Cuentos de Mi Tiempo 2
Cuentos de Mi Tiempo 2
Cuentos de Mi Tiempo 2
AL ALIMÓN.
A la sombra de un chaparro.
Al borde.
Al colmenar con careta.
Alma andaluza.
Almas honradas.
Amparo.
Arturo Reyes
AL ALIMÓN
A la sombra de un chaparro .
El sol caía a plomo sobre la desierta carretera; lucía el
cielo su más deslumbrante azul; la montaña, los tonos más
brillantes y más rojizos de sus laderas, el verde más lozano
de sus viñedos y el oscuro más intenso de sus retorcidos
olivares; ora medio escondidos entre los repliegues del
monte, ora sobre sus bien soleadas cumbres, destacábanse
acá y acullá los blancos caseríos sombreados por copudos
algarrobos...
El pobre jamelgo enganchado a la polvorienta diabla
manotea con todos los músculos en desesperada tensión y
el pescuezo estirado por dominar uno de los repechos,
mientras que con el látigo en una mano y con la otra
aferrada a uno de los rayos de las ruedas pugna el
Bellotero por ayudar al pobre animal en su desesperado
esfuerzo.
-¡Riá, riaaá, Poderosa; riaá, riaá, niña de mis ojos; riaá,
riaaá, prenda mía! -grita el Bellotero, sin que su voz logre
prestar al pobre penco los vigores que necesita.
-Esto no puée ser, hombre -exclama, saltando del vehículo
un mozo bien plantado, de rostro curtido, ojos
relampagueantes y luciendo rico traje de los más típicos de
Andalucía.
-¡Y qué le jago yo! ¡Riaá, ríaaá, Poderosa!
-Deja a la Poderosa que tome resuello u dale una miajita
de somatose, ¡camará!, que es lo que le está jaciendo
muchísima falta. ¿No ves que la pobre, si la sigues
achuchando, va a morir sin testar, entre tus brazos?
-Pero si es que yo no sé lo que hoy le pasa a este bicho. ¡Si
este animal tira más que la «yunta de las ánimas»!
-Pos déjala que escanse una miaja, y tan y mientras
jecharemos un cigarro.
-Pos lo jecharemos.
Y mientras el Bellotero colocaba a la sombra que
proyectaba sobre el camino una cortadura del monte al
animal, el desconocido sentábase al pie de uno de los
árboles que brindan, acá y acullá, en el empinado camino,
un sombroso refugio al caminante.
Y sentado, momentos después, a su lado, el Bellotero,
preguntábale mientras vaciábase en la palma de la mano
tabaco en cantidad suficiente no ya para hacer un cigarro
de grueso calibre, sino para rendir al fumador mis
empedernido:
-¿Y se puée saber, amigo, y usté isimule la curiosiá, a qué
va su mercé a jacer en Triquitraque?
-Pos en busca de corcho que voy -repúsole en tono de
zumba el desconocido.
-¡Ah! Entonces, ¿es que su mercé trafica en corcho?
-Sí, señó, que aquí aonde usté me ve, tengo en Sivilla una
fábrica de tapones.
El Bellotero miró al desconocido con expresión incrédula;
aquello de la fábrica de tapones habíale sonado a quea, y
rascándose sin necesidad la cabeza, exclamó con acento
lleno de ironía:
-Pos míe usté: pa mí que lo que es corcho no farta en estos
manchones, y menos en Triquitraque.
-Y a propósito de Triquitraque, ¿cómo anclan los
Ventolinas?
-Er señó Paco, superior... Como que jace ya la mar de
tiempo que no dice esta boca es mía.
-Pero qué, ¿murió el pobre señor Paco?
-¡Pos sa menester venir de la luna pa preguntarlo! ¡Pos no
jace ya fecha que agüecó el ala y se fue a la otra vera der
río!
-¿Y la señá Frasquita?
-Esa entoavía parpaguea, pero jechita la mar de dobleces.
¡Como que está que cabe en un canutero!
-Y Rosario, ¿qué ha sío de ella?
-¿De quién? ¿De Rosario? Esa sí que está que jierve de
güena moza, ¡camará! Como que no se le puée mirar un
rato seguío, porque se le jace a uno la lengua estopa y la
saliva goma laca. ¡Es mucha jembra la Rosario!
-¿Y se mantiene sortera?
Y esto lo preguntó el forastero como se pregunta algo que
se teme saber.
-No, señó; que está casá desde jace mu poquito: tres u
cuatro meses hará que se subió a la bolina. ¡Como que ya
tenían brotes las cepas!
-¡Ah, conque se ha casao! -exclamó el desconocido con
voz sorda, arrugando entre sus dedos el cordobés que
mantenía sobre sus rodillas, mientras una ráfaga
tempestuosa resbalaba por sus negrísimos ojos.
- ¡Vaya! -continuó el Bellotero sin parar mientes en lo que
a su compañero le ocurría-. Y con un mozo que,
mejorando lo presente, nunca le podrá pagar a Dios lo que
Dios le dio a manos llenas: güenas rentas, güen corazón,
güen tronco y mejores ramas. Pero si usté le conocerá; si
con quien se ha casao ha sío con Currito, el hijo de los
Tramoya, los de Echevarría.
-No, no le conozco. Pero la Rosarito, ¿no tenía un novio?
-Si que lo tenía, y por mo de ese novio ha pasao la probe
más fatigas que un asmático. Porque como cuando su
novio, un zagalete más vivo que un rayo, sigún dicen,
tomó el portante y se largó en busca de fortuna a Chile u al
Perú, ella le prometió esperarlo diez años largos e talle...,
pos velay usté..., Cuando se le arrimó Currito, pos le dijo a
Currito que perdonara por Dios. Pero como Currito tiée
para comer y pa que le cante un ciego, y del novio que se
le había dío no tenían noticias ningunas, y ya se les había
muerto el señor Paco, y se habían quedao diciendo aquello
de «hoy ayuno y mañana no me esayuno»..., pos velay
usté. La señá Frasquita empezó a apretar más que un
tornillo pa que la Rosario apechugara con Currito, y
Rosarillo le contestó que de casarse con arguien se casaría
con él, pero que no lo jacía hasta que pasasen los diez años
que había prometío esperar al otro. Y Curro se conformó,
y na, que pasaron los diez años, y como el que se había dío
ar Perú no ha dicho pío tan siquiera..., pos velay usté..., la
Rosario ya hoy es toica entera del hijo de los Tramoyas,
Currito el Abulaguero.
Al desconocido, a medida que el Bellotero hablaba,
habíasele ido poniendo lívido el semblante, y cuando
aquél hubo dado fin a su pintoresca plática, exclamó con
acento en que había puesto sus más roncas inflexiones la
pena:
-¡Jizo bien! Pero y si el zagalete, su novio primero, no la
hubiera olvidao y hubiera agenciao pa compartirlos con
ella cuatro maraveíses y alora vorviera del Perú, ¿qué es lo
que harías tu en lugar del zagalete?
-Pos míe usté: si a mí me pasara eso, pos agüecaría el ala y
me iría en busca de otra paloma, porque Rosario ha
cumplío como güena aguantando diez años de carencias y
pesaumbres, y si ahora la probe está tranquila, ¡no sería
yo, en el pellejo del zagal, el que le quitara el vivir a gusto
con su marío entre sus cuatro paeres!
-Y eso, eso mismo haría fijamente el zagal si volviera
alguna vez de las Indias... Pero mira tú: ¿sabes que ya no
tengo más ganas de seguir pechos arriba? Con que
vámonos pa abajo, que ya vorveré otro día.
-Pero si la Poerosa, en descansando una miaja, es capaz de
llevarnos al pico del Tenerife.
-¡No, eja ya hoy al animal y vámanos ya pa abajo, que ya
se me ha quitao la gana de dir a Triquitraque!
Y cinco minutos después...
-¡Riá, riaaá, Poerosa! -gritaba el Bellotero, a la vez que
crugía hábilmente el látigo.
El caballo desherrábase galopando por las pendientes más
suaves, y el desconocido, graves y sombríos los
negrísimos ojos, arrojaba sobre los rojizos montes una de
esas miradas con que solemos despedirnos de una alegría
que se va o de una esperanza que muere.
Al borde.
Llegado que hubo Currito el Mimbre al borde del tajo,
sentóse en él, y triste y meditabundo pareció abismarse en
la contemplación de la brillante perspectiva que extendíase
a sus pies, en los risueños valles cubiertos, acá y acullá, de
pomposos majuelos y de oscuros olivares, en el río que
serpeaba, gris y resplandeciente, por entre las empinadas
laderas, y en los alegres caseríos que blanqueaban por
doquier como arropados entre florecientes verdores.
Media hora llevaba el mozo contemplando, sin ver, sin
duda, el paisaje, cuando:
-Camará, y cómo me cogiste la elantera -dijo,
deteniéndose junto a él, el señor Paco el Gallareta, hombre
de más de sesenta años, alto, enjuto, de rostro descarnado
y de facciones angulosas, tostadas y curtidas por vientos y
soles.
Se incorporó el Mimbre rápidamente, y
-Sí, señó -le repuso, procurando en vano poner en sus
labios una sonrisa-; pero eso no tiée naíta de particular,
poique es que esta noche me la he pasao cuasi toíca a
dormivela.
-¿Es que has estao maluco esta noche? -le preguntó aquél
al par que colocaba en tierra el enorme barreño, lleno de
agua, que sobre los hombros conducía.
-No, señó, y sí, señó, poique es que esta noche, como
muchas otras, lo que me ha espaventao el sueño ha sío la
enfermeá que paezco jace ya una mancha e meses y que
me paece a mí que va a ser la que, si Dios no lo remedia,
me va a meté en el joyo.
Apartó el viejo su mirada del zagal, y
-Esas son aprinsiones tuyas -le repuso con acento
indiferente.
-Puée ser que no piense su mercé lo mesmo cuando le
baiga yo ya platicao de lo que tengo que platicalle -
balbució Currito sin atreverse a mirar al anciano cara a
cara.
Este enarcó las pobladísimas cejas, colocó las piernas en
ángulo, sacó de debajo del rojo ceñidor la enorme petaca y
-¿Y qué es lo que tú tiées que platicarme a mí? -preguntó
al muchacho con acento desabrido, y mirándole como si
pretendiera hacerle enmudecer con su mirada.
Currito permaneció silencioso y con los ojos bajos durante
algunos instantes, y después:
-Ya se lo platicaré yo aluego -le repuso con voz insegura.
Quedó silencioso el Gallareta, reflejando su semblante lo
poco gratamente que hubieron de resonar en él las
palabras del muchacho. Ya él sospechaba qué era lo que
éste parecía tener necesidad de decirle, que de memoria
sabíase el viejo que su Rosario había con su hermosura y
su gentileza puesto fuego en el corazón del mozo, y
aunque éste no le pareciera al anciano cosa despreciable,
no creíase obligado tampoco a hacerle el sacrificio de sus
ensueños, dejando de esperar al riquísimo hacendado, que,
según sus ilusiones, no debía tardar mucho en presentarse
para elevar a la más alta posición social aquel prodigio que
él había tenido el alto honor de poner en este mundo, para
pasmo y admiración de las gentes del partido.
Estas esperanzas del viejo hacían que mirara con mal
disimulada hostilidad aquel que él creía solamente conato
de amoríos entre los zagales, por no estar al tanto, sin
duda, de que no había noche, lloviera o venteara, en que
no pelasen la pava aquéllos por las bardas del corral,
mientras él roncaba a más y mejor como un bendito que
era.
En tanto el viejo meditaba, siempre con las piernas en
ángulo, los brazos atrás y el enorme cigarro en la boca,
Currito reconocía detenidamente la larga soga que iba
sacando lentamente del barreño.
-Paece que ya tardan los Pedrotes -dijo el Gallareta,
cuando aquél hubo acabado de examinar la soga,
arrojando una mirada escrutadora en el camino.
-Es que esta mañana hemos dambos madrugao más que
madrugan los tordos y los zorzales.
-Es que nos conviee bajar a la hora en que llegan las
águilas, que son pajarracos mu duritos de roer cuando
defienden su nío.
-Oye, tú, ya están aquí los Pedrotes -exclamaba momentos
después el viejo, puestos los ojos en una de las cumbres
inmediatas.
-Pos es verdá; pero es que yo los esperaba por el atajo.
Pronto llegaron al lugar de la escena los Pedrotes, dos
mocetones que pregonaban a legua, por su parecido, el
lazo fraternal que les unía.
-A la paz e Dios, señores.
-Buenos días, caballeros.
-Pero, Currito, ¿qué jaces? -exclamó el Gallareta,
transcurridos que hubieron algunos minutos, al ver cómo
aquél ceñía a su cuerpo la soga en tanto los Pedrotes se
entretenían en hacer un cigarro, que acababa de ofrecerles
el anciano.
-Es que -repúsole el Mimbre con voz sorda- se me ha
puesto hoy a mí entre ceja y ceja ser yo el que baje al nío a
recoger la postura.
-¡Ca, hombre! -exclamó enérgicamente el viejo- ¿No
comprindes tú que tú pesas un peazo más que yo y que yo
no tengo ganas de que mos des un mal rato?
-No hay cuidiao, señó Frasquito; yo ahora peso mu
poquita cosa, pero que mu poquita cosa; su mercé no sabe
bien lo que me come la pena.
II
Pronto el nido del águila estuvo en poder del Mimbre, sin
que felizmente ni la hembra ni el macho hubiesen acudido
en su defensa, y, ya con él en el pecho, antes de confiarse
de nuevo al espacio, arrojó el mozo una mirada en el
fondo del abismo, no sin que no obstante su reconocida
intrepidez dejara de estremecerse al contemplar el
profundo precipicio.
Pronto se balanceó dulcemente sobre él, y
-¡Arriba! -gritó con voz firme a la vez que contemplaba
con ojos ya más serenos la cabeza del anciano, sombreada
por el astroso sombrero, y la del más joven de los
Pedrotes, que sentado al borde del abismo, con el dedo en
el gatillo de la escopeta, escrutaba con miradas avizoras
las azules lejanías.
A la voz del Mimbre dieron principio a izarle el viejo y el
mayor de los Pedrotes, y ya casi iban a poner feliz término
a su tan peligrosa faena, cuando:
-A ver, señó Paco -gritó Currito con acento sonoro,
mirando al viejo con expresión decidida-. No tire más su
mercé, que antes de acabar de subir quiero yo que
platiquemos una miaja de un algo que a dambos mos
interesa.
Se puso pálido el viejo, y tras breves instantes de sombrío
silencio:
-Cuando subas platicaremos -le repuso, en tanto se
miraban recíprocamente sorprendidos los Pedrotes.
-Como siga tirando su mercé, le doy un corte a la soga -
gritó Currito, y su voz decidida y sus frases trágicamente
amenazadoras hicieron detenerse repentinamente al viejo,
el cual, limpiándose con la manga de la camisa el copioso
sudor que empezaba a inundar su rostro, avanzó de nuevo
al borde del tajo, y al ver a aquél con el acero en la mano
tembló todo, y
-Pero muchacho -le gritó, procurando sonreír sin
conseguirlo-, ¿qué groma es ésa de querer que
platiquemos en tan malilla postura?
«¡Posturaa!», repitió el eco en el fondo del precipicio.
-Es que esta postura es pa mí la mejor de toas, porque es
que yo estoy esesperaíto, señó Paco; es que yo me estoy
muriendo a chorros por su Rosario de usté, y su Rosario
de usté se está muriendo a chorros por mí, y manque yo sé
que yo no me la merezco y que su mercé no querrá nunca
dármela, he querío sabello de la mesma boca de su mercé
en esta malilla postura, porque como yo sin mi Rosario no
quieo pa naíca la vía, pos me dije yo: «Si el señó Frasquito
no me la quiée dar, pos yo le doy gusto a la mano y aquí se
acabó mi pena».
-Pero tú estás loco, chiquillo -exclamó el viejo, que sentía
que el pelo se le erizaba ante la fiera decisión que se
pintaba en los ojos del enamorado campesino.
-Yo no sé cómo estoy; lo que yo sé es que pa vivir sin
Rosario, más mejor quieo caer en lo jondo del barranco.
-Güeno, ya se arreglará to eso cuando subas. Tira, Pedrote
-dijo el viejo con acento decidido.
-Que no tire su mercé, le digo, si no me da su Rosario.
-¿No te digo que ya se arreglará eso cuando subas?
-Y yo le digo a su mercé que si quiée su mercé que yo
llegue arriba, me tiée su mercé que dar su palabra de
hombre que será pa mí su Rosario, si es que ella tamién es
gustosa en serlo.
-Güeno, hombre, güeno; se jará lo que tú quieras.
-No; su palabra. Y u me la da y si no, corto la soga.
Se puso lívido el rostro de aquél al ver de nuevo
relampaguear siniestramente la hoja de la navaja, y
-Güeno, palabra de hombre -balbució, tirando briosa y
desesperadamente del muchacho.
I
-Que no me quiere a mí ya ese gachó, te digo; que no me
quiere ya como no sea que me pongan nueva la piel y que
me torneen de nuevo.
-Mira, niña, tú en lo tocante a experiencia estás más en
cueros vivos que Eva en el Paraíso; tú no chanelas naíta, y
en lo que toca a los hombres estás dequivocá der to. Lo
que a tu Joseíto le pasa con tu presonita gitana es lo que te
pasa a ti, pongo por caso, con tu mantón de Manila.
-¿Y qué es lo que a mí me pasa con mi mantón de Manila?
Y al hacer esta exclamación se le llenó la cara de ojos y de
boca, como suele decirse, a Mariquita Cañaverales, más
conocida por la Nena del Cotufero.
-Lo que te pasa a ti con tu mantón, te digo -continuó
diciendo Candelaria-. Y si no, vamos a ver, ¿tu mantón no
es el mejor de toítos los mantones del barrio?
-¡Digo! Siete veces mejor que el mejor de los mejores.
-Pos bien: cuando tú te compraste el mantón, no pasaba un
día sin que tú no fueras a lucirlo por toas partes. ¡Y vaya
mantón por aquí! ¡Y vaya mantón por allí! ¡Y a la luna te
hubieras tú dío a lucirlo! ¿No es la pura verdad toíto lo que
te estoy diciendo?
-¡Vaya! ¡Lo que se oye en la misa!
-Güeno, después te empezaste tú a jartar del mantón y
encomenzaste a ponerte el de crespón encarnao, ¿no es
asín?
-¡Vaya!
-Y ahora no te pones el de Manila porque estás ya mu
jartica de ponértelo, ¿no es la fija la que yo estoy
claveteando?
-¡La fija!
-Pos bien: suponte tú que un día al entrar en tu casa, al ir a
echar mano al dichoso mantón, te encontraras tú con que
cualisquier otra presonita había metío mano al arca y que
diba a llevarse el de Manila pa ella lucirlo y recrearse con
él. ¿Qué te pasaría a ti por el cuerpo?
-¡Mía qué graciosa; jacía puntas de festón a la que me lo
quisiera quitar! Pero ¿qué tiée que ver to eso con lo que
me pasa a mí con mi Joseíto?
Y los ojos magníficos de María se posaron interrogadores
en los pequeños y maliciosos de Candelaria.
Ésta contempló a aquélla como con lástima y le repuso,
incorporándose y dirigiéndose con paso lento hacia la
puerta de la sala:
-Estudia tú lo del mantón, ¿sabes? Estúdialo bien, y será
mu posible que des con el migajón de lo que yo te he
contao.
Cuando la del Cotufero quedó a solas, empezó a meditar
en lo que acababa de decirle su amiga, y meditando seguía
cuando entró en la sala su madre, la señora Rosario la
Trompeta, la cual con voz que era una plena justificación
de su mote, le preguntó:
-¿Qué te ocurre a ti hoy, hija mía, que tiées hoy una carita
que es retama?
María irguió la cabeza.
-Na, madre, es que estoy pensando en qué tendrá que ver
mi mantón de Manila con que mi Joseíto sea más
aficionao a los jarapos que a atún en escabeche, ni con que
me esté perdiendo por minuto el apego que me tenía.
Cuando su hija le repitió lo que acababa de decirle
Candelaria, quedose pensativa la señora Rosario.
-Pos no te creas tú que no tiée centro lo que a ti te ha dicho
Candelaria.
-Pero ¿qué tiée que ver la una cosa con la otra?
-Es que la Candelaria chanela más que un astrónomo.
-Pero ¿qué es lo que me ha querío decir con eso del
mantón la Candelaria?
-Pos lo que te ha querío decir es..., yo veré a ver si caigo y
te lo digo otro día. ¿Y tu José aónde ha dío?
-Salió jace un ratillo; vino por él el Requena, al que bien
podía Dios mandarle un tumor en ca pata pa que no
gorviera a venir más por él.
-¿Y por qué eso de los tumores?
-Pus porque ése es el que me lo trae disparao y porque
Joseíto está ciego con el Requena. Y mire usté que el
Requena es de los de chipé, ¡y si mi Joseíto supiera!...
-¿Por qué no sigues?, -le preguntó su madre, frunciendo
las cejas y entornando los párpados.
La muchacha sonrió maliciosamente y le repuso:
-Porque me ha dao una punzá en las glándulas, madrecita.
Ésta no se dio por convencida.
-Bueno, pos cuando se te pase lo de la punzá, hazme el
favor de seguir diciéndome lo que me dibas a contar de
Periquito el Requena.
-¡Qué quiere usté que le cuente! Que ese Periquito, que es
un gachó que cree que mujer a la que él le enseña la
dentaura, mujer que se cae reonda ar suelo si él no la
sujeta. Pos ese gachó, apenas coge un rayito de luz, ya está
el hombre asesinándome con su mo de mirar y con su mo
de mover el talle y llenándome la sala de suspiros.
-¿Y por qué no lo has puesto ya de patitas en la calle?, -le
preguntó severamente la señora Rosario.
-¡Toma!, pus porque como el gachó es un vivo y sabe jasta
latín, cuando se escurre lo jace de un mo que no hay
medio de cogerlo; suponte tú que cuando empieza a
platicarme de cosas de quereles, encomienza a decirme
que él se está muriendo a chorros por una gachí que es el
sol, que es la luna y que es una estrella, y cuando yo le
pregunto que quién es esa iluminación, el mu charrán
encomienza a decirme con los ojos y con la sonrisa y con
toa la cara, que esa gachí soy yo; pero, en cambio, con la
lengua me dice que es una señora que se acaba de mudar,
u me dice, como la última vez, que es una que tiée en
Lucena una fábrica de velones.
-¡Valiente púa está el tal Periquito!
-¡Que si lo está, vaya! Una vez por poquito si lo cojo, pero
se me escapó más vivo que un gato. Supóngase usté que el
día que yo digo estaba el mozo una miajita más pintón que
de costumbre, y se había sentao a esperar a Pepe, y como
jacía mucha calor, estaba yo una miajita escotá y con los
brazos al aire...
-Que no debías haber estao asín, porque asín no se pone
ninguna mujer de bien más que pa matar mosquitos.
Enrojeció la Nena, y al objeto de velar sus momentáneas
turbaciones, continuó:
-Pos bien: estaba yo como te he dicho, y el hombre parece
que tenía el mal de la temblaera y con los ojos y con el
labio que se le caían, y yo que estoy rabiando por cogerlo
en un renuncio, pos encomencé..., la verdá..., no estaría
bien hecho..., pero la verdá es que encomencé a jacer
charranerías con el cuerpo y con la cara pa arrancarlo der
to, y tanto apreté que de pronto se alevantó como si le
hubiera picao la tarántula, y se vino pa mí el hombre cuasi
rechinando los dientes, y cuando ya diba yo a ponerme en
la puerta de la calle y si era preciso jasta a llamar al
sereno, él se comió la partía. «Oiga usté, -me dijo,
parándose en firme antes de que yo pudiera jurar que ine
había jurgao ar pelo de la ropa-, me voy porque he comío
coles y me han sentao mal las coles, y ¡mardita sean las
coles!...». Y na, que con aquello de las coles se largó como
si le hubiera dao un cólico miserere.
-¡Valiente roa!, -exclamó la señora Rosario, moviendo
acompasadamente la cabeza-. Pos lo que tú debes jacer en
cuantito se desmande es mandarlo de un guantazo a
Chafarinas.
-Pero ¿y si se entera Pepe y tenemos bronca pa rato?
-¡Qué ha de haber bronca! El Requena le teme a tu José
más que a un miura; al Requena to lo que le sobra de
tunantería le farta de corazón. ¡Pos si su cara es el
paraguantazos del distrito!
Cuando María se quedó sola, empezó a meditar en lo que
con el Requena le ocurría; tenía ya ganas ella de que aquél
se escurriera de verdad para plantarlo en la del rey, y
además, que si aquello pasaba podría por fin enterarse su
Pepe que lo que él despreciaba a diario...
Y comenzó a comprender lo que le había dicho Candelaria
de su mantón de Manila.
II
Algunos días eran transcurridos desde aquél en que tuvo
lugar la escena que acabamos de narrar, y María,
terminados ya sus quehaceres domésticos, entreteníase en
dar fin a un pañuelo de lanilla, sentada junto al balcón,
cuando penetró en la sala Perico el Requena, el cual, según
nos aseguran, era mozo de rostro atrayente y simpático, de
voz suave, gallardas hechuras y amanerados ademanes.
-¡Que Dios bendiga a la ortava maravilla!, -exclamó al
penetrar en la habitación, quitándose airosamente el
pavero y colocándolo cuidadosamente sobre uno de los
sillones.
María sonrió.
-¡Hola!, que es usté, Perico -exclamó con voz de pérfidas
dulzuras...
-¿Y Pepe?...
-Salió jace un ratillo, y dijo que diba en busca de usté a ca
del Requesones.
-Pos de allí vengo yo, de ca der Requesones; pero como no
estaba allí Joseíto y como a mí me gusta tanto tomar el sol
y oler a nardos..., pos velay tisté.
-¡Pos pa tomar er sol..., la escollera, y pa goler a nardos, el
güerto de la Tiña!
-¡Eso dicen, pero créalo usté, Mariquita, aquí es aonde me
entra a mí el sol por toítos los poros de mi presona!
María volvió a sonreír picarescamente. Aquella tarde
parecía dispuesto el Requena a pasar las lindes, y deseosa
de verlo caer, díjole con voz acariciadora:
-Eso es que a usté le pinta eso la voluntá que le tiée a esta
ermitica.
-A la ermitaña, a una ermitaña con unos clisos que son dos
espuelas capaces de jacer que se le desboque el jaco al
mismísimo Apóstol; con una carita ovalá que me río yo de
toíto lo ovalao; con una mata de pelo que mata al que la ve
y no la jurga; con un talle que es una espiga y con un
pecho que es un navío, y con unos pinreles que son dos
comas, y con un...
-Pero ¿es que to eso me lo está usté diciendo a mí,
Periquito?, -preguntole a éste la Nena, la cual a medida
que aquél hablaba, había ido armando en corso el perfil.
-¿Pos a quién quiée usté que se lo diga?, -exclamó el
Requena con acento zumbón-. ¿Quiée usté que se lo diga
al casero? Eso que he dicho yo -continuó con voz grave-
se lo he dicho a usté y por usté, ¿usté se entera? Por usté,
una vez; y por usté, dos veces; y por usté, cien mil
millones de veces. Por usté, que es la quinta esencia de lo
bonito y de lo garboso y de lo gitano; por usté, a la que yo
quiero jace ya la mar de meses, más que a las niñas de mis
ojos; por usté, por la que estoy pasando más ducas que
armecinas de un armecino...
María, al iniciar el Requena aquella explosión de frases
apasionadas, habíase incorporado bruscamente, y
juzgando oportuno el momento, miró hosca y
agresivamente a su enamorado y díjole, interrumpiéndole,
con acento desdeñoso y glacial:
-Pos si es por mí to eso, jágame usté el favor de dirse ya
mismo y contárselo toíto al guardacalle, y decirle de mi
parte que lo lleve a usté a la grillera.
El Requena palideció intensamente, miró hosco y apenado
a María y después, dominando su amargura, sonrió
forzadamente y le repuso sin moverse del asiento:
-¿Y pa qué voy a dir yo a contarle eso al guardacalle? A
usté es a quien le puée importar que yo palme u no palme
de la pena.
-A mí lo que me importa es que no güerva usté a pisar los
umbrales de esta casa.
-Eso estaría muy bien, sí, señora; mu bien y mu en su
lugar si eso que le he dicho yo a usté no fuera onjana y no
se lo hubiera yo dicho a usté con el consentimiento de
Pepe.
María quedóse mirando con expresión de asombro al
Requena, que sonreía irónicamentc, y el cual continuó
diciéndole con voz zumbona:
-Qué, ¿le extraña a usté lo que digo? Pos no hay de qué
asombrarse, señora. Supóngase usté una porfía en la que
su Pepe de usté dice que usté no tiée alientos si un hombre
se propasa con usté ni pa tocar el pito de carretilla, y que
yo, por el contrario, sostengo que usté, al que se desmande
con usté lo pone de patitas en la calle, y su Pepe de usté:
«Tú no conoces a las mujeres». Yo: «¡Vaya si las
conozco!». Pepe: «Tú no chanelas na de eso». Yo: «Yo me
apuesto ahora mismito dos cañeros a que ahora mismito
voy yo a tu casa y le digo dos chuflas a tu María y tu
María me echa a la calle». Pepe: «Pos yo me los apuesto a
que no te echa, y que lo único que hace es contármelo to
en cuantito yo llegue a la casa». Yo: «Tú no conoces a tu
María». Pepe: «¿Que no la conozco? ¡Chavó, que no la
conozco!». Yo: «Pos yo apuesto los dos cañeros». Pepe:
«¡Pos van apostaos!». Y na..., que ya lo sabe usté to..., que
yo aposté que usté me echaba a la calle, y como he ganao
la apuesta, pos yo me voy, señora, con su premiso, a
beberme los dos cañeros.
Y el Requena, después de mirar con burlona expresión a la
del Cotufero, salió de la estancia, y ya en la calle,
borrando bruscamente en sus labios la sonrisa, murmuró
con voz sorda y apenada:
«¡Por vía e Dios y la que se arma y la esazón que me dan
si me llego a dir al colmenar sin careta!».
Alma andaluza.
Amparo.