Los Senores de La Noche - Sunao Yoshida

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Una nueva entrega de la famosa ópera neobarroca Trinity Blood.

Un futuro lejano después de que la civilización quedara destruida en


el Armagedón. Es una era oscura en la que la humanidad tiene que
luchar contra otra especie inteligente: los vampiros. La duquesa de
Milán ha enviado a Esther y a Abel como mensajeros secretos al
Imperio de la Humanidad Verdadera. Nada más llegar a ese
misterioso lugar, tan distinto del mundo humano, ¡Esther se ve
envuelta en un complot para asesinar a la emperatriz Vradica!
Sunao Yoshida

Los señores de la noche


Trinity Blood: Reborn on the Mars-3

ePub r1.0
fenikz 30.04.15
Título original: Yoru no Joo
Sunao Yoshida, 2002
Traducción: Pau Pitarch
Ilustraciones: Thores Shibamoto

Editor digital: fenikz


ePub base r1.2
El ángel de la guarda de alas negras
va a tropezarse con la maldición
de un pasado del que no puede huir.
En el imperio donde reina la noche eterna,
sueña con la leve luz del futuro.
Soy famosa por no abandonar nunca a mis amigos.
¡Aunque te encuentres cara a cara con la muerte,
acudiré a salvarte, compañero!
Pase lo que pase, ¡nunca me rendiré!
PERSONAJES
PRÓLOGO

La cúpula de lapislázuli

Y ahora, he aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que allá me
ha de acontecer.
HECHOS 20,22
—¿Ha vuelto a desaparecer alguien, Rüstem?
Al entrar en el despacho del capitán, el comandante no tuvo ni
tiempo de abrir la boca antes de que Agamenón, duque de Micenas,
le hiciera la pregunta.
Ya estaban muy cerca de la capital imperial. Al otro lado de los
cristales antirrayos ultravioleta, el mar estaba bastante calmado.
Desviando la mirada del paisaje grisáceo, Agamenón meció la copa
en la que bebía la espumosa agua de la vida.
—¿Quiénes han sido esta vez?
—Se trata de Hussein y Sarkis, capitán.
El comandante Rüstem bin Shadad contestó de manera
respetuosa, pero tenía mal color de cara. Sus palabras, con
marcado acento cretense, denotaban incluso nerviosismo.
Hacía treinta años que el maduro terrano había entrado en la
marina imperial como vasallo de Agamenón. Siguiendo a su señor
desde que éste fuera nombrado capitán de navío, había recorrido
las aguas del Imperio desde Cartago, al oeste, hasta las orillas del
mar Negro, en las Tierras Baldías. Era un verdadero lobo de mar
que destacaba entre la cuarentena de tripulantes del Nereides Por
su valor y que servía a Agamenón como fiel mano derecha. Sin
embargo, sus arrugas, tostadas al sol, no podían ocultar el miedo
que le recorría el rostro como una niebla nocturna.
—Ya van seis desaparecidos. Los hombres tienen miedo.
—¿No se habrán caído de la torre de vigía? Los terranos sois
bastante torpes. No sería la primera vez.
—Es imposible, capitán. Todos eran hombres veteranos.
Además, las desapariciones siempre se producen cuando no están
de servicio… Los guardias dicen que no han visto nada.
—O sea que han desaparecido dentro del barco —murmuró
Agamenón con un gemido, mostrando los largos colmillos.
El Nereides, que le había sido encomendado por Augusta,
pertenecía a la clase Kamamüzel de barcos de asalto en alta mar de
la marina del Imperio. No llevaba mucho armamento, pero era una
nave pequeña capaz de moverse a gran velocidad, encargada
básicamente de operaciones de patrulla y reconocimiento. Al ser
una nave militar, no tenía demasiado espacio libre en su interior.
—¿Dónde pueden haberse metido? ¿Habéis buscado en otros
lugares aparte de los camarotes?
—Hemos registrado todo el barco…, excepto un lugar.
—¿Cuál?
—Las bodegas, capitán —respondió Rüstem, bajando la voz.
Con expresión de remordimiento, se dirigió al capitán en voz baja,
como si temiera que alguien pudiera estar espiando su conversación
—. Aún no hemos examinado las bodegas.
—Las bodegas… Pero han permanecido selladas desde que
salimos del puerto de Iraklion, en Creta. ¿Crees que alguien puede
haber entrado en ellas?
—Quién sabe, capitán. Pero cuando desapareció Haireddin,
hubo quien dijo que había oído gritos ahogados en el interior. Y
pasos. Y lo más raro… —Añadió el comandante con voz
entrecortada, como si estuviera hablando de un tabú, mientras
agarraba inconscientemente el amuleto que le colgaba del pecho—
es que en el pasillo había sangre. Y unas huellas tan grandes como
no había visto nunca. Capitán, ¡ahí hay algo!
—¡Hmmm! Agamenón afiló los ojos mientras se acariciaba la
barba, finamente cortada.
Normalmente, el miedo era una emoción poco familiar para los
aristócratas del Imperio. Los methuselah eran los seres más
poderosos del planeta y estaban educados de ello y no temerle a
nada.
Pero tampoco se podía decir que les fuera algo completamente
ajeno.
Les inspiraba especial temor romper los preceptos imperiales, la
única ley que regía el Imperio.
Agamenón había recibido órdenes estrictas de mantener las
bodegas selladas hasta llegar a la capital, la razón era que en ellas
se encontraba el equipaje del pasajero que había subido en Creta.
—Ion Fortuna, conde de Menfis… Vaya pasajero más
complicado nos ha tocado.
Uniendo las manos bajo la barbilla, el conde de Micenas levantó
la vista hacia el estandarte de guerra que colgaba de la pared.
Mirando la doble luna, el glorioso emblema del Imperio, lanzó un
suspiro.
El Imperio era básicamente una meritocracia, pero hasta cierto
punto no podía ignorarse la influencia del origen familiar. La abuela
del conde de Menfis era Mirka Fortuna, duquesa de Moldova y
presidenta del consejo secreto del Imperio. Su familia era célebre
por contar con más de diez miembros entre los funcionarios de
rango tercero o superior.
El propio conde era aún joven, pero ya era espada imperial y
estaba destinado a servir en el consejo. En esa condición volvía a la
capital, probablemente en misión secreta. Era seguro que el
resultado de la misión le impulsaría aún más en su ascensión
meteórica. No era por hacerse el modesto, pero aunque ambos eran
aristócratas, la rapidez de sus carreras no se podía comparar.
Resultaba recomendable evitar en la medida de lo posible crearse
conflictos con una persona así… Pero tampoco podía hacer la vista
gorda ante la desaparición sistemática de sus subordinados.
Fuera como fuera, Agamenón era el único methuselah de la
tripulación y era responsable de la suerte de sus cuarenta hombres.
Al contrario que entre los salvajes del exterior, en el Imperio los
nobles tenían obligaciones acordes con su rango.
—Bajo mi autoridad como capitán de la nave, abriremos el sello
de las bodegas y examinaremos el equipaje del emisario —decidió
Agamenón, pensando en el lema que llevaban grabados en su
interior todos los nobles imperiales: «La sangre más noble es la
primera en correr»—. Rüstem, llama al primer oficial y al jefe de
marineros. El protocolo pide que ellos también estén presentes.
—¿Estáis seguro de eso, mi capitán? —preguntó el comandante,
frunciendo las cejas.
Rüstem era un vasallo directo de Agamenón y, al contrario que
los vasallos del Estado, que se podían considerar funcionarios,
estaba vinculado personalmente a su señor y compartiría su destino,
cualquiera que fuese. Su preocupación por la suerte de Agamenón
era completamente sincera.
—En conde de Menfis ha requerido el servicio del Nereides en
calidad de emisario imperial. Mientras esté cumpliendo su misión,
sus órdenes tienen el mismo valor que si vinieran directamente de
su majestad… Tocar sin permiso su equipaje nos puede traer
incluso una acusación de traición, ¿no es así, capitán?
—Ahora son exactamente las quince horas. Si es un methuselah
normal, ya estará a punto de irse a dormir. Aunque queramos pedirle
permiso, el conde y su vasallo…, ¿cómo se llamaba?
—Nightroad, Abel Nightroad.
—Eso, eso. Además, desde que ha subido al barco, el tal
Nightroad no ha salido de su camarote. Ya buscaré alguna buena
excusa. No te preocupes.
Tomando la llave de las bodegas de la caja fuerte, Agamenón
lanzó una sonrisa sin rival. Fuera como fuera, el Nereides era su
barco, y él era el capitán.
—Por cierto, Rüstem, ¿cuánto falta para la capital?
—Hace un rato hemos avistado el muro de lapislázuli, o sea que
faltará poco menos de una hora.
De cualquier modo, no tenían mucho tiempo. Por otra parte, si en
el equipaje del conde de Menfis había alguna cosa peligrosa, tenían
que evitar a toda costa que entrara en la capital.
—Voy a bajar a las bodegas. Rüstem, apresúrate a llamar a
Ibrahim y Sokullu.
—El primer oficial y el jefe de marineros ya se encuentran frente
a las bodegas.
—Magnífico —dijo Agamenón, sonriendo mientras levantaba la
copa de agua de la vida.
Se bebió el líquido de sabor metálico y echó a andar a grandes
zancadas.
—Bien. Sígueme, comandante.
El aire de las bodegas era oscuro y viciado.
En la sala de bajo techo, las linternas que llevaban los hombres
brillaban como fuegos fatuos.
—Todo parece estar en orden, capitán.
Ibrahim, que era delgado como un espantapájaros, miraba a su
alrededor con expresión de disgusto. No se podía decir que el
primer oficial fuera un hombre muy valiente. Con ojos temerosos,
escudriñaba la oscuridad que lo envolvía.
—Los sellos del equipaje están intactos. Todo sigue como
cuando zarpamos.
Sokullu había vuelto ágilmente del fondo de las bodegas. Era un
hombre de gran tamaño y blandía una barra gruesa como un tronco
mientras anunciaba con voz ronca:
—No hay ninguna huella… ¿Queréis que investiguemos más a
fondo?
—Pues parece que los desaparecidos tampoco están aquí,
¿verdad, capitán? —dijo Rüstem, suspirando entre temeroso y
aliviado ante el informe del jefe de marineros—. O quizá tengamos
un polizón a bordo…, aunque, bien pensado, una persona no puede
caber en el equipaje.
El equipaje al que se refería el comandante eran cuarenta cajas
de madera alineadas.
Estaban dispuestas con un metro de distancia entre caja y caja,
y si no se abría la tapa, era imposible adivinar su contenido. Las
cubiertas estaban aseguradas con gruesos aros de hierro y no
parecían fáciles de abrir en absoluto.
—Capitán, parece que el fin y al cabo estábamos equivocados.
Salgamos inmediatamente. Aún estamos a tiempo de volver sin
que el emisario se dé cuenta.
—…
Agamenón no respondió a la demanda de Ibrahim, que parecía a
punto de romper a llorar.
Tenía los azules ojos fijos en una esquina de la sala. Más
exactamente, lo que el methuselah devoraba con la mirada era una
mancha de color castaño rojizo que había en el suelo.
—¿Qué ocurre, capitán?
—… Una mancha de sangre.
Agamenón dio una ligera inspiración al responder a la extrañada
pregunta del comandante. Su olfato, más fino que el de un tiburón,
había captado un olor metálico, entre el moho y el aroma del mar.
Era el olor más familiar y, a la vez, más terrible para un methuselah:
el olor de la sangre.
—Capitán, ¿¡qué habéis…!?
Mientras Rüstem, confuso, gritaba, Agamenón posó las manos
sobre el suelo. Introduciendo las uñas afiladas como las de un gato
en las junturas, hizo un poco de fuerza. Las placas del suelo
estaban firmemente clavadas, pero ante el vigor monstruoso del
methuselah, parecían de papel y empezaron a volar por la sala con
un ruido funesto.
—¡!
—¡!
—¡!
Pero lo que quitó la respiración a los terranos no fue el poder
sobrehumano demostrado por su superior.
Bajo la luz de las linternas había aparecido una cosa…
Eran seis cadáveres. Todos estaban completamente
momificados.
Parecían unos horribles esqueletos de muestra cubiertos de piel
seca.
—¡Orhan, Nedim, Guzino, Haireddin, Sarkis, Hussein! ¿¡Qu…,
qué es esto!?
—Rüstem, reúne inmediatamente a toda la tripulación —le
ordenó, cortante, Agamenón a los hombres, que se cubrían la cara
gimiendo—. Ibrahim, tú abre las cajas y examina el contenido. Y tú,
Sokullu, arma a cinco o seis hombres y venid conmigo.
—¿A…, adónde vais, capitán? —preguntó Rüstem a su superior,
que ya se había girado.
Los siervos obedecían a los vasallos y los vasallos obedecían a
los nobles. A su vez, los nobles protegían a los vasallos y los
vasallos cuidaban de los siervos. Ésa era la gran ley del Imperio, el
orgullo de su aristocracia.
A la vista de los cuerpos de sus vasallos asesinados cruelmente,
Agamenón estaba pálido de ira y humillación.
—Voy a ver al conde de Menfis, para que me explique qué
significa esto.
—Pe…, pero, capitán, no tenemos ninguna prueba de que el
conde esté relacionado con…
—¡Mira esto! —gritó el methuselah, señalando al cadáver más
fresco.
En el cuello se veían dos agujeros que parecían lunares. Claro
estaba que no eran lunares. Eran…
—¿Huellas de colmillos?
—¡Aparte de mí, el único methuselah que hay en el barco es Ion
Fortuna, conde de Menfis! —gemía gravemente el duque de
Micenas, mostrando los colmillos. Abandonó sus maneras tranquilas
habituales y rugió de ira—. ¡Voy a ir a buscarle ahora mismo! ¡Qué
me explique qué se supone que…!
—¿Qué queréis que os explique, capitán? —sonó con claridad
una voz que le susurraba al airado aristócrata—. ¿Por qué os
cambia el color de la cara? ¿Tenéis prisa?
—¡Tú, Abel Nightroad!
«Pero ¿cuándo…?».
Agamenón se giró para encontrarse con un rostro tan blanco que
casi era transparente.
Los marineros se quedaron fascinados con la belleza de la
figura.
Parecían que el Creador había destinado sus artes más
refinadas a esculpir aquella sonrisa encantadora. Pero ¿por qué
sería que, mirando aquel rostro sonriente, le venía a uno a la mente
la imagen de una planta carnívora que atrae a su presa con su
fragancia? Y por otro lado, ¿cómo era posible que un terrano
pudiera haberse acercado a un methuselah como Agamenón sin
que éste se diera cuenta?
—¡Nightroad! ¿Cuándo has…?
—A ver…, creo que ha sido cuando lo de «voy a ver al conde»…
El joven sonrió, bajando las pestañas, y entró con paso alegre en
las bodegas. La ropa que lo señalaba como perteneciente a la clase
de los vasallos flotaba de una manera infausta.
—Esto no está bien, capitán. ¿Acaso no tenéis órdenes de
mantener las bodegas selladas hasta que lleguemos a la capital?
Las palabras del emisario tienen el mismo valor que las de su
majestad… No sé qué os podría pasar…
—Eso me tocará decidirlo a mí, terrano…
Mirando fijamente a su insolente interlocutor, Agamenón avanzó
para cubrir a sus hombres, que retrocedían de manera inconsciente.
La ira brotaba como un aura del cuerpo del methuselah.
—Bajo mi autoridad como capitán del buque, tu señor, el conde
de Menfis, queda arrestado como sospechoso del asesinato de seis
tripulantes.
—¿Asesinato? Aquí hay un malentendido.
En contraste con la ira de Agamenón, el rostro del joven
permanecía sereno. Meciendo la cabeza pesadamente, parecía aún
más impasible.
—El conde no ha matado a vuestros hombres. Ni a uno solo.
—¡Hmmm!, ¿intentas proteger a tu señor, Nightroad? —preguntó
Agamenón con los ojos afilados de odio—. Pero esas marcas son la
prueba definitiva, matar a los hombres y sorberles la sangre… ¡Qué
salvaje!
—Que os digo que estáis equivocados. No ha sido el conde de
Menfis quien ha matado a vuestros hombres.
Parecía que había estado esperando a decir esa frase en el
momento justo.
Se oyó un ruido, como si alguien estuviera arrancando un árbol
de cuajo, seguido de un desesperado alarido de agonía.
—¿¡Ibrahim!?
Al girarse con un grito, Agamenón se encontró con un
espectáculo grotesco.
El delgado primer oficial estaba atrapado en una de las cajas.
Mejor dicho, lo había atrapado un brazo salido de una de las cajas,
pero estaba claro que aquello no era normal. El brazo, que era
desproporcionadamente grande teniendo en cuenta el tamaño de la
caja, había salido disparado como una serpiente venenosa y se
había enroscado en el cuello del terrano, que gritaba.
—¡Ca…, capitán! ¡Ayuda! ¡Ayuda!
El débil oficial no pudo pedir más auxilio. En un instante, su
cuello se partió con un ruido insoportable. El enorme brazo no sólo
había partido las vértebras cervicales, sino que también había
desgarrado los músculos de su alrededor. La cabeza, que ya no
podía sostener su propio peso, cayó rodando por el suelo, con los
nervios y vasos sanguíneos colgando.
—¿Qu…, qué es eso?
Pero lo que había atraído la atención de Agamenón no era el
triste cadáver de su vasallo.
Las cajas almacenadas en la sala empezaron a hincharse todas
a la vez. Las planchas se quebraron ruidosamente y de entre sus
restos salieron unas sombras negras.
Eran unas extrañas siluetas retorcidas, unos hombres envueltos
en gabanes militares negros al estilo de los del exterior. No se les
veía la cara porque iban cubiertos con casco y máscara antigás,
pero eran todos gigantescos. ¿Cómo habrían conseguido meterse
en aquellas cajas?
Las articulaciones, que probablemente habían permanecido
separadas mientras estaban encerrados, volvieron a conectarse con
un ruido húmedo. Una vez completado el proceso, se elevaron como
siniestras sombras.
—¿Quiénes sois?
—Son jäger, cazadores, mi capitán —respondió alegremente el
joven sin dejar de sonreír. Y añadió de forma cortés la siguiente
explicación—: Más exactamente, son autojäger… Están construidos
a partir de vuestros cadáveres. Son mis juguetitos…
—¡Ca…, capitán, huid!
Rüstem y Sokullu se plantaron delante de los gigantes para
salvar a su amado capitán y blandieron las barras que llevaban
apuntando a la cabeza de los monstruos.
Pero los cazadores pararon el golpe casi con desdén y,
agarrando las barras, atrajeron a los hombres hacia sí con una
fuerza monstruosa increíble, para abrazarlos como si fueran
amantes. Ante los ojos de los hombres, que se debatían con
desesperación, se alzaron las máscaras antigás. Lo que aparecían
bajo ellas fueron unos rostros blancos cadavéricos. Del cráneo sin
pelo salían unos dispositivos indeterminados y los ojos estaban
cosidos con hilo, lo que les daba un aspecto grotesco. Entre los
labios, que parecían cortados a cuchillo, se veía el brillo de afilados
colmillos.
—¡Rüstem! ¡Sokullu!
Los gritos fueron interrumpidos por un ruido húmedo. Agamenón
pareció despertar entonces de su sorpresa y le volvió la expresión al
rostro.
—¡Desgraciado! ¡Esto no te lo perdonaré, Nightroad!
—¡Huy!, yo no soy vuestro rival, capitán.
La ira que ardía en los ojos de Agamenón habría bastado para
hacer que alguien más débil se desmayara, pero la expresión del
joven no cambió ni un ápice. Sin dejar de sonreír, hizo una señal con
el mentón hacia la espalda del airado methuselah.
—Un pobre terrano como yo no es digno para un noble del
Imperio.
Un aristócrata debe luchar contra otro aristócrata…, ¿verdad,
conde de Menfis?
—¿Qué?
Agamenón se giró de inmediato para encontrarse con una luz
azulada que había aparecido silenciosamente a su espalda. Cuando
se dio cuenta de que la luz danzaba sobre la mano de una figura, el
brazo ya se había disparado como una serpiente venenosa y le
había agarrado del cuello.
—¡!
El aire se llenó del hedor de la carne quemada.
Agamenón intentó con todas sus fuerzas liberarse de la mano
que le abrasaba, pero el joven methuselah que tenía delante, el
conde de Menfis.
Ion Fortuna, era más fuerte que él. El cuerpo de Agamenón se
elevó en el aire, pataleando en vano.
—¿¡Quién…, quiénes sois…, malditos!? —escupió Agamenón,
reuniendo fuerzas entre el olor de las proteínas quemándose—.
Sois… aristócratas, pero…
—¿Nosotros? Somos Ion Fortuna, conde de Menfis, y su vasallo
Abel Nightroad… Tú mismo lo has dicho antes.
El joven chasqueó los dedos con un ruido alegre y, en ese
instante, la luz azulada brotó de la mano del conde de Menfis. Eso
fue lo último que vio Agamenón antes de convertirse en una masa
llameante…
—Venga, encárgate del resto de la tripulación, conde de Menfis
—le ordenó el supuesto Abel Nightroad a su compañero, al mismo
tiempo que daba una patada a la masa carbonizada y humeante—.
Llévate a los cazadores y acaba de prisa. Voy a subir a cubierta…
es la primera vez que vengo a la capital del Imperio. Ya que
estamos aquí, quiero aprovechar para admirar la vista.
—…
El que respondía al nombre de conde de Menfis asintió en
silencio.
El joven se volvió con rapidez y, tarareando alegremente una
canción, se encaminó a la cubierta.
Bajo el cielo azul, el mar parecía cubierto de zafiros.
En ese paisaje azulado, el Nereides surcaba las olas con las
velas negras desplegadas como una imagen siniestra. Que pudiera
mantener tal velocidad pese a navegar contra el viento se debía a
las placas solares instaladas en la vela mayor, que suministraban la
energía al sistema de propulsión.
Al cabo de un rato, el joven lanzó un leve suspiro, apoyado en el
mascarón de proa.
—Qué hermoso… Eso debe ser el muro de lapislázuli.
Enfrente, aparecían las formas onduladas de dos continentes.
Aquélla era la puerta que llevaba al mar Negro desde el
Mediterráneo. El estrecho del Bósforo separaba dos masas de tierra
conocidas desde tiempos antiguos como Asia y Europa. Era el punto
de contacto entre tierra y mar, un importante centro de
comunicaciones que unía los dos continentes desde antes del
Armagedón.
El paisaje era hermoso, pero también extraño.
Un enorme brillo deslumbrante envolvía en estrecho. La luz
púrpura azulada como el zafiro cubría como una cúpula el estrecho
y las masas de tierra que éste separaba. ¿Podía existir realmente
una cosa como aquélla?
Una luz gigantesca de decenas de kilómetros no podía ser una
travesura del sol ni un espejismo. Además, ¿qué era aquella sombra
sumida ligeramente en la luz azulada?
—¡Qué belleza! Aquello debe ser la Ciudad del Crepúsculo… —
susurró el joven, embelesado.
Tras el muro de zafiro había una ciudad gigantesca.
Era una capital como muchos pueblos habían soñado, pero
nunca habían podido hacer realidad. Las cúpulas ordenadas, las
torres que se elevaban entre las hileras de árboles, las numerosas
puertas que dibujaban suaves arcos… Parecía realmente una
ciudad de cuento de hadas. Era como si un dios se hubiera
enfadado con una ciudad antigua y la hubiera encerrado en una
gema.
Pero, como para probar que no se trataba de una ilusión, aquel
paisaje se acercaba rápidamente al barco.
El brillo azulado no era más que un punto de luz, pero ahora se
había convertido en un gigantesco muro.
Sin embargo, el joven no mostró temor alguno ante la luz que
inundaba su campo de visión. No sólo siguió sonriendo, sino que
añadió en un susurro:
—Hola, Bizancio, capital imperial…, y adiós, ciudad que voy a
sacrificar…
CAPÍTULO 1

La ciudad del crepúsculo

Encendiéronse sus casas, quebrándose sus cerrojos.


JEREMÍAS 51,30
I

Un barco de velas negras cortaba las olas sobre el estrecho del


Bósforo, que brillaba como un espejo dorado.
En el cielo, de color sangre, un disco que no merecía el nombre
de sol flotaba brillando sin fuerza. De algún lugar de aquel mundo
teñido de rojo se oyó un silbido a lo lejos.
—Por fin, hemos llegado… —dijo para sí Ion Fortuna, sintiendo
cómo el viento matinal le esparcía los cabellos.
La voz le temblaba ligeramente, y a él no se le ocurrió decir otra
cosa que aquella expresión tan trillada. La verdad era que ya hacía
más de cuatro meses que no pisaba su hogar.
La magnífica cúpula que cubría las tranquilas sombras, los
minaretes que se elevaban hacia el cielo, las antiguas torres
esparcidas por la costa…
Todo aquello le traía multitud de recuerdos.
—¿Qué te parece nuestra capital, Esther?
Sin que pudiera contener la emoción que lo embargaba, Ion se
giró para hablarle a la figura que tenía a su lado. Apoyada en la
ninfa que servía de mascarón de proa, Esther estaba embelesada
ante la belleza de la vista.
—¿Verdad que es hermosa? Es el paisaje más hermoso que
conozco… ¿Qué te parece? —preguntó de nuevo Ion, con un gesto
de orgullo.
—Sí, es verdad que es hermosísima —contestó Esther con voz
ensoñada.
No estaba aún acostumbrada a las ropas de vasallo que llevaba
y tenía que ir recogiéndose las mangas, pero su expresión estaba
completamente absorta en el gigantesco panorama que se extendía
ante ella.
—Es verdaderamente impresionante… Pero está tan tranquila
que parece que toda la ciudad entera haya caído dormida.
—¿Parece? No lo parece, Esther; es que realmente están todos
durmiendo —le explicó dulcemente Ion a la joven, desconcertada
ante la Ciudad del Crepúsculo.
Los ojos del noble parecían de cobre pulido salpicado de oro. En
su blanco rostro andrógino flotaba una sonrisa afectuosa.
—Ahora son las dieciocho horas. Para vosotros es pleno día,
pero para los aristócratas imperiales que cuidan su salud es hora de
estar durmiendo. Aunque tengamos el muro de lapislázuli, el
mediodía no es nuestro mundo.
—Claro… Ahora todavía es de día.
La joven ahogó un suspiro, mientras miraba el débil reflejo del
sol sobre las aguas. Probablemente estaría confusa por la diferencia
entre el mundo exterior y el del muro de lapislázuli. En su rostro,
tostado por el sol, se apreciaba una sombra de preocupación.
Al cruzar el muro, la joven se había mostrado bastante
conmocionada. Hasta entonces, la barca había surcado el mar
bañado por la luz del mediodía, pero justo al atravesar aquella luz
azulada, el crepúsculo había cubierto el mundo de golpe. Si no
hubiera tenido a Ion para agarrarla, probablemente se habría caído
en la misma cubierta por la sorpresa.
Claro estaba que aquella cúpula azul no era ningún sortilegio.
Era simplemente un muro antirrayos ultravioleta. Innumerables
lentes diminutas flotaban sobre la capital como una bruma y
reflejaban los rayos ultravioleta de longitud de onda fija, que eran
dañinos para lo methuselah.
Como el muro dejaba pasar los rayos de otras longitudes de
onda, durante las horas de sol la capital estaba siempre bañada por
una luz crepuscular.
—Entiendo cómo funciona en teoría, pero me sigue pareciendo
extraño. Además, para ser noviembre, hace bastante frío…
—¡Ah!, ¿estás bien, Esther? —preguntó Ion, alargando la mano
hacia Esther al ver que ésta se sorbía la nariz.
Moviendo con habilidad los delicados dedos, le arregló los
botones del cuello, que se habían desabrochado. Las ropas que
llevaban ambos correspondían a la clase de los vasallos y estaban
basadas en el color negro que los identificaba. El diseño era tal que
el mínimo desorden en los ropajes era inmediatamente visible. Con
un gesto cuidadoso le arregló los faldones.
—¡Hmmm!, ya está… Ve con cuidado. No sólo los siervos,
también los vasallos tienen que llevar siempre las ropas en orden.
Por llevar un solo botón desabrochado te puede caer una buena.
—¡Ah!, muchas gracias. Pero es bastante engorroso este traje.
Está lleno de broches y botones…
—Bueno. Pero en el Imperio la vestimenta está muy regulada
según la ocupación. Como tenemos que pasar los tres por vasallos
de la casa de los duques de Moldova, tienes que ir con cuidado con
lo que dices, lo que haces, cómo vistes… —le reprendió Ion en voz
baja a la joven, acercándose a ella.
Los marineros, vestidos de gris, llevaban un rato moviéndose
ajetreadamente a su espalda. Era probable que unos siervos como
ellos no entendieran la lengua oficial de Roma, pero tampoco podía
descartarse completamente esa posibilidad. Hasta estar seguro de
que había vuelto a casa sano y salvo, quería evitar en la medida de
lo posible que nadie supiera ni una palabra de su regreso, de no ser
así, todo el valioso trabajo de los últimos meses y el esfuerzo que
suponía para un aristócrata hacerse pasar por un vasallo habrían
resultado en vano.
—De todos modos, no esperaba que nos llevara tanto tiempo
volver…
En la orilla izquierda del Bósforo se levantaba sobre una colina el
distrito de Rumelia, donde habitaba la nobleza. A lo largo de la costa
se elevaban los palacios aristocráticos, llamados yar. Observando
las amplias residencias, Ion parecía impaciente. No podía evitar
fruncir el ceño al pensar en el tiempo que había perdido.
Había sido a principios de agosto cuando, bajo órdenes secretas
de su majestad Augusta Vradica, había entrado en contacto con la
cardenal del Vaticano Caterina Sforza en Cartago. Por entonces aún
hacía calor.
Augusta le había pedido a la Secretaría de Estado del Vaticano,
que oficialmente era su mortal enemigo, que reuniera información
sobre la Orden, dándole los nombres de algunas organizaciones
sospechosas de encontrarse detrás de una serie de incidentes
inexplicables que habían ocurrido últimamente en el Imperio.
La cardenal Caterina Sforza no había rechazado esa
aproximación del Imperio, la primera en la historia.
Tal y como le habían solicitado, había reunido todos los
materiales que tenía a mano sobre tales organizaciones y se los
había entregado a la hermana Esther, que debía acompañar a Ion
Fortuna en su viaje de regreso.
No obstante, los problemas no habían hecho más que empezar.
La barca de contrabandistas que habían usado para salir de
Cartago fue atacada por piratas. Al arribar a una isla sufrieron la
persecución de los lugareños, que había descubierto identidad.
Pese a todos estos tropiezos, consiguieron llegar a Alejandría a
finales de octubre. Sin embargo, al no encontrar ningún barco que
los llevara desde allí hasta la capital, se vieron obligados a tomar la
ruta terrestre.
La única alegría del viaje había sido encontrarse con un antiguo
amigo de Ion en el puerto de Gaza. Era un hombre llamado Mimar,
quien había servido a la familia de los duques de Moldova y ahora
administraba una farmacia como vasallo. Fue él quien les ofreció
usar uno de los barcos cargados de medicinas que hacían la ruta de
la capital. Si no hubieran tenido esa suerte, les habría sido difícil
regresar incluso antes del fin de año.
—Si hubiera utilizado mis poderes como mensajero imperial,
podríamos haber requisado cualquier barco, y el viaje no habría
durado ni medio mes…
—No teníais otra opción. ¿Acaso no andan todavía sueltos los
que quieren acabar con vuestra vida? —dijo Esther, apartando
finalmente la vista de la Ciudad del Crepúsculo, para calmar al
joven, quién se mordía los labios. Se encogió de hombros con cara
resignada mientras se peinaba la elegante melena pelirroja—. Los…
halcones los llamáis, ¿verdad? Si no hubierais vuelto de incógnito,
quién sabe qué obstáculos habríamos encontrado en el camino…
Podemos dar gracias a nuestra buena suerte por haber llegado
hasta aquí a salvo.
—Puede ser que tengas razón. Pero para mí… ¡Eh, halcones de
mierda! ¡Preparaos! ¡Cuándo entregue mi informe a su majestad os
va a llegar la hora! ¡Os vamos a aplastar!
Afilando los labios, Ion maldijo a sus ausentes enemigos. No
podía controlar la nube de tristeza que le cubría la mirada.
En Cartago había sufrido grandes daños a manos de los
halcones, la facción imperial antivaticana que abogaba por la guerra
abierta. Utilizando a su único amigo de la infancia, habían planeado
asesinarle. Gracias a los esfuerzos de Esther y el resto de agentes
vaticanos, el complot había sido frustrado, pero aunque el traidor
Radu Barvon, barón de Luxor, había encontrado su fin de forma
violenta, estaba claro que aquello no era más que la punta del
iceberg. En el camino de regreso a la capital, Ion habría tenido que
enfrentarse a algún intento d asesinato antes de que pudiera visitar
el palacio imperial. Por eso, en vez de usar la ruta oficial, había
pasado por todas las penas de un viaje privado. Era seguro que, al
ver como se frustraban sus planes, los halcones estaban pataleando
de rabia.
Pero hicieran lo que hicieran ahora, Ion ya tenía la victoria al
alcance de la mano. Sólo tenía que conseguir una audiencia secreta
con Augusta a través de la duquesa de Moldova, Mirka Fortuna,
quien además de ser la servidora más fiel y agraciada del trono era
su abuela, y todo acabaría felizmente. Había pasado por muchas
penurias, pero ya que había llegado hasta allí, el éxito de su misión
parecía seguro.
Sí, para él…, para ellos, éste era el final del viaje.
—Oye, Esther…
—¿Qué queréis, su excelencia?
El barco se acercaba a gran velocidad hacia los palacios
alineados en la costa. Esther, quien estaba observando con
curiosidad las exóticas construcciones, se giró rápidamente al oír
que la llamaban.
—¿De qué se trata?
—Bueno, la verdad es que yo…
El fin del viaje. Ion intentaba dar voz a los pensamientos que
habían ardido en su pecho durante todo el recorrido. Mirando los
ojos azules de la joven pelirroja, hiló con esfuerzo las palabras.
—Hay algo serio que quiero preguntarte. ¿Tú…, tú querrías…?
—Disculpad que interrumpa la conversación. —Una voz
respetuosa cortó de los dos jóvenes—. ¿Me permitís?
—¿Qué pasa, Mimar?
Ion se giró con expresión un poco decepcionada hacia la suave
voz que hablaba en el idioma oficial de Roma. Ante él, rascándose
la cabeza con expresión confusa, se encontraba un terrano aún
joven. Mimar Sinan, el antiguo vasallo de los duques de Moldova,
quien era ahora el dueño del barco.
—¿Hay algún problema?
—Bueno, la verdad es que sí que es un problema…
Al dedicarse al comercio, Mimar hablaba el idioma oficial de
Roma con mucha más soltura que Ion. En el Imperio, los terranos
estaban divididos entre vasallos, que se encargaban del trabajo
intelectual, y siervos, que se ocupaban del físico, pero para llegar a
ser vasallo había que demostrar grandes capacidades intelectuales
y físicas. Después de aprobar esos exámenes, recibían su
educación según el campo que hubieran escogido en escuelas
especializadas, llamadas medrese, y sólo aquellos que conseguían
superar todas las asignaturas requeridas eran aceptados como
vasallos del Estado. Además, los vasallos considerados más
prometedores eran asignados a las familias aristocráticas y
establecían con ellas contratos de vasallaje individual. Mimar era un
vasallo del Estado dedicado al comercio en la capital, pero hasta
hace unos años atrás había estado vinculado a la casa de los
duques de Moldova como vasallo personal. Su fidelidad estaba,
pues, garantizada, pero en aquel momento parecía abrumado por
alguna cosa que no alcanzaba a comprender.
—Se trata del otro pasajero… ¿Qué tipo de persona es?
Como en respuesta a las palabras de Mimar, algo cayó rodando
por la cubierta, moviéndose de manera desagradable.
—¡Aaaah, Esther!, estoy fatal… —gimió débilmente un rostro
pálido, envuelto en una manta. Sus plateados cabellos estaban tan
enredados que parecía imposible que se pudiera pasar un peine
entre ellos—. ¡Ay, Señor!, ayudadme a sobrevivir a esta vida llena
de problemas… ¡Ah, Esther!, me parece que sólo encuentro
semáforos en rojo en el camino. Si no salgo de ésta, haz que me
entierren en una colina desde donde se vea el mar. Velaré por ti
desde allí…
—¡No hace falta que os pongáis así sólo por haberos mareado,
padre Nightroad! —reprendió Esther a Abel, el otro terrano que
acompañaba a Ion desde el exterior. Con una expresión muy
diferente de la que tenía durante la conversación anterior, movía la
cabeza lamentándose con las manos en la cintura—. «Que me
muero, que me muero»… ¿No os parece que exageráis un poco?
Tened algo de paciencia, por favor. Hacéis que me sienta
avergonzada.
—No digas eso; ya sabes que soy muy sensible a los mareos…
—lloriqueó Abel, sin soltar la palangana a la que había estado
agarrado durante todo el viaje como si fuera su tesoro más preciado.
Sus ojos, claros como un lago invernal, reflejaban las holgadas
ropas negras. Sin embargo, si se quedaba sentado, los mocos y las
lágrimas le estropeaban el vestido.
—Es que tengo el estómago muy delicado. Para que veas, sólo
he desayunado seis rebanadas de pan… ¡Ay!, ya siento cómo se
me encoge el estómago. Su excelencia, cuando lleguemos a vuestra
residencia, ¿podremos comer algo? No hace falta que sea nada
lujoso. Me conformo con las sobras de los criados…
—Os he dicho que en mi residencia no hay vasallos, que no
tengo más que autómatas… Comed esto y tranquilizaos, por favor.
El violento intercambio dialéctico entre la joven y el sacerdote lo
había sacado de quicio. Lanzándole un pedazo de cecina, intentó
hacer callar al grosero terrano. El apetito insaciable de aquel
hombre ya les había traído bastantes problemas durante el viaje.
—¡Jijiji!, bienvenida a la fiesta… —murmuró el sacerdote,
tomando la cecina con manos vacilantes, como si fuera un ratón.
Apartando la vista de esa imagen lastimosa, el joven se dirigió
con expresión seria a su interlocutora.
—Esther, ¿no podríamos deshacernos de él en algún sitio? Ya
que hemos llegado hasta aquí, podríamos seguir solos tú y yo.
Entonces…
—No me tentéis, excelencia. Aunque no me lo hubierais
propuesto, yo estaba pensando lo mismo… —dijo Esther, moviendo
la cabeza para rechazar la propuesta de Ion, aunque su expresión
mostraba que ya no podía soportarlo más.
Si se pensaba de manera fría, Ion tenía razón. Al llegar a la
ciudad, Esther había cumplido ya el noventa por ciento de la misión
que le había encomendado la duquesa de Milán. El sacerdote, quien
debía encargado de protegerla, ya no iba a servir para ningún
propósito…
—Pero no puedo abandonarlo precisamente ahora. Quizá sea
exagerado decir que es un estorbo. También tiene muchas
cualidades y hay que reconocérselas.
—¿Cualidades? ¿Qué cualidades?
—Bueno, por ejemplo… Eeeh, lo siento. Ahora mismo no se me
ocurre ninguna —dijo Esther, y se quedó pensando un largo rato
hasta que finalmente levantó un dedo—. Pero ¿no dicen que todo el
mundo, incluso la persona más inútil, tiene al menos alguna
cualidad? Seguro que incluso a él, si rebuscamos con empeño, le
encontramos alguna…, ¿no?
—Esther, tú no lo soportas, ¿verdad?
—No… bueno, da lo mismo…
Carraspeando, la monja miró a su alrededor. El barco de vela se
aproximaba a la mayor de las residencias que había en la costa. El
edificio principal, compuesto de varias cúpulas, se extendía en
diversos anexos que parecían alas. Los azulejos que los cubrían
creaban un ambiente elegante y refinado.
—¡Ah!, qué edificios tan hermosos… ¿Es ésa vuestra
residencia?
—Efectivamente, ésa es el palacio de mi familia —respondió,
orgulloso, Ion.
Justo en aquel momento, el barco atracó suavemente. Bajo las
órdenes de Mimar, el navío maniobró para ponerse de lado del
muelle y se desplegaron las escalas de cuerda.
—Esther, puedes ir bajando del barco. Yo voy ahora mismo… —
dijo Ion mientras observaba cómo pasaban por las escalas Esther y
el sacerdote, que seguía aferrado a la pieza de cecina. Luego se
giró hacia su antiguo vasallo y le expresó su agradecimiento en la
lengua del Imperio—: Muchas gracias por todo, Mimar. Nunca
olvidaré lo que has hecho por mí… ¿No quieres entrar un momento?
Estoy seguro de que mi abuela se alegrará de volver a verte.
—Os agradezco mucho vuestra invitación, señor, pero tengo que
apresurarme a efectuar la entrega de los medicamentos —rehusó
Mimar, moviendo la cabeza, amablemente pero con determinación
—. Una parte bastante considerable del cargamento son productos
frescos… Os ruego que me disculpéis.
—Por supuesto; al fin y al cabo te tienes que ocupar de los
medicamentos —asintió Ion, sin insistir más. Probablemente el viaje
en barco no habría ayudado a la conservación de esos productos.
Era perfectamente comprensible que quisiera entregarlos cuanto
antes—. No te preocupes. Y muchas gracias de nuevo, te debo
mucho.
—Exageráis, señor. Soy yo quien se lo debe todo a vuestra
abuela y vuestra familia. Estoy contento de haber tenido la ocasión
de corresponderos en la medida de mis humildes posibilidades.
Ion devolvió el respetuoso saludo de su antiguo vasallo y dio un
puntapié sobre la cubierta. Los methuselah no necesitaban escalas
para nada. Cubrió de un salto silencioso los cinco metros que lo
separaban del muelle y, después de arreglarse con elegancia los
faldones, apresuró el paso para alcanzar a sus compañeros.
Inesperadamente, una voz nerviosa le llamó.
—Eh, eh…, ¿¡señor!?
—¿Eh? —respondió Ion, extrañado. Mimar lo miraba desde el
barco e inclinaba la cabeza como si quisiera comunicarle algo—.
¿Qué pasa?
—Nada. Sólo que… cuidaos.
—¡Ah!, tú también —respondió Ion, haciendo un gesto con la
mano mientras reía con frescura.
Antes de ir a Cartago no habría imaginado nunca que llegaría a
usar ese tipo de expresiones de agradecimiento como un simple
terrano. ¿Acaso eso también era por influencia de la muchacha?
—Ya estoy aquí, Esther.
Después de separarse del muelle, el barco aceleró en dirección
a la otra orilla del Bósforo. Al contrario que la orilla occidental, la
oriental estaba ocupada principalmente por pequeñas casas
apiñadas, dando la espalda al barco, que se alejaba levantando
olas, Ion se dirigió de nuevo al grupo.
—Bienvenidos a la residencia de los duques de Moldova. Por
favor, como si estuvierais en vuestra casa. Por desgracia, mi abuela
ya se ha retirado a descansar, pero mañana…, ¡ah!, bueno, lo que
para vosotros sería esta noche…, solucionaremos todos los asuntos
y pediremos una audiencia secreta con su majestad. Creo que nos
recibirá dentro de un par de días.
Mientras tanto, descansad del largo viaje y explorad la ciudad
tanto como queráis…
—Por fin…
Ion asintió con rotundidad, mirando con dulzura el rostro aliviado
de la joven.
—Sí… Nuestro viaje acaba aquí.
—¡Ah!, ¡qué bien!
Era una muchacha fuerte, pero no había duda de que la misión
había supuesto una pesada carga para ella. Poniendo la mano
sobre el pecho, donde llevaba guardados los documentos secretos,
Esther respiró profundamente, notando cómo se liberaba por fin de
la presión.
Ion, sin embargo, tenía sentimientos confusos. Era obvio que
estaba contento por haber completado su misión como emisario
imperial. Pero que el viaje acabara quería decir que…
—Oye, ¿Esther?
—¿Eh? —Esther alzó la cara, un poco sorprendida al oír su
nombre.
Ion la miraba fijamente con rostro avergonzado y, vacilante, le
dijo con voz débil:
—Quería preguntarte una cosa… ¿No querrías quedarte aquí?
—¿Qué?
¿Qué quería decir eso?
Las largas pestañas de la muchacha se movieron, extrañadas.
Sin dejar de mirarla a los ojos, el joven prosiguió:
—Me…, me gustas mucho. Eres inteligente y valiente… ¿No has
pensado que podrías quedarte a vivir aquí, en vez de entre los
salvajes del exterior?
Como ya estaban casi al final del muelle, Ion se apresuró a decir
todo lo que había estado pensando. Pese a que lo había imaginado
muchas veces, le resultaba extrañamente difícil enhebrar las
palabras. Echando mano de todo su vocabulario en la lengua oficial
de Roma, se esforzó en continuar.
—Si te convirtieras en mi vasalla, tendrías asegurados un buen
trato y una buena educación. Podrías tener una vida mucho más
civilizada que en el exterior. No haría falta que te arriesgaras en
peligrosos viajes por mar o en misiones por el extranjero. El
sacerdote puede volver solo con la duquesa de Milán. Si te quedas
aquí…
—Gracias, su excelencia —dijo la joven, sonriendo con gracia.
El sol le ribeteaba de oro la melena pelirroja. Pero sus ojos se
dirigían a otro lugar que no era ése. O, mejor dicho, a otra persona
que no era Ion.
—Os agradezco mucho vuestra hospitalidad, pero hay algo que
tengo que hacer, y hasta que no lo consiga…
—¿Algo que tienes que hacer? ¿A qué te refieres?
—La verdad es que ni yo misma lo sé muy bien —dijo Esther,
rascándose la cabeza, como avergonzada por haber dicho una
tontería—. Pero he venido hasta aquí para averiguar por qué
murieron mi familia y mis amigos. Por eso…
—¿Por eso…? —preguntó Ion, mirando con expresión muy seria
a la muchacha.
Con la mirada fija en los ojos de Esther, que parecían de
lapislázuli, se quedó callado esperando la continuación.
—Esto…, perdón, os ruego que disculpéis mi intromisión en
vuestro diálogo… —los interrumpió una voz, aprovechando el
silencio—. Su excelencia, siento mucho molestaros, pero ¿podría
usar el baño? Es que la cecina de antes… ha sido como un golpe
directo.
—¡Ay! ¡Padre, estáis completamente pálido! —gritó Esther al
girarse.
Abel estaba doblado, agarrándose la barriga e incluso
empezaban a oírse unos desagradables ruidos que salían de la
parte baja de su cuerpo.
—No, si ya me parecía que la cecina estaba un poco agria y
efectivamente… ¡Huy!
—Por eso os digo siempre que no os paséis y… ¡Ayayay!
¡Aguantad!
¡Un «desliz» así, en este momento, puede convertirse en un
incidente diplomático! ¡Excelencia…!
—La comuna de los vasallos está por ahí —respondió con cara
cansada Ion, señalando con el dorso de la mano—. Id todo recto y la
encontraréis en seguida.
—¡Ah!, por ahí. Disculpadnos y gracias por permitirnos usarla…
¡Padre, apoyaos en mí!
Esther echó a andar en la dirección que Ion la había indicado,
arrastrando consigo al pálido sacerdote, que se retorcía. El joven los
observó mientras se alejaban en el paisaje rojizo y se quedó solo
con una expresión compleja en la cara.
—¡Psch!
Malhumorado, no pudo evitar chascar la lengua.
«Y yo que pensaba que lo había previsto todo…». No había
ninguna intención oculta e las palabras que Ion había pronunciado
antes. Él era un aristócrata imperial, y ella una simple terrana.
No había ninguna razón para andarse con dobles intenciones. Lo
que le había propuesto era una confesión pura…
—¡Bah!, habrá que resignarse.
Ion movió la cabeza con un suspiro, como si quisiera sacudirse
una idea de la mente. Hasta que no hubiera conseguido la
audiencia, su misión no estaría completa, recuperó su frialdad y, con
pasos imponentes, se dirigió a la puerta.
Su regreso a la capital era del más alto secreto. Antes de
presentar a sus acompañantes, sería mejor que hablara a solas con
su abuela.
Empujando las puertas, grabadas con el emblema de la casa de
los duques de Moldova, un unicornio que pisaba rodadas, lanzó un
grito, que le produjo cierta vergüenza, como el de un niño que
vuelve a casa a escondidas.
—¡Abuela, soy Ion! ¡He vuelto!
¿Se sorprendería su abuela del repentino regreso de su nieto?
Esperando ver aparecer la cara levemente maliciosa pero llena
de cariño de su abuela, Ion preparó una expresión tranquila.
Después de perder a su madre durante la niñez, había sido criado
por multitud de parientes, pero, entre ellos, quien más le había
querido había sido su abuela. Era seguro que estría muy contenta
de ver su éxito…
Pero no apareció nadie para responder a su saludo.
El interior del palacio estaba lleno de sangre.
II

Los charcos rojizos aún estaban calientes. Por toda la sala había
esparcidos miembros y trozos de cuerpos cortados. Como si fueran
frutas exóticas, algunas cabezas seccionadas, de expresión
hermosa pero vacía, estaban caídas sobre la alfombra.
—¿¡Qué!?
Helado, se quedó plantado en la puerta abierta más de diez
segundos.
Cuando volvió finalmente en sí, Ion se dio cuenta de que todas
las cabezas tenían exactamente el mismo aspecto hermoso de
delicadas jóvenes.
Además, el olor que flotaba del líquido rojizo del suelo no era el
aroma de la sangre, sino un hedor metálico de aceite.
—¿¡Son…, son autómatas!? Pero…
Que los autómatas fueran prácticamente idénticos a seres
humanos a primera vista era una muestra de la riqueza de su casa.
Sin embargo, los restos que nadaban en el charco de líquido de
transmisión no eran sólo de tres o cuatro cuerpos. Probablemente
pertenecían a más de diez.
Observando el panorama, Ion gimió.
¿Quién habría destruido tantas unidades? ¿Y con qué objetivo?
—¡Ah! ¡Abuela! ¿¡Dónde estás, abuela!?
Su abuela, la duquesa de Moldova, no tenía vasallos en su
residencia.
Siempre decía, obstinada, lo mismo: «No quiero tomarles cariño
a unos terranos que van a morir en seguida».
De todos modos, era imposible que los autómatas se encargaran
de todo el trabajo que requería mantener una mansión como
aquélla. Ion le había aconsejado repetidas veces emplear a algunos
sirvientes seleccionados de entre sus más eficientes vasallos, pero
la pertinaz anciana había ignorado sistemáticamente los consejos
de su nieto. Además, la duquesa de Moldova siempre había sido
siempre la primera entre la nobleza imperial. Era difícil imaginar que
existiera alguien tan miserable como para intentar asesinarla…
—¡Abuela! ¿Dónde estás? ¡Abuela!
Ion siguió gritando con el corazón encogido de miedo e
impaciencia, pero su voz no encontró nada más que su propio eso
vacío bajo las suaves arcadas. Pero… ¿qué había sido ese ruido?
Ion aguzó el oído hacia el ruido que provenía del techo. Sí, se
oía algo. Era el ruido de un gran número de botas.
—¡Abuela!
Demasiado ansioso como para subir las escaleras, el joven dio
un puntapié contra el suelo.
Como si le hubieran salido alas, llegó al segundo piso de un salto
y echó a correr por el ancho techo pasillo. El ruido de botas venía en
aquella dirección, de la habitación de su abuela.
—¡Abuela! ¿Estáis bien? ¡Abuela!
El joven entró en la habitación a trompicones, casi arrancando
las puertas de una patada. Su rostro se torció de sorpresa.
—¿¡Quiénes son éstos!?
La habitación estaba ricamente decorada con mosaicos azules y
alfombras, tal y como correspondía a una aristócrata imperial.
No se veían más muebles que un lavamanos situado cerca de la
puerta y un escritorio. Las puertas de la terraza estaban abiertas de
par en par, y la brisa marina de la bahía hacía flotar los cortinajes.
Sin embargo, la sala estaba entonces llena del hedor del líquido
de transmisión.
Normalmente, la estancia presentaba siempre un orden
impecable, sin una mota de polvo, pero entonces estaba llena de
cuerpos de autómatas completamente despedazados. Incluso las
paredes se habían vuelto rojizas por las manchas de líquido.
Pero no era eso lo que hizo que la cara del joven palideciera
como la de un cadáver. En el fondo de la habitación, tres figuras
rodeaban la cama.
Iban vestidas con uniformes negros al estilo del exterior y
llevaban máscaras antigás bajo el casco. Eran la muerte encarnada
en figuras humanas, una imagen de las que quedaban grabadas en
la memoria por mucho que se intentara olvidarlas.
La pesadilla de Cartago volvió a cruzar su mente por un instante,
antes de que las hachas chorreantes de los gigantes que rodeaban
la cama le inundaran la conciencia.
—¡Malditooos!
Sacando los colmillos entre los labios, el joven methuselah, la
criatura más poderosa del planeta, desenvainó rápidamente su
espada.
—¿¡Cómo os habéis atrevido a…!? ¡No os perdonaré! ¡Vais a
pagar por esto, miserables!
Pero los tres hombres no parecieron amedrentarse ni un ápice
ante la figura diabólica del muchacho. Con una celeridad increíble
para su tamaño, se volvieron hacia él y tomaron posiciones de
combate mientras examinaban a su presa. Más exactamente, dos
de ellos tomaron posición de combate, y alcanzaron las hachas.
Detrás de ellos, al tercero le explotó violentamente la cabeza.
—¡Uno menos!
Al lado del hombre caído con el cerebro abierto había aparecido
de repente el joven, y blandía un blanco filo. Activando su sistema
nervioso hasta límites extraordinarios, había entrado en el estado
especial de los methuselah, conocido como haste, que les permitía
conseguir unos reflejos decenas de veces superiores a los
habituales. Su velocidad hacía que fuera incluso difícil distinguir su
figura. Lanzó un grito demoníaco al cobrarse su primera presa y se
abalanzó hacia los otros dos, que acababan de girarse.
—¡Otro menos!
Atravesando el cartílago de la nariz, la espada traspasó la
máscara antigás por el medio y penetró limpiamente la médula
hasta salir por la nuca, lanzando sangre y pedazos de cerebro.
Deshaciéndose del cadáver de una patada, Ion rugió:
—¡Y el úl…!
El tercer gigante estaba aún de espaldas, tal vez incapaz de
reaccionar ante la velocidad de Ion, y éste clavó la espada hasta la
empuñadura. Había sido un golpe perfecto tanto en velocidad como
en ejecución, y lo suficientemente poderoso como para hacerle
estallar el corazón. Sin embargo, al notar la falta de reacción, el
joven se dio cuenta de que no había alcanzado más que a una
sombra.
—¡No! ¿¡También tienen haste…!?
Después de haberse enfrentado a ellos en Cartago, tendría que
haber estado sobre aviso respecto a sus capacidades de combate.
Pero su apasionamiento le había robado la capacidad de juzgar la
situación con frialdad. Ion giró la cabeza, persiguiendo con la mirada
la sombra de su enemigo, quien había desaparecido como una
pesadilla bajo la luz del día.
Antes de que pudiera incluso moverse, un golpe lo lanzó volando
de lado.
—¡Aaaah!
El impulso fue suficiente para que se estrellara contra la pared, a
más de cinco metros. Si hubiera tardado medio instante más en
levantar la espada para protegerse, probablemente habría acabado
partido en dos, esparcido entre el suelo y el techo.
—¡Uf!
Pero esa suerte parecía que sólo iba a servir para prolongar el
sufrimiento del joven.
Hundido en el muro acho añicos, Ion escupió sangre fresca. Su
color era tan horriblemente vivo que casi seguro que indicaba que
una costilla le había perforado el pulmón. Sin que pudiera mover el
cuerpo, giró el cuello tosiendo para observar a la despreciable figura
que se le acercaba.
—Yo…
Haciendo rechinar los colmillos, sentía bullir su espíritu guerrero,
pero no era capaz de mover el cuerpo ni un ápice. Por otra parte, el
gigante se iba aproximando, aunque se tomó su tiempo, hasta
plantarse ante él como un titán, levantando lentamente el hacha, se
dispuso a darle el golpe de gracia…
—¡Huid, excelencia!
Si en aquel momento una ráfaga de balas no hubiera alcanzado
la cara de su enemigo, Ion se habría convertido, sin duda, en un
amasijo de sangre y carne. Lanzando una segunda descarga contra
el gigante, que había perdido el casco, Esther gritó:
—¿¡Qué hacéis!? ¡Huid de prisa!
A su lado, el sacerdote estaba examinando el primer cuerpo
caído.
—Tenemos problemas, Esther: Estos tipos… —gimió,
revolviendo las gruesas ropas y frunciendo las cejas ante lo que
descubrió bajo ellas—. ¡Estamos perdidos! ¡Esther, dile al conde
que huya de inmediato!
—¡Esther, padre: mi abuela…! ¡Mi abuela…! —suspiró
débilmente Ion, que al fin se había levantado.
La cabeza le dolía como si estuviera a punto de caérsele y la
sangre le nublaba de que, a su lado, el gigante que había perdido
media cabeza blandía el hacha.
—¡Cuidado, excelencia! ¡A vuestro lado!
El cartucho de plata alcanzó al atacante en el abdomen. Esa vez
el gigante se tambaleó y cayó con gran estrépito. En el suelo, sus
extremidades se agitaron como las de un insecto monstruoso y,
como si se hubiera roto el cable de control, quedó inerte sin
levantarse.
—¡Conde de Menfis, huid! ¡Aquí estáis en peligro!
Pero la voz de Esther no llegó a los oídos de Ion, que se había
quedado de pie, estupefacto.
Envuelto en sangre, el sacerdote chilló con voz nerviosa:
—Quia inventi sunt in populo meo impii insidiantes quasi
aucupes laqueos ponentes et pedicas ad capiendos viros… ¡Es una
trampa! ¡Hemos caído en una trampa!
—¿Una trampa? ¿Qué queréis decir, padre? ¿¡Eh!? ¿Qué
hacéis? —gritó Esther, sorprendida cuando el sacerdote la tomó
inesperadamente en sus brazos.
Pero ignorando sus protestas, Abel se lanzó a la carrera a toda
velocidad. Por el camino, agarró al muchacha por el vestido como si
fuera un muñeco y se lo puso bajo el brazo a la fuerza.
—¡So…, soltadme, padre!
Al darse cuenta de cuál era el objetivo de aquella acción, en
apariencia insolente, del sacerdote, el joven dejó de resistirse y
gritó, desesperado:
—¡Mi abuela…! ¡Mi abuelaaa!
—¡Olvidaos de ella! ¡Hay que salir de aquí de inmediato! —gritó
el sacerdote, con una voz seria que Ion no le había oído nunca—.
¡Ésos van a explotar!
—¿¡Qué!?
Al principio, Ion fue incapaz de procesar las palabras que
acababa de escuchar. Sólo las comprendió cuando dirigió la mirada
hacia los restos de los hombres que había abatido.
Las ropas de los atacantes estaban hechas de jirones y dejaban
al descubierto sus corpulentas figuras. ¿Qué eran aquellas bolsas
que llevaban atadas sobre el vientre? Muchas bolsas unidas por un
hilo… y a un extremo, un reloj cuyo segundero corría lentamente.
—¡Una bo…, una bomba!
Mientras al joven se le agarrotaba la expresión, el sacerdote
seguía corriendo en dirección a la única ventana de la estancia. Al
llegar al borde, saltó al exterior con sus compañeros bajo los brazos.
Justo entonces se produjo una explosión y un resplandor como si el
sol hubiera caído sobre la tierra y la atmósfera se hubiera quebrado.
La llamarada consumió en un instante la habitación y lanzó una
ola de calor que debía llegar a los tres mil grados. El aire, que
parecía haberse solidificado con la deflagración, levantó un tsunami
transparente que engulló todo lo que había a su alrededor, la onda
expansiva sacudió como si fueran hijas caídas a los tres que
acababan de escapar por un pelo…
—¡Ay!
El larguirucho cuerpo de Abel fue el primero en golpear con las
extremidades extendidas el césped del jardín. Esther e Ion cayeron
un segundo después.
—¡Ayayay!, ¡cómo duele! —gimió la joven pelirroja, agarrándose
la cadera. Con los ojos llenos de lágrimas, se giró para comprobar la
suerte de sus compañeros—. ¿Estáis bien, excelencia? ¿Estás
herido?
—¡Aaah!
Pero la respuesta de Ion estaba llena de energía. Una luz blanca
le brillaba en los ojos y el rostro había perdido el color cadavérico de
antes.
Las llamas se extendían por el palacio con extraordinaria
rapidez.
Incluso un niño se habría dado cuenta de que se había dispuesto
algún acelerador para ayudar al incendio. Ion retrocedió,
protegiéndose la cara del aire ardiente, pero parecía rebosante de
fuerzas.
—¿¡Qué ha pasado…!? ¡Abuela! ¿¡Qué…!? —murmuró el joven,
quien acababa de perder en un instante su casa y a su familia.
¿Por qué había ocurrido eso? ¿Qué podía hacer ahora?
Abrumado por sus sentimientos, se giró hacia la figura delgada
que tenía al lado.
—Padre Nightroad, ¿qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer…?
—¡Silencio! —le respondió con brusquedad el padre al
desconsolado joven, mientras observaba los alrededores con la
máxima atención. Con el dedo puesto sobre los labios, añadió con
una voz apenas audible—: Esto no pinta bien. Son demasiados…
Estamos rodeados.
—¿Rodeados?
¿Aún quedaban enemigos?
La cautela del sacerdote hizo que Ion volviera a ser consciente
de la realidad. Se giró para mirar en la misma dirección que Abel y
exploró los alrededores con ojos vivos. Sin embargo, no vio nada
más que los árboles mecidos por el viento y el mar tenuemente
brillante. Nada parecía sugerir la presencia de enemigos.
—Padre, ¿dónde están quienes nos rodean? —preguntó Ion al
sacerdote, que seguía con expresión preocupada, y se volvió de
nuevo al frente.
No habría pasado ni medio segundo, pero el joven se quedó tan
sorprendido que tuvo que frotarse los ojos. Allí donde no había
nadie un instante antes, habían aparecido, como si se tratara de un
espejismo, diez figuras.
Pero ¿de dónde habían salido?
Bajo la funesta luz rojiza del sol, un pelotón de soldados con
armadura roja los había rodeado por completo. Llevaban la gorra
calada hasta las cejas y unas máscaras rojas que los miraban de
forma inexpresiva.
Las armaduras estaban cubiertas por unos capotes también del
color de la sangre. Portaban rifles de gran tamaño y llevaban anchos
sables colgados de la cintura.
—¡Los jenízaros!
Ion dio un paso al frente, pese a que Abel y Esther intentaron
ponerse delante de él para protegerlo. Con voz entrecortada, tendió
las manos hacia los soldados rojos.
—¿Jeni…, qué? —preguntó Esther.
—Los jenízaros. Son el cuerpo de guardia methuselah que
protege a Augusta, si no me equivoco. Pero es muy raro, había oído
que no salían casi nunca del palacio imperial… —le explicó
brevemente Abel a Esther, quien fruncía el ceño, extrañada.
Su diálogo no llegó a oídos de Ion, que se dirigió al jenízaro que
estaba en el centro del grupo, un soldado de piel negra, el único que
llevaba la cara descubierta.
—¡Señor Baybars! ¡Sois el señor Baybars! ¡Habéis llegado en el
momento justo! ¡El palacio…, mi abuela…!
La voz del joven era temblorosa, pero no se podía esperar otra
cosa de alguien que acababa de perder a su familia y su casa a la
vez. Sin embargo, la mirada de Baybars le respondió con una
frialdad de acero.
—Ion Fortuna, conde de Menfis…
Las llamas del incendio resaltaban la oscuridad de las sombras
de los siniestro soldados.
El capitán de los jenízaros no hizo ningún gesto de sacudirse las
cenizas que caían sobre él. Erguido como una estatua, anunció con
gran elocuencia:
—En nombre de Augusta y del Imperio, quedáis detenido como
sospechoso del asesinato de la duquesa de Moldova y del incendio
de su palacio… Seguidnos sin presentar resistencia.
—¿¡Qué!?
Ion se quedó perplejo al oír el ruido de los sables al ser
desenvainados.
III

—¿¡El a… asesinato de la duquesa de Moldova!? ¡No seáis ridículo!


La espada de siete puntas lanzaba un brillo de obsidiana. Era la
Rompehuesos, la espada que había pasado de generación en
generación por todos los jefes de la Guardia. En ella se reflejaba el
rostro violentamente contraído de Ion, lleno de sorpresa,
consternación e ira.
—Pero ¿os dais cuenta de lo que estáis diciendo, señor
Baybars?
¿Cómo iba yo a ser capaz de asesinar a mi propia abuela?
—Estáis bajo arresto, conde de Menfis.
La expresión de Baybars, tan neutra que resultaba
desagradable, contrastaba vivamente con la de Ion. La punta de la
espada, dirigida hacia le joven, no se movía ni lo más mínimo.
—Hay numerosos testigos de que habéis entrado en el palacio
hace un momento. Y luego, este incendio… ¿Acaso no hay motivos
suficientes para la sospecha?
—¡Yo no he hecho nada! Cuando he entrado en el palacio, los
asaltantes ya estaban dentro…
—¿Los asaltantes?
Los soldados de la Guardia seguían inmóviles y en silencio,
como si no fueran más que muñecos rojos. A la cabeza, Baybars
seguía lanzando preguntas:
—Decidnos, pues, conde de Menfis, ¿dónde se encuentran
ahora esos asaltantes? Y si tenéis el cargo de emisario imperial,
¿por qué habéis regresado en secreto a la capital? ¿Por qué no
habéis visitado el palacio de su majestad nada más llegar? ¿Podéis
dar una explicación razonable a todo esto?
—Eso…, bueno… —intentó explicar Ion, mientras se le quebraba
la voz.
Había abatido a aquellos tres indeseables y sus cuerpos habían
sido pasto de las llamas. Aunque recuperaran los cadáveres, eso no
iba a probar nada.
—¡Hmmm…! Parece que os habéis quedado sin palabras.
El silencio se había hecho casi sólido. Los ojos, negros como el
acero, de Baybars estaban clavados en el muchacho. La luz
profunda de su mirada atravesaba a Ion y a los terranos que tenía a
su espalda.
—No es mi intención poneros en una situación indigna. Ambos
somos aristócratas imperiales. Esos terranos mejor que se dejen
aprehender sin resistencia…; si no, nos veremos obligados a
mataros.
—¿¡Mataros!? ¿¡Que vais a matarnos!? —Ante el inesperado
insulto, la voz de Ion se volvió violenta. Al tiempo que levantaba su
espada gritó histéricamente con voz quebrada—: ¡No puedes ir
lanzando falsas acusaciones como si fuera un juego, imbécil!
—¡Excelencia, calmaos!
El sacerdote se le acercó apresuradamente, pero Ion ya había
entrado en estado de haste y no quedaba más que su sombra vacía.
Del punto donde había estado de pie salía una humareda en
dirección a los guardias.
—¡Mantened la posición!
Aunque con la mirada fija en al humareda blanca que levantaba
el methuselah disparado en su dirección, Baybars permaneció firme
y sin inmutarse. Agarrando con firmeza su espada, dijo, impertérrito:
—Qué lástima… Con sólo un siglo más de entrenamiento
habrías llegado a ser un gran soldado…
Y justo en ese instante…
La imagen del joven desapareció como un espejismo a unos
cinco metros de distancia, Baybars blandió el negro filo de la
Rompehuesos, pero sólo alcanzó a rasgar el aire con un ruido
extraño.
Pero ¿podría haber errado sus cálculos un capitán de jenízaros?
La espada de siete puntas no había alcanzado a Ion por un pelo. El
joven aprovechó el espacio para, una vez a salvo de la espada,
lanzar una estocada a su adversario indefenso…
—¿Eh?
Pero quien salió volando con una fuerza proporcionalmente al
arma mortífera que lo había golpeado fue Ion. Era como si una
espada invisible hubiera parado su ataque repeliéndolo con
violencia.
El cuerpo del muchacho, musculoso pero con poca masa, bailó
grotescamente por el aire. Si hubiera sido un terrano, era seguro
que habría muerto del golpe. Encorvándose como un felino, arqueó
sus robustas piernas para amortiguar la caída y aterrizó con éxito.
—¿Qu…, qué ha sido eso?
Mirando el filo de su espada, los labios de Ion temblaron de
espanto.
El filo de titanio, capaz de corar incluso el acero, presentaba una
profunda grieta, había sido la «espada invisible». Si no hubiera
parado el golpe con su espada, en ese momento yacería partido en
dos. Pero ¿qué era o que le había golpeado?
—Voy a decirte algo, jovencito…
—¿¡!?
Al oír aquella voz tranquila, Ion dio un paso a un lado, intentando
mantener la distancia ante Baybars, quien avanzaba indómito
blandiendo su espada. Sin embargo, el capitán de la Guardia no
parecía interesado en alcanzarle, simplemente se plantó ante él,
mirándolo desde lo alto.
—El ataque frontal no es la única manera de luchar. A no ser que
la diferencia de fuerzas sea muy clara, no hay que hacer ataques
así de suicidas…, y menos aún cuando no conoces las capacidades
de tu adversario.
Con un gemido horrible, Ion vio brillar la luz azul pálida de las
siete puntas de la Rompehuesos. Por puro instinto de supervivencia,
levantó su espada para protegerse.
—¿¡Qué!?
Ese gesto le salvó la vida a Ion, las siete puntas de la espada
habían creado un campo electromagnético que caía sobre el joven
como un filo invisible.
—¿¡!?
Ion abrió los ojos, atónito, incapaz de creer lo que acababa de
ver: su espada se había quebrado. Baybars permaneció impasible,
como una figura de piedra, apuntando con su arma de siete puntas
al joven, que agarraba la empuñadura partida.
—La lucha ha terminado… y has perdido, jovencito.
Más que a la bravuconada de un vencedor, sus palabras
sonaban a la evaluación honesta de un educador. Baybars levantó
la espada de siete puntas hasta la altura de su rostro como si fiera a
cargársela al hombro.
—Si eres un aristócrata de verdad, al menos muere como tal…
—¿Eh?
¡Iba a matarlo!
Imaginando cómo le saldría volando al cabeza envuelta en
sangre, Ion cerró los ojos con fuerza, eso fue una suerte.
—¡Mantened los ojos cerrados! —gritó alguien a quien los
methuselah no habían prestado ninguna atención hasta entonces.
Abel había lanzado al aire unas pequeñas bolsas que había
encontrado en los cadáveres de los asaltantes del palacio.
Describiendo un arco, volaron sobre sus cabezas de los methuselah
esparciendo un polvo blanco. Los soldados rojos las siguieron con la
mirada, hasta que las bolsas reventaron con una luz blanca
explosiva.
—¿¡Qué!?
El agudo sentido de la vista de los methuselah se volvió en su
contra.
Los jenízaros se cubrieron los ojos para protegerse de la luz
cegadora que aguijoneaba sus nervios oculares como si el sol
hubiera caído a la tierra. Pero lo que les cayó encima fue una lluvia
de fuego: permanganato de potasio, un potente oxidante, y napalm
rápido a base de aluminio, era la misma sustancia que había hecho
arder el palacio de la duquesa de Moldova.
—¡Ahora, excelencia! —gritó Abel, cuyo revólver de percusión
aún humeaba. Arrastrando a Esther, que se cubría los ojos, llegó
corriendo hasta donde se encontraba Ion—. ¡No hay tiempo que
perder! ¡Hay que huir sin demora!
—¿¡Hu…, huir!? Pe…, pero, padre, yo no he hecho na…
A aquellas alturas, Ion aún tenía fuerzas para discutir. Todo
había sido un error, claro. ¡Todo aquello no podía estar ocurriendo!
Pero Abel lo agarró de la mano y lo obligó a levantarse.
—El señor dice: «Huid, salvad vuestra vida». Si os matan aquí,
no habrá manera de que os libréis de esas falsas acusaciones.
—¡Oh!
Por una vez, el hombre tenía razón, la diferencia de fuerzas
entre ellos era insuperable. Ion sacudió la cabeza como para
quitarse de encima un pesar, y con cara de saber que él mismo era
más un estorbo que otra cosa, gritó:
—¡Agarradme! ¡Padre! ¡Esther!
En un instante, se aclaró la silueta de la pequeña sombra. Había
permanecido demasiado tiempo en estado de haste y sus nervios
gritaban de dolor. Animándose en voz alta, Ion se levantó con fuerza
para huir, pero detrás de él tronó la voz de su perseguidor como un
huracán:
—¡No escaparás, traidor!
Con un destello, pareció que la espada negra había bisecado la
figura del joven…
—¡Oh…, buena esquiva! —dijo riendo en voz baja Baybars, sin
cambiar de posición en la que había quedado después de la
estocada.
Ante sus ojos no había más que dos huellas profundas en el
suelo. Al lado había un trozo desgarrado de los ropajes negros, pero
no se veía ni rastro del cuerpo del joven o de sus acompañantes.
—Como me esperaba, es bastante prometedor. ¿Hasta dónde
será capaz de llegar…?
Aunque se le había escapado su adversario, nada más y nada
menos que un traidor magnicida, Baybars no parecía decepcionado.
De hecho, sus gruesos labios sonreían con expresión satisfecha
mientras decía para sí:
—Bueno, pues ya se ha levantado el telón… Danos un buen
espectáculo, jovencito.
IV

—¡Huy!
Aunque ya habían disminuido bastante la velocidad, si la arena
de la playa no llega a amortiguar la caída, se habrían hecho
bastante daño.
—¡Ayayayay! Pensé que no salíamos de ésta… —gimió
débilmente Esther, levantándose llena de arena.
¿A qué distancia estarían del palacio de los duques de Moldova?
Las olas rompían en la playa con un sonido apacible. Sobre la
blanca arena donde se encontraba, Esther llamó a gritos a sus
compañeros.
—¿Estáis bien, padre? ¿Excelencia?
—¡Aaaaay!, yo más o menos… ¿Excelencia? —respondió el
sacerdote.
Ion había caído de lado en la arena y no hacía ademán de
levantarse, aunque sus extremidades se movían de forma
espasmódica como si fueran entidades independientes.
—Esto no tiene buena pinta… ¡Aguantad, excelencia! —gritó
Esther, nerviosa, mientras corría hacia el exhausto methuselah.
Limpió la arena que envolvía el cuerpo aún infantil el muchacho,
pero no obtuvo más respuesta que una respiración violenta.
Tampoco era raro, el estado de haste suponía un gran desgaste
para los methuselah. La secreción extraordinaria de potasio y sodio
provocaba la inflamación de todo el sistema nervioso, incluido el
cerebro. Los músculos anémicos, privados de sus nutrientes,
perdían toda su fuerza. El violento dolor que le recorría el cuerpo
seguiría atormentándole durante un rato.
No había nada que Esther pudiera hacer. Sólo esperar un tiempo
hasta que la capacidad de recuperación de los methuselah hiciera
su trabajo.
Pero… ¿cómo iba a acabar todo aquello?
Desanimada, Esther apartó los cabellos que cubrían la cara
pálida del joven.
¿Qué podían hacer entonces? Ion lo había perdido todo. Incluso
era considerado un criminal. Y ella misma, una muchacha sola en
tierra extranjera…, y más que por el éxito de la misión tenía que
temer por su propia vida…
¿Qué podía hacer?
—Bueno, descansaremos un rato, y cuando el conde de Menfis
pueda moverse, nos pondremos en marcha —dijo una voz serena,
interrumpiendo los pensamientos de la monja.
Sacudiéndose la arena del trasero, Abel se levantó
tranquilamente y empezó a revolver entre las cosas de Ion. Sacó
una pastilla de sangre del tamaño de una uña, la echó a la
cantimplora y se la pasó a Esther.
Esther, dale al conde el agua de la vida. Yo iré a explorar un
poco por allí.
—Pe…, pero, padre, aunque queramos seguir en camino…
Incluso Esther se daba cuenta de que no podían permanecer allí
por mucho tiempo, la geografía del Imperio no le era nada familiar,
pero no podían estar demasiado lejos del palacio de los duques de
Moldova y no había manera de saber cuándo les darían alcance sus
perseguidores.
Pero ¿adónde podían ir? En aquella ciudad desconocida, que
además era la capital de otra especie, unos extraños como ellos no
pasarían desapercibidos.
Abel, sin embargo, sencillamente movía la cabeza.
—La verdad es que tienes razón. Pero ahora mismo estoy
pensando en alguien que puede ser nuestra salvación.
—¿Eh? ¿Nuestra salvación?
Esther parpadeó, sorprendida. Pensaba que, igual que ella, el
sacerdote pisaba la capital imperial por primera vez. ¿Ya había
estado antes?
—Bueno, concretamente, nuestra salvadora.
—Abel no se dio cuenta de la mirada sospechosa de Esther.
Mordiéndose el labio, parecía que un leve frío le recorriera el
rostro.
—Sólo tiene el pequeño defecto de que os un poco irascible y
fanfarrona, y que, cuando se enfada, no hay manera de saber con
qué va a salir… Pero, en estas circunstancias, no podemos
permitirnos el lujo de ser exigentes, habrá que hacerse a la idea y
ponerse en marcha.
V

—Bienvenida, señora. ¿Queréis que os prepare el baño? ¿O


preferís cenar antes?
—Voy a bañarme. Ya he cenado en el palacio.
La duquesa de Kiev le entregó las bridas a su vasallo y bajó de
la silla. Después de acariciar dulcemente el morro de su caballo
favorito, echó a andar grandes pasos ante los sirvientes, que
permanecían respetuosamente firmes. Tenía una larga melena
blanca y su esbelto cuerpo era bastante alto para ser una mujer,
pero su paso, a la vez elegante y poderoso, hacía pensar en una
pantera salvaje que se preparara para la caza.
—Dime, ¿cómo has dispuesto el baño hoy?
—Es una emulsión de tilo en agua de Belgrado.
Quien había respondido cortésmente ante la brusca pregunta era
el senescal Chandarli Kara Halil, un terrano de edad avanzada que
había servido a generaciones de la casa de los marqueses de Kiev.
Después de ponerse al lado de su señora con una pequeña carrera,
alargó el brazo para despojarla como por arte de magia de sus
abrigos. Como el sirviente ejemplar que era, mientras recogía los
ropajes, no se olvidó de hablar con su señora para ayudarla a
relajarse.
—Por cierto, señora…, hoy parece haber sido un día muy largo
para vos. ¿Habéis estado en el palacio?
—Su majestad me ha llamado cuando iba a volver, por eso se
me ha hecho tarde.
—¿Su majestad? ¿A qué se ha debido?
El anciano se retorció la barba como sorprendido por el mal
humor que revelaba la respuesta de su señora.
La casa de Kiev era una ilustre familia imperial, pero hacía poco
que había ocurrido el relevo generacional, la actual señora no había
recibido sino un nombramiento de chambelán de séptima clase.
«¿Qué habrá pasado para que alguien de su posición reciba
órdenes directas de su majestad imperial?», se preguntaba el sagaz
anciano, ladeando al cabeza.
De repente, dio una palmada.
—¿Acaso tiene que ver con un trabajo en el exterior?
—Lo has entendido en seguida, abuelo. No esperaba menos de
ti… —asintió, inexpresiva, la marquesa de Kiev ante la perspectiva
de su fiel sirviente. Desabrochándose hábilmente el cinturón con
una sola mano, bajó un poco la voz—. Dentro de poco va a venir un
emisario del Vaticano a la capital, me han pedido que me encargue
de recibirlo.
—¿Un emisario del exterior? ¿Para qué…?
—Eso no lo sé.
La respuesta fue cortante. Chandarli, que jugueteaba con el
cinturón de rubíes, no mostró ningún tipo de disgusto en su
expresión, pero se podía sentir cómo el mal humor fluía de su
cuerpo como el vapor.
—Al parecer, hace unos meses su majestad envió un mensajero
al exterior. Es previsible que llegue hoy o mañana, acompañado del
emisario del Vaticano. Mi misión es protegerlos.
—¿La misión que os ha encargado su majestad…? —repitió
Chandarli, mientras se rascaba la cabeza.
El exterior era el mundo de los bárbaros, los terranos que vivían
allí eran ignorantes y crueles. Además, no temían llamar «vampiros»
a los methuselah. Su majestad demostraba mucho valor invitando a
un emisario de tales salvajes, pero no dejaba de ser raro…
—Me pregunto por qué no os encargarían el trabajo de
mensajero a vos, señora —siguió el anciano, bajando la voz, a la
vez que ayudaba a su señora a ponerse las ropas de interior—.
Entre los nobles, no hay quien os supere en conocimiento del
exterior. Y además…
—Eso tampoco lo sé. —La respuesta de la marquesa de Kiev fue
indiferente, carente de afabilidad. Sin volver la cara, añadió
enfurruñada—: Parece que se trata de un cardenal, así que
probablemente consideraron que era un trabajo demasiado
importante para alguien tan humilde como yo…
De todos modos, ¿quién soy yo poner en duda el clarividente
juicio de su majestad?
Aunque sus palabras eran de alabanza, era evidente que no
estaba nada contenta de haber sido mantenida al margen de aquel
plan. Tres años atrás había visitado el exterior, y después de volver,
se había dedicado en cuerpo y alma a investigar ese mundo. Incluso
le habían puesto un mote: «la fan de los terranos». Entre sus
congéneres sobre el exterior y los terranos que allí habitaban. En el
fondo de su pecho, el notar que sus esfuerzos no eran valorados le
producía un remolino negro de insatisfacción.
—¿No es raro?
La hermosa mujer se detuvo de repente.
Estaban cerca del pasillo que llevaba a la sala de baños en el
jardín.
El aire del crepúsculo se teñía de color sepia. Pero la joven
methuselah se había quedado inmóvil, escudriñando el espacio con
su aguda mirada.
—¿Qué ocurre, señora?
—…
Tras acallar con un gesto a su sirviente, la marquesa de Kiev
agarró de nuevo el cinturón que acababa de quitarse. Con un brillo
cauteloso en sus ambarinos ojos, murmuró sin girarse:
—Dime una cosa: ¿esperamos invitados hoy?
—No, no hay nadie anunciado. Mañana tenéis una cita con el
vizconde de Nicea y pasado mañana con los condes de Tabriz, pero
hoy…
—¡Hmmm! Entonces, esos de ahí son visitantes no invitados,
¿no?
—¿Eh?
Al mismo tiempo que Chandarli, confuso, se giraba, las delgadas
manos de la methuselah se movieron con rapidez.
El cinturón salió volando con una fuerza monstruosa en dirección
a un olmo que se erguía en una esquina del jardín. La copa del
árbol, que Chandarli había venido cuidando desde la generación
anterior, se balanceó y el cinturón desapareció en su verde sombra.
Bueno, en realidad, no desapareció. Al cabo de un instante…
—¿Eh?
¿Qué había sido aquel ruido disonante?
Una figura que intentaba introducirse en la mansión a través de
las ramas del árbol cayó de cabeza y rodó por el suelo.
—¡Pa…, padre!
—¡Padre!
Parecía que no había sólo un intruso. Las agudas voces
confusas pertenecían a dos pequeñas figuras.
—¡Ah, ésos…! ¡Señora!
Para cuando Chandarli reaccionó, su señora ya había dado una
patada en el suelo y había salido volando por la galería. Cubrió los
treinta metros en tres segundos al mismo tiempo que desenvainaba
la espada, que lanzó un funesto brillo negro.
—¡Vosotros tres! ¡No os mováis! ¡Estáis en el palacio de los
marqueses de Kiev!
La aristócrata amenazaba con su espada a un hombre joven que
retrocedía sentado en el suelo mientras miraba con ojos aprensivos
hacia lo alto del árbol.
—¿Qué haces intentando meterte en mi casa? ¡Eh! ¿Tú?
Mirando hacia la noble con cara de haber bebido algo raro, el
joven del suelo respondió frívolamente…
—Esto…, ¿cómo andamos?
Sin mostrar el más mínimo recelo ante la espada que le
apuntaba, incluso saludó con la mano.
—Cuánto tiempo, ¿eh, Ast…? Perdona por haber estado
desaparecido por todo este tiempo. ¡Jejeje…!
—¡No os fiéis de él! —gritó Chandarli, que por fin había llegado
corriendo junto a ellos. Con la mirada clavada en el intruso que
sonreía estúpidamente, alzó la voz para llamar a sus hombres—.
¡Intrusos! ¡Hay intrusos en el palacio de la marquesa de Kiev! ¡Venid
todos! ¡Asaltantes!
¡Alarma!
—No…, no pasa nada —dijo la marquesa, para controlar los
gritos de su sirviente.
Devolviendo la espada a su vaina, dio un suspiro como si
estuviera extrañamente cansada.
—Tranquilo. No hace falta que llames a nadie.
—¿Eh? Pe…, pero…, señora…
—Es un conocido mío. Si sigues gritando se va a armar un lío.
En vez de eso… Pero antes me gustaría que me explicaras de qué
va todo esto, mi querido invitado sorpresa.
Tras ignorar a su servidor, la marquesa de Kiev, Astharoshe
Asran, levantó sin dificultad por el cogote al joven, quien movía la
cabeza con despreocupación. Como si hubiera agarrado con
violencia un gato callejero que intentaba colarse en su casa,
compuso una hermosa sonrisa con una mezcla de malicia y
familiaridad.
—Como hace tres años, espero que tus refinadas excusas sean
capaces de disipar mis sospechas, Abel Nightroad…, camarada.
VI

En el Imperio de la Humanidad Verdadera, el enorme y último de los


Estados no humanos sobre la Tierra, la política y los asuntos
militares eran administrados exclusivamente por la aristocracia
methuselah.
Los nobles eran a la vez los señores de sus feudos y altos
funcionarios de la corte central.
Por ejemplo, la duquesa de Moldova era una gran señora que
poseía territorios en el nordeste del Imperio, desde Moldavia hasta
Besarabia. A la vez, era la presidenta del consejo secreto, y su
nieto, Ion Fortuna, era espada imperial. Su carrera incluía
numerosas funciones relacionadas con el consejo, que era el
supremo órgano consultivo del Imperio. Su familia estaba
establecida permanentemente en la capital y confiaba la
administración de sus posesiones a vasallos de fidelidad probada.
Las residencias de los altos funcionarios como ellos, que
también servían de oficinas públicas, se llamaban yar.
En uno de esos palacios, a la orilla del mar, se encontraba
aquella tarde de visita un joven de cabellos azulados.
—Hemos recibido confirmación del resultado del ataque. Buen
trabajo, barón.
Desde el quiosco construido en medio del jardín se podía
admirar el brillo de la bahía del Cuerno de Oro. Ofreciendo asiento a
su huésped en el sofá que tenía enfrente, el anfitrión se sentó sobre
un cojín ricamente bordado en oro.
Se sacó del pecho unos cubos del tamaño de un terrón de
azúcar, en los que tenía almacenados los datos, y los puso con
desembarazo sobre la mesa.
—Matar a la duquesa de Moldova, incendiar su palacio y echarle
las culpas a su nieto… La verdad es que es la primera vez que oí el
plan me pareció demasiado perfecto para que fuera posible, pero
parece que habéis hecho un excelente trabajo.
—Os agradezco vuestras palabras. Espero que esto sirva para
compensar un poco los innumerables errores que cometí en Cartago
—dijo el joven huésped, moviendo la cabeza.
Incluso cuando extrajo el cubo de datos que contenía las
imágenes que habían mandado los cazadores del ataque, sus ojos,
de color azul metálico, no mostraban ningún orgullo. Ofreciendo los
cubos transparentes sobre la palma de la mano, añadió con voz
decepcionada:
—Pero, por desgracia, no hemos sido capaces de conseguir la
cabeza de la duquesa de Moldova. Los agentes que mandé no
fueron tan eficaces como esperaba… Si hubieran resistido un poco
más al conde de Menfis, podríamos haber vuelto con la cabeza.
—¿Habláis de esos muñecos, verdad? Ya me parecía a mí que
no podíamos fiarnos de la tecnología del exterior… Pero tampoco es
un contratiempo que ponga en peligro el plan —dijo el anfitrión,
sonriendo mientras recibía el té que le traía un sirviente autómata.
Unos colmillos, largos incluso para un methuselah, le cortaban en
forma de media luna los gruesos labios—. Hace una hora, los
jenízaros han encontrado el cadáver de la duquesa de Moldova
entre los restos del incendio. Parece que estaba completamente
carbonizado, pero han verificado su identidad a través de ser
genéticos. Probablemente anunciarán su defunción en el consejo de
esta tarde.
—Entonces, hemos completado con éxito la primera parte del
plan…
El movimiento del conde de Menfis también sigue lo que
habíamos previsto.
Sin tocar el líquido fragante que tenían enfrente, el methuselah
de cabellos azulados suavizó su expresión y sonrió con dulzura a su
anfitrión, que lo observaba atentamente.
—Sí, el consejo de mañana será muy interesante. El conde de
Menfis y la chusma terrana… ¿Qué cara pondrán todos cuando se
enteren del complot del Vaticano? Tengo muchas ganas de verlo.
Sonriendo como un ave rapaz, el anfitrión giró su rostro juvenil
hacia la bahía del Cuerno de Oro. Frente al distrito de Beyoglu, lleno
de palacios de alto nivel, el distrito de Istanbul parecía una alfombra
verde de árboles frondosos. Entre ellos se levantaban aquí y allí
agudos minaretes e imponentes cúpulas.
El palacio imperial era la residencia de la figura que dominaba
eternamente la aristocracia y reinaba como única autoridad sobre la
capital.
Una luz aguda brilló en los ojos del hombre.
—Hace más de ochocientos años que empezó su reinado, desde
la fundación del Estado. Por fin, ha llegado el día. Mañana se
decidirá nuestro futuro y el de este Imperio… Barón, me temo que
estaréis cansado, pero tengo una cosa que pediros.
—Estoy a punto.
Riendo contenidamente, el joven de cabellos azules cerró la
mano donde tenía los cubos de memoria. Entre sus dedos brilló un
instante una luz azulada.
—Igne natura renovatur integra… Espero que nuestras espadas
puedan traer un nuevo orden a esta tierra.
CAPÍTULO 2

El palacio de jade

Mía es la venganza.
ROMANOS 12,19
I

En cuanto el débil disco de luz se hundía más allá del horizonte, la


Ciudad del Crepúsculo se convertía en la ciudad de la noche.
La calles, cubiertas de un velo azulado, empezaban a llenarse de
centelleos semejantes al de luciérnagas que bailaran alocadamente
hablando de amor. Hasta aquella tranquila atmósfera azulada llegó
flotando un rumor lleno de animación, y la avenida que llevaba al
palacio se llenó de repente de gente y carros que crujían con
impaciencia.
—El día empieza a la puesta de sol… La verdad es que sí que
cuesta acostumbrarse —suspiró Esther, aún metida en el agua.
El sistema horario del Imperio tomaba como referencia para
empezar a contar las horas la puesta de sol de los equinoccios de
primavera y otoño.
Gracias al viaje por Alejandría y Misr, Esther ya estaba
acostumbrada a esa manera de expresar la hora, pero eso no
quería decir que su cuerpo se hubiera adaptado al intercambio de
día y noche que implicaba, habituada en Roma a levantarse a las
cinco y a acostarse a las diez, representaba una diferencia
aproximada de medio día en su ciclo vital, no sabía si podría haberlo
soportado de no ser por el baño que tomaba inmediatamente
después de levantarse. Esther se desperezó levantando sin
complejos los brazos aún dormidos. Sacudiendo la cabeza todavía
sumida en el sopor, intentó deshacerse del peso del sueño.
En el Imperio, el gusto por los baños calientes era compartido
por methuselah y terranos. Todas las ciudades disponían de
enormes termas públicas, que eran el lugar principal de
socialización, y la mayoría de los aristócratas tenían baños privados
en sus residencias. Las había de todos los tamaños, pero las de los
marqueses de Kiev eran unas termas en toda regla, equipadas con
sala de agua helada y baño de vapor.
—¡Aaah!, esto es el paraíso. ¡Qué bien se está!
Después de remojar bien el cuerpo en el agua, el recuerdo de la
huida entre sangre y cenizas de hacía apenas unas horas no
parecía más que una historia del pasado lejano. Jugando con el
agua, tan enturbiada de blanco que parecía leche, Esther entrecerró
los ojos, embelesada.
—Pero ¿qué tipo de agua será?, se está muy bien, pero pica un
poco…
¿Será la cal incrustada que se deshace?
—¿La cal? No seas impertinente, terrana. En mi casa limpiamos
el baño cada día —dijo de repente una voz aguda pero ronca—. Por
cierto, ésta es una emulsión particular de mi familia. A una base de
leche de manatí se le echa mirra, ranúnculo, hinojo, incienso y otros
aceites, y se disuelve lentamente… es eficaz en especial contra el
cansancio. También sirve para la gente sensible al frío.
—¡Su…, su excelencia!
La figura que apareció de improviso entre el vapor sobresaltó a
Esther. Y aún le sorprendió más notar con qué fluidez hablaba la
lengua oficial de Roma. Se quedó aturdido, sin saber cómo
reaccionar después de que pillaran diciendo algo tan descortés.
—¡Os…, os ruego que me perdonéis! Espero que no os importe
que me haya metido en… ¡Ahora mismo salgo del baño!
Esther salió corriendo de la bañera, tapándose como pudo, para
abandonar cuanto antes la sala. Sin embargo, unos dedos fuertes y
ágiles la agarraron de la mano.
—No hay ningún problema. Mientras estéis en mi casa, aunque
seáis terranos sois mis invitados.
La marquesa de Kiev, Astharoshe era una mujer hermosísima.
Su cuerpo completamente desnudo parecía la encarnación de la
misma idea de belleza plástica. Sacudió generosamente la
cabellera, que estaba decolorada en un tono marfil, excepto un
único mechón del color de la sangre.
—Ya que estás aquí, relájate… Esther, ¿era ese tu nombre,
verdad? —dijo sin mostrar emoción en la voz.
—Sí, su excelencia. Me llamo Esther Blanchett. Trabajo para la
Secretaría de Estado del Vaticano.
—¡Hmmm!, la Secretaría de Estado… O sea que eres
compañera de Abel Nightroad. Tiene que ser muy pesado trabajar
con él. Te compadezco.
—Bueno…
Sin saber muy bien cómo responder al comentario en tono
jocoso de la noble, Esther no replicó más que de forma ambigua y
distraída. Ella misma no era capaz de explicarse por qué la
compasión de la marquesa le había sentado tan mal.
Sin preocuparse de la reacción de la joven, Astharoshe se metió
en la bañera por la parte opuesta. Sus movimientos eran elegantes
y airosos que no produjeron ni siquiera ondas en la superficie del
agua.
«Qué hermosa…», pensó Esther, ahogando un suspiro para sí.
Realmente, la marquesa de Kiev era la mujer más bella que
Esther hubiera visto nunca. Más alta que muchos hombres, su
cuerpo estaba hecho de equilibradas curvas. A pesar de ser ella
misma mujer, Esther se quedó absorta ante la figura. Además, ya
fuera por orgullo o por descuido, Astharoshe no hacía esfuerzo por
ocultar su imponente cuerpo desnudo.
Admirando tal perfección, Esther se sintió avergonzada por su
modesta figura. No sólo había crecido en un entorno de pobreza,
sino que sus numerosas experiencias sangrientas le habían dejado
el cuerpo marcado con gran cantidad de feas cicatrices.
—Pero vaya herida más extraña…
Parecía como si la voz hubiera estado leyendo los pensamientos
de Esther.
Al levantar la vista, se dio cuenta de que la methuselah de
cabellos blancos le estaba mirando atentamente la cara.
—La forma es muy rara y, además, es enorme… ¿Eso del
estómago es una cicatriz de guerra? Siendo terrana, es increíble
que sobrevivieras a una herida así.
—¿Eh?
Esther se miró el cuerpo de manera inconsciente, pero movió en
seguida la cabeza y se cubrió la marca del estómago rápidamente
con las manos. Aunque tenía una forma muy llamativa, no era una
herida de combate.
—¡Ah, no…! Esto es una marca de nacimiento, no una cicatriz.
—¿Una marca de nacimiento? —preguntó, extrañada,
Astharoshe mientras se recogía la cabellera con una toalla para no
mojársela—. Pues qué curiosa. Tiene como forma de estrella… ¡Ah,
claro!, en la lengua de los terranos tu nombre significa precisamente
eso, ¿verdad? ¿Tu madre te puso el nombre por eso?
—Pues, la verdad…
Esther no sabía ni siquiera el nombre de su madre.
Su padre, Edward Blanchett, la había entregado a la catedral de
San Mattyás en István y se había ido sin dejar señas. Además de
las ropas de bebé que llevaba y un rosario, el nombre era la única
herencia que le habían dejado sus padres.
«¡Basta! ¡Ahora no es momento de pensar en eso!», se dijo
Esther, intentando olvidar el antiguo dolor. No era la situación
apropiada para dejarse llevar por aquellos recuerdos. Medio
mareada por el vapor, movió la cabeza para recuperar el hilo de sus
pensamientos.
—¡Ah!, por cierto, su excelencia, ¿puedo preguntaros algo?
—¿De qué se trata?
Desde que habían llegado al palacio de los marqueses de Kiev,
había algo que le rondaba por la cabeza. Dirigiéndose a la
methuselah, quien miraba con ojos brillantes el techo mientras
apoyaba ambos brazos en el borde de la bañera. Esther lanzó la
pregunta:
—¿Por qué nos habéis salvado? Ofrecernos refugio así… ¿Qué
relación os une al padre Nightroad, exactamente? ¿De qué lo
conocéis?
—¡Ah!, eso es lo que te intriga… —dijo Astharoshe, con cierto
desdén, mientras se quitaba con sus largos dedos unas gotas de
agua en el pelo—. Es un viejo conocido. Hace más de tres años,
cuando me encontraba en misión por el exterior, fue él quien me
echó una mano.
—¿Os echó una mano? ¿O sea que ahora le estáis pagando la
deuda ayudándonos a nosotros?
—¿Una deuda? ¿Yo? ¿Con ése?
Inicialmente, la marquesa de Kiev se quedó extrañada,
señalándose a sí misma con el dedo, pero no pasó mucho tiempo
antes de que se le encendiera la cara.
—¿¡Una deuda!? ¡Pero qué impertinencia! ¡Yo a ese hombre ni
le debo ni le debo nada! ¿Me has comprendido, Esther? ¡No vuelvas
a sugerir nunca más eso!
—¡Pe…, perdón!
¿Qué habría hecho el sacerdote? Ante la mirada de Esther, que
encogió el cuello de forma inconsciente, Astharoshe levantó un puño
amenazador.
—Reconozco que hace tres años me ayudó. Pero en seguida se
lo cobró enviándome algo inaudito.
—¿Qué era? —preguntó Esther, temerosa—. ¿Qué os envió?
—¡Niños! ¡Y no sólo uno o dos! ¡Me mandó un barco de carga
lleno!
La bella mujer estaba tan furiosa como si tuviera al sacerdote en
cuestión delante y hacía saltar chorros de agua golpeando con
fuerza la superficie.
—¿Te lo puedes creer? ¡Un barco lleno de niños vivos! Ni que
fueran perros o gatos… ¡En menudo lío me metió! Pero venían
todos en condiciones miserables, así que, haciendo todos los
esfuerzos posibles, los ayudé a que pudieran valerse por sí
mismos… ¡La verdad es que doy tan buena que me doy asco!
—¿Ah, sí?
Esther no sabía muy bien cómo responder a las palabras de la
aristócrata. Finalmente, optó por no meterse en problemas y llevar
de nuevo la conversación a un terreno menos peligroso.
—Entonces…, ¿qué motivo os ha llevado a socorrernos esta
vez? Si no tiene relación con el padre Nightroad, ¿de qué se trata?
—¡Ah, eso…! —respondió Astharoshe, asintiendo.
Fuera por franqueza o por tener un carácter voluble, parecía
haberse olvidado completamente de la ira que había mostrado unos
segundos antes, bajando el tono con voz indecisa, explicó:
—La verdad es que hay una cosa que me intriga… Ayer su
majestad me dijo: «Va a venir dentro de poco un enviado del
Vaticano. Protégelo».
—¿Eh? ¿Eso dijo Augusta? —dijo Esther, sorprendida, torciendo
la cabeza—. ¿No es extraño? Eso quiere decir que su majestad
sabía de antemano que nos veríamos envueltos en problemas, ¿no
os parece?
—Es posible…
Sin moverse de la bañera, la marquesa de Kiev aguzó los ojos
ambarinos. Cruzando las largas piernas, retomó una expresión
seria.
—Pero eso no es tan raro. Su majestad es una persona
extraordinaria.
Sabe lo que pasa en cualquier rincón del Imperio…, algo
inimaginable para nosotros. Es muy probable que ya hubiera
previsto los problemas a los que os habéis enfrentado.
—¡Ah!
Augusta parecía inspirar una confianza una confianza sin límites.
Esther recordaba con extrañeza que también el conde de Menfis
hablaba de ella con el mismo respeto. Parecía que en el Imperio su
majestad tenía un estatus casi divino.
Era un personaje legendario, del que se decía que había
fundado el Imperio ochocientos años atrás, después de que los
methuselah fueran expulsados de las tierras civilizadas. Había
conseguido devolver la vida a unas tierras contaminadas donde
después del Armagedón no crecía ni una brizna de hierba y había
resistido todos los ataques de los Estados humanos, la emperatriz
Vradica era la única soberana absoluta. Sin embargo, su identidad
concreta era un misterio.
Vivía en los apartados aposentos privados del palacio y no
aparecía más que en contadas veces en público. Además, el trono
estaba tapado siempre por un velo y ni siquiera los aristócratas
tenían ocasión de verle el rostro. En el Vaticano había incluso quien
decía que no era una persona real, sino simplemente un símbolo.
—Pero ¿cuántos años tiene su majestad? —preguntó Esther
tímidamente, sin saber muy bien si estaba siendo maleducada de
nuevo. Ya que su interlocutora parecía amable, aprovechó para
expresar las dudas que había albergado durante todo el viaje—. El
Imperio se fundó hace ochocientos años, ¿verdad? O sea que
sobrepasa esa edad. Ya sabía que los methuselah sois una especie
muy longeva, pero ¿tanto?
—¡Huy!, pero nosotros vivimos a lo sumo trescientos años. Es
del todo imposible que lleguemos a su edad —respondió
Astharoshe, sorprendentemente tranquila ante la impertinente
pregunta de Esther—. Pero ya te lo he dicho antes. Es una persona
extraordinaria, es la emperatriz y madre eterna de los methuselah.
Existía en el pasado, existe en el presente y existirá en el futuro por
toda la eternidad.
La marquesa de Kiev sonrió por primera vez, con las mejillas
sonrosadas. Se levantó de la bañera y, dirigiéndose a Esther, que ya
empezaba a marearse por el calor, dijo:
—Por eso, si me lo ordenase su majestad, daría mi vida para
protegeros… Venga, creo que ya es hora de salir del baño, terrana.
Te he preparado ropa. Cámbiate y ven a comer.
—Amfefomge, femfampfaga…
—Acaba primero lo que tienes en la boca, padre —dijo la
marquesa de Kiev, lanzando una mirada implacable a su invitado,
que gruñía como una boa que estuviera tragándose un huevo entero
—. Después hablaremos como personas civilizadas.
—Emfom… Perdón. A ver, creo que tenemos que empezar por
resolver las falsas acusaciones que han caído sobre el conde —
propuso el sacerdote con cara seria, sin dejar de tragar a dos
carrillos con un apetito sorprendente—. Porque, tal como están las
cosas ahora, se le considera un parricida. Si no probamos su
inocencia primero, es impensable que pueda recibir audiencia de su
majestad imperial.
Parecía un milagro, pero por una vez había salido palabras
razonables de la boca de Abel. Esther le dio la razón con un
profundo suspiro.
—Tenéis razón. Tal como están las cosas no es que no podamos
recibir una audiencia imperial, es que no podemos ni salir a la
calle…
Estaban en los aposentos de la marquesa de Kiev, hacía sólo
unos instantes, la mesa central había estado cubierta de suntuosas
fuentes de comida, pero habían desaparecido en un momento,
como si no fueran más que una broma de mal gusto. Recostada
sobre un cojín, Astharoshe había bebido sólo la rojiza agua de la
vida, y Esther, que no estaba acostumbrada a la cocina imperial, no
había comido sino un bizcocho cubierto de yogur.
Ion, cabizbajo y ojeroso, no había sido capaz ni de beber agua, o
sea que la mayor parte de la comida había desaparecido en un solo
estómago.
—Tendríais que comer algo, excelencia.
Dirigiéndose al joven aristócrata silencioso y abatido, Esther le
ofreció un pastel de hojaldre que escondía con la mano de la mirada
feroz del sacerdote, que recorría la mesa como un diablo buscando
más almas.
—Y esa cara… ¿No habéis dormido bien?
—¡Hmmm! —respondió Ion con una voz tan débil que parecía a
punto de desaparecer.
No era extraño. En el espacio de unas pocas horas había visto
su casa reducida a cenizas, había perdido a su abuela y le habían
señalado como su asesino, habría sido raro que pudiese haber
comido como si nada. Sin embargo, pensando en las pruebas que
los esperaban, si no recuperaba un poco las fuerzas, por muy
methuselah que fuera no podría superarlas.
—Si os cuesta comer, bebed al menos algo o tomad un poco de
fruta.
Si no os alimentáis, no tendréis fuerzas cuando os necesitemos.
—La chica tiene razón, conde de Menfis —dijo Astharoshe en la
lengua imperial, riendo ligeramente, mientras le ofrecía una granada
abierta sobre un plato—. Incluso nosotros nos cansamos y tenemos
que alimentarnos… Si no podéis dormir suficiente, al menos comed
lo suficiente.
—No quiero —respondió Ion con voz apagada mientras negaba
con la cabeza—. No os preocupéis por mí, marquesa de Kiev… Sea
como sea, es un problema que no os atañe.
—¿Que no me atañe? —replicó la aristócrata, aguzando los ojos
ambarinos. Su mirada brillaba peligrosamente como la de un tigre
herido—. Pero ¿quién te crees que eres, jovencito?
—¡Ma…, marquesa!
Al mismo tiempo que Esther gritaba atolondrada, Astharoshe
extendió los brazos como un látigo y agarró a Ion del cuello.
Ignorando las súplicas de la joven, levantó al muchacho, que no se
resistió, hasta la altura de su mirada y le dijo, torciendo los labios
con un gesto odioso:
—¿Te crees que te ayudo por gusto? Te he salvado porque me lo
mandan. ¡Personalmente, a Astharoshe Asran le resulta indiferente
que te mueras solo por los caminos o que te pudras en la cárcel!
—…
Ion alzó levemente la cabeza ante las duras palabras. Abrió la
boca como para decir algo, pero al final permaneció en silencio. De
entre sus párpados cerrados con fuerza cayó una gota transparente.
—¡Bah…!
Astharoshe se quedó mirando las lágrimas con cara de fastidio.
Finalmente, soltó al joven sobre el sofá, como si tirara algo sucio,
y siguió hablando con ira, cual un esputo, hacia el muchacho
cabizbajo.
—Que un aristócrata del Imperio llore en público, y encima
delante de terranos… ¡Qué cobarde! ¿Qué le enseñó la duquesa de
Moldova a su nieto?
Ante la mención de su abuela, a Ion le cambió el color de la cara.
—¡No habléis mal de mi abuela! —gritó, sacando los colmillos al
mismo tiempo que se ponía en pie de un salto—. Si seguís hablando
mal de ella…, no os lo perdonaré, por mucho que seáis la marquesa
de Kiev.
—¡Hmmm…!, al menos os quedan fuerzas suficientes para
enfadaros.
Astharoshe permaneció inmóvil, observando la explosión de ira
del joven. Esther hizo un gesto para interponerse entre los dos, pero
la aristócrata la detuvo con una señal y prosiguió, mirando al
muchacho con ojos fríos.
—Más que enfadaros conmigo, sería mejor que reflexionarais
sobre vuestras acciones. ¿Habéis pensado en los sentimientos de la
chica que hay a vuestro lado? ¡Qué imagen más miserable! Pensad
en lo que diría vuestra abuela si os viera ahora.
—…
El color del rostro del joven pasó de la palidez de la ira al morado
de la vergüenza. Cubriéndose, abochornado, el rostro, respondió
temblando, con voz débil pero clara:
—Tenéis razón, marquesa de Kiev, ya no me lamentaré más.
—¡Hmmm!, a ver si vuestras acciones confirman vuestras
palabras… —respondió Astharoshe con frialdad y se giró como si
hubiera perdido todo el interés en el joven.
Pero como prueba de que no lo había olvidado de repente,
forcejeó por un plato de la mesa con el sacerdote, que se afanaba
comiendo como si nada fuera con él, y se lo puso delante al
muchacho.
—Comed y recuperad las fuerzas. Si no, no seréis más que un
estorbo.
—Gracias.
Bajando la cabeza, Ion tomó una cuchara y empezó a comer
como si se estuviera enfrentado a un enemigo.
«Qué bien…».
Respirando tranquila, Esther elevó la mirada hacia la marquesa
de Kiev, pero la methuselah volvió a su asiento como si, ahora sí,
hubiera perdido realmente todo el interés en el asunto. Tomando
una copa de agua de la vida, volvió a la conversación anterior con
tono mecánico.
—Bueno, sigamos con el tema que nos ocupaba, supongo que el
padre ya os lo habrá dicho, pero Astharoshe Asran es una persona
prudente…
—No sé a qué Astharoshe Asran os referís ahora, pero si tenéis
alguna idea concreta os ruego que… ¡Huy!
Silenciando al sacerdote con un manotazo, Astharoshe siguió
hablando a los otros dos presentes.
—Decía… que aunque en general creo que es mejor actuar con
prudencia, ahora sólo se me ocurre una manera de sacaros de la
situación miserable en la que os encontráis, es una apuesta
arriesgada, pero me parece que no hay más remedio que hacer una
petición directa al Diwan.
—¿El Diwan? —interrumpió Ion, que había cambiado de cara al
oír esa palabra; se levantó como si acabara de ver un rayo de luz en
la oscuridad—. ¿Se va a celebrar una sesión del Diwan? ¿Cuándo?
—A partir de las seis, hace un rato se ha anunciado oficialmente
una sesión de urgencia en el palacio imperial. Probablemente ya les
habrán llegado las noticias de la muerte de la duquesa de Moldova.
Al fin y al cabo, era la oficial más alta del Imperio.
—Disculpad, pero… ¿qué es exactamente eso del Diwan? —
preguntó Esther, levantando la mano temerosa, un poco cohibida
por interrumpir la conversación—. ¿Es algún tipo de asamblea?
—Efectivamente. Es el consejo de nivel más alto y cuenta con la
presencia de su majestad imperial —respondió Astharoshe, con una
sonrisa, mientras se apartaba el mechón rojo de la cara—. Ni
siquiera a los aristócratas nos está permitido ver a su majestad así
como así. Muy pocas veces se permite a alguien que no sea de la
guardia de los jenízaros o del consejo secreto entrar en los
aposentos privados de su majestad. Pero si hay una sesión del
Diwan…
—Es una ocasión ideal —dijo Ion, completando la explicación de
la hermosa aristócrata.
El muchacho aún no había recuperado el color normal del rostro,
pero la vida iba volviendo lentamente a su mirada. Arreglándose las
solapas, se dirigió a Astharoshe con tal viveza que parecía una
persona distinta.
—Tenéis razón, no podemos dejar escapar esta ocasión…
Marquesa de Kiev, ¿podemos contar con vuestra ayuda?
—Confiad en mí. Conseguiré que veáis a su majestad y podáis
informarle de todo… ¡Hmmm!, esto es está poniendo interesente.
Viendo la sonrisa de la hermosa mujer, quien recordaba a algún
tipo de animal carnívoro, Esther se sintió intranquila.
—¿Puedo acompañaros? —sonó una voz serena a su lado.
Al girarse, vio que Abel levantaba la mano después de pararse la
hemorragia nasal con un papel.
—A esa asamblea también pueden asistir los vasallos, ¿verdad?
¿No me llevaríais como vuestro secretario, marquesa de Kiev?
—¿Precisamente a ti, padre?
Astharoshe se quedó con la boca medio abierta, como si la
hubieran pillado desprevenida. En seguida le apareció en la cara
una expresión de profundo desagrado.
—Pues sí que pueden asistir vasallos, pero vosotros estabais en
el escenario del crimen de la duquesa de Moldova. Si os descubren
será un problema.
—No os preocupéis, Iré con la cara tapada. Además, aun
suponiendo que podáis solicitar una entrevista secreta con su
majestad, no os la concederán así como así sin pruebas ni testigos.
Seguro que su majestad no tiene mucho tiempo que perder con
estas cosas.
—Pues la verdad es que tienes razón, pero…
Astharoshe se quedó dubitativa. No era tan sólo que no quisiera
llevar a Abel a un lugar público. La calidad de los vasallos era una
señal importantísima del estatus de la familia de sus señores.
Mientras miraba a todos lados con cara confundida, jugaba
nerviosamente con su melena blanca.
—Pero ¿exactamente qué prueba puedes aportar, padre? Si no
puedes desvelar tu identidad ni tu posición, ¿qué sentido tiene?
Astharoshe estaba buscando desesperadamente razones para
rechazar la propuesta. Pero Abel, como si ya hubiera previsto al
pregunta, sonrió, satisfecho.
—Tenemos una prueba… Esther, déjame la carta de la cardenal.
—¡Ah…! Aquí está.
Abel tomó con desembarazo el papel que Esther había sacado
automáticamente. Mostrándolo como un talismán ante la mirada de
Astharoshe, ahogó una risa de orgullo hinchando la nariz.
—Ésta es una carta escrita por la propia duquesa de Milán. Os
acompañaré para llevarla, y así, cuando veamos a su majestad, se
lo podré explicar todo en persona. ¿Qué os parece?
—¡Hmmm…!
Era un plan extrañamente bien pensado. Astharoshe movió los
labios, buscando una manera de rebatirlo, pero como no fue capaz
de encontrar ninguna objeción, al final sólo chasqueó la lengua.
—De acuerdo. Por una vez en la vida, has dicho algo razonable,
vendrás como vasallo mío… Pero es raro.
—¿El qué?
—No sé por qué, pero hace rato que me muero de ganas de
estrangularte.
—¡Hmmm!, eso es porque quizá tenéis algún trauma serio de la
infancia que afectó a la formación de vuestra personalidad. O tal vez
fue la falta de calcio que… ¡Oh!
Justo cuando la hermosa mujer agarró al sacerdote por el cuello,
Esther le pidió, nerviosa:
—¡Excelencia, llevadme a mí también, os lo ruego!
Si la dejaban allí, no tendría ningún sentido haber hecho todo
aquel viaje. Esther levantó la vista, suplicante, hacia la methuselah.
—Si lleváis al padre Nightroad, ¿no podéis llevarme también a
mí?
Al fin y al cabo, la enviada de la duquesa de Milán soy yo, y
siempre será mejor tener dos testigos que uno…
—Lo siento, pero es imposible, terrana.
Soltando al sacerdote, que se debatía con la cara de color casi
azulado, Astharoshe negó con la cabeza con una expresión
compleja y rechazó la petición de la joven con voz suave, pero
resuelta.
—No puedo llevar a tantos vasallos al palacio. Tú te quedas aquí
con el conde de Menfis, y esperaréis nuestras noticias.
—¿Por…, por qué? La mensajera soy yo…
—La respuesta es muy sencilla, Esther —dijo Abel, al tiempo que
se levantaba para interrumpir la réplica de Astharoshe. Mientras se
frotaba el cuello, que aún tenía las marcas de los dedos de la
aristócrata, le explicó a la muchacha de ojos llorosos—: Tú no sabes
hablar la lengua imperial, ¿verdad? Es que estamos hablando de
colarse en el palacio imperial. Si no sabes ni hablar con fluidez, será
difícil que salga bien.
—Pero…
La verdad era que tenía razón. Esther, dolida, no supo qué
responder.
De todos modos, no podía decirse que no tuviera talento para las
lenguas. Más bien al contrario. Además del húngaro, que era su
lengua materna, hablaba con nivel de nativa tanto el latín como la
lengua oficial de Roma, aparte de la lengua de Albión, de donde era
su padre. A éstas se les debían sumar cinco lenguas más, incluida
la de Cartago, que conocía a nivel de conversación cotidiana. En la
academia siempre había estado entre las primeras en las clases de
idiomas. Sin embargo, era una lástima que no supiera hablar bien la
lengua imperial.
—Después de haber sido designada mensajera, Ion le había ido
enseñando con mucho rigor y ahora podía chapurrear un poco, pero
todavía estaba muy lejos de poder pasar por nativa. Sí, por
cualquier razón, estando en el palacio alguien se dirigía a ella, eso
sería el fin de su aventura.
—Pu…, puede ser que tengáis razón, padre —dijo Esther. Sin
embargo, reacia a resignarse, intentó replicar a su vez—. Pero
¿acaso no tenéis el mismo problema, padre? Yo al menos chapurreo
un poco…
—Hei, cine zice cã nu vorbesc Limba Imperialã? Nu fi grosolanã!
—¿¡Eeeeh!?
Esther se quedó boquiabierta, mirando con asombro al
sacerdote, que acababa de soltar una frase en una lengua que
desconocía, bueno, estaba claro que no era una lengua extraña
para el religioso. Tanto la estructura como la pronunciación había
sido impecables.
—¡Pa…, padre! ¡Sabéis hablar la lengua del Imperio!
—Da, asa e… Pero, bueno, tampoco es que pueda ahora
ponerme a predicar ni escribir un artículo académico. ¡Jejeje! —dijo
Abel, riendo con orgullo mientras se ajustaba el puente de las gafas
con estudiada afección, y continuó con un tono de modestia
completamente falso—. Creo que puedo hacerme pasar por un
vasallo sin que nadie sospeche nada. Puede ser que hable con un
poco más de naturalidad que tú, Esther…
—Pe…, pero, entonces, ¿por qué hasta ahora no habéis dicho ni
una palabra en…?
—¿Acaso no dicen que para engañar al enemigo hay que
empezar por engañar al aliado?, sea quien sea el enemigo… —
siguió el sacerdote sin dejar su postura arrogante, como si se fuera
a comer el mundo, mientras la joven temblaba de ira. Como colofón,
añadió, engreído, las siguientes palabras—: Además, si no trabajo
un poco, cuando vuelva, Caterina me las va a hacer pasar canutas.
Venga, me pondré manos a la obra…
—¡Pues a mí también me reprenderán si no hago mi trabajo!
—Ya lo sé. Pero penetrar en el palacio va a ser una tarea muy
peligrosa. Esther, tu papel es quedarte aquí como reserva. Lo que
necesitamos es precisamente eso —dijo Abel, mirando a lo lejos con
expresión dócil, mientras golpeaba con afabilidad en la espalda de
Esther, quien temblaba y apretaba los puños—. ¡Ah!, no olvidaremos
tu honorable sacrificio. Si volvemos a Roma, pediremos que te
santifiquen… Santa Esther. ¿No te parece que suena muy bien?
II

La capital imperial estaba dividida por el estrecho del Bósforo; la


parte europea quedaba al oeste, y la parte asiática, al este, pero los
methuselah residían casi todos en la primera. A su vez, la parte
occidental estaba dividida en dos por la bahía del Cuerno de Oro,
que la atravesaba como un enorme río.
El distrito noroccidental, Remuli Beyoglu, subía formando una
pendiente escarpada desde la costa de la bahía, donde se
encontraban los palacios de la aristocracia methuselah y las
residencias de lujo. También se concentraban allí las principales
infraestructuras públicas, como los servicios de agua corriente y
electricidad, así como gran parte de las instalaciones bélicas de
entrenamiento y el puerto militar.
Por otra parte, las siete colinas cubiertas de frondosos bosques
que formaban la ribera sur, Rumeli Istanbul, pertenecían a una sola
persona.
Su superficie total superaba en cuarenta veces la de San Pedro
del Vaticano, que se consideraba el palacio más grande de la
humanidad. Sus trece gigantescas cúpulas y centenares de
minaretes servían de techo al centenar de miembros de la Guardia,
centenares de nobles methuselah y cerca de diez mil vasallos
terranos, además de una cantidad innumerables de sirvientes
autómatas. Todos ellos servían a una única señora.
El aquella enorme extensión se encontraban las instituciones
centrales del Imperio y, en los subterráneos, trabajaban en silencio
fábricas automatizadas que producían todo aquello necesario para
vida diaria. Era una unidad autosuficiente en todos los aspectos.
Casi se podía decir que funcionaba como un Estado independiente.
El palacio imperial era, en todos los sentidos, el centro del
Imperio.
Además, era la residencia de Augusta Vradica, eterna señora del
Imperio de la Humanidad Verdadera.
En la sala habría sentados ya más de medio millar de
aristócratas. A su espalda se podían contar más de tres mil
sirvientes, entre vasallos y pajes encargados de servir el té.
El Diwan se reunía en la sala de la gran cúpula, un gigantesco
espacio que parecía extenderse hasta el cielo. Aún se veían más
asientos vacíos que ocupados. Los cojines preparados estaban
bordados con las armas de las diversas casas de la nobleza; era
como si el cielo otoñal hubiera bajado a la tierra.
—¡Oh! ¡Pero cuánta gente! Al decir que era un consejo, me
esperaba que asistieran unas siete u ocho personas.
—Iluso. ¿Crees que alguien de mi posición podría entrar en un
consejo tan reducido y selecto? Pero deja de preguntar tanto y
cállate. Se supone que eres mi vasallo. Un vasallo no debe causar
vergüenza a su señora —reprendió Astharoshe con tono cortante al
joven sacerdote, quien hablaba fluidamente pero con un estilo
simple la lengua imperial.
En ningún momento desapareció la sonrisa que le adornaba el
rostro, maquillado con elegancia. Devolviendo con distinción los
saludos a la gente con quien se cruzaba, avanzaba a grandes pasos
por la sala.
Los aristócratas asistentes iban desde los miembros del consejo
secreto, pilar de la corte imperial, hasta los diversos oficiales de
noveno grado, sentados en disposición de abanico según su
profesión. Como chambelán de séptimo grado encargada de la
justicia aristocrática, a Astharoshe le correspondía sentarse en una
alta butaca de la tercera fila contando desde el exterior.
Una vez le trajeron el cojín con su rúbrica y el emblema de la
familia Asran, una doncella con una lanza, la methuselah le pidió un
vaso de leche caliente a un paje que se había acercado con
premura hasta ella.
—No la calientes demasiado. La miel, que sea de violetas… ¿Tú
que quieres beber?
—Venga, pues un té. Con trece cucharadas de azúcar, por
favor… Por cierto, Astharoshe, ¿dónde está el trono de la
emperatriz? —susurró en voz baja Abel, vestido de vasallo de la
marquesa de Kiev, después de ver cómo el paje se alejaba con su
pedido.
—¡Qué impertinente! ¡Llámala al menos «su majestad»! —riñó
Astharoshe al joven de cabellos plateados, quien miraba en todas
direcciones sin ningún recato.
Si se descubría que había un intruso en el consejo no había
duda de que los degollarían allí mismo. Observando con suma
atención a su alrededor, la aristócrata le respondió sólo con un leve
gesto:
—El trono se encuentra detrás de aquel biombo… Mira, ahí.
Donde están los jenízaros.
Junto a la pared estaba formado un escuadrón de soldados
cubiertos de máscaras y armaduras rojas. Eran la Guardia imperial,
un cuerpo de gran potencia bélica equipado con mecanismos
biónicos de alta frecuencia y armas de efecto magnético que
disparaban tanto balas sólidas como de explosivo líquido.
Pero lo que Astharoshe había señalado era la cúspide de la
escalinata que rodeaban, inmóviles, los guardias. En concreto, la
pantalla de color verde que estaba allí desplegada. Rodeada del
azul de las ropas de los aristócratas, el negro de los vasallos y el
carmesí de las armaduras de la Guardia, brillaba como una pieza de
jade impenetrable rebosante de distinción. El uso de ese color no le
estaba permitido a nadie más en el Imperio. Por supuesto, era
imposible atisbar lo que había al otro lado del biombo, pero los
miembros del consejo secreto, el más alto órgano consultivo del
Imperio, volvían la cabeza continuamente en aquella dirección.
—¡Aaah!, claro, claro. Es eso. La verdad es que parece una
pieza muy cara.
—Por lo que más quieras, padre… —advirtió de nuevo
Astharoshe al sacerdote, quien seguía mirando con curiosidades a
su alrededor. Agarrándose el estómago para controlar el dolor
nervioso, la aristócrata hablaba en tono casi de súplica—. ¿No
puedes estarte callado? Vas a acabar por meternos en un lío.
—No pasa nada. ¿Acaso no me conocéis, marquesa de Kiev?
—Es por eso por lo que me preocupo… Pero bueno, al fin y al
cabo, hemos hecho bien en dejar en casa a la chica ésa, Esther. No
podría haberme ocupado de ella además de ti —refunfuñó
Astharoshe mientras pasaba la palma de la mano por el escáner
situado en la mesa. Mientras el ordenador comprobaba su identidad
analizando la información genética de sus huellas dactilares y
células, la methuselah prosiguió antes de madurar.
Yo también era como ella… Si no la controlas, se lanza a lo loco,
¿verdad?
—¡Bah!, como no sabe el idioma, no ha tenido más remedio que
quedarse calladita en casa —asintió el sacerdote con aire serio,
mientras miraba por encima del hombro de Astharoshe las letras de
la imagen holográfica que el ordenador había producido con un láser
de baja directividad—. Ahora mismo Esther y el conde de Menfis
deben de estar quejándose juntos. Bueno, en esta misión han
pasado por muchas penalidades, o sea, que poder descansar
tampoco es algo que sea un castigo divino, ¿no?
—¿Hmmm? ¿No es nada más que eso, padre? —preguntó
sonriendo Astharoshe con una leve luz maliciosa en los ojos,
mientras repasaba de una mirada el orden del día holográfico—.
¿No será que no quieres que se ponga en peligro? Lo del idioma no
es más que una excusa. Lo que te preocupa es lo que pueda
pasarle, ¿acaso no es así?
—¿Eh? ¿Qué queréis decir?
—Quiero decir que eres tan solícito como siempre. Como hace
tres años cuando tú…
Justo cuando la aristócrata se giraba sonriente, una voz la apeló
desde un lado.
—¡Cuánto tiempo sin vernos, princesa!
Aquélla no era la voz descuidada y blanda de Abel. Era la voz
suave pero enérgica de un hombre maduro.
—Ya hace más de cuatro años. ¿Todavía te acuerdas de mí?
—¡Du…, duque de Tigris! —respondió Astharoshe con labios
rígidos, y se puso firme como si la hubiera atravesado una corriente
eléctrica sólo de ver la figura que le sonreía al lado de Abel—.
¡Disculpad que no os haya visto antes, señor duque!
—Llámame Sulayman, por favor. O, si quieres, llámame «tío»,
como hacías de pequeña.
Quien se dirigía así a la marquesa de Kiev era un hombre que
sólo podía calificarse de apuesto, hablaba en tono elegante, pero su
sonrisa era un poco forzada.
Su edad real rondaría los trescientos años, pero conservaba la
imagen de una persona de poco más de treinta. La sacaba una
cabeza a Abel, pero como se mantenía erguido, no daba la
impresión de torpeza que a menudo tienen los hombres muy altos.
Sin embargo, la amable sonrisa que adornaba su rostro de piel
ligeramente oscura y sus suaves maneras hacían difícil adivinar que
se trataba de uno de los militares más distinguidos del Imperio.
Sulayman, duque de Tigris, como vicepresidente del consejo secreto
había sido uno de los pilares de la administración imperial durante
los últimos decenios.
—No seas tan formal —añadió el duque con su agradable voz de
barítono—. Sólo quería saludarte después de tanto tiempo. Siento
no haber podido asistir a los funerales de tu madre, el año pasado.
—No os preocupéis du…, tío, es comprensible, dadas vuestras
obligaciones para con el Estado. Soy yo la que tiene que disculparse
por no haberos visitado en tanto tiempo.
Sulayman miraba con educación a la marquesa de Kiev, quien
hablaba entre dientes, pero en seguida dirigió la mirada al vasallo
situado a la espalda de la noble. Un punto de extrañeza le apareció
en el rostro.
—¿Has traído a un vasallo nuevo? ¿Qué le ha pasado al anciano
Chandarli?
—¡Ah!, está bien. Sólo que hoy estaba ocupado con otras cosas
y no podía venir. Éste es Abel. Hace poco que ha entrado en
nuestra casa… No es muy atento, además de despistado, me trae
muchos problemas.
—¿¡Eh!? ¿¡Pero qué dices!? ¿Desde cuándo soy desp…? ¡Oh!
Acallando las protestas del vasallo de un solo golpe en el
estómago, Astharoshe forzó una sonrisa.
—Ya veis, es que acaba de llegar de las provincias… Es una
vergüenza.
—No pasa nada —contestó el duque, mirando alegremente a
Astharoshe, con cuya familia le unían lazos lejanos. Cambiando de
expresión, bajó la voz para preguntarle—: Por cierto, ¿conoces el
motivo de la asamblea de hoy?
—La defunción de la marquesa de Moldova, según he oído…,
¿no es así?
La muerte de la duquesa aún no se había anunciado de forma
oficial, pero ya era de dominio público, además, al no tratarse de
muerte natural, sino de un parricidio a manos de su nieto, era el
único tema de todas las conversaciones que se estaban
produciendo en la sala. Astharoshe bajó la voz por instinto.
—He oído que murió a manos del conde de Menfis, su nieto.
¡Qué horrible! Claro está que puede ser que sólo sean
habladurías…
—Es un hecho cierto. Pero el problema…
—¿Problema?
Sulayman vaciló unos momentos antes de responder a la
pregunta de Astharoshe. La sombra de una duda apareció en su
rostro, que recordaba al de una estatua clásica. Pero, finalmente, el
aristócrata contestó en pocas palabras.
—Quizá no sea más que un rumor, pero parece que había dos
personas más con el conde de Menfis. Un hombre y una mujer…,
una pareja de terranos.
—¿Una pareja de terranos? —repitió Astharoshe con cara
extrañada, intentando reprimir su conmoción interior—. Pero hay
terranos por todas partes en la capital.
—En efecto, incluso en el palacio imperial hay terranos…, pero
no hay muchos que puedan citar la Biblia en latín…
—¿¡Eh!? ¿¡La Biblia!?
«¡Qué idiota es…!».
Astharoshe se mordió el labio, lanzando una mirada de odio al
hombre que tenía al lado, quien fingía ignorancia y miraba a lo lejos.
Dentro del Imperio no eran raros los terranos que conocían
lenguas del exterior. Entre el comercio y las misiones de inteligencia,
muchos tenían amplia experiencia de vida en el exterior. Además, la
educación de los vasallos también incluía esas lenguas.
Sin embargo, sería imposible encontrar un solo terrano en el
Imperio que pudiera citar la Biblia, puesto que la actividad religiosa
estaba terminantemente prohibida. Tanto los aristócratas como los
terranos tenían vetado por ley tener una religión y predicarla. Por
eso, un terrano que pudiera citar la Biblia en latín era una cosa tan
extravagante que sólo podía tratarse de un agente del Vaticano.
Sulayman no tenía ninguna posibilidad de saber lo que pensaba
en silencio su interlocutora, y sacudió la cabeza.
—Quizá este asunto sea incluso más serio de lo que parece. Si
hay implicado alguien del exterior, y más aún si pertenece al
Vaticano, la muerte de la duquesa de Moldova puede convertirse en
algo más que un asesinato.
Sulayman era famoso entre los nobles por su benevolencia con
los terranos. Por supuesto, no llegaba al nivel de la marquesa de
Kiev, que era conocida como «fan de los terranos», pero su
conocimiento del exterior merecía el respeto incluso de Astharoshe.
Como gobernador de Misr, ochenta años atrás, había logrado
contener una epidemia que se había extendido entre los terranos y,
desde entonces, era reverenciado casi como un dios. Para una
persona como él, aquel caso era algo preocupante.
Mirando a Astharoshe, prosiguió con tono triste:
—Sea como sea, todo dependerá de cómo lo juzgue su
majestad… si se confirma la implicación del exterior, puede ser que
te llamen a declarar.
Al fin y al cabo, eres la persona con más conocimientos sobre el
exterior.
¿Estás preparada?
—¡Ah!, yo… no soy más que…
Astharoshe, atolondrada, negaba con la mano ante la dulce
mirada de Sulayman. Sin embargo, al ir a añadir unas palabras de
ánimo, giró de repente la cabeza, como si alguien la hubiera
llamado. Astharoshe se dio cuenta medio segundo demasiado tarde
de qué era lo que le había llamado la atención.
—Parece que ya has llegado…
El perfil del consejero se tensó ligeramente al mirar hacia el
biombo verde. Todos los presentes tuvieron la misma reacción. El
rumor incesante que recorría la sala se calmó como si bajara la
marea, y todos los asistentes volvieron a sus asientos de forma
apresurada. Al mismo tiempo, empezaron a aparecer imágenes
holográficas en los espacios dedicados a los oficiales de segundo y
tercer rango. También habían llamado al Diwan a los altos cargos de
las provincias: los alcaldes y los gobernadores.
—Con vuestro permiso, marquesa de Kiev —se despidió
Sulayman con una leve reverencia. Sin embargo, a medio camino,
se giró de golpe, como si hubiera recordado algo, y murmuró—: ¡Ah!
¿Tendrás tiempo para mí después? Necesito que me ayudes con tus
conocimientos sobre el exterior.
—Por supuesto. Con mucho gusto.
El duque le lanzó una sonrisa a Astharoshe, que no había
abandonado su postura rígida, y se giró de nuevo para volver a su
asiento, la marquesa de Kiev se sentó al mismo tiempo que
resonaba por la sala el límpido vibrar de una campanilla.
—¡La señora eterna del Imperio de la Humanidad Verdadera,
madre de todos los methuselah! ¡Su majestad imperial! —entonó
uno de los consejeros, mientras realizaba una respetuosa
reverencia hacia la cúspide de las escaleras.
El biombo se movió ligeramente.
Siguiendo el ejemplo de los cinco consejeros de la primera fila,
todos los asistentes se pusieron en pie e inclinaron la cabeza.
Detrás de la pantalla, apareció una sombra.
Al mismo tiempo, sonó sobre sus cabezas una voz mecánica con
un imponente infrasonido.
—Os doy la bienvenida a la asamblea, mis amados hijos de la
noche.
La voz que resonaba por la sala de la gran cúpula era clara pero
sonaba como si estuviera hecha de la mezcla de muchas voces
distintas y no permitía discernir el sexo ni la edad de quien
pronunciaba aquellas palabras.
La soberana del Imperio de la Humanidad Verdadera, Augusta
Vradica, lanzó un pequeño suspiro.
—Creo que ya lo sabéis todos, pero hace doce horas falleció la
duquesa de Moldova, Mirka Fortuna, presidenta del consejo secreto.
Nos produce un gran pesar la pérdida de la columna más fuerte del
Imperio y nuestra más noble consejera. Sus exequias se celebrarán
dentro de cinco días, bajo nuestro patrocinio… ¡Duque de Tigris!
—¡A vuestro servicio! —contestó con gran solemnidad el
secretario del consejo secreto, posándose la mano derecha sobre el
pecho.
—Os encargamos la organización de los actos. Que tenga todos
los honores.
—Comprendido.
El methuselah hizo una profunda reverencia, pero su rostro
mostraba una densa preocupación. Al morir la presidenta del
consejo secreto, él se convertía en cabeza de los súbditos de su
majestad. El encargo de los funerales de la duquesa de Moldova era
prueba de la confianza de su majestad.
—El resto recibiréis diversos encargos. Poneos a las órdenes del
duque de Tigris para que pueda disponer los preparativos… Bien,
debemos hacer un anuncio que nos llena de preocupación.
La voz sintética no permitía leer los pensamientos ni la emoción
de la hablante. A pesar de eso, era innegable que las palabras de la
emperatriz encerraban una intención aguda como una aguja de
hielo.
—La muerte de la duquesa de Moldova no ha sido natural. Mi
hija ha sido abatida por la espada de un tercero. El jefe d la Guardia
tiene información al respecto. Barón de Jartum, dad un paso al
frente.
—¡A vuestras órdenes!
Una sombra gigantesca avanzó de entre las filas de la Guardia,
saludando con voz profunda.
En su oscuro rostro los ojos brillaban como los carbones
encendidos.
Baybars, barón de Jartum, hizo una reverencia en dirección al
trono y empezó a relatar con tono solemne:
—Como ha dicho su majestad, la duquesa de Moldova, fue
víctima de un asesinato. Su asesino fue su propio nieto, el espada
imperial Ion Fortuna, conde de Menfis.
La confirmación de lo que todos sospechaban recorrió las filas
de los asistentes como un aire liberado súbitamente de un espacio
cerrado.
Algunos se levantaron a la espera de las palabras que seguirían
y otros se hundieron en el asiento con la cabeza gacha. Pero en
todos los rostros se veía el color de la preocupación. La atmósfera
de la sala se hizo más pesada cuando el capitán de la Guardia
empezó su informe.
—Hace cuatro meses, el conde de Menfis salió al exterior en
misión oficial. Sin embargo, regresó ayer en secreto a la capital, se
dirigió al palacio de la duquesa de Moldova y perpetró el
asesinato… Además, según informes del gobierno de Iraklion, hace
cuatro días el conde de Menfis y su vasallo contrataron los servicios
del buque de asalto Nereides en su puerto.
El Nereides fue hallado hace diez horas vagando a la deriva
cerca de la capital. Toda la tripulación había sido asesinada. En
estos momentos, la investigación aún está en marcha. Los detalles
se encuentran en la documentación que tenéis delante.
Como en respuesta a su última frase, las pantallas de las mesas
de los aristócratas se iluminaron. Las letras creadas por láser
cambiaban según la voz de Baybars, mostrando lo pormenores del
caso del barco desaparecido.
—Hace doce horas, me dirigí al palacio de la duquesa de
Moldova, que me había llamado en misión confidencial. Sin
embargo, al llegar allí, la residencia ya estaba en llamas y no había
ninguna manera de detener el incendio… Allí descubrí al conde de
Menfis y a sus dos acompañantes terranos. Les pedí que vinieran
conmigo para declarar, pero se negaron y, después de oponer
resistencia, lograron huir. Eso fue lo que ocurrió.
Los datos sobre el naufragio que aparecieron a continuación
provenían de un informe de la Guardia, después de señalar eso,
Baybars finalizó su declaración.
—No aparece en el informe, pero tanto yo mismo como el resto
de miembros de la Guardia oímos la conversación entre el conde de
Menfis y sus acompañantes terranos, que parecían provenir del
exterior, hay muchas probabilidades de que sean del Vaticano.
Permitidme que proponga que nuestra prioridad sea atrapar a los
tres lo antes posible e interrogarlos sobre lo sucedido.
Al finalizar su informe, el capitán de la Guardia hizo otra
reverencia hacia el trono y volvió a las filas de sus soldados. Su
figura erguida en posición de firmes parecía poseer la fuerza de un
dios guerrero viviente.
Claro está que para sus enemigos daría más bien la impresión
de ser la encarnación de sus pesadillas.
—¡Huy!, la cosa se está poniendo fea, Astharoshe —le dijo una
voz vaga a la methuselah, quien releía el informe con las cejas
fruncidas. Era Abel, que susurraba a su espalda—. Así no sólo no
podremos pedir audiencia ni el conde ni yo, sino que nos matarán
en cuanto nos descubran.
Marquesa de Kiev, sois la única arma que tenemos.
—Ya lo sé, confía en mí… Pero, para serte sincera, las cosas
estarían mejor si no hubieras sido tan imprudente.
Sin dejar de quejarse, Astharoshe levantó la mano, la verdad era
que no se le daba demasiado bien hablar en público, pero en una
situación así no tenía más remedio, así que pidió la palabra con aire
decidido.
—¡Tengo una obj…!
—¡Tengo una objeción, excelencia!
Astharoshe perdió la oportunidad de llevar a la práctica su
decisión.
Una voz de barítono llena de fuerza y sabiduría le había robado
la frase que iba a pronunciar.
—Barón de Jartum, tengo una duda importante sobre vuestro
informe.
Quien se había levantado era el más alto oficial del Imperio, el
duque de Tigris, Sulayman. Su voz era serena, pero sólida.
—En primer lugar, el hecho de que el conde de Menfis se
encontrara en el lugar del fallecimiento de la duquesa de Moldova
no implica necesariamente que éste sea sospechoso de su
asesinato. ¿Por qué acusáis al conde de ese crimen cuando no
tenéis por el momento ninguna prueba material?
Los asistentes escuchaban en silencio las palabras del secretario
del consejo secreto. Su discurso, que recorría la sala sin ser
interrumpido siquiera por una tos, era razonable y convincente.
—En segundo lugar, el caso del Nereides. De nuevo le asignáis
la culpa al conde de Menfis sin prueba alguna. Deberíamos esperar
a esclarecer la relación entre la misión del conde y el naufragio del
navío.
Hacer elucubraciones ahora mismo es un poco precipitado y
puede caer incluso en la calumnia. En cualquier caso, sacar ahora
conclusiones a partir de conjeturas puede traer consecuencias
desagradables. Os pido prudencia en vuestras palabras, barón.
—¿Queréis decir con eso, duque de Tigris, que le conde de
Menfis es inocente?
Quien contestó a Sulayman, deteniendo a Baybars, quien sólo
tuvo tiempo de abrir la boca para responder, fue una mujer de edad
indeterminada y larga melena negra hasta la cintura. Era Feron Lin,
marquesa de Damasco, tercera del consejo secreto, que miraba con
sus ojos rasgados al duque de Tigris como si quisiera insinuar más
de lo que decía.
—El conde de Menfis regresó en secreto y, sin presentarse antes
en palacio, provocó ese incidente. ¿Acaso es exagerar ver en ello
un indicio de rebeldía?
—No niego que el hecho de volver en secreto sea sospechoso,
pero acusar a alguien de traición sólo por eso me parece de una
severidad poco aconsejable.
Dando un suspiro, Sulayman se llevó la copa de té a los labios.
Su mirada, suave pero llena de fuerza como un hilo de seda,
recorrió las filas de sus compatriotas.
—Señorías, estamos hablando de un delito de alta traición. Si
vamos a acusar a ese joven de rebeldía, me parece que deberíamos
tener pruebas sólidas para hacerlo. Sin ellas, no creo que sea
apropiado imputarle gran cosa. ¿Cuál es la opinión de sus señorías?
—Con vuestro permiso, duque de Tigris, tenemos la prueba de
que el conde de Menfis es un traidor.
Una voz masculina y joven había interceptado las convincentes
palabras de Sulayman.
No era una voz potente. De hecho, era extrañamente fina y débil.
Sin embargo, encerraba un vigor que hizo que todos los presentes
se volvieran hacia ella.
—Yo mismo puedo probar que se alió con los terranos del
Vaticano para venderles a su propia madre, el Imperio. Cuando
intenté detenerle me hirió y desapareció después… Yo acuso a Ion
Fortuna, conde de Menfis, de traicionar a su patria.
—¿¡Quién sois!?
Ante los asombrados ojos de Sulayman, un brillo agudo recorrió
la mirada del methuselah de melena azul.
—Soy el barón de Luxor, Radu Barvon… He regresado hoy a la
capital.
III

Intentó dar la vuelta al mapa extendido sobre el suelo empedrado,


pero fue incapaz de descifrarlo.
Después, lo giró de derecha a izquierda, pero entonces resultaba
aún más incomprensibles.
—La verdad es que nunca antes había estado en Anadolu… —
confesó finalmente Ion, que llevaba un rato pensando a su lado.
De todos modos, era él quien había querido escaparse del
palacio de la marquesa de Kiev y casi había tenido que raptar a
Esther, que se oponía a la idea. No le quedaba otra opción que
buscar alguna excusa para disculparse ante la joven.
—Además, no pensaba que fuera un sitio tan distinto de aquéllos
a los que estoy acostumbrado. Es extraño…
—Pero ¿creéis que esto es más normal para mí? —respondió
con serenidad la muchacha pelirroja a las excusas del methuselah.
Con la boca abierta y las manos sobre los adoquines verdes, la
joven intentó decir algunas palabras apropiadas a las circunstancias,
quizá para que no se sintiera tan mal su acompañante por haberse
perdido por completo.
—Está claro que la noche y el día van al revés, pero a parte de
eso, no pensaba que fuera tan diferente de Roma… Al menos es
mucho más comprensible que la parte de Rumeli —dijo Esther,
mirando de nuevo las calles de su alrededor.
En Rumeli Beyoglu, la orilla opuesta del Bósforo, era imposible
ver un paisaje como aquél, donde la gente se apretujaba al pasar
ante una multitud de pequeñas tiendas separadas por callejuelas. Si
la otra orilla se caracterizaba por sus palacios históricos, éste era
conocida por sus barriadas populares. Los edificios se apiñaban
unos sobre otros buscando, más que la comodidad de sus
habitantes, la maximización de los beneficios económicos. Las
calles, que recorrían el barrio como una tela de araña, estaban
llenas de vida y bajo las farolas se acumulaban los diferentes
productos formando un espectáculo grandioso.
—Hay gente, tiendas, ruido… Es clavadito al exterior.
—Puede ser. Pero, Esther, ¿te has dado cuenta de que existe
una diferencia importante?
—¿Qué diferencia? ¿Que no se vende alcohol?
En la capital imperial se podía adquirir todo tipo de productos,
pero había cosas que sólo se obtenían en el exterior. Por ejemplo,
no había bebidas alcohólicas ni tabaco. Todos los productos que,
según se temía, podían resultar dañinos para la salud de los
terranos estaban terminantemente vetados en el Imperio, la función
de las tabernas la desempeñaban allí los baños públicos y las
teterías.
—El alcohol. Bueno, eso también. Pero hay otra cosa… Por
ejemplo, ese edificio de ahí.
—¿Eh? ¿Ése?
Esther levantó la vista hacia un edificio un poco escondido. No
tenía ninguna luz ni marca que indicara su función, pero
representaba un aspecto limpio y de él emanaba un leve olor a
alcohol desinfectante.
—¿Es un hospital?
—No. Es un centro de recogida de sangre. Aquí se extrae la
sangre que sirve de materia prima para el agua de la vida que
tomamos.
—¿La sangre?
Un leve nerviosismo nubló la voz de Esther, a había visto a Ion
tomar muchas veces el agua de la vida que necesitan los
methuselah para controlar su anemia sanguínea crónica y sabía que
la materia prima era sangre de terranos. Pero al oír que ése era el
sitio donde se les exprimía la sangre no pudo reprimir su sorpresa y
se levantó de repente con cara horrorizada.
—¡Ah!, pero, oye, no es una extracción forzada —explicó Ion al
ver el súbito nerviosismo de la joven—. Los terranos vienen por su
propia voluntad. Además, como se les paga bastante dinero por ello,
es una parte importante de los ingresos de los siervos más pobres…
En cierto modo, dicho en vuestros términos, es un tipo de «servicio
social». Es la manera que tiene el Imperio de asegurar la vida de los
siervos más desfavorecidos.
—…
Ion lo veía como un intercambio entre dos necesidades
complementarias y le parecía razonable, pero Esther no estaba muy
convencida del sistema. Mirando el edificio con ojos fríos, retrocedió
por instinto unos pasos.
—Bueno…, quizá es que no te lo he sabido explicar bien.
Abandonando toda esperanza de que Esther le entendiera, Ion
dio un suspiro y volvió a desplegar el mapa. Ya hacía más de dos
horas que se habían escapado sin permiso de la residencia de la
marquesa de Kiev, tenían que solucionar sus asuntos y volver antes
de que la aristócrata regresara del consejo, o quién sabía lo que
aquella mujer tan irascible podría hacerles. Sus rostros se iban
tornando más serios a medida que estudiaban el mapa.
—A ver, hemos cruzado el gran puente para atravesar el Bósforo
y hemos entrado en el mercado por esta avenida, ¿verdad?
Entonces, hemos bajado por aquí, y en la segunda a la derecha…
—¡Hola, pareja! ¿No queréis un poco de té? ¡Está muy rico!
La voz que llegó a oídos de Ion, resonante como una campanilla,
no era la de Esther, y además hablaba con fluidez la lengua del
imperio.
—¿Qué me decís? Un vaso por sólo veinte akçe. Si me compráis
dos os lo dejo por treinta.
Al girarse, vieron que quien se dirigía a ellos era una muchacha
unos dos o tres años más joven que Esther. Tenía el pelo moreno
corto y la cara pequeña y blanca, casi transparente. Llevaba la ropa
gris de los siervos y de la cintura le colgaba una tetera de latón. En
la mano sostenía una bandeja con pequeños vasos llenos de un
líquido del color del rubí.
—No queremos té. No nos apetece —dijo Ion para echar a la
chica, volviendo a lo suyo y haciendo un movimiento de fastidio con
la mano. Parecía un perro que quisiera asustar a un gato—.
Piérdete, mocosa.
Estamos ocupados.
—No hace falta que te pongas así. Además, esa chica tiene cara
de tener sed, ¿o no?
Para no ser más que una sierva demostraba muy poco respeto a
los vasallos. Aguzando sus verdes ojos de manera insinuante, le dio
un golpecito a Ion en el codo.
—Oye, ¿no será que estáis de cita secreta? Hacéis muy buena
pareja.
Qué envidia, ¡jijiji!
—¿Cita? ¿Acaso damos esa impresión? —Levantando
finalmente la vista del plano, Ion se señaló a sí mismo y a Esther, y
al ver cómo asentía la muchacha, añadió—: ¡Pero qué impertinente!
Venga, ¿cuánto cuesta?
Al contrario que antes, Ion sacó con rapidez unas monedas. El
precio que les solicitaba la chica era un poco caro, pero le puso tres
monedas de aluminio sobre la palma.
—Quédate con el cambio… ¡Ah!, espera. Oye, chiquilla, ¿sabrías
decirnos dónde estamos?
Después de pasarle una taza de té a Esther, Ion señaló el mapa
mirando a la vendedora ambulante y le preguntó, mientras el vapor
de la bebida le acariciaba la barbilla:
—Estamos buscando la farmacia de un vasallo llamado Mimar.
¿Cómo se va desde aquí a la calle de los farmacéuticos?
—¿La tienda de Mimar, en la calle de los farmacéuticos?
Después de guardarse con expresión seria las monedas en el
bolsillo, la muchacha se posó la mano en la barbilla.
—Pues sí que la conozco. ¿Queréis que os lleve?
—¿En serio? Muchas gracias… Veamos, Esther, esta chica nos
guiará.
Por fin, parecía sonreírles la suerte aquella noche, tras apurar el
té de un trago, Ion apremió a Esther. Seguro que aquella chica no
podría entenderlos, comenzó a hablar descuidadamente en la
lengua de Roma.
—Tenemos que darnos prisa, hay que volver al palacio antes que
la marquesa de Kiev.
—De acuerdo. Pero…
Esther también se bebió su té y se puso de pie de un salto.
Después de limpiar el vaso por educación con un pañuelo, se lo
devolvió a la chica.
—¿Estáis seguro de que Mimar está envuelto en todo esto? —
preguntó con cara triste, la voz de Esther sonaba desesperada.
Echó a caminar con el joven con paso dudoso mientras seguía
preguntando temerosa:
—Mimar nos trató muy bien. La verdad es que no quiero creer
que pueda tener nada que ver con el caso.
—Sea como sea, un traidor es un traidor —dijo Ion, cortando el
sentimentalismo de Esther, mientras doblaba el mapa.
«Un traidor es un traidor». En Cartago había entendido
dolorosamente lo que eso significaba.
—Los que asaltaron mi palacio estaban a la espera de nuestro
regreso. Aparte de nosotros tres, nadie más sabía el día exacto de
mi vuelta, excepto él. ¿No es razón suficiente para sospechar?
—No es que no tengáis razón, pero…
—Si no quieres venir no hace falta que me acompañes.
Mirando de reojo a la muchacha, quien se había opuesto desde
el principio al plan, Ion contestó con indiferencia. O, mejor dicho,
fingiendo indiferencia.
—Estando aquí, me basto yo solo. Esther, vuelve tú primera al
palacio de la marquesa de Kiev.
—Si su excelencia va, yo también… No os dejaré solo por
ningún motivo.
—Bueno…
Ion desvió los ojos de la joven, quien asentía sólo por obligación.
La vendedora de té caminaba bastante de prisa. Aunque
avanzaban por callejones, estaban todos iluminados, como era
típico en el Imperio, y no tenían ni una mota de polvo. Además, el
gentío y el alboroto había desaparecido como por arte de magia.
—¿Falta mucho para la tienda de Mimar, chiquilla?
—Os estoy llevando por un atajo, así que en seguida
llegaremos…
Por cierto, dejad de llamarme así, por favor. Usad Seth, mi
nombre, que es mucho más bonito.
—¿Seth?
Ion torció levemente la boca. El Imperio estaba poblado por
numerosas culturas y gentes de colores distintos, de manera que
había muchos sistemas de nombres diferentes. Pero, si Ion no iba
desencaminado, Seth era un nombre masculino que usaban los
terranos de la zona del mar Muerto.
—¡Qué curioso! ¿Acaso tu padre quería un hijo?
—No lo sé. Tengo dos hermanos mayores, o sea que tendrían
que haberle bastado… ¡Huy!, ¡pero si ya hemos llegado! —dijo la
chica; se detuvo y, con un gesto fresco, señaló con la barbilla.
Sin darse cuenta, habían salido de las callejuelas a una gran
avenida.
Comparada con la que habían visto antes, los paseante de ésta
parecían más calmados y los productos de las tiendas eran más
sobrios. Además, en el aire se mezclaba el olor de las medicinas.
—Ésta es la calle de los farmacéuticos. La tienda de Mimar está
en aquella esquina.
—Ya veo —asintió Ion energéticamente mientras le daba unas
monedas a la chica, que erguía el pecho, orgullosa—. Buen trabajo,
chiquilla. Ya te puedes ir.
—¡Uf, vaya aires! —respondió Seth, mientras contaba las piezas
que le habían dado—. Oye, ¿no es muy duro tener un novio así? No
me quiero meter donde no me llaman, pero tendrías que buscarte
mejor las parejas.
—¡Oye, ya te estás pasando! ¡Déjale en paz! —interrumpió,
nervioso, Ion.
No era que aquellas palabras lo hubieran irritado tanto, sino que
no quería que Esther se viera obligada a contestar en su
balbuceante lengua del Imperio y los metiera en un lío. Haciendo
callar a Seth con un gesto, intentó echarla de allí.
—Esta chica acaba de llegar de las provincias y todavía es muy
vergonzosa ante los desconocidos. No es que sea muy habladora.
—¿Eh, de las provincias…? ¿Sois de la casa de los marqueses
de Kiev, verdad?
Seth señaló con la cabeza la espada que Ion llevaba en la
cintura y que había tomado prestada al escapar del palacio de la
marquesa de Kiev.
La vaina llevaba grabado el emblema de la familia, una doncella
con una lanza, era muy despierta para ser sierva, si se había dado
cuenta de eso con sólo una mirada.
—O sea que vuestra señora es Astharoshe Asran, ¿verdad?
¿Qué buscan los vasallos de la inspectora en una farmacia?
—Bueno, pues…
Ion estaba molesto ante las inquisitivas preguntas de Seth, pero,
de repente, se le tensó el rostro.
Su sentido del olfato había captado algo. De manera instintiva,
alargó la mano para agarrar la espada. Sin ser plenamente
consciente de lo que acababa de percibir, levantó la vista hacia la
farmacia de la esquina.
—¿¡Ese olor…!?
Alzó la nariz para captar mejor el aire y gimió ligeramente. En
efecto, estaba sintiendo algo. Era un olor penetrante que le
horadaba hasta el fondo la membrana nasal.
—¿Qué ocurre, excelencia?
—¡Agárrate, Esther!
Antes de que Esther, extrañada, pudiera responder Ion ya la
había cogido por la cintura. Sosteniendo con un brazo a la joven,
que aún no entendía lo que pasaba, dio un golpe contra el suelo…
Ante la atónita mirada de Seth, Ion dio un salto de unos veinte
metros. Activando todos los músculos de sus robustas piernas, se
apoyó en la pared de un edificio vecino para volar diez metros
adicionales y aterrizar en el piso superior del edificio que era su
objetivo.
Sin embargo, lo que había allí era una ventana de vidrio. Parecía
que los dos jóvenes iban a chocar directamente contra la pared
transparente, pero…
La espada partió el vidrio en dos y atravesaron volando la
fractura.
Ion aterrizó sobre la alfombra como si no tuviera peso,
sosteniendo a la muchacha con su brazo.
—¡No! ¡Demasiado tarde!
Una ira intensa tiñó el rostro de Ion después del aterrizaje. La
causa no fue el cadáver ensangrentado de Mimar, que estaba tirado
contra la pared con los ojos abiertos, sino el gigante que blandía un
hacha de combate empapada en sangre. La luz del techo le hacía
relucir los ojos con un brillo blanco.
—¡Excelencia, cuidado!
Cuando Esther se dio cuenta de la situación, sus oponente ya
había empezado a moverse con una rapidez inusual para su
gigantesco tamaño.
Al reconocer a dos nuevos adversarios, adoptó la posición de
combate que tenía programada.
Sin embargo, Ion ya estaba listo para interceptarlo. Empujando a
Esther hacia atrás, desenvainó la espada con gran rapidez. El
gigante se lanzó hacia él blandiendo el hacha, pero…
—¡Aaah!
Con un ruido horrible, se confundieron los gritos de combate.
Hábilmente, Ion hizo el mínimo movimiento necesario para
colocarse a la espalda de su oponente. Cuando el hacha atravesó el
aire y se clavó en el suelo, la espada ya había penetrado
limpiamente su objetivo: la juntura de la cabeza y el tronco.
—El ataque frontal no es la única manera de luchar —murmuró
el joven mientras oía quebrantarse los huesos de su enemigo, quien
se desmoronó de inmediato en respuesta a su comentario.
Ion permaneció inmóvil, mirando con expresión confusa el
cuerpo caído, que, después de un pequeño espasmo, se había
quedado petrificado.
—De todos modos, me parece una manera un poco cobarde de
luchar. Me resulta algo…
—¡Su excelencia, venid de prisa!
Los gritos interrumpieron las lamentaciones de Ion, que se había
quedado ensimismado. Esther, arrodillada al lado del cuerpo de
Mimar, lo miraba con cara de nerviosismo.
—Mimar aún… ¡Mimar aún está vivo!
—¿¡Qué!?
Esther tenía razón. El hombre que estaba recostado sobre sus
rodillas probablemente sólo había recibido un golpe de hacha. Su
flanco estaba desgarrado y cubierto de sangre, pero aún se movía,
bajo sus ropas de vasallo llevaba un chaleco de piel gruesa que casi
con toda seguridad le había evitado la muerte instantánea. No
estaba claro si los pocos minutos que le había ganado a la muerte
servirían para algo, pero de momento, el joven terrano seguía vivo,
aunque muy débil.
—Mimar, ¿me oyes? —preguntó Ion con voz dura al hombre,
quien iba perdiendo el aliento por momentos—. Que ese monstruo
haya venido hasta aquí para matarte…, significa que sí fuiste tú
quien los avisó de mi llegada, ¿verdad? Pero ¿por qué? ¿Por qué
me traicionaste?
—Perdonadme…, perdonadme, señor… —los pálidos párpados
se movieron ligeramente y una voz apenas audible brotó de sus
azulados labios—. Nunca habría imaginado que sus excelencias…
quisieran matar a la duquesa de Moldova…
—¿A quién te refieres? —preguntó el joven, frunciendo el ceño.
Cuando un vasallo decía «excelencia», sólo podía referirse a un
aristócrata, probablemente sería uno de los halcones. Pero ¿qué
quería decir con «nunca habría imaginado que…»?
—¡Háblame, Mimar! —animó Ion a su vasallo, que estaba más
cerca de la muerte que de la vida. Su voz se hizo más violenta,
intentando arrancar de las garras de la oscuridad a la única fuente
de información que tenía—. ¡Habla! ¿Quién? ¿Quién te pidió que
me traicionaras? ¿Quién mató a mi abuela?
—Fue…
El tórax de Mimar se hinchó con la última inspiración. Había
perdido mucha sangre, la hemorragia había embotado sus sentidos.
Sin embargo, usando sus últimas fuerzas, el vasallo traidor
consiguió pronunciar sus últimas palabras.
—El barón…, el barón de Luxor… Radu Barvon…
—¿¡!?
Ion sintió claramente cómo la sangre le abandonaba el rostro.
—¿Qué has dicho? Alargando de forma mecánica su
ensangrentada mano, agarró al vasallo por el pecho y rugió,
desesperado:
—¡Te he preguntado qué has dicho, Mimar! ¿Radu? ¡Imposible!
¡Radu murió!
—…
Mimar intentó pronunciar algunas palabras para responder al
enfurecido joven, pero lo único que le salió de entre los labios fue un
coágulo de sangre negruzca. Al mismo tiempo, su cuerpo se inclinó
hacia atrás.
—¡Imposible!
Esther intentó reaccionar ante los estertores del terrano, pero ya
era demasiado tarde. Cuando le abrió la boca para restablecer la
respiración, el cuerpo de Mimar ya estaba completamente inmóvil,
como si alguien hubiera apretado el interruptor de apagado.
—Ha fallecido —murmuró Esther como si estuviera hablando de
su propia muerte—. Señor, guía su alma hasta tu seno… Amén.
Después de santiguarse, bajó los párpados del vasallo, que
seguían mirando el vacío. A su lado, Ion continuaba diciendo
obsesivamente:
—¿Radu? ¿Radu? —repetían sus pálidos labios retorciéndose
—. Imposible. ¡Radu murió! ¡Ante mis propios ojos!
Efectivamente, Radu había muerto en la ciudad del desierto.
Quemado por el sol y atravesado por las balas, había encontrado
la muerte al caer al mar desde una gran altura. No había ninguna
posibilidad de que hubiera sobrevivido. Era seguro que Mimar le
había mentido. Sin duda lo había estado engañando hasta el último
momento.
Pero ¿por qué? ¿Por qué le había mentido incluso…?
—¡Excelencia, cuidado! —gritó Esther.
Si hubiera estado menos ensimismado, Ion podría haber visto en
los ojos de la muchacha su propia figura y la amenaza que lo
acechaba por la espalda. De ser así, podría haber dado un salto y
haberse enfrentado a ella de nuevo con la espada.
—¿Eh?
Pero el joven, absorto en sus pensamientos, no hizo otra cosa
que girarse de modo estúpido para encontrarse con el enemigo que
había abatido instantes. Pensaba que le había destruido por
completo las cervicales. No podía mover las extremidades inferiores,
pero, arqueando el tronco, lanzó con fuerza el hacha hacia Ion.
—¡Agachaos, excelencia!
Si Esther no lo hubiera empujado con tanta rapidez, la cabeza de
Ion habría salido volando por los aires. El hacha les pasó rozando y
acabó por estrellarse, con un ruido horrible, contra la pared de
piedra, que saltó en pedazos. Esther sacó una escopeta de cañones
recortados de debajo del cadáver del vasallo y apuntó a la cabeza
de su enemigo.
Resonó un disparo y la cabeza de su atacante estalló en un mar
de plasma sanguíneo. El tronco cayó intacto al suelo, pero ya no
hizo ninguna señal de levantarse.
—Aún podía moverse… Me has salvado la vida, Esther —dijo
Ion, acariciándose el cuello, que había estado a punto de perder,
mientras le daba las gracias a la monja.
Pero Esther no respondió. Sin soltar la escopeta, se había
quedado temblando. Por fin, Ion se dio cuenta de que un líquido
cálido chorreaba del cuerpo de la muchacha.
—¿Qué ha pasado, Esther? ¿Qué es esta sangre?
Esther se había quedado pálida, con los labios apretados. Sus
dedos se abrieron sin fuerza y la escopeta cayó al suelo con un
ruido seco, la sangre le corría por el hombro derecho.
—¡Esther, aguanta! ¡Mierda, esto no tiene buena pinta! —
exclamó Ion, chascando la lengua mientras miraba el arma mortífera
ensartada en la pared.
Probablemente, durante el vuelo, el hacha le había cortado la
parte superior del brazo, la hemorragia era importante, ni un sonido
salía de los labios de Esther, que sentía un dolor tan intenso que no
podía ni gritar. Ion le secó el sudor que le recorría el rostro.
—¡Tenemos que ir de inmediato al hospital!
—No, excelencia… —dijo Esther en un suspiro, con la voz teñida
de dolor. Levantando la mirada, agarró al joven de la manga—. No
podemos ir al hospital… Nos descubrirían…
—¡Eso da igual!
En la confusión, la joven iba volviéndose del color de la cera. Si
seguía sangrando así, su débil cuerpo de terrana acabaría por morir,
con toda certeza.
Pero ¿qué podía hacer?
Ion se quedó mirando al cielo sin saber cómo reaccionar.
—¡Huy!, parece que os habéis metido en un buen lío… ¿Queréis
que os ayude? —preguntó una voz, limpia como una campanilla—.
La herida de la chica parece seria. Si no hacemos algo, se morirá…
¿Quieres que le eche una mirada?
—¿Quién…, quién eres?
Pero ¿cuándo había aparecido?
Era la chica de ropa gris. La vendedora de té llamada Seth. Pero
¿qué hacía allí?
Como Ion no tenía tiempo que perder con preguntas, rugió
sacando los colmillos:
—¡Vete de aquí! ¡Esto no te concierne!
—¡Huy! ¿Crees que puedes conseguirlo solo? Si no hacemos
algo pronto, la chica… ¡Ah! ¡Ya ha empezado el estado de shock!
La voz sonaba burlona, pero sus palabras eran muy serias.
Esther había comenzado a temblar en brazos de Ion. La pérdida de
sangre le estaba produciendo una conmoción.
—¡E…, Esther!
—No hay tiempo que perder… Hay que detener la hemorragia.
Chaval, tú aprieta aquí, no sueltes hasta que yo te lo diga,
¿comprendido?
¿Era posible que una persona pudiera cambiar tanto? La voz de
Seth se dirigió de forma imperiosa al joven. Mientras tanto, sacó de
algún sitio unas vendas.
—¿Quién eres?
La chica empezó a practicar los primeros auxilios con una
habilidad que parecía mágica. Ion se preguntó si no se habrían
encontrado con un fantasma.
—Pero ¿quién eres?
—¿Yo?
Sin dejar de mover las manos con agilidad, como una diestra
prestidigitadora, para vendar la herida, Seth alzó la mirada y
respondió, guiñando un ojo, traviesa:
—¿No te lo he dicho antes? Sólo soy una chica guapa.
IV

—Con vuestro permiso, majestad…


El methuselah de cabellos azules puso una rodilla en el suelo de
manera torpe y bajó la cabeza con gran respeto en dirección al
trono.
—Sé que merezco la muerte por haberme retrasado en el
cumplimiento de mi misión. Sin embargo, os ruego que escuchéis
mis razones y me concedáis vuestro perdón…
—Eso no importa ahora… Pero, barón de Luxor —resonó con
potencia la voz de la emperatriz, por encima del murmullo que
empezaba a recorrer las filas de los asistentes—, ¿es verdad lo que
dices? Si es así, se trata de un asunto muy grave, responde con
cuidado.
—Por desgracia es cierto, su majestad. El conde de Menfis ha
traicionado a este país y ha colaborado con el Vaticano. Puedo dar
testimonio de ello.
El rostro de Radu había perdido un poco de color, pero por otra
parte parecía sereno. Se podía decir, incluso, que resultaba
imponente. Con una expresión que parecía la sinceridad
personificada, empezó su declaración de cara al trono y al resto de
la sala:
—Su majestad ya sabe que hace tres meses llegué a Cartago
acompañando al conde de Menfis en misión secreta. Una vez allí, el
conde penetró solo en las instalaciones del Vaticano y entró en
contacto con una cardenal… Yo no le acompañé, pero sospecho
que fue entonces cuando empezó a tramar sus planes con los
terranos. Como su lugarteniente, me propuso colaborar en la
conjura y, cuando me negué, intentó asesinarme.
—¿Una conjura?
No era sólo un asesinato, sino toda una conjura. Las inquietantes
palabras de Radu llamaron la atención de todos los presentes.
Augusta no fue una excepción. La voz que provenía de lo alto había
tomado un tono de urgencia.
—¿De qué tipo de conjura, barón? ¿Qué están tramando los
terranos?
—Eso…
Ya fuera por hacerse de rogar o porque en efecto se sintiera
cohibido al hablar delante de aquella audiencia, Radu titubeó y
dirigió su mirada a los presentes en la sala. La voz sintética
respondió así a su vacilación:
—Adelante, barón de Luxor. Aquí podéis hablar con total libertad.
—Con vuestro permiso… Me temo que el Vaticano y el conde de
Menfis estaban confabulando para atentar contra vuestra vida.
—¡!
Asesinar a Augusta. El revuelo que provocaron aquellas palabras
en la asamblea superó el anterior.
Solamente la hilera de jenízaros permaneció en silencio como un
muro. Aparte de ellos, ninguno de los presentes pudo esconder su
impresión, y las filas de asientos se llenaron de voces.
Radu esperó en silencio a que pasara la algarabía y prosiguió,
con tono afligido:
—Como podéis imaginar, la desgracia muerte de la duquesa de
Moldova tiene, sin duda, relación con ello. Seguramente fue
asesinada por negarse a colaborar en el plan, como yo… Y los dos
terranos que acompañaban al conde, ¿acaso pueden ser otra cosa
que agentes del Vaticano?
—¿Lo habéis oído, señorías? —resonó una voz profunda,
apoyando al methuselah de cabellos azules—. Las palabras del
barón de Luxor demuestran el crimen de Ion Fortuna, conde de
Menfis. ¡Eso es traición!
Contrastando con la violenta expresión de Baybars, Sulayman no
podía sino morderse el labio en silencio. Observándolo sin apartar la
vista, el capitán de la Guardia elevó aún más la voz.
—Señorías, ¡la traición del conde de Menfis y su implicación con
los terranos es un desafío para todos nosotros! ¡Tenemos que
ocuparnos de inmediato del Vaticano y esos impertinentes…!
—Ya basta, Baybars —interrumpió la voz mecánica al gigante,
quien, gritaba, emocionado.
La voz que fluía resonando desde el techo silenció con autoridad
a Baybars y ordenó lo siguiente con una calma glacial:
—Puedes retirarte, ya he tomado una decisión… Escuchadme,
mis amados hijos de la noche…
El biombo tembló ligeramente, como si le figura que se reflejaba
en él se hubiera levantado del trono. Mientras los asistentes
aguantaban la respiración, la emperatriz permaneció unos segundos
en silencio, y luego prosiguió, hablando lentamente:
—Mis espadas, orgullo del Imperio, os hablo a vosotros.
Emplearé todas las fuerzas del Imperio para esclarecer la muerte de
Mirka Fortuna, duquesa de Moldova. Daré todas las facilidades a las
agencias competentes para encontrar al conde de Menfis y a sus
dos acompañantes. No permitiré que escapen de ningún modo.
Los funcionarios de la policía de la cuidad y los inspectores de
asuntos aristocráticos asintieron con gravedad. Era extraño que la
emperatriz mostrara sus emociones de forma tan evidente. Les
esperaban seguramente muchos días de trabajo sin descanso.
—Hasta que se haya descubierto toda la verdad sobre los
hechos, ordenaré la inmediata movilización en Timisoara, Iraklion,
Atenas y Alejandría. Estad listos, gobernadores.
Las figuras correspondieron saludaron con respeto desde los
hologramas de la segunda fila. Como responsables últimos de las
tropas provinciales, debían asumir el mando en caso de
emergencia. Para las provincias fronterizas serían días de mucho
alboroto, con el reclutamiento de los nobles y sus tropas privadas.
La tensión recorrió la sala.
Una vez completadas sus instrucciones, Augusta calló, y sólo
quedó un silencio electrizado en el aire. Por supuesto, ni siquiera la
mirada penetrante de un methuselah podía adivinar su expresión,
pero nadie dudaba de que había cerrado los ojos.
—Hijos míos… —descendió de nuevo la voz, después de un
silencio que apareció eterno.
Su voz no era la de alguien abatido que se arrastraba sin
fuerzas. Su tono parecía el de la diosa de la justicia reclamando la
venganza que le correspondía, con una ira congelada en el fondo de
su voz.
—Nunca perdonaré la muerte de mi amada hija. Las alas de mi
venganza se extenderán sobre los culpables de su asesinato y
todos los implicados en ese crimen. Sean del Estado que sean,
sean de la organización que sean, no habrá clemencia para ellos.
Preparaos.
Ante el impacto de la ira imperial, todos los presentes sin
excepción bajaron la cabeza. Astharoshe también había agachado
la mirada, pero, sin darse cuenta, había levantado las cejas,
alarmada.
«¡Mierda! Esto se pone cada vez más feo…». La situación no
podía ser peor, tanto para el conde de Menfis como para los
enviados del Vaticano. No sólo los acusaban del asesinato de la
duquesa de Moldova, sino que incluso hablaban de alta traición. Si
salía ahora a defenderlos y cometía algún error, ella misma se
convertiría en blanco de las críticas.
Además, las órdenes de movilización en Timisoara e Iraklion…
En aquel momento no tenía relación directa con el problema, pero a
largo plazo, podía convertirse en un asunto muy serio. Las
provincias movilizadas eran las bases de las tropas fronterizas con
los territorios terranos. Ponerlas en alerta sólo conseguiría alarmar y
violentar al exterior.
Si seguía la mala suerte, incluso podría llegar a provocarse un
conflicto armado, en el peor de los casos.
—Padre, ¿no me dijiste que el barón de Luxor había muerto? —
preguntó en voz alta Astharoshe, como para descargar su mal
humor contra Abel.
Estaba dispuesta a hacer todo lo posible por defender al conde
de Menfis y sus acompañantes, pero ante la aparición de tan
dramático testigo no podía hacer nada más que guardar silencio y
ser prudente.
Como no recibía respuesta, Astharoshe se giró para repetir
pregunta.
Pero no hubo una segunda ocasión.
Su interlocutor había desaparecido como el humo.
V

El palacio imperial era a la vez el centro político del Estado y la


residencia de Augusta.
Los complejos edificios de la parte septentrional, conocida como
birum, servían de escenario para la política estatal, mientras que los
de la meridional, llamada enderun, eran la residencia privada de la
emperatriz y estaban por completo cerrados a los visitantes. Sólo un
pequeño grupo de aristócratas escogidos por la soberana podían
penetrar en ellos, bajo la atenta mirada de los jenízaros. Del cuidado
de Augusta y sus numerosas mascotas se encargaban
exclusivamente sirvientes autómatas.
—Entonces, Baybars, ¿tenemos alguna idea de dónde se
encuentra el conde de Menfis?
La sala de los Espejos era la esquina más escondida de los
aposentos privados de la emperatriz.
Aunque el vasto espacio era artificial en su totalidad, estaba lleno
del aroma de verdes árboles y el canto de decenas de aves
salvajes. Pero el sonido que llenaba entonces la habitación
armonizada en verde era el de una voz infrasónica que recordaba a
un trueno lejano.
—No sólo él ha desaparecido, sino también los terranos que lo
acompañan… Si por casualidad hicieran algo, sería un gran
problema.
—Comprendo vuestra preocupación, majestad.
Al otro lado del biombo se veía una puerta gigantesca como la
de la entrada de un castillo. El gigante estaba arrodillado
respetuosamente ante el trono, que flotaba en parte obstruyendo
aquella puerta.
Haciendo una profunda reverencia, el barón de Jartum, capitán
de la Guardia, empezó su informe:
—Si registramos la ciudad, es seguro que los encontraremos. Si
actuamos con rapidez no debería de llevarnos más de uno o dos
días.
—¡Hmmm!
La joven sentada en el trono suspiró, pero no podía saberse
hasta qué punto estaba preocupada. Además del velo de color jade
que le cubría el rostro, la distorsión mecánica de la voz hacía
imposible adivinar sus sentimientos.
La reina de la noche miró hacia el techo, pensativa, y asintió
unos segundos después con la cara dirigida hacia el capitán de la
Guardia.
—De acuerdo. Que todos siga como se ha planeado… Debes de
estar fatigado, barón. Puedes retirarte a descansar.
—¡Sí, su majestad!
El gigantesco methuselah bajó aún más el rostro, escondiendo
su expresión, y abandonó la habitación, seguido de los jenízaros de
máscaras rojas que lo acompañaban.
En medio de aquella habitación, demasiado grande para una
sola persona, la joven sentada en el trono esperó a oír alejarse el
sonido de los pasos de los guardias para alargar la mano hasta su
cara y levantarse el velo con unos dedos tan largos que hasta
producían tristeza.
Bajo el velo apareció un rostro tan blanco que casi era
transparente y una melena negra.
—Venga.
Hablando para sí, la chica bajó del trono de u salto, ligera como
un hada. Los ojos, de color cobrizo, le brillaban, traviesos, cuando
se acercó a la ventana.
Al otro lado del cristal se extendía un enorme bosque.
En los bosques, que ocupaban casi el ochenta por ciento del
enderun, se podía encontrar muchos animales curiosos que
formaban un complejo ecosistema. Más allá, se veían las luces de
Beyoglu, separado del palacio por la bahía del Cuerno de Oro. En la
profunda oscuridad de la noche, las luces brillaban con gran
hermosura, como una aparición inexpresable con palabras.
La emperatriz admiraba el familiar paisaje, que armonizaba de
manera única naturaleza y civilización.
—¿Quién anda ahí? —dijo, dirigiéndose a su espalda, con una
voz limpia como una mascarilla, pero sin dejar de mirar por la
ventana—. ¿Quién es capaz de colarse en mi palacio? ¿Quién
desconoce las leyes del Imperio de la Humanidad Verdadera?
Una voz serena le contestó, disculpándose.
—Os ruego que me perdonéis.
Los tapices de la pared temblaron un momento y de ellos
descendió una figura esbelta.
—No he podido encontrar ninguna manera más civilizada de
presentarme ante su majestad… Disculpad lo impertinente de mi
aparición.
—Un terrano… —dijo la joven, mirando fríamente al hombre de
cabellos plateados que tenía delante—. ¿Quién eres?
—Me llamo Abel. Me envía la Secretaría de Estado del Vaticano.
Probablemente habría entrado atravesando los bosques del
birun. Sin molestarse en limpiar las hojas que se le habían quedado
pegadas en los faldones, el espigado joven se puso de rodillas en
actitud respetuosa.
—Traigo una carta para su majestad de mi superiora, la cardenal
Caterina Sforza.
—¡Oh, del Vaticano…!
La joven repitió de forma inexpresiva las palabras de Abel. Fuera
por respeto a su interlocutor o por considerar que un terrano no era
una amenaza, las maneras de la emperatriz resultaban elegantes.
Sin embargo, contrastaba con esa amabilidad el brillo frío de los
ojos, que miraban al sacerdote como llenos de agujas de hielo.
—Bueno, parece que has llegado sano y salvo a entregarme la
carta.
Buen trabajo, Abel… Me gustaría poder felicitarte, pero…
Los almendrados ojos se hicieron más agudos. La voz de
soprano estaba llena de una malicia suave como la seda.
—¿Dónde está el mensajero que envié? ¿Dónde está el conde
de Menfis, Ion Fortuna? Y el incendio del palacio de la marquesa de
Moldova de ayer…, ¿no hay nada que tengas que contarme,
mensajero del Vaticano?
—Antes de explicaros eso, quiero pediros que me respondáis a
una pregunta.
La cara del mensajero era serna. No daba señal alguna de temer
a la reina de los vampiros. Sin embargo, las palabras que pronunció
a continuación no parecían las más adecuadas para aquella
situación.
—¿Tú quién eres?
—¿Qué? —respondió la muchacha sin pensar.
¿Acaso no era evidente? ¿O es que el terrano no sabía a quién
había ido a visitar? Además, ¿en qué estaría pensando para
dirigirse a ella con un «tú quién eres»? Sin embargo, el sacerdote
que tenía delante no parecía desorientado ni mentalmente inestable.
Más bien aparentaba poseer una inteligencia fría.
—¿Quién eres? ¿A quién tengo delante?
—Qué cosas más raras dices, mensajero del Vaticano… —
contestó la chica después de observar con ojos inexpresivos a su
interlocutor durante medio minuto—. Estamos en la sala de los
Espejos, en los aposentos privados del palacio imperial. ¿Quién
puedo ser sino la soberana del Imperio de la Humanidad
Verdadera? Soy la única señora del Imperio.
Augusta Vradica.
El rostro del sacerdote no parecía convencido por los títulos que
la chica iba recitando. Por el contrario, su mirada se iba tornando
cada vez más recelosa.
—¿En serio? ¿De verdad eres la emperatriz?
—¡Pero ¿cómo te atreves, terrano?! —repitió la muchacha, sin
perder la calma, mientras alargaba la mano hasta la espada que le
colgaba del cintura—. ¿¡Cuántas veces tengo que repetirlo!? Pues,
déjame que te pregunte yo también. ¿Qué es lo que estás
pensando?
—¡Con vuestro permiso! —retronó una voz profunda al otro lado
de la puerta.
Justo cuando se dieron cuenta, las puertas se abrieron con
violencia y una figura entró corriendo en la habitación.
—¡Los jenízaros de guardia han descubierto el rastro de un
intruso en el palacio! ¡Es posible que haya penetrado hasta…!
¿¡Eh!? ¿¡Y este…!?
Al descubrir la presencia de Abel, Baybars se quedó perplejo un
instante, pero casi de inmediato desenvainó la espada con un ruido
agudo y cargó contra él.
—¡El intruso! ¿¡Qué haces aquí!?
Al mismo tiempo que la negra espada desgarraba el aire, el
sacerdote de cabellos plateados se giró a gran velocidad.
Bajó la cabeza y, sin titubear, salió disparado hacia la ventana.
Para ser un terrano era rapidísimo. Pero era un poco temerario
desafiar así a un methuselah, la criatura más poderosa de la tierra.
—¿Acaso crees que podrás escapar?
El filo negro desapareció un instante y volvió a aparecer en
menos de un segundo cortando el paso a Abel.
—¡Muere!
—¡Detente, Baybars! —ordenó una voz aguda y resonante.
Ante la espada del jenízaro había aparecido la muchacha, con le
pelo desordenado y los brazos extendidos.
—¡Tenemos que interrogarlo! ¡Muerto no nos sirve de nada!
Mientras Vradica discutía así con el capitán, Abel dio una
voltereta y atravesó con estruendo la ventana, que se rompió en una
tormenta de cristal. El espigado sacerdote desapareció en el silencio
de la noche. Un segundo después, se oyó el ruido de varias ramas
al quebrarse.
La emperatriz y el capitán de los jenízaros se dirigieron en
seguida hacia la ventana, pero ya no había ni rastro de Abel.
Obviamente, la oscuridad no era un problema para la vista nocturna
de los methuselah, pero los árboles frondosos les obstaculizaban la
visión.
—Es muy rápido para ser un terrano, pero… —murmuró con
rabia Baybars, mirando airado el bosque que se había tragado al
sacerdote.
Parecía que el alboroto se había hecho notar. Por todas partes
aparecían jenízaros corriendo en la oscuridad.
—Un simple terrano no se nos escapará a los jenízaros. Lo
capturaremos en seguida. Estad tranquila, majestad —añadió el
capitán indeciso, observando al escena.
Pero la joven no escuchaba las palabras de Baybars.
Mientras miraba, pensativa, los árboles entre los que había
desaparecido Abel, murmuró enrojeciendo:
—¿Es posible que él…?
En el cielo nocturno, sobre la ciudad no humana, la luz de las
dos lunas producía un pálido brillo en el rostro de la muchacha.
VI

—¿Esther?
La muchacha se levantó de un salto ante la voz que la había
despertado. Mejor dicho, intentó levantarse de un salto, pero un
dolor horrible en la espalda la paralizó.
—¡No, Esther, no te muevas! ¡Se te abrirá la herida!
Quien le hablaba al lado la agarró de la muñeca, pero el dolor no
le dejaba abrir los ojos. Sentía como si la hubieran dado un latigazo.
Separó desesperadamente los labios para llenarse los pulmones de
oxígeno. El estímulo del alcohol mezclado con el aire fresco que
había inhalado hizo que su cerebro volviera a ponerse en
funcionamiento. La figura que la acompañaba murmuró:
—Esther…, ¿estás bien?
—¿Ex…, excelencia? —respondió Esther con voz frágil,
levantando la vista hacia los temerosos ojos broncíneos.
La embargaba la sensación de haber tenido una pesadilla terrible
que no podía recordar. Hablando de recordar, ¿qué hacía en aquel
lugar? ¿Por qué tenía tanta fiebre?
Mirando el rostro de Ion y el techo desconocido que los cubría,
Esther intentó retrazar el hilo de la memoria. Mientras el padre
Nightroad estaba ausente, Ion y ella se había escapado y habían ido
a la tienda de Mimar…
—¡Eso es! ¡Entonces, yo…!
—Entonces, hubo una gran lío. Murió el dueño de la tienda,
apareció un enemigo cadavérico imposible… Nos costó mucho
escapar de allí. Pero lo importante es ver cómo te encuentras… —
dijo una voz limpia que no era la del joven.
Por su aspecto físico parecía ser más o menos de la edad de
Ion. Bajo los desordenados cabellos negros, una sonrisa traviesa le
adornaba el blanco rostro.
—¿Eres… la vendedora ambulante de té de antes? Te
llamabas…
—Me llamo Seth —respondió la chica, sin dejar de juguetear con
las vendas que sostenía en la mano como si fueran una pelota.
La ropa que llevaba puesta no era del color gris de los siervos.
Iba vestida con el blanco que correspondía a los vasallos cuando
aún no se les había asignado una profesión y eran estudiantes.
—Estudio en la medrese de Medicina. Vender té es una manera
de sacarme un dinero extra… Se gana más de lo que parece
haciendo ese trabajo.
—¿Estudiante de medicina?
Las medrese correspondían en el exterior a las instituciones de
estudios superiores de posgrado. ¿Podía ser una niña tan joven
estudiante de posgrado? Parecía tres o cuatro años menor que
Esther. ¿No le faltaban aún algunos años para ir a la universidad?
Probablemente, las dudas se traslucían en su expresión. La niña
torció los labios como haciendo una diablura.
—Bueno, puedes creerme o no, como quieras… Pero que sepas
que esa herida te la he tratado yo. Si fuera por ese médico, ya
estarías muerta.
—¿Tú me has…? ¿Y esta habitación…?, ¿dónde…? —preguntó
Esther, mirando a su alrededor.
Por la ventana se podían ver a lo lejos el Bósforo tañido de rojo y
la orilla opuesta de Beyoglu. Eso quería decir que se encontraban
en Anadolu, el distrito donde habitaban los terranos, no muy lejos
del mercado central.
Estaban en una habitación muy limpia, de techo alto, pero que
parecía demasiado sobria para ser la de una adolescente. No había
más muebles que la cama que ocupaba Esther, una mesa y un
juego de té sobre ella. En una pared había un armario empotrado
donde sólo colgaban las ropas grises de antes.
¿Qué tratamiento le podían haber hecho en un habitación como
aquélla? La herida, con seguridad, había sido muy seria, de vida o
muerte.
¿Y cuánto tiempo había estado inconsciente?
—¿Cuánto tiempo llevo en la cama?
—Prácticamente un día entero —contestó Seth, levantando la
mirada hacia el reloj de la pared—. Has dormido mucho. Seguro que
traías gran cantidad de cansancio acumulado.
—Supongo que sí, porque… ¿¡Eh!? —se detuvo de golpe
Esther.
Había estado hablando todo el rato en la lengua oficial de Roma.
Y no sólo eso. La chica que tenía enfrente, ¡le contestaba en la
misma lengua!
—¡Ah!, no te asustes… Ya sabía que eras del exterior —
respondió Seth sin cambiar de expresión ante la cara pálida de
Esther. Sin dejar de sonreír, se sentó sin ceremonia con las piernas
cruzadas en el sofá—. Es que todo el rato hablabas en sueños en
lenguas del exterior. Creo que mezclabas húngaro y la lengua de
Roma. Además, ya que este noble y tú ibais paseando juntitos…,
¿verdad?
Ante la mirada cargada de sobreentendidos, Ion respondió
cabizbajo y avergonzado:
—Perdóname, Esther… Se lo he contado todo —se disculpó con
voz quebradiza el aristócrata. Acercándose a Esther añadió en voz
baja—: Pero puedes estar tranquila. No le he dicho que eres del
Vaticano… Le he contado que te he conocido en el exterior y te he
traído conmigo…
—Pero vaya uno tu chico. Mira que traerse una terrana, y encima
del exterior a la capital… —comentó frívolamente la niña,
interrumpiendo aquella conversación íntima.
Para ser una terrana del Imperio, no parecía tenerles demasiado
miedo a los methuselah. Era raro encontrar un siervo que no temiera
a los aristócratas.
—¿No sabéis que el amor entre methuselah y terranos es tabú
en el Imperio? Si os descubren… Pero no os preocupéis, que no le
contaré a nadie vuestro secreto. A cambio, ¿quedará entre nosotros
que me dedico a vender té? Si se enteran, me echarán de la
medrese.
—¡Pero que vergüenza! Aprovecharse de las debilidades
ajenas…
Pero bueno, de acuerdo —aceptó Ion, altivo, más tranquilo al ver
que Esther ya se encontraba mejor. Después de toser ligeramente,
se puso a sermonear en tono sentencioso a la niña que lo miraba
traviesa—. Por esta vez, haré la vista gorda ante tu delito. Pero
escúchame bien, jovencita: tienes que dejar de hacer eso. La ley del
Imperio prohíbe terminantemente que los terranos practiquen
profesiones ajenas y simulen pertenecer a un estamento que no les
corresponda. Como estudiante debes aplicarte en tus libros y
participar así, como súbdita de su gloriosa majestad imperial, en
nuestra sociedad…
—¡Huy, mira qué tarde se ha hecho! ¿No tenéis hambre,
parejita?
—¡No interrumpas cuándo te hablan! —gritó Ion, furioso porque
le habían arruinado la prédica. Seth lo ignoraba por completo y
seguía jugando con las vendas mientras tarareaba una canción—.
¡Es lamentable!
¡Que las circunstancias me obliguen a dejar pasar un crimen
como éste!
¡Majestad, perdonad a este súbdito indigno!
—Tiene su gracia y todo, este chaval. Hace tiempo que no veía
un espectáculo así —se mofó Seth, mirando cómo Ion se postraba,
con un suspiro, en dirección al palacio imperial—. Bueno, pues
cuando te hayas cansado, ¿por qué no nos vas a comprar algo para
comer? Esther necesita alimento.
—¡Que no soy tu criado! ¡Vete tú! —gritó Ion, sacando
instintivamente los colmillos ante la insolencia de la niña; pero su
queja no tuvo efecto.
—¿Yo? Pero si tengo que cambiarle las vendas a Esther y
ayudarla a vestirse… ¡Aaah!, ¿o es que quieres vestirla tú mismo?
—¡Oh!
Ion enrojeció y, mirando de forma alternativamente a las dos
muchachas, tuvo que reconocer su derrota; rápidamente se giró,
enfurruñado.
—Tú ganas, chiquilla. Pero que sepas que ésta me la pagarás.
¡No lo olvidaré!
—Que sí, que sí… Mira, hay una tienda de comida muy buena y
barata en la esquina de nuestro edificio. Yo quiero tomates rellenos
de carne.
—¡Esto no acabará así!
Ion descargó su frustración dando un portazo al salir. Seth oyó
cómo se alejaban los pasos por la escalera sin dejar de sonreír y se
giró después hacia su paciente.
—Bueno, ahora que nos hemos librado de ese pesado… A ver,
Esther, ¿me enseñas el sitio dónde te impactó la bala?
—¿Eh? ¡Ah, sí…!
Esther se había quedado atónita ante el diálogo que acababa de
presenciar, pero volvió en sí al oír que Seth la interrogaba. Tal y
como le había pedido, se desnudó para mostrarle el hombro herido.
La herida era mayor de lo que había pensado, pero la hemorragia se
había detenido por completo. Ahora que la miraba de nuevo, se dio
cuenta de que la bala había penetrado en su hombro con mucha
profundidad. Podía dar las gracias de no haber muerto a causa de la
hemorragia. Era una suerte que le impacto no hubiera sido mortal,
pero debía darle las gracias también a los primeros auxilios y las
curas que había recibido.
—¡Hmmm!, el proceso avanza con normalidad… Se nota que
eres joven. Las lesiones de los vasos sanguíneos ya se han cerrado
y los capilares han empezado a crecer de nuevo. En dos o tres días
podrás moverte otra vez.
Seth lanzó un silbido de admiración y empezó a cambiar con
habilidad las vendas, sus movimientos eran precisos como los de
una médica veterana.
—Perdonad, ¿doctora?
—Llámame Seth. Mis hermanos y amigos me llaman así.
—Bueno, pues, Seth —prosiguió Esther, mirando
alternativamente la cara de la niña y las manos que se movían con
una agilidad casi mágica—, pareces bastante pequeñ…, bastante
joven, ¿cuántos años tienes?
—¿Yo? Voy a cumplir trece.
—¿Trece? —repitió Esther, pensando sin querer que Seth era
cuatro años más joven que ella—. Es increíble que sepas hacer esto
a tu edad… ¿O es que la gente del Imperio son todos como tú?
—¡Hmmm!, depende de las capacidades, el esfuerzo y la
personalidad de cada uno. Todo el mundo tiene cosas que se le dan
mejor y peor, ¿no? No todos los terranos se convierten en vasallos y
reciben educación superior.
Antes de acabar la frase ya había terminado de cambiar las
gasas, y las vendas blancas cubrían de nuevo la herida. Seth se
quedó pensativa un instante y añadió con seriedad:
—Pero al menos todo el mundo tiene su oportunidad. No es
como en el exterior, que el origen familiar y la riqueza determinan las
oportunidades educativas. Cualquiera que se esfuerce y pase los
exámenes puede convertirse en vasallo. Tampoco hay limitaciones
por edad… Y no es sólo en el campo de la educación. La política del
Imperio es valorar el esfuerzo y la personalidad de todos los
terranos, para que funcione la coexistencia con los methuselah.
—¿La política del Imperio? ¿Coexistencia? —repitió Esther,
confundida.
Lo que se decía en el exterior era que los terranos del Imperio
eran tratados como esclavos, bajo el yugo de los vampiros, los
humanos vivían, aterrorizados, una existencia comparable a la del
ganado. Pero, entonces, ¿cómo se explicaba que hubiera alguien
como la muchacha que tenía delante? ¿O las caras vitales y
sonrientes de los terranos que paseaban por la ciudad? Lo que
había visto desde que había entrado en el Imperio y lo que había
oído antes eran cosas completamente distintas.
—Pero en el fondo los terranos son esclavos de los methuselah,
¿no? —aventuró con voz débil mientras comprobaba el estado de la
herida moviendo el hombro con lentitud—. Se les trate como se les
trate, los terranos siempre tienen que servir a los methuselah… ¿A
eso es a los que llamas coexistencia?
—Esther, mira por aquí —respondió Seth, abriendo la ventana.
Afuera el sol se estaba poniendo y empezaba a caer el velo de la
noche. A ambos lados del estrecho, que parecía un gran río,
empezaban a brillar lucecitas blancas. El paisaje era tan hermoso
como un espejismo, como un sueño visto dentro de otro sueño. Sin
embargo, lo que Seth señalaba con el dedo era la parte meridional
de Beyoglu: el gigantesco grupo de edificios que sobresalía de los
frondosos bosques verdes.
—Esther, hay una cosa que no entiendes… No son los
methuselah quienes reinan sobre los terranos.
El palacio imperial. La residencia de aquella que existió en el
pasado, existía ahora y existiría en el futuro. No había rastro en la
expresión de Seth de la frivolidad de antes. Incluso se podría decir
que su tono era severo.
—Quien reina sobre los terranos es su majestad la emperatriz,
legalmente, los terranos son sus posesiones. Dañarlos equivale a
dañar las posesiones de la emperatriz. Los methuselah, además,
son sus vasallos absolutos. En definitiva, methuselah y terranos son
iguales. ¿No es eso la coexistencia de dos especies?
—…
Iguales ante la existencia absoluta de la emperatriz. En efecto,
no podía decirse que no fueran un tipo de coexistencia.
Esther se quedó pensativa mirando hacia la ciudad, que parecía
cantarle a la prosperidad de la noche.
«Coexistencia es una palabra que sólo existe en los sueños de
los tontos».
Recordaba las palabras que había oído en su ciudad natal de
István.
Entonces, eso fue lo que dijo el hombre que mató a toda su
familia.
Él mismo quería vengar a su propia familia, asesinada por
instigación del Vaticano. Cuando oyó aquellas palabras ella también
creyó que eran verdad. Era imposible convivir con aquellos que
habían matado a su familia y sus conciudadanos.
Sin embargo…
—Pero hay una condición previa para que pueda existir esa
coexistencia, Seth —dijo Esther, quien se debatía en una
impaciencia que ella misma no acababa de entender, respondiendo
como alguien que intenta resistir una tentación—. Es la presencia
constante de la emperatriz. Si desapareciera o cambiara de súbito,
¿seguiría siendo posible la coexistencia?
Con cara de admiración, Seth ofreció un aplauso a la respuesta
de la chica pelirroja.
—Muy bien… Realmente eres una chica muy inteligente, Esther
—dijo, asintiendo con gravedad—. Es exactamente como dices. Es
la existencia de la emperatriz lo que permite la convivencia de las
dos especies. Si le pasara algo, todo el Imperio se vendría abajo. Y
la coexistencia también, claro.
«¿Se puede llamar realmente coexistencia a algo tan frágil?».
Aunque le había dado la razón, Esther no se había quedado
tranquila.
¿O quizá lo que de verdad deseaba era estar equivocada? Se
quedó pensando, cabizbaja.
«¿Es real la coexistencia si depende por completo de la persona
de la emperatriz?».
Pero en el exterior la coexistencia no existía ni siquiera en esa
forma. Sólo existían la lucha y el odio eternos. Los humanos, que
llamaban «vampiros» a los methuselah, contra los methuselah, que
llamaban «ganado» a los humanos. Esther vivía en ese mundo…
Después de todas esas reflexiones, Esther volvió en sí.
Al poco rato se sorprendió de haber pensado incluso en la
posibilidad de que la coexistencia existiera. Ya debería haber
aprendido que algo así era imposible. No había nadie que
comprendiera tan bien como ella el abismo que separaba a ambas
especies.
Pero había una cara que no le desaparecía del pensamiento.
Gyula, Radu, Astharoshe, Ion… había reído y habían llorado, se
habían enfadado y habían sentido tristeza ante sus ojos. Todos
ellos…
De todos modos, Esther no podía dejar de sentir aquella
intranquilidad. Un ruido pesado del exterior interrumpió sus
pensamientos.
—¡Ah!, ¿eres tú? ¿Has traído la comida? —preguntó Seth,
levantándose.
Su expresión alegre hizo que desapareciera del ambiente toda la
tensión. Con pasos rápidos se acercó a la puerta, puso la mano en
el pomo…
Y la puerta explotó.
—¿¡Aaaah!?
Sí, fue una auténtica explosión. El impacto del exterior hizo que
el pomo y las bisagras se partieran con un sonido triste. Las hojas
de la puerta volaron con violencia por la habitación y se llevaron a
Seth por delante.
—¿¡Seth!?
Esther se quedó helada viendo cómo el pequeño cuerpo
golpeaba contra el suelo, pero aún abrió más los ojos cuando
levantó la vista para ver la figura gigantesca que entraba por la
puerta.
—Es…, es…
Cuando el uniforme de combate negro se puso en movimiento
ondeando funestamente, Esther salió de un salto de la cama.
Olvidándose de la herida del hombro, se lanzó hacia la escopeta
que estaba apoyada en la pared, y justo cuando alcanzó el arma
con la punta de los dedos…
—¿¡!?
Un estruendo le resonó encima de la cabeza. Al levantar la
mirada por reflejo, los ojos se le llenaron de una sombra negra. Sin
que tuviera tiempo de darse cuenta de que se trataba de otra figura
que había entrado atravesando el techo, un puño la agarró con
fuerza del pecho.
—¡Aaaaaaah!
Antes de golpearse contra la pared, el grito de Esther sonó como
si hubiera vaciado todo el aire de los pulmones.
El impacto probablemente le había vuelto a abrir la herida,
porque un líquido cálido le empezó a gotear por el brazo, que había
perdido toda sensibilidad. Tenía también la mirada nublada por culpa
del golpe en la cabeza.
—¡Ah!… Seth… Conde… Exce… lencia…
Esther intentó abrir los ojos para no quedar completamente
inconsciente. Además del entumecimiento del brazo, sentía un pitido
horrible en los oídos. Los ojos le pesaban como si le hubieran
vertido plomo dentro, pero juntó todas sus fuerzas para levantar los
párpados.
A través del velo borroso que le cubría la mirada vio las dos
figuras y una figura blanca que parecía enfrentarse a ellas. ¿Sería
Seth? ¿O quizá Ion? Fuera quien fuera, las hachas de combate que
blandían las figuras oscuras se dirigían hacia la sombra blanca, que
estaba inmóvil, como helada.
—No…, huye…
El pitido de los oídos no le dejaba oír ni su propia voz. Esther
intentó lanzar, aún así, un grito de aviso, pero sus fuerzas no daban
para más.
«Pero ¿qué es este pitido?».
Ése fue el último pensamiento que pasó por la conciencia de la
monja antes de que se sumiera en la oscuridad.
—¿Por qué demonios me toca a mí, conde de Menfis, espada
imperial, ir de compras como una criada? —se quejó Ion, frunciendo
el gesto. La montaña de bolsas de papel no le dejaba ver nada y las
calles eran oscuras, pero no había vacilación en su paso—. ¿Y qué
se ha creído el tendero ése? «Qué chavalín más mono»… ¿¡Mono!?
¡Llamar «mono» a un espada imperial!
Su primera experiencia de ir de compras no había sido muy feliz.
No había apenas entrado en el mercado cuando ya lo rodeaban por
todos lados las vendedoras de voces chillonas. Lo habían
zarandeado de aquí para allá, con mil zalamerías, pero al final había
conseguido que le rebajaran casi un tercio, de modo que si hubiera
sido terrano podría haber estado contento.
Pero para el conde de Menfis, espada imperial, guardián del
Estado, aquélla era una experiencia que quería olvidar cuanto antes
mejor.
Las labores domésticas les resultaban por completo extrañas a
los methuselah. No llegaban a alcanzar ni el uno por ciento de la
población de terranos, pero se encargaban de todas las labores
políticas y militares, y no tenían tiempo para esos trabajos. La única
excepción era la educación de los niños. En su sistema de familia
extensa matrilineal, todos los miembros se volcaban en esa tarea.
Del resto de quehaceres se ocupaban los vasallos o los autómatas.
—Además ha sido idea de Seth. ¿Por qué tengo que hacerle
caso a una granuja como ésa? Si yo quisiera, podría hacer que la…
¡No, basta!
¡Basta! —exclamó Ion al darse cuenta de que estaba a punto de
estallar de ira. Agarró las bolsas con fuerza y se mordió el labio—.
Paciencia, Ion…
Todo sea por cumplir las órdenes de su majestad imperial. La
grandeza consiste en no decepcionarla, aunque eso implique
arrodillarse delante de una pilluela como ésa. ¡Paciencia! Es mi
obligación como noble…
Aunque estaba a la cabeza de los espadas imperiales, ni
siquiera Ion había visto la cara de la emperatriz. Había oído a su
abuela decir que era «una perfecta armonía de majestad y
esplendor, como corresponde a la madre de todos los methuselah».
Como su súbdito, era vergonzoso ponerse a lloriquear por tan poco.
Hablando consigo mismo, Ion llegó a la casa de la niña que le
había enviado a comprar. Lanzó un profundo suspiro para
tranquilizarse, alargó la mano hacia el pomo de la puerta y… se le
nubló el rostro.
—¿?
Sin soltar las bolsas, Ion ladeó la cabeza como si se hubiera
dado cuenta de algo. Como un herbívoro que hubiera notado la
presencia de un depredador, levantó ligeramente la vista y miró a
derecha e izquierda…
De la noche cayó un torbellino sobre él. Una decena de espadas
se abalanzaron sobre el joven. Al instante siguiente, el contenido de
las bolsas de papel estaba desparramado por el suelo…, pero no
había ni rastro del muchacho.
—¡Idiotas! ¿¡Creéis que me podéis sorprender así!? —rió Ion
mientras surcaba el cielo nocturno con la mano en la espada—.
¿Por quién me tomáis? Soy Ion Fortuna, conde de Menfis…
Desenvainando el arma, Ion se impulsó de una patada contra la
pared de una de las casas de la calle. El pequeño cuerpo voló por
encima del tejado y cayó con la fuerza de un ave rapaz sobre las
sombras que se encontraban allí emboscadas.
—¡Soy un aristócrata imperial! ¡Un espada imperial!
Cuando los atacantes quisieron darse la vuelta para huir
precipitadamente, la espada cayó girando sobre ellos. Ion aterrizó
curvando el cuerpo como un gato esperando la lluvia de sangre
cuando…
—¿Ya te has recuperado, Ion?
En vez de los gritos de agonía, se oyó la voz sarcástica de un
joven.
—¡Im…, imposible! ¿¡No lo he abatido!?
Controlando un estremecimiento, Ion saltó por instinto hacia
atrás, mejor dicho, intentó saltar hacia atrás, porque alguien lo
agarró por la espalda. Mejor realizaba esfuerzos por liberarse, su
atacante le susurró:
—¡Que es eso de querer matarme de repente! Con el tiempo que
hace que no nos vemos, amigo…
—¿¡!?
La expresión del joven se congeló al oír aquella voz y gritó,
horrorizado, un nombre.
—¡Ra…, Radu!
—Cuánto tiempo, Ion.
Bajo los cabellos del color de la noche, le sonreían unos ojos
broncíneos.
Era Radu Barvon, barón de Luxor, el amigo que creía haber
perdido para siempre, quien estaba ante él, exactamente como le
recordaba.
—No…, no puede… ¡Radu! ¿¡Cómo pudiste…!? ¡Te vi morir
en…!
—¿Morir? ¡Huy, huy!, y entonces, ¿cómo es que estoy aquí
contigo?
Riendo con sarcasmo, el ifrit lo atrajo hacia sí con fuerza
irresistible hasta elevarlo a la altura de su mirada.
Recordaba a la perfección cómo Radu se había quemado al sol y
había caído desde lo alto del dirigible. Incluso siendo methuselah
era imposible que hubiera salido de aquello con vida. Pero la cara
que tenía ante sus propios ojos no presentaba ni siquiera un
rasguño.
—¿Aún piensas que soy una aparición? ¿Crees que los muertos
hablan tanto como yo?
—Pe…, pero… si Mimar dijo la verdad… —dijo Ion, volviendo en
sí al mismo tiempo que miraba fijamente a su adversario con una
emoción que no tenía nada que ver con la nostalgia—. Radu, ¿me
has vuelto a tender una trampa? ¿¡Por qué!? ¡Pero… ¿por qué?!
¿¡Tanto me odias!?
—¿Odio? ¡Qué presumido eres! Los mocosos como tú no tienen
ninguna importancia… Tengo cosas más importantes de que
preocuparme.
No eres más que un anzuelo para captar la atención de palacio.
No te necesitamos para nada más.
—¿Para qué? —preguntó Ion, al mismo tiempo que sentía cómo
un escalofrío le recorría la espalda. ¿Sería por la manera indiferente
con la que lo trataba su antiguo amigo?—. ¿Qué pretendes? ¿Qué
estás tramando que te ha llevado a algo tan horrible como matar a
mi abuela y acusarme a mí del crimen?
Intentó hablar con voz serena, pero no pudo evitar que se notara
su nerviosismo. Su antiguo amigo simplemente rió con frialdad y se
le acercó para decirle:
—Te lo voy a contar como un favor especial…
Sus palabras eran apenas audibles, pero las comprendió con
total claridad.
—Vamos a matar a Augusta.
—¿¡Qué!?
Si le hubieran dicho que le iban a matar a él, no se habría
sorprendido tanto.
Palideciendo, Ion abrió tanto los ojos que pareció que fueran a
salírsele de las cuencas.
—Pe…, pero ¿qué has dicho? ¿Matar a su majestad? ¿¡Crees
de verdad que es posible llevar a cabo algo tan absurdo!?
—¿Absurdo? —respondió impasible Radu, fingiendo confusión
—. ¿Matar a Augusta es absurdo?
—¡Su majestad imperial Augusta! —repitió Ion, mirando con
horror a su antiguo amigo, como si buscara en su rostro algún
síntoma de locura—. ¡Es imposible matar a la madre de todos los
methuselah, la que gobernará nuestro Imperio por toda la eternidad!
—Bueno, te lo explicaré con más detalle, puesto que no eres
tonto —repitió Radu, con una voz que no mostraba ira ni locura. Más
bien parecía que se burlara de él, porque suspiró con estudiada
afección y siguió, con una sonrisa fría—: Tú no eres tonto. Eres
increíblemente estúpido.
¿«Gobernará por toda la eternidad»? ¿De verdad crees eso? —
prosiguió, encogiendo los hombros de forma exagerada, como si
fuera un actor de teatro, y lanzando una risotada—. Sí que dicen
que ha vivido ochocientos años, pero no es más que propaganda.
Ningún methuselah puede vivir tanto… Ahí hay gato encerrado. Yo
no me lo creo. Sea como sea, Augusta es un ser vivo y, como tal, se
la puede matar.
—Pe…, pero… ¿por qué? Radu, ¿por qué?
Su antiguo amigo lo miró con cara de lástima y escupió:
—¿Qué por qué? ¿Acaso no es obvio? Porque estoy harto.
Estoy harto de esa bruja que no se muere nunca y de su Imperio de
marionetas —continuó, torciendo los labios como un diablo, pero
hablando con voz clara—. Vamos a matar a Augusta. Después
exterminaremos a esos asquerosos terranos del exterior y seremos
por fin dueños del planeta. Es nuestro destino como methuselah,
nadie impedirá que ocupemos el lugar que nos corresponde. ¡Ni
siquiera tú, Ion!
—¡Ah! —gritó el muchacho, sintiendo un horrible dolor en la
pierna derecha.
Las agudas garras de Radu se le habían clavado profundamente
en el muslo. Por un momento, pareció que relajaba la fuerza con la
que lo agarraba, pero en seguida lo volvió a levantar aún más alto.
Ion se oponía con todas sus fuerzas, pero no podía resistirse a
Radu. Mirándolo como si admirara una mariposa disecada, los
cobrizos ojos rieron con maldad.
—En estos momentos, todos los esfuerzos del palacio se dirigen
a encontrarte. Muchas gracias, amigo. Así nos haces el trabajo
mucho más fácil… Sólo tenemos que conseguir que no te pillen.
—¡Ah!
A Ion se le escapó un nuevo grito de dolor cuando Radu empezó
a mover las uñas por la herida. Sufría tanto como si le hubiera
explotado una bomba dentro de la pierna. Sin embargo, el
muchacho sólo pensaba en una persona.
¿Estaría Esther a salvo? Si querían matarle a él, era seguro que
ella tampoco saldría con vida…
—¿Tanto te preocupa Esther? —susurró, burlón, el methuselah
de cabellos azules como si le leyera el pensamiento—. Es que eres
tan obvio…
Pero, Ion, ¿te parece apropiado confiar tanto en ella?, es
terrana… y además trabaja para el Vaticano.
—¿Qué quieres decir? —se esforzó en preguntar Ion,
soportando el horrible dolor que lo cegaba.
No necesitaba que nadie le dijera que Esther era terrana, pero
¿qué habría querido decir con el resto?
—¿Quieres que te vuelvan a traicionar? ¿Cómo crees que sabía
yo todos y cada uno de tus movimientos?
—¡Ă… ăst dobitoc!
Al entender lo que quería decir Radu, a Ion se le heló la sangre.
—¿Insinúas que Esther me ha traicionado? Imposible… ¡Esther
nunca lo haría! —gritó, olvidando el dolor.
—¡Huy… Huy!, su excelencia está loquito por esa muñeca… Si
su majestad imperial y su difunta abuela se enteraran se pondrían
muy, muy tristes —dijo Radu, sacudiendo la cabeza con aire
divertido, y le replicó con voz teatral, como si le contara un secreto
—. Pero ¿sabes qué, Ion? Ella te odia. Bueno, no sólo a ti, a todos
los methuselah. ¿Lo sabías?
—¿¡Qué!?
Ion dejó de resistirse de repente. Por la mirada le pasó, de
manera inconfundible, la sombra de una duda.
—¡No digas tonterías! ¡Esther me salvó la vida! ¿¡Cómo quieres
que…!?
—No hablo en broma. Sé muy bien las razones de ese odio.
Escúchame bien: toda su familia fue asesinada por methuselah.
—¿¡!?
¿Asesinada?
¿Toda la familia?
A Ion se le atragantaron las palabras al recordar aquellos
cabellos pelirrojos y los ojos azules. Sin prestar atención a Radu,
que le miraba con una sonrisa de placer, se quedó hipnotizado por
aquella imagen.
—Bueno…, veo que es algo que no sabías, amigo mío —añadió
Radu con crueldad, pero fingiendo compasión—. Ella es de István,
la ciudad que atacó el Vaticano el año pasado, donde mataron al
marqués de Hungaria.
Como era huérfana, la crió la obispo Vitez en la catedral. Pero el
año pasado el marqués la mató. Y no sólo a la obispo…
Exceptuando a la chica, todos los religiosos de la catedral murieron.
Qué destino tan trágico, ¿verdad?
—Eso es…
Ion se estremeció. Con aquella muchacha había pasado muchos
momentos dulces y amargos. Su actitud sin prejuicios contra los
methuselah, ¿era falsa?
—¡Eso es imposible! ¡Imposible!
—Oye, qué raro que no te haya contado algo tan importante
como eso, ¿no? —siguió lanzando veneno el diablo de cabellos
azules—. ¿No será que te esconde algo? ¿O…?
¿Qué querría decir con aquel «O…»? Fuera lo que fuera, Ion no
llegó a oírlo nunca.
Un látigo de luz roja cortó la noche.
El aire, ardiendo a miles de grados, se convirtió en ozono, y
Radu dio un salto y empujó a su prisionero. El látigo brillante cayó,
demasiado tarde por un instante, y dejó una marca profunda en el
tejado.
—¿¡Ma…, marquesa de Kiev!? —gritó Ion hacia la figura que los
observaba desde el edificio de enfrente.
¿Cuándo había llegado? Astharoshe los miraba con expresión
dura.
Blandía una barra plateada: la lanza de Gáe Bula. De la punta
del arma salía, serpenteante, una masa de plasma. El xenón
ionizado ondulante que emergía de la cámara a presión persiguió la
figura del ifrit.
—¡Ayayay!, parece que nos hemos pasado charlando…
Radu no parecía preocupado por al llegada de un nuevo
adversario.
Esquivaba con habilidad la lengua de fuego rojizo a la vez que él
mismo lanzaba llamas.
—¡Uf!
Astharoshe preparó la lanza para detener la bola brillante que
volaba hacia ella a gran velocidad. Reduciendo el arma al tamaño
de una espada, abatió con ella los ataques azulados del ifrit. Sin
embargo, al partirse la llamarada se convirtió en infinidad de chispas
que cubrieron a la methuselah. La lanza se movió como un
relámpago rojo para pararlas, pero había demasiadas. No llegó a
tiempo de abatir la última, que impactó sobre la hermosa figura…
—¿¡Ma…, marquesa de Kiev!?
A Ion le pareció ver a Astharoshe convertida en cenizas, pero no
fue más que un espejismo. Un disparo desvió la bola de fuego antes
de que cayera sobre la methuselah.
—¡Llegas tarde, padre!
—Ya, ya, perdón. Es que me he pegado un porrazo importante
subiendo por las escaleras y me he hecho un chichón aquí donde…
—respondió una voz tranquila a los gritos agitados de Astharoshe.
En el tejado donde se encontraba Ion, apareció una sombra
larguirucha que apuntaba a Radu entre las cejas con una anticuado
revólver.
—Barón de Luxor, os recomiendo que no os resistáis. Separaos
lentamente del conde de Menfis y rendíos.
—La marquesa de Kiev y el padre Nightroad… Ciertamente sería
estúpido luchar en un momento así —se lamentó Radu, chascando
la lengua ante la aparición de las dos figuras. Y mirando hacia el
muchacho caído, añadió—: Pero da lo mismo. Total, no puedes
hacer nada, Ion…
Nada.
Sin dejar de mirar a su antiguo amigo, el ifrit dio un rápido paso
hacia delante y salió volando de un salto.
—¡E…, espera, Radu!
Ion estiró la mano de inmediato, pero ya era tarde. Sin dejar de
mirarlo, la silueta del traidor desapareció en la noche.
—¡No escaparás!
El gas xenón brilló por el aire, pero no hizo más que atravesar el
vacío. La figura de su enemigo, que había entrado en haste, ya
había desaparecido entre las tinieblas.
—Mierda… ¡Qué rápido es! —dijo con odio la mujer de cabellera
blanca, con la mirada dirigida hacia la oscuridad que se había
tragado al ifrit.
Abel, mientras tanto, se acercó al muchacho caído y le preguntó
cómo se encontraba.
—¿Estáis bien, conde de Menfis? ¡Huy!, qué herida tan fea en la
pierna… ¿Podéis teneros en pie?
—No es para tanto. En seguida se curará… Pero, padre, ¿cómo
es que habéis…?
—Al volver del palacio, nos encontramos a los sirvientes
revolucionados y nos contaron que habíais huido con Esther —
explicó con un ligero tono de reproche mientras le vendaba la herida
con un pañuelo—. Salimos a buscaros al instante, pero no sabíamos
dónde os habíais metido…
—Hasta que alguien lanzó una piedra con un mensaje en el
jardín, en el que aparecía escrita esta dirección… —continuó
Astharoshe, quien se había desplazado de un salto hasta el tejado
en el que se encontraban, mirando con desconfianza a Ion.
—¿Un mensaje? Pero ¿quién podría…?
—¡Y yo qué sé! —estalló en cólera Astharoshe, agarrando al
joven del cuello—. Pero dime, mocoso, ¿cuáles eran las
instrucciones? ¡Que te quedaras en mi casa hasta que volviéramos!
¡Y vas y…!
—Tranquila, Astharoshe, vamos a hablar con calma. Ahora no es
el momento de pelearnos entre nosotros —dijo Abel,
interponiéndose entre la airada mujer y el joven, que aullaba de
dolor por la herida.
Una vez la methuselah hubo apartado el brazo, el sacerdote se
dirigió al muchacho:
—Por cierto, excelencia, ¿dónde está Esther? ¿No estabais
juntos?
—¿Esther? —repitió Ion, mientras le resonaban en la cabeza
aquellas palabras envenenadas: «Ella odia a todos los
methuselah»—. Está en esa casa de ahí… —dijo, señalando con la
cabeza.
El joven se puso en pie y empezó a caminar hacia el edificio
iluminado. Pero era una temeridad. El dolor de la pierna lo hizo
tambalearse y gritar de dolor.
—No forcéis la herida. Ya voy yo.
Abel se levantó con serenidad, como si saber el paradero de
Esther lo hubiera tranquilizado, y bajó del tejado con una rapidez
inusitada, considerando la torpeza que había mostrado al aparecer
en escena.
—¿Cómo tenéis la pierna, conde de Menfis? —le preguntó
Astharoshe con frialdad, sin dejar de mirar hacia el sacerdote.
Su expresión era la de alguien que se hubiera tragado un insecto
y sus gestos eran bruscos, pero en la manera como le ofreció el
brazo a Ion para que se incorporara se notaba un aire de dulzura.
—Si podéis moveros, pongámonos en marcha lo antes posible.
Si nos quedamos aquí, llamaremos la atención de los terranos. Hay
que desaparecer en seguida.
—Lo siento, marquesa de Kiev —se disculpó Ion, sintiendo la
piel fuerte pero suave de la hermosa mujer—. Todo ha sido culpa
mía. No sé cómo pediros perdón.
—Bueno, no es que no entienda que tengáis prisa.
Ion pensaba que le caería otra ronda de gritos, pero la voz de
Astharoshe era sorprendente tranquila. Al levantar la mirada, se dio
cuenta de que los ojos ambarinos lo miraban con preocupación.
—Yo también me he pasado un poco antes… Vamos a trabajar
juntos a partir de ahora.
—De acuerdo. Os ruego de nuevo que… ¡Ah!
—¿Qué ha pasado?
Agarrando con fuerza a Astharoshe por el brazo, Ion gritó:
—¡No hay tiempo que perder! ¡Su majestad está en peligro!
—¿Su majestad?
La mujer arrugó la frente y aguzó los ojos, mirando, extrañada, a
Ion.
—Ellos… Radu… ¡Quieren asesinarla! —gritó, impaciente, el
muchacho.
—¿¡Qué!?
Astharoshe se había quedado helada.
—¡… er!
A lo lejos oía una voz que la llamaba. ¿Seth? No. Era una voz
más cálida.
—¡Esther!
—¿¡Eh!?
Al oír, de golpe, aquel grito, Esther dio un salto con fuerza y
chocó de cabeza con el rostro de cabello plateado que la miraba. Se
oyó un ruido terrible, y los ojos se le llenaron de chispas.
—¡Ayayay! ¿Eh? ¿Padre?
Esther adivinó entre lágrimas la figura del sacerdote, que
sangraba con abundancia por la nariz como consecuencia del golpe.
¿Qué hacía él allí? Recordaba que la habían herido, la habían traído
a esa casa para tratarle las heridas y… ¿Y entonces?
—Claro, aquellos…
Esther miró apresuradamente a su alrededor. La última imagen
que recordaba era la de aquella espada con su horrible filo sobre
Seth. Pero ¿dónde se habrían ido sus atacantes? ¿Y Seth? ¿Y
cómo era que ella seguía viva?
—¿Dónde está? —preguntó, impaciente, Esther al sacerdote,
quien gemía intentaba detener la hemorragia—. Estaba aquí
conmigo… ¿Dónde está?
—Si te refieres al conde de Menfis, está sano y salvo. Lo han
herido, pero ahora está con Astharoshe.
—No, no me refiero al conde… —negó en seguida Esther, y
agarró gritando al sacerdote por las solapas—. ¡Hablo de Seth! ¡La
niña que estaba aquí conmigo! ¿Dónde está niña? ¿Está bien?
—¿Qué dices? —dijo Abel, sorprendido, mirando a su alrededor
—. Aquí no hay ninguna niña…
—Pero… ¿dónde se habrá metido?
Esther se levantó, tambaleándose. ¿Dónde se habría
escondido? No querría ni pensar que la pudieran haber raptado.
Atormentada por aquella idea funesta, Esther se plantó enfrente
del armario cerrado. Recordaba claramente haberlo visto abierto.
¿Se habría metido allí dentro? Al abrir la puerta esperanzada…
—¡Ah!
Esther retrocedió, sorprendida.
Dentro del enorme armario ropero estaban los horribles gigantes
vestidos de negro. ¡Los asaltantes!
—¡Atrás, Esther!
Abel salió disparado para cubrir a la muchacha, con el revólver a
punto de dispararles a la cabeza.
—¿?
Pero finalmente no salió ninguna bala del arma. En vez de
apretar el gatillo, el sacerdote se quedó mirando a sus inmóviles
enemigos con cara de extrañeza.
—¡Padre, cuidado!
—No, no pasa nada, Esther —dijo Abel, apartando la mano de la
muchacha, quien intentaba detenerle.
Aunque estaba por completo indefenso, sus enemigos no se
habían movido ni un centímetro. Incluso cuando el sacerdote
extendió el brazo, sin dejar de apuntarlos, y los rozó con el dedo,
siguieron congelados y en silencio. Y de golpe…
—¿¡!?
Se desplomaron con un ruidos seco.
Lanzando una abundante bruma blanca, los dos enemigos se
encogían por momentos. Al desaparecer la niebla, sólo quedaron los
trajes negros y un polvillo en el suelo.
—¿¡Qué!? ¿¡Qué ha pasado!? —gimió Esther, como si hubiera
visto un espejismo o una pesadilla.
Abel se agachó para observar los restos. Más calmado que la
monja, examinó con detenimiento aquel polvo blanco y lo tocó con el
dedo.
Finalmente, le cambió la expresión, como si se hubiera dado
cuenta de algo, y se llevó el dedo a los labios con cara preocupada.
—Igitur Dominus pluit super Sodoman et Gomarram sulphur et
ignem a Domino de caelo…
Al notar el sabor de los restos, Abel recitó unos versículos
bíblicos y se giró con el rostro tenso hacia la monja.
—Respiciensque uxor eius post se versa est in statuam salis.
«La mujer de Lot miró atrás y se volvió estatua de sal». Esther esto
es sal. Una estatua de sal.
CAPÍTULO 3

Las Islas Príncipe

Todos los reyes de los pueblos, todos ellos yacen con honra, cada uno en su
casa.
ISAÍAS 14,18
I

En cuanto el sol se hubo puesto en el horizonte, el viento empezó a


hacerse más frío.
Esther echó leña a la estufa y se levantó para cerrar la ventana.
Al dejar vagar la mirada por le paisaje no pudo reprimir un suspiro
de admiración.
—¡Qué belleza…!
El mar estaba tranquilo como un espejo azabache. Sobre las
aguas bailaban miles de luces reflejadas de las barcas de vela
ancladas en la única entrada de las islas Príncipe.
Si miraba hacia la tierra sólo veía montes cubiertos de frondosos
bosques. Entre los árboles aparecían, construidos a intervalos
regulares, elegantes edificios con aspecto de casas de vacaciones.
Para un observador inocente, habría sido difícil imaginar que se
trataba de unos mausoleos llamados türbe y que el tranquilo
archipiélago situado a diez kilómetros al sur de la capital era tierra
sagrada para los aristócratas imperiales.
—Estas islas son el lugar donde conmemoramos a nuestros
difuntos.
El türbe de la familia ducal de Kiev se encontraba en la isla
central.
Obviamente, las tumbas propiamente dichas se hallaban en el
subterráneo y el nivel de la superficie estaba dispuesto como
espacio para recibir a los visitantes. Mientras hablaba con Esther,
Astharoshe limpiaba con mano inexperta las fotografías que
adornaban el interior.
—Nosotros no tenemos una religión tal y como la entendéis
vosotros, ni poseemos la idea de alma. Al morir, el cuerpo es
enterrado y vuelve a la tierra.
—¿No tenéis alma? —se giró, sorprendida, Esther.
Había estado observando con interés el ancho camino que
atravesaba los bosques, por el que subía un grupo de aficionados
que charlaban bajo la luz de la luna.
—Pero si no tenéis alma, ¿para qué hacéis funerales? ¿Por qué
os reunís expresamente en estas islas para pasar la noche en vela?
—Es que nuestros funerales no son para la persona que ha
muerto, sino para que las que siguen vivas puedan reunirse para
recordarla —explicó Astharoshe.
El viento soplaba con fuerza y hacía que las nubes surcaran el
cielo a gran velocidad, cubriendo a ratos las dos lunas.
—Familiares, amigos, amores… Nosotros también nos ponemos
tristes cuando se va alguien a quien queremos, pero no por eso la
vida deja de seguir adelante. Por eso todos los que siguen vivos se
reúnen en esta isla y hablan sobre la persona que se ha ido hasta
que sale el sol. Después volvemos al mundo de los vivos y
continuamos con nuestras vidas. Ésa es nuestra costumbre.
Por eso decía Astharoshe que el funeral no era para el muerto,
sino para que los vivos pudieran soportar mejor la tristeza. Con una
sonrisa triste en los labios, la methuselah señaló con los ojos a la
figura que llevaba todo el rato inmóvil y en silencio con la mirada
perdida en la noche.
—¿Estáis bien, excelencia? —le preguntó tímidamente Esther al
muchacho.
Afuera se estaba celebrando la ceremonia funeraria de su abuela
y muchos de sus conocidos se habían reunido para recordarla, pero
Ion, su nieto, no podía participar.
Si Astharoshe no los hubiera camuflado como vasallos suyos, ni
siquiera podrían haberse acercado a las islas. Sus tías, primas y
demás miembros de la familia ducal de Moldova se habían recluido
en sus territorios, avergonzados por el escándalo de Ion. Ver a su
abuela enterrada a manos de desconocidos debía producirle un
dolor tal que a Esther se le cortaba la respiración sólo de imaginarlo.
Sin embargo, Ion no se dio cuenta de la preocupación de la chica y
permaneció, inexpresivo, mirando hacia la oscuridad. Y no era que
esa actitud impasible hubiera empezado entonces. Hacía unos días
que Esther no lograba arrancarle ni una sola palabra.
«¿Quizá he dicho algo que lo ha enojado?», se preguntó Esther,
pensando en la actitud, tan diferente, del muchacho, que antes la
seguía a todas partes como un perrito faldero. Cuando se había
despertado en casa de Seth, Ion aún era el mismo. El cambio se
había producido después de que saliera para ir a comprar. ¿Qué
habría pasado entonces?
Esther también quería hablar con Ion sobre la misteriosa
desaparición de la niña, pero el joven la había ignorado cada vez
con alguna excusa. Ni siquiera la había mirado una sola vez a los
ojos.
«No hay otro remedio…».
No podía soportar más sentir el resentimiento del muchacho sin
saber su causa y se dirigió a él con la voz más alegre de que fue
capaz.
—Excelencia, esto…
—Por cierto, marquesa de Kiev… —dijo Ion hacia Astharoshe,
ignorando por completo el intento de comunicación de Esther—, ¿se
sabe algo del paradero de Radu…, digo, del barón de Luxor?
La expresión del muchacho no mostraba la más mínima
emoción.
—Aún no. He enviado a mis vasallos a registrar la isla, pero
todavía no hay noticias de él —negó Astharoshe con la cabeza—.
Esta isla es bastante grande. Además, al ser de noche, los nobles
se pasean por todos lados… Conde, entiendo que estéis
preocupado, pero ahora lo único que podemos hacer es esperar.
—Ya no falta mucho para la llegada de su majestad imperial.
¿No sería menos que nos sumáramos a la busca?
La ansiedad y la ira habían ocupado la expresividad en el rostro
del joven, pero ni a Esther ni a Astharoshe se les escapó que los
ojos se le movían con gran inquietud.
—Si no hacemos algo, se saldrán con la suya… ¡Hay que
evitarlo a toda costa!
—Pero ¿estáis seguro de que el barón de Luxor va a
presentarse aquí? —se preguntó, seria, Esther. Ya que su
interlocutor parecía a punto de explotar, intentó formular sus ideas
de la manera más respetuosa posible—. Sin dudar que el complot
que oísteis sea real, ¿creéis que escogerán esta noche y este lugar
para actuar?
—Seguro que lo hacen —respondió Ion con voz serena, pero sin
mirarla a la cara—. Normalmente su alteza imperial se encuentra en
los aposentos de palacio y es imposible determinar su localización
exacta.
Hoy, sin embargo, es el funeral de alguien muy próximo a su
alteza imperial. Es difícil de imaginar una situación en la que sea
más fácil adivinar dónde se encuentra. Por eso creo que con toda
seguridad lo intentarán esta noche.
—Estoy de acuerdo. Si fuera el barón de Luxor, yo también
actuaría hoy —añadió Astharoshe, frotándose la barbilla—. Pero hay
algo que no acabo de explicarme. Aun suponiendo que consiga
perpetrar el magnicidio, ¿cómo pensará escapar? ¿No os parece
que es imposible, con tantos nobles presentes?
La marquesa de Kiev señaló con la cabeza hacia el centenar de
embarcaciones ancladas ante la isla. Aquél era el único lugar de la
costa libre de acantilados por donde se podía acceder. Aunque el
crimen fuera un éxito, era imposible salir de allí. ¿O lo habría
planeado como una misión suicida?
—Perdón, Astharoshe. Llegamos tarde.
Una voz interrumpió los pensamientos de los tres. Dos figuras
habían entrado en la habitación.
—¡Uf!, estoy cansadísimo. Hemos buscado por todas partes,
pero no hay ni rastro del barón de Luxor.
—Lamento informaros, señora, que todos los vasallos han
regresado con las manos vacías —se disculpó, avergonzado, el
anciano de cabellos blancos.
Abel y Chandarli, que habían dirigido la búsqueda con los
vasallos, suspiraron, agotados.
—Me parece raro que no lo hayamos encontrado con todo lo que
hemos removido. ¿Seguro que el barón de Luxor se encuentra en la
isla?
—¿Insinuáis que me lo he inventado todo, padre? —replicó Ion
con hosquedad y sin conseguir contener su mal humor—. ¿Me
estáis llamando mentiroso?
Abel se escondió detrás de Chandarli para evitar la tenebrosa
mirada del joven, y Astharoshe intervino para calmar los ánimos.
—Él no tiene la culpa de nada, conde de Menfis… No te
preocupes, padre. El conde está un poco nervioso.
«De cualquier modo, no es extraño que Ion se encuentre en este
estado», pensó Astharoshe, apartándose los cabellos de la cara.
En principio era buena noticia que no hubieran encontrado a
Radu en la isla, pero si había logrado esconderse en algún lugar
para escapar a su búsqueda, la situación era muy difícil. Cada
minuto que pasaba se acercaba más la llegada de su majestad
imperial…
—No hay otra opción. No quería hacerlo, pero tendré que pedirle
ayuda… —Astharoshe chascó los dedos como si hubiera tenido una
idea—. Padre, ven conmigo, que se me ha ocurrido algo…
La aristócrata echó a andar a grandes pasos y sacó a Abel de
detrás de Chandarli, agarrándolo por la oreja.
—¡Aaaaay! ¡Qué daño, Astharoshe! ¡Mi oreja! Tened piedad de
mí… que tengo las orejas muy delicadas…
—¡Eh, no me eches el aliento encima! ¡Y deja de retorcerte así!
Sólo tienes que acompañarme a ver a Sulayman.
—¿Eh? ¿A ver al duque de Tigris? ¿Con lo ocupado que estará
ahora?
¿Qué querría conseguir del secretario del consejo secreto?
—Idiota, ¿es que te lo tengo que explicar todo? Él es quien se
encarga de la ceremonia —dijo Astharoshe, con tono fulminante—.
Aunque nosotros no lo hayamos encontrado, quizá Sulayman sea
capaz de dar con su paradero. Claro está que sólo nosotros
conocemos el complot; aunque se lo expliquemos con total
sinceridad no nos hará caso…, pero si nos inventamos algo…
—En ese caso, yo también iré —dijo de repente Ion, que los
miraba atónito.
Tras tomar la espada de encima de la mesa, se dirigió hacia
donde se hallaba Astharoshe, pero la bella mujer de cabellera de
marfil negó con la cabeza.
—Imposible, conde de Menfis. Debéis quedaros aquí. ¿Acaso
habéis olvidado que se os busca como asesino por todo el Imperio?
Si alguien por casualidad os descubre, todo habrá sido en vano.
—¡Pe…, pero!
El muchacho intentó resistirse como un cachorro obstinado, pero
Astharoshe lo ignoró con frialdad.
—Sin peros… Esther, tú también te quedarás aquí. Todavía no
estás recuperada del todo de las heridas.
—De acuerdo.
En cuanto la chica hubo asentido, Astharoshe salió de la
habitación, llevando a Abel a rastras. Chandarli salió tras ellos,
dejando solos a los dos jóvenes en silencio ante el fuego
chispeante…, o eso pensaba.
—¡E…, esperad, excelencia! —gritó Esther.
Ion se había atado la vaina de la espada a la cintura y se
disponía a abandonar la habitación con semblante decidido.
—¿Adónde vais?
—A buscar a Radu… —contestó el joven sin ni siquiera girarse.
Su majestad imperial llegará de un momento a otro. Si no lo
encuentro antes…
—Pe…, pero la marquesa de Kiev ha dicho que esperáramos
aquí…
—En efecto, Tú te quedas aquí —replicó Ion, cortante, y echó a
andar de nuevo.
Esther intentó interceptarlo, pero…
—Aparta, terrana —murmuró Ion, levantando la mano.
Era una mano tan delicada que parecía que se iba a romper si la
tocaba, pero sólo con posarse sobre el pecho de Esther, provocó
que ésta se tambaleara. El impacto en el corazón le hizo incluso
perder la respiración durante un instante.
Ion echó una mirada inexpresiva a la chica jadeante y añadió,
con voz gélida:
—¿A qué viene tanto esfuerzo?
—¿Eh?
Esther levantó con dificultad su mirada hacia los broncíneos ojos
que la observaban con indiferencia.
—¿Que por qué te esfuerzas tanto? La seguridad de su
majestad y lo que me pase a mí son problemas que sólo conciernen
a los methuselah. A una terrana como tú le dan igual. ¿O no? ¿O
quizá…? —prosiguió el joven, mostrando por primera vez pasión en
su voz. Y añadió, burlón, con una sonrisa acerada—: ¿Tienes
alguna razón para querer que me quede aquí?
¿Quieres evitar que encuentre a Radu y salve a su majestad?
—¡Pero ¿cómo podéis…?!
Esther se quedó sin palabras. Ya había sido un shock oír cómo
la llamaba «terrana» después de tanto tiempo, pero aquellas
acusaciones eran demasiado.
—¿Evitar que salvéis a su majestad? ¿¡Cómo podéis pensar que
quiera que le pase nada!? ¿¡Cómo podéis ni siquiera imaginar que
esté compinchada con el barón de Luxor!?
—De todos modos, para ti nosotros los vampiros no somos más
que monstruos sedientos de sangre, ¿no es así?
Los diques que habían estado conteniendo a duras penas la
avalancha de rabia se resquebrajaron por completo.
Por primera vez, el joven mostró, sin tapujos, sus sentimientos.
Ion tenía los ojos llenos de ira y odio, y los largos colmillos le
asomaban entre los labios torcidos en una horrible mueca.
—Ante tus ojos sólo somos monstruos, tanto yo como la
marquesa de Kiev, ¿no?
—Pero ¿¡por qué…!? —respondió con gran esfuerzo Esther.
Tenía que hablar con calma, pero la confusión y la sorpresa le
nublaban el cerebro, y cuanto más nerviosa se ponía menos capaz
era de hilar palabras con sentido.
—Yo… ¡Yo nunca he pensado que fuerais un monstruo!
—Entonces, ¿por qué no me has contado lo de la obispo Vitez?
—¿¡!?
Al oír aquel nombre, Esther se dio cuenta de que se le congelaba
el rostro. Nunca habría pensado que lo oiría de labios de Ion.
¿Cómo era posible que supiera ese nombre?
—¡Lo sé todo! Era como una madre para ti y hace un año la
mató un methuselah, alguien como yo… ¿Por qué no me lo contaste
nunca?
—¿Có…, có…, cómo sabéis eso…?
No había ninguna razón especial por la que no se lo hubiera
contado.
Tampoco habría servido de nada. El pasado no podía cambiarse.
Pero ¿por qué estaba tan enojado?
—¿No puedes contestar? Ahí te has delatado, terrana… —rió
Ion, con los ojos iracundos. Y añadió, girándose—: Pero no te
saldrás con al tuya… Detendré a Radu cueste lo que cueste.
Defenderé a su majestad imperial con mi vida si es necesario.
—¡E…, excelencia, no os marchéis!
Esther alargó la mano con desesperación, pero Ion ya había
abandonado la estancia. ¡Tenía que detenerlo!
Su mano se quedó agarrando el vacío en vano. El joven había
entrado en haste y desapareció antes de que Esther pudiera ni
siquiera darse cuenta de lo que había ocurrido. Aunque salió de
inmediato del edificio, ya no había rastro del muchacho por ningún
lado. Desde la colina sólo se veían las lucecitas que bailaban sobre
el mar nocturno.
—Excelencia, pero ¿qué…?
Esther lanzó un suspiro mirando a lo lejos, más allá del camino
sin pavimentar.
¿Cómo había llegado a aquella situación?
¿Qué había hecho para perder su confianza?
Por más que lo intentaba no era capaz de dar con la respuesta…
—¿Eh?
No sabía cuánto tiempo había pasado allí, aunque le parecía que
había sido una eternidad; Esther se frotó los ojos al ver una imagen
inesperada en el camino.
Por entre los árboles iban paseando diversas figuras. Hasta que
llegara Augusta para presidir las ceremonias aún debían de faltar
algunas horas. Los aristócratas deambulaban charlando y visitando
türbes aquí y allí, aunque sin perder las formas solemnes. Resultaba
bastante distinto de los funerales que se celebraban en el exterior,
pero era indudable que se trataba de una noche dedicada a la
difunta. Pero lo que llamó la atención de Esther no fueron los nobles
que esperaban.
Una pequeña figura se movía por el borde del camino intentando
escapar a las miradas de los asistentes. Cuando Esther por
casualidad miró hacia allí, las lunas iluminaron por entre las nubes
una figura que arrancó de la muchacha un grito de sorpresa.
—Pero… No puede ser… ¿¡Seth!?
Era la niña de melena corta. A la luz de la luna, los verdes ojos le
brillaban, traviesos. Si no hubiera sido por el vestido negro de
vasallo que la cubría, habría sido idéntica a la imagen que la monja
recordaba de ella.
La chica no se dio cuenta de que la habían visto y siguió
andando con paso ligero hacia el lado opuesto de la isla. Esther se
quedó mirándola con atención y tragó saliva. ¿Qué hacía allí la
niña? ¿Y cómo había logrado salir con vida la otra vez?
—Venga…
Seguía preocupada por Ion, pero si había entrado en haste no
tenía absolutamente ninguna posibilidad de dar con él. Valía más la
pena seguir a la niña para descubrir qué había pasado y quién era
en realidad.
Comprobó la posición de la escopeta que llevaba debajo de las
ropas y salió casi corriendo colina abajo…
Los ropajes negros hacían que la figura casi desapareciera entre
las sombras. Aunque iba apenas unos cien metros por delante,
Esther tenía que concentrarse por completo en ella para no perderla
de vista.
—¿Adónde irá?
El serpenteante camino seguía hacia el lado opuesto de la isla.
Ya hacía rato que no se veía el türbe de la familia de los marqueses
de Kiev.
La bahía de entrada a la isla, que antes casi la deslumbraba con
sus luces, ya no era más que un vago reflejo lejano.
Lo más sorprendente era la energía de Seth. Esther se sentía
bastante en forma, pero era incapaz de mantener su ritmo. Con
aquel paso tan rápido tenía que estar gastando mucha energía, pero
la niña no mostraba ninguna señal de cansancio. Esther, en cambio,
ya empezaba a notar los efectos de la carrera.
«¿Me habré equivocado al seguirla a ella? ¿Habría sido mejor ir
a buscar a Ion?».
Las dudas resonaban en su mente. ¿Sería mejor ir a buscar al
padre Nightroad o la marquesa de Kiev y contarles lo sucedido?
Tendría que haberse quedado quietecita en el türbe…
—¿Eh?
Esther pagó caro el haberse distraído con aquellas cuestiones
inútiles: la niña había desaparecido. ¿Dónde se había metido? Por
mucho que buscaba entre los árboles, no quedaba ni rastro de Seth.
En cambio, Esther descubrió otra cosa. Había un türbe
escondido por la oscuridad de las ramas de un frondoso árbol.
—¿Qué será esto?
A la luz de una de las lunas, la monja examinó el escudo de
armas grabado en la puerta. Era el unicornio pisando rodadas de
carreta, el emblema de casa ducal de Moldova.
—¿Es el mausoleo de la familia del conde? Pero ¿por qué está
en este lugar tan…?
Alrededor no parecía haber más edificios. El camino estaba
desierto.
¿Se habría metido Seth allí? El türbe silencioso, parecía vacío…
—No te muevas —dijo una voz contenida, al mismo tiempo que
una mano le tapaba la boca a la monja.
—¿¡!?
—¡Chsss! ¡Silencio! —le susurró la voz antes de que lanzara el
grito.
Era una voz aguda, de niña… Esther se dio cuenta de que era
una mano delicada a la que le cubría los labios.
—Me vas a meter en un lío. ¿Por qué demonios me has seguido
hasta aquí?
—¿¡Seth!? —intentó gritar Esther, pero la niña tenía más fuerza
de la que imaginaba y ahogó por completo su voz.
—¿No te he dicho que estés callada? —dijo Seth con una risa
forzada—. ¿Me vas a hacer caso? Apartaré la mano, pero tienes
que prometerme que no vas a gritar. Estamos en un lugar muy
peligroso. Aquí nos jugamos la vida, así que no hagas ruido.
Después de reprenderla con una seriedad que no parecía
cuadrar con su dulce voz, Seth soltó a la muchacha. Al girarse,
Esther se encontró con los ojos verdes que recordaba.
—Buenas noches, señorita.
—Eres tú, Seth… Pero ¿cómo has…? ¿Qué haces aquí? Y
vestida así…
—Por favor, las preguntas de una en una, que me estás
aturullando —contestó la niña, como si estuviera enfadada, con las
manos en los bolsillos.
De la cintura le colgaba a una pequeña espada curvada y en las
muñecas tenía a punto decenas de dardos. Se mirara por donde se
mirara, aquélla no era la imagen de una estudiante de medicina.
—La verdad es que es un problema que me hayas encontrado…
Creo que habría sido mejor no volver a vernos.
Pe…, pero, tú…
Esther dio un paso atrás. La sonrisa de la niña empezaba a darle
miedo. Había algo muy raro en la forma en que se había esfumado
varias noches antes y en cómo había aparecido de repente en la
isla. ¿Quién o qué era, exactamente?
Como si le estuviera leyendo los pensamientos, Seth le sonrió.
—Bueno, empezaré contestando la última pregunta… La razón
de estas ropas es que, en realidad, sirvo de espía a cierta persona
noble.
—¿Eh? ¿Espía? —repitió, extrañada, Esther, frunciendo el ceño
ante la aparente alegría con la que hablaba la niña de un tema así.
—Ya veo que no me crees. Pero va en serio. No te puedo decir
el nombre, pero es un aristócrata, y bastante importante. Esa
persona me ha encargado vigilar a los halcones, entre otras cosas.
Acercarme a vosotros formaba parte de mi misión.
—¿Los halcones? Eh, ¿has dicho «acercarse»?
Entonces, no había sido una simple casualidad que se hubieran
encontrado. Seth respondió con frescura a la duda que había hecho
que Esther se pusiera tensa.
—¡No sabes lo que me costó acercarme a vosotros! No habéis
parado de moveros desde que llegasteis a la capital. Como sabía
que Mimar tenía contactos con los halcones, pensé que, si me
situaba por allí, os encontraría tarde o temprano, pero después nos
pasó aquello… Ha sido muy estresante.
—…
Esther se quedó mirando, atónita, a la niña. Para ser espía era
muy parlanchina. No era que no tuviera sentido, al menos en
apariencia, pero había algo raro en su explicación. ¿Quién la
empleaba? ¿O, más importante aún…?
—Pero ¿qué haces esta noche aquí? —la interrumpió Esther,
hablando tan de prisa que casi se mordió la lengua—. Éste es el
türbe de la casa de Moldova. ¿Qué ha venido a buscar?
—Es muy sencillo. Dentro de poco va a venir su majestad…
Cuando la niña empezó a responderle, casi con orgullo, un
chirrido interrumpió su conversación. Las dos muchachas dirigieron
la mirada al türbe.
—¡Ah!, ésos son…
Esther casi no pudo reprimir un grito. Tres figuras habían salido
por la entrada principal. Eran todas extraordinariamente altas. Dos
de ellas le resultaban familiares, puesto que iban vestidas con
uniformes al estilo del exterior y cubiertas con máscara de antigás.
Pero ¿quién sería el hombre que las acompañaba? Iba vestido con
el azul de los aristócratas y se movía con aire majestuoso. En su
cincelado rostro brillaban los ojos, intimidadores como dos carbones
encendidos.
—Pero ¿quién es ese que…?
—¡Chsss!
Mientras Seth la hacía callar, las tres figuras empezaron a bajar
por el camino a grandes pasos y desaparecieron del lugar con
rapidez.
Esther lanzó un grito inesperado para detener a la niña.
—¡Seth!
La pequeña había salido, de un salto, de entre los árboles y se
había plantado en un instante delante del türbe. La puerta estaba
cerrada con llave, pero después de que Seth trasteara, durante unos
segundos, la cerradura con una horquilla, se abrió como por arte de
magia.
—Seth, pero ¿qué…?
Cuando llegó a la puerta del türbe, Esther se dio cuenta de que
la niña observaba algo con preocupación. Al seguir la dirección de
su mirada, en seguida entendió su reacción: el suelo estaba cubierto
de bolsas blancas.
—Esto… ¡No! —gritó finalmente Esther con la lengua trabada.
La pesadilla que habían vivido justo al llegar al Imperio volvía a
aparecer ante sus ojos. Por mucho que lo intentara, nunca podría
olvidar la luz blanca del napalm que había incinerado en un instante
la residencia de los duques de Moldova.
Pero ¿para qué las habrían puesto allí? El noble que habían
visto antes, ¿era un miembro de los halcones, aquellos que querían
asesinar a Augusta? Entonces, ¿dónde estaba Radu? ¿Habría
enviado a alguien en su lugar en vez de participar personalmente?
—¡No hay tiempo que perder! ¡Hay que avisar a la marquesa de
Kiev en seguida!
—Tienes razón… Su majestad va a venir pronto —murmuró
Seth, sin rastro de emoción, mientras miraba por la ventana hacia el
mar.
El agua estaba tranquila como un enorme monstruo mágico,
pero sobre ella se veía acercarse una sombra negra. Era una nave
increíblemente grande.
—Ése es el buque de su majestad. Vámonos de prisa, que este
sitio es peligroso.
Esther asintió. Si Augusta se acercaba a la isla quería decir que
no faltaba mucho para el intento de asesinato. Se giró con premura
y salió a trompicones del edificio. Aunque corriera a toda premura y
salió a trompicones del edificio. Aunque corriera a toda velocidad,
tardaría aún una media hora hasta el türbe de la marquesa de Kiev.
¿Llegaría a tiempo?
No tenía otra opción. Mordiéndose el labio, echó a correr por el
camino con decisión…
—¿«Avisar a la marquesa de Kiev»? ¿O sea que quien os ayuda
es Astharoshe Asran?
—¿¡!?
Una profunda voz de barítono detuvo a la monja antes de que
pudiera ponerse en movimiento.
Tres figuras bloqueaban el camino. Flanqueado por los dos
gigantes con uniforme militar, el hombre las miraba con aire incluso
perezoso.
—Qué interesante… Siento deteneros ahora que tenéis tanta
prisa, pero ¿no me haríais el favor de explicármelo todo con un poco
más de detalle?
El hombre sonrió, mostrando unos colmillos larguísimos incluso
para un methuselah, y un súbito viento se levantó a su lado. Los dos
gigantes había dado un salto, en silencio, blandiendo las hachas.
Esther no tuvo tiempo ni de retroceder antes de ver cómo caían
sobre ellas las horribles armas…
—¡Huye, Esther!
El grito de Seth se combinó con un violento sonido metálico. La
niña había parado con gran habilidad las hachas, gracias a su
pequeña espada.
—¡Deja que me encargue yo de ellos! ¡Huye y avisa a la
marquesa de Kiev!
—¿¡De dónde diablos ha salido esta mocosa!?
Por primera vez, el rostro del hombre mostró nerviosismo. No era
extraño. Las potentes hachas, capaces de partir una piedra, habían
sido repelidas por la espada que blandían aquellas pequeñas
manos.
—¿Eres…, eres una de nosotros?
Cuando pudo recuperarse de la sorpresa y hablar de nuevo, la
espada ya había dibujado un arco hacia los gigantes. Bajo la luz de
la luna, las dos cabezas salieron volando soltando un chorro rojizo.
—¡No te preocupes por mí! ¡Huye de prisa, Esther!
—¡Sí!
La monja se había quedado atónita ante la fuerza de la niña,
pero reaccionó y salió corriendo por el camino. El hombre chascó la
lengua e hizo ademán de salir tras ella, pero una pequeña sombra
se interpuso en su camino.
—¡Quieto ahí!
—¿¡!?
Con un movimiento ágil, el hombre esquivó la luz blanca que
había caído sobre él. La espada volvió a brillar sin pausa. Para
evitar los ataques, que casi rozaban la velocidad del sonido, el noble
dio un gran salto de unos veinte metros. Al aterrizar, sin embargo, se
dio cuenta de que tenía los vestidos rasgados y una enorme herida
que le recorría el pecho.
—¡Criaja de mierda!
Con los ojos enloquecidos por la visión de su propia sangre,
extendió el brazo con rabia hacia la niña.
No llevaba arma ninguna. Sólo le brillaba, bajo la luz lunar, un
extraño anillo pulido hecho de acero y latón.
—¡Muere! —dijo, simplemente, el hombre.
Bajo los pies de la niña se abrió de repente un profundo agujero
de unos tres metros de diámetro.
Era imposible que un arma de fuego hubiera hecho un cráter tan
limpio. Y era aún más insólito que una niebla blanca cubriera el
agujero y todos los pedazos de tierra que habían salido disparados
se hubieran congelado. Si no hubiera escapado de un salto, antes
Seth habría acabado convertida en un polvillo helado.
—¿¡Oh!?
El rostro infantil, que hasta entonces no había dejado de sonreír,
se puso serio de repente. Apenas aterrizó a unos diez metros de
distancia, volvió a dar un brinco. Un segundo cráter se había abierto
de nuevo a sus pies.
Cuando se disponía a dar el tercer salto, Seth lanzó un grito de
dolor.
—¿¡Ay!?
El suelo había desaparecido. No se veía más que el mar que
chocaba contra el acantilado.
—Mald…
La ligera vacilación al corregir el vuelo resultó fatal. Cuando
recuperó el contacto con el suelo, una explosión barrió sus
delicadas piernas.
—¡!
El estruendo de la tierra agrietándose ahogó el grito de la niña.
El pequeño cuerpo cayó volando el acantilado entre una
tormenta de tierra, había más de cien metros hasta el mar. Incluso
para un methuselah sería difícil sobrevivir a tal caída.
Sin embargo, la expresión del hombre no cambió.
—¡Hmmm!, se escapó por ahí —murmuró, mirando hacia el
camino.
La muchacha ya había desaparecido por entre los árboles. Ni
siquiera la aguda vista de un methuselah era capaz de atravesar el
frondoso muro del bosque. No sería fácil atraparla. Sin embargo, el
hombre sonrió, mostrando los colmillos.
—Pero siendo terrana no llegará a tiempo… Bueno, lo único que
podrá hacer será ver el espectáculo… —dijo, mirando hacia el mar,
que se agitaba, oscuro.
En los ojos se le reflejaba la imagen de un gran barco que
acababa de anclar en la bahía.
II

—¡Mierda!
Ion dio una patada de frustración contra el suelo. Las piedras
que salieron volando le taparon la vista del mar. En la oscuridad se
oía el rumor de las espumosas olas.
Ni él mismo sabía por qué estaba tan enfadado.
«¡Yo nunca he pensado que fuerais un monstruo!». Todavía
podía oír aquella voz triste, lo que le provocaba aún más dolor.
No tenía que atormentarse por nada. ¿Por qué le afectaba tanto?
No había hecho más que decir lo que se merecía una terrana…
—¡Mierda!
Ion dio otra patada, mesándose los cabellos. Girando la cabeza,
con el ceño fruncido, hacia el mar, lanzó un profundo suspiro.
No era el momento de perder el tiempo pensando en aquella
terrana.
Arreglándose la capucha para que le cubriera bien la cara, Ion
echó a andar hacia el embarcadero, donde habían empezado a
reunirse gran número de sombras. Los aristócratas y sus sirvientes
observaban en respetuoso silencio el barco, grande como una
colina, que había anclado en la bahía.
El Baal Hamón era el buque insignia de la marina imperial y la
nave personal de Augusta.
El barco, de veinte mil toneladas de desplazamiento, se deslizó
hasta el embarcadero y extendió en completo silencio una escala
por el costado.
—Su majestad imperial…
Al ver la pequeña figura que apareció en lo alto de la escala, un
murmullo sordo de veneración recorrió las filas de los aristócratas.
La pequeña emperatriz se quedó mirando a los hijos de la noche,
en silencio. Como era habitual, el velo le cubría el rostro, pero su
serena figura era suficiente para abrumar con su majestad a los
methuselah que la observaban.
—Os estábamos esperando, majestad… —dijo con gran respeto
Feron Lin, marquesa de Damasco, tercera del consejo secreto, al
mismo tiempo que le ofrecía la mano.
Sin decir una palabra, Augusta empezó a bajar por la escalera
rodeada de su consejo.
En el embarcadero, los jenízaros habían formado un muro rojo a
ambos lados de la vía. Las inmóviles filas de la Guardia eran
imponentes.
En circunstancias normales, su mera presencia habría sido
suficiente garantía de la seguridad de Augusta. Pero entonces…
«Esto no pinta bien…».
A la vista de los acontecimientos, no podía confiar ni siquiera en
la Guardia. Mientras reflexionaba, Ion examinaba, nervioso, a los
aristócratas congregados ante la escala.
Al ocurrírsele que Radu podía haber hecho lo mismo que él y
haberse disfrazado para infiltrarse en la comitiva, recorrió con la
vista las filas de los vasallos. Pensándolo bien, era una suerte que
ninguno de sus parientes de la casa ducal de Moldova hubiera
acudido a los funerales de su abuela, porque lo habrían reconocido
de inmediato.
«Mierda. ¿¡Dónde se habrá metido el maldito!?». Por mucho que
buscara ansiosamente no era capaz de descubrir en ningún sitio la
figura del methuselah de cabellos azules. Quizá había sido un error
pensar que sería tan estúpido como para intentar el asesinato
delante de una multitud de aristócratas.
«Pero seguro que está aquí…».
No era que Ion infravalorara las capacidades de su antiguo
amigo.
Más bien al contrario. Sabía muy bien de lo que era capaz. A
primera vista parecía una locura perpetrar el crimen ante tanta
gente. Pero un espada imperial como Ion sabía que aquél era el
único momento en el que se podía asegurar el ataque. Una vez en
el interior, sería imposible abatir a la emperatriz. Sin embargo, allí…
«¿Dónde estás? ¿Dónde te escondes, Radu?». Ion observó con
temor al grupo que acompañaba a Augusta y, a continuación, volvió
la vista hacia los nobles…
—¿¡!?
En un primer momento no supo de dónde había venido aquel
shock que le había impactado como un puñetazo. Cuando volvió a
mirar hacia la emperatriz fue cuando contempló…
—¡Ra…, Radu! —gimió el muchacho.
Su antiguo amigo estaba allí.
Pero lo que le dejó atónito no fue el hecho de haberle
descubierto.
Fue darse cuenta de qué lugar ocupaba, lo que le llenó de
sorpresa y temor.
Radu estaba… ¡justo al lado de Augusta! A la izquierda de la
pequeña figura que avanzaba lentamente, caminaba el methuselah
de cabellos azules. Tanto su rostro como el del capitán de la
Guardia, Baybars, quien se encontraba al otro lado de la emperatriz,
mantenían una expresión solemne.
—¿Qué…, qué hace ahí?
Ion se quedó de piedra mientras la comitiva imperial descendía a
tierra desde la escala. Desde allí se dirigirían al türbe de los condes
de Moldova. Como el cuerpo de la difunta había quedado tan
maltrecho por el incendio de su residencia, Augusta no marchaba
llevando el cadáver, sino los objetos personales de la condesa que
iban a enterrar en el mausoleo.
«Piensa… ¡Piensa, Ion!».
En estado de pánico, Ion intentó, desesperado, encontrar una
salida a la situación.
No sabía cómo había llegado Radu a ocupar aquella posición.
Fuera como fuera, lo importante era que en aquel estado de cosas
tenía a Augusta a su merced. Podía acabar con ella cuando
quisiera.
«¿Qué puedo hacer?».
Desde que habían sabido de la existencia del plan de asesinato
habían comentado muchos posibles modus operandi con la
marquesa de Kiev, así como la manera de detenerlos: disparo,
bomba, veneno… Pero no habían imaginado que Radu podría ser
tan temerario como para aparecer en un lugar tan obvio.
«Para empezar tengo que avisar a su majestad». Ion volvió a
dirigir la mirada hacia la procesión.
Los ojos de bronce estaban clavados en él.
Entre el muchacho y el séquito imperial había una distancia de
cincuenta metros, por no hablar de la multitud. Incluso para un
methuselah era difícil reconocer la cara del joven entre aquella
muchedumbre.
Sin embargo, no había duda de que Radu tenía clavados los ojos
en Ion. Y eso no era todo. Con una leve sonrisa, el methuselah de
cabellos azules movió los labios a cámara lenta.
«Vamos… a matar… a Augusta», dijo en silencio.
Ion captó el mensaje sin dificultad.
Era el mismo que había oído noches antes en Anadolu.
—¡Radu!
El muchacho dejó de actuar de forma racional y dio un enorme
salto, volando por encima de los vasallos hacia el grupo de la
emperatriz.
—¿¡El conde de Menfis!?
El primero que reconoció a la figura que caía como un ave rapaz
sobre la comitiva imperial fue Baybars.
—¡Apartaos, barón de Luxor! —gritó, poniéndose delante de
Radu con su espada favorita a punto.
Pero, casi al mismo tiempo, Ion se esfumó como un espejismo.
Esquivando el alcance de la Rompehuesos, aterrizó a espaldas
del capitán de la Guardia con la espada ya desenvainada.
—¡Radu! ¡Traidor! —rugió, blandiendo el arma.
Sin embargo, Radu no dejó de sonreír ante el ataque, lejos de
intentar huir, dio un paso adelante hacia la espada.
—¿¡Qué!? —exclamó Ion, atónito.
La espada se detuvo ante los ojos de Radu. El methuselah de
cabellos azules había parado el filo con ambas manos justo en el
momento en que estaban a punto de rozarle las pestañas.
Ion no tuvo tiempo ni de sorprenderse de la técnica de parada:
apoyándose en la espada, Radu levantó las piernas con enorme
agilidad.
—¡Ah!
La patada en el estómago mandó a Ion volando por los aires
hasta las filas de los vasallos. Si no hubiera concentrado sus
energías en el vientre en el último momento, probablemente habría
quedado partido en dos. La hemorragia, producida por un desgarro
en el intestino, le provocó unas violentas náuseas. Ion permaneció
en el suelo, escupiendo sangre sin poder levantarse.
—Qué pena, Ion… —le susurró una voz sarcástica.
Al levantar los ojos, vio que tenía a Radu delante; blandía la
espada que le había quitado. El methuselah de cabellos azules le
habló en voz baja, pero clara:
—Te has convertido en un rebelde… Ahora… vas… a matar… a
Augusta.
—¿Qué?
Sin limpiarse la boca, Ion alzó casi sin fuerzas la mirada hacia su
antiguo amigo.
—¿Qué había dicho?
Esforzándose por recuperar la respiración, casi ahogado por la
sangre, se esforzó en encontrar un sentido a aquellas palabras.
—Radu, pero ¿qué has…?
—¡Chitón! Se ha acabado la charla —le interrumpió como si
hubiera dicho alguna tontería fuera de lugar.
Radu se puso serio y levantó la espada sobre la cabeza con
ambas manos.
—Vas a morir como el asesino de la emperatriz. Yo, en cambio,
seré el que mata a su antiguo amigo para defenderla… Es hora de
la despedida, querido. ¿No es triste?
—¡Ah!
Ion se estremeció ante la voz burlona de Radu. ¿Moriría así? ¿A
manos de aquel a quien había considerado una vez su amigo?
«¿Es esto el fin?».
La luz de las lunas que se filtraba entre las nubes hizo brillar le
filo.
Radu había dado la vuelta a la espada. El arma invertida cayó
con fuerza…
—¡!
La oscuridad le cubrió los ojos a Ion. Sin embargo, no sintió el
gran dolor que esperaba, ni la muerte.
«¿Qué ha pasado?».
El muchacho abrió de nuevo los ojos con cierto temor.
«¿Por qué sigo vivo?».
¿Por qué no lo había atravesado la espada de Radu? La
respuesta la tenía ante los ojos.
Su antiguo amigo se había quedado congelado con la espada
vuelta del revés. Tenía el rostro torcido por el dolor y las manos le
temblaban tanto que parecía que iba a derrumbarse allí mismo.
—I… on… —dijo con voz débil al joven conde, quien lo
observaba, extrañado—. Hu…, huye…, Ion…
¿Era el mismo que hasta hacía un momento lo miraba con aquel
odio?
Con el rostro empapado en sudor, el traidor de cabellos azules le
siguió hablando con esfuerzo.
—Huye… Detén a Augusta… Es una… trampa…
—¿Una trampa?
¿Qué estaba diciendo?
Ion se olvidó de escapar y se quedó mirando a su antiguo amigo.
Tan orgulloso que parecía antes de haberle hecho caer en su
trampa…, ¿ahora le pedía que huyera? ¿Estaba jugando con él? ¿O
había alguna intención oscura detrás de todo ello?
Mientras Ion seguía dudando, Radu explicó con voz deformada,
pero sincera:
—Ellos… La Orden… Son más horribles… de lo que yo
pensaba…
—Basta de charla, Flamberg —lo interrumpió una voz hermosa,
pero llena de odio—. Entiendo que te preocupe tu amigo, pero esto
empieza a cansarme. Tú ya estás muerto. No tiene sentido seguir
resistiéndose.
—Ion…, huye…, huye…
Ante la mirada atónita del muchacho, Radu hablaba,
alternativamente, con dos voces distintas. En los ojos de bronce
brillaba una luz llena de dolor y tristeza.
—Radu, ¿qué te pasa?
—Ion, perdóname… Yo… Por mi culpa…
—¿¡No te he dicho que te comportes!?
Pareció como si sonara la voz airada, Radu cerró los ojos como
si alguien hubiera apretado un interruptor. Cuando se levantaron de
nuevo sus párpados, la extraña luz que antes brillaba en ellos había
desaparecido.
—Te estaba esperando, conde de Menfis…
No había ni rastro en su cara del dolor anterior. Con el tono
sarcástico habitual, Radu le apuntó con la espada invertida al
corazón.
—No podemos permitirnos que sigas vivo después de esto. Esto
es el fin…
—¡Excelencia!
El grito sonó al mismo tiempo que la explosión atronadora.
La ráfaga de nueve balas de la escopeta de cañones recortados
salió, certera, hacia la espada de Radu. Entre el baile de pedazos
del arma, el barón de Luxor se tambaleó, agarrándose el hombro
atravesado por el fuego.
—¡Huid, excelencia! —gritó Esther de nuevo, recargando la
escopeta y apuntando hacia el methuselah de cabellos azules.
—¡Idiota!
Un viento terrible le arrancó a la muchacha el arma de las
manos.
Baybars le había quitado la escopeta y la usó para golpearle con
la culata en la nuca.
—¡E…, Esther!
La muchacha se elevó un momento por el impacto y luego cayó
violentamente contra el suelo. Si Baybars hubiera golpeado con toda
su fuerza, le habría partido, sin duda, el delicado cuello de terrana,
pero Ion no tuvo tiempo de considerar eso: se alzó de repente con
rabia y salió disparado, con un rugido, hacia donde se encontraba la
chica.
—¡Esther! ¡Esther!
Una fuerza le impactó en las piernas y le hizo caer.
—Antes de preocuparte por otros mejor que cuides de ti, conde
de Menfis.
Radu le sonreía, clavándole con la bota en el suelo. Se deshizo
de inmediato de la espada, reducida a la empuñadura, y movió las
manos hasta que apareció en ellas el fuego azulado del napalm.
—Ha llegado el momento de que el traidor abandone el
escenario…
Aplicando todo su peso sobre el cuerpo de Ion, que se retorcía
de dolor, el ifrit cerró los ardientes puños y elevó la temperatura a
tres mil grados.
—¡Aprieta los dientes y muere como un perro!
La llama tiñó de azul el rostro de Ion. Si el fuego de miles de
grados hubiera impactado contra el muchacho, no había duda de
que lo habría calcinado al instante. Sin embargo, Radu detuvo el
puño a escasos centímetros del rostro convulso de Ion.
—Esperad, barón de Luxor, no le matéis.
Ante la voz limpia, las llamas se alejaron lentamente del
muchacho.
Antes de que Ion se pudiera dar cuenta de que numerosos
brazos habían agarrado a Radu, apartándolo de él, una pequeña
figura se interpuso entre los dos methuselah.
—¡Su alteza está en peligro! ¡Debéis salir de aquí! —gritó
Baybars, dejando a la inerte Esther al cuidado de los jenízaros.
La figura vestida de verde lo ignoró y se plantó delante del
muchacho que gemía en el suelo.
—Ion Fortuna, conde de Menfis… Tenemos muchas preguntas
que hacerle, en especial en relación a esa terrana. No podemos
permitirle morir hasta que no lo solucionemos.
—Pero, alteza… —intentó resistirse Radu.
Al levantar la mirada de descontento se encontró con que la
emperatriz lo miraba fijamente.
—Pero ¿qué?
La voz sintética no mostraba ninguna emoción, ni era posible
saber lo que ocurría debajo del velo, pero la pregunta de la
emperatriz daba una sensación fría.
—He dicho que no lo matéis… ¿Hay algún problema?
—No, por supuesto. Como gustéis.
Radu hizo una reverencia, borrando todo rastro de insatisfacción
del rostro, y la emperatriz se giró como si hubiera perdido todo el
interés en el intento de asesinato.
—Prosigamos con las ceremonias. No tenemos mucho tiempo
hasta el alba. Baybars, que los jenízaros se encarguen de esos dos.
Llevadlos a palacio y encerradlos hasta la nueva orden.
—Entendido, majestad —respondió Baybars, haciendo una
reverencia con la mano sobre el corazón.
Augusta desapareció de nuevo entre su séquito. Era cierto que
no les quedaba mucho tiempo. Aún tenían que ir hasta el türbe para
que la emperatriz depositara los restos de la difunta en él. Por eso…
—…
Por eso nadie se dio cuenta de que, entre la confusión, el
methuselah de cabellos azules se había quedado atrás mirando el
desfile con una sonrisa maligna.
III

—¿Qué es tanto ruido? —murmuró Astharoshe Asran, mirando por


la ventana hacia el mar.
Ya llevaba casi media hora en la sala de espera del türbe del
duque de Tigris, pero el propietario del mausoleo no había
aparecido.
Puesto que el duque era el responsable último de las
ceremonias, el edificio se había convertido en el centro de
operaciones. El ambiente era frenético y los vasallos corrían de un
lado para otro con gran estrépito.
Abel dio voz a los pensamientos que le recorrían la mente.
—Qué ocupados. No hemos venido en muy buen momento…
quizá molestamos.
—No, no me refería a eso…
Astharoshe levantó la nariz como si quisiera absorber todo el
aroma de la noche. El aire le traía un leve olor a pólvora. ¿Qué
sería?
Los türbe de los duques de Tigris y los marqueses de Kiev
estaban en lados opuestos de la isla. No había ninguna manera de
ver desde allí la bahía donde acababa de anclar el barco de
Augusta.
—Pues el duque de Tigris se está haciendo esperar…
«Tranquilidad», pensó Astharoshe mientras se llevaba un vaso
de leche a los labios para calmar el mal presentimiento que sentía
en el pecho.
El líquido había empezado a enfriarse, así que se lo bebió de un
trago.
—¿Se habrá quedado esperando el conde de Menfis como le
hemos dicho? Vale que sea arrogante, pero si además es así de
impaciente, hay para preocuparse.
—¡Jeje!, eso me suena a otra persona que yo me sé.
—Pero ¿cómo te atreves…?
Astharoshe le lanzó una mirada peligrosa, pero Abel fingió
ignorarla mientras miraba a lo lejos, con los hombros encogidos, y el
dedo en la nariz; al rato añadió, despreocupado:
—Bueno, como está con Esther no tenemos que preocuparnos.
Esa chica es más responsable de lo que parece por su edad… Todo
irá bien.
Olvidaos de ello.
—Es cierto que aunque sea terrana se puede confiar plenamente
en ella… Pero ¡hmmm!, la verdad es que es raro ver a una terrana,
sobre todo si es monja del Vaticano, que se enfrente así, sin miedo,
a los methuselah.
—Sí, ha pasado por muchas cosas —respondió el sacerdote,
sacándose el dedo de la nariz, con cara de satisfacción. Y añadió,
como si le hubiera alabado a él mismo—: Ha hecho un trabajo
magnífico, sin desanimarse nunca. Todavía puede madurar en
algunos sentidos, pero merece toda nuestra confianza.
Astharoshe lanzó una risa amarga al ver al sacerdote
emocionado como si hablara de su propia hija. Abrió la boca para
lanzar algún comentario burlón, pero antes de que pudiera hacerlo…
se abrieron las puertas de la sala y entró un hombre de
extraordinaria estatura a la habitación.
—Siento haberte hecho esperar tanto.
El duque de Tigris atravesó el espacio a grandes zancadas y se
quedó, sonriendo con franqueza, frente a frente a Astharoshe.
—Esta noche estamos muy ocupados… Siento no haber podido
venir antes.
—No os preocupéis. Os ruego que me disculpéis por
importunaros en un momento así.
Astharoshe se levantó presurosa para recibir al hombre que le
sacaba más de una cabeza.
—Permitidme que os hable con sinceridad, porque el asunto es
urgente… Augusta está en peligro. Hemos venido a informaros de
ello.
—¿Su majestad? Si es así, hay para preocuparse…
Al oír el nombre de Augusta, el rostro del duque se puso tenso.
Bajo las cejas, perladas de sudor, los ojos miraba, brillantes, a
Astharoshe.
Después de indicarle que se sentara, el secretario del consejo
secreto le preguntó:
—¿Estás segura, princesa?
—Sí —respondió Astharoshe, mirando con gravedad a
Sulayman, y recitó la mentira que había preparado—. La verdad es
que mi vasallo, Abel Nightroad, ha visto al conde de Menfis en la
isla. Iba camuflado de vasallo.
—¿El conde de Menfis? ¿Es eso cierto, Abel?
—Eh…, eh…, os juro que es así —respondió, temeroso, el
sacerdote con la mano sobre el pecho—. Hace… más o menos una
hora, creo. Cuando me dirigía hacia la playa para cumplir con un
encargo de mi señora, he visto a un vasallo de pequeña estatura.
Sólo lo he visto un momento, al cruzarnos, pero me he quedado de
piedra. Estoy seguro de que era el conde de Menfis. ¡Ah, sí…!, iba
vestido de vasallo del barón de Luxor.
—¿¡Del barón de Luxor!?
Sulayman no pudo ocultar su sorpresa al oírlo. Sus rasgados
ojos se abrieron como platos.
Astharoshe se sintió fatal por dentro al ver la reacción de su
interlocutor. Aquella ficción la había inventado ella para poder
determinar el paradero de Radu, se encontrara o no en la isla.
—Entonces, duque de Tigris… —dijo Astharoshe, con cuidado
de no mostrar su nerviosismo, antes de que Abel metiera la pata—,
¿dónde se encuentra el barón de Luxor? Ya que el conde de Menfis
se ha camuflado como uno de sus vasallos, queríamos pedirle
ayuda para encontrarlo.
—La verdad es que le he encargado que acompañe al séquito de
Augusta —respondió Sulayman, pensativo—. Enviaré en seguida a
que le llamen. Tenemos que averiguar cómo se ha infiltrado el conde
de Menfis en la isla vestido de vasallo suyo.
—En ese casi, iremos nosotros mismos a buscarle. Eso será lo
más rápido —respondió Astharoshe, levantándose en seguida.
«Le he encargado que acompañe al séquito de Augusta». Al oír
las palabras de Sulayman, había estado a punto de perder el
sentido.
¡Precisamente tenía que acompañarla quien planeaba su
asesinato!
Aguantándose las ganas de salir corriendo, intentado buscar una
excusa plausible.
—Ahora mismo os traeremos al barón de Luxor. Esperadnos
aquí, por favor. Venga, Abel, vamos.
En contraste con el nerviosismo de la joven, la voz de Sulayman
fue tranquila.
—Espera, marquesa de Kiev. Hay algo que tengo que comprobar
—dijo el duque de Tigris, sin levantarse del sofá. Frotándose el
anillo, lanzó una pregunta—. Abel, cuando has visto al conde de
Menfis, ¿iba solo?
Según el informe de la Guardia, lo acompañaban dos terranos,
un hombre y una mujer.
—¿Terranos? No, no he visto a nadie… Puede ser que no me
diera cuenta por las prisas.
—¿Y la niña?
—¡Hmmm!…, ¿eh?
Abel asentía, despreocupado como siempre, pero de repente se
le heló el rostro. ¿Qué le había sorprendido tanto? Astharoshe
estuvo a punto de preguntárselo, pero lo comprendió en seguida.
El informe de la Guardia decía que al conde le acompañaban un
hombre y una mujer. ¿Cómo sabía Sulayman que había una niña?
—Duque de Tigris, vos…
—¡Cuidado, Astharoshe!
De repente, el sacerdote lanzó a la methuselah contra el suelo.
Si lo hubiera hecho medio segundo más tarde, Astharoshe habría
perdido la vida allí mismo. Una fuerza desconocida había
atravesado el espacio donde antes estaba la cabeza de la mujer y
había explotado con estruendo en la pared, a sus espaldas.
—¿¡Qué!?
Astharoshe se giró por instinto y vio un agujero de un metro de
diámetro en la piedra de la pared. Alrededor del boquete, de una
precisión asombrosa, flotaba una niebla blanca de la que el aire,
congelado, subía convertido en vapor.
Cuando se dio cuenta de aquello, Astharoshe ya había dado otro
salto, arrastrada por Abel. A sus pies se había abierto un cráter,
como si un demonio incorpóreo les hubiera lanzado un zarpazo. La
amenaza invisible los persiguió sin descanso hasta que se
encontraron arrinconados contra la pared.
—Marquesa de Kiev, la verdad es que esperaba que hicieras,
como «fan de los terranos», el papel de bajar el telón al alba. Tu
personaje era el de la traidora que se compincha con el Vaticano y
el duque de Menfis para asesinar a Augusta. Yo aparecería
entonces para acusarte delante de todos los nobles. Ése era el
guión que había preparado —dijo Sulayman, con la misma
tranquilidad de antes, mientras se levantaba con elegancia del sofá.
En la mano derecha le brillaba el anillo pulido de espirales de
acero y latón. Era el anillo de Salomón, herencia histórica de la
familia ducal de Tigris.
Apuntando con la joya al sacerdote y la methuselah, Sulayman
sacudió la cabeza con aire de tristeza.
—Al final, las cosas no salen nunca como uno espera. Hace un
rato la chica ésa me ha pillado en un momento un poco
problemático.
—¿¡Esther!?
No fue Astharoshe sino Abel Nightroad sino a Abel a quien se le
crispó el rostro ante la confesión del duque de Tigris.
—No…, no… ¿La habéis…? —preguntó con voz temblorosa.
—Tranquilo, Abel, por culpa de una entrometida se me escapó y
he tenido que reescribir todo el guión.
Incluso en aquellos momentos, Sulayman mantenía su porte de
caballero. Al mismo tiempo, sin embargo, no dejaron de apuntarles
con el anillo.
El anillo de Salomón podía lanzar a gran velocidad un minúsculo
campo magnético congelado. Al alcanzar su objetivo hacía bajar la
presión a su alrededor, de manera que la masa de aire atrapado en
el campo magnético se expandía a gran velocidad y se producía un
efecto aislante. La bajada violenta de la presión conseguía que el
aire se congelara y provocaba una explosión que destruía en un
instante el objetivo, rompiendo los debilitados enlaces moleculares.
Ante ese poder destructivo por congelación que penetraba incluso a
nivel de las partículas, el blanco elegido desaparecía, literalmente,
sin dejar rastro.
—Bueno, creo que será mejor dejar la cháchara. Si le damos
demasiado tiempo al telonero, crearemos inconvenientes al acto
principal…
¡Ah!, ni se te ocurra, marquesa de Kiev —dijo Sulayman al ver
que Astharoshe alargaba la mano hacia la lanza que le colgaba de
la cintura—. Sabes muy bien de lo que es capaz mi anillo. Tu lanza
Gáe Bula es un arma magnífica, pero nada podría hacer… Mejor
que ni lo intentes.
El duque de Tigris hablaba con tranquilidad, como alguien que
está por completo seguro de su victoria. Si no llamaba a sus
vasallos era, con toda probabilidad, porque quería acabar con ellos
en privado, pero también porque confiaba plenamente en su
superioridad sobre los dos. El anillo empezó a brillar de nuevo
mientras Sulayman aguzaba la mirada.
—No es así como lo había planeado, pero bueno. Ahora os toca
abandonar el escenario. Diremos que yo descubrí vuestro plan y
cuando quisisteis eliminarme acabé con vosotros… Es una idea
bastante trillada, pero espero que sepáis perdonarme.
—Hay algo que quiero preguntaros, duque de Tigris…
Astharoshe no tenía confianza en poder soportar otro ataque, así
que, desesperada, para ganar algo de tiempo preguntó con voz
temblorosa:
—¿¡Por qué!? ¿Qué lleva a uno de los más importantes
aristócratas del Imperio a planear algo así?
—Eres demasiado joven para entenderlo, aunque te lo explique
—respondió Sulayman con voz teñida de amargura. En el juvenil
rostro, que apenas había visto tres generaciones de terranos, se
veía la expresión de alguien que hubiera vivido mil años—. He vivido
casi trescientos años en este Imperio bajo su majestad. No puedes
imaginarte lo que es eso…
Augusta es demasiado grande, demasiado poderosa. Todo tiene
que pasar por ella.
—¿Demasiado grande? ¿No es acaso esa grandeza la que
merece nuestro respeto? ¿¡Qué molestias os causa eso!?
Ante la respuesta de Astharoshe, tan típica de una noble
imperial, Sulayman no pudo sino sonreír con tristeza.
—Sí, ser grande es bueno. Pero ser demasiado grande es un
problema. Y cuando me enteré de que… —explicó Sulayman con
voz dolorida, haciendo un gesto como si agarrara algo en el vacío—.
Ella no debería haber aparecido nunca en este mundo.
—¿Qué?
¿«Ella no debería haber aparecido nunca en este mundo»?
Astharoshe frunció el ceño ante aquella frase incomprensible.
—¿Qué queréis decir, duque de Tigris? ¿Cómo que «ella no
debería haber aparecido nunca en este mundo»?
—¡Hmmm!, parece que he hablado demasiado…
Sulayman rió, como burlándose de sí mismo, pero en los ojos
volvía a tener la luz asesina de antes. Apuntando a Astharoshe y al
sacerdote que la abrazaba, levantó el anillo con una media sonrisa.
—Ya no tienes escapatoria, marquesa de Kiev… No tenemos
nada contra ti, pero tienes que morir.
Pero justo antes de que el anillo entrara en acción ocurrió algo
que ninguno de los methuselah esperaba.
—¡Agarraos fuerte, Astharoshe!
El sacerdote de cabellos plateados salió disparado cogiendo a la
methuselah, pero no se dirigía hacia la puerta para escapar.
Al contrario: iba directo hacia Sulayman y el anillo.
—¿¡Qué!?
—¡Astharoshe, la lanza!
¡Estaban demasiado cerca!
Mientras Sulayman dudaba si disparar o no con el anillo, el
sacerdote pasó a grandes zancadas por su lado. Su objetivo era el
gran ventanal que daba al mar, a espaldas del methuselah.
—¡No!
Ante el grito de frustración de Sulayman, la luz rojiza que brillaba
en las manos partió el cristal en dos. La ventana, cortada de un
golpe limpio, cayó hacia el mar y la siguió el sacerdote, abrazando a
la methuselah.
—¡Mierda!
Cuando Sulayman llegó a la ventana vio cómo se elevaba una
columna de agua del mar. Recorrió la superficie marina con su
aguda mirada, pero fue incapaz de hallar ni rastro de los dos. ¿Se
habrían ahogado?
—¡Hmmm!, se me han escapado… —dijo, disgustado.
Fuera cual fuera el destino del sacerdote, una methuselah como
Astharoshe seguramente habría sobrevivido a la caído, tenía que
aceptar su fallo.
Pero…
—Bueno…, de todos modos, ¿qué puede hacer una mocosa
sola? —sonrió el que se había convertido en el más alto aristócrata
del Imperio, después de la muerte de la duquesa de Moldova.
Ya había entrado en la fase final del plan. Ya no había nadie que
pudiera detenerlo…
CAPÍTULO 4

La emperatriz de la noche

Y vivió Adán ciento treinta años, y engendró un hijo a su semejanza, conforme


a su imagen, y llamó su nombre Seth.
GÉNESIS 5,3
I

Pálidos por la tensión, los vasallos, armados, pasaron por el lado de


la fuente del Condenado hacia la puerta que llevaba al birun. Eran,
con toda seguridad, los vasallos personales de algún aristócrata.
Habían dado las siete y ya hacía un rato que el sol se había
elevado en el horizonte.
Normalmente, a aquellas horas reinaba la calma en el palacio.
Sin embargo, aquella mañana se oía por todos lados el chocar de
los sables contra las armaduras. Como era de esperar, todos los
grandes nobles imperiales habían acudido de inmediato. Un
observador atento podría haber visto cómo se encontraba en voz
baja aquí y allí la mayor catástrofe acontecida en el Imperio desde
su fundación.
Se trataba, claro está, del asesinato de Augusta a manos del
traidor vendido al Vaticano.
Aquella noche los rebeldes habían hecho volar en pedazos el
türbe de los duques de Moldova con la emperatriz dentro.
Lo único que consolaba un poco a los nobles era que, momentos
antes del atentado, los jenízaros habían capturado al principal
responsable Ion Fortuna, conde de Menfis, y a la muchacha terrana
de identidad desconocida que había actuado como cómplice,
Astharoshe Asran, marquesa de Kiev, que también parecía estar
implicada, y el otro terrano habían desaparecido y, por mucho que
los habían buscado, no habían logrado dar con ellos.
En realidad, tampoco era el momento de preocuparse mucho por
ello.
Anadolu, bajo estado de excepción, estaba tranquilo porque
todavía no se conocía la noticia, pero de hacerse pública se
producirían disturbios con toda seguridad. Los aristócratas reunidos
en el palacio se debatían en vano acerca de cómo actuar y
esperaban a que se abriera la sesión del consejo secreto que tenía
que reunirse en un par de horas.
—No tenéis buen color, duque —dijo el joven de cabellos azules
al secretario del consejo—. ¿No os encontráis bien?
Sonreía con dulzura, pero había algo en él que causaba
intranquilidad.
—No pasa nada. Sólo que es muy raro —respondió Sulayman
con voz preocupada. Estaba mirando hacia el birun, pero se giró en
dirección al joven—. Ha desaparecido algo que estaba aquí desde
que nací y no soy capaz de tranquilizarme. Sólo es eso.
La mirada de Sulayman no era la de alguien que se ve cerca de
cumplir sus ambiciones. Más bien tenía la luz triste de un niño que
ha perdido a su madre.
—Es un sentimiento absurdo. Seguro que alguien tan joven
como voz no lo entenderá. Desde que tengo uso de razón, hace
cerca de trescientos años… No, mucho antes que eso, desde la
fundación del Imperio había permanecido inalterable, pero ahora ya
no está, eso me tiene intranquilo.
—No habrá más remedio que ir acostumbrándose —respondió
Radu, con indiferencia, a las lamentaciones del duque. Y añadió con
voz seca—: Permitidme que os recuerde que la existencia de
Augusta se había convertido en algo nocivo para el Imperio. No sólo
evitaba la lucha con el exterior, sino que incluso buscaba la
pacificación: las suyas eran políticas muy estúpidas. Entre
methuselah y terranos sólo puede haber una relación de señores y
vasallos. O eso, o la muerte… Medias tintas, como esa tontería de
la coexistencia, no llevan nunca a nada. ¿No es por eso por lo que
os decidisteis a actuar?
—La verdad es que sí… —respondió Sulayman, bajando los
párpados.
En aquel instante le recorrieron el rostro la resolución y la duda,
el alivio y el remordimiento…, innumerables emociones
contradicciones. Pero sólo fue un momento. Al abrir de nuevo los
ojos, brillaba en ellos la luz rojiza de una determinación de acero.
—Sea como sea, ya no me puedo echar atrás. Después de las
muertas de Augusta y de la duquesa de Moldova, no queda nadie
sino yo que pueda guiar el Imperio. No puedo detenerme ahora. ¡Se
lo debo a todos los methuselah! ¡Radu!
—¡Sí, señor! —respondió el joven, poniéndose firme ante la
mirada severa de Sulayman.
—¿Dónde están aquellos dos? El conde de Menfis y la chica…
—Los jenízaros los encerraron en el calabozo subterráneo como
ordenó Augusta, pero eso es todo. Aún no han empezado los
interrogatorios.
—¡Hmmm!
Sulayman enlazó las manos bajo la barbilla.
El plan original era hacerles responsables del asesinato de
Augusta y acabar con ellos aquella misma noche. Radu los habría
eliminado en el mismo lugar del ataque a la vez que los acusaba de
complot con el Vaticano, pero las intervenciones de Baybars y de la
propia emperatriz habían impedido que lo llevara a cabo.
—No nos conviene que sigan vivos, aunque sean prisioneros en
palacio… El caso de la marquesa de Kiev y el otro terrano es
diferente.
No podían hacer nada al respecto. Acusada por Sulayman,
Astharoshe Asran había sido declarada cómplice del conde de
Menfis por el consejo secreto y había una orden de busca y captura
contra ella por todo el territorio imperial. Como no había vuelto a su
palacio, no había duda de que se hallaba escondida en algún sitio.
Encontrarla era sólo cuestión de tiempo. Lo único preocupante era
que pudiera presentarse ante los nobles y acusar a su vez a
Sulayman, pero gracias al estado de excepción eso era poco menos
que imposible. En ese sentido, daba lo mismo si estaban vivos o
muertos. Pero…
—Que el conde de Menfis y la chica sigan con vida en un
problema grave. Sin duda, el consejo querrá interrogarlos sobre el
asesinato de Augusta. Si hablan pueden traernos problemas.
Aunque no tengan pruebas, pueden dar una mala impresión a los
nobles.
—Queréis decir que ahora no es el momento de que la
aristocracia dude de nosotros, ¿verdad? —respondió Radu con una
sonrisa, aunque volvió a ponerse serio ante la dura mirada de
Sulayman. Y añadió, erguido en actitud respetuosa—: Pero… lo
muertos no hablan… Me encargaré de ellos y podréis estar
tranquilo.
—Creo que ya lo sabéis, pero ahora mismo preferiría no hacer
nada contra ellos de forma directa. El palacio está en este momento
completamente aislado del exterior. Si les pasara algo, el consejo
sospecharía que algo ocurre aquí dentro.
—Si fueran asesinados seguro que sospecharían algo… —dijo el
Ifrit, con una mirada maliciosa. Ante la expresión desconcertada de
Sulayman, añadió—: Pero ¿y si se mataran entre ellos? En ese
caso, no habría ningún problema.
—¿Estáis planeando algo, barón?
—Claro… Dejadlo a mi cargo. Veréis cómo nos quitamos de en
medio a esos dos sin ensuciarnos las manos —dijo Radu, lleno de
confianza, mientras se giraba—. Mientras yo me ocupo de esos
asuntos menos agradables, encargaos de abriros camino hacia el
trono, majestad…
—¡Uf!
Aunque lo intentaba con todas sus fuerzas, las rejas plateadas
no se movían ni un ápice.
La fuerza del compuesto de amorfo de aluminio podía soportar
hasta tres mil pascales. Incluso si hubiera sido una methuselah,
habría sido imposible para Esther partir las barras de metal
reforzado, treinta veces más duro que el acero.
—¡Ah, ah! ¡Aaaah…! Es imposible.
Si seguía intentándolo, sólo conseguiría abrirse la herida del
hombro.
Después de ocho intentos fallidos, no le quedaba más que
rendirse y soltar los barrotes. Lanzó un profundo suspiro.
La habitación, débilmente iluminada, sería unas tres veces más
grandes que su celda en el convento. El aire era seco y caliente y no
había ninguna ventana ni agujero de ventilación en el techo, pero no
se podía decir que estuviera sucia. De no ser por los toscos barrotes
que los mantenían encerrados, se podría incluso vivir bien allí.
—¿Cómo estáis, excelencia? —dijo Esther, alargando con temor
la mano hacia la joven, quien llevaba todo el tiempo en silencio,
abrazándose las rodillas—. No os deprimáis así… Ya no hay
remedio. Intentamos hacer todo lo posible, pero no pudimos evitar la
muerte de su majestad.
—No, todo es culpa mía…
Agachando tanto la cabeza que parecía que el cuello fuera a
romperse, Ion parecía desprender odio por todos los poros. La voz
del joven era apenas audible.
—Si te hubiera hecho caso… Perdóname, Esther. Todo ha sido
culpa mía. ¡Y por culpa mi estupidez te he metido en esto!
Atormentado por los remordimientos, Ion ponía ojos de gatito
abandonado.
Esther, con la mano posada en el hombro del joven, sonrió con
tranquilidad y amargura.
—Hace tiempo, alguien me dijo una cosa cuando estaba muy
triste…
La monja hablaba con voz dulce pero firme como el acero. Al
levantar la mirada, Ion se encontró con unos ojos que no conocían
la resignación.
—«No puedes sentirte responsable de lo que está fuera de tu
control. No hay tiempo para eso. Ahora hay que pensar qué hacer a
continuación». Ya sé que ahora os dará rabia oírlo, pero es verdad.
Al menos si uno se esfuerza por ser fuerte no acabará como un
perdedor… Más que lamentarse por algo que no podemos cambiar,
¿por qué no pensamos en la manera de escapar de aquí? Será más
constructivo.
—Eres muy fuerte, Esther…
Ion se quedó pensativo mientras observaba volvía a intentar la
reja.
Finalmente, empezó a aparecerle un poco de vigor en el rostro.
—Pero hay una cosa que no entiendo… Esther, ¿por qué haces
tantos esfuerzos por protegerme? Yo soy un methuselah. ¿No me
odias como a los methuselah que mataron a tu familia?
—Es que quien mató a la obispo y el resto de gente no fuisteis
vos.
¿De que estaría hecha la pared blanca, que brillaba de aquella
manera? Esther la golpeó con el puño mientras encogía los
hombros.
—En la humanidad hay gente de todo tipo, y entre los
methuselah, también… Sea de la especie que sea, quien es bueno
es bueno y quien es malo es malo. ¿No creéis que es un sinsentido
juzgar a las personas solamente por su especie? A mí no me parece
sensato, pero bueno tampoco sé mucho sobre el tema…
—No. Eres una chica muy inteligente, Esther.
Por primera vez, una sonrisa apareció en los labios de Ion.
Mirando con afecto los sucios cabellos ensangrentados y el
rostro polvoriento de la muchacha, dijo dubitativo:
—Esther, yo…
—Bueno, parece que estáis muy bien aquí los dos.
Una voz alegre pero burlona interrumpió la frase de Ion.
¿Cuánto habría aparecido? Al otro lado de la reja había un joven
de cabellos azules que les miraba sonriente.
—¿¡Tú, Radu!?
A Ion le cambió de golpe la expresión y se agarró a los barrotes
rugiendo, con los colmillos al aire.
—¿¡Cómo te atreves a presentarte aquí!? ¡Maldito seas!
—¡Huy, huy!, qué cosas tan feas me dices, Ion —exclamó
teatralmente Radu, mirando hacia el techo sin dejar de sonreír—.
¿Así le hables a un viejo amigo que ha venido a verte hasta aquí?
¡Ah!, no querría interrumpirte si te lo estabas pasando bien con la
chica…
Ion estaba tan enfadado que ignoró la alusión sarcástica de
Radu.
Agarraba tan fuerte los barrotes que las articulaciones de la
mano se le habían puesto blancas.
—¡Tú has…, has asesinado a Augusta!
—No había otro remedio. Sólo cumplía órdenes… de Sulayman,
le duque de Tigris. Es el líder de los halcones. No tenía más remedio
que obedecerle.
—¿El…, el duque de Tigris?
Ion se quedó de piedra al oír el nombre del secretario del
consejo secreto.
—¿¡Es él quien está detrás de todo esto!?
—Más bien todos los vampiros de la facción de los halcones.
¡Ay!, amigo mío…, te han utilizado.
Radu encogió los hombros, burlándose de Ion y, con una
locuacidad que era rara en él, siempre tan formal, empezó a
explicarle:
—Después de mi fracaso en Cartago, el duque de Tigris decidió
aprovechar tu regreso a la capital para usurpar el trono. Planeó
asesinar a Augusta y echarte las culpas a ti y al Vaticano. Si mató a
la presidenta del consejo secreto era, en parte, porque era
demasiado popular y podía hacerle la competencia, pero también
para evitar que pudieras entrevistarte con la emperatriz… Ion, te
hemos estado haciendo bailar al son de nuestra música desde el
principio.
—¡!
Ion se doblegó, pálido, ante la crueldad de aquellas palabras. Si
Esther no lo hubieras agarrado, habría caído al suelo en ese
momento.
Sosteniéndose con dificultad, lanzó a su antiguo amigo una
mirada llena de odio, con los ojos inyectados en sangre.
—Radu, ¿cómo has sido capaz de…? ¿¡Cómo puedes haber
caído tan bajo!? Tú que eras tan noble, ¿¡qué has hecho!?
—¿Radu? ¡Ah, claro!, el conde aún no sabe mi nombre… Yo no
soy Radu. Y no me gusta mucho que me confundan con aquel
blandengue.
—¿¡Qué!?
Ion iba a continuar con sus acusaciones, pero se paró en seco y
se quedó mirándole, con cara extrañada.
—Pero ¿qué estás diciendo, Radu? ¿Qu…, qué…?
—Excelencia, dice la verdad… Ése no es el barón de Luxor.
Quien respondió a la pregunta de Ion no fue su antiguo amigo.
Esther no había dicho nada hasta entonces, pero se puso a hablar
con voz lenta pero llena de seguridad.
—Si fuera un aristócrata imperial no habría utilizado la palabra
«vampiro»… ¿Quién sois? Seguro que no sois el barón de Luxor.
Entonces, ¿quién?
—Sigues tan lista como siempre… —sonrió el supuesto Radu,
mirando a la joven, que se estremecía al ver que su intuición era
correcta—. Pero ¿sabes?, Esther…, las chicas medio listas son lo
peor.
—¿¡!?
«Las chicas medio listas son lo peor». Aquella frase le impactó.
Ya la había oído una vez, exactamente la misma, en aquel túnel
frío que intentaba olvidar…
—¿¡Dietrich!?
—Cómo me alegra que recuerdes mi nombre —respondió el
methuselah, con una expresión alegre idéntica a la que recordaba
del otro joven—. Hace mucho que no nos vemos. ¿Qué tal has
estado, Csillag?
—¡!
Esther había permanecido calmada desde que los habían metido
en el calabozo, pero ya no pudo resistir más y retrocedió con cara
de desesperación, miedo y asombro, como si hubiera visto al mismo
diablo.
Ion, que aún intentaba procesar la información que acababa de
oír, la miraba, preocupado.
—¿Qué pasa, Esther? ¿Qué significa esto? ¿Qué ha dicho Radu
que…?
—Pero mira que eres cabezota… ¿Acaso no has oído a la
chica? Yo no soy Radu —le espetó Radu o, mejor dicho, el ser que
ocupaba el cuerpo de Radu—. Me llamo Dietrich von Lohengrim.
Caballero de categoría 8=3 en la Orden de la Rosacruz. Nombre
alias Titiritero… Le he tomado prestado el cuerpo a tu amigo. Bueno,
más exactamente, el cadáver. Radu Barvon murió. Yo he
aprovechado sus restos, un poco como quien utiliza una marioneta
—dijo, encogiendo los hombros y guiñando un ojo como si
bromeara.
Sus movimientos eran tan fluidos que parecía imposible que se
tratara de un cadáver. Pero aquel tipo de payasadas no eran en
absoluto propias de Radu.
—¿Una… marioneta? —repitió, confuso, Ion, intentando
recordar.
Entonces, su extraño comportamiento en las islas Príncipe…
—¡Ma…, maldito seas!
Un estrépito metálico agudo se combinó con el rugido feroz.
Ion se había lanzado con violencia contra los barrotes, estirando
el brazo entre ellos.
—¡Maldito! ¡No te lo perdonaré nunca! ¡Nunca!
—¡Epa…! Pero qué mal genio tienes, excelencia. Esther, es
clavado a ti en estos prontos.
Ion gritaba agarrado a los barrotes, pero no alcanzaba, por poco,
a rozar con las garras las ropas del visitante, que le miraba divertido.
—También se te parece en que le gusta malgastar energía…
Mira, me están entrando ganas de jugar contigo.
—¡Te mataré! ¡Te juro que te mataré! —bramó Ion ignorando las
burlas, mientras sacaba los colmillos como sediento de sangre—.
Cien veces… Doscientas veces te mataré. ¿¡Cómo te atreves a
hacerle algo tan horrible a mi amigo!? ¡Maldito seas!
—¿Tan horrible? —respondió Dietrich a las amenazas,
levantando el brazo con agilidad—. ¡Huy!, pues prepárate, porque
eso no es nada comparado con lo que he venido a hacer…
Mientras reía burlonamente, Dietrich alzó al brazo. Cuando le
apareció un brillo en la manga, Esther intentó apartar a Ion, pero ya
era tarde. Entre el sonido del aire comprimido, salieron disparadas
unas diminutas flechas que se alojaron en el vientre del methuselah.
Ion sintió como si miles de agujas le rasgaran el cuerpo.
—¡!
A Ion se le descompuso el rostro y cayó doblado en dos al suelo,
con los vasos sanguíneos desgarrados. En el suelo, su oscura
sangre dibujaba letras monstruosas.
—¡Ex…, escelencia!
Esther se abalanzó, al tiempo que emitía un grito agudo, sobre el
cuerpo del muchacho, quien se retorcía en el suelo. Tenía el rostro
blanco como el papel y respiraba a duras penas, como si hubiera
perdido todas las fuerzas.
—¡Excelencia! ¡Aguantad!
—No te preocupes, Esther. Es un vampiro, ¿verdad? No se
morirá por algo así.
Como decía Dietrich, un methuselah, o más exactamente el
bacilo kudlak que habitaba en su cuerpo, podía sobrevivir sin
problemas a heridas mortales para un ser humano. Como el impacto
se había producido en las entrañas, era inevitable que le
sobreviniera una hemorragia importante, pero en dos o tres horas ya
no tendría ni siquiera una cicatriz.
Sin embargo, Ion se observaba la herida con cara de dolor.
Mirando cómo corría la sangre, abría con fuerza los ojos, lleno de
terror.
—Sangre… Mi sangre… ¡No!
Ante la herida de su portador, el bacilo empezó su actividad,
cerrando la herida en lugar de las plaquetas para evitar la entrada
de bacterias en el cuerpo. Como había dicho Dietrich, su vida no
corría peligro. En unas pocas horas estaría recuperado.
Pero Ion seguía mirando con horror y ansiedad cómo le corría la
sangre por el suelo. Estaba perdiendo mucha, y eso, combinado con
la ira de antes y la acción el bacilo, quería decir que…
—Esther, ¡mátame! —gritó Ion, pálida—. ¿Qué haces ahí
parada?
¡Mátame en seguida te sigo! ¡De prisa!
—Pero ¡¿qué estáis diciendo, excelencia?!
¿Sería el shock de la herida?
Esther intentó apaciguar al joven, que parecía haber
enloquecido.
—Estad tranquilo. En seguida os vendaré la herida…
—No hay tiempo… Por favor, ¡mátame! Si no, dejaré de ser yo…
¡Ah!
—¿Qu…, qué os ocurre, excelencia? —preguntó Esther,
nerviosa, al ver cómo se contorsionaba el joven.
Ion se convulsionaba, entre sudores, bajo la mirada burlona de
Dietrich.
—¡Ah!, es la primera vez que lo ves en persona, Esther… Eso es
la famosa sed. La anemia típica de los vampiros.
Por la voz parecía que se estaba divirtiendo. Como un diablo que
observara la firma de un contrato, Dietrich le explicó, riendo
disimuladamente:
—El bacilo kudlak se alimenta de la hemoglobina que contienen
los glóbulos rojos… Mira, en seguida dejará de ser él mismo.
—No… Huye…, Esther… —dijo Ion con voz débil, en respuesta
a las palabras de Dietrich, al mismo tiempo que le aparecían los
afilados colmillos entre los labios—. El bacilo me…, me… ¡Aaaah!
—¡E…, excelencia!
Esther alargó la mano para sostener a Ion, que se había
arqueado violentamente hacia atrás. Su estado era, sin duda,
resultado de la pérdida de sangre. Tenía que ir con cuidado de que
no se mordiera la lengua. Esther le acercó el pañuelo que llevaba a
la boca…
—¿¡!?
Una fuerza irresistible le agarró la mano. Si Esther no lanzó un
grito ante al dolor que le desgarraba los huesos no fue por
autocontrol.
—…
Ion alzó el rostro en silencio y clavó en Esther su mirada
desencajada.
—¿E…, excelencia?
—…
Ion estaba tan sereno que parecía que el dolor de unos instantes
antes hubiera fingido. Ignorando las palabras de Esther, se
incorporó por completo, sin cambiar de expresión. Pero…
—E…, excelencia, soltadme… Soltadme la mano, por favor…
Había algo raro.
De forma instintiva, a Esther se le encendió una luz de alarma.
Intentó retroceder, pero la fuerza monstruosa del methuselah se
lo impidió.
Sin decir una palabra, Ion atrajo hacia sí a la muchacha, que
intentaba huir.
Algo parecido a una sonrisa le apareció en los labios cortados
por los colmillos, babeantes de saliva.
—E…, excelencia… No puede ser…
—No pierdas el tiempo, Esther. En el estado en que se
encuentra no te reconoce.
Ion le devoraba el cuello a Esther con la mirada inyectada en
sangre.
El joven que les miraba desde el otro lado de los barrotes
hablaba con una frialdad casi científica.
—El bacilo le controla. La pérdida de sangre ha provocado el
impulso vampírico que le domina ahora mismo. Es una lástima, pero
ya no puede oírte.
El bacilo kudlak que habitaba como diminuto parásito la sangre
de los methuselah amplificaba en diversas formas la fuerza de sus
portadores. Se introducía en las células para activarlas, controlaba
los procesos de apoptosis, trabajaba en lugar de las plaquetas para
cerrar las heridas, etcétera. La vida del portador dependía en gran
medida de su presencia.
A cambio, sin embargo, devoraba los glóbulos rojos del cuerpo.
Al no poder respirar oxígeno por sí mismo, el bacilo destruía los
glóbulos rojos para tomar la hemoglobina que contenían y obtener el
oxígeno de ella.
Claro está que el número de glóbulos rojos de un cuerpo no es
infinito. Y menos aún cuando se luchaba o se había sufrido una
herida, o cuando una hemorragia importante activaba el bacilo. Si
los glóbulos rojos no eran suficientes se podía caer incluso en un
estado de anemia, que activaba de forma aún más violenta al bacilo.
La racionalidad del portador quedaba entonces obliterada y su
agresividad aumentaba de manera extraordinaria. Era el principio
del fenómeno conocido como «la sed».
—¡Di…, Dietrich! Tú…, tú… has planeado esto…
—¿No te lo he dicho? He venido a hacer algo horrible y
deleznable.
Dietrich respondió con una carcajada a las palabras de la joven.
Su sonrisa mostraba una maldad sin límites. Sin dejar de reír, sacó
un objeto largo y delgado del bolsillo.
—Mira, Esther, esto es un regalo para ti —dijo el joven, mientras
lanzaba una espada finamente decorada por entre los barrotes—.
Esther, me gustas mucho. Eres tonta, valiente, te gustan las cosas
bonitas… Como me gustas tanto, te voy a dar una posibilidad de
sobrevivir.
—¿Una posibilidad?
Esther parpadeó sin dejar de retroceder ante el avance de Ion,
mirándola con cariño, Dietrich le explicó, con todo detalle:
—Sí, hay una posibilidad… Eso es una espada de plata. Si la
usas puedes matarle…
—¿¡!?
Los colmillos hambrientos del methuselah estaban a punto de
abalanzarse sobre ella, pero el terror que apareció en la cara de la
muchacha no fue causado por ellos. ¿Sería la sonrisa diabólica de
Dietrich o el brillo de la espada lo que le provocaba aquel miedo?
—Yo no os voy a matar. Os vais a matar vosotros… Sí, sí,
Esther.
Clávasela sin dudar en el corazón. Es lo más eficaz.
—E…, Esther…
Como si hubiera oído las palabras del demonio, Ion se detuvo
antes de caer sobre el cuello de la joven. Por la voz atormentada
parecía que estuviera luchando contra alguien en su interior.
—Mátame con eso, Esther… Mientras sea yo… ¡Mátame, de
prisa!
—No os rindáis, excelencia. Aún tenemos… ¡Aún tenemos al
padre Nightroad! —gritó Esther, apartando la vista del arma tirada
en el suelo.
Abandonar era de estúpidos. Sólo con tener un poco de fe…
—Seguro que vendrá a rescatarnos. ¡Aguantad, excelencia!
—Es una pena, Esther, pero el cura al que esperas no vendrá —
dijo Dietrich, sonriendo con crueldad, como si estuviera jugando con
una mascota—. El palacio está completamente aislado del exterior.
No puede entrar ni una mosca, así que no hay muchas posibilidades
de que aparezca el cura que esperas.
—No le infravalores… —rugió con orgullo Esther, mientras
forcejeaba con Ion—. No hay protección que pueda detener al padre
Nightroad. ¡Sé que vendrá!
—Puede… No, seguro que viene. Y me imagino la ruta. Lo más
seguro es que entre por las antiguas alcantarillas bizantinas que hay
bajo el palacio.
El Imperio bizantino al que se refería Dietrich había dominado la
ciudad muchos siglos atrás. El alcantarillado era tan antiguo que ni
siquiera los methuselah sabían de su existencia.
—Así que le he preparado una recepción adecuada… Va a caer
directo en la trampa.
—¡!
La risa contenida del demonio le heló la sangre a Esther.
Mirando con el rabillo del ojo su expresión de horror y
desesperación, Dietrich se giró, con calma, dándole la espalda.
—Me gustaría quedarme hasta el final, pero tengo que dejaros.
Aún me quedan muchos asuntos que resolver antes de que el
duque de Tigris y los demás nobles se den cuenta. No tengo tiempo
de ver cómo acabáis.
¿Sería verdad que le apenaba despedirse?
Como un gato travieso, el joven se despidió con un gesto sin
darse la vuelta.
—Hasta luego, Esther. Mucha suerte. Te quiero.
—Ma…, maldito…
La joven empezó a gritar, pero el estruendo de la puerta metálica
al cerrarse hizo que sus palabras no llegaran a oídos del Titiritero.
II

—Debí haber reflexionado mejor cuando os colasteis en mi casa.


La luz fosforescente de la proa de la góndola hacía brillar con un
tono azulado, la superficie del mar, negro como la tinta. Sosteniendo
la pértiga, Astharoshe Asran se quejaba con amargura.
La pequeña embarcación avanzaba por la sombra de las
enormes columnas que sostenían el techo, decorado con arcos. El
brillo azulado de la luz sobre sus formas oscuras les daba un
aspecto extremadamente tenebroso.
—No sé cómo lo haces, pero siempre superas mis peores
expectativas. Ha sido un error imperdonable olvidar eso. Seguro que
lo lamentaré toda la vida.
—¡Jajaja…! No sé de qué habláis, Astharoshe… —rió,
despreocupado, el joven de cabellos plateados que tenía al lado.
El sonido de la pértiga cortando el agua resonaba con fuerza en
la oscuridad.
—No tenéis que ser tan dura con voz misma. Es bueno ser
exigente con uno mismo, pero tampoco hay que provocarse una
úlcera por eso.
—¿Quién dice que hablo de mí misma?? —gritó Astharoshe,
agarrando al sacerdote por el cuello—. ¡Me estoy quejando de ti!
—¡Aaaah…! ¿De verdad? —respondió Abel, mirándola,
extrañado.
De pronto, dio una palmada como si hubiera tomado una
decisión y la miró, sonriente.
—Pues entonces me lo podéis decir a la cara… Ya me estaba
preocupando veros de tan mal humor.
—…
Estaba a punto de derretírsele el cerebro.
Astharoshe soltó al sacerdote. Al mover, rítmicamente, la cabeza
sintió un horrible hedor en el ambiente que le hizo torcer la cara de
asco. El aire apestaba como si algo se hubiera podrido.
—¡Buah…! ¡Mierda! ¿Cómo ha acabado una inspectora imperial
como yo en un sitio así de oscuro y apestoso? Aunque se apara
infiltrarse, estoy segura de que podríamos haber encontrado una vía
mejor.
—Puede ser que sí pero están todas muy vigiladas. No
podríamos ni habernos acercado. Podemos estar contentos de tener
esta posibilidad.
—¡Hmmm!, quizá tengas razón, pero esta situación me da rabia.
Aguantándose las ganas de tirar a su compañero al agua,
Astharoshe hizo avanzar al embarcación con ayuda de la pértiga.
Tras el asesinato de su majestad, el palacio imperial estaba
extremadamente vigilado. Después de que se reunieran los nobles
en su interior, la gran cúpula había quedado sellada al exterior. La
vigilancia era absolutamente impenetrable.
Pero cuando Astharoshe ya casi había abandonado la idea de
infiltrarse en el palacio, el sacerdote le habló de la existencia de
aquella ruta a través del antiguo alcantarillado que había
descubierto gracias a los documentos del exterior sobre la capital
del Imperio.
Astharoshe no tenía ni idea de que existieran aquellos
subterráneos.
No tenía ningún interés en nada del antiguo Imperio bizantino,
Constantino  I ni en todas aquellas palabras raras que había dicho
Abel. Tan desesperada como estaba, se habría agarrado a un clavo
ardiendo. En realidad, no tenían otra opción.
—Pero, Abel…, ¿estás seguro de que estos canales están
conectados al palacio? —le preguntó, intranquila, Astharoshe.
Ya llevaban más de una hora de viaje, pero por mucho que
avanzaban no veían más que agua y más agua, y no había una
salida por ningún sitio.
—Llegar hasta aquí para perderse no tendría ninguna gracia…
—¡Hmmm!, creo que vamos bien… No hay razón para
preocuparse.
—Suerte tienes de que…
Al sentir un ligero golpe en el rostro, la marquesa de Kiev se
llevó la mano al bolsillo y sacó de él una botella llena de un líquido
rojizo. Si Abel estaba en lo cierto, tendrían que llegar muy pronto al
palacio. Por culpa de los nervios, el bacilo se había activado y
llevaba un rato notando la sed en el fondo de la garganta.
Astharoshe se dispuso a destapar la botella…, pero se detuvo de
golpe.
—…
Mientras sus ambiguos ojos escudriñaban la oscuridad, se le
pusieron de punta los pelos de la nuca. Tenía la sensación de que
alguien los observaba.
—¿Qué pasa, Astharoshe? ¿Por qué os habéis callado de
golpe?
¡Ah!, ¿os ha venido una necesidad fisiol…?
—Cállate, idiota.
Mirando con inquietud a derecha e izquierda, Astharoshe le tiró
la botella al sacerdote para que se callara. Mientras Abel retrocedía,
sangrando por la nariz a causa del impacto, se llevó la mano a la
cadera. No veía nada que pareciera hostil, pero la presión que
sentía era, sin duda, la de antes de empezar un combate.
—Padre, vamos bien encaminados.
—Pero ¿no os lo estoy diciendo? Seguro que vamos bien… Pero
¿por qué lo decís?
—Porque…
Las columnas proyectaban sombras monstruosas sobre el agua.
Con los ojos fijos en la oscuridad, la marquesa de Kiev sacó con
movimientos pausados la lanza.
—¡Porque nos están esperando!
En un instante, la oscuridad se desgarró.
Astharoshe había encendido la lanza y apuntaba hacia el agua.
El plasma, proyectado a miles de grados, hizo que se evaporara al
instante el líquido de la superficie, convirtiéndolo en un vapor
blanco. Lo que dejó boquiabierto a Abel no fue el comportamiento
de la methuselah, sino la enorme sombra que apareció atravesada
por la lanza.
—¿¡Ellos…!?
La voz del sacerdote se quebró al ver la gigantesca figura
vestida con uniforme militar. Al mismo tiempo, Astharoshe lanzó un
grito agudo.
—¡Cuidado, padre! ¡Estamos rodeados!
En el vapor que envolvía la góndola, aparecieron de golpe las
funestas sombras. Eran más de una veintena y rodeaban por
completo la embarcación.
—¡No! ¡Son demasiados! —rugió Abel, sacando el revólver de
percusión.
El combate había comenzado. Tras trepar por las columnas y las
paredes, de pronto los enemigos se abalanzaron sobre la góndola,
que temblaba como una hoja. Espalda contra espalda, el sacerdote
y la methuselah prepararon sus armas para recibirlos.
—¡Mierda, son muy rápidos! —bramó Astharoshe, lanzando el
látigo de plasma contra el adversario que tenía más cerca.
Incluso teniendo en cuenta que estaban hechos a partir de
cadáveres de methuselah, los atacantes eran demasiados veloces.
Además, como todos actuaban a la vez, como movidos por una
única voluntad, resultaba casi imposible afinar la puntería.
Las balas y el látigo atravesaron en vano la oscuridad mientras el
círculo se estrechaba a su alrededor.
—¡Es imposible! ¡Padre, hay que salir de aquí! —rugió
Astharoshe, parando a duras penas el filo de una hacha de combate
—. ¡No podemos hacer nada contra tantos a la vez! ¡Huyamos!
—¡Imposible! —Abel se negó con firmeza, mirando con
determinación al fondo del canal—. ¡No podemos abandonarlos!
Astharoshe, tenemos que atravesar esta barrera sea como sea.
Haré que me persigan a mí para que podáis escapar… Disculpadme
que os haya metido en este lío.
—¡Idiota!
Astharoshe dio un paso al frente, dibujando un arco con el brillo
de la lanza. Una cabeza cubierta por una máscara antigás salió
volando con un chorro de sangre.
—¡Soy famosa por no abandonar nunca a mis amigos! Ni se me
ha pasado por la cabeza que me hayas metido en ningún lío… Si
alguien tiene que hacer de señuelo, tengo que ser yo. Atraeré su
atención para que puedas colarte en el palacio.
—Pero…, Pero…
—¡No hay peros que valgan! Cada segundo que pasa hace que
aumente el peligro para Esther y el mocoso ése. ¿Listo? ¡Corre con
todas tus fuerzas!
Astharoshe, sin tiempo para más discursos, tensó todos los
músculos del cuerpo. No pensaba que pudiera vencerlos, pero al
menos vendería cara su vida. ¡Se llevaría por delante a todos los
que pudiera y ganaría tanto tiempo como fuera posible!
—¡Preparaos, que viene Astharoshe Asran, marquesa de Kiev!
—gritó a la vez que activaba todo su sistema nervioso y daba un
gran salto desde la embarcación.
Con la lanza a potencia máxima, se dispuso a salir por el aire
como un torbellino, pero…
—¡Astharoshe!
Al mismo tiempo que entraba en haste, la methuselah oyó la voz
del sacerdote y se dio cuenta de que una sombra negra se le
acercaba. Un enemigo se abalanzaba sobre ella, también en estado
de haste. El brillante filo de un hacha de combate dibujó una nítida
parábola hacia su nuca…
Atravesada por el arma afilada, la cabeza salió disparada como
una bala y cayó al canal, levantando una columna de agua.
—¡A…, Astharoshe!
—¿¡!?
Apoyada en los brazos del sacerdote, quien tenía los ojos llenos
de lágrimas, Astharoshe parpadeó, sorprendida. ¿Por qué seguía
viva? ¿Cómo era posible que…?
—¡Astharoshe, es…!
Las preguntas de la methuselah encontraron respuesta en la voz
de Abel. Mejor dicho, en la sombra roja que el sacerdote señaló. Al
girarse en aquella dirección, Astharoshe se quedó de piedra.
—¡Se…, señor Baybars!
Apoyado en una columna, Baybars, barón de Jartum, observaba
el combate enfundado en su armadura roja. La sangre goteaba de la
espada de siete puntas. ¿Era él quien la había salvado? ¿O los
soldados que formaban detrás de él?
—¿¡Los jenízaros!? ¿¡Qué hacen aquí!?
—Parece que es la inspectora Astharoshe Asran… —dijo con
sequedad el capitán de la Guardia—. La reunión está a punto de
empezar.
Entrad de prisa o llegaréis tarde…
—Pe…, pero ¿por qué…?
La pregunta de Astharoshe era natural, pero su preocupada voz
la traicionó.
Según había dicho el conde de Menfis…, ¿no estaban los
jenízaros en su contra?
—¿Por qué nos ayudáis, barón?
—…
En silencio, Baybars simplemente siguió mirando, desafiante, a
los enemigos, y la pregunta se quedó sin respuesta. Astharoshe
intentó repetirla, pero alguien le tiró de la manga.
—Hay que darse prisa. Ellos no son nuestros enemigos…
Disculpad, señor… ¿Baybars? —preguntó Abel, sin soltar a la
inspectora—. ¿Dónde está mi compañera, la chica terrana?
—En el calabozo subterráneo —contestó con rapidez el capitán
de la Guardia—. Cuando estéis en el piso superior, bajad por la
Puerta del Muerto. Lo encontraréis en seguida.
—Muchas gracias —dijo Abel, haciendo una leve reverencia con
la cabeza, ante la respuesta extrañamente cortés—. Bueno, pues en
marcha, Astharoshe. No hay tiempo que perder.
—¿Eh…? Vale.
Las figuras de Abel y Astharoshe, que aún no se había
recuperado de la sorpresa, desaparecieron en el agua. Los soldados
enmascarados encararon como un solo hombre a sus adversarios.
Los pocos enemigos que quedaban dieron un paso atrás,
aterrorizados. Señalándolos con la Rompehuesos, el capitán de la
Guardia dio una simple orden:
—Destruidlos.
III

Aquel día los vasallos tenían prohibida la entrada a la gran cúpula.


Después de que los aristócratas se hubieron reunido en el
palacio, las entradas habían sido selladas por completo, para que
fuera imposible todo contacto con el exterior.
El trono estaba dispuesto en lo alto de la escalera y los nobles se
hallaban sentados en forma de abanico a su alrededor, con las
misma disposición del Diwan de unos días atrás. Lo único distinto
era que ahora no había nadie que observara a los asistentes desde
el trono situado sobre la estructura de piedra verde.
—Señorías… —empezó la marquesa de Damasco, Feron Lin,
para abrir la sesión. Sus ojos rasgados recorrieron toda la estancia
—. Gracias por acudir con premura en estos momentos tan duros.
Os doy las gracias en nombre del consejo.
—Disculpad, marquesa, pero sería mejor abreviar la palabrería
—gritó, airada, una voz desde el noveno nivel de los asientos—.
Hemos venido a conocer la verdad. Empezad por explicarnos en
detalle qué pasó en las islas príncipe.
—La investigación aún no está completada… —respondió, con
cara de haber tragado un insecto amargo, un gigante que había al
lado de la marquesa.
Era Nazim, conde de Gaza, quien había defendido a Feron Lin.
Hasta el día anterior habría sido impensable que alguien pudiera
dirigirse de una manera tan insolente al consejo. Hasta el día
anterior…
—Hay que escoger una comisión para dirigirla. La selección la
efectuará el consejo. Una vez formada la comisión, se debatirá el
proceso de…
—Cuánta tontería…
El comentario fue el hecho en voz baja, pero resonó como un
trueno por toda la sala.
Las asombradas miradas de Lin y Nazim se posaron sobre la
figura que tenían sentada junto a ellos.
—Sulayman, ¿qué habéis hecho?
—He dicho que cuánta tontería… —respondió de sopetón el
secretario del consejo con los brazos cruzados y los ojos
serenamente cerrados.
¿Cómo podía decir eso después de la larga reunión que había
tenido la noche anterior para decidir el proceso? Layard, duque de
Macedonia, el miembro más joven del consejo, golpeó la mesa con
fuerza.
—¿¡Que nuestra decisión es una tontería!? ¿Y qué otra opción
tenemos? ¿Acaso no es nuestro deber averiguar primero qué
ocurrió e informar de ello a sus señorías?
—Lo primero que debemos hacer, duque de Macedonia, es
elegir un nuevo líder —respondió Sulayman con voz tranquila.
Aquellas palabras sonaban severas, de tan realistas que eran—.
Nuestra líder, Augusta, ya no está. Ayer fue asesinada a manos de
agentes del exterior. Sí, asesinada. Lo primero que tenemos que
hacer es aceptar eso.
El secretario del consejo levantó la mirada. Había desviado a su
gusto el tema de la discusión, pero ninguno alzó para protestar. Sus
palabras, severas, y su dura mirada recorrían aquella sala, que se
mantenía en absoluto silencio.
—Nuestro deber es escoger a un nuevo líder y obedecer a la
voluntad del nuevo emperador…, ¿acaso no es así?
¿El nuevo emperador?
Al oír aquellas palabras, un murmullo se elevó entre las filas de
los asistentes.
Augusta era eterna. Todo el mundo lo creía sin dudarlo. Hasta la
noche anterior.
Sin embargo, una vez roto el sueño, la inaudita expresión «el
nuevo emperador» les hacía bajar la cabeza como si fuera un peso
físico.
Sí, Augusta había muerto. La creían eterna e inmortal, pero no lo
era.
Ya sólo habitaba en el mundo de los recuerdos. Y los que
quedaban debían seguir viviendo de algún modo. ¿Acaso no era
cierto que necesitaban un nuevo líder?
—Sí, ¡hay que elegir a un nuevo emperador! —gritaron con júbilo
los aristócratas jóvenes de las filas traseras.
Al principio había sido una voz débil. Sin embargo, en un estado
de confusión y caos como aquél, un grupo mínimamente organizado
puede apoderarse del control con extrema facilidad. Los susurros se
convirtieron en seguida en un clamor que llenó la sala…
«Ya falta poco».
Sulayman calculaba con serenidad su momento.
Incluso entre sus simpatizantes, sólo Radu conocía todo el plan.
Nadie más sabía lo que habían hecho la noche anterior. Si lo
hubieran sabido, se habrían acobardado, por muy en contra que
estuvieran de la política exterior de Augusta. Hasta tal punto
estaban hechizados por la figura de la emperatriz. Pero ahora
aquella figura había desaparecido.
—Bien, creo que está claro cómo hay que proceder… —
prosiguió Sulayman, con voz casi melancólica. Era el momento de
hacer el movimiento decisivo.
Tenía que ir con cuidado de no pasarse. Para erguirse como
vencedor último tenía que conseguir el apoyo de la voluntad
general. La duquesa de Moldova, que podría haberse convertido en
su rival más peligrosa, ya no existía. Los otros miembros del consejo
no eran débiles, pero en un choque uno a uno no tenía por qué
temerlos. No había de qué inquietarse.
Sulayman se levantó con lentitud y extendió su brazo, decidido,
hacia la audiencia.
—Señorías, yo os pregunto: ¿Queréis que sea vuestro próximo
emperador?
—¡Un momento, duque de Tigris!
Sulayman estaba dispuesto a lanzar su discurso histórico, pero
un grito le interrumpió de repente. Una voz penetrante, llena de
autoridad, resonó por la sala, y todos se giraron a mirar hacia las
puertas que se habían abierto con violencia. La luz que entraba por
el rectángulo marcaba la silueta de una mujer de gran estatura.
—¡Señorías! ¡Soy la inspectora Astharoshe Asran! —gritó la
figura de melena blanca con valor desafiante—. ¡He venido a
denunciar al duque de Tigris como traidor!
—¡Ah!
Aquella violenta respiración hedía a sangre.
El hermoso rostro se retorcía a cada respiración mientras en el
fondo de los ojos batallaban el hambre y la razón… Ion Fortuna
luchaba con todas sus fuerzas contra algo.
—Mátame…, por favor…, Esther.
Más que pedírselo, se lo estaba implorando. Clavándose en los
labios los labios los colmillos que iban a hundírsele a Esther en el
cuello, Ion buscó, con los ojos inyectados en sangre, la espada
caído en el suelo.
—No quiero beber tu sangre… Esther, por favor…, antes de que
te mate…, ¡mátame a mí!
—¡E…, excelancia!
Esther no tenía palabras para responder al vampiro.
¿Qué le podía decir al joven que le pedía que lo matara para no
beber su sangre? ¡No había ninguna respuesta para aquello!
—Esther… de prisa…
Mientras la chica dudaba, los temblores que recorrían el cuerpo
del muchacho se iban haciendo cada vez más violentos. Cada
segundo que pasaba, iba perdiendo un poco más la razón, hasta
que cayó al suelo con un brillo frío en los ojos…
Ion lanzó un suspiro ardiente.
En su mirada de bronce ya no quedaba ni una pizca de cordura.
Sólo se apreciaba en ella la espiral sin fondo de la sed.
En aquel estado, estaba claro que no le bastaría con beber un
poco de su sangre. Estaba claro que la maldita sed sin límites que
poseía Ion no se detendría hasta acabar con la vida de Esther. Sólo
había una manera de evitarlo: atravesarle el corazón con la espada.
Era la única forma de salvar no sólo la vida de Esther, sino también
el alma de Ion.
Sin embargo, Esther le posó la mano sobre los cabellos con una
cariñosa sonrisa maternal.
—Adelante, excelencia…
Acariciándole suavemente la cabellera, Esther levantó la barbilla
sin mostrar ningún temor. Unas gotas de sudor le perlaban el cuello,
expuesto completamente a la mirada del joven enloquecido.
Sin ni siquiera mirar la espada caída en el suelo, la muchacha le
susurró al vampiro:
—Bebed mi sangre, excelencia… Pero no lloréis. No tenéis la
culpa de nada. No tenéis la culpa…
—¡Ah!
Como si Dios se hubiese apiadado de la triste pareja, una débil
luz le brillo un momento a Ion en los ojos. ¿O fue una travesura
diabólica? Fuera lo que fuera, parecía un milagro que el methuselah
aún pudiera conservar una pizca de razón en el violento ataque de
sed.
—Esther…, yo…
Ion dijo el nombre de la muchacha con lágrimas en las mejillas.
Nunca antes había pensado que podría sufrir tanto por conservar
algo de razón.
Los ojos desesperados observaron cómo sus propias garras se
hundían en los hombros de la muchacha. Los colmillos se clavarían
en el blanco cuello para saborear con júbilo su dulzura. Atravesarían
la piel suave y sensual…
Junto al grito sordo, salió disparado un chorro de sangre.
—¡E…, excelencia! —chilló Esther, abriendo los ojos,
sorprendida.
Tenía el rostro teñido de rojo. Pero aquélla no era su sangre.
Ante sus ojos, Ion se había atravesado el muslo con la espada.
—¡Conde de Menfis! ¡Pe…, pe…, pero ¿qué?!
—Gracias, Esther…
Estimulada por el dolor, la razón dominó el último ataque del
bacilo.
Pese a haberse ensartado la pierna, Ion sonreís con serenidad.
Sin cambiar de expresión, se arrancó el arma. Chorreando sangre,
la espada apuntó de pronto al corazón… Antes de clavársela de
nuevo, Ion se dirigió por última vez a la muchacha:
—Es una lástima que no tenga alma. Si la tuviera podría estar
siempre junto a ti… Doy gracias por haberte conocido.
En las manos del joven apareció una fuerza que parecía a punto
de hacerle estallar las articulaciones. Agarrando el arma con fuerza,
Ion se apuntó al corazón.
—¡Adiós!
—¡Nooooooo!
Ion pareció sonreír un instante, antes de que el arma se le
clavara profundamente en el pecho con un sonido metálico.
—¿¡Eh!?
—¿¡Eh!?
La sonrisa de Ion y el gemido de Esther desaparecieron al
mismo tiempo y se quedaron mirándose como si hubieran
presenciado algo incompresible.
La espada se le había clavado a Ion hasta empuñadura. Sin
embargo, no brotó ni una gota de sangre. Un disparo había
destrozado el filo desde la base.
Los dos jóvenes se giraron a la vez hacia la voz despreocupada
que les hablaba desde el otro lado de los barrotes.
—¡Uf!, pensé que no llegaría a tiempo…
¿De dónde habría salido la figura que empuñaba el revólver
humeante en la mano derecha y que sostenía la botella de vidrio
llena de líquido rojizo en la izquierda? Bajo la melena canosa, una
cara les sonreía con la dulzura de un ángel que hubiera encontrado
a unos niños perdidos.
—¿Estáis bien? Disculpad que me haya entretenido un poco
reprimir un grito de júbilo. ¿Quién podría haber disparado si no?
—¡Padre Nightroad! ¡Padre!
IV

—¡Cómo te atreves a presentarte aquí, después de haber sido


cómplice de un traidor! —le gritó Vashmar, marqués de Navarino, a
la joven de cabellera blanca.
Dentro del consejo, era el más veterano, después de la duquesa
de Moldova y Sulayman, pero aún conservaba todo el fervor de la
juventud.
Su voz, sorprendentemente poderosa par alo pequeño que era,
hizo que los presentes encogieran la cabeza de forma instintiva.
—¡Marquesa de Kiev! Siendo servidora del palacio, te aliaste con
terranos del exterior para asesinar a Augusta. Espero que estés
preparada para el castigo que te espera…
—Recibiré con gusto el castigo por llegar tarde a una reunión tan
importante como ésta, pero con respecto a la traición, hay algo que
debéis saber…
—Explícanos eso… —dijo la marquesa de Damasco, haciendo
callar a Vashmar—. «He venido a denunciar al duque de Tigris como
traidor»… ¿Qué quiere decir eso?
—Es sentido es obvio. He venido en condición de inspectora
imperial a detener al duque de Tigris por un delito de traición.
Un sonido parecido al viento invernal se extendió por la sala.
Los aristócratas, que observaban el diálogo, tragaron saliva
todos a un tiempo. Los más asombrados eran los partidarios de
Sulayman. La escena que estaban presenciando, ¿formaría parte
del guión preparado por el duque? ¿O había ocurrido algo
imprevisto?
—Entonces, marquesa de Kiev, permitidme que os pregunte una
cosa —dijo Sulayman, maldiciendo en su interior la incompetencia
de los vigilantes que habían permitido que Astharoshe se colara
hasta allí—. ¿Tenéis alguna base para acusarme? ¿Hay alguna
prueba de esa calumnia?
—Tengo una prueba —respondió, serena, la inspectora—.
Quiero citar a declarar al conde de Menfis y a la terrana que lo
acompaña.
Escuchad su testimonio y comparadlo con el resto de pruebas,
por favor.
Eso demostrará la veracidad de mi acusación.
La voz de Astharoshe era implacable. Los ojos ambarinos que
miraban al secretario del consejo eran tan fríos como una espada
congelada. La mirada de Sulayman era aún más gélida.
—Es una pena, pero eso no será posible —dijo el aristócrata
más poderoso del Imperio, sacudiendo la cabeza con aire de lástima
—. Los individuos a los que os referís han muerto… Hace un
momento me ha llegado la noticia de que han descubierto sus
cadáveres en el calabozo.
—¿¡!?
Astharoshe palideció, pero replicó de inmediato, con voz
rechinante:
—Sulayman, maldito, los has matado para callarlos…
—No es eso, marquesa…
Sulayman sonreía con serenidad, pero en su interior la ira estaba
a punto de hacerle estallar el corazón. Si hubiera podido, habría
matado a la inspectora allí mismo y con sus propias manos. Por
desgracia para él, aún no era emperador. Hacer sospechar a los
nobles por una tontería como aquélla no era prudente.
Con una risa afectada de paciencia paternal, prosiguió con tono
calmado:
—Se han matado mutuamente en el calabozo. No sé la razón,
pero es lo que he oído. ¿Quieres examinar los cadáveres?
—No es mala idea… Vamos a examinarlos.
No fue Astharoshe quien interrumpió al aristócrata. Una voz débil
pero llena de confianza hizo que todos los presentes se giraran
hacia la puerta. Las dos siluetas que habían aparecido en la sala
hicieron que centenares de ojos se abrieran de asombro.
—¡Ya veis que no estamos muertos, Sulayman! —rugió una de
las pequeñas figuras, apoyándose en la otra—. ¡Ahora sé todo lo
que planeabais! ¡Está claro por qué asesinasteis primero a mi
abuela y después a Augusta! Si sois un auténtico aristócrata
imperial, preparaos para enfrentaros con valentía a la pena que os
espera.
Mientras lanzaba sus acusaciones sin piedad, el rostro
ensangrentado de Ion estaba iluminado por la energía desafiante de
un león. Sulayman, aguantándole la mirada, chascó la lengua.
—¿¡El conde de Menfis!? ¿Cómo es que sigues con…? ¡Radu,
eres un incompetente! —rugió el duque, mordiéndose los labios
hasta hacerse sangrar. La situación había desbordado todas sus
previsiones—. Prepárate tú, conde…, ¡traidor a la patria! ¿Qué
hacéis, señorías? ¡Atrapad sin demora a ese criminal!
Ante las palabras de Sulayman, algunos nobles jóvenes se
pusieron de pie. Deslizando la mano hasta sus espadas, se
prepararon para entrar en haste.
—¡Apartaos, conde de Menfis! —gritó Astharoshe,
interponiéndose.
Sin ningún temor por la diferencia de número, le methuselah
preparó la lanza.
Ante la inminencia de un combate con sangre, muchos otros
aristócratas se levantaron también. Los adversarios se observaron
un instante antes de entrar en combate. El aire parecía a punto de
estallar por la tensión cuando…
—Basta, Sulayman.
Una fría voz sintética resonó por la sala, helando el ambiente.
—Me duele mucho veros así… No puedo soportar más esta
escena.
No había nadie en la sala a quien no le resultara familiar la voz.
Además, aquél era precisamente el lugar donde más natural les
resultaba oírla.
Sin embargo, al levantar la mirada hacia el origen de la voz,
todos los rostros quedaron petrificados de asombro. En la cúspide
de la escalera, la cortina verde se había empezado a elevar ante la
mirada atónita de la sala.
En el silencio opresivo, se alzó una voz temblorosa:
—Augusta Vradica…
V

—Im…, imposible… ¿Augusta? ¿Cómo…?


—¿Cómo es que estoy sana y salva? No parecéis muy contento
de verme, duque de Tigris… —dijo, burlona, Augusta, que parecía
forzar una sonrisa bajo el velo—. La verdad es que no lo pasé muy
bien cuando intentasteis asesinarme en las islas Príncipe, pero por
desgracia para vos, aquí estoy.
—Qué…, qué os intenté…
Sulayman tembló, pálido, pero dominó el estremecimiento y
respondió con voz tranquila y confiada:
—Su alteza, ¿cómo puede ser que deis crédito a las palabras de
éstos? ¿Por qué querría yo poner una bomba para…?
—¿Una bomba? —preguntó con gran teatralidad la figura del
velo, torciendo la cabeza—. No me refiero a la destrucción del
palacio de la duquesa de Moldova. De todos modos, aquella vez no
era yo… Mejor que te rindas.
Otra figura apareció al lado de Augusta, lo que provocó un
murmullo generalizado en la sala.
Había aparecido otra emperatriz. Las dos figuras iban vestidas
idénticas, de verde, y cubiertas con velo. Por constitución y aspecto
parecían dos hermanas gemelas.
—Ella es mi sombra. Cuando me ausentaba del palacio, ella
ocupaba mi lugar… Levántate el velo y muéstrales el rostro.
Asintiendo en silencio, la segunda emperatriz se quitó con
habilidad el sombrero y el velo, y se soltó los cabellos. Su larga
melena rubia adornaba un encantador rostro infantil. El murmullo
que recorrió la sala, sin embargo, no fue provocado por su belleza.
—No…, ¡no es posible! ¿¡Duquesa de Moldova!?
Entre gritos de sorpresa, los asistentes abrieron con asombro los
ojos, como si hubieran visto resucitar un cadáver.
Uno de los presentes abrió tanto la boca, por la impresión, que
parecía que se le iba a caer al suelo. Era Ion, que no pudo reprimir
un grito casi inarticulado.
—¿¡Abuela!? ¿Có…, cómo es posible?
El rostro infantil le miraba desde lo alto con una sonriendo
traviesa.
—¡Cuánto tiempo sin vernos, Ion! Te veo más delgado…
Aunque no aparentaba tener más de quince años, la figura era
Mirka Fortuna, duquesa de Moldova y presidenta del consejo
secreto, la más importante noble del Imperio. Sin dejar de reír, hizo
un saludo teatral a su nieto, a quien veía por primera vez desde
hacía cuatro meses.
—¿Ésa es la cara que le pones a tu abuela después de tanto
tiempo sin vernos? ¿Acaso no te alegras de verme?
—¿¡Eh!? Claro…, claro que sí que me…
El color volvió poco a poco al rostro de Ion, que movía la cabeza,
como si le hubieran hecho una pregunta con mala intención,
mientras retrocedía arrastrando los pies.
—Pe…, pero no entiendo cómo pudisteis salir con vida de… En
el palacio, vuestro cuerpo…
—Conde de Menfis, entonces ya sabíamos que había un complot
en marcha —dijo la emperatriz, haciendo un gesto con la mano
hacia la presidenta del consejo. La figura inmóvil del velo tenía algo
casi divino—. Por eso decidí que la duquesa me sustituiría en el
palacio y pondríamos un autómata en su residencia… El resto ya lo
sabéis. Siento haberos causado tantas molestias, pero era
necesario para descubrir toda la conspiración. No tengo palabras
para disculparme. Bueno, duque de Tigris…
El tono de la emperatriz cambió. Era casi imposible adivinar sus
emociones a través de la voz sintética, pero no se podía negar que
un aire de severidad recorría los impulsos eléctricos.
—Me entristece mucho que hayáis sido capaz de poneros al
frente de una conjura así. Esperaba mucho más de vos…
—Con vuestro permiso, alteza —dijo, inmutable, Sulayman.
Parecía recuperado de la sorpresa de ver a la figura que había
vuelto de entre los muertos, pero la voz le falló un poco—. ¿Podéis
responderme a la pregunta que os he hecho antes? ¿Cómo podéis
creer las calumnias del conde de Menfis acerca de la bomba?
Aunque el conde no tenga ninguna relación con el caso de la
duquesa de Moldova, ¿cómo me implica eso a mí en una
conspiración?
—Yo no he dicho nada de una bomba —dijo Augusta,
levantándose con calma el velo. Su voz era irónica, pero a la vez
profundamente triste—. Pero sé que intentasteis asesinarme en las
islas Príncipe. ¿Recordáis esta cara?
Ante el rostro desnudo de Augusta Vradica, un grito sordo
recorrió las filas de los presentes.
Era un rostro aniñado de desordenados cabellos negros, ojos de
jade y mentón afilado. La madre de todos los methuselah parecía
demasiado infantil, pero a la vez irradiaba una extraña majestad.
Los aristócratas se quedaron mudos. Era la primera vez que
veían el rostro de su madre. Pero la voz que se alzó desconcertada
no fue la de un methuselah.
—¿¡Se…, Se…, Seth!?
—No…, no puede ser… La niña…
Esther e Ion, apoyado en ella, abrieron los ojos como platos. No
había duda de que aquélla era Seth. Era la misma niña misteriosa
que habían encontrado en el distrito de Anadolu y luego en las islas
Príncipe.
Pero ¿cómo era posible?
Alguien más compartía su sorpresa en la sala.
—¡Imposible! ¡Eres la que…!
La voz de Sulayman temblaba de tal manera que no parecía la
del aristócrata.
—Cuando me apuntaste con el anillo de Salomón, yo también
pensé que había llegado mi hora, Sulayman… —le respondió
Vradica-Seth, con voz fría, mientras esbozaba una extraña sonrisa
—. Pero al menos así he podido conocer todo el alcance de tus
planes… ¿Todavía te queda algo que decir?
—Sí…
Sulayman se había quedado pálido, pero respondió con gran
velocidad, bajando la cabeza, preguntó como quien reprimiera una
fuerte emoción:
—Antes habéis dicho que esperabais mucho de mí…
—Es cierto. Por eso me apena tanto que haya ocurrido esto.
—¿Os apena?
Sulayman no parecía tener ningún miedo. Más bien parecía
contento de poder hablar por fin con sinceridad, y gritó, torciendo los
labios:
—¿Os apena? No digáis mentiras tan obvias, ¡oh, madre
nuestra!
Vos no esperáis nada de nadie… ¡No confiáis en ninguno de
nosotros!
Si no fuera así, ¿por qué habría alzado la bandera de la
rebelión?
¿Quién habría vuelto la espada contra su propia madre?
—¡No!
—¡No!
—¡No!
Cuando Sulayman levantó el brazo derecho, con un rugido, casi
todos los presentes se alzaron de inmediato. Unos sacaron las
espadas, otros apartaron de un golpe las sillas, hubo quien se
dispuso a entrar en haste…
Sin embargo, cuando el anillo de Salomón salió disparado el aire
comprimido, sólo Astharoshe llegó a enfrentársele, con la lanza
preparada.
—¡Sulayman!
El brillo rojizo blandido por la airada methuselah chocó contra la
fuerza invisible lanzada por el traidor. La tormenta de plasma
hirviente impactó contra la masa congelada de aire comprimido y…
¡Ah!
En el instante del impacto, Sulayman escupió gran cantidad de
sangre y cayó arqueado, como inclinándose ante el trono. Después
de que el plasma le evaporara el corazón, unos pequeños temblores
le recorrieron el cuerpo. Ni siquiera un methuselah podría sobrevivir
a aquello. Sin embargo, el traidor no mostraba ningún dolor en el
rostro. Incluso se podía decir que, aunque mirara al vacío, le había
aparecido una sonrisa satisfecha en los ojos.
El aire comprimido lanzado desde el anillo de Salomón había
dejado un profundo cráter en el trono. La estructura de piedra verde
había sido congelada y pulverizada, y el trono mismo era
irreconocible…
—¿¡Ma…, majestad!?
—No temáis… No ha ocurrido nada —respondió Augusta a sus
preocupados súbditos. No tenía ni un rasguño.
Ante la sorpresa de todos, Seth bajó del trono de un salto. Una
vez en el suelo, se arrodilló frente al renegado, caído en un charco
de sangre.
—¿Por qué no me habéis matado, duque de Tigris? —preguntó
con voz casi afable, mientras con la dulzura de una madre al traidor,
quien apenas podía respirar—. ¿Por qué has desviado el disparo?
—¿Acaso hay algún hijo que no ame a quien la ha dado la vida,
madre nuestra? —respondió el moribundo, con una sonrisa amarga.
La vida escapaba del cuerpo muy despacio, con cada gota de
sangre.
Pese a todo, Sulayman se esforzó por seguir hablando con sus
últimas fuerzas.
—Yo os odiaba. Pese a haberos servido durante trescientos de
años, no entendía vuestra existencia… No sabía de dónde habíais
venido ni adónde ibais… Adónde nos guiabais… Nunca nos
contabais nada…
Sulayman hablaba de forma entrecortada mientras el cuerpo se
le arqueaba. Su voz sonaba como un viento ensordecedor, más
cercano a la muerte que a la vida.
—Majestad…, contestadme a una cosa antes de irme…
—¿De qué se trata?
Ante las palabras, tiernas como una canción de cuna, el
methuselah sonrió.
—¿Quién sois? ¿O quién somos nosotr…?
Los labios se detuvieron de improviso y no volvieron a moverse
más.
Cuando le bajaron los párpados, ya se encontraba en el silencio
eterno.
Acariciándole los cabellos ensangrentados, Augusta respondió,
llena de tristeza:
—Ya me gustaría poder responder a eso…
Bajó la cabeza, apenada, como si hubiera visto perder la vida a
su propio hijo.
—Habéis hecho todos un buen trabajo.
Cuando se levantó por fin, sin limpiarse la sangre de las ropas, la
sonrisa traviesa le había vuelto al rostro. Los ojos de jade
recorrieron las filas de los presentes hasta detenerse en la última
fila.
—Especialmente vosotros, conde de Menfis y marquesa de Kiev.
Merecéis que os felicitemos, habéis superado todas mis
expectativas.
Vuestra fidelidad y vuestras hazañas serán recompensadas
como se merecen. Podéis estar seguros de ello…
—…
Pese a las cálidas palabras de agradecimiento, Ion seguía
congelado.
Fue Esther quien respondió, temerosa.
—Se…, Seth, tú… Digo…, majestad…
—Tú puedes llamarme Seth, Esther —respondió la soberana en
la lengua de Roma, dando un respingo—. Augusta Vradica es el
nombre que uso como emperatriz, pero tú no eres mi súbdita. Eres
mi amiga. Mis amistades me llaman Seth.
No había duda de que era aquella niña quien le sonreía, traviesa.
Esther se esforzó por tranquilizarse.
—Bueno, pues, Seth, ¿eres la emperatriz de verdad? ¿Eres
Augusta Vradica?
—Se podría decir que sí. Al menos es uno de mis múltiples
títulos…
¡Ah!, pero que aquello del té quede entre nosotras. No queda
muy bien que quebrante la ley que yo misma ha promulgado —dijo
alegremente Vradica-Seth, guiñándole un ojo a la joven. Como si
hubiera recordado algo de pronto, le cambió la expresión—. Por
cierto, Esther, ¿te puedo preguntar algo? Contigo vino otro
mensajero, ¿no es así? Os ha rescatado él del calabozo, ¿no?
Pues…, ¿no sabrás por casualidad dónde se ha metido?
—¿El padre Nightroad, quieres decir? Pues ahora que lo
mencionas, me había olvidado por completo de él.
Sin entender cómo era que Seth conocía a Abel, Esther contestó
dando una palmada.
—Tras hablarnos del barón de Luxor, nos ha dado la botella de
sangre y se ha ido, después de ordenarnos que viniéramos aquí.
—¿¡El barón de Luxor!? ¿¡Radu!?
—La verdad es que el barón de Luxor no es el barón de Luxor —
dijo Esther, con cierta torpeza.
No sabía si nadie la entendería, pero intentó explicar la situación
de la manera más ordenada posible.
—Es un poco largo de contar, pero en una de las organizaciones
enemigas del Vaticano hay un hombre llamado Lohengrim, y ese
Lohengrim se apoderó del cuerpo del barón y… En resumen, que
era el barón pero no lo era.
—Lohengrim… ¿De la Orden?
—Sí. ¿Lo conocéis, majestad?
La pregunta de Esther se quedó sin respuesta. Por primera vez,
a Seth se le borró la sonrisa del rostro y, después de arreglarse en
cuello del vestido, salió corriendo por un lado.
—Majestad, ¿adónde vais? —le gritó Mirka, nerviosa.
—Tengo que arreglar algo. Mirka, quédate aquí y encárgate del
resto.
La voz de la niña era tan tensa que no parecía la misma
persona.
—Marquesa de Kiev, ¿aún podéis utilizar la lanza? En ese caso,
seguidme. Esther, tú también. El resto, no os mováis de aquí.
—Ma…, majestad, ¡yo también! —le imploró una voz, que no era
la de Astharoshe.
Seth miró a Ion, que se arrastraba ensangrentado, y sacudió la
cabeza.
—Imposible, conde de Menfis. Si apenas podéis moveros…
Quedaos aquí con los otros.
—Majestad, ¿adónde vamos? —preguntó Astharoshe, que tenía
agarrado al enfadado joven por el cuello.
¿Qué podría ser aquello que reclamaba con tanta urgencia la
atención de Augusta? ¿Qué era más importante que calmar a los
atónitos nobles?
—Seguidme, y estad preparadas para luchar si hace falta. Si el
de la Orden se ha infiltrado en el palacio, estoy segura de que sé
adónde ha ido.
En el suelo se encontraban los cadáveres de tres jenízaros y
ocho jäger. No era un mal resultado.
—Así que la sala del Umbral… Pues la verdad es que el nombre
está bien pensado.
La espaciosa habitación estaba tan tranquila que parecía mentira
que unos momentos antes se hubiera producido en ella un combate
a muerte.
Los pájaros que adornaban aquel espacio artificial estaban en
silencio, como si se hubieran asustado con el ruido de los sables.
Posando la mano sobre la enorme puerta, el joven de cabellos
azules sonrió ligeramente.
—Qué buen gusto para las antigüedades… ¿Cómo será el
interior?
Radu-Dietrich hablaba solo, examinando los números que
aparecían en la pantalla de su brazalete. Observando con atención
cómo cambiaban los dígitos, deslizó la mano por la puerta sin pomo.
No pasó mucho tiempo antes de que le apareciera una sonrisa
maliciosa en los labios.
Con un ruido, ligero como el aletear de un mosquito, las puertas
se abrieron hacia dentro. Al otro lado sólo se veía oscuridad. No
había luz alguna, ni penetraba ningún rayo de la iluminación exterior.
Era pura oscuridad.
Sin embargo, el joven no dudó ni un instante. Sin mostrar ningún
miedo, entró decidido en la habitación.
—¡Qué oscuro!
El silencio era ensordecedor y la oscuridad tan densa que se
podía cortar. Dietrich encogió la cabeza e inspiró con fuerza, como
si quisiera absorber aquellas tinieblas.
—Que se haga la luz.
La claridad deslumbrante que apareció cuando murmuró
aquellas palabras iluminó un enorme espacio que no tenía nada que
envidiar a la sala del Umbral.
La estancia estaba llena de indicadores y consolas hasta el
mismo techo. Delgados cables luminosos dispuestos por las
paredes daban luz a la sala. Millares de monitores mostraban
complejas imágenes y series de números. Los teclados dispuestos
ante ellos brillaban como si nadie los hubiera usado nunca aún.
—Bueno, aquí estamos… No ha sido nada fácil.
Dietrich se plantó frente al asiento dispuesto en el centro de los
dispositivos e hizo sonar los nudillos.
¿Para qué serviría todo aquello?
Los números de los monitores cambiaban sin parar y los
teclados no tenían ninguna marca de su función. Sin embargo, el
hermoso joven se sentó con aire despreocupado en la silla y
empezó a pasar los dedos por las teclas como si tocara el piano.
Por la expresión de curiosidad inocente que ponía, parecía un niño a
quien por fin le había regalado aquel juguete que tanto quería.
Los delicados dedos recorrían el teclado como interpretando un
nocturno, hasta que se detuvieron de golpe.
—Función de restauración automática… Aquí está —dijo,
observando los números que habían aparecido en la pantalla—. Ya
decía yo que seguiría vivo… Está en estado de muerte aparente,
pero sigue vivo.
El joven se sacó un cubo de memoria del bolsillo y lo introdujo en
una ranura de la consola. Siguiendo las indicaciones aparecidas en
la pantalla, empezó a copiar los datos. El procedimiento era
complicado, pero no tardó más de unos segundos en hacer el
gigantesco traspaso de archivos.
Después de guardarse el cubo de nuevo en el bolsillo, el joven
sonrió, satisfecho. Ya había cumplido con la misión encomendada
por la Orden.
Para conseguir aquello había colaborado con la facción de los
halcones y se había convertido en el perrito faldero de Sulayman.
No podía decir que no se lo hubiera pasado bien con el plan de
asesinato de la duquesa de Milán y con el golpe de Estado de los
halcones, pero su objetivo real no era sino obtener aquellos datos.
Una vez acabado el trabajo, el muchacho se levantó con alegría
de la silla. Mejor dicho, empezó a levantarse, porque se detuvo en
mitad del movimiento. En el fondo de los ojos empezó a brillarle una
luz traviesa.
—Ya que he venido hasta aquí…, ¿por qué no jugar un rato?
Frotándose las enguantadas manos, el joven se sentó de nuevo.
De todos modos, Sulayman estaría peleándose por el trono con
sus rivales en el consejo. Tras las muertes de la duquesa de
Moldova y de la emperatriz, no faltaría mucho para que el Imperio
cayera en el caos y la fragmentación. Entonces, el Vaticano, esos
payasos que se las daban de defensores de la humanidad en el
Tierra, seguro que no dejaría pasar la ocasión de intervenir. Y…
Sonriendo ante las imágenes del futuro que empezaba a ver,
Dietrich posó de nuevo las manos sobre el teclado. Sin apartar la
mirada de la pantalla, se puso a teclear aún más de prisa que antes.
Probablemente, ni Sulayman ni los otros miembros del consejo
sabrían cómo utilizarlo, pero sería mejor destruirlo para
asegurarse…
De repente, los dedos se detuvieron. Estaba a punto de ejecutar
el virus de destrucción. Como un pianista que se hubiera quedado
atrancado en la partitura, el joven estiró la espalda y murmuró,
mirando al teclado:
—O sea que has venido…
Al girarse, el hermoso muchacho vio que estaba rodeado de
jäger armados de hachas de combate. Pero el destinatario de sus
palabras no habían sido sus fieles subordinados.
Detrás de ellos había una figura vestida de vasallo.
Bajo los canosos cabellos que le adornaban la cabeza como una
corona, brillaban unos ojo grises. El revólver apuntaba al joven con
precisión, como los colmillos de un depredador, parecía que al fin y
al cabo había escapado de la trampa que le había tendido en los
subterráneos.
—Veo que habéis llegado sano y salvo, padre… Intuyo que
Esther y el crío también están bien, ¿no?
Dietrich no mostraba ninguna señal de temor.
Incluso parecía hablar con la confianza de quien se reencuentra
con un viejo amigo.
—Cuánto tiempo, padre Abel Nightroad… ¿O tengo que decir
Krusnik 02?
VI

—Salid de ahí, Dietrich —dijo Abel con voz tranquila, pero


vehemente—. Vosotros no debéis tocar eso. Apartaos.
—¿Vosotros? —le contestó Dietrich, impertérrito, casi como
riéndose de él—. ¿Es que nosotros y vosotros somos tan diferentes,
padre?
¿O tanto valoras esto?
—¡Fuera de ahí, he dicho! —rugió el sacerdote con el rostro
tenso. Nadie le habría confundido con el cura despistado de siempre
—. Eso no debe tocarse. Sólo puede provocar desgracias.
—¿Provocar desgracias? ¿Acaso lo habéis usado? —siguió el
joven con tono burlón mientras recorría, con ademanes teatrales el
teclado con los dedos—. Sé muy bien lo que hicisteis vos… Bueno,
más exactamente, vosotros. Sé que utilizasteis esto para… ¡Bah!, la
verdad es que tampoco quiero reprochároslo todo a vos. Además,
por lo que he visto, la protección todavía sigue activa. Si hacéis la
vista gorda, lo dejaremos así.
—De ninguna manera…
Se oyó el ruido del percutor del revólver al levantarse. Apuntando
con firmeza hacia el joven, el sacerdote ordenó con voz severa:
—Sacad los archivos de reinicio que lleváis en el bolsillo.
—Vaya, qué observador…
Dietrich chascó la lengua como un niño a quien hubieran pillado
haciendo una travesura. Como prueba de que no se sentía culpable
de nada, encogió los hombros y dijo:
—Pero, padre, cuando me dicen «no lo toques» sólo me entrar
más ganas de tocarlo. ¡Ah!, y otra cosa… No hay nada que detesta
más que recibir órdenes.
—¡!
Abel aguzó los ojos cuando todos los jäger dieron un salto y se
abalanzaron sobre él, formando un semicírculo. Las tres hachas que
volaban hacia él a velocidad de haste le atacaron por cuatro lados
distintos.
Era como un muro de armas que se le cayera encima. No tenía
ningún lugar adónde huir…
—Nanomáquina Krusnik 02 iniciando operación a límite de
cuarenta por ciento. Confirmado.
En cuanto resonó la voz tenebrosa, las hachas de combate
fueron barridas por un viento oscuro.
La guadaña e doble filo detuvo, cortando el aire, los ataques
monstruosos de los jäger. Repelidas por un poder irresistible, los
gigantes salieron volando al mismo tiempo que resonaban las
hachas al partirse, una a una.
—Nisi per eius sanguinem, qui alterius sanguinem fuderit.
En medio del torbellino de sangre, una sombra recitaba
versículos bíblicos. Los cabellos canosos bullían como si tuvieran
vida propia y los ojos brillaban con tristeza.
—Gratia Domini Iesu Vobiscum. Amen!
Ni siquiera un methuselah podría haber hecho frente a aquella
velocidad.
Cuando las cabezas salieron volando, dibujando un arco de
sangre por el aire, Abel ya había dado un salto, blandiendo la
guadaña. Una luz azulada le rozó los faldones del hábito negro.
Aprovechando el tiempo que habían ganado los jäger, Dietrich-
Radu había entrado en haste y había lanzado una bola de fuego,
que se dividió en infinitas llamaradas. Girando como un molino de
viento, la guadaña desvió una a una las luces que le atacaban.
—¡Malgastáis vuestras fuerzas en vano! —gritó Abel, blandiendo
el arma convertida en una rueda de fuego.
Una vez desviado el ataque, salió en persecución del ifrit a una
velocidad enloquecida, incluso superior a la del estado de haste.
Después e dar un salto de diez metros, se plantó sin ruido en la
pared, bloqueándole el paso a Dietrich.
—¡Rendíos! Si no…
Sin embargo, pese a tener la guadaña ante los ojos, el joven de
cabellos azulados no dejó de correr.
—Siento tener que hacerlo… —dijo Abel con voz triste, a la vez
que le clavaba con precisión a Dietrich el filo negro de su arma en el
corazón.
El impacto le destrozó el pecho, le partió la columna y lo lanzó
por los aires. El cuerpo de Radu, partido en dos, golpeó contra el
suelo con un sonido angustiante y rodó hasta chocar contra la
pared.
—Culpa perennis erit. Ora tuo nomine…
Por primera vez, Abel suspiró.
El rostro de Abel se endureció al observar los cadáveres caídos
por el suelo. No había tiempo para sensiblerías. Con aire sombrío, el
sacerdote se acercó al cadáver del barón de Luxor. No le había
tratado nunca en vida, pero había oído las historias de Ion. Aunque
hubiera traicionado a su amigo, que su cadáver hubiera sido
profanado así incluso después de la muerte…
—Descansad en paz, barón.
Abel, con gran respeto, realizó la señal de la cruz ante el cadáver
y le sacó el cubo transparente que llevaba en el bolsillo.
Eran los archivos de reinicio. ¿Para qué los querría la Orden? El
sello que había dispuesto ella a riesgo de su vida aún seguía vivo.
Mientras fuera así, los datos no eran útiles…
—¡Eh, padre!, os pillo esto un momento —dijo una voz burlona.
Al mismo tiempo, algo le arrebató de las manos el cubo de
memoria, con una fuerza inaudita.
—¿¡Qué…!?
Ante los ojos le apareció la figura que le había quitado en cubo.
—¡Im…, imposible! ¿¡Cómo puede seguir moviéndose!?
—¡Ajá!, muchas gracias, padre.
La voz risueña pertenecía al cadáver de cabellos azules.
Radu Barvon.
El cuerpo del methuselah, muerto por segunda vez, se había
incorporado en medio del charco de sangre. Un enorme agujero le
atravesaba el tronco. No había duda de que la guadaña le había
desgarrado el pecho. El impacto tenía que haberle destrozado el
corazón y partido la columna. Tales heridas tendrían que haber sido
suficientes para matarlo, por mucho que fuera un cadáver. Pero en
realidad era que el joven de cabellos azules se estaba poniendo de
pie.
—Este Radu Barvon…, lo he puesto a punto de manera especial
—dijo, con tono despreocupado, le cadáver cortado en rodajas,
empujándose hacia dentro del cuerpo las entrañas que le salían de
le herida.
Por la manera como sonreía parecía que le hubieran
desaparecido todas las heridas.
—Tanto en durabilidad como en potencia de combate es
incomparablemente mejor que los jäger… Además, mira qué puede
hacer.
—¡!
Abel palideció.
El charco de sangre del suelo había empezado a hervir.
Al sentir el calor de miles de grados del napalm orgánico, Krusnik
gritó de dolor. Retrocediendo con rapidez, intentó separarse de las
llamas, pero entonces ocurrió algo increíble.
—¿¡Qué!?
La llamarada se lanzó como si estuviera viva en dirección al
sacerdote. Si no hubiera dado un salto, protegiéndose con la
guadaña, habría quedado carbonizado allí mismo.
—¿¡Qué…, qué es eso!? —gimió Abel, después de haber
esquivado a duras penas el fuego.
Las llamas se estaban levantando, literalmente. Rodeando al
sonriente Radu-Dietrich, ardían una decena de gigantescos cuerpos
de fuego.
—Normalmente los ifrit sólo pueden producir napalm con la
segregación de la palma de la mano. Este Radu Barvon, en cambio,
puede producirlo con todo el cuerpo. Y no sólo eso. Incluso es
capaz de controlar, a través de hilos, los movimientos del fuego
después de crearlo.
Los muñecos de fuego se movieron al son de la voz burlona.
Formando un abanico alrededor de Abel, se acercaron a gran
velocidad hacia él.
—Por desgracia, los hilos no soportan las altas temperaturas, así
que hay un límite temporal a sus movimientos… Pero será suficiente
para chamuscarte.
—¡!
Abel agitó la guadaña hacia las figuras en llamas que se le
abalanzaban. El impacto hizo que los muñecos de fuego se
descompusieran un momento, pero, en un instante, volvieron a
recuperar su forma y se abalanzaron de nuevo hacia el sacerdote.
La guadaña voló otra vez, pero era imposible detener a todos los
atacantes. Krusnik desapareció en el remolino de fuego…
—¡Padre!
—¡Padre!
Una aguda lengua de fuego y una ráfaga de balas deshicieron en
pedazos las llamas azuladas.
Dibujando una órbita eléctrica, la lanza Gáe Bula apartó las
llamaradas del sacerdote. Las balas, por su parte, formaron un
cráter frente a los pies del ifrit, que observaba la escena.
—¿Estáis bien, padre? ¡Ni se te ocurra acercarte, Dietrich!
—¡Esther, cuidado! ¡No es una persona normal!
Sin dejar de apuntar al methuselah, Esther recargó el arma con
un ruido intimidante. A su lado la observaba con atención la
hermosa mujer de cabellera blanca. Sin embargo, Dietrich no mostró
ningún miedo al ver a las dos recién llegadas.
—¡Qué bien…! Ahora tenemos material para hacerte luchar en
serio…
Sonriendo como un niño que hubiera descubierto un juguete
nuevo, el ifrit produjo una nueva llama en la mano. Las llamaradas
que lo rodeaban se transformaron en formas alargadas, como
serpientes o lanzas.
—Bueno, ¿empezamos por la marquesa de Kiev? A ver si
cuando comiencen a quemarse vuestras amiguitas aún seguís
haciéndoos el caballero.
—¡No! —gritó Abel cuando el aire empezó a ondular.
Como un dragón que se dispusiera a devorar a una doncella
sacrificial, las serpientes de fuego se abalanzaron sobre Astharoshe,
que las esperaba blandiendo la lanza.
—¡Astharoshe!
Al alarido de Abel sonó al mismo tiempo que los reptiles
llameantes caían sobre la duquesa de Kiev, por todos lados, en una
danza macabra. Por mucho que fuera una methuselah, era
imposible que pudiera esquivar un ataque a tal velocidad.
—¿Qué es esto?
Desconcertada, Astharoshe blandió la lanza para detener los
ataques, pero no pudo proteger todos los lados a la vez. Una masa
rojiza le apareció por la espalda.
—¡!
Cuando sintió el dolor en la columna, Astharoshe se doblegó.
Abrió la boca para gritar y cayó al suelo entre el hedor de la carne
quemada.
—¡Ma…, marquesa de Kiev!
Esther se lanzó sobre ella para intentar apagar el fuego,
desesperada, pero la aristócrata permanecía caída entre estertores.
Mientras tanto, las serpientes de fuego se prepararon para
abalanzarse sobre su siguiente presa.
—¡E…, Esther, cuidado!
Sobre la cabeza de la monja, que intentaba extinguir las llamas
que devoraban a Astharoshe, las llamaradas se alzaron para atacar.
Cuando Esther levantó la cabeza ya estaba rodeada de los
monstruos diabólicos. Sin ninguna vía de escape, la muchacha
lanzó un gritó silencioso. Entonces, le apareció a Abel en el rostro
una expresión triste pero decidida.
—No hay otra opción… —dijo sin apartar la mirada de las bestias
de fuego. Y como para llamarlas, gritó—:
—Nanomáquina Krusnik 02 iniciando operación a límite de
ochent…
Pero la frase se quedó sin terminar.
—¿¡!?
Abel lanzó un gemido sordo y se le quebraron las rodillas. Se
desplomó como un muñeco al que le hubieran cortado las cuerdas,
llevándose la mano al corazón. Los ojos, que habían vuelto a su
habitual color de lago invernal, se abrieron como si hubieran visto
algo increíble.
—No puede ser… Krusnik…
El sacerdote volvió la mirada hacia sí mismo. Ya no tenía aquel
rojo funesto en los ojos. La guadaña que llevaba se deshizo como
una estatua de hielo y los cabellos canosos le cayeron sin fuerza
sobre los hombros.
Ya no era Krusnik, sino Abel Nightroad.
—Es inútil, padre —dijo Dietrich, riendo, al ver la expresión de
dolor de Abel.
Quizá porque su amo estaba concentrado en el sacerdote, las
serpientes de fuego que rodeaban a Esther se habían detenido. Con
el rostro iluminado por las llamas, el diabólico joven se burló del
monstruo caído.
—Un vampiro que chupa sangre de vampiros… La fuerza de los
de vuestra raza es la sangre de los vampiros. El bacilo kudlak se
alimenta de los glóbulos rojos de los humanos y los Krusnik os
alimentáis de ese bacilo. Pero vos no queréis tomar la sangre de los
vampiros. Incluso diría que lo odiáis… Así no pueden ir bien las
cosas.
—¿Cómo es que…? —preguntó con un hilo de voz al sacerdote,
que se protegía de las llamas levantando a duras penas los brazos
—. ¿Cómo es que…?
—¿Cómo es que sé todo esto? Creo que me subestimáis. Yo sé
muchas cosas… Por ejemplo, que también sois un contra mundi.
Dietrich rió de nuevo, pasándose la lengua por los labios.
Mirando la cara de sorpresa del sacerdote, hizo aparecer una
enorme bola de fuego en la palma de la mano.
—De todos modos, ¿un krusnik no es más que esto? Es
decepcionante… Os tenía por algo más poderoso, pero veo que os
he sobrevalorado.
Abel había perdido el color en el rostro y apenas podía
mantenerse en pie. Con la mirada fija en su adversario, Dietrich creó
otra bola de fuego.
—Si acabo ahora con vos, alguien se enfadará, pero bueno…
Hasta nunca, Abel Nightroad.
Una vez acabada su burla, Dietrich lanzó una bola de napalm del
tamaño de una cabeza humana, que se dirigió, silbando, hacia el
desesperado Abel. La luz azulada iba a carbonizarle cuando…
—Basta de juegos, mocoso —dijo una voz limpia pero llena de
ironía.
La bola de fuego que se dirigía a Abel explotó en pleno aire.
Como si hubiera chocado con un muro invisible, se deshizo en mil
pedazos, en pleno vuelo, y cayó al suelo, como una lluvia de
chispas.
Por primera vez, Dietrich pareció preocupado y lanzó una mirada
venenosa sobre la nueva figura que había aparecido en la sala.
—¿Quién eres?
—¿Yo? Sólo soy una chica guapa que pasaba por aquí —dijo
sonriendo la muchacha vestida de verde.
Bajo la cabellera negra, los ojos le brillaban con frialdad, tenía la
piel tan blanca que parecía una muñeca de porcelana y la expresión
traviesa típica de una niña.
Dietrich no fue el único sorprendido de verla.
—¿¡Se…, Seth!? —gimió con voz apagada el sacerdote.
—Cuánto tiempo sin vernos, Abel… ¿Cómo estás? —dijo
Vradica-Seth con una mirada dulce; pero en seguida volvió la vista,
fría, hacia el ifrit—. Bueno, chaval…, ¿te crees que puedes colarte
en mi casa y hacer lo que te dé la gana? Ya me estoy cansando…
—¿Tu casa?… ¿Eres la emperatriz? ¿La emperatriz Vradica del
Imperio de la Humanidad Verdadera? —preguntó Dietrich con voz
un tanto nerviosa. Era un tono muy distinto del que había usado
para dirigirse a Krusnik—. Vaya, vaya… Parece que Sulayman y yo
hemos estado haciendo el payaso. Veo que nos has tenido
controlados desde el principio. Así que probablemente la duquesa
de Moldova tampoco ha muerto, ¿no?
Dietrich se dirigía a la emperatriz como si estuvieran comentando
cotilleos.
Como me gustan los niños listos… Pero ya se ha acabado la
hora del patio. O te vuelves calladito por donde has venido o me
tendré que encargar de ti aquí mismo. Tú eliges.
Durante el diálogo, las serpientes de fuego se habían ido
acercando a la niña. Con los ojos brillantes por el reflejo de las
llamas, Dietrich dijo con la voz henchida de odio:
—Hoy no es mi día de suerte. Mira que encontrarme con dos
monstruos… Pero de todos modos sigo odiando que me den
órdenes.
Como en respuesta a las palabras de su amo, los monstruos se
abalanzaron, todos a la vez, sobre la niña, quien, antes de que
nadie tuviera tiempo de reaccionar, ya estaba rodeada de fuego por
los cuatro costados.
—¡Seth! —gritó en vano Esther.
Las serpientes de fuego cayeron sobre la emperatriz para
carbonizarla cuando…
—Nanomáquina Krusnik 03 iniciando operación a límite de
cuarenta por ciento. Confirmado.
Al oír el sonido profundo de la voz, las llamaradas que iban a
abrazar a la muchacha cambiaron súbitamente de dirección.
—¿¡!?
Ante la mirada atónita de Dietrich, las llamaradas se detuvieron
en pleno aire como si hubieran chocado con un muro invisible. En el
centro del torbellino había dos tenebrosas luces rojizas. Eran los
ojos de Seth…
—Dietrich te llamas, ¿no? ¿Te crees que puedes vencerme?
Cuando dijo aquellas palabras, el aire rugió.
Se levantó un terrible viento y las llamaradas se giraron hacia su
propio amo, fluyendo en dirección a Dietrich.
—¿¡!?
En un instante, el cuerpo de Radu-Dietrich se vio envuelto en las
llamas. Si no le hubieran cambiado la piel por un material ignífugo
después de lo de Cartago, habría quedado todo él convertido en
cenizas. Soportó el fuego sin inmutarse, como un monstruo salido
del mismo infierno.
—Ya veo… No esta mal. Pero no es suficiente. Me recordáis a
alguien y no se a quién… —dijo Dietrich, sonriendo con los labios
carbonizados.
El fuego había destruido el cubo de memoria que tanto le había
costado conseguir. Ya no tenía ninguna razón para mantener el
cuerpo de Radu. Ya que tenía que deshacerse de él allí…
—Al menos me llevaré a la emperatriz por delante… No me
gusta nada que me rompan los juguetes.
Radu-Dietrich entró en haste a toda potencia, superando los
límites de tensión nerviosa. Sin preocuparse de los músculos que se
le caían por no poder soportar la fricción, el ifrit se lanzó sobre la
niña de ojos rojos.
—¿Que no es suficiente? No nos confundas… Yo no soy tan
buena persona como él.
Dietrich se había convertido en un torbellino de destrucción.
Mirándolo con una sonrisa, Seth levantó los brazos con un ruido
desgarrador.
De ellos salió una luz negra. A primera vista parecía aceite
pesado, pero al acumularse se endureció como un metal. Seth
movió los brazos y se convirtieron en dos gigantescos diapasones.
—Ya te he dicho que huyeras, Titiritero —rió con frialdad la
emperatriz, mientras cruzaba los diapasones con fuerza.
En un instante, el cuerpo de Dietrich salió volando como
impulsado por una fuerza invisible.
—¿¡!?
¿Era lo mismo que antes había detenido el napalm?
Al chocar contra la pared, Dietrich arqueó el cuerpo, como un
gato, para absorber el impacto. Intentó levantarse de nuevo, pero se
desplomó allí mismo, como un muñeco al que le hubieran cortado
los hilos.
—¿¡Qué!?
¿Había sufrido más daño del que pensaba?
Radu-Dietrich se miró atónito las piernas, que se negaban a
responderle.
Debajo de las rodillas estaba completamente blanco. No era sólo
que hubiera cambiado de color. ¡La piel, los músculos y los huesos
se habían vuelto cenizas!
—¿¡Qué es…!?
Pero la destrucción no se limitó a las piernas.
Por todo el cuerpo, allá donde mirara, se alzaba un humo
blanquecino. Incluso en los ojos. No había ninguna señal de fuego,
pero el cuerpo se le evaporaba rápidamente.
—Mi cuerpo arde… ¿¡Qué es esto!?
Quien respondió a la pregunta de Dietrich fue la emperatriz.
—Es una onda ultrasónica de alta energía focalizada. Un fuego
sónico.
Los diapasones que portaba seguían vibrando a una velocidad
imperceptible para el oído humano.
—Haciendo converger en un punto potentes haces de
ultrasonidos, puede carbonizar el objetivo marcado. El láser lo
quema todo de camino a su objetivo, pero el haz de ultrasonidos
sólo afecta al blanco. Pero si se lanza en serio…
Ante la mirada implacable de la emperatriz, el cadáver de
cabellos azulados se doblegó sobre sí mismo.
Como el de la esposa de Lot de la leyenda bíblica, la mujer que
se giró hacia Sodoma desobedeciendo las advertencias divinas, el
cuerpo se iba volviendo una estatua de sal.
—¡!
—Titiritero. Esta vez se acaba aquí. Pero…
El ifrit se deshacía a gran velocidad. Con la mirada fija en su
atónito rostro, Seth continuó con voz gélida:
—La próxima vez no te perdonaré. Así que a partir de ahora no
te quedará más remedio que huir… Huir y huir. Porque yo os
perseguiré por todos lados, os atraparé y acabaré con vosotros.
Radu, Sulayman… Lo que les habéis hecho a mis niños no tiene
perdón. ¡Me vengaré!
Justo cuando los delicados labios hubieron acabado de
pronunciar aquella funesta declaración, el cuerpo de Radu-Dietrich
se deshizo en humo blanco.
—¡Padre!
La monja pelirroja se lanzó corriendo hacia el sacerdote y
sacudió con todas sus fuerzas el cuerpo lleno de quemaduras.
—¡Padre! ¡Padre! ¡Padre! ¡Respondedme!
—¡Aaah…, Esther…!
Sonriendo débilmente, Abel llevó la mano al rostro sucio de la
monja. El tacto suave de la piel le tranquilizó.
—Estoy bien. Pero, tú, ¿no estás herida?
—No… —respondió mecánicamente Esther, mientras acariciaba
las heridas del sacerdote—. Habéis sufrido muchas quemaduras,
padre…
Tengo que vendaros…
—Él está bien, Esther —los interrumpió una voz limpia.
Al levantar la vista, se encontró con los ojos de jade de la
emperatriz.
—¿Nos podrías dejar un momento solos?, tengo que hablar algo
con él…
—¿Eh? Pero…
Una aire de alarma le apareció a Esther en el rostro y se irguió
para intentar proteger al sacerdote de la dura mirada de Augusta.
Sin embargo, fue el propio Abel quien le pidió que se apartara.
—No pasa nada, Esther… ve a ocuparte de Astharoshe. No creo
que haya sufrido heridas graves, pero por si acaso…
—De acuerdo…
Esther se separó de Abel con pasos pesados. Girándose de vez
en cuando, como si algo le estirara de los cabellos, se dirigió a la
methuselah caída.
Observándola, Seth dijo:
—Es una buena chica… Muy buena chica.
Los ojos que miraban a Abel, con aire insinuante, habían perdido
por completo el brillo asesino de antes.
—¿No crees que se parece un poco a ella? No lo digo por el
aspecto, sino por su energía…
—O sea que eras tú, Seth… —le respondió Abel con voz serena,
pero con un punto de dureza—. La emperatriz que ha reinado
ochocientos años.
¿Quién podía ser sino tú?
—Si ya lo sabías, ¿has venido hasta aquí porque me echabas de
menos?
La sonrisa se le borró del rostro y acarició con los dedos las
mejillas del sacerdote herido.
—¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? Parece que tu vida
sigue siento tan dura como siempre, me duele sólo de verte.
—…
Abel intentó sonreír, pero no pudo decir nada trató de levantarse
en silencio, con expresión dolorida.
Seth le ofreció con dulzura la mano para que se incorporara y
mirándolo, nostálgica, dijo:
—Hace novecientos años que no te veía, Abel… Hermano…
EPÍLOGO

El retorno del Mensajero

Atalaye Jehová entre mí y entre ti, cuando nos apartemos el uno del otro.
ISAÍAS 14,31
—La verdad es que hace tiempo que vigilábamos los movimientos
de Sulayman y el resto de los halcones, pero no habíamos
encontrado la manera de pillarlos con las manos en la masa… Por
eso decidimos tenderles una trampa.
La muchacha rubia sostenía cuidadosamente la copa con las dos
manos. Con cara de infinita alegría, bebió un sorbo de chocolate
caliente.
Por el aspecto parecía más o menos de la misma edad que Ion.
Nadie habría dicho que aquella cara ingenua era la de Mirka
Fortuna, duquesa de Moldova, presidenta del consejo secreto y la
más importante miembro de la aristocracia imperial. Y aunque
alguien lo hubiera dicho, nadie le habría creído.
—Pensé que, si actuaban, sería cuando regresarais vosotros, así
que preparamos todos nuestros recursos por todo el Imperio y nos
dispusimos a esperaros… El resto de la historia ya lo sabéis.
—Ya veo… Pero, abuela, ¿cómo se os ocurrió utilizarme como
señuelo a mí, vuestro propio nieto? —preguntó Ion, extrañado ante
la explicación, por otra parte muy razonable. Mirando a su abuela,
sentada en el sillón junto a la ventana, se quejó con amargura—.
¿Todo el plan estaba diseñado para implicarme a mí?
—Pero ¿no te lo estoy diciendo? ¿Cuándo te has vuelto así de
duro de mollera? Ion, ¿crees que tienes derecho a quejarte a tu
propia abuela?
¿Tienes alguna reclamación respecto al plan que tanto nos ha
costado llevar a cabo?
Mirka hablaba con un tono tranquilo y nada agresivo, pero Ion
palideció de repente.
—¿Qué…, quejarme? No, no, en absoluto… No tengo ninguna
queja…
—¡Huy, qué pena! Si me hubieras contestado, te podría haber
pegado un buen rapapolvo.
Al ver cómo su nieto bajaba la cabeza entre sudores fríos, Mirka
apretó los labios. Más que la más importante de los nobles
imperiales, parecía una joven que se estuviera divirtiendo haciendo
rabiar a su ingenuo hermanito.
Desde una esquina de la habitación, un grupo de personas
observaba su diálogo.
—¿Acaso creerá la duquesa que no le está amonestando lo
suficiente?
—En efecto, si se enojara de verdad no le toleraría una disculpa
así.
Quienes así hablaban, en voz baja, eran Astharoshe y Baybars,
que habían sido convocados al palacio.
«No dejar de azuzar al conde de Menfis hasta que acabe todo el
proceso». Ésa había sido la misión del capitán de la Guardia. Como
ya estaba liberado de sus obligaciones, Baybars pudo añadir con
voz cálida:
—Eso no es más que una expresión de cariño por parte de la
duquesa. Incluso yo, que se supone que soy el intrépido capitán de
la Guardia, siento un miedo terrible cada vez que me llama la
presidenta del consejo secreto. Mejor que os vayáis haciendo a la
idea, marquesa de Kiev, si es que vais a hablar con ella.
—Señor Baybars…
Ante la voz irónica, a Baybars se le heló el gesto. Ante el capitán
de los jenízaros había aparecido de improviso la mirada sonriente
de Mirka.
Baybars no habría puesto tal cara de terror aunque le hubieran
anunciado su propia sentencia de muerte.
—Felicidades por tu trabajo y el de la Guardia. Su majestad está
muy contenta con vosotros.
—¡Es…, es un honor servir a su majestad imperial! —respondió
el gigante negro con la cara tensa, como si le hubieran puesto un
cuchillo en el cuello, y la frente perlada de sudor.
—Os merecéis de sobra las felicitaciones. Como recompensa
por vuestros éxitos, dejaré de encargar tantas misiones a los
jenízaros. Si os resulta tan molesto venir a verme… en vez de eso…
—dijo Mirka, poniéndose las manos de forma sugerente en la
barbilla— os encargaré todas las misiones directamente a vos,
señor Baybars. ¡Jijiji…! A partir de ahora nos veremos cada día…
Veo que estáis tan contento como yo de saber la noticia…
Ante la cara de desesperación del capitán de la Guardia, la
presidenta del consejo secreto rió como una campanilla.
Observando la conversación, Astharoshe y Ion intercambiaron una
mirada y suspiraron.
Justo entonces, se abrió la puerta y una muchacha asomó la
cabeza.
—Disculpad… Ya he acabado de preparar el equipaje.
Vestida de vasallo, Esther los miraba cargada de bultos.
—Venía a despedirme y a daros las gracias por todo.
—¿Ya…, ya te vas, Esther?
Sin hacer caso de la mirada cómplice de su abuela, Ion se
levantó de un salto. El barco que debía llevarse a Esther y a su
acompañante de la capital estaba programado para la puesta de sol
de aquel día.
—Todavía no es la hora. ¿Por qué no te quedas con nosotros un
poco más?
—Es que el padre Nightroad me está esperando en el barco, he
pensado que sería mejor salir con tiempo… —respondió sonriendo
la muchacha pelirroja.
Exceptuando las vendas que le cubrían el hombro, no mostraba
ninguna señal de lo que había sufrido en el palacio. La joven terrana
se había recuperado por completo en sólo una semana.
—Muchas gracias por todo, excelencia.
—¡Ah…! —asintió torpemente Ion ante aquel agradecimiento tan
formal.
Ya sabía que tenía que llegar aquel momento. Durante toda la
semana… desde mucho antes, incluso, sabía que tenía que llegar.
Imaginando una y otra la escena, había intentado pensar alguna
manera ingeniosa de despedirse, pero a la hora de la verdad no fue
capaz de pronunciar ninguna de las frases que había ideado.
—Eh…, eh…, Esther…
—¿Sí?
La muchacha se giró, extrañada, hacia el joven ruborizado.
Desde la ventana se podía ver el buque con las velas desplegadas
que la esperaba en el muelle. La luz del crepúsculo eterno
proyectaba sobre la cubierta la sombra de un joven alto de cabellos
canosos que miraba hacia el sur.
—Bueno…, pues me pondré en marcha —respondió finalmente
Esther, al ver que el muchacho se había quedado plantado en
silencio—. Os deseo lo mejor, excelencia.
—¡Ah…!
Esther ya se había girado y había echado a andar. En el hombro
derecho se podía ver que la herida que había sufrido protegiendo a
Ion aún no se había curado del todo.
Ion levantó el brazo en vano hacia ella. Sin embargo, sus dedos
se quedaron inertes en el aire, como si hubieran chocado contra un
muro invisible.
Dijera lo que dijera, nada podía evitar que terminara aquello, tan
efímero como la espuma del mar…
La diferencia entre methuselah y terranos era insalvable.
Además él era un aristócrata imperial y ella una monja del Vaticano,
su enemigo declarado. Era imposible superar esa barrera. No había
otro remedio que despedirse en silencio…
—Si queréis algo, será mejor que lo hagáis ahora, conde de
Menfis.
Mientras veía cómo se alejaba la muchacha, una mano se le
posó a Ion en el hombro. Al girarse, se encontró con una cabellera
blanca y unos ojos ambarinos que lo observaban.
—Ella envejecerá muy de prisa. Envejecerá y morirá. Nada os
asegura que podáis volver a veros en el futuro.
—Pero… es que…
Ion sacudió la cabeza, como si hubiera bebido veneno. Pensar
en eso le hacía dudar aún más sobre qué decir. ¿Cuáles eran las
palabras apropiadas para despedirse de alguien a quien no volvería
a ver jamás?
—Simplemente decid lo que pensáis, conde —le espetó
Astharoshe con el tono frío de siempre, aunque en los ojos le
brillaba una luz amable, como de hermana mayor que intentara
animar a su hermano—. Decidle todo lo que sentís. ¿Acaso hay otra
opción?
—…
El muchacho levantó el rostro y, después de asentir con decisión
hacia los ojos ambarinos que le observaban, salió corriendo de la
habitación.
La figura que buscaba ya había desaparecido por el pasillo y
estaba saliendo por la puerta, hacia el exterior.
—¡Esther!
La luz dorada recortaba la silueta de la muchacha, que se había
detenido en el umbral ante la voz que la llamaba.
—¡Volveremos a vernos, Esther! ¡Algún día volveremos a vernos!
¡Te lo prometo!
Una sonrisa brilló en el rostro blanco de la muchacha pelirroja.
—El viento está calmado…
En el crepúsculo eterno, el aire brillaba con un tono entre rojizo y
dorado.
Las dos lunas brillaban inmóviles en el cielo meridional, como los
ojos de un dios. No había nadie que no sintiera encogérsele el
corazón al mirarlas.
Sin embargo, el joven que observaba los deformes satélites no
mostraba ninguna señal de miedo. Más bien, la mirada del color de
un lago invernal parecía teñida de nostalgia.
—Abel…, ¿no quieres quedarte? —dijo en voz baja una niña
morena sentada en la cubierta como si hablara consigo misma—.
Todo sería más fácil para mí si tuviera a mi hermano conmigo. Si
vuelve a pasar algo así, me daría miedo estar sola… ¿No quieres
que volvamos a vivir como buenos hermanos? Aquí hay muchos
como nosotros. ¿Por qué no te quedas?
La voz de Seth era absolutamente seria. Incluso parecía torpe,
de tan sincera que sonaba. Pero el joven no cambió de expresión,
como si todo fuera en vano.
—Yo soy un pecador… —dijo como si viera su culpa ante sus
propios ojos—. No puedo quedarme aquí.
—¡Pero ¿sabes cuántos siglos han pasado desde aquello?! —
gritó la niña, airada, golpeando la cubierta—. Nueve siglos. ¡Nueve
siglos! Ya es suficiente. Ya has expiado lo suficiente tu delito.
Seguro que ella ya te ha perdonado. ¡Nadie te acusa de nada!
—Yo no me lo perdono…
El mar reflejaba, como un espejo, la luz crepuscular. Sin
embargo, la mirada de Abel parecía haber acumulado toda la
oscuridad del mundo.
—No importa quién me absuelva, o quién me tienda la mano…
Yo no me lo perdono.
Los ojos del joven parecían rechazar cualquier ayuda. A su lado,
Seth lanzó un profundo suspiro. Los labios le temblaron un
momento, como si no estuviera aún resignada, pero al final bajó los
hombros, cmo rendida.
—Qué cabezota que eres…
Seth sacudió la cabeza, como si se diera por vencida, aunque en
los ojos conservaba aún una luz llena de energía, y dijo, para sí
misma:
—Bueno, da lo mismo. Tampoco me va mal que mi hermanito
esté allí… No insistiré más en que te quedes.
—¿No va mal?
Abel levantó la mirada ante aquellas extrañas palabras. Mirando
por primera vez a la niña, le preguntó, extrañado:
—¿Por qué dices que no te va mal que esté allí, Seth?
—…
Seth le aguantó la mirada interrogante durante unos segundos y
le respondió con un tono inesperadamente sombrío:
—Él sigue vivo. Hace un año lo comprobé con mis propios ojos.
—¿¡!?
Al decir «él», a Seth se le torció el rostro de odio y miedo. Era
una expresión que sólo podría poner alguien que hubiera visto algo
verdaderamente terrible.
Pero en comparación con la cara de Abel, casi podría decirse
que estaba calmada.
—¿¡Él… sigue vivo!? —dijo Abel con voz ronca, pero clara.
Su voz era serena en apariencia, pero se podía apreciar que en
el fondo flotaba algo parecido a la locura, intentando con
desesperación mantener la calma, Abel repitió:
—¿Él… sigue vivo?
—Sí, y sigue con el mismo aspecto de entonces…
¿Qué era lo que hacía que la voz de Seth temblara de aquella
manera?
Algo le daba miedo a la más noble de todos los methuselah, la
soberana del Imperio de la Humanidad Verdadera durante ocho
siglos.
—Supongo que se habrá ido recuperando durante todos estos
siglos. Tú y yo no podríamos haberlo logrado, pero él… Si se ha
fusionado por completo con ellos… Quizá hemos sido demasiado
inocentes. Sea como sea, ellos no son de este mundo, lanzarlos al
espacio exterior no fue suficiente… Tendríamos que haber sido más
duros —susurró Seth al mismo tiempo que levantaba la mirada.
Por el muelle venía caminando un grupo. Una muchacha
pelirroja acompañada de un joven. Un poco separados de ellos, los
seguían una hermosa y alta mujer, un gigante negro y una joven de
cabellos dorados…
Al darse cuenta de su aparición, Seth se giró hacia Abel. Ya
faltaba poco para zarpar. Pronto tendrían que despedirse. ¿Cuándo
volverían a verse? ¿El siglo siguiente? ¿O el otro?
—¿Cuáles son tus planes, hermano? —preguntó con seriedad la
niña, mientras el viento le desordenaba la morena cabellera—.
Volverás allí y… ¿Qué piensas hacer?
El joven respondió:
—Voy a destruirle.
PALABRAS DEL AUTOR

Eh, vuelvo a estar aquí, medio año después del último libro. Soy
Sunao Yoshida, alias Al filo del Abismo. ¿Cómo estáis todos? Yo
estoy siempre al borde del precipicio, y la cosa no tiene pinta de
mejorar… (;-;). Bueno, Trinity Blood ya ha llegado a la tercera
entrega de Renacimiento en Marte.
Supongo que ya os lo imaginabais por la manera en que fue
Renacimiento en Marte II, pero esta vez la historia pasa en un sitio
distinto, el Imperio, y tiene numerosos personajes nuevos. Por eso
he tenido que construir ese mundo desde cero… y no ha sido fácil.
Primero tuve que diseñar una sociedad en la que pudieran vivir
juntas dos especies de cultura y forma de vida distintas. Para
inspirarme, he usado los ejemplos de imperios como los de los
mongoles, los kitán o los turcos otomanos. En esos casos, un
pueblo nómada, con superioridad militar y técnica, dominaba a un
pueblo agrícola, superiores en número y capacidad de producción.
La relación entre la minoría methuselah y la mayoría terrana en el
Imperio está basada en esos modelos. Por ejemplo, para el sistema
político imperial he utilizado el de la dinastía china de los Wei del
norte, sobre los que investigué cuando era estudiante de posgrado.
Así pude solucionar más o menos el sistema político, pero los
problemas empezaron a llegar después. ¿Cómo serían la sociedad,
la cultura y la historia? ¿No habría contradicciones con el mundo
que había ido creando hasta entonces? ¿Y la relación entre las dos
especies? Y un largo etcétera. Tuve que tener en consideración
tantas cosas para que resultara coherente que me llevó el mismo
trabajo que me habría llevado planear una serie nueva. Bueno, a mí
no me importa, porque me gustan estas cosas, pero los que lo
pasaron fueron THORES, mi ilustradora, y el editor encargado.
Entre inventar los trajes de los nuevos personajes, las nuevas
palabras, el nuevo trasfondo del mundo… Y encima todas las frases
en lenguas extranjeras. (^-^). Tengo que dar gracias porque no
hayan muerto ninguno de los dos por exceso de trabajo. Vaya desde
aquí mi reconocimiento. Espero que me sigan acompañando mucho
tiempo en mi infierno personal.
Casi sin darme cuenta, la serie va ya por el quinto volumen, es
un milagro que estas novelas, que siempre están al borde del
abismo, hayan sobrevivido tanto tiempo. Y ello es únicamente
gracias a vuestro apoyo. No sé hasta dónde llegará, pero me
esforzaré para que escriba no os disguste.
Espero seguir contando con vuestro apoyo. Para empezar,
podéis ir comprando un sello para votarme en las encuestas… (^-^).
SUNAO YOSHIDA (24 de octubre de 1969 - 15 de julio de 2004), es
el pseudónimo del novelista japonés MATSUMOTO SUNAO. Nació
en la Prefectura de Fukuoka, se graduó del colegio La Salle de
Kagoshima, estudió en la Universidad de Waseda en Tokyo, obtuvo
su maestría en la Universidad de Kyoto.
Yoshida fue conocido principalmente por sus novelas ligeras, un
género literario japonés que incluye historias para el público joven,
caracterizado por su sencillez y la profusión de ilustraciones,
además con cubiertas ilustradas con estilo anime, su primera novela
fue Ángel Genocida.

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