciales, y llegado 1918, la tasa de mortalidad que se daba
entre las mujeres germanas era casi una cuarta parte más elevada que antes de la
guerra, dado que el debilitamiento provocado por la desnutrición hacía que
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sucumbieran con facilidad de neumonía y tuberculosis. Las raciones se hallaban por
debajo del mínimo necesario para sobrevivir, y tal situación provocó el florecimiento
de un mercado negro de dimensiones colosales, en tanto que las revueltas vinculadas
a la alimentación y encabezadas por mujeres y niños sacudieron las ciudades más
importantes durante el invierno de 1915-1916. El siguiente, conocido generalmente
en Alemania como «el invierno de los nabos» por la pérdida de la cosecha de patata,
fue aún peor. La desnutrición mermó la productividad de la industria destinada a
mantener en marcha la campaña bélica, y se calcula que mató durante la guerra, de
forma directa o a través de enfermedades a ella ligadas, a más de medio millón de
paisanos.
Peores aún eran las condiciones que se daban en el Imperio austro-húngaro, en
donde los soldados, además de aquejados de inanición en el momento en que
emprendieron los italianos su último ataque victorioso en 1918, llegaban al frente en
ropa interior y tenían que hacerse con los uniformes de los cadáveres de los
compañeros caídos ante ellos. Bulgaria era la que se hallaba sumida en una situación
más penosa, y de hecho, lo único que la libró de la hambruna generalizada fueron las
remesas de grano enviadas por los estadounidenses tras el armisticio. Fue esta
circunstancia la que llevó a Hitler a hacer figurar entre los objetivos bélicos más
relevantes de los nazis la conquista de Ucrania, «la cesta del pan» de Europa. Su
nación no pasó tanta hambre durante la segunda guerra mundial como en la primera,
pues para ello hizo morir de necesidad en su lugar a millones de ciudadanos del Este.
La depauperación y las enfermedades se hicieron notar en la calidad de los
combatientes reclutados en la fase final de las hostilidades. Hitler recordaba que, en
los meses de agosto y septiembre de 1918, «los refuerzos que llegaban del país fueron
empeorando con rapidez; tanto, que en lugar de reforzar, debilitaban nuestro poder
combativo. Los más jóvenes eran en particular inútiles en su mayoría: a veces
resultaba difícil creer que fueran hijos de la misma nación que había enviado otrora a
su juventud a la batalla de Ypres». La ofensiva alemana de aquella primavera había
costado demasiadas vidas: en abril de 1918, sin ir más lejos, los informes hablaban de
54.000 soldados muertos o desaparecidos, y de 445.000 heridos o enfermos. Llegado
el mes de julio, el número de cuantos servían en los campos de batalla había
descendido en 883.000 respecto del de marzo, y las más de las unidades carecían del
personal necesario. Uno de los pocos vacíos de relieve de que adolece la exposición
de Stevenson es la insuficiencia con la que aborda el papel representado por los
servicios médicos: la fiebre de las trincheras, el tifus, la gangrena gaseosa y muchas
otras infecciones, a menudo mortales, se hicieron comunes a medida que avanzaban
las hostilidades, y debieron de menoscabar en gran medida la eficacia y la moral de la
tropa. Habría resultado interesante disponer de estimaciones relativas a qué lado les
hizo frente con más propiedad.
Si los soldados de entre dieciocho y veinte años conformaron el 10 por 100 de las
víctimas alemanas en los primeros estadios de la guerra, la proporción se elevó a
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poco menos del 2 5 por 100 llegado 1918. Bisoños y mal adiestrados, se hallaban
desmoralizados por el fracaso de la ofensiva de la primavera. Lo exiguo de las
raciones, descrito de forma muy gráfica por la novela de Erich Maria Remarque Sin
novedad en el frente, no hizo sino empeorar las cosas. Desde el mes de mayo
comenzó a desmoronarse la disciplina, y a partir de julio desertaron o se rindieron
340.000 combatientes, casi tantos como los que murieron a manos del enemigo o por
enfermedad durante el mismo período. Sus ánimos sufrieron un desgaste aún mayor
por los millones de folletos propagandísticos que lanzaron sobre las líneas alemanas
los globos y los aviones de los Aliados, en los que se ofrecían una alimentación de
calidad y buen acomodo a todo aquel que se entregara. Por su parte, el enemigo, al
parar primero los pies al avance germano y hacer que se volvieran las tornas a
renglón seguido, empezó a sentir un optimismo renovado que fue a estimular aún más
la llegada de un número ingente de soldados estadounidenses durante el verano.
Llegado el mes de noviembre, los Aliados superaban en número a las Potencias
Centrales en el frente occidental conforme a una proporción de casi dos a uno.
Era esta disparidad creciente, sumada al empleo potencial de un vasto ejército de
carros de combate, lo que más preocupaba a Ludendorff, y lo que lo empujó a
acometer la ofensiva primaveral. Stevenson considera que esta decisión constituyó el
mayor error del conflicto, junto con la declaración, poco más de un año antes, de una
guerra submarina sin restricciones. Durante la primera guerra mundial, el ataque fue
raras veces la mejor defensa. De haber contado con altos mandos más audaces y
refinados, el Reich podría haber evitado la entrada en las hostilidades de los
estadounidenses. Sin embargo, el káiser Guillermo II era demasiado voluble para
garantizar tal cosa, y durante la crisis provocada por la guerra, los generales habían
apartado a los dirigentes civiles para hacerse con las riendas de la situación.
Stevenson supone que, aun después de la declaración de hostilidades de los
norteamericanos, habría sido posible para Alemania firmar con ellos una paz por
separado mediante la aceptación de los Catorce Puntos de Wilson y resistir en el
frente occidental con soldados transferidos del oriental victorioso. En caso de haberse
resuelto de todos modos a atacar, habrían podido obtener mejores resultados de haber
dirigido su potencia de fuego contra las líneas de abastecimiento británicas de la
Francia del noroeste en lugar de embarcarse en una acometida frontal en el centro.
Sin embargo, en 1918 Ludendorff seguía obcecado en perseguir el espejismo de la
victoria total.
Stevenson achaca estos desaciertos a la tendencia de Alemania a dejarse «influir
en demasía por técnicos formidables consumidos por la soberbia y mal refrenados por
políticos cuyo juicio, aunque deficiente, era por lo común superior y que, con todo,
no podían depender del emperador». Sin embargo, Ludendorff era más que un
técnico: se trataba de un general por demás politizado. Odiaba la democracia y tenía
por traidores a los socialistas, el colectivo político más numeroso de Alemania, por
más que estuviesen divididos a la sazón. Su jefe de sección del estado mayor general,
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el experto en artillería Max Bauer, dedicó su tiempo libre a escribir un tratado
inconexo que defendía la poligamia y presentaba la guerra como expresión suprema
de la necesidad masculina de gobernar el mundo a través de lo que llamaba
«destumefacción». Ludendorff era un general moderno, pero esta condición iba en él
ligada a otra forma no menos adelantada de política que podría calificarse con
propiedad de protofascista.
En agosto de 1918, durante un ataque emprendido por sorpresa contra Amiens por
los Aliados, las tropas germanas «se rindieron sin reservas y en número elevado sin
que mediara enfrentamiento serio alguno», al decir de los observadores enemigos.
Ludendorff, tal como asevera Stevenson, comenzó a temer que, de continuar así la
situación, iba a resultar «imposible confiar al Ejército la represión nacional». Sentía
«atracción por los planes destinados a ensanchar el Gobierno y atribuir la culpa a
quienes habían promovido durante tanto tiempo la agitación contra la campaña
bélica». Este, por supuesto, sería solo un recurso temporal, pues tan pronto se firmara
la paz volvería al poder el antiguo régimen. En octubre se constituyó un gobierno
cuasidemocrático encabezado por el liberal Max von Badén que contaba con el apoyo
de los partidos mayoritarios del Reichstag. Ludendorff declaró su entusiasmo por
proseguir la guerra submarina, pero el nuevo gabinete lo obligó a dimitir mediante la
amenaza de disolverse (lo que supuso un giro de ciento ochenta grados respecto de la
táctica por la que el militar había obtenido cuanto había deseado de administraciones
previas). En consecuencia se entablaron al fin las negociaciones relativas al
armisticio.
Cuando se supo que Alemania tenía intenciones de pedir la paz, el Ejército se
desintegró. Los soldados comenzaron, sin más, a volver a sus hogares. En Kiel, el
mando naval ordenó a la flota que se hiciese a la vela a fin de salvaguardar su honor
—gravemente dañado tras haber permanecido fondeada la mayor parte de la guerra—
con un último ataque a la Armada británica. No cabe sorprenderse de que las
tripulaciones se amotinaran, arrestasen a sus oficiales y se organizaran en consejos de
obreros y marinos. Había comenzado la Revolución alemana. Poco después se tradujo
en la abdicación del káiser y la formación de un consejo revolucionario que tras unos
pocos meses dio paso a la República democrática de Weimar. El nuevo régimen se
vio obligado, conforme a las esperanzas de Ludendorff, a firmar el Tratado de
Versalles, considerado por la generalidad una humillación nacional. Poco después, en
marzo de 1920, trató de regresar el antiguo régimen mediante la toma de Berlín por
parte de soldados bien armados y políticos y burócratas reaccionarios, que sin
embargo, se vieron derrotados de forma ignominiosa por una huelga general. En
1923, Ludendorff tomó parte en el Putsch de la Cervecería, dirigido por Adolf Hitler
y un Partido Nazi aún en pañales.
Las naciones aliadas acogieron con gran júbilo la noticia de la victoria. Reinaba
en ellas el convencimiento de que aquella había sido la guerra que acabaría con todos
los conflictos bélicos, pero los más informados no estaban tan seguros. El día de la
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firma del armisticio, la hija del dirigente francés Georges Clemenceau le dijo:
—Dime que estás feliz, papá.
—No puedo —repuso él—, porque no lo estoy. Todo esto no va a servir de nada.
Y así fue.
La exposición que ofrece David Stevenson de dichos acontecimientos resulta
absorbente y muy acreditada. Aun así, el libro peca en cierto sentido de anodino:
apenas recoge citas, y los esbozos biográficos que ofrece parecen sacados de
obituarios oficiales. Sin embargo, la experiencia que el pueblo tuvo de la guerra
revistió una importancia fundamental. Mientras yacía en el hospital, afanándose por
dar con una explicación al fracaso de Alemania, Hitler recibió —según refiere en
Mein Kampf— una revelación como un fogonazo cegador: Alemania, en realidad, no
había sufrido derrota alguna, sino que sus ejércitos victoriosos habían recibido una
puñalada por la espalda asestada por revolucionarios judíos que operaban desde un
frente interno. Las huelgas y las manifestaciones que habían fomentado los traidores
eran lo que había socavado y destruido a la postre la campaña bélica. «Con los judíos
no cabe hacer pactos: solo un lo tomas o lo dejas sin paliativos —concluía—. Yo, por
mi parte, decidí dedicarme a la política».
Como otros muchos elementos de Mi lucha, esta declaración constituía un modo
de suavizar una situación más compleja, y aún habrían de darse muchas vueltas y
revueltas antes de que, al año siguiente, Hitler se presentara convertido en político de
extrema derecha. Sin embargo, mucho antes de llegar al poder había asumido como
misión personal la de volver a combatir la primera guerra mundial, aunque esta vez
con un final diferente. El Tercer Reich se encargaría de recrear el «espíritu de 1914»,
la mítica comunidad nacional de todos los alemanes en apoyo a la patria, y destruir a
los enemigos de Alemania: los judíos. La próxima vez, Alemania iba a seguir
luchando hasta el final.
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4
WALTHER RATHENAU
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hondos sentimientos de culpa. Cuando lo excarcelaron, en 1927, se alistó en la legión
extranjera de Francia, y se dice que durante la segunda guerra mundial expió su
crimen librando a cierto número de judíos de Marsella de ser deportados a
Auschwitz.
Las pesquisas policiales determinaron enseguida que los tres jóvenes formaban
parte de una conspiración más amplia en la que había implicados hasta adolescentes
de dieciséis años. Todos procedían de buenas familias —entre ellos se contaban los
hijos de un general, un oficial de policía de alta graduación y un concejal de Berlín ya
fallecido— y pertenecían a una organización nacionalista de extrema derecha. Varios
de ellos, además, habían servido entre los seis mil integrantes del Freikorps, brigada
de infausta memoria dirigida por el antiguo capitán de la Armada Hermann Ehrhardt
que había participado en la cruenta supresión del Soviet de Múnich en 1919 y en el
golpe de estado de derecha de Kapp, que había tomado brevemente Berlín al año
siguiente en un intento chapucero de derrocar la República.
Tras su disolución forzada, cierto número de sus integrantes había formado un
grupo clandestino de resistencia llamado Organización Cónsul que había perpetrado
entre otros asesinatos el de Matthias Erzberger, uno de los signatarios más destacados
del Tratado de Versalles. Ernst von Salomón, joven empleado de banca de diecinueve
años, que prestó apoyo logístico para la comisión de aquel crimen, escribió tras salir
de prisión en 1927 una novela que fue todo un éxito de ventas y que ensalzaba el
Freikorps y la Organización Cónsul. Se titulaba Los proscritos, y ofrecía una
glorificación impenitente del nacionalismo violento y extremo en el que hallaba su
inspiración aquella juventud.
Aquel asesinato sacudió una República de Weimar aún en mantillas. En el debate
que suscitó en el Reichstag, el canciller Joseph Wirth provocó un gran alboroto al
acusar a la prensa de derecha de haber instigado el crimen y, señalando a los escaños
nacionalistas, declaró: «Ahí se sienta el enemigo que destila su veneno sobre las
heridas de un pueblo. Ahí se sienta el enemigo, y no puede haber duda alguna al
respecto: ¡este enemigo es de derecha!». Siguiendo las instrucciones del Gobierno,
los edificios tenían las banderas a media asta, en tanto que los sindicatos convocaron
manifestaciones multitudinarias para protestar por el magnicidio y el presidente del
Reich, Friedrich Ebert, promulgó un Decreto de Salvaguarda de la República,
corroborado con ciertas modificaciones por una ley que aprobó el Reichstag el 21 de
julio. Aquel fue un momento clave de la historia de la República de Weimar, pues
puso fin a una serie dilatada de intentos de asesinato similares que incluían un ataque
con ácido al socialdemócrata Philipp Scheidemann, quien el 9 de noviembre de 1918
había proclamado la república desde el balcón del Parlamento (el líquido, sin
embargo, se hallaba demasiado diluido, y de cualquier forma, se derramó en gran
medida por la barba de la víctima), y la agresión con un barrote de hierro a
Maximilian Harden, popular periodista dado a desvelar escándalos y amigo de
Rathenau (quien también salió con vida, aunque por muy poco). También acabó con
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la breve existencia de la Organización Cónsul.
El asesinato constituyó un episodio central de la historia turbulenta de la
República. ¿Cómo había despertado el ministro de Asuntos Exteriores un odio tal que
quisieran acabar con su vida? La causa inmediata fue su negociación del Tratado de
Rapallo, firmado el 16 de abril de 1922, que supuso un acercamiento de la Unión
Soviética y la República de Weimar, dos estados recién fundados e inestables a los
que rehuía la comunidad internacional, en virtud de un acuerdo mutuo de
normalización de las relaciones diplomáticas, la renuncia a las reivindicaciones
territoriales y comienzo de una cooperación económica. Los soviéticos prometieron
no exigir reparaciones financieras por los daños provocados por la guerra, y
Alemania repudió formalmente el Tratado de Brest-Litovsk, por el que el gobierno
del káiser había obligado a la naciente administración bolchevique a cederle grandes
porciones de su territorio a principios de 1918.
Resulta característico de las paradojas de Weimar el que el Tratado de Rapallo
hubiese recibido el apoyo del canciller Wirth sobre todo porque prometía fortalecer
los lazos que se habían tendido ya entre el Ejército Rojo y el alemán (la Reichswehr),
y que permitían a este último eludir las restricciones relativas a armamento y demás
equipo militar impuestas por el Tratado de Versalles —por ejemplo, mediante la
construcción de aeroplanos de combate en una fábrica de la Junkers instalada en
Rusia—. La principal víctima del acercamiento germano-soviético sería la nación
polaca. «Hay que eliminar Polonia», aseveró Wirth en privado, a lo que añadió que
«habría que complementar el Tratado de Rapallo… pues se hacía necesario resolver
también los problemas militares y abordar en particular la cuestión de Polonia».
Este telón de fondo del tratado se ocultó a los ultraderechistas de la Organización
Cónsul, que lo consideraban un acto de transigencia respecto del bolchevismo y un
abandono cobarde de los objetivos que albergaba Alemania en la primera guerra
mundial. La víspera del asesinato, el nacionalista de derecha Karl Helfferich había
denunciado con furia el acuerdo de Rapallo en el Reichstag, y había acusado
personalmente al ministro de Asuntos Exteriores de buscar una tregua y de falta de
patriotismo por su negativa a repudiar el Tratado de Versalles. Aunque, en realidad,
los jóvenes conspiradores habían planeado el crimen mucho antes, la condena al
Tratado de Rapallo que habían voceado los políticos y la prensa derechistas
determinó casi con certeza su decisión de usar como blanco a su principal gestor del
lado de Alemania. En sus declaraciones y en la descripción que hace Ernst von
Salomón de la confabulación, la ideología de sus autores se presenta como vaga,
inmadura y confusa. Rathenau, tal como se describe en Los proscritos, «podía adoptar
lo que los intelectualoides llaman una actitud de satisfacción [de lo estipulado en
Versalles]. Nosotros combatimos por cosas más elevadas… No luchamos para que el
pueblo sea feliz, sino para obligarlo a tomar la trayectoria que le ha reservado el
destino».
Salomón insistió hasta el final de sus días en que Rathenau había muerto por
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adoptar una postura de negociación y no de enfrentamiento respecto de la Unión
Soviética. Sin embargo, durante su proceso había urgido «la exclusión de los judíos»
de los cargos públicos a través de una violenta «guerra interna». Los antisemitas
como ellos estaban convencidos de que los judíos eran traidores a Alemania, creencia
que compartían entre otros el naciente Partido Nazi y su cabecilla, Adolf Hitler, cuyo
movimiento de guardias de asalto incluía a un buen número de antiguos integrantes
de la brigada de Ehrhardt cuando se creó en 1921. Todos ellos se oponían con
vehemencia al hecho de que el ministro germano de Asuntos Exteriores fuese judío,
circunstancia que tenían por uno de los motivos centrales de lo que entendían como
una traición a la causa nacional.
Rathenau estaba orgulloso de su identidad judía, pese a haberse excluido
formalmente de la comunidad berlinesa de sus correligionarios en un período de su
vida relativamente temprano. Creía que estos, sin abandonar su identidad en la
búsqueda errónea de la asimilación con la sociedad cristiana mayoritaria, debían
esforzarse por participar plenamente en la cultura y las instituciones alemanas. Lo
que pretendía no era la desaparición total de la identidad de los suyos en el seno de la
nación, sino que estos absorbiesen la cultura germana para poder tratar de igual a
igual a sus compatriotas sin dejar de ser judíos en lo fundamental. Sin embargo, su
objetivo resultaba también poco realista. En tiempos del káiser, el antisemitismo se
estaba generalizando y pasando de ser una cuestión religiosa a otra de carácter racial.
Estaban surgiendo partidos extremistas, que se hallaban aún en la periferia de la
política, aunque amenazaban con adoptar un papel más destacado, y querían dar
marcha atrás a la igualdad civil que se había otorgado en 1871 a los judíos.
La conciencia judía de Rathenau, por matizada que estuviese, fue uno de los
muchos motivos por los que se granjeó la hostilidad de los antisemitas. Además,
justifica de sobra la inclusión de Walther Rathenau en Weimar’s fallen stateman, obra
del destacado historiador israelí del antisemitismo alemán Shulamit Volkov, en la
colección «Jewish Lives» de la Yale University Press. Volkov ha sabido hacer buen
uso de la correspondencia y los documentos privados inéditos del personaje,
descubiertos en el Archivo Especial moscovita de la KGB tras la caída de la Unión
Soviética, y más tarde, del proceso de edición y publicación. Hoy constituye, con
diferencia, la biografía mejor y más refinada de que disponemos de Rathenau en
inglés.
No cabe duda de que, al abordar la cuestión de la condición judía de este, Volkov
se excede haciendo hincapié en la cohesión social y el aislamiento de la comunidad
semita de Alemania en el período que nos ocupa: dicho colectivo, de hecho, se estaba
disolviendo de manera gradual en la cultura general de Alemania a finales de siglo. El
proceso de asimilación se aceleraba con rapidez, tal como ilustra la circunstancia de
que en Berlín se celebraran 25 matrimonios entre judío y cristiano por cada 100
puramente judíos en el momento en que estalló la primera guerra mundial, en
comparación con los 9 de 1880 y los no menos de 73 que se daban en Hamburgo.
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Entre 1880 y 1920 se bautizaron 20.000 judíos alemanes. En un grupo constituido por
poco más de medio millón de almas, estas cifras resultan significativas. Las
convicciones ambivalentes que albergaba Rathenau en lo tocante a la identidad judía,
y que confió al papel en 1897, constituían en gran medida una reacción a estos
cambios, y también al aumento del antisemitismo racial.
Su complejo sentido de la identidad judía no era sino uno más de los diversos
aspectos del carácter de Rathenau que fascinaron a sus contemporáneos y han
seguido inquietando desde entonces a los historiadores. Así, por ejemplo, se ha
consagrado mucha tinta a tratar de explicar por qué nunca contrajo matrimonio.
Volkov analiza la cuestión de un modo sensato y perspicaz, y llega a la conclusión de
que, pese a ser casi a ciencia cierta heterosexual y haber estado enamorado de al
menos tres mujeres a lo largo de su vida, Rathenau era un ser reprimido en lo
emocional y cohibido en lo social, y no tenía la menor facilidad para mantener ningún
género de relación íntima. Además, sufría cierta adicción al trabajo: sus logros
abarcaban diversas áreas de la actividad humana.
La fama le llegó en primer lugar en calidad de escritor. Si llamó la atención de los
intelectuales de su tiempo se debió en gran medida a que Maximilian Harden, en cuya
revista, Die Zukunft, se publicaron sus primeros artículos, lo introdujo en los círculos
eruditos y artísticos de Berlín, en donde frecuentó tertulias literarias y conoció a
hombres como Hugo von Hoffmansthal, Frank Wedekind y Stefan Zweig. Nacido en
1857, llegada la primera guerra mundial había alcanzado ya nombradla en calidad de
escritor, y de hecho, en 1908 había publicado ya dos volúmenes de ensayos cuyos
asuntos iban de la economía a la moral. En sus artículos relativos al arte moderno
rechazaba lo que entendía como el modernismo de los impresionistas franceses y
abogaba por la resurrección de un arte alemán capaz de expresar las características
fundamentales del alma germana. Tales opiniones, expresadas en ocasiones por
aforismos pseudonietzscheanos que resultan sin más pretenciosos al lector moderno,
le valieron, sin embargo, un auditorio muy amplio entre la intelectualidad de su
nación y su tiempo, aunque también despertaron la cólera de Hoffmansthal, quien
censuraba su «pedantería, presunción y afectación», y sobre todo, la «“alemanidad”
rancia y taimada» que a su decir expresaban con tanta frecuencia los judíos.
Aun así, lo que más fascinaba a muchos de Rathenau era el hecho de que, lejos de
limitarse a su condición de escritor o esteta, dedicara la mayor parte de su tiempo a su
vertiente de hombre de negocios de gran prosperidad. Era hijo de Emil Rathenau, el
fundador de la Compañía General de Electricidad (la Allgemeine Elektrizitäts-
Gesellschaft, o AEG), una de las mayores empresas de Alemania, que se contaba
entre los proveedores de energía eléctrica más relevantes. Walther Rathenau entró a
trabajar en el negocio de su padre, en donde introdujo diversas innovaciones técnicas
y ascendió con rapidez: tras formar parte de la junta de supervisión, dirigir una serie
de fusiones y adquisiciones, y sobrevivir a violentas rivalidades con otros industriales
como Hugo Stinnes, en vísperas de la Gran Guerra se encontraba ya entre quienes
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mandaban en la compañía.
A esas alturas, su fortuna le había permitido comprar un palacete real prusiano del
siglo XVIII en Freienwalde y construir en Berlín una casa de recreo neoclásica de
diseño propio. Al conde Harry Kessler, quien lo conocía bien, esta última residencia
le parecía falta de gusto y pretenciosa, llena de «cultura muerta, rasgos
sentimentaloides y erotismo atrofiado». El novelista Joseph Roth, en cambio, hacía
hincapié en que Rathenau «vivía maravillosamente, entre grandes libros y objetos
extraordinarios, entre pinturas y colores de gran hermosura». Pese a todo esto,
adquirió una fama nada envidiable por lo frugal de sus cenas, en las que, según se
dolía el escritor Franz Blei, no cabía esperar otra cosa que «pescado, chuletas de
cordero y empanadillas… una copa diminuta de champán que el sirviente no rellena
nunca… [y] un puchero insondable de café solo destinado a mantener despiertos a los
invitados hasta la madrugada». Todo para acaparar él la conversación, según las
quejas de Kessler, con discursos que pronunciaba «como un predicador o un rabino, y
durante no menos de un cuarto de hora». Los demás lo encontraban pomposo y
testarudo; según las burlas de sus detractores futuros, «un profeta de esmoquin», «un
Jesús con levita» o «un Jehová de salón». Se peleaba con un amigo tras otro, y
rompió con Harden después de la furiosa condena pública que pronunció este acerca
del káiser y su séquito, así como por la relación que había mantenido él mismo —y
que probablemente no había llegado a consumar— con una mujer casada por nombre
Lily Deutsch. Sacaba de quicio a Kessler con sus vanidosos monólogos y sus
pretensiones sociales, o al menos eso afirmaba este.
Fue el banquero judío liberal Bernhard Dernburg, nombrado secretario colonial
después del escándalo del genocidio germano de los hereros de África del Sudoeste,
quien lo introdujo en la política al invitarlo a sumarse al viaje de investigación que
iba a efectuar por los dominios africanos de Alemania. Rathenau condenó de manera
rotunda aquel exterminio, «la mayor atrocidad que haya provocado el sistema militar
de Alemania». Esto le atrajo el respeto del canciller Büllow, quien también había
criticado con ardor el proceder del Ejército en la región. Los artículos de Rathenau
comenzaron a abordar cuestiones políticas desde un punto de vista liberal moderado,
como por ejemplo al hablar de la reforma del procedimiento electoral de tres clases
vigente en Prusia. Arremetió contra la dominación de la política prusiana por parte de
la aristocracia terrateniente y burocrática, a la que achacaba la exclusión de los judíos
de las posiciones más exclusivas del Ejército y el Estado. Abogaba por el ascenso
político de las clases medias industriales y financieras, en donde, en su opinión, no
pesaban los prejuicios contra dicho colectivo. Solo en ese caso podría llegar a ser
moderna de veras Alemania. Publicados en 1912 con el título de Crítica de la época,
estos artículos conocieron varias ediciones aquel mismo año y convirtieron a
Rathenau en un fenómeno político a la vez que literario.
Con todo, no llegó a meterse de lleno en la política seria: prefirió proseguir con su
negocio y sus escritos, que incluyeron un tratado filosófico nebuloso y poco leído
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llamado ZurMechanik des Geistes («De la mecánica del espíritu»), un conjunto de
poesías patrióticas, un nuevo ataque sobre el atraso del estado prusiano y una defensa
de la unidad de la economía europea. Fue el estallido de la guerra en 1914 lo que le
otorgó un papel político. Quedó al cargo de la obtención de materias primas después
de que el bloqueo de los Aliados aislase a Alemania de sus fuentes de abastecimiento.
Trabajó con ahínco, y logró unos resultados extraordinarios, si bien en lo privado no
abandonó sus críticas al estado prusiano (gobernado por «aventureros, necios y
pedantes») ni su escepticismo acerca de los beneficios que podría reportar la guerra a
Alemania. «El día que el káiser y sus paladines crucen victoriosos la Puerta de
Brandeburgo montados en sus caballos blancos, la historia habrá perdido todo su
sentido», escribió. Sus enemigos emplearon extensamente el aforismo, publicado en
1919, como prueba de su derrotismo. Con todo, al mismo tiempo, y dado que su
influencia en el seno de la AEG había aumentado desde la muerte de su padre,
ocurrida en 1915, promovió la producción de aeroplanos y munición hasta que
representó un 45 por 100 de la facturación total de la compañía.
A esas alturas, sin embargo, había dimitido de la dirección del Departamento de
Materias Primas con la esperanza de obtener un cargo político más elevado. Este, sin
embargo, se le mostró esquivo. La experiencia obtenida adquiriendo suministros para
la campaña bélica lo había llevado a creer en la necesidad de una economía
centralizada y, en consecuencia, a apoyar el Programa Hindenburg, encaminado,
aunque sin éxito, a alcanzar este objetivo. Rathenau pensaba que la victoria sobre el
Reino Unido constituía la principal prioridad para Alemania, y en consecuencia
apoyó el traslado forzoso de obreros belgas a la nación a fin de respaldar la
producción bélica, pese a que contravenía por completo el derecho internacional. Aun
así, se opuso a la introducción de una guerra submarina ilimitada y apoyó una paz sin
anexiones. Por ende, se encontró cada vez más discriminado a medida que se
radicalizaba la situación política de Alemania.
La atmósfera de antisemitismo furioso creciente que reinaba entre los
conservadores germanos llevó a Rathenau a identificarse con mucha más firmeza que
en el pasado con el judaísmo convencional de Alemania y a censurar a los cristianos
partidarios de aquel por ser contrarios al espíritu verdadero de la religión que
profesaban. «Preveo el principio de la lucha interna más violenta imaginable en el
momento en que la exterior toca a su fin», aseveró profètico en 1917. Privado de
compromiso político, regresó a la escritura y defendió un estado moderno en la era de
la futura posguerra, centralizado en lo económico pero fundado en valores
espirituales, en su Von kommenden Dirigen («Sobre lo que está por venir»). A
muchos les resultó difícil de aceptar el contraste entre su colosal fortuna personal y la
condena que hacía del materialismo. Su insistencia en la necesidad de aumentar la
influencia del Estado sobre la industria, repetida en Die neue Wirtschaft («La nueva
economía»), otro éxito de ventas, hizo montar en cólera a otros hombres de negocios
como el influyente Stinnes; y su defensa de una reforma parlamentaria limitada y
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cauta se vio superada por los acontecimientos ante la derrota sufrida en la guerra, la
abdicación forzada del káiser y la llegada al poder de los socialistas.
Rathenau fue uno de los muchos alemanes a los que indignaron las condiciones
del armisticio de 1918 y el Tratado de Versalles. En un principio, de hecho, cuando el
dirigente militar de Alemania Erich Ludendorff decretó el cese de hostilidades, no
dudó en exhortar al pueblo a rebelarse y seguir luchando hasta lograr disposiciones
más favorables. A esas alturas se había granjeado la enemistad de todos los sectores:
la izquierda, la derecha, la clase empresarial, la obrera, los judíos y los antisemitas.
Cuando publicó su breve tratado El kaiser en 1919, sacó de sus casillas no solo a los
partidarios del monarca derrocado, sino también a los portavoces políticos de la
aristocracia y las clases medias, dos colectivos a los que culpaba de los desastres
habidos durante su reinado. Fue poco antes de dejarse convencer por la opinión de
Harden, quien defendía la necesidad de cumplir con las condiciones del tratado de
paz a fin de obtener la confianza internacional requerida para revisarlas.
Mientras se afanaba por sacar adelante la AEG en medio del clima de inflación de
la posguerra, siguió publicando un escrito político tras otro para reclamar una cultura
política responsable en lugar de los extremismos tan violentamente polarizados de la
izquierda y la derecha que caracterizaron el período fundacional de la República de
Weimar. Esto lo acercó a los liberales moderados del Partido Democrático, y lo llevó
a dar con una nueva válvula de escape en calidad de orador político «apasionado y
aun de personalidad arrolladora», según afirma Volkov. Fue así como, tras el fracaso
del golpe de estado de Kapp (que Volkov sitúa por error en marzo de 1919 en lugar
de en el mismo mes de 1920), entró a ejercer de asesor del Gobierno en cuestiones de
socialización y participó, a continuación, en las negociaciones entabladas con los
Aliados en torno a las reparaciones. Aquí volvió a chocar con Stinnes, quien estaba
resuelto a rechazar toda exigencia de dominación estatal de la industria y reducir al
mínimo los envíos de carbón a los franceses.
El convencimiento de Rathenau de que era necesario, en cambio, ganarse la
confianza de estos lo acercó a Joseph Wirth, a la sazón ministro de Finanzas, quien
no tardó en buscar su ayuda para hacer avanzar a Alemania por el campo de minas de
las negociaciones relativas a las indemnizaciones. Cuando Wirth asumió la cancillería
del Reich, lo nombró enseguida ministro de Reconstrucción. El 2 de junio de 1921,
en un discurso pronunciado ante el Reichstag, Rathenau anunció formalmente el
compromiso del Gobierno respecto de una política de «satisfacción» de las
condiciones del Tratado de Versalles, incluido el pago de reparaciones en moneda y
en especie. Sus conversaciones con británicos y franceses se tradujeron en una serie
de acuerdos sensatos y mejoraron de forma notable las relaciones con ellos. Seguro
de sí mismo, bien preparado, diestro, elocuente y cada vez más influyente en el
ámbito político y el diplomático, Rathenau «había acabado por realizarse», tal como
señala Volkov.
El 21 de enero de 1922, Wirth, quien hasta entonces había asumido la dirección
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del Ministerio de Asuntos Exteriores, confió el puesto a Rathenau. Este, sin embargo,
había empezado a desengañarse respecto de la «satisfacción», y comenzó a buscar
otra salida. El Tratado de Rapallo fue la consecuencia. En realidad se planteó unos
objetivos muy limitados durante las negociaciones: alarmado por los indicios que
hacían pensar en un acercamiento entre los Aliados occidentales y los soviéticos,
presionó por un acuerdo con Moscú, sobre todo con la intención de excluir toda
probabilidad de que el gobierno de Lenin fuera a sumar su voz a las exigencias de
británicos y franceses en lo tocante a las indemnizaciones. Sin embargo, la sensación
que causó este acuerdo no hizo sino irritar aún más a sus enemigos, y cuando las
invectivas que le dirigían se volvieron más estentóreas, empezó a crecer su aprensión
acerca de un posible asesinato. «Si mi cadáver —afirmó— estuviera destinado a ser
uno de los sillares del puente del entendimiento con Francia, mi vida no habría sido
en vano».
No iba a ser así: si bien su homicidio sirvió para unir a los defensores de la
República a corto plazo, no sirvió, tal como sostiene Volkov, para obligar al otro
bando a elegir tácticas menos violentas en la cruzada que había emprendido por
echarla abajo. De hecho, sus consecuencias fueron mucho más ambivalentes. Las
estipulaciones originales del Decreto de Salvaguarda de la República que publicó
Ebert el día siguiente al magnicidio sentó un precedente peligroso que sería de gran
utilidad a los nazis al estatuir la pena de muerte para quienes conspirasen para matar a
un integrante del Gobierno. Para instruir estas causas se instituyó un Tribunal Estatal
especial conformado por magistrados adeptos a la postura del Ejecutivo y nombrados
en persona por el presidente. Este organismo hallaría expresión en el Tribunal del
Pueblo de infausta memoria de tiempos de los nazis.
Tras la muerte de Ebert y la elección del conservador Paul von Hindenburg en
calidad de presidente, el Tribunal Estatal cayó en manos de los jueces reaccionarios y
nacionalistas que dominaron el sistema legal de la República, quienes adoptaron una
postura cada vez más indulgente respecto de los crímenes políticos cometidos en el
nombre de Alemania y minaron así la legitimidad pública del régimen. A corto plazo,
el asesinato del ministro de Asuntos Exteriores causó una retirada multitudinaria de
marcos y aceleró la devaluación que había empezado ya a sufrir Alemania, lo que
desembocó al año siguiente en hiperinflación, el desmoronamiento de la economía
alemana, la invasión francesa del Ruhr y el golpe de estado fallido de Hitler en
Baviera. Aunque este último no llegó a buen puerto, la violencia paramilitar tampoco
desapareció, y unos años después alcanzó una escala que la República se vio incapaz
de dominar. Gustav Stresemann retomó, con más éxito, la política de «satisfacción»
de Rathenau, aunque tampoco duró demasiado. Ocho años después de la muerte de
este último, la democracia de Weimar había quedado sustituida por un régimen
autoritario que en 1933 fue reemplazado a su vez por la dictadura nazi, en la que
hallaron su propio género de satisfacción muchos de cuantos habían abogado por el
asesinato de Walther Rathenau.
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5
BERLÍN EN LA DÉCADA DE 1920
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se produjo en Berlín un contragolpe similar cuando los del Freikorps local y un grupo
de antiguos funcionarios civiles y militares derechistas del káiser trataron de echar
abajo el gobierno nacional e instalar una dictadura marcial durante el golpe de estado
de Kapp (llamado así por su cabecilla, Wolfgang Kapp). Sin embargo, el resultado
fue diferente de medio a medio del que obtuvieron los contrarrevolucionarios
muniqueses. Los obreros y sindicalistas paralizaron la capital con una huelga general,
los golpistas perdieron valor y se restableció el orden democrático. En Múnich, en
donde la atmósfera era mucho menos conservadora, el gobierno socialdemócrata
abandonó el poder bajo amenaza de intervención militar y cedió el paso a un gabinete
de derecha presidido por Gustav Ritter von Kahr. Este, que contaba con el amparo de
la policía y las fuerzas armadas de Múnich, así como con el apoyo secreto de la
corriente principal de los políticos católicos conservadores del Partido Popular de
Baviera, convirtió la ciudad en un «centro de orden» y permitió que medraran los
grupos de extrema derecha. Uno de ellos fue el Partido Nazi, dirigido por Adolf
Hitler, quien más tarde correspondería al favor haciendo asesinar a Kahr durante la
Noche de los Cuchillos Largos de 1934.
El radicalismo cultural, desterrado de Múnich por las drásticas restricciones
contrarrevolucionarias, se trasladó a Berlín. Durante la década de 1920, la capital se
convirtió en sinónimo de experimentación artística, antiautoritarismo, radicalismo y
hedonismo con todas sus variantes. Se convirtió en un imán para los extranjeros que
buscaban aventuras urbanas, tal como celebraba Christopher Isherwood en sus
novelas Mr. Norris cambia de tren y Adiós a Berlín, que con el tiempo se convirtió en
la película Cabaret. El crimen, el asesinato y la actividad mañosa se celebraron en la
cultura popular y se vieron transformados en arte por las pinturas de Georg Grosz, la
novela Berlín Alexanderplatz., de Alfred Doblin, y las canciones creadas por Kurt
Weill y Bertolt Brecht para La ópera de cuatro cuartos. La vida de los cafés y cabarés
prosperó como había hecho en el distrito bohemio de Schwabing en el Múnich de
preguerra, y las revistas satíricas y los periódicos pacifistas también vivieron un
período de esplendor con autores como Erich Kástner, Kurt Tucholsky y Cari von
Ossietzky, colaboradores de Die Weltbühne («La escena del mundo») de Berlín. Las
jóvenes celebraban la Girlkultur («cultura de chicas»), en tanto que las revistas de
desnudos y la prostitución, otro de los temas favoritos de los artistas (varones),
ponían de relieve en qué grado iban aparejadas la liberación y la explotación
sexuales.
Visto desde el «centro de orden» del Múnich posrevolucionario, el Berlín de
dicha década parecía la negación misma de la Alemania militar, conservadora y
tradicional a la que aspiraban los nacionalistas y autoritarios. Poco se dice de esta
historia cultural general de las dos ciudades en Die Missbrauchte Hauptstadt («La
capital maltratada»), del difunto Thomas Friedrich, que aborda la relación que
mantuvo Hitler con Berlín hasta tomar el poder en 1933. El autor se centra en las
respuestas personales del personaje, que no pueden entenderse de veras sino dentro
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de este contexto histórico más amplio.
Tal como señala Friedrich, Hitler había quedado impresionado por la
grandiosidad de la capital germana al visitarla por vez primera tras ausentarse del
frente por un permiso durante la primera guerra mundial. En una carta remitida a un
compañero de unidad, por nombre Ernst Schmidt, la definió como «una ciudad
maravillosa; una verdadera metrópoli». En 1920 seguía albergando esperanzas de que
pudiese servir de punto de partida para el derrocamiento de la democracia de Weimar
y la creación de una dictadura nacionalista. A principios de año había estado en
contacto con los instigadores del golpe de estado de Kapp, y no dudó en volar a
Berlín cuando estalló. Sin embargo, a su llegada topó con que los huelguistas habían
ocupado el aeropuerto. Disfrazado con una barba postiza y adoptando la improbable
identidad falsa de un contable, se las compuso para pasar el control de seguridad;
pero la derrota del golpe, evidente ya desde antes de su llegada, debió de confirmarlo
en su desdén por la capital alemana. Desengañado, protestó al ver «el Berlín de
Federico el Grande convertido en una zahurda por los judíos». Múnich, en cambio, se
mantenía pura, «alemana», y había eliminado por entero tan insalubres influencias.
En 1923, el país se sumió en el caos al desbocarse la inflación monetaria hasta
dejar la economía temblando al borde del derrumbamiento total. Aquel parecía el
momento propicio para que los nacionalistas resentidos con la República de Weimar
pusieran por obra otro acto de sublevación que, esta vez, estaban seguros de que
culminarían con éxito. Sin embargo, el revés sufrido por Wolfgang Kapp tres años
antes había llevado a Hitler a convencerse de que no debía acometerlo en Berlín, en
donde la escena política estaba dominada por comunistas y socialdemócratas, los
partidos de la clase obrera. Friedrich da a entender que los más exaltados de entre los
nazis habían puesto la mira en la capital, aunque lo cierto es que las condiciones no
eran favorables, y los indicios que apoyan la teoría de que Hitler preparaba un golpe
de estado simultáneo en ambas ciudades son escasos, conjeturales y poco
convincentes.
Hitler, a la sazón, tenía Berlín por una ciudad enferma y degenerada que apenas
podía ofrecer esperanzas a una revolución nacionalista: la regeneración de Alemania
tenía que partir de Múnich. Una vez tomado allí el poder, estaría en posición de
emplear aquel «centro de orden» de Baviera para echar abajo la República de
Weimar. La pregonadísima «marcha sobre Roma» que había protagonizado Mussolini
un año antes, y en la que había bastado la amenaza de trasladar sus fuerzas militares
de las ciudades del norte dominadas por los fascistas hasta la capital italiana, sirvió de
modelo a Hitler mientras estudiaba la posibilidad de alzarse en Múnich en 1923.
También tuvo como referente la revolución nacionalista turca de Mustafá Kemal,
quien había abandonado Constantinopla para crear una capital completamente nueva
desde la que empezar de cero en Ankara. «En Turquía —declaró durante el juicio por
traición que se sustanció en su contra tras el fracaso del Putsch de la Cervecería— era
imposible que la salvación llegase del centro podrido, de Constantinopla. Igual que
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aquí, la ciudad estaba contaminada por demócratas y pacifistas, por gentes
internacionalizadas». Se refería con ello, claro está, a los judíos.
Friedrich revela muy poca cosa de este período en extremo negativo de la relación
de Hitler con Berlín, y prefiere pasar de puntillas por el golpe fracasado de Múnich
para abordar de lleno la época comprendida entre 1924 y 1929, en la que comenzó a
reconstruir el movimiento nazi. La capital no resultó ser un lugar más fructífero que
antes para él y sus seguidores a la hora de lograr adeptos, y tal como señala Friedrich,
«dieciocho meses después de la reaparición de su partido… Hitler hubo de
enfrentarse al derrumbamiento total de la rama berlinesa» de aquel. Su solución
consistió en asignar a Joseph Goebbels, quien en aquel tiempo no era más que un
dirigente regional y un tanto izquierdista de Renania, la labor de reconstruirla. Como
otros nazis, este consideraba Berlín «un antro de perdición» y «un yermo de asfalto».
Sin embargo, por más que trate Friedrich de negarlo, su actitud era, a todas luces,
mucho más positiva que la de Hitler. «Berlín —escribió— es el centro de mando.
También para nosotros. Una urbe internacional».
Goebbels no tardó en revelarse como un maestro de la propaganda: organizó
marchas y mítines multitudinarios, envió a los camisas pardas de la guardia de asalto
armada a torpedear las celebraciones del Partido Comunista y desató una campaña de
violencia que culminó en una guerra sin cuartel empeñada con los paramilitares
comunistas en la estación de ferrocarril del barrio de Lichterfelde. En la acaudalada
avenida occidental del Kurfürstendamm, los matones de Goebbels asestaban palizas a
los viandantes judíos. Hitler, mientras tanto, se consagraba a exhibir la cara
respetable de los nazis, y así, tras llegar a la conclusión de que resultaba lo
suficientemente seguro regresar a Berlín, pronunció el Primero de Mayo de 1927 un
discurso en términos por demás cautos. Sus empeños, sin embargo, no engañaron a
las autoridades policiales socialdemócratas de la ciudad, que pocos días después
disolvieron el partido y sus filiales «por contravenir los objetivos de estas
organizaciones el derecho criminal».
Resulta muy propio de la República de Weimar el que esta prohibición se viera
frustrada primero por la negativa de una judicatura ultraconservadora a dictar
sentencias significativas contra los guardias de asalto arrestados por actos de
violencia y después, el 31 de marzo de 1928, por su anulación por parte de la policía
a fin de que los nazis pudieran hacer campaña para las elecciones generales. Con
todo, y pese al talento propagandístico de Goebbels, los nazis no obtuvieron buenos
resultados, toda vez que se hicieron con menos del 3 por 100 de los votos en toda la
nación. Su atractivo, tal como hubo de reconocer Gregor Strasser, el responsable
principal de la campaña, se limitó sobre todo —incluso en Berlín— a los integrantes
de la clase media baja. La acerba rivalidad que se daba entre este último y Goebbels y
el constante estruendo de descontento de la guardia de asalto socavaron aún más la
empresa electoral. Aun así, los comicios sirvieron para fortalecer a los nazis, que
consiguieron hacer a un lado a los grupos rivales de extrema derecha, y el semanario
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local de Goebbels, DerAngriff («El Ataque»), fundado el verano anterior, se hallaba
entregado a un hábil despliegue de demagogia que hizo del partido el centro de
atención.
La situación mejoró aún más con la campaña en contra del Plan Young, que
replanteaba, aunque no condonaba, las indemnizaciones que debía pagar Alemania a
los Aliados occidentales de la primera guerra mundial. Hitler y Goebbels lograron
unir sus fuerzas para ello con el Partido Nacionalista de Alemania, agrupación más
prominente y mayoritaria, y servirse de sus periódicos para obtener publicidad
renovada y atraer a los seguidores de su socio (que acabaron por desertar casi en su
totalidad en favor de la causa nazi). Aun así, lo que hizo que cambiase de un modo
más decisivo su suerte en Berlín y en el resto de Alemania fue la Gran Depresión, que
se hizo sentir en la nación poco después del crask de 1929. La quiebra de negocios y
bancos y el aumento pronunciado del desempleo alimentaron el descontento de las
masas respecto de la República de Weimar y sus instituciones, y atrajeron al pueblo
hacia el Partido Nazi, organismo joven y vital que prometía dar con soluciones
decisivas a la crisis.
El 17 de noviembre de 1929, el partido triplicó con creces el número de votos en
los comicios municipales de Berlín, en los que se granjeó sobre todo el apoyo de los
barrios más acomodados de la ciudad. Podo después, a mediados de enero de 1930,
los comunistas otorgaron a Goebbels un verdadero regalo propagandístico al disparar
a uno de los cabecillas de las guardias de asalto locales, por nombre Horst Wessel,
cuyo funeral (murió semanas después a consecuencia de las heridas recibidas) supo
convertir aquel en una celebración multitudinaria de la disposición de la juventud
alemana a dar la vida por librar al país del comunismo. La muerte de Wessel dio
origen a una canción que se convirtió en himno oficial del movimiento
nacionalsocialista. Es una lástima que Friedrich no preste más atención a este
incidente, quizás el más célebre de todos los que tuvieron relación con el Partido Nazi
en la capital alemana antes de la toma del poder, y cuyos detalles han desgranado una
y otra vez los historiadores. Su omisión revela un desdén patente para con los detalles
personales, los hechos episódicos y el colorido que hacen del suyo, a la postre, un
libro mucho más insulso de lo que merece el tema.
El asesinato de Wessel tuvo a Hitler varios meses ausente de Berlín. El dirigente
nazi temía pisar el bastión de los rivales comunistas de su partido. Mientras tanto,
resolvió las riñas internas de la sección capitalina expulsando a Otto Strasser por
conceder más importancia a lo socialista que a lo nacional en su concepción del
nacionalsocialismo. Su hermano Gregor, en cambio, había empezado a ceñirse a las
directrices de la agrupación política. Durante la campaña electoral nacional de 1930,
Hitler se apuntó un tanto de relieve con el discurso público sobresaliente pronunciado
en el Sportpalast, en tanto que la apertura del nuevo Reichstag, en el que los nazis
habían obtenido más de un centenar de escaños, estuvo acompañada por
manifestaciones callejeras organizadas por su partido en las que se destrozaron
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numerosos escaparates de comerciantes judíos. Por miedo a ahuyentar a los votantes
potenciales, achacaron tales actos a los provocadores comunistas o negaron
rotundamente haber tenido nada que ver con ellos.
Mientras, la guardia de asalto nacionalsocialista, que no dejaba de crecer en
número y en confianza, entabló con los comunistas locales una guerra de desgaste
que la llevó a atacar sus mítines y a servirse de la violencia que emanaba de lo que
consideraban los nazis sus «centros de asalto» para obligarlos a salir de sus clubes y
sus bares. Habría resultado interesante conocer algo más acerca de este proceso, y sin
embargo, Friedrich apenas lo aborda someramente. Señala que, pese al notable
avance electoral, a Hitler le seguía resultando difícil prosperar en la capital.
Preocupado, Goebbels confió a su diario que el dirigente nazi le estaba «dedicando
demasiado poco tiempo a Berlín», y añadió su opinión de que debía «consagrar todo
el peso de su persona» a la lucha por la capital «en mayor grado de lo que lo ha hecho
hasta ahora». Aun así, el jefe de propaganda tuvo que reconocer que Hitler no tenía
«intención real de hacerlo: odia Berlín y le encanta Múnich. Y ahí está el quid. Él
pone siempre el ejemplo de Potsdam, de Washington y de Ankara; pero ¿por qué
Múnich?». Por más que costase al político renano entender la predilección de su jefe
por la ciudad bávara, todo apunta a que este estaba resuelto a transferir la capital a un
centro más pequeño, más puro y menos degenerado que Berlín: Múnich, a la que
hallaba comparable a la capital de Estados Unidos o Turquía o a la residencia de
Federico el Grande.
Por lo tanto, la sede del Partido Nazi siguió estando en la Braunes Haus de
Múnich, pese a que los demás partidos políticos de la nación operaban desde Berlín.
Hitler tenía allí su apartamento, y cuando estaba en la capital, se alojaba en un hotel y
no paraba de protestar por las condiciones de la que en 1931 definió ante cierto
diplomático italiano como una ciudad sin tradiciones, medio americanizada,
despojada en gran parte de cultura e incapaz de proporcionarle la paz y el silencio que
necesitaba para trabajar. Ya en Mi lucha y en algunos de sus primeros discursos había
arremetido contra la mentalidad «brutalizada» de la gran urbe y su comercialismo; lo
que, en resumidas cuentas, veía como su condición judía. El 12 de septiembre de
1931, semejante hostilidad recibió una expresión feroz en la serie de ataques físicos
planeados que llevó a término un millar aproximado de guardias de asalto contra los
fieles que salían de una sinagoga situada en una de las avenidas principales del sector
occidental de Berlín, el Kurfürstendamm. Aunque se efectuaron detenciones, los
magistrados conservadores aplicaron a los culpables condenas indulgentes por demás.
Mientras, el movimiento de los paramilitares nazis iba cobrando fuerza con
rapidez; tanto, que le bastaron unos meses de finales de 1931 para triplicar su
número. La violencia que se daba en las calles y en los mítines se fue intensificando,
y llevó al gobierno de Heinrich Brüning, experto en economía, de ideas
conservadoras, a proscribir a la guardia de asalto el 13 de abril del año siguiente, lo
que comportó efectuar redadas en sus sedes y confiscar su equipo. Con todo, se había
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puesto sobre aviso a Hitler, y los camisas pardas prosiguieron su actividad
disfrazados con atuendos de clubes deportivos. Los simpatizantes con que contaban
en las filas de la policía se encargaron de que no se impusiera la prohibición al pie de
la letra. Mientras, Brüning se vio sustituido por otro canciller derechista más radical:
Franz von Papen, a quien el presidente Hindenburg, mariscal de campo veterano de la
primera guerra mundial, encomendó la misión de atraerse el apoyo de los nazis a los
planes que albergaba su séquito reaccionario de enmendar la Constitución de Weimar
para llevarla por una vía autoritaria y ampliar las fuerzas armadas a despecho de las
restricciones impuestas por el Tratado de Versalles.
Von Papen volvió a legalizar a la guardia de asalto, y la violencia callejera llegó al
extremo: entre 1931 y 1932 se cobró la vida de centenares de personas. La violencia
nazi no iba dirigida solo a los comunistas, sino también a los socialdemócratas, que
habían proporcionado desde un principio el apoyo más sólido a las instituciones
democráticas de la República de Weimar. El 25 de junio de 1932, por ejemplo, una
banda de guardias de asalto acometió sus oficinas del barrio de Kreuzberg y provocó
un tiroteo en el que recibieron heridas de gravedad tres personas. Cierto diario
respetable de Berlín se quejaba de que no había día que no hubiese que «oír disparos
en las calles». La situación se estaba volviendo intolerable.
Sin dejar de servirse en todo momento de la violencia o las amenazas para
respaldar su trato con otros partidos, Hitler había decidido, tras el Putsch de la
Cervecería de 1923, seguir al mismo tiempo la vía electoral para hacerse con el
poder. En 1932 no faltaron ocasiones al respecto, comenzando por unos comicios
presidenciales en los que solo le superó Hindenburg en votos. La descomunal
campaña propagandística brindó a los nazis un notable protagonismo nacional. En el
mes de julio se hicieron con el 37,4 por 100 de los votos de todo el país en los
comicios al Reichstag, lo que los convirtió en el partido con más fuerza del Estado.
Tal como señala Friedrich, Berlín rechazó en cierto grado esta tendencia, pues el
candidato comunista Ernst Thälmann obtuvo allí el 23,6 por 100 de las papeletas
frente al 10,2 por 100 que había conseguido en toda la nación. En cambio, aunque en
aquellas elecciones aumentó de forma espectacular, el voto nazi de la capital solo
llegó al 18,7 por 100. Juntos, los comunistas y los socialdemócratas doblaron casi a
los nazis en las urnas berlinesas, con lo que la ciudad fue a confirmar su reputación
como bastión de la izquierda. Una vez más, Friedrich ofrece muy pocos detalles en lo
que toca a la geografía social de aquellas elecciones, de modo que queda poco claro
cuáles fueron las fuerzas que apoyaron y enfrentaron a los nazis en Berlín.
A medida que se alargaban las negociaciones relativas a la incorporación de los
nacionalsocialistas a un nuevo gabinete, frustradas por la insistencia de Hitler en que
para tal cosa era condición indispensable su nombramiento como jefe del Gobierno,
el partido comenzó a quedarse sin dinero y sin fuelle. En el sufragio de noviembre de
1932 perdió dos millones de votos, y en Berlín descendió a los 721.000 en tanto que
los comunistas veían aumentar los suyos hasta los 861.000. Los socialdemócratas
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siguieron de cerca a ambos con 647.000. El círculo del presidente no quiso dejar
pasar lo que entendió como una posición de debilidad de los nazis y volvió a entablar
conversaciones con ellos. Sin embargo, mediante la amenaza de guerra civil que
presentaban los desmanes de su guardia de asalto, Hitler se las ingenió para hacer que
lo pusieran al frente de un gobierno de coalición el 30 de enero de 1933. Los
conservadores, incluido Von Papen, poseían la mayoría y confiaban en poder
contenerlo.
Aún no había transcurrido un mes cuando, el 28 de febrero, el incendio del
edificio del Reichstag por obra de un anarquista neerlandés desquiciado que actuaba
en solitario otorgó al Gobierno la excusa perfecta para culpar a los comunistas,
suspender las libertades civiles y arrestar en masa a sus opositores. Los comicios de
marzo de 1933 tampoco dieron la mayoría absoluta a los nazis, a quienes hicieron
falta los votos asignados a sus socios conservadores para superar la barrera del 50 por
100. En Berlín, los comunistas lograron granjearse una cuarta parte del voto aun a
pesar del terror de masas que desataron los de Hitler. No obstante, aquel fue el
comienzo del verdadero asalto a Berlín de los nacionalsocialistas. No tardaron en
crear en la capital doscientos «campos de concentración no oficiales» improvisados
(de hecho, muchos de ellos no pasaban de sótanos o almacenes) en los que torturaron
y asesinaron a centenares de comunistas y socialdemócratas. La toma de poder de los
nazis estuvo apoyada en todos los ámbitos por la violencia de masas, y llegado el
verano de 1933, los demás partidos políticos habían quedado disueltos, los
conservadores se habían visto apartados y todas las instituciones de relieve se
hallaban ya dominadas por los nazis.
Hitler tuvo al fin la libertad necesaria para remodelar Berlín con arreglo a la idea
que tenía del aspecto que debía ofrecer una capital mundial. Junto con las acometidas
emprendidas contra el «arte degenerado», los cabarés satíricos, el jan y el resto de
elementos de la ciudad que tanto le habían repugnado en la década de 1920,
desarrolló toda clase de proyectos destinados, al decir de su secretario Rudolf Hess, a
«convertir Berlín en la gran metrópoli del nuevo Reich alemán», empezando por la
construcción de un colosal estadio deportivo con vistas a los Juegos Olímpicos de
1936 y, a continuación, la planificación de nuevas avenidas destinadas a atravesar la
ciudad de norte a sur y de este a oeste (una de ellas, rebautizada como 17 de Junio en
honor al alzamiento popular de 1953 contra el régimen comunista de Alemania
Oriental, sigue existiendo en nuestros días). Había que construir un ciclópeo arco de
triunfo, junto con el edificio monumental de la Große Halle, y una terminal grandiosa
de aeropuerto en Tempelhof (que aún existe, aunque ya no se utiliza). Se hicieron
planes titánicos de demolición y limpieza para hacer sitio a estos proyectos. Con
todo, se completaron pocos de estos, y buena parte de los que llegaron a culminarse,
como el nuevo edificio de la Cancillería del Reich, quedó destrozada por los
bombardeos de la segunda guerra mundial.
La repulsión que seguía provocando a Hitler la ciudad se hizo patente hasta en sus
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planes megalómanos de convertirla en la nueva capital del mundo; y es que la ciudad
reformada iba a dejar de llamarse Berlín para recibir el nombre de Germania. Había,
por lo tanto, que eliminar todo rastro de lo que tanto había despreciado el dirigente
nazi una década antes. Si bien menciona estas intenciones, Friedrich pasa por alto la
significación que tuvieron en la relación de aquel con Berlín. En lugar de eso, el libro
adelanta ya en la solapa la aseveración de que «Hitler se identificaba con la ciudad»,
mientras que cuantos indicios poseemos apuntan a que, en realidad, solo albergaba
este sentimiento para con su propia idea de cómo debía ser de veras la ciudad.
Esta falta de percepción histórica real, que se repite a lo largo del volumen,
constituye uno de sus muchos rasgos decepcionantes. Lo que cuenta nos suena; los
más de los detalles que ofrece los conoce el público, y la forma de presentarlos
resulta insulsa. El autor deja pasar una y otra vez la oportunidad de expresar a través
de anécdotas y citas el carácter de la ciudad y sus habitantes. Se nos dice muy poco
de su geografía social y política, y nada en absoluto de su administración municipal.
Resulta significativo que en Die Missbrauchte Hauptstadt no se recoja un solo mapa
de la ciudad. Y es que, en definitiva, no se trata tanto de un libro sobre el dirigente
nazi y Berlín como una historia de la ascensión del nacionalsocialismo en un sentido
general desde el punto de vista de la capital alemana, fundada no en fuentes locales,
sino en documentos tan consabidos como los diarios de Goebbels o los discursos de
Hitler. De hecho, dada su condición de responsable nazi de Berlín, el primero cobra
en sus páginas un mayor protagonismo que el segundo.
De hecho, en los cinco años transcurridos desde la publicación del original
alemán hasta su traducción al inglés aparecieron numerosas investigaciones sobre
Berlín que lo llevaron a perder vigencia aun antes de publicarse para el público
anglohablante. Friedrich había pasado mucho tiempo ejerciendo no de historiador
profesional, sino de conservador de museo en la ciudad, y si bien presenta con
eficiencia hechos bien conocidos a un público amplio, su libro revela, por desgracia,
una clara incapacidad para abordar investigaciones históricas originales o
innovadoras. Habida cuenta de la recepción tan crítica que conoció al salir al mercado
en Alemania en 2007, resulta desconcertante que la Yale University Press haya
juzgado conveniente hacer una versión inglesa.
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6
MARGINADOS SOCIALES
HOY hay libros de sobra sobre los marginados sociales del Tercer Reich. La
mayoría es producto de la toma de conciencia de que el nazismo tenía un buen
número de categorías de «víctimas olvidadas» cuya suerte apenas había gozado de la
atención de los historiadores. Aunque los judíos hubieron de soportar el grueso del
odio de aquel y las diversas formas de destrucción de la vida humana por él ideadas,
hubo otros colectivos que también sufrieron. Entre estos se incluían los «gitanos»
(romaníes y sintos), homosexuales, discapacitados físicos y mentales, «delincuentes
habituales», «antisociales», «haraganes», vagabundos y nómadas, y gentes eslavas y
de otras nacionalidades (tanto de dentro de Alemania, adonde llegaban para hacer
trabajos forzados, como de fuera de sus confines). Todos estos grupos sufrieron —en
proporciones diversas y con distintos grados de severidad— arresto, prisión,
maltratos brutales en campos de concentración, esterilización y muerte a manos de
los nazis.[1]
Los aluviones de descubrimientos y documentación que han impulsado esta
investigación la han llevado a centrarse exclusivamente, de forma casi inevitable, en
los años que van de 1933 a 1945. Han sido muchos los autores que han seguido al
menos parte de las raíces de la actitud adoptada por los nazis en este ámbito hasta el
pensamiento y las prácticas sociales de la República de Weimar, o hasta las teorías
raciales y eugenésicas que pasaron a primer plano en la década de 1890. Sin
embargo, en claro contraste con la bibliografía abundantísima relativa al
antisemitismo alemán, que ha estudiado con gran detalle los orígenes sociales,
económicos, ideológicos, culturales y políticos de la persecución de los judíos desde
la Edad Media, apenas hay nada de los antecedentes históricos a largo plazo de su
hostigamiento a otras minorías de la sociedad alemana. La actitud de esta última
respecto de los eslavos y la historia de los obreros foráneos de la Alemania
decimonónica se encuentran bien documentadas.[2] No obstante, esto se debe sobre
todo al impulso que han dado a la investigación histórica de estos asuntos dos
problemas de relieve habidos en la política de Alemania Occidental de las décadas de
1970 y 1980: la posición y la condición de millones de Gastarbeiter (literalmente
«trabajadores invitados») privados de derechos civiles, y el reto eterno de la
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coexistencia pacífica con la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia. Por el contrario,
no se ha debatido gran cosa sobre la historia remota de otros marginados sociales de
la Alemania moderna.
Y lo cierto es que no deja de ser sorprendente que los historiadores no se hayan
planteado hasta ahora acerca de este ámbito el mismo género de preguntas que han
formulado respecto de la historia de los judíos y el antisemitismo alemanes. ¿Han
representado un papel particularmente notable en la sociedad alemana dichos
colectivos minoritarios de la Edad Media en adelante? ¿Ha mostrado el pueblo
germano una hostilidad peculiar para con ellos? ¿Ha mejorado o empeorado la
situación con el tiempo? ¿Tenemos ejemplos de su uso en calidad de chivos
expiatorios en períodos de dificultad? ¿Se integraron en mayor —o menor— grado en
la sociedad alemana durante la industrialización? ¿Defendieron los liberales de
Alemania la causa de su emancipación durante las luchas políticas del siglo XIX?
¿Qué diferencia supuso la llegada de la República democrática de Weimar en lo
tocante a su posición? Todas estas cuestiones y otras más que se preguntará quien
reflexione sobre el particular pueden compendiarse en la de si la sociedad germana
era, tal como han supuesto algunos estudiosos de la historia de la cultura y las ideas,
en particular conformista, reglamentarista y hostil para con los citados colectivos.
Dicho de otro modo: ¿respondía la persecución nazi de los marginados sociales a una
postura ya existente de la población alemana en general por haber sido siempre esta
hostil al respecto en un grado tal vez inusual en otros países?
II
Cabe comenzar escrutando la nutrida bibliografía que existe en nuestros días sobre
los marginados sociales en la Edad Moderna, es decir, el período comprendido
aproximadamente entre la Reforma y la Revolución francesa o las guerras
napoleónicas. La sociedad alemana de aquel tiempo se organizaba conforme a
órdenes (Stände) que determinaban la posición social y cuyos derechos y deberes
imponían el derecho y las costumbres. Todos los elementos que los conformaban
estaban sustentados por la idea del honor social (Ehre) que poseían de formas
diversas.
Fuera de esta compleja estructura de sociedad honorable, sin embargo, se hallaba
el grupo heterogéneo de los «indignos» (unehrliche Leute), cuya condición marginal
podía tener cinco procedencias principales según se hubiese heredado, fuera
consecuencia de una conducta desviada (sobre todo, y en particular en el caso de las
mujeres, sexual), estuviese ligada a una ocupación, fuera el resultado de la
pertenencia a una minoría religiosa o étnica, o se debiese a una condena criminal.
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Aunque las distinciones entre ambos grupos estaban, en parte, refrendadas por el
Estado, eran los gremios quienes insistían por encima de todo en inhabilitar a cierta
variedad de grupos sociales para que formaran parte de ellos tildándolos de infames.
[3]
Entre los indignos de la Edad Moderna alemana se contaban quienes entraban en
contacto por su oficio con sustancias sucias o contaminantes: molineros, pastores,
curtidores, barrenderos y, en el colmo de la deshonra, desolladores, matarifes,
cazadores de topos y verdugos. En un segundo grupo, más grande y menos definido,
se hallaban los nómadas, gentes sin residencia fija como vendedores ambulantes,
gitanos, artistas itinerantes (como domadores de osos o prestidigitadores),
charlatanes, afiladores, etc. En tercer lugar estaban las mujeres que habían perdido su
honra mediante una conducta sexual reprobable, entre las que destacaban las
prostitutas y las madres solteras. El cuarto colectivo de los infames lo constituían
todos los no cristianos, que en el contexto de Alemania eran, principalmente, judíos,
y otros grupos lingüístico-culturales como el de los vendos. Y por último todo aquel
que, con independencia de su posición anterior, hubiera recibido una condena
criminal y sufriera por la mano corruptora del ejecutor público en la picota (llamada
en alemán Schandpfahl, o «poste de la vergüenza»).[4]
A quien poseyera alguno de estos estigmas le estaban vedadas la entrada a ningún
gremio y, por lo tanto, la adquisición de los derechos de ciudadanía, la compra de casi
toda clase de posesiones y el goce, en general, de una existencia decente más allá del
umbral de la pobreza. Tanto empeño ponían los agremiados en distanciarse de los
indignos, que el menor contacto físico accidental podía provocar disturbios serios, tal
como ocurrió en Berlín en 1800, cuando el ayudante de cierto sayón trató de malos
modos a cierto oficial que había asistido a una ejecución pública y provocó con ello
un motín que solo se aplacó cuando uno de los altos funcionarios de la ciudad —
hombre, por ende, en extremo honorable— restauró la fama del afrentado mediante
un apretón de manos (al mismo tiempo que hacía intervenir a los soldados por si
acaso).[5] La de verdugo, de hecho, era una de las pocas profesiones indignas en las
que era posible llevar una vida medianamente decente y aun delegar en sustitutos los
trabajos más deshonrosos. Aun así, en las tabernas locales tenían que beber de jarras
especiales que no podía tocar nadie más, y todo obrero que contrajese matrimonio
con la hija de uno de ellos podía verse expulsado de su gremio y privado así de su
sustento.[6]
Las corporaciones laborales y otros colectivos «honrosos» de la sociedad urbana
y la rural excluían a los «indignos» pese a la creciente oposición del Estado
territorial, que consideraba semejantes prácticas restrictivas dañinas para con los
intereses de la mayoría y engendradoras de pobreza y altercados entre los afectados.
Fue en gran medida el deseo de reducir el poderío de los gremios lo que empujó al
Estado absolutista del siglo XVIII a publicar repetidas promulgaciones destinadas a
reintegrar en la sociedad a muchos de los indignos. Las principales preocupaciones
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del Estado respecto de los marginados sociales de la Edad Moderna tenían que ver
con la supresión de revueltas y el fomento de la productividad. Esto lo llevó a
desplegar una serie de estrategias represivas contra los individuos a los que tenía por
perturbadores u ociosos, como bandidos, pordioseros, timadores y ciertos colectivos
nómadas como los músicos itinerantes, los gitanos, los saltimbanquis y los
domadores de osos. Sin embargo, no entendía por qué había que reputar por poco
respetables ocupaciones manuales que contribuían a ensanchar la riqueza nacional.
En 1731, el Sacro Imperio Romano declaró formalmente honrosos todos los
oficios a excepción del de desollador-jifero-verdugo (los tres solían combinarse en
una misma persona), y en 1772 hizo extensiva la disposición a este colectivo. En
1775, el rey Federico II de Prusia, seguido en 1783 por José II de Austria, invirtió la
tendencia anterior de tratar de expulsar o exterminar a los gitanos y promovió su
integración en la sociedad. Se dieron numerosas reformas legales que redujeron de
forma drástica el número de delitos merecedores de pena de muerte, como, por
ejemplo, la sodomía (que había llevado a morir en la hoguera a un joven prusiano en
una fecha tan tardía como la de 1730), y despenalizaron cierta variedad de prácticas
como la brujería o la blasfemia. La sustitución de los códigos de conducta cristianos
por el racionalismo de la Ilustración se tradujo a finales del siglo XVIII y principios
del siglo XIX en leyes que abandonaban en efecto las sanciones contra un buen
número de actos sexuales consentidos, incluida la homosexualidad.[7]
Estas leyes, como tantas de las proclamaciones de los monarcas ilustrados,
tuvieron un efecto muy limitado en la actitud y el comportamiento de la sociedad, y
en consecuencia, matarifes y sayones siguieron excluidos de la sociedad respetable y
formaron sus propias dinastías endogámicas hasta bien entrado el siglo XIX.[8] Los
gremios desobedecieron a la autoridad e impusieron una interpretación estricta de la
idea de honor. Además, los edictos dieciochescos por los que se exigía la integración
de los gitanos a la sociedad alemana originaron, en cierto modo, formas nuevas de
persecución, ya que los obligaban a adoptar una residencia permanente, les prohibían
casarse entre sí, les requerían que diesen a todos sus hijos a los campesinos germanos
para que los criasen y les impedían usar su lengua propia. También estas medidas
resultaron imposibles de aplicar.[9]
Los límites del honor y el deshonor eran con frecuencia cambiantes e imprecisos
durante la Edad Moderna, y así, oficios que se tenían por infames en algunas regiones
se aceptaban en otras como dignos de constituir un gremio. También hubo géneros de
conducta que se volvieron menos deshonrosos con el paso del tiempo, en tanto que
otros siguieron el camino inverso. Un ejemplo relevante en particular de esto último
es el de la prostitución, que sufrió una discriminación y una regulación estatal cada
vez mayores a lo largo de los siglos XVI y XVII. En casi todos los casos, el
ostracismo que sufrían los indignos quedó mitigado por la utilidad de las funciones de
una u otra clase que desempeñaban en la sociedad. En un período de malas
comunicaciones, caminos ruinosos o inexistentes, recursos limitados y centros de
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fabricación situados con frecuencia a días y aun semanas de viaje de los pueblos, las
ciudades pequeñas y las granjas en los que habitaba la mayoría del pueblo, los
afiladores, los buhoneros y otros trabajadores ambulantes constituían una parte
necesaria de la economía rural. Aunque de un modo distinto, los jiferos y los
pellejeros, los molineros y los pastores también entraban en contacto frecuente con la
población y se tenían por lo común por importantes para esta. Los artistas itinerantes,
saltimbanquis, curanderos y sacamuelas aportaban espectáculo y diversión en el
tiempo libre.
Además, la discapacidad física o mental no era, en general, causa de desdoro. La
vida de los tontos del pueblo o los locos de las ciudades no era larga ni agradable;
pero lo normal era que permanecieran al cuidado de su familia sin considerarse
marginados sociales. Los trastornos mentales violentos y perturbadores solían
acarrear confinamiento en la cárcel, en donde se hallaba también un número poco
nutrido de criminales a los que se había preferido recluir en lugar de azotarlos,
marcarlos o ejecutarlos. Con todo, incluso en estos casos, las familias honorables
hacían cuanto estaba en sus manos por sobrellevar la situación sin tener que recurrir a
medidas tan drásticas. El duque Guillermo el Joven de Brunswick-Luneburgo, por
ejemplo, acostumbraba correr medio en cueros por las calles de Celle, dando
obsequios a los transeúntes y gesticulando como un descosido; sin embargo, hizo
falta que atacase a su esposa con unas tijeras de sastre para que el consejo ducal se
aviniera a encerrarlo, y con todo, siguió gobernando, pese a sus accesos periódicos de
locura, sin ser sustituido por un regente durante siete años más, hasta su muerte,
ocurrida en 1589.[10]
Igual que la demencia no comportaba la exclusión total sino cuando se volvía
peligrosa, los nómadas solo incurrían en la franca hostilidad de la población cuando
la pobreza decaía en indigencia y se daban a la mendicidad, el robo o el bandidaje.
Las ocupaciones itinerantes proporcionaban una existencia aún más precaria que las
sedentarias. No cabe, pues, sorprenderse de que las grandes cuadrillas de asaltantes
que deambulaban por numerosas regiones de Alemania durante la Edad Moderna,
sobre todo en tiempos de guerra y agitaciones, procedieran sobre todo de las filas de
los marginados sociales, incluidos no ya vendedores ambulantes, pedigüeños y
gitanos, sino también comunidades pobres aunque sedentarias de judíos. Cuando
patrullaba los campos en busca de sospechosos y maleantes, por lo tanto, el Estado
moderno prestaba especial atención a los oficios itinerantes, y al estigmatizarlos de
este modo, los órganos de gobierno no hacían sino reforzar su condición de
marginados.[11]
III
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El siglo XVIII no fue testigo de mejora general alguna en la posición de los
marginados sociales de Alemania, sino más bien de la reestructuración de la idea de
quién pertenecía o no a esta categoría, así como de la proclamación —aunque su
puesta en práctica no pasó de ser limitada— de una serie de medidas destinadas a
integrarlos en la sociedad. Tales procesos se vieron acelerados por la desintegración
del orden social que llevaron aparejado el crecimiento demográfico, el cambio
económico y el impacto de la industrialización británica en el continente. Las guerras
francesas y napoleónicas imprimieron una urgencia nueva al fervor reformista de los
monarcas y burócratas ilustrados que se afanaban en modernizar sus estados y
hacerlos más eficaces frente a la amenaza de Francia. Estaba naciendo una nueva
esfera pública burguesa cuyos integrantes, gentes instruidas, creían en la igualdad
ante la ley y en la generalización de las libertades y responsabilidades civiles en un
mercado libre y un orden político liberal. El factor más importante de todos fue el de
la reducción drástica del poder de los gremios durante las primeras décadas del siglo
XIX, socavado por la industrialización y las acometidas del Estado reformista. La
transición de una «sociedad de órdenes» a otra «de clases», de la Standegesellschaft a
la Klassengesellschaft, brindó una situación nueva a los marginados sociales
decimonónicos.
Muchos de los grupos que habían quedado excluidos de la sociedad por
costumbre y por la ley quedaron así integrados, de forma paulatina aunque imperfecta
en algunos casos, en el curso de las reformas liberales que caracterizaron las décadas
centrales del siglo. El ejemplo más patente de esto lo constituyen los judíos, que
ganaron la igualdad civil en 1871 y abandonaron su aislamiento social y su identidad
religiosa en número cada vez mayor en los años que precedieron al comienzo de la
primera guerra mundial. Huelga decir que siguieron estando excluidos de los puestos
de poder más selectos del Ejército, la Administración y la política. Aun así, si bien no
dejaron de estar discriminados, tampoco podían considerarse marginados sociales; de
hecho, se habían integrado en la población alemana de forma muy variada antes de la
Gran Guerra. Hasta el káiser Guillermo II tuvo cierto número de amigos íntimos
judíos, a pesar de sus arranques ocasionales de discurso antisemita. Lo mismo cabe
decir de otros grupos excluidos de posiciones elevadas del Gobierno y la sociedad
durante el Imperio bismarckiano y el guillermino. El más nutrido de estos era el de
las mujeres, quienes, pese a estar excluidas de facultades tan fundamentales como la
del voto, fueron adquiriendo, si bien muy lentamente, un mínimo de derechos civiles
básicos durante este período. Las feministas que trataron de mejorar sus condiciones
se vieron sujetas con frecuencia a actos menores de hostigamiento por parte de la
policía. Más llamativo aún resulta el que los dos grandes movimientos políticos de la
fecha, el de los socialdemócratas y el de los católicos, fueran víctimas de ostracismo
por parte del sistema político y administrativo del Estado, y sufrieran una amplia
discriminación legal y acoso policial. A la postre, sin embargo, estos colectivos
constituían una parte de la sociedad en desventaja, pero no estaban excluidos por
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completo de ella. En conjunto, formaban la inmensa mayoría de los habitantes
alemanes de aquel tiempo.
No quiere esto decir que la situación en que se hallaban carezca de relevancia
respecto de la historia posterior de la política estatal para con los marginados
sociales. En particular, la designación de los socialdemócratas y los católicos en
cuanto «enemigos del Reich» por parte de Bismarck y la persecución que emprendió
contra ellos de formas diversas —desde el encarcelamiento por cargos menores o
inventados hasta la prohibición total de muchas de sus actividades— sentó un
precedente ominoso para el futuro. En determinados momentos del siglo XIX, el
discurso de los conservadores había puesto en el mismo saco la criminalidad y la
revolución y había defendido que se tratara a los radicales políticos como a
delincuentes comunes. En calidad de herederos de esta tradición, Bismarck y sus
sucesores usaron el derecho criminal para combatir las amenazas al orden político y
social del Reich con medidas que calaron hondo en muchos de los jueces y
administradores penales que sobrevivieron al desmoronamiento de la Alemania
imperial de 1918 y siguieron en sus puestos durante toda la República de Weimar.[12]
Aunque en otros países también hubo movimientos —entre los que destaca el
anarquismo, responsable de una oleada de asesinatos políticos en la Europa y la
América decimonónicas— sometidos a represión policial y legal, en pocos de los
situados al oeste de la Rusia zarista se generalizó tanto ni llegó tan hondo como allí.
La opresión política se vio enmarañada con el derecho criminal y la vigilancia
policial en un momento en que Alemania estaba racionalizando su postura respecto a
la exclusión social. La disminución progresiva del poder de los gremios volvió más
respetables muchos oficios, desde el de molinero hasta el de tejedor de lino, en tanto
que otros, como el de pastor, no conocieron más que una importancia marginal. La
honra perdió su significación en cuanto medio de apuntalamiento del orden social, y
en consecuencia, la deshonra también dejó de ser un instrumento de castigo por parte
del derecho y el Estado. Por otra parte, la regularidad laboral y la posesión de un
domicilio fijo, elementos a los que ya habían concedido prioridad las
administraciones ilustradas del siglo XVIII, cobraron una relevancia más exclusiva
como criterios de pertenencia social en el XIX. La industrialización y la urbanización
agilizaron las comunicaciones, la producción masiva y la distribución, así como la
desaparición de la mayoría de los oficios itinerantes tradicionales. Quienes seguían
dedicados a estos, como los oficiales artesanos que quedaban, viendo que era cada
vez más difícil ganarse el pan, hubieron de recurrir de forma creciente a la
mendicidad. Al mismo tiempo, cuando tocaba a su fin el siglo XIX, el crecimiento
económico supuso una demanda considerable de mano de obra en las ciudades.
Fueron muchos los obreros que viajaron en busca de trabajo, y la inestabilidad de una
producción industrial de notables fluctuaciones dio lugar con frecuencia a períodos en
los que era imposible encontrar un empleo. Por último, los latifundios del norte y el
este sustituyeron en grado cada vez mayor la mano de obra fija por la de los
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temporeros, lo que a su vez atrajo a nutridos grupos de braceros (llegados a menudo
de Polonia) que buscaban ocuparse en diversos períodos del año.
Todo esto contribuyó a lo que quienes analizaban la sociedad de la época
describieron como un problema creciente de vagabundeo a finales del siglo XIX. Los
empeños en solventarlo iban de la creación de colonias laborales a la práctica
incipiente de proporcionar alojamiento a un precio módico a quienes carecían de un
techo, financiado por fundaciones benéficas de inspiración religiosa en muchos casos.
Mientras tanto, sin embargo, en lo básico, la experiencia de los nómadas seguía
siendo de continuo acoso por parte de la policía y los tribunales, que penaban la
pordiosería, la falta de papeles y el vagabundeo (Landstrei-chereí) con repetidos
períodos breves de confinamiento en asilos para pobres o cárceles.[13] La ayuda a los
desfavorecidos se transformó por influencia del llamado «sistema de Elberfeld», de
una cuestión de beneficencia indiscriminada a un proyecto consistente en observar
con rigor a los menesterosos y obligarlos a hallar trabajo en un asilo o en puestos mal
remunerados so pena de perder el subsidio. También se adoptaron medidas similares
respecto de los romaníes y los sintos, acosados constantemente por la policía
mediante instrumentos legales como la obligación de llevar encima documentos
identificativos, la ley de tasas, las disposiciones contrarias al concubinato y el
requerimiento de registrarse en la comisaría correspondiente al fijar su residencia en
un distrito. En un contexto de pleno empleo y creciente perfeccionamiento del
sistema de ayudas estatales y voluntarias a los parados, el vagabundeo y la
mendicidad se consideraban no como respuestas al desempleo, sino como resultados
de la elección personal de «holgazanes» y desviados. Tales medidas tenían, sin
embargo, sus limitaciones. La ausencia de una fuerza policial nacional y el hecho de
que recayeran tales asuntos en los funcionarios locales hicieron que las autoridades se
contentaran muchas veces con expulsar sin más a los gitanos y los vagabundos de su
distrito y dejar así la responsabilidad en manos de otro. Incluso era frecuente que les
otorgasen documentos por los que se certificaba que se trataba de trabajadores en
toda regla a fin de desembarazarse de ellos.[14]
Muy similar era la actitud que se adoptaba respecto de la prostitución, que los
comentaristas de la época tendían a concebir no como una estrategia temporal
adoptada por ciertas jóvenes para hacer frente al desempleo transitorio —tal como
sucedía a menudo— ni como un medio de encarar las consecuencias de una
maternidad ilegítima y la consiguiente estigmatización social, sino como expresión de
la degeneración social y sexual de quienes la practicaban. En consecuencia, estas
siguieron siendo víctimas de acoso policial en caso de que se resistieran a formar
parte de la pequeña minoría que se encontraba recluida en «casas públicas» o
burdeles regulados por el Estado. Las más, sin embargo, lograban escapar a las
atenciones de la policía.[15] Al mismo tiempo, las autoridades estatales se volvían más
insistentes acerca de la necesidad de cuidar a los discapacitados físicos y mentales en
instituciones creadas para ellos. El siglo XIX fue la época de los grandes hospitales
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psiquiátricos y los sanatorios para lunáticos. La profesión médica también intervino
en grado cada vez mayor a fin de imponer el internamiento de los disminuidos
psíquicos en instituciones, aun en caso de que se opusiera la familia del afectado.[16]
Sería erróneo abordar tal mediación de los doctores desde un punto de vista
completamente negativo. No cabe duda de que había cierto género de perturbación
mental susceptible de recibir tratamiento químico, ni de que la situación de los
discapacitados físicos y psíquicos de los barrios pobres de las grandes urbes de la
Alemania de finales del siglo XIX y principios del XX distaba mucho de ser
envidiable. La intervención e institucionalización del sector clínico bien pudo servir
para alargar la vida a algunos de ellos. En algún que otro caso, de hecho, llegaron
incluso a salvársela al persuadir a los tribunales a condonar la pena de muerte a algún
homicida por causa de su demencia.[17] Con todo, el desarrollo que experimentó la
profesión médica a lo largo del período decimonónico llevó, sin lugar a dudas, a
señalar a ciertas clases de impedidos físicos y mentales como médicamente
marcados. Los doctores gozaron de una probabilidad cada vez mayor de granjearse el
apoyo del Estado en certificados obligatorios de demencia e incapacidad psíquica.
Todo esto viene a subrayar que, en el siglo XIX, las desviaciones sociales y
sexuales no se abordaban desde medidas e iniciativas gubernamentales, sino en
actividades cotidianas de lo que podría considerarse vigilancia policial y gestión
administrativa de bajo nivel. Aplicando en algunos casos dictados concretos del
derecho criminal y en otros haciendo valer, sin más, regulaciones locales u
ordenanzas policiales, los agentes del orden asediaban y acosaban a nómadas,
vagabundos, pordioseros, romaníes, sintos y prostitutas del mismo modo que
hostilizaron a los sacerdotes católicos recalcitrantes durante el Kulturkampf
(«contienda cultural») prusiano o a los activistas socialdemócratas en virtud de las
leyes publicadas contra ellos (los Sozialisten-gesetie) y, de hecho, hasta mucho
después. La ilegalidad de las relaciones sexuales entre hombres —que no entre
mujeres— que dictaba el párrafo 175 del código criminal del Reich de 1871
constituía otro instrumento más en manos de la policía, que se sirvió de él para
hostigar a los homosexuales de grandes urbes como Berlín.[18]
Los resultados fueron punto menos que predecibles. La falta de un principio
político nacional coordinado, sumada a lo inadecuado de los recursos de que disponía
la policía para centrar sus empeños en el número ingente de estas personas, suponía la
estigmatización de los marginados sociales en calidad de desviados, su identificación
y susceptibilidad de ser identificados por las autoridades a través de la profusión de
condenas y la sujeción a injerencias frecuentes y arbitrarias en su modo de vida. Era
imposible que las intervenciones policiales redujesen el número de los marginados
sociales o propiciaran su integración en la sociedad. Por el contrario, el acoso policial
no hacía sino reforzar su identidad marginal al aumentar su animadversión para con
la sociedad y empujarlos a crear y alimentar subculturas protectoras. Por eso nació
una de estas de talante homosexual en Berlín, así como otra de condición católica en
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el sur y el oeste, y otra conformada por vagabundos —dotada de su propia jerga, sus
lugares de encuentro y un código compartido de signos trazados con tiza en casas y
esquinas— de forma paralela a la subcultura organizativa de la socialdemocracia
alemana.[19] La de los romaníes y los sintos, pese a haber recibido escasa atención por
parte de la historiografía seria, debió de quedar, con casi total probabilidad, más
cimentada aún por esta persecución tan irregular como ineludible.[20]
Otro tanto cabe decir de la subcultura criminal de la Alemania decimonónica.
Cuando la pena de prisión fue a sustituir a los castigos físicos infligidos en público en
cuanto sanción principal, los comentaristas empezaron a apreciar que los más de los
reclusos de las cárceles eran delincuentes obstinados que habían estado confinados en
ellas en otras muchas ocasiones. Los presidios parecían más eficaces a la hora de
formar malhechores que de rehabilitarlos. El historial de antecedentes penales de que
se les dotó negaba la posibilidad de dar con un trabajo legal a quienes hubiesen tenido
interés en tenerlo, y la compañía de otros prisioneros fortalecía la conciencia de su
identidad criminal. Los empeños en remediar esta situación fracasaron, pues el
confinamiento en solitario, el voto de silencio, la instrucción religiosa y la educación
penitenciaria por los que abogaban los reformistas se pusieron en práctica de manera
demasiado irregular para que surtiesen efecto alguno en general. Las asociaciones de
voluntarios que asumieron el cuidado de los reclusos excarcelados eran demasiado
escasas para tener más que una influencia marginal, como ocurrió con las «casas de
magdalenas» destinadas a reformar a las prostitutas, las colonias laborales
filantrópicas y los albergues benéficos para vagabundos que apenas rascaban la
superficie de los distintos problemas que trataban de resolver.
La estigmatización de estos marginados sociales ayudó, de hecho, a perpetuar la
amenaza social que planteaban al ver de la sociedad respetable. Recordaba por igual a
la burguesía y a la clase obrera decente el destino que aguardaba a quienes se
apartaban seriamente de las normas sociales, sexuales o legales. En una categoría un
tanto diferente se hallaban las minorías étnicas de Prusia y, más tarde, de la Alemania
imperial; sobre todo los alsacianos y loreneses, los daneses y, por encima de ellos, los
polacos. También en estos casos se tendía principalmente a la asimilación. Las
autoridades alemanas locales trataban de reprimir el uso del polaco, el francés, el
danés y el alsaciano en contextos oficiales, incluidas las escuelas estatales, alentaban
a los colonos germanohablantes y empleaban el derecho de modos diversos en
desventaja de la población local de lengua no alemana. El resultado fue tan
predecible como en otros contextos: desarrollo de movimientos nacionalistas y
aparición de una poderosa subcultura regionalista que consideraba a los alemanes
poco más que una potencia de ocupación.[21] Los discapacitados físicos y psíquicos,
por último, formaban también una categoría aparte, si bien resulta difícil evaluar en
qué grado podían engendrar sus propias subculturas en el seno de las instituciones en
que se hallaban confinados. Aislados de sus familias, sus comunidades y el mundo
que se extendía tras los muros del asilo, eran los más vulnerables de todos los
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marginados sociales de la Alemania decimonónica.
IV
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Otros descarriados, como los alcohólicos, las prostitutas o los vagabundos, se
colocaban en la misma categoría de los sujetos de constitución genética corruptos
que, por ello, resultaban inferiores desde el punto de vista de la eugenesia.[25]
Tras estos argumentos subyacía un convencimiento más abarcador de que, con el
descenso de la tasa de natalidad que se dio en Alemania con el paso del siglo XIX al
XX, y que resultó más marcado entre la clase media y la alta, los representantes
«menos valiosos» de la sociedad se estaban reproduciendo con más rapidez que los
«plenamente meritorios». Esta distinción entre los Minderwertige y los Vollvertige se
volvió casi universal entre los facultativos y otros profesionales al abordar debates
relativos al «problema social» antes de la primera guerra mundial. Sin embargo, por
aséptica y «científica» que pudiese haber parecido, lo cierto es que implicaba de
forma inevitable el juicio moral y político de que algunos seres humanos no lo eran
plenamente. La propia terminología empleada echaba abajo las barreras y llevaba al
abandono de principios liberales inmemoriales como el de la igualdad ante la ley o el
de la libertad individual. La eugenesia podía emplearse, claro está, en un sentido
positivo, y de hecho, era uno de los factores que había tras los esfuerzos de la
profesión médica por mejorar los patrones de higiene, nutrición, cuidados infantiles y
salud pública en general; pero cuanto más se generalizó entre la población la red
institucional de servicios sanitarios, más obvio resultaba a muchos de cuantos
participaban en ella que la minoría que se empeñaba en rechazar las bondades de una
vida normal, sobria, laboriosa y observante de la ley debía de actuar así por causa de
algún defecto heredado como el que parecían sufrir los discapacitados físicos y
mentales. Por lo tanto, la eugenesia negativa —la reducción o eliminación de los
sectores «menos valiosos» de la población— se concibió como una consecuencia
punto menos que inevitable de la expansión de la positiva —la mejora de la salud
mental y física de la población en su conjunto.
En vísperas de la primera guerra mundial, el lenguaje de la eugenesia y la higiene
racial era ya de uso común entre los abogados criminalistas, los fiscales estatales, los
administradores penitenciarios y los comentaristas sociales de Alemania, así como
por cuantos participaban en la floreciente profesión de los agentes de bienestar social.
Los organismos internacionales consagrados a la aplicación de ideas médicas en el
ámbito criminal y penal se hallaban dominados por austríacos y alemanes. Mucho
antes de estallar la Gran Guerra, los partidarios de las reformas penitenciarias
abogaban ya por la detención indefinida, la castración y aun la ejecución de
reincidentes cuya conducta, reiterada a lo largo de los años, había puesto de relieve
en su opinión su degeneración hereditaria, su incapacidad para convivir en la
sociedad humana y lo inconveniente de que transmitieran los defectos de su carácter a
la siguiente generación.[26] Aunque en otros países, como Estados Unidos, se habían
planteado tesis semejantes por parte de los defensores de la eugenesia, en Alemania
el movimiento se hallaba dominado en mayor grado por los profesionales de la
medicina y la psiquiatría, quienes aplicaban el concepto de degeneración como
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herramienta de diagnóstico con una variedad cada vez mayor de marginados sociales
que incluía a alcohólicos, homosexuales y prostitutas.[27]
Estos conceptos nuevos estaban teniendo ya un impacto discernible en la actitud
adoptada respeto de los transgresores serios y violentos aun antes de la primera
guerra mundial, y se habían popularizado en cuanto medio de justificar la pena de
muerte en la profesión jurídica, la prensa y la vida política. Sin embargo, no fue hasta
la República de Weimar cuando quedaron ligadas a otros dos conjuntos de ideas
como parte de una mezcla tan nueva como fatídica. En primer lugar, tras la derrota
sufrida por Alemania en el conflicto bélico fue cada vez mayor el número de
especialistas en higiene racial, sobre todo entre los jóvenes, que se convencieron de la
supremacía nórdica y la inferioridad de los judíos, los eslavos y otros grupos étnicos.
Los que secundaban la eugenesia pero se oponían al antisemitismo y el racismo
quedaron en minoría. En segundo lugar, comenzó a aplicarse el modelo médico a la
depravación política. A mediados del siglo XIX eran muchos los comentaristas que
concebían la actividad y el credo revolucionarios como una forma de delincuencia.
Desde la primera guerra mundial fue cobrando fuerza el convencimiento de que era
producto de una mente enfermiza o degenerada. Ya entre 1916 y 1918, de hecho, los
testigos de Jehová que se negaban a hacer el servicio militar por motivos éticos
acababan recluidos en el frenopático después de que se les diagnosticara de «manía
religiosa». Durante la República de Weimar era normal que la derecha política los
tuviera por revolucionarios engañados por judíos, con los que se daba por supuesto
que compartían una serie de creencias espirituales.[28] Uno de los principales
criminólogos consideraba la mismísima Revolución de 1918 un producto de
perturbaciones psíquicas propiciadas por cambios cósmicos y climáticos causantes de
una reversión de las masas a cierto estado atávico de brutalidad primitiva comparable
al que diagnosticaba a los criminales el teórico italiano Lombroso.[29]
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miles de enfermos los que murieron de manera prematura a manos de funcionarios
que sabían bien lo que hacían y apenas albergaban escrúpulos al respecto.[30]
El desarrollo de servicios asistenciales y el auge de la profesión de los
trabajadores sociales en la República de Weimar aceleraron este proceso más que
retrasarlo. Fueran cuales fueren sus discrepancias, quienes operaban en este ámbito
coincidían cada vez más en la necesidad de una legislación que sustituyese a medidas
e instituciones anticuadas como los asilos para pobres por hogares modernos en los
que poder ingresar sin limitaciones a vagabundos, rameras y otros «antisociales» —
que así se les conocía ya de forma generalizada— hasta que se les juzgara capaces de
integrarse en la sociedad. Todos los partidos situados a la derecha del de los
comunistas se avinieron a la elaboración de una ley que despenalizara delitos como el
vagabundeo o la prostitución e introdujera en su lugar disposiciones destinadas a
lograr el confinamiento forzoso e indefinido de los «antisociales» en diversas
instituciones seguras gestionadas por el sistema de bienestar social.[31] En paralelo a
este se entabló un debate en torno a quienes transgredían de forma habitual o
«incorregible» el derecho criminal, quienes, en opinión de muchos juristas,
criminólogos y psiquiatras, deberían ser sometidos a «confinamiento de seguridad»
de manera indefinida por motivos muy semejantes.[32] De tal modo se impediría que
se reprodujesen y pusieran así en peligro la salud futura de la raza alemana.
La generalización de ideas tomadas de la eugenesia y la higiene racial afectó
también a otros marginados sociales de la República de Weimar. Los gitanos, por
ejemplo, planteaban al sistema de bienestar problemas muy similares por su
condición «antisocial». Eran vagabundos, eludían las disposiciones legales relativas a
la escolarización de sus hijos, se daba por supuesto que estaban implicados en delitos
menores y, para colmo, tenían un origen racial a todas luces diferente del de los
alemanes. Tal como ocurría con los delincuentes contumaces y los «antisociales», el
régimen de Weimar seguía basando sobre todo su respuesta al respecto en acciones
policiales, y sin embargo, la evolución del sistema de bienestar social ayudó también
a cimentar su exclusión de la sociedad y llevó a las agencias de este a defender con
más ahínco que nunca su integración. A la «biología criminal» no le resultó difícil
describirlos como seres humanos «primitivos» y subdesarrollados, inferiores a los
alemanes desde el punto de vista racial. La idea de integrarlos en la sociedad, por lo
tanto, acabó por ceder el paso en la mente de un número nada desdeñable de
responsables políticos a la de desterrarlos por completo de ella por miedo a que la
contaminaran por mediación del mestizaje, que de hecho se estaba produciendo cada
vez más durante este período. Cierta ley bávara de 1926 trató de restringir sus
movimientos a asentamientos determinados y de evitar que formasen «bandas», y los
amenazó con dos años de reclusión en un asilo «por motivos de seguridad pública» si
no demostraban tener trabajo de manera regular. Los funcionarios comenzaron a
reunir un registro pormenorizado de gitanos con la intención de seguirles el rastro en
los archivos criminales y del sistema de bienestar social en cuanto grupo racial
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diferenciado.[33]
La influencia del pensamiento de la biología racial se hizo notar también en los
debates relativos a la homosexualidad durante la República de Weimar. Si los
sexólogos finiseculares ya habían calificado de trastorno psicológico dicha condición,
a medida que descendía la tasa de natalidad comenzaron a crecer entre los expertos
en eugenesia las preocupaciones relativas a la influencia de una posible difusión de la
homosexualidad. Los comentaristas médicos opinaban que se trataba de una afección
en la que, por motivos evidentes, la herencia desempeñaba una función subordinada.
En consecuencia, la intervención clínica podía, cuando menos en teoría, dar con una
«cura». Para la extrema derecha, pues, se hicieron prioritarias la restricción y, de ser
posible, la eliminación de la floreciente subcultura homosexual en ciudades como
Berlín a fin de evitar la corrupción y seducción de jóvenes que, según se creía, podían
contribuir de lo contrario a la reproducción de la raza. Además, los criminólogos se
centraron en las conexiones delictivas de dicho colectivo (inevitables por causa del
carácter ilegal de la homosexualidad masculina en virtud del derecho criminal). Por
último, en la derecha era común la preocupación por el «afeminamiento» de los
homosexuales varones y el efecto que podía tener —que estaba teniendo ya, al decir
de algunos— en la masculinidad de los soldados alemanes, en su voluntad de
combatir en una futura guerra y en el vigor viril que debían transmitir a las
generaciones futuras. El sexólogo Magnus Hirschfeld, precursor en la defensa de la
igualdad de derechos para este colectivo, no hizo, posiblemente, sino agravar tan
irracionales miedos al presentar a los hombres homosexuales como un «tercer sexo»
que no era ni masculino ni femenino, sino que se hallaba en algún lugar intermedio.
[34]
En tiempos de la República de Weimar se politizó en grado considerable la
cuestión de la exclusión social. Por un lado, los contrarrevolucionarios y la derecha
política agruparon de manera creciente a toda clase de desviados sociales, políticos y
religiosos en una categoría única de subversivos de la que se suponía que estaba
socavando la raza germana. En esto los secundaban cuando menos algunos expertos
en eugenesia e higiene racial, aunque otros se resistían a la apropiación política del
asunto por parte de las fuerzas racistas y antisemitas del nacionalismo extremo. Más
en general, el propio sistema pujante de bienestar social del período de Weimar entró
en la palestra política al exigir acciones legislativas que excluyeran del ámbito de la
justicia criminal y los sistemas penales a cierta variedad de minorías, desde los
enfermos mentales a los infractores reincidentes, pasando por los vagabundos, los
alcohólicos y los drogadictos, para incluirlos en el de la institucionalización
obligatoria bajo supervisión facultativa durante un período definido.
Entre los grupos de marginados sociales hubo algunos que también se politizaron.
Durante la década de 1920, los testigos de Jehová obtuvieron en Alemania un apoyo
multitudinario; tanto, que en 1926, la secta tenía más seguidores en Dresde que en
Nueva York. Además, su pacifismo se hizo más pleno e inflexible que en la Gran
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Guerra, en la que había sido considerable la proporción de los que se habían avenido
a servir en las fuerzas armadas de Alemania. Su franca oposición a la amenaza
creciente del antisemitismo enfureció a la extrema derecha y consolidó el
convencimiento, por parte de los ultranacionalistas, de que ejercían de títeres de los
judíos, obstinados en evitar el resurgir de la raza germana tras la catástrofe de 1918.
[35] Los homosexuales hicieron una campaña vigorosa y mucho más directa que
durante el Imperio guillermino por la abolición del párrafo 175 del código criminal y
la legalización de su colectivo.[36] Anarquistas como Erich Mühsam y Gregor Gog
trataron de politizar a los vagabundos, si bien el Vagabundenkongress celebrado por
este último en Stuttgart en 1929 apenas conoció un éxito limitado y la idea de
organizarlos en un sindicato (Verein) fracasó como cabía esperar.[37]
Los marginados sociales también adquirieron una función política simbólica de
peso en la República de Weimar, cuando las fuerzas del nacionalismo radical exigían
a todos los alemanes de bien que se rebelaran contra el Tratado de Versalles y
combatieran a las fuerzas subversivas que obstaculizaban el renacer de la nación. A
ningún grupo podía aplicarse esto con más propiedad que a los llamados «bastardos
de Renania». Durante la década de 1920, la margen izquierda del Rin se hallaba
sometida a la ocupación militar aliada, y en la zona asignada a Francia, este hecho
comportaba la presencia de tropas coloniales procedentes de Senegal, Madagascar y
otras partes del Imperio francés de ultramar. Apenas hubo partido político de
Alemania que no protestase ante el uso en la región de lo que consideraban soldados
inferiores desde el punto de vista racial, y más aún durante la invasión gala del Ruhr
de 1923, cuando la propaganda racista alcanzó proporciones punto menos que
histéricas y llevó a acusar a los combatientes negros de numerosas violaciones de
mujeres alemanas. En Mi lucha, de hecho, Hitler achacó esta situación a una conjura
deliberada de los judíos destinada a degradar y corromper la raza germana. En
realidad, todo apunta a que los soldados de las colonias se condujeron con cortesía y
consideración, y que los «bastardos de Renania» fueron el fruto de relaciones por
entero voluntarias con mujeres de la zona. Otros de quienes se incluían en esta
categoría eran hijos de contactos sexuales totalmente legítimos entre colonos
alemanes de uno y otro sexo y nativos americanos mantenidos al otro lado del
Atlántico antes de la primera guerra mundial. Estas distinciones, sin embargo, se
obviaron por completo en medio del furor provocado por la ocupación francesa, y
todos los germanos mestizos quedaron comprendidos en dicha denominación,
símbolo tan poderoso de la humillación de Alemania, que los funcionarios del
Ministerio bávaro de Interior empezaron ya en 1927 a pedir al gobierno del Reich que
emprendiera contra ellos una campaña de esterilización obligatoria.[38]
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Pese a todos estos acontecimientos ominosos, sería incorrecto entender sin más el
trato recibido por los marginados sociales de la República de Weimar a través del
cristal de una discriminación y una persecución estatales crecientes. La década de
1920 fue también testigo de un movimiento generalizado de reforma social en el
sistema penal, policial y de bienestar del Estado. Hasta quienes creían en la presencia
marcada de un elemento hereditario en una clase u otra de degeneración social
consideraban que la mayoría de los descarriados seguía siendo capaz de reinsertarse
en la sociedad. Las ideas liberales y socialistas tuvieron cierta influencia en esto, y las
propuestas de esterilizar a dichos individuos o someterlos a algún plan de «eutanasia»
involuntaria toparon con un rechazo considerable en todos los ámbitos.
Con todo, esta situación no iba a durar demasiado, siendo así que la depresión
económica de entre 1929 y 1933 exacerbó el problema de los marginados sociales de
modos muy diversos. El desempleo, que alcanzó cotas nunca vistas, supuso un
aumento descomunal del número de desamparados y vagabundos. Se redujeron los
subsidios, que se abandonaron por completo en el caso de quienes llevaban largo
tiempo en el paro, de los cuales eran punto menos que un millón y cuarto los que no
recibían prestación alguna a comienzos de 1933. Se calcula que el número de quienes
dormían en la calle en Alemania era de entre doscientos y quinientos mil a principios
de la década de 1930. La reducción del gasto estatal durante la crisis encendió las
protestas de quienes consideraban un «lastre social» a los discapacitados físicos y
mentales. La prostitución se convirtió de nuevo en un medio de subsistencia habitual
entre las jóvenes, en su mayoría de clase obrera, en tiempos en los que resultaba
difícil dar con otro trabajo; y si bien la tasa de criminalidad no aumentó tanto como
durante la hiperinflación de 1922-1923, las bandas o «camarillas» de jóvenes
tuvieron una presencia notable durante la Depresión y adquirieron fama de amenaza
seria al orden público entre muchos integrantes de las clases medias.[39]
Esta situación desdibujó e hizo más flexibles que nunca los confines entre la
sociedad respetable y sus marginados. La prostitución constituía por lo común hasta
en tiempos de normalidad un expediente temporal al que recurrían mujeres a las que
después no suponía demasiada dificultad volver a integrarse en la clase obrera. El
vagabundeo no era tanto un modo de vida permanente como una circunstancia
temporal ineludible para los cientos de miles de varones, en su mayoría jóvenes, que
no podían permitirse un techo bajo el que resguardarse a principios de la década de
1930, y lo cierto es que en otros tiempos constituía apenas una fase más para muchos
de los que lo practicaban. El robo, el desfalco y los delitos menores resultaron
tentadores para un buen número de ciudadanos en un período de desempleo
multitudinario y bancarrota. A la larga, hasta una minoría étnica como la de los
«bastardos de Renania» se las compuso para dar con un papel en la sociedad, sobre
todo en el ramo de espectáculos circenses y de otra clase. Si bien algunas formas de
deficiencia psíquica y física resultaban extremas de manera innegable e
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imposibilitaban a su poseedor el disfrute de una vida normal de integración en la
sociedad general, otras eran mucho menos definidas y dependían del antojo de
procedimientos diagnósticos tan vagos como arbitrarios.[40]
En tiempos de normalidad, como hemos visto, las tácticas gubernamentales y
policiales podían hacer más rígidas las delimitaciones y convertir en una condición
más o menos permanente lo que para muchos no pasaba de ser una función temporal
o desempeñada a tiempo parcial al margen de la sociedad. La medicalización del
ámbito de lo penal y el aumento del bienestar social había hecho extensiva la
exclusión social a un número cada vez mayor de personas que hasta entonces habían
eludido la red, sin disminuir, no obstante, el impacto de las acciones policiales
cotidianas en la identificación y perpetuación del mundo de los «antisociales», los
delincuentes de menor consideración y los reincidentes. La recopilación de
estadísticas relativas a los gitanos; la creación por parte de las «oficinas de
compilación biológico-criminal» de complejos ficheros de marginados sociales
tenidos por portadores de una carga hereditaria defectuosa y, por ende, por un peligro
para las generaciones venideras; las actividades de allegamiento de información del
sistema de bienestar social…; todo ello proporcionó, mucho antes de la llegada del
Tercer Reich, los fundamentos necesarios para la consolidación de las divisorias entre
la sociedad y sus elementos marginales que la Depresión amenazaba con desdibujar.
[41]
El régimen nacionalsocialista trató de reproducir estas delimitaciones de un modo
extremo, y al hacerlo, fundió en uno todos los elementos que habían estado presentes
en el pensamiento oficial, médico-psiquiátrico, administrativo y criminológico en
relación con los marginados sociales. Al dividir su mundo en «camaradas raciales» y
«gentes ajenas a la comunidad», Volksgenossen y Gemeinschaftsfremde, los de
dentro y los de fuera, los nazis definieron a casi todo aquel que se negó a contribuir a
sus objetivos como descarriado, enfermo, llevado por motivaciones raciales o
degenerado. Lo más probable es que, desde el punto de vista histórico, la sociedad
alemana no fuese más hostil frente a los individuos marginales que otras de las
europeas. Hasta en tiempos de la tradicional «sociedad de los órdenes sociales» (o
Stándegesellschaft) habían sido mudables y flexibles los confines de los
«honorables» y los «indignos», y en cualquier caso habían desaparecido en gran
medida a mediados del siglo XIX. La sociedad industrial había creado una serie de
categorías nuevas de marginados sociales, sobre todo entre los discapacitados físicos
y mentales, al mismo tiempo que perpetuaba o transformaba otras, como la de los
nómadas o la de los vagabundos. La actitud social y en cierta medida oficial para con
los actos socialmente descarriados, como la sodomía o la prostitución, y los grupos
marginales como el de los gitanos se volvió más indulgente en el transcurso de los
siglos XVIII y XIX. Estos colectivos hubieron de soportar hasta finales del XIX o
principios del XX actos menores de hostigamiento policial que, si bien pudieron
reafirmar su identidad desviada, no cortaron por entero los lazos que los unían a la
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sociedad respetable.
Fueron tres los factores que transformaron esta situación en el período que va de
1890 aproximadamente a 1930. El primero fue la medicalización de la política penal
y de asistencia social, unida a una expansión considerable del sistema de bienestar
estatal. En grado cada vez mayor, y sobre todo a partir de la primera guerra mundial,
quienes trataban con ellos incluyeron a una proporción significativa de marginados
sociales en la categoría de los contaminados desde el punto de vista hereditario, de
los degenerados y de los que constituían una amenaza para el futuro de la raza
alemana. El segundo, muy ligado a él, fue el auge de la higiene racial, la tendencia a
considerar conforme a criterios étnicos la sociedad germana y sus relaciones con
otras de las de dentro y fuera de Europa. Esto se tradujo en un vínculo gradual,
aunque irregular, entre el discurso relativo a los marginados sociales y el que tocaba
al antisemitismo y la capacidad de la raza germana para subsistir en la lucha por la
supremacía con otras como la latina o la eslava. El tercer factor fue el de la creciente
politización de los argumentos referentes a los marginados sociales, y de hecho, la
creciente politización del común de la sociedad alemana, sobre todo en tiempos de la
República de Weimar, cuando muchos de la extrema derecha entendieron necesaria la
adopción de remedios drásticos a fin de superar el trauma de la derrota sufrida en la
primera guerra mundial y regenerar la nación de Alemania en cuanto entidad viril,
enérgica, comprometida y unida, resuelta a alcanzar el poderío mundial que se le
había escapado de las manos entre 1914 y 1918.
Estos fueron los criterios que aplicaron los nazis a los marginados sociales de
Alemania desde 1933 en adelante, y para ello pisotearon a menudo las escrupulosas
distinciones que habían trazado los expertos al mismo tiempo que adoptaban sus
ideas y se servían de los datos que con tanta meticulosidad habían allegado durante la
República de Weimar. La radicalización del nazismo, verificada sobre todo en la
guerra, llevó aparejada la de su postura para con los excluidos de la sociedad. En este
contexto se desvanecieron en mayor o menor grado las distinciones entre desviación
política, racial y social. Llegado 1944, la definición de «gentes ajenas a la
comunidad» se había trocado en un instrumento por entero arbitrario en manos de la
SS y el sistema policial. Al decir del criminologo nacionalsocialista Edmund Mezger
pertenecía a dicha categoría «todo aquel que, por su personalidad y su estilo de vida,
y en particular por mediación de deficiencias poco usuales de entendimiento y
carácter, se muestra incapaz de satisfacer por sí mismo los requisitos mínimos de la
comunidad racial».[42] Semejante descripción abarcaba mucho más que las categorías
de marginados sociales que habían soportado con anterioridad los peores embates de
la represión y exterminio de los nazis, y daba en la práctica a los cuerpos de
seguridad carta blanca para arrestar, encarcelar y matar casi a cualquiera. El término
biológico Volksschadling (parásito racial), usado habitualmente por la legislación
nacionalsocialista relativa a delitos de tiempos de guerra como el pillaje, dan fe de
hasta dónde había calado en su pensamiento la metáfora de la etologia. Juristas del
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régimen tan eminentes como Roland Freisler y Otto-Georg Thierack proclamaban de
forma explícita el papel de la justicia como instrumento de limpieza eugenésica.
Este no era sino el final de un largo camino que había comenzado no con la
supervivencia de formas precontemporáneas de exclusión social heredadas de la
Stàndegesellschaft de la Edad Moderna, sino con la dilatada autonomía y los amplios
poderes que había recibido de la era del absolutismo la policía de los más de los
estados alemanes, y que había utilizado para hostigar y perpetuar la exclusión social
de toda una variedad de categorías de descarriados y marginados. Aunque el fracaso
de la reforma penal decimonónica —que distaba, por cierto, de ser exclusivo de
Alemania— había representado también un papel relevante en este sentido, fueron la
irrupción en la administración judicial, penal y social de una filosofía finisecular
impregnada de racismo, darwinismo social y eugenesia, y la medicalización y
politización de dichas áreas de pensamiento y de práctica durante la República de
Weimar lo que situó a Alemania en la ominosa vía que desembocaría en el
encarcelamiento indefinido, la esterilización y, al final, el exterminio en masa de los
colectivos tenidos por descarriados. De estos pasos, el más radical, el del asesinato
multitudinario, es el único que no se habría dado probablemente de no haber llegado
los nazis al poder en 1933. Ello es que en otros países —desde Suecia a Estados
Unidos— se habían adoptado también durante el período de entreguerras medidas
coercitivas contra cierta variedad de marginados sociales que incluían la
esterilización forzada, aun cuando en escala mucho menor que en Alemania. En los
dominios de esta fue únicamente donde el homicidio masivo se convirtió en
estrategia del Estado, y comenzó no con los judíos, sino con los discapacitados físicos
y psíquicos ejecutados en 1939.
Por lo tanto, vistos desde una perspectiva histórica más amplia, el confinamiento,
la esterilización y el exterminio de marginados sociales por parte de la Alemania nazi
fueron producto de la modernidad, de la movilización política y los avances
científicos —o de lo que se tenía por tales— que se dieron en el medio siglo que fue
de 1890 a 194o.[43] El proceso no supuso un regreso a lo salvaje: describirlo como tal
equivale a usar este vocablo en un sentido moral más que histórico, y en
consecuencia, a impedir la comprensión seria y bien informada de la naturaleza de la
propensión nazi al exterminio. Emplear la condición salvaje en cuanto herramienta
conceptual fundamental para entender el Tercer Reich es confundir condena moral
con pensamiento. En cambio, concebir el exterminio nazi como un aspecto del
fenómeno bifronte de la modernidad supone reconocer que quizás esta posee un lado
oscuro, que —como supieron ver hace ya mucho Marx y Engels— pudo tener sus
víctimas además de sus beneficiarios.[44] No significa que haya que reescribir el
concepto de modernización hasta vaciarlo de toda connotación positiva, sino más
bien reconocer que la ciencia, en determinados lugares y en momentos concretos, y
quizá por encima de todo en la Alemania de entre 1890 y 1940, pudo representar una
fuerza tan destructiva como constructiva, y que lo que algunos entendían como
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progreso social fue para otros discriminación, opresión, sufrimiento y muerte.
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II
EN LA ALEMANIA NAZI
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7
COACCIÓN Y CONSENTIMIENTO
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La estimación de que gozaban también se hizo evidente en los resultados de los
comicios y plebiscitos que celebraron con intervalos diversos a lo largo de la década
de 1930. El 99 por 100 de apoyo que otorgó el electorado a Hitler y sus programas
brinda, a decir del historiador Robert Gellately, indicios «notables» del «respaldo
popular» de que gozaba el régimen; opinión que corrobora quien es quizás el
historiador más destacado de Alemania: Hans-Ulrich Wehler, que sostiene al analizar
aquel período que en aquellas ocasiones los nazis «no siguieron una estrategia
sistemática de manipulación».[48] Los asertos de más alcance en este sentido han sido
los que ha expresado el historiador alemán de izquierda Gotz Aly, quien negó no hace
mucho que el Tercer Reich fuese «una dictadura mantenida por la fuerza», sino un
régimen popular sostenido por el entusiasmo de la inmensa mayoría por los logros
obtenidos desde muy temprano en el ámbito de la prosperidad material y la igualdad
social. La estructura de sus procesos de toma de decisiones no era «descendente»,
sino «plana», lo que ofrecía el máximo de oportunidades a la participación en la
formulación y puesta por obra de las acciones gubernamentales.[49]
Estos argumentos cuentan, en gran medida, con el impulso de un poderoso
imperativo moral, avivado por la reaparición de diversas causas de crímenes de
guerra desde la caída del comunismo y la puesta en marcha de acciones de
compensación y restitución en ámbitos diversos que van desde obras de arte
saqueadas hasta a mano de obra esclava. Cuanto implique una restricción del libre
albedrío de los agentes históricos amenaza con constituir un obstáculo serio a la hora
de determinar su culpabilidad. La jerga de los tribunales se ha importado a la
historiografía, y así, todo el que vivió en Alemania o en Europa en general entre 1933
y 1945 se califica de «perpetrador», de «testigo» o, con menos frecuencia, de
«víctima». Hans-Ulrich Wehler ha sostenido que sería «erróneo caracterizar
principalmente el Estado del Führer como un régimen de terror en el que una banda
de malhechores encabezados por un marginado social austríaco ejerció sobre
Alemania un género de dominación extraña ante la que no tuvo más opción que
doblegarse una mayoría decente aunque indefensa». Esta opinión, frecuente en
Alemania Occidental durante el período inmediatamente posterior a la guerra,
brindaba, en su opinión, una coartada a la mayoría al mismo tiempo que pasaba por
alto, de forma muy oportuna, el «amplio consenso» que se dio desde un principio
respecto del apoyo al régimen, mantenido sobre todo por el atractivo ejercido por la
personalidad arrolladora de Hitler y por una combinación de «pan y circo» para las
masas. En consecuencia, en la Alemania nazi existió un «entendimiento sin reservas»
entre «los dictados del Führer y la opinión del pueblo».[50] Para Wehler, la admisión
de este acuerdo sirve de apoyo a la premisa de la culpa colectiva que constituye el
factor integrador principal de la identidad nacional de la Alemania posterior a la
unificación. Dicha identidad no ha carecido nunca de detractores, y de hecho, se han
dado intentos reiterados de brindar una alternativa o de socavar sus proposiciones
mediante el expediente de presentar a los alemanes como víctimas de la guerra y la
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conquista en igual grado que el resto de naciones. Pese a todo, ha adquirido una
condición hegemónica. Descansa sobre el sentimiento compartido de responsabilidad
por los crímenes del nazismo que puede observarse hoy en toda Alemania, sobre todo
en Berlín, en donde el centro mismo de la nueva capital de la nación posee ahora un
monumento y un museo dedicados a las principales víctimas del nacionalsocialismo.
[51]
Sin embargo, la importancia que se atribuye hoy al consenso nacional que
sustentó al nazismo entre la década de 1930 y los albores de la de 1940 no es
exclusiva de quienes tienen por interés principal el de dotar de legitimidad histórica al
concepto de identidad nacional de los liberales de izquierda, sino que se ha
generalizado entre los historiadores de la Alemania nazi sin importar su país de
origen. «Habida cuenta del próspero cultivo que hicieron de la opinión popular —ha
escrito Robert Gellately—, los nazis no necesitaron servirse del terror generalizado
contra la población para imponer su régimen». «La revolución nazi —asevera— no
comenzó con una arremetida global a la sociedad alemana, sino que fue avanzando
con arreglo a lo que quería o estaba dispuesta a tolerar la gran mayoría». El terror, a
su decir, estaba dirigido sobre todo a grupos poco nutridos de marginados sociales y
no suponía amenaza alguna a las vidas de casi la totalidad de los alemanes de a pie.
Los más de estos, de hecho, sabían de la existencia de los campos de concentración y
del sistema de intimidación; pero lejos de reaccionar con miedo, los aprobaban. Si el
horror representó algún papel en la consolidación del régimen, fue el que ejercieron
la Gestapo y la policía criminal contra los marginados de la sociedad, que ayudó a
convencer a la abrumadora mayoría de ciudadanos corrientes de que al fin se estaban
restaurando la ley y el orden que tan malparados habían quedado tras el caos de la
República de Weimar. «La mayoría callada y no tan callada —afirma Gellately—
apoyaba al régimen». El suyo no es un parecer aislado. De hecho, todo indica que los
expertos de nuestro tiempo tienden a coincidir en que el Tercer Reich fue, en
consecuencia, por repetir la expresión que han empleado recientemente varios de
ellos, tanto alemanes como de fuera de Alemania, una «dictadura por consentimiento
mutuo», una Zustimmungsdiktatur, que es como se titula el artículo elaborado por
Frank Bajohr para una historia reciente del Hamburgo de la era nazi escrita en
colaboración.[52]
En lo que sigue, abordaremos de manera crítica tres de las proposiciones —o
grupos de ellas— en las que descansa este nuevo consenso:
1) Los nazis no tomaron el poder a la fuerza, sino que lo obtuvieron de manera legal y consentida. No
coaccionaron sino a pequeñas minorías de marginados sociales, y con la aquiescencia de la inmensa
mayoría de la población.
2) La represión que ejercieron los nazis por medio de la Gestapo y los campos de concentración se llevó a
cabo a pequeña escala y sin que esta represión afectara a la mayor parte de la ciudadanía.
3) La abrumadora popularidad de que gozó el régimen desde el principio mismo se hizo patente en los
resultados, prósperos hasta extremos asombrosos, que obtuvo en los comicios y plebiscitos nacionales,
en los sondeos de opinión posteriores sobre los recuerdos que tenían del régimen quienes lo habían
conocido, en la disposición de las gentes de a pie a denunciar ante las autoridades a cualquiera que
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sacara los pies del plato y en la publicidad generalizada otorgada a los campos de concentración, que en
consecuencia, se diría que gozaron de la aceptación global del público germano en cuanto instituciones
de utilidad.
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Göring, en calidad de presidente del Reichstag, actuó contra derecho al negarse a
incluir a los diputados comunistas, ausentes pero elegidos de modo legítimo, en el
total del que obtuvo la mayoría de dos tercios necesaria para aprobar dicha
disposición. Lo cierto es que habría salido adelante sin tener que recurrir a semejante
acción, aunque esto no hizo nada por volverla más legal. El nombramiento por parte
de Göring de cientos de miles de guardias de asalto nazis en calidad de agentes de la
policía auxiliar prusiana también resultó poco lícita dada la falta de legitimidad de su
propia posición. Y aun cuando lo hubiese sido, nada de ello habría podido justificar
en lo jurídico las numerosas agresiones físicas, los asesinatos, los actos de pillaje y el
resto de atrocidades cometidas durante la primera mitad de 1933, tal como ponen de
relieve con elocuencia los muchos miles de causas judiciales presentadas contra ellos
por las fiscalías estatales en el curso de 1933 y anuladas a continuación por orden de
Hitler.[55]
¿Contra quién iba dirigida la violencia nazi? Gellately, en particular, asevera que
desde un principio tenía por objetivo a las pequeñas minorías. Tanto en 1933 como
después se emplearon, en su opinión, los campos de concentración de manera
arrolladora en calidad de centros de reeducación para marginados sociales,
denominación que incluía no solo a los comunistas, sino también a delincuentes
habituales, haraganes, vagabundos, homosexuales, alcohólicos, etc. De hecho, sin
embargo, en 1933, la de los primeros era, con cierta diferencia, la categoría más
numerosa de quienes se hallaban recluidos en aquellos recintos: los marginados no
fueron mayoría sino más tarde. Difícilmente podría considerarse a los comunistas
integrantes de esta última denominación, siendo así que se hallaban bien integrados
en comunidades de obreros en todas las regiones industriales de Alemania. No eran
marginados sociales sino desde el punto de vista de las clases medias, perspectiva
que, sin embargo, adopta Gellately de manera inconsciente con demasiada frecuencia.
Tampoco conformaban una minoría insignificante o marginal, pues durante las
elecciones al Reichstag de noviembre de 1932 se hicieron con cien escaños: más de la
mitad de cuantos obtuvieron los nazis.[56]
Mucho más importante, sin embargo, es el que la violencia nacionalsocialista de
193 3 —y mucho antes, de hecho— no fuese dirigida de manera exclusiva a los
comunistas, sino también a los socialdemócratas, cuyos representantes formaban
parte de consejos y parlamentos de toda la nación y habían dirigido no solo la
administración prusiana, sino también el Reich en varias ocasiones antes de la toma
de poder de los nazis. Gellately hace caso omiso de las agresiones contra ellos por
considerarlas insignificantes,[57] cuando basta una ojeada a la documentación
existente para hacerse cargo de la intensidad y el alcance estremecedores que se
dieron en los seis primeros meses de 1933, período en que los nazis se dispusieron a
aplastar lo que llamaban «marxismo», con lo cual no solo se referían al comunismo
(doctrina que ellos denominaban «bolchevismo»), sino también a la democracia
social. El 21 de junio de 1933, a raíz de la ilegalización del partido, arrestaron a tres
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mil de sus integrantes más destacados para golpearlos, torturarlos y, en muchos casos,
matarlos. El conato de resistencia armada que se dio en el barrio residencial berlinés
de Köpenick provocó la detención inmediata de quinientos socialdemócratas por la
guardia de asalto nazi, que en el transcurso de la llamada «semana sangrienta de
Köpenick» los sometió a tormento con tanta brutalidad que mató a 91 de ellos. Las
figuras políticas de relieve, lejos de gozar de inmunidad, se convirtieron en blancos
específicos. Así, por ejemplo, Johannes Stelling, ministro presidente socialdemócrata
de Mecklemburgo, murió torturado antes de que metieran su cadáver en un saco y lo
arrojaran al río, del que fue sacado poco después junto con los de otros doce
funcionarios de su partido asesinados aquella misma noche. A otro correligionario,
alcalde de Stassfurt, lo abatieron a tiros los nazis en una fecha tan temprana como la
del 5 de febrero de 1933. El hombre que había ocupado dicho cargo en Breslau,
antiguo director del diario local, y el recién destituido administrador jefe de aquel
distrito, socialdemócratas también, sufrieron arresto y confinamiento en un campo de
concentración recién inaugurado por Edmund Heines, cabecilla de la guardia de
asalto que hizo que uno de ellos recorriera las calles de la ciudad vestido de arlequín.
Asimismo, secuestró y detuvo a Paul Löbe, socialdemócrata y antiguo presidente del
Reichstag, para encerrarlo también en el recinto.[58]
Un incidente característico fue el que ocurrió en Brunswick el 13 de marzo de
1933, cuando los camisas pardas irrumpieron en una sesión del ayuntamiento,
sacaron a la fuerza al alcalde y lo obligaron a dimitir. A fin de subrayar su renuncia,
una panda de integrantes de la SS lo desnudó, lo dejó inconsciente a golpes y a
continuación le arrojó un cubo de agua antes de volver a vestirlo y pasearlo por la
ciudad en dirección a la cárcel. Los concejales y funcionarios socialdemócratas
locales recibieron la amenaza de correr la misma suerte si no se avenían a abandonar
su cargo. A uno de ellos, de hecho, lo mataron a golpes por negarse. Wilhelm
Sollmann, principal representante de la agrupación en Colonia, sufrió tortura en la
sede del Partido Nazi, en donde le hicieron beber una mezcla de aceite de ricino con
orina, en tanto que al director del periódico socialdemócrata de Chemnitz lo mataron
a tiros por no querer revelar a una banda de guardias de asalto dónde estaban los
fondos del partido. Durante la primavera de 1933 se repitieron en toda Alemania
incidentes semejantes cuando los nazis se movilizaron para hacerse con
ayuntamientos y demás órganos de gobierno municipales. Acabado el mes de mayo
se había expulsado de sus puestos a la fuerza a quinientos funcionarios locales y a
setenta alcaldes, y aunque, claro está, no todos ellos eran socialdemócratas, la
proporción de estos fue muy elevada.
Apenas podrá tenerse a estas víctimas por integrantes de una minoría despreciada
de marginados sociales. De hecho, socialdemócratas y comunistas habían obtenido en
suma 13,1 millones de votos durante los comicios al Reichstag de noviembre de
1932, muchos más que los nacionalsocialistas, quienes apenas se hicieron con 11,7
millones. En el sistema de representación proporcional de la República de Weimar,
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estas cifras se traducían directamente en escaños parlamentarios, lo que dio a la
combinación de partidos obreros 221 frente a los 196 de los nazis. Los dos primeros,
por supuesto, se hallaban enfrentados con furia, y las numerosas propuestas de acción
común destinadas a parar los pies a los nazis no llegaron nunca a presentar una
ocasión seria de éxito. Estos partidos, y en particular el de los socialdemócratas, se
hallaban estrechamente ligados al movimiento multitudinario de los sindicatos de
Alemania, que habían perdido buena parte de su eficacia por causa del desempleo
masivo. Los camisas pardas invadieron el 2 de mayo de 1933 las instalaciones que
tenían por todo el país, saquearon su mobiliario y su equipamiento, confiscaron sus
activos y detuvieron a sus funcionarios para enviarlos a campos de concentración, en
donde recibieron un trato brutal. En la ciudad industrial de Duisburgo mataron a
golpes a cuatro sindicalistas en el sótano de su sede.[59]
Los actos de coerción más ostensibles se produjeron sobre todo en ¹93 3, y no
contra minorías despreciadas ni marginados sociales, sino principalmente contra la
clase obrera y sus organizaciones. Muchos autores recientes han omitido reconocer
este hecho crucial para hacer una sencilla distinción entre «marginados sociales» y el
resto, colectivo este último que describen como una mayoría más o menos uniforme a
la que denominan «el pueblo», «las masas» o «los alemanes», tal como hace con
frecuencia, entre otros, Wehler. Gellately, Johnson y Reuband no establecen
distinción alguna entre clases sociales, ni reconocen que el mayor obstáculo con que
topó el régimen a la hora de generar apoyo a sus programas y acciones en 1933 y en
adelante fue el que representaba la lealtad colectiva que guardaban millones de
trabajadores a los ideales y principios de la socialdemocracia y el comunismo, y cuya
expresión formal solo podía quebrarse mediante el terror. No cabe sorprenderse de
que, en 1945, tan pronto se vino abajo el régimen, volvieran a aparecer de forma casi
instantánea y por demás generalizada los sindicatos, el Partido Socialdemócrata y el
Comunista, las huelgas y otras manifestaciones de dicha fidelidad como prueba de la
incapacidad de los nazis para hacerse con el apoyo de la gran mayoría de los obreros
germanos.[60]
Las clases medias y el campesinado se mostraron más dispuestas a dar oídos al
mensaje nacionalsocialista, dados el temor que profesaban al comunismo y el apoyo
que en grado variable brindaban a una solución autoritaria a la crisis política, social y
económica que sufría Alemania. En consecuencia, no fue necesario someterlos a una
violencia y una intimidación tan concentradas para obligarlos a doblegarse al nuevo
régimen y disolverse sin altercados. Con todo, aquellas fueron bien reales. El único
partido que contaba con un apoyo multitudinario además de los nazis, los
socialdemócratas y los comunistas era el de Centro Católico. A los diputados que
tenía en el Reichstag los convencieron primero para votar a favor de la ley orgánica y
después para liquidar el partido, no sin cierta intervención del papado después de que
esgrimieran la posibilidad de firmar un inminente concordato entre el Vaticano y el
Tercer Reich. Con todo, uno de los motivos principales que llevaron a la agrupación a
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desear este convenio fue la colosal intimidación a la que se había visto sometida
desde finales de febrero de ¹933, y que incluía ataques violentos durante los mítines
de la campaña para las elecciones del 5 de marzo de 1933. En uno de ellos, celebrado
el 22 de febrero, los camisas pardas apalearon brutalmente a Adam Stegerwald,
integrante del partido y antiguo ministro del Gobierno. Una a una, las sociedades
católicas fueron disolviéndose a la fuerza o fundiéndose con las de índole
nacionalsocialista entre la primavera y los principios del verano de 1933; los
periodistas y directores de publicaciones católicas sufrieron arresto, sobre todo si
habían criticado en sus páginas el gobierno de coalición presidido por los nazis, y la
SA agredió de forma salvaje a los personajes católicos de relieve. Eugen Bolz,
presidente del estado de Wurtemberg y miembro destacado del Partido de Centro,
sufrió detención y una paliza descomunal el 19 de junio, y no fue sino el más
eminente de muchos que siguieron la misma suerte. En Baviera, Heinrich Himmler,
al que acababan de poner al mando de la policía política, ordenó el 26 de aquel mes
poner en régimen de «custodia preventiva» a todos los diputados del Reichstag y el
Landtag (o «parlamento regional») pertenecientes al Partido Popular bávaro, el
equivalente autónomo del Centro Católico en el resto de Alemania. En realidad, fue
más allá y mandó arrestar a todo aquel que se hubiese mostrado «activo en particular
en la política de partidos», con independencia de la agrupación a la que perteneciera.
Los sindicatos católicos conocieron la misma suerte que los socialistas, y además —y
esto resulta muy significativo— los funcionarios civiles de dicha ideología recibieron
amenazas directas de destitución en caso de no dimitir del Partido de Centro. No
resulta sorprendente que el temor a la destrucción total de sus organizaciones y a la
anulación de todos los avances logrados por los católicos seglares en las décadas
anteriores para conseguir la igualdad respecto de los protestantes en el funcionariado
y las profesiones fuese la principal de las fuerzas que impulsaron al partido a firmar
su disolución a cambio de un concordato por el que el nuevo régimen se comprometía
—con evidente falsedad, tal como se demostraría más tarde— a preservar la
integridad de la comunidad católica y sus instituciones.[61]
Sumando sus votos, los partidos obreros y el Partido de Centro representaban a la
mayoría del electorado, pues habían obtenido 291 escaños frente a los 196 de los
nazis en las últimas elecciones libres al Reichstag celebradas en la República de
Weimar, en noviembre de 1932. Las demás agrupaciones, al haber perdido casi todo
el apoyo de los votantes desde 1930, constituían un apoyo menos serio. Aun así,
también ellos fueron víctimas de amenazas y violencia. Como el de Centro Católico,
el Partido del Estado Alemán, de tendencia liberal, se pronunció a favor de la ley
orgánica, en gran medida a causa del espeluznante anuncio de Hitler, quien aseveró
que su decisión respecto a si apoyaban o rechazaban dicha disposición equivalía a
determinar «que haya paz o guerra». Dicho de otro modo: en caso de no salir adelante
la ley, estaba resuelto a soltar dos millones y medio de guardias de asalto contra todo
aquel que hubiese votado en contra. De cualquier modo, más tarde detuvo a un buen
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número de los políticos del Partido del Estado, desde los gobiernos municipales hacia
arriba, y obligó a la agrupación a disolverse a finales de junio de 1933. Todo apunta a
que la destitución continuada de sus integrantes de los cargos que ocupaban en el
funcionariado civil fue el motor principal de la decisión de poner fin a la formación,
si bien semejante suicidio no hizo gran cosa por salvaguardar sus puestos de trabajo
en muchos casos. El Partido Nacional del Pueblo Alemán, socio de coalición de
Hitler que, como el Popular y el de Centro, no tenía interés real alguno en la
República de Weimar ni, de hecho, en la democracia a esas alturas, secundaba la
supresión del movimiento obrero y los partidos de la izquierda, sin temer, no
obstante, que también a él le estaba reservado el mismo sino. A finales del mes de
marzo de 1933 asaltaron la vivienda de Ernst Oberfohren, cabeza del partido en el
Parlamento, y registraron su despacho, y pocas semanas después lo hallaron muerto
en circunstancias sospechosas. La advertencia, que no dejaba lugar a engaño, estuvo
apoyada por amenazas explícitas. Durante una reunión mantenida con Hitler el 30 de
mayo de 1933 al objeto de protestar por la violencia y la intimidación a que se estaba
sometiendo a los representantes de su agrupación, los dirigentes nacionalistas
hubieron de soportar lo que uno de ellos calificó de «estallido histérico de cólera» en
el que el canciller del Reich anunció su intención de mandar a la SA a «hacer fuego»
contra los nacionalistas y sus afiliados paramilitares y «ordenar un baño de sangre de
tres días» si se negaban a disolver su formación. A fin de subrayar lo dicho, hizo
arrestar a una de sus figuras más eminentes: la de Herbert von Bismarck. En cuestión
de semanas habían dejado de existir en cuanto entidades autónomas tanto el partido
como las milicias a él asociadas.[62]
Estos hechos no lograron doblegar por entero a los socios de coalición de Hitler,
cada vez más preocupados por la SA, que llegado 1934 contaba ya con cuatro
millones y medio de hombres; por la ambición de sustituir al Ejército que había
declarado sin ambages su dirigente, Ernst Rohm, y por la marginación política
progresiva que estaban padeciendo. A principios del verano de dicho año, la
perspectiva de la defunción de Hindenburg, presidente del Reich, llevó al
vicecanciller Von Papen a albergar la ambición de recobrar el poder sustituyéndolo,
tal como se colige de los discursos en los que denunciaba el lenguaje revolucionario
de la SA. Hitler apaciguó la agitación de esta asociación a finales de junio haciendo
arrestar a sus figuras principales para que los fusilara la SS. Aun así, no hay que
olvidar que durante la llamada Purga de Rohm, o Noche de los Cuchillos Largos, el
dirigente nazi también asestó un golpe considerable a la derecha conservadora. Entre
los muertos se contaban no ya Rohm y sus socios, sino también Herbert von Bose,
secretario de Von Papen; Edgar Jung, autor de sus discursos; Erich Klausener,
dirigente de la organización de Acción Católica; el antiguo canciller Kurt von
Schleicher, y otros integrantes de la lista que había elaborado Jung con posibles
miembros del gobierno posterior al derrocamiento de Hitler. Von Papen quedó bajo
arresto domiciliario, y Heinrich Brüning, político católico que lo había precedido en
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la cancillería, escapó con vida por la simple circunstancia de hallarse ausente de
Alemania en aquel momento. Era imposible pasar por alto la advertencia dirigida a
los conservadores y los católicos para que mantuvieran la boca cerrada. Pocas veces
se puso de manifiesto de un modo más evidente la coacción generalizada que durante
la Noche de los Cuchillos Largos.[63]
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A la luz del elevado número de individuos arrestados por la Gestapo y retenidos de forma temporal en
campos de concentración (en particular cuando mediaban confesiones obtenidas mediante tortura), son
muchos los autores que han dado por sentado que la población general se hallaba acosada en todo momento
por el temor a caer en manos de la policía secreta, y han llegado a la conclusión de que el miedo y el terror
representaron los factores decisivos en la conformación del proceder cotidiano del pueblo alemán. Sin
embargo, los resultados obtenidos de nuestra encuesta no respaldan ni aquella suposición ni este corolario.
[68]
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maliciosos», incluidos la propagación de murmuraciones relativas al régimen o los
comentarios despectivos sobre sus dirigentes. Para hacer acatar estas y otras
disposiciones similares se creó todo un sistema de tribunales regionales especiales
subordinados al Tribunal del Pueblo (o Volksgerichtshof).[71]
No hay que olvidar el grado extremo en que quedaron destruidas las libertades
civiles durante la toma de poder de los nazis. En el Tercer Reich era ilegal pertenecer
a ninguna formación política que no fuese el Partido Nazi o, de hecho, a cualquier
organización no nacionalsocialista de ningún género distinto de las iglesias (y los
organismos seglares a ellas ligados) o el Ejército; contar chistes acerca de Hitler;
hacer correr rumores sobre el Gobierno, y debatir formas alternativas al orden
político establecido. El Decreto del Incendio del Reichstag del 28 de febrero de 1933
permitió a la policía abrir correspondencia y pinchar teléfonos, así como someter a la
ciudadanía de forma indefinida y sin orden judicial alguna a la llamada «custodia
preventiva». Esta misma disposición abrogaba las cláusulas de la Constitución de
Weimar que garantizaban la libertad de prensa, de reunión, de asociación y expresión.
La ley orgánica permitió al canciller del Reich y a su gabinete promulgar normas
contrarias a dicho código democrático sin necesidad de que lo aprobasen el cuerpo
legislativo ni el presidente electo. Se abolió en la práctica el derecho a la apelación
judicial en los delitos en que entendían los juzgados especiales y el Tribunal del
Pueblo. Todo esto se tradujo en el encarcelamiento de un buen número de detenidos
por faltas políticas o por delitos comunes. En 1937, los tribunales impusieron no
menos de 5.255 condenas por alta traición. Los reos, en caso de escapar a la pena
capital, daban con sus huesos en prisiones estatales por un período de tiempo que
muchas veces se prolongaba de manera considerable. El número de presos aumentó
de 69.000 a 122.000 entre 1932 y 1937, y en 1935 se calificó de transgresores
políticos a 23.000 reclusos de cárceles y penitenciarías del Estado. La represión de la
resistencia de los comunistas y los socialdemócratas hizo que estas cifras bajasen en
más de un 50 por 100 a principios de 1939. Sin embargo, seguían siendo mucho más
significativas que las de presos políticos recluidos en los campos de concentración
tras 1937, año en que conocieron tales recintos una nueva expansión. Esta vez
comenzaron a funcionar de veras sobre todo como lugares en los que confinar a
descarriados sociales más que políticos.[72]
La segunda apreciación que debe hacerse es que la condena legal por traición,
difusión de rumores maliciosos y transgresiones similares, así como la «detención
preventiva» en campos de concentración, no eran sino las más severas de un amplio
abanico de sanciones que se introdujeron bien hondo en la sociedad alemana a fin de
apoyar los empeños del régimen en evitar la oposición y la disensión. Los estudios
locales ofrecen una imagen muy detallada de la variedad de medidas coercitivas de
que disponían al respecto el régimen y sus funcionarios. En la modesta ciudad
septentrional de Northeim, por ejemplo, protagonista de la investigación clásica de
William Sheridan Alien que lleva por título el de La toma del poder por los nazis y
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vio la luz por vez primera en 1965, se detuvo a los comunistas durante los meses
iniciales de 1933, junto con algunos de los socialdemócratas más señalados del
municipio. A los concejales correligionarios de estos últimos los obligaron a dimitir
tras una reunión del ayuntamiento en la que los camisas pardas hicieron pasillo para
escupirles mientras pasaban a su lado. Se expulsó de la corporación municipal a 45
empleados, en su mayoría socialdemócratas que trabajaban en entidades tan variadas
como la fábrica de gas, la piscina o la cervecería de la localidad. En un momento de
constante desempleo masivo, resultaba muy poco probable que hallasen otra
ocupación. Los nazis de la ciudad presionaban a los caseros para que echaran de sus
apartamentos a los inquilinos socialdemócratas, y se aseguraban de que la policía
sometiera sus viviendas a registros frecuentes en busca de lecturas subversivas.[73]
El régimen se servía en todos los ámbitos de medidas de coacción que no
implicaban arresto ni encarcelamiento cuando pretendía poner en práctica medidas
particulares y asegurarse de que daba la impresión de que contaba con el apoyo del
público. A los afiliados católicos, liberales y conservadores los obligó a militar en el
Partido Nazi a partir de la primavera de 1933, y sobre todo después de aprobar la ley
del funcionariado civil del 7 de abril, por la que se les amenazaba de forma directa
con expulsarlos de sus puestos de trabajo estatales, que en Alemania incluían no solo
a funcionarios civiles y locales, sino también, entre otros muchos, a maestros de
escuela, profesores de universidad, fiscales, policías, trabajadores sociales y personal
de correos y de transporte público. Cuando, algunos años más tarde, se abolieron las
escuelas confesionales y se obligó a los padres a matricular a sus hijos en
instituciones educativas seculares dirigidas por el Estado a fin de someterlos de forma
más cumplida al adoctrinamiento nacionalsocialista, el régimen convocó plebiscitos
locales y amenazó a los progenitores que se negaran a votar a favor de la medida con
retirarles toda clase de subsidios, incluidos los destinados a la manutención de sus
pequeños. Se emprendió una campaña propagandística descomunal contra los monjes
y sacerdotes que trabajaban en colegios privados de la Iglesia católica, a los que se
acusó de pederastia y se llevó ante los tribunales para sustanciar contra ellos procesos
a los que se dio no poca publicidad. A continuación, se presionó a los padres, y aun a
los escolares, para que exigiesen no tener por docentes a presuntos degenerados como
aquellos. En este caso, por lo tanto, fue una porción nada desdeñable de la población
—la de los católicos, que conformaba el 40 por 100 de todos los alemanes y consistía
en mucho más que simples descarriados o marginados sociales— la que se vio sujeta
a coacción y hostigamiento tras convertirse en un obstáculo para determinado
programa destacado del régimen.[74]
Había, pues, muchos géneros de coerción en la Alemania nazi. Esto se hacía
evidente en particular en el ámbito de la beneficencia y el bienestar social cuando los
de la guardia de asalto llamaban a las puertas de las casas y acosaban a los
transeúntes para exigir donativos para la asociación Winterhilfswerk (Auxilio de
Invierno). Los alumnos de cualquier escuela que no se alistaban en las Juventudes
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Hitlerianas se exponían a no recibir el certificado de fin de escolaridad obligatoria al
graduarse, lo que les negaba toda esperanza de formarse como aprendices o encontrar
trabajo. Dado que el régimen nacionalsocialista se arrogó la potestad de enviar a los
obreros a donde juzgase que hacían falta, tenía siempre a su disposición la posibilidad
de amenazar a los alborotadores con recolocarlos en puestos insalubres y difíciles a
modo de sanción. Llegado 1939 se había trasladado forzosamente a más de un millón
de operarios alemanes a fábricas de munición y otras industrias bélicas, lo que a
menudo los obligaba a vivir lejos de sus familias. De hecho, en ocasiones los
escoltaban a su destino guardas de prisiones. A medida que aumentaban la escasez de
mano de obra y los embudos provocados por el programa de rearme se hacía más
frecuente recurrir a este género de sanción menor para castigar a los trabajadores
cualificados de industrias decisivas, en lugar de adoptar medidas como el
encarcelamiento, que privarían de obreros al Estado. El envío de personal a las
labores de fortificación del Muro Occidental (Westwall), con sus turnos de doce horas
de faena extenuante, se convirtió en uno de los instrumentos de coacción preferidos
de los empresarios que se veían presionados por las entidades responsables del Plan
Cuatrienal para producir más manteniendo bajos los costes al mismo tiempo que
habían de enfrentarse a subordinados que exigían aumentos de sueldo o reducción de
horarios, o que hacían comentarios peyorativos sobre sus jefes o sobre el régimen en
los talleres.[75]
Para imponer la notable variedad de medidas coercitivas de que se sirvió en todos
los ámbitos, el régimen empleó a un número igual de diverso de agentes de coacción.
No debe caerse en el error de considerar a la Gestapo el único instrumento de
dominación con que contaba la Alemania nazi, ni tampoco siquiera el principal.
Detlef Schmiechen-Ackermann, por ejemplo, ha llamado de forma reciente la
atención sobre los Blockwart o «guardias de manzana», nombre que asignó el pueblo
a los funcionarios de escasa categoría del Partido Nazi responsables de una manzana
de edificios, que velaban porque sus habitantes adoptaran las precauciones necesarias
en caso de incursión aérea, colgasen banderas de las ventanas en ocasiones como la
del cumpleaños del Führer y se abstuvieran de participar en actividades ilegales o
subversivas. Los Blockwart vigilaban de cerca a los antiguos comunistas y
socialdemócratas, aguzaban el oído para detectar manifestaciones de insatisfacción
con el régimen y tenían la potestad de castigar todo acto de desviación política o
social con una variedad de medios que iban de la interrupción de las prestaciones
recibidas por los infractores a la comunicación de sus nombres a la sede del partido
correspondiente a su distrito a fin de que esta los pusiera en conocimiento de la
Gestapo.[76] En el lugar de trabajo había funcionarios del Frente Laboral que
desempeñaban funciones análogas y podían transferir a los obreros recalcitrantes a
puestos poco envidiables, aumentar su horario o negarles la posibilidad de ascenso.
También los dirigentes de las Juventudes Hitlerianas, por lo común mucho mayores
que los muchachos a su cargo, ejercían labores de vigilancia, dominación y disciplina
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política. Dado que en 1939 se había hecho obligatorio alistarse en la organización —a
la que pertenecían unos 8,7 de los 8,9 millones de alemanes de edades comprendidas
entre los diez y los dieciocho años—, sus efectos no se limitaban a los descarriados ni
los marginados.
En conjunto, todas estas agencias de coacción conformaban lo que cierto
historiador ha presentado en tiempos recientes como un sistema de supervisión
polimorfo, descoordinado pero ubicuo, del que la Gestapo no constituía sino una
porción pequeña aunque relevante. Si bien, como cabe esperar, su hostilidad se
centraba sobre todo en los antiguos comunistas y socialdemócratas de los distritos
obreros, lo cierto es que también se hallaba presente como una espada de Damocles
en la sociedad de clase media.[77] No hay que sorprenderse, pues, de que los más de
cuantos participaron en el sondeo de Johnson y Reuband recordasen que tenían que
tener cuidado con lo que decían cuando hablaban con extraños o con gentes de las
que sabían que eran nazis, «como los omnipresentes jefes de manzana». Uno de los
encuestados aseveraba: «Con el tiempo, todos se volvieron muy cautos y dejaron, sin
más, de hablar con nadie». Los alemanes de a pie, tal como concluyen con acierto los
entrevistadores, «sabían bien que los comentarios imprudentes e inaceptables en lo
político y la conducta equivalente podían provocar castigos serios y hasta poner en
peligro su vida».[78] Por consiguiente, fueron retrayéndose cada vez más al ámbito
privado. Johnson y Reuband, sin embargo, no extraen de esto la conclusión obvia de
que el pueblo vivía en un clima de miedo, cuando hasta a la luz de las pruebas que
presentan parece justificable inferir tal cosa. A la postre, tal como dan a entender los
encuestados, el miedo que conformaba el telón de fondo permanente de sus vidas
cotidianas no estaba provocado por la Gestapo y mucho menos por ciudadanos
corrientes, amigos o familiares, sino por los activistas nazis, los funcionarios de
menor categoría del partido y los seguidores fervientes del régimen: quien trabase
conversación con un desconocido debía ser capaz de determinar si pertenecía a una
de estas categorías a través de indicios más o menos insignificantes como, por
ejemplo, si usaba o no el saludo nazi; pero nunca podía estar seguro del todo, y eso
hacía que lo mejor fuera conducirse con circunspección y hasta andar con pies de
plomo en caso de saber que el interlocutor de uno era partidario de Hitler.
III
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arrolladora aceptación de que gozó el régimen desde un primer momento se hizo
evidente en unos resultados electorales extraordinarios, en las encuestas posteriores
sobre lo que recordaban quienes vivieron aquellos tiempos, en la disposición de las
gentes de a pie a denunciar ante las autoridades a cualquiera que sacara los pies del
tiesto y en la aquiescencia del público respecto de los campos de concentración que
parece indicar la importancia que les asignó la prensa nazi. Cierto es, por comenzar
con los plebiscitos y comicios que se celebraron con cierta regularidad durante el
Tercer Reich, que el régimen obtuvo más del 90 por 100 de los votos cada vez que
presentó sus programas al pueblo para que los aprobase; pero ¿de verdad pueden
considerarse tales resultados un indicador importante de la popularidad del régimen,
tal como sostienen algunos? Son muchos los testimonios contemporáneos que nos
empujan con fuerza a pensar que no. En el plebiscito relativo al nombramiento de
Hitler en calidad de jefe del Estado tras la muerte de Hindenburg, ocurrida en 1934;
durante el que se convocó en abril de 1938 para decidir sobre la unión con Austria, y
en otras ocasiones, se recurrió a bandas de guardias de asalto que fueron a buscar a
los votantes a sus viviendas para llevarlos ante las urnas. Una vez allí, por lo general,
debían votar en público, ya que en muchos lugares se habían eliminado las cabinas
electorales, cuando no se habían dotado de un cartel en el que se leía: «Solo para
traidores». No eran solo palabras: en 1938, cuando el referendo coincidió con una
cuestión de confianza respecto de Hitler, quien optase por él no estaba votando contra
él e incurriendo, en consecuencia —y tal como se encargaron de recordar los
funcionarios y los agentes de propaganda nazis—, en un delito de traición.[79]
En todas estas ocasiones, los centros electorales se hallaban rodeados por camisas
pardas cuya actitud amenazadora no dejaba lugar a duda de a lo que habría de
enfrentarse quien se negara a pasar por el aro. A los sospechosos de oposición al
régimen se les daban papeletas marcadas, y en muchos lugares corrían desde mucho
antes rumores de que todas llevaban una numeración secreta para poder identificar y
castigar a quienes votasen en contra o emitiesen un sufragio nulo. De hecho, a los que
así obraban o se negaban a votar les asestaban una paliza, los llevaban por las calles
con un letrero al cuello que los identificaba como traidores o aun los confinaban en
hospitales psiquiátricos. A fin de garantizar una mayoría abrumadora del sí, se
arrestaba a un buen número de antiguos comunistas, socialdemócratas y demás
críticos del régimen antes de la votación para liberarlos solo cuando había acabado
esta y el triunfo se consideraba seguro. Además, en muchas zonas, las papeletas
tenían ya marcado el sí antes de que llegaran los votantes a su centro electoral, y en
ciertos sectores se decía que habían sido tantos los votos negativos y nulos sustituidos
por uno o más síes falsos que el número de estos, de hecho, era mayor que el de
electores. Nada de esto quiere decir, claro está, que en un plebiscito como el que
tocaba a una cuestión como la de la unificación con Austria no hubiese podido lograr
un apoyo mayoritario el Gobierno, pero puede asegurarse casi con total certeza que,
de haber sido libres las votaciones, no habría conseguido el 99 por 100 de votos
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afirmativos que le brindaron las tácticas de manipulación e intimidación que
acabamos de resumir. De hecho, quizás en el referendo de 1934 no habría logrado
siquiera la mayoría.[80]
Centrémonos en las pruebas de la aceptación abrumadora de que gozó
supuestamente el régimen nazi de 1933 en adelante que nos ofrecen los datos de la
encuesta de opinión de Johnson y Reuband. Estos aseguran que las entrevistas
mantenidas con ancianos alemanes durante la década de 1990 demuestran que «Hitler
y el nacionalsocialismo fueron inmensamente populares entre la mayoría de los
alemanes».[81]Con todo, su muestra consistía de manera abrumadora en gentes
nacidas entre 1910 y 1928, que por lo tanto, debían de tener entre cinco y veintitrés
años en los albores del Tercer Reich y entre diecisiete y treinta y cinco a su fin. Cabe
esperar que fuesen más los que nacieran hacia el final de dicho período que hacia el
principio. Cuanto sabemos de la Alemania nazi, desde los informes de la Sopade
hasta los diarios de ciudadanos como el profesor judío Victor Klemperer, viene a
subrayar el hecho de que la propaganda nazi resultó por demás eficaz en las
generaciones más jóvenes de alemanes, que, al cabo, tuvieron menos ocasión de
formar sus propios valores y creencias sólidos antes de la instauración del régimen, y
que se vieron sometidos a un adoctrinamiento masivo, intenso e implacable
procedente de sus escuelas, las Juventudes Hitlerianas y los medios de comunicación
bajo la batuta de Goebbels. Los que se sumaron, por ejemplo, a la violencia
antisemítica de la Noche de los Cristales Rotos (o Kristallnacht) e insultaron a gritos
a Klemperer en la calle eran, en una abrumadora mayoría, jóvenes.[82] Y los propios
Johnson y Reuband señalan que «los de menor edad… se mostraban receptivos al
nacionalsocialismo en grado desproporcionado».[83] Su investigación pone de relieve
que el 62 por 100 de los encuestados nacidos en Berlín entre 1923 y 1928 reconocía
haber mantenido una postura «positiva o principalmente positiva» acerca del
nacionalsocialismo, en comparación con el 35 por 100 de cuantos vieron la luz entre
1911 y 1916. En Dresde, la proporción respectiva era del 65 y el 39 por 100, y en
Colonia, del 45 y el 21 por 100. Parece razonable suponer que el porcentaje relativo a
los que nacieron, digamos, antes de 1890 o 1880 habría sido aún más bajo. Sus
resultados globales, por ende, se ven sesgados por la circunstancia de que la mayor
parte de los que participaron en el sondeo nació en la década de 192o.[84]
Además, tal como aseveran los autores, solo una minoría (el 18 por 100)
respondió afirmativamente a las tres preguntas que se les plantearon —si creían en el
nacionalsocialismo, si admiraban a Hitler y si compartían los ideales nazis—, en
tanto que el 31 por 100 contestaron que sí a dos de ellas. Por lo tanto, el porcentaje de
participantes cuya respuesta fue claramente positiva a más de una de las tres
cuestiones no pasó del 49 por 100. Para obtener la mayoría se hace necesario sumar a
estas las contestaciones ambivalentes o neutrales. El análisis que hacen Johnson y
Reuband de los datos obtenidos durante su investigación, esmerado y ejemplarmente
detallado, pone de relieve que los más de los encuestados mantenían una actitud nada
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inequívoca: algunos consideraban acertados algunos aspectos del nazismo, aunque no
otros, y muchos de ellos habían visto cambiar su actitud de forma marcada con el
tiempo. Esto último se colige con mayor claridad de algunas de las entrevistas
mantenidas más en profundidad que del sondeo de opinión. Todas estas variantes y
matizaciones se desgranan con detalle muy convincente en el texto del libro de
Johnson y Reuband; pero, por desgracia, desaparecen por entero en el momento de
resumir los datos y presentar sus conclusiones.[85]
La tercera fuente de pruebas de relieve que presentan algunos historiadores en
favor de la popularidad del régimen es la práctica de denunciar a los transgresores
ante las autoridades; pero ¿cuánto revela en realidad esta realidad acerca de la actitud
del pueblo respecto de aquel? Lo que no pone de manifiesto, para empezar, es que la
Alemania nazi fuese, tal como ha defendido Gellately, «una sociedad que se vigilaba
a sí misma», ya que los ciudadanos no se delataban unos a otros, sino que acudían a
entidades oficiales, entre las que se incluía la Gestapo, y si esta y otras agencias de
dominación del Estado y el partido no hubiesen estado ahí para actuar, bien
legalmente, bien fuera de la legalidad, contra los acusados, la denuncia no habría
tenido sentido alguno. No hace falta decir que, a la hora de la verdad, esta práctica
constituía un recurso infrecuente por demás: en Lippe, por ejemplo, que contaba con
una población de 176.000 habitantes, solo se dieron entre tres y 51 casos al año
durante el Tercer Reich, y una porción relativamente elevada de los delatores
pertenecía al Partido Nazi (en Augsburgo, por ejemplo, la proporción fue del 42 por
100). En Düsseldorf, el 26 por 100 aproximado de las investigaciones de la Gestapo
respondió a acusaciones de gentes de la población general, y los tres cuartos
restantes, a oficiales o informadores de la propia policía secreta, de organizaciones
vinculadas al partido, de la policía criminal y la SS y de autoridades estatales de una
u otra clase. Además, el estudio de los archivos de la Gestapo desclasificados
recientemente en la región de Coblenza y Tréveris ha revelado que esta entidad hizo
un amplio uso de confidentes pagados y creó también un registro de otros no
remunerados a los que acudió sin escrúpulos de manera reiterada. Una tercera parte
aproximada estaba conformada por miembros del Partido Nazi o de los organismos a
él asociados.[86]
Aunque la proporción de causas impulsadas por denuncias fue mucho mayor en
lo que a quebrantamiento de las leyes raciales de Núremberg se refiere, tal cosa se
debió en gran medida a que tales delitos se cometían por lo común en privado y era
poco probable que estuviesen en conocimiento de otros que no fueran vecinos,
conocidos o familiares. En cualquier caso, tal como ya hemos apuntado, la población
solía mostrarse en extremo cauta con lo que decía a los desconocidos; de modo que la
frecuencia relativa de estos tres grupos en las delaciones puede ser reflejo, entre otras
cosas, del hecho de que eran muchos quienes bajaban la guardia al conversar con
ellos. Los procesos por «rumores maliciosos» comenzaban las más de las veces, y
sobre todo en los primeros años del régimen, con denuncias de camareros y
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parroquianos de bares, lugares en donde el alcohol soltaba la lengua. Sin embargo,
cuando comenzaron a hacerse patentes las consecuencias que acarreaba el hecho de
hablar más de la cuenta, la proporción de los juicios por dicho delito que se
sustanciaron en el tribunal de Augsburgo, organismo en el que se ha centrado cierto
estudio elocuente, después de que se recibieran denuncias de establecimientos de esta
clase se redujeron de las tres cuartas partes de 1933 a uno entre diez cuando estalló la
guerra. Asimismo, tal como ha apuntado Gellately, muchas delaciones procedentes de
ciudadanos ordinarios respondían a motivos personales y, por lo tanto, no indican
nada acerca de su actitud general con respecto al régimen, a sus ideologías ni a sus
medidas.[87]
En muchos casos, claro, las denuncias se traducían en arresto, comparecencia ante
un tribunal especial y reclusión, no en un campo de concentración, sino en una cárcel
del Estado. Aun así, y sobre todo durante su primer bienio en el poder, los nazis
pusieron mucho empeño en hacer públicas la existencia y función de aquellos
recintos en un momento en que la represión del Estado y el partido tenía por objetivo
principal la oposición y la disensión política. Aseverar, como hace Gellately, que los
reclusos de campos de concentración de entre 1933 y 1934 eran «marginados sociales
de una clase u otra» resulta, sin más, incorrecto, pues los comunistas, en primer lugar,
no podían considerarse parte de esta categoría, a no ser que queramos estigmatizar a
toda la clase obrera de Alemania —nada menos que la mitad de la nación, conforme a
algunas estimaciones—; los citados recintos, como sabrá cualquiera que haya
prestado un mínimo de atención a los acontecimientos de 1933, también estaban
pensados para recluir a socialdemócratas, y entre los «ciudadanos de bien» de la
Alemania de aquel año, que Gellately presenta gozándose en la «mano dura» del
régimen, se incluían cantidades nutridas de socialdemócratas que ejercían de alcaldes,
concejales, diputados, funcionarios y demás. Lejos de regodearse, pues, eran muy
conscientes de que también ellos podían acabar en adelante en un campo de
concentración.[88]
Los periódicos de la región publicaron artículos y aun fotografías de forma
llamativa cuando se inauguraron en 1933 las instalaciones de Dachau, en donde, por
ejemplo, se daba propaganda al hecho de que se iba a «reeducar» en ellas no solo a
los comunistas, sino también a los socialdemócratas o «marxistas» y a oponentes
políticos de cualquier otra condición. Una vez más, las fuentes locales resultan muy
significativas en lo concerniente a este punto. En Northeim, por poner un caso, los
diarios de 1933 hablaban de Dachau y del recinto vecino de Moringen, y daban
noticia de forma regular del arresto de ciudadanos que habían criticado al régimen y a
sus dirigentes. Los guardias de este segundo establecimiento pertenecían a la
población local, y los prisioneros, en su mayoría, quedaban en libertad tras pasar
apenas unas semanas en el interior; de modo que la ciudad y el distrito al que
pertenecía tuvo que ser consciente de la existencia del campo de concentración.[89]
Claro que, tanto aquí como en otros lugares, se dieron contactos de índole diversa
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con la población local, que participó en la construcción y el abastecimiento del
recinto, así como de determinadas obras de mantenimiento y reparación. Sin
embargo, tal circunstancia no significa necesariamente que apoyara sus objetivos: un
fontanero podía reparar la fuga de una tubería de las oficinas del campo de
concentración sin dejar de albergar temor por lo que podría ocurrirle en caso de que
se extralimitara o hiciese un comentario imprudente. De cuando en cuando, el
régimen se servía de manera explícita del peligro que planteaban dichas instalaciones
para gentes problemáticas. «El campo de concentración —declaraba la primera plana
de los periódicos de Alemania a raíz de la Noche de los Cuchillos Largos— se halla
amenazado… por la propagación de rumores y la emisión de insultos difamatorios al
movimiento mismo y a su dirigente». La intimidación tenía, en gran medida, un
carácter implícito.[90] Con todo, a fin de cuentas podía ir dirigida a cualquiera, y no
solo a los marginados sociales. Hubo que esperar a después de la primera oleada de
represión de entre 1933 y 1934 para que, cedido a los tribunales especiales y las
prisiones estatales su cometido de «reeducación» política, se convirtieran dichos
recintos en depósitos de marginados sociales.
IV
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De cualquier modo, cuanto más se aferraba el pueblo a valores diferentes de los
que defendía el nazismo, mayor importancia cobraba el terror en cuanto medio de
coacción con el que someterlo a sus dictados. Los propios nacionalsocialistas eran los
primeros en reconocer tal realidad: el 15 de marzo de 1933, aludiendo a las
elecciones semilibres que se habían celebrado diez días antes y habían otorgado al
Partido Nazi y a sus socios nacionalistas de coalición una mayoría absoluta no muy
holgada, Goebbels declaró que el Gobierno no iba a quedar «satisfecho durante
mucho tiempo sabiéndose poseedor del 52 por 100 de apoyo mientras aterrorizaba al
48 por 100 restante, sino que tiene, por el contrario, la intención de fijarse como su
próxima meta la de convencer por sí mismo a esta última porción». Su discurso
resultó tan notable por la franca admisión que supuso del papel que representaba la
intimidación en la afirmación del Tercer Reich como por declarar sin ambages la
importancia que revestía la obtención del apoyo ideológico de la totalidad del pueblo
alemán. La historia de los años que siguieron forma parte de la del éxito logrado por
los nazis en determinados ámbitos de vital importancia para conseguirlo. Aun así,
solo cumplió de forma parcial el objetivo que se había marcado de ganarse el
entusiasmo de la mayoría respecto de su ideario, pues llegado el año de 1939, la
cúpula nacionalsocialista sabía que los más de los germanos no secundaban sino de
puertas para afuera los valores que proclamaban con más ahínco e insistencia; que se
ajustaban a ellos en lo exterior al mismo tiempo que guardaban para sí en lo más
íntimo sus creencias verdaderas. El nazismo había conseguido cambiar las actitudes y
convicciones de la mayor parte de los alemanes, sobre todo en el seno de la
generación más joven y en cierta medida en la dirección deseada; pero sin alcanzar la
ambiciosa meta que se había propuesto. Esta situación, atestiguada sobre todo en
estudios locales como La toma del poder por los nazis de Alien, constituía a su vez un
reflejo de que, al cabo, la coacción resultaba, cuando menos, tan importante como la
propaganda en lo concerniente a su influencia sobre el proceder de la inmensa
mayoría de las personas que vivían en la Alemania nazi.[92]
En tal caso, ¿quién operaba el sistema de coacción? ¿Cuántas personas se
hallaban envueltas en su puesta en práctica? La implicación de un número
considerable de agencias implica la participación de una variedad de individuos
mucho mayor que los que pertenecían a una organización relativamente pequeña
como la Gestapo. La SA tenía poco menos de tres millones de integrantes a principios
de 1934; cantidad que se eleva a 4,5 millones si incluimos las asociaciones
paramilitares y de veteranos a ella ligadas, como la del Stahlhelm. Si en 1935 había
ya unos doscientos mil «guardias de manzana», su número había aumentado hasta no
menos de dos millones (incluyendo a ayudantes y subordinados) al comenzar la
guerra. Cientos de miles de alemanes ocupaban puestos oficiales en las Juventudes
Hitlerianas, la Cámara de Cultura (o Reichskulturkammer), las ligas de profesores y
de estudiantes universitarios, el Frente Laboral y otros organismos diversos del
Partido Nazi. Particular importancia en este contexto revestían las profesiones legales
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y judiciales, que incluían la fuerza policial regular y la Gestapo, cuyos oficiales
habían servido en su mayor parte de agentes durante la República de Weimar. En
Prusia, las autoridades nazis no destituyeron o transfirieron a otros puestos por
motivos policiales en 1933 sino a trescientos de unos 45.000 jueces, fiscales del
Estado y otros funcionarios judiciales: el resto conservó el cargo y se encargó de
aplicar las leyes nuevas aprobadas por el régimen oponiendo apenas objeciones
mínimas y esporádicas. Si contamos el total del resto —numeroso— de alemanes que
ocupaba cargos de responsabilidad en el Estado, el número de cuantos se mostraron
dispuestos en mayor o menor grado a cumplir una función en el sistema coercitivo
del régimen debió de ascender a varios millones. Aun así, seguían siendo minoría en
una nación de ochenta millones de almas. Además —y esto es más importante—,
sabían tan bien como los demás que tendrían problemas con aquel si no cumplían sus
dictados: nada menos que el 22 por 100 de los reos juzgados en Augsburgo por
«rumores maliciosos» a mediados de la década de 1930 pertenecía al Partido Nazi.
Aun así, el ejercicio de diversos géneros de coacción y violencia —real o en forma de
amenaza— impensables en una sociedad democrática se había convertido en modo de
vida de millones de germanos al llegar la guerra.[93]
Solo si reconocemos que un buen número de ciudadanos alemanes se había
tornado en administrador voluntarioso de coacción y represión, y que el
adoctrinamiento nacionalsocialista había influido de forma poderosa a millones de
compatriotas de una generación más joven, estaremos en situación de explicar la
brutalidad extraordinaria que ejercieron en 1939 las fuerzas invasoras de Polonia. El
asalto a esta nación se produjo en situación favorable, con buenas condiciones
meteorológicas y contra un enemigo al que se apartó con facilidad desdeñosa. Las
tropas ocupantes no necesitaron que las convenciesen los adiestradores políticos de
que el enemigo representaba una amenaza colosal para el futuro de Alemania, cuando
a todas luces no era cierto. La lealtad colectiva primaria de los escalones inferiores
del Ejército seguía intacta: no tuvo que ser sustituida por un sistema disciplinario
severo y pervertido que apartara los valores militares tradicionales en favor de una
ideología racial extremista.[94] Casi todo lo que iba a ocurrir durante la invasión de la
Unión Soviética a partir de junio de 1941 se había dado ya poco menos de dos años
antes en la de Polonia. Desde el principio mismo entraron en el país las unidades de
la SS a fin de arrestar a los indeseables políticos, a los profesionales y a los
intelectuales y fusilarlos o meterlos en campos de concentración; de exterminar
judíos; de detener a ciudadanos y enviarlos a Alemania en calidad de esclavos, y de
cumplir un programa sistemático de limpieza étnica y brutales trueques
demográficos. También desde un primer momento se unieron a ellos trabajadores del
Partido Nazi, guardias de asalto, funcionarios civiles y en particular oficiales y
soldados rasos del Ejército, a los que siguieron a su debido tiempo colonos alemanes.
Las redadas, las palizas y los homicidios de polacos, más aún si eran judíos, se
tornaron en el pan nuestro de cada día, y no fue menos sorprendente el
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convencimiento, por parte de todos los invasores y repobladores alemanes, de que las
posesiones de polacos y judíos estaban a su disposición en calidad de botín. El robo y
el saqueo de estos últimos en particular por parte de las tropas alemanas fue punto
menos que universal.[95]
La inclemencia, el rigor, la brutalidad, el uso de la fuerza y las virtudes de la
violencia se habían estado inculcando a toda una generación de jóvenes germanos
desde 1933. Entre los soldados y oficiales más añosos también había ido
consolidando la propaganda una convicción bien arraigada de la condición de
infrahombres de los eslavos y los judíos orientales. La furia con que se atacó a los
polacos —sobre todo a los judíos— desde principios del mes de septiembre de 1939
perpetuó e intensificó las acciones y medidas que había puesto en marcha el Tercer
Reich. Otro tanto cabe decir del pillaje y los actos de expropiación a los que se les
sometió, idénticos a los que hubieron de sufrir los bienes de los comunistas,
socialdemócratas y sindicalistas en la Alemania de 193 3 o los de los judíos germanos
aquel año y los siguientes. Fue una imitación directa del pogromo de noviembre de
1938 lo que llevó a las unidades de la SS a incendiar las sinagogas de diversas
ciudades polacas en septiembre y octubre de 1939. Además, la postura adoptada por
el régimen respecto de los judíos de Polonia, que no tardó en traducirse en su
confinamiento en guetos, solo puede entenderse a la luz de su proceder previo para
con los representantes alemanes de dicho colectivo, a los que había expulsado de sus
puestos de trabajo, expropiado y privado de su ciudadanía y sus derechos, amén de
prohibir por la ley buena parte de su relación con el resto de la población.
La minoría sustancial de alemanes que puso en práctica semejantes medidas de
coacción, terror y aniquilación multitudinaria se había habituado a cosas así por la
experiencia adquirida durante seis años en el seno mismo de Alemania; pero ¿y la
mayoría de la población? ¿Prestó su consentimiento a todo esto? Dick Geary ha
aseverado que no tiene sentido hablar de «consentimiento» cuando no se da de
manera voluntaria, pues tal elemento «solo puede medirse en situaciones en las que
los individuos tienen la potestad de elegir entre distintas opciones reales».[96]
Tampoco está de más recordar que la definición legal de «consentimiento» (en casos
de violación, por ejemplo) supone la anuencia de la persona por elección propia y
mediante la libertad y la capacidad necesarias para tomar dicha decisión. En derecho
se entiende que la amenaza de violencia anula el consentimiento. Categorías como la
de «consentimiento tácito» o «consentimiento pasivo» no son, en este contexto,
mucho más que vehículos de juicio moral negativo basado en un modelo extremo e
irreal de ciudadanía activa que asume que no protestar de forma abierta contra
determinada medida gubernamental equivale a aprobarla.
Un enfoque más sofisticado de la cuestión del consentimiento en la Alemania
nazi es el que ha ofrecido de forma reciente Peter Longerich, quien se sirve del
ejemplo de la actuación del régimen respecto de los judíos, aunque hace aplicables
sus conclusiones a otros ámbitos. Según argumenta, cuanto más antisemitas eran las
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medidas adoptadas, menos dispuesto se mostraba el grueso de los alemanes a
aprobarlas. Antes de que se declarasen ilegales en muchos aspectos los contactos
entre judíos y gentiles en Alemania en virtud de las Leyes de Núremberg de 193 5
había resultado difícil en extremo persuadir a la masa del pueblo a marginar a la
minoría que conformaban aquellos. Tanto en el pogromo de noviembre de 1938 como
más tarde, durante la guerra, la mayor parte del pueblo, lejos de ser indiferente,
desaprobaba las agresiones a dicho colectivo y el asesinato de sus integrantes.
Sin embargo, fue incapaz de hacer nada concreto al respecto por miedo a que el
poder y sus agentes volvieran contra él aquella violencia, lo arrestara, lo persiguiera o
lo sometiese a sanciones de otra clase. Este temor llegó al extremo en los últimos
dieciocho meses del conflicto bélico, cuando el régimen, respaldado por el sistema
judicial y los cuerpos policiales, reprimió sin piedad lo que consideraba «propagación
de rumores» relativos al exterminio de los judíos de Europa. Al mismo tiempo, la
población general de Alemania, que tenía noticia de lo que estaba ocurriendo en
Auschwitz y Treblinka, comenzó a reprimir este conocimiento ante la inminencia de
la derrota, cuando aumentó la certeza de que los Aliados querrían vengarse o exigir
compensación por las matanzas. Lo que pasó por insensibilidad fue, pues, algo
mucho menos pasivo: la búsqueda cada vez más desesperada de un modo de negar la
responsabilidad por acciones que casi todo el mundo reconocía como criminales. Por
consiguiente, en este aspecto también influyó el miedo de un modo determinante en
el proceder de la ciudadanía, tal como había hecho en otros ámbitos del Tercer Reich.
[97]
¿Qué implicaciones tiene, a la postre, esta conclusión para quien se proponga la
labor de dar con un juicio moral acerca de la conducta que siguieron dichas gentes
entre 1933 y 1945? Tal como ha apuntado recientemente Neil Gregor en una crítica a
lo que llama «el giro voluntarista» que han dado los estudios historiográficos de
aquella etapa de Alemania, para pronunciar una valoración ética no es necesario que
todos los que vivieron bajo el Tercer Reich «conociesen una libertad total de elección
cuyos resultados estuvieron determinados exclusivamente por sus propias
convicciones personales, sus códigos morales o su sed de sangre».[98] «La voluntad
humana —señala Tim Masón— se define o localiza, no queda abolida ni absuelta,
por el empeño en identificar las condiciones impuestas» en las que se ejerce.[99] Lo
que hay que reconocer en este contexto, por duro que resulte, es la preponderancia
absoluta que presentaban la violencia, la coacción y el terror en la teoría y la práctica
del nacionalsocialismo alemán desde el principio mismo. Tal como ha comentado
Richard Bessel, «la ideología nazi giraba, en lo fundamental, en torno a la
violencia… Los horrores que desató el Tercer Reich fueron reflejo del hecho de la
realización de los ideales de los nazis».[100] Es imposible comprender el terror
desplegado por los nazis contra los habitantes de las regiones que conquistaron —en
especial de las de la Europa Oriental y del sudeste— y contra los judíos de todas las
zonas ocupadas del continente si no entendemos el hecho de que ya lo habían
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desatado contra sectores considerables de su propio pueblo antes de 1939; lo que no
solo incluía minorías despreciadas y poco nutridas de marginados sociales, sino
también millones de conciudadanos: la gran mayoría de ellos, de hecho, en uno u otro
nivel y en mayor o menor grado.
¿POR qué siguieron apoyando los alemanes a Hitler y a los nazis hasta el final de
la guerra? ¿Por qué no se alzaron contra un régimen que estaba cometiendo
asesinatos multitudinarios y atrocidades a una escala inimaginable? ¿Cómo es que no
provocaron una revuelta popular contra el Führer los bombardeos en masa a que
sometieron los Aliados a las ciudades alemanas? Han sido muchos los historiadores
que han tratado de dar respuesta a esas cuestiones a lo largo de los años transcurridos
desde que se derrumbó el régimen nazi en 1945. Si las explicaciones anteriores
analizaron para ello los estereotipos del carácter nacional germano —el militarismo,
la propensión a la violencia, la determinación a obedecer a la autoridad, el deseo de
un liderato fuerte, la pasividad civil y demás lugares comunes de validez dudosa—,
de forma más reciente ha habido historiadores que han defendido el papel de relieve
representado por la propaganda a la hora de congregar a los alemanes en torno a la
bandera nazi, en tanto que otros han subrayado el terror creciente al que sometió el
Partido Nazi a Alemania, sobre todo en los últimos estadios del conflicto bélico. Hace
unos años, el politologo estadounidense Daniel Jonah Goldhagen dio a entender que
una mayoría abrumadora de los germanos estaba conformada desde el primer
momento por seguidores fanáticos del antisemitismo nazi, y tampoco falta quien haya
buscado la clave en el entusiasmo de autómata de los alemanes ante la arrolladora
personalidad de Adolf Hitler.
Con todo, ninguna de estas explicaciones resulta muy convincente por sí misma.
La concepción simplista de un carácter nacional alemán hace aguas, como las
generalizaciones excesivas de Goldhagen, ante la realidad de que los más de los
alemanes —socialdemócratas y comunistas, gentes de la comunidad católica y otros
muchos sectores de la sociedad— se negaron a brindar su apoyo a los nazis en
ninguna de las elecciones celebradas durante la República de Weimar, en donde
nunca obtuvieron estos mucho más que un tercio de los votos. Existen indicios
sobrados de que la propaganda nazi, aunque no del todo ineficaz, tuvo un impacto
limitado, en especial entre los sectores de la población que habían adoptado con
anterioridad una actitud renuente, y más aún durante la segunda mitad de las
hostilidades, cuando quedó claro que Alemania se abocaba a la derrota. Cierto es que
Hitler parecía exento de la crítica popular, al menos hasta 1943; pero también que
gozaba de igual admiración por sus actos como por la imagen que ofrecía. Y el terror,
bien que constituía una fuerza muy real, continuada y entre 1944 y 1945 cada vez
más poderosa, no debía de bastar por sí solo para subyugar a una población de
ochenta millones de alemanes.
Apenas se habían hecho los nazis con el poder en Alemania cuando convirtieron el
saludo de Heil Hitler! en un elemento preceptivo de la vida nacional. Los
funcionarios civiles estaban obligados por la ley a firmar con él los documentos, y a
todo aquel que dirigiera una carta a la oficialidad se le recomendaba con
encarecimiento hacer lo mismo. Los maestros de escuela tenían que saludar a su clase
con dicha exclamación mientras alzaban el brazo derecho engarrotado para hacer el
«saludo a la alemana». Los revisores ferroviarios también debían entrar de igual guisa
a vagones y compartimentos para pedir los billetes a los pasajeros. En la calle, se
esperaba de la ciudadanía que recurriera al Heil Hitler! en lugar de darse los buenos
días, y otro tanto habían de exclamar los carteros antes de entregar el correo matutino
a sus destinatarios. También los escolares tenían que recibir con él a sus docentes
cada mañana.
Durante el verano de 1933, Victor Klemperer, catedrático judío de literatura y
autor compulsivo de diarios, vio en su universidad a «los empleados alzar los brazos
para saludarse» cuando se cruzaban por los pasillos. El uso de este gesto en lugar de
decir, sin más, «hola» o «buenos días» se trocó en un signo externo público de apoyo
al régimen, visible en toda Alemania durante la instauración del Tercer Reich por
parte de los nazis. También constituía una advertencia, casi una amenaza, para aquel
a quien iba dirigido, pues lo instaba a someterse a devolver el ademán. El visitante
extranjero que deambulaba por las calles de las ciudades alemanas en 1933 recibía la
impresión de que todo el mundo secundaba por entero el nuevo régimen.
Pero ¿de veras podía colegirse tal cosa del saludo hitleriano? Los entusiastas de la
película de Stanley Kubrick ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove)
recordarán sin duda al científico nazi perturbado que interpreta Peter Sellers mientras
se afana en vano por refrenar su brazo derecho cuando, en momentos de arrebato, se
II
III
Desesperado por demostrar que la gran masa de los alemanes apoyó con
entusiasmo al nazismo desde sus comienzos, el autor presenta una relación por demás
selectiva de ejemplos de jóvenes, entre los cuales figuran hasta parientes suyos, que
abrazaron con euforia las posibilidades que les ofrecía el régimen. Como era de
esperar, cita también a Hanns Martin Schleyer, erigido en presidente de la patronal
durante la Alemania Occidental de posguerra, y que en 1942 aseveraba enardecido
ante las oportunidades que brindaba el nazismo a los jóvenes: «Aprendimos a una
edad temprana, durante los días de lucha del movimiento, a buscarnos retos en lugar
de esperar a que vinieran a nosotros. Esto y nuestros constantes empeños en pro del
partido, aun después de que se hiciera con el poder, nos preparó para asumir nuestra
responsabilidad mucho antes de lo habitual» (Aly olvida recordar que a Schleyer lo
secuestraron y lo asesinaron en 1977 los terroristas ultraizquierdistas de la Fracción
del Ejército Rojo, fundada por Andreas Baader y Ulrike Meinhof). También recoge lo
que escribieron dos familiares varones en el libro de visitas de los Aly durante la
guerra, que recogieron lemas como «el mañana es nuestro» o «nuestra nación camina
hacia un futuro grande y glorioso». Sin embargo, huelga decir que resulta más que
posible recoger el mismo número de testimonios de alemanes que se sentían
asustados y perturbados por lo que estaba haciendo el régimen nazi ya en la década
de 1930.
Los dirigentes no desviaron recursos para satisfacer los deseos consumistas del
pueblo «en detrimento del rearme», sino que más bien puede afirmarse lo contrario.
Cierto es que las organizaciones benéficas nazis como Auxilio de Invierno, destinada
a ayudar a los desempleados y sus familias en tiempos en que escaseaba el trabajo, o
la asociación Bienestar Popular Nacionalsocialista, institución más ambiciosa y
IV
LA ECONOMÍA NAZI
CUANDO visité Alemania por vez primera, a principios de la década de 1970, las
carreteras estaban plagadas de enjambres de aquellos bichos achatados y deformes,
que recorrían afanosos las calles de la ciudad o inundaban las autopistas con el
sonoro traqueteo de sus motores refrigerados por aire, sus techos curvos que se iban
estrechando hacia la parte trasera y, en los modelos más antiguos, sus diminutas
ventanillas ovaladas, tan angostas que no pude menos de preguntarme cómo iba a
poder ver nada el conductor en el retrovisor central. La fealdad de su apariencia
exterior, sin embargo, resultaba insignificante en comparación con el horror que
suponía viajar de pasajero en uno de ellos. En el asiento trasero, al que me veía
relegado con frecuencia cuando me trasladaba con un grupo de amigos, me sentía
oprimido por la claustrofobia que me imponía aquel techo bajo, en tanto que la
estruendosa vibración y el zumbido del motor, situado a mis espaldas, me provocaba
de inmediato un dolor de cabeza que no hacía sino empeorar con el olor repulsivo del
sistema de calefacción durante los meses de invierno. Doblar una esquina a cierta
velocidad —dentro de lo que podía permitirse el vehículo— era una pesadilla: las
sacudidas y los vaivenes me revolvían el estómago.
Prefería, con diferencia, el Morris Minor azul claro de mi padre, un coche de
diseño sólido, interior espacioso y motor delantero silencioso. Este automóvil
británico tenía, además, el encanto añadido de los dos pintorescos intermitentes que
sobresalían en horizontal a izquierda y derecha del chasis como sendos brazos
pequeñísimos de ámbar encendido (y que, eso sí, amenazaban con partirse cada vez
que uno abría la puerta). Ante aquel vehículo práctico y elegante pese a todo, ¿quién
iba a querer comprar un Volkswagen Escarabajo? Con todo, fue precisamente este el
coche que más éxito conoció en su tiempo. Superó en ventas a todos los demás, tal
como pone de relieve Bernhard Rieger en Thepeople’s car (2013), un estudio
entretenido y esclarecedor, de prosa elegante, dedicado a la historia de dicho
vehículo. Mientras que en todo el mundo se vendieron más de 1,3 millones de Morris
Minor en varias décadas, el Escarabajo estaba superando el millón anual a finales de
la década de 1960 y principios de la de 1970, cuando uno de cada tres automóviles
que rodaban por Alemania Occidental era un Volkswagen. En 1972, el número total
de ventas llegó a superar al que hasta entonces había sido el utilitario más célebre del
siglo: el Modelo T de Henry Ford.
Como otros coches de gran popularidad, el Morris Minor se exportaba, claro está,
y se fabricaba con licencia en el extranjero, pero su estilo y su concepción eran tan
ingleses, que su aceptación se limitaba sobre todo a países del Imperio británico y la
«DE todos los nombres que se han asociado a los procesos de Núremberg —
declaraba el fiscal encargado de llevar ante la justicia a los dirigentes nazis que
habían sobrevivido al final de la segunda guerra mundial—, supongo que ninguno es
tan célebre ni lo ha sido durante tantas décadas (casi un siglo, de hecho) como el de
Krupp». Su historia, seguía diciendo durante la formulación de cargos, había
convertido a la compañía en «el foco, el símbolo y el beneficiario de las fuerzas más
siniestras que han tenido bajo amenaza a la paz de Europa». Había sido en gran
medida una empresa familiar. «Cuatro generaciones de Krupp —aseveraba el fiscal—
han sido propietarias y gestoras de las grandes fábricas de armamento y municiones
que se convirtieron en el principal abastecedor de material bélico de Alemania». La
tradición de aquella firma, y la actitud «sociopolítica» que representaba, casaba a la
perfección con el clima moral del Tercer Reich. No hubo un solo crimen de cuantos
cometió dicho Estado —guerra, pillaje o esclavitud— en el que no participara. De
hecho, constituía una «fábrica modelo del nacionalsocialismo» mucho antes de la
llegada de los nazis al poder.
En el juicio de Núremberg, y en los que se instruyeron más tarde contra los
principales industriales de Alemania entre 1947 y 1948, el nombre de la empresa
acabó por convertirse en sinónimo no tanto del nazismo como del impulso económico
que hubo tras las fuerzas más arraigadas del militarismo que los Aliados estaban
resueltos con igual ahínco a eliminar de la política, la cultura y la sociedad germanas.
Dada la siniestra reputación que poseía la compañía en todo el mundo por ser el
productor de armas que había sostenido las agresiones militares de Alemania, desde
las guerras de unificación de Bismarck hasta las dos guerras mundiales, no resulta
sorprendente que haya atraído la atención de tantos historiadores diferentes que han
escrito desde tantos puntos de vista distintos. El estudio que más lectores ha tenido ha
sido Las armas de los Krupp, epopeya de un millar de páginas publicado
originalmente en 1968 por William Manchester, más conocido por Muerte de un
presidente, en donde da cuenta del asesinato de su amigo de tiempos de guerra, John
F. Kennedy. El volumen, escrito en un estilo atrevido y a veces sensacionalista, estaba
plagado de generalizaciones nada moderadas acerca de Alemania y los alemanes, a
los que Manchester, de resultas sobre todo de sus experiencias bélicas, no profesaba
un gran aprecio. Los Krupp aparecen retratados como gentes maléficas desde la
primera hasta la última página de un libro que parece destinado a poco más que airear
trapos sucios. Hasta entre la prensa popular tuvo una recepción irregular, y quienes lo
reseñaron no dudaron en quejarse de su estilo sarcástico y de los «enjambres de
Alfred era adicto al trabajo, y en el futuro gustaría de recordar que en aquella primera época «ejercía de
ejecutivo, dependiente, tesorero, herrero, fundidor, batidor de coque, vigilante nocturno del horno de
cemento y mucho más, y contaba con un caballo extenuado para cubrir nuestras necesidades de transporte».
El único logro indiscutible de su padre había sido el desarrollo de un proceso de fundición del acero para la
fabricación de troqueles destinados a acuñar monedas, y Alfred no tardó en estar abasteciendo de prensas de
rodillo a la fábrica de moneda de Austria, ni en diversificar el negocio para abarcar también la producción
de máquinas similares para la fabricación de cucharas que exportaba a Francia, Rusia, el Reino Unido y
hasta el Brasil. El verdadero avance de su negocio, sin embargo, llegó con el auge del ferrocarril de la
década de 1840, cuando comenzó a proveer de ejes y cigüeñales a la empresa estatal ferroviaria de Prusia.
Las constantes innovaciones técnicas le permitieron producir anillos de acero fundido para la fabricación de
ruedas de tren (tres de estos entrelazados se convertirían en lo que sigue siendo hoy el logotipo de la
empresa), y más adelante raíles y planchas, hélices y ejes de transmisión para barcos de vapor. Todo esto
permitió a la Krupp comprar otras empresas y minas de hierro, en tanto que la introducción de los
procedimientos de Bessemer y Siemens-Martin hicieron posible la fabricación de productos de acero
mayores y más numerosos. Tanto es así, que en 1874 había ya doce mil operarios trabajando en un recinto
de Essen cuyas 3 5 hectáreas triplicaban la extensión existente una década antes.
Alfred Krupp era muy consciente de la dificultad que entrañaba el hecho de dar con obreros fiables y
cualificados en las condiciones de rápido crecimiento industrial que caracterizó a la región del Ruhr en
aquel período. Era normal que los trabajadores cambiaran de empresa a fin de mejorar sus ingresos o sus
condiciones laborales. Se necesitaban disciplina y organización a fin de llevar a cabo el peligroso proceso
de fundir el acero con la precisión requerida, y sin embargo, Krupp buscaba «operarios leales… que estén
agradecidos por el pan que les damos y lo demuestren». A fin de inducirlos a trabajar para él y a mantener
su puesto de trabajo una vez obtenido, creó un fondo de salud y pensiones para sus empleados, construyó
alojamientos que a finales de siglo albergaban a más de veinticinco mil personas, abrió 5 5 economatos y
comedores, instauró escuelas y, por último, inauguró un hospital, un sanatorio y una biblioteca.
Tamaño paternalismo tenía, sin embargo, su lado oscuro. «[N]adié —aseveró Alfred— se atreverá a
alzarse contra una dirección benevolente: antes prefiero hacerlo saltar todo por los aires». A fin de hacer
cumplir la disciplina, declaró en 1871: «Deseo introducir para siempre la práctica de fotografiar a los
trabajadores y mantener una supervisión mucho más estricta del personal: de su pasado, sus impulsos y su
vida. Debemos disponer para ello de un cuerpo de policía privado que esté mejor informado que las
autoridades municipales». En efecto, se emplearon los retratos así obtenidos para hacer frente a lo que
James denomina «agitadores». «[E]l peón o el oficial más eficiente o mejor cualificado —advirtió Krupp a
sus trabajadores— perderá su empleo de inmediato si da la impresión de estar incitando a la oposición o de
pertenecer a una asociación», con lo cual se refería a un sindicato.
POLÍTICA EXTERIOR
«ES con Hitler y con sus intenciones —asevera Zara Steiner al principio de The
triumph of the dark: European international history 1933-1939 (2011), su magistral
contribución a la colección Oxford History of Modern Europe— con lo que debe
empezar todo aquel que quiera estudiar la historia internacional de Europa». En el
momento mismo en que ocupó el cargo de canciller, él actuaba y el resto de hombres
de estado reaccionaba.
Tenía claras sus pretensiones mucho antes de hacerse con el poder, y lo cierto es
que impresionan por lo que tienen de ambiciosas. Hitler no era un estadista europeo
convencional. Gobernado por las convicciones del darwinismo social en el ámbito de
los asuntos internacionales, que veía como una lucha perpetua entre razas por la
subsistencia y la supremacía, no dejaba de repetir a los altos mandos de sus fuerzas
militares y navales que Alemania estaba llamada a conquistar Europa Oriental, a
ampliar con sus tierras los colosales recursos agrícolas de la nación y a apartar a sus
habitantes para hacerse con el «espacio vital» que necesitaba la raza germana.
Francia, enemigo tradicional de Alemania a poniente, habría de ser sojuzgada para
poder dominar Europa. Semejante plan no respondía, en ningún sentido, a la política
exterior convencional de los alemanes, ni tampoco estaba determinado por los
factores estructurales inherentes al sistema internacional del Viejo Continente desde
el siglo XIX tal como han aseverado algunos.
Steiner admite que, por supuesto, la Alemania nazi no estaba dominada por una
estructura monolítica definidora del programa que cumplía seguir, siendo así que en
la cúpula del régimen había distintos grupos e individuos que seguían a menudo sus
propios proyectos. Tal fue, en particular, el caso de Joachim von Ribbentrop, que
pasó de jefe de la sección de asuntos extranjeros del Partido Nazi a embajador ante el
Reino Unido y a ministro de Asuntos Exteriores. «Presuntuoso, enérgico y
vanidoso», en palabras de Steiner, Ribbentrop desarrolló una furiosa anglofobia que
lo llevó a hacer cuanto estaba en su mano por disuadir a Hitler de buscar una alianza
con lo que él definió como «nuestro enemigo más peligroso». Aguijado por lo que
entendió como desaires durante el tiempo que sirvió en Londres, en donde su falta de
tacto le valió el mal nombre de Von Brickendrop, acabó por hacer que Hitler
abandonara la idea (el dirigente, no obstante, siguió albergando la esperanza de que
los británicos se mantuvieran neutrales en el conflicto que se avecinaba).
Hermann Göring fue otro de los que siguieron su propio rumbo en ocasiones o
consiguieron mudar el de Hitler hacia un lado u otro. Con todo, a la hora de la
verdad, era el Führer—más que una mal definida «policracia»— quien decidía la
Quizás el motivo último de este revés terrible sea que el ocaso de los dioses se halla ahora sobre la masa
del pueblo que siguió a Hitler con una fe tan ciega. Está claro que se ha elegido el camino erróneo, que nos
han embaucado a todos y que hemos ofrecido sacrificios inimaginables a un falso ídolo, y que estos no van
a brindarnos recompensa alguna: solo castigo. La conciencia de todo esto ha consumido nuestro valor,
estrangulado nuestro entusiasmo y suscitado dudas sobre lo justo de nuestra causa.[103]
Prüfer se mostraba también muy crítico con las medidas adoptadas por los nazis
para con los judíos, sobre las que, según aseveraba el 16 de octubre de 1942, había
oído historias «tan terribles que dimos por sentado que debía de tratarse de
propaganda negativa o cuando menos ser fruto de la exageración».[104] El 21 de
noviembre de aquel año escribió que las historias relativas al exterminio de aquellos
iban a causar a Alemania «un daño indescriptible» «si corresponden de veras a los
hechos». En lo tocante a los judíos, «todo el mundo habla de ellos con gran
compasión».[105] En otra ocasión apuntó: «La persecución de estos inocentes, a los
que están aniquilando por la sencilla razón de que su existencia no se conforma con la
proyección ideal de la cosmovisión [Weltanschauung] nacionalsocialista, supone un
gran peso en la conciencia de todo aquel que tiene noticia de ella». Por desgracia, la
coacción y el «juramento de lealtad» habían mantenido a raya a todo el mundo —
incluidos, claro, él mismo y el resto de diplomáticos—. La mayor parte de los
alemanes, según escribió el 19 de julio de 1943, quería ver a Hitler derrocado, «pero
en tanto el enemigo insista en obtener la rendición incondicional… la nación va a
seguir resistiendo».[106] Por lo tanto, la falta de resistencia al régimen era,
esencialmente, culpa de los Aliados.
Es una lástima que Prüfer no escribiera ninguna de estas palabras en sus diarios
originales: en realidad, los añadió en 1946, pensando en sus lectores posteriores. Lo
que recogió de veras en la entrada correspondiente al 19 de julio de 1943 citada arriba
fue: «El Führer es un hombre grande, muy grande, que ha convertido nuestra nación
(enfrentada a la sazón a la ruina) en la más poderosa de la tierra». La decadencia de
a ocultar que su esposa tenía un converso entre sus antepasados, para lo cual hubo de
sobornar a un funcionario a fin de que suprimiera el dato de los registros oficiales, y
más tarde no mostró aprensión alguna a la hora de comprar bienes «arianizados» en
Baden-Baden.[109]
El 14 de abril de 1943 escribió sobre «el odio abismal de los judíos para con
todos los gentiles de Europa», y se preguntaba: «¿Cómo va a haber nunca paz si ellos
son los consejeros de nuestros enemigos?».[110] Cuando el 22 de noviembre de 1942
dice tener conocimiento del asesinato masivo de judíos que se está produciendo en el
Este («hoy hasta los niños están informados aun de los detalles más insignificantes»)
no dice nada de si es o no ético, y en la versión revisada sustituye el comentario por
la expresión de duda citada más arriba («si corresponden de veras a los hechos») y
por el cuento de la compasión del pueblo respecto de las víctimas.[111] Una de las
principales ocupaciones que tuvo Prüfer durante la guerra tras su regreso del Brasil
consistió en tratar, en calidad de experto en asuntos árabes, con el gran muftí de
Jerusalén, Hāŷŷ Amīn al-Hussaynī, a quien defendió de las intrigas de su rival Raŝīd
‘Álī al-Kaylānī, nacionalista iraquí huido a Alemania después de que fracasara el
alzamiento emprendido contra los británicos en 1941. El muftí, escribió Prüfer en su
diario original el 17 de julio de 1943, «seguía insistiendo en “librarse de las colonias
judías de Palestina”», con lo que se refería, tal como dijo a Hitler el propio al-
Hussaynī en otra ocasión, a exterminar a quienes las habitaban. Aun así, esta entrada
se eliminó a la hora de dar los diarios a la prensa.[112]
Prüfer no publicó los originales: después de revisarlos, paró mientes en que
incriminarían a su antiguo jefe Joachim von Ribbentrop, a quien estaban juzgando en
Núremberg por crímenes de guerra. En cambio, los guardó para que a su muerte,
ocurrida en 1959, pasaran a su hijo, quien al final los puso a disposición de los
estudiosos. Resultan muy interesantes no solo por mostrar el modo cómo manipuló la
historia para dar a entender que él y a la minoría selecta de diplomáticos a la que
II
¿En qué grado fue común la actitud de Curt Prüfer? ¿Hasta qué punto ocultaron los
diplomáticos de la antigua escuela que sirvieron en el Ministerio alemán de Asuntos
Exteriores su propia participación en los crímenes del nazismo? ¿En qué medida
estuvieron implicados, sea como fuere? Décadas después del final de la guerra, el
organismo al que pertenecían seguía mostrándose muy poco inclinado a hacer frente
a estas preguntas. Tras volver a instaurarse en Alemania Occidental en 1951, resumió
su historia de 1933 a 1934 con tres oraciones en un panfleto publicado en 1979:
El Ministerio de Asuntos Exteriores opuso una resistencia resuelta y persistente a los planes del régimen
nazi, sin ser capaz, no obstante, de evitar lo peor. Permaneció mucho tiempo ejerciendo en calidad de
institución «apolítica» y estuvo considerado entre los nacionalsocialistas un foco de oposición. En el
vestíbulo del nuevo Ministerio hay una placa conmemorativa en recuerdo de aquellos de sus funcionarios
que dieron su vida en la lucha contra el régimen de Hitler.[113]
III
La sección que abre el volumen, firmada por Lars Lüdicke, a la sazón estudiante de
doctorado de la Universidad de Potsdam y autor de un estudio breve sobre la política
exterior de Alemania de 1933 a 1945 publicado en 2009[129] y muy vinculado,
evidentemente, al extenso artículo con que colabora en Das Amt und die
Vergangenheit, trata el período anterior al comienzo de la guerra. En ella dedica no
poca atención a las estructuras internas y la política de personal del Ministerio de
Asuntos Exteriores, y afirma de manera convincente que los empeños efectuados en
la República de Weimar con el fin de modernizar la institución fueron un fracaso. En
1933, el tramo superior del escalafón seguía dominado por diplomáticos que se
habían formado en tiempos del káiser. Muchos de ellos eran aristócratas, y
compartían los prejuicios de su clase respecto de la democracia, el igualitarismo, la
reforma… y los judíos. Muy pocos de ellos optaron por dimitir cuando llegaron los
nazis al poder. Friedrich von Prittwitz und Gaffron, embajador en Washington y
demócrata convencido, representó una excepción solitaria en los altos cargos del
servicio diplomático, porque, si bien algunos de sus colegas acariciaron también la
idea de hacer otro tanto, él fue el único que puso en práctica sus principios. La
inmensa mayoría, defensores declarados del imperialismo y el expansionismo, acogió
con los brazos abiertos el advenimiento de los nazis, a los que no veían como un
IV
Los altos cargos del Ministerio de Asuntos Exteriores participaron de forma directa en la decisión de
acometer la «solución final». La suerte de los judíos quedó sellada el 17 de septiembre de 1941, día en que
Hitler mantuvo una reunión con Ribbentrop. Poco antes del encuentro, aquel había dado la orden de
deportar al Este a los judíos, a los que acababan de obligar a lucir una estrella de David. Lo que ya había
quedado claro en conexión con el Plan Madagascar siguió siendo válido tras la invasión alemana de la
Unión Soviética: el Ministerio de Asuntos Exteriores había tomado la iniciativa en la solución de la
«cuestión judía» en todo el ámbito europeo.
Los últimos capítulos del libro están consagrados a la segunda parte de las
instrucciones de Fischer; es decir: a cómo trató el Ministerio de Asuntos Exteriores
tras 1945 el papel que había representado durante el período nazi y en qué grado se
dio, en lo que a personal se refiere, cierta continuidad entre aquel y la época que se
inició en 1951, cuando se volvió a instaurar en el seno de la República Federal de
Alemania. Tal como pone de relieve Katrin Paehler, estudiosa del sitio de Leningrado
y el lugar que ocupa en la memoria, que en el presente imparte clases en Estados
Unidos, aquel se disolvió enseguida en 1945. Sus funcionarios se dispersaron por
todas partes, y así, hubo quien dio con sus huesos en prisiones soviéticas (sobre todo
si habían pertenecido a las tropas de asalto nazis); otros, en centros de interrogatorio;
algunos fueron arrestados y juzgados por crímenes de guerra, y unos cuantos tomaron
parte en la colosal oleada de suicidios que recorrió la Administración alemana
durante la primera mitad del año.[154] Muchos se hicieron una vida profesional nueva
en el ámbito de la industria, lo académico, la justicia, la función pública, los
gobiernos locales y aun la Iglesia. Lo elevado de su extracción social, su formación y
sus capacidades les fueron de gran ayuda. El proceso de desnazificación, tal como
pone de relieve Thomas Maulucci, profesor norteamericano experto en la política
estadounidense de tiempos de la guerra fría, se saldó con 108 altos cargos exonerados
VI
NOTA
Dos de los editores de Das Amt und die Vergangenheit, Peter Hayes y Norbert Frei,
publicaron una réplica enérgica a esta y otras reseñas en el Bulletin of the Germán
Historical Institute, Washington, vol. 49 (otoño 2011), p. 5 5, junto con aportaciones
de Johannes Hürter, Christopher R. Browning, Holger Nehring y Volker Ullrich
(«Forum: the Germán Foreign Office and the Nazi past», ibid., pp. 53-112). Frei y
VICTORIA Y DERROTA
EL conflicto bélico que empezó en septiembre de 1939 no era la guerra que Hitler
había previsto. Entre otras cosas, entró en ella el Reino Unido e Italia quedó fuera. En
poniente se dio un período de inactividad conocido como «guerra boba». A principios
del verano de 1940, sin embargo, las cosas habían tomado ya el curso que él deseaba
tras una serie de pasmosas victorias militares. Con todo, los británicos seguían sin
firmar la paz. Un año más tarde, Alemania había entrado también en guerra con la
Unión Soviética, y cuando tocaba a su fin 1941 había entrado también en el conflicto
Estados Unidos. Al año siguiente quedó claro que los alemanes estaban perdiendo.
Semejante mudanza del destino ¿se debió a «decisiones trascendentales» adoptadas
por Hitler y otros dirigentes como Stalin, Churchill o Roosevelt, o fue, sin más, fruto
de los acontecimientos?
Esta es la pregunta a la que trata de dar respuesta Ian Kershaw en Decisiones
trascendentales: de Dunquerque a Pearl Harbor (1940-1941): el año que cambió la
historia (2007). Hasta entonces, la obra del autor se había centrado en las reacciones
y actitudes de los alemanes de a pie frente al nazismo y recogía una variedad
considerable de respuestas populares a Adolf Hitler y el régimen nazi, desde la
resistencia y la oposición hasta el entusiasmo y la alabanza, pasando por la disensión
y la indiferencia. Popular opinión andpolitical dissent in the Third Reich (1983)
atacaba el tópico de la obediencia universal al Führer. Conforme a esta visión, el
número de los alemanes comprometidos de veras con el nazismo era relativamente
escaso: la mayoría acabó por conformarse de resultas de la propaganda y los logros
obtenidos por los nazis en diversos terrenos, y solo expresaba su objeción —en
ocasiones con éxito— cuando el régimen interfería de manera directa en los valores
de sus vidas cotidianas, y sobre todo en cuestiones de práctica religiosa. Todo esto,
claro, suscitaba la cuestión de cómo se las compuso el régimen para llevar a efecto
sus programas. En El mito de Hitler (1987), ponía de relieve que la imagen
propagandística del Führer brindó a los alemanes hasta casi el final de las hostilidades
un lugar en el que fundar sus esperanzas y aspiraciones que logró que buena parte de
su descontento recayese sobre sus subordinados y sostuvo la ilusión de que al final
daría con un remedio. El pueblo era remiso a creer que, en realidad, Hitler no era más
que un hombre guiado por el odio fanático a los judíos, un deseo insondable de
conquistas y, en el fondo, un hondo desprecio por la masa de los alemanes ordinarios.
El estudio puntero de Kershaw sobre la imagen que de Hitler ofreció la
propaganda nazi parecía apuntar de forma natural hacia el siguiente paso: la biografía
del hombre real. Los dos volúmenes que dio como fruto una década de investigación
A su decir, si pedía la paz, el Reino Unido iba a verse obligado a entregar las
¿POR qué siguieron luchando los alemanes hasta el fin en 1945, mucho después de
que hubiese quedado claro a casi todo el mundo que habían perdido la guerra? Desde
la derrota catastrófica sufrida por el 6.° ejército en Stalingrado a principios de 1943 y
los devastadores bombardeos aliados sobre Hamburgo del verano de aquel año, los
agentes secretos del régimen nazi habían estado informando del convencimiento
creciente que imperaba en la opinión popular de que la campaña bélica de Alemania
estaba condenada al fracaso. En tal caso, ¿por qué no se alzó la ciudadanía contra el
régimen y lo obligó a negociar la paz? Si hacia finales de la primera guerra mundial,
los caudillos alemanes se habían avenido a parlamentar cuando reconocieron que
habían perdido el conflicto, ¿por qué no ocurrió lo mismo entre 1944 y 1945?
La mayoría de las hostilidades entre estados de la era moderna acaba, según
expone Ian Kershaw en El final: Alemania, 1944-1945 (2011), con un acuerdo de paz
tan pronto reconoce la derrota uno de los dos lados. Es posible dar con excepciones
de relieve a esta norma en lugares que van de la Francia napoleónica de 1814 hasta el
Irak de Sadam Huseín dos siglos más tarde. También en ocasiones se da un cambio
de régimen antes de concluir la paz, tal como ocurrió en la guerra franco-prusiana de
entre 1870 y 1871 o, de hecho, en la primera mundial. Aun así, la determinación de
los alemanes para seguir luchando resulta notable y merece una explicación, sobre
todo si tenemos en cuenta que la muerte y la destrucción que sufrieron aumentó de
forma colosal en los meses últimos. En su nuevo libro, Kershaw, que comenzó su
trayectoria de historiador de la Alemania nazi con una obra puntera sobre la opinión
popular de los habitantes del Tercer Reich antes de acometer su monumental
biografía de Hitler y una serie de estudios sobre la toma de decisiones y la diplomacia
de las décadas de 1930 y 1940 regresa a su foco inicial de interés para tratar de dar
con una respuesta a la cuestión desconcertante de por qué no claudicó Alemania a
través de un estudio detallado del sentir del pueblo durante el estadio final del
conflicto bélico.
El motivo principal y más obvio radica, claro está, en la naturaleza misma del
régimen nazi. El Tercer Reich no era un estado al uso. Ni siquiera puede considerarse
una dictadura convencional, si es que existe tal cosa. Hitler se vio poseído desde el
principio por una visión del mundo que, en consonancia con el darwinismo social,
entendía las relaciones entre estados como una lucha por la subsistencia y supremacía
entre razas. No había término medio: a Alemania no se le presentaban más opciones
que la de obtener la hegemonía mundial o la de hundirse. Sus objetivos bélicos no
eran racionales ni limitados. A medida que se deterioraba la situación militar, insistió
DE joven, Adolf Hitler sintió una gran pasión por los dramas musicales de Richard
Wagner, y gastaba buena parte de sus exiguos ingresos en entradas de
representaciones de Lohengrin y otras fantasías pseudo-medievales. Aunque los
historiadores han dedicado dosis nada desdeñables de energía al estudio de los
efectos de esta devoción de juventud en las ideas y creencias del futuro dictador, lo
cierto es que tenía otro entusiasmo que, si bien ha dado menos de qué hablar,
resultaba más fácil de satisfacer por su precio modesto: las novelas de literatura
barata de Karl May, ambientadas en el Salvaje Oeste y protagonizadas por vaqueros
en su mayoría de origen alemán, como el Viejo Shatterhand, que debía su nombre
(«mano devastadora») a la fuerza de su puño, y Winnetou, indio converso al
cristianismo. May se convirtió en el centro de un escándalo literario cuando se
descubrió que tenía antecedentes criminales y no había estado nunca en Estados
Unidos (nación que visitó por vez primera poco antes de su muerte, ocurrida en
1912). Sin embargo, lejos de minar la admiración de Hitler, este hecho solo sirvió
para confirmarle que no es necesario viajar a un país para conocerlo. Durante la
segunda guerra mundial no dejó de recomendar las novelas de May a sus generales, y
de hecho, mandó imprimir doscientos mil ejemplares para los soldados.
Para May, los nativos americanos eran salvajes nobles, y aunque huelga decir que
Hitler no compartía esta visión de los pueblos indígenas, lo cierto es que en las
novelas de aquel se da un darwinismo social implícito que hace que Winnetou y su
cultura se presenten como abocados a la destrucción a manos de una civilización
superior y más poderosa (la deuda del escritor con respecto a El último mohicano se
hace evidente tanto aquí como en otros aspectos de su obra). Los partidarios del
citado movimiento y los racistas de finales del siglo XIX y principios del XX
miraban con envidia a Estados Unidos, en donde millones de colonos europeos
habían caminado hacia poniente a fin de formar una sociedad nueva, próspera y
poderosa que había desplazado a los nativos del continente hasta marginarlos y, al
cabo, acabar con la inmensa mayoría de ellos. La superioridad racial había destinado
a su entender a los colonos europeos a convertirse en dueños y señores de aquel
territorio y condenar a la extinción a sus atrasados habitantes tal como habían hecho
con los aborígenes australianos. Y si alguien protestaba, bastaba con desdeñarlo por
poco científico y anticuado.
Sin embargo, si las razas hacían manifiesta su superioridad conquistando y
sojuzgando a otras, ¿con qué parte del planeta contaban los alemanes para demostrar
su capacidad? Al haber llegado tarde a la escena mundial, la Alemania unida de 1871
NOTA
HACIA LA POSGUERRA
1. «Spot and sink» [reseña de David Stevenson, With our backs to the wall: victory and defeat in 1918,
Penguin/Allen Lane, 2011], The London Review of Books, XXXIII, 24 (15 diciembre 2011), pp. 31-
32.
2. «Gruesomeness is my policy» [reseña de Sebastian Conrad, German colonialism: a short history,
Cambridge University Press, 2011], The London Review of Books, XXXIV, 3 (9 febrero 2012), pp.
35-37.
3. (2011) «The scramble for Europe» [reseña de Shelley Baranowski, Nazi empire: German colonialism
and imperialism from Bismarck to Hitler, Cambridge University Press, 2010], The London Review of
Books, XXIII, 4 (3 febrero 2011, pp. 17-19.
4. «The life and death of a capital» [reseña de Thomas Friedrich, Hitler's Berlin: abused city, Yale
University Press, 2012], The Book: An Online Review at The New Republic (27 septiembre 2012).
5. «Social outsiders in German history: from the Sixteenth Century to 1933», en Robert Gellately y
Nathan Stoltzfus (eds.), Social outsiders in Nazi Germany, Princeton University Press, 2001, pp. 20-
44.
6. «Coercion and consent in Nazi Germany», Proceedings of the British Academy, 151 (2006), pp. 53-
81, revista publicada por la Oxford University Press.
7. «How willing were they?» [reseña de Peter Fritzsche, Life and death in the Third Reich, Harvard
University Press, 2008 (hay trad, esp.: Vida y muerte en el Tercer Reich, Crítica, Barcelona, 2009)],
The New York Review of Books, LV, 11 (26 junio 2008), pp. 59-61; «All hailed: the meaning of the
Hitler salute» [reseña de Tilman Allert, The Hitler salute: on the meaning of a gesture, trad, del al. de
Jefferson Chase, Metropolitan Books, 2008], The New York Sun (16 abril 2008), y «Parasites of
plunder?» [reseña de Gotz Aly, Hitler's beneficiaries: plunder, racial war, and the Nazi welfare state,
Metropolitan Books, 2007 (hay trad. esp. del orig. alemán: La utopía nazi: cómo Hitler compró a los
alemanes, Crítica, Barcelona, 2006)], The Nation,, CCLXXXIV, 2 (8-15 enero 2007), pp. 23-28.
8. «Thank you, Dr Morell» [reseña de Hans-Joachim Neumann y Henrik Eberle, Was Hitler ill? A final
diagnosis, trad, del al. de Nick Somer, Polity Press, 2013], The London Review of Books, XXXV, 4
(21 febrero 2013),p.37.
9. «Adolf y Eva» [reseña de Heike B. Gortemaker, Eva Braun: life with Hitler, Knopf, 2011 (hay trad,
esp.: Eva Braun: una vida con Hitler, Debate, Barcelona, 2012)], The National Interest, 115
(septiembre-octubre 2011), pp. 76-86.
10. «Prophet in a Tuxedo» [reseña de Shulamit Volkov, Walther Rathenau: Weimar's fallen stateman,
Yale University Press, 2012], The New York Review of Books, XXXIV, 22 (22 noviembre 2012), pp.
20-22.
11. «Immoral rearmament» [reseña de Adam Tooze, Wages of destruction: the making and breaking of
the Nazi economy, Viking, 2006], The New York Review of Books, LIV, 20 (20 diciembre 2007), pp.
76-81.
12. «Autoerotisch» [reseña de Bernhard Rieger, The people's car: a global history of the Volkswagen
Beetle, Harvard University Press, 2013], The London Review of Books, XXXV, 17 (12 septiembre
2013), pp. 35-37.
13. «Nothing they wouldn’t do» [reseña de Harold James, Krupp: a history of the legendary German
firm, Princeton University Press, 2012], The London Review of Books, XXXIV, 12 (21 junio 2012),
pp. 21-24.
1945, Cambridge, 1991, presenta una visión de conjunto muy útil al respecto. El
enfoque general de los autores se expone al final de este capítulo. En la década de
1980, el Projektgruppe für die vergessenen Opfer des NS-Regimes presentó una
colección local de gran interés: Klaus Frahm y otros (eds.), Verachtet-Verfolgt-
Vernichtet: zu den «vergessenen» Opfern des NS-Regimes, Hamburgo, 1986. <<
(Michigan), 1990, ofrece la visión de conjunto más útil. La cuestión, más amplia, de
la actitud de los alemanes para con los eslavos supera el alcance del presente capítulo.
<<
der Alltag zweier «unehrlicher Beruf» in der Frühen Neuzeit, Paderborn, 1994, y
Gisella Wilbertz, Scharfrichter und Abdecker im Hochstift Osnabrück:
Untersuchungen zur Sozialgeschichte zweier «unehrlicher» Berufe im
nordwestdeutschen Raum vom 16. bis zum 19. Jahrhundert, Osnabrück, 1979. <<
Franken und Schwaben in der zweiten Hälfe des 18. Jahrhunderts, Gotinga, 1983;
id., Räuber und Gauner in Deutschland: das organisierte Bandenwesen im 18. und
frühen Jahrhundert, Go tinga, 1976, y Uwe Danker, Räuberbanden im Alten Recht
um lyoo: ein Beitrag pir Geschichte von Herrschaft und Kriminalität in der Frühen
Neuheit, Fráncfort del Meno, 1988. <<
1910, Oxford, 1987, pp. 99-100, en donde se ofrece una breve descripción del
sistema de Elberfeld. En cuanto a la postura policial para con los gitanos durante este
período, véase Michael Zimmermann, Verfolgt, vertrieen, vernichtet: die
nationalsozialistische Vernichtungspolitik gegen Sinti und Roma, Essen, 1989. <<
Fráncfort del Meno, 1980. Véase también id., «Einfache Seelenstörung»: Geschichte
der deutschen Psychiatrie, 1800-1945, Fráncfort del Meno, 1994. <<
1972, sigue siendo el mejor análisis general de la cuestión polaca. En lo que toca al
encarcelamiento, véase Evans, Tales, ed. cit., esp. pp. 61-64. <<
(Hay trad, esp.: Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Madrid,
1978.) <<
Véase también Klaus Scherer, «Asómale» im Dritter Reich, Múnich, 1990. <<
German underworld: deviants and outcasts in German history, Londres, 1988, pp.
210-237; Detlev Peukert, «The lost generation: youth unemployment at the end of the
Weimar Republic», en Richard J. Evans y Dick Geary (eds.), The German
unemployed: experiences and consequences of mass unemployment from the Weimar
Republic to the Third Reich, Londres, 1987, pp. 172-193, y Eve Rosenhaft,
«Organising the “Lumpenproletariat”: cliques and communists in Berlin during the
Weimar Republic», en Richard J. Evans (ed.), The German working class, 1888-
1933: the politics of everyday life, Londres, 1982, pp. 174-219. <<
social outcasts?», en Evans, German underworld, ed. cit., pp. 189-209, y Pommerin,
op. cit. En Evans, Rituals, ed. cit., pp. 526-536, se recogen ejemplos del carácter
arbitrario de los diagnósticos. <<
en Thomas Childers y Jane Caplan (eds.), Reevaluating the Third Reich, Nueva York,
1993, pp. 234-252. <<
everyday life in Naf Germany: an oral history, Cambridge (Massachusetts), 2005, pp.
329-333 y solapa; Robert Gellately, Backing Hitler: consent and coercion in Naf
Germany, Oxford, 2001, pp. 14-16 (hay trad, esp.: No sólo Hitler: la Alemania naf
entre la coacción y el consenso, Crítica, Barcelona, 2005), y Hans-Ulrich Wehler,
Deutsche Gesellschafts geschickte, vol. IV: Vom Beginn des ersten Weltkrieges his
zur Gründung der beiden deutschen Staaten 1.914-1949, Munich, 2003, pp. 614 y
652. <<
trad, de Jefferson Chase, Nueva York, 2007, p. 28. (Hay trad, esp.: La utopía nazi:
cómo Hitler compró a los alemanes, Crítica, Barcelona, 2006.) <<
Noakes, Exeter, 2005, pp. 56-74 (véase p. 58; se cita también Wehler, op. cit., vol. IV,
p. 676); id., Backing, ed. cit., p. 257, y Frank Bajohr, “Die Zustimmungsdiktatur.
Grundzüge nationalsozialistischer Herrschaft in Hamburg”, en Hamburg im “Dritten
Reich”: Herausgegeben von der Forschungsstelle für Zeitgeschichte in Hamburg,
Gotinga, 2005, pp. 69-131. <<
Third Reich, Londres, 2003, pp. 451-456, en donde se dan más referencias; Norbert
Frei, «“Machtergreifung”: Anmerkungen zu einem historischen Begriff»,
Vierteljahrshefte für Zeitgeschichte, 31 (1983), pp. 136-145, y Bracher, op. cit., pp.
246-250. <<
pp. 320, 341, 347 y 360-361. Richard Bessel, Political violence and the rise of
Nazism: the Storm Troopers in eastern Germany 1933-1934, Londres, 1984, presenta
un estudio regional de calidad. <<
Fascism (ed.), Brown book of the Hitler terror and the burning of the Reichstag,
Londres, 1933, se presentan numerosos ejemplos documentados de la violencia
ejercida contra los socialdemócratas y otros colectivos (incluido, en particular, el
judío), si bien no resulta fiable en lo que respecta al incendio del Reichstag. <<
más referencias. (Hay trad, esp.: El Tercer Reich en el poder, Península, Barcelona,
2007.) La de Heinz Höhne, Mordsache Rohm: Hitlers Durschbruch pur
Alleinherrschaft 1933- 1934, Reinbek, 1984, es una exposición muy bien
documentada. <<
campos de concentración, véase Jane Caplan, «Political detention and the origin of
the concentration camps in Nazi Germany, 1933-1935/6», en Gregor, op. cit., pp. 22-
41. <<
German town, 1922-1945, 2.ª ed., Nueva York, 1984, pp. 218-232. (Hay trad, esp.: La
toma del poder por los naps: la experiencia de una pequeña ciudad alemana, 1922-
1945, B, Barcelona, 2009.) <<
Reich: politics and propaganda, 2.ª ed., Londres, 2002, pp. 173-174. Sobre los
efectos más generales de la propaganda, véase el juicioso análisis de Kershaw, «How
effective was Nazi propaganda?», en Welch (ed.), Nazi propaganda: the power and
the limitations, Londres, 1983, pp.180-203. <<
Third Reich in power, ed. cit., p. 22, e id., Coming, art. cit., p. 383. <<
Curt Prüfer, Naf diplomat, Kent (Ohio), 1988, p. 116. Los diarios se encuentra ahora
en la Hoover Institution de Stanford (California). <<
Schatten der «Endlösung», Fráncfort del Meno y Berlín, 1991; id., Verschworene
Gesellschaft: das Auswärtige Amt unter Adenauer {wischen Neubeginn und
Kontinuität, Berlin, 1995, e id., Seilschaften: die verdrängte Vergangenheit des
Auswärtigen Amts, Berlin, 2005. <<
Mommsen que se recoge en Ulrich Herbert, «Am Ende nur noch Opfer. Interview mit
Ulrich Herbert», Die Tageszeitung (8 diciembre 2010). <<
1987; id., From Cooperation to complicity: Degussa in the Third Reich, Cambridge,
2004; Norbert Frei y otros, Flick, der Konzern, die Familie, die Macht, Múnich, 2009
(entre otras muchas publicaciones de Frei), y Erckart Conze, Die Suche nach
Sicherheit: eine Geschichte der Bundesrepublik Deutschland von 1949 bis in die
Gegenwart, Múnich, 2009. Por su parte, Moshe Zimmermann es experto en el siglo
xix, aunque ha publicado visiones de conjunto de la historia de los judíos alemanes.
<<
1939, Londres, 1997, p. 19. (Hay trad. esp.: El Tercer Reich y los judíos: los años de
la persecución, 1933-1939. Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona,
2009.) <<
569 (hay trad. esp.: Hitler: 1889-1936, Peninsula, Barcelona, 2001). En este último,
el Ministerio de Asuntos Exteriores se menciona solo al hablar de la reunión del 20
de agosto. <<
3²5. <<
deutschem Archivgut nach dem Zweiten Weltkrieg, Stuttgart, 2004, y Conze y otros,
op. cit., pp. 375-401. <<