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El autor analiza la relación existente entre Estado y Educación desde la aparición del Estado
Moderno y su evolución. En el Antiguo Régimen, aun existiendo distintos modelos, el Estado es
indiferente a la educación, que constituye un monopolio eclesiástico. Esta situación cambia
radicalmente con la Revolución Francesa. El Estado asume la gestión directa de la educación que
se convierte en un servicio público abierto a todos. Surgen así dos modelos distintos: el liberal o
dual que contempla dos tramos educativos, una instrucción elemental y gratuita para el pueblo y
otra superior y onerosa para las capas altas; el jacobino o social que propone una instrucción
igual para toda la población y es el antecedente de la concepción de la educación como un
derecho. Para el autor ambos modelos originan la antítesis entre las tendencias que ven la
educación como instrumento de control social y las que la consideran factor de emancipación y
cambio social. Tendencias que llegan hasta nuestros días. Finalmente se analizan las dos
concepciones contrapuestas de la educación como derecho de libertad, propia del liberalismo, y
como derecho social responsabilidad del Estado, reconocida en el Estado del Bienestar y
posteriormente en los Pactos Internacionales.
Introducción
Es difícil precisar la fecha de nacimiento del Estado moderno. Para algunos autores ese momento
se remonta a 1513, año en que Maquiavelo publica su famosa obra, El Príncipe, en la que separa
nítidamente la esfera religiosa de la política y en la que reflexiona sobre la aparición en el
escenario europeo de una temprana organización política, caracterizada primordialmente por su
aspiración a la autonomía: a este nuevo modelo político, fruto del Renacimiento, el pensador
florentino lo denominará lo stato. Para otros autores, sin embargo, para levantar acta de
nacimiento del Estado moderno no resulta suficiente la autonomía de la razón política: es
preciso esperar, dicen, al año 1576, fecha en que Bodin publica los Seis Libros de la República.
Esta obra revoluciona, como es sabido, la esfera política de la época, pues mientras hasta ahora
el Príncipe basaba su poder en distintos títulos de intervención, a partir de Bodin se unifican
todos los títulos en uno solo: la soberanía. El Príncipe es soberano y, en consecuencia, no está
sometido a ninguno otro poder, sea éste temporal o espiritual.
Esta evolución no afecta a todos los países europeos por igual. En algunos se produce
tempranamente -es el caso de España a finales del siglo XV-; en otros es preciso esperar al siglo
XVI, incluso, a veces, al siglo XVII. En cualquier caso, cuando el proceso se consuma, podemos
decir que estamos ya ante una unidad política estable, permanente, estática, status propiamente
dicho, es decir, Estado.
Es una certidumbre compartida hoy por todos los historiadores de la educación que el Estado
moderno tiene poco que ver con la educación durante el Antiguo Régimen. Ello es así porque el
modelo educativo medieval, forjado en consonancia con el régimen político que conocemos con
el nombre de Cristiandad, sobrevivirá a esta estructura supraterritorial que pilotan el Papa y el
Emperador. De este modo, durante la Edad Moderna, el modelo educativo seguirá siendo
prácticamente un monopolio eclesiástico de carácter supraestatal, sea en su vertiente jesuítica o
calvinista. Es más, aparentemente, el Estado moderno permanece indiferente a la educación,
considerándola, como en el pasado medieval, una prerrogativa de la Iglesia católica o de la
Iglesia reformada.
Nada más ajeno al Estado que la idea de una educación popular de carácter estatal; este tipo de
educación se estima propio de las iglesias o, como mucho, de las autoridades locales. No ocurre
así, sin embargo, con la educación superior, porque, aún siendo la Universidad
fundamentalmente competencia de la Iglesia, presenta un notable interés para el Estado, dada
su incidencia en la formación de los cuadros dirigentes, y, por tanto, en el reclutamiento de la
burocracia estatal.
Ahora bien, la indiferencia del Estado por la educación popular es, como dijimos, sólo aparente.
En efecto, no debe pensarse que la educación elemental le es totalmente ajena o que el papel
del Estado es siempre pasivo o que dicho papel es uniforme en todos los países europeos. A este
respecto, la observación del profesor Frijhof acerca de la existencia de diversos modelos me
parece esclarecedora.
Un primer modelo, representado por la Francia de los siglos XVI y XVII, sería aplicable a todos
aquellos países donde las relaciones entre el trono y el altar no han sido excesivamente
cordiales, adoptando el Estado cierto distanciamiento respecto de la acción de la Iglesia. En este
modelo, que incluye tanto a países católicos como a protestantes, la enseñanza básica,
elemental o popular, es asegurada por las organizaciones religiosas sin que el Estado preste
especial apoyo, limitándose a reconocer, muchas veces de hecho, esta competencia, aunque en
ocasiones proceda a regular la situación de una manera vaga y general.
En el extremo opuesto se situaría el modelo sueco -ley de 1686- en que el Estado y la Iglesia
reformada se apoyan mutuamente. Por tanto, el Estado adopta un papel activo, prestando su
ayuda a la alfabetización del pueblo (debe aclararse, no obstante, que se trata sólo de una
alfabetización pasiva, centrada exclusivamente en la lectura y no en la escritura, dado que el
objetivo principal es preparar a la población para que pueda acceder al conocimiento de la
Biblia).
El modelo intermedio se refiere a aquellos países donde coexisten los credos católico y
protestante. El prototipo lo representan los Países Bajos donde el Estado interviene activamente
para evitar conflictos confesionales.
De todo ello se desprende que, aunque el interés del Estado por la enseñanza elemental no es
grande, hay, sin embargo, un principio de intervención, reflejo, sin duda, de esa dinámica interna
que lleva al Estado moderno a afirmar su soberanía en todos los campos de la actividad humana.
Esa dinámica se acentúa durante el siglo XVIII. La actividad educativa del Estado es ahora más
ostensible, impulsado unas veces por corrientes culturales que le estimulan a caminar en esa
dirección -es el caso de los países del despotismo ilustrado -, animado otras por razones
religiosas -es el caso del pietismo en algunos países protestantes -. Pero, en definitiva, esta
intervención del Estado en la alfabetización popular forma parte de un proceso más amplio, el
que conduce a la transformación de las monarquías autoritarias en monarquías absolutas: el
campo de actividad del Príncipe se amplía, en este proceso, inexorablemente.
El otro extremo del aparato escolar del Antiguo Régimen lo constituye la enseñanza superior. La
Universidad es, como sabemos, la que suministra las cualificaciones profesionales que necesitan
tanto la Iglesia como el Estado. El hecho de que las universidades sean principalmente
eclesiásticas no obsta para que los monarcas intenten extender su dominio a este campo, bien
de modo más o menos simbólico por medio de las regalías, bien de manera efectiva para
asegurarse la formación de las elites que han de dirigir el país. El proceso de intervención es aquí
mayor.
Por otra parte, la Edad Moderna es también precursora de cambios sociales importantes. Sin
embargo, la Universidad sigue respondiendo al modelo medieval de suministrar teólogos y
juristas, aunque las necesidades de las sociedades europeas empiecen ya a ser distintas. En
algunos países el Estado intenta la reforma de las universidades, pero las grandes dificultades
que encuentra hace que encamine sus esfuerzos hacia la creación, al margen de la Universidad,
de nuevas instituciones educativas, en parte por la resistencia que la vieja Universitas opone a
las reformas dirigidas a modificar sus objetivos sustanciales o su organización, pero en parte
también por la voluntad que subyace en el Estado moderno de asumir competencias nuevas en
el campo de la enseñanza superior. Surgen así a lo largo de estos siglos una escuela de
navegación en Portugal, una escuela militar en La Haya, una escuela de ingenieros de caminos en
Francia, un instituto de náutica y minerología en España, etc., etc.
Como ha sido señalado reiteradamente por múltiples autores, éstas escuelas no eran sino
cabañas techadas con paja en la mayoría de los casos, por no hablar de aquellas otras, muy
numerosas, que carecían de local propio, instalándose en graneros, cobertizos, sótanos o
cuadras. La sordidez de estas escuelas, su miseria, la suciedad y abandono en que se
encontraban no eran atributo exclusivo de Francia: países que en el siglo XIX destacarían en este
ámbito, como Suiza, Holanda o Prusia, no estaban en mejor situación.
Tampoco era buena la situación respecto de la cualificación de los maestros. Hay que recordar
que un salario insuficiente o casi nulo impedía reclutar a las personas más competentes para
esta enseñanza. Los maestros, por otra parte, no recibían una formación específica para el
ejercicio de su profesión; bastaba cierto aprendizaje en el seno de su gremio. Es más, esta
situación, por lamentable que nos parezca, era, sin embargo, un privilegio urbano: en las zonas
rurales los maestros eran sustituidos por los "profesionales" más diversos. Así, en España serán
los sacristanes los que ejercerán el magisterio en los pueblos y en las aldeas; en Prusia, los
veteranos de guerra; en Holanda, los criados de avanzada edad; en Suiza, ignorantes artesanos.
En relación con Francia, cuenta Pollard una anécdota que no me resisto a transcribir. Un
sacerdote se dirige en el año 1758 a su nueva parroquia, situada en un remoto distrito de
Francia. Después de visitar a sus feligreses, se interesa por la escuela del lugar, siendo conducido
a una miserable barraca donde campa por sus respetos una multitud de niños. Sorprendido el
párroco, pregunta por el maestro; su acompañante le muestra a un anciano que descansa en un
sucio jergón al fondo de la barraca. El diálogo que se produce entre ambos es, me parece,
significativo de toda una época:
Sí, señor.
Nada, señor.
Como señala Pollard, este caso no puede circunscribirse sólo a una escuela o a una localidad.
Este maestro es un caso común que recuerda a cientos de maestros pertenecientes a una u otra
sociedad de las que integraban la Europa del Antiguo Régimen. Incluso en Inglaterra,
probablemente el país más desarrollado del siglo XVIII europeo, la educación elemental
presentaba un estado penoso: las famosas escuelas de caridad, anexas a una parroquia, estaban
regentadas por maestros de muy escasa preparación docente, dada la inexcusable condición de
ser miembros de la Iglesia anglicana, preocupados fundamentalmente por enseñar la religión a
los niños.
Esta situación era general en toda Europa. Afectaba tanto a la vieja universidad de París como a
Universidades tan famosas como las de Oxford y Cambridge, abiertas sólo a los miembros de la
Iglesia de Inglaterra. Lo cierto es que la Universidad europea se encontraba en abierta
decadencia
cuando se producen los sucesos que dan paso a la Revolución francesa y a la aparición del
Estado liberal.
Pero los derechos naturales, piensan los hombres de la Ilustración, tienen una doble vertiente:
de una parte, constituyen una defensa frente a la opresión del Estado, un reducto privado que el
Estado no debe invadir, que el Estado debe respetar; de otra parte, expresan la aspiración del
hombre a gobernarse a sí mismo, lejos de la tutela de poderes paternales o patriarcales. Las
libertades públicas no agotan, pues, la consideración de los derechos del hombre. Al lado de las
libertades públicas se afirman también otros derechos que conciernen al individuo como sujeto
de la vida política -no como objeto-, como ciudadano que tiene derecho a emanciparse del
poder y a participar en él. Son los llamados derechos cívicos o políticos, base del nuevo régimen
representativo, cuya mejor expresión es el derecho al sufragio. Aunque ahora no vamos a
ocuparnos de ellos, no debemos olvidar que estos derechos harán posible el control de los
gobernantes por los gobernados: son la base del régimen democrático (la democracia, se ha
dicho, es la sociedad de los ciudadanos). En este sentido, sólo nos queda decir que el Estado
liberal comprenderá pronto la necesidad de tener ciudadanos ilustrados que hagan posible el
nuevo régimen (así, por ejemplo, la Constitución española de 1812 establecerá tempranamente
la obligación de saber leer y escribir para poder "ejercer los derechos de ciudadano").
Desde esta perspectiva, esta nueva clase de Estado, surgida como antítesis del Estado absoluto,
va a ser concebida como un puro artificio, como un mecanismo que se opone a la verdadera
realidad que es la sociedad. Es decir, mientras que en el Antiguo Régimen el Estado se confunde
con la sociedad, la representa y actúa por ella, ahora la sociedad se independiza del Estado
afirmando la primacía de lo privado ante lo público. Para moralizar el Estado, para limitar su
poder -los liberales tendrán siempre presente la imagen reciente del Estado absoluto donde la
arbitrariedad del rey es la norma-, para evitar el abuso del poder político se van a alzar los
derechos naturales del hombre como límite infranqueable a ese poder y se va a acotar un
espacio -el mercado- donde el Estado no puede intervenir.
Bobbio ha señalado con especial agudeza cómo el Estado y la sociedad van a ser considerados
como realidades abiertamente distintas y contrapuestas: de un lado, el Estado, pensado como un
régimen de relaciones de poder entre gobernantes y gobernados, por tanto como un ámbito de
relaciones entre desiguales; de otro lado, la sociedad, conceptuada como un ámbito de
relaciones entre iguales. De esta forma, el Estado aparece como una esfera de poder que se
ocupa de las instituciones políticas que regulan la convivencia, mientras que la sociedad se
contrapone como una esfera privada que se ocupa de "la riqueza de las naciones".
Toda esta construcción teórica se impone con la Revolución francesa. Supone, en la práctica, el
fin del Estado absoluto, la limitación del poder político por la existencia de unos derechos que el
nuevo Estado debe no sólo respetar, sino también garantizar, y la mejor manera de hacerlo es no
regulando, no interviniendo, no haciendo (la lengua inglesa, con su conocida capacidad para lo
concreto, definirá el nuevo papel del Estado con dos gráficas palabras: "manos fuera"). Ahora
bien, dentro de esta concepción podría esperarse que el nuevo Estado liberal limitase su
intervención al mínimo también en educación. El abstencionismo general que se predica del
Estado supone la supresión de toda injerencia en el mundo de las relaciones sociales y
económicas, como corresponde al famoso dogma liberal “laissez-faire, laissez-passer, le monde
va de lui même”. Al Estado sólo le compete asegurar el orden público como condición previa
para que las fuerzas sociales y económicas puedan desarrollarse de modo espontáneo. Sin
embargo, como sabemos, la intervención del Estado en la educación va a alcanzar proporciones
desconocidas en el pasado. ¿Cómo se explica esta situación? La aclaración hay que buscarla en la
propia Revolución Francesa.
Como he indicado en otro lugar, todo lo que sucede en la educación durante el período
1789-1793 no es más que la consecuencia de un acto verdaderamente revolucionario: la
nacionalización de los bienes eclesiásticos en noviembre de 1789. La Iglesia católica de Francia
sufragaba con las rentas de estos bienes, entre otras actividades, los gastos de dos importantes
sectores: la caridad o asistencia pública y la educación. Al nacionalizarse estos bienes, estos dos
campos, la beneficiencia y la enseñanza, quedaron prácticamente desasistidos. La solución que
dio la Asamblea en tan temprana fecha fue encomendar al Estado la gestión directa de estas
actividades sociales, convirtiéndolas así en servicio público. Fue una auténtica publicatio. A partir
de ahora, el Estado francés se ocupará directamente de la beneficencia y de la enseñanza. Con
ello, las medidas revolucionarias de la Asamblea no sólo abolieron los estamentos privilegiados o
el régimen señorial, sino que funciones realizadas por los citados estamentos, en este caso el
estamento eclesiástico, se asignaron a una nueva Administración, inaugurando así una política
de servicios públicos de nueva planta, secularizados y estatales.
La idea de la educación como servicio público es, pues, el desenlace natural de un desarrollo
ideológico impulsado y animado por la Ilustración. No obstante, hay diferencias cualitativas entre
la Ilustración y la Revolución. Cuando los ilustrados franceses piensan en la educación nacional,
sus mentes están todavía ancladas en la educación estamental, no en la educación popular
(recordemos la famosa locución de Rousseau en el Emilio: "el pobre no tiene necesidad de
educación; la de su estado es suficiente"). Corresponde a los revolucionarios franceses el mérito
de haber elaborado la idea de la educación como servicio público, el principio básico de la
educación para todos. Es cierto también que no va a haber entre los revolucionarios unanimidad
sobre el alcance y extensión de la educación como servicio público, pero sí va a existir un
consenso en un punto fundamental: el nuevo sistema educativo debe ser un sistema público, es
decir, abierto a todos, atento a las necesidades de la sociedad, organizado y controlado por el
Estado. Más allá de este acuerdo básico, las discrepancias serán muchas y muy variadas. Como
ha señalado Moody, fuera de la convergencia general en la concepción del Estado como actor
principal de la educación, los planteamientos son múltiples y, muchas veces, contradictorios:
¿formar la elite de la nación o elevar el nivel cultural del pueblo?; ¿control por parte del Estado o
control de las autoridades locales?; ¿limitación de la instrucción pública a la enseñanza primaria
-dejando los demás niveles a la iniciativa privada- o construcción de un sistema educativo
nacional, publico y gratuito?; ¿libertad de enseñanza o monopolio estatal?; ¿la educación como
instrumento adecuado de transmisión de valores o, por el contrario, la educación como
instrumento de emancipación del hombre?
El legado político de la Revolución Francesa es, sin duda, extraordinariamente rico y, en cuanto
tal, lleno de tendencias que no siempre encajan bien entre sí. Tal es el caso de la educación,
punto de conflicto de múltiples corrientes, algunas de las cuales ya hemos esbozado
anteriormente. Ahora debemos detenernos en la antítesis que se produce entre aquellas
tendencias que ven en la educación un poderoso instrumento de control social y aquellas otras
que sueñan con la educación como factor de emancipación y cambio sociales.
Sin embargo, no será este aspecto de la educación el que triunfe. El Estado liberal del siglo XIX y
buena parte del XX hará suya la idea de la educación como factor de integración política y de
control social. Desde el punto de vista de la integración política, el Estado liberal concebirá la
educación como elemento sustancial para el logro de una nueva lealtad y procurará que las
clases medias y superiores, base del nuevo régimen representativo, tengan fácil acceso a la
enseñanza secundaria y superior (aunque ambos tipos de enseñanza suministrarán los nuevos
cuadros que la nueva Administración necesita, la integración política seguirá siendo uno de los
objetivos principales). Como ha puesto de relieve Dominique Julia, ésta fue una idea que nace de
la misma Revolución, pues de la misma manera que para la Iglesia católica la primera misión de
la educación era hacer de los cristianos buenos creyentes y fieles practicantes, para la Revolución
la función esencial de la enseñanza será la de inculcar los valores liberales y democráticos.
La educación como factor de integración política tuvo, pues, un papel muy importante: la
realidad confirmó que fue uno de los actores de la socialización política que mejor supo crear
una nueva lealtad al nuevo régimen; fue un elemento importante para el reclutamiento de la
elite política que el Estado necesitaba; fue, incluso, la base de la integración vertical entre las
diferentes regiones con mayor o menor conciencia de la identidad nacional. Recientemente, el
profesor Green ha defendido la tesis de que la propia formación del Estado liberal va unida
inexorablemente a la creación de los sistemas educativos nacionales, no sólo por lo que éstos
supusieron para la construcción del aparato político y administrativo del Estado, o por la función
que cumplieron aglutinando en su seno las creencias que legitiman el poder del nuevo Estado,
sino también porque los sistemas educativos nacionales desempeñaron un papel primordial en
el despliegue y desarrollo del mismo Estado liberal. Si la propia formación del Estado liberal fue
una revolución cultural profunda, Green coloca a la educación en el corazón de este proceso: los
sistemas educativos nacionales del siglo XIX asumieron una responsabilidad primaria en el
desarrollo político del Estado. Esta asunción de responsabilidades políticas no fue obra del
propio sistema educativo, dice Green, sino una asignación de fines que le fue dictada por el
Estado liberal, consciente de su importancia para su propia supervivencia y consolidación.
En segundo lugar, pero no por ello menos importante, la educación se mostró pronto como un
formidable instrumento de cohesión social y nacional. El Estado, en todos los países europeos o
de cultura occidental, impulsó y creó los sistemas educativos nacionales asignándoles múltiples
funciones públicas que éstos supieron realizar: en algunos países, como fue el caso de los
Estados Unidos de América, la educación fue el crisol que permitió la asimilación de las culturas
de los inmigrantes y la integración de éstos en un cultura nacional; en otros países como Francia,
el sistema educativo fue un poderoso factor de consolidación nacional mediante la extensión e
implantanción hasta la última aldea de la lengua nacional; en Países como Alemania o Italia la
educación se convirtió en un auxiliar imprescindible para la unificación de la conciencia nacional
contribuyendo así poderosamente a la forja de una nueva identidad nacional; en todas las
sociedades europeas el sistema educativo cumplió con la función de transmitir los valores de la
clase dirigente, los valores de la burguesía liberal; incluso, cuando la revolución industrial fue un
hecho, la educación, especialmente la enseñanza técnica y superior, recibió la misión de
suministrar los conocimientos precisos que demandaba la nueva situación, en un proceso que
afectó de modo desigual a los diversos países.
Fruto de este proceso fueron los sistemas educativos nacionales, que, con más propiedad,
deberíamos llamar sistemas educativos estatales. La diferencia con el antiguo aparato del
Antiguo Régimen es notoria, ya que durante tan largo periodo el aparato escolar fue, como se ha
dicho, una "escuela de mosaico", es decir, un conjunto de instituciones educativas superpuestas,
gestionadas normalmente por la Iglesia y por las autoridades locales. En cambio, con el Estado
liberal aparece el sistema educativo en sentido estricto, esto es, lo que Archer ha definido con
acierto como un conjunto de instituciones diferenciadas, de ámbito nacional, destinadas a la
educación formal, cuyo control e inspección corresponden al Estado y cuyos elementos y
proceso están relacionados entre sí.
De esta forma, el Estado liberal crea en todos los países europeos un sistema donde los fines de
la enseñanza son definidos por los representantes de la nación reunidos en el Parlamento
-definición que será más autentica conforme se vaya extendiendo el sufragio a lo largo del siglo-,
dotado por las autoridades estatales de una ordenación académica que regula los diversos
niveles educativos con sus correspondientes planes de estudio, configurado en general con
bastante homogeneidad, financiado con fondos públicos, y, finalmente, secularizado, es decir,
entregado a las decisiones y competencia de los poderes públicos.
Pero la formación del sistema educativo nacional no fue, como sabemos, un hecho pacífico. El
desplazamiento del monopolio eclesiástico por la potestad del Estado fue una larga lucha. Ello
planteó un problema nuevo que la Europa del Antiguo Régimen no había conocido: la
consideración de la educación como un derecho de los particulares o de las organizaciones no
estatales frente al Estado, y con ello el derecho a impartir la enseñanza.
La concepción liberal del Estado es, como se ha señalado en más de una ocasión, la más
consciente y coherente teoría de la primacía de lo privado sobre lo público. Es la afirmación de
un ámbito privado en donde el Estado no debe intervenir, una esfera rodeada de derechos que el
Estado debe respetar y garantizar. Estos derechos se configuran, como sabemos, como derechos
de libertad o de defensa frente al Estado, como un haz de derechos que, de acuerdo con el
iusnaturalismo triunfante, son innatos, anteriores y superiores al mismo Estado; más aún,
derechos para cuya protección nace la sociedad política, el mismo Estado.
Ahora bien, dentro del nuevo marco político que el Estado liberal representa, la educación no se
constituye en sentido estricto como un derecho del individuo sino, como acabamos de ver, como
una atribución del Estado. Ello es así porque para la doctrina iusnaturalista de la época las
exigencias fundamentales que brotaban del pretendido estado de naturaleza respondían a
necesidades fundamentales de la sociedad. En el estado histórico de la sociedad del siglo XVIII el
principal problema era el de la opresión del Estado absoluto, representado tanto por la figura del
monarca omnipotente como por la de las diferentes iglesias aliadas con la monarquía absoluta.
De ahí que, desde la perspectiva del individuo, los derechos naturales hagan referencia a unas
determinadas libertades públicas y no a otras (libertad de conciencia, libertad de expresión,
habeas corpus, etc.), y que, desde la perspectiva de la sociedad, se reclame la autonomía de ésta
respecto del Estado. En la conciencia política del momento, la educación, salvo algunos destellos
fulgurantes a los que ya hemos hecho referencia, no fue sentida como un derecho, sino como
una necesidad evidente para el nuevo Estado.
Por tanto, desde el principio del siglo XIX la educación como derecho de libertad se reviste de
una notable ambivalencia. Ello explica, en mi opinión, que en el siglo XIX la izquierda europea
sea al mismo tiempo defensora de la libertad de enseñanza, entendida como libertad de cátedra,
y enemiga de esta misma libertad, entendida como derecho a la creación de centros docentes,
normalmente confesionales, desde los que se combate incansablemente al nuevo régimen
liberal. Por el contrario, la derecha europea hará de la libertad de enseñanza -en su acepción de
libertad de creación de centros docentes - un bastión de su actividad, al mismo tiempo que
rechazará la libertad de cátedra por considerarla una libertad perniciosa e inadmisible.
La estructura del sistema educativo propugnado por el Estado liberal adoptó una forma bipolar:
todos los niños tenían acceso a la enseñanza elemental pero ésta era un compartimento estanco
que no tenía relación alguna con el resto del sistema educativo; sólo una pequeña parte de la
población escolar interrumpía el curso normal de la enseñanza elemental para pasar a cursar la
enseñanza secundaria y la universitaria o superior. Como ya quedó indicado, esta estructura fue
uno de los modelos que alumbró la Revolución Francesa, pero no el único.
Esta evolución cierra un largo ciclo de la humanidad. Como Bobbio ha señalado, en el régimen
político anterior al Renacimiento los hombres sólo tenían deberes, no derechos. En el Estado
absoluto los individuos seguían teniendo deberes pero en todos los países europeos el derecho a
la propiedad se constituyó como un derecho privado que defendía al individuo de las
arbitrariedades del poder del rey. En el Estado liberal o Estado de derecho el individuo tenía
frente al Leviatán no sólo derechos privados como la propiedad, sino también derechos públicos:
el Estado liberal es el Estado de los ciudadanos, poseedores de derechos políticos y de derechos
de libertad. Finalmente, en el Estado de bienestar o Estado social de derecho el hombre ve
reconocidos sus derechos sociales, culminado así un largo proceso de autonomía y de
emancipación.
Después de la segunda guerra mundial esta corriente de opinión se consolida en la mayor parte
de los países de Europa. Será la Constitución italiana de 1947 la que abra el camino,
estableciendo en su artículo tercero que "pertenece a la República eliminar los obstáculos de
orden económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos,
impiden el pleno desarrollo de la persona humana". Esta declaración, pronto incorporada a las
constituciones europeas posteriores, significa el repudio o la superación del liberalismo clásico.
Ya no será la competencia privada o el juego libre del mercado los que traerán consigo una
mejora de las condiciones de vida, sino que será la intervención del Estado la que garantice los
derechos sociales del ciudadano: trabajo, vivienda, educación, sanidad. Es la hora del Estado de
bienestar.
Es cierto que algunos textos internacionales no obligan a los Estados, como es el caso de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, cuyo artículo 26 proclama el derecho
de toda persona a la educación, y que sólo tiene una autoridad moral para los Estados. Pero son
ya varios los tratados internacionales que han sido ratificados por diversos Estados europeos que
tienen fuerza de obligar en los respectivos territorios nacionales. Entre ellos destaca el Pacto
Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, que sometido a la cautela
de demorar su entrada en vigor hasta que no fuera ratificado por treinta y cinco Estados, obtuvo
vigencia en 1976 al rebasarse con creces el número de Estados ratificantes. La importancia de
este convenio multilateral reside en que tales Estados deben adoptar un papel activo en la
realización de estos derechos, ya que la ratificación del Pacto supone que sus normas pasan a
formar parte del ordenamiento interno con la misma fuerza vinculante que las demás normas
que integran su ordenamiento jurídico. Transcribo a continuación, por su importancia, el artículo
13 del Pacto, que en síntesis afirma lo siguiente:
la enseñanza primaria es reconocida como un nivel obligatorio asequible a todos los hombres
gratuitamente.
la enseñanza superior debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la base de la capacidad
de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva
de la enseñanza gratuita.
se reconoce la libertad de los padres de escoger para sus hijos escuelas distintas de las creadas
por las autoridades públicas, así como el derecho que les asiste para que sus hijos reciban la
educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.