Cuentos de Mi Tiempo 2

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Cuentos

AL ALIMÓN.
A la sombra de un chaparro.
Al borde.
Al colmenar con careta.
Alma andaluza.
Almas honradas.
Amparo.

Arturo Reyes
AL ALIMÓN

-Pos yo estoy conforme con lo que dice el Chato Puliana,


que muchas veces lo que encomienza por una chufla acaba
en una trigedia, que por chufla encomenzó lo mío con el
Manga y lo más lejos que tenía yo de mí, al tirar de la
cachicuerna, era que diba a dejar en el sitio al probe más
tieso que un machete.
Y esto lo dijo Joseíto el Meriñaque con acento sombrío y
no sin dejar escapar previamente un resonante suspiro.
-Güeno, pos vamos a dejarnos de cosas esaborías -
exclamó el Butibamba con expresión adusta a la vez que
colocaba como si quisiera clavarla en el tablero de pino de
la mesa, una de las fichas del dominó.
Las palabras de Joselito hicieron inmutarse al Torongiles
que contempló a hurtadillas, lleno de asombro, a su rival;
el principio de embriaguez en él producido por los diez o
doce cortados que acababa de trasegar desapareció como
por arte de encantamiento; ¡qué sorpresa! luego el
Meriñaque, aquel hombrecito pálido, rubio, de cara
aniñada y de hechuras casi femeniles; aquél que él, no
obstante su falta de decisión y de energías, había pensado
intimidar ahuecando la voz y poniendo los ojos como si
quisiera escupirlos de su cara; aquél que él había creído
cualquier cosa al verlo tan modosito, tan suave, tan
meticuloso, siempre tan atildado, tan fino, según confesión
propia, llevaba en su conciencia los manes vengadores del
Manga.
Al Torongiles se le habían volado de la imaginación todos
sus propósitos belicosos; su amor a Rosarito acababa de
perder grados de temperatura; la figura de Joselito había
adquirido a sus ojos terribles proporciones; sentíase
arrepentido de haber ido a meterse en la boca del lobo y lo
único que ya deseaba era encontrar una rendija por la que
huir de aquel lugar y de José, que parecía ensombrecido
por el recuerdo de la trágica escena.
El Torongiles sentíase como sentado sobre alfileres; qué
mala ocurrencia había sido la suya de poner su mirada y su
pensamiento en Rosarito, primero, y segundo, la de ir
aquella mañana a buscarle la boca al hombre por ella
preferido.
-¿Qué, quiéres jugar? -preguntó al Torongiles Antoñuelo
el Molinete.
-No, muchas gracias, pero me tengo que dir enseguiita.
El Meriñaque le miró furtivamente con expresión irónica...
-Hombre, ¿tan urgente es eso que tiée usté que hacer que
no puée jugarse dos copas? -le preguntó a la vez que
redoblaba con los dedos sobre la mesa.
-Hombre, le diré a usté, es una cosita rigular.
Y el Torongiles, al decir esto, se mordió los labios; el tono
zumbón de Joselito había aumentado su intranquilidad, y
cuando algunos minutos después se encontró en mitad de
la calle, respiró a pleno pulmón decidido a no volver a
intentar un enganche con aquel mozo, de cuya sangrienta
hazaña hubiera querido conocer más pormenores, pero no
le pareció discreto inquirir nada, no fuese a pensar la gente
que lo hacía aconsejado por la prudencia y el temor.
Decidió, pues, callar por lo pronto, y de modo disimulado
ir aflojando en el asedio de la muchacha con toda la
rapidez que le permitiera su decoro, porque no era cosa
razonable el ir a jugarse la piel con un mozo que ya
llevaba en la conciencia tan negro bagaje y, sobre todo, no
estando él, como no estaba, la chaveta perdida por la
muchacha, que si él había puesto en ella sus ojos, habíalo
hecho más que pensando en el negror de sus grandes
pupilas de antílope febril y en su cuerpo maravillosamente
cincelado, acordándose de que el Calderero tenía una
cuadra de muletos que quitaba las tapaderas de los
sentidos, una huerta en el camino de San José, donde los
melones que se daban eran más dulces y jugosos que los
de Almogía, y, además, en la calle de los Cristos un
corralón con más habitaciones que celdillas tiene un panal;
no siendo más que una la heredera de tan privilegiada
fortuna.
No obstante sus propósitos de no hablar con nadie, ni
inquirir noticias ningunas referentes a la muerte del
Manga, aferrándose como un náufrago a una tabla, a la
esperanza de que aquella hubiese sido un farol del
Meriñaque, aquella noche, al toparse con el señor
Cayetano el Ortigosa, chalán jubilado que vivía de lo que
le rentaba su hija Rosalía, ocho arrobas de carnes frescas,
olorosas y juveniles, que olía a tomillo hasta en las
canículas, amigo de Joselito, ¡con el cual habíalo visto
varias veces jugarse al dominó la convidada; al toparse
con él -repetimos- en el hondilón del Cañaverde,
acercándose a la misma mesa junto a la cual aquél
dormitaba con el codo sobre el tablero.
-Oiga usté, agüelito, ¿me convía usté o yo le convío? -le
preguntó con acento jovial y afectuoso.
-Mía, mejor será lo úrtimo, porque yo tengo un costipao
que no arremato de estornuar en to er día.
Aunque no comprendió la relación que pudiera tener la
convidada con lo del estornudo, sentóse el Torongiles
junto a aquél, y después que hubieron ambos apurado con
todo primor las primeras dos cañas del cañavero, que por
indicación de aquél les sirviera el mozo de la taberna, hizo
recaer hábilmente la conversación el descorazonado
pretendiente de Rosarito sobre lo que tanto le preocupaba,
pero aún no había concluido de nombrar al Meriñaque
cuando
-Ni me lo mientes tan siquiera a ese gachó -exclamó con
voz vibrante de ira y apretando los puños Ortigosa -ni me
lo mientes, que demasiao castigo tengo yo con tener que
platicar con él de cuando en cuando, que cá vez que tengo
que platicar con él es mismamente que si tomara el
paliano.
-¿Pero eso? -le preguntó sorprendido el Torongiles.
-Cállate tú, hombre, que lo que me pasa a mí con ese
gachó es pa que lo egollara; no porque yo le deba los
cuatro ochavos que le debo, sino porque yo no pueo olviar
que por mo de él a mi compadre jacinto se lo comieron los
gusanos.
-Algo he oído yo dicir de eso, pero...
-Ná, que si tú medio me estimas, no me platiques más de
esto, porque cá vez que me acuerdo me como er mundo,
¡pobre Jacinto!, tan regüenísima persona que era,
mejorando la presente.
El Torongiles no se atrevió a insistir. Pero para qué
insistir, si ya sabía lo que saber deseaba, si había visto
ratificado por el Ortigosa lo dicho por el Meriñaque
delante de él en la taberna del Chato Puliana.
II
Cuando el día de la boda vio salir el Torongiles al
Meriñaque llevando del brazo, cual glorioso trofeo,
aquella gitana tan bonita, tan llena de donaires y
garabateos, a la cual él había pretendido hacer caer en sus
poco tupidas redes de amor, una profunda ira se apoderó
de su alma. La desposada iba que tiraba de espaldas de
guapa, con los dedos cubiertos de cintillos, y los
antebrazos, de ajorcas, y de collares la garganta. Joselito,
que no le llegaba a las axilas como no se empinara, iba
con dos pregoneros de su alegría por ojos; un tropel
brillante de deudos y amigos dábanle escolta. El
Torongiles, no pudo seguir presenciando el desfile y se fue
a la taberna en busca de consuelo, pero hasta allí le
persiguió la contraria fortuna, pues el dueño del hondilón
parecía pensionado por los que menos le querían para
seguir mortificándole en su vanidad.
-¿Qué es eso? Yo te jacía en el casamiento de la Rosario -
díjole con acento zumbón el de la taberna.
Le miró aquél como si quisiera barrenar sus ojos con los
suyos, y encogiéndose de hombros,
-¿Y a mí qué se me ha perdío en esa procesión? -le repuso,
al parecer, indiferente.
-La verdá es -continuó el tabernero, cruzando los brazos y
reclinándose contra el mostrador- que nadie creía que el
señor Perico diba a dar su brazo a torcer; pero es que los
parneses son como el unto de la Malena, y como jace muy
poco le llovieron unos cuantos pápiros al Meriñaque...
-Pero ¿es que le ha tocao la lotería?
-Cuasi lo mesmo, porque es que se murió un tío suyo, el
señor Toño el Hortelano, uno que vivía en Benamargosa y
que le dejó to cuanto tenía: una huerta y unas viñas y una
casa que está lindando con la iglesia. Total, unos tres mil
durejos largos e talle, y como al señor Cristóbal le gusta
una torda más que el arroz con pollos, pos velay tú.
-Que un divé sus bendiga, caballeros. ¿Queréis argo pa el
sitio aonde van a parar toítos los niños llorones? -preguntó
en aquel momento desde el umbral el señor Cayetano el
Ortigosa.
-Venga usté acá, señó Cayetano, que voy a darle la
puntilla con unas del de Jubrique que acabo de recibir y
que güele más mejor que el tomillo y que el romero.
No se hizo aquél repetir la tentadora invitación, y
momentos después decíale al Torongiles con acento
zumbón en que brincaba la zumba:
-Alegra ya esa cara, guasón, que hay más mujeres que
coquinas. ¿Pos no vas a poner el perfil de medio luto
porque se haiga dejao embragar por otro gachó la jembra
que tú currelas?
-Aquello fue una golondrina que se me paró en el alero y
que se me fue en seguiíta -exclamó con acento despectivo
y encogiéndose de hombros el Torongiles, y después
continuó-: Pos si a mí me hubiera seguío gustando esa
gachí, diba yo a dejar asín como asín que fuese otro
milano el que se llevara esa paloma.
-Toma, eso por sabío -musitó el Chato Puliana.
-¡Digo! -exclamó el Ortigosa, mirando siempre con
expresión zumbona al Torongiles-. Pos güeno hubiera sío
que un gachó de tus riñones se hubiera dejao llevar el
pulso de mala jechura por un gachó como Joselito, que
cuando se mata elante de él un pavipollo se tapa los oídos
por no oír el cacareo.
El Torongiles miró sorprendido al viejo y
-¡Camará, vaya un arma mía, que no puée oír cacarear un
pavipollo y púo visarle el rol pa el otro mundo al...
-¡Bah! -dijo, encogiéndose de hombros y sonriendo
siempre zumbonamente el gitano-. Es que lo más distante
que tenía el Meriñaque era que el susto le diba a costar la
piel ar probe de Jacinto. Verdá es que naide podía suponer
que el gachó tenía en el corazón una cosa que le podía
causar la muerte con menos de na, con que se intentara
quitarle el hipo, na más que con un repullo.
-Pero entonces -dijo, palideciendo, el Torongiles-, ¿no fue
el Meriñaque ...?
-Verás tú -dijo el Ortigosa, interrumpiéndole y con voz
que estaba pidiendo el más contundente de todos los
correctivos-, la cosa fue que el probe del señor Jacinto
tenía menos espíritu que un lúgano, y una noche que
estábamos de gromas le dijimos a José que jiciera como
que se abroncaba de veras, pa ver si él ponía pies en
polvorosa, y José, que pa cómico vale más de un millón,
pos encomenzó a ponerse pesao con él y a dicirle cosas de
las que ningún hombre puée oir sin aguantar el resuello, y
tantas cosas le dijo que el Jacinto arremató por achararse y
por dicirle una fresca al José, y entonces el José tiró de la
cachicuerna que le había alargao por debajo de la mesa
Pepe el Chamusca, el nieto de la Tartaja, y se fue pa el
otro resoplando como un miura, y mos levantamos tos
como pa sujetarlo y..., na, que resurtó una groma la mar de
esaboría, tan saboría que a las dos horas y pico estaba ya
con Dios el probe de Jacinto, una presona que, mejorando
las presentes, era una prenda de gala.
Y al concluir de decir esto se levantó bruscamente el
Ortigosa para evitar que la risa desbordara en sus labios al
ver la cara que había puesto el Torongiles al comprender
la partidita serrana que habíanle jugado toreando al alimón
Joseíto el Meriñaque y el más viejo chalán y tunante de los
barrios de mi tierra.

A la sombra de un chaparro .
El sol caía a plomo sobre la desierta carretera; lucía el
cielo su más deslumbrante azul; la montaña, los tonos más
brillantes y más rojizos de sus laderas, el verde más lozano
de sus viñedos y el oscuro más intenso de sus retorcidos
olivares; ora medio escondidos entre los repliegues del
monte, ora sobre sus bien soleadas cumbres, destacábanse
acá y acullá los blancos caseríos sombreados por copudos
algarrobos...
El pobre jamelgo enganchado a la polvorienta diabla
manotea con todos los músculos en desesperada tensión y
el pescuezo estirado por dominar uno de los repechos,
mientras que con el látigo en una mano y con la otra
aferrada a uno de los rayos de las ruedas pugna el
Bellotero por ayudar al pobre animal en su desesperado
esfuerzo.
-¡Riá, riaaá, Poderosa; riaá, riaá, niña de mis ojos; riaá,
riaaá, prenda mía! -grita el Bellotero, sin que su voz logre
prestar al pobre penco los vigores que necesita.
-Esto no puée ser, hombre -exclama, saltando del vehículo
un mozo bien plantado, de rostro curtido, ojos
relampagueantes y luciendo rico traje de los más típicos de
Andalucía.
-¡Y qué le jago yo! ¡Riaá, ríaaá, Poderosa!
-Deja a la Poderosa que tome resuello u dale una miajita
de somatose, ¡camará!, que es lo que le está jaciendo
muchísima falta. ¿No ves que la pobre, si la sigues
achuchando, va a morir sin testar, entre tus brazos?
-Pero si es que yo no sé lo que hoy le pasa a este bicho. ¡Si
este animal tira más que la «yunta de las ánimas»!
-Pos déjala que escanse una miaja, y tan y mientras
jecharemos un cigarro.
-Pos lo jecharemos.
Y mientras el Bellotero colocaba a la sombra que
proyectaba sobre el camino una cortadura del monte al
animal, el desconocido sentábase al pie de uno de los
árboles que brindan, acá y acullá, en el empinado camino,
un sombroso refugio al caminante.
Y sentado, momentos después, a su lado, el Bellotero,
preguntábale mientras vaciábase en la palma de la mano
tabaco en cantidad suficiente no ya para hacer un cigarro
de grueso calibre, sino para rendir al fumador mis
empedernido:
-¿Y se puée saber, amigo, y usté isimule la curiosiá, a qué
va su mercé a jacer en Triquitraque?
-Pos en busca de corcho que voy -repúsole en tono de
zumba el desconocido.
-¡Ah! Entonces, ¿es que su mercé trafica en corcho?
-Sí, señó, que aquí aonde usté me ve, tengo en Sivilla una
fábrica de tapones.
El Bellotero miró al desconocido con expresión incrédula;
aquello de la fábrica de tapones habíale sonado a quea, y
rascándose sin necesidad la cabeza, exclamó con acento
lleno de ironía:
-Pos míe usté: pa mí que lo que es corcho no farta en estos
manchones, y menos en Triquitraque.
-Y a propósito de Triquitraque, ¿cómo anclan los
Ventolinas?
-Er señó Paco, superior... Como que jace ya la mar de
tiempo que no dice esta boca es mía.
-Pero qué, ¿murió el pobre señor Paco?
-¡Pos sa menester venir de la luna pa preguntarlo! ¡Pos no
jace ya fecha que agüecó el ala y se fue a la otra vera der
río!
-¿Y la señá Frasquita?
-Esa entoavía parpaguea, pero jechita la mar de dobleces.
¡Como que está que cabe en un canutero!
-Y Rosario, ¿qué ha sío de ella?
-¿De quién? ¿De Rosario? Esa sí que está que jierve de
güena moza, ¡camará! Como que no se le puée mirar un
rato seguío, porque se le jace a uno la lengua estopa y la
saliva goma laca. ¡Es mucha jembra la Rosario!
-¿Y se mantiene sortera?
Y esto lo preguntó el forastero como se pregunta algo que
se teme saber.
-No, señó; que está casá desde jace mu poquito: tres u
cuatro meses hará que se subió a la bolina. ¡Como que ya
tenían brotes las cepas!
-¡Ah, conque se ha casao! -exclamó el desconocido con
voz sorda, arrugando entre sus dedos el cordobés que
mantenía sobre sus rodillas, mientras una ráfaga
tempestuosa resbalaba por sus negrísimos ojos.
- ¡Vaya! -continuó el Bellotero sin parar mientes en lo que
a su compañero le ocurría-. Y con un mozo que,
mejorando lo presente, nunca le podrá pagar a Dios lo que
Dios le dio a manos llenas: güenas rentas, güen corazón,
güen tronco y mejores ramas. Pero si usté le conocerá; si
con quien se ha casao ha sío con Currito, el hijo de los
Tramoya, los de Echevarría.
-No, no le conozco. Pero la Rosarito, ¿no tenía un novio?
-Si que lo tenía, y por mo de ese novio ha pasao la probe
más fatigas que un asmático. Porque como cuando su
novio, un zagalete más vivo que un rayo, sigún dicen,
tomó el portante y se largó en busca de fortuna a Chile u al
Perú, ella le prometió esperarlo diez años largos e talle...,
pos velay usté..., Cuando se le arrimó Currito, pos le dijo a
Currito que perdonara por Dios. Pero como Currito tiée
para comer y pa que le cante un ciego, y del novio que se
le había dío no tenían noticias ningunas, y ya se les había
muerto el señor Paco, y se habían quedao diciendo aquello
de «hoy ayuno y mañana no me esayuno»..., pos velay
usté. La señá Frasquita empezó a apretar más que un
tornillo pa que la Rosario apechugara con Currito, y
Rosarillo le contestó que de casarse con arguien se casaría
con él, pero que no lo jacía hasta que pasasen los diez años
que había prometío esperar al otro. Y Curro se conformó,
y na, que pasaron los diez años, y como el que se había dío
ar Perú no ha dicho pío tan siquiera..., pos velay usté..., la
Rosario ya hoy es toica entera del hijo de los Tramoyas,
Currito el Abulaguero.
Al desconocido, a medida que el Bellotero hablaba,
habíasele ido poniendo lívido el semblante, y cuando
aquél hubo dado fin a su pintoresca plática, exclamó con
acento en que había puesto sus más roncas inflexiones la
pena:
-¡Jizo bien! Pero y si el zagalete, su novio primero, no la
hubiera olvidao y hubiera agenciao pa compartirlos con
ella cuatro maraveíses y alora vorviera del Perú, ¿qué es lo
que harías tu en lugar del zagalete?
-Pos míe usté: si a mí me pasara eso, pos agüecaría el ala y
me iría en busca de otra paloma, porque Rosario ha
cumplío como güena aguantando diez años de carencias y
pesaumbres, y si ahora la probe está tranquila, ¡no sería
yo, en el pellejo del zagal, el que le quitara el vivir a gusto
con su marío entre sus cuatro paeres!
-Y eso, eso mismo haría fijamente el zagal si volviera
alguna vez de las Indias... Pero mira tú: ¿sabes que ya no
tengo más ganas de seguir pechos arriba? Con que
vámonos pa abajo, que ya vorveré otro día.
-Pero si la Poerosa, en descansando una miaja, es capaz de
llevarnos al pico del Tenerife.
-¡No, eja ya hoy al animal y vámanos ya pa abajo, que ya
se me ha quitao la gana de dir a Triquitraque!
Y cinco minutos después...
-¡Riá, riaaá, Poerosa! -gritaba el Bellotero, a la vez que
crugía hábilmente el látigo.
El caballo desherrábase galopando por las pendientes más
suaves, y el desconocido, graves y sombríos los
negrísimos ojos, arrojaba sobre los rojizos montes una de
esas miradas con que solemos despedirnos de una alegría
que se va o de una esperanza que muere.

Al borde.
Llegado que hubo Currito el Mimbre al borde del tajo,
sentóse en él, y triste y meditabundo pareció abismarse en
la contemplación de la brillante perspectiva que extendíase
a sus pies, en los risueños valles cubiertos, acá y acullá, de
pomposos majuelos y de oscuros olivares, en el río que
serpeaba, gris y resplandeciente, por entre las empinadas
laderas, y en los alegres caseríos que blanqueaban por
doquier como arropados entre florecientes verdores.
Media hora llevaba el mozo contemplando, sin ver, sin
duda, el paisaje, cuando:
-Camará, y cómo me cogiste la elantera -dijo,
deteniéndose junto a él, el señor Paco el Gallareta, hombre
de más de sesenta años, alto, enjuto, de rostro descarnado
y de facciones angulosas, tostadas y curtidas por vientos y
soles.
Se incorporó el Mimbre rápidamente, y
-Sí, señó -le repuso, procurando en vano poner en sus
labios una sonrisa-; pero eso no tiée naíta de particular,
poique es que esta noche me la he pasao cuasi toíca a
dormivela.
-¿Es que has estao maluco esta noche? -le preguntó aquél
al par que colocaba en tierra el enorme barreño, lleno de
agua, que sobre los hombros conducía.
-No, señó, y sí, señó, poique es que esta noche, como
muchas otras, lo que me ha espaventao el sueño ha sío la
enfermeá que paezco jace ya una mancha e meses y que
me paece a mí que va a ser la que, si Dios no lo remedia,
me va a meté en el joyo.
Apartó el viejo su mirada del zagal, y
-Esas son aprinsiones tuyas -le repuso con acento
indiferente.
-Puée ser que no piense su mercé lo mesmo cuando le
baiga yo ya platicao de lo que tengo que platicalle -
balbució Currito sin atreverse a mirar al anciano cara a
cara.
Este enarcó las pobladísimas cejas, colocó las piernas en
ángulo, sacó de debajo del rojo ceñidor la enorme petaca y
-¿Y qué es lo que tú tiées que platicarme a mí? -preguntó
al muchacho con acento desabrido, y mirándole como si
pretendiera hacerle enmudecer con su mirada.
Currito permaneció silencioso y con los ojos bajos durante
algunos instantes, y después:
-Ya se lo platicaré yo aluego -le repuso con voz insegura.
Quedó silencioso el Gallareta, reflejando su semblante lo
poco gratamente que hubieron de resonar en él las
palabras del muchacho. Ya él sospechaba qué era lo que
éste parecía tener necesidad de decirle, que de memoria
sabíase el viejo que su Rosario había con su hermosura y
su gentileza puesto fuego en el corazón del mozo, y
aunque éste no le pareciera al anciano cosa despreciable,
no creíase obligado tampoco a hacerle el sacrificio de sus
ensueños, dejando de esperar al riquísimo hacendado, que,
según sus ilusiones, no debía tardar mucho en presentarse
para elevar a la más alta posición social aquel prodigio que
él había tenido el alto honor de poner en este mundo, para
pasmo y admiración de las gentes del partido.
Estas esperanzas del viejo hacían que mirara con mal
disimulada hostilidad aquel que él creía solamente conato
de amoríos entre los zagales, por no estar al tanto, sin
duda, de que no había noche, lloviera o venteara, en que
no pelasen la pava aquéllos por las bardas del corral,
mientras él roncaba a más y mejor como un bendito que
era.
En tanto el viejo meditaba, siempre con las piernas en
ángulo, los brazos atrás y el enorme cigarro en la boca,
Currito reconocía detenidamente la larga soga que iba
sacando lentamente del barreño.
-Paece que ya tardan los Pedrotes -dijo el Gallareta,
cuando aquél hubo acabado de examinar la soga,
arrojando una mirada escrutadora en el camino.
-Es que esta mañana hemos dambos madrugao más que
madrugan los tordos y los zorzales.
-Es que nos conviee bajar a la hora en que llegan las
águilas, que son pajarracos mu duritos de roer cuando
defienden su nío.
-Oye, tú, ya están aquí los Pedrotes -exclamaba momentos
después el viejo, puestos los ojos en una de las cumbres
inmediatas.
-Pos es verdá; pero es que yo los esperaba por el atajo.
Pronto llegaron al lugar de la escena los Pedrotes, dos
mocetones que pregonaban a legua, por su parecido, el
lazo fraternal que les unía.
-A la paz e Dios, señores.
-Buenos días, caballeros.
-Pero, Currito, ¿qué jaces? -exclamó el Gallareta,
transcurridos que hubieron algunos minutos, al ver cómo
aquél ceñía a su cuerpo la soga en tanto los Pedrotes se
entretenían en hacer un cigarro, que acababa de ofrecerles
el anciano.
-Es que -repúsole el Mimbre con voz sorda- se me ha
puesto hoy a mí entre ceja y ceja ser yo el que baje al nío a
recoger la postura.
-¡Ca, hombre! -exclamó enérgicamente el viejo- ¿No
comprindes tú que tú pesas un peazo más que yo y que yo
no tengo ganas de que mos des un mal rato?
-No hay cuidiao, señó Frasquito; yo ahora peso mu
poquita cosa, pero que mu poquita cosa; su mercé no sabe
bien lo que me come la pena.

II
Pronto el nido del águila estuvo en poder del Mimbre, sin
que felizmente ni la hembra ni el macho hubiesen acudido
en su defensa, y, ya con él en el pecho, antes de confiarse
de nuevo al espacio, arrojó el mozo una mirada en el
fondo del abismo, no sin que no obstante su reconocida
intrepidez dejara de estremecerse al contemplar el
profundo precipicio.
Pronto se balanceó dulcemente sobre él, y
-¡Arriba! -gritó con voz firme a la vez que contemplaba
con ojos ya más serenos la cabeza del anciano, sombreada
por el astroso sombrero, y la del más joven de los
Pedrotes, que sentado al borde del abismo, con el dedo en
el gatillo de la escopeta, escrutaba con miradas avizoras
las azules lejanías.
A la voz del Mimbre dieron principio a izarle el viejo y el
mayor de los Pedrotes, y ya casi iban a poner feliz término
a su tan peligrosa faena, cuando:
-A ver, señó Paco -gritó Currito con acento sonoro,
mirando al viejo con expresión decidida-. No tire más su
mercé, que antes de acabar de subir quiero yo que
platiquemos una miaja de un algo que a dambos mos
interesa.
Se puso pálido el viejo, y tras breves instantes de sombrío
silencio:
-Cuando subas platicaremos -le repuso, en tanto se
miraban recíprocamente sorprendidos los Pedrotes.
-Como siga tirando su mercé, le doy un corte a la soga -
gritó Currito, y su voz decidida y sus frases trágicamente
amenazadoras hicieron detenerse repentinamente al viejo,
el cual, limpiándose con la manga de la camisa el copioso
sudor que empezaba a inundar su rostro, avanzó de nuevo
al borde del tajo, y al ver a aquél con el acero en la mano
tembló todo, y
-Pero muchacho -le gritó, procurando sonreír sin
conseguirlo-, ¿qué groma es ésa de querer que
platiquemos en tan malilla postura?
«¡Posturaa!», repitió el eco en el fondo del precipicio.
-Es que esta postura es pa mí la mejor de toas, porque es
que yo estoy esesperaíto, señó Paco; es que yo me estoy
muriendo a chorros por su Rosario de usté, y su Rosario
de usté se está muriendo a chorros por mí, y manque yo sé
que yo no me la merezco y que su mercé no querrá nunca
dármela, he querío sabello de la mesma boca de su mercé
en esta malilla postura, porque como yo sin mi Rosario no
quieo pa naíca la vía, pos me dije yo: «Si el señó Frasquito
no me la quiée dar, pos yo le doy gusto a la mano y aquí se
acabó mi pena».
-Pero tú estás loco, chiquillo -exclamó el viejo, que sentía
que el pelo se le erizaba ante la fiera decisión que se
pintaba en los ojos del enamorado campesino.
-Yo no sé cómo estoy; lo que yo sé es que pa vivir sin
Rosario, más mejor quieo caer en lo jondo del barranco.
-Güeno, ya se arreglará to eso cuando subas. Tira, Pedrote
-dijo el viejo con acento decidido.
-Que no tire su mercé, le digo, si no me da su Rosario.
-¿No te digo que ya se arreglará eso cuando subas?
-Y yo le digo a su mercé que si quiée su mercé que yo
llegue arriba, me tiée su mercé que dar su palabra de
hombre que será pa mí su Rosario, si es que ella tamién es
gustosa en serlo.
-Güeno, hombre, güeno; se jará lo que tú quieras.
-No; su palabra. Y u me la da y si no, corto la soga.
Se puso lívido el rostro de aquél al ver de nuevo
relampaguear siniestramente la hoja de la navaja, y
-Güeno, palabra de hombre -balbució, tirando briosa y
desesperadamente del muchacho.

Al colmenar con careta.

I
-Que no me quiere a mí ya ese gachó, te digo; que no me
quiere ya como no sea que me pongan nueva la piel y que
me torneen de nuevo.
-Mira, niña, tú en lo tocante a experiencia estás más en
cueros vivos que Eva en el Paraíso; tú no chanelas naíta, y
en lo que toca a los hombres estás dequivocá der to. Lo
que a tu Joseíto le pasa con tu presonita gitana es lo que te
pasa a ti, pongo por caso, con tu mantón de Manila.
-¿Y qué es lo que a mí me pasa con mi mantón de Manila?
Y al hacer esta exclamación se le llenó la cara de ojos y de
boca, como suele decirse, a Mariquita Cañaverales, más
conocida por la Nena del Cotufero.
-Lo que te pasa a ti con tu mantón, te digo -continuó
diciendo Candelaria-. Y si no, vamos a ver, ¿tu mantón no
es el mejor de toítos los mantones del barrio?
-¡Digo! Siete veces mejor que el mejor de los mejores.
-Pos bien: cuando tú te compraste el mantón, no pasaba un
día sin que tú no fueras a lucirlo por toas partes. ¡Y vaya
mantón por aquí! ¡Y vaya mantón por allí! ¡Y a la luna te
hubieras tú dío a lucirlo! ¿No es la pura verdad toíto lo que
te estoy diciendo?
-¡Vaya! ¡Lo que se oye en la misa!
-Güeno, después te empezaste tú a jartar del mantón y
encomenzaste a ponerte el de crespón encarnao, ¿no es
asín?
-¡Vaya!
-Y ahora no te pones el de Manila porque estás ya mu
jartica de ponértelo, ¿no es la fija la que yo estoy
claveteando?
-¡La fija!
-Pos bien: suponte tú que un día al entrar en tu casa, al ir a
echar mano al dichoso mantón, te encontraras tú con que
cualisquier otra presonita había metío mano al arca y que
diba a llevarse el de Manila pa ella lucirlo y recrearse con
él. ¿Qué te pasaría a ti por el cuerpo?
-¡Mía qué graciosa; jacía puntas de festón a la que me lo
quisiera quitar! Pero ¿qué tiée que ver to eso con lo que
me pasa a mí con mi Joseíto?
Y los ojos magníficos de María se posaron interrogadores
en los pequeños y maliciosos de Candelaria.
Ésta contempló a aquélla como con lástima y le repuso,
incorporándose y dirigiéndose con paso lento hacia la
puerta de la sala:
-Estudia tú lo del mantón, ¿sabes? Estúdialo bien, y será
mu posible que des con el migajón de lo que yo te he
contao.
Cuando la del Cotufero quedó a solas, empezó a meditar
en lo que acababa de decirle su amiga, y meditando seguía
cuando entró en la sala su madre, la señora Rosario la
Trompeta, la cual con voz que era una plena justificación
de su mote, le preguntó:
-¿Qué te ocurre a ti hoy, hija mía, que tiées hoy una carita
que es retama?
María irguió la cabeza.
-Na, madre, es que estoy pensando en qué tendrá que ver
mi mantón de Manila con que mi Joseíto sea más
aficionao a los jarapos que a atún en escabeche, ni con que
me esté perdiendo por minuto el apego que me tenía.
Cuando su hija le repitió lo que acababa de decirle
Candelaria, quedose pensativa la señora Rosario.
-Pos no te creas tú que no tiée centro lo que a ti te ha dicho
Candelaria.
-Pero ¿qué tiée que ver la una cosa con la otra?
-Es que la Candelaria chanela más que un astrónomo.
-Pero ¿qué es lo que me ha querío decir con eso del
mantón la Candelaria?
-Pos lo que te ha querío decir es..., yo veré a ver si caigo y
te lo digo otro día. ¿Y tu José aónde ha dío?
-Salió jace un ratillo; vino por él el Requena, al que bien
podía Dios mandarle un tumor en ca pata pa que no
gorviera a venir más por él.
-¿Y por qué eso de los tumores?
-Pus porque ése es el que me lo trae disparao y porque
Joseíto está ciego con el Requena. Y mire usté que el
Requena es de los de chipé, ¡y si mi Joseíto supiera!...
-¿Por qué no sigues?, -le preguntó su madre, frunciendo
las cejas y entornando los párpados.
La muchacha sonrió maliciosamente y le repuso:
-Porque me ha dao una punzá en las glándulas, madrecita.
Ésta no se dio por convencida.
-Bueno, pos cuando se te pase lo de la punzá, hazme el
favor de seguir diciéndome lo que me dibas a contar de
Periquito el Requena.
-¡Qué quiere usté que le cuente! Que ese Periquito, que es
un gachó que cree que mujer a la que él le enseña la
dentaura, mujer que se cae reonda ar suelo si él no la
sujeta. Pos ese gachó, apenas coge un rayito de luz, ya está
el hombre asesinándome con su mo de mirar y con su mo
de mover el talle y llenándome la sala de suspiros.
-¿Y por qué no lo has puesto ya de patitas en la calle?, -le
preguntó severamente la señora Rosario.
-¡Toma!, pus porque como el gachó es un vivo y sabe jasta
latín, cuando se escurre lo jace de un mo que no hay
medio de cogerlo; suponte tú que cuando empieza a
platicarme de cosas de quereles, encomienza a decirme
que él se está muriendo a chorros por una gachí que es el
sol, que es la luna y que es una estrella, y cuando yo le
pregunto que quién es esa iluminación, el mu charrán
encomienza a decirme con los ojos y con la sonrisa y con
toa la cara, que esa gachí soy yo; pero, en cambio, con la
lengua me dice que es una señora que se acaba de mudar,
u me dice, como la última vez, que es una que tiée en
Lucena una fábrica de velones.
-¡Valiente púa está el tal Periquito!
-¡Que si lo está, vaya! Una vez por poquito si lo cojo, pero
se me escapó más vivo que un gato. Supóngase usté que el
día que yo digo estaba el mozo una miajita más pintón que
de costumbre, y se había sentao a esperar a Pepe, y como
jacía mucha calor, estaba yo una miajita escotá y con los
brazos al aire...
-Que no debías haber estao asín, porque asín no se pone
ninguna mujer de bien más que pa matar mosquitos.
Enrojeció la Nena, y al objeto de velar sus momentáneas
turbaciones, continuó:
-Pos bien: estaba yo como te he dicho, y el hombre parece
que tenía el mal de la temblaera y con los ojos y con el
labio que se le caían, y yo que estoy rabiando por cogerlo
en un renuncio, pos encomencé..., la verdá..., no estaría
bien hecho..., pero la verdá es que encomencé a jacer
charranerías con el cuerpo y con la cara pa arrancarlo der
to, y tanto apreté que de pronto se alevantó como si le
hubiera picao la tarántula, y se vino pa mí el hombre cuasi
rechinando los dientes, y cuando ya diba yo a ponerme en
la puerta de la calle y si era preciso jasta a llamar al
sereno, él se comió la partía. «Oiga usté, -me dijo,
parándose en firme antes de que yo pudiera jurar que ine
había jurgao ar pelo de la ropa-, me voy porque he comío
coles y me han sentao mal las coles, y ¡mardita sean las
coles!...». Y na, que con aquello de las coles se largó como
si le hubiera dao un cólico miserere.
-¡Valiente roa!, -exclamó la señora Rosario, moviendo
acompasadamente la cabeza-. Pos lo que tú debes jacer en
cuantito se desmande es mandarlo de un guantazo a
Chafarinas.
-Pero ¿y si se entera Pepe y tenemos bronca pa rato?
-¡Qué ha de haber bronca! El Requena le teme a tu José
más que a un miura; al Requena to lo que le sobra de
tunantería le farta de corazón. ¡Pos si su cara es el
paraguantazos del distrito!
Cuando María se quedó sola, empezó a meditar en lo que
con el Requena le ocurría; tenía ya ganas ella de que aquél
se escurriera de verdad para plantarlo en la del rey, y
además, que si aquello pasaba podría por fin enterarse su
Pepe que lo que él despreciaba a diario...
Y comenzó a comprender lo que le había dicho Candelaria
de su mantón de Manila.

II
Algunos días eran transcurridos desde aquél en que tuvo
lugar la escena que acabamos de narrar, y María,
terminados ya sus quehaceres domésticos, entreteníase en
dar fin a un pañuelo de lanilla, sentada junto al balcón,
cuando penetró en la sala Perico el Requena, el cual, según
nos aseguran, era mozo de rostro atrayente y simpático, de
voz suave, gallardas hechuras y amanerados ademanes.
-¡Que Dios bendiga a la ortava maravilla!, -exclamó al
penetrar en la habitación, quitándose airosamente el
pavero y colocándolo cuidadosamente sobre uno de los
sillones.
María sonrió.
-¡Hola!, que es usté, Perico -exclamó con voz de pérfidas
dulzuras...
-¿Y Pepe?...
-Salió jace un ratillo, y dijo que diba en busca de usté a ca
del Requesones.
-Pos de allí vengo yo, de ca der Requesones; pero como no
estaba allí Joseíto y como a mí me gusta tanto tomar el sol
y oler a nardos..., pos velay tisté.
-¡Pos pa tomar er sol..., la escollera, y pa goler a nardos, el
güerto de la Tiña!
-¡Eso dicen, pero créalo usté, Mariquita, aquí es aonde me
entra a mí el sol por toítos los poros de mi presona!
María volvió a sonreír picarescamente. Aquella tarde
parecía dispuesto el Requena a pasar las lindes, y deseosa
de verlo caer, díjole con voz acariciadora:
-Eso es que a usté le pinta eso la voluntá que le tiée a esta
ermitica.
-A la ermitaña, a una ermitaña con unos clisos que son dos
espuelas capaces de jacer que se le desboque el jaco al
mismísimo Apóstol; con una carita ovalá que me río yo de
toíto lo ovalao; con una mata de pelo que mata al que la ve
y no la jurga; con un talle que es una espiga y con un
pecho que es un navío, y con unos pinreles que son dos
comas, y con un...
-Pero ¿es que to eso me lo está usté diciendo a mí,
Periquito?, -preguntole a éste la Nena, la cual a medida
que aquél hablaba, había ido armando en corso el perfil.
-¿Pos a quién quiée usté que se lo diga?, -exclamó el
Requena con acento zumbón-. ¿Quiée usté que se lo diga
al casero? Eso que he dicho yo -continuó con voz grave-
se lo he dicho a usté y por usté, ¿usté se entera? Por usté,
una vez; y por usté, dos veces; y por usté, cien mil
millones de veces. Por usté, que es la quinta esencia de lo
bonito y de lo garboso y de lo gitano; por usté, a la que yo
quiero jace ya la mar de meses, más que a las niñas de mis
ojos; por usté, por la que estoy pasando más ducas que
armecinas de un armecino...
María, al iniciar el Requena aquella explosión de frases
apasionadas, habíase incorporado bruscamente, y
juzgando oportuno el momento, miró hosca y
agresivamente a su enamorado y díjole, interrumpiéndole,
con acento desdeñoso y glacial:
-Pos si es por mí to eso, jágame usté el favor de dirse ya
mismo y contárselo toíto al guardacalle, y decirle de mi
parte que lo lleve a usté a la grillera.
El Requena palideció intensamente, miró hosco y apenado
a María y después, dominando su amargura, sonrió
forzadamente y le repuso sin moverse del asiento:
-¿Y pa qué voy a dir yo a contarle eso al guardacalle? A
usté es a quien le puée importar que yo palme u no palme
de la pena.
-A mí lo que me importa es que no güerva usté a pisar los
umbrales de esta casa.
-Eso estaría muy bien, sí, señora; mu bien y mu en su
lugar si eso que le he dicho yo a usté no fuera onjana y no
se lo hubiera yo dicho a usté con el consentimiento de
Pepe.
María quedóse mirando con expresión de asombro al
Requena, que sonreía irónicamentc, y el cual continuó
diciéndole con voz zumbona:
-Qué, ¿le extraña a usté lo que digo? Pos no hay de qué
asombrarse, señora. Supóngase usté una porfía en la que
su Pepe de usté dice que usté no tiée alientos si un hombre
se propasa con usté ni pa tocar el pito de carretilla, y que
yo, por el contrario, sostengo que usté, al que se desmande
con usté lo pone de patitas en la calle, y su Pepe de usté:
«Tú no conoces a las mujeres». Yo: «¡Vaya si las
conozco!». Pepe: «Tú no chanelas na de eso». Yo: «Yo me
apuesto ahora mismito dos cañeros a que ahora mismito
voy yo a tu casa y le digo dos chuflas a tu María y tu
María me echa a la calle». Pepe: «Pos yo me los apuesto a
que no te echa, y que lo único que hace es contármelo to
en cuantito yo llegue a la casa». Yo: «Tú no conoces a tu
María». Pepe: «¿Que no la conozco? ¡Chavó, que no la
conozco!». Yo: «Pos yo apuesto los dos cañeros». Pepe:
«¡Pos van apostaos!». Y na..., que ya lo sabe usté to..., que
yo aposté que usté me echaba a la calle, y como he ganao
la apuesta, pos yo me voy, señora, con su premiso, a
beberme los dos cañeros.
Y el Requena, después de mirar con burlona expresión a la
del Cotufero, salió de la estancia, y ya en la calle,
borrando bruscamente en sus labios la sonrisa, murmuró
con voz sorda y apenada:
«¡Por vía e Dios y la que se arma y la esazón que me dan
si me llego a dir al colmenar sin careta!».

Alma andaluza.

-Pero Juan, por la Virgen Santísima, ¿por qué has vinío? -


exclamó Dolores, mirando con expresión de miedo y
asombro a su hermano.
-No podía, hermana, no podía -repúsole éste con voz
apagada-; me estaba picando un alacrán en el corazón.
Desde que me dijeron que, valiéndose de que yo no podía
pisar estas lindes, le había vuelto a poner los puntos a mi
Rosalía Antoñico el Ecijano, no podía pegar los ojos ni
respirar tan siquiera, y desesperaíto ya, esta mañana
comprendí que si no venía se me diba a romper el pecho, y
cogí la escopeta, monté en mi Tordillo, le metí espuela, y
na, que aquí me tiées. Pero no te apures tú, que el potro lo
he dejao en la choza del Mejorana, y pa entrar aquí lo he
jecho por el corral. Como que pa no verme, ni la luna me
ha visto, porque la tapó una nube.
-Pero si es que no has debío venir; si es que lo que te han
dicho no es verdá; si es que el Ecijano, desde que tú te
juiste, no ha güerto a cruzar con Rosalía ni una mirá, ni
una sola.
-De eso no me platiques -exclamó bruscamente,
frunciendo el ceño el Petaquero.
-Pero si es que manque fuera asín; manque fuera verdá que
el Ecijano la había mirao, ¿a ti qué te importa que la mire
jasta que se le sequen los lagrimales? ¿Qué te importa a ti
que él la mire, si tu Rosalía, desde que tú tuviste que dirte
al monte, no vive más que pensando en si se pondrá u no
se pondrá bueno Joseíto el Retamales?
-Me han dicho que, felizmente, está mejor Joseíto.
-Sí que está mejor, y, según dice el méico, Dios mediante,
se pondrá güeno del to. Pero eso, esgraciámente, tiée que
traer cola: su hermano Alfonso el Posaero ha jurao que te
tiée que cobrar con usura la puñalá que le pegaste a
Joseíto.
Él se la buscó, que yo no le quería malillamente; pero yo
no podía pasar por otro punto; que no me poía yo quear
sin cobrarme aquel guantazo.
Y al recuerdo del ultraje recibido centelleáronle a Juan los
enormes ojos oscuros, y tras algunos instantes de silencio
continuó:
-Mira, Olores, lo que sa menester es que yo platique con
mi Rosalía, que tengo yo ya muncha jambre de mirarme,
manque no sea más que un minuto, en las niñas de sus
ojos.
-Pero ¿no comprendes tú que si te ve cualisquiera que no
te quiera bien, a los dos minutos te están jaciendo un
saludo los del correaje amarillo?
-¿Y te crees tú que habiendo yo vinío al pueblo na más
que pa ver a mi Rosalía, me voy yo a dir sin miralla ni
platicalla?
-Pero ¿no comprendes tú -insistió Dolores- que este
pueblo le cabe a cualisquiera en la parma de la mano y que
son muchos los ojos que te espían?
Se encogió de hombros el Petaquero, y
-Mira -le respondió-: no te emperres en lo que no puée ser,
y si me quiées jacer un favor, te vas ahora mesmito a ca de
mi Rosalía y le ices que dentro e un rato estoy yo allí, en
la puerta de su corral, esperando a que salga la estrella que
más reluce.
-No; lo mejor será que yo vaya en busca suya y que se
venga conmigo -dijo, pensativa, Dolores.
Y minutos después salía de la casa Dolores, no sin poner
antes una mirada recelosa en los vecinos, que, sentados en
las puertas de sus respectivas viviendas, disfrutaban de la
fresca brisa de la noche, saturada de los perfumes que
arrancara a su paso por las altas cumbres y por las
pintorescas vertientes de las floridas montañas.

-Sa menester que te vayas a escape, Juan, pero que a


escape -exclamó Antonio el Cartameño con voz jadeante,
penetrando como una tromba en la habitación donde, en
unión de Dolores, dialogaban, susurrantes y apasionados,
Rosalía la de los Mimbrales y Juanico el Petaquero.
Miró éste sorprendido al recién llegado, y sin perder la
serenidad e intentando tranquilizar con una sonrisa a la
hembra adorada, preguntó a aquél con acento reposado:
-Pero ¿qué es lo que pasa, Antoñico, pa que yo tenga que
salir como una bala?
-¿Qué quiées que pase? Que te ha visto saltar por la tapia
del corral Pedrote, el mozo de la posá de Alfonsico el
Retamales.
-¿El de la posá del hermano de Joseíto? -preguntaron,
asustadas y simultáneamente, ambas mujeres.
-El mesmo que viste y calza, y menester es no jechar en
orvío que ese mozo le tiée mucho que agradecer a Alfonso
el Posaero.
-Pero ¿a ti quién te ha dicho que a mí me ha visto Pedrote?
-Pos me lo ha dicho Cachorrito, que se trompezó con
Pedrote jace una miaja, y como el Pedrote diba como el
que va por los Santos Olios, pos Cachorrito le preguntó
que aónde diba resollando como un fuelle, y, el otro le dijo
que diba en busca de su amo, por si su amo quería tirar a
una liebre a la que le tiée la mar de ganitas y a la que él
había visto por casolidá meterse en una camá, y como el
Cachorrito es mi vivo, al trompezarse conmigo, pos el
hombre me contó lo que yo sus he contao, diciéndome que
me lo contaba por si a mí me convenía.
Todos los allí reunidos habían ido palideciendo a medida
que hablaba el Cartameño. Rosalía había fruncido la
frente; Dolores miraba a su hermano con expresión
asustada; el Petaquero dominó sus inquietudes, y ...
-Güeno -exclamó, incorporándose-; pos entonces lo mejor
que hago es coger el avichucho y dirme a recoger mi
Tordillo, y dentro de na que me busquen, que cualisquiera
encuentra un tordo entre tantos olivares.
-No, eso no puée ser. Si Pedrote le ha avisao a Alfonso,
éste fijamente se lo habrá dicho al cabo, y el cabo
fijamente le habrá dao orden a las parejas de jacerte una
encerrona.
-Pos probaré fortuna -dijo serenamente el Petaquero-; y
con que yo puea jechalle los calzones encima a mi
Tordillo...
-Pero y si no puées jechárselos, ¿aónde vas a buscar
abrigaero?
Se encogió ligeramente de hombros Juan, y
-Allá veremos qué es lo que pasa -murmuró, y cinco
minutos después saltaba, ágil como un gamo y sigiloso
como una sombra, por encima de la albarrada que defendía
el corral de la pobre vivienda de su hermana Dolores la
Veterana.

-¿Y cómo ha sío eso? -preguntó Rosalía, con la cara


radiante de gozo, a Antoñico el Cartameño.
-Pos, hija, que Juanico sabe más que un letrao y que el
Alfonso es un hombre cabal y con un corazón más grande
que dos canchales.
-Pero cuéntame cómo pasó la cosa, que estoy que me
muero de alegría.
-Mía, te lo contaré toíto: Juan, al salir de la casa, se fue
erecho como un tiro pa el chozón del Mejorana en busca
de su jaco; pero como antes de llegar le dieron en la nariz
malos olores, pos el mozo, como sin su Tordillo no podía
llegar a la sierra antes de que clareara, y como pa dir a la
sierra tiée que atravesar cuasi toa la campiña, y a la luz del
sol en la campiña estaba vendío, pos en lugar de
acubrilarse aquí o allí, aonde fijamente arguien le hubiera
visto al amanecer, pos el mozo se gorvió al pueblo y se
metió, saltando el muro, en la posá, en la mismita posá de
Alfonsico el Retamales.
-¿En la posá de Alfonso? -exclamó, mirando asombrada a
su interlocutor, Rosalía.
-Como te lo digo: en la posá de Alfonso -repitió sonriendo
el Cartameño.
-Pero ¿mi Juan está loco de remate?
-¡Qué ha de estar loco tu Juan! Tu Juan sabe jasta latín, y
la prueba la tiées en lo que pasó: en que, al verlo elante de
él, el Alfonso lo primero que jízo fue tirarse a la cara la
vizcaína; pero tu Juan soltó la escopeta, tiró el cuchillo y
le dijo al Retamales:
-Aquí estoy; me tiéen tomás toas las salías del pueblo y no
pueo arrecoger mi jaco, que lo tengo en el chozón del
Mejorana; y al verme sin salía, pos me dije yo: «Lo mejor
que jago es dirme a ca de Alfonso, porque el Alfonso será
mu capaz de matarme cara a cara, pero no es capaz de
vender a un hombre perseguío que, buscando amparo, se
le meta en sus cubriles.»
-¿Y Alfonso qué dijo a eso?
-Pos Alfonso, según me han contao, se mordía los puños
de rabia que le dio; pero como el hombre es un hombre,
pos lo que pasó fue que tan y mientras los civiles se han
pasao la noche dando tiritones en el Chaparral, nuestro
Juan se la ha pasao durmiendo como un lirón en la posá
del Alfonso, y esta mañana, al amanecer, tan y mientras
las parejas venían al pueblo, Juan se despidió del posaero,
que le ha prometío no parar jasta hacerlo más peazos que
piñas tiene un pinar, y se fue al chozón y trincó su
Tordillo; y na, que a estas horas dará gusto verle correr por
esos montes e Dios con su escopeta en la mano.
Almas honradas.

Dolores se sentó, meditabunda, en el murete adosado a la


fachada del edificio y posó, distraída, la mirada en el
bellísimo paisaje.
Un espléndido sol otoñal ponía sus áureas pinceladas en la
riente perspectiva, en las doradas cúspides de los montes,
en las floridas laderas, en las que acá y acullá blanqueaban
los nevados caseríos; en los grandes macizos de verdores
que festoneaban las márgenes del río, salpicados de rojas
adelfas y de blanquísimos rosales.
Dolores, que podría contar veinte abriles, era de cuerpo
cenceño y gentil, de semblante agraciado y de tez en que
la vida desbordaba en cálidas entonaciones; de ojos de
mirar risueño, de boca fresca y fragante y de pelo
abundantísimo, cuidadosamente recogido bajo un
pañizuelo color de grana, como de color de grana era el
zagalejo que cubría su airosa figura, adornada además con
un corpiño de percal rameado, amplio delantal de
mallorquín y recios zapatones de vaqueta.
Cuando más embebecida parecía estar en sus
meditaciones, poco gratas al parecer, destacose en el
umbral de la casa la figura desmedrada y sarmentosa de su
padrino, el señor Frasco, el Zorzales, un viejo de grandes
ojos azules, de tez rugosísima y de blanquísimos cabellos.
Qué, ¿se va osté ya, padrino? -le preguntó, incorporándose
rápida y acercándose al anciano la muchacha.
-Sí, mi prenda -repúsole aquél con acento cariñoso-. Voy a
dalle un vistazo al jabal y un meneón a los yeros.
-Menester es que se vaya su mercé dejando de tantísimo
matarse, que no está ya su mercé pa meterse en tantísimas
jonduras, que ya es mucho lo que ha meneao su mercé las
aspas de su molino.
-Sí que ties razón, pero es que el día en que yo no me puea
menear, ese día me muero de reconcomia -díjole con
expresión distraída el viejo, el cual, tras poner una mirada
inquieta en uno de los edificios más cercanos, que
blanqueaba en una loma próxima, continuó dirigiéndose a
la muchacha:
-Miá, que cuando venga el Breñas me le mandas en
seguiíta aonde yo esté, que estaré en el «Tajo del Tardío».
Y dicho esto penetró el viejo en la casa, de la que volvió a
salir a poco al hombro la azada, y momentos después se
perdía de vista por entre los verdinegros olivares que
parecen jadear eternamente trepando, torcidos y
retorcidos, por la empinada vertiente de la pintoresca
montaña.
Arrojó el Zorzales la azada en la tierra removida
recientemente y sentose cejijunto y sombrío sobre una de
las desigualdades del terreno, reflejando en su rostro la
terrible lucha que libraban en su corazón, de una parte, su
conciencia, y, de otra, las razones con que pretendía
acallar su voz inflexible y acusadora y -¡Güeno! -musitó
con voz sorda y colérica-; güeno que tú me gritaras si yo
juera el mesmo que jui; si ahora, como entonces, estuviera
sortando por ca poro de mi cuerpo un borbotón de resina y
de ca martillazo el corazón me aupara toíta la tabla del
pecho, que otra hubiera sío la verea que yo hubiera pisao
de ser yo lo que jui; pero es que, con razón, ya no quiée
pelear conmigo el Pintao, porque es que yo ya estoy
jechito una lástima; pero es que yo no podía consentir
tampoco en llevarme al otro mundo la ofensa que a mí me
jizo, porque es que la cosa es de las que chorrean sangre, y
si él se aterminó a jacer aquella charraná con la hija de mi
hermana, jue porque sabía que no había un hombre que le
cobrara en plumas de las alas e su corazón su mala
chanaíta, y a la probetica Remedios su deshonra fue la que
se la llevó a la seportura, y aluego que la muerte por mo de
la cual anda juío la jizo de muy malilla manera, porque el
probe de Tobalo estaba ya en el suelo cuando le tiró con la
cachicuerna, y Tobalo era un mozo que yo estimaba de
verdá, y aluego que eso de venirse a esconder cuasi a dos
pasos e mis cubriles, es venir a mojarme las orejas con
saliva, y sobre to, que yo tenía el deber de elatarlo, y como
tenía el deber, pos por eso lo he delatao.»
No obstante estos razonamientos, no conseguía el viejo
hacer callar aquella voz que tan tercamente hacíale oír sus
acusadoras inflexiones desde que horas antes diera orden
al Breñas de llevar la carta delatora al jefe del puesto
cercano.
El sol empezaba a ocultarse tras los picachos de la
montaña, y sus últimos rayos incendiaban el celaje,
dándole tonos de púrpura y de oro. Ya seguramente el
Breñas habría entregado la carta al sargento Torrente, y
pronto se dirigiría éste hacia casa del Naranjero, donde
podría sorprender al matador de Tobalo, y su delator
podría verle pasar atado codo con codo por delante de su
casa.
Algunas gotas de frío sudor surcaron la frente del
Zorzales, y tirando, al pensar esto, violentamente el
cigarro que fumaba, echose al hombro la chaqueta y la
azada y se encaminó hacia su hogar, abrumado, más que
por el peso de los años, por uno misterioso que
angustiábale el corazón y llenábale de sombras el
pensamiento.
-Qué, ¿viée osté mu cansao? -le preguntó Dolores saliendo
a su encuentro en la cuesta y aliviándole del peso de la
azada.
-Sí, que con razón ice la copla que pa las cuestas arriba
quieo mi mulo -repúsole el Zorzales, pretendiendo
enmascarar con una sonrisa su profundo desasosiego.
-Cuando yo le digo a su mercé que no está ya su mercé pa
meterse en esas trabajeras...
El viejo penetró en la casa y se sentó sombrío y silencioso
junto a la amplia chimenea.
-Pos yo, tan y mientras acaba de cocer la puchera, voy a
tender la ropa que acabo de traer del río -dijo Dolores,
dirigiéndose hacia la puerta del hogar.
El viejo, que no podía permanecer sentado, empezó a
pasear inquieto y febril por el interior de la cocina,
alumbrada por los últimos resplandores del crepúsculo
vespertino, y sin atreverse a asomarse al umbral de la casa
por temor, sin duda, a ver pasar por delante de él y
escoltado por la Guardia Civil, al matador de Tobalo y
burlador de su sobrina.
Además de su conciencia, abrumaba su espíritu el pensar
lo que dirían de él sus antiguos camaradas cuando se
enterasen de que no había encontrado medio mejor y más
generoso de realizar su venganza que delatar al fugitivo al
jefe del puesto, y antojábasele ver las miradas de reproche
y desdén con que todos le acogerían.
Concluido que hubo Dolores de tender la ropa, penetró
ligera como una ardilla y con la copla en los labios en la
casa, y minutos después colocaba limpio mantel sobre la
blanca mesa de pino, y
-Qué, padrino, ¿se han hecho ganas de comer? -le
preguntó con acento alegre como el cantar de un pájaro.
-No, hija, que no tengo ni chispita de ganas de abrir la
boca -repúsole sombríamente el Zorzales.
Dolores posó en él sus grandes ojos, en que desbordaban
la ternura y la malicia, y acercándose a él de repente y
sentándosele sobre las rodillas, rodeole el cuello con un
brazo, y
-¿Qué le pasa hoy a mi viejo parral sin pámpanas ni
racimos? ¿Qué le pasa a la presona más quería que Dios
puso en sus pejuares? -le preguntó con voz zalamera.
El viejo, a la caricia del único ser que hacíale grato el
triste invierno de su vivir solitario, sintió que el secreto de
su traición forcejeaba por brotar en sus labios, y no
sintiéndose con fuerzas para oponerse a aquella expansión
de su angustiado espíritu:
-Pos sí -dijo con voz turbada-; me pasa algo que no sé
cómo decírtelo, y es que me parece que al cabo de cuasi
ochenta años de estar mirando a toíto er mundo cara a
cara, voy a arrematar por no poer mirar ni a mi sombra
frente a frente.
-¿Usté? -exclamó llena de asombro Dolores- ¿Usté no
poer mirar a la gente cara a cara?
-Yo, sí, yo -murmuró sombríamente el viejo; y después,
tras breves instantes de silencio, exclamó con acento
reconcentrado-: Camará, y en qué horita más negra que
escribí yo anoche esa carta maldecía.
-¿Qué carta? ¿La del señó Bartolo?
-No, hija mía; la del señó Bartolo, no; la que tú le diste
esta mañana al Breñas pa que se la llevara en seguiíta al
comandante del puesto de «Vizcaíno».
Dolores miró con expresión triunfal al viejo, cogió su
rostro rugoso entre sus manos, endurecidas en los diarios
quehaceres, quedósele mirando de hito en hito, y tras un
brevísimo silencio,
-Vamos a ver, ¿qué daría usté ahora por no haber mandao
a su destino esa carta? -le preguntó.
-¡Qué sé yo lo que daría!
-¿Daría usté un beso?
-Un millón de besos daría yo -dijo el viejo mirando lleno
de ansiedad a la muchacha, la cual, poniendo cerca de los
labios de aquél la sonrosada mejilla y urgándose ésta con
un dedo, le dijo sonriendo picarescamente:
-Pos encomience usté a besar, que yo iré llevando la
cuenta.
Y ya empezaban a asomar en el pálido horizonte algunas
estrellas cuando exclamó el señor Frasco el Zorzales con
acento de súplica:
-Chiquilla, por los ojitos e tu cara, que ya van más de dos
mil millones y ya me duele jasta el corazón, a pesar de
que, como dice la copla,

Mismamente dos panales


tiée mi niña por mejillas,
llenos de miel de rosales.

Amparo.

Cuando penetró en el limpio patio del corralón Paco el


Coquinas, brillaba todo en él, iluminado por el sol de la
tarde, como de coral los floridos geráneos de los arriates y
como de esmeraldas la enredadera que tendía sobre el
muro sus a modo de faldellines de encajes; trasudaba el
cubo en cristalino goteo sobre el limpísimo brocal del
pozo; porraceaba, junto a éste, sobre el ladrillo de lavar, la
señá Consuelo la renegrida ropa de su hombre; picoteaban
acá y acullá algunas gallinas; desperezábase al sol un gato
de morisca piel en graciosas ondulaciones; parecía de
cristal purísimo el espacio, de zafir el horizonte; todo, en
fin, parecía entonar al unísono un cántico a la vida.
-¿Qué te pasa? -preguntole al Coquinas la señá Dolores, la
casera.
Paco fue a sonreir, pero acordándose de la mala cara que
debería tener si quería que le sirviera de pararrayos, en la
borrasca que suponía le aguardaba en sus cubriles,
mantúvose con el semblante fosco y repúsole a la vieja:
-¿A mi qué me va a pasar?... ¡Naíta!
-Pus me alegro... ¡Ah!, se me orviaba... Aquí han estao el
Pimpi y el Talabartero a conviarte pa esta noche al bautizo
de la hija de la Nena.
-Me los acabo de trompezar a dambos.
-Pos aquí estuvieron un ratillo de palique con tu jembra.
-¡Ya lo sé!
-Pos mía tú, la cosa creo que va a sonar más que un
repique, porque el pairino va a serlo el Tururú, ¡y como el
Tururú está ahora en parneses! Y tú no te perderás el rato,
¿verdá?
-Pos de juro que no me lo perderé.
-Y harás mu bien si lo jaces.
-¡Vaya si iré, y si a Amparo le sienta mal, que tome tila!
-¿Y por qué le va a sentar mal a Amparo? ¿Por qué?
¿Porque tamién irá al bautizo la Rosarito?
-¡Como es tan maniosa y no quiere ni pa Dios que yo vaya
a onde la otra vaya! Pero yo, señá Dolores, yo soy un
hombre, y a los hombres las mujeres deben respetarlo.
-Pos naturalmente que sí. ¡Digo! Pos ya lo creo. Y si
Amparo dijera argo tú te pones en tu sitio; pero no creo
que sea menester, porque yo he platicao con Amparo y yo
la he visto tan contenta arreglándote la ropa y como si la
cosa se le importara un comino.
-¿Tan contenta? -preguntó lleno de asombro el Coquinas.
-Hombre, no te diré yo que esté bailando la tarántula, pero
lo que es tranquila, lo está... En fin, que a mí me parece
que como ya te va conociendo y sabe que a ti no se te
puede llevar la brida, pos la mujer se habrá dicho «que
más vale un por si acaso que un quien pensara.»
El Coquinas no volvía de su apoteosis. ¡Que Amparo no
estaba rabiosa después de saber que él pensaba ir a un sitio
donde vería a Rosarito! Indudablemente la señá Dolores
había tomado la mañana protegiendo a Rute, a Faraján o a
Cazalla de la Sierra.
Cuando Paco penetró en su sala, donde por el balcón
abierto de par en par penetraba la radiante luz del día en
deslumbradoras oleadas, quedose un punto perplejo.
La habitación estaba que embestía de limpia; brillaba el
suelo recién fregado; los muebles, a los que un poco de
petróleo hacíanle aparecer como recién salidos de manos
del barnizador; la cama, que tentaba al reposo con el
blancor de su colcha y de sus almohadas también
blanquísimas; las flores, que en tiestos y macetas dábanle
al balcón aspecto de jardín, y, por último, la figura de
Amparo redondeada por los primeros síntomas de la
maternidad; con el bellísimo rostro de gitano abolengo
radiante y expresivo, con los encendidos labios contraídos
por una sonrisa y los magníficos ojos adormecidos y como
impregnados de enervadoras caricias.
-¿Cómo tan temprano? -preguntole Amparo al Coquinas,
incorporándose rápidamente y poniendo en magnífico
relieve al hacerlo el seno espléndido y la arrogante cadera.
Paco contempló un instante a su mujer: su actitud, su
sonrisa, el plácido mirar de sus ojos, toda ella, en fin,
llenándole de profunda sorpresa.
-¿Sabes que aquí han estao el Pimpi y el Talabartero a
conviarte al bautizo de la hija de la Nena?
-Sí; me los he trompezao en el camino.
-Yo por si querías llevar la ropa negra la he sacao toíta y le
he dao un limpión... Ahí la tienes toa prepará y cuasi
goliendo a jazmines.
Y Amparo señaló con un dedo las sillas donde aparecía
cuidadosamente doblada la amplia chaqueta, el abotinado
pantalón, el escotado chaleco, la blanca camisa de bordada
pechera y todas las galas, en fin, de las grandes
solemnidades.
Paco no sabía qué pensar, ni qué decir, ni qué cara poner.
Amparo no era su Amparo; aquello no tenía explicación.
¿Por qué, por qué Amparo no se ponía por las nubes
sabiendo como sabía que si iba al bautizo de la Nena
seguramente había de tropezarse con Rosarito?
-Pero qué te pasa, hombre. Cualquiera diría que te habías
propasao hoy con el solera.
-No, no me he propasao con na ni con nadie; lo que me
pasa es que me duele una miaja la cabeza y me voy a
echar un ratillo en la cama.
-No hagas eso, hombre, mira que cuando tú coges el sueño
eres un tabardillo pa alevantarte.
-No, ya verás como no.
-Entonces, ¿a qué hora te llamo?
-Pos un poquillo antes de la hora de la cita.
Cuando ya algo aligerado de ropa húbose tumbado Paco
en la cama, entornó Amparo cuidadosamente el balcón y
sentose a coser aprovechando la escasa luz que por él
penetraba.
Paco estaba lleno de intranquilidad; no podía explicarse la
actitud de su Amparo; aquel cambio tan brusco y
sorprendente llenábale de inquietud el corazón. Amparo
parecía no ya resignada, sino contenta; vaya si parecía
contenta. ¿Y por qué, por qué había de estar contenta?... Y
vaya si era bonita Amparo; con razón la llamaban la
Serrana, y luego que además de bonita era buena desde la
raíz a la pámpana; para ella todo hombre que no fuese él
como si fuera una estampa..., y eso que para él no había
pasado inadvertido que Juan el Galafate la miraba con las
de Caín, y si él ya no le había dado el quien vive al
Galafate era por no dar una campanada... Y vaya si el
Galafate era un mozo de una vez, buen mozo, simpático,
con rumbo, con el corazón en su lugar y luego cantándose
como los propios ángeles... ¿Por qué no habrían invitado
al Galafate al bautizo? Y no lo habían invitado fijamente
porque el Pimpi le había dicho muy claro que cantarían el
Virana, el Caperuza y el Niño del Espartero... Por qué
sería aquello del Galafate, tan amigote como era éste del
padre del recién nacido?...
-Pero despierta, hombre, que son ya las tantas -exclamó
por tercera o cuarta vez Amparo, moviendo bruscamente a
su marido.
Éste entreabrió los párpados, miró hoscamente a su mujer
y díjole con acento nada acariciador:
¡Que me dejes ya, que me duele mucho la cabeza!
¡Pero es que se te va a jacer tarde, hombre, que son ya casi
las ocho!
-Pos que sean las ochocientas -gritó Paco mirando de
modo amenazador a Amparo, que miró a su vez a su
marido con ceñudo semblante, y volviéndole las espaldas,
salió de la estancia ondulando gallardamente su cuerpo de
escultura.
Y apenas hubo traspuesto el umbral de la sala, intensa
expresión de triunfo se derramó a borbotones en su
semblante, y vibrando toda de alegría dirigiose
rápidamente hacia la señá Dolores, que aguardaba en la
puerta de su habitación, y echándole un brazo al cuello, la
atrajo hacia su pecho y díjole besándola en las chupadas
mejillas:
-¡Ay, señá Dolores!, que ca consejo de usté vale un
millón, porque le he dicho que van a dar las ocho, por
poquito si me pega.
-Pos no se lo güervas a decir, poique se le pudiera ir la
mano en el especiao, y en vez de amanecer mañana
amarilla y con ojeras, pudieras amanecer con toíto el
cuerpo llenito de cardenales.
Y mientras Amparo se dirigió de nuevo hacia su
habitación, murmuró la señá Dolores con acento lleno de
profunda ironía:
-¡Y luego dicen que si chanelan los hombres! Y eso que el
Coquinas es un vivo. ¡Los setenta años sí que saben más
que los siete sabios de Grecia!

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