Contexto Histórico en El Antiguo Testamento
Contexto Histórico en El Antiguo Testamento
Contexto Histórico en El Antiguo Testamento
Antiguo Testamento —
Parte 1
Dice, Werner Schmidt, al comienzo de su obra Introducción al Antiguo Testamento (23):
El AT se formó en el devenir de la historia y hace referencia en la mayor parte de sus textos a los
acontecimientos históricos. Pero su narración es un testimonio de fe que no busca conservar la
tradición en su figura originaria, «puramente histórica», sino que la vincula con la actualidad,
modificándola al mismo tiempo.
Por Samuel Pagán
Aunque la escritura en Israel se desarrolló formalmente durante la constitución de la monarquía (c.
1030 a.C.; véase Tabla cronológica), los recuerdos de épocas anteriores se mantenían y transmitían
de forma oral, de generación en generación (Schmidt: 23). Esos relatos orales los redactaron
posteriormente diferentes personas y grupos del pueblo, para preservar las narraciones que le daban
razón de ser, y para contribuir a la identidad nacional y al desarrollo teológico de la comunidad.
Los antecesores de Abraham fueron grupos arameos (Gn 25.20; 28.5; 31.17–18.20, 24; Dt 26.5) que
en el curso del tiempo se desplazaron desde el desierto hacia la tierra fértil. En la memoria del
pueblo de Israel se recordaba que sus antepasados habían emigrado desde Mesopotamia hasta
Canaán: de Ur y Harán (Gn 11.27–31) a Palestina. Aunque los detalles históricos de ese peregrinar
son difíciles de precisar, ese período puede ubicarse entre los siglos XX-XVIII a.C. Esos siglos
fueron testigos de migraciones masivas en el antiguo Próximo Oriente, particularmente hacia
Canaán.
De acuerdo con los relatos del Génesis, los patriarcas eran líderes de grupos seminómadas que
detenían sus caravanas en diversos lugares santos, para recibir manifestaciones de Dios.
Posteriormente, alrededor de esos lugares se asentaron los patriarcas: Abraham en Hebrón (Gn
13.18; 23.19); Isaac al sur, en Beerseba (Gn 26.23); y Jacob en Penuel y Mahanaim (Gn 32.2, 30),
al este del Jordán, y cerca de Siquem y Betel, al oeste del Jordán (Gn 28.10–19; 33.15–20; 35.1).
Desde la época de José (c. siglo XVII a.C.) hasta la de Moisés (c. siglo XIII a.C.), no se tienen
amplios conocimientos sobre el pueblo de Israel y sus antepasados. Durante esos casi cuatrocientos
años, la situación política y social del antiguo Próximo Oriente varió considerablemente. Los
egipcios comenzaron un período de prosperidad y renacimiento, luego de derrotar y expulsar a los
hicsos, pueblo semita que había llegado del desierto. Durante todo este tiempo, Palestina dependía
políticamente de Egipto. En el Mediterráneo no había ningún poder político que diera cohesión a la
zona. Mesopotamia estaba dividida: la parte meridional, regida por los herederos del imperio
antiguo; la septentrional, dominada por los asirios, quienes posteriormente resurgieron como una
potencia política considerable a partir del siglo XIV a.C.
Los hicsos gobernaban Egipto (1730–1550 a.C.) cuando el grupo de Jacob llegó a esas tierras. Pero
en el momento en que los egipcios se liberaron y expulsaron a sus gobernantes (1550 a.C.), muchos
extranjeros fueron convertidos en esclavos. La frase más tarde hubo un nuevo rey en Egipto, que
no había conocido a José (Ex 1.8) es una posible alusión a la nueva situación política que afectó
adversamente a los grupos hebreos que vivían en Egipto. Estos vivieron como esclavos en Egipto
aproximadamente cuatrocientos años. Durante ese período, trabajaron en la construcción de las
ciudades de Pitón y Ramsés (Ex 1.11).
Los descendientes de José no eran las únicas personas a quienes se podía identificar como
«hebreos» (Vaux: 120-126). Esta expresión, que caracteriza un estilo de vida, describe a un sector
social pobre. Posiblemente se refiera a personas que no poseían tierras y viajaban por diversos
lugares en busca de trabajo. El término no tenía en esa época un significado étnico específico.
Durante ese período, diversos grupos de «hebreos», o de «habirus», estaban diseminados por varias
partes del antiguo Próximo Oriente. Algunos vivían en Canaán y nunca fueron a Egipto; otros
salieron de Egipto antes de la expulsión de los hicsos.
Tres tradiciones fundamentales le dieron razón de ser al futuro pueblo de Israel y contribuyeron al
desarrollo de la conciencia nacional. Esas tradiciones se formaron entre los siglos XV-XIII a.C.: la
promesa a los patriarcas; la liberación de la esclavitud de Egipto; y la manifestación en el Sinaí. En
la Escritura, estos relatos se suceden en una línea histórica continua. Moisés es la figura que enlaza
la fe de Abraham, Isaac y Jacob, la liberación de Egipto, el peregrinar por el desierto y la entrada a
Canaán.
Según el relato de la Biblia, Dios llamó a Moisés en el desierto y le encomendó la tarea de liberar al
pueblo de la esclavitud en Egipto (Ex 3). Esta misión es la respuesta concreta de Dios a la alianza (o
pacto) y la promesa hecha a los patriarcas (Ex 3.1–4, 17; 6.2–7, 13; 2.24). «El Dios de los
antepasados» es el Señor (Yavé) —«yo soy el que soy» (Ex 3.14–15)— que se reveló a Moisés.
Luego del enfrentamiento con el faraón, Moisés y los israelitas salieron de Egipto. Esta experiencia
de liberación se convirtió en un componente fundamental de la fe del pueblo de Israel (Ex 20.2; Sal
81.10; Os 13.4; Ez 20.5). La presencia abrumadora de acciones milagrosas afirma que Yavé y solo
Yavé fue quien realizó la hazaña de liberación.
Tradicionalmente, la fecha del éxodo de los israelitas se ubicaba en c. 1450 a.C.; sin embargo, un
número considerable de estudiosos modernos la ubican en c. 1250/30 a.C. El faraón del éxodo es
posiblemente Ramsés II, conocido por sus proyectos monumentales de construcción. Al grupo de
hebreos que salió de Egipto se añadieron grupos afines. El peregrinar por el desierto se describe en
la Biblia como un período de cuarenta años (una generación), bajo el liderazgo de Moisés. Es difícil
de establecer con exactitud la ruta del éxodo.
La experiencia fundamental del pueblo en su viaje a Canaán fue la alianza o pacto en el Sinaí. Esa
alianza revela la relación singular entre el Señor y su pueblo (Ex 19.5–6); se describe en el
Decálogo, o Diez mandamientos (Ex 20.1–17), y en el llamado Código de la alianza (Ex 20.22–
23.19). En el Decálogo se hace un compendio de los preceptos y exigencias de Dios. Se incluyen
los mandamientos que definen las actitudes justas del ser humano ante Dios, y las que destacan el
respeto hacia los derechos de cada persona, como requisito indispensable para la convivencia en
armonía.
Luego de la muerte de Moisés, Josué se convirtió en el líder del grupo de hebreos que habían salido
de Egipto (c. 1220 a.C.). Según el relato de la Escritura, la conquista de Canaán se llevó a cabo
desde el este, a través del río Jordán, comenzando con la ciudad de Jericó (Jos 6). Fue un proceso
paulatino, que en algunos lugares tuvo un carácter belicoso y en otros se efectuó de forma pacífica y
gradual. La conquista no eliminó por completo a la población cananea (Jue 2.21–23; 3.2).
Durante el período de conquista y toma de posesión de la tierra, los grandes imperios de Egipto y
Mesopotamia estaban en decadencia. Canaán era un país ocupado por poblaciones diferentes. La
estructura política se caracterizaba por la existencia de una serie de ciudades-estado, que
tradicionalmente habían sido leales a Egipto. La religión cananea se distinguía por los ritos de la
fertilidad, que incluían la prostitución sagrada. Entre sus divinidades se encontraban Baal, Aserá y
Astarté (Vaux: 137-161). La economía de la región se basaba, principalmente, en la agricultura.
El libro de los Jueces relata una serie de episodios importantes de ese período. Los jueces eran
caudillos, más bien «portadores de la justicia divina» (Sánchez, 2005: 635); es decir, líderes
militares carismáticos que hacían justicia al pueblo. No eran gobernantes sino libertadores que se
levantaban a luchar en momentos de crisis (Jue 2.16; 3.9). El cántico de Débora (Jue 5) celebra la
victoria de una coalición de grupos hebreos contra los cananeos, en la llanura de Jezreel.
El período de los jueces se caracterizó por la falta de unidad y organización política entre los grupos
hebreos. La situación geográfica de Palestina y la falta de colaboración contribuyeron a robustecer
la tendencia separatista. Los israelitas estaban en un proceso de sedentarización y cambio a nuevas
formas de vida, particularmente en la agricultura. Durante ese período se fueron asimilando
paulatinamente la cultura y las formas de vida cananeas. Esa asimilación produjo prácticas
sincretistas en el pueblo hebreo: la religión de Yavé— el Dios hebreo identificado con la liberación
de Egipto— incorporó prácticas cananeas relacionadas con Baal, conocido como señor de la tierra,
quien garantizaba la fertilidad y las cosechas abundantes.
Los filisteos —que procedían de los pueblos del mar (Creta y las islas griegas), y que fueron
rechazados militarmente por los egipcios c. 1200 a.C.— se organizaron en cinco ciudades en la
costa sur de Palestina. Por su poderío militar y su monopolio del hierro (Jue 13–16; 1 S 13.19–23),
se convirtieron en una gran amenaza para los israelitas.
La monarquía unida (1050–931 a.C.)
A fines del siglo XI a.C., los filisteos ya se habían expandido por la mayor parte de Palestina;
habían capturado el cofre del pacto o de la alianza, y habían tomado la ciudad de Silo (1 S 4). Esa
situación obligó a los israelitas a organizar una acción conjunta bajo un liderato estable. Ante esa
realidad se formó, por imperativo de la política exterior, la monarquía de Israel (1 S 8–12). Samuel
fue el último de los jueces (1 S 7.2–17) y además reconocido como profeta y sacerdote. Él poseyó
un liderato carismático que le dio al pueblo inspiración y unidad (1 S 1–7). Los primeros dos reyes
de Israel —Saúl (1 S 10) y David (1 S 16.1–13)— fueron ungidos por él.
Saúl, al comienzo de su reinado, obtuvo victorias militares importantes (1 S 11.1–11); sin embargo,
nunca pudo triunfar plenamente contra los filisteos. Su caída quedó marcada con la matanza de los
sacerdotes de Nob (1 S 22.6–23) y su figura, desprestigiada en el episodio de la adivina de Endor (1
S 28.3–25). Saúl y su hijo Jonatán murieron en la batalla de Guilboa, a manos de los filisteos (1 S
31).
David fue ungido como rey en Hebrón, luego de la muerte de Saúl. Primero fue consagrado rey para
las tribus del sur (2 S 2.1–4) y posteriormente para las tribus del norte (2 S 5.1–5). En ese momento
había dos reinos y un solo monarca. El reino de Israel alcanzó su máximo esplendor bajo la
dirección de David (1010–970 a.C.). Con su ejército, incorporó a las ciudades cananeas
independientes; sometió a los pueblos vecinos —amonitas, moabitas y edomitas, al este: arameos al
norte y, particularmente, filisteos al oeste— y conquistó la ciudad de Jerusalén, convirtiéndola en el
centro político y religioso del imperio (2 S 5.6–9; 6.12–23). La consolidación del poder se debió no
solo a la astucia política y la capacidad militar del monarca, sino a la decadencia de los grandes
imperios en Egipto y Mesopotamia. Con David comenzó la dinastía real en Israel (2 S 7).
El reino de Judá subsistió durante más de tres siglos (hasta el 587 a.C.). Jerusalén continuó como su
capital, y siempre hubo un heredero de la dinastía de David que se mantuvo como monarca. El reino
del norte no gozó de tanta estabilidad. La capital cambió de sede en varias ocasiones: Siquem,
Penuel (1 R 12.25), Tirsa (1 R 14.17; 15.21, 33), para finalmente quedar ubicada de forma
permanente en Samaria (1 R 16.24). Los intentos por formar dinastías fueron infructuosos, y por lo
general finalizaron de forma violenta (1 R 15.25–27; 16.8–9, 29). Los profetas, implacables críticos
de la monarquía, contribuyeron, sin duda, a la desestabilización de las dinastías.
Entre los monarcas del reino del norte pueden mencionarse algunos que se destacaron por razones
políticas o religiosas (véase la «Tabla cronológica» para una lista completa de los reyes de Israel y
Judá). Jeroboam I (931–910 a.C.) independizó a Israel de Judá en la esfera cúltica, instaurando en
Betel y Dan santuarios nacionales para la adoración de ídolos (1 R 12.25–33). Omri (885–874 a.C.)
y su hijo Ahab (874–853 a.C.) fomentaron el sincretismo religioso en el pueblo, para integrar al
reino la población cananea. La tolerancia y el apoyo al culto de Baal (1 R 16.30–33) provocaron la
resistencia y la crítica de los profetas (1 R 13.4). Jehú (841–814 a.C.), quien fundó la dinastía de
mayor duración en Israel, llegó al poder ayudado por los adoradores de Yavé. Inicialmente se opuso
a las prácticas sincretistas del reino (2 R 9); sin embargo, fue rechazado después por el profeta
Oseas debido a sus actitudes crueles (2 R 9.14–37). Jeroboam II (783–743 a.C.) reinó en un período
de prosperidad (2 R 14.23–29). La decadencia final del reino de Israel surgió en el reinado de Oseas
(732–724 a.C.), cuando los asirios invadieron y conquistaron Samaria en el 721 a.C. (2 R 17).
La destrucción del reino de Israel a manos de los asirios se efectuó de forma paulatina y cruel. En
primer lugar, se exigió tributo a Menahem (2 R 15.19–20); luego se redujeron las fronteras del
estado y se instaló a un rey sometido a Asiria (2 R 15.29–31); finalmente, se integró todo el reino al
sistema de provincias asirias, se abolió toda independencia política, se deportaron ciudadanos y se
instaló una clase gobernante extranjera (2 R 17). Con la destrucción del reino del norte, Judá asumió
el nombre de Israel.
El Imperio asirio continuó ejerciendo su poder en Palestina hasta que fueron vencidos por los
medos y los caldeos (babilonios). El faraón Necao de Egipto trató infructuosamente de impedir la
decadencia asiria. En la batalla de Meguido murió el rey Josías (2 Cr 35.20–27; Jer 22.10–12) —
famoso por introducir una serie importante de reformas en el pueblo (2 R 23.4–20)—; su sucesor,
Joacaz, fue posteriormente desterrado a Egipto. Nabucodonosor, al mando de los ejércitos
babilónicos, finalmente triunfó sobre el ejército egipcio en la batalla de Carquemis (605 a.C.), y
conquistó a Jerusalén (597 a.C.). En el 587 a.C. los ejércitos babilónicos sitiaron y tomaron a
Jerusalén, y comenzó el período conocido como el exilio en Babilonia. Esa derrota de los judíos
ante Nabucodonosor significó la pérdida de la independencia política; el colapso de la dinastía
davídica (cf. 2 S 7); la destrucción del templo y de la ciudad (cf. Sal 46; 48), y la expulsión de la
Tierra prometida.
El período exílico (587–538 a.C.), que se caracterizó por el dolor y el desarraigo, produjo una
intensa actividad religiosa y literaria. Durante esos años se reunieron y se pusieron por escrito
muchas tradiciones religiosas del pueblo. Los sacerdotes —que ejercieron un liderazgo importante
en la comunidad judía, luego de la destrucción del templo— contribuyeron considerablemente a
formar las bases necesarias para el desarrollo posterior del judaísmo.
Ciro, el rey de Anshán, se convirtió en una esperanza de liberación para los judíos deportados en
Babilonia (Is 44.21–28; 45.1–7). Luego de su ascensión al trono persa (559–530 a.C.) pueden
identificarse tres sucesos importantes en su carrera militar y política: la fundación del reino medo-
persa, con su capital en Ecbatana (553 a.C.); el sometimiento de Asia Menor, con su victoria sobre
el rey de Lidia (546 a.C.); y su entrada triunfal a Babilonia (539 a.C.). Su llegada al poder en
Babilonia puso de manifiesto la política oficial persa de tolerancia religiosa, al promulgar, en el 538
a.C., el edicto que puso fin al exilio.
Con el paso del tiempo se deterioró la situación política, social y religiosa de Judá. Algunos
factores, que contribuyeron en el proceso, fueron los siguientes: dificultades económicas en la
región; divisiones en la comunidad; y, particularmente, la hostilidad de los samaritanos.
Nehemías, copero del rey Artajerjes I, recibió noticias acerca de la situación de Jerusalén en el 445
a.C., y solicitó ser nombrado gobernador de Judá para ayudar a su pueblo. La obra de este
reformador judío no se confinó a la reconstrucción de las murallas de la ciudad, sino que contribuyó
significativamente a la reestructuración de la comunidad judía postexílica (Neh 10).
Esdras fue esencialmente un líder religioso. Además de ser sacerdote, recibió el título de «maestro
instruido en la ley del Dios del cielo», que le permitía, a nombre del Imperio persa, enseñar y hacer
cumplir las leyes judías en «la provincia al oeste del río Éufrates» (Esd 7.12–26). Su actividad
pública se realizó en Judá, posiblemente a partir del 458 a.C. —el séptimo año de Artajerjes I (Esd
7.7)—; aunque algunos historiadores la ubican en el 398 a.C. (séptimo año de Artajerjes II), y otros,
en el 428 a.C. (Pagán: 27-30).
Esdras contribuyó a que la comunidad judía postexílica diera importancia a la ley. A partir de la
reforma religiosa y moral que promulgó, los judíos se convirtieron en «el pueblo del Libro». La
figura de Esdras, en las leyendas y tradiciones judías, se compara con la de Moisés
Al finalizar el exilio, el retorno a Palestina fue paulatino. Muchos judíos prefirieron quedarse en la
diáspora, particularmente en Persia, donde prosperaron económicamente y, con el tiempo,
desempeñaron funciones de importancia en el Imperio. El primer grupo de repatriados llegó a Judá,
dirigido por Sesbasar (Esd 1.5–11), quien era funcionario de las autoridades persas. Posteriormente
se reedificó el templo (520–515 a.C.) bajo el liderazgo de Zorobabel y el sumo sacerdote Josué (Esd
3–6), con la ayuda de los profetas Hageo y Zacarías.
Con el paso del tiempo se deterioró la situación política, social y religiosa de Judá. Algunos
factores, que contribuyeron en el proceso, fueron los siguientes: dificultades económicas en la
región; divisiones en la comunidad; y, particularmente, la hostilidad de los samaritanos.
Nehemías, copero del rey Artajerjes I, recibió noticias acerca de la situación de Jerusalén en el 445
a.C., y solicitó ser nombrado gobernador de Judá para ayudar a su pueblo. La obra de este
reformador judío no se confinó a la reconstrucción de las murallas de la ciudad, sino que contribuyó
significativamente a la reestructuración de la comunidad judía postexílica (Neh 10).
Esdras fue esencialmente un líder religioso. Además de ser sacerdote, recibió el título de «maestro
instruido en la ley del Dios del cielo», que le permitía, a nombre del Imperio persa, enseñar y hacer
cumplir las leyes judías en «la provincia al oeste del río Éufrates» (Esd 7.12–26). Su actividad
pública se realizó en Judá, posiblemente a partir del 458 a.C. —el séptimo año de Artajerjes I (Esd
7.7)—; aunque algunos historiadores la ubican en el 398 a.C. (séptimo año de Artajerjes II), y otros,
en el 428 a.C. (Pagán: 27-30).
Esdras contribuyó a que la comunidad judía postexílica diera importancia a la ley. A partir de la
reforma religiosa y moral que promulgó, los judíos se convirtieron en «el pueblo del Libro». La
figura de Esdras, en las leyendas y tradiciones judías, se compara con la de Moisés.
Durante la época helenística, el gran número de judíos en la diáspora hizo necesaria la traducción
del AT al griego o LXX. Esta traducción respondía a las necesidades religiosas de la comunidad
judía de habla griega, particularmente la establecida en Alejandría.
Al comienzo de la hegemonía seléucida en Palestina, los judíos vivieron una relativa paz religiosa y
social. Sin embargo, esa situación no duró mucho tiempo. Antíoco IV Epífanes (175–163 a.C.), un
fanático helenista, al llegar al poder se distinguió, entre otras cosas, por profanar el templo de
Jerusalén. En el año 167 a.C. edificó una imagen de Zeus en el templo; además, sacrificó cerdos en
el altar (para los sirios los cerdos no eran animales impuros). Esos actos incitaron una insurrección
en la comunidad judía.
Al noroeste de Jerusalén, un anciano sacerdote de nombre Matatías y sus cinco hijos —Judas,
Jonatán, Simón, Juan y Eleazar—, organizaron la resistencia judía y comenzaron la guerra contra el
ejército sirio (seléucida). Judas, que se conocía con el nombre de «el macabeo» (que posiblemente
significa «martillo»), se convirtió en un héroe militar. En el año 164 a.C. el grupo de Judas
Macabeo tomó el templo de Jerusalén y lo rededicó al Señor. La fiesta de la Dedicación, o Hanukká
(cf. Jn 10.22), recuerda esa gesta heroica. Con el triunfo de la revolución de los macabeos comenzó
el período de independencia judía.
Luego de la muerte de Simón —último hijo de Matatías—, su hijo Juan Hircano I (134–104 a.C.)
fundó la dinastía asmonea. Durante este período, Judea expandió sus límites territoriales; al mismo
tiempo, vivió una época de disturbios e insurrecciones. Por último, el famoso general romano
Pompeyo conquistó a Jerusalén en el 63 a.C., y reorganizó Palestina y Siria como una provincia
romana. La vida religiosa judía estaba dirigida por el sumo sacerdote, quien, a su vez, estaba sujeto
a las autoridades romanas.
La época del NT coincidió con la ocupación romana de Palestina. Esa situación perduró hasta que
comenzaron las guerras judías de los años 66–70 d.C., que desembocaron en la destrucción del
segundo templo y de la ciudad de Jerusalén.
I. El comienzo: GN 1-11
Historia Antigua Relatos bíblicos
Período prehistórico
3100-
2200
Cultura sumeria:
Egipto: 2800-
Imperio antiguo: 3100- 2400
2100
2500
Construcción de las
grandes pirámides: 2600-
2500
Egipto:
Imperio antiguo: 3100- 2500
2100
Construcción de las
grandes pirámides: 2600-
2500
1200-
Edad de hierro I
900
Egipto: Faraón Período de los jueces: 1200-1030
Ramsés III: 1194-1163 1150
Los filisteos, rechazados por Ramsés III, se Débora y Barac derrotan a los
1100
establecen en la costa de Palestina: 1197-1165 cananeos en Taanac: c. 1130
Samuel, profeta y juez de Israel: c.
Mesopotamia: Tiglat-piléser I: 1115-1077
1040
Decadencia de Asiria y nacimiento del reino arameo
de Damasco, Rezín rey de Damasco.
V. La monarquía: 1 y 2 S, 1 y 2 R, 1 y 2 Cr
1050
Saúl, primer rey de Israel: c. 1030-1010
1000
David expande el reino y establece a Jerusalén como su centro político y religioso: c. 1010-
950
970
925 Salomón expande el imperio y construye el templo de Jerusalén: 970-931.
Asamblea en Siquem y división del reino: 931
Evil-merodac: 562-559
Seleuco IV
Tolomeo V Epífanes:
Filopáter:
205-180 187-175
138-129
Demetrio II
Nicator:
Juan Hircano, Sumo sacerdote y
Tolomeo IX: 116-109
129-125 etnarca: 134-104