Historia de Colombia y Sus Oligarquias PDF
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algunos antropólogos a esa ansia de exterminio. La que devastó
la América recién descubierta quiso explicarla, o disculparla, un
poeta español laureado y patriótico, ilustrado y liberal de
principios del siglo XIX, Manuel José Quintana:
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los comieron vivos las hormigas, o los caimanes de los inmensos ríos
impasibles. No pocos se mataron entre sí. Llama la atención cómo
siendo tan pocos en los primeros tiempos y hallándose en una tierra
desconocida y hostil, dedicaron los conquistadores tanto tiempo
y energía a entredegollarse en pleitos personales, a decapitarse o
ahorcarse con gran aparato por leguleyadas y a asesinarse oscura-
mente por la espalda por repartos del botín, y a combatir a muerte
en verdaderas guerras civiles por celos de jurisdicción entre
gobernadores. En México se enfrentaron en batalla campal las
tropas españolas de Hernán Cortés y las de Pánfilo de Narváez,
enviadas desde Cuba para poner preso al primero. En el Perú
chocaron los hombres de Pizarro con los de Diego de Almagro,
hasta que éste terminó descabezado. En el Nuevo Reino de
Granada, Quesada, Belalcázar y Federmán estuvieron al borde
de iniciar una fratricida guerra tripartita. Y no fueron raros los
casos de rebeldes individuales que se alzaban contra la Corona
misma, como los “tiranos” Lope de Aguirre en el río Amazonas
o Álvaro de Oyón en la Gobernación de Popayán. Mientras duró
su breve rebelión, antes de ser ahorcado y descuartizado con todos
los requisitos de la ley, Oyón firmó sus cartas y proclamas con el
orgulloso y contradictorio título de ‘Príncipe de la Libertad’. No
sabía que inauguraba una tradición de paradojas.
Y todo era nuevo para los unos y los otros: asombroso y cargado
de peligros. Para los españoles, los venenos, las frutas, los olores y
los pájaros de la zona tórrida, la ausencia de estaciones, el dibujo
de las constelaciones en el cielo nocturno, la equivalencia del día
y de la noche. Para los indios, el color de la cara y de los ojos de
los inesperados visitantes, sus barbas espesas, sus recias vocifera-
ciones al hablar, y los caballos, y el filo de acero de las espadas.
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judeoconversos seguían siendo los más cercanos consejeros y
los principales financistas y banqueros de los Reyes Católicos,
como lo habían sido durante siglos de todos los gobernantes de
España, tanto cristianos como musulmanes, desde los tiempos
de los visigodos.
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Para convencer a los reyes de que le financiaran su expedición a
lo desconocido (que en fin de cuentas recibió también el respaldo
de banqueros judíos), Colón les propuso tres tentaciones: las
especias, el oro, y la expansión de la religión verdadera. La reina
Isabel de Castilla, que aún no se llamaba Católica (lo sería por la
conquista del último enclave musulmán de Granada y por la gracia
del Descubrimiento), pero que lo era de convicción, se interesó por
lo último: la santa evangelización, obsesión vieja de su confesor,
el futuro regente de Castilla y gran inquisidor cardenal Cisneros.
Su marido, el rey aragonés Fernando, se entusiasmó por el oro: la
ambiciosa política de conquista de Aragón en el Mediterráneo y
en Italia lo requería en ingentes cantidades. Y los dos a una (“Tanto
monta, monta tanto / Isabel como Fernando” rezaba su divisa)
por las especias: los condimentos —clavo, pimienta, canela, nuez
moscada— necesarios para aderezar y sazonar y aun para soportar
los sabores de las carnes pasadas de punto y los pescados podridos
que se servían en la mesa de su itinerante Corte, en Valladolid o en
Santa Fé de Granada, en Barcelona o en Sevilla o en Burgos.
Cumplió Colón con las dos primeras: aunque muy poco al princi-
pio, pronto sus descubrimientos empezaron a rendir oro a rauda-
les. La evangelización de los indios idólatras tenía por delante un
campo inmenso —aunque reducido por el genocidio: todavía
estaban en vida Colón y la reina cuando ya no quedaban aboríge-
nes por convertir en las primeras islas del Caribe descubiertas por
el Almirante, La Española, Cuba y Puerto Rico, y el reguero de
Pequeñas Antillas: todos estaban muertos—. En lo de las especias,
en cambio, resultó que en América no las había. Colón trató de
engañar a los reyes bautizando como “pimiento” al ají, una baya
amarilla, a veces roja, que encontró en las islas y que imitaba las
virtudes picantes de la pimienta de las islas de las especias, las Mo-
lucas, en el sudeste asiático. Y bueno, sí: el ají picaba (y aún más
cuando vinieron a descubrirse las variedades mexicanas). Trató
también de hacer colar el rojo y verde pimiento morrón, y ahí
el engaño no convenció. Pero sin embargo el ají o guindilla, y el
pimiento morrón o pimentón, o pimiento a secas, se convertirían
desde entonces, acompañados poco más tarde por el tomate de
México y la papa del Perú, en puntales de la culinaria española y
europea. Y el tabaco, claro, que Colón encontró en Cuba fumado
por los indios, y que un siglo más tarde popularizarían los piratas
ingleses. Para el uso generalizado de otras hierbas descubiertas,
como la marihuana, la coca, la ayahuasca, faltaba medio milenio.
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En reciprocidad, y traídos a veces por el propio Colón en sus
siguientes viajes, vinieron al Nuevo Mundo el ajo y la cebolla, la
vid, el olivo, los fríjoles y los garbanzos, el trigo, las naranjas. Y,
aunque suene contraintuitivo e increíble, el plátano y el coco y la
caña de azúcar, venidos ellos sí, a través de los árabes, de las remotas
Indias verdaderas.
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Aunque tal vez, sin saberlo, tuviera razón el Descubridor en
cuanto al origen asiático de sus “indios”, pues los seres humanos
llegaron a lo que hoy es América hace treinta mil años, cruzando
a pie el entonces congelado estrecho de Bering desde las estepas
siberianas. Si bien otra teoría supone que más bien, o también,
llegaron por mar cruzando el Pacífico en balsas desde la Poline-
sia. El aspecto físico de los indios americanos es claramente
asiático: la piel cobriza, el pelo lacio y negro, los pómulos
pronunciados, los ojos rasgados. Pero hay hipótesis más pinto-
rescas que las de los paleoantropólogos y los paleoetnólogos. El
propio Colón aventuró la idea de que los indios podían ser los
descendientes de las doce tribus perdidas de Israel. En el siglo
XVI un cronista conjeturó que eran vascos, descendientes de
Jafet, el hijo del Noé del Diluvio, a través de Túbal, primer rey
legendario de Iberia. Y no ha faltado quien corrobore esa tesis
por el parecido que tienen con el euskera actual ciertas palabras
chibchas: ‘padre’, por ejemplo, se dice ‘taita’ en ambas lenguas
(aunque también se ha querido emparentar el chibcha con el
japonés por vagas coincidencias fonéticas). Otros han pretendi-
do que los americanos venían del antiguo Egipto, navegando por
el Mar Rojo y el océano Índico, circundando el África y atrave-
sando el Pacífico hasta la isla de Pascua, y de ahí a las costas del
Perú. Un oidor de la Real Audiencia de Lima sostuvo la tesis de
que los americanos eran españoles de cepa pasados a este lado a
través de la hundida Atlántida, antes del cataclismo; y por eso
eran súbditos naturales de la Corona española: no había habido
aquí conquista, sino reconquista. Pero también se les atribuyó a
los indios una ascendencia escita o sármata, cuando circuló la
leyenda de que en las selvas de un majestuoso río equinoccial
vivían tribus de mujeres guerreras como las amazonas de Heró-
doto en las fronteras nórdicas y bárbaras de la antigua Grecia.
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Nuestros antepasados de allá
Nota necesaria:
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Llama la atención, en ese siglo XV abrumadoramente analfabeta,
el número de futuros escritores y poetas que viajaron desde
España a las Indias: ninguna empresa guerrera y colonizadora
de la historia ha sido registrada y narrada por tal número de
escritores participantes en ella, y de tan alta calidad literaria, los
cronistas de Indias, que antes habían sido sus descubridores y
conquistadores: Cristóbal Colón y su hijo Hernando, Hernán
Cortés, Jiménez de Quesada, Fernández de Oviedo. Poetas,
como el Alonso de Ercilla de la epopeya La Araucana y, de vuelo
menor, el Juan de Castellanos de las Elegías de varones ilustres de
Indias. Curas, como fray Bernardino de Sahagún o fray Pedro
Simón. Y llama la atención también que muchas veces esos
cronistas escribían para contradecirse unos a otros: así el soldado
Bernal Díaz escribió su Verdadera historia de la conquista de
Nueva España para corregir las Cartas de relación de Cortés,
que había sido su capitán; y Fray Bartolomé de Las Casas su
Brevísima relación de la destrucción de las Indias para refutar a
todos sus predecesores.
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pero no sabían trabajar: una trascendental diferencia con los
que serían más tarde los colonos de las posesiones inglesas
en América del Norte. Así, buscaron mano de obra sierva en
los indios de la Conquista, como lo habían hecho durante
siglos en los moros de la Reconquista: también en ese sentido
la una siguió a la otra como su prolongación natural. Y la
Corona, que cobraba impuestos (el “quinto real”: la quinta
parte de todas las riquezas descubiertas), no correspondía
financiando las expediciones: sólo proporcionaba a cambio
protección contra la intromisión de otras potencias europeas
(una protección cada día más precaria), y derechos jurídicos
de población y de conquista. En primer lugar, los de posesión
sobre el Nuevo Mundo que otorgó el papa en su bula Inter
caetera (“Entre otras cosas”) a los monarcas españoles. Y
las leyes para las reparticiones de tierras y de indios, para la
fundación de ciudades y la organización institucional en torno
a los cargos nombrados desde España: gobernadores, oidores,
visitadores —y también curas doctrineros y obispos—. En
suma, la Corona sólo proveía, o al menos prometía, la ley y el
orden. El orden ya absolutista y regio, antifeudal, que estaban
instaurando en la península los Reyes Católicos.
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África para añadirlos al batiburrillo. La burocracia colonial intentó
poner orden mediante una clasificación exhaustiva de cruces y
matices: español, criollo, indio, negro, mestizo, mulato, zambo,
cuarterón, saltoatrás, albarazado, tentenelaire… docena y media
de escalones de un sistema jerarquizado de castas. La realidad
pronto mostró que esa tarea era ímproba. Trescientos años más
tarde, durante las guerras de Independencia de España, ya sólo se
distinguían los “blancos” (españoles o criollos) y los “pardos”, que
eran la inmensa mayoría —y casi no quedaban indios—. Y otro
siglo después el filósofo José de Vasconcelos inventaría la tesis de
la “raza cósmica”: la que hay hoy en América Latina, cada día más
obesa y dedicada a aprender a hablar inglés.
Esa facilidad casi milagrosa para la victoria fue uno de los motivos
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que llevó a los españoles a pensar no que fueran ellos sobrehuma-
nos, sino que los indios eran infrahumanos. Seres inferiores a
quienes era lícito esclavizar —como en España a los moros derrota-
dos—, matar, mutilar, violar, torturar, descuartizar, sin ningún
cargo de conciencia. “Bestias o casi bestias”, los llamaron. “Anima-
les de carga”. Los necesitaban además, ya se dijo, para trabajar en la
agricultura y la minería del oro y de la plata. Su interés, por consi-
guiente, estaba en negarles todo derecho que pudiera derivarse de
su condición de hombres, y más aún, de hombres libres.
Un triunfo de papel
Los ofendidos encomenderos y las escandalizadas autoridades
locales (Diego Colón, hijo del Almirante, era por entonces
gobernador de La Española) denunciaron al atrevido fraile ante
el Rey Católico (la reina ya había muerto). Éste convocó al
dominico y a sus contradictores a exponer sus razones en las Juntas
de Burgos de 1512, ante juristas y teólogos (que por entonces eran
prácticamente la misma cosa). Convenció Montesinos a Fernando
y a sus consejeros, y de Burgos salió para América un paquete
de nuevas ordenanzas regias según las cuales se reconocía que
los indios eran hombres y eran libres, pero había que someterlos
al dominio de los reyes de España para evangelizarlos. Por la
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persuasión y el ejemplo si era posible, y si no por la fuerza. De ahí
la imposición leguleya de leerles, antes de proceder a matarlos y
aunque no entendieran el idioma castellano, un astuto documento
llamado Requerimiento: la exigencia de que se convirtieran al
cristianismo sin resistencia.
Victoria de papel. Sí, con ella se sentaron las bases del futuro ius
gentium, el derecho de gentes. Pero en la historia real, en la vida real,
ni a la Real Provisión de la reina Isabel de 1500, ni a las Leyes de
Burgos de su viudo, el rey Fernando de 1512, ni a las Leyes Nuevas
de su nieto, el emperador Carlos V de 1542, ni a las conclusiones
(filosóficas pero no jurídicas) de la disputa de Valladolid diez años
después, nadie les hizo nunca el menor caso.
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Bochica, un blanco bueno
Los chibchas adoraban al sol, como todo el mundo: como
los egipcios, los griegos, los incas, los japoneses. Y le ofrecían
sacrificios humanos cada vez que era necesario apagar su sed
de sangre, en tiempos de sequía. Los sacerdotes cristianos que
venían con los conquistadores, y que adoraban a un dios distinto
en cuyo honor quemaban vivos en España a los infieles y a los
herejes, vieron con muy malos ojos estas feas prácticas paganas.
Y las condenaron en los chibchas sin reparar en sus semejanzas
con las de los cristianos.
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Historia de Colombia
y sus oligarquías (1498 - 2017)
Capítulo II
En busca de El Dorado
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Los hombres y los dioses
“Con oro se hace tesoro”. Aquí no hubo, como en México o en el Perú, una “visión de los
—Cristóbal Colón vencidos” de la Conquista. Ninguno de los varios pueblos prehis-
pánicos de lo que hoy es Colombia conocía la escritura. Y tampo-
La aventura vital de Gonzalo Jiménez de co quedaron descendientes educados que pudieran escribir en
Quesada en el Nuevo Reino de Granada castellano su versión de los hechos, como sí lo hicieron en aquellos
es el mejor ejemplo de lo que fue el destino dos países cronistas mestizos como Fernando de Alva Ixtlilxóchitl,
ambiguo de los conquistadores españoles de descendiente a la vez de Hernán Cortés y de Nezahualcóyotl, el
América: a la vez triunfal y desgraciado. rey poeta de Texcoco; o Hernando de Alvarado Tezozómoc, nieto
del emperador Montezuma; o Garcilaso el Inca, bisnieto de
Huayna Capac e hijo de un capitán de Pizarro; o Guamán Poma
de Ayala, tataranieto de Tupac Yupanqui. Aquí sólo hay los petro-
glifos enigmáticos del país de los chibchas, en el altiplano andino:
grandes piedras pintadas que el prejuicio religioso de los españoles
recién llegados llamó “piedras del diablo” y que nadie se ocupó de
interpretar cuando aún vivían los últimos jeques o mohanes que
supieran leer los signos.
Las únicas fuentes de esa historia son, pues, las crónicas de los
propios conquistadores, y sus cartas, y los memoriales de sus
infinitos pleitos. Estas son, claro está, sesgadas y parciales. Como
le escribe alguno de ellos al emperador Carlos, quejándose de
otros, “cada uno dirá a Vuestra Majestad lo que le convenga y no
la verdad”. Y, en efecto, las distintas narraciones se contradicen
a menudo las unas a las otras, muchas veces deliberadamente:
cada cual quería contar “la verdadera historia”. Así, fray Pedro
Simón cuenta unas cosas y Jiménez de Quesada otras, y otras más
el obispo Fernández Piedrahíta, y otras, “en tosco estilo”, Juan
Rodríguez Freyle, y Nicolás de Federmán da su propia versión
(en alemán), y Juan de Castellanos escribe la suya en verso. Con
lo cual otro poeta, Juan Manuel Roca, ha podido afirmar cinco
siglos más tarde que la historia de Colombia se ha escrito “con el
borrador del lápiz”. Desde el principio.
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(puñalada trapera). A Rodrigo de Bastidas, gobernador de Santa
Marta, lo asesinaron a cuchillo sus soldados, descontentos por su
excesiva blandura hacia los indios; y ellos a su vez fueron juzgados
en Santo Domingo y descuartizados en la plaza. A Pedro de Here-
dia, gobernador de Cartagena, que había sobrevivido a una riña
a espada perdiendo media nariz —pero le reimplantaron otra:
Castellanos, que lo conoció bien, cuenta que “médicos de Madrid
o de Toledo, / o de más largas y prolijas vías,/ narices le sacaron
del molledo/ porque las otras las hallaron frías…—, a Pedro de
Heredia, digo, lo procesaron por el motivo contrario: por su gran
crueldad en las guerras de saqueo de las tumbas de los indios
zenúes. Le hicieron no uno, sino dos juicios de residencia. Y los
perdió ambos. Murió ahogado cuando volvía a España para apelar
la sentencia. Sebastián de Belalcázar en Popayán hizo decapitar a
su capitán Jorge Robledo, en castigo por su insubordinación. Los
hermanos de Jiménez de Quesada, Hernán y Francisco, fueron
enviados presos a España para ser juzgados, pero en la travesía
los mató un rayo. Así podrían citarse un centenar de casos. Se
mataban entre ellos, los mataban los indios flecheros (poco) o las
enfermedades tropicales (mucho). Y los soldados rasos, peones
apenas armados y dueños de una camisa y una lanza, y a veces de
un bonete colorado, la mayoría morían de hambre.
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Algunos, muy pocos, volvían ricos a España.
Un gran desorden
Volvamos a lo local.
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debía pagar las armas y quién los caballos, y sobre cómo debían
nombrarse tesoreros y contadores...—. Y ¿podía emprenderse
aquello desde Santa Marta, sin violar las prerrogativas de la gober-
nación del atrabiliario Heredia en Cartagena, de la de Coro en
Venezuela que pertenecía a los Welser, banqueros alemanes del
emperador, de la de Panamá fundada por Pedrarias, de la de
Francisco Pizarro en el Perú? No había mapas todavía, ni se cono-
cía la anchura de las tierras ni la sucesión desesperante de las
montañas de la inmensa cordillera de los Andes: pero ya todos los
aventureros eran capaces de citar latinajos del derecho romano.
Para lograr la merced de ir a explorar o a poblar o a fundar había
que tener influencias en España. Todo tomaba meses, y aun años:
naufragaban los navíos que llevaban las cartas o los interceptaban
los piratas, las licencias y las cédulas reales quedaban atascadas
para siempre en el escritorio de un funcionario envidioso o simple-
mente meticuloso:
La aventura de Quesada
Tal vez sea Gonzalo Jiménez de Quesada el mejor ejemplo de
conquistador español del siglo XVI: a la vez exitoso y desgracia-
do, a la vez curioso de los indios y despiadado con ellos, a la
vez guerrero y leguleyo, a la vez hombre de letras y hombre de
acción, y por añadidura historiador. Licenciado de la Universi-
dad de Alcalá, abogado litigante en Granada, y luego viajero de
Indias burlando la prohibición que regía, pero no se cumplía,
para los descendientes de judeoconversos. Y obsesionado desde
que zarpó de Sevilla en las naves de Pedro Fernández de Lugo
por el rumor, más que leyenda, de la existencia de El Dorado:
ese cacique fabuloso que, forrado en polvo de oro, se zambullía
desnudo en las aguas de una laguna sagrada bajo la luz de la luna.
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No iba a encontrarlo nunca. Pero fue el primero que cumplió la
ambición que desde entonces rige la historia de Colombia, que
consiste en conquistar la Sabana de Bogotá.
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Los hombres de Quesada eran en su mayoría “chapetones”,
es decir, españoles recién desembarcados en la Indias, y no
baquianos de ellas. Pero más arriba, cuando llegaron a regiones
selváticas despobladas de indios, vino el hambre, y murieron
muchos: “los más, del mal país y temple de la tierra”. Lo peor de
todo era que no encontraban oro. Sin embargo seguían adelante,
tercos, hambreados, curiosamente incapaces de cazar o pescar,
“comiendo yerbas y lagartos”, sabandijas, bayas silvestres, gusanos
y murciélagos, y el cuero de sus rodelas de combate, y la carne de
sus caballos muertos, que se pudría muy pronto en el calor del río.
Aunque, a propósito del calor, hay razones para pensar que los
españoles, nominalistas a ultranza aun sin saberlo, no lo perci-
bían por estar habituados a inferirlo de las estaciones de su
tierra: si era febrero haría frío, y si era agosto, calor. Y así subie-
ron el Magdalena o descendieron el Amazonas, y llegaron a los
pantanos de la Florida y a los ventisqueros de Chile con sus
corazas de hierro y cuero y pelo de caballo forrado de algodón,
sin inmutarse. Cuenta N.S. Naipaul en su historia de Trinidad
que el gobernador español de la isla sólo se dio cuenta de que allá
hacía muchísimo calor casi doscientos años después de que
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fuera posesión de España, y así se lo comunicó a la Corte.
Nadie lo había notado antes.
Salvo escasas excepciones los indios, allí donde los había, más
que ofrecer resistencia a los extraños les prestaron ayuda, volun-
taria o forzosa: los proveían de guías y de intérpretes, y les daban
de comer: raíces, frutas, tortugas de río, pájaros, casabe de yuca
brava. Cuando al fin subieron por el río Opón y las selvas del
Carare y encontraron el Camino de la Sal de los chibchas, y se
asomaron en lo alto al país de los civilizados guanes que cultiva-
ban la tierra, en Ubasá (hoy Vélez) pudieron comer también
mazorcas y arepas de maíz, yuca cocida, cubias, hibias, chuguas,
turmas (papas). No les gustaban: les parecía que eran comida de
cerdos, como las bellotas de los encinares de España. Y seguían
sin hallar lo que de verdad les abría el apetito: oro.
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arbolocos. Medio millón de personas vivían entonces en el terri-
torio de los chibchas, desde el Tequendama hasta los páramos
de Sumapaz y Guantiva, hacia el norte: en los valles de Ubaté y
Chiquinquirá, de Sogamoso y Santa Rosa, en torno a las lagunas
de Fúquene y de Tota, de Siecha y de Guatavita (la más sagrada).
En todas las tierras frías del altiplano cundiboyacense, cercadas
por los indios bravos de la tierra caliente: panches, muzos, pijaos,
yariguíes.
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unas gentes nunca vistas ni conocidas, que tenían pelos en la cara,
que sabían hablar y daban grandes voces, pero que no entendían
lo que decían”. Excelente y escueta definición de los españoles de
ayer o de hoy. Además de por la espada, conquistaron América
dando grandes voces.
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los teólogos de la corona conocida como el Requerimiento. Un
largo documento teológico-histórico-jurídico que se les leía a los
indios (en castellano y en presencia de un escribano real) para
persuadirlos de que su obligación natural era entregarse sin resis-
tencia a los hombres del rey de España. De no hacerlo así, serían
sometidos por la fuerza, con todas las de la ley: “Con la ayuda
de Dios yo vos faré la guerra por todas las partes y maneras, y vos
sujetaré al yugo de la Iglesia y de su Majestad y vos faré todos los
males y daños que pudiere, como a vasallos que no obedecen…”.
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Los tres capitanes
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sangre y fuego entre indios guerreros desde Quito, en lo que
había sido el Imperio de los incas, fundando a la pasada Popayán
y Cali y atravesando el valle de Neiva, dejando un rastro de
terror: llegó con su tropa casi intacta, hecha de veteranos perule-
ros (conquistadores del Perú) inverosímilmente vestidos de
sedas y brocados, con muchos caballos y mulas y acompañada
por cientos —algunos dicen miles— de indios quechuas yanaco-
nas de servicio y de carga. Traía una piara de cerdos, y semillas de
trigo y de cebada y de hortalizas de Europa, y también unas cuan-
tas “señoras de juegos”, que no dudó en ofrecer en venta a sus
nuevos colegas.
La resistencia indígena
Algunos historiadores han pretendido que la conquista del
Nuevo Reino fue menos cruenta que la de otras regiones de
América, pero lo cierto es que, aun sin llegar al despoblamiento
total, como en las Grandes Antillas, treinta años después de
iniciada la empresa de Quesada y todavía en vida de este no que-
daba ya sino un cuarto de la población indígena. La resistencia
de los indios y su consiguiente mortandad habían sido grandes
entre los caribes, desde el Darién de Pedrarias hasta el Cabo
de la Vela de Fernández de Lugo. Los taironas mantuvieron
la guerra hasta finales del siglo XVII. También fue dura en las
selvas del Magdalena Medio, que el célebre cacique Pipatón
de los yariguíes prolongó hasta l600, cuando se entregó a sus
enemigos y éstos lo encerraron en un convento de frailes en
Santa Fé, donde murió de frío. Pero por las razones tantas veces
mencionadas de inferioridad de organización y de armamento,
de aislamiento y hostilidad entre unas tribus y otras, y sobre
todo de fragilidad ante las enfermedades, la resistencia indígena
estaba condenada al fracaso.
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borracho cuando dio lo que no era suyo, y el rey debía ser algún
loco pues pedía lo que era de otros. Y que fuese allá ese rey a
tomar la tierra, si se sentía capaz, que ellos le pondrían la cabeza
ensartada en un palo”.
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comprobarlo, durante la República, debieron arrasar, debilitar
y prostituir una raza robusta, cuyas virtudes y energías quedan
comprobadas con la mera supervivencia de un gran número de
ejemplares y con las condiciones de moralidad que los adornan”.
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Juan de Castellanos, el primer
hispanoamericano
Un hombre que nació a principios del siglo XVI bajo el sol deslum-
brante de Andalucía, en el pueblo morisco de Alanís, Sevilla; y que
cruzó el Mar Tenebroso para ir a morir a principios del XVII en
las pesadas lloviznas y los fríos de Tunja, en el país de los chibchas.
Uno que fue soldado de la Conquista en las islas del Caribe y en la
Tierra Firme, pescador de perlas, traficante de indios esclavos, cura
párroco de tierra caliente, minero de oro, presunto hereje juzgado
por la Inquisición, profesor de latín y de retórica, beneficiado de
una catedral en construcción que no llegó a ver terminada, cronista
de Indias y versificador renacentista; y que después de una agitada
juventud aventurera se encerró a los cincuenta años para escribir en
otros treinta sus memorias en verso en la recién fundada ciudad de
Tunja, donde, según es fama, “se aburre uno hasta jabonando a la
novia”, pero en donde también, según su testimonio, había querido
“hacer perpetua casa”. Un hombre así, don Juan de Castellanos, que
cantó las proezas sangrientas de su gente, la que venía de España, y
se dolió de las desgracias de sus adversarios, los indios conquistados
de la tierra, y en el proceso dejó escrito el poema más largo de la
lengua castellana… Un hombre así merece ser llamado el primero
de los hispanoamericanos: el primero que quiso ser, a la vez, de
América y de España.
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“… tierra buena, tierra buena, /tierra de bendición, clara y serena,
/ tierra que pone fin a nuestra pena”.
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Historia de Colombia
y sus oligarquías (1498 - 2017)
Capítulo III
El imperio de la ley
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El imperio de la ley
“Se obedece pero no se cumple”. Pasada la primera ráfaga de sangre de la Conquista, el Nuevo
—Sentencia indiana Reino de Granada —como el resto de las Indias— empezó a
llenarse de españoles pobres: es decir, que ya no podían hacerse
La Colonia en el Nuevo Reino de ricos. Ya la tierra y los indios tenían dueños y el oro de las tumbas
Granada empezó con mal pie: de la había sido saqueado. La única puerta de ascenso económico y
ferocidad desaforada de la Conquista se social para esos pobres blancos recién llegados era el matrimonio
pasó sin transición —pues eran los con la hija de un encomendero, o con su viuda. O la lotería del
nombramiento en algún modesto cargo público (también era
mismos protagonistas— a la crueldad
posible comprarlo) para tener acceso a la teta de la corrupción.
más fría pero igualmente letal de la La corrupción, en efecto, caracterizó desde un principio la
colonización sin escrúpulos. Corrupción administración colonial española; acompañada, también desde
en Santa Fé, piratería en Cartagena. un principio, por la denuncia de la corrupción.
Continuaban, sin embargo, las entradas de conquista en las
regiones de indios bravos, aunque a partir de una pragmática
sanción promulgada por Felipe II la palabra ‘conquista’ sería
eliminada de los documentos oficiales y sustituida por la de
‘pacificación’. Continuaban, pues, las entradas pacificadoras;
pero la población española se concentraba en el altiplano y en los
valles de la tierra templada, siendo las nuevas minas descubiertas
en regiones malsanas manejadas por capataces de propietarios
ausentes. Porque el Nuevo Reino no tardó en convertirse en el
principal productor aurífero de América, al descubrirse el oro de
veta, que los indígenas no habían explotado: se limitaban a
recoger los “oros corridos” del aluvión de los ríos, en cantidades
muy modestas aunque suficientes para las necesidades de la
orfebrería ornamental que practicaban. Los grandes tesoros
“rescatados” por los conquistadores en los primeros años eran la
acumulación de muchas generaciones de enterramientos y de
ofrendas rituales. Pronto se vio que la minería de veta bajo los
amos españoles era superior a sus fuerzas, sobre todo teniendo
en cuenta que la inmensa mayoría de los indios serviles venían
de las tierras frías de la altiplanicie y ahora eran obligados a
trabajar en los climas calurosos y para ellos muy malsanos de las
regiones mineras y de las plantaciones de caña. Con lo cual
continuó la rápida disminución de la mano de obra indígena (en
Antioquia, por ejemplo, se agotó por completo), a lo que las
autoridades coloniales respondieron mediante la importación
de esclavos negros, mucho más resistentes. Se queja un poeta
anónimo del siglo XVII:
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Si no tanto, sin duda fue al menos un alivio en la edad de hierro
que vivían los indios sojuzgados, porque Venero, contra la oposi-
ción cerril de los viejos conquistadores y de su jefe natural, el
Adelantado Jiménez de Quesada, impuso un nuevo trato confor-
me a la ley: no de igualdad, desde luego, pero sí de convivencia
casi paternalista entre los españoles y los indios. A su llegada al
Nuevo Reino se escandalizó al ver que, en desafío a las leyes
de la Corona, los encomenderos “echaban a los indios a las
minas, los cargaban, los alquilaban, los vendían y los empe-
ñaban como hato de ganado”. Hizo construir caminos de
herradura y puentes para que mulas y caballos reemplazaran a
los indios como bestias de carga. Trató de imponer —aunque sin
mucho éxito— la jornada de ocho horas y el descanso dominical
que figuraban en las leyes, y suprimió, también de acuerdo con la
ley, el trabajo obligatorio, sustituyéndolo por el voluntario y
pagado, “sin apremio ni fuerza”. Hizo que sus oidores de la
Audiencia emprendieran frecuentes visitas a las provincias “por
rueda y tanda” para vigilar el cumplimiento de la ley por los
terratenientes de las regiones: lo que hoy se llamaría “presencia
del Estado”. Y, sobre todo, tomó la medida revolucionaria
—pero contemplada en las leyes de Indias— de crear los
resguardos indígenas: tierras de propiedad colectiva e inaliena-
ble adjudicadas a los indios de los antiguos cacicazgos. Con ello
se lesionaban gravemente el poder y la riqueza de los encomen-
deros, basado en el trabajo servil: resultó que los indios, cuya
supuesta tendencia a la pereza era severamente censurada (y
físicamente castigada) por sus amos, preferían trabajar sus
resguardos en agricultura de subsistencia que contratarse en las
haciendas o en las minas por un salario de todos modos miserable.
9
fanegadas de tierras volvieron a ser realengas —de propiedad
de la Corona—, y el presidente González las repartió entre los
resguardos de los indios, notablemente reducidos en extensión
desde la partida de su antecesor Venero, y los nuevos
pobladores venidos de España.
10
lograron imponer su exigencia de acabar con los resguardos para
que los indios, forzados por el hambre, volvieran a trabajar en
sus estancias ganaderas y en sus minas. Pero el Gobierno, por su
parte, los favoreció creando la ‘mita’ (una obligación de
tradición indígena) para las minas y el ‘concierto’ para los
campos: dos modos de trabajo forzado, pero asalariado, para una
cuarta parte de los indios de cada resguardo.
La corrupción y el progreso
A principios del siglo XVII, en los largos años de tranquilidad
del gobierno del presidente Borja, empezaron a verse cambios e
inclusive progresos en el estancado Nuevo Reino. Se hicieron
caminos, mejoró la navegación fluvial por el Magdalena con la
introducción de barcos de vela, creció la producción de las minas,
aunque su explotación siguió siendo notablemente primitiva
como consecuencia de la importación masiva de esclavos negros
para trabajar en ellas y en los trapiches de las estancias azucareras.
Se fundaron ciudades y villas, más numerosas que en otras
11
colonias americanas (con la excepción de Nueva España), a causa
de las dificultades de la orografía con sus cordilleras casi
infranqueables y sus ríos en ese entonces caudalosos. Y por eso
mismo empezaron a dibujarse las particularidades locales: las
zonas mineras —Antioquia, Popayán, Vélez— con poblaciones
indias insumisas o aniquiladas por serlo, se convirtieron en
regiones racialmente divididas entre blancos y negros con
reductos de indios bravos en las partes más inaccesibles; en el
altiplano cundiboyacense de los antiguos y subyugados chibchas,
Santa Fé, Tunja, el mestizaje fue volviéndose cada día más
importante. Y en consecuencia, a la binaria estratificación racial
de los primeros tiempos —blancos e indios— la sucedió una más
compleja estratificación social: la élite blanca española, los
criollos blancos, y las llamadas “castas” —mestizos, mulatos y
zambos— que empezaron a mezclarse racial y socialmente con
los blancos pobres: artesanos, tenderos, aparceros y medianeros
de las haciendas, arrieros y sirvientes.
12
ayudaran a morigerar la descomunal corrupción del clero
neogranadino: pero chocaron con la oposición cerrada tanto del
clero secular como de las demás órdenes religiosas y con el
estamento de los encomenderos, que desconfiaban de su fama
de protectores de los indios y los negros. Pero su ejemplo de
pulcritud y de rigor frente a los frailes no sirvió de mucho: ni
siquiera les dejaron asomar las narices en sus conventos, que siglo
y medio más tarde horrorizarían a los científicos Jorge Juan y
Antonio de Ulloa, autores de las famosas Noticias secretas de
América, famosas por prohibidas por la censura eclesiástica. “Los
conventos —escribirían en su relación al gobierno— están
reducidos a públicos burdeles” y (en las poblaciones grandes)
“pasan a ser teatro de abominaciones inauditas y execrables
vicios”. Se piensa inevitablemente en las descripciones
conventuales del marqués de Sade.
13
“reducciones”: sembraron sementeras y construyeron pueblos,
montaron hatos ganaderos y sembradíos de cacao, canela y
vainilla para la exportación por el río Orinoco, telares y talleres
y escuelas de música. Y fue uno de estos jesuitas, el padre José
Gumilla, autor de El Orinoco Ilustrado, el primero que sembró
matas de café en el Nuevo Reino de Granada. Hasta que fue
expulsada de España y sus dominios por una pragmática del
ilustrado rey Carlos III en l767, la Compañía se consagró
particularmente a la educación, como era su costumbre. En
Santa Fé fundaron el Colegio Mayor de San Bartolomé y la
Universidad Javeriana, a los cuales se sumaron el Colegio del
Rosario (del arzobispado) y el de Santo Tomás, de los
dominicos; y los colegios jesuitas de Cartagena, Tunja, Honda,
Pamplona y Popayán. Reservados todos ellos, por supuesto, a
alumnos que pudieran probar su limpieza de sangre, no sólo en
cuanto la religión de sus ancestros sino con respecto a la “mancha
de la tierra” con que nacían ya, en cuna de inferioridad, los
blancos americanos: los criollos.
“… las carabelas
se fueron para siempre de tu rada:
3. 4. ¡ya no viene el aceite en botijuelas!”.
Los Borbones
En el año 1700 se extingue la dinastía de los Austrias españoles a
la muerte sin herederos directos de Carlos II el Hechizado: un
enano fantasmal, caricatura trágica de rey, a quien al hacerle la
autopsia los forenses le encontraron la cabeza llena de agua. Lo
sucedió su sobrino Felipe de Anjou, nieto del rey Luis XIV de
Francia: y se desató la Guerra de Sucesión Española, en la que
tomaron parte todas las potencias de la época y en la que España
perdió todas sus posesiones europeas. Con la instalación de la
nueva dinastía de los Borbones la política de la Corona cambió
por completo, y para empezar fueron abandonadas (aunque
“discretamente”: sin ser formalmente abolidas) las famosas
Leyes de Indias de los monarcas Carlos y Felipes, que apenas
veinte años antes habían sido recogidas en una monumental
Recopilación. Leyes que mostraban cómo desde la misma
Conquista los propósitos de la Corona española habían choca-
do con los intereses de los colonos: desde Colón. Caso posible-
mente único en la historia de las colonizaciones. El historiador
Indalecio Liévano Aguirre no oculta su entusiasmo por esas
leyes justas y admirables de la Recopilación de l681:
16
Código que, sin embargo, tenía un defecto práctico: el de que
sus leyes justas y admirables no se cumplieron nunca.
17
de los ingleses, que efectivamente se presentaron ante la bahía
pocos meses más tarde, en marzo de 1741, con todos los fierros.
18
atacarlas) contaban con varios baluartes, baterías y castillos
fuertes. Y el clima, que sería letal para las tropas de desembarco:
miles murieron de disentería y fiebre amarilla al atravesar la selva
para intentar tomar la ciudad por la espalda.
19
Como un anuncio de lo que todavía estaba por venir, el
comandante de los voluntarios de Virginia que venían con la
flota inglesa se llamaba Lawrence Washington. Era el hermano
mayor de George, quien medio siglo más tarde iba a ser el primer
presidente de los Estados Unidos.
20
Personaje destacado
21
El primero en traer esclavos negros al Nuevo Mundo fue el
Descubridor Cristóbal Colón. La esclavitud persistía en el Occi-
dente cristiano como cosa natural, aunque circunscrita desde la
Edad Media a los infieles: musulmanes o paganos. Y viceversa:
los piratas berberiscos del Mediterráneo hacían en sus galeras de
remeros forzados frecuentes razias primaverales para tomar
esclavos cristianos en las costas de Italia y España (alguna vez
llegaron hasta Islandia, y unas cuantas a Inglaterra). Así, por
ejemplo, Miguel de Cervantes pasó cinco años cautivo en los
“baños” (las prisiones) de Argel, como lo cuenta él mismo en una
comedia de ese título y en un episodio del Quijote. Dice un
poema de Góngora:
De pocas letras: sólo escribió esa frase en latín, una carta en catalán
a su padre preguntando por la familia, y otras pocas en castella-
no a sus superiores de la orden narrando los detalles de la vida
derivada de su escueta promesa. Una vida de la cual diría trescien-
tos años después el papa León XIII que era la vida de hombre que
más lo había impresionado, después de la de Jesucristo. Una vida
pasada en las sentinas de los barcos negreros que fondeaban en
el puerto con su carga de carne humana, a donde acudía carga-
do con un canasto de frutas y de vino y acompañado de intérpre-
tes de media docena de lenguas africanas. El padre Sandoval, su
superior en el convento de Cartagena, lo describe “soportando la
hediondez de los cuerpos putrefactos y de las negrísimas heces…”.
Y Claver cuenta:
24
resucitar a los muertos para que pudieran recibir la
extremaunción, o si era el caso el bautismo, estando todavía
vivos, o por lo menos redivivos. Cuando murió, víctima de la
peste de 1650, llegaron muchedumbres que querían tocar al
santo, blancos y negros, esclavos malolientes y señoronas de
miriñaque que pretendían arrancarle unos cabellos, un jirón de la
camisa o del manteo sucios de sudor y de sangre de esclavos.
25
Historia de Colombia
y sus oligarquías (1498 - 2017)
Capítulo IV
Los malos y los buenos
4
Los malos y los buenos
“¡Viva el rey y muera el mal Aquí el turbulento siglo XVIII empezó —con el habitual retraso
gobierno!”. de estas tierras— ya bien rebasada la mitad del siglo: en los años
—Manuela Beltrán setenta. Allá en el ancho mundo guerreaban las potencias en la
tierra y en el mar: España, Francia, Inglaterra; y surgían otras
Bajo la larga siesta colonial neograna- nuevas, Prusia y Rusia. Se desarrollaban las ciencias y las artes, los
dina se incubaban las semillas de la filósofos tomaban la palabra en contra de los teólogos, los reyes
independencia de España, tanto en las respondían inventando el despotismo ilustrado, surgía arrolladora
la burguesía. En la Nueva Granada no pasaba absolutamente nada.
revueltas populares contra los funciona-
rios de la Corona como en la educación
Los estremecimientos universales sólo se sentían cuando algún
ilustrada de las élites criollas. Y pirata asaltaba los baluartes de Cartagena. Lo demás eran chismes
también en lo racial, a causa del de alcoba de virreyes o disputas escolásticas de curas, o consejas de
progresivo mestizaje de la población. viejas: que a un oidor se le puso el pelo todo blanco por haber
blasfemado en una noche de juerga, o que el diablo se apareció en
un puente.
2
Hubo excepciones, claro: criollos peruanos o mexicanos llegaron
a ocupar altos cargos no sólo en las colonias sino en la propia
España, y entre los neogranadinos fueron notables los casos de
Moreno y Escandón, de Mariquita, fiscal de la Real Audiencia en
Santa Fé y promotor de un reformista Plan de Estudios (que no
fue aplicado) y luego regente de Chile; o el de Joaquín Mosquera,
de Popayán, oidor en Santa Fé y que ya en el siglo siguiente, en
pleno hervor independentista, fue designado por las Cortes de
Cádiz nada menos que regente de España en ausencia de los reyes,
presos de Napoleón en Francia. Pero eran excepciones. Y además,
como ésta de la regencia, inoperantes.
3
La mediocridad
Pero entre tanto aquí, en el pesado letargo colonial, venían y
pasaban virreyes anodinos, buen reflejo de la mediocridad de los
reyes de la monarquía hispánica en la otra orilla del océano.
Desde los “Austrias menores”—reyes melancólicos y cazadores
como el ausente Felipe III, el triste Felipe IV, el hechizado Carlos
II— y con los primeros Borbones —el demente y longevo Felipe
V, dominado por su ambiciosa mujer italiana, y el linfático
Fernando VI, tan ido e incapaz como su padre y que también
murió loco— transcurrió más de un siglo. El llamado Siglo de
Oro de las artes y las letras y de la breve Pax Hispanica, durante
el cual se hundieron España y su Imperio.
4
esposa (tuvieron trece hijos); y después, llevado por otros veinti-
cinco al trono de España, más que a los asuntos de Estado se
dedicaba a la caza con perros en los montes de Toledo, como lo
retrató Goya. En sus célebres Memorias cuenta el aventurero
Casanova que una tarde vio al rey en Madrid en los toros, y que
merecía su fama de ser “el hombre más feo de Europa”, y uno de
los más tontos: buen “alcalde de Madrid”, mal cabeza de un
imperio universal que se desvanecía. Pero es verdad que estaba
rodeado de ministros inteligentes e ilustrados, partidarios de las
nuevas Luces (“les Lumières” de los filósofos franceses), y posible-
mente francmasones. A quienes se esforzó por no hacerles caso.
Y en Santa Fé, que era una aldea de veinte mil habitantes con
pretensiones de capital de Virreinato, y en Tunja, y en Pamplona,
y en Popayán, y en Mariquita, villas “muy nobles y leales” pero
aisladas del mundo e incomunicadas entre sí por el horrible
estado de los caminos reales (por esa época escribía en su diario el
recién llegado José Celestino Mutis que el de Honda a Santa Fé,
el más transitado de todos, “es tan malo que no hay con qué
expresarlo sino diciendo que es todo él un continuado peligro”),
en las ciudades, pues, no había nada: miseria y mendicidad en las
6
calles, y en las casas monotonía y aburrimiento. Chocolate santa-
fereño. Tañer de campanas de iglesias, entierros de obispos, visitas
a familiares encarcelados por deudas, aguaceros que duraban días,
borracheras populares con chicha y aguardiente con motivo del
bautizo de algún infante en la lejana Corte de Madrid, el brote
episódico de alguna epidemia de tifo o de viruela. Una vez se oyó
un tremendo ruido subterráneo, y durante decenios se habló con
retrospectivo estremecimiento del “año del ruido”. En la literatu-
ra, sermones en latín. En el arte, Inmaculadas Concepciones
sevillanas idénticas las unas a las otras, retratos de virreyes idénti-
cos los unos a los otros con sus intercambiables casacas de apara-
to, cuadros sombríos de ángeles músicos, retratos fúnebres de
monjas muertas coronadas de flores entre un olor a cera y a rosas
y un rumor de rezos y de jaculatorias.
7
escribían: en Tunja la madre Josefa del Castillo, en su celda con
vista al huerto en la que a veces, de puro aburrimiento, “hacíase
azotar de manos de una criada”, distraía su “corazón marchito”
componiendo místicos, ascéticos, eróticos Deliquios del divino
amor en delicados, dolientes heptasílabos:
8
Repiques de campanas, corridas de toros, músicos y quema de
pólvora, banquetes con sopa de tortuga y lechona y novilla y
morcilla y mucho trago: ron y aguardiente y totumadas de
chicha y discursos de regidores borrachos al nuevo excelentísimo
señor virrey y amigo que iba a repartir empleos y atribuir recau-
dos y a convertir la parroquia en villa y el pueblo en ciudad con
el consiguiente aumento de las rentas municipales. Tras ser
festejado así en Mompox, en Tamalameque, en Honda, en
Guaduas y en Facatativá, el infortunado virrey Pimienta tuvo que
saltarse la recepción final en Fontibón para llegar a Santa Fé a
manos del ya famoso médico José Celestino Mutis, quien se limitó
a recomendar que le dieran la extremaunción. El solemne
tedeum de celebración del recibimiento se cambió por una misa
de réquiem oficiada por el arzobispo.
9
neros que durante unos meses había puesto en vilo la estabili-
dad del Virreinato.
Los Comuneros
Sucedió que un día de mercado del mes de marzo de 1781, en la
villa de El Socorro, en las montañas del noroeste del Virreinato,
se dio un gran alboroto que…
10
“La naranja es siempre amarga
si se exprime demasiado.
Y el borrico recargado
siempre se echa con la carga…”.
11
No sólo el pueblo raso. Por oportunismo se sumaron al bochinche
los notables locales: las “fuerzas vivas”, como se decía, las modestas
oligarquías municipales, comerciantes, hacendados medianos;
que después, por miedo, se vieron empujados a tomar la cabeza del
movimiento. Uno de ellos, Salvador Plata, escribiría más tarde en
su disculpa que lo habían forzado “con lanzas en los pechos”. Sería
menos: serían apenas gritos de “¡que baje el doctor, que baje el
doctor!” dirigidos al balcón de su casa. Y el doctor bajó, y se dejó
llevar contento a la primera fila de la protesta. Lo mismo sucedió
en los pueblos vecinos: Mogotes, Charalá, Simacota. Y eligieron
por capitán general al terrateniente local y regidor del Cabildo
Juan Francisco Berbeo, que organizó el desorden en milicias arma-
das con lanzas y machetes y escopetas de cacería. Las tropas eran
de blancos pobres, de indios y mestizos. Los capitanes eran criollos
acomodados, con pocas excepciones, entre ellas la del que luego
sería el jefe más radical de la rebelión, José Antonio Galán:
“hombre pobre, pero de mucho ánimo”.
12
provinciana —la escasa tropa regular del Virreinato estaba en
Cartagena con el virrey Manuel Antonio Flórez, como siempre:
pues el enemigo era, como siempre, el inglés—; y ante la masa
creciente de los amotinados, que ya llegaba a los cuatro mil
hombres, tuvo que rendirse sin combatir: hubo un muerto. Se
alborotaron también los burgueses de Tunja. Hasta de la capital
empezaron a llegar entonces inesperadas e interesadas incitacio-
nes a la revuelta de parte de los ricos criollos, deseosos de que
recibieran un buen susto las autoridades españolas. Se leyeron en
las plazas y se fijaron en los caminos pasquines con un larguísimo
poema que se llamó “la Cédula del Común”, por remedo irónico
de las reales cédulas con que el monarca español otorgaba o
quitaba privilegios. La del Común, por el contrario, incitaba a
“socorrer al Socorro” y a convertir la revuelta en un alzamiento
general del reino:
13
Aquí, un paréntesis elocuente. Se supo entonces que la incendia-
ria “Cédula del Común” que había galvanizado a los pueblos,
escrita por un fraile socorrano, había sido financiada, impresa y
distribuida por cuenta del marqués de San Jorge, el más podero-
so de los oligarcas santafereños. El mismo que, a la vez, ofrecía
contribuir con cuatrocientos caballos de sus fincas para la tropa
que las autoridades se esforzaban por levar a toda prisa. Porque el
sainete de dobleces que llevó al fracaso del movimiento comune-
ro no fue sólo de los gamonales de pueblo como Plata y Berbeo,
que se levantaron en armas al tiempo que firmaban memoriales
de lealtad; ni de los funcionarios virreinales que se comprome-
tieron a sabiendas de que no iban a cumplir: fue una comedia de
enredo en la que participaron todos.
El caso del marqués es revelador del hervor que se cocinaba en todos los
estamentos sociales bajo las aguas mansas del tedio colonial. Si jugaba a
dos barajas era porque sus intereses estaban de los dos lados: en tanto
que hombre rico, con el orden representado por la Corona española; y
con la chusma comunera porque compartía con ella un rencor de
criollo, que ya se puede llamar nacionalista aunque no sea todavía
independentista. Eso vendría una generación más tarde, con sus hijos.
14
Los rebeldes comuneros llegaron a Zipaquirá con una lista de
exigencias de treinta y cinco puntos. Unos referidos a los propie-
tarios, como la abolición de un recién creado impuesto que
consideraron extorsivo: el “gracioso donativo” personal para la
Corona; o el compromiso de privilegiar a los españoles america-
nos sobre los europeos en la provisión de los cargos públicos.
Otros que beneficiaban a los promotores originales de la protes-
ta, los cultivadores de tabaco: la reducción de los impuestos.
Otro para los borrachos del común: la rebaja del precio del
aguardiente. Y finalmente algunos para los indios que se habían
sumado a la acción: el respeto de sus resguardos y la devolución
de las minas de sal. Y también, para todos, un perdón general
por el alzamiento.
17
El trono y el altar
Caballero y Góngora iba a ser el gobernante que más poderes
haya acumulado en la historia de este país. El poder eclesiástico
como arzobispo primado de Santa Fé de Bogotá; el civil como
virrey y presidente de la Real Audiencia de la Nueva Granada (a la
que su buen amigo Gálvez, el ministro de Indias, acababa de
agregarle de un plumazo los territorios de la Audiencia de Quito
y la de Panamá y los de la Capitanía de Venezuela: los mismos que
conformarían medio siglo más tarde la Gran Colombia); y el
militar como gobernador y capitán general del Virreinato. Ejerció
el gobierno durante siete años, a los que hay que sumar los seis de
gran influencia que había tenido como arzobispo bajo los ausen-
tistas virreyes anteriores. Y así pasaría a la historia con dos caras
contrapuestas, o tal vez complementarias: la del arzobispo malo y
la del virrey bueno. El prelado pérfido, perjuro y traidor que
engañó a los ingenuos Comuneros, y el virrey ilustrado que refor-
mó el sistema educativo y organizó la gran Expedición Botánica.
21
años y años antes de que la Corte de Madrid se decidiera a
financiarla. Pero su resultado, que más que científico fue
político, probablemente no le hubiera complacido. Fue la
siembra de la Ilustración en la Nueva Granada. Al traerla, él y
Mutis esperaban que las élites criollas apoyaran el reformismo
liberal de los reyes Borbones españoles. Pero sucedió que, a fuer
de ilustradas, esas élites rechazaron el absolutismo reaccionario de
esos mismos reyes, aprendiendo de sus primos franceses.
“Dongilyezpeletadespuésmendinuetayamaryborbón…”
22
El sabio Mutis
Nadie ha merecido en este país, tan dado a la vez a la lambonería
elogiosa y a la envidia mezquina, el epíteto unánime de “sabio”.
Con una sola excepción: la de José Celestino Mutis, médico,
botánico, matemático, astrónomo nacido en Cádiz, que llegó de
treinta años a la Nueva Granada y murió en Santa Fé medio siglo
después. El sabio Mutis.
No fue esa la única obra que emprendió Mutis, uno de los polifa-
céticos sabios de ese asombroso siglo XVIII, que entre la ciencia
y el libertinaje estaba liberándose de la tiranía de la teología.
Nacido en Cádiz, médico y cirujano de Sevilla, botánico de
Madrid, bachiller en filosofía y autodidacta en astronomía, en
matemáticas y en lenguas vivas y muertas, hizo de todo: fundó el
observatorio astronómico de Santa Fé y la cátedra de Medicina
del Colegio del Rosario, inventó un nuevo método de destila-
ción del ron, experimentó con la metalurgia del oro y de la plata,
redactó o compiló diecinueve (breves) volúmenes de lenguas
indígenas por encargo de la emperatriz Catalina de Rusia (chib-
cha, paez, caribe, achagua, andaquí…), las cuales, según temía,
“precipitadamente caminaban a la región del olvido” por la
desaparición de sus hablantes. Fue bibliófilo: hasta el pueblo de
Mariquita, a orillas del Magdalena, se hacía llevar libros enviados
25
por sus corresponsales de Cádiz y de Madrid, de París y de
Londres y de Upsala, en castellano y en latín, en inglés, en
francés, en italiano. Trató de aprender sueco para leer en el
original las obras de su amigo epistolar Karl Linneo, el padre de
la taxonomía científica, quien le escribió que le sería más útil
aprender alemán. El célebre naturalista Alexander von Humboldt
pospuso su proyectado viaje al Perú para subir a Santa Fé a visitar
al hombre que ya era conocido en Europa como “el sabio Mutis”,
y le escribió con asombro a su hermano en Alemania: “Excepto
la de Banks en Londres (el presidente de la Royal Society) no he
visto una biblioteca científica más nutrida que la de Mutis”. Fue
también una especie de bibliotecario aficionado: prestaba
generosamente sus libros a amigos y discípulos, que, milagrosa-
mente, por lo visto se los devolvían: pues con sus 8.588
volúmenes de ciencias naturales, matemáticas, astronomía,
medicina, filosofía, teología, historia, derecho, y algo de literatu-
ra griega, latina y castellana (más otros tantos expropiados a los
jesuitas después de la expulsión) se formaría más tarde el núcleo
de la Biblioteca Nacional de Colombia. Institución que,
digámoslo de paso, publica hoy este libro.
28
Historia de Colombia
y sus oligarquías (1498 - 2017)
Capítulo V
La desgraciada Patria Boba
5
La desgraciada Patria Boba
“Era el mejor de los tiempos. Era A finales del siglo XVIII sucedían cosas tremendas en el mundo.
Las colonias americanas de Inglaterra proclamaban su
el peor de los tiempos”.
independencia y la ganaban después de una lenta guerra de diez
—Charles Dickens
años, con ayuda de Francia y de España, y se convertían en una
Historia de dos ciudades
inaudita república de ciudadanos libres y felices (con excepción,
por supuesto, de los negros esclavos). En Inglaterra se asentaba la
Revolución Industrial, que iba a transformar el mundo y, de
pasada, a sembrar las bases económicas del Imperio británico. En
Francia estallaba en 1789 una revolución burguesa: la Revolución
con mayúscula. Y en la ingeniosa máquina de la guillotina les
cortaban la cabeza a los aristócratas y a los reyes, en nombre de la
Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Y al amparo de esa
revolución, al otro lado del océano los negros esclavos de Haití
lograban su libertad y les cortaban la cabeza —a machete— a
los dueños blancos de las plantaciones, y luego a las tropas
francesas, y luego a las españolas del vecino Santo Domingo, y
luego a los mulatos… Y así sucesivamente.
Un sainete sangriento
Secuestrados por Napoleón los reyes, en el sur de la península
todavía no ocupado por las tropas francesas se creó una Junta de
Gobierno, y a su imagen se formaron otras tantas en las provin-
cias de Ultramar: en Quito, en México, en Caracas, en Buenos
Aires, en Cartagena, en Santafé (que en algún momento indeter-
minado había dejado de llamarse Santa Fé, y muy pronto iba a
volverse Bogotá). Se abrió así la etapa agitada, confusa y tragicómica
que separa la Colonia de la República y que los historiadores
han llamado la Patria Boba: el decenio que va del llamado Grito
de Independencia dado el 20 de julio de 1810 en Santafé a la
Batalla del Puente de Boyacá librada el 7 de agosto de 1819,
comienzo formal de la Independencia de España. Diez años de
sainete y de sangre.
4
Sus descendientes, ya no españoles sino americanos pero
también godos en el sentido político, también compondrían
himnos patrióticos, que veremos más adelante.
7
apenas quince días después de proclamada la Independencia el 20 de
julio, el 6 de agosto, se celebró solemnemente con desfiles y procesio-
nes y el correspondiente tedeum en el aniversario de la Conquista.
La propiedad y el protocolo
Con los indios era otra cosa: los naturales que, según el jurista
Torres, no eran nada. Pero todavía les quedaba algo de su
antigua tierra. Así que la primera medida de la nueva Junta
consistió en abolir los resguardos de propiedad colectiva,
dividiendo sus tierras en pequeñísimas parcelas individuales (media
fanegada) con el pretexto de igualar sus derechos económicos
con los de los criollos; pero lo que con ello se buscaba y se logró
fue que fuera fácil comprarles sus tierras, insuficientes pero ya
enajenables, para convertirlos en peones de las haciendas. Los
derechos políticos, en cambio, se les siguieron negando: se
pospuso darles el sufragio y la representación “hasta que hayan
adquirido las luces necesarias” (pero no se les abrieron los centros
educativos para que las recibieran).
Pero ese incesto de grupo iba a ser también una orgía de sangre
fratricida, en un enredo de todos contra todos difícilmente
resumible. La guerra social que se veía venir tomó formas territo-
riales a la sombra del caos de España: el Virreinato se disolvió en
veinte regiones y ciudades, controladas cada una por su respecti-
vo patriciado local en pugna casi siempre con un partido popular
más radical en su proyecto independentista. De un lado, la
“plebe insolente”, y la “gente decente” del otro: únicas clases en
que se dividían los americanos (sobre la exclusión de los indios
casi extintos y de los negros esclavos). En Cartagena los comer-
ciantes locales no veían sino ventajas en su ruptura con España:
el comercio libre con las colonias o excolonias inglesas. Así que
fue la primera importante ciudad neogranadina (tras Mompós y
la venezolana Caracas) que declaró su independencia absoluta.
En Santafé Antonio Nariño, de vuelta de la cárcel de la Inquisi-
ción, tomó la cabeza del partido popular de Carbonell, con lo
cual fue elegido presidente en sustitución del bailarín Lozano. Y
proclamó también la independencia total, alegando el pretexto
leguleyo y cositero de que el rey Fernando VII no había aceptado
el asilo que Cundinamarca le había ofrecido en 1811. No hay
constancia de que en su palaciega prisión francesa el monarca
derrocado se hubiera percatado del reproche.
10
Congreso de las Provincias Unidas, Camilo Torres, respondió
atacando a Cundinamarca. La guerra se declaraba siempre con
fundamentos jurídicos: el uno alegaba que lo del dictador
Nariño en Cundinamarca era una “usurpación”; el otro que lo del
presidente Torres en Tunja era “una tiranía autorizada por la ley”.
A veces ganaba el uno, a veces el otro, al azar de las batallas y de
las traiciones. Dejando a un tío suyo en la presidencia, Nariño
emprendió la conquista del sur realista, yendo de victoria en
victoria hasta que fue derrotado en Pasto y enviado preso a
España, en cuyas mazmorras pasaría los siguientes seis años.
12
La Reconquista
Pero en Europa empezaba a caer la estrella fugaz de Napoleón, que
por quince años había sido árbitro y dueño de Europa. Expulsadas
de España las tropas francesas volvía el rey “Deseado”, Fernando
VII, que de inmediato repudiaba la Constitución liberal de Cádiz
de 1812 y restablecía el absolutismo. Y España, arruinada por la
guerra de su propia independencia, recuerda entonces que el oro
viene de América, y decide financiar la reconquista de sus colonias
enviando, para comenzar, un gran ejército expedicionario mandado
por un soldado profesional hecho en la guerra contra Napoleón: el
general Pablo Morillo. Más de diez mil hombres, de los cuales 369
eran músicos: trompetas para las victorias, redobles de tambor
para las ejecuciones capitales.
14
Morillo, ya conocido como el Pacificador, se concentró en
los principales cabecillas de la revolución: los después llamados
“nueve mártires”, a quienes un Consejo de Guerra condenó “a la
pena de ser ahorcados y confiscados sus bienes por haber
cometido el delito de alta traición”. No fueron ahorcados, sin
embargo, sino fusilados en las afueras de la muralla y arrojados a
una fosa común.
15
“Españoles y canarios: contad con la muerte aun siendo indiferentes
si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América.
Americanos: contad con la vida aun cuando seáis culpables”.
16
Una vida de novela
Antonio Nariño y Álvarez, que ha sido llamado con motes tan
contradictorios como el de “Precursor de la Independencia de
la Nueva Granada” y el de “flor y nata de la cachaquería santafe-
reña”, y que fue las dos cosas, es también el más conspicuo repre-
sentante de la Patria Boba. Él mismo fue el primero en darle ese
nombre, en su periódico La Bagatela, y el primero en describirla:
“… esta apatía, esta confianza estúpida, esta inacción tan perjudi-
cial en momentos críticos”. Hasta la tragedia final.
22
Historia de Colombia
y sus oligarquías (1498 - 2017)
Capítulo VI
La Guerra Grande
6
La Guerra Grande
“El que sirve una revolución ara Bueno: la verdad es que la guerra a muerte proclamada en Vene-
zuela por Bolívar para abrir una zanja de sangre y odio entre
en el mar”
españoles y americanos, y convencer a éstos de la necesidad de la
—Simón Bolívar
Independencia, en un principio no funcionó mucho: más bien
Carta al general Juan José Flores, 9 nov.
salió al revés. En la Nueva Granada, la Reconquista española, con
1830.
la salvedad terrible del sitio de Cartagena, fue un paseo militar.
Los muy complicados enredos políticos y las En Venezuela, la guerra que los insurrectos habían creído indepen-
muchas guerras contradictorias y simultá- dentista se volvió social y racial con la aparición en los llanos de
neas en variados escenarios que constituyen la “legión infernal” (oficialmente llamada Ejército Real de Barlo-
el proceso de la Independencia entre la vento) de José Tomás Boves: hordas salvajes de jinetes llaneros
reconquista de Morillo y la disolución de mestizos, mulatos y zambos que bajo la consigna de “La tierra de
(la Gran) Colombia se pueden entender los blancos para los pardos” se alzaron con sus lanzas contra la
siguiendo la biografía de su principal oligarquía mantuana de Caracas y a favor de las tropas españolas.
protagonista, Simón Bolívar. Fue una guerra feroz y sin cuartel: de parte y parte, los prisioneros
eran degollados. Y la ganaron —en un principio— los realistas. El
sur —Popayán, Pasto, y luego Quito— seguía siendo realista.
El Manifiesto de Cartagena
Pronto sería derrotada la Primera República venezolana por la
reacción española, y su jefe, Francisco de Miranda, sería entrega-
do a sus enemigos por sus oficiales subalternos, entre ellos el
propio Bolívar, que acababa de perder la plaza fuerte confiada a su
mando. Para continuar la lucha —mientras Miranda va a morir
en las mazmorras de la cárcel de Cádiz— Bolívar huye a la Nueva
Granada, todavía dominada por los patriotas. Y en Cartage-
na compone y publica un “manifiesto” explicando y criticando
las causas del desastre venezolano: la falta de unidad de los revolu-
cionarios y su invención ingenua de “repúblicas aéreas” montadas
sobre doctrinas filosóficas importadas, y no sobre las realidades
de la tierra. No le hacen caso —como, la verdad sea dicha, no se
lo harán nunca—; pero por la fuerza de su personalidad consi-
gue en cambio que los neogranadinos le confíen un pequeño
ejército para reanudar la guerra en Venezuela. Y emprende la
2
asombrosa campaña de reconquista —después llamada “Admi-
rable”— que lo lleva en unos meses a recuperar el territorio
perdido y entrar triunfante en Caracas, recibiendo el título de
Libertador. Que no abandonará ya nunca, ni siquiera en sus
derrotas: ni cuando la restaurada república venezolana —en
realidad, una dictadura militar— cayó de nuevo ante el empuje
de las montoneras de Boves al poco tiempo de proclamada, ni,
por supuesto, diez años después cuando lo hubo merecido de
cinco naciones.
La Carta de Jamaica
Derrotado en Venezuela vuelve a la Nueva Granada, al servicio
del Congreso de las Provincias Unidas, para las cuales conquista
la Bogotá centralista que ha dejado en su propia derrota el
precursor Antonio Nariño. En Cartagena choca con las autori-
dades locales y se embarca rumbo a Jamaica, salvándose así del
terrible asedio puesto a la ciudad por el Pacificador español
Pablo Morillo. Y en Jamaica descansa el soldado, pero despierta de
3
nuevo el pensador político a través de la famosa Carta a un caballero
de esta isla. Una Carta de Jamaica que no tuvo ningún resultado
práctico, pues su texto en castellano no fue publicado sino
después de la muerte del Libertador, y la versión inglesa fue
ignorada por aquel a quien de verdad iba dirigida, que era el
gobierno inglés. A éste pretendía Bolívar explicarle las causas y la
justicia de la lucha independentista americana, y pintarle —con
ojo visionario— el futuro posible del continente. Pero todavía
entonces sigue siendo Bolívar mucho de lo que criticaba: un
ideólogo teórico sin suficiente asidero en las realidades de la
tierra. Todavía piensa, por ejemplo, que en América “el conflicto
civil es esencialmente económico”: entre ricos y pobres, y no entre
criollos blancos y castas de color, como en la práctica lo plantea-
ba a lanzazos Boves en Venezuela (y en la Nueva Granada lo
harían más tarde los guerrilleros realistas del Cauca).
4
El Bolívar guerrero no descuida lo político. Y así convoca a
principios de 1819 el Congreso de Angostura, que iba a instau-
rar la República de Colombia por la unión de Venezuela, la
Nueva Granada y Quito: audacia asombrosa por parte de un
político la de crear un país y darle una Constitución (libertad de
los esclavos incluída) antes de haber conquistado su territorio,
pues los patriotas revolucionarios dominaban apenas unas pocas
regiones despobladas de los llanos del Orinoco y el Apure. Y esa
audacia política la remata Bolívar con otra militar: el golpe
estratégico de invertir el sentido de la guerra, devolviéndola de las
llanuras venezolanas a las montañas neogranadinas, donde los
españoles ya no la esperaban.
Boyacá
En pleno invierno atraviesa con su ejército los llanos inundados
para unirse con las guerrillas de Casanare organizadas por
Francisco de Paula Santander. Y reunidos en el piedemonte unos
quince mil hombres —tropas venezolanas, neogranadinas,
varios miles de mercenarios ingleses e irlandeses veteranos de las
5
guerras napoleónicas, contratados en Londres con los primeros
empréstitos ingleses que iban a agobiar a Colombia durante
los siguientes dos siglos—, Bolívar emprende el cruce de la
cordillera por Pisba y Paya para caer por sorpresa sobre las tropas
españolas en el corazón de la Nueva Granada, deshaciéndolas en
las batallas del Pantano de Vargas y el Puente de Boyacá, el 7 de
agosto de 1819. Ésta, que en realidad no pasó de ser una escara-
muza, fue sin embargo el golpe definitivo sobre el Virreinato. El
Libertador entró en triunfo al día siguiente en Bogotá, de donde
había huído el virrey Sámano con tanta precipitación que olvidó
sobre su escritorio una bolsa con medio millón de pesos. Fiestas.
Corridas de toros. Bailes. Eran jóvenes: en Boyacá, el Libertador
tenía 36 años; el general Santander acababa de cumplir veinti-
séis. Anzoátegui, Soublette, los británicos…
Una de las severas críticas que le haría Karl Marx a Simón Bolívar
se refiere a su inmoderada inclinación por los festejos de victoria.
7
El Congreso eligió presidente de Colombia a Bolívar, y vicepre-
sidente a Santander. El primero solicitó de inmediato permiso
para llevar la guerra al sur, convencido como estaba de que para
garantizar la independencia era necesario eliminar del todo
la presencia española en el continente: limpiar de realistas las
provincias del Cauca y Quito, y completar la independencia del
virreinato del Perú ya iniciada desde el sur por José de San
Martín, Libertador de Argentina y Chile. De modo que volvió a
imponerse el Bolívar guerrero sobre el gobernante (que en
realidad era lo que menos le gustaba ser, de todas sus cambiantes
personalidades). Batallas, todas victoriosas: Bomboná, Pichin-
cha —y entrada triunfal en Quito, donde una bella quiteña le
arroja una corona de laurel—. Bailes, fiestas: la bella quiteña, que
será muy importante en adelante para Bolívar y para las repúbli-
cas, se llamaba Manuela Sáenz.
El sueño de la unión
Durante los años de estancia de Bolívar en el Perú gobernó
Colombia el vicepresidente Santander, con grandes dificultades.
La más grave era la quiebra de la república, pese a un segundo y
vasto empréstito inglés que se diluyó en gastos de funcionamien-
to del gobierno y sobre todo en el mantenimiento del ejército.
Un gran ejército de treinta mil hombres [cifra oscilante al ritmo
de las deserciones y las levas forzosas] para una Colombia que,
sumadas sus tres partes, tenía poco más de dos millones de
habitantes. El ejército era por una parte un lastre fiscal, pero por
otra constituía la única vía de promoción social y la única fuerza
de cohesión de un país de tan diversas regiones, de tan malos
caminos y tan grande extensión territorial. Desde sus campa-
ñas del sur Bolívar reclamaba sin cesar más tropas, más armas,
más dinero. Y Santander respondía: “Deme usted una ley, y yo
hago diabluras. Pero sin una ley…”. La discusión, a través de
correos que se demoraban semanas en ir y volver, llevaba a
callejones sin salida: más que un diálogo era un intercambio de
principios. Bolívar seguía actuando como en su juventud de niño
rico y manirroto, mientras que Santander era tacaño tanto en lo
personal como en lo público. Escribía el Libertador:
El enfrentamiento
En los años de Lima su pensamiento político había seguido evolu-
cionando cada vez más hacia el autoritarismo —rodeado como
estaba de aduladores, de la admiración de sus generales, de la
aclamación de las muchedumbres y del amor de Manuela Sáenz—.
Y así lo plasmó en su proyecto de Constitución boliviana. Descon-
fiaba cada vez más de la volubilidad de los pueblos —“como
los niños, que tiran aquello por lo que han llorado”—, y de los
11
americanos en particular: “hasta imaginar que no somos capaces de
mantener repúblicas, digo más, ni gobiernos constitucionales.
La historia lo dirá”. Le escribía a Sucre, su favorito, su presunto
heredero: “Nosotros somos el compuesto de esos tigres cazado-
res que vinieron a América a derramarle la sangre y a encastar
con las víctimas antes de sacrificarlas, para mezclarse después con
los frutos de esos esclavos arrancados del África. Con tales
mezclas físicas, con tales elementos morales ¿cómo se pueden
fundar leyes sobre los héroes y principios sobre los hombres?”.
El fin
El Congreso elige presidente a Joaquín Mosquera. Bolívar, enfer-
mo, sale hacia la costa para embarcarse rumbo a Europa. Al débil
14
Mosquera y a su gobierno de santanderistas le da un golpe
militar el general Urdaneta. Asesinan a Sucre en Berruecos, sin
que se sepa quién: ¿Obando? ¿López? Futuros presidentes de
Colombia. ¿Flores, futuro presidente del Ecuador? A ese mismo
Juan José Flores le escribe Bolívar desde Barranquilla: “Vengue-
mos a Sucre y vénguese V. de esos que…”.
Pero ahí, en la carta que tal vez denunciaba a los que Bolívar creía
asesinos de Sucre, viene una nota de la transcripción: resulta
que en el original “hay una gran mancha, al parecer de tinta” que
“impide leer la continuación por espacio de treinta o treinta y
cinco letras”. Una de esas grandes manchas negras de tinta que
salpican y borran de tiempo en tiempo, en momentos precisos,
episodios de la triste historia de Colombia. Y prosigue la carta:
“vénguese en fin a Colombia que poseía a Sucre”.
15
Uno y diez Bolívares
Había pensado, por enfoque de género, dedicar el recuadro de
personaje de este capítulo a Manuela Sáenz, que fue “la Liberta-
dora del Libertador” en la “nefanda noche septembrina” y su
amante durante los últimos ocho años de su vida: una mujer de
gran personalidad y gran belleza, impertinente y valiente, discuti-
da y discutidora, y llena de ímpetus y de enemigos hasta su
muerte solitaria en una aldea olvidada de la costa peruana, veinti-
cinco años después de haberse despedido para siempre de
Bolívar con un gesto de la mano cuando éste salió de Bogotá
rumbo a la muerte. Pero no hay duda: en esta época histórica el
protagonista que se impone sobre cualquier otro es Simón
Bolívar, el Libertador.
Sí: pero mandó veinte años, y aunque renunciaba una y otra vez
al mando, siempre volvía a él, y lo ejercía de modo dictatorial.
Eso era lo que veían los septembrinos que quisieron asesinarlo en
1828: la forma militar de su dictadura, y no los propósitos, por
muy altruistas y civilistas que fueran, de esa dictadura. Veían la
tiranía. Por eso hasta sus amigos se convertían en enemigos: en
Lima, en Bogotá, en Quito, en Caracas. Y por eso también sus
medidas de gobierno, sus decretos, sus proyectos de ley, siempre
bien orientados, solían tener en la práctica efectos insignificantes
o aun contraproducentes. Inclusive su obsesión generosa por la
liberación de los esclavos no vino a cumplirse sino veinte años
después de su muerte, bajo el gobierno —no ya de Colombia,
sino apenas de la república de la Nueva Granada— de uno de sus
generales revoltosos. Más que por los resultados —de los cuales
el único tangible sería la independencia, como él mismo lo
reconoció ante el Congreso de 1830— a Bolívar hay que juzgar-
lo por sus intenciones, cien veces proclamadas en sus escritos.
21
Historia de Colombia
y sus oligarquías (1498 - 2017)
Capítulo VII
Guerras y constituciones (o viceversa)
7
Guerras y constituciones
(o viceversa)
Deber del perdedor: Muerto el Libertador, desbaratada la Gran Colombia en sus tres
pedazos, la parte de la Nueva Granada se dedicó a destrozarse ella
en la derrota
también en sus varias regiones. Y en cada región, un caudillo.
buscar del ganador Todavía el general presidente Santander pudo mantener pacífico y
la cuota. unido el país bajo su gobierno republicano, legalista y civilista:
—Cuarteta anónima decimonónica gustaba de vestirse ostentosamente de civil (y ostentosamente
con paños de fabricación local y no de importación inglesa, en el
marco de la disputa práctica y doctrinal entre proteccionistas de
la industria nacional y librecambistas del capitalismo sin trabas
ni fronteras). Pero eran una unidad y una paz de fachada, bajo la
cual hervían los odios que su personalidad despertaba.
Al volver de sus años de destierro en Europa y los Estados Unidos
Santander asumió el poder lleno de rencores por saciar. Había
sido mejor gobernante como vicepresidente encargado del gobier-
no en tiempo de las campañas de Bolívar, con el impulso de las
guerras y el respaldo del gran empréstito inglés, que presidente
en ejercicio de 1833 a 1837. Tan ahorrativo en lo público como
tacaño en lo privado, redujo el Ejército —bolivariano de espíritu
y venezolano de oficialidad—, que aun terminada la guerra de
Independencia era todavía tan numeroso que se comía la mitad
del presupuesto exiguo de la República. Pero fomentó la educa-
ción sin mirar el gasto, fundando colegios públicos, universidades
y bibliotecas. Era un liberal. No sólo en lo económico (Bentham.
Librecambio), sino también en lo político. Seguía siendo masón,
pero mantuvo buenas relaciones con la Iglesia, y las restableció
con el Vaticano, lo que no era fácil, dado el peso diplomático que
todavía tenía España. En lo simbólico, diseñó, o hizo diseñar, el
escudo de la nueva república, con su cóndor y sus banderas y su
istmo de Panamá y sus rebosantes cornucopias de la abundancia:
cosas que había, que ya no hay. Y con su lema: “Libertad y Orden”.
Complementario para unos, contradictorio para otros. Un lema
que iba a retratar, a reflejar, a inspirar la historia colombiana de
los dos siglos siguientes, en buena parte tejida de sublevaciones
por la libertad y de represiones en nombre del orden —o más
bien al revés: de represiones y de sublevaciones— y de represio-
nes otra vez.
Pero el logro mayor de Santander fue la entrega del poder tras las
elecciones de 1837. No trató de perpetuarse, como durante veinte
años lo hizo Simón Bolívar con sus coquetas renuncias a la
Presidencia y aceptaciones de la dictadura, y como lo hicieron
después de modo más brutal sus herederos e imitadores en las
nuevas repúblicas: Páez en Venezuela, Santa Cruz en Bolivia,
Flores en el Ecuador, La Mar en el Perú, y lo siguieron haciendo
durante cien años más —y todavía— sus respectivos sucesores en
la historia continental. Con la entrega constitucional y pacífica
del poder por el general Santander se inaugura la tradición
civilista de Colombia, casi ininterrumpida. Había presentado para
su sucesión la candidatura del general José María Obando (fugaz
presidente interino entre la elección de Santander y su regreso
del exilio). Perdió. Y, oh maravilla, aceptó la derrota.
Las guerras
Y ya su sucesor, Márquez —un civil, liberal moderado, y menos
enfrentado con los generales bolivarianos— pudo creer que
adelantaría un gobierno en paz. Educación pública, pero sin
llegar a chocar con la enseñanza de las órdenes eclesiásticas. Leve
proteccionismo de la artesanía local frente a las ruinosas impor-
taciones abiertas: pianos ingleses de cola y lámparas francesas de
Baccarat, pero también textiles, herramientas, armas, muebles.
Obras públicas con los menguados ingresos del fisco. Pero vino
la guerra civil. Una de las ocho de proyección nacional —y cuarenta
locales— que iba a haber en los dos tercios restantes del siglo XIX.
En la mayoría de los casos, con sus correspondientes amnistías.
5
Los partidos
Volviendo atrás: primero gobernó Herrán, bastante previsible y
sin consecuencias. Pero a continuación vino Mosquera, comple-
tamente imprevisible: un general conservador que fue el primer
reformista liberal habido aquí desde… por lo menos desde el
virrey Ezpeleta.
Y con los partidos venían los periódicos. Los había por docenas,
generalmente efímeros: a veces no duraban más que una sola
campaña electoral o una sola guerra civil. Todos eran políticos:
ni de información mercantil —buques que llegan, etc.: pero
como no llegaban buques…— ni de información general: no
hubo ningún émulo del Aviso del Terremoto de 1785. Todos eran
trincheras de combate. Desde los días de Nariño y Santander,
cada jefe político o militar fundaba el suyo, y cada periodista
aspiraba a convertirse en jefe político y militar, y, en consecuen-
cia, en presidente de la República. La cual, sin dejar nunca de
ser republicana —pues tras la muerte de Bolívar no volvió a
haber aquí veleidades monárquicas como en Haití o en México o
en el Ecuador— cambiaba a menudo de nombre. Tuvo seis,
desde que se disolvió la Gran Colombia: República de Colombia
de 1830 al 32, Estado de la Nueva Granada hasta el 43, Repúbli-
ca de la Nueva Granada hasta el 58, Confederación Granadina
hasta el 63, Estados Unidos de Colombia hasta el 86, y otra vez
República de Colombia desde entonces. Siempre siguiendo la
terca convicción semántica de que cambiando el nombre se
cambiará la cosa. Pero no. Cada nuevo país seguía siendo igual al
viejo bajo la cáscara cambiante de la retórica política.
7
El régimen liberal
Llegó al poder en 1845 el general conservador Tomás Cipriano
de Mosquera, señor feudal del Cauca: y resultó que era un liberal
reformista y progresista. No sólo en lo económico, donde ya
empezaban a serlo todos, sino también en lo político y lo admi-
nistrativo. Su gobierno desmanteló los estancos —del tabaco, de
la sal, del aguardiente— privatizándolos y dando así sus primeras
alas al capitalismo poscolonial. Pero también impulsó iniciati-
vas públicas de envergadura, como la contratación de los estudios
científicos de la Comisión Corográfica, dirigida por el ingeniero
y cartógrafo italiano Agustín Codazzi, viejo compañero suyo de
las guerras de Independencia; o la construcción del ferrocarril
de Panamá entre los dos océanos; o la reanudación de la navega-
ción a vapor en el río Magdalena, abandonada desde los tiempos
de Bolívar. Su sucesor, el ya resueltamente liberal general José
Hilario López, cumplió por fin la largamente postergada prome-
sa de Bolívar de abolir la esclavitud, lo que provocó la reacción
conservadora bajo la forma de una guerra. Y con Mosquera y
López se inauguró una larga etapa de predominio liberal que los
historiadores han llamado “la Revolución mesodecimonónica”:
de la mitad del siglo XIX.
10
medio de conseguir seguridad”. No tuvo tiempo de hacerlo. La
revolución levantada por Mosquera en el Cauca triunfó en todo
el país y devolvió el poder a los liberales, que procedieron a
redactar una nueva constitución.
11
Pero no hay que entender estas violencias como dirigidas a oprimir
al pueblo, que se mantenía pacíficamente oprimido desde la
Colonia. Sino destinadas a disputar con el partido opuesto el
botín del Estado, utilizando al pueblo como carne de cañón.
Literal o electoralmente. Un país de dos pisos. El de arriba jugaba
a la política y el de abajo ponía los muertos.
Una vez ganada la guerra del 59-62 bajo la dirección del general
Mosquera, los liberales, digo, procedieron a afianzar su régimen
promulgando una nueva constitución, para lo cual se convocó
una convención en la ciudad de Rionegro, en Antioquia, en
1863. Ya en el 61, Mosquera, proclamado presidente provisorio,
le había propinado a la Iglesia un tremendo golpe: el decreto de
“desamortización de bienes de manos muertas”, es decir, de expro-
piación de las tierras heredadas por la Iglesia de sus feligreses
difuntos, que la convertían en la más grande terrateniente del
país. El objeto era el de proveer al Estado de recursos para sus
obras públicas y para el pago de la agobiante deuda externa, que
crecía sin cesar por la acumulación de los intereses no pagados.
Pero no se consiguió porque los remates de los bienes expropia-
dos se hicieron a menosprecio y en fin de cuentas fueron a
enriquecer a quienes ya eran ricos: gólgotas influyentes en su
mayoría, que podían cumplir las condiciones de cómo, cuándo y
cuánto se podía ofertar por lo subastado. Ni ganó el Estado ni la
distribución de la tierra que se esperaba ocurrió: el latifundio
clerical pasó entero, y barato, a manos privadas.
12
El poder del liberalismo radical a partir de la nueva constitución
se estableció en torno a la personalidad de su máximo jefe, el
político tolimense Manuel Murillo Toro. Una verdadera nove-
dad en nuestra historia: no era abogado, sino médico, y no era
militar, sino civil. Periodista, eso sí, como todo el mundo. Fue
presidente por dos veces —en 64-66 y en 72-74—, y en torno a él
lo fueron, en los breves turnos de dos años instituidos por la
Constitución con el propósito de frenar al general Mosquera,
media docena de radicales más o menos intercambiables: políticos
de provincia —Santander, Boyacá, el Tolima, Cundinamarca—,
periodistas, oradores, algún general. Y con ellos, otra novedad:
quince años de paz.
13
indios, a quienes la nueva y liberalizante disolución de los resguar-
dos empobreció aún más, convirtiéndolos definitivamente en
peones de hacienda. La población, que había disminuido a
principios del siglo con las guerras de la Independencia, empezó
a recuperarse desde los años 30, se duplicó en una generación
para llegar a 2.243.730 habitantes en el censo del año 51 y había
crecido en 600.000 personas más para el del 70. Bajo los gober-
nantes radicales empezó a ser manejable la agobiante deuda
externa. Crecían las ciudades, se hacían puentes y caminos, se
instalaba el telégrafo, se tendían líneas de ferrocarril, pese a que
tales cosas requerían increíbles forcejeos jurídicos: por ejemplo,
el Gobierno central no podía planear, como lo intentó durante
toda una década, la construcción de una vía férrea que comuni-
cara todo el país, desde Buenaventura en el Pacífico hasta Santa
Marta en el Caribe, pasando por Bogotá, porque eso constituía
una intromisión inconstitucional en los asuntos internos de los
Estados soberanos.
15
Yo, Tomás Cipriano
A mediados del siglo XIX, para donde uno mirara en Colombia
había un Mosquera. El presidente de la República solía ser el
general Tomás Cipriano de Mosquera, que lo fue cuatro veces
—de 1845 a 1849 por el Partido Conservador, de 1861 a 1863 y de
1863 a 1864 por el Liberal, y de 1866 a 1867 por su propio
impulso, para caer a continuación derrocado por el hastío y la
impaciencia de sus conciudadanos—. Lo hubiera podido ser una
quinta vez en 1869 de haber aceptado, como le proponían los
conservadores, una candidatura bipartidista. Pero él, que
había inventado la fórmula 25 años atrás, y que diez años antes
había anunciado como candidato semibipartidista que si de sus
dos rivales ganaba el conservador lo derrocaría alzándose con
los liberales, y si ganaba el liberal lo tumbaría en alianza con los
conservadores, y así lo hizo, esta vez se dio el lujo de declinar la
oferta: “Si la unión de los hombres de los dos partidos Liberal y
Conservador no significa sino el triunfo de mi candidatura, para
entrar después en luchas y exigencias personales, no acepto la unión
ni la candidatura”.
19
Y es Papa en Roma.
Y en Turquía, Mahoma.
No era Bolívar, como a veces creyó. Ni una copia: era una carica-
tura de Bolívar. Tal vez un gran hombre. En todo caso, un
hombre fuera de lo ordinario.
20
Pero la guerra civil del 76 lo cogió ya demasiado viejo para
participar en ella. Ya no usaba uniforme militar con alamares
dorados y pesadas charreteras y al cinto la espada de Bolívar:
sólo vestía levita gris.
22
Obando, por su parte, retrataba a Mosquera: “Es el hombre
más doble, el amigo más falso, el hipócrita más refinado y la
fiera más astuta… ¡Ah! Pérfido hombre que quiere arrastrar la patria
al carro de su ambición, de su fatuidad, de su venganza personal
y de su ridículo…”.
23
Historia de Colombia
y sus oligarquías (1498 - 2017)
Capítulo VIII
Regeneración y catástrofe
8
Regeneración y catástrofe
Para que a don Rafael El régimen de los liberales radicales empezaba, ya se dijo, a hastiar
a la nación. Libertad y progreso, sí: “un mínimo de gobierno con
conozcas, cuando le veas:
un máximo de libertad”. Pero el modesto progreso del naciente
tiene tres cosas muy feas capitalismo local se había venido abajo a partir de la crisis
la boca, la mano y él. económica mundial del año 1873. Cayeron las exportaciones, y
—El Alacrán Posada sobre con ellas los ingresos fiscales. Le escribía un radical a otro: “Deuda
Rafael Núñez exterior, contratos, pensiones, sueldos: ¿cómo se puede gobernar sin
dinero?”. Y todo lo agravaba el gran desorden provocado por un
Como para cambiar: otra guerra civil. La de l885, que federalismo extremo, paradójicamente sazonado de centralismo
tuvo importantes consecuencias: la pérdida del poder por los absolutista en cada uno de los nueve Estados soberanos: gobier-
liberales, después de un cuarto de siglo de más bien caótico nos nacionales débiles y breves, y continuas sublevaciones regio-
federalismo. Y a continuación medio siglo de hegemonía
conservadora, iniciada por un gobernante nominalmente
nales tanto conservadoras como liberales, y fraudes electorales
liberal bajo el solemne título de la Regeneración. de un lado y de otro. De entonces data el cínico aforismo que
preside las elecciones en Colombia::
“El que escruta elige”. Sumando la de la República y las de sus
Estados soberanos eran diez soberanías en pugna. Diez constitu-
ciones, diez códigos civiles, diez códigos penales, diez ejércitos.
Y cuarenta revueltas armadas en veinticinco años. Se pudo decir:
“La nación está en paz y los Estados en guerra”.
2
ocupado además todos los cargos públicos posibles, desde el de
vicepresidente del remoto Estado soberano de Panamá hasta el
de presidente de los Estados Unidos de Colombia, pasando por
diversas secretarías, como eran llamados entonces los ministe-
rios; y en el transcurso de su carrera había acumulado una cauda
clientelista de consideración, en particular en la costa Atlántica,
hasta el punto de que a su regreso de Europa, en 1874, su primera
3
candidatura presidencial había sido lanzada en los Estados de
Bolívar y Panamá al grito de “¡Núñez o la guerra!”. En 1880 fue
finalmente elegido, con resignación, por los radicales, uno de
cuyos jefes explicaba la posición reticente del partido diciendo:
“Para negociar con Núñez hay que pedirle fiador”. Y en l884
reelegido por los “independientes” liberales, como eran llamados
los nuñistas, y ya con los votos de los conservadores. Ante lo cual
estalló otra vez la guerra.
La guerra dejó diez mil muertos: la tercera parte de todas las bajas
de las seis guerras civiles del siglo XIX posteriores a la Indepen-
dencia. Al final de l885, tras la batalla de La Humareda sobre el río
Magdalena, que fue una pírrica victoria liberal en la que los insurrec-
tos perdieron a muchos de sus jefes y también la guerra, el triunfo
de las tropas del gobierno (ya masivamente conservadoras) era
completo. En cuanto la noticia llegó a Bogotá los partidarios de
Núñez salieron a celebrar a las calles. Comentó el poeta Diego
Fallon: “Festejan el entierro del partido radical. Pero la familia no lo
sabe”. Y el presidente Núñez se asomó al balcón de palacio para
pronunciar una frase que se hizo famosa:
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Refundar la República
De eso se trataba la Regeneración prometida: de desmontar la
Constitución votada 23 años antes por la Convención homogénea-
mente liberal de Rionegro, en cuya formulación había participa-
do el ahora arrepentido Núñez. Desmontarla por liberal: “Una
república debe ser autoritaria para evitar el desorden”, decía
ahora Núñez, a quien los liberales ahora tachaban de traidor.
Habría que llamarlo más bien converso que traidor, aunque se
trata de términos cuyo sentido cambia dependiendo del lado en
que se miren: Núñez siempre había buscado el orden, y hubiera
querido que su Partido Liberal, o al menos la parte nuñista, ya no
llamada independiente sino nacionalista, pudiera ser verdadera-
mente un partido de gobierno, cuando en realidad lo que había
sido siempre era un partido cuyo temperamento era de oposi-
ción: de crítica y de libertades, y por consiguiente de dispersión.
Y tras aliarse ahora política y militarmente con los conservado-
res proclamaba, por convicción tanto como por conveniencia,
que eso daba lo mismo: “Las sanas doctrinas liberales y conserva-
doras, que son en su fondo idénticas, quedarán en adelante, en
vínculo indisoluble, sirviendo de pedestal a las instituciones
de Colombia”.
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Católico en lo religioso, autoritario en lo político, proteccionista
en lo económico: Núñez, en suma, se había hecho conservador,
o había descubierto que siempre lo había sido.
La Constitución del 86
Para la obra central del nuevo régimen, la redacción de una nueva
Constitución sobre las líneas generales propuestas por Núñez,
se convocó un Consejo de Delegatarios: dos por cada Estado,
conservador el uno y el otro “nacionalista”, o sea, liberal nuñista
antirradical. Eran nombrados por los jefes políticos de los Esta-
dos, nombrados estos a su vez por el presidente Núñez. Una vez
concluida, la Constitución fue presentada a la aprobación del
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“pueblo colombiano”; pero no de manera directa, sino represen-
tado por los alcaldes de todos los municipios del país, nombra-
dos ellos también por Núñez: fue un milagro que de los 619
que había sólo la votaran afirmativamente 605. En la práctica
había sido redactada íntegramente por Miguel Antonio Caro,
atendiendo casi exclusivamente a las dos pasiones de su vida: la
doctrina infalible de la Iglesia católica y la perfecta gramática de
la lengua castellana. En lo primero había contado con el respaldo
de Núñez, al parecer arrepentido del dubitativo agnosticismo de
su juventud que le había dado sulfurosa fama de filósofo:“La
educación deberá tener por principio primero la divina enseñan-
za cristiana, por ser ella el alma mater de la civilización del
mundo”, decía el ahora presidente en su mensaje a los Delegata-
rios. Y Caro traducía para el texto constitucional definitivo: “La
religión católica apostólica y romana es la de la nación”; y, en
consecuencia, “en las universidades y los colegios, en las escuelas y
en los demás centros de enseñanza, de educación e instrucción
pública, se organizará y dirigirá en conformidad con los dogmas
y la moral de la religión católica”.
Y así tanto el propio Núñez como sus sucesores o más bien susti-
tutos en la presidencia, Holguín y Caro, tan periodistas como él,
previnieron y reprimieron los que consideraron excesos de la
prensa de oposición con la cárcel y el destierro de sus redactores
y directores durante los quince años siguientes. En un país abru-
madoramente analfabeto, como era la Colombia de entonces, la
política se hacía a través de la prensa: al margen de los frecuentes
cambios en el derecho de voto —universal, censitario, reservado—
sólo participaban en ella los que sabían leer, y la dirigían los que
sabían escribir. Salvo, claro está, cuando sus artículos y sus edito-
riales llevaban a la guerra: entonces sí, por las levas forzosas de
los ejércitos, participaba todo el pueblo.
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los vaivenes sentimentales de Núñez y de sus cambiantes inclina-
ciones filosóficas: ora ateo, ora creyente; y el gobierno de la
república dependía de sus achaques de salud y de sus caprichos
climáticos. Núñez se iba y volvía, de la tierra fría a la tierra calien-
te; y volvía a irse y volvía a volver: era un dios lejano que lanzaba
rayos y truenos por medio de su propia prensa, esa sí libre:
el semanario cartagenero El Porvenir, donde escribía sus instruc-
ciones de gobierno bajo la forma de artículos de opinión.
Renunciaba al ejercicio del poder, pero hacía que en los billetes
del Banco Nacional figurara su propia efigie patriarcal y barbuda
y en las monedas de plata se acuñara el perfil imperioso de doña
Soledad, su mujer; enviaba por telégrafo nombramientos de
funcionarios diplomáticos y proyectos de ley; y, para evitar más
sorpresas con sus suplentes, se hizo blindar con dos leyes que
fueron llamadas, por antonomasia, “ad hoc”, dictadas en l888:
una que creaba para él una dignidad presidencial a perpetuidad,
y otra por la cual se le permitía encargarse del poder cuando a
bien lo tuviera y en dondequiera que estuviera mediante el sim-
ple procedimiento de declararlo así ante dos testigos.
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Pero antes, muertos Núñez y Holguín, quedó la Regeneración
en las manos de Miguel Antonio Caro, quien como vicepresi-
dente encargado le había cogido gusto al poder pero no tenía ni
el carisma mágico del primero ni la habilidad política del segun-
do. Y en sus manos se desbarató la Regeneración. El partido
llamado Nacional fundado para manejarla, ese injerto de liberales
nuñistas o independientes y conservadores desteñidos o pragmá-
ticos, empezó por funcionar como partido único, pero se desba-
rató rápidamente. Los liberales participantes habían sido siempre
considerados traidores por los jefes del grueso del liberalismo. Y en
cuanto a los conservadores, rápidamente divididos entre “naciona-
listas” partidarios del gobierno e “históricos” opuestos a él, uno de
sus jefes que había sido lo uno y lo otro los definía así: “Un histó-
rico es un nacionalista sin sueldo; y un nacionalista es un históri-
co con sueldo”. Y así el Partido Nacional acabó convertido en
lo mismo que desde los albores de la república se había conocido
como “partido de los partidarios del gobierno”. El del clientelismo.
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Error y en el Pecado, como los herejes en la Edad Media, se
levantaron para imponer por las armas las reformas que en vano
pedía desde el Congreso el único representante liberal, Rafael
Uribe Uribe.
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norteamericana, pudo servir de paradójica advertencia: menos de
un año después vendría el zarpazo de los Estados Unidos sobre
Panamá para adueñarse del futuro Canal interoceánico.
“I took Panama”
El istmo era además el lugar más adecuado para abrir una vía
acuática entre el Atlántico y el Pacífico. Así lo habían soñado los
españoles desde los primeros tiempos de la Conquista, en el siglo
XVI; y a finales del XIX la empresa había sido finalmente inicia-
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da por una compañía francesa, la Compagnie Universelle du Canal
Interocéanique de Panama, que durante dos decenios adelantó las
obras con grandes costos y dificultades y en medio de una inmen-
sa mortandad de trabajadores a causa de la fiebre amarilla. La
Compagnie terminó hundiéndose en una escandalosa bancarro-
ta, y en ese momento el gobierno norteamericano entró en danza.
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Tres poetas
Los dos principales promotores políticos de la Regeneración po-
lítica de finales del siglo, Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro,
no se consideraban a sí mismos políticos, sino poetas. “Soy poeta
hasta la médula”, escribía Núñez en una de las pausas de su
incesante actividad política. Y como poetas ganaron fama los dos
antes que en la política, en la cual ambos llegarían a la presidencia
de la República. Núñez como el autor de abstrusos poemas filosó-
ficos colmados de signos de interrogación y de exclamación:
Claro que también hay que achacarle a Caro ñoños versitos fami-
liares como:
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La patria así se forma, termópilas brotando,
constelación de cíclopes su noche iluminó;
la flor estremecida, mortal el viento hallando,
debajo los laureles seguridad buscó…
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como en esa noche tibia de la muerta primavera,
como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de
músicas de alas…
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De ahí en adelante la historia siguió más bien en prosa. Hasta
cerrar el siglo con la terrible guerra civil de los Mil Días y la desas-
trosa separación de Panamá bajo el gobierno de un poeta festivo,
José Manuel Marroquín: el de los versitos de tema ortográfico:
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Historia de Colombia
y sus oligarquías (1498 - 2017)
Capítulo IX
La Hegemonía
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La Hegemonía
Viene la paz con todos sus horrores. Hubo de todo: empequeñecimiento y retroceso, paz y café,
—Presidente José Manuel Marroquín corrupción y progreso. Lo que no se había ensayado nunca, ni
siquiera bajo el radicalismo: veinte años de paz; o, para decirlo
Los historiadores discrepan. Para Luis con más exactitud, veinte años sin guerra. Y algo muy diciente:
Eduardo Nieto Arteta, los años de la bajo la Hegemonía Conservadora se escribió por primera vez una
Hegemonía Conservadora que siguieron Historia Oficial de Colombia: la de Henao y Arrubla, cuya
a la Guerra de los Mil Días fueron una influencia sobre la realidad duraría más de medio siglo. El manual
época de “retroceso generalizado”. David de Historia Patria (pues así se llamaba, y era más patriótico que
Bushnell, en cambio, los define como histórico) de José María Henao y Gerardo Arrubla, académicos
“la nueva era de paz y café”. conservadores y católicos, fue el resultado de un concurso con un
sólo concursante (o, si se quiere, dos: Henao y Arrubla), cuyo
jurado, homogéneamente conservador, lo hizo adoptar por ley de
la república como texto oficial enseñanza de la historia.
Pero a pesar de todo no era una versión partidista sectaria, como
habían sido hasta entonces, de un lado o del otro, las obras histó-
ricas publicadas a lo largo del siglo XIX.
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ciones sobre el desagradecimiento de sus pueblos respectivos.
Escribe un biógrafo de Reyes:
A esos tres peros, que eran tres negativas, Carlos E. Restrepo les
sumó dos noes: gobernó con los conservadores no regeneracionis-
tas y con los liberales no reyistas. Con los hombres de una nueva
generación, llamada la Generación del Centenario, más pacifista
que belicosa, más liberal que conservadora y más atenta a la
agitación del mundo exterior que a los conflictos parroquiales del
país. Estrictamente hablando, los republicanos de Carlos E.
Restrepo fueron verdaderamente revolucionarios: pretendieron
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instaurar en Colombia la tolerancia, por primera vez desde que los
españoles vestidos de hierro pusieron el pie en las playas del Caribe.
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nos reclamaban —incluyendo en el tratado la expresión “sincere
regret”— y el susto al expresidente Teodoro Roosevelt, responsable
del robo, que ante tal exigencia montaba en cólera patriótica: pedir
excusas por el zarpazo imperialista era un “crimen contra los
Estados Unidos” y un “ataque a su honor”. El gobierno colombiano
oscilaba por su lado entre la codicia y la indignación nacionalista, y
el Congreso estaba agriamente dividido al respecto.
Ese maná del cielo sirvió para adelantar unas cuantas grandes
obras públicas inconclusas desde los días del radicalismo liberal,
puertos, ferrocarriles y carreteras, bajo el gobierno de origen
conservador pero de intención progresista del general Pedro Nel
Ospina. Buena parte de los millones se perdió en vericuetos de
intermediaciones y comisiones, robos y despilfarros, que enrique-
cieron a muchos allegados del gobierno, de uno y otro partido:
los bailarines de la famosa “danza”. Fueron los años llamados
entonces de “la prosperidad a debe”. Y de una corrupción como
no se había visto —porque no había con qué— desde los años
entonces ya remotos de los grandes empréstitos ingleses para las
guerras de la Gran Colombia. Muchos ricos se hicieron ricos.
Del gobierno de Pedro Nel Ospina, hijo del otro Ospina que
solicitó en vano la adopción de Colombia como colonia de los
Estados Unidos, datan tanto la fama de “buen socio” que tiene
este país como su renuncia a tener una política económica y una
política internacional autónomas: la dependencia voluntaria,
confirmada luego por todos los gobiernos.
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Los conflictos sociales
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Pasadas las guerras que podríamos llamar ideológicas entre
liberales y conservadores que ocuparon todo el siglo XIX
—guerras por la religión católica o por la estructura de la nación,
además de las rivalidades políticas por el poder—, el capitalismo
incipiente trajo nuevos motivos de conflicto social. No ya entre
pequeños artesanos y grandes comerciantes importadores,
como en tiempo de los radicales, sino entre obreros y patronos
de las nacientes industrias. Pero a falta de capitales nacionales,
las empresas grandes que se crearon fueron por lo general
norteamericanas, en dos grandes y nuevos sectores: el del
petróleo, en manos de la Standard Oil Company de John D.
Rockefeller, primer multimillonario del siglo XX, representada
aquí por la Tropical Co., familiarmente llamada “la Troco”; y el
de la producción extensiva de banano, dominado por la United
Fruit Company: la “Yunaited”, conocida en toda la cuenca del
Caribe como “Mamita Yunai”, a la que Pablo Neruda denunció
en su Canto general por haber sembrado de feroces dictaduras
“la dulce cintura de América”, del Yucatán hacia abajo. Esas
dos grandes empresas fueron la encarnación del imperialismo
norteamericano en América Latina, y promotoras ambas de no
pocos golpes de Estado en la región, muchas veces acompañados
por los correspondientes desembarcos de infantes de marina. El
himno de guerra de los marines —“From the halls of Montezuma
to the shores of Tripoli”: desde los palacios de Montezuma en
México hasta las playas de Trípoli en Libia luchamos por
defender el derecho y la libertad— ilustra bien el asunto. El
general Smedley Butler, comandante de los marines, lo tradujo
diciendo que los treinta y tres años de su exitosa carrera militar,
en los que participó en invasiones a China y a Nicaragua, a Cuba
y a las islas Filipinas, a Venezuela y a Haití, habían consistido en
hacer a esos países “seguros” para la Standard Oil, la United Fruit
y los banqueros de Wall Street.
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Revolucionario y del más sólido y duradero Partido Comunista:
la huelga de los obreros petroleros en Barranca, en l923, y la de
los corteros de banano en Ciénaga, en l928.
Una ley progresista para la época. Un siglo más tarde —en 1994—
la Corte Constitucional la declaró, a posteriori, “abiertamente
inconstitucional en su integridad (porque) desconoce la dignidad
de los pueblos indígenas al atribuirles el calificativo de salvajes”.
Pero el caso es que, indigna o no en su lenguaje, en la realidad
de su tiempo la ley reconocía el derecho de los indígenas al
autogobierno (los cabildos) y garantizaba la intangibilidad de
sus resguardos, que de acuerdo con ella no se podían parcelar ni
vender. Tal ley no se cumplía —como durante siglos no se habían
cumplido las Leyes de Indias—; pero en su combate legalista y
leguleyo, que llevó hasta el Congreso de la República habiendo
sido elegido por los cabildos Defensor General de los Indios del
Cauca, el indio Quintín Lame exigía que se cumpliera.
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Quintín Lame llamaba a su pueblo secularmente oprimido a
la creación, en las casi inaccesibles cordilleras caucanas,de una
“Republica Chiquita” independiente de la república“grande de los
hacendados blancos. Lo cual, por supuesto, provocó la reacción
represiva y violenta de los propietarios y de las autoridades
militares. La encabezó un poeta de Popayán: Guillermo Valencia.
Poeta modernista y con rachas de progresismo social en la forma,
pero político ultraconservador y gobernante represivo en el
fondo: una contradictoria mezcla bastante habitual en este país
—en este continente— de políticos poetas y de poetas políticos.
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Derrotado siempre, condenado varias veces al cepo de ignominia
de los antiguos y todavía vigentes castigos feudales de la Colonia,
y llevado a la cárcel otras más —por semanas, por meses o por
años—, al cabo del tiempo el rebelde Quintín Lame renunció a
las armas para dedicarse a la organización pacífica de la protesta
indígena en el Tolima y en el Huila, obteniendo por fin el
reconocimiento oficial del gran resguardo de Ortega y Chaparral
a principios de la década del treinta. Su vida representa, como en
escorzo, lo que ha sido la historia de esto que hoy es Colombia
desde los tiempos de la Conquista en el siglo XVI: el choque
entre la violencia y la ley. Desde ambos lados. Decía su epitafio
en el cementerio de indios del resguardo tolimense de Ortega y
Chaparral:
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En el sepulcro del poeta Valencia, en el vasto caserón colonial que
fue de su familia en Popayán, hoy convertido en museo, no figuran
en la lápida sino las fechas de su nacimiento y de su muerte.
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