Los Senores de La Noche - Sunao Yoshida
Los Senores de La Noche - Sunao Yoshida
Los Senores de La Noche - Sunao Yoshida
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fenikz 30.04.15
Título original: Yoru no Joo
Sunao Yoshida, 2002
Traducción: Pau Pitarch
Ilustraciones: Thores Shibamoto
La cúpula de lapislázuli
Y ahora, he aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que allá me
ha de acontecer.
HECHOS 20,22
—¿Ha vuelto a desaparecer alguien, Rüstem?
Al entrar en el despacho del capitán, el comandante no tuvo ni
tiempo de abrir la boca antes de que Agamenón, duque de Micenas,
le hiciera la pregunta.
Ya estaban muy cerca de la capital imperial. Al otro lado de los
cristales antirrayos ultravioleta, el mar estaba bastante calmado.
Desviando la mirada del paisaje grisáceo, Agamenón meció la copa
en la que bebía la espumosa agua de la vida.
—¿Quiénes han sido esta vez?
—Se trata de Hussein y Sarkis, capitán.
El comandante Rüstem bin Shadad contestó de manera
respetuosa, pero tenía mal color de cara. Sus palabras, con
marcado acento cretense, denotaban incluso nerviosismo.
Hacía treinta años que el maduro terrano había entrado en la
marina imperial como vasallo de Agamenón. Siguiendo a su señor
desde que éste fuera nombrado capitán de navío, había recorrido
las aguas del Imperio desde Cartago, al oeste, hasta las orillas del
mar Negro, en las Tierras Baldías. Era un verdadero lobo de mar
que destacaba entre la cuarentena de tripulantes del Nereides Por
su valor y que servía a Agamenón como fiel mano derecha. Sin
embargo, sus arrugas, tostadas al sol, no podían ocultar el miedo
que le recorría el rostro como una niebla nocturna.
—Ya van seis desaparecidos. Los hombres tienen miedo.
—¿No se habrán caído de la torre de vigía? Los terranos sois
bastante torpes. No sería la primera vez.
—Es imposible, capitán. Todos eran hombres veteranos.
Además, las desapariciones siempre se producen cuando no están
de servicio… Los guardias dicen que no han visto nada.
—O sea que han desaparecido dentro del barco —murmuró
Agamenón con un gemido, mostrando los largos colmillos.
El Nereides, que le había sido encomendado por Augusta,
pertenecía a la clase Kamamüzel de barcos de asalto en alta mar de
la marina del Imperio. No llevaba mucho armamento, pero era una
nave pequeña capaz de moverse a gran velocidad, encargada
básicamente de operaciones de patrulla y reconocimiento. Al ser
una nave militar, no tenía demasiado espacio libre en su interior.
—¿Dónde pueden haberse metido? ¿Habéis buscado en otros
lugares aparte de los camarotes?
—Hemos registrado todo el barco…, excepto un lugar.
—¿Cuál?
—Las bodegas, capitán —respondió Rüstem, bajando la voz.
Con expresión de remordimiento, se dirigió al capitán en voz baja,
como si temiera que alguien pudiera estar espiando su conversación
—. Aún no hemos examinado las bodegas.
—Las bodegas… Pero han permanecido selladas desde que
salimos del puerto de Iraklion, en Creta. ¿Crees que alguien puede
haber entrado en ellas?
—Quién sabe, capitán. Pero cuando desapareció Haireddin,
hubo quien dijo que había oído gritos ahogados en el interior. Y
pasos. Y lo más raro… —Añadió el comandante con voz
entrecortada, como si estuviera hablando de un tabú, mientras
agarraba inconscientemente el amuleto que le colgaba del pecho—
es que en el pasillo había sangre. Y unas huellas tan grandes como
no había visto nunca. Capitán, ¡ahí hay algo!
—¡Hmmm! Agamenón afiló los ojos mientras se acariciaba la
barba, finamente cortada.
Normalmente, el miedo era una emoción poco familiar para los
aristócratas del Imperio. Los methuselah eran los seres más
poderosos del planeta y estaban educados de ello y no temerle a
nada.
Pero tampoco se podía decir que les fuera algo completamente
ajeno.
Les inspiraba especial temor romper los preceptos imperiales, la
única ley que regía el Imperio.
Agamenón había recibido órdenes estrictas de mantener las
bodegas selladas hasta llegar a la capital, la razón era que en ellas
se encontraba el equipaje del pasajero que había subido en Creta.
—Ion Fortuna, conde de Menfis… Vaya pasajero más
complicado nos ha tocado.
Uniendo las manos bajo la barbilla, el conde de Micenas levantó
la vista hacia el estandarte de guerra que colgaba de la pared.
Mirando la doble luna, el glorioso emblema del Imperio, lanzó un
suspiro.
El Imperio era básicamente una meritocracia, pero hasta cierto
punto no podía ignorarse la influencia del origen familiar. La abuela
del conde de Menfis era Mirka Fortuna, duquesa de Moldova y
presidenta del consejo secreto del Imperio. Su familia era célebre
por contar con más de diez miembros entre los funcionarios de
rango tercero o superior.
El propio conde era aún joven, pero ya era espada imperial y
estaba destinado a servir en el consejo. En esa condición volvía a la
capital, probablemente en misión secreta. Era seguro que el
resultado de la misión le impulsaría aún más en su ascensión
meteórica. No era por hacerse el modesto, pero aunque ambos eran
aristócratas, la rapidez de sus carreras no se podía comparar.
Resultaba recomendable evitar en la medida de lo posible crearse
conflictos con una persona así… Pero tampoco podía hacer la vista
gorda ante la desaparición sistemática de sus subordinados.
Fuera como fuera, Agamenón era el único methuselah de la
tripulación y era responsable de la suerte de sus cuarenta hombres.
Al contrario que entre los salvajes del exterior, en el Imperio los
nobles tenían obligaciones acordes con su rango.
—Bajo mi autoridad como capitán de la nave, abriremos el sello
de las bodegas y examinaremos el equipaje del emisario —decidió
Agamenón, pensando en el lema que llevaban grabados en su
interior todos los nobles imperiales: «La sangre más noble es la
primera en correr»—. Rüstem, llama al primer oficial y al jefe de
marineros. El protocolo pide que ellos también estén presentes.
—¿Estáis seguro de eso, mi capitán? —preguntó el comandante,
frunciendo las cejas.
Rüstem era un vasallo directo de Agamenón y, al contrario que
los vasallos del Estado, que se podían considerar funcionarios,
estaba vinculado personalmente a su señor y compartiría su destino,
cualquiera que fuese. Su preocupación por la suerte de Agamenón
era completamente sincera.
—En conde de Menfis ha requerido el servicio del Nereides en
calidad de emisario imperial. Mientras esté cumpliendo su misión,
sus órdenes tienen el mismo valor que si vinieran directamente de
su majestad… Tocar sin permiso su equipaje nos puede traer
incluso una acusación de traición, ¿no es así, capitán?
—Ahora son exactamente las quince horas. Si es un methuselah
normal, ya estará a punto de irse a dormir. Aunque queramos pedirle
permiso, el conde y su vasallo…, ¿cómo se llamaba?
—Nightroad, Abel Nightroad.
—Eso, eso. Además, desde que ha subido al barco, el tal
Nightroad no ha salido de su camarote. Ya buscaré alguna buena
excusa. No te preocupes.
Tomando la llave de las bodegas de la caja fuerte, Agamenón
lanzó una sonrisa sin rival. Fuera como fuera, el Nereides era su
barco, y él era el capitán.
—Por cierto, Rüstem, ¿cuánto falta para la capital?
—Hace un rato hemos avistado el muro de lapislázuli, o sea que
faltará poco menos de una hora.
De cualquier modo, no tenían mucho tiempo. Por otra parte, si en
el equipaje del conde de Menfis había alguna cosa peligrosa, tenían
que evitar a toda costa que entrara en la capital.
—Voy a bajar a las bodegas. Rüstem, apresúrate a llamar a
Ibrahim y Sokullu.
—El primer oficial y el jefe de marineros ya se encuentran frente
a las bodegas.
—Magnífico —dijo Agamenón, sonriendo mientras levantaba la
copa de agua de la vida.
Se bebió el líquido de sabor metálico y echó a andar a grandes
zancadas.
—Bien. Sígueme, comandante.
El aire de las bodegas era oscuro y viciado.
En la sala de bajo techo, las linternas que llevaban los hombres
brillaban como fuegos fatuos.
—Todo parece estar en orden, capitán.
Ibrahim, que era delgado como un espantapájaros, miraba a su
alrededor con expresión de disgusto. No se podía decir que el
primer oficial fuera un hombre muy valiente. Con ojos temerosos,
escudriñaba la oscuridad que lo envolvía.
—Los sellos del equipaje están intactos. Todo sigue como
cuando zarpamos.
Sokullu había vuelto ágilmente del fondo de las bodegas. Era un
hombre de gran tamaño y blandía una barra gruesa como un tronco
mientras anunciaba con voz ronca:
—No hay ninguna huella… ¿Queréis que investiguemos más a
fondo?
—Pues parece que los desaparecidos tampoco están aquí,
¿verdad, capitán? —dijo Rüstem, suspirando entre temeroso y
aliviado ante el informe del jefe de marineros—. O quizá tengamos
un polizón a bordo…, aunque, bien pensado, una persona no puede
caber en el equipaje.
El equipaje al que se refería el comandante eran cuarenta cajas
de madera alineadas.
Estaban dispuestas con un metro de distancia entre caja y caja,
y si no se abría la tapa, era imposible adivinar su contenido. Las
cubiertas estaban aseguradas con gruesos aros de hierro y no
parecían fáciles de abrir en absoluto.
—Capitán, parece que el fin y al cabo estábamos equivocados.
Salgamos inmediatamente. Aún estamos a tiempo de volver sin
que el emisario se dé cuenta.
—…
Agamenón no respondió a la demanda de Ibrahim, que parecía a
punto de romper a llorar.
Tenía los azules ojos fijos en una esquina de la sala. Más
exactamente, lo que el methuselah devoraba con la mirada era una
mancha de color castaño rojizo que había en el suelo.
—¿Qué ocurre, capitán?
—… Una mancha de sangre.
Agamenón dio una ligera inspiración al responder a la extrañada
pregunta del comandante. Su olfato, más fino que el de un tiburón,
había captado un olor metálico, entre el moho y el aroma del mar.
Era el olor más familiar y, a la vez, más terrible para un methuselah:
el olor de la sangre.
—Capitán, ¿¡qué habéis…!?
Mientras Rüstem, confuso, gritaba, Agamenón posó las manos
sobre el suelo. Introduciendo las uñas afiladas como las de un gato
en las junturas, hizo un poco de fuerza. Las placas del suelo
estaban firmemente clavadas, pero ante el vigor monstruoso del
methuselah, parecían de papel y empezaron a volar por la sala con
un ruido funesto.
—¡!
—¡!
—¡!
Pero lo que quitó la respiración a los terranos no fue el poder
sobrehumano demostrado por su superior.
Bajo la luz de las linternas había aparecido una cosa…
Eran seis cadáveres. Todos estaban completamente
momificados.
Parecían unos horribles esqueletos de muestra cubiertos de piel
seca.
—¡Orhan, Nedim, Guzino, Haireddin, Sarkis, Hussein! ¿¡Qu…,
qué es esto!?
—Rüstem, reúne inmediatamente a toda la tripulación —le
ordenó, cortante, Agamenón a los hombres, que se cubrían la cara
gimiendo—. Ibrahim, tú abre las cajas y examina el contenido. Y tú,
Sokullu, arma a cinco o seis hombres y venid conmigo.
—¿A…, adónde vais, capitán? —preguntó Rüstem a su superior,
que ya se había girado.
Los siervos obedecían a los vasallos y los vasallos obedecían a
los nobles. A su vez, los nobles protegían a los vasallos y los
vasallos cuidaban de los siervos. Ésa era la gran ley del Imperio, el
orgullo de su aristocracia.
A la vista de los cuerpos de sus vasallos asesinados cruelmente,
Agamenón estaba pálido de ira y humillación.
—Voy a ver al conde de Menfis, para que me explique qué
significa esto.
—Pe…, pero, capitán, no tenemos ninguna prueba de que el
conde esté relacionado con…
—¡Mira esto! —gritó el methuselah, señalando al cadáver más
fresco.
En el cuello se veían dos agujeros que parecían lunares. Claro
estaba que no eran lunares. Eran…
—¿Huellas de colmillos?
—¡Aparte de mí, el único methuselah que hay en el barco es Ion
Fortuna, conde de Menfis! —gemía gravemente el duque de
Micenas, mostrando los colmillos. Abandonó sus maneras tranquilas
habituales y rugió de ira—. ¡Voy a ir a buscarle ahora mismo! ¡Qué
me explique qué se supone que…!
—¿Qué queréis que os explique, capitán? —sonó con claridad
una voz que le susurraba al airado aristócrata—. ¿Por qué os
cambia el color de la cara? ¿Tenéis prisa?
—¡Tú, Abel Nightroad!
«Pero ¿cuándo…?».
Agamenón se giró para encontrarse con un rostro tan blanco que
casi era transparente.
Los marineros se quedaron fascinados con la belleza de la
figura.
Parecían que el Creador había destinado sus artes más
refinadas a esculpir aquella sonrisa encantadora. Pero ¿por qué
sería que, mirando aquel rostro sonriente, le venía a uno a la mente
la imagen de una planta carnívora que atrae a su presa con su
fragancia? Y por otro lado, ¿cómo era posible que un terrano
pudiera haberse acercado a un methuselah como Agamenón sin
que éste se diera cuenta?
—¡Nightroad! ¿Cuándo has…?
—A ver…, creo que ha sido cuando lo de «voy a ver al conde»…
El joven sonrió, bajando las pestañas, y entró con paso alegre en
las bodegas. La ropa que lo señalaba como perteneciente a la clase
de los vasallos flotaba de una manera infausta.
—Esto no está bien, capitán. ¿Acaso no tenéis órdenes de
mantener las bodegas selladas hasta que lleguemos a la capital?
Las palabras del emisario tienen el mismo valor que las de su
majestad… No sé qué os podría pasar…
—Eso me tocará decidirlo a mí, terrano…
Mirando fijamente a su insolente interlocutor, Agamenón avanzó
para cubrir a sus hombres, que retrocedían de manera inconsciente.
La ira brotaba como un aura del cuerpo del methuselah.
—Bajo mi autoridad como capitán del buque, tu señor, el conde
de Menfis, queda arrestado como sospechoso del asesinato de seis
tripulantes.
—¿Asesinato? Aquí hay un malentendido.
En contraste con la ira de Agamenón, el rostro del joven
permanecía sereno. Meciendo la cabeza pesadamente, parecía aún
más impasible.
—El conde no ha matado a vuestros hombres. Ni a uno solo.
—¡Hmmm!, ¿intentas proteger a tu señor, Nightroad? —preguntó
Agamenón con los ojos afilados de odio—. Pero esas marcas son la
prueba definitiva, matar a los hombres y sorberles la sangre… ¡Qué
salvaje!
—Que os digo que estáis equivocados. No ha sido el conde de
Menfis quien ha matado a vuestros hombres.
Parecía que había estado esperando a decir esa frase en el
momento justo.
Se oyó un ruido, como si alguien estuviera arrancando un árbol
de cuajo, seguido de un desesperado alarido de agonía.
—¿¡Ibrahim!?
Al girarse con un grito, Agamenón se encontró con un
espectáculo grotesco.
El delgado primer oficial estaba atrapado en una de las cajas.
Mejor dicho, lo había atrapado un brazo salido de una de las cajas,
pero estaba claro que aquello no era normal. El brazo, que era
desproporcionadamente grande teniendo en cuenta el tamaño de la
caja, había salido disparado como una serpiente venenosa y se
había enroscado en el cuello del terrano, que gritaba.
—¡Ca…, capitán! ¡Ayuda! ¡Ayuda!
El débil oficial no pudo pedir más auxilio. En un instante, su
cuello se partió con un ruido insoportable. El enorme brazo no sólo
había partido las vértebras cervicales, sino que también había
desgarrado los músculos de su alrededor. La cabeza, que ya no
podía sostener su propio peso, cayó rodando por el suelo, con los
nervios y vasos sanguíneos colgando.
—¿Qu…, qué es eso?
Pero lo que había atraído la atención de Agamenón no era el
triste cadáver de su vasallo.
Las cajas almacenadas en la sala empezaron a hincharse todas
a la vez. Las planchas se quebraron ruidosamente y de entre sus
restos salieron unas sombras negras.
Eran unas extrañas siluetas retorcidas, unos hombres envueltos
en gabanes militares negros al estilo de los del exterior. No se les
veía la cara porque iban cubiertos con casco y máscara antigás,
pero eran todos gigantescos. ¿Cómo habrían conseguido meterse
en aquellas cajas?
Las articulaciones, que probablemente habían permanecido
separadas mientras estaban encerrados, volvieron a conectarse con
un ruido húmedo. Una vez completado el proceso, se elevaron como
siniestras sombras.
—¿Quiénes sois?
—Son jäger, cazadores, mi capitán —respondió alegremente el
joven sin dejar de sonreír. Y añadió de forma cortés la siguiente
explicación—: Más exactamente, son autojäger… Están construidos
a partir de vuestros cadáveres. Son mis juguetitos…
—¡Ca…, capitán, huid!
Rüstem y Sokullu se plantaron delante de los gigantes para
salvar a su amado capitán y blandieron las barras que llevaban
apuntando a la cabeza de los monstruos.
Pero los cazadores pararon el golpe casi con desdén y,
agarrando las barras, atrajeron a los hombres hacia sí con una
fuerza monstruosa increíble, para abrazarlos como si fueran
amantes. Ante los ojos de los hombres, que se debatían con
desesperación, se alzaron las máscaras antigás. Lo que aparecían
bajo ellas fueron unos rostros blancos cadavéricos. Del cráneo sin
pelo salían unos dispositivos indeterminados y los ojos estaban
cosidos con hilo, lo que les daba un aspecto grotesco. Entre los
labios, que parecían cortados a cuchillo, se veía el brillo de afilados
colmillos.
—¡Rüstem! ¡Sokullu!
Los gritos fueron interrumpidos por un ruido húmedo. Agamenón
pareció despertar entonces de su sorpresa y le volvió la expresión al
rostro.
—¡Desgraciado! ¡Esto no te lo perdonaré, Nightroad!
—¡Huy!, yo no soy vuestro rival, capitán.
La ira que ardía en los ojos de Agamenón habría bastado para
hacer que alguien más débil se desmayara, pero la expresión del
joven no cambió ni un ápice. Sin dejar de sonreír, hizo una señal con
el mentón hacia la espalda del airado methuselah.
—Un pobre terrano como yo no es digno para un noble del
Imperio.
Un aristócrata debe luchar contra otro aristócrata…, ¿verdad,
conde de Menfis?
—¿Qué?
Agamenón se giró de inmediato para encontrarse con una luz
azulada que había aparecido silenciosamente a su espalda. Cuando
se dio cuenta de que la luz danzaba sobre la mano de una figura, el
brazo ya se había disparado como una serpiente venenosa y le
había agarrado del cuello.
—¡!
El aire se llenó del hedor de la carne quemada.
Agamenón intentó con todas sus fuerzas liberarse de la mano
que le abrasaba, pero el joven methuselah que tenía delante, el
conde de Menfis.
Ion Fortuna, era más fuerte que él. El cuerpo de Agamenón se
elevó en el aire, pataleando en vano.
—¿¡Quién…, quiénes sois…, malditos!? —escupió Agamenón,
reuniendo fuerzas entre el olor de las proteínas quemándose—.
Sois… aristócratas, pero…
—¿Nosotros? Somos Ion Fortuna, conde de Menfis, y su vasallo
Abel Nightroad… Tú mismo lo has dicho antes.
El joven chasqueó los dedos con un ruido alegre y, en ese
instante, la luz azulada brotó de la mano del conde de Menfis. Eso
fue lo último que vio Agamenón antes de convertirse en una masa
llameante…
—Venga, encárgate del resto de la tripulación, conde de Menfis
—le ordenó el supuesto Abel Nightroad a su compañero, al mismo
tiempo que daba una patada a la masa carbonizada y humeante—.
Llévate a los cazadores y acaba de prisa. Voy a subir a cubierta…
es la primera vez que vengo a la capital del Imperio. Ya que
estamos aquí, quiero aprovechar para admirar la vista.
—…
El que respondía al nombre de conde de Menfis asintió en
silencio.
El joven se volvió con rapidez y, tarareando alegremente una
canción, se encaminó a la cubierta.
Bajo el cielo azul, el mar parecía cubierto de zafiros.
En ese paisaje azulado, el Nereides surcaba las olas con las
velas negras desplegadas como una imagen siniestra. Que pudiera
mantener tal velocidad pese a navegar contra el viento se debía a
las placas solares instaladas en la vela mayor, que suministraban la
energía al sistema de propulsión.
Al cabo de un rato, el joven lanzó un leve suspiro, apoyado en el
mascarón de proa.
—Qué hermoso… Eso debe ser el muro de lapislázuli.
Enfrente, aparecían las formas onduladas de dos continentes.
Aquélla era la puerta que llevaba al mar Negro desde el
Mediterráneo. El estrecho del Bósforo separaba dos masas de tierra
conocidas desde tiempos antiguos como Asia y Europa. Era el punto
de contacto entre tierra y mar, un importante centro de
comunicaciones que unía los dos continentes desde antes del
Armagedón.
El paisaje era hermoso, pero también extraño.
Un enorme brillo deslumbrante envolvía en estrecho. La luz
púrpura azulada como el zafiro cubría como una cúpula el estrecho
y las masas de tierra que éste separaba. ¿Podía existir realmente
una cosa como aquélla?
Una luz gigantesca de decenas de kilómetros no podía ser una
travesura del sol ni un espejismo. Además, ¿qué era aquella sombra
sumida ligeramente en la luz azulada?
—¡Qué belleza! Aquello debe ser la Ciudad del Crepúsculo… —
susurró el joven, embelesado.
Tras el muro de zafiro había una ciudad gigantesca.
Era una capital como muchos pueblos habían soñado, pero
nunca habían podido hacer realidad. Las cúpulas ordenadas, las
torres que se elevaban entre las hileras de árboles, las numerosas
puertas que dibujaban suaves arcos… Parecía realmente una
ciudad de cuento de hadas. Era como si un dios se hubiera
enfadado con una ciudad antigua y la hubiera encerrado en una
gema.
Pero, como para probar que no se trataba de una ilusión, aquel
paisaje se acercaba rápidamente al barco.
El brillo azulado no era más que un punto de luz, pero ahora se
había convertido en un gigantesco muro.
Sin embargo, el joven no mostró temor alguno ante la luz que
inundaba su campo de visión. No sólo siguió sonriendo, sino que
añadió en un susurro:
—Hola, Bizancio, capital imperial…, y adiós, ciudad que voy a
sacrificar…
CAPÍTULO 1
Los charcos rojizos aún estaban calientes. Por toda la sala había
esparcidos miembros y trozos de cuerpos cortados. Como si fueran
frutas exóticas, algunas cabezas seccionadas, de expresión
hermosa pero vacía, estaban caídas sobre la alfombra.
—¿¡Qué!?
Helado, se quedó plantado en la puerta abierta más de diez
segundos.
Cuando volvió finalmente en sí, Ion se dio cuenta de que todas
las cabezas tenían exactamente el mismo aspecto hermoso de
delicadas jóvenes.
Además, el olor que flotaba del líquido rojizo del suelo no era el
aroma de la sangre, sino un hedor metálico de aceite.
—¿¡Son…, son autómatas!? Pero…
Que los autómatas fueran prácticamente idénticos a seres
humanos a primera vista era una muestra de la riqueza de su casa.
Sin embargo, los restos que nadaban en el charco de líquido de
transmisión no eran sólo de tres o cuatro cuerpos. Probablemente
pertenecían a más de diez.
Observando el panorama, Ion gimió.
¿Quién habría destruido tantas unidades? ¿Y con qué objetivo?
—¡Ah! ¡Abuela! ¿¡Dónde estás, abuela!?
Su abuela, la duquesa de Moldova, no tenía vasallos en su
residencia.
Siempre decía, obstinada, lo mismo: «No quiero tomarles cariño
a unos terranos que van a morir en seguida».
De todos modos, era imposible que los autómatas se encargaran
de todo el trabajo que requería mantener una mansión como
aquélla. Ion le había aconsejado repetidas veces emplear a algunos
sirvientes seleccionados de entre sus más eficientes vasallos, pero
la pertinaz anciana había ignorado sistemáticamente los consejos
de su nieto. Además, la duquesa de Moldova siempre había sido
siempre la primera entre la nobleza imperial. Era difícil imaginar que
existiera alguien tan miserable como para intentar asesinarla…
—¡Abuela! ¿Dónde estás? ¡Abuela!
Ion siguió gritando con el corazón encogido de miedo e
impaciencia, pero su voz no encontró nada más que su propio eso
vacío bajo las suaves arcadas. Pero… ¿qué había sido ese ruido?
Ion aguzó el oído hacia el ruido que provenía del techo. Sí, se
oía algo. Era el ruido de un gran número de botas.
—¡Abuela!
Demasiado ansioso como para subir las escaleras, el joven dio
un puntapié contra el suelo.
Como si le hubieran salido alas, llegó al segundo piso de un salto
y echó a correr por el ancho techo pasillo. El ruido de botas venía en
aquella dirección, de la habitación de su abuela.
—¡Abuela! ¿Estáis bien? ¡Abuela!
El joven entró en la habitación a trompicones, casi arrancando
las puertas de una patada. Su rostro se torció de sorpresa.
—¿¡Quiénes son éstos!?
La habitación estaba ricamente decorada con mosaicos azules y
alfombras, tal y como correspondía a una aristócrata imperial.
No se veían más muebles que un lavamanos situado cerca de la
puerta y un escritorio. Las puertas de la terraza estaban abiertas de
par en par, y la brisa marina de la bahía hacía flotar los cortinajes.
Sin embargo, la sala estaba entonces llena del hedor del líquido
de transmisión.
Normalmente, la estancia presentaba siempre un orden
impecable, sin una mota de polvo, pero entonces estaba llena de
cuerpos de autómatas completamente despedazados. Incluso las
paredes se habían vuelto rojizas por las manchas de líquido.
Pero no era eso lo que hizo que la cara del joven palideciera
como la de un cadáver. En el fondo de la habitación, tres figuras
rodeaban la cama.
Iban vestidas con uniformes negros al estilo del exterior y
llevaban máscaras antigás bajo el casco. Eran la muerte encarnada
en figuras humanas, una imagen de las que quedaban grabadas en
la memoria por mucho que se intentara olvidarlas.
La pesadilla de Cartago volvió a cruzar su mente por un instante,
antes de que las hachas chorreantes de los gigantes que rodeaban
la cama le inundaran la conciencia.
—¡Malditooos!
Sacando los colmillos entre los labios, el joven methuselah, la
criatura más poderosa del planeta, desenvainó rápidamente su
espada.
—¿¡Cómo os habéis atrevido a…!? ¡No os perdonaré! ¡Vais a
pagar por esto, miserables!
Pero los tres hombres no parecieron amedrentarse ni un ápice
ante la figura diabólica del muchacho. Con una celeridad increíble
para su tamaño, se volvieron hacia él y tomaron posiciones de
combate mientras examinaban a su presa. Más exactamente, dos
de ellos tomaron posición de combate, y alcanzaron las hachas.
Detrás de ellos, al tercero le explotó violentamente la cabeza.
—¡Uno menos!
Al lado del hombre caído con el cerebro abierto había aparecido
de repente el joven, y blandía un blanco filo. Activando su sistema
nervioso hasta límites extraordinarios, había entrado en el estado
especial de los methuselah, conocido como haste, que les permitía
conseguir unos reflejos decenas de veces superiores a los
habituales. Su velocidad hacía que fuera incluso difícil distinguir su
figura. Lanzó un grito demoníaco al cobrarse su primera presa y se
abalanzó hacia los otros dos, que acababan de girarse.
—¡Otro menos!
Atravesando el cartílago de la nariz, la espada traspasó la
máscara antigás por el medio y penetró limpiamente la médula
hasta salir por la nuca, lanzando sangre y pedazos de cerebro.
Deshaciéndose del cadáver de una patada, Ion rugió:
—¡Y el úl…!
El tercer gigante estaba aún de espaldas, tal vez incapaz de
reaccionar ante la velocidad de Ion, y éste clavó la espada hasta la
empuñadura. Había sido un golpe perfecto tanto en velocidad como
en ejecución, y lo suficientemente poderoso como para hacerle
estallar el corazón. Sin embargo, al notar la falta de reacción, el
joven se dio cuenta de que no había alcanzado más que a una
sombra.
—¡No! ¿¡También tienen haste…!?
Después de haberse enfrentado a ellos en Cartago, tendría que
haber estado sobre aviso respecto a sus capacidades de combate.
Pero su apasionamiento le había robado la capacidad de juzgar la
situación con frialdad. Ion giró la cabeza, persiguiendo con la mirada
la sombra de su enemigo, quien había desaparecido como una
pesadilla bajo la luz del día.
Antes de que pudiera incluso moverse, un golpe lo lanzó volando
de lado.
—¡Aaaah!
El impulso fue suficiente para que se estrellara contra la pared, a
más de cinco metros. Si hubiera tardado medio instante más en
levantar la espada para protegerse, probablemente habría acabado
partido en dos, esparcido entre el suelo y el techo.
—¡Uf!
Pero esa suerte parecía que sólo iba a servir para prolongar el
sufrimiento del joven.
Hundido en el muro acho añicos, Ion escupió sangre fresca. Su
color era tan horriblemente vivo que casi seguro que indicaba que
una costilla le había perforado el pulmón. Sin que pudiera mover el
cuerpo, giró el cuello tosiendo para observar a la despreciable figura
que se le acercaba.
—Yo…
Haciendo rechinar los colmillos, sentía bullir su espíritu guerrero,
pero no era capaz de mover el cuerpo ni un ápice. Por otra parte, el
gigante se iba aproximando, aunque se tomó su tiempo, hasta
plantarse ante él como un titán, levantando lentamente el hacha, se
dispuso a darle el golpe de gracia…
—¡Huid, excelencia!
Si en aquel momento una ráfaga de balas no hubiera alcanzado
la cara de su enemigo, Ion se habría convertido, sin duda, en un
amasijo de sangre y carne. Lanzando una segunda descarga contra
el gigante, que había perdido el casco, Esther gritó:
—¿¡Qué hacéis!? ¡Huid de prisa!
A su lado, el sacerdote estaba examinando el primer cuerpo
caído.
—Tenemos problemas, Esther: Estos tipos… —gimió,
revolviendo las gruesas ropas y frunciendo las cejas ante lo que
descubrió bajo ellas—. ¡Estamos perdidos! ¡Esther, dile al conde
que huya de inmediato!
—¡Esther, padre: mi abuela…! ¡Mi abuela…! —suspiró
débilmente Ion, que al fin se había levantado.
La cabeza le dolía como si estuviera a punto de caérsele y la
sangre le nublaba de que, a su lado, el gigante que había perdido
media cabeza blandía el hacha.
—¡Cuidado, excelencia! ¡A vuestro lado!
El cartucho de plata alcanzó al atacante en el abdomen. Esa vez
el gigante se tambaleó y cayó con gran estrépito. En el suelo, sus
extremidades se agitaron como las de un insecto monstruoso y,
como si se hubiera roto el cable de control, quedó inerte sin
levantarse.
—¡Conde de Menfis, huid! ¡Aquí estáis en peligro!
Pero la voz de Esther no llegó a los oídos de Ion, que se había
quedado de pie, estupefacto.
Envuelto en sangre, el sacerdote chilló con voz nerviosa:
—Quia inventi sunt in populo meo impii insidiantes quasi
aucupes laqueos ponentes et pedicas ad capiendos viros… ¡Es una
trampa! ¡Hemos caído en una trampa!
—¿Una trampa? ¿Qué queréis decir, padre? ¿¡Eh!? ¿Qué
hacéis? —gritó Esther, sorprendida cuando el sacerdote la tomó
inesperadamente en sus brazos.
Pero ignorando sus protestas, Abel se lanzó a la carrera a toda
velocidad. Por el camino, agarró al muchacha por el vestido como si
fuera un muñeco y se lo puso bajo el brazo a la fuerza.
—¡So…, soltadme, padre!
Al darse cuenta de cuál era el objetivo de aquella acción, en
apariencia insolente, del sacerdote, el joven dejó de resistirse y
gritó, desesperado:
—¡Mi abuela…! ¡Mi abuelaaa!
—¡Olvidaos de ella! ¡Hay que salir de aquí de inmediato! —gritó
el sacerdote, con una voz seria que Ion no le había oído nunca—.
¡Ésos van a explotar!
—¿¡Qué!?
Al principio, Ion fue incapaz de procesar las palabras que
acababa de escuchar. Sólo las comprendió cuando dirigió la mirada
hacia los restos de los hombres que había abatido.
Las ropas de los atacantes estaban hechas de jirones y dejaban
al descubierto sus corpulentas figuras. ¿Qué eran aquellas bolsas
que llevaban atadas sobre el vientre? Muchas bolsas unidas por un
hilo… y a un extremo, un reloj cuyo segundero corría lentamente.
—¡Una bo…, una bomba!
Mientras al joven se le agarrotaba la expresión, el sacerdote
seguía corriendo en dirección a la única ventana de la estancia. Al
llegar al borde, saltó al exterior con sus compañeros bajo los brazos.
Justo entonces se produjo una explosión y un resplandor como si el
sol hubiera caído sobre la tierra y la atmósfera se hubiera quebrado.
La llamarada consumió en un instante la habitación y lanzó una
ola de calor que debía llegar a los tres mil grados. El aire, que
parecía haberse solidificado con la deflagración, levantó un tsunami
transparente que engulló todo lo que había a su alrededor, la onda
expansiva sacudió como si fueran hijas caídas a los tres que
acababan de escapar por un pelo…
—¡Ay!
El larguirucho cuerpo de Abel fue el primero en golpear con las
extremidades extendidas el césped del jardín. Esther e Ion cayeron
un segundo después.
—¡Ayayay!, ¡cómo duele! —gimió la joven pelirroja, agarrándose
la cadera. Con los ojos llenos de lágrimas, se giró para comprobar la
suerte de sus compañeros—. ¿Estáis bien, excelencia? ¿Estás
herido?
—¡Aaah!
Pero la respuesta de Ion estaba llena de energía. Una luz blanca
le brillaba en los ojos y el rostro había perdido el color cadavérico de
antes.
Las llamas se extendían por el palacio con extraordinaria
rapidez.
Incluso un niño se habría dado cuenta de que se había dispuesto
algún acelerador para ayudar al incendio. Ion retrocedió,
protegiéndose la cara del aire ardiente, pero parecía rebosante de
fuerzas.
—¿¡Qué ha pasado…!? ¡Abuela! ¿¡Qué…!? —murmuró el joven,
quien acababa de perder en un instante su casa y a su familia.
¿Por qué había ocurrido eso? ¿Qué podía hacer ahora?
Abrumado por sus sentimientos, se giró hacia la figura delgada
que tenía al lado.
—Padre Nightroad, ¿qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer…?
—¡Silencio! —le respondió con brusquedad el padre al
desconsolado joven, mientras observaba los alrededores con la
máxima atención. Con el dedo puesto sobre los labios, añadió con
una voz apenas audible—: Esto no pinta bien. Son demasiados…
Estamos rodeados.
—¿Rodeados?
¿Aún quedaban enemigos?
La cautela del sacerdote hizo que Ion volviera a ser consciente
de la realidad. Se giró para mirar en la misma dirección que Abel y
exploró los alrededores con ojos vivos. Sin embargo, no vio nada
más que los árboles mecidos por el viento y el mar tenuemente
brillante. Nada parecía sugerir la presencia de enemigos.
—Padre, ¿dónde están quienes nos rodean? —preguntó Ion al
sacerdote, que seguía con expresión preocupada, y se volvió de
nuevo al frente.
No habría pasado ni medio segundo, pero el joven se quedó tan
sorprendido que tuvo que frotarse los ojos. Allí donde no había
nadie un instante antes, habían aparecido, como si se tratara de un
espejismo, diez figuras.
Pero ¿de dónde habían salido?
Bajo la funesta luz rojiza del sol, un pelotón de soldados con
armadura roja los había rodeado por completo. Llevaban la gorra
calada hasta las cejas y unas máscaras rojas que los miraban de
forma inexpresiva.
Las armaduras estaban cubiertas por unos capotes también del
color de la sangre. Portaban rifles de gran tamaño y llevaban anchos
sables colgados de la cintura.
—¡Los jenízaros!
Ion dio un paso al frente, pese a que Abel y Esther intentaron
ponerse delante de él para protegerlo. Con voz entrecortada, tendió
las manos hacia los soldados rojos.
—¿Jeni…, qué? —preguntó Esther.
—Los jenízaros. Son el cuerpo de guardia methuselah que
protege a Augusta, si no me equivoco. Pero es muy raro, había oído
que no salían casi nunca del palacio imperial… —le explicó
brevemente Abel a Esther, quien fruncía el ceño, extrañada.
Su diálogo no llegó a oídos de Ion, que se dirigió al jenízaro que
estaba en el centro del grupo, un soldado de piel negra, el único que
llevaba la cara descubierta.
—¡Señor Baybars! ¡Sois el señor Baybars! ¡Habéis llegado en el
momento justo! ¡El palacio…, mi abuela…!
La voz del joven era temblorosa, pero no se podía esperar otra
cosa de alguien que acababa de perder a su familia y su casa a la
vez. Sin embargo, la mirada de Baybars le respondió con una
frialdad de acero.
—Ion Fortuna, conde de Menfis…
Las llamas del incendio resaltaban la oscuridad de las sombras
de los siniestro soldados.
El capitán de los jenízaros no hizo ningún gesto de sacudirse las
cenizas que caían sobre él. Erguido como una estatua, anunció con
gran elocuencia:
—En nombre de Augusta y del Imperio, quedáis detenido como
sospechoso del asesinato de la duquesa de Moldova y del incendio
de su palacio… Seguidnos sin presentar resistencia.
—¿¡Qué!?
Ion se quedó perplejo al oír el ruido de los sables al ser
desenvainados.
III
—¡Huy!
Aunque ya habían disminuido bastante la velocidad, si la arena
de la playa no llega a amortiguar la caída, se habrían hecho
bastante daño.
—¡Ayayayay! Pensé que no salíamos de ésta… —gimió
débilmente Esther, levantándose llena de arena.
¿A qué distancia estarían del palacio de los duques de Moldova?
Las olas rompían en la playa con un sonido apacible. Sobre la
blanca arena donde se encontraba, Esther llamó a gritos a sus
compañeros.
—¿Estáis bien, padre? ¿Excelencia?
—¡Aaaaay!, yo más o menos… ¿Excelencia? —respondió el
sacerdote.
Ion había caído de lado en la arena y no hacía ademán de
levantarse, aunque sus extremidades se movían de forma
espasmódica como si fueran entidades independientes.
—Esto no tiene buena pinta… ¡Aguantad, excelencia! —gritó
Esther, nerviosa, mientras corría hacia el exhausto methuselah.
Limpió la arena que envolvía el cuerpo aún infantil el muchacho,
pero no obtuvo más respuesta que una respiración violenta.
Tampoco era raro, el estado de haste suponía un gran desgaste
para los methuselah. La secreción extraordinaria de potasio y sodio
provocaba la inflamación de todo el sistema nervioso, incluido el
cerebro. Los músculos anémicos, privados de sus nutrientes,
perdían toda su fuerza. El violento dolor que le recorría el cuerpo
seguiría atormentándole durante un rato.
No había nada que Esther pudiera hacer. Sólo esperar un tiempo
hasta que la capacidad de recuperación de los methuselah hiciera
su trabajo.
Pero… ¿cómo iba a acabar todo aquello?
Desanimada, Esther apartó los cabellos que cubrían la cara
pálida del joven.
¿Qué podían hacer entonces? Ion lo había perdido todo. Incluso
era considerado un criminal. Y ella misma, una muchacha sola en
tierra extranjera…, y más que por el éxito de la misión tenía que
temer por su propia vida…
¿Qué podía hacer?
—Bueno, descansaremos un rato, y cuando el conde de Menfis
pueda moverse, nos pondremos en marcha —dijo una voz serena,
interrumpiendo los pensamientos de la monja.
Sacudiéndose la arena del trasero, Abel se levantó
tranquilamente y empezó a revolver entre las cosas de Ion. Sacó
una pastilla de sangre del tamaño de una uña, la echó a la
cantimplora y se la pasó a Esther.
Esther, dale al conde el agua de la vida. Yo iré a explorar un
poco por allí.
—Pe…, pero, padre, aunque queramos seguir en camino…
Incluso Esther se daba cuenta de que no podían permanecer allí
por mucho tiempo, la geografía del Imperio no le era nada familiar,
pero no podían estar demasiado lejos del palacio de los duques de
Moldova y no había manera de saber cuándo les darían alcance sus
perseguidores.
Pero ¿adónde podían ir? En aquella ciudad desconocida, que
además era la capital de otra especie, unos extraños como ellos no
pasarían desapercibidos.
Abel, sin embargo, sencillamente movía la cabeza.
—La verdad es que tienes razón. Pero ahora mismo estoy
pensando en alguien que puede ser nuestra salvación.
—¿Eh? ¿Nuestra salvación?
Esther parpadeó, sorprendida. Pensaba que, igual que ella, el
sacerdote pisaba la capital imperial por primera vez. ¿Ya había
estado antes?
—Bueno, concretamente, nuestra salvadora.
—Abel no se dio cuenta de la mirada sospechosa de Esther.
Mordiéndose el labio, parecía que un leve frío le recorriera el
rostro.
—Sólo tiene el pequeño defecto de que os un poco irascible y
fanfarrona, y que, cuando se enfada, no hay manera de saber con
qué va a salir… Pero, en estas circunstancias, no podemos
permitirnos el lujo de ser exigentes, habrá que hacerse a la idea y
ponerse en marcha.
V
El palacio de jade
Mía es la venganza.
ROMANOS 12,19
I
—¿Esther?
La muchacha se levantó de un salto ante la voz que la había
despertado. Mejor dicho, intentó levantarse de un salto, pero un
dolor horrible en la espalda la paralizó.
—¡No, Esther, no te muevas! ¡Se te abrirá la herida!
Quien le hablaba al lado la agarró de la muñeca, pero el dolor no
le dejaba abrir los ojos. Sentía como si la hubieran dado un latigazo.
Separó desesperadamente los labios para llenarse los pulmones de
oxígeno. El estímulo del alcohol mezclado con el aire fresco que
había inhalado hizo que su cerebro volviera a ponerse en
funcionamiento. La figura que la acompañaba murmuró:
—Esther…, ¿estás bien?
—¿Ex…, excelencia? —respondió Esther con voz frágil,
levantando la vista hacia los temerosos ojos broncíneos.
La embargaba la sensación de haber tenido una pesadilla terrible
que no podía recordar. Hablando de recordar, ¿qué hacía en aquel
lugar? ¿Por qué tenía tanta fiebre?
Mirando el rostro de Ion y el techo desconocido que los cubría,
Esther intentó retrazar el hilo de la memoria. Mientras el padre
Nightroad estaba ausente, Ion y ella se había escapado y habían ido
a la tienda de Mimar…
—¡Eso es! ¡Entonces, yo…!
—Entonces, hubo una gran lío. Murió el dueño de la tienda,
apareció un enemigo cadavérico imposible… Nos costó mucho
escapar de allí. Pero lo importante es ver cómo te encuentras… —
dijo una voz limpia que no era la del joven.
Por su aspecto físico parecía ser más o menos de la edad de
Ion. Bajo los desordenados cabellos negros, una sonrisa traviesa le
adornaba el blanco rostro.
—¿Eres… la vendedora ambulante de té de antes? Te
llamabas…
—Me llamo Seth —respondió la chica, sin dejar de juguetear con
las vendas que sostenía en la mano como si fueran una pelota.
La ropa que llevaba puesta no era del color gris de los siervos.
Iba vestida con el blanco que correspondía a los vasallos cuando
aún no se les había asignado una profesión y eran estudiantes.
—Estudio en la medrese de Medicina. Vender té es una manera
de sacarme un dinero extra… Se gana más de lo que parece
haciendo ese trabajo.
—¿Estudiante de medicina?
Las medrese correspondían en el exterior a las instituciones de
estudios superiores de posgrado. ¿Podía ser una niña tan joven
estudiante de posgrado? Parecía tres o cuatro años menor que
Esther. ¿No le faltaban aún algunos años para ir a la universidad?
Probablemente, las dudas se traslucían en su expresión. La niña
torció los labios como haciendo una diablura.
—Bueno, puedes creerme o no, como quieras… Pero que sepas
que esa herida te la he tratado yo. Si fuera por ese médico, ya
estarías muerta.
—¿Tú me has…? ¿Y esta habitación…?, ¿dónde…? —preguntó
Esther, mirando a su alrededor.
Por la ventana se podían ver a lo lejos el Bósforo tañido de rojo y
la orilla opuesta de Beyoglu. Eso quería decir que se encontraban
en Anadolu, el distrito donde habitaban los terranos, no muy lejos
del mercado central.
Estaban en una habitación muy limpia, de techo alto, pero que
parecía demasiado sobria para ser la de una adolescente. No había
más muebles que la cama que ocupaba Esther, una mesa y un
juego de té sobre ella. En una pared había un armario empotrado
donde sólo colgaban las ropas grises de antes.
¿Qué tratamiento le podían haber hecho en un habitación como
aquélla? La herida, con seguridad, había sido muy seria, de vida o
muerte.
¿Y cuánto tiempo había estado inconsciente?
—¿Cuánto tiempo llevo en la cama?
—Prácticamente un día entero —contestó Seth, levantando la
mirada hacia el reloj de la pared—. Has dormido mucho. Seguro que
traías gran cantidad de cansancio acumulado.
—Supongo que sí, porque… ¿¡Eh!? —se detuvo de golpe
Esther.
Había estado hablando todo el rato en la lengua oficial de Roma.
Y no sólo eso. La chica que tenía enfrente, ¡le contestaba en la
misma lengua!
—¡Ah!, no te asustes… Ya sabía que eras del exterior —
respondió Seth sin cambiar de expresión ante la cara pálida de
Esther. Sin dejar de sonreír, se sentó sin ceremonia con las piernas
cruzadas en el sofá—. Es que todo el rato hablabas en sueños en
lenguas del exterior. Creo que mezclabas húngaro y la lengua de
Roma. Además, ya que este noble y tú ibais paseando juntitos…,
¿verdad?
Ante la mirada cargada de sobreentendidos, Ion respondió
cabizbajo y avergonzado:
—Perdóname, Esther… Se lo he contado todo —se disculpó con
voz quebradiza el aristócrata. Acercándose a Esther añadió en voz
baja—: Pero puedes estar tranquila. No le he dicho que eres del
Vaticano… Le he contado que te he conocido en el exterior y te he
traído conmigo…
—Pero vaya uno tu chico. Mira que traerse una terrana, y encima
del exterior a la capital… —comentó frívolamente la niña,
interrumpiendo aquella conversación íntima.
Para ser una terrana del Imperio, no parecía tenerles demasiado
miedo a los methuselah. Era raro encontrar un siervo que no temiera
a los aristócratas.
—¿No sabéis que el amor entre methuselah y terranos es tabú
en el Imperio? Si os descubren… Pero no os preocupéis, que no le
contaré a nadie vuestro secreto. A cambio, ¿quedará entre nosotros
que me dedico a vender té? Si se enteran, me echarán de la
medrese.
—¡Pero que vergüenza! Aprovecharse de las debilidades
ajenas…
Pero bueno, de acuerdo —aceptó Ion, altivo, más tranquilo al ver
que Esther ya se encontraba mejor. Después de toser ligeramente,
se puso a sermonear en tono sentencioso a la niña que lo miraba
traviesa—. Por esta vez, haré la vista gorda ante tu delito. Pero
escúchame bien, jovencita: tienes que dejar de hacer eso. La ley del
Imperio prohíbe terminantemente que los terranos practiquen
profesiones ajenas y simulen pertenecer a un estamento que no les
corresponda. Como estudiante debes aplicarte en tus libros y
participar así, como súbdita de su gloriosa majestad imperial, en
nuestra sociedad…
—¡Huy, mira qué tarde se ha hecho! ¿No tenéis hambre,
parejita?
—¡No interrumpas cuándo te hablan! —gritó Ion, furioso porque
le habían arruinado la prédica. Seth lo ignoraba por completo y
seguía jugando con las vendas mientras tarareaba una canción—.
¡Es lamentable!
¡Que las circunstancias me obliguen a dejar pasar un crimen
como éste!
¡Majestad, perdonad a este súbdito indigno!
—Tiene su gracia y todo, este chaval. Hace tiempo que no veía
un espectáculo así —se mofó Seth, mirando cómo Ion se postraba,
con un suspiro, en dirección al palacio imperial—. Bueno, pues
cuando te hayas cansado, ¿por qué no nos vas a comprar algo para
comer? Esther necesita alimento.
—¡Que no soy tu criado! ¡Vete tú! —gritó Ion, sacando
instintivamente los colmillos ante la insolencia de la niña; pero su
queja no tuvo efecto.
—¿Yo? Pero si tengo que cambiarle las vendas a Esther y
ayudarla a vestirse… ¡Aaah!, ¿o es que quieres vestirla tú mismo?
—¡Oh!
Ion enrojeció y, mirando de forma alternativamente a las dos
muchachas, tuvo que reconocer su derrota; rápidamente se giró,
enfurruñado.
—Tú ganas, chiquilla. Pero que sepas que ésta me la pagarás.
¡No lo olvidaré!
—Que sí, que sí… Mira, hay una tienda de comida muy buena y
barata en la esquina de nuestro edificio. Yo quiero tomates rellenos
de carne.
—¡Esto no acabará así!
Ion descargó su frustración dando un portazo al salir. Seth oyó
cómo se alejaban los pasos por la escalera sin dejar de sonreír y se
giró después hacia su paciente.
—Bueno, ahora que nos hemos librado de ese pesado… A ver,
Esther, ¿me enseñas el sitio dónde te impactó la bala?
—¿Eh? ¡Ah, sí…!
Esther se había quedado atónita ante el diálogo que acababa de
presenciar, pero volvió en sí al oír que Seth la interrogaba. Tal y
como le había pedido, se desnudó para mostrarle el hombro herido.
La herida era mayor de lo que había pensado, pero la hemorragia se
había detenido por completo. Ahora que la miraba de nuevo, se dio
cuenta de que la bala había penetrado en su hombro con mucha
profundidad. Podía dar las gracias de no haber muerto a causa de la
hemorragia. Era una suerte que le impacto no hubiera sido mortal,
pero debía darle las gracias también a los primeros auxilios y las
curas que había recibido.
—¡Hmmm!, el proceso avanza con normalidad… Se nota que
eres joven. Las lesiones de los vasos sanguíneos ya se han cerrado
y los capilares han empezado a crecer de nuevo. En dos o tres días
podrás moverte otra vez.
Seth lanzó un silbido de admiración y empezó a cambiar con
habilidad las vendas, sus movimientos eran precisos como los de
una médica veterana.
—Perdonad, ¿doctora?
—Llámame Seth. Mis hermanos y amigos me llaman así.
—Bueno, pues, Seth —prosiguió Esther, mirando
alternativamente la cara de la niña y las manos que se movían con
una agilidad casi mágica—, pareces bastante pequeñ…, bastante
joven, ¿cuántos años tienes?
—¿Yo? Voy a cumplir trece.
—¿Trece? —repitió Esther, pensando sin querer que Seth era
cuatro años más joven que ella—. Es increíble que sepas hacer esto
a tu edad… ¿O es que la gente del Imperio son todos como tú?
—¡Hmmm!, depende de las capacidades, el esfuerzo y la
personalidad de cada uno. Todo el mundo tiene cosas que se le dan
mejor y peor, ¿no? No todos los terranos se convierten en vasallos y
reciben educación superior.
Antes de acabar la frase ya había terminado de cambiar las
gasas, y las vendas blancas cubrían de nuevo la herida. Seth se
quedó pensativa un instante y añadió con seriedad:
—Pero al menos todo el mundo tiene su oportunidad. No es
como en el exterior, que el origen familiar y la riqueza determinan las
oportunidades educativas. Cualquiera que se esfuerce y pase los
exámenes puede convertirse en vasallo. Tampoco hay limitaciones
por edad… Y no es sólo en el campo de la educación. La política del
Imperio es valorar el esfuerzo y la personalidad de todos los
terranos, para que funcione la coexistencia con los methuselah.
—¿La política del Imperio? ¿Coexistencia? —repitió Esther,
confundida.
Lo que se decía en el exterior era que los terranos del Imperio
eran tratados como esclavos, bajo el yugo de los vampiros, los
humanos vivían, aterrorizados, una existencia comparable a la del
ganado. Pero, entonces, ¿cómo se explicaba que hubiera alguien
como la muchacha que tenía delante? ¿O las caras vitales y
sonrientes de los terranos que paseaban por la ciudad? Lo que
había visto desde que había entrado en el Imperio y lo que había
oído antes eran cosas completamente distintas.
—Pero en el fondo los terranos son esclavos de los methuselah,
¿no? —aventuró con voz débil mientras comprobaba el estado de la
herida moviendo el hombro con lentitud—. Se les trate como se les
trate, los terranos siempre tienen que servir a los methuselah… ¿A
eso es a los que llamas coexistencia?
—Esther, mira por aquí —respondió Seth, abriendo la ventana.
Afuera el sol se estaba poniendo y empezaba a caer el velo de la
noche. A ambos lados del estrecho, que parecía un gran río,
empezaban a brillar lucecitas blancas. El paisaje era tan hermoso
como un espejismo, como un sueño visto dentro de otro sueño. Sin
embargo, lo que Seth señalaba con el dedo era la parte meridional
de Beyoglu: el gigantesco grupo de edificios que sobresalía de los
frondosos bosques verdes.
—Esther, hay una cosa que no entiendes… No son los
methuselah quienes reinan sobre los terranos.
El palacio imperial. La residencia de aquella que existió en el
pasado, existía ahora y existiría en el futuro. No había rastro en la
expresión de Seth de la frivolidad de antes. Incluso se podría decir
que su tono era severo.
—Quien reina sobre los terranos es su majestad la emperatriz,
legalmente, los terranos son sus posesiones. Dañarlos equivale a
dañar las posesiones de la emperatriz. Los methuselah, además,
son sus vasallos absolutos. En definitiva, methuselah y terranos son
iguales. ¿No es eso la coexistencia de dos especies?
—…
Iguales ante la existencia absoluta de la emperatriz. En efecto,
no podía decirse que no fueran un tipo de coexistencia.
Esther se quedó pensativa mirando hacia la ciudad, que parecía
cantarle a la prosperidad de la noche.
«Coexistencia es una palabra que sólo existe en los sueños de
los tontos».
Recordaba las palabras que había oído en su ciudad natal de
István.
Entonces, eso fue lo que dijo el hombre que mató a toda su
familia.
Él mismo quería vengar a su propia familia, asesinada por
instigación del Vaticano. Cuando oyó aquellas palabras ella también
creyó que eran verdad. Era imposible convivir con aquellos que
habían matado a su familia y sus conciudadanos.
Sin embargo…
—Pero hay una condición previa para que pueda existir esa
coexistencia, Seth —dijo Esther, quien se debatía en una
impaciencia que ella misma no acababa de entender, respondiendo
como alguien que intenta resistir una tentación—. Es la presencia
constante de la emperatriz. Si desapareciera o cambiara de súbito,
¿seguiría siendo posible la coexistencia?
Con cara de admiración, Seth ofreció un aplauso a la respuesta
de la chica pelirroja.
—Muy bien… Realmente eres una chica muy inteligente, Esther
—dijo, asintiendo con gravedad—. Es exactamente como dices. Es
la existencia de la emperatriz lo que permite la convivencia de las
dos especies. Si le pasara algo, todo el Imperio se vendría abajo. Y
la coexistencia también, claro.
«¿Se puede llamar realmente coexistencia a algo tan frágil?».
Aunque le había dado la razón, Esther no se había quedado
tranquila.
¿O quizá lo que de verdad deseaba era estar equivocada? Se
quedó pensando, cabizbaja.
«¿Es real la coexistencia si depende por completo de la persona
de la emperatriz?».
Pero en el exterior la coexistencia no existía ni siquiera en esa
forma. Sólo existían la lucha y el odio eternos. Los humanos, que
llamaban «vampiros» a los methuselah, contra los methuselah, que
llamaban «ganado» a los humanos. Esther vivía en ese mundo…
Después de todas esas reflexiones, Esther volvió en sí.
Al poco rato se sorprendió de haber pensado incluso en la
posibilidad de que la coexistencia existiera. Ya debería haber
aprendido que algo así era imposible. No había nadie que
comprendiera tan bien como ella el abismo que separaba a ambas
especies.
Pero había una cara que no le desaparecía del pensamiento.
Gyula, Radu, Astharoshe, Ion… había reído y habían llorado, se
habían enfadado y habían sentido tristeza ante sus ojos. Todos
ellos…
De todos modos, Esther no podía dejar de sentir aquella
intranquilidad. Un ruido pesado del exterior interrumpió sus
pensamientos.
—¡Ah!, ¿eres tú? ¿Has traído la comida? —preguntó Seth,
levantándose.
Su expresión alegre hizo que desapareciera del ambiente toda la
tensión. Con pasos rápidos se acercó a la puerta, puso la mano en
el pomo…
Y la puerta explotó.
—¿¡Aaaah!?
Sí, fue una auténtica explosión. El impacto del exterior hizo que
el pomo y las bisagras se partieran con un sonido triste. Las hojas
de la puerta volaron con violencia por la habitación y se llevaron a
Seth por delante.
—¿¡Seth!?
Esther se quedó helada viendo cómo el pequeño cuerpo
golpeaba contra el suelo, pero aún abrió más los ojos cuando
levantó la vista para ver la figura gigantesca que entraba por la
puerta.
—Es…, es…
Cuando el uniforme de combate negro se puso en movimiento
ondeando funestamente, Esther salió de un salto de la cama.
Olvidándose de la herida del hombro, se lanzó hacia la escopeta
que estaba apoyada en la pared, y justo cuando alcanzó el arma
con la punta de los dedos…
—¿¡!?
Un estruendo le resonó encima de la cabeza. Al levantar la
mirada por reflejo, los ojos se le llenaron de una sombra negra. Sin
que tuviera tiempo de darse cuenta de que se trataba de otra figura
que había entrado atravesando el techo, un puño la agarró con
fuerza del pecho.
—¡Aaaaaaah!
Antes de golpearse contra la pared, el grito de Esther sonó como
si hubiera vaciado todo el aire de los pulmones.
El impacto probablemente le había vuelto a abrir la herida,
porque un líquido cálido le empezó a gotear por el brazo, que había
perdido toda sensibilidad. Tenía también la mirada nublada por culpa
del golpe en la cabeza.
—¡Ah!… Seth… Conde… Exce… lencia…
Esther intentó abrir los ojos para no quedar completamente
inconsciente. Además del entumecimiento del brazo, sentía un pitido
horrible en los oídos. Los ojos le pesaban como si le hubieran
vertido plomo dentro, pero juntó todas sus fuerzas para levantar los
párpados.
A través del velo borroso que le cubría la mirada vio las dos
figuras y una figura blanca que parecía enfrentarse a ellas. ¿Sería
Seth? ¿O quizá Ion? Fuera quien fuera, las hachas de combate que
blandían las figuras oscuras se dirigían hacia la sombra blanca, que
estaba inmóvil, como helada.
—No…, huye…
El pitido de los oídos no le dejaba oír ni su propia voz. Esther
intentó lanzar, aún así, un grito de aviso, pero sus fuerzas no daban
para más.
«Pero ¿qué es este pitido?».
Ése fue el último pensamiento que pasó por la conciencia de la
monja antes de que se sumiera en la oscuridad.
—¿Por qué demonios me toca a mí, conde de Menfis, espada
imperial, ir de compras como una criada? —se quejó Ion, frunciendo
el gesto. La montaña de bolsas de papel no le dejaba ver nada y las
calles eran oscuras, pero no había vacilación en su paso—. ¿Y qué
se ha creído el tendero ése? «Qué chavalín más mono»… ¿¡Mono!?
¡Llamar «mono» a un espada imperial!
Su primera experiencia de ir de compras no había sido muy feliz.
No había apenas entrado en el mercado cuando ya lo rodeaban por
todos lados las vendedoras de voces chillonas. Lo habían
zarandeado de aquí para allá, con mil zalamerías, pero al final había
conseguido que le rebajaran casi un tercio, de modo que si hubiera
sido terrano podría haber estado contento.
Pero para el conde de Menfis, espada imperial, guardián del
Estado, aquélla era una experiencia que quería olvidar cuanto antes
mejor.
Las labores domésticas les resultaban por completo extrañas a
los methuselah. No llegaban a alcanzar ni el uno por ciento de la
población de terranos, pero se encargaban de todas las labores
políticas y militares, y no tenían tiempo para esos trabajos. La única
excepción era la educación de los niños. En su sistema de familia
extensa matrilineal, todos los miembros se volcaban en esa tarea.
Del resto de quehaceres se ocupaban los vasallos o los autómatas.
—Además ha sido idea de Seth. ¿Por qué tengo que hacerle
caso a una granuja como ésa? Si yo quisiera, podría hacer que la…
¡No, basta!
¡Basta! —exclamó Ion al darse cuenta de que estaba a punto de
estallar de ira. Agarró las bolsas con fuerza y se mordió el labio—.
Paciencia, Ion…
Todo sea por cumplir las órdenes de su majestad imperial. La
grandeza consiste en no decepcionarla, aunque eso implique
arrodillarse delante de una pilluela como ésa. ¡Paciencia! Es mi
obligación como noble…
Aunque estaba a la cabeza de los espadas imperiales, ni
siquiera Ion había visto la cara de la emperatriz. Había oído a su
abuela decir que era «una perfecta armonía de majestad y
esplendor, como corresponde a la madre de todos los methuselah».
Como su súbdito, era vergonzoso ponerse a lloriquear por tan poco.
Hablando consigo mismo, Ion llegó a la casa de la niña que le
había enviado a comprar. Lanzó un profundo suspiro para
tranquilizarse, alargó la mano hacia el pomo de la puerta y… se le
nubló el rostro.
—¿?
Sin soltar las bolsas, Ion ladeó la cabeza como si se hubiera
dado cuenta de algo. Como un herbívoro que hubiera notado la
presencia de un depredador, levantó ligeramente la vista y miró a
derecha e izquierda…
De la noche cayó un torbellino sobre él. Una decena de espadas
se abalanzaron sobre el joven. Al instante siguiente, el contenido de
las bolsas de papel estaba desparramado por el suelo…, pero no
había ni rastro del muchacho.
—¡Idiotas! ¿¡Creéis que me podéis sorprender así!? —rió Ion
mientras surcaba el cielo nocturno con la mano en la espada—.
¿Por quién me tomáis? Soy Ion Fortuna, conde de Menfis…
Desenvainando el arma, Ion se impulsó de una patada contra la
pared de una de las casas de la calle. El pequeño cuerpo voló por
encima del tejado y cayó con la fuerza de un ave rapaz sobre las
sombras que se encontraban allí emboscadas.
—¡Soy un aristócrata imperial! ¡Un espada imperial!
Cuando los atacantes quisieron darse la vuelta para huir
precipitadamente, la espada cayó girando sobre ellos. Ion aterrizó
curvando el cuerpo como un gato esperando la lluvia de sangre
cuando…
—¿Ya te has recuperado, Ion?
En vez de los gritos de agonía, se oyó la voz sarcástica de un
joven.
—¡Im…, imposible! ¿¡No lo he abatido!?
Controlando un estremecimiento, Ion saltó por instinto hacia
atrás, mejor dicho, intentó saltar hacia atrás, porque alguien lo
agarró por la espalda. Mejor realizaba esfuerzos por liberarse, su
atacante le susurró:
—¡Que es eso de querer matarme de repente! Con el tiempo que
hace que no nos vemos, amigo…
—¿¡!?
La expresión del joven se congeló al oír aquella voz y gritó,
horrorizado, un nombre.
—¡Ra…, Radu!
—Cuánto tiempo, Ion.
Bajo los cabellos del color de la noche, le sonreían unos ojos
broncíneos.
Era Radu Barvon, barón de Luxor, el amigo que creía haber
perdido para siempre, quien estaba ante él, exactamente como le
recordaba.
—No…, no puede… ¡Radu! ¿¡Cómo pudiste…!? ¡Te vi morir
en…!
—¿Morir? ¡Huy, huy!, y entonces, ¿cómo es que estoy aquí
contigo?
Riendo con sarcasmo, el ifrit lo atrajo hacia sí con fuerza
irresistible hasta elevarlo a la altura de su mirada.
Recordaba a la perfección cómo Radu se había quemado al sol y
había caído desde lo alto del dirigible. Incluso siendo methuselah
era imposible que hubiera salido de aquello con vida. Pero la cara
que tenía ante sus propios ojos no presentaba ni siquiera un
rasguño.
—¿Aún piensas que soy una aparición? ¿Crees que los muertos
hablan tanto como yo?
—Pe…, pero… si Mimar dijo la verdad… —dijo Ion, volviendo en
sí al mismo tiempo que miraba fijamente a su adversario con una
emoción que no tenía nada que ver con la nostalgia—. Radu, ¿me
has vuelto a tender una trampa? ¿¡Por qué!? ¡Pero… ¿por qué?!
¿¡Tanto me odias!?
—¿Odio? ¡Qué presumido eres! Los mocosos como tú no tienen
ninguna importancia… Tengo cosas más importantes de que
preocuparme.
No eres más que un anzuelo para captar la atención de palacio.
No te necesitamos para nada más.
—¿Para qué? —preguntó Ion, al mismo tiempo que sentía cómo
un escalofrío le recorría la espalda. ¿Sería por la manera indiferente
con la que lo trataba su antiguo amigo?—. ¿Qué pretendes? ¿Qué
estás tramando que te ha llevado a algo tan horrible como matar a
mi abuela y acusarme a mí del crimen?
Intentó hablar con voz serena, pero no pudo evitar que se notara
su nerviosismo. Su antiguo amigo simplemente rió con frialdad y se
le acercó para decirle:
—Te lo voy a contar como un favor especial…
Sus palabras eran apenas audibles, pero las comprendió con
total claridad.
—Vamos a matar a Augusta.
—¿¡Qué!?
Si le hubieran dicho que le iban a matar a él, no se habría
sorprendido tanto.
Palideciendo, Ion abrió tanto los ojos que pareció que fueran a
salírsele de las cuencas.
—Pe…, pero ¿qué has dicho? ¿Matar a su majestad? ¿¡Crees
de verdad que es posible llevar a cabo algo tan absurdo!?
—¿Absurdo? —respondió impasible Radu, fingiendo confusión
—. ¿Matar a Augusta es absurdo?
—¡Su majestad imperial Augusta! —repitió Ion, mirando con
horror a su antiguo amigo, como si buscara en su rostro algún
síntoma de locura—. ¡Es imposible matar a la madre de todos los
methuselah, la que gobernará nuestro Imperio por toda la eternidad!
—Bueno, te lo explicaré con más detalle, puesto que no eres
tonto —repitió Radu, con una voz que no mostraba ira ni locura. Más
bien parecía que se burlara de él, porque suspiró con estudiada
afección y siguió, con una sonrisa fría—: Tú no eres tonto. Eres
increíblemente estúpido.
¿«Gobernará por toda la eternidad»? ¿De verdad crees eso? —
prosiguió, encogiendo los hombros de forma exagerada, como si
fuera un actor de teatro, y lanzando una risotada—. Sí que dicen
que ha vivido ochocientos años, pero no es más que propaganda.
Ningún methuselah puede vivir tanto… Ahí hay gato encerrado. Yo
no me lo creo. Sea como sea, Augusta es un ser vivo y, como tal, se
la puede matar.
—Pe…, pero… ¿por qué? Radu, ¿por qué?
Su antiguo amigo lo miró con cara de lástima y escupió:
—¿Qué por qué? ¿Acaso no es obvio? Porque estoy harto.
Estoy harto de esa bruja que no se muere nunca y de su Imperio de
marionetas —continuó, torciendo los labios como un diablo, pero
hablando con voz clara—. Vamos a matar a Augusta. Después
exterminaremos a esos asquerosos terranos del exterior y seremos
por fin dueños del planeta. Es nuestro destino como methuselah,
nadie impedirá que ocupemos el lugar que nos corresponde. ¡Ni
siquiera tú, Ion!
—¡Ah! —gritó el muchacho, sintiendo un horrible dolor en la
pierna derecha.
Las agudas garras de Radu se le habían clavado profundamente
en el muslo. Por un momento, pareció que relajaba la fuerza con la
que lo agarraba, pero en seguida lo volvió a levantar aún más alto.
Ion se oponía con todas sus fuerzas, pero no podía resistirse a
Radu. Mirándolo como si admirara una mariposa disecada, los
cobrizos ojos rieron con maldad.
—En estos momentos, todos los esfuerzos del palacio se dirigen
a encontrarte. Muchas gracias, amigo. Así nos haces el trabajo
mucho más fácil… Sólo tenemos que conseguir que no te pillen.
—¡Ah!
A Ion se le escapó un nuevo grito de dolor cuando Radu empezó
a mover las uñas por la herida. Sufría tanto como si le hubiera
explotado una bomba dentro de la pierna. Sin embargo, el
muchacho sólo pensaba en una persona.
¿Estaría Esther a salvo? Si querían matarle a él, era seguro que
ella tampoco saldría con vida…
—¿Tanto te preocupa Esther? —susurró, burlón, el methuselah
de cabellos azules como si le leyera el pensamiento—. Es que eres
tan obvio…
Pero, Ion, ¿te parece apropiado confiar tanto en ella?, es
terrana… y además trabaja para el Vaticano.
—¿Qué quieres decir? —se esforzó en preguntar Ion,
soportando el horrible dolor que lo cegaba.
No necesitaba que nadie le dijera que Esther era terrana, pero
¿qué habría querido decir con el resto?
—¿Quieres que te vuelvan a traicionar? ¿Cómo crees que sabía
yo todos y cada uno de tus movimientos?
—¡Ă… ăst dobitoc!
Al entender lo que quería decir Radu, a Ion se le heló la sangre.
—¿Insinúas que Esther me ha traicionado? Imposible… ¡Esther
nunca lo haría! —gritó, olvidando el dolor.
—¡Huy… Huy!, su excelencia está loquito por esa muñeca… Si
su majestad imperial y su difunta abuela se enteraran se pondrían
muy, muy tristes —dijo Radu, sacudiendo la cabeza con aire
divertido, y le replicó con voz teatral, como si le contara un secreto
—. Pero ¿sabes qué, Ion? Ella te odia. Bueno, no sólo a ti, a todos
los methuselah. ¿Lo sabías?
—¿¡Qué!?
Ion dejó de resistirse de repente. Por la mirada le pasó, de
manera inconfundible, la sombra de una duda.
—¡No digas tonterías! ¡Esther me salvó la vida! ¿¡Cómo quieres
que…!?
—No hablo en broma. Sé muy bien las razones de ese odio.
Escúchame bien: toda su familia fue asesinada por methuselah.
—¿¡!?
¿Asesinada?
¿Toda la familia?
A Ion se le atragantaron las palabras al recordar aquellos
cabellos pelirrojos y los ojos azules. Sin prestar atención a Radu,
que le miraba con una sonrisa de placer, se quedó hipnotizado por
aquella imagen.
—Bueno…, veo que es algo que no sabías, amigo mío —añadió
Radu con crueldad, pero fingiendo compasión—. Ella es de István,
la ciudad que atacó el Vaticano el año pasado, donde mataron al
marqués de Hungaria.
Como era huérfana, la crió la obispo Vitez en la catedral. Pero el
año pasado el marqués la mató. Y no sólo a la obispo…
Exceptuando a la chica, todos los religiosos de la catedral murieron.
Qué destino tan trágico, ¿verdad?
—Eso es…
Ion se estremeció. Con aquella muchacha había pasado muchos
momentos dulces y amargos. Su actitud sin prejuicios contra los
methuselah, ¿era falsa?
—¡Eso es imposible! ¡Imposible!
—Oye, qué raro que no te haya contado algo tan importante
como eso, ¿no? —siguió lanzando veneno el diablo de cabellos
azules—. ¿No será que te esconde algo? ¿O…?
¿Qué querría decir con aquel «O…»? Fuera lo que fuera, Ion no
llegó a oírlo nunca.
Un látigo de luz roja cortó la noche.
El aire, ardiendo a miles de grados, se convirtió en ozono, y
Radu dio un salto y empujó a su prisionero. El látigo brillante cayó,
demasiado tarde por un instante, y dejó una marca profunda en el
tejado.
—¿¡Ma…, marquesa de Kiev!? —gritó Ion hacia la figura que los
observaba desde el edificio de enfrente.
¿Cuándo había llegado? Astharoshe los miraba con expresión
dura.
Blandía una barra plateada: la lanza de Gáe Bula. De la punta
del arma salía, serpenteante, una masa de plasma. El xenón
ionizado ondulante que emergía de la cámara a presión persiguió la
figura del ifrit.
—¡Ayayay!, parece que nos hemos pasado charlando…
Radu no parecía preocupado por al llegada de un nuevo
adversario.
Esquivaba con habilidad la lengua de fuego rojizo a la vez que él
mismo lanzaba llamas.
—¡Uf!
Astharoshe preparó la lanza para detener la bola brillante que
volaba hacia ella a gran velocidad. Reduciendo el arma al tamaño
de una espada, abatió con ella los ataques azulados del ifrit. Sin
embargo, al partirse la llamarada se convirtió en infinidad de chispas
que cubrieron a la methuselah. La lanza se movió como un
relámpago rojo para pararlas, pero había demasiadas. No llegó a
tiempo de abatir la última, que impactó sobre la hermosa figura…
—¿¡Ma…, marquesa de Kiev!?
A Ion le pareció ver a Astharoshe convertida en cenizas, pero no
fue más que un espejismo. Un disparo desvió la bola de fuego antes
de que cayera sobre la methuselah.
—¡Llegas tarde, padre!
—Ya, ya, perdón. Es que me he pegado un porrazo importante
subiendo por las escaleras y me he hecho un chichón aquí donde…
—respondió una voz tranquila a los gritos agitados de Astharoshe.
En el tejado donde se encontraba Ion, apareció una sombra
larguirucha que apuntaba a Radu entre las cejas con una anticuado
revólver.
—Barón de Luxor, os recomiendo que no os resistáis. Separaos
lentamente del conde de Menfis y rendíos.
—La marquesa de Kiev y el padre Nightroad… Ciertamente sería
estúpido luchar en un momento así —se lamentó Radu, chascando
la lengua ante la aparición de las dos figuras. Y mirando hacia el
muchacho caído, añadió—: Pero da lo mismo. Total, no puedes
hacer nada, Ion…
Nada.
Sin dejar de mirar a su antiguo amigo, el ifrit dio un rápido paso
hacia delante y salió volando de un salto.
—¡E…, espera, Radu!
Ion estiró la mano de inmediato, pero ya era tarde. Sin dejar de
mirarlo, la silueta del traidor desapareció en la noche.
—¡No escaparás!
El gas xenón brilló por el aire, pero no hizo más que atravesar el
vacío. La figura de su enemigo, que había entrado en haste, ya
había desaparecido entre las tinieblas.
—Mierda… ¡Qué rápido es! —dijo con odio la mujer de cabellera
blanca, con la mirada dirigida hacia la oscuridad que se había
tragado al ifrit.
Abel, mientras tanto, se acercó al muchacho caído y le preguntó
cómo se encontraba.
—¿Estáis bien, conde de Menfis? ¡Huy!, qué herida tan fea en la
pierna… ¿Podéis teneros en pie?
—No es para tanto. En seguida se curará… Pero, padre, ¿cómo
es que habéis…?
—Al volver del palacio, nos encontramos a los sirvientes
revolucionados y nos contaron que habíais huido con Esther —
explicó con un ligero tono de reproche mientras le vendaba la herida
con un pañuelo—. Salimos a buscaros al instante, pero no sabíamos
dónde os habíais metido…
—Hasta que alguien lanzó una piedra con un mensaje en el
jardín, en el que aparecía escrita esta dirección… —continuó
Astharoshe, quien se había desplazado de un salto hasta el tejado
en el que se encontraban, mirando con desconfianza a Ion.
—¿Un mensaje? Pero ¿quién podría…?
—¡Y yo qué sé! —estalló en cólera Astharoshe, agarrando al
joven del cuello—. Pero dime, mocoso, ¿cuáles eran las
instrucciones? ¡Que te quedaras en mi casa hasta que volviéramos!
¡Y vas y…!
—Tranquila, Astharoshe, vamos a hablar con calma. Ahora no es
el momento de pelearnos entre nosotros —dijo Abel,
interponiéndose entre la airada mujer y el joven, que aullaba de
dolor por la herida.
Una vez la methuselah hubo apartado el brazo, el sacerdote se
dirigió al muchacho:
—Por cierto, excelencia, ¿dónde está Esther? ¿No estabais
juntos?
—¿Esther? —repitió Ion, mientras le resonaban en la cabeza
aquellas palabras envenenadas: «Ella odia a todos los
methuselah»—. Está en esa casa de ahí… —dijo, señalando con la
cabeza.
El joven se puso en pie y empezó a caminar hacia el edificio
iluminado. Pero era una temeridad. El dolor de la pierna lo hizo
tambalearse y gritar de dolor.
—No forcéis la herida. Ya voy yo.
Abel se levantó con serenidad, como si saber el paradero de
Esther lo hubiera tranquilizado, y bajó del tejado con una rapidez
inusitada, considerando la torpeza que había mostrado al aparecer
en escena.
—¿Cómo tenéis la pierna, conde de Menfis? —le preguntó
Astharoshe con frialdad, sin dejar de mirar hacia el sacerdote.
Su expresión era la de alguien que se hubiera tragado un insecto
y sus gestos eran bruscos, pero en la manera como le ofreció el
brazo a Ion para que se incorporara se notaba un aire de dulzura.
—Si podéis moveros, pongámonos en marcha lo antes posible.
Si nos quedamos aquí, llamaremos la atención de los terranos. Hay
que desaparecer en seguida.
—Lo siento, marquesa de Kiev —se disculpó Ion, sintiendo la
piel fuerte pero suave de la hermosa mujer—. Todo ha sido culpa
mía. No sé cómo pediros perdón.
—Bueno, no es que no entienda que tengáis prisa.
Ion pensaba que le caería otra ronda de gritos, pero la voz de
Astharoshe era sorprendente tranquila. Al levantar la mirada, se dio
cuenta de que los ojos ambarinos lo miraban con preocupación.
—Yo también me he pasado un poco antes… Vamos a trabajar
juntos a partir de ahora.
—De acuerdo. Os ruego de nuevo que… ¡Ah!
—¿Qué ha pasado?
Agarrando con fuerza a Astharoshe por el brazo, Ion gritó:
—¡No hay tiempo que perder! ¡Su majestad está en peligro!
—¿Su majestad?
La mujer arrugó la frente y aguzó los ojos, mirando, extrañada, a
Ion.
—Ellos… Radu… ¡Quieren asesinarla! —gritó, impaciente, el
muchacho.
—¿¡Qué!?
Astharoshe se había quedado helada.
—¡… er!
A lo lejos oía una voz que la llamaba. ¿Seth? No. Era una voz
más cálida.
—¡Esther!
—¿¡Eh!?
Al oír, de golpe, aquel grito, Esther dio un salto con fuerza y
chocó de cabeza con el rostro de cabello plateado que la miraba. Se
oyó un ruido terrible, y los ojos se le llenaron de chispas.
—¡Ayayay! ¿Eh? ¿Padre?
Esther adivinó entre lágrimas la figura del sacerdote, que
sangraba con abundancia por la nariz como consecuencia del golpe.
¿Qué hacía él allí? Recordaba que la habían herido, la habían traído
a esa casa para tratarle las heridas y… ¿Y entonces?
—Claro, aquellos…
Esther miró apresuradamente a su alrededor. La última imagen
que recordaba era la de aquella espada con su horrible filo sobre
Seth. Pero ¿dónde se habrían ido sus atacantes? ¿Y Seth? ¿Y
cómo era que ella seguía viva?
—¿Dónde está? —preguntó, impaciente, Esther al sacerdote,
quien gemía intentaba detener la hemorragia—. Estaba aquí
conmigo… ¿Dónde está?
—Si te refieres al conde de Menfis, está sano y salvo. Lo han
herido, pero ahora está con Astharoshe.
—No, no me refiero al conde… —negó en seguida Esther, y
agarró gritando al sacerdote por las solapas—. ¡Hablo de Seth! ¡La
niña que estaba aquí conmigo! ¿Dónde está niña? ¿Está bien?
—¿Qué dices? —dijo Abel, sorprendido, mirando a su alrededor
—. Aquí no hay ninguna niña…
—Pero… ¿dónde se habrá metido?
Esther se levantó, tambaleándose. ¿Dónde se habría
escondido? No querría ni pensar que la pudieran haber raptado.
Atormentada por aquella idea funesta, Esther se plantó enfrente
del armario cerrado. Recordaba claramente haberlo visto abierto.
¿Se habría metido allí dentro? Al abrir la puerta esperanzada…
—¡Ah!
Esther retrocedió, sorprendida.
Dentro del enorme armario ropero estaban los horribles gigantes
vestidos de negro. ¡Los asaltantes!
—¡Atrás, Esther!
Abel salió disparado para cubrir a la muchacha, con el revólver a
punto de dispararles a la cabeza.
—¿?
Pero finalmente no salió ninguna bala del arma. En vez de
apretar el gatillo, el sacerdote se quedó mirando a sus inmóviles
enemigos con cara de extrañeza.
—¡Padre, cuidado!
—No, no pasa nada, Esther —dijo Abel, apartando la mano de la
muchacha, quien intentaba detenerle.
Aunque estaba por completo indefenso, sus enemigos no se
habían movido ni un centímetro. Incluso cuando el sacerdote
extendió el brazo, sin dejar de apuntarlos, y los rozó con el dedo,
siguieron congelados y en silencio. Y de golpe…
—¿¡!?
Se desplomaron con un ruidos seco.
Lanzando una abundante bruma blanca, los dos enemigos se
encogían por momentos. Al desaparecer la niebla, sólo quedaron los
trajes negros y un polvillo en el suelo.
—¿¡Qué!? ¿¡Qué ha pasado!? —gimió Esther, como si hubiera
visto un espejismo o una pesadilla.
Abel se agachó para observar los restos. Más calmado que la
monja, examinó con detenimiento aquel polvo blanco y lo tocó con el
dedo.
Finalmente, le cambió la expresión, como si se hubiera dado
cuenta de algo, y se llevó el dedo a los labios con cara preocupada.
—Igitur Dominus pluit super Sodoman et Gomarram sulphur et
ignem a Domino de caelo…
Al notar el sabor de los restos, Abel recitó unos versículos
bíblicos y se giró con el rostro tenso hacia la monja.
—Respiciensque uxor eius post se versa est in statuam salis.
«La mujer de Lot miró atrás y se volvió estatua de sal». Esther esto
es sal. Una estatua de sal.
CAPÍTULO 3
Todos los reyes de los pueblos, todos ellos yacen con honra, cada uno en su
casa.
ISAÍAS 14,18
I
—¡Mierda!
Ion dio una patada de frustración contra el suelo. Las piedras
que salieron volando le taparon la vista del mar. En la oscuridad se
oía el rumor de las espumosas olas.
Ni él mismo sabía por qué estaba tan enfadado.
«¡Yo nunca he pensado que fuerais un monstruo!». Todavía
podía oír aquella voz triste, lo que le provocaba aún más dolor.
No tenía que atormentarse por nada. ¿Por qué le afectaba tanto?
No había hecho más que decir lo que se merecía una terrana…
—¡Mierda!
Ion dio otra patada, mesándose los cabellos. Girando la cabeza,
con el ceño fruncido, hacia el mar, lanzó un profundo suspiro.
No era el momento de perder el tiempo pensando en aquella
terrana.
Arreglándose la capucha para que le cubriera bien la cara, Ion
echó a andar hacia el embarcadero, donde habían empezado a
reunirse gran número de sombras. Los aristócratas y sus sirvientes
observaban en respetuoso silencio el barco, grande como una
colina, que había anclado en la bahía.
El Baal Hamón era el buque insignia de la marina imperial y la
nave personal de Augusta.
El barco, de veinte mil toneladas de desplazamiento, se deslizó
hasta el embarcadero y extendió en completo silencio una escala
por el costado.
—Su majestad imperial…
Al ver la pequeña figura que apareció en lo alto de la escala, un
murmullo sordo de veneración recorrió las filas de los aristócratas.
La pequeña emperatriz se quedó mirando a los hijos de la noche,
en silencio. Como era habitual, el velo le cubría el rostro, pero su
serena figura era suficiente para abrumar con su majestad a los
methuselah que la observaban.
—Os estábamos esperando, majestad… —dijo con gran respeto
Feron Lin, marquesa de Damasco, tercera del consejo secreto, al
mismo tiempo que le ofrecía la mano.
Sin decir una palabra, Augusta empezó a bajar por la escalera
rodeada de su consejo.
En el embarcadero, los jenízaros habían formado un muro rojo a
ambos lados de la vía. Las inmóviles filas de la Guardia eran
imponentes.
En circunstancias normales, su mera presencia habría sido
suficiente garantía de la seguridad de Augusta. Pero entonces…
«Esto no pinta bien…».
A la vista de los acontecimientos, no podía confiar ni siquiera en
la Guardia. Mientras reflexionaba, Ion examinaba, nervioso, a los
aristócratas congregados ante la escala.
Al ocurrírsele que Radu podía haber hecho lo mismo que él y
haberse disfrazado para infiltrarse en la comitiva, recorrió con la
vista las filas de los vasallos. Pensándolo bien, era una suerte que
ninguno de sus parientes de la casa ducal de Moldova hubiera
acudido a los funerales de su abuela, porque lo habrían reconocido
de inmediato.
«Mierda. ¿¡Dónde se habrá metido el maldito!?». Por mucho que
buscara ansiosamente no era capaz de descubrir en ningún sitio la
figura del methuselah de cabellos azules. Quizá había sido un error
pensar que sería tan estúpido como para intentar el asesinato
delante de una multitud de aristócratas.
«Pero seguro que está aquí…».
No era que Ion infravalorara las capacidades de su antiguo
amigo.
Más bien al contrario. Sabía muy bien de lo que era capaz. A
primera vista parecía una locura perpetrar el crimen ante tanta
gente. Pero un espada imperial como Ion sabía que aquél era el
único momento en el que se podía asegurar el ataque. Una vez en
el interior, sería imposible abatir a la emperatriz. Sin embargo, allí…
«¿Dónde estás? ¿Dónde te escondes, Radu?». Ion observó con
temor al grupo que acompañaba a Augusta y, a continuación, volvió
la vista hacia los nobles…
—¿¡!?
En un primer momento no supo de dónde había venido aquel
shock que le había impactado como un puñetazo. Cuando volvió a
mirar hacia la emperatriz fue cuando contempló…
—¡Ra…, Radu! —gimió el muchacho.
Su antiguo amigo estaba allí.
Pero lo que le dejó atónito no fue el hecho de haberle
descubierto.
Fue darse cuenta de qué lugar ocupaba, lo que le llenó de
sorpresa y temor.
Radu estaba… ¡justo al lado de Augusta! A la izquierda de la
pequeña figura que avanzaba lentamente, caminaba el methuselah
de cabellos azules. Tanto su rostro como el del capitán de la
Guardia, Baybars, quien se encontraba al otro lado de la emperatriz,
mantenían una expresión solemne.
—¿Qué…, qué hace ahí?
Ion se quedó de piedra mientras la comitiva imperial descendía a
tierra desde la escala. Desde allí se dirigirían al türbe de los condes
de Moldova. Como el cuerpo de la difunta había quedado tan
maltrecho por el incendio de su residencia, Augusta no marchaba
llevando el cadáver, sino los objetos personales de la condesa que
iban a enterrar en el mausoleo.
«Piensa… ¡Piensa, Ion!».
En estado de pánico, Ion intentó, desesperado, encontrar una
salida a la situación.
No sabía cómo había llegado Radu a ocupar aquella posición.
Fuera como fuera, lo importante era que en aquel estado de cosas
tenía a Augusta a su merced. Podía acabar con ella cuando
quisiera.
«¿Qué puedo hacer?».
Desde que habían sabido de la existencia del plan de asesinato
habían comentado muchos posibles modus operandi con la
marquesa de Kiev, así como la manera de detenerlos: disparo,
bomba, veneno… Pero no habían imaginado que Radu podría ser
tan temerario como para aparecer en un lugar tan obvio.
«Para empezar tengo que avisar a su majestad». Ion volvió a
dirigir la mirada hacia la procesión.
Los ojos de bronce estaban clavados en él.
Entre el muchacho y el séquito imperial había una distancia de
cincuenta metros, por no hablar de la multitud. Incluso para un
methuselah era difícil reconocer la cara del joven entre aquella
muchedumbre.
Sin embargo, no había duda de que Radu tenía clavados los ojos
en Ion. Y eso no era todo. Con una leve sonrisa, el methuselah de
cabellos azules movió los labios a cámara lenta.
«Vamos… a matar… a Augusta», dijo en silencio.
Ion captó el mensaje sin dificultad.
Era el mismo que había oído noches antes en Anadolu.
—¡Radu!
El muchacho dejó de actuar de forma racional y dio un enorme
salto, volando por encima de los vasallos hacia el grupo de la
emperatriz.
—¿¡El conde de Menfis!?
El primero que reconoció a la figura que caía como un ave rapaz
sobre la comitiva imperial fue Baybars.
—¡Apartaos, barón de Luxor! —gritó, poniéndose delante de
Radu con su espada favorita a punto.
Pero, casi al mismo tiempo, Ion se esfumó como un espejismo.
Esquivando el alcance de la Rompehuesos, aterrizó a espaldas
del capitán de la Guardia con la espada ya desenvainada.
—¡Radu! ¡Traidor! —rugió, blandiendo el arma.
Sin embargo, Radu no dejó de sonreír ante el ataque, lejos de
intentar huir, dio un paso adelante hacia la espada.
—¿¡Qué!? —exclamó Ion, atónito.
La espada se detuvo ante los ojos de Radu. El methuselah de
cabellos azules había parado el filo con ambas manos justo en el
momento en que estaban a punto de rozarle las pestañas.
Ion no tuvo tiempo ni de sorprenderse de la técnica de parada:
apoyándose en la espada, Radu levantó las piernas con enorme
agilidad.
—¡Ah!
La patada en el estómago mandó a Ion volando por los aires
hasta las filas de los vasallos. Si no hubiera concentrado sus
energías en el vientre en el último momento, probablemente habría
quedado partido en dos. La hemorragia, producida por un desgarro
en el intestino, le provocó unas violentas náuseas. Ion permaneció
en el suelo, escupiendo sangre sin poder levantarse.
—Qué pena, Ion… —le susurró una voz sarcástica.
Al levantar los ojos, vio que tenía a Radu delante; blandía la
espada que le había quitado. El methuselah de cabellos azules le
habló en voz baja, pero clara:
—Te has convertido en un rebelde… Ahora… vas… a matar… a
Augusta.
—¿Qué?
Sin limpiarse la boca, Ion alzó casi sin fuerzas la mirada hacia su
antiguo amigo.
—¿Qué había dicho?
Esforzándose por recuperar la respiración, casi ahogado por la
sangre, se esforzó en encontrar un sentido a aquellas palabras.
—Radu, pero ¿qué has…?
—¡Chitón! Se ha acabado la charla —le interrumpió como si
hubiera dicho alguna tontería fuera de lugar.
Radu se puso serio y levantó la espada sobre la cabeza con
ambas manos.
—Vas a morir como el asesino de la emperatriz. Yo, en cambio,
seré el que mata a su antiguo amigo para defenderla… Es hora de
la despedida, querido. ¿No es triste?
—¡Ah!
Ion se estremeció ante la voz burlona de Radu. ¿Moriría así? ¿A
manos de aquel a quien había considerado una vez su amigo?
«¿Es esto el fin?».
La luz de las lunas que se filtraba entre las nubes hizo brillar le
filo.
Radu había dado la vuelta a la espada. El arma invertida cayó
con fuerza…
—¡!
La oscuridad le cubrió los ojos a Ion. Sin embargo, no sintió el
gran dolor que esperaba, ni la muerte.
«¿Qué ha pasado?».
El muchacho abrió de nuevo los ojos con cierto temor.
«¿Por qué sigo vivo?».
¿Por qué no lo había atravesado la espada de Radu? La
respuesta la tenía ante los ojos.
Su antiguo amigo se había quedado congelado con la espada
vuelta del revés. Tenía el rostro torcido por el dolor y las manos le
temblaban tanto que parecía que iba a derrumbarse allí mismo.
—I… on… —dijo con voz débil al joven conde, quien lo
observaba, extrañado—. Hu…, huye…, Ion…
¿Era el mismo que hasta hacía un momento lo miraba con aquel
odio?
Con el rostro empapado en sudor, el traidor de cabellos azules le
siguió hablando con esfuerzo.
—Huye… Detén a Augusta… Es una… trampa…
—¿Una trampa?
¿Qué estaba diciendo?
Ion se olvidó de escapar y se quedó mirando a su antiguo amigo.
Tan orgulloso que parecía antes de haberle hecho caer en su
trampa…, ¿ahora le pedía que huyera? ¿Estaba jugando con él? ¿O
había alguna intención oscura detrás de todo ello?
Mientras Ion seguía dudando, Radu explicó con voz deformada,
pero sincera:
—Ellos… La Orden… Son más horribles… de lo que yo
pensaba…
—Basta de charla, Flamberg —lo interrumpió una voz hermosa,
pero llena de odio—. Entiendo que te preocupe tu amigo, pero esto
empieza a cansarme. Tú ya estás muerto. No tiene sentido seguir
resistiéndose.
—Ion…, huye…, huye…
Ante la mirada atónita del muchacho, Radu hablaba,
alternativamente, con dos voces distintas. En los ojos de bronce
brillaba una luz llena de dolor y tristeza.
—Radu, ¿qué te pasa?
—Ion, perdóname… Yo… Por mi culpa…
—¿¡No te he dicho que te comportes!?
Pareció como si sonara la voz airada, Radu cerró los ojos como
si alguien hubiera apretado un interruptor. Cuando se levantaron de
nuevo sus párpados, la extraña luz que antes brillaba en ellos había
desaparecido.
—Te estaba esperando, conde de Menfis…
No había ni rastro en su cara del dolor anterior. Con el tono
sarcástico habitual, Radu le apuntó con la espada invertida al
corazón.
—No podemos permitirnos que sigas vivo después de esto. Esto
es el fin…
—¡Excelencia!
El grito sonó al mismo tiempo que la explosión atronadora.
La ráfaga de nueve balas de la escopeta de cañones recortados
salió, certera, hacia la espada de Radu. Entre el baile de pedazos
del arma, el barón de Luxor se tambaleó, agarrándose el hombro
atravesado por el fuego.
—¡Huid, excelencia! —gritó Esther de nuevo, recargando la
escopeta y apuntando hacia el methuselah de cabellos azules.
—¡Idiota!
Un viento terrible le arrancó a la muchacha el arma de las
manos.
Baybars le había quitado la escopeta y la usó para golpearle con
la culata en la nuca.
—¡E…, Esther!
La muchacha se elevó un momento por el impacto y luego cayó
violentamente contra el suelo. Si Baybars hubiera golpeado con toda
su fuerza, le habría partido, sin duda, el delicado cuello de terrana,
pero Ion no tuvo tiempo de considerar eso: se alzó de repente con
rabia y salió disparado, con un rugido, hacia donde se encontraba la
chica.
—¡Esther! ¡Esther!
Una fuerza le impactó en las piernas y le hizo caer.
—Antes de preocuparte por otros mejor que cuides de ti, conde
de Menfis.
Radu le sonreía, clavándole con la bota en el suelo. Se deshizo
de inmediato de la espada, reducida a la empuñadura, y movió las
manos hasta que apareció en ellas el fuego azulado del napalm.
—Ha llegado el momento de que el traidor abandone el
escenario…
Aplicando todo su peso sobre el cuerpo de Ion, que se retorcía
de dolor, el ifrit cerró los ardientes puños y elevó la temperatura a
tres mil grados.
—¡Aprieta los dientes y muere como un perro!
La llama tiñó de azul el rostro de Ion. Si el fuego de miles de
grados hubiera impactado contra el muchacho, no había duda de
que lo habría calcinado al instante. Sin embargo, Radu detuvo el
puño a escasos centímetros del rostro convulso de Ion.
—Esperad, barón de Luxor, no le matéis.
Ante la voz limpia, las llamas se alejaron lentamente del
muchacho.
Antes de que Ion se pudiera dar cuenta de que numerosos
brazos habían agarrado a Radu, apartándolo de él, una pequeña
figura se interpuso entre los dos methuselah.
—¡Su alteza está en peligro! ¡Debéis salir de aquí! —gritó
Baybars, dejando a la inerte Esther al cuidado de los jenízaros.
La figura vestida de verde lo ignoró y se plantó delante del
muchacho que gemía en el suelo.
—Ion Fortuna, conde de Menfis… Tenemos muchas preguntas
que hacerle, en especial en relación a esa terrana. No podemos
permitirle morir hasta que no lo solucionemos.
—Pero, alteza… —intentó resistirse Radu.
Al levantar la mirada de descontento se encontró con que la
emperatriz lo miraba fijamente.
—Pero ¿qué?
La voz sintética no mostraba ninguna emoción, ni era posible
saber lo que ocurría debajo del velo, pero la pregunta de la
emperatriz daba una sensación fría.
—He dicho que no lo matéis… ¿Hay algún problema?
—No, por supuesto. Como gustéis.
Radu hizo una reverencia, borrando todo rastro de insatisfacción
del rostro, y la emperatriz se giró como si hubiera perdido todo el
interés en el intento de asesinato.
—Prosigamos con las ceremonias. No tenemos mucho tiempo
hasta el alba. Baybars, que los jenízaros se encarguen de esos dos.
Llevadlos a palacio y encerradlos hasta la nueva orden.
—Entendido, majestad —respondió Baybars, haciendo una
reverencia con la mano sobre el corazón.
Augusta desapareció de nuevo entre su séquito. Era cierto que
no les quedaba mucho tiempo. Aún tenían que ir hasta el türbe para
que la emperatriz depositara los restos de la difunta en él. Por eso…
—…
Por eso nadie se dio cuenta de que, entre la confusión, el
methuselah de cabellos azules se había quedado atrás mirando el
desfile con una sonrisa maligna.
III
La emperatriz de la noche
Atalaye Jehová entre mí y entre ti, cuando nos apartemos el uno del otro.
ISAÍAS 14,31
—La verdad es que hace tiempo que vigilábamos los movimientos
de Sulayman y el resto de los halcones, pero no habíamos
encontrado la manera de pillarlos con las manos en la masa… Por
eso decidimos tenderles una trampa.
La muchacha rubia sostenía cuidadosamente la copa con las dos
manos. Con cara de infinita alegría, bebió un sorbo de chocolate
caliente.
Por el aspecto parecía más o menos de la misma edad que Ion.
Nadie habría dicho que aquella cara ingenua era la de Mirka
Fortuna, duquesa de Moldova, presidenta del consejo secreto y la
más importante miembro de la aristocracia imperial. Y aunque
alguien lo hubiera dicho, nadie le habría creído.
—Pensé que, si actuaban, sería cuando regresarais vosotros, así
que preparamos todos nuestros recursos por todo el Imperio y nos
dispusimos a esperaros… El resto de la historia ya lo sabéis.
—Ya veo… Pero, abuela, ¿cómo se os ocurrió utilizarme como
señuelo a mí, vuestro propio nieto? —preguntó Ion, extrañado ante
la explicación, por otra parte muy razonable. Mirando a su abuela,
sentada en el sillón junto a la ventana, se quejó con amargura—.
¿Todo el plan estaba diseñado para implicarme a mí?
—Pero ¿no te lo estoy diciendo? ¿Cuándo te has vuelto así de
duro de mollera? Ion, ¿crees que tienes derecho a quejarte a tu
propia abuela?
¿Tienes alguna reclamación respecto al plan que tanto nos ha
costado llevar a cabo?
Mirka hablaba con un tono tranquilo y nada agresivo, pero Ion
palideció de repente.
—¿Qué…, quejarme? No, no, en absoluto… No tengo ninguna
queja…
—¡Huy, qué pena! Si me hubieras contestado, te podría haber
pegado un buen rapapolvo.
Al ver cómo su nieto bajaba la cabeza entre sudores fríos, Mirka
apretó los labios. Más que la más importante de los nobles
imperiales, parecía una joven que se estuviera divirtiendo haciendo
rabiar a su ingenuo hermanito.
Desde una esquina de la habitación, un grupo de personas
observaba su diálogo.
—¿Acaso creerá la duquesa que no le está amonestando lo
suficiente?
—En efecto, si se enojara de verdad no le toleraría una disculpa
así.
Quienes así hablaban, en voz baja, eran Astharoshe y Baybars,
que habían sido convocados al palacio.
«No dejar de azuzar al conde de Menfis hasta que acabe todo el
proceso». Ésa había sido la misión del capitán de la Guardia. Como
ya estaba liberado de sus obligaciones, Baybars pudo añadir con
voz cálida:
—Eso no es más que una expresión de cariño por parte de la
duquesa. Incluso yo, que se supone que soy el intrépido capitán de
la Guardia, siento un miedo terrible cada vez que me llama la
presidenta del consejo secreto. Mejor que os vayáis haciendo a la
idea, marquesa de Kiev, si es que vais a hablar con ella.
—Señor Baybars…
Ante la voz irónica, a Baybars se le heló el gesto. Ante el capitán
de los jenízaros había aparecido de improviso la mirada sonriente
de Mirka.
Baybars no habría puesto tal cara de terror aunque le hubieran
anunciado su propia sentencia de muerte.
—Felicidades por tu trabajo y el de la Guardia. Su majestad está
muy contenta con vosotros.
—¡Es…, es un honor servir a su majestad imperial! —respondió
el gigante negro con la cara tensa, como si le hubieran puesto un
cuchillo en el cuello, y la frente perlada de sudor.
—Os merecéis de sobra las felicitaciones. Como recompensa
por vuestros éxitos, dejaré de encargar tantas misiones a los
jenízaros. Si os resulta tan molesto venir a verme… en vez de eso…
—dijo Mirka, poniéndose las manos de forma sugerente en la
barbilla— os encargaré todas las misiones directamente a vos,
señor Baybars. ¡Jijiji…! A partir de ahora nos veremos cada día…
Veo que estáis tan contento como yo de saber la noticia…
Ante la cara de desesperación del capitán de la Guardia, la
presidenta del consejo secreto rió como una campanilla.
Observando la conversación, Astharoshe y Ion intercambiaron una
mirada y suspiraron.
Justo entonces, se abrió la puerta y una muchacha asomó la
cabeza.
—Disculpad… Ya he acabado de preparar el equipaje.
Vestida de vasallo, Esther los miraba cargada de bultos.
—Venía a despedirme y a daros las gracias por todo.
—¿Ya…, ya te vas, Esther?
Sin hacer caso de la mirada cómplice de su abuela, Ion se
levantó de un salto. El barco que debía llevarse a Esther y a su
acompañante de la capital estaba programado para la puesta de sol
de aquel día.
—Todavía no es la hora. ¿Por qué no te quedas con nosotros un
poco más?
—Es que el padre Nightroad me está esperando en el barco, he
pensado que sería mejor salir con tiempo… —respondió sonriendo
la muchacha pelirroja.
Exceptuando las vendas que le cubrían el hombro, no mostraba
ninguna señal de lo que había sufrido en el palacio. La joven terrana
se había recuperado por completo en sólo una semana.
—Muchas gracias por todo, excelencia.
—¡Ah…! —asintió torpemente Ion ante aquel agradecimiento tan
formal.
Ya sabía que tenía que llegar aquel momento. Durante toda la
semana… desde mucho antes, incluso, sabía que tenía que llegar.
Imaginando una y otra la escena, había intentado pensar alguna
manera ingeniosa de despedirse, pero a la hora de la verdad no fue
capaz de pronunciar ninguna de las frases que había ideado.
—Eh…, eh…, Esther…
—¿Sí?
La muchacha se giró, extrañada, hacia el joven ruborizado.
Desde la ventana se podía ver el buque con las velas desplegadas
que la esperaba en el muelle. La luz del crepúsculo eterno
proyectaba sobre la cubierta la sombra de un joven alto de cabellos
canosos que miraba hacia el sur.
—Bueno…, pues me pondré en marcha —respondió finalmente
Esther, al ver que el muchacho se había quedado plantado en
silencio—. Os deseo lo mejor, excelencia.
—¡Ah…!
Esther ya se había girado y había echado a andar. En el hombro
derecho se podía ver que la herida que había sufrido protegiendo a
Ion aún no se había curado del todo.
Ion levantó el brazo en vano hacia ella. Sin embargo, sus dedos
se quedaron inertes en el aire, como si hubieran chocado contra un
muro invisible.
Dijera lo que dijera, nada podía evitar que terminara aquello, tan
efímero como la espuma del mar…
La diferencia entre methuselah y terranos era insalvable.
Además él era un aristócrata imperial y ella una monja del Vaticano,
su enemigo declarado. Era imposible superar esa barrera. No había
otro remedio que despedirse en silencio…
—Si queréis algo, será mejor que lo hagáis ahora, conde de
Menfis.
Mientras veía cómo se alejaba la muchacha, una mano se le
posó a Ion en el hombro. Al girarse, se encontró con una cabellera
blanca y unos ojos ambarinos que lo observaban.
—Ella envejecerá muy de prisa. Envejecerá y morirá. Nada os
asegura que podáis volver a veros en el futuro.
—Pero… es que…
Ion sacudió la cabeza, como si hubiera bebido veneno. Pensar
en eso le hacía dudar aún más sobre qué decir. ¿Cuáles eran las
palabras apropiadas para despedirse de alguien a quien no volvería
a ver jamás?
—Simplemente decid lo que pensáis, conde —le espetó
Astharoshe con el tono frío de siempre, aunque en los ojos le
brillaba una luz amable, como de hermana mayor que intentara
animar a su hermano—. Decidle todo lo que sentís. ¿Acaso hay otra
opción?
—…
El muchacho levantó el rostro y, después de asentir con decisión
hacia los ojos ambarinos que le observaban, salió corriendo de la
habitación.
La figura que buscaba ya había desaparecido por el pasillo y
estaba saliendo por la puerta, hacia el exterior.
—¡Esther!
La luz dorada recortaba la silueta de la muchacha, que se había
detenido en el umbral ante la voz que la llamaba.
—¡Volveremos a vernos, Esther! ¡Algún día volveremos a vernos!
¡Te lo prometo!
Una sonrisa brilló en el rostro blanco de la muchacha pelirroja.
—El viento está calmado…
En el crepúsculo eterno, el aire brillaba con un tono entre rojizo y
dorado.
Las dos lunas brillaban inmóviles en el cielo meridional, como los
ojos de un dios. No había nadie que no sintiera encogérsele el
corazón al mirarlas.
Sin embargo, el joven que observaba los deformes satélites no
mostraba ninguna señal de miedo. Más bien, la mirada del color de
un lago invernal parecía teñida de nostalgia.
—Abel…, ¿no quieres quedarte? —dijo en voz baja una niña
morena sentada en la cubierta como si hablara consigo misma—.
Todo sería más fácil para mí si tuviera a mi hermano conmigo. Si
vuelve a pasar algo así, me daría miedo estar sola… ¿No quieres
que volvamos a vivir como buenos hermanos? Aquí hay muchos
como nosotros. ¿Por qué no te quedas?
La voz de Seth era absolutamente seria. Incluso parecía torpe,
de tan sincera que sonaba. Pero el joven no cambió de expresión,
como si todo fuera en vano.
—Yo soy un pecador… —dijo como si viera su culpa ante sus
propios ojos—. No puedo quedarme aquí.
—¡Pero ¿sabes cuántos siglos han pasado desde aquello?! —
gritó la niña, airada, golpeando la cubierta—. Nueve siglos. ¡Nueve
siglos! Ya es suficiente. Ya has expiado lo suficiente tu delito.
Seguro que ella ya te ha perdonado. ¡Nadie te acusa de nada!
—Yo no me lo perdono…
El mar reflejaba, como un espejo, la luz crepuscular. Sin
embargo, la mirada de Abel parecía haber acumulado toda la
oscuridad del mundo.
—No importa quién me absuelva, o quién me tienda la mano…
Yo no me lo perdono.
Los ojos del joven parecían rechazar cualquier ayuda. A su lado,
Seth lanzó un profundo suspiro. Los labios le temblaron un
momento, como si no estuviera aún resignada, pero al final bajó los
hombros, cmo rendida.
—Qué cabezota que eres…
Seth sacudió la cabeza, como si se diera por vencida, aunque en
los ojos conservaba aún una luz llena de energía, y dijo, para sí
misma:
—Bueno, da lo mismo. Tampoco me va mal que mi hermanito
esté allí… No insistiré más en que te quedes.
—¿No va mal?
Abel levantó la mirada ante aquellas extrañas palabras. Mirando
por primera vez a la niña, le preguntó, extrañado:
—¿Por qué dices que no te va mal que esté allí, Seth?
—…
Seth le aguantó la mirada interrogante durante unos segundos y
le respondió con un tono inesperadamente sombrío:
—Él sigue vivo. Hace un año lo comprobé con mis propios ojos.
—¿¡!?
Al decir «él», a Seth se le torció el rostro de odio y miedo. Era
una expresión que sólo podría poner alguien que hubiera visto algo
verdaderamente terrible.
Pero en comparación con la cara de Abel, casi podría decirse
que estaba calmada.
—¿¡Él… sigue vivo!? —dijo Abel con voz ronca, pero clara.
Su voz era serena en apariencia, pero se podía apreciar que en
el fondo flotaba algo parecido a la locura, intentando con
desesperación mantener la calma, Abel repitió:
—¿Él… sigue vivo?
—Sí, y sigue con el mismo aspecto de entonces…
¿Qué era lo que hacía que la voz de Seth temblara de aquella
manera?
Algo le daba miedo a la más noble de todos los methuselah, la
soberana del Imperio de la Humanidad Verdadera durante ocho
siglos.
—Supongo que se habrá ido recuperando durante todos estos
siglos. Tú y yo no podríamos haberlo logrado, pero él… Si se ha
fusionado por completo con ellos… Quizá hemos sido demasiado
inocentes. Sea como sea, ellos no son de este mundo, lanzarlos al
espacio exterior no fue suficiente… Tendríamos que haber sido más
duros —susurró Seth al mismo tiempo que levantaba la mirada.
Por el muelle venía caminando un grupo. Una muchacha
pelirroja acompañada de un joven. Un poco separados de ellos, los
seguían una hermosa y alta mujer, un gigante negro y una joven de
cabellos dorados…
Al darse cuenta de su aparición, Seth se giró hacia Abel. Ya
faltaba poco para zarpar. Pronto tendrían que despedirse. ¿Cuándo
volverían a verse? ¿El siglo siguiente? ¿O el otro?
—¿Cuáles son tus planes, hermano? —preguntó con seriedad la
niña, mientras el viento le desordenaba la morena cabellera—.
Volverás allí y… ¿Qué piensas hacer?
El joven respondió:
—Voy a destruirle.
PALABRAS DEL AUTOR
Eh, vuelvo a estar aquí, medio año después del último libro. Soy
Sunao Yoshida, alias Al filo del Abismo. ¿Cómo estáis todos? Yo
estoy siempre al borde del precipicio, y la cosa no tiene pinta de
mejorar… (;-;). Bueno, Trinity Blood ya ha llegado a la tercera
entrega de Renacimiento en Marte.
Supongo que ya os lo imaginabais por la manera en que fue
Renacimiento en Marte II, pero esta vez la historia pasa en un sitio
distinto, el Imperio, y tiene numerosos personajes nuevos. Por eso
he tenido que construir ese mundo desde cero… y no ha sido fácil.
Primero tuve que diseñar una sociedad en la que pudieran vivir
juntas dos especies de cultura y forma de vida distintas. Para
inspirarme, he usado los ejemplos de imperios como los de los
mongoles, los kitán o los turcos otomanos. En esos casos, un
pueblo nómada, con superioridad militar y técnica, dominaba a un
pueblo agrícola, superiores en número y capacidad de producción.
La relación entre la minoría methuselah y la mayoría terrana en el
Imperio está basada en esos modelos. Por ejemplo, para el sistema
político imperial he utilizado el de la dinastía china de los Wei del
norte, sobre los que investigué cuando era estudiante de posgrado.
Así pude solucionar más o menos el sistema político, pero los
problemas empezaron a llegar después. ¿Cómo serían la sociedad,
la cultura y la historia? ¿No habría contradicciones con el mundo
que había ido creando hasta entonces? ¿Y la relación entre las dos
especies? Y un largo etcétera. Tuve que tener en consideración
tantas cosas para que resultara coherente que me llevó el mismo
trabajo que me habría llevado planear una serie nueva. Bueno, a mí
no me importa, porque me gustan estas cosas, pero los que lo
pasaron fueron THORES, mi ilustradora, y el editor encargado.
Entre inventar los trajes de los nuevos personajes, las nuevas
palabras, el nuevo trasfondo del mundo… Y encima todas las frases
en lenguas extranjeras. (^-^). Tengo que dar gracias porque no
hayan muerto ninguno de los dos por exceso de trabajo. Vaya desde
aquí mi reconocimiento. Espero que me sigan acompañando mucho
tiempo en mi infierno personal.
Casi sin darme cuenta, la serie va ya por el quinto volumen, es
un milagro que estas novelas, que siempre están al borde del
abismo, hayan sobrevivido tanto tiempo. Y ello es únicamente
gracias a vuestro apoyo. No sé hasta dónde llegará, pero me
esforzaré para que escriba no os disguste.
Espero seguir contando con vuestro apoyo. Para empezar,
podéis ir comprando un sello para votarme en las encuestas… (^-^).
SUNAO YOSHIDA (24 de octubre de 1969 - 15 de julio de 2004), es
el pseudónimo del novelista japonés MATSUMOTO SUNAO. Nació
en la Prefectura de Fukuoka, se graduó del colegio La Salle de
Kagoshima, estudió en la Universidad de Waseda en Tokyo, obtuvo
su maestría en la Universidad de Kyoto.
Yoshida fue conocido principalmente por sus novelas ligeras, un
género literario japonés que incluye historias para el público joven,
caracterizado por su sencillez y la profusión de ilustraciones,
además con cubiertas ilustradas con estilo anime, su primera novela
fue Ángel Genocida.