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A Miriam
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Popol Vuh.
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Agua el día
agua la noche
agua el mundo en rotación inmutable de soles y lunas
Al sur al norte
continentes habitados por plantas y animales
donde miles de años después habrá ciudades y dioses
Astros de luz esmeralda
mareas
siglos y siglos de silencio
Entonces
¿en qué instante emerge del mar
entre fuego y espuma
este corazón de tierra?*
El tiempo el tiempo
No hay calendario
ni huella en el barro o en la nube
pero ahí ha estado y estará
hasta que el agua recobre su dominio
Tierra de agua
tierra de aire
tierra de luz
aquí está
* El Istmo de Panamá se formó a mediados del período terciario, según la opinión más difundida y acep-
tada entre los geólogos.
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** La voz aborigen panamá significaría “abundancia de peces”. De acuerdo con otras versiones, sería
“abundancia de mariposas”. Nos inclinamos por la primera acepción, pues la realidad parece confir-
marla.
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PANAMÁ
voz de agua
voz de cielo
voz de luz
tierra surgida del mar
cuyo nombre no perece
PANAMÁ
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tiempo y sangre
canal
puente
destino
PANAMÁ
the crossroads of the world.
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E
L OLOR Y EL SONIDO DE LA LLUVIA llegaban de la
calle mientras en la penumbra del MOROCO la cara
pálida y los ojos azules de Billy Jones hacían evocar
esas imágenes de santos acosadas por las polillas y los años,
esas viejas figuras de madera pintada que naufragan en la at-
mósfera plácida y espermosa de las iglesias coloniales. Afuera
pasaban los automóviles y el roce de las llantas con el agua y el
pavimento resultaba desagradable, casi doloroso, como cuando
un chico raspa una superficie metálica para fastidiar a la vieja
tía que a menudo lo atormenta enseñándole oraciones y amena-
zándolo con suplicios eternos si no las aprende.
Billy tenía delante su gin and tonic y parecía ensimismado
o abstraído, aunque en realidad sólo esperaba que yo respon-
diera a lo que él había dicho poco antes. Bebió un trago y
cuando puso el vaso sobre la mesa dije que tal vez tuviera ra-
zón. Yo no había vivido una experiencia semejante a la suya,
pero tenía la impresión de que para un hombre debía ser dema-
siado duro eso de permanecer tres o más años alejado de la
familia, en regiones inhóspitas y desconocidas, dedicado a ma-
tar gente, beber cerveza, dormir, ver la misma película diez ve-
ces en el cine de la base, ir el día libre a los burdeles y no tener
otro escape que la marihuana o las propias y más secretas ilu-
siones. Era demasiado duro; sí, tenía que ser demasiado duro
para cualquiera que no fuese un son of a bitch.
Tomó un cigarrillo de la cajetilla que había sobre la mesa, lo
golpeó mecánicamente contra el encendedor y no dijo nada.
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que dice eso de “un sur todo sur y todo Faubus”? Bueno, estos
“zonians” venidos de esa región, contaminados en cuerpo y alma
por un racismo de siglos, son algo así como el detritus de la so-
ciedad norteamericana. No hallo un calificativo más apropiado.
En verdad, pienso que te bastaría mirarlos para empezar a cono-
cerlos... Habitan casas con aire acondicionado, tienen clubes so-
ciales y deportivos, cines, campos de golf, prados mantenidos
como alfombras por trabajadores negros y mestizos, calles pul-
cras; tienen todo lo que nunca tuvieron ni soñaron tener en los
pueblos algodoneros donde vivían. Luego pareciera que tanta
comodidad acrecentara su soberbia y los volviera aún más
discriminadores. Pues debo decirte que para ellos es inferior
quien quiera que no sea U.S. Citizen. Si vinieras, podrías verlos
en Balboa Heights, en Gamboa, en Fort Clayton, por la mañana o
por la tarde, paseando satisfechos como iguanas al sol. Van por
las calles luminosas, bajo las palmeras o los árboles, con inso-
lencia de antiguos plantadores. El cielo de verano, las palmas, el
mar, la tierra, todo es suyo. En sus mentes sobrevive ese sur de
teas encendidas en las noches de los ghettos negros, los
encapuchados del Ku-Klux-Klan, el rencor de los esclavistas que
galopa por los algodonales de Georgia y Mississippi. Tengo la
impresión —y algunos comparten mi punto de vista— de que en
la Zona del Canal subsiste, ansía permanecer el espíritu vencido
en Gettysburg. (Perdona si te parece que exagero, pero así es).
Ese espíritu sureño puedes percibirlo en los pasos lentos del ca-
pataz que va de un lado a otro mascando tabaco, en su mirada
cuando se dirige a los obreros; también es visible en la ingenui-
dad hipócrita de las señoras que piden banana-split a las tres de
la tarde, antes de entrar al cine de Balboa, y en muchas otras co-
sas. El viejo sur está allí. Y además está el fantasma de aquel
coronel de caballería que estuvo con su caballo en Cuba, en la
loma de San Juan, en el alto cielo del Caribe, cuando el siglo aún
no comenzaba. (¿Te gustó la frase? Es de un historiador). Todo
eso podrías verlo si vinieras por acá. Teddy Roosevelt, el presi-
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dente del Big Stick, está allí como una sombra frente a nuestros
ojos. ‘I took Panama’dijo una mañana a sus amigos de Wall
Street. Eso dijo y otros lo imitaron con orgullo en Nicaragua,
México, Haití, Dominicana y Guatemala. Es toda una historia.
Sin embargo, aquí, como en todas partes, la gente no tiene me-
moria. En fin, para no cansarte, si pudieras venir en septiembre,
como dices, verías muchas cosas. No creas que exagero.”
Sí, no podía equivocarme, este Billy que miraba ascender el
humo de su cigarrillo en la tenue claridad del MOROCO era
distinto a esos paisanos suyos; estaba seguro de que no pertene-
cía, aunque fuera de la misma nacionalidad, a esa gente despre-
ciable. Bebí lentamente y encendí otro cigarrillo. Ahora tenía
ganas de escuchar el resto de su historia.
Billy había logrado sobreponerse a su abatimiento o lo que
fuese y de nuevo parecía en condiciones de beber y conversar
como al principio. Seguramente, pensé, el hambre le había en-
turbiado el ánimo como a mí, al punto de haber estado tentado
a irme. Ahora me alegraba de no haber cedido al impulso de esa
incomodidad pasajera porque Billy estaba dándome una imagen
inédita de los gringos, o si no de los gringos, sí suya; y, sea como
fuese, él era gringo y algo debía tener en común con los demás.
De manera que conocerlo a él sería, en cierto modo, tener un
vislumbre de muchos otros. Por eso me interesaba descubrir en
qué medida podía ser él encarnación de una actitud, de una con-
ducta colectiva; en qué medida representaba a la juventud o a un
sector de la juventud norteamericana. Eso me importaba por la
situación singular en que vivimos y hemos vivido; por eso creía
conveniente conocer un poco más de quienes privada y pública-
mente son nuestros enemigos. Ahora, por lo que me había dicho
y dejado entrever, podía pensar que ya Billy no era enemigo nues-
tro. Objetivamente, en lo externo, seguía siéndolo, pero subjeti-
va y éticamente había dejado de serlo. Claro, él mismo no lo sa-
bía, aún su actitud no era un estado de conciencia, sino un simple
reflejo, una instintiva reacción de rechazo, un descontento pri-
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CRÓNICA
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V
iento del noreste. Las naves bogan con todo su vela-
men desplegado. Es el amanecer y el agua espejea con
tonalidades azules y verdosas. Desde la cofa del bajel de
Bastidas, el vigía vislumbra el perfil sinuoso de una costa y da el
alerta:
¡TIERRA A BABOR!
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M
I TÍO Y YO LLEGAMOS AL CANAL EN la madru-
gada. Aún no había puente y debimos esperar casi
una hora en la orilla, hasta que se hubo reunido una
cantidad suficiente de vehículos, para cruzar en el Ferry
Roosevelt. Mientras duró la espera, yo miraba asombrado los fa-
ros giratorios (la línea de luz se perdía en todas las direcciones
como un grito sin eco), las luces de los barcos fondeados mar
afuera y estaba atento a los mil ruidos de sirenas y máquinas que
horadaban la noche infatigablemente; después me entretuve en la
contemplación del ferry que cruzaba cargado de automóviles las
aguas revueltas, con reflejos aceitosos y basura en la superficie.
Pese a la fatiga de once horas de viaje (Era un camión de carga y
traía ciento ochenta quintales de arroz. José Santos, el conductor,
era amigo de mi tío) por una carretera en gran parte de piedra, no
sentía sueño en ese momento. Además, aunque hubiera tenido sue-
ño, no me habría perdido la travesía. Hasta ese instante, el “Canal”
había sido una palabra, una imagen confusa y remota que la maestra
relacionaba con Lesseps, Bunau Varilla, Amador Guerrero y el cu-
bano Finlay, descubridor de la vacuna contra la fiebre amarilla; pero
ahora era una extensión de agua iluminada, era ese barco enorme
que iba a entrar en las esclusas de Miraflores, era la sirena del
remolcador que se alejaba de los muelles entre resoplidos de mo-
tores y rechinar de cables.
La maestra había dicho muchas cosas (el fracaso de los fran-
ceses, los millones de dólares invertidos por los norteamerica-
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THIS IS PANAMA
WELCOME
BIENVENIDO
A PANAMÁ
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dado en el pueblo a pasar unos días más con los abuelos. Yo había
venido a terminar la escuela en la capital). Horas después, al me-
diodía, me despertaron los ruidos y las voces de los vecinos.
En la casa, de madera y bastante vieja, vivía mucha gente. Al-
gunos de los inquilinos eran de origen jamaicano y trabajaban en
la Zona del Canal. Casi todos los vecinos conocían a mi tío y
cuando regresamos de comer (en la casa no había nada para coci-
nar) varios lo saludaron y preguntaron cuándo regresaría mi tía y
cosas por el estilo. También quisieron saber quién era yo y Jenny,
una jamaicana delgada y alta, hizo bromas sobre mi paternidad,
atribuyéndosela a mi tío sinvergüenza, velo vé, que había mante-
nido oculto ese hijo tanto tiempo.
Mi tío salió a arreglar asuntos de su trabajo y yo anduve
dando vueltas por la casa y los alrededores. Esa tarde vi por pri-
mera vez a Lupo, a Jimmy y a Marta, que salía de su cuarto, situa-
do en la planta alta, vestida de verde, con su pelo negrísimo suel-
to en la espalda. Recuerdo que pasó a mi lado sin verme (yo esta-
ba en la escalera) dejando una estela de perfume y provocándome
una sensación extraña en todo el cuerpo. Me pareció la mujer
más bonita que hubiera visto hasta entonces, o tal vez no lo fuera,
pero sí era la que sabía parecer más bonita.
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L
OS RUIDOS Y LA CLARIDAD DEL DÍA entran a tra-
vés de las persianas y me despiertan. Siento la cabeza
pesada y la boca seca. Me levanto mareado, vagamente
dolorido, y abro la ventana. El golpe de luz me cierra los ojos y
parpadeo varias veces hasta acostumbrarme. Es un día azul y lu-
minoso que no recuerda en nada a la lluviosa tarde anterior;
es otro de esos hermosos domingos que aun en invierno com-
pensan las fatigas de la semana. Voy al baño y permanezco lar-
go rato bajo la regadera —flexiones de piernas, de brazos, de
cintura, el cráneo estalla, fricciones en los ojos— luego me tomo
dos alkaseltzer y un vaso de leche. Después saco una cerveza de
la refrigeradora y recojo el periódico que un muchacho deja
cada mañana junto a la puerta. Con el diario y la cerveza regreso a
la cama y busco la sección cultural para ver a quién le han publi-
cado cuentos o poemas. Ojalá no sea a... pero, claro, allí están,
tenían que estar, los infaltables poemas seudoeróticos de esa se-
ñorita frustrada que intenta convertir en versos sus ansias repri-
midas. La conozco, la he visto en la universidad o en actos cultu-
rales, siempre ansiosa de conocer gente, conversar y hacerse sim-
pática, siempre obsesionada por asuntos y libros vinculados al
sexo. Su pequeño espíritu debe ser un sexo abierto, he pensado
alguna vez; lástima para ella que su apariencia no corresponda a
ese frenesí. Gruesa, pequeña, de piernas arqueadas y velludas, las
manos recargadas de sortijas, uno la ve siempre (sola y soltera a
lo largo de los años) en los recitales y en las exposiciones donde
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SECCIÓN INFORMATIVA
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4 columnas —arriba
La OEA reitera el criterio de que
Cuba continúa siendo una amena-
za para la seguridad inter-
americana, por lo que resulta in-
conveniente su reingreso a la en-
tidad hemisférica, dijo hoy en
Washington el Secretario Gene-
ral de esa organización...
2 columnas —al centro
A partir del 15 de agosto, repre-
sentantes de la OTAN y el Pacto
de Varsovia discutirán en Bruse-
las los problemas de la seguridad
europea y del retiro de tropas de
ambas partes...
3 columnas —marco
Un diario de Hong Kong hizo cir-
cular hoy la versión de que Mao
Tse Tung sufrió hace dos días un
serio accidente en Hanchow. La
misma fuente indica la posibili-
dad de que Chou En-Lai suceda al
máximo líder chino en la direc-
ción del Partido y del Estado...
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1 columna —abajo
Ayer el grupo guerrillero coman-
dado por Tiro Fijo y que opera en
la región suroccidental de Co-
lombia tendió una emboscada a
una columna del ejército, con sal-
do de tres soldados muertos y cin-
co heridos, incluido un oficial...
3 columnas —arriba
En su conferencia semanal de
prensa el presidente de los Esta-
dos Unidos, Lyndon B. Johnson,
afirmó esta mañana que su go-
bierno siente una auténtica y po-
sitiva preocupación por América
Latina...
TAK TAK TAK ///../..TAK
TAK TAK ? & TAK RÍO DE JANEIRO””
TAK TAK TAK
BOMBAY TAK TAK
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CRÓNICA
1503
“D
ía de la Epifanía (6-1) llegué a Veragua, ya sin aliento;
allí me deparó Nuestro Señor un río y seguro puerto.
A seis de febrero, lloviendo, envié setenta
hombres la tierra adentro; y a las cinco leguas hallaron muchas
minas: los indios que iban con ellos los llevaron a un cerro muy
alto, y de allí les mostraron hacia toda parte cuanto los ojos alcan-
zaba, diciendo que en toda parte había oro, y que hacia el poniente
llegaban las minas veinte jornadas, y nombraban las villas y lugares
donde había de ello más o menos. Después supe yo que el Quibián
que había dado estos indios, les había mandado que fuesen a mos-
trar las minas lejos y de otro su contrario; y que adentro de su
pueblo cogían, cuando él quería, un hombre en diez días una mozada
de oro: los indios sus criados y testigos de esto traigo conmigo...”
“...Cuando yo descubrí las Indias dije que eran el mayor señorío
rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, perlas, piedras precio-
sas, especierías, con los tratos y ferias; y porque no apareció todo
tan presto, fui escandalizado. Este castigo me hace agora que no
diga salvo lo que yo oigo de los naturales de la tierra. De uno oso
decir, porque hay tantos testigos, y es que yo vide en esta tierra de
Veragua mayor señal de oro en dos días primeros que en la Españo-
la en cuatro años, y que las tierras de la comarca no pueden ser más
hermosas, ni más labradas, ni la gente más cobarde y buen puerto y
hermoso río, y defendible al mundo”.
Cristóbal Colón.
(Carta VII a los Reyes. Jamaica, 7 de julio de 1503)
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C
UANDO CESÓ DE LLOVER, EL MOROCO SE llenó
de gente y así estuvo hasta la madrugada. La mulata y
su grupo se habían ido temprano, sin embargo, habían
llegado otras mujeres y un par de gringos. Éstos saludaron a Billy
al pasar cerca de nosotros; él respondió con un gesto y levantó el
vaso hacia ellos. Luego, en tanto se acomodaban y pedían bebida
en la barra, Billy dijo shit, con una mueca obscena, big shit, y
dejó el vaso en la mesa. Los dos gringos eran muy jóvenes, quizá
más que Billy; uno era delgado y grácil, aunque el otro no era
grueso, y tenía maneras delicadas.
—¿Son amigos tuyos? —pregunté.
—No —dijo Billy—. Apenas los conozco, pero sé que clase
de gente son. El de la izquierda —señalaba al más delgado— es
un marica que se ha valido de todo para no ir al frente. Está
dándose la gran vida aquí. Según parece, su familia tiene dinero
y altas influencias. El otro es de Arizona o de Texas, no sé bien,
y ha llegado a cabo arrastrándose, lamiéndoles las botas a los
oficiales. Ahora es el amigo de turno del otro. Los dos son shit
—repitió.
Mientras Billy hablaba, yo no dejaba de observar a los re-
cién llegados. Estaban muy juntos en la barra, casi rozándose
las caderas remarcadas por los pantalones ceñidos. Ambos be-
bían cerveza y de pronto noté que el más delgado nos miraba
por el espejo. Al cruzarse nuestras miradas, hizo un gesto de
saludo; correspondí, levantando el vaso. Seguidamente me levan-
té para ir al servicio.
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PASA LA GENTE
PASA LA GENTE
Hombres
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Mujeres
PASA LA GENTE
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INTENSOS BOMBARDEOS AL
NORTE DEL PARALELO 17
¡Robo al Pueblo!
PECULADO EN EL MUNICIPIO
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PASA LA GENTE
PASA LA GENTE
pasa
en la tarde de ayer y de mañana.
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H
E COMIDO BIEN EN ESTE RESTAURANTE italia-
no, con música de violines y reproducciones de pintu-
ras famosas, con vino y meseros atentos y pulcramente
vestidos. He comido mientras el viejo Sartini, propietario, chef
y sibarita deja la caja y viene a conversar conmigo del tiempo,
de su nativa Italia ay lejana y de esa idea que tiene —ya sabes
cómo es el asunto, habló de ello el día que estábamos con
Fabio— para montar una cadena de restaurantes baratos, en los
cuales el pueblo pueda comer platos italianos a precios módi-
cos. He comido en silencio, tras de haber vuelto Sartini al pues-
to de mando, frente a una reproducción de La Gioconda tan
enigmática como el original y la (¿el?) modelo de Leonardo.
Luego he disfrutado con el café y la crema de cacao (obsequio
de Sartini a un amico que comprende su nostalgia) y con las dos
mujeres que en una mesa próxima comen y conversan en voz
baja.
Las he visto mientras enrollan los spaghetti y sus bocas enro-
jecen con el vino. Ambas son blancas y atractivas, pero una es
más clara y tiene el pelo castaño. La otra, de cabello negro, usa
un vestido abierto en la espalda. Su piel invita a la caricia y
fugazmente pienso que debe ser delicioso recorrerla con los la-
bios o con la mano extendida, en la quieta claridad de una alco-
ba abierta a la luna. Sería maravilloso ver en un espejo esa piel
vencida, sin nada cubriéndola, junto a mi cuerpo tostado, recién
salido del mar; o bien, bañarla con ese vino del Piamonte que
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M
I TÍA AÚN NO HABÍA REGRESADO Y YO pasaba los
días recorriendo los alrededores de la casa en compa
ñía de dos o tres amigos que me enseñaban los sitios
en los cuales era posible conseguir mangos, papayas y grosellas.
Donde más abundaban las frutas era en el huerto de una quinta
abandonada en el límite del barrio, rodeada de montecillos y
yerbazales, cerca de un arroyo de aguas turbias. Allí íbamos des-
pués del mediodía, porque era hora en que el cuidador —un viejo
jamaicano medio rengo— dormía la siesta en algún cuarto de la
casa ruinosa. Sin ruido subíamos a los árboles de mango y nos
llevábamos cuantos podíamos meter entre el cuerpo y la camisa
anudada en la cintura. Descendíamos como serpientes gordas y
regresábamos a la casa con el abdomen monstruosamente defor-
mado. Luego buscábamos un sitio tranquilo, en una de las escale-
ras o en un corredor, y comíamos mangos hasta saciarnos. A ve-
ces pasaba Jenny, la jamaicana bromista, y nos pedía uno; en otras
ocasiones era Lupo quien se sentaba con nosotros y compartía el
festín.
Precisamente fue Lupo quien una tarde nos contó la historia
de la mansión abandonada. La casa había sido construida por un
ingeniero o técnico alemán que había trabajado en la última etapa
de la construcción del Canal. Primero, la había tenido para pasar
los fines de semana, luego, al terminarse las obras del Canal, la
había destinado a vivienda permanente y se dedicó al cultivo de
frutales y a la cría de cerdos y pollos. El alemán era un hombre
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cual yo iba de pesca con un tío que sabía mucho de eso, un río que
en verano era apenas más ancho que una quebrada, pero que en
invierno ahogaba gente y animales, arrastraba árboles inmensos y
nadie podía cruzarlo, y no había luz pero había luna y la luna era
mejor que la luz porque iluminaba todo el pueblo y el llano y los
cerros y uno podía ver en la noche muy lejos hasta el mar y sen-
tarse afuera de la casa en la claridad blanca y escuchar las histo-
rias de un tío, que eran mejores que las películas porque eran
verdaderas y él las había vivido. Sí, tal vez la luna fuera mejor,
dijo Jimmy, y los cuentos del tío mejores que el cine, pero en la
ciudad había muchas más casas y aviones y barcos, ¿no había ido
nunca al Canal a ver pasar los barcos?, eran más grandes que una
casa y tenían banderas, sí lo había cruzado y había visto un barco
cerca de Miraflores y Lupo me había contado cómo eran los bar-
cos por dentro y cómo vivían los marineros, pero también me
había dicho que los barcos se hundían y los tiburones se comían a
los marineros y no quedaba nada sino el mismo mar de siempre y
los tiburones esperando que otro barco naufragara; no, yo prefe-
ría la tierra y los llanos y el gran volcán azul y las historias de
tigres que tío Isidoro contaba a la familia reunida bajo la luna. Sí,
yo prefería eso, aunque la ciudad me gustaba y tenía cosas muy
bonitas. Terminamos los duros y una hermanita de Jimmy vino a
decirle que la mamá lo llamaba. Yo seguí en el árbol hasta que vi
a Marta salir de su cuarto y pararse en la escalera. Me bajé y
caminé hacia ella.
—Ven para que comas —dijo al verme.
Había dos platos servidos en la mesa; me senté frente a uno
y comí casi sin levantar la vista. Ella tomaba cerveza con la
comida y me ofreció, pero no quise porque nunca había tomado
y temía que me hiciera daño. Después me preguntó si quería
hacerle siempre los mandados. Dije que sí. Cuando terminé de
comer me pidió que llamara a la vecina del 7 para que le lavara
los trastos porque ella tenía que irse. Llamé a la mujer, una
señora ya vieja que planchaba ropa ajena, y después me senté en
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vida y todo cuanto yo era. Esta era la Marta mía, la única del mun-
do, la que estaba a mi lado sudorosa y me acariciaba el pecho y
me miraba en la penumbra con sus ojos de miel y me tomaba una
mano y la ponía en su seno y decía acaríciame y respiraba delica-
damente junto a mi cara. Esta era mi Marta, la de siempre, la que
ya nunca podría olvidar. La otra no había existido; era mentira.
Por la ventana entraban la noche y la pálida claridad de la ca-
lle. Con cuidado, sin mover demasiado la cama, me levanté y co-
mencé a vestirme. Estaba turbado, tenía miedo de mirarla y sen-
tía fosforecer mi sonrojo en la oscuridad. Oí que Jimmy andaba
buscándome a gritos por el lado de la escalera. Seguramente ya
su madre había regresado de la iglesia. Terminé de vestirme y sin
decir nada caminé hacia la puerta; entonces ella me llamó. Volví
lentamente hasta el borde de la cama y esperé quieto. Me tomó
una mano y la besó.
—Mañana vienes temprano —dijo en un susurro.
Asentí en silencio y salí a ver para qué me buscaba Jimmy.
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E
n este año de gracia, la Corona encomendó a Pascual de
Andagoya la misión de explorar la parte más angosta de
Tierra Firme —el istmo que los naturales llaman Pana-
má— en busca de una ruta apropiada para comunicar los domi-
nios del Atlántico con los del Mar del Sur, descubierto este últi-
mo y tomado en posesión para el Rey por Vasco Núñez de Balboa
en 1513.
Andagoya cumplió la encomienda del Rey y un camino de
herradura fue la primera vía transcontinental. Por ella, a lo lar-
go de dos siglos, el oro de Perú y la plata de Bolivia pasaron para
España. Y por ella también en 1671 —fecha aciaga—, mil dos-
cientos piratas famélicos y resueltos buscaron el esplendor y la
riqueza de la urbe más noble y opulenta del Pacífico. Por la mis-
ma senda, con 190 mulas cargadas de oro, regresó Henry Morgan
a Portobelo, y de Portobelo al mar y a la historia.
De la ciudad, fundada en 1519 por don Pedro Arias Dávila
—asesino y suegro de Balboa— sólo quedaron cenizas. Algu-
nas versiones declaran que el gobernador, Pérez de Guzmán,
dispuso darla al fuego para evitar el saqueo de los piratas, tras
haber éstos derrotado y puesto en fuga a sus tropas; otras afir-
man que fue Morgan quien ordenó la destrucción de la plaza.
Sea como fuere, del reciente y magnífico (ahora calcinado) es-
plendor, únicamente quedaron en pie la torre de la iglesia ma-
yor y algunos edificios de piedra.
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ESTACIÓN DE NAVEGANTES
N
O HAY NINGÚN CONOCIDO EN EL CAFÉ. Ocupo
una mesa próxima a una puerta y pido un tinto. Espe-
ranza, amiga de todos, siempre servicial y sonriente,
unas veces secretaria y otras consejera de los parroquianos, pre-
gunta: ¿qué haces, cómo te va, dónde estabas metido que hacía
días no te dejabas ver, qué es eso, hombre, andas enamorado?
No, nada de eso, respondo, son las ocupaciones, Esperanza tú
sabes cómo es la vida. Trae el café y un vaso de agua y pago
inmediatamente para evitarle otro viaje. Debió ser muy bella
Esperanza; su rostro maduro conserva algo de esa luz que tie-
nen las jóvenes hermosas. Enfrente del café hay un bar y de él
salen dos hombres gesticulando y hablando a gritos. Tomo un
sorbo de café sin azúcar y observo a los ocupantes de las otras
mesas. Hay poca gente, en verdad; únicamente están los habi-
tuales que pasan todo el día en el establecimiento y sólo lo aban-
donan de malas ganas cuando, en la madrugada, el griego
Athanasiadis ordena a un mozo subir las sillas a las mesas y
barrer el local con una manguera. Alguna vez he hablado con
ellos; son divertidos y buena gente, pero ahora no tengo ánimo
para escuchar los mismos chistes de Pepito o del ministro de
turno, las mismas lucubraciones sobre negocios imaginarios.
Me parecerían un disco rayado y desgastado por el uso. Algu-
nos son jubilados; otros nadie sabe dónde trabajan. ¡Qué gente!
Cada día enredan y desenredan la vida en el café. Río en silen-
cio viéndolos gesticular y enfatizar sus palabras con golpes en la
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(Continúan las risas)
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cia del diario matutino sobre el joven extraído de las aguas del
Canal. Ahora viene la foto de un cadáver cubierto por una manta,
con varios policías alrededor. El pie de grabado no revela quién
es el muerto, más bien es ambiguo, pero el cuerpo de la noticia sí
trae datos del suicida (la policía ha descartado toda mano crimi-
nal); y es entonces, por primera vez en el día, que comienzo a
recordar a Billy como debía haberlo recordado desde la mañana.
Porque el muerto es Billy Jones, veterano de Vietnam, miembro
del XVII de Infantería con base en Illinois. Pero, bueno, me pre-
gunto, ¿qué importancia tiene ya que lo recuerde, que piense en
su inercia y sus palabras, en lo que dijo de Vietnam, de Filadelfia
y de sí mismo? Por un momento, dolorosa-mente perplejo, no
acepto que Billy sea ese bulto cubierto por la manta en la orilla
del Canal. Sin embargo, no puede ser otro, aun cuando el diario
no da ningún indicio sobre las posibles causas del suicidio. La
policía investigará en sus pertenencias y entre sus conocidos para
ver si encuentra alguna explicación. En tanto, el cadáver, previa
realización de la autopsia de rigor, será enviado a Filadelfia, don-
de viven los padres del difunto. El soldado Jones había sido con-
decorado por su valor en el frente. Es todo. Doblo el periódico y
salgo a la calle.
Después de haber visto esa imagen de Billy, mejor dicho de
haberlo imaginado hinchado y yerto bajo la manta, no puedo
sentarme tranquilamente a ver una película. Enciendo un cigarri-
llo y camino despacio por la avenida Central en dirección a
Calidonia. En ocasiones me paro frente a los escaparates ilumi-
nados, rebozantes de mercancías traídas de todas partes del
mundo, pero nada de lo exhibido en ellos me llama la atención;
la imagen de Billy me ocupa por completo la mente. Tres cua-
dras adelante doblo hacia la avenida B y abordo un bus de Río
Abajo. Si quiero comentar la muerte de Billy con alguien —y
tengo que hacerlo; uno siempre debe ocuparse de la muerte de
los amigos o conocidos— debo ver a Charlie. Es la única perso-
na que, en cierto modo, ha sido testigo de nuestra fugaz amistad;
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la única, fuera de mí, que tal vez escuchó algo de lo que Billy
contó sobre su vida.
El bus gasta sólo veinte minutos en llegar frente al MORO-
CO. La noche es clara y el aire se siente limpio cuando camino
hacia la entrada del bar. Durante unos segundos me detengo
ante el establecimiento y evoco la salida de Billy y yo de allí en
la madrugada, después de muchas horas de lluvia, de inconta-
bles gin and tonics y de haber hablado hasta el cansancio de la
guerra, de Panamá, de cine, de nosotros; de todo cuanto uno ha-
bla cuando está borracho o se pone sentimental.
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T
RASPUSIMOS LA ENTRADA DEL MURO que rodea
la casa. Había dos automóviles en el estacionamiento
destinado a los clientes y los árboles cercanos dejaban
caer grandes gotas de agua al pavimento cuando la brisa los
agitaba. En el frente del edificio, foquitos verdes, rojos, azules
y blancos iluminaban el letrero que decía LA GRUTA AZUL
en italiano, inglés, francés y español. Alcanzamos la puerta y vi-
mos a dos hombres en una mesa y a tres en otra, todos acompaña-
dos por mujeres. Debían ser los ocupantes de los autos estacio-
nados afuera. Algunas mujeres iban de un lado a otro o conversa-
ban en la barra o en las mesas. Unas llevaban pantalones ceñidos,
otras faldas muy cortas y abiertas en un costado. Avanzamos ha-
cia una mesa y dos mujeres se nos aproximaron.
—¿Soldados? —preguntó una en inglés a Billy.
—No, hombres —respondió éste cómicamente serio—. Na-
da de soldados.
Reímos y nos sentamos con ellas. El mesero vino.
—Gin and tonic para nosotros —dije—. ¿Qué quieren uste-
des? —pregunté a las mujeres.
—Lo de siempre —indicó una al mesero.
Era un compuesto sin alcohol. Yo lo sabía. Me lo había di-
cho una antigua amiga prostituta; incluso lo había probado una
vez y tenía un sabor parecido al del té. Al cliente le cobran por
ese trago el precio de un coñac y, a menos que é1 insista, las
mujeres no beben otra cosa. Estuve tentado a decirles que to-
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dice cálmate hombre, ya está bien, ya. Annabel Lee está parada
desnuda sobre una mesa; lleva zapatos de tacones muy altos y
empuña un látigo de seda; Billy (¿yo, quién?) está a sus pies, ten-
dido, y la mira implorante como a una diosa terrible. Annabel
Lee lo azota, lo pisa y luego se sienta a horcajadas sobre su cara;
los soldados aplauden cuando el rostro vencido de Billy desapa-
rece entre las piernas de ella. Luces blancas, luces rojas, luces
verdes.
Aúllan las sirenas. OLEADAS DE BOMBARDEROS SOBRE
BERLÍN. Las granadas antiaéreas motean el cielo. PROSIGUE
LA OFENSIVA SOVIÉTICA EN EL FRENTE DEL ESTE. A la
base de Rodman llegó ayer un crucero averiado por un kamikaze.
Hierros retorcidos y chamuscados es cuanto queda de una sec-
ción de proa. Lena y Annabel Lee están en la cama. Cincuenta
dólares a cada una ofreció un oficial. No, doscientos por todo,
ciento cincuenta para ellas y cincuenta para mí, dijo el adminis-
trador. Está bien, aceptó Billy. Cada quien puso su cuota. Senta-
dos en torno a la cama vemos a los cuerpos, desnudos y lustrosos
por las cremas y las luces, buscarse en un excitante y vano inten-
to de cópula. Manos y bocas se recorren lenta, mutua, febrilmen-
te; Lena besa la garganta y los senos de Annabel Lee, ésta cierra
los ojos, entreabre la boca y su mano acaricia las caderas y el
vientre de Lena; ambas se sumergen en la luz negra y húmeda de
sus cuerpos. Recuerdo haber visto algo parecido cuando estuve
de licencia en Hong Kong. En Hawai cobraban treinta dólares por
ver a una mujer hacerlo con un perro. Es la guerra. Al atardecer,
en calle L y calle M, las mujeres salen de los zaguanes como
mariposas, entran a los bares, desaparecen en los callejones de
San Miguel y el Marañón con los soldados, se detienen frente a
los escaparates y miran de soslayo a los hombres que pasan. En la
Zona no hay luces. Desde las 8 p.m., lockout general. Balboa,
Clayton, Amador, Kobee, Diablo, Paraíso son extensiones de
sombra y durante el día los techos pintados de aceituna se con-
funden con la vegetación. En Panamá, en cambio, los techos son
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dice cálmate hombre, ya está bien, ya. Annabel Lee está parada
desnuda sobre una mesa; lleva zapatos de tacones muy altos y
empuña un látigo de seda; Billy (¿yo, quién?) está a sus pies, ten-
dido, y la mira implorante como a una diosa terrible. Annabel
Lee lo azota, lo pisa y luego se sienta a horcajadas sobre su cara;
los soldados aplauden cuando el rostro vencido de Billy desapa-
rece entre las piernas de ella. Luces blancas, luces rojas, luces
verdes.
Aúllan las sirenas. OLEADAS DE BOMBARDEROS SOBRE
BERLÍN. Las granadas antiaéreas motean el cielo. PROSIGUE
LA OFENSIVA SOVIÉTICA EN EL FRENTE DEL ESTE. A la
base de Rodman llegó ayer un crucero averiado por un kamikaze.
Hierros retorcidos y chamuscados es cuanto queda de una sec-
ción de proa. Lena y Annabel Lee están en la cama. Cincuenta
dólares a cada una ofreció un oficial. No, doscientos por todo,
ciento cincuenta para ellas y cincuenta para mí, dijo el adminis-
trador. Está bien, aceptó Billy. Cada quien puso su cuota. Senta-
dos en torno a la cama vemos a los cuerpos, desnudos y lustrosos
por las cremas y las luces, buscarse en un excitante y vano inten-
to de cópula. Manos y bocas se recorren lenta, mutua, febrilmen-
te; Lena besa la garganta y los senos de Annabel Lee, ésta cierra
los ojos, entreabre la boca y su mano acaricia las caderas y el
vientre de Lena; ambas se sumergen en la luz negra y húmeda de
sus cuerpos. Recuerdo haber visto algo parecido cuando estuve
de licencia en Hong Kong. En Hawai cobraban treinta dólares por
ver a una mujer hacerlo con un perro. Es la guerra. Al atardecer,
en calle L y calle M, las mujeres salen de los zaguanes como
mariposas, entran a los bares, desaparecen en los callejones de
San Miguel y el Marañón con los soldados, se detienen frente a
los escaparates y miran de soslayo a los hombres que pasan. En la
Zona no hay luces. Desde las 8 p.m., lockout general. Balboa,
Clayton, Amador, Kobee, Diablo, Paraíso son extensiones de
sombra y durante el día los techos pintados de aceituna se con-
funden con la vegetación. En Panamá, en cambio, los techos son
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ENA Y ANNABEL LEE NOS DESPIDIERON en la
puerta y salimos a la calle. De los árboles seguía cayen-
do agua cuando el viento movía las hojas, y el pavimen-
to continuaba mojado. Me sentía cansado y le propuse a Billy que
tomáramos un taxi.
—No —dijo— mejor esperamos un bus. Así hacemos tiem-
po. Todavía no tengo ganas de volver a la base.
Abordamos un bus. Fuera del chofer sólo lo ocupaba una
pareja semidormida en uno de los últimos asientos. Nos senta-
mos en los puestos delanteros y pregunté al conductor si aún
estarían abiertos los bares de calle K.
—Supongo que sí —respondió—. Algunos no cierran nun-
ca. EL MOULIN ROUGE abre día y noche.
El vehículo corría a cincuenta millas por la vía solitaria y el
aire de la madrugada entraba zumbando por las ventanillas. Aún
faltaba mucho para que amaneciera pero ya comenzaba a olerse
la proximidad del día. Era un olor a fósforo y a luz de mar, a
palmeras, langostas y velas desplegadas, en la bahía.
—¿Tienes un cigarrillo? —pidió el chofer.
Le pasé el paquete y tomó dos.
—Para más tarde —aclaró sonriente mientras se ponía uno
en la oreja y me devolvía el paquete.
En la entrada de San Francisco la pareja pidió parada. La
mujer, de amplias caderas y busto prominente, caminaba con
paso vacilante, apoyada en su compañero. Reanudamos la mar-
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ÓLO HAY UN CLIENTE EN EL MOROCO y Charlie
está al teléfono, cuando entro con el diario doblado y
ocupo un puesto en la barra. Veo su ancha espalda, su ca-
misa blanca-violeta y su grueso cuello oscuro rematado por una
espesa masa de cabello ensortijado. El cliente está en el otro
extremo de la barra ovalada y su pelo canoso brilla con reflejos
grisáceos cuando mueve la cabeza. Charlie cuelga el teléfono y
pone un cenicero delante del hombre. Luego, al darse vuelta, me
ve y su sonrisa de labios abultados y dientes blanquísimos se abre
como un abanico y camina hacia mí.
—Vaya, buena la cogiste, hombre —dice mientras me pal-
mea el hombro—. ¿Vienes a curártela?
—No, ya me la curé —digo—. Vengo a verte.
Su sonrisa se esfuma y pregunta serio, el ceño arrugado:
—¿Te pasa algo?
—No. Ganas de verte. Sólo eso.
Pasa un trapo sobre una mancha húmeda que oscurece la
madera de la barra. Sigo el movimiento de su mano hasta que la
humedad desaparece.
—¿Te acuerdas del gringo que estaba conmigo ayer? —pre-
gunto de pronto.
—Claro, cómo no lo voy a recordar, hombre, si estuvieron
aquí toda la tarde y gran parte de la noche. ¿Qué pasa con é1?
Guarda el trapo en alguna parte bajo el mostrador y todo su
rostro es una interrogación.
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CRÓNICA
1823
L
a frase de James Monroe, dicha un día de lenta lluvia,
resonó ominosamente en Europa —hubo reuniones en
varias capitales— y en América Latina provocó inquie-
tud. En las décadas siguientes, la ARMY NAVY frecuentó las
rutas de Morgan y de Drake, disparó sus cañones en la noche y
los buques grises amedrentaron a los peces y a los hombres de
todo un continente. Inglaterra firmó el tratado Clyton-Bulwer y
Colombia el Mallarino-Bidlack. Basado en éstos, el tío Sam
velaba el sueño de los pueblos del Istmo y la gente salía de las
casas en las noches de luna para ver los poderosos navíos de
hierro en el horizonte iluminado. Si alguien olvidaba o ignoraba
la presencia de los barcos, unas cuantas salvas de artillería o el
desembarco de una compañía de marines bastaban para recor-
darle que el tío Sam era el custodio de las riquezas y las vidas del
continente. Alguna vez, en la cubierta de la nave insignia, con-
cluido el servicio religioso, el jefe de la flota explicaba a sus
huestes que debían aceptar pacientemente cualquier sacrificio
impuesto por la misión, porque habían venido a estas tierras
inhóspitas y salvajes, habitadas por gente primitiva, en cumpli-
miento de lo dicho por un gran presidente. Por eso estaban aquí,
para evitar que otra potencia saqueara el cobre, la plata o el pe-
tróleo de estos países atrasados y débiles. Era sabido que la pér-
fida Albión pretendía abrir un Canal en algún punto de este terri-
torio para comunicar los océanos, implantar su hegemonía en el
hemisferio y ejercer el control marítimo del mundo. Eso no po-
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L
OS JONES DABAN CLASES CINCO DÍAS a la sema-
na, luego el sábado el profesor se encerraba en su estu-
dio a leer a Shakespeare, a Longfellow o a Emerson, de
los cuales era devoto y por quienes sentía una veneración rayana
en la idolatría. Pasaba el día entre libros y en la tarde recibía la
visita de otros maestros y bebían cerveza y conversaban de los
problemas de la escuela. A veces el señor Jones bebía más de lo
debido y su cara se ponía roja y recitaba trozos del Rey Lear o
de Macbeth con voz entusiasta y monótona. Eso era en el jar-
dín, junto a los rosales que la señora Jones había plantado años
antes, cuando se mudaron a esa casa de cinco habitaciones tras
de haber sufrido incomodidades en un departamento del centro.
En ocasiones la grave voz del profesor degeneraba en un mur-
mullo ininteligible y ya nadie sabía si recitaba un fragmento de
Hamlet o Mi corazón está en los bosques, de Burns, porque
también tenía en mucho aprecio a los lakistas y a los poetas
tempranos del romanticismo británico. Si yo escribiera, decía
cuando aún no había bebido demasiado, si yo escribiera alguna
vez resucitaría el espíritu romántico. Algún maestro de gafas par-
padeaba detrás de los cristales empañados y asentía con la cabe-
za, condescendiente, acaso convencido de que el buen Jones ja-
más escribiría nada que no fueran los informes de fin de curso.
Más tarde, cuando ya era imposible conversar o siquiera enten-
der lo recitado por el profesor Jones, los visitantes se despedían
de la señora Jones, que sólo bebía un vaso de cerveza “para no
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Era sobre todo por eso que lamentaba no haber sido un héroe,
porque la buena Bette no podía contar a sus amigas que él, Jones,
había recibido un premio a su valor.
Algunas veces hubiera querido volver a ser joven, hubiera que-
rido volver a vivir totalmente su vida para aprovechar las oportu-
nidades de convertirse en héroe, para dejar de ser maestro de
literatura y pasarse, en cambio, los días sentado en el porche con
un vaso de whisky y la buena Bette a su lado mientras los vecinos
saludan respetuosamente al capitán o al coronel Jones que regre-
só de la guerra convertido en leyenda y que se pasa los días mi-
rando a los transeúntes desde la altura de su heroísmo, junto a la
encantadora y dulce Bette, quien cultiva los mejores rosales del
vecindario. Si volviera a vivir, aprovecharía las circunstancias, co-
mo hicieron otros. Como hizo aquel que barrió con un lanzalla-
mas al grupo de soldados japoneses que salió de un blocao con
las manos en alto tras haber agotado sus municiones. Ése recibió
una mención de honor y una medalla por haber destruido “sin
ayuda y con gran riesgo para su vida” un bastión enemigo defen-
dido por quince hombres. No obstante, él, Jones, había visto que
los japoneses abandonaron el fortín sin armas; sin embargo, aquel
hombre era un héroe y él sólo un testigo lleno de remordimien-
tos. Sí, tal vez si viviera de nuevo haría las cosas de otro modo.
Porque si hubiera sido un héroe ahora no tendría que hablar de
Longfellow y Shakespeare a mozalbetes distraídos o estúpidos
que preferían pasarse horas oyendo a Elvis Presley o a Harry
Belafonte, fumando marihuana o masturbándose en grupo. Era
horrible pasarse cinco días a la semana rodeado por esa fauna
insensible y degenerada. Algunas veces entraba a fumar al salón
de profesores y maldecía en silencio el hallarse allí, con Hamlet
bajo el brazo, entre gritos y miradas mortecinas de adolescentes
drogadictos. Era un suplicio todo eso, cuando bien podría haber
estado (era otoño) en algún sitio tranquilo, acaso en la orilla de
un lago, viendo caer las hojas o diciéndole a Bette: mira Bette
cómo los rayos del sol atraviesan el follaje y se pierden en el
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A
LOS TRECE AÑOS NADIE SABE, POR MÁS que
imagine o fantasee, por más que se empeñe en interro-
gar al futuro, qué será de su vida cuando tenga veinticinco
o más. Esa tarde de fines de abril, muy soleada y con algo de brisa
en el aire, mi tío y yo ayudábamos a subir cosas al camión estacio-
nado frente a la puerta del departamento. Dejábamos la vieja casa
de madera para mudarnos a San Felipe, el añoso barrio junto al mar.
La casa donde viviríamos quedaba cerca de la catedral y desde el
balcón se podía ver el mar y los barcos que atracaban en el muelle
del mercado cargados de madera y plátanos del Darién. La mañana
anterior había ido a conocerla y a limpiarla con mi tío y me había
impresionado mucho tener la bahía tan próxima, casi metiéndose
la luz y el azul del agua por las ventanas. Ahora, mientras sacaba
cajas, ropas y muebles, me preguntaba cómo iría a ser la vida en el
nuevo barrio y una vaga congoja se mezclaba en mi interior con la
emoción de la mudanza. Allá no estaría Marta, ni jugaría béisbol, ni
podría ir a buscar mangos con Jimmy, ni habría un Lupo que me
pagara dos dólares a la semana. Tendría que adaptarme al paisaje de
pizarra de los techos, a la ausencia de terrenos baldíos y de mon-
tecillos donde uno podía divertirse con caminatas y exploracio-
nes; tendría que acostumbrarme al olor y la presencia del mar.
En verdad, me afligía dejar la casa de madera. Desde sus esca-
leras y pasillos había comenzado a conocer la ciudad y, en cierto
modo, la vida; en ella, en esa casa de dos plantas con once cuartos
y departamentos, quedaban los restos de mi infancia y mis pri-
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H
A ENTRADO MÁS GENTE AL MOROCO y Charlie
va de un extremo a otro de la barra. Apenas se da abas-
to para atender a los clientes y aún no llegan los dos
muchachos que lo ayudan. Recuerdo haberlos visto la noche
anterior; eran ellos quienes atendían las mesas después de las
nueve. Pero ahora Charlie está solo y son los propios clientes
quienes buscan las bebidas y las llevan a sus mesas. Charlie atien-
de sonriente y tranquilo, con esa eficaz parsimonia que siempre
le he conocido. Aprovecha una pausa en su trabajo para pregun-
tarme si quiero otro trago de ron. No, mejor un gin and tonic. Ya
está bueno de ron; si voy a beber unos tragos, quiero algo de mi
gusto. En silencio pone tres cubos de hielo en un vaso, echa una
medida y media de Beefeater, el contenido de una botellita de
quina y zumo de limón. Luego agrega dos cáscaras de la misma
fruta.
—Ahí está el sabor —dice sonriente mientras acude al llama-
do del hombre canoso.
Agito el trago y lo pruebo. Sabe igual que los de la noche ante-
rior. Es un mago Charlie. ¿Tendría algún secreto para preparar las
bebidas? Un día que estemos de humor le preguntaré cómo hace.
En la mesa que ocupé con Billy, dos hombres hablan del Perú, del
viaje que uno de ellos hizo a Lima hace poco para traer prendas de
oro y venderlas a plazos a las empleadas públicas y a las maestras,
Es un buen negocio, afirma. Ganancia de 100 o más por ciento en
tres meses. Y todo legal. Sin problemas.
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mi estimado sobrino
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C
HARLIE TIENE MUCHO TRABAJO Y APENAS pue-
de atenderme. Es una lástima porque he venido precisa-
mente con el propósito de hablar con él; siento una casi
imperiosa necesidad de contar a alguien algo de Billy, de ese
soldado abatido por la vida. En realidad, pienso, su muerte vigoriza
mi apreciación temprana de que é1 no tenía nada en común con
los “zonians”. El mismo hecho de haberse suicidado parece una
confirmación. Porque tiene que haber un resto de humanidad y
conciencia en una persona (si no es desesperación o locura) para
que se arroje al agua desde el puente de las Américas. Hasta aho-
ra ningún residente de la Zona lo ha hecho y difícilmente lo hará
alguno en el futuro. ¿Cómo van a renunciar a sus casas refrigera-
das, a sus yates, a sus comisariatos libres de impuestos, a todas
sus prerrogativas de consentidos del american way of life? Es
utópico imaginar siquiera que un individuo de esos vaya a suici-
darse. Viéndolos pasear por los campos de césped, bajo la som-
bra de los árboles, o sentados en las cafeterías al aire libre de
Balboa o en los salones de diversión de Curundú y Diablo Heigths,
uno duda de que en ellos pueda haber otra cosa que células y
sensaciones; dan la impresión, cuando pasan en sus convertibles
relucientes, de que son un vegetal más de la vastísima flora tropi-
cal. Uno los imagina muertos de apoplejía, de diabetes, devasta-
dos por el cáncer; los ve hinchados hasta reventar a causa de la
cirrosis o la hidropesía, pero jamás, de eso está uno convencido,
los verá con la yugular abierta por su propia mano o con la sien
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PANAMÁ
MARAVILLOSA TIERRA DE SOL
PUEDE VISITARLA TODO EL AÑO
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E
N LA CIUDAD UNO ES COMO UNA PLANTA: aquí
crece rodeado de pasto; allá, entre hortigas; en otro lado,
circuido por helechos. Uno se muda de un barrio a otro y
aprende a distinguir los distintos ambientes y se adapta a las
condiciones de vida imperantes. Yo había comenzado en Río Aba-
jo, después había estado en San Felipe, luego en Carrasquilla; y
cada lugar me había enseñado algo.
En Carrasquilla vivía gente de toda clase: obreros, oficinis-
tas, campesinos, que trabajaban como peones en las obras pú-
blicas, policías, prostitutas, chulos, maestros, buhoneros. Sin
embargo, nadie se daba por enterado de lo que hacían los de-
más; sólo en caso de riña era puesta de relieve la particular con-
dición de alguno: chulo de mierda, mantenido, ¿de qué puedes
presumir?; putona, quemas a tu marido por gusto porque ni si-
quiera cobras; qué policía ni qué carajo, si él mismo robó en el
supermercado. El resto del tiempo cada quien sufría su vida sin
meterse con los demás.
El barrio no estaba totalmente urbanizado, en algunos lugares
había parcelas de monte y una quebrada o zanja de aguas turbias y
jabonosas corría de norte a sur; también había una cantera aban-
donada donde tiraban carros viejos y en el centro de la cual los
años habían formado una laguna de hondura desconocida. Allá
íbamos algunos muchachos con Frenchí, un mecánico mal habla-
do, de habilidad legendaria, que había perdido facultades por el
alcohol. Nos juntábamos, dos, tres, a veces cinco, y lo acompa-
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T
ERMINO EL GIN AND TONIC Y LE PIDO otro a
Charlie. Éste sigue atareado porque ha entrado más gen-
te y, aunque ya han llegado sus asistentos, apenas alcan-
za a despachar los pedidos. Mientras espero el trago miro los
desnudos y recuerdo que Billy dijo algo de la muchacha recli-
nada bajo el árbol y también recuerdo que al salir tuve la impre-
sión de que ella nos sonreía. Ahora, sin embargo, su rostro iner-
te no expresa nada, fuera de la incitación que su postura encarna.
Charlie me da el trago y toma el vasito de ron que conserva junto
al espejo. Salud, dice y bebe.
—Ya ves que no podemos conversar —agrega con un gesto
de resignación y se aleja.
Enciendo un cigarrillo y vuelvo a ver la foto del periódico.
El cadáver había sido extraído del agua con un garfio (A los
cadáveres siempre los sacan del agua con garfios. En una oca-
sión un carguero noruego embistió a una lancha de cabotaje en
la entrada del Canal y murieron los nueve ocupantes de la lancha,
incluido un chico de trece años, de quien nadie supo qué hacía a
bordo, porque evidentemente no era tripulante y en esas embar-
caciones no aceptan pasajeros. Una patrulla naval llegó al escenario
de la colisión y rescató con garfios ocho cadáveres; el noveno, el
del capitán, desapareció, presumiblemente devorado por los ti-
burones. Eso me lo contó Lupo, cuyo remolcador condujo el barco
noruego al muelle de Balboa. Era impresionante, decía, ver a la
policía naval pescar cadáveres a la luz de los reflectores. A veces
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CRÓNICA
A
sí, universalmente admirado por la proeza de Suez, Fer-
nando de Lesseps viajó a Panamá en 1882, dispuesto a
reeditar su triunfo. El viejo sueño de unir los mayores
océanos mediante un canal iba a ser realizado por los franceses.
Miles y miles de hombres acudieron de todas partes del mundo
a sumar su fatiga al esfuerzo de Lesseps. Muchos eran técnicos,
pero la mayoría era gente simple, apta sólo para manejar el pico
y la pala.
Los trabajos comenzaron en la Costa Atlántica, en medio de
fiestas y gran entusiasmo, pero al cabo de unos cuantos años mi-
llares de hombres habían sido sepultados en la selva, víctimas de
alimañas o de fiebres, y las excavaciones se paralizaron cerca del
corte Culebra, donde la piedra formidable resistía los barrenos y
la dinamita, donde peones venidos de la lejana China amanecían
colgados de los árboles por su larga trenza, su piel aún más pálida
en el alba tropical.
Entonces, agobiado por las intrigas y las pérdidas, abrumado
por el fracaso, Lesseps desistió y retornó a Europa a morir, en-
tre las ruinas de la Compañía Francesa del Canal y las lágrimas
de los inversionistas y contribuyentes. Un grabado lo retrata en
sus últimos días, alucinado por las visiones superpuestas de una
franja de agua en medio de las ardientes arenas de Egipto, con
camellos y palmeras en las márgenes, y una zanja inconclusa,
llena de víboras y sangre, con cadáveres insepultos en las ori-
llas y vegetaciones feroces persiguiendo a los hombres.
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L
OS RECLUTAS LLEGARON A LA BASE en autobuses y,
apenas bajados de los vehículos, un sargento gi-
gantesco, de mirada pétrea, tatuado en el brazo derecho y
con una cicatriz en la mandíbula inferior, les ordenó formar en el
patio. La formación tardó en completarse porque todos se con-
fundían al buscar su sitio por orden de estatura. El sol caía a plo-
mo sobre el asfalto y pequeñas gotas de sudor comenzaron a bri-
llar en los rostros de los muchachos. Algunos sentían sed y se
pasaban la lengua por los labios resecos mientras la mirada ner-
viosa permanecía fija al frente, sin ver nada sino, como en un
trasfondo brumoso, los bosquecillos y las faldas de los promon-
torios lejanos.
El sargento iba y venía a lo largo de la fila, escrutándola con
ojos de pescado en hielo, sin decir nada. Después de un rato se
retiró unos pasos y miró detenidamente a cada uno durante se-
gundos que parecían eternos, en el transcurso de los cuales el
observado ni siquiera parpadeaba, inmovilizado por la luz hela-
da de esos ojos grisáceos. Concluido ese examen individual, los
conminó con voz tronante a olvidar sus hábitos civiles y a com-
prender, a meterse bien en la mollera, que allí sólo se atendía la
voz de mando. Nada de pretextos, nada de objeciones, nada de
escrúpulos. En el U.S. ARMY no había tiempo ni sitio para esas
cosas. Ellos estaban allí para ser soldados y servir al Tío Sam y el
Tío Sam sólo aceptaba obediencia. Obediencia obediencia. La
palabra producía ecos en la mañana clara, con pinos y colinas a lo
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C
ARRASQUILLA QUEDA LEJOS DEL MAR, no obs-
tante, en las vacaciones algunos amigos íbamos, —en
autobús si había dinero, en bicicleta o a pie casi siem-
pre— a bañarnos en las playas de San Francisco o de Paitilla; y
pasábamos horas allí, a veces hasta el atardecer, cuando el sol
muriente ponía reflejos dorados en las olas, en las rocas, en los
árboles y hasta en los cuerpos exhaustos. En ocasiones nos acom-
pañaban muchachas y con ellas, tras de habernos cansado na-
dando o jugando pelota, buscábamos lugares discretos entre la
vegetación o los peñascos para darnos besos y soñar. En el atar-
decer los labios tenían un sabor salado y era excitante unir las
bocas en una caricia interminable, abandonarse a la sensación
de esa ola, generada en la sangre y la carne tibia, que lo envol-
vía a uno como una agua mansa. Luego, con la última luz, cada
quien montaba a su amiga en el caballo de la bicicleta y peda-
leábamos de regreso, vencida la fatiga del esfuerzo por el ener-
vante roce de unas caderas mórbidas y dulces contra nuestros
muslos.
En cambio, cuando no iban muchachas, corríamos, nadába-
mos y boxeábamos hasta extenuarnos. Después nos poníamos a
fumar y conversar en los arrecifes. La escuela, los profesores,
las novias, las lecturas, los carnavales, Rocky Marciano, Willie
Mays, Dillinger... todo era tema y motivo de atención. Y fue de
esa manera, en forma un tanto involuntaria o casual, como al-
gunos comenzamos a interesarnos en los problemas del país y
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SIGLO XIX
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SIGLO XX
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CIUDADANOS NORTEAMERICANOS
SE IDENTIFICAN CON PANAMÁ
ADVERTENCIAS TURBIAS Y
AGORERAS EN NUEVA YORK
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M
IENTRAS CAMINO A LO LARGO DEL MALE-
CÓN, expuesta la cabeza al sol, la camisa abierta para
que me refresque la brisa, dejo que la mente discurra
de la marea creciente a las palmeras y los altos edificios del
centro; del olor del mar a los recuerdos; de la memoria a la luz
hiriente del mediodía. En las piernas, en cada paso que doy,
siento la energía acumulada, un casi salvaje deseo de correr
hasta extenuarme, hasta que esas mismas piernas, ahora elásticas
y fibrosas, apenas puedan arrastrarse como miembros lisiados.
Es un ímpetu loco de perderme en la luminosidad ardiente de la
hora. Sin embargo, reprimo el impulso y continúo caminando pau-
sadamente.
Todavía las olas de la marea creciente no rompen contra el
muro, aunque van aproximándose inexorablemente, incluso la
espuma de las mayores lame ya la base del malecón. Los barcos
pesqueros fondeados en la bahía cabecean perezosamente y en
algunos asoman hombres oscuros, requemados por el sol del
golfo y curtidos por las noches de tormenta. Hacia la izquierda,
en dirección a Paitilla, dos lanchas de paseo navegan mar afue-
ra. Sus estelas dividen las aguas azules y en los timones pueden
verse figuritas rígidas, empotradas a las embarcaciones por la
velocidad y el vértigo del mar.
Junto al muelle fiscal, varios botes de madera, deslustrados
por el salitre, afligidos por la intemperie, ondulan con pelícanos
y gallinazos parados en las bordas. Algunos tienen nombres pinta-
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cidos por los años sometidos a la acción del agua, el mar refleja
el mediodía. Los reflejos de luz suben y bajan según ascienda o
descienda el nivel del agua. Y en el extremo del muelle está
amarrado el Tucutí, barco de pasajeros y carga que hace un
viaje semanal a Darién, deteniéndose en cada poblado para de-
jar o recoger gente, petróleo, madera, plátanos, azúcar, medici-
nas, cartas, etc., y el cual algunas veces llega hasta los caseríos
costeros de Colombia. Ahora el Tucutí yace escorado a estri-
bor, hundido en el fondo lodoso, indiferente a las pequeñas olas
que lamen sus costados. Semeja un barco desahuciado o aban-
donado por la tripulación ante un inminente naufragio; sin em-
bargo, antes de media hora, cuando la marea haya subido lo
suficiente, habrá recobrado su verticalidad y se podrá verlo ca-
becear y distender las amarras al vaivén de las olas.
Un marinero sale a cubierta sin camisa, descalzo y con un
cigarrillo en la boca. Lo observo durante un momento y luego,
sin razón, quizá sólo para compartir con alguien el bienestar que
siento, para sentir que alguien más que las aves, el mar y yo esta-
mos vivos, le grito:
—¡Hey! ¿Cuándo salen?
—¿Qué? —su voz salitrosa suena ronca en el viento.
—¿Que cuándo se van?
Nuestros gritos resbalan sobre el agua iluminada.
—Esta tarde —responde—. Cuando suba la marea.
Agarrado a un cable, sigue fumando en la cubierta inclinada
y no digo más nada, pero permanezco otro rato allí, hasta que el
Tucutí comienza a ser movido por las olas.
Luego camino hacia el terraplén donde descargan los camio-
nes que vienen del interior. Ese sitio nunca está solo; hasta en
días feriados es visible en él algún carretillero o negociante de
frutas y legumbres. Allí, el olor de los repollos y las naranjas se
mezcla con el del mar y con el sudor de los hombres. Ahora, en
el calor húmedo, un grupo —viejos la mayoría— conversan en
el malecón y de vez en cuando alguno escupe al agua donde hay
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sola vez, el sitio donde había nacido, ese valle cuya imagen había
en cierto modo extraviado en las rutas del mar.
Ahora, mientras el viejo fuma reclinado en la popa del bote
y los otros conversan en el malecón, me pregunto qué habrá
sido de Plinio y si la muerte —si es que ha muerto— le permitió
ver nuevamente su tierra junto al río.
La marea ha alcanzado a cubrir por completo la base del
muro. El viejo sacude en la borda del bote las cenizas de la pipa
y la guarda en un bolsillo. En las axilas y en el pecho siento
cómo me baja el sudor. De vez en cuando ráfagas de viento
marino refrescan el terraplén calcinado. El viejo escupe y su
saliva forma pétalos en el agua. Empuña los remos y dice:
—Voy a echar un sueñecito a la sombra. No te olvides de las
lechugas, Lorenzo.
Luego rema pausadamente hacia el muelle. Los golpes de
remo forman remolinos en el agua y algunas basuras desapare-
cen en éstos y luego reaparecen más allá, agitándose como pe-
ces en la superficie iluminada. El viejo conduce el bote por
entre los pilotes del muelle, lo detiene donde la sombra es más
densa y se acuesta en el fondo.
En el malecón, uno de los hombres dice:
—¿Por qué no nos tomamos una cerveza mientras llega Fa-
briciano?
—Sí, estaría bien para el calor —aceptó otro—. Vayamos al
Terraplén.
Cruzan la calle y entran a la cantina. El malecón queda soli-
tario. Un perro dormita debajo de una carretilla. A lo lejos el
mar es intensamente azul y en el horizonte, más allá de las islas,
un gran barco se aleja con su penacho oscuro extendiéndose en
el día.
Como si los años no hubieran pasado, camino despacio ha-
cia el mercado, atravieso sus naves desiertas y frescas —los
puestos vacíos de mercaderías aparecen pulidos en la claridad
difusa y el piso ha sido barrido con mangueras— y salgo a la
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rampa de la capitanía del puerto. Junto a ella hay más botes y otro
barco amarrado al muellecito. En las inmediaciones, hombres y
mujeres con maletas y bultos esperan la orden de abordar la nave.
La mayoría suda copiosamente aunque el viento del mar evapora
el sudor.
En ese mismo muelle, una de tantas tardes vi cómo dos po-
licías desembarcaban a empujones a un negro colombiano acu-
sado de hechicero. ¿Salió en los periódicos? Tal vez sí. Había
llegado a Yaviza como llegan muchos en busca de trabajo. Ni
las autoridades ni los vecinos le prestaron mayor atención y
durante meses pasó inadvertido. Luego, un día una mujer falleció
a causa de un aborto provocado y la consiguiente investigación
reveló que el colombiano le había proporcionado la pócima fatal.
Se descubrió, además, que ese no había sido el único aborto pro-
vocado por él; y en todos los casos, era lo más curioso, él mismo
había causado los embarazos. A base de oraciones y bebedizos
seducía a las mujeres; aunque éstas alegaban que no, que había
sido su mirada magnética y profunda, como de serpiente, sí como
de serpiente, la que les había anulado la voluntad y trabado la len-
gua, la que les había insuflado fuego en la carne y hecho sucum-
bir una y otra vez a los requerimientos del negro. Luego él las
inducía al aborto para que esos niños no sufrieran ni aumentaran
la miseria del mundo. Era bueno y cariñoso, no le deseaba mal a
nadie y su mirada poderosa producía escalofríos y desvane-
cimientos; sí, escalofríos provocaba cuando la miraba a una como
desde las mismas honduras de la noche. Esa tarde, sin embargo,
mientras era empujado del barco al muelle y de éste al autopatru-
lla, su mirada no era enigmática y profunda ni de serpiente, sino
la de un hombre vencido y acosado.
La marea ha subido lo suficiente para que el barco pueda zar-
par y un individuo con trazas de empleado naviero —pantalón
oscuro, camisa blanca, corbata del mismo color del pantalón y
gafas negras— indica a los pasajeros que aborden el buque. Una
mujer levanta nerviosamente del suelo una bolsa de papel y ésta
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(Panorámica)
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(Close Up)
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Congo
Ahora me linchan en Texas.”
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mientras Flor del Otoño lloraba sobre su pecho?; ¿fue durante los
delirios?; ¿cuándo fue?) para que comenzara a ubicarse y, en cierto
modo, a definirse frente a la realidad, para que comenzara a ver su
vida como realmente era. Por eso, sobre todo, lamentaba no ser
escritor: para comunicarles a los demás esa visión de la vida y de sí
mismo que ya comenzaba a tener. Tal vez eso no sirviera de mucho
—algunas veces en exposiciones, en librerías o en un cine se había
preguntado si esos cuadros, esos libros o esa película servían para
algo, si en verdad tenían algún sentido— pero algo era. Por lo me-
nos respecto a sí mismo hubiera sido el principio de una identifi-
cación, el establecimiento, la afirmación de una identidad frente a
ese vasto conjunto de seres, fenómenos y fuerzas que era su país.
No obstante, ya nada era posible: había adquirido la com-
prensión, sí, pero había perdido la voluntad. ¿Recordaba yo a ese
personaje de Hemingway que en The sun also rises tiene una
conciencia patéticamente lúcida de su impotencia vital? Sin ser
físicamente impotente como Barnes —el personaje es un mutila-
do de guerra— Billy también veía sus posibilidades obturadas. No
había nada que hacer. Nada. Por eso se preguntaba ¿a qué volvía a
Filadefia, a Nueva York? Daba lo mismo cualquier sitio. A menos
que pudiera irse a un lugar de Montana o de Wyoming: un bosque,
una cabaña cerca de un lago o de un río y una refrigeradora que
hiciera cubitos de whisky, no, de ginebra, cubitos de gin and tonic,
y una conejita con vestido transparente que le llevara los cubitos y
los cigarrillos hasta donde él estuviera sentado en el atardecer, frente
a la cabaña, viendo el paulatino oscurecimiento del agua (¿lago o
río? Cualquier cosa), la luz dorada en las cumbres de las montañas
y los juegos de las ardillas en los árboles cercanos. Pero eso tam-
poco era posible. Oh, my God, estaba hablando como cualquier
business man que sueña con un sitio así idílico, donde no vea el
rostro cotidiano de la esposa frente a la televisión ni escuche su
voz por teléfono pidiéndole dinero para ir al baratillo de Sears;
donde pueda olvidar a ese tipo de la oficina que siempre le agria
el lunch con su charla fastidiosa y monótona sobre las proezas
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cado algo. Uno pretendía emular a Lope de Vega y cada tarde lleva-
ba un cartapacio con seis, nueve, once poemas, todos malos, por
supuesto, aunque él parecía creer sinceramente que a ese paso se-
ría en unos años el mejor y más prolífico poeta del mundo). Nin-
guno de ellos lo había conocido, pero les conté quién era Jimmy y
todos coincidieron en que su fin era lamentable. Claro, su caso no
era único ni sería el último. Podían decirlo los puertorriqueños y
los mexicanos que cada día eran agredidos o asesinados en las ciu-
dades estadounidenses. Además, no debíamos olvidar algo: no era
necesario salir de Panamá para ser un delincuente a los ojos de los
gringos. Alguien recordó al panameño que había sido condenado a
cadena perpetua en la Zona del Canal por haber cedido a la ninfo-
manía de la esposa de un coronel. Fue acusado de estupro y aunque
la supuesta víctima no estuvo presente en el juicio ni declaró con-
tra el acusado —la habían enviado discreta y apresuradamente a
Estados Unidos— el veredicto fue de culpabilidad y por ello Lou
Lerner Grace permanecía desde hacía diecisiete años en la peni-
tenciaría de Gamboa. Había sido un escándalo. La defensa, a cargo
de un abogado gringo, se limitó a pedir clemencia y no presentó
testigos, pese a que muchos habían visto cómo la mujer llegaba en
su automóvil a buscar a Grace por las noches. Simplemente, en la
Zona no podían tolerar —era inmoral, inadmisible, dijo el fiscal—
que la blanca esposa de un coronel hiciera el amor con un negro,
así fuese dentro de un automóvil en un camino solitario.
Largo rato hablamos de esos muchachos que se marchaban a
Estados Unidos en busca de una vida mejor. Simultáneamente te-
nían razón y estaban equivocados. Pero, ¿qué se podía hacer? La
realidad, su aversión a la pobreza era más fuerte que todas las
palabras. Todavía, durante el viaje de la universidad al centro, con-
tinuaba pensando en eso y la imagen de Jimmy seguía dándome
vueltas, giraba dentro de mí como una nubecilla luminosa en un
cielo negro.
Mientras yo pensaba en Jimmy, Billy bebía calmosamente,
ponía el vaso en la mesa, encendía un cigarrillo y dejaba correr la
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nas veces, siempre con el mismo tipo. Ponen música y ella baila
y él la mira. Nunca baila con ella, sólo la mira. No sé... a veces
pienso que debe ser un enfermo. ¿Te sirvo el otro?
—Bueno. Y ahora sí tráeme algo para picar.
Charlie se aleja y en la luz violeta, entregada a la música, a
la mirada del hombre y a un rito que quizá sólo ella conoce, la
mujer sigue bailando.
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CRÓNICA
1903
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n el Istmo se han librado los últimos combates de la Gue-
rra de los Mil Días. Liberales y conservadores están
exhaustos y hastiados de sangre. Panamá sufre, como ha
padecido desde su emancipación de España, los males de Colom-
bia. Ahora, desgarrado el país por la contienda civil, es el mo-
mento de intentar una vez más la separación. Los comerciantes
panameños cansados de soportar los estragos de las revueltas ur-
didas en Bogotá y los gravámenes impuestos por el gobierno me-
tropolitano, no están dispuestos a tolerar que sus establecimien-
tos continúen languideciendo en la zozobra.
En la honda noche crepitan debates y concilios, titubeos y
resoluciones. Finalmente, una mañana de noviembre, con el apo-
yo prestado por la presencia de la U.S. NAVY, se proclama la
independencia. Es fiesta: campanas a vuelo, salvas, euforia en las
calles.
Quince días después es firmado en Washington el tratado
Hay–Bunau Varilla, por el cual Estados Unidos obtiene la con-
cesión para construir el Canal (la fracasada compañía francesa,
representada por Bunau Varilla, percibe cuarenta millones de
dólares) y además recibe a perpetuidad una franja de territorio
para el mantenimiento y defensa de la vía.
Meses antes, el indio Victoriano Lorenzo, general–guerri-
llero que luchaba en el bando liberal por tierras para los suyos y
quien recelaba de los gringos, había sido fusilado a traición,
con el consentimiento de los jerarcas liberales. De manera que
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L TAXI AVANZA POR CALLES DESIERTAS, SIN au-
tos ni gente, apenas animadas por anuncios parpadeantes,
y de vez en cuando el chofer intenta entablar conversa-
ción, pero le respondo con monosílabos distraídos o permanez-
co callado si no es preciso que conteste; finalmente parece re-
signarse a mi renuencia a la plática y enciende el radio. Frank
Sinatra canta Stranger in the night y su voz tiene resonancias
oscuras en el aire fresco de la madrugada. Reclino la cabeza en
el espaldar del asiento, entorno los ojos y me entrego a la can-
ción y a ese aroma indefinido de la noche, mezcla de cemento y
mar, de tierra, sudor, lluvia y cielo, que la ciudad exhala antes
de amanecer. Río Abajo, Parque Lefevre, Carrasquilla, El Can-
grejo, Bella Vista, San Miguel, Calidonia y ahora, a la izquier-
da de la avenida, El Chorrillo; hemos atravesado la ciudad dor-
mida y bordeamos las faldas del Ancón. Allí están las alambra-
das iluminadas por reflectores, Quarry Heights —centro neurál-
gico del vasto aparato bélico— y los letreros NO TRANSPA-
SSING MILITARY ZONE, fosforescente entre los insectos y la
vegetación. Más allá, a la izquierda Amador, el mar y las islas de
Perico, Naos y Flamenco, densas y quietas como tortugas dor-
midas en la vaga luz. Termina la canción de Sinatra. Son las cuatro
y cuarenta y seis de la mañana, dice la voz insomne del locutor. A
la derecha, Balboa; sus calles limpias, bordeadas de palmeras y
césped, están ahora sumidas en el silencio y el sueño; y al frente,
ya prácticamente debajo de nosotros, el gran puente iluminado.
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Del mar sopla ese viento fresco que anuncia el alba. En uno
de los muelles de Balboa hay un trasatlántico amarrado, inmó-
vil en el agua sin olas. De la ensenada de Rodman sale un remol-
cador a marcha lenta. La brisa agita la bandera estadounidense en
lo alto del puente.
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Biblioteca de la Nacionalidad
TÍTULOS
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• Veintiséis leyendas panameñas, Sergio González Ruiz.
Tradiciones y leyendas panameñas, Luisita Aguilera P.
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