Siddharta - Herman Hesse

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II

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Edición Completa

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Título de la obra en alemán;


SIDDARTHA

Traducido por:
Carmen Grossi

Diseño de portada: Alberto Diez

Editores Mexicanos Unidos, S.A.


Luis González Obregón 5-B
C.P. 06020 Tels: 521-88-70 al 74
Miembro de la Cámara Nacional
de la Industria Editorial. Reg. No. 115
La presentación y composición tipográficas
son propiedad de los editores

ISBN 968-15-0122-5

7a. edición, junio de 1985


3a. reimpresión diciembre de 1989.

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Impreso en México
Printed in México

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PRIMERA PARTE
EL HIJO DEL BRAHMÁN

Junto a su amigo Govinda, a la sombra de la casa,


bajo el sol a la orilla del río, junto a las barcas,
en lo umbrío del bosque de sauces y de higueras,
creció Siddharta, el agraciado hijo del brahmán, el
joven halcón. El sol bronceaba sus esbeltos hom-
bros al borde del río, en el baño, en las abluciones
sagradas, en los sacrificios religiosos. Sus ojos se
ensombrecían al jugar en los bosques de mango%
al escuchar el canto de su madre y las enseñanzas
que su padre impartía a los sabios. Ya hacía mu-
cho tiempo que Siddharta participaba en las confe-
rencias de los sabios. Con Govinda se adiestraba
en la polémica, en el arte de la contemplación y de
la meditación. Ya podía pronunciar quedamente el
OM, la palabra por excelencia. Había conseguido
decirlo en silencio al aspirar: aprendió a enunciarlo
calladamente al exhalar con toda su alma, mientras
su frente se iluminaba con el espíritu. Ya había
encontrado a ATMAN, el indestructible, en el fon-
do de sí mismo, siendo uno con el universo.
8 Hermann Hesse
La alegría invadía el corazón de su padre al ver
al hijo inteligente,con deseos de aprender; obser-
vaba cómo crecía en Siddharta un gran sabio y sa-
cerdote, un príncipe entre los brahmanes.
El pecho de su madre se henchía de orgullo al
verlo caminar, sentarse,levantarse. Siddharta el
fuerte, el hermoso, el de miembros ágiles, que la sa-
ludaba con donaire.
El amor se despertaba en el corazón de las hijas
de los brahamanes cuando Siddharta paseaba por
las callejuelas de la ciudad con la frente alta, la
mirada real, la figura grácil.
Pero quien más amaba a Siddharta era su amigo
Govinda, el hijo del brahmán. Amaba la mirada de
Siddharta, su voz cálida. Amaba su forma de andar
y la armonía de sus movimientos. Amaba todo lo
que Siddharta hacía y decía. Pero lo que más ve-
neraba era su inteligencia, sus pensamientos ardien-
tes y elevados, su férrea voluntad y su vocación
sublime. Govinda lo presentía: Este no sería un
brahmán corriente ni un oscuro ej'ecutor de sacrifi-
cios, ni un ávido comerciante de fórmulas mágicas,
ni tampoco un retórico vacío, ni un sacerdote astuto.
Sin embargo, tampoco sería una mansa y estúpida
oveja entre la masa del rebaño. No, y tampoco él,
Govinda, quería ser así; un brahmán como hay diez
mil. Quería seguir a Siddharta, el amado, el mag-
nífico. Y si Siddharta un día se convertía en dios,
si un día entraba en el imperio de la luz, Govinda lo
seguiría entonces como su amigo, su acompañante,
su criado, su escudero, su sombra.
SlDDHARTA 9

Así querían todos a Siddharta. A todos daba ale-


gría y gozo.
No obstante, el propio Siddharta no sentía ni ale-
gría ni gozo. Su corazón no compartía ese júbilo
general cuando andaba por los caminos rosados del
jardín de higueras o cuando se hallaba sentado a
la sombra azul del bosque de la contemplación,
cuando lavaba sus miembros en el diario baño pro-
piciatorio, o hacía sacrificios entre las profundas
sombras del bosque de mangos. Hasta él llegaban
sin cesar sueños y pensamientos que emanaban de
la corriente del río, del brillo de las estrellas, del
resplandor del sol. El ánimo se le intranquilizaba
con pesadillas salidas del humo de los sacrificios,
de los versos del Rig Veda, filtrados en las doctri-
nas de los viejos brahmanes.
Siddharta había empezado a sentir el descontento
en su interior. Comenzó por comprender que el amor
de su padre, el cariño de su madre y también el
afecto de su amigo Govinda no lo harían feliz para
toda la vida, no le brindarían la paz. No le satisfa-
rían ni le bastarían. Había empezado a presentir que
su venerable padre y los otros profesores, junto con
los sabiosbrahmanes, le habían comunicado la parte
más importante de su sabiduría. Adivinaba que ya
habían llenado hasta el borde el recipiente y que, sin
embargo, el recipiente no se encontraba lleno. El
espíritu no se hallaba satisfecho, el alma no estaba
tranquila, el corazón no se sentía sosegado. Las ablu-
ciones eran buenas, pero eran agua; no lavaban el
pecado, no curaban la sed del espíritu, no tranquili-
10 Hermann Hesse
zaban la angustia del corazón. Los sacrificios y la
invocación de los dioses eran excelentes. pero, ¿lo . .

eran todo? ¿Daban los sacrificios la felicidad? ¿Y


qué sucedía con los dioses? ¿Realmente era Prajapati
el creador del mundo? ¿No era ATMAN, lo único, lo
indivisible, quien lo había creado? ¿Acaso los dioses
no eran unos seres creados como yo y como tú, mor-
tales, pasajeros? ¿Tenía sentido, entonces, ofrecer sa-
crificios a los dioses? ¿A quién más se debía ofrecer
sacrificios y mostrar devoción, que no fuera al único,
al ATMAN? ¿Y dónde se podía encontrar al AT-
MAN? ¿Dónde habitaba? ¿Dónde latía su corazón
eterno? ¿Dónde sino en el propio yo, en el interior,
en lo indestructible que cada uno lleva dentro de sí?
Pero, ¿dónde se hallaba este yo, este interior, esto
último? No es carne ni hueso, nopensamiento ni
es
conciencia: así lo enseñan los grandes sabios. En-
tonces, ¿dónde? ¿Dónde se encontraba? ¿Existía otro
camino para llegar al yo, al ATMAN un camino
. . . ,

que valía la pena buscar?


Pero nadie enseñaba ese camino! ¡Nadie lo cono-
I

cía! Ni el padre, ni los profesores, ni los sabios.


Tampoco los salmos sagrados. Todo lo sabían los
brahmanes y sus libros religiosos. Lo conocían todo.
Se habían preocupado de todo: lo referente a la crea-
ción del mundo, al origen de la oración, de los ele-
mentos, de la aspiración, a los órdenes de los senti-
dos, a los hechos de los dioses. Sabían infinidad de
cosas. Pero, ¿tenía algún valor saber todo esto si se
desconocía al Uno, al Único, al Más Importante, al
Únicamente Importante?
SlDDHARTA 11

Ciertamente muchos versos de los libros sagrados,


sobre todo los Upanishandas de Samaveda, hablaban
de este interior y último. ¡Maravillosos versos!
"Tu alma es el mundo entero . .
.
", se leía allí.
Y escrito está que el hombre, mientras duerme, du-
rante el sueño profundo, penetra dentro de su interior
y vive en el ATMAN. ¡Qué maravillosa sabiduría
entrañaban esos versos! Todo el conocimiento de los
grandes sabios se había reunido en estas palabras má-
gicas, puras como de las abejas. No, no se
la miel
debían menospreciar los enormes conocimientos que
aquí se guardaban reunidos por innumerables genera-
ciones de sabios brahmanes. Pero, ¿dónde se encon-
traban los brahmanes, los sacerdotes, los sabios que
no sólo tenían estos conocimientos sino que también
los vivían? ¿Dónde se encontraba el iniciado que era
capaz de retener el ATMAN desde el sueño hasta el
despertar, durante la vida, con cada paso, palabra o
hecho?
Siddharta conocía a muchos brahmanes venerables,
sobre todo a su padre, el puro, el sabio, el más re-
verenciado. Su padre era digno de admiración: su
carácter era tranquilo y noble, su vida era pura, su
palabra sabia, sus pensamientos finos y dignos. Pero
él, que sabía tanto, ¿vivía en la bienaventuranza, te-

nía la paz? ¿Acaso no era también uno de los que


buscan siempre sedientos? ¿No necesitaba beber con-
tinuamente en las fuentes sagradas, en los sacrificios,
en los libros, en los diálogos con los brahmanes?
¿Por qué él, que era irreprochable, tenía que lavar
diariamente sus pecados, esforzarse cada día en la
12 Hermann Hesse

purificación, repetirla cotidianamente? ¿No estaba el


ATMAN en él, no fluía la primera fuente de su pro-
pio corazón? ¡Esa primera fuente, debía, tenía que
encontrarse en el propio yo! [Era necesario poseerla!
Todo lo demás era una búsqueda vana, un rodeo, un
desvarío.

Tales eran los afanes de Siddharta. Eran su sed,


su sufrimiento.
Con frecuencia pronunciaba las palabras de uno de
los Chadogya-Upanishadas: "En verdad, el nombre
del brahmán es Satyam Quien lo sabe con certeza,
. . .

entra diariamente en el mundo celestial."


Siddharta parecía estar a menudo Cerca
del mun-
do celestial, pero nunca lo había alcanzado comple-
tamente. Jamás había saciado la última sed.
Como tampoco ninguno de 'entre los más sabios que
Siddharta conociera y de cuyas enseñanzas disfrutó.
Nadie había alcanzado ese mundo celestial que apa-
ga la sed eterna para siempre.

Govinda —
dijo Siddharta a su amigo ven — ,

conmigo a la higuera de los banianos. Tenemos que


practicar el arte de la meditación.
Se fueron a la higuera de los banianos. Se senta-
ron. Aquí Siddharta y, veinte pasos más allá, Govin-
da. Acomodado y dispuesto a decir el OM, Siddhar-
ta repitió el Verso murmurando:

OM es el arco, la flecha es el alma,


La meta de la flecha es el brahmán,
al que sin arredrarse se debe apuntar.
SlDDHARTA 13

Cuando había pasado el tiempo acostumbrado para


el ejercicio de ensimismarse, Govinda se
del arte
levantó. Se había hecho tarde; ya era la hora de
efectuar la ablución de la noche. Llamó a Siddharta
por su nombre. Siddharta no contestó. Siddharta se
hallaba sentado, con la mirada fija en una meta le-
jana, con la punta de la lengua saliendo un poco en-
tre los dientes. Parecía que no respiraba. Así, sen-
tado, logrado el arte de ensimismarse, pensaba en el
OM, enviaba su alma como una flecha hacia el brah-
mán.
Un día, por la ciudad de Siddharta pasaron unos
samanas, ascetas peregrinos; eran tres hombres en-
jutos y cansados, ni viejos ni jóvenes, con los hom-
bros ensangrentados y llenos de polvo, casi desnu-
dos, abrasados por 'el sol, solitarios, extraños y flacos
chacales en un reino de hombres. Sobre ellos se
cernía un aire de silenciosa pasión, de despiadada e
inflexible renunciación.
Por después de la hora de la contempla-
la noche,
ción, Siddharta declaró a Govinda:
—Mañana de madrugada, amigo, Siddharta irá
con los samanas. Será un nuevo samana.
Govinda palideció al oír tales palabras y al ver en
la expresión de su amigo aquella decisión inaltera-
ble, como la trayectoria de la flecha disparada por el
arco. De pronto, y con la primera mirada, Govinda
se dio' cuenta: esto es sólo el principio: ahora Sid-
dharta inicia su camino, ahora empieza a despertar su
destino. Y con el suyo también el mío. Y s'e tornó
lívido como la piel seca de un plátano.
14 Hermann Hesse

—Siddharta — invocó— ,
¿te lo permitirá tu pa-
dre?
Siddharta le observó como uno que se empieza a
despertar. Raudo como una flecha, leyó en el alma
de Govinda, adivinó su amor, advirtió su resignación.
—Govinda — —
afirmó en voz baja , no debemos
malgastar palabras. Mañana de madrugada empeza-
ré la vida de los samanas. No se hable más.
Siddharta entró en la habitación donde se encon-
traba su padre sentado encima de una estera de líber.
Se colocó tras él y aguardó hasta que se percatara de
que alguien se hallaba a sus espaldas.
El brahmán preguntó:

¿Eres tú, Siddharta? Dime lo que hay en tu co-
razón.
Empezó Siddharta:

Con tu permiso, padre, he venido a comunicarte
que deseo abandonar mañana tu casa para irme con
los ascetas. Mi deseo es convertirme en un samana.
Espero que mi padre no se oponga.
El brahmán quedó en silencio y permaneció así
tanto tiempo que por la pequeña ventana pasaron las
estrellas y cambiaron su figura antes de que se rom-
piera el silencio de aquella habitación. Callado y sin
moverse se hallaba el hijo con los brazos cruzados;
callado y sin moverse, el padre seguía sentado sobre
la estera. Y las estrellas pasaban por el cielo. En'
tonces declaró el padre:
—No es conveniente que un brahmán pronuncie
palabras violentas y furiosas. Pero la indignación
SlDDHARTA 15

estremece mi alma. No quiero oír de tu boca este


deseo por segunda vez.
Lentamente se levantó el brahmán. Siddharta con-
tinuaba callado con los brazos cruzados.
— ¿Qué esperas? —
preguntó el padre.
Siddharta contestó:
—Tú ya sabes.
Buscó su cama y se tendió en ella lleno de ira.
Después de una hora, el sueño no había conseguido
cerrarle los ojos. Se levantó el brahmán, paseó de
un lado a otro y por fin salió de la casa. A través
de la pequeña ventana de la habitación miró hacia el
interior y vio a Siddharta en el mismo sitio, con los
brazos cruzados. Pálido, con su clara túnica relu-
ciente. El padre regresó a su lecho con el corazón
intranquilo.
Pasó una hora más sin conseguir conciliar el sue-
un lado a otro, salió
ño, se levantó otra vez, paseó de
de la casa y observó que la luna había salido. A tra-
vés de la ventana de la alcoba contempló el interior
y allí se encontraba aún Siddharta, inmóvil, con los
brazos cruzados, con la luz de la luna reflejándose
en sus desnudas piernas. Con el corazón abrumado,
regresó a su cama.
Y volvió después de una hora, de dos horas; miró
a través de la pequeña ventana y vio a Siddharta a
la luz de la luna, de las estrellas, en la oscuridad. Y
lo repitió a cada hora, en silencio; miraba hacia la
alcoba y veía que Siddharta no se movía. Su cora-
zón se llenó de ira, se colmó de intranquilidad, se
saturó de miedo, se hinchó de pena.
16 Hermann Hesse

En la última hora de la noche, antes de que em-


pezara el día, regresó, entró en el cuarto y observó
al joven, que le pareció más alto, como un extraño.
—Siddharta —invocó— ¿qué esperas?
—Tú ya sabes.
,

—¿Te quedarás siempre y aguardarás así hasta


que se haga de día, hasta el mediodía, hasta la no-
che?
—Me quedaré y así esperaré.
—Te cansarás, Siddharta.
—Me cansaré.
—Te dormirás, Siddharta,
—No me dormiré.
—Te morirás, Siddharta.
—Me moriré.
—¿Y morir
prefieres que obedecer
antes a tu pa-
dre?
— Siddharta siempre ha obedecido a su padre.
— ¿deseas abandonar
Así, pues, tu idea?
—Siddharta hará padre
lo qu'e su le diga.

La primera luz del día entró en la habitación. El


brahmán vio que las rodillas de Siddharta vacilaban.
Sin embargo, en el rostro de su hijo no había vaci-
lación, sus ojos miraban hacia muy lejos. Entonces
el padre se dio cuenta de que Siddharta ya no podía
permanecer a su lado en su tierra. .Comprendió que
ya le había abandonado.
El padre tocó el hombro de Siddharta.
— Irás al bosque dijo— —y te convertirás en sa-
mana. Si encuentras la bienaventuranza en el bosque,
regresa y enseñante! a. Si hallas el desengaño, vuel-
SlDDHARTA 17

ve y de nuevo sacrificaremos juntos ante los dioses.


Ahora ve, besa a tu madre y dile hacia donde vas.
Ya es mi hora de ir al río a efectuar la primera ablu-
ción.
Retiró la mano del hombro de su
hijo y se *etiró.
Siddharta se tambaleó al primer paso. Domi-
dar el
nó sus miembros, se inclinó ante su padre y se dirigió
hacia su madre para hacer lo que se le había orde-
nado.
Con laprimera luz del día, Siddharta abandonó
lentamente la silenciosa ciudad, con las piernas en-
tumecidas aún. En la última choza apareció una
sombra que se había escondido allí, y que se unió al
peregrino: era Govinda.
— Has Venido — declaró Siddharta, sonriente.
— He venido — respondió Govinda.
II

CON LOS SAMANAS

Al anochecer de ese mismo día, alcanzaron a los


ascetas, los enjutos samanas, y les ofrecieron su com-
pañía y obediencia. Fueron aceptados.
Por el camino, Siddharta regaló su túnica a un
pobre. Desde entonces, sólo vistió el taparrabos y la
raída túnica color tierra. Comió solamente una vez
al día y nunca alimentos cocinados. Ayunó durante
quince días. Ayunó durante veintiocho días. La carne
desapareció de sus muslos y mejillas. Sueños extra-
ños aparecían ante sus ojos dilatados; en sus huesu-
dos dedos crecían largas uñas, y del mentón le nacía
una barba hirsuta y enmarañada. La mirada se le
tornaba fría cuando una mujer cruzaba por su cami-
no; la boca expresaba desprecio cuando atravesaba
una ciudad con personas vestidas elegantemente. \>>
negociar a los comerciantes y vio cazar a los prínci-
pes; presenció el llanto de los familiares de un difun-
a los médicos preo-
to; vio a las prostitutas ofrecerse,
cuparse por los enfermos, a los sacerdotes determinar
el día de la siembra. Observó el amor de los aman*
tes, a las madres amamantar a sus hijos. Y
todo ello
20 Hermann Hesse

no era digno de la mirada de sus ojos. Todo mentía.


En todo había un hedor a hipocresía. La belleza, la
felicidad, sólo eran ilusiones de los sentidos. Todo
terminaría en la putrefacción final. El mundo era
amargo; la vida dolor.
Siddharta tenía un fin, una meta única: deseaba
quedarse vacío, sin sed, sin deseos, sin sueños, sin
alegría ni penas. Deseaba morirse para alejarse de
sí mismo, para no ser él, para encontrar la tranqui-

lidad en el corazón vacío, para permanecer abierto


al milagro a través del pensamiento puro; ése era su

objetivo. Cuando su yo se encontrase vencido y muer-


to, cuando se callasen todos los vicios y todos los im-

pulsos de su corazón, entonces tendría que despertar


lo último, lo más íntimo del ser, lo que ya no es el
yo, sino el gran secreto.
Siddharta permanecía en silencio bajo el calor ver-
tical del sol ardiente, lleno de dolor, de sed; y se
quedaba así hasta que ya no sentía dolor ni sed.
Permanecía en silencio bajo la lluvia. El agua corría
desde su cabello hasta sus hombros que sentían el
frío, hasta sus caderas y hasta sus piernas heladas;

y el penitente continuaba así hasta que los hombros


V las piernas ya no sentían frío, hasta que se acalla-
ban. Se mantenía sentado en silencio sobre el zarzal
hasta gotear sangre de la piel punzante y ulcerada.
Y Siddharta continuaba erguido, inmóvil, hasta que
ya np le goteaba la sangre, hasta que nada le pun-
zaba, hasta que nada le quemaba.
Siddharta estaba sentado con rigidez y aprendía a
ahorrar el aliento, a vivir con poco aire, a detener
SlDDHARTA 21

la respiración. Aprendía a tranquilizar el latido de


su corazón con el aliento, aprendía a disminuir los
latidos de su corazón hasta que eran mínimos, casi
nulos-
Bajo la instrucción del samana más anciano, Sid-
dharta se instruía en la renunciación, en el arte de
ensimismarse según las nuevas reglas de los samanas.
Una garza voló sobre el bosque de bambú y Siddhar-
ta absorbió a la garza en su alma; voló con ella sobre
el bosque y las montañas; era garza, comía peces,
sufría el hambre de la garza, hablaba el idioma de la
garza, sentía la muerte de la garza. Un chacal muer-
to se hallaba en la orilla arenosa, y Siddharta entra-
ba en el cadáver: era chacal muerto, yacía en la pla-
ya, se hinchaba, apestaba, s'e descomponía; sentíase
descuartizado por las hienas, decapitado por los cuer-
vos; se tornaba en esqueleto y polvo y el vendaval se
lo llevaba.
El alma de Siddharta regresó; había mu'erto, se
había convertido en polvo. ., había probado el tris-
.

te curso de la vida. Ahora aguardaba con una sed


nueva, como un cazador, el hueco donde podría es-
capar del ciclo, donde empezaría el final de las cau-
sas y el principio de la eternidad, sin dolor. Mataba
sus sentidos, destrozaba su memoria, salía de su yo
y entraba en mil configuraciones extrañas: era ani-
mal, carroña, piedra, madera, agua. Y cada vez se
encontraba a sí mismo al despertar; brillaba el sol
o la luna, de nuevo era él, se movía en el cielo, sen-
tía sed, vencía la sed, y volvía a tener sed.
Mucho estudió Siddharta con los samanas. Apren-
22 Hermann Hesse

dio muchas maneras para alejarse del yo. Anduvo


por elcamino de la renunciación a través del dolor,
a través del sufrimiento voluntario y del vencimien-
to del dolor, del hambre, de la sed, del cansancio.
Caminó por la renunciación a través del pensamien-
to, vaciando su mente de toda imaginación. Apren-

dió a caminar por estos y muchos otros senderos. Mil


veces abandonó su yo; durante horas y días perma-
necía en el no ser. Pero aunque los caminos se ale-
jaban del yo, su final conducía siempre de nuevo
hacia el yo. Aunque Siddharta huyó mil veces del
yo, permanecía en el vacío, en el animal, en la pie-
dra, no podía evitar el regreso, como era imposible
escapar de la hora en que vuelve uno a encontrarse
bajo el brillo del sol o de la luz de la luna, en la
sombra o en la lluvia. Y de nuevo era el yo y Sid-
dharta, y sentía otra vez la tortura del oneroso ciclo
vital.
A su lado vivía Govinda, su sombra; iba por los
mismos caminos, se sometía a los mismos ejercicios.
Pocas veces hablaban juntos de otra cosa que no fue-
ra lo necesario para el servicio y los ejercicios. A
veces los dos paseaban por los pueblos para pedir
alimentos para ellos y sus profesores.

¿Q u é* piensas, Govinda? —preguntó Siddharta
durante una de estas salidas. ¿ Crees que hemos ade-
lantado? Hemos logrado algún fin?
;,

Govinda contestó:

Hemos aprendido y seguiremos aprendiendo.
Tú serás un gran samana, Siddharta. Has aprendido
rápidamente todos los ejercicios, y a menudo has
SlDDHARTA 23

dejado admirados a los viejos samanas. Algún día


serás un santo, Siddharta.
Y Siddharta replicó:
— No soy de la misma opinión, amigo. Lo que
hasta ahora he aprendido de los samanas, Govinda,
lo hubiera aprendido con mayor sencillez en otro
lugar. Se puede aprender en cualquier taberna de
un barrio de prostitutas, amigo mío, entre arrieros y
jugadores.
Govinda exclamó:
— Siddharta, ¿quieres burlarte de mí? ¿Cómo
hubieras podido aprender el arte de abstraerte, de
contener la respiración, de insensibilizarte contra el
hambre y el dolor allí, entre aquellos miserables?
Y Siddharta dijo en voz baja, como si hablara
consigo mismo:
— ¿Qué significa el arte de ensimismarse? ¿Qué
es el abandono del cuerpo? ¿Que representa el ayu-
no? ¿Qué se pretende al detener la respiración? Se
trata sólo de huir del yo. Es un breve escaparse del
dolor del ser, una breve narcosis contra el dolor y lo
absurdo de la vida. La misma huida, la misma bre-
ve narcosis encuentra el arriero en la posada cuando
bebe algunas copas de aguardiente de arroz o de le-
che de coco fermentada. Entonces ya no siente su
yo, ya no experimenta los dolores de la vida; en
aquel momento ha encontrado una breve narcosis.
Dormido sobre su copa de aguardiente de arroz al-
canza lo mismo que Siddharta y Govinda después
de largos ejercicios; escapar de su cuerpo y perma-
necer en el no ser. Así sucede, Govinda.
24 Hermann Hesse

Govinda repuso:
—A pesar de tus palabras, amigo, sabes muy bien
que Siddharta no es ningún arriero y que un sama-
na no es un borracho. Verdad es que el borracho
encuentra su narcosis, alcanza una breve huida y un
descanso, pero regresa de la vana ilusión y se halla
igual; no se ha hecho más sabio, no ha ganado co-
nocimientos, no ha subido ningún peldaño.
Siddharta declaró sonriente:
—Nolo sé, nunca he estado borracho. Pero sí sé
que yo, Siddharta, en mis ejercicios y en el arte de
ensimismarme sólo encuentro una breve narcosis, y
me halló tan alejado de la sabiduría y de la reden-
ción como cuando de niño, en el vientre de mi ma-
dre. Govinda, esto puedo afirmarlo.
En otra ocasión en que ambos salieron para pe-
dir en el pueblo alimentos para sus hermanos y pro-
fesores, empezó a hablar de nuevo.
Govinda dijo:
— ¿Cómo podemos saber si vamos por el buen ca-
mino? ¿Nos acercamos a la ciencia? ¿Aceleramos
nuestra redención? O, ¿acaso andamos en círculo,
nosotros, los que pretendemos evadirnos del ciclo?
Govinda alegó:
— Aunque mucho hemos aprendido, aún nos que-
da más por aprender. No damos vueltas, vamos ha-
cia arriba; las vueltas son en espiral y ya hemos su-
bido muchos peldaños.
Siddharta preguntó:

¿Cuántos años crees que tiene el más anciano
de los samanas, nuestro venerable profesor?
SlDDHARTA 25

Dijo Govinda:
—Quizá tenga unos sesenta.
Y Siddharta:
—Tiene sesenta años y no ha llegado al nirvana.
Tendrá setenta y ochenta años, como tú y yo los ten-
dremos, y seguiremos con los ejercicios y ayunare-
mos y meditaremos. Pero nunca llegaremos al nir-
vana. Ni él, ni nosotros. Govinda, creo que segura-
mente ni uno de todos los samanas llegará al nirva-
na. Ni uno. Encontramos consuelo, alcanzamos la
narcosis, aprendemos artes para engañarnos. Pero
lo esencial, el camino de los caminos, éste no lo
hallaremos.
Replicó Govinda:
—Desearía que no pronunciaras palabras tan ho-
rribles, ¿Por qué, de entre tantos, nin-
Siddharta.
guno ha de encontrar el camino de los caminos?
¿Ninguno entre tantos sabios, tantos brahmanes, tan-
tos rígidos samanas venerables, tantos hombres que
buscan, tantos dedicados a profundizar, tantos hom-
bres sagrados?
Sin embargo, Siddharta contestó en voz baja, en
tono triste e irónico a la vez:
— Govinda, tu amigo abandonará pronto la senda
de los samanas, por la que tanto tiempo ha camina-
do contigo. Sufrí sed, Govinda, y durante este largo
trayecto con los samanas mi sed no ha disminuido.
Siempre me hallé sediento de ciencia y lleno de pre-
guntas... He interrogado a los brahmanes año tras af;o,
he indagado entre los sagrados Vedas año tras
año. Quizá, Govinda, si hubiera preguntado al cálao
26 Hermann Hesse

o al chimpancé me habrían instruido también, tan


útilmente, con tanta inteligencia. Govinda, ¡he ne-
cesitado tiempo para aprender, y aún no he conse-
guido entender que no se puede aprender nada. Creo
que realmente no existe eso que nosotros llamamos
"aprender". Sólo existe, amigo mío, un saber que
está en todas partes, es decir, el ATMAN. Este se
halla en mí y en y en cada ser. Y empiezo a creer
ti,

que este saber no tiene peor enemigo que el querer


saber, que el desear aprender.
Entonces, Govinda se detuvo en el camino, levan-
tó las manos y exclamó:
— ¡Siddharta, desearía que no intranquilizaras a
tu amigo con semejantes palabras! Tus teorías des-
piertan verdadero temor en mi corazón. Y piensa
únicamente: ¿qué sería de la santidad, de las ora-
ciones, de la venerable clase de los brahmanes de
la religiosidad, de los samanas, si sucediera como tú
dices, si no existiese el aprender? ¿Que sería, Sid-
dharta, de todo lo que es sagrado, valioso y venera-
ble en este mundo?
Y Govinda murmuró unos versos del Upanishan-
da:
Los espíritus puros y cavilosos
que se sumergen en el ATMAN
encuentran dicha y bienaventuranza
inmarcesibles.

Pero Siddharta permanecía callado. Pensaba en


las palabras que Govindo le había dicho, y las me-
ditó en lo más recóndito de su significado.
SlDDHARTA 27

Sí, pensó Siddharta con la cabeza inclinada. ¿Qué


quedaría de todo lo que parece sagrado? ¿Qué que-
daría? ¿Qué es lo que permanece? Y sacudió la
cabeza.
Una cuando los jóvenes hacía ya aproxima-
vez,
damente años que vivían con los samanas y ha-
tres
bían participado en todos sus ejercicios, les llegó de
lejos una noticia, un rumor, una leyenda: había sur-
gido un hombre, llamado Gotama, el majestuoso, el
Buda, que en su persona había superado el dolor
del mundo y había detenido la rueda de las reen-
carnaciones. Enseñando, rodeado de discípulos, re-
corría el país sin propiedades, sin casa, sin mujer,
tan sólo con el manto amarillo del asceta, pero con
la frente alegre, como un bienaventurado, y los
brahmanes y los príncipes se inclinaban ante él y se
convertían en sus discípulos.
Esta leyenda, este rumor, este cuento sonó en el
aire, se esparció, aquí y allá. Los brahmanes habla-
ban de en las ciudades, los samanas en el bos-
ello
que; siempre se repetía el nombre de Gotama, el
Buda, a los oídos de los jóvenes, para bien y para
mal, en alabanzas e improperios.
Como cuando una nación sufre la peste y se corre
la voz de que hay un hombre, un sabio, un experto
cuya palabra y aliento es suficiente para curar a
todos los enfermos, y esta noticia recorre el país y
todos hablan de ella, unos la creen, otros dudan, pe-
ro muchos se ponen rápidamente en camino para bus-
car al sabio, al salvador, así también, con aquel ru-
28 Hermann Hesse

mor de Gotama, el Buda, el sabio de la tribu de los


Sakias. Los creyentes decían que Gotama poseía la
máxima ciencia, se acordaba de sus vidas pasadas,
había alcanzado el NIRVANA y jamás volvería al
ciclo, jamás se hundiría de nuevo en la turbia co-
rriente de las configuraciones.^ Se decían de él mu-
chas cosas maravillosas e increíbles, había hecho mi-
lagros, había superado al demonio, había hablado
con los dioses.
Pero sus enemigos y los incrédulos afirmaban que
este Gotama era un vano seductor, que pasaba sus
días holgadamente, despreciaba los sacrificios, no era
sabio y desconocía los ejercicios de la mortificación.
La leyenda del Buda era dulce, los informes lleva-
ban perfume del encanto. Ciertamente el mundo
el

se hallaba enfermo y la vida era difícil de soportar.


Y no obstante, pongan atención: una fuente parece
sonar como un suave mensaje, lleno de consuelo y de
nobles promesas a todas partes donde llegaba la voz
del Buda. Entodas las regiones de la India, los jó-
venes escuchaban con interés, sentían anhelo, espe-
ranza; cualquier peregrino o forastero recibía exce-
lente acogida entre los hijos de los brahmanes de las
ciudades, si traía noticias de Gotama, el ilustre, el
Sakiamuni.
La leyenda también había llegado hasta sama-
los
ñas del bosque, hasta Siddharta y Govinda. Lentamen-
te, goteando. Cada gota iba cargada de esperanza, de

duda. Hablaban poco de ese asunto, ya que el más


anciano de los samanas no era amigo de la leyenda.
SlDDHARTA 29

Había oído que aquel presunto Buda había sido antes


un asceta y había vivido en el bosque, pero que des*
pues había vuelto a la vida holgada y a los placeres
mundanos, y su opinión sobre este Gotama era nega-
tiva.

—Siddharta — un día Govinda a su amigo


dijo —
hoy he estado en el pueblo y un brahmán me invitó
a entrar a su casa, y en ella estaba el hijo de un
brahmán de Magada que había visto al Buda con sus
propios ojos y le había oído predicar. Mi corazón
estaba anhelante y pensé: Yo también, nosotros dos,
Siddharta y yo, podemos vivir la hora en qu'e escu-
chemos la doctrina de los labios de aquel perfecto.
Dime, amigo, ¿no deberíamos ir nosotros también
hacia allá para escuchar las enseñanzas de los mis-
mos labios del Buda?
Siddharta contestó:
—Govinda, siempre pensé que tú te quedarías con
los samanas; siempre había imaginado que tu meta
era tener sesenta o setenta años y seguir con las arte*
y los ejercicios que ennoblecen a un samana. Pero he
aquí que no conocía bien a Govinda, conocía muy po-
co su corazón. Así, pues, querido amigo, ahora quie-
res tomar un sendero nuevo y marchar hacia donde
el Buda predica su doctrina.
Govinda alegó:

(Te gusta burlarte! ¡Pues búrlate como siempre,
Siddharta! ¿Acaso no se ha despertado también en
tu interior un deseo, una afición por escuchar seme-
jante doctrina? ¿Y no dijiste una vez que ya no pen-
30 Hermann Hesse

sabas andar mucho tiempo por el camino de los sa-


manas?
Entonces Siddharta rió de la ocurrencia. Luego
en su voz apareció una sombra de tristeza y de iro-
nía, y declaró:
— Bien, Govinda, has hablado con mucha propie-
dad, te has acordado con suma agudeza. Sin embar-
go, desearía que también recordaras el resto de lo
que de mí; o sea, que desconfío de todo porque
oíste
estoy cansado de las doctrinas y de aprender, y que
es muy pequeña mi fe en las palabras que nos llegan
de profesores. Pero adelante, querido amigo, estoy
dispuesto a escuchar aquellas enseñanzas, aunque den-
tro de mi corazón creo que ya hemos probado el me-
jor fruto de esa doctrina.
Govinda replicó:
—Tu decisión alegra mi alma. Pero dime, ¿cómo
es posible, cómo pudo darnos su mejor fruto la doc-
trina de Gotama, aún antes de haberla escuchado?
Siddharta afirmó:
—Gocemos de ese fruta y esperemos la continua-
ción, Govinda. Este primer fruto será el habernos ale-
jado de los samanas. Si además nos puede dar otra
cosa mejor, amigo, esperemos con el corazón tran-
quilo.
Ese mismo día, Siddharta hizo saber al más ancia-
no samana su decisión de abandonarles. Se lo reveló
con la cortesía y la modestia que corresponden a un
joven discípulo. No obstante, el samana se enfureció
porque los dos jóvenes le querían abandonar, y em-
pezó a vociferar y maldecir.
SlDDHARTA 31

Govinda se atemorizó y se desconcertó. Pero Sid-


dharta acercó su boca a la oreja de Govinda y musitó
en voz baja:
—Ahora le demostraré al viejo que algo h'e apren-
dido de sus enseñanzas.
Se colocó ante el samana y concentró su alma; cap-
tó la mirada del anciano con sus ojos, lo paralizó, lo
hizo callar, lo dejó sin voluntad, lo sometió a su ra-
zón y le ordenó ejecutar en silencio lo que le exigía.
El anciano enmudeció, sus ojos se quedaron fijos, su
voluntad paralizada, sus brazos relajados e impoten-
te junto a su cuerpo: había sido vencido por el he-
chizo de Siddharta.
Los pensamientos de Siddharta se apoderaron del
samana y éste tuvo que hacer lo que éstos le manda-
ban. Y así, el anciano se inclinó varias veces, hizo
gestos de bendición y pronunció vacilante un piadoso
deseo para el viaje. Y los jóvenes replicaron agra-
deciendo las reverencias: devolvieron el deseo y, tras
saludar, se marcharon.
Por el camino comentó Govinda:

Siddharta, has aprendido de los samanas más de
lo que yo creía. Es difícil, muy difícil, hechizar a
un viejo samana. Seguro que si te quedas allí pronto
habrías aprendido a andar sobre el agua.

No deseo andar sobre el agua —
contestó Sid-
dharta —
¡Que los viejos samanas se contente con se-
.

mejantes artimañas!
III

GOTAMA
En la ciudad de Savathi, todos los niños conocían el
nombre del majestuoso Buda, y cada casa estaba pre-
parada para llenar el plato de limosnas de los dis-
cípulos de Gotama, que pedían en silencio. Cerca de
la ciudad se encontraba el lugar preferido de Go-
tama, el bosque Jetavana, que había sido regalado
para Gotama y los suyos por el rico comerciante
Anathapindika, un devoto admirador del majes-
tuoso.
Hacia aquella región habían encaminado, guia-
se
dos por los relatos y respuestas que recibieron, los
dos jóvenes ascetas en su búsqueda del Gotama. Y
cuando llegaron a Savathi, ya en la primera casa,
ante cuya puerta mendigaron silenciosamente, se les
ofreció comida y ellos la aceptaron. Siddharta pre-
guntó a la mujer que les había dado de comer:
—Buena mujer, nos gustaría mucho que nos di-
jeras dónde se halla el Buda, el más venerable, pues
somos dos samanas del bosque y hemos yenido para
ver al perfecto y escuchar la doctrina de sus labios.
34 Hermann Hesse

La mujer contestó:

Realmente os habéis detenido aquí, en el lu-
gar preciso, samanas del bosque. Debéis saber que
el majestuoso, el ilustre, se encuentra en Jatavana,
en el jardín de Anathapindika. Allí, peregrinos, po-
dréis pasar la noche, pues hay suficiente espacio
para los incontables que llegan a escuchar la doctrina
de sus labios.
Esto alegró a Govinda, quien, lleno de gozo, ex-
clamó:
— ¡Bien, pues hemos llegado a nuestra meta, y
nuestro camino ha terminado! Pero dinos tú, madre
de peregrinos, ¿conoces al Buda, le has visto con
tus propios ojos?
La mujer repuso:
—Muchas veces lo he visto. Muchas veces lo he
observado cuando pasa por las callejuelas, en silen-
cio, con su manto amarillo, cuando presenta en
silencio su plato de limosnas en la puerta de las
casas y cuando se lleva el plato lleno.
Govinda escuchaba embelesado y quería pregun-
tar y oír mucho más. Pero Siddharta decidió seguir
el camino. Dieron las gracias y se fueron. Ni siquie-
ra tuvieron que preguntar por el lugar, pues eran
muchos los peregrinos y monjes de la doctrina de
Gotama que hacían el camino de Jetavana. Y cuando
de noche arribaron allí, observaron que había un
continuo llegar, exclamar y hablar entre aquellos
que buscaban y recibían albergue. Los dos samanas,
acostumbrados a la vida del bosque, encontraron
SlDDHARTA 35

rápidamente y en silencio un amparo y allí descan-


saron hasta la mañana siguiente.

Al salir el sol, vieron con asombro el gran nú-


mero de fieles y curiosos que habían pasado la no-
che allí. Por todos los senderos del maravilloso bos-
que caminaban monjes con su vestidura amarilla;
estaban sentados debajo de los árboles, entregados
a la contemplación o conversando animadamente.
Los umbrosos jardines parecían una ciudad llena de
personas, que pululaban como abejas. La mayoría
de los monjes salían con el plato de limosnas a bus-
car en la ciudad alimento para la hora de la comida
del mediodía, la única de la jornada. También el
mismo Buda, el inspirado, solía pedir limosna por
la mañana.

— ¡Mira allí! —
señaló Siddharta en voz baja a
Govinda —Ese es el Buda.
.

Govinda miró con atención al monje de túnica


amarilla que en nada se diferenciaba de los otros
centenares de monjes. No obstante, lo reconoció tam-
bién Govinda: Este es. Y lo siguieron y lo obser-
varon.
El Buda continuó su camino modestamente, en-
tregado a sus pensamientos; su rostro sereno no era
alegre ni triste. Parecía sonreír levemente en su in-
terior. Caminaba el Buda con una sonrisa enigmá-
tica, sosegada, tranquila, parecida a la de un niño
sano; llevaba el hábito y caminaba igual que todos
los demás monjes. Pero su cara y su manera de
andar, su mirada tranquila y modesta, su mano
36 Hermann Hesse

suave y quieta y aun cada dedo de esa mano, ha-


blaban de paz, de perfección; no buscaba, no imi-
taba; respiraba suavemente, reflejando una tranqui-
lidad imperturbable, con una luz imperecedera, una
paz intangible.
Así caminaba Gotama hacia la ciudad para pedir
limosnas, y los dos samanas sólo lo conocieron por
la perfección de su alma, por la paz de su porte,
en el que no había búsqueda, ni voluntad, ni imita-
ción, ni esfuerzo; sólo luz y paz.
—^Hoy escucharemos la doctrina de sus labios
—comentó Govinda.
Siddharta no contestó.
Sentía poca curiosidad por esa doctrina, no creyó
que llegara a enseñarle nada nuevo, ya que él, al
igual que Govinda, había escuchado una y otra vez
el contenido de esa doctrina del Buda, aunque por
informes que habían pasado de boca en boca.
Pero ahora miró con atención la cabeza de Gota-
ma, sus hombros, sus pies, su mano tranquilamente
relajada; y a Siddharta le pareció qu'e cualquier
miembro, que cualquier dedo de esa mano era doc-
trina", irradiaba, respiraba, hablaba verdad. Ese
hombre era un santo. Jamás Siddharta había admi-
rado y amado tanto a un hombre como a aquél.
Los dos siguieron al Buda hasta la ciudad y vol-
vieron en silencio, pues ellos mismos pensaban re-
nunciar a los alimentos de aquel día. Contemplaron
a Gotama de regreso: lo observaron rodeado de sus
discípulos, tomando el almuerzo; lo que comía ni
SlDDHARTA 37

siquiera bastaba para un pájaro, y vieron cómo se


retiraba luego a la sombra de los mangos.
Pero por la noche, cuando se apagó el calor, el
campamento se llenó de vida, escucharon la doctri-
na del Buda. Oyeron su voz, que también era per-
fecta, tranquila y llena de sosiego. Gotama habló
sobre el sufrimiento, habló del origen del dolor, y
acerca del camino para reducir ese dolor. Su ora-
ción era sencilla y serena. La vida era dolor, el
mundo estaba lleno de sufrimiento, pero se había
hallado la liberación del dolor: tal liberación estaba
en manos del que seguía el camino del Buda.
El ilustre predicaba con voz suave, pero firme,
enseñaba las cuatro frases principales, mostraba el
octavo sendero, repetía con paciencia y constancia
la enseñanza, los ejemplos; su voz flotaba clara y
sosegada sobre los oyentes, como una luz, como un
cielo de estrellas.
Ya era de noche cuando el Buda terminó su ora-
ción. Muchos peregrinos se le acercaron y rogaron
que se les aceptara en la comunidad. Y Gotama los
aceptó diciendo:
—Se os ha enseñado la doctrina y vosotros la ha-
béis escuchado con atención. Acercaos, pues, y ca-
minad hacia la santidad, para preparar el fin de
todos los dolores.
También se adelantó Govinda, el tímido, y de-
claró:
—Yo también me uno al ilustre y juro obedien-
cia a su doctrina.
38 Hermann Hesse

Y así Govinda pidió ser aceptado entre los dis-


cípulos, y fue admitido.
Inmediatamente después, cuando el Buda ya se
había retirado para descansar durante la noche, Go-
vinda se dirigió a Siddharla y manifestó con soli-
citud:
Siddharta despertó como de un sueño, al escu-
da. Los dos hemos escuchado al ilustre, los dos nos
hemos enterado de su doctrina. Govinda ha oído las
enseñanzas y las ha aceptado. Pero tú, a quien ad-
miro, ¿acaso no quieres caminar por el sendero de
la liberación? ¿Prefieres vacilar? ¿Deseas esperar
aún?
Siddharta despertó como de un sueño, al escu-
char semejantes palabras de Govinda. Durante largo
tiempo observó el rostro del amigo. Luego habló en
voz baja, sin ironía.
—Govinda, mi amigo — —
ahora has dado
dijo .

el paso, ahora has elegido tu camino. Siempre, Go-

vinda, has sido mi amigo, siempre has andado un


paso tras de mí. A menudo me he preguntado: ¿no
dará Govinda nunca un paso solo, sin mí, por su
propia iniciativa? Y ahora te has hecho hombre y
eliges tú mismo el camino. ¡Que lo recorras hasta
el fin, amigo! i
Que encuentres la liberación!
Govinda, que aún no comprendía bien la situa-
ción, repitió su pregunta con tono impaciente:
—¡Por favor, habla! ¡Te lo ruego, amigo! ¡Dime
que no me engaño, que tú también, mi sabio amigo,
seguirás al ilustre Buda!
SlDDHARTA 39

Siddharta colocó una mano sobre el hombro de


Govinda y repuso:
— ¿x\o has escuchado mi bendición, Govinda? Te
la repito: ¡Que recorras ese sendero hasta el fin!
¡Que encuentres la liberación!
En ese momento, Govinda se percató de que su
amigo le abandonaba, y empezó a llorar.
— ¡Siddharta! —
exclamó entre sollozos.
Siddharta con cariño:
se expresó
— ¡No olvides, Govinda, qve ahora perteneces a
los samanas del Buda! Has renunciado a tu casa y
a tus padres; has negado tu origen y tu propiedad,
has repudiado tu propia voluntad, has rechazado la
amistad. Así lo quiere la doctrina, así lo desea el
ilustre. Así has elegido tú mismo. Mañana, Govinda,
me marcharé.
Todavía caminaron durante mucho tiempo los
dos amigos por bosque; se tendieron por largo
el
tiempo sin encontrar el sueño; Govinda no dejaba
de insistir una y otra vez a su amigo para que le
dijera por qué no seguía la doctrina de Gotama,
que le dijera qué falla encontraba en ella. Pero
Siddharta cada vez le rechazaba alegando:
— ¡Quédate contento, Govinda! Muy buena es la
doctrina del ilustre, ¿cómo podría encontrarle una
objeción?
De madrugada, un seguidor del Buda, uno de sus
rriás antiguos monjes, pasó por el jardín y llamó a
todos aquellos que habían aceptado la doctrina, co-
mo novicios para ponerles las túnicas amarillas e
40 Hermann Hesse

instruirlosen las primeras enseñanzas y obligacio-


nes de su clase. Y Govinda se levantó, abrazó una
vez más al amigo de su juventud y siguió a los res-
tantes novicios.

Siddharta, sin embargo, se quedó meditando en


el bosque.
Entonces se cruzó en su camino Gotama, el ilus-
tre; losaludó con profundo respeto y al ver la mi-
rada del Buda tan llena de paz y bondad, el joven
tuvo valor para solicitar al venerable que le permi-
tiera hablarle. En silencio, el ilustre le concedió el
permiso:
Siddharta balbuceó:
—Ayer, majestuoso, tuve el honor de escuchar tu
singular doctrina. Vine desde muy con mi ami-
lejos
go para escucharte. Y ahora mi amigo se quedará
con los tuyos, te ha jurado lealtad. Yo, sin embargo,
empiezo de nuevo mi peregrinación.
—Como —
tú prefieras dijo el venerable con cor-
tesía.
—Quizá mis palabras demasiado atre-
resulten
vidas —continuó Siddharta— no quisiera
,
pero
abandonar al majestuoso sin haberle comunicado
mis pensamientos con sinceridad. ¿Quiere aún pres-
tarme el venerable un momento de atención?
En silencio, el Buda se lo concedió.
Siddharta explicó:
—Venerable, he admirado sobre todo una cosa
en Todo en ella está perfectamente cla-
tu doctrina.
ro y comprobado, muestras el mundo como una ca-
SlDDHARTA 41

dena perfecta que nunca se interrumpe, como una


eterna cadena hecha de causas y efectos. Jamás se
había visto eso con tanta claridad, nunca había sido
demostrado tan indiscutiblemente; en verdad, el co-
razón del brahmán palpita con más fuerza cuando
ve el mundo a través de tu doctrina, como perfecta
relación, ininterrumpida, lúcida como un cristal, in-
dependiente de la casualidad y de los dioses. Que-
daba la incertidumbre de saber si el mundo es bue-
no o malo, si la vida en sí es sufrimiento o alegría;
quizá sea porque ello no es esencial. Pero la unidad
del mundo, la relación entre todo lo que sucede,
el enlace de todo lo grande y lo pequeño por la
misma corriente, por la misma ley de las causas
del nacer y morir, todo eso brilla con luz propia en
tu majestuosa doctrina. No obstante, según tu pro-
pia teoría, esa unidad y consecuencia lógica de to-
das las cosas, a pesar de todo se encuentra cortada
en un punto, en un pequeño resquicio por donde
entra en este mundo de la unidad algo extraño, algo
nuevo, algo que antes no existía, y que no puede
ser enseñado ni demostrado: ésa es tu doctrina de
la superación del mundo, de la salvación. Pero con
este pequeño resquicio, con esa pequeña fisura, la
eterna ley uniforme del mundo queda destruida y
anulada otra vez. Perdóname, si pongo tal objeción.
Gotama le había escuchado con tranquilidad, sin
moverse. Con voz bondadosa, cortés y clara le con-
testó ahora:
—Tú has escuchado la doctrina, hijo de brahmán.
42 Hermann Hesse

¡Dichoso tú por haber pensado tanto en ella! Has


encontrado una falla. Sigue pensando en la doctri-
na. Pero deja que te avise, tú que tienes tanta avi-
dez de saber a pesar de la diversidad de opiniones
y la contradicción de las palabras, No importan las
opiniones, sean buenas o malas, inteligentes o in-
sensatas; cualquiera puede defenderlas o rechazar-
las. Pero la doctrina que has oído de mis labios no
es mi opinión, ni su objetivo es explicar el mundo
para que tienen afán de saber. Su fin es otro:
los
es la redención de los sufrimientos. Eso es lo que
enseña Gotama y nada más.
—No me guardes rencor, majestuoso —exclamó el

joven — No hablé
. te así para discutir sobre pa-
labras. Desde luego, tienes razón, y poco importan
las opiniones.Pero déjame decir una cosa más: ni
un momento he dudado de ti. Ni un momento he
dudado de que tú fueras el Buda, de que hubieras
llegado a la meta, al máximo, hacia el que tantos
brahmanes e hijos de brahmanes se hallan en ca-
mino. Has encontrado la redención de la muerte.
La has hallado con tu misma búsqueda, con tu pro-
pio camino, a través de pensamientos, meditacio-
B, ciencia, reflexión, inspiración. ¡Pero no la has
encontrado a través de una doctrina! Yo pienso, ma-
jestuoso, que nadie encuentra la redención a través
de la doctrina. ;A nadie, venerable, le podrás co-
municar con palabras y a través de la doctrina lo
que te ha sucedido a tí en el momento de tu ilumi-
nación! Mucho es lo que contiene la doctrina del
SlDDHARTA 43

inspirado Buda, a muchos les enseña a vivir honra-


damente, a evitar el mal. Pero esta doctrina tan
clara y tan venerable no contiene un elemento: el
secreto de lo que el majestuoso mismo ha vivido,
él solo, entre centenares de miles de personas. Esto
es lo que he pensado y comprendido cuando escu-
chaba tu doctrina. Y por ello continúo mi peregri-
nación. No para buscar una doctrina mejor, pues
sé que no la hay, sino para dejar todas las doctri*
ñas y todos los profesores, y para llegar solo a mi
meta o morir. Sin embargo, a menudo me acordaré
de este día, venerable, y de esta hora en la que mis
ojos vieron a un santo.
El Buda bajó los ojos; en su rostro impenetrable
resplandecía la tranquilidad del alma.

— Que tus creencias rio sean erróneas! — invocó



I

el venerable lentamente . ¡Que alcances tu fin!


Pero antes, dime: ¿has visto el conjunto de mis
samanas, de mis muchos hermanos, que han acep-
tado ia doctrina? ¿Y crees tú, samana forastero,
que para todos ellos sería mejor abandonar la doc-
trina y volver a la vida del mundo y de los pla-
ceres?
—Lejos estoy de abrigar tal pensamiento — alegó
Siddharta- — . ¡Que todos ellos se queden con la doc-
trina, que alcancen su meta! No tengo derecho a
juzgar la vida de otro. Tan sólo para mí, únicamen-
te para mí he de juzgar, elegir, rechazar. Nosotros
los samanas buscamos la redención del yo, majestuo-
so. Si ahora fuera uno de tus discípulos, venerable,
,

44 Hermann Hesse

temo que me ocurriera que sólo aparentemente mi


yo consiguiera la tranquilidad y la redención. Pero
me engañaría: dentro de mí seguiría floreciendo el
yo, transformado en tu doctrina y en mi adhesión
y amor a ti y a la comunidad de los monjes.
Con media sonrisa y con una amabilidad clara e
inalterable, Gotama fijó sus ojos en la mirada del
forastero y le despidió con un gesto apenas percep-
tible.
—Eres inteligente, samana — declaró el venera-

ble , sabes hablar muy bien, amigo. ¡Guárdate de
una inteligencia demasiado grande!
El Buda continuó su camino. Su mirada y su me-
dia sonrisa se grabaron para siempre en la memo-
ria de Siddharla.
"Así todavía no he visto mirar ni sonreír, sen-
tarse o caminar a ninguna persona pensó Sid- —
dharta —
de verdad, que también me gustaría po-
;

der mirar y sonreír, sentarme y caminar tan libre-


mente, con tanta veneración, tan escondido, abierto,
infantil y misterioso a la vez. Es verdad que sólo
mira y camina así una persona que ha conquistado
su yo. Bien, también yo intentaré alcanzar tal per-
fección."
— He visto a una persona —
meditó Siddharta —
a una sola ante la cual he tenido que bajar la mi-
rada. Ante nadie más quiero bajar mis ojos, ante
nadie más. Ninguna doctrina me tentará, ya que la
doctrina de este hombre no me ha tentado.
"El Buda me ha robado — reflexionó Siddhar-
SlDDHARTA 45


ta .Me ha robado, pero más aún me ha regalado.
Me ha robado un amigo que creía en mí y que
ahora cree en él, que era mi sombra y que ahora
es la sombra de Gotama. Pero m*e ha regalado a
Siddharta, a mí mismo."
IV

DESPERTAR

Cuando Siddharta abandonó elbosque en el que de-


jó al Buda, el perfecto, y también a Govinda, sintió
que quedaba su vida pasada. Caminando des-
allí se

pacio, pensó en este sentimiento que lo llenaba por


completo. Razonó hondamente, hasta anonadarse,
llegando hasta allí donde se encuentran las causas.
U Creía que comprender las causas era precisamente
pensar, y que sólo a través de la razón, los senti-
mientos pueden convertirse en comprensión, es de-
cir, que no se pierden, sino que se transforman en
realidad y empiezan a madurarse.^
Siddharta reflexionó mientras caminaba lenta-
mente. Se dio cuenta de que ya no era un joven,
sino que se había convertido en hombre. Sentía
que algo le había abandonado, como la vieja piel
desampara a la serpiente; comprendió que algo ya
no existía en él, algo que siempre le había acompa-
ñado y que había sido parte de su ser durante toda
su juventud: el deseo de tener profesores y de reci-
bir enseñanzas. Incluso había abandonado al Ru-
da, el último profesor que se cruzara en su camino.
48 Hekmann Hesse
También a él, al más grande y más sabio d'e los
profesores, al más sagrado, había debido abando-
nar. No había podido aceptar su doctrina.
Pensativo, Siddharta caminó aún más lentamen-
te, mientras se preguntaba a sí mismo:

"¿Qué has querido aprender de las doctrinas y


de los profesores? ¿Qué es lo que ellos no han po-
dido enseñarte, a pesar de lo mucho que te han
ilustrado?"
Y se contestó:
"Era el yo, cuyo sentido y carácter quería com-
prender. Era el yo, del cual me quería liberar, al
que quería superar. Pero no lo conseguí, tan sólo
podía 'engañarlo, únicamente podía huir de él, es-
conderme, Ciertamente, ninguna cosa del mundo
j

me ha obsesionado tanto como este mi yo, este enig-


ma de vivir: que soy un individuo separado y ais-
lado de todos los demás, que soy Siddharta! ¡Y de
ninguna otra cosa del mundo sé tan poco como de
mí, de Siddharta!"
El pensador, que caminaba lentamente, se detu-
vo dominado por estas ideas; de pronto, saltó de
este pensamiento a otro, uno nuevo que decía:
"Únicamente hay una causa, una sola causa que
explique por qué no sé nada de mí, que Siddharta
me sea tan extraño y desconocido: ¡Yo tenía miedo
de mí mismo, huía de mí mismo! Buscaba el AT-
MAN, a Brahma; estaba dispuesto a destruirme
para encontrar la esencia, incógnita,
la el núcleo
de todo, el ATMAN, la vida, lo divino, lo último.
Al hacerlo, me perdí a mí mismo.
SlDDHARTA 49

Siddharta abrió los ojos y miró a su alrededor;


una sonrisa iluminó su rostro y recorrió todo su
cuerpo; hasta la yema de los dedos: era el profun-
do sentimiento del despertar, después de largos sue-
ños. De repente se encontró andando otra vez, con
paso rápido, como el de un hombre que sabe lo
que tiene que hacer.
"Sí —pensó al respirar profundamente — ,
¡aho-
ra ya no trataré de huir de Siddharta! Ya no quie-
ro dedicar mis reflexiones y mi vida al ATMAN
y
a las penas del mundo. Ya
no deseo matarme ni
despedazarme para hallar un misterio detrás de las
ruinas. Ya no estudiaré el yaga-veda, ni el aihar-
va-veda, ni los ascetas, ni cualquier otra doctrina.
Quiero aprender de mí mismo, deseo ser mi discí-
pulo, conocerme, interiorizarme en el misterio de
Siddharta."
Miró a su alrededor, como si viese al mundo por
primera vez. ¡Era hermoso el mundo, y de diver-
sos colores! El mundo se le presentaba curioso y
enigmático. Aquí azul, allí amarillo, allá verde, el
cielo y bosque y el monte mezcla-
el río corrían, el
ban su belleza misteriosa y mágica, y allí en mp
dio, Siddharta, que se despertaba, que se ponía en
camino hacia sí mismo. A través de los ojos de
Siddharta entró por primera vez todo eso, el ama-
rillo y el azul, el río y el bosque. Ya no era la ma-
gia de Mará, ni el velo de Maya, ya no era la mul-
tiplicidad inútil y casual del mundo visible y des-
preciable para el brphmán profundo, que despre-
50 Hermann Hesse

cia lo múltiple y busca la unidad. Azul era azul,


río era río,aunque dentro del azul y del río y de
Siddharta vivía escondido lo único y lo divino; pre-
cisamente, la característica principal de lo divino
era el ser aquí amarillo, allí azul, allá cielo, acullá
bosque y aquí Siddharta. El sentido y la realidad
no se encontraban detrás de las cosas, estaban den-
tro de ellas, dentro de todo.
44
Qué sordo y torpe he sido! —meditó a paso

;

ligero . Si alguien lee un escrito para buscarle


sentido, no desprecia los signos ni las letras, ni los
llama engaño, casualidad o cascara inútil; al con-
trario, los lee, los estudia, los ama letra por letra.
Sin embargo, yo quería leer el libro del mundo y
el de mi propia naturaleza despreciando los signos

y las leíras en favor de un sentido imaginado de


antemano, preconcebido; llamaba al mundo visible
un engaño, consideraba mi ojo y mi lengua como
apariencias casuales y sin valor. No; esto ya ha
terminado: ahora me he despertado realmente y
boy, por fin, he nacido."

Mientras Siddharta reflexionaba así, se detuvo


nuevamente, en seco, como si se le hubiera cruzado
una serpiente en el camino.
Y es que repentinamente comprendió también lo
siguiente: él, en verdad, era como una persona que
se despierta o como un recién nacido, tenía que co-
menzar de nuevo su vida desde un principio. Aque-
lla misma mañana, al abandonar el bosque de .Tata-

vena, el de aquel majestuoso, y empezar a desper-


SlDDHARTA 51

tarse, a caminar hacia sí mismo, le había parecido


natural su intención de regresar a su tierra y a la
casa paterna, después de los años de ascetismo.
Pero ahora, en momento, cuando se detuvo co-
este
mo si cruzado una serpiente en el cami-
se le hubiera
no, también se despertaron sus sospechas.
"Ya no soy el que fui
se dijo— ya no soy— ,

asceta, ni sacerdote, nibrahmán. ¿Qué haría 'en ca-


sa de mi padre? ¿Estudiar? ¿Sacrificar? ¿Medi-
tar? Todo ello ya es pasado, ha terminado para mí."
Siddharta estaba inmóvil y por un momento sin-
tió que el corazón se le helaba, al darse cuenta d'e
la soledad en que se hallaba. Sintió en su pecho
un escalofrío, como si se tratara de un animal pe-
queño, un pájaro o una liebre. Durante años no ha-
bía tenido casa, y no la había necesitado. Ahora sí.
Siempre antes, aun cuando se encontraba en la más
profunda de las meditaciones, fue siempre el hijo
de su padre, un brahmán de elevada casta, un sa-
cerdote. Ahora únicamente era Siddharta, el que
se había despertado: eso y nada más. Respiró pro-
fundamente y por un momento se estremeció. Na-
die estaba tan solo como él. No era un noble que
perteneciese a la nobleza, ni un artesano que for-
mara parte de un gremio para encontrar refugio en-
tre ellos y participar en su vida y hablar su idioma.
Todos los brahmanes vivían entre brahmanes; el
asceta pertenecía a la casta de los samanas, y hasta
el ermitañb escondido en lo más recóndito del bos-
que, pertenecía a una casta determinada. Govinda
52 Hermann Hesse

se había convertido en monje y mil monjes eran sus


hermanos, llevaban su mismo vestido, tenían su
misma fe, hablaban su idioma. ¿Pero él, Siddhar-
ta, cuál era su lugar? ¿La vida ce quién comparti-

ría? ¿Qué idioma hablaría?


A partir de ese momento resurgió un Siddharta
con un yo más definido, más fuerte. Precisamente
en el instante en que el mundo se fundía a su alre-
dedor, cuando se encontró solo como una estrella
en el firmamento, al experimentar frío y desalien-
to. Siddharta comprendió que había sido el último
estremecimiento del despertar, el último dolor de
su propio alumbramiento. Y de pronto volvió a ca-
minar con pasos rápidos, con impaciencias: ya no
se dirigía a su casa, ni iba hacia su padre, ni mar-
chaba hacia atrás.
SEGUNDA PARTE
V

KAMALA
A cada paso del camino aprendía Siddharta cosas
nuevas, pues el mundo se encontraba cambiado y su
corazón se solazaba. Veía salir el sol por encima
de los montes verdes y lo veía ponerse sobre la le-
jana playa de palmeras. Por las noches contempla-
ba las estrellas, ordenadas en el cielo, y la luna
creciente flotando en el azul, como una barca. Ob-
servaba los árboles, los astros, los animales, las nu-
bes, el rocío que brillaba al amanecer sobie las
plantas, las lejanas y altas montañas, azules y sua-
ves; los pájaros y que zumbaban, el vien-
las abejas
to que soplaba a través de los campos de arroz.
Todo ello siempre había existido de mil maneras
diferentes y en multitud de colores. Siempre ha-
bían brillado el sol y la luna; siempre los ríos habían
murmurado y las abejas habían zumbado.
Sin embargo, en otros tiempos, todo ello no ha-
bía sido más que un velo pasajero y engañoso para
el ojo de Siddharta que observaba con desconfian-
56 Hermann Hesse

za. Había creído que todo debía ser ignorado por


la mente por ser una ilusión fuera de la realidad,
ya que ésta se encontraba más allá de lo visible.
Pero ahora su ojo libre se detenía, observaba y
comprendía lo que se hallaba ante su vista; busca-
ba su patria en este mundo; en fin, ya no estaba en
el más allá. El mundo era bello si se contemplaba
con la sencillez de un niño. Hermosas eran la luna
y las estrellas, el riachuelo y la orilla, 'el bosque y
la roca, la ovejay el escarabajo dorado, la flor y
la mariposa. Bello y gozoso era el caminar por este
mundo, de manera tan infantil, tan despierta, tan
abierta a lo cercano, tan confiada.
El calor del sol sobre sus cabellos era diferente,
igual que la fresca unibría del bosque, el sabor
del riachuelo y de la cisterna, de la calabaza y del
plátano. Los días eran cortos como también las no-
ches; cada hora huía con rapidez, como un velero
sobre el mar repleto de riquezas, de alegrías. Sid-
dharta veía una familia de monos saltando por las
copas de los árboles y escuchaba sus gritos ávidos
y salvajes. Siddharta miraba cómo un carnero
per-

seguía a una oveja y cómo luego se juntaban. En el

lago cubierto de cañas observó al lucio hambriento


agi-
cazando de noche; delante de él, en el agua, se
llenos de miedo,
taban relucientes los peces jóvenes,
los remolinos que originaba el
impetuoso caza-
y
fuerza y la
dor, llevaban el hálido imperioso de la
pasión.
Todo eso siempre había existido sin que él lo per-
SlDDHARTA 57

cibiera. No
había participado del mundo. Ahora
sí. Por su ojo pasabala luz y la sombra, por su
corazón circulaban las estrellas y la luna.
Por el camino, Siddharta también recordó todo
lo que había vivido en el jardín de Jatavena, la
doctrina que allí había escuchado del divino Buda,
la despedida de Govinda, la conversación con el ve-
nerable. Acordóse nuevamente de sus propias pa-
labras, lasque había dirigido al majestuoso. Recor-
dó cada frase. Comprendió con asombro que ha-
bía hablado sin saber realmente lo que decía. Lo
que dijera a Gotama^que el tesoro y el secreto del
Buda no eran la doctrina, sino lo inenarrable, lo que
no podía enseñarse, lo que él había vivido en
la hora de su iluminación, esto era precisamente lo
que él pensaba vivir ahora, lo que en aquel momen-
to empezaba a vivir. Ahora tenía que existir con-
sigo mismo. Desde hacía tiempo había comprendi-
do que el yo era el ATMAN, de la misma naturaleza
eterna de Brahma, pero nunca había logrado encon-
trarse a sí mismo, nunca había encontrado ese yo,
porque quería pescarlo con la red del pensamiento.
No obstante, lo más seguro es que el cuerpo no
fuera el yo, ni en el juego d'e los sentidos, como
tampoco lo era el pensar, ni la inteligencia, ni la
sabiduría aprendida, ni la enseñanza en el arte de
sacar conclusiones y d'e construir nuevos pensamien-
tos por entre las teorías ya enunciadas.

No, también el mundo de los pensamientos se en-


contraba aún de este lado, y no conducía a ningún
58 Hermann Hesse

fin; se mataba al fugaz yo de los sentidos y, sin


embargo, se alimentaba el fugaz yo de las reflexio-
nes y la sabiduría.
Ambos, los pensamientos y los sentidos, eran co-
sas hermosas; detrás de ambos se escondía el último
sentido; debía escucharse a los dos, se tenía que ju-
gar con ambos, no se debía menospreciar ni sobre-
valorar a ninguno de ellos. Era necesario escuchar
las voces secretas e interiores de ambos. Seguiría,
pues, las indicaciones de la voz, sin perseguir nin-
guna otra finalidad. ¿Por qué Gotama, en la hora
de las había
horas,
se sentado bajo aquel árbol
donde tuvo su iluminación? Había oído una voz, un
grito dentro de su propio corazón que le ordenaba
descansar debajo de aquel árbol; y Gotama no ha-
bía recurrido a la mortificación ni al sacrificio, ni
al baño, ni a la oración, ni a la comida, ni a la
bebida, ni al sueño, sino que había obedecido la
voz. Obedecer así no era doblegarse a una orden
exterior, sino sólo a la voz interior; estar tan dis-
puesto era lo mejor, lo necesario, lo más conve-
niente.

Durante la noche, cuando dormía en la choza de


paja de un barquero, junto al río, Siddharta tuvo
un sueño: Govinda estaba delante de él con su man-
to amarillo de asceta. Govinda tenía un aspecto
triste y con melancolía le preguntaba: "¿Por qué
me has abandonado?" Entonces Siddharta abrazaba
a Govinda, lo tomaba entre sus brazos, lo estrecha-
ba contra su pecho y lo besaba ... Ya no era Go-
SlDDHARTA 59

vinda, sino una mujer y del vestido le salía un seno


turgente. Tendíase Siddharta y bebía. La leche de
ese pecho sabía dulce y fuerte. Su sabor era de mu*
jer y de hombre, de sol y de bosque, de flor y de
animal, de todas las frutas y todos los placeres; em-
briagaba y hacía perder el sentido.
Cuando Siddharta se despertó, el río pálido bri-
llaba a través de la puerta de la choza, y en el bos-
que se oía grave y sonoro el grito sombrío de un
buho.
Al amanecer, Siddharta rogó a su anfitrión, el
barquero, que lo llevara al otro lado del río. El
barquero lo trasladó en su balsa de bambú. El agua
ancha resplandecía con el color rosado del amane-
cer.

—Este en verdad, un hermoso


es, río — dijo a
su acompañante.
— —respondió barquero—
Sí el , es un río es-

pléndido. Es lo que más he es-


quiero. A menudo lo
cuchado, me he mirado en sus ojos y siempre he
aprendido algo nuevo de él. Se puede aprender
mucho de un río.


Te doy las gracias, buen hombre —exclamó
Siddharta, cuando hubo saltado a la otra orilla —
no tengo ningún regalo que darte, amigo, ni puedo
pagarte. Soy un vagabundo, un hijo de brahmán
y soy samana.
—Ya me de —
di cuenta ello contestó el barque-
ro— y no esperaba de paga ti ni regalo. Me harás
un obsequio en otra ocasión.
60 Hermann Hesse

—¿Así lo crees? —preguntó alegre Siddharta.


—Desde luego. También eso lo he aprendido del
río: ¡todo vuelve! Tú también volverás, samana.
Ahora, ¡adiós!, que tu amistad sea mi paga. ¡Que
pienses en mí cuando sacrifiques ante los dioses!
"Es como Govinda —
pensó Siddharta alegremen-

Todos los que encuentro en mi camino son como
Govinda. Todos son agradecidos, a pesar de que
ellos mismos merecen agradecimiento. Todos son
serviciales, a todos les gusta ser amigos, les agrada
obedecer, pensar poco. Los hombres son como ni-
ños."
Al mediodía pa<=ó por un pueblo. Delante de las
cabanas de barro, los pequeños se revolcaban en la
calle, jugaban con pipas y calabazas y con caraco-
les; gritaban y vociferaban pero todos huían tími-
dos ante el samana forastero. Al final del pueblo,
en el camino por el que cruzaba un riachuelo, una
joven estaba arrodillada, lavando vestidos a su ori-

lla. Cuando Siddharta la saludó, la


muchacha alzó
la cabeza y lo miró con una sonrisa que hizo bri-
llar la blancura de sus dientes.

Siddharta pronunció la bendición de los peregri-


gran
nos y preguntó cuánto faltaba para llegar a la
joven se levantó y s'e le acercó;
ciudad. Entonces la

el brillo de su boca húmeda resplandecía


en el ros-

tro juvenil. Echó a andar junto a Siddharta y entre


bromas le ya había comido y si era
preguntó si
noche
verdad qu'e los samanas dormían solos por la
en el bosque y que no podían tener mujer. En esto,
SlDDHARTA 61

la muchacha colocó su pie izquierdo sobre el dere-


cho de Siddharta, e hizo el ademán que hace la
mujer cuando invita al hombre al placer sensual
que los libros llaman "la subida al árbol".
Siddharta sintió cómo se le caldeaba la sangre y
en aquel instante recordó su sueño. Inclinóse un po-
co hacia la mujer y besó con los labios el botón os-
curo de su pecho. Luego levantó la mirada y vio
que la joven le sonreía con vivo anhelo, y con los
ojos le suplicaba.

También Siddharta sintió el deseo y notó cómo


en su interior se despertaba el sexo: nunca había
tocado a una mujer. Vaciló un momento, a pesar de
que sus manos ya estaban dispuestas a tomarla. Y
en aquel mismo instante, escuchó estremecido la voz
de su interior; y la voz dijo que no. Entonces de-
sapareció el encanto del rostro de la joven; Sidd-
harta tan sólo veía la húmeda mirada de una joven
mujer apasionada. Afectuosamente pasó la mano
por su mejilla y se separó de la muchacha. Con pa-
sos ligeros desapareció por el bosque de bambú, de-
jando atrás a la joven decepcionada.
Ese mismo día, antes de que anocheciera, llegó a
una gran ciudad y se alegró, pues tenía ganas de
hallarse entre personas. Había vivido mucho tiem-
po en el bosque, y la choza de paja del barquero,
donde durmiera la noche pasada, había sido su
primer lecho después de mucho tiempo.
Delante de la ciudad, junto a un hermoso bosque
rodeado por una valla, el caminante se encontró
62 Hermann Hesse

con un grupo de criados y siervos cargados de ces-


tos. En medio del grupo iba el ama, una mujer
reclinada en una litera adornada que era llevada
por cuatro esclavos; estaba apoyada en rojos al-
mohadones debajo de una sombrilla de colores.
Siddharta se detuvo a la entrada del bosque y ob-
servó el espectáculo: vio a los criados, las siervas,
los cestos, la litera; observó a la dama dentro de
su silla de mano. Debajo de sus cabellos negros,
recogidos en un peinado alto, pudo ver un rostro
muy blanco, muy delicado, muy inteligente y una
boca de un rojo vivo, como un higo recién abierto;
también vio unas cejas cuidadas y pintadas en for-
ma de alto arco, unos ojos inteligentes y despiertos,
un cuello esbelto que salía de un vestido verde y
oro; unas manos largas y delgadas, con anchos bra-
zaletes de oro en las muñecas.

Siddharta se dio cuenta de lo hermosa que era


aquella dama y su corazón se alegró. Se inclinó al
paso de la litera, y, al enderezarse, contempló el be-
llo rostro; por un momento leyó en aquellos ojos
inteligentes bajo las altas cejas y aspiró un perfu-
me que desconocía.
La hermosasonrió un instante y luego desapare-
ció en el parque seguida por los criados. "La ciu-
dad me recibe con buenos auspicios", p'ensó Sidd-
harta. Sintió deseos de entrar inmediatamente al
parque, pero reflexionó y recordó cómo lo habían
mirado los criados y las criadas; con qué despre-
cio, desconfianza, repulsión.
SlDDHARTA 63

Pensó que era un samana, un asceta, un mendi-


go. "No, no puedo seguir así, se dijo; me sería

imposible entrar en el parque." Y


se echó a reír.
A la primera persona que se cruzó en su camino
le preguntó por el parque y por el nombre de aque-
lla mujer. Así se enteró de que aquel era el parque
de Kamala, la famosa cortesana, y que, además del
parque, ella poseía una casa en la ciudad.
Seguidamente entró en la población. ^Ahori tenía
un objetivo. Siguiéndolo, se dejó absorber por la
ciudad. Caminó por las tortuosas callejuelas, se de-
tuvo en las plazas, descansó en las escalinatas de
piedra a orillas delrío. Por la noche hizo amistad
con un barbero al que había visto trabajar a la som-
bra de una arcada y que volvió a encontrar en un
templo de Vishnú; le narró entonces la historia de
Vishnú y de los Laksmíos. Por la noche durmió jun-
to a las barcas del río, y, al amanecer, de madruga-
da, antes de que llegaran los primeros clientes a su
tienda, el barbero le cortó el cabello, le afeitó la
barba, lo peinó y le dio fricciones con aceites per-
fumados. Luego, Siddharta se fue a bañar al río.
Cuando por la tarde la bella Kamala se acercó al
parque en su litera, a la entrada se encontraba Sid-
dharta, quien hizo una reverencia y recibió el saludo
de la cortesana. Siddharta hizo una señal al último
criado del séquito y le rogó que comunicara a su
ama que un joven brahmán deseaba hablar con ella.
Después de un tiempo regresó el criado y le roíró
que le siguiera. En silencio lo condujo a un pabe-
64 Hermann Hesse

llón donde Kamala descansaba sobre un diván, y lo


dejó a solas con ella.
—¿No estabasayer ahí fuera y me saludaste?
—preguntó Kamala.
— ayer y
Sí, te vi te saludé.
—¿Pero ayer no llevabas barba y el cabello lar-
go y de polvo?
lleno

— Observaste no
bien, ningún detalle.
perdiste
Viste a Siddharta, al hijo del brahmán, que abando-
nó su casa para convertirse en samana y que por
tres años fue un samana. Pero ahora he abandona-
do aquel camino y he venido a esta ciudad. La pri-
mera persona que se cruzó por mi senda, aun antes
de entrar en la población, fuiste tú. ¡He venido a
decirte todo esto, Kamala! Eres la primera mujer
a la que Siddharta habla sin bajar la vista. Nunca
jamás quiero bajar mi vista cuando me encuentre
con una mujer hermosa.
Kamala sonreía y fugaba con su abanico de plu-
mas de pavo real. Le preguntó:
—¿Y para decirme eso has venido hasta mí, Sidd-
harta?
—Para decirte eso, y para darte las gracias por
ser tan bella. Y si no te disgustara, Kamala, te ro-

garía que fueras mi amiga y maestra, pues todavía


no sé nada del arte que tú dominas.
Entonces Kamala se echó a reír.

— ¡Jamás había ocurrido, amigo, que un sa-


me
mana del bosque viniera a aprender de mí! ¡Jamás
me había sucedido que un samana de cabellos lar-
SlDDIIARTA 65

gos, vestido con un taparrabos viejo y raído se me


acercara! Muchos jóvenes vienen a verme, y entre
ellos también los hay que son hijos de brahmanes;
pero vienen con atavíos elegantes, con finos zapatos,
cabellos perfumados y dinero en el bolsillo. Así
son, samana, los jóvenes que me visitan.

Siddharta contestó:
—Ya empiezo a aprender de ti. También ayer
me enseñaste algo. Ya me he afeitado la barba, me
he peinado y llevo aceite en «1 cabello. Es poco lo
que me falta: vestidos elegantes, finos zapatos, di-
nero en el bolsillo. Quiero que sepas qu'e Siddharta
se ha propuesto cosas más difíciles que esas peque-
neces, y lo ha logrado. ¿Por qué no voy a conseguir
lo que me propuse ayer, ser tu amigo y aprender de
ti los placeres del amor? Me verás dócil, Kamala;
he aprendido cosas más difíciles que lo que tú me
puedes enseñar. Y ahora, dime: ¿No te tasta con
Siddharta tal y como está, con aceite en el cabello,
pero sin vestidos, ni zapatos, ni dinero?
Kamala exclamó riendo:
—No, querido; no me Trenes que ir ves-
basta.
tido con ropas elegantesy debes llevar finos zapa-
tos y mucho dinero encima y traer también regalos
para Kamala. ¿Vas aprendiendo? ¿Comprendes, sa-
mana del bosque?
—Naturalmente —repuso Siddharta ¿Cómo — .

podría desatender las palabras de esa boca? Tus la-


bios son como un higo recién abierto, Kamala. Tam-
bién mi boca es roja y fresca y hará juego con la
66 Hermann Hesse

tuya, lo verás.Pero dime, bella Kamala, ¿no temes


ni siquiera un poco al samana del bosque, que ha
venido a aprender el amor?
—¿Cómo podría tener miedo de un samana? ¿De
un necio samana del bosque, que habita con los cha-
cales y que todavía desconoce lo que es una mujer?
— ¡Ah! Pero el samana es fuerte y no se arredra
ante nada. Podría forzarte, bella doncella. Robar-
te, hacerte daño.

No, samana, no temo nada de eso. ¿Alguna vez
un samana o un brahmán ha temido que alguien le
pudiera robar su sabiduría, su devoción o su pro-
fundidad de pensamiento? No, pues es suyo, y sólo
da lo que quiere dar y a quien quiere. Lo mismo
exactamente pasa con Kamala y las alegrías del
amor. La boca de Kamala es bonita y encarnada,
pero intenta besarla contra la voluntad de Kamala
y no disfrutarás ni una sola gota de la dulzura que
sabe dar. Tú tienes facilidad para aprender, Sidd-
harta, pues aprende también esto: 'el amor se puede
suplicar, comprar, recibir como obsequio, encontrar
en la calle, ¡pero no se puede robar!. El camino que
te has imaginado es erróneo. Sería una lástima que

un joven tan agraciado como tú, empezara tan mal.


Siddharta se inclinó sonriente y contestó:
— ¡Sería una lástima! ¡Tienes razón! Sería una
verdadera lástima. ¡No, de tu boca no debo per-
derme ni una sola gota de dulzura, ni tú de la mía!
Quedamos, pues, así, en que Siddharta volverá
cuando tenga lo que le falta: vestidos, zapatos, di-
SlDDHARTA 67

ñero. Pero antes, bella Kamala, ¿no podrías darme


un pequeño consejo todavía?
—¿Un consejo? ¿Por qué no? ¿Quién se negaría
a dar un consejo a un pobre e ignorante samana que
viene de los chacales del bosque?
—Dime, pues, querida Kamala: ¿Dónde debo ir
para encontrar rápidamente esas tres cosas?
—Amigo, eso es lo que muchos quisi'eran saber.
Debes hacer que has aprendido y exigir por ello
lo
dinero, vestidos y zapatos. De otra forma un pobre
no logra tener dinero. ¿Qué sabes hacer?
—Sé pensar, esperar, ayunar.
—¿Nada más?
—-Nada más. Pues sí; también sé hacer poe-
. .

sías. ¿Quieres darme un beso por una poesía?


— Si me gusta la poesía, sí. ¿Cómo se llama?
Siddharta, después de pensar un instante, empezó
a recitar estos versos:

En un umbrío parque entró la bella Kamala.


A la entrada de ese parque se hallaba el moreno
samana.
Al ver la flor de loto se inclinó profundamente
y sonriendo se lo agradeció Kamala.
Es mejor, pensó el samana,
ofrecer sacrificios a Kamala
que vivir ofrendando
ante los dioses.

Kamala aplaudió tan fuerte que sus pulseras de


oro resonaron argentinas.
.

68 Hermann Hesse

—Me gustan tus versos, moreno samana. Y en


verdad, no pierdo nada si te doy un beso.
Con los ojos le atrajo: Siddharta inclinó el rostro
sobre el de Kamala y depositó su boca sobre la de
ella que era como un higo recién abierto. El beso
de Kamala fue largo; con profundo asombro, Sid-
dahrta se dio cuenta de que le enseñaba, pu'es era
sabia; lo dominaba, lo rechazaba, lo atraía, y tras
el primer beso, le esperaba una larga sucesión de
besos, cada uno distinto del siguiente. Respiró pro-
fundamente y en ese momento se sintió sorprendido
como un niño ante la abundancia de cosas nuevas y
dignas de aprender que se descubrían ante sus ojos.
—Tus son versos muy bellos —exclamó Kama-
la — ; yo fuera
si rica te los pagaría a precio de oro.
Pero te será difícil ganar con versos tanto dinero
como el qu'e tú necesitas. Pues necesitarás mucho, si

quieres ser amigo de Kamala.


— ¡Cómo sabes besar, Kamala! —balbuceó Sid-
dharta.
— Sí, eso lo sé hacer; por ello tampoco me faltan
vestidos, ni zapatos, ni pulseras ni otras cosas bo-
nitas.¿Pero qué será de ti? ¿No sabes otra cosa que
pensar, ayunar y hacer poesías?
—También sé las canciones de los sacrificios

—comentó Siddharta— ,
pero ya no las quiero can-

tar. También conozco las fórmulas mágicas, pero


ya no las quiero pronunciar. He leído las escri-
turas . .
SlDDHARTA 69

— —
¡Alto! — ¿Sabes
interrumpió Kamala . leer?
¿Sabes escribir?
— naturalmente. Hay muchos que
Sí, saben.
—La mayoría Tampoco yo
no. Es muy lo sé. in-
teresante que sepas leer y escribir, muy interesante.
También te servirán las fórmulas mágicas.
En ese instante entró corriendo una sirvienta y
dijo unas palabras al oído de su ama.
—Tengo visita —exclamó Kamala — . ¡Date pri-
sa! Vete, Siddharta, nadie debe encontrarte por aquí,
no lo olvides. Mañana te veré de nuevo. Sin embar-
go, ordenó a la sierva que entregara al devoto brah-
mán una túnica blanca. Sin saber lo que ocurría,
Siddharta se vio conducido por la criada a otro pa-
bellón, a través de un camino desconocido; luego
fue obsequiado con una túnica y, ya en la espesura,
le dijeron que se alejara del parque tan pronto como
pudiera y sin ser visto.
Contento, hizo lo que se le había mandado. Acos-
tumbrado al bosque, salió del parque por encima
del seto, sin hacer ruido. Alegre regresó a la ciudad
con la túnica enrollada bajo el brazo. En un alber-
gue frecuentado por viajeros, se colocó a un lado
de la puerta y pidió comida con un gesto; recibió
un trozo de pastel de arroz. "Quizá mafiana ya no
tenga que pedir más comida", se dijo.
De repente se le encendió el orgullo. Ya no era
un samana. Ya no debía pedir limosnas. Arrojó el
pastel de arroz a un perro y se quedó sin comer.
"La vida que se vive en este mundo es simple
70 Hermann Hesse

— reflexionó Siddharta— . Cuando todavía era un


samana todo era difícil, y al final desesperado. Aho-
ra todo es fácil, tan sencillo como las enseñanzas en
el arte me ofrece Kamala. Necesito
de besar que
vestidos y dinero,nada más. Son dos metas peque-
ñas y cercanas que no quitan el sueño."
Desde hacía tiempo había indagado el lugar en
que se hallaba la casa de Kamala en la ciudad, y
allí se presentó al día siguiente.
—Todo va bien — le dijo Kamala — . Te espera
Kamaswami, el más rico comerciante de la ciudad.
Si le gustas, te empleará. Sé inteligente, moreno sa-
mana. He hecho que otros le hablaran de ti. Sé
amable con él, es muy influyente. ¡Pero no seas de-
masiado modesto! No quiero que te conviertas en
su criado; has de ser su igual, si no. no estaré con-
tenta de ti. Kamaswami empieza a envejecer y a vol-
verse indolente. Si le gustas te confiará muchos asun-
tos.
Siddharta rió dándole las gracias. Cuando Kama-
la se enteró que en dos días no había comido, mandó
que s"e le trajera pan y fruta.

—Has tenido suerte —comentó Kamala, al des-


pedirse — . se te abre una puerta tras otra. ¿Por
qué será? ¿Eres un mago?
Siddharta replicó:
—Ayer te dije que sabía pensar, esperar y ayunar,
y tú encontraste que todo ello era inútil. Sin em-
bargo, sirve para mucho, Kamala, ya lo verás. Te
darás cuenta de que Í03 ignorantes samanas apren-
SlDDHARTA 71

den en el bosque y saben muchas cosas hermosas.


Anteayer todavía era un mendigo sucio; ayer besé
a Kamala y pronto seré un comerciante y tendré di-
jero y todas las cosas que a ti te gustan.

Eso es cierto —reconoció Kamala ¿Pero — .

qué habría sido de ti si no hubiera sido por Kama-


la? ¿Qué serías tú sin mi ayuda?

Querida Kamala —
manifestó Siddharta, al
tiempo que se incorporaba —
cuando entré en tu ,

parque, di el primer paso. Me había propuesto


aprender el amor de la más bella de las mujeres. Y
desde el momento en que me lo propuse, también
sabía que lo lograría. Sabía que tú me ibas a ayu :
dar; lo supe desde tu primera mirada, a la entrada
del bosque.

—¿Y yo no hubiese querido?


si

—Pero has querido. Mira, Kamala: si echas una


piedra al agua, ésta s'e precipita hasta el fondo por
el camino más rápido. Lo mismo ocurre cuando
Siddharta tiene un fin, cuando se propone algo. Sid-
dharta no hace nada, sólo espera, piensa, ayuna, sin
hacer nada, sin moverse: se deja llevar, se deja caer.
Su meta lo atrae, pues él no permite que entre en
su alma nada que pueda contrariar su objetivo. Eso
es lo que Siddharta ha aprendido de los samanas.
Es que los necios llaman magia y creen que es
lo
obra de demonios. Nada es obra de los malos espí-
ritus, éstos no existen. Cualquiera puede ejercer la
magia sí -sabe pensar, esperar, ayunar.
72 Hermann Hesse

Kamala lo escuchó. Amaba su voz y amaba la


mirada de sus ojos.
—Tal como tú dices, amigo
vez sea musitó en—
voz baja —pero quizá también es porque Siddharta
,

es hermoso, porque su mirada gusta a las mujeres,

y por 'ello tiene suerte.


Siddharta se despidió con un beso.

Así sea, profesora mía. ¡Que mi mirada te
agrade siempre! ¡Que a tu lado siempre tenga suer-
te!
VI

CON LOS HUMANOS


Siddharta marchó en busca del comerciante Ka-
maswami. Fue recibido en una rica mansión; los
criados lo guiaron sobre valiosas alfombras hasta un
salón, donde debía esperar al señor de la casa.
Entró Kamaswami. Era un hombre ágil y vivaz,
con cabellos entrecanos, ojos prudentes y boca sen-
sual. Amablemente se saludaron anfitrión y huésped.
— Me han dicho —
empezó el comerciante , que —
tú 'eres un brahmán, un sabio, pero que buscas em-
pleo en casa de un comerciante. ¿Acaso te encuen-
tras en la miseria, brahmán, y por eso buscas em-
pleo?
— No —
contestó Siddharta —
no me encuentro
,

en la miseria y jamás me he encontrado así. Has


de saber que vengo de los samanas entre quienes
he vivido mucho tiempo.
— Si vienes de los samanas, ¿cómo no vas a estar
en la miseria? Los samanas no poseen nada, ¿ver-
dad?
—Nada tengo —repuso Siddharta — , si es eso
lo que quieres decir. Verdad es que nada poseo. Sin
74 HermannHesse

embargo, así es porque ése es mí deseo; por lo tanto


no estoy en la miseria.
— Pero, ¿de qué piensas vivir, si no posees nada?
— Nunca he pensado en ello, señor. Durante más
de tres años no he poseído nada, y jamás pensé de
qué d'ebía vivir.
—Es decir, que has vivido a expensas de los de-
- Supongo que así es. También el comerciante vi-
ve a expensas de los ot

— Bien dicho. Pero no les quita a ios otros lo


suyo sin darles nada a cambio: en compensación les
entrega mercancías.
— Así parecen ir las cosas. Todos quitan, todos
dan: esa es la vida.
—Conforme, pero dime, por favor: si no posees
nada, ¿qué dar?
quieres
—Cada uno da que lo tiene. El guerrero da fuer-
za; el comerciante, mercancía; el profesor, enseñan-
za; el campesino, arroz; el pescador, peces.
— Muy bien, ¿Y qué es, pues, lo que tú puedes
dar? ¿Qué es lo ]ue lias aprendido? ¿Qué sabes
hacer?
— Sé pensar. Esperar. Ayunar.
— ¿Y eso es todo?
— ¡Creo que es todo!
— ¿Y para qué sirve? Por ejemplo, el ayuno. . .

¿Para qué vale?


— Es muy útil, señor, Cuando una persona no tie-
ne nada que comer, lo mejor que puede hacer es
SlDDHARTA 75

ayunar. Si, por ejemplo, Siddharta no hubiera apren-


dido a ayunar, hoy mismo tendría que aceptar cual-
quier 'empleo, sea en tu casa o en cualquier otro
lugar, pu'es el hambre le Sin embargo,
obligaría.
Siddharta puede esperar tranquilamente, desconoce
la impaciencia, la miseria; puede contener el asedio
del hambre durante mucho tiempo y, además, pue-
de echarse a reír. Para eso sirve el ayuno, señor.
—Tienes razón, samana. Espera un momento.
Kamaswami salió y al momento regresó con un
papel enrollado que entregó a su huésped al tiem-
po que le preguntaba:
—¿Sabes leer lo que dice aquí?
Siddharta observó documento, que contenía un
el
contrato de venta, y empezó a leerlo.
— Perfecto — exclamó Kamaswami —
¿Quieres .

escribirme algo en este papel?


Le entregó una hoja y un lápiz; Siddharta escri-
cribióy le devolvió la hoja.
Kamaswami leyó:
"Escribir es bueno, pensar es mejor. La inteli-
gencia es buena. La paciencia es mejor."
— Sabes escribir excelentemente —
alabó el co-
merciante — .Aún tenemos que hablar de muchas
cosas. Por hoy te ruego que seas mi invitado y que
te alojes en mi casa.
Siddnaría le dio las gracias y aceptó; y se alojó
en casa del comerciante. Le entregaron vestidos y
zapatos y un criado le preparaba diariamente el ba-
ño. Dos veces al día servían una mesa abundante,
76 Hermann Hesse

pero Siddharta tan sólo participaba una vez, y nun-


ca comía carne ni bebía vino.
Kamaswami le habló de sus negocios, le enseñó
su mercancía y sus negocios, le mostró las cuentas.
Siddharta llegó a conocer muchas cosas nuevas, es-
cuchaba mucho y hablaba poco. Recordando las pa-
labras de Kamala, jamás se subordinó al comercian-
te, sino que lo obligó a que le tratara como a un

igual, e incluso como a un superior. Kamaswami


llevaba sus negocios con cuidado y hasta con pasión;
Siddharta, por el contrario, lo observaba todo como
si se tratara de un juego cuyas reglas se esforzaba

por aprender, pero sin que llegaran a afectarlo en


su interior.
No había pasado mucho tiempo desde que se
encontraba en casa de Kamaswami, cuando ya par-
ticipaba en los negocios del dueño de la casa. Pero
diariamente, a la hora indicada, visitaba a la bella
Kamala con vestidos elegantes, finos zapatos y pron-
to también le llevó regalos. Aprendía mucho de la
roja boca sabia. Mucho le enseñó la mano suave y
delicada.
Siddharta, en el amor, todavía era un chiquillo,
inclinado a hundirse con ceguera insaciable en el
placer, como en un precipicio. Kamala le enseñó,
desde el principio, que no se puede recibir placer
sin darlo; que todo gesto, caricia, contacto, mirada,
todo lugar del cuerpo, tiene un secreto, que al des-
cubrirse produce felicidad al entendido. También
le dijo que los amantes, después de celebrar el rito
SlDDHARTA 77

del amor, no pueden separarse sin que se admiren


mutuamente, sin sentirse a la vez vencido y vence-
dor; de ese modo ninguno de los dos notará sacie-
dad, monotonía, ni tendrá la mala impresión de ha-
ber abusado o de haber padecido abuso.
Pasaba Siddharta horas maravillosas con la be-
en su discí-
lla e inteligente cortesana; se convirtió
pulo, su amante, su amigo. Allí, junto a Kamala,
encontraba el valor y el sentido de su vida actual,
no en los negocios de Kamaswami.
El comerciante encargaba a Siddharta las carias
y los pedidos d'e mayor cuantía, y se acostumbró a
pedirle consejo en todos los asuntos importantes.
Pronto se dio cuenta de que Siddharta entendía po-
co de arroz y de lana, de navegación y de negocios;
pero que tenía buen tino, e incluso superaba al co-
merciante en su tranquilidad, serenidad y en el arte
de saber escuchar y penetrar en el alma de los ex-
traños.

— Este brahmán —
comentó Kamaswami a un
amigo — no es un verdadero comerciante y jamás
lo será; los negocios nunca apasionan su alma. Pero
posee de las personas a quienes la fortuna
el secreto
les sonríe, ya sea por su buena estrella, por magia
o por algo que habrá aprendido de los samana*.
Siempre parece que juega a los negocios; jamás se
siente ligado o dominado por ellos; nunca teme el
fracaso, ni le preocupa una pérdida.
El amigo aconsejó al comerciante:
—De los negocios que te lleva, entrégale una ter-
78 HermannHesse

cera parte de los beneficios, pero deja que también


pague la misma participación en las pérdidas que
se produzcan. Así lograrás aumentar su interés.
Kamaswami Pero esta medida
siguió su consejo.
en nada afectó a Siddharta. Si conseguía beneficios,
los recibía con indiferencia; si había una pérdida,
se echaba a reír y exclamaba:
— ¡Pues mira, esto no ha salido bien!
A decir verdad, Siddharta continuaba siendo in-
diferente con los negocios. En una ocasión fue a.
un pueblo a comprar una gran cosecha de arroz. Sin
embargo, al llegar, supo que el arroz ya había sido
vendido a otro comerciante. A pesar de ello, Sid-
dharta se quedó varios días en la aldea, invitó a los
campesinos, regaló monedas de cobre a sus hijos,
asistió a una de sus bodas y regresó contentísimo
del viaje.
Kamaswami reprobó por no haber regresado
le
en seguida y por haber malgastado tiempo y dinero.
Siddharta contestó:
— ¡No te enfades, amigo! Jamás se ha logrado na-
da con enfados. Si hemos tenido una pérdida, asu-
mo la responsabilidad. Estoy contento de este via-
je. He conocido a muchas personas: un brahmán
me otorgó su amistad, los niños han cabalgado sobre
mis rodillas, los campesinos me han enseñado sus
campos; nadie me tuvo por comerciante.
— Todo eso está muy bien —
exclamó Kamaswa-
mi indignado — . ¡Pero en realidad eres un comer-
SlDDHARTA 79

ciante!, o al menos eso creo yo. ¿O acaso has via-


jado por placer?

Naturalmente —
sonrió Siddharta —
natural- ,

mente que he viajado por placer. ¿Por qué si no?


He conocido nuevas personas y lugares. He recibido
amabilidad y confianza. He encontrado amistad.
Mira, amigo, si yo hubiese sido Kamaswami, al ver
frustrada la compra, habría Regresado en seguida,
fastidiado y con prisas; entonces que realmente se

habría perdido tiempo y dinero. De esta manera,


sin embargo, he pasado unos días gratos, he apren-
dido, he tenido alegría y no he perjudicado a nadie
con mi fastidio y mis prisas. Y si alguna vez vuelvo
allí, quizá para comprar otra cosecha o con cual-

quier otro fin, me recibirán personas amables, llenas


de alegría y cordialidad, y yo me sentiré orgulloso
por no haber demostrado entonces prisa o mal hu-
mor. Así pu'es, amigo, sé bueno y no te perjudiques
con enfados. El día que creas que Siddharta te
perjudica, di una sola palabra y Siddharta se mar-
chará. Pero hasta entonces, deja que seamos buenos
amigos.
También eran vanos los intentos del comerciante
por convencer a Siddharta de que se comía su pan,
el de Kamaswami. Siddharta comía su propio pan
— decía — o
él más
bien, ambos comían el pan de
Siddharta jamás prestó oídos a las
otros, el de todos.
preocupaciones de Kamaswami, y eso que eran muy
grandes. Nunca Kamaswami pudo convencer a su
colaborador de la utilidad de gastar palabras en
80 Hermann Hesse

regaños o aflicciones, de fruncir el ceño o dormir


mal cuando algún negocio amenazaba con un fraca-
so, o si se presentaba la pérdida de un envío de mer-
cancías, o cuando parecía que un deudor no podía
pagar. Si en alguna ocasión Kamaswami le repro-
chaba que todo lo que Siddharta sabía lo había
aprendido de él, éste contestaba:
—Veo que te gustan las bromas. De ti he apren-
dido cuánto vale un cesto de pescado y cuánto inte-
rés se puede pedir por un dinero prestado. Estas
son tus ciencias. Pero pensar, eso no lo he aprendido
de ti, amigo Kamaswami; muy bien harías tú si lo
aprendieras de mí.
Realmente el alma de Siddharta no se hallaba en
el comercio. Los negocios eran buenos para lograr el

dinero para Kamala, y le proporcionaban mucho


más de lo que necesitaba. Por lo demás, el interés y
la curiosidad de Siddharta sólo recaían en las per-
sonas, cuyos negocios, oficios, preocupaciones, ale-
grías y necedades podían serle tan extraños y leja-
nos como la luna. A pesar de la facilidad que tenía
para alternar con todos, para vivir y aprender de
todos, Siddharta notaba que existía algoque lo se-
paraba de los otros; y 'esto se debía a que había sido
un samana. Observaba que los humanos vivían de
una manera infantil, casi animal, que él a la vez
amaba y despreciaba. Los veía esforzarse, sufrir y
encanecer por asuntos que no merecían ese precio:
por dinero, pequeños placeres y pequeños honores;
contemplaba cómo se insultaban unos a otros, se que-
SlDDHARTA 81

jaban de sus penas, ele las que un samana se ríe, y


sufrían por carencias que un samana. ni siquiera
sentía.

Siddharta acogía a todas las personas. Daba la


bienvenida al comerciante que le ofrecía tela, al que
estaba cargado de deudas y buscaba un crédito, al
mendigo que durante una hora le explicaba la his-
toria de su pobreza, a pesar de que no era
la mitad
de pobre que un samana. No diferenciaba en el
trato al rico comerciante extranjero del barbero que
lo afeitaba o del vendedor ambulante de plátanos a
quien le permitía robarle algunas monedas del cam-
bio. Cuando Kamaswami le contaba sus preocupa-
ciones o le reprochaba algún negocio, él escuchaba
con curiosidad, serenamente; luego se asombraba,
intentaba entenderlo, le daba un poco la razón
—únicamente la que le parecía imprescindible —y
lo dejaba para ocuparse del siguiente asunto.
Y eran muchos, muchos los que llegaban a la ciu-
dad para negociar con Siddharta, para engañarle o
sondearle; muchos también para despertar su com-
pasión, o escuchar su consejo. Siddharta los com-
padecía, aconsejaba, regalaba, y se dejaba engañar
un poquito. Y
ahora ocupaba su pensamiento todo
ese juego y la pasión con que lo juzgaban los seres
humanos, como antes se había ocupado de los dioses
y de Brahma.
A veces le llegaba del fondo de su pecho una dé-
que le avisaba y se la-
bil voz, casi imperceptible,
mentaba quedamente, pero era tan endeble que ape-
82 Hermann Hesse

ñas podía oírla. Cuando la oía, por una hora tenía


conciencia de que llevaba una vida extraña, de que
hacía cosas que únicamente eran un juego; sí, se
sentía sereno y a veces alegre, pero la verdadera
vida pasaba de largo y no le tocaba.
Como un jugador juega con la pelota, así también
Siddharta jugar/a con sus negocios, con las personas
que había a su alrededor; los observaba y se diver-
tía con ellos. No obstante, su corazón, su verdadera

naturaleza, no participaba. Su verdadero ser corría


por alguna parte, pero lejos de él. Se deslizaba in-
visible, sin participar en la vida que llevaba. Ante
tales pensamientos alguna vez se asustó; entonces
deseó participar también, en lo posible, en la activi-
dad pueril del día, con ardor y con el corazón; que-
ría vivir de verdad, obrar auténticamente, disfrutar
realmente, vivir en vez de permanecer como especta-
dor solitario.
No Ka-
obstante, continuaba sus visitas a la bella
mala, aprendía el arte del amor, donde más que en
ningún otro, el dar y el recibir son una misma cosa.
Charlaba con Kamala, aprendía de ella, la aconse-
jaba. Kamala llegó a entenderlo mejor que Govinda
en un tiempo. Kamala y Siddharta se asemejaban
en todo.
En una ocasión, manifestó él:

Tú eres como yo, diferente a la mayoría de los
seres humanos. Tú eres Kamala, nada más; y den-
tro de ti hay un sosiego y un refugio a donde puedes
retirarte en cualquier momento, cerno yo puedo ha-
SlDDHARTA 83

cerlo. Pocas personas lo tienen y, sin embargo, lo


podrían poseer todas.
—No todo el mundo es inteligente —opinó Ka-
mala,
—No — replicó Siddharta — , no es por eso. Ka-
maswami es tan inteligente como yo, y sin embargo,
no lleva ese refugio en su interior. Otros lo tienen,
pero si medimos su inteligencia, son igual que chi-
quillos. La mayoría de los seres humanos, Kamala,
son como las hojas que ca'en de los árboles, que vue-
lan y revolotean por el aire, vacilan y por último se
precipitan al suelo. Otros, por el contrario, casi son
como estrellas; siguen un camino fijo, ningún vien-
to los alcanza, pues llevan ^n su interior su ley y su
meta. Entre todos los samanas y los sabios y yo he —
conocido a muchos —
había uno perfecto en este sen-
tido. Jamás lo podré olvidar. Se trata del Gotoraa,
el ilustre, el predicador de aquella doctrina. Dia-

riamente escuchan sus palabras más de mil discípu-


los, y a todas horas siguen sus consejos pero los ;

otros son hojas de las que caen, pues no llevan en


sí mismos la doctrina y la ley.

Kamala objetó sonriente:

—Otra vez vuelves a hablar de él. Nuevamente


tienes pensamientos de samana.
Siddharta no contestó. Continuó con el juego del
amor, uno de los treinta o cuarenta diferentes juegos
qu'e conocía Kamala. El cuerpo de ella era elástico
como el de una pantera, como- el arco de un cazador;
84 Hermann Hesse

quien aprendía el amor con Kamala, sabía muchos


placeres, muchos secretos.
Durante mucho tiempo jugaba con Siddharta: lo
atraía, lo rechazaba, lo obligaba, lo abrazaba, se
alegraba de su maestría hasta que él, vencido y ago-
tado, descansaba junto a Kamala.
La hetera se inclinó sobre Siddharta, observando
largamente su cara y los ojos cansados.
— Eres el mejor amante que he conocido de- —
claró pensativa — Eres más fuerte que otros, más
.

flexible y espontáneo. Has aprendido mi arte muy


bien, Siddharta. Algún cuando yo sea mayor,
día,
quiero tener un hijo tuyo. Y
sin embargo, querido,
sé que sigues siendo un samana, que no m'e quieres,
que no amas a nadie. ¿No es eso Verdad?

Puede que lo sea —
contestó cansado — Pero
.

soy como tú: tampoco amas. ¿Cómo podrías ejer-


. .

cer el amor como un arte? Las personas de nuestra


naturaleza quizá no sepan amar. Los seres comu-
nes sí que saben: ese es su secreto.
VII

SANSARA
Durante largo tiempo Siddharta había vivido la
vida del mundo sin pertenecer a él. Se le habían
despertado los sentidos que adormeció en los ar-
dientes años de samana; había probado la riqueza,
la voluptuosidad, el poder; no obstante, durante mu-
cho tiempo permaneció siendo un samana dentro del
corazón. Se dio cuenta de ello la misma Kamala,
la inteligente. La vida de Siddharta seguía presi-
dida por tres cosas: pensar, esperar y ayunar. To-
davía la gente del mundo, los seres humanos, le eran
extraños, igual que él lo era para los demás.
Los años pasaban, y Siddharta, rodeado de bien-
estar, ap'enas se daba cuenta. Se había hecho rico;
ya poseía su propia casa con los correspondientes
criados y un jardín en las afueras de la ciudad, jun-
to al río. La gente lo quería; lo iban a ver cuando
necesitaban dinero o consejos. Pero, a excepción
de Kamala, nadie consiguió ser su amigo íntimo.
Poco a poco se había convertido en recuerdo aque-
lla exaltación del renacer que sintió en su juventud,
días después del sermón de Gotana y de la separación
86 Hermann Hesse

de Govinda, aquella esperanza expectante, aquel or-


gullo de soledad sin profesores ni doctrinas, aque-
lla disposición dócil de oír la voz divina en su pro-
pio interior, todo fue pasajero; la fuente sagrada
murmuraba en y con voz muy débil, la
la lejanía
que antes hablaba tan fuerte en su propio interior.
Sin embargo, le había quedado todavía mucho de lo
que aprendió de los samanas, de Gotama, de su
padre, el brahmán: la vida moderada, el placer de
pensar, las horas de meditación, el conocer secreta-
mente el yo, el eterno yo, que no es cuerpo ni con-
ciencia.

Sí, mucho de esto quedaba y había más


aún le
que quedaba en el olvido, cubierto de polvo. Era
como la rueda del alfarero que, una vez en marcha,
no se detiene bruscamente, sino que con lentitud y
cansancio aminora la marcha hasta pararse del to-
do. En el alma de Siddharta, la rueda del ascetis-
mo, de la reflexión, del discernimiento había gira-
do durante mucho tiempo, y ahora todavía giraba,
pero muy despacio, vacilando: se hallaba a punto
de detenerse. Paulatinamente, como la humedad pe-
netra en la corteza del árbol moribundo y la invade
y la pudre, así el mundo y la inercia habían pene-
trado en el alma de Siddharta; con insidia le llena-
ban el alma, daban pesadez a su cuerpo, lo cansa-
ban, lo adormecían. Por el contrario, sus sentidos
se habían despertado, habían aprendido mucho, po-
seían gran experiencia.
Siddharta había aprendido a comerciar, a ejercí-
SlDDHARTA 87

tar su poder sobre las personas, a divertirse con una


mujer; se había aficionado a Vestir ropas elegantes,
a ordenar a los servidores, a bañarse en aguas per-
fumadas. Había aprendido a comer sabrosos platos
preparados con cuidado; platos de pescado, carne,
aves, especias y dulces, y bebía el vino que aletarga
y ayuda a olvidar. Había progresado en el juego
de los dados, en el tablero de ajedrez, en el saber
mirar a las bailarinas; sabía dejarse llevar en una
litera y dormir en una cama blanda.

Pero aún se sentía diferente o superior a los de-


más; aún los observaba con un poco de ironía y
desprecio: precisamente con ese desdén que siente
un samana por la gente del mundo. Cuando Kamas-
wami sentía zozobra, cuando lo perseguían las preo-
cupaciones de los negocios, Siddharta siempre le
lanzaba una mirada burlona. Pero imperceptible-
mente, con el continuo ritmo de las cosechas y esta-
ciones de lluvia, su ironía había decrecido, su aire
de superioridad había menguado. Y lentamente, en
medio de su riqueza creciente, Siddharta adquirió
algo de las características d'e los seres humanos co-
munes, algo de sus temores y puerilidades.
Y con todo ello, los envidiaba. Sentía cada vez
más celos, a medida que se iba pareciendo más a
ellos. Codiciaba lo único que a él le faltaba y que
los hombres tenían:la importancia que lograban dar
a su existencia, la pasión de sus alegrías y temores,
la dulzura inquietante y su constante capacidad de
amar. Vivían enamorados de sí mismos, de sus mu-
88 Hermann Hesse

jeres, de sus hijos, de su honor, o de su dinero; esos


seres siempre se hallaban llenos de planes y espe-
ranzas.
Precisamente eso era lo que él no conseguía emu-
lar: esa alegría y, si se quiere, necedad infantil.
Aprendía de ellos tan sólo lo desagradable, lo que
despreciaba. Cada vez con más frecuencia le ocu-
rría que tras pasar una noche en sociedad, a la ma-
ñana siguiente se quedaba mucho tiempo en la cama,
Le sentía estúpido y cansado.Cada vez más a me-
nudo se enfadaba y perdía la paciencia cuando Ka-
inaswami lo aburría con sus preocupaciones.
Su risa era demasiado estridente cuando perdía
en juego de los dados.
el Su rostro aún parecía más
inteligente y sereno que el de los otros, pero lueízo
empezó a reír poco y adoptó uno tras otro aquellos
gestos que se veían con frecuencia en los rostros de
lo? potentados, los gastos de descontento, de dolor,
de mal htxmor, de desidia, de dureza del corazón.
Paulatinamente lo atacó la enfermedad de los hom-
bres ricos.
Lentamente, el cansancio cubría a Siddharta co-
mo un velo, con una niebla fina; cada día un poco
más espesa, cada año algo más pesada.
Como un vestido nuevo que con el tiempo se vuel-
ve viejo, pierde sus colores y textura, se mancha,
se arruga, se gasta en los dobladillos y se deshila-
cha, así fue la vida que Siddharta empezó tras la

separación de Govinda; había envejecido y, al pa-


sar de los años, perdía su brillo, se manchaba y se
SlDDHARTA 89

arrugaba, escondiendo en el fondo el desengaño y


el asco. Siddharta no lo advertía. Sólo notaba que
aquella voz clara y segura de su interior, la que lo
acompañó en su despertar y que lo guió en sus me-
jores momentos, ahora se había enmudecido.
Lo habían capturado el mundo, el placer, las exi-
gencias, la pereza y, por último también, aquel vi-
cio que por ser el más insensato, siempre había des-
preciado más: la codicia. Por fin, las ansias de
posesión y de riqueza se habían apoderado de Sid-
dharta; ya no eran un juego, sino una carga y una
cadena.
Siddharta había llegado a esta triste servidumbre
por un camino raro y lleno de sinsabores; 'el juego
de los dados. Desde el momento en que su corazón
dejó de ser el de un samana, empezó a juírar por
dinero y por obj'etos valiosos, con pasión, Con furia
creciente; era el mismo juego que antes había con-
siderado, entre risas e ironías, como una costumbre
más de los seres humanos.
Como
jugador lo temían; pocos s'e atrevían con
él; a tantaaltura habían llegado sus temerarias
apuestas. Jugador, inducido por la miseria de su
corazón, al malgastar el dichoso dinero, experimen-
taba una salvaje alegría; de ninguna otra forma po-
día demostrar con más claridad y sarcasmo su des-
dén por la riqueza, la diosa de los comerciantes.
A^í, pues, jugaba mucho y
sin miramientos; se
odiaba a sí mismo,
burlaba del dinero, ganaba a
se
miles, perdía por millares; disipaba el dinero, las
90 Hermann Hesse

joyas, una casa de campo y volvía a resarcirse y


volvía a perder,
Le gustaba aquel miedo, aquella angustia terrible
que sentía en el juego de los dados tras haber apos-
tado mucho; buscaba poder renovarlo siempre, au-
mentarlo cada vez más, pues sólo esa sensación le
producía algo parecido a la felicidad, al entusias-
mo, a una vida elevada en medio de la mediocridad
de su existencia gris e indiferente. Y después de
una gran pérdida, buscaba nuevas riquezas, hacía
los negocios con más diligencia, obligaba a saldar
las deudas con más severidad, pues quería seguir
jugando, malgastando, demostrando su desprecio por
el dinero. Mas cuando perdía en el juego, perdía
la tranquilidad, agotaba su paciencia contra los men-
digos, ya no poseía el placer de regalar ni de pres-
tar como antes.
¡Siddharta, el que en una sola jugada perdía diez
mil, y además se reía, ahora en los negocios se vol-
vía cada vez más severo y mezquino! ¡Y por la
noche soñaba con dinero! Y Siddharta huía cada
vez que se despertaba de ese espantoso letargo, cuan-
do veía su cara envejecida y fea reflejada en el es-
pejo de la pared de su dormitorio, y le atacaban la
vergüenza y la repugnancia; huía hacia nuevos jue-
gos de fortuna, hacia el aturdimiento de la lujuria
y del vino y así iniciaba nuevamente el círculo ab-
surdo de ganar y malgastar riquezas. En esa noria
sin sentido se agotaba, envejecía y se enfermaba.

Un día tuvo un sueño fatídico. Había pasado las


SlDDHARTA 91

horas de la tarde con Kamala, en el hermoso parque.


Se habían sentado bajo los árboles, a conversar;
Kamala pronunció palabras melancólicas, detrás de
las cuales se escondía la tristeza y el cansancio. Le
había rogado que le hablara de Gotarna, y no se can-
saba de escuchar sobre la pureza de su mirada, la
bella tranquilidad de sus labios, la bondad de su
sonrisa, la paz de todo su ser. Durante mucho tiem-
po le había tenido que contar los hechos del venera-
ble Buda; Kamala suspiró y manifestó:
—Algún día, quizá pronto, también yo seguiré a
ese Buda. Le regalaré mi parque y me refugiaré en
su doctrina.
Sin embargo, volvió después a seducir a Siddhar-
ta en el juego del amor. Lo cautivó con vehemencia
dolorosa, entre mordiscos y lágrimas, como si qui-
siera exprimir, una vez más, la última y dulce gota
de ese placer pasajero.
Nunca, como entonces, Siddharta se había dado
cuenta con tanta claridad del cercano parentesco que
hay entre la voluptuosidad y Después se
la muerte.
tendió junto a Kamala, su cara junto a la de ella;
bajó sus ojos y cerca de los labios había notado un
trazo triste, más diáfano que nunca, como una es-
critura de finas líneas, de leves arrugas, un alfabeto
que recordaba el otoño y la vejez. igual que ha-
. .

bía notado Siddharta alguna cana en sus cabellos


negros, a pesar de que sólo tenía cuarenta años. El
cansancio escribía ya en el bello rostro de Kamala;
era la fatiga de un largo camino sin objetivo con-
92 Hermann Hesse

creto; el agotamiento que llevaba consigo el princi-


pio de la decadencia y un temor escondido, todavía
no manifiesto, quizá ni siquiera conocido: el temor
a la vejez, al otoño, a la muerte.
Siddharta se había despedido de Kamala sollo-
zando, con "el alma acongojada y llena de profundo

temor. Después Siddharta había pasado la noche en


su casa, bebiendo vino entre las bailarinas, siempre
pretendiendo ser superior a sus semejantes, aunque
en realidad no lo era; bebió demasiado vino y, pa-
sada la medianoche, cansado y excitado a la vez,
buscó el lecho con ansias de llorar, desesperado. Du-
rante largo tiempo procuró en vano conciliar el sue-
ño, pero su corazón se encontraba repleto de una
pena insoportable, de un asco profundo por el vino
demasiado fuerte, por la música demasiado suave y
monótona, por la sonrisa empalagosa de las baila'
riñas y el perfume dulzón de sus cabellos y sus se-
nos. No obstante, lo que más rechazaba 'era su pro-
pia persona, su pelo perfumado, su boca con aliento
alcohólico, su piel cansada, marchita, deshidratada.
Como cuando uno come y bebe con exceso y vo-
mita dolorosamente, sintiendo después un gran ali-
vio, así también Siddharta, sin conseguir conciliar
el sueño, deseaba, en medio de multitud de hastíos,
deshacerse de esos placeres, esas costumbres, de to-
da su vida inútil, e incluso de sí mismo. Por fin, al
amanecer, cuando la ciudad empezaba a despertarse,
consiguió adormecerse unos instantes y tuvo un sue-
ño. Su sueño fue así:
SlDDHARTA 93

En una jaula de oro, Kamala poseía un exótico


pajarillo cantor. Soñó con ese pájaro. De madruga-
da, el pájaro se encontraba en silencio, lo que llamó
su atención, pues siempre cantaba a esa hora; se
acercó y vio al pequeño pájaro muerto en el suelo
de la jaula. Lo sacó, lo acarició un momento entre
sus manos y en seguida lo arrojó a la calle; en ese
mismo instante se asustó terriblemente y sintió que
el corazón le dolía tanto como si con el pájaro muer-
to hubiera arrojado todo lo bueno y valioso de su
vida.

Al despertar, se sintió invadido por una profun-


da tristeza. Toda su vida pasada le parecía sin va-
lor y sin sentido. No le había quedado nada vivien-
te, nada que poseyera la exquisitez, nada que mere-
ciese la pena guardar. Se encontraba solo y vacío,
como un náufrago en una playa desierta.
Con paso triste marchó Siddharta hacia un par-
que que le pertenecía, cerró la reja y se sentó bajo
un árbol de mango. En su corazón sentía horror y
la muerte reinaba en su alma. Se sintió agonizante,
acabado. Ordenó sus pensamientos y recorrió con
la mente todo el camino de su vida, desde los prime-
ros días que aún podía recordar. ¿Cuándo habfa
disfrutado de felicidad, de una auténtica alegría?
Sí, varias veces. En sus años de adolescente la había
sentido, cuando ganaba el elogio de los brahmanes
al aventajar a todos los chicos de su misma edad
para recitar los versos sagrados; o en las discusio-
94 Hermann Hesse

nes con los sabios, o como ayudante en los sacrifi-


cios. Entonces oía decir a su corazón:
"Un sendero hay ante ti, que es tu vocación, los
dioses te esperan."
Con mayor intensidad sintió ese gozo cuando sus
meditaciones, cada vez más elevadas, lo habían he-
cho destacarse de entre la mayoría de los que como
él buscaban la felicidad, cuando luchaba con ansia
por sentir a Brahma, cuando a cada nuevo conoci-
miento se le despertaba una sed mayor en su inte-
rior. Entonces, en medio de aquella sed, en medio
del dolor, había escuchado las mismas palabras:
"¡Adelante! ¡Adelante! ¡Es tu vocación!"
Esta voz la había oído al abandonar a sus padres
para elegir la vida de samana, y otra vez, al ir de
los samanas hacia aquel ser perfecto, y nuevamente
al dejar 'el majestuoso rumbo a lo desconocido. ¿Des-
de cuándo había dejado de escuchar la voz? Conten-
to con los pequeños placeres, pero nunca satisfecho,
había pasado mucho tiempo sin oír la voz, sin al-
canzar ninguna cima; durante largos años, el cami-
no había sido monótono y llano, sin alta meta, sin
sed, sin elevación. Sin saberlo siquiera, el propio
Siddharta se había esforzado por parecer un ser hu-
mano como todos los que lo rodeaban, pero la vida
de él era mucho más mísera y pobre que la de ellos;
sus fines no eran los de él, ni tampoco sus preocu-
paciones. Todo aquel mundo de Kamaswami, para
Siddharta tan sólo había sido un juego, un baile, una
comedia. Únicamente había apreciado y amado a
SlDDHARTA 95

Kamala. Pero ¿aún la necesitaba, o Kamala lo ne-


cesitaba a él? ¿No jugaba un juego sin fin? ¿Era
necesario vivir para eso?
¡No, no lo era! Ese juego se llamaba SÁNSARA,
un juego de niños, divertido para jugar una vez, dos,
diez veces. ¿pero jugarlo incesantemente?
. .

Siddharta comprendía que el juego había llegado


a su fin, que ya no podía jugar. Estremecióse y sin-
tió que en su interior algo había mu'erto.

Todo aquel día lo pasó sentado bajo el árbol, pen-


sando en su padre, en Govinda, en Gotama. ¿Había
abandonado a aquéllos para convertirse en un Ka-
maswami? Al anochecer aún seguía sentado. Al le-
vantar la mirada y observar las estrellas, pensó:
"Heme aquí sentado bajo el árbol, bajo el man-
go, en mi parque."
Sonrióse un poco.
"¿Pero es necesario? ¿No es un juego absurdo el
poseer un mango, un jardín?"
Para él, ya había terminado. También esto
esto
había muerto. Se levantó y se despidió del mango
y del parque. Como había pasado el día sin comer,
sentía un hambre feroz; pensó en su casa de la ciu-
dad, en su habitación, en su cama, en su mesa reple-
ta de viandas. Cansado, sonrió, movió la cabeza y
se despidió de todo ello.
Esa misma noche Siddharta abandonó la ciudad y
nunca más volvió a ella. Durante mucho tiempo Ka-
maswami ordenó buscarle, pues creía que había caí-
do en manos de los bandoleros.
96 Hermann Hesse

Kamala no lo buscó. Cuando supo que Siddharta


había desaparecido, ni siquiera se sorprendió. ¿No
lo había sabido siempre? ¿No se trataba de un sa-
mana, de un hombre sin patria, de un peregrino? Se
dio cuenta perfectamente de ello en el último en-
cuentro; y en medio del dolor por aquella pérdida,
se alegraba de que todavía la última vez la hubiera
estrechado con ardor contra su pecho, y de haber
sentido una vez más cómo Siddharta la poseía y
cómo Kamala s'e fundía con él.
Cuando recibió la noticia de la desaparición de
Siddharta, se acercó a la ventana en que tenía la
jaula de oro con el exótico pájaro cantor. Abrió la
portezuela, sacó el pájaro y lo dejó volar libremente.
Durante largo tiempo siguió con la mirada el vuelo
del ave.
A partir de ese día, Kamala ya no recibió más
visitas, y Después de un tiempo se
cerró su casa.
dio cuenta de que había quedado encinta después del
último encuentro con Siddharta.
VIII

A ORILLAS DEL RIO


Ya lejos de la ciudad, Siddharta caminó por el
bosque. Sólo sabía una cosa con certeza: que no
podía volver, que la vida que había llevado durante
años había pasado, concluido y que la había gozado
hasta hastiarse.
Había muerto el pájaro cantor. Su muerte, la que
había soñado, era la muerte de su propio corazón.
Fue un profundo cautivo del SANSARÁ, se saturó
de asco y muerte por todas partes, como una espon-
ja absorbe agua hasta empaparse. Siddharta estaba
lleno de fastidio, de miseria, de muerte; ya no exis-
tía nada en el mundo que pudiese alegrarlo o con-
solarlo.

Con pasión ansiaba sumirse en el olvido, perma-


necer tranquilo, muerto. "Que caiga un rayo y me
mate —pensaba —
¡Que venga un tigre y me coma!
.

¡Que tome un vino, un veneno que m'e adormezca,


que haga olvidar y dé un sueño sin final! ¿Queda
alguna suciedad con la que todavía no me haya man-
cillado? ¿Un pecado o una necedad que no haya co-
98 Hermann Hesse

metido? ¿Había alguna mala acción que no hubiera


cometido voluntariamente? ¿Era posible continuar
viviendo? ¿Era posible respirar y aspirar una y otra
vez, sentir hambre, volver a comer, dormir, perma-
necer junto a una mujer? ¿No se había agotado ya
ese círculo para Siddharta?"
Llegó justo a la orilla del gran río del bosque, el
mismo que había atravesado en la balsa del barque-
ro cuando todavía era joven y venía de la ciudad de
Gotama. Se detuvo vacilante a la orilla del río. El
cansancio y el hambre lo habían debilitado. ¿Para
qué seguir adelante? ¿Hacia dónde ir? ¿A qué des-
tino? No, ya no existían objetivos; lo único que pal-
pitaba era una ansiedad profunda y dolorosa de
arrojar ese sueño confuso, de escupir ese vino ran-
cio, de terminar esa vida miserable y vergonzosa.
Un árbol se inclinaba sobre la ribera del río: era
un cocotero, en cuyo tronco apoyó Siddharta el hom-
bro: Siddharta se abrazó a él y observó el agua ver-
de que se deslizaba a sus pies; miró hacia abajo y
sintió deseos de soltarse y sumergirse bajo el agua.
Un vacío estremecedor se reflejaba entre las ondas,
al que replicaba hueco de su alma. Sí,
el terrible

estaba acabado. Sí, para Siddharta, con la vida des-


trozada y sin meta, con su formación malograda, ya
no quedaba otra solución que lanzar su existencia a
los pies dé los dioses con una sonrisa irónica.

Ese era su deseo: jLa muerte, la destrucción de la


forma odiada! ¡Que los peces devoren ese perro de
Siddharta, ese demente, ese cuerpo desmantelado y
SlDDHARTA 99

podrido, esa alma decadente y mal empleada! Que i

los peces y los cocodrilos lo devoren! ¡Que los de-


monios lo descuarticen!
Con rostro desencajado clavó su vista en el
el
agua: al ver el reflejo de su cara escupió en el agua.
Lleno de abatimiento separó el brazo que apoyaba
en el tronco y se volvió un poco para deslizarse y
hundirse de una vez para siempre. Se inclinó hacia
la muerte con los ojos cerrados.

En ese instante sintió llegar una voz desde remo-


tos lugares de su alma, del pasado de su agotada
existencia.Era una palabra, una sílaba que repetía
maquinalrríente una voz balbuciente: se trataba de
la vieja palabra, principio y fin de todas las oracio-
nes de ios brahmanes: el sagrado 0M
que significa
5

"lo perfecto" o "la perfección". Y en el momento


en que la palabra OM alcanzó el oído de Siddharta,
ge despertó repentinamente su espíritu adormecido y
reconoció la necedad de su intención.
Siddharta se horrorizó profundamente, y pensó
cómo había podido llegar hasta aquel punto; se en-
contraba perdido, confuso, abandonado de toda sa-
biduría. Había intentado encontrar la muerte. Un
deseo tan fútil había podido crecer en su interior:
I
encontrar la paz apagando su vida! Lo que no ha-
bían logrado la tortura de los últimos días y la de-
sesperación, lo consiguió el OM al penetrar "en su
conciencia. Siddharta reconoció su miseria y su
error. rrnobfi
—OM — repetía en su interior — , OM.
100 Hermann Hesse

Y de nuevo volvió a tener conciencia del Brahma,


del carácter indestructible de la vida, de la divini-
dad, de todo lo que había llegado a olvidar.
Pero fue una iluminación momentánea, como un
rayo. Siddharta se desvaneció al pie del cocotero,
quedó su cabeza junto a la raíz y durmió profunda-
mente.
Su sueño era hondo y libre de pesadillas; hacía
mucho tiempo que no conseguía dormir así. Cuando
despertó, después de varias horas, le pareció que
habían pasado diez años. Oyó el suave murmullo
del agua sin recordar dónde y por qué se encontraba
allí. Al mirar hacia arriba, se sorprendió de ver los

árboles y el firmamento. En eso recordó lo que lo


había traído hasta allí y sintió deseos de permanecer
así por largo tiempo. El pasado le parecía ahora
cubierto por un velo. Lo veía remoto y sin impor-
tancia. Su vida pasada le pareció, al momento de
despertar, que había sido una encarnación remo f a,
una especie de nacimiento anterior a su yo actual.
De ella sólo recordaba que había terminado, que h*-
bía experimentado tal náusea y abyección, quv» hv
bía deseado destruirla, pero que había recobrado el
sentido junto al río, bajo el cocotero, al pronunciar
con sus labios la sagrada palabra OM
y ahora se
despertaba y contemplaba el mundo como un ser
nuevo.
Con voz baja pronunció vocablo, con el que se
el
había quedado adormecido; le pareció que en todo
su largo sueño no había hecho otra cosa que hablar
SlDDHARTA 101

del OM, pensar en el OM, hundirse y penetrar en


el OM, en lo indecible, en lo perfecto.
¡Qué sueño tan maravilloso! Jamás le había re-
;

frescado tanto un sueño, renovado y rejuvenecido!


Acaso estaba muerto realmente. ¿Se habría aho-
. .

gado y había vuelto a nacer en una nueva encarna-


ción? Pero no, Siddharta se reconocía: sus manos y
sus pies, el lugar donde se encontraba, el yo en su
interior, el Siddharta caprichoso, raro; no obstante,
Siddharta había cambiado, se había renovado, se en-
contraba notablemente descansado, despierto, alegre
y curioso.
Siddharta se incorporó y vio frente a él a una per-
sona: un forastero, un monje vestido con la túnica
amarilla y la cabeza afeitada, en postura de medita-
ción. Contempló al hombre, que no tenía cabello ni
barba, y no tardó mucho en advertir que el monje
era Govinda, el amigo de su juventud. Govinda, el
que se había refugiado en el majestuoso Buda.
También Govinda había envejecido como él, pero
su rostro aún mantenía los mismos rasgos, expresaba
diligencia, búsqueda y temor. Y cuando
lealtad,
Govinda levantó la mirada al sentirse observado,
Siddharta se dio cuenta inmediatamente de que su
amigo no lo reconocía. Govinda se alegró al verlo
despierto; evidentemente hacía mucho tiempo que
esperaba que despertase, aunque no lo conocía.
—Me he dormido —manifestó Siddharta — . ¿Có-
mo has aquí?
llegado hasta
— he
Sí, te dormir —
visto contestó Govinda — , y
102 HermannHesse

no es muy recomendable hacerlo en estos sitios, pues


a menudo hay y además animales mero-
serpientes,
deando. Yo, señor, soy un discípulo del majestuoso
Buda, del Sakia Muni; pasaba por aquí en peregri-
nación con otros de mis compañeros, cuando te vi
dormir en lugar tan peligroso. Por ello intenté des-
pertarte, joven, y al comprobar que tu sueño era muy
profundo, me rezagué y me senté a tu lado. Y mien-
tras vigilaba tu sueño, creo que yo también
he me
dormido. Mal cumplí mi servicio, pues el cansancio
me venció. Pero ya que ahora estás despierto, dame
licencia para reunirme con mis compañeros.
-
—Te
agradezco mucho, samana, que hayas vigi-
lado mi sueño —
contestó Siddharta —
Los discípu- .

los del majestuoso sois muy amables. Ahora ya pue-


des irte.

—Me marcho, con permiso. Que Señor


tu el con-
serve tu salud.
— samana.
Gracias,
—Govinda saludo y
hizo la señal del se despidió:

—Adiós.
—Adiós, Govinda — contestó Siddharta.
El monje se detuvo.
—Permíteme, ¿De dónde conoces mi nom-
señor.
bre?
Siddharta sonrió.
—Govinda, conozco de la casa de tu padre y
te
de la escuela de los brahmanes, de los sacrificios, de
nuestro viaje con los saraanas y de aquella hora
SlDDHARTA 103

cuando tú en el bosque de Jatavana juraste seguir al


majestuoso.
— ¡Eres Siddharta! —exclamó
Govinda Ahora — ..

te reconozco y no comprendo cómo no me di cuenta


inmediatamente. Bien venido, Siddharta. Siento un
gran gozo al volver a verte.
—También yo me alegro de verte otra vez. Has
vigilado mi sueño: gracias te doy nuevamente, aun-
que no hubiera necesitado custodia. ¿Hacia dónde
vas, amigo?
— No me dirijo a ningún sitio determinado. Los
monjes siempre peregrinamos, mientras no es la es-
tación de las lluvias; caminamos de un sitio a otro,
vivimos según la regla, pregonamos la doctrina, re-
cibimos limosnas y continuamos nuestro viaje. Siem-
pre así. ¿Pero tú, Siddharta, adonde vas?
Contestó Siddharta:
— Yo hago lo mismo que tú, amigo. No voy a
ninguna parte. Sólo estoy en camino. Soy un pere-
grino.
Govinda replicó:
— Dices ser un peregrino, y te creo. Pero perdó-
name, Siddharta, no tienes aspecto de peregrino, lle-
vas ropajes de hombre rico, calzas zapatos de aris-
tócrata, y tu cabello perfumado no es el de un sa-
mana.
—Muy bien, amigo, has observado con agudeza,
no has perdido detalle. Pero yo no he dicho que sea
un samana. Tan solo dije que soy un peregrino. Y
así es.
104 Hermann Hesse


Es posible —
respondió Govinda Pero pocos — .

peregrinan con esas ropas, con esos zapatos, con


esos cabellos. Jamás he encontrado un peregrino así,
en todos los años que camino.

Te creo, Govinda. Pero hoy has encontrado un
peregrino vestido de esta manera. Acuérdate, amigo,
que el mundo de las formas es pasajero, temporal,
sobre todo con nuestros vestidos, nuestro cabello y
todo nuestro cuerpo. Visto como un rico, has obser-
vado bien. Esto se debe a que he sido rico. Y mis
cabellos están arreglados a la usanza de los munda-
nos y los libertinos, porque he sido uno de ellos.
—¿Y ahora, Siddharta? ¿Qué eres ahora?
— No lo Lo ignoro tanto como tú. Estoy en
sé.

camino. H'e sido un potentado y ya no lo soy. Y no


sé lo que seré mañana.
—¿Te has arruinado?
—Perdí mis riquezas o me
perdieron a mí.
ellas
No lo sé. Govinda, la rueda de las apariencias gira
con extremada rapidez. ¿Dónde se haya el brahmán
Siddharta? ¿Dónde se encuentra el samana Sidd-
harta? Lo temporal cambia rápidamente, Govinda,
tú bien lo sabes.

Govinda contempló durante largo tiempo al ami^o


de su juventud, y en sus ojos apareció una duda. En-
tonces lo saludó como se saluda a los aristócratas y
se puso en camino.

Siddharta, con el rostro sonriente, lo siguió con


la mirada. ¡Todavía amaba a ese hombre fiel v te-
meroso! ¿Cómo habría sido posible no arcar a nadie
SlDDHARTA 105

o a nada de pues de un sueño tan maravilloso, tan


llenocomo estaba de la serenidad del OM? Lo ma-
ravilloso estabaprecisamente allí: en el sueño se
le había preparado para amarlo todo; sentía gran
amor hacia todo lo que contemplaba. Justamente lo
contrario a su enfermedad anterior. Ahora lo com-
prendía: el no saber amar a nada ni a nadie.
Siddharta observaba sonriente al monje que se ale-
jaba. El sueño lo había hecho recuperar las fuerzas,
pero aún sentía los aguijones del hambre, ya que
ahora hacía dos días que no comía y lejos se encon-
traban los días en que solía ayunar. Con inquietud,
pero feliz, recordó aquel pasado.
Recordó cómo había alardeado ante Kamala las
tres artes que antes dominara: ayunar, esperar, pen-
sar. Esta había sido su fortuna, su poder y su fuerza.
Había aprendido esas artes en los penosos y difíciles
años de su juventud. Y ahora le habían abandonado,
ninguna de las tres artes le pertenecían ya: ni el
ayunar, ni el esperar, ni el pensar. ¡I-as había tro-
cado por lo más miserable y pasajero, por los delei-
tes de los sentidos, el bienestar físico, las riquezas í
Realmente le había sucedido algo extraño. Y ahora
le pareció que realmente pertenecía al común de los
mortales.
Siddharta reflexionó acerca de su situación. Pen-
saba con dificultad. En el fondo no le apetecía ha-
cerlo, pero se obligó a sí mismo.

Pensó: "Ahora que por fin me han abandonado


todas las cosas pasajeras, ahora que vuelvo a estar
106 Hermann Hesse

bajo el sol, como cuando fui un chiquillo, me doy


cuenta de que no sé nada, de que no soy capaz de
nada, de que no he aprendido nada. ¡Qué raro es
todo esto Ahora voy a empezar de nuevo, como un
!

niño, a pesar de que ya no soy joven y que mis ca-


bellos empiezan a encanecer —sonrió otra vez—. Sí,
tu destino será muy singular."
Después de haberse perdido, Siddharta volvía a
encontrarse en este mundo y se veía vacío, desnudo e
ignorante. Y, sin embargo, no podía sentir pena por
lo sucedido. No. Al contrario, tenía deseos de reír,
de burlarse de sí mismo, de chancearse de todo ese
mundo tan necio y tan absurdo.
"Haces las cosas al revés!", se acusó a sí mismo,
mientras se echaba a reír.

Al pronunciar estas palabras, miró al río, que


también se deslizaba por una pendiente, siempre ha-
cia abajo, sin dejar de estar alegre y de canturrear.
Esto gustó a Siddharta que sonrió amablemente al
río. ¿No era el mismo río en el que había querido

ahogarse, hacía tiempo ya, quizá unos cien años?


¿O tal vez lo soñó?
Siddharta continuó meditando: "Realmente mi vi-
da ha seguido un curso muy especial, dando muchos
rodeos. De chiquillo sólo oía hoblar de dioses y sa-
crificios. De mozo sólo me entretenía con ascetas,
pensamientos, meditaciones, buscando a Brahma, ve-
nerando al eterno ATMAN. Ya de joven seguí a los
ascetas, viví en el bosque, sufrí calor y frío, aprendí
a pasar hambre, ajtendí a vencer mi cuerpo. En-
SlDDHARTA 107

tonces la doctrina del gran Buda me pareció una ma-


ravilla; sentí circular en todo mi interior todo el sa-
bor de la unidad del mundo, como si se tratara de
mi propia sangre. No obstante, tuve que alejarme
del mismo Buda y del gran saber. Me fui y aprendí
el arte del amor con Kamala, el comercio con Kamas-
wami; amontoné di n'er o, lo malgasté, aprendí a con-
tentar mi estómago, a lisonjear mis sentidos. He
necesitado muchos años para perder mi espíritu, pa-
ra olvidarme del pensar y la unidad.

¿No es cierto que lentamente, con muchos rodeos,


me transformé de hombre en niño? ¿De filósofo en
persona vulgar? Y a pesar de todo, ha sido bueno
el camino, no ha muerto completamente 'el pájaro
que se alberga en mi interior. Pero, ¡qué camino
es ése! he tenido que sobrevivir a tanta ignorancia,
vicio, error, asco y desengaño, tan sólo para volver
a ser un hombre que no piensa, como los niños, y
así poder empezar de nuevo. No obstante, todo ha
ido bien, mi corazón se alegra, mis ojos ríen. He
tenido que sufrir con desesperación, me he visto
obligado a rebajarme hasta la idea más necia, la
del suicidio para poder recibir la gracia de sentir
el OM, para volver a dormir bien y despertarme

mejor. Tuve que convertirme en un ignorante para


poder encontrar al ATMAN 'en mi interior. He te-

nido que pecar para volver a resucitar.


"Hacia dónde me seguirá conduciendo este ca-
mino? Mi sendero sigue un itinerario absurdo, da
108 Hermann Hesse

rodeos, y quizá también vueltas. ¡Que siga por don-


de quiera! ¡Yo lo seguiré!"
Sintió su pecho desbordante de felicidad.
"De dónde sale esa alegría tan grande? pre- —
guntó a su corazón —
¿Acaso viene de ese largo
.

sueño, que tanto bien me hizo? ¿O proviene de la


palabra OM, que pronuncié? ¿O acaso es porque
he conseguido escapar, he logrado la fuga y por fin
me encuentro otra Vez libre, como un chiquillo bajo
el cielo?

"¡Qué maravilla es poder huir, ser libre! ¡Qué


aire más limpio y puro se respira aquí! ¡Qué deli-
cia aspirarlo! Allí, de donde escapé, todo olía a
cremas, especias, vino, saciedad, ocio. ¡Cómo odia-
ba ese mundo de ricos, vividores y jugadores! ¡Có-
mo me aborrecía, me
robaba, envenenaba, tortura-
ba, envejecía y maldecía! ¡No, jamás creeré en mí,
como antes, cuando me gustaba pensar que Siddhar-
ta era un sabio! Sin embargo, ahora sí que he obra-
do bien; ¡me gusta, puedo estar satisfecho de mí
mismo! Ahora termina el odio contra mí, contra
esa vida necia y monótona! Te felicito, Siddharta,
ya que después de tantos años de ocio has vuelto a
tener una nueva idea, has obrado, has oído cantar
al pájaro en tu pecho, ¡y le has seguido!"

esta forma se elogió y se sintió satisfecho de


De
sí mismo, a la vez que oía los rugidos del hambre
en su estómago. Había sentido, había apurado has-
ta el final su porción de miseria, de tristeza du-
rante su vida pasada hasta la desesperación y la
SlDDHARTA 109

muerte. Y después había lanzado todo esto íuera


de sí.

Así era mejor. Hubiera podido permanecer mu-


cho más tiempo con Kamaswami, ganar dinero, de-
rrocharlo, hinchar su barriga y dejar que su alma
muriese de sed; habría podido vivir todavía mucho
tiempo en aquella mullida voluptuosidad, si no le
hubiera llegado el momento del desconsuelo total,
de la desesperación. Fue aquel instante, cuando se
balanceaba sobre la corriente del agua, dispuesto
a destruirse. Había experimentado esa desespera-
ción, esa profunda repugnancia, pero no se había
dejado vencer; el pájaro, la fuente y la voz de su
interior continuaban con vida. Esa era su alegría,
su risa; por eso brillaba su rostro bajo las canas.
"Es bueno, pensó, probar personalmente todo lo
que hace falta aprender. Desde niño, desde mucho
tiempo, sabía que los placeres mundanos y las ri-
quezas no acarreaban ningún bien: pero ahora lo
había vivido. Y ahora lo sé, no sólo porque me lo
enseñaron, sino porque lo han visto mis ojos, mi
corazón, mi estómago. ¡Qué bello es saberlo!"
Mucho tiempo permaneció meditando acerca del
cambio que se había producido en su ser. Escuchó
al pájaro que trinaba alegre. ¿Si hubiera muerto
el pájaro en su interior, también él habría pareci-

do? No; en Siddharta había muerto algo muy dis-


tinto, que desde hacía tiempo deesaba que sucum-
biera. ¿No era lo mismo que en sus ardientes años
de asceta había querido apagar? ¿No era su yo, el
110 Hermann Hesse

yo pequeño, temeroso, orgulloso, con que había lu-


chado durante tantos días, el que siempre lo ven*
cía, el que después de cada penitencia, volvía a
surgir, y le quitaba la alegría, y le daba temor?
¡Acaso no era eso lo que por fin hoy había muerto,
allíen el bosque, junto a ese río idílico! ¿No era
esa muerte por lo que Siddharta había vuelto a ser
un niño y sintió confianza, alegría y temeridad?
Ahora también comprendió por qué había lu-
chado inútilmente contra ese yo, mientras era brah-
mán o asceta. ¡Se lo había impedido el exceso de
sabiduría, de versos sagrados, de reglas para sacri-
ficios, de mortificaciones, el exceso de fervor! Con

arrogancia, siempre había sido el primero, el más


inteligente, el más sabio, el más diligente; siempre
se encontraba un paso más adelante de los demás
compañeros, sabios, sacerdotes o eruditos. Su yo se
había escondido en ese sacerdocio, en aquella .eru-
dición e intelectualidad; estaba allí y crecía, mien-
tras Siddharta creía apagarlo con ayunos y peni-
tencias. Ahora se daba cuenta y observaba que la
voz secreta tenía razón: ningún profesor lo podría
haber redimido.
Por tuvo que lanzarse al mundo, perderse
ello
entre los placeres y el poder, la mujer y el dinero;
se había tenido que convertir en comerciante, juga-
dor, bebedor, glotón, hasta que el brahmán y el
samana de su interior se murieran. Por tal causa
había tenido que soportar esos años monstruosos,
ese hastío, vacío y absurdo de una vida monótona
Hermann Hesse 111

y perdida, hasta que, por fin, como una desespera-


ción, el vividor Siddharta ávido habían llegado
y el
a sucumbir. Muerto, un nuevo Siddharta había re-
sucitado. También éste se volvería viejo, también
tendría que morir algún día; Siddharta era transi-
torio, como pasajera toda forma. Pero hoy era jo-
ven, era como un chiquillo, un nuevo Siddharta.
Estaba lleno de alegría.
Meditaba todas estas cosas, escuchaba sonriente
a su estómago y agradecía el zumbido de una abeja.
Miraba con alegría la corriente del río: jamás río
alguno le había gustado tanto, jamás había oído
rumor más bello ni visto corriente más hermosa. Le
parecía que ese río poseía algo especial, algo que
aún desconocía, pero que le esperaba. En ese río
se había querido ahogar Siddharta, y en él había
sucumbido el Siddharta viejo, cansado, desespera-
do. Sin embargo, el nuevo Siddharta sentía por esa
corriente un profundo amor que lo hizo decidir no
dejarlo con prisas.
TERCERA PARTE
IX

EL BARQUERO

"Junto a este río deseo quedarme —


pensó Siddhar-
ta — . Es el mismo por elque un amable barquero
me condujo al camino de la ciudad. Me dirigiré a
su vivienda. Desde su choza me encaminé entonces
hacia una nueva vida, que ahora ya está vieja y
muerta. ¡Que mi nuevo camino también empiece
desde allí."
Observaba con cariño, su verde trans-
la corriente
parencia, sus ondas cristalinas, con dibujos mara-
villosos. Contempló las perlas claras que subían des-
de el fondo, las burbujas que flotaban en la super-
ficie, el espejo del azul del cielo. El río también

lo miraba con sus mil ojos, verdes, blancos, amba-


rinos, ¡Cuánto amaba aquella corriente!
celestes.
¡Cómo le encantaba! ¡Cuántas cosas le agradecía!
Desde el interior de su corazón escuchaba la voz
que despertaba de nuevo y le decía:
"Ama este río! ¡Quédate cerca de él! ¡Aprende
de él!"
¡Oh, sí! Siddharta quería aprender del río, de-
seaba escucharlo. Le parecía que quien compren-
116 Hermann Hesse

diera a esta corriente y sus secretos, también en-


tendería muchas otras cosas, muchos secretos, to-
dos los misterios.
Hoy únicamente podíaconocer un secreto del río:
el que se apoderó de su alma. Se daba cuenta de
que el agua corría siempre, se deslizaba, y que, sin
embargo, siempre se encontraba allí, en todo mo-
mento. ¡Y no obstante, siempre' era agua nueva!
¿quién podía comprenderlo? Siddharta no; tan sólo
tenía un vislumbre, escuchaba un recuerdo lejano,
unas voces divinas.
Siddharta se levantó. El rugido del hambre en
el estómago se hacía insoportable. Mientras sufría,
continuó su camino, a lo largo de la ribera, contra
la corriente, escuchando el rumor de la corriente y
los alaridos de su estómago.
Cuando llegó a la lancha de cruce, la halló dis-
puesta para la salida. A su lado estaba el mismo
barquero que había conducido al joven samana.
Siddharta lo reconoció al momento: también el bar-
quero había envejecido mucho.
—¿Quieres pasarme? — preguntó.
El barquero se sorprendió al ver a un hombre
tan distinguido viajar solo y a pie. Lo acogió en su
barca y abandonó la orilla.

—Has elegido una vida muy bella — declaró el


viajero— . Debe ser muy hermoso vivir junto a estás

aguas y deslizarse por su superficie.


El remero ?e balanceó sonriente y repuso:
SlDDHARTA 117

Es hermoso, señor, como tú dices, ¿pero acaso


no es bella la vida toda y todos los trabajos?
— Quizá. Pero yo envidio el tuyo.
— ;Oh! Pronto te cansarías; esto no es para gen-
tes elegantes.
Siddharta sonrió.
—Es la segunda vez que he sido juzgado por mis
ropajes y además con desconfianza. ¿No te gusta-
ría aceptarlos, barquero, puesto qu'e a mí me moles-
tan? Debes saber que no tengo con qué pagarte.
—El señor bromea — dijo el barquero, festivo.
—No bromeo, amigo, mira, ya una Vez crucé en
tú barca por el río, gracias a tu bondad. Hazlo tam-
bién hoy y acepta mis vestidos como pago.
—¿Y el señor piensa seguir su viaje sin vestidos?
—Lo que me gustaría es no proseguir el viaje.
Lo que más desearía, barquero, es que me dieras
un delantal y así podría quedarme como ayudante
tuyo, o mejor, como tu aprendiz, pues primero debo
aprender a llevar la barca.
El barquero observó largamente al forastero, co-
mo si buscara algo.
— Ahora te reconozco —manifestó por — fin . En
otra ocasión dormiste en mi choza, hace mucho tiem-
po, quizá más de 20 años. Yo te llevé al otro lado
del río y nos despedimos como buenos amigos. ¿No
eras entonces un samana? Tu nombre no lo recuer-
do.
— Me llamo Siddharta, y era un samana cuando
me viste por última vez.
118 Hermann Hesse

—Bien venido seas, Siddharta. Yo me llamo Va-


sudeva, espero que también hoy seas mi huésped,
que duermas en mi choza y me cuentes de dónde
vienes y por qué te molestan tus elegantes ropajes.
Habían ya cruzado mitad del río y Vasudeva
la
tuvo que remar con másvigor por la fuerza de la
corriente. Trabajaba con tranquilidad, y bogaba con
la mirada fija en la proa de la barca, con los bra-
zos curtidos.
Desde donde se encontraba sentado, Siddharta lo
observaba. Recordó entonces que antes, en sus úl-
timos días de samana, había sentido afecto por aquel
hombre. Agradecido, aceptó la invitación de Vasu-
deva. Al llegar a la orilla lo ayudó a atar la barca.
Después el barquero lo invitó a entrar en la cabana
y le ofreció pan y agua. Siddharta comió con gusto,
como también los frutos del mango, que el barque-
ro le ofreció.
Al atardecer, se sentaron ambos en un tronco,
junto a la orilla del río, y Siddharta contó al bar-
quero su origen y su vida, tal y como la había visto
hoy en aquella hora de desesperación. El relato
duró hasta altas horas de la noche.
Vasudeva escuchó con suma atención. Escurhó
todo: el origen, la niñez, todo el anrendizaje, la bús-
aueda, la alegría y la miseria. Entre las muchas
virtudes del barquero, destacaba la de saber escu-
char como pocas personas. Siddharta notó míe Va-
sudeva, sin articular palabra, asimilaba todas sus
explicaciones, con tranquilidad e interés, sin perder
SlDDHARTA 119

una sola palabra, sin impaciencias, sin críticas ni


elogios: únicamente escuchaba.
Siddharta sintió la felicidad de contar con tal
oyente, que se compenetraba de su propia vida, su
propia búsqueda, su propio sufrimiento.
Al finalizar el relato, sin embargo, cuando ha-
bló del árbol junto al río y de su profundo desfa-
llecimiento, del sagrado OM
y de cómo después del
sueño se había sentido mucho mejor, el barquero
redobló su atención, totalmente entregado y los ojos
entrecerrados.
Cuando terminó Siddharta, después de una larga
pausa, Vasudeva dijo:
—Tal como lo imaginaba. El río te ha hablado.
También es amigo tuyo, también te habla. Esa es
una buena señal. Muy buena. Quédate conmigo,
Siddharta, amigo. Tenía una esposa, su cama está
junto a la mía; pero ha muerto hace ya mucho tiem-
po. Desde entonces he vivido sólo, Ven a vivir con-
migo; hay sitio y comida, para ambos.'*
— Te lo agradezco —
declaró Siddharta Te lo — .

agradezco y acepto tu invitación. También te doy


las gracias por haberme escuchado tan bien. Pocas
personas saben escuchar y jamás había encontrado
a alguien que lo hiciera como tú. También quiero
aprender esto de ti.
— Lo aprenderás —
contestó Vasudeva—- pero no
de mí. El río me lo enseñó a mí y también a ti te
lo enseñará. El río lo sabe todo y todo se puede
aprender de él. Del río ya has aprendido que es ne-
120 Hermann Hesse

cesario lanzarse hacia abajo, descender, buscar los


bajos fondos. El rico y distinguido Siddharta se
convierte en remero; el sabio brahmán se convierte
en barquero. El río te ha enseñado esto. También
lo demás lo aprenderás del río.

Después de un largo silencio, preguntó Siddharta:


— ¿Qué más hay que aprender del río, Vasude-
va?
—Se ha hecho tarde, contestó Vesudeva levantán-
dose.—Vayamos a dormir. No puedo decirte lo
que es el "resto", amigo. Ya lo sabrás, quizá ya
lo sabes. Mira, yo no soy un sabio, ni sé hablar, ni
sé pensar. Sólo sé escuchar y ser piadoso: no he
aprendido otra cosa. Si supiera hablar y enseñar,
tal vez sería un maestro; así, sin embargo, sólo soy

un barquero y mi deber es cruzar a la gente por


esto río.He cruzado a muchos, a miles y para todos
ellos mi río sólo ha sido un obstáculo más en su
camino. Viajaban por dinero y negocios, iban a bo-
das y romerías. El río se interponía en su camino
y el barquero estaba allí para ayudarlos a trasponer
el obstáculo. Pero para algunos, entre aquellos mi-
les, el río dejaba de ser un obstáculo; muy pocos

han oído su voz. la han escuchado y el río se ha


convertido para ellos en algo sagrado, como lo es
para mí. Y
ahora, vayamos a descansar, Siddharta.
Siddharta se quedó con el barquero y aprendió
a manejar la barca: si no había trabajo con la bar-

ca. Vasudeva v él trabajaban en el rampo de arroz,


recogían la madera, cosechaban los frutos del baña-
SlDDHARTA 121

ñero. Aprendió a fabricar un remo, a reparar la


embarcación y a tejer cestos. Estaba alegre por to"
do lo que aprendía, y los días y los meses se desliza-
ban con rapidez.
Pero el río le ensenaba más de lo que Vasudeva
le instruía. Le enseñaba continuamente. Ante todo
le enseñó a escuchar, a atender con el corazón quie-
to, con el alma serena y abierta, sin apasionamien-

to, sin deseo, sin juicio, sin opiniones.


Le gustaba vivir al lado de Vasudeva y a veces
intercambiaban algunas palabras, pocas, pero bien
pensadas. Vasudeva no era amigo de las palabras:
pocas veces lograba hacerlo hablar.
Cierta vez le preguntó:
—¿También has aprendido del río el secreto de
que el tiempo no existe?
Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Vasu-
deva.
— Sí, Siddharta —
contestó —
¿Quieres decir que
.

el río está en todas partes al mismo tiempo? ¿En


su fuente y en la desembocadura, en la cascada, en
el embarcadero, en la corriente, en el océano, en las

montañas, en todo a la vez? ¿Y que para él sólo


existe el presente y desconoce las sombras del pa-
sado y del futuro?

Eso es —
repuso Siddharta —
y cuando lo des-
,

cubrí, repasé mi vida que era como un río, y que


Siddharta el niño, Siddharta el hombre maduro
y Siddharta el viejo estaban separados por som-
bras, no por nada real. Y tampoco los nacimientos
anteriores de Siddharta eran pasado, como tampoco
122 Hermann Hesse

su muerte y su renacimiento al Brahma están en el


futuro. Nada fue ni será; todo tiene presente y esen-
cia. Siddharta hablaba encantado. Este descubrimien-
to lo muy feliz. ¿Pero acaso no era
había hecho
cierto que el sufrimiento sólo existía en el tiempo,
como también el temor y la tortura? Al superar el
tiempo, al anularlo, ¿no se vencían todas las difi-
cultades y los males de este mundo? Había hablado
gozoso, pero Vasudeva únicamente le sonrió con el
rostro iluminado, asintiendo con la cabeza. En si-
lencio pasó su mano por el hombro de Siddharta y
regresó a su trabajo.
Y otra vez, cuando en la 'estación de las lluvias
el río crecía y el rugido aumentaba poderoso, ma-
nifestó Siddharta:
—¿Verdad amigo, que el río tiene muchas, mu-
chísimas voces? ¿No posee la voz de un rey y de
un guerrero, de un toro y la de un pájaro noc-
la
turno, la de una pantera y la de un hombre que
suspira y miles voces más?

Así es —
asintió Vasudeva — . Todas las voces
de la creación están en el río.
—¿Y puedes descifrar lo que dicen — continuó
Siddharta —
cuando oyes las diez mil voces a la
vez?
Vasudeva sonrió feliz: se inclinó hacia Siddhar-
ta y pronunció la sagrada palabra OM en su oído.
Y esta era la palabra que Siddharta había oído.
Con el transcurrir del tiempo, la sonrisa de Sid-
SlDDHARTA 123

dharta se asemejaba cada vez más a la del barque-


ro: era casi igual de brillante, expresaba casi la
misma felicidad, iluminaba sus mil pequeñas arru-
gas, era equivalente en inocencia y en madurez.
Muchos de los viajeros, al ver a los dos barque-
ros los tenían por hermanos. Por la noche se sen-
taban a menudo en el tronco, junto a la orilla; en
silencio escuchaban el susurro del agua, que para
ellos ya no 'era la corriente, sino la voz de la vida,
de la existencia, del perpetuo devenir. Ya veces
ocurría que al escuchar ambos al río, pensaban en
las mismas cosas, en una conversación del día an-
terior, o en un viajero cuya cara y destino ocupaba
su mente, en la muerte, en su niñez. Y cuando el
río les decía algo bueno a los dos, se miraban mu-
tuamente, con los mismos pensamientos, felices an-
te la misma respuesta por idéntica pregunta.

Algo emanaba de la barca y los barqueros que


muchos de los viajeros alcanzaban a percibir. A ve-
ces ocurría que un viajero, después de observar la
cara de los barqueros, empezaba a narrar su vida,
a contar sus pesares, a confesar sus pecados y ter-
minaba pidiendo consuelo y consejo. En otras oca-
siones les pedían permiso para quedarse una noche
con ellos y así poder escuchar la voz del río. Tam-
bién sucedía que llegaban curiosos a los que les
habían contado que en ese lugar vivían dos sabios,
o magos, o santos. Los curiosos hacían muchas pre-
guntas, pero no recibían contestación y tampoco
encontraban magos ni sabios. Sólo hallaban a dos
124 Hermann Hesse

ancianos amables, que parecían mudos, algo raros


y Los curiosos se reían y comentaban entre
seniles.
buena fe y la necedad de la plebe que pro-
ellos la
pagaba rumores sin fundamento.
Los años pasaban y nadie se entretenía en con-
tarlos. Un día llegaron unos monjes, discípulos de
Gotama, del Buda, y pidieron que les cruzaran a la
otra orilla del río. Por ellos se enteraron los bar-
queros que la noticia había corrido de que el Vene-
rable Buda estaba enfermo de gravedad y que pronto
moriría su última muerte humana para alcanzar la
salvación.
Poco tiempo después, llegó un nuevo grupo de
monjes hasta la barca, y otro, y monjes y viajeros
no hablaban de otra cosa sino de Gotama y su pró-
xima muerte. De todas partes llegaba la gente atraí-
da como por arte de magia, para presenciar la muer-
te del gran Buda. Como si se tratara de una cam-
paña militar, o la coronación de un rey, todos como
abejas, atraídos por un imán, dirigían sus pasos ha-
cia el lugar en donde debería suceder algo prodi-
gioso,, hacia donde el más perfecto hombre de su

tiempo sufría la última agonía para pasar a la eter-

nidad.
Durante esos días, Siddharta pensaba frecuente-
mente en el moribundo, en el gran profesor cuya
voz había despertado a millares de gentes: la voz
que un día Siddharta también escuchó con reveren-
cia. Pensaba en él como en un viejo amigo. Veía el
camino de perfección ante sus ojos, y sonriendo re-
SlDDHARTA 125

cordaba las palabras que de joven había dirigido al


majestuoso. Ahora le parecían orgullosas e imper-
tinentes: las recordaba sonriendo. Hacía mucho que
sabía que no se había separado de Gotama, a pesar
de no haber aceptado su doctrina. No, quien realmente
quiere encontrar y por ello busca, no puede aceptar
ninguna doctrina. Pero el que ha encontrado, puede
aceptar cualquier doctrina, cualquier camino u ob-
jetivo; a ésta ya no lo separa nada de los miles res-
tantes que viven en lo eterno, que respiran lo di-
vino.

Uno de esos días, cuando tantos peregrinaban ha-


cia elBuda moribundo, también lo hizo Kamala,
que en otros tiempos fue la más bella cortesana.
Hacía ya tiempo que se había retirado de su vida
anterior. Había regalado su jardín a los monjes de
Gotama, había aceptado su doctrina y pertenecía al
grupo de mujeres bienhechoras de los peregrinos.
Junto con el pequeño Siddharta, su hijo, se había
puesto en camino al recibir la noticia de la próxi-
ma muerte de Gotama. Iba a pie y vestida con sen-
cillez. Ya habían llegado a la orilla del río, pero

el niño se cansó pronto, quería regresar, descansar,


comer. Estaba impaciente y lloriqueaba. Kamala tu-
vo que detenerse varias Veces, el pequeño era vo-
luntarioso y Kamala debía darle comida y consue-
lo.El niño no comprendía la razón de aquella pe-
nosa y triste peregrinación con su madre hacia un
lugar desconocido, hacia un hombre extraño. ¿Qué
le importaba que se muriera?
126 Hermann Hesse

Los peregrinos no se encontraban lejos de la bal-


sa de Vasudeva, cuando el pequeño Siddharta obli-
gó a su madre a descansar. Kamala también se sen-
tía cansada, y mientras el niño se comía un plátano,
sentóse ella en el suelo, cerró un poco los ojos y se
dispuso a descansar .Pero repentinamente Ka-
. .

mala lanzó un grito de dolor; el muchacho, sorpren-


dido, vio horrorizado cómo debajo del vestido de su
madre se asomaba la cabeza de una pequeña ser-
piente negra que acababa de morderla.
Los dos juntos echaron a correr en busca de al-
guien y pronto llegaron cerca de la barca. Allí se
desplomó Kamala, sin poder seguir adelante. El ni-
ño abrazaba y besaba a su madre sin cesar de gri-
tar; también Kamala pidió socorro hasta que sus
gritos llegaron a oídos de Vasudeva, quien se en-
contraba a poca distancia. Se les acercó rápidamen-
te, tomó a
la mujer entre sus brazos y la llevó a la
barca, mientras el pequeño corría a su lado. Pronto
llegaron a la choza donde se encontraba Siddharta
encendiendo el fuego de la cocina.
Lo primero que vio al levantar la vista fue al niño,
quien, por alguna razón extraña, le recordaba cosas
pasadas. Seguidamente contempló a Kamala, a quien
reconoció inmediatamente, a pesar de encontrarse
desmayada en brazos del barquero. Ahora compren-
dió por qué el rostro del pequeño había llamado su
atención: era su propio hijo, y el corazón le dio un
vuelco.
Lavaron la herida de Kamala, pero ya estaba ne-
SlDDHARTA 127

gra. El vientre de la mujer se había hinchado. Le


dieron a beber una tisana. Poco a poco Kamala vol-
vió en sí; yacía en el lecho de Siddharta, en la
choza. Inclinado a su lado se encontraba Siddharta
a quien en otros tiempos tanto había amado.
Le parecía un sueño. Sonriente miró el rostro
de su amigo. Lentamente se dio cuenta de la situa-
ción en que se encontraba. Recordó la mordedu-
ra. y llamó temerosa al pequeño.
. .


No te preocupes, está aquí declaró Siddhar- —
ta.

Kamala lo miró a los ojos. El habla se le difi-

cultaba debido a la acción del veneno.


—Te has querido -—-dijo
vuelto viejo, Tus — .

cabellos ya son grises. Pero aún pareces el joven


samaría que se acercó a mi jardín sin vestido y con
los pies polvorientos. Te asemejas más a él ahora
que cuando nos abandonaste a Kamaswami y a mí.
Sobre todo en los ojos, Siddharta. Sí, yo también
me he vuelto vieja. ¿Me has reconocido?
. .

Siddharta sonrió.
—Al instante, Kamala querida.
Kamala señaló a su hijo y continuó:
—¿Y a él? Es tu hijo.

Miró a su derredor con la vista extraviada y ce-


rró los ojcs.
El pequeño echóse a llorar. Siddharta lo sentó
en sus rodillas y lo dejó que llorase. Acarició sus
cabellos y al contemplar el rostro infantil, Se acor-
dó de una oración de los brahmanes que había
.

128 Hermann Hesse

aprendido siendo niño. Empezó a recitarla lenta»


mente, como un cántico; el pasado y la niñez le dic-
taban los versos. Con el canto monótono, el niño
se tranquilizó. De vez en cuando todavía lloriquea-
ba, pero por fin se durmió.
Siddharta lo depositó en la cama de Vasudeva.
El barquero se hallaba en la cocina y preparaba
un poco de arroz. Siddharta lo miró y Vasudeva
contestó con una leve sonrisa.
—Morirá —balbuceó Siddharta, en voz baja.
Vasudeva asintió con la cabeza. El fuego de la
cocina se reflejaba en su amable rostro.
Kamala volvió en sí. El dolor se reflejaba en
su semblante. Siddharta leyó el dolor en su boca y
en la palidez de sus mejillas. Lo leyó en silencio,
con atención, esperando, compartiendo su sufrimien-
to. Kamala estaba consciente de ello y lo buscó con

la mirada. Luego manifestó.


—Ahora me doy cuenta de que tus ojos también
han cambiado. Sí, completamente. ¿En qué conozco
que tú eres Siddharta? Lo eres y no lo eres.
Siddharta no habló. En silencio fijó sus ojos en
los de Kamala.

¿Lo has conseguido? —
preguntó Kamala —
¿Has encontrado la paz?
Siddharta sonrió y colocó su mano sobre la de
Kamala.

Ya me doy cuenta —
continuó Kamala Ya — -.

lo veo. Yo también encontraré la paz.


SlDDHARTA 129

—La has hallado —repuso Siddharta en un su-


surro.
Kamala continuaba con la mirada fija en los ojos
de Siddharta. Pensó que había querido peregrinar
hacia Gotama para ver el rostro de una persona
perfecta, para respirar la paz, y en vez de Gotama
había encontrado a Siddharta. Pero todo había sa-
lido bien,como si hubiera visto al perfecto e ilu-
minado. Quiso decírselo a Siddharta, pero la lengua
ya no le obedecía.
Siddharta continuó contemplándola en silencio
y
vio la vida desvanecerse de sus ojos. Cuando el úl-
timo dolor estremeció sus ojos y los veló al con-
traerse sus miembros por última Vez, Siddharta con
los dedos le cerró los párpados.
Durante mucho tiempo permaneció sentado mi-
rando el rostro inerte de Kamala. Contempló su
boca enjuta y vieja y se acordó de que en la pri-
mavera de su vida la había comparado con un higo
recién abierto. Durante mucho tiempo leyó en el
rostro pálido las arrugas del cansancio, se llenó de
esa imagen y vio entonces su propia cara, igual de
blanca y de marchita; a la vez pudo observar los
dos rostros jóvenes, de labios rojos, de ojos ardien-
tes. .
y la sensación de presente y simultaneidad
.

lo embargó totalmente. En ese momento sentía con


agudeza más profunda el carácter indestructible de
toda vida, de la eternidad de cada instante.
Cuando se levantó. Vasudeva había preparado un
poco de arroz. Pero Siddharta no comió. Prepara-
130 Hermann Hesse

ron un lecho en el establo, donde se hallaba la ca-


bra, y Vasudeva se marchó a dormir. Siddharta, en
cambio, salió y pasó toda la noche frente a la ca-
bana, sumido en el pasado, escuchando al río, con
un sentimiento que abarcaba todas las etapas de su
vida. De cuando en cuando se acercaba a la puerta
de la cabana para cerciorarse de que el niño dormía.
Muy de madrugada, antes de salir el sol. Vasu-
deva salió de la cuadra y se acercó a su amigo.
— No has dormido —le dijo.
— No, Vasudeva. He permanecido aquí y he es-
cuchado la voz del río. Me ha hablado mucho. Me
ha llenado de grandes pensamientos. Pensamientos
sobre la unidad.
— Has sufrido, Siddharta, pero veo que la triste-
za no ha entrado en tu corazón.
— No, amigo. ¿Cómo podría estar triste? Yo que
lie sido rico y feliz, ahora lo soy todavía más. Me
han regalado a mi hijo.
Bien venido sea tu hijo. Pero ahora, Siddharta,
empecemos a trabajar, pues hay mucho por hacer.
Kamala ha muerto en el lecho en que murió mi
esposa. Haremos la pira funeraria en la misma co-
lina en la que una vez la hice para mi mujer.
Y mientras el niño seguía dormido, levantaron la
pira.
EL HIJO

Asustado y lloriqueando el niño había presenciado


el funeral de su madre. Asustado y sombrío había
escuchado a Siddharta, que lo saludaba como hijo
y le daba la bienvenida a la choza de Vasudeva.
Durante varios días quiso permanecer en la co-
lina de su madre muerta; se hallaba demacrado,
sin apetito. Cerraba los ojos y el corazón; se rebe-
laba obstinadamente contra su destino.
Siddharta lo trató con tacto y lo dejó hacer. Res-
petó su duelo. Comprendió Siddharta que su hijo
no lo conocía, y, por lo tanto, no podía amarlo como
a un padre. Paulatinamente, también se dio cuenta
de que ese niño, que ya tenía once años, era una
personilla mimada, pues fue criado entre algodo-
nes, educado en las costumbres de los adinerados:
comidas exquisitas, cama blanda, órdenes a los cria-
dos. Siddharta comprendió que el niño mimado y
triste no podía contentarse de repente con un lugar

pobre y extraño.
No lo obligó a hacer nada y le guardó siempre la
132 Hermann Hesse

mejor ración. Esperaba ganárselo poco a poco, con


amabilidad y paciencia.
Con la llegada del niño, Siddharta se creyó rico
y feliz. Sin embargo, al observar qu'e el tiempo pa-
saba y el chico continuaba siendo extraño y som-
brío, al ver que mostraba un corazón orgulloso y
terco, que no quería trabajar ni respetar a los vie-
jos, pero
sí robar las frutas de los árboles de Va-

sudeva, entonces Siddharta empezó a entender que


con su hijo no había llegado la paz y la felicidad,
sino la pena y la preocupación.
No obstante, Siddharta amaba al muchacho y pre-
fería los disgustos del amor a su anterior paz y
felicidad sin el pequeño.
A partir de la llegada del joven Siddharta, los
viejos habían tenido que repartirse 'el trabajo. Vasu-
deva cumplía el deber de barquero, otra vez solo,
y Siddharta hacía las tareas de la vivienda y del
campo, para poder 'estar cerca del hijo.
Durante muchos meses, Siddharta esperó inútil-
mente que su hijo lo comprendiera, que aceptara
su amor, que quizá le correspondiera.
Vasudeva esperó durante muchos meses; confiaba
y callaba. Un día el joven Siddharta vejó una vez
más a su padre con su testarudez y sus caprichos y
le rompió dos fuentes de arroz; aquella noche, Va-
sudeva llamó aparte a su amigo y habló con él.
—Perdóname empezó— —
te hablo con el co-
,

razón de un amigo. Veo que tienes preocupaciones,


problemas. Tu hijo amado te preocupa, y también
SlDDHARTA 133

me inquieta a mí. El joven pájaro está acostumbra-


do a otra vida, a otro nido. No se ha escapado, como
tú, de la riqueza y de la ciudad por hastío o abu-
rrimiento, sino que lo ha abandonado en contra de
su voluntad. Pregunté al río, amigo; muchas veces
lo he interrogado. Pero la corriente se ríe de mí y
de ti y se burla de nuestra necedad. El agua quiere
estar junto al agua, la juventud con la juventud.
Tu hijo no se encuentra en el lugar apropiado para
poder desarrollarse bien. ¡Pregunta también al río,
y sigue su consejo!
Siddharta observó el amable semblante, en cuyos
innumerables surcos se albergaba una continua se-
renidad.

— Pero, ¿puedo yo separarme de él? preguntó —


Siddharta en voz baja, avergonzado —
¡Deja que .

pase un tiempo, amigo! Mira: yo lucho por ganar


el corazón de mi hijo, me esfuerzo con paciencia y
amor, quiero conseguirlo. También el río llegará
a hablarle a él; también tiene vocación.

La risa de Vasudeva se hizo más afectuosa.


—Pues claro, también el pequeño tiene vocación
y pertenece a la vida eterna. No obstante, ¿sabemos
nosotros, tú y yo, cuál es su vocación, qué vida le
espera, qué obras y qué sufrimientos? Sus dolores
no serán pocos, ya que su corazón es orgulloso y
duro, y esas personas tienen que sufrir mucho,
equivocarse infinidad de veces, com'eter innumera-
bles injusticias, pecar una y otra vez. Dime, amigo,
.

134 Hermann Hesse

¿no educas a tu hijo? ¿No lo obligas? ¿No le pe-


gas? ¿No lo castigas?

—No, Vasudeva, no hago nada de eso.


—Me imaginaba. No
lo lo obligas, ni le pegas,
ni lo mandas y que sabes que lo blando es más
es
fuerte que lo duro, que el agua es más potente que
la roca, que "el amor es más vigoroso que la violen-
cia. Conforme, y te elogio. Sin embargo, ¿no te

•equivocas al no obligarlo ni castigarlo? ¿No lo atas


con tu amor? ¿No te avergüenzas día con día y
haces más difícil su vida con tu bondad y pacien-
cia? ¿No obligas al muchacho arrogante y mimado
a vivir en una choza con dos viejos que se alimentan
de plátanos y para los que un plato de arroz es un
bocado exquisito? Nuestros pensamientos nunca po-
drán ser los suyos, igual que nuestro corazón viejo
y quieto lleva otra marcha, que no es la suya. ¿No
crees que ha tenido castigo suficiente con todo esto?
Consternado, Siddharta bajó la cabeza. Queda-
mente preguntó:
—¿Qué me que debo hacer?
aconsejas
Vasudeva respondió:
—Llévalo ciudad, a casa de su madre.
a la Allá
todavía estarán los criados; déjalo con ellos. Y si

no los hay, condúcelo a casa de un profesor, no por


lo que le pueda enseñar, sino para que se halle
junto a otros chicos y chicas de su edad, en un
mundo que es el suyo. ¿Nunca lo pensaste?
— Tú lees en mi corazón —
repuso Siddharta —
A menudo lo he pensado. Pero dime, ¿cómo puede
SlDDHARTA 135

vivir en ese mundo, teniendo el corazón tan duro?


¿No se sentirá superior? ¿No se volverá disoluto,
no se perderá entre los placeres y el poder? ¿No
repetirá los errores de su padre? ¿No se hundirá
para siempre en el SANSARA?
La sonrisa del barquero se iluminó. Suavemente
oprimió el brazo de Siddharta y declaró:

¡Pregunta al río, amigo! ¡Ecucha su risa!
¿Realmente crees que has cometido tú esas nece-
dades para ahorrárselas a tu hijo? ¿Acaso puedes
protegerlo contra el SANSARA? ¿Y cómo? ¿Con
la doctrina, con oraciones, advertencias? Amigo,
¿has olvidado totalmente aquella historia, la del hi-
jo de un brahmán, llamado Siddharta, que me con-
taste aquí mismo? ¿Quién ha protegido del SAN-
SARA al samana Siddharta? ¿Quién del pecado, de
la codicia, de la necesidad? ¿Lo pudo custodiar la
piedad de su padre, las advertencias de los profe-
sores, sus propios conocimientos, su propia búsque-
da? ¿Qué padre o qué profesor han conseguido evi-
tar que él mismo viva la vida, s'e ensucie con la
existencia, se cargue de culpabilidad, beba el bre-
baje amargo, encuentre su camino? Amigo, ¿acaso
creías que 'ese camino se lo podías ahorrar a al-
guien? ¿Quizá a tu hijo, porque lo amas y desearías
ahorrarle penas, dolor y desilusiones? Aunque te
murieras diez veces por él, no conseguirías apar-
tarlo en lo más mínimo de su destino.
Jamás Vasudeva había gastado tantas palabras.
Siddharta se lo agradeció amablemente. Preocupa-
136 Hermann Hesse

do regresó a la cabana y durante mucho tiempo no


logró conciliar el sueño. Vasudeva no le había di-
cho nada que él antes no hubiera reflexionado. Pe-
ro era algo que no podía poner en práctica; el amor
hacia el muchacho era más fuerte que el conoci-
miento de la realidad, su cariño era más fuerte que
el temor a perderlo. ¿Se había preocupado antes
su corazón tan profundamente por algo? ¿Había ja-
más amado a una persona tan ciegamente?, ¿sufrido
tanto por nadie y sentido tanta felicidad?

Siddharta no era capaz de seguir el consejo de


su amigo: no podía abandonar a su hijo. Se dejó
mandar y despreciar por el muchacho. Callaba y
esperaba. Día con día continuaba la lucha silenciosa
de la amabilidad, de la paciencia. También Vasu-
deva se callaba y esperaba, amable, sabio, indul-
gente. Ambos eran maestros en la paciencia.

Una vez que las facciones del muchacho le recor-

daron mucho a Kamala, Siddharta recordó la frase


que ésta le dijera alguna vez: "Tú no sabes amar"
]p había dicho.

Y Siddharla le había dado la razón. Entonces se


había comparado con una estrella y a los d'emás
humanos con las hojas secas que se desprenden de
los árboles; mas a pesar de todo, Siddharta había
notado el reproche escondido en la frase de Kama-
la. Realmente, nunca había podido perderse ni en-

tregarse totalmente a una persona; olvidarse de sí


mismo y cometer neeedades por amor a otro: no.
SlDDHARTA 137

jamás supo hacerlo y ésta — así se lo parecía


había sido la gran diferencia que lo separaba del
común de los humanos.
Pero ahora, desde que tenía a su hijo, también
Siddharta se había convertido en ser humano: sufría
por una persona ajena, la amaba, y perdido por su
amor, se había convertido en un necio. También
Siddharta sentía ahora, por primera vez en su vida,
aunque tarde, aquella pasión, la más fuerte y más
extraña; sufría por ella, penaba extraordinariamen-
te, y, sin embargo, a la vez experimentaba una feli-

cidad, una renovación, una nueva riqueza.


Se daba perfecta cuenta de que ese amor ciego
hacia su hijo era una verdadera pasión; algo muy
humano, un SANSARA, una fuente de agua turbia
y oscura. A pesar de ello, a la vez sentía que no
era vana, que era necesaria y nacía del fondo de
su ser. También se tenía que satisfacer aquel placer,
también se tenían que probar esos dolores, también
se debían cometer esas necedades.

Mientras tanto, el hijo le dejaba cometer esas ne-


cedades, y consentía que se humillara diariamente
ante sus caprichos. Nada había en el padre que pu-
diera admirar el muchacho, nada que le -inspirara
temor. Era un buen hombre, bondadoso, amable,
quizá piadoso, o un santo. ., pero estas cualidades
.

no podían convencer al joven.


Le aburría ese padre que le encerraba en aquella
miserable choza; se cansaba de que a ca^a grosería
suva le contestara con una sonrisa, a cada insulto
138 Hermann Hesse

con un gesto de amabilidad, a cada malicia con


bondad. Eso era precisamente lo que más odiaba
del viejo. El muchacho habría pereferido que lo ame"
nazara, que lo maltratara.
Y que estallaron los sentimientos
llegó el día en
del joven Siddharta,y se lanzaron abiertamente con-
tra su padre. Le había dado éste una orden: que
recogiera leña. Pero el chico no salió de la cho-
. .

za; permaneció allí empecinado y furioso; pataleó,


apretó los puños, y en pleno acceso, arrojó todo su
odio y desprecio a la cara del padre.
— Busca tú mismo la leña!
; le gritó echando —
espumarajos de ira —
Yo no soy tu criado. Ya sé
.

que no me pegas, que no te atreves; ya sé que con


tu piedad y paciencia continuamente me quieres ha
cer sentir inferior. ¡Deseas que sea como tú: piado
so, amable, sabio! Sin embargo, escúchame: ;Pre
fiero ser un ladrón o un asesino e irme al infierno
antes que ser como tú! ¡Te odio! ¡No eres mi padre
aunque hayas sido diez veces el amante de mi ma
dre!
La ira y desbordaron en un caudal
el disgusto se
de palabras funestas lanzadas contra el padre. Se-
guidamente, el muchacho desapareció corriendo y
no regresó hasta la última hora del crepúsculo.
Sin embargo, a la mañana siguiente, había des-
aparecido. Tampoco hallaron el pequeño cesto de
mimbre de dos colores en el que los barqueros guar-
daban las monedas de plata y cobre que recibían
como pago de su trabajo. También la barca había
SlDDHARTA 139

desaparecido. Siddharta la divisó en la otra orilla


del río. Su hijo se había escapado.
—Debo —
seguirlo se dijo Siddharta, que todavía
temblaba por los insultos del muchacho del día an-
— Un niño no puede
terior cruzar solo el bosque.
Se perderá. Tendremos que construir un bote, Va-
sudeva, para poder alcanzar la otra orilla.
—Haremos una balsa — contestó Vasudeva
para ir a buscar la barca que el joven se ha llevado.
Pero a él deberías dejarlo ir, amigo. Ya no es un
niño, sabrá arreglárselas. El muchacho busca el ca-
mino de la ciudad, y tiene razón, no lo olvides.
Hace lo que tú mismo has olvidado hacer. Se
preocupa por sí mismo, sigue su camino. Siddharta,
veo que sufres, pero son tormentos de los que uno
pu'ede reírse, y muy pronto tú mismo te reirás.
Siddharta no contestó.
Ya tenía el hacha entre las manos y empezó a
construir una balsa de bambú. Vasudeva le ayudaba
a atar las cañas con cuerdas de hierbas. Entonces
dejaron la orilla, la corriente los llevaba río abajo,
pero lograron conducir la balsa comente arriba,
hasta alcanzar la otra ribera.
—¿Para qué te has traído el hacha? — inquirió
Siddharta.
Vasudeva contestó:
—El remo de nuestra embarcación podría haber-
se perdido.
Sin embargo, Siddharta sabía lo que su amigo
pensaba. Creía que el muchacho habría roto o arro-
140 Hermann Hesse

jado el remo para vengarse, y a la vez impedir que


lo siguieran. Y en efecto, en la barca no había remo.
Vasudeva señaló el suelo de la barca y fijó la mi-
rada en su amigo con una sonrisa, como si quisiera
decir: "¿No comprendes lo que tu hijo desea decirte.
¿No te das cuenta de que no quiere que lo sigas?"
Pero no lo expresó con palabras.
Tomó el hacha y empezó a cortar un nuevo remo.
No obstante, Siddharta se despidió para ir a buscar
al fugitivo. Vasudeva no se lo impidió.
Cuando Siddharta llevaba ya mucho tiempo en
el bosque, se dio cuenta de la inutilidad de la bús-
queda. Pensó que el zagal ya le llevaba mucho la
delantera y que se encontraría ya en la ciudad. O
bien, si todavía estaba en camino, se escondería de
él. Al seguir reflexionando, comprendió que real-
mente no se preocupaba por su hijo; en su corazón
tenía la certeza de que nada le había sucedido y
que en el bosque no lo amenazaba ningún peligro.
A pesar de ello, corría sin descanso, no ya para
salvarlo, sino impulsado por el fuerte deseo de verle
una vez más. Y así llegó hasta la ciudad.
Al llegar camino más amplio que conducía a
al
la ciudad, ante la entrada del hermoso
se detuvo
parque que antes fuera propiedad de Kamala, allí
donde la vio por primera vez, sentada en su litera.
El pasado desfiló ante sus ojos. Se vio nuevamente
joven, un samana barbudo y desnudo, con el cabe-
llo polvoriento. Siddharta permaneció mucho tiem-
po ante la puerta y observó el interior del jardín.
SlDDHARTA 141

Veía a los monjes que paseaban bajo los frondosos


árboles.
Se mantuvo en el mismo sitio un buen rato; pen-
só, recordó la imagen, escuchó la historia de su vi-
da. Mucho tiempo contempló a los monjes, al mis-
mo tiempo que veía a los jóvenes Siddharta y Ka-
mala bajo aquellos mismos árboles. Con claridad
observó cómo Kamala le entregaba el primer beso;
vio a Siddharta que sentía desprecio y orgullo por
su antigua vida de brahmán, y buscaba afanosa-
mente y con vanidad la vida mundana.
También pudo ver a Kamaswami, a los criados,
vio las fiestas, los jugadores de dados, los músicos;
sintió que el pájaro de Kamala vivía otra Vez, res-
piró el SANSARA, volvióse a encontrar viejo y can-
sado, hastiado, deseoso de suicidarse. Y por segun-
da vez lo salvó el OM.
Después de permanecer junto a la puerta del par-
que, Siddharta comprendió la necesidad del deseo
que lo había conducido hasta aquel lugar: no podía
ayudar a su hijo, no debía imponérsele.
Dentro de su corazón sentía un profundo amor
hacia el muchacho, como si se tratara de una he-
rida; pero a la vez, esa herida no se enconaría, sino
que se cerraría, cicatrizaría.
Se puso triste porque aún no había sanado. Trun-
cado su propósito, en lugar del hijo, había encon-
trado un gran vacío. Permanecía sentado, invadido
por la tristeza. Sintió que en su interior algo moría;
un vacío, una desilusión, una falta de objetivo. Se
142 Hermann Hesse

encontraba allí deprimido y esperando. Lo había


aprendido del río: aguardar, tener paciencia, es-
cuchar.
Y se hallaba allí, contemplando el polvo del ca-
mino, atendiendo a su corazón triste y cansado: es-
peraba la voz. Durante muchas horas permaneció
aguardando; ya no podía ver ninguna imagen, es-
taba hundido en el vacío, se hundía sin encontrar
salida.

Y cuando el dolor de la herida se hacía más in-


tenso, pronunciaba silenciosamente la palabra OM,
se llenaba del OM. Los monjes del jardín lo vieron;
al notar qu'e se quedaba allí durante horas y horas

y que en su caballo se depositaba el polvo, uno de


ellos se le acercó y colocó a su lado dos frutos del
bananero. El anciano no los vio.
Una mano tocó suavemente su hombro y lo des-
pertó del Inmediatamente reconoció aquel
trance.
contacto cariñoso y tímido. Avergonzado volvió en
sí. Se levantó y saludó a Vasudeva, que lo había

seguido a distancia. Al ver la cara cordial de Va-


sudeva, con sus ojos serenos, arrugados por la son-
risa, también sonrió Siddharta.

Ahora advirtió los frutos del bananero; los le-

vantó, dio uno al barquero y s*e comió el otro. En


silencio regresó con Vasudeva al bosque, a la barca.
Ninguno de los dos habló sobre lo sucedido. Nunca
más nombraron al muchacho; jamás se mencionó
la fuga, en ningún momento se renovó la herida.
Al llegar a la cabana, Siddharta sfe tendió sobre
SlDDHARTA 143

el lecho. Poco después, Vasudeva se le acercó para


ofrecerle una copa de leche de coco, pero Siddharta
ya dormía.
XI

OM
Herida le dolió por mucho tiempo. Siddharta tu-
que pasar por el río a muchos viajeros que iban
empañados de un hijo o una hija. Le era imposi-
; fijarse en ellos sin sentir envidia y sin pensar:
antas personas, tantos miles de personas po-
li la más dulce felicidad. ¿Y por qué yo no? In-
iso son personas malas, bandidos y ladrones, y
nen hijos y los aman, y son amados por ellos,
íicamente yo no lo tengo."

Sus pensamientos eran tan simples, que Siddharta


parecía a esos seres humanos que nunca pierden
fondo Ahora también observaba a las
infantil.
rsonas bajo una luz diferente; quizá menos inte-
ente y menos orgulloso, pero más cálido, más ca-
loso, con más interés. Cuando cruzaban viajeros
rrientes, gentes infantiles, comerciantes, guerre-
5, mujeres ... ya no le eran tan extraños como
tes. Aun sin compartir sus ideas y opiniones, los
Tiprendía y se interesaba por su vida, qjie no se
iaba por raciocinios y conocimientos, sino única-
146 Hermann Hesse

mente por instintos y deseos. Ahora sentía igual que


ellos.
Aunque Siddharta se encontraba cerca de la per-
fección, aún llevaba consigo la última herida y el
dolor lo había hermanado a los humanos. Sus va-
nidades, deseos y absurdos, perdían ante él lo ridícu-
lo, se volvían comprensibles, simpáticos e incluso
venerables. El amor ciego de una madre hacia su
hijo, el orgullo estúpido de un padre presumido por
su único vastago, el afán ofuscado de una mujer jo-
ven y frivola por las joyas, por la mirada de admi-
ración de los hombres todos esos instintos y "pa-
. . . ,

siones simples y necias, pero de enorme fuerza, se


imponían ahora ante Siddharta con un poder avasa-
llador; ya no eran chiquilladas. Se daba cuenta de
que por todo ello la gente vivía, deseaba lograr una
infinidad de metas, efectuaba viajes, combatía en
guerras, sufría infinitamente, soportaba hasta lo in-
decible. Por ello, Siddharta los amaba; veía en ellos
la vida, la existencia, lo indestructible; el Brahma
se hallaba en cada una de sus pasiones, de sus obras.
Esos seres le eran simpáticos y admirables por su cie-
ga fidelidad, por su ofuscada fuerza y resistencia.
No les faltaba nada. El sabio y el filósofo sólo
les aventajaba en un pequeñísimo detalle: la con-
ciencia, la idea consciente de la unidad de toda la
vida.
Y Siddharta llegaba a veces a dudar de si esa
idea o conocimiento tenía valor, o si quizá se trataba
también de otra necedad de los humanos pensadores.
SlDDHARTA 147

En todo lo demás, los seres comunes eran iguales


a los sabios, incluso los superaban con frecuencia;
como también los animales, al obrar con fortaleza y
tenacidad son en ocasiones superiores a los humanos.
Poco a poco maduraba en Siddharta la plena con-
ciencia de saber lo que realmente era sabiduría, la
meta de su larga búsqueda. Sin embargo, no se tra-
taba más que de una disposición del alma, de una
capacidad, de un arte secreto de poder pensar en la
teoría de la unidad en cualquier momento, en medio
de la vida, de poder sentir y respirar esa unidad.
Paulatinamente se maduraba este pensamiento en
su interior y se reflejaba en el arrugado rostro in-
fantil de Vasudeva: armonía, conocimiento de la
eterna perfección del mundo, sonrisa, unidad.
Y no obstante, la herida le dolía aún; mientras
remaba, Siddharta pensaba en su hijo con ansiedad
y amargura, mantenía su amor y afecto dentro de su
corazón, permitía que el dolor lo consumiera, co-
metía todas las necedades del amor. La llama no
podía extinguirse por sí sola.
Un día, cuando la herida lo desgarraba, Sid-
dharta cruzó hacia la otra orilla del río. Ansiosa-
mente se bajó de la barca dispuesto a dirigirse a la
ciudad en busca de su hijo. El río se deslizaba sua-
vemente, en silencio, ya que era el tiempo de se-
quía. Sin embargo, su voz sonaba de manera extra-
ña: ¡Reía!
Sencillamente, el río se reía. Evidentemente se
reía del viejo barquero. Siddharta se detuvo, se in-
8 Hermann ÍIesse

nó hacia agua para poderla escuchar mejor, y


el
) reflejado su rostro; aquella cara le recordaba
sas pasadas, y se dio cuenta de lo siguiente: aquel
stro se parecía mucho a otro que él había conocido,
lado e incluso temido. Se parecía al de su padre,
brahmán. Y recordó cómo hacía mucho tiempo,
jo\en, había obligado a su padre a que lo dejara
arenarse con los ascetas;luego su despedida, su
archa y su aplazado regreso. ¡No había sufrido
padre la misma pena que hoy sufría Siddharta
>r ¿No había muerto su padre hacía tiem-
su hijo?
», haber visto a su hijo una vez más? ¿Por
solo, sin
é quería Siddharta mejor suerte? ¿No se trataba
una farsa, de una circunstancia rara y estúpida,
a repetición, ese recorrer el mismo círculo fatal?
El río se reía. Sí, así era; todo lo que no se su-
ía hasta el final y se concluía, volvía a recurrir y
volvían a sufrir las mismas penas. Siddharta Y
gresó remando a choza y siguió pensando en su
la
dre, en su hijo, en el río que se burlaba, en su
nflicto interior que rayaba en la desesperación a
sar de que sentía también impulsos de echarse a
ir, con el propio río, de sí mismo y de todo el
jndo.
Sí, la herida aún sangraba; el corazón aún se
belaba contra el destino. Todavía no brillaba la
renidad y la victoria del sufrimiento. Pero Sid-
larta tenía esperanza, y al regresar a la choza un
seo irresistible lo obligó a abrir su alma ante Va-
d( va, a mostrarle todo, a contarle todo al hombre
le poseía el arte de escuchar.
SlDDHARTA 1'

Vasudeva en la cabana tejiendo


se encontraba i

cesto. Ya no conducía la barca, pues sus ojos ei


pezaban a ponerse débiles, como también los braz
y las manos. Lo único que no cambiaba era su i
diante alegría y la serena benevolencia del rostro.

Siddharta se sentó junto al anciano y empezó a h


blar lentamente. Ahora contaba lo que nunca hab
dicho: sobre su camino hacia la ciudad, de la heri<
dolorosa, de su envidia al ver a otros padres felice
de su conocimiento de la necedad de tales deseos,
su inútil lucha contra todo aquello. Lo contó 1

do: podía decirle todo, incluso lo más delicado;


Vasudeva se le podía explicar todo, mostrárselo, n
rrárselo. Le mostró su herida, le contó su última i
ga: cómo hoy se había dirigido al otro lado d
río, como un niño fugitivo, dispuesto a ir a la ciuda
Y de cómo el río se había burlado de él.

Habló durante largo rato. Mientras se desahog


ba Vasudeva escuchaba con expresión serena. Si
dharta sentía más que nunca la concentrada atenci*
de Vasudeva. Notó que sus dolores y temores se
transmitían, y cómo Vasudeva se los devolvía. Me
trar la herida a ese oyente era como bañarla en
río hasta que se refrescara, en 1
disolviéndose
aguas. Y Siddharta continuó hablando, reconocie
do, confesando: Conforme hablaba, Siddharta per
bió que ?u inmóvil oyente se impregnaba de su ce
fesión como el árbol se empapa con la lluvia, q
ese ser inmóvil era el propio río, el dios mismo,
eternidad en persona.
150 Hermann Hesse

Y a la vez que Siddharta dejaba de pensar en sí


mismo y en su herida, empezaba a comprender el
cambio de Vasudeva; cuanto más lo sentía y recono-
cía, menos sorprendente le parecía. Percatábase en-
tonces de que todo estaba dentro del orden natural,
que Vasudeva había sido así desde siempre, única-
mente que Siddharta no se había dado cuenta y que
el mismo Siddharta se diferenciaba en poco de Va-
sudeva. Sentía que su relación hacia él era la mis-
ma que observan hacia los dioses, y que
los pueblos
esa situación no podía durar; su corazón comenzó a
despedirse de Vasudeva, mientras su boca continua-
ba hablando sin detenerse.
Cuando terminó, Vasudeva dirigió a él su débil
mirada. Sin pronunciar palabra, su rostro silencio-
so expresaba amor y serenidad, comprensión y sa-
biduría. Tomó la mano de Siddharta, lo condujo al
banco junto a la orilla del río, y se sentó con él. Va-
sudeva sonrió a la corriente.
—Lo has oído reír —comentó —Pero no lo has
.

oído todo. Escuchemos y verás como dice más co-


sas.

Escucharon atentamente. El canto polífono del


agua se oía suavemente. Siddharta tenía la mirada
fija en el río, y en la corriente se le aparecieron
imágenes: su padre solitario, llorando por el hijo;
Siddharta mismo, también solitario y atado a su
hijo con los lejanos brazos del anhelo; el hijo de
Siddharta, a la vez solitario y anhelante, corriendo
por la ardiente senda de los deseos juveniles. Cada
SlDDHARTA 151

uno se hallaba dirigido hacia su meta, obsesionado


con*su fin, sufriendo por su objetivo. El río lo na-
rraba todo con voz doliente, con cantos ansiosos,
tonalidades tristes, mientras fluía hacia su fin.
— ¿Lo oyes? — preguntó la mirada silenciosa de
Vasudeva.
Siddharta asintió.
— ¡Escucha mejor! — susurró Vasudeva.
Siddharta se esforzó por atender mejor. La ima-
gen de su padre, la suya y la de su hijo se junta-
ban; también se le apareció la figura de Kamala,
que después se deslizó con la corriente. Igualmente
vio la imagen de Govinda y de otros, y todos se en-
tremezclaban y terminaban por desaparecer en el
agua; todas corrían como el río, hacia su meta, an-
siosos, sufriendo. Y la voz del río resonaba llena
de ansiedad, de dolor, de un deseo insaciable.
El río corría hacia su meta. Siddharta observaba
ese río formado por él, por los suyos, por todas las
personas que había visto. Todas las corrientes de
agua se deslizaban con prisa, sufriendo, hacia sus
fines, y en cada meta se encontraban con otra, y lle-
gaban a todos los objetivos, y siempre seguía otro
más; y el agua ge convertía en vapor, subía al cielo,
se transformaba en lluvia, se precipitaba desde el
cielo, se convertía en fuente, en torrente, en río, y de
nuevo se deslizaba corriendo hacia su próximo fin.
Pero aquella voz ansiosa había cambiado. Aún
sonaba con resabios de sufrimiento y ansiedad, pero
a ella se le unían otras voces de alearía y sufrimien-
152 Hermanx Hesse

to. voces buenas y malas, que reían y Uorabaí


Cien voces, mil voces.
Nddharta escuchaba. Ahora permanecía atent
totalmente entregado a esa sensación; complétame;
te vacío, sólo dedicado a asimilar, se daba cuenta c

que acababa de aprender a escuchar. Ya en much


ocasiones, había oído
voces del río, pero he
las
sonaban diferentes. Ya
no podía diferenciar las al
de las tristes, las del niño y las del hombr
todas eran una, el lamento del que anhela y la rii
del sabio, el grito de ira y el suspiro del moribund
Todas estaban entretejidas, enlazadas y ligadas c

mil maneras.
Y todo aquello unido era el mundo, todas 1

voces, lo- fines, los anhelos, los sufrimientos, 1»

placeres: el río era la música de la vida. Y cuanc


Siddharta escuchaba con atención al río, podía o
esa canción de mil voces; y si no se concentral
en el dolor o en la risa, si no ataba su alma a ui
de aquellas voces adentrándola en su Yo, entone
percibía únicamente el total, la unidad. En aqu
momento la canción de mil voces consistía en ui

sola palabra: el OM, la perfección.


";] o oyes?", le preguntó nuevamente la mira<
de Vasudeva.
Su sonrisa era radiante, todas las arrugas de
vetusto rostro brillaban, como cuando el OM fie
sobre todas las voces del río. Su sonrisa era diáfa:
cuando se dirigía al amigo: y ahora también el n
tro de Siddharta brillaba con la mima clase de se
SlDDHARTA 1,

risa. Su herida se restañaba, su sufrimiento se dis


paba, su Yo se fundía con la unidad.
En aquel momento, Siddharta dejó de luchar co:

tra el destino. En su cara se dibujaba la serenidí


que da la sabiduría delque ya no siente deseos t
conflicto, del que ha encontrado la salvación, d
que está de acuerdo con el río de los sucesos, ce
la corriente de la vida, lleno de comprensión y cor
pasión, entregado a la corriente, perteneciente a
unidad.
Cuando Vasudeva de su asiento jun
se levantó
a la orilla, miró a los ojos de Siddharta y obser
en ellos el brillo y la serenidad de la sabidurí,
suavemente le tocó el hombro con la mano, con c
riño y cuidado, y declaró:
—He estado esperando este momento, amie
Ahora que ha llegado por fin, dejad que me marcr
Durante mucho tiempo he aguardado; ya he si<

bastante tiempo el barquero Vasudeva. ¡Adiós, rí

¡Adiós, choza! ¡Adiós Siddharta!


Siddharta se inclinó profundamente ante Vas
deva.
—Lo —manifestó en voz baja— ¿Te
sabía . ir

a los bosques?
—Me voy bosques, hacia
a los unidad — la ce

testóVasudeva, y su rostro resplandecía. Y así f


como se alejó. Siddharta lo siguió con la mirada
bosante de profunda alegría, de honda serenida
contempló su caminar lleno de paz, vio el respland
alrededor de su cabeza, y su cuerpo refulgente.
XII

GOVINDA

En cierta ocasión, Govinda se encontraba junto con


otros monjes descansando en el jardín que la corte-
sana Kamala había regalado a los discípulos de
Gotama. Había oído hablar de un viejo barquero que
vivía junto al río a una jornada de distancia y
que era considerado como un sabio. Cuando llegó
el día en que tuvo que continuar su camino, Govin-
da eligió el camino en dirección a la barca, ya que
deseaba conocer a aquel barquero, pues a pesar de
que él había vivido toda su existencia según las re-
glas, y aunque los monjes jóvenes lo respetaban por
su edad y modestia, dentro de su corazón no se ha-
bía apagado la llama de la inquietud y la búsqueda.
Llegó al río, rogó al viejo que lo llevara al otro
lado, y cuando bajaron de la barca, declaró:
— Mucho bien nos has hecho a nosotros, los mon-
jes y peregrinos, ya que a la mayoría nos cruzaste,
por este río. ¿No eres tú también, barquero, uno
de los que buscan el camino de la verdad?
Los viejos ojos de Siddharta sonrieron al contes-
tar:
156 Hermann Hesse


¿Te cuentas también tú entre los que buscí
venerable, a pesar de tus muchos añbs y de lle\
el hábito de los monjes de Gotama?

—Aun siendo viejo, repuso Goyinda, no Ceso


buscar. Jamás dejaré de hacerlo: ese parece ser
destino. Y creo que tú también has buscado. ¿Qu
res darme un consejo, venerable?
Siddharta declaró:

¿Qué podría decirte, venerable? Quizá que 1
buscado con demasiado ahínco. Que a fuerza
buscar, no has podido encontrar.
—¿Cómo es eso? —preguntó Govinda.
—Cuando alguien busca —continuó Siddharta-
fácilmente puede ocurrir que su ojo sólo se fije

lo que busca; pero como no lo halla, tampoco di


entrar en su ser otra cosa; no puede absorber n
guna otra cosa, pues se concentra en lo que bus
Tiene un fin y está obsesionado con él. Buscar s
nifica tener un objetivo. Encontrar, sin embar
significa estar libre, no tener ningún i
abierto,
Tú, venerable, quizá eres realmente uno que bus
pues persiguiendo tu objetivo, no ves muchas co
que están a la vista.

—Todavía no te comprendo muy bien — obj


Govinda— ¿Qué . quieres decir?
Y Siddharta contestó:

Hace tiempo, venerable, hace muchos años, c
ya estuviste aquí una vez, junto a este río, y en
ribera hallaste a una persona durmiendo; enton
SlDDIíARTA 157

sentaste a su lado para velar su sueño. Pero no


^conociste a la persona que dormía, Govinda.
Asombrado y como hechizado, el monje miró a
s ojos del barquero.
—¿Eres tú, Siddharta? —preguntó con voz tem-
orosa— . Tampoco esta vez te habría reconocido!
Te saludo de corazón, Siddharta, y me alegra pro-
indamente volverte a ver! Has cambiado mucho,
nigo. .¿Así que te has convertido en barquero?
.

Siddharta sonrió amablemente.


—Pues sí, Hay
quien debe llevar
en barquero.
uchos hábitos, y yo soy uno de ellos, amigo. Bien-
;nido seas, Govinda, y quédate 'esta noche en mi
'
loza.
Govinda pasó aquella noche en la cabana, y dur-
en el lecho que antes fuera de Vasudeva. Inte-

¿|ogó mucho a su amigo de juventud, y Siddharta
vio obligado a contarle su vida.
La mañana siguiente, cuando llegó la hora de par-
?f%
preguntó vacilante Govinda:
-Antes de continuar mi camino, Siddharta, per-
a íteme hacerte una pregunta. ¿Tienes una doctri-
|
[? ¿Tienes alguna fe o creencia que sigues, que
ayuda a vivir y obrar bien?
Siddharta declaró:
— Bien sabes, amigo, que ya de joven, cuando
vía con los ascetas en el bosque, desconfiaba de
s doctrinas y los profesores y les di la espalda,
o he cambiado de opinión. Sin embargo, he tenido
uchos maestros desde entonces. Incluso una bella
158 Hermann Hesse

cortesana fue mi instructora por largo tiempo, así


como un rico comerciante y unos jugadores de da-
dos. También lo ha sido en una ocasión un discí-
pulo de Buda; estaba sentado a mi lado, en el bos-
que, cuando yo me había adormecido en mi pere-
grinar. También de él aprendí, y le estoy agradecido
de corazón. Sin embargo, de quien más aprendí
fue de este río y de mi antecesor, el barquero Va-
sudeva. Era una persona muy sencilla; no se trataba
de ningún filósofo, y a pesar de ello, sabía tanto
como Gotama: era un perfecto, un santo.
Govinda exclamó:
— ¡Tal parece, Siddharta, que aún te gusta bro-
mear! Te creo y sé que no has seguido a ningún pro-
fesor. ¿Pero tú, con tus conocimientos y razona-
mientos, no has encontrado esta doctrina que te ayu-
da a vivir? Si quisieras explicarme alguna de esas
teorías, alegrarías mi corazón.
Siddharta repuso:
— he tenido ciertos conocimientos y pensa-
Sí,
mientos en los que me he concentrado de vez en
cuando. A veces durante una hora, o durante todo
un día. He tenido conciencia de estos conocimien-
tos, en la misma forma en que a veces percibimos
los latidos del corazón. He pensado mucho, pero
me sería difícil comunicarte algunos de esos pensa-
mientos. Sin embargo, lo que más se me ha graba-
do, Govinda, es el siguiente razonamiento: La sabi-
duría no es comunicable. La sabiduría que un sa-
SlDDHARTA 159

bio intenta comunicar suena siempre a simpleza.


Esto es lo que he descubierto.
—¿Bromeas?— inquirió Govinda.
—No. Digo que he
lo encontrado. El saber es co-
municable, pero la sabiduría no. Puede hallársele,
puede vivirse, nos sostiene, hace milagros; pero nun-
ca se puede explicar ni enseñar. Esto es lo que ya
de joven sospechaba, lo que me apartó de los profe-
sores. He encontrado otra idea que tú, Govinda, se-
guramente tomarás por broma o chifladura, pero en
realidad se trata de mi mejor pensamiento. Es éste:
¡Lo contrario de cada verdad es igualmente cierto!
O sea: una verdad sólo se puede pronunciar y ex-
presar con palabras si es unilateral. Y unilateral
es todo lo que se puede expresar con pensamientos
y declarar con palabras. Unilateral es todo lo medio-
cre, todo lo que carece de integridad, de redondez, de
unidad. Cuando el venerable Gotama enseñaba al mun-
do por medio de palabras, lo tenía que dividir en
SANSARA y NIRVANA, en ilusión y verdad, en
sufrimiento y redención. No hay otra alternativa
para quien desea enseñar. No obstante, el miindj
mismo, lo que existe a nuestro alrededor y en nues-
tro propio interior, nunca es unilateral. Jamás un
hombre o un hecho es del todo SANSARA o del
todo NIRVANA, nunca un ser es completamente
santo o pecador. Creemos que así es porque tene-
mos la ilusión de que el tiempo es algo real. Y el
tiempo no es real, Govinda. Lo he experimentado
muchísimas veces. Y si el tiempo no es real, tam-
bién el lapso que parece existir entre el mundo y la
O Hermann Hesse

¡rnidad, entre el sufrimiento y la bienaventuran-


,
entre lo malo y lo bueno, es una ilusión.
—¿Que quieres decir? —preguntó Govinda per-
jjo.

— ¡Escucha bien, amigo, escucha bien! El peca-


r, que
somos tú y yo, es pecador, pero algún
lo
i volverá a ser Brahma, alcanzará el nirvana, será

ida... pero fíjate bien: ese "algún día" es una


isión. ;Es sólo metáfora! El pecador no está en
mino hacia el Buda, no está 'evolucionando, aunque
nos lo podamos imaginar de otra forma. No; en
pecador, ahora y hoy, ya está presente el Buda,
futuro ya vive en él. El Buda en potencia
te se alberga en el interior de cada perso-
, en ti, en mí, debe ser reconocido y respetado,
mundo, amigo Govinda, no es imperfecto, ni
encuentra evolucionando lentamente hacia la per-
:ción. No, él es perfecto en cualquier momento.
)do pecado ya lleva en sí el perdón; todos los lac-
ites, la muerte; todos los moribundos, la vida eterna,

ingún ser humano es capaz de ver en qué punto del


mino se hayan los otros: en el ladrón y en el juga-
»r está el Buda; en el brahmán, existe el ladrón.
i meditar profundamente, existe la posibilidad
anular el tiempo, de ver toda la vida pasada, pre-
nte y futura a la vez, y entonces todo es bueno,
rfecto: es brahma. Por ello me parece que todo
que existe es bueno: tanto la muerte como la vida,
pecado o la santidad, la inteligencia o la nece-
ar todo necesita únicamente mi afirmación, mi
SlDDHARTA 161

conformidad, mi comprensión amorosa: entonces es


bueno para mí y nada podrá perjudicarme.
He experimentado en mi propio cuerpo, en mi
misma alma, que necesitaba el pecado, la voluptuo-
sidad, el afán de propiedad, la vanidad, y que pre-
cisaba de la más vergonzosa desesperación para
aprender a vencer mi resistencia, para instruirme a
amar al mundo, para no comprarlo con algún mun
do deseado o imaginado, regido por una perfección
inventada por mí, sino dejarlo tal como es, amarlo
y sentirme feliz de pertenecer a él. Estos son, Govin-
da algunos de los pensamientos que he tenido.
Siddharta se inclinó, levantó una piedra del sue-
lo, y la sostuvo en las manos.

—Esto —declaró mientras la manipulaba — - es


una piedra y dentro de poco tal vez se convierta eit

polvo, en tierra, de pasará a ser planta o animal


allí

o quizá un ser humano. En otro tiempo hubiera


dicho: "Esta piedra sólo es piedra, sin ningún valor,
pertenece al mundo de Maya; pero como en el
círculo de las transformaciones también puede lle-
gar a ser un ente humano y un espíritu, y por ello
es valiosa." Así habría pensado en otro tiempo. Pero
ahora pienso: "Esta piedra es una piedra, al mismo
tiempo es animal; también un dios, también un
Buda; no la venero ni la amo por lo que algún día
podría llegar a ser, sino porque ya es y siempre
ha sido todas estas cosas, desde siempre. Y precisa-
mente esto que ahora se me presenta como una pie-
dra, que ahora veo en forma de piedra, merece mi
162 Hermann Hesse

amor por ser lo que es. Le doy valor y sentido a


cada una de sus líneas y huecos, a sus colores, a
su dureza, al sonido que produce cuando la golpeo,
a la sequedad o humedad de su superficie.
Hay piedras que al tocarlas parecen aceite o ja-
bón, y otras semejan hojas o arena, y cada una es
diferente y venera al OM a su manera; cada una es
Brahma, pero a la vez es una piedra, cualesquiera
que sea su textura, y esto es precisamente lo que me
complace y me maravilla y es digno de admiración.
Pero no hablaré más sobre esto. Las palabras no
expresan bien los pensamientos: en cuanto se pro-
nuncia algo, ya cambia un poquito, se distorsiona,
pierde sentido. Y también esto es bueno y me pare-
ce justo, que la sabiduría y tesoro de una persona
parezca necedad y locura a otra".
Govinda escuchaba en silencio.

—¿Por qué me has dicho de piedra? —


lo la pre-
guntó una pausa.
vacilante tras

—Lo Pero quizá por que


dije sin intención. es
un buen ejemplo de lo que quiero expresar, que
amo precisamente a la piedra y al río como a todas
las cosas que podemos contemplar y de las que po-
demos aprender. Govinda, puedo amar a una pie-
dra, a un árbol o a su corteza. Son objetos que
pueden amarse. Pero no se puede amar a las pala-
bras. Por ello las doctrinas no me sirven, no tienen
dureza ni blandura, no tienen colorido ni cánticos,
ni olor, ni sabor; palabras son y nada más. Acaso
sea eso lo que te impide encontrar la paz, quizá
SlDDHARTA 163

sea tantas palabras. También redención y virtud,


lo mismo que SANSARA y NIRVANA son sólo pa-
labras, Govinda. El nirvana no es algo tangible, só-
lo la palabra NIRVANA existe.

Govinda exclamó:

Amigo, NIRVANA no es tan sólo un término.
Nirvana es un pensamiento.
Siddharta continuó:
Un pensamiento, quizá. Amigo, he de confesarte
que no encuentro gran diferencia entre los pensa-
mientos y las palabras. Francamente, tampoco a los
pensamientos les concedo gran importancia. Me gus-
tan más los objetos. Aquí, en esta barca, por ejem-
plo, mi antecesor fue un hombre, un santo que du-
rante muchos años creyó simplemente en el río,
en nada más. Notó él que la voz del río le hablaba;
de ella aprendió. Ella lo educó y lo enseñó. El río
le parecía un dios. Durante muchos años ignoró que
todo viento, nube, pájaro o escarabajo es igualmente
divino y sabe y puede enseñar tanto como el río. A
pesar de esto, cuando ese santo se marchó hacia los
bosques, lo sabía todo, más que tú y yo, sin maes-
tros, sin libros, sólo por medio de su fe en el río.

Govinda replicó:
—Pero lo que tú llamas "objeto", ¿es realmente
algo que tiene sustancia?, ¿no se trata sólo de un
engaño de MAYA: únicamente imagen y aparien-
cia? ¿Son en verdad reales tu piedra, tu árbol, tu
río?
164 Hermann Hesse

—Tampoco me eso —
repuso Siddhar-
inquieta
ta— ¡Qué importa que
. sean engaños o no! Si lo
son, entonces yo también lo soy, son de mi misma
naturaleza. Este es el motivo que me impulsa a amar-
las y venerarlas: son mis semejantes, por ello las pue-
do amar. Y ahora escucha una teoría que te hará reír:
el amor, Govinda, me parece que es lo más importante
que existe. Penetrar en el mundo, explicarlo y des-
preciarlo, es cuestión de interés para los grandes
filósofos. Pero a mí, únicamente me interesa el
poder amar a ese mundo, no despreciarlo; no odiar-
lo ni aborrecerme a mí mismo: a mí sólo me atra<e la
contemplación del mundo y de mí mismo, y de to-
dos los seres, con amor, admiración y respeto.
—Eso que comprendo —interrumpió Govin-
sí lo
da— Pero precisamente
. fue que venerable
eso lo él

llamó ilusión. Gotama predicó la benevolencia, el


respeto, la compasión, la tolerancia, pero no el amor.
Nos prohibió atar nuestro corazón con el amor hacia
lo terrenal.
—Lo —repuso Siddharta con
sé su sonrisa ra-
diante — Lo Govinda. Y mira, aquí nos
. sé, encon-
tramos en medio de la espesura de las opiniones, in-
teriorizados en el conflicto de las palabras, ya que
no puedo negar que mis palabras sobre el amor es-

tán en aparente contradicción con las enseñanzas de


Gotama. De nace mi desconfianza hacia las pa-
allí
labras, pues tengo la certeza de que esta contradic-
ción es ilusoria. Sé que estoy de acuerdo con Go-
tama. ¡Es imposible que el venerable no conozca
SlDDHARTA 165

el amor! ¡El, que ha llegado a conocer todo lo hu-


mano en su carácter transitorio y vano y que, a pesar
de ello, amó tanto a los seres humanos! ¡El, que
empleó toda su larga y penosa existencia únicamen-
te para ayudarlos, para enseñarlos! En Gotama, tu
maestro, también prefiero los hechos a las palabras.
Sus actos y su vida me parecen más importantes que
sus oraciones, el gesto de su mano es más esencial
que sus opiniones. Lo considero un gran hombre,
no en cuanto a sus enseñanzas y pensamientos, sino
en cuanto a sus obras y su existencia.
Largo tiempo permanecieron en silencio los dos
ancianos. Cuando Govinda se preparaba para par-
tir, dijo:
—Te agradezco, Siddharta, que me
hayas comu-
nicado algunos de tus pensamientos. Me parecen un
poco extraños y no puedo comprenderlos inmediata-
mente. Pero sea como sea, te estoy agradecido y deseo
que pases tus días en paz.
Para sus adentros, Govinda pensó: "Siddharta es
una persona extraña y su doctrina me suena a locu-
ra. ¡Cuan diferentes se escuchan las doctrinas del
Ilustre Gotama! Son claras, comprensibles; no con-
tienen nada de locuras, rarezas o ridiculeces. Sin
embargo, los pies y manos de Siddharta, sus ojos,
su semblante, su porte, su sonrisa, su saludo, me
dicen algo que sus teorías no expresan. Jamás na-
die, después de que nuestro majestuoso Buda entrara
en el NIRVANA, me obligó a exclamar: ¡he aquí a
un santo! Sólo ante Gotama y ahora ante Siddharta.
Aunque su doctrina me parezca extraña y sus pala-
166 Hermann Hesse

bras suenen a locura, la mirada, la mano, la piel,


el cabello, todo él respira una pureza, una tranqui-

lidad, una serenidad y clemencia y santidad que no


he visto en hombre alguno, después de la muerte de
nuestro amado profesor."
Govinda tenía estos pensamientos y sentía estos
conflictos en su interior mientras se inclinaba ante
Siddharta con profundo afecto. Con amor reveren-
ció a aquel hombre que se hallaba sentado, lleno
de serenidad.
—Siddharta — empez<3 — , somos ya hombres vie-
jos. Difícilmente nos volveremos a encontrar en esta
vida. Veo, amigo, que has hallado la paz. Te con-
fiesoque yo no la he alcanzado. ¡Dime, querido
amigo, una palabra más! ¡Dame algo para el cami-
no, algo que pueda entender y comprender! Fre-
cuentemente mi marcha es difícil y oscura, Sid-
dharta.
Siddharta no respondió, lo miró con su sonrisa
tranquila, serena. Govinda clavó en su rostro su
mirada temerosa y anhelante. Su rostro expresaba
angustia y una eterna búsqueda y un repetido fra-
caso.

Siddharta lo observó y sonrió.

— ¡Acércate a mí! — susurró al oído de Govin-


da — . ¡Acércate a mí! ¡Así, más cerca! ¡Muy cer-

ca! Y ahora, ¡besa mi frente, Govinda!


Aunque sorprendido, Govinda se vio impelido por
su gran amor hacia Siddharta y, por un presentí-
SlDDHARTA 167

miento, a obedecerle; se le acercó mucho y rozó su


frente con los labios. Todo ocurrió mientras sus
pensamientos se ocupaban todavía de las extrañas
palabras de Siddharta, mientras se esforzaba aún
por desvanecer el concepto del tiempo, mientras tra-
taba de concebir el NIRVANA y el SANSARA co-
mo una sola cosa, mientras sentía desprecio por las
palabras de su amigo y luchaba en su interior con
el enorme amor y respeto que sentía hacia él. Así
fue.
Ya no contemplaba el rostro de su amigo Sid-
dharta, sino que veía otras caras, muchas, una larga
hilera, un de rostros, de centenares, de miles de
río
facciones; todas venían y pasaban y, al mismo tiem-
po, parecían estar todas allí simultáneamente, cam-
biándose y renovándose, sin dejar de ser Siddharta.
Observó la cara de un pez, de una carpa, con la
boca dolorosamente abierta, un pez moribundo, con
mirada opaca. ., vio la cara de un recién nacido,
.

roja y llena de arrugas, a punto de lanzar el primer


chillido ,. divisó el rostro de un asesino, le vio
. .

hundir un cuchillo en el cuerpo de una persona. ., .

simultáneamente lo vio arrodillado y maniatado, de-


capitado por el golpe de espada del verdugo . . .

distinguió los cuerpos de hombres y mujeres desnu-


dos, en posturas y transportes de pasión. ., entre- .

vio cadáveres rígidos, fríos, vacíos , reparó en . . .

cabezas de animales, de jabalíes, de cocodrilos, de


elefantes, de toros, de pájaros observó a KRISH- . . . ,

NA y a AGNIcaptó todas estas figuras y ros-


. . . ,

tros en mil relaciones entre ellos, cada una en ayu-


168 Hermann Hesse

da de la otra, amando, odiando, destruyendo y crean-


do de nuevo. Cada una era mortal, un candente y
doloroso ejemplo de todo lo que es pasajero y tran-
sitorio. Pero ninguna moría, sólo cambiaban, siem-
pre volvían a nacer con otro rostro nuevo, sólo el

tiempo se interponía entre cara y cara. Y todas . .

estas figuras descansaban, corrían, se creaban, flo-


taban, se reunían, y sobre todas ellas se mantenía
continuamente algo débil, sin sustancia, pero a la
vez existente, como un cristal fino o como hielo, co-
mo una piel transparente,una cascara, un recipien-
te, un molde, una máscara o forma de agua y esa —
máscara era el rostro sonriente de Siddharta, el que
Govinda rozaba con sus labios en aquel momento.
Así vio Govinda esa sonrisa de la máscara, la
sonrisa de la unidad por encima de las figuras, la
sonrisa de la simultaneidad sobre las mil muertes y
nacimientos —
esa sonrisa de Siddharta , en todo —
igual a la del Buda, serena, fina, impenetrable, qui'
zá bondadosa, acaso irónica, siempre inteligente y
múltiple, la sonrisa de Gotama que había contem-
plado cien veces con profundo respeto. Govinda lo
sabía: así era como sonreía El Perfecto.
Sin saber ya si había trans-
existía el tiempo, si

currido un segundo o cien años, desconociendo si


Gotama y Siddharta eran realidad, si vivía el Yo y
el Tú, herido en su interior por una flecha divina

cuya herida es dulce, encantado y exaltado, Govin-


da permaneció todavía un tiempo inclinado sobre
el tranquilo rostro de Siddharta, el que
besara ha-
SlDDHARTA 169

cía un momento, el que fuera escenario de todas


las transformaciones, de todos los orígenes, de todo
lo existente.

El rostro de Siddharta no había cambiado después


de que hubo desaparecido de su superficie el espe-
jo de las mil formas; sonreía serena, suavemente,
quizá muy bondadoso, acaso irónico, exactamente
como había sonreído el Ilustre.
Govinda se inclinó profundamente: las lágrimas
rodaron por sus mejillas arrugadas, sin que él las
pudiera controlar. Se sintió sobrecogido de un in-
menso amor, de la más humilde Veneración. Se
inclinó ante Siddharta, casi hasta el suelo: ante
aquel hombre quietamente sentado, cuya sonrisa le
recordaba todo lo que había amado, todo lo que
alguna vez fue valioso y sagrado en su vida.
ÍNDICE
Primera parte

Pág.

El hijo del brahmán 7


Con los samanas 19
Gotama 3C
Despertar 47

Segunda parte

Kamala 55
Con los humanos 73
Sansara 85
A orillas del río 97

Tercera parte

El barquero 115
131
'.

El hijo
OM 145
Govinda 155
Edición 2000 ejemplares.
Diciembre de 1989
Impresora Lorenzana
Cafetal núm. 661, Col. Granjas México.
<é>
ES SIDDHARTA UN
HINDÚ DE LA CASTA DE
LOS BRAHMANES, PERO
LA TOTAL
CONTEMPLACIÓN DE LA
RELIGIÓN DE BRAHMA
NO LO SATISFACE Y SE
INICIA EN LA ORDEN DE
LOS MENDICANTES,
DONDE TAMPOCO
LOGRA CONTENTAR SU
ALMA, SIEMPRE
INQUISITIVA.
SIDDHARTA LO
ABANDONA TODO Y
TERMINA DE BARQUERO,
UN BARQUERO QUE SE
TRANSFORMA EN EL
SÍMBOLO DEL QUE
BUSCA
INCANSABLEMENTE LA
VERDAD.

II
HERMANNHESSE

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