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ESTACIÓN DE NAVEGANTES

Dimas Lidio Pitty


Estación de navegantes

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DIMAS LIDIO PITTY

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A Miriam

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DIMAS LIDIO PITTY

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“¡0h tú, hermosura del día! ¡Tú,


huracán;
tú, corazón del Cielo y de la Tie-
rra!”

Popol Vuh.

Los norteamericanos quieren absorbernos... vendrán aquí con el mensaje


de su lengua y de su folklore, son de una condición que no respeta más
hegemonía cultural que la suya; vendrán a colonizarnos, no sólo como se
explota una comarca, con propósitos comerciales —o políticos— sino por
medio de su cultura, sinceramente incompatible con la nuestra...
“... Los norteamericanos nos dicen que nos tienen mucho cariño; no
pocas veces hemos leído en la prensa norteamericana críticas violentas a la
política imperialista de los europeos contra los latinoamericanos; no pocas
veces hemos leído en la prensa norteamericana críticas contra la política de
los europeos, que vienen desarrollando en el continente negro —de quienes
parece que quieren convertirse en defensores— ¡que ironía, para los que
defienden la teoría de McKinley de la expansión territorial y del racismo, y
de imponer por la fuerza una política del panamericanismo, que se adminis-
tra desde las fronteras norteamericanas, si no, díganlo con elocuencia...
México, Cuba, Haití, Filipinas, Puerto Rico... o nosotros mismos!”

Belisario Porras, presidente de Panamá


1920-1924.

“Yo he visto a Panamá desde las nubes


como una larga zona de uniformes”
Rafael Alberti

“El lobo se llama dólar,


el lobo mató la paz.
El lobo, niños del mundo,
Barbas lleva de tío Sam”.
Diana Morán

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Un día entre los días

Agua el día
agua la noche
agua el mundo en rotación inmutable de soles y lunas
Al sur al norte
continentes habitados por plantas y animales
donde miles de años después habrá ciudades y dioses
Astros de luz esmeralda
mareas
siglos y siglos de silencio
Entonces
¿en qué instante emerge del mar
entre fuego y espuma
este corazón de tierra?*
El tiempo el tiempo
No hay calendario
ni huella en el barro o en la nube
pero ahí ha estado y estará
hasta que el agua recobre su dominio

Tierra de agua
tierra de aire
tierra de luz
aquí está

* El Istmo de Panamá se formó a mediados del período terciario, según la opinión más difundida y acep-
tada entre los geólogos.

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entre todas las aguas


entre todas las tierras
entre todos los hombres
La voz surgió del mar plateada por los peces una mañana de sol
Pudo ser en Bayano
o en Darién
o en las islas
donde ese día los indios vieron cardúmenes innumerables
y la voz nació del agua**
Nadie recuerda el sitio
pero el nombre brotó como una flor azul
y sus pétalos se abrieron en sonidos
Luego sobrevivió a plagas y diluvios
al arribo de Bastidas
al asombro de Colón
al genocidio de las tribus
a los vendavales del Caribe y los incendios

Junto a los ríos, en las selvas remotas y escondidas, los


fugitivos de la espada y de la cruz repiten el nombre en
silencio como una alabanza a la tierra perdida. Bajo los
espavés o las estrellas, la palabra resume pasado y futu-
ro, cuanto ha sido o habrá de ser para los pueblos dis-
persos. Más tarde, en las montañas de Veraguas, en la
sombra azul de cerros y luciérnagas, Urracá, gran señor
de la guerra que eludió el cautiverio español arrojándo-
se al mar cuando era conducido engrillado en una cha-
lupa, arenga a sus guerreros con palabras de fuego y
con esa voz antigua venida de las aguas. Los rostros de
bronce y las hachas de piedra fulgen en la luz de las
hogueras. Urracá llama al combate: ¡NO a la esclavi-

** La voz aborigen panamá significaría “abundancia de peces”. De acuerdo con otras versiones, sería
“abundancia de mariposas”. Nos inclinamos por la primera acepción, pues la realidad parece confir-
marla.

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tud! ¡NO a la cruz! !NO al dominio extranjero! Compañón,


Albítez, Espinosa, los capitanes de las huestes castella-
nas (cruzan llanuras y pantanos, incendian aldeas, violan
mujeres y degüellan ancianos, deslumbrados por el oro)
escuchan en el día de serpientes o en la noche de fieras
el nombre extraño. Perciben su presencia en cada hoja,
en cada piedra; es como el aire quemado por el sol, como
la lluvia, como la misma sombra que calladamente en-
vuelve armaduras y arcabuces en herrumbre.
De la mar había venido y en la vida estaba
La luna ilumina las costas de arena blanca
las hondonadas sombrías
y el nombre asoma como una roca virgen
PANAMÁ
Brilla en el rocío
en el alba
en el crepúsculo
es el aire
el cielo
los pequeños arroyos
cuanto el hombre ha tenido y tendrá sobre la tierra
sobre esta tierra de caminos secretos
por donde han pasado emisarios de Chichén ltzá de Uxmal
acaso de Tenochtitlán
hacia las nieves de Macchu Picchu

Hombres de muchos pueblos han pasado por esta tierra


y han hallado aquí sus ilusiones
y otros la muerte
PANAMÁ
puente o meta
instante o destino
siempre tierra en el agua y en la historia.

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En su casa de La Antigua, en las tardes de lluvia, cuando


no es posible trabajar en el huerto, Balboa recuerda su
infancia en Badajoz o sus penurias en La Isabela, de
donde tuvo que salir huyéndole a la miseria. Ahora afi-
la su espada en una piedra mientras Anayansi lo mira
embelesada como a un dios antiguo. Al otro lado de la
sierra, muy lejos, está el mar. No ése, visible a su espal-
da, en el cual está fondeado un bergantín de tres palos y
en el cual se extravió Nicuesa con su infortunio, sino
aquél que vislumbró una mañana luminosa desde un ce-
rro de Darién y a cuya ribera llegó cuatro días después
para tomar posesión de él en nombre de Castilla y
Aragón. Allá, al otro lado del Istmo, está el mar turque-
sa de las perlas y el oro, a través del cual un día Pizarro
y Almagro llegarán a las riquezas de Perú y a los lagos
de Chile. Mientras afila su acero piensa en ese mar
inexplorado y en los viajes que aún deberá emprender
en busca de nuevos dominios para su rey. En ese ins-
tante un rayo calcina un árbol frente a la casa y en la
mirada de Anayansi percibe una sombra fugaz. Meses
después, en el momento en que su cabeza va a ser corta-
da en el sol de la mañana de Acla por orden de Pedrarias,
Balboa ya no piensa en el mar de las perlas y el oro, de
las islas apacibles y el horizonte infinito, sino en sí
mismo y en esta tierra que la muerte convierte en su
destino.

PANAMÁ
voz de agua
voz de cielo
voz de luz
tierra surgida del mar
cuyo nombre no perece
PANAMÁ

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tiempo y sangre
canal
puente
destino
PANAMÁ
the crossroads of the world.

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E
L OLOR Y EL SONIDO DE LA LLUVIA llegaban de la
calle mientras en la penumbra del MOROCO la cara
pálida y los ojos azules de Billy Jones hacían evocar
esas imágenes de santos acosadas por las polillas y los años,
esas viejas figuras de madera pintada que naufragan en la at-
mósfera plácida y espermosa de las iglesias coloniales. Afuera
pasaban los automóviles y el roce de las llantas con el agua y el
pavimento resultaba desagradable, casi doloroso, como cuando
un chico raspa una superficie metálica para fastidiar a la vieja
tía que a menudo lo atormenta enseñándole oraciones y amena-
zándolo con suplicios eternos si no las aprende.
Billy tenía delante su gin and tonic y parecía ensimismado
o abstraído, aunque en realidad sólo esperaba que yo respon-
diera a lo que él había dicho poco antes. Bebió un trago y
cuando puso el vaso sobre la mesa dije que tal vez tuviera ra-
zón. Yo no había vivido una experiencia semejante a la suya,
pero tenía la impresión de que para un hombre debía ser dema-
siado duro eso de permanecer tres o más años alejado de la
familia, en regiones inhóspitas y desconocidas, dedicado a ma-
tar gente, beber cerveza, dormir, ver la misma película diez ve-
ces en el cine de la base, ir el día libre a los burdeles y no tener
otro escape que la marihuana o las propias y más secretas ilu-
siones. Era demasiado duro; sí, tenía que ser demasiado duro
para cualquiera que no fuese un son of a bitch.
Tomó un cigarrillo de la cajetilla que había sobre la mesa, lo
golpeó mecánicamente contra el encendedor y no dijo nada.

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Luego la llama del encendedor empalideció aún más su rostro de


niño tardío, prácticamente imberbe, pero en el cual la juventud
no podía disimular prematuras huellas de remordimiento o des-
encanto. Exhaló el humo y bebió otro trago. Su manera de beber
traslucía una especie de indiferencia o de hastío, de renuncia de-
finitiva. Me miró.
—Eso es lo peor —dijo con voz tenue—. Sí, eso es lo peor:
que todos somos hijos de perra. Pero lo más triste es que no lo
advertimos sino cuando es demasiado tarde para cualquier cosa
que no sea sentir asco de uno mismo. Antes, cuando uno está
en el asunto, cuando obedece órdenes y avanza y tira a ciegas y
se revuelca en el lodo, no advierte nada. Quizá sea porque no
hay tiempo para pensar. Pero, después, cuando todo ha pasado,
llega el día, un instante cualquiera, en que uno comienza a com-
prender. Así les ha ocurrido a muchos. Pero ya entonces la
cosa no tiene remedio, ¿ves? —Afirmé con la cabeza y él apro-
vechó la pausa para beber un trago—. Ya sólo queda seguir
viviendo hasta el fin con el recuerdo de ese tiempo y con la
amargura, si uno tiene suficiente conciencia, de haber sido un
miserable. Pero eso tampoco arregla nada porque en ese momen-
to habrá otro haciendo lo mismo que uno hacía. ¿Comprendes?
Asentí en silencio y bebí un trago. Billy fumaba y exterior-
mente se veía tranquilo aunque un fulgor extraño, de rencor o
culpa soterrados, brillaba en el fondo de sus ojos. Ahora bebía
pausadamente y observaba los desnudos pintados en las pare-
des. Había mulatas y criollas en poses sugestivas y sensuales.
Era evidente que quien las había pintado no era un artista sino
un simple ilustrador comercial, pero en uno de los desnudos
había alcanzado a rozar la magia de la creación. Quizá los clien-
tes del MOROCO no lo advirtieran, sin embargo, algo había de
arte, de vaga poesía, en esa muchacha reclinada bajo un árbol
con la falda subida hasta los muslos entreabiertos y con aire de
entrega o abandono en su cuerpo moreno. Tal vez el autor ha-
bía visto alguna reproducción de la maja desnuda o de las

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tahitianas de Gauguin e inconscientemente había intentado re-


medar los cuadros ilustres; o tal vez simplemente había querido
plasmar en ese muro uno de sus sueños, una parte de su humani-
dad secreta, de sus ansias de rotulista desconocido. Cualquiera
hubiese sido su intención, la muchacha había resultado más que
una tosca ilustración de cantina. Y seguramente el autor había
tenido conciencia de eso porque en el ángulo inferior derecho
había puesto una especie de firma o marca legible que singulari-
zaba y distinguía la pintura. El ilustrador no se había atrevido a
dejar bien claro su nombre, quizá por temor al escarnio de sus
conocidos, pero había satisfecho, aunque fuera en parte, su vani-
dad. Billy miraba precisamente ese cuadro.
—Me recuerda algo que he visto antes —dijo después de un
rato.
—Hay muchos así en los almanaques —dije mientras me
levantaba para ir al servicio.
Negó con la cabeza y volvió a mirar la pintura mientras me
alejaba. Cuando regresaba, vi que sacudía su cigarrillo en el
cenicero, el vaso en la otra mano y los ojos entornados. Charlie,
el barman, pulía copas con un trapo detrás del mostrador. Fui
hasta el jukebox y marqué algunas piezas, sin fijarme cuáles
eran. Una canción lenta, de impreciso aire italiano o francés,
surgió del aparato. Cantaba una mujer de voz dulce y melancó-
lica. Billy tenía los codos apoyados en la mesa, la barbilla en
las manos y los ojos cerrados cuando regresé a sentarme. Afue-
ra seguía lloviendo y no entraba ningún cliente. Billy terminó
su trago y llamamos al barman.
—Trae algo de comer —dije cuando vino.
Preguntó si queríamos papas fritas, sardinas portuguesas o
salchichas picantes. Billy dijo que cualquier cosa. Pedí anchoas
y galletas saladas. Comenzaba a sentir hambre porque había al-
morzado temprano y ya eran más de las cinco.
—Ah, sírvenos lo mismo, Charlie —dije mientras termina-
ba mi vaso.

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Charlie trajo primero las bebidas y después las galletas y las


anchoas. A Billy le puso delante un platito con salchichas.
Comió dos o tres trozos y luego apartó el plato y dijo que no
tenía hambre. Yo, en silencio, casi sin levantar la vista, terminé
las anchoas. Me sentí mejor y bebí un trago largo. Después en-
cendí un cigarrillo y durante un rato escuché, como si fuera mú-
sica y no estuviera en un bar en compañía de un gringo, sino en un
bosque o en una playa solitaria, el sonido de la lluvia y el ruido de
los automóviles. Billy se había recostado contra la pared (estába-
mos sentados en sillones gruesos, tapizados con material pareci-
do al cuero, en los cuales era posible reclinarse cómodamente) y
tenía los ojos cerrados.
De pronto comencé a sentirme incómodo, casi disgusta-
do conmigo mismo por haber aceptado beber con Billy. Era
un sentimiento confuso. No era propiamente disgusto, pero
sí una sensación de incomodidad, como cuando uno se abs-
tiene de refutar un disparate por no parecer grosero y luego
lamenta la abstención porque quien dijo el disparate no sólo
persiste en el error sino que profundiza en detalles e insiste
en convencer a todos con sus tonterías. Ahora deploraba es-
tar con Billy mientras lo veía beber su gin and tonic, siem-
pre con los ojos cerrados. Qué gringo hijo de su madre. No
debía haber aceptado acompañarlo; a lo sumo debí haber
aceptado tomar una copa, no soportar durante horas su char-
la y su compañía. Sí, él tenía sus problemas, muy bien, pero
yo tenía los míos y todo el mundo se pasaba la vida haciéndole
frente a los conflictos; eso no era una justificación y, al fin y
al cabo, ¿qué era yo suyo para que me contara sus cosas?
Nos hemos encontrado en la calle y me ha pedido que por
favor le indique dónde es posible beber una copa sin complica-
ciones, en un ambiente tranquilo. Le he recomendado el
MOROCO, el mejor bar de Río Abajo, donde siempre es segu-
ro encontrar buena bebida y hasta una amiga, si la suerte lo
acompaña a uno. Estamos en una esquina, a media cuadra del

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bar, y yo espero el cambio de semáforo para cruzar la calle. A


nuestro lado pasan hombres, mujeres y chicos morenos mien-
tras una masa de nubes grisáceas comienza a espesarse por el
lado del mar. Cambia la luz y digo bye, pero él me retiene y
pide que lo acompañe, si no tengo nada urgente que hacer.
Durante un instante dudo, luego decido que no es mala idea to-
mar una ginebra antes de la cena. Es sábado. Además, de vez en
cuando es bueno conversar con los gringos para saber qué traen
por dentro. Uno los ve todos los días, está cansado de soportar la
presencia de los marineros ruidosos y de los soldados de mirada
perdida que invaden los burdeles de Río Abajo desde el atardecer
hasta la mañana o hasta que un escándalo precipita la interven-
ción de la policía y la parranda termina en garrotazos, detencio-
nes y autos alejándose con las sirenas abiertas; uno está acos-
tumbrado a eso, pero pocas veces tiene oportunidad de hablar
con alguno de ellos acerca de algo que no sean mujeres, cantinas,
naipes o drogas. Ahora, uno se pregunta ¿de qué se puede conver-
sar con un soldado de veinte o veintidós años que por primera vez
ha salido de su pueblo del Middle West y antes de ahora no había
oído el nombre, de esta tierra? Para la mayoría de ellos, el Canal
es una zanja llena de agua, con selvas vírgenes y tribus salvajes en
las orillas. Un sitio donde el chico de mamá debe tener mucho
cuidado y, sobre todo, recordar que en ningún caso debe acceder
a las incitaciones de las nativas desvergonzadas y lúbricas; esas
criaturas impúdicas y salvajes que podrían contagiarle quién sabe
qué enfermedades o vicios, indignos del buen muchacho que se
casará con Lucy o Anne cuando regrese al pueblo convertido en
un veterano de ultramar. ¿Qué puede hablarse con ellos acerca de
una tierra que desconocen y seguramente desprecian, si no son
capaces ni siquiera de hablar de su propio país? Por eso uno se
ha acostumbrado a verlos pasar por las calles, sus ojos prendi-
dos a las caderas de las native girls, con lascivo estupor en sus
rostros anónimos y rubios. En cierto modo, son como un ele-
mento indeseable del paisaje. Sin embargo, en Billy parece haber

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algo distinto. Su acento no es el corriente en los soldados y da la


impresión de haber estudiado o, cuando menos, de haber leído
algo diferente a Superman, Bugs Bunny, Mickey the mouse o
la sección deportiva del Star News o cualquiera sea el nombre
del diario de su pueblo. Luego sabré que nació en Filadelfia —
sus padres son profesores de High School— tomó cursos uni-
versitarios y vivió una temporada en Nueva York. Antes de ingre-
sar al ejército quiso hacerse escritor, pero la incertidumbre y la
bohemia consumieron los propósitos y el tiempo. Mientras
deambulaba por las calles o veía una película, le brotaban ideas y
temas para relatos que luego olvidaba conversando en los cafés o
en tabernas penumbrosas. Después, un día leyó a Miller y a
Caldwell y decidió que debía comenzar de una vez si realmente
quería hacerse escritor. Pero antes de una semana lo había lla-
mado el ejército y ahí había acabado todo. Ahora estaba de vuelta
—solamente estaría tres días en Panamá— y la idea de convertir-
se en escritor había quedado en algún lodazal o en alguno de los
millones de cráteres abiertos por las bombas en Indochina. “Oh,
my God”. Allá había extraviado el entusiasmo, como si éste
hubiera formado parte de la sangre que perdió cuando lo hirieron
en las selvas del Mekong. Allá había dejado el entusiasmo y has-
ta las ganas de volver a Filadelfia. Sus padres escribían siempre:
“Billy, dear, cuando vuelvas harás esto, harás lo otro”. En las
cartas escuchaba la voz ronca del buen profesor Jones y la aguda
y a veces chillona de su madre. Sí, al principio escuchaba y dis-
tinguía claramente sus voces, pero luego comenzó a no diferen-
ciarlas y después dejó de oírlas por completo. Entonces las car-
tas eran solamente los caracteres —gruesos unos, más delicados
los otros— de unos señores Jones que tenían un hijo en Indochina.
“Cuando vuelvas...” las palabras habían acabado por serle indife-
rentes. Volver ¿para qué? ¿Para oír al viejo Jones y a su madre
hablar por teléfono con la tía Margaret —hermana única de su
madre— y congratularse porque el buen Billy había regresado
con una o dos medallas y hecho todo un hombre? “Oh, my God”.

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Tal vez hubiera sido preferible haber quedado en un arrozal cual-


quiera de Vietnam, como tantos otros que habían caído a la orilla
de los caminos o en una trampa de bambú, el cuerpo atravesado
por lanzas agudísimas, o bien haber volado con un convoy de
municiones en las rutas de la cordillera anamita. Tal vez hubiera
sido preferible eso “My God”.
Tal vez él tuviera razón, pensé. Pero aunque tuviera toda la
razón del mundo, ¿qué demonios hacía yo allí? Ya era de no-
che, no había cenado y encima seguía bebiendo con un gringo
que por muy aspirante a escritor que hubiese sido, no dejaba de
ser un gringo. El sonido de la lluvia me recordó que por el mo-
mento no podía salir. Ahora llovía con menos fuerza, pero el
agua acumulada en las calles entorpecía el tránsito y los con-
ductores atronaban el aire con las bocinas. Me levanté y fui al
teléfono. Había quedado en ver a una amiga para ir al cine. Can-
celé la cita y le dije que iríamos al día siguiente porque la lluvia
no daba muestras de cesar. Estuvo de acuerdo, dijo algunas indi-
rectas porque en la voz comenzaba a notárseme que había tomado
más de una copa y me pidió que me cuidara.
Cuando volví a la mesa, Billy no estaba. Bebí un sorbo y pres-
té atención a los ruidos de la calle. Cuando era chico podía iden-
tificar por el sonido de la bocina la marca de un auto. Ahora in-
conscientemente intenté hacerlo, pero no pude. Los modelos ha-
bían cambiado mucho. No obstante, diferencié de la algarabía a
un viejo Ford del 49. Estaba seguro de que no podía ser de otro
año ni de otra marca; ese sonido poderoso y penetrante sólo era
capaz de producirlo el Ford 49. De eso estaba completamente
seguro, Si alguien hubiera dudado de mi afirmación, habría sido
capaz de apostar la vida en mi favor. Estaba tan seguro de que era
un Ford 49 como de que estaba en el MOROCO y tomaba el vaso
mientras Billy salía del servicio y caminaba hacia la mesa. Bebí y
dejé que la ginebra bajara lentamente, desgustándola, inundándo-
me el paladar con la quina y el zumo de limón. Nadie sabía cómo
lograba Charlie que cualquier bebida preparada por él le supiera a

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uno como la mejor del mundo. Guiñé un ojo y levanté el vaso


hacia Charlie mientras Billy se sentaba.
—Ahora sí quisiera comer algo —dijo—. Pero no salchichas
o sardinas; algo más fuerte.
Llamé a Charlie y le pedí que trajeran un bistec del restau-
rante contiguo; o una sopa de wanton, si Billy no quería carne.
Billy prefirió la sopa y mientras el barman iba hacia la ventani-
lla que comunicaba al bar con el restaurante, terminó su copa.
Hizo a un lado el vaso vacío y dijo que se sentía menos intran-
quilo. Yo, “my God”, era un buen amigo y haber conversado
conmigo había mejorado su ánimo. Tuve ganas de decirle que
apenas dejara de llover me iría, pero pensé que no era necesa-
rio; cuando llegara el momento simplemente me levantaría y
“good luck, my friend”. Si Billy era de esos borrachos majade-
ros que abominan quedarse solos, peor para él. Ya había escu-
chado buena parte de su historia y no tenía por qué oír el resto.
Bueno, y si se ponía muy pesado... Charlie me cortó al traer la
sopa humeante, en cuya superficie flotaban trozos de jamón
ahumado y cebollina picada. Charlie volvió a la ventanilla y
trajo sal, pimienta y una botellita con salsa china. Billy usó
pimienta y salsa y el aroma tibio despertó mi apetito.
—Trae otra sopa, Charlie —dije mientras preparaba el gin
and tonic de Billy detrás de la barra.
Billy sorbía el caldo humeante y aparté la vista para no tor-
turarme viéndolo enrollar los fideos con el tenedor. Sobre todo
en días de parranda, me gustaba mucho la sopa de wanton. Un
amigo prefería la de pato, pero a mí, quizá porque recordaba las
costumbres de los patos o porque había querido extraordina-
riamente a un pato de plumas negras, tornasoladas y blancas,
uno como no había otro entre las docenas que tenía la abuela,
capaz de bucear granos de maíz en un metro de agua, de volar
hasta la casa de tío Isidoro sobre mil quinientos metros de ras-
trojo, de poner en fuga al gallo de la casa, de comer en mi mano
y acariciarme con su cuello flexible, como si con sus caricias y

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su ceceo agradeciera el maíz; tal vez en memoria de ese animal,


que una mañana de septiembre voló hacia el sur, hacia el mar
lejano, y no volvió, rehusaba comer pato. O quizá fuera simple-
mente porque la carne de pato es más dura e insípida que la de
gallina. En verdad, no lo sabía.
En cambio, el wanton despertaba en mí sugestiones indefi-
nibles, ansias inexplicables. Como casi siempre tomaba la sopa
estando bebido, mi fantasía excitada por el alcohol me traslada-
ba a Hong Kong o a Shangai o a cualquier punto de la China
remota. Me veía allá en un atardecer de arreboles intensos, en
compañía de ancianos venerables que evocaban el pasado mile-
nario de su pueblo mientras sus voces traslucían una sabiduría
plácida, fatigosamente acumulada. Yo era un viajero como los
personajes de Conrad, una especie de fugitivo de mí mismo,
deseoso de paz y sosiego interior, que visitaba los templos
budistas con el secreto anhelo de encontrar en alguno de ellos
cura a mis aflicciones. O si no, era alguien como Malraux. En
el crepúsculo chino fraguaba, siempre con los ancianos venera-
bles y agregándoles dos o tres aventureros de origen y propósi-
tos dudosos, empresas y sueños magnos, en los cuales tenían
pareja cabida la historia y las alucinaciones. Y mientras los arre-
boles se diluían lentamente en la sombra del cielo de China, jun-
to al mar o sobre las montañas, yo terminaba la sopa de wanton, la
lengua ardida por la pimienta, entre gritos de borrachos y vuelos
de moscas, en un humilde restaurante chino de Calidonia.
Más tarde, sin embargo, ya la sopa no me hacía pensar en la
China lejana, en ese pueblo velado por milenios de historia y
noticias confusas, sino en los inmigrantes que habían venido de
su tierra apacible a trabajar como peones en la construcción del
Canal. Esos miles de chinos que habían muerto de fiebre amarilla
o de nostalgia entre 1904 y 1915, eran parte de nosotros. Los
que habían venido después, a establecerse como comerciantes,
eran extranjeros, indeseables en muchos casos, pero los muertos
en las obras del Canal o en delirios atroces, eran nuestros. No

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había diferencia entre ellos y los negros antillanos, los campesi-


nos chiricanos, los aventureros europeos y africanos que habían
sucumbido al trabajo o a las plagas; todos habían sido indiscrimi-
nadamente asimilados por el sufrimiento y la muerte a la tierra
nuestra. Dentro de nosotros, como parte íntima y esencial de cada
uno, estaba mezclada la sangre de todos esos muertos. Así, en
cierto modo, éramos privilegiados porque éramos carne y penu-
ria de muchos pueblos. Eso pensaba algunas madrugadas.
Charlie trajo la sopa y aspiré con fuerza el aroma que despe-
día. Billy estaba a punto de terminar la suya. Afuera seguía la
lluvia, pero menos intensa. En ese momento entró un hombre
chorreando agua y pasó directamente al servicio. Después puso
música y pidió bebida. Charlie le sirvió en la barra y, tras de
haber probado su trago, el hombre caminó hacia las mesas del
fondo. Terminé de comer y nuevamente me sentí alegre. Ahora
ya no tenía ganas de abandonar a Billy, sino de tomar otra gine-
bra y seguir allí, en la atmósfera tibia del MOROCO, a cubierto
de la humedad y la lluvia. Encendí un cigarrillo. Billy también
fumaba y en su mirada, poco antes opaca o afligida, había de
nuevo brillo vivo, como si se hubiera restablecido de una do-
lencia fugaz. Levantó el vaso y sonrió. Su gesto me hizo pensar
en lo que me había contado de Nueva York. Era una lástima que
un muchacho como él no hubiera podido convertirse en escri-
tor. Sí, era lamentable porque parecía buena gente. Por lo me-
nos daba la impresión de no ser igual a los otros. En todo caso,
ya yo estaba casi convencido de que Billy era mucho más huma-
no, muchísimo menos odioso que los “zonians.”
Fragmento de una carta enviada
por un estudiante panameño a un
amigo español.

“Como te decía, difícilmente podrías encontrar gente como


ésa en cualquier parte del mundo —salvo, tal vez, en Rhodesia o
Alabama—. A propósito, ¿conoces el poema de Nicolás Guillén

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ESTACIÓN DE NAVEGANTES

que dice eso de “un sur todo sur y todo Faubus”? Bueno, estos
“zonians” venidos de esa región, contaminados en cuerpo y alma
por un racismo de siglos, son algo así como el detritus de la so-
ciedad norteamericana. No hallo un calificativo más apropiado.
En verdad, pienso que te bastaría mirarlos para empezar a cono-
cerlos... Habitan casas con aire acondicionado, tienen clubes so-
ciales y deportivos, cines, campos de golf, prados mantenidos
como alfombras por trabajadores negros y mestizos, calles pul-
cras; tienen todo lo que nunca tuvieron ni soñaron tener en los
pueblos algodoneros donde vivían. Luego pareciera que tanta
comodidad acrecentara su soberbia y los volviera aún más
discriminadores. Pues debo decirte que para ellos es inferior
quien quiera que no sea U.S. Citizen. Si vinieras, podrías verlos
en Balboa Heights, en Gamboa, en Fort Clayton, por la mañana o
por la tarde, paseando satisfechos como iguanas al sol. Van por
las calles luminosas, bajo las palmeras o los árboles, con inso-
lencia de antiguos plantadores. El cielo de verano, las palmas, el
mar, la tierra, todo es suyo. En sus mentes sobrevive ese sur de
teas encendidas en las noches de los ghettos negros, los
encapuchados del Ku-Klux-Klan, el rencor de los esclavistas que
galopa por los algodonales de Georgia y Mississippi. Tengo la
impresión —y algunos comparten mi punto de vista— de que en
la Zona del Canal subsiste, ansía permanecer el espíritu vencido
en Gettysburg. (Perdona si te parece que exagero, pero así es).
Ese espíritu sureño puedes percibirlo en los pasos lentos del ca-
pataz que va de un lado a otro mascando tabaco, en su mirada
cuando se dirige a los obreros; también es visible en la ingenui-
dad hipócrita de las señoras que piden banana-split a las tres de
la tarde, antes de entrar al cine de Balboa, y en muchas otras co-
sas. El viejo sur está allí. Y además está el fantasma de aquel
coronel de caballería que estuvo con su caballo en Cuba, en la
loma de San Juan, en el alto cielo del Caribe, cuando el siglo aún
no comenzaba. (¿Te gustó la frase? Es de un historiador). Todo
eso podrías verlo si vinieras por acá. Teddy Roosevelt, el presi-

179
DIMAS LIDIO PITTY

dente del Big Stick, está allí como una sombra frente a nuestros
ojos. ‘I took Panama’dijo una mañana a sus amigos de Wall
Street. Eso dijo y otros lo imitaron con orgullo en Nicaragua,
México, Haití, Dominicana y Guatemala. Es toda una historia.
Sin embargo, aquí, como en todas partes, la gente no tiene me-
moria. En fin, para no cansarte, si pudieras venir en septiembre,
como dices, verías muchas cosas. No creas que exagero.”
Sí, no podía equivocarme, este Billy que miraba ascender el
humo de su cigarrillo en la tenue claridad del MOROCO era
distinto a esos paisanos suyos; estaba seguro de que no pertene-
cía, aunque fuera de la misma nacionalidad, a esa gente despre-
ciable. Bebí lentamente y encendí otro cigarrillo. Ahora tenía
ganas de escuchar el resto de su historia.
Billy había logrado sobreponerse a su abatimiento o lo que
fuese y de nuevo parecía en condiciones de beber y conversar
como al principio. Seguramente, pensé, el hambre le había en-
turbiado el ánimo como a mí, al punto de haber estado tentado
a irme. Ahora me alegraba de no haber cedido al impulso de esa
incomodidad pasajera porque Billy estaba dándome una imagen
inédita de los gringos, o si no de los gringos, sí suya; y, sea como
fuese, él era gringo y algo debía tener en común con los demás.
De manera que conocerlo a él sería, en cierto modo, tener un
vislumbre de muchos otros. Por eso me interesaba descubrir en
qué medida podía ser él encarnación de una actitud, de una con-
ducta colectiva; en qué medida representaba a la juventud o a un
sector de la juventud norteamericana. Eso me importaba por la
situación singular en que vivimos y hemos vivido; por eso creía
conveniente conocer un poco más de quienes privada y pública-
mente son nuestros enemigos. Ahora, por lo que me había dicho
y dejado entrever, podía pensar que ya Billy no era enemigo nues-
tro. Objetivamente, en lo externo, seguía siéndolo, pero subjeti-
va y éticamente había dejado de serlo. Claro, él mismo no lo sa-
bía, aún su actitud no era un estado de conciencia, sino un simple
reflejo, una instintiva reacción de rechazo, un descontento pri-

180
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

mario, semejante al del niño que exterioriza su disconformidad


porque no le permiten ir al circo o a jugar bajo la lluvia. Eso era
lo que Billy había mostrado hasta el momento; sin embargo, pre-
sumía que en su interior guardaba algo más. Él había vuelto a con-
templar la mujer tendida bajo el árbol, pero era evidente que su
atención no estaba puesta en el cuadro sino en sus recuerdos.
Bebí lentamente mientras lo observaba.
—Así que no quieres volver a Filadelfia —dije después de
un rato.
No respondió de inmediato. Miraba el vaso y lo agitaba sua-
vemente.
—No —dijo al fin—. No quiero volver a Filadelfia ni a nin-
gún lado. No quiero ir a ninguna parte.
Me pareció percibir en su voz, no en el sentido de sus pala-
bras, sino en el tono, un cansancio espiritual intenso, una fatiga
metafísica muy honda. Tal vez más que fatiga era pesadumbre. Sí,
pesadumbre era lo que afloraba en lo que decía; una pesadumbre
sedimentada o arraigada en los huesos, en la sangre, en cada uno
de sus actos. Sí, pensé —fue una conclusión súbita y espontá-
nea— a los veinticuatro años Billy ya era un hombre aniquilado.
Su apariencia era y seguiría siendo por mucho tiempo la de un
joven —uno de esos millones de jóvenes sonrosados que habitan
las ciudades y los pueblos estadounidenses— pero su voluntad
estaba marchita.
Ahora la lluvia había cesado casi por completo y otros clien-
tes entraban al MOROCO. El silencio anterior había sido despla-
zado por las risas y las voces. Cerca de donde estábamos, dos
hombres hablaban de carreras de caballos. Uno afirmaba que Little
Blue ganaría fácilmente la prueba estelar del día siguiente; el
otro aseguraba, se lo habían dicho, no podía fallar, que Princesa
sería la vencedora. Ambos esgrimían cifras, marcas, pedigree,
exaltaban la habilidad de los respectivos jinetes. En otra mesa, un
hombre bebía cerveza con expresión ausente. Parecía ajeno a todo,
aunque de vez en cuando prestaba atención al diálogo hípico.

181
DIMAS LIDIO PITTY

Billy había vuelto a guardar silencio y nuestros vasos estaban


casi vacíos. Con un gesto le pedí a Charlie otra ronda. Comenza-
ba a sentirme eufórico y ya no sentía ningún malestar por la pre-
sencia de Billy. En realidad, empezaba a experimentar esa sensa-
ción que nos hace todo agradable y hermoso. Afuera se oía el
ruido de los autómoviles, el sonido de las llantas en el pavimento
mojado, pero era un rumor apacible, sin el escándalo de las boci-
nas. La luz lechosa del atardecer había cedido su lugar a los colo-
res indirectos del MOROCO y la camisa blanca de Charlie adqui-
ría tonos violetas en los espejos que había detrás de la barra. Charlie
trajo las bebidas y se llevó los vasos vacíos. Bebimos y Billy
pareció dispuesto a reanudar su relato. Encendí un cigarrillo y
me apresté a escucharlo. Sin embargo, luego de una pausa dijo
que por el momento no tenía ganas de seguir contándome sus
cosas; era preferible que yo hablara de lo mío o que abordáramos
otro tema. Comprendí que debía resultarle molesto remover con
tanta insistencia sus recuerdos y sugerí que termináramos las co-
pas y nos fuéramos a otro sitio. Si quería, podíamos ir al VILLA
AMOR o a LA GRUTA AZUL: eran establecimientos de mujeres
y uno podía beber allí y subir con una o simplemente beber.
—Bueno —dijo— terminemos. Después vemos qué se hace.
Seguidamente fue hasta el jukebox y puso música. Regresó
a la mesa bailando y con una expresión sonriente. No obstante, al
observarlo detenidamente creí notar que su sonrisa era forzada;
debajo o detrás de ésta estaba su auténtica expresión: esa pátina
de tristeza o de hastío que lo recubría como una segunda piel.
Después llegó más gente al bar, incluidas algunas mujeres; entre
éstas, una conocida que se acercó a saludarme. Era una mulata
sensual, de paso ondulante, con la cual había pasado la noche al-
gunas veces y de quien guardaba un buen recuerdo porque era
frenética en el amor y lo envolvía a uno en un torbellino en la
cama. Presenté a Billy y la invité a sentarse con nosotros, pero
rehusó. Andaba con el grupo de amigos que en ese momento se
instalaba en una de las mesas del fondo. Luego preguntó qué me

182
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

había hecho, hacía tiempo no me veía, ¿acaso la esquivaba o le


tenía miedo? Dijo esto con una sonrisa picaresca y se alejó con-
toneándose.
Billy tomó un trago y dijo que iba al servicio. También me
levanté y fui a poner música. Una de las que andaban con mi ami-
ga comenzó a bailar con uno de sus acompañantes. Era una negra
preciosa. Observé de reojo el movimiento de sus caderas, que
semejaban envolver al hombre con una red invisible mientras éste
se debatía como un pez atrapado. Marqué una canción que un año
antes había escuchado durante toda una noche en compañía de la
mulata. Estaba casi seguro de que cuando ella la oyera recorda-
ría. Quizá fuera esa la mejor noche que habíamos pasado juntos.
Nos encontramos a las nueve en un restaurante, estuvimos en un
bar hasta la madrugada y luego, al contrario de otras veces, deci-
dimos no ir a un hotel o a su casa, sino irnos al mar, a una playa
solitaria; y en Veracruz vimos el amanecer acostados en la arena,
con las olas mojándonos los pies. Junto al jukebox, en tanto es-
peraba que comenzara la canción compartida aquella noche, re-
cordé cómo la claridad del alba contrastaba nuestros cuerpos des-
nudos, cómo sus senos tenían el mismo color azul-dorado de los
arrecifes que el día naciente perfilaba en torno nuestro. Allí es-
tuvimos hasta que el sol asomó sobre las aguas del golfo y fueron
visibles los lejanos cerros del este y las colinas de la Zona del
Canal. Después, mientras nos vestíamos, había momentáneamente
deseado no regresar a la ciudad, sino perderme con la mujer en
una cualquiera de esas islas azulosas que la mañana descubría en
el horizonte. Comenzó la canción y ella se puso a bailar con uno
de sus amigos. Al encontrarse nuestras miradas, me hizo un gui-
ño; sonreí y correspondí con un gesto de la mano. Luego regresé
a la mesa. Billy volvía en ese momento del servicio.
Afuera ya no llovía y la noche despejada y fresca comenzaba a
poblarse de caminantes. Río Abajo, el barrio de los bares, inicia-
ba su ritmo oscuro, esa onda cálida que aproxima y confunde pie-
les blancas y negras, sudores ácidos, perfumes, delirios provoca-

183
DIMAS LIDIO PITTY

dos por las drogas, cuchilladas y caricias, Río Abajo empezaba a


vivir de nuevo en el aire del mar y los gemidos. En la sombra
tropical, las canciones fluían de los bares al aire lavado por la
lluvia y entraban en las casas y penetraban en los cuerpos de quie-
nes salían a las calles todavía mojadas.
Billy volvió a sentarse, tomó su vaso y sonrió mientras se
acomodaba.
—¿Qué hay? —dijo.
—Nada —respondí— Nada.

Frente a nosotros, en la pared, indiferente a las voces cada


vez más altas de los clientes, la muchacha del árbol parecía son-
reírnos, como si Billy y yo fuésemos viejos conocidos suyos o
supiéramos su secreto.

184
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

CRÓNICA
1501

V
iento del noreste. Las naves bogan con todo su vela-
men desplegado. Es el amanecer y el agua espejea con
tonalidades azules y verdosas. Desde la cofa del bajel de
Bastidas, el vigía vislumbra el perfil sinuoso de una costa y da el
alerta:

¡TIERRA A BABOR!

En la línea oscura de vegetaciones y arrecifes, todo aparece


hermoso y amable y pluga a Dios que no haya naturales de
ánimo belicoso. Se envía una chalupa a explorar el paraje y quie-
nes han ido en ella hablan maravillas cuando regresan: tierra fér-
til, agua abundante, gente pacífica. Bastidas registra el suceso en
su libro de bitácora y Panamá se convierte en otro hito del dilata-
do itinerario de los descubrimientos y la conquista.

185
DIMAS LIDIO PITTY

186
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

M
I TÍO Y YO LLEGAMOS AL CANAL EN la madru-
gada. Aún no había puente y debimos esperar casi
una hora en la orilla, hasta que se hubo reunido una
cantidad suficiente de vehículos, para cruzar en el Ferry
Roosevelt. Mientras duró la espera, yo miraba asombrado los fa-
ros giratorios (la línea de luz se perdía en todas las direcciones
como un grito sin eco), las luces de los barcos fondeados mar
afuera y estaba atento a los mil ruidos de sirenas y máquinas que
horadaban la noche infatigablemente; después me entretuve en la
contemplación del ferry que cruzaba cargado de automóviles las
aguas revueltas, con reflejos aceitosos y basura en la superficie.
Pese a la fatiga de once horas de viaje (Era un camión de carga y
traía ciento ochenta quintales de arroz. José Santos, el conductor,
era amigo de mi tío) por una carretera en gran parte de piedra, no
sentía sueño en ese momento. Además, aunque hubiera tenido sue-
ño, no me habría perdido la travesía. Hasta ese instante, el “Canal”
había sido una palabra, una imagen confusa y remota que la maestra
relacionaba con Lesseps, Bunau Varilla, Amador Guerrero y el cu-
bano Finlay, descubridor de la vacuna contra la fiebre amarilla; pero
ahora era una extensión de agua iluminada, era ese barco enorme
que iba a entrar en las esclusas de Miraflores, era la sirena del
remolcador que se alejaba de los muelles entre resoplidos de mo-
tores y rechinar de cables.
La maestra había dicho muchas cosas (el fracaso de los fran-
ceses, los millones de dólares invertidos por los norteamerica-

187
DIMAS LIDIO PITTY

nos en la apertura de la vía, los beneficios que ésta aportaba a la


navegación mundial), sin embargo, no había mencionado el pene-
trante olor a petróleo, los faros, las naves que esperaban más allá
de las boyas luminosas; la existencia de todo eso la estaba descu-
briendo ahora con asombro. Me sentí deslumbrado, diminuto ante
tanto prodigio, pero intensamente feliz. ¡El Canal, el Canal! Era
maravilloso que por fin hubiera podido ver tantas cosas. Real-
mente los gringos eran la gente más inteligente del mundo. Pen-
sé en las palabras del viejo Brown cuando bajaba de su cabaña de
los cerros de Palmira y en la tienda del pueblo hablaba a los hom-
bres de sus experiencias y de sus heridas en la guerra del 14. Ni
los franceses ni los ingleses pueden compararse con nosotros,
decía a menudo. Somos un gran país, un grande y poderoso país.
Ahora sentía que era verdad; tenía que ser verdad. Emocionado,
le hice prometer a mi tío que un día me llevaría a conocer todo el
Canal.
Atracamos en la otra orilla y José Santos condujo el camión a
través de Balboa, por calles a esa hora desiertas, limpias y bor-
deadas de césped y palmeras. Las casas eran blancas o grises con
techos verdes, y había luz por todas partes.
—Aquí viven los gringos —dijo mi tío— Esto es Balboa.
Mientras miraba todo con ojos febriles, oí de nuevo la voz
dulce de la maestra: “Balboa es la ciudad portuaria del Pacífico.
Allí están las oficinas de la Compañía del Canal y el gobernador
del territorio de la Zona del Canal. Es una ciudad pequeña, pero
cuenta con todas las comodidades modernas. En la costa atlánti-
ca está Cristóbal; es la otra terminal”.
La maestra recorría el salón en tanto hablaba y yo seguía sus
movimientos, su figura esbelta, su rostro tranquilo y sonrosado
por el aire matutino. A veces se detenía de espaldas a la ventana y
en la distancia aparecía el volcán, y los naranjos florecidos en el
terreno contiguo a la escuela. Ninguno de los treinta y seis alum-
nos de ambos sexos que la escuchábamos había estado en Pana-
má ni había visto el Canal. Ella sí lo conocía. Había visto los

188
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

barcos atravesando las esclusas y las mulas eléctricas que los


remolcaban a través de éstas. Tal vez por eso en la mañana celeste
y luminosa su voz tenía resonancias marinas y me hacía pensar
que ella no sólo era la maestra más bonita del pueblo sino tam-
bién la más sabia.
Ahora frente a nosotros estaba el cerro Ancón, oscuro en las
faldas, con luces rojas y blancas en la cima. El camión ascendía
despacio por una ligera cuesta y al terminar ésta apareció súbita-
mente, como un destello múltiple brotado de la sombra, la ciu-
dad de Panamá.
—¿Qué te parece? —preguntó mi tío.
No respondí nada. Me mantuvo mudo la emoción de ver por
primera vez esa ciudad de la que tantas cosas había oído. José
Santos detuvo el camión ante una garita que había en el límite de
la Zona, dijo algo en inglés, el policía hizo un gesto con la mano
y reanudamos la marcha. Mi tío señaló en dirección al otro lado
de la ciudad.
—Por allá queda el aeropuerto donde trabajo —dijo.
Viejas casas de madera oscura bordeaban las calles por las
que pasábamos y en una esquina un bar seguía abierto, con foquitos
verdes y rojos en la puerta, por la cual salían voces ebrias y la
música de un porro. Era el barrio del Chorrillo. Algunos hom-
bres caminaban por las aceras y un auto de policía avanzaba des-
pacio, en sentido contrario al nuestro. Yo seguía mirándolo todo
con asombro y todo me parecía maravilloso, hasta esas casas de
techos oxidados y paredes desconchadas, en las cuales, como
sabría después, se hacinaban grandes y pequeñas miserias.
Mi tío y José Santos respondían con acento fatigado a mis
preguntas y casi había amanecido cuando el camión se detuvo en
una calle próxima al mercado público. Fuimos a desayunar a un
restaurante cercano, dentro del cual el olor de la comida se mez-
claba con el del mar, y José Santos pidió a gritos café para los
camioneros. Puse en el suelo mi pequeña maleta asegurada con
cordeles y cuando el mesero vino a preguntarme qué quería tuve

189
DIMAS LIDIO PITTY

la sensación de que era yo quien había desafiado los peligros de


la carretera al volante del camión de carga, y sentí que estaba en
la capital del mundo.

THIS IS PANAMA
WELCOME

BIENVENIDO
A PANAMÁ

Al salir del restaurante, nos despedimos de José Santos y


abordamos un bus pequeño, como yo no había visto ninguno
hasta entonces, pues los que comunicaban el pueblo con la ca-
pital de la provincia eran grandes y ruidosos; éstos, en cambio,
eran del tamaño de un pickup y no hacían más bulla que un
automóvil corriente. El que tomamos estaba prácticamente va-
cío; sólo un hombre dormitaba en uno de los asientos del fondo.
Nosotros ocupamos el primero de la izquierda, inmediatamente
detrás del chofer. Mi tío le ofreció un cigarrillo a éste y se pusie-
ron a conversar de la próxima llegada de Bienvenido Granda, quien
amenizaría los carnavales en un toldo popular y en un cabaret de
lujo. Precisamente en ese momento en el radio del bus comenzó
a oírse el último hit del cantante cubano:

Hoy sé más que ayer


que diferencia
La vida me ha enseñado
a distinguir
He visto la verdad
Me ha dicho tanto
que ya ningún amor
me hará sufrir.
—¡Que bárbaro! —dijo el chofer—. Nadie canta como ese
tipo.

190
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

—Benny Moré —repuso mi tío— Es lo mejor.


—No, hermano, son distintos. En boleros no hay nadie como
el “bigote melódico”. Es un bárbaro.
Mi tío y el chofer llevaban el ritmo con las manos y los pies.
Sin embargo, yo apenas mostraba interés porque no sabía nada de
Granda, ni de Moré, ni de boleros, ni de carnavales. Ni siquiera
había podido ver nunca los carnavales en el pueblo; sólo había
oído por las noches, traída por la brisa del volcán y amplificada
por altavoces, la música de los bailes y la voz del animador y
los gritos de algunos borrachos que iban hasta el micrófono
para enviar saludos y mensajes a sus familiares y conocidos,
estuvieran o no en el baile.
Mi tío y el chofer seguían hablando (ahora de béisbol —
Dimaggio, Williams, Ávila, Dodgers, Yanquis—; había termina-
do la canción de Bienvenido Granda y una composición de Luis
Arcaraz fluía mansamente) y yo comencé a adormecerme. Aco-
modé la maleta bajo el asiento, la sujeté con las piernas, recosté
la cabeza en la ventanilla y dejé que las imágenes fugaces de las
calles dormidas se perdieran en la música.
Mi tío me sacudió el brazo y desperté confuso. Estábamos
cerca de un edificio grande y muy iluminado. Prácticamente ocu-
paba el frente de una manzana y junto a él había muchos automó-
viles estacionados. Después sabría que era un supermercado, pero
ahora, para mis ojos nublados por el sueño, sólo era una cons-
trucción extraña, con grandes rejas cerradas que le daban apa-
riencia de cárcel.
Bajamos del bus, cruzamos la avenida y caminamos por una
calle mal pavimentada, con casas aquí y allá y montecillos y
almendros espaciados. De la avenida a la casa de mi tío sólo ha-
bía tres cuadras, sin embargo, mi fatiga las multiplicaba y me
pareció que había caminado veinte cuando finalmente dejé la
maleta en el suelo mientras él abrió la puerta del departamento.
Entramos y dijo que me acostara en una camita que había cerca
de la suya. (Su mujer, mi tía, hermana de mi madre, se había que-

191
DIMAS LIDIO PITTY

dado en el pueblo a pasar unos días más con los abuelos. Yo había
venido a terminar la escuela en la capital). Horas después, al me-
diodía, me despertaron los ruidos y las voces de los vecinos.
En la casa, de madera y bastante vieja, vivía mucha gente. Al-
gunos de los inquilinos eran de origen jamaicano y trabajaban en
la Zona del Canal. Casi todos los vecinos conocían a mi tío y
cuando regresamos de comer (en la casa no había nada para coci-
nar) varios lo saludaron y preguntaron cuándo regresaría mi tía y
cosas por el estilo. También quisieron saber quién era yo y Jenny,
una jamaicana delgada y alta, hizo bromas sobre mi paternidad,
atribuyéndosela a mi tío sinvergüenza, velo vé, que había mante-
nido oculto ese hijo tanto tiempo.
Mi tío salió a arreglar asuntos de su trabajo y yo anduve
dando vueltas por la casa y los alrededores. Esa tarde vi por pri-
mera vez a Lupo, a Jimmy y a Marta, que salía de su cuarto, situa-
do en la planta alta, vestida de verde, con su pelo negrísimo suel-
to en la espalda. Recuerdo que pasó a mi lado sin verme (yo esta-
ba en la escalera) dejando una estela de perfume y provocándome
una sensación extraña en todo el cuerpo. Me pareció la mujer
más bonita que hubiera visto hasta entonces, o tal vez no lo fuera,
pero sí era la que sabía parecer más bonita.

Eso pensaba cuando ya la había perdido de vista y Lupo

(el buen Lupo que trabajaba como timonel de remol-


cadores en el Canal y tenía un cuarto para él solo en
esa casa aunque al otro lado de la calle su madre po-
seía un chalet y él pasaba la mayor parte del tiempo
con ella, el buen Lupo que no tenía hijos ni se había
casado porque su novia huyó la víspera de la boda con
un soldado puertorriqueño, el buen Lupo que sería mi
amigo y llegaría a pagarme dos dólares semanales para
que durmiera en su cuarto y se lo cuidara mientras él
trabajaba, el buen Lupo que algunas veces me traería

192
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

chocolates y galletas por la mañana cuando llegara del


Canal y del mar con los ojos enrojecidos por el sueño
y quien le diría en una ocasión a mi tío que yo debía
ser hijo suyo (de Lupo) porque era el chico más hon-
rado y despierto que había conocido en su vida, el buen
Lupo que me ofrecería su cuarto —es tuyo, dijo, es
tuyo; úsalo cuando quieras, pero no me rompas nada—
para que llevara allí alguna novia)

se acercó a preguntarme en qué pensaba y si me gustaba la ciu-


dad.
Eran casi las seis de la tarde y la luz muriente del verano
doraba las palmeras y los árboles cercanos y parecía apagar los
ruidos. En un mango próximo cantaba un pájaro; a los lejos, en
la avenida donde habíamos bajado del bus, pasaban automóvi-
les y de vez en cuando uno sonaba la bocina. Percibí todo eso
mientras Lupo encendía un cigarrillo y esperaba mi respuesta.
—Sí, me gusta la capital —dije finalmente— aunque toda-
vía no la conozco.
Lupo aspiró dos o tres veces el cigarrillo en tanto me escru-
taba. Luego me pasó la mano por la cabeza y dijo sonriente:
—Bueno, ya nos veremos— y caminó hacia su cuarto.
Lo vi alejarse y, aún vagamente inquieto por la extraña sen-
sación que me había producido la presencia de Marta, me puse
a pensar en los abuelos y en lo distinta que seguramente iba a
ser mi vida en la ciudad. Seguí en la escalera hasta que se
encendieron las luces de la casa y en el exterior la noche
ensombreció por completo los ruidos y los árboles.

193
DIMAS LIDIO PITTY

194
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

L
OS RUIDOS Y LA CLARIDAD DEL DÍA entran a tra-
vés de las persianas y me despiertan. Siento la cabeza
pesada y la boca seca. Me levanto mareado, vagamente
dolorido, y abro la ventana. El golpe de luz me cierra los ojos y
parpadeo varias veces hasta acostumbrarme. Es un día azul y lu-
minoso que no recuerda en nada a la lluviosa tarde anterior;
es otro de esos hermosos domingos que aun en invierno com-
pensan las fatigas de la semana. Voy al baño y permanezco lar-
go rato bajo la regadera —flexiones de piernas, de brazos, de
cintura, el cráneo estalla, fricciones en los ojos— luego me tomo
dos alkaseltzer y un vaso de leche. Después saco una cerveza de
la refrigeradora y recojo el periódico que un muchacho deja
cada mañana junto a la puerta. Con el diario y la cerveza regreso a
la cama y busco la sección cultural para ver a quién le han publi-
cado cuentos o poemas. Ojalá no sea a... pero, claro, allí están,
tenían que estar, los infaltables poemas seudoeróticos de esa se-
ñorita frustrada que intenta convertir en versos sus ansias repri-
midas. La conozco, la he visto en la universidad o en actos cultu-
rales, siempre ansiosa de conocer gente, conversar y hacerse sim-
pática, siempre obsesionada por asuntos y libros vinculados al
sexo. Su pequeño espíritu debe ser un sexo abierto, he pensado
alguna vez; lástima para ella que su apariencia no corresponda a
ese frenesí. Gruesa, pequeña, de piernas arqueadas y velludas, las
manos recargadas de sortijas, uno la ve siempre (sola y soltera a
lo largo de los años) en los recitales y en las exposiciones donde

195
DIMAS LIDIO PITTY

en cada cuadro descubre falos, senos ofreciéndose, cuerpos con-


torsionados, poses lúbricas y complejas asociaciones freudianas.
Bebo un trago de cerveza, dejo la botella en el buró y recuerdo la
broma que un estudiante le hizo en cierta ocasión a la poetisa.
Un pintor ecuatoriano o argentino, sudamericano en todo caso,
exponía en el paraninfo de la universidad. A la exposición asistía
mucha gente, incluido el embajador de la patria del artista. El
público recorría la muestra, comentaba, bebía y rápidamente se
olvidaba de la pintura expuesta, como es usual. Yo estaba con un
grupo de estudiantes cuando ella llegó, toda de negro.
—Miren quién está ahí —dijo alguien.
Estaba frente a un cuadro y uno de los estudiantes nos hizo un
guiño y se acercó a ella. Varios lo seguimos a distancia. El cua-
dro mostraba dos cebollas recién cosechadas, todavía con raicillas
y recubiertas de tierra. La poetisa observaba atentamente, embe-
bida por completo en la contemplación, cuando el estudiante se
paró a su lado y le preguntó, sin mediar saludo:
—Oiga, ¿cómo le parece que han pintado esos testículos?
No reprimimos las carcajadas. La poetisa adquirió un color
terroso, nos fulminó con la mirada y se alejó hacia donde estaba
el pintor.
Mientras leo sus versos —iguales a los del domingo pasado y
a los de hace un año— me pregunto ¿por qué, en lugar de escribir
esos poemas sin vida, sólo a base de deseos insatisfechos, no se
busca un hombre que le dé una visión más real y humana de la
existencia? Su literatura, pretendidamente realista, tiene escasa
realidad. ¿Acaso no se da cuenta? Y el responsable de la sección
cultural del periódico, ¿no advierte la impostura, no comprende
que todo eso no es más que una tomadura de pelo?
Me desentiendo de los poemas, bebo un trago de cerveza y
presto atención a un artículo sobre una novela. El articulista muer-
de rabiosamente, con furor inexplicable, a la obra famosa.
De inmoral, sucia y pornográfica califica a la mejor novela de
la lengua española en muchos años. El sujeto se regodea en su

196
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

delirio antropofágico. Me pregunto de dónde hemos sacado esa


inclinación al canibalismo. Basta ir a una reunión cualquiera equi-
pado con gafas para rayos infrarrojos: inmediatamente uno pue-
de ver cómo a ciertos individuos les son arrancados trozos de
carne y de honra hasta dejarlos en el puro hueso. Uno se asombra
de ver a señoras de maneras delicadas y mirada inocente conver-
tirse en auténticas hienas y arrojarse con las fauces abiertas, en
compañía de congéneres de ambos sexos, sobre los despojos —
léase ausencia, triunfo, tropiezo, para el caso es lo mismo— de
un poeta, actor o político que ha tenido la mala fortuna de ser
nombrado. Incluso no es improbable que quien menciona a una
persona determinada lo haga con la benévola intención de ofre-
cer un banquete a los amigos. Es verdaderamente atroz.
Hastiado, aún doliéndome la cabeza, dejo a un lado la sección
cultural para no irritarme más con el veneno del articulista.

SECCIÓN INFORMATIVA

TAK TAK TAK TAK TAK

(¿Por qué el sonido de los teletipos


se asemeja al del corazón humano?
Los teletipos revelan el pulso del
mundo. En la noche, cuando todos
duermen, ese tak tak indica que en
otras partes la vida sigue su curso.
Aunque haya terremotos o guerras o
hambre o matrimonios de la noble-
za, seguimos dando vueltas y despla-
zándonos en el espacio a 50 mil ki-
lómetros por segundo)
TAK TAK? ?;” /. ¡TAK TAK
3 columnas —abajo

197
DIMAS LIDIO PITTY

SAIGÓN. —Con la llegada del monzón se han incrementado


los ataques de las fuerzas del Frente Nacional de Liberación, prin-
cipalmente en las provincias del delta del Mekong y en la denomi-
nada región del Triángulo de Hierro.
El alto mando saigonés admitió hoy la pérdida de 36 hombres,
dos piezas de artillería y varios vehículos blindados en un choque
ocurrido en los alrededores de Kontum, en la altiplanicie central...

4 columnas —arriba
La OEA reitera el criterio de que
Cuba continúa siendo una amena-
za para la seguridad inter-
americana, por lo que resulta in-
conveniente su reingreso a la en-
tidad hemisférica, dijo hoy en
Washington el Secretario Gene-
ral de esa organización...
2 columnas —al centro
A partir del 15 de agosto, repre-
sentantes de la OTAN y el Pacto
de Varsovia discutirán en Bruse-
las los problemas de la seguridad
europea y del retiro de tropas de
ambas partes...

3 columnas —marco
Un diario de Hong Kong hizo cir-
cular hoy la versión de que Mao
Tse Tung sufrió hace dos días un
serio accidente en Hanchow. La
misma fuente indica la posibili-
dad de que Chou En-Lai suceda al
máximo líder chino en la direc-
ción del Partido y del Estado...

198
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

1 columna —abajo
Ayer el grupo guerrillero coman-
dado por Tiro Fijo y que opera en
la región suroccidental de Co-
lombia tendió una emboscada a
una columna del ejército, con sal-
do de tres soldados muertos y cin-
co heridos, incluido un oficial...

RADIOFOTO 2 columnas —cen-


tro
Sir Francis Chichester prosigue
su viaje solitario alrededor del
mundo. La gráfica muestra a su
velero, el Gipsy Moth IV, mien-
tras capea un temporal en el Ca-
bo de Hornos. Una fragata de la
Royal Navy surca las inmediacio-
nes para auxiliar al intrépido na-
vegante en caso necesario.

3 columnas —arriba
En su conferencia semanal de
prensa el presidente de los Esta-
dos Unidos, Lyndon B. Johnson,
afirmó esta mañana que su go-
bierno siente una auténtica y po-
sitiva preocupación por América
Latina...
TAK TAK TAK ///../..TAK
TAK TAK ? & TAK RÍO DE JANEIRO””
TAK TAK TAK
BOMBAY TAK TAK

199
DIMAS LIDIO PITTY

RQM” % ... TAK TAK ANULADO ATENCIÓN ANULADO


283 ANULADO TAK TAK GRACIAS MRV MRV MRV MRV
MRV MRV MRV MRV MRV MRV

Aquí está el viejo, conflictivo y triste mundo de siempre.


Muertes, mentiras, tensiones, luchas y, en —el fondo, inextin-
guible, ese afán de seguir hacia adelante, aunque no estén del
todo claros; ni el rumbo ni el destino.
La cerveza ha comenzado a disiparme el malestar. Siento
cómo —rubia, helada— se disuelve en la sangre y elimina los
vapores alcohólicos.
Y la ciudad, ¿qué? ¿No vive, no muere? ¿No hay quien mate,
viole, difame, escupa, prevarique, tosa o le miente la madre a su
vecino? Por otra parte, seguramente alguien ha sido feliz, así haya
sido por un instante, en las últimas doce horas. La prensa debería
de dar noticia de cosas mínimas y dulces, de eventos en aparien-
cia sin importancia pero capaces, por su significado íntimo, de
cambiar el destino de una persona: la caída de una manzana, el
vuelo en formación V de los patos salvajes, el primer sonido
emitido por un loro negro en la madrugada, la exclamación hipó-
crita de ese niño encantador que luego será tirano y demagogo.
Cosas así.
REPORTERO: ¿Qué ha ocurrido, señora? ¿Por qué tiene us-
ted esa expresión contenta?
SEÑORA CONTENTA: Porque... ¿Cómo explicarle? Bueno,
verá. Hoy mi gata Daisy tuvo gatitos. Vive conmigo desde hace
cinco años y nunca había tenido. ¿No quiere verlos? Son precio-
sos. Los más lindos del mundo.
Pero no, la felicidad es tan efímera que no vale la pena ha-
blar de ella. Además, la desgracia y la muerte venden más pe-
riódicos. Nadie compra un diario que dice: AYER NACIERON
100 NIÑOS EN EL PAÍS; en cambio, se agota el que informa: 2
MUERTOS EN UNA RIÑA. ¡Qué mundo éste!
Un hombre y una mujer fueron arrollados por un automóvil

200
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

en vía España, cerca del hotel El Panamá. El estado de ambos es


delicado, se informó en el hospital. El conductor irresponsable
permanece detenido a órdenes de la autoridad correspondiente...
La policía zoneíta extrajo hoy temprano de las aguas del Ca-
nal, en las inmediaciones del puente de Las Américas, el cuerpo
de un joven norteamericano de raza blanca. Se investiga si fue
crimen o suicidio. La policía rehusó proporcionar más detalles
hasta tanto adelante en las investigaciones...
Termino la cerveza, dejo a un lado el periódico y busco otra.
La luz del sol entra por la ventana y caldea la habitación. Afue-
ra, una brisa suave agita el follaje del mango que hay frente a la
casa. Todavía con una sensación de pesadez en la cabeza, en-
ciendo el radio y vuelvo a recostarme en la cama. Kostelanetz
interpreta Lisboa antigua. Sigo el ritmo de la melodía con los
pies. No tengo ningún plan dominical y me da pereza salir a
telefonearle a una amiga para invitarla a comer y después ir al
cine. Lo mejor, pienso, es llamar al hijo de la portera, mandarlo
a conseguir algo para comer aquí y pasarme la tarde leyendo. Úl-
timamente he comprado varios libros y aún no he podido leer
ninguno. Ahí están El cazador oculto, La mujer de la arena,
Viaje al fin de la noche. Demonios. ¿Cuándo podré mandar al
carajo ese trabajo en el ministerio para dedicarme a leer, sola-
mente a leer y, si es posible alguna vez, escribir algo? Locutor:
Son las once y cincuenta y dos minutos. Dentro de poco ofrece-
remos a ustedes el sorteo de la lotería. Ahora Billy Vaughn nos
deleita con Estrella de Montana. Escribir algo. En Panamá no
hay un solo escritor que lo sea realmente, que pueda dedicar
todas sus energías a la literatura. Todos son escritores/periodis-
tas, escritores/profesores, escritores/funcionarios, poetas/comer-
ciantes, poetas/mecánicos, y poetas o escritores/nada. ¿Cuándo
habrá uno, aunque sea uno, que sea escritor/escritor o poeta/poe-
ta? Ahora es Satchmo quien toca Saint Louis Blues. Elevo el
volumen del radio y recuerdo al joven escritor que envió un cuento
a un concurso de la revista Life y maldecía el resultado “reaccio-

201
DIMAS LIDIO PITTY

nario” del certamen. En el café, del cual no salía en todo el día,


gritaba que lo habían robado y despojado —mi cuento es social;
revolucionario, no jodan— porque habían premiado un relato de
un uruguayo “desconocido hasta en su casa, y tal vez
proimperialista”, llamado Juan Carlos Onetti. Quizá pase mucho,
mucho tiempo antes de que en Panamá pueda haber verdaderos
escritores, y no por culpa de ellos, si no de la realidad, de la sucia
y triste vaina en que han convertido este país.
Voy a buscar otra cerveza y mientras abro la refrigeradora
decido que no desperdiciaré el domingo quedándome encerra-
do. Sería parecerme al burócrata que en su día libre lee el
Readers Digest y luego comenta en la oficina ese artículo so-
bre los cromosomas para que no lo crean inculto. Locutor: Y
ahora, gentil auditorio, tenemos para ustedes el sorteo de la lo-
tería y mientras el ánfora de la fortuna con su cargamento de
marfil se agita recordamos a usted que no hay mejor bebida que
el ron Carta Vieja. Tómelo con... 5 es el primer número de este
sorteo. Sí señores, oficialmente ... el 5... O si no, sería parecer-
me a esas señoras de Bella Vista o El Cangrejo que durante toda
la semana juegan canasta con las amigas, chismorrean, engañan al
marido —ejecutivo de empresa, como es de rigor— con el hijo
de los... (ese chico tan guapo que estudia Administration Busi-
ness en Texas, ¿lo conoces? Bueno, ha venido de vacaciones y
¿cómo? Ah no, no quiero correr riesgos contigo, después tratas
de quitármelo, ya te conozco, bribona) y acuden a esas reuniones
organizadas por las damas grises con fines benéficos. Vegetan
toda la semana en la rutina de las telenovelas, del beauty parlor
dears, —sí, papi estoy aquí poniéndome linda para ti— y los
showers y tea parties; luego, el domingo, van a misa con su
querido y respetable esposo, que es Caballero de Colón, por la
tarde leen una novela de Agatha Christie o de Caridad Bravo Adams
y en la noche —oh, claro, amor, claro que debemos ir— van a ver
la última comedia de Jack Lemon. Al salir del cine toman un he-
lado en el Dairy Quenn y más tarde, en la recámara con aire acon-

202
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

dicionado, entre cortinas de encajes y medias lunas dormidas,


soportan con fingido ardor (algunas simulan orgasmos) que el
marido las posea en ese amplio lecho king size traído de Nueva
York. Locutor: 2... el 2 es la tercera cifra. Después conversan un
rato en la penumbra con el fatigado y feliz esposo sobre el ho-
róscopo y los consejos que una revista femenina da para ser
buena esposa y compañera de un hombre dinámico como él. Sí,
no voy a pasarme el día encerrado como una tortuga asustada.
Locutor: Recuerde... Carta Vieja. El que lo toma no lo deja. Y si
lo deja, ja ja jai... después se queja. Me pongo un suéter, termino
la cerveza y casi corriendo salgo al sol del mediodía con una
sensación exultante en todo el cuerpo, como si por primera vez
en la vida fuese libre y pudiera correr sin agotarme hasta el otro
lado del mundo.
El sol cae a plomo y la calle reverbera. El asfalto despide un
calor intenso, y húmedo. Tomo la acera sombreada por almen-
dros y durante unos minutos camino aprisa para que el ejercicio
acabe de eliminar los restos del alcohol. Siento una ligera irrita-
ción en los ojos. No me he observado en el espejo, pero presu-
mo que debo tenerlos enrojecidos. Del lado del mar sopla una
brisa fresca y continúo caminando ya sin prisa ni destino, sólo
por el placer de caminar y sentirme vivo, sin pensar en nada
concreto, únicamente deleitándome con la brisa y con la luz
que inunda el día.

203
DIMAS LIDIO PITTY

204
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

CRÓNICA
1503

“D
ía de la Epifanía (6-1) llegué a Veragua, ya sin aliento;
allí me deparó Nuestro Señor un río y seguro puerto.
A seis de febrero, lloviendo, envié setenta
hombres la tierra adentro; y a las cinco leguas hallaron muchas
minas: los indios que iban con ellos los llevaron a un cerro muy
alto, y de allí les mostraron hacia toda parte cuanto los ojos alcan-
zaba, diciendo que en toda parte había oro, y que hacia el poniente
llegaban las minas veinte jornadas, y nombraban las villas y lugares
donde había de ello más o menos. Después supe yo que el Quibián
que había dado estos indios, les había mandado que fuesen a mos-
trar las minas lejos y de otro su contrario; y que adentro de su
pueblo cogían, cuando él quería, un hombre en diez días una mozada
de oro: los indios sus criados y testigos de esto traigo conmigo...”
“...Cuando yo descubrí las Indias dije que eran el mayor señorío
rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, perlas, piedras precio-
sas, especierías, con los tratos y ferias; y porque no apareció todo
tan presto, fui escandalizado. Este castigo me hace agora que no
diga salvo lo que yo oigo de los naturales de la tierra. De uno oso
decir, porque hay tantos testigos, y es que yo vide en esta tierra de
Veragua mayor señal de oro en dos días primeros que en la Españo-
la en cuatro años, y que las tierras de la comarca no pueden ser más
hermosas, ni más labradas, ni la gente más cobarde y buen puerto y
hermoso río, y defendible al mundo”.

Cristóbal Colón.
(Carta VII a los Reyes. Jamaica, 7 de julio de 1503)

205
DIMAS LIDIO PITTY

206
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

C
UANDO CESÓ DE LLOVER, EL MOROCO SE llenó
de gente y así estuvo hasta la madrugada. La mulata y
su grupo se habían ido temprano, sin embargo, habían
llegado otras mujeres y un par de gringos. Éstos saludaron a Billy
al pasar cerca de nosotros; él respondió con un gesto y levantó el
vaso hacia ellos. Luego, en tanto se acomodaban y pedían bebida
en la barra, Billy dijo shit, con una mueca obscena, big shit, y
dejó el vaso en la mesa. Los dos gringos eran muy jóvenes, quizá
más que Billy; uno era delgado y grácil, aunque el otro no era
grueso, y tenía maneras delicadas.
—¿Son amigos tuyos? —pregunté.
—No —dijo Billy—. Apenas los conozco, pero sé que clase
de gente son. El de la izquierda —señalaba al más delgado— es
un marica que se ha valido de todo para no ir al frente. Está
dándose la gran vida aquí. Según parece, su familia tiene dinero
y altas influencias. El otro es de Arizona o de Texas, no sé bien,
y ha llegado a cabo arrastrándose, lamiéndoles las botas a los
oficiales. Ahora es el amigo de turno del otro. Los dos son shit
—repitió.
Mientras Billy hablaba, yo no dejaba de observar a los re-
cién llegados. Estaban muy juntos en la barra, casi rozándose
las caderas remarcadas por los pantalones ceñidos. Ambos be-
bían cerveza y de pronto noté que el más delgado nos miraba
por el espejo. Al cruzarse nuestras miradas, hizo un gesto de
saludo; correspondí, levantando el vaso. Seguidamente me levan-
té para ir al servicio.

207
DIMAS LIDIO PITTY

Cuando regresé, Billy había pedido otra ronda y seguía con


los ojos entornados el ritmo de la canción rock que tocaba el
jukebox.
Terminamos la bebida y ordenamos de nuevo. Ahora la barra
estaba más despejada y los gringos estaban menos juntos, aunque
hablaban en voz baja y el más delgado semejaba acariciar al otro
con la mirada. Billy parecía fastidiado por algo —¿sería por la
presencia de los gringos?— y preguntó si no había otro lugar
donde pudiéramos seguir bebiendo tranquilos, porque el MORO-
CO dijo, ya estaba demasiado lleno. Respondí que a esa hora todo
Río Abajo debía estar igual, pero, claro, de todos modos podía-
mos irnos a otra parte. Tal vez el KIMBO BAR o a LA MURA-
LLA o el JOE’S tuvieran menos gente. O, si quería, podíamos ir,
como le había dicho antes, a LA GRUTA AZUL o al VILLAMOR.
En ambos sitios había buenas mujeres, la mayoría extranjeras de
toda Latinoamérica, no cobraban mucho y la bebida tampoco era
muy cara.
—Bueno, salgamos primero de aquí y luego decidimos a
dónde vamos.
Llamé a Charlie y pedimos la cuenta. Dejé la propina acos-
tumbrada y Billy le dio cinco dólares. El barman sonrió, sus
ojos se iluminaron como cuando estaba realmente contento y
nos deseó buena suerte. El gringuito delgado seguía observán-
donos por el espejo y al levantarnos se volvió e hizo un gesto de
despedida. Mientras caminábamos hacia la salida en la atmós-
fera cargada de humo y sudores, le pregunté a Billy por qué nos
miraría tanto el gringuito. ¿No sería que pensaba incluirlo a é1
entre sus íntimos? Lanzó una maldición y salimos a la noche.
En comparación con el escándalo del MOROCO, la calle
estaba silenciosa, aunque pasaban automóviles y de alguna parte
nos llegaba música tropical. El aire fresco de la madrugada, purifi-
cado por la lluvia, olía a sombra y a yerba. Del MOROCO toma-
mos a la derecha, hacia donde había varios bares a dos cuadras de
distancia. Para llegar allá había que cruzar el puente de Río Abajo

208
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

y cuando estuvimos en él Billy se recostó en la balaustrada y se


puso a ver las aguas turbias que corrían tres metros debajo; mejor
dicho, se puso a escucharlas o a imaginarlas, porque no era posi-
ble verlas en la oscuridad. Yo estaba demasiado tranquilo para
incomodarme por eso; lo dejé hacer y encendí un cigarrillo mien-
tras me detenía unos pasos más adelante. Un carro pasó a gran
velocidad y uno de sus ocupantes gritó algo. Por lo que fuera,
hice un gesto obsceno con la mano y mentalmente mandé al auto
y su carga a la perra que los parió. De pronto Billy comenzó a
vomitar. Reclinado en el antepecho del balaustre esperé a que
terminara.
Al otro lado de la vía, treinta o cuarenta metros adelante de
donde estábamos, en el declive que había entre la calle y el río,
podía ver las luces de un burdel de mala muerte, al que iba
todos los sábados cuando era adolescente y no podía gastar más
de tres dólares en una mujer y uno cincuenta en bebida. Ahora,
aunque estaba borracho, recordé cómo, entre esas mujeres gas-
tadas por el oficio, ya inaceptables en sitos de más categoría
había encontrado a Ester, una compañera de primaria que siem-
pre había soñado con ser balletista y que en sexto grado había
pertenecido a un grupo de danzas españolas. Allí, un sábado, en
una mesa húmeda de cerveza y quién sabía qué otra cosa, Ester
me había reconocido (nos reconocimos mutuamente) y me ha-
bía contado la historia de su miseria. Ya tenía dos hijos (ignora-
ba quiénes eran y dónde estaban los padres), su madre había
muerto años antes y ella había caído y rodado y vuelto a caer
hasta llegar allí, a esa mesa, a esa noche lluviosa, de mayo.
Durante un tiempo había estado en Colombia, en Barranquilla
exactamente, a donde la había llevado un hombre con la prome-
sa de ponerla a bailar en el club de un amigo. Finalmente no
había habido ni club ni amigo, y ella había tenido que dejar al
hombre, que después de un tiempo la golpeaba a menudo, y
ponerse a trabajar en el burdel clandestino de una francesa. En-
tonces tenía buena presencia y pronto pudo reunir el dinero ne-

209
DIMAS LIDIO PITTY

cesario para regresar a Panamá. Después, ah, después... ¿para qué


contarme más? La historia completa estaba en su rostro de dieci-
nueve años. Seguimos conversando y luego, tras haber terminado
las cervezas, por un oscuro impulso, le pedí que subiéramos, pues
suponía que eso era lo que ella esperaba que yo hiciera. En la
escalera, sin embargo, me acometió una sensación extraña. De
un lado sentía la desilusión de haberla encontrado allí: una puta
entre tantas; de otro, persistía aquella antigua atracción que me
había inspirado su cuerpo grácil estremecido por la música anda-
luza. Recordé que en la escuela muchas veces hubiera querido
decirle cuánto me gustaba, pero nunca me había atrevido más que
a decirle que bailaba muy bonito; y ahora el tiempo parecía no
haber cambiado las cosas porque tampoco sabía qué decirle. Ya
en el cuarto, algo se interpuso entre nosotros y en vano quise
excitarme evocando a aquella Ester de mirada juguetona; por el
contrario, experimenté un sentimiento de repulsa hacia mí mis-
mo, como si mi sola presencia allí mancillara un recuerdo sagra-
do. No había ningún nexo entre esa mujer que mecánicamente se
desvestía frente a mí y la niña que había conocido. No obstante,
movido por algo que seguramente era orgullo, me desnudé y tra-
té de comportarme como pensaba que debía hacerlo. Pero fue-
ron inútiles todos los intentos. Finalmente, confuso y avergonza-
do, me vestí mientras interiormente lamentaba lo ocurrido y has-
ta el mismo hecho de estar allí. Bajamos y “eso no es nada” dijo
cuando comenté algo; “otra vez será”. Pero nunca fue. Esa noche
tuve pesadillas, y antes de levantarme, para liberarme de la ver-
güenza y borrar la frustración, me masturbé con la imagen de
Ester-manola besándome en un pasillo de la escuela. En los me-
ses siguientes regresé al burdel y estuve con otras mujeres, aun-
que con Ester no volví a intentarlo: simplemente la saludaba como
a cualquier amiga. No obstante, íntimamente me mortificaba ver-
la subir con otros; me resultaba doloroso que un extraño la abra-
zara. Después he pensado que tal vez había algo de morbo en mi
conducta porque seguí yendo al lugar y en tanto ella atendía a los

210
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

clientes, yo revivía recuerdos; y entonces ese sitio, del que aho-


ra sólo veía las luces, no era un burdel con mujeres semidesnudas
sino el escenario de una escuela primaria, en el cual una niña
agitaba sus lindas piernas entre pollerines andaluces.
Billy acabó de vomitar, se limpió con el pañuelo y escupió en
el cauce de aguas turbias. Guardó el pañuelo mientras caminaba
hacia mí con pasos torpes. Entonces advertí que realmente esta-
ba muy borracho, que lo mejor era buscar dónde pudiera echarse
un poco de agua en la cabeza.
—Vamos —dije cuando estuvo a mi lado y le pasé un brazo
por los hombros—, vamos a tomarnos un trago donde sea; creo
que te hace falta.
Murmuró algo y escupió.
—¿Tienes un cigarrillo?
—Claro, Billy, seguro.
Saqué uno y se lo di encendido. Aspiró y pareció recobrarse
momentáneamente, pero unos metros más allá volvió a vomitar
(intentó hacerlo) con las manos apoyadas en las rodillas; sin
embargo, por más esfuerzos que hizo no salió nada. Tenía los
ojos llorosos cuando se incorporó y dijo que fuéramos a buscar
ese trago. Nuevamente le pasé un brazo por los hombros y
reanudamos la marcha hacia los bares.
En el ROYALITO había mucha gente, más que en el MO-
ROCO, pero aun así pedimos gin and tonic en la barra y Billy
aprovechó para ir al servicio: se lavó la cara y dejó correr el
agua un rato sobre su cabeza. Cuando regresó estaba repuesto y
sonreía.
—Me siento mucho mejor —dijo al tomar el vaso—. Ahora
sí podemos ir a donde quieras.
Me puse a pensar a dónde sería bueno ir cuando terminára-
mos el trago. En el LIPSY’S el ambiente era sucio, había muchos
maleantes y marihuanos y las mujeres que iban allí no pasaban
revista sanitaria, por lo que un simple beso podría tener conse-
cuencias funestas. No, el LIPSY’S no. Tal vez el JOE’S. Allí no

211
DIMAS LIDIO PITTY

había mujeres casi nunca, pero la bebida era buena y la clientela


no era cochambrosa. O si no, el KIMBO; no, ése estaba lejos y
había que tomar bus para llegar. Sí, lo mejor era el JOE’S. Termi-
né mi vaso y esperé a que Billy acabara el suyo. Luego buscamos
la salida mientras en un escenario del fondo una mulata semides-
nuda iniciaba un número mixto de canto y danza afrocubana con
una serpiente enrollada en el cuerpo, la cola de la cual sobresalía
y se agitaba entre sus muslos.
—¿Quieres ver eso? —pregunté a Billy.
—No —dijo— mejor salgamos a buscar un buen trago.
Otra vez caminamos en la noche fresca, por la acera todavía
mojada, con la música que salía de los bares mezclándose y
confundiéndose en la oscuridad apenas disminuida por el alum-
brado de la calle.
Billy caminaba desatento a lo que veíamos; tal vez todavía
estaba demasiado borracho, pese a haberse mojado la cabeza,
para atender otra cosa que no fuera su borrachera. A mí, en
cambio, el espectáculo de los anuncios de los bares brillando
como infatigables y monstruosas luciérnagas multicolores, me
parecía irreal y maravilloso. Allí estaban las casas dormidas de
Río Abajo y la gente que entraba y salía de los bares, las muje-
res que pasaban a nuestro lado con andar y mirada insinuantes,
el ruido de los automóviles en la calle mojada —cada vez que
pasaba uno, la música se fundía con el ruido húmedo de las
llantas y durante un instante la noche era un sonido opaco y
neutro, ni música ni ruido, sino algo viscoso que se alejaba y
finalmente desaparecía en la distancia para que la música de
todos los bares volviera a ser una sola y múltiple melodía: la
materia del aire y de la sombra.
Billy no veía las luces de la MURALLA, el castillo blanco y
azul que formaban, que una vez era todo blanco contorneado de
azul y otra todo azul contorneado de blanco; el caballito de
White Horse que cabrioleaba como un potro salvaje sobre el
BLUE MOON y se encabritaba y daba coces, como si quisiera

212
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

evadirse de los tubos de neón para correr detrás de las yeguas


en algún prado remoto; no veía las gemelas ondulantes de LA
CUEVA: cada una con una estrella en la frente y una varita
mágica en la mano; no veía la sirena roja que llamaba a los
transeúntes desde lo alto de LA ISLA y que agitaba sus caderas
de pez como sólo una sirena puede hacerlo. No veía nada Billy,
sino la calle, los automóviles y la gente que pasaba a nuestro
lado conversando y riéndose.
Contra lo supuesto, en el JOE’S no había demasiada gente y
encontramos una mesa desocupada cerca de la entrada. En la
barra, algunos hombres, cinco o seis, hablaban a gritos y simultá-
neamente. Parecían discutir de boxeo, aunque nadie hubiera po-
dido entender qué decía cada quien. En las mesas, en casi todas,
había grupos que hablaban y reían. En una, un hombre y una mujer
bebían en silencio, muy juntos, perdidos en sí mismos, un brazo
de él sobre los hombros de ella. De vez en cuando se besaban y
luego volvían a quedarse quietos, como si no estuvieran en el
JOE’S, entre el escándalo de la barra y el calypso que en ese
momento tocaba el jukebox, sino en el parque de Summy Garden
o a orillas del lago Madden al atardecer.
Observé detenidamente el local hasta que una nueva can-
ción, The yellow submarine, me hizo preguntarle a Billy si le
gustaban los Beatles y la música rock en general. Sí, le gustaban
mucho, claro, aunque había intérpretes que eran una basura. En
Nueva York é1 había oído, en el Village, grupos muy buenos, aun-
que no eran profesionales ni tenían publicidad. Tocaban en tugurios
llenos de muchachos de mirada triste y cabellos largos. Imaginé
muchachos que miraban el aire dulcemente a través del humo de
la marihuana, indiferentes a la marcha del mundo, consumidos
por días y noches de insomnio, de semanas y meses de viaje por
ciudades del este y del oeste, viajes en trenes de carga y en auto-
stop o a pie, de noches pasadas en los furgones o en los andenes
o en autos estacionados en las gasolineras, a veces en compañía
de una chica de mirada también triste y otras de un muchacho de

213
DIMAS LIDIO PITTY

cabello también largo. Él los había oído muchas veces y había


disfrutado oyéndolos. Sí, eran buenos esos conjuntos. En oca-
siones tocaban en los teatros underground y el efecto de su
música era multiplicado por los actores y las luces y por el mis-
mo público que se integraba en la penumbra a la cadencia recón-
dita (primitiva decían algunos), al feeling de los sonidos eléctri-
cos y la batería frenética. Algunas veces, millonarios excéntricos
o artistas de moda llevaban a uno de tales grupos a sus fiestas
para que los invitados disfrutaran con la música de la juventud.
Pero, claro, había de todo. Recordaba a un grupo integracionista
—dos blancos y una negra, un negro y dos blancas— que recorría
todo el Village y en ninguna parte hallaba acogida. No tenían idea
del ritmo ni dominaban sus instrumentos. Lo único que sabían
hacer bien era drogarse y hablar mal de los negros que no ponían
de su parte para hacer más llevadera la vida entre los blancos.
Malcom X, el Black Power... no, no servían. El integracionismo
era la solución. Eso repetían a quien quisiera oírlos. Y las dos
blancas invitaban a la cama a todo negro que encontraban. Preci-
samente en una fiesta organizada por un aspirante a pintor, sobri-
no de un petrolero texano, él (Billy) había ido al baño y encontra-
do allí a una de las dos arrodillada frente a un bongosero negro
que tenía el pantalón abierto. Ninguno de los dos pareció inmu-
tarse y él orinó y salió y ellos siguieron como estaban. Ese con-
junto era lo peor que recordaba haber escuchado, y había oído
varios muy malos, de esos que no hacen música sino ruido. Sin
embargo, a pesar de cosas como ésa, la música rock era una gran
cosa, y le gustaba. ¿Había escuchado yo algo de Jimmy Hendrix?
Y los Beatles, claro, eran muy buenos.
Sus dedos golpeaban la mesa al ritmo de la música mientras
observaba con gesto distraído el decorado sicodélico y
escandaloso del local. Me levanté y fui a poner de nuevo The
yellow submarine. Inexplicablemente, por alguna razón que
no alcanzaba a comprender, en realidad creo que ni me interro-
gué al respecto, la canción de los Beatles me conmovió en ese

214
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

momento y experimentaba oyéndola una íntima y profunda sen-


sación de sosiego y bienestar, como si la repetición de la frase
yellow submarine y la música dulce que la acompaña evocaran
en mí plácidas visiones del pasado o anticiparan escenas igual-
mente apacibles. Regresé a la mesa y también me puse a llevar
el ritmo golpeando el vaso con los dedos. Al terminar la pieza
resurgió la vocinglería de la barra y propuse irnos a otro sitio.
Tampoco se podía beber a gusto en el JOE’S y no valía la pena
escuchar los gritos de los borrachos.
Salimos nuevamente a la calle húmeda, a los faroles de mer-
curio y los anuncios multicolores. Ya debíamos estar muy borra-
chos porque ni siquiera nos preguntamos a dónde iríamos: nos
daba lo mismo ir a un sitio u otro o caminar en cualquier direc-
ción. Así, sin proponérnoslo, pasamos otra vez frente al ROYA-
LITO y volvimos a ver el caballo de White Horse sobre el BLUE
MOON, las gemelas de LA CUEVA y la sirena de LA ISLA,
que ahora me pareció mucho más lasciva y excitante. Después
cruzamos el puente y nos hallamos nuevamente ante el
MOROCO. Seguimos de largo y una cuadra más adelante atrave-
samos la avenida y abordamos un bus.
El aire lavado por la lluvia entraba por las ventanillas y re-
frescaba nuestros ojos irritados por el humo y enrojecidos por
el alcohol. Aspiré profundamente varias veces y pedí parada
frente a LA GRUTA AZUL.
—¿Qué hay aquí? ¿Qué vamos a hacer? —preguntó Billy
en tanto descendía y luego mientras se esforzaba en mantener el
equilibrio en la acera.
—Mujeres, hombre, y bebida —respondí risueño— Vamos
a ver cómo está el ambiente. Ahora es cuando va a comenzar la
fiesta.

215
DIMAS LIDIO PITTY

216
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

PASA LA GENTE

El mismo cielo de ayer y de mañana


el mismo aire del mar soleado
Los comerciantes acechan al transeúnte desde los mostradores;
quisieran obligarlo a entrar en sus negocios. Hay hindostanos
de aceituna; persas nostálgicos de arena con camellos de
Nubia y caravanas en sus ojos, con el recuerdo de una trave-
sía en un barco de humo lento por un mar de días azules y
noches consteladas; hay armenios de gestos insinuantes y
mirada de áspid que atraen a los clientes con el sortilegio de
su palabra; hay chinos impasibles y hieráticos, de cuerpo
menudo y escurrido, que súbitamente se alegran cuando al-
guien entra en su establecimiento atiborrado de mercaderías
de Hong Kong y Formosa y en cuyo interior se mezclan los
olores a resina de las telas y el aroma de las especias.

PASA LA GENTE

Hombres

fatigados por toda una jornada de trabajo en el taller,


en los tendidos eléctricos, en las fábricas de lácteos,
en los muelles, en las dependencias públicas, en las
calles calurosas (como vendedores, cobradores, men-

217
DIMAS LIDIO PITTY

sajeros, taxistas, peones); hombres de mirada limpia en


la claridad del día, algunos con el sudor tostado en sus
cuerpos

Mujeres

paso ondulante, piel dulce, expresión risueña. Se detie-


nen ante los escaparates y suspiran al contemplar los
últimos modelos de vestidos, los cosméticos de Dior,
de Chanel, de Elizabeth Arden, los perfumes en enva-
ses de sándalo labrado, los collares de marfil del Pun-
jab, los tapetes y alfombras de Esmirna, los cristales
de Bohemia, los ingenios eléctricos japoneses, las cá-
maras alemanas. Vienen de la escuela las maestras, de
la oficina las secretarias, de la fábrica de ropa las cos-
tureras, han salido del hogar las amas de casa (algu-
nas; llevan a sus niños y éstos también miran asom-
brados los escaparates y piden insistentemente esto,
aquello, lo de más allá) y en todas es perceptible el
deseo de comprar esos aretes, esta pulsera, aquella
negligée; algunas piensan en el novio-esposo-amante
y siguen indiferentes a las miradas y los piropos de los
transeúntes.

PASA LA GENTE

Río lento de ojos y cuerpos


Las aceras palpitan en la tarde
Los autobuses y los automóviles circulan
se detienen en los semáforos
reanudan la marcha
suenan la bocina
Alguien saluda de una acera a la otra con la mano
Un hombre y una mujer se reconocen desde lejos, aceleran el

218
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

paso y se abrazan entre los peatones: cómo estás, tanto


tiempo sin verte, olvidados de todo, viviendo la emoción
del encuentro, entremos a esa refresquería, fíjate sólo an-
teayer le pregunté a fulano por ti, cómo es la vida, quién iba
a pensar que te encontraría hoy, qué vas a tomar, sonrisas,
miradas brillantes
Un limpiabotas espera junto a su silla que alguien se siente mien-
tras silba una melodía de moda
Chiquillos pobremente vestidos vocean los diarios vespertinos

INTENSOS BOMBARDEOS AL
NORTE DEL PARALELO 17

¡Robo al Pueblo!
PECULADO EN EL MUNICIPIO

EL ENVIADO ESPECIAL NORTEAMERICANO


FUE APEDREADO Y ESCUPIDO EN CARACAS

Un policía suena su silbato en una esquina para que los autos


circulen más aprisa
Cuatro marineros franceses fotografían a un viejo tuerto que,
parado sobre una caja de madera —frente a ésta hay una
mesita con frascos encima y una lata con monedas dentro; un
rótulo indica 25c— anuncia un medicamento esotérico, bue-
no para todos los males: evita la caída del pelo, restituye el
vigor masculino, disuelve los cálculos biliares, abre el ape-
tito, elimina las hemorroides, lo usaban los indios señores,
combate las caries, tomen su frasco y echen el dinero en la
lata, no desaprovechen, la fórmula es un secreto de los incas,
no hay nada mejor para sentirse bien por las mañanas, com-
pren, señores, compren que se acaba. Uno de los marineros
toma un frasco y deja un dólar en la lata. Luego le pide a un
muchacho que tome una foto de él y sus compañeros son-

219
DIMAS LIDIO PITTY

rientes y abrazados, felices, mientras la gente los mira y tam-


bién sonríe viéndolos contentos tan lejos de París, ¿no será
alguno de Marsella?, en el otro lado del mundo, junto a un
buhonero charlatán y cerca del almacén Estrella de la India.
Ah, los franceses, los franceses.

PASA LA GENTE

Luz dorada sobre los techos de Catedral y Santa Ana


El cerro Ancón es una sombra verde que el crepúsculo oscure-
cerá hasta volverla negra
sobre é1 radares
torre de televisión
faros
cañones y banderas
Un jet de la AIR FORCE deja una estela blanca en el cielo sin
nubes
En la calma lejana
más allá de las islas
un barco enciende sus luces de posición

PASA LA GENTE

pasa
en la tarde de ayer y de mañana.

220
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

H
E COMIDO BIEN EN ESTE RESTAURANTE italia-
no, con música de violines y reproducciones de pintu-
ras famosas, con vino y meseros atentos y pulcramente
vestidos. He comido mientras el viejo Sartini, propietario, chef
y sibarita deja la caja y viene a conversar conmigo del tiempo,
de su nativa Italia ay lejana y de esa idea que tiene —ya sabes
cómo es el asunto, habló de ello el día que estábamos con
Fabio— para montar una cadena de restaurantes baratos, en los
cuales el pueblo pueda comer platos italianos a precios módi-
cos. He comido en silencio, tras de haber vuelto Sartini al pues-
to de mando, frente a una reproducción de La Gioconda tan
enigmática como el original y la (¿el?) modelo de Leonardo.
Luego he disfrutado con el café y la crema de cacao (obsequio
de Sartini a un amico que comprende su nostalgia) y con las dos
mujeres que en una mesa próxima comen y conversan en voz
baja.
Las he visto mientras enrollan los spaghetti y sus bocas enro-
jecen con el vino. Ambas son blancas y atractivas, pero una es
más clara y tiene el pelo castaño. La otra, de cabello negro, usa
un vestido abierto en la espalda. Su piel invita a la caricia y
fugazmente pienso que debe ser delicioso recorrerla con los la-
bios o con la mano extendida, en la quieta claridad de una alco-
ba abierta a la luna. Sería maravilloso ver en un espejo esa piel
vencida, sin nada cubriéndola, junto a mi cuerpo tostado, recién
salido del mar; o bien, bañarla con ese vino del Piamonte que

221
DIMAS LIDIO PITTY

ahora moja su boca y después tomar lenta, golosamente de su


cuerpo el aroma de la uva, hasta que el paladar ya no evoque los
viñedos sino que naufrague en la carne palpitante. Sería maravi-
lloso, pienso en tanto levanta su copa y brinda con su amiga por
algo que ignoro.
Enciendo un cigarrillo y las observo mientras la del pelo
castaño mira atenta e intensamente a la otra. De pronto, una sen-
sación confusa comienza a intrigarme. En la mirada de la mujer o
en la forma en que toca el brazo de la amiga, creo haber advertido
algo que no comprendo del todo. Aún turbado por esa especie de
intuición imprecisa, mis ojos descienden y bajo la mesa vislum-
bro las piernas unidas en una caricia furtiva. Entonces algo se
quiebra dentro de mí y me invade un sentimiento de frustración.
Llamo al mesero y pido la cuenta.
El mozo acude sonriente y dice que Sartini desea hablarme
antes de que me vaya, que espere un momento. El muchacho se
aleja y vuelvo a mirar la mesa de las mujeres. La del pelo casta-
ño ha terminado de comer y contempla arrobada a la otra, que
parsimoniosamente enrolla los spaghetti y los lleva a la boca
con delicadeza. De súbito, la del pelo castaño descubre que las
observo y su mirada es un dardo. El mesero regresa con el cam-
bio y veo que Sartini deja su puesto y camina despacio hacia mí.
En tanto, disimuladamente observo que el contacto de las piernas
bajo la mesa es más estrecho, aun cuando sobre ésta sólo hay dos
amigas que disfrutan con la comida de Sartini, con la música de
los violines (ahora interpretan una canción napolitana) y con las
reproducciones de Renoir, Goya, Leonardo, Van Gogh, Botticelli,
el Giotto y con Las amigas de..., que frente a ellas parecen son-
reír y evocar los versos que Safo escribió una tarde sobre la piel
de su discípula más amada.
Sartini me dice que pasado mañana preparará un plato espe-
cial —una mondongada como sólo é1 sabe hacerla— para los
amigos, que no falte, vaya hombre, aquí pasaremos un rato como
debe ser. ¿No quiere otra cosa, algo fuerte para empezar la no-

222
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

che? Lo que quieras hombre, lo que quieras. Pido un whisky on


the rocks para no desairarlo. Llama al mesero y ordena Chivas
Regal para el amico. Luego continúa hablándome de la mondon-
gada. Vendrán Horacio y Fabio y dos o tres más y después podre-
mos ir a la nueva casa de Fabio, en Bethania, a escuchar un disco
que él (Sartini) le regaló la semana pasada, un disco con las me-
jores canciones populares de Italia. Pruebo el frío ardiente del
whisky y escucho la voz de Sartini desde adentro, como si la re-
cordara, porque ahora sólo veo, oigo y siento el rostro de la
mujer de cabello negro que ha volteado hacia nosotros. Es real-
mente bella y su mirada parece reflejar (¿o ese atributo se lo
habré imaginado?) una especie de melancolía profunda. La miro
directamente a los ojos y luego, en forma involuntaria, dirijo la
mirada a las piernas unidas bajo la mesa. La siento estremecerse
y quita la vista. La otra pide la cuenta, y cuando pasan cerca de
nosotros, hacia la salida, me envía lo que indudablemente debe
ser una injuria musitada. Al llegar a la puerta, cede el paso a la
otra y sus gestos rotundos desaparecen en el crepúsculo. Mien-
tras tanto, Sartini regresa a su puesto, el mozo retira la mesa que
ocuparon las mujeres y siento que el whisky me deja en el pala-
dar un sabor turbio en tanto recuerdo las bocas en las copas, los
labios enrojecidos por el vino, las miradas intensas y la caricia
bajo la mesa. Y, de pronto, al levantar la vista a través del humo
blancuzco que exhalo, veo la Gioconda mirándome, y durante un
momento creo haber descubierto el enigma de su sonrisa.
Termino el trago, me despido de Sartini y salgo a la luz viole-
ta del crepúsculo muriente. Ya han sido encendidas las luces de la
calle y la mezcla del mercurio con el último sol produce una
sensación de irrealidad: los árboles no son completamente ver-
des o negros, sino morados en los sitios donde el día es más
débil. Por la calle camina alguna gente, principalmente turistas
(estamos en la zona de hoteles), conductores de taxis y emplea-
dos de los casinos que llegan al trabajo. No obstante, se advierte
que es domingo por el tránsito escaso y por las tres criadas que

223
DIMAS LIDIO PITTY

disfrutan su día libre y caminan delante de mí, entre risas y cuchi-


cheos. Seguramente van al cine (se desviven por las películas
mexicanas, sobre todo por ésas que tienen como protagonista a
un charro aventurero que canta corridos y rancheras sin mayor
pretexto, enamora a las mozas de todos los pueblos y le lleva
serenatas a la novia que suspira detrás de una ventana enrejada.
Viendo esas películas ¿recrearán su antigua vida de labriegas, sus
sueños de montes y quebradas, los suspiros nocturnos al escu-
char la saloma del hombre que canta para ellas por el camino del
río?) o al baile típico, donde el acordeón enciende la sangre y
donde los campesinos que viven en la ciudad buscan alegría y un
efímero contacto con su antigua existencia. Las he visto presu-
mir en esos bailes. Imitan los gestos de sus patronas —algunas
llevan carteras y vestidos regalados por éstas— y ostentan sus
modales ingenuamente refinados delante de los mozos que tra-
bajan en las construcciones o en la reparación de calles; éstos, en
tanto, miran golosamente deslumbrados esos rostros silvestres
maquillados con torpeza, esas sonrisas picarescas que aún traslu-
cen, pese al creyón y los cosméticos baratos, el aroma de la tie-
rra y la frescura de los campos. Todo envuelto en la cadencia del
acordeón, en los vapores del licor barato, en la euforia de la san-
gre agitada por la música y la noche.
Caminan delante de mí con mucho aspaviento. Una mira hacia
atrás al sentir mis pasos, dice algo y las otras ríen. Seguramente
creen que pienso abordarlas. Siempre riéndose, cruzan la Vía Es-
paña y en la parada de buses una deja caer su cartera. Las otras me
miran como sugiriéndome recogerla, pero no ando con ánimo
para eso y me hago el desentendido. Mi actitud parece sorpren-
derlas o irritarlas porque dejan de reír.
—¿Vas a dejar tu cartera ahí tirada, Nereida? —pregunta una
mientras me mira con ingenua coquetería.
No me doy por aludido, vuelven a reír y la llamada Nereida
recoge la cartera. Entre risas y lanzándome miradas maliciosas,
abordan el bus. Sonrío interiormente y sigo esperando un vehícu-

224
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

lo que me deje en Santa Ana. Allí espero encontrar con quien


conversar y tomar un café hasta que sea la hora de meterme al
cine. El Dorado presenta Adorado John y tengo ganas de verla
otra vez. Es una de las películas más tiernas que recuerdo haber
visto. Es el amor como debe ser, sin convencionalismos, libre y
puro; es una de esas historias que todos anhelamos vivir alguna
vez. Sobre todo quiero ver de nuevo esa escena junto al árbol,
cuando la mujer se entrega al hombre y a la noche tranquila. Re-
cuerdo su gemido y la expresión intensamente dulce de su rostro
en un primer plano, luego el plano general de la pareja recostada
al árbol y después la panorámica del litoral, con el agua gris-plata
y el barco que pasa a lo lejos.
La luz de los faroles ha desplazado por completo a la del día
cuando subo al bus. El chofer usa una gorra elástica y una argolla
de oro en una oreja, como los antiguos piratas. Sonrío. Panamá...
¿En qué otra tierra tan chica del mundo pueden verse tantas cosas
como aquí?

225
DIMAS LIDIO PITTY

226
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

M
I TÍA AÚN NO HABÍA REGRESADO Y YO pasaba los
días recorriendo los alrededores de la casa en compa
ñía de dos o tres amigos que me enseñaban los sitios
en los cuales era posible conseguir mangos, papayas y grosellas.
Donde más abundaban las frutas era en el huerto de una quinta
abandonada en el límite del barrio, rodeada de montecillos y
yerbazales, cerca de un arroyo de aguas turbias. Allí íbamos des-
pués del mediodía, porque era hora en que el cuidador —un viejo
jamaicano medio rengo— dormía la siesta en algún cuarto de la
casa ruinosa. Sin ruido subíamos a los árboles de mango y nos
llevábamos cuantos podíamos meter entre el cuerpo y la camisa
anudada en la cintura. Descendíamos como serpientes gordas y
regresábamos a la casa con el abdomen monstruosamente defor-
mado. Luego buscábamos un sitio tranquilo, en una de las escale-
ras o en un corredor, y comíamos mangos hasta saciarnos. A ve-
ces pasaba Jenny, la jamaicana bromista, y nos pedía uno; en otras
ocasiones era Lupo quien se sentaba con nosotros y compartía el
festín.
Precisamente fue Lupo quien una tarde nos contó la historia
de la mansión abandonada. La casa había sido construida por un
ingeniero o técnico alemán que había trabajado en la última etapa
de la construcción del Canal. Primero, la había tenido para pasar
los fines de semana, luego, al terminarse las obras del Canal, la
había destinado a vivienda permanente y se dedicó al cultivo de
frutales y a la cría de cerdos y pollos. El alemán era un hombre

227
DIMAS LIDIO PITTY

maduro que apenas hablaba español, pero entendía lo necesario


para poder dirigir a los cuatro trabajadores que mantenía en la
quinta. Uno de éstos tenía una hija, mulata preciosa de veinte años,
que a veces iba a llevarle la comida al padre en compañía de un
hermanito. El alemán la vio un día y se enamoró de ella. Dijo que
estaba dispuesto a todo menos a casarse porque, aunque separado
desde hacía años de su esposa, seguía casado y la mujer era re-
nuente al divorcio. El padre de la muchacha vio posibilidades de
ganancia en el asunto y al cabo de un tiempo la mulata se trasladó
a la casa del alemán.
Éste no vivía más que para su nueva mujer y apenas la dejaba
salir de la casa por temor a que alguien siquiera la mirara. Des-
pués, ya no le permitía hablar ni con el padre. Finalmente se des-
hizo de las crías de animales, despidió a los trabajadores y única-
mente dejó en la casa a una señora que limpiaba y cocinaba. Así
pasó el tiempo, hasta que un día el alemán amaneció dando gri-
tos, bebió durante toda la jornada y por la noche apuñaló treinta y
dos veces a su mujer y después se colgó de una viga de la recáma-
ra.
Nunca se supo la causa de lo ocurrido. Quizá lo volvieron
loco las fiebres —decían que había contraído la malaria— o los
celos o la preocupación de morirse —pasaba de los cincuenta
años— y dejar viva a esa mujer que lo enloquecía en las noches
calurosas, cuyo cuerpo parecía un pez vivo entre sus brazos, un
infatigable pez de carne tibia. Bueno, nunca se supo, pero nadie
más habitó la casa del alemán. Años más tarde, después de la Se-
gunda Guerra, vino de Alemania un pariente del difunto y encargó
de la propiedad al negro que ahora la vigila. Nosotros escu-
chábamos a Lupo sin dejar de comer, y aunque no decíamos nada,
un frío estremecimiento interior nos agitaba. Sin embargo, el
recelo que nos inspiraba la casa no impidió que fuéramos varias
veces más a buscar frutas. Y hasta en una ocasión uno se cayó de
un árbol porque los que estábamos abajo le gritamos: ¡baja, huye
que allí viene el alemán!

228
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

Algunas tardes, una o dos muchachas vecinas se nos juntaban


y hablábamos de películas y radionovelas como Los tres
Villalobos, la cual era transmitida diariamente por una emisora
y que cada día despertaba en nosotros ansias de aventuras en
tierras lejanas. Cuando no conversábamos con las muchachas,
jugábamos béisbol en un baldío vecino. Y tal vez por el béisbol
fui amigo de Marta. Pienso eso, pues si no hubiera sido porque
una de tantas tardes Jimmy lanzó una curva demasiado cerrada,
que fui incapaz de esquivar y me dejó tendido en el suelo con una
protuberancia azul en la frente, quizá no hubiera entrado en rela-
ción con Marta.
Me llevaron a la casa mareado, todo dándome vueltas. Mar-
ta estaba en la escalera y preguntó qué había ocurrido. Dijo que
me llevaran a su cuarto, me tendieron en un sofá y ella me dio a
oler alcohol y me puso árnica en el golpe y me retuvo allí hasta
que me sentí mejor. Íntimamente estaba avergonzado de que me
hubiera pasado eso, pero a la vez estaba contento de que una
mujer tan bonita me atendiera. Cuando me repuse —los demás
se habían ido— me preguntó quién era yo y dónde vivía. Res-
pondí y agregué que era del interior, que había venido a termi-
nar la escuela en la capital y me gustaba mucho la ciudad. Escu-
chaba mientras bebía una taza de café a pequeños sorbos y sus
ojos —pardos claros, color miel— seguían mis gestos. Yo no
soportaba mirarla de frente y sentía hormigas en la piel cuando
ella me miraba. Era la primera vez que una mujer que no fuera
de la familia me miraba con tanta atención. Yo observaba la habi-
tación —había una cama grande, un comedor pequeño, el sofá
ocupado por mí, un estante de madera y una imagen del Corazón
de Jesús encima de la cabecera de la cama— y de pronto comen-
cé a sentirme nervioso y dije que me iba.
—Espera un momento, todavía no —dijo sonriente.
Terminó el café y se me acercó con el frasco de árnica.
—Estos golpes pueden ser malos —murmuró para sí mien-
tras me aplicaba la medicina.

229
DIMAS LIDIO PITTY

Yo estaba sentado y ella inclinada tan cerca de mí, con un vesti-


do tan escotado que podía ver gran parte de sus senos. Cerré los
ojos porque no sabía qué hacer. Terminó de ponerme el árnica y
dijo que ahora sí podía irme. No esperé más. Medio farfullé las
gracias y bajé al departamento de mi tío, quien a esa hora se prepa-
raba para ir al trabajo. El golpe me dolía mucho aún, pero ya no
sentía mareos. Mi tío preguntó qué me había pasado. Le conté todo,
se rió y me dijo que tuviera cuidado con Marta. No sé por qué me
puse rojo cuando dijo eso. Sin embargo, no me atreví a preguntarle
por qué debía cuidarme de Marta.
Esa noche tuve pesadillas y al día siguiente el golpe era una
mancha azul-negra en un lado de la frente. No volví a ver a
Marta sino dos días después. Era de tarde y yo estaba con Jimmy,
el que me había golpeado, en la escalera. Marta salió de su cuarto
y me llamó. ¿Ya estaba mejor del golpe, no había tenido más
mareos, me dolía mucho? No, ya no me dolía mucho; gracias
por el árnica. Bueno, quiero que me hagas el favor de comprar-
me algo en la tienda. ¿Podía? Claro, cómo no. Fui a donde el
chino a comprarle café, pan, arroz, una libra de carne, yuca,
ñame y otras cosas. También me encargó dos cervezas. Pero
dile al chino que bien frías.
—No te vayas muy lejos —dijo cuando le entregué la bolsa
con el mandado— para darte comida cuando esté lista.
Jimmy me había acompañado a la tienda y le dije que fuéra-
mos a gastar los cinco centavos que me había dado Marta.
Compramos duros de nance y subimos a comerlos a un ár-
bol que había cerca de la casa. Después Jimmy preguntó qué
hacía yo en el interior y si sabía montar a caballo como los
cowboys, sí sabía, y si mi familia tenía vacas, sí tenía, y si éra-
mos ricos, éramos pobres, y si había montañas cerca de mi casa,
sí había y un volcán muy grande, el más alto de Panamá, y si
había ríos y luz eléctrica y cine y supermercado y si la escuela
era como la de Río Abajo, no, de eso no había nada —ni luz ni
cine ni supermercado ni escuela grande— pero sí había un río al

230
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

cual yo iba de pesca con un tío que sabía mucho de eso, un río que
en verano era apenas más ancho que una quebrada, pero que en
invierno ahogaba gente y animales, arrastraba árboles inmensos y
nadie podía cruzarlo, y no había luz pero había luna y la luna era
mejor que la luz porque iluminaba todo el pueblo y el llano y los
cerros y uno podía ver en la noche muy lejos hasta el mar y sen-
tarse afuera de la casa en la claridad blanca y escuchar las histo-
rias de un tío, que eran mejores que las películas porque eran
verdaderas y él las había vivido. Sí, tal vez la luna fuera mejor,
dijo Jimmy, y los cuentos del tío mejores que el cine, pero en la
ciudad había muchas más casas y aviones y barcos, ¿no había ido
nunca al Canal a ver pasar los barcos?, eran más grandes que una
casa y tenían banderas, sí lo había cruzado y había visto un barco
cerca de Miraflores y Lupo me había contado cómo eran los bar-
cos por dentro y cómo vivían los marineros, pero también me
había dicho que los barcos se hundían y los tiburones se comían a
los marineros y no quedaba nada sino el mismo mar de siempre y
los tiburones esperando que otro barco naufragara; no, yo prefe-
ría la tierra y los llanos y el gran volcán azul y las historias de
tigres que tío Isidoro contaba a la familia reunida bajo la luna. Sí,
yo prefería eso, aunque la ciudad me gustaba y tenía cosas muy
bonitas. Terminamos los duros y una hermanita de Jimmy vino a
decirle que la mamá lo llamaba. Yo seguí en el árbol hasta que vi
a Marta salir de su cuarto y pararse en la escalera. Me bajé y
caminé hacia ella.
—Ven para que comas —dijo al verme.
Había dos platos servidos en la mesa; me senté frente a uno
y comí casi sin levantar la vista. Ella tomaba cerveza con la
comida y me ofreció, pero no quise porque nunca había tomado
y temía que me hiciera daño. Después me preguntó si quería
hacerle siempre los mandados. Dije que sí. Cuando terminé de
comer me pidió que llamara a la vecina del 7 para que le lavara
los trastos porque ella tenía que irse. Llamé a la mujer, una
señora ya vieja que planchaba ropa ajena, y después me senté en

231
DIMAS LIDIO PITTY

la escalera. Al rato salió Marta con un vestido verde, los labios


pintados de rojo vivo, y el perfume, que ya conocía, me produjo
la misma sensación de la primera vez. Cuando pasó a mi lado dijo
hasta luego, nos vemos, y se alejó con su andar sinuoso, que nin-
guna otra mujer tenía.
Al regreso de mi tía, Lupo habló con ella para que yo dur-
miera en su cuarto y se lo cuidara cuando le correspondiera la
guardia nocturna en su trabajo. Ella consultó con el tío y acepta-
ron que Lupo me pagara dos dólares por semana. Después, un
domingo en la tarde, Lupo me invitó a pasear por la Zona para que
viera los barcos, dijo, y conociera el Canal.
Él era timonel de un remolcador y me llevó al muelle 18 de
Balboa a conocer su nave, pero no pudimos verla porque en ese
momento estaba en el mar y entonces tomamos un bus hasta
Miraflores y nos sentamos frente a las esclusas, en el lugar de
los visitantes, para ver cómo cruzaba un barco. El que atravesa-
ba en ese instante era un buque japonés, el Fuji Maru, muy
largo y muy alto y tan ancho que sus costados casi rozaban las
paredes de la esclusa. A popa y a proa había marineros asoma-
dos, unos con binoculares y otros con cámaras, hablaban a gri-
tos en su lengua y los veíamos reír y señalar cosas a lo lejos. Yo
me asombré al ver cómo cuatro pequeñas mulas eléctricas eran
capaces de mover un barco tan enorme —que tenía las máqui-
nas apagadas, me dijo Lupo— a lo largo de la esclusa. Y tam-
bién me sorprendió ver que miles de toneladas de agua llenaban
una esclusa en pocos minutos. Pensé que algún día me gustaría
trabajar allí para conocerlo todo y ser parte de ese mecanismo
inmenso y complejo que comunicaba los mayores mares de la
tierra con tanta facilidad, y para conocer gente de todas partes
y, a lo mejor, tal vez fuera bueno un día irme por los mares del
mundo y ver otras ciudades y otros pueblos desde la cubierta de
un gran barco, como esos marineros del Fuji Maru. El buque
llegó al final de la esclusa, las mulas retiraron los cables, se abrie-
ron las compuertas y avanzó despacio —ahora sí impulsado por

232
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

sus máquinas— en las aguas del lago de Miraflores. A nuestro


lado un grupo de turistas hacían preguntas al guía y éste daba fe-
chas y cifras y los turistas decían ooohhh y volvían a preguntar
mientras el sol desaparecía detrás de las colinas del oeste y la
sombra del atardecer oscurecía las aguas. Absorto en el mirador,
veía cómo el humo del Fuji Maru, que era una imponente mole
gris-blanca alejándose en la placidez del lago, se perdía lenta-
mente en lo alto del cielo claro.
Otro día le pedí a Lupo que me llevara a conocer el corte
Culebra, el lugar más angosto del Canal y el que mayor dificultad
había ofrecido a los ingenieros. Los farallones de roca viva apare-
cían cortados a pico y una profusa vegetación coronaba las eleva-
das márgenes rocosas. Cuando llegamos al sitio, no pasaba nin-
gún barco, pero recordé que las naves se ven como indefensas y
frágiles junto a las paredes de piedra.
Eso lo había visto en una fotografía que la maestra nos mos-
tró una mañana. La foto presentaba al Ancón, el primer barco
que cruzó el Canal. “El Ancón atraviesa el corte Culebra. Agosto
de 1915”, decía el pie. Desde que vi la foto había querido cono-
cer el lugar. Porque fue allí donde el Istmo opuso el mayor obs-
táculo a los hombres, donde las máquinas y la dinamita se unie-
ron al sudor y la sangre para vencer la roca. Igual que cuando
había cruzado la entrada del Canal en el ferry Roosevelt, la voz
de la maestra siempre dulce y apacible, me revivió la proeza,
los sacrificios y los miles de muertos. Porque allí en Culebra, y
a lo largo de todo el Canal, miles de hombres habían muerto de
1882 a 1914, durante los trabajos de los franceses, primero, y
de los gringos, después. Escuchándola, uno pensaba que el es-
fuerzo había sido prodigioso, pero ya frente a los cerros de pie-
dra cortados, uno pensaba que en verdad el hombre era tan grande
como Dios, o tan listo. Y nuevamente, como en el ferry Roose-
velt, volví a pensar que no había nadie en el mundo más inteligen-
te que los gringos. Entonces acosé a Lupo a preguntas y él res-
pondió a todas y cuando me cansé de preguntar regresamos a Río

233
DIMAS LIDIO PITTY

Abajo y esa noche soñé con travesías por mares enfurecidos y


con explosiones y paredes de basalto.
Al día siguiente fui con Jimmy al cine y vimos Shane el des-
conocido. Me pareció fantástica la manera que tenía Jack Palance
de ponerse los guantes antes de matar a un hombre. Era el máxi-
mo pistolero. Pero allí estaba Alan Ladd, el bueno, el vagabundo
justiciero que ayudaba a los granjeros débiles y que era aún más
rápido que Jack Palance con la pistola. Fue maravilloso el duelo
final entre ambos y Jimmy y yo salimos del cine con pólvora en
la sangre y con ganas de ser como Alan Ladd y disponer de la
libertad que é1 tenía para ir de un lado a otro y dormir bajo las
estrellas, en esas noches de cerros cubiertos de nieve. No había
nada mejor en el mundo que ser un cowboy de pistola muy rápida
para exterminar a los bandidos y favorecer a los agricultores des-
amparados que tenían una bella mujer, un hijo y una casa de tron-
cos en la pradera.
Cuando regresamos a la casa, mi tía me dijo que Marta ha-
bía estado buscándome no sabía para qué. Subí corriendo las esca-
leras y toqué en la puerta de malla metálica (todas las habitacio-
nes eran protegidas de los insectos con una semejante). Podía
ver luz en el cuarto a través de las cortinas, aunque no estaba en-
cendido el foco del techo sino la lámpara que había cerca de la
cama. Marta vino a abrir y sentí su aliento de cerveza.
—Te buscaba para que me compraras unas cervezas —dijo—
pero ya las compré.
En el sofá estaba sentado un hombre rubio con un vaso de
cerveza en la mano. Marta fue a la cabecera de la cama, tomó
un monedero y sacó cinco centavos.
—Toma de todos modos —dijo— por la molestia.
Acepté la moneda, dije gracias y me quedé allí. El gringo
murmuró algo que no entendí y Marta me dijo: bueno, nos ve-
mos mañana, y cerró la puerta metálica. Yo seguí inmóvil, como
atontado, golpeándome muy adentro la voz del hombre y las risas
de Marta. Lentamente, todavía como atontado, caminé hacia la

234
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

escalera y me senté en un escalón, pero aun allí escuchaba la risa


de Marta y de pronto me sentí ridículo, humillado y arrojé a la
noche los cinco centavos.
Después de comer busqué a Jimmy para comentar la pelícu-
la, pero nada de cuanto decíamos tenía interés para mí; aun donde
estábamos, alejados de la casa, debajo de un árbol de tamarindo,
oía la risa de Marta y la voz ronca del hombre que estaba con ella.
Experimentaba una confusión dolorosa, algo que hasta entonces
no había sentido y por un momento tuve deseos de hablarle a
Jimmy de eso, sin embargo, me abstuve: seguramente se burla-
ría.
—¿Por qué mejor no conversamos subidos en el mango que
hay frente a la casa? —propuse de pronto.
—Bueno —aceptó Jimmy—. Vamos.
Desde allí veíamos gran parte de la calle, por la que venía
una señora con paquetes del supermercado. También veíamos la
ventana abierta del cuarto de Marta y, aunque había cortinas, per-
cibíamos figuras en el sofá.
—Mira —dijo Jimmy repentinamente excitado, agarrándo-
me el brazo— mira cómo la toca el hombre.
Sentí como si me clavaran agujas y no tuve ganas de seguir
viendo, sino de cerrar los ojos y huir.
—Mejor nos bajamos —dije—. Alguien podría vernos.
—No —dijo Jimmy en voz baja—, no; vamos a ver qué
hacen.
Contra mi voluntad, para que Jimmy no fuera a decir que yo
era un marica, observé cómo el gringo la abrazaba, la besaba en
el cuello, le abría el vestido y le metía la mano entre los senos
mientras ella, cerrando los ojos, le acariciaba la cabeza. Luego
ella se levantó, así con el vestido abierto hasta la cintura, quitó
la sobrecama y apagó la luz. Ya no pudimos ver nada y Jimmy
fue a ver para qué lo llamaba su madre. Yo me quedé un rato
sentado en una rama, con ganas de llorar y con una sensación de
tristeza y humillación que nunca había sentido.

235
DIMAS LIDIO PITTY

El día siguiente lo pasé en el centro, con una amiga de mi tía; al


otro día, Marta me buscó, pero yo no estaba, y el tercero aún no
quería verla y pasó toda la semana. Jimmy a veces compraba duros
con lo que ella le daba porque le hiciera los mandados.
—Marta me manda a mí porque no te ve a ti —dijo—. Pero es
lo mismo —agregó riéndose— si da el dinero a ti o a mí: los
duros saben igual.
El domingo, cerca del anochecer, estábamos sentados junto
a la calle. En ese momento vimos que Marta caminaba hacia la
casa. Traía un vestido rojo y se veía linda. Simulé no haberla
visto, pero ella llegó a donde estábamos y me dijo:
—Hola, amiguito, ¿por qué no te dejas ver?
No supe qué contestar; sólo atinaba a mirarle las piernas y
no me atrevía a levantar la vista.
—Ahora vas para que me compres unas cosas —agregó en
tono cariñoso y se fue.
Seguí mirando el pavimento, en silencio y como aturdido,
hasta que Jimmy dijo:
—Hoy es domingo y tengo que acompañar a mi mamá a la
iglesia. Nos vemos después.
Fui a donde mi tía y le pregunté si tenía necesidad de com-
prar algo.
—No. ¿Por qué?
—Porque voy a la tienda a buscarle unas cosas a Marta.
—No, no tengo que comprar nada ahora —repitió mientras
cosía el cuello de una camisa de mi tío.
Entré al baño y me lavé las manos, la cara y la boca untadas
de duro. Me sentía inquieto y luego, cuando subía la escalera
hacia donde Marta, iba recordando cómo ella abrazaba al grin-
go y cómo éste la apretaba y cómo los dos eran un solo cuerpo
en el sofá. Con esa imagen fija en la mente, llamé a la puerta de
su cuarto. Abrió y dijo:
—Pasa. Voy a hacerte una lista de lo que necesito. Hoy el
chino cierra a las ocho, ¿verdad?

236
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

—Sí —respondí con voz neutra, en la cual vanamente inten-


taba transparentar un enojo frío.
Se puso a escribir en la mesa y yo, parado junto a la puerta,
seguí mirando la cama y el sofá como si hubieran sido imanta-
dos por las figuras abrazadas que Jimmy y yo habíamos visto
desde el mango. Marta se había quitado el vestido rojo y ahora su
cabello negro ensombrecía una bata verde-celeste, escotada, que
parecía seda. Terminó la lista y fue a la cabecera de la cama, tomó
el monedero y me dio dos dólares y el papel con las anotaciones.
—Anda —dijo sonriente— que hoy, por ser domingo, te daré
veinticinco centavos.
Salí con la misma expresión fría, que pretendía ser indife-
rente y dura, y llegué a la tienda con las figuras del sofá aún
más dolorosamente claras en la mente. Le di al chino la lista y
éste preparó el pedido. El total de la cuenta rebasaba en diez cen-
tavos los dos dólares.
—Estas cosas son para Marta —dije.
—Ah —el chino (flaco, con algunas canas en su pelo para-
do, de ojillos maliciosos y dientes disparejos y larguísimos)
sonrió y me guiñó un ojo— entonces puedes traerme después
los diez centavos, no importa.
Sin decir nada tomé la bolsa y caminé despacio hacia la
casa. No se veía a nadie en la calle, únicamente un hombre
venía de la parada de buses, aunque éste todavía estaba lejos.
Entre la casa y la calle había un área de sombra acentuada por
los mangos y el tamarindo; allí estuve un rato con el paquete en
los brazos, sin decidirme a llegar, hasta que oí acercarse al hom-
bre y reanudé la marcha hacia la escalera.
Marta abrió la puerta al sentir mis pasos en el pasillo. Esta-
ba realmente linda en ese momento porque tenía el cabello suelto
y se lo cepillaba lentamente mientras esperaba que yo entrara.
Pasé casi rozándola y sentí el perfume que emanaba de su cuer-
po. Puse la bolsa sobre la mesa y le dije que habían faltado diez
centavos. Bueno, estaba bien; mañana podía llevarlos o ¿quería

237
DIMAS LIDIO PITTY

llevarlos de una vez? No, dije, mañana estaba bien.


—Okay, siéntate —dijo en tanto dejaba el cepillo del cabe-
llo sobre la mesa y buscaba los veinticinco centavos para dárme-
los— que tengo ganas de conversar contigo. Dime, ¿por qué no
habías venido en estos días?
En ese instante, al hacerme la pregunta, estaba de espaldas,
pero aun así tuve miedo de que notara el rubor que me cubría de
los pies a la cabeza. Estaba seguro de que si me veía se iba a dar
cuenta de todo: iba a ver en mi cara, como en un espejo, su
figura entrelazada con la del gringo, la ventana abierta y a Jimmy
y a mí atisbando desde el árbol. Por eso, para que no se volvie-
ra, para que continuara de espaldas, respondí apresuradamente
que casi todos los días había ido al centro por encargo de mi tía.
—Ah —dijo y finalmente se dio vuelta con la moneda en la
mano—. Toma. Con esto hasta puedes llevar a tu novia al cine.
—No tengo novia —dije sonrojado.
—Con que no tienes novia. Cómo eres mentiroso. Una de
estas tardes te vi hablando con una muchacha debajo del tamarin-
do.
—Esa es una prima de Jimmy que vino a visitarlo.
Encendió un cigarrillo, se sentó frente a mí y me miró aten-
tamente.
—¿Nunca has tenido novia?
—No —respondí con la vista baja. Mis manos jugaban ner-
viosamente con la moneda.
—¿No te has enamorado nunca ni sabes nada de esas cosas?
Su voz, envuelta en el humo del cigarrillo, me llegó lejana,
como del recuerdo o de otro mundo; y no era afable sino hirien-
te, y repetía burlona: “esas cosas, esas cosas”, señalándome las
figuras del sofá. Y fue para responderle a esa voz desconocida
y perversa que dije:
—Sólo lo que tú hiciste con el gringo en estos días.
Yo seguía con la cabeza inclinada y la bofetada restalló como
un latigazo en la mejilla y la oreja. Una onda caliente me recorrió

238
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

de la cabeza a los pies y las lágrimas brotaron sin que pudiera


contenerlas. Pero no eran provocadas por la bofetada, sino por lo
que había visto la otra noche, por lo que había sufrido viendo a
Marta abrazada a ese hombre, dejándose acariciar los senos al
aire. Eso era lo que realmente me hacía llorar. Lo que no había
llorado en la rama del mango, afligido por la humillación, lo llo-
raba frente a ella, frente a esta Marta —no la otra, la del gringo, la
que lo abrazaba con el vestido abierto en el sofá— que era mi
amiga, que era la mujer más linda de todas y caminaba como nin-
guna otra. No era ésta la que me hacía llorar, era la otra. No ésta
que me hablaba cariñosamente y me acariciaba la cabeza y decía
que uno no espiaba en las casas ajenas, que eso era feo, que un
hombrecito como yo no debía hacer tales cosas; ésta que había
dejado la silla y me daba el consuelo de una verdadera amiga; ésta
que yo abrazaba por las caderas para ocultar mi llanto en su vien-
tre tibio y que repetía hombrecito, hombrecito; ésta que ahora
me había abierto la camisa, había apagado la luz y me acariciaba
suavemente el pecho y la cabeza en el sofá; ésta que introducía su
lengua en mi boca y me provocaba estremecimientos al pasarme
la mano por los muslos, que me ofrecía sus senos cálidos y me
había ayudado a desvestirme y se había quitado la bata; ésta que
ahora estaba en la cama con un seno en mi boca, sus dedos reco-
rriéndome la espalda, como gusanitos que suben y bajan lenta-
mente; ésta que estaba debajo de mí, su suelto cabello en mi ros-
tro, acariciándome los costados, de los hombros a las caderas,
con las manos extendidas y cuyos muslos me apretaban contra su
vientre de pétalo, de agua, contra todo su cuerpo y su ternura;
ésta que ahora era más hermosa que nunca, que olía a flores y
cuya lengua me recorría dulcemente la garganta. Esta no era la
Marta del gringo, era la mía. Aquélla me había humillado y hecho
llorar, ésta me daba algo que nadie me había dado. Por eso la
amaba ahora con los ojos cerrados, totalmente entregado a ella,
con una angustia muy grande en los huesos y una sensación de
muerte en la sangre y un estremecimiento que me arrancaba la

239
DIMAS LIDIO PITTY

vida y todo cuanto yo era. Esta era la Marta mía, la única del mun-
do, la que estaba a mi lado sudorosa y me acariciaba el pecho y
me miraba en la penumbra con sus ojos de miel y me tomaba una
mano y la ponía en su seno y decía acaríciame y respiraba delica-
damente junto a mi cara. Esta era mi Marta, la de siempre, la que
ya nunca podría olvidar. La otra no había existido; era mentira.
Por la ventana entraban la noche y la pálida claridad de la ca-
lle. Con cuidado, sin mover demasiado la cama, me levanté y co-
mencé a vestirme. Estaba turbado, tenía miedo de mirarla y sen-
tía fosforecer mi sonrojo en la oscuridad. Oí que Jimmy andaba
buscándome a gritos por el lado de la escalera. Seguramente ya
su madre había regresado de la iglesia. Terminé de vestirme y sin
decir nada caminé hacia la puerta; entonces ella me llamó. Volví
lentamente hasta el borde de la cama y esperé quieto. Me tomó
una mano y la besó.
—Mañana vienes temprano —dijo en un susurro.
Asentí en silencio y salí a ver para qué me buscaba Jimmy.

240
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

CRÓNICA
1514

E
n este año de gracia, la Corona encomendó a Pascual de
Andagoya la misión de explorar la parte más angosta de
Tierra Firme —el istmo que los naturales llaman Pana-
má— en busca de una ruta apropiada para comunicar los domi-
nios del Atlántico con los del Mar del Sur, descubierto este últi-
mo y tomado en posesión para el Rey por Vasco Núñez de Balboa
en 1513.
Andagoya cumplió la encomienda del Rey y un camino de
herradura fue la primera vía transcontinental. Por ella, a lo lar-
go de dos siglos, el oro de Perú y la plata de Bolivia pasaron para
España. Y por ella también en 1671 —fecha aciaga—, mil dos-
cientos piratas famélicos y resueltos buscaron el esplendor y la
riqueza de la urbe más noble y opulenta del Pacífico. Por la mis-
ma senda, con 190 mulas cargadas de oro, regresó Henry Morgan
a Portobelo, y de Portobelo al mar y a la historia.
De la ciudad, fundada en 1519 por don Pedro Arias Dávila
—asesino y suegro de Balboa— sólo quedaron cenizas. Algu-
nas versiones declaran que el gobernador, Pérez de Guzmán,
dispuso darla al fuego para evitar el saqueo de los piratas, tras
haber éstos derrotado y puesto en fuga a sus tropas; otras afir-
man que fue Morgan quien ordenó la destrucción de la plaza.
Sea como fuere, del reciente y magnífico (ahora calcinado) es-
plendor, únicamente quedaron en pie la torre de la iglesia ma-
yor y algunos edificios de piedra.

241
DIMAS LIDIO PITTY

Entonces, en ese crepúsculo de ruinas, de lenta marea azulosa,


alguien pensó que la nueva ciudad debía erigirse más cerca del
cerro que había al oeste, el verde Ancón, eternamente rizado por
la brisa marina y en el cual la caza era abundante.

242
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

N
O HAY NINGÚN CONOCIDO EN EL CAFÉ. Ocupo
una mesa próxima a una puerta y pido un tinto. Espe-
ranza, amiga de todos, siempre servicial y sonriente,
unas veces secretaria y otras consejera de los parroquianos, pre-
gunta: ¿qué haces, cómo te va, dónde estabas metido que hacía
días no te dejabas ver, qué es eso, hombre, andas enamorado?
No, nada de eso, respondo, son las ocupaciones, Esperanza tú
sabes cómo es la vida. Trae el café y un vaso de agua y pago
inmediatamente para evitarle otro viaje. Debió ser muy bella
Esperanza; su rostro maduro conserva algo de esa luz que tie-
nen las jóvenes hermosas. Enfrente del café hay un bar y de él
salen dos hombres gesticulando y hablando a gritos. Tomo un
sorbo de café sin azúcar y observo a los ocupantes de las otras
mesas. Hay poca gente, en verdad; únicamente están los habi-
tuales que pasan todo el día en el establecimiento y sólo lo aban-
donan de malas ganas cuando, en la madrugada, el griego
Athanasiadis ordena a un mozo subir las sillas a las mesas y
barrer el local con una manguera. Alguna vez he hablado con
ellos; son divertidos y buena gente, pero ahora no tengo ánimo
para escuchar los mismos chistes de Pepito o del ministro de
turno, las mismas lucubraciones sobre negocios imaginarios.
Me parecerían un disco rayado y desgastado por el uso. Algu-
nos son jubilados; otros nadie sabe dónde trabajan. ¡Qué gente!
Cada día enredan y desenredan la vida en el café. Río en silen-
cio viéndolos gesticular y enfatizar sus palabras con golpes en la

243
DIMAS LIDIO PITTY

mesa. En lo alto de un edificio distante, una mujer rubia semi-


desnuda ofrece una marca de cerveza. La espuma se derrama de
la copa rebozante. PARA EL CALOR Y PARA USTED NADA
COMO YO. Años antes, durante una temporada en que estuve sin
trabajo, acudí diariamente al café y como muchos flotaba horas y
horas en un orbe de sobreentendidos, saludos, silencios y mur-
muraciones gratuitas. Recuerdo las charlas con José/poeta, Al-
berto/pintor influido por el muralismo mexicano, Clemente/po-
lítico, Roberto/navegante-soñador-desocupado, Kausler/estudian-
te, Romualdo/obrero y fanático revolucionario que ignoraba todo
de la revolución o con aquel dirigente sindical extremadamente
politizado que rehusaba trabajar para no ser explotado por los
cabrones capitalistas y con Florencio/vendedor-cobrador que ja-
más vendía ni cobraba nada pero que siempre ponía sobre la mesa
un maletín repleto de papeles, facturas ilegibles y revistas ilus-
tradas con desnudos. Ninguno está ahora porque el domingo no
vienen al café. En la calle suena insistentemente una bocina. ¿Está
Castillo?, preguntan desde el auto detenido en medio de la vía.
No ha venido, contestan desde una mesa. Lucero, la que atiende
el puesto de revistas y tabacos, me saluda con la mano, respondo
igual y sonrío. Hace unos meses estuvo a punto de morir a causa
de un parto prematuro. Es una buena mujer con mala suerte. El
marido es un vago que vive de lo que ella gana. Antes intentó
hacer carrera en el boxeo, pero en el primer round de su primera
pelea lo noquearon y renegó para siempre de los rings. Ahora
dicen que le propina golpizas tremendas a Lucero cuando ésta se
niega a darle dinero. Algunas veces lo he visto luciendo en el
parque su físico atlético y presumiéndole a los limpiabotas y ven-
dedores de periódicos de ser un púgil retirado. Incluso camina
como Sugar Ray Robinson cuando viene al café por la noche para
acompañar a su mujer a la casa.
Pequeño mundo de miserias y sueños, el café tiene sus per-
sonajes y sus tragedias. Un auto de la policía pasa a poca veloci-
dad y sus ocupantes escrutan con atención el interior del esta-

244
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

blecimiento. En la ventanilla posterior asoma el cañón de una


metralleta. Del bar cercano llega la música de un porro. Miro el
reloj, termino el café y aparto la taza.
El viejo Marco está sentado junto a una de las puertas que dan
a la avenida. Tiene un café frío delante y ve con ojos encendidos
a las muchachas que pasan. Cuando descubre alguna de catorce o
quince años particularmente atractiva, abandona apresuradamente
la mesa (casi siempre sin pagar, aunque cuando vuelve cancela la
cuenta) y la sigue a distancia para saber dónde vive. Anota la di-
rección y luego hace que una mujer hable con ella y la induzca a
ser afectuosa con un buen señor, así y así, que siente un gran
cariño por ella y desea ayudarla. El sistema le dio resultado, di-
cen, hasta que murió la alcahueta, pues no pudo encontrar una
sustituta adecuada. Desde entonces ha debido conformarse con
ver pasar a las chicas, que cada día le parecen más sugestivas con
esas faldas mini mini. En ocasiones hacemos chistes a su costa y
en la última Navidad alguien le regaló anónimamente la novela
Lolita. En cierto modo, da lástima verlo con su café frío, cada
día más viejo, sus ojos cada vez más tristes y cansados, suspiran-
do al paso de las ninfas inaccesibles.
Es mediodía. Atruenan las bocinas del tránsito atascado. To-
das las mesas están ocupadas. Algunos comen riñones de res en
la barra y el olor del guiso inunda el local. Entra un vendedor de
baratijas. De mesa en mesa ofrece serpientes de hule, peinillas,
espejos, plumas, pañolones de seda. Lucero vende cigarrillos a
un turista de grandes bigotes. Parece europeo y transpira
copiosamente. Afuera lo espera un grupo. Sí, Camel, por favor,
dice en inglés. Miro el reloj. La mujer de la cerveza en lo alto
del edificio sonríe, sonríe. Con una seña le pido a Esperanza
otro café. Julián es historiador y ha recorrido todos los ríos,
arroyos y quebradas del país, desde el nacimiento hasta el mar.
Su cabeza cana y su cuerpo delgado y todavía vigoroso se estre-
mecen cuando habla.

245
DIMAS LIDIO PITTY

MESA I

A Entonces, ¿qué hiciste?


B Pues le dije bien claro que la dejaba, que me iba, que ya
estaba hastiado de sus exigencias y majaderías.

Toma un sorbo de café y busca en nosotros alguna reacción


a sus palabras. Además, prosigue, ha descubierto en el archivo
secreto del Vaticano comprometedores documentos relaciona-
dos con una conjura que don Vicente Icaza y Cisneros promo-
vió contra el capitán don Antonio María Zulueta de Valledano,
gobernador de Tierra Firme, en 1552. Claro, como no nos sería
difícil suponer, la publicación de tales documentos obligaría a
reescribir la historia. De ahí, que algunas fuerzas oscuras, que
sospechan que él posee los susodichos documentos, propug-
nen su ruina y la destrucción de los manuscritos.

MESA II

C (Entre risas de sus acompañantes) Y la secretaria salió


del despacho arreglándose el vestido, mientras la esposa
entraba como un ciclón.

Por fastidiarlo, alguien aventura una objeción. Bueno, repli-


ca, que no creamos si no queremos, pero ya veremos, cuando
aparezca su libro, si dice la verdad o no. Lo que pasa es que
pertenecemos a una juventud descreída y cínica, sin ideales ni
altura de miras. ¡Qué iba a ser del país con estas nuevas genera-
ciones! ¡Ah, cuando él era joven! Reímos pero é1 no se moles-
ta. Enciende un cigarrillo, lanza el humo por encima de las ca-
bezas y retoma la palabra. Ahí estaba, simple ejemplo, su
importantísima pero no revelada participación en el affaire del
oro de Piedra de Candela. —¿Quién no sabía que un apátrida de
origen húngaro afirmaba haber descubierto un tesoro fabuloso

246
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

en la inextricable selva chiricana, cerca de la frontera con Cos-


ta Rica?

MESA III

D Nada más necesitamos cien dólares para ganarnos qui-


nientos. Es fácil. Un negocio muerto.
E No puede ser.
D Seguro, hombre. Te lo estoy diciendo.

Eran dos mil barras de oro con el sello de la Corona de Es-


paña, con un peso aproximado de veinte libras cada una. Como
prueba de su hallazgo, el aventurero trajo una de las barras y
pidió ayuda al gobierno para rescatar el resto. Las autoridades
dispusieron el envío de cinco camiones y veinte guardias al man-
do de un capitán para acompañar al húngaro. Éste condujo la
expedición hasta un punto cercano a donde supuestamente esta-
ba el tesoro. Allí les dijo que esperaran un momento y se adelan-
tó solo. Instantes después, sus acompañantes escucharon un
disparo y corrieron en la dirección tomada por el húngaro. Lo
encontraron junto a la entrada de una cueva, muerto y con una
pistola empuñada.

MESA I

A ¡Esperanza! Otros dos pintados y agua.

Los policías buscaron el oro hasta extenuarse, pero no ha-


lla- ron ni rastro y dos días después salieron de la selva tortura-
dos por los mosquitos, con el fracaso en los huesos y con el
cadáver del húngaro envuelto en una lona.

247
DIMAS LIDIO PITTY

MESA II
(Continúan las risas)

C Ustedes conocen la fama que siempre tuvo el tipo. Y


ahora que es viceministro...

Ésa era la versión oficial difundida por los periódicos. Luego


vinieron las especulaciones: el tesoro no existía; el húngaro te-
nía un socio y éste lo había matado; todo había sido una jugarreta
del demonio para burlarse del apátrida, que negaba la existencia
de Dios y del Diablo... Sin embargo, no eran más que habladurías.
Ya se sabe cómo es la gente. La verdad es... (La voz del historia-
dor baja y adquiere tonalidades de enigma) que el tesoro sí exis-
tía. Simplemente, el gobierno dispuso la eliminación del húnga-
ro porque sospechaba que era agente de una potencia extranjera y
hubiera sido tonto compartir con él una riqueza que pertenecía al
Estado por derecho propio.

MESA III

D (Voz apenas audible) Esperanza, toma, cobra los cafés...


Te quedamos debiendo la propina.

Así, eso de que el húngaro se había internado solo en el


monte no era cierto. Sencillamente, cuando llegaron al oro, el
capitán cumplió la orden que había recibido de matarlo. Claro,
eso no podíamos saberlo nosotros. Pero él sí. Porque él (Julián)
que simulaba ser un guardia más de la escolta y que conocía
toda esa región como la palma de su mano, fue quien inventó la
historia de la cueva y de la vana búsqueda del tesoro. En esa
forma le había prestado un gran servicio al país.
En una mesa dos hombres se injurian. Otros intervienen para
evitar la pelea. Uno sale y desde la calle grita que el otro es un
desgraciado-infeliz-cabrón, que la próxima vez se las pagará.

248
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

Un policía lo amonesta y le dice que ya está bien, que se vaya si


no quiere que lo arreste por escándalo en la vía pública.
Ahora las dos mil barras de oro (efectivamente, todas tenían
el sello real) estaban depositadas en un banco de Inglaterra. No
obstante, a cuarenta años del suceso, muchos seguían tejiendo
conjeturas en torno al asunto.
El historiador tira la colilla al piso, la apaga con el tacón,
bebe un trago de café y mira hacia la calle con la misma mirada
serena y tranquila con que seguramente Herodoto miraba la
Acrópolis en las tardes.
Esperanza trae el café. Acodada en el mostrador, Lucero
hojea una revista. ¡Qué Julián! Era un caso el historiador. En el
fondo era parecido al poeta que cada tarde llegaba con una nue-
va teoría para escribir poemas, pero quien nunca mostraba un
verso propio. Sospechábamos que jamás había escrito ni escri-
biría nada y se lo decíamos. Él alegaba que su sentido de la
autocrítica era muy severo: mientras no tuviera la seguridad de
que un poema suyo tenía una calidad extraordinaria, no lo mos-
traría a nadie: ya en el mundo había exceso de malos poemas.
Sus ocurrencias nos hacían mucha gracia y alguien lo apodó
el Autocrítico. Dos años después lo mató una grúa mientras tra-
bajaba como peón en un desagüe y lo enterramos junto con unos
cuadernos repletos de versos que encontramos cuando fue abier-
ta la casita donde había vivido los últimos años.
La vivienda estaba en la barriada bruja de Cabo Verde y nin-
guno de los vecinos parecía saber a quién nos referíamos cuando
preguntábamos por el poeta Nepomuceno Valdivia. Hubo que des-
cribirlo para que finalmente uno con trazas de marihuano dijera:
“ah, ustedes preguntan es por el Borreguero” y nos llevara a la
que había sido morada del Autocrítico. El juez ordenó abrir y el
mismo que nos había guiado metió la mano por una rendija y abrió
la puerta.
La casita, techada con latones y pedazos de cartón embrea-
do, era de una sola habitación y todo estaba revuelto en ésta. Ha-

249
DIMAS LIDIO PITTY

bía ropa colgada de clavos en las paredes y en el catre de sábanas


sucias estaba dormido un gato. Sobre una mesa hecha con cajo-
nes estaban los cuadernos de versos. Tomé el de encima. Comen-
zaba con una cita del monólogo de Segismundo; luego seguían
poesías del Autocrítico. Una decía:

Como la vida soy,


como la vida muero;
muriendo estoy
porque te quiero.

Enseguida había una acotación ilegible y no quise seguir


leyendo para no contravenir la voluntad del autor. Se completó
la diligencia y salimos. Más tarde, mientras vadeábamos los
charcos y lodazales que había entre las casuchas, alguien propuso
que enterráramos al Autocrítico con sus cuadernos. Sería el me-
jor modo de respetar su memoria. Estuvimos de acuerdo. Y tam-
bién con sus libros, sugirió otro cuando regresamos a buscar los
cuadernos. Así, agregamos a los versos los libros que había en la
choza: un almanaque Bristol del año anterior, dos Selecciones
del Readers Digest, el Libro egipcio de los sueños, en la ver-
sión no expurgada de Abdul Hassán Khady, y un tomo en rústica
con las poesías completas de un poeta misógino colombiano.
Gente, tragedias. Pequeño mundo el café. Miro el reloj. Falta
poco para que sea la hora de entrar al cine. Bebo agua y camino
hacia la salida. En la mesa de los habituales prosigue la charla.
Del bar cercano sale, en sordina, la música de una guaracha. Ha
entrado una pareja de gitanos, hombre y mujer. Ocupan una mesa
cerca del mostrador y piden algo de comer. Esperanza les pone
servilletas y cubiertos y observa con curiosidad a la mujer de
enaguas largas y floreadas, ajorcas de oro y mirada trashumante.
El hombre se fija en la lista de precios que hay en la pared del
fondo. ¿Cuál sería el origen y el destino de los gitanos? Cuando
paso junto al puesto de revistas, Lucero me llama sonriente. Tie-

250
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

ne una rifa de un reloj en el primer premio, un radio de transisto-


res en el segundo y un juego de mancuernas en el tercero. ¿Le
quiero comprar un número? Claro, Lucero, claro. Le doy los cin-
cuenta centavos y me anota el 25. Es mi fecha y me desea suerte.
Me despido y salgo. Ella sigue esperando la hora de cierre y que
su marido venga a buscarla.
Afuera del café todo está tranquilo. Apenas circulan auto-
móviles y muy poca gente camina en la noche refrescada por
el viento del mar. En el parque de Santa Ana, viejos grupos de
tres o cuatro ocupan las bancas y conversan del tiempo. (Son
los jubilados de siempre, los que hasta los domingos están allí
porque no tienen otro lugar a donde ir ni otra cosa que hacer,
sino esperar la muerte junto a la iglesia, sentados en las ban-
cas de granito, viendo los mismos árboles que han visto desde
niños. Alguno recuerda cuando lo obligaban a comulgar con
expresión contrita delante de señores de gestos severos, bigo-
tes enormes, largos bastones, traje blanco y sombrero de pajilla;
de señoras con paraguas y abanico, dulces rostros de vírgenes
distraídas y mirada beatífica, que detrás del abanico observa-
ban disimuladamente al amante de cara hierática que asistía a
la misa de pie, cerca de una entrada lateral, con el simulado
recogimiento de una anacoreta que ha vencido todas las tenta-
ciones de la carne. ¡Qué tiempos!) Cerca del quiosco central,
algunas domésticas esperan a los amigos que las llevarán al
baile típico. Más allá, los limpiabotas juegan mientras esperan
clientes.
En la entrada del cine, cerca del cubículo donde una mucha-
cha vende dulces, papas fritas, chicles y refrescos, un periodique-
ro vocea: “Identificaron al ahogado: era un soldado”. Compro
la Extra. Aún faltan siete minutos para que comience la tanda;
no ha comenzado a salir la gente. Deseo ver la película desde el
principio porque no quiero perderme las gaviotas y la costa roco-
sa grisásea, ni los árboles desvaídos en el día neblinoso.
Mientras busco la información, recuerdo fugazmente la noti-

251
DIMAS LIDIO PITTY

cia del diario matutino sobre el joven extraído de las aguas del
Canal. Ahora viene la foto de un cadáver cubierto por una manta,
con varios policías alrededor. El pie de grabado no revela quién
es el muerto, más bien es ambiguo, pero el cuerpo de la noticia sí
trae datos del suicida (la policía ha descartado toda mano crimi-
nal); y es entonces, por primera vez en el día, que comienzo a
recordar a Billy como debía haberlo recordado desde la mañana.
Porque el muerto es Billy Jones, veterano de Vietnam, miembro
del XVII de Infantería con base en Illinois. Pero, bueno, me pre-
gunto, ¿qué importancia tiene ya que lo recuerde, que piense en
su inercia y sus palabras, en lo que dijo de Vietnam, de Filadelfia
y de sí mismo? Por un momento, dolorosa-mente perplejo, no
acepto que Billy sea ese bulto cubierto por la manta en la orilla
del Canal. Sin embargo, no puede ser otro, aun cuando el diario
no da ningún indicio sobre las posibles causas del suicidio. La
policía investigará en sus pertenencias y entre sus conocidos para
ver si encuentra alguna explicación. En tanto, el cadáver, previa
realización de la autopsia de rigor, será enviado a Filadelfia, don-
de viven los padres del difunto. El soldado Jones había sido con-
decorado por su valor en el frente. Es todo. Doblo el periódico y
salgo a la calle.
Después de haber visto esa imagen de Billy, mejor dicho de
haberlo imaginado hinchado y yerto bajo la manta, no puedo
sentarme tranquilamente a ver una película. Enciendo un cigarri-
llo y camino despacio por la avenida Central en dirección a
Calidonia. En ocasiones me paro frente a los escaparates ilumi-
nados, rebozantes de mercancías traídas de todas partes del
mundo, pero nada de lo exhibido en ellos me llama la atención;
la imagen de Billy me ocupa por completo la mente. Tres cua-
dras adelante doblo hacia la avenida B y abordo un bus de Río
Abajo. Si quiero comentar la muerte de Billy con alguien —y
tengo que hacerlo; uno siempre debe ocuparse de la muerte de
los amigos o conocidos— debo ver a Charlie. Es la única perso-
na que, en cierto modo, ha sido testigo de nuestra fugaz amistad;

252
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

la única, fuera de mí, que tal vez escuchó algo de lo que Billy
contó sobre su vida.
El bus gasta sólo veinte minutos en llegar frente al MORO-
CO. La noche es clara y el aire se siente limpio cuando camino
hacia la entrada del bar. Durante unos segundos me detengo
ante el establecimiento y evoco la salida de Billy y yo de allí en
la madrugada, después de muchas horas de lluvia, de inconta-
bles gin and tonics y de haber hablado hasta el cansancio de la
guerra, de Panamá, de cine, de nosotros; de todo cuanto uno ha-
bla cuando está borracho o se pone sentimental.

253
DIMAS LIDIO PITTY

254
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

T
RASPUSIMOS LA ENTRADA DEL MURO que rodea
la casa. Había dos automóviles en el estacionamiento
destinado a los clientes y los árboles cercanos dejaban
caer grandes gotas de agua al pavimento cuando la brisa los
agitaba. En el frente del edificio, foquitos verdes, rojos, azules
y blancos iluminaban el letrero que decía LA GRUTA AZUL
en italiano, inglés, francés y español. Alcanzamos la puerta y vi-
mos a dos hombres en una mesa y a tres en otra, todos acompaña-
dos por mujeres. Debían ser los ocupantes de los autos estacio-
nados afuera. Algunas mujeres iban de un lado a otro o conversa-
ban en la barra o en las mesas. Unas llevaban pantalones ceñidos,
otras faldas muy cortas y abiertas en un costado. Avanzamos ha-
cia una mesa y dos mujeres se nos aproximaron.
—¿Soldados? —preguntó una en inglés a Billy.
—No, hombres —respondió éste cómicamente serio—. Na-
da de soldados.
Reímos y nos sentamos con ellas. El mesero vino.
—Gin and tonic para nosotros —dije—. ¿Qué quieren uste-
des? —pregunté a las mujeres.
—Lo de siempre —indicó una al mesero.
Era un compuesto sin alcohol. Yo lo sabía. Me lo había di-
cho una antigua amiga prostituta; incluso lo había probado una
vez y tenía un sabor parecido al del té. Al cliente le cobran por
ese trago el precio de un coñac y, a menos que é1 insista, las
mujeres no beben otra cosa. Estuve tentado a decirles que to-

255
DIMAS LIDIO PITTY

maran whisky o lo mismo que nosotros, pero luego pensó que no


valía la pena mortificarlas. Que no bebieran si no querían, qué
demonios. El mesero trajo lo pedido y la mujer que estaba con
Billy solicitó monedas para la música. Yo observaba a las muje-
res de la barra y de las otras mesas. Una me hizo un guiño mali-
cioso y entreabrió lascivamente las piernas; correspondí con una
sonrisa mientras la que había ido a poner música regresaba a la
mesa. Ésta tenía el pelo teñido de rubio y su andar era felino.
Cuando iba a sentarse, Billy le dio una nalgada y la atrajo hacia
sus piernas. La mujer rió y le agarró la barbilla.
—Con que andas apurado, ¿eh?
Billy rió y bebió un trago. La mujer había puesto calypsos y le
pedí a la que estaba conmigo que bailáramos. Billy siguió con la
otra sentada en las piernas. De él parecía haberse esfumado ese
velo de hastío que durante horas lo había cubierto como una segun-
da piel. Podía verlo mientras sentía contra mi pecho los senos de
la mujer, mientras su vientre buscaba el mío como un animal ham-
briento. Me concentré en ella y olvidé a Billy y todo lo demás. El
ritmo lento del calypso recorría nuestros cuerpos de los pies a la
cabeza y apenas nos desplazábamos del sitio donde estábamos. En
mi cuello sentía el aliento tibio de la mujer y, muy lejos, fuera de la
música, en otra realidad, oía las voces y las risas de los ocupantes
de las otras mesas. Pese al aletargamiento del alcohol, la proximi-
dad de la mujer había logrado que comenzara a excitarme; sin em-
bargo, la excitación era más bien reflejo que deseo auténtico, pues
interiormente no tenía ganas de subir con ella, por lo menos no en
ese momento; lo que realmente deseaba era que la pieza no acaba-
ra, para seguir allí, inmerso en la música, flotando en el ritmo como
una agua soleada, sostenido por los senos y los muslos de esa mu-
jer que acariciaba suavemente mi nuca con sus dedos. Terminó la
pieza y regresamos a la mesa; no obstante, en mí, bulléndome en la
sangre, persistía la cadencia del calypso. Era un ritmo endia-
bladamente bueno, una de las pocas buenas cosas de los últimos
años.

256
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

—¿Cómo anda la cosa? —pregunté al sentarme.


—Bien —dijo Billy—. Mucho mejor que donde estábamos.
¿Quieres conocer a mi novia? Te la presento. —Con un movi-
miento rápido bajó el corpiño y dejó al descubierto el seno iz-
quierdo de su acompañante. Ésta, primero sorprendida, luego
confusa, finalmente rió a carcajadas. Aún con el seno al aire abrazó
la cabeza de Billy.
—Gringo loco —decía—. Está más loco que un loco.
Mi compañera también reía y en los ojos de Billy era pa-
tente la satisfacción. Por primera vez desde que nos habíamos
encontrado, esa luz triste, plomiza, había desaparecido de su
mirada. Ahora tenía o comenzaba a tener la expresión que corres-
ponde a un soldado de licencia en un país extranjero, en una
ciudad con fama de lasciva. Sus manos recorrían las piernas de
la mujer, enfundadas en mallas negras, bien torneadas y de car-
ne todavía firme.
—Eh, Billy, ¿por qué no bailas? —dije.
—No. Prefiero estar aquí con mi novia.
Mi acompañante me abrazó y dijo que quería otra copa.
—Pero mejor deja de tomar esa porquería —dije—. Pide
verdadero coñac. Así te pones más a tono con nosotros. ¿No te
parece?
Una fugaz lucecita de enojo destelló en sus pupilas oscuras.
¿Le habría disgustado que revelara la superchería del trago arre-
glado? Bueno, si quería disgustarse, allá ella. Mujeres había de
sobra. Llamó al mesero.
—Tráeme un Martell.
Éste la miró sorprendido.
—Lo que oíste. M-a-r-t-e-1-1 —repitió.
El mesero vino con el trago y lo dejó frente a ella.
—Bebo porque tú lo quieres y porque ya es de madrugada
—aclaró mirándome—. Ya no importa si me emborracho.
El destello de enojo había desaparecido de su mirada, que
ahora sólo mostraba la sumisión transparente y antigua de la

257
DIMAS LIDIO PITTY

prostituta frente al cliente. Súbitamente sentí ternura por ella,


esa desconocida que me miraba desde lo hondo de su destino,
que se sometía a mi capricho porque yo era el cliente y pagaba
su sometimiento. Levanté el vaso y dije salud para no ponerme
sentimental. Ella repitió salud y bebió un sorbo de coñac. Llamé
al mesero y pedí otra ronda. En la mesa donde había tres hombres
las mujeres celebraban algún chiste. Sus carcajadas llegaban has-
ta nosotros aunque del jukebox salía alta la música de una guara-
cha. Sí, verdaderamente ahora sí habíamos encontrado el ambiente
adecuado. Mujeres, música, risas. Al diablo todo lo demás.
—¿Cómo te llamas? —pregunté a mi compañera, de repente
eufórico
—Lena.
—Bueno, Lena, vamos a ser amigos, amigos de verdad, por
esta noche y por todo el tiempo que tú quieras. ¿Sabes? , deseo
que seamos amigos, de verdad amigos. Termina ese coñac y pide
otro. Vamos a tomar como lo hacen los amigos.
Acabó su copa y llamé al mesero.
—Oye, Billy, dile a tu novia que tome lo mismo que mi ami-
ga. ¿Pido coñac para tí? —pregunté a la mujer de Billy. Asintió
con la cabeza.
—Dos coñacs —dije al mesero.
Billy brindó.
—Por mi novia Annabel Lee —dijo.
—Yo no me llamó así —aclaró la mujer.
—No importa —replicó Billy besándola—. Para mí eres
Annabel Lee. ¿Lo oyes? Annabel Lee. No Liz, ni Jane, ni Mary:
Annabel Lee.
Comenzó a recitar un fragmento del poema de Poe y por un
momento pensé en el profesor Jones. Cuando estaba borracho
recitaba a los clásicos. En el fondo, Billy era más parecido a su
padre de lo que él mismo podía suponer. Me levanté para ir al
baño mientras él terminaba el poema y Annabel aplaudía entu-
siasmada. Seguramente era la primera vez que un cliente, grin-

258
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

go sobre todo, le recitaba versos, pensé.


En el servicio había espejos y tres mingitorios se alineaban
debajo de ellos; en el fondo, las puertecillas de los inodoros.
Mis ojos enrojecidos me miraban como a un extraño desde el
fondo de los espejos. Cerré los ojos mientras orinaba y puse la
mente en blanco. Sentía las manos y los pies adormecidos, como
extremidades ajenas, tal si en lugar de huesos, tejidos y nervios
fueran de algodón o trapo. Acabé de orinar y me pasé la peinilla
por el pelo revuelto. Eran las tres menos diez. Ya tenía casi doce
horas de estar con Billy. Bueno, era sábado, qué demonios, y
mañana no había trabajo. Terminé de peinarme y otra vez los ojos
contemplaron indiferentes al tipo extraño que estaba frente a ellos,
fruncía el ceño y escrutaba inquisitivamente a lo profundo del
espejo, acaso en un íntimo afán de reconocerse o encontrarse, de
fundirse con esa imagen fría que de algún modo, simultáneamen-
te, lo afirmaba y lo negaba: lo afirmaba en la realidad de los
mingitorios y los olores, de los lavabos y las paredes; lo negaba
en el orbe de la luz y los ensueños, de las formas puras e intan-
gibles, condenándolo a ser sólo un cuerpo, sudoroso y fatigado,
que debía volver a la mesa donde los cuerpos de Billy, Lena y
Annabel Lee lo esperaban para seguir bebiendo, tocándose y no
sentirse sólo cuerpos en la noche del sábado. Me lavé las manos
y salí. En el fondo de los espejos no quedaba nada.
Bebí un trago y encendí un cigarrillo. Lena recostó su cabeza
en mi hombro. Olía a noche y a sudor. Rodeé sus hombros y le di
un sorbo de coñac. Si fuera pintor, pensé, pintaría esta escena
digna de Toulouse-Lautrec: Annabel Lee en las piernas de Billy,
el seno izquierdo de ésta casi al descubierto, Lena apoyada en mi
hombro, mi brazo rodeándola, y el humo de los cigarrillos, sobre
nuestras cabezas. En la mesa, dos copas de coñac, dos gin and
tonics, cigarrillos, un encendedor y la media luz en torno con
destellos rojizos y verdosos. Bebedores y mujeres. Buen título
para el cuadro. Pero no era pintor, Toulouse había muerto hacía
mucho y no éramos propiamente bebedores sino pobres diablos

259
DIMAS LIDIO PITTY

dice cálmate hombre, ya está bien, ya. Annabel Lee está parada
desnuda sobre una mesa; lleva zapatos de tacones muy altos y
empuña un látigo de seda; Billy (¿yo, quién?) está a sus pies, ten-
dido, y la mira implorante como a una diosa terrible. Annabel
Lee lo azota, lo pisa y luego se sienta a horcajadas sobre su cara;
los soldados aplauden cuando el rostro vencido de Billy desapa-
rece entre las piernas de ella. Luces blancas, luces rojas, luces
verdes.
Aúllan las sirenas. OLEADAS DE BOMBARDEROS SOBRE
BERLÍN. Las granadas antiaéreas motean el cielo. PROSIGUE
LA OFENSIVA SOVIÉTICA EN EL FRENTE DEL ESTE. A la
base de Rodman llegó ayer un crucero averiado por un kamikaze.
Hierros retorcidos y chamuscados es cuanto queda de una sec-
ción de proa. Lena y Annabel Lee están en la cama. Cincuenta
dólares a cada una ofreció un oficial. No, doscientos por todo,
ciento cincuenta para ellas y cincuenta para mí, dijo el adminis-
trador. Está bien, aceptó Billy. Cada quien puso su cuota. Senta-
dos en torno a la cama vemos a los cuerpos, desnudos y lustrosos
por las cremas y las luces, buscarse en un excitante y vano inten-
to de cópula. Manos y bocas se recorren lenta, mutua, febrilmen-
te; Lena besa la garganta y los senos de Annabel Lee, ésta cierra
los ojos, entreabre la boca y su mano acaricia las caderas y el
vientre de Lena; ambas se sumergen en la luz negra y húmeda de
sus cuerpos. Recuerdo haber visto algo parecido cuando estuve
de licencia en Hong Kong. En Hawai cobraban treinta dólares por
ver a una mujer hacerlo con un perro. Es la guerra. Al atardecer,
en calle L y calle M, las mujeres salen de los zaguanes como
mariposas, entran a los bares, desaparecen en los callejones de
San Miguel y el Marañón con los soldados, se detienen frente a
los escaparates y miran de soslayo a los hombres que pasan. En la
Zona no hay luces. Desde las 8 p.m., lockout general. Balboa,
Clayton, Amador, Kobee, Diablo, Paraíso son extensiones de
sombra y durante el día los techos pintados de aceituna se con-
funden con la vegetación. En Panamá, en cambio, los techos son

264
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

rojos. En caso de ataque aéreo los pilotos sabrán que el sector


rojo es una ciudad inerme. Ahora las luces siguen encendidas,
por las calles caminan parejas abrazadas y los soldados cantan en
los bares. En Parque Lesseps, muchachos de mirada lánguida ocu-
pan las bancas solitarias y en la penumbra quieta de los cipreses y
los higos suspiran al paso de los marineros. Algunos usan una
ligera capa de maquillaje, apenas perceptible, como un rubor en
sus mejillas imberbes; y todos hablan delicadamente, modulando
las palabras, con gestos y sonrisas insinuantes. En ocasiones, al-
guno ha sido acuchillado en la alta noche por no se sabe quién y
los diarios han hablado de crímenes turbios y ritos depravados.
Sin embargo, pese a todo, uno siempre puede verlos allí al ano-
checer, en el aire de los cipreses, en la luz indecisa; a veces algún
soldado o marinero se detiene, conversa con uno y luego se van
los dos por un rumbo cualquiera de la sombra. Es la guerra. Billy
pide, no oigo su voz pero veo su gesto, otra ronda y Annabel Lee
va a poner música. Yalta,. Stalin, Roosevelt, Churchill. Sangre,
sudor y lágrimas. De Gaulle entró en París; las mujeres le arroja-
ban flores a lo largo de los Campos Elíseos. ¿Qué ha quedado de
la vesania nazi, del fulgor del Reich? Humo negro, espeso de piel
y huesos, mancha los días de Auschwitz, Dachau y Bergen Belsen.
Annabel Lee regresa bailando a la mesa. Sus ojos ya no son ne-
gros sino verdes y se mueven como hojas tiernas cuando parpa-
dea. Es la guerra, mi Dios, es la guerra. Lena es Jenny. Lena-Jenny.
¿Recuerdas a Jenny, Bill? Claro, cómo no, no se ha muerto. Vivía
en la casa de madera y a menudo contaba chistes. Ciertas noches
se ponía un vestido blanco y un turbante morado y caminaba hasta
el final de la calle, donde ya no hay luz, donde comienzan los
terrenos del alemán, y era una sombra blanca en la luz negra de
los montecillos, caminaba hasta debajo de un gran árbol de man-
go y allí había otras mujeres vestidas como ella, y hombres tam-
bién, ¿cómo estaban vestidos los hombres, Jimmy?, luego for-
maban un corro y en el centro de todos un viejo vestido de colo-
res invocaba a los espíritus con palabras extrañas; hay antorchas

265
DIMAS LIDIO PITTY

¿o son velas? y el sonido de un bongó brota de la oscuridad, voz


de los espíritus, voz radiante, voz secreta, voz de la tierra profun-
da, Lena-Jenny ¿cómo era, qué dice el bongó bajo el gran árbol?,
voz oscura, voz de sangre, los cuerpos danzan bajo el cielo, dan-
zan con los pies y con los ojos, danza antigua del aire, los rostros
sudan y brillan en la luz de las antorchas, ¿los ves, Jimmy, obser-
vas los rostros de plata?, un gallo muere con el cuello cortado, su
sangre mancha las túnicas blancas, voz del aire, voz del agua, voz
del fuego, los ojos buscan en el cielo negro el signo del espíritu,
ah ah ah, Lena-Jenny da vueltas en el centro del círculo con los
brazos levantados, sus senos se agitan bajo el vestido como pe-
ces asustados, su carne vibra frenéticamente, abre las piernas,
echa la cabeza hacia atrás, largos espasmos la recorren, ¿cómo
era Lena-Jenny, cómo era?, cae al suelo, la túnica se abre y su
cuerpo flota entre la luz y la sombra y el sonido del bongó entra
en sus ojos y en su boca, penetra su piel, ¿ves, Billy, cómo las
otras mujeres también se contorsionan, no sientes sus carnes tem-
blorosas bajo la tela blanca, no sientes que el espíritu busca cómo
entrar en ellas?, se retuerce en el suelo y el viejo vestido de co-
lores va hacia ella y deja que la sangre del gallo caiga sobre
Lena-Jenny poseída por el espíritu, después la sangre del animal
también cae sobre otras mujeres penetradas por el espíritu, sus
cuerpos sudados dan vueltas sobre la tierra, ¿recuerdas, Jimmy?,
ocultos en el monte observamos cómo el viejo destripa al gallo y
devora su corazón mientras sus manos trazan signos en las cuatro
direcciones y el sonido del bongó se pierde en la noche, voz del
aire, voz del agua, voz del fuego, voz de la tierra profunda, ah ah
ah, el espíritu ha salido de los cuerpos exhaustos, calla el bongó,
se apagan las antorchas y el silencio cubre los montecillos y el
gran árbol, ah ah ah, voz del aire, voz del agua, voz del fuego, voz
de la tierra profunda. Annabel Lee se sienta y Lena me pregunta
si quiero bailar. Billy besa a Annabel Lee en un hombro. Lena-
iguana, Lena-araña, Lena-lora, Lena-puta, ¿por qué no te sientas
sobre un hormiguero? involuntariamente derramo mi bebida en

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DIMAS LIDIO PITTY

dice cálmate hombre, ya está bien, ya. Annabel Lee está parada
desnuda sobre una mesa; lleva zapatos de tacones muy altos y
empuña un látigo de seda; Billy (¿yo, quién?) está a sus pies, ten-
dido, y la mira implorante como a una diosa terrible. Annabel
Lee lo azota, lo pisa y luego se sienta a horcajadas sobre su cara;
los soldados aplauden cuando el rostro vencido de Billy desapa-
rece entre las piernas de ella. Luces blancas, luces rojas, luces
verdes.
Aúllan las sirenas. OLEADAS DE BOMBARDEROS SOBRE
BERLÍN. Las granadas antiaéreas motean el cielo. PROSIGUE
LA OFENSIVA SOVIÉTICA EN EL FRENTE DEL ESTE. A la
base de Rodman llegó ayer un crucero averiado por un kamikaze.
Hierros retorcidos y chamuscados es cuanto queda de una sec-
ción de proa. Lena y Annabel Lee están en la cama. Cincuenta
dólares a cada una ofreció un oficial. No, doscientos por todo,
ciento cincuenta para ellas y cincuenta para mí, dijo el adminis-
trador. Está bien, aceptó Billy. Cada quien puso su cuota. Senta-
dos en torno a la cama vemos a los cuerpos, desnudos y lustrosos
por las cremas y las luces, buscarse en un excitante y vano inten-
to de cópula. Manos y bocas se recorren lenta, mutua, febrilmen-
te; Lena besa la garganta y los senos de Annabel Lee, ésta cierra
los ojos, entreabre la boca y su mano acaricia las caderas y el
vientre de Lena; ambas se sumergen en la luz negra y húmeda de
sus cuerpos. Recuerdo haber visto algo parecido cuando estuve
de licencia en Hong Kong. En Hawai cobraban treinta dólares por
ver a una mujer hacerlo con un perro. Es la guerra. Al atardecer,
en calle L y calle M, las mujeres salen de los zaguanes como
mariposas, entran a los bares, desaparecen en los callejones de
San Miguel y el Marañón con los soldados, se detienen frente a
los escaparates y miran de soslayo a los hombres que pasan. En la
Zona no hay luces. Desde las 8 p.m., lockout general. Balboa,
Clayton, Amador, Kobee, Diablo, Paraíso son extensiones de
sombra y durante el día los techos pintados de aceituna se con-
funden con la vegetación. En Panamá, en cambio, los techos son

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rojos. En caso de ataque aéreo los pilotos sabrán que el sector


rojo es una ciudad inerme. Ahora las luces siguen encendidas,
por las calles caminan parejas abrazadas y los soldados cantan en
los bares. En Parque Lesseps, muchachos de mirada lánguida ocu-
pan las bancas solitarias y en la penumbra quieta de los cipreses y
los higos suspiran al paso de los marineros. Algunos usan una
ligera capa de maquillaje, apenas perceptible, como un rubor en
sus mejillas imberbes; y todos hablan delicadamente, modulando
las palabras, con gestos y sonrisas insinuantes. En ocasiones, al-
guno ha sido acuchillado en la alta noche por no se sabe quién y
los diarios han hablado de crímenes turbios y ritos depravados.
Sin embargo, pese a todo, uno siempre puede verlos allí al ano-
checer, en el aire de los cipreses, en la luz indecisa; a veces algún
soldado o marinero se detiene, conversa con uno y luego se van
los dos por un rumbo cualquiera de la sombra. Es la guerra. Billy
pide, no oigo su voz pero veo su gesto, otra ronda y Annabel Lee
va a poner música. Yalta,. Stalin, Roosevelt, Churchill. Sangre,
sudor y lágrimas. De Gaulle entró en París; las mujeres le arroja-
ban flores a lo largo de los Campos Elíseos. ¿Qué ha quedado de
la vesania nazi, del fulgor del Reich? Humo negro, espeso de piel
y huesos, mancha los días de Auschwitz, Dachau y Bergen Belsen.
Annabel Lee regresa bailando a la mesa. Sus ojos ya no son ne-
gros sino verdes y se mueven como hojas tiernas cuando parpa-
dea. Es la guerra, mi Dios, es la guerra. Lena es Jenny. Lena-Jenny.
¿Recuerdas a Jenny, Bill? Claro, cómo no, no se ha muerto. Vivía
en la casa de madera y a menudo contaba chistes. Ciertas noches
se ponía un vestido blanco y un turbante morado y caminaba hasta
el final de la calle, donde ya no hay luz, donde comienzan los
terrenos del alemán, y era una sombra blanca en la luz negra de
los montecillos, caminaba hasta debajo de un gran árbol de man-
go y allí había otras mujeres vestidas como ella, y hombres tam-
bién, ¿cómo estaban vestidos los hombres, Jimmy?, luego for-
maban un corro y en el centro de todos un viejo vestido de colo-
res invocaba a los espíritus con palabras extrañas; hay antorchas

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¿o son velas? y el sonido de un bongó brota de la oscuridad, voz


de los espíritus, voz radiante, voz secreta, voz de la tierra profun-
da, Lena-Jenny ¿cómo era, qué dice el bongó bajo el gran árbol?,
voz oscura, voz de sangre, los cuerpos danzan bajo el cielo, dan-
zan con los pies y con los ojos, danza antigua del aire, los rostros
sudan y brillan en la luz de las antorchas, ¿los ves, Jimmy, obser-
vas los rostros de plata?, un gallo muere con el cuello cortado, su
sangre mancha las túnicas blancas, voz del aire, voz del agua, voz
del fuego, los ojos buscan en el cielo negro el signo del espíritu,
ah ah ah, Lena-Jenny da vueltas en el centro del círculo con los
brazos levantados, sus senos se agitan bajo el vestido como pe-
ces asustados, su carne vibra frenéticamente, abre las piernas,
echa la cabeza hacia atrás, largos espasmos la recorren, ¿cómo
era Lena-Jenny, cómo era?, cae al suelo, la túnica se abre y su
cuerpo flota entre la luz y la sombra y el sonido del bongó entra
en sus ojos y en su boca, penetra su piel, ¿ves, Billy, cómo las
otras mujeres también se contorsionan, no sientes sus carnes tem-
blorosas bajo la tela blanca, no sientes que el espíritu busca cómo
entrar en ellas?, se retuerce en el suelo y el viejo vestido de co-
lores va hacia ella y deja que la sangre del gallo caiga sobre
Lena-Jenny poseída por el espíritu, después la sangre del animal
también cae sobre otras mujeres penetradas por el espíritu, sus
cuerpos sudados dan vueltas sobre la tierra, ¿recuerdas, Jimmy?,
ocultos en el monte observamos cómo el viejo destripa al gallo y
devora su corazón mientras sus manos trazan signos en las cuatro
direcciones y el sonido del bongó se pierde en la noche, voz del
aire, voz del agua, voz del fuego, voz de la tierra profunda, ah ah
ah, el espíritu ha salido de los cuerpos exhaustos, calla el bongó,
se apagan las antorchas y el silencio cubre los montecillos y el
gran árbol, ah ah ah, voz del aire, voz del agua, voz del fuego, voz
de la tierra profunda. Annabel Lee se sienta y Lena me pregunta
si quiero bailar. Billy besa a Annabel Lee en un hombro. Lena-
iguana, Lena-araña, Lena-lora, Lena-puta, ¿por qué no te sientas
sobre un hormiguero? involuntariamente derramo mi bebida en

266
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

su regazo. El mesero limpia la mesa, repone el trago perdido y


Lena quiere ir a secarse. No, mi boca bebe la ginebra de sus mus-
los. Lena-iguana, Lena-lora, Lena-Lena. Ella ríe con Billy y
Annabel Lee; finalmente levanto la cabeza y también río con mi
cara húmeda. En la mesa contigua, hasta entonces desocupada,
veo de pronto los ojos de un escritor gringo homosexual que
escribió rencorosamente sobre Panamá a un poeta paisano suyo
y también homosexual. Veo su expresión triste y fastidiada. Ha
estado enfermo. Fue a Darién en busca de una planta alucinógena
y contrajo fiebre. Sobre la cama de su cuarto, —es un hotelucho
miserable— hay traveler checks y una revista pornográfica. Por
la ventana asoman los techos oxidados y sucios. “Debo añadir
que en Panamá, lejos de correr la gran juerga, nunca he conse-
guido un muchacho. Siempre me pregunto cómo será un chico
panameño”. Pobre tipo, probablemente no lo conoces, Billy, pen-
só encontrar aquí su paraíso. Su mirada triste ansía desesperada-
mente un poco de droga. Lena insiste en que bailemos. Todo da
vueltas. El mundo es una cinta roja-verde-azul en torno nuestro.
Billy fue al baño; como pasaba el tiempo y no regresaba, fui a
ver qué ocurría.
Estaba recostado a la pared, junto al lavamanos, intensa-
mente pálido y con los ojos cerrados. Había vomitado y parecía
estar muy mal. Regresé a la mesa y pregunté a las mujeres si
tenían amoníaco. Lena trajo una bolsita y les expliqué que no
era nada serio; simplemente, Billy estaba muy borracho. Volví
al baño, le apliqué el amoníaco en la nariz y le dije que aspirara
fuerte. Tras algunos minutos recobró parcialmente la lucidez y
se echó agua en la nuca. Volvimos a la mesa y Annabel Lee le
acarició riéndose la cabeza a Billy.
—Pareces un pollo mojado —decía. Él sonreía aunque sus
ojos continuaban velados por una especie de niebla.
Los ocupantes de las otras mesas habían subido con las
mujeres y ya los únicos clientes visibles éramos nosotros. Las
muchachas desocupadas seguían en la barra o en las mesas, fuma-

267
DIMAS LIDIO PITTY

ban distraídamente y algunas conversaban. Del exterior llegaba


de vez en cuando ruido de automóviles. Lena pidió monedas para
la música y cuando regresó del jukebox dijo que bailáramos, pero
rehusé.
—Mejor toma coñac —dije—. Ya no tengo ganas de bailar.
¿Tú quieres bailar, Billy? Baila con Lena.
Billy movió negativamente la cabeza. Su cabello rubio mo-
jado carecía de brillo y Annabel Lee se lo alisaba con la mano.
—Entonces, ¿quieres que subamos? —me preguntó Lena
en un susurro. Asentí en silencio.
—Pero primero acabemos esto —bebí un tragó y rodeé su
cintura con un brazo. Ella volvió a poner su cabeza en mi hom-
bro—. Realmente me gustas mucho, Lena —dije en su oído—.
Mucho.
Me apretó la mano con que la rodeaba y se restregó contra
mi mejilla, después me miró y sacó la punta de la lengua mien-
tras guiñaba un ojo. En alguna parte de mi memoria guardaba un
gesto similar. ¿Quién la hacía? ¿Cuándo? Sentí su mano tibia en
mi muslo, cerca de la ingle. Terminó el trago y le di diez dólares
para que pagara. Era regla de la casa que debía pagarse antes de
subir. Billy me interrogó con la mirada al levantarse Lena para ir
a la caja.
—Voy a subir con Lena —dije.
Comprendió y le dio dinero a Annabel Lee. Ella siguió aca-
riciándole la cabeza un momento antes de ir a pagar. Lena agitó
una llave cerca de la barra y me indicó que la siguiera.
—Vamos, Billy —dije.
Annabel Lee estaba ahora junto a Lena, al comienzo de la es-
calera, también con una llave en la mano. Llegamos hasta ellas y
subimos abrazados, Billy con Annabel Lee en primer término.
Los pasillos eran angostos y Billy rozaba las paredes mientras
avanzaba con paso inseguro. Annabel Lee hizo un pícaro gesto de
adiós en tanto cerraba la puerta de su cuarto.
—Que se diviertan —dijo—. Y nada de gritos.

268
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

Lena me llevó hasta la cama, me tendí boca arriba y el mundo


me cayó encima. El cuarto comenzó a dar vueltas y el rostro de
Lena giraba en el centro de la habitación; oía su voz cada vez más
lejana y comprendí que estaba realmente borracho. Luego Lena
desapareció y sólo el cuarto daba vueltas, giraba conmigo hacia
un abismo sin fin. Cerré los ojos pero de nada sirvió: todo seguía
dando vueltas y cayendo. Entonces me abandoné al vértigo hasta
que un golpe de amoníaco me hizo abrir los ojos. El rostro de
Lena estaba nuevamente junto al mío. A lo lejos oía voces y risas.
Aspiré varias veces el amoníaco, recobré claridad en la visión y
paulatinamente el cuarto dejó de girar. Fui al lavamanos y abrí la
llave sobre mi cabeza. Lena me ayudó a secarme con una toalla y,
ya de nuevo en la cama, me quitó los zapatos y la ropa y trató de
excitarme, pero mi cuerpo no reaccionaba; era una madeja des-
hecha que sólo anhelaba la somnolencia. Lena se colocó encima
y rodamos y dimos vueltas: me daba palmadas en la cara, me ha-
cía cosquillas, me mordía las orejas... finalmente los nervios ale-
targados comenzaron a responder. Sin embargo, no estaba real-
mente excitado. No obstante estar desnudos, no sentía su cuerpo
tan próximo ni tan enervante como cuando bailábamos; mi cere-
bro embotado apenas percibía los estímulos y lo que antes había
sido senos y muslo ahora era simple piel pegada a la mía. Pese a
todo, la madrugada acabó cubriéndose de sudor y, en la humedad
de la sábana arrugada, en los murmullos de voces y en los ruidos
que entraban por la ventana, reencontré el vientre cálido de Lena
y un estremecimiento intenso y largo me devolvió a la vida.

269
DIMAS LIDIO PITTY

270
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

CIELO ABIERTO AZUL HIRIENTE

Colinas pardas cerros plomizos y hacia el sur el mar


La vegetación reseca agoniza en el mediodía
La brisa del norte sopla constantemente, la hierba y los montes
ondulan a su paso y en los senderos perdidos hombres y
animales caminan hacia los pueblos o hacia el agua
La tierra agrietada y oscura es una piel de buey extendida entre
la sierra y el mar con estrías largas y sinuosas —cauces aho-
ra secos por el verano, torrenciales en invierno— y en algu-
nos puntos hay casas con paredes de varas y techos de paja
solitarias sin humo ni gente en los alrededores y entre los
montecillos de chumicos y arbustos espinosos aves y ani-
males esperan adormecidos que pase el calor
En los llanos mortecinos esas chozas abandonadas evocan ver-
des días de risas, siembras, cosechas, aguaceros y viajes al
pueblo
Ahora, sin embargo, sólo existen la brisa, día y noche la brisa, y
el calor que calcina la soledad
Nereida, ¿ya le diste de comer a los pollos?
Sí, mamá
El viejo recuerda en el calor la voz, el paso alegre de la hija que
traía agua del manantial ahora seco, ahora sólo piedras
quemantes, polvo y arena; recuerda sus risas en la cocina
con la madre, Romelia, muerta hará tres años el mes en-
trante, Señor que en paz descanse, mientras é1 volvía del
arrozal con la fatiga del día en los huesos pero feliz viendo

271
DIMAS LIDIO PITTY

el vuelo de los gallinazos y el crepúsculo dorado en las ci-


mas de los cerros. Nereida. ¿Seis o siete años hace que se
fue con aquel hombre que vendía géneros de pueblo en
pueblo? ¿Por qué no habrá vuelto ni escrito nunca? Cuan-
do Romelia iba a morir la llamaba. Era octubre y llovía
mucho. Su hermana Eufemia estaba aquí, a veces también
venía la mujer de Fabriciano, pero ella, pálida en la luz
ceniza, apagada su voz por la agonía, sólo repetía Nereida
hija, hija. Yo la escuchaba en el portal sin saber qué hacer
o decir, pidiéndole a Dios, si hay Dios, el regreso de la hija
para que la madre pudiera morir en paz, sin la pena de no
haberla visto desde esa noche anterior a la madrugada en
que se fue con el hombre de las telas. El cura dice que la fe
hace los milagros y yo pedía con toda mi fe desesperada,
Señor, que venga, aunque sea en el sueño que la vea. Pero
no vino ni la vio en sueños porque siguió preguntando por
ella hasta el último momento, hasta que dijo quiero agua y
Eufemia le acercó un pocillo a los labios. Llovió toda esa
semana y cuando por fin escampó Romelia se fue con la
lluvia. Entonces quedé solo de nuevo, como si nunca hu-
bieran existido ellas, mujer e hija mías, únicamente con el
recuerdo de las dos dando vueltas por los rincones de la
casa. La Semana Santa siguiente estuve en el pueblo y el
hijo de don Porfirio, ése que maneja un camión, me dijo
que había visto a Nereida en la capital, que trabaja con los
gringos, que está bien. Quiera Dios que así sea, me dije. Y
cuando fui a limpiar la tumba de Romelia le di con el pen-
samiento la noticia. Ella está bien, decía mientras arranca-
ba las hierbas de junto a la cruz, ella está bien, Romelia, no
vino a vernos porque no pudo, dicen que trabaja con los
gringos, debe ser feliz nuestra Nereida. No te preocupes,
pues, por ella, no vino porque no pudo pero algún día ven-
drá, vive con los gringos y está bien
Un gavilán vuela muy alto hacia el este

272
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

El mugido de una vaca va de loma en loma como un eco de muer-


te
Cielo azul desnudo
Campos secos de Coclé
La brisa forma remolinos en la tierra árida y los borrigueros
buscan sombra debajo de las piedras
Casas abandonadas, montes muertos, caminos de piedra y polvo
Los hombres han huido
En algún lugar, en Bayano o en Darién, hay tierras sin sequía y
ríos de aguas azules
En el portal el viejo piensa y mira la lejanía
Ni una nube entre la sierra y el mar
Sólo la brisa y el sol en la tierra calcinada.

273
DIMAS LIDIO PITTY

274
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

L
ENA Y ANNABEL LEE NOS DESPIDIERON en la
puerta y salimos a la calle. De los árboles seguía cayen-
do agua cuando el viento movía las hojas, y el pavimen-
to continuaba mojado. Me sentía cansado y le propuse a Billy que
tomáramos un taxi.
—No —dijo— mejor esperamos un bus. Así hacemos tiem-
po. Todavía no tengo ganas de volver a la base.
Abordamos un bus. Fuera del chofer sólo lo ocupaba una
pareja semidormida en uno de los últimos asientos. Nos senta-
mos en los puestos delanteros y pregunté al conductor si aún
estarían abiertos los bares de calle K.
—Supongo que sí —respondió—. Algunos no cierran nun-
ca. EL MOULIN ROUGE abre día y noche.
El vehículo corría a cincuenta millas por la vía solitaria y el
aire de la madrugada entraba zumbando por las ventanillas. Aún
faltaba mucho para que amaneciera pero ya comenzaba a olerse
la proximidad del día. Era un olor a fósforo y a luz de mar, a
palmeras, langostas y velas desplegadas, en la bahía.
—¿Tienes un cigarrillo? —pidió el chofer.
Le pasé el paquete y tomó dos.
—Para más tarde —aclaró sonriente mientras se ponía uno
en la oreja y me devolvía el paquete.
En la entrada de San Francisco la pareja pidió parada. La
mujer, de amplias caderas y busto prominente, caminaba con
paso vacilante, apoyada en su compañero. Reanudamos la mar-

275
DIMAS LIDIO PITTY

cha frente a casas dormidas, calles desiertas y árboles quietos,


oscurecidos por el agua de lluvia. De vez en cuando pasaba un
auto en sentido contrario. Billy miraba al frente, abstraído o
adormilado. En los grandes hoteles de vía España había habita-
ciones con las luces encendidas y mujeres y turistas salían de
los cabarets cercanos. Sobre los altos edificios de Bella Vista y
La Cresta titilaban lucecitas rojas, también sobre la torre de la
iglesia de Don Bosco; a lo lejos, en la cima del Ancón, luces
parecidas horadaban la oscuridad. En Calidonia, escasos tran-
seúntes iban por las aceras con paso lento o ebrio y en un zagúan
una pareja discutía y gesticulaba. Era la madrugada, la hora
más quieta de la ciudad, cuando la fatiga y el sueño dejan las
calles desiertas.
En el bus ninguno hablaba. A derecha e izquierda, anuncios
comerciales y rótulos de almacenes, llamativos y multicolores,
se encendían y se apagaban intermitentemente.
—Aquí nos dejas, hermano —dije al chofer—. Baja, Billy.
Era la intersección de calle Estudiante y calle K. Esta tam-
bién era zona de bares y mujeres. En una época había sido el
área preferida por turistas, marineros y soldados. Era el período
de la guerra, cuando los dólares circulaban en cantidades increí-
bles y se podía ganarlos fácilmente en la Zona o en cualquier
parte. Entonces una mujer de calle K sacaba hasta cien o más
dólares en una noche; ahora en cambio, calle K —bares y muje-
res— sólo era un remedo deslustrado de esa época dorada. Los
bares no habían sido pintados en mucho tiempo y las mujeres
también mostraban los estragos de los años y ese aire extraño
de la desventura. Era realidad, calle K había dejado de ser zona
de mujeres; todavía podía considerarse área de bares, pero no
de mujeres. No faltaban algunas, como igualmente las había en
las cantinuchas del mercado, del Marañón y en otras partes de
la ciudad, pero no era como había sido antes o como era ahora
Río Abajo, donde las mujeres eran parte del aire toda la noche y
todo el día.

276
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

EL HAWAI y otros dos bares estaban abiertos pero entramos


al MOULIN ROUGE. Tres soldados negros bebían en la barra
acompañados por dos mujeres de apariencia marchita. Buscamos
una mesa y mientras nos servían le pregunté a Billy cómo se sen-
tía. Yo estaba cansado. ¿No le pasaba lo mismo a él?
—No —dijo—. Estoy bien. Bien. Ya no me siento tan bo-
rracho.
Lo observé atentamente y, sí, ciertamente se veía más 1úci-
do, aunque otra vez estaba en su rostro la máscara de hastío que
había mostrado toda la tarde y gran parte de la noche. Nueva-
mente era Billy derrotado o desencantado que había hablado de
Vietnam y de Filadelfia con angustia. Bebí un trago en silencio
sin paladearlo, porque ya no tenía ganas de beber sino de irme.
En la barra, los soldados jugaban cubilete, discutían de béisbol y
reían con las mujeres. El bar carecía de aire acondicionado y un
ventilador de aspas giraba fatigosamente encima de nosotros. Iban
a ser la cinco de la mañana y el cansancio comenzaba a llegarme
a los huesos.
—Bueno, Billy —dije cuando tuve el trago casi a la mitad—
creo que es hora de que nos vayamos a dormir.
No dijo nada, bebió y encendió un cigarrillo. Llamé al mesero
y pagué. Seguimos sin hablar, rodeados por las risas de las mu-
jeres y de los soldados en la barra y por el ruido del ventilador,
que era un moscardón monstruoso encima de nosotros. Des-
pués de un rato dejé el trago sin terminar y me levanté. Billy
también se incorporó. En la calle me estrechó la mano.
—Nos vemos, amigo —dijo cansadamente y caminó hacia
la avenida Central, en busca de un taxi que lo llevara a la Zona.
Lo vi alejarse con paso lento hasta que dobló la esquina y
entre ambos no quedó sino el sonido de sus pasos apagándose.
Luego también busqué un taxi en las calles solitarias. Después
de todo, pensé mientras esperaba frente a un almacén, debajo
de un enorme anuncio luminoso, la jornada había resultado
mucho mejor de lo que había pensado al principio. Era un buen

277
DIMAS LIDIO PITTY

tipo Billy Jones. Seguramente no volveríamos a encontrarnos


nunca, pero era buen tipo. Subí al taxi. Sí, no había ninguna
duda, era un buen tipo. Di la dirección al chofer y cerré los ojos.

278
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

S
ÓLO HAY UN CLIENTE EN EL MOROCO y Charlie
está al teléfono, cuando entro con el diario doblado y
ocupo un puesto en la barra. Veo su ancha espalda, su ca-
misa blanca-violeta y su grueso cuello oscuro rematado por una
espesa masa de cabello ensortijado. El cliente está en el otro
extremo de la barra ovalada y su pelo canoso brilla con reflejos
grisáceos cuando mueve la cabeza. Charlie cuelga el teléfono y
pone un cenicero delante del hombre. Luego, al darse vuelta, me
ve y su sonrisa de labios abultados y dientes blanquísimos se abre
como un abanico y camina hacia mí.
—Vaya, buena la cogiste, hombre —dice mientras me pal-
mea el hombro—. ¿Vienes a curártela?
—No, ya me la curé —digo—. Vengo a verte.
Su sonrisa se esfuma y pregunta serio, el ceño arrugado:
—¿Te pasa algo?
—No. Ganas de verte. Sólo eso.
Pasa un trapo sobre una mancha húmeda que oscurece la
madera de la barra. Sigo el movimiento de su mano hasta que la
humedad desaparece.
—¿Te acuerdas del gringo que estaba conmigo ayer? —pre-
gunto de pronto.
—Claro, cómo no lo voy a recordar, hombre, si estuvieron
aquí toda la tarde y gran parte de la noche. ¿Qué pasa con é1?
Guarda el trapo en alguna parte bajo el mostrador y todo su
rostro es una interrogación.

279
DIMAS LIDIO PITTY

—Está muerto, Charlie. Se mató. Mira el periódico.


Lo extiendo sobre la barra y Charlie busca en la luz violeta
la información y el cuerpo bajo la manta del hombre que nada
más unas horas antes le pedía gin and tonic con voz opaca y
mirada de hastío.
—Se llamaba Billy Jones —digo por decir algo mientras
comienza a leer—. Estaba de regreso de Vietnam.
Charlie termina de leer, dobla el periódico y me lo devuel-
ve. Antes de que pueda decir algo suena el teléfono.
(“Sí, el Moroco. Sí, Charlie. No, no ha venido por aquí hoy.
Cómo no, se lo diré si viene. De nada. Para servirle, señora”.)
—Así que se tiró del puente —dice, de nuevo junto a mí—
Nadie hubiera pensado que se iba a matar. Cuando salió contigo
iba borracho pero nada más. ¿Qué le pasaría?
—Quién sabe, Charlie. Nadie sabe en verdad por qué se
mata la gente.
El hombre canoso pide otro rum and cock y Charlie va a
llevárselo, luego echa el vaso vacío en una pileta con agua calien-
te. En tanto se seca las manos con un trapo, veo en su cara la
misma perplejidad que yo experimenté al ver la fotografía de
Billy bajo la manta. Seguramente Charlie no siente la muerte de
ese hombre, uno de los tantos que cada día llegan al bar —y tal
vez en el fondo yo tampoco la siento— pero, como a mí, no
deja por lo menos de sorprenderlo. La expresión de su rostro así
lo indica. ¿Cómo es que ha muerto ese muchacho? Pero si nada
más ayer estaba en esa mesa contigo y lo veía hablar y comer o
quedarse callado. Bueno, parece sentenciar finalmente una arru-
ga más profunda en su ceño fruncido: con la gente todo es posi-
ble: uno nunca sabe a qué atenerse con ella.
—Dame algo de beber, Charlie —pido de pronto.
Arquea las cejas y estira los labios.
—Cualquier cosa.
—Para que acabes de curártela, nada como esto —dice y me
pone delante un trago de ron añejo de Jamaica.

280
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

Charlie es descendiente de jamaicanos y recuerdo haberle oído


alguna vez que su abuelo acostumbraba beberse diariamente una
botella de ron añejo. El anciano decía que el ron lo conservaba
saludable. Era un viejo portentoso, de casi dos metros, al que ni
los años ni la muerte pudieron encoger. Un camión cisterna lo
atropelló cuando tenía noventa y cuatro años, y Charlie recorda-
ba que el anciano seguía siendo colosal mientras agonizaba sobre
el pavimento. Sólo su rostro, surcado por arrugas profundas, y la
cabeza de algodón revelaban la edad; y, allí en la calle, la sangre
que manaba de su cráneo fracturado era el único signo de la muerte.
Charlie hablaba de eso cuando estaba borracho. Parecía suma-
mente orgulloso de ese abuelo enorme que había venido de Ja-
maica como peón para las obras del Canal y había sobrevivido a la
fiebre amarilla, a los derrumbes, a la mordedura de una víbora y a
la brutalidad de los capataces, con una vitalidad que nadie com-
prendió nunca de dónde había sacado.
Tomo el vasito de ron y lo levanto en un brindis mudo, luego
lo vacío de un trago y dejo que el líquido me queme lentamente la
garganta. Le pido a Charlie agua con hielo y en tanto la busca
miro hacia la mesa que Billy y yo ocupamos el día anterior. Y de
súbito ya no es la noche del domingo, sino la del sábado tempra-
no y Billy todavía no está muy borracho y habla de Nueva York y
de sus padres y de lo que ha vivido en los ú1timos años. Es sába-
do y lo escucho mientras Charlie se afana detrás de la barra y
afuera continúa la lluvia.

281
DIMAS LIDIO PITTY

282
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

CRÓNICA

1823

L
a frase de James Monroe, dicha un día de lenta lluvia,
resonó ominosamente en Europa —hubo reuniones en
varias capitales— y en América Latina provocó inquie-
tud. En las décadas siguientes, la ARMY NAVY frecuentó las
rutas de Morgan y de Drake, disparó sus cañones en la noche y
los buques grises amedrentaron a los peces y a los hombres de
todo un continente. Inglaterra firmó el tratado Clyton-Bulwer y
Colombia el Mallarino-Bidlack. Basado en éstos, el tío Sam
velaba el sueño de los pueblos del Istmo y la gente salía de las
casas en las noches de luna para ver los poderosos navíos de
hierro en el horizonte iluminado. Si alguien olvidaba o ignoraba
la presencia de los barcos, unas cuantas salvas de artillería o el
desembarco de una compañía de marines bastaban para recor-
darle que el tío Sam era el custodio de las riquezas y las vidas del
continente. Alguna vez, en la cubierta de la nave insignia, con-
cluido el servicio religioso, el jefe de la flota explicaba a sus
huestes que debían aceptar pacientemente cualquier sacrificio
impuesto por la misión, porque habían venido a estas tierras
inhóspitas y salvajes, habitadas por gente primitiva, en cumpli-
miento de lo dicho por un gran presidente. Por eso estaban aquí,
para evitar que otra potencia saqueara el cobre, la plata o el pe-
tróleo de estos países atrasados y débiles. Era sabido que la pér-
fida Albión pretendía abrir un Canal en algún punto de este terri-
torio para comunicar los océanos, implantar su hegemonía en el
hemisferio y ejercer el control marítimo del mundo. Eso no po-

283
DIMAS LIDIO PITTY

día permitirse y ellos estaban aquí para impedirlo. Había, pues,


que estar dispuestos a morir, si era preciso, para que fuera reali-
dad el postulado de ese gran presidente.

“¡AMÉRICA PARA LOS AMERICANOS!”

284
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

L
OS JONES DABAN CLASES CINCO DÍAS a la sema-
na, luego el sábado el profesor se encerraba en su estu-
dio a leer a Shakespeare, a Longfellow o a Emerson, de
los cuales era devoto y por quienes sentía una veneración rayana
en la idolatría. Pasaba el día entre libros y en la tarde recibía la
visita de otros maestros y bebían cerveza y conversaban de los
problemas de la escuela. A veces el señor Jones bebía más de lo
debido y su cara se ponía roja y recitaba trozos del Rey Lear o
de Macbeth con voz entusiasta y monótona. Eso era en el jar-
dín, junto a los rosales que la señora Jones había plantado años
antes, cuando se mudaron a esa casa de cinco habitaciones tras
de haber sufrido incomodidades en un departamento del centro.
En ocasiones la grave voz del profesor degeneraba en un mur-
mullo ininteligible y ya nadie sabía si recitaba un fragmento de
Hamlet o Mi corazón está en los bosques, de Burns, porque
también tenía en mucho aprecio a los lakistas y a los poetas
tempranos del romanticismo británico. Si yo escribiera, decía
cuando aún no había bebido demasiado, si yo escribiera alguna
vez resucitaría el espíritu romántico. Algún maestro de gafas par-
padeaba detrás de los cristales empañados y asentía con la cabe-
za, condescendiente, acaso convencido de que el buen Jones ja-
más escribiría nada que no fueran los informes de fin de curso.
Más tarde, cuando ya era imposible conversar o siquiera enten-
der lo recitado por el profesor Jones, los visitantes se despedían
de la señora Jones, que sólo bebía un vaso de cerveza “para no

285
DIMAS LIDIO PITTY

desentonar”, y ella los acompañaba hasta la puerta de la calle. El


profesor, indiferente a la marcha de los amigos y a la noche que
caía, continuaba recitando junto a los rosales, rodeado de latas de
cerveza vacías, roja la cara y su mirada celeste perdida en el infi-
nito. Al día siguiente se levantaba temprano y maldecía la bebida.
Era intolerable ese dolor de cabeza. Con aire contrito iba al jar-
dín, recogía los botes de cerveza y los echaba en la basura. Des-
pués le decía a su esposa, su buena Bette, que le preparaba un
desayuno ligero; y mientras ella afanaba en la cocina él se senta-
ba en el sol matinal a leer el periódico.
A las nueve, la señora Jones le preguntaba cuándo pensaba
arreglarse para ir a la iglesia. Ya el niño y ella estaban listos; ¿era
que no pensaba ir hoy?. El profesor se incorporaba desganada-
mente de la chase longue donde fumaba su pipa de maíz y con
metódica calma se ponía un traje oscuro, una corbata discreta y
se pasaba el cepillo por su cabello ralo y ligeramente canoso.
Cuando finalmente estaba dispuesto, salía al porche y decían “listo,
Bette”. Ella tornaba su libro de salmos, llamaba a Billy y los Jones
salían al sol de las diez y caminaban hacia la iglesia, a tres cua-
dras de distancia.
A veces el niño iba en medio de ellos, otras los seguía, pero
no parecían advertirlo porque estaban más atentos a saludar a las
personas que encontraban que a prestarle atención a los afanes
del chico.
En el trayecto, el profesor tenía un gesto risueño y sonreía,
como si la caminata y el sol le disiparan el dolor de cabeza. Pero
cuando llegaban frente a la iglesia, rodeada de césped y árboles, y
veía al pastor parado junto a la entrada, dándole la bienvenida a su
rebaño, apretaba las mandíbulas y murmuraba algo en tanto salu-
daba con una inclinación de cabeza al religioso, quien le decía a
la señora Jones “pasen, pasen”, con una sonrisa de fariseo que el
profesor tan bien conocía. En el interior del templo, el señor
Jones mantenía el ceño duro hasta que entonaban los salmos. En-
tonces volvía a ponerse risueño y su grave voz se sumaba a las

286
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

otras con entusiasmo. Era lo único que le gustaba del servicio,


pues el sermón le parecía infame demagogia y aseguraba, cuando
no estaba presente la señora Jones, que ese pastor era un atorran-
te y un infeliz que explotaba la fe del prójimo. Luego, en tanto las
notas de Oh Señor tu camino es la luz salían del templo a la
mañana luminosa, la señora Jones miraba dulcemente al profesor
y al concluir el himno le apretaba cariñosamente la mano; tam-
bién acariciaba la cabeza del niño, que a su lado seguía los cantos
y las palabras del pastor con indiferencia angelical, pues para él
nada de eso tenía sentido y lo único que le agradaba de la iglesia
era la frescura de su interior, ese aire reposado que hacía olvidar
el calor de afuera. Al salir, la señora Jones irradiaba satisfacción
y su rostro era un arrebol; por su lado, el profesor tomaba al niño
de la mano y buscaba la puerta con el ánimo estoico de quien ha
satisfecho una desagradable necesidad fisiológica. Después, en
el atrio, dejaba que el chico conversara con otros párvulos mien-
tras él y su buena Bette saludaban a los Jameson, a los Laird, a los
Holliday y a otros que también habían buscado la palabra de Dios.
Otras veces el profesor recordaba los años de guerra y lamen-
taba no haber obtenido una condecoración en los frentes del Pa-
cífico o en Europa; deploraba haber estado en ambos teatros de
lucha y no haber traído nada. En verdad, no había sido culpa suya
si no había tenido oportunidad de ser un héroe, pero estaba segu-
ro de que la buena Bette habría disfrutado mucho si él hubiera
regresado con una medalla; eso habría completado su felicidad
de haber quedado encinta apenas él volvió de la guerra. Recorda-
ba cómo su cintura fue poniéndose más y más gruesa y su cabello
rubio más brillante y en sus ojos había una expresión indefinible,
un brillo nuevo que la hacía más hermosa, mucho más que cuando
la había conocido en una reunión escolar. Ella nunca le había re-
prochado que no hubiera sido un héroe; claro, era demasiado de-
licada para hacer eso, pero advertía en ella cierta envidia por un
lado y desilusión por otro cuando hablaba de una amiga suya, cuyo
marido había vuelto con la medalla de Servicios Distinguidos.

287
DIMAS LIDIO PITTY

Era sobre todo por eso que lamentaba no haber sido un héroe,
porque la buena Bette no podía contar a sus amigas que él, Jones,
había recibido un premio a su valor.
Algunas veces hubiera querido volver a ser joven, hubiera que-
rido volver a vivir totalmente su vida para aprovechar las oportu-
nidades de convertirse en héroe, para dejar de ser maestro de
literatura y pasarse, en cambio, los días sentado en el porche con
un vaso de whisky y la buena Bette a su lado mientras los vecinos
saludan respetuosamente al capitán o al coronel Jones que regre-
só de la guerra convertido en leyenda y que se pasa los días mi-
rando a los transeúntes desde la altura de su heroísmo, junto a la
encantadora y dulce Bette, quien cultiva los mejores rosales del
vecindario. Si volviera a vivir, aprovecharía las circunstancias, co-
mo hicieron otros. Como hizo aquel que barrió con un lanzalla-
mas al grupo de soldados japoneses que salió de un blocao con
las manos en alto tras haber agotado sus municiones. Ése recibió
una mención de honor y una medalla por haber destruido “sin
ayuda y con gran riesgo para su vida” un bastión enemigo defen-
dido por quince hombres. No obstante, él, Jones, había visto que
los japoneses abandonaron el fortín sin armas; sin embargo, aquel
hombre era un héroe y él sólo un testigo lleno de remordimien-
tos. Sí, tal vez si viviera de nuevo haría las cosas de otro modo.
Porque si hubiera sido un héroe ahora no tendría que hablar de
Longfellow y Shakespeare a mozalbetes distraídos o estúpidos
que preferían pasarse horas oyendo a Elvis Presley o a Harry
Belafonte, fumando marihuana o masturbándose en grupo. Era
horrible pasarse cinco días a la semana rodeado por esa fauna
insensible y degenerada. Algunas veces entraba a fumar al salón
de profesores y maldecía en silencio el hallarse allí, con Hamlet
bajo el brazo, entre gritos y miradas mortecinas de adolescentes
drogadictos. Era un suplicio todo eso, cuando bien podría haber
estado (era otoño) en algún sitio tranquilo, acaso en la orilla de
un lago, viendo caer las hojas o diciéndole a Bette: mira Bette
cómo los rayos del sol atraviesan el follaje y se pierden en el

288
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

agua. Era horrible. Sin embargo, ya no había posibilidades de ser


un héroe; ya sólo le restaba esperar la jubilación y ahorrar para
comprarse una casita en un paraje tranquilo, donde pudiera leer
apaciblemente y donde Bette pudiera cultivar sus rosas. Bueno,
pero si había guerra cuando el chico creciera, tal vez Bette tuvie-
ra oportunidad de poner una o dos medallas en una vitrina y ha-
blarles a los visitantes del héroe de la casa, y quizás él mismo
hablara con orgullo de ese niño que ahora correteaba por la casa
y el jardín con plumas de indio en la cabeza y un tomahawk en
la mano.
Billy recordaba que en ocasiones el profesor lo llamaba al
estudio y le hablaba de la guerra en el Pacífico o en el frente de
Italia y salpicaba sus relatos con citas de los clásicos. Entre
otras, contaba la historia de un soldado medroso que había ven-
cido al miedo. Afirmaba haberlo conocido en Okinawa o en las
Gilbert; Billy no recordaba claramente dónde había sido, pero
era un lugar del Pacífico. Después, sin embargo, cuando tuvo
que leer a Stephen Crane, descubrió que el soldado citado por
su padre era el protagonista de La roja insignia del valor. En-
tonces se preguntó si la participación del profesor en la guerra
no sería también una mentira. No obstante, nunca se atrevió a
mencionarle el asunto.
Entran una mujer y un hombre y Charlie los atiende. En la
luz violeta veo la mirada resignada de ella y la impaciencia con-
tenida del hombre. Es lo de siempre. Me desentiendo de ellos y
vuelvo a pensar en lo dicho por Billy.
Con el tiempo descubrió que la historia del soldado no era
la única mentira del profesor Jones. Su exterior severo y respe-
table encubría realmente una serie de inexactitudes y escamo-
teos, de ilusiones y sueños herrumbrados, todo lo cual formaba
el gran equívoco que era su vida. También la afición de su madre
por las rosas tenía un origen espurio. En realidad las cultivaba
para olvidarse de sí misma y de ellos. Porque en el fondo no
amaba al profesor ni a ese chico que la había obligado a casarse

289
DIMAS LIDIO PITTY

apresurada y clandestinamente una calurosa tarde de junio.


Porque lo cierto era que ella había sido amiga, sólo amiga de
Jones antes de que é1 se fuera a la guerra; y fue en calidad de tal
que le escribió cartas dándole ánimo y recordándole que en la
patria estaban orgullosos de los que defendían la libertad y la
democracia en esas islas salvajes del Pacífico o en esos países
degenerados de Europa. Le hablaba de las actividades realiza-
das por los clubes de muchachas para colectar dinero y enviar
regalos a los soldados; le hablaba del entusiasmo y embeleso
con que los estudiantes escuchaban las historias de los maes-
tros sobre la guerra y sobre el extraordinario papel que su país
desempeñaba en la contienda. De todo eso le escribía. Y a ve-
ces, cuando estaba de buen ánimo, respondía con afecto a las
frases cariñosas que Jones deslizaba en sus cartas. Luego vino
la paz y Jones regresó una mañana de mayo trayéndole un per-
fume francés y otros regalos.
Esa noche fueron a bailar y Jones le habló apasionada y
tristemente de la guerra, de la soledad y el miedo de las noches
en el frente, bajo la lluvia y los cañonazos enemigos, cuando en
el lodo de las trincheras él, pobre y triste Jones, pensaba en las
palabras escritas por ella y recordaba su voz y sus ojos y sentía
temor de morir allí, destrozado por una granada de mortero o de
cañón, sin haber vuelto a verla, sin haber visto de nuevo su
cabello dorado, sin haberla oído reír como ahora reía. Ella se
sintió el centro del mundo oyéndolo y dejó que la besara y mur-
murara en su oído Bette Bette querida y después fueron a ese
lugar con pinos altísimos donde las parejas miran la luna y se
olvidan de todo y allí Jones volvió a besarla hasta que ella sin-
tió que todo su cuerpo era una llama, una llama que iluminaba
el regreso del soldado. Y allí, entre los altos pinos y la luna, Jones
depositó en ella, en su cuerpo encendido, la alegría del retorno y
las miserias de la guerra.
Después, en muchas otras ocasiones, Jones murmuró en su
oído Bette Bette querida y ella se acostumbró a sentirlo dentro

290
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

de sí como una fuerza que inyectaba en sus venas felicidad y ga-


nas de vivir. Pero luego, cuando le dijo a Jones que estaba encin-
ta, éste puso mala cara, pretextó un viaje a Nueva York y pasó más
de un mes sin que volviera o tuviera noticias de él. A ella la ator-
mentaban pesadillas horribles y despertaba sudorosa y agitada,
con la sensación de que una alimaña monstruosa crecía en su vien-
tre y le devoraba las entrañas. Entonces un día fue a Nueva York,
buscó a Jones hasta encontrarlo y lo obligó a volver y se casaron
la misma tarde del regreso en la oficina de un juez borracho, ante
dos desconocidos que aceptaron ser testigos.
Luego fueron los meses de embarazo, largos y duros, con
Jones gestionando su antigua plaza de maestro. Ella lo veía taci-
turno cuando regresaba de la escuela maldiciendo a la burocra-
cia, que tardaba tanto en arreglarle su asunto. Muchos días esta-
ba intratable y, en las noches lo sentía frío y distante y cuando
ella buscaba el calor de su cuerpo, él se daba vuelta en la cama
y se dormía. Ella lloraba durante horas, hasta que la fatiga la
amodorraba. Cuando se levantaba para ir a la escuela, él seguía
dormido; entonces ella odiaba ese cuerpo extendido bajo las
sábanas, indiferente a todo, como un cadáver o un leño abando-
nado a la luz matinal.
Nació el chico y ella creyó ver en su mirada celeste sus pro-
pios ojos. Ese parecido, sin embargo, no era bastante para com-
placerla. Sentía que entre ambos siempre se interpondrían el des-
apego del padre, el terror de las pesadillas y la amorfa, indes-
criptible imagen del monstruo que le devoraba las entrañas. Jones
había vuelto a su cátedra y se mostraba menos distante, tal si se
hubiera resignado desganadamente a aceptar una situación que no
había deseado pero que la vida le imponía. Ella, entre tanto, había
cambiado. Ahora no experimentaba ese inefable ardor que había
sentido entre los pinos cuando él, dos veces por semana, decía
Bette Bette querida en la oscuridad de la recámara y la palpaba
con manos ansiosas; simplemente no podía corresponderle, algo
se había perdido; por eso nada más se sometía y dejaba que él la

291
DIMAS LIDIO PITTY

usara como un objeto. Tampoco él tenía ya ese encanto triste, esa


aureola de angustia que había traído del frente y que despertaba
ternura y simpatía. Ahora sólo hablaba de libros y a menudo de-
ploraba que ella no compartiera el interés de él por Shakespeare
o Longfellow.
Entonces, una tarde del verano siguiente, mientras ella co-
rregía pruebas de la escuela, Margaret, su única hermana, vino
a visitarla y le trajo dos rosales japoneses. Los plantó frente a la
casa y comenzó a interesarse en las rosas: compró libros, se sus-
cribió a revistas especializadas, investigó en la biblioteca, ingre-
so a un club de floricultura y descubrió que las flores eran criatu-
ras maravillosas, capaces de retribuir el afecto que se les dispen-
se. Después conoció al pastor en casa de una colega, se hicieron
amigos y adquirió la costumbre de llevarle un ramo de rosas una
vez a la semana y pasar dos o tres horas con él, hablando de los
problemas de la escuela, de la vida y de lo difícil que resulta para
un hombre o una mujer perseverar en la senda correcta y lograr la
salvación. El pastor era su refugio; con él olvidaba sus insatisfac-
ciones y desdichas. A veces, cuando regresaba a la casa pensaba
que en las flores y en él encontraba el estímulo necesario para
seguir viviendo. ¿Qué sería de ella si no tuviera sus rosales ni
pudiera conversar con el pastor?

292
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

A
LOS TRECE AÑOS NADIE SABE, POR MÁS que
imagine o fantasee, por más que se empeñe en interro-
gar al futuro, qué será de su vida cuando tenga veinticinco
o más. Esa tarde de fines de abril, muy soleada y con algo de brisa
en el aire, mi tío y yo ayudábamos a subir cosas al camión estacio-
nado frente a la puerta del departamento. Dejábamos la vieja casa
de madera para mudarnos a San Felipe, el añoso barrio junto al mar.
La casa donde viviríamos quedaba cerca de la catedral y desde el
balcón se podía ver el mar y los barcos que atracaban en el muelle
del mercado cargados de madera y plátanos del Darién. La mañana
anterior había ido a conocerla y a limpiarla con mi tío y me había
impresionado mucho tener la bahía tan próxima, casi metiéndose
la luz y el azul del agua por las ventanas. Ahora, mientras sacaba
cajas, ropas y muebles, me preguntaba cómo iría a ser la vida en el
nuevo barrio y una vaga congoja se mezclaba en mi interior con la
emoción de la mudanza. Allá no estaría Marta, ni jugaría béisbol, ni
podría ir a buscar mangos con Jimmy, ni habría un Lupo que me
pagara dos dólares a la semana. Tendría que adaptarme al paisaje de
pizarra de los techos, a la ausencia de terrenos baldíos y de mon-
tecillos donde uno podía divertirse con caminatas y exploracio-
nes; tendría que acostumbrarme al olor y la presencia del mar.
En verdad, me afligía dejar la casa de madera. Desde sus esca-
leras y pasillos había comenzado a conocer la ciudad y, en cierto
modo, la vida; en ella, en esa casa de dos plantas con once cuartos
y departamentos, quedaban los restos de mi infancia y mis pri-

293
DIMAS LIDIO PITTY

meras vivencias de hombre. La mudanza a San Felipe, a ese de-


partamento de un segundo piso, cuyo balcón de hierro forjado se
asomaba al mar, sería un nuevo comienzo, parecido a cuando ha-
bía venido de la casa de los abuelos, suspendida en la placidez de
los llanos y la luz de los cerros, a Río Abajo, a este viejo casca-
rón donde los recuerdos se metían en las rendijas de la madera y
soportaban sin enmohecerse las sucesivas mudanzas y los años,
donde el inglés de los negros y el español de los mestizos eran
una sola lengua de pobreza, pasiones, risas y pequeños disgustos
de vecinos. Sería un nuevo comienzo, sí, aunque distinto. Porque
a Río Abajo había llegado solamente con ilusiones y sueños, y a
San Felipe iba ya con algunas experiencias adultas, con la huella
de otra carne unida a la mía, con la sensación de unas manos aca-
riciándome en la oscuridad, con el sonido de palabras tiernas en
la sangre. Por todo eso sentía en el estómago el peso de una vaga
congoja y apenas hablaba.
Jimmy llegó cuando faltaban pocas cosas por subir al camión;
se veía nervioso y triste. Estaba seguro de que él lamentaba tanto
como yo nuestra partida, pues en seis meses nos habíamos hecho
realmente amigos. Subí al camión un balde con trastos y cuando
pasé a su lado preguntó con voz ronca:
—¿Vendrás de vez en cuando?
—Sí —dije—. Claro. Vendré los sábados o los domingos a
jugar béisbol o para que vayamos a buscar mangos.
Sonrió desganadamente y se puso a ayudarnos a sacar co-
sas. Yo lo veía trajinar y sentí remordimiento por haberle pro-
metido que vendría. Estaba convencido de que mi tía me impedi-
ría regresar solo a Río Abajo. Estaba demasiado lejos y ella pensa-
ba que era un barrio de muchos maleantes; luego, no era convenien-
te que un muchacho de mi edad se aventurara solo por esas ca-
lles.
Terminamos de subir las cosas, revisamos para ver si se
olvidaba algo y mis tíos subieron con su hijo a la cabina del
chofer; el ayudante del conductor y yo subimos al vagón. Al-

294
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

gunos vecinos salieron a despedirnos agitando las manos.


Buena suerte, no se olviden de por acá, decían las voces. Jimmy
estaba parado junto a la entrada del departamento y nos vio
partir en silencio. En su rostro moreno, casi siempre sonrien-
te, afloraba ahora la indefinida tristeza de las despedidas. En
mi garganta sentía un sabor salado, como de lágrimas, aunque
no lloraba. La ventana del cuarto de Marta estaba cerrada y
una leve brisa movía las hojas del mango desde el cual la ha-
bía visto abrazada al gringo. Tal vez me sentía más deprimido
porque no había podido despedirme de ella. Tres veces había
ido a su cuarto y todas encontré la puerta cerrada con canda-
do. El día anterior le había dicho que nos mudábamos y me
había hecho prometerle que no me iría sin despedirme de ella.
Sin embargo, en todo el día no había llegado a su cuarto. Aho-
ra, mientras el camión aceleraba, sentía que algo mío se queda-
ba para siempre detrás de esa ventana cerrada; y también algo se
quedaba en la expresión afligida de Jimmy, todavía parado junto
a la puerta del departamento vacío.
Mientras el camión corría por la avenida pensé en los seis
meses que había vivido en la vieja casa de madera. Habían sido
los más intensos de mi vida. Por primera vez, gente que no era
de mi familia o de mi pueblo, personas verdaderamente desco-
nocidas, me había ofrecido amistad. Todos los vecinos me ha-
bían tratado bien, pero sobre todo Marta, Lupo y Jimmy serían
inolvidables. De Lupo tampoco había podido despedirme por-
que ahora estaba asignado al turno de día. Y Marta... ¿qué le
había pasado? Al día siguiente vería en el periódico que estaba
detenida por haber herido a un gringo con una botella. El juez le
había impuesto treinta días de prisión. Mi tío fue quien llevó el
periódico a la casa y dijo:
—Vean lo que le pasó a Marta.
No venía foto pero sí detalles del incidente. Un soldado bo-
rracho la había abofeteado porque ella no quiso bailar con él y
ella respondió rompiéndole una botella de cerveza en la cabeza.

295
DIMAS LIDIO PITTY

Había sido en un bar de calle K, en la madrugada. Terminé de leer


la noticia y no comenté nada. Simplemente, en ese instante me
sentí impotente y desolado; lamenté amargamente no ser todavía
un hombre de verdad para sacarla de la cárcel.
Sin embargo, ahora que aún desconocía el hecho y el ca-
mión dejaba rápidamente atrás Río Abajo, mientras iba sentado
sobre una caja oyendo al ayudante del chofer silbar un mambo de
Pérez Prado, viendo los automóviles que pasaban a nuestro lado,
las casas y los árboles de Parque Lefevre y la dorada luz de la
tarde en el cielo sin nubes, no pensaba en Marta, sino en mí, en lo
que era mi vida en la capital. Río Abajo había sido una etapa. ¿Qué
vendría después?

296
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

H
A ENTRADO MÁS GENTE AL MOROCO y Charlie
va de un extremo a otro de la barra. Apenas se da abas-
to para atender a los clientes y aún no llegan los dos
muchachos que lo ayudan. Recuerdo haberlos visto la noche
anterior; eran ellos quienes atendían las mesas después de las
nueve. Pero ahora Charlie está solo y son los propios clientes
quienes buscan las bebidas y las llevan a sus mesas. Charlie atien-
de sonriente y tranquilo, con esa eficaz parsimonia que siempre
le he conocido. Aprovecha una pausa en su trabajo para pregun-
tarme si quiero otro trago de ron. No, mejor un gin and tonic. Ya
está bueno de ron; si voy a beber unos tragos, quiero algo de mi
gusto. En silencio pone tres cubos de hielo en un vaso, echa una
medida y media de Beefeater, el contenido de una botellita de
quina y zumo de limón. Luego agrega dos cáscaras de la misma
fruta.
—Ahí está el sabor —dice sonriente mientras acude al llama-
do del hombre canoso.
Agito el trago y lo pruebo. Sabe igual que los de la noche ante-
rior. Es un mago Charlie. ¿Tendría algún secreto para preparar las
bebidas? Un día que estemos de humor le preguntaré cómo hace.
En la mesa que ocupé con Billy, dos hombres hablan del Perú, del
viaje que uno de ellos hizo a Lima hace poco para traer prendas de
oro y venderlas a plazos a las empleadas públicas y a las maestras,
Es un buen negocio, afirma. Ganancia de 100 o más por ciento en
tres meses. Y todo legal. Sin problemas.

297
DIMAS LIDIO PITTY

El que habla ocupa el sitio donde yo estuve. Es un hombre


grueso y moreno, de mirada vivaz. De pronto él y su compañero
desaparecen, Billy y yo estamos en la mesa y éste dice: ¿sabes?
pienso que de tanto oír a mi padre hablar de los clásicos y recitar-
los, concebí la ilusión de ser escritor. Porque no había día que no
hablara de ellos. Lo suyo era un culto, fanático. Yo jugaba solo o
con chicos de las casas vecinas y siempre proponía juegos donde
intervinieran los personajes que mi padre mencionaba a menudo.
Así, David Cooperfield alternaba con Blancanieves y los enanos
y con Gulliver y los gigantes, y una tarde Robinson Crusoe discu-
tió problemas de navegación con uno de los caballeros del rey
Arturo. Robinson era un vecino y yo era Galahad. Sin embargo,
cuando éramos indios y soldados o cowboys y bandidos o
gambusinos de California, yo no participaba en las refriegas por-
que era Samuel Clemens o Bret Harte y tenía que ser testigo y
verlo todo para contárselo a los lectores de mis crónicas del Far
West en Nueva York o en la propia Filadelfia. Tenía diez o doce
años, no sé, y me parece que ya entonces deseaba ser escritor,
aunque no se lo decía a nadie; menos a mi padre, a quien me daba
miedo hablarle de esas cosas.
Yo lo escuchaba en silencio y también pensaba en mi infancia
y en lo que había hecho a esa edad. A los diez años escuchaba los
relatos de la maestra en las mañanas azules y frescas, con la brisa
del volcán metiéndose en la escuela, con los naranjos cubiertos
de flores blancas, con la extensión verdi-azul de las llanuras ex-
tendidas entre los cerros y el mar. Por el camino próximo pasa-
ban hombres a caballo, a veces con vacas, y otros a pie, con el
machete colgado del hombro en una vaina de cuero. La maestra
hablaba de Brasil y sus selvas vírgenes y misteriosas, de los glacia-
res de Alaska, de los milenios gastados por el agua y el viento
para excavar el cañón del Colorado, de las exploraciones en Áfri-
ca en la segunda mitad del siglo diecinueve. El mundo y la his-
toria adquirían en su voz apacible y cálida una majestad de epope-
ya que encendía la imaginación de los alumnos. Y de pronto, oyén-

298
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

dola, yo no estaba en el salón de una vieja casa de madera, en un


pueblo a mil metros sobre el nivel del mar, un pueblo de cultiva-
dores de naranjos y caña de azúcar, de potreros y maizales
desperdigados en la vastedad de los montes, sino a bordo de un
barco que recorría las costas de Borneo o de Australia o guiando
un trineo en las ásperas soledades de Columbia Británica. Otras
veces no estaba en la escuela sino con el tío Isidoro, en un río de
Corrientes veloces, encajonado entre farallones altísimos, aten-
to a que picaran los peces; o bien, a prima noche, quietos y silen-
ciosos en la sombra, esperando que llegaran los conejos a co-
merse las yucas y las ahuyamas que les habíamos preparado.
A los doce años había cruzado el Canal y había visto hombres
de muchos tipos en las calles de Panamá —chinos, hindostanos,
negros, judíos, franceses, alemanes, filipinos, rusos, árabes y
millares de gringos—; había visto la gran Ciudad y estaba des-
lumbrado por lo que veía. Y antes de cumplir los trece años (¿o
ya los había cumplido?) Marta me había revelado otra dimensión
de la vida. Recordaba que a veces dormía conmigo en el cuarto de
Lupo y aunque éste me había dicho qué hacía ella, en qué traba-
jaba por las noches, a mí no me importaba: su piel tibia y su olor
sólo eran míos. Por más que pagaran, los demás no podían tener
sus ojos de miel en las mañanas claras, cuando despertaba antes
que los vecinos y salía discretamente del cuarto y me dejaba allí,
abrazado al recuerdo de la noche, sumergido en el calor dejado
por su cuerpo entre las sábanas, con mi propio cuerpo impregna-
do del aroma de su carne. No, la Marta mía no podía ser de nadie
más por mucho que le pagaran. Lo nuestro era otra cosa.
Así, pensé, mientras el profesor Jones recitaba los clásicos
junto a los rosales de su buena Bette, Jimmy y yo robábamos
mangos en la huerta del alemán o jugábamos béisbol o comíamos
duros de nance trepados en un árbol o simplemente sentados en
una escalera de esa casa antigua y ruidosa, palpitante de vecinos,
en la quietud de los atardeceres luminosos. Filadelfia y Río Aba-
jo eran mundos demasiados distantes y distintos. Sin embargo,

299
DIMAS LIDIO PITTY

¡cómo eran las cosas!: después de tantos años, Billy y yo estába-


mos hablando en el MOROCO de lo que habían sido nuestras
vidas en aquel tiempo. ¿Era el destino? No, era el Canal. Sin sa-
berlo nosotros, sin haberlo siquiera supuesto, la historia nos ha-
bía reunido. En la atmósfera, violeta del MOROCO nuestras pa-
labras y nuestros recuerdos eran la prolongación de un mismo
hecho o de una misma fatalidad. Porque en el rostro de Billy
había algo de fatal, como si sus ojos azules contuvieran o expresa-
ran una culpa antigua; y en mí estaba (aunque no se viera) el ren-
cor de una tierra agredida. Pero ni esa culpa ni ese rencor aflo-
raban; se reducían a gestos y simples evocaciones. Así, aun cuan-
do evitáramos alusiones al asunto (acaso eran innecesarias) en-
tre ambos se interponía una franja de agua y cuanto ésta signi-
ficaba. Por más cerca que estuviéramos, por más que algunas pre-
ocupaciones y gustos pudieran aproximarnos, jamás habría una
identificación completa: siempre nos separaría la vía de agua.
Entre nosotros, como una herida incurable, estaba el Canal, esa
zanja que había convertido a Estados Unidos en amo de los mares
y a Panamá en vértice de rutas y destinos. Era una paradoja: nos
separaba y enfrentaba la misma historia que nos unía.
Había dejado de llover y el aire lavado entraba cuando alguien
abría la puerta. La atmósfera cargada de humo y sudores, caldea-
da por el calor de los cuerpos, escocía los ojos y nos rodeaba
como una agua turbia; y en esa agua viscosa Billy bebía en silen-
cio, aferrado a su destino o a su culpa, y yo también levantaba mi
vaso unido a mi rencor. Era un momento después de la lluvia, en
Río Abajo, en un tiempo que ignorábamos a dónde nos llevaría.

300
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

Cabesera de Agua Grande 7 de avril de 1965.

mi estimado sobrino

le escribo esta carta para contestarle esa carta tan apresiable


que me mando y ala bez deseando que al resibir esta se encuen-
tre bien de salud les mando muchas saludes rogando a Dios que
Gladis siga vien que no sufra mas como usted tambien el dia 5
de avril fui a donde Epifania y me mostro la carta que le mandó
los 25 balboas los resivio vien y le querian comprar un pedazo
de tierra aca en la montaña y llo le dije que eso es de ella como
las cosas de las tierras están bastante estrictas que aih que titu-
lar que la questión de la reforma agraria los terrenos los esta
asiendo titular que no es que ella quiera bender pero llo le digo
que esa montaña es de ella si ella quiere bender ella sabe que
para mi esta bien o si quiere aguardar que usted le compre o don
Nico esta vien porque sino tenemos titulos los quitan para
repartillos entre las personas que no tienen y los animales se
terminaron quando papá estaba enfermo aora no hai y de los
muchacho Sipriano me da pena clarle esa contesta a usted pero
asi es le contare lo sigiente llo de Sipriano no le puedo contar
mucho porque ase mas de año que no los hablamos porque el y
la mujer que Luis tenia fueron qulpables de que los ijos de mi
hijo quedaran sufriendo sin madre pero alla riba esta Dios que
ese aregla todo pero lla grasias a Dios que lla las dos niñas
encontramos quien las cuide una esta en las Lajas donde una
maestra que no tiene niños lla esta en la esquela y la otra esta en

301
DIMAS LIDIO PITTY

David esta donde Lusía esta tambien en la esquela la tienen en


quinder y el niño que lo quida Epifania todos los domingos llo
le llebo las cosas, y ese es el compañero, de ella y de noche
tamvien uno de Pancho que esta en la esquela la acompaña pero
Sipriano lla esta solo se fue el año pasado para Bugaba disgus-
tado con Epifania y aora ase poco bino pidiendole posada le es-
plico todo eso pero, nunca le de a saber a Epifania que llo le dije
eso despues le dire porqué y ella lla no viene aca porque la agua
le queda mas lejos los ofisios que ase aora son pocos lo que dise
usted que me prometio mandar despreocupese que eso no es nada
si alla problema para mandarlos y el dia que resivi su carta me vi
con la señora Beatri la de Jose Montero pregunto por usted me
dijo que le diera saludes y los ijos tambien mandan saludes
Epifania si se llebaba bien con Melida pues llo estoi mas serca
que usted de Caña Blanca y llo me di de cuenta de la muerte de
Melida fua a los tres dias por aqui no a llobido todavia y estoy
esperando que llueva para sembrar el mais porque devo desirle
que tumve monte para sesenta libras en la montaña y el caballo
ballo se me murio picado de qulebra el mes pasado tambien le
dire que el corejidor queria multarme porque no le dava paso
para sus animales por mi serco de faragua pero el compadre Flor
abló con el y el asunto se areglo quando vendra usted por aca lla
van a ser dos años que no biene.
Bueno le contesto su carta con mucho cariño pero tiene que
perdonar todo lo malo.
Se despide de usted su tio
Isidoro.

302
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

C
HARLIE TIENE MUCHO TRABAJO Y APENAS pue-
de atenderme. Es una lástima porque he venido precisa-
mente con el propósito de hablar con él; siento una casi
imperiosa necesidad de contar a alguien algo de Billy, de ese
soldado abatido por la vida. En realidad, pienso, su muerte vigoriza
mi apreciación temprana de que é1 no tenía nada en común con
los “zonians”. El mismo hecho de haberse suicidado parece una
confirmación. Porque tiene que haber un resto de humanidad y
conciencia en una persona (si no es desesperación o locura) para
que se arroje al agua desde el puente de las Américas. Hasta aho-
ra ningún residente de la Zona lo ha hecho y difícilmente lo hará
alguno en el futuro. ¿Cómo van a renunciar a sus casas refrigera-
das, a sus yates, a sus comisariatos libres de impuestos, a todas
sus prerrogativas de consentidos del american way of life? Es
utópico imaginar siquiera que un individuo de esos vaya a suici-
darse. Viéndolos pasear por los campos de césped, bajo la som-
bra de los árboles, o sentados en las cafeterías al aire libre de
Balboa o en los salones de diversión de Curundú y Diablo Heigths,
uno duda de que en ellos pueda haber otra cosa que células y
sensaciones; dan la impresión, cuando pasan en sus convertibles
relucientes, de que son un vegetal más de la vastísima flora tropi-
cal. Uno los imagina muertos de apoplejía, de diabetes, devasta-
dos por el cáncer; los ve hinchados hasta reventar a causa de la
cirrosis o la hidropesía, pero jamás, de eso está uno convencido,
los verá con la yugular abierta por su propia mano o con la sien

303
DIMAS LIDIO PITTY

perforada por un balazo. Tales gestos definitivos no correspon-


den a su sicología de la satisfacción, del goce primitivo y directo
(el hot dog y la cerveza fría en el calor de las tres, el whisky con
soda más tarde, la película de gangster o la TV por la noche, la
partida de póker con los amigos y luego el sueño compartido con
la esposa en la recámara de aire acondicionado y sábanas asépticas;
esa misma alcoba donde la mujer trata en vano de que su compañe-
ro reaccione, deje de roncar y la haga olvidar el aburrimiento que
le produce vigilar a la criada, jugar canasta con las amigas o ir a las
tiendas de Panamá en las tardes a comprar adornos orientales para
los parientes y amigos de Alabama). A ellos los mata la vida: la
comodidad, el whisky, las digestiones, las cocacolas y los paste-
les: mueren porque el exceso de grasa hace estallar sus corazones
o porque sus cerebros se licúan en el sopor de las siestas y los
coitos apresurados. En su mayoría proceden del Sur, donde los
antiguos plantadores se batían a espada o a pistola y violaban a las
jóvenes esclavas en la luna de los algodonales; provienen de una
sangre cruel y violenta, sí, pero sus intestinos se han vuelto dema-
siado gruesos y pesados; han perdido brutalidad y vigor.
Por eso han sustituido la violencia de la esclavitud por la ex-
plotación asalariada y la crueldad del látigo por la discrimi-
nación legal. Acaso el trópico los ha convertido en orugas
flatulentas, en gordos insectos de apariencia inofensiva que to-
man cocacola en las horas tórridas y responden con gesto bené-
volo al saludo de los trabajadores que pasan sudorosos y dicen
“Hello, míster James, hello mistress Park” mientras a lo lejos
suena la sirena de un barco y una ráfaga de aire marino disipa
momentáneamente el calor de la tarde. Seguramente, como opi-
nan algunos, sí son el espíritu del viejo Sur, pero abotagados
por el clima y la grasa, ya incapaces de otra cosa que no sea vege-
tar como lombrices en la Zona del Canal.
De ellos le había hablado a Billy y habíamos coincidido en
que esa gente era una vergüenza. Pero la Zona no era el único
lugar donde uno podía encontrarla, dijo. También en los propios

304
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

Estados Unidos había tipos así, satisfechos, pudriéndose en la


comodidad. En Nueva York, en Filadelfia, en cualquier ciudad era
fácil encontrarlos. Claro, no todo el mundo era así, aunque había
muchos de esa condición. Durante su estancia en Nueva York los
veía en los restaurantes, rubicundos y alegres con su cocacola y
su hamburguer, o en el subway, inmersos en la corriente humana,
con apariencia de peces enlatados, el periódico bajo el brazo,
acaso inquietos porque la esposa aún no ha podido conseguir ese
perrito de aguas que tanto desea.
—Sí, de acuerdo, esa gente no es el pueblo norteamericano;
eso no tienes que decírmelo, ya lo sé —dije—. Pero, fríjate, no
hay ninguna comparación entre éstos y ésos que dices. Éstos son
peores. Tú no los conoces. Son verdaderamente repugnantes. Para
que aunque sea los veas, visita si puedes antes de irte la American
Legion. ¿Sabes dónde está?
—No exactamente, pero puedo encontrarla.
—Bueno, anda y ya verás. No creo que puedas ver mucho,
pero por lo menos tendrás una idea.
Mejor si vas por la tarde, pensé mientras lo veía encender un
cigarrillo, a eso de las tres y media o cuatro. Pides una cerveza y
te sientas en un sitio desde el cual domines todo el local. Verás
hombres de distintas edades, la mayoría mayor de cincuenta años,
con un whisky o una cerveza delante, algunos con puros otros
con pipas, los más con cigarrillos. En algunos brazos veras tatua-
jes escamosos, azules y rojos, y puede que descubras una cicatriz
en este rostro o la falta de tres dedos en aquella mano. Si escu-
chas con atención oirás sus voces acompasadas, muchas en-
ronquecidas por el humo y el alcohol, refiriéndose a sucesos tri-
viales como el precio de las zanahorias, el kilometraje que da por
galón el nuevo modelo Ford o ese programa de televisión que
presenta a una familia de monstruos o ese otro, “extraordinario,
Jerry, ¿verdad?”, protagonizado por un agente secreto de USA,
invencible y seductor, que hace el amor con seis mujeres esplen-
dorosas y desbarata una organización de espionaje enemiga en

305
DIMAS LIDIO PITTY

cada capítulo. También podrás oír cómo algunos hablan de sus


achaques y de lo mal que se sienten cuando llueve demasiado o
cuando hay excesivo calor. Cerca de allí, a la derecha, queda el
Yacht Club de Balboa. Verás que algunos de los concurrentes ape-
nas hablan: sólo beben, fuman, escuchan a los otros y miran
pensativamente los botes fondeados cerca del atracadero del club.
Sus miradas mortecinas van de un bote a otro y siguen el lento
cabeceo de las embarcaciones movidas por las olas tranquilas. A
veces cierran los ojos por un momento y suspiran, sin que ellos
mismos sepan por qué. Otros se sientan todas las tardes en la
terraza exterior, donde hay mesas con parasoles, a respirar el aire
marino y a ver los barcos que entran o salen del Canal. También
contemplan, acaso íntimamente orgullosos de la técnica de sus
ingenieros, el puente, el gran barco blanco a ciento cincuenta
pies de altura por el cual pasan los automóviles, y el conjunto de
la imponente estructura metálica iluminada por el sol; miran cómo
los autos ascienden por un lado y descienden por el otro y se
pierden finalmente en la orilla occidental, entre la vegetación y
la luz, a sesenta millas por hora, con la tarde reflejada en las carro-
cerías. Debajo del puente está el agua azul-gris con pequeñas olas
levantadas por la brisa que vienen a morir cerca de la terraza, en
las rocas negras donde caracoles y crustáceos caminan torpemente
sin destino preciso. Pero en la zona cubierta por la sombra del
puente el agua no es azul-gris sino verdinegra, vegetal; es una
oscura franja ondulada, de tonalidades aceitosas, que une ambas
orillas. En dirección al mar, la entrada del Canal se ensancha ha-
cia los roquedales de Farfán, a la derecha, y hacia el terraplén, a
la izquierda, que une la tierra firme con las islas de Perico, Naos
y Flamenco. Más allá están las islas de Taboguilla y Otoque y, en
la lejanía occidental, colgado del cielo o flotando sobre el mar,
el cerro Tigre altera la simetría del horizonte. Los hombres ven
este mismo paisaje cada día, sin aburrirse, como si la misión de
sus vidas fuera contemplar esa sucesión de crepúsculos frente a
un vaso de whisky. A veces observan los buques de la ARMY

306
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

NAVY amarrados a los muelles de Rodman y en la placidez de la


tarde, mientras el sol desaparece detrás de cerro Venado, acaso
rememoran los años pasados a bordo de un destructor o el es-
truendo de los cañones en el Mar de Coral una tarde también
luminosa como ésta y tambi6n apacible antes de la batalla. En
ocasiones van mujeres al lugar y sus risas se mezclan con las
voces roncas y celebran con grititos y exclamaciones los chistes
de los hombres. Casi siempre son mujeres maduras, de piel co-
rreosa, voz agria y cuerpo reumático, que beben whisky como un
hombre y hablan de naipes y de bingo con énfasis autoritario.
Alguna puede ser viuda y de vez en cuando alude a su difunto
esposo, caído en Iwojima o en Tarawa o muerto en el Gorgas
hospital, víctima de un virus desconocido o de ciriosis. Alguna
vez, tras de haber bebido varios whiskies y reído hasta las lágri-
mas, le dice a a1guien con expresión evocativa y húmeda la mira-
da: “Oh, usted me recuerda a mi Tony. Tenía la calva como usted y
también fumaba pipa, y la usaba en el mismo lado de la boca. Oh,
de veras, viéndolo a usted me parece que Tony ha resucitado”. El
aludido ríe forzadamente y dice: “Oh... bien... eh... ¡Salud!” y en
sus ojos uno cree percibir el rechazo de esa inoportuna compara-
ción con el difunto.
Billy exhaló una bocanada de humo y bebió un trago. Chas-
queó los labios y aspiró nuevamente el cigarrillo.
—Sería bueno, Billy —recalqué— sería bueno que fueras a
la American Legion. Tal vez encuentres —agregué irónico—
una imagen anticipada de lo que serás dentro de treinta o cuarenta
años, cuando te reúnas a tomar cerveza y a recordar el pasado con
viejos compañeros de armas. Verías a los gloriosos veteranos
consumiéndose en las tardes, contemplando los barcos o el puente
o rascándose recuerdos de empolvados combates que nadie más
recuerda, combates que no tuvieran nada de extraordinarios o de
gloriosos pero que en sus memorias reblandecidas por el calor y
el whisky son inmarcesibles.
Billy estaba concentrado en agitar el vaso cuando terminé de

307
DIMAS LIDIO PITTY

hablar. Parecía no haberme escuchado. Sin embargo, lo que hacía


era pensar en mi descripción del club de veteranos. Tal vez la
encontraba exagerada o infiel; acaso para él los veteranos, por el
solo hecho de serlo, eran merecedores de alabanza o privilegios;
a lo mejor consideraba que todos eran héroes. Yo pensaba en lo
que posiblemente estuviera pensando é1 mientras agitaba su vaso.
—No —dijo finalmente— nunca seré como esos tipos. Aun-
que no lo creas, nunca seré un “glorioso veterano”, como dices.
Bebí un trago y él hizo una pausa. Se pasó la lengua por los
labios y sus ojos semejaron lanzar destellos celestes, como si en
su interior algo hubiera comenzado a arder. Luego agregó con
voz sin inflexiones —había advertido que cuando quería enfati-
zar algo su voz fluía con una tonalidad neutra, uniforme, todo
lo contrario del común de la gente, y hablaba despacio como
para que el oyente anotara cuanto decía— y mirándome fija-
mente:
—Mira, para mí la guerra nunca fue una gran cosa. Incluso
cuando el ejército me llamó dudé en presentarme. Entonces yo
estaba en Nueva York, como te dije, y quería convertirme en
escritor. Poco antes había leído Sin novedad en el frente y ade-
más había visto la película. Como puedes suponer, mi ánimo no
era el mejor para ingresar a filas. Durante un día o dos estuve
dándole vueltas al asunto y discutí con algunos amigos que me
aconsejaron evadirme. Podía irme a Canadá o a Suiza. Podía
irme a Argelia. Podía irme a muchos sitios para eludir el servi-
cio. Pero no me fui. En verdad, no tenía nada claro. Y una no-
che estuve en una fiesta, bebí hasta perder el sentido y al ama-
necer, todavía con la cabeza dándome vueltas, me presenté en
la oficina de reclutamiento. Dos días después estaba en Illinois
y comenzó el entrenamiento. Seis meses más tarde me manda-
ron al frente. Por todo eso te digo que la guerra no ha sido nada
agradable para mí: antes no quería ir, ahora lamento haber estado
en ella. Cada vez que pienso en los años pasados allí, me pregun-
to si no hubiera sido mejor hacer caso a los amigos y haberme

308
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

marchado al Canadá. Tal vez ya sería un escritor; o aunque no


fuera un escritor, no sería lo que soy: un pobre diablo que vuelve
a casa con una medalla.
Bebió un trago y apagó la colilla en el piso. Yo lo observaba
en tanto pensaba en lo que había dicho y me pareció un hombre
sumido en la confusión. Sí, probablemente, acepté, Billy no
sería nunca un “glorioso veterano”. Podía ser cualquier cosa,
menos un hombre ufano de sus crímenes.

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309
DIMAS LIDIO PITTY

310
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

E
N LA CIUDAD UNO ES COMO UNA PLANTA: aquí
crece rodeado de pasto; allá, entre hortigas; en otro lado,
circuido por helechos. Uno se muda de un barrio a otro y
aprende a distinguir los distintos ambientes y se adapta a las
condiciones de vida imperantes. Yo había comenzado en Río Aba-
jo, después había estado en San Felipe, luego en Carrasquilla; y
cada lugar me había enseñado algo.
En Carrasquilla vivía gente de toda clase: obreros, oficinis-
tas, campesinos, que trabajaban como peones en las obras pú-
blicas, policías, prostitutas, chulos, maestros, buhoneros. Sin
embargo, nadie se daba por enterado de lo que hacían los de-
más; sólo en caso de riña era puesta de relieve la particular con-
dición de alguno: chulo de mierda, mantenido, ¿de qué puedes
presumir?; putona, quemas a tu marido por gusto porque ni si-
quiera cobras; qué policía ni qué carajo, si él mismo robó en el
supermercado. El resto del tiempo cada quien sufría su vida sin
meterse con los demás.
El barrio no estaba totalmente urbanizado, en algunos lugares
había parcelas de monte y una quebrada o zanja de aguas turbias y
jabonosas corría de norte a sur; también había una cantera aban-
donada donde tiraban carros viejos y en el centro de la cual los
años habían formado una laguna de hondura desconocida. Allá
íbamos algunos muchachos con Frenchí, un mecánico mal habla-
do, de habilidad legendaria, que había perdido facultades por el
alcohol. Nos juntábamos, dos, tres, a veces cinco, y lo acompa-

311
DIMAS LIDIO PITTY

ñábamos a buscar hierro viejo para venderlo a un polaco tuerto y de


piel escamosa, comerciante en chatarra. Después de cobrar, Frenchí
sacaba cuentas, nos daba un dólar a cada uno, él se embolsaba el
resto del producto de la venta y desaparecía de su casa por tres o
cuatro días. Cuando regresaba tenía la mirada hundida, parecía ha-
ber envejecido veinte años, mezclaba maldiciones con frases sin
sentido que él llamaba filosofías y estaba sin un centavo. Entonces
iba a la bodega y le rogaba a la dueña que le fiara una cerveza para el
malestar, para los temblores, Marieta, no seas malita.
Antes, cuando éramos demasiado chicos o aún no teníamos
suficiente confianza con Frenchí como para acompañarlo a buscar
hierro, formábamos una horda de rapaces que chapoteaba en la que-
brada, molestaba a las muchachas que iban a comprar a la tienda,
seguía atentamente los resultados de las carreras de caballos —un
muchacho del barrio era aprendiz de jockey y subía como la espu-
ma— jugaba trompo en la calle sin pavimento, lodosa en invierno,
y gritaba obscenidades a las parejas que rochaban al anochecer en
una loma próxima a la cantera. Entonces habitaban una casa recién
construida tres prostitutas apodadas las Cotorras, quienes por las
noches, en ocasiones en pleno día, llevaban clientes a su casa. No-
sotros rondábamos por allí para hacer mandados o buscar en la
basura de ellas tapas de cerveza; éstas las cambiábamos luego en la
tienda del chino por golosinas y cupones para la rifa de una casa.
Era una manera fácil de conseguir golosinas o sodas porque en la
casa propia ninguno recibía más de un nickel o un dime de vez en
cuando.
Un día, mientras buscábamos platillos en la basura de las Coto-
rras, el mayor de los tres hermanos Thompson —sus edades iban
de los 12 a los 16 años— encontró un condón usado. Parecía un
globito lleno de agua.
—Ya se qué voy a hacer con esto —dijo en tanto lo sostenía
con dos dedos—. Se lo venderé a Luchita.
—¿Para qué? —preguntó alguien—. ¿Qué puede hacer ella con
esa vaina usada?

312
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

—Mira cómo eres güevón... Pues dárselo o vendérselo a algu-


no que se la vaya a coger.
Lo lavó, lo secó al sol y, luego de enrollarlo y de ponerle una
capita de talco para que pareciera nuevo, se lo llevó a Luchita, la
prostituta ya madura y casi enana que vivía sola en una casa de ta-
blas y hojalata en las faldas de la loma. A ésa le decían la Iguana y
sus clientes eran carretilleros, peones y menores de edad. La Igua-
na compró el condón en diez centavos y le dijo a Thompson que
cuando consiguiera más se los llevara.
Comprendimos que los condones podían ser un buen negocio
y nos propusimos hacer lo mismo que Thompson. Días después
revolvíamos la basura y el menor de los Thompson halló otro con-
dón, pero Tambor insistió en que él lo había visto primero y trató
de quitárselo. La discusión degeneró en golpes, intervino el me-
diano de los Thompson, y Tambor, que era más amigo mío que los
hermanos, gritó:
—¡Coño! ¡No dejes que me peguen en pandilla estos vergajos!
El mediano sujetaba a Tambor por la espalda para que el otro lo
golpeara. Empujé al pequeño. En montón no se vale, pendejos, pe-
leen limpio. Le di una patada al otro y soltó a Tambor, pero enton-
ces, quién sabe de dónde, apareció el mayor y de un solo golpe me
dejó boca arriba y sin aire sobre la basura. Me había, además, roto
la boca y sangraba como un sapo degollado. Ahí terminó la pelea y
la disputa porque el condón se había roto en el forcejeo.
Tambor tenía las manos manchadas de semen y fuimos a lavar-
nos, él las manos y yo la cara ensangrentada.
—Esos Thompson son unos desgraciados-chucha-de-su-ma-
dre. Yo vi primero el condón —masculló mientras se restregaba
bajo el chorro de agua de una llave pública.
—A mí me sacó el aire el cabrón ése —dije. Sentía como una
punzada profunda en el estómago o en la espalda, no sabía bien
dónde; y en la saliva sentía desleírse un sabor ferroso.
Al día siguiente le conté lo sucedido a Pancho, el velador de
la escuela cercana, y le pregunté qué debía hacer, porque eso no

313
DIMAS LIDIO PITTY

se podía quedar así. Examinó mi boca amoratada, el labio supe-


rior parecía un riñón, y después de sentenciar que la vida a ve-
ces es muy dura, mi hermano, un hombre debe pasar por mu-
chas cosas, sacó una hoja de acero incrustada en un mango de
madera.
—¿Ves esto? —Agitaba el cuchillo delante de mis ojos—. Es
lo mejor que hay en el mundo para los negros. Así que consí-
guete un filo y úsalo; no seas pendejo. Ráyale el culo a uno de
esos cabrones y verás que ninguno te vuelve a pegar.
Su aindiado, impenetrable rostro de Veraguas mostraba una
inexpresividad de siglos mientras hablaba, pero su mano arma-
da expresaba cuanto no decía su cara.
—¿Por qué crees que los maleantes no vienen a robar en la
escuela, ah? Porque saben que yo sí uso el cuchillo sin asco. Así
que no te agüeves y consigue tu filo.
Esa tarde compré en un nickel una cuchilla vieja, de cachas
oxidadas, le pedí a Pancho que me la afilara y esperé mi oportu-
nidad. Sin embargo, no tuve necesidad de usarla porque los
Thompson se mudaron esa misma semana para otro barrio y cuan-
do, casi un año después, los vi en la entrada del cine de Vista
Hermosa, la pelea del condón era sólo un recuerdo sepultado
entre muchos otros.

314
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

T
ERMINO EL GIN AND TONIC Y LE PIDO otro a
Charlie. Éste sigue atareado porque ha entrado más gen-
te y, aunque ya han llegado sus asistentos, apenas alcan-
za a despachar los pedidos. Mientras espero el trago miro los
desnudos y recuerdo que Billy dijo algo de la muchacha recli-
nada bajo el árbol y también recuerdo que al salir tuve la impre-
sión de que ella nos sonreía. Ahora, sin embargo, su rostro iner-
te no expresa nada, fuera de la incitación que su postura encarna.
Charlie me da el trago y toma el vasito de ron que conserva junto
al espejo. Salud, dice y bebe.
—Ya ves que no podemos conversar —agrega con un gesto
de resignación y se aleja.
Enciendo un cigarrillo y vuelvo a ver la foto del periódico.
El cadáver había sido extraído del agua con un garfio (A los
cadáveres siempre los sacan del agua con garfios. En una oca-
sión un carguero noruego embistió a una lancha de cabotaje en
la entrada del Canal y murieron los nueve ocupantes de la lancha,
incluido un chico de trece años, de quien nadie supo qué hacía a
bordo, porque evidentemente no era tripulante y en esas embar-
caciones no aceptan pasajeros. Una patrulla naval llegó al escenario
de la colisión y rescató con garfios ocho cadáveres; el noveno, el
del capitán, desapareció, presumiblemente devorado por los ti-
burones. Eso me lo contó Lupo, cuyo remolcador condujo el barco
noruego al muelle de Balboa. Era impresionante, decía, ver a la
policía naval pescar cadáveres a la luz de los reflectores. A veces

315
DIMAS LIDIO PITTY

el garfio no sólo enganchaba y rasgaba las ropas sino también la


carne; luego el muerto era izado y en la luz amarillenta era un
extraño pez que nadie comería) y lo habían depositado sobre la
hierba de la orilla, cerca del Yacht Club. (Eso no lo dice el perió-
dico, pero en el fondo de la foto aparece el club). Después habían
buscado en sus bolsillos alguna identificación. En tanto, la poli-
cía mantenía alejados a los curiosos y los fotógrafos sacaban pla-
cas desde todos los ángulos y algunos además fotografiaban el
puente, desde el cual era casi seguro se había arrojado el muerto.
Ahora veo claramente a Billy tendido en la luz del amanecer,
sobre la hierba de Amador, rodeado por policías y fotógrafos, su
cuerpo amoratado y en partes azuloso por el golpe del agua. De
pronto pienso que mientras él yace boca arriba, insensible al ca-
lor creciente de la mañana, ajeno a la morbosidad de la gente,
mantenida a distancia por la policía, indiferente al petrolero de la
Shell que en ese momento sale del Canal y pasa bajo el puente,
ciego al agua y al cielo azules o tal vez dorados por el alba, yo
duermo —sumido en los vapores del alcohol, también indiferen-
te a todo, ajeno a cuanto en ese instante acontece fuera del sue-
ño. Y mientras él está allí y yo duermo, el barco de la Shell dejá
atrás el puente y se aleja con lentitud inexorable —desde cubier-
ta los marineros ven a la gente y a los policías y quizá se pregun-
tan qué ha pasado— y su sirena suena más allá de las boyas que
marcan el límite del Canal y el sonido se pierde en la extensión
azul y en las colinas verdes del oeste.
En Balboa la gente desayuna para irse después de pesca, a
jugar golf o simplemente a tomar el sol en la playa de Farfán.
En Panamá algunos abordan el auto y se van a Santa Clara o a
Nueva Gorgona a pasar el día tomando cerveza y comiendo
mariscos; o se van a Cerro Azul, donde hay cabañas para los
fines de semana y botes para remar en el lago artificial. Simul-
táneamente en los barrios pobres, en esas casas de madera don-
de diez o más personas comparten la miseria de un solo cuarto
—por la noche los adultos hacen el amor junto a los niños dor-

316
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

midos y junto a los ancianos de tos profunda desvelados por el


calor, los cuales evocan su juventud oyendo suspiros, los queji-
dos y los murmullos de la hija o el hijo en la oscuridad sudoro-
sa— las familias salen a la luz naciente y esperan que las muje-
res preparen el café o el té y el pedazo de pan para el desayuno.
Mientras, los niños juegan en los patios comunales y las viejas
casas se pueblan de ruidos y de radios a todo volumen.
—Junior —grita desde una ventana una mujer despeinada al
hijo que conversa con otros chicos— ven para que vayas a com-
prar el pan. Pero apúrate —agrega irritada— que tu papá tiene
que irse.
Más allá, un anciano achacoso saca una mecedora de su cuar-
to y se sienta en el balcón a tomar el sol y a ver el vuelo de las
moscas que suben de los desagües del patio a los cuartos del
segundo piso, se paran en las mesas, en los vasos y hasta en
bocas y ojos, si no se las espanta.
Todo eso está allí, es una presencia cotidiana y dolorosa,
pero ahora existe en otra dimensión, fuera del sueño o de la
muerte, muy lejos de Billy y de mí. Porque ambos, él en la
muerte, yo en el sueño, estamos fuera de la vida, distantes de
los ancianos asmáticos o tísicos, de los chiquillos que juegan o
riñen en los patios comunales de Calidonia, El Marañón, Santa
Ana o El Chorrillo. Somos ajenos a los pescadores que vuelven
a tierra en sus viejos botes de remos, encallecidas las manos por
el arpón y las redes, con el rostro cuarteado por el salitre y los
vientos del Golfo; esos pescadores que observan con ojos enro-
jecidos las olas doradas y el perfil claro de la ciudad en el alba
y el lomo oscuro de los cerros lejanos. Somos indiferentes a los
autobuses que aceleran en las calles solitarias y dejan detrás el
olor de la gasolina quemada; extraños a esos hombres que van
al mercado y examinan atentamente los mariscos y las carnes,
discuten por el precio de las verduras y finalmente regresan a la
casa con una bolsa repleta de comestibles y con una sensación
de gozo anticipado al pensar en el pescado horneado o frito que

317
DIMAS LIDIO PITTY

sus esposas, madres o hijas prepararán para el almuerzo.


No vemos a los ricos despertarse perezosamente en Bella
Vista o el Cangrejo: toman el desayuno en la cama, piden el pe-
riódico y se buscan en la Sección Social porque anoche asistie-
ron a la fiesta que los Montoro ofrecieron al capitán Cavendish,
prometido de la hija menor del matrimonio, y sería imperdona-
ble que el fotógrafo no hubiera captado la elegancia de ella,
ahora desmadejada sobre la almohada, o la prestancia de él,
ahora sin bisoñé, con sus tres pelos canosos como lombrices
muertas sobre el cráneo. Pero, claro, ahí están, como tenía que
ser:
—Fíjate, Mimí, en la mirada de borracho del tal Vásquez. ¿Te
fijas?
—Sí, papi; tiene cara de idiota. Y mira el gesto de bruja de
Estela. ¿Sabes que está loca por el cantante ese que actúa en el
Maxim?
—¿Cómo? Y el marido, ¿qué?
—Parece que no le importa. Tú sabes que él se casó por con-
veniencia. Además, tiene una querida en San Francisco. Dicen
que es una mulata.
—Ah, mira la cara del prometido. Da la impresión de que lo
han atrapado.
—No creo eso. Tú sabes que Paty estudió en Italia. Bien pudo
conseguirse un conde.
—Tal vez. Pero el padre no busca títulos sino dinero.
—Cómo eres. Fíjate qué bien me veo de perfil.
No vemos a esas mujeres de piel tersa, húmeda de sue-
ño, salir desnudas de la cama, sus senos saltando como conejos
en la luz matinal, darse una ducha, ir a misa y luego extraviarse
en el ocio dominguero. Ni Billy ni yo podemos ver nada. En el
amanecer del domingo ambos, cada uno en su esfera de distinta
sombra, cada quien aferrado a su muerte o a su sueño, estamos
al margen de la vida.

318
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

CRÓNICA

A
sí, universalmente admirado por la proeza de Suez, Fer-
nando de Lesseps viajó a Panamá en 1882, dispuesto a
reeditar su triunfo. El viejo sueño de unir los mayores
océanos mediante un canal iba a ser realizado por los franceses.
Miles y miles de hombres acudieron de todas partes del mundo
a sumar su fatiga al esfuerzo de Lesseps. Muchos eran técnicos,
pero la mayoría era gente simple, apta sólo para manejar el pico
y la pala.
Los trabajos comenzaron en la Costa Atlántica, en medio de
fiestas y gran entusiasmo, pero al cabo de unos cuantos años mi-
llares de hombres habían sido sepultados en la selva, víctimas de
alimañas o de fiebres, y las excavaciones se paralizaron cerca del
corte Culebra, donde la piedra formidable resistía los barrenos y
la dinamita, donde peones venidos de la lejana China amanecían
colgados de los árboles por su larga trenza, su piel aún más pálida
en el alba tropical.
Entonces, agobiado por las intrigas y las pérdidas, abrumado
por el fracaso, Lesseps desistió y retornó a Europa a morir, en-
tre las ruinas de la Compañía Francesa del Canal y las lágrimas
de los inversionistas y contribuyentes. Un grabado lo retrata en
sus últimos días, alucinado por las visiones superpuestas de una
franja de agua en medio de las ardientes arenas de Egipto, con
camellos y palmeras en las márgenes, y una zanja inconclusa,
llena de víboras y sangre, con cadáveres insepultos en las ori-
llas y vegetaciones feroces persiguiendo a los hombres.

319
DIMAS LIDIO PITTY

De ese modo, la gloria de Francia quedó allí, en la intemperie


tropical, acosada por las lluvias y la herrumbre, calcinada por soles
inclementes, pudriéndose junto a los despojos de hombres veni-
dos de toda la Tierra. Hundidos en los lodazales de esa selva atroz
quedaron la maquinaria y el ingenio de París; y también el recuerdo
de Gauguin —peón eventual en las excavaciones— quien una
noche fue arrestado en las calles de Panamá por haber orinado en
la vía pública.
Sí, la vieja y grandiosa Francia quedó allí, empantanada;
y su fracaso fue sumergido por las aguas cuando, veintidós años
después, Wodrow Wilson detonó a control remoto una carga de
TNT y la vía interoceánica se abrió a las banderas del mundo.

Anónimo. Fecha confusa.

320
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

L
OS RECLUTAS LLEGARON A LA BASE en autobuses y,
apenas bajados de los vehículos, un sargento gi-
gantesco, de mirada pétrea, tatuado en el brazo derecho y
con una cicatriz en la mandíbula inferior, les ordenó formar en el
patio. La formación tardó en completarse porque todos se con-
fundían al buscar su sitio por orden de estatura. El sol caía a plo-
mo sobre el asfalto y pequeñas gotas de sudor comenzaron a bri-
llar en los rostros de los muchachos. Algunos sentían sed y se
pasaban la lengua por los labios resecos mientras la mirada ner-
viosa permanecía fija al frente, sin ver nada sino, como en un
trasfondo brumoso, los bosquecillos y las faldas de los promon-
torios lejanos.
El sargento iba y venía a lo largo de la fila, escrutándola con
ojos de pescado en hielo, sin decir nada. Después de un rato se
retiró unos pasos y miró detenidamente a cada uno durante se-
gundos que parecían eternos, en el transcurso de los cuales el
observado ni siquiera parpadeaba, inmovilizado por la luz hela-
da de esos ojos grisáceos. Concluido ese examen individual, los
conminó con voz tronante a olvidar sus hábitos civiles y a com-
prender, a meterse bien en la mollera, que allí sólo se atendía la
voz de mando. Nada de pretextos, nada de objeciones, nada de
escrúpulos. En el U.S. ARMY no había tiempo ni sitio para esas
cosas. Ellos estaban allí para ser soldados y servir al Tío Sam y el
Tío Sam sólo aceptaba obediencia. Obediencia obediencia. La
palabra producía ecos en la mañana clara, con pinos y colinas a lo

321
DIMAS LIDIO PITTY

lejos, y penetraba incisivamente en cada quien. Billy sentía que


le desollaba las entrañas. La palabra se le antojaba una bola metá-
lica con puntas salientes recorriéndole los intestinos.
El sargento iba y venía de nuevo a lo largo de la fila mientras
hablaba. Uno de los reclutas abandonó distraídamente la posi-
ción de firme y el sargento se aproximó a él sin dejar de hablar y
lo golpeó con la fusta en una pierna. Billy recordaba el chasquido
de la fusta y la queja entrecortada del muchacho. La charla duró
otros diez minutos, quince a lo sumo, pero para todos fue un tor-
mento prolongado: las palabras y el sol refractado en el asfalto
los sentían como agujas clavadas en el cuerpo. Finalmente dijo
que tuvieran siempre presente cuanto les había dicho; así se evi-
tarían dificultades y todo iría bien para todos. Porque no debían
olvidar que habían sido enviados allí para ser soldados; y é1 los
iba a convertir en soldados, lo quisieran o no. Que no lo olvida-
ran. Luego les ordenó marchar hacia el baño.
Eran treinta y dos en el grupo, formados en fila doble. El
sargento marcaba el paso con sonidos guturales mientras cruza-
ban el patio. Entraron al baño y, todavía formados, se desvistie-
ron. Billy recordaba al chico de nombre Henry que se ruboriza-
ba de vergüenza en tanto se desnudaba en silencio; recordaba
su expresión cohibida y medrosa. Su cuerpo delgado y esbelto
parecía de muchacha. El sargento estaba detrás de ellos, en la
entrada del baño, y les ordenó ponerse de uno en fondo; luego
dijo que avanzaran hasta las regaderas y se mantuvieran firmes
frente a ellas. Después caminó una y otra vez a lo largo de la
fila. Billy recordaba sus pasos pesados y los golpes acompasados
de la fusta en una de las piernas del suboficial. Henry estaba a
la izquierda de Billy, ¿O era a la derecha?, no, a la izquierda, y
a pesar de los años transcurridos aún sentía al sargento detener-
se detrás de Henry y golpearle suavemente las nalgas con la
fusta mientras decía “tú serás mi ordenanza”. Recordaba el ros-
tro enrojecido de Henry, su expresión de azoro y su voz confusa
y delgada al responder: “sí, señor”. Luego el sargento salió del

322
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

baño golpeándose una mano con la fusta tras haberles ordenado


que se bañaran rápidamente.
Después, semanas de entrenamiento. Correr, saltar, escalar
muros con sogas, marchas de treinta millas diarias con todo el
equipo a cuestas y descansos de diez minutos cada hora, atrave-
sar pantanos con el agua al cuello y conservar seca el arma.
Henry jadeaba en las carreras de obstáculos y su cuerpo parecía
doblarse bajo el peso del equipo y temblaba como un animal
acorralado cuando le ordenaban arrojar una granada. Por cual-
quier motivo el miedo asomaba en sus ojos transparentes. Era
evidente que no había nacido para soldado. Lo suyo estaba en otra
cosa. Cualquiera podía darse cuenta de eso. Incluso un día le ha-
bía dicho a un compañero que pensaba ser actor cuando volviera a
la vida civil.
En la noche, los músculos doloridos, nublada la mente por
el cansancio, cada quién pensaba en su antigua vida —novia, ma-
dre, hermanos, paseos en automóvil, cine, bailes— y maldecía al
Tío Sam en sueños. Al día siguiente, el toque de diana los enfren-
taba de nuevo con la voz del sargento, inflexible y dura con todos,
amable y cariñosa con Henry. Sí, Billy no había podido olvidar la
forma en que el sargento trataba a ese muchacho. Había risitas y
cuchicheos cuando el suboficial llamaba a Henry a su cuarto y el
recluta pasaba horas allí para luego regresar con la mirada baja y
una expresión de vergüenza en todo su cuerpo. Billy recordaba
eso y los sollozos apagados de Henry mientras los demás dor-
mían.
Tampoco olvidaba la tarde en que se ejercitaban con la ba-
yoneta calada en una colina boscosa y oyeron un disparo en el
flanco derecho. Recordaba los denuestos del sargento contra el
imbécil que había estropeado el simulacro de ataque por sorpresa.
Lo voy a desollar vivo, decía. Y recordaba el rostro exánime de
Henry en la luz verdosa del bosque y la mancha negruzca que
se extendía inconteniblemente por su pecho. Recordaba las ex-
presiones estupefactas de los reclutas que veían por vez primera

323
DIMAS LIDIO PITTY

la muerte; y la cara desencajada del sargento, quien miraba el


cuerpo agonizante de Henry con gesto de sorpresa y tal vez de
velado reproche. Todo eso lo recordaba: Henry desangrándose
sobre las hojas muertas, los reclutas mirándolo en silencio, el
sargento diciendo: “vamos, hay que llevarlo a donde pueda re-
cogerlo la ambulancia” y el viento enredado entre los pinos.
Esa escena se había grabado para siempre en alguna parte de él.
Jamás podría olvidarla. Aunque, había sido algo extraño, en las
semanas siguientes fue disolviéndose en la fatiga de los ejerci-
cios; pero luego había vuelto a recordarla y estaba seguro de
que nunca la olvidaría. Era uno de esos recuerdos que duran hasta
la muerte.
Concluido el entrenamiento, fueron enviados a San Francis-
co y allí, junto con otros contingentes venidos de distintos pun-
tos del país, embarcados para Indochina. Pero lo de allá era otra
historia.
Bebió lo que restaba en su vaso y pidió otro trago. Fui al
baño y mientras orinaba y luego mientras me peinaba pensé en
ese chico Henry y en su triste fin en esa boscosa colina de Illinois.
Había algo lamentablemente turbio en todo eso.
Cuando volví a la mesa, Billy estaba recostado a la pared
con los ojos cerrados y la música del calypso Diana ascendía
cadenciosamente con el humo de su cigarrillo. Abrió los ojos al
sentir que me sentaba.
—Como te decía, para mí la guerra y todo lo relacionado
con ella no ha sido muy agradable que digamos.
—Ya veo. Comprendo —dije, aunque no era eso exactamente
lo que hubiera querido decir, pero en el momento no se me
ocurrió ningún otro comentario.
—Hay otras cosas que tampoco tienen nada que ver con lo
presentado en esas películas en las cuales un actor de rostro
aniñado hace de héroe invulnerable. Hay mucha porquería en
todo el asunto. Pero, claro, ¿qué puede hacer uno?
Terminó su cigarrillo en silencio y después fue a pedirle a

324
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

Charlie monedas para la música. Lo vi alejarse hacia el jukebox y


mientras marcaba piezas llegué a la conclusión de que no me ha-
bía equivocado: Billy era bien distinto a esos “zonians” hijos de
perra que desde hacía medio siglo ocupaban el centro del país.

325
DIMAS LIDIO PITTY

326
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

C
ARRASQUILLA QUEDA LEJOS DEL MAR, no obs-
tante, en las vacaciones algunos amigos íbamos, —en
autobús si había dinero, en bicicleta o a pie casi siem-
pre— a bañarnos en las playas de San Francisco o de Paitilla; y
pasábamos horas allí, a veces hasta el atardecer, cuando el sol
muriente ponía reflejos dorados en las olas, en las rocas, en los
árboles y hasta en los cuerpos exhaustos. En ocasiones nos acom-
pañaban muchachas y con ellas, tras de habernos cansado na-
dando o jugando pelota, buscábamos lugares discretos entre la
vegetación o los peñascos para darnos besos y soñar. En el atar-
decer los labios tenían un sabor salado y era excitante unir las
bocas en una caricia interminable, abandonarse a la sensación
de esa ola, generada en la sangre y la carne tibia, que lo envol-
vía a uno como una agua mansa. Luego, con la última luz, cada
quien montaba a su amiga en el caballo de la bicicleta y peda-
leábamos de regreso, vencida la fatiga del esfuerzo por el ener-
vante roce de unas caderas mórbidas y dulces contra nuestros
muslos.
En cambio, cuando no iban muchachas, corríamos, nadába-
mos y boxeábamos hasta extenuarnos. Después nos poníamos a
fumar y conversar en los arrecifes. La escuela, los profesores,
las novias, las lecturas, los carnavales, Rocky Marciano, Willie
Mays, Dillinger... todo era tema y motivo de atención. Y fue de
esa manera, en forma un tanto involuntaria o casual, como al-
gunos comenzamos a interesarnos en los problemas del país y

327
DIMAS LIDIO PITTY

en la cuestión del Canal. ¿Recordábamos al tipo ese que en la


última asamblea de estudiantes en el aula máxima había ataca-
do a los gringos? ¡Que bárbaro! A lo mejor lo castigaban por
eso. ¿No habíamos visto cómo ese profesor de inglés que estu-
dió en Chicago tomaba nota de cuanto Floyd decía? Ese profe-
sor había ido a Chicago con una beca del USIS y estaba
agradecido-agradecido-agradecido. ¿No lo decía siempre? ¿Y
una noche no lo habían encontrado bañándose desnudo con un
gringo en la playa de Farfán? Sí, posiblemente castigaran a Floyd
por lo que había dicho. ¡Qué bárbaro! Pero estaba bien, que carajo,
el tipo tenía huevos. Y el mulatico ese de la Bocatown, ¿recordá-
bamos? En una oportunidad le habían impedido, por ser negro,
entrar a una refresquería de Balboa. Él insistió: su padre trabaja-
ba en la Zona, sólo quería un helado, no hacía nada malo y el
policía casi lo golpea. Y la hermana de Cuchillo, ¿quién no lo
sabía?, había estado una semana en el hospital porque unos gringos
borrachos la golpearon y la violaron cuando iba a tomar el bus
por el lado de Pueblo Nuevo. Además, el año anterior todos ha-
bíamos leído Luna verde, esa novela que presenta la discrimina-
ción racial en la Zona. Y “Pergamino”, el profesor de Historia,
nos había explicado las intervenciones norteamericanas. Era odio-
so y triste todo eso, ¿verdad?
Una tarde hablábamos de eso en Playa Chiquita, Paitilla y
alguien recordó el cuadro sinéptico que “Pergamino” había he-
cho en el tablero para ilustrarnos lo que él llamaba esa “historia
de vergüenzas”. El grupo lo escuchó en silencio (tenía fama de
enérgico y en su clase no toleraba desórdenes) pero apenas sí
alguno concedió trascendencia a las iniquidades que contaba.
¡Qué importaba el pasado! De momento interesaba mucho más
saber si Mickey Mantle había bateado jonrón contra los Tigres
de Detroit o si Mañe Icaza montaría a “Don Gabino”, el mejor
tresañero en el clásico Independencia. Además esa noche había
que ir a ver a Audie Murphy en Regreso del Infierno. Era la
historia de su participación en la guerra, en la cual había resul-

328
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

tado ser el soldado estadounidense más condecorado. Había que


ver, cómo no, a ese chaparrito casi imberbe, de aspecto frágil,
abatir con una Thompson enemigos como moscas. ¡Quién iba a
perderse esa película! “Cállate ya, Pergamino”, musitaba cada
quien para sí, “lo que dices pasó hace tiempo, déjanos salir ¿no?,
otro día nos sigues contando”.
No obstante nuestro desinterés o insensibilidad, esa voz re-
cia y pausada debió grabarse en alguna parte de nosotros, por-
que esos mismos hechos, que entonces nos dejaban indiferen-
tes, adquirieron con el tiempo otra dimensión, parejamente
magna y dolorosa, en nuestra conciencia. Sin embargo, esa tar-
de en Paitilla aún tomábamos el asunto poco en serio y “Porky”,
el burlón del grupo, imitó la voz de “Pergamino” y trazó en la
arena un remedo del cuadro del tablero:

SIGLO XIX

1856 —Un año después de haber sido inaugurado el ferro-


carril transístmico, una discusión entre un vendedor
de frutas y un estadounidense por el pago de una taja-
da de sandía (5 centavos de dólar) origina una trifulca.
En ella participan norteamericanos, panameños y lati-
noamericanos que apoyan a los segundos. El saldo es
de 17 muertos y decenas de heridos. Estados Unidos
exige al gobierno (entonces en Bogotá) indemnizacio-
nes exorbitantes. Finalmente, tras de amenazas de Was-
hington y protestas de Bogotá, la Nueva Granada tiene
que pagar 412 mil dólares en oro.

Ninguno recuerda bien las otras intervenciones del siglo XIX.


“Porky” carraspea inseguro y, al fin, sin saber cómo seguir, pre-
gunta: “¿Quién de la clase sabe qué otros incidentes hubo?”
Silencio. “Bueno, tendré esto en cuenta a la hora de tomar la
lección”. Su imitación es tan buena que todos reímos, incluido

329
DIMAS LIDIO PITTY

el propio “Porky” De nuevo serio, prosigue: “Entonces, jóvenes,


en este siglo tenemos...”

SIGLO XX

1918 —Fuerzas estadounidenses ocupan la provincia de


Chiriquí con el pretexto de que durante unas eleccio-
nes se ha alterado el orden público. La ocupación dura
dos años.

Un camaronero dobla Punta Paitilla con cientos de aves si-


guiéndolo. Todos miramos el espectáculo y nos desentendemos
de “Porky”. En la proa de la embarcación, un marinero sin ca-
misa nos grita algo. Por si acaso, riéndonos, le hacemos señas
obscenas con las manos. “Porky” se enfada: “Jóvenes, ¿es más
interesante para ustedes lo que ocurre fuera del salón que lo que
explica el profesor? El que no quiera escuchar, que salga de una
vez”.

1925 —El presidente panameño Chiari pide a Washington


tropas para sofocar un movimiento inquilinario que
propugna la rebaja de los alquileres en las ciudades de
Panamá y Colón. (Fotos de la época muestran solda-
dos con la bayoneta calada —mirada torva, expresión
de hiena— caballos y tiendas de campaña en el par-
que de Santa Ana).

“Copien el cuadro y estúdienlo. No tanto porque su conteni-


do pueda figurar en el examen sino porque todos deben conocer
bien estas cosas”. La voz de “Porky/Pergamino” se pierde junto
con el dibujo, borrado por la marea. “Porky” nos mira severo y
aplaudimos cuando dice: “La clase ha terminado”.
Entonces, en Paitilla, bromeábamos con el recuerdo de “Per-
gamino”. Pero años después, ya sin bromas ni risas, más bien

330
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

con una gratitud confusa, yo pensaba en las enseñanzas de “Per-


gamino” y en su final heroico.
Había muerto a consecuencia de un balazo recibido du-
rante los enfrentamientos entre manifestantes panameños y
el ejército yanqui, en enero del 64. Cuando estaba en el hos-
pital, algunos amigos y exalumnos fuimos a visitarlo y nos
conmovió verlo sereno, en apariencia indiferente al dolor y a
la muerte que pronto lo abatiría. No mostraba enojo por su
herida; más bien tuvimos la impresión de que íntimamente
lo enorgullecía. Ya era un hombre maduro, usaba anteojos y
se había dejado un bigote entrecano, pero su mirada seguía
siendo juvenil y resuelta. Agradeció mucho nuestra visita y
aseguró que pronto regresaría al trabajo. Lo suyo no era nada,
dijo. Lo más importante estaba por venir; había que mante-
nerse firmes y seguir adelante. Lo acontecido era apenas un
incidente en un largo, muy largo proceso. Nos despedimos y
tres días después “Pergamino” había muerto en esa misma
cama donde lo habíamos visto por última vez sus amigos y
exalumnos.
“Pergamino” está muerto y el tiempo ha pasado, pero no he
olvidado su voz pausada y firme, ni la pasión que ponía al ense-
ñar la Historia, como si viviera y sufriera cada acontecimiento.
Y su nombre, Ariosto Prado Soler, es uno de esos que se graban
como cicatrices en la vida de uno. Su nombre apareció en los
periódicos, junto a los de los otros mártires, y al verlo me sentí
conmovido. Él, un humanista educado en Europa, ¡había caído al
lado de estudiantes y albañiles y gente sencilla en defensa de su
país! Entonces comencé a comprender quién había sido “Perga-
mino” en realidad. Y luego, cuando ciento cincuenta mil perso-
nas lo llevaron al cementerio y cuando lo exaltaron en los pane-
gíricos y cuando la multitud dejó las tumbas cubiertas de flores y
de lágrimas, sentí que había desaparecido un hombre admirable,
un maestro y patriota auténtico; y supe —en ese momento me
percaté definitivamente de ello— que “Pergamino” había sido

331
DIMAS LIDIO PITTY

mucho más amigo mío de lo que él supuso y de lo que yo había


podido comprender.

EL IMPERIALISMO NORTEAMERICANO ES EL MÁS FE-


ROZ ENEMIGO DE LOS PUEBLOS DEL MUNDO, AFIR-
MA MAO

TOKIO, 13 de enero (AP).— China lanzó hoy una serie de


declaraciones oficiales calificando a Estados Unidos de “agre-
sor” y asegurando su apoyo a Panamá en la disputa entre ese
país y Estados Unidos por la Zona del Canal.
Mao Tse Tung, presidente del Consejo de Ministros, dijo
que “el pueblo chino está firmemente del lado del pueblo pana-
meño y apoya plenamente su justa acción al oponerse a los agre-
sores norteamericanos y procurar recuperar su soberanía sobre
la Zona del Canal”.
Su declaración, difundida por Radio Pekín, añadió: “Los
planes agresivos del imperialismo norteamericano para domi-
nar al mundo entero siguen una línea continúa desde Truman, a
través de Eisenhower y Kennedy, hasta Johnson ”.
La radio dijo que el presidente Liu Shao Chi y el primer
ministro Chou En-lai cablegrafiaron un mensaje conjunto al
presidente de Panamá, expresándole su “más fuerte indigna-
ción ante las agresivas atrocidades norteamericanas al burlar la
soberanía nacional de Panamá y masacrar al pueblo paname-
ño”.
Un mensaje similar fue enviado por Chu Teh, presidente del
Comité Permanente del Congreso, a Jorge Rubén Rosas, presi-
dente de la Asamblea Nacional Panameña, añadió la declaración.
Mao afirmó que “el imperialismo norteamericano es el más
feroz enemigo del pueblo del mundo” en Asia, Latinoamérica y
África, y que aún amenaza a la Unión Soviética y a los otros paí-
ses socialistas.
Continuó: “Hallando oposición en todas partes, el imperia-

332
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

lismo norteamericano se ha colocado en la posición de enemigo


del pueblo de todo el mundo y se ha aislado cada vez más.
“Las bombas atómicas y de hidrógeno en manos de los
imperialistas norteamericanos, nunca podrán amedrentar a los
pueblos que no están dispuestos a ser esclavos”.

LA CRISIS CANALERA PONE EN PELIGRO


LA SEGURIDAD DEL MUNDO, AFIRMAN
EN EUROPA

MÁS PAÍSES LATINOAMERICANOS


APOYAN LA POSICIÓN DE PANAMÁ

CIUDADANOS NORTEAMERICANOS
SE IDENTIFICAN CON PANAMÁ

MANIFESTACIONES DE SOLIDARIDAD CON


PANAMÁ EN VARIAS CAPITALES DEL ORBE

LA PRENSA SOVIÉTICA DEPLORA


EL TERROR SANGRIENTO

MOSCÚ, 11 de enero.— El sangriento terror ha refor-


zado cien veces más la decisión del pueblo paname-
ño de que se le devuelva la Zona del Canal, dice hoy
el Konsomolskaya Pravda.

ADVERTENCIAS TURBIAS Y
AGORERAS EN NUEVA YORK

NUEVA YORK, 16 de enero.— “El sentido común se


afirma en Panamá”, dice hoy aquí el Herald Tribune, pero
se debe esperar sorpresas aun en el caso de que ambas
partes trabajen con buena fe, porque “los comunistas

333
DIMAS LIDIO PITTY

castristas y otros extremistas tratarán de hacer estallar


nuevas explosiones, con la esperanza de destruir la actual
tendencia hacia un arreglo”.

Ahora, aquí en EL MOROCO, pienso en lo que le conté a


Billy de esos días. Pienso en “Pergamino” y en otras muertes.
En el 64 recibimos solidaridad de todo el mundo; fue algo muy
hermoso: dentro de la impotencia y el dolor, nos confortó. Pero
en realidad, a pesar de lo ocurrido entonces, casi nada ha cam-
biado; todo sigue siendo más o menos lamentable. De toda esa
vergüenza que es nuestra historia, únicamente algunos muertos
aparecen sin mácula. Pareciera que para nosotros la inmolación
y la sangre fuesen la única alternativa. Eso o algo parecido le
dije a Billy. Y ¿qué respondió él? ¿Qué respondió?
¿Y lo que no dije, lo que callé, contenido por una vaga pru-
dencia? Porque en un momento me dije que Billy podía ser
cualquier cosa. Ese descontento suyo bien podía ser una careta.
¿Cuántos ultrarradicales no son agentes de la CIA? Vociferan
en los cafés, gritan más que nadie en los mítines y luego, en
alguna oficina de apariencia inofensiva, acaso dedicada a la venta
de souvenirs o a importar ropa de señoras, dan nombres y pis-
tas, anticipan planes, delatan acciones. Hay muchos así. Algu-
nos fingen ser periodistas y con ese pretexto acuden a las re-
uniones y aviesamente incitan a los estudiantes (todo el mundo
conocerá lo que digas, trabajo para una emisora que tiene inter-
cambio noticioso con la agencia tal, habla sin miedo hombre,
¿qué piensan hacer ustedes cuando venga míster Koll el secre-
tario de Estado, apedrearán la embajada?, habla hombre, habla para
que el pueblo sepa qué piensan hacer ustedes y pueda apoyarlos),
graban las declaraciones y después las venden nadie sabe dónde.
Uno no está seguro de quién es quién. Es una cloaca esto, llena
de ratas y de sapos.
Por eso no le hablé a Billy del modo en que había comenza-
do a ver la patria, como una herida o un dolor, y a sus paisanos

334
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

como perfectos hijos de puta. Él parecía un buen chico, sí, —y


tal vez lo fuera— pero para qué decirle que cuando yo tenía
quince años Ángelo Moreno me había prestado algunos libros y
me había explicado ciertos aspectos del mundo; que a los dieci-
séis era dirigente estudiantil y participaba en manifestaciones
patrióticas; que a los dieciocho soñaba con organizar un movi-
miento armado en compañía de otros soñadores hastiados de
ver a nuestro pueblo sojuzgado y en la miseria; que a los veinte
ya había estado cinco veces preso por un total de siete meses;
que una noche había visto morir destrozado a un amigo, mien-
tras preparaba un petardo en el garaje de su casa —tenía dieci-
nueve años, idolatraba a Sandino y su gran ilusión particular era
ser oficial de un buque ballenero—. Todo eso había sido mi
vida, pero algunas cosas no son para andarlas contando; menos
si uno no está bien seguro de quién es el oyente.
Y ¿qué es mi vida ahora, después de todo? La mezquina, ínfi-
ma satisfacción de tener un trabajo, de escribir esporádicamente
algunos versos y de contar con una mujer de vez en cuando. Un
blando conformismo unido a una blanda insatisfacción. Porque
estoy solo, aislado, y es tonto pensar que en el aislamiento nadie
pueda ser revolucionario; si acaso será un rebelde, un disconfor-
me atrincherado en ideas digeridas con entusiasmo en el pasado,
en biografías heroicas y en citas de Lenin. Estoy solo y sufro esa
apatía o desencanto de los ilusos que en la adolescencia imagi-
nan la revolución como algo puro, distinto o separado de la vida,
del trabajo diario, del dolor de muelas, de las medicinas para la
madre enferma, de la leche para el bebé; me embarga ese pesi-
mismo que surge cuando se descubre que la revolución no es
susceptible de ser realizada por el deseo de un soñador, sino que
es un paciente y laborioso esfuerzo colectivo, un proceso, en fin,
resultante de la adición de pequeñas acciones, no la hazaña de un
exaltado ni el delirio de un joven con un libro húmedo de impa-
ciencia bajo el brazo. Quizá lo mío sea falta de consistencia o
debilidad pequeñoburguesa; pueden ser muchas cosas. Uno nun-

335
DIMAS LIDIO PITTY

ca sabe a ciencia cierta por qué es lo que es y no lo que quiso


llegar a ser. Es una vaina el egoísmo. Son lindas las palabras, pero
si falta la voluntad todo se va al carajo. De todos modos, uno
guarda apariencias; aunque sea para los demás, conserva un míni-
mo decoro, rehusa aceptar su desilusión o su vergüenza. En ver-
dad, no soy lo que se podría llamar un auténtico revolucionario;
soy demasiado dubitativo, débil o egoísta para serlo, pero sí ten-
go, he adquirido, por lo menos, conciencia de algunas cosas. Por
otro lado, sé que hay verdaderos, genuinos revolucionarios en
este país; gente que brega sin desmayo para salir adelante, y que
saldrá adelante aunque algunos como yo quedemos rezagados.
¡Ah, las dudas, las pendejadas! Callé muchas cosas, es cierto, pero
de todos modos le conté a Billy lo suficiente —sin precisar de-
talles, claro— para que no fuera a llevarse la impresión de que
aquí todos tenemos mentalidad de cipayos o de putas.
—Dame otro, Charlie —pido en voz alta.
Charlie sirve a un cliente una copa de anís y viene a recoger
mi vaso vacío.
—Por lo que veo, quieres cogerla de nuevo —dice.
—No, no lo creas. Mañana tengo que trabajar. Es que me ha-
cen falta unos tragos. Tú mismo me has dicho que cuando uno
está jodido no hay nada mejor que un trago, ¿no? Ahora ando así,
apachurrado. Fíjate que no he podido dejar de pensar en el grin-
go. Opino que era buena gente, ¿sabes?
—¿Cómo así?
—Bueno, tú bien sabes cómo son los gringos. Este era distin-
to. No parecía gringo.
Seca la barra y pone el trago frente a mí.
—Ah, ya —asiente—. Sí, a veces pasa que uno tiene la suerte
de encontrarse con uno así.
Un cliente pide una cerveza. Charlie abre la nevera con hie-
lo donde las guarda y saca una del fondo. Agito el trago, lo prue-
bo y recorro con la vista la concurrencia. El local no está lleno,
mas como algunos hablan en voz alta parece que hubiera mucha

336
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

más gente de la que hay. La noche anterior, en cambio, hacia la


una de la madrugada no había un solo puesto desocupado. Pero,
claro, era sábado. Ese día mucha gente sale a tomar con los ami-
gos. El domingo no hay que trabajar y todo el mundo puede
levantarse tarde.
Es el caso, por ejemplo, de los compañeros del ministerio.
Rara vez entran a una cantina durante la semana, pero el sábado
algunos comienzan a beber temprano y no llegan a su casa sino
el domingo en la tarde. Lo suyo es una compensación a la rutina
y las fatigas de la semana. En la cantina —con los amigos, la
música y las mujeres— olvidan el sueldo mísero, el horario in-
flexible, las montañas de papeles que, lentamente, como una
niebla maléfica, agobian a los empleados y les absorben la sa-
lud y los años. Por unas horas son libres, personas, no piezas de
un engranaje sujeto a oficios y numeraciones y órdenes y mira-
das odiosas del jefe. Pueden olvidar que deben marcar su tarjeta
de asistencia, que deben comer de prisa y luego subir a un auto-
bús atestado y caluroso, en el cual hombres y mujeres sudan,
tosen, empujan y maldicen para poder llegar a tiempo, pues
descuentan medio día de salario por cada tres tardanzas. Duran-
te unas horas pueden reír, quitarse la corbata y externar opinio-
nes sobre boxeo, béisbol, mujeres, cine, lotería, caballos, políti-
ca, etc., sin el temor de que el jefe les interrumpa la plática para
preguntar con su odioso retintín: “Fulano, ¿ya tiene listo el infor-
me sobre los ingresos del municipio de Dolega que le pedí ante-
ayer?” Es un tiempo fuera del tiempo. Otra vida. No existe la
oficina, esa jaula llena de escritorios, archivos y calculadoras, en
la cual jamás entra el sol; donde los rostros adquieren un color
enfermizo por la luz fluorescente; donde las hileras de números
son infinitas; donde nadie puede distraerse un momento porque
un guarismo mal escrito trastorna el balance final y entonces hay
que revisar nuevamente desde el principio todo ese cúmulo de
hojas y hojas y columnas y columnas de cifras; donde no es posi-
ble pensar en la playa ni en un río ni en un paseo por el campo,

337
DIMAS LIDIO PITTY

porque se sabe —es lo más triste— que el sueldo no alcanza sino


para pagar la casa, la comida y comprarse una camisa. En cierto
modo, la cantina es la aventura, la otra cara de la vida, un sitio en
el cual es posible sentirse hombre humano por un rato. Hoy do-
mingo, en cambio, sólo turistas, prostitutas, chulos y artistas de
la farándula permanecen en los bares hasta la madrugada; o si no,
periodistas, noctámbulos adinerados y gente que puede levantar-
se tarde.
Bebo un trago y respondo “no” cuando Charlie pregunta si
quiero maní salado.
—¿Prefieres salchichitas picantes?
—No, ahora no tengo ganas de comer nada, Charlie. Tal vez
más tarde.
Uno de los ayudantes pide una botella de Johnnie Walker
para una de las mesas. Mientras Charlie pone vasos, hielo y
sodas en una bandeja, veo que el ocupante del sitio donde estu-
ve anoche se levanta y camina hacia el jukebox. Y nuevamente
no es domingo sino sábado y quien va hacia la caja de música no
es un desconocido sino yo; Billy, en tanto, queda en la mesa,
prendido a sus recuerdos y a su mirada de hastío. Entonces, de
pronto pienso en las curiosidades de la vida: mientras echaba
monedas en el jukebox no imaginaba que hoy estaría recordan-
do ese momento y a Billy —no muerto: amoratado por el agua,
mordido por los peces, pálido en la claridad del amanecer—
rodeado por la atmósfera turbia y las voces ebrias del MOROCO.

338
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

M
IENTRAS CAMINO A LO LARGO DEL MALE-
CÓN, expuesta la cabeza al sol, la camisa abierta para
que me refresque la brisa, dejo que la mente discurra
de la marea creciente a las palmeras y los altos edificios del
centro; del olor del mar a los recuerdos; de la memoria a la luz
hiriente del mediodía. En las piernas, en cada paso que doy,
siento la energía acumulada, un casi salvaje deseo de correr
hasta extenuarme, hasta que esas mismas piernas, ahora elásticas
y fibrosas, apenas puedan arrastrarse como miembros lisiados.
Es un ímpetu loco de perderme en la luminosidad ardiente de la
hora. Sin embargo, reprimo el impulso y continúo caminando pau-
sadamente.
Todavía las olas de la marea creciente no rompen contra el
muro, aunque van aproximándose inexorablemente, incluso la
espuma de las mayores lame ya la base del malecón. Los barcos
pesqueros fondeados en la bahía cabecean perezosamente y en
algunos asoman hombres oscuros, requemados por el sol del
golfo y curtidos por las noches de tormenta. Hacia la izquierda,
en dirección a Paitilla, dos lanchas de paseo navegan mar afue-
ra. Sus estelas dividen las aguas azules y en los timones pueden
verse figuritas rígidas, empotradas a las embarcaciones por la
velocidad y el vértigo del mar.
Junto al muelle fiscal, varios botes de madera, deslustrados
por el salitre, afligidos por la intemperie, ondulan con pelícanos
y gallinazos parados en las bordas. Algunos tienen nombres pinta-

339
DIMAS LIDIO PITTY

dos en la proa, otros un número, y varios simplemente muestran


la madera anónima. En esos botes, lo he visto algunas veces, hom-
bres de El Marañón —ese barrio de viejas casas de madera habi-
tadas por familias humildes y prolíficas— regresan de la noche
con camarones y pescados, fatigados por los remos y las redes,
con la mirada serena y profunda de los hombres del mar. Y en la
marea alta, acodada la clientela vociferante en el borde del male-
cón, ofrecen las sierras, las corvinas y los pargos con voz ronca.
Las mujeres, con chiquillos desnudos agarrados a las faldas, re-
gatean a gritos los precios, sus voces agudas clavándose y hun-
diéndose en las aguas verdosas, con basuras y detritus de los des-
agües flotando junto a los botes. En el aire destellan las escamas
de los pescados mientras, simultáneamente, restallan las voces y
las olas. Luego cesa la algarabía y las mujeres y los pescadores
cruzan la avenida Balboa y caminan hacia las viejas casas de ma-
dera, aquéllas con la compra en una mano y el hijo en la otra,
éstos con sus aparejos y el pescado para la familia; y el conjunto
se pierde en los callejones y zaguanes, desaparece en esa colme-
na de paredes antiguas, eternamente sumida en olor del mar y en
la periódica pestilencia de los desagües.
Pero ahora, en el calor del mediodía, sólo gallinazos y pelí-
canos ocupan los botes y en el malecón no hay nadie. Respiran-
do a pleno pulmón el aire marino, me detengo a observar las
aves. Algunas dormitan con las alas extendidas, otras simple-
mente parecen reponerse de interminables horas de vuelo al
acecho de sardinas (los pelícanos) o de carroña (los gallinazos).
Ahora las olas llegan hasta la base del muro y es entretenido ver
sus lomos redondos, lustrosos por la luz, aproximarse como
delfines al concreto carcomido y a los hierros oxidados. Su
recurrencia incesante habla de eternidad, de vida secreta, de
idilios y naufragios en horas aciagas o felices.
Junto al malecón el agua es turbia, pero, más allí tiene refle-
jos verdosos y, más lejos, azules y celestes. En los pilares del
muelle —recubiertos de salitre y pequeños crustáceos— oscure-

340
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

cidos por los años sometidos a la acción del agua, el mar refleja
el mediodía. Los reflejos de luz suben y bajan según ascienda o
descienda el nivel del agua. Y en el extremo del muelle está
amarrado el Tucutí, barco de pasajeros y carga que hace un
viaje semanal a Darién, deteniéndose en cada poblado para de-
jar o recoger gente, petróleo, madera, plátanos, azúcar, medici-
nas, cartas, etc., y el cual algunas veces llega hasta los caseríos
costeros de Colombia. Ahora el Tucutí yace escorado a estri-
bor, hundido en el fondo lodoso, indiferente a las pequeñas olas
que lamen sus costados. Semeja un barco desahuciado o aban-
donado por la tripulación ante un inminente naufragio; sin em-
bargo, antes de media hora, cuando la marea haya subido lo
suficiente, habrá recobrado su verticalidad y se podrá verlo ca-
becear y distender las amarras al vaivén de las olas.
Un marinero sale a cubierta sin camisa, descalzo y con un
cigarrillo en la boca. Lo observo durante un momento y luego,
sin razón, quizá sólo para compartir con alguien el bienestar que
siento, para sentir que alguien más que las aves, el mar y yo esta-
mos vivos, le grito:
—¡Hey! ¿Cuándo salen?
—¿Qué? —su voz salitrosa suena ronca en el viento.
—¿Que cuándo se van?
Nuestros gritos resbalan sobre el agua iluminada.
—Esta tarde —responde—. Cuando suba la marea.
Agarrado a un cable, sigue fumando en la cubierta inclinada
y no digo más nada, pero permanezco otro rato allí, hasta que el
Tucutí comienza a ser movido por las olas.
Luego camino hacia el terraplén donde descargan los camio-
nes que vienen del interior. Ese sitio nunca está solo; hasta en
días feriados es visible en él algún carretillero o negociante de
frutas y legumbres. Allí, el olor de los repollos y las naranjas se
mezcla con el del mar y con el sudor de los hombres. Ahora, en
el calor húmedo, un grupo —viejos la mayoría— conversan en
el malecón y de vez en cuando alguno escupe al agua donde hay

341
DIMAS LIDIO PITTY

varios botes, en uno de los cuales un viejo come en un plato de


aluminio. Me detengo a unos cuantos metros de ellos y dirijo la
vista al mar. A mi derecha, los de tierra conversan con el viejo del
bote.
—A las cinco sale el Chucunaque. Quiero las lechugas an-
tes de esa hora, Lorenzo —dice el viejo con la boca llena.
Lorenzo asiente con la cabeza y explica:
—Apenas llegue Fabriciano te las doy. Ya debía estar aquí.
Quién sabe qué le ha pasado.
El viejo pone a un lado el plato y toma con la mano un trozo
de pescado frito. Termina de comerse el pescado, escupe una
espina, bebe varios tragos de agua de una vasija metálica y lue-
go enjuaga el plato en el mar. Desde donde estoy puedo ver
cómo las sardinas se disputan los granos de arroz entre dos aguas.
El viejo se recuesta en la popa y enciende la pipa. Sus pies
callosos y tostados, grisáceos de sol y sal, oscilan como peces
muertos con el movimiento del bote, mientras el humo de su
pipa se desvanece en espirales lentas.
Más allá, al final de la calle, está el mercado, un edificio
maloliente y antiguo, donde es posible adquirir desde los más
exquisitos mariscos hasta la más esotérica hierba usada por los
curanderos; y donde también es posible ver a la esposa de un
millonario (su exclusivo vestido de París impregnado de olor a
langosta, una escama añadida a su peinado griego) discutiendo
el precio de los camarones con un vendedor semidesnudo, mien-
tras detrás de ella la criada sujeta la bolsa de las compras y
observa disimuladamente a un carnicero, de rostro moreno y tó-
rax atlético, que poco antes le ha hecho un guiño malicioso.
En la acera, antes del mercado, están los puestos de compra
y venta, ahora cerrados por ser domingo. En ellos, ancianos
desaliñados y achacosos venden multitud de objetos usados,
tabaco en hojas, baratijas y, en época de Navidad, juguetes bara-
tos. Precisamente en uno de ésos conocí a Plinio. (Plinio: des-
aparecido, acaso muerto un día del cual no tengo memoria, pues

342
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

dejé de verlo durante meses y cuando volví a buscarlo no estaba;


en su lugar, un jamaicano alcohólico me ofreció botas militares
y un cuchillo de paracaidista y al preguntarle por Plinio respon-
dió: “No sé de quién me hablas, muchacho. No sé. Este puesto se
lo compré hace un mes a un chino medio loco”). Yo vivía con mis
tíos en San Felipe, cerca de la catedral, en una casa de esa calle
cuyo comienzo es visible desde aquí. Entonces acostumbraba venir
al mercado por las tardes a ver la descarga de los camiones —
algunos venían de Chiriquí y percibía en las frutas y legumbres,
en los sacos de arroz o maíz, el distante olor de mi pueblo—; a
ver los barcos y las grúas que sacaban madera de las bodegas; los
botes que evolucionaban junto a la rampa; los chinos que discu-
tían con los campesinos el precio de un hacha o de un rollo de
alambre de púas; los marineros que comían arroz, pescado, len-
tejas y plátanos por veinticinco centavos en las fondas cercanas y
luego entraban en las cantinas hablando a gritos de mujeres y bo-
rrascas; las prostitutas que deambulaban por allí, sus cuerpos
marchitos, cubiertos con telas llamativas, y que desde los zagua-
nes llamaban a los transeúntes y en la penumbra acariciaban há-
bilmente a los hombres con las manos y los ojos, para luego irse
con ellos a las posadas del rumbo por un dólar y al rato volver a
los zaguanes a esperar nuevos transeúntes. A veces pasaba horas
en la azotea del mercado de aves, embriagado con el tráfago ma-
rinero, adormecido en el olor a brea y a petróleo de las embar-
caciones, inundado por la luz celeste de la tarde, viendo las velas
de las balandras desplegadas en el viento suave de la bahía y las
gaviotas que sobrevolaban el muelle, el mercado y los mástiles.
Luego, la tarde muriente doraba las edificaciones del barrio anti-
guo, y los balcones de fierro forjado y el cal y canto de las pare-
des evocaban el pasado esplendor del San Felipe colonial: los
viejos crepúsculos de golondrinas y paseantes, el sosiego del
ángelus y las primeras estrellas en la sombra naciente de las ca-
lles y las aguas. Una de esas tardes Plinio me ofreció su mercan-
cía. Su cuerpo pequeño y delgado, su canosa cabeza cubierta por

343
DIMAS LIDIO PITTY

una gorra de soldado, sus viejos y deslustrados zapatos, su ropa


remendada y manchada de polvo y sudor, su mirada serena... todo
él era una imploración en esa tarde luminosa de febrero. No le
compré nada. Mi asignación diaria era de diez centavos; ¿qué
podía comprarse con eso? Sin embargo, conversamos un rato y
nos hicimos amigos. En ocasiones, incluso le ayudaba a ofrecer
su mercancía usada a los campesinos y a la gente que pasaba.
Cuando le iba bien me invitaba a una cocacola o a un raspado y,
si estaba de buen ánimo, me contaba sus andanzas: primero
como vaporino en un barco que costeaba el Pacífico hasta Cos-
ta Rica, después en un mercante holandés que lo llevó a Singapur
y a otros puertos fabulosos. Con una mujer de Sumatra había
tenido un hijo, según supo años después, pero una dolencia lo
había alejado del mar, lo había esterilizado y le había impedido
regresar junto a esa mujer cuyo rostro no recordaba y cuyo hijo
se le antojaba inexistente—. Después había trabajado como peón
en los muelles del Canal, había sido ayudante de mecánico y
pintor de brocha gorda en Panamá. Finalmente, lo que es la
vida, muchacho, a veces lo lleva uno a donde nunca ha pensado
ir, había acabado probando suerte en el comercio. Y allí seguía,
en ese puesto de compra y venta que muchos días apenas le
daba para comer un plato de arroz con lentejas y pescado. Sin
embargo, no se lamentaba: era libre de hacer lo que se le anto-
jara y estaba cerca del mar, al cual no podía volver pero del cual
no podía separarse. En ocasiones, muy raras, añoraba el lugar
donde había nacido junto a un río, cerca de una montaña. De su
familia no quedaba nadie allí, salvo algunos primos que tal vez
ya no lo recordaban; no obstante, algunas veces —sobre todo
ciertas noches en que, aunque abriera la ventana de su pequeño
cuarto, el calor no lo dejaba dormir, mataba las horas repasando
las vueltas de su vida— sentía deseos de regresar a esa tierra
junto al río. Sabía que estaba demasiado viejo y habituado a la
vida urbana para establecerse allí de nuevo, mas en esos momen-
tos sentía muy honda la necesidad de mirar, aunque fuese una

344
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

sola vez, el sitio donde había nacido, ese valle cuya imagen había
en cierto modo extraviado en las rutas del mar.
Ahora, mientras el viejo fuma reclinado en la popa del bote
y los otros conversan en el malecón, me pregunto qué habrá
sido de Plinio y si la muerte —si es que ha muerto— le permitió
ver nuevamente su tierra junto al río.
La marea ha alcanzado a cubrir por completo la base del
muro. El viejo sacude en la borda del bote las cenizas de la pipa
y la guarda en un bolsillo. En las axilas y en el pecho siento
cómo me baja el sudor. De vez en cuando ráfagas de viento
marino refrescan el terraplén calcinado. El viejo escupe y su
saliva forma pétalos en el agua. Empuña los remos y dice:
—Voy a echar un sueñecito a la sombra. No te olvides de las
lechugas, Lorenzo.
Luego rema pausadamente hacia el muelle. Los golpes de
remo forman remolinos en el agua y algunas basuras desapare-
cen en éstos y luego reaparecen más allá, agitándose como pe-
ces en la superficie iluminada. El viejo conduce el bote por
entre los pilotes del muelle, lo detiene donde la sombra es más
densa y se acuesta en el fondo.
En el malecón, uno de los hombres dice:
—¿Por qué no nos tomamos una cerveza mientras llega Fa-
briciano?
—Sí, estaría bien para el calor —aceptó otro—. Vayamos al
Terraplén.
Cruzan la calle y entran a la cantina. El malecón queda soli-
tario. Un perro dormita debajo de una carretilla. A lo lejos el
mar es intensamente azul y en el horizonte, más allá de las islas,
un gran barco se aleja con su penacho oscuro extendiéndose en
el día.
Como si los años no hubieran pasado, camino despacio ha-
cia el mercado, atravieso sus naves desiertas y frescas —los
puestos vacíos de mercaderías aparecen pulidos en la claridad
difusa y el piso ha sido barrido con mangueras— y salgo a la

345
DIMAS LIDIO PITTY

rampa de la capitanía del puerto. Junto a ella hay más botes y otro
barco amarrado al muellecito. En las inmediaciones, hombres y
mujeres con maletas y bultos esperan la orden de abordar la nave.
La mayoría suda copiosamente aunque el viento del mar evapora
el sudor.
En ese mismo muelle, una de tantas tardes vi cómo dos po-
licías desembarcaban a empujones a un negro colombiano acu-
sado de hechicero. ¿Salió en los periódicos? Tal vez sí. Había
llegado a Yaviza como llegan muchos en busca de trabajo. Ni
las autoridades ni los vecinos le prestaron mayor atención y
durante meses pasó inadvertido. Luego, un día una mujer falleció
a causa de un aborto provocado y la consiguiente investigación
reveló que el colombiano le había proporcionado la pócima fatal.
Se descubrió, además, que ese no había sido el único aborto pro-
vocado por él; y en todos los casos, era lo más curioso, él mismo
había causado los embarazos. A base de oraciones y bebedizos
seducía a las mujeres; aunque éstas alegaban que no, que había
sido su mirada magnética y profunda, como de serpiente, sí como
de serpiente, la que les había anulado la voluntad y trabado la len-
gua, la que les había insuflado fuego en la carne y hecho sucum-
bir una y otra vez a los requerimientos del negro. Luego él las
inducía al aborto para que esos niños no sufrieran ni aumentaran
la miseria del mundo. Era bueno y cariñoso, no le deseaba mal a
nadie y su mirada poderosa producía escalofríos y desvane-
cimientos; sí, escalofríos provocaba cuando la miraba a una como
desde las mismas honduras de la noche. Esa tarde, sin embargo,
mientras era empujado del barco al muelle y de éste al autopatru-
lla, su mirada no era enigmática y profunda ni de serpiente, sino
la de un hombre vencido y acosado.
La marea ha subido lo suficiente para que el barco pueda zar-
par y un individuo con trazas de empleado naviero —pantalón
oscuro, camisa blanca, corbata del mismo color del pantalón y
gafas negras— indica a los pasajeros que aborden el buque. Una
mujer levanta nerviosamente del suelo una bolsa de papel y ésta

346
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

se desfonda y el contenido se esparce por el pavimento; su acom-


pañante, un hombre fornido, de manos enormes y mirada huidiza,
la increpa y en voz baja maldice mientras la ayuda a recoger pa-
quetes de café, confites, jabones, y trozos de bacalao. En tanto, la
voz del empleado apremia monótonamente desde la rampa: “Apú-
rense señores que nos vamos con la marea”.
Desde la azotea del mercado de aves se domina gran parte de
la bahía. Como antes, he vuelto a este sitio para ver zarpar el bar-
co. El sol cae a plomo y el calor del día se suma al del pavimento.
El aire es un cristal hasta donde alcanza la vista, hasta donde el
agua levanta espumarajos al chocar con los arrecifes de Punta
Paitilla, hasta donde, muchas millas más allí, los cerros azulosos
cierran el horizonte.
A bordo del buque se oyen estridentes voces de maniobra y
luego el rr r rr asmático de las máquinas, que paulatinamente se
regulariza hasta convertirse en un rrrrr uniforme que revuelve y
agita las aguas en olas simétricas. Sueltan las amarras y la nave se
aleja lentamente del muelle, da vuelta y enfila la entrada de la
bahía. En cubierta trajinan marineros con el torso desnudo y en la
banda de estribor una mujer agita la mano. Sobre el barco, sobre
los techos y el agua, las gaviotas atraviesan la luz radiante.

347
DIMAS LIDIO PITTY

348
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

VIENTO DEL MAR


últimas estrellas
olores del matadero próximo
Casuchas de tablas de cartón y láminas oxidadas esperan el
amanecer entre los pajonales
Cuando la luz venga sobre el mar verá hombres de mirada hun-
dida partir hacia la ciudad en busca de trabajo o simple-
mente de algo para comer hoy
verá perros famélicos echados junto a las puertas espantando
moscas con la cola
niños de piernas flacas y vientres abultados por las lombrices
que juegan y gritan en las calles sin pavimento
mujeres embarazadas de paso mortecino que lavan ropas re-
mendadas en baldes de zinc o conversan y esperan el regre-
so del marido con algo para cocinar
Una mujer con venas varicosas llama a una chica de diez años
—Anda a buscar un poco de agua hija
La niña toma un cubo y camina hacia la llave pública donde una
larga cola de chicos de ambos sexos y de mujeres espera
turno para llenar vasijas
la chiquilla deja el cubo lleno sobre una mesa de tablas sin
pulir y su cuerpo delgado y pálido por el esfuerzo se re-
cuesta en la puerta mientras la mujer con sus venas hincha-
das doliéndole le dice que cuidado no cuida al hermanito
que qué hace ahí como abismada y no va a ver si algo le ha
pasado

349
DIMAS LIDIO PITTY

VIENTO DEL MAR

Doscientas casuchas entre los pajonales


calles de lodo en invierno de polvo en verano
camas de tablas sin colchón
sueños de niños y de adultos revueltos en una sola
habitación calurosa
chinches
cucarachas
ratas que entran y salen de las casas mientras todos
duermen
Bajo un almendro un perro toma el sol boca arriba
como muerto
a su lado
en una silla de tres patas recostada al tronco del árbol
una vieja tose y mira el mar más allá de los arrecifes
sus ojos opacos guardan la visión de una tierra sin
mar y borrosas escenas, de su niñez en los montes
un hijo tres nietos y una nuera enferma es cuanto tiene aquí
y allá
allá imágenes de angustia
el recuerdo de su esposo Casimiro muerto por una
víbora ese invierno anterior al verano en que Ruperto
dijo
—Nos vamos a la capital mamá
estas tierras no dan nada y allá puedo conseguir trabajo
dicen que en el Canal corre la plata
nos vamos mamá
Ahora, el mar es un espejo celeste enmarcado por rocas negras
y la brisa mueve las hojas del almendro. el perro se levanta
olfatea los pies descalzos de la anciana y agita la cola mien-
tras un boeing atruena el cielo hacia el aeropuerto

VIENTO DEL MAR

350
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

La policía busca al Tuerto


al Tuerto
La voz va de casa en casa
y los uniformes preguntan con mirada dura
—¿Nadie ha visto al Tuerto?
Sabemos que está aquí
le vieron huir hacia acá
—¿Qué hizo señor? pregunta, una mujer desgreñada con un niño
en brazos ¿Algo malo señor?
—Estaba fumando marihuana y le robó la cartera a una turista
¿Dónde vive?
—Nadie sabe señor por aquí sólo viene de vez en cuando
La mujer con el niño desaparece dentro de una casa y enciende
una vela a medio consumir frente a una estampa de San
Antonio
El auto de la policía vuelve frustrado a la carretera
La brisa del atardecer riza los pajonales
En la bahía un yate blanco surca las aguas verdes.

351
DIMAS LIDIO PITTY

352
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

¿E N QUÉ INSTANTE DE LA TARDE O DE LA NO-


CHE Billy contó lo de su herida? Mientras Charlie
deja frente a mí otro gin pienso en ese momento, ya
entonces lejano para Billy, próximo sólo en su memoria y en
sus palabras, que salían de su boca maculadas por el sufrimien-
to y la sangre. Recuerdo que mientras hablaba golpeaba el ciga-
rrillo en el cenicero y yo convertía en imágenes su relato, como
en el cine. El era ese narrador invisible, buscado en vano por
los niños en la pantalla, y mi mente la cámara que ilustraba la
narración: él trazaba el marco de los acontecimientos; yo ponía
el color, la lluvia, el horizonte, los animales, los hombres avan-
zando entre la maleza fangosa, contraídos los rostros por la ten-
sión y el esfuerzo.

BILLY: Los helicópteros nos dejaron en el borde de


un arrozal, como a media milla del lugar don-
de el día anterior había sido emboscada una
patrulla.

CÁMARA: La lluvia difumina el perfil de las montañas.


Más allá del arrozal, al otro lado del monte,
hay un río; por él huyeron los guerrilleros tras
de haberle hecho nueve bajas a la patrulla. En
medio de la lluvia, los helicópteros recogie-
ron a los heridos y a los muertos. Los sobre-

353
DIMAS LIDIO PITTY

vivientes subían a los aparatos con el miedo


coagulado en sus pupilas azules. Ahora los
hombres avanzan desplegados en tanto los
helicópteros se remontan en dirección al río.
En sus frentes asoman las ametralladoras, ca-
libre. 50.

BILLY: Caminábamos con las armas listas, atentos a


posibles trampas disimuladas en la maleza o
a cualquier movimiento sospechoso. Porque
sabíamos que ellos estaban ahí y que podían
aparecer en cualquier momento. Ya habíamos
aprendido que cada árbol, cada arbusto po-
día ser un tirador camuflado. Con muchas
precauciones dejamos el arrozal y comenza-
mos a adentrarnos en la maleza.

CÁMARA: La vegetación no es muy tupida. Los hom-


bres avanzan en silencio, fijándose en dónde
pisan. (PLANO FIJO: Un soldado grita mien-
tras es atravesado por los bambúes afilados
de una trampa que él mismo ha accionado al
pisar un tronco podrido). La llovizna entor-
pece la visión: a más de veinte metros es impo-
sible ver claro. Las hojas mojadas se pegan a
los cuerpos. Los hombres sienten los pies li-
geramente entumecidos por el agua. Lejos se
oye el sonido de los helicópteros y, hacia el
este, estampidos de artillería.

BILLY: Más o menos, en dos horas recorrimos la me-


dia milla que nos separaba del río. Continua-
ba lloviznando y el caudal bajaba turbio. No
se podía ver el fondo del cauce aunque era

354
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

poco profundo. Descansamos quince minutos,


y luego el capitán ordenó reanudar la marcha
por la ribera, en sentido contrario al de la co-
rriente.

CÁMARA: Las aguas corren mansamente bajo el cielo


gris. No hay signos de vida humana en las
márgenes enmarañadas. Ya no se escucha el
ruido de los helicópteros. La lluvia cae lenta,
monótonamente.

BILLY: (Aplastó el cigarrillo en el cenicero y bebió


un trago). Seguimos caminando hasta bien
entrada la tarde sin encontrar a nadie; ni si-
quiera vimos indicios de que alguien hubie-
ra pasado por allí. El desaliento, el cansan-
cio, no sé, nos carcomía los huesos. Luego
remontamos una ladera cubierta de hierba y
arbustos espinosos y frente a nosotros apa-
recieron tres chozas en medio de un desmon-
te. El capitán las observó con los binocula-
res y dijo que parecía no haber nadie en ellas.
Sin embargo, ordenó destruirlas porque se-
guramente servían de refugio a los guerrille-
ros. Nos desplazamos dando un rodeo y poco
después, desde unos treinta metros, abrimos
fuego y lanzamos una granada contra cada
choza. Efectivamente, nadie vivía en ellas. En-
tre los escombros no había huellas de habi-
tación. Sus ocupantes debían haberlas aban-
donado mucho antes. Allí hicimos alto y co-
mimos. Luego el capitán pidió por radio que
los helicópteros vinieran a recogernos.

355
DIMAS LIDIO PITTY

CÁMARA: Cinco y media de la tarde. Fatigados, los hom-


bres fuman y conversan en grupos. Ya no llo-
vizna pero el cielo sigue nublado. Una luz le-
chosa desdibuja los contornos. A lo lejos, el
azul-gris de las montañas anuncia la noche. Los
hombres se ven tranquilos. Antes de media
hora habrán venido los helicópteros para lle-
varlos a la base. En dirección al río, casi ro-
zando las copas de los árboles, vuela una gar-
za.

BILLY: Yo estaba cerca de Bloody Maloney, un tipo


de California, de Fresno, creo, que a los die-
cinueve años ya había recorrido todos los
Estados Unidos en auto stop. Era huérfano
(sus padres habían muerto en un incendió, y
había vivido hasta los quince años en un
orfelinato de San Francisco. Allí, en los ba-
rrios duros, había comenzado su vida pro-
piamente dicha y allí también había incuba-
do un profundo odio hacia los chinos, por-
que uno de éstos lo descubrió cuando inten-
taba robar en un restaurante y lo denunció a
la policía. A lo mejor por eso, decía, vine
como voluntario a esta guerra de mierda.
Quisiera acabar con todos esos monos ama-
rillos y sus semejantes. Que no quedara uno.
(Encendió un cigarrillo y con un gesto le pi-
dió a Charlie otra ronda)
La verdad era que Bloody Maloney tenía
fama de temerario y despiadado. Cuando lo
conocí ya tenía dos condecoraciones y un
ascenso a cabo, postergado porque durante
una incursión había disparado, sin orden pre-

356
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

via, contra un grupo de viejos y de niños que


intentaba ocultarse en el monte. También ha-
bía estado a punto de afrontar un consejo de
guerra por haber volado unas edificaciones que
había tomado por refugios de guerrilleros,
cuando en realidad eran una especie de hospi-
tal rústico. Sin embargo, a pesar de todo eso,
dada su disposición para el combate, los ofi-
ciales lo apreciaban y su nombre era popular
entre los soldados. Incluso cuando alguien
deseaba estimular a un recluta, le decía pal-
meándole la espalda: Vamos, chico, ten el áni-
mo de Maloney. Piensa que esos que anclan
por ahí son ratas y todo te será más fácil.

(Panorámica)

CÁMARA: Base norteamericana. Cerros a lo lejos. Una


alambrada de tres metros de altura y su-
ceptible de ser electrificada marca el períme-
tro militar. Un campo de minas y de alarmas
cubre una franja de quince metros a cada lado
de la cerca. —Las minas están enterradas y
las alarmas son invisibles, pero al espectador
debe hacérsele saber que están ahí—. Solda-
dos solos o en pequeños grupos van de un
edificio a otro. Los barracones de la tropa
forman una inmensa L en el sector este de la
base. Otros edificios, incluidos cine, club —
en éste hay una sección exclusiva para ofi-
ciales— intendencia, lavandería, etc., com-
pletan la imagen. Camuflados en depresio-
nes artificiales del terreno hay cañones pe-
sados. Helicópteros, camiones de transpor-

357
DIMAS LIDIO PITTY

te, motocicletas, blindados, jeeps y otros ve-


hículos aparecen en distintos puntos. Junto
al puesto de mando, frente al edificio acha-
parrado y hosco, ondea la bandera estadouni-
dense.

(Plano general interior)

Dormitorio de soldados. Maloney está acos-


tado en su cama. Fuma. En la cama contigua
a su derecha, dos soldados jóvenes conver-
san sentados. Uno ríe, roja su cara imberbe,
un chiste de su compañero. Bloody Maloney
tiene la mano izquierda bajo la cabeza. Ofre-
ce su cigarrillo al soldado que ríe. Este aspi-
ra con los ojos cerrados y antes de exhalar el
humo pasa el cigarrillo a su compañero.
—Esto es bueno para el miedo —dice Malo-
ney—. En San Francisco los hippies fuman
para olvidarse del mundo y sentirse tranqui-
los. Aquí ayuda a mantener el pulso firme.
Afina la puntería.
—¿Y no está prohibido? —pregunta el que
ahora tiene el cigarrillo.
—¿Y qué? —responde Maloney—. Aquí mu-
chas cosas están prohibidas muchacho, pero
no hagas caso. El Sargento y el capitán tam-
bién fuman. Y hay quien dice que el coronel
está en el negocio. Bueno, pero de eso no
hay por qué hablar.
Retoma el cigarrillo y aspira largamente.
Fuera del dormitorio alguien grita: ¡Bloody!
Este contesta. Entra un soldado con paso
nervioso y se aproxima a la cama. Maloney in-

358
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

terroga con la mirada. El recién llegado mira


recelosamente a los dos soldados y luego, ante
una seña tranquilizadora de Bloody, habla en
voz baja, sentado en la cama de la izquierda.
—Está bien —dice Maloney cuando el otro
termina—. Dile que la traiga esta noche. Pero
adviértele que sólo recibirá un dólar por cada
cigarrillo.
El soldado sale. Maloney da otra chupada al
cigarrillo y luego lo pasa.

(Close Up)

En la nariz, en la frente de Maloney brillan


pequeñas gotas de sudor. Sus grises pupilas
dilatadas tienen reflejos acerados. Observa a
los soldados que consumen el resto del ciga-
rrillo.

—Así es al cosa, chico. Tú nada más pre-


ocúpate por ser un buen soldado; así nadie te
prohibirá nada. Te lo dice Maloney.
Se incorpora y camina hacía el fondo del dor-
mitorio, donde están los baños. El soldado que
reía aspira profundamente, los ojos entorna-
dos. El otro lo mira fija, cálidamente, con una
ternura extraña, le pone una mano en el muslo
y dice con voz íntima: —Vamos, James, anda,
dámela ya, no seas egoísta. Afuera comienza
a llover.

BILLY: En la luz gris, pegajosa por el calor, mien-


tras Maloney fumaba para alejar los insec-
tos, yo soñaba con volver a la base, despojar-

359
DIMAS LIDIO PITTY

me del equipo y tenderme en la cama diez ho-


ras seguidas o ir al cine a ver a Mary Poppins.
En ese momento no pensaba en nada más. Me
sentía realmente molido, como si en vez de
siete horas hubiéramos caminado cincuenta.
Luego, después de un rato en que perdí la no-
ción de todo —no sé si dormí o sencillamen-
te mantuve la mente en blanco— percibí el
ruido de los helicópteros. Dieron orden de
prepararse para abordarlos y un instante des-
pués los aparatos estaban sobre nosotros. En
el claro había espacio suficiente para que des-
cendiera, los tres simultáneamente. Camina-
mos hacia ellos y fue entonces, precisamente
en el instante en que subían los primeros hom-
bres, cuando comenzó el ataque. En los mi-
nutos siguientes no hicimos más que respon-
der al fuego instintivamente, tendidos en tie-
rra. Nos disparaban de todas partes y nosotros
también tirábamos en todas las direcciones,
aunque sin ver a nadie porque los atacantes
estaban ocultos en el monte. Uno de los heli-
cópteros fue alcanzado por una ametralladora
pesada y sus aspas giraron cada vez más des-
pacio hasta que se detuvieron por completo.
La tripulación lo abandonó y la cabina del apa-
rato fue materialmente destrozada por las ba-
las. Los otros despegaron mientras sus ame-
tralladoras barrían la selva. Del lado del río
no nos tiraban y nos ordenaron replegarnos
hacia allá Maloney estaba cerca de mí y
mascullaba maldiciones entre dientes en tan-
to disparaba con gesto rabioso. Puse un nue-
vo cargador y corrí hacia el monte lo más ve-

360
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

lozmente que pude. Detrás de mí sentía los


pasos de Maloney. Unos cuantos metros nos
separaban de la espesura y yo corría inclinado
y en zig zag, con el miedo disuelto en la san-
gre y esperando sentir de un momento a otro
la mordedura de las balas. Súbitamente
Bloody lanzó una maldición, seguida por una
especie de quejido o estertor ronco y escu-
ché el golpe apagado de su cuerpo contra el
suelo. Instintivamente, sin detenerme ni aflo-
jar la carrera, miré hacia atrás por sobre el
hombro. Entonces, en el preciso momento en
que me arrojaba de cabeza al monte, sentí una
fugaz quemadura en la pierna izquierda. Sin
embargo, el miedo me impulsaba y seguí
reptando, adentrándome en la espesura mien-
tras un adormecimiento doloroso me subía ha-
cia la rodilla.

CÁMARA: (Tenía el cigarrillo en la mano y miraba a


Billy a través de la columnita de humo que
salía de entre mis dedos)
Ahora los disparos provienen solamente del
lado del río. Los guerrilleros no dan señales
de vida; nada se mueve en los lugares desde
los cuales, momentos antes, las armas auto-
máticas atronaban la tarde. Los soldados tam-
bién dejan de disparar. El silencio se cierra
sobre el paraje. En el claro, el helicóptero se-
meja un gran pájaro muerto. Su mole verdosa
se oscurece paulatinamente bajo el cielo gris,
en la luz turbia, chamuscada de pólvora; lo
mismo ocurre con los hombres caídos en los
alrededores: van oscureciéndose sobre la tie-

361
DIMAS LIDIO PITTY

rra mojada, sumiéndose en la inmovilidad del


silencio y de la llovizna que nuevamente cae.

BILLY: Unos metros a mi derecha, el capitán daba ór-


denes con voz tensa. “¿Cuántos faltan?”, oí que
le preguntaba al sargento. Repté hacia donde
oía las voces. El sargento me vio y dijo: “Ahí
está Jones”. El capitán preguntó si me habían
herido. Respondí que en la pierna. El sargento
examinó la herida y dijo que no era grave, pero
que podía complicarse si no era atendida pron-
to. Poco a poco otros hombres se reunieron
con nosotros. El sargento hizo un somero re-
cuento de bajas. Faltaba más de un tercio de la
gente y varios de los presentes estaban heri-
dos. El capitán desplegó a los hombres en tor-
no al grupo de heridos y dijo que pasaríamos
allí la noche, pues ya había pedido refuerzos y
seguramente al amanecer los helicópteros vol-
verían a buscarnos.

CÁMARA: Lentamente la sombra envuelve el claro y el


verde de los montes adquiere tonalidades ne-
gras. Los soldados forman un círculo invisible
en torno a los heridos. En sus rostros aún se
reflejan el miedo y la tensión de los últimos
minutos. Cerca del helicóptero, un hombre he-
rido en el pecho se queja débilmente mientras
la llovizna moja su cabeza descubierta; junto a
él, su casco se llena de agua. Su queja es
inaudible para quienes están en el monte, sin
embargo, el herido siente que el sonido de su
garganta llena la sombra hasta los confines del
mundo.

362
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

BILLY: (Pagó la nueva ronda y bebió un trago mientras


yo apagaba el cigarrillo). Recostado a un árbol,
la pierna extendida como una cosa inútil (oyen-
do la respiración fatigosa de los heridos y el
monótono golpeteo del agua en las hojas, la
sombra espesándose cada vez más, metiéndo-
se dentro de uno, inyectándole en cada célula
ese miedo que no es temor a la muerte sino
pavor a la soledad, al silencio, a la tierra moja-
da, a los ruidos de los pájaros y a los propios
pensamientos) yo maldecía interiormente mi
suerte, el dolor que me agarrotaba la rodilla y a
todos los que en ese momento no sufrían, con
los músculos perforados por un balazo, la an-
gustia de una noche lluviosa con enemigos al
acecho. Busqué en la mochila el tubo de las
aspirinas y me tomé dos. A mi derecha alguien
se quejaba quedamente, como avergonzándose
de su padecimiento, como temeroso de que los
demás supiéramos que sufría.

ESPECTADOR: La verdad, Billy, yo quisiera estar allá pero


en el otro bando, acechándolos a ustedes, bus-
cando la oportunidad de acabarlos. Tú sufres y
los otros heridos también. Eso es triste, pero
no tanto. El sufrimiento les ha hecho olvidar
que ayer los B-52 borraron cinco aldeas en las
provincias del Delta. Animales, viejos, niños...
todo fue pulverizado. Cuando terminé el raid,
las columnas de humo espeso eran el último y
único vestigio de los pueblos destruidos. Olvi-
dan que ustedes han contaminado y arrasado
la mitad de ese país con herbicidas y sustan-
cias tóxicas, que mantienen en campos de con-

363
DIMAS LIDIO PITTY

centración a miles y miles de familias, que


centenares de personas mueren torturadas cada
día. Sí, yo quisiera estar allí para impedir que
si quiera uno de ustedes pueda volver a la base
en los helicópteros.

CÁMARA: Los cerros, el horizonte, desaparecen en la


sombra. La llovizna se convierte en aguace-
ro. El agua extrae sonidos metálicos del heli-
cóptero destrozado. El herido próximo al
aparato ya no se queja. Salvo el ruido de la
lluvia, el silencio es total. La sombra es la
única realidad bajo el cielo; la sombra y el
agua que moja a los caídos, penetra en la tie-
rra y es por igual indiferente a la noche y a la
muerte.

BILLY: Las horas pasaban lenta, dolorosamente,


como arrastrándose. La lluvia llenaba la som-
bra de sonoridades confusas. El cansancio
pugnaba por adormecerme, aunque la hume-
dad y el dolor de la herida me impedían ce-
rrar los ojos. Creo que en ningún momento
he vivido algo semejante; jamás había tenido
ni he vuelto a tener una visión tan precisa y
clara de mi inutilidad, de mi absurdo, de lo
poco que verdaderamente significa la existen-
cia de uno. Ese grupo de hombres bajo la llu-
via, sumido en la sombra y en el miedo, en
riesgo de quedar para siempre sobre la tierra
mojada de un país extraño, de pronto me pare-
ció irreal. No era cierto que estuviéramos allí.
Cada quien estaba en su ciudad, en su casa,
viendo la televisión, conversando en el bar con

364
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

los amigos, esperando a la novia o a la amiga


para ir al cine o a bailar. En Nueva York, yo
asistía a la inauguración de una muestra de pin-
tura y hablaba con una joven y presuntuosa
escritora recién llegada de París. Mientras su
brazo rodeaba los hombros de una chica me-
nuda, que lucía una sortija en cada dedo, in-
tentaba convencerme de que los niños de la-
boratorio permitirían a la mujer liberarse de
la esclavitud de la maternidad; además, así el
amor sáfico podría expresarse libre y cabal-
mente, como debía ser, como no había sido,
tú me entiendes honey, por las trabas del ma-
trimonio y los prejuicios y la mojigatería so-
ciales. Más allá, un pintor con la cabeza rapa-
da y barba larguísima y revuelta, abjuraba de la
cultura, maldecía a gritos a los academicistas
y vindicaba la espontaneidad y el impulso como
lo único que realmente debía de contar en el
arte y en la vida. Una rubia, cubierta sólo por
una pampanilla —sus pezones pintados de púr-
pura fosforecían como luciérnagas— pasaba
a los concurrentes una bandeja de bebidas. En
el ombligo tenía pintado el símbolo del infi-
nito y en sus ojos —pestañas postizas, orlados
de verde y violeta— titilaban lucecitas miste-
riosas. Yo admiraba sus senos erguidos, olvi-
dado de la lluvia en el follaje y de la pierna
herida, pero de pronto un movimiento invo-
luntario me agudizó el dolor y ya no fue Nue-
va York sino otra vez la selva, los hombres con
miedo, los muertos con la cara en el lodo... y
un sudor frío me cubrió la frente guarecida
por el casco.

365
DIMAS LIDIO PITTY

ESPECTADOR: El miedo a la muerte siempre ha estado en el


hombre, Billy. Tú piensas en Nueva York para
olvidar que puedes quedar allí, junto a ese
árbol, en la noche lluviosa, como miles de
compatriotas tuyos que han quedado y que-
darán tendidos en los arrozales, en la selva,
en las calles de Hue, de Pleikú, de An Loc y
hasta en los bares y prostíbulos de Saigón.
Piensas en Nueva York para no pensar en tí,
en la muerte que en este mismo instante pue-
de estar acercándose en la oscuridad. Qui-
sieras que alguien hablara para olvidar el mie-
do. Quisieras no haber ido nunca a ese lugar.
Casi estoy seguro de que a los otros les ocu-
rre lo mismo: piensan en cualquier cosa para
olvidarse de la muerte. Así es el miedo. Aho-
ra, ¿te imaginas en qué pensarán esos campe-
sinos que oyen aproximarse el rugido de los
aviones, corren a refugiarse y miran impoten-
tes cómo las bombas y el napalm destruyen
sus casas y sus campos? Seguramente también
temen a la muerte. Pero ellos están en su tie-
rra y, aunque sientan miedo, saben que tienen
que vivir, y saben que para poder vivir tienen
que pelear. Esa es la diferencia. Ellos no pue-
den escoger. Tú puedes pensar en Nueva York;
ellos, sólo en su familia muerta o en la casa
destruida. Esa es la diferencia.

CÁMARA: Desplegados en un círculo invisible, silencio-


sos y tensos, sin poder fumar, los soldados
sienten —puede verse en sus rostros— que el
tiempo se arrastra sobre las hojas muertas, cae
con la lluvia y penetra en ellos con el aire hú-

366
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

medo. De cuando en cuando, una ráfaga de


viento agita el monte y el agua acumulada en
la fronda cae sobre los hombres.

BILLY: (Bebió un trago, jugueteó con el vaso, me


miró encender un cigarrillo y sonrío en una
especie de suspiro) Después creo que tuve
fiebre y probablemente dormí un rato. No
estoy seguro. Pero eso sí, como te decía, fue-
ron las horas más largas que he vivido. Re-
cuerdo que durante un rato pensé en Maloney.
Tal vez, seguramente, estaba muerto. Quizá
mandaran su cadáver a San Francisco envuel-
to en una bandera y con otra medalla. Todos
decían que era un buen soldado. ¿Y yo? Se-
guramente que si moría también dirían que
había sido un buen soldado. Siempre dicen
algo parecido del que muere. Es como si la
muerte lo limpiara a uno de vicios y defec-
tos. Nadie diría que Bloody Maloney había
sido un vicioso, que golpeaba salvajemente
a las prostitutas tras de haber estado en la
cama con ellas, que iniciaba en la marihuana
a los soldados recién llegados. Nadie diría ni
pensaría nada malo de Bloody cuando llegara
a San Francisco envuelto en una bandera. Para
todos sería un héroe, un buen boy que había
cumplido hasta el fin con su deber.

ESPECTADOR: Pobre Billy, eres un criminal. Todos los que


han ido allí son criminales, regresen muertos
o vivos. Ni el miedo ni la herida en la pierna
te exculpan. Nada puede borrar esa culpa.
Debo leer otra vez los libros de Burchet. Los

367
DIMAS LIDIO PITTY

guerrilleros trabajan los campos durante el día


y por la noche atacan. Giap. Sí, la guerra po-
pular. Un pueblo que lucha por su liberación
contra un ejército invasor puede derrotar al
armamento más moderno. Life publicó una
foto que muestra a un tanque arrastrando a un
guerrillero maniatado. Los bonzos se inmo-
lan en las plazas y frente a los mercados. Al
atardecer, cuando la última luz dora los picos
de la cordillera anamita, los hombres
desuncen los bueyes, guardan el arado y bus-
can la noche con el fusil al hombro. Un co-
mando guerrillero atacó anoche la gigantesca
base norteamericana de Danang y destruyó
diecisiete bombarderos. El Pentágono orde-
nó intensificar los bombardeos contra la ruta
Ho Chi Minh. Máquinas contra hombres.
Computadoras contra nervios. El Papa deplo-
ra la efusión de sangre en el sudeste de Asia y
ora porque las partes busquen el modo de po-
nerle pronto fin a ese conflicto que lacera la
conciencia de la humanidad. Bertrand Russell
y Sartre denuncian los crímenes de guerra nor-
teamericanos. Una niña huye desnuda por un
camino solitario y lleno de cráteres; detrás
suyo, el napalm sólo ha dejado cenizas y hu-
mo de lo que fue su hogar. Seguramente tú has
visto esas fotos, Billy. ¿Veías huir a esa niña?
Uno de los heridos piensa que morirá. Tiene
el hígado perforado. Lluvia, lluvia, oscuridad.
Cuando llegue la mañana estará muerto. Está
cerca de ti, apenas a tres metros, aunque no
puedes verlo, y ya no tiene miedo. Es que cuan-
do ya la muerte ha entrado en uno el miedo

368
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

desaparece y nada importa sino ese frío que


sube inexorablemente desde los pies. Segura-
mente ese soldado está recordando algo. ¿Qué
recuerda, Billy? La tarde es luminosa en...,
pueblito de Arkansas, su madre le sonríe en el
parque y le da para que compre un helado. De
cereza, de cereza. Pero cuidado con la cami-
sa, hijo. Mira cómo te has puesto. Del otro
lado de la calle se acerca un hombre de rostro
pálido, vestido de negro, con un paraguas enor-
me. Otra vez; cómo eres, hijo.

“Después de las grandes lluvias viene el buen tiempo. En


un instante el mundo entero se deshace de sus húmedas
ropas.

... Bajo el sol caliente y el viento limpio, las flores sonríen.


En los grandes árboles de ramas recién lavadas, hay un
coro de pájaros. El calor llena el corazón de los hombres y
la vida despierta de nuevo. La amargura cede el paso a la
felicidad...”

Bob Hope viajó a Vietnam con un grupo de


artistas; van a elevar la moral de los soldados.
En Tokio y en París hay manifestaciones con-
tra la agresión estadounidense en Indochina.
Grupos de conscriptos queman sus tarjetas de
reclutamiento en Washington, frente al mo-
numento a Lincoln.

BILLY: Cuando cesó la lluvia, comenzaron a picarme


los mosquitos. Eran un suplicio. Mataba uno
y venían diez. Me unté repelente en la cara y
en las manos, pero se metían entre la ropa.
Sabía que el humo podía ahuyentarlos, pero

369
DIMAS LIDIO PITTY

teníamos prohibido fumar. Maté cuantos pude


y aguanté las picaduras hasta que la oscuridad
fue menos densa y supe que pronto amanece-
ría. Entonces me sentí mejor porque pensé que
posiblemente ya no sufriríamos un nuevo ata-
que. Creo que no mentiría si te dijera que ése
ha sido el día más largo y ansiosamente espe-
rado de mi vida.

CÁMARA: La luz indecisa perfila primero las monta-


ñas, después baja a los montes, finalmente a
la planicie, y el río está allí, con el agua turbia
de sus meandros absorbiendo el día naciente.
En el claro, el alba descubre los cadáveres
cubiertos de lluvia. La luz atraviesa los crista-
les rotos del aparato abatido. A lo lejos, invi-
sibles aún, se oyen varios helicópteros. El ca-
pitán ordena prepararse para partir. Que pri-
mero suban los heridos. Muy alto pasa una es-
cuadrilla de bombarderos rumbo a las monta-
ñas. Los soldados los miran pasar y caminan
hacia el claro. Los reactores trazan líneas blan-
cas en el cielo limpio. Un soldado ayuda a Billy
a incorporarse. Su pierna está hinchada. Por
el este aparecen los helicópteros y el ruido
de sus motores cubre la tierra mientras la luz
precisa las cimas de los cerros y los hombres
avanzan fatigosamente hacia el claro.

ESPECTADOR: Guernica. Nada fue igual desde entonces; nada


será igual desde ahora. Aun en medio del su-
frimiento el mundo cambia. Auschwitz,
Dachau, Bergen Belsen, Treblinka. Mengele
invocaba la ciencia para desollar hombres y

370
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

mujeres vivos, para destripar fetos, para su-


mergir sacerdotes en agua helada hasta que
murieran. Quería saber hasta dónde llegaba la
resistencia humana al frío y, con base en ese
conocimiento, salvar a los pilotos del Reich
derribados en el Canal de la Mancha. Pero ¿qué
falacia invoca el Pentágono para arrasar aldeas
enteras con napalm y destruir miles de hectá-
reas de cultivos con herbicidas para envene-
nar las aguas y los campos? Russell, Sartre,
los pacifistas norteamericanos y hasta el New
York Times han denunciado eso. Hambre,
miedo, horror. Los negocios están por enci-
ma de los hombres. La General Motors, la
Douglas, la Bell Aircraft necesitan salida para
la producción gigantesca de sus fábricas. El
ú1timo verano en Pittsburg bandas de obreros
agredieron una manifestación que exigía el fin
de la guerra. Defendían su automóvil, su casa
a plazos, su televisión a color, la cerveza fría
por las tardes. ¿Qué importa que perezcan cien,
quinientos mil vietnamitas? Un capataz de la
Ford Motor Company saca una cerveza de la
refrigeradora Kelvinator último modelo y se
sienta frente a la televisión —a su lado, su
esposa; los niños se tienden en la alfombra—
a ver el combate por el título mundial de to-
dos los pesos en el Madison Square Garden.
En ese mismo instante, bombarderos B-52
despegan de Tailandia y de Guam con treinta
toneladas de bombas cada uno. ¡Ah, Hiroshi-
ma! Fuego, humo, ceniza. Alguien (muchos)
quiere que el miedo domine al mundo. Pero
no es posible, Billy; ¿no te das cuenta?: el

371
DIMAS LIDIO PITTY

miedo no puede contra la vida. Se ha visto a lo


largo de la historia y nuevamente se comprue-
ba en Indochina. El miedo y la muerte son como
la noche: pasan y al final resurge la luz y los
hombres vuelven a cultivar los campos, a pes-
car, a construir casas y caminos. Claro, nada
será igual de ahora en adelante. Eso lo sabe-
mos. Porque allí, entre las torturas y el napalm,
entre las ruinas y las bombas guiadas por tele-
visión y rayos láser, ha comenzado a nacer un
hombre nuevo. Por eso ya nada será igual: por-
que en medio de la guerra se ha incubado el
mundo del futuro. Esa es la verdad de esta gue-
rra, Billy; ésa es la verdad, aunque no quieras
aceptarla.

BILLY: Estuve dos meses en el hospital, hubo compli-


caciones y estuvieron a punto de amputarme la
pierna. Felizmente no hubo necesidad de ha-
cerlo. Después convalecí y, ya repuesto, parti-
cipé en otras misiones. Eso sí, tuve suerte y no
volvieron a herirme. Sin embargo, sabes, des-
pués de haber visto y sentido lo que vi y sentí, a
veces he pensado que tal vez hubiera sido me-
jor para mí acabar como Maloney. Eso he pen-
sado. Creo que eso comencé a comprenderlo
una noche en Saigón. Andaba de permiso y re-
corría la zona de los bares con dos compañe-
ros. Habíamos bebido bastante y llegamos a un
bar donde había mujeres. Era un sitio muy bo-
nito, con reservados de bambú al fondo. Nos
sentamos, pedimos bebidas y unas mujeres se
nos acercaron. En sus rostros pintarrajeados
asomaba esa falsa cordialidad inicial que mues-

372
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

tran las putas de todas partes; esa cordialidad


que desaparece si no tienes dinero o si no eres
espléndido. Bueno, se sentaron. Ninguna so-
brepasaba los treinta, pero todas aparentaban
tener más. Se, notaba que hacían un gran es-
fuerzo por sernos simpáticas, les seguíamos la
corriente, conversábamos, mis compañeros
estaban contentos, pero de pronto, no sé por
qué, no me sentí bien y con el pretexto de que
iba a baño me puse a recorrer el local. Algunas
mujeres se me ofrecían con palabras o con ges-
tos, pero no les hacía caso. Luego, junto a un
reservado, sola, sin decir nada, mirándome
como distante, vi a Flor del Otoño (su verdade-
ro nombre era Nguyen... algo. No sé bien.) Su
figura esbelta y menuda, su cabello negro y lar-
go, su expresión tranquila... todo contrastaba
con la procacidad de las otras. Eso me gustó,
no sé, me atrajo. Me aproximé a ella y cortés-
mente le pedí, como si no estuviera allí, obli-
gada a aceptar la invitación de quien fuese, sino
en un parque o en cualquier otro sitio; como si
no fuera una pupila del burdel sino una mujer
que le llama a uno la atención en una fiesta)
que me acompañara a tomar un trago.

(Pano general exterior)

CÁMARA: Los anuncios luminosos cubren la calle. Sol-


dados de uniforme y de civil caminan en gru-
pos, conversan y ríen. Algunos entran o salen
de los bares. Otros abrazan a las mujeres en los
zaguanes. Muy altas, alejándose, luces de avio-
nes.

373
DIMAS LIDIO PITTY

(Plano general interior)

UN BAR. Los compañeros de Billy beben con las mu-


jeres. Uno, cubierto los brazos de tatuajes,
besa a una mujer en la boca y palpa golo-
samente sus muslos. Riéndose, introduce un
billete de cinco dólares entre los senos, de la
mujer. En un reservado del fondo, Billy con-
versa con Flor del Otoño. Esta lo escucha se-
rena, atentamente, mientras él habla con voz
pausada. En el fondo de la mirada de ella, él
cree percibir rescoldos de sufrimiento. Brin-
dan por algo. Fuera del reservado, la alegría y
la música son ruidosas. Un grupo de marine-
ros canta en la barra una vieja canción irlande-
sa. Todos son de origen irlandés y de esa ma-
nera creen revivir o prolongar en ellos la bi-
zarría de sus ascendientes. En un tablado del
fondo, ornado con dragones y lunas caídas, un
conjunto musical de jóvenes melenudos in-
terpreta una antigua tonada vietnamita en rit-
mo de rock. Las guitarras eléctricas aniquilan
la tradición y la melodía original, pero los in-
térpretes parecen disfrutar con eso. La mira-
da enrojecida del cantante —pantalones ceñi-
dos, de tela brillante— recorre lascivamente
a los soldados ebrios que lo escuchan, la ma-
yoría indiferente a cuanto no sea la cerveza o
el whisky que tienen delante. Sin embargo, uno
de mirada turbia, dilatadas las pupilas por la
marihuana, sentado solo cerca de la tarima de
los músicos, observa atentamente al cantante.
Éste sonríe. Al captar la mirada del otro, le da

374
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

la espalda y se contonea mientras sigue can-


tando. En el aire saturado de humo y sonidos
eléctricos, de risas y voces pastosas, Billy mira
a Flor del Otoño como si la guerra no existie-
ra.

BILLY: (Regresó del servicio, encendió un cigarrillo


y despaciosamente bebió un trago) Como te
decía, había algo, no sé qué sería, distinto en
esa mujer. Aunque estaba allí y hacía lo mis-
mo que las otras, parecía incontaminada. Yo
sentía que era diferente. En realidad, según
supe más tarde en su cuarto, provenía de una
aldea arrasada por nuestros bombardeos. Su
familia había muerto y ella había deambulado
por los caminos con otros refugiados hasta
llegar a Saigón y por el momento era una más
de las cien mil mujeres de las noches saigo-
nesas. Como mucha gente suya, anhelaba que
la guerra terminara, aunque ignoraba qué haría
cuando ésta llegara a su fin. Sin familia, sola,
¿qué iba a ser de ella cuando acabara el con-
flicto? Yo acariciaba su largo cabello sedoso
mientras hablaba sin mirarme, su cabeza en mi
pecho, como si no hablara conmigo sino sola,
en voz alta. Luego sentí sus lágrimas en mi
piel, tibias y puras, y me sentí súbitamente
miserable y repugnante. Era asquerosa la gue-
rra. Asquerosa. Como entre brumas, sin po-
der dormir, seguí pensando y fumando. Y casi
al amanecer, la mujer dormida en mi hombro,
sentí asco de todo y lamenté más que nunca ser
un soldado de nuestro bando. Pensé en las pa-
sadas guerras de nuestro país y en todo eso.

375
DIMAS LIDIO PITTY

Entonces tuve la certidumbre, afloró en ese


momento, de que algo no andaba bien en esa
guerra. Y dentro de mí, my God, algo tampoco
andaba bien; tal vez nunca había andado bien.

ESPECTADOR: Yes, Billy, algo no anda bien desde hace mu-


cho tiempo. Antes de Vietnam, antes de
Iroshima, desde mucho antes algo estaba po-
drido. ¿Quién olvida a los miles de esclavos
muertos, aniquilados por la miseria y el liti-
go? ¡Ah, el pintoresco y exótico Sur! ¡Siglos
de barbarie en la extensión aherrojada y fér-
til de las plantaciones, de los duelos y los
trajes y los bailes y las diversiones al estilo
de Francia! ¿Quién olvida?
“...Desde África hasta Georgia
elevé mis canciones de tristeza.
Yo hice el rag.

Yo he sido una víctima:


Los belgas me cortaron las manos en el

Congo
Ahora me linchan en Texas.”

Lynch, Jim Crow, Ku-Klux-Klan: voces de


odio, fuego, sangre sobre la tierra. En la alta
noche, en el bajo día hombres como perros
persiguen y muerden al manso, desgarran su
piel, sofocan su queja, trituran sus huesos y lo
entierran clandestinamente, en medio de teas
y cruces, con la palabra libertad. Vasta tierra
de crímenes. El genocidio de los pieles rojas,
¿quién lo olvida? Era invierno. Cielo azul, vien-
to helado. Trescientos muertos entre viejos,

376
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

mujeres y niños en la nieve de la tarde. La san-


gre en la nieve, la muerte en el frío. Los caba-
llos pisoteaban las tiendas y los cráneos.
Wounded Knee/18..., South Dakota, USA. ¿Y
México? Era uno de los países más extensos
del mundo y fue despojado de la mitad de su
territorio y del petróleo de Texas. ¿Y Filipi-
nas, Puerto Rico y Cuba? Vasta tierra de odio.
Algo está podrido desde hace mucho tiempo.
Tú has comenzado a verlo, Billy; otros ya lo
sabían y han sufrido y muerto por eso. Vasta
tierra de odio.

BILLY: Después la busqué varias veces, pero no pude


volver a verla. Había dejado su cuarto y las otras
mujeres no tenían idea de su paradero. A lo
mejor estaba enferma o había muerto. Cual-
quier cosa era posible; todos los días moría
mucha gente. No obstante, recorrí todo Saigón
buscándola, hasta que finalmente me resigné
a aceptar que se había extraviado en el torbe-
llino de la guerra. Después contraje fiebres y
tuve delirios terribles. Veía a Flor del Otoño
tendida en un campo de arroz cubierto de crá-
teres y cuerpos destrozados. En el cielo ru-
gían los aviones y la artillería disparaba incan-
sablemente. El día olía a pólvora y a pieles
chamuscadas. Ella yacía boca arriba, abierto
su vientre por la metralla, pero aún no estaba
muerta. Yo sabía que no estaba muerta y que-
ría llegar a su lado y decirle algo, una última
palabra, no sé, algo, pero los montones de ca-
dáveres me impedían aproximármele. Era ho-
rrible. Yo tenía las manos manchadas de san-

377
DIMAS LIDIO PITTY

gre. Al cabo de tres semanas me dieron de alta


en el hospital y poco después recibí orden de
volver a casa. La última noche que pasé en
Saigón estuve en el lugar donde la había cono-
cido y durante horas bebí solo en el reservado
que habíamos compartido. Después he pensa-
do que tal vez estaba medio loco, porque en
verdad no sabía para qué la buscaba; ni siquie-
ra estaba enamorado de ella. Por lo menos eso
pienso. Pero, sea como sea, creo que las ho-
ras vividas con ella, sus lágrimas tibias en mi
pecho, es lo único que vale la pena recordar
del tiempo pasado allí. Eso y el miedo. Lo de-
más es shit, only shit, my friend.

Bebió —veo de nuevo su mirada perdida, como distante de la


realidad— y luego se levantó a poner música. Nuestros vasos
casi estaban vacíos. Con un gesto de la mano le pedí a Charlie
otra ronda y mientras éste preparaba las bebidas pensé que sí, que
de alguna manera Billy era una víctima de la guerra. No estaba
muerto, claro, pero era una víctima. En cierto modo, salvo quizá
la gente como Maloney que no había perecido, cuantos habían
estado o estaban allí eran víctimas. De una u otra forma, la guerra
aniquila a los hombres, perezcan o no en ella. Una parte de cada
combatiente se queda para siempre entre los muertos. Billy era
una confirmación de eso. Su fatiga, su hastío, su indiferencia ha-
cia la vida era una muestra de esa mutilación que la guerra opera
en alguna parte de cada ser. Y el haberlo escuchado me hacía pen-
sar que tal vez sea peor ser una víctima viva, atormentada por
remordimientos y neurosis, que una víctima muerta, transformán-
dose apaciblemente en tierra y jugos elementales. Pensé decirle
eso a Billy cuando regresara a la mesa, pero cuando nuevamente
estuvo frente a mí con su mirada de luz indecisa, me abstuve.
¿Para qué mortificarlo? ¿Qué objeto tenía decirle nada si ya él

378
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

mismo había descubierto su condición de víctima? En silencio


levanté mi vaso y lentamente brindé por todas las víctimas, muer-
tas o vivas, de esa guerra y de todas las guerras. Definitivamente,
por más que se mirara, la guerra era una porquería; una terrible,
asquerosa porquería.

379
DIMAS LIDIO PITTY

380
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

HOY

Cuando los últimos desfallecientes rayos del astro rey pongan


hilos de oro en el celeste lienzo y las aves retornen a sus
nidos en busca de reposo
Cuando la fresca brisa del “idolatrado Ancón” como dijera una
gran poetisa descienda cual aliento del Olimpo sobre
nuestra ciudad
Cuando el sosiego llegue a los hogares tras la fatiga de la dura
pero enaltecedora jornada El travieso Cupido guiará ha-
cia el altar los pasos de la encantadora culta y gentil se-
ñorita ESTER DÍAZ FÁBREGA secretaria bilingüe
diplomada en Administration Business en un reputado
colegio religioso de Austin, Texas, y flor del virtuoso
hogar formado por la bondadosa dama doña EMILIA
FÁBREGA HERRERA DE DÍAZ y por el estimado caba-
llero y boticario de la localidad don JUAN ANTONIO
DÍAZ SÁNCHEZ

¿Y quién es el afortunado que desposará a la poseedora de


tantas virtudes prendas y atributos?
¡Oh los caprichos de Cupido!
De lejos vino atravesando el mar a conquistar el corazón de
la amada el bizarro y gallardo teniente de navío EDWARD
LIVINGSTONE hijo del también oficial de la gloriosa
marina de Estados Unidos capitán WILLIAM LIVING-

381
DIMAS LIDIO PITTY

STONE y de la distinguida dama mistress ELIZABETH


LIVINGSTONE q.p.d.
La ceremonia religiosa en la que se jurarán eterno amor los
contrayentes será oficiada por el párroco de Nuestra Se-
ñora de la Virgen del Carmen reverendo pbro. IGNA-
CIO VICTORIA Y LOZANO justamente conocido por
su piedad y temor de Dios y el acto contará además, con
el brillo de la voz angelical de la soprano señorita
MAYRA NÚÑEZ quien estudió canto en Madrid y Roma
y quien es amiga de infancia de la contrayente
Padrinos de la boda serán:
El destacado abogado Lic ÁLVARO QUIROZ CASTILLO
y señora,
El talentoso comerciante y promotor de actividades cívi-
cas y sociales don LÁZARO GUTIÉRREZ C. y señora
El edil don HERMINIO TORRES FLOREZ y señora,
El periodista de atildada pluma y hombre público don JESÚS
MARÍA CAICEDO “Alguacil” y señora
El consagrado médico Dr. EVERARDO FUENTES y señora
La señorita DIANA DÍAZ FÁBREGA hermana menor de la novia
y enfermera, egresada con honores de nuestra más alta
casa de estudios y el oficial de la Air Force ELROD MAY
El capitán de fragata LEE RUBY y señora
El popular diputado Lic. ESTEBAN RUIZ y su prometida la
abnegada maestra, y exquisita declamadora, señorita
LAURA ACEVEDO
El conocido deportista y turfman don ELISEO LLANO y seño-
ra y
El connotado comentarista, de radio y televisión don LUCIANO
DÍAZ SÁNCHEZ tío de la novia y señora
Invitados al fausto acontecimiento que alborota y llena de gozo
el hogar de los DÍAZ-FÁBREGA serán:
El alcalde de la comuna capitalina don JORGE PEÑA y señora
El presidente de la Asociación de Farmacéuticos don ENRIQUE

382
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

AGUADO BARRIGA y señora


El presidente del Club de Leones y filántropo don EZEQUIEL
LOBO RUBIO y señora.
La directora de la Asociación Panameño-norteamericana a la
cual pertenecen como socios de número los miembros
de la familia DÍAZ-FÁBREGA la gentil dama y figura de
nuestra cultura doña DULCINEA SÁNCHEZ vda. de
GOLDSMITH
El laureado poeta don SANTIAGO HERNÁNDEZ célebre por su
Himno a la amistad de lectura obligatoria en las escuelas
y en el cual exalta la cooperación y el entendimiento en-
tre nuestro humilde y pequeño país y la gran nación
hermana del Norte defensora de la democracia y la libertad
Además estarán presentes otras, personalidades de nuestro medio
social cultural y político

La novia lucirá, un primoroso vestido de chantilly con piedras


del Rhin bordado con hilos de plata y un velo de cinco
metros de tul de Lorena encargado especialmente a un
prestigioso modisto de París y llevará una creación de
ALBERT el peinador más exclusivo de la localidad
El ramo ha sido elaborado por el jardín El Encanto y es un
obsequio de sus propietarias las conocidas señoritas
RAQUEL Y DORIS CANTO
Los zapatos también bordados en plata como el vestido fueron
expresamente encargados a Nueva York
La corte de amor estará formada por señoritas y jóvenes
caballeros allegados a la familia de la novia y por ami-
gos del contrayente
Las arras y los anillos serán llevados por los encantadores niños
Araceli Fuentes y Alejandro Ríos y Gloria Álvarez y
Nicanor Fuentes respectivamente los niños Fuentes son
sobrinos de la novia y alegran el hogar de su hermana
señora PRISCILA DÍAZ DE FUENTES esposa del

383
DIMAS LIDIO PITTY

arquitecto JAVIER FUENTES H.


A la salida del templo niñas vestidas de ángeles regarán flores
al paso de los desposados

Después de la ceremonia nupcial los padres de la novia reci-


birán a los invitados en un distinguido club de la locali-
dad
Los actos religioso y social serán cubiertos por reporteros de
los principales diarios capitalinos y por la televisión
Los desposados partirán en la madrugada por vía aérea hacia
Miami donde pasarán su luna de miel y después irán a
residir en Los Ángeles, California
Esperamos que la bendición divina descienda sobre esta pareja
que hoy inicia su marcha por los senderos de la existencia
unida por el sagrado e indisoluble vínculo del matrimonio
y por el amor que esta tarde se jurarán ante el altar con
sus corazones desbordantes de ilusiones
Desde estas páginas nos unimos a los familiares y amigos de los
contrayentes para desear a los todavía novios toda clase
de venturas y felicidades.

384
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

–P ONME OTRO, CHARLIE; AHORA VUELVO —


digo en tanto dejo la barra y camino hacia el baño.
Ha entrado más gente, pero el local no está lleno.
Una pareja baila apretadamente cerca del jukebox (las manos
de él en las caderas de ella, ella abrazada al cuello de él) y un
hombre selecciona piezas con expresión absorta, difuminado
su rostro por las luces multicolores del aparato. Ahora no hay
nadie en la mesa que Billy y yo ocupamos ayer, pero sobre ella
están, con trozos de hielo y restos de bebidas, junto al cenicero
sucio (hay algo de patético en eso) los vasos de los últimos
ocupantes.
En la entrada del servicio tropiezo con un hombre que sale;
me disculpo y me mira con ojos turbios durante unos segundos,
luego gruñe algo, hace un ademán y se aleja. Adentro, el olor
ácido de los desinfectantes y el corrompido de los orines escapan
por una ventanilla alta y enrejada del fondo. Mientras orino
observo las inscripciones y los dibujos de las paredes. Algunas
frases son ingeniosas, otras demasiado burdas. ¿Quién ha dicho
que ésta es la mejor literatura del mundo? A mi derecha un
hombre calvo, de edad indefinida, suda, contrae el rostro y se
esfuerza en orinar. Puedo verlo disimuladamente por el espejo.
Entrecierra los ojos y respira fatigosamente. En tanto me lavo
las manos sigo oyendo su jadeo pedregoso y creo adivinar el
temblor de sus piernas, su angustia, el deseo quemante de orinar;
luego percibo el sonido intermitente, goteroso, de su orine en el

385
DIMAS LIDIO PITTY

agua del mingitorio. Parece contener el aliento mientras orina.


Pobre tipo, pienso, ¿qué le cuesta ir a una farmacia o a un
dispensario a ponerse unas inyecciones de penicilina para la
gonorrea? Regreso a la barra y Charlie pregunta si aún no quiero
nada de comer.
—Ya has tomado bastante y no has comido nada —aclara.
—No tengo hambre, Charlie. De veras —digo—. No te
preocupes. Me siento bien.
Pruebo el nuevo trago.
—Ponle un poco más de quina —pido—. Parece que se te
pasó la mano.
—Has perdido el paladar y ya no sabes ni lo que tomas. Eso
es todo —dice Charlie enojado mientras vacía el resto de una
botellita de quina en el vaso—. Y así dices que no quieres algo
salado para comer. ¿No me digas que ya estás borracho?
—Ya te he dicho que no. —Su visible enojo porque he puesto
en duda su habilidad para preparar la bebida, me hace sonreír—.
Estoy bien. Acepta que por esta vez se te pasó la mano. No seas
terco.
—Está bien. Contigo no se puede. Está bien.
Bebe de su vasito de ron y chasquea la lengua.
—Esto es vida, mi muchacho. Vida.
Desaparecido el enojo, su ancha sonrisa encendida se aleja
hacia el otro extremo de la barra y también vuelvo a sonreír
mientras enciendo un cigarrillo. Verdaderamente, en el mundo
debe haber pocos tipos como Charlie. Muy pocos.
Él atiende pedidos de otros clientes: saca cervezas, llena
vasos, cobra, recibe propinas. Durante un rato lo observo, sigo
bebiendo e insensiblemente vuelvo al día anterior. En cierto
modo, ha sido un sábado más en mi vida, rutinaria y sin sobresaltos,
de empleado público/estudiante. Como en muchos otros, he to-
mado unos tragos; como muchas veces, he llegado a mi cuarto al
amanecer. Algo ha habido, sin embargo, diferente: por primera
vez en la vida he hablado con un gringo de cosas que realmente

386
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

me importan. Y eso no ha sido porque hayamos estado donde las


putas o porque hayamos bebido durante horas, sino porque Billy
ha sido el primer gringo con cierta sensibilidad humana que he
conocido. El primero que parecía comprender que el american
way of life no es la mejor cosa de este mundo. El primero que
parecía tener aunque fuese una vaga noción de esa especie de
culpa histórica que su patria ha acumulado a 1o largo de siglos.
Por eso, quizá, le había hablado de Panamá y de mí como lo había
hecho: como en una confesión, como ante un espejo, en un afán
de comprenderlo y de comprenderme. Era que intuía, tal vez
también en una forma vaga, que de algún modo Billy era mi
contraparte; o no mi contraparte: mi reflejo en el agua; pues am-
bos estábamos insatisfechos de nuestros respectivos países.
Nuestro descontento tenía orígenes diversos pero, paradójica-
mente, se asemejaban: en él había culpa, en mí rencor, no obs-
tante, en ambos se manifestaba la misma insatisfacción de vivir y
soportar una realidad hostil. Y acaso fueran esas realidades hosti-
les (antagónicas entre sí) las que nos habían aproximado. Estan-
do en las antípodas, ese común rechazo a la propia condición nos
identificaba. Él era una víctima de su país y de la guerra; yo,
solamente de su país. (¿Para qué mencionar a la oligarquía mise-
rable y pesetera, a los gobiernos de opereta? Aunque obtuvieran
migajas y se ufanaran de su servidumbre, no dejaban de ser vícti-
mas también). Ahora, lo más importante: en el fondo de ambos,
como en el de mucha gente, estaba el dolor. Eso era lo que en
verdad nos aproximaba: el dolor. Un dolor que ya no era suyo ni
mío, sino del tiempo.
Él me había hablado de sus padres, de Nueva York, de sus sue-
ños, de esa incertidumbre vital que lo había empujado a buscar en
Grenwich Village, en las madrugadas de las drogas y las pasiones
efímeras, un sentido a su vida. Pero ni allí, junto a esos mucha-
chos y muchachas también a la deriva, había encontrado lo que
buscaba. Había tenido que pasar mucho tiempo (¿fue esa noche
pasada en la selva con la pierna agujereada por una bala?; ¿fue

387
DIMAS LIDIO PITTY

mientras Flor del Otoño lloraba sobre su pecho?; ¿fue durante los
delirios?; ¿cuándo fue?) para que comenzara a ubicarse y, en cierto
modo, a definirse frente a la realidad, para que comenzara a ver su
vida como realmente era. Por eso, sobre todo, lamentaba no ser
escritor: para comunicarles a los demás esa visión de la vida y de sí
mismo que ya comenzaba a tener. Tal vez eso no sirviera de mucho
—algunas veces en exposiciones, en librerías o en un cine se había
preguntado si esos cuadros, esos libros o esa película servían para
algo, si en verdad tenían algún sentido— pero algo era. Por lo me-
nos respecto a sí mismo hubiera sido el principio de una identifi-
cación, el establecimiento, la afirmación de una identidad frente a
ese vasto conjunto de seres, fenómenos y fuerzas que era su país.
No obstante, ya nada era posible: había adquirido la com-
prensión, sí, pero había perdido la voluntad. ¿Recordaba yo a ese
personaje de Hemingway que en The sun also rises tiene una
conciencia patéticamente lúcida de su impotencia vital? Sin ser
físicamente impotente como Barnes —el personaje es un mutila-
do de guerra— Billy también veía sus posibilidades obturadas. No
había nada que hacer. Nada. Por eso se preguntaba ¿a qué volvía a
Filadefia, a Nueva York? Daba lo mismo cualquier sitio. A menos
que pudiera irse a un lugar de Montana o de Wyoming: un bosque,
una cabaña cerca de un lago o de un río y una refrigeradora que
hiciera cubitos de whisky, no, de ginebra, cubitos de gin and tonic,
y una conejita con vestido transparente que le llevara los cubitos y
los cigarrillos hasta donde él estuviera sentado en el atardecer, frente
a la cabaña, viendo el paulatino oscurecimiento del agua (¿lago o
río? Cualquier cosa), la luz dorada en las cumbres de las montañas
y los juegos de las ardillas en los árboles cercanos. Pero eso tam-
poco era posible. Oh, my God, estaba hablando como cualquier
business man que sueña con un sitio así idílico, donde no vea el
rostro cotidiano de la esposa frente a la televisión ni escuche su
voz por teléfono pidiéndole dinero para ir al baratillo de Sears;
donde pueda olvidar a ese tipo de la oficina que siempre le agria
el lunch con su charla fastidiosa y monótona sobre las proezas

388
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

de sus hijos, chico y chica, que son los mejores en la escuela y en


los deportes: “Trabajo hasta matarme para que puedan ir a la uni-
versidad sin sacrificios, ¿sabes?, y el próximo año le regalaré un
carro a Jr. para que pasee con su girl’s friend, ¿te he hablado ya
de ella?, oh es hija de un profesor de lenguas y es muy refinada,
me parece totalmente apropiada para él”; donde nadie mencione
jamás facturas, letras, financiamientos, juntas, etc. Si, my God,
estaba hablando como un business man. Debía ser que en el fon-
do de todo norteamericano había un business man, como afir-
maban algunos. Bueno, el caso era que no tenía sentido volver ni
tenía sentido quedarse. ¿Comprendía yo? Ya nada tenía sentido.
Sus palabras adquirían la densidad del desastre en la atmós-
fera umbrosa del MOROCO. Pocas veces había visto yo tal deso-
lación en un hombre. ¿Qué podía decirle? ¿Que también yo
deseaba ser escritor, que incluso había publicado algunos rela-
tos y poemas en los diarios y en la revista de la universidad?
¿Qué comprendía su angustia y que su conflicto era lamentable,
sí, pero que para mí la gran cuestión no consistía tanto en desci-
frar mi vida, sino en expulsarlos a ellos, los invasores, de nues-
tra tierra? ¿Qué la angustia de vivir era a veces tan aguda que
faltaba al trabajo del ministerio para emborracharme con los pes-
cadores y los marineros en las cantinas miserables de los alrede-
dores del mercado? ¿Qué odiaba profundamente mi trabajo y que
en ocasiones sentía deseos de huir, de abandonar esa existencia
mediocre, agobiada por el calor, la comida a hora fija, el coito
semanal en un prostíbulo, y extraviarme en los caminos del mun-
do? Podía decirle ésas y muchas, otras cosas, pero permanecí
callado. De nada hubiera servido. Contándole mis penas no ali-
viaba las suyas. Porque ambos estábamos angustiados, sí, pero
nuestras angustias tenían orígenes radicalmente distintos. La suya
provenía de no tener nada que hacer, la mía de tener que hacerlo
todo.
En verdad, algunas veces yo hubiera querido ser y compor-
tarme —aunque cuando aparecía ese deseo era rápidamente so-

389
DIMAS LIDIO PITTY

focado por un sentimiento de vergüenza— como Jimmy y mu-


chos otros. Apenas terminaban la escuela secundaria (casí siem-
pre estudiaban mecánica, refrigeración o cualquier disciplina téc-
nica) hacían lo imposible para emigrar a Estados Unidos. Porque
“allí hay dinero y oportunidades, mi hermano; hay que buscarse
otra vida”. Se iban a Brooklyn o a Chicago y olvidaban el barrio
donde habían crecido. Ponían su oscura vida de espaldas a todo,
indiferentes al drama de su pequeño país, sin importarles más
que the money, brother, Do you know? Alguna vez venían a
visitar a sus familiares en la época de carnavales y uno veía en los
periódicos a una mulata de sonrisa encantadora, rodeada de ros-
tros morenos y satisfechos, descender con desenvoltura neoyor-
quina de un avión de Panam. La reina de la colonia panameña en
Nueva York. ¿Le gusta Panamá? , pregunta un reportero. Yes. This
little country is nice, very nice. No hablaba español ni había
nacido en Panamá, pero su padre era hijo de una lavandera del
Marañón que había muerto tuberculosa. Y el martes de carnaval
uno la veía en el desfile de carros alegóricos, sentada en su trono
nice, sonriéndole a esa multitud bulliciosa y nice, que aplaudía a
las soberanas de la colonia china, de la colonia judía, de la Zona
del Canal, de la colonia panameña en Nueva York, de Colón y a la
reina oficial de los carnavales. Contagiada por el sol y el ritmo,
gozaba con los aplausos, los disfraces y las serpentinas. Oh, that
people is wonderful, comentaría al regreso con sus amigos y
mostraría orgullosa la foto que le habían tomado en bikini debajo
de una palmera. Acá estaban la alegría, la música, lo nice; allá las
oportunidades y los dólares. “Hay que irse a los States, mi her-
mano; aquí no hay futuro para nadie”.
Alguna vez pensé en eso. La verdad era, sin embargo, que ni
aunque hubiera querido irme habría sido posible. No por la falta
de dinero o por el escollo del idioma, sino porque no me daban
visa, pues desde los quince años me habían fichado como culpa-
ble de actividades antinorteamericanas por haber participado en
una manifestación estudiantil ante la embajada estadounidense.

390
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

Estaba en la lista negra de los filocomunistas-rojos-subver-


sivos y por tanto nunca podría entrar al país de la libertad, oh
Dios, de la democracia, my friend.
Un cliente discute con Charlie por el precio de un highball.
Éste le dice que está bien, que no pague si no quiere, pero que se
largue y no haga escándalo o llama a la policía. El hombre sale
barbotando injurias. Charlie toma un sorbo de ron y se limpia las
manos con el delantal.
—Ya ves como es esto —dice—. Nunca falta un desgraciado
que quiere dárselas de vivo.
Lo llaman del otro extremo de la barra y se aleja meneando la
cabeza. Ahora, por entre las conversaciones y el humo, fluye una
canción de los Platers. Bebo un trago y recuerdo la noche en que,
tras mucho tiempo sin vernos, Jimmy y yo nos encontramos a la
salida de un cine y me dijo que se iba a Nueva York.
Era en Calidonia y entramos a una cantina a tomar una cerve-
za. Tres meses antes se había graduado de mecánico en el Artes y
Oficios; y su cara resplandecía porque dos días después iría a
reunirse con un tío suyo que era jefe de un taller en Brooklyn.
—Mira, ya tengo la visa. Es por cuatro años —dijo y me mos-
tró el pasaporte.
En su mirada, en cada uno de sus gestos afloraba la satisfac-
ción, una alegría incubada a lo largo de años y de insomnios. ¿Des-
de cuándo soñaba Jimmy con ese momento? Tal vez desde siem-
pre. Acaso desde muy temprano había intuido que su destino, como
el de tantos otros, era ése, crecer contra el hambre, graduarse,
irse a Nueva York. Por eso, para no enturbiarle su alegría, no le
reproché nada, pero un escozor triste me recorrió interiormente
y deploré que se fuera.
Como es usual en esos casos, recordamos los viejos años
compartidos y hubo preguntas recíprocas sobre qué hacíamos y
cómo nos había ido en el tiempo en que no nos habíamos visto.
Jimmy era ahora un muchacho fibrudo y alto, no el chico desgar-
bado que trepaba árboles con agilidad de ardilla. Pero en los ojos

391
DIMAS LIDIO PITTY

conservaba la misma viveza y picardía de antes, esa que refulgía


en todo él cuando robábamos mangos en el huerto del alemán.
¡Aquel tiempo! ¡Esos años!
Le pregunté por los antiguos inquilinos de la casa de made-
ra. La mayoría se había mudado. De los conocidos quedaba la
jamaicana Jenny, guasona como siempre —la edad no parecía
menoscabarla: seguía siendo alegre y bulliciosa— y el peruano
aquél, ¿lo recordaba yo?, que era mesero en un bar. Ahora traba-
jaba en un burdel y algunas veces llegaba a su cuarto al amanecer
con una mujer aindiada, seguramente del interior, que gritaba
obscenidades mientras subía la escalera apoyada en el peruano,
quien en vano le decía cállate, ya llegamos, vas a despertar a los
vecinos. ¿Recordaba yo que el peruano tenía grandes entradas?
Bueno, ahora estaba casi totalmente calvo. Sólo le quedaba una
franja de pelo en la base del cráneo. Parecía un monje. Y tenía
ese color verde-pálido de los noctámbulos y los reclusos. Jimmy
se había mudado meses antes a Parque Lefevre, pero de vez en
cuando iba por la casa de madera. Cosa de quince días atrás había
visto a Lupo. Para ese sí que el tiempo no había pasado; sólo se
habían hecho más profundas las estrías que surcaban sus mejillas
y se habían multiplicado las arruguitas debajo de sus ojos. Den-
tro de un par de años sería jubilado en la Zona del Canal. Pensaba
dedicarse a la cría de gallinas cuando llegara ese momento. An-
tes, sin embargo, quería conseguir una mujer, preferiblemente
divorciada o viuda —ya sabes cómo son las muchachas sin
experiencia— para que le ayudara con las gallinas y lo atendiera,
pues su madre, ah su madre, estaba demasiado vieja y seguramen-
te ya no viviría mucho. Todavía, por costumbre y para llevar algu-
na mujer de vez en cuando, conservaba el cuarto de la casa de
madera, pero nunca dormía allí, angustiado por la posibilidad de
que cualquier noche muriera su madre sin estar él presente. Mien-
tras Jimmy hablaba, pensé si Lupo me recordaría aún. Para mí él
era una de esas personas que uno recuerda a lo largo de la vida.
Incluso cada vez que pasaba por la Zona rememoraba mis excur-

392
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

siones con él a Miraflores y a Gamboa. En cierto modo, más que


un recuerdo era una presencia que, junto con muchas otras cosas
y personas, iba conmigo a todas partes.
Jimmy bebía su cerveza y yo lo miraba y sentía por él, como
si el tiempo no hubiera transcurrido, el mismo cariño de antes.
No importaba que ahora juzgáramos las cosas de manera distinta,
que él viera en los Estados Unidos una esperanza y yo una frustra-
ción; nada de eso importaba: mi cariño por él era invariable. Re-
chazarlo a él hubiera equivalido a repudiar una parte de mío mis-
mo. Además, olvidaba que, durante mucho tiempo, yo también
había pensado que los gringos eran gente maravillosa.
—¿Y Marta? —pregunté cuando Jimmy acabó de hablar—. ¿Qué
se hizo? ¿sabes algo de ella?
Su cara se puso, seria y bebió despacio un trago de cerveza.
—Murió —dijo finalmente—. Murió hace como un año.
Después de que ustedes se mudaron, estuvo presa varias veces.
Tenía un chulo que andaba metido en eso de las drogas. A veces
se peleaban, hacían escándalo y llegaba la policía. Una vez él la
pateó y ella le dio una cuchillada. Luego a él le impusieron una
condena de varios años y lo mandaron a Coiba. Creo que toda-
vía está allí. Después ella estuvo hospitalizada un tiempo y cuan-
do salió volvió a pescar, pero nadie le hacia caso porque se
había corrido la voz de que estaba enferma. Entonces anduvo
dando vueltas por ahí hasta que cayó presa otra vez y, finalmen-
te —eso se supo después—, de la cárcel la llevaron al hospital a
morir. Parece que estaba tuberculosa, aunque en la casa decían
que había muerto de cáncer.
Marta. ¡Cuántos recuerdos! ¡Qué cosa la vida! Una tristeza
dulce, sosegada, íntima me veló la memoria por un instante.
Jimmy fue al baño y en tanto duró su ausencia me abandoné
a ese pesar tibio y salobre que me envolvía como una bruma
lenta. ¡Qué cosa la muerte! Jimmy regresaba. Bebí un trago de
cerveza y la niebla se disipó.
De nuevo en la mesa, Jimmy me habló de sus planes. Traba-

393
DIMAS LIDIO PITTY

jaría duro y ahorraría para llevarse a su madre. No quería que


siguiera para siempre de portera en una escuela. Yo lo escucha-
ba sin exteriorizar mis reparos. Lo veía demasiado entusiasma-
do para agriarle el ánimo con objeciones y palabras, porque
sólo palabras era cuanto podía ofrecerle a cambio de sus sue-
ños. Seguimos bebiendo y horas después, al despedirnos, sentí
un desgarramiento. Como una gitana ve en los naipes el destino
de su cliente, vislumbraba yo en los planes de Jimmy su futu-
ro.... Viviría en Brooklyn. Muy bien y ¿luego? Luego lo enro-
larían en el U.S. ARMY y después, como muchos otros, adopta-
ría la ciudadanía norteamericana. Eso si sobrevivía y no lo mata-
ban en cualquier país remoto sin que él supiera por qué.
Nos despedimos fuera de la cantina, bajo el anuncio luminoso
de un almacén, y en el momento de darnos un abrazo tuve la
impresión —fue algo fugaz— de que en adelante Jimmy ya no
sería para mí un amigo sino sólo el recuerdo de un tiempo muy
lejano.
—Te escribiré —dijo con voz enronquecida por la cerveza
mientras caminaba hacia la parada de buses.
Un mes más tarde recibí una postal que mostraba al Empire
State Building contra un grisáceo cielo de otoño. “Estoy bien.
Esta ciudad es formidable. Comienzo a ganar buen dinero”, de-
cía. No tuve más noticias suyas y cuando me acordaba de él lo
imaginaba recorriendo calles frías, atestadas de automóviles y
gente, o en el subway, respirando el aire sudado, corrompido
por las respiraciones y los eructos. Veía su cara morena, ya no
sonriente sino seria y fatigada, perdida entre millones de ros-
tros anónimos y hoscos. Luego, cosa de un año después, supe por
los periódicos que Jimmy había muerto baleado durante una bati-
da policiaca.
Esa tarde, algunos compañeros comentábamos la muerte de
Jimmy en el café de la universidad. (Entonces quienes teníamos
veleidades literarias solíamos reunirnos cada día para mostrar el
último poema, cruzar ideas y descuartizar a quien hubiera publi-

394
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

cado algo. Uno pretendía emular a Lope de Vega y cada tarde lleva-
ba un cartapacio con seis, nueve, once poemas, todos malos, por
supuesto, aunque él parecía creer sinceramente que a ese paso se-
ría en unos años el mejor y más prolífico poeta del mundo). Nin-
guno de ellos lo había conocido, pero les conté quién era Jimmy y
todos coincidieron en que su fin era lamentable. Claro, su caso no
era único ni sería el último. Podían decirlo los puertorriqueños y
los mexicanos que cada día eran agredidos o asesinados en las ciu-
dades estadounidenses. Además, no debíamos olvidar algo: no era
necesario salir de Panamá para ser un delincuente a los ojos de los
gringos. Alguien recordó al panameño que había sido condenado a
cadena perpetua en la Zona del Canal por haber cedido a la ninfo-
manía de la esposa de un coronel. Fue acusado de estupro y aunque
la supuesta víctima no estuvo presente en el juicio ni declaró con-
tra el acusado —la habían enviado discreta y apresuradamente a
Estados Unidos— el veredicto fue de culpabilidad y por ello Lou
Lerner Grace permanecía desde hacía diecisiete años en la peni-
tenciaría de Gamboa. Había sido un escándalo. La defensa, a cargo
de un abogado gringo, se limitó a pedir clemencia y no presentó
testigos, pese a que muchos habían visto cómo la mujer llegaba en
su automóvil a buscar a Grace por las noches. Simplemente, en la
Zona no podían tolerar —era inmoral, inadmisible, dijo el fiscal—
que la blanca esposa de un coronel hiciera el amor con un negro,
así fuese dentro de un automóvil en un camino solitario.
Largo rato hablamos de esos muchachos que se marchaban a
Estados Unidos en busca de una vida mejor. Simultáneamente te-
nían razón y estaban equivocados. Pero, ¿qué se podía hacer? La
realidad, su aversión a la pobreza era más fuerte que todas las
palabras. Todavía, durante el viaje de la universidad al centro, con-
tinuaba pensando en eso y la imagen de Jimmy seguía dándome
vueltas, giraba dentro de mí como una nubecilla luminosa en un
cielo negro.
Mientras yo pensaba en Jimmy, Billy bebía calmosamente,
ponía el vaso en la mesa, encendía un cigarrillo y dejaba correr la

395
DIMAS LIDIO PITTY

vista por el local saturado de humo. Sí, en ocasiones hubiera que-


rido olvidarme de tantas cosas y ser como muchos otros, como
mucha gente. Ser, por ejemplo, un buen empleado en el ministe-
rio —sobre todo ser simpático con los jefes: contarles chistes,
hacer escarnio de los enemigos de ellos, invitarlos a bautizos y
reuniones de familia; hacer méritos, en fin, para un ascenso— y
beber despreocupadamente cerveza los sábados con los amigos.
Hubiera querido hacerlo, pero a la vez comprendía que no era
posible. En nuestra pequeña tierra había demasiado dolor acumu-
lado, excesivos entuertos y equívocos históricos, para que uno
pudiera, si tenía siquiera un poco de sensibilidad o de conscien-
cia, ser conforme. Había tenido la desgracia o la fortuna —uno
no sabe cómo juzgar en estos casos— de nacer en un país y en un
tiempo vedados a la conformidad o a la complacencia; de manera
que no tenía otra alternativa: o la sumisión o el descontento. Y
frente a esa realidad hiriente y vergonzosa, lo único decente eran
el repudio y la condena. Así, por mucho que me atormentara o
pretendiera esquivarlo, mi destino era ése: y tenía que vivirlo.
Una mujer baila sola, con movimientos lánguidos y sensua-
les, junto al jukebox. Su acompañante, un hombre maduro de
espeso cabello entrecano peinado hacia atrás, la observa desde
una mesa. Ella se acaricia las caderas, los senos, los ofrece al
vacío, y su boca entreabierta y húmeda se entrega a la penumbra
del MOROCO, al aire denso, a una boca imaginaria. Con un ciga-
rrillo en la mano, su amigo sigue contemplándola quieto, atento a
todos los movimientos de la pelvis, de los muslos, de las nalgas
trémulas; la acaricia con los ojos sin que se mueva un solo mús-
culo de su cara. Sobre la mesa, dos copas de coñac y un paquete
de Camel abierto.
Charlie se acerca secándose las manos con el delantal.
—¿Y...? —pregunta.
—Nada —digo y continúo mirando a la mujer que baila.
Charlie se fija en ella.
—Ah, esa... —hace un gesto de desdén— viene por aquí algu-

396
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

nas veces, siempre con el mismo tipo. Ponen música y ella baila
y él la mira. Nunca baila con ella, sólo la mira. No sé... a veces
pienso que debe ser un enfermo. ¿Te sirvo el otro?
—Bueno. Y ahora sí tráeme algo para picar.
Charlie se aleja y en la luz violeta, entregada a la música, a
la mirada del hombre y a un rito que quizá sólo ella conoce, la
mujer sigue bailando.

397
DIMAS LIDIO PITTY

398
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

CRÓNICA
1903

E
n el Istmo se han librado los últimos combates de la Gue-
rra de los Mil Días. Liberales y conservadores están
exhaustos y hastiados de sangre. Panamá sufre, como ha
padecido desde su emancipación de España, los males de Colom-
bia. Ahora, desgarrado el país por la contienda civil, es el mo-
mento de intentar una vez más la separación. Los comerciantes
panameños cansados de soportar los estragos de las revueltas ur-
didas en Bogotá y los gravámenes impuestos por el gobierno me-
tropolitano, no están dispuestos a tolerar que sus establecimien-
tos continúen languideciendo en la zozobra.
En la honda noche crepitan debates y concilios, titubeos y
resoluciones. Finalmente, una mañana de noviembre, con el apo-
yo prestado por la presencia de la U.S. NAVY, se proclama la
independencia. Es fiesta: campanas a vuelo, salvas, euforia en las
calles.
Quince días después es firmado en Washington el tratado
Hay–Bunau Varilla, por el cual Estados Unidos obtiene la con-
cesión para construir el Canal (la fracasada compañía francesa,
representada por Bunau Varilla, percibe cuarenta millones de
dólares) y además recibe a perpetuidad una franja de territorio
para el mantenimiento y defensa de la vía.
Meses antes, el indio Victoriano Lorenzo, general–guerri-
llero que luchaba en el bando liberal por tierras para los suyos y
quien recelaba de los gringos, había sido fusilado a traición,
con el consentimiento de los jerarcas liberales. De manera que

399
DIMAS LIDIO PITTY

ahora el tratado que enajena Panamá a los Estados Unidos con


todo cuanto es (su vieja historia y su futuro) no tiene impugna-
dores.
Los trabajos recomienzan con nuevo impulso y vuelven a
venir hombres de todas partes (muchos atraídos con señuelos) a
dejar sus vidas en la zanja interoceánica. Y tras diez años de
labores, Wilson detona una mañana el explosivo con el cual se
pulverizan los últimos metros de roca que impiden la unión de
las aguas. Nuevamente es fiesta. La prensa mundial recoge y
difunde la proeza.
¡Por fin han sido unidos los mayores océanos de la tierra!
Así culmina un sueño luminoso y comienza una historia
amarga.

400
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

E
L TAXI AVANZA POR CALLES DESIERTAS, SIN au-
tos ni gente, apenas animadas por anuncios parpadeantes,
y de vez en cuando el chofer intenta entablar conversa-
ción, pero le respondo con monosílabos distraídos o permanez-
co callado si no es preciso que conteste; finalmente parece re-
signarse a mi renuencia a la plática y enciende el radio. Frank
Sinatra canta Stranger in the night y su voz tiene resonancias
oscuras en el aire fresco de la madrugada. Reclino la cabeza en
el espaldar del asiento, entorno los ojos y me entrego a la can-
ción y a ese aroma indefinido de la noche, mezcla de cemento y
mar, de tierra, sudor, lluvia y cielo, que la ciudad exhala antes
de amanecer. Río Abajo, Parque Lefevre, Carrasquilla, El Can-
grejo, Bella Vista, San Miguel, Calidonia y ahora, a la izquier-
da de la avenida, El Chorrillo; hemos atravesado la ciudad dor-
mida y bordeamos las faldas del Ancón. Allí están las alambra-
das iluminadas por reflectores, Quarry Heights —centro neurál-
gico del vasto aparato bélico— y los letreros NO TRANSPA-
SSING MILITARY ZONE, fosforescente entre los insectos y la
vegetación. Más allá, a la izquierda Amador, el mar y las islas de
Perico, Naos y Flamenco, densas y quietas como tortugas dor-
midas en la vaga luz. Termina la canción de Sinatra. Son las cuatro
y cuarenta y seis de la mañana, dice la voz insomne del locutor. A
la derecha, Balboa; sus calles limpias, bordeadas de palmeras y
césped, están ahora sumidas en el silencio y el sueño; y al frente,
ya prácticamente debajo de nosotros, el gran puente iluminado.

401
DIMAS LIDIO PITTY

Su arco divide en dos la sombra y en el agua resopla un remolca-


dor. Mar afuera, luces de barcos fondeados o alejándose. El vehí-
culo me deja en el mirador y camino hasta el centro del puente.
En las esclusas de Miraflores, un barco de carga se desliza hacia
el Pacífico. Ocho horas antes dejó atrás el Atlántico, se internó
entre colinas y ahora está a punto de entrar en el otro océano.
¿Cuántas veces ha sido repetida esa maniobra desde 1915? Pien-
so en esa madrugada de hace años, cuando por primera vez crucé
el Canal en el ferry Roosevelt. Me deslumbraron los faros gira-
torios, las naves, los sonidos, los reflejos aceitosos de esa mis-
ma agua que ahora es allá abajo una masa oscura y quieta. Ya en-
tonces, sin que yo siquiera pudiese imaginarlo, vida y muerte es-
taban allí, en esa agua turbia mancillada por las quillas de los bu-
ques y por las blasfemias de los marineros, por las banderas y las
lenguas de todas las naciones. Era el destino de la patria, afirma-
ban quienes enriquecían con el comercio. Pro mundi beneficio
rezaba el escudo nacional. Pero no, no era el destino. Nadie lo
pensaba, o si lo pensaba no se atrevía a decirlo, pero no era el
destino; sí eran, en cambio, el despojo, la injusticia, el colonia-
lismo. Claro, eso lo sabría después, mucho después, no esa
madrugada de asombros y descubrimientos. Después, viendo a
gente inerme caer bajo las balas del U. S. ARMY el 9 de enero
del 64, investigando cuántos miles de millones de dólares ha
reportado la vía a Estados Unidos, sabría que los gringos no son
los seres más inteligentes y bondadosos de la tierra, como había
creído. Sin embargo, esa madrugada aún no había estudiado ni
sufrido la historia, ignoraba demasiadas cosas; y por eso, lo
mismo que mucha gente, aceptaba el destino.

Billy Jones XVII de Infantería de Illinois ¿ya habrán


recibido los señores Jones el telegrama que les infor-
ma de tu muerte? cuando lo sepan tu madre orgullosa
de ti pondrá la medalla con un retrato tuyo en un marco
y tal vez piense que después de todo valieron la pena

402
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

tantos disgustos y acaso un remordimiento recóndito


la impulse a hablar con los conocidos en el colegio en
la iglesia en el supermercado de lo buen hijo que eras
de cuánto te quería y posiblemente se imponga la se-
creta penitencia de cortar cada día una de sus rosas para
ponerla junto a tu retrato

El barco desciende al nivel del mar en la esclusa de Miraflo-


res y las compuertas se abren con majestuosa lentitud para darle
paso hacia el agua libre, salada y aceitosa del Pacífico,

y la tía Margaret visitará a tus padres cuando se entere y


llorará abrazada a su hermana Bette que desgracia oh
Dios el pobre Billy morir así cuando ya venía de regre-
so oh Dios Bette cómo pudo ser Bette tan bueno que
era oh Dios el pobre Billy el pobre Billy

llena de tiburones y cangrejos, de medusas y basuras, que llega en


olas monótonas hasta, donde las compuertas liberan el agua dulce
del río Chagres y de los pequeños embalses auxiliares. Por el puente
pasan camiones de carga. Algunos traen ganado o legumbres de
Chiriquí; otros, cerdos, aves y frijoles de Los Santos. Sus motores
dejan el olor del diesel quemado y un sonido ronco y largo antes
de perderse en el extremo del puente rumbo a la capital.

y el profesor Jones lamentará que hayas muerto pero si-


multáneamente tratará de consolarse pensando que fuis-
te un héroe que conseguiste para la buena Bette una me-
dalla y para siempre estará orgulloso de su chico Billy
soldado heroico en Vietnam buen hijo hasta el fin y nun-
ca aceptará así se lo prueben cien veces que te arrojaste
del puente
no
no

403
DIMAS LIDIO PITTY

lo han matado pensará lo han matado y quizás un día


decida venir a conocer el sitio donde supone que te
mataron vuele ahora y pague después ¿Por qué no va-
mos Bette? dirá con el folleto de una agencia de viajes
en la mano era un buen hijo y es lo único que podemos
hacer por él y sí es posible que vengan Billy ya sabes
cómo son de caprichosos los viejos sobre todo si tie-
nen remordimientos

Del mar sopla ese viento fresco que anuncia el alba. En uno
de los muelles de Balboa hay un trasatlántico amarrado, inmó-
vil en el agua sin olas. De la ensenada de Rodman sale un remol-
cador a marcha lenta. La brisa agita la bandera estadounidense en
lo alto del puente.

ESSO STANDARD OIL enormes depósitos de com-


bustible naval elevan sus formas redondas rodeados
de luces y letreros NO SMOKING DANGER segura-
mente los vistes antes de saltar ¿no los viste? ahí esta-
ban y están como hace años como estarán dentro de
mucho tiempo ¿no los viste Billy? ¿seguro que no vis-
te esos gingantescos tanques de cuerpos redondos como
huevos monstruosos?

Finalmente no habló nada de Billy con Charlie, pienso. Pero


quizás eso no importe mucho, después de todo. Lo que real-
mente importa fue haberlo conocido, haberme enterado de su
vida y estar ahora cerca de su muerte. Ni la una ni la otra cam-
biarán lo que aquí ocurre, pero ambas me han ayudado a tener
más claras algunas cosas. Tal vez siempre deberé estarle agrade-
cido por eso. Ahora este puente, el Canal y lo que somos y he-
mos sido forman una sola cosa dentro de mí, una sola imagen que
se adentra en mi sangre con los ruidos y las sirenas de los barcos,
con los días y los clamores de los barrios miserables, con las

404
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

calles limpias de Balboa, con la angustia de los discriminados y


con las sonrisas satisfechas de los “zonians”. Lo que antes sólo
era suposición o estaba disperso y confuso, se ha unido y ordena-
do. Aquí en el puente, rodeado por la sombra herida de luces, en
la soledad del agua, lo veo todo muy claro. En cierto modo, ya no
tendré derecho a dudar, ni a ser débil, ni a seguir aislado.

acaso a esta hora tu madre y Margaret están llorando y


recordándote en la sala o dormitan en sillones venci-
das por el llanto con un pañuelito húmedo en la mano
desencajados los rostros respirando con suave gorgo-
teo mientras el profesor Jones en su estudio piensa en
tí y en Hamlet o en alguna frase paliativa de Emerson
o de Donne o de algún clásico estoico

Los camiones pasan y un olor a vacas y a cerdos queda flo-


tando durante algunos segundos, hasta que el viento lo disipa.
Cuando aún no había puente, los camiones formaban convoyes
para cruzar el Canal en los ferries que transbordaban cincuenta
o más vehículos cada vez. Era hermosa la travesía a quince mi-
llas por hora sobre las aguas espesas, con barcos aproximándo-
se o alejándose, con el ruido de las

¿y tú Billy? estás desde hace horas en la morgue del


Gorgas Hospital helado con los ojos mordidos por los
peces encerrado en un cubículo de sombra fría sin re-
cuerdos ya sin hastío ni pesadumbre esperando que te
envíen a Filadelfia cuyo cielo es azul en esta época

máquinas del ferry perdiéndose en las olas levantadas por la


propia embarcación. Sobre el Ancón parpadean luces rojas y
verdes y allí afuera, sobre las islas negras, también hay lucecitas
encendidas.

405
DIMAS LIDIO PITTY

tu cuerpo magullado regresará a Filadelfia pero nadie


verá tu rostro muerto sino el recuerdo de tus ojos ce-
lestes entre los rosales florecidos de mistress Jones te
verán cuando eras niño cuando ibas a la escuela o a la
iglesia y jugabas con los chicos vecinos no verán tu
faz marcada por el miedo el odio los disparos los pros-
tíbulos y las borracheras no sabrán nada de tu hastío de
tu náusea nada de eso habrá existido para quienes te vean
para todos serás Billy el chico de los Jones hasta que el
olvido te sepulte

De Miraflores se aproxima el barco con la bandera de In-


glaterra a popa. No hay nadie en las cubiertas y a proa aparece el
nombre de la nave BLUE FISH en letras de metro y medio. Aho-
ra no pasa ningún automóvil. La soledad se extiende en todas las
direcciones. En lo alto, empalidecidas por las luces del puente,
brillan las estrellas. ¿Qué harán los caracoles allá abajo?

tampoco verá nadie la foto de tu cuerpo tendido bajo


la manta en la hierba del amanecer rodeado de poli-
cías mordido por las sardinas y los cangrejos hinchado
y amoratado como todos los cadáveres de ahogados
como el cuerpo de una niña de nueve años y huérfana de
madre que murió en un río de David en el verano de
1949 al mediodía mientras jugaba con un grupo de es-
colares custodiado por una maestra
seguramente tú no gritaste Billy no tenías motivo ni
tiempo para hacerlo y pienso que tampoco sufriste mu-
cho porque la caída debió aturdirte pero la niña sí sufría
y gritaba su carita deformada por el miedo era un grito
desgarrador y los demás niños también gritaban
deseperadamente en la orilla en un instintivo y vano in-
tento de alejar a la muerte y uno de los mayores nadó

406
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

hacia ella pero cuando estaba a tres metros del grito la


niña se hundió entre burbujas agónicas y el silencio su-
cedió a los gritos y el agua del Risacua fue nuevamente
verde y mansa bajo los espavés de la ribera luego duran-
te toda la tarde varios hombres buscaron a la pequeña
en las profundidades mientras los niños permanecían
callados y sobrecogidos en la orilla con un viscoso sen-
timiento de asombro y espanto en las entrañas y la maes-
tra iba y venía desesperada con los ojos llorosos y des-
pués ya casi al anochecer trajeron a Tiburón Ramírez
quien había sido pescador de perlas en Las Paridas y la
maestra le pidió entre sollozos agrandados por el silen-
cio que sacara a la niña que sacara a la niña señor por-
que no puede quedarse sin cristiana sepultura y Tiburón
canoso y agrietado su rostro por tantos años de mar pi-
dió un vasito de ron para cortar el frío y entró al agua
con una áspera cicatriz en la mejilla izquierda y tras
persignarse su cabeza gris desapareció en el agua ver-
dosa y pasaron lentamente los segundos diez pesados
veinte densos treinta expectantes cuarenta y después de
un minuto Tiburón emergió veinte metros más abajo de
donde se había sumergido
no
no estaba por ese lado
únicamente podía estar en la olla que un remolino ha-
bía formado debajo del puente en la base de la pilastra
eso si la corriente no la había arrastrado pero la olla
tenía cuarenta pies de profundidad y el remolino difi-
cultaba el descenso por eso debía descansar un poqui-
to y tomarse otro trago antes de buscar ahí y Tiburón
se bebió otro vaso de ron y su pecho enjuto y fibroso
aspiró hondo varias veces en la luz muriente antes de
zambullirse de nuevo y el padre de la niña había llegado
y estaba en la orilla ebrio roja la mirada por el dolor y

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DIMAS LIDIO PITTY

quería tirarse al agua y maldecía a Dios me cago en to-


dos los santos mi hija no puede perderse así y dos hom-
bres lo sujetaban para calmarlo
Tiburón está buscándola señor tenga paciencia oiga
no se desespere,
y Tiburón salió casi a los dos minutos y dijo el remo-
lino la metió en la olla échenme una soga y la maestra
lloraba cubriéndose la cara con las manos cuando Ti-
burón dejó el cadáver en la orilla y entonces ya nadie
pudo contener al padre que lloró sobre la hija muerta
con gemidos entrecortados y luego así sin cubrirlo
cargó el cuerpo sobre sus hombros y caminó hacia la
carretera seguido por la gente y por las primeras som-
bras de la noche

EL BLUE FISH avanza hacia la salida del canal, ya está


casi debajo del puente; en diez minutos más estará en el mar
propiamente dicho y sus luces de navegación serán puntitos cada
vez más lejanos y diminutos, hasta que finalmente se apaguen en
el horizonte con un último destello. Ahora la chimenea y los
mástiles pasan a pocos metros de mí, deslizándose apacible-
mente como si el buque no surcara agua sino una niebla o un
sueño. Falta poco para que amanezca; la sombra comienza a ser
pálida por el este. EL BLUE FISH busca el mar por la ruta que
le indican las boyas y una lancha lo sigue para recoger al prác-
tico que ha guiado la nave a través del Canal.

falta poco para que amanezca y sea lunes Billy pero


hoy no iré al trabajo mejor esperaré el alba sentado en
el malecón de El Chorrillo quiero amanecer en ese
barrio viejo y sucio de techos oxidados y ver cómo el
día comienza allí con niños pelícanos y cangrejos
correteando por la arena tibia mientras la distancia en-
gendra barcos en la luz naciente

408
ESTACIÓN DE NAVEGANTES

quiero ver eso y olvidar todo lo demás Billy quiero ver


cuanto tal vez no vieron tus ojos a lo largo de los años
velados por la angustia quiero ver lo que seguramente
no vieron antes de cerrarse por el golpe del agua antes
de ser mordidos por los peces

UUUUUHHHHH UUUUUHHHHH La sirena del BLUE


FISH suena en la sombra como un lamento perdido y el buque
aumenta su velocidad cuando rebasa la última boya. Atrás quedan
el Canal —su historia de vida y muerte— y un hombre que mira
desde el puente cómo el barco se aleja y cómo, paulatinamente,
mientras el sonido de la sirena es devorado por el silencio y las
colinas, la estela de la nave se convierte en recuerdo sobre el
agua.

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DIMAS LIDIO PITTY

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ESTACIÓN DE NAVEGANTES

Biblioteca de la Nacionalidad
TÍTULOS
DE ESTA COLECCIÓN

• Apuntamientos históricos (1801-1840), Mariano Arosemena.


El Estado Federal de Panamá, Justo Arosemena.

• Ensayos, documentos y discursos, Eusebio A. Morales.

• La décima y la copla en Panamá, Manuel F. Zárate y Dora Pérez de Zárate.

• El cuento en Panamá: Estudio, selección, bibliografía, Rodrigo Miró.


Panamá: Cuentos escogidos, Franz García de Paredes (Compilador).

• Vida del General Tomás Herrera, Ricardo J. Alfaro.

• La vida ejemplar de Justo Arosemena, José Dolores Moscote y Enrique J. Arce.

• Los sucesos del 9 de enero de 1964. Antecedentes históricos, Varios autores.

• Los Tratados entre Panamá y los Estados Unidos.

• Tradiciones y cantares de Panamá: Ensayo folklórico, Narciso Garay.


Los instrumentos de la etnomúsica de Panamá, Gonzalo Brenes Candanedo.

• Naturaleza y forma de lo panameño, Isaías García.


Panameñismos, Baltasar Isaza Calderón.
Cuentos folklóricos de Panamá: Recogidos directamente del verbo popular,
Mario Riera Pinilla.

• Memorias de las campañas del Istmo 1900, Belisario Porras.

• Itinerario. Selección de discursos, ensayos y conferencias, José Dolores Moscote.


Historia de la instrucción pública en Panamá, Octavio Méndez Pereira.

• Raíces de la independencia de Panamá, Ernesto J. Castillero R.


Formas ideológicas de la nación panameña, Ricaurte Soler.
Papel histórico de los grupos humanos de Panamá, Hernán F. Porras.

• Introducción al Compendio de historia de Panamá, Carlos Manuel Gasteazoro.


Compendio de historia de Panamá, Juan B. Sosa y Enrique J. Arce.

• La ciudad de Panamá, Ángel Rubio.

• Obras selectas, Armando Fortune.

• Panamá indígena, Reina Torres de Araúz.

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• Veintiséis leyendas panameñas, Sergio González Ruiz.
Tradiciones y leyendas panameñas, Luisita Aguilera P.

• Itinerario de la poesía en Panamá (Tomos I y II), Rodrigo Miró.

• Plenilunio, Rogelio Sinán.


Luna verde, Joaquín Beleño C.

• El desván, Ramón H. Jurado.


Sin fecha fija, Isis Tejeira.
El último juego, Gloria Guardia.

• La otra frontera, César A. Candanedo.


El ahogado, Tristán Solarte.

• Lucio Dante resucita, Justo Arroyo.


Manosanta, Rafael Ruiloba.

• Loma ardiente y vestida de sol, Rafael L. Pernett y Morales.


Estación de navegantes, Dimas Lidio Pitty.

• Arquitectura panameña: Descripción e historia, Samuel A. Gutiérrez.

• Panamá y los Estados Unidos (1903-1953), Ernesto Castillero Pimentel.


El Canal de Panamá: Un estudio en derecho internacional y diplomacia, Harmodio
Arias M.

• Tratado fatal! (tres ensayos y una demanda), Domingo H. Turner.


El pensamiento del General Omar Torrijos Herrera.

• Tamiz de noviembre: Dos ensayos sobre la nación panameña, Diógenes de la Rosa.


La jornada del día 3 de noviembre de 1903 y sus antecedentes, Ismael Ortega B.
La independencia del Istmo de Panamá: Sus antecedentes, sus causas y su
justificación, Ramón M. Valdés.

• El movimiento obrero en Panamá (1880-1914), Luis Navas.


Blásquez de Pedro y los orígenes del sindicalismo panameño, Hernando Franco Muñoz.
El Canal de Panamá y los trabajadores antillanos. Panamá 1920: Cronología
de una lucha, Gerardo Maloney.

• Panamá, sus etnias y el Canal, Varios autores.


Las manifestaciones artísticas en Panamá: Estudio introductorio, Erik Wolfschoon.

• El pensamiento de Carlos A. Mendoza.

• Relaciones entre Panamá y los Estados Unidos (Historia del Canal


Interoceánico desde el siglo XVI hasta 1903) —Tomo I—, Celestino Andrés
Araúz y Patricia Pizzurno.

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A los Mártires de enero de 1964,


como testimonio de lealtad a su legado
y de compromiso indoblegable
con el destino soberano de la Patria.

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