1 Sampler Ya No Quiero Callar

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Sampler Ya no quiero callar.

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Aura Rocío Restrepo
Nació en 1967 en Cali, Colombia. Estudió
Administración de Empresas pero no al-
canzó a obtener el título porque fue ele-
gida por decreto representante del Valle
del Cauca al Reinado Nacional del Turis-
mo en 1988. Tiene tres hijos y actual-
mente está dedicada a sacar adelante un
proyecto piscícola enfocado en las pobla-
ciones desplazadas y minorías en alto grado
de pobreza.

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A mis hijos, mi razón de vida, por ser esos guerreros,
pequeños triunfadores, que me demostraron que el amor
es más fuerte que el maltrato.

A Dios, a Ifa y Orisa, a mis ancestros, a mis padres, a mi


familia y mi nietecita, a mis padrinos, a mis amigos, que
me sostuvieron junto al precipicio y aguantaron
con paciencia mis lamentos.

A Rubén, el hombre que amo inmensamente


y al hijo que tendremos algún día.

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Capítulo 8
Escuchando a Pablo

Sin mucho por hacer, encerrada por largas e intermi-


nables horas, solo con los libros y un televisor, Gilberto
me asignó una delicada labor mientras trabajaba en
su oficina al lado de nuestra habitación: escuchar las
conversaciones interceptadas a Pablo Escobar.
La peligrosa tarea de monitorear al capo de Mede-
llín fue encomendada por Gilberto a ‘Tony’, su jefe de
comunicaciones, quien viajó a Medellín e instaló los
equipos —los más modernos de la época y comprados
en el exterior— en uno de los edificios más altos en el
centro de la capital de Antioquia.
‘Tony’ llamaba todos los días por teléfono a dar un
reporte diario sobre las actividades de Escobar y en las
noches enviaba los casetes en el último vuelo de Avianca.

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Mi tarea consistía en oír detenidamente cada conver-
sación, cada frase y copiar en otra cinta cuando Pablo o
alguien de su organización se referían a atentados con
bombas, al cartel de Cali o a las autoridades; en otras
palabras, lo que sonara diferente.
En aquella época existían las grabadoras de casete a
casete y en una de ellas iba armando las compilaciones
que después Gilberto escuchaba una y otra vez. Luego
me pedía hacer varias copias y se las enviábamos a
‘Pacho’, a ‘Chepe’ y a su hermano Miguel, quien tenía
contacto directo con el general Miguel Maza Márquez,
director del Departamento Administrativo de Segu-
ridad, DAS, a quien le hacía llegar las cintas con un
mensajero enviado rutinariamente a Bogotá.
De esta forma se pudieron evitar varios atentados y
se mantuvo informado al Gobierno de los movimientos
del principal enemigo del Estado, aunque esa colabora-
ción no logró que ellos se ganaran el afecto o los favores
del General, aunque sin duda les tenía menos animad-
versión que a Escobar. Además, en las grabaciones que
yo escuchaba era evidente que Pablo tenía en la mira a
Maza para eliminarlo de cualquier manera, sin importar
el costo.
Al general Maza le enviamos de urgencia una con-
versación interceptada a Pablo horas después del atroz
atentado contra la sede del DAS el 6 de diciembre de
1989 y en el que murieron más de cien personas. En la

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grabación, el capo reclamaba en duros términos por el
fracaso de la misión y hacía énfasis en que se cumpliera
su orden de eliminar al oficial. El envío del casete tuvo
un doble objetivo: que Maza se comprometiera a fondo
en la persecución a Escobar, que había matado decenas
de inocentes con tal de matarlo, y que entendiera la
necesidad de aliarse hasta con el diablo para ganar la
guerra contra el cartel de Medellín.
Al cabo de escuchar y escuchar a Pablo me impre-
sionaba la calma que se percibía en su voz. Se pueden
contar con los dedos de la mano las ocasiones en que
dijo vulgaridades o se exaltó al punto de perder el
control. Solo una vez se enfureció, cuando los militares
allanaron la residencia de Hermilda, su madre. En una
conversación con uno de sus sicarios, Pablo se refirió
al general Harold Bedoya, comandante de la Cuarta
Brigada del Ejército en Medellín: “¿Ese huevón de Ha-
rold será que piensa que él también no tiene mamá?”.
Un instante clave en la guerra también quedó
grabado. El más duro golpe a Escobar, el 12 de agosto
de 1990, con la muerte de Gustavo Gaviria, su primo,
el hombre más cercano, su principal cómplice.
Cuando escuchamos el audio, Gilberto no pudo
ocultar su satisfacción. Era una llamada al número
de emergencias de la Policía Nacional en la que se es-
cuchaban los gritos desesperados de Gustavo Gaviria
pidiendo auxilio porque según él “ya están entrando

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y me van a matar”. La comunicación se cortó con el
estruendo de numerosos disparos.
Otro casete registró un episodio ocurrido en un
retén militar, cuando fue retenido Roberto Escobar
Gaviria, alias ‘el Osito’, hermano de Pablo. Sucedió poco
después del asesinato de Luis Carlos Galán y nosotros
estábamos escondidos en La 40, una casa por el barrio
el Limonar, en Cali.
Los soldados le permitieron a ‘Osito’ hacer una lla-
mada y este se comunicó con Pablo, quien le preguntó
quién era el oficial con el grado más alto en ese sitio.
‘Osito’ respondió que un teniente y lo puso al radio.
Las palabras de Pablo fueron claras y tranquilas,
pero sobre todo efectivas: “Vea, yo plata tengo, pero
hermano no tengo sino uno, así que póngala como
quiera”.
Luego, Pablo se comunicó con ‘Don Abel’ —como
le decía a Jorge Luis Ochoa, otro de los capos del cartel
de Medellín—, le contó el episodio y le dijo que como
estaba en el monte escondido necesitaba doscientos
mil dólares prestados para liberar de inmediato a su
hermano, “antes de que se caliente la vuelta”. Terminó
diciendo que los devolvería la semana siguiente, cuan-
do tuviera cómo mover la plata. ‘Osito’ fue dejado en
libertad esa misma noche y nunca escuchamos en las
noticias que el hecho hubiera existido.

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En otro episodio, John Jairo Arias, alias ‘Pinina’, le
informó a Pablo por radioteléfono que varios abogados
de Cali se acababan de hospedar en el hotel Intercon-
tinental de Medellín. “¿Y esos qué?”, preguntó el capo.
“No, pues que son de Cali”, replicó ‘Pinina’, segura-
mente esperando la orden para llevárselos y ganarse
una jugosa recompensa, como era usual en el cartel de
Medellín. Pero Pablo pronunció otra frase que no se me
olvidó jamás: “Nooooo... ¿Cómo vamos a matar a los
abogados, no ve que ellos son los que nos defienden?
Déjelos tranquilos”.
En otro casete, que llegó después de la muerte de
Galán, John Jairo Velásquez Vásquez, alias ‘Popeye’, se
comunicó con su patrón y le preguntó por quién debían
votar y precisó si por César Gaviria, el candidato más
opcionado. La respuesta de Pablo fue premonitoria:
“No, ese está en riguroso turno”.
En los casetes que yo editaba, empezamos a notar
que el secuestro se convirtió en una de las principales
fuentes de financiación de la guerra de Pablo. Con la
maquinaria criminal que tenía a la mano, decía por
radioteléfono, le resultaba fácil meter a los ricos de
Medellín en una finca, alimentarlos con arroz y frijoles
y quitarles todo el dinero.
Pero su forma de actuar era más que perversa: en-
viaba un emisario de buena voluntad que se presentaba

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ante la familia como intermediario con los supuestos
secuestradores y luego de entrar en confianza sonsa-
caba todo el dinero y más tarde el plagiado aparecía
asesinado.
Pero hubo también casos en los que el desenlace
fue diferente. Una vez, ‘Popeye’ llamó a Pablo desde
la casa de una de sus víctimas y le dijo que estaba con
la esposa de un secuestrado. En voz alta, para que el
patrón escuchara, hizo el papel de conciliador y le
preguntó a la señora si sabía quién sería el secues-
trador y si tenían dinero para pagar el rescate. Acto
seguido se comprometió a ayudarle a la familia ante
los delincuentes. La mujer explicó que sus recursos
eran escasos y que no tenían cómo reunir el monto del
dinero exigido. Entonces, Pablo le dijo a ‘Popeye’ que
se hiciera a un lado para que la señora no escuchara y
le ordenó: “Suelte a ese hombre, que no tiene nada”.
El lugarteniente de Escobar aceptó a regañadientes, pero
pidió una doble autorización: llevarse dos carros que
estaban en el garaje y “sacarle aunque sea veinte mi-
llones por las molestias causadas”. Escobar dijo que sí.
A diferencia de Escobar, que en aquella época se
percibía descuidado con las comunicaciones, los de acá
eran meticulosos y tenían de su lado a los ‘magos’ de la
Empresa de Servicios Públicos de Cali, que instalaban
una línea telefónica en una dirección y luego la redi-
reccionaban a otra y después a otra. En sus vehículos

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también montaron un sistema para transferir y redi-
reccionar llamadas al número de la primera dirección.
Igualmente, cada semana recibían los listados
completos de las llamadas que entraban desde Mede-
llín para los miles de abonados en Cali. Los Rodríguez
contrataron dos personas que pasaban largas horas
revisando los números telefónicos y luego los compa-
raban con los que aparecían en bases de datos como
enlaces de Escobar en Cali. Una vez identificado el
número sospechoso, los Rodríguez ordenaban inves-
tigarlo para establecer si el usuario estaría vinculado a
un eventual ataque contra ellos.
En otras muchas ocasiones escuchamos a Pablo
cuando planeaba el envío de hombres a atacar al car-
tel de Cali y me llamaba la atención el seguimiento
continuo que les hacía a sus hombres cuando estaban
en la ruta hacia el Valle. Pablo no sabía que lo estaba
escuchando y por esa razón muchos de los terroristas
no lograban pasar del Puente del Comercio, en la en-
trada desde Palmira. En ese entonces no había muchas
rutas de entrada a Cali y los hombres de los Rodríguez
los interceptaban en ese sitio, los torturaban hasta
sacarles la información y en la mayoría de los casos los
lanzaban al río Cauca, a veces atados y amordazados,
pero con vida.
Pero también nos aterraba la faceta de malvado
que Pablo exhibió en la parte más dura de la guerra.

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Como cuando les pagaba jugosas sumas de dinero a
quienes asesinaran policías en Medellín. Por radiote-
léfono le preguntaban cómo demostrar el ‘positivo’,
porque todos los sicarios y pandilleros de las comunas
de Medellín buscaban la oportunidad de matar a un
uniformado para recibir un pago. Con una mezcla de
burla y cinismo decía que entregaran el dinero cuando
el sicario llevara como prueba la copia del periódico
donde apareciera la noticia del crimen.
En Cali siempre nos llamó la atención el tono con
el que Pablo hablaba con su familia por radioteléfono.
A Manuela, su hija menor, siempre le habló con inmen-
sa ternura. En una de las comunicaciones que escuché,
la niña le decía que viera cómo estaba de linda y le
describía sus vestidos. Él respondía que siempre estaba
linda y bella, pero por la radio no la podía ver.
Indudablemente, los hijos lograban sacar lo poco
bueno que había en Pablo, en otras palabras eran su
punto débil y su esposa su adoración. Los Rodríguez
y sus socios del cartel estaban al tanto de la cercanía
entre Pablo y su familia y no ocultaban su respeto por
ello. Hasta que un día Fidel Castaño fue a Cali y los
convenció de que Pablo se derrumbaría el día en que
a quienes amaba estuvieran en peligro. Así fue.

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