SARA

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Simplemente Sara

Sara Summers, 4

Susanna Herrero
© Susanna Herrero
1ª edición, agosto 2017
ASIN: B0749QXWYH
Diseño de cubierta: Alexia Jorques

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial


de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión
en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia,
grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del
copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra
la propiedad intelectual.
Para ti, amama, que me cuidas cada día;
y para ti, mamá, que me cuidas desde el cielo.
Sinopsis

Sara ya tiene veinticuatro años.

Y tanto sus saltos, como sus caídas y sus decisiones la


han llevado a ser lo que es: simplemente Sara.
Índice

Sinopsis
Índice
Prólogo, por Abril Camino
1 El punto de partida
2 Los exámenes finales
3 Vacaciones de verano
4 Vacaciones de verano: segunda parte
5 Caer
6 Y levantarse
7 Oliver… ¿profesor?
8 Otra noche juntos
9 La despedida de soltera
10 Estás equivocado
11 En la nieve
12 El polvo
13 Las consecuencias
14 Amarga venganza
15 ¡Mira cómo tiemblo!
16 Volverás a ser mía
17 La gran idea
18 El día antes de la boda
19 La boda
20 ¿En tu habitación o en la mía?
21 La mañana siguiente
22 Ese fin de semana largo largo
23 ¿Qué sucedió en la boda?
24 Oliver y yo
25 El amor está en el aire
26 El partido
27 Patinar de nuevo
28 Demasiado entrenamiento
29 Lo que pudo ser… y no fue
30 Te quiero para toda la vida
31 La boda más bonita del mundo
Epílogo
Agradecimientos
Prólogo
Corría el mes de noviembre de 2016 cuando conocí a Sara, Oliver y Adam.
Me los presentó su autora, Susanna, y mi primer pensamiento fue el mismo
que tengo siempre que alguien me contrata para una corrección: «¿cómo
puedo ayudar a la autora a mejorar este libro?». Eso duró hasta que me senté
con el manuscrito en la mano y empecé a leer. Me hicieron falta muy pocas
páginas para que me enamorara tanto de su historia que a punto estuvo de
olvidárseme que estaba leyendo por trabajo, no por ocio.
Han pasado seis meses desde que atravesé las puertas del Crowden
School, y hace pocas horas que he leído el desenlace de estas historias de
amor. Sí, en plural. Porque, para mí, la magia de esta saga es que no gira
alrededor de las aventuras y desventuras de una pareja enamorada. Esta es la
historia de muchos amores. De los buenos. De los malos. De los fraternales.
De los apasionados. De los tranquilos. De los superficiales. De los que duran
toda la vida.
Es la historia del amor de Sara y Oliver, que algún día se darán cuenta de
que se enamoraron a los nueve años, cuando se retaron sin darse cuenta a ser
las dos partes de un todo sin perder ni un ápice de lo que son por sí mismos.
Es la historia del amor de Sara y Will, que se quisieron como solo se
quiere en la adolescencia, cuando las pasiones nos dominan y el juicio se
nubla.
Es la historia del amor de Sara y Daniel, dos hermanos que se quieren
tanto que solo pueden demostrarlo creyendo que se odian. Que fingen que
quieren matarse, pero saben que darían sus vidas por el otro.
Es la historia del amor de nueve chicos que se encuentran en un internado
y se convierten en familia. Para lo bueno, lo malo y lo regular. Pero, sobre
todo, para siempre.
Y es la historia de Adam. De su amor por Sara. Tan arrollador. Tan
infantil, en el mejor sentido del término. Tan puro. De su amor por Oliver, el
chico que no se dejaba tocar, pero que necesita los abrazos de su mejor
amigo. Del de Sara por Adam. Brutal y desmedido. «Porque perderías». Esa
fue la frase con la que aconsejó a Will que nunca la hiciera elegir entre Adam
y él. Y es que todas las historias de amor perderían si las comparáramos con
las de esa peculiar familia de tres que forman Adam, Oliver y Sara. Una
familia que no necesita ser de sangre porque es de algo más fuerte. De
amistad.
Durante estos seis meses en que Susanna y yo hemos trabajado mano a
mano en las novelas de Sara y compañía, le he dicho muchas cosas que me
gustaban de sus libros. Pero hay una que siempre destacaré por encima de las
demás y que quizá sea la que ha hecho que estos libros se convirtieran para
mí en algo tan especial: la amistad por encima de todo. Por encima del amor.
Por encima del dolor. Dio igual cuánto daño se hicieran Oliver y Sara en
asuntos de amor romántico, dio igual cuánta pasión sintieran, dio igual todo:
nunca titubearon en su decisión de mantener su amistad por encima de
cualquier cosa. Y eso no es fácil. Pero es maravilloso.
Toca decirles adiós a los chicos del Crowden. Aunque, en mi caso, sé que
tardaré tiempo en olvidarlos. A Sara y su impulsividad. A Oliver y sus
manías. A Adam y su capacidad para sobrevivir al peor infierno. No es un
secreto que él es mi personaje favorito, así que me meteré en su piel para
imaginarlo diciéndome:
—Joder, cállate ya y deja que la gente lea el libro, que lo estarán
deseando.
Tus deseos son órdenes, rockero.
Bienvenidos al desenlace de Sara Summers.

Abril Camino
Mayo de 2017
1
El punto de partida

Cántame, me dijiste cántame…


Creo que suena el despertador, pero no me importa porque hoy no me
puedo levantar, como dice la canción de aquel famoso grupo pop español. Y
mañana ya veré, así que puede seguir sonando todo lo que quiera.
…cántame por el camino, y agarrado a tu cintura te canté…
Joder, y sigue. «Ignórala».
…a la sombra de los pinos…
Y encima es la cancioncita de las narices que me ha puesto Pear como
despertador del móvil. Resulta que ahora le ha dado por el folclore español,
por influencia de su madre. ¡Qué manía tiene de tocar mis cosas!
Sin pensarlo ni un segundo más, doy un manotazo al móvil para
silenciarlo.
Cántame, me dijiste cántame…
«¿¡No se va a callar nunca!?». Estiro la mano para alcanzar el maldito
aparato, que se encuentra encima de la mesita al lado de mi cama, pero no lo
alcanzo. Me estiro más hasta que… «Vale, ya lo tengo». A continuación, lo
lanzo con toda la fuerza que mi brazo derecho me permite, teniendo en cuenta
mi posición boca abajo en la cama. Me trae sin cuidado donde aterrice, solo
quiero que se calle. Solo quiero dormir.
…cántame por el camino, y agarrado a tu cintura te canté…
«¡Imposible!». Definitivamente, el mundo está en mi contra. Siempre
cuidando del puñetero móvil como si fuera una joya preciada, porque al
mínimo golpe se rompe, y ahora que quiero que se muera, ¡ni tirándolo al
vacío!
Me levanto de la cama y lo busco. «¿Dónde habrá caído?». No distingo
nada entre tanta oscuridad, por lo que decido guiarme por el sonido. Me
agacho y palpo la superficie del suelo hasta que por fin doy con él, lo agarro
con una mano y apago la alarma. «Ya está». Me vuelvo a la cama y,
entonces, sí que sí, no pienso levantarme jamás.
Friends will be friends…
«Y, ahora, ¡¿qué pasa?!». Tardo medio segundo en darme cuenta de que
alguien me está llamando por teléfono. Es Adam. Esa es su canción, la suya y
la de… la de Oliver. No pienso responder, hoy no estoy para nadie. No quiero
hablar, no quiero pensar, no quiero recordar, no quiero que duela tanto. Tan
solo quiero intentar dormir y olvidarme del mundo.
…when you’re in need of love they give you care and attention…
«Suficiente». Me levanto de la cama (por segunda vez) y apago el
teléfono, aunque sé que no queda demasiado tiempo para que Adam cruce el
escaso espacio que nos separa y aparezca en mi dormitorio para nuestra
sesión matutina de footing. Que me acabe de llamar por teléfono solo puede
significar una cosa: que se me acabó la tregua.
Aunque es posible que todas nuestras cómodas y arraigadas rutinas vayan
a cambiar en un futuro (demasiado) próximo, o quizá ya hayan cambiado.
Hoy no es un día ordinario, hoy se cumple una semana desde que comenzó
mi nueva vida, mi nueva vida sin él. Jamás vamos a poder recuperarnos de lo
que ha pasado. Y jamás volveremos a ser las mismas personas. Me
estremezco solo de pensarlo.
«No. No puedo pensar en eso». Y no quiero llorar más, aún tengo los ojos
hinchados después de toda una semana (con sus noches y sus días) de llorar
sin descanso, y no quiero empezar otra vez. Hoy no me permito pensar en él
ni un segundo. Solo quiero que me dejen en paz, todo el mundo, que me
dejen hundirme en la miseria. Y Adam lo sabe. Aun así, estoy segura de que
vendrá a levantarme de la cama, porque no soporta verme de esta manera. Su
llamada de teléfono solo ha sido un aviso para que me vaya haciendo a la
idea. Tiene gracia; casi todas las mañanas lo tenemos que arrastrar Olly y yo
fuera de la cama, porque siempre se le pegan las sábanas. Si por él fuera, se
perdería todas las sesiones de footing, pero sé que esta mañana se ha
despertado temprano con una clara intención. Solo tengo que esperar.
Minutos después, alguien toca a la puerta de mi habitación: toc, toc, toc.
«Qué considerado». Teniendo en cuenta que jamás llama a mi puerta…
No contesto. Va a entrar de todas maneras. Mi amigo del alma abre la puerta
y aprecio cómo se filtra la impertinente luz matinal en mi dormitorio. Me
molesta en los ojos y me cubro la cabeza con la almohada.
—Totó —me llama.
—Déjame en paz, Adam.
—Ni en tus mejores sueños. Llevas así una semana y no pienso
consentirte ni un día más.
No le contesto. Y no solo eso, sino que, para dar más énfasis a mi
respuesta negativa a su sugerencia, me doy la vuelta (con almohada incluida)
dándole la espalda a mi amigo.
—Muy bien, Totó, tienes dos opciones. Por las buenas o por las malas. Y
por las malas significa que voy a descorrer las cortinas del todo y a meterte
en la ducha con el pijama aún puesto. Tú decides. No sería tu primer remojón
con ropa. Y creo recordar que el primero no te entusiasmó.
Lo miro amenazante y entrecerrando los ojos, aunque sé que no me va a
servir de nada. Adam tiene esa expresión en la cara de «no pienso ceder y vas
a hacer lo que yo diga».
No tengo fuerzas ni para darle pena ni para camelármelo y que me deje
hacer lo que yo quiera; por lo tanto, no me queda más remedio que decirle lo
que siento.
—Adam, por favor, no tengo fuerzas para levantarme, no quiero hacer
nada. Solo quiero que el mundo deje de girar porque mi vida es un auténtico
asco y ya no puedo más. —Percibo cómo se me escapan dos lágrimas por el
rostro, demasiado tiempo llevaban acumuladas en mis ojos.
—Sara, escúchame. —Adam se sienta en mi cama y me sujeta la cara con
las manos, rozando mis mejillas con sus pulgares—. Ya sé cómo te sientes, y
tienes razones para estar así, pero dentro de cinco días empiezan los
exámenes finales y terminar dos carreras a la vez, incluso para una cerebrito
como tú, requiere un mínimo de esfuerzo. Levántate, dúchate y nos vamos a
la biblioteca a estudiar. Cuando acaben los exámenes, te prometo que voy a
dejar que te derrumbes, llores y chilles todo lo que quieras. Yo estaré ahí
contigo cada segundo, pero vas a tener que darle una orden específica a ese
cerebro privilegiado que tienes para que olvide, de manera temporal, lo
sucedido en la última semana.
—No puedo. —Mis lágrimas ya caen libres por mis mejillas, no puedo
contenerlas más.
Adam me estrecha entre sus brazos y, joder, qué bien sientan sus
achuchones. Hacen que me sienta segura, hacen que piense que aquí cobijada
nada malo me puede pasar, pero sé que no puedo vivir así para siempre.
—Sí, podemos. —Me besa la cabeza—. Entre los tres vamos a salir de
esta, como siempre hemos hecho. Olly está esperando en la biblioteca, hoy
nos libramos del footing. —Arqueo una ceja por el pesar de su comentario.
Seguro que se siente terrible por saltarse el ejercicio matutino. Seguro que sí.
2
Los exámenes finales

Me siento mal. Olvidarme de Oliver ha sido una de las cosas más difíciles
que he tenido que hacer en la vida. De hecho, fue tan difícil que ahora sé con
certeza absoluta que no lo conseguí. En realidad, creo que ni siquiera lo
intenté de verdad. Lo que hice fue encerrar mis sentimientos por él.
Contenerlos. Contenerlos como una presa contiene el agua. Y me he pasado
los últimos cuatro años aterrada a que el agua, que en ningún momento ha
dejado de hacer presión, rompiera la presa. Aterrada a que se abrieran grietas
por todas partes. Aterrada a que explotara.
Hasta que lo ha hecho.
Explotó en el momento en que le devolví el anillo a Will y, por primera
vez en cuatro años, me sentí libre para dejar de sujetar la pared. Y ahora me
siento hundida. Me he quedado sumergida en el agua, inundada por todos
esos sentimientos y por la culpabilidad. La culpabilidad de que fuimos tan
cobardes que no nos dijimos la verdad. Nos habríamos ahorrado mucho
sufrimiento. Y no solo nuestro.
Nos hemos jodido la vida. Y darte cuenta de eso duele. Tienes la
sensación de no avanzar. De no haber hecho nada bien. De no haber
conseguido nada en la vida. De haber tirado los últimos años a la basura. De
haber fracasado.
He fracasado en mi relación con Will. Lo intenté, pero ahora soy
consciente de que fue una mala decisión, una salida fácil, rápida, cómoda. Y
toca pagar las consecuencias.
Y he fracasado en mi relación con Oliver. Así que me siento mal.
Frustrada, dolida, arrepentida, culpable, engañada. No sé cómo gestionar
tantos sentimientos.
Haciendo de tripas corazón y obedeciendo a Adam, me he levantado,
duchado, vestido, desayunado y salido a la calle en un tiempo récord. «Bravo,
Sara. Ahora, si quieres aprobar los exámenes, tienes que actuar como si la
última semana no hubiera existido. Olvidar, Sara. Olvidar la última semana».
Sé que va a ser duro, pero no va a ser lo más duro que me ha tocado vivir
en la vida. Hasta el momento, mi vida no ha sido un camino de rosas. Esta
situación no es más que otro bache en el camino de ortigas y espinas que me
ha tocado recorrer. Muchas veces me pregunto qué habrá al final del
camino… Creo que prefiero no saberlo.
He venido con Adam, en su coche, a la biblioteca de la universidad, y ni
una palabra ha salido de nuestras bocas durante el trayecto. Yo, por mi parte,
me encuentro en un estado constante de concentración, preparándome para
obviar mis sentimientos y comportarme con Oliver como si no hubiera
pasado nada extraordinario entre nosotros. Y Adam me ha dejado tranquila.
Nos hemos separado en la puerta de la biblioteca; he preferido entrar a todo
correr antes de que apareciera Oliver con sus estúpidos hoyuelos y su pelo
rubio. Adam se ha quedado esperándolo.
Soy consciente de lo difícil que debe de resultar esta situación para Adam,
teniendo en cuenta que tanto Oliver como yo somos sus mejores amigos. En
nuestra historia no hay un verdugo y un inocente, los dos somos culpables de
lo que ha pasado, aunque Oliver es más culpable que yo. ¿Por qué? Porque sí,
porque me siento mejor echándole la culpa a él, porque no hacerlo
significaría que estuvo en mi mano poder hacer las cosas de otra manera, y
eso me está matando.
Tan solo tenía que haber echado a un lado mis miedos y confesarle mis
sentimientos, o haber pensado, en frío, que algo debía de haber sucedido para
que Oliver me dejara de la noche a la mañana sin explicación. Debí haber
confiado más en su amor por mí, pero no lo hice. Joder, ahora lo veo todo tan
claro.
«Olvidar, Sara, olvidar la última semana». Ese es el objetivo, así que dale
otro rumbo a tus pensamientos.
En la biblioteca, me siento donde siempre. Saco los libros de la mochila,
me pongo los auriculares del iPod y subo el volumen hasta que no da más de
sí. Escondo la cabeza entre los libros y me meto en materia con la esperanza
de no enterarme de la llegada de mis dos amigos, sobre todo del rubio de ojos
verdes. Pero ni toda la concentración del mundo podría evitar ese momento
porque, en cuanto Oliver pisa la biblioteca, soy consciente de ello.
Reconozco sus andares aunque no esté mirándolo de pleno y su presencia
inunda casi todos mis sentidos: su silueta vista de reojo; su olor, que llega
hasta lo más profundo de mi ser; su sabor, que aún permanece en mi
memoria; el oído, porque puedo escucharlo suspirar. ¡Maldito amor! Pero no
pasa nada, porque tengo mi mantra bien asumido: «Olvidar, Sara, olvidar la
última semana».
No levanto la cabeza. Sigo estudiando, o aparentando que lo hago, como
si no me hubiera enterado de su entrada. Ni siquiera tengo que devolverle el
saludo porque, como tengo la música a todo volumen, finjo no escucharlo.
Noto cómo toma asiento enfrente de mí y cómo se queda quieto
esperando alguna reacción por mi parte, pero, al ver mi actitud de pasotismo
total, saca sus propios libros de la mochila y se pone a estudiar. Y mierda, eso
me duele; que responda a mi ignorancia con más ignorancia me duele en el
alma. Sé que es infantil y estúpido, pero es así.
Adam se sienta a mi lado y me da un toque en el brazo al que no
respondo. Solo elevo la vista unos segundos, los justos para decirle:
«Tiempo, Adam, necesito tiempo». Soy una borde y no se lo merece, pero me
consuelo diciéndome a mí misma que esta tristeza y esta rabia que me hierve
por dentro solo van a durar un par de semanas.
Me cuesta mantenerme despierta y concentrada en los libros debido a la
semana de mal dormir que he tenido. Los primeros exámenes que tenemos
son los de Derecho, por lo que, a media mañana, tanto Oliver como Adam me
interrumpen y comienzan a explicarme cuál va a ser el plan de acción. Yo los
oigo sin escucharlos, hasta que Adam me quita los auriculares de los oídos y
me pide atención. De malas maneras, acepto y cruzo los brazos sobre el
pecho mientras apoyo la espalda en el respaldo de la silla en un intento de
parecer indiferente. Pero, cuando Oliver toma la palabra y comienza a
hablarme como si nunca hubiera pasado nada entre nosotros, como si nunca
nos hubiéramos amado y lo hubiéramos echado a perder por nuestros celos e
inseguridades, algo explota en mi interior. Joder, ¿por qué no está tan
afectado como lo estoy yo? ¿Cómo puede comportarse así después de lo que
nos confesamos la semana pasada? ¿Acaso no le afectó ni un poquito? ¿Tan
poco me quiere que le importa todo una mierda? «Olvidar, Sara, olvidar la
última semana».
Justo en ese momento, Adam se levanta de su sitio para coger agua y,
mientras Oliver sigue con su perorata (incluso tiene el valor de medio
sonreírme en más de una ocasión), mi cabreo crece y crece, y la bomba que
ha explotado en mi interior se extiende tanto como para alcanzar cotas
inimaginables… Hasta que sobrepasa la piel y sale de mi cuerpo. Mi cabeza
intenta repetir el mantra, pero… «Olvidar, Sara, olvidar la…». ¡¡Y una
mierda olvidar!! ¡A la mierda el mantra y a la mierda todo!
—¿A ti te corre la sangre por las venas, Oliver? —Mi pregunta lo pilla tan
de sorpresa que se queda paralizado. Alzo la mano y golpeo con fuerza el
libro que sostiene entre sus manos, con el que me está tratando de explicar
vete a saber qué—. ¡Contéstame!
Y, vaya, he debido de gritar mucho, porque todas las personas que se
encuentran en la biblioteca han girado las cabezas hacia nosotros con
curiosidad. Incluso la bibliotecaria nos mira con ganas de saber qué es lo que
ha provocado mi arrebato, porque no se molesta en echarme la bronca por
gritar.
—¿Puedes gritarme más fuerte? Creo que en el condado de al lado no te
han oído.
¡Y me lo dice así! ¡Con todo su descaro! Y no me lo susurra, no, me lo
dice bien alto. Bonita manera de evadir mi pregunta. En ocasiones, pienso
que no tiene sentimientos, es imposible que los tenga; de lo contrario,
deberían afectarle más las cosas. Pero aquí estoy yo, destrozada por lo que ha
pasado entre nosotros, y ahí está él, estudiando como si nada.
Necesito despejarme. Decido salir a la calle a tomar el aire; con suerte me
saco la sangre de las venas y me comporto como él: impasible.
—¿Adónde vas ahora? —me pregunta, cabreado, cuando ve que me
levanto.
—¡¡¡A tomar por culo!!! —contesto, sin mirar atrás. Salgo escopetada
hacia la salida, y justo impacto con Adam, que regresa con botellas de agua
para los tres. No le doy tiempo ni ocasión a que me dirija la palabra.
—¿Qué ha pasado? —pregunta a Oliver.
Su respuesta: suspiros y más suspiros. No sabe hacer otra cosa. Abandono
la biblioteca farfullando para mis adentros.
En cuanto salgo a la calle, el silencio del interior queda engullido por la
vida del campus. Los alumnos vienen y van. Algunos solos, otros en
compañía. Están los que se ríen y los que caminan solos con sus
pensamientos. Me froto los ojos con la mano y me siento en las escaleras que
dan acceso a la biblioteca. Joder con los mantras, ¿quién demonios dice que
son efectivos?
No llevo ni dos minutos sentada cuando Oliver pasa por mi lado y se sitúa
enfrente de mí. Tiene los puños apretados a ambos lados de su cuerpo y
respira agitadamente. Cuando me habla, lo hace tranquilo, aunque su cuerpo
parece querer gritar de indignación.
—¿Puedes volver a entrar? Si prefieres que yo me mueva a la otra punta
de la biblioteca, lo hago, pero tienes que escuchar lo que tiene que decirte
Adam, es el plan que hemos estructurado para que puedas aprobar todas las
asignaturas; es importante. Eso lo ves, ¿verdad?
Joder.
—Buena idea —le respondo.
—¿El plan? —pregunta, esperanzado.
—No. Que te sientes en otro sitio.
Me levanto sin darle derecho a réplica y entro de nuevo en el agonizante
silencio de la biblioteca. Estoy segura de que, con Oliver lejos de mí, el
jodido mantra va a funcionar y voy a poder estudiar. Ahora es lo único que
tengo que hacer. Y, aunque me duela enviarlo lejos de mí, debo hacerlo.
Cuanto menos contacto, mejor. No quiero que acabemos peor de lo que
estamos.
Oliver entra detrás de mí y recoge sus cosas ante la mirada atónita de
Adam. Da media vuelta y se sienta en el extremo opuesto al que ocupamos
nosotros.
—¿Por qué? —me pregunta Adam, señalando a Oliver con los ojos.
—Porque es lo mejor —explico, mientras tomo asiento y organizo,
distraída, mis apuntes—. De momento, no podemos estar cerca el uno del
otro.
—¿No podéis? —me replica, recalcando el «podéis».
—Ahora no, Adam. Por favor. —Me da mucha rabia que Adam se vea
involucrado en esta situación de la que él no tiene ninguna culpa. Espera…
¿ninguna culpa? Me acuerdo de un detalle de mi última conversación con
Oliver. Estaba tan ocupada en fustigarme por lo que había pasado que lo
había olvidado. Y me entran ganas de ponerme a gritar como una loca contra
Adam por no habernos contado todo lo que sabía, pero bastante tengo con no
hablarme con Oliver, así que me voy a morder la lengua y a controlarme—.
Por cierto, sé que sabías desde el principio que Oliver estaba enamorado de
mí. ¿Por qué nunca me dijiste nada?
—Joder, hasta que por fin lo sueltas.
—¿Qué quieres decir? —le pregunto, confundida.
—Oliver quiso darme dos hostias después de hablar contigo por no
haberle contado que estabas enamorada de él, y tú aún no me habías echado
nada en cara. Te estaba esperando.
—Bien, pues aquí estoy. Explícamelo.
—¡Qué valor tenéis los dos! ¡¡Pretenderéis que yo tenga la culpa!!
—¿Por qué no nos dijiste nada, Adam?
—Porque os lo juré a los dos por separado. Os estaba tan agradecido por
lo que habíais hecho por mí que no quería romper vuestra confianza en mí. Y
pensé que era cuestión de semanas, o como mucho de meses, que os dierais
cuenta de la verdad. Por desgracia, no fue así, y el tiempo fue pasando. Joder,
pasaba demasiado rápido y cada vez se me hacía más difícil atreverme a
soltaros la bomba. Mirando hacia atrás, queda claro que os lo tenía que haber
dicho.
—Sí —admito, incapaz de enfadarme con él porque… porque tiene razón.
—Joder, Totó, fuiste su primera vez. ¿Eso no te dio ninguna pista? ¿Cómo
no lo viste?
—¡Silencio al fondo a la derecha! —nos reprende la bibliotecaria a gritos.
Claro, ella sí puede gritar. Escondemos las cabezas en los libros y seguimos
hablando en susurros.
—No lo sé.
—Pero ahora estás a tiempo de arreglar las cosas.
—Ahora no puedo, Adam. Estoy demasiado afectada.
—Tú todavía lo quieres.
Algo que Adam ha sabido desde siempre. Me pregunto si también sabe…
—¿Y él a mí?
Su respuesta: primero me mira a los ojos con intensidad. Y después…
—Pregúntaselo.
—Me dijo que no.
—Y tú a él.
—Joder, sí que os lo contáis todo.
—Yo no pienso entrometerme; sois adultos, arreglad vuestras
desavenencias y dejad de comportaros como críos.
—Bueno, ya veremos.
—También sé que no le has contado todo. Sigue pensando que quieres al
inútil de Von Kleist.
—No insultes a Will, que no te ha hecho nada.
—Algún día te contaré cuatro cosas de Will, cuando tengas la cabeza más
despejada y lo veas todo desde otra perspectiva.
—¿Qué quieres decir?
—Nada —dice, restándole importancia con un gesto de la mano—, cosas
mías. Oye, Totó…
—¿Qué?
—Lo estás haciendo fatal. Lo sabes, ¿no?
—Sí.
—¿Y por qué no lo arreglas?
—Es complicado.
—No lo es. Sois vosotros los que os empeñáis en complicarlo. No
quisisteis discutir lo que ocurrió por no destruir vuestra amistad y, al final,
mira lo que ha pasado.
—Dame tiempo, Adam.
—Claro, porque los últimos seis años no han sido suficientes.
—Deja de machacarme, necesito un hombro en el que llorar, no una
espada de la que defenderme.
Adam se ríe a carcajadas por mi comentario.
—Pero mira que eres tontita.
Sonreímos los dos y nos abrazamos.
—¡A los tortolitos del fondo! —interrumpe de nuevo la bibliotecaria—.
Me alegra mucho que arregléis vuestras diferencias de enamorados —se ha
equivocado de chico, y mira que llevamos años viniendo—, pero aquí se
viene a estudiar.
—Qué ganas tengo de acabar la carrera y decirle cuatro cosas a esa mujer
odiosa. No sé si regalarle un donut o un puto consolador —me dice Adam al
oído—. En fin, pongámonos a lo nuestro.
Durante la siguiente hora, Adam me muestra las fechas de los exámenes y
el planning que han organizado entre los dos para que pueda aprobar las dos
carreras. Empiezo a recorrer las fechas una a una hasta que una sombra se
cierne sobre mí.
Oliver Aston.
—He venido a coger una cosa —me explica, sin que yo le pregunte nada.
—Bien, cógelo y lárgate. —Muy bien, Sara. Ha quedado más que claro
que el mantra no funciona. Habrá que buscar otra alternativa.
—¡Joder, Sara! ¡¡Ya está bien!!
La bibliotecaria nos llama la atención, una vez más. Una más y nos echa,
lo veo en su mirada. Oliver se agacha para quedar a mi altura y me habla al
oído.
—Sara, ante todo soy tu mejor amigo. Eso nunca va a cambiar.
—Eso ya ha cambiado —contesto, sin despegar los ojos del planning.
—Tienes que contarme ese secreto tuyo que tienes para pasar del amor a
la indiferencia.
—¿Amor? Hace muchos años que no te quiero de esa manera, Oliver. No
te lo tengas tan creído.
—No hace tanto tiempo —titubea—. Y el amor no se acaba de un día para
otro.
—El mío sí, a lo mejor… a lo mejor nunca estuve enamorada de ti, quizá
fue un capricho. De lo contario, no te habría olvidado tan fácilmente, ¿no?
Me siento mal al mentirle a la cara, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? No
sé defenderme de otra manera.
—O a lo mejor eres una cría inmadura.
Muy digno, gira sobre sus talones y vuelve a su sitio sin darme derecho a
réplica.
Planifico todas mis asignaturas con esmero. En algunas tengo que hacer
un examen final y en otras tengo que presentar un proyecto. En estas últimas
semanas, por increíble que parezca, Oliver se ha ocupado de ello y los tiene
terminados. En cuanto Adam me da esta información, un vacío enorme se me
instala en el pecho y me siento fatal por cómo me estoy comportando. Si
Oliver es capaz de aislar nuestros problemas y seguir siendo mi mejor amigo,
yo también debería poder hacerlo.
Me levanto de mi sitio y me acerco a su mesa. En cuanto llego, alza la
vista y me mira con expectación. Venía con la firme intención de darle las
gracias por su ayuda, pero hay algo que me carcome por dentro. Es esa frase
que me ha dicho antes: Y el amor no se acaba de un día para otro. A pesar de
que me tiembla todo el cuerpo y de que estoy a punto de vomitar por los
nervios, se lo pregunto.
—¿Tú me quieres? Y no me refiero a quererme como amiga, me refiero a
querer de…
—Sé a lo que te refieres —me interrumpe con brusquedad.
—¿Y bien? —La sensación de malestar no desaparece de mi cuerpo; más
bien, todo lo contrario, se acrecienta. Al tembleque y a las ganas de vomitar
hay que sumar sudor de manos y posible desfallecimiento, porque la sala ha
empezado a girar sin parar.
—No.
¿No? Ahí lo tienes, Sara, todas tus dudas resueltas. El poco sonido de
fondo de la biblioteca de pasar hojas y poco más desaparece de mis oídos y
solo escucho un pitido, que amenaza con acabar con mi vida en menos de dos
segundos.
—No pienso contestarte mientras mantengas esa actitud hostil conmigo.
Así no se hablan las cosas.
«Espera. Retrocedemos». Capto sus palabras y el pitido cesa. ¿Qué acaba
de decirme?
—¡Tú también estás hostil! —le suelto sin pensar. Estoy demasiado
aturdida.
—¡¡¡Shhhhhh!!! —La bibliotecaria, otra vez. Hoy se está ganando cada
penique de su sueldo—. ¡Será posible, señorita Summers!
—Joder, estoy enfadado contigo, Sara —me dice Oliver, sin hacer caso a
esa odiosa mujer—. Ni te imaginas cuánto. Finjo —queda claro que mucho
mejor que yo— no estarlo porque lo necesitamos. No me apetece desnudarme
delante de ti. Ahora, no.
Después de esta última discusión, no volvemos a tocar el tema. Me aíslo
en los estudios y lo consigo. Desconecto, por fin.
Dos meses después
3
Vacaciones de verano

Los días y los exámenes pasan rápido. Para cuando me quiero enterar, estoy
saliendo del que, con toda probabilidad, será mi último examen de la
universidad.
Y quince días más tarde tenemos los resultados. No tengo ni idea de cómo
he sido capaz de licenciarme.
Se acabó la universidad.
Así que hoy es un día más en mi nueva vida de postuniversitaria. El sol no
brilla y los pajaritos no cantan y, como he terminado los exámenes, no tengo
que fingir que mi vida no se ha ido a la mierda por unos puñeteros
malentendidos. Por increíble que parezca, después de dos meses obviando mi
situación, no estoy triste, solo estoy… indiferente. Sin objetivos a la vista y
sin nada más que hacer que verlas venir. Quizá, así, me empiecen a salir bien
las cosas.
Como hoy es jueves, hemos quedado toda la pandilla en el pub de
siempre. Yo no quería ir, pero Adam me ha convencido para hacerlo, no por
las razones que me daba él, sino para que dejara de darme la tabarra. Al
principio, he pensado que seguro que a Will le sentaba como una patada en el
culo, pero, un segundo después, me he dado cuenta de que Will y yo no
somos nada. Todavía me cuesta creerlo, o aceptarlo, no sé. No es fácil acabar
de la noche a la mañana con las rutinas que llevas años siguiendo. Will y yo
no estamos juntos. Oliver y yo estábamos enamorados. Oliver y yo no somos
amigos. El latigazo que me da el corazón incluso hace que me estremezca
desde la cabeza hasta los pies.
—¿Sara? —Pear me zarandea el cuerpo y por poco se me cae la Coca-
Cola que sujeto en la mano.
—¿Qué pasa?
—Te hemos preguntado si te parece bien.
—¿El qué? —Creo que me he perdido la última media hora de
conversación.
—¿Dónde has estado la última media hora?
—Aquí, con vosotros.
—Hablábamos sobre la posibilidad de hacer un viaje por la costa de
Croacia en barco durante quince días y, a la vuelta, parar en la isla de Ibiza un
par de semanas más —me explica Brian.
—¿Cuándo habéis pensado todo eso?
—En la última media hora en la que estabas aquí, con nosotros —me
aclara Oliver con retintín.
—¿A ti qué te parece? —me pregunta Adam antes de que me lance al
cuello de Oliver Aston. Estoy segura de que disfruta tocándome las narices.
Supongo que será su forma de vengarse por la frustración que debe de sentir
con mi actitud errática. Y, bueno, quizá por lo mal que hice las cosas en el
pasado. De cualquier manera, me molesta, y supongo que mi mirada
matadora ha debido de darle pistas a Adam de mis intenciones.
—¿Podéis cogeros tantas vacaciones? —pregunto a mis amigos
trabajadores.
—No te preocupes por eso, lo hemos arreglado en nuestros trabajos.
—Yo me he quedado sin vacaciones de Navidad durante los próximos tres
años —me informa Olivia.
—Bien, haced lo que queráis —opino con desgana.
—Pero tú vienes, ¿no? —Pear me mira con esperanza.
—Sí, ¿por qué no? No tengo nada más que hacer.
—Tu entusiasmo es contagioso de pelotas —añade Oliver.
Queda más que claro que la tregua que nos habíamos dado para aprobar
los exámenes ha llegado a su fin.
—Pues tengo un saco lleno.
—¿De entusiasmo o de ganas de tocar los cojones?
—¡Decidido entonces! —grita Moira para calmar las aguas—. Nos vamos
de vacaciones a Croacia y a Ibiza. Ya me ocupo yo de todo y os voy
informando.
—A mí ni te molestes en informarme de nada, desde ahora te digo a todo
que sí.
Joder, a veces me sorprendo incluso yo de lo borde que puedo llegar a ser,
pero es que me sale solo.
—Meted en la maleta un saco de paciencia. Lo vamos a necesitar.
—Sobre todo tú, rubiales. No tienes ni idea de lo insoportable que puedo
ponerme.
—Créeme, lo sé.
Lo miro con desdén y sigo perdida en mis pensamientos.
Daniel
Que mi hermana se vaya de viaje con sus amigos no me parece la mejor
idea del mundo, teniendo en cuenta que en ese grupito de amigos está Aston.
Pero así lo han decidido y cualquiera les dice nada. No he hablado con mi
hermana en persona, pero sospeché que algo gordo había pasado desde el
minuto uno en que Will y Sara lo dejaron de repente.
Primero me enteré de que fue Will quien había dejado a mi hermana al
descubrir que ella y Aston estuvieron liados, pero, dado que este no quería
darme ningún tipo de explicación más (y mi hermana todavía menos), fui a
buscar respuestas con Adam. Él siempre lo sabe todo. Me hizo un resumen
demasiado escueto, pero lo suficientemente detallado como para darme
cuenta de que mi hermana sufría de nuevo por el jodido Oliver Aston. Su
relación con Will estaba condenada al fracaso desde hacía años. Creo que, en
realidad, siempre lo había estado.
Y por eso me encuentro en la cocina de los Aston tomando café con el
más joven y jodidamente impertinente de la familia. Tomando café en
completo silencio, porque hablar con Oliver Aston no es fácil.
—¿A qué has venido, Summers?
Tomo lo que me queda de café y dejo la taza en la mesa. Me encuentro
con la mirada de Aston y decido, por una vez en la vida, hablar con él sin
segundas intenciones y sin odiarlo por dentro por tener a mi hermana a su
merced desde los putos nueve años.
—Mi hermana no está bien.
—Ya lo sé.
—Este viaje es una pésima idea. —¿Quince días enteros con Aston en un
barco sin opción de poder escapar? ¿Y luego otros quince días habitando
juntos en la misma casa? Es la peor idea del mundo, teniendo en cuenta lo
que le gusta a mi hermana huir de sus problemas en lugar de afrontarlos.
—Se supone que lo hacemos por ella. Para que se despeje y se olvide
de…
Aston duda, pero yo tengo claro de qué (o, mejor, de quién) tiene que
olvidarse.
—¿De ti?
—De lo que ha pasado —me corrige, visiblemente cabreado.
—Es lo mismo.
—Eso no es…
—Aston —lo interrumpo, antes de que hable—, el caso es que tengo
miedo de que mi hermana se descontrole.
—Eso no va a pasar, puedo controlarla.
—Podías controlarla. Ahora tú eres el foco de sus problemas.
—También está Adam.
Sí, pero no sé si será suficiente. Decido acabar con esta conversación y le
hago saber el objetivo final de mi visita.
—Llamadme si me necesitáis, ¿de acuerdo?
—Tranquilo, ya te he dicho que puedo controlarla.
—Aston, quítate esa falsa egolatría delante de mí, no es necesaria. Y
llámame, por favor, solo si la situación se descontrola. Solo si mi hermana se
descontrola.
—Está bien —claudica. Y, joder, se le ve afectado.
—Tú tampoco estás bien. —Las palabras salen de mi boca sin que pueda
detenerlas.
—¿Alguna cosa más? —me pregunta, con acritud, ignorando mi última
afirmación. Antes de que me dé tiempo a contestarle, su madre entra en la
cocina.
—¿Te quedas a cenar, cariño?
—No. Gracias por la invitación, pero he quedado.
—Bueno, otro día.
—Sí, adiós.
Me voy con la misma intranquilidad con la que he venido, porque, joder,
este viaje es una pésima idea. Deberían irse ellos y dejarme a mí a Sara, pero
sé que eso no va a pasar, por lo que lo mejor que puedo hacer es no irme
demasiado lejos por si Aston me llama.
Sara
Primeros minutos en el velero y quince días más por delante aquí metida.
Eso supone veintiún mil seiscientos minutos. Demasiado tiempo rodeada solo
de agua y… Oliver. ¿En dónde me he metido?
Según he subido al barco, me he quedado en mitad de la cubierta sin saber
qué hacer. Mientras notaba el movimiento de mis amigos a mi alrededor,
organizando maletas y camarotes, me he dirigido como una autómata a la
proa del velero. Sujetándome a la vela de proa, me he sentado y me he
quedado con la vista clavada en el horizonte; en el mar. Y aquí sigo, una hora
después.
Si echo la mirada hacia atrás, me saluda la ciudad costera de Split, que es
desde donde arrancamos nuestro viaje. No me he fijado demasiado en ella por
el camino, pero lo poco que he visto me ha causado buena impresión.
Además de ser una ciudad declarada patrimonio de la humanidad, me ha
parecido una urbe con mucha vida. Calles medievales, restos romanos y
palacios. En otras circunstancias, seguro que hubiera callejeado por todos sus
rincones sin descanso.
Miro de nuevo al horizonte, que en escasos minutos se ha teñido de
naranja, y permanezco inmóvil hasta que se esconde el sol. El velero
comienza su travesía y pronto el viento me refresca el cuerpo. Me abrazo a
mí misma, para resguardarme del frío, y sigo contemplando cómo nos
introducimos de lleno en las oscuras aguas del mar Adriático. Mis amigos
pululan a mi alrededor, pero ninguno se acerca a mí hasta horas después.
—¿Sara?
Sin mirar atrás, siento cómo Pear se acerca y se sienta junto a mí. Me
coloca una sudadera en la cabeza y me ayuda a ponérmela. Me envuelve el
calor y el olor de mi mejor amiga. Le sonrío, como muestra de
agradecimiento, y paso mi brazo por sus hombros.
—Estás helada —me dice.
—Estoy bien.
—He dejado tus cosas en el camarote de Adam.
Asiento con la cabeza y desenfoco mi mirada, otra vez, en el mar. Nos
quedamos en un cómodo y agradable silencio hasta que es interrumpido por
el vozarrón de Brian.
—¡Pear! Ya está la cena.
—¡Ahora voy! —grita mi amiga como respuesta—. ¿Vienes? —me
pregunta.
—No tengo hambre. Luego picaré algo.
—Está bien —me dice, poco convencida.
Las siguientes horas son horribles. Es como cuando estás a pleno
rendimiento y no notas el cansancio hasta que paras, y entonces te viene todo
encima. Eso es con exactitud lo que me sucede. De repente, soy consciente de
toda mi realidad. La mentira que construí en mi cabeza para sobrevivir a los
exámenes de la universidad cae y la presión que siento sobre mi cuerpo es tan
fuerte que no sé si voy a poder sobrevivir a ello.
Aunque mi cuerpo permanece quieto, sin moverse, la sensación que tengo
es que me muevo y caigo al agua. Intento nadar para que las olas no me
engullan hasta lo más profundo, pero, por más que lo intento, no lo consigo.
Me falta el aire, y el terror envuelve mi cuerpo. Me hundo.
Me levanto con la respiración entrecortada y rezo para que el oxígeno no
abandone mis pulmones. Salto de la proa como puedo y corro a los camarotes
en busca de mi salvavidas. Bajo las escaleras, apoyándome en la barandilla, y
abro una a una todas las cabinas que encuentro a mi paso. Solo tengo que
asomar la cabeza en cada una de ellas para saber que no es la que busco,
hasta que por fin la encuentro. No importa que la negrura no me permita
apenas vislumbrar nada. La escasa luz de la luna, que se filtra por la pequeña
ventana del camarote, es suficiente para reconocer el bulto que se cobija bajo
las sábanas: Adam.
—Adam. —Mi susurro entrecortado consigue que mi amigo yerga la
cabeza y me descubra parada en el umbral de su cabina. Ni siquiera le doy
tiempo a que hable; me lanzo a sus brazos y me echo a llorar como hacía
años que no lo hacía. Es un llanto desgarrador, que me parte el alma. Es mi
única manera de mostrar lo asustada y perdida que me siento. Y lo
arrepentida que estoy por las decisiones tan erróneas que he tomado en la
vida. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo. Ojalá pudiera.
—Shh, ven aquí. —Adam me abraza con fuerza—. Suéltalo todo. Ahora
sí, Totó. Yo te sujeto.
Lloro en sus brazos, durante horas, mientras Adam me acaricia la cabeza
con suavidad. Los brazos de Adam siempre han tenido un efecto
tranquilizador en mí. No tiene que decirme nada, tan solo abrazarme.
—¿Qué hemos hecho, Adam? —le pregunto, por fin, entre sollozos.
—Nacer, crecer, quereros, joderos, equivocaros…
Supongo que eso lo resume todo, sí.
—Y ahora toca perdonar y aprender, Sara.
—No me gusta que me llames Sara.
—Y a mí no me gusta que toques tanto los cojones aquí y allá, pero es lo
que hay. Y, aun así, te adoro por ello.
Adam me estrecha más fuerte entre sus brazos, mostrándome todo su
amor.
—Y Oliver también —añade.
—Necesito tiempo —le digo.
—Tómate todo el que necesites, pero con cabeza, ¿de acuerdo?
Asiento y me quedo dormida en sus brazos.
Cuando me despierto a la mañana siguiente, estoy sola en la cama.
Durante dos segundos, mi mente está limpia y mi cuerpo tranquilo. Dos
segundos. Ese es el tiempo que tarda mi cerebro en reubicarse y revivir la
noche de ayer, y en atormentarme de nuevo con las peores imágenes de mi
vida.
El despecho de Will es lo primero que me viene a la cabeza. Su imagen,
arrodillado enfrente de mí, suplicándome por otra oportunidad. Ningún ser
humano con un corazón bombeando en su interior sería inmune ante tan
desoladora visión. Yo, desde luego, no lo soy, y menos aun sabiendo que yo
lo puse en esa situación, mi egoísmo lo hizo, porque cuando decidí volver
con él estaba segura de que no estaba enamorada de él.
La imagen de Will es sustituida por la de un Oliver arrodillado,
rodeándome la cintura con los brazos y besándome las caderas, pero la
felicidad solo dura un espasmo porque esa imagen hace muchos años que
dejó de ser algo real. Lo hizo en el momento en el que decidí no bajarme de
ese avión. Y aunque debí haber confesado mis sentimientos en una de tantas
oportunidades que tuve, Oliver tampoco lo hizo. Y ese mismo Oliver me
quería desde la primera vez que tuvimos relaciones sexuales, tal vez incluso
desde mucho antes, pero nunca dijo nada.
Sacudo la cabeza y me levanto de la cama. Las paredes del camarote se
me echan encima y me asfixian sin remedio. «Tengo que salir de aquí. Tengo
que dejar de pensar». Y solo se me ocurre una idea para dejar de hacerlo:
ejercicio físico.
Me dirijo con paso rápido al pequeño armario al fondo del compartimento
y abro una de las puertas. Tal y como pensaba, Pear ha sacado toda mi ropa
de la maleta y la ha ordenado entre las perchas y las baldas. Abro uno de los
cajones y encuentro mi bañador deportivo. Me quito la ropa que llevo puesta
desde ayer y salgo solo con el bañador puesto. Entro en la cabina y me
encuentro con Marco al timón. El abuelo de Brian siente pasión por el mar y
siempre lo ha llevado con él en su lancha a motor. Le enseñó a navegar y
Brian hizo lo propio con Marco.
—Sara.
Solo necesito una mirada suya para darme cuenta de que ayer por la noche
escuchó mis terribles sollozos.
—Para.
—¿Qué?
—Detén el velero.
—¿Ahora? Sara, estamos en mitad de la nada. Tardaremos un rato en
llegar a Drvenik.
Apoyo mi mano en la suya y lo miro con ojos suplicantes.
—Detenlo, ahora.
Marco sigue dudando.
—Por favor, será solo un momento.
—Está bien.
Sin darle tiempo a preguntarme la razón por la que quiero que pare la
nave, salgo de la cabina y, a los pocos pasos, me encuentro con mis amigos
desayunando en una mesa situada cerca de la popa. Las conversaciones cesan
en ese momento, y todos me miran con lástima. Todos menos Oliver, que
mantiene su mirada clavada en el desayuno. Estoy segura de que no solo
Marco me escuchó llorar ayer durante horas. Todos lo hicieron.
Nos quedamos mirándonos los unos a los otros sin que nadie se arranque
a decir nada, hasta que el velero para. El sol me pica en mi cuerpo casi
desnudo, por lo que deduzco que debe de ser mediodía. Siento cómo nos
detenemos. Sin pensármelo dos veces, me subo a la baranda y me tiro de
cabeza a las frías aguas del Adriático.
En cuanto mi cuerpo sale a la superficie en busca de oxígeno, empiezo a
nadar con control y sin alejarme demasiado del velero; no quiero matarme en
el intento. Lo único que quiero es olvidar, despejar la cabeza.
Cuando doy la vuelta y me dirijo de nuevo al yate, veo que Adam está
metido en el agua esperándome. Me acerco nadando hasta él y, con solo
mirarlo una vez, entiende que necesito hacer esto. Aun así, cada vez que doy
la vuelta y vuelvo a su posición, siempre está esperándome. Cincuenta largos
después, no es Adam quien me espera, sino Oliver. Y después de él, Pear,
Olivia, Brian.
Ignoro el tiempo que paso nadando, pero calculo que horas, teniendo en
cuenta el estado de mi cuerpo cuando decido volver a la nave. Marco es quien
me espera junto a las escaleras, me ayuda a subir y, aunque en mi destino me
esperan demasiados rostros pidiendo explicaciones, lo único de lo que soy
capaz es de aguantarme las ganas de vomitar hasta que llego al cuarto de
baño. Recorro el camino corriendo, sin saber cómo es posible que las piernas
me respondan, y con la mano en la boca. Abro la puerta del servicio y, sin
encender la luz, me pongo de rodillas y vomito.
Me quedo sentada en el suelo a punto del desmayo y empiezo a tiritar de
frío y de deshidratación. Apenas puedo abrir los ojos, a pesar de que estoy
acostumbrada a nadar en el mar sin necesidad de usar gafas de buceo. He
estado demasiadas horas metida en el agua salada y me escuecen tanto los
ojos que me entran ganas de arrancármelos.
—Joder, Totó. Podías haber parado antes. —Adam me pone una gruesa
toalla por encima y me frota los brazos para que entre en calor.
—Lo necesitaba —contesto como puedo. A pesar de que ahora me siento
como si estuviera a punto de morirme, mientras nadaba, lo único que pasaba
por mi cabeza era el ritmo de mis acompasadas respiraciones y poco más. El
dolor físico superaba el dolor emocional.
—Abre los ojos —me pide mi amigo con suavidad.
—No puedo —le digo, frotándomelos—. Me pican mucho.
—No te toques. —Adam me aparta la mano—. Intenta abrirlos mientras
voy a buscar algo para curarte eso.
En los escasos minutos que tarda Adam en volver al baño, consigo abrir
una pequeña rendija de mis hinchados y doloridos ojos. Me echa unas gotas
que escuecen como si me echaran alcohol en una herida abierta y me trae
algo para beber.
—No quiero beber, no me entra nada, solo quiero descansar.
—Sara, no me toques los cojones, no puedes estar así.
Al día siguiente, mi intención es seguir la misma rutina. Levantarme,
nadar hasta reventar y dormir hasta la extenuación. Lo que sea con tal de no
pensar en nada. Una vez que tengo el bañador puesto, voy directa a la cabina
en busca de Marco, que, en cuanto me ve aparecer por la puerta, me señala
con su dedo acusador a la vez que me grita.
—No pienso parar el velero. Da media vuelta y desayuna algo tranquila.
—Quiero nadar.
—¿Otra vez? Ni de coña. —Gira la cabeza y agarra el timón con fuerza.
—Sí, otra vez. ¿Vas a parar el velero o salto sin más?
—No, joder, tú eres capaz de tirarte en este instante. Espera que paro.
Así actúo durante días. ¿Cuántos? Ni idea. Creo que hemos parado en las
islas Drvenik, en Vis y en Bisevo. Seguro que son ciudades preciosas, pero la
verdad es que no tengo ni idea porque no me he bajado del barco en ninguna
ocasión, por más que me han insistido mis amigos. Y me han insistido
mucho, pero, para un rato que tienen para olvidarse de mí y disfrutar de sus
vacaciones, no quiero estropeárselo. Estoy segura de que no saben qué hacer
conmigo.
Una mañana, cuando me despierto, mi idea original es seguir la rutina
impuesta en los últimos días, pero hay algo que me lo impide. Me pongo el
bañador y salgo a cubierta, pero, en lugar de ver a mis amigos desayunando,
me encuentro con mi hermano esperándome al final de las escaleras con los
brazos cruzados y cara de mala hostia.
—¿Daniel? ¿Qué haces aquí?
—He oído que estabas divirtiéndote sin mí y no he querido perdérmelo.
Aparto a mi hermano de un empujón y camino hacia mis amigos en busca
de respuestas. Pronto me percato de que estamos parados en el puerto de
alguna ciudad.
—¿Quién lo ha llamado? —pregunto a todos, pero dirijo mi mirada, con
especial énfasis, a Pear.
—He sido yo —confiesa Oliver, sin el menor ápice de arrepentimiento.
Incluso diría que me reta a que se lo eche en cara.
Creo que es la última persona de la que me esperaría algo así, dado que su
relación con mi hermano es inexistente.
—Sara, vamos a dar un paseo —me dice mi hermano.
—No me apetece.
—Sara, vamos. —Mi hermano me sujeta del codo y me arrastra hacia los
camarotes.
—¡Que me sueltes! —Me despojo de su agarre y lo empujo para que me
deje en paz, pero para lo único que sirve es para que me sujete con más
fuerza de ambos brazos y me empuje contra la pared.
—¡Cambia de actitud conmigo, niñata! He tenido que coger tres vuelos,
un ferry y un autobús para llegar desde Edimburgo hasta aquí. Llevo dos días
sin dormir y eso me pone de muy mala hostia y, como me sigas tocando los
cojones, te subo a un avión de vuelta a casa antes de que te des cuenta.
Busco a Pear con la mirada, en busca de ayuda, pero niega con la cabeza,
haciéndome saber que está de acuerdo con la actitud de Daniel. Genial.
¿Ahora se pone de su parte? ¿No se supone que no se soportan el uno al otro?
—Vamos a dar un paseo —me dice despacio y con calma—. Cámbiate,
que te espero aquí. Tienes cinco minutos.
Mientras bajo las escaleras, mi hermano me suelta otra de sus amenazas.
Intuyo que en el día de hoy va a haber unas cuantas.
—¡Cinco minutos, Sara! Ni uno más. Te juro que te cojo del brazo y te
saco a la calle estés como estés.
Sí, lo sé. Mi hermano siempre ha cumplido con sus amenazas. Sé que
habla en serio. Maldito Oliver Aston metomentodo.
Cuatro minutos y cuarenta y siete segundos después, subo las escaleras,
preparada para dar ese paseo obligado con mi hermano. Salimos del velero y
cruzamos el puerto en dirección al centro de la ciudad.
—Vamos a pasear por la ciudad hasta encontrar un sitio agradable donde
comer algo y, así, de paso, hacemos turismo.
—Ni siquiera sé en qué ciudad estamos —murmuro en bajito, pero, por
desgracia, el oído hiperdesarrollado de mi hermano lo escucha.
—¿Qué has dicho?
—Que no sé dónde estamos.
—Joder, qué ganas me entran de darte dos hostias. ¿Para qué coño has
venido a este viaje si no sabes ni dónde estás? Sabía que debía habértelo
impedido. Camina delante de mí y ni me hables, a ver si me tranquilizo.
—Me parece perfecto. Y… estamos ¿en…?
—Korcula —escupe, cabreado.
—Ajá.
Por lo que puedo ver, esta ciudad está rodeada por imponentes almenas
defensivas, emana historia por doquier con sus calles de mármol y sus
muchas construcciones renacentistas y góticas. Nos sentamos en una modesta
terraza y mi hermano pide comida para cuatro.
—Te has pasado. No tengo tanta hambre.
—Pues es todo para ti. Tómatelo con calma, no tenemos prisa.
—¿Estás loco? No puedo comerme todo esto.
—Yo ya he desayunado y tú llevas una semana sin apenas comer.
Empieza, porque frío no te va a saber igual. Lo digo por ti. —A continuación,
coge el periódico de la mesa de al lado y comienza a leer, ignorándome por
completo.
—Si me como todo esto, voy a vomitar.
—Bueno, nada nuevo, ¿verdad? —Continúa leyendo sin mirarme—. Al
menos vomitarás comida y no bilis.
—¿Te crees muy gracioso?
Baja el periódico y acerca su cabeza a la mía con aire amenazador.
—¿Gracioso? No. Créeme que no me hace ni puta gracia que lleves una
semana sin comer y nadando hasta vomitar. Por suerte o por desgracia para ti,
yo no soy ninguno de tus amiguitos. A mí no me camelas con tus lloros y tus
lamentaciones. Cómete la puta comida o te juro por mi vida que te la meto
por la boca a la fuerza.
Joder, cualquiera le lleva la contraria. Empiezo a comer, pero enseguida
se me llena el estómago. Y todas las súplicas que le dedico a mi mellizo no
sirven de nada porque me obliga a comerme todo el desayuno. Solo una hora
después, cuando ve que estoy hasta arriba, mete su tenedor en mi plato para
ayudarme a terminar lo poco que me queda. Me tomo una manzanilla para
que no me haga daño al estómago semejante atracón y nos quedamos una
hora más en completo silencio.
Cuando mi hermano lo considera, nos levantamos y caminamos unas
horas por la ciudad. En el fondo de mi corazón se lo agradezco, porque
necesitaba andar y despejarme. Antes de volver al barco, paramos en un
restaurante italiano para comer. Todavía tengo el copioso desayuno tardío en
la boca del estómago, pero ni me molesto en negarme, no me va a servir de
nada.
Después de comer, volvemos a quedarnos en silencio, hasta que lo rompe
mi hermano.
—Tienes una pinta horrible. ¿Eres consciente?
—No me he mirado al espejo.
—Sara, que no tenga que volver. Compórtate o te vuelves conmigo a
Edimburgo. Se acabó el nadar hasta vomitar, el no comer y se acabó todo lo
demás. ¿Me has entendido?
—Sí. —Y lo he hecho. Me cabrea no poder hacer lo que me salga de las
narices, pero, como no quiero tener al pesado de mi hermano detrás de mí de
nuevo, tendré que controlarme. Él, que me conoce demasiado, sabe lo que
estoy pensando.
—No lo hagas por mí, Sara. Hazlo por ti. ¿No te das cuenta de que no
puedes seguir así? ¿Cuándo va a acabar esta tortura que te estás imponiendo
tú sola? No tiene ningún sentido. Lo hecho, hecho está. Ahora toca mirar
hacia delante.
—No es tan sencillo, solo dame tiempo. Lo único que quería era… dejar
de pensar en mis problemas.
—Por dejar de pensar en ellos no van a desaparecer, Sara. Es la historia
de siempre, afróntalos de una puta vez.
Tiene razón. Siempre tiene razón.
—Te prometo que voy a hacer un esfuerzo.
—Más te vale. Porque, si sigues en las mismas, me voy a enterar. Tengo a
Aston de mi parte. Nadie lo diría, ¿eh?
—Ahora mismo, cualquiera que esté en mi contra goza de su gratitud.
—No machaques tanto al rubiales.
—¿En serio, Daniel?
—Sara, solo digo que esto no es fácil para ninguno de los dos, pero estáis
enfadados por algo que pasó hace más de cuatro años y, además, lo
superasteis en su momento. Esa lucha interna que tienes contigo misma no
tiene ningún sentido.
—Pero es que esos cuatro años han sido una mentira, Daniel. He dado la
espalda a toda mi vida por una mentira. Volví con Will, intenté que lo nuestro
saliera bien, dejé de salir con mis amigos, dejé a Adam y Oliver de lado, dejé
de ir a patinar…
—Sara, eso no es así. De toda la población mundial, tú eres la persona que
más tiempo dedica a sus amigos.
—No es verdad. Había días que no pasaba apenas tiempo con Oliver y
Adam. Y con el resto de la pandilla solo me veía los jueves y algún fin de
semana.
—Sara, eso es lo normal para cualquier amigo.
—Para nosotros no.
Daniel suspira.
—Ya lo sé.
—Todo es una mierda, Daniel.
—Bienvenida al mundo real, Sara. ¿Crees que la vida de los demás es
fácil? ¿Que solo vosotros dos os equivocáis? No puedes machacarte por
haber cometido errores, lo que tienes que hacer es intentar no seguir
cometiéndolos. Y recuperar tu vida. Tus amigos, tus patines, tus aficiones.
No debiste dejarlo. Will te quería como eras. No debiste convertirte en la
novia que creías que él quería.
¡Mierda! Otra vez tiene razón. ¿Por qué siempre tiene razón? ¿Por qué
mis problemas parecen más pequeños cuando los hablo con él? Me he estado
comportando como una imbécil.
—Dame tiempo, Daniel. Estoy trabajando en ello.
Ya está entrada la noche cuando decidimos volver al velero. Y aunque no
se lo digo con palabras, mi hermano sabe que agradezco lo que ha hecho hoy
por mí.
—Aquí la tenéis, como nueva —comunica a toda la tropa según entramos.
—Daniel, ¿te quedas a cenar? —le pregunta Pear con voz amable.
¿Cuándo han empezado estos dos a llevarse bien? Observo a mi hermano y
descubro que no soy la única que se ha sorprendido por la amable pregunta.
—Sí, y a dormir —contesta dudoso—. Mi viaje de vuelta comienza
mañana temprano.
—Genial, pongo dos cubiertos más y cenamos.
¿¿Otra vez a comer?? ¡No, por favor!
—¿Ahora? Me he pasado el día comiendo.
—Pues un poquito más, verás cómo caes redonda en la cama.
—Daniel, dame un poco de tregua. —Nos miramos a los ojos y llegamos
a un entendimiento.
—Está bien, pero es la última comida que te saltas. Sabes que hablo en
serio, Sara.
—Tranquilo, me lo has dejado claro.
—Perfecto, entonces. Vete a dormir.
Daniel se va mañana, así que me acerco a él, le doy un beso en la mejilla
y le susurro un gracias al oído.
Me doy la vuelta y paso al lado de mis amigos. Mañana les pediré
disculpas por los malos ratos que les he hecho pasar, a todos menos a Oliver,
porque, aunque reconozco que la visita de mi hermano es lo mejor que me
podía haber pasado y que ha sido gracias a él, no puedo disculparme, no me
siento con fuerzas tal y como está nuestra situación en estos momentos.
Me voy a mi camarote y cierro de un portazo. Me lo pedía el cuerpo. No
he llegado ni a tumbarme en la cama cuando la puerta se abre.
Oliver me mira, y es tal el dolor que vislumbro tras su máscara fría de
imperturbabilidad que estoy a punto de correr hacia él y abrazarlo como hace
años que no lo hago, pero el momento se rompe en cuanto sujeta la puerta
con fuerza, la cierra con un portazo todavía más fuerte que el mío y se
marcha.
Pues sí que lo he cabreado. Quizá debería replantearme lo de no
disculparme con él…
4
Vacaciones de verano: segunda parte

Después de la visita de mi hermano, las cosas se tranquilizan. No es que mi


humor haya mejorado, pero me comporto como una persona civilizada, al
menos con la mayoría de mis amigos, porque, con Oliver, la cosa está peor
que nunca.
Ni me habla, ni me mira, ni se acerca a mí y… duele. Duele un montón.
Supongo que me lo merezco. Y ni él hace el intento por acercarse ni yo
tampoco.
Yo llevo su indiferencia con tesón y finjo que no me importa, aunque creo
que no engaño a nadie. Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que, en
todos los años que la pandilla llevamos siendo amigos, jamás se habían
cruzado tantas miraditas mal disimuladas a mi costa.
Durante el resto del crucero, Adam y Pear me obligan a visitar todas las
islas y ciudades en las que paramos, y he de reconocer que me viene bien, me
despeja y me entretiene a la vez. Aunque reconozco que la mayoría de las
veces estoy mirando a Oliver, que camina siempre delante de mí, también veo
muchos monumentos y paraísos naturales impresionantes. Durante esos días
visitamos Mljet, Scedro y Hvar.
La isla de Mljet posee una leyenda de amor intensa, que tiene como
protagonistas a Ulises y Calipso. Después de la caminata que nos hemos
dado, me siento en la hierba mirando al mar y pienso en ellos, en su historia.
Cuenta la mitología que, tras nueve días a la deriva, Ulises desembarcó en
la isla de Ogigia, donde vivía Calipso, la hija del titán Atlas. Y esa mítica isla
de Ogigia se dice que es Mljet. Observando a mi alrededor, sí tengo que
reconocer que estos parajes se ajustan bastante a las descripciones que hacía
Homero en La Odisea.
Calipso retuvo a Ulises durante la friolera de siete años y trató de hacerle
olvidar Ítaca, su patria, pero él se cansó pronto de sus abrazos y solía sentarse
abatido en la costa, mirando al mar, tal y como estoy haciendo yo ahora,
pensando en mi historia de amor y en el vacío que habita en mi interior, que
me desgarra desde hace meses.
En aquella ocasión, Zeus envió a Hermes con la orden de que Calipso
dejara en libertad a Ulises, y ella no tuvo otra opción que obedecer. Le
construyó una balsa, la abasteció y, aunque Ulises sospechaba que le estaba
tendiendo una trampa, Calipso juró por el Estigia que no lo engañaba y le
prestó un hacha, una azuela, taladros y todas las demás herramientas
necesarias para que Ulises improvisara una balsa con una veintena de troncos
de árbol enlazados. Después, la botó al agua con rodillos, dio un beso de
despedida a Calipso y partió empujado por una suave brisa.
Es un claro ejemplo de lo destructivo que puede llegar a ser el amor si una
de las dos partes se obsesiona. ¿Sería yo capaz de llegar a esos extremos?
Creo que no.
Aunque, pensándolo bien, si retuviera a Oliver durante años en esta isla,
seguro que al final llegaríamos a un entendimiento. No nos quedaría más
remedio si fuéramos los únicos habitantes. Pensar que la solución a mis
problemas con Oliver radica en encerrarnos en una isla es desolador. ¿Hasta
esto hemos llegado?
—¿En qué piensas?
Pear está sentada a mi lado, muy acomodada, por lo que intuyo que lleva
un rato y yo ni me había dado cuenta.
—En Ulises y Calipso.
Mi mejor amiga me mira con los ojos entrecerrados y con un brillo de
diversión.
—¿Qué me miras?
—Llevo un rato aquí sentada pensando: ¿qué es lo que tiene a Sara tan
concentrada que ni se ha dado cuenta de que me he sentado a su lado? Y he
pensado en bastantes posibilidades, pero juro —levanta la mano derecha
imitando un juramento— que eso jamás lo hubiera adivinado. Tienes una
mente muy extraña.
No contesto.
—¿Y qué les pasa a esos dos? ¿A Ulises y Caliso?
—Es Calipso, y es una chica.
—¡Bah, qué típico! Pensaba que al menos tendríamos una historia
ardiente que contar.
Ruedo los ojos y le cuento la historia de Ulises al detalle, tal y como me la
contó a mí mi padre cuando era pequeña.
—Vaya con la ninfa… ¿Sabes? Creo que ni reteniendo a tu hermano aquí
contra su voluntad, por muchos arrumacos que le hiciera, aguantaría conmigo
más de siete días. Seguro que se lanzaría al mar a morir.
—¿Y por qué querrías retener a mi hermano en una isla si no sientes nada
por él?
Hace años que Pear y yo no hablamos de mi hermano. Mi amiga siempre
se queja de todo lo que hace, pero nunca me ha reconocido que sigue
enamorada de él. Aunque tampoco es necesario que me lo diga. Aun así, a
pesar de saberlo, nunca he tocado el tema. Si ella no quiere hablar de ello, no
voy a ser yo quien la obligue.
—No sé qué contestarte a eso —reconoce.
—No lo hagas.
Nos quedamos en silencio hasta que yo me acuerdo de lo que pensaba
antes de que llegara mi amiga. Sonrío.
—¿De qué te ríes? —me pregunta, intrigada.
—Yo también pensaba en retener a Oliver aquí. —Al ver su expresión de
sorpresa, la saco de su error—. ¡Pero no por las mismas razones que tú!
—¿Y cuáles son tus razones?
—Si lo encerrara en esta isla conmigo, al final, tendríamos que acabar
hablándonos y arreglando nuestros problemas.
—Ya, claro, ¿y qué crees que vendría después de eso?
—¿Construir una balsa y cruzar el océano?
—Me voy a hacer la tonta y me lo voy a creer como tú has hecho antes
conmigo.
Pear me abraza y me da besos por la mejilla. Me dejo hacer, sin
reaccionar, hasta que comienza a hacerme cosquillas por todo el cuerpo y
entonces me río, me río de verdad.
Después de volver al velero y coger fuerzas, continuamos nuestro camino
hacia Scedro, y después Hvar, ciudad cuyas murallas del siglo trece encierran
hermosos palacios góticos y calles peatonales de mármol. Todo es precioso,
pero no puedo evitar pensar que llevo quince días viendo islas verdes y
frondosas rodeadas de mar y, al final, me parecen todas iguales.
Menos mal que Hvar tiene una animada vida nocturna; es el lugar ideal
para salir a tomar una copa… o unas cuantas. La segunda noche, Pear y yo
hacemos un trato: prohibido hablar de Daniel y de Oliver, por nuestra salud
mental, la mía por partida doble.
Acabado el crucero por Croacia, toca pasar un par de semanas en la isla
de Ibiza, en España.
Moira ha alquilado una preciosa villa blanca en la zona de Santa Eulalia.
El terreno consta de unos mil doscientos metros cuadrados, tiene vistas al mar
y una probable puesta de sol memorable. La casa apenas tiene paredes, solo
las necesarias para aguantar la construcción. El resto son cristaleras enormes
que llegan desde el suelo hasta el techo. Está rodeada de palmeras y cuenta
con una zona de chill out en una parte del inmenso jardín. Tiene habitaciones
de sobra para que no tengamos que compartir entre nosotros, chimenea y una
piscina enorme con jacuzzi incluido. Y un precioso piano de cola.
—Hay un piano —digo en voz alta en cuanto lo veo.
—Sí, Olly se aseguró de que hubiera uno. Si no había piano, no
alquilábamos la casa —me informa Moira sonriendo.
Claro, cómo no. El perfecto Oliver Aston siempre tan considerado. No me
habla, pero, eso sí, se asegura de que pueda tocar el piano, y de que me sienta
culpable por ser tan miserable de no hablarle mientras él tiene estos
encantadores detalles conmigo. ¿Por qué no puedo pedirle perdón y seguir
con nuestras vidas? ¿Aunque solo sea como amigos? Quizá sea eso lo que me
está matando, que solo vamos a ser amigos aun habiéndonos amado. Aun
sabiendo lo feliz que me puede llegar a hacer.
Dejo mis cosas en una de las primeras habitaciones que encuentro, y, tal y
como se veía por fuera, tiene un gran ventanal en uno de los lados. Apoyo la
frente en el cristal y observo el hermoso exterior, que empieza a oscurecerse
con la caída del sol. Ante semejante panorama, me propongo pasármelo bien
en estos días.
Al día siguiente, corroboro lo que ya me imaginaba. Me encanta esta isla,
lo tiene todo. Buenas vistas, buena comida, buen ambiente. Cierro los ojos y
cojo aire. Huele tan bien, huele a Ibiza. Jamás me había encontrado con un
olor así.
Recorremos todas las calas poco transitadas de la isla y alguna más.
Comemos paella y bebemos sangría. Todas las noches vemos la puesta del
sol, a veces desde casa, y otras veces desde algún garito que nos ha llamado
la atención. Visitamos el puerto y el centro de la ciudad, y observamos
embelesados los desfiles de gogós de las discotecas.
Los quince días transcurren sin demasiadas novedades, pero el último día
pasa… lo que tenía que pasar: que la situación explota, por fin.
A pesar de estar de bastante mejor humor que al inicio del viaje, es
inevitable que algún día te levantes con el pie izquierdo. Todo te sale mal: se
te resbala de las manos el exprimidor cuando tenías el vaso lleno de zumo,
provocando que caiga al suelo; la tostada cae, por descontado, por la parte de
la mermelada; pasta de dientes en la camiseta recién puesta… Ley de Murphy
en todo su apogeo: Si algo puede salir mal, va a salir mal.
Antes de comer, Oliver prepara unos martinis, y yo decido tumbarme en
una de las hamacas que rodean la piscina con mi precioso y escueto bikini
rojo, a relajarme a base de alcohol. Y estoy tan tranquila, pero Olivia no sé
qué problema tiene con su tumbona y con la posición del sol que no hace más
que moverse de un lado para otro.
—Estate quieta, me estás mareando —le recrimino, bajándome las gafas
de sol.
—Eso es porque estás borracha —afirma con contundencia.
—No lo suficiente.
Oliver viene de nuevo con la bandeja llena de copas de Martini.
—Ponme otro.
—Te has tomado cuatro en cinco minutos, ¿no crees que deberías parar?
—¿Eres mi padre?
—No.
—Pues ponme otro.
—Tampoco soy tu puto esclavo.
—Esa boquita —le digo, para seguir provocándolo. Oliver no es muy
dado a decir palabrotas; creo que Adam las dice todas por los tres juntos.
Claro que, cuando Oliver se cabrea, las suelta todas juntas.
—Bien que te ha gustado esta boquita cuando has querido.
Parece que hoy estamos contestones. ¿Igual también se le ha caído la
tostada y tiene un mal día y ha decidido descargarse conmigo? Y yo
pensando que iba a quedarme aquí tranquilita en mi hamaca tomando el sol y
bañándome en martinis con aceitunas.
—Cierto, me ha gustado, pero ya no me gusta, así que, cuando te dirijas a
mí, muestra un poco de jodido respeto. —Yo también sé decir palabrotas—.
Que se note que has ido a un colegio de pago.
—He ido al mismo puto colegio de pago que tú, y no veo que tú hayas
mostrado ni un ápice de puto respeto por ninguno de nosotros durante el puto
mes que llevamos de vacaciones. —Intento contar los «putos», ¿cuántos van
ya?—. Bueno, si es que a esto se le pueden llamar vacaciones.
—No haber venido —le digo, tan tranquila; creo que es el alcohol que
corre por mis venas el que no me permite exaltarme.
—¡¡A la mierda!!
Oliver tira la bandeja al suelo provocando tal estruendo que hasta el
grupito de nuestros amigos que permanecía dentro de la casa sale para ver
qué ha sucedido.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Brian.
Miro a mi alrededor y veo que todos los ojos de la pandilla están puestos
en Oliver y en mí. Nos siguen con la mirada incluso cuando ven que Oliver
me coge en volandas y me levanta de la tumbona. ¿Pero qué hace? ¡Dejad de
mirarnos y ayudadme!
—¿Qué haces? ¡Suéltame, imbécil!
—Tus deseos son órdenes para mí, nena.
Me suelta cuando me tiene justo encima de la piscina. Caigo sobre el agua
y me sumerjo hasta que toco el fondo con los pies. Cuando consigo salir y
apartarme el cabello mojado del rostro, descubro que Oliver también está
dentro de la piscina. Se me han bajado los martinis del tirón.
La pandilla al completo rodea la piscina, expectantes por el próximo
movimiento. Oliver y yo nos miramos, cabreados el uno con el otro, pero sin
decirnos nada. Es como un western, ¿quién será el primero en desenfundar?
—Venga, todo el mundo fuera de aquí. —Adam tira de ellos, uno por uno,
y los guía hacia la entrada de la casa.
—Pero Adam… —intenta quejarse alguien.
—He. Dicho. Que. Todo. El. Mundo. Fuera. De. Aquí —repite despacio,
marcando cada palabra con tono amenazador.
Se asegura de que entran todos en la casa y cierra de un portazo. Acto
seguido, viene hacia nosotros y se sitúa en la orilla que tenemos más cerca.
—Ya está. Ahora sacadlo todo de una puta vez para que podamos seguir
con nuestras jodidas vidas.
Conteo de palabrotas de los últimos minutos: ocho.
5
Caer

Durante los siguientes minutos, que a mí se me hacen eternos, pero que no


creo que lo sean tanto, porque Adam no tiene demasiada paciencia, solo se
escucha silencio. Ni siquiera hay borboteo de agua; tanto Oliver como yo
permanecemos inmóviles, ambos en bañador y con el agua de la piscina que
nos cubre hasta los hombros. Bueno, a Oliver algo menos porque me saca
más de veinte centímetros.
—¡No tengo todo el maldito día! —nos chilla cabreado desde su seca
posición—. Si no empezáis vosotros, lo haré yo, y os aseguro que me apetece
soltar de todo por esta boquita, por lo que no os lo aconsejo. A no ser que
estéis dispuestos a escuchar un par de verdades. —Sí, esto último ha sido una
amenaza en toda regla.
—Creo que podemos solucionarlo entre nosotros —informa Oliver, sin
quitarme su inquisitiva vista de encima. Tiene mechones de pelo que le
cubren la frente y miles de diminutas gotitas por el rostro y el cuello. ¿Por
qué tiene que ser tan guapo? No es justo. Incluso así, todo enfadado y
dispuesto a atacarme, está para comérselo a besos. ¿Es que acaso voy a estar
toda la vida loquita por él? ¡Que alguien me explique cómo curarme, por
favor!
—¿Sí? —pregunta Adam para asegurarse—. Adelante, entonces, rubiales.
Te ha tocado.
Tanto Oliver como yo dejamos de mirarnos para dirigir nuestros ojos a
Adam. Él, que adivina nuestras intenciones, nos deja clara su postura.
—¿Qué? —nos dice, cruzando los brazos en el pecho—. No pienso
largarme a ninguna parte. Lo que tengáis que decir lo vais a hacer delante de
mí, así me encargo de que no haya malentendidos, ya que ha quedado más
que claro con el paso de los años que vosotros solos sois unos putos liantes.
Oliver y yo volvemos a mirarnos de nuevo el uno al otro y aceptamos su
postura. De todas maneras, se va a enterar después de todo lo que vamos a
hablar. Claro que, entonces, tendría dos versiones subjetivas y, de esta
manera, va a ser partícipe de la auténtica conversación real.
—¿No crees que es suficiente? —me pregunta Oliver con rabia.
¿Suficiente? Yo qué sé. Estoy metida en tal espiral de rabia y
remordimiento que no sé cómo salir. Me siento como los guionistas de
algunas series que enrollan tanto la trama que luego no saben cómo cerrarla.
Ahora los entiendo. Me prometo no volver a quejarme por esos finales tan
insulsos.
—No lo sé —contesto entre susurros. ¿Será Oliver capaz de ver lo perdida
que estoy en estos momentos? ¿Él está igual que yo?
—No lo sabes —repite mi frase, asintiendo con la cabeza—. ¿Esa es toda
tu respuesta?
Ante su pregunta acusadora, yo solo puedo encogerme de hombros. Ni
siquiera me encuentro como hace años, en mitad de una encrucijada donde
tengo que elegir entre varios caminos, porque lo único que veo a mi alrededor
es la nada, no hay caminos por dónde tirar, solo vacío.
—¡Mierda, Sara! ¡Ya está bien! ¡No puedes seguir así! ¿No te basta con
lo que sufrimos hace cuatro años? Joder, lo habíamos superado y estábamos
bien. ¿Por qué te empeñas en seguir con esta actitud?
—No lo sé —repito, sumida en mi vacío.
—¡Sí lo sabes, joder! ¡Suéltalo ya! —Oliver golpea el agua con la mano,
salpicándonos a los dos.
Esas pocas gotas de agua me sacan de mi ensimismamiento y, aunque no
consigo ver ningún camino en el horizonte, sí distingo qué es lo que me ha
llevado hasta donde estoy.
—¡Porque te odio y me odio a mí misma por lo que nos hemos hecho!
—¡Yo también estoy cabreado, joder! ¡Contigo, conmigo y con todo el
puto mundo! ¿Pero qué sentido tiene estar pagando ahora por lo que hicimos
hace tiempo? ¿Vamos a odiarnos lo que nos queda de vida? ¿Hemos perdido
el derecho a seguir siendo amigos? Porque bastante duro es saber que te he
perdido como pareja, no permitas que nos perdamos como amigos. Por favor.
Oliver se ha acercado tanto a mí que casi se rozan nuestras narices. Su
olor me golpea y se me acelera el corazón. Me mira, esperando una reacción,
pero yo lo único que hago es comenzar a llorar de impotencia. Estamos tan
cerca el uno del otro que el cuerpo me pide a gritos que me lance y lo abrace,
pero todavía hay algo que me lo impide. Tan lejos y tan cerca. Aun así, en mi
mente, comienza a dibujarse un pequeño y borroso sendero que me lleva
hasta él.
—Ya toca levantarse, Sara.
—¿Levantarse? —le pregunto, confundida.
—Sí, levantarse. Eso es lo que hacemos. Nos caemos, tocamos fondo y
volvemos a subir para respirar de nuevo. Llevamos toda la puta vida
haciéndolo.
¿Eso es lo que hacemos? Supongo que sí. Caer para volver a levantarse.
—¿Y qué pasa si llega un momento que, de tanto caer, no puedes salir de
ahí? —pregunto asustada.
—Eso nunca va a pasar, Totó. —Adam habla por primera vez—. Porque
somos tres, y no vamos a caer los tres sin remedio, eso te lo puedo asegurar.
Siempre habrá uno que no caiga del todo. Así funcionamos.
Siempre lo había creído así, pero la figura de Oliver ha cambiado en mi
percepción y no sé cómo volver atrás.
—No sé cómo comportarme contigo —me dirijo a Oliver de nuevo, y su
expresión de dolor hace que casi me arrepienta de mi comentario, pero es que
es la verdad.
—No me digas eso, joder. Soy el de siempre. Soy tu Oliver, tu mejor
amigo. Sigo siendo aquel niño de nueve años al que le robaste el corazón.
—¿Lo eres?
—Sí, eso nunca va a cambiar, desde luego no por mi parte. Nunca, Sara.
Pase lo que pase.
A mi cabeza acuden imágenes de nuestro primer encuentro. Lo recuerdo
como si hubiera pasado hace cinco minutos aunque han pasado más de
quince años: su pose de niño altivo, sabelotodo e intransigente, sus
enfrentamientos dialécticos conmigo, los acercamientos, nuestras primeras
noches juntos, nuestros primeros momentos como amigos…
—¿Qué nos ha pasado? —En su voz se filtra la nostalgia.
—Quizá hemos cambiado.
—No, no es eso. ¿Te das cuenta de que conmigo eres más dura que con
nadie? Incluso más dura que con él —me dice, señalando a Adam—, y se
supone que estamos al mismo nivel. Perdonas los errores de los demás, pero
los míos no, me castigas sin descanso. ¿No debería ser al revés? ¿No deberías
pasar más por alto mis fallos porque me quieres? En lo bueno y en lo malo,
¿no? No soy perfecto, Sara. Yo también cometo errores.
«Pero para mí sí lo eres. O lo eras», estoy a punto de decirle. Nunca lo
había pensado, jamás me había planteado que soy más exigente con él que
con cualquiera. Quizá sea porque, junto con Adam, es a quien más quiero en
el mundo, y jamás me había fallado hasta que lo jodimos todo liándonos.
Repito mis propios pensamientos, es a quien más quiero en el mundo. La
verdad me aplasta como si cayera una pared de cemento sobre mi cabeza. Me
seco las lágrimas de las mejillas y me rindo. Ahora veo claro el camino.
—No puedo más, Olly, necesito que superemos esto. No quiero luchar
más contra ti.
Levanto la mirada y espero con ansia su reacción.
—Ven aquí. —Y no tiene que decirme nada más. Me dejo envolver por
sus brazos y le rodeo con los míos. Coloco mi mejilla en su cuello y vuelvo a
ser feliz de nuevo. Así de fácil. Al final, Adam también tiene siempre razón:
nosotros lo complicamos todo.
Nos abrazamos con fuerza mientras yo lloro de tristeza, de felicidad, de
arrepentimiento y de un montón de sensaciones más. ¿Existen tantos tipos de
lágrimas? Seguro que sí, y seguro que yo las he probado todas. ¡Cómo he
echado de menos a mi mejor amigo!
Segundos después, Adam se lanza al agua y se mete en medio,
abrazándonos a los dos.
—Ya era hora, joder.
Permanecemos abrazados un rato hasta que Adam habla de nuevo y nos
separamos.
—¡Ya podéis salir! —chilla hacia el interior de la casa mientras salimos
de la piscina.
Escuchamos aplausos. Toda la pandilla sale fuera para celebrar nuestra
reconciliación y lo celebramos, vaya si lo celebramos, hasta que se acaba.
Volvemos a casa, volvemos a la realidad. ¿Qué voy a hacer con mi vida?
No tengo ni idea. Resultaba entendible que no lo supiera con dieciocho años,
pero con veinticuatro…
6
Y levantarse

Mi querido progenitor nos ha reunido en casa para darnos la bienvenida


después del largo viaje que nos hemos pegado por nuestras vacaciones de
verano y, ya de paso, para celebrar que Oliver, Adam y yo nos hemos
licenciado (por fin) en la universidad.
A mi padre le encanta hacer reuniones. En cuanto tiene la menor
oportunidad, organiza un guateque en casa. Ha colocado varias mesas en el
amplio jardín, con canapés y bebidas, y ha colgado farolillos de colores por
todas partes. Se le ve contento. Creo que, cuando me fui de vacaciones,
sospechaba que me ocurría algo con Oliver, pero ahora, al vernos bien, intuye
que, fuera lo que fuera, lo hemos solucionado.
El sol empieza a esconderse y el cielo se tiñe de naranja, pero la
temperatura es agradable. Estamos a primeros de septiembre y, de momento,
seguimos disfrutando del tiempo estival (aunque aquí, en Edimburgo,
«estival» no es sinónimo de «cálido», pero este año está siendo más
veraniego de lo habitual). Los invitados hablan, entretenidos, mientras comen
y beben, y mis amigos están sentados en una de las mesas, charlando y riendo
como los demás.
Me siento bien. Me gusta tenerlos a todos aquí. Entro al salón, me siento
al piano y empiezo a mover mis dedos por las teclas, interpretando, a mi
manera, una pieza de Beethoven.
Borrón y cuenta nueva: este es mi propósito para mi relación con Oliver.
Queda prohibido pensar en lo que hicimos bien o mal o en lo que dejamos de
hacer. Es mi mejor amigo y lo necesito como tal, así que voy a olvidarme de
todo y hacer lo que me dicta el corazón; él sabe que necesito al rubio
guaperas en mi día a día y dan ganas de pegarse cabezazos contra la pared
pensando en los meses que hemos perdido peleándonos.
Claro que, visto desde fuera, parece sencillo. Pero hay que estar dentro del
laberinto. Suele ser complicado encontrar la salida. Aun así, la hemos
encontrado. Mi cuerpo se anima ante estos pensamientos positivos, y mi
pierna izquierda bailotea al ritmo de la melodía. Todo va a salir bien.
Pear
Estoy sentada en una de las mesas que tienen los Summers en su jardín,
con toda la pandilla, aunque es como si estuviera sola, porque estoy perdida
en mis pensamientos; o, al menos, así es hasta que el centro de todos ellos
aparece en mi campo de visión:
Daniel Summers.
Llevo meses evitándolo porque, a pesar de que han pasado años desde que
me abandonó, no he podido olvidarlo ni siquiera un poquito. Y estoy harta.
He tocado fondo.
En realidad, lo toqué hace meses, cuando me cansé de seguir con la
continua guerra que llevábamos entre nosotros. El que más jodiera al otro
ganaba, y todo valía: insultos verbales, liarse con otra persona delante de las
narices del otro… Llevábamos años así y yo no podía seguir con ello porque
¿qué sentido tenía? ¿Ese es el tipo de relación que mantienen los exnovios?
¿Por qué nos hacíamos daño de esa manera?
Mi postura durante ese periodo era clara, quería que se diera cuenta de
que yo era lo mejor de su vida, pero no estaba dando resultado, porque el
tiempo pasaba y seguíamos igual. Y mantener algo así es agotador. Mi
cabeza no daba para más y mi corazón estaba harto de sufrir.
Por eso me porté con él de manera tan civilizada el mes pasado cuando
vino al velero a espabilar a su hermana. Se acabó el incordiarlo sin motivo.
Daniel no me quiere (por fin me he dado cuenta de ello), así que quiero
intentar llevarme bien con él por Sara. Si no fuera su hermano, lo más seguro
es que no volviera a verlo en la vida, pero, como tengo asumido que voy a
tenerlo a mi alrededor por siempre jamás, lo mejor es ignorarlo e intentar
olvidarme de él. Supongo que él respondía a mis ataques por inercia, pero,
ahora que busco paz, tomará ejemplo y empezaremos a comportarnos de
manera más civilizada.
El susodicho me hace un gesto con la cabeza desde la distancia,
indicándome que lo siga. Sin dejar de mirarlo, veo cómo entra en la casa.
¿Qué quiere ahora? Hago el amago de levantarme, pero me retracto y me
vuelvo a sentar. No quiero seguirlo a ningún sitio. No quiero ser su perrito
faldero nunca más.
A pesar de estar ensimismada en mi mundo, hay algo que me llama la
atención. Una melodía. En un piano.
Sara.
En los últimos meses, las piezas que ha estado interpretando llevaban
asociado un matiz triste y amargo. Era siempre igual, entraban ganas de
echarse a llorar, pero hoy algo ha cambiado. Hay un toque… alegre,
esperanzador; incluso estando yo en el jardín y ella en el salón, me llega el
sonido.
—¿Estáis escuchando lo mismo que yo? —pregunto a mis amigos, que
están sentados conmigo alrededor de la mesa.
—Sí —me contestan todos a la vez.
Busco a Oliver con la mirada, pero no lo encuentro. Recuerdo que sí ha
llegado a estar sentado con nosotros en la mesa, pero ha debido de levantarse
sin que me diera cuenta. Lo busco por el jardín y lo localizo apoyado en la
puerta corredera que da acceso al salón. Está mirando fijamente a Sara. Vaya
par.
—Ya empieza a ver la luz. ¿Notáis el matiz en la melodía?
—Alto y claro —contesta Adam con una gran sonrisa en la cara.
—¿Tan malo ha sido?
Me giro hacia esa voz desconocida. Es Raquel, la novia de Marco. Me
cuesta hacerme a la idea de que ahora somos uno más. Cada vez pasa más
tiempo con nosotros y que conste que no tengo nada en contra, es una buena
chica. Me alegro por Marco, ha encontrado a su yin.
—Peor.
Me levanto de mi silla y justo siento que me vibra el móvil. Lo sacó del
bolsillo del pantalón y Dan Dan aparece en la pantalla (cuando Sara me contó
que su última conquista lo llamaba Dan Dan, no pudimos evitar, ninguna de
las dos, ponerle ese nombre en el móvil. Es que, a ver, ¿Dan Dan?). Hace
años que no me llama por teléfono, solo hemos intercambiado mensajes
agresivos metiéndonos el uno con el otro. Ignoro la llamada y sigo mi
camino.
Paso por delante de Oliver y le guiño un ojo. Me acerco al piano y me
siento junto a Sara, que se echa a un lado y me hace hueco en el taburete a la
vez que me sonríe. Disfruto del momento hasta que me vibra el móvil de
nuevo. Otro mensaje.

Dan Dan: ¿Por qué no has venido conmigo? Sé que has entendido mi gesto,
no te hagas la tonta.
¡Maldito Summers! Mi intención era precisamente hacerme la tonta. «Y
es lo que voy a hacer», decido al instante. Pero mi querido exnovio, haciendo
alarde de su escasa paciencia, me manda otro mensaje.

Dan Dan: ¿No vas a contestarme? ¿Puedo saber qué coño pasa contigo?

Sé lo insistente que puede llegar a ser el pequeño de los Summers, por lo


que decido contestarle y dejarle las cosas claras.

Pear: ¿Por qué debería seguirte? Se acabó, Daniel. No puedo más.

Soltar esas palabras tiene un efecto liberador en mí. Todavía no he


escupido por la boca todo lo que me gustaría, pero algo es algo.

Dan Dan: ¿No puedes más? ¿De qué coño estás hablando? Te espero en mi
cuarto, si no vienes en dos minutos bajo a buscarte, me importa una mierda
que estés con tus amigos.

Joder, ¡qué ganas me entran de darle un puñetazo en toda la cara! ¿Quién


coño se cree que es? Si no fuera porque no quiero sacar a Sara de su pequeña
burbuja de felicidad, lo hubiera esperado aquí con los puños preparados, pero
ha tenido suerte, porque justo hoy su hermana ha decidido sacar la cabeza del
hoyo en el que se encontraba.
Le toco un hombro a Sara en señal de apoyo y me levanto con pesar para
dirigirme a la habitación del diablo en persona.
Mientras subo las inmaculadas escaleras, mi ira va incrementándose. Al
llegar al segundo piso, casi me dejo llevar por ella; casi, porque, en el último
momento, antes de cruzar el umbral de su santuario, decido seguir con el plan
inicial: ignorar a Daniel Summers. Es la única manera de superarlo, no puedo
seguir jugando a su juego.
Abro la puerta sin llamar y me lo encuentro a escasos centímetros de mi
rostro. Tiene toda la pinta de que estaba a punto de salir en mi busca.
—¿Qué coño pasa contigo, Pear?
Me meto en la habitación porque no quiero discutir en el pasillo y, al
entrar, miles de recuerdos me vienen a la cabeza. A pesar de haber cortado
con Daniel hace años, mi presencia en su habitación ha sido continua. Cada
vez que venía a visitar a Sara, me colaba aquí para hacerle putadas. Le
rompía los condones para que no pudiera tirarse a otras, le desordenaba los
papeles colocados a la perfección sobre su excesivamente ordenada mesa de
arquitecto, le escondía el ratón del ordenador, le cambiaba los tapones de los
bolígrafos para que se equivocara de color… En fin, pequeñas travesuras para
que tuviera siempre mi persona en mente.
He perdido la cuenta de cuántas caritas rojas enfadadas y de cuántas
frases amenazadoras han llegado a mi WhatsApp. Cojo aire y me preparo
para lo que viene.
—Conmigo no pasa nada. ¿Qué pasa contigo?
Daniel cierra la puerta de su habitación y, a continuación, pasa por mi
lado como una exhalación para cerrar la puerta del baño que comunica con la
habitación de su hermana. Se gira hacia mí y coloca sus brazos en la cintura.
—¿Puedo saber por qué coño llevas los últimos meses ignorándome?
Estaba segura de que se había dado cuenta de mi nueva actitud. Siempre
ha sido un chico listo. Y yo nunca he sido de medias tintas.
—Porque no me apetece seguir peleando contigo, Daniel.
—¡Vaya! Así que reconoces que has estado evitándome.
—Sí. No tengo ningún problema en reconocerlo. Me he cansado de
insultarte y de enrollarme con otros tíos para intentar darte celos. A partir de
ahora, no existes para mí, ni para bien ni para mal.
—Pero ¿qué hostias estás diciendo?
Se acerca a mí y yo me siento en su cama. Siempre me ha gustado esta
cama, es enorme y huele a él. Acaricio con suavidad el edredón azul marino
con dibujitos de patines en línea y sonrío con añoranza. Creo que esto es una
despedida.
—Daniel, ¿no estás harto de que nos peleemos? ¿No ves que no llegamos
a nada? Nuestros caminos se separaron hace muchos años, y es hora de cortar
por lo sano. Tenía la esperanza de que volviéramos a ser los de siempre en
algún momento, pero me he dado cuenta de que eso no es posible.
Incluso yo me sorprendo de lo madura que parezco. Daniel se sienta a mi
lado en la cama.
—¿Te has dado cuenta así, de repente?
—No, en realidad lo sé desde hace tiempo, pero no quería reconocerlo
porque no estaba preparada.
—¿Qué quieres decir?
—Que tú no me quieres, Daniel. Y que creo que el chico del que yo me
enamoré, en realidad, nunca existió. Pensaba que tú eras mi príncipe azul,
pero nunca lo has sido. Quiero enamorarme de nuevo de alguien que me
quiera y esté dispuesto a todo por mí. —Me paro para respirar—. Y no puedo
hacerlo si sigo luchando contigo. Necesito desintoxicarme de ti y para ello
tengo que tratarte como lo que eres, el hermano de mi mejor amiga. No te
voy a negar el saludo, porque además no te guardo ningún rencor, pero no me
apetece darte nada más. Se acabaron nuestros juegos, puedes utilizar tus
bolígrafos sin miedo a equivocarte de color.
¡Qué bien sienta esto! Lo he dejado sin palabras, porque tarda un rato en
contestarme.
—No te reconozco.
—No tienes que hacerlo, tú y yo no somos nada.
—¡Deja de decir eso, joder!
—Es la verdad, tú solo eres el hermano de mi…
—¡Mentira! ¡Yo soy mucho más que eso y lo sabes! ¡Soy tu exnovio y tú
eres mi exnovia! No metas a Sara en esto. Y, para que lo sepas, hace muchos
años que no me confundo de bolígrafo, tengo un juego completo escondido
en el cajón de los calcetines. Lo compré después de estar un mes entero
pintando de rojo lo que quería pintar de negro.
Pues eso sí que no me lo esperaba. ¡Qué cabrón! ¡Cuántos minutos
perdidos durante estos años cambiando los tapones! Sacudo la cabeza para
cambiar la línea de mis pensamientos. No entiendo su actitud; debería estar
contento de que por fin lo deje en paz.
—Está bien, Daniel. Somos exnovios, pero no por ello tenemos que estar
siempre mordiéndonos entre nosotros, eso tiene que cambiar.
—¡Yo no quiero que cambie nada entre nosotros! Estamos bien como
estamos.
¿Que estamos bien? ¿Hacernos daño entre nosotros es estar bien?
Daniel cada vez está más cerca de mí, nuestros muslos se rozan y no lo
soporto. Me levanto de la cama y me planto en mitad de la habitación.
—¿Qué es lo que te cabrea tanto, Daniel? Por fin te voy a dejar en paz.
—¡Es que no quiero que me dejes en paz! —Se levanta también de la
cama y me arrincona contra la pared.
—¿Qué quieres entonces? —pregunto, desesperada, y con la respiración
agitada—. ¿Qué quieres de mí, Daniel?
Deseo con todas mis fuerzas que me conteste, saber qué demonios quiere
este chico de mí, pero no me contesta, lo que hace es estrecharme más contra
su cuerpo y… besarme.
Sara
Casi todos los invitados se han ido y apenas he sido consciente de ello.
Me alejo del piano y me acerco a Oliver y Adam, que descansan en el sofá.
—¿Y los demás?
—Se han ido, no han querido interrumpirte.
Qué extraño. Pear siempre me interrumpe, le importa muy poco que esté
en mitad de una interpretación, jamás se va sin despedirse de mí.
—¿Pear se ha ido?
—Supongo que sí, hace mucho que no la veo —contesta Adam, mientras
se levanta del sofá—. Me apetece respirar aire fresco, ¿me acompañáis?
—Llevas toda la tarde en el jardín —increpa Oliver.
Envío un mensaje a mi amiga para ver dónde está.
—Me gusta el jardín —le responde Adam.
Nos dirigimos los tres al jardín cuando casi nos chocamos con Daniel. Se
me queda mirando con una expresión extraña en la mirada.
—¿Qué me miras? —le pregunto a mi hermano.
—¿Qué me miras tú? —me devuelve la pregunta, de malas maneras.
—¿Yo? Nada —le digo, confundida.
—Vengo del baño, ¿es que acaso no puedo ir a mear?
—Puedes ir donde te dé la gana. Nadie te ha dicho nada.
¿Pero a este qué le pasa?
—¡Pues deja de cuestionar lo que hago y lo que dejo de hacer!
—¿Me estás vacilando? —No se me ocurre otra alternativa para su
extraño comportamiento.
—¡Déjame en paz ya, joder!
Se da media vuelta y sube las escaleras hacia el piso de arriba.
—¿Y a este qué le pasa? —expreso en alto mis pensamientos—. Y luego
la bipolar soy yo.
—A mí no me preguntes —me dice Adam—, hace mucho que me rendí
con los mellizos Summers. Se os quiere, pero no hay quien os entienda.
Pongo los ojos en blanco y salgo al jardín en busca de un lugar donde
sentarme. Veo el balancín al fondo y me siento en el medio, dejando espacio
para que Oliver y Adam se sienten a ambos lados. Ha refrescado, pero la
temperatura sigue siendo agradable; como no es lo habitual en Edimburgo,
hay que disfrutarlo. Estoy en manga corta, pero no tengo frío porque los
cuerpos de mis amigos me resguardan del poco aire fresco que corre.
Permanecemos un rato sentados mirando al infinito y disfrutando del
momento hasta que Adam habla.
—Ya estamos licenciados, tíos. Se me va a hacer raro no tener que
estudiar ni madrugar para ir a clase a diario.
—Tú no has hecho eso en la vida, Adam —le dice Oliver, riéndose. Yo lo
secundo.
—Ya me entendéis, coño. ¿Qué vamos a hacer ahora?
No nos da tiempo a contestar porque nuestros padres aparecen en nuestro
campo de visión.
—Adam, el lunes te paso a recoger a primera hora para ir al despacho. Me
llevaré a Ewan conmigo y, entre los dos, te iremos poniendo al día de todo.
El padre de Oliver es CEO de una empresa de telecomunicaciones y,
desde que fallecieron los padres de Adam, él, junto con su equipo de
abogados, se han ocupado del despacho de los Wallace. Recuerdo que Adam
les firmó un poder y, desde entonces, ellos han estado administrando el
negocio en su nombre. Ahora que está licenciado, es lógico que el padre de
Olly quiera ponerlo al día. Supongo que el tal Ewan será uno de sus
abogados.
—Ahí tienes la respuesta a tu pregunta —le dice Oliver. Qué suerte, lanza
una pregunta al aire y un segundo después tiene la respuesta, ¿por qué a mí
no me pasa lo mismo?
Mi padre y los padres de Olly cruzan un par de frases más con nosotros y
nos dejan solos de nuevo.
—¡Joder! ¡El lunes! Tu padre podría darme unas vacaciones. Acabo de
licenciarme.
—Llevas más de un mes de vacaciones, Adam.
—Pero, a partir de ahora, se acabó para siempre.
—No seas tremendista. —Adam ignora mi comentario y continúa con su
discurso.
—Tenía ganas de llevar el despacho de mis padres, sabéis que sí, para eso
estudié Derecho. Pero, joder, se veía tan lejos, y, ahora que ha llegado el
momento, estoy acojonado.
—No te preocupes, mi padre no te va a dejar solo.
—¿Y tú qué vas a hacer? —le pregunta Adam a Oliver.
—No lo sé, de momento el lunes tengo que ir a la universidad. Me han
llamado y me han dicho que acuda a primera hora.
—¿Para qué?
—No lo sé.
—Sara, ¿y tú?
—No tengo ni la menor idea —contesto con sinceridad.
—Tu padre quiere que vayas a su despacho.
—Ni loca trabajo con Daniel.
—Estaríais en departamentos diferentes, él es arquitecto y tú abogada —
me informa Oliver—, apenas ibais a coincidir.
—Mi padre ya tiene abogados. Paso.
—Sara —Oliver insiste—, nos matriculamos en Derecho por Adam, pero
a ti te gustó desde el principio. Resultó ser mejor de lo que pensabas.
—¿A dónde quieres llegar?
—¿Por qué no vas con Adam al despacho?
¿Con Adam? ¿A su despacho?
—Joder, Olly, ¡es una idea cojonuda!
No estoy de acuerdo con Adam.
—No sé qué pinto yo allí.
—Lo mismo que yo.
Le lanzo una mirada de reproche a Adam por su comentario.
—No me mires así, Totó, es la verdad. No siento que sea algo mío.
—No digas eso.
—Pero es una buena idea. Podrías ayudarme.
—Lo pensaré, pero no prometo nada.
—Tu padre no te va a dejar vagabundear por casa.
—Ahí tienes razón, Olly. Quizá me vaya a vagabundear a la tuya —
comento, pensativa.
—Mi padre tampoco te va a dejar.
—Mierda, tienes razón. En fin, no voy a pensar en ello ahora. ¿Sabéis?
Este es un buen momento para parafrasear a Escarlata O’Hara. Lo hago a
menudo; me encanta hacerlo.
Mis amigos me miran ceñudos mientras yo paso los brazos por detrás de
mi cabeza y me apoyo en el balancín.
—Pensaré en eso mañana.
7
Oliver… ¿profesor?

Adam se ha ido a primera hora de la mañana con el padre de Olly. Me resulta


extraño levantarme y que no esté en la cama. Es tan inusual, nunca se
despierta antes que yo. Supongo que tendré que acostumbrarme, ahora que mi
mejor amigo va a empezar a trabajar y yo no.
Por lo que he podido deducir, cuando esta mañana ha llegado Eric a casa,
Adam estaba vestido y desayunando en la cocina, pero han debido de tener
una buena bronca porque me han despertado sus gritos inentendibles desde la
cocina y, poco después, Adam ha vuelto a la habitación.
Me he levantado para darle los buenos días antes de que se fuera; he
supuesto que había vuelto a subir a su habitación porque se le había olvidado
algo, pero, al ver su expresión de hastío, me he dado cuenta de que pasaba
algo.
—¿Qué te pasa? —Lo perseguí por el pasillo mientras se dirigía a su
dormitorio murmurando improperios.
—Eric me ha obligado a cambiarme de ropa, dice que no puedo ir «con
estas pintas» —se señaló a sí mismo— al despacho y que tengo que ponerme
un traje.
Lo miré de arriba abajo: playeras Vans negras, pantalones vaqueros
estrechos, camiseta negra, chupa de cuero, cabello alborotado…
—Y tiene razón. —Entramos en su cuarto y me senté en la cama a la
espera de su siguiente movimiento.
—Esto tengo que negociarlo —me dijo, mientras removía la ropa de su
armario en busca de un traje. Cuando por fin dio con uno, se desvistió a toda
prisa y se puso su nuevo uniforme de trabajo.
—No es negociable, Adam. —Me acerqué a él y le coloqué bien los
cuellos de la camisa. Y lo peiné con los dedos, que no le venía mal—. Ahora
eres un abogado respetable y debes ir elegante, pero no te preocupes porque
el fin de semana puedes volver a tus ropas de rockero perdonavidas.
—¿Y qué hago con esto? —me preguntó con la corbata en la mano.
Me quedé mirando la corbata con atención, pero no fui capaz de llegar a
una solución.
—Dile a Eric que te ayude, yo no sé cómo se hace, pero prometo aprender
a hacerlo para mañana.
Mi mejor amigo solo gruñó en respuesta. Me dio un beso en la mejilla y
se fue corriendo al piso de abajo. Como no tenía nada que hacer, me he
vuelto a meter en la cama, y aquí estoy ahora, recién levantada por segunda
vez porque alguien me está llamando al móvil. Cojo mi teléfono y miro la
pantalla para ver quién osa perturbar mi descanso.
Es Olly.
—Hola —respondo al momento.
—¿Estás en casa?
—Sí.
—No te muevas, llego en quince minutos.
Gran conversación. Me quedo sentada en la cama pensando en qué puede
pasar para que Olly ande tan acelerado. Supongo que lo descubriré en quince
minutos.
Me levanto de la cama y voy al baño a peinarme y lavarme la cara.
Cuando decido que estoy más o menos presentable, salgo y voy directa a la
cocina. De camino, leo el mensaje que me envió Pear ayer por la noche.

Pear: ¡Perdona! Me he ido sin despedirme, estaba cansada y te vi tan


contenta y concentrada en el piano que me dio pena interrumpirte.

Al menos, parece que no le pasó nada.


—Buenos días, Sara. Hacía tiempo que no te despertabas tan tarde.
Miro el reloj y descubro que es mediodía. Todo un récord. Le devuelvo el
saludo a la señora Baker y me siento en uno de los taburetes a desayunar.
—¿Lo de siempre?
—Sí, por favor.
Estoy comiéndome una tostada y hablando con mi querida niñera sobre el
verano, a la vez que veo vídeos en internet de cómo se pone una corbata,
cuando llaman a la puerta.
—Es Oliver —informo con la tostada aún en la boca—.Voy yo.
Me acerco a la puerta de entrada y abro con entusiasmo. Oliver me espera
al otro lado con una gran bola amarillenta y rodeada de anillos. Bueno, más
que ver a Oliver, lo intuyo detrás de semejante artefacto.
—Mira lo que te traigo —me dice mientras entra en casa. Pasa a la
cocina, saluda a la señora Baker y apoya la bola en la mesa.
—Es Saturno.
—Muy bien, mi joven aprendiz padawan, veo que mis enseñanzas sirven
para algo.
—Cualquiera reconocería Saturno. —Me siento de nuevo y sigo
desayunando mientras toqueteo y admiro el planeta que con tanto mimo
Oliver construyó meses atrás para su ponencia ante los posibles futuros
estudiantes de Astronomía.
—Te sorprenderías. —Se sienta a mi lado y me quita una de las tostadas
de mi plato.
—¿Cómo es que te han dejado llevártelo de la universidad?
—Es mío, yo lo construí y, además, ahora voy a tener tiempo de sobra
para construir otro, no creo que lo echen de menos. Así que este es para
usted, señorita Summers.
—Explícame eso —le pido, mientras me levanto con la bola y pienso
dónde voy a colocarla.
Subimos las escaleras hacia el piso de arriba y vamos directos a mi
habitación.
—Me han ofrecido trabajo en la universidad, como profesor en el
departamento de Astrofísica.
—¿En serio? —Dejo Saturno encima de mi cama y me giro para darle un
abrazo—. ¡Olly, eso es genial! ¿Te van a dejar espacio para la investigación?
Lo que más le gusta a Oliver es mirar por el telescopio y observar y
observar… No dudo que la enseñanza le guste, pero no creo que le llene.
—Voy a tener espacio por todas partes, nena.
—Qué bobo eres.
—Solo tengo un par de clases diarias, y el resto de mi jornada la voy a
dedicar a la investigación.
—En ese caso, ¡felicidades! —Todavía sigo en sus brazos. Se está tan
bien que no quiero moverme, pero no puedo estar aquí hasta la eternidad.
—Gracias. —Oh, joder, y esa sonrisa…
—¿Tienes que ir de traje? —Sigo colgada de su cuello, pero, oye, él
tampoco me ha soltado.
—No.
—Adam se va a morir de envidia.
Entonces me acuerdo. Me suelto de su cuello y le cojo la mano para
llevarlo conmigo a la habitación de mi hermano.
—Necesito aprender a poner corbatas —le explico, mientras abro el
armario de Daniel en busca de una—, déjame probar contigo, he estado
viendo unos vídeos en internet. ¿Qué tipo de nudo llevan los abogados,
alguno tipo windsor o algo más normal?
—Estamos hablando de Adam, con el normal es más que suficiente.
Cojo la primera corbata que encuentro y me acerco a Oliver para poner en
marcha mi reciente aprendizaje. Le subo los cuellos de la camisa azul que
lleva puesta y le paso la corbata por detrás del cuello. Rememoro los pasos
que he visto y empiezo a maniobrar.
—¿Oliver?
—¿Mmm? —Aparto la vista del espléndido nudo que estoy haciendo y
busco su mirada.
—¿Es eso lo que quieres hacer? ¿Vas a aceptar?
Le bajo los cuellos de la camisa y observo que he completado con éxito el
objetivo de aprender a hacer nudos de corbata. Volvemos a mi habitación.
Me siento en la cama y lo invito a sentarse a mi lado, pero Oliver se tira en la
cama y se queda tumbado de espaldas mirando al techo. Lo imito y me tumbo
a su lado.
—De momento, no sé lo que quiero hacer, pero la idea de ser profesor y
enseñar al mundo lo maravilloso que es el cielo nocturno no me disgusta. Y
poder hacerlo desde aquí, sin tener que irme lejos de… Bueno, de todo lo que
tengo aquí… En fin, parece una propuesta imposible de rechazar, ¿no crees?
Cuando dice que no quiere irse lejos… ¿Lejos de mí, quiere decir?
—¿Eso qué significa, Oliver?
Como respuesta, solo obtengo un gran suspiro… Y un cambio de tema.
—Te invito a comer para celebrarlo.
Y me encantaría hacerlo comiendo con él, pero una idea se está forjando
en mi cabeza. Una noticia así hay que celebrarla como es debido y, después
de las terribles vacaciones que le he obligado a vivir, siento que le debo un
día especial. Solo nosotros dos.
—No puedo comer contigo, pero quedamos en tu casa en… —lo pienso
un momento mientras calculo el tiempo que me va a llevar hacer todo lo que
quiero hacer— hora y media.
—¿Qué estás tramando?
Me levanto de la cama y abro el armario para elegir la ropa que me voy a
poner. Dada la hora que es, vamos a andar muy justos de tiempo.
—¿Y dónde vas tan acelerada?
—Nada malo. ¡Me voy a la ducha! Luego te veo.
Mientras accedo a mi garaje mando un whatsapp a Brian para ver si le
apetece comer algo rápido conmigo. Por suerte para mí, no tiene grandes
planes y acepta encantado. Quedamos en un restaurante de comida italiana
del centro en diez minutos y, para cuando llego, mi amigo me espera en una
coqueta mesa al fondo del restaurante.
—Hola, Brian. —Se levanta para darme un beso en la mejilla y me invita
a sentarme a su lado.
—Hola, Sarita.
—Vengo a pedirte un superfavor.
—Joder, qué directa. Sí que tienes prisa, y yo pensando que venías a
comer conmigo por el placer de mi compañía.
—Eso también. —Le guiño un ojo y me pongo la servilleta en las rodillas.
Una simpática camarera viene a tomarnos el pedido. Echo un vistazo
rápido a la carta y pido un plato de pasta rellena con salsa de trufa; Brian pide
pizza.
—Y entonces, ¿qué puedo hacer por ti?
Allá voy.
—Necesito que me dejes el barco a motor de tu abuelo.
—¡Ni de coña! —Hasta la camarera que nos sirve las bebidas se
sobresalta por el grito—. Te gusta demasiado la velocidad y quemar
adrenalina.
—¿No te fías de mí?
—Ya sabes que no.
—Es para un paseo tranquilo, te lo prometo. Quiero compensar a Oliver
por haberle tocado un poco las narices en las vacaciones.
—¿Un poco? ¿A Oliver? ¿Y qué pasa con el resto de nosotros?
—A ti ya te estoy invitando a comer y además, ¿no te alegra que Olly y
yo empecemos a llevarnos bien?
—¡Qué morro tienes! Sabes que Oliver y tú sois mi debilidad, pero, si
quieres el barco de mi abuelo, ya puedes pensar en algo bien jugoso para
darme a cambio.
A Brian siempre le ha gustado mi coche, por ser descapotable, y sus
padres jamás han accedido a comprarle uno por vivir en Edimburgo. Hace
demasiado frío, de hecho yo creo que puedo contar con los dedos de la mano
las veces que he levantado la capota.
—Te presto mi coche durante dos días.
—Quince días.
—Cinco.
—Siete. Es una semana, Sarita. No pienso bajar ni un día más.
—Hecho.
—¡De puta madre! Tenemos un trato.
—Necesito las llaves del barco y su situación exacta dentro del puerto.
—Vas a tener que pasarte por mi casa. Déjame que avise a mi madre para
que te prepare todo.
—Bien, dile que voy en cuanto terminemos de comer.
—¿Vas a coger hoy el barco?
—Sí, estos planes son así.
—¿Para qué quieres tener a Oliver metido en un barco en mitad del mar?
Como respuesta, levanto las cejas repetidamente.
Terminamos de comer y me dirijo con apremio a la casa de Brian.
Mientras me tomo un té con su madre (ha sido imposible evitarlo), envío un
mensaje a la madre de Oliver para que me prepare una bolsa con diversas
cosas que necesitamos para nuestro viaje, y le mando el mismo mensaje a la
señora Baker. Aprovecho que estoy con el móvil en la mano para mandarle
otro a Adam, explicándole que voy a pasar el día fuera con Oliver.
Primero paso por mi casa y luego voy a recoger a Oliver a la suya. Como
tenemos prisa, en cuanto abre la puerta, lo cojo del brazo y lo arrastro hasta el
coche. Si entro en su casa, con lo que le gusta la charla a su madre, estoy
perdida.
Mientras Oliver toma asiento en el lugar del copiloto, Laura me entrega la
bolsa con lo que le he pedido y la meto en el maletero. Cierro el portón, me
despido de ella y entro en el coche.
—¿Qué es eso que te ha dado mi madre?
—Una mochila con cosas que necesitamos.
Arranco el coche y, como Oliver vive en el centro de la ciudad, enseguida
tomo el camino que me va a sacar de Edimburgo. Tenemos por delante un
agradable viajecito hasta North Berwick, un pequeño pueblo pesquero donde
el abuelo de Brian tiene amarrada su lancha a motor.
—¿A dónde me llevas?
—Es una sorpresa.
—Ya sabes que no me gustan demasiado las sorpresas.
—¡Vamos, Olly! Por una vez, déjate llevar. ¿No confías en mí?
—Está bien. Soy todo tuyo.
«Ojalá. En fin, tú a conducir, Sara».
Mi compañero de viaje apoya la cabeza en el asiento y me mira
sonriendo, lo que provoca que a mí me palpite tanto el corazón que a punto
está de salirse del pecho.
Veinte minutos después, llegamos a North Berwick. Siempre me ha
gustado este pueblo; tiene un encanto especial y es muy tranquilo y
pintoresco. Mi padre solía traernos mucho por aquí de pequeños, tiene unas
playas enormes de arena dorada y es perfecto para pasar un estupendo día de
domingo.
Aparco el coche en cuanto diviso un hueco libre y vamos dando un paseo
hasta el puerto, mientras admiramos las llamativas casitas de colores que
encontramos por el camino. El cielo está bastante despejado, apenas hay
algunas nubes y la mar está tranquila. La idea es navegar hacia las cuatro
islas que tiene enfrente. Una de ellas se dice que inspiró a Stevenson para
escribir La isla del tesoro, ya que veraneaba aquí cuando era pequeño. Y,
después, bucear. Sé que no es comparable hacer esto aquí, en las frías aguas
que bañan la costa de Edimburgo, con las paradisiacas islas del mar
Adriático, pero tendrá que conformarse.
Cuando llegamos al puerto, enseguida localizo la lancha a motor del
abuelo de Brian entre las decenas de barcos que se balancean anclados en el
muelle. Es una Joda 310 Mónaco con una eslora de 9,35 metros. Subimos
con cuidado al interior del barco y, antes de salir al mar, saco de las mochilas
la ropa que necesitamos.
—Toma, ponte esto.
Le paso un jersey abrigado azul marino y un chubasquero, y me pongo mi
propia ropa. El aire es frío y no quiero que nos destemplemos.
—¿De dónde has sacado todo esto?
—Me he recorrido media ciudad para preparar todo.
Una vez que estamos abrigados, me siento enfrente del timón, giro la
llave de contacto y arranco. Mi padre nos enseñó a navegar a todos cuando
entramos en la adolescencia. Me cuesta salir del puerto, hace mucho tiempo
que no navego, pero, una vez superada esta dificultad… a disfrutar.
—Póngase cómodo, profesor Aston.
—«Profesor Aston» —repite—. Suena raro.
—Vas a volver locas a las alumnas, y a algunos alumnos.
—¿Por qué?
—Porque te vas a convertir en el profesor buenorro de la universidad.
Verás cómo se incrementa el número de estudiantes de Astrofísica en el
próximo semestre.
—Mmm… ¿Crees que estoy buenorro?
Lo miro, apartando momentáneamente la vista del agua, y sonrío con
sorna. ¿El señor Aston quiere jugar? Juguemos.
—Olly, estuve liada contigo durante meses, por supuesto que pienso que
estás buenorro.
—Podrías haberte liado conmigo porque te gustaban otras cosas de mí.
«Gustaban». Interesante uso del verbo en pasado, sobre todo teniendo en
cuenta que yo he utilizado el presente para decirle que pienso que está
buenorro.
—¿Otras cosas? Ah, claro, déjame pensar. Quizá lo que me volvió loca
fueron todas esas manías insultantemente absurdas que tienes, o tal vez tus
excentricidades, o tu extraño sentido del humor, o no, ¡mejor!, ese gran don
de gentes con el que te ha dotado Dios… Sin duda, tus abdominales y tu
preciosa cara no tuvieron nada que ver.
—¡Para, para! ¿Entonces solo me querías por mi físico?
—Sin duda. Es un buen físico.
Pero no solo es su físico. Esas otras actitudes que acabo de criticar me
gustan. Y es que tengo que reconocer que Oliver me atrae en todos los
sentidos, a pesar de su extraño sentido del humor y sus excentricidades. O
quizá esa es la parte que más me atrae de él, porque lo hacen único. Al menos
para mí lo es. No sé si me enamoré de él porque es único en el mundo o el
estar enamorada de él lo ha hecho ser único. «¿Qué fue primero, el huevo o la
gallina?».
Una cosa está clara: aun con el paso de los años, la llama sigue latente.
—¿Ponemos música? —«Sí, Sara, mejor cambia de tema». Oliver asiente
con la cabeza mientras enciende el reproductor de CD del barco, a ver con
qué nos sorprende el abuelo de Brian.
Empieza a sonar Build Me Up Buttercup y se destensa el ambiente. Esta
canción anima a cualquiera. ¡Bravo, abuelo de Brian! Oliver empieza a
mover, con disimulo, la cabeza al ritmo de la música, hasta que se pone de
pie y empieza a darlo todo bailoteando e imitando pasos de los años sesenta.
Bueno, lo que hace es un término medio entre bailar y hacer el bobo, pero me
hace reír y babear como a una tonta y patética enamorada. Dios, ¡cómo
quiero a este hombre! ¿Se me pasará este sentimiento algún día? Mierda, ¿por
qué tiene que ser tan mono? ¡Incluso bailando con un chubasquero amarillo
está para comérselo!
Nos acercamos al islote de Bass Rock, y miles de pájaros sobrevuelan
nuestras cabezas. Cuando se acerca bailando hasta mi posición y me agarra
por detrás para que bailemos juntos, me palpita tanto el corazón que tengo
miedo de que lo escuche. Sus manos en mi cintura me queman y su tacto
traspasa todas las capas de ropa que nos separan.
—Vamos, nena —me susurra al oído—, demostremos a esos pájaros de lo
que somos capaces.
—¡Qué tonto eres!
Me dejo hacer y bailamos unidos adentrándonos en el mar.
Avanzamos un poco más y apago el motor. Voy hacia las mochilas y saco
los trajes de neopreno y las mini bombonas de aire. Oliver se acerca a mí y
me mira alucinado.
—¿Vamos a bucear?
—¡Qué observador!
Me quito la ropa y me pongo el neopreno por encima del bikini. He
venido preparada porque sabía que íbamos a bucear, pero entonces caigo en
la cuenta de que no le he dicho a Olly que se pusiera bañador.
—¡Se me ha olvidado tu bañador!
—No importa, no lo necesito.
A continuación, se desnuda delante de mí. Y cuando digo se desnuda, me
refiero a desnudo integral, ni los calzoncillos se deja puestos, y yo, por
supuesto, me doy la vuelta para darle intimidad. Solo miro un poco de reojo.
Un poco. Lo justo para verle la curva del trasero mientras se sube el
neopreno. Trago con fuerza. «Joder, qué calor». Cojo la mini bombona de
aire y me lanzo al agua sin pensarlo.
En dos suspiros, Oliver se une a mí y buceamos hasta que se nos acaba el
aire de las bombonas. Cuando subimos de nuevo al barco, tenemos los labios
azules y tiritamos de frío. Me entran unas ganas terribles de besarlo en la
boca y devolverle el calor, y de que él me lo devuelva a mí. Nos quitamos los
neoprenos y nos vestimos a toda prisa. Me permito observar a Oliver durante
un rato, con su cabello rubio ceniza mojado y sus ojos verdes brillando.
Siempre ha sido guapo, pero ahora, con el paso de los años, está…
imponente.
Mientras volvemos al puerto, seguimos tiritando durante un buen rato.
Tenemos los chubasqueros con la cremallera subida hasta arriba y
tapándonos hasta la nariz. Estamos congelados, pero felices.
Para cuando llegamos a nuestro destino, el atardecer nos cae encima. Nos
sentamos en el suelo del embarcadero y disfrutamos de las vistas todavía con
el cabello mojado, pero con los labios rojos debido a los rayos de sol que los
han calentado.
Cuando cae la noche, no quiero que se acabe este día.
—Y ahora nos vamos a tomar unos chupitos para cerrar la celebración. —
Sujeto la mano de Oliver y vamos corriendo y riendo hasta el coche.
—Estás loquita —me dice por el camino.
«Loquita por tus huesos, idiota, aunque tú no te des cuenta». Que conste
en acta que eso no lo he pensado yo, ha sido mi subconsciente traicionero
que, en cuanto le doy un poco de alegría, no dice más que tonterías.
Dejamos el coche en el centro y entramos en el primer pub que vemos. La
gente se nos queda mirando según nos acercamos a la barra, y no es para
menos, tenemos unas pintas interesantes con el pelo mojado y los
chubasqueros hasta la nariz.
Pedimos una ronda de tequilas y brindamos por el nuevo trabajo de
Oliver. En las siguientes rondas, brindamos por el cielo y las estrellas, por el
tequila y por tonterías varias. La ropa nos empieza a sobrar y nuestras
mejillas comienzan a volverse rojas por el calor y el alcohol.
—Por nosotros —propone Oliver en una de las rondas. Nos miramos a los
ojos y nos mantenemos la mirada durante varios maravillosos segundos.
Acercamos nuestros vasos y los chocamos con complicidad.
Bebemos hasta marearnos y reímos hasta que nos duele la tripa. Cuando
volvemos al coche, los dos estamos demasiado borrachos como para
conducir. Yo opto por coger un taxi y dejar a Oliver en su casa de camino a la
mía, pero mi amigo desecha esa posibilidad.
—¿Pretendes ir ahora hasta tu casa? No merece la pena, estando la mía
tan cerca.
—¿Y entonces?
—Nos vamos a mi casa a dormir.
¿Juntos?
8
Otra noche juntos

Es tan tarde que las calles están vacías, tanto de coches como de viandantes;
por ello, nos envalentonamos, ayudados por el tequila que nos corre por las
venas y nos plantamos sonrientes en mitad de la carretera a detener un taxi
estilo Nueva York. Por desgracia, no viene ninguno en un buen rato, así que
decidimos ir a casa dando un paseo. Nos va a venir bien para bajar el alcohol,
porque vamos bastante perjudicados.
Durante el camino, mando un whatsapp a mi hermano Daniel para que
sepa que no voy a dormir en casa porque duermo con Olly. ¡Toma ya! Solo
de pensarlo me entran ganas de saltar, pero me contengo.
Llegamos a casa de los Aston y entramos por la puerta trasera, intentando
no hacer demasiado ruido. Toda la casa está en absoluto silencio y sin una
pizca de luz; es más de medianoche. Lo único que se escucha es el tic tac del
reloj de cuco colgado en una de las paredes. Subimos a hurtadillas hasta la
habitación de Oliver y cerramos la puerta con sigilo.
En cuanto veo la cama, voy directa hacia ella sin pensarlo; estoy agotada.
Me quito el chubasquero y el jersey por el camino, los dejo caer al suelo y me
lanzo boca abajo en el colchón sin remedio. Me abrazo a la almohada y
hundo la nariz en ella, impregnándome de ese inconfundible olor que tanto he
añorado en estos años. ¡Dios, esto es el paraíso! Podría quedarme a vivir en
esta cama. De hecho, ¡quizás lo haga! Oliver trastea en sus cajones mientras
yo cierro los ojos y entro en un estado de duermevela muy muy agradable. Mi
alrededor desaparece en segundos y estoy a punto de rendirme al más
profundo de los sueños.
—Nena. —Alguien me llama, pero no quiero desperezarme, estoy tan a
gusto.
—¿Mmmm?
—No te duermas con la ropa puesta, quítatela. —Pero ¿dónde estoy?
Me giro hasta apoyar la espalda en el colchón y, como puedo, porque los
párpados me pesan una barbaridad, abro despacio los ojos para descubrir a
Oliver de pie, sin camiseta, con los vaqueros desabrochados y mirándome
como si yo fuera lo más bonito que ha visto en el mundo. O, al menos, eso es
lo que a mí me parece, porque estoy soñando y en mis sueños mando yo.
Pero, entonces, me doy cuenta de que no estoy soñando, que esto es real.
Estoy en la habitación del amor de mi vida, en su cama. Las palabras salen de
mi boca antes de que pueda evitarlo.
—Quítamela.
Nos mantenemos la mirada durante unos segundos hasta que Oliver sonríe
de medio lado, mostrándome su mirada más provocadora. Se sube de rodillas
a la cama y avanza hasta llegar a mis pies. Noto cómo me quita muy despacio
una playera y luego la otra, un calcetín… y otro calcetín. ¡Oh, por favor!
¡Oliver me va a desnudar!
Me encuentro de repente tan despierta que ni los párpados me pesan. No
quiero analizar lo que estamos haciendo ni por qué lo estamos haciendo, solo
quiero sentir. Me apoyo sobre los codos y lo observo con atención. Mi cabeza
comienza a reproducir en bucle una y otra vez la última pieza que he estado
tocando en el piano. A Thousand Years, de Cristina Perri. Es algo que suele
pasarme a menudo, cuando desconecto la mente de cualquier pensamiento,
mi propio subconsciente reproduce música sin descanso. Y en esta ocasión es
tan fuerte que incluso creo que Oliver es capaz de escuchar lo que grita mi
cerebro, porque es como si sus manos quisieran tocar la pieza sobre mi piel.
Se sienta en mis rodillas y acerca las manos a mi pantalón vaquero. Me
suelta el botón con habilidad y me baja la cremallera con estudiada lentitud.
Lo hace mirándome a los ojos, porque en ningún momento desviamos la
mirada el uno del otro. Cuando su tacto me roza la piel de las caderas, es
como si sus dedos estuvieran hechos de puro fuego, me queman de una
manera tan exquisita que estaría dispuesta a arder en el infierno para siempre
con tal de que no dejara de quemarme nunca.
Mete las manos por la cinturilla de mis pantalones y comienza a bajarlos
sin un atisbo de duda en su mirada. Elevo las caderas para facilitarle la tarea y
siento cómo mis piernas van quedándose desnudas. Se levanta de mis piernas
y se pone de rodillas de nuevo, a mis pies, para acabar de quitarme los
pantalones. Y, entonces, sube de nuevo y apoya los codos a ambos lados de
mis caderas. Ay, ay, ay, ¿me va a quitar las braguitas? Se me pone la piel de
gallina y siento que voy a explotar. Trago saliva y cierro los ojos de puro
placer.
Cuando los abro de nuevo, Oliver tiene los labios a escasos centímetros de
mi vientre. Aparta la mirada y se concentra en mi cuerpo. Baja un poco
más… y un poco más hasta que sus labios rozan la zona de mi ombligo.
Y dejo de escuchar música porque mi cabeza solo grita «¡bésame, por
favor!».
Oliver
« ¡Bésala, joder!».
Tengo los labios tan cerca de su piel que hasta la puedo saborear. Huele a
sal, a mar y a ella. Huele a volver a casa, a volver a ser feliz. Creí que había
olvidado lo que era ese sentimiento, que jamás viviría de nuevo, pero aquí
está, ha vuelto, y llevo horas saboreándolo junto a ella. Siempre junto a ella.
Levanto la vista hacia Sara, pero ahora no me mira. Tiene los ojos
cerrados con fuerza y respira con dificultad. Miles de imágenes me vienen a
la cabeza, imágenes que había escondido en lo más profundo de mi ser y que
juré no volver a añorar. Como una broma del destino, acuden a mí con más
fuerza que nunca; sin embargo, ya no me duelen, solo me embarga un
sentimiento de dicha y felicidad tan profundo que no las voy a volver a
enterrar nunca más. Es más, creo que voy a hacerme adicto a ellas, como lo
fui hace tiempo, como lo he sido la mayor parte de mi vida. Sara en la cama
con el cabello desparramado por la almohada, Sara besándome la piel, Sara
sonriéndome, Sara patinando, acercándose veloz a mí para abrazarme. Sara.
De pronto, se le eriza la piel, y miles de diminutos y exquisitos granitos
adornan su cuerpo. Ella tiembla y yo… Joder, yo tengo una erección de
caballo. ¿Acabo de escuchar un gemido? Mierda, eso no ayuda para nada a
mi situación. Cuando hace un momento me incitó a que le quitara la ropa, no
pensé, solo actué. Y como quiero, o mejor dicho, necesito sentir el contacto
de su piel, bajo los labios hasta que rozo su piel y entonces…
Una música terrible rompe el silencio. ¿Qué coño es eso? Levanto la
cabeza y la guio hacia el lugar de donde proviene el sonido, que no es otro
que sus pantalones, que están tirados en el suelo de la habitación de cualquier
manera. Es su móvil. Es la melodía de El exorcista. Mi mente reacciona más
rápido que mi cuerpo. Esa es la melodía que Sara tiene en el móvil cuando la
llama su hermano.
—¿Daniel? —preguntamos dudosos los dos al unísono.
¡Maldito Summers! Por fin, mi cuerpo reacciona y me levanto como un
resorte y me aparto de la cama. Como no sé qué hacer, me quito los
pantalones y cojo unos de pijama para ponérmelos. Al notar que la condenada
melodía sigue sonando, me giro hacia Sara.
—¿No vas a coger?
—¡No! Le he mandado un mensaje para avisarlo de que no iba a ir a
dormir a casa. ¡No sé qué quiere ahora!
Y entonces sucede, Sara me mira y enfoca sus ojos en cierta parte de mi
anatomía. Dirijo mi mirada al mismo sitio y ¡coño! ¡Todavía sigo
empalmado! Intento ponerme los pantalones de pijama lo más rápido posible,
pero estoy tan cachondo y tan nervioso que mi cerebro no es capaz de dar
ninguna orden en condiciones a mi cuerpo, así que tropiezo y caigo al suelo
sin remedio.
Sara
Oliver comienza a ponerse los pantalones de pijama como si le fuera la
vida en ello, de tal manera que un pie se le queda enganchado en la tela y
empieza a caer. Cae, cae, cae… y cae al suelo. «Pero ¿qué acaba de pasar?».
Rompo a reír como una loca y hasta me tengo que sujetar el estómago con la
mano por el dolor que siento de tanta risa. Es una risa que embarga tantos
sentimientos a la vez. Diversión, nerviosismo, vergüenza, excitación, duda,
miedo. ¿Cómo un solo acto puede mostrar tanto?
Me asomo por el borde de la cama y observo al patoso sin dejar de reírme.
Oliver se levanta y me mira entre enfadado y divertido.
—¡No te rías! ¡Ni te has preocupado en preguntarme si estaba bien! Me
he dado una buena hostia.
No puedo contestarle porque todavía no soy capaz de hablar, las lágrimas
caen por mis mejillas y mi cerebro recrea la caída una y otra vez. Y lo que ha
pasado antes de la caída. Ese momento que hemos vivido, pero que ya se ha
enfriado. Aun así, estoy feliz.
—¡Sara! ¡Deja de reírte!
—No puedo… —intento vocalizar.
—¡Ahora verás!
Oliver se sube a la cama y comienza a hacerme cosquillas por todo el
cuerpo. Le pido entre risas histéricas que se detenga, pero no me hace ni caso
hasta que, al final, tengo que suplicarle.
Cuando ambos nos calmamos, veo que el cuerpo de Oliver apenas está
cubierto por unos flojos pantalones grises de pijama que, por cierto, son tan
finos que poco dejan a la imaginación. Yo estoy casi desnuda, solo llevo
encima una camiseta de manga larga y la ropa interior. Bueno, al menos estoy
depilada; en ocasiones como esta agradezco al cielo la aparición del láser en
el mundo.
Con un poco de vergüenza, me escondo dentro de las sábanas para cubrir
mi parcial desnudez y me coloco dándole la espalda, hasta que me giro y me
encuentro con el verde de sus ojos. Me coloco de lado y lo observo divertida.
—Hola. —Me sonríe.
—Hola. —Yo también sonrío, y hasta es posible que en breve se me
empiece a caer la baba de puro gusto. Estar así con él de nuevo, en la cama,
juntos, aunque no hagamos nada más que mirarnos el uno al otro es
sencillamente… alucinante.
—¿En qué piensas?
—Otra vez me tienes en tu cama. —Demonios, vaya noche llevo, tiene
que ser el alcohol el que me está soltando la lengua de esta manera tan
libertina.
—Tengo la sensación de que nunca la has dejado. Has estado más años en
ella que fuera de ella, por lo que lo extraño era que no estuvieras.
—Has echado en falta mis patadas, ¿eh? Yo he echado en falta tu rodilla
en mis costillas. —Le doy un suave golpe en el hombro e intento quitar
tensión a este momento. No quiero hablar del pasado. Desde luego no de ese
pasado.
—He echado en falta dormir en horizontal. Tus patadas me hacían
moverme tanto que al final siempre despertábamos en esa posición: en
paralelo con el cabecero de la cama.
—Y a ti se te salían los pies fuera de la cama.
—Sí, no existen demasiadas camas con un ancho de metro noventa.
Nos quedamos en silencio tras esta última declaración. Me entran ganas
de decirle que no se preocupe, que cuando me compre una casa me aseguraré
de conseguir una cama lo suficientemente ancha como para que pueda dormir
en horizontal sin que se le salgan los pies fuera de la cama, pero no se lo
digo. Él, mientras tanto, observa el techo de la habitación con interés.
—Y ahora, tú, ¿en qué piensas?
—En estos últimos años hay temas que no he tocado con Adam y, bueno,
tampoco contigo.
—¿Qué quieres saber?
—¿Sigues teniendo ataques? ¿Has tenido alguno en estos años?
Suspiro y cambio de posición. Me coloco con la espalda apoyada en el
colchón, me tapo los ojos con el brazo y pienso. Mis ataques. Me había
olvidado de ellos, pero, claro, eso es algo que Olly no sabe. Lo que me hace
pensar que hemos estado más distanciados de lo que creía.
—No he tenido ninguno desde que volvimos de Estados Unidos.
—Allí apenas tuviste alguno, solo al principio.
—Sí.
—¿Ninguno en estos años?
—No.
—Y… ¿has dormido sola?
—No creo que tuviera nada que ver con eso, Olly. En el Crowden nunca
dormía sola y, aun así, tenía ataques de vez en cuando. Yo solo… dejé de
obsesionarme con ellos y se fueron, me olvidé de que los tenía y dejé de
tenerlos. Puedes dormir tranquilo.
—En ese caso, buenas noches, nena.
—Buenas noches, rubiales.
Cierro los ojos, pero los abro de nuevo para ver si Oliver se ha dormido.
Lo pillo con un ojo abierto, pero lo cierra en cuanto descubre que lo he
pillado mirándome. Los cierro de nuevo, pero no puedo resistirme y los
vuelvo a abrir. Los de Oliver permanecen cerrados hasta que, segundos
después, los abre y me descubre él a mí. Nos reímos y nos seguimos retando
con los ojos. Jugamos a cerrar los ojos para luego abrirlos y poder observar al
contrario a destajo. Vaya par de bobos que estamos hechos; esto me recuerda
a cuando los enamorados no quieren ser el primero en colgar el teléfono.
Somos unos moñas, pero no me importa.
No recuerdo cuál de los dos se duerme primero, solo recuerdo abrir y
cerrar los ojos hasta caer rendida con la respiración de Oliver a escasos
centímetros de mi rostro.
Me despierto con una resaca terrible. Maldito ruido. ¿Dónde estoy? Abro
los ojos. Vale, en una cama. Miro a mi alrededor para ubicarme… ¡Coño!
¡Estoy en la cama de Oliver! Mmm… Empiezo a recordar cómo he llegado
hasta esta posición tan placentera, pero ese maldito ruido que me ha
despertado insiste más y más. ¿El exorcista otra vez? ¿Daniel? ¿Qué quiere a
estas horas de la mañana? Tengo la sensación de que hace apenas una hora
que me quedé dormida. ¿Y dónde está mi teléfono?
Paso con cuidado por encima del cuerpo de Oliver, siguiendo la horrible
melodía, hasta que llego a mis pantalones, que descansan abandonados en el
suelo. Miro y, efectivamente, el nombre de Dan Dan aparece en la pantalla.
Descuelgo el teléfono y vuelvo a mi sitio en la cama.
—¿Qué quieres? —contesto entre susurros, pero exasperada a la vez. No
quiero que la inapropiada e incomprensible llamada de mi mellizo despierte a
Oliver.
—¿Dónde coño estás? —Es tan fuerte el grito que se escucha al otro lado
del teléfono que incluso tengo que apartar el aparato del oído.
—Acabas de dejarme sorda. —Tanteo los botones de uno de los laterales
del teléfono y bajo el volumen con rapidez.
—¡Contéstame!
—¿Es que no sabes mirar tu móvil?
—Repito, ¿dónde coño estás?
—¿Cómo que dónde estoy? Sigo en casa de Olly. ¿Dónde voy a estar?
Ayer te mandé un mensaje para avisarte de que no iba a dormir a casa. ¿No lo
has visto?
—Oh, sí, he visto un mensaje tuyo. De hecho, lo vi ayer por la noche,
pero no te dignaste a cogerme el puto teléfono. Tiene que ser este, sí, dice:
«md qiedp a doemoe em xasa dw olu».
—¿Qué?
—¡Exacto! Y después de ese gran mensaje, hay unos cuantos emoticonos
de fuegos artificiales que, por suerte, fueron los que me llevaron a dilucidar
que estabas bien. ¿Cómo coño tengo que interpretar esto, Sara?
Me llevo la mano a la mejilla y niego con la cabeza. Mierda de tequilas.
—Vaya, juraría que lo escribí bien… Sería el cansancio, era muy tarde.
—Seguro que fue cansancio, sí…
Un movimiento a mi derecha me pone en alerta.
—Daniel, ahora no puedo hablar, no quiero despertar a Olly.
—¡¡¿Qué?!! ¡Joder! ¡No sigas hablando, no quiero saber nada! ¡Mierda!
¿Por eso eran los fuegos artificiales?
—¿Qué? ¡No! No eran por eso, eran porque…
—¡Joder! ¡Mis oídos! ¡Que no quiero saber nada!
Clic.
Me ha colgado. El muy idiota me ha colgado. Como soy una chica
práctica, para el futuro saco una moraleja: si quieres que Daniel Summers te
deje en paz, háblale de sexo.
Dejo el teléfono en el suelo y me giro hacia Oliver, que por suerte no se
ha despertado. Apoyo la cabeza en la almohada y lo miro. La vida me debe
de querer mucho en estos momentos porque tanto la sábana como el edredón
están a los pies de la cama, por lo que puedo observar su cuerpo casi desnudo
a placer. Creo que incluso estoy ronroneando como un gatito.
Hacía tiempo que no lo veía así. Cuando regresé con Will, nos alejamos
en todos los sentidos. Tiene los músculos tonificados y bien definidos, y un
vello muy suave le cubre el cuerpo. ¡Qué cuerpazo tiene! Siempre lo he
admirado y sigo haciéndolo, porque solo puedo hacer eso, admirarlo. Ya no
me permite tocarlo, al menos no de manera íntima. Aunque yo lo necesite. A
pesar de que ayer él me tocó a mí como algo más que un amigo, yo no me
atreví a hacerlo con él, dado lo peculiar que es con su cuerpo.
Me acerco para recrearme todavía más, tengo que aprovechar ahora que
está dormido porque a saber cuándo tengo otra oportunidad como esta. ¿Y si
lo beso? No, no, no, Sara. «¿Estás loca? ¿Y si se despierta?», me pregunta mi
pepito grillo interno. «¿Y si no lo hace?», le contesto yo. Bah, es inútil
mantener una conversación así con mi conciencia, la decisión está tomada:
voy a besarlo.
Aproximo mis labios con decisión a su cuerpo y le beso el hombro y… las
sensaciones que me atraviesan el cuerpo son tantas y tan intensas que dudo
mucho que una burda descripción de las mismas les haga justicia. Escondo la
cabeza en el hueco de su cuello y aspiro su dulce olor. Me arriesgo a besarlo
de nuevo y, si se despierta, que sea lo que Dios quiera. Suerte que no creo
demasiado en Dios. Aun así, es mejor no seguir arriesgando. Con todo el
dolor de mi corazón dejo de besarlo, pero me abrazo a su cuerpo como si
fuera mi tabla de salvación. Me quedo dormida.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, no estoy abrazada a él. Mis malditos
movimientos me han apartado hacia la esquina de la cama.
—Buenos días —me saluda Oliver, somnoliento.
—Hola.
—¿Lo he soñado o ha vuelto a llamar tu hermano?
¿Mi hermano? Oh, oh. ¡Mierda! Si ha escuchado eso, quizá se ha dado
cuenta de mis besos. Reacciona, Sara. ¿Y ahora qué digo? No sé, pero
reacciona. Di algo, lo que sea.
—Lo has soñado, y todo lo que crees que ha pasado después, también.
—¿Qué?
Me levanto deprisa de la cama y voy al baño con la excusa (que a la vez
es una realidad) de mi primer pis matutino. Cuando salgo del baño, Oliver se
ha puesto una camiseta y me espera con unos pantalones en la mano para mí.
Miro hacia abajo, aún sigo en ropa interior. Ups.
Bajamos a desayunar y, al entrar en el comedor, la familia Aston nos
recibe.
—¡Pero mira a quién tenemos aquí! —El hermano de Oliver se levanta de
la silla y me ofrece la otra para que me siente—. Buenos días, cuñada.
Él siempre me llama cuñada, o al menos antes lo hacía. No sé qué es lo
que le ha llevado a hacerlo de nuevo, pero desde luego que, si Oliver no dice
nada, tengo claro que yo tampoco lo voy a hacer.
—¡Sara! No sabíamos que estabas aquí, siéntate. —Los padres de Oliver
lucen contentos con mi visita, y ni siquiera parecen sorprendidos, solo
contentos.
—Así que erais vosotros los que provocasteis la ruptura de mi sueño con
vuestras estruendosas risas —nos acusa Nick.
—Fue él, que se cayó al suelo, de repente. —Apunto a Oliver con el dedo
mientras me pongo mermelada en la tostada. Las otras tres cabezas lo miran
en busca de una explicación.
Levanto la vista con disimulo hacia mi amigo y lo reto con los ojos a que
explique qué estaba haciendo para caerse al suelo. Me devuelve la mirada con
una clara amenaza de venganza que más que miedo me provoca risa.
—¿Cómo no me avisasteis de que te quedabas a dormir, Sara? Hubiera
preparado algo especial para desayunar. —La madre de Oliver cambia de
tema para salvar el trasero a su hijo.
—Fue una decisión de última hora. Salimos a tomar algo y vuestra casa
pillaba más cerca que la mía. Y este desayuno es más que suficiente.
—¿Estuvisteis de marcha anoche?
—Sí, salimos a celebrar algo.
—¿El qué?
Ha llegado el momento de decírselo a los demás. Tengo claro que Oliver
ha tomado la decisión de qué hacer con la propuesta que le hicieron en la
universidad, pero, al decirlo a su familia, es como si se hiciera más real.
Oliver va a ser profesor.
—Me han ofrecido un puesto en la Universidad de Edimburgo, en el
departamento de Astrofísica.
—¡Cariño, eso es genial!
Toda su familia se levanta para felicitarlo y cubrirlo de abrazos y besos,
pocos, que sabemos que a nuestro chico no le gusta el contacto humano. Se
los quita de encima como puede, y su madre propone celebrarlo por todo lo
alto. Es en ese momento cuando los dos nos miramos a los ojos sabiendo que
no existe mayor celebración que la que hemos hecho nosotros.
9
La despedida de soltera

El mes de septiembre termina y, con él, el buen tiempo del que


disfrutábamos. Pasa octubre y… noviembre y… Antes de que queramos
darnos cuenta, estamos en pleno mes de diciembre. Llega la nieve, el frío, la
Navidad, las luces, los buenos propósitos y… ¡La despedida de soltera de
Moira!
Apenas quedan cinco meses para el gran día y hemos preferido celebrar la
despedida de soltera con tiempo; bueno, «hemos preferido» es un eufemismo,
la verdad es que Moira nos ha obligado a organizar su despedida entre los
meses de diciembre y febrero como muy tarde. Con lo meticulosa que es, no
ha podido evitar planificar hasta su propia despedida; eso sí, solo la fecha,
porque el destino ha sido una decisión nuestra.
Después de mucho debatir y poner sobre la mesa decenas de destinos, ha
salido ganadora la primera opción de Adam: ¡Las Vegas! Mi pobre amigo
lleva meses trabajando a destajo en el bufete y llegando a casa a horas
intempestivas para poder ponerse al día, por lo que tiene ganas de
desconectar a lo grande.
Si me tengo que sincerar, es un destino que me provoca un montón de
reacciones dispares. Alegría por volver a esa ciudad que tantos buenos
recuerdos me trae a la mente, emoción por volver al continente donde más
feliz he sido, ansiedad por lo que pueda sentir cuando pise de nuevo el lugar
donde Oliver y yo iniciamos nuestra relación, tristeza por lo que hemos
perdido desde aquellos días… En fin, pues eso, muchos sentimientos
encontrados.
Moira no sabe nada del destino y llevamos más de dos semanas
preparando la despedida a conciencia, a pesar de que solo vamos a estar tres
días; van a ser tres días muy intensos. Las Vegas es intensa, por lo menos Las
Vegas que yo conozco.
Hemos aprovechado que la homenajeada está buscando los zapatos
perfectos para el gran día con su futura familia política para reunirnos toda la
pandilla en el pub de los jueves y cerrar la planificación de la despedida.
—Todavía tengo a Duncan mosqueado porque no le dejamos venir a Las
Vegas —deja caer Olivia con resquemor.
—¿Quién es Duncan? —nos pregunta Brian, entre susurros, a Pear y a mí.
—¿Cómo que quién es Duncan, Brian? —Por lo visto, no ha sido tan
entre susurros—. Duncan es mi novio, con el que llevo más de cuatro años
de relación y más de uno viviendo juntos.
—¿El profe? —insiste, confundido.
—El mismo —confirma Pear.
—Joder, es la primera vez que escucho su nombre, siempre ha sido el
«profesor buenorro». ¿Cuándo hemos empezado a llamarlo Duncan?
Ignoramos la pregunta de Brian y seguimos debatiendo sobre la asistencia
o no de nuestras parejas. Para los que las tengan, claro, que, aunque mi
corazoncito se ponga contento porque por suerte Oliver sí viene a la
despedida, no es mi pareja, ni muchísimo menos. Desde aquel día en su
cama, que ahora parece tan lejano, no ha habido más acercamientos de ese
tipo. Oliver ha estado muy ocupado empapándose del funcionamiento de la
universidad y preparando sus clases, por lo que nos hemos visto poco.
Todavía no he asistido a ninguna de sus clases, pero sin duda lo voy a hacer
en breve. Quiero ver cómo se desenvuelve delante de sus alumnos. ¿Qué tipo
de rol de profesor asumirá? ¿El joven simpático? ¿El tirano? ¿Amigable?
¿Inaccesible? No se lo he querido preguntar porque prefiero descubrirlo por
mí misma.
—Es una despedida de soltera y, hasta donde yo sé, se prepara con los
amigos, no con las parejas de los amigos —aporta Adam, tajante.
—Raquel tampoco viene —explica Marco a Olivia, para que se dé cuenta
de que están en igualdad de condiciones.
Raquel, la novia española de Marco, acabó el curso de Erasmus en
Edimburgo y, una vez pasado el verano, ha tenido que volverse a España. A
pesar de estar en constante contacto a través de las redes sociales y llamadas
telefónicas, a Marco se le ve afligido, parece que esa chica le ha llegado al
corazón. Y me consta que están haciendo todo lo posible por volver a estar
juntos.
—¿Qué tal lleváis lo de la relación a distancia?
—Fatal. La echo muchos de menos. Ojalá le concedan la beca que ha
solicitado para hacer el postgrado.
—¡Aprovecha que está lejos para disfrutar de la vida, chaval! ¡Que
todavía eres muy joven para atarte a una mujer! Con la de tías buenas que hay
en Edimburgo, tú prueba y, si al final no encuentras nada mejor, te la traes
para aquí y listo.
¡Joder, me había olvidado de que el nuevo «novio» de Pear estaba sentado
con nosotros! Llevaba un rato callado y mejor que se hubiera quedado así.
Pear lleva un mes saliendo con él, pero, según me ha contado mi amiga,
disfrutan de una relación abierta… Es decir, que él se tira a todo lo que se le
pone por delante y Pear no dice nada. Me ha explicado que se lo pasa bien
con él y que no busca nada serio, así que, para ella, es perfecto.
Lo conoció en una cafetería cerca de su trabajo; él se sentó en su mesa
alegando que, como estaba sola, no le debería importar prestarle una de las
sillas vacías y surgió… algo surgió, pero no sé el qué. Atracción, supongo, o
ganas de echar un polvo, porque amor no es. Guapo es un rato, pero gilipollas
hasta decir basta.
Aprovechando que se acerca a la barra para pedir otra cerveza (para él
solo, por cierto, que ni se ha molestado en ver si los demás queríamos otra
ronda), voy a abordar a mi mejor amiga para decirle que su nuevo novio no
me gusta nada, pero ella se me adelanta con otra cuestión que me pilla por
sorpresa.
—¿Viene Daniel?
—¿Daniel? ¿Mi hermano?
Asiente con la cabeza con impaciencia como si fuera la mayor obviedad
del mundo.
—¿Aquí? ¿Ahora? —le pregunto, confundida.
—No, aquí no. —Pone los ojos en blanco para dejar evidencia de que no
me entero de nada—. A la despedida.
—No, ¿qué pinta Daniel en la despedida de Moira?
—Eso digo yo. No pinta nada.
—¿Entonces por qué iba a venir?
—¡Yo qué sé! Sara, no me líes.
Levanto las cejas y la miro con interrogación. ¿Que no la líe? No entiendo
nada.
—No había pensado en Daniel —nos interrumpe Adam—. Quizá
deberíamos invitarlo.
—No —contestamos tajantes Pear y yo al unísono.

***

Pocos días después, aterrizamos en el aeropuerto de Las Vegas. He estado


nerviosa todo el viaje y apenas he podido descansar; tengo la sensación de
que estoy volviendo directa y sin frenos al pasado.
Por fortuna, en cuanto pisamos el suelo de Nevada, nos encontramos con
Natalie, que ha volado desde su universidad hasta aquí. Entramos en tal
situación de emoción, reencuentros y prisas por llegar al hotel, que mis
nervios y pensamientos pasan a un segundo plano.
Hemos reservado una suite en el hotel Bellagio que dispone de cuatro
habitaciones. Es el mismo hotel donde nos alojamos cuando Adam, Oliver y
yo vinimos a Las Vegas por primera vez, el hotel donde nos liamos Oliver y
yo por primera vez. Tengo que reconocer que intenté convencer a Adam para
que cambiara de hotel, pero no hubo manera, le encanta este sitio y no vio
motivos de peso para no venir. Capullo insensible. Estoy segura de que lo
hizo a propósito.
En cuanto abrimos la puerta de la suite, nos quedamos mudos por la
impresión. Es una habitación alucinante. Nada que ver con la que tuvimos
nosotros en aquella época en la que teníamos menos dinero. La pared del
fondo es una cristalera enorme desde donde podemos disfrutar de la imitación
en miniatura de la Torre Eiffel del hotel París. Como es de noche, las vistas
son todavía más impresionantes.
En el centro de la estancia hay un sofá verde enorme en forma de U lleno
de cojines donde podemos sentarnos toda la pandilla sin estar apretujados. A
la izquierda hay una televisión de plasma gigante colgada en la pared encima
de una moderna chimenea. Y a la derecha se advierte un pasillo que,
entiendo, llevará a las habitaciones. Hay diversas mesitas colocadas por
doquier y adornadas con jarrones con flores y varios cuadros que hacen de la
estancia un lugar agradable y hogareño.
Como los chicos se niegan a compartir habitación (cosas de hombres,
jamás voy a entender qué problema tienen en dormir juntos en un
dormitorio), una habitación es para Brian y Pear, a los que no les importa
compartir cama, otra para Marco, la tercera para Moira, Olivia y Natalie y la
última… para los tres que quedamos. Comparto cuarto con Oliver y Adam,
como en los viejos tiempos.
Después de saltar en el sofá y en todas las camas de la suite –de alguna
manera tenemos que quemar la emoción que sentimos de estar aquí–,
deshacemos las maletas y nos preparamos para nuestra primera noche en Las
Vegas: cenita en un restaurante al que solíamos ir a menudo cuando vivíamos
aquí y bailoteo en discoteca sin hora de llegada a casa. Puede parecer algo
simple para una despedida de soltera, pero Moira no nos ha dado más
margen. Nos ha facilitado una lista enorme con prohibiciones entre las que,
por desgracia, se incluían los boys y cualquier tipo de striptease.
Me estoy poniendo los zapatos cuando Oliver sale de la ducha con una
toallita mal puesta, y ¿por qué negarlo? Su apolínea visión es un regalo para
mis ansiosos ojos. Se peina delante del espejo y vuelve al baño a vestirse.
Cuando vuelve a salir, tiene el esmoquin colocado casi al completo. Quizás
somos un poco exagerados al emperifollarnos tanto, pero esto es Las Vegas,
aquí todo está permitido.
—¿Me ayudas con la pajarita?
—Claro.
Me levanto y me acerco a él. Le paso la cinta por detrás del cuello de la
camisa y le hago el lazo. Me muero de ganas por tocarlo, mis manos quieren
moverse hacia su cuerpo, pero las obligo a quedarse pegadas a la pajarita.
Salimos de la habitación de punta en blanco y nos dirigimos animados a
cenar al restaurante. En la cena, hablamos y reímos como siempre y, cuando
estamos algo tocados por el vino, Marco nos hace una advertencia.
—Que nadie entre en ninguna capilla a casarse, prohibido acercarse a esas
zonas en parejas de dos.
Después de la cena, nos movemos de una discoteca a otra sin descanso.
Bailamos todos con todos, en grupo y por parejas. A pesar de que he
intentado evitar a Oliver durante toda la noche, porque no quiero acabar
suplicándole que se case conmigo en una de esas capillas prohibidas por
Marco, es inevitable que en algún momento de la noche nos encontremos
juntos, uno enfrente del otro y con toda la pista para nosotros. Y, para mi
consternación, todo ello sucede en la discoteca del Bellagio, donde empezó
todo.
Aunque empezamos a movernos a cierta distancia al ritmo de Stole The
Show, de Kygo Walker, al final bailamos de la manera más provocativa que
se puede bailar, y empiezo a recordar todas las cosas indecorosas que mi
compañero de baile me ha hecho en el pasado: encima de mí, debajo, de lado,
sentados… Demasiados recuerdos en estas cuatro paredes.
Lo toco y él me toca, empieza por los hombros y baja hasta las muñecas
para luego desandar el camino. La tensión sexual entre nosotros está en el
aire y cada vez es más intensa. Esto va a acabar mal para mi pobre corazón,
mejor me separo un poquito.
Con disimulo, me acerco a Adam, que, al advertir mi ansiedad, se arrima
a bailar con nosotros. Nos echamos los tres unos cuantos pasos de baile de
esos que solíamos hacer cuando ensayábamos en el Crowden, dejando como
siempre al público con la boca abierta.
Al final de la noche, nos acomodamos en la barra, cansados de tanto
movimiento. Hablamos y recordamos viejas historias. Nos reímos de Adam,
que lleva horas intentando sin éxito aparente llevarse a una morena
despampanante a la cama. Cuando se acerca derrotado a nuestro lado, Brian
se ríe un poquito más de él.
—Se te está resistiendo, rockero, ¿qué pasa? ¿Estás perdiendo facultades?
—Tengo un plan. No quería llegar tan lejos, pero ella me ha obligado.
¿Sabes lo que he aprendido de algunas mujeres a lo largo de los años? Que
cuanto más inalcanzable seas, más te buscan.
Antes de que me dé tiempo a preguntarle por ese plan, se acerca a mí, me
coge por la nuca y acerca su boca a la mía.
¿Pero qué…?
Siento su lengua en el fondo de mi boca y su otra mano en mi espalda,
apretándome contra su cuerpo. No reacciono. Solo escucho cómo mis amigas
ponen en su boca las preguntas que rondan por mi cabeza.
—¡Adam! ¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco?
—¿Pero cuánto ha bebido?
—¡Que alguien lo aparte de ahí!
Y no es hasta que escucho a Brian hablar que lo entiendo todo.
—¡Shh! ¡Callaos todas! Adam, la morenaza no te quita la vista de encima.
Buena maniobra, cabronazo. No saques la lengua de esa boca hasta que te
avise.
¿Así que es eso? Reacciono y le devuelvo el beso con fervor para
demostrarle a esa chica… lo que sea que Adam quiera demostrarle. Mi falso
amante, al notar mi colaboración, me planta las manos en el trasero y me
inclina hacia abajo haciendo que se me arquee la espalda. Lo sujeto fuerte del
cuello, no vaya a ser que al final, con tanta tontería, nos caigamos los dos al
suelo. Escuchamos las risitas de fondo de nuestros amigos y no podemos
evitar comenzar a reírnos nosotros mientras nos seguimos besando.
—Ya podéis parar, parejita. La chica acaba de salir de la discoteca con un
mosqueo de los buenos.
Al instante, Adam y yo separamos nuestras bocas aunque mantenemos la
misma postura.
—Fantástica reacción, Totó. Por cierto, a partir de hoy tú y yo somos
novios —me susurra al oído y me ayuda a incorporarme.
—Adam, ¿le has dicho a esa chica que Sara es tu novia? —le pregunta
Moira con evidente tono de reproche. Vaya oído que tiene.
—Sí, y como no se lo acababa de creer, he tenido que tomar medidas
drásticas.
—Adam, la chavala te miraba sin pestañear hasta que habéis empezado a
meteros mano.
—Ese era el plan, que piense que no me puede tener, así soy más
deseable. —Se gira hacia mí y me guiña el ojo—. Luego te veo, preciosa.
Va a comenzar su camino hacia la salida de la pista por donde ha
escapado la chica, pero antes se acerca a susurrarle algo al oído a un Oliver
con los ojos aún como platos y la boca abierta; y dada la cercanía en la que
nos encontramos, puedo escucharlo todo. Claro que, por otra parte, lo más
seguro es que esa fuera la idea de Adam.
—¿Ves como no es tan difícil?
—Eres un capullo.
—Yo también te quiero. —Se gira de nuevo hacia mí de tal manera que
nos habla a los dos a la vez—. Volveré tarde, amores. No me esperéis
despiertos.
Oliver bufa y se gira hacia la barra en busca de su cerveza. Se la lleva a la
boca y se la bebe casi de un trago. Brian se ríe, y Oliver se gira con expresión
de mosqueo.
—¿Y tú de qué te ríes?
—¿Yo? De nada —le contesta el interpelado, mordiéndose el labio para
evitar seguir con la risa.
Tras esta breve pero intensa interrupción, no soy capaz de concentrarme
ni en la conversación ni en nada. Mi cabeza se llena de las imágenes de lo
que sucedió en esta discoteca hace tantos años, el beso de mi supuesto novio
me las trae a la mente sin remedio porque así comenzó todo en aquella
ocasión: con un beso de Adam.
Y, por otra parte, no dejo de pensar en lo que ha pasado después del beso-
magreo. ¿A qué ha venido el comentario que Adam le ha hecho a Oliver?
¿Será por mí? ¿Le estaba demostrando que no es tan difícil besarme… a mí?
¿O se refería a otra cosa? Una llama de esperanza se enciende en mi interior.
¿Y si Oliver todavía me quiere y estamos haciendo los dos el tonto no
atreviéndonos a confesarlo? Sacudo la cabeza para despejarme. Demasiadas
cosas en las que pensar para la primera noche en Las Vegas. Ya sabía yo que
iba a ser un viaje intenso.
Cuando mi cabeza no puede más, está a punto de amanecer, aunque no lo
parezca, porque dentro del hotel parece que la noche nunca acaba. Todos los
hoteles de Las Vegas son así, no hay ventanas en las zonas de
entretenimiento, así que no sabes si en la calle es de día o de noche. Decido
dar por acabada la velada e irme a la habitación a dormir, y así se lo
comunico a mis amigos. Oliver, Moira, Marco y Natalie me dicen que vienen
conmigo. Pear, Brian y Olivia todavía están con ganas de fiesta.
Nos despedimos de ellos y salimos de la discoteca. Nos acercamos al
ascensor y, mientras esperamos a que se abran las puertas, aprovecho para
quitarme los zapatos que llevan horas maltratando a mis pobres y delicados
pies. Mis amigas imitan mi gesto y los chicos se aflojan las pajaritas.
Esperamos... esperamos y… esperamos. ¿Dónde está el maldito ascensor?
Como si Moira me hubiera leído el pensamiento, arroja la misma duda a
nuestro pequeño grupo de cinco.
—¿Qué pasa con el ascensor? —Jamás escucharemos a Moira decir algo
como maldito ascensor.
—¿Alguien le ha dado al botón de llamada? —pregunta Marco,
dubitativo.
Y esa es la chispa que faltaba para que todo explote. El destino me está
haciendo revivir la historia de nuevo, no me cabe duda. Levanto la mirada y
me encuentro con los ojos de Oliver. El rubio por fin abandona su pose de
chico enfadado, con la que nos ha deleitado la última parte de la noche, y me
mira como si no pudiera creerse lo que acaba de pasar. Estallamos a reír los
dos a la vez sin poder evitarlo.
—¿Y a estos dos qué les pasa? —pregunta Marco a todos en general—.
Yo no le veo la gracia a que ninguno de nosotros hayamos llamado al
ascensor.
Cuando, poco después, se abren las puertas, nos metemos en el ascensor,
y Oliver y yo nos apoyamos en una de las paredes. En el pasado, entrábamos
a trompicones, locos por tocarnos y quitarnos la ropa. Ahora, nuestros
cuerpos se rozan y Oliver entrelaza sus manos con las mías. Él también lo
siente. Y entonces me pregunto, ¿qué pasaría si estuviéramos los dos solos?
¿Si nuestros amigos no estuvieran aquí? ¿Saltaríamos el uno sobre el otro
como animales en celo?
El ascensor se detiene cuando llegamos a nuestra planta. Oliver y yo
somos los últimos en salir y los últimos en entrar en la suite. Mi corazón
palpita en mi interior a toda velocidad, y una intensa excitación recorre mi
cuerpo pensando en que, en escasos segundos, vamos a estar solos en nuestra
habitación para dar rienda a…
Sin previo aviso, Oliver me suelta la mano y se dirige al pasillo que lleva
a nuestro nido de amor… No, ¡mierda!, quiero decir a nuestra habitación.
Maldito subconsciente pervertido.
—Me voy a la cama. Estoy derrotado.
Nuestros amigos también se despiden y cada uno se mete en su
dormitorio. Yo me quedo parada en mitad del salón hasta que reacciono y
sigo el camino de Oliver.
Entro en la estancia justo cuando el objeto de mis deseos se ha quitado la
ropa y se está metiendo en la cama en calzoncillos, todo ello bajo mi atónita
mirada. ¿Cómo puede pasar del calor al frío tan rápido? Mi primer
pensamiento es tirarme encima y hacerle el amor, el segundo tirarme encima
y… hacerle el amor.
Como no es una opción, entro en el baño, me desmaquillo, me lavo los
dientes, me hecho colonia y me pongo el pijama. Y, aunque Oliver no
estuviera en la cama, también hubiera llevado a cabo este ritual, porque me
gusta irme limpita a la cama, no lo he hecho para oler bien por si acaso Oliver
decide arrimarse a mí. Sí, claro, Sarita. Y el primer paso es que tú te lo creas.
Salgo del baño, apago la luz y me meto en la cama, dándole la espalda a
mi acompañante. Tenía que haberme dado una ducha fría, ¿cómo me quito
estas ganas de saltarle encima y lamerle el cuerpo?
—¿Qué te pasa? —Ay, mierda, ¿no lo habré dicho en alto? Mi corazón se
sale del pecho, se sale, ¡se sale! ¡Quiero vomitar!
—Mmm… Nada.
—No has dejado de moverte desde que te has metido en la cama.
Mi corazón recupera su ritmo habitual y las náuseas desaparecen. No lo
he dicho en alto. Aunque debería aprender a controlarme, no me he dado
cuenta de que me estaba moviendo tanto.
—No puedo dormir.
—¿Necesitas que te cuente un cuento?
—¿Sabes que estoy a pocos meses de cumplir veinticinco años?
—Me lo voy a tomar como un sí, nena.
Oliver se abraza a mi espalda y me habla al oído, me cuenta un cuento.
¿Cuál? No soy capaz de escucharlo. Mi mente solo es capaz de sentir su
cercanía, su aliento, su respiración… ¿Y quién coño entiende a los
astrofísicos superdotados? Su voz se va apagando hasta que el sueño me
vence.
Cuando me despierto, horas después, estoy sola en la cama. Al principio,
no soy muy consciente de lo que ha pasado. Levanto las sábanas y advierto
que aún llevo las bragas puestas. Vamos, que no ha pasado nada. Estoy sola,
soltera y entera.
Escucho las risas de mis amigos en el salón y, sin molestarme en mirarme
al espejo, me presento ante ellos. Están un tanto alborotados y, por lo que me
cuentan, Adam y Brian han acabado durmiendo juntos en el sofá. Han
llegado apenas hace unas horas y no han sido capaces ni de alcanzar sus
dormitorios. Brian se está quejando de que no ha podido descansar y nos está
incitando para que nos vayamos todos por ahí, a donde sea, le da igual. Adam
sigue tumbado en el sofá, con un cojín cubriéndole el rostro, a medias entre el
sueño y la vigilia.
—No he podido dormir con los ronquidos de Adam —se queja Brian.
—Yo no ronco —aclara la marmotilla, con la voz distorsionada por el
cojín.
—Sí roncas.
—Totó, diles que yo no ronco.
—Adam no ronca. Solo… respira algo fuerte, pero es muy sutil, a mí me
ayuda a dormir. Siempre lo ha hecho y, cuando no lo escucho, siento que…
me falta algo.
—¿Y qué va a decir su novia? —espeta Brian—. Todo tuyo entonces.
—Hablando de novias. Adam, ¿al final te has tirado a la morena? —
pregunta Marco.
—A ella y a su amiga.
—Eres mi héroe.
—Pues el mío, no —dice Brian—. Se las folla fuera y viene a casa a
roncar.
Dejamos a los más fiesteros en el sofá, intentando conciliar el sueño, y
entramos en la pequeña cocina de la que disponemos para desayunar. Oliver
y Marco se marchan para planificar el día y nos quedamos solas las chicas.
Desayunamos tranquilas y comentamos las mejores jugadas de la noche
anterior.
—¿Qué tal tu noche con Oliver? —La pregunta de Pear me pilla por
sorpresa.
—Bien.
—Sara.
—¿Qué? Hace como mil años que Oliver no me altera.
«Mentirosa, mentirosa». Me toco la nariz por si acaso me ha empezado a
crecer.
—Sara, que estamos solas, se han ido todas.
Miro a mi alrededor y compruebo que, efectivamente, se han ido las
chicas a prepararse. Escondo la cabeza entre mis brazos y hablo con voz
lastimera.
—Ay, Pear, estoy en un lío.
Para cuando estamos preparados, es la hora de comer. Brian y Adam
siguen durmiendo, así que nos vamos sin ellos. Decidimos hacer un recorrido
por los hoteles más famosos de Las Vegas en busca de un sitio para comer.
Oliver y yo tenemos varias ideas, pero no queremos que los chicos dejen la
ciudad sin visitar los hoteles más emblemáticos. Como estamos en invierno y
en la calle hace un frío considerable, pasamos de hotel en hotel por los
pasillos internos que los comunican. Es como ir paseando por la calle;
además de discotecas y casinos, los hoteles de Las Vegas cuentan con
multitud de restaurantes y tiendas, todo fantásticamente decorado y cubierto
por un techo pintado de azul y blanco como si de un cielo se tratara.
Comemos unas hamburguesas gigantescas con un montón de patatas fritas
en el hotel París y, después, nos pasamos un rato por el casino. Los dos
descarriados se nos unen, y Adam, Pear y yo acabamos sentados en una de
las ruletas. Apostamos un par de dólares por jugada y parece que la suerte
está de nuestra parte porque empezamos a ganar dinero.
—Sara —mi amiga nos pasa los brazos por la espalda a Adam y a mí y
acerca nuestras cabezas—, ¿no puedes hacer alguna operación matemática
para acertar dónde va a caer la bola? Ya sabes, calculas la velocidad, el
rebote…
—Tú has visto muchas películas, Pear.
—¿Podrías hacer eso? —me pregunta Adam, alucinado.
—¡Por supuesto que no! Además, ¿no sabéis que es ilegal hacer trampas
en los casinos?
Seguimos en la misma mesa jugando durante horas, hasta que
acumulamos más de trescientos dólares. ¡Adoro Las Vegas! El resto de la
pandilla se acerca a nuestra mesa y les enseñamos lo que hemos ganado.
Seguimos apostando con la adrenalina a tope en nuestros cuerpos.
—Tenemos que ir al hotel a prepararnos o no llegaremos al espectáculo
de Copperfield.
—¿Cómo levantamos a estos tres de la mesa?
«¡Yo no me quiero ir!». Pero al final, Oliver termina agarrándome por las
axilas y sacándome del casino a rastras. ¡Aguafiestas!
El espectáculo de magia nos fascina y esa noche, después de tomarnos
una copa, nos vamos formales a la cama, ya que a la mañana siguiente
tenemos que levantarnos muy temprano para irnos de excursión al Gran
Cañón. Incluso se viene con nosotros sin rechistar Adam, que, por cierto, no
ha vuelto a coincidir con la morena y tampoco ha hecho nada para propiciar
un encuentro.
Cuando nos despertamos es domingo y, por lo tanto, nuestro último día en
Las Vegas. Nos vestimos con prisa y bajamos a la recepción del hotel, donde
nos espera un minibus para acercarnos al aeródromo en el que vamos a coger
una avioneta que nos acercará al Gran Cañón. Mientras estuvimos viviendo
en Las Vegas, Oliver y yo solíamos ir al Gran Cañón a sacar fotos o a
disfrutar de las vistas mientras nos abrazábamos y nos inventábamos historias
del viejo Oeste. Nos gustaba imaginarnos la cantidad de historias asombrosas
que escondían esos increíbles parajes. Y luego está lo otro, lo de aquel beso,
aquel primero beso que nos dimos Oliver y yo sin sexo o alcohol de por
medio. Aquel primer beso… de verdad.
A nuestros amigos les fascinan las vistas y, después de sacarnos fotos a la
orilla de todos los precipicios habidos y por haber, nos sentamos a comer
algo. En pocas horas tenemos que volver a Edimburgo, y la tristeza se palpa
en el ambiente.
—¿Por qué no te vienes a trabajar conmigo como sugirió Oliver? —La
pregunta de Adam me pilla desprevenida. No hemos vuelto a tocar el tema en
los últimos meses, y la verdad es que ni lo había pensado.
—¿Al despacho?
—Sí —contesta, entusiasmado.
—Sigo sin pintar nada ahí, Adam.
—Necesito que me ayudes a llevarlo todo.
—No me necesitas, tienes a tu disposición a un gran equipo de abogados.
—Pero te necesito a ti, Totó. Igual que tú necesitas mis ronquidos.
—Adam…
—Sí te necesito, tú eres lista, Sara, y siempre nos vendrá bien tu punto de
vista. Para mí tu opinión es la que más me importa en el mundo, y puedes
ayudarme a gestionar a las personas y a investigar para los casos más
complicados y, bueno —sonríe—, nos vendría de puta madre que
memorizaras los infernales tomos que tenemos de jurisprudencia.
—¡Adam!
—Oh, vamos, solo tienes que leerlos una vez y entonces acudiríamos
directamente a ti. Se llama eficiencia, Sara. ¿Qué me dices?
Todavía no he pensado lo que quiero hacer con mi vida. El Derecho me
gusta y, a falta de otra cosa…
—Te digo que… acepto.
—¡Cojonudo! Empiezas mañana.
«Vaya, pues tengo trabajo».
Pocas horas después, en el aeropuerto, empiezo a pensar en lo que ha
pasado este fin de semana con Oliver. No entiendo su actitud; a ratos está
cercano, tocándome, abrazándome y dándome esperanzas, pero luego se le
cruzan los cables y se vuelve frío y distante, me trata como a una amiga más
y me vuelve loca. Necesito saber a qué atenerme con él. Necesito saber si
tengo que rendirme o si puedo empezar a luchar por lo nuestro.
Cuando las azafatas de la línea aérea comienzan a embarcar a los
pasajeros, mis amigos se levantan de sus sillas y se dirigen al mostrador; sin
embargo, yo me quedo sentada. Puede que esta sea mi última oportunidad.
Pear se da la vuelta y me busca con la mirada. Cuando ve que sigo
sentada, viene a mi encuentro.
—Venga, vagonetas. ¿Tan cansada estás que no puedes ni levantarte de la
silla?
—Pear, no me quiero ir.
—Sara —se sienta a mi lado—, ¿a qué te refieres? ¿No quieres volver a
casa?
—Me estoy volviendo loca. No puedo evitar pensar qué habría pasado si
nos hubiéramos quedado.
—¿Qué?
—Cuando dejamos Estados Unidos la última vez, Oliver y yo éramos
felices y, si nos hubiéramos bajado del avión…
—Sara…
—¿Y si le digo que nos quedemos ahora? Pear, ¿y si le confieso que lo
quiero y que quiero quedarme aquí con él?
—Sara, eso es demasiado arriesgado. Ahora no tenéis nada.
—¿Y si estoy perdiendo la oportunidad de nuevo por no confesarle mis
sentimientos?
—Sara, ¿dónde está Olly? Búscalo.
Busco con la mirada a mis amigos, pero solo queda Brian en la cola.
—Subiendo al avión.
—Exacto, subiendo al avión. ¿Eso no te dice nada? Sara, no quiero que
sufras más.
—¡Chicas! ¿Qué hacéis ahí paradas? —Brian nos chilla desde su posición
y nos indica con los brazos que nos acerquemos a la cola.
Pear espera con paciencia a que sea yo quien conteste.
—Ya vamos —lo informo mientras me levanto del asiento.
Vuelta a Edimburgo, otra vez.
10
Estás equivocado

Edimburgo no es grande, tiene una superficie de más o menos doscientos


sesenta y cuatro kilómetros cuadrados y unos quinientos mil habitantes; aun
así, hay personas que nos movemos por unas zonas y personas que lo hacen
por otras. Con esto, lo que quiero decir es que no es fácil encontrarse con
alguien si no frecuentas los mismos lugares, pero supongo que el destino
tiene mucho que decir o mucho que enseñarnos.
Hoy es lunes. Hace escasas horas que aterrizamos en el aeropuerto de
Edimburgo y me dirijo emocionada al despacho de Adam, tal y como le
prometí ayer, a «familiarizarme con el entorno». No he venido con él a
primera hora porque me apetecía quedarme en la cama, pensando y
desintoxicándome de los últimos tres días.
He aparcado el coche unas manzanas más atrás y voy paseando por una de
las calles principales de la ciudad viendo escaparates. Cuando estoy casi
llegando al portal donde se encuentran las oficinas de Adam, lo veo acercarse
a mí. Esos andares, por mucho que pase el tiempo, jamás los voy a olvidar.
William Von Kleist.
Llevamos sin vernos y sin hablar desde aquel día en el que yo le devolví
el anillo y nos despedimos en la pista de hielo, hace siete meses. Daniel
nunca me lo menta y yo tampoco le he preguntado por él, no quiero ponerlo
en una situación incómoda.
Avanzo unos pasos justo hasta colocarme a la altura del portal, y él se
acerca hasta mi posición. De aspecto sigue como siempre, tal vez algo
ojeroso, pero bien en general.
—Hola, Sara. ¿Puedo decirte hola o ni siquiera puedo saludarte?
Joder, no me ha dado tiempo ni a responder. Genial, empezamos con buen
pie. Nunca había visto a Will tan a la defensiva, y eso que llevamos cuarenta
segundos juntos. «Muérdete la lengua, Sara y sé educada».
—Hola, Will. ¿Cómo te va? ¿Cómo tú por aquí? —El despacho de
arquitectura donde trabajaba cuando estábamos juntos no se encuentra por
esta zona, aunque, claro, quizá haya cambiado de trabajo en estos últimos
meses.
—He venido a visitar a un cliente y me va muy bien, realmente bien. ¿Y a
ti? ¿Ibas a meterte en este portal?
Esa frase me suena a sarcasmo contenido y, si piensa por un momento que
me fastidia que le vaya «realmente bien», está muy equivocado; no le deseo
ningún mal, más bien todo lo contrario.
—Sí, hoy empiezo a trabajar en el despacho de Adam.
—Ya veo que hay cosas que no cambian.
—¿A qué te refieres?
—A que, a pesar de que Aston y tú vais de autosuficientes por la vida y de
que os creéis los mejores y los más fuertes, en el fondo, sois todo lo
contrario. Vosotros sois los débiles, y Adam es el fuerte, el que tiene que
cargar con vosotros. Sin él, no sois nada.
Arrugo la frente por el comentario. Me sorprende que se haya dado cuenta
de la verdadera naturaleza de nuestra relación. Sin darme derecho a réplica,
cambia de tema.
—¿Y por lo demás?
—Bien —contesto con sinceridad. Me va bien, teniendo en cuenta por lo
que he pasado. Y, aunque podría estar mucho mejor, no me puedo quejar.
—¿Solo bien? —me pregunta, frunciendo las cejas.
—Pues sí, ¿no te parece suficiente?
—No sé, pensé que estarías, ya sabes, en las nubes, pletórica de felicidad
—me dice, con un tono ahora sarcástico.
—Pues entonces sabes algo que yo no sé. ¿Por qué se supone que debo
estar pletórica?
—¿No son así todos los comienzos de relaciones?
«Vale, ahora estoy muy perdida». Me río.
—Will, te prometo que no tengo ni la más remota idea de lo que me estás
hablando.
—De Aston y de ti —me contesta, como si fuera la mayor obviedad del
mundo.
—¿De Oliver y de mí? —Entonces, caigo en la cuenta—. Ah, piensas que
estamos juntos.
Por lo que veo, él tampoco habla de mí con mi hermano Daniel. No habla
para nada de mí.
—¿No estáis juntos? —me pregunta, alucinado.
—No.
—¿Qué cojones pasa con ese tío? O mejor dicho, ¿qué cojones pasa
contigo?
—Conmigo no pasa nada —le respondo, ofendida. «¿Qué insinúa?».
Nos quedamos mirándonos a los ojos y retándonos a ver quién va a soltar
el primer ataque, porque, si algo tengo claro desde el principio de este
encuentro, es que no va a ser un momento cordial entre exnovios, va a ser una
batalla en toda regla. Will está demasiado dolido.
—Ya lo creo que pasa, tú no estás bien, Sara.
—¿Qué?
—Lo peor de cuando te dejan es no entender cuál ha sido el verdadero
motivo de que te dejen. —«¡A mí me lo vas a contar!»—. Eso me ha estado
carcomiendo durante este tiempo. Pensaba: si Sara me quiere, aunque solo
sea un poco, ¿por qué ha pasado esto? ¿Por qué se ha ido a la mierda una
relación de tantos años por un exnovio que apenas lo fue? Y ahora, por fin,
conozco el motivo.
No sé por qué lo hago, pero de todas formas se lo pregunto, quizá es
curiosidad…
—¿Por qué?
—Porque nunca me has querido, pero, tranquila —me dice, abortando mi
intento de queja—, porque no me lo tomo como algo personal, la verdad es
que ni me has querido a mí, ni has querido al gilipollas de Aston, ni has
querido a nadie en tu vida que no seas tú y tú, porque no sabes querer. Ese es
tu problema, Sarita, solo te quieres a ti misma. Qué triste, ¿no?
Sus palabras se sienten como un fuerte balonazo en el estómago, no
porque piense que tenga razón, sino por los sentimientos tan destructivos y
negativos que he provocado en él. Sé que lo que dice no es verdad; hubo un
tiempo en el que me planteé lo mismo, pero ahora conozco mis sentimientos,
entiendo a quién quiero y a quién no. Sé que amo a Oliver como jamás he
amado a nadie en mi vida y sé que me enamoré de Will cuando era
adolescente porque me sentía atraída por él y por todas las sensaciones
nuevas que sientes a esa edad, esas primeras experiencias. Me enamoré de
todo ello y Will estaba justo en el centro.
No quiero seguir haciéndole más daño, por lo que no voy a explicarle la
diferencia entre mis sentimientos por él y por el gilipollas de Aston (no se me
nota nada el resquemor del fin de semana), pero tampoco quiero que piense
que tiene razón.
—Estás equivocado, Will.
—¿Estoy equivocado? —Asiento con la cabeza—. ¿Así, sin más? ¿No
tienes nada más que decir?
—No.
—Una pena, porque yo sí tengo algo más que decirte. No vas a ser feliz
en tu vida, Sara, porque nunca vas a aprender a querer.
—Ser feliz o no serlo no tiene nada que ver con el querer.
—¿Ah, no?
—No. Son cosas diferentes.
—Tú y tus frases perfectas de sabelotodo insufrible. Supongo que esa es
tu excusa.
Cierro los ojos y cojo aire. Will me odia y es culpa mía.
—A lo mejor.
—No entiendo por qué me molesto en seguir perdiendo el tiempo contigo.
Será la costumbre. Hasta nunca, Sarita.
—Adiós, Will.
Me quedo apoyada en la pared, necesito algún tipo de sujeción para
asimilar el mal momento que acabo de pasar. La vida debería avisarte de
alguna manera de estas cosas, «cuidado, encontronazo doloroso hoy con
exnovio», para así poder estar advertida de la batalla verbal o, al menos, para
poder estar preparada emocionalmente.
Llamo al timbre y escucho el sonido inconfundible de la apertura de
puertas. Como estoy hasta las narices de coger ascensores, subo andando por
las escaleras hasta el tercer piso. Cuando llego a mi destino, la puerta
principal que da acceso a las oficinas está abierta. Entro y decenas de
recuerdos me invaden.
Hacía muchísimos años que no venía por aquí. Desde que falleció la
familia de Adam. Todo sigue tal como lo recordaba, las paredes pintadas en
amarillo pastel, los cuadros, el pasillo interminable que ahora no lo parece
tanto, las robustas puertas de madera, el amplio mostrador de recepción
donde solíamos escondernos cuando éramos pequeños.
Una agradable voz interrumpe mis recuerdos.
—Señorita, ¿qué desea?
Me giro hacia la joven recepcionista y le sonrío con amabilidad. Hace
años, su lugar lo ocupaba una señora encantadora que siempre nos regañaba
en broma cuando alborotábamos el despacho. Supongo que hay cosas que sí
han cambiado.
—Hola, soy Sara Summers. Adam me está esperando.
—Claro, por supuesto.
La puerta de uno de los despachos más cercanos a la recepción se abre y
Adam sale sonriente con unos papeles en la mano.
—¡Sara! ¡Has llegado! Ven, pasa. —Se acerca a la recepción a entregarle
los papeles a la recepcionista y me lleva a su despacho.
Recuerdo el despacho de su madre y el de su padre, y este al que nos
dirigimos no pertenecía a ninguno de los dos. Entiendo la postura de Adam y,
probablemente, yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. Ocupará el despacho
de sus padres el día que se lo gane. No quiero imaginarme lo que sintió el
primer día que vino aquí. Se me humedecen los ojos ante tal pensamiento.
Entramos en el pequeño habitáculo y Adam cierra la puerta con suavidad.
Me giro hacia él y lo abrazo con fuerza.
—Ey, ¿qué te pasa?
No quiero hablar de sus padres con Adam y tampoco quiero compartir
mis recuerdos de este despacho con él. Todavía son demasiado dolorosos. Me
pregunto si algún día dejarán de serlo. Prefiero hablarle de mi altercado
matutino.
—¡Menuda mañana que llevo!
—¿Qué te pasa?
—Me he encontrado con Will —le digo, dejándome caer en el sillón que
veo a mi alcance.
—¿Von Kleist?
—¿Conoces a otro Will? —pregunto, impaciente.
—Gracias a Dios, no —afirma, rotundo.
—Me ha dicho que no sé querer, que nunca lo quise ni a él ni a Oliver ni a
nadie, solo a mí misma —confieso sin preámbulos.
—Sara —mi amigo se sienta en el sillón más cercano al mío y lo gira para
que quedemos sentados uno enfrente del otro—, no lo escuches, está dolido.
Will no supo quererte. Lo hizo de la forma equivocada. Se obsesionó contigo
y veía fantasmas por todas partes.
—No lo sé, Adam. Quizá sea verdad que no supe quererlo como se
merecía. Es un buen chico y yo lo traté siempre fatal.
—Lo primero: a querer no se aprende, se quiere o no se quiere, sale solo,
y por más que te empeñaras nunca habrías podido forzar a tu corazón. Y
segundo: no lo pongas en un pedestal como si estuviera muerto. Además, no
era tan santo como tú te piensas. Quería separarte de nosotros.
—¿Qué dices?
—Me has entendido a la perfección.
—¿Por qué dices eso, Adam?
—Tuvimos un par de conversaciones bastante desagradables mientras
estabais juntos.
—¿Cuándo? —Adam hace un gesto con la mano quitándole importancia
al asunto—. Nunca me dijiste nada.
—Porque no me habrías hecho caso, estabas anulada. Pero me prometí a
mí mismo separarte de él. Al final no me hizo falta, cuando se enteró de lo de
Oliver él solito se cavó su propia tumba.
—Todavía lo disfrutas cuando te acuerdas.
—Sí, ¿para qué negarlo?
—Y me ha dicho otra cosa.
—¿El qué?
—Que entre nosotros…
—¿Nosotros?
—Sí, Oliver, tú y yo… Que de los tres eres tú el más fuerte y el que tira
de nosotros dos.
—¿Lo dudabas? —me pregunta socarrón, queriendo aparentar lo que no
es. Es algo que yo siempre he sabido, y él también, a pesar del bache por el
que pasó.
—Nunca lo he dudado.
—¿Y qué más te ha dicho el sabelotodo de Von Kleist?
—¿Qué más me iba a decir? ¿No crees que ha sido suficiente?
Adam se queda pensativo durante unos segundos, abre la boca para
decirme algo, pero la vuelve a cerrar. Me mira entrecerrando los ojos e
intenta de nuevo hablarme de algo sin éxito. «¿Qué pasa, Adam? Tú nunca
dudas. ¿Qué quieres decirme?». Segundos después de lo que supongo ha sido
una importante lucha interior, lo suelta.
—Podría haberte dicho que yo estoy vivo gracias a ti, por ejemplo.
—Adam…
—Ni Adam, ni nada, Sara. ¿No crees que es momento de que lo
hablemos? ¿De que me dejes darte las gracias por mantenerme vivo?
—No… no me des las gracias por eso, Adam. Jamás me des las gracias
por eso. —Niego con la cabeza, se me parte el alma en mil pedazos por
recordar de nuevo todo aquello y más todavía por ver a Adam dándome las
gracias por algo que fue cosa del destino, que, aunque no lo fuera y
dependiera de mí, lo haría mil veces más y que además…—. Adam, yo… —
titubeo al hablar. No sé cómo decirle… lo que quiero decirle.
—Tú, ¿qué? ¿Qué pasa? ¿Por qué no reconoces que, si no fuera por ti,
estaría enterrado junto a toda mi familia? Yo debería haber ido en ese coche.
Le hago un gesto brusco con la mano para que deje de hablar. La sola idea
de imaginarme a Adam enterrado en una tumba me produce unos horribles
escalofríos por el cuerpo y se abre un hueco en mi pecho tan grande que sería
capaz de engullirme entera. Me levanto del sillón y me acerco a la ventana.
—Sara, cuéntamelo. ¿Qué es lo que te carcome por dentro?
—Adam, hay algo que nunca te he dicho; bueno, en realidad, nunca he
querido pensar en ello, así que difícilmente te lo podía haber dicho. —Hablo
de manera atropellada, sin reflexionar primero lo que quiero decir. Se lo voy
a contar tal cual lo siento en este momento.
—No divagues, Sara, y suéltalo.
Cojo aire. Adam se acerca a la ventana y se queda junto a mí. Apoyo la
frente en el cristal de la ventana y miro hacia la calle, hacia los viandantes
que vienen de acá para allá. Parecen felices y tranquilos, pero puede que en
su interior arrastren también un pasado triste, como nosotros, como Adam.
—Adam, ¿tú crees en Dios? —le pregunto, sin apartar la mirada de la
calle.
Mi amigo duda ante esta pregunta, no creo que piense en Dios demasiado
y tampoco creo que en algún momento de su vida se haya hecho a sí mismo
esta pregunta.
—No lo sé.
—Yo, sin embargo, estoy segura de que sí lo haces. —Me separo del
cristal y me enfrento a la persona que representa uno de los pilares más
importantes de mi vida.
—¿Por qué?
—Porque en uno de los momentos más difíciles de tu vida acudiste a él.
Cuando salí del coma, me contaste lo que pasó mientras yo estaba…
dormida. ¿Te acuerdas? —Adam asiente con la cabeza—. Me confesaste que
habías rogado a Dios para que me salvara la vida y que juraste no volver a
pedirle nada nunca más si te lo concedía. Y alguien de ahí arriba, llamémosle
Dios o como te dé la gana, debió de escucharte, pero apuntó tu promesa y te
la hizo pagar de la forma más cruel posible. Por eso no te concedió ni la
oportunidad para pedir por la vida de tu familia, Adam. Porque quemaste el
único cartucho conmigo. ¿Nunca lo has pensado?
—No. Mi familia murió porque así estaba escrito, ese era su destino, pero
el tuyo no era morir en ese hospital. Por eso te salvaste. Y, si tuviera que vivir
mil veces más esa situación, mil veces más rogaría por tu vida. Jamás me voy
a arrepentir de lo que hice.
—Ya lo sé, solo es algo que… algo que pensé en aquella época…
—Sara, matarte a ti sería como matar una parte de mí. Si tú te cortas un
brazo, yo siento el dolor; si te quedas ciega la vida se apaga para mí; si tú
sufres, yo sufro.
—Si tú saltas, yo salto.
—Exacto. ¡Qué tremendistas somos, la hostia! Pero es así. Ven aquí. —
Me abraza con fuerza y escondo mi cabeza en el hueco de su cuello.
Lloramos y reímos evocando recuerdos de su familia. Son recuerdos bonitos
pero dolorosos. Supongo que siempre lo serán.
Horas después, seguimos en la misma posición.
Cuando terminamos de llorar y de abrazarnos, salimos del despacho con
las energías renovadas. Adam me presenta como la nueva incorporación ante
el personal. Los saludo con educación y damos un rodeo por la oficina.
Después de conocer a todos, nos paramos ante una sala vacía.
—Este es tu despacho —me comunica Adam con entusiasmo.
—No necesito un despacho.
—Mejor, porque en realidad no lo es. Solo estaba tanteándote. He
pensado que podríamos compartir el mío.
—Me parece bien.
—Perfecto —Adam me coge la mano y me la aprieta con fuerza—, y
ahora, sígueme.
—¿Dónde vamos?
—Tenemos una pequeña sala donde guardamos toda la jurisprudencia.
¿Te acuerdas de que te hablé de ello?
Levanto una ceja.
—¿Qué? ¡No me mires así! Lo hago para que te distraigas.
Entramos en la pequeña sala, que de pequeña no tiene nada, y observo
alucinada los montones y montones de libros que habitan aquí.
—Adam, aquí hay como mil quinientos tomos.
—Mil quinientos ochenta y uno, para ser exactos. Vaya ojo tienes, Totó.
Yo seré el fuerte, pero sin ninguna duda tú eres la lista. Lo que no sé es dónde
deja eso al rubiales.
—¿En el rarito?
Después de todo el día charlando con Adam y leyendo la maldita
jurisprudencia, quedo con Pear para tomar algo antes de ir a casa. Se acerca a
la oficina y sube para conocer mi nuevo despacho compartido. En cuanto ve a
Adam, el comentario le sale espontáneo.
—Pero qué guapo estás con traje y corbata.
—No me toques las pelotas, Pear.
Bajamos a la calle y paramos en una agradable y coqueta cafetería a tomar
algo. Todo va bien hasta que menciona al insustancial de su novio.
—¿Cómo que has quedado con él?
—Va a acercarse a tomar algo, ¿por qué te pones así?
—Porque no me apetece pasar el rato con tu novio.
—¿Y por qué no? Yo he pasado muchísimos ratos con tu novio.
Caramba, hoy sale Will por todas partes.
—Pero mi exnovio —puntualizo— es simpático y agradable.
—¿Me estás diciendo que mi novio no te cae bien? ¿Es eso, Sara?
—Pear, es un gilipollas.
—¡Genial! ¡Otra vez te pones de su parte! ¡No sé ni por qué me
sorprendo!
—¿De parte de quién?
—¡De tu hermano!
—Pero ¿qué dices? ¿Por qué metes a mi hermano en esto? Estamos
hablando de que tu novio es un poquito idiota, Pear. ¡No existe un «mi
hermano» en esta historia!
Entonces sucede lo último para lo que estoy preparada. Joder, vaya día.
Veo cómo se ruboriza y esconde la mirada de mi escrutinio.
—Oh, mierda. Sí existe un «mi hermano» en esta historia, ¿verdad?
Mi mejor amiga asiente con la cabeza avergonzada.
—¿Desde cuándo, Pear?
—Me besó después de volver de Ibiza.
—¿¡Qué!? ¡Eso fue hace más de tres meses! ¡¿Y me lo dices ahora?!
—¡Pero no pasó nada más, te lo prometo! Me besó y yo me largué
corriendo, jurándome a mí misma que nunca más iba a caer en sus garras.
—¿Y desde entonces qué ha pasado?
—De todo. He caído en sus garras una y otra vez, una y otra vez. ¿Quieres
detalles?
—No, por favor. ¿Y dónde entra tu nuevo novio en esta historia?
—Lo he hecho para darle celos a Daniel. ¿Te puedes creer que tu
hermano está saliendo con una chica? ¡Son novios, Sara! Y yo soy la otra.
¡La amante! Solo quería devolvérsela. ¿Por qué conoce a chicas nuevas y las
convierte en sus novias? ¿Por qué conmigo no lo hizo?
—¿Quieres la verdad? ¿Quieres que te diga lo que yo pienso desde hace
mucho tiempo?
—Por favor.
—Porque a ti te quiere, y a ellas no. —Intenta interrumpirme, pero no se
lo consiento—. Y no pongas esa cara, Pear. Mi hermano está enamorado de
ti, y eso le aterra, por eso huye de ti, y por eso salta de flor en flor sin pararse
demasiado en cada una.
—¿Y por qué las hace sus novias?
—Porque no les tiene miedo como a ti, y las etiquetas no le importan. No
está estableciendo ningún vínculo emocional con ninguna de ellas. Eso solo
lo ha hecho contigo.
—No sé qué hacer.
—¿Quieres un consejo?
—¿Un consejo amoroso de tu parte? No eres muy fiable que digamos.
—¿Lo quieres o no?
—Ya sabes que sí.
—No te rindas, Pear. Yo lo hice y ahora me arrepiento todos los días de
ello. Lucha por mi hermano y no lo dejes escapar.
—Jamás pensé que algún día me dirías algo así.
Desafortunadamente, no nos queda más tiempo para hablar porque, al
momento, aparece por la puerta su futuro exnovio. Los dejo solos para que
hablen y me voy a casa contenta porque, al final, creo que ha salido algo
bueno del día de hoy.
Al llegar a mi casa, detecto a mi hermano en la cocina con el rabillo del
ojo. Yo iba a pasar de largo, pero él me lo impide.
—¡Sara! ¿Has discutido con Will?
—¿Por qué lo dices?
—He estado con él y estaba muy taciturno, hacía tiempo que no lo veía
así, solo se pone de esa manera cuando discute contigo, desde los nueve años
que yo recuerde.
Will y mi hermano son íntimos amigos y quiero que siga siendo así, mi
hermano valora mucho su amistad con él y llevan toda la vida apoyándose el
uno al otro. No quiero contarle las cosas horribles que me ha dicho.
—Hemos tenido un… desencuentro, pero nada grave.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Sara, no quiero hablar de estos temas contigo, pero…
—¿Qué temas? —lo interrumpo a propósito.
—Pues estos temas de… amor, coño —dice con fastidio—, pero debo
decirte que siempre he pensado que Will no era para ti, que no estabas…
enamorada de él, vaya.
«¿Así que ahora quieres hablar de mi vida amorosa? Yo también sé jugar
a esto».
—Yo tampoco quiero hablar de estos temas contigo, pero debo decirte
que Pear sí es para ti, que sí estás enamorado de ella, vaya —imito su
expresión.
—Lo sabes.
¿Que llevan meses liados en secreto? Sí, lo he descubierto hoy.
—Lo sé.
—Me voy a la cama.
—Vete, vete…
11
En la nieve

Las navidades llegan y, como cada año, las pasamos en Suiza todos juntos.
Este año tomo la firme decisión de contagiarme del buen ambiente navideño
y derrochar felicidad y amabilidad por todas partes.
Una noche, tres días antes de Nochevieja, mi hermano irrumpe en el
salón, medio cabreado medio emocionado, mientras Oliver y yo jugamos con
la videoconsola.
—Tenemos un problema —expone, situándose enfrente a mí.
—¿Tenemos?
—Me he visto obligado por las circunstancias a hacer una apuesta con un
par de idiotas. Y tú me vas a ayudar.
—¿Una apuesta? No, no, no. Yo no apuesto más, Daniel. Siempre acabo
perdiendo.
—Tranquila, solo nos estamos jugando nuestra hombría. El que pierda
tiene que reconocer que es el Dios de la nieve.
No puedo con los hombres. ¿Lo he dicho alguna vez?
—No quiero saber nada.
—¿Qué parte de «tienes que ayudarme» es la que no entiendes?
—La de que yo te ayudo.
Mi hermano se sienta en la mesita de café que hay enfrente del sofá y
sonríe con suficiencia. Sospechoso, muy sospechoso.
—Hermanita, ni me has dejado explicarte de qué va el asunto. Primero
escúchame y luego tomas una decisión. Cuando descubras cuál es el objetivo
de la apuesta, te aseguro que vas a aceptar sin dilación.
—¿Cuál es el objetivo?
—Saltar el Despeñacuernos.
¡El Despeñacuernos! ¡No me lo puedo creer! Es una caída al vacío que
hay entre dos montañas fuera de pistas; la distancia entre ambos extremos es
de unos ocho metros y nadie se ha atrevido a saltarlo desde hace más de
veinte años. Los esquiadores pasamos de un extremo a otro por un estrecho
camino habilitado para ello, vallado por completo y protegido.
—¡Ni de coña!
Oliver, que hasta ahora había permanecido callado y en un segundo plano,
se levanta como un resorte del sofá y se enfrenta a mi hermano.
—No estoy hablando contigo, Aston.
—Pero yo contigo sí, y la respuesta es no.
—¿Sabes por dónde me paso tu opinión? —Mi hermano se levanta de la
mesa y se acerca a Oliver, enfrentándolo con la mirada.
Yo también me levanto y me meto entre los dos.
—Daniel, ¿hablas en serio?
—¡Sara! —me recrimina Oliver—. Es demasiado peligroso.
—¿Crees que, si tuviera alguna duda de que podemos hacerlo sin ningún
tipo de riesgo, se lo propondría a mi hermana?
—No —reconoce Oliver—, pero también creo que los Summers no tenéis
medida, no veis el peligro y actuáis por impulsos.
—Tranquilo, Aston, si te vas a quedar más tranquilo, te dejo estudiar con
nosotros las posibles maneras de realizar el salto. Y, si consideras que hay
algún tipo de riesgo, abandonamos.
—¿Seguro?
—Palabra de Summers. Sara, ¿no tienes ganas de emociones fuertes?
—Ya tienes compañera para tu apuesta.
Oliver chasquea la lengua y se sienta de nuevo en el sofá, sabiéndose
derrotado mientras mi hermano y yo sellamos el trato con un apretón de
manos.
A la mañana siguiente, nos levantamos muy temprano para subir a las
pistas y estudiar la zona y los diferentes caminos para llegar al
Despeñacuernos. Una vez encontremos la forma más rápida de llegar hasta
allí esquiando, prepararemos el salto.
Oliver y Adam nos acompañan. El primero no acaba de convencerse de
que esta aventura sea buena idea, y el segundo se muere de ganas por saltar él
también.
A pesar de que aún no ha salido el sol, la madre de Oliver está levantada y
preparando los desayunos para todos. Daniel entra en la cocina y se sienta a
la mesa con unos mapas de las pistas de esquí y varios rotuladores de colores
que vamos a utilizar para planificar la estrategia. Me acerco a Laura y cojo un
zumo de naranja que justo acaba de exprimir. Me surto con unas cuantas
tortitas y me siento al lado de Daniel. Poco después, Adam y Oliver se
sientan a nuestro lado con sus desayunos.
Al principio, tenemos que hablar en clave, y es incómodo porque Daniel
para nada está en nuestra onda, pero, una vez que la madre de Oliver
abandona la cocina, hablamos con total libertad y empezamos a entendernos.
—He estudiado los mapas y hay cuatro maneras de llegar al
Despeñacuernos. Y creo que la más rápida es esta; es la más engorrosa y la
más larga, pero también la más intransitada, y eso nos va a dar ventaja. —Mi
hermano señala el camino con un rotulador rojo.
—Déjame ver. —Oliver le quita el mapa a mi hermano y lo mira con
atención.
Daniel aprovecha el descanso para tomarse el zumo de naranja. Espera,
¡ese es mi zumo de naranja! ¡Qué descarado! Como Oliver sigue hablando
distraído, cojo su zumo, que aún no ha probado, y me lo bebo. Mmm… ¡Qué
fresquito!
—Necesitamos comprobar si por este camino se coge la suficiente
velocidad como para saltar diez metros.
—Son ocho metros —lo corrige Daniel.
—Me parece conveniente contar con una margen de un par de metros de
sobra, ¿no crees, Summers?
—Sí, buena idea —reconoce Daniel.
—¿Cuánta pendiente hay? —Adam repite la operación de Oliver y le
quita los mapas para estudiarlos.
Cuando Oliver va a echar mano de su zumo de naranja, descubre que está
vacío, arruga la frente y me mira interrogante. Yo miro hacia el techo y me
hago la loca. Entonces le roba el zumo a Adam, que también lo tiene entero,
mientras este hace cálculos y escribe notas sobre los mapas.
Cuando estamos de acuerdo en los preparativos que debemos realizar
antes de dar el salto, Adam coge su vaso de zumo para bebérselo, pero…
—¿Qué coño…? ¿Y mi zumo?
Nos mira cabreado, pero nosotros enfocamos la mirada en los mapas con
sumo interés. No le queda más remedio que levantarse y prepararse él otro
zumo de naranja, no sin antes soltar por esa boquita tan fina que tiene mil y
un juramentos.
Una vez en las pistas, cada uno de nosotros baja por uno de los cuatro
caminos y, al llegar a nuestro destino, comprobamos que el elegido por
Daniel es el más rápido. Para poder realizar el salto, tenemos que lanzarnos
desde arriba y adquirir velocidad hasta alcanzar por lo menos los cien
kilómetros por hora. Bajamos una primera vez con calma, con el propósito de
estudiar el terreno y medir la distancia. Tenemos más de cuatrocientos metros
de bajada, por lo que podremos conseguir la velocidad suficiente sin
problemas.
Después, toca bajar muy rápido para medir la velocidad que somos
capaces de alcanzar. Para ello, Oliver y Adam se sitúan a unos veinte metros
del borde del precipicio para ayudarnos a parar, por si acaso cogemos
demasiada velocidad y no somos capaces de frenar a tiempo. No queremos
saltar, eso solo lo haremos el día de la apuesta. Si alguien nos viera, se iría
todo al traste, ya que, como está prohibido realizar este salto, acordonarían la
zona y… adiós apuesta. Oliver será quien se encargue de sujetarme a mí, y
Adam a mi hermano. ¡Desde luego que yo no me voy a quejar!
Las primeras bajadas son más lentas, pero vamos cogiendo confianza y
ganando velocidad. En la última bajada del día decido arriesgarme más y
apurar la distancia de frenado.
—¡Sara, frena! ¡FRENA! —me grita Oliver a escasos metros de distancia.
Empiezo a frenar, pero he apurado tanto que impacto con violencia contra
el cuerpo de Oliver; nos movemos abrazados –él, marcha atrás– y entre los
dos frenamos pocos metros después sin problemas.
—¡No arriesgues tanto, joder!
—Llegábamos de sobra —me justifico.
Al día siguiente, seguimos con la misma dinámica y pasamos largas horas
en las pistas, optimizando la bajada para dar el salto perfecto. Y, por la noche,
después de cenar, nos vamos temprano a la cama para estar descansados para
el gran día.
Antes de acostarnos, Oliver y yo nos metemos en su habitación para
realizar unas últimas estimaciones y, por una cosa o por otra, me quedo a
pasar la noche con él. Estamos tan derrotados que nos vence el sueño.
Cuando me despierto, una gran sonrisa se me dibuja en la cara. Otra vez
estoy en su cama, aunque solo sea para dormir. Ha pasado mucho en nuestras
vidas, pero al final hemos vuelto al punto de partida: Olly y yo compartiendo
cama para dormir un día sí y otro también, como dos buenos amigos.
No quiero despertarlo; lo contemplo en silencio. Contemplo lo guapo que
es, sus facciones perfectas, esos hoyuelos que me traen por el camino de la
amargura. Ahora está relajado y no se le marcan tanto, pero reconozco el
punto exacto en que se encuentran. «Justo aquí»… acerco mi dedo y lo toco
con la punta.
—Deja de mirarme.
Aparto el dedo. Oliver todavía tiene los ojos cerrados.
—No te estaba mirando, creído, más que creído.
—Siempre sé cuándo me miras, sobre todo si intentas a la vez meterme un
dedo en el hoyuelo. Lo llevas haciendo toda la vida. Empiezo a pensar que
tienes una obsesión por ellos.
Me ha pillado. Malditos hoyuelos. Ellos tienen la culpa. Hago el amago
de levantarme de la cama, pero Oliver me frena.
—Sara. —Uy, ese Sara. Esto es serio. Se incorpora hasta quedar contra el
respaldo de la cama y me mira con seriedad.
—¿Qué?
—Si lo ves mal, prométeme que no vas a saltar.
¡Otra vez con lo mismo!
—No te preocupes, Olly, lo tengo controlado. Podría incluso saltar diez
metros adicionales.
—No me pidas que no me preocupe, tú solo prométemelo —me suplica,
mirándome a los ojos—. Por favor.
—Te lo prometo, pero que sepas que estás perdiendo valentía con los
años, Aston.
Su mirada quiere decirme algo, pero no sé el qué.
Esa mañana, apenas desayunamos ninguno de nosotros y nos dirigimos
con apremio al punto de encuentro. Cogemos el remolque que nos lleva al
punto más alto de la montaña y esperamos a nuestros contrincantes. Miro al
cielo y me maravillo del día que hace. Es perfecto, no nieva y tampoco hace
un día soleado. Unos pocos remolques más y dos chicos bastantes altos y con
pinta de querer comerse el mundo se acercan a mi hermano.
—¿Quién de los dos es tu pareja? —le pregunta uno de ellos, señalando a
Oliver y Adam.
—Ella —les explica señalándome a mí.
—Es una chica.
—Y tú, muy observador.
—Muy bien, Summers, tú mismo. Conoces las condiciones de la apuesta.
Todo vale. No hay normas. La primera pareja que salte gana.
—Ellos nos van a esperar abajo —explica mi hermano, señalando a
nuestros amigos—, necesitamos testigos que estén al tanto de nuestra
victoria.
—Yo ya he colocado a los nuestros en posición.
—Perfecto, pues lo tenemos todo. ¿Empezamos?
Oliver y Adam se adelantan y bajan la pista esquiando hasta nuestro
destino final.
Nos situamos los cuatro en línea recta en el borde de la pendiente y nos
preparamos. Me coloco bien los guantes y las gafas de ventisca. Me pongo en
posición y quedo a la espera de la señal. Estoy bastante tranquila, teniendo en
cuenta lo que me espera al final del camino, pero me alegro de no haber
desayunado porque sería bastante vergonzoso vomitar delante de esos dos
idiotas. «Venga, Sara, tú sabes cómo controlar tu cuerpo, y si no lo haces…».
Sara, si lo ves mal, prométeme que no vas a saltar.
«¡Mierda, ahora no! Joder, Oliver, sal de mi cabeza».
Daniel debe de percibir mi creciente nerviosismo porque me coge del
brazo y me mira a los ojos. «¿Todo bien?», me pregunta con la mirada. Y no
sé por qué, pero la confianza y la seguridad que irradia su expresión me dan
las fuerzas necesarias para recuperar el control de mi cuerpo de nuevo.
Asiento con la cabeza y sonrío convencida. Daniel me sigue mirando hasta
que se convence de que estoy preparada.
Cuando uno de nuestros contrincantes inicia la cuenta atrás, la adrenalina
comienza a fluir por mis venas y al grito de ¡ya! salimos todos disparados.
Al principio bajamos los cuatro juntos, pero en la primera intersección
ellos cogen un camino y nosotros otro. Han elegido el camino más corto, pero
no por ello el más rápido, van a tener que esquivar a un montón de
esquiadores. Principiantes.
Daniel y yo nos desviamos de nuevo fuera de las pistas y nos acercamos a
la gran bajada. Cuando llegamos a la recta que nos va a conducir directos al
salto, cambiamos de posición y cogemos velocidad. El viento me azota con
fuerza el rostro y los esquíes tiemblan bajo mis pies. Doblo las rodillas y me
precipito en línea recta hacia abajo a toda velocidad. Cada vez está más cerca
el momento más importante: el despegue.
Sesenta metros.
Cuarenta metros.
Diez metros.
Miro a mi hermano, que permanece a mi lado, cojo impulso, flexiono las
rodillas y… ¡salto!
Mientras estás ahí arriba, el mundo desaparece: los sonidos, el viento, mis
sentidos. Todo se detiene, incluso dejas de respirar y lo único que sientes es
el inmenso vacío que tienes bajo tus pies. Eso y una cosa más: los fuertes y
rítmicos latidos de tu corazón.
Bum, bum, bum.
El vacío pasa tan rápido que enseguida estoy sobrevolando tierra firme.
Mi hermano lo hace junto a mí. ¡Lo hemos conseguido!
La euforia me dura poco, porque ahora llega el momento más peligroso:
el aterrizaje. Utilizo lo que se conoce como la posición telemark, con una
rodilla por delante, que es la que se encarga de aguantar el impacto brutal en
el suelo, y los brazos en su correcta posición para equilibrar el cuerpo y no
caerse. No soy consciente de nada de lo que ha pasado hasta que me freno del
todo.
—¡SÍÍÍ! ¡SÍÍÍ! —escucho que grita alguien.
Miro a mi alrededor y no hay ni rastro de nuestros competidores. ¡Hemos
llegado los primeros! Me quito los esquíes y corro a abrazar a mi hermano.
Adam y Oliver se nos unen y saltamos los cuatro celebrando la victoria.
Minutos después, llegan nuestros contrincantes, pero no soy capaz de
enterarme de nada de lo que pasa. Todavía tengo la adrenalina de la carrera
en la piel y mis sentidos no están activados del todo; mi corazón sigue
escuchándose por encima del resto de los sonidos.
Abandonamos las pistas henchidos de orgullo y, ¡qué demonios!, con
nuestros egos más grandes que nunca.
Horas después, en cuanto abrimos la puerta principal de casa, lo primero
que nos encontramos es a Alex y Nick apostados en el pequeño descansillo
con los brazos cruzados y unas expresiones que no presagian nada bueno.
—Vaya, vaya, mirad quiénes aparecen por aquí —dice mi hermano Alex,
sardónico.
¿Alex sardónico? Esto pinta mal, muy mal.
—¿Dónde estabais?
—Por ahí… —contesta Daniel, cauteloso.
—Por ahí, ya… ¿No andaríais cerca del paso de Despeñacuernos por
casualidad? —El tonito de Nick tampoco me da buenas vibraciones. Me
parece a mí que estos dos saben lo que hemos hecho.
—¿Por el Despeñacuernos? —Adam nos mira a los demás poniendo cara
de inocente—. No, qué va.
—Resulta que hoy cuatro personas se han atrevido a saltarlo y se rumorea
que los dos primeros han sido un chico y una chica, ambos jóvenes, unos
veintitantos y —Alex se acerca a Daniel y a mí y nos pone a cada uno una
mano en la cabeza— como así de altos.
—Esa descripción incluye a la mitad de los esquiadores de Saas Fee —me
atrevo a opinar.
—Estoy casi seguro de que habéis sido vosotros —mi hermano nos
apunta con el dedo—, enanos inconscientes.
Confirmado. Lo saben.
—Alex, no tienes pruebas —apunta Daniel.
—¿A que te doy dos hostias?
—¡No hemos sido nosotros! —grito en alto para separar a mis dos
hermanos.
—Sara —insiste Alex—, mírame a los ojos y júrame que no habéis sido
vosotros.
—Te lo juro.
Se lo digo rápido y sin pensar, mirándolo a los ojos y procurando que no
se dé cuenta de la turbación que siento por haberle mentido a la cara.
Por suerte, la puerta principal vuelve a abrirse para dar paso a nuestros
padres.
—¿Qué hacéis aquí parados?
—Acabamos de llegar.
Nos quitamos la ropa de abrigo que nos sobra y colocamos los esquíes en
el armario que los Aston tienen habilitado para ello.
—Has tenido suerte de que fuera Alex, porque a mí no me hubieras
engañado con ese juramento —me dice Daniel entre susurros.
—Últimamente me estoy luciendo, al final voy a arder en el infierno.
—Tampoco dramatices.
—Chicos, ¿habéis oído lo de los cuatro esquiadores que han saltado el
paso de Despeñacuernos? —nos pregunta la madre de Oliver mientras
entramos en el gran salón.
—No, apenas… —contestamos los cuatro con aire distraído.
—No se habla de otra cosa, ¿dónde habéis estado metidos?
—En la pista de hielo —contestamos Oliver, Adam y yo.
—En la cafetería —contesta mi hermano Daniel a la vez que nosotros.
Niego con la cabeza y entrecierro los ojos mirando a mi hermano;
definitivamente, no está en nuestra onda.
—¿Habéis estado en la pista de hielo o en la cafetería?
Le lanzo una mirada rápida a mi hermano: «no contestes, no la fastidies
más».
—En ambas —comienza a explicar Oliver—. Hemos ido a echar un
partido de hockey a la pista de hielo, pero Daniel no tiene el mismo aguante
que antes y ha tenido que irse a la cafetería a descansar.
Adam y yo nos tenemos que morder la lengua para no reírnos y Daniel…
Si las miradas matasen…
—En fin, me muero por darme una ducha, prometo ser rápida y estar
preparada para la hora de la cena. —Giro sobre mis talones y huyo del
interrogatorio.
—Sí, y nosotros también. —Adam empuja a Oliver y Daniel para que
abandonen el salón.
A mitad de las escaleras, cuando los adultos no nos pueden escuchar,
Daniel nos frena y nos mira cabreado.
—¿En la pista de hielo? ¿Y dónde coño están nuestros patines? Menos
mal que nadie se ha dado cuenta. Desde luego que como creadores de
coartadas sois un puto fracaso.
Mierda. ¡Los patines!
—¿Y cómo coño habéis reaccionado los tres tan rápido y habéis
contestado lo mismo?
—Práctica —volvemos a contestar al unísono.
—Ya, pues la próxima vez me dejáis hablar a mí. Y luego resulta que la
melliza lista eres tú, manda huevos. —Termina de subir las escaleras, pero
antes de desaparecer por el pasillo dirige sus últimas palabras a Oliver—. Y
tú estás pidiendo a gritos que te den dos hostias, no me provoques más,
Aston.
12
El polvo

Una vez de vuelta en Edimburgo, nuestras vidas vuelven a su rutina habitual.


Todos nosotros hemos empezado a trabajar, excepto Oliver, que aún sigue de
vacaciones… Privilegios de trabajar en la universidad, tiene casi tantas
vacaciones como sus estudiantes.
El lunes por la tarde, antes del inicio de las clases, nos acercamos al
Crowden a patinar un rato en la pista de hielo. Como los alumnos no llegan
hasta el día siguiente, tenemos todo el colegio para nosotros.
La mayoría del grupo llegamos a la vez, pero el coche en el que viene
Pear con Brian y Marco se retrasa. Entramos en la pista sin ellos y, mientras
los esperamos, calentamos un poco en el hielo.
Cuando aparecen por el polideportivo, nos acercamos a la barandilla a
saludarlos. Mmm… Pear trae muy mala cara.
—¿Qué te pasa, Pear? —le pregunto.
—Venimos del hospital.
—¿De mi hospital? —pregunta Moira, escandalizada—. ¿Qué os ha
pasado?
—¿No crees que es algo exagerado llamarlo tu hospital? —le pregunta
Brian.
Moira lo ignora.
—No os preocupéis, nada grave. Llevaba un par de días incómoda y
resulta que tengo infección de orina.
—¿Tienes cistitis? ¿Un lunes? ¿No lo habías dejado con tu novio?
—Sí —contesta Pear, extrañada, al interrogatorio de Moira. Enseguida me
doy cuenta de lo que está pasando por la cabecita de Moira ahora mismo. Ay,
Pear, en buen lío te has metido, amiga mía.
—Y, entonces, ¿con quién has mantenido relaciones sexuales este fin de
semana?
Pear me mira abochornada, acusándome con la mirada. Y también me
grita.
—¡¿Se lo has dicho?! ¿Les has contado lo mío con Daniel? ¡Si es que no
sabes mantener la boca cerrada!
—No —le contesto muy tranquila—. Se lo acabas de contar tú solita. A
todos, por cierto.
Nuestros amigos se miran entre ellos y las reacciones no se hacen esperar.
—¿Te has acostado con Daniel?
—¿Summers?
—¿Otra vez?
—¿Cuándo?
—¿Dónde?
—¿Por qué?
—¿Cómo?
Espera, ¿cómo? Todos nos giramos hacia la persona que ha hecho la
última pregunta: Brian.
—Brian, ¿cómo? ¿En serio? —le pregunta Adam—. ¿Quieres que te haga
un dibujito, fiera?
—Calla, idiota. Ha sido por inercia.
—Lo que tú digas…
Brian hace un gesto con la mano para restarle importancia al tema y nos
dice muy serio:
—Chicos, el caso es que estamos perdiendo facultades, antes nos
enterábamos siempre de todo. Y en los últimos tiempos no salen más que
polvos por aquí y polvos por allá. ¿Alguien más tiene algo que confesar?
—¿Cómo lo has sabido, Moira? —le pregunta Pear a nuestra querida
enfermera, ignorando el último comentario de Brian.
—El noventa por ciento de las infecciones de orina vienen provocadas por
mantener relaciones sexuales. Y todos los lunes es la patología más común en
el hospital.
—¿En serio? —pregunta Adam, alucinado.
—Sí.
—¿Tú sabías eso? —me pregunta Pear, aunque más que una pregunta
parece una acusación. ¿Por qué tengo la sensación de que me quiere echar a
mí la culpa de todo este embrollo?
—Claro —le contesto con cautela.
—¡¿Y por qué no me has dicho nada?!
—¿Cómo iba a saber yo que tenías cistitis? ¡Que no leo la mente!
—Vaya superdotada de mierda estás hecha —me contesta con resquemor
—. ¡Nunca puedes hacer nada de lo que te pido!
Francamente, no sé qué contestar a eso.
—Estás desviando el tema, Pear —le dice Brian—. ¿Desde cuándo llevas
liada con Daniel?
Miro a mi amiga. Va a explotar, lo veo en su expresión como luces de
neón, en tres, dos, uno…
—¡Desde hace meses! ¿Y sabéis qué? ¡Que soy su amante! ¡Sí! Habéis
oído bien. ¡Su amante, porque su novia es otra! ¡Y no quiero hablar del tema!
¡Y encima ahora resulta que tengo esta… esta infección por su culpa!
—Por su culpa no, Pear, es algo que suele pasar bastante a menudo —le
dice Moira.
—¡¿También tú te pones de su parte?!
—¿Os apetece un chapuzón para eliminar tensiones? —pregunta Marco,
entusiasmado, con la clara intención de dejar de lado esta conversación y de
que Pear se tranquilice.
—¿Un chapuzón? ¿Dónde?
—Aquí, en la piscina.
—Marco, no podemos bañarnos en la piscina.
—¿Por qué? No hay nadie en el colegio y, además, la directora Peters le
dio las llaves del polideportivo a Sara para que las usara a su antojo.
—No tenemos bañadores.
—¿Desde cuándo eso ha sido un problema? Nos podemos bañar en ropa
interior, como siempre —dice Brian, contento con la idea.
—¿Me puedo meter al agua con cistitis?
—Sí —contestamos Moira y yo a la vez.
Aceptamos y salimos de la pista para quitarnos los patines. Los
guardamos en las bolsas, junto con nuestros zapatos, y vamos descalzos,
entre risas y gritos, hacia la zona de la piscina. Al llegar, nos deshacemos de
la ropa hasta quedarnos en ropa interior. La apiñamos toda en un montón en
el suelo.
Durante un largo rato, saltamos, nadamos, jugamos, nos hacemos
aguadillas y nos divertimos a lo grande. Para cuando nos queremos dar
cuenta, es tardísimo y los chicos proponen que nos marchemos ya. Oliver y
yo nos quedamos rezagados buscando por el fondo de la piscina un anillo que
se me ha resbalado del dedo. Cuando lo encontramos, salimos a la superficie
y nos acercamos a las escaleras. El resto de la pandilla ha salido de la piscina.
Hago el amago de poner mi pie en las escaleras, pero su voz me detiene.
—No me acabo de creer que lo hayamos encontrado. Has tenido una
suerte de la hostia. Lo sabes, ¿verdad?
Termino por apoyar el pie. No me giro. Oliver sujeta la barandilla de las
escaleras con ambas manos, dispuesto a subir detrás de mí, pero mi parón
hace que me quede encerrada entre su cuerpo y la escalera. Me quedo muy
muy quieta. La respiración se me acelera por la cercanía. No quiero subir las
escaleras. No, no quiero. Mi pie aún está en el primer escalón. El otro
suspendido en el agua. Sus pies en el suelo. Nuestras manos casi se rozan en
la barandilla.
Entonces, me giro. Cambio la posición de mis manos y quedamos frente a
frente. Me siento en el último escalón. Nuestros ojos quedan a la misma
altura.
Oliver se queda quieto. Decenas de gotas de agua le corren por la cara y
yo quiero besar cada una de ellas. Llevo meses con el pensamiento de que
tanta tensión sexual nos va a acabar explotando más pronto que tarde.
Y así es. Justo ahora.
Acerco, con convicción, mi boca a su rostro y empiezo a absorber cada
gota con mis labios. Comienzo por la frente, le aparto el cabello mojado con
la mano y aspiro con suma delicadeza cada una de ellas. Oliver parece no
reaccionar, por lo que sigo con mi placentero trabajo, sin acabar de creerme
que realmente me haya atrevido a hacer lo que estoy haciendo. Mi corazón
late tan fuerte que sé que lo está escuchando, porque no hay ni un solo ruido
más.
Bajo por la frente y le beso los ojos, que mantiene cerrados. Sigo bajando
por los pómulos y cuando llego a los labios… paso de largo. Suelto la
escalera y me agarro a sus hombros, paseo mis labios por su mandíbula y por
su cuello. Saco la lengua y le lamo la piel, que sabe a cloro y a él, sobre todo
a él. Arrastro la lengua por su clavícula y subo por el cuello, llego de nuevo a
la mandíbula, a la boca. Rozo el borde de sus labios con la lengua. Cuando
acabo, le rozo los labios con los míos y lo miro a los ojos, aún los tiene
cerrados.
Espero, con paciencia, y, poco después, cuando no siente mis labios en su
piel, los abre. También abre la boca, para respirar, para inhalar el aire que
creo que necesitan sus pulmones. Y mis pulmones. Imito su gesto. Nuestros
alientos se entrelazan. Mis ojos en su boca. Subo la mirada. Mis ojos en los
suyos.
Mi corazón galopa a mil por hora en mi pecho, porque no sé lo que va a
pasar ahora. Yo he dado el primer paso, ahora le toca a él. Apoyo la espalda
en las escaleras de la piscina, a la espera. Debería sentirme incómoda, no es
un sitio plácido donde apoyarse, pero no lo hago. Es como si estuviera
tumbada sobre un colchón de plumas. Supongo que es por la anticipación de
lo que creo (y deseo con todo mi ser) que está a punto de suceder.
Sin apartar sus ojos de los míos, se acerca más a mí y me aprisiona contra
la escalera. Un segundo después, siento el toque de sus manos en mis
tobillos. Mira hacia abajo, hacia el agua, mientras poco a poco va subiendo
sus manos por mis piernas dejando una estela de excitación a su paso. Su
cabeza está tan cerca de mi cuerpo que siento cómo las gotas de agua que se
deslizan por su cabello caen sobre mi pecho.
Sus manos continúan subiendo por mis piernas, por mis muslos… y más
arriba. Gimo por la anticipación. Oliver no despega la mirada del agua, como
si no quisiera perderse detalle de lo que pasa ahí abajo.
«Tócame, tócame más. No dejes de hacerlo, quiero que llegues hasta el
fondo», me entran ganas de gritar.
Y mis ruegos parecen hacerse escuchar porque Oliver llega al vértice de
mis muslos y aparta mi ropa interior para acceder a mi sexo. Introduce un
dedo y el placer más absoluto recorre mi cuerpo, placer físico y placer del
corazón, que da un brinco de la felicidad por tener a Oliver de nuevo en mi
piel.
Le rodeo el cuello con los brazos, para sujetarme, levanto el trasero de la
escalera y me dejo caer sobre su mano. Coloco la boca cerca de su oído,
quiero que me escuche desde primera línea, quiero que escuche mis gimoteos
por lo que le hace a mi cuerpo. Oliver, ante tales grititos de placer, me
introduce un dedo más, y otro. Me muevo sobre su mano mientras recorro
con la lengua el lóbulo de su oreja. Me la meto en la boca y le doy suaves
mordiscos. El movimiento de sus dedos se acelera. Estoy a punto. Necesito…
necesito… dirijo la boca a su hombro y lo muerdo, en un intento de paliar
mis gritos por el orgasmo que comienza a recorrerme el cuerpo y que parece
no querer detenerse nunca.
Al final, acabo gritándole al oído. En ningún momento dejo de abrazarme
a su cuerpo ni de moverme al compás de sus movimientos. Nuestras mejillas
entrechocan y, en los últimos espasmos de mi orgasmo, en mis últimos gritos,
deslizo una de mis manos por su brazo, por su costado, por su vientre… hasta
que llego a su bóxer. Meto la mano dentro y lo acaricio con la misma rapidez
que él me acaricia a mí. Nuestras manos se rozan entre tanto movimiento y, a
pesar de haber culminado ya, siento que la excitación no se detiene.
Oliver para el movimiento de su mano y saca los dedos de mi interior.
Ahora es él el que se mueve al compás de mis caricias. Me recuesto en la
escalera de nuevo y le ofrezco mi cuerpo. Oliver ahoga sus gemidos en mis
pechos. Me chupa la piel con necesidad y sube por mi cuello, llega a mi
mejilla y descarga sus gritos al borde de mi boca.
No aguanto más, creo que si no lo beso… si no lo beso…
Cuando estoy a punto de hacerlo, Oliver aparta mi mano de su pene.
Levanta la cabeza y me mira con sus ojos, que son puro deseo y excitación.
Sin pensarlo ni un segundo, acerca su boca a la mía y… me besa con
violencia. «Sí, joder. Por fin». Otra vez este pensamiento. Por fin saboreo su
boca de nuevo. Por fin estamos aquí. ¡Cuánto echaba de menos sus besos! Y
su lengua, que empuja a la mía con fuerza. Nos besamos durante una dulce y
corta eternidad. Me queman los labios y, a pesar de que Oliver deja de
besarme la boca y pasa al cuello, todavía siento el calor de su aliento en ellos.
Quiero más.
Yo ansío tocarlo, acariciarlo por todas partes y estrecharlo entre mis
brazos. Me baja el sujetador y acerca su boca a uno de mis pezones mientras
me acaricia el otro con las yemas de los dedos. Siento que voy a explotar de
nuevo. Lo agarro del bóxer y se lo quito como puedo y con su ayuda, con
impaciencia. Siento la presión de su sexo en mi estómago, levanto las
piernas, lo rodeo con ellas mientras me aparta la ropa interior a un lado y
busco el contacto de nuestros sexos. Cuando se encuentran, nos frotamos el
uno contra el otro hasta que su pene se coloca en mi entrada y me penetra de
una sola estocada.
Gemimos a la vez, por la intrusión; hacía demasiado tiempo desde la
última vez. Demasiado tiempo. Apoyo mi frente en la suya y cierro los ojos.
Me embiste con fuerza una y otra vez, y el agua de la piscina baila con
nosotros.
Me agarro a la barandilla como puedo, y Oliver persigue mi boca en
busca de más besos. Nuestros alientos chocan y las respiraciones tiemblan
por tanta sensación. Ataca mi boca con pasión, pero no soy capaz de
responder. Solo puedo gemir y dejarme llevar. Me sujeta los pechos con las
manos y acerca su boca a los pezones, que están expuestos, ya que el
sujetador se me ha quedado debajo. Sus tirones sobre mis pezones hacen que
mi excitación llegue a su punto más alto. No puedo más, voy a explotar.
Sin esperarlo, me invade uno de los orgasmos más intensos que he tenido
en toda mi vida, ni siquiera lo he visto venir. Cuatro embestidas más, y Oliver
termina en mi interior.
No hemos usado preservativo. Como siempre. Por mi parte no hay
problema, pero por la suya… no lo sé. Espero que eso de no usar protección
lo haga solo conmigo. Aun con todo, confío en él; de existir algún riesgo, no
lo haría. Nos quedamos abrazados esperando a recuperar la respiración.
—Mierda —exclama Oliver, chasqueando la lengua—, esto ha sido un
error. No puede volver a pasar.
¿Quééé? Se me atascan las palabras en la boca y no puedo hacer otra cosa
que mirarlo horrorizada por lo que acaba de decir. Aún está dentro de mí y
nuestras respiraciones siguen irregulares. ¿Ha dicho que esto ha sido un
error? ¿De verdad ha dicho eso? «Sí, sí lo ha dicho, Sara». En los siguientes
segundos, me rompo la cabeza pensando en ello, pero cada vez lo entiendo
menos, y cada vez me cabreo más.
Oliver parece percatarse del importante detalle de que seguimos unidos y
sale de mi interior con cuidado. Siento el cuerpo frío de repente y me
estremezco. Me abrazo a mí misma y creo que… creo que nunca he sentido
un vacío tan grande como el que siento ahora. ¿Un error? ¿Soy un error?
¿Habernos besado y… amado ha sido un error? ¿Por qué? Las mismas
preguntas se repiten en mi cabeza una y otra vez. ¿Por qué no lo ha frenado
antes si no quería hacerlo? ¿Ha permitido que hiciéramos el amor (con toda
seguridad que para él ha sido un polvo) porque se lo he puesto fácil? ¿Se ha
dejado hacer y ahora se arrepiente? Me siento… humillada. Siento que me ha
tratado como a una tía cualquiera; se me rompe el alma. Siento que hemos
hecho algo sucio. Él ha hecho que lo sienta así.
Lo observo buscar su calzoncillo, pero, por más que busca, no lo
encuentra. Desiste y sale desnudo de la piscina. Lo localizo a mi izquierda y
lo cojo. Cojo aire. Se lo lanzo con todas mis fuerzas y le doy con él en la
parte trasera de sus piernas. Un arrebato. De los míos. Es mi respuesta a su:
esto ha sido un error. Es mi respuesta a que me haya tratado como a una
cualquiera. Se gira por la impresión del golpe.
—¿Estás loca? Podrías haberme hecho daño.
«Daño me has hecho tú a mí, a nosotros. A nuestra relación. Mucho más
del que te puedas imaginar. Joder, esto no va acabar nunca. Estamos
condenados a no entendernos». Me coloco el sujetador en su sitio y me
encaro con él.
—¿No te he hecho daño? Qué pena.
—No, al menos no físicamente.
Si ahora me viene con esas, con que yo le hago daño emocional, después
de lo que acaba de pasar entre nosotros… Me muerdo la boca para no
replicarle con una insolencia de las mías. Porque sé que, si lo hago, esto va a
acabar mal. Muy mal. Porque mi cabreo va en aumento. Porque así no se
hacen las cosas. Si no quería estar conmigo de manera íntima, que lo hubiera
dicho antes, pero no después, y de la manera en que lo ha hecho.
Empieza a recoger su ropa del suelo y sé que, cuando la tenga toda, se
marchará, sin vestir. No puedo permitirlo. Lo siento, pero no puedo callarme.
Hoy no. Demasiado he callado en el pasado. Pero ya no más silencios entre
nosotros. No me lo perdonaría a mí misma. Y estoy de acuerdo en una cosa
con él: esto no puede volver a pasar. Mi corazón no lo soportaría. Y creo que
nuestra relación tampoco. Salgo del agua y me acerco a recoger mi ropa, que
está tirada en el suelo justo detrás de Oliver.
—No vuelvas a acercarte a mí.
Se da la vuelta, con la ropa y la bolsa de los patines en las manos.
—¿Necesitas que te recuerde que has sido tú la que me ha besado a mí?
No hace falta, no. Sé lo que he hecho. Y sé que debo cargar con las
consecuencias. Solo quiero asegurarme no volver a sentirme nunca más como
me estoy sintiendo ahora. Solo quiero asegurarme de que no vuelva a
rechazarme, porque, visto lo visto, parece que no aprendo. Y también me
gustaría saber el porqué de su actitud. ¿Por qué me habla con tanto
resquemor? ¿Por qué parece estar enfadado? Pero, en este momento, lo más
importante es protegerme para el futuro.
—No me refiero a ese tipo de acercamiento, que no va a volver a ocurrir
entre tú y yo. Me refiero a que no te acerques a mí de ninguna manera.
—«Protégete, Sara»—. No quiero que me toques, mantente alejado de mí, no
te sientes a mi lado, no te metas en mi cama, no quiero que me toques ni un
solo pelo de la cabeza.
Debo cortar por lo sano después de ver a dónde nos ha llevado el
jueguecito que nos traíamos entre manos. Acabo de negarle cualquier
contacto físico conmigo a mi mejor amigo, al amor de mi vida. Se me cierra
el estómago y aguanto las horribles ganas de vomitar que me invaden.
—Perfecto —me escupe cabreado—, recuérdalo la próxima vez que
intentes olvidarte de tu exnovio follando conmigo.
¡Joder! ¡Joder! ¡JODER! ¿Por qué siempre tiene que salir Will en nuestras
conversaciones? ¿Qué tendrá él que ver con lo que acaba de pasar?
—¿Sabes? Tienes una especie de fijación muy extraña con Will. Lo tienes
endiosado, estoy empezando a pensar que estás enamorado de él.
—Yo no lo tengo endiosado, te aseguro que no, pero tú —me apunta con
el dedo— lo has tenido endiosado toda la puta vida.
—No lo entiendo —reconozco, frustrada—. Es como si no quisieras que
saliera de nuestras vidas. Siempre lo tienes presente.
—Y todo gracias a ti. Yo estuve ahí en todos esos momentos.
«¿De qué habla?». Me quedo en silencio, observándolo. Intentando
entender sus palabras. Se pone los pantalones y me mira enfadado.
—No tengo memoria eidética como tú, pero hay recuerdos que jamás
olvidaré. Como todas las veces que llorabas cuando Will y tú no os llevabais
bien y él te humillaba; te importaba más que ninguna otra cosa en el mundo.
O la primera vez que te besó, estuviste dos horas tocándote los labios, que
todavía te hormigueaban. O cuando perdiste la virginidad con él, jamás te han
brillado los ojos de esa manera. O cuando lo perdonaste después de que te
fuera infiel; pensé que te conocía, pero ahí sí me sorprendiste. Nunca pensé
que le perdonaras algo así y menos aún después de que tú y yo hubiéramos
mantenido relaciones sexuales, mis primeras relaciones sexuales —recalca
—. Después de eso, que volvieras con él al regresar de Estados Unidos te
aseguro que no me sorprendió demasiado porque, cuando se trata de Will, no
controlas, es más fuerte que tú, créeme, lo he aprendido con el paso de los
años.
«Por fin. Hasta que salió». ¿Todo eso llevaba dentro? No, llevaba no.
Lleva. Todo eso lleva dentro. No ve más allá de mi relación con Will. Me va
a castigar con ello toda la vida. Me va a castigar por haber querido más a Will
que a él. Me va a castigar por algo que… no es verdad. Ya no puedo seguir
ocultándole información. Es hora de que lo sepa todo para que podamos
cerrar ese capítulo de nuestras vidas. Ahora sé que jamás volveremos a estar
juntos, no sabemos hacerlo, nos hacemos demasiado daño. Pero, aun así, la
verdad tiene que salir. La saco de lo más profundo de mi ser.
—¡Volví con él porque tú me abandonaste!
No parece sorprenderse por mi confesión. Está obcecado con su versión y
no escucha nada más.
—Claro, y, en lugar de intentar luchar por mí, te tiraste a sus brazos.
¡Como siempre haces! ¡Porque lo nuestro te importaba una mierda!
¿Luchar por él? Esto es nuevo. ¿Eso pretendía? No fue lo que me dijo la
última vez, me dijo que se dio cuenta de que estaba enamorada de Will por
una mirada que le eché y que ni recuerdo. No dijo nada de luchar por él. Al
parecer, no soy la única que se guardó cosas. Me reafirmo en lo que pensé
hace meses cuando tuvimos esta misma conversación: por más que él no
quisiera reconocerlo, me puso a prueba.
—Por eso me dejaste, ¿verdad, Oliver? ¡Me rompiste el corazón porque
querías que eligiera entre él o tú! ¡Por someterme a una prueba! ¡Yo te
quería! ¡Joder, te quería! Más que a nada en el mundo, más que a Will y más
que a cualquiera.
—¡Mentira! Nos querías a los dos, sí, pero tu amor por él era más grande
que tu amor por mí y por eso lo elegiste.
—¡No! ¡Te quería a ti! Tú eras el amor de mi vida. —Derrotada, y harta
de que no confíe en mí, me desnudo emocionalmente ante él y se lo confieso
todo. Ahora viene mi verdad—. La primera vez que estuvimos juntos empecé
a sentir… algo, pero no sabía ponerle nombre. Tú me dijiste que no querías
enamorarte de mí y yo lo acepté porque me asusté. Sí, me asusté. Lo siento.
Estaba muy confundida. Mucho más tarde, en París, pude darle nombre a ese
algo, era amor, amor del de verdad. Lo que sentí por Will fue un
enamoramiento infantil, de adolescente, intenso, sí, pero que murió tan rápido
como nació. Si en aquel momento tú me hubieras dicho algo, si me hubieras
dicho que me querías… Olly, si hubieras hablado conmigo… Le habría
retirado incluso el saludo a Will si me lo hubieras pedido, aun sabiendo que
era algo infantil y egoísta, pero habría estado dispuesta a hacer cualquier cosa
para que te sintieras seguro de mi amor por ti.
Oliver me mira horrorizado. Cierra los ojos con fuerza y dos lágrimas se
escapan de sus ojos. «Ya lo vas entendiendo».
—No puede ser. ¿Por qué volviste con él? —me pregunta entre susurros
—. ¿Por qué te fuiste al puto cine con él cuando volviste de Los Ángeles?
Me quedo mirándolo con tristeza. ¡Cómo pudimos ser tan inmaduros y tan
idiotas como para no sacar todo esto en su momento! Nos habríamos
ahorrado tanto…
—No me fui a Los Ángeles.
—¿Perdona?
—Cuando me dijiste que lo nuestro se había acabado… caí en una
profunda depresión. Me derrumbé y el dolor pudo conmigo, no entendía tu
rechazo así, de repente, de un día para otro. Daniel fraguó toda la historia, yo
no quería que me vieras así y que te sintieras culpable por no quererme.
—¿No te fuiste a los Ángeles con tu padre y con Alex?
Los ojos de Oliver siguen enrojecidos, y yo, a estas alturas, también he
empezado a llorar.
—No.
—¿Y dónde estabas?
—Aquí, en Edimburgo. Encerrada en mi habitación.
—No puede ser, ¿estabas tan cerca?
—Sí, fue Daniel quien me ayudó a salir de aquello.
—¿Y Adam?
—No le contamos nada, pero lo sospechó desde el primer momento. Se lo
confesé todo más tarde, cuando se supone que había vuelto. El día que viniste
a mi casa —suspiro y cojo fuerzas—, ese día, Will apareció por casa porque
mi hermano estaba desaparecido. No iba a la universidad y apenas salía de
casa porque estaba cuidando de mí. Will vino para asegurarse de que todo
estaba bien, hicieron planes para ir al cine y, sin saber cómo, me vi arrastrada
a ir con ellos. A la vuelta, no podía más, y me bajé del coche a unas cuantas
manzanas de distancia para despejarme. Will quiso bajarse conmigo para
acompañarme y no pude hacer nada para evitarlo. Te aseguro que yo lo que
quería era estar sola.
—Pero… Daniel dijo que habíais ido los dos solos.
—Aprovechó la oportunidad perfecta para hacerte daño. Llegó a casa
antes que nosotros y… Él sabía que yo estaba así por ti, pero no quería que tú
lo supieras. Intuyó que, aunque no estuvieras enamorado de mí, te jodería
verme con Will poco después de haber cortado conmigo. Orgullo masculino
y todo eso.
—Entonces, ¿por qué volviste con Will? No lo entiendo.
—Porque me vi obligada a ello. En aquella época no sabía ni lo que hacía
y me dejé arrastrar por todos: por Daniel, que me decía que era lo mejor y
que aprovechaba cada oportunidad que tenía para dejarnos solos. Por Will,
porque estuvo ahí cuando yo más lo necesitaba; sinceramente, podía haber
sido él o cualquiera. Incluso Pear me lo metió por los ojos. Y lo intenté, juro
que intenté quererlo de nuevo, pero no pude. Te quería demasiado a ti y no
querías salir de mi corazón.
—Ni siquiera luchaste un poquito por nosotros.
—No. Y tú tampoco. Pero nada de eso importa. —Me pongo mis
pantalones y recuerdo cómo me abandonaba hace unos minutos en la piscina
—. Estoy cansada de esta historia. Se acabó. No puedo más.
—Sara. —Intenta tocarme, pero me aparto y me sigo vistiendo.
—Ya es tarde, Oliver. Nos hemos hecho demasiado daño. Tú nunca has
confiado en mí, en lo que sentía por ti y… —antes de continuar, decido que
no merece la pena seguir insistiendo—. Quiero decirte una última cosa para
que te quede clara, por si aún tienes alguna duda a pesar de todo lo que te he
dicho. Lo habría dejado todo por ti. Te habría elegido por encima de todos y
de todo, pero no me diste la oportunidad. Y yo no luché. Los dos nos
equivocamos. Pero ahora tú solito nos has separado de nuevo, tus estúpidos
celos lo han hecho.
Cojo la ropa, salgo del polideportivo y termino de vestirme por el camino.
Nuestros amigos nos esperan en los coches. Me dirijo al mío como alma que
lleva el diablo.
—Adam, Pear, subid al coche, nos vamos.
—¿Y Olly? ¿Qué ha pasado?
Oliver sale del polideportivo con los ojos rojos y una evidente súplica en
la mirada, pero no le permito acercarse a nosotros.
—Tú en mi coche no entras —lo señalo con el dedo.
La súplica se convierte en enfado.
—Claro que sí, Sara, ¡tú siempre tomando la actitud más adulta!
—¡Soy igual de adulta que tú! ¿Te parece adulto haber follado conmigo
ahí dentro para luego decirme, mientras aún seguías dentro de mí, que ha sido
un error?
Todos nuestros amigos nos miran anonadados. Cambian el peso de una
pierna a la otra, y es evidente que quieren dejarnos solos, pero no tienen
adónde ir. Estamos en mitad del aparcamiento. Oliver no me contesta, solo
me mira de una manera indescifrable, no sé qué está pensando.
—Eso pensaba —concluyo.
Mi afirmación lo espolea.
—Puedes acusarme de muchas cosas, Sara, ¡lo reconozco!, pero no de lo
que ha pasado ahí dentro. ¿Quieres que te recuerde otra vez que siempre que
tú y yo nos hemos acostado ha sido porque tú has empezado?
Zas. Golpe bajo. Es verdad, siempre soy yo la que va a él. Porque yo
estoy enamorada. Pero me acuerdo de la primera vez que lo hicimos en mi
habitación de este mismo colegio. En esa ocasión, no empecé yo. Él me besó
primero y eso lo desencadenó todo. Y la segunda y tercera vez, él vino a mí.
—Haz memoria, Aston, no siempre he empezado yo. Las tres primeras
veces, empezaste tú. Ojalá… ojalá pudiera retroceder en el tiempo.
—¿Para que no hubiéramos hecho las cosas de esa manera? No me parece
mala idea. Es lo que ha jodido todo.
—No, para no haberte conocido nunca.
Eso le ha dolido, lo noto en su expresión. Lo reconozco, me he pasado. El
dolor que siento ha hablado por mí. «Bien, quizá así te das cuenta de lo que
sufro yo cuando me tratas como a una tía cualquiera». Me giro hacia mis
amigos con decisión.
—Nos vamos.
Nos subimos los tres en el coche y cierro la puerta de un portazo. Rompo
a llorar un segundo después.
—Sara, déjame conducir a mí. No estás en condiciones.
Acepto sin rechistar. Adam se pasa al lado del piloto y yo me dejo caer en
el asiento del copiloto. Subo las rodillas y me abrazo a ellas. Arrancamos y,
en unos minutos, salimos de las inmediaciones del colegio. Apoyo la cabeza
en el cristal y lloro. Las ganas de vomitar vuelven con más fuerza que nunca
y no las puedo frenar.
—Adam, para el coche, por favor.
Poco después, subimos de nuevo al coche.
—Sara, ¿no prefieres esperar aquí a que se acerquen los demás y aclarar
las cosas con Oliver?
—No.
Mi amigo suspira con resignación. Sabe lo vehemente que puedo llegar a
ser. Y que actúo de forma irreflexiva, dejándome llevar por los impulsos.
Tiene que darme tiempo.
—Está bien.
13
Las consecuencias

De vuelta en Edimburgo, lo primero que hacemos es dejar en su casa a Pear,


que se niega a bajarse del coche porque no quiere dejarme sola en estos
momentos, pero la convenzo para que lo haga. Lo último que quiero es hablar
del tema y lo último que necesito es que mis dos amigos me miren de la
forma en la que me están mirando ahora. Lástima.
Llegamos a casa y no hay nadie esperándonos. Toda la estancia
permanece en silencio y en penumbra, a pesar de ser casi las diez de la noche.
Mi padre no está en Escocia porque ha tenido que viajar a Londres por un
asunto de trabajo, y Daniel supongo que todavía estará trabajando. No suele
llegar tarde a casa, pero siempre hay algún día que se lía en la oficina.
Me encuentro tan activa que no puedo dejar de hacer cosas, incluso
preparo la cena para mi hermano pensando que casi seguro llegará
hambriento a casa. Enciendo la televisión para mantenerme distraída, pero no
encuentro nada que me guste. Adam observa mis movimientos sin mediar
palabra. Paseo la mirada por las películas que nos ofrecen los canales de pago
y me detengo en una de acción que con toda probabilidad les guste a los
chicos.
Me siento junto a Adam a la espera de que mi hermano aparezca por la
puerta de casa, pero pasa el tiempo y no sucede nada. Comienzo a
impacientarme y me levanto del sofá, empiezo a dar vueltas por el salón y me
siento de nuevo.
—¿Dónde se ha metido mi hermano?
—No lo sé, pero Daniel es mayorcito como para que le controles la
llegada a casa. Vamos a empezar tú y yo a ver la película y que luego se
reenganche.
—No. A Daniel no le gustan las películas empezadas.
—Totó…
Lo interrumpo con la mano porque acabo de atisbar por la ventana cómo
se acerca un coche. Me asomo para fisgonear, pero no es el coche de Daniel;
sin embargo, veo a mi hermano salir del mismo. Al volante hay una rubia
estirada que, al momento, me cae mal. ¡Qué bonito! ¡Yo aquí esperándolo
mientras él pierde el tiempo con una de sus amiguitas!
Voy corriendo a abrir la puerta principal y los interrumpo en plena
despedida.
—¿Dónde coño estabas, Daniel? ¡Llevo toda la puñetera noche
esperándote! ¡He hecho la cena, pero se ha quedado fría! ¡Quería ver una
película contigo y, por una vez, estaba dispuesta a elegir una de las que te
gustan a ti! Pero ¿sabes qué? ¡¡A LA MIERDA TODO!!
Antes de girarme para irme derecha a la cama y olvidarme de esta mierda
de noche, veo cómo Daniel me mira con los ojos como platos. Como he
dejado la puerta abierta, mientras me meto dentro de casa, puedo escucharlo
discutir con la rubia.
—¡¡Te juro que no es mi novia, es mi hermana!! Hoy está más
desequilibrada de lo habitual, es bipolar, ¿sabes? Aunque el resto del mundo
se empeñe en llamarla superdotada.
—¡Vete a la mierda, Daniel!
—¡Candy!
¡Oh, Candy, por Dios! ¿De dónde saca a estas petardas? Si es que me lo
pone a huevo.
El coche derrapa para salir a la carretera, y el portazo de Daniel lo más
seguro es que lo hayan escuchado desde la casa de al lado.
—¿Qué coño pasa hoy contigo?
—¿Conmigo? ¿Y contigo? ¿Cómo puedes estar con Pear y con esa chica a
la vez? ¡Has convertido a mi amiga en tu amante!
—No pienso hablar contigo de eso. ¡Y eso último sé que son palabras de
tu amiguita! ¡Distingo su sello!
Lo malo de mi rabieta es que acabamos teniendo la bronca del siglo.
Lo bueno, que me despacho a gusto. Siempre la pagas con quien tienes
más cerca.
Adam
La tarde siguiente a la bronca entre Sara y Oliver me reúno en un bar con
uno de los afectados para apoyarlo, ya que la otra parte no quiere ni oír hablar
del tema.
Nos tomamos unas cervezas y escucho sin interrupción la historia entera
de lo que sucedió ayer entre mis dos mejores amigos por boca de Oliver. Y
no es porque quiera tomar posición en esta guerra, pero es que en ocasiones
tengo el convencimiento de que Oliver es el gilipollas más auténtico que he
conocido en mi vida. ¿Cómo pudo joderla ayer de esa manera? Aunque, si
tengo que sacar algo bueno de todo esto, es que creo que por fin mi amigo ha
reaccionado.
Después de insultarlo de todas las maneras posibles y de darme cuenta de
que nos hemos pasado con las cervezas, le mando un mensaje a Daniel para
que nos venga a buscar. Ni Oliver ni yo estamos en condiciones de conducir.
Mi amigo sigue lamentándose por lo mal que se comportó ayer. O hace cinco
años, no estoy seguro.
—¿Tú me entiendes, Adam?
—No. Has hecho el gilipollas a lo grande, te has dejado llevar por los
celos de manera exagerada y eso no hay quien lo entienda. Mira que te he
avisado veces…
—¡Tenía mis motivos, Adam!
—¡Motivos equivocados!
—¡Sí! Pero motivos, al fin y al cabo. Tú sabes que Sara es lo que más
quiero en la vida, ¿verdad?
—Sí —le contesto, cansado de dar siempre vueltas a lo mismo.
—El asunto es que, hasta ayer, yo pensaba que Sara quería a Will de la
misma manera en que yo la quiero a ella y, como yo sé lo que implica querer
así, pensé que… yo jamás podría enamorarme así de otra persona y tampoco
podría olvidarla, entonces aplicaba esos razonamientos a su amor por Will.
—El asunto —repito sus palabras— es que ella nunca lo ha querido de
esa manera, idiota. En cambio, a ti, sí.
—Pero yo eso no lo sabía.
—Ahora lo sabes.
—Sí, se acabaron las dudas, Adam. Y los celos, y las desconfianzas, y
todo.
—¿Vas a luchar por ella?
—Con todas mis fuerzas.
—Está muy cabreada…
—¡Coño! ¡Y yo!
—¿No dices que vas a luchar por ella?
—Una cosa no quita la otra. No puede montarme esas broncas, tiene que
pensar antes de soltar mierdas por la boca y debería haber luchado por mí
desde el primer momento…
—Frena, frena, que te calientas.
Sigue echando pestes por la boca un rato más, pero todo desde el amor
más absoluto hacia el objetivo de su enfado.
—Joder, es que estoy muy cabreado, necesito un par de horas para que se
me pase del todo.
Mientras esperamos al hermano de nuestra amiga, nos tomamos otra
ronda. Cuando la terminamos, la camarera se acerca a nosotros para ver si
queremos algo más y aprovecha para intentar ligar con mi amigo. Amigo que
la despide sin miramientos.
—¿Por qué eres tan borde? La pobre chica no te ha hecho nada. Solo
quería ligar contigo.
—Joder, me sale solo. —Se echa las manos a la cabeza y apoya la frente
en la mesa.
—Por cierto, hemos bebido demasiado, así que hace un rato he llamado a
Daniel para que venga a buscarnos.
—De puta madre —se queja, todavía con la frente en la mesa.
El susodicho elije ese momento para hacer su estelar aparición en el local.
Echa un vistazo general y, cuando nos localiza, se acerca a nuestra mesa
arrastrando los pies. Se deja caer en una de las sillas vacías.
—Necesito tomar algo.
—Siéntate, Summers. No te cortes. —¡Hostias! Oliver ya ha empezado a
balbucear.
—¿Ya estás borracho, Aston?
—Ni de lejos.
—Entonces te reto a una guerra de chupitos, ¿a que te tumbo?
¡Cojonudo! Este ha venido con ganas de guerra.
—Joder, qué obsesión tenéis los Summers con los chupitos.
Supongo que con eso se refiere a la noche que celebraron con chupitos
(entre otras cosas) la oferta de trabajo de Olly. Sara y él solos, y que conste
que no lo digo con resquemor, entiendo que quieran estar solos de vez en
cuando; es más, deseo que lo hagan.
—¿No te atreves, Aston?
—Adam, avisa a la camarera.
Joderrrr…
Cuando la camarera trae la botella de whisky, Daniel le dice que la deje
sobre la mesa. Llena dos vasos y le ofrece uno a su contrincante.
¡Uno!
El primer chupito les dura un suspiro en el vaso. El segundo y el tercero
también.
¡Cuatro!
Siguen bebiendo sin descanso, pero empiezan a tragar con dificultad.
¡Siete!
En el octavo chupito, se ve que les empiezan a flaquear las fuerzas. No
cogen el vaso con tanto ímpetu y les cuesta trabajo tragar el líquido.
¡Diez!
¡Vaya pedo que llevan los dos! De puta madre, ¿y ahora quién nos lleva a
casa? Saco el móvil del bolsillo y solicito ayuda por segunda vez. Joder,
mañana vamos a tener que venir con una grúa para recoger los coches.
—¿Sabes que Sara me quiere? —le pregunta el borrachín de mi amigo a
Daniel—. ¡A mí! Más que a nadie.
Daniel lo mira con desagrado, no estoy seguro de si por lo que ha dicho o
por el último chupito que acaba de meterse al gaznate.
—Sí, lo sé —responde molesto.
—Pero ahora está un poco mosqueada por un tema que sucedió ayer…
¿Un poco? «Cuidado con lo que cuentas, Oliver». Para evitar una
catástrofe, decido sacarlos del bar y llevar la conversación por otros
derroteros.
—Empezad a moveros. Ya tenemos quien nos lleve a casa y estará a
punto de llegar.
—¿Quién? —me preguntan al unísono. «¿Cómo que quién? ¿Quién va a
ser?».
—Sara.
—¡Mierda! —gritan lastimeros los dos, de nuevo a la vez. Vaya jodida
sincronización que llevan, serán los chupitos de whisky.
—Yo tuve una bronca que te cagas con ella ayer por la noche, ¿cuál es tu
excusa?
—Es… complicado.
—Espera, espera, creo que estoy empezando a entender algo… ¿Es tu
jodida culpa que ayer mi hermana estuviera en el estado en el que estaba?
¿Qué coño le hiciste?
—¡Nada que no quisiera dejarse hacer! —se defiende el muy idiota con
los brazos en alto.
«Hostias, Olly, me parece que has olvidado con quién estás hablando».
Daniel escupe el chupito que se acababa de llevar a la boca y abre los ojos
con exageración cuando se percata de las palabras de mi amigo.
—¿Estás hablando de sexo? ¿DE SEXO CON MI HERMANA?
Y, entonces, mi amigo se da cuenta de lo que acaba de confesar y se echa
para atrás esperando la reacción de Daniel. De repente, las luces de todo el
local se atenúan y la música comienza a tronar por los altavoces. Mierda, ha
comenzado la hora feliz. ¿Está sonando Let’s Twist Again? ¿Pero este no es
un bar de rock alternativo? Nos quedamos los tres escuchando la pegadiza
melodía hasta que en el primer let’s twist again apremio a Oliver para que se
levante y huya lo más rápido posible.
—¡Corre!
—Yo te mato, hijo de puta.
Salen los dos disparados y Daniel sigue de cerca a mi amigo hacia el
fondo del bar. ¿Hacia el fondo del bar? Joder, Oliver, así no vas a llegar
demasiado lejos. Me levanto y voy tras ellos. Mi amigo, el bocazas, se ha
parapetado detrás de una mesa donde cuatro amigas tomaban algo
tranquilamente. Y digo tomaban porque ahora están todas con la boca abierta
viendo a ese par de idiotas. Daniel intenta dar alcance a Olly, pero lo único
que consigue es que den vueltas y vueltas alrededor de la mesa. Patético.
—¡Sal de ahí, Aston!
—¡Tu hermana es mayorcita y puede acostarse conmigo cuando quiera!
—¡De esta no te libras, soplapollas!
—¡Que te jodan, Summers!
Joder, qué bochorno. Menos mal que con el volumen de la música nadie
puede escuchar nada de lo que dicen. Bueno, excepto por las cuatro señoritas
que están sentadas en la mesa, que, considerando que ahora se están riendo
con disimulo, estoy seguro de que están escuchando todo.
Varias vueltas después, Oliver consigue salir de la mesa infernal y se
dirige hacia la salida a toda hostia.
—Sí, esperadme fuera mejor —digo, desde la soledad de mi posición.
Cuando salgo a la calle, descubro que han dejado de dar vueltas alrededor
de una mesa para hacerlo alrededor de un coche.
—¡Ya basta, Daniel! ¿No ves que no puedo pelearme contigo? ¡Eres el
hermano de la persona que más quiero en el mundo! ¡Me niego a darte una
paliza! ¡Ya no!
«¿Está parafraseando a Shakespeare? ¿Le ha llamado Daniel?».
—¿Crees que puedes darme una paliza?
—Suficiente, los dos. —Me acerco al coche y me coloco entre ellos para
acabar con esta gilipollez de una puta vez.
—¿Crees que puedes darme una paliza?
—Oh, por favor, estáis los dos tan borrachos que ni podéis correr y menos
todavía asestar un puñetazo; acertaríais uno aquí y otro allá y acabaríais
golpeados a partes iguales. ¿Por qué no dejáis de hacer el imbécil y habláis
las cosas como adultos? Joder, que no tenemos quince años, ¿no os da
vergüenza que tenga que ser yo el maduro del grupo?
—Estoy enamorado de ella, Daniel, aunque eso ya lo sabes. —«¡Coño!
Uno que se rinde, por fin»—. Me va a explotar el corazón de tanto amor.
«¡Joder, espera, que vomito corazones!». Es lo que pasa cuando te pasas
con el alcohol; me niego a pensar que mi amigo pueda soltar tal cursilada
estando sobrio.
—¿Y por qué cojones has hecho siempre las cosas tan mal?
—Porque soy gilipollas y estaba ciego por los celos, pero ya no lo estoy y
voy a luchar por conquistar a tu hermana.
—Si estar enamorado significa soltar esas gilipolleces por la boca,
agradezco al cielo no estar enamorado.
¿Que Daniel no está enamorado? ¡Ja!
—Anda, Romeo, deja de decir tú gilipolleces, que eso no se lo cree nadie.
—¿No? —farfulla mi amigo.
—No —confirma Oliver. Y flipo que todavía sea capaz de hablar y
sostenerse de pie con la cantidad de alcohol que ha ingerido.
—Se ha caído un mito.
—Estoy bien jodido. Me he enamorado de Pear como un idiota.
Oliver suelta una risita y Daniel lo fulmina con la mirada.
—Tú no te rías, gilipollas.
—¿Qué coño te pasa conmigo, Daniel? ¿Por qué me odias tanto?
Daniel se acerca a mi amigo y le clava el dedo índice en el pecho.
—No tienes ni puta idea de lo que sufrió mi hermana cuando la dejaste.
Perdóname si no eres mi persona favorita.
—No, no es eso. Ya me odiabas desde antes, desde mucho antes. Desde
los nueve años.
Daniel no contesta. Es lo que se suele hacer cuando tu interlocutor lleva
razón. Silencio positivo. El hermano de nuestra mejor amiga siempre nos ha
rechazado a Oliver y a mí, desde el primer día que nos conoció. Creo que es
porque nos veía como… enemigos. Enemigos por la afinidad que Sara fue
adquiriendo con nosotros y que la separaba de él todavía más de lo que ya
estaba. Con el paso de los años, su carácter y el mío congeniaron y aquella
enemistad inicial fue desapareciendo, pero con Oliver… con Oliver siempre
se ha mantenido en la distancia. Ambos lo han hecho. Mi amigo chasquea la
lengua y continúa la conversación.
—Yo no lo sabía, no tenía ni idea, si yo hubiera sabido… ¿De verdad
crees que si hubiera sabido el estado en el que se encontraba…? ¿Crees que
yo…?
Daniel lo interrumpe sin miramientos.
—No lo sé, Oliver. No lo sé. Nunca te he entendido.
Por lo menos lo ha llamado por su nombre y no por su apellido, vamos
progresando.
—Me importa una mierda que no me entiendas, lo que necesito saber es si
crees que yo miraría hacia otro lado mientras tu hermana sufre.
—Supongo que no —reconoce Daniel—, siempre has estado a su lado y,
si no fuera por ti… creo que mi hermana no sería la misma persona. Influyes
mucho en ella, para bien.
Joder, es la puta noche de las confesiones. Y siguen… porque a mi amigo
todavía le queda algo por decir.
—Daniel, yo no soy tu enemigo. —Silencio sepulcral. Muy bien, Olly.
Supongo que eso lo resume todo—. Nunca lo he sido.
—Yo tampoco el tuyo.
Por fin, joder, por fin se han dado cuenta de que no tienen que pelear por
el afecto de Sara, porque eso es lo que llevan haciendo toda la jodida vida.
Daniel es su hermano y Olly su mejor amigo. Son dos parcelas diferenciadas.
Y llega el momento que jamás pensé que vería en toda mi vida: el abrazo
de este par de idiotas. No sabría decir cuál de los dos da el primer paso
porque, para cuando mis ojos lo asimilan, están pegados por completo. ¡Qué
momentazo! Daniel sabe lo que significa este abrazo para Oliver, conoce su
pavor por el contacto humano. Y a Daniel no le gustan las demostraciones
públicas de afecto. Es un gran momento, claro que sí.
—Eh, parejita —gritan desde la entrada principal del bar—, ¡no me habéis
pagado los chupitos!
¡Mierda, las bebidas! Me acerco a la camarera y saco la cartera del
bolsillo trasero de mi pantalón vaquero.
—Ya te pago yo.
—Por eso me ha tratado tan mal, ¿verdad?
—¿Perdona?
—Tu amigo, el rubito guaperas. —Dirige la mirada hacia Oliver y Daniel,
que continúan abrazados—. No me ha hecho ni caso porque estaba esperando
a su novio. No tenía nada que hacer.
Llegados a este punto. ¿Para qué coño voy a molestarme yo en dar
explicaciones?
—Sí. Están muy enamorados.
La camarera se mete dentro del bar y yo vuelvo al lugar donde siguen mis
amigos en la misma posición. Empiezo a pensar que lo hacen para sostenerse
el uno al otro. A escasos metros de distancia diviso a Sara, que viene hacia
nosotros.
—Chicos, ahí viene Sara y trae cara de mosqueo.
La parejita se separa y mira hacia el lugar que señalo.
—Joder, sí que trae cara de mala hostia.
—Yo no sabría deciros —comenta Olly entrecerrando los ojos—, no veo
una mierda de lejos sin las gafas.
—Sí, no te jode, por no llevar gafas, dice. Tienes vista cansada, de lejos
ves de puta madre. Yo más bien creo que es por los diez chupitos y las
cervezas que te has metido en el cuerpo.
—Pero ¿qué tenemos aquí?
Oh, oh, tonito sarcástico que te cagas. Vamos, cabreo monumental.
—Tu hermano quería darle dos hostias a Olly.
Sara entrecierra los ojos. Los otros dos permanecen en silencio. Oliver
con una cara de estúpido enamorado que te cagas y Daniel con cara de…
bueno, con cara de Daniel.
—¿Por qué?
—Por haber mantenido relaciones sexuales contigo.
La expresión de estupefacción de mi amiga no tiene nombre. ¡Me parto!
Sin embargo, se recompone y sigue con el interrogatorio.
—Y ¿ha sido mi imaginación o se estaban abrazando hace un minuto?
—Se estaban abrazando.
—¿Qué y cuánto habéis bebido? —les pregunta a los implicados.
Siguen en silencio. Sí, es mejor que mantengan la boca cerrada. Sobre
todo Oliver, al que en breve se le va a empezar a caer la baba.
—¿Y se abrazaban porque…?
—Cosas de tíos.
—Madurad de una vez, joder. Tú te vienes conmigo —me dice,
señalándome con el dedo—, los tortolitos que se busquen la vida.
—¿De verdad no los vas a llevar?
—No, que se busquen un taxi, por idiotas.
—Totó…
—¡Está bien! ¡Pero no quiero oír a ninguno de los dos! ¡Ni una palabra!
Vamos, que sigan como hasta ahora, ¿no? Mi amiga se da media vuelta,
pero, antes de que lo haga, descubro que está intentando no sonreír. Que
Oliver y Daniel puedan empezar a llevarse bien para ella es… un sueño
hecho realidad.
Mientras caminamos al coche de Sara, los dos borrachos nos siguen unos
pasos más atrás susurrando entre ellos, pero no lo suficiente como para que
no escuche el último comentario que hace Oliver antes de entrar en el coche.
—Te mantendré informado de los avances con tu hermana.
Ahora resulta que, después de quince años de hostilidad, se van a hacer
amigos. Hay que joderse.
14
Amarga venganza

Dos días después del lamentable espectáculo de los dos más grandes idiotas
que forman parte de mi vida, quedo con Pear para tomar un café a media
mañana. Mi amiga aprovecha que tiene que venir al centro a hacer unas
gestiones para tomarse un descanso y yo, como tengo el mejor jefe del
mundo, no tengo problemas para escaparme un rato y desconectar de tanta
ley y tanto procedimiento.
Mientras espero en la cafetería, sentada en una de las mesas que da a la
ventana, pienso en los terribles acontecimientos acontecidos en los últimos
días.
Mentiría si dijera que mi corazón no saltó de alegría al descubrir a mi
hermano y a Oliver abrazados. Y más cuando Adam me confirmó que habían
enterrado el hacha de guerra que ambos tenían levantada desde los nueve
años. Ignoro cuál fue en su momento el detonante que desencadenó que se
llevaran mal desde tan pequeños e ignoro qué es lo que lo ha hecho
desaparecer ahora que son adultos. Solo puedo pensar, y sentir, que una de
las espinitas clavadas en mi corazón ha desaparecido, al igual que su
enemistad. No me imagino a mi hermano y a mi… «¿a tu qué, Sara?»… a
Oliver siendo amigos, y, bueno, me alegro por ellos. Aunque no deja de ser
paradójico, justo Daniel y Oliver se hacen amigos cuando Oliver y yo
dejamos de serlo.
Porque el hecho de que ese par haya hecho las paces no hace que mi
enfado con Oliver se disipe. Ni muchísimo menos. Cada vez que me acuerdo
de lo que pasó en esa piscina, me entran ganas de pegarle una patada en la
entrepierna. Soltarme aquello de que fue un error cuando todavía
estábamos… Me sentí tan… utilizada, tan humillada. Durante toda mi vida
me había sentido privilegiada, especial, porque Oliver siempre me había
tratado de una manera diferente, de una manera que solo me trataba a mí.
Pero ese día me puso al nivel de cualquiera, como si fuera una chica de la
calle con la que acababa de mantener relaciones sexuales, y eso me cabrea
muchísimo. Además está esa obsesión que tiene con Will tan… irracional.
Creo que por fin he tocado fondo en mi relación con Oliver. Hasta ahora
nunca lo había culpado directamente por nada, pero esto que ha hecho… Oh,
sí, esto lleva su nombre y apellido. Y se la voy a devolver. Si cree que me
puede tratar como lo hizo sin que haya consecuencias…
Un pérfido plan empieza a fraguarse en mi mente. Desde la ventana, veo
cómo mi amiga entra en la cafetería.
—Buenos días, melusina. —Me da un beso en la mejilla y se sienta en la
silla frente a la mía.
—¡Buenos días!
Se quita el abrigo para colocarlo en el respaldo de la silla y me mira con
la frente arrugada.
—¿Por qué me miras con esa cara? —le pregunto.
—Estás demasiado contenta esta mañana después de lo que ha pasado.
—¿Tú crees?
—¿Qué estás tramando? —«¡Cómo me conoce!». Decido adelantarle
parte de mi plan, aunque todavía no sea más que una ligera idea.
—¿Sabes lo que más le molesta a Oliver Aston?
—Con apellido, ¿eh? Esto va en serio.
—Tú contéstame.
—¿Que lo toquen?
—Sí. ¿Y después?
—Se me abre todo un mundo de posibilidades, sin embargo, prefiero que
me des tú la respuesta.
—Que toquen sus cosas.
—¿En qué estás pensando?
—En hacerlo sufrir un poquito. No sé cuándo ni cómo, pero lo sabré
cuando llegue el momento. Solo tengo que esperar mi oportunidad.

***
Y la oportunidad llega un mes después.
Un mes en el que apenas nos hemos visto. Oliver ha estado muy ocupado
con los exámenes de la universidad y preparando el nuevo semestre, y yo he
estado todo el mes encerrada en el despacho de Adam poniéndome al día con
el funcionamiento del bufete. Oliver me ha llamado varias veces al día
durante este tiempo, pero nunca le he cogido el teléfono. Y tampoco contesto
a sus mensajes.
Ya estamos a mediados del mes de febrero y hoy es jueves, por lo que me
dirijo con paso ligero a la reunión semanal con mis amigos. Voy tarde porque
me he querido quedar en el despacho, ultimando unos detalles para un juicio
que tenemos la semana que viene. Adam se ha ido hace un rato y hemos
quedado en vernos en el pub.
Al entrar, diviso a mis amigos sentados en la mesa de siempre. Me acerco
y los saludo con un beso en la mejilla. Cuando me siento, descubro que
Oliver no está en la mesa. Miro hacia el pasillo que lleva al cuarto de baño y
a la barra, por si justo se ha levantado, pero pasa el tiempo y no aparece. Ni
muerta pregunto por él, pero Adam, que siempre está atento a todos mis
movimientos, me pone en antecedentes.
—Oliver acaba de irse.
—¿Oliver? Ni me había dado cuenta de que no estaba.
—Por supuesto que no. Solo hacías un recorrido por todo el bar buscando
a Peter Pan. De todas formas, me ha dicho que te dé un beso de despedida de
su parte, así que aquí lo tienes. —Se acerca a mí y me da un pico en los
labios.
—¿Peter Pan te ha pedido que me beses?
—No, graciosilla. Oliver lo ha hecho.
—Ya. —Cojo una servilleta y me la paso por la boca para quitarme los
restos del beso de Oliver. No sé qué parte de no quiero que me toques nunca
más es la que no entiende.
—Ya sé que te da igual, pero te informo de que va a estar fuera de
Edimburgo varios días. Ha tenido que irse a Londres con urgencia, han
encontrado no sé qué en no sé dónde —hace un gesto con la mano señalando
al cielo—; nunca lo entiendo cuando me habla de su trabajo, pero parecía
importante y se ha ido con otro colega al observatorio de no sé dónde para
ver si sacaban algo en claro.
—Es decir, que se ha ido a no sé dónde a buscar no sé qué que han
encontrado en vete a saber dónde.
—Básicamente es eso, sí.
Durante la hora siguiente, no hablamos de otra cosa que no sea la boda de
Moira, para la que apenas faltan tres meses. Intento escuchar cada detalle,
pero al rato me es inevitable desconectar y pensar en mis cosas. Y por
supuesto que siento curiosidad por saber qué es lo que ha llevado a Oliver a
salir con urgencia a Londres, pero me tendré que aguantar.
Cuando salimos del bar, estoy a punto de despedirme de mis amigos e
irme con Adam en mi coche a casa, pero hoy los astros se han alineado a mi
favor. ¡Los astros! Chúpate esa, Aston.
—Esperad, chicos. Alguien tiene que acercar el coche de Olly a su casa.
—¿El coche de Olly? —pregunto interesada.
—Sí —me explica Brian—, ha salido de aquí tan rápido que no ha tenido
tiempo para pasar por su casa a dejar el coche. Y sabes lo especial que es con
sus cosas —«Sí, por supuesto que lo sé»—. No quiere que su preciado coche
duerma en la calle, nos ha dado las llaves y nos ha obligado a llevárselo a
casa.
Las palabras salen de mi boca con evidente excitación.
—Ya lo llevo yo a su casa.
—¿En serio? —me pregunta Brian, esperanzado.
—¿En serio? —me preguntan, a la vez, Adam y Pear, sospechosos.
—Sí, quería pasarme de todas formas a visitar a su madre, hace tiempo
que no la veo. —El tono meloso de voz con el que digo esta última frase…
Solo me falta el aro encima de la cabeza para parecer un angelito.
—¡Cojonudo, Sara! Nos haces un favor a todos.
«¡Bien! Ha colado».
—No hay problema, lo hago encantada. Dame las llaves —le pido con
contenida excitación.
—Toma, son todas tuyas. El coche está aparcado justo ahí. —Me señala
con la mano la acera de enfrente y al dirigir mi mirada hacia allí enseguida lo
localizo.
—Adam, vete en mi coche a casa. —Adam se acerca para recoger las
llaves de mi coche, que le ofrezco con la mano, y me mira con los ojos
entrecerrados. Yo sonrío y le doy un beso de despedida. Por suerte, decide no
hacer preguntas.
—Pear, te dejo en tu casa de camino, si quieres.
Nos subimos en el coche de Oliver y nos despedimos sonrientes de
nuestros amigos. Sobra decir que, a pesar de que el cochecito de mi querido
examigo tiene más de tres años, parece como si acabara de salir de la fábrica.
No hay ni una mota de polvo, ni un CD de música tirado de malas maneras
por los asientos ni nada fuera de lugar. Es más, estoy bastante segura de que
incluso está más limpio y ordenado que cuando permanecía en el
concesionario a la espera de su futuro maniático dueño.
En cuanto giramos la esquina, mi sonrisa desaparece y tomo rumbo a mi
objetivo, que no es la casa de Oliver, ni muchísimo menos.
—Sara, Sarita mía, ¿dónde vamos?
—A la playa que hay cerca de mi casa.
—¿A la playa?
—Sí, están haciendo unas obras en el paseo y, como ha estado lloviendo
mucho estos días, hay una zona donde suele formarse un enorme barrizal.
—¿Barrizal?
—Sí, barrizal, terreno con charcos de barro a montones. —Me giro hacia
mi amiga y le guiño un ojo con descaro.
—Joder, el mosqueo que se va a coger el frikitísimo.
—Bueno, así estaremos en paz y podré seguir con mi vida.
Cuando llegamos a la playa, toda la zona está desierta, no se ve ni un
alma. Detengo el coche a escasos metros del barrizal y sujeto el volante con
fuerza mientras planeo mi estrategia.
—¿Quieres bajar? Esto se va a mover un poco.
—¡Ni hablar! Quiero vivirlo desde dentro.
—Bien, ¿llevas el cinturón puesto? —Me acerco a Pear y compruebo que
está todo correcto—. Agárrate fuerte. Allá vamos.
Piso el acelerador y cojo velocidad, me meto en el charco de lleno y
derrapo con fuerza. Como el barro salpica incluso hasta la luna delantera,
activo los limpiaparabrisas y repito la operación de nuevo. Durante los
siguientes quince minutos, los derrapes se suceden los unos a los otros. Me
doy un gran festín y no dejo charco sin pisar. Cuando el ambiente se empieza
a llenar del inconfundible olor a rueda quemada, considero que ha sido
suficiente y freno el motor.
Nos bajamos del coche para ver la obra de arte y debo de reconocer que es
mucho mejor de lo que esperaba. El Q7 de Olly ya no es blanco, ahora es
marrón, solo se salvan algunos trozos del techo. Sin embargo, no me siento
satisfecha.
—¿No se te ha ido la mano con las ruedas? Las has destrozado.
—No. —Me doy media vuelta y me acerco al primer charco que tengo a
mi alcance. Me meto dentro y comienzo a chapotear en el barro abducida por
la mismísima Peppa Pig. Le hago una señal a Pear para que se acerque y salte
conmigo. Para cuando terminamos de saltar, estamos cubiertas de barro
mojado desde los pies hasta la cintura. Antes de irnos, meto las manos en el
barro.
Nos subimos en el coche y nos restregamos bien por los asientos. Dejo a
Pear en su casa, deseosa de meterse en la ducha, y yo sigo mi camino hacia la
casa de Oliver. Cuando llego a la puerta del garaje, busco el mando en la
guantera y le doy al botón. De pronto, siento unas luces detrás de mí que me
deslumbran durante unos segundos.
Mierda, el hermano de Oliver está justo detrás. «¿Tenía que elegir este
momento para volver a casa? ¡Maldita casualidad!». Nos metemos ambos en
el garaje y aparco en la plaza de Oliver. Nick deja su coche al lado. Antes de
salir, echo un vistazo al coche por dentro. Está lleno de barro. Los asientos, el
volante, la palanca de cambios, los pedales, las alfombrillas…
Nos bajamos de los coches a la vez y Nick se lleva las manos a la cabeza.
—¡Joder! ¡¿Qué le ha pasado al coche de mi hermano?! ¿Y a ti?
Me echo un vistazo a mí misma y he de reconocer que la pinta que tengo
es bastante desastrosa. Tengo los zapatos y los pantalones llenos de barro
seco, las manos e incluso el rostro y el cabello.
—Nos hemos peleado con unos charcos de barro, pero empezaron ellos.
—¡Y no puedo evitar que una tímida sonrisa se cuele en mi expresión! ¡Me
siento bien! ¡Me siento muy satisfecha con mi trabajo! Ha valido la pena,
aunque ahora esté de barro hasta las cejas. Cuando Oliver vea su coche… La
pena es que me lo voy a perder.
—¿Lo has hecho a propósito?
Me encojo de hombros.
—¿A qué se debe esta hostilidad, cuñada?
—A que tu hermano es gilipollas.
—Ya. ¿Os habéis vuelto a enrollar y habéis vuelto a discutir?
«¿A enrollar?». Mi expresión debe de ser idéntica al emoticono de
sorprendido y algo alucinado del WhatsApp.
—¿Qué…? ¿Cómo…? No…
Jamás le hemos confesado al hermano de Oliver que alguna vez ha habido
algo entre nosotros. ¿Cómo lo ha sabido?
—Vamos, Sara, sois tan obvios que tendría que ser mi padre para no
darme cuenta. Pero, tranquila, si no quieres hablar de ello seguiré fingiendo
que no sé nada, como he hecho toda la vida. Ven conmigo, te invito a una
ducha.
Nick me pasa el brazo por encima de los hombros sin importarle que estén
llenos de barro.
—Entonces, cuéntame, ¿qué te ha hecho el idiota de mi hermanito?
Oliver
Por fin aterrizamos en el aeropuerto de Edimburgo, después de tres días
de estudio e investigaciones. Y todo para nada; ha sido una falsa alarma, pero
había que comprobarlo. Joder, estoy agotado. Menos mal que hoy es
domingo y voy a poder descansar hasta mañana.
Adam me ha mandado un mensaje esta mañana muy temprano para
avisarme de que venían a recogerme al aeropuerto. Sí, estoy seguro de que ha
dicho, venían en plural. ¿Será Sara quien lo acompañe?
Por una parte, me parece bastante improbable que Sara venga con Adam,
teniendo en cuenta que lleva un mes entero sin dignarse ni a mirarme.
Aunque, por otra parte, puede que estos días me haya echado tanto de menos
que no ha podido resistirse a venir a buscarme.
Como está tan cabreada por lo que pasó, y como sé que tiene razón para
estarlo, no he insistido demasiado en este tiempo para que me perdonara. La
conozco y necesita tiempo. Mi acercamiento tiene que ser sutil. No la quiero
cabrear todavía más, la estoy dejando hacer. Tengo que pensar en la mejor
estrategia para acercarme a ella de nuevo.
La llama de esperanza que habitaba en mi interior muere en cuanto veo a
Adam esperándome con Brian y Marco.
—Hola, rubio. ¿Qué tal el vuelo? —Adam me da unos suaves golpes en la
espalda como bienvenida.
—Largo.
—¡Pero si es un trayecto cortísimo! Eres un pupas, Olly —me dice Brian,
y yo le pongo mala cara.
Claro, él no lleva tres días sin apenas dormir, no te jode.
—Estarás agotado. Vamos a casa.
Nos dirigimos al parking del aeropuerto y enseguida localizo el
descapotable rojo de Sara. Entonces, me acuerdo de mi coche.
—¿Llevasteis mi coche a casa?
—Sí, claro. Sara lo hizo —me explica Marco.
Un desagradable espasmo provoca que mi cuerpo reaccione de su largo
letargo. ¿Ha dicho Sara? ¿Sara Summers?
—¿Perdona? ¿Qué acabas de decir?
—Que Sara se llevó tu coche a casa.
—¡¡¿Le habéis dejado mi coche a Sara?!! ¿ESTÁIS LOCOS?
—Me he perdido —les dice Brian a Marco y Adam.
—¡Sara me odia, joder! ¡Es capaz de hacerle cualquier cosa a mi coche!
—No seas dramático, Olly. Sara no te odia y, de todas formas, ¿qué coño
va a hacerle a tu coche? ¿Desmontarlo y enviarte las piezas por correo?
«Oh, mierda…».
—Adam, vamos primero a casa de Sara.
15
¡Mira cómo tiemblo!

Estoy desayunando muy tranquila en la cocina de mi casa. Mentira, no estoy


tranquila. Adam se ha ido hace un rato al aeropuerto a buscar a Oliver. Lo
reconozco, en los últimos días, algo parecido al arrepentimiento ha estado
llamando a las puertas de mi alma.
Como en las películas, dos hombrecillos insoportables me aturullan a
ambos lados de la cabeza. El que va vestido de angelito me sugiere que vaya
corriendo al garaje de Oliver y le limpie el coche. «Con lo limpito que tiene
siempre su coche… te va a matar», me repite una y otra vez su impertinente
vocecilla. Pero también tengo al hombrecillo vestido de demonio que me dice
lo contrario. «Se lo merecía. ¡Y no es más que un coche sucio! Él, sin
embargo, ensució vuestra relación y te humilló de la peor forma posible».
Joder, qué dramático es el de rojo. Me pregunto a quién se parecerá.
No me da tiempo a discutir más con ellos porque la puerta de mi casa se
abre y Oliver vocifera mi nombre una y otra vez.
—¡SARA! ¡SARA!
Espero en la cocina pacientemente –mentira–, hasta que me encuentre. El
hombrecillo de rojo me dice que no me preocupe, que no puede hacerme
nada. Oliver siempre ha sido muy de ladrar, pero enseguida se desinfla. No le
gustan los enfrentamientos.
—¡SARA!
¡Qué cerquita se escucha su voz! Debe de andar muy cerca.
—Está en la cocina. —Escucho una segunda voz. Maldito Daniel. Pues sí
que se han hecho amigos. Segundos después, Oliver entra en la cocina con la
mirada turbia y el rostro enfurecido.
—¿Dónde está?
—No sé de qué me estás hablando. —Disimulo bebiendo un sorbo de
café.
—Mi coche, Sara. ¿Dónde está mi coche?
—¿Dónde va a estar? En tu garaje.
—Más te vale que no le hayas hecho nada —me dice, muy cerca de mi
rostro.
—Oh, mira cómo tiemblo.
—Advertida estás.
Gira sobre sus talones y se va tan rápido como ha llegado. Mi hermano
entra en la cocina y se sienta a desayunar enfrente de mí.
—Y, ahora, ¿qué le has hecho al rubiales?
Como no me apetece discutir, me levanto de la silla, dejo la taza y el plato
de las tostadas en el fregadero y me voy a mi cuarto. Me tumbo boca arriba y
miro el reloj. Mi coche puede llegar a ser muy rápido, y vaya si hoy lo es,
porque en cuarenta minutos exactamente, Oliver entra de nuevo en mi casa
dando gritos. Vale, ha visto su coche y no le ha gustado.
—¡Sara! ¡Sara, sé que estás en casa!
Mmm… creo que está subiendo las escaleras. «¿Qué hago? ¿Me
escondo?».
—¡Sara! ¡Esta vez te has pasado!
Oliver entra en mi habitación y, ¡mierda!, no me ha dado tiempo a
esconderme. Oh, oh, está muy muy cabreado. Se acerca a la cama y apunta
con el dedo al piso de abajo.
—Baja.
—¿Perdona?
—Que bajes a tu garaje. Ahora. —Intenta cogerme del brazo para sacarme
de la cama, pero me aparto a tiempo. Yo puedo hacerlo sola. Me levanto y lo
enfrento.
—¿Por qué?
—Porque he traído mi coche. Y ahora vas a limpiarlo. —Me pone el dedo
en el pecho y se acerca peligrosamente a mí.
—¡Sí, claro! No tengo otra cosa que hacer. Tampoco es para ponerse así,
Olly. —Me acerco a la ventana, dándole la espalda, y así de paso me alejo de
él—. Fui a hacer footing por la playa y nos manchamos un poquito.
—Me importa una mierda si fuiste a hacer footing o a bañarte en un
charco de barro. —Joder, qué intuición tiene el maldito—. Pero estate segura
de que vas a limpiar hasta la última mancha.
—¡Por encima de mi cadáver!
—¡Como quieras!
Espera, ¿qué?
Se acerca a mi posición, me coge de la cintura y me sube a uno de sus
hombros como si yo fuera un vulgar saco.
—¡Bájame, idiota! —Le asesto golpes en la espalda, pero no parece
sentirlos.
—¡No! —Me pega un azote en el trasero para devolverme los golpes.
—¡No me toques el culo!
—¡No haberme tocado tú los cojones primero!
Bajamos las escaleras y yo sigo chillando, por si alguien nos escucha y
me ayuda a bajarme de aquí. Pero en todo el camino no nos cruzamos con
nadie. ¿Dónde se ha metido todo el mundo? Justo cerca de la pequeña puerta
interior que da acceso al garaje de mi casa, nos cruzamos con Adam. ¡Por fin
alguien que me ayude!
—¡Adam! ¡Adam, ayúdame!
—Ni hablar. No quiero saber nada de vuestras historias de matrimonio.
—¡Adam!
¡No me lo puedo creer! ¡No va a ayudarme! Oliver baja las escaleras y me
lleva al garaje. Una vez allí, por fin me suelta. Miro a mi alrededor y veo su
destrozadísimo coche al lado de la manguera que guarda mi padre para estos
casos. Mi secuestrador cierra la persiana del garaje y nos deja dentro
encerrados.
—Y, ahora, límpialo. Y da gracias por que no te obligo a hacerlo con la
lengua.
Si algo he aprendido con el paso de los años, es a saber cuándo Oliver va
en serio y cuándo no. Y, ahora mismo, va muy en serio. No me va a dejar
salir de aquí hasta que no limpie el maldito coche, así que, muy a mi pesar,
recojo la manguera del suelo y abro la llave de paso del agua.
Teniendo en cuenta la horrible capa de barro seco que cubre todo el
coche, pongo el grifo a la máxima presión. Empiezo rociando las ruedas y
enseguida el agua congelada que cae al suelo llega hasta mis descalzos pies.
¡Estoy descalza y en pijama! ¡El muy capullo no me ha dado tiempo ni a
calzarme! Miro a Oliver, que permanece tan tranquilo apoyado en la pared y
jugueteando con el móvil. ¡Y yo mojándome los pies! Jolín, que estamos en
febrero, no son unas fechas muy apropiadas para darme un chapuzón aquí, a
la sombra del frío garaje de mi casa.
El cabreo bulle en mi interior. Y él ahí sigue, tan tranquilo y calentito con
su ropa seca y sus zapatos. Y esa postura tan chulesca y despreocupada, me
entran ganas de… ¡Ganas de enchufarlo con la manguera para que pruebe en
sus propias carnes el frío que hace, coño! «Espera, ¿y por qué no?».
No, no, Sara. Ni lo pienses. En bastantes líos te has metido por seguir la
corriente al hombrecillo vestido de demonio. Bastante cabreado está Oliver
como para que lo empeores. Sin embargo, no sé qué es lo que sucede, pero
mis brazos no hacen caso a mi cerebro y actúan a su antojo. Esto es digno de
estudio.
Aferro la manguera con ambas manos y la dirijo de pleno hacia el
confiado joven apostado en mi pared. ¡Toma, capullo!
Con el agua impactando en su cuerpo, no puedo distinguir bien su cara y,
¡qué pena más grande!, porque me habría encantado ver su expresión de
estupefacción. Lo empapo de pies a cabeza y, joder, qué bien sienta. No soy
consciente de que Oliver se acerca a mí hasta que lo tengo encima. Intenta
quitarme la manguera de las manos, pero yo me aferro a ella como si me
fuera la vida en ello. Aun así, consigue sujetarla y ahora cuatro manos dirigen
la dirección del agua. Claro que dos de esas manos son mucho más fuertes
que las otras dos.
El frío del agua cuando impacta en mi rostro me hace soltar un gemido.
¡Está congelada! Oliver me levanta la camiseta y mete la manguera por
debajo para empaparme bien. Intento huir, pero es imposible. Mi contrincante
me encierra entre sus brazos, de manera que mi espalda queda pegada a su
húmedo pecho. Escondo la cabeza en el hueco de mi axila en un intento de
evitar la manguera y la llevo contra su rostro.
Forcejeamos más, hasta que Oliver consigue llevarnos hasta la pared y
girar la llave de paso para cerrar el agua. Nos quedamos mirándonos sin
mediar palabra. Yo, porque me he quedado muda ante el panorama que se me
presenta: Oliver empapado, desde la punta de su pelo hasta la punta de sus
pies.
El pelo rubio lo tiene aplastado sobre el rostro. El color verde de sus ojos
es más intenso de lo que recordaba jamás. La camiseta se le ha quedado
enroscada a la altura del ombligo. Los huesos de las caderas le asoman por el
pantalón, formando dos vértices de un triángulo invertido que me resulta
irresistible. Quiero chuparlo. «No, Sara, no. No quieres hacer eso, no quieres
tocarlo nunca más, ¿recuerdas?».
Miro hacia abajo para observar los desperfectos en mi cuerpo. Tengo la
parte de arriba del pijama mojada por completo y pegada a mi desnudo
cuerpo. El pantalón, igual de mojado, se me ha bajado hasta asomar el borde
de mis braguitas y, con el peso del agua, noto como va deslizándose más y
más por mis caderas.
Levanto la mirada hacia mi compañero, y lo que veo en su mirada me
asusta y me excita a partes iguales. Es puro deseo.
—No te acerques, no se te ocurra tocarme, Oliver.
—¿O qué? —me provoca, acercándose a mí con la mirada turbia de
excitación.
—Te vas a enterar.
—Oh, mira cómo tiemblo —contesta parafraseándome.
Capullo.
Continúa acercándose cual depredador a punto de atacar a su presa.
—Como te acerques medio centímetro más… no respondo, Oliver.
—¿Me estás amenazando, pequeñaja? —me pregunta con la voz ronca de
deseo.
Repito. Capullo.
Camino hacia atrás, pero choco contra el paragolpes delantero del coche.
—Sara, no pienso volver a cerrar los ojos a lo nuestro, voy a ir a por ti.
—No…
Pero no me da tiempo a decir nada más porque Oliver empuja su cuerpo
contra el mío y caemos los dos contra el embarrado capó del Q7. Lo que
sucede en los siguientes veinte minutos ni un terremoto lo habría podido
evitar.
Oliver me besa con violencia y ambos gemimos por el primer contacto.
Le meto las manos en su precioso cabello mojado y lo acerco más a mí para
sentirlo todavía más profundo. Lo primero que me llega es su olor. Intento
aspirarlo lo máximo posible y emborracharme de tan delicioso aroma. El frío
que sentía hace unos instantes desaparece y queda sustituido por el calor más
placentero que existe.
Bajo las manos por su espalda y las cuelo por debajo de la camiseta.
Siento el peso de la húmeda prenda sobre mis manos y la subo por su cuerpo
con la intención de quitársela. Oliver deja de besarme durante los escasos
segundos que tarda en despojarse de la camiseta. Una vez sin ella, paseo
libremente mis manos por su cuerpo, que continúa empapado. Encaja su
cabeza en mi vientre y mete la lengua en mi ombligo.
—Oh…
—Sara, nena. —Ante mi grito de placer, Oliver levanta la cabeza y me
mira a los ojos.
—No pares.
Lleva de nuevo la lengua a mi cuerpo y me besa el vientre. Sujeta con las
manos el borde de mi camiseta y la va enrollando y subiendo por mi cuerpo
al tiempo que lo hace su lengua. Mi corazón late desbocado y me falta la
respiración. Deja la camiseta a la altura de mis pechos y baja de nuevo con la
lengua chupando mi piel. Cuando llega de nuevo al ombligo, sujeta con
fuerza la cinturilla de mis pantalones y me los quita, junto con la ropa
interior. Se incorpora y llega a mi rostro. Unimos y frotamos nuestros
cuerpos en busca de una posible liberación que los enfríe.
Nos besamos en la boca y rodeo con las piernas la cintura de Oliver.
Necesito tenerlo dentro más que el aire que respiro. Oliver, sin dejar de
besarme en la boca, se baja los pantalones sin desabrochárselos siquiera y
guía su miembro a mi interior.
Dejamos de besarnos y nos observamos el uno al otro. Oliver se mueve
muy despacio, sacando prácticamente la totalidad de su glande de mi cuerpo
y volviéndolo a introducir hasta el fondo. Como no aguanto la intensidad de
su mirada, cierro los ojos y me abandono al placer.
Levanto las manos por encima de mi cabeza y me choco con la luna
delantera del coche. Oliver acerca sus manos a las mías y entrelaza nuestros
dedos. Sé lo que pretende, quiere demostrarme que esto no es un polvo
cualquiera, que me… No, no quiero pensar en esas dos palabras. No me
hagas esto, Oliver. No lo hagas, por favor. Ahora, no. Así, no. No cuando aún
sigo enfadada contigo.
Ni siquiera cuando nos acercamos al orgasmo Oliver incrementa el ritmo
de sus embestidas. Y cuando estamos ambos al límite, nos besamos y nos
tragamos nuestros propios gemidos.
No sé el tiempo que tardan nuestros cuerpos en recuperarse. Sea el que
sea, nuestras manos siguen entrelazadas y nuestras cabezas juntas. Es
entonces cuando me doy cuenta de lo que acaba de pasar y de que Oliver ha
hecho conmigo lo que ha querido. Como siempre. Con sus normas. Con sus
formas. Y porque a él le da la gana. Y punto.
—Levanta. Apártate de mí.
Oliver sale de su atontamiento.
—Nena.
Sé lo que me va a decir, se lo veo en los ojos y lo he sentido hace unos
instantes mientras me hacía el amor.
—No lo digas, Oliver. Ni se te ocurra decírmelo...
—Sara, te quiero.
No, no, no, por favor. Ahora, no. Llevo ¡años! esperando a que Oliver me
dijera esas dos palabras tan pequeñas y tan grandes a la vez. Y jamás lo ha
dicho. ¿Por qué ahora? ¿Por qué ha tenido que hacerlo ahora?
—¡Te he dicho que no lo dijeras! —Lo empujo y me levanto del coche.
Busco mis pantalones por el suelo mojado y los encuentro en un charco de
agua. Además de mojados, ahora también están llenos de barro, al igual que
todo mi cuerpo. Me coloco la ropa en su sitio y me estremezco por el frío que
siento, no estoy segura del verdadero motivo. Me giro hacia Oliver, que
también se ha colocado su ropa.
—¡No tienes derecho, Oliver! ¡No tienes ningún derecho a decírmelo
ahora! ¡Ninguno! ¡Justo cuando estoy enfadada contigo!
Subo los escalones que dan acceso a la estrecha puerta que conduce al
interior de mi casa. Corro a mi habitación y entro directamente al baño.
Enciendo la ducha y ni me molesto en quitarme el pijama. Me meto dentro y
me arrastro por la pared hasta quedar sentada en el suelo de la ducha. Encojo
las rodillas y meto la cabeza entre ellas. Lloro.
16
Volverás a ser mía

El día después de lo sucedido en el garaje con Oliver me quedo en casa tirada


en el sofá viendo cualquier cosa que quieran emitir por la tele. No le he
contado a nadie lo que pasó entre nosotros, ni a Adam ni a Pear. No me
apetece ni revivirlo de nuevo ni tener que admitir una vez más que, a pesar de
todo lo que ha pasado, sigo coladísima por el capullo de Oliver Aston.
Adam apareció por casa, horas después de mi escarceo sexual, quejándose
de bastantes asuntos y echándome a mí la culpa de todos ellos.
Primera culpa: ensuciar el precioso e impoluto coche blanco de Oliver de
barro. Me he comportado de manera infantil, vengativa e inmadura.
Segunda culpa: encandilar a Oliver («vete tú a saber cómo» fueron las
palabras exactas de Adam) para no limpiar yo el coche. En esta ocasión,
Adam me tilda de listilla y cara dura.
Tercera culpa (o daños colaterales de la primera y segunda culpa): que
Adam haya tenido que pasar horas limpiando el maldito coche por dentro y
por fuera; y todo ello con la inestimable y agradable compañía del señor
Aston.
Si lo pienso en frío, teniendo en cuenta que Oliver ha conseguido un
orgasmo y que yo, además de conseguir otro, me he librado de limpiar el
coche… El que ha salido perdiendo en todo este asunto ha sido
clarísimamente el bueno de Adam.
Estoy medio dormida en el sofá cuando aparece mi hermana Kate por la
puerta del salón con bastante mala cara y cargando con un montón de libros.
—Sara, necesito un superfavor. —Tira los libros al suelo y se deja caer
derrotada a mi lado.
—Pues vas a tener suerte. Tengo todo el día para ti y para tus problemas.
Sean los que sean —afirmo entusiasmada. Me va a venir bien distraerme. Lo
necesito.
—Un favor tuyo, no. Un favor de Olly. Tengo un examen de Física el mes
que viene y necesito que me ayude.
Espera, ¿qué? Rebobinemos. Mi hermana me dice que necesita ayuda.
Hasta ahí bien. Ayuda con un examen de Física que tiene dentro de un mes.
Vale, tenemos tiempo de sobra. ¿Y que tiene que hacerlo Oliver? ¡Ni
pensarlo!
—Yo te puedo ayudar.
—Tú eres abogada. —Y, sí, el tú lo ha dicho con retintín.
—Yo soy superdotada. —Por supuesto el yo ha ido con doble retintín. Y
creo que es la primera vez en toda mi vida que presumo de mi inusual
inteligencia. «¿Has visto lo que me haces, rubiales odioso?».
—Y Oliver astrofísico y superdotado. Te gana por goleada.
¡Me cago en la niña! ¿Cuándo se ha hecho tan mayor como para hablarme
de esta manera?
—Créeme, te puedo ayudar con un examen de Física de primero de
carrera —le aclaro, con la mayor paciencia posible. No quiero pagar con ella
todas mis frustraciones, por más que se lo merezca al rechazar mi solícita
ayuda.
—Quiero a Oliver.
¡Y yo! No te jode… Mmm, quiero decir… ¡Pues todo tuyo!
—Habla con él —me rindo.
—No, pídeselo tú, por favor. A ti nunca te dice que no a nada.
«Actualízate, Kate. Actualízate».
—Además, lo estamos avisando con semanas de antelación para que se
organice la agenda, sé que está muy ocupado con las clases y la
investigación.
—Qué considerada.
Qué día más redondo llevo…

***
Si habitualmente los lunes son horribles, tres lunes después de mi
conversación con Kate, el primer día de la semana es horrible elevado a lo
superhorrible. Se me acaba el tiempo y todavía no he hablado con Oliver para
que ayude a mi hermana. Es como llevar una pesada mochila en la espalda y
no descargarla nunca. Me la llevo a trabajar, a comer, a dormir… Menos mal
que el despacho absorbe todo mi tiempo y mi energía, porque juro que, si
tuviera tiempo libre para pensar en mi complicada vida amorosa, acababa
loca de atar y encerrada en un manicomio.
—¿Qué te parece si nos vamos a pasar la tarde al spa? —me propone Pear
a la hora del almuerzo. Al final, sucumbí al desahogo y le conté lo sucedido
en el garaje con Oliver a mi amiga. Consecuencia: se acerca casi todos los
días a almorzar conmigo para «distraerme y que no me coma la cabeza».
—¿Tú no tienes trabajo?
—Bah, puedo llamar y decirles que estoy enferma, y tú puedes decirle a
Adam que te vas un rato al spa. Incluso puede venir con nosotras si le apetece
relajarse bajo los chorros del agua. ¿Ves? Solo pongo facilidades.
—Adam y yo tenemos mucho trabajo.
—Sara, no quiero que caigas en una depresión otra vez.
—Y dale.
—Perdóname por preocuparme por ti, pero el último polvo con Oliver te
ha dejado tocada.
—Déjame en paz con eso, Pear. Han pasado como mil años.
—Tres semanas exactamente.
Le lanzo una mirada fulminante.
—Qué tiquismiquis te pones cuando quieres.
—Y tú vaya humor acuoso que te traes hoy. Últimamente, te levantas con
el pie izquierdo como norma.
—¿Humor acuoso? —le pregunto, levantando las cejas.
—¿Qué? —me dice a la defensiva—. Llevo desde los nueve años
apuntando en una agenda las palabras raras que utilizas y que no entiendo
para después buscarlas en el diccionario. Y, cuando veo que las puedo usar,
las uso. Así que lo que te estaba diciendo… Vaya humor acuoso que te traes
hoy.
Me río. Pear siempre consigue sacarme una sonrisa incluso en los peores
momentos. Y lo que no sabe es que mi humor se debe a la cuenta atrás que
llevo en la cabeza desde hace tres semanas y que está a punto de llegar a cero
sin remedio.
—Venga, vámonos al spa. Y te cuento los avances con tu hermano.
—¿Ha pasado algo nuevo?
—No. Él sigue con Candy y yo sigo siendo la amante.
—¿Y entonces?
—¡Qué difícil me lo pones hoy, Sara! Comencemos de nuevo. Venga,
vamos al spa y, de paso, ponemos a parir al idiota de tu hermano.
Aunque se queje, sigue empeñada en hacer que mi hermano lo deje con la
rubia y se comprometa con ella. Está loquita por sus huesos y, desde luego,
no voy a ser yo quien la critique. Le aconsejé que luchara por él. Y después
de todo, ¿de qué la puedo acusar? Yo hago lo mismo con Oliver. En cuanto
me roza, mi cuerpo se rinde ante él.
Pasamos unas horas agradables y relajantes en el spa y, por la tarde,
vuelvo un rato al despacho. Me enfrasco entre sentencias y recursos y, para
cuando me quiero dar cuenta, es de noche y se ha ido todo el mundo menos el
socio absoluto y yo.
Adam viene hacia mi mesa mientras trastea con el móvil.
—¿No crees que es suficiente por hoy?
—Enseguida acabo —lo informo, sin levantar la cabeza de la montaña de
papeles en la que estoy sumergida.
—¿Todavía no has hablado con Olly?
Dejo de hacer lo que estoy haciendo y levanto la cabeza con visible mal
humor por la preguntita.
—El examen de tu hermana cada vez está más cerca. —Y sigue. Mi
mochila se llena con un par de kilos más. A este paso voy a tener que caminar
encorvada.
—Adam, no me presiones.
—Vamos, Totó, pídele el favor. No se va a negar a pesar de lo cabreado
que estaba cuando vio el destrozo que le hiciste a su amado coche. Tenías que
haberlo visto, echaba fuego por la boca.
—Oliver se enfada con facilidad.
—Y tú eres una tocapelotas insufrible. Le diste al chaval donde más le
dolía.
—Adam, las cosas o se hacen bien o no se hacen.
¡Ring, ring!
Lo que fuera que iba a replicarme Adam queda engullido por el repentino
sonido. ¿El timbre de la puerta? ¿Quién viene a estas horas al despacho? Solo
quedamos Adam y yo.
—¿Quién será?
Adam se encoge de hombros y abre la puerta.
—Olly, ¡qué sorpresa! No te esperábamos.
¿Olly? ¿Qué hace Oliver en el despacho? Desde que trabajo aquí con
Adam nunca he visto a Oliver acercarse a saludarnos. Yo creo que no venía
desde hace los mismos años que yo antes de empezar a trabajar con Adam. Y,
hablando de Adam, si piensa que por un momento me he creído el tono de
sorpresa que ha puesto al ver aparecer a Oliver… Estos dos se han puesto de
acuerdo. Los conozco demasiado.
Le pongo mala cara a Adam por su engaño, pero él me mira como si no
hubiera roto un plato en su vida. Me giro al invitado sorpresa y pongo los
brazos en jarras.
—¿Qué haces tú aquí?
—Pasaba por aquí. ¿Te acerco a tu casa?
—He traído mi coche.
—Sí, lo sé —me contesta distraído. Está observando todo su alrededor
minuciosamente y, a la vez, está recordando. Como hice yo mi primer día
aquí.
—Bueno, parejita, yo me voy. Sara, me llevo tu coche. —Adam se acerca
a darme un beso en la mejilla y aprovecha para darme un mensaje—.
Pídeselo.
—¡Adam!
De nada me sirven mis protestas porque el traidor de mi amigo desaparece
por la puerta con las llaves de mi coche tintineando en sus manos y
dejándome a solas con mi mayor enemigo del momento.
Cuando me doy la vuelta, Oliver me espera apoyado en el mostrador de
recepción con las piernas cruzadas.
—¿Te acuerdas de cuando nos escondíamos debajo de este mostrador y
nuestros padres nos buscaban como locos? —Su inesperada pregunta me
transporta al pasado. Pasado que yo reviví hace poco tiempo.
—Sí, hasta que se lo aprendieron y tuvimos que escondernos en…
—El armario ropero —recordamos a la vez.
—Coge tus cosas, te espero abajo. —Se incorpora y sale de la oficina sin
mirarme. No me hace falta preguntarle nada para saber qué es lo que le pasa.
El recuerdo de los padres de Adam corriendo detrás de nosotros por estos
pasillos… A Oliver no le gusta lidiar con ese tipo de demonios, por mucho
que se haga el fuerte delante de Adam y de mí. Y yo no tengo valor para
discutir con él por verme obligada a que me lleve a casa.
Cojo la chaqueta y el bolso de mi despacho y salgo por la puerta cerrando
con llave a mi paso. Bajo por las escaleras y me abrocho bien los botones del
abrigo. Salgo a la calle y diviso el coche de Oliver aparcado en doble fila con
las luces de emergencia puestas. Vuelve a ser el mismo coche impoluto de
siempre. Y menos mal, porque imaginármelo lleno de barro me trae un
carrusel de pensamientos a la cabeza que provoca que me palpite el corazón
con fuerza bajo todas las prendas de ropa.
Abro la puerta del copiloto y me siento. Me pongo el cinturón de
seguridad y apoyo la cabeza en el respaldo sin mirar ni una vez a mi
acompañante. Giro el rostro y contemplo las oscuras calles de Edimburgo.
Cierro los ojos con el objetivo de evadirme a otro lugar y lo consigo, porque,
cuando el coche se detiene en la puerta de mi casa, no recuerdo qué emisora
hemos venido escuchando ni qué camino hemos recorrido.
Oliver apaga el motor y el silencio inunda el pequeño habitáculo. Antes
de bajarme del coche, cojo fuerzas y le hablo, sin separar mi cabeza de la
ventana.
—Tengo que pedirte un favor.
—¿En serio? —me pregunta, muy muy sorprendido.
—¿Por qué te sorprende tanto?
—No eres tú muy de pedir favores cuando estás cabreada. Ya sabes, el
orgullo Summers.
Mal empezamos.
—El favor no es para mí, es para mi hermana.
—¿Qué le pasa?
—La semana que viene tiene un examen de Física y necesita tu ayuda.
Ahora mi acompañante me mira extrañado.
—¿Y no puedes ayudarla tú?
—Al parecer, no. Prefiere la inestimable ayuda de un físico verdadero —
reconozco molesta.
—Vaya. Eso te habrá jodido bastante.
Le lanzo una mirada furibunda que lo único que provoca es que Oliver se
ría entre dientes.
—Está bien.
—¿Está bien? ¿Aceptas?
Oliver asiente con la cabeza.
—¿Y ya está? ¿Así de fácil?
—No. —Se ríe y se acerca a mí—. Así de fácil no. Tendrás que pagar por
ello.
Estaba claro.
—¿Qué quieres? —le pregunto con cansancio en la voz.
—Un beso —me contesta con seguridad.
—¡Ni hablar!
—Solo quiero un beso. ¿Tanto te costaría darme uno?
No se trata de costar, se trata de… En fin, no quiero discutir con él. Ya
vale de discusiones. Acabemos con esto cuanto antes.
—¿Un beso en la mejilla?
—No.
Tenía que intentarlo.
—En la boca, ¿no?
—Ajá.
—¿Con lengua?
—Ajá.
—¿Y nada más?
—Nada más.
—Vale, ya concretaremos.
—Lo quiero ahora.
—¿Ahora mismo?
Asiente con la cabeza. Se acerca muy despacio a mí y, antes de que nos
toquemos, toda su esencia recorre mis venas. Oliver apresa con su boca mi
labio superior y mete la lengua, recorriendo con ella cada recoveco de mi
cavidad. Para cuando nuestras lenguas se tocan, ya nos abrazamos con fuerza
el uno al otro en un intento de acercar nuestros cuerpos.
—Nena… —Se separa de mis labios lo justo para susurrarme esa palabra
que tanto define los tormentosos vaivenes de nuestra relación. Cuando Oliver
me llama por mi nombre, significa que nuestra relación no está en el mejor
momento. Cuando Oliver me llama nena, oh, joder, cuando me llama así,
algo despierta dentro de mí. No importa las veces que lo haga, siempre me
remueve algo por dentro.
Antes de separarnos, Oliver me da un beso cariñoso en la nariz. Me
separo con brusquedad, abrumada por todas las sensaciones que recorren mi
cuerpo. Abro la puerta para salir del coche, pero me quedo a medio camino.
—Oliver…
—No digas nada. No jodas el momento.
Bien.
Cierro la puerta y me encamino a la entrada de mi casa. Oliver se baja del
coche y viene detrás de mí.
—¿A dónde vas? —le pregunto cuando se pone a mi altura.
—A hablar con tu hermana —me responde sonriendo—. Por cierto, sabes
que la habría ayudado aunque no me hubieras besado, ¿verdad?
—¡Eres un idiota! —Intento golpearlo en el brazo, pero se escabulle hacia
la puerta de mi casa, riéndose a carcajadas.
Saco las llaves de mi bolso y las acerco a la cerradura. Oliver se acerca a
mi oído antes de entrar y su cálido aliento provoca una corriente eléctrica que
me recorre el cuerpo.
—Volverás a ser mía, nena.
17
La gran idea
Adam

Los meses pasan tan rápido que no sé ni en qué día vivo. ¿Estamos en el mes
de abril? Creo que sí. Este trabajo es absorbente, joder.
Abandono el despacho con prisa y bajo las escaleras de dos en dos. He
quedado con Olly, que va a pasar a recogerme para ir juntos al pub de los
jueves, hace quince minutos. Sara ha salido hace un rato con Pear y se ha
llevado el coche.
Salgo a la calle y busco el Q7 blanco. Mierda, ¿está lloviendo? Me tapo la
cabeza con el maletín y busco el coche de mi amigo, pero no está. Qué
extraño, siempre llega puntual. Espero un rato más mientras me empapo de
arriba abajo con la puñetera lluvia. Al fin, lo diviso deteniéndose en la acera
de enfrente y cruzo la carretera después de asegurarme de que no viene
ningún coche. Abro la puerta del copiloto y me siento, mientras me sacudo el
cabello para quitarme las miles de gotas de agua que han caído sobre mi
cabeza.
—Llegas tarde. Habíamos quedado hace media hora. ¿Te han liado en la
universidad?
Oliver arranca el coche y, tras varias maniobras, se incorpora de nuevo al
tráfico.
—Qué va. Como siempre llegas tarde, estaba haciendo tiempo.
—Capullo. Me he mojado.
—Un poco de agua no te va a matar.
¿Un poco de agua?
—Estoy calado de pies a cabeza, parece que me han enchufado con una
manguera.
Al instante, noto un cambio en su actitud. Se pierde en sus pensamientos y
sonríe con disimulo. Algo le ha venido a la cabeza. Algo relacionado con mi
último comentario. Y me apuesto una mano a que tiene que ver con Sara. Esa
expresión de gilipollas solo la pone cuando piensa en ella. ¿En qué andarán
estos dos? Aprovecho para sacar el tema.
—Oye, rubiales.
—¿Qué? —me pregunta mientras gira el coche a la derecha.
—¿Cuándo tienes pensado iniciar el plan de reconquistar a Sara? Está
pasando el tiempo y no veo que hayas hecho ningún avance.
—Joder, tío, es que está muy hostil.
—¿Y eso qué significa?
—Que me estoy reagrupando.
—¿Reagrupando? Lo que estás es acojonado, eso es lo que pasa. Tienes
miedo de que te rechace de verdad.
—Ya me ha rechazado de verdad, Adam.
—No, qué va. Solo está enfadada. Aún no te ha rechazado de verdad, y
eso te acojona.
—No es miedo, Adam. Es solo que quiero hacerlo bien por una vez en la
vida.
Brian
Cuando Adam y Oliver entran por la puerta del local, no puedo evitar
soltar una carcajada de la hostia. Oliver está impecable, como siempre, pero a
Adam parece que le haya caído un cubo de agua encima de la cabeza. Me
levanto de la mesa y sigo a mi amigo hasta la barra, dispuesto a reírme de él.
—¿Qué pasa, Wallace? ¿Te has caído en un charco de agua?
—No, idiota. El capullo de Olly me ha hecho esperarlo a la intemperie
durante más de diez minutos. Y, encima, lo ha hecho a propósito, el muy
cabrón.
—No se lo tengas en cuenta. No está en sus mejores momentos. —Dirijo
mi mirada al aludido. Se ha sentado enfrente de Sara e intenta llamar su
atención. Joder, es tan obvio.
—¿Qué miras? —me pregunta mi compañero, mientras esperamos a que
nos sirvan las bebidas que ha pedido para Oliver y para él.
—Está loco por ella y no sabe disimularlo. —No hace falta que diga su
nombre, los dos sabemos a quién me refiero—. En realidad, nunca lo ha
hecho. Al menos, bajo mi punto de vista. ¿No crees que es hora de que
reaccionen? Hay que hacer algo para ayudarlos.
Un plan empieza a formarse en mi cabeza… Joder, ¡es un plan cojonudo!
Celos. Sí. Tengo que provocar que Oliver sienta tantos celos que le exploten
en la cara y reaccione de una vez.
—¿Y qué pretendes?
—Tú sígueme la corriente.
—¡Espera! ¡Oliver está en ello!
No escucho bien su última frase con toda la cacofonía de sonidos que hay
en el bar. Nos acercamos con las bebidas a la mesa donde está sentada toda la
pandilla. Hablamos de temas insulsos hasta que decido soltar la bomba.
—Oye, Totó, ¿cuánto tiempo hace que no te acuestas con un tío?
¡Coño! Hay algunas miradas de Sara que, de poder hacerlo, me habrían
matado en más de una ocasión a lo largo de mi vida, y esta es una de ellas. Y
siento otra que me dispara rayos láser por mi flanco izquierdo. Miro de reojo
a Oliver. Joder, si no me mata uno, lo va a hacer el otro.
Técnicamente, el último tío con el que se lio Sara fue Oliver. Mierda, se
me había olvidado. Joder, pero no me refería a eso. Debería haberle
preguntado que cuánto hace que no se lía con un tío que no sea Oliver.
«Piensa, Brian, piensa antes de hablar». Bueno, a lo hecho, pecho. «De modo
que podéis follar sin despeinaros, pero no podéis hablar de ello». Miro a
Adam, que me mira también como si quisiera matarme. Vale, me he lucido.
A ver cómo rectifico y encamino el interrogatorio a mi terreno.
—Perdona, olvida la pregunta. Empecemos de nuevo.
Me levanto de la silla y me siento otra vez.
—Hola, chicos. ¿Qué tal?
Todos me miran como si me hubieran salido cuernos por la cabeza.
¡Reaccionad, coño, que soy informático! Cuando me encuentro con un
problema, la solución adecuada siempre es la misma. Apagar y volver a
encender, ¿no?
—Oye, Sara, ¿cuánto tiempo hace que no te acuestas con un tío sin contar
a Oliver?
No me contesta, me sigue mirando con ganas de matarme. Suplico ayuda
a Adam con los ojos.
—Desde que lo dejó con Von Kleist. Un fantástico y apacible año.
Ya sabía la respuesta, dado que Sara no se ha enrollado con nadie en este
año, pero tengo que ponernos a todos en situación. Ahora, los rayos láser de
los ojos de Oliver y de Sara se han dividido en dos objetivos. Con un ojo me
disparan a mí y con el otro a su mejor amigo.
—¿No te has liado con nadie desde hace un año? Y considera, por favor,
en todas mis preguntas la coletilla: «sin contar a Oliver». —Joder, qué calor
tengo. Creo que los rayos láser de alguno de los dos me han alcanzado.
«Cómo te la juegas, Brian». ¡Qué duro es querer ayudar a tus amigos!
Espera. La mirada de Sara ha cambiado. Ya no quiere matarme, más
bien… ¿seguirme la corriente? Que Adam lo haya hecho al contestar a mi
pregunta le ha dado confianza y seguro que, además, quiere joder a Oliver.
No joder de follar, que fijo que también, joder de… «¡No te disperses,
Brian!».
—No, con nadie. ¿Por qué? Y, por favor, considera todas mis respuestas
con la coletilla: «sin contar al imbécil de Oliver».
—Es acojonante que habléis de mí como si no estuviera delante.
Ambos ignoramos al astrofísico.
—Sara, eres una chica guapísima, lista, simpática, encantadora… Podrías
tener a cualquiera. ¿Por qué no te dejas querer de nuevo?
¿Estará poniendo todavía la coletilla a mis frases de «sin contar a
Oliver»?
—No lo sé, supongo que no ha surgido.
Ya, claro, porque estás tan enamorada del idiota que está enfrente de ti
que al resto de chicos ni los miras.
—Pues se acabó, Sarita. No puedes seguir así, tienes que rehacer tu vida.
Y para ello, tienes que tener sexo casual con un montón de hombres.
—Pero ¿qué dices?
—Yo creo que tiene razón, Sara. —Olivia se mete en el ajo. Bien.
Contaba con el apoyo de varios de mis amigos—. Hace mucho que no estás
con nadie… —Detiene su discurso unos segundos y todos entendemos la
coletilla—. Y, si no pruebas a nadie más, no vas a encontrar jamás al chico de
tu vida. —Joder, qué lista es esta chica. Me entran ganas de besarla, pero no
quiero que Duke… digo Dru… no, tampoco es así… ¡el profesor buenorro,
leches!, me parta la cara.
—Igual ese chico está ahí fuera, esperándote —añado. Y me ha quedado
un poco Expediente X, pero no importa. «La verdad está ahí fuera». Gran
serie. «¡Que no te disperses, Brian!».
—Tienen razón, Sara. Rehaz tu vida de una vez sin contar al... —Pear se
suma a la iniciativa.
—¡Lo hemos entendido, Pear! —la interrumpo, antes de que acabe con la
coletilla. Tampoco quiero forzar las cosas. El pobrecito de Oliver lo está
pasando mal.
—¡Se me acaba de ocurrir una idea! —Moira parece entusiasmada—.
Tengo un primo en Londres soltero y guapísimo, y va a venir a la boda. No
tiene novia y viene solo. ¡Seguro que le encantas, Sara! Podrías liarte con él.
¿Te imaginas que al final acabamos siendo familia?
«¡Tampoco te embales, loca!». Pero, coño, ni preparado sale mejor.
Aunque tengo serias dudas de que Moira nos esté siguiendo el juego. Más
bien creo que quiere que Sara se enamore de otro tío, pero, de momento, me
sirve.
Adam no le quita ojo a Oliver, que no se ha vuelto a pronunciar desde su
única e ignorada intervención. Está rabioso y a punto de levantarse de la
mesa. «A ver qué te parece, machote, que tu chica se líe con otro». Con otro
que no es William Von Kleist. Estás demasiado acostumbrado a tener un solo
rival. Aunque, en realidad, ya ni eso tienes. ¡Espabila, coño! Aunque, repito,
en el fondo me está dando pena. En el fondo.
—¡Estáis todos locos! —nos dice Sara.
Adam, apóyame, coño. Que tu opinión es la que más le importa a ella. Le
hago señales con los ojos y me entiende a la primera.
—A mí me parece una idea cojonuda, solo te has tirado a dos tíos en toda
tu vida. Es hora de que pruebes nuevos sabores.
—Adam, no hables de mi vida sexual como si nada y menos cuando uno
de los dos implicados está sentado a tu lado.
El implicado sigue rojo de la rabia.
—Bah, hay confianza.
Y ahora el golpe final.
—Venga, Sara. Di que sí, a no ser que sigas enamorada de Will, entonces
me callo. Tener sexo con un desconocido mientras sigues queriendo a otro,
como que no.
«Muy bien, Brian». A ver si le queda claro al gilipollas del astrofísico que
no quiere al otro.
—No estoy enamorada de Will.
—Eso ya lo sabíamos, ¿no? —dice Marco.
—¿Lo sabíamos? —pregunto, con inocencia, mirando a Oliver. ¡Yo qué
sé! Cualquiera adivina de lo que hablan o dejan de hablar estos dos. Con la
experiencia de los años pasados, he preferido dejarlo claro, por si acaso.
—Entonces, ¿qué dices, Sara? ¿Aceptas el reto?
Di que sí, por favor. Demuéstrame lo lista que eres y no dejes que Oliver
sepa que estás loca por él. No le des el gusto. Hazlo sufrir.
—No lo hagas.
¡Hombre, Oliver! Ha vuelto.
—Tú no tienes nada que decir en esto —le recrimina Sara.
—No lo hagas —repite, entre una mezcla de súplica y mandato.
—No me coacciones.
—Tiempo muerto, chicos —interrumpo la discusión de los enamorados.
Y aunque me parezca de puta madre que Oliver por fin defienda lo suyo,
quiero picarlo un poco más—. Lo siento, Olly, pero no tienes nada que opinar
al respecto. ¿Cuánto ha pasado desde la última vez que os acostasteis?
Y, antes de que me dé tiempo a calcular el tiempo transcurrido desde el
mes de enero hasta ahora, Oliver se me adelanta.
—Mes y medio.
—¿Mes y medio? No me encajan las fechas. —Me paro a pensarlo un
momento—. ¿Lo de la piscina no sucedió en enero?
—Lo de la piscina, sí. Pero lo del garaje fue algo después.
¿Lo del garaje? ¿Lo han vuelto a hacer?
—Joder, no paráis.
—¿Lo habéis vuelto a hacer? —pregunta Adam, alucinado, a Oliver y
Sara—. ¿Tú lo sabías? —le pregunta después a Pear.
—Si se refieren a lo del garaje y la manguera, sí. Si lo han vuelto a hacer
otra vez, no.
—¿Qué?
—Acepto, Brian —me dice Sara, a la vez que le hace un gesto a Adam
para que se calle.
—¡Bien!
Oliver me mira con una expresión insondable en su rostro, se levanta de la
mesa y se marcha.
Sara, minutos después, sigue mirando hacia la puerta. Triste. Vacía.
Joder, espero no haberla liado.
18
El día antes de la boda

Tres semanas después, el gran día se nos echa encima. Hoy es el día previo a
la boda y hemos quedado con los novios para celebrar su último día de
solteros. Han reservado un local en el centro de la ciudad y han invitado a
todos los amigos que acudimos al día siguiente a la celebración y a los
familiares más jóvenes.
Soy la última en llegar. Me he entretenido en el despacho intentando
cerrar varios asuntos. Entro en el local y lo primero que noto es la música a
todo volumen: Without You, de David Guetta. Entran ganas de ponerse a
bailar. Camino por el bar en busca de mis amigos. Hay muchísima gente. Un
grupo de personas me bloquea el paso. Les pido con amabilidad que me dejen
pasar. Uno de ellos me mira de arriba abajo y me sonríe, a la vez que me
saluda con la copa que tiene en la mano. No tengo ni idea de quién es. Moira
tiene dos hermanos bastante mayores que nosotros, pero apenas los conozco
porque no coincidimos demasiado en el colegio. Mi amiga me comentó que
habían invitado a bastantes amigos de sus hermanos. Puede que sean estos.
Joder, no conozco a nadie.
Me quito la chaqueta y se la doy a un amable caballero que se ha acercado
a mí con una percha en la mano. Veo cómo se aleja y la mete en el
guardarropa que han dispuesto para la ocasión. Me acerco a la barra a beber
algo. Pido una cerveza a uno de los camareros y, cuando me giro para seguir
con la búsqueda de mis amigos, me encuentro con Pear de frente.
—¡Sara! ¡Por fin llegas!
—Menudo ambientazo hay aquí. —Mires donde mires, no hay más que
gente bebiendo y riendo.
—Adivina. Al fondo a la derecha —me dice señalando el lugar—, hay un
montón de alumnos del Crowden. Hacía siglos que no veíamos a ninguno.
Muchos alumnos del Crowden, al terminar el último curso, vuelven a su
país de origen y es difícil que nos volvamos a ver, a no ser que lo
propiciemos, como en esta ocasión. Lo que no entiendo es por qué Moira ha
invitado a tanto alumno de nuestro antiguo colegio.
—¿Del Crowden?
—Los amigos de Harry.
Ah, claro, que también es la boda de Harry y también vino al Crowden.
—Y adivina qué más.
—¿Qué?
—Están superintimidados por Duncan. Todavía lo ven como a su profesor
de Matemáticas. ¡Me parto! Brian se está descojonando de la risa.
Observo el fondo del bar y veo a Brian con Marco, Adam, Oliver y…
¿Daniel? Están apoyados en la pared con una cerveza en la mano cada uno,
riéndose y cuchicheando entre ellos. ¡Qué valor! Al otro lado, los amigos de
Harry charlan, con evidente tensión, con el novio de Olivia.
—¿Qué hace aquí mi hermano?
—Ha venido conmigo. —La invito a que siga hablando. Ella suspira y se
acerca más a mí—. Estoy harta de ser la amante a la que solo se folla. Lo he
amenazado con dejar de acostarnos si no me acompañaba a este tipo de
eventos.
Se la ve encantada con la situación, sobre todo porque le ha salido bien la
jugada. Hacer ese tipo de cosas con mi hermano es peligroso. No le gusta que
le impongan cosas. Supongo que por fin se ha dado cuenta de lo importante
que es mi amiga para él y no quiere perderla.
—¿Y ha aceptado sin rechistar?
—Ajá. —Incluso le brillan los ojos cuando me responde. Me alegro un
montón por ella.
—¿Viene mañana a la boda?
—Sí.
No pretendo enturbiar este momento de felicidad, pero me veo en la
obligación de hacerlo.
—¿Y qué pasa con Candy? No creo que le haga gracia que su novio vaya
a una boda con otra.
—Esa es la idea, a ver si lo deja ya de una vez. Voy a subir millones de
fotos nuestras juntos a todas las redes sociales. Y, cuando sea solo mío, esta
vez sí que no se me escapa.
La música cesa para cambiar de canción y, en ese segundo de silencio
entre una y otra, escucho una carcajada. Una carcajada que conozco a la
perfección y que viene del fondo del bar. Dirijo mi mirada hacia el lugar y me
encuentro con Oliver riéndose por algo que le está contando mi hermano al
oído. Jamás pensé que podría disfrutar de semejante camaradería entre Oliver
y Daniel. Es algo digno de ver. Saco el móvil del bolso y les saco una foto.
Están relajados y felices. Y juntos. Guardo el móvil de nuevo y me giro hacia
Pear. Se está riendo.
—¿Y tú de qué te ríes?
—De ti.
Intento cambiar de tema.
—¿Y esos? —pregunto, señalando a nuestros amigos—. Pero mira que
son bobos. Los cinco. Estuvieron años evitando a Duncan. Y Brian sigue
intimidado por él. De hecho, todavía no es capaz de llamarlo por su nombre.
—Déjalo que disfrute. Por cierto, ¿cómo crees que nos verán nuestros
antiguos compañeros?
—¿A qué te refieres?
—Han pasado siete años desde que dejamos el colegio. ¿Nos verán
mayores? —No me da tiempo a contestar—. ¡Oliver viene hacia aquí!
«¿Qué?». Vuelvo a mirar hacia el fondo del bar y veo a Oliver
caminando, tranquilo, hacia mí. En estas semanas que han pasado desde la
propuesta de Brian, no hemos interactuado demasiado. Aquel día…
demonios, aquel día no sé qué me poseyó para aceptar tal proposición. Aún
hoy lo pienso y no lo entiendo. Supongo que fue por llevarle la contraria a
Oliver… aún estaba enrabietada por el tema de la piscina… y del garaje. Me
giro hacia la barra y cojo la cerveza que me ha servido el camarero.
—¿Podemos hablar? —me pregunta, en cuanto llega hasta mí.
Un poco complicado con el volumen de la música, pero, de todas formas,
acepto. Parece que viene en son de paz y es lo que más necesitamos ahora
mismo.
—Sí, claro.
—Pear, ¿nos dejas un rato a solas?
—Me parece que no —nos dice, señalando con la cabeza algo detrás de
Oliver.
Dirigimos la mirada hacia el lugar. Nuestras amigas vienen hacia nosotros
junto con el resto de los chicos. Raquel, la novia de Marco, ha venido para
quedarse una temporada mientras hace un máster. Natalie también está aquí.
Llegó ayer en el primer vuelo de la mañana. No la veíamos desde la
despedida de soltera.
—¡Sara! ¡Gabinete urgente! —me dice Moira con entusiasmo.
—¿Qué ocurre?
Acabo la cerveza y pido otra al camarero. Me apoyo con los codos en la
barra a la espera de respuestas.
—Acercaos todos.
¡Cuánto misterio! Noto un movimiento a mi espalda. Me giro, y mi
segunda cerveza está a mi disposición.
—Que haya barra libre no significa que debas acabar con las existencias.
Daniel. Siempre metiéndose donde no lo llaman. ¿Cómo es posible que
sepa que es mi segunda cerveza si acaba de verme? Lo ignoro y sigo
bebiendo.
—Moira, ¿qué es eso que nos tienes que contar?
—Yo me piro a dar una vuelta por ahí, paso de vuestras historias.
Todos despedimos a Daniel con un asentimiento de cabeza.
—Chicos, tengo una foto de mi primo. ¡Mira qué guapo es, Sara! —«¡Oh,
no! ¡El primo! En qué líos te metes, Sara». ¿Y ahora cómo les digo que no
quiero saber nada del dichoso primo?
Moira saca el móvil del bolso y nos enseña una foto. Me puede la
curiosidad. Nos acercamos y vemos la foto. Sí que es guapillo.
—Joder, Moira. Qué escondido lo tenías. Podías habérmelo presentado
antes a mí. ¿Dónde está, por cierto? —pregunta Pear, mirando para todos los
lados.
—No está aquí. Es broker de bolsa y tenía trabajo en la oficina. Hasta
mañana no llega. Y, de todas formas, es para Sara.
Uff, para mí. Me entran ganas de darme cabezazos contra la barra a la vez
que me repito a mí misma: «lianta, lianta, lianta».
—¡Solo preguntaba por curiosidad! —contesta Pear.
—¿Tú no eres supernovia de Daniel Summers? —le pregunta Brian.
—Sí. Y, de hecho…
Miramos hacia donde Pear mira y vemos a mi hermano cerca de los
servicios haciéndole señas a Pear.
—Pear, ni se te ocurra escaparte a hacer «eso» al baño con Daniel. ¡No en
mi preboda!
—Follar, Moira. Se llama follar.
Desde que empezamos a hablar de sexo en la adolescencia, Moira siempre
lo llama «eso», y Adam siempre la corrige. No creo que cambie nunca. Me
veo manteniendo la misma conversación dentro de cincuenta años. Adam
será un ancianito encantador con chupa de cuero que le seguirá repitiendo a
Moira: Follar, se llama follar.
—¡Me ofendes, Moira! —dice Pear, llevándose la mano al corazón en un
intento de simular una herida de muerte—. Yo no hago esas cosas. Mejor
díselo a esos dos —nos señala a Oliver y a mí— que follan en cada rincón
que encuentran en cuanto tienen ocasión.
—¡¿Qué?! Me he perdido. ¿Qué ha pasado en mi ausencia? —No me
extraña que Natalie no se entere de nada. Con todo lo que ha pasado en los
últimos tiempos…
Le hago un gesto con la mano a Natalie, que viene a decir «ya te lo
contare luego», y fulmino a Pear con la mirada.
—Hasta luego, chicas. Mi amante me requiere —se disculpa, la muy
bocazas.
Moira bufa y la mira con malos ojos.
—Tranquila, que no vamos a hacer «eso».
Pear abandona el grupo y me guiña un ojo antes de irse. Por supuesto que
van a hacer «eso».
—Bonita forma de desviar el tema tenéis Pear y tú —me acusa Brian.
—¿Qué?
—Estábamos hablando del primo de Moira.
—Ah, sí. ¿Qué pasa con él?
«Mierda, soy malísima disimulando». Hasta yo me he dado cuenta.
—¿No te estarás arrepintiendo?
¿Arrepentirme de qué? Al principio, no entiendo la pregunta, hasta que
caigo en la cuenta. «Vale, arrepentirme de hacer eso con el primo de Moira».
Sí, claro que me arrepiento. Y no pienso liarme con él por muy mono que
sea.
Brian carraspea y me hace volver de golpe al presente.
—No, no… —Les digo, para que dejen de darme la tabarra. Cojo la
botella de cerveza y me la termino. Pido otra al camarero. «Joder, Sara, a ver
cómo sales mañana del atolladero en el que te estás metiendo tú solita». Miro
a Adam, que me pone los ojos en blanco.
—De puta madre, Sara.
Oliver. Mierda. Una vez más, abandona el local sin más explicaciones.
Doy un sorbo a mi nueva cerveza, pero se me atraganta en la garganta. Joder,
me siento fatal.
Nos quedamos todos callados sin saber cómo actuar. Por suerte, la música
acaba y alguien comienza a hablar por un micrófono. Es Harry, que requiere
a Moira para que suba al escenario. Se aleja de nosotros y va al encuentro de
su futuro marido. Nos dan las gracias por compartir estos momentos con ellos
y amenizan la velada contando historias. Pear y Daniel están desaparecidos
en combate. Y Oliver también. Poco después, cuando los novios abandonan
la fiesta para descansar, me voy con ellos.
Llego a mi casa y subo a mi habitación. Está todo muy tranquilo. Adam se
ha quedado en la fiesta y Daniel aún no ha llegado. Me asomo a su habitación
y está vacía y sin signos aparentes de movimiento. Me doy una ducha y me
pongo el pijama. Me tumbo en la cama, pero no consigo dormirme. Observo
mi habitación en la penumbra hasta que detecto un objeto que me llama la
atención sin remedio: el telescopio.
Enciendo la luz de la mesita, al lado de mi cama, y me levanto. Cojo el
telescopio y lo coloco en la ventana. Miro el cielo y compruebo que está
despejado. Bajo el trípode hasta abajo, tal y como me enseñó Oliver. Me
siento en la alfombra y miro por el objetivo.
Me entretengo un rato observando la luna, pero enseguida me aburro y
voy a por algo mejor: Saturno. Me encanta observar Saturno y sus anillos. Es
espectacular. Es mi planeta favorito. Busco y busco, pero nada. Siempre me
cuesta una barbaridad dar con él.
—¿Pero dónde estás? Siempre igual.
Escucho una risita a mi espalda, me giro y ahí está Oliver Aston apoyado
en el marco de la puerta de mi dormitorio.
—¿Problemas para encontrar Saturno?
—No estoy buscando Saturno —le respondo con suavidad. Después de lo
que ha pasado en la fiesta y de cómo ha abandonado el local… no quiero
empeorar las cosas. Lo miro de reojo y veo que no parece estar enfadado. Me
alegro, pero, por otra parte, me toca las narices que digan que la bipolar soy
yo.
—Tú siempre buscas Saturno y, con esa mierda de telescopio que tienes,
siempre te cuesta una barbaridad hacerlo, y más con las cervezas que llevas
encima. Déjame ver.
Definitivamente, está de buen humor. ¿O me lo han cambiado?
—Todo tuyo.
Oliver se sienta en el suelo a mi lado y coloca el telescopio en posición.
Mira por el objetivo y empieza a manejarlo con mucha suavidad. Aparta la
vista un momento y me mira sonriendo. Vuelve a lo suyo.
—¿Sabes? Hoy he mandado a los chavales de primero a limpiar la
habitación de los trastos y han encontrado un telescopio casero de 1965.
—¿Y qué habéis hecho con él?
Oliver me mira de nuevo y me sonríe con descaro. ¿Qué pueden hacer
unos cuantos astrofísicos con una reliquia de telescopio? Lo tengo claro al
instante.
—Os habéis hecho los gallitos todos los superfrikis del departamento a
ver quién era el primero en encontrar algo —afirmo.
—Lo hemos hecho, sí.
—Y os habéis apostado algo.
—Por supuesto. Si no, no era tan divertido.
—¿Qué habéis apostado?
—Dos días libres. El ganador gozará de dos días libres cuando quiera, y
los demás tendrán que cubrir sus clases sin rechistar.
Vaya trapicheos que hay en la universidad. Y encima tienen el valor de ir
paseándose por el campus todos serios e intimidando a la gente.
—¿Y quién ha ganado?
—La duda ofende.
—¿Tienes dos días libres?
—Sí. Y… voilà!, ahí tienes Saturno. Acércate.
Me acerco a su lugar y junto mi cabeza con la suya. Oliver sujeta el
telescopio mientras yo miro por el objetivo. Veo una de las divisiones del
anillo. La división de Cassini. Es fantástico. Siento la respiración de Oliver
en mi mejilla. No puedo soportarlo, es demasiado… tentador.
—Me voy a la cama, mañana tengo muchas cosas que hacer. —Me
levanto del suelo y lo invito a que se vaya.
—Espera. Necesito decirte algo. Por favor.
Eso lo tengo claro desde que ha pisado la puerta de mi habitación. Quiere
hablar conmigo desde la fiesta.
—De acuerdo.
—Perdóname. —«Espera, ¿qué?». Jolín, vaya comienzo—. Me
equivoqué, no soy perfecto. Ninguno de los dos lo somos. Lo hicimos de la
peor manera posible. Yo ya he asumido mi parte. La mitad de la culpa fue
mía y por eso te pido perdón, ojalá hubiera llevado las cosas de otra
manera… Joder, todo habría sido tan diferente. Sara, me mata pensar que nos
separamos por ninguna razón. Perdóname.
—Te perdono.
¿Qué sentido tendría no hacerlo? Siempre vamos a ser amigos y, si no
queremos acabar odiándonos el uno al otro, hay que hacer las paces. De una
vez por todas. Para siempre.
—Gracias. Yo te perdono a ti, no es necesario que me lo pidas. Sé que lo
sientes.
Asiento con la cabeza.
—Por cierto, no me escuchas, Sara. Te encierras y no atiendes a razones,
tienes que controlar ese carácter endemoniado que tienes.
—¿Te refieres a algo en concreto?
—Pues sí. El día de la piscina —«joder, no me lo recuerdes»—, cuando te
dije que ojalá pudiéramos volver atrás y cambiar lo que pasó, no me refería a
que no nos acostásemos nunca, más bien todo lo contrario. Lo que me habría
gustado hubiese sido hacerte mi novia a los nueve años. Eso es lo que tenía
que haber hecho desde el principio. Nunca debí permitir que Will se me
adelantara.
—¿Con nueve años?
—Sí, no nos hubiéramos perdido tantas cosas los dos juntos como pareja.
Pero ya no puedo mirar atrás. Te veo mañana en la boda.
Se da media vuelta y abandona mi habitación.
Y yo me quedo… vacía. Es como esa sensación que le entra a uno cuando
se da cuenta de que ha perdido algo importante… para siempre. Y no debería
ser así, sino todo lo contrario, porque Oliver y yo acabamos de firmar la pipa
de la paz, esta vez de verdad, para siempre. No más remordimientos, no más
enfados, no más pensar en el pasado. Todo eso se acabó. A partir de ahora,
volveremos a ser los que éramos antes de que todo esto pasara.
Y ¿qué es todo esto?, me pregunto. ¿En qué momento se empezaron a liar
las cosas entre nosotros? ¿Hasta qué punto tengo que retroceder para ser los
que éramos? ¿Dónde empezamos a perdernos? ¿Qué es lo que tengo que
borrar de mi mente para que podamos volver a funcionar? ¿Nuestro primer
beso aquel día del juego de la botella? No, aquello no estropeó nuestra
relación. Aquel primer beso fue electrizante. Fue la primera vez que nos
besamos. No puedo borrarlo.
¿Quizá desde el segundo beso que nos dimos? ¿Aquel que me robó Oliver
para que dejara de decir tonterías? Me río al acordarme. No, ese tampoco lo
puedo borrar.
Puede que nuestras primeras relaciones sexuales lo estropearan todo… Lo
pienso durante un momento. Evoco aquellos recuerdos. Lo que sentí al tocar
a Oliver por primera vez de aquella manera. No. Estaría loca si borrara eso de
mi mente. Fue demasiado especial. Para los dos. Llegar a ese nivel de
intimidad con Oliver… prefiero atesorarlo durante el resto de mi vida.
¿Y en Estados Unidos? Ahí se complicaron mucho las cosas. No, no. Ahí
no. Lo que pasó allí fue mágico y nos unió todavía más de lo que ya
estábamos. Fueron los mejores meses de mi vida. No los borraría por nada
del mundo.
Tal vez debería centrarme en lo que ha pasado en los últimos meses. En lo
que ha sido la parte más fea de nuestra relación. «No, espera, ¿fea?».
Recuerdo aquel día en la piscina. Recuerdo la tensión sexual que
arrastrábamos, ambos. Recuerdo las sensaciones de volver a tener sexo con
él. Y recuerdo que hacía años (AÑOS) que no sentía tanto por un… polvo.
Porque aquel fue un polvo en toda regla. ¡Un polvazo! Me vuelvo a reír. Sí,
ahora me río. Madre mía, qué bien me sentí. Cómo me gusta follar con
Oliver, ¡coño! No puedo borrar ese polvo. Fue épico.
Pues entonces solo me queda el polvo del garaje… donde Oliver me dijo
que me quería por primera vez. No, tampoco puedo borrar eso. Quizá no
fuera el momento de decirlo, pero fue su primer te quiero hacia mí.
Continuemos, pues. Tiene que haber un momento en que la fastidiemos de
verdad.
Y me doy cuenta de algo. Que ya no queda más. He llegado al presente.
Joder.
Joder, joder.
Jamás nos hemos perdido.
Jamás hemos dejado de funcionar juntos.
Todo lo que hemos pasado juntos ha sido precioso. El único problema ha
sido… ¿cuál ha sido? ¿No hablar las cosas? Ni siquiera sé si ha habido un
problema real. Nada que no forme parte de esta preciosa locura que es el
amor. Porque, si hay algo que sé con certeza, es que lo quiero con toda el
alma. ¡Y que somos un par de bobos!
No quiero ser su amiga, quiero ser su todo. Y ahora sé que podemos
hacerlo porque… ¡ya lo hemos estado haciendo! ¿No es una locura? Me río
de nuevo yo sola en mi habitación.
No, no voy a olvidar mi pasado amoroso con Oliver. Voy a luchar por
recuperarlo.
¡Tengo que conquistarlo como sea!
Con este último pensamiento, y con la esperanza fluyendo por todo mi
ser, me voy a dormir.
19
La boda

Aunque parezca increíble, he dormido toda la noche del tirón. Me despierto


descansada y con la mente en blanco. Me coloco de espaldas en el colchón y
me quedo unos minutos en la cama rememorando los recuerdos de la noche
anterior. Miro hacia el telescopio, que descansa en la misma posición en que
Oliver y yo lo dejamos ayer. Sonrío. «Mira que eres tonta, Sara. Te
emocionas con cualquier bobada».
Me levanto de la cama con un suspiro. Lo primero que hago es meterme
en la ducha. Salgo del baño con el albornoz puesto y voy al cuarto de Adam a
despertarlo. Me cuesta horrores, pero al fin consigo sacarlo de la cama.
Recibo un mensaje de Pear en el móvil.

Pear: SOS. SOS ¡No consigo domar mi pelo!

Sara: Vente para aquí. Mis planchas pueden con todo.

Pear: Lo sé.

Cuatro horas más tarde, estamos preparados. Las cuatro chicas vamos con
el mismo vestido rojo de damas de honor. Mi padre nos acerca a la catedral
de St Giles, que es donde se celebra el enlace. Quiere aprovechar para saludar
a los padres de Moira y felicitarlos por el evento. Y, de paso, le he pedido el
favor de que suba la pequeña maleta que he preparado con mis cosas y las de
Adam a nuestra habitación del hotel. Oliver no viene con nosotros. Me ha
dicho Adam que hemos quedado allí con él. Salgo del coche y oteo por fuera
de la iglesia en busca de… Sí, en busca de Oliver. Lo veo al instante. Con un
smoking negro que le queda como un guante. ¡Está guapísimo! Se acerca a
nosotros en cuanto nos ve.
—Hola. —Me mira de arriba abajo, con disimulo, pero me mira. Desde
luego, con mucho más disimulo de lo que yo lo estoy mirando a él.
—Hola, nene —le responde un sonriente Adam.
Nuestro inicio de conversación se ve interrumpido por un chico alto y
moreno que me resulta familiar.
—¿Sara Summers?
—Sí —le contesto, dubitativa.
—Soy Finn. El primo de Moira. Ella… me ha hablado de ti. Al parecer,
tenemos muchas cosas en común.
¡Por eso me sonaba! Por la foto que nos enseñó Moira ayer. Así que este
es el famoso primo con el que se supone que me voy a liar esta noche. Lo
miro de arriba abajo con descaro. No me atrae en absoluto.
—¿Cómo sabías que era ella? —le pregunta Adam, interrumpiendo mis
pensamientos.
—Me comentó que eras una de las damas de honor que iban de rojo y que
tenías los ojos azules. Lo que no me dijo es que son unos ojos increíblemente
azules. Son fascinantes. —Me mira a los ojos con evidente interés. Está
coqueteando. «¡Qué directo!». ¡Apenas llevamos un minuto de conversación!
¿Qué le ha contado Moira de mí para que esté tan lanzado? ¡Voy a matarla en
cuanto vuelva de su luna de miel! Hoy no, que es su día.
—Hola. Adam Wallace. —Le ofrece la mano y Finn ofrece también la
suya sin pensarlo—. Encantado, Kirk. Si nos disculpas, tenemos que entrar
ya. La novia está a punto de llegar.
¡Salvada por mi mejor amigo!
Adam me agarra la mano y nos dirigimos juntos al interior de la iglesia de
estilo gótico. Oliver nos sigue de cerca. Sin decir nada. ¿Y si ya no me
quiere? ¿Y si ha tirado la toalla? Pues tendrá que volver a recogerla…
Saludamos a un nerviosísimo Harry y buscamos dónde sentarnos. Me
siento entre Adam y Oliver, como siempre. Por unos instantes, me pierdo en
las vidrieras; son espectaculares.
—«Tienes unos ojos increíblemente azules» —me susurra Adam al oído
cuando nos sentamos en una de las filas—. ¿Pero qué cursilada de frase es
esa? Anda, no me jodas. Solo quiere regalarte los oídos. Lo tengo calado.
Escucho a Oliver reírse entre dientes. Lo miro y disimula con un
carraspeo.
Ruedo los ojos y me concentro en lo que me tengo que concentrar. La
boda de mi amiga. Moira está entrando por la puerta. Está guapísima y, antes
de que me quiera dar cuenta, la ceremonia ha finalizado. Están casados.
Moira y Harry son la imagen de la felicidad. No puedo evitar derramar
algunas lágrimas. Es la primera boda a la que asisto de alguien que me
importa y la emoción me supera. Tienen suerte de haberse encontrado. Me
alegro por ellos. Estas cosas deberían pasar más a menudo. Todos deberíamos
encontrar a nuestra persona especial y ser felices.
El hotel donde se celebra el convite es uno de los edificios más
emblemáticos de Edimburgo: el hotel Balmoral. El edificio es precioso, con
su estilo arquitectónico victoriano y su imponente torre del reloj. El hotel por
dentro es un auténtico pasaje en el tiempo por su estilo antiguo.
Antes de entrar en el comedor, me separo de mis amigos para ir un
momento al servicio. Me retoco el cabello y me pinto los labios. Cuando
salgo, me encuentro con el primo de Moira, que sale del servicio de
caballeros. Nos acercamos juntos a la inmensa recepción del hotel charlando
animadamente sobre nuestras impresiones de la ceremonia. Finn se niega a
dejarme marchar y enlaza un comentario tras otro. Sin duda, le he gustado.
Esas cosas las chicas las notamos.
Nos unimos al resto de invitados y enseguida los chicos entran en mi
radar de visión. Yo también entro en el suyo y a Oliver se le borra la sonrisa
en cuanto descubre mi compañía. Adam lo nota y enseguida se acerca a
nosotros.
—¿Qué pasa contigo, hombre? —Me pone la mano sobre la espalda con
posesividad—. Cada vez que te veo estás revoloteando alrededor de mi novia.
¿Perdona?
—¿Tu novia? Moira me dijo que no tenía…
Finn parece confundido por la noticia. Estoy a punto de intervenir para
desmentirlo, pero «mi novio» no me da opción.
—Y no te quedes embobado mirándole los ojos. Mira —agarra a Daniel,
que justo pasaba por al lado, por la solapa del traje, y lo coloca enfrente de él
—, puedes mirar estos. Son los mismos. Nosotros nos tenemos que ir a la
mesa. Ciao, Flin.
—Es Finn.
—Fenomenal. ¿Nos vamos, nena? —me pregunta, imitando el apodo que
siempre utiliza Oliver conmigo.
Me voy con él. Lo primero, porque me he quedado sin habla por la
surrealista situación que estoy viviendo, y lo segundo, porque, en el fondo, no
me apetece nada estar con Finn. Parece muy simpático, pero no es para mí.
Soy incapaz de liarme con un chico porque sí. Necesito al menos que haya
atracción y, a pesar de que Finn es guapo, no me atrae en absoluto. No me
dice nada.
—¿Qué narices acaba de pasar? —le pregunto, en cuanto nos hemos
alejado lo suficiente.
—Luego me das las gracias. Yo también te quiero. ¿Vamos a comer algo?
Me muero de hambre.
En el comedor, nos sentamos toda la pandilla en la misma mesa. Son
mesas redondas y en el centro hay un gigantesco adorno floral. Hay
tantísimos cubiertos, platos y copas que no tengo espacio ni para colocar el
minúsculo bolso que llevo, así que lo dejo detrás de mi asiento. Olivia se
sienta junto a Duncan. Al lado de ellos, Marco y Raquel, luego Pear y Daniel,
Natalie, Adam, Oliver y yo. La comida es excelente y la conversación es
bastante animada. Oliver y yo apenas cruzamos palabra, nos limitamos a
intervenir en la conversación del grupo.
En cuanto nos sirven los postres, los chicos se levantan de la mesa y se
acercan a la zona de baile. Bastante tiempo han aguantado sentados. Me
levanto y me siento al lado de Pear, que está concentrada mirando la pista.
—¿Qué miras tan embobada?
—A tu hermano —reconoce sin dudar—, qué guapo es.
Ruedo los ojos y miro hacia los chicos. Más que bailar lo que están
haciendo es el tonto, imitándose los unos a los otros los pasos de baile. Están
adorables. Todos ellos. Me gusta verlos relajados, sin los dramas que nos
acechan día a día.
—He intentado hacer una lista con sus defectos para no estar tan colada
por él, pero es imposible.
—Qué me vas a contar.
—¿También has pensado en los defectos de Olly? —«Demasiadas veces»,
pienso. Pero no he conseguido nada. Creo que incluso sus defectos me gustan
más que sus virtudes. Es de locos—. ¡Pero si no tiene ninguno! Es simpático,
amable, sociable, nada maniático, sin rarezas…
«Y aun así lo quiero». Podría seguir negándolo, al igual que Galileo
Galilei tuvo que negar que la tierra era redonda ante el tribunal de la Santa
Inquisición para después hipotéticamente susurrar su famosa frase, pero sería
absurdo después de reconocerme a mí misma que lo único que quiero es estar
con él.
—Y, sin embargo, se mueve.
—¿Qué?
—La Tierra. Puedo negar que es redonda, pero, sin embargo, se mueve —
repito.
—Puedes relatar todos los defectos de Oliver, pero, sin embargo, lo
quieres.
—Exacto —le contesto, sorprendida por lo rápido que ha entendido mi
argumento.
—Son muchos años contigo, Sara.
Observo de nuevo a los chicos, que han dejado de darlo todo en la pista de
baile. Ahora permanecen en corro. Oliver tiene los brazos sobre el pecho y
charla distendidamente con todos ellos.
En ese momento, las luces se apagan y comienza el baile de los novios.
Han elegido la canción de I Will Be Right Here Waiting for You, de Richard
Marx. La letra de esta canción es tan… condenadamente adecuada…
Busco a Oliver con la mirada, pero no lo encuentro. ¿Dónde está? Lo
busco con más insistencia, pero nada. «Que no se haya ido, por favor».
Cruzo el comedor del hotel en su búsqueda y, al llegar a la recepción, me
doy de bruces con él. Todo mi cuerpo se relaja. No se ha ido. Está apoyado
en la pared cerca de la salida, mirándome. Creo que… esperándome. ¿Es
posible? ¿Es posible que los dos nos estemos buscando?
Por los altavoces suena una nueva canción: Rude, de Magic.
Saturday morning jumped out of bed.
And put on my best suit
Oliver se separa de la pared y me hace un gesto con el dedo para que me
acerque a bailar con él. Niego con la cabeza y le digo no con mi dedo índice.
Necesito planificar mi estrategia. Sonríe.
Knocked on your door with heart in my hand.
To ask you a question
Se acerca hacia mí con andar decidido. Siento cómo sus ojos verdes me
atraviesan. Me coge la mano y me arrastra hasta uno de los rincones de la
recepción. Desde aquí, no puede vernos nadie. Estamos aislados.
Me coge de la cintura y empieza a balancearnos al ritmo de la música. Se
me estremecen las entrañas por tenerlo así de cerca de nuevo. Siento un calor
abrasador en la cintura, en el punto exacto donde ha colocado sus manos. De
repente, me suelta y me coge la mano. Me separa con un movimiento fluido y
comienza a darme vueltas. Nuestros movimientos se acompasan con la
música a la perfección.
I'm going to marry her anyway.
Marry that girl.
Marry her anyway.
Marry that girl.
Yeah, no matter what you say.
Marry that girl.

Me acerca de nuevo. Está a cuatro centímetros de mí. Mi respiración se
hace cada vez más irregular. No soy capaz de escuchar la música.
—¿Qué pasaría si le dijera a tu padre que quiero casarme con su hija?
—Te dejaría escoger entre cualquiera de las dos. Hace años que lo tienes
ganado.
Sonríe por mi respuesta. «Ahora, Sara. Díselo ahora. Dile que no quieres
ser su amiga. Que no te conformas con eso».
Oliver detiene nuestros movimientos. Me acaricia la mejilla con sus
dedos. Se me eriza la piel con su caricia; no soy capaz de evitarlo, mi cuerpo
siempre responde a su contacto. También su cuerpo ha reaccionado, lo he
notado, aunque él intente disimularlo. Le pongo una mano en el pecho,
encima del corazón, para sentir sus latidos.
—Oliver.
—No, nena. Escúchame. Quiero explicarte por qué te quiero.
—Pero…
No me deja continuar.
—Cuando te lo dije aquel día en el garaje, me dio la impresión de que no
lo creíste. De que sonaba… hueco para ti. Déjame explicarte y, cuando acabe,
si no te parece suficiente…
Se queda dubitativo sin darme una respuesta.
—¿Qué?
—La verdad es que no he pensado en esa alternativa.
Me pone una mano en la cintura y otra en la nuca, y me pega a él.
Tiemblo por la anticipación.
—Podría explicarte todas las razones por las que te quiero. Podría
enumerarte cada gesto que amo de ti, y tardaría en hacerlo, porque no se me
escapa ni uno y tienes muchos, créeme. Puedo enumerarte alguno. Te quiero
porque, cuando te ríes, se te ilumina toda la cara y provocas que yo también
quiera sonreír. Y te quiero aún más porque te ríes por cualquier bobada.
Hasta los chistes malos malísimos de Brian te hacen sonreír. Incluso cuando
los dice en gaélico y solo entiendes la mitad. Te quiero porque, con solo una
mirada, sé lo que estás pensando. Eres tan transparente… Tus miradas me
atraviesan y me desbocan el corazón. Te quiero porque, cuando escuchas
música, tu cuerpo se mueve solo, sin tú pretenderlo, y mi cuerpo solo quiere
unirse a ti y bailar contigo. Te quiero porque eres un desastre en la cocina y
siempre te escaqueas. Te vas alejando con disimulo pensando que nadie te ve,
pero yo siempre te observo. Te quiero porque me haces trampas en el béisbol,
y en los bolos, y en cualquier competición. No te gusta perder. Te quiero
porque tienes un carácter endemoniado, porque me pegas patadas en la cama
y porque nunca encuentras Saturno.
—Olly... —Quiero explicarle que no es necesario que continúe, que sé lo
que quiere decir y que he salido del comedor en su busca, pero, de nuevo, no
me permite hablar.
—No he acabado.
—Creo que entiendo lo que quieres decir. —Intento atajar.
—¿Lo haces? Te quiero porque no me da miedo que me toques. Te quiero
porque necesito que me toques. Te quiero porque una sola caricia tuya hace
que se me estremezca todo el cuerpo. Te quiero porque mi cuerpo te busca y
se mueve con el tuyo al compás. Te quiero porque no necesito hablar para
comunicarme contigo, me lees a la perfección, y soy consciente de lo
complicado que soy. Te quiero y te deseo desde antes de saberlo mi mente.
Te quiero porque mi cuerpo responde a cualquiera de tus actos. Te quiero,
como llevo haciéndolo toda mi vida, y no sé hacerlo de otra manera.
El hotel desaparece y nos quedamos solos. Muchas imágenes vienen a mi
cabeza: ambos desnudos riendo en la cama, discutiendo, paseando cogidos de
la mano, comiendo helado, bañándonos, corriendo por las escaleras de la
Torre Eiffel… Son tantos recuerdos los que albergamos juntos. Es toda una
vida.
Acerca sus labios a los míos y me besa con timidez, esperando mi
reacción, sin saber que yo, por mi parte, ya había decidido conquistarlo.
Oliver, al notar que separo los labios, me planta un beso apasionado y
profundo. Nos besamos con todas nuestras ansias. Con amor. Mi corazón
bombea a tanta velocidad que me da incluso vértigo.
—Oh, nena. —Sus brazos me rodean con firmeza cuando apoyo mi frente
en su pecho.
20
¿En tu habitación o en la mía?

Oliver me besa el cuello, acaricia mi piel con sus labios, me roza el lóbulo de
la oreja con mucha suavidad, y se me eriza el vello de todo el cuerpo. A la
vez, me arrastra hacia atrás, damos paso tras paso juntos, abrazados, yo de
espaldas y él dirigiendo nuestros pasos muy muy despacio. En ningún
momento deja de acariciarme el cuello y el rostro con sus labios.
Le saco la camisa de los pantalones y le toco la suave piel de la espalda.
Paseo las yemas de mis dedos por toda la superficie. Me siento en las nubes,
estoy flotando y el corazón se me va a salir del pecho de la emoción.
Tropezamos con la alfombra, pero no caemos. Oliver me tiene abrazada con
fuerza. Miro hacia atrás, en busca de más obstáculos, pero Olly me gira la
cabeza con una de sus manos.
—Déjate guiar, confía en mí. No te voy a dejar caer.
Cierro los ojos y me dejo llevar. Seguimos caminando, o bailando, o solo
moviéndonos, despacio, camino a… no sé, donde quiera que me lleve estoy
segura de que será el paraíso.
Nos acercamos al salón donde se celebra el convite. Escucho la música, es
algo suave, instrumental. Creo que son los acordes de Faded, de Alan
Walker. Oliver apoya mi cuerpo en algo sólido. Miro a mi izquierda, hemos
llegado al ascensor. No pulsamos el botón, no podemos dejar de acariciarnos,
y yo… no aguanto más. Me agarro, fuerte, a su cintura y lo beso en la boca.
Arremeto contra él como una loba hambrienta.
Apenas hemos comenzado a poseernos el uno al otro cuando escuchamos
un repentino estruendo de risas cercanas. Dejamos de besarnos, pensando que
quizá sea alguno de nuestros amigos, y giramos las cabezas hacia el sonido.
Es un chico que se dirige hacia la salida con una chica. No identifico a
ninguno de los dos. Ni siquiera enfoco la mirada. Vuelvo a lo mío y doy
suaves besos a Oliver a lo largo de la mandíbula.
—¿Ves como no era de fiar? —me pregunta Oliver mientras me chupa el
oído.
—¿Quién? —le pregunto confundida.
—Fionn. Se larga con alguien.
—¿Quién? —repito.
—El primo de Moira.
«¿Ese era el primo de Moira?».
—¿A quién le importa? —le pregunto, entretenida en mis menesteres. La
gruesa vena que le cruza el cuello al rubiales que tengo entre los brazos es
mucho más interesante que cualquier otra cosa.
—Yo solo lo recalco —me besa en los labios— para que veas que te has
ido con la mejor opción.
—Siempre he sido más de rubios, no sé qué tendrán… Y creo que el
primo de Moira se llama Finn.
—Cállate y bésame —me dice sonriendo—. Y pulsa el botón.
Le pongo las manos en el pecho, y lo empujo y aparto lo justo para darme
la vuelta y poder dar al botón del ascensor. Una vez pulsado, lo agarro de la
pajarita medio suelta y lo empotro contra la pared. Inclino la cabeza y me
apodero de su boca. Nuestras lenguas se encuentran de nuevo. Necesito
sentirlo más cerca, necesito tocarlo. Necesito arrancarle la ropa. Oliver me
responde con agresividad controlada. Me sujeta por el trasero y me clava su
cuerpo.
Clin.
«Caramba, qué rápido».
El ascensor ha llegado, se abren las puertas y entramos sin dilación. Solo
dejamos de besarnos para pulsar el botón de nuestro piso. Cuando se están
cerrando las puertas, aparece un matrimonio de aspecto cincuentón dispuesto
a entrar, pero, al vernos, se ríen entre ellos y deciden esperar al siguiente
ascensor, algo que nosotros agradecemos porque no sé si hubiéramos sido
capaces de detenernos.
Cuando las puertas se abren de nuevo, Oliver me arrastra a la salida. Me
empuja y chocamos contra la primera pared que se cruza en nuestro camino.
—¿Vamos a tu habitación o a la mía? —me pregunta entre gemidos.
«¿Ha dicho algo de habitación?». Mi cerebro no responde, solo… siente.
Oliver agarra el borde de mis medias y tira hacia abajo. Las desliza por
mis piernas y se agacha para quitarme los zapatos y las medias. Me sujeta por
las rodillas, acaricia mis piernas y las besa mientras sube por mi cuerpo.
Cuando llega a los muslos, arrastra la tela del vestido por mi piel y la deja
encajada en la cintura. Vuelve a mi boca y me separa las piernas con las
suyas.
Bajo la mano a su pantalón y lo desabrocho. No lleva cinturón, lo que me
facilita la tarea. Meto la mano por dentro de su ropa interior. Oliver gruñe de
placer y deseo, me sujeta por el trasero y me incorpora y apoya contra la
pared sin esfuerzo, como si yo fuera un peso pluma.
Lo siento mover sus manos a su erección y acercarla a mi entrada. Me
separa los bordes de mi ropa interior y, de un solo golpe, llega hasta lo más
profundo de mi ser. Grito de placer con su penetración. Le araño la espalda y,
a pesar de que lleva la camisa puesta, siento el calor que desprende. Noto
cada centímetro de su virilidad en mi interior. Oliver y yo nunca hemos usado
preservativo. Siempre lo he sentido piel con piel. Lo beso, porque tengo una
necesidad imperiosa de hacerlo. El cuerpo me lo pide, le tiene ganas. No
puedo tener su rostro tan cerca del mío y no comenzar a besarlo. Quiero
hacerlo toda la vida. Pero tengo que dejar de hacerlo, solo unos segundos,
porque necesito aire para respirar, para gemir. Esos instantes, los
aprovechamos para gruñir, los dos, el uno contra la boca del otro. Le rodeo el
cuerpo con las piernas y apoyo la cabeza contra la pared. Cierro los ojos.
—No cierres los ojos. Quiero que me veas.
Los abro y engancho mi mirada con la suya. No la vuelvo a soltar.
No me importa que los huéspedes de este pasillo salgan de sus
habitaciones. No podría detenerme aunque quisiera.
Una estocada, dos, tres… diez. El calor me sube por el cuerpo hasta que
acabo con un orgasmo inesperado pero intenso. Segundos después, Oliver se
deja ir. Y el grito es tan potente que estoy segura de que los inquilinos de la
habitación contigua lo han escuchado.
Me tiemblan las piernas. Las apoyo en el suelo en busca de equilibrio,
pero ni con esas. El esfuerzo me ha dejado tan exhausta que necesito
sentarme. Y mi compañero, también. Nos arrastramos los dos por la pared
hasta sentarnos en el suelo.
—Al final no hemos llegado ni a tu habitación ni a la mía —me dice,
todavía con la respiración agitada.
Me río. Me río porque estoy feliz. Porque no hemos llegado a la
habitación y porque tenemos una pinta tremenda, los dos tirados en el suelo,
yo con el vestido en la cintura y la ropa interior a medio poner, y él con los
pantalones desabrochados y completamente descamisado.
Nos reímos los dos y juntamos nuestras frentes. Nos besamos con anhelo,
despacio, tierno. Oliver tiene el pelo pegado a la frente por el sudor. Me gusta
Oliver sudado. ¿Qué clase de loca estoy hecha?
—Nena, te aseguro que aquí estoy de puta madre, pero creo que
deberíamos movernos.
—Las cosas de Adam están en mi habitación. Más tarde que pronto,
aparecerá para dormir.
—Vamos a la mía.
Oliver se levanta de golpe, haciendo gala de su buena forma física y yo,
lejos de imitarlo, levanto mi brazo para que me ayude, porque no puedo ni
con mi alma. Se abrocha los pantalones y se peina con la mano; en realidad,
lo intenta, y el resultado es ridículamente adorable. Coge mis medias y mis
zapatos del suelo y me sujeta la mano para ayudarme a levantarme. Me
coloca bien la ropa interior y el vestido. Me besa en la nariz y me sujeta por
las rodillas.
—¿Qué haces?
—Llevarla a mi dormitorio, damisela.
Caminamos por el pasillo; en realidad, él camina por el pasillo, hasta que
nos detiene en una puerta. Oliver tiene que hacer verdaderos malabarismos
para no soltarme, ni a mí ni los zapatos y, a la vez, sacar la tarjeta del bolsillo
de su americana. Cuando estamos a punto de entrar por el umbral, se abre la
puerta de al lado. Los dos nos miramos con confidencia. Por los pelos…
De la habitación sale una pareja, entrada en edad, que nos mira con
cariño. Sonríen entre ellos y se marchan. Parece que hoy todo el mundo nos
encuentra adorables.
Entramos en la habitación y Oliver cierra la puerta de una patada. Tira
mis zapatos y mis medias y me baja al suelo. Nos quedamos en silencio,
mirándonos el uno al otro. Coloco mis manos en los cuellos de su americana
y la deslizo por sus brazos. Le quito la pajarita y la tiro al suelo. La camisa
sigue el mismo camino. Le acaricio el pecho, paso las yemas de mis dedos
por la suavidad de su vello rubio. Me acerco y lo beso.
Oliver da un paso atrás para quitarme el vestido y yo levanto los brazos
para ayudarlo. Aprovecho la pequeña separación de nuestros cuerpos para
contemplar su definido torso. Sigo acariciando su pecho y recorro sus
abdominales, primero con la yema de mis dedos y luego con mis labios.
Él mismo se desprende de sus pantalones y sus bóxer. Todas nuestras
ropas están tiradas por el suelo. Acerco mi mano a su mejilla y cierro los ojos
con fuerza por el contacto de su piel.
Me quita la ropa interior sin dejar de mirarme. Primero el sujetador,
juguetea con el broche de mi espalda hasta que lo deja caer. Me baja las
braguitas hasta las rodillas, pero soy yo la que acaba empujándolas hasta el
suelo ayudándome de los pies. Me tumba en la cama. Se queda de pie y me
mira con deseo. Está desnudo por completo enfrente de mí. Oliver desnudo es
irresistible. Se acerca a la cama y se sube encima de mí. Nos besamos. Me
gusta sentirlo encima de mí y… debajo. Rodamos hasta quedar yo encima.
Dejo de besarlo para mirarlo. Le aparto el cabello de la frente y sonrío.
—¿Y si te digo que eres el rubio más guapo que he visto en la vida? Y
que conste en acta que he visto muchos.
Oliver rueda, dejándome de nuevo bajo su cuerpo, y se apoya en sus
antebrazos para no aplastarme. Tiene el cabello todavía más despeinado que
antes y los labios hinchados de tanto besarnos.
—¿Y si te digo que eres la morena más guapa que jamás existirá sobre la
faz de la tierra? A pesar de la pinta de oso panda que tienes ahora mismo.
«¿Oso panda? Mierda, ¡el maquillaje!».
—Te diría que, además de rubio guaperas, a exagerado e impertinente no
te gana nadie.
Oliver se ríe a carcajadas y se mueve hasta que quedamos de lado con los
rostros tan cerca que nuestras respiraciones se entremezclan. Me gustaría ser
capaz de poder detener este momento. ¿Por qué los segundos nunca dejan de
avanzar? ¿Por qué nunca descansan? Ojalá se fueran a dormir y nos dejaran
suspendidos durante horas.
Oliver se coloca a la altura de mi entrada y me penetra con delicada
suavidad. Nos balanceamos despacio, haciéndonos el amor con todas las
partes del cuerpo. Siento su respiración, mucho más relajada que en nuestro
anterior encuentro, en mi oído. Y no necesito más, porque su respiración es
música para mis oídos, es la melodía más jodidamente especial del mundo.
Una melodía a la que no estoy dispuesta a renunciar nunca más en la vida.
21
La mañana siguiente

Me despierto con su olor impregnado en el ambiente. Suspiro de felicidad.


Sonrío. Es imposible que exista en la vida un despertar más bonito que este.
Oliver tiene el brazo agarrado a mi cintura y su pierna encima de la mía.
Es como si no quisiera soltarme nunca, se aferra a ella con fuerza. Me giro,
con mucho cuidado, y me quedo enfrente de él. Lo beso en la mejilla. Le
soplo el pelo, que se le mete por los ojos, pero, al caer, se queda en la misma
posición.
No quiero despertarlo; me quedo contemplándolo, una vez más. Recorro
con la mirada su precioso rostro, incluso con la marca de la almohada
cruzándole la mejilla es tremendamente atractivo, con la suavidad de su piel
bronceada, su cabello rebelde y esos labios que son capaces de crear la
sonrisa más especial del mundo.
Se despierta, y su rostro se ilumina de alegría al verme a su lado. Leo sus
pensamientos en su mirada. Me lanzo a besarlo. Me subo encima de él y lo
beso por todo el rostro.
—Buenos días —le digo, juguetona.
—¿Estoy soñando? —me pregunta, serio.
—No lo sé. ¿Lo estamos?
Oliver acerca su boca a mis labios y me besa. Me abraza la cintura y me
estrecha contra su cuerpo.
—No.
Sonreímos y juntamos nuestras narices. Como si nos besáramos al más
puro estilo de David, el gnomo. Nos quedamos abrazados disfrutando del
momento. Mirándonos y riéndonos por nada. Todos mis recuerdos de los
amaneceres que compartimos en Estados Unidos vienen a mí como una
sucesión de instantáneas imparables. Hace mucho tiempo de aquello… me
había acostumbrado tanto a la idea de que no iba a volver a repetirse que
entiendo a la perfección que Oliver me pregunte si esto es un sueño.
Oliver da vueltas con su dedo índice alrededor de mi ombligo. Y lo siento.
Todo él vuelve a fluir por mis venas y no hay vuelta atrás.
Por más que quiera permanecer hasta siempre en esta cama, mi culo
inquieto me pide a gritos que me levante y me dé una ducha. Me apetece
moverme y hacer un montón de cosas.
—Voy a ducharme.
—Tu energía matutina, en algún momento, va a acabar conmigo.
—Espérame aquí, vagonetis, no tardo nada.
Entro en el baño y me miro en el espejo. Genial, soy un oso panda. Me
acuerdo del comentario de Olly de ayer. ¡Tengo los ojos negros por el
maquillaje! Abro la ducha y espero unos segundos hasta que consigo la
temperatura perfecta. Me meto debajo del chorro y disfruto de la sensación.
Siento como la enorme carga que llevaba sobre mis espaldas desaparece de
repente. Esa espinita que tenía clavada en el corazón ya no está. La sensación
de liberación y de felicidad es apabullante. Da incluso… miedo.
Cuando salgo de la ducha, con el albornoz puesto, el desayuno está en la
habitación, al borde de la cama. Reposa encima de una mesa y hay de todo.
Todo muy apetecible, sobre todo el rubio de al lado, tapado con la sábana
hasta la cintura, que me mira con lascivia. Me siento en la cama, junto a él,
con las piernas cruzadas y cojo un croissant. Le doy un mordisco y se me
deshace en la boca.
—Vámonos —me dice Oliver, dejando su café encima de la mesa.
—¿A dónde? —le pregunto, sin dejar de masticar y dejando el croissant
suspendido en el aire.
—A cualquier lugar, solos, tú y yo. Tengo unos días libres, por lo de la
apuesta del telescopio. Recojamos nuestras cosas y larguémonos.
—¿¿Ahora?? —le pregunto, confundida.
—Sí, ahora —me responde, sonriendo—. No creo que tu jefe me ponga
problemas.
Le pego otro mordisco a mi desayuno y lo miro de soslayo. ¿Irnos los dos
solos a cualquier lugar? ¿Ahora? ¿Sin avisar a nadie? Es una locura muy
apetecible.
—¿Aceptas? —me pregunta, acercándose a mí—. Mmm… qué bien
hueles —me dice, hundiendo la nariz en mi cuello.
Cierro los ojos y disfruto de la sensación. No puedo detener el tiempo,
pero sí puedo alargar este momento, puedo olvidarme del mundo y dedicar
los segundos que quiera a Oliver y a mí.
—Acepto.
—¡Qué facilona has sido! —me dice, riéndose contra mi cuello.
—Pues no has visto nada aún. —Oliver levanta la cabeza y me mira con
puro deseo. Se acerca a mis labios y me besa. Sabe a café y a Oliver. Me
desabrocha el nudo del albornoz y comienza a acariciarme las piernas.
—Y ¿a dónde me vas a llevar?
—Espera.
Detiene sus movimientos (eso me pasa por hablar) y se levanta de la cama
envuelto en su magnífica desnudez. ¿A dónde va? Abre los cajones del
escritorio que descansa en una de las paredes de la habitación, mientras yo
contemplo ese estupendo trasero que sus padres y la genética le han dado.
Coge un folio en blanco y un bolígrafo y dibuja algo a mano alzada. Es
imposible ver lo que hace desde mi posición.
—¿Qué haces? —le pregunto, llevándome el zumo de naranja a la boca.
Oliver deja el bolígrafo sobre la mesa y esconde el folio detrás de la
espalda.
—Cierra los ojos.
Doy un último sorbo al zumo, dejo el vaso sobre la mesa y cierro los ojos.
Noto cómo la cama se hunde cuando Oliver se sienta junto a mí.
—Pon tu mano aquí. Y no abras los ojos.
—¿Dónde?
Oliver coge mi mano y la coloca encima del folio que ha dejado apoyado
sobre la cama. Noto la rugosidad del papel.
—Ahora, señala con el dedo.
«¿Qué?».
—¿Qué quieres que señale? No veo nada.
—De eso se trata. Apunta con tu dedo índice a cualquier lugar dentro del
papel.
Lo hago. Paseo la yema de mi dedo índice por la superficie del folio,
recorro sus cuatro costados y vuelvo al centro. Detengo mi movimiento.
—¿Ahí? —me pregunta Oliver.
—Aquí.
—Bien. Abre los ojos.
Los abro y miro el folio. En él, hay una silueta de lo que parece ser…
¿Gran Bretaña? Y eso, echándole muchísima imaginación.
—¿Eso pretende ser Gran Bretaña? —le pregunto con las cejas
levantadas.
—Sí, listilla.
—El dibujo nunca ha sido tu fuerte. No se puede ser perfecto.
—Mira tu dedo —me dice, a la vez que pone los ojos en blanco—.
¿Dónde crees que señala?
Me fijo en mi dedo. Está apuntando al sur de Inglaterra, con toda
probabilidad, a algún pueblecito de West Sussex.
—¿Chichester? —pregunto al azar.
—Mmm… es bastante probable, sí. —Oliver se toca la barbilla, pensativo
—. ¿Lo dejamos en Londres por cercanía?
—Nene, si hemos aceptado esto —señalo el dibujo— como Gran Bretaña,
podemos aceptar Londres como pueblo vecino de Chichester, pero que no
salga de aquí.
—¡Serás…!
Oliver se lanza contra mí y caemos encima de las almohadas. Nuestras
risas resuenan por toda la habitación. Cuando tu cuerpo alberga tantos
sentimientos positivos, tanta felicidad, es imposible contenerlo. Nos
desprendemos de mi albornoz y hacemos el amor entre risas y miradas
cómplices.
Una vez hemos desayunado, Oliver se pega una ducha, mientras yo
compro dos billetes de avión para Londres con su tarjeta de crédito. Todas
mis cosas están en la habitación que se supone iba a compartir con Adam.
Cuando Oliver sale de la ducha, observo con envidia su atuendo, pantalones
vaqueros (limpios) y camiseta azul de manga corta (limpia). Yo he tenido que
ponerme el vestido de la boda, que huele a fiesta y a sexo. Me levanto de la
cama y busco por el suelo mis medias y mis zapatos. Los encuentro tirados en
una esquina de la habitación.
Antes de nuestro viaje, tengo que hacer dos visitas. Primero: a mi jefe (y
mejor amigo). Le doy un beso a Oliver, que anda metiendo su ropa en la
maleta, y me dirijo a la puerta de la habitación.
—¿Dónde vas?
—A pedirle permiso a mi jefe para largarme a pasar unos días a Londres
con mi… —«Vaya, ¿con mi qué?»— con mi…
Oliver me mira arqueando las cejas.
—¿Novio? —me sugiere.
—Con mi supernovio, el rey de los frikis estelares.
Abro la puerta con prisa y cierro de un portazo desternillándome de la
risa, sin darle opción a réplica. Cruzo el pasillo y llamo a la habitación de
Adam; vaya, y a la mía, supongo. En cuanto me abre, meto la cabeza para
comprobar si está solo.
—¿Dónde pelotas te habías metido?
Entro en mi habitación a la vez que le doy un beso en la mejilla y me
dispongo a cambiarme de ropa y hacer la maleta.
—Unas habitaciones más allá.
—Joder, apestas a sexo.
«Si ya lo decía yo».
—¿Con quién has estado? Rick y tú desaparecisteis a la vez.
—¿Quién demonios es Rick? —le pregunto, con la frente arrugada,
mientras me quito el vestido.
—El primo de Moira.
Me quedo pensando un momento. A continuación, cojo ropa limpia de la
maleta, el neceser, y voy al baño a cambiarme, aún con la ropa interior
puesta.
—Creo que es Finn —le digo a Adam.
—No te salgas del tema.
—No, no me fui con el primo de Moira.
Me meto en el baño y comienzo a sacar los utensilios que necesito del
neceser. Empiezo por el cepillo de dientes. Echo pasta en el cepillo y me lo
meto en la boca.
—¿Y entonces?
—Me fui con… —intento explicarle que he estado con Olly, con el
cepillo en la boca, pero no me da tiempo a terminar.
—Conmigo.
El susodicho entra en el baño mostrando la mejor de sus sonrisas, la de los
hoyuelos.
—¿Qué? ¿Pero tú no te habías largado mosqueado porque el tal Rick le
estaba tirando los trastos a Totó?
—No, solo salí a tomar el aire y a esperarla, a ella.
—Todos pensábamos que te habías largado de la boda.
Mientras hablan entre ellos, me da tiempo a lavarme los dientes, la cara y
peinarme. Salgo del baño en busca de intimidad para vestirme. Me quito la
ropa interior y me pongo un conjunto amarillo de algodón. Cuando me estoy
subiendo los pantalones vaqueros, mis dos chicos salen del baño con sendas
expresiones de satisfacción.
—¿Estáis liados? En plan, ¿liados como para mantener una relación seria
de adultos? —me pregunta Adam, a pesar de que estoy segura de que sabe la
respuesta.
—Somos novios —le digo sonriendo, mientras me pongo una camiseta.
—Por cierto, te he oído lo de friki estelar —me dice Oliver con fingida
indignación.
—Esa era la intención.
Oliver coloca su maleta encima de la cama, no me había dado cuenta de
que la había traído, y me indica con la cabeza el hueco que ha dejado para
que guarde mis cosas. Mientras lo hago, hablo con Adam.
—Quería pedirte unos días de vacaciones.
—¿Por qué?
—Porque nos vamos a…
Oliver me interrumpe.
—A un sitio a pasar unos días.
—Oh, vamos, a mí podéis decírmelo.
Oliver y yo nos miramos. Le doy consentimiento con la cabeza. Es Adam.
—A Londres. Y no se lo digas a nadie, no queremos interrupciones. Si el
mundo se acaba, ya nos enteraremos.
Cuando termino de preparar mis cosas, nos dirigimos a la puerta.
—A ver lo que hacéis. Y largaos de aquí, estáis tan felices que hasta dais
ganas de vomitar, coño.
Sin embargo, antes de salir por la puerta, Adam nos coge a los dos del
cuello y nos da un fuerte abrazo.
—Me alegro un montón por vosotros, tíos.
Le doy otro beso en la mejilla y nos vamos. Mientras Oliver se ocupa de
conseguir un taxi para el aeropuerto (nuestro vuelo sale en tres horas), yo
vuelvo a cruzar el pasillo en busca de otra de las habitaciones.
Toca hacer la segunda visita.
Llamo con los nudillos a la habitación de Pear y Daniel. Al momento,
pienso que es mejor que avise que soy yo… por lo que puedan estar
haciendo. No quiero ver a mi hermano en una situación comprometida.
—¡Soy yo! —grito—. ¡Sara!
—¡Sara! —Pear abre la puerta—. ¿DÓNDE DEMONIOS HAS PASADO
LA NOCHE?
Escucho el sonido de la ducha de fondo. Mi amiga tiene el pijama puesto.
Bueno, no sé si a los minipantaloncitos y a la camiseta de tirantes se les
puede llamar pijama.
—Sin preguntas, Pear. Ahora no. Prometo contártelo todo, pero ahora
tengo que irme. Solo he venido a decirte que estoy bien.
—¿Ni una pregunta?
Niego con la cabeza.
—Shite! —La influencia del gaélico de Brian cada vez es más extensa en
la pandilla.
—Dame un beso, que me tengo que marchar.
Le doy un beso en la mejilla, que acepta a regañadientes.
—Tienes suerte de que tu hermano se haya metido en la ducha hace unos
minutos. No te haces una idea de la noche que me ha dado. Y los comentarios
de nuestros amigos sobre que te habías ido con el primo de Moira no han
ayudado demasiado a su estado de humor.
—Ahora no, Pear.
—¿Ni siquiera me vas a decir si has pasado la noche con él?
Niego con la cabeza y giro sobre mis talones.
—¡Espera! ¿No has echado nada en falta?
Mi expresión cambia de felicidad a extrañeza. Pear entra en la habitación
y vuelve con mi bolso.
—Te lo dejaste ayer encima de la mesa.
Pues no, no lo había echado en falta. Me acerco y lo cojo.
—Gracias. Te veo en unos días.
—¡¿Cómo que en unos días?! ¡Sara!
22
Ese fin de semana largo largo

Llegamos a la zona céntrica de Londres y entramos en el primer hotel que nos


llama la atención. Reservamos una habitación para cuatro días y subimos a
dejar la maleta. La habitación no es demasiado grande, pero tiene unas vistas
estupendas del Soho.
Oliver se tumba en la cama boca abajo; estamos algo cansados del viaje,
ha sido todo tan rápido que apenas nos ha dado tiempo a asimilarlo.
Como una ola, tu amor llegó a mi vida…
—¿Qué es esa música? —me pregunta Oliver, levantando la cabeza de la
almohada.
…como una ola de fuego y de caricias…
Eso digo yo. Mando callar a Olly y sigo el sonido de la música. Viene de
mi bolso. Lo abro y descubro con horror que es mi móvil. «Oh, Pear. Nunca
cambiarás».
…de espuma blanca y rumor de caracolas…
—Mi teléfono. Pear ha cambiado de folclórica. No la puedo dejar a solas
con mi móvil ni un instante. ¡Y me lo ha aplicado a todos los contactos!
Ahora voy a tener que mirar la pantalla para poder ignorar a mi hermano —
me lamento.
—¡¡Ni se te ocurra cogerlo o te enteras!! —me amenaza Olly.
—No iba a cogerlo, rubito. —Y menos aun viendo que es mi hermano
Daniel quien llama. Recorro su cuerpo con claras intenciones de posesión—.
Tengo cosas más importantes de las que ocuparme.
—¿Ah, sí? —me pregunta, colocando los brazos detrás de la cabeza—. Te
adelanto que puedes hacer conmigo lo que quieras. No te cortes. Usa tu
imaginación —me dice, sugerente. Levanta las caderas y me guiña un ojo.
—Me refería a que tengo que cambiar el tono de llamada de mi móvil.
—Nena, no engañas a nadie. Que lo sepas. Aunque, si quieres, te doy
ideas para ese móvil.
—Más tarde —le digo, tirando el móvil al suelo y lanzándome a la cama.
Horas después, salimos del hotel. Estamos famélicos. El amor y el sexo
no alimentan. Demostrado.
Después de comer algo en un local del centro, hacemos turismo por la
ciudad. Mientras caminamos, no puedo dejar de mirar nuestras manos unidas.
Oliver me aprieta y me acaricia con el pulgar. Y puede que sea la mayor
ñoñería del mundo, pero me gusta ir de la mano con Olly. Me gusta pasear
por Trafalgar Square y detenerme enfrente de una de las fuentes para besarlo
en la boca. Y me gusta escuchar todo lo que me cuenta, a pesar de conocer la
mitad de los datos.
Cuando llegamos por la noche a la habitación, nos duelen todos los
músculos del cuerpo. Nos hemos pateado medio centro de Londres y entrado
en tres museos por lo menos. Pero es que estar en Londres y no visitar la
National Gallery para ver Los girasoles, de Van Gogh, sería un sacrilegio.
Desde la primera vez que mi padre me trajo a Londres y me lo enseñó, no
puedo evitar volver a verlo en ninguna de mis visitas a la ciudad. Nos hemos
quedado los dos sentados en el banco, observando la pintura, absortos en
nuestros pensamientos. Madre mía, qué preciosidad, y qué increíble poder
disfrutarlo con una de las personas que más quiero en la vida.
Nos duchamos y nos metemos en la cama con la única intención de
dormir. Apagamos las luces de las mesitas auxiliares y me pego al cuerpo de
Oliver. Entonces, me percato de que no ha vuelto a sonar mi teléfono en todo
el día.
—Qué raro —expreso mis pensamientos en alto.
—¿Qué ocurre? —me pregunta Oliver, más despierto que dormido.
—No me ha sonado el móvil en toda la tarde.
—Lo he apagado mientras mirabas embobada la pintura de Van Gogh, no
quiero interrupciones este fin de semana.
—Buena idea.
Durante los dos días siguientes, visitamos los lugares más emblemáticos
de Londres. El London Eye, la Torre de Londres (donde Olly y yo nos
peleamos por defender nuestra versión de los hechos más significativos
acontecidos en ese lugar), la catedral de San Pablo, el Big Ben, Hyde Park,
Piccadilly Circus… y no podía faltar el museo de Ciencias.
El último día, hacemos una visita a la gigantesca tienda de M&M’s que
hay en Leicester Square. Queremos llevarle algo a Adam y le encantan estos
chocolates. Subimos al segundo piso y me llama la atención un dispensador
de Star Wars que hay sobre una estantería. Me acerco para verlo. Los hay de
varios personajes de la película. Es el regalo perfecto para Adam. Es un loco
de la Guerra de las Galaxias.
La nueva canción que suena por los altavoces de la tienda me llama la
atención: Ain’t No Mountain High Enough. Oliver se acerca a mí riéndose.
—No puedes evitarlo. Ya estabas moviendo los pies al ritmo de la música.
«Mierda, es verdad».
—Qué vergüenza, avísame cuando haga estas cosas.
—¿Vergüenza? Vergüenza es esto, nena.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunto, asustada.
Oliver me guiña el ojo y comienza a cantar, bajito, pero lo
suficientemente potente como para que los visitantes de la tienda de nuestro
alrededor se giren para ver qué sucede:
Remember the day I set you free.
I told you, you could always count on me darling.
From that day on, I made a vow.
I'll be there when you want me.
Some way, some how

«Oh, mierda, el Remember the day ha sonado muy alto». Intento
esconderme detrás de la columna gigante que tengo a mi lado, pero Oliver me
persigue, cantando más alto a cada paso. Doy la vuelta entera a la columna y,
cuando levanto la vista, me choco con la mirada de decenas de personas.
Oliver se coloca enfrente de mí, simulando tener un micrófono en la mano.
Huyo despavorida, escondiéndome en todas las estanterías que encuentro a
mi paso, pero Oliver (y todo nuestro público) me persiguen.
Oh no, darling.
No wind, no rain.
Or winters cold can stop me baby, na na baby

Me rindo. Y Oliver lo nota. Aparta la mano-micrófono de su boca y me la
ofrece. Arranco a cantar. Si no puedes con el enemigo, únete a él.
My love is alive
ohhh

El ohhh de Oliver es posible que lo hayan oído desde la calle.
Way down in my heart.
Although we are miles apart.
If you ever need a helping hand.
I'll be there on the double.
Just as fast as I can.
Don't you know that there

En la última parte, cantamos como solo un par de locos son capaces de
hacerlo y debemos de ser muchos los locos que habitamos este mundo porque
nuestros admiradores se animan y acaban cantando y bailando por toda la
tienda:
Don'tcha know that there.
Ain't no mountain high enough.
Ain't no valley low enough.
Ain't no river wide enough.
Ain't mountain high enough.
Ain't no valley low enough
Oliver me abraza y me levanta los pies del suelo. Le rodeo la cintura con
las piernas y nos besamos, mientras el gran público aplaude. Cuando nos
soltamos y la emoción del momento pasa, deseo que me trague la tierra. Se
me suben los colores y me muero de la vergüenza. Hemos cantado y bailado
en mitad de una tienda de chocolates. Y lo peor viene cuando el encargado de
la tienda nos regala un lote completo de productos M&M’s. Oliver se muere
de la risa y yo lo arrastro fuera de la tienda.
El resto de la tarde intentamos pasar desapercibidos. Paseamos por las
calles de Londres y volvemos a la National Gallery a despedirnos de Los
girasoles. Cenamos en un pequeño y acogedor restaurante cerca del Soho y
nos tomamos unas cervezas antes de regresar al hotel.
Me despierto en mitad de la noche. Observo a Oliver dormir. Apenas nos
quedan unas horas en Londres. En breve, tendremos que levantarnos para
coger el avión de vuelta a Edimburgo. Decido encender el móvil para
comprobar que no haya pasado nada importante. Llevamos cuatro días
desaparecidos. Lo dejo encendido en la mesita de noche y, en pocos
segundos, decenas de avisos de llamadas y mensajes inundan la habitación.
Medio minuto después, alguien me llama al móvil. Extiendo el brazo para
alcanzarlo y poder contestar a todo correr, para no despertar a Oliver
—¿Sí? —respondo entre susurros.
—¿Dónde estás? —me chilla Pear al otro lado del teléfono—. No he
sabido nada de ti en cuatro días, ¡cuatro días! Te he llamado al móvil no sé ni
cuantas veces.
—Cuarenta y siete —le digo, después de comprobar el registro de
llamadas perdidas.
—¿Quién coño llama a estas horas? —me pregunta Oliver, adormilado.
Su voz suena amortiguada por el colchón y la almohada.
—Cuarenta y siete, ya, y ¿cuándo pensabas devolverme las llamadas?
¿Dónde estás?
—Necesitaba desconectar y, oye, ahora no puedo hablar, te llamo a unas
horas más tranquilas.
—¡Ni se te ocurra colgarme! Tengo que contarte una cosa. Es importante.
—¿Con quién hablas? —insiste Oliver.
—Con Pear —le susurro.
—Cuélgale.
—Espera, tiene algo importante que decirme —le digo, tapando el altavoz
con la mano.
—Seguro que sí, cuelga ya. —Intenta colgar mi teléfono alargando la
mano y palpando todo lo que encuentra a su paso.
—Estate quieto.
—¿Sara? —me pregunta Pear—. ¿Con quién hablas? ¿Estás con alguien?
—Con nadie.
Oliver llega hasta mi móvil y corta la llamada. Lo apaga y lo deja en el
suelo.
—Acabas de colgar a Pear.
—Que Dios me perdone, creo que no voy a poder dormir por la culpa.
Me abraza y esconde la cabeza en mi cuello. Dos minutos después, está
roncando.
Pocas horas más tarde, nos despertamos, pero nos quedamos un ratito en
la cama aprovechando nuestros últimos momentos en Londres. Aún tenemos
tiempo, nuestro vuelo no sale hasta bien entrada la tarde.
—¿Cuándo te enamoraste de mí? —le pregunto a Oliver. Creo que ha
llegado el momento de que, por fin, nos sinceremos el uno con el otro, sin
dramas de por medio.
Oliver suspira y me abraza.
—He tenido mucho tiempo para pensar en ello. Muchos años,
demasiados. Cuando volvimos de Estados Unidos y te perdí, pensé mucho en
ello. Recordé cada momento pasado contigo y entonces lo tuve claro. —
Oliver se ríe—. Fue cuando saltaste por primera vez al agua desde «Once
metros».
—¿Desde entonces?
—No sé si me enamoré en ese instante de ti, porque tenía nueve años y
desconozco si a esa edad uno puede estar enamorado. Pero te aseguro que, en
ese momento, te metiste dentro de mi piel. Ahí fui tuyo, para siempre. El
problema fue que no me di cuenta hasta años más tarde.
—No me obligues a recordarlo —le susurro, mirándolo a los ojos. Y,
joder, qué ojos, me quedo sin aire en los pulmones cuando me mira de esa
manera.
—¿Y tú? ¿Cuándo te enamoraste de mí?
—Yo también he pensado mucho en ello. Fue la mañana de nuestra
primera noche juntos.
—¿Cuándo lo hicimos la primera vez?
—No, nuestra primera noche de verdad. Cuando me leíste el primer
cuento y te quedaste dormido junto a mí. Fue mi primera noche del tirón.
Nuestras vidas quedaron unidas esa noche.
Se ríe por mi comentario y juro que su risa cadenciosa me llega al alma.
Me parece algo extraordinario la situación que estamos viviendo. Que dos
personas que se llegan a entender y a querer de esta manera se conozcan y
estén juntos. Que hayan tenido la suerte de cruzarse en el camino. No pienso
volver a estropearlo de nuevo. Sé lo que quiero, lo quiero a él, siempre lo he
hecho, y voy a luchar por mi felicidad.
23
¿Qué sucedió en la boda?

Me despierto desorientada en la cama. Tengo que pararme a pensar durante


unos segundos qué día es hoy y dónde me encuentro. «Ah, vale». Estoy en la
cama de Adam. Y tengo la mañana libre. Cortesía de mi jefe, con el que he
dormido.
Ayer, Olly y yo llegamos bien entrada la noche a Edimburgo. Me
acompañó hasta la puerta de mi casa y nos besamos a escondidas, como dos
adolescentes, con subida de pierna y todo, como en las películas. Oliver imitó
mi gesto y subió su pierna izquierda en el siguiente beso (espero que ni mi
hermano ni mi padre nos estuvieran mirando por la ventana) y nos reímos
como un par de bobos. Un par de bobos enamorados. Después de eso, Oliver
me agarró por la cintura con una mano y sujetó mi mano derecha con la otra,
me obligó a inclinar la cintura hacía atrás y me besó la nariz. Me agarré a su
nuca y me quedé suspendida en el aire mirándolo embobada. Por último, me
aupó, levantando mis pies del suelo y colocándolos a la altura de sus caderas.
Nos besamos otra vez y nos reímos como locos. Inhalé su olor. No se puede
hacer el tonto de más maneras.
Oliver quiso entrar en mi casa para dar explicaciones a mi familia de
dónde nos habíamos metido estos días, pero lo convencí para que no lo
hiciera. Mejor no liar más las cosas. Nos despedimos con más sonoros besos
y arrumacos y se marchó a su casa a dormir. No introduje las llaves en la
cerradura hasta que se metió en el taxi y lo vi desaparecer por la carretera.
En cuanto entré por la puerta, corroboré lo acertado de mi decisión. Mi
padre y mis hermanos (sí, los dos, porque Adam los había avisado de mi
llegada) acudieron a mí como leones recién liberados de su cautiverio. La
bronca fue épica. Oliver tuvo suerte de perdérsela. Dije a todo que sí y
aguanté el chaparrón como pude.
Subí a la segunda planta, fingiendo sentirme horrible, y me metí en la
cama de Adam. No podía rebatirles nada, tenían razón en todo, pero había
sido un fin de semana tan especial que había merecido la pena. Volvería a
hacerlo con los ojos cerrados.
Escuché un pitido que provenía de mi móvil.
Oliver: Buenas noches, nena.

Y ese buenas noches lo resume todo; no es necesario decir nada más.

Sara: Buenas noches, nene.

Más tarde, Adam vino al dormitorio. Se quitó la ropa y se metió en la


cama en calzoncillos. Nos tumbamos de lado y nos quedamos uno enfrente
del otro.
—Ni te imaginas la que se ha liado aquí estos días, Totó. Me arrinconaron
todos los Summers en la cocina y me sometieron a un interrogatorio que no
tenía nada que envidiar a los de la CIA. Tuve que confesar que sabía dónde
estabas y cuándo regresabas para calmar las aguas. Vaya mala hostia que se
trae tu familia. Lo que no dije es con quién estabas. Eso te lo dejé a ti.
—Gracias, Adam.
—Te importa todo una mierda, ¿a que sí?
—Sí —reconocí con una sonrisa.
—Te brillan la hostia los ojos, Totó.
—¡Pero si estamos a oscuras!
—Imagínate entonces lo que te brillan. —Y sabía que lo decía de verdad,
porque adoptó una actitud demasiado seria para su carácter y no apartó su
mirada de mis ojos—. Son como dos luceros en mitad de la oscuridad.
¿Luceros? Exploté a reír.
—¿Luceros, Adam?
—¿Qué quieres que te diga? Soy músico de día y de noche.
—Y estás de buen humor.
—Tus luceros tienen la culpa. Tendré que agradecérselo a cierto rubiales
de aspecto desgarbado y carácter del demonio.
—No te metas con mi novio.
—Novio. Me gusta cómo suena.
—A mí también.
Nos quedamos hablando hasta las cuatro de la mañana. Le conté todo lo
que habíamos hecho Oliver y yo en los cuatro días que habíamos estado
fuera, cómo se me declaró, cómo decidimos irnos a Londres y tantas cosas…
que cuando ha sonado el despertador casi me siento morir. Adam se ha
levantado y me ha perdonado la mañana.
Cuando acudo al trabajo, entre saludar a todo el bufete, después de mis
vacaciones, y arreglar el follón de trabajo acumulado, se me pasa la tarde
volando. Hoy es jueves y toca quedada con la pandilla.
Adam y yo acudimos juntos al pub de los jueves. Y sé que es una tontería,
pero estoy nerviosa, porque voy a ver a Oliver (apenas hemos cruzado dos
mensajes en todo el día con la vorágine del trabajo), o mejor, a mi novio. Qué
bien suena. Mi novio, el rubiales buenorro. Me río yo sola de pensarlo. «Pero
qué boba estás, Sarita».
—¿De qué te ríes? —me pregunta Adam, mientras me abre la puerta del
local.
—De nada.
—Ya…
Cuando entramos, me llama la atención la situación. Las chicas están
sentadas en la mesa de siempre (Pear, Olivia y Raquel; Moira está de luna de
miel y Natalie ya ha abandonado Edimburgo), pero los chicos están juntos en
la barra, hablando entre ellos. Dos grupos bien diferenciados: chicas y chicos.
Brian está raro, no sé, parece derrotado, triste, creo que incluso ha rehuido mi
mirada con cierto aire de ¿culpabilidad? Pear, en cuanto me ve, se levanta y
viene corriendo hacia mí, me coge del brazo y me lleva a la mesa para
sentarme de malas maneras. Ni siquiera me ha dado tiempo a echarle una
mirada furtiva a Oliver.
—Ay —me quejo y me toco el trasero en gesto de dolor.
—Sara, ¿dónde has estado metida desde el día de la boda?
—Hola, Pear. Hola, Olivia. Hola, Raquel ¿Qué tal estáis? —las saludo
con picardía, sabiendo lo que escondo y que estoy a punto de revelar.
De fondo, en el pub, empieza a sonar Don’t Stop Me Now, de Queen. Pear
cruza las piernas en un gesto de teatralidad y me mira entrecerrando los ojos.
—Déjate de saluditos. Tienes muchas cosas que contarnos, pequeña
escapista. ¿Dónde has estado estos días? Y ¿con quién? Y no se te ocurra
negármelo porque sé que has estado con alguien. —Mi amiga nos obliga, a
todas, con un gesto de los brazos, a juntar nuestras cabezas. Entonces, habla
confidente con las chicas, como si me hubiera cazado en el peor de los
pecados—. Escuché una voz de hombre por teléfono.
—¿Una voz de hombre? —repito sus palabras—. ¿De dónde sales tú,
Pear? ¿Te has reencarnado en la mente de mi abuela?
Olivia y Raquel obvian mi comentario jocoso y siguen investigando sobre
el asunto.
—¿Una voz de hombre? —preguntan al unísono.
Y dale.
—Sí, y eran las dos de la mañana, así que… ¡estaban juntos en la cama!
—¡¡¡Ohhh!!! —gritan Olivia y Raquel, otra vez, al unísono.
Los chicos abandonan la tranquila pose que mantenían sobre la barra y se
giran al escuchar el escandaloso (y vergonzoso) grito de mis amigas. Mis ojos
buscan los de Oliver. Nuestras miradas se encuentran. Brian arruga la frente y
reúne de nuevo a los chicos en la barra, lo que provoca que no pueda ni
saludar a Oliver con la mirada. ¿De qué estarán hablando tan entretenidos?
Cause I'm having a good time having a good time

—Y aún sé más —insiste Pear. Vuelve a juntar nuestras cabezas y avisa
con la mirada a las chicas para que no griten—. ¡Estoy casi segura de que era
el primo de Moira!
Me lo temía. Después de que Adam nos contara que nuestros amigos
creían que Oliver había huido despavorido por los celos, me imaginé que algo
de esto podía suceder.
—¿Entonces sí tuviste sexo en la boda, como prometiste? —me pregunta
Olivia.
—Ajá —afirmo, sin sacarlas de su error.
—¿Al final te liaste con el primo de Moira? —me pregunta Olivia con los
ojos desorbitados—. Brian estaba convencido de que sí, pero yo no acabo de
creérmelo.
Las tres me miran ansiosas por mi respuesta. Abro la boca y la cierro de
nuevo.
I'm gonna go go go
There's no stopping me

—¿Sara? ¿Te has acostado con el primo de Moira?
Oliver
—¡¡¡Ohhh!!
Giramos las cabezas por el sonoro grito. Han sido nuestras chicas.
I'm burnin' through the sky yeah
Two hundred degrees
That's why they call me Mister Fahrenheit

—¿De qué estarán hablando las chicas? —pregunta Marco.
Me hago una ligera idea. Me encuentro con los ojos de Sara y no puedo
evitar sonreír como un imbécil, porque sé que lo estoy haciendo.
—Bah, nosotros a lo nuestro.
Brian nos obliga a hacer grupo de nuevo, apoyados en la barra, y pide al
camarero otra ronda de cervezas. ¿Qué le ocurre a este? Parece sentirse
abatido por algo, o más bien, culpable.
—Como os decía, poco después de que Oliver desapareciera loco de celos
por la insistencia del primito de los cojones —Brian me mira y yo ruedo los
ojos. «Joder, qué perdidos están»—, desaparecieron nuestra Sarita y el
susodicho. Joder, ¡eso no lo vi venir!
«¿Qué?».
—Hostias, me había olvidado por completo del tema —dice Marco.
—Claro, estabas demasiado ocupado enrollándote con tu novia por todas
las esquinas —lo acusa Adam, que, a la vez, se está descojonando de la risa
por la ignorancia de nuestros amigos.
Marco obvia el comentario de Adam.
—¿Creéis que al final Sara tuvo sexo como prometió? —pregunta Marco.
Y yo no me aguanto más las ganas.
Like an atom bomb about to
Oh oh oh oh oh explode

—Para que lo sepáis, os informo de que sí —contesto, con fingida
seriedad.
—¿En serio? —me pregunta Brian con los ojos como platos—. No me
jodas, tío. ¿Se tiró al primo de Moira?
—No, a ese gilipollas, no.
—Y entonces, ¿a quién?
Sara
—No, al final no me lie con el primo de Moira —las informo.
—¡Tramposa! ¡Nos has hecho creer que sí! —me acusa Pear.
—Yo no he dicho tal cosa, tú solita te has montado tu película.
—Pero yo escuché una voz de hom… —ella misma se corrige— de chico.
—Yo no he dicho que no cumpliera con mi palabra de tener sexo.
—¿Cómo? No te entiendo.
—El asunto era que yo mantuviera relaciones sexuales con alguien —les
explico—. El primo de Moira era un posible candidato, pero podía ser con
cualquier otro. Nunca dijimos que tuviera que ser con él. Y no ha sido con él.
—¿Te acostaste con otro tío? —me pregunta mi amiga, alucinada.
—Sí.
—¿Con quién? —me preguntan Olivia y Raquel. Hoy están más
compenetradas que nunca.
Don't stop me don't stop me.
Don't stop me hey hey hey.
Don't stop me don't stop me.
Ooh ooh ooh, I like it.
Don't stop me don't stop me.
Have a good time good time

Decido hacerme la interesante durante unos segundos. Aprovecho para
mirar de reojo a Oliver, que, casualidad, me mira en ese momento. Está
dándole un trago a su cerveza. Cuando la aparta de sus labios, me guiña un
ojo. Y yo me derrito. Y me muero por levantarme y correr a darle un beso y
un abrazo. Es una necesidad física en toda regla.
—¿Sara? ¿Con quién? —Pear me saca de mi mundo rosa de besos y
corazones.
Echo una última mirada hacia los chicos antes de contestar. Están muy
concentrados hablando de algo. Sus ojos verdes y los míos azules se quedan
enganchados de nuevo. Nuestros cuerpos parecen imanes que luchan por
unirse. Oliver, para disimular, da otro trago a la cerveza.
—¿¿¿Sara??? ¿¿¿Con quién??? —me preguntan mis amigas.
Ha llegado el momento.
—Con… Oliver.
—¿¿¿QUÉÉÉ???
Oh yeah.
Alright
Oliver
—¿¿¿QUÉÉÉ???
Escuchamos, de nuevo, los gritos de las chicas con claridad. «Ya lo
saben». Sonrío para mis adentros. Pero estamos demasiado entretenidos con
nuestra conversación como para detenerla y centrarnos en ellas.
—¿Oliver? —Brian chasquea los dedos enfrente de mis ojos—. Vuelve,
joder. ¿Con quién se acostó? ¿Y tú cómo coño lo sabes?
Mi mirada se cruza con la de Adam, que sonríe mientras da sorbos a su
cerveza. Me hace una señal con la cabeza para que lo suelte de una vez.
—Porque fue conmigo.
—¿¿¿QUÉÉÉ??? —Brian escupe la cerveza que aún no había tragado.
—¿Tú y Sara?—me pregunta Marco, con una sonrisa de la hostia,
segundos después de asimilar mis palabras.
Don't stop me now I'm having such a good time.
I'm having a ball

—Sí, Sara y yo.
—¡¡¡YUUUUUJUUUUU!!! —Los gritos de triunfo de mis amigos llegan
hasta lo más profundo de mi alma… y hasta el bar de enfrente.
Sara
—¡¡¡YUUUUUJUUUUU!!!
—Creo que los chicos también lo saben —expreso en alto.
Nuestras miradas se cruzan. Nos reímos, confidentes, y noto cómo me
ruborizo. Siento calor en las mejillas y el corazón me late con fuerza.
—Sara, pero ¿cómo con Oliver? No entiendo nada.
—Yo tampoco. —Pear niega con la cabeza—. Explícanoslo. Todo.
Les cuento toda la historia. Desde la noche anterior a la boda, en la que
Oliver me pidió perdón hasta que se declaró y me propuso pasar juntos el fin
de semana y algo más.
—¡¿Cómo no me he dado cuenta antes?! ¡Ha sido culpa de Brian!
Frunzo el ceño. ¿Qué tiene que ver Brian en todo esto? Pear ve la duda en
mi expresión y me lo explica.
—Brian nos dijo que Oliver se había marchado de la boda y que seguro
que se había ido a casa derrotado porque no aguantaba al primo de Moira
tonteando contigo y porque tú no le hacías caso.
—Pero qué gilipollez es esa, ¡si al que no hice caso fue a Finn!
—¿A quién? —me preguntan las tres.
—Al primo de Moira —explico con cansancio.
—Y a mí me resultó muy extraño porque tú y yo acabábamos de hablar de
Olly y estabas casi dispuesta a daros otra oportunidad, pero entonces fuiste a
tomar el aire y no volviste y… —Pear chasquea los dedos en un intento de
recordar algo.
—¿Finn?
—Sí, eso, Finn desapareció poco después y ninguno de los dos volvisteis.
—¿Y no pensasteis que me había ido con Oliver?
—Mierda, no. Me dejé influenciar demasiado por el moreno gaélico —
reconoce mi amiga, refiriéndose a Brian.
—¿Entonces fue a Oliver a quien escuché por teléfono?
—De hecho, fue Oliver quien te colgó el teléfono.
—Maldito rubiales prepotente.
—Sara, me alegro mucho de que estéis juntos —me dice Raquel.
—Por supuesto que sí. ¡Abrazo de grupo! —sugiere Olivia.
Las tres se levantan de sus sillas y vienen a abrazarme.
—Y yo que te llamaba para contarte que Oliver sabía que te habías ido
con Finn y que estaba desaparecido.
—Alucino con vosotros. Vaya manera de tergiversar las cosas. Como
guionistas de películas de sobremesa no tendríais rival —les digo.
—Moira va a ser la última en enterarse. Estoy por interrumpir su luna de
miel para contárselo.
—Tú capaz.
—Ya te digo yo que sí.
—Pear, suelta ese teléfono.
La da da da daah.
Da da da haa.
Ha da da ha ha haaa.
Ha da daa ha da da aaa.
Ooh ooh ooh
Oliver
—Vale, una vez hechas las felicitaciones… ¿Cómo?
—Joder, Brian. ¿Quieres que te contemos qué sucede cuando una tía y un
tío se enrollan?
—No, coño. Quiero saber cómo hemos pasado de: «Mierda, Sara se ha
liado con el gilipollas del primo de Moira» a «De puta madre, Sara se ha
liado con Olly».
—¿De dónde cojones os habéis sacado que Sara se había liado con el
gilipollas del primo de Moira? —les pregunto.
—Ha sido este liante —Marco señala a Brian, que, a continuación, nos
cuenta toda la historia.
—Joder, qué peso me he quitado de encima. Ni te lo imaginas. Me sentía
culpable. Y ahora me siento de la hostia, ¡estáis juntos gracias a mí!
—¿Tú crees? —le pregunto, arrugando la frente.
—Todo fue un plan que urdimos Adam y yo.
—A mí no me metas, que solo te seguí la corriente.
—Le propuse a Sara lo de liarse con otro para darte celos y que
espabilaras. Joder, ni te imaginas lo jodido que me sentí al pensar que Sara
estaba con el gilipollas del primo de Moira por mi culpa. Pero, al final,
resulta que mi plan funcionó.
—No sé si darte un abrazo o dos hostias.
—¡Ven aquí!
Nos fundimos los cuatro en un abrazo; eso sí, un abrazo de hombres, de
esos con palmaditas.
—¿Y qué va a pasar a partir de ahora?
—Que me voy a casar con ella, pero todavía no lo sabe. No quiero
asustarla, así que discreción —les advierto.
Sara
—¿Y qué va a pasar a partir de ahora? —me pregunta Olivia.
—No lo sé. Solo sé que quiero pasar el resto de mi vida con él.
—Ohhhh…
—¿De qué hablan mis chicas favoritas?
Es Brian. Los chicos se han unido a nosotras. Estábamos tan
ensimismadas en la conversación que ni nos habíamos dado cuenta de que se
habían acercado. Se quedan de pie, al borde de nuestra mesa.
—Del rubito y de Sara —confiesa Pear, sin ningún pudor.
Brian da una palmada a Oliver en la espalda y lo acerca a mi posición.
—Venga, coño, dale un beso a tu novia, que lo estás deseando, capullo.
No pienso ni por un momento que Oliver vaya a hacerlo. Siempre le
resbala lo que digan los demás. Pero, en esta ocasión, obedece. Se acerca a
mí, inclina la cabeza hasta alcanzar mis ojos y me besa delante de todos. Es
nuestro primer beso de verdad en público. Todos nos vitorean.
—Damas y caballeros —grita Brian a todo el local—, después de unos…
—se para para pensar— unos doce años, ¡por fin nuestro chico ha besado a su
chica! ¡Y se va a casar con ella!
Oliver deja de besarme para matar con la mirada a Brian, que le guiña un
ojo con confidencia. Miro a Oliver con expresión de extrañeza, porque no
entiendo lo que se traen entre manos, pero le quita importancia con la mano y
me sigue besando. Y, claro, me olvido de todo.
—¡Qué buena pareja hacéis! Dais asco. Adam, colega, tenemos que
buscarnos una novia. Nos estamos quedando en desventaja —escucho a Brian
de lejos.
—Yo ni de coña, antes me corto los huevos yo a que lo haga una tía.
—Con esa actitud, mal vamos.
24
Oliver y yo

Las últimas semanas con Oliver han sido perfectas. Y no es debido solo a los
arrumacos, las confidencias y los besos. Durante los años que hemos estado
separados, pensaba que éramos los amigos de siempre, pero ahora me doy
cuenta de lo equivocada que estaba. De lo lejos que estábamos, a pesar de
vernos a diario. Habíamos levantado un muro que nos separaba y que no nos
dejaba disfrutar al uno del otro en su totalidad. No nos dejaba sentirnos por
completo. Como lo hacíamos cuando teníamos nueve años. Como lo
hacíamos cuando teníamos catorce años. Como lo hacíamos cuando teníamos
diecisiete años a pesar de habernos acostado. Como dejamos de hacerlo
cuando volvimos de Estados Unidos. No nos habíamos recuperado de
aquello. Esa es la realidad. La realidad que ambos nos habíamos negado a
nosotros mismos fingiendo que todo estaba bien. Pero ese muro, por fin, ha
caído.
Aprovecho el descanso de la hora del almuerzo para ir a verlo a la
universidad. El mes de junio nos ha alcanzado, y los alumnos se encuentran
en plena época de exámenes.
Recorro jovial el larguísimo corredor en busca de su despacho. No es la
primera vez que vengo a verlo. Me conozco el camino de memoria. Los
grandes ventanales inundan de luz el pasillo y veo cómo las minúsculas
motas de polvo, suspendidas en el aire, caen muy despacio hasta reposar en el
suelo de madera. Llego a la última puerta, donde su nombre reluce sobre una
brillante placa de metal: Oliver Aston.
Llamo, pero nadie me abre. Miro el reloj. Ayer me dijo que hoy daría una
última clase antes del examen final, pero debería haber acabado hace cinco
minutos, por lo que tendría que estar aquí para dejar sus utensilios. Oliver es
una rutina andante. Siempre pasa por su despacho después de cada clase.
«Seguro que sigue parloteando sobre constelaciones y agujeros negros.
No lo puede evitar».
Me encamino decidida a su clase; tan solo tengo que bajar las escaleras y
cruzar un par de pasillos. Y he acertado. Aún sigue impartiendo cátedra, tan
concentrado y emocionado como en el primer minuto de la clase.
Lo observo a través de la pequeña ventana de cristal que hay en la parte
superior de la puerta. Ahora lo siento tan cerca, tan mío. Es la primera vez, en
mucho tiempo, que lo veo a dos metros de distancia y no lo siento lejos,
inalcanzable. «Ese chico te quiere, Sara». Mi corazón hace un triple salto
mortal en el pecho ante tal pensamiento.
Me choca verlo dar clase así vestido. Me he acostumbrado a ver a la gente
a mi alrededor vestida de forma elegante para el trabajo y entonces vengo
aquí, a la Universidad de Edimburgo a espiar a un profesor de Astrofísica, y
está ahí tan tranquilo, con sus pantalones vaqueros y su sudadera de rayas. Y
está para comérselo. Podría pasarme horas observándolo. Intento no mirarlo
embobada, pero es que es tan guapo… Y esos andares que me vuelven loca.
Me encanta su perfil y cómo gesticula con las manos cuando quiere hacerse
entender. Y… ese trasero.
Oliver, como si hubiera escuchado mis pensamientos pecaminosos, se gira
y me pilla comiéndomelo con los ojos. Una gran sonrisa ilumina su rostro y
todos los alumnos miran hacia la puerta, curiosos por descubrir qué es lo que
ha provocado esa reacción tan inusual en su estricto profesor.
«Oh, mierda». Me giro y me apoyo en la pared, pero escucho las risitas
que provienen de dentro del aula. «Me han pillado».
Pocos segundos después, la puerta se abre y comienzan a salir decenas de
alumnos, que me miran con curiosidad mientras cuchichean entre ellos.
Cuando consigo mantener mi sonrojo bajo control, me acerco a la puerta y
me asomo. Oliver, que está recogiendo sus cosas, me mira y me levanta las
cejas.
—¿Se ha perdido, señorita?
—No, estaba buscando a un profesor buenorro y me han dicho que por
aquí había uno.
Cierro la puerta y me acerco a él, sugerente.
—Sara, estamos en un aula de la universidad.
—¿Sara? Qué serio…
—De alguna manera tengo que frenarte.
Me acerco y lo abrazo. Levanto la cabeza y busco sus labios, que no
tardan en encontrarse con los míos. Mis manos aprietan más su espalda
cuando me besa.
La puerta se abre de repente.
—¿Profesor Aston? —pregunta una voz sorprendida.
Oliver y yo nos separamos, me giro y descubro a una chica que nos mira
con los ojos como platos desde el dintel de la puerta.
—Katie.
—Perdona, el decano te está buscando para comentarte algo de las becas
del año que viene. He pasado por tu despacho y, al ver que no estabas…
—Tranquila. —Oliver le corta la explicación—. Estábamos… mmm…
ella es Sara, Sara Summers.
No hay ningún atisbo de reconocimiento en su expresión al escuchar mi
nombre. No tiene ni idea de quién soy.
—Encantada. —La susodicha se acerca a darme la mano, le ofrezco la
mía—. Yo soy Katie.
—Katie trabaja como auxiliar en el departamento de Astrofísica.
—¿Sois compañeros de trabajo? —les pregunto.
—Más o menos —contesta Oliver.
—Él es mi jefe —me aclara la chica.
La observo. Es menuda, rubita, muy mona, y con unos ojos azules muy
expresivos.
Tras la breve presentación, salimos los tres de la clase y nos despedimos
de Katie, que coge la dirección contraria a la nuestra.
—Lo siento, nena. Tengo que ir a ver al decano. ¿Te veo esta noche en mi
casa?
Esta noche, Laura organiza una pequeña (unas veinte personas) reunión
familiar para celebrar el cumpleaños del hermano mayor de Oliver.
—Por supuesto.
—Vamos. Te acompaño unos metros hacia la salida.
Mientras cruzamos el campus, no dejo de darle vueltas a un asunto.
—¿Olly?
—¿Mmm?
—Katie no sabía quién era yo.
—No, claro que no, es la primera vez que os veis.
—Me refiero a que ni siquiera sabía que había una Sara en tu vida.
—No.
Me quedo esperando algún tipo de explicación. Oliver, Adam y yo
siempre hemos sido inseparables; me resulta extraño que las personas que lo
rodean a diario no nos conozcan. En la facultad de Derecho nos conocen de
sobra, somos algo así como los tres mosqueteros, pero sí que es cierto que
por la facultad de Astronomía apenas pasábamos mientras estudiábamos aquí.
Siempre ha sido la parcela privada de Oliver. Su mundo particular. Y, a pesar
de todos los momentos de su mundo que, en privado, hemos compartido con
él, públicamente es solo el mundo de Oliver. Me entristece tal pensamiento.
Me entristece pensar que en su departamento piensen que es, tan solo, Oliver.
Porque me gusta más cómo suena la coletilla que siempre nos ponen: Oliver
y Sara. O incluso me gusta muchísimo más: Oliver, Adam y Sara.
—Nena, no saben de ti, ni de Adam, ni de mis padres, ni nada de mi vida
privada. No me gustan las personas. ¿Por qué iba a compartir mi vida con
ellas?
—Solo me resulta extraño que la gente no sepa que somos Oliver, Adam
y Sara.
Nos paramos en mitad del campus. Los alumnos están tumbados en el
césped disfrutando de los tímidos rayos de sol que se dejan asomar a través
de la bruma de nubes que amenazan con descargar en cualquier momento.
—Entiendo lo que quieres decir.
—Solo me ha sorprendido. Siempre hemos sido un pack, como esas
ofertas de los supermercados. Llévese tres por el precio de uno.
Intento hacerlo sonreír, pero se ha puesto muy serio.
—No te estoy negando.
—¡Claro que no! No… no me refería a eso.
—Es solo que no me gusta hablar de mí. Me importa una mierda lo que
piensen los demás. Mi vida es solo mía.
—Olly, lo sé.
—Soy más de los que actúan que de los que dan explicaciones.
—¿Qué quieres decir?
Estamos parados en mitad de la calle. Y manteniendo cierta distancia
entre nosotros. Lo he hecho a propósito. Quiero respetar su intimidad en el
trabajo. Y que, en apariencia, no seamos más que dos amigos que conversan.
Pero Oliver se acerca a mí y veo lo que pretende hacer en su mirada. Me
sujeta por la nuca, inclina la cabeza y me besa en mitad del campus. Y no es
un beso casto, no, la lengua de Olly busca la mía y la somete a su voluntad.
El campus desaparece, la universidad, los alumnos… hasta que escuchamos
los aplausos. Nos separamos y Oliver se despide de mí aun cuando yo no soy
capaz de reaccionar.
—Hasta luego, nena.
Me guiña un ojo y camina apresurado hacia su destino. Abandono la
universidad con el rostro rojo por la vergüenza, con el corazón palpitando en
mi pecho y con una gran sonrisa en la boca.
Por la tarde, nos reunimos en casa de los Aston. Todos los Summers
acudimos a la celebración: mi padre, mis hermanos, Adam, la novia de mi
hermano y mi mejor amiga. Los abuelos y los tíos y primos de Oliver
tampoco se pierden la celebración. Nos sentamos a la gran mesa que Laura
nos ha preparado en el comedor. Me siento al lado del homenajeado.
—Felicidades, hermano mayor —le digo entre susurros.
—Gracias, cuñada.
No me cabe ninguna duda de que Nick sabe lo que se cuece entre su
hermano y yo. Yo ni afirmo ni desmiento.
Oliver está explicando algo de su trabajo en la universidad. Me encanta
cuando habla de astrología, me pone un montón. Nadie lo entiende porque
empieza a divagar sobre agujeros negros y supernovas y no hay quien lo siga.
Menos yo, que, después de años explicándome con detalle todo su mundo,
entiendo cada palabra de lo que dice. Me río pensando en ello, y Oliver me
mira frunciendo el ceño, preguntándome con la mirada ¿de qué te ríes?, pero
sin detener su monólogo.
En el postre, me excuso y me levanto para ir al servicio. Necesito
refrescarme. He bebido un par de copas de vino, y entre eso y la estampa de
mi novio, me suben los calores. Me coloco enfrente del espejo y me echo
agua en el rostro. Cuando me estoy secando con una toalla, llaman a la
puerta, pero no me da tiempo a decir nada porque, un segundo después, se
abre. Oliver me abraza por la espalda y me habla con suavidad al oído. Huele
de maravilla.
—Hola. Te echaba de menos. Me has dejado solo en la mesa.
Sonrío y apoyo mi cabeza en su pecho.
—Por cierto, ¿de qué te reías?
—Me pones un montón cuando hablas de supernovas.
—¿En serio? —me pregunta, apartando la cabeza y enfrentándose a mis
ojos.
—Ajá.
—Pues llevo más de media hora hablando sin parar, debes de estar
cachonda perdida. Pero no te preocupes, que ahora lo soluciono.
Oliver comienza a meter la mano por debajo de mi vestido, pero lo freno
de un manotazo.
—¡Estate quieto! Ni lo pienses.
—¿Estás rechazando un polvo conmigo? —me pregunta, haciéndose el
ofendido.
—¡Sí! Nuestras familias están ahí fuera.
Y todavía no saben que estamos juntos. No quiero decírselo, no sé por
qué. Es algo tan grande que primero tengo que acabar de creérmelo yo.
Nuestras familias están demasiado implicadas entre ellas, y considero que es
una noticia tan importante que debemos elegir bien el momento de
comunicárselo. La última vez acabó tan mal… no quiero involucrarlos
todavía en esto.
—No te atreverás. Polvo no echado, polvo perdido. ¿Y si te toco por
aquí?
Oliver desliza las yemas de los dedos por mis muslos desnudos.
—Olly…
—¿Mmmm?
Me besa el cuello, a la vez que alcanza con una mano el elástico de mi
ropa interior, y mis pechos con la otra. Me acaricia por encima del vestido y
cierro los ojos por el placer que me provoca. Un débil gemido sale de mis
labios cuando mete la mano por debajo de mis braguitas. Me acaricia arriba y
abajo mientras su lengua me recorre la mandíbula. Me baja las bragas y deja
de lamerme para agacharse y sacármelas por los pies. Se incorpora de nuevo
y siento su excitación en mi trasero. Tiro mi mano hacia atrás y lo acaricio,
igual que ha hecho él conmigo, de arriba abajo. Lo froto cada vez más fuerte,
y ambos gritamos cuando uno de sus dedos alcanza mi interior. Cuando abro
los ojos y alzo la mirada, me encuentro con nuestros reflejos enfebrecidos de
placer en el espejo. Madre mía, si no estuviera tan bueno y no lo quisiera
tanto. ¿Quién puede resistirse a un bocadito tan apetecible? ¡A la mierda
todo!
Me doy la vuelta y lo empujo hasta sentarlo en el primer sitio que veo: en
la taza del váter (muy idílico todo, sí). Me subo encima de él. Nos lanzamos
hacia nuestras bocas y nos frotamos con fuerza. Oliver me manosea los
pechos mientras yo le desabrocho el botón del pantalón vaquero. Cuando lo
consigo, levanta las caderas para ayudarme a bajarle el pantalón hasta las
rodillas. Y no hay más barreras entre nosotros. Unimos nuestros sexos, y el
único sonido que se escucha es el de nuestras caderas chocando y nuestros
gemidos mal disimulados. Estamos cerca de terminar cuando oímos pasos
fuera del baño.
—¿Dónde se han metido estos dos?
—Vete a saber.
Me detengo por el terror que me entra al darme cuenta de que no hemos
cerrado la puerta con pestillo.
—Olly… la puerta.
—No pares —me exige.
Las embestidas de Oliver continúan sin tregua, a toda velocidad, hasta que
terminamos. Nos quedamos abrazados, recuperándonos del asalto.
—Parece que se han ido —me dice riéndose. Su risa me contagia y nos
reímos juntos. Joder, qué locura. Le aparto el cabello sudado de la frente y lo
miro embelesada. Este hombre me hace perder la cabeza.
—Antes, en el comedor, he estado pensando en algo —me dice, mientras
nos levanta de nuestro improvisado asiento. Me pongo de pie y busco mi ropa
interior.
—¿Estabas pensando en algo mientras soltabas la perorata a los de ahí
fuera sobre los agujeros negros y las supernovas?
—Sí.
«¿Por qué no me sorprende?».
—Creo que deberíamos decírselo a Daniel —me dice cuando terminamos
de acomodarnos la ropa. Como no entiendo a qué se refiere, me lo aclara—.
Que tú y yo estamos juntos.
—¿A mi hermano?
—Sí.
—Ni loca.
Para empezar, no sabría ni por dónde empezar. Daniel y yo no hablamos
de estas cosas.
—Le dije que lo mantendría informado.
—Pues es una pena que no contaras conmigo.
—Siento que lo estoy traicionando.
—¿Desde cuándo os lleváis tan bien?
—Desde aquella noche, la de la borrachera, ¿te acuerdas?
«Como para no acordarme».
—Olly, no quiero decírselo todavía a nuestras familias, y menos a mi
hermano. —Por respuesta, solo obtengo un suspiro—. Vamos a darnos un
poco de tiempo, ¿te parece? Al menos hasta que asimilemos esto que nos está
pasando.
—Está bien —cede al final. Me da un beso en la nariz y una palmada en
el trasero.
Salimos del baño y nos encaminamos al salón para reunirnos con los
demás. Cuando volvemos, Adam nos mira con la sonrisa torcida. Sabe lo que
hemos estado haciendo. Y, teniendo en cuenta que Nick nos mira con la
misma sonrisa, no me cabe duda de que también sabe lo que hemos estado
haciendo.
—Sara, hija, estás acalorada, ¿dónde estabais? —me pregunta Laura.
Me encojo de hombros restándole importancia y nos unimos al resto de
comensales. Y caigo en la cuenta de algo. Pear y Daniel están raros. Callados.
Distantes. Nunca han proclamado su relación a los cuatro vientos, pero están
más callados que de costumbre. Y es extraño, teniendo en cuenta que Pear no
calla ni debajo del agua. Le hago un gesto con la cabeza a mi amiga, que me
contesta: «Más tarde».
Oliver y yo salimos a la terraza para aislarnos un rato del barullo que hay
en la casa. La música se escucha desde aquí. Es una canción de los Beatles.
—Adoro a los Beatles —expreso en alto y Oliver tuerce el morro—. ¿En
qué piensas? —le pregunto con sospecha.
—¿A qué te refieres?
—Algo malo acaba de pasar por tu cabeza, esa expresión que has
puesto… Te conozco demasiado.
—Pensaba en cuando Will te tocó una canción de los Beatles en el
colegio.
—Olly…
—No pienses cosas raras, es solo que me jode que exista ese momento
entre vosotros. Sé lo que adoras a los Beatles y, cuando los escuchas, es
lógico que esa imagen acuda a tu cabeza.
—Pero resulta que ha acudido a tu cabeza y no a la mía.
—Olvídalo, son tonterías mías.
Se me ocurre una idea para que esto no vuelva a suceder.
—Si quieres que cuando escuche los Beatles piense en ti, cántame tú una
canción de ellos y haz que sea memorable —le propongo.
Oliver sonríe y me besa los labios.
—Eso está hecho, nena. Encontraré el momento.
Una vez acabada la celebración, Oliver y yo somos los primeros en irnos.
Me acompaña a casa, subimos a mi cuarto y, mientras me pongo el pijama,
Oliver coloca mi viejo telescopio en la terraza y se coloca en posición.
Cuando termino de vestirme, cojo mi móvil y le saco una foto. Me apoyo en
el marco de la terraza y me quedo observándolo y pensando en lo mucho que
lo quiero. Y aún no se lo he dicho. No le he dicho que lo quiero. No con
palabras.
Camino los escasos pasos que nos separan y lo abrazo por detrás. Siento
su calor y su familiaridad. Acerco mis labios a su oído y le confieso lo que
llevo años escondiendo y que no voy a hacer nunca más:
—Te quiero.
Oliver
Aunque sus pasos son sigilosos, la siento acercarse a mí. Siempre sé
cuándo la tengo cerca. Me abraza por detrás y me llega su dulce olor. Acerca
sus labios a mi oído y su cálido aliento me roza la piel.
—Te quiero —me susurra.
Sus palabras me llegan a lo más profundo de mi alma. Y el mundo puede
desaparecer en este momento, porque no lo necesito para vivir. Me conformo
solo con ver lo que estoy viendo ahora mismo: el firmamento. No necesito
nada más, ni a nadie más. Mi mundo es este: tan solo Sara y yo. Y mis
estrellas.
25
El amor está en el aire

Me encanta escuchar a Oliver. Todos los días, cuando viene a buscarme al


trabajo, me cuenta los pormenores de su jornada laboral, en ocasiones incluso
me pierdo en sus explicaciones por ser demasiado técnicas, pero no me
importa, porque espero con ansia estos momentos.
Hoy es viernes y, como he salido antes del trabajo, Olly viene directo a mi
casa. Estamos solos, tenemos toda la casa para nosotros.
—¿Qué tal el día? —le pregunto, cuando le abro la puerta de la calle.
—Una locura, hoy ha pasado de todo. —Inclina la cabeza y me da un
beso. Se encamina hacia el salón. Se deja caer derrotado en el sofá y yo me
siento sobre sus piernas. Sí que debe de estar cansado, porque se ha olvidado
de quitarse las gafas. No lo voy a avisar. Me gustan sus gafas. Todavía tiene
más pinta de profesor buenorro.
—Cuéntamelo —lo insto, mientras le rodeo la nuca con los brazos y le
doy un beso en los labios.
—Es largo.
—Cuando me aburra, te aviso.
Coge postura (conmigo encima) y comienza a explicarme. Me encanta la
pose que siempre pone cuando está concentrado. Mientras habla, las yemas
de mis dedos perfilan las arrugas de su frente, sus cejas, los pómulos, esos
apetecibles labios. Lo abrazo y escucho el sonido de su voz a través de su
pecho. Oliver juega con mi cabello con dulzura y yo asiento, de vez en
cuando, con la cabeza, para que sepa que lo estoy escuchando.
—Y eso ha sido todo.
Nunca pensé que terminar un curso académico fuera tan estresante para
un profesor. Pero entre becas, exámenes, nuevas admisiones y un montón de
cosas más, tienen a mi pobre Olly a tope. Lo beso por todo el rostro para
hacerle mimos y que se le pasen los males. Los besos son curativos.
Demostrado.
Beso tras beso, nos vamos emocionando. Le muerdo los labios y le enredo
el pelo con mis manos. Clavo los dedos en su cuero cabelludo y le agarro dos
mechones con fuerza. Oliver gruñe. Me separo unos centímetros de él para
verle la cara y deleitarme, pero entonces se muerde el labio inferior y no
aguanto más… Me abalanzo hacia él.
—Vamos a tu cuarto —me susurra.
Subimos las escaleras y vamos a paso ligero a mi habitación, entre besos
y caricias. Cuando se tumba en la cama boca arriba, se da cuenta de que lleva
las gafas puestas e intenta quitárselas.
—¡No te quites las gafas, insensato! Hoy eres mi profesor buenorro
particular.
—Eres una salidorra —me dice entre risas.
—Pues verás cómo te gusta lo que te va a hacer esta salidorra. —Quiero
tener su cuerpo a mi merced para besarlo, acariciarlo y hacerle todo lo que
quiera. Se me ocurre una idea—. Déjame que te ate.
Oliver abre los ojos, por la sorpresa, pero enseguida cambia la expresión
por la de deseo.
—Joder, sí. Pensé que no me lo pedirías nunca.
Me levanto y busco algo por mi habitación que pueda servir para atarlo.
Localizo mi bolsa con los patines en una de las esquinas. No me lo pienso
dos veces: abro la mochila, saco uno de ellos y desato el cordón. Cuando ya
lo tengo, me subo a la cama y sujeto las muñecas de Olly. Las ato a una de
las barras del cabecero. Oliver echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos. Su
expresión es de puro éxtasis. Es hermoso. Me inclino y le beso el cuello.
—Y ahora que te tengo a mi merced… vamos a discutir usted y yo,
profesor Aston, mi mala nota en el último examen de supernovas. —Levanto
las cejas.
—Ese examen no existe, pero tranquila, nena, que yo te sigo la corriente.
—¡Y encima insubordinado! Voy a tener que azotarlo, profesor.
—Por favor.
Me entra la risa. No lo puedo evitar. Me entra tanto la risa que tengo que
dejar de hacer lo que estoy haciendo.
—¡Ay, qué bueno! —intento vocalizar entre tanta risa.
—¡Nena! No te salgas del guion.
«Ya voy, ya voy». Pero no puedo, porque una vez que me ha entrado el
ataque de risa, no puedo reprimirlo. Mi risa es tan contagiosa que Oliver
acaba descojonándose de la misma manera. Unos minutos después, nos
ponemos serios y seguimos con nuestra interpretación. Oh, sí… Y volamos
muy muy alto.
—Joder, no me las pienso quitar nunca jamás —me dice cuando
acabamos los dos boca arriba desmadejados encima de la cama. Levanto mi
ceja derecha—. Las gafas —me aclara.
—Ha sido intenso —reconozco.
—Ha sido la hostia.
Me giro, hasta colocarme de lado, y coloco mi pierna encima de la suya.
Lo miro a los ojos y le acaricio la mejilla con la mano.
—Te quiero, nene.
—Te quiero, nena.
Como una ola tu amor llegó a mi vida…
Los dos nos giramos hacia el sonido.
—¿Aún no has cambiado el tono de llamada del móvil? —me pregunta
Olly. Me levanto de la cama en busca de mi teléfono.
—No he tenido tiempo —me excuso, mientras abro el bolso para cogerlo
—, me tienes demasiado ocupada.
Miro la pantalla del móvil, es Pear.
—¿Pear?
—Estoy cabreada con Daniel.
Algo me olía yo. Y luego dicen de Oliver y de mí, pero estos dos son
mucho peor.
—¿Qué ha ocurrido?
—Candy lo ha dejado porque ha visto nuestras fotos de la boda en las
redes sociales.
—Estupendo, ¿no? ¿No era eso lo que queríamos?
—Sí, pero lo que no queríamos es que el capullo de tu hermano tomara la
actitud que ha tomado. Mierda, me reclaman, esta noche nos vamos de
copas. Ven a buscarme a mi casa a las ocho.
Tu, tu, tu. Tu, tu, tu.
Me ha colgado.
Me giro hacia Oliver y lo veo observándome con atención.
—¿Qué haces? —le pregunto.
—Mirando lo buena que estás.
—¡Ay, que te como!
Me lanzo a sus brazos y nos quedamos tumbados en la cama.
—¿Qué pasa con Pear? —me pregunta.
—Problemas con mi hermano.
—Y luego dicen de nosotros…
—¿A que sí? Eso mismo he pensado yo.
—¿Y en qué habéis quedado?
—En salir de copas esta noche.
—Bien, divertíos, yo tengo trabajo. Te espero aquí.
—¿Te quedas a dormir en mi casa?
—Sí.
«Subidón, subidón».
Más tarde, por la noche, Adam y yo pasamos a recoger a Pear a su casa.
Adam, en cuanto se ha enterado de que salíamos de copas, se ha apuntado. Le
gusta salir con nosotras. Dice que somos bastante graciosas las dos juntas con
un par de copas de más y que se lo pasa la hostia de bien.
Vamos a una discoteca en el centro de la ciudad. De esas que ponen la
música a tope y que tienes que chillar al oído para hacerte entender. En
cuanto entramos, nos acercamos a la barra, que descansa en el centro del
local, con su peculiar forma redondeada, y pedimos unos combinados a uno
de los tres camareros que la atienden. Todavía es temprano, por lo que no hay
demasiada gente. Stop the Rock, de Apolo 440, retumba por los altavoces.
—¿Qué te ha hecho el bueno de Daniel esta vez? —le pregunta Adam
mientras esperamos a que nos traigan las consumiciones—. ¿No lo había
dejado con la chica esa?
—¿Y tú como lo sabes? —le pregunta Pear, mirando de reojo a un grupito
de tres chicos (muy monos) que tenemos a la derecha.
—Escuché la discusión que tuvieron en el porche de tu casa —nos
confiesa señalándome a mí— y luego estuvimos un rato charlando sobre el
tema.
—¿Y por qué no nos lo has dicho? —le preguntamos Pear y yo, a la vez,
molestas.
—Yo qué sé, se me ha pasado.
—Adam, esto es un caso grave de problemas de comunicación —le digo.
—Bueno, ¿y cuál es el problema? —ataja, cambiando el rumbo de la
conversación. «Sí, mejor».
—Que no quiere que seamos novios formales —nos cuenta Pear,
dirigiendo, por segunda vez, la mirada a los chicos de al lado—. Dice que
acaba de salir de una relación y que no quiere meterse en otra. ¡Aguántalo!
—Qué paciencia… —expreso en alto.
Adam se gira para ver qué es lo que tanto mira Pear de reojo: el grupito de
tres, que, a él, lo pilla de espaldas. Cuando vuelve a nosotras, me mira con la
frente arrugada, gesto que yo le devuelvo. Pear permanece ajena a todo,
ocupada ahora persiguiendo al camarero con la mirada. El susodicho nos
sirve las bebidas y cogemos nuestros vasos a la vez para probarlos. Las
dejamos sobre la barra y Pear arranca de nuevo a contarnos su discusión con
mi hermano.
—Le he dicho que, entonces, no tenemos exclusividad, porque, si no
somos novios… y ¿sabes qué ha hecho?
—Sorpréndeme —le dice Adam, volviendo a coger la copa.
—¡Se ha reído! ¡El muy idiota se ha reído! Dice que soy incapaz de
liarme con otro porque estoy loca por él.
—Pero eso es verdad.
Las dos fulminamos a Adam con la mirada. Rueda los ojos y da otro
sorbo a su bebida.
—¿Y en qué punto estamos, entonces? —le pregunta Adam, en otro
intento de redirigir el rumbo de la conversación.
—Voy a demostrarle que, si quiero, puedo liarme con otro.
—¿En qué estás pensando?
—No os habréis dado cuenta, pero, desde que hemos entrado, estoy
poniendo ojitos al moreno de allí.
«¡Acabáramos!».
—De hecho, Pear —le dice mi amigo—, sí nos hemos dado cuenta.
—¿Sí?
—Sí.
—Qué suspicaces sois, leches. Da igual, el plan es: acercarnos a ellos y
tontear un poco. Después, mando un mensaje a Daniel para que venga a
buscarnos y que me pille en pleno ligoteo.
—Es un plan espantoso. No va a colar. Daniel no es gilipollas.
—Por eso debemos hacerlo muy bien.
—¿Debemos? —pregunto con mi copa en los labios.
—Sí, tenemos que meternos de pleno en ese grupito y tontear con cada
uno de ellos. Tendremos que inventarnos alguna historia para que no nos
pidan los números de teléfono; podemos ser americanos y decirles que
estamos de paso, por ejemplo. Hemos venido porque… ¡estamos de gira! Sí,
eso.
Mi amiga se va animando.
—¿De gira? —pregunto yo.
—Sí, podemos ser actores o cantantes o músicos, yo qué sé.
—Me apetece ser violinista —expreso en alto—. ¡Podemos decir que
tocamos los tres en una orquesta!
—¡Qué buena idea, Sara!
—¿Desde cuándo a ti te gusta el violín? —me pregunta Adam.
—Desde ahora.
—¡Pues yo toco el chelo! —nos dice Pear, jovial.
Adam se acerca a mi oído a susurrarme… a susurrarme a gritos, porque
con los decibelios a los que suena Stop the rock, es imposible escuchar nada.
—Recemos para que no sepan nada de música porque, como le pregunten
algo a la colega —me dice, señalando a Pear—, se nos va toda la historia a la
mierda.
—Pear, si hablamos de música, tú di a todo que sí.
—Entendido.
—Pues yo toco la guitarra.
—Adam, un poco de originalidad.
—Está bien, el bajo.
—No hay bajos en una orquesta.
—Joder, el contrabajo entonces. ¿Contentas?
—Yo a todo que sí —acepta Pear.
—Ya tenemos la historia —acepto yo también—, y tú eres gay —le digo
a Adam.
—¿Por tocar el contrabajo?
—No, porque sí.
—Eso sí que no, si se creen que soy homosexual, las tías del local van a
dejar de entrarme.
—No te está entrando ninguna.
—Pero están a punto.
—Venga, Adam, ese grupito de tres no va a entrar al juego si tú estás con
nosotras en plan macho protector.
—El rubio me está poniendo ojitos.
—No te lo tengas tan creído, Adam.
—Joder, ¿al menos puedo ser bisexual?
—Sí…
Pedimos otra ronda y nos acercamos, con disimulo, al grupito de tres que
tenemos al lado. Pear finge tropezarse (sí, muy típico, pero efectivo), y eso
nos da el pistoletazo de salida para entablar conversación. El trío enseguida
nos acoge.
Tres rondas después los tenemos en el bote, y la conversación es tan
amena y fluida que hasta me lo estoy pasando bien. No recuerdo sus
nombres; para mí son: el moreno, el rubio y el pelirrojo, pero son simpáticos.
Están un poco pirados, pero y ¿quién no?
—Se me ha ocurrido una superidea. Mándale tú el mensaje a tu hermano,
dile que estás fatal y que, por favor, venga a recogerte. Aparecerá en menos
de veinte minutos —me dice Pear cuando nos excusamos para ir al servicio.
Toda una odisea, por cierto. No hago más que apartar cuerpos a mi paso.
El local está hasta los topes y no hay quien se mueva. La barra está a reventar
y llevamos más de una hora hablando entre empujones. Alcanzo mi móvil,
que está dentro del bolso, y mando el mensaje a mi hermano. Me llega la
notificación de que Dan Dan lo ha leído, pero no me contesta. Lo que
tampoco me sorprende. Típico de Daniel. Pero, sabiendo que ha recibido el
mensaje, estoy segura de que viene de camino a recogernos.
Cuando volvemos a donde están los chicos, pedimos una última ronda y
bailoteamos con ellos. Pear se empeña en enseñarle a bailar sevillanas al
moreno y yo me río de lo lindo con las ocurrencias del pelirrojo. Poco a poco,
nos vamos alejando de la barra y acercando a la puerta de acceso. Todo está
preparado para que, cuando entre Daniel a la discoteca, se tope con semejante
estampa, pero media hora más tarde…
—Oh, oh. Sara. Sara. —Adam me coge del brazo y me zarandea,
apartándome del pelirrojo de malas maneras.
—¿Cómo que Sara? —le inquiero a Adam, agarrando al pelirrojo de
nuevo. Nos hemos inventado nombres falsos, no queremos revelar nuestras
verdaderas identidades en ninguna de sus facetas.
—Hola.
Se me corta el aliento. Mierda. Esa voz. No es Daniel. ¡Es Olly! Me giro
muy muy despacio, rezando para haberme equivocado y que Daniel haya
adoptado la misma voz de mi novio de tanto tiempo que pasa con él, pero…
no.
—Ho… hola —titubeo. Le doy un manotazo a Pear para que deje las
sevillanas. Se gira con expresión de desagrado por la interrupción, pero en un
segundo le cambia la cara. Me mira sin entender nada. ¡Como si yo lo
hiciera!
—O… O… —Otra que titubea.
El moreno, el rubio y el pelirrojo nos rodean y miran con curiosidad al
recién llegado, sin entender el porqué de la interrupción. Digo lo primero que
se me pasa por la cabeza. Ojo, lo primero que se me pasa por la cabeza, que
no es lo mismo que lo más sensato que se me podía haber pasado por la
cabeza. Señalo a Oliver y hago las presentaciones.
—Él es el primo de Samantha. —Samantha igual a Pear. Lo ha elegido
ella—. O… O… ¿Orlando?
Oliver hace caso omiso de mi patético intento de salir indemnes de esto y
se autopresenta.
—Soy Oliver Aston, su novio.
Lo dice como si nada, como algo casual, pero esa fachada de fría
indiferencia no es más que eso: una fachada. Lo conozco bien. Mal asunto.
—Está supercabreado, Totó —me dice Adam al oído.
—Gracias por la información —le contesto entre dientes—, no me había
dado cuenta.
—Por eso te lo digo. Esa sonrisilla no es verdadera.
—Era ironía, Adam.
—Pues tienes que trabajar más en ello. No te he pillado.
Ruedo los ojos y sonrío. Sonrisa tensa, no verdadera.
—¿El novio de quién? —pregunta el pelirrojo.
—De Sara.
—¿Quién es Sara?
«Mierda».
—Ella es Sara —explica Oliver, señalándome con la cabeza.
—¿Stephanie, la violinista americana?
«Ay, mi madre».
Salimos del bar en fila india. Pear encabeza la marcha, yo la sigo mientras
Oliver me da empujoncitos por la espalda. Adam viene el último. En cuanto
salimos del local, veo que Olly ha dejado el coche aparcado enfrente en doble
fila. Cruzamos la carretera con cuidado y, antes de llegar, escuchamos el bip
bip, signo inequívoco de que Oliver ha abierto el coche. El propietario del
coche, sin mirarnos, abre la puerta del conductor y se sienta, cerrando de un
portazo.
—Adam, ponte tú delante.
—Ni de coña.
¡Traidor! Con la cabeza gacha, camino hasta la parte delantera y me
siento al lado de mi mosqueadísimo novio. Cuando estamos los cuatro
sentados y con los cinturones puestos, arranca el coche. Cinco minutos de
silencio absoluto y no lo aguanto más.
—¿Hasta cuánto de enfadado estás? —le pregunto, con mi mejor voz de
niña buena—. ¿De aquí a la luna? ¿A Marte? ¿A… Saturno? —Tengo que
intentar tocarle la fibra.
Escucho una risita que viene de los asientos de atrás. Me giro.
—¡Pear! No te rías, que todo esto es por tu culpa.
—¡No me eches la culpa a mí!
—No eches la culpa a Pear —me recrimina Oliver.
—Pero es que era una estratagema para que, cuando viniera Daniel a
buscarnos, pillara a Pear tonteando con otro.
—Genial, mi vida amorosa al descubierto.
—Y, mira por dónde, te he pillado yo a ti tonteando con otro —me dice
con retintín.
¡No estaba tonteando! Solo le seguía la corriente. Mejor cambiamos de
tema; a Adam siempre le resulta. Por cierto, qué callado está el muy capullo.
—¿Por qué no ha venido Daniel? —le pregunto a Oliver.
—Lo ha llamado un cliente y mañana tiene una reunión importante a
primera hora. Me ha llamado para pedirme el favor de venir yo a recoger a su
hermana, que se encontraba mal —otra vez el retintín.
—¿Tiene una reunión un sábado? —Echo una mirada a Pear, que encoge
los hombros. Obviamente no tenía ni idea—. Pues sí que tiene clientes
exigentes… —Me giro de nuevo y me coloco bien en mi asiento.
—¿Y tú no tienes nada que decir? —Oliver mira a Adam por el espejo
retrovisor.
—A mí me han obligado. Son una par de liantas, ya las conoces.
—¿Eres consciente de que el rubio te estaba poniendo ojitos?
—¡Os lo dije! —nos acusa a Pear y a mí.
Me entra la risa floja. Si hay que culpar a alguien, culpemos al alcohol.
—¿Y a ti qué te hace tanta gracia? —me pregunta Oliver cabreado.
Y yo, como no tengo filtro…
—Tú, tan rubio y tan tío bueno llamando rubio a otro rubio.
Pear y Adam se desternillan por mi comentario.
—¿También habéis fumado?
El coche vuelve a sumirse en el silencio. Esta vez, es Oliver quién lo
rompe.
—Primera parada, bajad.
Miro por la ventana. ¿Pero qué…?
—Estamos en mi casa —digo en alto—. ¿Por qué no has dejado primero a
Pear? Ahora vas a tener que llevarla y volver a mi casa para dormir conmigo.
—No voy a volver.
Y lo dice tan tajante que sé que va en serio. Me bajo del coche, cabizbaja,
y, junto a Adam, observo cómo el coche de Oliver se aleja por la carretera.
Arrugo los labios con una mueca de fastidio.
—Se ha ido.
—Volverá. Venga, vamos a dormir.
Me quedo unos segundos más, con la esperanza de que Oliver detenga el
coche y dé marcha atrás, pero, cuando desaparece por la esquina, me doy por
vencida.
Me meto en la cama y cierro los ojos, deseando dormirme pronto y que
llegue el nuevo día. Cuando estoy a punto de conseguirlo, en ese estado de
semiinconsciencia, noto que alguien se mete en la cama conmigo y me abraza
por detrás.
—Mañana hablamos, ojitos azules —me dice, con tono de reprimenda.
Oliver me da un beso en la mejilla y me duermo con una sonrisa en la
cara.
26
El partido

Al día siguiente, cuando me despierto, Olly no está en mi cama. Tardo dos


segundos en acordarme de lo sucedido la noche anterior. Apoyo la frente en
mi mano y niego con la cabeza. «Si es que no tienes remedio, Sara». Estiro la
mano para alcanzar el móvil y ver qué hora es. Tengo un mensaje de Olly.

Oliver: He tenido que levantarme temprano por temas de trabajo. Nos vemos
en la pista. He cogido tus llaves. Habla con Adam.

Tiro para abajo por la pantalla, pero, no, no hay ni beso, ni despedida, ni
nada más. Miro por la almohada por si me ha dejado una notita de amor, pero
tampoco. No hay nada. Pongo expresión de fastidio. Leo el mensaje por
segunda vez. Habla con Adam. «Pues allá voy».
Salgo al pasillo y cruzo los escasos metros que nos separan. Entro en la
habitación de Adam y voy directa a abrir la ventana para ventilar el ambiente.
Huele a alcohol. Escucho los ronquidos de mi amigo. Los adoro. Aparto la
cortina y dejo que se filtren los rayos de sol. Adam no soporta la luz cuando
está dormido, es como un vampiro y el más mínimo rayito yo creo que le
produce hasta sarpullidos en la piel. Despertando en tres, dos, uno…
—Joder, ¿¡qué os ha dado hoy a todos con despertarme!?
Nunca falla.
—Buenos días, Wallace.
Como respuesta recibo un resoplido, un gruñido y un insulto. Sí, todo a la
vez. Adam se tapa con la almohada y me da la espalda. Le cojo el móvil, que
tiene en la mesita al lado de la cama, para ver si Olly le ha dado alguna
instrucción, pero tampoco hay nada.
—Olly se ha ido —lo informo.
—Ya lo sé —me dice, con la voz amortiguada por la almohada.
—Me ha dicho que hable contigo, no sé qué de la pista. Pero en el
teléfono no tienes nada.
—No, joder, claro que no. El simpático de tu novio ha venido a las tantas
de la mañana a tocarme los cojones y a decirme que hoy hemos quedado con
la pandilla en la pista de hielo. Ya me están jodiendo el sábado.
—¿Y por qué a mí no me ha dicho nada?
—No te ha dicho nada porque no quería despertar a su princesita, y por
eso me jode a mí el sueño. Manda huevos.
—Qué majo —le digo, pizpireta—. ¿Te ha parecido que seguía molesto
por lo de ayer? Me ha dejado un mensaje algo seco en el móvil.
—¿Molesto? Totó, llevaba un cabreo de cojones.
—Me dio un besito de buenas noches cuando vino a la cama. —Me
tumbo en la cama junto a Adam, y suspiro, soñadora.
—Cojonudo, eres tú la que baila con el moreno y a ti te da un beso y a mí
me toca los cojones a las seis de la mañana. No os aguanto.
No estoy segura de si era yo la que bailaba con el moreno o Pear. Creo
que a mí me tocó el pelirrojo.
Dos horas después, estamos en mi coche de camino al Crowden School.
Le he mandado un mensaje a Pear, antes de salir, y me ha dicho que había ido
en el coche con Olivia y que nos esperaban allí.
Cuando llegamos, vamos directos a la pista; los alumnos están a punto de
comenzar sus vacaciones de verano y andan ajetreados por todo el colegio.
La pista está vacía, excepto por nuestros amigos. Los torneos han finalizado,
así que la tenemos para nosotros solos. Están todos en el hielo, patinando.
—Aquí están los dormilones —nos saluda Brian mientras se acerca a la
balaustrada.
—Hola a ti también, Briain.
—Oye, Sarita, vaya mierda de humor que se trae hoy el rubio. ¿Qué le has
hecho? —me pregunta, echándome la culpa por el mal humor de Oliver
—¿Por qué tengo que tener yo la culpa?
—Porque Oliver pasa de todo y de todos, solo se ve afectado por las cosas
que tú haces o dices.
—¿Hasta qué punto está enfadado? —le pregunto para tantear el terreno.
—Compruébalo tú misma.
Adam y yo nos sentamos en uno de los asientos de la primera fila y nos
ponemos los patines. Cuando entramos, no me da tiempo a llegar hasta
Oliver. Marco nos separa en dos grupos: Olly, Brian, Olivia, Marco y su
novia por un lado, y Pear, Adam y yo por el otro.
—Vamos a echar un partido —nos informa Marco— para recordar los
viejos tiempos.
—Y, como en los viejos tiempos, los equipos están descompensados —
me quejo. Casi siempre nos ponen a Adam y a mí juntos contra el resto. Por
lo menos, esta vez, nos han dejado a Pear, que… la verdad es que no sirve de
mucho. Pero no se lo voy a decir, claro.
—Seguro que te sirves de tus artimañas de siempre para compensar.
¡¡Ahhh!! ¡Ha sido Olly quien me ha dicho eso! Abro la boca para hablar,
pero decido que es mejor callarme y seguirle la corriente.
—Muy bien —digo—, sin normas, sin penalizaciones, todo vale. Quien
meta más goles gana. Pear, a la portería.
—¿Qué? No, a la portería no. No quiero que me deis con la pelota en la
cara.
—¡No es una pelota! ¡Es un disco! —grita Olly mientras se aleja a su
portería. Vaya oído que tiene.
—¿A que le doy? —me dice Pear, envalentonada.
—Déjalo —la sujeto del brazo y la dirijo a nuestro lado de la pista—,
ahora le damos lo suyo en el juego. —Modo «estoy loca por los huesos del
rubio» off, modo «competitividad extrema» on.
Echo una mirada hacia atrás y me encuentro con sus ojos verdes,
observándome. Qué bueno está el muy capullo, con los pantalones de chándal
negros y los patines de hielo. ¡Es que me lo comería! Me señalo mis ojos con
dos dedos para luego dirigírselos a él. «Te estoy observando y voy a por ti»,
viene a significar. Esto es la guerra. Oliver me devuelve el gesto.
—Y tranquila —dice Adam, que nos sigue de cerca—, no vamos a dejar
que lleguen hasta ti.
—Más os vale.
Una vez estamos los dos grupos posicionados en cada una de las porterías,
hacemos reuniones de equipo. Nos juntamos y acercamos nuestras cabezas.
Ellos hacen lo mismo, suponemos que estarán hablando de estrategias.
Nosotros de lo que se dice estrategias de juego no hablamos…
—Échale un polvo a tu novio, seguro que así se le pasa la mala hostia —
me aconseja mi amiga.
—¿Has hablado con Daniel? —le pregunto.
—Sí, me ha llamado inmadura, otra vez. El rubiales le ha ido con el
cuento de lo de ayer. Maldito traidor. Y ahora el idiota de tu hermano me dice
que estoy a prueba. Que somos novios a prueba. Aguántalo.
—Y ¿eso qué significa? —pregunta Adam.
Qué poco lo conocen. Por suerte, yo sé de qué pie cojea.
—Significa que sois novios, Pear, es su forma de suavizar la relación.
Sabes que lo aterran las ataduras. Si no quisiera estar contigo, no lo estaría.
Lo de a prueba es una excusa barata para restarle importancia.
—Sí, yo también lo creo, pero necesitaba asegurarme. —Mi amiga
comienza a saltar de alegría—. ¡Somos novios! Por fin.
—¡Ya estamos listos! —Escuchamos gritar a Marco.
—Nosotros no —grita Adam de vuelta—. ¿Entonces sois exclusivos?
—¡Pues claro!
—¡Venga, tíos! ¿Qué cuchicheáis tanto?
—Joder, qué pesados. —Se gira hacia nuestros amigos—. ¡¡Estamos
ultimando los detalles!! —Vuelve a nosotros—. ¿Estrategia de siempre? —
me pregunta Adam.
Asiento con la cabeza y nos ponemos en situación. Por los altavoces de la
pista comienza a sonar Holding Out For a Hero. Que empiece el juego.
Lo echamos a suertes y nos toca sacar a nosotros. Bien. Arrancamos el
juego y conseguimos acercarnos a la portería de Olly sin que nadie nos
arrebate la pastilla. Adam y yo juntos no tenemos rival, él siempre ha sido el
mejor del equipo y yo soy la más rápida sobre los patines. Me coloco enfrente
de mi sexy portero («no, Sara. Sexy, no: enemigo, portero enemigo») y le
guiño un ojo. Adam me pasa la pastilla y comienzo a dar vueltas con ella
entre mis cuchillas. Giro y giro, a toda velocidad, el truco está en que Oliver
nunca sabe cuándo voy a detenerme y giro tan rápido que nadie puede
arrebatarme la pastilla. Me freno en seco, lanzo el disco a la parte derecha de
la portería y…
¡¡¡GOOOOOOOL!!!
—¡Joder, Olly! Siempre te la cuela de la misma manera —se queja Brian.
—¡Mierda! ¡Joder! Es que nunca sé cuándo va a parar —contesta el
aludido.
—¿Qué ha pasado? ¿Nos han metido gol? —preguntan Olivia y Raquel.
Esas dos ni lo han visto venir.
Adam y yo nos reunimos en mitad de la pista y chocamos los cinco.
Hacemos el baile de la victoria y comenzamos a cantar y a reírnos de nuestros
competidores:
I need a hero.
I'm holding out for a hero 'til the end of the night.
He's gotta be strong.
And he's gotta be fast.
And he's gotta be fresh from the fight

—¡Sara! —me llama el portero—. ¡Ya vale!
Seguimos cantando, a todo volumen y sin dejar de bailar, enfatizando el
strong y el fast.
—¡Sara! ¡Adam! ¡Parad ya!
Qué mal perder tiene mi queridísimo novio.
He's gotta be strong.
And he's gotta be fast.
And he's gotta be fresh from the fight

—¡Se acabó!
Oliver sale de la portería y viene directo hacia mí. Vuelo,
descojonándome de la risa, sobre los patines por el hielo, con él siguiéndome
de cerca.
—¡Portería libre! —Escucho gritar a Adam—. ¡A por ellos!
Los segundos que tardo en girarme para mirar a Adam y subirle el dedo
gordo de la mano, en señal de aprobación, son suficientes para que Olly me
atrape.
—¡Te tengo!
Me coge en brazos, para que no me vuelva a escapar, y yo… me dejo
atrapar. Le rodeo la cintura con las piernas y el cuello con los brazos. Y lo
beso. Modo «estoy loca por los huesos del rubio» activado de nuevo.
—He sido incapaz de concentrarme en todo el día, solo puedo pensar en ti
—me dice—. Y mira cómo me lo pagas: metiéndome un gol dos minutos
después de empezar el partido.
—Ay, mi rubiales gruñón. Siempre te la cuelo, ¿eh?
Me besa de nuevo y yo separo los labios dándole acceso a mi boca.
—¡Oliver! —grita Brian—. ¿Pero qué coño haces? ¿Te estás enrollando
con ella? ¡Es el enemigo, tío! ¡No te puedes enrollar con el enemigo! Si lo sé,
no os junto. ¿Qué mierda de actitud es esa?
—¡Adam! Diles algo —le dice Marco.
—Yo esto lo veía venir. Los conozco demasiado.
—Esto no es profesional.
Oliver me besa el cuello, me succiona la piel y nos hacemos carantoñas
mientras el juego comienza de nuevo. Poco nos importa.
Cuando terminamos, y antes de volver a Edimburgo, voy al baño y me
miro al espejo para acicalarme. Hay una mancha roja en mi cuello. Me acerco
más al espejo. «¿Qué es eso? ¡Me cagüen! ¡Me ha hecho un chupetón! Será
capullo». Cuando salgo del baño, Oliver me espera fuera, apoyado en la
pared, con pose despreocupada. Me acerco a él echando chispas.
—Espero que esto —le digo, señalando el chupetón— no haya sido para
marcar territorio, rubiales.
—Súbete más el cuello del jersey —me dice, dándome un beso en la nariz
y quitándole importancia—. Los demás se han ido. Te llevo en mi coche,
Adam se ha llevado el tuyo. —Otro que cambia de tema cuando le conviene.
A la salida del polideportivo, por poco no nos chocamos con Andrew, mi
antiguo entrenador de patinaje.
—Hola chicos —nos saluda, animado—, qué bien que os encuentro aquí.
Sara, iba a llamarte esta noche por teléfono.
«¿A mí? Qué raro».
—¿Qué pasa? —le pregunta Oliver.
—El próximo mes de diciembre celebramos el trigésimo quinto
aniversario del colegio, y Amanda me ha pedido que prepare un número
especial de patinaje para la inauguración.
—Eso es fantástico, Andrew. —Me acerco y lo abrazo.
—Sí y, bueno, quiero presentar un número en pareja y he pensado en ti.
¿Te apetece?
«¿Qué? Espera, ¿qué?».
—¿Cómo que has pensado en mí? ¿Quieres que patine contigo?
—Sí, no es nada serio, es solo el baile de inauguración, pero me gustaría
hacerlo contigo. Si es que te apetece.
¿Que si me apetece? Me tiro de nuevo a sus brazos y empiezo a chillar
como una loca.
—¿Eso es un sí? —me pregunta Andrew entre risas.
—¡¡Sííí!!
En el coche, de camino a casa, no puedo dejar de pensar en la propuesta
de Andrew. ¡Patinar otra vez en público! Y con él. Es todo un honor. No dejo
de parlotear en todo el viaje, tengo seis meses para recuperar mi fuerza física
y ponerme en el nivel de competición. No va a ser fácil, voy a tener que
entrenar como nunca. Estoy muy muy desentrenada.
—Nena, tómatelo con calma, ¿de acuerdo? —me dice Olly, agarrándome
la mano.
Asiento con la cabeza, pero mi nivel de excitación no disminuye.
Cuando llegamos a Edimburgo, vamos directos a su casa. Sus padres
están fuera y me voy a quedar a dormir con él. Picamos algo ligero en la
cocina y nos tumbamos en el sofá a ver una película.
—Me encuentro fatal —me dice Oliver, repanchingado en el sofá—, estos
capullos me han hecho varios placajes en la pista y me han destrozado.
—¿Dónde te duele? —le pregunto con dulzura.
—Por todo el cuerpo —me contesta, sugerente, levantando las caderas. Se
tumba y se pone en posición.
Le acaricio y le masajeo el cuerpo. Después, le doy besos por todas
partes, hasta que veo que se empieza a reír. ¡Será…! ¡Me ha engañado! Le
atizo un manotazo en los pectorales.
—¡Eres idiota!
Oliver se carcajea y me tumba con él en el sofá. Su risa me contagia. Su
olor me enloquece. Todo él me llena.
27
Patinar de nuevo

Durante las dos siguientes semanas, intento recuperar mi rutina de


entrenamiento. No tengo dieciocho años, ni la complexión atlética de
entonces, por lo que me cuesta realizar los ejercicios que me he marcado. Eso
sí, cada día que pasa se va haciendo más llevadero, así que no pierdo el ritmo.
Soy consciente de que me estoy exigiendo demasiado, no puedo recuperar
siete años de entrenamientos en unos meses, pero quiero hacerlo lo mejor
posible.
Salgo a correr todas las mañanas (dos horas, por lo menos), me he
apuntado a clases de ballet los lunes y miércoles. Viernes, sábados y
domingos voy a la pista del Crowden a patinar hasta la extenuación y también
voy a un gimnasio, cerca del trabajo, donde un entrenador personal me está
poniendo a punto.
—Nena, tómatelo con calma —me repite Oliver todos los días.
Pero no puedo, estoy tan emocionada por volver a patinar junto a Andrew
que el cuerpo me pide marcha. Me pide patines. Y me pide entrenamiento.
Por suerte, la pista de hielo del Crowden School se mantiene a punto todo
el año, por lo que puedo entrenar sin parones por las vacaciones de verano.
De aquí a diciembre no queda tanto tiempo. Desde que cumplí los dieciocho
años, tengo la sensación de que los meses vuelan.

***
Entre hielo, patines y ejercicios, llega finales de junio y, como cada
viernes, acudo a la pista a entrenar. No hay clases en el colegio, no hay
alumnos. Estamos solos.
Los chicos han venido unas horas antes, al despacho, a buscar a Adam y a
despedirse de mí. Resulta que una prima de Marco está celebrando su
dieciocho cumpleaños en Londres y le ha pedido a su primo, como favor por
ser familia, (más bien rogado de rodillas a través del hilo telefónico), que él y
su grupo de música acudan a la fiesta a tocar algunos temas.
Adam se negó desde el primer momento, «no tengo ni tiempo ni ganas de
ambientarle la fiesta a una cría de dieciocho años, por muy prima tuya que
sea», fueron sus palabras textuales. Pero a Brian le pareció una buena idea.
Aunque el grupo de música nunca ha sido algo que se tomaran en serio, no
han dejado de quedar para ensayar. No es algo rutinario, pero no suelen dejar
que pasen más de quince días sin reunirse en el garaje de Brian a tocar.
Acudir a una fiesta a interpretar un par de horas para la prima de Marco y sus
amigas, a Brian le pareció, a primera vista, una manera diferente de pasar el
fin de semana.
Yo creo que es una excusa para pasar unos días solos, a su aire. Un fin de
semana de chicos. Y, en cuanto le hice saber mi opinión a Adam, aceptó
encantado. Oliver también tenía ganas de pasar unos días con sus amigos. La
fiesta quedó en un segundo plano y acudieron al despacho, a despedirse,
encantados de la vida.
Cuando los vi aparecer por la puerta de mi despacho, compartido con
Adam, casi se me cae la baba. Los tres, Oliver, Brian y Marco venían
caracterizados de estrellas del rock. No era algo exagerado, pero se les veía, a
simple vista, que habían cuidado los detalles. El fin de semana que iban a
pasar como componentes de un grupo de rock había comenzado y se habían
vestido para la ocasión.
Oliver llevaba unos pantalones vaqueros negros, muy pegados a la piel, y
unas botas negras que le llegaban hasta encima de los tobillos. Por encima, se
había puesto una camiseta blanca, de manga corta, y llevaba el cabello rubio
en punta y engominado. «Mmm… para comérselo».
Adam se metió en el cuarto de baño que tenemos en el despacho, y se
cambió de ropa. Unos minutos después, estaban listos para irse.
—Te veo a la vuelta, nena.
Todo el despacho nos despedimos de ellos y les deseamos suerte en su
primera actuación en público. Me dolía hasta la mandíbula de tanto sonreír.
Oliver iba tan guapo… Y soy consciente de lo estúpida que debía de parecer,
pero lo que más me apetecía era chillar: «¡ese de ahí es mi novio!». Claro que
todos los allí presentes ya lo sabían.
Desconecto de mis recuerdos y me concentro en el hielo. Estamos solas
en la pista, y en todo el colegio, Olivia, Pear y yo. Pear me llama desde la
barandilla y me acerco para ver qué es lo que quiere.
—Oye, Sara, que he estado pensando una cosa —me dice.
—Miedo me das.
—Como tu hermano me tiene a prueba, he pensado en hacer algo
diferente, para sorprenderlo.
—Pear, mi hermano no te tiene a prueba.
—Tú sígueme la corriente.
—Está bien.
—Quiero que le quites a tu novio las llaves de la sala esa del universo que
creó y me las des. Te prometo que seremos rápidos, nadie va a enterarse.
—¡Pear!
—¿Qué?
—¡No crees esa clase de imágenes en mi cabeza!
Me doy media vuelta y vuelvo al hielo.
—¡Sara, por favor! ¡No seas avariciosa!
La ignoro y se da por vencida.
Mientras yo entreno, mis amigas charlan en una de las mesas de la
cafetería. Puedo verlas desde mi posición sin dificultad, a no ser que me
agache y la barandilla me tape la visión.
De repente, siento un dolor punzante que me atraviesa el cuerpo. Llevo
todo el día sintiéndome rara, pero esto… es como si me partieran en dos.
Pear
Estoy con Olivia en la cafetería de la pista intentando sonsacarle los sitios
más extraños en los que lo ha hecho con Duncan (el profesor buenorro), pero
no hay manera. No suelta prenda. ¡Que no me voy a escandalizar! Si lo único
que quiero es que me dé ideas…
Cada pocos minutos giro la cabeza para observar a Sara patinar en la
pista. Tan pronto da vueltas como pega un triple salto mortal. Es admirable.
Desvío la vista de la pista y vuelvo a Olivia, pero… espera. ¿Y Sara?
—¿Sara? —pregunto en voz alta.
—¿Sara, qué? —me pregunta Olivia, confundida.
—¿Dónde se ha metido?
Las dos miramos hacia la pista.
—No lo sé, estaba ahí hace un minuto —me contesta.
—¿Sara?
Me levanto y me acerco a la entrada de la pista. ¿Dónde se ha metido? Es
una pista de hielo, sin salida, no ha podido esconderse.
Me agarro a la barandilla y me asomo a echar un vistazo rápido. La veo
en uno de los extremos, tirada en el suelo. ¿Se ha caído? «Habrá perdido el
equilibro», es lo que pienso en un primer momento, aunque me resulta
extraño. Sara no se cae; trastabilla, pero no cae. Y, además, tiene una
postura…
Entro en el hielo y voy hacia ella a todo correr, y con el corazón a cien
por hora, rezando para que la pierna no le haya fallado. Es lo primero en lo
que pienso. En su pierna.
—¡Sara! ¿Qué ha pasado?
Cuando llego a ella, no me contesta, no puede. «Oh, madre mía, ¿qué es
eso? Parece… sangre».
—Sara, estás sangrando.
28
Demasiado entrenamiento
Pear

—Pear, ¿qué me pasa? Me duele mucho.


Sara está sentada en el hielo, sujetándose el vientre con las manos. La
mueca de dolor que tiene en el rostro me llega al alma. Está sufriendo. La
sangre que viene de sus pantalones mancha de rojo el hielo. Me acerco y me
agacho junto a ella.
—Vamos, Sara, tienes que levantarte. Yo te ayudo.
—No puedo moverme, me duele mucho —me dice entre sollozos.
—¿Qué pasa? —Olivia viene corriendo hacia nosotras. Pega un grito
ahogado en cuanto descubre la sangre—. ¡Sara! ¿Estás bien? ¡Estás
sangrando!
—Olivia, ayúdame a levantarla, hay que sacarla de la pista.
La levantamos entre las dos y vamos caminando con cuidado hacia la
salida. Debemos ir muy despacio, Sara apenas puede moverse y Olivia y yo
no llevamos los patines puestos.
—Pear, ¿qué me pasa? ¿Por qué me duele tanto? —me pregunta Sara, con
la respiración entrecortada.
Teniendo en cuenta de dónde viene la sangre, solo hay dos posibilidades.
Hablo con Sara para descartar la que me parece la más improbable.
—Sara, cariño, ¿cuándo te tiene que bajar el periodo?
Se sorprende por la pregunta. Mira hacia su entrepierna y de nuevo a mí.
Cierra los ojos. Me imagino que está haciendo un cálculo mental.
—Hace dos semanas. No… no me he dado cuenta de que tenía un retraso
con todo el tema del entrenamiento.
Seguimos caminando, a pasitos, hasta que llegamos a la barandilla. Sara
no puede más y se sienta en el suelo en cuanto salimos del hielo. Se agarra
con fuerza el estómago y se le anegan los ojos de lágrimas.
—Sara, no puedes quedarte ahí, tenemos que irnos al hospital. Creo que
estás teniendo un aborto.
Mis palabras provocan que mi amiga cambie la expresión de su rostro, de
asustada a confundida y, poco después, a desolada.
—Oh, madre mía —exclama Olivia—, Sara… —Se tapa la boca con las
manos por la impresión de mi noticia.
—No… no puede ser… —me dice Sara, con lágrimas cayéndole por las
mejillas.
—Cariño, estás de muy poquito, es probable que estés teniendo un aborto
espontáneo.
—Pero… yo no sabía que estaba embarazada. No… no puede ser… —
repite una y otra vez.
—Pear, ¿cómo vamos a ir al hospital? —me pregunta Olivia—. Ni tú ni
yo sabemos conducir, y Sara no puede hacerlo en este estado.
Mierda, no había caído en eso. Es imposible que Sara en su estado pueda
conducir un coche. Tenemos que pedir ayuda. Joder, estamos solas en el
colegio, ¡no hay ni un alma! «No, no, espera, Daniel tiene que estar a punto
de llegar. Sí, eso es, ¡Daniel viene de camino!».
—Voy a llamar a Daniel. No debe de andar muy lejos, hemos quedado en
que venía a recogerme más tarde. —Me agacho y le aparto de la frente los
mechones de la coleta que se le han escapado—. Tranquila, Sara, todo va a
estar bien. Te vamos a llevar al hospital y allí te van a ayudar.
Asiente con la cabeza, sin ninguna convicción. En ningún momento deja
de abrazarse el estómago. Y, ahora, también tiene las piernas cerradas con
fuerza. Como si así pudiera evitar… joder. Me doy la vuelta antes de
ponerme a llorar delante de ella.
Cojo el móvil e intento marcar el número de Daniel, pero me tiemblan
tanto las manos que no atino a pulsar los dígitos correspondientes. Me doy
cuenta de que no tengo por qué marcar su número a mano, joder, lo tengo en
la agenda. «Concéntrate, Pear». Me contesta al segundo tono.
—¿Tanto me echas de menos que tienes que llamarme una hora antes
para que vaya a buscarte?
—Daniel, ¿dónde estás? Necesito que vengas ya, lo antes posible.
—Estoy en Perth. Hemos venido antes y estamos tomando algo. ¿Qué
pasa?
¿Estamos? ¿Con quién ha ido? Me olvido de ello y voy al grano.
—Es Sara.
Escucho el inconfundible sonido de una silla que se arrastra por el suelo.
Daniel va de camino al coche. Es escuchar el nombre de su hermana… y salir
pitando donde quiera que esté.
—¿Qué le pasa a mi hermana?
Cuento hasta diez antes de decírselo. Sé cómo va a reaccionar.
—¡Pear! ¿Qué le pasa a mi hermana?
—Creo que… que… está sufriendo un aborto.
Después de su gemido, por la impresión, se hace el silencio a través de la
línea de teléfono.
—Llego en cinco minutos. Espérame en la entrada del polideportivo.
—Vale.
—¡Pear! Espérame en la entrada.
No me da tiempo a contestar. La llamada se corta. Me guardo el móvil en
el bolsillo del pantalón. Corro hacia la pista y veo a lo lejos que Olivia está
consolando a Sara. Le ha quitado los patines, por lo demás, todo sigue igual.
Vuelvo a la salida para esperar a Daniel. Y sé que va a aparecer en cinco
minutos, a pesar de que desde Perth hasta aquí tiene veinte minutos de
trayecto por lo menos; sin embargo, la espera se hace eterna. Cada pocos
segundos me asomo a la pista para ver cómo sigue Sara. Como veo que
parece que no va a peor, vuelvo sobre mis pasos. Hasta que, por fin, aparece
el coche de Daniel en el aparcamiento.
Sale del coche y pega tal portazo que hace que me estremezca. Del
asiento del copiloto sale Will. Joder. No sabía que estaban juntos. Will ha
debido de venir hasta aquí para acompañarlo mientras me esperaba.
—¿Quién coño ha sido? —me pregunta cuando llega hasta mí.
—¿Qué?
—¿Quién ha sido el hijo de puta que ha dejado embarazada a mi
hermana? Voy a matarlo.
Me doy cuenta de la inmensidad del momento. Daniel no sabe que Oliver
y Sara llevan dos meses saliendo juntos. Will permanece como mero
espectador, aunque se le ve sorprendido y afectado.
—Daniel, tranquilízate, aquí nadie tiene la culpa de nada, son cosas que
pasan cuando…
—¿QUIÉN, PEAR?
—Daniel…
—¿¿¿QUIÉN???
Me rindo.
—Su novio.
—¿Su novio? —repite Daniel con evidente sorpresa en su expresión.
—Sí.
—Sara no tiene novio —me dice, sin demasiada convicción, aunque
intentando demostrar seguridad.
—Sí, lo tiene. Desde hace dos meses.
—¿¿Dos meses?? —me pregunta, fuera de sí.
Asiento con la cabeza. No sé qué más decir.
—¿Quién es? ¿Lo conozco? —me pregunta mientras entra a todo correr
en el polideportivo.
Will y yo lo seguimos de cerca. No tiene ningún sentido seguir ocultando
la verdad.
—Oliver.
Daniel se detiene. Me mira con… sorpresa, dolor, decepción,
reconocimiento. Con tantos sentimientos a la vez que soy incapaz de
explicarlo. Me lanza una mirada acusadora y entra en la pista.
Sara continúa en el mismo lugar. Tirada en el suelo, agarrándose el
abdomen y sollozando. En cuanto ve a su hermano, la desolación que sentía
se transforma en esperanza.
—Daniel… —susurra con hilo de voz.
—Vamos, agárrate a mi cuello.
Daniel le pasa un brazo bajo las rodillas y el otro bajo los hombros y la
levanta a peso.
—¿Necesitas que te ayude? —le pregunta Will. Es la primera vez que
habla desde que ha llegado.
—No, puedo solo. Coge las llaves de mi pantalón y conduce tú.
Will obedece y nos dirigimos juntos a la salida. Cuando llegamos al
aparcamiento, me acuerdo de algo. Joder, tengo que llamar a Oliver. ¿Cómo
se me ha podido pasar? Todavía me tiemblan las manos. Marco su número
mientras Daniel acomoda a Sara en el asiento de atrás. Cuatro tonos, cinco
tonos… ¡Mierda! No me coge. Me acerco al coche, Daniel se sienta detrás
con Sara y Olivia. Abro la puerta del copiloto y me siento junto a Will.
Durante el trayecto, no hablamos. Solo se escuchan los sollozos de Sara y
las palabras tranquilizadoras de su hermano. Yo intento una y otra vez hablar
con Oliver, pero es imposible. No contesta. Ni él ni Adam ni ninguno de los
cuatro. Me guardo, frustrada por completo, el móvil en el bolsillo. El silencio
se rompe. Sara lo rompe.
—Daniel, no permitas que le pase nada, por favor.
—¿A quién? —le pregunta confundido.
—Al bebé, es el bebé de Olly, por favor, que no le pase nada.
Giro la cabeza hacia los asientos de atrás. Sara está tumbada con la cabeza
en las piernas de su hermano y encogida en posición fetal. Desde el otro
extremo, Olivia le acaricia las piernas. Está descalza. No le hemos puestos los
zapatos. Lleva unos calcetines rosas con rayas grises. «¿Por qué me estoy
fijando en sus calcetines?». Daniel me mira con impotencia. Jamás lo había
visto así. No sabe qué hacer. Lo único que sabe es que no puede prometerle a
su hermana que todo va a salir bien.
—Es mi culpa —dice Sara.
—Shhh, no digas eso —le dice Daniel, mientras le acaricia la cabeza—.
No digas eso.
—Ha sido por entrenar tanto, pero yo no lo sabía, no sabía que estaba
embarazada. De haberlo sabido, jamás hubiera permitido que le pasara nada.
Es el hijo de Olly.
—Shhh, tranquila, Sara.
—Te prometo que no sabía nada…
—Ya lo sé.
—¿Qué he hecho, Daniel?
—Shhh, no has hecho nada. Vas a estar bien.
Tengo que girar la cabeza porque no puedo aguantar más las lágrimas.
Will me mira y me aprieta la rodilla en señal de apoyo.
—Will, ve más rápido, joder —le suplica Daniel.
—No puedo ir más rápido. Estamos al límite. Llegamos enseguida, solo…
aguantad un poco más.
¿Aguantar el qué? Sara sigue con las piernas cerradas y acariciándose el
estómago.
Llegamos al hospital. Y lo odio. Odio este edificio. Aquí es donde Sara
estuvo un mes en coma. Y otra vez estamos aquí. Y otra vez por Sara. Will y
yo salimos del coche y ayudamos a Daniel a sacar a su hermana con cuidado.
La vuelve a coger en brazos y la lleva a urgencias.
Entramos y el padre de Natalie nos está esperando. Colocan a Sara en una
silla de ruedas y se la llevan por el pasillo.
—Doctor Murray —grita Daniel cuando se da cuenta de que se llevan a su
hermana sin dar explicaciones—, ¿dónde la lleváis?
—Tranquilo, Daniel, vamos a ocuparnos de ella, id a la sala de espera y
esperad allí a tu padre.
¿A su padre? Daniel ve la sorpresa en mis ojos.
—He avisado a mi padre y al doctor Murray de lo que pasaba mientras iba
de camino al colegio.
Claro, Daniel (casi) siempre sabe lo que hay que hacer. Y siempre se
anticipa.
Daniel
No tengo ni idea de lo que tengo que hacer. Me siento perdido. Actúo por
impulsos. Esto es… joder, no me lo esperaba. ¿Mi hermana embarazada? ¿De
Aston? «Te mantendré informado de los avances con tu hermana», me dijo.
Capullo. Ya veo cómo me has mantenido informado. Aparto el pensamiento
de la cabeza, ahora lo más importante es que Sara esté bien.
Nos sentamos en la sala de espera. Yo me siento y me levanto ni sé las
veces. Doy vueltas, pero soy incapaz de acabar con mi nerviosismo. Lo que
más me preocupa es que mi hermana pueda estar sufriendo. Que le duela.
Tenía muy mal aspecto. Joder. Cierro los ojos y rezo para que pronto esté
bien.
Un teléfono móvil retumba en el silencio de la insípida sala. Odio esta
sala. Y no me puedo creer que otra vez esté aquí. Creo que odio todas las
putas salas de urgencias de cualquier hospital.
Pear saca el teléfono de su pantalón y contesta.
—¿Oliver? Por fin.
¿Oliver? Joder, cuando he llamado a mi padre y al doctor Murray para
ponerlos en antecedentes de lo que había pasado ni se me ha pasado por la
cabeza que había un posible padre al que también había que informar. Lo
único que he pensado es que se trataría de algún gilipollas con el que se
acostó mi hermana y del que no ha vuelto a saber nada. De ahí que tuviera
ganas de matarlo. ¿Cómo cojones iba a imaginarme que mi hermana tenía
una relación? ¿Por qué no me ha contado nada? ¿Por qué no lo han hecho
ninguno de los dos?
—Escúchame, ha pasado algo.
Pear abandona la habitación. No entiendo para qué. El pastel se ha
descubierto. No tiene que buscar intimidad para tratar con el gilipollas de
Aston. Puede hablar delante de nosotros. A cada segundo que pasa, y que
Pear no aparece por la puerta, me hierve más la sangre. Cuando regresa
minutos después, la acuso con la mirada. ¿De qué la acuso? De todo, joder.
—Olly ya lo sabe, está… está muy preocupado por Sara. Va camino del
aeropuerto para coger el primer avión que salga para Edimburgo.
—Me importa una mierda lo que haga o deje de hacer.
—Daniel…
—¿¿Qué?? —Estoy seguro de que iba a defender a su amigo, por eso la
he frenado. No quiero saber nada.
Pear me mira de arriba abajo. Se para a la altura de mi abdomen.
—Tienes sangre en la sudadera. Ven, te ayudo a quitártela.
Ya no aguanto más. Exploto. Me importa una mierda estar en una sala de
espera y me importa una mierda que Will y Olivia nos estén escuchando.
—¿Y tú pretendes ser mi pareja? ¿Así es como crees que funcionan las
parejas? ¿Ocultándose cosas? ¿Cosas como esta? —Señalo, ofuscado, a
nuestro alrededor.
—Daniel, es la vida de tu hermana, yo ahí no puedo entrar. Si ella no
quería decírtelo…
—¡Y una mierda! Tú mejor que nadie sabes lo importante que es mi
hermana para mí. Deberías habérmelo contado. ¡Y luego haberle dicho a ella
que me lo habías dicho! ¡Y si se enfada que se joda! ¡Por no habérmelo
contado ella!
—Daniel, lo siento.
—¿Cómo coño quieres que confíe en ti? ¿¿CÓMO??
—Daniel, yo…
—Déjalo. No quiero discutir. Ahora no, Pear.
—¡Ahora sí, Daniel! —Me sobresalto por el grito de Pear—. ¡Estoy harta
de tu actitud! Si no estuvieras tan cerrado a todo el mundo, tu propia hermana
te lo hubiera contado. Pero jamás la has dejado acercarse. A nadie. Ni
siquiera a ella. Puede que tú la quieras, pero nunca has dejado que ella te
quiera a ti. Ni tampoco me has dejado a mí.
Estoy a punto de contestar, pero no merece la pena. No es verdad lo que
está diciendo. No es verdad.
—Chicos —nos dice Will —, ahora no es el momento. Ya lo arreglaréis
más tarde.
Nos sentamos cada uno en un extremo de la sala y esperamos. Escondo la
cabeza entre las rodillas. Odio esperar.
Una hora después, seguimos sin noticias. Estoy empezando a
impacientarme cuando veo a mi padre aparecer por la puerta. Joder, y no
viene solo, mi hermano Alex y los padres de Oliver vienen con él. No lo
entiendo, ¿mi padre sabía lo de Sara y Oliver?
—Daniel, ¿dónde está tu hermana? ¿Cómo está? —me pregunta en cuanto
me ve. Me levanto de la silla y me acerco a él.
—Está con el doctor Murray, llevamos una hora esperando noticias. —No
puedo evitar hacer la siguiente pregunta—. ¿Qué hacéis todos aquí?
—Estábamos juntos cuando me has llamado.
Genial, la puta familia feliz siempre unida. De modo que no tienen ni idea
de nada. Los Aston se van a llevar una buena sorpresa.
—¿Cómo es posible que esté pasando esto? ¿Cómo es posible que tu
hermana esté embarazada? ¿Tú lo sabías?
—No.
—¿Qué coño pasa contigo, Daniel? ¿Cómo puede ser que no tengas ni
idea de lo que le pasa a tu hermana?
¿Ahora la culpa es mía? ¿La culpa de que mi hermana no me cuente lo
que pasa por su vida es mía? Una vocecita interior me dice que sí, y me
recuerda las palabras de Pear: Puede que tú la quieras, pero nunca has
dejado que ella te quiera a ti. Ni tampoco me has dejado a mí.
—¡¿Qué coño quieres que te diga?!
Laura Aston se acerca a mi padre.
—John, tranquilízate, Daniel no tiene la culpa. Lo importante ahora es
saber cómo está Sara.
—¿Quién ha sido? —me pregunta mi padre. Otro que tiene ganas de
matar a alguien.
Ahí está la pregunta del millón. Si mi hermana no quería que la familia
supiese lo suyo con Aston… es tarde. Esto es imparable.
—Su novio.
—Sara no tiene novio —me parafrasea mi padre.
—Al parecer sí lo tiene.
—¿Lo conocemos? ¿Cómo se llama?
Ahí va.
—Oliver.
La madre del susodicho pega un grito ahogado y se tapa la boca con las
manos. Sí, Laura, es muy probable que en este instante estés perdiendo a tu
primer nieto. Y vas a tener la gran suerte de presenciarlo. Mi padre y el padre
de Oliver no reaccionan.
—¿Oliver? No conozco a ningún Oliver. ¿Cómo se apellida?
«Joder, ¿cómo puede ser tan obtuso?».
—Papá… —comienza a explicarle mi hermano Alex. Lo interrumpo con
la mano y le pido con la mirada que me deje a mí continuar.
Me acerco más a mi padre y le hablo despacio, a ver si ahora me entiende.
—Aston, papá. Oliver Aston.
Jaque mate.
—¿Cómo? ¿Oliver? ¿Nuestro Oliver? No puede ser… ¿estás seguro?
—Bastante seguro, papá. Llevan meses saliendo juntos, o quizá debería de
decir años, no lo sé.
—¿Años? Eso es imposible.
—¿Mi hijo? —pregunta el padre de Oliver—. ¿El novio de Sara? Pero si
solo son amigos. Son como hermanos.
«Sí, ya, hermanos. Hermanos, mi abuela».
—Eric, tu hijo está enamorado de Sara desde los nueve años —le dice su
mujer.
—¿Tú lo sabías? —le pregunta de vuelta.
—No sabía que estaban juntos, pero sí conocía los sentimientos de tu hijo
por Sara.
—¿Habéis hablado con él? Hay que avisarlo —dice mi padre.
—Lo he llamado yo desde el coche… para que supiera que Sara estaba en
el hospital… Está en Londres y… no me ha contestado —dice Laura,
impactada aún por la noticia—. Voy a intentarlo de nuevo.
Abandona la sala para intentar hablar con su querido hijo pequeño.
—¿Qué pasa, papá? —le digo cabreado a mi padre—. ¿Hemos pasado de
«quiero matar a quien le haya hecho esto a mi hija» a «tenemos que avisarlo
para que esté aquí con ella»?
—Daniel, Oliver Aston adora a tu hermana. Y, si están juntos, él tiene que
saberlo, tiene que estar aquí con ella. Además, piensa en tu hermana. ¿A
quién crees que necesita?
Joder, cómo me escuecen esas palabras.
Laura entra de nuevo a la sala y nos explica que el teléfono de su hijo está
apagado. Lo más probable es que ya esté subido en un avión.
—No sé qué ha podido pasar, se habrán descuidado. Oliver sería incapaz
de hacerle daño.
Si yo te contara… pero, claro, como es don perfecto Oliver Aston… De
puta madre. Por suerte para todos nosotros, el doctor Murray aparece por la
sala de espera. Joder, por fin.
—¿Cómo está Sara? —le pregunta mi padre.
—Ha tenido un aborto. Lo siento mucho.
«¿Y mi hermana? ¿Cómo está ella?». Es lo único que me importa.
—¿Cómo se encuentra ella? —pregunta Laura, quitándome las palabras
de la boca. Yo soy incapaz de hablar.
—Físicamente bien, nos hemos ocupado de ello. Y de ánimo… regular.
Se echa la culpa y… va a necesitar mucho apoyo por vuestra parte. ¿Dónde
está el padre?
Murray echa un vistazo por toda la sala y, antes de que nos dé tiempo a
explicarle nada, toma sus propias conclusiones.
—¿Qué os ha pasado? —pregunta, dirigiéndose a Will—. ¿Habéis tenido
un descuido?
Oh, joder. Entiendo que haya podido ser lo primero que se planteara
Murray porque ha visto durante toda nuestra época escolar a Will y Sara
juntos, pero es que… no me jodas.
—¿Qué? —le responde mi amigo, alucinado. Hasta que se da cuenta de lo
que sucede—. No es mío.
Murray se descoloca durante unos segundos.
—Perdona, como siempre habéis estado juntos y te he visto aquí…
—No siempre hemos estado juntos.
—Perdóname, otra vez.
El incómodo momento se ve invadido, de nuevo, por el sonido de un
teléfono móvil.
—Es Oliver —nos comunica Laura Aston antes de descolgar—. Hijo…
sí, lo sé, estamos en el hospital… Olly, tranquilízate…
Sale de la sala y perdemos el hilo de la conversación.
—¿Podemos entrar a verla? —le pregunta mi padre al doctor.
—Sí, pero no la atosiguéis, por favor. Está pasando por un momento muy
delicado.
—Papá, déjame entrar a mí primero —le suplico a mi padre.
—Daniel…
—Por favor, quiero estar a solas un momento con ella. Solo van a ser
cinco minutos.
—Está bien, pero no la alteres, por favor.
Niego con la cabeza. A veces tengo la sensación de que mi propio padre
no me conoce. Eso es porque no les dejas entrar, a nadie. Ni siquiera a Sara.
Recuerdo de nuevo las palabras de Pear.
Murray me acompaña a la habitación que le han asignado a mi hermana.
Abre la puerta y me indica con la mano que pase. Entro y la cierro con
cuidado. Miro a mi hermana. Está tumbada en la cama y tiene los ojos
cerrados, pero los abre en cuanto siente que alguien ha entrado en la
habitación. Parece tan… pequeña. Me acerco a la cama y le cojo la mano.
—¿Cómo estás? Y no me refiero a psicológicamente. ¿Te duele algo?
Porque aquí tienen pastillas para todo, Sara, no tienes que sufrir.
—Tranquilo, físicamente estoy bien.
Bien, una cosa menos. Acerco una de las sillas, la que más a mano tengo,
y me siento sin soltarle la mano.
—¿Y de lo otro?
No me contesta, pero la expresión de dolor que inunda su rostro me lo
dice todo.
—Sara.
Y entonces rompe a llorar. Oh, Sara. Me acerco más y la abrazo con
fuerza.
—No llores, por favor. No llores y escúchame. Sara, escúchame. Las
cosas no suceden al azar, todo en esta jodida vida ocurre por una razón y, si
ahora nos ha ocurrido esto, es porque no era el momento. No lo era, Sara.
Pero llegará, llegará cuando tenga que llegar. —Joder, soy un orador pésimo,
pero la intención es lo que cuenta—. Te quedarás embarazada dentro de un
mes, o de un año, o de diez y tendrás una niña preciosa, porque estoy seguro
de que va a ser niña, todos tus hijos serán niñas y Aston estará bien jodido —
al menos he conseguido que se ría—, y esa niña va a ser la más guapa del
mundo, a pesar del padre que has elegido, porque se parecerá a ti, y será la
más querida. Y, entonces, solo entonces, tú dejarás de ser la niña de mis ojos
y ella ocupará tu lugar.
—Daniel…
—Te quiero, Sara. Y siempre voy a estar a tu lado. Deja de ocultarme
cosas, por favor.
—Olly te lo quería contar.
La miro extrañado.
—¿Contarme el qué?
—Que estamos juntos. Me ha insistido un par de veces, pero yo no quería
que se supiera. Tenía miedo de que, si no funcionaba, se montara un revuelo
entre las familias.
—¿Y por qué me lo cuentas?
—Porque me da la sensación de que se ha vuelto a abrir una brecha entre
vosotros y no quiero que eso pase. Me afecta más de lo que crees.
—No te preocupes por eso ahora.
—Necesito que lo aceptes, Daniel. Es importante para mí.
—Sara, hace mucho que lo hice, es solo que me divierte hacerlo rabiar.
Le doy un beso en la cabeza y justo entran todos los demás en la
habitación.
29
Lo que pudo ser… y no fue

Se abre la puerta y veo cómo entra mi familia y la de Oliver. Todos con


expresiones de preocupación en sus rostros. Preocupación por mi bienestar.
Yo siento dolor. Sé que mi hermano tiene razón, que no era el momento. Ni
siquiera ha sido algo planeado, pero ha pasado. Y era algo tan bonito y tan
nuestro que no puedo evitar sentir esta tristeza. Y, sobre todo, esta
culpabilidad.
No dejo de pensar que si no hubiera hecho tanto ejercicio… Las lágrimas
se agolpan bajo mis párpados y tengo que hacer un esfuerzo titánico para no
dejarlas caer. Le aprieto la mano a mi hermano. Aún las tenemos unidas. Es
mi apoyo, porque aunque me encuentre tumbada en una cama, siento que si él
no me sujetara la mano, me caería.
—Hija.
Mi padre es el primero en acercarse a mí. Se inclina sobre la cama y me
abraza. Sin embargo, no encuentro consuelo en su abrazo. No son sus brazos
los que necesito. Daniel continúa sin soltarme la mano. Puede que lo haya
intentado, no lo sé, pero me aferro a él tan fuerte que, aunque lo haya hecho,
es imposible que lo consiga.
Cuando mi padre se incorpora, Alex viene a darme un beso. Nada más.
Sabe que estoy a punto de echarme a llorar, por eso mantiene las distancias.
Se lo agradezco.
—Hija.
Cierro los ojos. El segundo hija en dos minutos. Y en esta ocasión no ha
salido de la boca de mi padre. Ha sido Laura. Me siento incómoda. No creo
que sea merecedora de tal apelación después de lo que ha sucedido. Le he
ocultado que estaba saliendo con su hijo, le he ocultado que ese hijo es la
persona a la que más quiero en la vida y he provocado, con mis ansias de ser
la de antaño sobre la pista, que nuestro hij… Detengo el rumbo de mis
pensamientos.
Abro los ojos. Laura está a mi lado. Me aparta el cabello de la frente y me
acaricia la cabeza. No conecto con su mirada. No puedo. Me siento
demasiado culpable. Por todo.
El doctor Murray entra en la anodina habitación y nos explica que es
mejor que pase la noche en el hospital. Mañana por la mañana quiere
hacerme una revisión para asegurarse de que todo está bien. Que todo está
bien. No, nada está bien. Se marcha. Solo. Porque nadie más abandona mi
habitación a pesar de lo incómodo que me resulta el momento. Quiero
desahogarme, quiero llorar y, con ellos aquí, no puedo.
Un par de horas después, seguimos en la misma posición. Las
conversaciones en la habitación se suceden las unas a las otras. Intentan
animarme, pero no sé de qué hablan. No estoy atendiendo. Me cuidan y me
ofrecen de todo, pero no pueden darme lo que necesito.
Hasta que…
La puerta de la habitación se abre de nuevo. Levanto la mirada, con el
corazón palpitando con fuerza en mi pecho, porque él sabe quién está en el
umbral. Mi corazón siempre ha sido muy listo, a pesar de que una y otra vez
me he empeñado en no hacerle caso.
—Olly…
Oliver entra en la habitación como una exhalación. Se acerca a mí y se
inclina para arroparme entre sus brazos. En un solo segundo me llega su
calor, su olor. Su presencia lo inunda todo. Todos los vacíos que había hasta
ahora.
Entonces sí. Rompo a llorar.
—Shh… estoy aquí. Todo está bien, tú estás bien y eso es lo importante.
—Nos quedamos abrazados y el mundo desaparece. Siempre que estoy junto
a él, desaparece.
—Vamos a dejarlos solos. Necesitan intimidad.
—Ni de coña. Yo me quedo.
—No, Adam.
—Si él se queda, yo también.
—No, Daniel. Ni uno ni otro. Necesitan estar solos. Luego entráis de
nuevo.
—Adam… vamos.
—Daniel… tú también.
Cuando Oliver y yo nos separamos, estamos solos. Me sujeta las mejillas
con sus dedos y me limpia las lágrimas. Acerco mis manos a su rostro y
limpio las suyas.
—Lo siento, ha sido culpa mía. Lo siento.
—No digas eso, me matas por dentro. No ha sido culpa tuya, ha pasado
porque tenía que pasar.
—Quizá si no hubiera entrenado tanto…
—Shhh… —Me silencia con su dedo—. Eres lo que más quiero en la
vida, Sara. No era el momento. No busques más motivos. Somos muy
jóvenes, llegará cuando tenga que llegar.
No era el momento. Es lo mismo que me ha dicho Daniel. Quiero creer
que es así, pero esta desazón que siento… La puerta se abre. No han pasado
ni cinco minutos desde que nos hemos quedado solos.
—Hola.
Adam ha vuelto.
—Les he dado esquinazo a vuestros padres, no sé cuánto tardaran en
encontrarme.
Nos reímos y alargo el brazo para que Adam se acerque. No debería
haberse ido. Él es parte de nosotros.
Media hora después, entran todos de nuevo y nos encuentran a los tres en
mi minúscula cama. Oliver está a mi izquierda. Tengo casi todo el cuerpo
encima del suyo. Mis sollozos se pierden en la curvatura de su cuello. Adam
está tumbado a mi derecha, sujetándome la mano y acariciándome con el
pulgar.
Marco y Brian se acercan a abrazarme. Pear y Olivia me cubren de besos
y Nick llega en el último momento con mi hermana Kate; ha debido de pasar
a buscarla. No soy demasiado consciente de lo que pasa a mi alrededor. Kate
viene a la cama en cuanto me ve. Me abraza y me dice que lo siente. Nick se
queda de pie en mitad de la habitación, junto a sus padres.
—Hola, familia. ¿Qué tal, cuñada? —me pregunta guiñándome un ojo—.
Me han dicho que han descubierto vuestro encantador romance.
—¿Tú lo sabías? —le pregunta mi hermano.
—¿Tú no? —le responde con fingida superioridad.
Daniel gruñe.
—¿Desde cuándo lo sabes? —le pregunta mi hermano Alex a Nick.
Ninguno nos esperamos lo que dice a continuación.
—Desde —mira al techo mientras piensa— septiembre de 2001. Sí, eso
es. Sucedió una noche en las pizarras del Crowden. ¿Queréis que os cuente la
historia?
Se acerca a mi lado y me da un beso en la cabeza.
—Bienvenida a la familia.
Después de un largo rato, el doctor viene a decirnos que necesito
descansar y que no puede haber tanta gente en la habitación. No consiguen
convencer a Oliver y Adam para que salgan un rato a comer algo. Que van a
pasar la noche conmigo es un hecho. Les pido que me traigan algunas cosas
de la cafetería y así los obligo a que salgan. Aun así, no lo hacen hasta que
ven que me quedo adormilada.
Me despierto y veo que Laura está sentada a mi lado, velando por mí.
Carraspeo y hablo.
—Lo siento —le digo.
Veo que pone cara de no entenderme. Intento explicarme.
—Siento no haberte hablado antes de mi relación con Oliver. Me daba
miedo. Con todo lo que hemos pasado…
—No tienes nada que sentir, cariño. Al contrario, si decidisteis no
contarlo es porque teníais vuestras razones. Oliver y tú sois perfectos el uno
para el otro. Y me alegro muchísimo, por los dos. Por él, porque es mi hijo, y
soy consciente de lo… complicado que es. Por ti, porque te quiero como a
una hija y sé que Oliver te va a hacer feliz. Siempre habéis tenido un… algo
especial. Siempre lo he visto. Pero tenía que dejar que volarais solos, por eso
nunca os he sacado el tema.
Agradezco sus palabras y nuestra conversación se ve interrumpida por
una nueva visita. La puerta se abre y tras ella aparece… ¿Will?
—Hola, Sara.
—¡Will! Hola.
Me sorprendo por verlo aquí. Recuerdo que estaba con mi hermano
cuando vino a recogerme a la pista. Estaba tan afectada que no reparaba en
nada que no fuera intentar que no… que no sucediera lo que al final ocurrió.
—Os dejo solos —nos dice Laura antes de abandonar la habitación.
Will carraspea y titubea antes de hablar.
—Te sorprenderás de verme aquí. —Asiento con la cabeza—. Yo también
lo hago. Pero ya que estoy aquí… no quería irme sin… sin pedirte disculpas
por lo que te dije la última vez que nos vimos.
Me acuerdo de esa última vez, fue en el portal de las oficinas de Adam.
—Me equivoqué. Lo siento, nunca debí haberte hablado así. Con esto que
ha pasado lo he entendido todo. Te he visto sufrir como nunca en la vida por
la amenaza de perder a un hijo de él. Era por lo que más llorabas mientras
veníamos en el coche, porque era de él. De los dos. Te hacía feliz. Oliver
siempre te ha hecho feliz de una manera que yo jamás he conseguido. Os
complementáis. Y siempre lo has antepuesto a mí.
—Eso deberías habérselo dicho a él hace tiempo. Nos habríamos ahorrado
mucho —reconozco para mí misma, aunque lo expreso en alto.
Suspiro. Y me alegro de que, dentro de toda esta tragedia, la vida me dé la
oportunidad de acabar bien las cosas con Will. De explicarme, si es que acaso
mi comportamiento tiene explicación. Que creo que sí la tiene. Que sea lícita
o no… es otro asunto, pero he aprendido que los errores que he cometido me
han ayudado a ser lo que soy ahora y, sobre todo, me han ayudado a saber lo
que quiero, a quién quiero, y a luchar con uñas y dientes por ello.
—Yo te quise, Will. Quiero que lo sepas. Al principio me gustabas, me
atraías, me volvías loca y llegué a quererte. El beso que me diste en la pista
de hielo, ese primer beso, es el mejor primer beso de la historia y quedará
para siempre guardado en mi corazón. Pero Oliver siempre ha estado aquí
dentro —me señalo el corazón— y era cuestión de tiempo que saliera. Ya
estaba enamorada de él antes de ese beso, y no importa lo que hiciéramos, mi
amor por él acabaría aplastándonos.
—Lo sé. Sé que me quisiste.
—Gracias. Gracias por creerme.
—Te deseo que seas feliz, Sarita —me lo dice de forma cariñosa—. Te lo
mereces.
—Gracias, Will. Tú también.
En ese momento en que Will está a punto de marcharse, Oliver entra en la
habitación. Se extraña al verlo aquí, no se lo esperaba. Podría haber
empezado a cuestionar su presencia… sin embargo, su comportamiento me
sorprende.
—Hola, Will —lo saluda con amabilidad. Aunque hay un pequeño deje
de… ¿satisfacción?
—Hola. Tranquilo, no he venido a robarte a tu chica.
—Tampoco podrías —afirma con seguridad.
Will sonríe y sigue hablando.
—Yo ya me iba, estaba con Dan cuando ocurrió todo y… solo quería
despedirme.
—Gracias por ayudarla.
—De nada. Cuídala.
Cuando se cierra la puerta, Oliver viene a mi lado.
—Eres un gallito —le recrimino.
—Bah, apenas. Y, además, ha empezado él —me dice dándome un beso
—. Mira lo que te he traído. —Abre una bolsa de plástico que lleva en la
mano y saca un donut de chocolate.
En mitad de la degustación de esa delicia, Daniel y Adam entran en la
habitación. Discuten entre los tres sobre cómo vamos a apañarnos para
dormir, teniendo en cuenta que solo hay una cama estrecha y un sillón
uniplaza. Ellos solos encuentran la solución.
—Esto era mucho más sencillo cuando solo éramos los tres mosqueteros.
D'Artagnan no hace más que complicar la logística —se queja Adam,
refiriéndose a mi hermano.
—Pues te jodes —le contesta D'Artagnan.
Paso la noche con los tres. Con las tres personas que más amo en la vida.
Y la amarga noche que me esperaba se convierte en algo… mejor. En algo
bonito. Especial. Familiar.
30
Te quiero para toda la vida
Dos semanas después.

Decidimos irnos unos días de vacaciones a Los Ángeles para desconectar


después de lo ocurrido. Físicamente, me encuentro recuperada, y de ánimo…
estoy mucho mejor. Estamos en julio, y Oliver tiene vacaciones en la
universidad hasta septiembre, por lo que hemos comprado el vuelo de ida,
pero no el de vuelta. Así son los mejores viajes. Adam nos ha dicho que en
unas semanas se une a nosotros.
En el preciso instante en que salimos del avión y olemos el ambiente…
los dos lo sentimos. Huele a nosotros, a nuestra historia de amor. No
habíamos vuelto a Los Ángeles desde entonces. Y es tan reconfortante estar
aquí de nuevo… Sonreímos y nos cogemos de la mano. Recogemos el escaso
equipaje que llevamos y pillamos un taxi que nos lleva a la casa de mis
abuelos. A aquella casa que fue testigo de todo.
Las primeras semanas las pasamos muy tranquilos: vemos la tele,
paseamos por la playa, nos bañamos, intentamos cocinar para alimentarnos…
A partir de la tercera semana, las cosas comienzan a cambiar. Necesito
movimiento, acción. La tranquilidad está muy bien, pero no es para mí.
Regreso de uno de mis paseos matutinos en solitario por la playa. Me
gusta salir sola de vez en cuando, pasear y darme un baño. Entro en casa y
me encuentro a Oliver tumbado en el sofá, vestido solo con unas bermudas y
leyendo un libro. Qué apetecible. No hemos mantenido relaciones sexuales
desde que sucedió… aquello. He hablado hace unos minutos con mi médico y
me ha dicho que podemos recuperar nuestra vida sexual sin problemas. Está
tan relajado que casi hasta me da pena molestarlo. Casi.
—Hola, nene —lo saludo, mientras dejo las cosas de la playa encima de la
mesa.
—Hola —me responde, levantando un microsegundo los ojos del libro.
Me acerco al sofá y me tumbo encima de él. Le quito el libro de las manos
y lo tiro al suelo sin miramientos.
—Hola —repito.
—Hola —me responde seductor.
Lo beso en los labios y en la mandíbula. En el cuello y en el pecho. Y voy
bajando…
—Tienes el bikini húmedo.
—No solo es el bikini… —lo informo, coqueta, mientras le desabrocho el
cordón de las bermudas.
—Nena… —me advierte.
—Estoy bien. —Levanto la cabeza y sujeto la suya con las manos. Lo
miro a los ojos—. Estoy bien.
Asiente con la cabeza y me agarra del trasero para frotarme con su
cuerpo. Se incorpora hasta que quedamos sentados, yo encima de él. Enredo
los dedos en su pelo y lo beso en la boca. Oliver me abraza la cintura y me
acaricia la espalda hasta llegar a los cordones de mi bikini. Los suelta, y el
escaso trozo de tela cae sobre mi regazo. Hunde la cabeza en mis pechos y yo
me arqueo del placer. Le tiro del cabello y nuestros gemidos se entrelazan.
«Oh, sí. Allá vamos otra vez».
Por la noche, vamos a un local nuevo que han abierto en la ciudad a tomar
algo. Unos amigos nos han comentado que hay karaoke e incluso un piano y
algún instrumento más, por si algún espontáneo se anima a interpretar algo en
vivo y en directo. Música y bar. No necesitamos más incentivos para ser los
primeros clientes.
El local es bastante pequeño, familiar. La barra está a la derecha y las
mesas a la izquierda. Al fondo, hay un pequeñísimo escenario con un piano,
una guitarra y un micrófono. Nos sentamos en la barra y pedimos un par de
combinados. Miramos en derredor; para ser la primera semana de apertura,
hay bastante ambiente. Nos tomamos las consumiciones mientras charlamos
divertidos. El bar comienza a llenarse y nos animamos todavía más. Pedimos
otra ronda. Al final, salimos de aquí a cuatro patas, lo veo venir.
Miro hacia el fondo, hacia el karaoke. Está muy solo. Nadie canta. Da
hasta pena. Se me ocurre una pésima idea. Bebo con avidez sabiendo lo que
estoy a punto de hacer. Doy un beso a mi novio en los labios y me levanto
para hablar con el camarero, que está en el otro extremo de la barra.
—¿Dónde vas? —me pregunta Oliver, sorprendido por mi arrebato.
—Ahora lo verás.
Me acerco al camarero y le pregunto sobre el karaoke. Se muestra
entusiasmado con que sea la primera valiente en utilizarlo. Me da una lista
con las canciones de las que disponen. Le echo un vistazo. Mmm… hay
varias opciones interesantes. Sigo ojeando los temas por encima, pensando
que no sé por cuál de todos me voy a decidir, cuando… la veo. Es como un
flechazo. Miro a Oliver, que me observa con la frente arrugada, y sonrío.
Informo al camarero sobre mi elección y me dirijo al escenario.
«Ay, madre».
Vuelvo sobre mis pasos y pido un chupito al camarero. Me lo tomo y me
subo apresurada al escenario. Cuanto antes, mejor. Me acerco al micrófono y
compruebo que está encendido. No quiero que me suceda lo mismo que a
Bridget Jones.
—Buenas noches.
Todas las cabezas se giran y me observan curiosos. «Mierda». Quizá no
tendría que haber saludado. Miro al camarero y le digo adelante con la
cabeza. Empieza la música. «Tierra trágame». He escogido una canción de la
banda sonora de la película Grease 2: Cool Rider. En ella, Michelle Pfeiffer,
la protagonista, le explica al personaje masculino qué es lo que busca en un
hombre. Enfoco mi mirada en mi supersorprendido astrofísico y empiezo a
cantar (con tembleque en la voz):
If you really want to know.
What I want in a guy.
Well, I'm looking for a dream on a mean machine.
With hell in his eyes.
I want a devil in skin tight leather.
He's gonna be wild as the wind
And one fine night I'll be holdin' on tight

El público se vuelve loco, la canción es pegadiza, y Olly se muere de la
risa. Y, claro, yo me vengo arriba. Y me deja de temblar la voz. Mientras
todos dan palmadas yo me muevo al son de la melodía. Incluso me atrevo a
imitar los pasos de Michelle en la película. Para cuando termino, el local
entero explota en vítores y aplausos. Me bajo del escenario con ganas de
beber otro chupito para pasar el trago, y corro a los brazos de mi novio, que
me espera descojonándose de la risa.
—No puedo dejarte beber, nena. Me descuido y mira la que organizas.
En lo que me despisto para pedir la bebida, Oliver desaparece. Y luego
habla él de descuidarse… Lo busco por el local. Lo encuentro. Está en el
escenario, sentado al piano, hablando con el camarero. ¿Qué va a hacer? Se
levanta de la banqueta mientras el camarero desaparece por una puerta y se
acerca al micrófono.
—Hola a todos. Necesito a alguien que sepa tocar el piano.
Los murmullos se extienden por la sala. Una persona levanta la mano, con
duda. Es un chico joven, más o menos de nuestra edad. Oliver sonríe y lo
invita a unirse a él. Se sube al escenario y hablan entre ellos. El camarero
reaparece con unos papeles entre las manos. Hablan entre ellos y observan los
papeles hasta que Oliver se sienta al piano y el chico se sitúa a su lado.
Comienzan a sonar las primeras notas de la mano de Olly:
Let It Be. Los Beatles. «¡Oh!». Un escalofrío me recorre el cuerpo, uno de
los buenos. Y un recuerdo me viene a la cabeza:
—Si quieres que cuando escuche los Beatles piense en ti, cántame tú una
canción que sea de ellos y haz que sea memorable.
—Eso está hecho, nena. Encontraré el momento.
Haz que sea memorable, le dije. Y si ahora mismo el corazón quiere
salírseme del pecho es porque intuye que lo que va a pasar a continuación va
a ser muy memorable. Mi cabeza aún no lo sabe, ni se lo imagina, pero el
corazón sí.
Oliver comienza a cantar:
When I find myself in times of trouble.
Mother Mary comes to me.
Speaking words of wisdom, let it be.

Tan solo canta un par de estrofas y se levanta del taburete. El chico toma
su lugar y empieza a tocar el piano mientras Oliver coge el micrófono con la
mano y se baja del escenario. En ningún momento deja de cantar. El corazón
me late muy rápido. Demonios, cada vez más rápido. El sonido me retumba
en los oídos.
Se queda quieto, cerca del escenario.
Let it be, let it be.
Let it be, let it be.
Yeah there will be an answer, let it be.

Estoy paralizada, sentada en mi taburete. Oliver se aleja, despacio, del
escenario y se acerca un poquito a mí. A la vez que canta, tiene la sonrisa más
enorme del mundo. Y yo, dentro de toda mi excitación, creo que también
sonrío. Y tiemblo. Me levanto de mi asiento. Él se acerca más.
Deja de cantar. Pero la música sigue sonando. El chico al piano no se
detiene. Oliver me mira… me mira con una mirada que… que me estremece.
Se encuentra a mitad de camino entre el escenario y mi posición. En mitad
del local.
Me acerco más a él. Y él, otro poquito más. Nos quedamos a medio metro
de distancia. La gente, a nuestro alrededor, mueve las mesas y las sillas en las
que están sentados para darnos espacio. Y también algo más de intimidad.
«¿Qué vas a hacer, Olly?».
Cuando creo que va a decir algo, parece pensárselo mejor. Arruga la
frente y mira alrededor buscando algo. Deja el micrófono encima de una
mesa y echa un vistazo general. Parece no dar con lo que necesita. Se palpa
los pantalones y mete la mano en uno de los bolsillos hasta que saca el
llavero de las llaves. Con evidente nerviosismo, arranca las llaves hasta
quedarse solo con la pequeña arandela del llavero y se acerca a mí del todo.
Me coge la mano.
—Hola, nena.
—Hola, rubiales.
Los dos nos reímos. Escuchamos el murmullo de las conversaciones de
alrededor. Todos hablan bajito, supongo que para no perder detalle de nuestra
conversación.
—Después de todo lo que hemos vivido… hemos llegado hasta aquí.
—No nos hemos aburrido, ¿verdad?
—No, contigo nunca me aburro, ojitos azules.
—Y eso que en un primer momento no te gusté.
—No —se carcajea—, pero solo fue el primer minuto.
—Alguno más, diría yo.
—Puede que un par más, pero todos los días doy gracias al universo por
hacer que Adam se fijara en ti. Y que te invitara aquel día a venir con
nosotros en las bicis.
—Te hubiera atrapado de todas maneras, Oliver Aton.
—Eso no lo dudo. ¿Sabes que aquel día no dejé de observarte ni un
segundo? Me fascinabas a la vez que me aterrabas.
—Me mirabas mal.
Volvemos a reír. Sus dedos, nerviosos, acarician mi mano.
—Sí, supe desde el primer momento que ibas a ocasionarme muchos
quebraderos de cabeza. Recuerdo hasta la ropa que llevabas puesta. ¿Cómo es
posible? Teníamos nueve años.
Suspiro.
—¿Te refieres a la ropa que no dudé en quitarme a los pocos minutos de
conocernos? Yo sí que sé entablar amistades.
Nos quedamos en silencio. Yo también me pregunto cómo es posible
recordar ese tipo de detalles dieciséis años después. No comprendo cómo es
capaz de recordarlo, solo sé que…
—Tu camiseta blanca y tu sudadera granate cayeron encima de mi ropa.
Oliver abre los ojos ante mi última confesión. «Sí, yo también lo
recuerdo, rubiales».
—Te prometí que lo haría memorable —me dice entonces.
Y entonces… se pone de rodillas. ¡DE RODILLAS! Me da un vuelco el
corazón. «Oh, madre mía».
—Olly… —susurro con los ojos anegados en lágrimas. El piano sigue
sonando… muy muy suave. Lo suficiente como para que todo el local nos
pueda escuchar.
—¿Quieres casarte conmigo, Sara Summers?
Separo los labios al tiempo que contengo el aliento. Oliver me coloca la
arandela-anillo en el dedo y me mira a los ojos.
—Sí —respondo con el corazón en la garganta—. ¡Sí! ¡Claro que sí!
Me lanzo a sus brazos y Oliver comienza a darme vueltas. Menos mal que
nos han dejado espacio. Cuando volvemos a quedar de pie, uno enfrente del
otro, juntamos nuestras frentes.
—Te quiero muchísimo, nena.
—Te quiero muchísimo, nene.
Me besa. Y creo que soy la persona más feliz del mundo. El bar se llena
de aplausos. Oliver me coge en volandas y me da vueltas. Hasta que una voz,
esa voz, nos interrumpe.
—No os puedo dejar solos.
¿Adam? Nos detenemos y giramos las cabezas. Nuestro mejor amigo,
hermano y tercera pieza de nuestro todo, nos mira divertido.
—¡Adam! —Corro a sus brazos.
—Enhorabuena, Totó —me susurra al oído mientras me envuelve en sus
brazos. Me suelta y se lanza a los brazos de Oliver. No es un abrazo de
amigos, es algo más. Mucho más. Adam, con uno de sus brazos, me agarra y
me une a ellos. Nos abrazamos los tres.
—¿Cómo nos has encontrado? —le pregunto cuando nos separamos.
—No importa lo lejos que os vayáis, siempre daré con vosotros.
Nos abrazamos, otra vez, y nos acercamos a la barra a brindar por
nosotros.
—¡Ronda gratis para todos! —grita Adam a todo el bar—. ¡Invita el
astrofísico!
Cuando llegamos a casa, estamos los tres bastante tocados. Y eufóricos. Y
felices. Nos despedimos de Adam en la puerta de nuestra habitación. Entro
enfilada hacia la cama mientras me desvisto.
—¿Dónde vas tan rápido? —me pregunta Oliver.
—A quitarme la ropa.
—Ya te la quito yo.
Nos tiramos en la cama y celebramos, entre arrumacos y caricias, lo que
estamos a punto de hacer.
—Nos casaremos la semana que viene —me dice entre beso y beso.
—¿Estás loco? Tengo muchas cosas que preparar.
—Solo nos necesitas a Adam, a mí y a un juez de paz.
A la mañana siguiente, mientras Oliver se ducha, me quedo en la cama,
pensando. Soy consciente de que, cuando lleguemos a Edimburgo, lo más
probable es que la madre de Oliver y mi padre nos obliguen a hacer una fiesta
o incluso a volver a casarnos. Pero, ahora, lo único que quiero, y necesito, es
que estemos Adam, él y yo. Adam, él y yo rodeados de las personas que nos
han acompañado en los momentos más duros y más felices de nuestra vida:
nuestros amigos. Pero no puedo obviar a toda mi familia, porque hay a uno
de ellos, al que necesito aquí conmigo. Como lo he necesitado durante toda
mi vida.
Alcanzo el teléfono, que descansa en la mesita auxiliar, y me acerco a la
ventana. Fuera, en la calle, los más madrugadores pasean por la playa. Marco
su número.
—¿Sara? ¿Estás bien?
No me he dado cuenta de la hora que es en Edimburgo. Nunca lo llamo a
estas horas.
—Daniel. Tengo que pedirte algo.
31
La boda más bonita del mundo

Una semana después, Daniel cumple a rajatabla con lo que le solicité por
teléfono, a pesar de que el shock inicial por mi inminente compromiso fue…
importante. Tuve que jurarle, perjurarle y poner como prenda mis patines de
hielo para que se convenciera de que no era una broma. Y de que necesitaba
su ayuda. Y su discreción.
Acudimos al aeropuerto a la hora que nos ha indicado mi hermano y ahí
está él, junto con nuestros amigos. No falta ninguno, incluso Natalie ha
conseguido venir. Han llegado justo el día antes del enlace.
Antes de decirnos nada, de saludarnos, de comunicarnos, nos abrazamos
entusiasmados y saltamos como locos (incluidos Brian y Marco, aunque creo
que más por cachondeo que por otra cosa) en mitad del aeropuerto.
—Pero ¡qué escandalosos sois, joder! —se queja mi hermano.
—Summers —lo saluda mi prometido con un apretón de manos.
—Aston —le responde mi hermano con los ojos entrecerrados a la vez
que le devuelve el apretón.
—Daniel —me acerco a él y lo abrazo con fuerza. Me gustaría
transmitirle tantas cosas en este abrazo. Que lo quiero, que lo necesito en mi
vida, y que no hubiera podido hacer esto sin él. No, sin él, no.
—Al final me has metido al rarito en la familia… ¿estás segura? Mira que
aún estás a tiempo. Yo, si quieres, te ayudo a escapar. —Sonreímos y
caminamos abrazados de la cintura hacia la salida del aeropuerto, hasta que
mis amigas se meten por medio y nos separan.
—Sara, ¿y el anillo? —me pregunta Pear.
—Aquí está. —Les muestro la pequeña arandela de metal que rodea mi
dedo y que me queda algo suelta.
—¿Qué es eso? —me pregunta Olivia.
—La arandela del llavero de Olly.
—¿Y por qué está en tu dedo?
Les relatamos de camino a los taxis toda la historia de la pedida de mano.
Hace unos días les contamos por teléfono que nos casábamos, pero no
pudimos explicar mucho más porque sus gritos no nos lo permitieron.
—Ohhh, qué romántico. —Todos se ríen de nosotros cuando terminamos
de contar el gran momento, pero desde el cariño.
—Qué bobos sois.
—¿Tan mal te pagan en la universidad, Olly?
—Es el anillo perfecto —les digo, orgullosa de lo que llevo en el dedo.
—Eres todo un conquistador, Aston —le dice Brian mientras le da
palmaditas en la espalda.
Llegamos a casa y nos instalamos como buenamente podemos. Durante
las siguientes horas, la estancia se convierte en un estallido de gente que va
de un lado a otro y de secretos susurrados por todos los rincones. Algo están
tramando y no me quieren decir nada, supongo que tendrá que ver con lo que
han preparado para mañana. Oliver y Adam se han ocupado de los detalles de
la ceremonia, a mí no me han dejado hacer nada, excepto elegir mi vestido.
Ni siquiera me han dado una pista de lo que han organizado. Solo me han
dicho que a las doce de la mañana esté lista en mi habitación porque Daniel
vendrá a buscarme.
Por la tarde, salimos a tomar algo y celebramos todos juntos nuestra
despedida de solteros, la de Olly y la mía. Brindamos, bailamos, reímos,
soltamos algunas lágrimas (de las buenas) y pasamos nuestras últimas horas
antes del… del DÍA (con mayúscula).
Cuando llegamos a casa, las chicas me acompañan a mi dormitorio y me
ayudan a ponerme varias trenzas en el cabello. Soy de las que no se adapta a
las modernidades. A pesar de que Pear sabe ondular el pelo con las planchas,
me he negado. Si quieres un pelo ondulado, pues duermes con trenzas en el
pelo. Así lo he hecho siempre y así lo seguiré haciendo.
Al salir del baño, Oliver me observa con lascivia.
—¿Qué es lo que tienes pensado hacer esta noche? Esas trenzas pueden
dar mucho juego.
—Calla, bobo, es para mañana.
—Métete en la cama y descansa, Romeo. Mañana es un gran día —le dice
Pear.
Las chicas se desternillan de la risa y abandonan la habitación. Nos
quedamos los dos solos. Nos quitamos la ropa, nos ponemos los pijamas; yo,
una camiseta, y Olly… bueno, Olly se queda solo con los bóxer, y nos
metemos en la cama. Nos acostamos de lado y nos miramos a los ojos. Nos
reímos como tontos sin decirnos nada, hasta que nos dormimos, hasta el día
siguiente.
El día de mi boda me despierto con la mejilla apoyada en el pecho
desnudo de Oliver y con mi brazo rodeándole la cintura. Como una mañana
más, me quedo mirándolo embobada. Le paso las yemas de los dedos por los
labios y por debajo de la nariz para despertarlo. Oliver arruga la nariz ante mi
contacto y abre los ojos.
—Buenos días —me dice con pereza en la mirada de recién despertado.
—Olly, hoy es el día de nuestra boda. Vamos a casarnos.
—Vamos a casarnos —repite. Me envuelve en la calidez de sus brazos y
me acaricia el cabello.
—Tengo tantas cosas que hacer que no sé por dónde empezar —pienso en
alto.
—Yo sí. Vamos a por nuestro último polvo de solteros.
Me tumba sobre el colchón y hunde la cabeza en mi cuello. Me abre las
piernas con las suyas y coloca su evidente erección en mi entrada. Nos
mecemos con suavidad mientras nos besamos y acariciamos hasta que se abre
paso hacia mi interior. Gimoteo de placer.
—Intenta no gritar, nena, esta casa está llena de gente.
Me río. Me río y me acuerdo de aquella primera mañana que nos
levantamos juntos después de hacer el amor por primera vez. Creo que me
dijo algo parecido. Levanto las caderas y voy en su busca.
Al final, resulta que no echamos un polvo, sino que hacemos el amor
dulcemente. Al terminar, nos quedamos tumbados mirando al techo. Creo que
estoy tranquila a pesar de que mi pecho late como loco. Tiro de la mano de
Oliver y la coloco a la altura de mi corazón en un intento de que se
tranquilice.
—Mira cómo te late el corazón —me dice.
—Eso es por lo que acaba de pasar —le digo, intentando buscar una
explicación a este movimiento frenético.
Sujeta mi mano y la coloca en su pecho.
—Entonces el mío también late así por eso.
Sonreímos y nos besamos. Vamos al cuarto de baño a adecentarnos y
volvemos a meternos en la cama. La puerta de nuestra habitación se abre. Es
Adam. Nuestro amigo el rockero mojabragas, que viene vestido con su
pijama de perritos y pelotitas rojas (cortesía de mi abuela).
—¿Qué? Casi os pillo en plena faena, ¿eh? Tranquilos, os tengo más que
controlados. Hacedme un sitio.
Adam se sube a la cama y se tumba en medio de los dos. Nos quedamos
en silencio. Disfrutando del momento.
—¿Os acordáis de la primera vez que dormimos los tres juntos? —nos
pregunta Adam.
—Sí —contestamos Olly y yo al unísono.
—Hasta aquí hemos llegado. Os quiero, tíos.
—Ven aquí. —Oliver y yo nos lanzamos a por nuestra otra mitad, a
llenarle el cuerpo de besos y abrazos.
—¡Dejaos de mariconadas! ¡Joder, qué empalagosos sois! ¡Soltadme!
Nos reímos hasta quedarnos sin respiración y hasta que nos duele el
estómago. Nos tranquilizamos rodeados de nuevo de ese silencio tan especial
que siempre nos rodea.
—Tengo que llevarme al novio.
—¿Ya?
—Sí, ya.
Me despido de mis chicos y me quedo en la cama observando cómo
Oliver se pone unos vaqueros y una camiseta. Antes de abandonar la
habitación, se gira.
—¿Nena?
—¿Sí?
—Te vemos en el altar.
Entre Pear y Olivia me ayudan a vestirme y a peinarme. El vestido es muy
sencillo, ligero. Tiene cierto aire griego: blanco, con finos tirantes que me
dejan la espalda despejada, drapeado y con caída recta hasta debajo de las
rodillas, de cintura alta y ceñido con un fino cinturón dorado que le he puesto
de complemento. En los pies llevo unas sandalias doradas, y en el cabello, las
ondas naturales que me han dejado las trenzas con una tiara de hojas de
laurel. Sé que no es el típico vestido de novia (ni el peinado más sofisticado
del mundo), pero lo vi y… surgió el flechazo.
El maquillaje es muy leve, apenas se ve; como tengo la piel algo dorada
por el sol, solo ha hecho falta pintarme los ojos y los labios con unos colores
muy muy suaves.
Cuando terminamos, me miro en el espejo y les doy mi aprobación a las
chicas. Me veo… guapa. La puerta se abre y aparece mi hermano Daniel,
todo vestido de blanco.
—Joder, Sara —me dice en cuanto me ve—, estás… preciosa y no es por
el vestido. Aunque llevaras un saco encima lucirías igual de bonita.
—Gracias, Daniel.
—¿Vamos? —me tiende su brazo.
Aprieto su antebrazo, estoy nerviosa. Salimos de mi dormitorio y bajamos
las escaleras. No se oye ni un ruido en la casa, estamos solos.
—¿Dónde vamos?
—Ahora lo verás, son pocos pasos.
Salimos de casa y nos encaminamos a… ¡a la playa! La imagen se va
haciendo cada vez más nítida mientras nos acercamos. Está preciosa. Lo
primero que veo es el piano. Han colocado ¡un piano de cola! No sé cómo se
las han apañado para hacer algo así.
—Quítate las sandalias, estarás más cómoda —me dice Daniel cuando
pisamos la arena. Ante nosotros se abre un caminito de pétalos de flores de
todos los colores.
Le hago caso y me las quito. Él también lo hace. Caminamos descalzos
por la arena. Está templada, suave y me cosquillean las plantas de los pies por
las flores. La música empieza a sonar, reconozco la melodía desde el primer
acorde: Total Eclipse of the Heart. Recuerdo patinar millones de veces con
esta canción de fondo. Se me eriza la piel de los brazos y miles de recuerdos
me acuden a la cabeza. Oliver está al final del camino (también vestido de
blanco, con pantalones de lino con los bajos remangados y camisa con cuello
mao), esperándome, junto a Adam. Nuestros amigos rodean a ambos. No hay
sillas. Solo estamos nosotros, el juez, el piano y el mar. Las lágrimas por la
emoción están a punto de saltarme de los ojos. Mi hermano me aprieta el
brazo con fuerza. Asiento y doy una larga respiración. Según me acerco,
reconozco al chico que está detrás del piano, es el mismo que nos tocó Let It
Be en el día de la pedida.
Llegamos al final y Daniel me da un beso en la cabeza. Oliver me ofrece
su mano. Y a Daniel le cuesta soltarme, sí, le cuesta, pero al final lo hace.
Nos quedamos frente a frente. La emoción que siento en este momento es…
indescriptible. No me deja pensar en nada más que no sea en él. Nos
saludamos con un hola susurrado con los labios y nos colocamos uno al lado
del otro enfrente del juez que va a oficiar la ceremonia. Las primeras palabras
que salen de su boca no soy capaz de escucharlas. Es como estar en una nube.
No me llega ningún sonido hasta que mi cerebro capta una pregunta para la
que no estoy preparada.
—¿Desean que les recite las promesas tradicionales o prefieren expresar
sus propios votos?
—Preferimos expresar nuestros votos —contesta Oliver sin darme
capacidad de reacción.
«¿¿Perdona?? ¿¿¿Preferimos eso???». ¡No he preparado nada! ¡Lo mato!
¡Este va a ser el matrimonio más corto de la historia de los matrimonios!
—Bien, vamos a ello. Cogeos la mano y miraos el uno al otro, poneos de
frente. Y empezad.
¡No! ¡La mano no! Me están empezando a sudar… y espero que no tenga
que hablar yo primero porque no sabría por dónde empezar. Decido, en
segundos, que es mejor anticiparme.
—¿Empiezas tú? —le pregunto al guapísimo rubiales que tengo enfrente
y que me observa con confianza.
Asiente con la cabeza.
—Prométeme…
Tan solo una palabra y mi casi marido se ve interrumpido por nuestros
amigos.
—¡Así no es, Aston!
—¡El que tienes que prometer eres tú, Olly!
Les echa una mirada fulminadora y los manda callar con la mano.
—Prométeme —comienza de nuevo— que nuestra vida no va a cambiar,
al menos en esencia. Prométeme que siempre vamos a ser tú y yo, como hasta
ahora.
Y ese es el arranque que me hacía falta, porque no necesito prometer nada
nuevo, no necesito inventarme nada, tan solo prometer que seguiremos
haciendo las cosas que hacemos bien e intentaremos evitar las cosas que no
hacemos tan bien. Ahí va mi primera promesa.
—Prometo leerte en voz alta todos los libros que me pidas, aunque los
hayamos leído tropecientas mil veces.
Oliver sonríe y continúa con sus promesas.
—Prometo dormirme todas las noches después de ti. Prometo velar tu
sueño.
—Prometo dormirme pensando en ti. Agarrarte, tocarte y sentirte, cada
noche.
—Prometo ser tu mejor amigo, tu amante y tu compañero.
Miro a nuestros amigos. Todos me animan con la cabeza a que continúe.
Me fijo en mi hermano y en Pear. Daniel aprieta con fuerza la mano de mi
amiga, y ella tiene la cabeza apoyada en el hombro de él. No importan los
obstáculos que tengan en su relación, ahora estoy segura de que pueden
superar cualquier cosa. Solo necesitan tiempo, confianza en lo que están
construyendo juntos y seguir queriéndose como llevan media vida haciendo.
Me centro de nuevo en mi rubio de ojos verdes. Arranco a hablar.
—Sé que tienes dos grandes amores en tu vida, uno soy yo, y el otro es
este cielo que nos cubre —ambos miramos hacia el cielo emocionados—,
prometo estar siempre ahí para que compartas tus historias y me hagas
partícipe de todas tus experiencias con las estrellas. Jamás las rechazaré
aunque las haya escuchado antes. Prometo escucharte el resto de mi vida.
—Prometo no ocultarte nunca ningún pensamiento, ninguna sensación, y
hacerte siempre participe de mis más íntimos sentimientos, tenga que ver con
las estrellas o con cualquier otra cosa en el mundo. Prometo contártelo todo.
Dado nuestro historial, esta es una gran promesa por su parte. No quiero
volver a caer nunca jamás en mis errores del pasado. Me toca a mí prometer.
—Prometo no callarme jamás un te quiero, ni siquiera cuando me hagas
enfadar.
—Prometo hacerte enfadar para que luego me digas lo mucho que me
quieres.
Todos nos reímos.
—Prometo quererte hasta mi último suspiro —le digo con la voz invadida
por la emoción.
—Yo prometo amarte incluso más allá de nuestros últimos suspiros.
—Prométeme que nunca vas a dejar de cantarme canciones.
—Prometo llenar siempre nuestra vida de música.
—¡Y de niños! —grita Brian. Lo miramos y nos reímos con él. Con todos.
—Prometo cantarte en el karaoke, de vez en cuando —le digo entre risas.
—Prometo enseñarte a cantar como Dios manda.
Hace tiempo que las lágrimas pugnaban por salir al exterior, la primera de
ellas se desliza por mi mejilla derecha sin poder evitarlo. Tengo que meter un
poco de humor si no quiero acabar llorando como una magdalena. Ahí va mi
siguiente promesa.
—Prometo recoger toda la ropa que dejes tirada en la casa en la que
vivamos.
—Prometo quejarme solo una de cada cien veces porque toques mis cosas
y las cambies de sitio.
—¿Eso incluye meter tu coche en charcos de barro? —grita Adam.
«Capullo».
—Prometo dejarte conducir mi coche, algún día —continua Olly.
—Prometo tocar tus cosas todos los días.
—Prometo obligar a tu hermano Daniel a que nos construya la casa de tus
sueños, aunque no sé si fiarme de sus dotes para la arquitectura.
—Te voy a construir la casa más bonita que se haya construido en la vida
y vas a tener que tragarte tus palabras, Aston —le dice mi hermano,
emocionado.
—Prometo hacer de nuestra casa un hogar para los dos —expreso con la
voz temblorosa.
—Prometo hacerte feliz porque no sé vivir de otra manera.
Nos hemos puesto serios de nuevo.
—Prometo ser feliz con tan solo una mirada tuya —le digo, con la vista
nublada por las lágrimas.
—Prometo mirarte todos los días, y tú prométeme que siempre voy a ver
ese brillo en tus ojos cuando lo haga. Que siempre voy a poder leerte como lo
hago ahora.
—Te lo prometo.
La ceremonia termina entre lloros, risas y aplausos. No soy muy
consciente ni del momento del intercambio de los anillos ni de nada más. En
cuanto el juez nos declara marido y mujer, todos vienen a abrazarnos.
El primero en llegar a nosotros es Adam. Después, mi hermano. Él y mi…
marido (me va a costar acostumbrarme a llamarlo así) se funden en un
hermoso abrazo. Creo que es el momento más feliz de mi vida. Al menos
hasta el día de hoy.
Y no puedo dejar de pensar que ¡estoy casada con Oliver! Me he casado
con Oliver Aton, con aquel chiquillo impertinente que me tocó el alma con su
primera mirada, aunque fuera de desafío. ¡Aston!, fue lo primero que me dijo
aquel día, y mira donde hemos llegado.
Epílogo
Diez años después. Navidades. Casa de los Aston en
Saas Fee.

Por fin hemos llegado. Oliver deja caer las maletas al suelo y saca las llaves
del bolsillo de su pantalón. Abre la puerta de la casa de mis suegros y tres
personitas se nos meten entre las piernas en su lucha por entrar la primera en
el calor de la casa. Entramos y las niñas corretean por todas partes. No se les
agota nunca la energía. Para las dos mayores, la casa es conocida, pero, para
la pequeña, con apenas dos años, todo es nuevo a pesar de haber estado aquí
varias veces.
Somos una familia de tradiciones y seguimos celebrando las navidades
todos juntos, los Summers y los Aston. Oliver, Adam, las niñas y yo hemos
venido de avanzadilla y en los próximos dos días vendrán los demás.
Entre Olly y yo subimos el equipaje al piso de arriba. Colocamos nuestras
cosas en una de las habitaciones principales y las cosas de las niñas en la
habitación que años atrás Laura habilitó para ellas. Mientras Oliver se pega
una ducha rápida y se pone algo más cómodo, yo vuelvo al piso inferior para
ver qué están haciendo las niñas. Aunque, sin ninguna duda, si hay alguien en
este mundo que sepa controlarlas, ese es Adam James Wallace. Incluso más
que su padre y que yo.
Me asomo a la cocina para observar a Adam con mis hijas. Me encanta
verlos interactuar entre ellos. Es una gozada. Me apoyo en el dintel de la
puerta y los veo bailando al ritmo de rock and roll mientras cocinan. La más
pequeña simula tocar la batería chocando un tenedor grande de madera con
una cacerola, pero la música está tan alta que apenas se oyen los golpes. Las
otras dos bailan al ritmo de Los Ramones, una subida encima de una silla y la
otra en mitad de la cocina. Adam corta las verduras mientras mueve el trasero
y lo choca con una de mis hijas. Se mueve y se acerca al altavoz que descansa
encima de la alacena y baja el volumen de la música.
—Alba, echa sal a las patatas —le dice Adam a mi hija mayor.
—Caylin, acércame esos ingredientes, los que he dejado encima de la
mesa. —Mi hija mediana deja de bailar y obedece a su querido tío Adam sin
rechistar.
—Erin, toma —Adam acerca, a la más pequeña de las tres, los tenedores
y las servilletas—, pon la mesa.
—¿Necesitáis ayuda? —Entro en la cocina y me uno a ellos.
Poco después, Oliver se une a nosotros con el torso desnudo y solo un
pantalón de algodón negro puesto. Lleva una camiseta blanca en las manos
que se pone según entra. Mmm, qué pena de vistas. Estoy poniendo los platos
en la mesa cuando noto cómo sus brazos me rodean la cintura desde atrás;
sentir el contacto de su piel me provoca un escalofrío. Hay cosas que nunca
cambian.
Cenamos los seis juntos (como casi todos los días del año) y, cuando
terminamos, Olly, después de unos catorce cinco minutos más, por favor, se
lleva a las niñas al piso de arriba para meterlas en la cama. Adam y yo nos
sentamos en el sofá y nos entretenemos viendo una película.
Media hora después, vuelve Oliver.
—¿Ya se han dormido? —le pregunto a mi marido.
—Sí, las tres en nuestra cama, por cierto.
Eso ya lo sabía yo. Siempre que pasamos la noche fuera de casa duermen
en nuestra cama. Menos mal que la cama es king size; aun así, nos va a costar
dormir ahí a los cinco.
—¡Por fin en la cama! Adoro a esos tres diablillos, pero acaban con la
energía de cualquiera.
—Te estás haciendo mayor, Wallace —le dice Oliver, mientras se sienta
con nosotros en el sofá.
—Que te jodan.
—Por cierto, ¿ha pasado algo con tu última conquista? Hoy te ha sonado
muy poco el teléfono. Brenda, ¿no? —le pregunta Oliver, entre risas,
mientras baja el volumen de la tele. Siempre le tomamos el pelo a Adam con
el tema del teléfono y de sus insistentes conquistas. Suele sonar
constantemente.
—Lisa. Brenda es la de la semana pasada. Actualízate, Aston —contesta
enfurruñado.
—Es imposible seguirte el ritmo.
—Te estás haciendo mayor, Aston —le parafrasea nuestro amigo.
—¿Y qué le pasa a Lisa, entonces? ¿Se ha quedado sin batería en el
móvil? —continúo con la broma de mi marido.
—Lo hemos dejado esta mañana. Prefiero volar libre como un pajarillo en
vacaciones, ya sabéis, por lo que pueda surgir.
—Eres terrible, Adam. No te duran ni dos días.
—¿En algún momento vas a sentar la cabeza?
—No creo. Me gusta mi vida de vividor follador. No quiero
comprometerme con nadie. No lo necesito. Tengo la familia perfecta: tú —
dice, a la vez que me señala—, tú —dice señalando a Oliver— y mis tres
hijas.
Adam siempre habla de las niñas como si también fueran suyas. Va al
colegio a buscarlas dos veces por semana y se comporta como el padre más
orgulloso del mundo. Para mí es como si tuvieran dos padres. Los dos
mejores padres del mundo.
—Lo hemos hecho bien —nos dice Oliver.
—Lo hemos hecho de puta madre. Sois lo mejor que me ha pasado en la
vida.
Se me anegan los ojos de lágrimas por la emoción. Conozco de sobra los
sentimientos de mi mejor amigo, pero me encanta escucharlo hablar así de la
pequeña (y enorme, a la vez) familia que hemos formado.
—¡Abrazo de grupo! —grito mientras me acerco a Adam para llenarlo de
besos y achuchones.
Oliver imita mis movimientos y se tira encima de Adam. Después de unos
segundos, siempre después de unos segundos de disfrute, Adam se hace el
duro y nos rechaza.
—¡Sois unos empalagosos de la hostia! Me voy a la cama con mis tres
angelitos. —Se levanta del sofá y se acerca a las escaleras.
—¿Ahora son angelitos?
Nos saca el dedo medio mientras sube por las escaleras. Oliver se tumba
en el sofá y yo lo hago encima de él en una búsqueda descarada del calor de
su cuerpo. Recuesto mi espalda en su cálido pecho y la cabeza en su hombro.
Oliver apoya la barbilla en mi cabeza.
Nos quedan diez días por delante para disfrutar de nuestras vacaciones.
Adam y yo seguimos trabajando juntos en su despacho. Me he hecho a
aquello y no podría dejarlo. Aun así, no pude rechazar la oferta que me hizo
Amanda hace un par de años. El entrenador de patinaje, Andrew, no se vio
capaz de seguir soportando el ritmo de los entrenamientos y me pidieron que
lo ayudara. Acepté encantada. Así que los jueves acudo al Crowden School a
dar clases de patinaje artístico y a cuidar la salud física de los patinadores.
—Bien, disfrutemos ahora de nuestros minutos de oro.
Me río por la expresión. Desde que Olly y yo tuvimos nuestra primera
hija, Alba, nos dimos cuenta de que existen minutos normales y minutos de
oro, que son cuando nuestras hijas están dormiditas en la cama. Las
adoramos, son el eje de nuestras vidas, pero cuando están dormidas… pues
eso, minutos de oro.
—Vamos a tener que buscarnos otra cama.
—No es dormir lo que tengo en mente.
Me mete la mano por debajo del jersey y me acaricia el vientre
ligeramente abultado por mi cuarto embarazo. Apenas estoy de doce
semanas, pero ya se nota. Sube la mano hasta que llega a mis pechos y me
acaricia por debajo del sujetador. Levanto los brazos para darle mejor acceso.
Introduce la otra mano y me toca ambos pechos. Un calor abrasador invade
todo mi cuerpo. Baja una de las manos por mi cuerpo hasta que llega a mi
ropa interior. Mete la mano por debajo y me acaricia despacio. Mi respiración
comienza a agitarse y no dejo de moverme; el placer que siento no me
permite estar quieta. Abro las piernas para darle más facilidades. Desde que
estoy embarazada, me encuentro en un estado de excitación constante. No
tardo ni tres minutos más en llegar al orgasmo.
Me levanto del sofá y me quito los pantalones y las braguitas. Me subo
encima de sus piernas y le bajo los pantalones y los bóxer. Oliver me ayuda
subiendo las caderas. Comienzo a besarlo. Ahora es él quien abre las piernas
y quien tiene la respiración errática.
—Ven aquí, nena.
Me coge del brazo y me coloca encima de su erección. Me penetra y nos
mecemos al ritmo de nuestras respiraciones. Coloco las manos en su pecho
y… disfruto.
Hace años, me di cuenta de algo. Me di cuenta de qué era aquello que
llevaba toda la vida buscando. Aquel vacío que me indicaba que algo faltaba
en ella. Un día, de repente, lo entendí. Me faltaba Oliver. Él era lo que estaba
buscando. Recuerdo habérselo dicho a Adam:

—Adam, lo he encontrado, lo que estaba buscando era Oliver. Siempre


ha sido él.
—Lo sé.

Al día siguiente, justo antes de comer, llegan Pear y Daniel. ¡Los recién
casados! Suena increíble, sí, pero después de años de tiras y aflojas, de una
relación en la que cada vez mi hermano se ha dejado querer más, y se ha
abierto a mi mejor amiga, encontraron el equilibrio perfecto.
Sé que para mi hermano no ha sido fácil. Abrirse al exterior me refiero.
Daniel, a pesar de la imagen que puede llegar a dar, es muy muy introvertido
en cuanto a sus sentimientos. Le cuesta dejarse querer, porque cree ser
autosuficiente para todo, pero está trabajando en ello. Y está haciendo un
gran trabajo.
Detengo mis pensamientos y me concentro en ellos dos. Apenas llevan
seis meses casados, y Pear está embarazadísima de mi primer sobrino. Se les
ve felices. Les doy un abrazo a los dos en cuanto aparecen por la cocina y
preparo dos cubiertos más.
Mientras comemos, me fijo en mis tres hijas. Son niñas normales, y esa es
la mayor felicidad que tenemos su padre y yo. Que posean una inteligencia
igual a la media y que tengan una vida normal como la que siempre hemos
deseado tener Oliver y yo. Me toco la tripa y suspiro.
—La cuarta no se libra. Va a ser como vosotros.
Me giro, sorprendida, hacia mi hermano.
—¿Cómo has sabido que estaba pensando en eso?
—Llevo toda la vida diciéndotelo, Sara. Cuando tú vas, yo vuelvo.
Mi hija la mayor nos interrumpe.
—Tío Dan, a Caylin la hemos perdido. No quiere ser arquitecta, quiere ser
astrofísica, como papá —le dice Alba a mi hermano.
—Algún rumor me ha llegado, sí. Culpa mía, cariño. No debí
descuidarme tanto con la segunda… A Erin y a esta última que viene las
tendremos que controlar.
—Por cierto, ¿cómo van las apuestas? —le pregunta Adam a mi hermano.
—Treinta contra uno.
—¿Quién es ese uno?
—El iluso padre —dice Daniel, mirando a Oliver con guasa—. Aún tiene
esperanzas de que sea chico.
—Todavía no sabemos el sexo del bebé —apunta Oliver exasperado.
—Va a ser otra niña. Estoy seguro. Tienes la batalla perdida, solo sabes
hacer niñas. Yo lo vaticiné hace muchos años y me descojono cada vez que lo
pienso.
Le doy una patada por debajo de la mesa por la palabrota.
—Perdón, me río, me río —se corrige, mirándome con cara de disculpa
—. Me río supermogollón —dice, imitando la forma de hablar de Caylin y
estallando en carcajadas. Oliver lo fulmina con la mirada, y Adam se muerde
el labio para no reírse mientras ayuda a Erin a terminarse el postre.
—Y si sale niña… ¿iréis a por el quinto intento? —nos pregunta Pear.
Bufo solo de pensarlo… ¡cinco hijos! Me parece a mí que por mucho que
venga otra niña, nos vamos a plantar.
—Ya sabéis que las adoro —nos dice Adam—, pero, tíos, empezad a usar
unos jodidos condones, joder. Cada tres años tenéis una nueva. A este paso,
Daniel va a tener que construiros una casa más grande.
Le asesto otra patada a Adam. Jodidos y joder en la misma frase.
—Auch —se queja por la patada.
—Mamá, de cada diez palabras que dice el tío Adam, joder es una de
ellas. Está más que asumido, deja de darle golpes bajo la mesa.
—Alba, no digas joder —la regaña su padre.
—Tú lo acabas de decir, papá —le dice Caylin a su padre.
—¿Has visto la que has armado? —le dice Oliver a Adam.
Más tarde, las niñas están jugando junto a Pear con la máquina de hacer
algodón de azúcar que les regaló su abuela el año pasado. Cuando terminan
de hacer el primero, Oliver se acerca a su hija pequeña y le dice algo al oído.
La niña coge el dulce y viene hacia nosotros.
—Lo he hecho para ti, tío Dan.
Me tengo que morder los labios para no echarme a reír. Mi hermano odia
el algodón de azúcar. Y Oliver lo sabe. Como Daniel no acaba de coger el
regalo que le está ofreciendo su sobrina, el orgullosísimo padre decide
intervenir.
—Tío Dan —le dice con retintín—, tu sobrina te lo ha hecho con todo el
amor del mundo. Cómetelo.
Mi hermano nos deleita con una sonrisa tensa y, por una vez, no se
enzarza en un enfrentamiento dialéctico con su cuñado. Coge el algodón rosa
de la mano de mi hija mientras le susurra a Oliver:
—Buena jugada, Aston. Pero mejor resérvate para el partido que tenemos
a la vuelta.
Oliver y Daniel juegan juntos al pádel, como pareja, y suelen competir en
torneíllos contra compañeros de Oliver de la universidad o contra arquitectos
a los que conoce mi hermano. Y, aunque se pasen el día discutiendo, hacen
buena pareja y suelen ganar en bastantes ocasiones. El último partido fue
contra el departamento de Química de la universidad y les dieron una buena
paliza. Oliver todavía se ríe por las calles del campus cuando se cruza con
algún químico. Son como niños.
—Pruébalo, seguro que está increíblemente bueno —le dice Alba.
—¿Sabes lo que es increíble? —me dice Daniel una vez le ha dado la
primera mordida—. Que además de estar casado contigo y tener tres hijas y
otra en camino, a tu marido le queden tiempo y ganas de tocarme los cojones.
A media tarde, nos vamos casi todos a dar una vuelta por el pueblo.
Daniel y Alba se quedan en casa porque mi hermano quiere ir al trastero a
buscar unos esquíes míos de cuando yo tenía trece años para ver si le valen a
Alba. A pesar de tener ocho años, es muy alta. Ha heredado la fisionomía de
su padre, al menos en lo que a altura se refiere.
Desde que empezamos a pasar aquí las navidades, hemos convertido el
trastero de los Aston en trastero de los Summers; de hecho, creo que hay ahí
abajo más cosas nuestras que suyas.
Después del paseo, decidimos cenar algo fuera y, como Daniel no me
coge el teléfono, me acerco a la casa para avisarlos de que se preparen y
vengan. Cuando entro, descubro un montón de cosas nuestras antiguas
dispersas por el salón. Mi hermano y su sobrina hablan de algo cerca de la
chimenea. Alba tiene en sus manos unos patines míos de cuando yo tenía más
o menos su edad. Estoy a punto de entrar cuando escucho la pregunta de mi
hija.
—Tío Dan, ¿mamá patinaba bien?
Daniel coge uno de los patines con sus manos y acaricia la cuchilla. Se lo
devuelve a Alba y le coloca bien la horquilla del pelo.
—Tu madre —se calla durante unos segundos— era la mejor.
—¿Y nunca quiso ser patinadora como esas que salen en la tele?
—Sí que quiso, pero a veces las cosas no salen como uno quiere.
Me tapo la boca con el puño. Soy consciente de lo complicado que tiene
que resultarle esta conversación a Daniel. Explicar determinadas cosas a los
niños… no es sencillo.
—Entonces, ¿no pudo cumplir sus sueños?
—Oh, sí que los cumplió, tú eres su mayor sueño.
—Me refiero a los patines, tío Dan.
Mi hermano suspira y adopta una posición más cómoda.
—Patinar era a lo que mamá quería dedicar su vida profesional. Yo se lo
veía, ¿sabes, enana? En la mirada, se lo veía cuando estaba en la pista, le
cambiaba la expresión, aunque pasara por un mal momento, patinar solía
curarla de todos los males. ¿Y sabes cuándo he vuelto a ver esa mirada?
—¿Cuándo?
—Cuando te mira a ti. A ti y a tus hermanas.
—¿Y a papá?
—¿Me guardas un secreto? —Alba asiente con la cabeza—. Tu madre
recuperó esa mirada cuando se lio con tu padre, pero no les digas que te lo he
dicho.
—¿Qué quiere decir que se lio?
—Mmm… cuando se casó. Me refería a cuando se casó con tu padre.
—Ahhh… Está bien, tío Dan. Será nuestro secreto.
—Esa es mi niña.
—¿Y los patines? ¿Se enfadará si los cojo?
—Estoy seguro de que no.
Poco después carraspeo y simulo no haber escuchado la íntima
conversación que acaban de mantener. Aunque estoy segura de que Daniel se
ha dado cuenta por la humedad de mis ojos. Preparamos a Alba y salimos a la
calle a cenar.
A la mañana siguiente, me levanto temprano y me preparo un café. Me
pongo una chaqueta por encima, me abrigo bien y salgo al porche a
desayunar para observar la nieve. Después de tomarme el café, vuelvo dentro.
Las niñas se han despertado. Les preparo el desayuno y me siento con ellas a
tomarlo. Oliver y Adam enseguida se nos unen. Pear y Daniel aún tardarán un
rato más en bajar. Mi amiga siempre ha sido de levantarse tarde, y Daniel
parece que le está cogiendo el gusto a eso de dormir. Creo que está
aprovechando sus últimas semanas antes de que llegue el niño. Demasiadas
veces lo ha asustado Oliver, a propósito, explicándole que se acabó el dormir.
Cuando terminamos, visto a las niñas y las dejo jugando con su padre y su tío
mientras organizo la casa antes de que lleguen los demás.
Un rato después, mientras recojo los juguetes que mis adorables hijas han
dejado tirados por el suelo, me levanto y veo una imagen de refilón desde la
ventana del salón. Estoy a punto de agacharme para recoger otro juguete,
pero vuelvo la vista a la ventana. Algo me ha llamado la atención. Alba está
sentada en la nieve con la espalda apoyada en la verja de madera de la
entrada. Tiene uno de mis patines tirado en el suelo y el otro se lo está
poniendo.
Y, entonces, lo recuerdo. Me viene un flash a la cabeza. Me veo a mí en
esa misma posición, poniéndome, con cuatro años, por primera vez, unos
patines de hielo, apoyada en una valla de madera. Mis padres nos llevaron a
esquiar a unas pistas en el norte de Escocia. ¡Lo recuerdo! Y recuerdo quién
me regaló mis primeros patines: mi madre. Fue el último viaje que hicimos
todos juntos antes de que falleciera. Recuerdo a mi madre, después de treinta
años sin hacerlo. Tengo su mismo rostro. Ahora la recuerdo, gracias a mi
hija. Porque, si yo soy su vivo reflejo, mi hija es el reflejo de las dos.
Han pasado veintiséis años desde aquella primera vez en que crucé las
puertas del Crowden School. El colegio que me haría reír, llorar, sentir… y
amar. El colegio que cambiaría mi vida sin remedio y que me daría a las
personas que más amo en la vida: Moira, Olivia, Natalie, Marco, Brian, Pear,
y, por encima de todo y de todos, Adam y Oliver. El colegio que me
enseñaría a querer a mi hermano mellizo y a valorar a la familia. El colegio
que me haría volar sobre el hielo. El colegio que me daría un pasado, un
presente y un futuro.

Fin
Agradecimientos

Sé que dije que el tratamiento que le iba a dar a esta tetralogía era de
como si fuera un único libro, pero desde que publiqué el primer tomo hasta
ahora… ha pasado algo, y no quiero despedirme sin agradecer a esta persona.
Así que al final del todo, he añadido un nuevo párrafo.
A la primera persona que quiero agradecer es a Alberto, mi compañero de
vida. Tengo tantas cosas que agradecerte que no sé por dónde empezar.
Gracias por estar ahí siempre, por apoyarme, por no permitir que me rindiera
cuando las cosas se complicaron. Escribir y autopublicar un libro no es un
camino de rosas y hay muchos momentos (demasiados) de agobios,
desánimos, ganas de renunciar por creer que lo que estás haciendo es una
locura. Y tú siempre has estado ahí para regalarme uno y mil abrazos y
decirme que estaba haciendo un buen trabajo. Gracias, porque aquella tarde
que llegué a casa y te dije: «Voy a escribir un libro», me tomaste en serio.
Siempre te tomas en serio mis locuras. Gracias por creer en la historia de
Sara y por tus consejos. Y gracias por aquella propuesta de última hora sobre
la portada cuando yo estaba obcecada en una idea que no tenía futuro: «¿Y si
ponemos unos patines en la portada?». Siempre me sorprendes. No dejes de
hacerlo nunca.
Gracias, Raquel. Iba a decir que eres mi mejor amiga, pero esas dos
palabras se quedan demasiado pequeñas para nosotras. Entonces: gracias,
Raquel, mi hermana, mi alma gemela (porque creo que las almas gemelas
también existen en la amistad y en la familia, y tú, sin duda, eres la mía).
Gracias por estar ahí cada momento, por leer mi historia, capitulo a capitulo,
y lo digo literalmente. Han sido varios años de avanzar juntas en la historia,
de emocionarnos con los personajes, de discutir sobre las escenas clave (hubo
una noche concreta que cruzamos como cientos de whatsapps pensando en
dónde podrían pasar Sara y Will su primera noche). Eres uno de los mayores
apoyos de mi vida, no sé qué haría sin ti.
Gracias, Vanessa, mi otra lectora cero. Gracias por tus aportaciones, por
la paciencia, por las bonitas palabras, por meterte conmigo en la historia. Y,
sobre todo, gracias por aquel día en el que me llamaste por teléfono para
decirme que ibas en el coche pensando en los protagonistas, que te tenían tan
enganchada que no podías dejar de leer, que necesitabas saber que más cosas
les pasaban. Ni te imaginas la fuerza que dan esas palabras.
Gracias, Daniel y Ariane, porque, sin daros cuenta, con vuestras inocentes
frases, vuestras ocurrencias y vuestros arranques inesperados de amor, sois
capaces de sacar una sonrisa hasta en los peores momentos. Gracias, solo, por
existir.
Gracias, Abril, por tu ayuda en esta historia, por tus consejos y por
responder, siempre con tanta sinceridad, a todas mis preguntas. Me
encontraba terriblemente perdida con el tema de la autopublicación y con
convertir mi manuscrito en libro hasta que te encontré y, poco a poco, fuiste
solventando todas mis dudas, además de pegarle un buen repaso a mi historia.
Gente como tú es necesaria en todos los aspectos de la vida. Has sido como
una especie de red salvavidas para mí.
Gracias Kevin (para mí siempre serás Kevin O‘Seamus), por esas
explicaciones de ultimísima hora sobre la procedencia de los nombres y
apellidos escoceses; gracias por la pasión con la que explicas las cosas y por
esas aportaciones que le han dado un toque especial a la novela.
No puedo olvidarme de un agradecimiento muy especial. Quiero dar las
gracias a la música. Por acompañarme, siempre, en todos los momentos de mi
vida y por darme tantísimas escenas y diálogos para Sara y compañía.
Gracias a ti, los personajes se mueven solos en mi cabeza y yo tan solo he
tenido que plasmar los movimientos que tú me has dado, en papel.
Gracias a David, por darme el título para este libro. El primer título era
realmente horrible, pero un sábado, tomando café después de comer, comenté
que no me convencía el título del libro cuatro y tú me preguntaste: «¿Y si lo
llamamos simplemente Sara?». A lo que yo dije: «¿Simplemente Sara? ¡Es
genial!». Recuerdo que tú me dijiste: «No, Simplemente Sara, no; me refiero
a poner solo Sara». Todavía me río al recordarlo. Al final se quedó con
Simplemente Sara y jamás olvidaré esa tarde.
Y gracias a ti, lector, por darle una oportunidad a Sara.
Susanna Herrero nació en Bilbao en 1980. Es licenciada en Derecho
Económico y su trabajo la obliga a pasar muchas horas en el coche. Tantos
viajes en solitario conspiraron con su gran imaginación para crear a los
personajes que, más tarde, se convertirían en los protagonistas de su primer
libro: Los saltos de Sara. Apasionada de la lectura desde que a los diez años
leyó por primera vez La historia interminable, nunca pensó en escribir su
propia historia, pero no pudo darles la espalda a Sara Summers y compañía.
Puedes encontrarla en su blog, su página de Facebook o en Twitter como
@susanmelusi

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