SARA
SARA
SARA
Sara Summers, 4
Susanna Herrero
© Susanna Herrero
1ª edición, agosto 2017
ASIN: B0749QXWYH
Diseño de cubierta: Alexia Jorques
Sinopsis
Índice
Prólogo, por Abril Camino
1 El punto de partida
2 Los exámenes finales
3 Vacaciones de verano
4 Vacaciones de verano: segunda parte
5 Caer
6 Y levantarse
7 Oliver… ¿profesor?
8 Otra noche juntos
9 La despedida de soltera
10 Estás equivocado
11 En la nieve
12 El polvo
13 Las consecuencias
14 Amarga venganza
15 ¡Mira cómo tiemblo!
16 Volverás a ser mía
17 La gran idea
18 El día antes de la boda
19 La boda
20 ¿En tu habitación o en la mía?
21 La mañana siguiente
22 Ese fin de semana largo largo
23 ¿Qué sucedió en la boda?
24 Oliver y yo
25 El amor está en el aire
26 El partido
27 Patinar de nuevo
28 Demasiado entrenamiento
29 Lo que pudo ser… y no fue
30 Te quiero para toda la vida
31 La boda más bonita del mundo
Epílogo
Agradecimientos
Prólogo
Corría el mes de noviembre de 2016 cuando conocí a Sara, Oliver y Adam.
Me los presentó su autora, Susanna, y mi primer pensamiento fue el mismo
que tengo siempre que alguien me contrata para una corrección: «¿cómo
puedo ayudar a la autora a mejorar este libro?». Eso duró hasta que me senté
con el manuscrito en la mano y empecé a leer. Me hicieron falta muy pocas
páginas para que me enamorara tanto de su historia que a punto estuvo de
olvidárseme que estaba leyendo por trabajo, no por ocio.
Han pasado seis meses desde que atravesé las puertas del Crowden
School, y hace pocas horas que he leído el desenlace de estas historias de
amor. Sí, en plural. Porque, para mí, la magia de esta saga es que no gira
alrededor de las aventuras y desventuras de una pareja enamorada. Esta es la
historia de muchos amores. De los buenos. De los malos. De los fraternales.
De los apasionados. De los tranquilos. De los superficiales. De los que duran
toda la vida.
Es la historia del amor de Sara y Oliver, que algún día se darán cuenta de
que se enamoraron a los nueve años, cuando se retaron sin darse cuenta a ser
las dos partes de un todo sin perder ni un ápice de lo que son por sí mismos.
Es la historia del amor de Sara y Will, que se quisieron como solo se
quiere en la adolescencia, cuando las pasiones nos dominan y el juicio se
nubla.
Es la historia del amor de Sara y Daniel, dos hermanos que se quieren
tanto que solo pueden demostrarlo creyendo que se odian. Que fingen que
quieren matarse, pero saben que darían sus vidas por el otro.
Es la historia del amor de nueve chicos que se encuentran en un internado
y se convierten en familia. Para lo bueno, lo malo y lo regular. Pero, sobre
todo, para siempre.
Y es la historia de Adam. De su amor por Sara. Tan arrollador. Tan
infantil, en el mejor sentido del término. Tan puro. De su amor por Oliver, el
chico que no se dejaba tocar, pero que necesita los abrazos de su mejor
amigo. Del de Sara por Adam. Brutal y desmedido. «Porque perderías». Esa
fue la frase con la que aconsejó a Will que nunca la hiciera elegir entre Adam
y él. Y es que todas las historias de amor perderían si las comparáramos con
las de esa peculiar familia de tres que forman Adam, Oliver y Sara. Una
familia que no necesita ser de sangre porque es de algo más fuerte. De
amistad.
Durante estos seis meses en que Susanna y yo hemos trabajado mano a
mano en las novelas de Sara y compañía, le he dicho muchas cosas que me
gustaban de sus libros. Pero hay una que siempre destacaré por encima de las
demás y que quizá sea la que ha hecho que estos libros se convirtieran para
mí en algo tan especial: la amistad por encima de todo. Por encima del amor.
Por encima del dolor. Dio igual cuánto daño se hicieran Oliver y Sara en
asuntos de amor romántico, dio igual cuánta pasión sintieran, dio igual todo:
nunca titubearon en su decisión de mantener su amistad por encima de
cualquier cosa. Y eso no es fácil. Pero es maravilloso.
Toca decirles adiós a los chicos del Crowden. Aunque, en mi caso, sé que
tardaré tiempo en olvidarlos. A Sara y su impulsividad. A Oliver y sus
manías. A Adam y su capacidad para sobrevivir al peor infierno. No es un
secreto que él es mi personaje favorito, así que me meteré en su piel para
imaginarlo diciéndome:
—Joder, cállate ya y deja que la gente lea el libro, que lo estarán
deseando.
Tus deseos son órdenes, rockero.
Bienvenidos al desenlace de Sara Summers.
Abril Camino
Mayo de 2017
1
El punto de partida
Me siento mal. Olvidarme de Oliver ha sido una de las cosas más difíciles
que he tenido que hacer en la vida. De hecho, fue tan difícil que ahora sé con
certeza absoluta que no lo conseguí. En realidad, creo que ni siquiera lo
intenté de verdad. Lo que hice fue encerrar mis sentimientos por él.
Contenerlos. Contenerlos como una presa contiene el agua. Y me he pasado
los últimos cuatro años aterrada a que el agua, que en ningún momento ha
dejado de hacer presión, rompiera la presa. Aterrada a que se abrieran grietas
por todas partes. Aterrada a que explotara.
Hasta que lo ha hecho.
Explotó en el momento en que le devolví el anillo a Will y, por primera
vez en cuatro años, me sentí libre para dejar de sujetar la pared. Y ahora me
siento hundida. Me he quedado sumergida en el agua, inundada por todos
esos sentimientos y por la culpabilidad. La culpabilidad de que fuimos tan
cobardes que no nos dijimos la verdad. Nos habríamos ahorrado mucho
sufrimiento. Y no solo nuestro.
Nos hemos jodido la vida. Y darte cuenta de eso duele. Tienes la
sensación de no avanzar. De no haber hecho nada bien. De no haber
conseguido nada en la vida. De haber tirado los últimos años a la basura. De
haber fracasado.
He fracasado en mi relación con Will. Lo intenté, pero ahora soy
consciente de que fue una mala decisión, una salida fácil, rápida, cómoda. Y
toca pagar las consecuencias.
Y he fracasado en mi relación con Oliver. Así que me siento mal.
Frustrada, dolida, arrepentida, culpable, engañada. No sé cómo gestionar
tantos sentimientos.
Haciendo de tripas corazón y obedeciendo a Adam, me he levantado,
duchado, vestido, desayunado y salido a la calle en un tiempo récord. «Bravo,
Sara. Ahora, si quieres aprobar los exámenes, tienes que actuar como si la
última semana no hubiera existido. Olvidar, Sara. Olvidar la última semana».
Sé que va a ser duro, pero no va a ser lo más duro que me ha tocado vivir
en la vida. Hasta el momento, mi vida no ha sido un camino de rosas. Esta
situación no es más que otro bache en el camino de ortigas y espinas que me
ha tocado recorrer. Muchas veces me pregunto qué habrá al final del
camino… Creo que prefiero no saberlo.
He venido con Adam, en su coche, a la biblioteca de la universidad, y ni
una palabra ha salido de nuestras bocas durante el trayecto. Yo, por mi parte,
me encuentro en un estado constante de concentración, preparándome para
obviar mis sentimientos y comportarme con Oliver como si no hubiera
pasado nada extraordinario entre nosotros. Y Adam me ha dejado tranquila.
Nos hemos separado en la puerta de la biblioteca; he preferido entrar a todo
correr antes de que apareciera Oliver con sus estúpidos hoyuelos y su pelo
rubio. Adam se ha quedado esperándolo.
Soy consciente de lo difícil que debe de resultar esta situación para Adam,
teniendo en cuenta que tanto Oliver como yo somos sus mejores amigos. En
nuestra historia no hay un verdugo y un inocente, los dos somos culpables de
lo que ha pasado, aunque Oliver es más culpable que yo. ¿Por qué? Porque sí,
porque me siento mejor echándole la culpa a él, porque no hacerlo
significaría que estuvo en mi mano poder hacer las cosas de otra manera, y
eso me está matando.
Tan solo tenía que haber echado a un lado mis miedos y confesarle mis
sentimientos, o haber pensado, en frío, que algo debía de haber sucedido para
que Oliver me dejara de la noche a la mañana sin explicación. Debí haber
confiado más en su amor por mí, pero no lo hice. Joder, ahora lo veo todo tan
claro.
«Olvidar, Sara, olvidar la última semana». Ese es el objetivo, así que dale
otro rumbo a tus pensamientos.
En la biblioteca, me siento donde siempre. Saco los libros de la mochila,
me pongo los auriculares del iPod y subo el volumen hasta que no da más de
sí. Escondo la cabeza entre los libros y me meto en materia con la esperanza
de no enterarme de la llegada de mis dos amigos, sobre todo del rubio de ojos
verdes. Pero ni toda la concentración del mundo podría evitar ese momento
porque, en cuanto Oliver pisa la biblioteca, soy consciente de ello.
Reconozco sus andares aunque no esté mirándolo de pleno y su presencia
inunda casi todos mis sentidos: su silueta vista de reojo; su olor, que llega
hasta lo más profundo de mi ser; su sabor, que aún permanece en mi
memoria; el oído, porque puedo escucharlo suspirar. ¡Maldito amor! Pero no
pasa nada, porque tengo mi mantra bien asumido: «Olvidar, Sara, olvidar la
última semana».
No levanto la cabeza. Sigo estudiando, o aparentando que lo hago, como
si no me hubiera enterado de su entrada. Ni siquiera tengo que devolverle el
saludo porque, como tengo la música a todo volumen, finjo no escucharlo.
Noto cómo toma asiento enfrente de mí y cómo se queda quieto
esperando alguna reacción por mi parte, pero, al ver mi actitud de pasotismo
total, saca sus propios libros de la mochila y se pone a estudiar. Y mierda, eso
me duele; que responda a mi ignorancia con más ignorancia me duele en el
alma. Sé que es infantil y estúpido, pero es así.
Adam se sienta a mi lado y me da un toque en el brazo al que no
respondo. Solo elevo la vista unos segundos, los justos para decirle:
«Tiempo, Adam, necesito tiempo». Soy una borde y no se lo merece, pero me
consuelo diciéndome a mí misma que esta tristeza y esta rabia que me hierve
por dentro solo van a durar un par de semanas.
Me cuesta mantenerme despierta y concentrada en los libros debido a la
semana de mal dormir que he tenido. Los primeros exámenes que tenemos
son los de Derecho, por lo que, a media mañana, tanto Oliver como Adam me
interrumpen y comienzan a explicarme cuál va a ser el plan de acción. Yo los
oigo sin escucharlos, hasta que Adam me quita los auriculares de los oídos y
me pide atención. De malas maneras, acepto y cruzo los brazos sobre el
pecho mientras apoyo la espalda en el respaldo de la silla en un intento de
parecer indiferente. Pero, cuando Oliver toma la palabra y comienza a
hablarme como si nunca hubiera pasado nada entre nosotros, como si nunca
nos hubiéramos amado y lo hubiéramos echado a perder por nuestros celos e
inseguridades, algo explota en mi interior. Joder, ¿por qué no está tan
afectado como lo estoy yo? ¿Cómo puede comportarse así después de lo que
nos confesamos la semana pasada? ¿Acaso no le afectó ni un poquito? ¿Tan
poco me quiere que le importa todo una mierda? «Olvidar, Sara, olvidar la
última semana».
Justo en ese momento, Adam se levanta de su sitio para coger agua y,
mientras Oliver sigue con su perorata (incluso tiene el valor de medio
sonreírme en más de una ocasión), mi cabreo crece y crece, y la bomba que
ha explotado en mi interior se extiende tanto como para alcanzar cotas
inimaginables… Hasta que sobrepasa la piel y sale de mi cuerpo. Mi cabeza
intenta repetir el mantra, pero… «Olvidar, Sara, olvidar la…». ¡¡Y una
mierda olvidar!! ¡A la mierda el mantra y a la mierda todo!
—¿A ti te corre la sangre por las venas, Oliver? —Mi pregunta lo pilla tan
de sorpresa que se queda paralizado. Alzo la mano y golpeo con fuerza el
libro que sostiene entre sus manos, con el que me está tratando de explicar
vete a saber qué—. ¡Contéstame!
Y, vaya, he debido de gritar mucho, porque todas las personas que se
encuentran en la biblioteca han girado las cabezas hacia nosotros con
curiosidad. Incluso la bibliotecaria nos mira con ganas de saber qué es lo que
ha provocado mi arrebato, porque no se molesta en echarme la bronca por
gritar.
—¿Puedes gritarme más fuerte? Creo que en el condado de al lado no te
han oído.
¡Y me lo dice así! ¡Con todo su descaro! Y no me lo susurra, no, me lo
dice bien alto. Bonita manera de evadir mi pregunta. En ocasiones, pienso
que no tiene sentimientos, es imposible que los tenga; de lo contrario,
deberían afectarle más las cosas. Pero aquí estoy yo, destrozada por lo que ha
pasado entre nosotros, y ahí está él, estudiando como si nada.
Necesito despejarme. Decido salir a la calle a tomar el aire; con suerte me
saco la sangre de las venas y me comporto como él: impasible.
—¿Adónde vas ahora? —me pregunta, cabreado, cuando ve que me
levanto.
—¡¡¡A tomar por culo!!! —contesto, sin mirar atrás. Salgo escopetada
hacia la salida, y justo impacto con Adam, que regresa con botellas de agua
para los tres. No le doy tiempo ni ocasión a que me dirija la palabra.
—¿Qué ha pasado? —pregunta a Oliver.
Su respuesta: suspiros y más suspiros. No sabe hacer otra cosa. Abandono
la biblioteca farfullando para mis adentros.
En cuanto salgo a la calle, el silencio del interior queda engullido por la
vida del campus. Los alumnos vienen y van. Algunos solos, otros en
compañía. Están los que se ríen y los que caminan solos con sus
pensamientos. Me froto los ojos con la mano y me siento en las escaleras que
dan acceso a la biblioteca. Joder con los mantras, ¿quién demonios dice que
son efectivos?
No llevo ni dos minutos sentada cuando Oliver pasa por mi lado y se sitúa
enfrente de mí. Tiene los puños apretados a ambos lados de su cuerpo y
respira agitadamente. Cuando me habla, lo hace tranquilo, aunque su cuerpo
parece querer gritar de indignación.
—¿Puedes volver a entrar? Si prefieres que yo me mueva a la otra punta
de la biblioteca, lo hago, pero tienes que escuchar lo que tiene que decirte
Adam, es el plan que hemos estructurado para que puedas aprobar todas las
asignaturas; es importante. Eso lo ves, ¿verdad?
Joder.
—Buena idea —le respondo.
—¿El plan? —pregunta, esperanzado.
—No. Que te sientes en otro sitio.
Me levanto sin darle derecho a réplica y entro de nuevo en el agonizante
silencio de la biblioteca. Estoy segura de que, con Oliver lejos de mí, el
jodido mantra va a funcionar y voy a poder estudiar. Ahora es lo único que
tengo que hacer. Y, aunque me duela enviarlo lejos de mí, debo hacerlo.
Cuanto menos contacto, mejor. No quiero que acabemos peor de lo que
estamos.
Oliver entra detrás de mí y recoge sus cosas ante la mirada atónita de
Adam. Da media vuelta y se sienta en el extremo opuesto al que ocupamos
nosotros.
—¿Por qué? —me pregunta Adam, señalando a Oliver con los ojos.
—Porque es lo mejor —explico, mientras tomo asiento y organizo,
distraída, mis apuntes—. De momento, no podemos estar cerca el uno del
otro.
—¿No podéis? —me replica, recalcando el «podéis».
—Ahora no, Adam. Por favor. —Me da mucha rabia que Adam se vea
involucrado en esta situación de la que él no tiene ninguna culpa. Espera…
¿ninguna culpa? Me acuerdo de un detalle de mi última conversación con
Oliver. Estaba tan ocupada en fustigarme por lo que había pasado que lo
había olvidado. Y me entran ganas de ponerme a gritar como una loca contra
Adam por no habernos contado todo lo que sabía, pero bastante tengo con no
hablarme con Oliver, así que me voy a morder la lengua y a controlarme—.
Por cierto, sé que sabías desde el principio que Oliver estaba enamorado de
mí. ¿Por qué nunca me dijiste nada?
—Joder, hasta que por fin lo sueltas.
—¿Qué quieres decir? —le pregunto, confundida.
—Oliver quiso darme dos hostias después de hablar contigo por no
haberle contado que estabas enamorada de él, y tú aún no me habías echado
nada en cara. Te estaba esperando.
—Bien, pues aquí estoy. Explícamelo.
—¡Qué valor tenéis los dos! ¡¡Pretenderéis que yo tenga la culpa!!
—¿Por qué no nos dijiste nada, Adam?
—Porque os lo juré a los dos por separado. Os estaba tan agradecido por
lo que habíais hecho por mí que no quería romper vuestra confianza en mí. Y
pensé que era cuestión de semanas, o como mucho de meses, que os dierais
cuenta de la verdad. Por desgracia, no fue así, y el tiempo fue pasando. Joder,
pasaba demasiado rápido y cada vez se me hacía más difícil atreverme a
soltaros la bomba. Mirando hacia atrás, queda claro que os lo tenía que haber
dicho.
—Sí —admito, incapaz de enfadarme con él porque… porque tiene razón.
—Joder, Totó, fuiste su primera vez. ¿Eso no te dio ninguna pista? ¿Cómo
no lo viste?
—¡Silencio al fondo a la derecha! —nos reprende la bibliotecaria a gritos.
Claro, ella sí puede gritar. Escondemos las cabezas en los libros y seguimos
hablando en susurros.
—No lo sé.
—Pero ahora estás a tiempo de arreglar las cosas.
—Ahora no puedo, Adam. Estoy demasiado afectada.
—Tú todavía lo quieres.
Algo que Adam ha sabido desde siempre. Me pregunto si también sabe…
—¿Y él a mí?
Su respuesta: primero me mira a los ojos con intensidad. Y después…
—Pregúntaselo.
—Me dijo que no.
—Y tú a él.
—Joder, sí que os lo contáis todo.
—Yo no pienso entrometerme; sois adultos, arreglad vuestras
desavenencias y dejad de comportaros como críos.
—Bueno, ya veremos.
—También sé que no le has contado todo. Sigue pensando que quieres al
inútil de Von Kleist.
—No insultes a Will, que no te ha hecho nada.
—Algún día te contaré cuatro cosas de Will, cuando tengas la cabeza más
despejada y lo veas todo desde otra perspectiva.
—¿Qué quieres decir?
—Nada —dice, restándole importancia con un gesto de la mano—, cosas
mías. Oye, Totó…
—¿Qué?
—Lo estás haciendo fatal. Lo sabes, ¿no?
—Sí.
—¿Y por qué no lo arreglas?
—Es complicado.
—No lo es. Sois vosotros los que os empeñáis en complicarlo. No
quisisteis discutir lo que ocurrió por no destruir vuestra amistad y, al final,
mira lo que ha pasado.
—Dame tiempo, Adam.
—Claro, porque los últimos seis años no han sido suficientes.
—Deja de machacarme, necesito un hombro en el que llorar, no una
espada de la que defenderme.
Adam se ríe a carcajadas por mi comentario.
—Pero mira que eres tontita.
Sonreímos los dos y nos abrazamos.
—¡A los tortolitos del fondo! —interrumpe de nuevo la bibliotecaria—.
Me alegra mucho que arregléis vuestras diferencias de enamorados —se ha
equivocado de chico, y mira que llevamos años viniendo—, pero aquí se
viene a estudiar.
—Qué ganas tengo de acabar la carrera y decirle cuatro cosas a esa mujer
odiosa. No sé si regalarle un donut o un puto consolador —me dice Adam al
oído—. En fin, pongámonos a lo nuestro.
Durante la siguiente hora, Adam me muestra las fechas de los exámenes y
el planning que han organizado entre los dos para que pueda aprobar las dos
carreras. Empiezo a recorrer las fechas una a una hasta que una sombra se
cierne sobre mí.
Oliver Aston.
—He venido a coger una cosa —me explica, sin que yo le pregunte nada.
—Bien, cógelo y lárgate. —Muy bien, Sara. Ha quedado más que claro
que el mantra no funciona. Habrá que buscar otra alternativa.
—¡Joder, Sara! ¡¡Ya está bien!!
La bibliotecaria nos llama la atención, una vez más. Una más y nos echa,
lo veo en su mirada. Oliver se agacha para quedar a mi altura y me habla al
oído.
—Sara, ante todo soy tu mejor amigo. Eso nunca va a cambiar.
—Eso ya ha cambiado —contesto, sin despegar los ojos del planning.
—Tienes que contarme ese secreto tuyo que tienes para pasar del amor a
la indiferencia.
—¿Amor? Hace muchos años que no te quiero de esa manera, Oliver. No
te lo tengas tan creído.
—No hace tanto tiempo —titubea—. Y el amor no se acaba de un día para
otro.
—El mío sí, a lo mejor… a lo mejor nunca estuve enamorada de ti, quizá
fue un capricho. De lo contario, no te habría olvidado tan fácilmente, ¿no?
Me siento mal al mentirle a la cara, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? No
sé defenderme de otra manera.
—O a lo mejor eres una cría inmadura.
Muy digno, gira sobre sus talones y vuelve a su sitio sin darme derecho a
réplica.
Planifico todas mis asignaturas con esmero. En algunas tengo que hacer
un examen final y en otras tengo que presentar un proyecto. En estas últimas
semanas, por increíble que parezca, Oliver se ha ocupado de ello y los tiene
terminados. En cuanto Adam me da esta información, un vacío enorme se me
instala en el pecho y me siento fatal por cómo me estoy comportando. Si
Oliver es capaz de aislar nuestros problemas y seguir siendo mi mejor amigo,
yo también debería poder hacerlo.
Me levanto de mi sitio y me acerco a su mesa. En cuanto llego, alza la
vista y me mira con expectación. Venía con la firme intención de darle las
gracias por su ayuda, pero hay algo que me carcome por dentro. Es esa frase
que me ha dicho antes: Y el amor no se acaba de un día para otro. A pesar de
que me tiembla todo el cuerpo y de que estoy a punto de vomitar por los
nervios, se lo pregunto.
—¿Tú me quieres? Y no me refiero a quererme como amiga, me refiero a
querer de…
—Sé a lo que te refieres —me interrumpe con brusquedad.
—¿Y bien? —La sensación de malestar no desaparece de mi cuerpo; más
bien, todo lo contrario, se acrecienta. Al tembleque y a las ganas de vomitar
hay que sumar sudor de manos y posible desfallecimiento, porque la sala ha
empezado a girar sin parar.
—No.
¿No? Ahí lo tienes, Sara, todas tus dudas resueltas. El poco sonido de
fondo de la biblioteca de pasar hojas y poco más desaparece de mis oídos y
solo escucho un pitido, que amenaza con acabar con mi vida en menos de dos
segundos.
—No pienso contestarte mientras mantengas esa actitud hostil conmigo.
Así no se hablan las cosas.
«Espera. Retrocedemos». Capto sus palabras y el pitido cesa. ¿Qué acaba
de decirme?
—¡Tú también estás hostil! —le suelto sin pensar. Estoy demasiado
aturdida.
—¡¡¡Shhhhhh!!! —La bibliotecaria, otra vez. Hoy se está ganando cada
penique de su sueldo—. ¡Será posible, señorita Summers!
—Joder, estoy enfadado contigo, Sara —me dice Oliver, sin hacer caso a
esa odiosa mujer—. Ni te imaginas cuánto. Finjo —queda claro que mucho
mejor que yo— no estarlo porque lo necesitamos. No me apetece desnudarme
delante de ti. Ahora, no.
Después de esta última discusión, no volvemos a tocar el tema. Me aíslo
en los estudios y lo consigo. Desconecto, por fin.
Dos meses después
3
Vacaciones de verano
Los días y los exámenes pasan rápido. Para cuando me quiero enterar, estoy
saliendo del que, con toda probabilidad, será mi último examen de la
universidad.
Y quince días más tarde tenemos los resultados. No tengo ni idea de cómo
he sido capaz de licenciarme.
Se acabó la universidad.
Así que hoy es un día más en mi nueva vida de postuniversitaria. El sol no
brilla y los pajaritos no cantan y, como he terminado los exámenes, no tengo
que fingir que mi vida no se ha ido a la mierda por unos puñeteros
malentendidos. Por increíble que parezca, después de dos meses obviando mi
situación, no estoy triste, solo estoy… indiferente. Sin objetivos a la vista y
sin nada más que hacer que verlas venir. Quizá, así, me empiecen a salir bien
las cosas.
Como hoy es jueves, hemos quedado toda la pandilla en el pub de
siempre. Yo no quería ir, pero Adam me ha convencido para hacerlo, no por
las razones que me daba él, sino para que dejara de darme la tabarra. Al
principio, he pensado que seguro que a Will le sentaba como una patada en el
culo, pero, un segundo después, me he dado cuenta de que Will y yo no
somos nada. Todavía me cuesta creerlo, o aceptarlo, no sé. No es fácil acabar
de la noche a la mañana con las rutinas que llevas años siguiendo. Will y yo
no estamos juntos. Oliver y yo estábamos enamorados. Oliver y yo no somos
amigos. El latigazo que me da el corazón incluso hace que me estremezca
desde la cabeza hasta los pies.
—¿Sara? —Pear me zarandea el cuerpo y por poco se me cae la Coca-
Cola que sujeto en la mano.
—¿Qué pasa?
—Te hemos preguntado si te parece bien.
—¿El qué? —Creo que me he perdido la última media hora de
conversación.
—¿Dónde has estado la última media hora?
—Aquí, con vosotros.
—Hablábamos sobre la posibilidad de hacer un viaje por la costa de
Croacia en barco durante quince días y, a la vuelta, parar en la isla de Ibiza un
par de semanas más —me explica Brian.
—¿Cuándo habéis pensado todo eso?
—En la última media hora en la que estabas aquí, con nosotros —me
aclara Oliver con retintín.
—¿A ti qué te parece? —me pregunta Adam antes de que me lance al
cuello de Oliver Aston. Estoy segura de que disfruta tocándome las narices.
Supongo que será su forma de vengarse por la frustración que debe de sentir
con mi actitud errática. Y, bueno, quizá por lo mal que hice las cosas en el
pasado. De cualquier manera, me molesta, y supongo que mi mirada
matadora ha debido de darle pistas a Adam de mis intenciones.
—¿Podéis cogeros tantas vacaciones? —pregunto a mis amigos
trabajadores.
—No te preocupes por eso, lo hemos arreglado en nuestros trabajos.
—Yo me he quedado sin vacaciones de Navidad durante los próximos tres
años —me informa Olivia.
—Bien, haced lo que queráis —opino con desgana.
—Pero tú vienes, ¿no? —Pear me mira con esperanza.
—Sí, ¿por qué no? No tengo nada más que hacer.
—Tu entusiasmo es contagioso de pelotas —añade Oliver.
Queda más que claro que la tregua que nos habíamos dado para aprobar
los exámenes ha llegado a su fin.
—Pues tengo un saco lleno.
—¿De entusiasmo o de ganas de tocar los cojones?
—¡Decidido entonces! —grita Moira para calmar las aguas—. Nos vamos
de vacaciones a Croacia y a Ibiza. Ya me ocupo yo de todo y os voy
informando.
—A mí ni te molestes en informarme de nada, desde ahora te digo a todo
que sí.
Joder, a veces me sorprendo incluso yo de lo borde que puedo llegar a ser,
pero es que me sale solo.
—Meted en la maleta un saco de paciencia. Lo vamos a necesitar.
—Sobre todo tú, rubiales. No tienes ni idea de lo insoportable que puedo
ponerme.
—Créeme, lo sé.
Lo miro con desdén y sigo perdida en mis pensamientos.
Daniel
Que mi hermana se vaya de viaje con sus amigos no me parece la mejor
idea del mundo, teniendo en cuenta que en ese grupito de amigos está Aston.
Pero así lo han decidido y cualquiera les dice nada. No he hablado con mi
hermana en persona, pero sospeché que algo gordo había pasado desde el
minuto uno en que Will y Sara lo dejaron de repente.
Primero me enteré de que fue Will quien había dejado a mi hermana al
descubrir que ella y Aston estuvieron liados, pero, dado que este no quería
darme ningún tipo de explicación más (y mi hermana todavía menos), fui a
buscar respuestas con Adam. Él siempre lo sabe todo. Me hizo un resumen
demasiado escueto, pero lo suficientemente detallado como para darme
cuenta de que mi hermana sufría de nuevo por el jodido Oliver Aston. Su
relación con Will estaba condenada al fracaso desde hacía años. Creo que, en
realidad, siempre lo había estado.
Y por eso me encuentro en la cocina de los Aston tomando café con el
más joven y jodidamente impertinente de la familia. Tomando café en
completo silencio, porque hablar con Oliver Aston no es fácil.
—¿A qué has venido, Summers?
Tomo lo que me queda de café y dejo la taza en la mesa. Me encuentro
con la mirada de Aston y decido, por una vez en la vida, hablar con él sin
segundas intenciones y sin odiarlo por dentro por tener a mi hermana a su
merced desde los putos nueve años.
—Mi hermana no está bien.
—Ya lo sé.
—Este viaje es una pésima idea. —¿Quince días enteros con Aston en un
barco sin opción de poder escapar? ¿Y luego otros quince días habitando
juntos en la misma casa? Es la peor idea del mundo, teniendo en cuenta lo
que le gusta a mi hermana huir de sus problemas en lugar de afrontarlos.
—Se supone que lo hacemos por ella. Para que se despeje y se olvide
de…
Aston duda, pero yo tengo claro de qué (o, mejor, de quién) tiene que
olvidarse.
—¿De ti?
—De lo que ha pasado —me corrige, visiblemente cabreado.
—Es lo mismo.
—Eso no es…
—Aston —lo interrumpo, antes de que hable—, el caso es que tengo
miedo de que mi hermana se descontrole.
—Eso no va a pasar, puedo controlarla.
—Podías controlarla. Ahora tú eres el foco de sus problemas.
—También está Adam.
Sí, pero no sé si será suficiente. Decido acabar con esta conversación y le
hago saber el objetivo final de mi visita.
—Llamadme si me necesitáis, ¿de acuerdo?
—Tranquilo, ya te he dicho que puedo controlarla.
—Aston, quítate esa falsa egolatría delante de mí, no es necesaria. Y
llámame, por favor, solo si la situación se descontrola. Solo si mi hermana se
descontrola.
—Está bien —claudica. Y, joder, se le ve afectado.
—Tú tampoco estás bien. —Las palabras salen de mi boca sin que pueda
detenerlas.
—¿Alguna cosa más? —me pregunta, con acritud, ignorando mi última
afirmación. Antes de que me dé tiempo a contestarle, su madre entra en la
cocina.
—¿Te quedas a cenar, cariño?
—No. Gracias por la invitación, pero he quedado.
—Bueno, otro día.
—Sí, adiós.
Me voy con la misma intranquilidad con la que he venido, porque, joder,
este viaje es una pésima idea. Deberían irse ellos y dejarme a mí a Sara, pero
sé que eso no va a pasar, por lo que lo mejor que puedo hacer es no irme
demasiado lejos por si Aston me llama.
Sara
Primeros minutos en el velero y quince días más por delante aquí metida.
Eso supone veintiún mil seiscientos minutos. Demasiado tiempo rodeada solo
de agua y… Oliver. ¿En dónde me he metido?
Según he subido al barco, me he quedado en mitad de la cubierta sin saber
qué hacer. Mientras notaba el movimiento de mis amigos a mi alrededor,
organizando maletas y camarotes, me he dirigido como una autómata a la
proa del velero. Sujetándome a la vela de proa, me he sentado y me he
quedado con la vista clavada en el horizonte; en el mar. Y aquí sigo, una hora
después.
Si echo la mirada hacia atrás, me saluda la ciudad costera de Split, que es
desde donde arrancamos nuestro viaje. No me he fijado demasiado en ella por
el camino, pero lo poco que he visto me ha causado buena impresión.
Además de ser una ciudad declarada patrimonio de la humanidad, me ha
parecido una urbe con mucha vida. Calles medievales, restos romanos y
palacios. En otras circunstancias, seguro que hubiera callejeado por todos sus
rincones sin descanso.
Miro de nuevo al horizonte, que en escasos minutos se ha teñido de
naranja, y permanezco inmóvil hasta que se esconde el sol. El velero
comienza su travesía y pronto el viento me refresca el cuerpo. Me abrazo a
mí misma, para resguardarme del frío, y sigo contemplando cómo nos
introducimos de lleno en las oscuras aguas del mar Adriático. Mis amigos
pululan a mi alrededor, pero ninguno se acerca a mí hasta horas después.
—¿Sara?
Sin mirar atrás, siento cómo Pear se acerca y se sienta junto a mí. Me
coloca una sudadera en la cabeza y me ayuda a ponérmela. Me envuelve el
calor y el olor de mi mejor amiga. Le sonrío, como muestra de
agradecimiento, y paso mi brazo por sus hombros.
—Estás helada —me dice.
—Estoy bien.
—He dejado tus cosas en el camarote de Adam.
Asiento con la cabeza y desenfoco mi mirada, otra vez, en el mar. Nos
quedamos en un cómodo y agradable silencio hasta que es interrumpido por
el vozarrón de Brian.
—¡Pear! Ya está la cena.
—¡Ahora voy! —grita mi amiga como respuesta—. ¿Vienes? —me
pregunta.
—No tengo hambre. Luego picaré algo.
—Está bien —me dice, poco convencida.
Las siguientes horas son horribles. Es como cuando estás a pleno
rendimiento y no notas el cansancio hasta que paras, y entonces te viene todo
encima. Eso es con exactitud lo que me sucede. De repente, soy consciente de
toda mi realidad. La mentira que construí en mi cabeza para sobrevivir a los
exámenes de la universidad cae y la presión que siento sobre mi cuerpo es tan
fuerte que no sé si voy a poder sobrevivir a ello.
Aunque mi cuerpo permanece quieto, sin moverse, la sensación que tengo
es que me muevo y caigo al agua. Intento nadar para que las olas no me
engullan hasta lo más profundo, pero, por más que lo intento, no lo consigo.
Me falta el aire, y el terror envuelve mi cuerpo. Me hundo.
Me levanto con la respiración entrecortada y rezo para que el oxígeno no
abandone mis pulmones. Salto de la proa como puedo y corro a los camarotes
en busca de mi salvavidas. Bajo las escaleras, apoyándome en la barandilla, y
abro una a una todas las cabinas que encuentro a mi paso. Solo tengo que
asomar la cabeza en cada una de ellas para saber que no es la que busco,
hasta que por fin la encuentro. No importa que la negrura no me permita
apenas vislumbrar nada. La escasa luz de la luna, que se filtra por la pequeña
ventana del camarote, es suficiente para reconocer el bulto que se cobija bajo
las sábanas: Adam.
—Adam. —Mi susurro entrecortado consigue que mi amigo yerga la
cabeza y me descubra parada en el umbral de su cabina. Ni siquiera le doy
tiempo a que hable; me lanzo a sus brazos y me echo a llorar como hacía
años que no lo hacía. Es un llanto desgarrador, que me parte el alma. Es mi
única manera de mostrar lo asustada y perdida que me siento. Y lo
arrepentida que estoy por las decisiones tan erróneas que he tomado en la
vida. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo. Ojalá pudiera.
—Shh, ven aquí. —Adam me abraza con fuerza—. Suéltalo todo. Ahora
sí, Totó. Yo te sujeto.
Lloro en sus brazos, durante horas, mientras Adam me acaricia la cabeza
con suavidad. Los brazos de Adam siempre han tenido un efecto
tranquilizador en mí. No tiene que decirme nada, tan solo abrazarme.
—¿Qué hemos hecho, Adam? —le pregunto, por fin, entre sollozos.
—Nacer, crecer, quereros, joderos, equivocaros…
Supongo que eso lo resume todo, sí.
—Y ahora toca perdonar y aprender, Sara.
—No me gusta que me llames Sara.
—Y a mí no me gusta que toques tanto los cojones aquí y allá, pero es lo
que hay. Y, aun así, te adoro por ello.
Adam me estrecha más fuerte entre sus brazos, mostrándome todo su
amor.
—Y Oliver también —añade.
—Necesito tiempo —le digo.
—Tómate todo el que necesites, pero con cabeza, ¿de acuerdo?
Asiento y me quedo dormida en sus brazos.
Cuando me despierto a la mañana siguiente, estoy sola en la cama.
Durante dos segundos, mi mente está limpia y mi cuerpo tranquilo. Dos
segundos. Ese es el tiempo que tarda mi cerebro en reubicarse y revivir la
noche de ayer, y en atormentarme de nuevo con las peores imágenes de mi
vida.
El despecho de Will es lo primero que me viene a la cabeza. Su imagen,
arrodillado enfrente de mí, suplicándome por otra oportunidad. Ningún ser
humano con un corazón bombeando en su interior sería inmune ante tan
desoladora visión. Yo, desde luego, no lo soy, y menos aun sabiendo que yo
lo puse en esa situación, mi egoísmo lo hizo, porque cuando decidí volver
con él estaba segura de que no estaba enamorada de él.
La imagen de Will es sustituida por la de un Oliver arrodillado,
rodeándome la cintura con los brazos y besándome las caderas, pero la
felicidad solo dura un espasmo porque esa imagen hace muchos años que
dejó de ser algo real. Lo hizo en el momento en el que decidí no bajarme de
ese avión. Y aunque debí haber confesado mis sentimientos en una de tantas
oportunidades que tuve, Oliver tampoco lo hizo. Y ese mismo Oliver me
quería desde la primera vez que tuvimos relaciones sexuales, tal vez incluso
desde mucho antes, pero nunca dijo nada.
Sacudo la cabeza y me levanto de la cama. Las paredes del camarote se
me echan encima y me asfixian sin remedio. «Tengo que salir de aquí. Tengo
que dejar de pensar». Y solo se me ocurre una idea para dejar de hacerlo:
ejercicio físico.
Me dirijo con paso rápido al pequeño armario al fondo del compartimento
y abro una de las puertas. Tal y como pensaba, Pear ha sacado toda mi ropa
de la maleta y la ha ordenado entre las perchas y las baldas. Abro uno de los
cajones y encuentro mi bañador deportivo. Me quito la ropa que llevo puesta
desde ayer y salgo solo con el bañador puesto. Entro en la cabina y me
encuentro con Marco al timón. El abuelo de Brian siente pasión por el mar y
siempre lo ha llevado con él en su lancha a motor. Le enseñó a navegar y
Brian hizo lo propio con Marco.
—Sara.
Solo necesito una mirada suya para darme cuenta de que ayer por la noche
escuchó mis terribles sollozos.
—Para.
—¿Qué?
—Detén el velero.
—¿Ahora? Sara, estamos en mitad de la nada. Tardaremos un rato en
llegar a Drvenik.
Apoyo mi mano en la suya y lo miro con ojos suplicantes.
—Detenlo, ahora.
Marco sigue dudando.
—Por favor, será solo un momento.
—Está bien.
Sin darle tiempo a preguntarme la razón por la que quiero que pare la
nave, salgo de la cabina y, a los pocos pasos, me encuentro con mis amigos
desayunando en una mesa situada cerca de la popa. Las conversaciones cesan
en ese momento, y todos me miran con lástima. Todos menos Oliver, que
mantiene su mirada clavada en el desayuno. Estoy segura de que no solo
Marco me escuchó llorar ayer durante horas. Todos lo hicieron.
Nos quedamos mirándonos los unos a los otros sin que nadie se arranque
a decir nada, hasta que el velero para. El sol me pica en mi cuerpo casi
desnudo, por lo que deduzco que debe de ser mediodía. Siento cómo nos
detenemos. Sin pensármelo dos veces, me subo a la baranda y me tiro de
cabeza a las frías aguas del Adriático.
En cuanto mi cuerpo sale a la superficie en busca de oxígeno, empiezo a
nadar con control y sin alejarme demasiado del velero; no quiero matarme en
el intento. Lo único que quiero es olvidar, despejar la cabeza.
Cuando doy la vuelta y me dirijo de nuevo al yate, veo que Adam está
metido en el agua esperándome. Me acerco nadando hasta él y, con solo
mirarlo una vez, entiende que necesito hacer esto. Aun así, cada vez que doy
la vuelta y vuelvo a su posición, siempre está esperándome. Cincuenta largos
después, no es Adam quien me espera, sino Oliver. Y después de él, Pear,
Olivia, Brian.
Ignoro el tiempo que paso nadando, pero calculo que horas, teniendo en
cuenta el estado de mi cuerpo cuando decido volver a la nave. Marco es quien
me espera junto a las escaleras, me ayuda a subir y, aunque en mi destino me
esperan demasiados rostros pidiendo explicaciones, lo único de lo que soy
capaz es de aguantarme las ganas de vomitar hasta que llego al cuarto de
baño. Recorro el camino corriendo, sin saber cómo es posible que las piernas
me respondan, y con la mano en la boca. Abro la puerta del servicio y, sin
encender la luz, me pongo de rodillas y vomito.
Me quedo sentada en el suelo a punto del desmayo y empiezo a tiritar de
frío y de deshidratación. Apenas puedo abrir los ojos, a pesar de que estoy
acostumbrada a nadar en el mar sin necesidad de usar gafas de buceo. He
estado demasiadas horas metida en el agua salada y me escuecen tanto los
ojos que me entran ganas de arrancármelos.
—Joder, Totó. Podías haber parado antes. —Adam me pone una gruesa
toalla por encima y me frota los brazos para que entre en calor.
—Lo necesitaba —contesto como puedo. A pesar de que ahora me siento
como si estuviera a punto de morirme, mientras nadaba, lo único que pasaba
por mi cabeza era el ritmo de mis acompasadas respiraciones y poco más. El
dolor físico superaba el dolor emocional.
—Abre los ojos —me pide mi amigo con suavidad.
—No puedo —le digo, frotándomelos—. Me pican mucho.
—No te toques. —Adam me aparta la mano—. Intenta abrirlos mientras
voy a buscar algo para curarte eso.
En los escasos minutos que tarda Adam en volver al baño, consigo abrir
una pequeña rendija de mis hinchados y doloridos ojos. Me echa unas gotas
que escuecen como si me echaran alcohol en una herida abierta y me trae
algo para beber.
—No quiero beber, no me entra nada, solo quiero descansar.
—Sara, no me toques los cojones, no puedes estar así.
Al día siguiente, mi intención es seguir la misma rutina. Levantarme,
nadar hasta reventar y dormir hasta la extenuación. Lo que sea con tal de no
pensar en nada. Una vez que tengo el bañador puesto, voy directa a la cabina
en busca de Marco, que, en cuanto me ve aparecer por la puerta, me señala
con su dedo acusador a la vez que me grita.
—No pienso parar el velero. Da media vuelta y desayuna algo tranquila.
—Quiero nadar.
—¿Otra vez? Ni de coña. —Gira la cabeza y agarra el timón con fuerza.
—Sí, otra vez. ¿Vas a parar el velero o salto sin más?
—No, joder, tú eres capaz de tirarte en este instante. Espera que paro.
Así actúo durante días. ¿Cuántos? Ni idea. Creo que hemos parado en las
islas Drvenik, en Vis y en Bisevo. Seguro que son ciudades preciosas, pero la
verdad es que no tengo ni idea porque no me he bajado del barco en ninguna
ocasión, por más que me han insistido mis amigos. Y me han insistido
mucho, pero, para un rato que tienen para olvidarse de mí y disfrutar de sus
vacaciones, no quiero estropeárselo. Estoy segura de que no saben qué hacer
conmigo.
Una mañana, cuando me despierto, mi idea original es seguir la rutina
impuesta en los últimos días, pero hay algo que me lo impide. Me pongo el
bañador y salgo a cubierta, pero, en lugar de ver a mis amigos desayunando,
me encuentro con mi hermano esperándome al final de las escaleras con los
brazos cruzados y cara de mala hostia.
—¿Daniel? ¿Qué haces aquí?
—He oído que estabas divirtiéndote sin mí y no he querido perdérmelo.
Aparto a mi hermano de un empujón y camino hacia mis amigos en busca
de respuestas. Pronto me percato de que estamos parados en el puerto de
alguna ciudad.
—¿Quién lo ha llamado? —pregunto a todos, pero dirijo mi mirada, con
especial énfasis, a Pear.
—He sido yo —confiesa Oliver, sin el menor ápice de arrepentimiento.
Incluso diría que me reta a que se lo eche en cara.
Creo que es la última persona de la que me esperaría algo así, dado que su
relación con mi hermano es inexistente.
—Sara, vamos a dar un paseo —me dice mi hermano.
—No me apetece.
—Sara, vamos. —Mi hermano me sujeta del codo y me arrastra hacia los
camarotes.
—¡Que me sueltes! —Me despojo de su agarre y lo empujo para que me
deje en paz, pero para lo único que sirve es para que me sujete con más
fuerza de ambos brazos y me empuje contra la pared.
—¡Cambia de actitud conmigo, niñata! He tenido que coger tres vuelos,
un ferry y un autobús para llegar desde Edimburgo hasta aquí. Llevo dos días
sin dormir y eso me pone de muy mala hostia y, como me sigas tocando los
cojones, te subo a un avión de vuelta a casa antes de que te des cuenta.
Busco a Pear con la mirada, en busca de ayuda, pero niega con la cabeza,
haciéndome saber que está de acuerdo con la actitud de Daniel. Genial.
¿Ahora se pone de su parte? ¿No se supone que no se soportan el uno al otro?
—Vamos a dar un paseo —me dice despacio y con calma—. Cámbiate,
que te espero aquí. Tienes cinco minutos.
Mientras bajo las escaleras, mi hermano me suelta otra de sus amenazas.
Intuyo que en el día de hoy va a haber unas cuantas.
—¡Cinco minutos, Sara! Ni uno más. Te juro que te cojo del brazo y te
saco a la calle estés como estés.
Sí, lo sé. Mi hermano siempre ha cumplido con sus amenazas. Sé que
habla en serio. Maldito Oliver Aston metomentodo.
Cuatro minutos y cuarenta y siete segundos después, subo las escaleras,
preparada para dar ese paseo obligado con mi hermano. Salimos del velero y
cruzamos el puerto en dirección al centro de la ciudad.
—Vamos a pasear por la ciudad hasta encontrar un sitio agradable donde
comer algo y, así, de paso, hacemos turismo.
—Ni siquiera sé en qué ciudad estamos —murmuro en bajito, pero, por
desgracia, el oído hiperdesarrollado de mi hermano lo escucha.
—¿Qué has dicho?
—Que no sé dónde estamos.
—Joder, qué ganas me entran de darte dos hostias. ¿Para qué coño has
venido a este viaje si no sabes ni dónde estás? Sabía que debía habértelo
impedido. Camina delante de mí y ni me hables, a ver si me tranquilizo.
—Me parece perfecto. Y… estamos ¿en…?
—Korcula —escupe, cabreado.
—Ajá.
Por lo que puedo ver, esta ciudad está rodeada por imponentes almenas
defensivas, emana historia por doquier con sus calles de mármol y sus
muchas construcciones renacentistas y góticas. Nos sentamos en una modesta
terraza y mi hermano pide comida para cuatro.
—Te has pasado. No tengo tanta hambre.
—Pues es todo para ti. Tómatelo con calma, no tenemos prisa.
—¿Estás loco? No puedo comerme todo esto.
—Yo ya he desayunado y tú llevas una semana sin apenas comer.
Empieza, porque frío no te va a saber igual. Lo digo por ti. —A continuación,
coge el periódico de la mesa de al lado y comienza a leer, ignorándome por
completo.
—Si me como todo esto, voy a vomitar.
—Bueno, nada nuevo, ¿verdad? —Continúa leyendo sin mirarme—. Al
menos vomitarás comida y no bilis.
—¿Te crees muy gracioso?
Baja el periódico y acerca su cabeza a la mía con aire amenazador.
—¿Gracioso? No. Créeme que no me hace ni puta gracia que lleves una
semana sin comer y nadando hasta vomitar. Por suerte o por desgracia para ti,
yo no soy ninguno de tus amiguitos. A mí no me camelas con tus lloros y tus
lamentaciones. Cómete la puta comida o te juro por mi vida que te la meto
por la boca a la fuerza.
Joder, cualquiera le lleva la contraria. Empiezo a comer, pero enseguida
se me llena el estómago. Y todas las súplicas que le dedico a mi mellizo no
sirven de nada porque me obliga a comerme todo el desayuno. Solo una hora
después, cuando ve que estoy hasta arriba, mete su tenedor en mi plato para
ayudarme a terminar lo poco que me queda. Me tomo una manzanilla para
que no me haga daño al estómago semejante atracón y nos quedamos una
hora más en completo silencio.
Cuando mi hermano lo considera, nos levantamos y caminamos unas
horas por la ciudad. En el fondo de mi corazón se lo agradezco, porque
necesitaba andar y despejarme. Antes de volver al barco, paramos en un
restaurante italiano para comer. Todavía tengo el copioso desayuno tardío en
la boca del estómago, pero ni me molesto en negarme, no me va a servir de
nada.
Después de comer, volvemos a quedarnos en silencio, hasta que lo rompe
mi hermano.
—Tienes una pinta horrible. ¿Eres consciente?
—No me he mirado al espejo.
—Sara, que no tenga que volver. Compórtate o te vuelves conmigo a
Edimburgo. Se acabó el nadar hasta vomitar, el no comer y se acabó todo lo
demás. ¿Me has entendido?
—Sí. —Y lo he hecho. Me cabrea no poder hacer lo que me salga de las
narices, pero, como no quiero tener al pesado de mi hermano detrás de mí de
nuevo, tendré que controlarme. Él, que me conoce demasiado, sabe lo que
estoy pensando.
—No lo hagas por mí, Sara. Hazlo por ti. ¿No te das cuenta de que no
puedes seguir así? ¿Cuándo va a acabar esta tortura que te estás imponiendo
tú sola? No tiene ningún sentido. Lo hecho, hecho está. Ahora toca mirar
hacia delante.
—No es tan sencillo, solo dame tiempo. Lo único que quería era… dejar
de pensar en mis problemas.
—Por dejar de pensar en ellos no van a desaparecer, Sara. Es la historia
de siempre, afróntalos de una puta vez.
Tiene razón. Siempre tiene razón.
—Te prometo que voy a hacer un esfuerzo.
—Más te vale. Porque, si sigues en las mismas, me voy a enterar. Tengo a
Aston de mi parte. Nadie lo diría, ¿eh?
—Ahora mismo, cualquiera que esté en mi contra goza de su gratitud.
—No machaques tanto al rubiales.
—¿En serio, Daniel?
—Sara, solo digo que esto no es fácil para ninguno de los dos, pero estáis
enfadados por algo que pasó hace más de cuatro años y, además, lo
superasteis en su momento. Esa lucha interna que tienes contigo misma no
tiene ningún sentido.
—Pero es que esos cuatro años han sido una mentira, Daniel. He dado la
espalda a toda mi vida por una mentira. Volví con Will, intenté que lo nuestro
saliera bien, dejé de salir con mis amigos, dejé a Adam y Oliver de lado, dejé
de ir a patinar…
—Sara, eso no es así. De toda la población mundial, tú eres la persona que
más tiempo dedica a sus amigos.
—No es verdad. Había días que no pasaba apenas tiempo con Oliver y
Adam. Y con el resto de la pandilla solo me veía los jueves y algún fin de
semana.
—Sara, eso es lo normal para cualquier amigo.
—Para nosotros no.
Daniel suspira.
—Ya lo sé.
—Todo es una mierda, Daniel.
—Bienvenida al mundo real, Sara. ¿Crees que la vida de los demás es
fácil? ¿Que solo vosotros dos os equivocáis? No puedes machacarte por
haber cometido errores, lo que tienes que hacer es intentar no seguir
cometiéndolos. Y recuperar tu vida. Tus amigos, tus patines, tus aficiones.
No debiste dejarlo. Will te quería como eras. No debiste convertirte en la
novia que creías que él quería.
¡Mierda! Otra vez tiene razón. ¿Por qué siempre tiene razón? ¿Por qué
mis problemas parecen más pequeños cuando los hablo con él? Me he estado
comportando como una imbécil.
—Dame tiempo, Daniel. Estoy trabajando en ello.
Ya está entrada la noche cuando decidimos volver al velero. Y aunque no
se lo digo con palabras, mi hermano sabe que agradezco lo que ha hecho hoy
por mí.
—Aquí la tenéis, como nueva —comunica a toda la tropa según entramos.
—Daniel, ¿te quedas a cenar? —le pregunta Pear con voz amable.
¿Cuándo han empezado estos dos a llevarse bien? Observo a mi hermano y
descubro que no soy la única que se ha sorprendido por la amable pregunta.
—Sí, y a dormir —contesta dudoso—. Mi viaje de vuelta comienza
mañana temprano.
—Genial, pongo dos cubiertos más y cenamos.
¿¿Otra vez a comer?? ¡No, por favor!
—¿Ahora? Me he pasado el día comiendo.
—Pues un poquito más, verás cómo caes redonda en la cama.
—Daniel, dame un poco de tregua. —Nos miramos a los ojos y llegamos
a un entendimiento.
—Está bien, pero es la última comida que te saltas. Sabes que hablo en
serio, Sara.
—Tranquilo, me lo has dejado claro.
—Perfecto, entonces. Vete a dormir.
Daniel se va mañana, así que me acerco a él, le doy un beso en la mejilla
y le susurro un gracias al oído.
Me doy la vuelta y paso al lado de mis amigos. Mañana les pediré
disculpas por los malos ratos que les he hecho pasar, a todos menos a Oliver,
porque, aunque reconozco que la visita de mi hermano es lo mejor que me
podía haber pasado y que ha sido gracias a él, no puedo disculparme, no me
siento con fuerzas tal y como está nuestra situación en estos momentos.
Me voy a mi camarote y cierro de un portazo. Me lo pedía el cuerpo. No
he llegado ni a tumbarme en la cama cuando la puerta se abre.
Oliver me mira, y es tal el dolor que vislumbro tras su máscara fría de
imperturbabilidad que estoy a punto de correr hacia él y abrazarlo como hace
años que no lo hago, pero el momento se rompe en cuanto sujeta la puerta
con fuerza, la cierra con un portazo todavía más fuerte que el mío y se
marcha.
Pues sí que lo he cabreado. Quizá debería replantearme lo de no
disculparme con él…
4
Vacaciones de verano: segunda parte
Dan Dan: ¿Por qué no has venido conmigo? Sé que has entendido mi gesto,
no te hagas la tonta.
¡Maldito Summers! Mi intención era precisamente hacerme la tonta. «Y
es lo que voy a hacer», decido al instante. Pero mi querido exnovio, haciendo
alarde de su escasa paciencia, me manda otro mensaje.
Dan Dan: ¿No vas a contestarme? ¿Puedo saber qué coño pasa contigo?
Dan Dan: ¿No puedes más? ¿De qué coño estás hablando? Te espero en mi
cuarto, si no vienes en dos minutos bajo a buscarte, me importa una mierda
que estés con tus amigos.
Es tan tarde que las calles están vacías, tanto de coches como de viandantes;
por ello, nos envalentonamos, ayudados por el tequila que nos corre por las
venas y nos plantamos sonrientes en mitad de la carretera a detener un taxi
estilo Nueva York. Por desgracia, no viene ninguno en un buen rato, así que
decidimos ir a casa dando un paseo. Nos va a venir bien para bajar el alcohol,
porque vamos bastante perjudicados.
Durante el camino, mando un whatsapp a mi hermano Daniel para que
sepa que no voy a dormir en casa porque duermo con Olly. ¡Toma ya! Solo
de pensarlo me entran ganas de saltar, pero me contengo.
Llegamos a casa de los Aston y entramos por la puerta trasera, intentando
no hacer demasiado ruido. Toda la casa está en absoluto silencio y sin una
pizca de luz; es más de medianoche. Lo único que se escucha es el tic tac del
reloj de cuco colgado en una de las paredes. Subimos a hurtadillas hasta la
habitación de Oliver y cerramos la puerta con sigilo.
En cuanto veo la cama, voy directa hacia ella sin pensarlo; estoy agotada.
Me quito el chubasquero y el jersey por el camino, los dejo caer al suelo y me
lanzo boca abajo en el colchón sin remedio. Me abrazo a la almohada y
hundo la nariz en ella, impregnándome de ese inconfundible olor que tanto he
añorado en estos años. ¡Dios, esto es el paraíso! Podría quedarme a vivir en
esta cama. De hecho, ¡quizás lo haga! Oliver trastea en sus cajones mientras
yo cierro los ojos y entro en un estado de duermevela muy muy agradable. Mi
alrededor desaparece en segundos y estoy a punto de rendirme al más
profundo de los sueños.
—Nena. —Alguien me llama, pero no quiero desperezarme, estoy tan a
gusto.
—¿Mmmm?
—No te duermas con la ropa puesta, quítatela. —Pero ¿dónde estoy?
Me giro hasta apoyar la espalda en el colchón y, como puedo, porque los
párpados me pesan una barbaridad, abro despacio los ojos para descubrir a
Oliver de pie, sin camiseta, con los vaqueros desabrochados y mirándome
como si yo fuera lo más bonito que ha visto en el mundo. O, al menos, eso es
lo que a mí me parece, porque estoy soñando y en mis sueños mando yo.
Pero, entonces, me doy cuenta de que no estoy soñando, que esto es real.
Estoy en la habitación del amor de mi vida, en su cama. Las palabras salen de
mi boca antes de que pueda evitarlo.
—Quítamela.
Nos mantenemos la mirada durante unos segundos hasta que Oliver sonríe
de medio lado, mostrándome su mirada más provocadora. Se sube de rodillas
a la cama y avanza hasta llegar a mis pies. Noto cómo me quita muy despacio
una playera y luego la otra, un calcetín… y otro calcetín. ¡Oh, por favor!
¡Oliver me va a desnudar!
Me encuentro de repente tan despierta que ni los párpados me pesan. No
quiero analizar lo que estamos haciendo ni por qué lo estamos haciendo, solo
quiero sentir. Me apoyo sobre los codos y lo observo con atención. Mi cabeza
comienza a reproducir en bucle una y otra vez la última pieza que he estado
tocando en el piano. A Thousand Years, de Cristina Perri. Es algo que suele
pasarme a menudo, cuando desconecto la mente de cualquier pensamiento,
mi propio subconsciente reproduce música sin descanso. Y en esta ocasión es
tan fuerte que incluso creo que Oliver es capaz de escuchar lo que grita mi
cerebro, porque es como si sus manos quisieran tocar la pieza sobre mi piel.
Se sienta en mis rodillas y acerca las manos a mi pantalón vaquero. Me
suelta el botón con habilidad y me baja la cremallera con estudiada lentitud.
Lo hace mirándome a los ojos, porque en ningún momento desviamos la
mirada el uno del otro. Cuando su tacto me roza la piel de las caderas, es
como si sus dedos estuvieran hechos de puro fuego, me queman de una
manera tan exquisita que estaría dispuesta a arder en el infierno para siempre
con tal de que no dejara de quemarme nunca.
Mete las manos por la cinturilla de mis pantalones y comienza a bajarlos
sin un atisbo de duda en su mirada. Elevo las caderas para facilitarle la tarea y
siento cómo mis piernas van quedándose desnudas. Se levanta de mis piernas
y se pone de rodillas de nuevo, a mis pies, para acabar de quitarme los
pantalones. Y, entonces, sube de nuevo y apoya los codos a ambos lados de
mis caderas. Ay, ay, ay, ¿me va a quitar las braguitas? Se me pone la piel de
gallina y siento que voy a explotar. Trago saliva y cierro los ojos de puro
placer.
Cuando los abro de nuevo, Oliver tiene los labios a escasos centímetros de
mi vientre. Aparta la mirada y se concentra en mi cuerpo. Baja un poco
más… y un poco más hasta que sus labios rozan la zona de mi ombligo.
Y dejo de escuchar música porque mi cabeza solo grita «¡bésame, por
favor!».
Oliver
« ¡Bésala, joder!».
Tengo los labios tan cerca de su piel que hasta la puedo saborear. Huele a
sal, a mar y a ella. Huele a volver a casa, a volver a ser feliz. Creí que había
olvidado lo que era ese sentimiento, que jamás viviría de nuevo, pero aquí
está, ha vuelto, y llevo horas saboreándolo junto a ella. Siempre junto a ella.
Levanto la vista hacia Sara, pero ahora no me mira. Tiene los ojos
cerrados con fuerza y respira con dificultad. Miles de imágenes me vienen a
la cabeza, imágenes que había escondido en lo más profundo de mi ser y que
juré no volver a añorar. Como una broma del destino, acuden a mí con más
fuerza que nunca; sin embargo, ya no me duelen, solo me embarga un
sentimiento de dicha y felicidad tan profundo que no las voy a volver a
enterrar nunca más. Es más, creo que voy a hacerme adicto a ellas, como lo
fui hace tiempo, como lo he sido la mayor parte de mi vida. Sara en la cama
con el cabello desparramado por la almohada, Sara besándome la piel, Sara
sonriéndome, Sara patinando, acercándose veloz a mí para abrazarme. Sara.
De pronto, se le eriza la piel, y miles de diminutos y exquisitos granitos
adornan su cuerpo. Ella tiembla y yo… Joder, yo tengo una erección de
caballo. ¿Acabo de escuchar un gemido? Mierda, eso no ayuda para nada a
mi situación. Cuando hace un momento me incitó a que le quitara la ropa, no
pensé, solo actué. Y como quiero, o mejor dicho, necesito sentir el contacto
de su piel, bajo los labios hasta que rozo su piel y entonces…
Una música terrible rompe el silencio. ¿Qué coño es eso? Levanto la
cabeza y la guio hacia el lugar de donde proviene el sonido, que no es otro
que sus pantalones, que están tirados en el suelo de la habitación de cualquier
manera. Es su móvil. Es la melodía de El exorcista. Mi mente reacciona más
rápido que mi cuerpo. Esa es la melodía que Sara tiene en el móvil cuando la
llama su hermano.
—¿Daniel? —preguntamos dudosos los dos al unísono.
¡Maldito Summers! Por fin, mi cuerpo reacciona y me levanto como un
resorte y me aparto de la cama. Como no sé qué hacer, me quito los
pantalones y cojo unos de pijama para ponérmelos. Al notar que la condenada
melodía sigue sonando, me giro hacia Sara.
—¿No vas a coger?
—¡No! Le he mandado un mensaje para avisarlo de que no iba a ir a
dormir a casa. ¡No sé qué quiere ahora!
Y entonces sucede, Sara me mira y enfoca sus ojos en cierta parte de mi
anatomía. Dirijo mi mirada al mismo sitio y ¡coño! ¡Todavía sigo
empalmado! Intento ponerme los pantalones de pijama lo más rápido posible,
pero estoy tan cachondo y tan nervioso que mi cerebro no es capaz de dar
ninguna orden en condiciones a mi cuerpo, así que tropiezo y caigo al suelo
sin remedio.
Sara
Oliver comienza a ponerse los pantalones de pijama como si le fuera la
vida en ello, de tal manera que un pie se le queda enganchado en la tela y
empieza a caer. Cae, cae, cae… y cae al suelo. «Pero ¿qué acaba de pasar?».
Rompo a reír como una loca y hasta me tengo que sujetar el estómago con la
mano por el dolor que siento de tanta risa. Es una risa que embarga tantos
sentimientos a la vez. Diversión, nerviosismo, vergüenza, excitación, duda,
miedo. ¿Cómo un solo acto puede mostrar tanto?
Me asomo por el borde de la cama y observo al patoso sin dejar de reírme.
Oliver se levanta y me mira entre enfadado y divertido.
—¡No te rías! ¡Ni te has preocupado en preguntarme si estaba bien! Me
he dado una buena hostia.
No puedo contestarle porque todavía no soy capaz de hablar, las lágrimas
caen por mis mejillas y mi cerebro recrea la caída una y otra vez. Y lo que ha
pasado antes de la caída. Ese momento que hemos vivido, pero que ya se ha
enfriado. Aun así, estoy feliz.
—¡Sara! ¡Deja de reírte!
—No puedo… —intento vocalizar.
—¡Ahora verás!
Oliver se sube a la cama y comienza a hacerme cosquillas por todo el
cuerpo. Le pido entre risas histéricas que se detenga, pero no me hace ni caso
hasta que, al final, tengo que suplicarle.
Cuando ambos nos calmamos, veo que el cuerpo de Oliver apenas está
cubierto por unos flojos pantalones grises de pijama que, por cierto, son tan
finos que poco dejan a la imaginación. Yo estoy casi desnuda, solo llevo
encima una camiseta de manga larga y la ropa interior. Bueno, al menos estoy
depilada; en ocasiones como esta agradezco al cielo la aparición del láser en
el mundo.
Con un poco de vergüenza, me escondo dentro de las sábanas para cubrir
mi parcial desnudez y me coloco dándole la espalda, hasta que me giro y me
encuentro con el verde de sus ojos. Me coloco de lado y lo observo divertida.
—Hola. —Me sonríe.
—Hola. —Yo también sonrío, y hasta es posible que en breve se me
empiece a caer la baba de puro gusto. Estar así con él de nuevo, en la cama,
juntos, aunque no hagamos nada más que mirarnos el uno al otro es
sencillamente… alucinante.
—¿En qué piensas?
—Otra vez me tienes en tu cama. —Demonios, vaya noche llevo, tiene
que ser el alcohol el que me está soltando la lengua de esta manera tan
libertina.
—Tengo la sensación de que nunca la has dejado. Has estado más años en
ella que fuera de ella, por lo que lo extraño era que no estuvieras.
—Has echado en falta mis patadas, ¿eh? Yo he echado en falta tu rodilla
en mis costillas. —Le doy un suave golpe en el hombro e intento quitar
tensión a este momento. No quiero hablar del pasado. Desde luego no de ese
pasado.
—He echado en falta dormir en horizontal. Tus patadas me hacían
moverme tanto que al final siempre despertábamos en esa posición: en
paralelo con el cabecero de la cama.
—Y a ti se te salían los pies fuera de la cama.
—Sí, no existen demasiadas camas con un ancho de metro noventa.
Nos quedamos en silencio tras esta última declaración. Me entran ganas
de decirle que no se preocupe, que cuando me compre una casa me aseguraré
de conseguir una cama lo suficientemente ancha como para que pueda dormir
en horizontal sin que se le salgan los pies fuera de la cama, pero no se lo
digo. Él, mientras tanto, observa el techo de la habitación con interés.
—Y ahora, tú, ¿en qué piensas?
—En estos últimos años hay temas que no he tocado con Adam y, bueno,
tampoco contigo.
—¿Qué quieres saber?
—¿Sigues teniendo ataques? ¿Has tenido alguno en estos años?
Suspiro y cambio de posición. Me coloco con la espalda apoyada en el
colchón, me tapo los ojos con el brazo y pienso. Mis ataques. Me había
olvidado de ellos, pero, claro, eso es algo que Olly no sabe. Lo que me hace
pensar que hemos estado más distanciados de lo que creía.
—No he tenido ninguno desde que volvimos de Estados Unidos.
—Allí apenas tuviste alguno, solo al principio.
—Sí.
—¿Ninguno en estos años?
—No.
—Y… ¿has dormido sola?
—No creo que tuviera nada que ver con eso, Olly. En el Crowden nunca
dormía sola y, aun así, tenía ataques de vez en cuando. Yo solo… dejé de
obsesionarme con ellos y se fueron, me olvidé de que los tenía y dejé de
tenerlos. Puedes dormir tranquilo.
—En ese caso, buenas noches, nena.
—Buenas noches, rubiales.
Cierro los ojos, pero los abro de nuevo para ver si Oliver se ha dormido.
Lo pillo con un ojo abierto, pero lo cierra en cuanto descubre que lo he
pillado mirándome. Los cierro de nuevo, pero no puedo resistirme y los
vuelvo a abrir. Los de Oliver permanecen cerrados hasta que, segundos
después, los abre y me descubre él a mí. Nos reímos y nos seguimos retando
con los ojos. Jugamos a cerrar los ojos para luego abrirlos y poder observar al
contrario a destajo. Vaya par de bobos que estamos hechos; esto me recuerda
a cuando los enamorados no quieren ser el primero en colgar el teléfono.
Somos unos moñas, pero no me importa.
No recuerdo cuál de los dos se duerme primero, solo recuerdo abrir y
cerrar los ojos hasta caer rendida con la respiración de Oliver a escasos
centímetros de mi rostro.
Me despierto con una resaca terrible. Maldito ruido. ¿Dónde estoy? Abro
los ojos. Vale, en una cama. Miro a mi alrededor para ubicarme… ¡Coño!
¡Estoy en la cama de Oliver! Mmm… Empiezo a recordar cómo he llegado
hasta esta posición tan placentera, pero ese maldito ruido que me ha
despertado insiste más y más. ¿El exorcista otra vez? ¿Daniel? ¿Qué quiere a
estas horas de la mañana? Tengo la sensación de que hace apenas una hora
que me quedé dormida. ¿Y dónde está mi teléfono?
Paso con cuidado por encima del cuerpo de Oliver, siguiendo la horrible
melodía, hasta que llego a mis pantalones, que descansan abandonados en el
suelo. Miro y, efectivamente, el nombre de Dan Dan aparece en la pantalla.
Descuelgo el teléfono y vuelvo a mi sitio en la cama.
—¿Qué quieres? —contesto entre susurros, pero exasperada a la vez. No
quiero que la inapropiada e incomprensible llamada de mi mellizo despierte a
Oliver.
—¿Dónde coño estás? —Es tan fuerte el grito que se escucha al otro lado
del teléfono que incluso tengo que apartar el aparato del oído.
—Acabas de dejarme sorda. —Tanteo los botones de uno de los laterales
del teléfono y bajo el volumen con rapidez.
—¡Contéstame!
—¿Es que no sabes mirar tu móvil?
—Repito, ¿dónde coño estás?
—¿Cómo que dónde estoy? Sigo en casa de Olly. ¿Dónde voy a estar?
Ayer te mandé un mensaje para avisarte de que no iba a dormir a casa. ¿No lo
has visto?
—Oh, sí, he visto un mensaje tuyo. De hecho, lo vi ayer por la noche,
pero no te dignaste a cogerme el puto teléfono. Tiene que ser este, sí, dice:
«md qiedp a doemoe em xasa dw olu».
—¿Qué?
—¡Exacto! Y después de ese gran mensaje, hay unos cuantos emoticonos
de fuegos artificiales que, por suerte, fueron los que me llevaron a dilucidar
que estabas bien. ¿Cómo coño tengo que interpretar esto, Sara?
Me llevo la mano a la mejilla y niego con la cabeza. Mierda de tequilas.
—Vaya, juraría que lo escribí bien… Sería el cansancio, era muy tarde.
—Seguro que fue cansancio, sí…
Un movimiento a mi derecha me pone en alerta.
—Daniel, ahora no puedo hablar, no quiero despertar a Olly.
—¡¡¿Qué?!! ¡Joder! ¡No sigas hablando, no quiero saber nada! ¡Mierda!
¿Por eso eran los fuegos artificiales?
—¿Qué? ¡No! No eran por eso, eran porque…
—¡Joder! ¡Mis oídos! ¡Que no quiero saber nada!
Clic.
Me ha colgado. El muy idiota me ha colgado. Como soy una chica
práctica, para el futuro saco una moraleja: si quieres que Daniel Summers te
deje en paz, háblale de sexo.
Dejo el teléfono en el suelo y me giro hacia Oliver, que por suerte no se
ha despertado. Apoyo la cabeza en la almohada y lo miro. La vida me debe
de querer mucho en estos momentos porque tanto la sábana como el edredón
están a los pies de la cama, por lo que puedo observar su cuerpo casi desnudo
a placer. Creo que incluso estoy ronroneando como un gatito.
Hacía tiempo que no lo veía así. Cuando regresé con Will, nos alejamos
en todos los sentidos. Tiene los músculos tonificados y bien definidos, y un
vello muy suave le cubre el cuerpo. ¡Qué cuerpazo tiene! Siempre lo he
admirado y sigo haciéndolo, porque solo puedo hacer eso, admirarlo. Ya no
me permite tocarlo, al menos no de manera íntima. Aunque yo lo necesite. A
pesar de que ayer él me tocó a mí como algo más que un amigo, yo no me
atreví a hacerlo con él, dado lo peculiar que es con su cuerpo.
Me acerco para recrearme todavía más, tengo que aprovechar ahora que
está dormido porque a saber cuándo tengo otra oportunidad como esta. ¿Y si
lo beso? No, no, no, Sara. «¿Estás loca? ¿Y si se despierta?», me pregunta mi
pepito grillo interno. «¿Y si no lo hace?», le contesto yo. Bah, es inútil
mantener una conversación así con mi conciencia, la decisión está tomada:
voy a besarlo.
Aproximo mis labios con decisión a su cuerpo y le beso el hombro y… las
sensaciones que me atraviesan el cuerpo son tantas y tan intensas que dudo
mucho que una burda descripción de las mismas les haga justicia. Escondo la
cabeza en el hueco de su cuello y aspiro su dulce olor. Me arriesgo a besarlo
de nuevo y, si se despierta, que sea lo que Dios quiera. Suerte que no creo
demasiado en Dios. Aun así, es mejor no seguir arriesgando. Con todo el
dolor de mi corazón dejo de besarlo, pero me abrazo a su cuerpo como si
fuera mi tabla de salvación. Me quedo dormida.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, no estoy abrazada a él. Mis malditos
movimientos me han apartado hacia la esquina de la cama.
—Buenos días —me saluda Oliver, somnoliento.
—Hola.
—¿Lo he soñado o ha vuelto a llamar tu hermano?
¿Mi hermano? Oh, oh. ¡Mierda! Si ha escuchado eso, quizá se ha dado
cuenta de mis besos. Reacciona, Sara. ¿Y ahora qué digo? No sé, pero
reacciona. Di algo, lo que sea.
—Lo has soñado, y todo lo que crees que ha pasado después, también.
—¿Qué?
Me levanto deprisa de la cama y voy al baño con la excusa (que a la vez
es una realidad) de mi primer pis matutino. Cuando salgo del baño, Oliver se
ha puesto una camiseta y me espera con unos pantalones en la mano para mí.
Miro hacia abajo, aún sigo en ropa interior. Ups.
Bajamos a desayunar y, al entrar en el comedor, la familia Aston nos
recibe.
—¡Pero mira a quién tenemos aquí! —El hermano de Oliver se levanta de
la silla y me ofrece la otra para que me siente—. Buenos días, cuñada.
Él siempre me llama cuñada, o al menos antes lo hacía. No sé qué es lo
que le ha llevado a hacerlo de nuevo, pero desde luego que, si Oliver no dice
nada, tengo claro que yo tampoco lo voy a hacer.
—¡Sara! No sabíamos que estabas aquí, siéntate. —Los padres de Oliver
lucen contentos con mi visita, y ni siquiera parecen sorprendidos, solo
contentos.
—Así que erais vosotros los que provocasteis la ruptura de mi sueño con
vuestras estruendosas risas —nos acusa Nick.
—Fue él, que se cayó al suelo, de repente. —Apunto a Oliver con el dedo
mientras me pongo mermelada en la tostada. Las otras tres cabezas lo miran
en busca de una explicación.
Levanto la vista con disimulo hacia mi amigo y lo reto con los ojos a que
explique qué estaba haciendo para caerse al suelo. Me devuelve la mirada con
una clara amenaza de venganza que más que miedo me provoca risa.
—¿Cómo no me avisasteis de que te quedabas a dormir, Sara? Hubiera
preparado algo especial para desayunar. —La madre de Oliver cambia de
tema para salvar el trasero a su hijo.
—Fue una decisión de última hora. Salimos a tomar algo y vuestra casa
pillaba más cerca que la mía. Y este desayuno es más que suficiente.
—¿Estuvisteis de marcha anoche?
—Sí, salimos a celebrar algo.
—¿El qué?
Ha llegado el momento de decírselo a los demás. Tengo claro que Oliver
ha tomado la decisión de qué hacer con la propuesta que le hicieron en la
universidad, pero, al decirlo a su familia, es como si se hiciera más real.
Oliver va a ser profesor.
—Me han ofrecido un puesto en la Universidad de Edimburgo, en el
departamento de Astrofísica.
—¡Cariño, eso es genial!
Toda su familia se levanta para felicitarlo y cubrirlo de abrazos y besos,
pocos, que sabemos que a nuestro chico no le gusta el contacto humano. Se
los quita de encima como puede, y su madre propone celebrarlo por todo lo
alto. Es en ese momento cuando los dos nos miramos a los ojos sabiendo que
no existe mayor celebración que la que hemos hecho nosotros.
9
La despedida de soltera
***
Las navidades llegan y, como cada año, las pasamos en Suiza todos juntos.
Este año tomo la firme decisión de contagiarme del buen ambiente navideño
y derrochar felicidad y amabilidad por todas partes.
Una noche, tres días antes de Nochevieja, mi hermano irrumpe en el
salón, medio cabreado medio emocionado, mientras Oliver y yo jugamos con
la videoconsola.
—Tenemos un problema —expone, situándose enfrente a mí.
—¿Tenemos?
—Me he visto obligado por las circunstancias a hacer una apuesta con un
par de idiotas. Y tú me vas a ayudar.
—¿Una apuesta? No, no, no. Yo no apuesto más, Daniel. Siempre acabo
perdiendo.
—Tranquila, solo nos estamos jugando nuestra hombría. El que pierda
tiene que reconocer que es el Dios de la nieve.
No puedo con los hombres. ¿Lo he dicho alguna vez?
—No quiero saber nada.
—¿Qué parte de «tienes que ayudarme» es la que no entiendes?
—La de que yo te ayudo.
Mi hermano se sienta en la mesita de café que hay enfrente del sofá y
sonríe con suficiencia. Sospechoso, muy sospechoso.
—Hermanita, ni me has dejado explicarte de qué va el asunto. Primero
escúchame y luego tomas una decisión. Cuando descubras cuál es el objetivo
de la apuesta, te aseguro que vas a aceptar sin dilación.
—¿Cuál es el objetivo?
—Saltar el Despeñacuernos.
¡El Despeñacuernos! ¡No me lo puedo creer! Es una caída al vacío que
hay entre dos montañas fuera de pistas; la distancia entre ambos extremos es
de unos ocho metros y nadie se ha atrevido a saltarlo desde hace más de
veinte años. Los esquiadores pasamos de un extremo a otro por un estrecho
camino habilitado para ello, vallado por completo y protegido.
—¡Ni de coña!
Oliver, que hasta ahora había permanecido callado y en un segundo plano,
se levanta como un resorte del sofá y se enfrenta a mi hermano.
—No estoy hablando contigo, Aston.
—Pero yo contigo sí, y la respuesta es no.
—¿Sabes por dónde me paso tu opinión? —Mi hermano se levanta de la
mesa y se acerca a Oliver, enfrentándolo con la mirada.
Yo también me levanto y me meto entre los dos.
—Daniel, ¿hablas en serio?
—¡Sara! —me recrimina Oliver—. Es demasiado peligroso.
—¿Crees que, si tuviera alguna duda de que podemos hacerlo sin ningún
tipo de riesgo, se lo propondría a mi hermana?
—No —reconoce Oliver—, pero también creo que los Summers no tenéis
medida, no veis el peligro y actuáis por impulsos.
—Tranquilo, Aston, si te vas a quedar más tranquilo, te dejo estudiar con
nosotros las posibles maneras de realizar el salto. Y, si consideras que hay
algún tipo de riesgo, abandonamos.
—¿Seguro?
—Palabra de Summers. Sara, ¿no tienes ganas de emociones fuertes?
—Ya tienes compañera para tu apuesta.
Oliver chasquea la lengua y se sienta de nuevo en el sofá, sabiéndose
derrotado mientras mi hermano y yo sellamos el trato con un apretón de
manos.
A la mañana siguiente, nos levantamos muy temprano para subir a las
pistas y estudiar la zona y los diferentes caminos para llegar al
Despeñacuernos. Una vez encontremos la forma más rápida de llegar hasta
allí esquiando, prepararemos el salto.
Oliver y Adam nos acompañan. El primero no acaba de convencerse de
que esta aventura sea buena idea, y el segundo se muere de ganas por saltar él
también.
A pesar de que aún no ha salido el sol, la madre de Oliver está levantada y
preparando los desayunos para todos. Daniel entra en la cocina y se sienta a
la mesa con unos mapas de las pistas de esquí y varios rotuladores de colores
que vamos a utilizar para planificar la estrategia. Me acerco a Laura y cojo un
zumo de naranja que justo acaba de exprimir. Me surto con unas cuantas
tortitas y me siento al lado de Daniel. Poco después, Adam y Oliver se
sientan a nuestro lado con sus desayunos.
Al principio, tenemos que hablar en clave, y es incómodo porque Daniel
para nada está en nuestra onda, pero, una vez que la madre de Oliver
abandona la cocina, hablamos con total libertad y empezamos a entendernos.
—He estudiado los mapas y hay cuatro maneras de llegar al
Despeñacuernos. Y creo que la más rápida es esta; es la más engorrosa y la
más larga, pero también la más intransitada, y eso nos va a dar ventaja. —Mi
hermano señala el camino con un rotulador rojo.
—Déjame ver. —Oliver le quita el mapa a mi hermano y lo mira con
atención.
Daniel aprovecha el descanso para tomarse el zumo de naranja. Espera,
¡ese es mi zumo de naranja! ¡Qué descarado! Como Oliver sigue hablando
distraído, cojo su zumo, que aún no ha probado, y me lo bebo. Mmm… ¡Qué
fresquito!
—Necesitamos comprobar si por este camino se coge la suficiente
velocidad como para saltar diez metros.
—Son ocho metros —lo corrige Daniel.
—Me parece conveniente contar con una margen de un par de metros de
sobra, ¿no crees, Summers?
—Sí, buena idea —reconoce Daniel.
—¿Cuánta pendiente hay? —Adam repite la operación de Oliver y le
quita los mapas para estudiarlos.
Cuando Oliver va a echar mano de su zumo de naranja, descubre que está
vacío, arruga la frente y me mira interrogante. Yo miro hacia el techo y me
hago la loca. Entonces le roba el zumo a Adam, que también lo tiene entero,
mientras este hace cálculos y escribe notas sobre los mapas.
Cuando estamos de acuerdo en los preparativos que debemos realizar
antes de dar el salto, Adam coge su vaso de zumo para bebérselo, pero…
—¿Qué coño…? ¿Y mi zumo?
Nos mira cabreado, pero nosotros enfocamos la mirada en los mapas con
sumo interés. No le queda más remedio que levantarse y prepararse él otro
zumo de naranja, no sin antes soltar por esa boquita tan fina que tiene mil y
un juramentos.
Una vez en las pistas, cada uno de nosotros baja por uno de los cuatro
caminos y, al llegar a nuestro destino, comprobamos que el elegido por
Daniel es el más rápido. Para poder realizar el salto, tenemos que lanzarnos
desde arriba y adquirir velocidad hasta alcanzar por lo menos los cien
kilómetros por hora. Bajamos una primera vez con calma, con el propósito de
estudiar el terreno y medir la distancia. Tenemos más de cuatrocientos metros
de bajada, por lo que podremos conseguir la velocidad suficiente sin
problemas.
Después, toca bajar muy rápido para medir la velocidad que somos
capaces de alcanzar. Para ello, Oliver y Adam se sitúan a unos veinte metros
del borde del precipicio para ayudarnos a parar, por si acaso cogemos
demasiada velocidad y no somos capaces de frenar a tiempo. No queremos
saltar, eso solo lo haremos el día de la apuesta. Si alguien nos viera, se iría
todo al traste, ya que, como está prohibido realizar este salto, acordonarían la
zona y… adiós apuesta. Oliver será quien se encargue de sujetarme a mí, y
Adam a mi hermano. ¡Desde luego que yo no me voy a quejar!
Las primeras bajadas son más lentas, pero vamos cogiendo confianza y
ganando velocidad. En la última bajada del día decido arriesgarme más y
apurar la distancia de frenado.
—¡Sara, frena! ¡FRENA! —me grita Oliver a escasos metros de distancia.
Empiezo a frenar, pero he apurado tanto que impacto con violencia contra
el cuerpo de Oliver; nos movemos abrazados –él, marcha atrás– y entre los
dos frenamos pocos metros después sin problemas.
—¡No arriesgues tanto, joder!
—Llegábamos de sobra —me justifico.
Al día siguiente, seguimos con la misma dinámica y pasamos largas horas
en las pistas, optimizando la bajada para dar el salto perfecto. Y, por la noche,
después de cenar, nos vamos temprano a la cama para estar descansados para
el gran día.
Antes de acostarnos, Oliver y yo nos metemos en su habitación para
realizar unas últimas estimaciones y, por una cosa o por otra, me quedo a
pasar la noche con él. Estamos tan derrotados que nos vence el sueño.
Cuando me despierto, una gran sonrisa se me dibuja en la cara. Otra vez
estoy en su cama, aunque solo sea para dormir. Ha pasado mucho en nuestras
vidas, pero al final hemos vuelto al punto de partida: Olly y yo compartiendo
cama para dormir un día sí y otro también, como dos buenos amigos.
No quiero despertarlo; lo contemplo en silencio. Contemplo lo guapo que
es, sus facciones perfectas, esos hoyuelos que me traen por el camino de la
amargura. Ahora está relajado y no se le marcan tanto, pero reconozco el
punto exacto en que se encuentran. «Justo aquí»… acerco mi dedo y lo toco
con la punta.
—Deja de mirarme.
Aparto el dedo. Oliver todavía tiene los ojos cerrados.
—No te estaba mirando, creído, más que creído.
—Siempre sé cuándo me miras, sobre todo si intentas a la vez meterme un
dedo en el hoyuelo. Lo llevas haciendo toda la vida. Empiezo a pensar que
tienes una obsesión por ellos.
Me ha pillado. Malditos hoyuelos. Ellos tienen la culpa. Hago el amago
de levantarme de la cama, pero Oliver me frena.
—Sara. —Uy, ese Sara. Esto es serio. Se incorpora hasta quedar contra el
respaldo de la cama y me mira con seriedad.
—¿Qué?
—Si lo ves mal, prométeme que no vas a saltar.
¡Otra vez con lo mismo!
—No te preocupes, Olly, lo tengo controlado. Podría incluso saltar diez
metros adicionales.
—No me pidas que no me preocupe, tú solo prométemelo —me suplica,
mirándome a los ojos—. Por favor.
—Te lo prometo, pero que sepas que estás perdiendo valentía con los
años, Aston.
Su mirada quiere decirme algo, pero no sé el qué.
Esa mañana, apenas desayunamos ninguno de nosotros y nos dirigimos
con apremio al punto de encuentro. Cogemos el remolque que nos lleva al
punto más alto de la montaña y esperamos a nuestros contrincantes. Miro al
cielo y me maravillo del día que hace. Es perfecto, no nieva y tampoco hace
un día soleado. Unos pocos remolques más y dos chicos bastantes altos y con
pinta de querer comerse el mundo se acercan a mi hermano.
—¿Quién de los dos es tu pareja? —le pregunta uno de ellos, señalando a
Oliver y Adam.
—Ella —les explica señalándome a mí.
—Es una chica.
—Y tú, muy observador.
—Muy bien, Summers, tú mismo. Conoces las condiciones de la apuesta.
Todo vale. No hay normas. La primera pareja que salte gana.
—Ellos nos van a esperar abajo —explica mi hermano, señalando a
nuestros amigos—, necesitamos testigos que estén al tanto de nuestra
victoria.
—Yo ya he colocado a los nuestros en posición.
—Perfecto, pues lo tenemos todo. ¿Empezamos?
Oliver y Adam se adelantan y bajan la pista esquiando hasta nuestro
destino final.
Nos situamos los cuatro en línea recta en el borde de la pendiente y nos
preparamos. Me coloco bien los guantes y las gafas de ventisca. Me pongo en
posición y quedo a la espera de la señal. Estoy bastante tranquila, teniendo en
cuenta lo que me espera al final del camino, pero me alegro de no haber
desayunado porque sería bastante vergonzoso vomitar delante de esos dos
idiotas. «Venga, Sara, tú sabes cómo controlar tu cuerpo, y si no lo haces…».
Sara, si lo ves mal, prométeme que no vas a saltar.
«¡Mierda, ahora no! Joder, Oliver, sal de mi cabeza».
Daniel debe de percibir mi creciente nerviosismo porque me coge del
brazo y me mira a los ojos. «¿Todo bien?», me pregunta con la mirada. Y no
sé por qué, pero la confianza y la seguridad que irradia su expresión me dan
las fuerzas necesarias para recuperar el control de mi cuerpo de nuevo.
Asiento con la cabeza y sonrío convencida. Daniel me sigue mirando hasta
que se convence de que estoy preparada.
Cuando uno de nuestros contrincantes inicia la cuenta atrás, la adrenalina
comienza a fluir por mis venas y al grito de ¡ya! salimos todos disparados.
Al principio bajamos los cuatro juntos, pero en la primera intersección
ellos cogen un camino y nosotros otro. Han elegido el camino más corto, pero
no por ello el más rápido, van a tener que esquivar a un montón de
esquiadores. Principiantes.
Daniel y yo nos desviamos de nuevo fuera de las pistas y nos acercamos a
la gran bajada. Cuando llegamos a la recta que nos va a conducir directos al
salto, cambiamos de posición y cogemos velocidad. El viento me azota con
fuerza el rostro y los esquíes tiemblan bajo mis pies. Doblo las rodillas y me
precipito en línea recta hacia abajo a toda velocidad. Cada vez está más cerca
el momento más importante: el despegue.
Sesenta metros.
Cuarenta metros.
Diez metros.
Miro a mi hermano, que permanece a mi lado, cojo impulso, flexiono las
rodillas y… ¡salto!
Mientras estás ahí arriba, el mundo desaparece: los sonidos, el viento, mis
sentidos. Todo se detiene, incluso dejas de respirar y lo único que sientes es
el inmenso vacío que tienes bajo tus pies. Eso y una cosa más: los fuertes y
rítmicos latidos de tu corazón.
Bum, bum, bum.
El vacío pasa tan rápido que enseguida estoy sobrevolando tierra firme.
Mi hermano lo hace junto a mí. ¡Lo hemos conseguido!
La euforia me dura poco, porque ahora llega el momento más peligroso:
el aterrizaje. Utilizo lo que se conoce como la posición telemark, con una
rodilla por delante, que es la que se encarga de aguantar el impacto brutal en
el suelo, y los brazos en su correcta posición para equilibrar el cuerpo y no
caerse. No soy consciente de nada de lo que ha pasado hasta que me freno del
todo.
—¡SÍÍÍ! ¡SÍÍÍ! —escucho que grita alguien.
Miro a mi alrededor y no hay ni rastro de nuestros competidores. ¡Hemos
llegado los primeros! Me quito los esquíes y corro a abrazar a mi hermano.
Adam y Oliver se nos unen y saltamos los cuatro celebrando la victoria.
Minutos después, llegan nuestros contrincantes, pero no soy capaz de
enterarme de nada de lo que pasa. Todavía tengo la adrenalina de la carrera
en la piel y mis sentidos no están activados del todo; mi corazón sigue
escuchándose por encima del resto de los sonidos.
Abandonamos las pistas henchidos de orgullo y, ¡qué demonios!, con
nuestros egos más grandes que nunca.
Horas después, en cuanto abrimos la puerta principal de casa, lo primero
que nos encontramos es a Alex y Nick apostados en el pequeño descansillo
con los brazos cruzados y unas expresiones que no presagian nada bueno.
—Vaya, vaya, mirad quiénes aparecen por aquí —dice mi hermano Alex,
sardónico.
¿Alex sardónico? Esto pinta mal, muy mal.
—¿Dónde estabais?
—Por ahí… —contesta Daniel, cauteloso.
—Por ahí, ya… ¿No andaríais cerca del paso de Despeñacuernos por
casualidad? —El tonito de Nick tampoco me da buenas vibraciones. Me
parece a mí que estos dos saben lo que hemos hecho.
—¿Por el Despeñacuernos? —Adam nos mira a los demás poniendo cara
de inocente—. No, qué va.
—Resulta que hoy cuatro personas se han atrevido a saltarlo y se rumorea
que los dos primeros han sido un chico y una chica, ambos jóvenes, unos
veintitantos y —Alex se acerca a Daniel y a mí y nos pone a cada uno una
mano en la cabeza— como así de altos.
—Esa descripción incluye a la mitad de los esquiadores de Saas Fee —me
atrevo a opinar.
—Estoy casi seguro de que habéis sido vosotros —mi hermano nos
apunta con el dedo—, enanos inconscientes.
Confirmado. Lo saben.
—Alex, no tienes pruebas —apunta Daniel.
—¿A que te doy dos hostias?
—¡No hemos sido nosotros! —grito en alto para separar a mis dos
hermanos.
—Sara —insiste Alex—, mírame a los ojos y júrame que no habéis sido
vosotros.
—Te lo juro.
Se lo digo rápido y sin pensar, mirándolo a los ojos y procurando que no
se dé cuenta de la turbación que siento por haberle mentido a la cara.
Por suerte, la puerta principal vuelve a abrirse para dar paso a nuestros
padres.
—¿Qué hacéis aquí parados?
—Acabamos de llegar.
Nos quitamos la ropa de abrigo que nos sobra y colocamos los esquíes en
el armario que los Aston tienen habilitado para ello.
—Has tenido suerte de que fuera Alex, porque a mí no me hubieras
engañado con ese juramento —me dice Daniel entre susurros.
—Últimamente me estoy luciendo, al final voy a arder en el infierno.
—Tampoco dramatices.
—Chicos, ¿habéis oído lo de los cuatro esquiadores que han saltado el
paso de Despeñacuernos? —nos pregunta la madre de Oliver mientras
entramos en el gran salón.
—No, apenas… —contestamos los cuatro con aire distraído.
—No se habla de otra cosa, ¿dónde habéis estado metidos?
—En la pista de hielo —contestamos Oliver, Adam y yo.
—En la cafetería —contesta mi hermano Daniel a la vez que nosotros.
Niego con la cabeza y entrecierro los ojos mirando a mi hermano;
definitivamente, no está en nuestra onda.
—¿Habéis estado en la pista de hielo o en la cafetería?
Le lanzo una mirada rápida a mi hermano: «no contestes, no la fastidies
más».
—En ambas —comienza a explicar Oliver—. Hemos ido a echar un
partido de hockey a la pista de hielo, pero Daniel no tiene el mismo aguante
que antes y ha tenido que irse a la cafetería a descansar.
Adam y yo nos tenemos que morder la lengua para no reírnos y Daniel…
Si las miradas matasen…
—En fin, me muero por darme una ducha, prometo ser rápida y estar
preparada para la hora de la cena. —Giro sobre mis talones y huyo del
interrogatorio.
—Sí, y nosotros también. —Adam empuja a Oliver y Daniel para que
abandonen el salón.
A mitad de las escaleras, cuando los adultos no nos pueden escuchar,
Daniel nos frena y nos mira cabreado.
—¿En la pista de hielo? ¿Y dónde coño están nuestros patines? Menos
mal que nadie se ha dado cuenta. Desde luego que como creadores de
coartadas sois un puto fracaso.
Mierda. ¡Los patines!
—¿Y cómo coño habéis reaccionado los tres tan rápido y habéis
contestado lo mismo?
—Práctica —volvemos a contestar al unísono.
—Ya, pues la próxima vez me dejáis hablar a mí. Y luego resulta que la
melliza lista eres tú, manda huevos. —Termina de subir las escaleras, pero
antes de desaparecer por el pasillo dirige sus últimas palabras a Oliver—. Y
tú estás pidiendo a gritos que te den dos hostias, no me provoques más,
Aston.
12
El polvo
Dos días después del lamentable espectáculo de los dos más grandes idiotas
que forman parte de mi vida, quedo con Pear para tomar un café a media
mañana. Mi amiga aprovecha que tiene que venir al centro a hacer unas
gestiones para tomarse un descanso y yo, como tengo el mejor jefe del
mundo, no tengo problemas para escaparme un rato y desconectar de tanta
ley y tanto procedimiento.
Mientras espero en la cafetería, sentada en una de las mesas que da a la
ventana, pienso en los terribles acontecimientos acontecidos en los últimos
días.
Mentiría si dijera que mi corazón no saltó de alegría al descubrir a mi
hermano y a Oliver abrazados. Y más cuando Adam me confirmó que habían
enterrado el hacha de guerra que ambos tenían levantada desde los nueve
años. Ignoro cuál fue en su momento el detonante que desencadenó que se
llevaran mal desde tan pequeños e ignoro qué es lo que lo ha hecho
desaparecer ahora que son adultos. Solo puedo pensar, y sentir, que una de
las espinitas clavadas en mi corazón ha desaparecido, al igual que su
enemistad. No me imagino a mi hermano y a mi… «¿a tu qué, Sara?»… a
Oliver siendo amigos, y, bueno, me alegro por ellos. Aunque no deja de ser
paradójico, justo Daniel y Oliver se hacen amigos cuando Oliver y yo
dejamos de serlo.
Porque el hecho de que ese par haya hecho las paces no hace que mi
enfado con Oliver se disipe. Ni muchísimo menos. Cada vez que me acuerdo
de lo que pasó en esa piscina, me entran ganas de pegarle una patada en la
entrepierna. Soltarme aquello de que fue un error cuando todavía
estábamos… Me sentí tan… utilizada, tan humillada. Durante toda mi vida
me había sentido privilegiada, especial, porque Oliver siempre me había
tratado de una manera diferente, de una manera que solo me trataba a mí.
Pero ese día me puso al nivel de cualquiera, como si fuera una chica de la
calle con la que acababa de mantener relaciones sexuales, y eso me cabrea
muchísimo. Además está esa obsesión que tiene con Will tan… irracional.
Creo que por fin he tocado fondo en mi relación con Oliver. Hasta ahora
nunca lo había culpado directamente por nada, pero esto que ha hecho… Oh,
sí, esto lleva su nombre y apellido. Y se la voy a devolver. Si cree que me
puede tratar como lo hizo sin que haya consecuencias…
Un pérfido plan empieza a fraguarse en mi mente. Desde la ventana, veo
cómo mi amiga entra en la cafetería.
—Buenos días, melusina. —Me da un beso en la mejilla y se sienta en la
silla frente a la mía.
—¡Buenos días!
Se quita el abrigo para colocarlo en el respaldo de la silla y me mira con
la frente arrugada.
—¿Por qué me miras con esa cara? —le pregunto.
—Estás demasiado contenta esta mañana después de lo que ha pasado.
—¿Tú crees?
—¿Qué estás tramando? —«¡Cómo me conoce!». Decido adelantarle
parte de mi plan, aunque todavía no sea más que una ligera idea.
—¿Sabes lo que más le molesta a Oliver Aston?
—Con apellido, ¿eh? Esto va en serio.
—Tú contéstame.
—¿Que lo toquen?
—Sí. ¿Y después?
—Se me abre todo un mundo de posibilidades, sin embargo, prefiero que
me des tú la respuesta.
—Que toquen sus cosas.
—¿En qué estás pensando?
—En hacerlo sufrir un poquito. No sé cuándo ni cómo, pero lo sabré
cuando llegue el momento. Solo tengo que esperar mi oportunidad.
***
Y la oportunidad llega un mes después.
Un mes en el que apenas nos hemos visto. Oliver ha estado muy ocupado
con los exámenes de la universidad y preparando el nuevo semestre, y yo he
estado todo el mes encerrada en el despacho de Adam poniéndome al día con
el funcionamiento del bufete. Oliver me ha llamado varias veces al día
durante este tiempo, pero nunca le he cogido el teléfono. Y tampoco contesto
a sus mensajes.
Ya estamos a mediados del mes de febrero y hoy es jueves, por lo que me
dirijo con paso ligero a la reunión semanal con mis amigos. Voy tarde porque
me he querido quedar en el despacho, ultimando unos detalles para un juicio
que tenemos la semana que viene. Adam se ha ido hace un rato y hemos
quedado en vernos en el pub.
Al entrar, diviso a mis amigos sentados en la mesa de siempre. Me acerco
y los saludo con un beso en la mejilla. Cuando me siento, descubro que
Oliver no está en la mesa. Miro hacia el pasillo que lleva al cuarto de baño y
a la barra, por si justo se ha levantado, pero pasa el tiempo y no aparece. Ni
muerta pregunto por él, pero Adam, que siempre está atento a todos mis
movimientos, me pone en antecedentes.
—Oliver acaba de irse.
—¿Oliver? Ni me había dado cuenta de que no estaba.
—Por supuesto que no. Solo hacías un recorrido por todo el bar buscando
a Peter Pan. De todas formas, me ha dicho que te dé un beso de despedida de
su parte, así que aquí lo tienes. —Se acerca a mí y me da un pico en los
labios.
—¿Peter Pan te ha pedido que me beses?
—No, graciosilla. Oliver lo ha hecho.
—Ya. —Cojo una servilleta y me la paso por la boca para quitarme los
restos del beso de Oliver. No sé qué parte de no quiero que me toques nunca
más es la que no entiende.
—Ya sé que te da igual, pero te informo de que va a estar fuera de
Edimburgo varios días. Ha tenido que irse a Londres con urgencia, han
encontrado no sé qué en no sé dónde —hace un gesto con la mano señalando
al cielo—; nunca lo entiendo cuando me habla de su trabajo, pero parecía
importante y se ha ido con otro colega al observatorio de no sé dónde para
ver si sacaban algo en claro.
—Es decir, que se ha ido a no sé dónde a buscar no sé qué que han
encontrado en vete a saber dónde.
—Básicamente es eso, sí.
Durante la hora siguiente, no hablamos de otra cosa que no sea la boda de
Moira, para la que apenas faltan tres meses. Intento escuchar cada detalle,
pero al rato me es inevitable desconectar y pensar en mis cosas. Y por
supuesto que siento curiosidad por saber qué es lo que ha llevado a Oliver a
salir con urgencia a Londres, pero me tendré que aguantar.
Cuando salimos del bar, estoy a punto de despedirme de mis amigos e
irme con Adam en mi coche a casa, pero hoy los astros se han alineado a mi
favor. ¡Los astros! Chúpate esa, Aston.
—Esperad, chicos. Alguien tiene que acercar el coche de Olly a su casa.
—¿El coche de Olly? —pregunto interesada.
—Sí —me explica Brian—, ha salido de aquí tan rápido que no ha tenido
tiempo para pasar por su casa a dejar el coche. Y sabes lo especial que es con
sus cosas —«Sí, por supuesto que lo sé»—. No quiere que su preciado coche
duerma en la calle, nos ha dado las llaves y nos ha obligado a llevárselo a
casa.
Las palabras salen de mi boca con evidente excitación.
—Ya lo llevo yo a su casa.
—¿En serio? —me pregunta Brian, esperanzado.
—¿En serio? —me preguntan, a la vez, Adam y Pear, sospechosos.
—Sí, quería pasarme de todas formas a visitar a su madre, hace tiempo
que no la veo. —El tono meloso de voz con el que digo esta última frase…
Solo me falta el aro encima de la cabeza para parecer un angelito.
—¡Cojonudo, Sara! Nos haces un favor a todos.
«¡Bien! Ha colado».
—No hay problema, lo hago encantada. Dame las llaves —le pido con
contenida excitación.
—Toma, son todas tuyas. El coche está aparcado justo ahí. —Me señala
con la mano la acera de enfrente y al dirigir mi mirada hacia allí enseguida lo
localizo.
—Adam, vete en mi coche a casa. —Adam se acerca para recoger las
llaves de mi coche, que le ofrezco con la mano, y me mira con los ojos
entrecerrados. Yo sonrío y le doy un beso de despedida. Por suerte, decide no
hacer preguntas.
—Pear, te dejo en tu casa de camino, si quieres.
Nos subimos en el coche de Oliver y nos despedimos sonrientes de
nuestros amigos. Sobra decir que, a pesar de que el cochecito de mi querido
examigo tiene más de tres años, parece como si acabara de salir de la fábrica.
No hay ni una mota de polvo, ni un CD de música tirado de malas maneras
por los asientos ni nada fuera de lugar. Es más, estoy bastante segura de que
incluso está más limpio y ordenado que cuando permanecía en el
concesionario a la espera de su futuro maniático dueño.
En cuanto giramos la esquina, mi sonrisa desaparece y tomo rumbo a mi
objetivo, que no es la casa de Oliver, ni muchísimo menos.
—Sara, Sarita mía, ¿dónde vamos?
—A la playa que hay cerca de mi casa.
—¿A la playa?
—Sí, están haciendo unas obras en el paseo y, como ha estado lloviendo
mucho estos días, hay una zona donde suele formarse un enorme barrizal.
—¿Barrizal?
—Sí, barrizal, terreno con charcos de barro a montones. —Me giro hacia
mi amiga y le guiño un ojo con descaro.
—Joder, el mosqueo que se va a coger el frikitísimo.
—Bueno, así estaremos en paz y podré seguir con mi vida.
Cuando llegamos a la playa, toda la zona está desierta, no se ve ni un
alma. Detengo el coche a escasos metros del barrizal y sujeto el volante con
fuerza mientras planeo mi estrategia.
—¿Quieres bajar? Esto se va a mover un poco.
—¡Ni hablar! Quiero vivirlo desde dentro.
—Bien, ¿llevas el cinturón puesto? —Me acerco a Pear y compruebo que
está todo correcto—. Agárrate fuerte. Allá vamos.
Piso el acelerador y cojo velocidad, me meto en el charco de lleno y
derrapo con fuerza. Como el barro salpica incluso hasta la luna delantera,
activo los limpiaparabrisas y repito la operación de nuevo. Durante los
siguientes quince minutos, los derrapes se suceden los unos a los otros. Me
doy un gran festín y no dejo charco sin pisar. Cuando el ambiente se empieza
a llenar del inconfundible olor a rueda quemada, considero que ha sido
suficiente y freno el motor.
Nos bajamos del coche para ver la obra de arte y debo de reconocer que es
mucho mejor de lo que esperaba. El Q7 de Olly ya no es blanco, ahora es
marrón, solo se salvan algunos trozos del techo. Sin embargo, no me siento
satisfecha.
—¿No se te ha ido la mano con las ruedas? Las has destrozado.
—No. —Me doy media vuelta y me acerco al primer charco que tengo a
mi alcance. Me meto dentro y comienzo a chapotear en el barro abducida por
la mismísima Peppa Pig. Le hago una señal a Pear para que se acerque y salte
conmigo. Para cuando terminamos de saltar, estamos cubiertas de barro
mojado desde los pies hasta la cintura. Antes de irnos, meto las manos en el
barro.
Nos subimos en el coche y nos restregamos bien por los asientos. Dejo a
Pear en su casa, deseosa de meterse en la ducha, y yo sigo mi camino hacia la
casa de Oliver. Cuando llego a la puerta del garaje, busco el mando en la
guantera y le doy al botón. De pronto, siento unas luces detrás de mí que me
deslumbran durante unos segundos.
Mierda, el hermano de Oliver está justo detrás. «¿Tenía que elegir este
momento para volver a casa? ¡Maldita casualidad!». Nos metemos ambos en
el garaje y aparco en la plaza de Oliver. Nick deja su coche al lado. Antes de
salir, echo un vistazo al coche por dentro. Está lleno de barro. Los asientos, el
volante, la palanca de cambios, los pedales, las alfombrillas…
Nos bajamos de los coches a la vez y Nick se lleva las manos a la cabeza.
—¡Joder! ¡¿Qué le ha pasado al coche de mi hermano?! ¿Y a ti?
Me echo un vistazo a mí misma y he de reconocer que la pinta que tengo
es bastante desastrosa. Tengo los zapatos y los pantalones llenos de barro
seco, las manos e incluso el rostro y el cabello.
—Nos hemos peleado con unos charcos de barro, pero empezaron ellos.
—¡Y no puedo evitar que una tímida sonrisa se cuele en mi expresión! ¡Me
siento bien! ¡Me siento muy satisfecha con mi trabajo! Ha valido la pena,
aunque ahora esté de barro hasta las cejas. Cuando Oliver vea su coche… La
pena es que me lo voy a perder.
—¿Lo has hecho a propósito?
Me encojo de hombros.
—¿A qué se debe esta hostilidad, cuñada?
—A que tu hermano es gilipollas.
—Ya. ¿Os habéis vuelto a enrollar y habéis vuelto a discutir?
«¿A enrollar?». Mi expresión debe de ser idéntica al emoticono de
sorprendido y algo alucinado del WhatsApp.
—¿Qué…? ¿Cómo…? No…
Jamás le hemos confesado al hermano de Oliver que alguna vez ha habido
algo entre nosotros. ¿Cómo lo ha sabido?
—Vamos, Sara, sois tan obvios que tendría que ser mi padre para no
darme cuenta. Pero, tranquila, si no quieres hablar de ello seguiré fingiendo
que no sé nada, como he hecho toda la vida. Ven conmigo, te invito a una
ducha.
Nick me pasa el brazo por encima de los hombros sin importarle que estén
llenos de barro.
—Entonces, cuéntame, ¿qué te ha hecho el idiota de mi hermanito?
Oliver
Por fin aterrizamos en el aeropuerto de Edimburgo, después de tres días
de estudio e investigaciones. Y todo para nada; ha sido una falsa alarma, pero
había que comprobarlo. Joder, estoy agotado. Menos mal que hoy es
domingo y voy a poder descansar hasta mañana.
Adam me ha mandado un mensaje esta mañana muy temprano para
avisarme de que venían a recogerme al aeropuerto. Sí, estoy seguro de que ha
dicho, venían en plural. ¿Será Sara quien lo acompañe?
Por una parte, me parece bastante improbable que Sara venga con Adam,
teniendo en cuenta que lleva un mes entero sin dignarse ni a mirarme.
Aunque, por otra parte, puede que estos días me haya echado tanto de menos
que no ha podido resistirse a venir a buscarme.
Como está tan cabreada por lo que pasó, y como sé que tiene razón para
estarlo, no he insistido demasiado en este tiempo para que me perdonara. La
conozco y necesita tiempo. Mi acercamiento tiene que ser sutil. No la quiero
cabrear todavía más, la estoy dejando hacer. Tengo que pensar en la mejor
estrategia para acercarme a ella de nuevo.
La llama de esperanza que habitaba en mi interior muere en cuanto veo a
Adam esperándome con Brian y Marco.
—Hola, rubio. ¿Qué tal el vuelo? —Adam me da unos suaves golpes en la
espalda como bienvenida.
—Largo.
—¡Pero si es un trayecto cortísimo! Eres un pupas, Olly —me dice Brian,
y yo le pongo mala cara.
Claro, él no lleva tres días sin apenas dormir, no te jode.
—Estarás agotado. Vamos a casa.
Nos dirigimos al parking del aeropuerto y enseguida localizo el
descapotable rojo de Sara. Entonces, me acuerdo de mi coche.
—¿Llevasteis mi coche a casa?
—Sí, claro. Sara lo hizo —me explica Marco.
Un desagradable espasmo provoca que mi cuerpo reaccione de su largo
letargo. ¿Ha dicho Sara? ¿Sara Summers?
—¿Perdona? ¿Qué acabas de decir?
—Que Sara se llevó tu coche a casa.
—¡¡¿Le habéis dejado mi coche a Sara?!! ¿ESTÁIS LOCOS?
—Me he perdido —les dice Brian a Marco y Adam.
—¡Sara me odia, joder! ¡Es capaz de hacerle cualquier cosa a mi coche!
—No seas dramático, Olly. Sara no te odia y, de todas formas, ¿qué coño
va a hacerle a tu coche? ¿Desmontarlo y enviarte las piezas por correo?
«Oh, mierda…».
—Adam, vamos primero a casa de Sara.
15
¡Mira cómo tiemblo!
***
Si habitualmente los lunes son horribles, tres lunes después de mi
conversación con Kate, el primer día de la semana es horrible elevado a lo
superhorrible. Se me acaba el tiempo y todavía no he hablado con Oliver para
que ayude a mi hermana. Es como llevar una pesada mochila en la espalda y
no descargarla nunca. Me la llevo a trabajar, a comer, a dormir… Menos mal
que el despacho absorbe todo mi tiempo y mi energía, porque juro que, si
tuviera tiempo libre para pensar en mi complicada vida amorosa, acababa
loca de atar y encerrada en un manicomio.
—¿Qué te parece si nos vamos a pasar la tarde al spa? —me propone Pear
a la hora del almuerzo. Al final, sucumbí al desahogo y le conté lo sucedido
en el garaje con Oliver a mi amiga. Consecuencia: se acerca casi todos los
días a almorzar conmigo para «distraerme y que no me coma la cabeza».
—¿Tú no tienes trabajo?
—Bah, puedo llamar y decirles que estoy enferma, y tú puedes decirle a
Adam que te vas un rato al spa. Incluso puede venir con nosotras si le apetece
relajarse bajo los chorros del agua. ¿Ves? Solo pongo facilidades.
—Adam y yo tenemos mucho trabajo.
—Sara, no quiero que caigas en una depresión otra vez.
—Y dale.
—Perdóname por preocuparme por ti, pero el último polvo con Oliver te
ha dejado tocada.
—Déjame en paz con eso, Pear. Han pasado como mil años.
—Tres semanas exactamente.
Le lanzo una mirada fulminante.
—Qué tiquismiquis te pones cuando quieres.
—Y tú vaya humor acuoso que te traes hoy. Últimamente, te levantas con
el pie izquierdo como norma.
—¿Humor acuoso? —le pregunto, levantando las cejas.
—¿Qué? —me dice a la defensiva—. Llevo desde los nueve años
apuntando en una agenda las palabras raras que utilizas y que no entiendo
para después buscarlas en el diccionario. Y, cuando veo que las puedo usar,
las uso. Así que lo que te estaba diciendo… Vaya humor acuoso que te traes
hoy.
Me río. Pear siempre consigue sacarme una sonrisa incluso en los peores
momentos. Y lo que no sabe es que mi humor se debe a la cuenta atrás que
llevo en la cabeza desde hace tres semanas y que está a punto de llegar a cero
sin remedio.
—Venga, vámonos al spa. Y te cuento los avances con tu hermano.
—¿Ha pasado algo nuevo?
—No. Él sigue con Candy y yo sigo siendo la amante.
—¿Y entonces?
—¡Qué difícil me lo pones hoy, Sara! Comencemos de nuevo. Venga,
vamos al spa y, de paso, ponemos a parir al idiota de tu hermano.
Aunque se queje, sigue empeñada en hacer que mi hermano lo deje con la
rubia y se comprometa con ella. Está loquita por sus huesos y, desde luego,
no voy a ser yo quien la critique. Le aconsejé que luchara por él. Y después
de todo, ¿de qué la puedo acusar? Yo hago lo mismo con Oliver. En cuanto
me roza, mi cuerpo se rinde ante él.
Pasamos unas horas agradables y relajantes en el spa y, por la tarde,
vuelvo un rato al despacho. Me enfrasco entre sentencias y recursos y, para
cuando me quiero dar cuenta, es de noche y se ha ido todo el mundo menos el
socio absoluto y yo.
Adam viene hacia mi mesa mientras trastea con el móvil.
—¿No crees que es suficiente por hoy?
—Enseguida acabo —lo informo, sin levantar la cabeza de la montaña de
papeles en la que estoy sumergida.
—¿Todavía no has hablado con Olly?
Dejo de hacer lo que estoy haciendo y levanto la cabeza con visible mal
humor por la preguntita.
—El examen de tu hermana cada vez está más cerca. —Y sigue. Mi
mochila se llena con un par de kilos más. A este paso voy a tener que caminar
encorvada.
—Adam, no me presiones.
—Vamos, Totó, pídele el favor. No se va a negar a pesar de lo cabreado
que estaba cuando vio el destrozo que le hiciste a su amado coche. Tenías que
haberlo visto, echaba fuego por la boca.
—Oliver se enfada con facilidad.
—Y tú eres una tocapelotas insufrible. Le diste al chaval donde más le
dolía.
—Adam, las cosas o se hacen bien o no se hacen.
¡Ring, ring!
Lo que fuera que iba a replicarme Adam queda engullido por el repentino
sonido. ¿El timbre de la puerta? ¿Quién viene a estas horas al despacho? Solo
quedamos Adam y yo.
—¿Quién será?
Adam se encoge de hombros y abre la puerta.
—Olly, ¡qué sorpresa! No te esperábamos.
¿Olly? ¿Qué hace Oliver en el despacho? Desde que trabajo aquí con
Adam nunca he visto a Oliver acercarse a saludarnos. Yo creo que no venía
desde hace los mismos años que yo antes de empezar a trabajar con Adam. Y,
hablando de Adam, si piensa que por un momento me he creído el tono de
sorpresa que ha puesto al ver aparecer a Oliver… Estos dos se han puesto de
acuerdo. Los conozco demasiado.
Le pongo mala cara a Adam por su engaño, pero él me mira como si no
hubiera roto un plato en su vida. Me giro al invitado sorpresa y pongo los
brazos en jarras.
—¿Qué haces tú aquí?
—Pasaba por aquí. ¿Te acerco a tu casa?
—He traído mi coche.
—Sí, lo sé —me contesta distraído. Está observando todo su alrededor
minuciosamente y, a la vez, está recordando. Como hice yo mi primer día
aquí.
—Bueno, parejita, yo me voy. Sara, me llevo tu coche. —Adam se acerca
a darme un beso en la mejilla y aprovecha para darme un mensaje—.
Pídeselo.
—¡Adam!
De nada me sirven mis protestas porque el traidor de mi amigo desaparece
por la puerta con las llaves de mi coche tintineando en sus manos y
dejándome a solas con mi mayor enemigo del momento.
Cuando me doy la vuelta, Oliver me espera apoyado en el mostrador de
recepción con las piernas cruzadas.
—¿Te acuerdas de cuando nos escondíamos debajo de este mostrador y
nuestros padres nos buscaban como locos? —Su inesperada pregunta me
transporta al pasado. Pasado que yo reviví hace poco tiempo.
—Sí, hasta que se lo aprendieron y tuvimos que escondernos en…
—El armario ropero —recordamos a la vez.
—Coge tus cosas, te espero abajo. —Se incorpora y sale de la oficina sin
mirarme. No me hace falta preguntarle nada para saber qué es lo que le pasa.
El recuerdo de los padres de Adam corriendo detrás de nosotros por estos
pasillos… A Oliver no le gusta lidiar con ese tipo de demonios, por mucho
que se haga el fuerte delante de Adam y de mí. Y yo no tengo valor para
discutir con él por verme obligada a que me lleve a casa.
Cojo la chaqueta y el bolso de mi despacho y salgo por la puerta cerrando
con llave a mi paso. Bajo por las escaleras y me abrocho bien los botones del
abrigo. Salgo a la calle y diviso el coche de Oliver aparcado en doble fila con
las luces de emergencia puestas. Vuelve a ser el mismo coche impoluto de
siempre. Y menos mal, porque imaginármelo lleno de barro me trae un
carrusel de pensamientos a la cabeza que provoca que me palpite el corazón
con fuerza bajo todas las prendas de ropa.
Abro la puerta del copiloto y me siento. Me pongo el cinturón de
seguridad y apoyo la cabeza en el respaldo sin mirar ni una vez a mi
acompañante. Giro el rostro y contemplo las oscuras calles de Edimburgo.
Cierro los ojos con el objetivo de evadirme a otro lugar y lo consigo, porque,
cuando el coche se detiene en la puerta de mi casa, no recuerdo qué emisora
hemos venido escuchando ni qué camino hemos recorrido.
Oliver apaga el motor y el silencio inunda el pequeño habitáculo. Antes
de bajarme del coche, cojo fuerzas y le hablo, sin separar mi cabeza de la
ventana.
—Tengo que pedirte un favor.
—¿En serio? —me pregunta, muy muy sorprendido.
—¿Por qué te sorprende tanto?
—No eres tú muy de pedir favores cuando estás cabreada. Ya sabes, el
orgullo Summers.
Mal empezamos.
—El favor no es para mí, es para mi hermana.
—¿Qué le pasa?
—La semana que viene tiene un examen de Física y necesita tu ayuda.
Ahora mi acompañante me mira extrañado.
—¿Y no puedes ayudarla tú?
—Al parecer, no. Prefiere la inestimable ayuda de un físico verdadero —
reconozco molesta.
—Vaya. Eso te habrá jodido bastante.
Le lanzo una mirada furibunda que lo único que provoca es que Oliver se
ría entre dientes.
—Está bien.
—¿Está bien? ¿Aceptas?
Oliver asiente con la cabeza.
—¿Y ya está? ¿Así de fácil?
—No. —Se ríe y se acerca a mí—. Así de fácil no. Tendrás que pagar por
ello.
Estaba claro.
—¿Qué quieres? —le pregunto con cansancio en la voz.
—Un beso —me contesta con seguridad.
—¡Ni hablar!
—Solo quiero un beso. ¿Tanto te costaría darme uno?
No se trata de costar, se trata de… En fin, no quiero discutir con él. Ya
vale de discusiones. Acabemos con esto cuanto antes.
—¿Un beso en la mejilla?
—No.
Tenía que intentarlo.
—En la boca, ¿no?
—Ajá.
—¿Con lengua?
—Ajá.
—¿Y nada más?
—Nada más.
—Vale, ya concretaremos.
—Lo quiero ahora.
—¿Ahora mismo?
Asiente con la cabeza. Se acerca muy despacio a mí y, antes de que nos
toquemos, toda su esencia recorre mis venas. Oliver apresa con su boca mi
labio superior y mete la lengua, recorriendo con ella cada recoveco de mi
cavidad. Para cuando nuestras lenguas se tocan, ya nos abrazamos con fuerza
el uno al otro en un intento de acercar nuestros cuerpos.
—Nena… —Se separa de mis labios lo justo para susurrarme esa palabra
que tanto define los tormentosos vaivenes de nuestra relación. Cuando Oliver
me llama por mi nombre, significa que nuestra relación no está en el mejor
momento. Cuando Oliver me llama nena, oh, joder, cuando me llama así,
algo despierta dentro de mí. No importa las veces que lo haga, siempre me
remueve algo por dentro.
Antes de separarnos, Oliver me da un beso cariñoso en la nariz. Me
separo con brusquedad, abrumada por todas las sensaciones que recorren mi
cuerpo. Abro la puerta para salir del coche, pero me quedo a medio camino.
—Oliver…
—No digas nada. No jodas el momento.
Bien.
Cierro la puerta y me encamino a la entrada de mi casa. Oliver se baja del
coche y viene detrás de mí.
—¿A dónde vas? —le pregunto cuando se pone a mi altura.
—A hablar con tu hermana —me responde sonriendo—. Por cierto, sabes
que la habría ayudado aunque no me hubieras besado, ¿verdad?
—¡Eres un idiota! —Intento golpearlo en el brazo, pero se escabulle hacia
la puerta de mi casa, riéndose a carcajadas.
Saco las llaves de mi bolso y las acerco a la cerradura. Oliver se acerca a
mi oído antes de entrar y su cálido aliento provoca una corriente eléctrica que
me recorre el cuerpo.
—Volverás a ser mía, nena.
17
La gran idea
Adam
Los meses pasan tan rápido que no sé ni en qué día vivo. ¿Estamos en el mes
de abril? Creo que sí. Este trabajo es absorbente, joder.
Abandono el despacho con prisa y bajo las escaleras de dos en dos. He
quedado con Olly, que va a pasar a recogerme para ir juntos al pub de los
jueves, hace quince minutos. Sara ha salido hace un rato con Pear y se ha
llevado el coche.
Salgo a la calle y busco el Q7 blanco. Mierda, ¿está lloviendo? Me tapo la
cabeza con el maletín y busco el coche de mi amigo, pero no está. Qué
extraño, siempre llega puntual. Espero un rato más mientras me empapo de
arriba abajo con la puñetera lluvia. Al fin, lo diviso deteniéndose en la acera
de enfrente y cruzo la carretera después de asegurarme de que no viene
ningún coche. Abro la puerta del copiloto y me siento, mientras me sacudo el
cabello para quitarme las miles de gotas de agua que han caído sobre mi
cabeza.
—Llegas tarde. Habíamos quedado hace media hora. ¿Te han liado en la
universidad?
Oliver arranca el coche y, tras varias maniobras, se incorpora de nuevo al
tráfico.
—Qué va. Como siempre llegas tarde, estaba haciendo tiempo.
—Capullo. Me he mojado.
—Un poco de agua no te va a matar.
¿Un poco de agua?
—Estoy calado de pies a cabeza, parece que me han enchufado con una
manguera.
Al instante, noto un cambio en su actitud. Se pierde en sus pensamientos y
sonríe con disimulo. Algo le ha venido a la cabeza. Algo relacionado con mi
último comentario. Y me apuesto una mano a que tiene que ver con Sara. Esa
expresión de gilipollas solo la pone cuando piensa en ella. ¿En qué andarán
estos dos? Aprovecho para sacar el tema.
—Oye, rubiales.
—¿Qué? —me pregunta mientras gira el coche a la derecha.
—¿Cuándo tienes pensado iniciar el plan de reconquistar a Sara? Está
pasando el tiempo y no veo que hayas hecho ningún avance.
—Joder, tío, es que está muy hostil.
—¿Y eso qué significa?
—Que me estoy reagrupando.
—¿Reagrupando? Lo que estás es acojonado, eso es lo que pasa. Tienes
miedo de que te rechace de verdad.
—Ya me ha rechazado de verdad, Adam.
—No, qué va. Solo está enfadada. Aún no te ha rechazado de verdad, y
eso te acojona.
—No es miedo, Adam. Es solo que quiero hacerlo bien por una vez en la
vida.
Brian
Cuando Adam y Oliver entran por la puerta del local, no puedo evitar
soltar una carcajada de la hostia. Oliver está impecable, como siempre, pero a
Adam parece que le haya caído un cubo de agua encima de la cabeza. Me
levanto de la mesa y sigo a mi amigo hasta la barra, dispuesto a reírme de él.
—¿Qué pasa, Wallace? ¿Te has caído en un charco de agua?
—No, idiota. El capullo de Olly me ha hecho esperarlo a la intemperie
durante más de diez minutos. Y, encima, lo ha hecho a propósito, el muy
cabrón.
—No se lo tengas en cuenta. No está en sus mejores momentos. —Dirijo
mi mirada al aludido. Se ha sentado enfrente de Sara e intenta llamar su
atención. Joder, es tan obvio.
—¿Qué miras? —me pregunta mi compañero, mientras esperamos a que
nos sirvan las bebidas que ha pedido para Oliver y para él.
—Está loco por ella y no sabe disimularlo. —No hace falta que diga su
nombre, los dos sabemos a quién me refiero—. En realidad, nunca lo ha
hecho. Al menos, bajo mi punto de vista. ¿No crees que es hora de que
reaccionen? Hay que hacer algo para ayudarlos.
Un plan empieza a formarse en mi cabeza… Joder, ¡es un plan cojonudo!
Celos. Sí. Tengo que provocar que Oliver sienta tantos celos que le exploten
en la cara y reaccione de una vez.
—¿Y qué pretendes?
—Tú sígueme la corriente.
—¡Espera! ¡Oliver está en ello!
No escucho bien su última frase con toda la cacofonía de sonidos que hay
en el bar. Nos acercamos con las bebidas a la mesa donde está sentada toda la
pandilla. Hablamos de temas insulsos hasta que decido soltar la bomba.
—Oye, Totó, ¿cuánto tiempo hace que no te acuestas con un tío?
¡Coño! Hay algunas miradas de Sara que, de poder hacerlo, me habrían
matado en más de una ocasión a lo largo de mi vida, y esta es una de ellas. Y
siento otra que me dispara rayos láser por mi flanco izquierdo. Miro de reojo
a Oliver. Joder, si no me mata uno, lo va a hacer el otro.
Técnicamente, el último tío con el que se lio Sara fue Oliver. Mierda, se
me había olvidado. Joder, pero no me refería a eso. Debería haberle
preguntado que cuánto hace que no se lía con un tío que no sea Oliver.
«Piensa, Brian, piensa antes de hablar». Bueno, a lo hecho, pecho. «De modo
que podéis follar sin despeinaros, pero no podéis hablar de ello». Miro a
Adam, que me mira también como si quisiera matarme. Vale, me he lucido.
A ver cómo rectifico y encamino el interrogatorio a mi terreno.
—Perdona, olvida la pregunta. Empecemos de nuevo.
Me levanto de la silla y me siento otra vez.
—Hola, chicos. ¿Qué tal?
Todos me miran como si me hubieran salido cuernos por la cabeza.
¡Reaccionad, coño, que soy informático! Cuando me encuentro con un
problema, la solución adecuada siempre es la misma. Apagar y volver a
encender, ¿no?
—Oye, Sara, ¿cuánto tiempo hace que no te acuestas con un tío sin contar
a Oliver?
No me contesta, me sigue mirando con ganas de matarme. Suplico ayuda
a Adam con los ojos.
—Desde que lo dejó con Von Kleist. Un fantástico y apacible año.
Ya sabía la respuesta, dado que Sara no se ha enrollado con nadie en este
año, pero tengo que ponernos a todos en situación. Ahora, los rayos láser de
los ojos de Oliver y de Sara se han dividido en dos objetivos. Con un ojo me
disparan a mí y con el otro a su mejor amigo.
—¿No te has liado con nadie desde hace un año? Y considera, por favor,
en todas mis preguntas la coletilla: «sin contar a Oliver». —Joder, qué calor
tengo. Creo que los rayos láser de alguno de los dos me han alcanzado.
«Cómo te la juegas, Brian». ¡Qué duro es querer ayudar a tus amigos!
Espera. La mirada de Sara ha cambiado. Ya no quiere matarme, más
bien… ¿seguirme la corriente? Que Adam lo haya hecho al contestar a mi
pregunta le ha dado confianza y seguro que, además, quiere joder a Oliver.
No joder de follar, que fijo que también, joder de… «¡No te disperses,
Brian!».
—No, con nadie. ¿Por qué? Y, por favor, considera todas mis respuestas
con la coletilla: «sin contar al imbécil de Oliver».
—Es acojonante que habléis de mí como si no estuviera delante.
Ambos ignoramos al astrofísico.
—Sara, eres una chica guapísima, lista, simpática, encantadora… Podrías
tener a cualquiera. ¿Por qué no te dejas querer de nuevo?
¿Estará poniendo todavía la coletilla a mis frases de «sin contar a
Oliver»?
—No lo sé, supongo que no ha surgido.
Ya, claro, porque estás tan enamorada del idiota que está enfrente de ti
que al resto de chicos ni los miras.
—Pues se acabó, Sarita. No puedes seguir así, tienes que rehacer tu vida.
Y para ello, tienes que tener sexo casual con un montón de hombres.
—Pero ¿qué dices?
—Yo creo que tiene razón, Sara. —Olivia se mete en el ajo. Bien.
Contaba con el apoyo de varios de mis amigos—. Hace mucho que no estás
con nadie… —Detiene su discurso unos segundos y todos entendemos la
coletilla—. Y, si no pruebas a nadie más, no vas a encontrar jamás al chico de
tu vida. —Joder, qué lista es esta chica. Me entran ganas de besarla, pero no
quiero que Duke… digo Dru… no, tampoco es así… ¡el profesor buenorro,
leches!, me parta la cara.
—Igual ese chico está ahí fuera, esperándote —añado. Y me ha quedado
un poco Expediente X, pero no importa. «La verdad está ahí fuera». Gran
serie. «¡Que no te disperses, Brian!».
—Tienen razón, Sara. Rehaz tu vida de una vez sin contar al... —Pear se
suma a la iniciativa.
—¡Lo hemos entendido, Pear! —la interrumpo, antes de que acabe con la
coletilla. Tampoco quiero forzar las cosas. El pobrecito de Oliver lo está
pasando mal.
—¡Se me acaba de ocurrir una idea! —Moira parece entusiasmada—.
Tengo un primo en Londres soltero y guapísimo, y va a venir a la boda. No
tiene novia y viene solo. ¡Seguro que le encantas, Sara! Podrías liarte con él.
¿Te imaginas que al final acabamos siendo familia?
«¡Tampoco te embales, loca!». Pero, coño, ni preparado sale mejor.
Aunque tengo serias dudas de que Moira nos esté siguiendo el juego. Más
bien creo que quiere que Sara se enamore de otro tío, pero, de momento, me
sirve.
Adam no le quita ojo a Oliver, que no se ha vuelto a pronunciar desde su
única e ignorada intervención. Está rabioso y a punto de levantarse de la
mesa. «A ver qué te parece, machote, que tu chica se líe con otro». Con otro
que no es William Von Kleist. Estás demasiado acostumbrado a tener un solo
rival. Aunque, en realidad, ya ni eso tienes. ¡Espabila, coño! Aunque, repito,
en el fondo me está dando pena. En el fondo.
—¡Estáis todos locos! —nos dice Sara.
Adam, apóyame, coño. Que tu opinión es la que más le importa a ella. Le
hago señales con los ojos y me entiende a la primera.
—A mí me parece una idea cojonuda, solo te has tirado a dos tíos en toda
tu vida. Es hora de que pruebes nuevos sabores.
—Adam, no hables de mi vida sexual como si nada y menos cuando uno
de los dos implicados está sentado a tu lado.
El implicado sigue rojo de la rabia.
—Bah, hay confianza.
Y ahora el golpe final.
—Venga, Sara. Di que sí, a no ser que sigas enamorada de Will, entonces
me callo. Tener sexo con un desconocido mientras sigues queriendo a otro,
como que no.
«Muy bien, Brian». A ver si le queda claro al gilipollas del astrofísico que
no quiere al otro.
—No estoy enamorada de Will.
—Eso ya lo sabíamos, ¿no? —dice Marco.
—¿Lo sabíamos? —pregunto, con inocencia, mirando a Oliver. ¡Yo qué
sé! Cualquiera adivina de lo que hablan o dejan de hablar estos dos. Con la
experiencia de los años pasados, he preferido dejarlo claro, por si acaso.
—Entonces, ¿qué dices, Sara? ¿Aceptas el reto?
Di que sí, por favor. Demuéstrame lo lista que eres y no dejes que Oliver
sepa que estás loca por él. No le des el gusto. Hazlo sufrir.
—No lo hagas.
¡Hombre, Oliver! Ha vuelto.
—Tú no tienes nada que decir en esto —le recrimina Sara.
—No lo hagas —repite, entre una mezcla de súplica y mandato.
—No me coacciones.
—Tiempo muerto, chicos —interrumpo la discusión de los enamorados.
Y aunque me parezca de puta madre que Oliver por fin defienda lo suyo,
quiero picarlo un poco más—. Lo siento, Olly, pero no tienes nada que opinar
al respecto. ¿Cuánto ha pasado desde la última vez que os acostasteis?
Y, antes de que me dé tiempo a calcular el tiempo transcurrido desde el
mes de enero hasta ahora, Oliver se me adelanta.
—Mes y medio.
—¿Mes y medio? No me encajan las fechas. —Me paro a pensarlo un
momento—. ¿Lo de la piscina no sucedió en enero?
—Lo de la piscina, sí. Pero lo del garaje fue algo después.
¿Lo del garaje? ¿Lo han vuelto a hacer?
—Joder, no paráis.
—¿Lo habéis vuelto a hacer? —pregunta Adam, alucinado, a Oliver y
Sara—. ¿Tú lo sabías? —le pregunta después a Pear.
—Si se refieren a lo del garaje y la manguera, sí. Si lo han vuelto a hacer
otra vez, no.
—¿Qué?
—Acepto, Brian —me dice Sara, a la vez que le hace un gesto a Adam
para que se calle.
—¡Bien!
Oliver me mira con una expresión insondable en su rostro, se levanta de la
mesa y se marcha.
Sara, minutos después, sigue mirando hacia la puerta. Triste. Vacía.
Joder, espero no haberla liado.
18
El día antes de la boda
Tres semanas después, el gran día se nos echa encima. Hoy es el día previo a
la boda y hemos quedado con los novios para celebrar su último día de
solteros. Han reservado un local en el centro de la ciudad y han invitado a
todos los amigos que acudimos al día siguiente a la celebración y a los
familiares más jóvenes.
Soy la última en llegar. Me he entretenido en el despacho intentando
cerrar varios asuntos. Entro en el local y lo primero que noto es la música a
todo volumen: Without You, de David Guetta. Entran ganas de ponerse a
bailar. Camino por el bar en busca de mis amigos. Hay muchísima gente. Un
grupo de personas me bloquea el paso. Les pido con amabilidad que me dejen
pasar. Uno de ellos me mira de arriba abajo y me sonríe, a la vez que me
saluda con la copa que tiene en la mano. No tengo ni idea de quién es. Moira
tiene dos hermanos bastante mayores que nosotros, pero apenas los conozco
porque no coincidimos demasiado en el colegio. Mi amiga me comentó que
habían invitado a bastantes amigos de sus hermanos. Puede que sean estos.
Joder, no conozco a nadie.
Me quito la chaqueta y se la doy a un amable caballero que se ha acercado
a mí con una percha en la mano. Veo cómo se aleja y la mete en el
guardarropa que han dispuesto para la ocasión. Me acerco a la barra a beber
algo. Pido una cerveza a uno de los camareros y, cuando me giro para seguir
con la búsqueda de mis amigos, me encuentro con Pear de frente.
—¡Sara! ¡Por fin llegas!
—Menudo ambientazo hay aquí. —Mires donde mires, no hay más que
gente bebiendo y riendo.
—Adivina. Al fondo a la derecha —me dice señalando el lugar—, hay un
montón de alumnos del Crowden. Hacía siglos que no veíamos a ninguno.
Muchos alumnos del Crowden, al terminar el último curso, vuelven a su
país de origen y es difícil que nos volvamos a ver, a no ser que lo
propiciemos, como en esta ocasión. Lo que no entiendo es por qué Moira ha
invitado a tanto alumno de nuestro antiguo colegio.
—¿Del Crowden?
—Los amigos de Harry.
Ah, claro, que también es la boda de Harry y también vino al Crowden.
—Y adivina qué más.
—¿Qué?
—Están superintimidados por Duncan. Todavía lo ven como a su profesor
de Matemáticas. ¡Me parto! Brian se está descojonando de la risa.
Observo el fondo del bar y veo a Brian con Marco, Adam, Oliver y…
¿Daniel? Están apoyados en la pared con una cerveza en la mano cada uno,
riéndose y cuchicheando entre ellos. ¡Qué valor! Al otro lado, los amigos de
Harry charlan, con evidente tensión, con el novio de Olivia.
—¿Qué hace aquí mi hermano?
—Ha venido conmigo. —La invito a que siga hablando. Ella suspira y se
acerca más a mí—. Estoy harta de ser la amante a la que solo se folla. Lo he
amenazado con dejar de acostarnos si no me acompañaba a este tipo de
eventos.
Se la ve encantada con la situación, sobre todo porque le ha salido bien la
jugada. Hacer ese tipo de cosas con mi hermano es peligroso. No le gusta que
le impongan cosas. Supongo que por fin se ha dado cuenta de lo importante
que es mi amiga para él y no quiere perderla.
—¿Y ha aceptado sin rechistar?
—Ajá. —Incluso le brillan los ojos cuando me responde. Me alegro un
montón por ella.
—¿Viene mañana a la boda?
—Sí.
No pretendo enturbiar este momento de felicidad, pero me veo en la
obligación de hacerlo.
—¿Y qué pasa con Candy? No creo que le haga gracia que su novio vaya
a una boda con otra.
—Esa es la idea, a ver si lo deja ya de una vez. Voy a subir millones de
fotos nuestras juntos a todas las redes sociales. Y, cuando sea solo mío, esta
vez sí que no se me escapa.
La música cesa para cambiar de canción y, en ese segundo de silencio
entre una y otra, escucho una carcajada. Una carcajada que conozco a la
perfección y que viene del fondo del bar. Dirijo mi mirada hacia el lugar y me
encuentro con Oliver riéndose por algo que le está contando mi hermano al
oído. Jamás pensé que podría disfrutar de semejante camaradería entre Oliver
y Daniel. Es algo digno de ver. Saco el móvil del bolso y les saco una foto.
Están relajados y felices. Y juntos. Guardo el móvil de nuevo y me giro hacia
Pear. Se está riendo.
—¿Y tú de qué te ríes?
—De ti.
Intento cambiar de tema.
—¿Y esos? —pregunto, señalando a nuestros amigos—. Pero mira que
son bobos. Los cinco. Estuvieron años evitando a Duncan. Y Brian sigue
intimidado por él. De hecho, todavía no es capaz de llamarlo por su nombre.
—Déjalo que disfrute. Por cierto, ¿cómo crees que nos verán nuestros
antiguos compañeros?
—¿A qué te refieres?
—Han pasado siete años desde que dejamos el colegio. ¿Nos verán
mayores? —No me da tiempo a contestar—. ¡Oliver viene hacia aquí!
«¿Qué?». Vuelvo a mirar hacia el fondo del bar y veo a Oliver
caminando, tranquilo, hacia mí. En estas semanas que han pasado desde la
propuesta de Brian, no hemos interactuado demasiado. Aquel día…
demonios, aquel día no sé qué me poseyó para aceptar tal proposición. Aún
hoy lo pienso y no lo entiendo. Supongo que fue por llevarle la contraria a
Oliver… aún estaba enrabietada por el tema de la piscina… y del garaje. Me
giro hacia la barra y cojo la cerveza que me ha servido el camarero.
—¿Podemos hablar? —me pregunta, en cuanto llega hasta mí.
Un poco complicado con el volumen de la música, pero, de todas formas,
acepto. Parece que viene en son de paz y es lo que más necesitamos ahora
mismo.
—Sí, claro.
—Pear, ¿nos dejas un rato a solas?
—Me parece que no —nos dice, señalando con la cabeza algo detrás de
Oliver.
Dirigimos la mirada hacia el lugar. Nuestras amigas vienen hacia nosotros
junto con el resto de los chicos. Raquel, la novia de Marco, ha venido para
quedarse una temporada mientras hace un máster. Natalie también está aquí.
Llegó ayer en el primer vuelo de la mañana. No la veíamos desde la
despedida de soltera.
—¡Sara! ¡Gabinete urgente! —me dice Moira con entusiasmo.
—¿Qué ocurre?
Acabo la cerveza y pido otra al camarero. Me apoyo con los codos en la
barra a la espera de respuestas.
—Acercaos todos.
¡Cuánto misterio! Noto un movimiento a mi espalda. Me giro, y mi
segunda cerveza está a mi disposición.
—Que haya barra libre no significa que debas acabar con las existencias.
Daniel. Siempre metiéndose donde no lo llaman. ¿Cómo es posible que
sepa que es mi segunda cerveza si acaba de verme? Lo ignoro y sigo
bebiendo.
—Moira, ¿qué es eso que nos tienes que contar?
—Yo me piro a dar una vuelta por ahí, paso de vuestras historias.
Todos despedimos a Daniel con un asentimiento de cabeza.
—Chicos, tengo una foto de mi primo. ¡Mira qué guapo es, Sara! —«¡Oh,
no! ¡El primo! En qué líos te metes, Sara». ¿Y ahora cómo les digo que no
quiero saber nada del dichoso primo?
Moira saca el móvil del bolso y nos enseña una foto. Me puede la
curiosidad. Nos acercamos y vemos la foto. Sí que es guapillo.
—Joder, Moira. Qué escondido lo tenías. Podías habérmelo presentado
antes a mí. ¿Dónde está, por cierto? —pregunta Pear, mirando para todos los
lados.
—No está aquí. Es broker de bolsa y tenía trabajo en la oficina. Hasta
mañana no llega. Y, de todas formas, es para Sara.
Uff, para mí. Me entran ganas de darme cabezazos contra la barra a la vez
que me repito a mí misma: «lianta, lianta, lianta».
—¡Solo preguntaba por curiosidad! —contesta Pear.
—¿Tú no eres supernovia de Daniel Summers? —le pregunta Brian.
—Sí. Y, de hecho…
Miramos hacia donde Pear mira y vemos a mi hermano cerca de los
servicios haciéndole señas a Pear.
—Pear, ni se te ocurra escaparte a hacer «eso» al baño con Daniel. ¡No en
mi preboda!
—Follar, Moira. Se llama follar.
Desde que empezamos a hablar de sexo en la adolescencia, Moira siempre
lo llama «eso», y Adam siempre la corrige. No creo que cambie nunca. Me
veo manteniendo la misma conversación dentro de cincuenta años. Adam
será un ancianito encantador con chupa de cuero que le seguirá repitiendo a
Moira: Follar, se llama follar.
—¡Me ofendes, Moira! —dice Pear, llevándose la mano al corazón en un
intento de simular una herida de muerte—. Yo no hago esas cosas. Mejor
díselo a esos dos —nos señala a Oliver y a mí— que follan en cada rincón
que encuentran en cuanto tienen ocasión.
—¡¿Qué?! Me he perdido. ¿Qué ha pasado en mi ausencia? —No me
extraña que Natalie no se entere de nada. Con todo lo que ha pasado en los
últimos tiempos…
Le hago un gesto con la mano a Natalie, que viene a decir «ya te lo
contare luego», y fulmino a Pear con la mirada.
—Hasta luego, chicas. Mi amante me requiere —se disculpa, la muy
bocazas.
Moira bufa y la mira con malos ojos.
—Tranquila, que no vamos a hacer «eso».
Pear abandona el grupo y me guiña un ojo antes de irse. Por supuesto que
van a hacer «eso».
—Bonita forma de desviar el tema tenéis Pear y tú —me acusa Brian.
—¿Qué?
—Estábamos hablando del primo de Moira.
—Ah, sí. ¿Qué pasa con él?
«Mierda, soy malísima disimulando». Hasta yo me he dado cuenta.
—¿No te estarás arrepintiendo?
¿Arrepentirme de qué? Al principio, no entiendo la pregunta, hasta que
caigo en la cuenta. «Vale, arrepentirme de hacer eso con el primo de Moira».
Sí, claro que me arrepiento. Y no pienso liarme con él por muy mono que
sea.
Brian carraspea y me hace volver de golpe al presente.
—No, no… —Les digo, para que dejen de darme la tabarra. Cojo la
botella de cerveza y me la termino. Pido otra al camarero. «Joder, Sara, a ver
cómo sales mañana del atolladero en el que te estás metiendo tú solita». Miro
a Adam, que me pone los ojos en blanco.
—De puta madre, Sara.
Oliver. Mierda. Una vez más, abandona el local sin más explicaciones.
Doy un sorbo a mi nueva cerveza, pero se me atraganta en la garganta. Joder,
me siento fatal.
Nos quedamos todos callados sin saber cómo actuar. Por suerte, la música
acaba y alguien comienza a hablar por un micrófono. Es Harry, que requiere
a Moira para que suba al escenario. Se aleja de nosotros y va al encuentro de
su futuro marido. Nos dan las gracias por compartir estos momentos con ellos
y amenizan la velada contando historias. Pear y Daniel están desaparecidos
en combate. Y Oliver también. Poco después, cuando los novios abandonan
la fiesta para descansar, me voy con ellos.
Llego a mi casa y subo a mi habitación. Está todo muy tranquilo. Adam se
ha quedado en la fiesta y Daniel aún no ha llegado. Me asomo a su habitación
y está vacía y sin signos aparentes de movimiento. Me doy una ducha y me
pongo el pijama. Me tumbo en la cama, pero no consigo dormirme. Observo
mi habitación en la penumbra hasta que detecto un objeto que me llama la
atención sin remedio: el telescopio.
Enciendo la luz de la mesita, al lado de mi cama, y me levanto. Cojo el
telescopio y lo coloco en la ventana. Miro el cielo y compruebo que está
despejado. Bajo el trípode hasta abajo, tal y como me enseñó Oliver. Me
siento en la alfombra y miro por el objetivo.
Me entretengo un rato observando la luna, pero enseguida me aburro y
voy a por algo mejor: Saturno. Me encanta observar Saturno y sus anillos. Es
espectacular. Es mi planeta favorito. Busco y busco, pero nada. Siempre me
cuesta una barbaridad dar con él.
—¿Pero dónde estás? Siempre igual.
Escucho una risita a mi espalda, me giro y ahí está Oliver Aston apoyado
en el marco de la puerta de mi dormitorio.
—¿Problemas para encontrar Saturno?
—No estoy buscando Saturno —le respondo con suavidad. Después de lo
que ha pasado en la fiesta y de cómo ha abandonado el local… no quiero
empeorar las cosas. Lo miro de reojo y veo que no parece estar enfadado. Me
alegro, pero, por otra parte, me toca las narices que digan que la bipolar soy
yo.
—Tú siempre buscas Saturno y, con esa mierda de telescopio que tienes,
siempre te cuesta una barbaridad hacerlo, y más con las cervezas que llevas
encima. Déjame ver.
Definitivamente, está de buen humor. ¿O me lo han cambiado?
—Todo tuyo.
Oliver se sienta en el suelo a mi lado y coloca el telescopio en posición.
Mira por el objetivo y empieza a manejarlo con mucha suavidad. Aparta la
vista un momento y me mira sonriendo. Vuelve a lo suyo.
—¿Sabes? Hoy he mandado a los chavales de primero a limpiar la
habitación de los trastos y han encontrado un telescopio casero de 1965.
—¿Y qué habéis hecho con él?
Oliver me mira de nuevo y me sonríe con descaro. ¿Qué pueden hacer
unos cuantos astrofísicos con una reliquia de telescopio? Lo tengo claro al
instante.
—Os habéis hecho los gallitos todos los superfrikis del departamento a
ver quién era el primero en encontrar algo —afirmo.
—Lo hemos hecho, sí.
—Y os habéis apostado algo.
—Por supuesto. Si no, no era tan divertido.
—¿Qué habéis apostado?
—Dos días libres. El ganador gozará de dos días libres cuando quiera, y
los demás tendrán que cubrir sus clases sin rechistar.
Vaya trapicheos que hay en la universidad. Y encima tienen el valor de ir
paseándose por el campus todos serios e intimidando a la gente.
—¿Y quién ha ganado?
—La duda ofende.
—¿Tienes dos días libres?
—Sí. Y… voilà!, ahí tienes Saturno. Acércate.
Me acerco a su lugar y junto mi cabeza con la suya. Oliver sujeta el
telescopio mientras yo miro por el objetivo. Veo una de las divisiones del
anillo. La división de Cassini. Es fantástico. Siento la respiración de Oliver
en mi mejilla. No puedo soportarlo, es demasiado… tentador.
—Me voy a la cama, mañana tengo muchas cosas que hacer. —Me
levanto del suelo y lo invito a que se vaya.
—Espera. Necesito decirte algo. Por favor.
Eso lo tengo claro desde que ha pisado la puerta de mi habitación. Quiere
hablar conmigo desde la fiesta.
—De acuerdo.
—Perdóname. —«Espera, ¿qué?». Jolín, vaya comienzo—. Me
equivoqué, no soy perfecto. Ninguno de los dos lo somos. Lo hicimos de la
peor manera posible. Yo ya he asumido mi parte. La mitad de la culpa fue
mía y por eso te pido perdón, ojalá hubiera llevado las cosas de otra
manera… Joder, todo habría sido tan diferente. Sara, me mata pensar que nos
separamos por ninguna razón. Perdóname.
—Te perdono.
¿Qué sentido tendría no hacerlo? Siempre vamos a ser amigos y, si no
queremos acabar odiándonos el uno al otro, hay que hacer las paces. De una
vez por todas. Para siempre.
—Gracias. Yo te perdono a ti, no es necesario que me lo pidas. Sé que lo
sientes.
Asiento con la cabeza.
—Por cierto, no me escuchas, Sara. Te encierras y no atiendes a razones,
tienes que controlar ese carácter endemoniado que tienes.
—¿Te refieres a algo en concreto?
—Pues sí. El día de la piscina —«joder, no me lo recuerdes»—, cuando te
dije que ojalá pudiéramos volver atrás y cambiar lo que pasó, no me refería a
que no nos acostásemos nunca, más bien todo lo contrario. Lo que me habría
gustado hubiese sido hacerte mi novia a los nueve años. Eso es lo que tenía
que haber hecho desde el principio. Nunca debí permitir que Will se me
adelantara.
—¿Con nueve años?
—Sí, no nos hubiéramos perdido tantas cosas los dos juntos como pareja.
Pero ya no puedo mirar atrás. Te veo mañana en la boda.
Se da media vuelta y abandona mi habitación.
Y yo me quedo… vacía. Es como esa sensación que le entra a uno cuando
se da cuenta de que ha perdido algo importante… para siempre. Y no debería
ser así, sino todo lo contrario, porque Oliver y yo acabamos de firmar la pipa
de la paz, esta vez de verdad, para siempre. No más remordimientos, no más
enfados, no más pensar en el pasado. Todo eso se acabó. A partir de ahora,
volveremos a ser los que éramos antes de que todo esto pasara.
Y ¿qué es todo esto?, me pregunto. ¿En qué momento se empezaron a liar
las cosas entre nosotros? ¿Hasta qué punto tengo que retroceder para ser los
que éramos? ¿Dónde empezamos a perdernos? ¿Qué es lo que tengo que
borrar de mi mente para que podamos volver a funcionar? ¿Nuestro primer
beso aquel día del juego de la botella? No, aquello no estropeó nuestra
relación. Aquel primer beso fue electrizante. Fue la primera vez que nos
besamos. No puedo borrarlo.
¿Quizá desde el segundo beso que nos dimos? ¿Aquel que me robó Oliver
para que dejara de decir tonterías? Me río al acordarme. No, ese tampoco lo
puedo borrar.
Puede que nuestras primeras relaciones sexuales lo estropearan todo… Lo
pienso durante un momento. Evoco aquellos recuerdos. Lo que sentí al tocar
a Oliver por primera vez de aquella manera. No. Estaría loca si borrara eso de
mi mente. Fue demasiado especial. Para los dos. Llegar a ese nivel de
intimidad con Oliver… prefiero atesorarlo durante el resto de mi vida.
¿Y en Estados Unidos? Ahí se complicaron mucho las cosas. No, no. Ahí
no. Lo que pasó allí fue mágico y nos unió todavía más de lo que ya
estábamos. Fueron los mejores meses de mi vida. No los borraría por nada
del mundo.
Tal vez debería centrarme en lo que ha pasado en los últimos meses. En lo
que ha sido la parte más fea de nuestra relación. «No, espera, ¿fea?».
Recuerdo aquel día en la piscina. Recuerdo la tensión sexual que
arrastrábamos, ambos. Recuerdo las sensaciones de volver a tener sexo con
él. Y recuerdo que hacía años (AÑOS) que no sentía tanto por un… polvo.
Porque aquel fue un polvo en toda regla. ¡Un polvazo! Me vuelvo a reír. Sí,
ahora me río. Madre mía, qué bien me sentí. Cómo me gusta follar con
Oliver, ¡coño! No puedo borrar ese polvo. Fue épico.
Pues entonces solo me queda el polvo del garaje… donde Oliver me dijo
que me quería por primera vez. No, tampoco puedo borrar eso. Quizá no
fuera el momento de decirlo, pero fue su primer te quiero hacia mí.
Continuemos, pues. Tiene que haber un momento en que la fastidiemos de
verdad.
Y me doy cuenta de algo. Que ya no queda más. He llegado al presente.
Joder.
Joder, joder.
Jamás nos hemos perdido.
Jamás hemos dejado de funcionar juntos.
Todo lo que hemos pasado juntos ha sido precioso. El único problema ha
sido… ¿cuál ha sido? ¿No hablar las cosas? Ni siquiera sé si ha habido un
problema real. Nada que no forme parte de esta preciosa locura que es el
amor. Porque, si hay algo que sé con certeza, es que lo quiero con toda el
alma. ¡Y que somos un par de bobos!
No quiero ser su amiga, quiero ser su todo. Y ahora sé que podemos
hacerlo porque… ¡ya lo hemos estado haciendo! ¿No es una locura? Me río
de nuevo yo sola en mi habitación.
No, no voy a olvidar mi pasado amoroso con Oliver. Voy a luchar por
recuperarlo.
¡Tengo que conquistarlo como sea!
Con este último pensamiento, y con la esperanza fluyendo por todo mi
ser, me voy a dormir.
19
La boda
Pear: Lo sé.
Cuatro horas más tarde, estamos preparados. Las cuatro chicas vamos con
el mismo vestido rojo de damas de honor. Mi padre nos acerca a la catedral
de St Giles, que es donde se celebra el enlace. Quiere aprovechar para saludar
a los padres de Moira y felicitarlos por el evento. Y, de paso, le he pedido el
favor de que suba la pequeña maleta que he preparado con mis cosas y las de
Adam a nuestra habitación del hotel. Oliver no viene con nosotros. Me ha
dicho Adam que hemos quedado allí con él. Salgo del coche y oteo por fuera
de la iglesia en busca de… Sí, en busca de Oliver. Lo veo al instante. Con un
smoking negro que le queda como un guante. ¡Está guapísimo! Se acerca a
nosotros en cuanto nos ve.
—Hola. —Me mira de arriba abajo, con disimulo, pero me mira. Desde
luego, con mucho más disimulo de lo que yo lo estoy mirando a él.
—Hola, nene —le responde un sonriente Adam.
Nuestro inicio de conversación se ve interrumpido por un chico alto y
moreno que me resulta familiar.
—¿Sara Summers?
—Sí —le contesto, dubitativa.
—Soy Finn. El primo de Moira. Ella… me ha hablado de ti. Al parecer,
tenemos muchas cosas en común.
¡Por eso me sonaba! Por la foto que nos enseñó Moira ayer. Así que este
es el famoso primo con el que se supone que me voy a liar esta noche. Lo
miro de arriba abajo con descaro. No me atrae en absoluto.
—¿Cómo sabías que era ella? —le pregunta Adam, interrumpiendo mis
pensamientos.
—Me comentó que eras una de las damas de honor que iban de rojo y que
tenías los ojos azules. Lo que no me dijo es que son unos ojos increíblemente
azules. Son fascinantes. —Me mira a los ojos con evidente interés. Está
coqueteando. «¡Qué directo!». ¡Apenas llevamos un minuto de conversación!
¿Qué le ha contado Moira de mí para que esté tan lanzado? ¡Voy a matarla en
cuanto vuelva de su luna de miel! Hoy no, que es su día.
—Hola. Adam Wallace. —Le ofrece la mano y Finn ofrece también la
suya sin pensarlo—. Encantado, Kirk. Si nos disculpas, tenemos que entrar
ya. La novia está a punto de llegar.
¡Salvada por mi mejor amigo!
Adam me agarra la mano y nos dirigimos juntos al interior de la iglesia de
estilo gótico. Oliver nos sigue de cerca. Sin decir nada. ¿Y si ya no me
quiere? ¿Y si ha tirado la toalla? Pues tendrá que volver a recogerla…
Saludamos a un nerviosísimo Harry y buscamos dónde sentarnos. Me
siento entre Adam y Oliver, como siempre. Por unos instantes, me pierdo en
las vidrieras; son espectaculares.
—«Tienes unos ojos increíblemente azules» —me susurra Adam al oído
cuando nos sentamos en una de las filas—. ¿Pero qué cursilada de frase es
esa? Anda, no me jodas. Solo quiere regalarte los oídos. Lo tengo calado.
Escucho a Oliver reírse entre dientes. Lo miro y disimula con un
carraspeo.
Ruedo los ojos y me concentro en lo que me tengo que concentrar. La
boda de mi amiga. Moira está entrando por la puerta. Está guapísima y, antes
de que me quiera dar cuenta, la ceremonia ha finalizado. Están casados.
Moira y Harry son la imagen de la felicidad. No puedo evitar derramar
algunas lágrimas. Es la primera boda a la que asisto de alguien que me
importa y la emoción me supera. Tienen suerte de haberse encontrado. Me
alegro por ellos. Estas cosas deberían pasar más a menudo. Todos deberíamos
encontrar a nuestra persona especial y ser felices.
El hotel donde se celebra el convite es uno de los edificios más
emblemáticos de Edimburgo: el hotel Balmoral. El edificio es precioso, con
su estilo arquitectónico victoriano y su imponente torre del reloj. El hotel por
dentro es un auténtico pasaje en el tiempo por su estilo antiguo.
Antes de entrar en el comedor, me separo de mis amigos para ir un
momento al servicio. Me retoco el cabello y me pinto los labios. Cuando
salgo, me encuentro con el primo de Moira, que sale del servicio de
caballeros. Nos acercamos juntos a la inmensa recepción del hotel charlando
animadamente sobre nuestras impresiones de la ceremonia. Finn se niega a
dejarme marchar y enlaza un comentario tras otro. Sin duda, le he gustado.
Esas cosas las chicas las notamos.
Nos unimos al resto de invitados y enseguida los chicos entran en mi
radar de visión. Yo también entro en el suyo y a Oliver se le borra la sonrisa
en cuanto descubre mi compañía. Adam lo nota y enseguida se acerca a
nosotros.
—¿Qué pasa contigo, hombre? —Me pone la mano sobre la espalda con
posesividad—. Cada vez que te veo estás revoloteando alrededor de mi novia.
¿Perdona?
—¿Tu novia? Moira me dijo que no tenía…
Finn parece confundido por la noticia. Estoy a punto de intervenir para
desmentirlo, pero «mi novio» no me da opción.
—Y no te quedes embobado mirándole los ojos. Mira —agarra a Daniel,
que justo pasaba por al lado, por la solapa del traje, y lo coloca enfrente de él
—, puedes mirar estos. Son los mismos. Nosotros nos tenemos que ir a la
mesa. Ciao, Flin.
—Es Finn.
—Fenomenal. ¿Nos vamos, nena? —me pregunta, imitando el apodo que
siempre utiliza Oliver conmigo.
Me voy con él. Lo primero, porque me he quedado sin habla por la
surrealista situación que estoy viviendo, y lo segundo, porque, en el fondo, no
me apetece nada estar con Finn. Parece muy simpático, pero no es para mí.
Soy incapaz de liarme con un chico porque sí. Necesito al menos que haya
atracción y, a pesar de que Finn es guapo, no me atrae en absoluto. No me
dice nada.
—¿Qué narices acaba de pasar? —le pregunto, en cuanto nos hemos
alejado lo suficiente.
—Luego me das las gracias. Yo también te quiero. ¿Vamos a comer algo?
Me muero de hambre.
En el comedor, nos sentamos toda la pandilla en la misma mesa. Son
mesas redondas y en el centro hay un gigantesco adorno floral. Hay
tantísimos cubiertos, platos y copas que no tengo espacio ni para colocar el
minúsculo bolso que llevo, así que lo dejo detrás de mi asiento. Olivia se
sienta junto a Duncan. Al lado de ellos, Marco y Raquel, luego Pear y Daniel,
Natalie, Adam, Oliver y yo. La comida es excelente y la conversación es
bastante animada. Oliver y yo apenas cruzamos palabra, nos limitamos a
intervenir en la conversación del grupo.
En cuanto nos sirven los postres, los chicos se levantan de la mesa y se
acercan a la zona de baile. Bastante tiempo han aguantado sentados. Me
levanto y me siento al lado de Pear, que está concentrada mirando la pista.
—¿Qué miras tan embobada?
—A tu hermano —reconoce sin dudar—, qué guapo es.
Ruedo los ojos y miro hacia los chicos. Más que bailar lo que están
haciendo es el tonto, imitándose los unos a los otros los pasos de baile. Están
adorables. Todos ellos. Me gusta verlos relajados, sin los dramas que nos
acechan día a día.
—He intentado hacer una lista con sus defectos para no estar tan colada
por él, pero es imposible.
—Qué me vas a contar.
—¿También has pensado en los defectos de Olly? —«Demasiadas veces»,
pienso. Pero no he conseguido nada. Creo que incluso sus defectos me gustan
más que sus virtudes. Es de locos—. ¡Pero si no tiene ninguno! Es simpático,
amable, sociable, nada maniático, sin rarezas…
«Y aun así lo quiero». Podría seguir negándolo, al igual que Galileo
Galilei tuvo que negar que la tierra era redonda ante el tribunal de la Santa
Inquisición para después hipotéticamente susurrar su famosa frase, pero sería
absurdo después de reconocerme a mí misma que lo único que quiero es estar
con él.
—Y, sin embargo, se mueve.
—¿Qué?
—La Tierra. Puedo negar que es redonda, pero, sin embargo, se mueve —
repito.
—Puedes relatar todos los defectos de Oliver, pero, sin embargo, lo
quieres.
—Exacto —le contesto, sorprendida por lo rápido que ha entendido mi
argumento.
—Son muchos años contigo, Sara.
Observo de nuevo a los chicos, que han dejado de darlo todo en la pista de
baile. Ahora permanecen en corro. Oliver tiene los brazos sobre el pecho y
charla distendidamente con todos ellos.
En ese momento, las luces se apagan y comienza el baile de los novios.
Han elegido la canción de I Will Be Right Here Waiting for You, de Richard
Marx. La letra de esta canción es tan… condenadamente adecuada…
Busco a Oliver con la mirada, pero no lo encuentro. ¿Dónde está? Lo
busco con más insistencia, pero nada. «Que no se haya ido, por favor».
Cruzo el comedor del hotel en su búsqueda y, al llegar a la recepción, me
doy de bruces con él. Todo mi cuerpo se relaja. No se ha ido. Está apoyado
en la pared cerca de la salida, mirándome. Creo que… esperándome. ¿Es
posible? ¿Es posible que los dos nos estemos buscando?
Por los altavoces suena una nueva canción: Rude, de Magic.
Saturday morning jumped out of bed.
And put on my best suit
Oliver se separa de la pared y me hace un gesto con el dedo para que me
acerque a bailar con él. Niego con la cabeza y le digo no con mi dedo índice.
Necesito planificar mi estrategia. Sonríe.
Knocked on your door with heart in my hand.
To ask you a question
Se acerca hacia mí con andar decidido. Siento cómo sus ojos verdes me
atraviesan. Me coge la mano y me arrastra hasta uno de los rincones de la
recepción. Desde aquí, no puede vernos nadie. Estamos aislados.
Me coge de la cintura y empieza a balancearnos al ritmo de la música. Se
me estremecen las entrañas por tenerlo así de cerca de nuevo. Siento un calor
abrasador en la cintura, en el punto exacto donde ha colocado sus manos. De
repente, me suelta y me coge la mano. Me separa con un movimiento fluido y
comienza a darme vueltas. Nuestros movimientos se acompasan con la
música a la perfección.
I'm going to marry her anyway.
Marry that girl.
Marry her anyway.
Marry that girl.
Yeah, no matter what you say.
Marry that girl.
…
Me acerca de nuevo. Está a cuatro centímetros de mí. Mi respiración se
hace cada vez más irregular. No soy capaz de escuchar la música.
—¿Qué pasaría si le dijera a tu padre que quiero casarme con su hija?
—Te dejaría escoger entre cualquiera de las dos. Hace años que lo tienes
ganado.
Sonríe por mi respuesta. «Ahora, Sara. Díselo ahora. Dile que no quieres
ser su amiga. Que no te conformas con eso».
Oliver detiene nuestros movimientos. Me acaricia la mejilla con sus
dedos. Se me eriza la piel con su caricia; no soy capaz de evitarlo, mi cuerpo
siempre responde a su contacto. También su cuerpo ha reaccionado, lo he
notado, aunque él intente disimularlo. Le pongo una mano en el pecho,
encima del corazón, para sentir sus latidos.
—Oliver.
—No, nena. Escúchame. Quiero explicarte por qué te quiero.
—Pero…
No me deja continuar.
—Cuando te lo dije aquel día en el garaje, me dio la impresión de que no
lo creíste. De que sonaba… hueco para ti. Déjame explicarte y, cuando acabe,
si no te parece suficiente…
Se queda dubitativo sin darme una respuesta.
—¿Qué?
—La verdad es que no he pensado en esa alternativa.
Me pone una mano en la cintura y otra en la nuca, y me pega a él.
Tiemblo por la anticipación.
—Podría explicarte todas las razones por las que te quiero. Podría
enumerarte cada gesto que amo de ti, y tardaría en hacerlo, porque no se me
escapa ni uno y tienes muchos, créeme. Puedo enumerarte alguno. Te quiero
porque, cuando te ríes, se te ilumina toda la cara y provocas que yo también
quiera sonreír. Y te quiero aún más porque te ríes por cualquier bobada.
Hasta los chistes malos malísimos de Brian te hacen sonreír. Incluso cuando
los dice en gaélico y solo entiendes la mitad. Te quiero porque, con solo una
mirada, sé lo que estás pensando. Eres tan transparente… Tus miradas me
atraviesan y me desbocan el corazón. Te quiero porque, cuando escuchas
música, tu cuerpo se mueve solo, sin tú pretenderlo, y mi cuerpo solo quiere
unirse a ti y bailar contigo. Te quiero porque eres un desastre en la cocina y
siempre te escaqueas. Te vas alejando con disimulo pensando que nadie te ve,
pero yo siempre te observo. Te quiero porque me haces trampas en el béisbol,
y en los bolos, y en cualquier competición. No te gusta perder. Te quiero
porque tienes un carácter endemoniado, porque me pegas patadas en la cama
y porque nunca encuentras Saturno.
—Olly... —Quiero explicarle que no es necesario que continúe, que sé lo
que quiere decir y que he salido del comedor en su busca, pero, de nuevo, no
me permite hablar.
—No he acabado.
—Creo que entiendo lo que quieres decir. —Intento atajar.
—¿Lo haces? Te quiero porque no me da miedo que me toques. Te quiero
porque necesito que me toques. Te quiero porque una sola caricia tuya hace
que se me estremezca todo el cuerpo. Te quiero porque mi cuerpo te busca y
se mueve con el tuyo al compás. Te quiero porque no necesito hablar para
comunicarme contigo, me lees a la perfección, y soy consciente de lo
complicado que soy. Te quiero y te deseo desde antes de saberlo mi mente.
Te quiero porque mi cuerpo responde a cualquiera de tus actos. Te quiero,
como llevo haciéndolo toda mi vida, y no sé hacerlo de otra manera.
El hotel desaparece y nos quedamos solos. Muchas imágenes vienen a mi
cabeza: ambos desnudos riendo en la cama, discutiendo, paseando cogidos de
la mano, comiendo helado, bañándonos, corriendo por las escaleras de la
Torre Eiffel… Son tantos recuerdos los que albergamos juntos. Es toda una
vida.
Acerca sus labios a los míos y me besa con timidez, esperando mi
reacción, sin saber que yo, por mi parte, ya había decidido conquistarlo.
Oliver, al notar que separo los labios, me planta un beso apasionado y
profundo. Nos besamos con todas nuestras ansias. Con amor. Mi corazón
bombea a tanta velocidad que me da incluso vértigo.
—Oh, nena. —Sus brazos me rodean con firmeza cuando apoyo mi frente
en su pecho.
20
¿En tu habitación o en la mía?
Oliver me besa el cuello, acaricia mi piel con sus labios, me roza el lóbulo de
la oreja con mucha suavidad, y se me eriza el vello de todo el cuerpo. A la
vez, me arrastra hacia atrás, damos paso tras paso juntos, abrazados, yo de
espaldas y él dirigiendo nuestros pasos muy muy despacio. En ningún
momento deja de acariciarme el cuello y el rostro con sus labios.
Le saco la camisa de los pantalones y le toco la suave piel de la espalda.
Paseo las yemas de mis dedos por toda la superficie. Me siento en las nubes,
estoy flotando y el corazón se me va a salir del pecho de la emoción.
Tropezamos con la alfombra, pero no caemos. Oliver me tiene abrazada con
fuerza. Miro hacia atrás, en busca de más obstáculos, pero Olly me gira la
cabeza con una de sus manos.
—Déjate guiar, confía en mí. No te voy a dejar caer.
Cierro los ojos y me dejo llevar. Seguimos caminando, o bailando, o solo
moviéndonos, despacio, camino a… no sé, donde quiera que me lleve estoy
segura de que será el paraíso.
Nos acercamos al salón donde se celebra el convite. Escucho la música, es
algo suave, instrumental. Creo que son los acordes de Faded, de Alan
Walker. Oliver apoya mi cuerpo en algo sólido. Miro a mi izquierda, hemos
llegado al ascensor. No pulsamos el botón, no podemos dejar de acariciarnos,
y yo… no aguanto más. Me agarro, fuerte, a su cintura y lo beso en la boca.
Arremeto contra él como una loba hambrienta.
Apenas hemos comenzado a poseernos el uno al otro cuando escuchamos
un repentino estruendo de risas cercanas. Dejamos de besarnos, pensando que
quizá sea alguno de nuestros amigos, y giramos las cabezas hacia el sonido.
Es un chico que se dirige hacia la salida con una chica. No identifico a
ninguno de los dos. Ni siquiera enfoco la mirada. Vuelvo a lo mío y doy
suaves besos a Oliver a lo largo de la mandíbula.
—¿Ves como no era de fiar? —me pregunta Oliver mientras me chupa el
oído.
—¿Quién? —le pregunto confundida.
—Fionn. Se larga con alguien.
—¿Quién? —repito.
—El primo de Moira.
«¿Ese era el primo de Moira?».
—¿A quién le importa? —le pregunto, entretenida en mis menesteres. La
gruesa vena que le cruza el cuello al rubiales que tengo entre los brazos es
mucho más interesante que cualquier otra cosa.
—Yo solo lo recalco —me besa en los labios— para que veas que te has
ido con la mejor opción.
—Siempre he sido más de rubios, no sé qué tendrán… Y creo que el
primo de Moira se llama Finn.
—Cállate y bésame —me dice sonriendo—. Y pulsa el botón.
Le pongo las manos en el pecho, y lo empujo y aparto lo justo para darme
la vuelta y poder dar al botón del ascensor. Una vez pulsado, lo agarro de la
pajarita medio suelta y lo empotro contra la pared. Inclino la cabeza y me
apodero de su boca. Nuestras lenguas se encuentran de nuevo. Necesito
sentirlo más cerca, necesito tocarlo. Necesito arrancarle la ropa. Oliver me
responde con agresividad controlada. Me sujeta por el trasero y me clava su
cuerpo.
Clin.
«Caramba, qué rápido».
El ascensor ha llegado, se abren las puertas y entramos sin dilación. Solo
dejamos de besarnos para pulsar el botón de nuestro piso. Cuando se están
cerrando las puertas, aparece un matrimonio de aspecto cincuentón dispuesto
a entrar, pero, al vernos, se ríen entre ellos y deciden esperar al siguiente
ascensor, algo que nosotros agradecemos porque no sé si hubiéramos sido
capaces de detenernos.
Cuando las puertas se abren de nuevo, Oliver me arrastra a la salida. Me
empuja y chocamos contra la primera pared que se cruza en nuestro camino.
—¿Vamos a tu habitación o a la mía? —me pregunta entre gemidos.
«¿Ha dicho algo de habitación?». Mi cerebro no responde, solo… siente.
Oliver agarra el borde de mis medias y tira hacia abajo. Las desliza por
mis piernas y se agacha para quitarme los zapatos y las medias. Me sujeta por
las rodillas, acaricia mis piernas y las besa mientras sube por mi cuerpo.
Cuando llega a los muslos, arrastra la tela del vestido por mi piel y la deja
encajada en la cintura. Vuelve a mi boca y me separa las piernas con las
suyas.
Bajo la mano a su pantalón y lo desabrocho. No lleva cinturón, lo que me
facilita la tarea. Meto la mano por dentro de su ropa interior. Oliver gruñe de
placer y deseo, me sujeta por el trasero y me incorpora y apoya contra la
pared sin esfuerzo, como si yo fuera un peso pluma.
Lo siento mover sus manos a su erección y acercarla a mi entrada. Me
separa los bordes de mi ropa interior y, de un solo golpe, llega hasta lo más
profundo de mi ser. Grito de placer con su penetración. Le araño la espalda y,
a pesar de que lleva la camisa puesta, siento el calor que desprende. Noto
cada centímetro de su virilidad en mi interior. Oliver y yo nunca hemos usado
preservativo. Siempre lo he sentido piel con piel. Lo beso, porque tengo una
necesidad imperiosa de hacerlo. El cuerpo me lo pide, le tiene ganas. No
puedo tener su rostro tan cerca del mío y no comenzar a besarlo. Quiero
hacerlo toda la vida. Pero tengo que dejar de hacerlo, solo unos segundos,
porque necesito aire para respirar, para gemir. Esos instantes, los
aprovechamos para gruñir, los dos, el uno contra la boca del otro. Le rodeo el
cuerpo con las piernas y apoyo la cabeza contra la pared. Cierro los ojos.
—No cierres los ojos. Quiero que me veas.
Los abro y engancho mi mirada con la suya. No la vuelvo a soltar.
No me importa que los huéspedes de este pasillo salgan de sus
habitaciones. No podría detenerme aunque quisiera.
Una estocada, dos, tres… diez. El calor me sube por el cuerpo hasta que
acabo con un orgasmo inesperado pero intenso. Segundos después, Oliver se
deja ir. Y el grito es tan potente que estoy segura de que los inquilinos de la
habitación contigua lo han escuchado.
Me tiemblan las piernas. Las apoyo en el suelo en busca de equilibrio,
pero ni con esas. El esfuerzo me ha dejado tan exhausta que necesito
sentarme. Y mi compañero, también. Nos arrastramos los dos por la pared
hasta sentarnos en el suelo.
—Al final no hemos llegado ni a tu habitación ni a la mía —me dice,
todavía con la respiración agitada.
Me río. Me río porque estoy feliz. Porque no hemos llegado a la
habitación y porque tenemos una pinta tremenda, los dos tirados en el suelo,
yo con el vestido en la cintura y la ropa interior a medio poner, y él con los
pantalones desabrochados y completamente descamisado.
Nos reímos los dos y juntamos nuestras frentes. Nos besamos con anhelo,
despacio, tierno. Oliver tiene el pelo pegado a la frente por el sudor. Me gusta
Oliver sudado. ¿Qué clase de loca estoy hecha?
—Nena, te aseguro que aquí estoy de puta madre, pero creo que
deberíamos movernos.
—Las cosas de Adam están en mi habitación. Más tarde que pronto,
aparecerá para dormir.
—Vamos a la mía.
Oliver se levanta de golpe, haciendo gala de su buena forma física y yo,
lejos de imitarlo, levanto mi brazo para que me ayude, porque no puedo ni
con mi alma. Se abrocha los pantalones y se peina con la mano; en realidad,
lo intenta, y el resultado es ridículamente adorable. Coge mis medias y mis
zapatos del suelo y me sujeta la mano para ayudarme a levantarme. Me
coloca bien la ropa interior y el vestido. Me besa en la nariz y me sujeta por
las rodillas.
—¿Qué haces?
—Llevarla a mi dormitorio, damisela.
Caminamos por el pasillo; en realidad, él camina por el pasillo, hasta que
nos detiene en una puerta. Oliver tiene que hacer verdaderos malabarismos
para no soltarme, ni a mí ni los zapatos y, a la vez, sacar la tarjeta del bolsillo
de su americana. Cuando estamos a punto de entrar por el umbral, se abre la
puerta de al lado. Los dos nos miramos con confidencia. Por los pelos…
De la habitación sale una pareja, entrada en edad, que nos mira con
cariño. Sonríen entre ellos y se marchan. Parece que hoy todo el mundo nos
encuentra adorables.
Entramos en la habitación y Oliver cierra la puerta de una patada. Tira
mis zapatos y mis medias y me baja al suelo. Nos quedamos en silencio,
mirándonos el uno al otro. Coloco mis manos en los cuellos de su americana
y la deslizo por sus brazos. Le quito la pajarita y la tiro al suelo. La camisa
sigue el mismo camino. Le acaricio el pecho, paso las yemas de mis dedos
por la suavidad de su vello rubio. Me acerco y lo beso.
Oliver da un paso atrás para quitarme el vestido y yo levanto los brazos
para ayudarlo. Aprovecho la pequeña separación de nuestros cuerpos para
contemplar su definido torso. Sigo acariciando su pecho y recorro sus
abdominales, primero con la yema de mis dedos y luego con mis labios.
Él mismo se desprende de sus pantalones y sus bóxer. Todas nuestras
ropas están tiradas por el suelo. Acerco mi mano a su mejilla y cierro los ojos
con fuerza por el contacto de su piel.
Me quita la ropa interior sin dejar de mirarme. Primero el sujetador,
juguetea con el broche de mi espalda hasta que lo deja caer. Me baja las
braguitas hasta las rodillas, pero soy yo la que acaba empujándolas hasta el
suelo ayudándome de los pies. Me tumba en la cama. Se queda de pie y me
mira con deseo. Está desnudo por completo enfrente de mí. Oliver desnudo es
irresistible. Se acerca a la cama y se sube encima de mí. Nos besamos. Me
gusta sentirlo encima de mí y… debajo. Rodamos hasta quedar yo encima.
Dejo de besarlo para mirarlo. Le aparto el cabello de la frente y sonrío.
—¿Y si te digo que eres el rubio más guapo que he visto en la vida? Y
que conste en acta que he visto muchos.
Oliver rueda, dejándome de nuevo bajo su cuerpo, y se apoya en sus
antebrazos para no aplastarme. Tiene el cabello todavía más despeinado que
antes y los labios hinchados de tanto besarnos.
—¿Y si te digo que eres la morena más guapa que jamás existirá sobre la
faz de la tierra? A pesar de la pinta de oso panda que tienes ahora mismo.
«¿Oso panda? Mierda, ¡el maquillaje!».
—Te diría que, además de rubio guaperas, a exagerado e impertinente no
te gana nadie.
Oliver se ríe a carcajadas y se mueve hasta que quedamos de lado con los
rostros tan cerca que nuestras respiraciones se entremezclan. Me gustaría ser
capaz de poder detener este momento. ¿Por qué los segundos nunca dejan de
avanzar? ¿Por qué nunca descansan? Ojalá se fueran a dormir y nos dejaran
suspendidos durante horas.
Oliver se coloca a la altura de mi entrada y me penetra con delicada
suavidad. Nos balanceamos despacio, haciéndonos el amor con todas las
partes del cuerpo. Siento su respiración, mucho más relajada que en nuestro
anterior encuentro, en mi oído. Y no necesito más, porque su respiración es
música para mis oídos, es la melodía más jodidamente especial del mundo.
Una melodía a la que no estoy dispuesta a renunciar nunca más en la vida.
21
La mañana siguiente
Las últimas semanas con Oliver han sido perfectas. Y no es debido solo a los
arrumacos, las confidencias y los besos. Durante los años que hemos estado
separados, pensaba que éramos los amigos de siempre, pero ahora me doy
cuenta de lo equivocada que estaba. De lo lejos que estábamos, a pesar de
vernos a diario. Habíamos levantado un muro que nos separaba y que no nos
dejaba disfrutar al uno del otro en su totalidad. No nos dejaba sentirnos por
completo. Como lo hacíamos cuando teníamos nueve años. Como lo
hacíamos cuando teníamos catorce años. Como lo hacíamos cuando teníamos
diecisiete años a pesar de habernos acostado. Como dejamos de hacerlo
cuando volvimos de Estados Unidos. No nos habíamos recuperado de
aquello. Esa es la realidad. La realidad que ambos nos habíamos negado a
nosotros mismos fingiendo que todo estaba bien. Pero ese muro, por fin, ha
caído.
Aprovecho el descanso de la hora del almuerzo para ir a verlo a la
universidad. El mes de junio nos ha alcanzado, y los alumnos se encuentran
en plena época de exámenes.
Recorro jovial el larguísimo corredor en busca de su despacho. No es la
primera vez que vengo a verlo. Me conozco el camino de memoria. Los
grandes ventanales inundan de luz el pasillo y veo cómo las minúsculas
motas de polvo, suspendidas en el aire, caen muy despacio hasta reposar en el
suelo de madera. Llego a la última puerta, donde su nombre reluce sobre una
brillante placa de metal: Oliver Aston.
Llamo, pero nadie me abre. Miro el reloj. Ayer me dijo que hoy daría una
última clase antes del examen final, pero debería haber acabado hace cinco
minutos, por lo que tendría que estar aquí para dejar sus utensilios. Oliver es
una rutina andante. Siempre pasa por su despacho después de cada clase.
«Seguro que sigue parloteando sobre constelaciones y agujeros negros.
No lo puede evitar».
Me encamino decidida a su clase; tan solo tengo que bajar las escaleras y
cruzar un par de pasillos. Y he acertado. Aún sigue impartiendo cátedra, tan
concentrado y emocionado como en el primer minuto de la clase.
Lo observo a través de la pequeña ventana de cristal que hay en la parte
superior de la puerta. Ahora lo siento tan cerca, tan mío. Es la primera vez, en
mucho tiempo, que lo veo a dos metros de distancia y no lo siento lejos,
inalcanzable. «Ese chico te quiere, Sara». Mi corazón hace un triple salto
mortal en el pecho ante tal pensamiento.
Me choca verlo dar clase así vestido. Me he acostumbrado a ver a la gente
a mi alrededor vestida de forma elegante para el trabajo y entonces vengo
aquí, a la Universidad de Edimburgo a espiar a un profesor de Astrofísica, y
está ahí tan tranquilo, con sus pantalones vaqueros y su sudadera de rayas. Y
está para comérselo. Podría pasarme horas observándolo. Intento no mirarlo
embobada, pero es que es tan guapo… Y esos andares que me vuelven loca.
Me encanta su perfil y cómo gesticula con las manos cuando quiere hacerse
entender. Y… ese trasero.
Oliver, como si hubiera escuchado mis pensamientos pecaminosos, se gira
y me pilla comiéndomelo con los ojos. Una gran sonrisa ilumina su rostro y
todos los alumnos miran hacia la puerta, curiosos por descubrir qué es lo que
ha provocado esa reacción tan inusual en su estricto profesor.
«Oh, mierda». Me giro y me apoyo en la pared, pero escucho las risitas
que provienen de dentro del aula. «Me han pillado».
Pocos segundos después, la puerta se abre y comienzan a salir decenas de
alumnos, que me miran con curiosidad mientras cuchichean entre ellos.
Cuando consigo mantener mi sonrojo bajo control, me acerco a la puerta y
me asomo. Oliver, que está recogiendo sus cosas, me mira y me levanta las
cejas.
—¿Se ha perdido, señorita?
—No, estaba buscando a un profesor buenorro y me han dicho que por
aquí había uno.
Cierro la puerta y me acerco a él, sugerente.
—Sara, estamos en un aula de la universidad.
—¿Sara? Qué serio…
—De alguna manera tengo que frenarte.
Me acerco y lo abrazo. Levanto la cabeza y busco sus labios, que no
tardan en encontrarse con los míos. Mis manos aprietan más su espalda
cuando me besa.
La puerta se abre de repente.
—¿Profesor Aston? —pregunta una voz sorprendida.
Oliver y yo nos separamos, me giro y descubro a una chica que nos mira
con los ojos como platos desde el dintel de la puerta.
—Katie.
—Perdona, el decano te está buscando para comentarte algo de las becas
del año que viene. He pasado por tu despacho y, al ver que no estabas…
—Tranquila. —Oliver le corta la explicación—. Estábamos… mmm…
ella es Sara, Sara Summers.
No hay ningún atisbo de reconocimiento en su expresión al escuchar mi
nombre. No tiene ni idea de quién soy.
—Encantada. —La susodicha se acerca a darme la mano, le ofrezco la
mía—. Yo soy Katie.
—Katie trabaja como auxiliar en el departamento de Astrofísica.
—¿Sois compañeros de trabajo? —les pregunto.
—Más o menos —contesta Oliver.
—Él es mi jefe —me aclara la chica.
La observo. Es menuda, rubita, muy mona, y con unos ojos azules muy
expresivos.
Tras la breve presentación, salimos los tres de la clase y nos despedimos
de Katie, que coge la dirección contraria a la nuestra.
—Lo siento, nena. Tengo que ir a ver al decano. ¿Te veo esta noche en mi
casa?
Esta noche, Laura organiza una pequeña (unas veinte personas) reunión
familiar para celebrar el cumpleaños del hermano mayor de Oliver.
—Por supuesto.
—Vamos. Te acompaño unos metros hacia la salida.
Mientras cruzamos el campus, no dejo de darle vueltas a un asunto.
—¿Olly?
—¿Mmm?
—Katie no sabía quién era yo.
—No, claro que no, es la primera vez que os veis.
—Me refiero a que ni siquiera sabía que había una Sara en tu vida.
—No.
Me quedo esperando algún tipo de explicación. Oliver, Adam y yo
siempre hemos sido inseparables; me resulta extraño que las personas que lo
rodean a diario no nos conozcan. En la facultad de Derecho nos conocen de
sobra, somos algo así como los tres mosqueteros, pero sí que es cierto que
por la facultad de Astronomía apenas pasábamos mientras estudiábamos aquí.
Siempre ha sido la parcela privada de Oliver. Su mundo particular. Y, a pesar
de todos los momentos de su mundo que, en privado, hemos compartido con
él, públicamente es solo el mundo de Oliver. Me entristece tal pensamiento.
Me entristece pensar que en su departamento piensen que es, tan solo, Oliver.
Porque me gusta más cómo suena la coletilla que siempre nos ponen: Oliver
y Sara. O incluso me gusta muchísimo más: Oliver, Adam y Sara.
—Nena, no saben de ti, ni de Adam, ni de mis padres, ni nada de mi vida
privada. No me gustan las personas. ¿Por qué iba a compartir mi vida con
ellas?
—Solo me resulta extraño que la gente no sepa que somos Oliver, Adam
y Sara.
Nos paramos en mitad del campus. Los alumnos están tumbados en el
césped disfrutando de los tímidos rayos de sol que se dejan asomar a través
de la bruma de nubes que amenazan con descargar en cualquier momento.
—Entiendo lo que quieres decir.
—Solo me ha sorprendido. Siempre hemos sido un pack, como esas
ofertas de los supermercados. Llévese tres por el precio de uno.
Intento hacerlo sonreír, pero se ha puesto muy serio.
—No te estoy negando.
—¡Claro que no! No… no me refería a eso.
—Es solo que no me gusta hablar de mí. Me importa una mierda lo que
piensen los demás. Mi vida es solo mía.
—Olly, lo sé.
—Soy más de los que actúan que de los que dan explicaciones.
—¿Qué quieres decir?
Estamos parados en mitad de la calle. Y manteniendo cierta distancia
entre nosotros. Lo he hecho a propósito. Quiero respetar su intimidad en el
trabajo. Y que, en apariencia, no seamos más que dos amigos que conversan.
Pero Oliver se acerca a mí y veo lo que pretende hacer en su mirada. Me
sujeta por la nuca, inclina la cabeza y me besa en mitad del campus. Y no es
un beso casto, no, la lengua de Olly busca la mía y la somete a su voluntad.
El campus desaparece, la universidad, los alumnos… hasta que escuchamos
los aplausos. Nos separamos y Oliver se despide de mí aun cuando yo no soy
capaz de reaccionar.
—Hasta luego, nena.
Me guiña un ojo y camina apresurado hacia su destino. Abandono la
universidad con el rostro rojo por la vergüenza, con el corazón palpitando en
mi pecho y con una gran sonrisa en la boca.
Por la tarde, nos reunimos en casa de los Aston. Todos los Summers
acudimos a la celebración: mi padre, mis hermanos, Adam, la novia de mi
hermano y mi mejor amiga. Los abuelos y los tíos y primos de Oliver
tampoco se pierden la celebración. Nos sentamos a la gran mesa que Laura
nos ha preparado en el comedor. Me siento al lado del homenajeado.
—Felicidades, hermano mayor —le digo entre susurros.
—Gracias, cuñada.
No me cabe ninguna duda de que Nick sabe lo que se cuece entre su
hermano y yo. Yo ni afirmo ni desmiento.
Oliver está explicando algo de su trabajo en la universidad. Me encanta
cuando habla de astrología, me pone un montón. Nadie lo entiende porque
empieza a divagar sobre agujeros negros y supernovas y no hay quien lo siga.
Menos yo, que, después de años explicándome con detalle todo su mundo,
entiendo cada palabra de lo que dice. Me río pensando en ello, y Oliver me
mira frunciendo el ceño, preguntándome con la mirada ¿de qué te ríes?, pero
sin detener su monólogo.
En el postre, me excuso y me levanto para ir al servicio. Necesito
refrescarme. He bebido un par de copas de vino, y entre eso y la estampa de
mi novio, me suben los calores. Me coloco enfrente del espejo y me echo
agua en el rostro. Cuando me estoy secando con una toalla, llaman a la
puerta, pero no me da tiempo a decir nada porque, un segundo después, se
abre. Oliver me abraza por la espalda y me habla con suavidad al oído. Huele
de maravilla.
—Hola. Te echaba de menos. Me has dejado solo en la mesa.
Sonrío y apoyo mi cabeza en su pecho.
—Por cierto, ¿de qué te reías?
—Me pones un montón cuando hablas de supernovas.
—¿En serio? —me pregunta, apartando la cabeza y enfrentándose a mis
ojos.
—Ajá.
—Pues llevo más de media hora hablando sin parar, debes de estar
cachonda perdida. Pero no te preocupes, que ahora lo soluciono.
Oliver comienza a meter la mano por debajo de mi vestido, pero lo freno
de un manotazo.
—¡Estate quieto! Ni lo pienses.
—¿Estás rechazando un polvo conmigo? —me pregunta, haciéndose el
ofendido.
—¡Sí! Nuestras familias están ahí fuera.
Y todavía no saben que estamos juntos. No quiero decírselo, no sé por
qué. Es algo tan grande que primero tengo que acabar de creérmelo yo.
Nuestras familias están demasiado implicadas entre ellas, y considero que es
una noticia tan importante que debemos elegir bien el momento de
comunicárselo. La última vez acabó tan mal… no quiero involucrarlos
todavía en esto.
—No te atreverás. Polvo no echado, polvo perdido. ¿Y si te toco por
aquí?
Oliver desliza las yemas de los dedos por mis muslos desnudos.
—Olly…
—¿Mmmm?
Me besa el cuello, a la vez que alcanza con una mano el elástico de mi
ropa interior, y mis pechos con la otra. Me acaricia por encima del vestido y
cierro los ojos por el placer que me provoca. Un débil gemido sale de mis
labios cuando mete la mano por debajo de mis braguitas. Me acaricia arriba y
abajo mientras su lengua me recorre la mandíbula. Me baja las bragas y deja
de lamerme para agacharse y sacármelas por los pies. Se incorpora de nuevo
y siento su excitación en mi trasero. Tiro mi mano hacia atrás y lo acaricio,
igual que ha hecho él conmigo, de arriba abajo. Lo froto cada vez más fuerte,
y ambos gritamos cuando uno de sus dedos alcanza mi interior. Cuando abro
los ojos y alzo la mirada, me encuentro con nuestros reflejos enfebrecidos de
placer en el espejo. Madre mía, si no estuviera tan bueno y no lo quisiera
tanto. ¿Quién puede resistirse a un bocadito tan apetecible? ¡A la mierda
todo!
Me doy la vuelta y lo empujo hasta sentarlo en el primer sitio que veo: en
la taza del váter (muy idílico todo, sí). Me subo encima de él. Nos lanzamos
hacia nuestras bocas y nos frotamos con fuerza. Oliver me manosea los
pechos mientras yo le desabrocho el botón del pantalón vaquero. Cuando lo
consigo, levanta las caderas para ayudarme a bajarle el pantalón hasta las
rodillas. Y no hay más barreras entre nosotros. Unimos nuestros sexos, y el
único sonido que se escucha es el de nuestras caderas chocando y nuestros
gemidos mal disimulados. Estamos cerca de terminar cuando oímos pasos
fuera del baño.
—¿Dónde se han metido estos dos?
—Vete a saber.
Me detengo por el terror que me entra al darme cuenta de que no hemos
cerrado la puerta con pestillo.
—Olly… la puerta.
—No pares —me exige.
Las embestidas de Oliver continúan sin tregua, a toda velocidad, hasta que
terminamos. Nos quedamos abrazados, recuperándonos del asalto.
—Parece que se han ido —me dice riéndose. Su risa me contagia y nos
reímos juntos. Joder, qué locura. Le aparto el cabello sudado de la frente y lo
miro embelesada. Este hombre me hace perder la cabeza.
—Antes, en el comedor, he estado pensando en algo —me dice, mientras
nos levanta de nuestro improvisado asiento. Me pongo de pie y busco mi ropa
interior.
—¿Estabas pensando en algo mientras soltabas la perorata a los de ahí
fuera sobre los agujeros negros y las supernovas?
—Sí.
«¿Por qué no me sorprende?».
—Creo que deberíamos decírselo a Daniel —me dice cuando terminamos
de acomodarnos la ropa. Como no entiendo a qué se refiere, me lo aclara—.
Que tú y yo estamos juntos.
—¿A mi hermano?
—Sí.
—Ni loca.
Para empezar, no sabría ni por dónde empezar. Daniel y yo no hablamos
de estas cosas.
—Le dije que lo mantendría informado.
—Pues es una pena que no contaras conmigo.
—Siento que lo estoy traicionando.
—¿Desde cuándo os lleváis tan bien?
—Desde aquella noche, la de la borrachera, ¿te acuerdas?
«Como para no acordarme».
—Olly, no quiero decírselo todavía a nuestras familias, y menos a mi
hermano. —Por respuesta, solo obtengo un suspiro—. Vamos a darnos un
poco de tiempo, ¿te parece? Al menos hasta que asimilemos esto que nos está
pasando.
—Está bien —cede al final. Me da un beso en la nariz y una palmada en
el trasero.
Salimos del baño y nos encaminamos al salón para reunirnos con los
demás. Cuando volvemos, Adam nos mira con la sonrisa torcida. Sabe lo que
hemos estado haciendo. Y, teniendo en cuenta que Nick nos mira con la
misma sonrisa, no me cabe duda de que también sabe lo que hemos estado
haciendo.
—Sara, hija, estás acalorada, ¿dónde estabais? —me pregunta Laura.
Me encojo de hombros restándole importancia y nos unimos al resto de
comensales. Y caigo en la cuenta de algo. Pear y Daniel están raros. Callados.
Distantes. Nunca han proclamado su relación a los cuatro vientos, pero están
más callados que de costumbre. Y es extraño, teniendo en cuenta que Pear no
calla ni debajo del agua. Le hago un gesto con la cabeza a mi amiga, que me
contesta: «Más tarde».
Oliver y yo salimos a la terraza para aislarnos un rato del barullo que hay
en la casa. La música se escucha desde aquí. Es una canción de los Beatles.
—Adoro a los Beatles —expreso en alto y Oliver tuerce el morro—. ¿En
qué piensas? —le pregunto con sospecha.
—¿A qué te refieres?
—Algo malo acaba de pasar por tu cabeza, esa expresión que has
puesto… Te conozco demasiado.
—Pensaba en cuando Will te tocó una canción de los Beatles en el
colegio.
—Olly…
—No pienses cosas raras, es solo que me jode que exista ese momento
entre vosotros. Sé lo que adoras a los Beatles y, cuando los escuchas, es
lógico que esa imagen acuda a tu cabeza.
—Pero resulta que ha acudido a tu cabeza y no a la mía.
—Olvídalo, son tonterías mías.
Se me ocurre una idea para que esto no vuelva a suceder.
—Si quieres que cuando escuche los Beatles piense en ti, cántame tú una
canción de ellos y haz que sea memorable —le propongo.
Oliver sonríe y me besa los labios.
—Eso está hecho, nena. Encontraré el momento.
Una vez acabada la celebración, Oliver y yo somos los primeros en irnos.
Me acompaña a casa, subimos a mi cuarto y, mientras me pongo el pijama,
Oliver coloca mi viejo telescopio en la terraza y se coloca en posición.
Cuando termino de vestirme, cojo mi móvil y le saco una foto. Me apoyo en
el marco de la terraza y me quedo observándolo y pensando en lo mucho que
lo quiero. Y aún no se lo he dicho. No le he dicho que lo quiero. No con
palabras.
Camino los escasos pasos que nos separan y lo abrazo por detrás. Siento
su calor y su familiaridad. Acerco mis labios a su oído y le confieso lo que
llevo años escondiendo y que no voy a hacer nunca más:
—Te quiero.
Oliver
Aunque sus pasos son sigilosos, la siento acercarse a mí. Siempre sé
cuándo la tengo cerca. Me abraza por detrás y me llega su dulce olor. Acerca
sus labios a mi oído y su cálido aliento me roza la piel.
—Te quiero —me susurra.
Sus palabras me llegan a lo más profundo de mi alma. Y el mundo puede
desaparecer en este momento, porque no lo necesito para vivir. Me conformo
solo con ver lo que estoy viendo ahora mismo: el firmamento. No necesito
nada más, ni a nadie más. Mi mundo es este: tan solo Sara y yo. Y mis
estrellas.
25
El amor está en el aire
Oliver: He tenido que levantarme temprano por temas de trabajo. Nos vemos
en la pista. He cogido tus llaves. Habla con Adam.
Tiro para abajo por la pantalla, pero, no, no hay ni beso, ni despedida, ni
nada más. Miro por la almohada por si me ha dejado una notita de amor, pero
tampoco. No hay nada. Pongo expresión de fastidio. Leo el mensaje por
segunda vez. Habla con Adam. «Pues allá voy».
Salgo al pasillo y cruzo los escasos metros que nos separan. Entro en la
habitación de Adam y voy directa a abrir la ventana para ventilar el ambiente.
Huele a alcohol. Escucho los ronquidos de mi amigo. Los adoro. Aparto la
cortina y dejo que se filtren los rayos de sol. Adam no soporta la luz cuando
está dormido, es como un vampiro y el más mínimo rayito yo creo que le
produce hasta sarpullidos en la piel. Despertando en tres, dos, uno…
—Joder, ¿¡qué os ha dado hoy a todos con despertarme!?
Nunca falla.
—Buenos días, Wallace.
Como respuesta recibo un resoplido, un gruñido y un insulto. Sí, todo a la
vez. Adam se tapa con la almohada y me da la espalda. Le cojo el móvil, que
tiene en la mesita al lado de la cama, para ver si Olly le ha dado alguna
instrucción, pero tampoco hay nada.
—Olly se ha ido —lo informo.
—Ya lo sé —me dice, con la voz amortiguada por la almohada.
—Me ha dicho que hable contigo, no sé qué de la pista. Pero en el
teléfono no tienes nada.
—No, joder, claro que no. El simpático de tu novio ha venido a las tantas
de la mañana a tocarme los cojones y a decirme que hoy hemos quedado con
la pandilla en la pista de hielo. Ya me están jodiendo el sábado.
—¿Y por qué a mí no me ha dicho nada?
—No te ha dicho nada porque no quería despertar a su princesita, y por
eso me jode a mí el sueño. Manda huevos.
—Qué majo —le digo, pizpireta—. ¿Te ha parecido que seguía molesto
por lo de ayer? Me ha dejado un mensaje algo seco en el móvil.
—¿Molesto? Totó, llevaba un cabreo de cojones.
—Me dio un besito de buenas noches cuando vino a la cama. —Me
tumbo en la cama junto a Adam, y suspiro, soñadora.
—Cojonudo, eres tú la que baila con el moreno y a ti te da un beso y a mí
me toca los cojones a las seis de la mañana. No os aguanto.
No estoy segura de si era yo la que bailaba con el moreno o Pear. Creo
que a mí me tocó el pelirrojo.
Dos horas después, estamos en mi coche de camino al Crowden School.
Le he mandado un mensaje a Pear, antes de salir, y me ha dicho que había ido
en el coche con Olivia y que nos esperaban allí.
Cuando llegamos, vamos directos a la pista; los alumnos están a punto de
comenzar sus vacaciones de verano y andan ajetreados por todo el colegio.
La pista está vacía, excepto por nuestros amigos. Los torneos han finalizado,
así que la tenemos para nosotros solos. Están todos en el hielo, patinando.
—Aquí están los dormilones —nos saluda Brian mientras se acerca a la
balaustrada.
—Hola a ti también, Briain.
—Oye, Sarita, vaya mierda de humor que se trae hoy el rubio. ¿Qué le has
hecho? —me pregunta, echándome la culpa por el mal humor de Oliver
—¿Por qué tengo que tener yo la culpa?
—Porque Oliver pasa de todo y de todos, solo se ve afectado por las cosas
que tú haces o dices.
—¿Hasta qué punto está enfadado? —le pregunto para tantear el terreno.
—Compruébalo tú misma.
Adam y yo nos sentamos en uno de los asientos de la primera fila y nos
ponemos los patines. Cuando entramos, no me da tiempo a llegar hasta
Oliver. Marco nos separa en dos grupos: Olly, Brian, Olivia, Marco y su
novia por un lado, y Pear, Adam y yo por el otro.
—Vamos a echar un partido —nos informa Marco— para recordar los
viejos tiempos.
—Y, como en los viejos tiempos, los equipos están descompensados —
me quejo. Casi siempre nos ponen a Adam y a mí juntos contra el resto. Por
lo menos, esta vez, nos han dejado a Pear, que… la verdad es que no sirve de
mucho. Pero no se lo voy a decir, claro.
—Seguro que te sirves de tus artimañas de siempre para compensar.
¡¡Ahhh!! ¡Ha sido Olly quien me ha dicho eso! Abro la boca para hablar,
pero decido que es mejor callarme y seguirle la corriente.
—Muy bien —digo—, sin normas, sin penalizaciones, todo vale. Quien
meta más goles gana. Pear, a la portería.
—¿Qué? No, a la portería no. No quiero que me deis con la pelota en la
cara.
—¡No es una pelota! ¡Es un disco! —grita Olly mientras se aleja a su
portería. Vaya oído que tiene.
—¿A que le doy? —me dice Pear, envalentonada.
—Déjalo —la sujeto del brazo y la dirijo a nuestro lado de la pista—,
ahora le damos lo suyo en el juego. —Modo «estoy loca por los huesos del
rubio» off, modo «competitividad extrema» on.
Echo una mirada hacia atrás y me encuentro con sus ojos verdes,
observándome. Qué bueno está el muy capullo, con los pantalones de chándal
negros y los patines de hielo. ¡Es que me lo comería! Me señalo mis ojos con
dos dedos para luego dirigírselos a él. «Te estoy observando y voy a por ti»,
viene a significar. Esto es la guerra. Oliver me devuelve el gesto.
—Y tranquila —dice Adam, que nos sigue de cerca—, no vamos a dejar
que lleguen hasta ti.
—Más os vale.
Una vez estamos los dos grupos posicionados en cada una de las porterías,
hacemos reuniones de equipo. Nos juntamos y acercamos nuestras cabezas.
Ellos hacen lo mismo, suponemos que estarán hablando de estrategias.
Nosotros de lo que se dice estrategias de juego no hablamos…
—Échale un polvo a tu novio, seguro que así se le pasa la mala hostia —
me aconseja mi amiga.
—¿Has hablado con Daniel? —le pregunto.
—Sí, me ha llamado inmadura, otra vez. El rubiales le ha ido con el
cuento de lo de ayer. Maldito traidor. Y ahora el idiota de tu hermano me dice
que estoy a prueba. Que somos novios a prueba. Aguántalo.
—Y ¿eso qué significa? —pregunta Adam.
Qué poco lo conocen. Por suerte, yo sé de qué pie cojea.
—Significa que sois novios, Pear, es su forma de suavizar la relación.
Sabes que lo aterran las ataduras. Si no quisiera estar contigo, no lo estaría.
Lo de a prueba es una excusa barata para restarle importancia.
—Sí, yo también lo creo, pero necesitaba asegurarme. —Mi amiga
comienza a saltar de alegría—. ¡Somos novios! Por fin.
—¡Ya estamos listos! —Escuchamos gritar a Marco.
—Nosotros no —grita Adam de vuelta—. ¿Entonces sois exclusivos?
—¡Pues claro!
—¡Venga, tíos! ¿Qué cuchicheáis tanto?
—Joder, qué pesados. —Se gira hacia nuestros amigos—. ¡¡Estamos
ultimando los detalles!! —Vuelve a nosotros—. ¿Estrategia de siempre? —
me pregunta Adam.
Asiento con la cabeza y nos ponemos en situación. Por los altavoces de la
pista comienza a sonar Holding Out For a Hero. Que empiece el juego.
Lo echamos a suertes y nos toca sacar a nosotros. Bien. Arrancamos el
juego y conseguimos acercarnos a la portería de Olly sin que nadie nos
arrebate la pastilla. Adam y yo juntos no tenemos rival, él siempre ha sido el
mejor del equipo y yo soy la más rápida sobre los patines. Me coloco enfrente
de mi sexy portero («no, Sara. Sexy, no: enemigo, portero enemigo») y le
guiño un ojo. Adam me pasa la pastilla y comienzo a dar vueltas con ella
entre mis cuchillas. Giro y giro, a toda velocidad, el truco está en que Oliver
nunca sabe cuándo voy a detenerme y giro tan rápido que nadie puede
arrebatarme la pastilla. Me freno en seco, lanzo el disco a la parte derecha de
la portería y…
¡¡¡GOOOOOOOL!!!
—¡Joder, Olly! Siempre te la cuela de la misma manera —se queja Brian.
—¡Mierda! ¡Joder! Es que nunca sé cuándo va a parar —contesta el
aludido.
—¿Qué ha pasado? ¿Nos han metido gol? —preguntan Olivia y Raquel.
Esas dos ni lo han visto venir.
Adam y yo nos reunimos en mitad de la pista y chocamos los cinco.
Hacemos el baile de la victoria y comenzamos a cantar y a reírnos de nuestros
competidores:
I need a hero.
I'm holding out for a hero 'til the end of the night.
He's gotta be strong.
And he's gotta be fast.
And he's gotta be fresh from the fight
…
—¡Sara! —me llama el portero—. ¡Ya vale!
Seguimos cantando, a todo volumen y sin dejar de bailar, enfatizando el
strong y el fast.
—¡Sara! ¡Adam! ¡Parad ya!
Qué mal perder tiene mi queridísimo novio.
He's gotta be strong.
And he's gotta be fast.
And he's gotta be fresh from the fight
…
—¡Se acabó!
Oliver sale de la portería y viene directo hacia mí. Vuelo,
descojonándome de la risa, sobre los patines por el hielo, con él siguiéndome
de cerca.
—¡Portería libre! —Escucho gritar a Adam—. ¡A por ellos!
Los segundos que tardo en girarme para mirar a Adam y subirle el dedo
gordo de la mano, en señal de aprobación, son suficientes para que Olly me
atrape.
—¡Te tengo!
Me coge en brazos, para que no me vuelva a escapar, y yo… me dejo
atrapar. Le rodeo la cintura con las piernas y el cuello con los brazos. Y lo
beso. Modo «estoy loca por los huesos del rubio» activado de nuevo.
—He sido incapaz de concentrarme en todo el día, solo puedo pensar en ti
—me dice—. Y mira cómo me lo pagas: metiéndome un gol dos minutos
después de empezar el partido.
—Ay, mi rubiales gruñón. Siempre te la cuelo, ¿eh?
Me besa de nuevo y yo separo los labios dándole acceso a mi boca.
—¡Oliver! —grita Brian—. ¿Pero qué coño haces? ¿Te estás enrollando
con ella? ¡Es el enemigo, tío! ¡No te puedes enrollar con el enemigo! Si lo sé,
no os junto. ¿Qué mierda de actitud es esa?
—¡Adam! Diles algo —le dice Marco.
—Yo esto lo veía venir. Los conozco demasiado.
—Esto no es profesional.
Oliver me besa el cuello, me succiona la piel y nos hacemos carantoñas
mientras el juego comienza de nuevo. Poco nos importa.
Cuando terminamos, y antes de volver a Edimburgo, voy al baño y me
miro al espejo para acicalarme. Hay una mancha roja en mi cuello. Me acerco
más al espejo. «¿Qué es eso? ¡Me cagüen! ¡Me ha hecho un chupetón! Será
capullo». Cuando salgo del baño, Oliver me espera fuera, apoyado en la
pared, con pose despreocupada. Me acerco a él echando chispas.
—Espero que esto —le digo, señalando el chupetón— no haya sido para
marcar territorio, rubiales.
—Súbete más el cuello del jersey —me dice, dándome un beso en la nariz
y quitándole importancia—. Los demás se han ido. Te llevo en mi coche,
Adam se ha llevado el tuyo. —Otro que cambia de tema cuando le conviene.
A la salida del polideportivo, por poco no nos chocamos con Andrew, mi
antiguo entrenador de patinaje.
—Hola chicos —nos saluda, animado—, qué bien que os encuentro aquí.
Sara, iba a llamarte esta noche por teléfono.
«¿A mí? Qué raro».
—¿Qué pasa? —le pregunta Oliver.
—El próximo mes de diciembre celebramos el trigésimo quinto
aniversario del colegio, y Amanda me ha pedido que prepare un número
especial de patinaje para la inauguración.
—Eso es fantástico, Andrew. —Me acerco y lo abrazo.
—Sí y, bueno, quiero presentar un número en pareja y he pensado en ti.
¿Te apetece?
«¿Qué? Espera, ¿qué?».
—¿Cómo que has pensado en mí? ¿Quieres que patine contigo?
—Sí, no es nada serio, es solo el baile de inauguración, pero me gustaría
hacerlo contigo. Si es que te apetece.
¿Que si me apetece? Me tiro de nuevo a sus brazos y empiezo a chillar
como una loca.
—¿Eso es un sí? —me pregunta Andrew entre risas.
—¡¡Sííí!!
En el coche, de camino a casa, no puedo dejar de pensar en la propuesta
de Andrew. ¡Patinar otra vez en público! Y con él. Es todo un honor. No dejo
de parlotear en todo el viaje, tengo seis meses para recuperar mi fuerza física
y ponerme en el nivel de competición. No va a ser fácil, voy a tener que
entrenar como nunca. Estoy muy muy desentrenada.
—Nena, tómatelo con calma, ¿de acuerdo? —me dice Olly, agarrándome
la mano.
Asiento con la cabeza, pero mi nivel de excitación no disminuye.
Cuando llegamos a Edimburgo, vamos directos a su casa. Sus padres
están fuera y me voy a quedar a dormir con él. Picamos algo ligero en la
cocina y nos tumbamos en el sofá a ver una película.
—Me encuentro fatal —me dice Oliver, repanchingado en el sofá—, estos
capullos me han hecho varios placajes en la pista y me han destrozado.
—¿Dónde te duele? —le pregunto con dulzura.
—Por todo el cuerpo —me contesta, sugerente, levantando las caderas. Se
tumba y se pone en posición.
Le acaricio y le masajeo el cuerpo. Después, le doy besos por todas
partes, hasta que veo que se empieza a reír. ¡Será…! ¡Me ha engañado! Le
atizo un manotazo en los pectorales.
—¡Eres idiota!
Oliver se carcajea y me tumba con él en el sofá. Su risa me contagia. Su
olor me enloquece. Todo él me llena.
27
Patinar de nuevo
***
Entre hielo, patines y ejercicios, llega finales de junio y, como cada
viernes, acudo a la pista a entrenar. No hay clases en el colegio, no hay
alumnos. Estamos solos.
Los chicos han venido unas horas antes, al despacho, a buscar a Adam y a
despedirse de mí. Resulta que una prima de Marco está celebrando su
dieciocho cumpleaños en Londres y le ha pedido a su primo, como favor por
ser familia, (más bien rogado de rodillas a través del hilo telefónico), que él y
su grupo de música acudan a la fiesta a tocar algunos temas.
Adam se negó desde el primer momento, «no tengo ni tiempo ni ganas de
ambientarle la fiesta a una cría de dieciocho años, por muy prima tuya que
sea», fueron sus palabras textuales. Pero a Brian le pareció una buena idea.
Aunque el grupo de música nunca ha sido algo que se tomaran en serio, no
han dejado de quedar para ensayar. No es algo rutinario, pero no suelen dejar
que pasen más de quince días sin reunirse en el garaje de Brian a tocar.
Acudir a una fiesta a interpretar un par de horas para la prima de Marco y sus
amigas, a Brian le pareció, a primera vista, una manera diferente de pasar el
fin de semana.
Yo creo que es una excusa para pasar unos días solos, a su aire. Un fin de
semana de chicos. Y, en cuanto le hice saber mi opinión a Adam, aceptó
encantado. Oliver también tenía ganas de pasar unos días con sus amigos. La
fiesta quedó en un segundo plano y acudieron al despacho, a despedirse,
encantados de la vida.
Cuando los vi aparecer por la puerta de mi despacho, compartido con
Adam, casi se me cae la baba. Los tres, Oliver, Brian y Marco venían
caracterizados de estrellas del rock. No era algo exagerado, pero se les veía, a
simple vista, que habían cuidado los detalles. El fin de semana que iban a
pasar como componentes de un grupo de rock había comenzado y se habían
vestido para la ocasión.
Oliver llevaba unos pantalones vaqueros negros, muy pegados a la piel, y
unas botas negras que le llegaban hasta encima de los tobillos. Por encima, se
había puesto una camiseta blanca, de manga corta, y llevaba el cabello rubio
en punta y engominado. «Mmm… para comérselo».
Adam se metió en el cuarto de baño que tenemos en el despacho, y se
cambió de ropa. Unos minutos después, estaban listos para irse.
—Te veo a la vuelta, nena.
Todo el despacho nos despedimos de ellos y les deseamos suerte en su
primera actuación en público. Me dolía hasta la mandíbula de tanto sonreír.
Oliver iba tan guapo… Y soy consciente de lo estúpida que debía de parecer,
pero lo que más me apetecía era chillar: «¡ese de ahí es mi novio!». Claro que
todos los allí presentes ya lo sabían.
Desconecto de mis recuerdos y me concentro en el hielo. Estamos solas
en la pista, y en todo el colegio, Olivia, Pear y yo. Pear me llama desde la
barandilla y me acerco para ver qué es lo que quiere.
—Oye, Sara, que he estado pensando una cosa —me dice.
—Miedo me das.
—Como tu hermano me tiene a prueba, he pensado en hacer algo
diferente, para sorprenderlo.
—Pear, mi hermano no te tiene a prueba.
—Tú sígueme la corriente.
—Está bien.
—Quiero que le quites a tu novio las llaves de la sala esa del universo que
creó y me las des. Te prometo que seremos rápidos, nadie va a enterarse.
—¡Pear!
—¿Qué?
—¡No crees esa clase de imágenes en mi cabeza!
Me doy media vuelta y vuelvo al hielo.
—¡Sara, por favor! ¡No seas avariciosa!
La ignoro y se da por vencida.
Mientras yo entreno, mis amigas charlan en una de las mesas de la
cafetería. Puedo verlas desde mi posición sin dificultad, a no ser que me
agache y la barandilla me tape la visión.
De repente, siento un dolor punzante que me atraviesa el cuerpo. Llevo
todo el día sintiéndome rara, pero esto… es como si me partieran en dos.
Pear
Estoy con Olivia en la cafetería de la pista intentando sonsacarle los sitios
más extraños en los que lo ha hecho con Duncan (el profesor buenorro), pero
no hay manera. No suelta prenda. ¡Que no me voy a escandalizar! Si lo único
que quiero es que me dé ideas…
Cada pocos minutos giro la cabeza para observar a Sara patinar en la
pista. Tan pronto da vueltas como pega un triple salto mortal. Es admirable.
Desvío la vista de la pista y vuelvo a Olivia, pero… espera. ¿Y Sara?
—¿Sara? —pregunto en voz alta.
—¿Sara, qué? —me pregunta Olivia, confundida.
—¿Dónde se ha metido?
Las dos miramos hacia la pista.
—No lo sé, estaba ahí hace un minuto —me contesta.
—¿Sara?
Me levanto y me acerco a la entrada de la pista. ¿Dónde se ha metido? Es
una pista de hielo, sin salida, no ha podido esconderse.
Me agarro a la barandilla y me asomo a echar un vistazo rápido. La veo
en uno de los extremos, tirada en el suelo. ¿Se ha caído? «Habrá perdido el
equilibro», es lo que pienso en un primer momento, aunque me resulta
extraño. Sara no se cae; trastabilla, pero no cae. Y, además, tiene una
postura…
Entro en el hielo y voy hacia ella a todo correr, y con el corazón a cien
por hora, rezando para que la pierna no le haya fallado. Es lo primero en lo
que pienso. En su pierna.
—¡Sara! ¿Qué ha pasado?
Cuando llego a ella, no me contesta, no puede. «Oh, madre mía, ¿qué es
eso? Parece… sangre».
—Sara, estás sangrando.
28
Demasiado entrenamiento
Pear
Una semana después, Daniel cumple a rajatabla con lo que le solicité por
teléfono, a pesar de que el shock inicial por mi inminente compromiso fue…
importante. Tuve que jurarle, perjurarle y poner como prenda mis patines de
hielo para que se convenciera de que no era una broma. Y de que necesitaba
su ayuda. Y su discreción.
Acudimos al aeropuerto a la hora que nos ha indicado mi hermano y ahí
está él, junto con nuestros amigos. No falta ninguno, incluso Natalie ha
conseguido venir. Han llegado justo el día antes del enlace.
Antes de decirnos nada, de saludarnos, de comunicarnos, nos abrazamos
entusiasmados y saltamos como locos (incluidos Brian y Marco, aunque creo
que más por cachondeo que por otra cosa) en mitad del aeropuerto.
—Pero ¡qué escandalosos sois, joder! —se queja mi hermano.
—Summers —lo saluda mi prometido con un apretón de manos.
—Aston —le responde mi hermano con los ojos entrecerrados a la vez
que le devuelve el apretón.
—Daniel —me acerco a él y lo abrazo con fuerza. Me gustaría
transmitirle tantas cosas en este abrazo. Que lo quiero, que lo necesito en mi
vida, y que no hubiera podido hacer esto sin él. No, sin él, no.
—Al final me has metido al rarito en la familia… ¿estás segura? Mira que
aún estás a tiempo. Yo, si quieres, te ayudo a escapar. —Sonreímos y
caminamos abrazados de la cintura hacia la salida del aeropuerto, hasta que
mis amigas se meten por medio y nos separan.
—Sara, ¿y el anillo? —me pregunta Pear.
—Aquí está. —Les muestro la pequeña arandela de metal que rodea mi
dedo y que me queda algo suelta.
—¿Qué es eso? —me pregunta Olivia.
—La arandela del llavero de Olly.
—¿Y por qué está en tu dedo?
Les relatamos de camino a los taxis toda la historia de la pedida de mano.
Hace unos días les contamos por teléfono que nos casábamos, pero no
pudimos explicar mucho más porque sus gritos no nos lo permitieron.
—Ohhh, qué romántico. —Todos se ríen de nosotros cuando terminamos
de contar el gran momento, pero desde el cariño.
—Qué bobos sois.
—¿Tan mal te pagan en la universidad, Olly?
—Es el anillo perfecto —les digo, orgullosa de lo que llevo en el dedo.
—Eres todo un conquistador, Aston —le dice Brian mientras le da
palmaditas en la espalda.
Llegamos a casa y nos instalamos como buenamente podemos. Durante
las siguientes horas, la estancia se convierte en un estallido de gente que va
de un lado a otro y de secretos susurrados por todos los rincones. Algo están
tramando y no me quieren decir nada, supongo que tendrá que ver con lo que
han preparado para mañana. Oliver y Adam se han ocupado de los detalles de
la ceremonia, a mí no me han dejado hacer nada, excepto elegir mi vestido.
Ni siquiera me han dado una pista de lo que han organizado. Solo me han
dicho que a las doce de la mañana esté lista en mi habitación porque Daniel
vendrá a buscarme.
Por la tarde, salimos a tomar algo y celebramos todos juntos nuestra
despedida de solteros, la de Olly y la mía. Brindamos, bailamos, reímos,
soltamos algunas lágrimas (de las buenas) y pasamos nuestras últimas horas
antes del… del DÍA (con mayúscula).
Cuando llegamos a casa, las chicas me acompañan a mi dormitorio y me
ayudan a ponerme varias trenzas en el cabello. Soy de las que no se adapta a
las modernidades. A pesar de que Pear sabe ondular el pelo con las planchas,
me he negado. Si quieres un pelo ondulado, pues duermes con trenzas en el
pelo. Así lo he hecho siempre y así lo seguiré haciendo.
Al salir del baño, Oliver me observa con lascivia.
—¿Qué es lo que tienes pensado hacer esta noche? Esas trenzas pueden
dar mucho juego.
—Calla, bobo, es para mañana.
—Métete en la cama y descansa, Romeo. Mañana es un gran día —le dice
Pear.
Las chicas se desternillan de la risa y abandonan la habitación. Nos
quedamos los dos solos. Nos quitamos la ropa, nos ponemos los pijamas; yo,
una camiseta, y Olly… bueno, Olly se queda solo con los bóxer, y nos
metemos en la cama. Nos acostamos de lado y nos miramos a los ojos. Nos
reímos como tontos sin decirnos nada, hasta que nos dormimos, hasta el día
siguiente.
El día de mi boda me despierto con la mejilla apoyada en el pecho
desnudo de Oliver y con mi brazo rodeándole la cintura. Como una mañana
más, me quedo mirándolo embobada. Le paso las yemas de los dedos por los
labios y por debajo de la nariz para despertarlo. Oliver arruga la nariz ante mi
contacto y abre los ojos.
—Buenos días —me dice con pereza en la mirada de recién despertado.
—Olly, hoy es el día de nuestra boda. Vamos a casarnos.
—Vamos a casarnos —repite. Me envuelve en la calidez de sus brazos y
me acaricia el cabello.
—Tengo tantas cosas que hacer que no sé por dónde empezar —pienso en
alto.
—Yo sí. Vamos a por nuestro último polvo de solteros.
Me tumba sobre el colchón y hunde la cabeza en mi cuello. Me abre las
piernas con las suyas y coloca su evidente erección en mi entrada. Nos
mecemos con suavidad mientras nos besamos y acariciamos hasta que se abre
paso hacia mi interior. Gimoteo de placer.
—Intenta no gritar, nena, esta casa está llena de gente.
Me río. Me río y me acuerdo de aquella primera mañana que nos
levantamos juntos después de hacer el amor por primera vez. Creo que me
dijo algo parecido. Levanto las caderas y voy en su busca.
Al final, resulta que no echamos un polvo, sino que hacemos el amor
dulcemente. Al terminar, nos quedamos tumbados mirando al techo. Creo que
estoy tranquila a pesar de que mi pecho late como loco. Tiro de la mano de
Oliver y la coloco a la altura de mi corazón en un intento de que se
tranquilice.
—Mira cómo te late el corazón —me dice.
—Eso es por lo que acaba de pasar —le digo, intentando buscar una
explicación a este movimiento frenético.
Sujeta mi mano y la coloca en su pecho.
—Entonces el mío también late así por eso.
Sonreímos y nos besamos. Vamos al cuarto de baño a adecentarnos y
volvemos a meternos en la cama. La puerta de nuestra habitación se abre. Es
Adam. Nuestro amigo el rockero mojabragas, que viene vestido con su
pijama de perritos y pelotitas rojas (cortesía de mi abuela).
—¿Qué? Casi os pillo en plena faena, ¿eh? Tranquilos, os tengo más que
controlados. Hacedme un sitio.
Adam se sube a la cama y se tumba en medio de los dos. Nos quedamos
en silencio. Disfrutando del momento.
—¿Os acordáis de la primera vez que dormimos los tres juntos? —nos
pregunta Adam.
—Sí —contestamos Olly y yo al unísono.
—Hasta aquí hemos llegado. Os quiero, tíos.
—Ven aquí. —Oliver y yo nos lanzamos a por nuestra otra mitad, a
llenarle el cuerpo de besos y abrazos.
—¡Dejaos de mariconadas! ¡Joder, qué empalagosos sois! ¡Soltadme!
Nos reímos hasta quedarnos sin respiración y hasta que nos duele el
estómago. Nos tranquilizamos rodeados de nuevo de ese silencio tan especial
que siempre nos rodea.
—Tengo que llevarme al novio.
—¿Ya?
—Sí, ya.
Me despido de mis chicos y me quedo en la cama observando cómo
Oliver se pone unos vaqueros y una camiseta. Antes de abandonar la
habitación, se gira.
—¿Nena?
—¿Sí?
—Te vemos en el altar.
Entre Pear y Olivia me ayudan a vestirme y a peinarme. El vestido es muy
sencillo, ligero. Tiene cierto aire griego: blanco, con finos tirantes que me
dejan la espalda despejada, drapeado y con caída recta hasta debajo de las
rodillas, de cintura alta y ceñido con un fino cinturón dorado que le he puesto
de complemento. En los pies llevo unas sandalias doradas, y en el cabello, las
ondas naturales que me han dejado las trenzas con una tiara de hojas de
laurel. Sé que no es el típico vestido de novia (ni el peinado más sofisticado
del mundo), pero lo vi y… surgió el flechazo.
El maquillaje es muy leve, apenas se ve; como tengo la piel algo dorada
por el sol, solo ha hecho falta pintarme los ojos y los labios con unos colores
muy muy suaves.
Cuando terminamos, me miro en el espejo y les doy mi aprobación a las
chicas. Me veo… guapa. La puerta se abre y aparece mi hermano Daniel,
todo vestido de blanco.
—Joder, Sara —me dice en cuanto me ve—, estás… preciosa y no es por
el vestido. Aunque llevaras un saco encima lucirías igual de bonita.
—Gracias, Daniel.
—¿Vamos? —me tiende su brazo.
Aprieto su antebrazo, estoy nerviosa. Salimos de mi dormitorio y bajamos
las escaleras. No se oye ni un ruido en la casa, estamos solos.
—¿Dónde vamos?
—Ahora lo verás, son pocos pasos.
Salimos de casa y nos encaminamos a… ¡a la playa! La imagen se va
haciendo cada vez más nítida mientras nos acercamos. Está preciosa. Lo
primero que veo es el piano. Han colocado ¡un piano de cola! No sé cómo se
las han apañado para hacer algo así.
—Quítate las sandalias, estarás más cómoda —me dice Daniel cuando
pisamos la arena. Ante nosotros se abre un caminito de pétalos de flores de
todos los colores.
Le hago caso y me las quito. Él también lo hace. Caminamos descalzos
por la arena. Está templada, suave y me cosquillean las plantas de los pies por
las flores. La música empieza a sonar, reconozco la melodía desde el primer
acorde: Total Eclipse of the Heart. Recuerdo patinar millones de veces con
esta canción de fondo. Se me eriza la piel de los brazos y miles de recuerdos
me acuden a la cabeza. Oliver está al final del camino (también vestido de
blanco, con pantalones de lino con los bajos remangados y camisa con cuello
mao), esperándome, junto a Adam. Nuestros amigos rodean a ambos. No hay
sillas. Solo estamos nosotros, el juez, el piano y el mar. Las lágrimas por la
emoción están a punto de saltarme de los ojos. Mi hermano me aprieta el
brazo con fuerza. Asiento y doy una larga respiración. Según me acerco,
reconozco al chico que está detrás del piano, es el mismo que nos tocó Let It
Be en el día de la pedida.
Llegamos al final y Daniel me da un beso en la cabeza. Oliver me ofrece
su mano. Y a Daniel le cuesta soltarme, sí, le cuesta, pero al final lo hace.
Nos quedamos frente a frente. La emoción que siento en este momento es…
indescriptible. No me deja pensar en nada más que no sea en él. Nos
saludamos con un hola susurrado con los labios y nos colocamos uno al lado
del otro enfrente del juez que va a oficiar la ceremonia. Las primeras palabras
que salen de su boca no soy capaz de escucharlas. Es como estar en una nube.
No me llega ningún sonido hasta que mi cerebro capta una pregunta para la
que no estoy preparada.
—¿Desean que les recite las promesas tradicionales o prefieren expresar
sus propios votos?
—Preferimos expresar nuestros votos —contesta Oliver sin darme
capacidad de reacción.
«¿¿Perdona?? ¿¿¿Preferimos eso???». ¡No he preparado nada! ¡Lo mato!
¡Este va a ser el matrimonio más corto de la historia de los matrimonios!
—Bien, vamos a ello. Cogeos la mano y miraos el uno al otro, poneos de
frente. Y empezad.
¡No! ¡La mano no! Me están empezando a sudar… y espero que no tenga
que hablar yo primero porque no sabría por dónde empezar. Decido, en
segundos, que es mejor anticiparme.
—¿Empiezas tú? —le pregunto al guapísimo rubiales que tengo enfrente
y que me observa con confianza.
Asiente con la cabeza.
—Prométeme…
Tan solo una palabra y mi casi marido se ve interrumpido por nuestros
amigos.
—¡Así no es, Aston!
—¡El que tienes que prometer eres tú, Olly!
Les echa una mirada fulminadora y los manda callar con la mano.
—Prométeme —comienza de nuevo— que nuestra vida no va a cambiar,
al menos en esencia. Prométeme que siempre vamos a ser tú y yo, como hasta
ahora.
Y ese es el arranque que me hacía falta, porque no necesito prometer nada
nuevo, no necesito inventarme nada, tan solo prometer que seguiremos
haciendo las cosas que hacemos bien e intentaremos evitar las cosas que no
hacemos tan bien. Ahí va mi primera promesa.
—Prometo leerte en voz alta todos los libros que me pidas, aunque los
hayamos leído tropecientas mil veces.
Oliver sonríe y continúa con sus promesas.
—Prometo dormirme todas las noches después de ti. Prometo velar tu
sueño.
—Prometo dormirme pensando en ti. Agarrarte, tocarte y sentirte, cada
noche.
—Prometo ser tu mejor amigo, tu amante y tu compañero.
Miro a nuestros amigos. Todos me animan con la cabeza a que continúe.
Me fijo en mi hermano y en Pear. Daniel aprieta con fuerza la mano de mi
amiga, y ella tiene la cabeza apoyada en el hombro de él. No importan los
obstáculos que tengan en su relación, ahora estoy segura de que pueden
superar cualquier cosa. Solo necesitan tiempo, confianza en lo que están
construyendo juntos y seguir queriéndose como llevan media vida haciendo.
Me centro de nuevo en mi rubio de ojos verdes. Arranco a hablar.
—Sé que tienes dos grandes amores en tu vida, uno soy yo, y el otro es
este cielo que nos cubre —ambos miramos hacia el cielo emocionados—,
prometo estar siempre ahí para que compartas tus historias y me hagas
partícipe de todas tus experiencias con las estrellas. Jamás las rechazaré
aunque las haya escuchado antes. Prometo escucharte el resto de mi vida.
—Prometo no ocultarte nunca ningún pensamiento, ninguna sensación, y
hacerte siempre participe de mis más íntimos sentimientos, tenga que ver con
las estrellas o con cualquier otra cosa en el mundo. Prometo contártelo todo.
Dado nuestro historial, esta es una gran promesa por su parte. No quiero
volver a caer nunca jamás en mis errores del pasado. Me toca a mí prometer.
—Prometo no callarme jamás un te quiero, ni siquiera cuando me hagas
enfadar.
—Prometo hacerte enfadar para que luego me digas lo mucho que me
quieres.
Todos nos reímos.
—Prometo quererte hasta mi último suspiro —le digo con la voz invadida
por la emoción.
—Yo prometo amarte incluso más allá de nuestros últimos suspiros.
—Prométeme que nunca vas a dejar de cantarme canciones.
—Prometo llenar siempre nuestra vida de música.
—¡Y de niños! —grita Brian. Lo miramos y nos reímos con él. Con todos.
—Prometo cantarte en el karaoke, de vez en cuando —le digo entre risas.
—Prometo enseñarte a cantar como Dios manda.
Hace tiempo que las lágrimas pugnaban por salir al exterior, la primera de
ellas se desliza por mi mejilla derecha sin poder evitarlo. Tengo que meter un
poco de humor si no quiero acabar llorando como una magdalena. Ahí va mi
siguiente promesa.
—Prometo recoger toda la ropa que dejes tirada en la casa en la que
vivamos.
—Prometo quejarme solo una de cada cien veces porque toques mis cosas
y las cambies de sitio.
—¿Eso incluye meter tu coche en charcos de barro? —grita Adam.
«Capullo».
—Prometo dejarte conducir mi coche, algún día —continua Olly.
—Prometo tocar tus cosas todos los días.
—Prometo obligar a tu hermano Daniel a que nos construya la casa de tus
sueños, aunque no sé si fiarme de sus dotes para la arquitectura.
—Te voy a construir la casa más bonita que se haya construido en la vida
y vas a tener que tragarte tus palabras, Aston —le dice mi hermano,
emocionado.
—Prometo hacer de nuestra casa un hogar para los dos —expreso con la
voz temblorosa.
—Prometo hacerte feliz porque no sé vivir de otra manera.
Nos hemos puesto serios de nuevo.
—Prometo ser feliz con tan solo una mirada tuya —le digo, con la vista
nublada por las lágrimas.
—Prometo mirarte todos los días, y tú prométeme que siempre voy a ver
ese brillo en tus ojos cuando lo haga. Que siempre voy a poder leerte como lo
hago ahora.
—Te lo prometo.
La ceremonia termina entre lloros, risas y aplausos. No soy muy
consciente ni del momento del intercambio de los anillos ni de nada más. En
cuanto el juez nos declara marido y mujer, todos vienen a abrazarnos.
El primero en llegar a nosotros es Adam. Después, mi hermano. Él y mi…
marido (me va a costar acostumbrarme a llamarlo así) se funden en un
hermoso abrazo. Creo que es el momento más feliz de mi vida. Al menos
hasta el día de hoy.
Y no puedo dejar de pensar que ¡estoy casada con Oliver! Me he casado
con Oliver Aton, con aquel chiquillo impertinente que me tocó el alma con su
primera mirada, aunque fuera de desafío. ¡Aston!, fue lo primero que me dijo
aquel día, y mira donde hemos llegado.
Epílogo
Diez años después. Navidades. Casa de los Aston en
Saas Fee.
Por fin hemos llegado. Oliver deja caer las maletas al suelo y saca las llaves
del bolsillo de su pantalón. Abre la puerta de la casa de mis suegros y tres
personitas se nos meten entre las piernas en su lucha por entrar la primera en
el calor de la casa. Entramos y las niñas corretean por todas partes. No se les
agota nunca la energía. Para las dos mayores, la casa es conocida, pero, para
la pequeña, con apenas dos años, todo es nuevo a pesar de haber estado aquí
varias veces.
Somos una familia de tradiciones y seguimos celebrando las navidades
todos juntos, los Summers y los Aston. Oliver, Adam, las niñas y yo hemos
venido de avanzadilla y en los próximos dos días vendrán los demás.
Entre Olly y yo subimos el equipaje al piso de arriba. Colocamos nuestras
cosas en una de las habitaciones principales y las cosas de las niñas en la
habitación que años atrás Laura habilitó para ellas. Mientras Oliver se pega
una ducha rápida y se pone algo más cómodo, yo vuelvo al piso inferior para
ver qué están haciendo las niñas. Aunque, sin ninguna duda, si hay alguien en
este mundo que sepa controlarlas, ese es Adam James Wallace. Incluso más
que su padre y que yo.
Me asomo a la cocina para observar a Adam con mis hijas. Me encanta
verlos interactuar entre ellos. Es una gozada. Me apoyo en el dintel de la
puerta y los veo bailando al ritmo de rock and roll mientras cocinan. La más
pequeña simula tocar la batería chocando un tenedor grande de madera con
una cacerola, pero la música está tan alta que apenas se oyen los golpes. Las
otras dos bailan al ritmo de Los Ramones, una subida encima de una silla y la
otra en mitad de la cocina. Adam corta las verduras mientras mueve el trasero
y lo choca con una de mis hijas. Se mueve y se acerca al altavoz que descansa
encima de la alacena y baja el volumen de la música.
—Alba, echa sal a las patatas —le dice Adam a mi hija mayor.
—Caylin, acércame esos ingredientes, los que he dejado encima de la
mesa. —Mi hija mediana deja de bailar y obedece a su querido tío Adam sin
rechistar.
—Erin, toma —Adam acerca, a la más pequeña de las tres, los tenedores
y las servilletas—, pon la mesa.
—¿Necesitáis ayuda? —Entro en la cocina y me uno a ellos.
Poco después, Oliver se une a nosotros con el torso desnudo y solo un
pantalón de algodón negro puesto. Lleva una camiseta blanca en las manos
que se pone según entra. Mmm, qué pena de vistas. Estoy poniendo los platos
en la mesa cuando noto cómo sus brazos me rodean la cintura desde atrás;
sentir el contacto de su piel me provoca un escalofrío. Hay cosas que nunca
cambian.
Cenamos los seis juntos (como casi todos los días del año) y, cuando
terminamos, Olly, después de unos catorce cinco minutos más, por favor, se
lleva a las niñas al piso de arriba para meterlas en la cama. Adam y yo nos
sentamos en el sofá y nos entretenemos viendo una película.
Media hora después, vuelve Oliver.
—¿Ya se han dormido? —le pregunto a mi marido.
—Sí, las tres en nuestra cama, por cierto.
Eso ya lo sabía yo. Siempre que pasamos la noche fuera de casa duermen
en nuestra cama. Menos mal que la cama es king size; aun así, nos va a costar
dormir ahí a los cinco.
—¡Por fin en la cama! Adoro a esos tres diablillos, pero acaban con la
energía de cualquiera.
—Te estás haciendo mayor, Wallace —le dice Oliver, mientras se sienta
con nosotros en el sofá.
—Que te jodan.
—Por cierto, ¿ha pasado algo con tu última conquista? Hoy te ha sonado
muy poco el teléfono. Brenda, ¿no? —le pregunta Oliver, entre risas,
mientras baja el volumen de la tele. Siempre le tomamos el pelo a Adam con
el tema del teléfono y de sus insistentes conquistas. Suele sonar
constantemente.
—Lisa. Brenda es la de la semana pasada. Actualízate, Aston —contesta
enfurruñado.
—Es imposible seguirte el ritmo.
—Te estás haciendo mayor, Aston —le parafrasea nuestro amigo.
—¿Y qué le pasa a Lisa, entonces? ¿Se ha quedado sin batería en el
móvil? —continúo con la broma de mi marido.
—Lo hemos dejado esta mañana. Prefiero volar libre como un pajarillo en
vacaciones, ya sabéis, por lo que pueda surgir.
—Eres terrible, Adam. No te duran ni dos días.
—¿En algún momento vas a sentar la cabeza?
—No creo. Me gusta mi vida de vividor follador. No quiero
comprometerme con nadie. No lo necesito. Tengo la familia perfecta: tú —
dice, a la vez que me señala—, tú —dice señalando a Oliver— y mis tres
hijas.
Adam siempre habla de las niñas como si también fueran suyas. Va al
colegio a buscarlas dos veces por semana y se comporta como el padre más
orgulloso del mundo. Para mí es como si tuvieran dos padres. Los dos
mejores padres del mundo.
—Lo hemos hecho bien —nos dice Oliver.
—Lo hemos hecho de puta madre. Sois lo mejor que me ha pasado en la
vida.
Se me anegan los ojos de lágrimas por la emoción. Conozco de sobra los
sentimientos de mi mejor amigo, pero me encanta escucharlo hablar así de la
pequeña (y enorme, a la vez) familia que hemos formado.
—¡Abrazo de grupo! —grito mientras me acerco a Adam para llenarlo de
besos y achuchones.
Oliver imita mis movimientos y se tira encima de Adam. Después de unos
segundos, siempre después de unos segundos de disfrute, Adam se hace el
duro y nos rechaza.
—¡Sois unos empalagosos de la hostia! Me voy a la cama con mis tres
angelitos. —Se levanta del sofá y se acerca a las escaleras.
—¿Ahora son angelitos?
Nos saca el dedo medio mientras sube por las escaleras. Oliver se tumba
en el sofá y yo lo hago encima de él en una búsqueda descarada del calor de
su cuerpo. Recuesto mi espalda en su cálido pecho y la cabeza en su hombro.
Oliver apoya la barbilla en mi cabeza.
Nos quedan diez días por delante para disfrutar de nuestras vacaciones.
Adam y yo seguimos trabajando juntos en su despacho. Me he hecho a
aquello y no podría dejarlo. Aun así, no pude rechazar la oferta que me hizo
Amanda hace un par de años. El entrenador de patinaje, Andrew, no se vio
capaz de seguir soportando el ritmo de los entrenamientos y me pidieron que
lo ayudara. Acepté encantada. Así que los jueves acudo al Crowden School a
dar clases de patinaje artístico y a cuidar la salud física de los patinadores.
—Bien, disfrutemos ahora de nuestros minutos de oro.
Me río por la expresión. Desde que Olly y yo tuvimos nuestra primera
hija, Alba, nos dimos cuenta de que existen minutos normales y minutos de
oro, que son cuando nuestras hijas están dormiditas en la cama. Las
adoramos, son el eje de nuestras vidas, pero cuando están dormidas… pues
eso, minutos de oro.
—Vamos a tener que buscarnos otra cama.
—No es dormir lo que tengo en mente.
Me mete la mano por debajo del jersey y me acaricia el vientre
ligeramente abultado por mi cuarto embarazo. Apenas estoy de doce
semanas, pero ya se nota. Sube la mano hasta que llega a mis pechos y me
acaricia por debajo del sujetador. Levanto los brazos para darle mejor acceso.
Introduce la otra mano y me toca ambos pechos. Un calor abrasador invade
todo mi cuerpo. Baja una de las manos por mi cuerpo hasta que llega a mi
ropa interior. Mete la mano por debajo y me acaricia despacio. Mi respiración
comienza a agitarse y no dejo de moverme; el placer que siento no me
permite estar quieta. Abro las piernas para darle más facilidades. Desde que
estoy embarazada, me encuentro en un estado de excitación constante. No
tardo ni tres minutos más en llegar al orgasmo.
Me levanto del sofá y me quito los pantalones y las braguitas. Me subo
encima de sus piernas y le bajo los pantalones y los bóxer. Oliver me ayuda
subiendo las caderas. Comienzo a besarlo. Ahora es él quien abre las piernas
y quien tiene la respiración errática.
—Ven aquí, nena.
Me coge del brazo y me coloca encima de su erección. Me penetra y nos
mecemos al ritmo de nuestras respiraciones. Coloco las manos en su pecho
y… disfruto.
Hace años, me di cuenta de algo. Me di cuenta de qué era aquello que
llevaba toda la vida buscando. Aquel vacío que me indicaba que algo faltaba
en ella. Un día, de repente, lo entendí. Me faltaba Oliver. Él era lo que estaba
buscando. Recuerdo habérselo dicho a Adam:
Al día siguiente, justo antes de comer, llegan Pear y Daniel. ¡Los recién
casados! Suena increíble, sí, pero después de años de tiras y aflojas, de una
relación en la que cada vez mi hermano se ha dejado querer más, y se ha
abierto a mi mejor amiga, encontraron el equilibrio perfecto.
Sé que para mi hermano no ha sido fácil. Abrirse al exterior me refiero.
Daniel, a pesar de la imagen que puede llegar a dar, es muy muy introvertido
en cuanto a sus sentimientos. Le cuesta dejarse querer, porque cree ser
autosuficiente para todo, pero está trabajando en ello. Y está haciendo un
gran trabajo.
Detengo mis pensamientos y me concentro en ellos dos. Apenas llevan
seis meses casados, y Pear está embarazadísima de mi primer sobrino. Se les
ve felices. Les doy un abrazo a los dos en cuanto aparecen por la cocina y
preparo dos cubiertos más.
Mientras comemos, me fijo en mis tres hijas. Son niñas normales, y esa es
la mayor felicidad que tenemos su padre y yo. Que posean una inteligencia
igual a la media y que tengan una vida normal como la que siempre hemos
deseado tener Oliver y yo. Me toco la tripa y suspiro.
—La cuarta no se libra. Va a ser como vosotros.
Me giro, sorprendida, hacia mi hermano.
—¿Cómo has sabido que estaba pensando en eso?
—Llevo toda la vida diciéndotelo, Sara. Cuando tú vas, yo vuelvo.
Mi hija la mayor nos interrumpe.
—Tío Dan, a Caylin la hemos perdido. No quiere ser arquitecta, quiere ser
astrofísica, como papá —le dice Alba a mi hermano.
—Algún rumor me ha llegado, sí. Culpa mía, cariño. No debí
descuidarme tanto con la segunda… A Erin y a esta última que viene las
tendremos que controlar.
—Por cierto, ¿cómo van las apuestas? —le pregunta Adam a mi hermano.
—Treinta contra uno.
—¿Quién es ese uno?
—El iluso padre —dice Daniel, mirando a Oliver con guasa—. Aún tiene
esperanzas de que sea chico.
—Todavía no sabemos el sexo del bebé —apunta Oliver exasperado.
—Va a ser otra niña. Estoy seguro. Tienes la batalla perdida, solo sabes
hacer niñas. Yo lo vaticiné hace muchos años y me descojono cada vez que lo
pienso.
Le doy una patada por debajo de la mesa por la palabrota.
—Perdón, me río, me río —se corrige, mirándome con cara de disculpa
—. Me río supermogollón —dice, imitando la forma de hablar de Caylin y
estallando en carcajadas. Oliver lo fulmina con la mirada, y Adam se muerde
el labio para no reírse mientras ayuda a Erin a terminarse el postre.
—Y si sale niña… ¿iréis a por el quinto intento? —nos pregunta Pear.
Bufo solo de pensarlo… ¡cinco hijos! Me parece a mí que por mucho que
venga otra niña, nos vamos a plantar.
—Ya sabéis que las adoro —nos dice Adam—, pero, tíos, empezad a usar
unos jodidos condones, joder. Cada tres años tenéis una nueva. A este paso,
Daniel va a tener que construiros una casa más grande.
Le asesto otra patada a Adam. Jodidos y joder en la misma frase.
—Auch —se queja por la patada.
—Mamá, de cada diez palabras que dice el tío Adam, joder es una de
ellas. Está más que asumido, deja de darle golpes bajo la mesa.
—Alba, no digas joder —la regaña su padre.
—Tú lo acabas de decir, papá —le dice Caylin a su padre.
—¿Has visto la que has armado? —le dice Oliver a Adam.
Más tarde, las niñas están jugando junto a Pear con la máquina de hacer
algodón de azúcar que les regaló su abuela el año pasado. Cuando terminan
de hacer el primero, Oliver se acerca a su hija pequeña y le dice algo al oído.
La niña coge el dulce y viene hacia nosotros.
—Lo he hecho para ti, tío Dan.
Me tengo que morder los labios para no echarme a reír. Mi hermano odia
el algodón de azúcar. Y Oliver lo sabe. Como Daniel no acaba de coger el
regalo que le está ofreciendo su sobrina, el orgullosísimo padre decide
intervenir.
—Tío Dan —le dice con retintín—, tu sobrina te lo ha hecho con todo el
amor del mundo. Cómetelo.
Mi hermano nos deleita con una sonrisa tensa y, por una vez, no se
enzarza en un enfrentamiento dialéctico con su cuñado. Coge el algodón rosa
de la mano de mi hija mientras le susurra a Oliver:
—Buena jugada, Aston. Pero mejor resérvate para el partido que tenemos
a la vuelta.
Oliver y Daniel juegan juntos al pádel, como pareja, y suelen competir en
torneíllos contra compañeros de Oliver de la universidad o contra arquitectos
a los que conoce mi hermano. Y, aunque se pasen el día discutiendo, hacen
buena pareja y suelen ganar en bastantes ocasiones. El último partido fue
contra el departamento de Química de la universidad y les dieron una buena
paliza. Oliver todavía se ríe por las calles del campus cuando se cruza con
algún químico. Son como niños.
—Pruébalo, seguro que está increíblemente bueno —le dice Alba.
—¿Sabes lo que es increíble? —me dice Daniel una vez le ha dado la
primera mordida—. Que además de estar casado contigo y tener tres hijas y
otra en camino, a tu marido le queden tiempo y ganas de tocarme los cojones.
A media tarde, nos vamos casi todos a dar una vuelta por el pueblo.
Daniel y Alba se quedan en casa porque mi hermano quiere ir al trastero a
buscar unos esquíes míos de cuando yo tenía trece años para ver si le valen a
Alba. A pesar de tener ocho años, es muy alta. Ha heredado la fisionomía de
su padre, al menos en lo que a altura se refiere.
Desde que empezamos a pasar aquí las navidades, hemos convertido el
trastero de los Aston en trastero de los Summers; de hecho, creo que hay ahí
abajo más cosas nuestras que suyas.
Después del paseo, decidimos cenar algo fuera y, como Daniel no me
coge el teléfono, me acerco a la casa para avisarlos de que se preparen y
vengan. Cuando entro, descubro un montón de cosas nuestras antiguas
dispersas por el salón. Mi hermano y su sobrina hablan de algo cerca de la
chimenea. Alba tiene en sus manos unos patines míos de cuando yo tenía más
o menos su edad. Estoy a punto de entrar cuando escucho la pregunta de mi
hija.
—Tío Dan, ¿mamá patinaba bien?
Daniel coge uno de los patines con sus manos y acaricia la cuchilla. Se lo
devuelve a Alba y le coloca bien la horquilla del pelo.
—Tu madre —se calla durante unos segundos— era la mejor.
—¿Y nunca quiso ser patinadora como esas que salen en la tele?
—Sí que quiso, pero a veces las cosas no salen como uno quiere.
Me tapo la boca con el puño. Soy consciente de lo complicado que tiene
que resultarle esta conversación a Daniel. Explicar determinadas cosas a los
niños… no es sencillo.
—Entonces, ¿no pudo cumplir sus sueños?
—Oh, sí que los cumplió, tú eres su mayor sueño.
—Me refiero a los patines, tío Dan.
Mi hermano suspira y adopta una posición más cómoda.
—Patinar era a lo que mamá quería dedicar su vida profesional. Yo se lo
veía, ¿sabes, enana? En la mirada, se lo veía cuando estaba en la pista, le
cambiaba la expresión, aunque pasara por un mal momento, patinar solía
curarla de todos los males. ¿Y sabes cuándo he vuelto a ver esa mirada?
—¿Cuándo?
—Cuando te mira a ti. A ti y a tus hermanas.
—¿Y a papá?
—¿Me guardas un secreto? —Alba asiente con la cabeza—. Tu madre
recuperó esa mirada cuando se lio con tu padre, pero no les digas que te lo he
dicho.
—¿Qué quiere decir que se lio?
—Mmm… cuando se casó. Me refería a cuando se casó con tu padre.
—Ahhh… Está bien, tío Dan. Será nuestro secreto.
—Esa es mi niña.
—¿Y los patines? ¿Se enfadará si los cojo?
—Estoy seguro de que no.
Poco después carraspeo y simulo no haber escuchado la íntima
conversación que acaban de mantener. Aunque estoy segura de que Daniel se
ha dado cuenta por la humedad de mis ojos. Preparamos a Alba y salimos a la
calle a cenar.
A la mañana siguiente, me levanto temprano y me preparo un café. Me
pongo una chaqueta por encima, me abrigo bien y salgo al porche a
desayunar para observar la nieve. Después de tomarme el café, vuelvo dentro.
Las niñas se han despertado. Les preparo el desayuno y me siento con ellas a
tomarlo. Oliver y Adam enseguida se nos unen. Pear y Daniel aún tardarán un
rato más en bajar. Mi amiga siempre ha sido de levantarse tarde, y Daniel
parece que le está cogiendo el gusto a eso de dormir. Creo que está
aprovechando sus últimas semanas antes de que llegue el niño. Demasiadas
veces lo ha asustado Oliver, a propósito, explicándole que se acabó el dormir.
Cuando terminamos, visto a las niñas y las dejo jugando con su padre y su tío
mientras organizo la casa antes de que lleguen los demás.
Un rato después, mientras recojo los juguetes que mis adorables hijas han
dejado tirados por el suelo, me levanto y veo una imagen de refilón desde la
ventana del salón. Estoy a punto de agacharme para recoger otro juguete,
pero vuelvo la vista a la ventana. Algo me ha llamado la atención. Alba está
sentada en la nieve con la espalda apoyada en la verja de madera de la
entrada. Tiene uno de mis patines tirado en el suelo y el otro se lo está
poniendo.
Y, entonces, lo recuerdo. Me viene un flash a la cabeza. Me veo a mí en
esa misma posición, poniéndome, con cuatro años, por primera vez, unos
patines de hielo, apoyada en una valla de madera. Mis padres nos llevaron a
esquiar a unas pistas en el norte de Escocia. ¡Lo recuerdo! Y recuerdo quién
me regaló mis primeros patines: mi madre. Fue el último viaje que hicimos
todos juntos antes de que falleciera. Recuerdo a mi madre, después de treinta
años sin hacerlo. Tengo su mismo rostro. Ahora la recuerdo, gracias a mi
hija. Porque, si yo soy su vivo reflejo, mi hija es el reflejo de las dos.
Han pasado veintiséis años desde aquella primera vez en que crucé las
puertas del Crowden School. El colegio que me haría reír, llorar, sentir… y
amar. El colegio que cambiaría mi vida sin remedio y que me daría a las
personas que más amo en la vida: Moira, Olivia, Natalie, Marco, Brian, Pear,
y, por encima de todo y de todos, Adam y Oliver. El colegio que me
enseñaría a querer a mi hermano mellizo y a valorar a la familia. El colegio
que me haría volar sobre el hielo. El colegio que me daría un pasado, un
presente y un futuro.
Fin
Agradecimientos
Sé que dije que el tratamiento que le iba a dar a esta tetralogía era de
como si fuera un único libro, pero desde que publiqué el primer tomo hasta
ahora… ha pasado algo, y no quiero despedirme sin agradecer a esta persona.
Así que al final del todo, he añadido un nuevo párrafo.
A la primera persona que quiero agradecer es a Alberto, mi compañero de
vida. Tengo tantas cosas que agradecerte que no sé por dónde empezar.
Gracias por estar ahí siempre, por apoyarme, por no permitir que me rindiera
cuando las cosas se complicaron. Escribir y autopublicar un libro no es un
camino de rosas y hay muchos momentos (demasiados) de agobios,
desánimos, ganas de renunciar por creer que lo que estás haciendo es una
locura. Y tú siempre has estado ahí para regalarme uno y mil abrazos y
decirme que estaba haciendo un buen trabajo. Gracias, porque aquella tarde
que llegué a casa y te dije: «Voy a escribir un libro», me tomaste en serio.
Siempre te tomas en serio mis locuras. Gracias por creer en la historia de
Sara y por tus consejos. Y gracias por aquella propuesta de última hora sobre
la portada cuando yo estaba obcecada en una idea que no tenía futuro: «¿Y si
ponemos unos patines en la portada?». Siempre me sorprendes. No dejes de
hacerlo nunca.
Gracias, Raquel. Iba a decir que eres mi mejor amiga, pero esas dos
palabras se quedan demasiado pequeñas para nosotras. Entonces: gracias,
Raquel, mi hermana, mi alma gemela (porque creo que las almas gemelas
también existen en la amistad y en la familia, y tú, sin duda, eres la mía).
Gracias por estar ahí cada momento, por leer mi historia, capitulo a capitulo,
y lo digo literalmente. Han sido varios años de avanzar juntas en la historia,
de emocionarnos con los personajes, de discutir sobre las escenas clave (hubo
una noche concreta que cruzamos como cientos de whatsapps pensando en
dónde podrían pasar Sara y Will su primera noche). Eres uno de los mayores
apoyos de mi vida, no sé qué haría sin ti.
Gracias, Vanessa, mi otra lectora cero. Gracias por tus aportaciones, por
la paciencia, por las bonitas palabras, por meterte conmigo en la historia. Y,
sobre todo, gracias por aquel día en el que me llamaste por teléfono para
decirme que ibas en el coche pensando en los protagonistas, que te tenían tan
enganchada que no podías dejar de leer, que necesitabas saber que más cosas
les pasaban. Ni te imaginas la fuerza que dan esas palabras.
Gracias, Daniel y Ariane, porque, sin daros cuenta, con vuestras inocentes
frases, vuestras ocurrencias y vuestros arranques inesperados de amor, sois
capaces de sacar una sonrisa hasta en los peores momentos. Gracias, solo, por
existir.
Gracias, Abril, por tu ayuda en esta historia, por tus consejos y por
responder, siempre con tanta sinceridad, a todas mis preguntas. Me
encontraba terriblemente perdida con el tema de la autopublicación y con
convertir mi manuscrito en libro hasta que te encontré y, poco a poco, fuiste
solventando todas mis dudas, además de pegarle un buen repaso a mi historia.
Gente como tú es necesaria en todos los aspectos de la vida. Has sido como
una especie de red salvavidas para mí.
Gracias Kevin (para mí siempre serás Kevin O‘Seamus), por esas
explicaciones de ultimísima hora sobre la procedencia de los nombres y
apellidos escoceses; gracias por la pasión con la que explicas las cosas y por
esas aportaciones que le han dado un toque especial a la novela.
No puedo olvidarme de un agradecimiento muy especial. Quiero dar las
gracias a la música. Por acompañarme, siempre, en todos los momentos de mi
vida y por darme tantísimas escenas y diálogos para Sara y compañía.
Gracias a ti, los personajes se mueven solos en mi cabeza y yo tan solo he
tenido que plasmar los movimientos que tú me has dado, en papel.
Gracias a David, por darme el título para este libro. El primer título era
realmente horrible, pero un sábado, tomando café después de comer, comenté
que no me convencía el título del libro cuatro y tú me preguntaste: «¿Y si lo
llamamos simplemente Sara?». A lo que yo dije: «¿Simplemente Sara? ¡Es
genial!». Recuerdo que tú me dijiste: «No, Simplemente Sara, no; me refiero
a poner solo Sara». Todavía me río al recordarlo. Al final se quedó con
Simplemente Sara y jamás olvidaré esa tarde.
Y gracias a ti, lector, por darle una oportunidad a Sara.
Susanna Herrero nació en Bilbao en 1980. Es licenciada en Derecho
Económico y su trabajo la obliga a pasar muchas horas en el coche. Tantos
viajes en solitario conspiraron con su gran imaginación para crear a los
personajes que, más tarde, se convertirían en los protagonistas de su primer
libro: Los saltos de Sara. Apasionada de la lectura desde que a los diez años
leyó por primera vez La historia interminable, nunca pensó en escribir su
propia historia, pero no pudo darles la espalda a Sara Summers y compañía.
Puedes encontrarla en su blog, su página de Facebook o en Twitter como
@susanmelusi